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Defois, Gerard. Langlois, Claude.el Poder en La Iglesia
Defois, Gerard. Langlois, Claude.el Poder en La Iglesia
INTRODUCCIÓN
1
Por poder primario, nosotros entendemos una forma de poder o de autoridad no objetivada, que se refiere más a
la afectividad o a las necesidades primarias de protección que a la necesidad funcional de una organización.
comunidad cristiana, que deja libre curso a las relaciones de fuerza y a los
conflictos disimulados. Esto promueve entonces malestares, descontentos y
grupos de presión clandestinos.
Después del Vaticano II, las dificultades sobre este punto han ido
incrementándose. En efecto, deseando hacer prevalecer el espíritu sobre la
letra, la comunión sobre la institución, el servicio sobre la autoridad, los
hombres de Iglesia han reducido los puestos de responsabilidad, los criterios de
ascenso, los títulos honoríficos y los cargos vitalicios. En una preocupación de
fraternal colegialidad, tal o cual congregación no nombra más superiores
locales, pero deja que un sector o una comunidad se rija por sí misma. También
en esto los resultados son muy decepcionantes. Formados en perspectivas muy
jerarquizadas, los cristianos se ven desamparados ante ese estallamiento de las
responsabilidades, y los poderes anónimos ilícitos y más pasionales, por cuanto
más personales, provocan una agresividad y crispación de las gentes de Iglesia
sobre sus relaciones internas.
Añadamos finalmente que la multiplicación de consejos y comisiones que
se anegan en los procedimientos y que nada logran, hace más difícil aún el
funcionamiento de grupos en que la posibilidad de expresión de los elementos
jóvenes disminuye, dado que su número decrece. Por eso suele suceder que los
hombres que ostentan el poder en las tareas religiosas son de más en más
entrados en años y menos aptos para comprender las razones de los conflictos
que crea la novedad de los tiempos. Paradójicamente, la disminución de
jóvenes en el cuerpo religioso obliga al mantenimiento de los de más edad en
los puestos de responsabilidad. Esto, en sí, incrementa el apartamiento de
jóvenes respecto a las tareas eclesiales percibidas y organizadas según modelos
antiguos desprovistos de significación para aquellos cuyos valores y modos de
acción son culturalmente diferentes.
La renuncia, en los cristianos, a ver esos problemas institucionales les
conduce a engendrar en el plano práctico, más allá de las justificaciones
teológicas, círculos viciosos cuya salida demasiado conocida es el apartamiento
por desinterés. Ello está preñado de consecuencias adversas para el futuro.
Por eso nos ha parecido urgente intentar una investigación acerca de lo
específico del poder en la Iglesia y sobre las venturas y desventuras de su
funcionamiento. Para ello, hemos tratado de hacer tres aproximaciones de
sociología institucional, que apuntan a un análisis de situación para esclarecer
el funcionamiento de las instituciones religiosas y su aptitud al cambio. Es
cierto que hubieran sido necesarias encuestas precisas a cada vez. Por no
disponer de tal material, proponemos cierto número de hipótesis de
interpretación que se refieren a análisis, a estudios en curso o a múltiples
observaciones realizadas participando en reuniones con responsables de la
Iglesia, clérigos y laicos.
Ello nos ha llevado a interrogar la historia reciente de la pastoral
francesa. Nosotros tenemos tal vez tendencia a considerar como permanentes
estructuras de Iglesia que no son más que fruto del siglo XIX. La encuesta del
señor Langlois acerca de ese punto nos hace comprender la formación de esos
modelos de funcionamiento de la Iglesia en un contexto social reciente cuyas
prolongaciones actuales sentimos vivamente y su papel en la educación
religiosa.
El razonamiento que la Iglesia, en su jerarquía, aduce sobre su
funcionamiento, su autoridad y poder debía ser tenido en cuenta. El Padre
Holstein, como teólogo, recoge las cuestiones y las investigaciones precedentes
para limitarlas y reintroducirlas en el mensaje específico del cristianismo.
Si la naturaleza de nuestro propósito tiene las pretensiones de una
investigación interdisciplinaria, los autores no dejan de ser conscientes de las
limitaciones de la misma. Deben hablar en el interior de disciplinas que tienen
su regulación particular, y aquí no han logrado la armonización de sus
argumentaciones. Se trata, pues, de un ensayo, o mejor dicho, de un dossier
propuesto a todos los que, en la sociedad, se interrogan acerca del alcance
social y religioso del funcionamiento del poder en la Iglesia.
G. Defois
I. LA EDUCACIÓN RELIGIOSA Y LAS FORMAS DE PODER
QUE ELLA VEHICULA
Los cristianos suelen tener una concepción estrecha del poder; lo reducen
a la posibilidad de toma de decisión y, como tal, lo reservan a los que ostentan la
autoridad en función de su situación en la jerarquía social, ya sea eclesiástica,
política o económica. Ellos se refieren en demasía a la imagen del poder -
mandar que guardan de sus experiencias militares -. Cabría en esto hacer un
estudio sobre la influencia del ejército en la práctica de la autoridad civil. Pero
no es éste nuestro propósito. El poder es una realidad mucho más compleja y la
toma de decisión en sí misma desborda ampliamente los marcos jerárquicos2.
2
En este estudio, basaremos nuestra reflexión en estudios de sociología funcional de organizaciones, ampliados
por una investigación sobre la sociología de la educación y de la difusión cultural. La base empírica de nuestro
trabajo, aquí, no será la encuesta o la interviú, sino más bien series de observaciones sacadas de sesiones y
reuniones en las cuales hemos participado.
de sumisión y espera de bienes, que sólo otro ser superior puede dar. El
especializado en ciencias naturales es así maestro por cuanto domina al
estudiante por la extensión de sus conocimientos y al sujeto por la pertinencia
racional de sus explicaciones. Hay en esto un doble poder que se refuerza para
perpetuarse al aumentar la distancia entre el saber del maestro y los aprendizajes
laboriosos del alumno. El reconocimiento de este último hacia el que le ha
transmitido lo poco que él sabe es la expresión de esa dependencia en la que el
que ha aprendido se ve afectado, habida cuenta de la enjundia de una ciencia
dominada que él atribuye al maestro.
EL PODER Y LO SACRO
3
Para una interpretación psicológica de esta identificación, véase E. ENRIQUEZ «La notion de pouvoir», en
L'économique et les sciences humaines, tomo I. Dunod, París, 1967.
En ocasión de una encuesta cerca de obreros practicantes de París, esa
dependencia cultural se expresaba así, a propósito de la homilía que los curas
deseaban más democrática, suscitando el diálogo con los laicos asistentes:
Marido: «Hay cosas que a uno le gustaría decir, pero que uno no sabe
decir.»4
«Hay muchas gentes que quisieran dar su opinión, ¡pero que no saben
cómo decirlo!»
El encuestador: «¿Les coarta el cura o el hecho de hablar en público?»
Marido: «¡La asamblea, incluido el cura!»
Esposa: «¡De todos modos, con un cura se encuentra uno falto de
argumentos!»
Marido: «¡Ah!, eso, desde luego, ellos siempre terminan por acogotar a
uno o por hablar de otro tema.»
Esposa: «Se trata de gentes sabihondas.»
Marido: «Incluso cuando uno no está de acuerdo sobre un truco, él
encontrará el truco para terminar por decir que era eso.»
Esposa: «Ellos han aprendido tantas cosas que nosotros, a su lado, ¿qué
quiere que digamos? Han hecho estudios de teologías, y todo eso...
Son maestros.»
Marido: «¡Sólo el oficio cuenta!»
Esposa: «Han aprendido, ¡ea!»
6
A propósito de las religiones tradicionales, G. BALANDIER nota en su Anthropologie politique, P.U.F., París,
1967, p. 128: “La homología de lo sacro y de lo político sólo existe en la medida en que esos dos conceptos se
rigen por una tercera noción que los domina: la de orden, o de ordo rerum, cuya importancia capital ha revelado
Marcel Mauss... Lo sacro y lo político contribuyen conjuntamente al mantenimiento del orden establecido; sus
dialécticas respectivas son semejantes a la que constituye este último -y, juntos, reflejan aquel que es propio de
todo sistema real o pensado. Esta es la posibilidad de constituir una totalidad organizada, una cultura y una
sociedad, que los hombres reverencian a través de los guardianes de lo sacro y de los depositarios del poder”.
de la fe cristiana en la perspectiva de lo esencial del devenir mundano, se ha
separado de los valores de los laicos afirmando la legitimidad y la validez
universal de los valores a los cuales él mismo había consagrado su existencia.
Por esto el sacerdote, al defender continuamente lo más esencial, conlleva en su
proclamación de la ortodoxia el modo dependiente en que ha «aprendido esa
ortodoxia; reproduce relaciones de dependencia que no son otras que las de su
formación. Perpetuando así, repitiéndose, la apropiación particular de la fe
cristiana que le especifica, en nombre de la verdad absoluta que al mismo
tiempo le funda absolutamente, el clérigo-sacerdote libera el saber legítimo y
ortodoxo que le ha formado, como siendo el único válido universalmente; e
induce a los laicos a percibirse como no-clérigos, es decir débiles e ilegítimos, o
también dependientes de su propio poder y de su propio saber.
Esto pudiera parecer como un requisitorio. Pero nada tan lejos de nuestro
proyecto. En efecto, no se trata en absoluto de denunciar intenciones ni de
revelar cualquier voluntad de poderío. Solamente se trata de mostrar cómo
procesos sociales forman categorías de pensamiento o de acción que pesan sobre
la empresa misionera de difusión de la fe. Actuar, es siempre recurrir a cierto
número de medios estructurales, ya sean pedagógicos o institucionales. Esas
estructuras hablan cierto lenguaje, ocultan relaciones que la vida habitual y la
reflexión espontánea no sacan a la luz. Sin embargo, ese coeficiente de poder
que marca las relaciones de los clérigos y de los laicos influencia la
comunicación hasta el punto de que, a veces, la obturan totalmente pese a la
buena voluntad de cada uno de los actores del diálogo.
8
Véase este mismo tema en Informations Catholiques Internationales del 1 de noviembre de 1971, pp. 10-12.
9
M. Weber, Le savant et le politique, Plon, Paris.
sus intenciones, son contestatarios de la sociedad de la que pretenden ser la
instancia crítica en nombre del Evangelio, tomando de este modo un poder
moral cuasi absoluto y por ellos cerrado sobre sí mismo. Se formaron entonces
numerosos grupos, y en derredor de profetas portadores de valores puros se
agruparon «comuniones» fáciles e ideales, dejando de lado a la masa de
hombres y al dinamismo de las estructuras seguir su camino hecho de
compromisos y de empresas relativas. Así, la renuncia a tener en cuenta las
estructuras y los «impedimentos» del poder social les permite acrecentar un
poder carismático en el que su arbitrariedad deviene la norma de los grupos que
ellos arrastran en el surco de su leadership.
Como acabamos de ver, el poder en la Iglesia es, ante todo, un poder
sobre el mensaje cuya difusión y diversos modos de apropiación por los
creyentes engendran una jerarquía de participaciones más o menos autorizadas o
más o menos activas. De nuestro primer análisis se colige que lo que nosotros
denominamos el poder en la Iglesia es una realidad que abarca a la totalidad
del cuerpo social, en la manera en que unos y otros, desde el obispo al simple
practicante, desde el teólogo al militante, adquieren el poder de tomar la palabra
y de transmitir una apropiación o una interpretación culturalmente situada de la
«doctrina», para difundirla y convencer al prójimo de la verdad de su lenguaje
de fe.
II. EL CONTENIDO DEL PODER
Estas observaciones del señor Crozier ponen de relieve que la realidad del
poder se desenvuelve en un sistema de interrelaciones condicionadas por
comportamientos de iniciativa, de incertidumbre, de dominio o de sumisión
rutinaria. Por su parte, A. Touraine observa que “el poder del hombre sobre el
hombre no lo impone el mérito extraordinario, sino la ausencia de
reivindicación. La conciencia constituyente es la aplicación a la vida social de
esa conciencia sumisa que se opone a la conciencia inconformista, como la
11
R. DAHL, “The concept of power”, Behavioral Science, 2, 1951, pp. 201-215, citado por CROZIER en Le
phénomene bureaucratique, París, Ed. du Seuil, 1962, pp. 211-215.
