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LA
ESCAMA
DEL
DRAGON
Enrique Guerrero de la Torre
Ilustraciones: Manuel Montes

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Primera Edición: 2008

Del texto: Enrique Guerrero, 2008


De las ilustraciones: Manuel Montes
Depósito legal: CA-215/08

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PROLOGO

La Escama del Dragón es una de las lecturas propuestas en el proyecto


PROCOLE del CEP de Jerez. Se trata de un cuento realizado para su utilización en las
aulas y debe ser contemplado como parte integrante de un proceso más amplio de
animación lectora.

Este relato nos invita a imaginar, pensar y crear otros mundos; requisito
imprescindible para trabajar en todo proyecto cuya propuesta sea el “animar a leer”.
Esto pasa irremediablemente por explorar, crear, imaginar, jugar, reflexionar...
acompañando todo ello con actividades que podemos realizar en colaboración con otros.

Es notable en este relato: la seguridad, la precisión y la limpieza. Todas ellas se


entrelazan y definen un estilo que tiene el don de la elegancia. Los personajes, Joaquín y
Judit poseen un espíritu aventurero e intrépido que nada tiene que envidiar a otros
personajes.... Ambos emprenden un viaje iniciático que permitirá al lector imaginar
otros mundos. Su maravillosa aventura, es una búsqueda tan humana, como lo es buscar
lo imposible, un afán en el cual todos podemos reconocer nuestro particular viaje a
“Ítaca”.

Los sueños de la imaginación, que nos ofrece “La escama del Dragón”, quizás
no sean compatibles con la realidad, pero si en el trayecto de su lectura se ha pensado,
se ha penetrado en el interior de sí mismo , de los demás y de las cosas, sin lugar a
dudas el viaje habrá merecido la pena, y tendremos un nuevo “adepto” a la causa de la
“lectura”.

El relato posee amplias posibilidades para su utilización en las aulas; tanto como
un elemento motivador para el estudio de diferentes climas, culturas, .... como para
trabajar la lectura desde un punto de vista de la psicolingüística. En este último aspecto,
las actividades que acompañan al cuento constituyen un buen banco de recursos para
trabajar la conciencia fonológica, las estrategias de anticipación del lector, la
integración de significados de las frases en el texto, la argumentación....

Un aspecto destacado de este trabajo es la importancia que se le ha dado a la


planificación didáctica de las actividades sugeridas al hilo de esta narración, a los
aspectos “argumentativos”, asertivos, de educación en valores y de competencias
digitales, todos ellos utilizados con profusión como herramientas adecuadas para la
presentación de dichos argumentos y la negociación de ideas. Para ello, se ha preparado
un cuaderno con actividades adaptadas a cada nivel.

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A Montse.

“ Pequeña,
rosa,
rosa pequeña,
a veces,
diminuta y desnuda
parece
que en una mano mía
cabes,…

(Pablo Neruda)

A Pío, Ana, Virginia, Paco, Elvira y


Alicia, compañeros de desvelos y
trabajadores natos.

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Índice:

1.- El comienzo..........................................................................................11
2.- La historia del anciano ....................................................................17
3.- El gran encuentro.............................................................................27
4.- El regalo del anciano........................................................................37
5.- Hacia el desierto..............................................................................39
6.- Pero los problemas no acaban.........................................................51
7.-Bucros...................................................................................................57
8.-¿Castillo o posada?.............................................................................61
9.-Ursus.....................................................................................................65
10.-¿Sería hoy el gran día?....................................................................71
11.-El relato del explorador..................................................................77
12.-El gran descubrimiento...................................................................79

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Hola. Primero de todo déjame que me presente. Me llamo
Enrique y quisiera contarte una historia que viene narrándose en
mi familia desde hace mucho tiempo, y que cada noche del 17 de
Agosto se cuenta al tiempo que nos comemos los postres de una
cena en la que nos reunimos todos los miembros que
pertenecemos a ella y que queremos escucharla. Este año me toca
contarla a mí, y quisiera que nos acompañaras. ¿Te apetece? Si
es así, ponte cómodo y vamos a empezar.

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1.- El comienzo

Érase una vez, hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano


de aquí, existía un pequeño reino donde la gente vivía bajo el
mandato de su rey, Alfredo I, apodado “el Amable”. De su
matrimonio habían nacido tres hijas, antes de fallecer su mujer.
La mayor era guapa, simpática, tenía el pelo negro, los ojos
azules, la nariz pequeña. No era demasiado delgada, pero era muy
alta.

Vivía también en el castillo un caballero llamado Joaquín.


¿Quieres saber cómo era? Pues también era alto, apuesto y
elegante. Tenía el pelo y los ojos negros. Estaba completamente
enamorado de la princesa Judit, y ella también estaba enamorada
de él. ¡Ah! ¿No os había dicho que ella era hija mayor del rey? Se
me había olvidado. Pues sí. Judit era la primera hija del rey, así
que también era la princesa heredera.

Ya os he contado que Judit y Joaquín estaban enamorados.


Querían casarse lo antes posible, pero como mandaba la tradición
del reino, para que un heredero al trono pudiera casarse, ambos
novios debían pasar con éxito una prueba, y además, hacerlo
conjuntamente. La prueba tradicional que permitía esa boda era
la de buscar un dragón y traer al rey la prueba de su existencia:
una escama.

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Los dos enamorados, junto con sus compañeros de viaje,
prepararon todo lo necesario para el mismo. Iba a ser un viaje
maravilloso: estarían los dos juntos, harían las mismas cosas,
viajarían por los mismos sitios, andarían por los mismos caminos,
comerían los mismos alimentos,...

Cuando todo estuvo preparado, los caballos, los alimentos,


las armas, las personas que les iban a acompañar,... comenzaron el
viaje. Al principio no tenían un destino seguro hacia dónde
encaminarse, ya que hacía mucho tiempo que nadie hablaba de la
existencia de un dragón. Ellos iban preguntando a la gente:
¿Sabéis dónde podemos encontrar a un dragón?

Todo el mundo contestaba negativamente. Nadie había


escuchado hablar de la existencia de dragones desde hacía
mucho tiempo. Ni siquiera se lo habían escuchado a sus abuelos,
que siempre les estaban contando historias de cuando ellos eran
jóvenes.

Un día, ya lejos de su ciudad, llegaron a un descampado a las


afueras de una ciudad y vieron a un anciano que estaba sentado
bajo una gran higuera llena de higos. Era una higuera extraña, ya
que estaba llena de higos pero no tenía ni una sola hoja.
Decidieron hacer un alto en su camino y coger algunos de esos
higos que tenían un aspecto maravilloso. Se acercaron hasta la
higuera donde el anciano dormitaba y le preguntaron:

—Perdone señor. ¿Podríamos coger algunos higos de esta mara-


villosa higuera? — preguntó la princesa.

—Por supuesto —contestó el anciano—, pueden coger todos los


que quieran. Están muy dulces y son muy agradables de comer.

Todos desmontaron de los caballos y se pusieron a comer.


Los higos estaban dulces como la miel. Tenía razón el anciano.

—¿Van ustedes muy lejos? —preguntó el anciano.

—Si le digo la verdad, no sabemos dónde ir ni qué camino tomar


—contestó Joaquín—. Vamos a la búsqueda de un dragón, y no

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terminaremos nuestro viaje hasta que lo encontremos. Por cierto,
¿ha visto usted a un dragón? Necesitamos conseguir una escama
de dicho animal para poder casarnos.

El anciano, entornando los ojos y con una mueca en la cara,


como si estuviera buscando en lo más hondo de sus recuerdos les
contestó:

—Les voy a contar un secreto, algo que nunca, a nadie he contado.


Yo, hace mucho tiempo vi un dragón. Era grande, de color
verdoso. Tenía los ojos rojos, grandes dientes y una boca enorme.
Sus patas eran como diez de mis manos y con grandes uñas en los
dedos. Tenía también una larga cola que movía de un lado a otro,
derribando todo aquello que se interponía en su recorrido. Yo
diría que se podía comer casi una vaca de un bocado. En aquel
tiempo yo era muy joven, más joven que ustedes. No sé si vivirá
todavía, y en el caso de vivir, si lo hará en el mismo sitio.

—Estupendo —exclamaron al unísono Judit y Joaquín—. Es la


primera persona que nos dice algo así. Nada más que por esta
información le estamos eternamente agradecidos. ¿Porqué no se
viene con nosotros?

—No gracias —contestó el anciano—. Ya soy muy mayor para


grandes viajes. Pero si quieren les puedo hacer un plano.

A los enamorados se les llenó el cuerpo de alegría. Al fin


habían encontrado a alguien que había visto a un dragón, y
además parecía algo real, no una historia de abuelos que tanto
puede ser verdad como todo lo contrario, una invención.

El anciano les hizo el plano. Lo dibujó señalando montañas,


ríos, valles y un desierto. El nombre que escribió sobre esa zona
fue “El Desierto de la Tristeza”. El anciano lo llamó así porque
cuando alguien entra en él no puede salir, salvo que sea una
persona alegre. Si te ponías triste, perdías el camino y
comenzabas a dar vueltas sin adelantar un metro hacia el final
del desierto. Les contó que él mismo había visto a mucha gente
entrar en ese desierto y no volver a salir.

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—Yo mismo estuve a punto de no salir. Si tenéis tiempo os
puedo contar mi historia y así preveniros de lo que os puede
pasar cuando lo crucéis.

Los dos enamorados se miraron y se sentaron dispuestos a


escuchar la historia que este anciano les iba a contar. Todos los
demás que iban de viaje acompañándolos hicieron un gran círculo
a su alrededor para escuchar la historia.

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2.- La historia del anciano.

Yo estuve casado con una mujer maravillosa, alegre, risue-


ña, que me animaba todos los días y hacía mi vida más feliz. Debi-
do a mi trabajo yo salía de la ciudad con bastante frecuencia, y
hacía viajes, que por suerte, no duraban mucho. Ella siempre
esperaba mi regreso con alguna sorpresa preparada. Un día
enfermó y, por desgracia, su enfermedad la llevó a la tumba. Me
quedé sólo en la vida, sin esposa, sin hijos, sin familia.

Eran los peores días de mi vida. Pero tenía que seguir con
mi trabajo para poder vivir. A los quince días del fallecimiento
tenía que realizar un viaje para comprar nuevas mercancías para
mi negocio. Lo comencé y tras una semana llegué al límite del
desierto. Iba solo, y estaba triste. El recuerdo de mi querida
esposa era mi compañía a cada momento. Me acordaba de ella
minuto tras minuto.

Yo, por esa época ya sabía lo que pasaba en el desierto, por


lo que pensé que esa vez me iba a costar trabajo cruzarlo. Y lle-
vaba razón. Cuando llegué a la mitad del camino algo raro ocurrió.

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Las huellas que iba dejando mi caballo se borraban, pero no por-
que hiciera viento, sino que los granos de arena se movían por sí
solas. Es más, cuando pisaba ahora ni siquiera dejaba las huellas.
¡Pero si era arena, alguna señal tenía que dejar! ¿Dónde estaban
las huellas? Todas habían desaparecido.

En ese momento me sentí mucho más triste. Estaba perdi-


do. No sabía el camino. Empecé a llorar. Cuando llegó la noche
encendí un fuego con algunos leños que había traído. De repente
escuché cómo uno de los caballos relinchaba. Yo no me moví.
Estaba sentado cerca del fuego y no quería saber nada de nadie.

Pasó un tiempo y volví a escuchar un relincho. Ya no era mi


caballo. Varias personas llegaron cabalgando. El fuego iluminaba
sus cabezas. Los jinetes se bajaron y se acercaron al fuego.

El anciano hizo un alto en su historia. Era la hora de cenar.


Había un agradable olor a comida. Por supuesto, el anciano, Judit
y Joaquín cenaron juntos. Mientras saboreaban los alimentos de
la cena, el anciano no siguió contando su historia, sino que habla-
ron de caballos, de comida y los dos enamorados le contaron la
causa de buscar un dragón.

Cuando la cena acabó, el anciano retomó su historia.

Como os decía, yo estaba junto al fuego, pensando en mi


desgracia, en los recuerdos que yo tenía de mi amada esposa y en
cómo no le había dedicado todo el tiempo que me hubiera gusta-
do. Para mí, mientras ella vivía, lo importante era conseguir dine-
ro, ser rico, tener una buena casa y darme todos los caprichos
que se me antojaran. Ahora, después de tantos años, me he dado
cuenta que no era así, que lo importante es ser feliz con lo que se
tenga, y sobre todo, compartirlo con quien está a tu lado.

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El caballero y la princesa, al escuchar estas palabras se
miraron a los ojos y sonrieron a la vez. El anciano no podía con-
tener las lágrimas. Se secó los ojos.

