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Apartamento

69
Isai matute
El juez, retumbando el mazo en la mesa, dicta la sentencia:
—El día de hoy, diecinueve de octubre del año dos mil doce, por lo aprobado en
juicio, en nombre de la República y por autoridad de la ley, este tribunal condena a la
ciudadana, María Alejandra Gómez a ser internada en el centro de rehabilitación
“Manuelita Sáenz” hasta que sea conveniente. Se priva de la patria potestad a la ya
nombrada con relación a su hijo Gabriel Alejandro Ruiz Gómez, y se le otorga al
ciudadano Luciano Alejandro Ruiz…

Tres meses después…


—Hijo, levántate, ya es hora de irnos —le dijo el padre quitándole la sabana que le
cubría. Gabriel se levanto un poco molesto pero sin demostrarlo, mientras se estiraba. El
padre, sonriendo, le dijo mientras salía de la habitación del joven—. Por fin saldremos
de esta ciudad.
Gabriel, al escucharlo, se sentó en su cama y tomo la foto de su madre, que estaba
siempre a un lado. El padre sabía que él extrañaba mucho a su madre y aunque no lo
demostrara, estaba consciente que Gabriel no quería irse de la casa donde su madre lo
crió desde niño.
Horas más tardes, Luciano, el padre del joven, estaba montado en su camioneta,
esperando que Gabriel saliera para irse. Cuando el joven salió de la casa y cerró la
puerta, una pequeña lágrima se deslizó por su mejilla, cayendo justo en su zapato
derecho; el joven, antes de voltear, se secó la lágrima y sonriendo se dirigió a la
camioneta. Cuando se montó en el asiento del pasajero, una joven de su misma edad
llegó junto a él y le dijo, muy triste:
—Espero que no te olvides de mí. —Al terminar, le dio un beso en la mejilla y le
dejó en el regazo una pequeña cajita de regalo. Gabriel no pudo decirle nada ya que
todo fue muy rápido; cuando volteó la mirada, su padre se comenzó a reír y le dijo:
—Creo que dejarás muchos corazones rotos.
Gabriel lo miro y le contestó:
—Ella sólo es una de mis amigas del liceo; sólo eso.
El nombre de la joven era María de los Ángeles. Estudiaba con Gabriel en el liceo
desde primer año; ellos estaba enamorados, pero Gabriel nunca fue capaz de decírselo
por miedo al rechazo.
Él y su padre vivían en Barquisimeto. De allí se mudaron a un apartamento en
Guanare, Portuguesa, donde la ciudad es más tranquila y no hay tanto tráfico como en el
resto del país. Es un lugar pequeño pero con todos los beneficios de una gran ciudad. No
eran muchas horas de camino, por eso hicieron varias paradas mientras iban en la
carretera. Entraron en un centro comercial donde aprovecharon para almorzar y comprar
algunas cosas que les hacían falta. Como Luciano era ingeniero eléctrico no le fue muy
difícil encontrar trabajo en Guanare, así que no tenían problemas en eso; lo único que
les preocupaba era la universidad, ya que en julio las inscripciones ya habían
comenzado y Gabriel debía tener suerte para poder entrar, pero sabían que no se iba a
quedar sin estudiar en una buena institución.
Cuando llegaron al estado Portuguesa, sintieron la frescura del llano y vieron los
cerros que encierran toda la zona. Para cualquier visitante era el mejor lugar para
encontrar oportunidades. Como es un estado llanero, toda la carretera estaba cubierta
por árboles de distintas clases desde samanes hasta los araguaney, el Árbol Nacional. Al
ver las llanuras llenas de ganado, aves y hombres a caballo, se podía pensar que era un
estado atrasado, pero no era así; una vez que llegaron a la ciudad de Guanare y bajaron
por la carretera se dieron cuenta de lo contrario: plazas edificios y grandes centros
comerciales llenaban la ciudad y sorprendían a los visitantes. La terminal de autobuses
era una de las estructuras principales que se podía apreciar en la entrada este, limpia y
con jardines bien adornados. Por la avenida, las islas tenían árboles y arbustos cortados
y podados; era la ciudad que muchos preferían.
—Oye, papá, ¿sabes dónde queda el lugar donde viviremos? —le pregunta Gabriel
mientras miraba las calles por la ventanilla de la camioneta.
—Claro; casi llegando al cementerio —le contesta Luciano—. Si te digo la verdad, a
mí me dio un poco de miedo cuando me lo dijeron, por lo de los muertos, pero cuando
vi los apartamentos sentí más tranquilidad, porque el nuestro está arriba, y es uno de los
últimos
—Qué bien, porque tendremos una vista fantástica —dijo Gabriel, sonriendo.
Cuando llegaron al tercer semáforo se entretuvieron viendo a los malabarista que
usaban cuchillos encendidos con fuego, quienes luego del espectáculo iban pasando al
lado de las ventanillas de los coches para recibir las limosnas. Al pasar por la camioneta
de Luciano, Gabriel les dio cinco bolívares. El malabarista, luego de recibirlos, le dijo:
—Que Dios te bendiga a ti y a tu familia.
Gabriel se quedó mudo ya que habían pasado años desde la última vez que alguien le
dijo eso. El semáforo se puso en verde y continuaron el camino. Luciano, viendo que ya
eran las tres de la tarde en su reloj, se detuvo en un supermercado; sabía que tendría que
comprar algo para la cena. Gabriel se quiso quedar en el auto leyendo algunas revistas
que estaban en el tablero del auto.
Mientras tanto, Luciano elegía qué comprar dentro del centro comercial, y no pasó
mucho antes que una mujer muy linda se le acercara y le preguntara:
—Perdóneme, pero, ¿usted sabe dónde quedan los apartamentos nuevos?
Luciano sonrió y le contesto:
—Claro, yo voy a vivir en uno de ellos.
—Ay, qué bueno, sabía que usted me iba decir; lo sentía —le dijo la mujer—. ¿Usted
va para allá ahora?
—Claro, si quiere la llevo; es que no sé cómo decirle dónde queda —le dijo Luciano
—. Es que mi hijo y yo nos estamos mudando de ciudad y… pues, soy nuevo.
—Qué coincidencia, yo también soy nueva aquí; vengo de Mérida —le dijo la mujer
extendiéndole la mano para estrecharla—. Qué mal educada soy, mi nombre es
Mariangel Alejandra Graterol.
—Oh, casi nos llamamos iguales; el mío es Luciano Alejandro Ruiz —le dijo
estrechándole la mano con una sonrisa—. Es un gusto conocerte.
—Igualmente —le terminó diciendo Mariangel—. Me encantaría que me llevaras.
—Okey —le dijo Luciano.
Cuando salieron del supermercado y se subieron a la camioneta, Gabriel estaba
dormido. Luciano lo iba a despertar pero Mariangel no lo dejó; prefirió montarse en los
asientos traseros. Siguieron en el camino, charlando, sin importarles que se perturbara el
sueño de Gabriel. Casi llegando a los apartamentos, Luciano le compró un periódico a
los vendedores de la calle. Mariangel lo comenzó a leer ya que Luciano estaba
conduciendo. La mujer, en el momento en que llegó a la parte de sucesos, hizo una
expresión que reflejaba curiosidad por lo que decía allí y le dijo a Luciano:
—Oye lo que dice aquí: “ Ricardo Martínez Díaz, un hombre de 45 años de edad,
fue encontrado en el cementerio de la ciudad de Guanare, torturado y violado con
objetos punzantes; esto le ocasionó la muerte horas después, ya que tenía varios de sus
órganos dañados. Por ahora no se sabe quién fue o quiénes fueron los que hicieron esto,
la policía científica está investigando el caso.”