12
En nuestro próximo capítulo volveremos sobre el papel de la incertidumbre en los problemas de crisis y de
cambio.
escasez a la abundancia. Por la primera, la vida social vuelve a ser puesta bajo la
autoridad, bajo la legitimidad de un orden sobrenatural, no orden de las cosas,
sino orden de un sujeto... con el cual los hombres se comunican y al que pueden
utilizar o doblegar, pero porque se someten a dicho orden y porque sólo se
comprenden como hombres renunciando a su orgullo de creadores13.
Aquí, resulta claro que los sometidos hacen al amo, tanto, si no más,
cuanto el poder de éste los constituye en sometidos. En el estudio del poder no
se puede hacer abstracción de las estrategias de acción de los diversos actores y
de las significaciones sumisas o rebeldes que organizan en su conciencia sus
representaciones del mundo, de las cosas y del orden social. El poder no es
nunca una simple cuestión personal de responsables jerárquicos que pudieran
modificar a su gusto sus actitudes y sus relaciones; es también producto de la
imaginación colectiva y de los intereses más o menos complementarios de los
agentes.
Concebir el poder y su ejercicio como un campo de fuerzas y un juego de
relaciones interpersonales o intergrupos, nos aleja de la imagen tradicional de la
autoridad que, bajo la forma piramidal, delega progresivamente las
responsabilidades salvaguardando a la cabeza el poder de decisión, de iniciativa
o de arbitraje. Si mantenemos demasiado tiempo ese modelo estático, corremos
el peligro de crear conflictos insuperables y de erigir estructuras sin ninguna
movilidad de acción. Frente a esta parálisis de los aparatos, movimientos
«salvajes» toman el poder y emprenden una guerrilla en la que la minoría
actuante gana siempre la partida, al principio, sobre una mayoría ineficaz que va
marginándose de día en día. Esa es la historia reciente de la Universidad, o
también la aventura de ciertos sindicatos y del Partido Comunista durante los
acontecimientos de mayo del 1968.
13
A. Touraine, Sociologie de l'Action, Seuil, p. 129.
El Partido Comunista, por ejemplo, al hallar, más a la izquierda que él,
grupos ultraizquierdistas que propugnan sus propios valores, se vio obligado a
seguir el movimiento para no desdecirse, para conservar su dominio sobre su
clientela tradicional, pero perdió al mismo tiempo una audiencia nueva y una
parte importante de iniciativas14.
Así, el poder nos parece cada vez más como un lugar de relación de
fuerzas, de proyección imaginaria y de conflicto de intereses sublimados en un
sistema complejo de relaciones sociales y de interdependencia.
Para nuestro estudio del contenido del poder, examinemos ahora algunas
de esas fuerzas que se entrecruzan en una institución. De paso, señalamos
algunos problemas del poder de Iglesia.
EL PODER-HACER
14
«Vemos, cualquiera sea la sinceridad del horror que los comunistas sienten hacia los heterodoxos, que este
horror subjetivo deja intacta una conexión objetiva: si los ortodoxos se arriesgan a posiciones izquierdosas, aun
cuando fuesen pesarosos y tuviesen que improvisar, cosa que por estar amaestrados burocráticamente a la rusa
detestan por encima de todo, irán “a la izquierda”. Las cosas son claras: si los ultraizquierdistas logran crear una
“situación revolucionaria”, estos “grupúsculos” no están constituidos para aprovecharse de ella; solo los ortodoxos
lo están”. Monnerot, Sociologie des révolutions, Fayard, Paris 1969, p. 717.
No se puede describir mejor las estrategias de poder.
conjunto, el control de su ejecución y su aplicación, y toda decisión concerniente
a la innovación estructural, al cambio de prácticas o a la definición de los
diversos proyectos de acción. Para ello, tiene un razonamiento legitimador de la
situación en curso o del orden establecido, que no es otro que el de invocar la
unidad, el buen sentido o el bien común del que ellos se consideran los garantes
y responsables.
Esta concepción de la acción, en la que la sumisión es la actitud
fundamental, no está muy lejos del «rebaño dócil» del que hablamos en nuestra
primera parte. En efecto, los responsables jerárquicos, en ese modelo de
funcionamiento, saben cuál es el mejor, el más útil y el más auténtico para cada
miembro del grupo. La sumisión del militante no es forzosamente una conducta
de dimisión, sino lo que Crozier llama la adaptación rutinaria feliz; es decir, que
al tener consciencia de que su mejor-ser o su deber-ser está representado por lo
que dice la autoridad, él la reconoce como fuente de sí mismo y transfiere tanto
sus intereses como sus esperas a ésta, identificándose con las voluntades
expresadas en alto lugar. Así, el activista de base está a salvo de las luchas entre
iguales, y cada unidad de trabajo se circunscribe a la ejecución precisa e
inmediata de su tarea. Adaptándose a lo preestablecido, él se halla a sus anchas
en la rutina, asumiendo una responsabilidad de ejecutante. En cuanto a la
autoridad, puede entonces tomar todo el poder, diciendo a todos que su interés es
el de confiar en ella, quedando entendido que identifica los intereses de todos
con los propios suyos; por las reglas y directrices impersonales evita las
relaciones personales y los enfrentamientos.
Esta lógica administrativa nos parece tal vez alejada de nuestro estudio
del poder en la Iglesia. Y, sin embargo, un grupo de estudiantes cristianos
manifestaba su rechazo del funcionamiento de la Iglesia en términos bastante
cercanos de los nuestros. La Iglesia, dado el sistema y las estructuras que en ella
encontraban, era percibida en estos términos, y decían rehusar:
Una Iglesia que sabe todo15, que querría definirse con coherencia
quien es Dios, Aquel al que un pueblo trató de comprender a lo largo de
su historia y que ni siquiera pudo rozar.
Una Iglesia que quiere aprehender completamente en su saber todo
mi devenir, que detenta los colindantes del mismo, que sabe todo de mí,
cuáles deben ser mi moral y mi conducta.
Una Iglesia en la que la palabra de Dios es acaparada por
adultos, por sacerdotes que constituyen, hoy, una casta aparte en la
sociedad, con su estatuto, sus reglas; una casta que a causa de ese mismo
estatuto es relativamente aseptizada, es decir, al abrigo de cierto número
de experiencias humanas cotidianas...
Una Iglesia fundada sobre compartimientos estancos,
compartimientos entre los clérigos y los laicos, compartimientos en la
pastoral, donde se congrega y donde se hace reflexionar a las gentes
según un factor que les es común: la edad, el medio, etc.
El resultado de ello es la perpetuación del statu quo, a fin de que no
se viva en Iglesia las tensiones y las luchas cotidianas, evitar que por su
vida interna la Iglesia sea profética y signo de una comunidad.
Ese texto, que podría parecer a muchos lectores excesivo, traduce una
percepción de la Iglesia por laicos. En apoyo de esta reflexión, voy a citar las
observaciones de participantes laicos a una sesión de responsables de un
movimiento cristiano:
15
Los términos subrayados aquí son del autor de ese manifiesto.
-El fin de semana fue preparado por sacerdotes.
-Los animadores del mismo eran sacerdotes.
-Ellos hablaron mucho.
-Emplean un lenguaje cerrado a los demás.
-La celebración, sólo corría a cargo de sacerdotes.
-La monografía estudiada, era de estilo «cura», etc.
EL PODER-DECIR
EL PODER-COORDINADOR
El poder feudal
El poder burocrático
El poder cooperativo
19
El conjunto de estas observaciones debe mucho a los trabajos de Jean Rémy, Lovaina. Véase Lumiere et Vie, n.°
93.
se halla valorizada en nombre de valores personales, justicia, caridad, libertad.
Se encontrará de este modo la identificación de la participación del combate
obrero con el compromiso en el Reino de Dios. Los cristianos hablan a menudo
reinterpretando, tocando todos los registros de la persona y de sus valores
humanos o religiosos, las empresas colectivas de nuestro tiempo. Pero ello deja
de lado la relación de fuerzas, el conflicto de generaciones o de clases que son la
fuerza motriz del dinamismo de la sociedad. Y por el mismo, se hace caso omiso
de la lucha por o contra el poder, y el razonamiento cristiano corre a menudo el
peligro de no ser más que un llamamiento al reformismo que cubre con su
simbolismo legitimador al orden establecido. Y como toda puesta en tela de
juicio de la distribución de ese poder por la violencia no puede ser rehusada más
que en nombre de los valores de la persona, los cristianos mantienen entonces un
estado de violencia simbólica negándose, en nombre de principios unificadores a
toda costa, a reconocer las relaciones de fuerza que constituyen la base de todo
poder y que lo sustentan.
Es decir, que las relaciones de los cristianos actuales con el poder son de
tal naturaleza, que mantienen de él una imagen que pertenece al primer grupo de
los que hemos propuesto. Con todo, la realidad es menos simple que el breve
esquema que acabamos de exponer. Por eso, y muy especialmente a propósito
del ejercicio del poder, la Iglesia está en la era de las correcciones. Las
enmiendas al primer modelo están tomadas del sistema social que lo rodea y que
funciona bajo la forma burocrática. Mas como esos cristianos no pueden
admitirlo en toda su lógica funcional, si nos atenemos en particular al carácter
carismático y sagrado de la autoridad eclesial y al rechazo de las relaciones de
fuerza o de violencia, los procedimientos reformistas de ordenación son de
escasa entidad para todo el mundo. Evocábamos más arriba la multiplicidad de
consejos eclesiales carentes de poder, ni de otro objetivo que el de decir y
transmitir la información. De modo que, como muchos de esos organismos, o
«estructuras de diálogo», no tienen tarea o proyectos precisos, sino solamente
temas ideológicos fuertemente valorizados en el grupo cristiano: prioridad a la
vida, atención a los más pobres y a los más desfavorecidos, se infiere de ello que
dichos consejos sin poder no profieren más que palabras sin eficacia y sin
realidad. También la burocratización de la palabra en la Iglesia es de escasa
entidad, pues se desentiende de la información, de la decisión y de la crisis o de
las reglas. Por tanto, no puede producir más que testimonios de sensibilización o
circulares de información. De ahí la apatía o el desencanto de muchos.
La propia jerarquía siente ese malestar. Fluctuando entre la toma de
decisión absoluta, la unidad que hay que mantener entre los desviantes de
izquierda y de derecha20 y el simple arbitraje en los conflictos graves, aquélla se
hace cada vez más abstracta. Efectivamente, carece a menudo de la información
de la base para tomar todas las decisiones; las desviaciones de los dos extremos
la conducen a crisparse sobre su poder para mantener la unidad y los valores
esenciales. El arbitraje sigue siendo muy formal porque desconoce la acción
inmediata, fuente de los conflictos. Como lo explica Jean Rémy en Sacerdoce,
autorité et innovation dans l'Eglise21:
20
Encontramos aquí el tema actualísimo de la mayoría silenciosa.
21
Mame, Paris, 1971, pp. 151-152.
Frente a la evolución de la compleja sociedad moderna, la imagen de la
armonía realizada a corto plazo corre el peligro de ser atacada cada vez más
vivamente. Así, las imágenes legitimadoras adaptadas a sociedades simples o
de pequeñas dimensiones podrían ser utilizadas cada vez menos como imágenes
- guías en una sociedad moderna, compleja, técnica y urbanizada. De ser así, los
problemas que se plantean actualmente en la Iglesia no están ligados a una
situación transitoria, típica de una organización en reconversión, sino que
indican una crisis profunda del simbolismo social contemporáneo22.