Pero bueno, me estoy desviando del tema. Llegaron varios


jinetes que, al ver el fuego que yo había hecho, decidieron hacer-
carse. Tras preguntarme si me importaba compartir el fuego con
ellos, a lo que contesté que no, ataron sus caballos junto al mío.
¡Naturalmente que les dije que no me importaba, ni eso, ni cual-
quier otra cosa!. Realmente no me importaba nada, ni que se que-
daran ni que se marcharan. Ellos avivaron un poco el fuego y
comenzaron a preparar algo de cena. Yo había estado tan ensi-
mismado con mis pensamientos, que no había preparado nada.

Varias veces intentaron entablar una conversación conmi-


go, preguntándome de dónde era, a qué me dedicaba, cómo era la
ciudad donde vivía, quién gobernaba,... Yo iba contestando con
muy pocas palabras a cada pregunta. Contestaba por pura corte-
sía, por educación, no porque tuviera ganas de hablar. Cuando lle-
gué a comentar la reciente muerte de mi esposa, y que estaba en
pleno viaje por mi trabajo, comprendieron mi falta de alegría y
mis pocas ganas de hablar. En ese momento también ellos comen-
zaron a sentir tristeza.

La noche comenzó a ser más larga de lo normal. Las horas


pasaban muy lentamente, aunque realmente tampoco importaba.
No nos importaba nada, ya no sólo a mí, sino que ese sentimiento
se había contagiado a los demás viajeros que estaban conmigo en
ese momento. El desierto estaba influenciando sobre nuestro
estado de ánimo.

Al cabo de mucho tiempo (según lo percibimos nosotros),


llegó la mañana. No nos causó ninguna alegría. Apenas habíamos
dormido. Cuando el sol apareció por el horizonte los viajeros que
me habían acompañado durante esa noche recogieron sus cosas.

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Yo hice lo mismo con las mías y cada uno siguió su viaje por su
ruta. La despedida se convirtió en un simple adiós.

Yo seguía inmerso en mis tristes pensamientos, y cada vez


me rondaba más una idea en mi cabeza, la idea de que no merecía
la pena vivir, la idea de que no era necesario salir de este desier-
to, la idea de que quería quedarme, no sólo en el desierto, sino en
el sitio donde estaba en ese momento. ¿Para qué iba a seguir el
camino? ¿Para qué andar más? Miraba a mi alrededor y seguía sin
ver las huellas que mi caballo debía dejar. No tenía ninguna refe-
rencia del camino que llevaba ni de cuánto había recorrido.

Hubo un momento que pareció que mi caballo estaba enten-


diendo mis pensamientos. Se paró sin que yo le hubiera estirado
de las riendas. La verdad es que no había cogido las riendas des-
de que me despedí de los otros viajeros que compartieron mi fue-
go y la larga noche. Me bajé del caballo. Miré en todas direccio-
nes y no vi nada, sólo arena, mucha arena. El sol me hería los ojos
y el calor era asfixiante. El único sonido que escuchaba era el
relinchar de mi caballo pidiendo agua. De forma instintiva cogí el
odre del agua y le di de beber. Yo no bebí, ¿Para qué?

Me senté sobre la arena y me quedé dormido. Sabía que


ése iba a ser mi último sueño, que probablemente no despertaría
más, que en el fondo, mi muerte iba a ser mi descanso, que con
ella me iba a llegar la paz y ya no iba a sufrir más.

Ahora sé que fue este pensamiento lo que me salvaría la


vida. Que iba a tener paz, la esperanza de descansar de mi sufri-
miento fue el único pensamiento que era positivo, que mostraba
esa esperanza, y contra eso no podía hacer nada la maldición del
desierto.

Como ya he dicho, me abandoné a lo que quisiera hacer el


desierto conmigo. Me dormí, tan rápida y plácidamente que no me
di cuenta. No sé cuánto tiempo pasé dormido. Cuando desperté
estaba en una jaima rodeado de gruesos cojines y cómodamente
reclinado en una especie de cama.

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Extrañado, fui observando todo lo que había a mi alrede-
dor. Veía bonitos tapices decorándolo todo, y una mesa con reci-
pientes que contenían agua y comida, sobre todo frutos secos.
Mi cuerpo me pedía insistentemente algo de comer y beber.
Me acerqué a la mesa y comencé a comer dátiles y beber agua.

No sabía si estaba haciendo lo correcto, o mejor dicho, sí


sabía que lo que estaba haciendo era totalmente incorrecto.
Debería haber salido y haber saludado a los propietarios de esa
jaima y de la comida que estaba en ella, y haber esperado a que
me invitaran a degustar lo que me estaba pareciendo una mara-
villosa comida.

Pensando en esto, me giré y vi a dos personas observando-


me desde la entrada de la jaima. Dos personas que vestían extra-
ños ropajes, totalmente diferentes a los que yo llevaba. Por suer-
te hablaban mi idioma.

—Saludos —les dije.

—Bienvenido —contestaron a la par.

La verdad es que no sabía bien qué decir. Me encontraba en


una situación un poco incómoda para mí. No sabía cómo había
llegado, no me habían invitado y había comido y bebido de lo que
allí había,... pero allí estaba. Ante esto, me pareció el momento
más oportuno para presentarme.

—Me llamo Airam.

—Nosotros somos Fátima y Abel, los nietos del jeque Abdul.

—Ustedes me disculparán, pero he tenido que comer algo de lo


que había en la mesa sin que ustedes me invitaran.

Los dos se miraron sonriendo.

—No importa. Usted es nuestro invitado y según la ley de la


hospitalidad de nuestro pueblo, puede disfrutar de todo, y
nosotros estamos obligados a facilitarle el sustento y lo que
necesite mientras esté con nosotros.
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Ante tanta amabilidad, se me saltaron las lágrimas. Jamás
pensé que me iban a tratar de una forma tan amable unos desco-
nocidos. Inmediatamente Abel se fue a avisar a su abuelo para
darle la noticia de mi recuperación. Fue entonces cuando Fátima
me invitó a disfrutar de una comida en condiciones.

Durante la misma ellos me explicaron que estaban por el


desierto y vieron un caballo tumbado en la arena. Les extrañó
porque un caballo no se tumba si no es porque está enfermo, ya
que como ustedes sabrán, incluso para dormir lo hacen de pie.

Ella siguió explicándome que cuando se acercaron, en el


espacio de sombra que hacía el caballo, estaba yo. A veces los
animales nos ayudan más de lo que nosotros imaginamos. Cuando
se acercaron a mí y me vieron allí pensaron que estaba muerto. La
falta de agua, de alimento y sobre todo, de ilusión, había hecho
que estuviera desmayado probablemente más de un día. Compro-
baron si respiraba, y como de hecho lo hacía, me recogieron y me
llevaron a su campamento.

Allí me dieron agua con miel para intentar reanimarme y me


dejaron en una tienda, a la sombra, en espera de que me des-
pertara. Me contaron que estuve inconsciente durante dos días,
dándome de beber y esperando a que me despertase o que murie-
se, en tal estado me vieron que no sabían lo que iba a pasar.

Mientras Fátima me contaba todo esto, íbamos comiendo


distintos manjares: tagine de cordero y ciruelas, harira, cus-
cus,... y todo estaba delicioso. También fui conociendo a la familia
de Abdul, a sus hijos, sus nietos e incluso sus biznietos, dos niños
que no paraban de entrar y salir y que se quedaban mirándome y
riendo, haciendo morisquetas entre ellos.

Me indicaron que también habían cuidado de mi caballo, y


que estaba estupendamente. Como ya habíamos acabado de
comer, me acompañaron a verlo. Cuando él me vio se puso a relin-
char de alegría, y a mí se me volvieron a saltar las lágrimas. Esta-
ba muy agradecido y comencé a acariciarlo y a darle palmaditas
en el cuello para demostrarle que yo también estaba muy con-
tento de verlo.

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Pasé un par de días más con ellos, aprovechándome de su
hospitalidad, y partí de allí no sin antes agradecerles todo lo que
habían hecho por mí. Evidentemente les di mi dirección y los invi-
té a que pasaran por mi casa, ya que los consideré a partir de ese
momento, como parte de mi familia.

Aunque estaba todavía en el desierto, ya no me sentía


triste; estaba alegre, esperanzado y con el alma repleta de espe-
ranza y agradecimiento. Era un hombre nuevo, y aunque seguía
acordándome de mi esposa, ese recuerdo ya no era triste. Sabía
que estaría conmigo todo el tiempo acompañándome a cualquier
parte donde yo fuese. Ya la maldición del desierto no podía
actuar sobre mí.

Crucé el desierto en poco tiempo y llegué a la ciudad de


Jalapar. Ése era mi destino final, aunque poco podía imaginarme
yo que tendría que seguir camino. Allí pregunté por Tolomeo, que
era la persona con quien iba a tratar de negocios, y me encontré
con la sorpresa de que se había marchado hacía dos días. Me
comentaron que me había estado esperando, pero que como no
aparecía tuvo que marcharse.

Realmente no me importó. Pregunté hacia dónde viajaba y


me dijeron que había cogido el camino de las montañas para ir a
la ciudad de Bucros. Yo estaba tan contento y tan animado que
me decidí a ir tras él. Dicho y hecho. Compré una mula para
cargar más alimentos y agua y salí de la ciudad camino de las
montañas.

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3.- El gran encuentro.

Todo lo que veía era bonito: los paisajes con campos ver-
des, riachuelos con agua cristalina, los bosques con una gran
variedad de árboles que permitían alimentarse de ellos. Todo
estaba muy bien.

Cuando llegué a la falda de la montaña más alta, el paisaje


comenzó a cambiar. Ahora abundaban las rocas, y el camino se
dividía en dos. Yo nunca había pasado por allí, y por tanto no sabía
qué camino tomar. No había ninguna señal que me indicara el
cami-no a Bucros. Tomé el camino de la derecha con la esperanza
de que fuese el correcto.

A medida que iba siguiendo el camino, el paisaje se iba tor-


nando más pedregoso, más ceniciento, más desértico. No veía
pájaros, ni animales que normalmente deberían estar por allí:
arañas, escolopendras, alacranes,... ni siquiera una mala serpiente.
Además, había un cierto olor que yo llamaría raro, como si se
hubiese quemado algo de carne, pero quemado a fondo, no como si

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fuese un asado, sino carne achicharrada. Pensé que quizás
hubiese allí algún tipo de volcán, o fumarola, pero no olía a azu-
fre, que es lo normal que sucede cerca de uno. Además, no veía
ninguna columna de humo alzándose. Esto era de lo más raro.

Mientras pensaba todo esto, yo seguía mi camino. Cada vez


el olor era más fuerte. Las piedras estaban tiznadas. Las tocaba
y estaban frías, lo que indicaba que si se habían quemado hacía ya
tiempo de eso. Yo seguía con la idea de que algo de dentro de la
tierra debía estar aflorando por allí para que ese paisaje estu-
viera así y oliera de esa forma.

De repente escuché un sonido que me puso los pelos de


punta. Jamás había yo escuchado algo igual. Era una especie de
rugido mezclado con un lamento de dolor. En ese momento yo no
me podía imaginar lo que iba a pasar. Me bajé del caballo, sujeté
las riendas a una roca y empecé a caminar hacia el lugar de don-
de había surgido el ruido. Volví a escucharlo, esta vez un poco
más fuerte. Seguí caminando con precaución en la dirección
donde yo creía que estaba el origen del ruido. Llegué a una loma
grande, la subí y... no daba crédito a mis ojos. Ante mí se
extendía una gran explanada, y en el centro de la misma había un
animal, tumbado sobre uno de sus costados. Un animal al que yo
no había visto nunca. A primera vista me pareció enfermo. Me
recordó a mí mismo cuando semanas antes estaba inconsciente en
el desierto. Sentí pena por él, y una idea me vino a la cabeza
como un relámpago. Si a mí me encontraron Fátima y Abel, me
cuidaron y me ayudaron en todo, yo también debería intentar
ayudar a este animal.

Me fui acercando lentamente, con mucho miedo, y ya reco-


nocí qué tipo de animal era: ¡UN DRAGÓN!, un enorme dragón.
Cuando lo vi allí tumbado, quejándose, con los ojos medio entor-
nados, el sentimiento de miedo que tenía al principio, se trans-
formó en compasión. Inmediatamente comencé a mirar a ver qué

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le pasaba. Fui escudriñando cada metro de su cuerpo. El dragón
seguía respirando de forma entrecortada. Me acerqué tanto que
le toqué la cabeza. No se movió. De su hocico salía un aire muy
caliente. Seguí buscando por su cuerpo algo que me indicara el
porqué estaba así. Lo descubrí cuando llegué a las patas traseras.

Una gran estaca (para mí era una gran estaca, porque para
él podía haber sido una espina) estaba clavada en el muslo de su
pata derecha. Supongo que se la clavaría al ir de caza para poder
comer. De eso haría ya algunos días, puesto que la herida tenía
muy mal aspecto.

Me asaltaron un montón de dudas. No sabía nada de dra-


gones, ni de medicina, ni si era bueno un remedio u otro, aunque
viendo el estado en que estaba, pensé que si no hacía algo, y
pronto, el dragón no viviría mucho.

