Está en la página 1de 2

MI VIDA UNA GRAN GIRA

Desde que tengo 14 años que no paro de girar. Con una gran valija
que excedía el peso permitido por la aerolínea, partí con el permiso
que mis padres timoratos me entregaron cual un cofre repleto de oro
y de confianza a danzar por la Atenas de los dioses paganos. Desde
entonces, no cesé de subirme a aviones, micros e incómodas combis
en las que durante horas intentaba en vano encontrar la posición que
evitara los malditos calambres o las típicas contracturas que como
secuelas quedaban impresas en mi cuerpo haciendo de las primeras
funciones de la gira verdaderas torturas. Nunca logré acostumbrarme
al trajín de los viajes. Las pastillas apenas si lograban adormecerme
sin poder nunca conciliar el sueño, el vino me alegraba hasta el punto
de hacer papelones, llamando la atención de las azafatas que acudían
indignadas a retarme como a una niña, y de verdad que lo era.
Durante los viajes nocturnos en micro era la más odiada de la
compañía ya que siempre encontraba algún sonámbulo que como yo
había renunciado ya a los placeres del sueño pero que tenía mejores
habilidades para la técnica del susurro. Tampoco logré habituarme a
las siempre chicas, desordenas e insoportables valijas. No fueron
pocas las veces que hube de comprarme un pequeño bolso hacia el
final de la gira para poder meter a la fuerza todas las porquerías que
iba acumulando a lo largo del camino. Lo cierto es que odio viajar, lo
odio inconmensurablemente, mas es lo único que he estado haciendo
desde ese entonces. A los 19 renuncié a esa vida, y con miras a
establecerme en un lugar y colocar toda mi ropa en un placard, entré
a trabajar en una compañía local con un teatro propio ubicado en el
centro de Buenos Aires. Dichosa estaba hasta el momento en que
durante una reunión el director nos informa, feliz y orgulloso, acerca
de la concreción de la tan buscada y ansiada gira a Canadá. ¡La puta!
Nunca se había oído hablar de una gira en esa compañía y justo
cuando yo entro se concreta una del otro lado del Ecuador, en donde
el crudo frío ya se estaba preparando para recibirnos con toda su
furia.

No puedo echarle la culpa al azar. No sólo he sido víctima sino también culpable de esta
condena a la que me he sometido y elegido desde siempre. A los 21 años surge una
posibilidad de trabajo en Estados Unidos, y mi rechazo a los viajes no pudo con mi
ambición de crecer. Aterricé en New York con una maleta. Era diciembre y el frío me
congeló hasta los huesos cuando salí del aeropuerto. Durante 2 años soporté la gira más
larga de mi historial; 2 años seguidos viajando de ciudad en ciudad por todos los
Estados Unidos. Para cuando decidí terminar con ese martirio, ya eran tres las valijas
con las que debí cargar para mi retorno a la Argentina, además de las 4 enormes cajas
llenas de ropa de verano que debí enviar por barco y que, para mi desgracia, tardaron 2
meses en llegar a destino, justo cuando el verano en Buenos Aires había finiquitado.

La cosa no termina ahí. Sin que nadie me obligara, y tras 6 meses de hermosa quietud,
creí que Europa sería irremediablemente el paso a seguir, y una vez más, bajé la maleta
del altillo y me dispuse a armar lo que para mí fue la valija más liviana de mi vida. Pesó
24 kilos y medio y la llamé Roberta. Con ella llegué a Madrid, viajé a la cautivante
Barcelona y llegué hasta la Turín, donde conseguí trabajo en una compañía
independiente que, por supuesto, estaba dispuesta a arrancarse las vestiduras por viajar.
Mi primer gira con la compañía turinense fue curiosamente Buenos Aires. Allí no pude
contener el impulso de llevarme más ropa y otras cuestiones que me harían la vida
imposible al momento de regresar, un año después, al país que me vio nacer. No tengo
dudas de que ese regreso fue, en cuanto al asunto de las maletas, el más fastidioso y
largo de todos. No sólo debí pagar por sobrepeso y enviar unas cuantas cajas vía
marítima, las cuales tardaron sus correspondientes 2 meses en llegar, sino que además
debí dejar unas cuantas bolsas a mis compañeros italianos que por fortuna tenían
planificado hacer una gira por Buenos Aires unos 3 meses después de mi partida.

Y la gira sigue; esta historia, amigos míos, tiene todavía para rato. Ya con 25 años tenía
claro que mi lugar era Buenos Aires. Basta ya de esos intentos todos truncos de no ser
porteña. Lo era, y además, siempre había sido feliz de serlo. Sin embargo, comprender
que viajar no era lo mío no resultó ser el paso definitorio a la estabilidad. Mis pies
estaban inquietos y me llevaron de paseo, y lo siguen haciendo, por distintas casas y
departamentos de mi querida ciudad. Así fue que de la casa de mis viejos me fui por 4
meses a un departamentito en la calle Gascón, y de ahí a la casa de mi novio de la cual
debía irme cada vez que su padre los venía a visitar desde Corrientes. Finalmente me
compré un PH hecho pedazos con el objetivo de reciclarlo en 3 meses, palabras del
arquitecto. Hace ya 12 meses que espero los benditos permisos de la fucking
municipalidad para hacer dos pelotudeces mientras todos los demás levantan edificios
enteros sin ningún permiso, tirando cometas y papelitos de color verde mientras yo los
miro desde mi pequeña villa, así me gusta llamar a esta casa que se cae a pedazos y que
sólo ha podido cobijarme por unos meses hasta que una tremenda lluvia arrasó con las
viejas cañerías inundando hasta las rodillas cada rincón de su ser. Ergo, he vuelto a la
casa de mis suegros y de mis tres cuñadas con las que intento convivir de la mejor
manera, es decir, a la de ellas. Y es justo. Yo soy la extranjera en su reinado. No puedo
quejarme. Pero quiero hacerlo. ¡Estoy podrida de esta mierda de las valijas, de los
viajes, de las mudanzas! Ya no se dónde están mis cosas, ya no se ni lo que tengo ni
para qué lo tengo. ¿Llegará ese día en el que viajar sea para mi un placer como escucho
que lo es para todos los demás? Ya no quiero bailar, ahora sólo quiero quedarme
tranquila, con los pies bien firmes en la tierra, y empezar a echar raíces….

También podría gustarte