23
Cabe notar en ese sentido el papel de los líderes durante los acontecimientos de mayo: Geismar, Sauvageot,
Cohn-Bendit, Séguy. En la Iglesia: Suenens, Cámara, etcétera.
impacto institucional. En un organismo donde el poder de hacer y de decir está
dominado de modo natural por una preocupación de permanencia, sólo una
nueva distribución del poder o de informaciones de la base pueden permitir que
la novedad se diga y la innovación se haga. A este efecto, las relaciones clérigos-
jerarquía, sacerdotes-laicos, seglares entre ellos deben hallar otras formas de
modulación y de gestión.
De esas nuevas formas de modulación y de gestión nosotros no podemos
dar aquí más que algunas imágenes principales. En primer lugar, es importante
reconocer que el poder se juega en el poder-decir y el poder-hacer de la base de
una organización. La posibilidad de iniciativa y de creatividad de los laicos en la
Iglesia es la piedra esencial de su renovación. En segundo lugar, en la Iglesia, al
igual que en cualquier otro organismo, el conflicto es indispensable como
dinamismo de su creación permanente. Para ello le es necesario situar mejor los
territorios culturales de sus diversas estructuras y de sus diferentes lenguajes.
Dentro de esta línea, la autoridad no puede más totalizar en un razonamiento
único y absoluto el simbolismo de su organismo, si quiere coordinar y
confrontar las realizaciones parciales de los unos y los otros. Por lo tanto, una
modificación estructural determina una reinterpretación doctrinal. Tal es el
imperativo que surge de la mutación cultural que nosotros conocemos.
III. EL PODER ECLESIÁSTICO FRENTE A LAS CRISIS Y AL
CAMBIO
25
Sin olvidar los conflictos nacidos de la colonización en que el Estado y la Iglesia habían acometido combates
comunes.
creyentes esperaban mucho sobre ese punto- el polo de referencia en una
sociedad en mutación en el sentido de que ella no parecía afectada por la
mutación. Por su alteza de miras y su clero separado del mundo, se convertía en
el icono de la tranquilidad, el alma del orden social. Tanto más cuanto su
organización monárquica y su rechazo de todas las concesiones, sus ukases y sus
fuertes instituciones reforzaban esta imagen. Al abrigo de toda devaluación
interior, ella era un valor seguro, el último bastión en una sociedad de «cambios
flotantes». Contra viento y marea, podía guardar un valor «fiable» de referencia.
Pero lo que nosotros venimos viviendo desde hace cinco años es, sin
duda, la contestación de este valor social de la Iglesia. Sacerdotes se interesan
por el marxismo o toman respecto a la jerarquía el lenguaje de los sindicalistas;
las formas de expresión litúrgicas y catequéticas están en perpetua evolución;
clérigos y obispos contestan el ejército y declaran públicamente sus
distanciamientos respecto al poder político. En el momento en que el icono se
modifica, ella no puede más cumplir su función social. La crisis de confianza se
revela ser una incertidumbre sobre los valores culturales y los modos de acción
en la sociedad que estaban ligados a cierta percepción de la Iglesia.
Así, la colegialidad que los obispos postconciliares han tratado de
establecer a todos los escalones en la Iglesia, ha provocado una burocratrización
de ésta, con las mismas consecuencias que ese procedimiento de organización
social acarrea en la sociedad: atomización de decisiones que pasan a ser por ello
impersonales, grupos de presión y conflictos abiertos, separación de las
categorías sociales de los miembros del grupo cristiano. La serenidad de un
poder monárquico que encantaba a tantos historiadores estalla en añicos, y la
autoridad se siente amenazada en todos los frentes, pues sus palancas de mando
ya no responden; quiero decir que los argumentos o la invocación a los valores
que antaño legitimaban el mantenimiento del orden en la Iglesia -pensamos aquí
en la gratuidad, en la caridad, en la obediencia, en la humildad o en la
generosidad- no son más «fiables» y ya no funcionan porque a los clérigos o a
los laicos les parecen valores trasnochados.
Debe entenderse por ello que la crisis proviene, a nuestro entender, de una
mutación de los valores y de las representaciones. En efecto, el Concilio
Vaticano II, negándose al inmovilismo del icono, engendrando procedimientos
democráticos en la institución, induciendo a ésta a estar en el mundo,
propugnando los valores de libertad y de tolerancia, promovía una contestación
de los valores tradicionales, de los roles, de las fronteras y de las normas. Todo
ello llevaba a la Iglesia a una contestación de su orden establecido, de la que
resultaría, en los clérigos y los militantes que tomaban más a pecho la apertura
conciliar, un descubrimiento de valores mundanos que les conduce a juzgar la
Iglesia no según sus valores internos como en el pasado, sino según valores
nuevos, los del mundo, de la sociedad y de la increencia. De ahí proviene que
ellos formulen un razonamiento externo sobre la institución, razonamiento de
lucha, de conflicto, de verificación, de control y de protesta.
Esta crisis se transforma así en un conflicto entre los valores
institucionales legítimos y los valores socialmente legítimos; hay crisis porque
los valores de referencia, es decir, aquellos en los que unos y otros confían, no
son ya los mismos. El cuerpo social queda entonces en desequilibrio.
También en esto, como en el caso de la crisis monetaria, son posibles por
lo menos dos estrategias. El especulador piensa que debe guardar su producto a
la espera de mejores días y de una sobrevalorización de su mensaje, creyendo
por ello excluir las adquisiciones impuras.
El hombre arriscado toma partido por los valores nuevos y aumenta cada
vez más su distancia con relación al sistema de valores de la institución hasta
romper con ella a fin de encontrar creencia en otro mercado cultural: el
sindicalismo, la política, el trabajo o el matrimonio.
Para ilustrar lo antedicho, he aquí cómo cristianos, sacerdotes y laicos
definen su investigación en comunidad de base:
26
Extraído de nuestro artículo: «Les petits groupes, chance ou péril pour l’Église”, en Les dossiers de
l'Union, nº. 5, mayo-junio de 1970, p. 36. El subrayado es nuestro.
ese cuadro intelectual, los dos sistemas prosiguen su camino sin concesión ni
realismo. Como demuestra la moción siguiente extraída de documentos de un
Consejo presbiteral:
Hemos subrayado en ese texto todos los términos que revisten una
significación estratégica; todos ellos están connotados de la preocupación por
ejercer presión. El vocabulario es aquí castrense: lucha, combate, victoria, salida
en respuesta a una situación de diferencia, de distancia calificada de «foso
infranqueable». El rechazo es absoluto y la fuerza que se pretende hacer entrar
en juego quiere serlo también. Se trata de un combate sin armisticio posible, ni
la menor coexistencia pacífica a título de guerra fría. ¿De dónde proviene ello?
Como sugerimos más arriba: del descubrimiento de un mundo de jóvenes y de la
repartición de la cultura obrera. Y son justamente las categorías sindicales del
mundo obrero o revolucionarias de jóvenes universitarios de izquierda las que
pasan aquí a ser los modelos estratégicos de esos sacerdotes. Tanto más cuanto
la causa social y la finalidad religiosa se confunden voluntariamente.
Aquí el cambio está bloqueado, pues la crisis parece definitiva y no deja
ninguna posibilidad de evolucionar. Negándose a cualquier negociación
reformista, los autores de la declaración mencionada no pueden sino acentuar su
desviación hasta el punto de ruptura.
Y ello les será tanto más fácil cuanto la jerarquía, o los miembros de la
institución «que no piensan acertadamente» se vean atacados en su identidad y
sus propios valores. Se imagina uno fácilmente que las invocaciones a la unidad,
al mantenimiento de los valores o al respeto de las personas no dejarán de acudir
en respuesta. Pero invocaciones que nunca serán lugares de comunicación. La
única salida, es un doble rechazo.
El equívoco proviene de que el cambio es afirmado en términos de
valores absolutos y no en términos políticos.
En términos de ideal, y no en términos de mediaciones institucionales de
lo posible. Incluso cuando los cristianos hablan de institución o de política, ven
en ello valores de fidelidad o de presencia en el mundo. Pues, como ha dicho
Durkheim la religión es una cosa eminentemente social. El cristianismo ha sido
en la historia la consolidación de culturas y de civilizaciones que, por ello, han
aprendido a descubrir la fe. Pero antes le fue necesario desempeñar una función
social. Las estructuras mismas han una tras otra inspirado, seguido, promovido,
estructurado ciudades e imperios. Si se pretende ocultar lo social para no revelar
más que lo personal, se lo reduce a ser una causa y una ideología. Y nosotros
sabemos por experiencia que, en el ámbito religioso, las ideologías tienen una
pérfida tendencia a convertirse en totalitarias.
Resta, pues, por mostrar cómo es posible un cambio en una sociedad
bloqueada por la absolutización de razonamientos o de sistemas de valor. En la
medida en que la crisis de las instituciones es provocada por la concurrencia de
los valores sociales, como hemos tratado de establecerlo, ¿nos sería acaso
posible orientar el mercado hacia alguna «paridad de los cambios»?
Por paradójico que ello pueda parecer a los miembros más tradicionales
de la institución, en la crisis misma es donde se encuentran los datos más
idóneos para encontrar el equilibrio institucional. Es paradójico en el sentido de
que los tradicionalistas sólo ven en el cambio un ordenamiento de la
permanencia. Bajo una forma concesiva, ellos aceptan el «arrojar lastre»
esperando que esta operación les aportará gratitud y resultados. Mas, en realidad,
sus ilusiones se desvanecen, pues el cambio accidental no puede reforzar el
orden de las cosas. La mudanza de traje no por ello encamina a los novicios a la
congregación, y la transformación de la liturgia sólo convence a los fieles
habituados. Por eso vemos acumularse los cambios concedidos con que se ha
querido dar la prueba de una evolución y que, pese a un éxito efímero, no han
aportado más que desilusiones.
G. DEFOIS.
IV. PODER Y AUTORIDAD EN LA IGLESIA DE AYER.
EL CASO DEL SIGLO XIX
I. APROXIMACIÓN MONOGRÁFICA
29
Aquel que es miembro del Consejo de fábrica, organismo que comprende laicos, encargado de administrar en
parte el presupuesto de la parroquia.
la menor de las contradicciones: el poder sin límites, rehusado a su obispo, ¡el
cura se lo apropia por entero, frente a sus feligreses !
Menos obcecados para describir el mal que para prescribir el remedio,
nuestros dos curas disciernen en qué contexto nuevo se inscribe esta pérdida de
la autoridad de la religión. En la proporción en que ese régimen fatal,
desarrollando sus funestas consecuencias, ha degradado y envilecido al
sacerdote, el pueblo ha perdido la idea sublime que tenía de su religión; ya no la
contempla como la hija del Cielo y la reina de las inteligencias, sino como una
simple opinión30 que hay que admitir o rechazar sin consecuencias... Al perder la
estima y el respeto hacia su pastor, el habitante del pueblo ha perdido su guía
natural y necesario (pág. 258).
Éste es fundamentalmente el problema de la autoridad del hecho religioso
que se halla planteado aquí, a través de evidentes reivindicaciones contra la
arbitrariedad episcopal. Tal es, a nuestro juicio, el profundo interés del libro de
los hermanos Allignol.
Éstos desencadenaron un movimiento y abrieron una polémica que cierta
prensa diaria se apresuró a desarrollar. Los temas puramente reivindicativos
predominaron entonces definitivamente en aquella prosa a menudo virulenta.
Diarios de tirada modesta concedieron a esas reivindicaciones un espacio
importante, e incluso reseñaron lo esencial de las informaciones y artículos
publicados. En la primera fila de esta prensa, figuraba El bien social, seguido de
Le Rappel, dirigido por el abate Clavel, fogoso polemista.
Este último escribe, por ejemplo, en el número de 31 de agosto de 1844
del Bien social: «Nuestros nuevos obispos, procedentes en su mayor parte de las
últimas clases.... aportan al episcopado la rudeza de maneras que tomaron en su
domesticidad y que la educación clerical, tal como se imparte hoy, está muy
30
El subrayado es nuestro.
lejos de disminuir... Muchos de ellos creen poder suplir aquello de que carecen
por el lado del nacimiento y de la educación, con un tono altanero y una rudeza
de términos que de ningún modo puede conciliarles el afecto de su clero».