Me armé de valor. Agarré la estaca con las dos manos y tiré


con todas mis fuerzas. No lo conseguí ni a la primera ni a la
segunda vez de tirar. Al tercer intento ya salió. El dragón estaba
tan mal y tan falto de energía que se limitó a dar un rugido de
dolor que ni siquiera me asustó.

De la herida comenzó a salir un líquido amarillento mezcla-


do con otro más espeso, de color azul. El líquido amarillento lo
reconocí rápidamente: era pus. Olía fatal, lo que significa que
había una infección bastante gorda. El azul era sangre. ¡Vaya! yo
creía que todas las sangres eran rojas, y que la sangre azul era
algo de los príncipes de cuentos de niños.

Joaquín y Judit se miraron como si el anciano hubiese hecho


referencia a ellos.

—Yo soy princesa de verdad, y tengo la sangre roja —exclamó


Judit.

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Joaquín y el anciano se rieron de la ocurrencia de la prin-
cesa. El anciano continuó.

Entre las cosas que me habían dado Fátima y Abel, había


algunas plantas que servían como medicamentos. Rebusqué en mis
alforjas y encontré hojas de hiedra, corteza de sauce, gelatina
de áloe y miel. Con todo ello hice una cataplasma y se la puse al
dragón en la herida.

El dragón resopló de una manera distinta a como lo había


hecho hasta ahora. Era un suspiro más que una queja. Algo me
hacía pensar que aquello iba a funcionar. Me quedé a su lado para
comprobar que aquella cataplasma le estaba haciendo bien. Un
rato después caí en la cuenta que con todo ese jaleo yo no había
comido. Saqué un poco de queso, vino y un poco de pan y me dis-
puse a echarle algo al estómago. Tras comer, me acosté a su lado
y dormí plácidamente. Sabía que no corría ningún peligro. Algo
en mi interior me decía que aunque el dragón se despertara, yo
estaría a salvo.

Cuando desperté, sentí cómo el dragón respiraba mejor,


más tranquilo, su sueño era la señal de un profundo descanso. Me
acerqué a su cara y al tocarlo abrió los ojos. Mi primera reacción
fue saltar hacia atrás con un poco de recelo. ¿Me atacaría? No,
no me atacó. Además, estaba tan débil que simplemente suspiró.
Me acerqué otra vez su hocico. Ya su aliento no estaba tan
caliente como el día anterior. ¿Qué hacer ahora? Tendría que
darle algo de comer, pero ¿qué come un dragón?

Las historias decían que los dragones comían carne, cual-


quier tipo de carne. Me acerqué a su boca y vi con horror que
hacía un intento de abrirla y avanzarla hacia donde yo estaba.
Reconozco que me asusté. Su instinto de supervivencia le estaba
diciendo que tenía que comer para poder recuperarse.

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A su alrededor sólo había tres cosas que pudieran servir de
alimento: un caballo, una mula y... yo mismo. Rápidamente pensé:
mi caballo lo necesito para seguir mi camino, además, me salvó la
vida en el desierto. Yo no voy a ser su comida, así que lo único que
quedaba era la mula.

La sola idea de sacrificar a la mula me disgustó, pero ya que


había intentado que el dragón se curara, no iba a dejar que ahora
se muriera de hambre. Fátima y Abel lo hicieron conmigo y me
ayudaron. Yo iba a hacer lo mismo con el dragón.

Así lo hice. Mientras la sacrificaba, pensaba que era lo


mejor. Mulas hay muchas, pero dragones no hay tantos. Estoy
sacrificando una vida, pero estoy ayudando a salvar otra vida que
hasta ahora no conocía.

Con cierta calma fui despedazando este animal. El primer


trozo se lo metí en la boca e inmediatamente la cerró y se lo tra-
gó mientras suspiraba y entornaba los ojos como dándome las
gracias. Vi cómo su boca se llenaba de saliva. Me acordé que
cuando estudiaba me dijeron que había algunos tipos de animales
cuya saliva era venenosa, así que decidí seguir dándole de comer
pero esta vez pinchando la carne en un trozo de madera que
encontré por allí.

Cada vez que le metía un trozo en la boca, el dragón sus-


piraba y tragaba. Tras comerse media mula, no volvió a abrir la
boca. Se había dormido nuevamente. El comer le había cansado
tanto que la debilidad le pudo. Me quedé a su lado nuevamente.

Estaba oscureciendo. Busqué algo de leña y encendí un


fuego para calentarme y pasar la noche. También quemé la esta-
ca que le había sacado al dragón, aunque me arrepentí, ya que
mientras se quemaba desprendía un olor muy desagradable.

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Yo también me dormí.

Pasó la noche y las luces del alba aparecieron por el hori-


zonte. El dragón seguía dormido. Me acerqué con cuidado a su
pata y vi que la herida estaba mejor. Preparé un nuevo ungüento y
se lo apliqué.

Cuando estaba haciéndolo, sentí como el dragón también


despertaba. Giró la cabeza y sus ojos me enfocaron directamen-
te. Abrió su boca y emitió un gruñido ronco.

Yo salté inmediatamente, asustado, mirando hacia donde


dirigía su cara y sobre todo su boca. Me tranquilicé cuando vi que
no se movía y que sólo me miraba. Soltó otro gruñido y casi
entendí que me estaba pidiendo de comer. Cogí el palo que me
había servido la otra vez para ir introduciendo en su boca los
trozos de carne y lo usé de nuevo con los restos que me queda-
ban de mi pobre animal de carga. A medida que iba dándole tro-
zos, observaba cómo sus ojos se mantenían fijos en mí. Ya no par-
padeaba cuando tragaba.

Cuando ya había acabado con toda la carne que tenía, me


aparté de él.

No sé cómo, pero entendió que ya no había más comida, que


ya no me quedaba nada más que poder darle. Él me miraba
fijamente. Yo, un poco alejado, hacía lo mismo. No sabía qué
hacer ahora.

Con un gran resoplido, intentó levantarse. No lo consiguió,


volvió a caer. Al tercer intento lo consiguió. Le costó bastante
trabajo, pero su fuerza de voluntad era mayor que el dolor que
sentía. Al ver que se levantaba, me aparté más todavía. Comenzó
a andar, cojeando, quejándose cada vez que apoyaba su pata tra-

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34
sera. Yo mantenía las distancias, es decir, me mantenía bastante
alejado, pero bastante, porque ignoraba lo que iba a suceder.
Aparte de asustado, que lo estaba y mucho, mi asombro al verlo
ya de pie, con todo lo grande que era, me mantenía mirándolo
absorto.

El dragón siguió andando, pero no hacia mí, lo que me tran-


quilizó bastante. Cuando se hubo alejado unos metros volvió la
cabeza, me miró y rugió de nuevo. En mi interior sabía que ese
rugido era de agradecimiento. Me puse muy contento. Sentía la
tranquilidad de que lo que había hecho estaba bien. Lo vi alejar-
se poco a poco hasta que desapareció de mi vista tras una loma.

Y allí nos quedamos mi caballo y yo, solos, rodeados de un


desierto pedregoso. Recogí los bártulos que me iban a ser
imprescindibles para el viaje y el resto los dejé allí, ya que no
tenía mula que los pudiese cargar. Seguí mi camino y realicé mis
negocios. A la vuelta desvié mi ruta para pasar por aquel lugar e
intentar ver de nuevo al dragón, pero lo único que encontré fue
las cosas que había dejado abandonadas.

Y aquí acaba mi historia. Princesa, caballero, espero que os


haya servido para lo que pretendéis. Yo con gusto os acompaña-
ría, pero mi vejez me lo impide.

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4.- El regalo del anciano.

Nadie se había dado cuenta que estaba amaneciendo. Había


pasado la noche y el sol clareaba por el horizonte. Ni el anciano,
ni la princesa, ni el caballero, ni todos los que realizaban el viaje
habían dormido. La historia de Airam les había parecido tan
interesante que nadie había observado cómo pasaba el tiempo.
Tras estar toda la noche en vela, no era lógico continuar el viaje,
por lo que decidieron pasar allí el día, viendo la ciudad y
acompañando a tan amable persona por si les contaba algo más.

Al llegar la noche, el anciano les invitó a pasar a su casa y


dormir allí unas cuantas horas. La princesa y el caballero
aceptaron con sumo gusto.

La princesa había notado que Airam tenía algo colgado al


cuello que brillaba con la luz del fuego. Era como un recipiente de
cristal o algo parecido, y la curiosidad le hizo preguntar.

—Amable anciano, ¿qué lleva colgado del cuello?

Él sonrió y dijo mirándola a los ojos:


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—Princesa, es usted muy observadora. Mirad —dijo mientras se
sacaba un pequeño frasco sujeto por un trenzado de cáñamo—, es
mi recuerdo del dragón. En este recipiente guardo un poco de la
sangre de mi querido dragón. Para mí ha sido mi amuleto de la
suerte, ya que desde entonces todo me había ido bien.

El anciano acercó el frasco hacia donde estaba la princesa y


le permitió que lo cogiese. La princesa lo levantó y lo puso al tras-
luz. El sol del amanecer traspasó el recipiente y produjo un rayo
de un color azul intenso, un azul como no se había visto nunca.

—Princesa —dijo el anciano—, me habéis dicho que lo que buscáis


es una escama de dragón, ya que es la tradición del reino, pero
quiero que os quedéis con mi amuleto. A mí ya no me va a hacer
falta. Lo que tenía que hacer ya lo he hecho, y lo único que me
queda es esperar a que llegue el día en que me reúna con mi que-
rida esposa y estar para toda la eternidad junto a ella.

La princesa y el caballero Joaquín se asombraron de la


bondad del anciano y dijeron que no podían aceptar el obsequio,
pero él siguió insistiendo hasta que por fin la princesa se lo col-
gó en su cuello. Desde ese momento los dos enamorados se sin-
tieron en deuda con este agradable anciano.

Pero el tiempo de descanso pasó. Cuando la luz del sol


comenzaba a aparecer se dispusieron a seguir el viaje. Todo el
campamento quedó recogido rápidamente, y los animales carga-
dos con una buena cantidad de alimentos y agua que, con toda
seguridad, iban a ser necesarios en el camino.

Se despidieron del anciano con la promesa de que cuando


volvieran lo llevarían como invitado de honor a su boda. El ancia-
no agradeció la invitación y la aceptó, no sin antes advertirles que
como ya era anciano, la muerte estaba cerca, y que cualquier día
vendría a por él, reencontrándose así con su querida esposa.

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5.- Hacia el desierto.

Toda la comitiva partió. La princesa y el caballero iban en


cabeza siguiendo las indicaciones del mapa que el anciano les
había dibujado. Cruzaron las montañas, ríos y valles que les había
dicho que debían cruzar. Al terminar de subir una montaña vieron
que una gran llanura desértica se extendía ante ellos. Consultaron
el mapa y comprendieron que habían llegado al desierto. Era el
desierto de la tristeza, el desierto que estuvo a punto de acabar
con la vida de esa amable persona que los había acogido tan
maravillosamente.

Los novios se miraron, y en su mirada se podía notar un poco


de miedo. ¿Les pasaría a ellos algo parecido? ¿Serían capaces de
cruzarlo sin tener ningún problema?

—Judit —dijo Joaquín—, lo importante es que estamos juntos,


que nos queremos y que vamos a salir de aquí sin problemas.

Joaquín lo dijo, pero no estaba convencido de lo que estaba


diciendo. Si el desierto tenía algo de mágico, a ellos seguro que
les afectaría también.

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Sin más tardanza comenzaron a viajar por el desierto. De
reojo miraban las huellas que dejaban sus caballos y se
aseguraban que seguían allí. El día avanzaba, al igual que ellos, y
llegó la hora de la comida. Hicieron un alto en el camino. Joaquín
organizó un poco a la gente y mientras preparaban algo para
alimentarse, él se volvió y deshizo parte del camino. Miraba hacia
la arena y podía ver las huellas. Esto le calmaba su inquietud.
Volvió al campamento y tranquilizó a Judit que también estaba
preocupada. Por ahora el camino lo estaban haciendo sin que
pasara nada extraño. Comieron ellos, los caballos y todos
descansaron un poco. Cuando el sol empezó a aflojar su
intensidad recogieron sus cosas y continuaron su camino.

Joaquín y Judit no paraban de comentar su encuentro con el


anciano y cómo se había desprendido tan generosamente de su
amuleto. Así iba pasando el tiempo e iban recorriendo el camino.
Por fin llegó la noche.

Como es costumbre en las caravanas, juntaron todos los


caballos y mulas de carga en un sitio y ellos se pusieron alrededor
del fuego para hacer la cena, tomar los alimentos y dormir. Al
menos eso creían ellos.

Cuando todo estaba en silencio, y los viajeros comenzaban a


dormitar, se escuchó como un silbido fuerte seguido de una racha
de viento. Los caballos relincharon y todo el mundo se puso de pie
rápidamente. Judit los tranquilizó.

—Calma, es sólo un poco de viento. Es normal en el desierto que


de vez en cuando sople viento y levante la arena. Ya ha pasado.
Durmamos, que mañana seguiremos el camino.

