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AMIGO ENEMIGO.

Eran de mi padre y quedaron para mí. Quizás nunca los tocaré. Son dos
cajones de libros de química antigua que alternan con cabalísticos,
astrológicos y quirománticos. Con los de química no quería hacer nada bueno:
falsificar vinos y licores. Creo que lo hizo, porque son más efectivos que cualquiera
de los otros, el adivinador de la lotería, por ejemplo. Han venido conmigo a todas las
pensiones porque no me atrevo a venderlos ni a tirarlos.
Tienen algo de mi padre o él tenía algo de ellos, y yo nada tengo de él, excepto
esto. Excepto esto y la mudez. No era mudo él, no. Pero fue por él. Yo tenía
diecinueve años y estaba enamorado. Entré en el baño y ahí estaba mi padre, en la
bañera, bajo la lluvia, sí; pero colgado del caño de la flor. El pericote, que de tan joven
podía confundirse con un ratón, entró de día, en la siesta, quizás en fuga de alguna
persecución infantil. Los chicos se bañan ahí al fondo, en el canal, bajo el sauce.
Pasan las horas desnudos, alborotando.
Hacen puntería sobre alguna lata o sobre algún animalejo. Escarban las
cuevas. De vez en cuándo muere alguno, alguno de los chicos, se entiende, que
muere ahogado.
El pericote se iría, sí, apenas digerido el miedo al amparo de los cajones
surtidos de cábalas de mi padre. Mi padre habría dicho: «Pobreza; anuncia la
pobreza». Yo, de pensarlo, tendría que haber preguntado: «¿Aún más?».
Proseguí convocando el sueño, que, despreocupado de mí, hacía las cosas a
medias: no me tomaba del todo.
Por esa imposibilidad de participar en la conversación, uno, claro, se exime de
atender y nadie se molesta por ello. Rovira, un periodista que acostumbra contar
cosas y que me contó esta historia, decía algo para todos. Yo percibí Página 37
distintamente sólo la palabra «Hamelín» (o «Hameln», no memoro bien) y las demás
no, como si se mira la tela y se descuida el marco. Pero no hice nada con ella, porque
no la había buscado ni me interesó nada más que por el sonido.
Después, sólo después, yendo a la habitación, en unos instantes se me
presentó todo lo que pude recordar entonen, que es todo lo que sobre eso puedo
recordar. «El tesoro de la juventud» y «El flautista de Hamelín». Un viejito de melena
larga y blanca que toca un cornetín y multitud de ratas que pasan junto a él y se
arrojan a un río. Con el dibujo una poesía —⁠«del escritor inglés…»⁠— que habla de
flauta, no de cornetín, y dice que las ratas siguieron, como encantadas, al flautista, y
seguían y seguían y cayeron todas al agua y el pueblo se libró de la plaga. Pero había
más tarde una venganza y no sé de quién, si de las ratas sobre el flautista o del
flautista sobre la gente del pueblo, porque no le pagaron. Quizás, me dije, el pericote
esté todavía en mi pieza. Quizás venga su compañera o alguna otra que le guste y
hagan cría. Quizás de este modo desde mi pieza podría lanzar sobre toda la pensión,
sobre toda la ciudad, una plaga de pericotes. Pero yo no quería hacerle mal a nadie.
Pensaba nomás.
Esa noche el pericote estaba allí, dentro de un cajón. Tarde, en mi desvelo,
meditando otras cosas de la infancia, lo escuchaba roer su alimento nuevo: los libros
de mi padre.
Le di un puntapié al cajón, pero después siguió. Seguí yo también,
escuchándolo.
Esos libros me resisten, mas quiero conservarlos. No quería que el
pericote se los comiera. Le llevé pan, miga. La introduje por las rendijas y esa noche
no escuché sus dientes moliendo papel. Siempre le llevé migas, pero no todas las
noches se conformó con las migas. No obstante, algo hacía yo por la salvación de los
libros.
Tomaba las sobras de la mesa del comedor. No me gusta lo bastante nada más
que la corteza del pan. Dejo la blanca y pesada pulpa. Más aún desde que una señora
atemorizaba a su niño —⁠delante de mí, la malvada⁠— diciéndole que no comiera
miga, que engorda, que la miga es el alimento de los tontos y de los mudos.
Siempre he prescindido de la miga, pero antes nunca cargaba con ella en mis
bolsillos. La muchacha lo sabía y me preguntó por qué lo hacía ahora.
Quise ser humorista y le escribí en mi cuadernillo: «Es para mi hijo». Pero no
le hizo gracia. Otra noche se acordó de mi respuesta al verme recogiendo migajas
sobrantes de todos los pensionistas y me preguntó cuántos años tenía ya mi hijo. No
supe qué contestarle, porque deseaba seguir la broma y no se me ocurría nada
ingenioso. Pero ella estaba festiva y sin esperar respuesta a la primera pregunta me
hizo una segunda: «¿Cómo se llama su hijo?». Ahí, con su café, hablaba Rovira.
Contaba de las guerras o de alguna guerra. Yo anoté en mi cuadernillo, para la
muchacha: «Guerra».
—¡Je! Se llama Guerra. Un nene que se llama Guerra.
Entonces me fue fácil, también por el éxito, la respuesta a la primera pregunta:
«Tiene los años de la humanidad y todavía más». Pero ella ya no me entendió.
Yo escribía algo, una carta, y crujió la tapa del cajón puesto arriba. Era la tapa
del cajón de arriba presionada desde adentro y astillándose segundo a segundo.
No podía ser alguna fórmula de mi padre, debía de ser el pericote, que yo
tenía olvidado, olvidado ya por tres días, con la emoción de haber recibido esa carta
de mi hermana, al cabo de tantos años. No estaba solo, no.
No estaba solo en el mundo, no; pero en ese momento, en la pieza, tan tarde,
sí, y sin voz, que me hizo tanta falta cuando asomó y sacó la cabeza gorda de bestia
cebada, cuando puso afuera —⁠engendro asqueroso⁠— medio cuerpo desmesurado y
dos patitas todavía minúsculas. Era un monstruo repelente y fiero que me miraba
como en reclamación, como anunciando castigo, venganza, y allí voy por ti mientras
te revuelves en la impotencia de tu propio espanto.
No podía salir aún porque la panza le resultaba, seguramente, demasiado
voluminosa, y un escaso lapso de tregua a mi pavor, vergonzoso pero justificado, me
sirvió para escapar de la silla y subirme a la cama.
Forcejeó más y se arrojó, se arrojó hacia mí; cayó como un derrame de leche
condensada, de puro gordo y graso, de pura miga y papel. Y grande, deforme,
pelando dientes, avanzaba, avanzaba, arrastrado, gomoso, hasta que sentí en mi
mano la lapicera y se la lancé como un puñal. Se le clavó en el lomo y vi la sangre
brotar en un chorro mugriento, curvo, decadente pero continuo en su manar.
Desfallecí. Caí en mi lechó, boca arriba, abandonado, vencido. El miedo y el
asco me forzaban a la lasitud fatal y me forzaron, ¡oh, maravilla!, me forzaron un
aliento de voz que yo no sabía qué era y creí sería, deseé que fuese, Una flauta. Y mi
arroyito de voz era el terror afinándose en música al paso por una flauta.
Ha quedado el rastro de sangre hasta el canal. Yo no pude verlo, nunca podría
verlo. Y sin embargo lo veo. Lo veo desplazándose como una bola lustrosamente
inmunda con un lapicero hundido en un hoyo de tinta roja.

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