—Oh, Dios mío, es en el mismo cementerio donde queda nuestro apartamento. Qué
horrible —dijo Luciano al terminar de escuchar—. Espero que atrapen a esos
delincuentes rápido, no quisiera encontrármelos.
—¡Jajajaja…! —se carcajeó Mariangel—. No seas tonto, eso sólo le pasa a un
hombre de treinta, no creo que tú estés en esa lista.
Gabriel se había despertado a causa de las risotadas de Mariangel, mas no quiso abrir
los ojos, porque quería volverse a dormir, pero como no paraba, se levantó y la miró con
su peor cara. Mariangel, al verlo, inmediatamente se paró de reír. Luciano aprovechó
que estaba levantado y los presento:
—Hijo, ella es Mariangel, una de nuestras vecinas; Mariangel, él es mi hijo, Gabriel.
—Mucho gusto —dijo Gabriel, estrechándole la mano.
—Igualmente chico, y perdóname por despertarte —le dijo Mariangel.
—No te preocupes —le dijo Gabriel y, volteando para mirar la entrada de su nuevo
hogar, agregó—: Mira, ya llegamos.
Después de tanto camino, por fin habían llegado a los apartamentos donde estaría su
nuevo hogar. En la recepción los atendió una mujer llamada Rosa, encargada de la
bienvenida a los recién llegados. Ella los hizo llenar algunas planillas,
comprometiéndolos a mantener limpias las habitaciones y a tener una buena relación
con sus vecinos. Después de terminar, les entregó las llaves de los apartamentos y les
indicó por dónde podrían llegar a ellos. Gabriel y su padre se despidieron de Mariangel,
quien los invitó a almorzar al día siguiente en su apartamento, que quedaba en el tercer
piso. Luciano aceptó gustosamente, pero Gabriel no quiso decir nada; no soportaba la
idea de seguir viéndola. Cuando llegaron al nuevo hogar, Gabriel y su padre se
acomodaron y comenzaron a desempacar las maletas y poner las cosas en su lugar según
su gusto. Habían tres cuartos: el primero lo tomó Luciano, el segundo lo dejaron para
guardar algunas cosas que faltaban por desempacar y otras que sobraban, y el último
cuarto, que estaba al fondo, lo tomó Gabriel, que le gustaba la distancia y quería sentirse
solo por un buen tiempo; aún no se acostumbraba a la idea de que su madre estuviera en
una clínica de rehabilitación.
Mientras caía la noche, en las afueras, otra víctima era torturada cerca del cementerio
viejo de la ciudad por unos hombres encapuchados, a la orilla del río Portuguesa. El
señor de 50 años que era torturado ya no tenía una de sus piernas y los dedos de sus
manos habían sido aplastados, lo último que le hicieron fue colgarlo de una árbol con
una soga al cuello y dejarlo allí hasta que muriera ahorcado; a su lado habían puesto su
pierna cortada, amarrada con un alambre de púas que estaba clavado en su hombro. Éste
hombre no sabía por qué le tocaba sufrir aquello, pero, cuando ya estaba en sus últimos
momentos, uno de los encapuchados se descubrió la cabeza, dejándose ver. El hombre,
al reconocerlo, sólo cerró sus ojos y aceptó su fin. El crimen fue entre las dos y cuatro
de la mañana; los responsables limpiaron todo lo que los pudiera vincular al hecho.
Alguna especie de demencia, además de la que ya tenían, les llevó a hacer un camino
que llegaba hasta la orilla de la carretera con la sangre que corría de la herida de la
víctima; querían que se dieran cuenta del hecho y crear pánico en la ciudad. Al
abandonar el sitio, se metieron al río y llegaron al otro lado, donde estaba una camioneta
esperándolos para alejarlos del allí.
Por la mañana la escena estaba rodeada por reporteros, policías y curiosos. Los
médicos hicieron el levantamiento del cuerpo, llevándolo hasta la ambulancia que lo
trasladaría al hospital de la ciudad, donde los forenses harían los procedimientos
necesarios para descubrir cómo había muerto. Darío Romano, uno de los encargados del
caso en la policía, encontró papel de cuaderno cerca del lugar, el cual llevaba escrito
una nota a grafito. Darío lo tomó con sus manos y lo metió en una bolsa; sabía que
encontrarían al responsable así tuviera que pasar toda la semana sin descansar.
—Mira, Darío, parece que los criminales que buscamos son muy listos; no veo
huellas ni rastros —le dijo la policía Karina González, acercándosele desde donde
hallaron el cuerpo—. Fueron muy cuidadosos al cometer esto, lo que no entiendo es
¿por qué lo hacen?
—Esa pregunta también me la hago —le contesto Darío—; ya son dos asesinatos
seguidos, y aún no hemos tenido ninguna pista.
—No te preocupes, sé que llegaremos al fondo de esto —dijo ella.
—Ojalá; si esto sigue así no sé si podré resolverlo —terminó diciéndole Darío.
Más tarde, Gabriel y su padre salieron de su apartamento a conocer la ciudad y
comprar algunas cosas que les hacían falta. Frente a la puerta del ascensor, se
encontraron a Mariangel, quien llevaba consigo dos bolsas de comida para hacer el
almuerzo.
—Hola, buenos días —la saludó Luciano antes de darle un beso en la mejilla—.
¿Cómo amaneciste hoy?
—Muy bien —dijo Mariangel—. ¿Adónde van?
—No creo que te importe —le contestó Gabriel, malhumorado.
—¿Qué te pasa, Gabriel? —preguntó su padre—. ¿Cómo puedes decir eso?
—Déjalo, Luciano, él tiene razón; no es de mi incumbencia —dijo Mariangel.
Gabriel tomó el ascensor, aprovechando que estaban distraídos y los dejó solos.
Luciano se sentía muy incómodo pues su hijo se estaba pasando de malcriado. Antes de
dejar a Mariangel le prometió que irían a su apartamento a almorzar, después que
regresaran; ella, sonriendo, se fue a preparar la comida con el mayor de los gustos.
Mientras salían en la camioneta vieron el montón de personas a lo lejos; no les pasaba
por la mente lo que había ocurrido. Pensaron que podía ser cualquier cosa menos un
asesinato. Cuando llegaron a un puesto de periódico, compraron uno y leyeron los
sucesos del día. Luciano no podía creerlo; dos muertes tan misteriosas habían pasado un
día tras otro. Gabriel lo leyó y se asombró, pero no se preocupó mucho; sin embargo,
tenía en cuenta que los maleantes podían estar cerca. Una vez que llegaron a la
alcabala, un guardia los detuvo. Luciano bajó el vidrio de la camioneta y lo saludó. El
guardia, llamado Enrique Herrera, de treintaicuatro años de edad, de contextura robusta
y piel oscura, se acercó a ellos y, mientras observaba todo lo que había dentro de la
camioneta, le dijo al conductor:
—Es mejor que regrese a su casa; hasta nuevo aviso no dejaremos que nadie salga.