Aunque eso decía en voz alta, Judit tuvo un presentimiento:


El desierto se ha despertado, ya sabe que estamos aquí, se dijo.
El pensamiento la inquietó, pero no lo comentó con nadie.

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A la mañana siguiente, se levantaron, recogieron el
campamento y se dispusieron a seguir el camino. Primero había
que orientarse y para ello nada mejor que ver de dónde venían.
Buscaron las huellas del día anterior, pero no las encontraron.

—No pasa nada —dijo Joaquín—, el viento de anoche ha debido


borrarlas. Haremos el camino tomando el sol como referencia.
Todo el mundo sabe que el sol sale por el este y se oculta por el
oeste. Nosotros tuvimos ayer por la tarde el sol de cara, así que
íbamos dirección oeste, por lo tanto ahora tenemos que dejar al
sol en nuestras espaldas.

Dicho y hecho. Comenzaron a ir en dirección contraria a


donde estaba el sol, pero esto les sirvió sólo hasta el mediodía.
Cuando el sol se puso justamente encima de ellos ya no lo
pudieron tener como referencia.

—Ahora sí podemos mirar las huellas que hemos estado dejando y


continuar en esa misma dirección —dijo Joaquín.

La idea era buena, pero... las huellas no estaban. Judit


empezó a preocuparse, Joaquín también.

—Si las huellas no están y no podemos guiarnos por el sol,


debemos parar y esperar a que el tiempo pase, y el sol nos
volverá a indicar el camino —dijo Judit.

Así lo hicieron. Pararon y esperaron. El tiempo parecía que


no pasaba. Joaquín clavó un palo en la arena para ver si la sombra
que hacía indicaba al menos el paso de tiempo. Era un reloj de sol
al que todos miraban con expectación. Pasaba el tiempo y el palo
mantenía la misma sombra, ni se agrandaba, ni se achicaba, ni
cambiaba de dirección.

La desesperanza comenzaba a brotar entre los compañeros


de viaje. Judit ya sabía que algo raro pasaba. Joaquín, por su
parte, también lo sabía, pero ninguno de los dos comentaban
nada.

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La espera se hacía interminable. Todos miraban al palo. Por
fin alguien gritó:

—“¡Se mueve!, ¡la sombra se mueve!”

Rápidamente formaron un círculo en torno al palo y vieron


que era verdad, que la sombra se movía.

—¡Todos preparados! —alertó Joaquín— seguimos el camino.


Tenemos que dejar nuestra sombra siempre detrás, así estare-
mos seguros de ir hacia el oeste.

Ahora el tiempo parecía que iba más rápido. No pudieron


avanzar mucho más porque la noche se les echó encima. Volvieron
a parar, a montar el campamento y a encender el fuego. Los via-
jeros no estuvieron demasiado habladores durante la cena. Todos
estaban preocupados por lo extraño que había sido el día, incluso
Joaquín y Judit lo único que intercambiaron fueron unas miradas
y unos gestos con la cara. Ambos estaban pensando en lo mismo,
en lo que el anciano les había dicho y en que no podían perder la
ilusión, pero ¡era tan difícil!

La noche pasó sin más sobresaltos, aunque poca gente dur-


mió. Todos esperaban que algo extraño pasara, algo como lo del
viento de la noche anterior, algo que... los pusiera más nerviosos,
más preocupados. No fue así. No hubo nada extraño. Los caballos
habían estado tranquilos durante todo el tiempo que había dura-
do la oscuridad, no se había escuchado nada, ni un leve ruido. Es
más, hasta el sol estaba apareciendo por el horizonte y justa-
mente por donde esperaban que saliera. Todo esto tranquilizó a
Joaquín, pero no a Judit.

Joaquín, como uno de los jefes de la expedición, mandó


levantar el campamento y preparar todo para seguir el camino.
Judit se quedó sentada sobre una estera, muy pensativa, mien-
tras los demás realizaban las tareas encomendadas. Estaba más
callada que de costumbre. Su mirada parecía estar perdida, sin
mirar a ningún sitio concreto. Su cara estaba seria.

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Joaquín enseguida se dio cuenta de lo que pasaba: estaba
sufriendo la maldición del desierto. Él sabía que Judit estaba
triste. Esto le puso más nervioso. Aunque el anciano ya se lo había
advertido, era distinto que te lo contasen a que lo estuvieras
viviendo, y Judit lo estaba padeciendo. Tenía que encontrar el
modo de animarla, de devolverle la ilusión, porque de lo contrario
todos empezarían a ponerse tristes, a no tener ganas de conti-
nuar, a no tener ilusión por nada. Iba a ser una tarea difícil, por-
que él mismo también estaba sintiendo la tristeza y la desespe-
ranza. Intentó hablar con ella, recordarle el motivo de su viaje,
animarla diciéndole que volverían y que se casarían, que harían
una gran boda, que serían muy felices juntos. Todo fue en vano.
Nada le hacía sonreír, nada le animaba.

La ayudó a montar en su caballo. Él se subió al suyo y se


puso a cabalgar a su lado. Miraba a Judit y veía tristeza. Miraba
al resto de sus compañeros de viaje y los veía callados y
cabizbajos.

Tras un tiempo, el suelo comenzó a temblar. Una gran grie-


ta se abría delante de ellos, una grieta sin fondo que en un ins-
tante se tragó dos animales cargados con provisiones. El pánico
se apoderó de todos los miembros de la caravana. Comenzaron a
retroceder todo lo rápidamente que podían. La grieta seguía
agrandándose con un ruido ensordecedor. Joaquín rápidamente
daba órdenes para proteger las vidas de cuantos le acompañaban.

Después de un gran rato, el estruendo se paró. Lo que había


sido un ruido ensordecedor se convirtió en silencio. La tierra ya
no temblaba. Todo el mundo comenzó a agruparse en torno a
Joaquín y a la princesa Judit. Hicieron el recuento. No faltaba
ningún miembro de la caravana y por suerte sólo los animales que
habían caído a la grieta eran los que faltaban. Ningún otro animal
había sufrido ningún daño.

Entre todos decidieron que llegados a este punto, lo mejor


era enviar a varias personas para averiguar si había forma de
cruzar la gran grieta que se había formado entre ellos y el
camino que debían seguir. Dos personas salieron del grupo
dejando la grieta a su derecha, y otras dos con la grieta a su
izquierda.
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Su misión era encontrar un paso y volver lo antes posible. Ambas
parejas debían de volver en un plazo máximo de seis días, o antes
si encontraban el camino.

Partieron a todo galope en direcciones contrarias, y tanto


Joaquín como Judit se quedaron mirando el polvo que levantaban
los cascos de los cuatro caballos con la esperanza de un regreso
rápido de alguna de las parejas que acababan de partir.

Había que preparar el campamento y organizarlo todo para


la espera. Pasó el primer día, el segundo, el tercero,... y ninguna
de las parejas había vuelto todavía. Al cuarto día los vigilantes
que se habían puesto en los exteriores del campamento divisaron
en el horizonte una nube de polvo que se acercaba. Tras dos
horas, se comenzaron a distinguir cuatro jinetes que cabalgaban
a toda velocidad. Por fin llegaron al campamento. Eran las cuatro
personas que habían partido para buscar un camino por donde
cruzar la grieta.

Judit y Joaquín se extrañaron al ver a las dos parejas venir


juntas. Si fueron en direcciones opuestas ¿cómo es que vienen
juntos?

Bajaron de los caballos y comenzaron a decir:

—Nosotros dos hemos estado cabalgando siempre con la grieta a


nuestra derecha. Ningún sitio es bueno para poder cruzarla. En
todo el perímetro la profundidad de la grieta y las paredes tan
escarpadas hace que sea bastante difícil.

—Lo mismo nos ha pasado a nosotros, pero dejando la grieta a la


izquierda.

—Pero no podemos quedarnos aquí indefinidamente —dijo


Joaquín—. Habrá que pensar en algo.

Inmediatamente dos miembros de la caravana se ofrecieron


voluntarios para buscar el sitio más fácil por donde cruzarla. A
tres leguas de distancia del campamento encontraron un posible
camino que en la anterior búsqueda, simplemente, no estaba.

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Volvieron al campamento e informaron a Judit y a Joaquín
de su hallazgo. Sin tardar más de lo necesario recogieron las
cosas y todos juntos se encaminaron hasta ese lugar que daba
una esperanza de salida. Cuando llegaron se pusieron a explorar y
observaron que había una bajada que probablemente alcanzara el
fondo de la grieta. La anchura del camino sólo permitía ir de uno
en uno, en fila, y con mucho cuidado.

En cabeza iban los dos exploradores que se habían ofreci-


do voluntarios, detrás de ellos Joaquín y Judit, seguidos de todos
los miembros de la caravana. La bajada estaba llena de peligros.
De vez en cuando se encontraban alguna piedra bloqueando el
paso, y tenían que quitarla con mucho esfuerzo lanzándola al
fondo.

El camino parecía no tener fin. El fondo de la grieta pare-


cía estar cada vez más lejos. ¡Qué desesperación! Llegó la noche
y no encontraron ningún sitio adecuado para poder descansar y
dormir, así que tuvieron que hacerlo sobre el mismo camino. Real-
mente durmieron muy poco. Ruidos extraños estuvieron sonando
durante toda la noche. La luna brillaba, pero su brillo no era el de
siempre. Los componentes de la caravana coincidían en que nunca
habían visto ese brillo. Todos se quedaban mirando e incluso les
parecía que las partes oscuras iban cambiando de forma. No es
que les pareciera que cambiaban de forma, ¡es que lo hacían! Daba
pánico ver cómo las figuras cambiaban. Uno a uno iban que-
dándose en silencio. Escuchaban los ruidos y miraban la luna.
Estaban deseando que el alba llegara, pero de nuevo el tiempo
parecía que se había detenido.

La falta de sueño, el cansancio, los ruidos, el brillo de la


luna, todo eso estaba haciendo que pensaran en abandonar la
búsqueda y volver a casa. Todos menos dos personas: Joaquín y
Judit. Al ver ellos que sus acompañantes empezaban a comentar
sobre una posible vuelta, decidieron hablar con ellos.

—Amigos —comenzó Joaquín—, desde que nos encontramos


con el anciano Airam supimos que este viaje no iba a ser un paseo.
Él nos dijo que tendríamos que atravesar parajes en los cuales
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la desilusión nos atacaría. Nos avisó en concreto de este
desierto y de lo que en él ocurre. Ya hemos pasado antes por
esta situación. Recordad que hace unos días también lo pasamos
mal, pero en ese momento decidimos seguir adelante. Si alguno
de vosotros quiere volver a casa Judit y yo lo entenderíamos.
La misión de buscar la escama nos corresponde a nosotros dos.

—Os agradecemos infinitamente vuestra compañía en estos días


—añadió Judit—, pero Joaquín y yo vamos a continuar. No sabe-
mos cuánto tiempo tardaremos en salir de aquí, ni cuánto más
en encontrar la escama, pero yo sé que nuestro amor es más
fuerte que cualquier desierto, y que saldremos y conseguiremos
volver para casarnos.

Judit y Joaquín se miraron y se besaron. A más de un com-


pañero de viaje se le saltaron las lágrimas al ver la fuerza con-
que la princesa y el caballero estaban hablando. El cielo también
se emocionó, porque en ese instante comenzó a llover. Todos se
cobijaron debajo de los salientes que había en la pared. La lluvia
crecía en intensidad, la noche no acababa, gran cantidad de rayos
comenzaron a caer. La luz que producían iluminaban toda la grie-
ta, y los truenos eran ensordecedores.

Cuando el día comenzaba a clarear, la lluvia cesó. El sol ilu-


minaba débilmente el lugar donde se hallaban. De pronto uno de
los guías gritó:

—¡Mirad!, mirad el camino.

Todos miraron en la dirección hacia donde él estaba


señalando. A unos cincuenta metros el camino se ensanchaba, se
veía el fondo de la grieta y un camino muy bueno para subir hacia
el otro lado.

—¡Eso ayer no estaba así! Algo ha ocurrido esta noche.

Judit y Joaquín se miraron. Ellos sí sabían lo que había


pasado. Las ganas de seguir adelante que habían mostrado en la
noche anterior habían hecho que el desierto se rindiera y que la
maldición desapareciera.

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—Hemos vuelto a ganar al desierto. Ya no nos podrá hacer nada
porque sabemos cómo ganarle en cuantas pruebas nos haga pasar.

En cuanto el sol comenzó a calentar más y las ropas se seca-


ron de la humedad de la noche y de la lluvia, retomaron el camino.
Todos iban contentos, ninguno quiso volver a casa. El camino
parecía acortarse y cada vez veían el final de la subida más
cerca. Estaban tan alegres que uno comenzó a cantar y poco a
poco todos iban agregándose a ese improvisado coro, ya que era
una canción tradicional del reino y que todo el mundo conocía. La
letra explicaba la historia de cómo se había ido formando el
actual reino con la gente que había llegado desde otros países.
Decía la letra:

De la inhóspita tierra
un reino surgió
señalando en paz nuevas fronteras
cuando la gente llegó.