Las reivindicaciones fueron ampliándose. Además de la inamovilidad, se
pide ahora la elección de obispos por los sacerdotes y la de los curas por los
fieles, la constitución de jurados eclesiásticos, elegidos, a semejanza de los
jurados laicos. Un viento de democratización en el seno de la Iglesia comienza a
soplar.
La reacción episcopal era inevitable. Por un mandamiento de 26 de mayo
de 1845, monseñor Affre condena las doctrinas de Clavel, pero se niega a entrar
en el debate. El obispo titular de Viviers, monseñor Guibert, tras haber creído
que todo podría arreglarse sin ruido, intervino contra los hermanos Allignol
mediante una carta pastoral con fecha 6 de enero de 1845.
Al obispo le parecía evidente que los hermanos Allignol y sus émulos
apuntaban a desacreditar el poder de los obispos: «Sí, nosotros ya no podemos
llamarnos a engaño, se quiere sacudir el yugo de la autoridad episcopal... Se
quiere emancipar a los sacerdotes de lo que no se osa llamar el despotismo de
los obispos. Hay en ese lenguaje toda una revuelta contra la autoridad de la
Iglesia. ¿Se hablaría de otro modo para declarar a los sacerdotes independientes
de los obispos, para denegar a los obispos el derecho de gobernar la sociedad
espiritual?» (pág. 10).
Era de esperar semejante toma de posición. Más interesante quizás es ver
la manera en que el obispo trata de situar el grupo de oponentes, de precisar el
estatuto asignado a un determinado cometido contestatario.
Él desarrolla dos argumentos, conjuntamente utilizados. El primero es
tradicional, intraeclesial. Hablar así, equivale a actuar a la manera de los
seudorreformadores, suscitar, como los jansenistas, el espíritu de secta. Es, por
lo tanto, desembocar en el cisma y la herejía. Detrás de la aparente refutación de
las ideas, se percibe de hecho cómo funciona el argumento de autoridad -dado
que está descartada la discusión de los puntos litigiosos, no se trata de refutar las
objeciones sino de descalificar un cometido oponente. La contestación
intraeclesial manifiesta el espíritu de secta: éste conduce a la ruptura, ésta al
cisma y la herejía.
Democratizar la Iglesia
31
En una carta a un corresponsal, según J. Paguelle de Fonelley, Vie du Cardinal Guibert, Paris 1896, p. 60.
En el plano fundamental, y como tal nunca claramente expresado, aparece
el rechazo de ver el orden político, con su prestigio, imponerse como un modelo
que pueda sentar autoridad para definir la estructura de la sociedad eclesial. Esta
radical laicización se descarta en nombre de la institución divina. Pero el
rechazo global deja enteras las contaminaciones parciales. De aquí las otras
exclusiones.
La segunda concierne al hecho revolucionario, percibido por otra parte
como la inevitable degradación de las sociedades políticas. Tal cambio no puede
intervenir en la inmutable sociedad eclesial. Ni siquiera es cuestión de aceptar la
contaminación lexical.
¿Cabe al menos inspirarse en el modelo parlamentario liberal que Francia
experimenta, con elecciones, libertad de la prensa, para modificar los aspectos
puramente disciplinarios de la sociedad eclesial? Y ello tanto más cuanto sólo se
trata de volver a antiguas y venerables prácticas. Esta última posibilidad también
se descarta. Y esto porque en el modelo liberal el poder no reposa tanto en un
rey escogido o en ministros susceptibles de ser sustituidos cuanto en un cuerpo
electoral que, incluso estrechamente censitario, reivindica la soberanía. La
estructura del poder es horizontal pese a sus limitaciones. Por el contrario, la
Iglesia tiende a acentuar la verticalidad del suyo (papa, obispos, curas,
ecónomos, vicarios, fieles...).
Y si bien todas las razones convergen para descartar, como una
insoportable politización de la Iglesia, la contestación de ciertos aspectos de la
autoridad episcopal, también es cierto que las cuestiones permanecen sin
resolver. En primer lugar ¿por qué, para desacreditar al grupo contestatario, se
prefirió denunciar un riesgo de partido más bien que el cisma? Ello se debe sin
ninguna duda a que, desde el siglo XVI, se desplazó la amenaza. La autoridad
rebelde que conviene excomulgar no es ya el cisma que divide a la Iglesia, sino
al revolucionario, tan imperialista en su praxis como en su análisis.
Como en muchas discusiones, los problemas elementales tienden a
desaparecer bajo la marea de las argumentaciones. Aquí, permanece sin resolver
una cuestión: ¿Y si las quejas del clero sobre la arbitrariedad episcopal fuesen al
menos fundadas? ¿De qué serviría entonces recusar ruidosamente esas
«profanas novedades de palabras», de pedir que se reserve la palabra
emancipación a los católicos ingleses más bien que a los ecónomos franceses
(pág. 10), si efectivamente el poder del obispo se hubiera, por la lógica
concordataria, aproximado del modelo muy laico de la administración
prefectoral, hasta ser en varios puntos contaminado, pero con, por añadidura, el
complemento ideológico de su origen divino? En semejante caso, ya no habría
más que, camuflado detrás de referencias teológicas, el enfrentamiento de dos
modelos laicizados de autoridad en la Iglesia: un modelo administrativo que
permitiría a los obispos ostentar efectivamente la totalidad del poder que poseen
de derecho; y el modelo parlamentario que utiliza como contrafuego la masa
clerical, por lo menos algunos de sus líderes, prestos a recurrir a la libre
disposición de la prensa y de su poder nuevo a falta de instaurar en la Iglesia el
parlamentarismo y la democracia.
32
C. Marcilhacy, Le diocese d'Orléans au millieu du XIX siècle, Sirey, 1964. Indicamos también, del mismo autor,
Le diocese d'Orléans sous l'épiscopat de Mgr Dupanloup, 1848-1878, Plon, 1962. Las referencias a la primera
obra -las más numerosas- sólo comprenderán la indicación de la paginación. Para la segunda, la mención de la
página irá precedida de una D.
sitúa por debajo de 1%. ¡Situación excepcionalmente mala!
¿Por qué también esta gran encuesta pastoral? El siglo XIX multiplica
tales investigaciones. Es bien conocida la de Villermé sobre la situación
miserable de los obreros de la industria, realizada en 1840. Los obispos
comienzan también a interesarse por ellos. Dupanloup, metódico, planifica su
trabajo y fija así el orden de urgencias: «I. Constitución de la administración
diocesana. II. Conocimiento de la diócesis. III. Obras benéficas a realizar» (D.
52).
La encuesta de 1850 es, pues, la segunda etapa de su acceso al gobierno
de la diócesis; de aquélla, además de elaborar una estadística diocesana,
extraerá la abundante información para redactar la pastoral que estime más
eficaz. El clero aporta las informaciones. Aquí resulta evidente que esa cómoda
concentración de un saber debe permanecer en manos del obispo, el cual no
difunde los resultados; es instrumento de gobierno. Únicamente Dupanloup
toma las decisiones que se imponen: «Yo vivo todos los males: soy consciente
también de los remedios y tomo todas las grandes resoluciones» (D. 79).
Curas dominadores
«El poder sacerdotal está anonadado (...) y hace vanos esfuerzos por
reconstituirse: en la homilía y fuera de la homilía, proclama que ya no hay
religión.» Tal es la opinión del presidente de la Audiencia Real de Orleáns,
personaje muy representativo. Semejante declaración sería digna de figurar en el
dossier de un anticlericalismo aquí virulento, si no respondiera en términos casi
idénticos a las constataciones desoladas del clero rural que, evidentemente, no se
felicita de ello.
Ahora es un cura quien escribe: «Los feligreses creen que los sacerdotes
quieren manejarlos, dominarlos, tales son sus expresiones» (pág. 208). Sobre
este capítulo, el feligrés de la Beauce da prueba de una viva sensibilidad:
«Pegará a su mujer, si ella le habla de ir a comulgar. Habría que instruirles, pero
ellos se niegan porque el cura los dominaría, y no quieren ser dominados por
quienquiera que sea, ni siquiera por la religión, ni por el mismísimo Dios, decía
uno de ellos» (pág. 288). Una igual repulsa a confesarse, motivada por idéntico
recelo. Tras la primera comunión, el muchacho ya no acude a la iglesia: «Los
padres dicen a sus hijos: (...) Te prohibimos ir a confesarte; los curas se sirven de
la confesión para dominar las conciencias de la comuna» (pág. 295).
«Prevenciones», «repulsión», «recelo», «hostilidad»: los curas, sobre todo
los del Gatinais y de la Beauce, desgranan este triste rosario del recelo y el
rechazo. Muchos feligreses, al igual que los de Santeau, «no ven en el sacerdote
más que un mercenario a sueldo que realiza su tarea» (pág. 262). Pero,
paradójicamente, el desprecio hacia el clero parroquial corre parejo al temor de
que su autoridad continúe manifestándose si aquél puede ejercer normalmente su
ministerio cerca de sus feligreses, como si continuara dotado de omnipotencia en
el recinto sagrado de su iglesia. La concepción del poder del clero se tiñe de un
color casi mágico, a través de la ostensible hostilidad.
Pero lo más importante, al parecer, es que ese mismo clero que denuncia
los hechos mencionados y tantos otros semejantes, no por ello deja de hablar el
lenguaje del «clericalismo espiritual» del que, sin embargo, sabe que es objeto
de agravio. Las expresiones instintivas que corren bajo su pluma no son las
menos reveladoras. «Yo no tengo ninguna queja del maestro al que gobierno
desde la edad de dos años», remarca un cura. Sus colegas designan como «los
que se nos escapan» a los mozos que cesan de practicar; otro se refiere «a los
que yo puedo atrapar». No faltan las metáforas castrenses que muestran al
sacerdote, llamado junto a un moribundo, «amo del terreno», junto a un afligido,
«amo del corazón desolado», y sobre todo con los niños, «amo del corazón de
sus jóvenes feligreses».
Encontramos esta constante e inconsciente reivindicación de poder
espiritual, definida de manera más elaborada, en una de aquellas «disertaciones»
que el obispo de Orleáns se complacía en hacer objeto de concurso para
estimular la actividad intelectual de su clero. El tema se refería al «celo
pastoral». Para el cura premiado, la superioridad del pastor rural es una
evidencia: «con la autoridad de su carácter sacerdotal, con el prestigio de su
ropaje religioso, con la autoridad de su rango, de su educación, de su virtud».
Gracias a su celo, su influencia tiende a aumentar: «Él ensanchará
insensiblemente su ámbito, como consecuencia de adquisiciones pacíficas y
maduramente estudiadas... Estará atento a todo lo que le parezca bueno,
deseable, fácil de alcanzar». Su dominio pasa por la ascendencia ejercida sobre
los niños, por el alivio aportado a la miseria. Por otra parte, el impío «siente
hondamente que el poder de los sacerdotes está enraizado en los dolores de esta
vida.» En fin, por su presencia junto a los enfermos: «Si su audacia es coronada
por el éxito, se sentirá dichoso de haber salvado un alma a pesar de ella» (págs.
257-258).
Así pues, los lenguajes se responden y se ponen de acuerdo para presentar
la religión como asunto de autoridad, a causa de la importancia alcanzada por el
sacerdote que controla los gestos de la práctica y el acceso al saber religioso. Se
trata en cierto modo de la prueba de fuerza, en un enfrentamiento harto simple.
El cura quiere imponer la religión, la población la rechaza. En realidad, la
posición del clero sigue siendo singular, porque ese lenguaje de la dominación
clerical linda, en las quejas de los curas, con las lamentaciones sobre su
impotencia para moralizar la vida familiar, para rivalizar, en la celebración
dominical, con esparcimientos tan poco religiosos como la taberna el baile o...
los comicios agrícolas, cuando no es el trabajo forzado impuesto por el burgués
a sus asalariados.
Es difícil explicar esa distancia entre un autoritarismo de más en más
verbal y una impotencia muy distintamente real, cotidianamente experimentada.