—Pero señor, nosotros necesitamos comprar algunas cosas —protestó Luciano—. Mi
hijo comienza muy pronto las clases en la universidad y no tiene materiales.
—Lo siento mucho, señor, pero si le digo que regrese a su casa, no es porque sea un
capricho —le dijo el guardia, mirándolo a los ojos—. Es una orden que todos deben
acatar.
Luciano, un poco enojado, tuvo que obedecer y regresar a su apartamento. Gabriel no
paraba de reírse de cómo el guardia le había hablado a su padre y cómo se tuvo que
quedar callado frente al oficial. Luciano sólo lo miraba con enojo, pero al momento se
contagió y se comenzó a reír de sí mismo. Llegaron a los apartamentos, estacionaron la
camioneta y se bajaron, dirigiéndose a un pequeño restaurante criollo. Tomaron una
mesa y ordenaron unas arepas rellenas para desayunar; todavía se reían de lo ocurrido
ya que nunca les había pasado algo así. Cuando Gabriel se levantó de la mesa y fue al
mostrador para comprar algunas golosinas, se quedó embobado al ver a la chica que lo
atendía, una joven llamada Honey. Ella trabajaba en ese restaurante desde que se vino
del Zulia, unos meses atrás.
—Buenos días. ¿En qué puedo servirte? —le preguntó.
—Buenos días —le contestó Gabriel, mirándola fijamente—, sólo quiero un
chocolate —y en voz baja agregó—: y te quiero a ti.
—Perdón. ¿Qué dijo?
—Un chocolate y… quiero un… —No sabía que decirle pero, al ver la vitrina, le
contestó—: …chocolatín que tiene maní por dentro.
La joven se lo dio rápidamente y le dijo el precio. Gabriel pagó y ella le preguntó con
una sonrisa dulce:
—¿Deseas algo más?
Gabriel se quedó pensando y colocó el chocolatín en la mesa.
—Espero que esto te siga endulzando la mañana —le dijo, muy pícaron. La joven se
sonrojó y se quedó mirándolo mientras se iba a la mesa.
—Parece que te gustó la señorita cajera —le dijo Luciano—. Si quieres la invitas a
salir, yo te presto la camioneta.
—Papá, por favor, ¿no ves que no se puede salir a ningún lado hasta nuevo aviso? —
le dijo Gabriel—. De paso, ¿cómo la voy a invitar a salir si ni siquiera la conozco?
—¡Jajajaja…! Pero si te gusta —dijo su padre—. Bueno, ven todos los días y así la
conoces.
—No, papá —dijo Gabriel—. Ni siquiera la quiero conocer; es bonita pero nada más.
Luciano no siguió insistiendo en ello, pero sabía que sí le gustaba. Terminaron de
desayunar, pagaron y se fueron a su apartamento a terminar de arreglar sus cosas.
Después de eso, fueron a la casa de Mariangel y almorzaron todos juntos. Todo fue
perfecto; Luciano hizo todo lo posible para no incomodar a su hijo, el cual no tenía
cabeza para pensar en otra cosa sino en la jovencita del restaurante.
Así pasaron los días: Gabriel todas la mañanas se levantaba a desayunar en el
restaurante y siempre se quedaba mirándola; en esos momentos su padre aprovechaba
para estar con Mariangel. Después de varios días, Gabriel se atrevió a invitarla a salir y
ella, con una enorme sonrisa en su rostro, aceptó. Ese fue el día más feliz de Gabriel;
como no podían salir de los apartamentos por orden de la policía, habían acordado verse
a las ocho de la noche en el apartamento donde vivía ella, el cual quedaba en el tercer
edificio.
En una de las oficinas del comando de la policía de estado, estaban reunidos los que
estaban resolviendo el caso. Darío no soportaba la idea de que el asesino los hubiera
burlado. Dos homicidios en una misma zona, la cual estaba siendo vigilada por
funcionarios de la policía.
Karina intentaba calmar los ánimos dando ideas para resolver el caso:
—Darío, si esto no es más que un ajuste de cuentas —dijo mientras dibujaba caritas
en una página de su libreta—. Recuerda que las dos víctimas se conocían y que a uno de
ellos le encontraron marihuana en su negocio.
—Tienes razón, Karina, puede ser que ellos le debían dinero a una mafia de
traficantes y todos sabemos que en ese negocio hay todo tipo de personas —dijo uno de
los detectives—; ellos fácilmente pudieron infiltrase en la policía.
Darío, escuchando las opiniones de sus compañeros, iba armando el rompecabezas,
pero a él no le cuadraban muchas cosas; por ejemplo, y esto era lo más raro, ¿por qué
torturarlos y violarlos, además de dejar esas estúpidas notas? No tenía sentido si no
querían que resolvieran el caso; limpiaban la mayoría de sus rastros y dejaban uno a
propósito. Karina miró su reloj y se levantó de su puesto, recogió sus cosas y se
despidió de ellos:
—Yo me retiro, si llegan a un acuerdo me avisan. —Abrió la puerta de la oficina y
les terminó diciendo—: Tengo que pasar por donde el forense para ver qué me tiene.
En los apartamentos las horas pasaban lentamente y el calor sofocaba a cualquiera
que estuviera afuera. El viento no se dignaba a pasar para refrescar el ambiente; era el
día más caluroso del mes. Cuando ya se estaba acercando la hora, Gabriel se metió a su
cuarto, recién bañado, para vestirse apropiadamente para la ocasión. Probó varias
combinaciones sin poder decidir cuál elegir; sabía que debía verse bien pero no tan serio
ni tan ridículo. Un poco sexy y misterioso era perfecto para ese caso en particular: una
camisa con un pantalón negro sin correa, y de accesorio una cadena negra jipi con un
simbolito en la punta de su signo; unos tenis negros con adornos blancos, y para
terminar, mucho perfume. Estaba listo para cualquier cosa; no estaba tan elegante pero
no se veía nada mal, a cualquier chica le encantaría salir con él (según su juicio). Se
dejó un par de botones desabrochados en la camisa.
Salió de su cuarto justamente a las siete y cincuenta y cinco; su padre estaba
entretenido viendo la televisión en la sala, pero al oler el perfume que llevaba Gabriel,
volteó a mirarlo, sonrió y le preguntó mientras seguía vendo la televisión:
—¿Con quién te vas a ver?
—No te voy a decir —le contestó Gabriel—, pero sí te voy a decir que no voy a
llegar temprano.
—Oh, entonces llévate las llaves y no hagas tanto ruido cuando llegues para que no
me despiertes —le dijo Luciano, cambiando los canales—, y si piensas hacer cualquier
cosa, recuerda que debes cuidarte.
—Por favor, papá, yo no pienso hacer eso —dijo Gabriel, tomando las llaves del
apartamento de una mesa junto a la puerta—; apenas es la primera cita.
—¿Y cómo sabes de qué estoy hablando?