No hubo pelea ni guerra


un acuerdo se pactó.
Un nuevo reino en esta tierra
de esa forma se creó.

Tras esto se entonaba el estribillo, que era:

Habitantes del reino


uníos al son
cantad con nosotros
ésta, nuestra canción.

Las demás estrofas decían:

Al primer rey
votando se nombró,
Pedro primero, el elegido,
así se le llamó.

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Vinieron tiempos duros,
porque el reino de la nada se creó,
pero poco a poco fuimos avanzando
teniendo todos mucho tesón.

La hija de Pedro primero


fue quien segunda reinó.
Igual de bien lo hizo,
como su predecesor.

Bajo sus mandatos


la cosecha floreció,
las ciudades crecieron
y nueva gente llegó.

Todos en hermandad trabajaban,


ayudando al nuevo que llegó,
la felicidad que se respiraba
el reino inundó.

Un reino que nació sin guerra,


en una familia se transformó,
que todos somos hermanos
en el reino de Lovandsón.

Así acababa la canción, aunque tras la hija de Pedro I el


reino había tenido más reyes y más historias. Lo que pasaba era
que en todo el reino no había nadie que añadiese más letra a este
himno. Tamara, una de las amigas de Joaquín estaba tan emocio-
nada que expresó su deseo de continuar la canción con nuevas
estrofas que narraran la aventura que estaban realizando, y les
prometió a Judit y a Joaquín que para su boda la canción estaría
terminada.

Con las últimas notas alcanzaron el final de la grieta. Ante


ellos se extendía ya una gran explanada. En este momento todos
estaban felices.

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6.- Pero los problemas no acaban.

La caravana marchaba alegre por la pradera que tenían


delante. Era extraño que el anciano no les hablara de esa zona.
Bueno, no tan extraño, ya que con lo de la grieta, la pérdida del
rumbo con el sol, y las demás cosas que les habían ocurrido en el
desierto, era normal que no estuvieran ya en la ruta que el ancia-
no les había dibujado. Pero estaban disfrutando de ese paisaje
con hierba, flores, y algún que otro árbol.

Llegó la hora de la comida. Pararon y se dispusieron a


comer. Sacaron lo que tenían previsto y se sentaron en grupos a
descansar y reponer fuerzas. Judit tenía hambre, estaba con-
tenta de haber cruzado ese desierto y de encontrarse ya más
cerca de su destino.

—Judit —dijo Joaquín—, creo que estoy enfermo.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella.

—No me encuentro bien. Tengo ganas de vomitar y me duele


muchísimo la cabeza.

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Diciendo esto Joaquín empezó a vomitar. Ella le sujetó la
cabeza para aliviarlo. Joaquín se desmayó. Ella lo llamaba, pero él
no respondía. Enseguida los demás se acercaron para ofrecer su
ayuda. Entre varios lo cogieron y lo colocaron bajo un árbol, a la
sombra. Le pusieron en la frente paños mojados en agua. En la
caravana no había ningún médico, y estaban lejos de cualquier
ciudad donde poder encontrar alguno. Esto era algo que no tení-
an previsto. Con Joaquín en este estado no podían seguir. La úni-
ca solución era esperar, pero esperar qué, no sabían lo que le
pasaba ni cómo podían ayudarle. Cada cierto tiempo le cambiaban
los paños húmedos de la frente, le mojaban los labios e intenta-
ban despertarlo, pero seguía sin responder.

La noche llegó. La preocupación iba en aumento. Eran ya


muchas horas las que llevaba inconsciente. Judit se apartó de su
lado y comenzó a llorar. Inmediatamente varios compañeros se
acercaron a consolarla diciéndole que no sería nada, que proba-
blemente fuese el cansancio de todas las aventuras que habían
pasado esos días lo que le habría hecho que se sintiera así, pero
ella no se consolaba.

De nuevo pasó la noche y no se veía ninguna mejora. Judit


decidió que no podían quedarse más tiempo allí con Joaquín en
ese estado. Tendría que verlo un médico, y para ello habría que
seguir como se pudiese y lo más rápidamente que el camino per-
mitiera.

Fabricaron una especie de camilla, a la que llamaban


parihuela, con dos ramas gordas y un trozo de lona. Colocaron a
Joaquín en ella y comenzaron el camino. La preocupación de todos
era visible. Ya no se cantaba, ni apenas se hablaba. Lo único que
querían era llegar a una ciudad donde un médico pudiese tratar la
enfermedad que tenía Joaquín.

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Al tercer día, durante el descanso que hicieron para comer,
Joaquín pronunció el nombre de Judit. Fue un susurro, pero lo
suficiente para que ella, que estaba a su lado, lo escuchara.
¡Había despertado!

—¿Cómo estás, Joaquín? —le preguntó.

—Muy mal —contestó él—. ¿Qué me ha pasado?

—Te has puesto enfermo, ¿recuerdas?

Joaquín negó con la cabeza. No se acordaba de nada.

—Has estado tres días inconsciente. Nos tenías muy preocupa-


dos a todos.

Tras decir esto, Judit comenzó a llamar a los demás para


decirles que Joaquín había despertado.

—¿Tienes hambre? —preguntó Judit, a lo que él hizo un movi-


miento afirmativo. Rápidamente le trajeron un cuenco con sopa.

Entre varios compañeros lo incorporaron un poco y Judit


comenzó a darle de comer muy despacio para que no le sentara
mal y evitar que se atragantara. Cuando terminó de darle la sopa,
Joaquín siguió durmiendo. Como era de esperar, tuvieron que
pasar algunos días en ese campamento hasta que se recuperara
un poco y tuviera fuerzas para montar en el caballo. Todos los
participantes en el viaje celebraron esa parada, porque así repo-
nían fuerzas. Joaquín al tercer día ya era capaz de pasear y mon-
tar, así que comenzaron a realizar los preparativos para reanudar
su viaje.

Pero no todo estaba tan correcto y estaba tan bien. Lleva-


ban muchos días de viaje sin encontrar ningún pueblo, ciudad,
aldea o sitio habitado, y debido a las paradas en el desierto y a la
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54
que estaban haciendo en estos momentos por la enfermedad de
Joaquín, los alimentos se estaban acabando. Tiína, la encargada
de la comida y del agua avisó a Judit que apenas quedaba comida.
Ante esto, Judit convocó una reunión de todos los integrantes de
la caravana para comunicar lo que pasaba con los víveres.

—Amigos —comenzó diciendo—, un nuevo problema nos ha surgi-


do. Llevamos tanto tiempo sin poder comprar comida y agua que
ya nos quedan pocas reservas. Tiína me ha dicho que si lo hace-
mos bien tendremos comida para tres días y agua para seis.
Debemos seguir camino y encontrar cuanto antes algún sitio don-
de conseguir alimentos. Hemos salido del desierto y tenemos que
encontrar el camino que el amable anciano nos dibujó y que nos
llevará a la ciudad. Después podremos seguir con la búsqueda del
dragón.

Todos estuvieron de acuerdo y se preocuparon de no gas-


tar más agua y comida que la necesaria. Tan sólo a Joaquín, y
debido a su enfermedad, le ampliaban la ración de ambas cosas.

Lo primero que debían hacer era encontrar el camino hacia


Bucros, la ciudad donde había llegado el anciano tras su encuen-
tro con el dragón. Cogieron el mapa que Airam les había dibuja-
do y lo estudiaron detenidamente. Localizaron la ciudad desde
donde habían salido, la zona que dibujó y nombró como “ Desierto
de la Tristeza”, el comienzo de las montañas, y ... ¿qué había
al norte de esas montañas? En el mapa aparecía una zona llama-
da “Groene-Weide”. Todos pensaron al mismo tiempo que era en
esa zona donde ellos estaban en estos momentos, y que si viaja-
ban hacia el sur llegarían a Bucros. Es más, no tenían ni que
cruzar las montañas, ya que atravesando Groene-Weide podrían
llegar bastante antes.

Dicho y hecho. Ojearon en la lejanía las montañas, localiza-


ron dónde estaba el sur y se pusieron de camino. Pasó un día y

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una noche y no vieron ni ciudad, ni gente, ... ni nada. Durante el
segundo día tampoco vieron nada. ¡Otro día más y se quedarían
sin comida! Al mediodía del tercer día comenzaron a ver en la
lejanía una fina línea azul. Judit pidió a dos personas que se
adelantaran para ver lo que era. Al rato volvieron con la noticia
de haber visto un río. Por supuesto todos aceleraron el ritmo
para llegar lo antes posible. Mientras se acercaban, escuchaban
el inconfundible sonido de un río, de esa agua corriendo y
chocando contra las rocas, el sonido de esas pequeñas cascadas
que todos los ríos tienen. Por fin llegaron. Agua cristalina y
fresca corría por delante de ellos. Todos, hombres, mujeres,
animales, se metieron en el agua sin pensar si era un río profundo
o si hacían pié. Después del calor que habían pasado en el
desierto aquello era lo mejor que podían encontrarse. Se
salpicaban unos a otros, se hacían ahogadillas, algunos incluso
sacaron jabón y comenzaron a lavarse la cara, el pelo y ya que
estaban, acabaron por lavarse todo el cuerpo.

Rellenaron todos los odres que llevaban con esa agua cris-
talina y así se aseguraron que por ahora, por lo menos el agua no
faltaría. Pero la comida seguía siendo un problema. Sólo de agua
no se puede vivir. El haber encontrado el río sirvió para que todo
el mundo se animara, pero habría que encontrar comida antes de
que acabaran con todo lo que tenían. Decidieron que tenían que
seguir el camino y acordaron seguir la ribera del río con la espe-
ranza de encontrar pronto algún sitio habitado.

Y no se equivocaron. Tras una curva del río, a poca distan-


cia de donde estaban, apareció una gran ciudad. Los gritos de
júbilo llenaron el aire. Todos sin excepción comenzaron a reír,
algunos a bailar, otros cantaban su himno: “Habitantes del reino,
uníos al son...” De esta manera siguieron caminando con destino a
la ciudad.

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7.- Bucros.

Anochecía. El sol de un tono anaranjado se ocultaba tras el


horizonte lentamente, haciendo que las casas de la ciudad
reflejaran en sus fachadas un maravilloso color ocre de una for-
ma uniforme.

Llegaron a las puertas y encontraron a dos soldados


haciendo guardia.

—Perdonen —dijo Judit—. ¿Nos pueden decir el nombre de esta


ciudad?

—Bucros —respondió uno de los soldados.

¡Bucros! ¡Estaban en Bucros! Habían llegado a la ciudad que


el anciano les había dicho. Si un rato antes ya se pusieron con-
tentos por haber encontrado el río y haber visto la ciudad, aho-
ra ya no podían ponerse más al saber el nombre de la misma. Era
la ciudad que estaban buscando.

Lo primero que harían sería buscar una posada donde

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poder pasar la noche y que tuviera una buena comida casera con
alimentos frescos y buena fruta. Preguntaron a los soldados qué
sitio les aconsejaban para comer y descansar, y ellos muy educa-
damente indicaron una buena posada que tenía de todo: camas
limpias, buena comida y bebida, buenas cuadras para los animales
y además era barata.

Sin pensárselo dos veces, se dirigieron hacia ella. No estaba


lejos, así que llegaron pronto. Todos se quedaron asombrados, ya
que la posada era en realidad un gran castillo.

—¡Qué extraño! —dijo Joaquín—. Nunca había visto un castillo


convertido en posada o una posada en un castillo, que para el caso
es igual. Los castillos han sido siempre la casa de los reyes,
príncipes y personas así. Esto en nuestro país es algo impensable.

Una vez que habían entrado al patio, salió el posadero a


recibirlos. A todos los animales se los llevaron a las cuadras y
ellos entraron en el castillo, en un gran salón que servía de
comedor.

—Señor posadero —dijo Judit—, ¿Sería tan amable de indicar-


nos dónde poder encontrar un médico? Mi prometido ha estado
enfermo y yo me quedaría más tranquila si uno lo viese.

—Ahora mismo mando a mi hijo que vaya a buscarlo y que le avi-


se que venga en cuanto pueda —contestó el posadero.

—No hace falta que se moleste usted ni su hijo —dijo Joaquín—,


yo estoy lo suficientemente recuperado como para ir por mí mis-
mo hasta donde usted me indique que encontraremos al médico.

—No es molestia —explicó el posadero—, para mí es una obliga-


ción atender a mis huéspedes en todo lo que esté en mi mano.
Ustedes quédense aquí. Mi hijo se encargará de todo. Ahora
mismo vuelvo con buena comida y bebida.

El posadero llamó a su hijo y le pidió que fuese a casa del


médico y le diera el aviso para que se pasara por la posada a visi-
tar un enfermo.

59
Durante la espera del médico, el posadero les había traído
todo lo necesario para cenar: buen queso, estofado de cordero,
patatas, abundante pan,...y ambos comenzaron a comer. Un rato
después, les trajo los postres, preguntándoles si todo estaba a su
gusto.

