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Basta con ocupar por unos instantes la misma silla donde el viejo Oscar pasa sus días para

apreciar un poco desde su propio punto de vista el transcurrir de su vida. Se trata de un viejo
solitario, callado, reservado. Poco conversador a pesar de su reconocida erudición y su
soberbia capacidad para los discursos. Solíase decir que sus opinión pesaba más que los
argumentos contrarios de cualquiera de sus detractores. Habiendo dedicado su juventud al
estudio de la ciencia médica, abandonó el ejercicio de esta profesión para dedicarse a la
investigación y a la difusión de sus ideas. Su vida terminó abruptamente cuando se le
diagnosticó cáncer de laringe. Nunca había fumado. Nadie pudo explicar su origen. Aceptó con
resignación una cirugía conservadora que sin embargo, calló para siempre su voz y lo limitó a
difundir sus pensamientos por medio escrito. Mi madre, su hermana, me dijo alguna vez que
nunca se le conoció novia y por lo tanto nunca se casó. Nunca supo si no hacía parte de su
vida el querer compartirla, o si su orientación sexual no iba encaminada hacia las mujeres.

Por mi parte, creo solemnemente que mi viejo tío, el viejo Oscar, amó mucho más a las mujeres
que muchos de los que se jactan de haberse acostado con una multitud de ellas.

Su vieja silla de madera maciza descansa en una terraza con vista a la mayor parte de la
ciudad. En frente de ella, una mesa del mismo material, llena de incontables libros, manuscritos
y bolígrafos, además de la cicatriz dejada sobre la madera por la misma taza de café puesta en
un único sitio durante incontables años. Este pequeño estudio se encuentra rodeado de lo que
parecería una jaula de cristal. Un acuario. Una pecera. Paredes de vidrio que lo protegen de los
implacables vientos que sobre aquel sector de la casa se posan, sin censurarle la perspectiva
del amanecer ni el sol de los venados al atardecer.

Cierta vez me senté con el viejo con el único fin de desentrañar su vida amorosa. Al escuchar
mi pregunta desvió la mirada de mis ojos, entrecerrándolos mientras respiraba lentamente.
Pasado un instante, tomó su taza de café, señaló con su dedo la silla y se alejó del lugar sin
más explicaciones.

De ese modo fui testigo de su vida. Sentado al frente de aquel depósito de manuscritos logré
dar con su vida entera narrada a lo largo de innumerables hojas amarillas. Había abandonado
su profesión como médico cuando encontró en su voz su único medio para cautivar a la mujer
de sus sueños. Considerándose poco atractivo e interesante, decidió dar solución a esto último
entregándose por completo a la erudición, al estudio y a la retórica cautivadora de públicos y
mujeres. Al parecer, su amor de juventud nunca compaginó con sus pensamientos abstractos y
sus filosóficos ensayos, abriéndose paso a otra sociedad, suficientemente alejada de él, pero
mucho más terrenal y entretenida para ella que todo cuanto pudiera otorgarle aquel ser extraño
inmerso en libros y discursos.

Mi tío comprendió entonces que no se es interesante por poseer conocimiento ni capacidades


intelectuales, sino por realizar una y otra vez todo cuanto pudiera entretener a la mujer amada.
De este modo, poco a poco, te vas haciendo imprescindible para ella hasta el punto que no es
capaz de dejarte. Este conocimiento llegó muy tarde a él. Había dedicado su juventud y parte
de su adultez a un ideal que ahora carecía de sentido: la palabra. No pudiendo abandonar su
empleo como orador, se resignó a vivir sólo hasta cuando la enfermedad lo postró a vivir
sentado en la misma silla donde me encuentro ahora.

El viejo se dedicó desde ese momento a escribir. Seguramente sus memorias pasarían al
olvido de no haberme convertido en un testigo heredero de su testimonio. Y el acabará sus días
escribiendo sobre todo aquello que alguna vez quiso decir. Escribiendo una y mil veces cartas
de amor a aquella mujer desconocida que sólo vive en sus pensamientos.

Eldanior

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