Al salir Gabriel del apartamento, Luciano tomó su teléfono y llamó a Mariangel; era
el momento ideal para estar juntos en una noche sin problemas. Cuando Gabriel llegó a
la casa de Honey, golpeó la puerta sin hacer mucho ruido; ella abrió rápidamente y lo
invitó a pasar. Él se sentó en uno de los sillones que estaban frente a la cocina mientras
ella se metía a su cuarto un momento para terminar de peinarse y maquillarse. Durante
el tiempo que tardó la chica en ello, Gabriel se acomodó en el sillón, se desabrochó la
camisa para llamar la atención de Honey. Ella salió y lo vio, y se sintió muy incómoda
puesto que no sabía qué decirle. Gabriel se dio cuenta de su error y se abotonó la
camisa; a continuación se levantó del sillón, y con una sonrisa le preguntó:
—¿Por qué no salimos a caminar por los jardines?
Pero Honey, mirándolo casi hipnotizada, le contestó:
—No, estoy cocinándote algo para comer; si quieres puedes ayudarme.
Gabriel, sin pensarlo dos veces, aceptó y se fue con ella a la cocina a preparar la
cena. Pero mientras cocinaban no dejaban de sonreir y mirarse el uno al otro, y
momentos después se dejaron llevar por sus instintos. Se besaban y acariciaban sin
cesar. Gabriel la tomó en sus brazos y la subió al mesón, donde continuaron avivando el
fuego; unos minutos después ella le había quitado la camisa y él le había quitado la
blusa mientras le daba repetidos besos en el cuello. Gabriel iba por más, y entonces
Honey le indicó que la llevara al cuarto. El muchacho la cargó y cuando entraron la
puso en la cama, preparado para terminar lo ya empezado.
Mientras tanto, Luciano y Mariangel estaban en su apartamento sentados cerca de la
ventana, mirando las estrellas y hablando de ellos dos. Tenían que buscar una solución a
su relación, y contarle a Gabriel sin importales lo que piense, o seguir viéndose a
escondidas y no ser felices, algo que era muy injusto para ellos. Luciano tenía derecho a
rehacer su vida y ser feliz; no podía quedarse solo todo el tiempo por consentir a su hijo.
Más tarde, en el apartamento 69, dos jóvenes se habían dejado llevar por la pasión.
Cuando estaban a mitad del acto, les llegó el olor de algo que se estaba quemando.
Honey salió rápidamente a apagar la cocina, pero Gabriel la detuvo; le dijo que dejara
eso así y siguieran, pero ella, un poco asustada, tomó una bata que tenía en la manilla de
su puerta y salió. El joven se quedó sentado en la cama, esperando que ella volviera. En
un momento dado, se dio cuenta de que habían muchos recortes de periódicos y fotos de
hombres en su pared; dos de las fotos estaban marcadas con unas líneas rojas.
Curiosamente esos hombres eran los que habían muerto hacía unos días atrás. Se puso
su ropa interior y, mientras se levantaba, recordó lo que les habían hecho a esos
hombres. Entonces se le ocurrió algo y… No podía creerlo, Honey podía ser la asesina
que la policía estaba buscando. El pánico estaba por dominarlo. Miró hacia el piso y
encontró un certificado médico que rezaba: “Paciente con esquizofrenia”. Honey entró
al cuarto muy nerviosa. Él se asustó tanto que no supo cómo reaccionar; cayó sentado
en la cama sin poder hablar. Honey tomó el certificado médico y lo guardó en uno de
los cajones, después se sentó a su lado y le dijo:
—Todas estas cosas comenzaron a aparecer en mi cuarto desde hace unos meses
atrás. Créeme cuando te digo que yo no tengo idea qué es todo esto, sé que puede
parecer loco pero yo a veces despierto en el otro cuarto.
—Honey, las fotos que tienes marcadas son de los hombres que murieron hace unos
días atrás —dijo Gabriel—. ¿Qué significan las demás fotos? ¿Son los hombres que
faltan por matar?
—No lo sé —dijo Honey, abrasándolo y rompiendo a llorar—. Tengo miedo,
Gabriel. Esos hombres… Yo los conozco desde hace mucho tiempo y me duele en el
alma ver que mueren.
—Me imagino, ellos tuvieron que ser muy buenos.
—Al contrario —dijo ella, separándosele—, ellos me hicieron mucho daño a mí y a
mi madre.
—¿Qué les hicieron? —preguntó Gabriel, imaginándose el dolor de Honey, quien le
contestó, secándose las lagrimas:
—Te lo voy a contar, porque sé que no me vas a defraudar. Cuando yo vivía en
Maracaibo con mi madre, solíamos ir al parque de atracciones que había llegado a la
ciudad. Una noche en específico, cuando todo parecía perfecto, el día más feliz de mi
vida, ocurrió algo. Debo admitir que jamás me había divertido tanto como esa noche,
nos metimos a todas las atracciones y, cuando se nos había acabado todo el dinero que
habíamos llevado, salimos del parque y nos fuimos caminando hasta nuestra casa; eran
apenas las once de la noche. Nuestra casa quedaba cerca de allí, por eso mi madre no
veía peligroso irnos caminando, pero se equivocó: mientras íbamos por la avenida, dos
camionetas se detuvieron frente a nosotras. Mi madre me tomó por el brazo y
comenzamos a caminar más rápido, entonces miré hacia atrás y vi que se bajaron cinco
hombres borrachos que luego comenzaron a decirnos cosas, poniendo a mi mamá
nerviosa. Yo apenas tenía trece años, sólo tenía trece; todo pasó tan rápido, a mí y a mi
madre nos violaron en esa noche, los mismos hombres que ves en las fotos. —Honey no
podía dejar de llorar. Él la abrazo, muy confundido; no sabía qué pensar, si en las fotos
o en lo que ella le había dicho. Verdaderamente era algo que no le desearía a nadie ni a
el peor de lo enemigos—. Pero esto no termina ahí —dijo Honey, mirándolo a los ojos
—. Mi madre fue torturada hasta morir; yo quedé huérfana y con un trauma que me dejó
tres años en una clínica de rehabilitación. A mis diecisiete años se me fue diagnosticado
esquizofrenia, y desde entonces he vivido con esto, a veces hago cosas que no recuerdo
haber hecho. Una vez desperté montada en un autobús y con informaciones de uno de
estos hombres en mis manos; ciertamente no sé qué hacer con esto.
Gabriel tomó sus cosas y salió de allí. Ella lo intentó detener pero fue inútil, él estaba
tan asustado que no le importó que lo vieran en ropa interior por los pasillos. Cuando
llegó a su apartamento, se encerró en su cuarto, asustado y confuso; ni siquiera se dio
cuenta que su padre y Mariangel estaban dormidos frente a la ventana. Al día siguiente
no salió de su cuarto, lo que extrañó a Luciano, ya que él se levantaba a desayunar en el
restaurante. Pensó que probablemente se había quedado dormido después de la cita de la
noche anterior, pero no era así: Gabriel se levantó temprano para investigar en su
computadora acerca de la esquizofrenia y sus efectos, aunque una parte de él deseaba
llamar a la policía y contarle todo, pero primero quería saber ya que Honey podía ser
inocente. Cada vez que leía se daba cuenta que era una de las enfermedades más raras,
de hecho, jamás había oído de ella, pero sabía que si encontraba más información podría
salvar a Honey de ser llevada a la cárcel de por vida.