La consecuencia de ello es la ayuda que el clero busca en el exterior para su obra
de reconquista. Mas no cerca de cualquiera. Por eso, y es relativamente nuevo,
no se solicita ya al poder político, al menos en tanto que tal. La autoridad
política no puede más, aunque lo quisiera, como lo recuerda el fracaso de Carlos
X, investir con su poder al catolicismo. El hecho religioso -la religión- tiende a
exteriorizarse.
Tal situación empuja más aún al clero a buscar directamente apoyo cerca
de las clases sociales influyentes, de los medios dirigentes, contemplados como
un último recurso. Así ese clero confiesa, pese a la persistencia de un
vocabulario que ha pasado a ser falaz, que su poder se desmorona, y que es
preciso, para que la religión subsista, apoyarlo en una autoridad de tutela. Cabe
expresar de otro modo la misma situación descubriendo cuán peligrosamente se
ha marginalizado la religión. Esta ya no se dirige a la población masculina
adulta, sino a las categorías que constituyen los elementos menores, frágiles, no
integrados a la sociedad: niños, mujeres, ancianos. Dupanloup mismo lo
confesará crudamente en un texto célebre33: «En los pueblos que yo evangelizo,
la Iglesia tiene las mujeres y los ancianos; la escuela tiene los niños que ella
conduce también a la Iglesia; el periódico y la taberna poseen los hombres y la
mocedad»34.
33
La convention du 15 septembre et l'encyclique du 8 décembre, Paris, 1865 cf. infra, pp. 89 y siguientes.
34
El subrayado es nuestro. Nótese el vocabulario posesivo.
La nobleza y la grande y pequeña burguesía constituyen, en el
vocabulario social grosero que es el del clero, las «clases altas», aquellas que
poseen, en grados diversos, prestigio, saber, riqueza y que, por ello, pueden
influenciar al pueblo de los campos, sea por la ejemplaridad de una actitud que
se copia, sea por presión. Ello puede ser el control del propietario sobre sus
colonos, el del castellano sobre sus domésticos o del burgués sobre los obreros
que él emplea; dicho de otro modo, todas las formas de un poder económico que
tiende a transformarse en sojuzgamiento social.
El clero escruta también cada grupo social con atención, puede que no
tanto para conocer su actitud particular ante la religión cuanto para saber en qué
sentido se ejercerá su influencia.
La interrogación apunta en primer lugar a la nobleza local, cuya
influencia irradia a partir de sus castillos: «Si nos atraemos a los notables de la
comarca, escribe el padre Laveau, encontraremos en ellos un apoyo que
centuplicará nuestras fuerzas y nuestros medios; si por el contrario son
antagonistas, nos esperan luchas terribles» (pág. 180). Por su parte el padre
Méthivier, en sus Etudes rurales, que datan de 1857, precisa las funciones
ejercidas por el castellano y detalla las formas de su irradiación:
Ese texto merece ser puesto en paralelo con el que presentaba el círculo
de la clientela del castillo. En los dos casos, el clero se halla frente a una red
social que se constituye fuera de la suya, cuando no contra ella. Mas aquí la
influencia de esta pequeña burguesía juega de lleno contra la religión:
3. LEER EL SYLLABUS
El ejercicio de la autoridad
38
La possesion de Loudun, Julliard, 1970.
39
Tal es en el Syllabus el caso del “socialismo, comunismo, sociedades secretas...”. Estas especies de pestes que
han sido reprobadas con frecuencia. El capítulo IV, que se reduce a esta enumeración, no contiene ningún artículo
para explicitar la condenación de las doctrinas citadas.
importante. La sola Encíclica Quanta Cura hubiera conocido la suerte de otros
documentos leídos solamente en el medio eclesiástico que sentíase concernido y
podía descifrarlos. Pero el Syllabus hizo el efecto de una bomba, ahí estaban las
proposiciones, provocantes. Al azar:
La exégesis de Dupanloup42
42
R. Aubert, «Mgr. Dupanloup et le Syllabus», Revue d 'histoire ecclésiastique, 1956.
Hay que interpretar, adaptar al caso francés, sugiere Camille de Meaux a
su amigo Dupanloup. Porque este laico no se atreve a publicar lo que propone.
Sólo un obispo puede hacerse el intérprete de la palabra pontifical. Dupanloup
acepta, pues, el delicado trabajo, y así aparece a principios del año 1865,
suscitado por múltiples alientos, su famosa obra: La convention du 15 septembre
et l'encyclique du 8 décembre, que es una defensa de los Estados pontificales y
una explicación del Syllabus. Esta amalgama era hábil, tanto más cuanto
Dupanloup sostenía con parejo ardor y sinceridad dos causas queridas por igual.
«Hablad, hablad», le instaban sus amigos. «Yo no me dejaré engañar y
hablaré, pues, como dice la Escritura, hay el tiempo de hablar y el tiempo de
callarse; yo hablaré...» El contenido de la argumentación de Dupanloup es tan
importante como el acto locutor. Una palabra pontifical mal comprendida pesa
sobre los cristianos como una losa de plomo; sólo otra palabra puede librarles.
Por tanto, la autoridad romana, irrecusable pero difícilmente comprensible, está
necesitada, para evitar la creación de perturbaciones entre los fieles, de la
autoridad episcopal que, al explicar dicha palabra, atenúa sus efectos...
Tal es la impresión que de ello se desprende, al menos si damos crédito a
los católicos liberales. Albert de Broglie, en sus Memorias rememora el efecto
que produjo el folleto del obispo de Orleáns: «En toda mi vida vi un efecto
semejante. La sociedad, que no respiraba más, sintióse aliviada, como un
hombre a punto de asfixiarse al que hubieran cortado la soga que le apretaba la
garganta». Dupanloup emplea una imagen análoga para caracterizar las
impresiones de centenares de personas que le escribieron alborozados tras haber
leído su folleto: «En cuanto a las innumerables cartas que recibo, expresan sobre
todo un sentimiento, el de felicidad: se respira, es la palabra más frecuente».
¿Qué es, pues, lo que ha hecho Dupanloup? «Usted ha traducido la
Encíclica en la lengua moderna», le asegura el antiguo ministro belga, A.
Deschamps. Pero para Montalembert, aquí de acuerdo con los ultramontanos, y
para muchos liberales franceses, «su folleto es una obra maestra de notorio
escamoteo».
Los motivos confesados de alivio no quitan la ambigüedad: «Uno aborda
cada uno de ellos regocijándose de poder conciliar así la obediencia a la Santa
Sede y la facultad de vivir en paz con las leyes y las costumbres francesas».
«Fue un gran gozo enterarse de que uno podía aún ser cristiano, católico, hijo de
la Iglesia sin cesar de vivir como un francés ordinario.» Así, léese también,
quedan reconciliados el buen sentido y la fe.
Tales confesiones son reveladoras, pues ponen de manifiesto uno de los
límites de la autoridad romana. Su aceptación formal como símbolo de unidad
religiosa no está en cuestión. Pero lo que sí se rechaza es un razonamiento total,
que, en nombre de imperativos religiosos, dicta una actitud política. Cabe poner
en paralelo el malestar causado por la reciente Encíclica Humanae vitae.
Pero, en fin, ¿cómo, pues, operó Dupanloup para aportar los
apaciguamientos tan esperados, puesto que su folleto alcanzó una tirada de más
de 100,000 ejemplares, y que centenares de obispos -y el papa mismo- le
escribieron para felicitarle?
Esencialmente postulando el hermetismo. El Syllabus es un documento
técnico. Los menos habilitados para explicarlo son evidentemente los
periodistas, ignorantes de los problemas religiosos. El Syllabus debe ser tratado
como un texto jurídico, como un tratado de medicina: únicamente, pues, los
especialistas pueden comprenderlo, dado que aquí el saber requerido es la
teología.
En cuanto a su fondo, apenas utiliza la distinción que habitualmente se
establece entre la tesis y la hipótesis. No obstante utiliza otras semejantes,
pidiendo que no se ponga en el mismo plano la teoría y la práctica, lo absoluto y
lo contingente. Por otra parte, procediendo así, Dupanloup y los otros intérpretes
similares no hacen más que retomar, invirtiéndolo, el movimiento del Syllabus.
Y esto equivale a introducir una peligrosa cesura entre el pensamiento y la
acción, entre el razonamiento doctrinal y la praxis pastoral. El papa es el primero
que se reserva: el peso creciente de su autoridad juzgada infalible da a sus
palabras un alcance de más en más grande. Lo que él dice vale universalmente,
intemporalmente. Pero, en última instancia, pertenece a un obispo hacer saber
cómo pueden conciliarse doctrinas abstractas con la práctica cotidiana.
En realidad, continúa siendo muy difícil comprender por qué el folleto de
Dupanloup conquistó tal éxito, dado que el texto es muy inconsistente y, sobre
todo, campan en él habilidades de estilo que ocultan mal la pobreza de la
argumentación. Esta constatación induce a creer, como muchos contemporáneos
lo confesaron, que el fondo importaba finalmente poco. Lo esencial era aportar
una interpretación creíble para reducir el insoportable estado de tensión que
había creado, cerca de numerosos católicos, la aparición del Syllabus: éste se
presentaba en efecto como un acto del Soberano Pontífice cuya autoridad era
impensable recusar. Pero también como un documento cuyo conjunto de
proposiciones -más o menos mal comprendidas- no podían ser tenidas como
infaliblemente verídicas. De aquí aquel malestar, una especie de angustia
paralizante; contrariamente a su objetivo, en un clima pasional, el Syllabus
actuaba aquí como un maleficio; y el solo hecho de que este documento insólito
podía ser interpretado bastaba para romper el sortilegio. Dupanloup,
simplemente, desacraliza el Syllabus: éste no es ya un bloque errático, sino
frases que se enlazan con otras, un discurso cuyo aspecto inquietante se
desvanece, así que se lo une a precedentes discursos, pronunciados sin brillantez,
escuchados con indiferencia.
La victoria de Dupanloup no permitió, sin embargo, forjarse ilusiones; fue
más fulgurante que duradera. Él contribuyó a amortiguar el choque
traumatizante del texto pontificial, mas no quitó nada al contenido del Syllabus.
E incluso, sin duda, al desdramatizar el documento, permitió finalmente leerlo, y
hacerlo leer. Paradójicamente también, el Syllabus adquiere muy pronto un
poder autónomo; convertido en un código del nuevo catolicismo, será, en los
decenios que siguen, blandido, como más tarde el librillo rojo, por generaciones
de católicos.
43
«Una hipótesis de investigación: El clero y la pequeña burguesa en Francia, Élites et Masses dans l'Eglise,
Desclée de Brouwer, 1971. Número especial de Recherches et Débats, 71, pp. 134-144.
historia - legado, reconstrucción idealizada del pasado en la que se acomoda una
comunidad, sea iglesia o nación, a la historia - saber, se abandona cierta
comodidad, no se busca más promover un consenso, sino que se emprende un
camino inconfortable que lleva a menudo... a otra parte.
Aventuremos, pues, una hipótesis. Puede ser esclarecedor distinguir en el
siglo XIX la existencia a menudo estimulante de tres modelos44 de autoridad en
la Iglesia, suscitando diversos tipos de poder. Por haber aparecido en momentos
diferentes, se superponen mucho más que se suceden, se contaminan, favorecen
deslizamientos, se oponen también a veces: el modelo tridentino, el modelo
concordatario y el modelo ultramontano. Hay que señalar inmediatamente una
dificultad, capaz de complicar la explicación: cada modelo no se sitúa al mismo
nivel. El primero y el tercero son claramente intraeclesiales, en tanto que el
segundo es muy distinto: todos ellos no engloban, pues, los mismos datos.
47
Pierre-Fr. Hacquet, Mémoire des missions des montfortains dans l'ouest (1740-1779), publicado por L. Perouas,
Fontenay-le-Comte, 1964, P. 1.
prácticas continúan aún en el siglo XIX, particularmente en Bretaña. Pero con la
Restauración aparece un nuevo tipo de misión48, con nuevas congregaciones
misioneras: se trata sobre todo de misiones urbanas, espectaculares, con vistas a
restaurar el trono con el altar. La misión actúa como instrumento de reconquista,
en un clima de lucha pugnaz, y prefigura claramente, por su recurso a las
devociones, su turbulencia, su intransigencia, y su impacto popular también, la
piedad asuncionista triunfante después de 1870, uno de los aspectos del
ultramontanismo.