—Nunca hemos comido mejor, se lo puedo asegurar. Por cierto


posadero, ¿me podría explicar cómo un castillo ha llegado a ser
posada? —preguntó Joaquín.

—Por supuesto —contestó el posadero—, tras la cena tendré


mucho gusto en sentarme con ustedes un rato y explicarles lo que
quieran; pero ahora permítanme que siga atendiendo a mis otros
comensales.

No pasó ni una hora cuando el médico entraba por la puerta


avisando al posadero de su presencia. Ambos se dirigieron a la
mesa donde estaba Joaquín.

—Perdonen —dijo el posadero llamando la atención de Joaquín y


Judit—. Éste es el médico de la ciudad. Se llama Abdalá y es el
mejor que conozco. Le presento a Joaquín y Judit —dijo diri-
giéndose al médico— y me han solicitado su ayuda. Ahora, si les
parece bien, les dejo para hacer mis quehaceres. Si necesitan
algo avísenme ¿de acuerdo?

—Estupendo —dijo Judit—. Le agradecemos mucho todo lo que


está haciendo por nosotros. Muchas gracias.

El posadero se alejó y los tres comenzaron a hablar. Los


acompañantes en el viaje estaban pendientes de la mesa que
estaban ocupando Joaquín, Judit y el médico, y aunque no se
escuchaba nada de lo que hablaban entre ellos, todos sabían que
de lo que se dijera en esa reunión dependía si se seguiría el viaje
o se volvería a casa.

Al poco tiempo, el médico sacó una bolsa de un maletín, se lo


dio a Judit y se marchó.

60
8.- ¿Castillo o Posada?

Como lo prometido es deuda, una vez que acabó de servir


las cenas y todo el mundo había acabado, el posadero se acercó a
la mesa donde estaban Judit y Joaquín y les preguntó si querían
conocer la historia de la posada. Ellos, aunque estaban bastante
cansados, tenían mucho interés en conocerla, así que
respondieron afirmativamente al posadero y se dispusieron a
escucharlo.

El posadero comenzó la historia.

Como ya han visto ustedes esto es un castillo. Perteneció al


rey Ursus III, que fue un buen rey y lo sigue siendo. Gobierna
intentando hacer que todo el mundo en su reino sea feliz y no le
falte por lo menos lo más indispensable. Bajo su mandato, la
gente ha vivido en paz. No es un rey como otros, que lo único que
quieren es mandar sobre todo, hacer lo que ellos quieren sin
tener en cuenta las necesidades de las personas y conseguir
mucho dinero. Sin embargo, el rey Ursus es un rey pobre, que
prefiere vivir con lo mínimo antes que cobrar muchos impuestos a
su gente.

En el año 863 hubo una gran plaga de ratas que destroza-


61
ron los cultivos y los almacenes de grano. La comida escaseaba y
era necesario comprar comida a otros países. Para hacerlo nece-
sitaba subir los impuestos para tener dinero, pero Ursus no que-
ría subirlos, mejor dicho, no podía hacerlo aunque hubiese
querido, ya que la gente no tenía nada con qué pagar. La compra
de comida era ya algo muy urgente, pero sin dinero no había nada
que hacer. Pensando en posibles soluciones, se le ocurrió la idea
de vender cosas suyas a cambio de comida. No las vendía por
dinero, ni para quedarse él con la comida, sino para poder repar-
tirla entre la gente más necesitada.

Así pues, comenzó a vender sus pertenencias: coronas,


cetros, copas de oro con bellas piedras preciosas,... todo lo que
sus antepasados reyes le habían dejado en lo que se llamaba <<el
tesoro del reino>> y que pasaba de generación en generación.
Todo lo que encontraba que había pertenecido a su familia desde
hacía siglos se lo ofrecía a los reyes vecinos a cambio de comida.
Pero ya os he dicho que era pobre, así que eso se acabó pronto y
no dio para mucho. Pensando qué más se podía vender, se le
ocurrió la idea de vender su castillo. Dicho y hecho. Mandó publi-
car por todas partes que el rey Ursus vendía su castillo. Se seña-
ló una fecha para realizar una subasta y se lo quedaría el que die-
se no sólo la mayor cantidad de dinero, sino que además tendría
que ofrecerse a colocar a gente de su reino en trabajos, talleres
o cualquier puesto de trabajo que asegurara por lo menos la
comida de la familia durante quince años.

Yo tenía una posada en el reino de Grimberg, y me llegó la


noticia de la venta del castillo. Enseguida me interesó el trato.
Me vine para acá, vi el castillo y sin dudarlo participé en la subas-
ta. Fui el que más ofreció, tanto en dinero como en puestos de
trabajo. El rey aceptó mi oferta y conseguí la propiedad del cas-
tillo. Así fue como este bonito edificio se ha convertido de cas-
tillo de un rey a posada de viajeros.”

—Posadero —interrumpió Judit—, ¿y qué pasó con el rey ?

62
—Fíjense ustedes que yo soy forastero en este reino, pero des-
de ese momento soy un seguidor del rey Ursus. A la semana de
venderme el castillo, él se trasladó a una pequeña casa a las
afueras de la ciudad, donde aún vive. Todas las ganancias las
repartió y él se quedó sólo con lo necesario para vivir. Todo ello
lo hizo por su pueblo, así que me impresionó tanto que incluso le
ofrecí trabajar conmigo, cosa que él aceptó. Nunca había visto un
rey que se ofreciera a trabajar para no cobrar impuestos a su
gente. Está trabajando en mi cocina, como uno más de mis
empleados, y lo único que hace es avisarme cuando no puede venir
a causa de tener algún acto oficial. Por supuesto que yo dejo que
se vaya cuando tiene algo, ya que como hombre y como rey lo
admiro muchísimo.

Joaquín y Judit se miraron. Los dos estaban asombrados


porque nunca habían conocido una historia así, ni nunca habían
escuchado algo parecido aunque fuese mentira, una leyenda o un
cuento infantil.

—Ahora, si me disculpan —dijo el posadero—, debo seguir aten-


diendo al resto de mis clientes.

—Joaquín —dijo Judit—, creo que en este viaje nos vamos a lle-
var algo más que una escama de dragón. Estamos conociendo
mucha gente, y cada persona que conocemos es más interesante
que la anterior. Ahora debes hacer caso al médico y descansar.

Se levantaron de la mesa, dieron las buenas noches a las


personas que quedaban en el comedor y se fueron a dormir, no sin
antes comunicar a sus compañeros que mañana tras el desayuno
continuarían su viaje. Todos en su interior se alegraron de la
noticia, mirándose unos a otros y haciendo gestos de ¡bien!

Los que quedaban todavía en el comedor subieron a sus


habitaciones. Estaban tan cansados que fue meterse en la cama y
quedar profundamente dormidos. Así pasó la noche, la más
tranquila de todas las que habían transcurrido desde que
comenzaron el viaje.

63
64
9.- Ursus.

Amaneció el nuevo día. Un espléndido sol se alzaba en el


cielo. La posada se preparaba para servir los desayunos a todos
aquellos que continuaban el viaje tras haber dormido en la posa-
da o para aquellos que no tenían ganas de desayunar en casa y no
les importaba gastar algo de dinero en que alguien se lo sirviera.

Las mesas de Judit, Joaquín y todos sus acompañantes


estaban ya preparadas, y a medida que iban bajando de sus habi-
taciones se iban sentando. Judit bajó antes que Joaquín llevando
una bolsa en la mano. Se dirigió hacia donde estaba el posadero.

—Buenos días —dijo Judit.

—Buenos días —contestó el posadero—. ¿Ha dormido usted bien?

—Estupendamente, muchas gracias por su interés. Quisiera


pedirle un favor, si puede ser.
—Encantado de hacer lo que pueda por usted, señorita.
65
—Pues verá —comenzó a explicarle—. Ya sabe que el médico
estuvo aquí ayer para ver a Joaquín.

—Efectivamente —asintió el posadero.

—Tras hablar con nosotros, el médico nos dio una bolsa con una
mezcla de hierbas que servirían para reponer las fuerzas
perdidas debido a la enfermedad que ha sufrido. Es necesario
que se tome una infusión con esas hierbas un rato antes de tomar
cualquier alimento.

—¿Necesita que le prepare la infusión? —preguntó el posadero.

—Eso es lo que quería pedirle, y además, si no le importa, me


gustaría prepararla yo misma. ¿Podría ser? —preguntó Judit.

—¿Quiere entonces pasar a la cocina y prepararla usted misma?

—Eso es. ¿Le importaría?

—!Por supuesto que no! Para mí será un gran placer acompañarle a


la cocina. Allí precisamente está hoy el rey, y él mismo podrá
ayudarle con lo que necesite. Sígame.

El posadero guió a Judit hasta la cocina y le abrió la puerta.


Allí pudo ver a un hombre alto, con ropa cómoda de trabajo que
enseguida le llamó la atención. Era más oscuro de piel que las
demás personas que estaban en la cocina, pero no parecía
extranjero. Se quedó extrañada, ya que todas las personas que
conocía y que tenían ese color de piel era porque venían de otras
tierras.

—Rey Ursus —llamó el posadero.

—Dígame —contestó... ¡él!

66
Judit no salía de su asombro. Esa persona alta, de piel oscu-
ra, con ropa manchada por la cocina era el mismísimo rey Ursus.

—Esta señorita necesita de tu ayuda —dijo el posadero—. Por


favor, haz todo lo que te pida, ¿vale?

—Estoy a su disposición —le dijo Ursus a Judit.

—Gracias rey Ursus —dijo Judit mientras hacía una reverencia.

—No, no, por favor, aunque soy el rey de estas tierras hace
mucho tiempo que la gente no me trata como tal. Soy un ciuda-
dano más que a veces tiene que tomar decisiones que pueden
afectar a todos, pero no quiero reverencias ni trato distinto al
resto de las personas que aquí vivimos. Dígame lo que necesita y
se lo traeré.

—Gracias —contestó Judit—. Necesito hacer una infusión...

—¡Ah! —le interrumpió Ursus—, entonces una olla pequeña y agua.


¿verdad?

—Así es —afirmó la princesa.

—Muy bien. Un segundo.

Ursus se fué al otro lado de la cocina y cogió una olla


pequeña de una estantería.

—Señorita...

—Llámeme Judit, por favor.

—De acuerdo, pero sólo si usted me llama Ursus.

67
—Está bien, Ursus.

—Judit, ¿le parece bien esta olla? Es nueva. La compré ayer para
hacer un postre que se me ha ocurrido y que haré a lo largo de la
mañana para que esté terminado a la hora de comer. ¿Se que-
dará y lo probará?

—La olla es perfecta. Sobre lo de quedarme a comer y probar su


postre no creo que lo haga. Tenemos previsto continuar viaje
después de desayunar.

—Es una verdadera lástima, ya que creo que le hubiese gustado


probar mi bizcocho con cabello de ángel cubierto de chocolate
negro al que le voy a mezclar trocitos de naranja confitada y ...
algún otro ingrediente que no le digo porque es secreto.

—Tiene que estar delicioso, pero ya le digo que no va a poder ser.

—¡Vale! Hagamos la infusión. Echamos un poco de agua a la olla y


la ponemos al fuego.

Ambos se dirigieron hacia el fuego tras llenar la olla has-


ta la mitad.

—Si me va dando instrucciones no tiene porqué acercarse al


fuego, así no se manchará con el carbón.

—De acuerdo —dijo Judit.

Una vez que el agua comenzó a hervir, Judit abrió la bolsa y


sacó unos trozos de raíz de regaliz que Ursus echó en el agua.
Tras dejar que los palitos hirvieran un rato, Judit le pidió que
apartara la olla del fuego y que le diese una cuchara pequeña para
añadir algo más. Él apartó la olla y le trajo la cuchara. Judit la
metió en la bolsa y la sacó llena de una mezcla de hierbas que
echó inmediatamente en el agua.

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—¿Podría usted tapar la olla? La infusión necesita reposar un
rato.

—Inmediatamente —, contestó Ursus yendo por una tapadera y


poniéndola sobre la olla.

—Judit, ¿me permitiría ver la mezcla de hierbas que ha echado


en la olla?

—Sí, por supuesto. ¿Pero es que entiende también de plantas? —


preguntó Judit

—Algo entiendo, no mucho, pero es una afición que heredé de mi


padre.

—¿Era médico?

—Efectivamente. Mi padre se llamaba Leunam, de la tierra de


Obrocnap, de la tribu de los Fraza. Como se habrá imaginado, con
todo lo que le he dicho, mi padre no era de estas tierras. Venía
de muy lejos buscando una flor que sólo crece en estas montañas
y que decían que tenía la propiedad de curar cualquier
enfermedad y de una forma rápida. Llegó aquí y encontró la flor,
pero se desilusionó al ver que no era tan milagrosa como decían,
ya que sólo servía para las enfermedades de la piel. Mientras
buscaba la edelweiss, que así se llama la flor, conoció a la reina
del país, se enamoraron y se casaron. A los nueve meses nací yo,
Ursus, un niño mulato que iba a ser rey de estas tierras.