Cuando ya eran las diez de la mañana, a Luciano le comenzó preocupar que su hijo
no saliera ni siquiera a desayunar, pero no se molestó en ir a verlo, sabía que estaba allí
dentro. De repente Gabriel sale de su cuarto y, después de haber tomado una manzana,
unas hojuelas de maíz y una taza con leche del refrigerador, se metió encerró
nuevamente, ignorando completamente a su padre. Luciano se comenzó a preocupar
más y esta vez sí entró al cuarto. Lo que vio al entrar fue al chico frente a la
computadora, buscando algo en Internet.
—¿Todo bien, hijo? —pregunta Luciano, en el umbral de la puerta.
—No te preocupes, papá, sólo estoy estudiando —contestó Gabriel mientras
masticaba un pedazo de manzana.
—Okey, pero, si necesitas algo, estaré en mi cuarto —y salió dejándolo solo, tomó
un libro que estaba empezando a leer y se metió en su dormitorio, sin preocupación
alguna.
Pasaron las horas y ya eran las cinco de la tarde. Luciano estaba en la sala de estar,
acompañado de Mariangel, quien lo vino a visitar desde unas horas atrás. Ambos
estaban viendo las noticias del día por la televisión, cuando imprevistamente salió
Gabriel de su cuarto. Mariangel se apartó un poco de Luciano (quien se quedó viéndo al
muchacho) al notar su presencia. Gabriel, en cambio, se acercó a ellos, muy nervioso.
Mariangel le preguntó si se sentía bien, pero él no le contestó sino que les dijo:
—Sé que no me van a creer, pero sé quién es el asesino que anda suelto.
—¿De qué hablas, Gabriel? —le preguntó su padre.
—Ayer fui a la casa de Honey, la cobradora del restaurante —dijo Gabriel—. En su
cuarto tiene fotos de hombres, pero no de hombres de revistas ni nada por el estilo; son
fotos de civiles y un par de ellas estaban marcadas de rojo con una equis.
—Gabriel, ¿qué nos quieres decir? —preguntó Mariangel, pero cuando Gabriel les
iba a explicar, alguien llamó a la puerta. Luciano se levantó y la abrió; era Honey quien
estaba allí.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Gabriel. Honey lo miró y notó que la estaban
observando como a una extraña; no soportaba que la miraran así. Tenía ganas de irse
pero se resistía.
—Vengo a pedirte que me ayudes —dijo.
—Pasa, Honey —dijo Luciano—; si quieren pueden hablar en la alcoba.
Gabriel se acercó a ella y la tomó por el brazo, y salieron afuera del apartamento a
conversar. Luciano y Mariangel se habían quedado anonadados por todo lo que habían
escuchado, era totalmente extraño.
—¿Por qué vienes? —preguntó Gabriel—. ¿No te das cuenta que no quiero verte?
—No seas así, Gabriel —dijo Honey, dejando caer una lagrima—. Necesito que me
ayudes, sé que hoy voy a cometer otro asesinato; siento que ya va a comenzar a
poseerme de nuevo.
—¿De qué hablas? —preguntó—. ¿Cómo te voy a ayudar?
—No lo sé, enciérrame o llama a la policía; pero si no me ayudas, otra vida se va a
perder esta noche. Por favor, si no lo haces por mí, hazlo por la otra persona.
—Está bien —aceptó Gabriel. Sabía que ella no hacía esas cosas por su propia
voluntad—. Ven a mi cuarto y allí te mantendré a salvo.
Pero cuando iban a entrar, Honey cambió por completo; mientras Gabriel alargaba el
brazo para abrir la puerta, ella lo golpeó tan fuerte que lo dejó inconsciente. Después
que cayera al piso, la muchacha se recogió el cabello y se fue a terminar su venganza.
Unos minutos más tarde, él despertó en el sillón de su apartamento, con las miradas de
su padre y de Mariangel encima. Al instante le preguntaron qué le había pasado y por
qué se había desmayado.
—Hay que detenerla antes de que mate a otra persona —dijo él.
—Entonces sí era en serio lo de que esa niña es la asesina —dijo Luciano mientras se
ponía su chaqueta.
Gabriel y los demás salieron a detenerla. Mariangel, muy confundida, le preguntó
mientras corrían:
—¿Pero sabes adónde vamos?
—Sí, primero iremos al apartamento 69 —contestó Gabriel—. Si ella no está allí
tendremos que adivinar dónde puede estar.
Cuando llegaron al apartamento donde se suponía que estaría Honey, tumbaron la
puerta y entraron, revisando cada rincón, pero ella ya no estaba. Gabriel, Luciano y
Mariangel se reunieron en la sala y se quedaron mirándose las caras; no sabían qué
hacer. Entonces el juven tuvo una idea y entró al cuarto de Honey, buscando alguna
información que le dijera dónde podría ser el próximo asesinato. Mariangel y Luciano
entraron a ayudarle.
Honey y sus meseros, los cuales eran sus cómplices desde hace mucho, iban de
camino a buscar a su próxima víctima, que se encontraba en uno de los bares más
reconocidos de la ciudad. No tardaron mucho en llegar con aquella camioneta negra tan
potente; se detuvieron al otro lado de la calle y los meseros se apearon, dirigiéndose a la
entrada. Tenían que sacarlo sin que nadie se diera cuenta de que lo estaban
secuestrando; la víctima estaba sentada en una de las mesas que estaba cerca de la
tarima, acompañado de dos mujeres de ambiente, una a cada lado. Los dos meseros se
sentaron a la mesa sin ningún aviso, causando que el hombre se sobresaltara un poco;
uno de los guardaespaldas que tenía la víctima se acercó pero ya era demasiado tarde:
los meseros le habían rociado una droga llamada escopolamina. Fue más fácil sacarlo de
allí; el señor sólo obedecía lo que le decían y los guardaespaldas no podían detenerle.
Cuando salieron del bar, lo montaron en la camioneta, donde estaba Honey, esperando
para comenzar con la diversión.
Más tarde, en el apartamento 69, Gabriel ya había encontrado un mapa donde Honey
había marcado los lugares donde iban a cometer los asesinatos y el orden en que los
cometerían. Luciano y su hijo se dirigieron al que le seguía al último rápidamente, para
intentar detenerla antes que fuera muy tarde, mientras que Mariangel se quedó a llamar
a la policía; ella se iba a encargar de llevarlos al lugar lo más pronto posible, el
problema era si ellos se tardaban demasiado y, por su atraso, ocurriera una desgracia.
El sitio que Honey había marcado para que fuera el escenario del siguiente asesinato
era detrás del basurero municipal de la ciudad, por donde pasa el río Portuguesa. Gabriel
y su padre no se podían ir en auto ya que estaba cerrada la salida, tuvieron que saltar la
cerca y pasar por el cementero. A esas horas de la noche, el lugar daba escalofríos y con
sólo pensar que estaban allí, la piel se les ponía de gallina, pero tenían que hacerlo antes
de que otra vida se perdiera. Al salir del cementerio, tuvieron que pasar por el basurero,
el cual no estaba solo; muchos indigentes que vivían ahí se les quedaban mirando. Se
podía pensar que los robarían o violarían, pero estos hombres eran pacíficos y, además,
el hambre que tenían no los dejaba moverse mucho; si no comían algo en dos o tres días
podían morirse. De repente, se encontraron con un enorme hoyo, donde tenían reciclada
la basura; no podían pasar por el medio, así que tuvieron que rodear las colinas.