Análogamente evoluciona el contenido de la enseñanza catequética. El
ejemplo parisiense es esclarecedor a este respecto. Del catecismo imperial de
1806, fuertemente tributario de Bossuet, al de 1852 y más aún de 1914, las
acentuaciones de la eclesiología se modifican considerablemente49. Se tiende
también a insistir más sobre la estructura jerárquica del poder en general: «Al
nacimiento, unos están destinados a obedecer y otros a mandar», y
correlativamente sobre la intangibilidad de las estructuras sociales, cuya
desigualdad justificada es fundamental. Pero, sobre todo, se transforma la
concepción de la Iglesia: «A través del catecismo de Bossuet y el del Concilio de
Trento, el de 1806 adiciona la formulación de San Agustín sobre el misterio de la
Iglesia, agrupación, congregación universal a través del espacio y el tiempo». El
de 185250, por las cuestiones mismas que plantea, sugiere una muy distinta
visión de la Iglesia: «¿Quiénes deben ser los pastores legítimos de la Iglesia?
¿Qué es el papa? ¿Qué son los obispos? ¿Quiénes deben ser los cooperadores de
los obispos?» Todo se expresará, pues, en términos de gobierno, de autoridad, de
jerarquía en el sentido etimológico del término: «Poder sagrado, poder de
mandar en nombre de Jesucristo». Se trata, ciertamente, de una concepción ya
48
E. Severin, Les missions religieuses en France sous la Restauration, 2 vol., 1948 Y 1959.
49
E. Germain, «A travers les catéchismes des 150 dernières années», Élites et masses dans l’Eglise, pp. 107-131.
50
Es debido a monseñor Sibour, más bien neogalicano.
antigua, pero endurecida en el siglo XIX, contaminada por el pensamiento
maistriano: «Sin una Iglesia autoritaria e infalible no puede haber cristianismo».
Es fácil definir el período que va de 1801 a 1905, o sea desde la firma del
Concordato hasta su ruptura, así como precisar el tipo de relación que éste
implica entre la Iglesia y el Estado; lo que no resulta tan fácil es discernir la
influencia que la situación concordataria pudo tener sobre la concepción del
poder en la Iglesia.
De entrada, dos constataciones. El Concordato negociado entre el Primer
Cónsul y el Papa distingue las dos partes contratantes como dos potencias
aparentemente iguales, y por la Iglesia, el papa es el solo signatario: los obispos
franceses no tienen en él parte alguna. Pero el contenido mismo del Concordato
lleva a otra observación. El catolicismo queda en él afirmado, es la religión de
«la inmensa mayoría de los franceses», no es más la religión de Estado. Igual
sucede con el título de ministro de Cultos, mención que sitúa simplemente el
catolicismo como un hecho, aunque reconocido mayoritario, ya que la
pluralidad de cultos queda afirmada: protestantes y hebreos coexisten al lado de
católicos. El catolicismo pierde su estatuto de monopolio, su autoridad vinculada
al título de religión de Estado. Y con ello se hacen más equívocas las relaciones
con el poder civil: los favores comprometen y los recelos paralizan.
En este contexto, los hombres políticos caen en la tentación de terciar en
el gobierno de la Iglesia. Napoleón se arriesgó a ello excesivamente, imponiendo
un catecismo, convocando un concilio, para fracasar finalmente. Después de él,
el sistema concordatario funcionó tolerando al poder civil un margen de control
más o menos efectivo sobre las actividades religiosas o sobre la elección de los
hombres, obispos particularmente.
Hay otro aspecto al que apenas se alude, y, sin embargo, es de evidente
interés. Suele suceder que en el caso de conflicto entre las autoridades de la
Iglesia -el papa y los obispos- una de las dos partes trata de reforzar su posición
recabando la ayuda del poder civil, llamado de este modo a pesar en el gobierno
de la Iglesia por los mismos interesados. Así, durante toda la primera mitad del
siglo XIX, Roma se acercó a los diferentes regímenes galos establecidos cada
vez que los obispos franceses trataban de adoptar como cuerpo una actitud
común, o como monseñor Affre en 1848, con vistas a poner en tela de juicio el
sistema concordatario. E, inversamente, los obispos liberales y neogalicanos,
durante el Segundo Imperio particularmente, se acercaron al poder, para hacer
contrapeso a la creciente autoridad del papa, y ello hasta la víspera del Concilio
Vaticano.
El sistema concordatario actúa también de otra manera, pues modifica las
relaciones de autoridad en la Iglesia, por la contaminación del sistema
administrativo sobre el modo de gobierno episcopal. Copiado del poder
prefectoral, por mandato de Bonaparte, el poder episcopal no puede ya dejar de
inspirarse en aquél más o menos voluntariamente: de este modo se refuerza el
sistema piramidal, por el desdoblamiento de ecónomos y curas; al paso que el
recurso contra el obispo no es posible por la vía administrativa: se recuerda al
querellante que debe pasar por el cauce jerárquico. Resta, como lo ha
demostrado el caso de los hermanos Allignol, oponer a ese modelo
administrativo el modelo parlamentario, pedir la resurrección de las funciones de
asamblea en la Iglesia -sínodos y concilios-, para que la autocracia aislada de los
obispos sea sustituida por una autoridad colegial de los mismos; para que, a
través del sínodo, los sacerdotes puedan asociarse al gobierno de las diócesis y
no verse reducidos solamente a obedecer. El fracaso de estas reivindicaciones se
debió en parte a que el sistema concordatario, adicionado de artículos orgánicos,
no se prestaba a ello, ya que el Estado se había reservado la autorización de
cualquier reunión de esta clase. Y salvo excepción, tal autorización previa
equivalía a una verdadera denegación de hecho.
Cabe aludir a un último punto, aun cuando no parece derivar directamente
del sistema concordatario. Durante todo el siglo XIX, los problemas religiosos
están, sin embargo, muy politizados: ya se trate del reclutamiento del clero, de la
elección de un obispo, del carácter de una misión, del entierro de un increyente,
del texto de un catecismo o de la reunión del episcopado, por atenernos a
aspectos de la vida religiosa que parecen específicos, descartando cuestiones
mixtas como la de la enseñanza, todo eso lleva a una interpretación política, a un
conflicto, a una polémica.
De ello resulta que los actos religiosos pasan a ser sistemáticamente
sospechosos, su sentido es considerado constantemente como ambiguo: asistir a
una misión, declararse devoto del Sagrado Corazón, acudir en peregrinaje a
Lourdes pueden ser considerados como compromisos políticos. Esta incómoda
situación viene acentuada por la actitud de numerosos católicos, resueltos a
servirse de la palanca política o social para reemplazar un sistema de dominio,
deseosos de dar ellos mismos un alcance político a comportamientos
específicamente religiosos. Con lo que la Iglesia se manifiesta peligrosamente
como un partido político. Del partido sacerdote denunciado por Montlosier
durante la Restauración al partido clerical de la III República, la acusación en
este aspecto no cesó de salir a relucir.
Percibida de ese modo, la religión católica pierde su pretensión
universalista. La autoridad reforzada sobre el grupo de fieles que de la misma
resulta, tiene como contrapartida la hostilidad de los anticlericales y la
impermeabilidad de los argumentos desplegados con destino a éstos. No es de
extrañar que, en tal contexto, las voces que se alzaron para situar fuera de una tal
Iglesia la fidelidad al mensaje evangélico o a la persona de Jesucristo, fuesen
cada vez más escuchadas. Por sólo citar una, he aquí la de Quinet:
CL. LANGLOIS.
V. AUTORIDAD Y PODER EN LA IGLESIA
56
Catéchisme à l'usage des dioceses de France, Tardy, 1938, p. 62. El Imprimatur del arzobispo de Bourges es de
fecha 30 de julio de 1938.
dimensión bíblica, es ahora el rostro sociológico de la Iglesia el que retiene la
atención. Esta perspectiva, lícita y benéfica, no carece de peligros, pues si bien
tiene el coraje de insistir sobre la realidad concreta, por tanto visible e
indiscutiblemente humana de la Iglesia, está amenazada por la tentación de
«positivismo teológico» a la que sucumbieron, a principios de nuestro siglo,
muchos apologistas. Del mismo modo que éstos referían gustosamente la Iglesia
a las sociedades humanas, exaltando la perfección de su gobierno y de sus
estructuras jerárquicas, así también nosotros sentimos a veces la tentación de
explicar la Iglesia por el contexto sociocultural en que ella vive y crece.
Referencia necesaria que, a nuestro entender, sin embargo, no basta, pues el
misterio de la Iglesia es el de seguir siendo, a través de la realidad humana de las
instituciones y la de los hombres, el instrumento de la acción del Espíritu. Por lo
tanto, dicha referencia no se podría aplicar pura y simplemente a cualquier
asamblea de hombres. Con todo, es aún más amenazadora la tentación inversa,
la de una especie de «angelismo», que olvidara que el Señor ha querido instaurar
en este mundo el «Reino de Dios» con los hombres y en realidades
inevitablemente humanas.
De ahí la importancia y lo acertado de apelar a las disciplinas
sociológicas, a fin de reflexionar sobre la existencia concreta de esta Iglesia, que
el Concilio presenta como «sacramento de la salvación»57. Ésta es una condición
de autenticidad del análisis propiamente teológico. Sí, en efecto, el teólogo debe,
con el Vaticano II, demostrar en la Iglesia
57
Const. Lumen gentium, nº 1; 9,3; 48,2.
finalmente en la unidad (de Cristo) a sus hijos dispersos58,
69
Ibid, p. 61
Cristo70.
Esta obediencia supone que se tome conciencia de la misión misma de
Cristo, que se reconozca en Cristo la salvación anunciada por Dios desde los
orígenes y prometida en plenitud de comunión con Dios y con todos los
hombres, iluminados de su gloria de hijos de Dios reunidos, al fin de los
tiempos.
La autoridad que reivindica la Iglesia es, pues, la de la misión de Cristo,
cuyo gerente, por así decirlo, es la Iglesia. A su nivel, la Iglesia no es la referida
misión, sino el testigo y el instrumento de la misma, puesto que el acto de su
culminación se consumó el Viernes Santo; y si ella proclama la palabra de
salvación, es porque la ha recibido por comunicación y se presenta a los
hombres con la autoridad de la Palabra notificada y transmitida, sin que nada
pueda debilitar la autoridad de este testimonio. La Iglesia, que no puede dejar
que se ponga en tela de juicio su autoridad de testigo, está dispuesta a defenderla
al precio de la vida de sus hijos si preciso fuera. La primera, y la más hermosa
manifestación histórica de la autoridad de la Iglesia la hallamos en los primeros
días de su existencia, expresada por la respuesta de Pedro y de Juan al sanedrín
que pretendía cerrarles la boca:
-en segundo lugar, que la autoridad de la Iglesia, por ser pasajera, sólo
durará mientras exista la Iglesia terrenal. Y aun cuando ésta tiene las promesas
de la vida eterna, sus instituciones, y por ende la autoridad de los hombres que
ostentan actualmente la responsabilidad de las mismas, tienen carácter de
provisionalidad y derivan sin duda del «Reino ya instaurado, mas aún no
culminado». El Vaticano II lo ha dicho en un texto cuya audacia profética apenas
ha sido resaltada:
71
La seguridad (parresia) en el Nuevo Testamento significa esa confianza en sí mismo, que se apoya en la palabra
de Dios y la misión recibida de él: cualidad singular de los profetas auténticos, de la que Pablo deja a menudo
constancia. Cf. Bible et vie chrétienne, n.o 53, sep.-octubre de 1963, pp. 45-54.
72
J. Ratzinger, Le nouveau peuple de Dieu, p. 39.
73
Ibid, p. 40.