—La verdad —dijo Judit—, al principio me extrañó mucho su


color de piel.

—Pues otro enigma resuelto. Ya sabe usted porqué soy distinto a


los demás.

—Creo que la infusión ya ha reposado lo suficiente. Gracias por


su ayuda y por su charla.

—Estoy a su servicio. Si necesita algo más, no dude en decírmelo


y estaré encantado de hacer lo que pueda para conseguirlo.

69
—Gracias de nuevo —dijo Judit mientras atravesaba la puerta de
la cocina.

Judit salió de la cocina y atravesaba el comedor con una


jarra de barro en sus manos conteniendo la infusión que habían
preparado para Joaquín. Él seguía todavía acostado. En este
momento se le acercó Tiina, la encargada de las provisiones, para
decirle que los animales estaban cargados con provisiones para
más de una semana, y que cuando todo el mundo terminara de
desayunar podrían reanudar el viaje. Judit le agradeció la
información continuando su camino hacia la habitación donde
Joaquín ya estaba despierto y terminando de vestirse.

70
10.- ¿Sería hoy el gran día?

Cuando había pasado un rato desde que Joaquín se tomó la


infusión, bajaron los dos para desayunar.

El posadero había preparado una mesa con abundante


comida. Durante el desayuno intentaron planificar un poco el
resto del viaje, aunque siempre llegaban a la misma conclusión: no
podían hacer nada porque no sabían cuándo iban a encontrar un
dragón y poder obtener así la escama para volver y celebrar la
boda. De lo que sí estaban seguros es que no pararían de viajar
hasta que eso ocurriese.

Ahora debían decidir hacia dónde dirigir sus pasos. Estaban


en la ciudad donde el anciano había llegado tras su encuentro con
el dragón. Cogieron el mapa del anciano, y decidieron la ruta a
seguir para intentar encontrar el camino que había seguido el
anciano desde su encuentro con el dragón hasta la llegada a la
ciudad, y así poderlo hacer al contrario. El posadero les ayudó a
elegir la ruta más cómoda señalando en el plano la dirección que
debían tomar desde la salida de su posada.

71
Terminaron de desayunar, le pagaron al posadero dándole
las gracias por todo lo que había hecho por ellos. Judit se acer-
có a la cocina con la esperanza de poder despedirse del rey
Ursus, pero no lo pudo hacer ya que el rey estaba en ese momen-
to en un acto de entrega de premios en una ciudad cercana. Joa-
quín y Judit le pidieron al posadero que cuando lo viese le diera
las gracias también a él.

Todo estaba ya preparado para continuar el viaje, así que


comenzaron a caminar en dirección a la salida de la ciudad. Tras-
pasaron las puertas y cogieron el camino que el posadero les
había indicado. Pronto comenzaron a ver en la lejanía una
montaña más alta que las demás. Hacia ella era donde tenían que
dirigirse. El camino que estaban siguiendo no era demasiado malo
y podían ir hablando tranquilamente. La estancia en Bucros había
servido para relajarse de todas las penalidades que habían
pasado.

Judit no paraba de hablar del rey Ursus, y de lo que le


había impresionado su forma de ser, lamentándose de que Joa-
quín no lo hubiera conocido y que pudiera haber hablado con él.
Decidieron que tenían que volver y pasar unos días allí, para
poder conocerlo y estar con él compartiendo su vida. Es proba-
ble que así aprendieran bastante si algún día ella llegaba a ser la
reina. ¿Lo harían para su viaje de bodas?

Tras dos días de marcha, llegaron a la falda de la montaña.


En este momento recordaron lo que les había contado el anciano:

“Cuando llegué a la falda de la montaña más alta, el paisaje


comenzó a cambiar. Ahora abundaban las rocas, y el camino se
dividía en dos. Yo nunca había pasado por allí, y por tanto no sabía
qué camino tomar. No había ninguna señal que me indicara el
camino a Bucros. Tomé el camino de la derecha con la esperanza
de que fuese el correcto.

72
A medida que iba siguiendo el camino, el paisaje se iba tor-
nando más pedregoso, más ceniciento, más desértico. No veía
pájaros, ni animales que normalmente deberían estar por allí:
arañas, escolopendras, alacranes,...ni siquiera una mala serpiente.
Además, había un cierto olor que yo llamaría raro, como si se
hubiese quemado algo de carne, pero quemado a fondo, no como si
fuese un asado, sino carne achicharrada. Pensé que quizás
hubiese allí algún tipo de volcán, o fumarola, pero no olía a azu-
fre, que es lo normal que sucede cerca de uno. Además, no veía
ninguna columna de humo alzándose. Esto era de lo más raro.”

Es cierto lo que recordaban: el paisaje comenzaba a cam-


biar, había rocas, y los animales que con anterioridad habían vis-
to en el camino habían desaparecido. Todo era como recordaban
de la descripción del anciano menos una cosa. No había ningún
olor. No olía a azufre, ni a carne quemada. Tampoco olía a plan-
tas de las que normalmente podemos encontrar en el monte: oré-
gano, tomillo,...

Como ya habían llegado a la montaña, decidieron parar y


acampar para estudiar el terreno y ver lo que iban a hacer. Ade-
más, ya estaba oscureciendo.

Tras la cena se reunieron para hablar de lo que harían al día


siguiente. Después de debatir largamente entre todos y ver las
distintas posibilidades que había, decidieron dividirse por grupos
para abarcar más espacio de búsqueda. Cada grupo iría en una
dirección, con alimentos y agua para dos días. El primer día irían
por un camino distinto al que cogerían de vuelta, así explorarían
más terreno. Al anochecer del segundo día volverían a encon-
trarse en el campamento donde estaban ahora. Si alguno hubie-
ra encontrado algo, todos irían en esa dirección, y en caso con-
trario volverían a hacer lo mismo yendo hacia otras direcciones.
Ese fue el acuerdo que tomaron y así se realizaría.

73
74
De pronto oyeron dos caballos. Extrañados observaron que
se dirigían hacia ellos. Judit y Joaquín se asomaron. Cuando los
caballos estaban más cerca reconocieron a uno de los jinetes.
¡Era Airam!, el anciano que les había contado la historia del
dragón.

Cuando estuvieron juntos, y después de saludarse, Airam


les contó que lo había pensado mejor, y que como pensaba que su
muerte estaba cerca, quería ver de nuevo al dragón. Se desplazó
hasta la ciudad y en la posada se enteró del camino que habían
tomado. Le apetecía ir a buscar con ellos a un dragón por ver si
encontraba el suyo. Después de los días que pasó cuidándolo, un
cierto cariño le había tomado a ese animal.

Tras una noche de descanso cada grupo preparó sus per-


tenencias y todos comenzaron a seguir el camino que se había
decidido en la reunión. Un grupo se quedó en el campamento para
recibir a los que volviesen y guardar el resto de los víveres que
no se repartieron entre los grupos. Joaquín, al estar todavía un
poco débil se quedó al cargo del campamento.

Al anochecer del segundo día comenzaron a volver los gru-


pos que habían salido de exploración. El grupo de Judit fue el pri-
mero en volver. No habían encontrado nada, ni dragón ni pistas
que le pudiesen llevar hasta su encuentro. El segundo grupo llegó
al mismo tiempo que el tercero con las mismas noticias. Faltaba el
cuarto grupo de exploradores, el que iba al cargo de Tiína. Ya
había oscurecido del todo. Hicieron una gran hoguera para indi-
car la situación del campamento por si acaso el grupo se había
perdido y necesitaran una referencia.

Las horas pasaban y no había noticias de ella ni de su gru-


po. Todos comenzaron a preocuparse. Nadie quería ir a dormir
hasta no saber si regresaban. La noche estaba pasando y no se
tenían noticias. Joaquín y Judit convocaron una reunión para ver
qué hacían. La preocupación era general. Tras hablar un poco de
qué era lo mejor, decidieron que nada más amanecer dos de los
grupos que habían vuelto saldrían de nuevo a recorrer el camino
que tenía que hacer el grupo de Tiína.

75
De pronto, la voz de uno de los compañeros que se había
quedado de guardia vigilando el horizonte, avisó que se acercaba
un caballo a todo galope. Cuando estaba lo suficientemente cer-
ca vieron que se trataba de uno de los miembros del grupo que
faltaba. ¿Y el resto del grupo? ¿Habría pasado algo para impe-
dir que el resto volviese?

Todo el campamento salió a recibir al compañero y cono-


cer las noticias que traía. Lo acompañaron hasta la hoguera y le
dieron de comer y de beber, ya que había pasado todo el tiempo
cabalgando hasta llegar al campamento sin parar a reponer fuer-
zas. Mientras iba comiendo iba narrando lo ocurrido durante su
exploración.

76
11.- El relato del explorador.

Primero de todo deciros que el resto del grupo está bien y


nos está esperando hasta que lleguemos, así que tranquilizaros.
Os cuento lo que nos ha ocurrido.

Como sabéis, nosotros tomamos el camino que va hacia el


este. El primer día no encontramos ninguna pista, aunque ya al
finalizar la tarde encontramos algo raro que nos hacía sospechar
que estábamos por el buen camino, por lo tanto, decidimos que en
lugar de volver al día siguiente, continuaríamos por ese mismo
camino para ver lo que encontrábamos. Cuando amaneció, recogi-
mos el campamento y seguimos por donde íbamos encontrando
pistas. Mientras más avanzábamos, más seguros estábamos de
que íbamos por buen camino.

Tras la parada que hicimos para comer y después de reco-


gerlo todo seguimos camino y llegamos a una pradera rodeada de
montañas en las que se veían muchas oquedades. Todas las entra-
das eran grandes y parecían cuevas muy profundas. En este

77
momento hubo algo que nos extrañó a todos: el olor que salía de
las cuevas. Cuando tú entras en una cueva, lo primero que huele
es a humedad, a sitio fresco, sin embargo, de las cuevas lo que
salía era un olor que nos recordaba al jardín del palacio en pri-
mavera, una mezcla de azahar, rosas y violetas. Por más que
mirábamos no veíamos ninguna planta que pudiese desprender
esos olores.

Con gran precaución fuimos asomándonos a las cuevas y


nuestra sorpresa fue ver que en cada cueva había esqueletos tan
grandes que no podían pertenecer a ningún animal que nosotros
conociéramos. Fue entonces cuando Tiína, como encargada del
grupo me pidió que regresara aquí y os comentara el hallazgo que
habíamos hecho. Sería necesario que fuésemos todos hasta allí,
ya que creemos que por esa zona podríamos encontrar algo.

Todos los componentes del campamento se alegraron


enormemente de tales noticias, sobre todo Joaquín y Judit que
comenzaron a ver el final de su viaje y el comienzo de los prepa-
rativos de su boda.

Ya había amanecido completamente, así que recogieron el


campamento lo más rápido que pudieron. El compañero les guiaría
hasta ese sitio donde quizás comenzaran a tener pistas concre-
tas o incluso encontraran ese maravilloso dragón cuya escama les
permitiría realizar sus sueños.

Tenían tanta prisa en llegar que en lugar de tardar un día y


medio, hicieron el camino en un sólo día, llegando al anochecer a
la pradera de las cuevas. Allí se reunieron con el resto del grupo
deseando que les contaran todo lo que habían averiguado.

78
12.- El gran descubrimiento.

Tiína, como responsable del grupo, se reunió con Judit y


Joaquín para contarles lo que habían averiguado durante su
estancia en la pradera.

Después de que se marchara Pablo para avisaros —comenzó


su relato— comenzamos a visitar cueva por cueva para ver lo que
encontrábamos. El contenido de cada una se repetía: un gran
esqueleto con huesos muy grandes. Todos los esqueletos eran
iguales, y sobre todo, lo que más nos extrañaba, aparte del tama-
ño, es que en cada cueva sólo nos encontrábamos un esqueleto,
nada más que uno.

Hemos visitado 27 cuevas, y nos quedan todavía muchas


más. Además, dando la vuelta a esa montaña, por donde ahora
está la luna, sabemos que hay más.

—¿Y habéis encontrado algún rastro de un dragón para


conseguir la escama? —preguntó Judit.

79
80
—Por ahora nada — contestó Tiína—, pero quedan muchas cuevas
por revisar y tenemos la esperanza de encontrar algo.

Airam, que hasta este momento se había mantenido callado


interrumpió la conversación para asegurarles que estaban por el
buen camino, y que pronto, muy pronto encontrarían a un dragón.

—Princesa —le dijo—, ¿me haría usted el favor de devolverme el


colgante que le regalé? No piense que me lo quiero quedar, sólo
quisiera comprobar una idea que he tenido. Le prometo que se lo
devuelvo, un regalo es un regalo, y jamás se lo pediría para que-
dármelo yo de nuevo.