Por otro lado, Mariangel estaba hablando con los policías; le mostraba las pruebas
que estaban en el apartamento 69 al encargado del caso, Darío Romano. Antes que
tomaran una decisión, la mujer le explicaba los detalles sobre la enfermedad de la
asesina. Los policías no tardaron en subirse a sus vehículos para ir a el lugar donde iban
a cometer el crimen. Mariangel se subió a uno de los autos con ellos para acompañarlos;
quería asegurarse de que no le ocurriera nada a Luciano.
Al mismo tiempo, Gabriel y su padre habían llegado donde ahora estaban torturando
a la víctima. Se les hizo fácil, ya que pudieron escuchar los gritos desde lejos. Era un
pequeño bosque, donde habían una gran cantidad de arbustos y algún que otro árbol de
ramas delgadas y sin muchas hojas. Estaban escondidos tras uno de los arbustos. Honey
no se veía igual que antes; esta vez su rostro tenía un aire diabólico, y su voz era
totalmente diferente.
Lo que le estaban haciendo al hombre era algo perturbador. Desde un lugar fuera del
campo de visión de los criminales, detrás de un arbusto, podían verlo con total claridad.
Luciano no podía soportar ver aquello pues le daban náuseas; por el contrario, Gabriel
no se inmutaba, y lo único que hacía era esperar el momento de ir por Honey y apartarla
de los meseros lo más pronto posible. Su padre estaba algo nervioso, y no pudo evitar
pisar una rama seca, la cual no vio con toda esa oscuridad; el sonido llamó la atención
de los asesinos por un instante, y hasta se detuvieron para escuchar, pero luego
decidieron que no era nada y continuaron. Honey tomó uno de los tubos lubricados y
empezó a administrarle una violación anal muy violenta. Los meseros se apartaron,
perdiéndoseles de vista a Gabriel y a su padre, pero esto no les importó; pensaron que
iban a buscar algo para seguir con la tortura. A su vez era cierto, los meseros los estaban
buscando, y los encontraron en pocos minutos; lo único que sintieron fue un golpe en la
cabeza muy fuerte para luego perder el conocimiento.
Cuando Gabriel despertó, estaba atado frente a su padre, quien, al igual que él, estaba
atado y además tenía la cabeza cubierta con un trapo negro. No podía gritar ni siquiera
un poco pues lo tenían amordazado; la sangre de su herida no dejaba de correrle por la
cara. Esto le preocupaba pero le preocupó más cuando vio que los hombres que los
atacaron soltaron a su padre y lo tiraron al piso, esperando a que Honey terminara con el
otro para que viniera a hacer de las suyas. Lo que más deseaba Gabriel era que
Mariangel llegara con la policía, puesto que si seguían así, sería inevitable que alguien
muriera.
Cuando Honey terminó, los cómplices levantaron a Luciano y lo colocaron frente a
ella. Gabriel, aterrado, intentaba soltarse pero era inútil. Honey escuchó sus
movimientos y decidió acercársele con parsimonia, esperando quizá hacerlo sufrir con
aquella lentitud. Se le puso a un lado y empezó a limpiarle la sangre del rostro. Entonces
dijo:
—¿Sabes?, me caes bien, me recuerdas a mí cuando estaba chica. —Hizo una pausa
y suspiró; luego agregó—: Te voy a dar el privilegio de ver cómo tu padre muere frente
a ti.
Fue así, obligaron a su padre a arrodillarse frente a él y le descubrieron la cabeza.
Ambos se miraron y se comunicaron muchas cosas con eso; era el fin para Luciano.
Nunca le podría decir a su hijo cuánto lo amaba, aunque Gabriel lo sabía con toda
claridad. El chico sintió rabia, odio, miedo, terror, toda una mezcla de emociones
confusas. Honey se acercó a ellos y él tuvo que cerrar los ojos para no presenciar lo que
más temía. Escuchó un quejido; su padre fue apuñalado una y otra vez en el pecho;
Honey le salpicó la cara con la sangre que se adhería al cuchillo cada vez que entraba en
el cuerpo de la víctima, y no podía evitar sentir aquellas cálidas gotas. Fue una muerte
segura, que tardó bastante pues los segundos parecieron volverse más lentos; las
lágrimas que empezaron a brotarle se mezclaron con la sangre y calleron al piso una por
una; la vida que tuvo con Luciano le pasó frente a los ojos en una oleada de recuerdos
que lo torturaban, ya que sabía que con aquello se completaría el ciclo: ya había perdido
a su madre y ahora lo perdería a él. Todo por intentar salvar a una joven de su propia
desgracia.
Luciano cayó al piso, inerte. Honey se carcajeaba y se imaginaba cómo se sentía
Gabriel, tan inútil, incapaz y frágil.
—Señorita Honey —dijo uno de los meseros—. ¿No cree que ya sea hora de acabar
con el chico?
—No —respondió, sonriendo—. Espera a que él mismo desee la muerte; después de
eso, cúmplele sus deseos, pero primero déjalo hablar.
El mesero obedeció y le destapó la boca para que hablara; luego se fue a recoger las
cosas y limpiar el lugar para no dejar ningún rastro. Gabriel sólo lloraba y maldecía la
hora de haber conocido a Honey; se arrepintió de no haber llamado a la policía el mismo
día que lo había descubierto todo. Si hubiera hecho lo correcto, su padre no habría
muerto frente a él.
A unos metros de distancia, Mariangel y un grupo armado de policías se acercaban al
lugar con precaución; al mando estaba el capitán Darío y su ayudante, Karina, quienes
estaban emocionados por terminar con el caso que les había dado tantos problemas.
Darío dio la orden de rodear la zona para evitar que alguien escapase. Mariangel sentía
un pequeño dolor en su pecho que, de acuerdo a sus supersticiones, tomó como un mal
augurio. Apretó el rosario que le colgaba del cuello, rogando por que no hubiera pasado
nada malo; así eran sus creencias, por eso llevaba una pequeña pulsera de la buena
suerte en su muñeca izquierda.
El capitán Darío se acerco a Mariangel al ver su cara de preocupación, y con una
pequeña sonrisa en su rostro le dijo:
—Creo que es mejor que se quede aquí —hizo una pausa—. Nosotros nos
encargamos.
—Lo siento, señor policía, pero allá está mi novio y su hijo —le dijo ella—. Si me
necesitan, quiero estar allí para ellos.
—Bueno, entonces manténgase detrás de mí —dijo Darío—. Si algo malo pasa, es
mejor que esté protegida.
Mariangel acató la orden y se quedó tras él, rezando por el bien de Luciano y
Gabriel. En el pasado ya había perdido a un ser querido y ahora estaba casi desesperada
por salvar a ese par; si algo pasaba no lo superaría.
Honey y sus cómplices terminaron la limpieza. Ya eran expertos en eso; hicieron lo
mismo que con el otro: lo colgaron de un árbol y dejaron una nota cerca. Gabriel ya
estaba lleno de rabia e ira; no sabía qué hacer, intentaba soltarse pero igual no podía; se
sentía inútil, desechable… al final tuvo que gritar en un acto de desesperación:
—¡¿Qué estás esperando para acabar conmigo?! ¡Si me dejas vivo te arrepentirás,
porque te voy a perseguir hasta matarte, maldita zorra!