Hasta que no reine la justicia en los nuevos cielos y la nueva tierra,
la Iglesia en peregrinación tendrá, en sus sacramentos e instituciones, el
rostro del siglo en que vive, en medio de las criaturas que siguen
gimiendo aún en los dolores del parto, esperando el advenimiento del hijo
de Dios74.
3. LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA
77
El relativo fracaso de los sondeos de opinión entre los católicos de la diócesis de Nancy (invierno de 1971) y de
Évreux (verano de 1972) con vistas a la designación de un nuevo obispo muestra, al parecer, que las mentalidades
no están prestas para expresarse sobre este punto, y que la opinión sigue siendo renuente o indiferente a
semejantes consultas.
psicosociológicas, que le seguían siendo bastante ajenas, y, en cambio, en tres
«poderes» dividió el ejercicio de la autoridad jerárquica: enseñanza,
santificación (por los sacramentos) y gobierno del pueblo cristiano. Esta
división, que hará suya el Vaticano II78, es formalmente clara pero
concretamente insatisfactoria, pues diseca, si vale decirlo así, según los «objetos
formales», la unidad del cargo episcopal. Y si bien es justo distinguir Palabra y
sacramento, no respondería a la verdad separarlos, puesto que,
78
Lumen gentium, cp. III, nº 24-27.
79
Decreto Presbyterorum ordinis, nº 4,2
crítica, y el deseo de mejorar el ejercicio de la autoridad en la Iglesia...
A) El Magisterio
Pero está claro que no es el Espíritu Santo quien inculca a los fieles, cual
un maestro dictando el enunciado de un teorema, las fórmulas de fe. Aquél les
concede esa disposición íntima de adhesión a Cristo y de inteligencia del
misterio de la salvación, que designa, en primera instancia, la palabra fe.
Lo antedicho nos lleva de la mano a reflexionar sobre la segunda cuestión
anunciada: relación de la fe con las fórmulas dogmáticas. En la Escritura, y
singularmente en el Evangelio, la fe es una actitud de acogimiento y de
compromiso hacia Jesucristo. Los evangelistas expresan el dinamismo de la
misma mediante una metáfora que les es familiar: seguir a Jesús. Relación
personal con Cristo, expresándose en testimonio a favor del Resucitado, después
81
Vaticano I, Const. Pastor aeternus, cap. IV: Dumeige, La foi catholique, nº 481; cf. Vaticano II, Lumen
gentium, nº 25, § 4; Const. Dei verbum, nº 10, § 2.
de Pentecostés, tal se revela la fe de los apóstoles. Su predicación la hace
compartir a las primeras comunidades, a las que los Hechos designan con
justeza como compuestas de «creyentes». Y sólo lentamente esta fe espontánea
en Jesús Hijo de Dios y Señor resucitado, tomando conciencia de ella misma,
desplegó, por así decirlo, su contenido; ya las cartas de Pablo, con la
espontaneidad vigorosa y tajante que las caracteriza, pusieron de manifiesto los
primeros desenvolvimientos de la fe católica, y los símbolos de fe comenzaron a
articularlos en fórmulas. Expresión de la fe, esas fórmulas rudimentarias, base de
la catequesis prebautismal y de la enseñanza más intensa subsiguiente al
bautismo, constituyen la primera síntesis de la fe cristiana: a partir del misterio
de Cristo, Verbo encarnado y redentor, dichas fórmulas encaminan el corazón de
los creyentes (pues se trata de plegarias, y no de lecciones) hacia el misterio
trinitario, asegurando al propio tiempo la comunición entre los fieles de una
misma Iglesia, y entre las diferentes Iglesias, unidas en la adhesión a la misma
tradición apostólica, como dice san Irineo. Los símbolos de fe son, así, la
transición, necesaria, al mismo tiempo, a la reflexión del cristianismo y a la
unidad entre las comunidades de creyentes, entre el movimiento primero de la fe
cristiana y su expresión «dogmática»: esto dentro de la línea auténtica de la
enseñanza de los apóstoles.
El desarrollo de la reflexión creyente, estimulada por un san Irineo,
proseguida, con la ayuda de esquemas del platonismo, por un Orígenes, al
mismo tiempo que la necesidad de reaccionar contra las primeras herejías, dio
nacimiento a la teología. La magnífica y audaz obra de los primeros concilios
ecuménicos consintió, frente a desviaciones que aparecían por doquier, en
asegurar la rectitud de la fe. La definición de Nicea, Constantinopla, Éfeso y
Calcedonia -hay que insistir en ello- no son tanto una formulación
conceptualmente adecuada a su objeto -¿cabe condensar en fórmulas el misterio
de Dios?- cuanto un rechazo de direcciones ruinosas. Los concilios prohiben los
caminos que conducen al error, mas no fijan el punto focal de la ortodoxia.
Nicea rechaza la inferioridad del Hijo con respecto al Padre, Constantinopla
rechaza la «reducción» del Espíritu a una fuerza divina impersonal, Éfeso
rechaza la hipótesis de Nestorio, que presenta a Jesús como un hombre sublime,
un gran profeta, en quien Dios se habría manifestado; Calcedonia rechaza el
«bloqueo» (o la mezcla) de la Divinidad y de la Humanidad que proponía el
monofisismo. No hay duda que estos rechazos perfilan, en profundidad, la
rectitud del hilo de la fe cristiana; pues entienden afirmar la igualdad y la
«consubstancialidad» de las tres personas divinas, la unidad personal y la doble
naturaleza de Jesús Verbo encarnado. Pero, por así decir, en un plano que los
siglos siguientes tendrán la tarea de reforzar, a veces de matizar, con referencia a
la Escritura.
La autoridad jerárquica, que promulga esos «dogmas» y los enseña, se
encarga de la rectitud de la fe de los fieles. Al propio tiempo -hay que repetirlo-,
no pretende otra cosa que actuar como servidora de la Escritura, a fin de guiar
esta fe. Lejos de monopolizar la posesión de la misma, suscita a lo largo de los
siglos centros de investigación, escuelas teológicas, cuyas especulaciones a
veces muy audaces, juzga y utiliza. No debe extrañarse que esos equipos fuesen,
en la Edad Media, exclusivamente compuestos por clérigos; todo hombre
cultivado, en aquella época, era clérigo. Pero la distinción entre los centros de
investigación, las «escuelas teológicas», que trabajaban bajo su propia
responsabilidad, y el Magisterio oficial, que les dejaba la libertad conveniente a
esta investigación, estaba cuidadosamente establecida y sancionada por los
privilegios universitarios. Sólo después de la Edad Media se ejercerá un control
más severo, y de más en más estricto, sobre el trabajo de los teólogos por parte
de la jerarquía. Las conmociones que produjeron en el siglo XVI el Humanismo
y la Reforma protestante, amén de la vigorosa reacción y a veces titubeante, que
tiene su punto de partida en el Concilio de Trento, explican el mencionado
control. Roma, en el siglo XIX, asumirá la tarea autoritaria y total de la
investigación teológica, y la especie de dictadura doctrinal, que nuestra
experiencia tiende a presentarnos como la sola norma concebible. El primer
Concilio Vaticano, con la definición de una «infalibilidad pontifical»
incompartida y sin referencia al cuerpo episcopal, acentuará en los fieles el
sentimiento de que no hay más verdad cristiana que aquella que enseña el papa,
con lo que obispos, sacerdotes y teólogos pasan a ser meros voceros.
Para comprender el primer Concilio del Vaticano, y especialmente la
definición de la infalibilidad personal del Soberano Pontífice, no es inútil saber
que, en la intención de sus dirigentes, colaboradores de Pío IX y ejecutores de
sus deseos, dicho Concilio, con la definición de la infalibilidad, debía «dar un
nuevo vigor al principio de autoridad»82. La autoridad moral y espiritual de la
Iglesia era, a la sazón, objeto de ataques, a través del mundo, y Pío IX tenía el
sentimiento de que apenas era escuchado en la protesta vigorosa y continua que
él elevaba contra los errores modernos. ¿No convenía afirmar, por medio de una
definición conciliar -que no pocos, como es sabido, esperaron largo tiempo
hacer aprobar por aclamación-, el poder soberano, plenario y sin apelación del
Soberano Pontífice? En tanto que verdad cristiana, como arbitraje sin apelación
entre las Iglesias, y lazo definitivo de una fe y de una unidad que debían, en
último análisis, ser guardadas por la autoridad del sucesor de Pedro, a quien
Jesús diera poder de «confirmar a sus hermanos» (Lc, 22, 32) y prometido su
asistencia indefectible como a la piedra fundamental de su Iglesia (Mt 16, 18), la
infalibilidad personal del papa no ofrecía duda para ningún obispo. Ahora bien,
82
Carta del cardenal Antonelli, secretario de Estado, dirigida al conde Daru, ministro de Asuntos Exteriores de
Napoleón III, l9 de marzo de 1870, citada en E. Ollivier, Op. cit., II, p. 197.
exaltar ese privilegio con la solemnidad con que se lo revistió el 18 de julio de
1870 derivaba de una intención bien precisa: manifestar la «autoridad» del
Soberano Pontífice y la plenitud de su poder doctrinal. Y esto es lo que
solamente rechazaron los prelados franceses y alemanes «anti-infalibilistas»,
porque a sus ojos esa exaltación irritaría en vano a gobiernos y pensadores.
Esta reducción de toda la autoridad magisterial de la Iglesia a la
enseñanza del solo papa, de la que los obispos parecían, a la opinión pública, y
pese a un texto formal de la Constitución Pastor aeternus, meros ecos, no se
explica plenamente más que por la confusión de la curia romana aislada del
mundo y decidida a defender su «autoridad» a todo precio. Sabido es por todos
cuánto ese Concilio, que por otra parte jamás fue terminado, sino simplemente
suspendido, achicó y endureció la acción del Magisterio, paralizó la
investigación, redujo los fieles al papel de alumnos dóciles y a los sacerdotes al
de repetidores fieles... Hay que añadir que la noción de infalibilidad no se
comprende bien más que en la perspectiva del análisis del acto de fe retenido por
el Concilio. Para los redactores de la Constitución Dei Filius, la fe es la adhesión
a proposiciones reveladas (pues la Revelación es un cuerpo de proposiciones), y
garantizadas por «la autoridad de Dios que las revela». La fe se refiere, pues, a
un asentimiento sobre la garantía de la autoridad, manifestada por «signos de
credibilidad» que hacen conocer la «omnipotencia» de Dios. Este voluntarismo
inspirado de Suárez, apenas da sitio a la inteligencia de la fe e ignora el carácter
personal de la adhesión a Cristo, a la que el Nuevo Testamento denomina fe.
Sólo a la jerarquía le corresponde formular correctamente esas «verdades» que
se expresan en postulados abstractos, y hacer que los fieles den su íntimo
consenso en recibirlas, ya que esta jerarquía tiende a resumirse por otra parte en
el solo Soberano Pontífice. Hay que reconocer que es esto lo que se nos ha
enseñado como teología de la fe y del Magisterio; no es extraño que nuestras
protestas de adultos se alcen contra lo que fue nuestra docilidad de niños. Pero al
teólogo le es lícito, utilizando por otra parte los datos que el Vaticano II ha dado
de esta doctrina empobrecida y temerosamente autoritaria, no reconocer en la
teología de la fe y del Magisterio del Vaticano I la riqueza de la antigua teología
de los Padres y de los grandes escolásticos, cercanos aún a la teología del Nuevo
Testamento.
B) Primado y colegialidad
83
J. Ratzinger, Le nouveau peuple de Dieu, pp. 117-118.
84
Lumen gentium, nº 25.
El uso de la autoridad no (le) pertenece más que con vistas a la
edificación en verdad y en santidad de (su) rebaño; debe tener presente
que aquel que es el más grande debe hacerse el más pequeño y aquel que
manda, como el servidor85.
86
J. Ratzinger, op. cit., p. 129.
87
Episkopat und Primat (en colaboración con K. Rahner), Freiburg/Brisg., 1961. Le nouveau peuple de Dieu, cap.
