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Hoy día han abierto los ojitos a la vida catorce pollitos: ocho de la

gallina negra, seis de la jergona.

Mi madre pensó que faltaban y cascó los huevos. Los pollitos de adentro
estaban muertos.

Llevó a Carbón con engaños hasta el gallinero. Le hizo mirar los nidos y
los huevos rotos: los pollitos corrieron a esconderse debajo del plumón de
la mamá, lo mismo que cuando los gavilanes en vuelo cruzan el cielo del
corral. Las dos gallinas esponjadas y bravas cacarearon y toda la
asamblea protestó contra el intruso: los pavos y los patos fueron los que
más escándalo metieron.

Lo reprendió severamente por haberlos levantado del nido tantas veces,


como se reprende a los chicos malos para que no vuelvan a cometer
diabluras.

—Mira —le dijo—, debiera castigarte como mereces: pero como es la


primera vez sólo es una advertencia. No vuelvas a estorbar a las gallinas.

Carbón, con las orejas gachas y el hocico bajo, como rumiando un dolor
muy grande, fue a meterse debajo de mi cama como un pollito desvalido y
no apareció hasta después del almuerzo, cuando fuimos por encargo de
papá a buscarlo.

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