—Me encantaría saber que harías —dijo Honey—, pero sé que si te dejo vivir, vas a
quedarte llorando y te internarán en un centro de rehabilitación donde te harán perder el
deseo de matarme.
—Te equivocas, sé que te encontraré y te mataré —dijo él—. Tengo el dinero
suficiente para contratar a detectives o lo que sea, para matarte.
—Ya, niñita llorona, se acabó tu tiempo —dijo Honey con socarronería, limpiando el
cuchillo con el que había matado a Luciano en su propia blusa, antes de hacerle un
ademán a uno de sus cómplices para que terminara el trabajo—. Espero que te reúnas
con tu padre en el infierno.
El hombre, de complexión robusta, se acercó a él con todas las ganas del mundo,
haciendo un ruidito frenético con los dientes, ansioso por matarlo. Un revólver fue
disparado y la bala silbó por el aire antes de darle en la cabeza al mesero; la policía
había llegado. Honey y el otro mesero soltaron todo y salieron corriendo para escapar
por los cerros; de alguna forma lograron evadir a los policías que venían por ese lado.
Detrás de ellos iba una tropa totalmente armada, dispuesta a disparar si cometían una
locura.
Mariangel empezó a desatar a Gabriel, pero vio el cuerpo de Luciano y se olvodó de
ello; se dejó caer encima de él mientras comenzaba a llorar con amargura. Gabriel
terminó de soltarse y tomó el mismo cuchillo con el que habían matado a su padre, y se
fue a buscar a Honey, escapándose de los policías que lo estaban atendiendo. Mariangel
lo vio alejarse y recordó por qué estaba allí; entonces fue tras él. Se adentraron más en
el bosque, dejando atrás a todos los policías, quienes ya se habían resignado de
perseguir a la escurridiza asesina y ahora iban tras el mesero, que no corría tan rápido
como Honey.
—¡No me sigas, es mejor que te quedes con mi padre! —gritó Gabriel al notar la
presencia de la mujer.
—¡Estás mal, jovencito, yo le prometí a tu padre que cuidaría de ti si algo malo
sucedía, y voy a cumplirlo! —exclamó Mariangel.
—¡Pues qué mal; yo no pienso dejarme convencer por ti, vengaré a mi padre así sea
lo último que haga! —dijo Gabriel, bajando por un barranco que había en el camino.
Mariangel, sin dejar de perseguirlo, susurró para sí misma:
—Luciano tenía razón cuando decía que este niño es más terco que cualquiera.
El muchacho estaba dispuesto a acabar con Honey, y sentía que era su obligación:
hacerlo antes que alguien se lo impidiera.
—¡Detente, Gabriel, deja que los policías se encarguen de esto! —Mariangel seguía
empeñada en convencerlo, sin obtener resultado alguno.
La policía atrapó al segundo mesero que había escapado; éste estaba intentando darse
a la fuga en la camioneta, donde se enfrentó con ellos, pero al ver que no podía acabar
con los policías ni salir de allí, tomó una decisión desesperada: agarró uno de los
revólveres que había en los asientos de la camioneta y se disparó en la frente, librándose
de ir a prisión, pero negándose la posibilidad de vivir. Los policías no pudieron hacer
nada para detenerlo; lo hizo demasiado rápido. Sólo les quedaba recoger evidencias y
tomar los armamentos que allí estaban, y lo demás se lo dejaron a los forenses para que
hicieran los levantamientos de cuerpos y demás cosas que ellos no podían hacer.
Honey ya se había alejado lo suficiente como para que la atraparan. Sabía que si
llegaba a la carretera antes de que amaneciera podría escaparse completamente y seguir
con su plan, pero no se esperaba que Gabriel le estuviera pisando la sombra. En su
constante andar, oyó los pasos del muchacho y miró atrás para verificarlo; sólo le
llevaba un par de metros de ventaja, y poco a poco se iban reduciendo.
—¡Detente, Gabriel! —gritó Mariangel—. ¡No la vas alcanzar, déjale esto a la
policía!
Todo lo que Mariangel decía era en vano; el joven Gabriel ya estaba decidido, nadie
cambiaría las cosas. En el camino, se encontraron con un río profundo. Honey y Gabriel
no lo pensaron dos veces para lanzarse y cruzarlo; ambos sabían nadar muy bien, ella,
posiblemente por su locura, y él, debido a su entrenamiento en natación. Mariangel, en
cambio, tuvo que quedarse a mirar desde la orilla, ya que no le gustaban los ríos y nunca
había nadado en su vida. El agua estaba revuelta con barro y las corrientes eran fuertes;
tras pensarlo por un momento, decidió lanzarse, esperando quizá que un milagro la
salvara de ahogarse. La mujer luchó con todas sus fuerzas y lo logró, pero la corriente la
dejó muy alejada de los chicos.
Estaba a punto de amanecer y ya se podían escuchar los autos que pasaban por la
autopista, la vía de escape de Honey. La muchacha parecía tener fuerzas infinitas y
Gabriel tenía dificultades para llegarle, sobre todo por lo pesado que se le puso la ropa
al salir del agua.
Gabriel ya estaba a punto de detenerla, lo único que lo impedía era los arboles que
habían en el camino, donde ella los apechaba para tomar ventaja, pero para hacer que
esto fuera más divertido, Honey se reía de él mientras seguía corriendo, y le iba
contando lo que sentía al haber matado a su padre. La ira y la desesperación inundaron
el cuerpo de Gabriel, su mete solo veía el momento en que matara a Honey y vengara a
su padre -¡maldita cuando te tenga en mis manos te vas arrepentir de haber matado mi
padre!
La luz del sol comenzó a dejarse ver por el este, las horas ya estaban contadas para
ellos, la luz decidiría todo. Honey al ver la carretera se alegro, pero debía detener a
Gabriel antes de llegar a ella, pero casi era imposible él estaba muy cerca de alcanzarla,
al ver la autopista Gabriel corrió con toda sus fuerza; esta era su ultima oportunidad, ya
casi la tenía, cuando alzo su brazo para agarrarla por la camisa y poder atraparla, ya
habían llegado a la carretera de la autopista, inesperadamente una góndola que venía
desde Caracas llevando una carga hacia el estado Barinas, iba toda velocidad
escuchando música a todo volumen para mantenerse despierto mientras viajaba, pero
este no vio cundo una chica estaba comenzado a cruzar la carretera y sin poder hacer
nada se la llevo por delante, la sangre chispeo todo el cuerpo de Gabriel, él cual fue
suspendido del suelo por el impacto y al caer se golpea la cabeza fuertemente con una
roca, desmallándose del impacto, el gondolero al darse cuenta; freno la góndola pero ya
era demasiado tarde, ya había matado a una enferma mental y había impactado la
góndola con los murales divisores de la autopista, los demás autos que venían detrás
frenaron antes que fuera esto una cadena de desgracias, por suerte los rayos de sol
iluminaron el lugar rápidamente, Mariangel al llegar y ver lo que había pasado se
arrodillo en el suelo comenzando a llorar, por suerte Gabriel había quedado con vida,
pero del golpe que se llevó en la cabeza quedo inconsciente y fue llevado rápidamente
al hospital de la ciudad, todo el lugar a los minutos estaba lleno de camionetas de la
policía y ambulancias.