III, pp. 42-72.
uno de los miembros de la Iglesia, obispos y fieles88. Se trata en esto, como lo
declaró el dictaminador de la comisión, monseñor Zinelli, de la definición
jurídica del poder pontifical, y no de su ejercicio concreto. El papa no va, añadía
Zinelli, a usar su poder para ir a administrar los sacramentos por doquier y
reemplazar imprudentemente a los pastores de diócesis...89 No pocas de las
objeciones que se hicieron en nombre del primer Concilio se esfumaron a causa
de estas precisiones...
b) El Vaticano II, en efecto, se sitúa en el plano existencial de la unidad de
la Iglesia, y recoge y hace suya la acertada fórmula de la introducción a la
Constitución Pastor aeternus: «(El sucesor de Pedro) es el principio duradero y
el fundamento visible de la unidad de la fe y de la comunión»90.
-En el colegio apostólico, tal como Jesús lo ha instituido, Pedro es un
miembro, un apóstol entre los otros, pero tiene como encargo y gracia el
mantenimiento de la unidad de sus hermanos.
-Asimismo, en el colegio episcopal, el sucesor de Pedro, obispo entre los
otros, llevando personalmente el cargo de una diócesis, sigue siendo entre los
responsables de Iglesias el lazo de unidad y de caridad.
-Lejos de oponerse a la colegialidad, el primado del Pontífice romano la
supone y la refuerza. Y la colegialidad, a su vez, exige el primado, sin el cual
ésta correría el peligro de desmoronarse o de coagularse en grupos rivales.
-El principio de subsidiaridad, retenido por el Vaticano II, regula las
relaciones de autoridad y de gobierno. El papa no reemplaza a los obispos, y
respeta plenamente un poder y una responsabilidad que, por la sucesión
apostólica, ellos reciben de Cristo mismo. Su cargo consiste en velar a que cada
obispo cumpla su misión, en la unidad con los otros prelados.
88
Dumeige, La foi catholique, nº 472.
89
Mansi, 52, col. 1,105.
90
Dumeige, nº 466.
-Esta unidad será esencialmente la unidad de la fe. «La unidad de la
Iglesia requiere la sumisión a la interpretación definitiva de la fe, realizada por el
papa.»91 De ahí el lazo entre primado e «infalibilidad magisterial».
-«A lo que hay que tender, es a la pluralidad en la unidad, a la unidad en
la pluralidad. En esta medida, la conexión de las posibilidades ofrecidas por el
principio colegial (sínodo de obispos, conferencias de obispos, etc.) con el
primado, y los intercambios continuos entre ellos, serían la mejor manera de
hacer posible una respuesta adaptada a las exigencias del tiempo presente. El
primado necesita del episcopado, y éste de aquél: ambos deben ser considerados
cada vez más como complementarios, y de menos en menos concurrentes.»92
-En el plano ecuménico, las dificultades seculares encontrarán más
fácilmente su solución si se establece bien la distinción entre las tres
«jurisdicciones» que la tradición y la historia han concentrado en manos del
papa: obispado de Roma, «primacía» de Occidente (con referencia a las
«primacías» tradicionales del Oriente cristiano), y primado propiamente dicho,
confiado al sucesor de Pedro sobre la totalidad de la Iglesia.93
c) El primado del obispo de Roma sólo toma su pleno sentido, en
definitiva, en relación con la misión de la Iglesia. Ésta explica y justifica la
autoridad pontifical.
Promover la unidad, no es tan sólo mantener en vigor leyes y ordenanzas.
Sino asegurar, coordinándola y estimulándola, la prosecución del esfuerzo
misionero de todas las Iglesias. Si, colegialmente, todos los obispos están
encargados de anunciar el Evangelio al mundo entero, es indispensable que, en
el centro del colegio, uno de ellos consagre su clarividencia y su vigilancia,
poseyendo a este título un verdadero poder de iniciativa y de centralización, a
91
J. Ratzinger, op. cit., p. 69.
92
Ibid, p. 71
93
Cf. Ratzinger, pp. 68-69.
que no se dispersen las actividades misioneras. «Es al sucesor de Pedro a quien
se le ha encargado, a título singular, la propagación del nombre cristiano.»94 Este
texto no significa que los obispos sólo tienen que esperar órdenes y directrices
de Roma, y ejecutarlas puntualmente: el decreto Ad Gentes sale al paso de tal
representación, que tendería a reducir el papel de los obispos al de meros
«prefectos apostólicos». Mas no hay duda que el dinamismo apostólico de todas
las Iglesias, y de sus obispos, precisa ser constantemente mantenido en la
unidad, condición de su eficacia para construir el Reino. Este es el aspecto
fundamental del cargo pontifical, y la expresión primordial del hecho de que la
autoridad de la Iglesia le viene de su misión.95
Puede concluirse con K. Rahner: «No hay papa sin obispos, ni obispos
sin papa».96 No hay episcopado sin el obispo de Roma, que da consistencia y
unidad dinámica al «colegio» del que forma parte, como tampoco primado sin
unión al episcopado. Es a una Iglesia viva a la que el Señor ha dado su Espíritu,
y la jerarquía que estructura esta Iglesia no puede ser más que el servicio vivo
(luego operante en la unidad) de esta Iglesia viva. «El papa no es ya separable
de la Iglesia, decía monseñor Gasser en su informe al Vaticano I sobre la
Constitución Pastor aeternus, de igual modo que el cimiento no es separable del
edificio.»97 Y si esta Iglesia viva tiene por misión anunciar a Cristo vivo, ser
testimonio de su fe en el Resucitado, la autoridad que en ella se ejerce no tiene
otro sentido que el servicio a la misión...
CONCLUSIÓN
94
Lumen gentium, nº 23,2.
95
H. Holstein, Hiérarchie et peuple de Dieu, Beauchesne, 1970, pp. 21-22.
96
Episkopat und Primat, p. 74.
97
Mansi, 52, Col., 1,213.
Las expresiones de la autoridad en la Iglesia que hemos analizado llevan
la impronta de un doble coeficiente: de un lado la misión que Cristo ha confiado,
y éste es el elemento inmutable, el que pertenece a la teología que siempre hay
que tener presente; de otro lado, la influencia de la coyuntura sociocultural, de
civilizaciones y situaciones históricas, y éste es el elemento mudable, evolutivo,
que corresponde a las ciencias humanas analizar, teniendo en cuenta la
influencia de estructuras del pasado y de esquemas de imágenes sobre las
representaciones actuales.
Nos hallamos presentemente en una época de cambio, que promoverá una
mutación decisiva, quizá radical, de la fisonomía de la autoridad. Con todo, lo
que en realidad se pone en tela de juicio no es «la autoridad de la Iglesia, sino las
formas de ejercicio de la autoridad en la Iglesia, y que la larga Tradición, que se
remonta a Carlomagno, si no a Constantino, está necesitada hoy de una
verdadera revisión. Tres motivos, al parecer, la exigen:
a) En primer lugar la evidencia de que el mundo, incluso el mundo
occidental, históricamente formado por la influencia cristiana, no es ya cristiano.
Pues la autoridad eclesiástica hace mucho tiempo que se ha confundido con la
autoridad «civil», o al menos desde el siglo XV, y ha multiplicado con ésta los
acuerdos y los concordatos. Esto fue posible porque se aceptaba que la fe
cristiana continuaba siendo un hecho notorio y general, y debía, social y
jurídicamente, ser tomado en consideración. Hasta el año 1902, todo ciudadano
francés, cualesquiera fuesen sus convicciones íntimas, debía respeto y
miramiento a las leyes de la Iglesia y a sus representantes cualificados, los
cuales tenían rango de honor en las ceremonias oficiales. Claro es que esto
pertenece evidentemente al pasado. Mas si la Iglesia quiere que sea oída su voz
por nuestros contemporáneos, deberá limitarse a su misión de testimonio
desinteresado y sin ninguna protección. En otras palabras, la autoridad de la
Iglesia, que es la de su misión y de su servicio, puede ser reconocida hoy. Pero el
ejercicio de la autoridad en la Iglesia ha pasado a ser una cosa privada. En un
mundo «secularizado», como lo es el nuestro, no cabe ya tratamiento de favor
para la Iglesia.
b) En segundo lugar, la mutación geográfica y cultural, que viene
«alterando» la imagen del mundo. Mientras que, durante siglos, Europa tenía el
privilegio de ser el centro del mundo y la norma de todos los pueblos, la actual
mutación reconstruye el universo sobre otras bases, y le asigna otros centros de
autoridad y formas de gobierno distintas a las que había conocido durante siglos.
A la vez por la importancia alcanzada, en geografía humana, en posibilidades
económicas, en exigencias culturales, por las inmensas regiones de África y de
Asia, hasta aquí consideradas como territorios de colonización, y por la
relativización consecutiva de la cultura europea (y norteamericana) de
inspiración greco-latina, nuestro universo conoce hoy una transformación
radical. Y por eso se ponen en tela de juicio las «tradiciones» de una Iglesia
cultural y jurídicamente ligada a Europa. No se puede prever dónde y cómo esta
mutación hará sentir el impacto de su presión irresistible y sin duda agresiva.
Pero el acontecimiento está ahí; habría que taparse los ojos para ignorar la
importancia del mismo.
c) Y en tercer lugar, el rechazo universal de una autoridad que no acepta,
en su ejercicio, participación de subordinados en las decisiones que les
conciernen. Estos quieren ser «parte integrante» y no más ejecutantes dóciles e
irresponsables. La autoridad no sería capaz de proseguir su tarea en un
espléndido aislamiento, receloso y secreto. La existencia y la frecuencia de
«informaciones», de comunicaciones de masas, lo hacen imposible. Hoy es
normal y necesario cierta participación en las decisiones, en las investigaciones
que las preparan, en la determinación de modalidades de aplicación. Dicha
participación no contradice la responsabilidad personal de aquel que posee el
poder decisorio, pues tiene a su cargo el bien común. Parece que las
«autoridades» en la Iglesia no siempre han comprendido esta necesidad de la
participación. Y eso que el Vaticano II ha reconocido, en principio, que son
beneficiosas las colaboraciones efectivas, tanto de sacerdotes como de laicos
cuya dignidad y responsabilidad conviene «promover»... dejándoles la libertad y
el margen de acción, estimulando incluso su coraje para acometer su propio
movimiento».98 Ahora bien, para que esas declaraciones cristalicen en hechos y
salven la frontera de paternales amabilidades, ¿no conviene, a todos los niveles,
reflexionar acerca del modo de ejercicio de la autoridad episcopal?
El resultado de esta revisión crítica no será la pura y llana reducción del
ejercicio de la autoridad en la Iglesia a formas de gobierno por otra parte en uso.
El siglo XIX, demasiado influenciado por el tradicionalismo francés, se
equivocó, sin duda, en las declaraciones y en los hechos, al alinear el gobierno
de la Iglesia a la «monarquía absoluta». Hoy no sería prudente hablar, sin
matices, de una «democratización» de la Iglesia, porque, en palabras de J.
Ratzinger, «los obispos no reciben su cargo y su poder del pueblo que los ha
escogido. No es al pueblo al que ellos representan, sino a Cristo, de quien han
recibido misión y consagración».99 No hay que olvidar el carácter único de la
autoridad que reclama, en la Iglesia, la misión confiada por Cristo. Y ese
carácter es siempre, y ante todo, el servicio a la fe y a la caridad.
En dependencia a Cristo Salvador, servidor de todos, dando su vida por la
salvación de todos, la autoridad en la Iglesia no puede, de ningún modo, ser
dominación, sino servicio a la misión, y sólo a este título ella es «creíble» y
aceptable. Esta es una larga y difícil investigación, a la cual el Vaticano II invita
98
Lumen gentium, nº 37,3.
99
J. Ratzinger, op. cit., p. 99.
a todos los cristianos, para determinar en un pluralismo acorde en la diversidad
geográfica y cultural de las Iglesias -las maneras de hacer pasar a la vida de los
creyentes el mensaje del Evangelio. La esperanza conducirá esa investigación,
que nos hace más atentos al «advenimiento del Reino», y más inventivos para
mantenernos disponibles.
HENRI HOLSTEIN, S. j.
CONCLUSIÓN
G. DEFOIS.