Judit se desabrochó del cuello la cuerda que sujetaba el


frasquito que le había regalado el anciano en su primer encuen-
tro. Se lo dio y el anciano le quitó la bolsita protectora donde
estaba metido. Todos se quedaron mirando ese bote con el líqui-
do azul. Brillaba de una forma tan fuerte que el color azul se
reflejaba en las caras de todos los que estaban allí sentados.

—Joaquín, Judit, ¿veis cómo brilla? Recuerdo que ese mismo bri-
llo lo tenía cuando estaba cerca del dragón. A medida que él se
alejó de mí, ese brillo se iba apagando.

—¿Eso quiere decir que estamos cerca del dragón? —preguntó


Joaquín con bastante nerviosismo.

—Exacto —contestó Airam.

Todos exclamaron casi al unísono: ¡Bien!

—Si observáis detenidamente —dijo el anciano—, hay un lado del


frasco que brilla más que el otro, y no es debido a ningún reflejo
de luz ni de fuego, ni de sol, ni de nada. Ya os conté que el dra-
gón una vez que se recuperó un poco se alejó de mí. En ese
momento observé que brillaba más por el lado donde estaba el
dragón que por el otro. De esta forma podéis conocer la
dirección en la que encontrarlo.

Tras esta revelación por parte de Airam, se dispusieron a


descansar para estar en plena forma y así encontrar el camino.

Amaneció, desayunaron y se dividieron en dos grupos. El pri-

81
mero se quedaría en el campamento haciendo un recuento de los
alimentos y preparando los enseres para tener prevista la vuelta
en caso de encontrar al dragón. El segundo grupo iría con
Joaquín, Judit y Airam a buscarlo.

Airam llevaba el frasco, iba el primero seguido de Judit,


Joaquín y el resto de compañeros del grupo. Efectivamente, un
lado brillaba más, y todos seguían la dirección que ese brillo
marcaba.

A las dos horas de camino, el brillo señalaba la entrada de


una cueva. Airam aseguró que podrían encontrar el dragón dentro
de la cueva. Sólo iban a entrar en ella los tres: Airam, Judit y
Joaquín. Los demás esperarían fuera. El anciano se colgó el
frasco del cuello y comenzaron a entrar.

Un olor maravilloso salía de las profundidades, ese olor que


Tiína les comentó la noche anterior, ese olor mezcla de azahar,
rosas y violetas. Airam se adelantó un par de metros y levantó el
frasco. El brillo iluminó toda la cueva y se podía ver al fondo
cómo el pasadizo se abría. Llegaron a una gran sala. Se veía todo
perfectamente porque la luz del sol entraba por huecos que había
en el techo. En el centro de la sala encontraron lo que habían
estado buscando: un dragón.

Airam reconoció inmediatamente a ese dragón. Era el mismo


que él había curado y alimentado hace años. Estaba tumbado de
una forma que dejaba ver la cicatriz que él había curado. Los ojos
del anciano se llenaron de lágrimas. Él sabía dónde estaban y
porqué estaba tumbado. Se acercó lentamente recordando cómo
lo hizo la primera vez.

El dragón respiraba lentamente. Tenía los párpados


cerrados.

Joaquín y Judit se quedaron aparte viendo cómo Airam se


acercaba a la cabeza del dragón y le susurraba en el oído
mientras le acariciaba el hocico.

—Hola compañero —le dijo—. ¿Te acuerdas de mí? Me alegro de


verte aunque sea en estas condiciones. ¿Otra vez estás
pachucho? Esta vez creo que no puedo ayudarte. Has venido a
reunirte con tus semejantes, ¿verdad?

82
El dragón abrió un poco los ojos y lo miró. Un débil sonido
salió de su garganta.

—Joaquín, Judit, venid aquí, por favor. Este es mi dragón, mi


compañero en aquellos días de viajes y noches de cuidados del
cual conservo un poco de sangre que me ha servido como amuleto
durante todos estos años.

Airam estaba llorando, la emoción de encontrarse con él y


de verlo en ese estado le provocaba una gran emoción, llorando
desconsoladamente. El dragón volvió a cerrar los ojos, y una gran
lágrima brotó también de su ojo derecho. Judit se acercó y le
acarició también la cabeza. Un suspiro sonó desde lo más
profundo de los pulmones del dragón. Airam puso su oído en el
pecho del dragón y confirmó que había muerto.

—Joaquín, Judit, os ruego que me dejéis a solas con él, yo os


llevaré la escama que necesitáis.

Los dos afirmaron con la cabeza y sin decir nada salieron de


la cueva. El olor a flores era cada vez más intenso. Cuando
salieron contaron a todos lo que había ocurrido en el interior de
la cueva. Todos sentían a la vez alegría por haber encontrado lo
que habían venido a buscar y pena por lo que había pasado, sobre
todo por Airam y el sentimiento de tristeza que tenía por la
muerte del dragón. Al rato apareció el anciano por la entrada de
la cueva. En las manos llevaba una gran escama y en el cuello el
frasquito con su sangre.

—Joaquín, te entrego la escama deseada y que has venido a bus-


car. Es la escama más importante que pueda tener un dragón, ya
que es la que le protege el corazón. Además es necesario que la
conserves, porque ella será tu amuleto de la suerte. Judit, a ti
te devuelvo el frasco con la sangre que nos ha conducido hasta él.
Como verás, el frasco ya no brilla. Mucho me temo que hemos
asistido a la muerte del último dragón que existía.

—Gracias Airam —dijo Joaquín—, sin usted esto no hubiera sido


posible.

—Escuchadme todos —dijo Judit—, hemos encontrado lo que


queríamos. Es hora de volver a casa. Mañana recogeremos todo y
comenzaremos el viaje de vuelta.

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Durante la cena Airam contaba que aquello era un cemen-
terio de dragones, que, al igual que existen cementerios de ele-
fantes, existe un lugar donde todos los dragones van a morir.
Ese lugar era éste. También explicó que el olor era producido por
la descomposición del cuerpo de los dragones. Al contrario que
pasaba con los demás animales, que cuando se descomponían olí-
an fatal, los dragones producían el olor a flores.

Pasó la noche y llegó el nuevo día. Todo quedó recogido


rápidamente y comenzaron el regreso a casa. Les esperaban lar-
gos días de viaje. En el camino de vuelta evitaron cruzar por el
desierto de la tristeza aunque para ello tuvieran que alargar su
viaje unos cuantos días más ya que el anciano Airam se encon-
traba bastante triste por la muerte del dragón, y en ese estado
sería una locura entrar en dicho desierto.

Airam se quedó en su ciudad. A medida que pasaban los días


iba cambiando su tristeza en alegría, ya que gracias al dragón, a
“su dragón”, Joaquín y Judit podrían casarse. Llegaron a quererse
tanto los tres que se consideraban de la familia. Él era un abuelo
que tenía dos nietos: Joaquín y Judit.

Los demás continuaron viaje hasta la capital del reino,


donde la princesa y el caballero podrían casarse. Al contrario de
lo que pudiera pensarse, el camino se hizo corto. Cuando estaban
ya cerca de la capital del reino, Joaquín y Judit pidieron a dos
personas que se adelantaran para anunciar su regreso al rey y
dar la buena noticia de que la misión de conseguir la escama había
sido todo un éxito.

Por fin, toda la expedición llegó. El rey les estaba esperan-


do junto a un montón de gente que quería ver a sus familiares que
habían ido como parte del viaje.

Tras haberse saludado todos pasaron a los interiores del


castillo, donde tuvieron tiempo para asearse y descansar un poco.
Siguiendo la tradición, al caer el sol se hizo la recepción oficial.
Joaquín y Judit se acercaron hasta el trono donde Alfredo I se
había vestido con sus mejores galas. El chambelán comenzó la
ceremonia con las frases que desde siempre se habían dicho para
esta ocasión:
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—Escuchad todos los presentes. La princesa Judit, hija de su
majestad el rey Alfredo I, desea ser escuchada.

El silencio se hizo palpable en toda la sala. Judit comenzó a


hablar.

—Yo, Judit, princesa del reino, vengo a comunicar mi intención


de casarme con Joaquín, caballero al servicio de este reino. Por
este acto manifiesto mi amor por él, y le pido que él exprese
también su amor.

Ella le miró a los ojos y Joaquín comenzó a decir su parte.

—Yo, Joaquín, caballero del reino vengo a comunicar mi intención


de casarme con Judit, princesa y heredera al trono. Por este
acto manifiesto mi amor por ella.

—Judit, Joaquín —dijo el rey— habéis venido aquí para decirnos


que os queréis casar. Ya sabéis la tradición del reino, y por lo
tanto debéis mostrarnos la prueba de vuestro amor: una escama
de dragón que habéis tenido que conseguir los dos juntos. ¿La
tenéis?

—Sí majestad —contestaron los dos al unísono.

—Mostradla a todos —pidió el rey.

Judit y Joaquín cogieron la escama cada uno por una punta y


la alzaron para que todo el mundo la viera. Mientras lo hacían, los
dos sonreían mostrando la felicidad que sentían por estar juntos,
por haber llegado al reino con la escama y por poder casarse.

El chambelán se acercó a ellos pidiendo que lo siguieran


hasta el gran salón del castillo, un salón en el cual se iban
colocando todas las escamas que los distintos miembros de la
familia real habían traído como prueba de su amor.

Llegaron a una gran puerta. El Chambelán tocó tres veces la


aldaba que colgaba de ella y comenzó a sonar un chirrido. Las bisa-
gras de la puerta hacían ese ruido porque hacía mucho tiempo que
no se abrían. Entraron en la habitación, y fueron recorriendo todos
los cuadros en los que había una escama: Pedro I y su esposa, Inés
I y su esposo, Lourdes I y su esposo, y así hasta llegar a un espa-

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cio que estaba todavía vacío, el espacio reservado para la hija de
Alfredo I, Judit y su futuro esposo, Joaquín.

Tras haberla colocado en su lugar, el rey declaró que se


podían comenzar los preparativos de la boda, y que la misma se
celebraría dentro de tres meses, para dar así tiempo a avisar a
todos los invitados y preparar todos los salones para dicha cele-
bración.

Tres meses después, tal y como había anunciado el rey se


celebraba la boda. Una gran cantidad de invitados asistieron a
ella, y algunos muy queridos por los novios. Airam tenía un pues-
to muy especial, ya que la gratitud que Joaquín y Judit sentían
hacia él superaba la amistad. Unos días antes había venido tam-
bién el rey Ursus, que al no poderles hacer un gran regalo deci-
dió hacer él mismo su postre especial para el convite de la boda.

También destacaban entre todos los invitados aquellas


personas que les habían acompañado en el viaje. Todos ellos eran
ahora como una gran familia.

Terminó la ceremonia, pasaron al convite y cuando estaba


acabando Tamara les pidió permiso para cantar. Ella comenzó y
todo el mundo se unió al canto. Era el himno del reino.

De la inhóspita tierra
un reino surgió
señalando en paz nuevas fronteras
cuando la gente llegó.

No hubo pelea ni guerra,


un acuerdo se pactó.
Un nuevo reino en esta tierra
de esa forma se creó.

Tras esto se entonaba el estribillo:

Habitantes del reino


uníos al son
cantad con nosotros
ésta, nuestra canción.
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Las demás estrofas decían:

Al primer rey
votando se nombró,
Pedro primero, el elegido,
así se le llamó.

Vinieron tiempos duros,


porque el reino de la nada se creó,
pero poco a poco fuimos avanzando
teniendo todos mucho tesón.

La hija de Pedro primero


fue quien segunda reinó.
Igual de bien lo hizo,
como su predecesor.

Bajo sus mandatos


la cosecha floreció,
las ciudades crecieron
y nueva gente llegó.

Todos en hermandad trabajaban,


ayudando al nuevo que llegó,
la felicidad que se respiraba
el reino inundó.

Un reino que nació sin guerra,


en una familia se transformó,
que todos somos hermanos
en el reino de Lovandsón.

Con esa estrofa se acababa la letra del himno, pero Tamara,


fiel a la promesa que les hizo durante el viaje había inventado
nuevas estrofas que recogían la aventura y que sólo conocían los
que habían participado en la búsqueda del dragón. Ellos se habían
puesto de acuerdo para no decir nada y así sorprender a los ya
esposos. Para todos fue una sorpresa cuando pensaban que se
había acabado y ellos continuaron cantando.

Entre caballero y princesa


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un profundo amor surgió
y una peligrosa misión
a ambos se les encomendó.

Traed una escama


una escama de dragón
que así es como marca
del reino la tradición

Salieron de viaje
con mucha ilusión
y tras días de viaje
Airam apareció.

Anciano muy amable


que enseguida les contó
que hacía mucho tiempo
un gran dragón vio.

El camino indicaba
en un plano que dibujó,
montes, praderas, desiertos
todo lo que recordó.

Llegaron a un desierto,
difícil situación
ya que para cruzarlo
mucho trabajo costó.

Al final encontraron
con toda la emoción
aquello que buscaban:
la escama del dragón.

Y aquí acaba la historia de cómo Joaquín y Judit


consiguieron la escama. Lo que pasó después es otra historia que
algún otro día os contaré.

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