Darío al ver el cuerpo de la asesina, noto que esta era la misma persona que hace
años atrás se había escapado de la clínica de anormales de la ciudad de caracas capital
de Venezuela, no podía creer que ella había sido capaz de llegar a esto, la buena noticia
para Darío es que ya habían resorbido el caso gracias el joven Gabriel, y que por suerte
no se cumplirá con lo que Honey había predicho que iba hacer.
Los dos hombres que estaban en la lista de Honey, que no fueron asesinados por ella,
fueron llevados a la cárcel, ya que en sus establecimientos se les fue incautado droga.
Estos amigos desde años estaban en esto, traficando droga en la ciudad sin ser
detenidos, la ciudad se había sido librada de dos problemas graves en una sola semana.
El joven Gabriel se había quedado en coma por tres días en el hospital de la ciudad,
cuando despertó y abrió sus ojos no recordaba lo que había pasado, con él solo estaba
Mariangel la cual se encargo de sus cuidados y de acompañarlo en estos tres días, a
Gabriel todavía le molestaba su presencia pero en la situación que estaba no era para ser
exigente, pregunto por su padre pero al ver que Mariangel no le contestaba sabía que no
había sobrevivido.
De repente llegaron los médicos y vieron a Gabriel, le preguntaron cómo se sentía, le
revisaron sus signos llenaron una planilla y como vinieron se fueron, dejándolos solos,
Mariangel se acerco al él dulcemente y le dijo:
-yo le prometí a tu padre que no te dejaría solo en esto-mientras acariciaba el cabello
de Gabriel le insinuó-yo podría ser como una amiga para ti no tendrías que dejar la
ciudad.
-yo no necesito queme demuestre lastima-le dijo Gabriel quitándole la mano de su
cabeza-no te necesito se cuidarme solo y si pensabas que no me iría te equivocas a
penas salga de aquí regresare a mi casa y no volveré aquí jamás.
Mariangel se levanto de la cilla y se fue, ella no iba a estar con una malcriado que
solo le despreciaba lo que ella quería hacer por él, esa fue la última vez que vería a
Gabriel, ella regreso a su apartamento, pero no soportaba el dolor que llevaba por dentro
y sin pensar tomo su ropa y la empaco en una maleta, salió lo más rápido de allí y en el
terminal tomo el prime autobús que iba hacia san Genaro de Boconoito un pequeño
pueblito llanero donde se cultiva la tierra y se traba la ganadería, ella sentía que
alejándose de la ciudad solo podría supera el dolor que sentía dentro de su corazón.
Mas tarde en el hospital de la ciudad Gabriel se estaba volviendo loco, todo las
imágenes en su cabeza no lo dejaban en paz, le provocaba gritar y salir corriendo pero
no tenía fuerzas para levantarse de la cama, ver a su padre muerto y sentirse como una
basura, un pedazo de inútil lo atormentaba, ya estaba sudando frio, la adrenalina en su
cuerpo se aumentaba cada vez más y sus manos temblaban como si hiciera mucho frio.
Una enfermera que por casualidad estaba pasando por allí al verlo llamo a los médicos y
lo comenzaron atender, su palpitaciones aumentaba a una velocidad critica, lo llevaron
rápidamente a urgencia antes de que sufriera de un paro cardiaco, Gabriel se estaba
muriendo ya estaba en sus últimas horas, de repente sintió un dolor muy fuerte en el
pecho dejando salir un fuerte grito de dolor, él sabía que no podría resistir por mucho
tiempo lo que le estaba pasado y decidió no dar la batalla por la vida, seguidamente se le
había trancado la respiración, ni siquiera podía gritar ni mover sus manos, su color
trigueño había cambiado a un color opaco desganado.
Al verlo la enfermera que lo llevaba hacia emergencia, detuvo la camilla en el pasillo
donde habían barios pacientes entre ellos se encontraban muchos niños y madres
desamparadas y sin fuerzas para seguir, la enfermera no iba a permitir que se muriera en
sus manos como ya le había pasado en otras ocasiones las cuales no la dejaron dormir
por varios meses, los médicos entraron en acción rápidamente en plena sala, no se
podían dar el lujo de perder más tiempo.
Gabriel ya no sentía nada de dolor, se había dado por vencido, él había caído en un
profundo sueño donde se sentía en paz, no quería regresar al mundo real de nuevo, esto
se parecía casi el mismísimo cielo, aquí no recordaba lo que había pasado ni como
murió su padre frente a él, este era el lugar perfecto para escapar de la realidad.
Los médicos no pudieron hacer casi nada, intentaron reanimarlo pero ya se había
decidido el final para este joven, murió a las seis de la tarde de un jueves el hijo único
de la familia Ruiz, esto fue publicado en todo los periódicos del país el día siguiente, allí
terminaba una trágica historia de desgracias. Su madre al leer lo que había pasado con
su hijo, solo soltó el periódico y se dejo caer al suelo, de sus ojos salían lágrimas de
dolor y sentía como su corazón se volvía pedazo con esta trágica noticia.
Al mismo tiempo en una pequeña casa de alquiler en los campos del caserío “el
pegón” Mariangel toma el periódico del día y lee lo que había pasado, al igual que la
madre comenzó a llorar, se sentía culpable de lo acontecido, pensaba que si se fuera
quedado esto no fuera pasado, pero el destino es así, tú sabes que paso ayer pero no
sabes que pasara mañana…
Biografía
Naci el diecinueve de octubre de mil novecientos noventa y tres, en la ciudad de
Ganare esta portuguesa, mis padres me pusieron por nombre Isaí Orlando Matute Cano.
Crecí en un hogar de familia cristiana, rodeado de muchos animales y espacios abiertos,
siempre me llamo la atención la música y la actuación, son una de las ramas donde me
muevo con más facilidad, me gusta el color azul y el negro, me encanta cocinar, salir de
paseo al aire libre y escribir mis propias canciones. Estudie mis primeros años en la
escuela bolivariana la “Gira Luna”, después me inscribieron en la escuela “Juan
Fernández de León” donde termine mi primaria, estudie la segundaria en la escuela
Técnica Industrial Guanare, donde conocí a muchos amigos de los cuales no me eh
separado, asisto desde mis trece años de edad a una iglesia cristiana; donde me han
enseñado mucho acerca de la vida y de el camino de Dios. En mi familia ser original es
un reto, y para mi encontrar mi camino a sido muy duro, tuve que pasar por muchos
problemas para llega hacer lo que soy hoy en día, no me arrepiento de lo que hice
porque eso me ha llevado a destacarme en muchas cosas y a usar mi imaginación para
crear historias y hacer cosas sin importar lo que los demás piensen. A mis catorce años
escribí mi primera historia la cual para mi es la mejor; le puse por nombre “Noipres” y
ya estoy planeando editarla y mostrarla al mundo.
Apartamento 69 es para mí una prueba para ver cómo me va, ya que esta será la
primera que editare en conjunto con mis compañeros, la historia fue de mi propia
inspiración, aunque arreglada cada día más por mi humano menor. Espero crecer como
escritor y cumplir mis sueños de ganarme un premio nacional o internacional ya sea por
la música, actuación o escritura.

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