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El revólver

Ana María de Caicedo, la hija de doña Giovanna Mantini, tenía todo para ser feliz: dos
hermosos niños de siete y ocho años de edad, una bonita casa de estilo español-
californiano rodeada de jardines y una pareja de perros chiguaguas que había
comprado en los Estados Unidos durante su luna de miel. Sus sirvientes la querían
porque era generosa y comprensiva y sus amigas, con quienes jugaba bridge, la
juzgaban tolerante y digna de recibir sus confidencias. A ese mundo de dicha llegó,
ay, una sombra: su marido, José Caicedo, se puso a engañarla con su secretaria. Se lo
había revelado una carta anónima, mejor dicho, sin firma, porque el contenido daba a
entender que el remitente era el novio de la muchacha. Aquel descubrimiento le
permitió comprender por qué su marido llegaba tarde todos los días y se mostraba de
malhumor en su presencia. Ana María empezó a sufrir como una Dolorosa. En el
automóvil de una de sus amigas fue una tarde a la fábrica donde trabajaba José
Caicedo de gerente y esperó la salida del personal. Cuando apareció su marido lo
siguió hasta una casita del barrio Las Delicias y al poco rato vio entrar a la secretaria
tratando de ocultar su identidad con una peluca rubia. Tres veces contempló con
rabia aquel tejemaneje y a la cuarta salió del automóvil, se abalanzó sobre la
muchacha, le arrancó la peluca y le dio una paliza sin que José Caicedo, detrás de
una ventana, se atreviera a intervenir por miedo del escándalo.

Pero apenas regresó a la casa le pegó bofetadas a Ana María hasta hacerle sangrar los
labios e inflamarle la mejilla izquierda. Con aquella tumefacción en la cara ella fue a
ver a su madre y le explicó la situación. Doña Giovanna Mantini se mostró directa: o
se divorciaba o se instalaba en el infierno. Ana María escogió el infierno.

Quince años antes, doña Giovanna Mantini había llevado a su hija a Turín para que
conociera su ciudad natal. Ana María quedó fascinada por la catedral, las fachadas
de los edificios y un lejano pariente de su madre que se presentó como el conde
Molti. Bruno, se llamaba, se enamoró de ella y pidió su mano. Doña Giovanna Mantini
se la negó y después le dijo a su hija: “Bruno come espaguetis y tú sancocho, a él le
gustan las óperas ya ti la cumbia, él está acostumbrado al frío de los inviernos y tú al
calor del trópico”. En el fondo no quería que Ana María cometiera el mismo error que
hizo ella al casarse con un extranjero y más allá, y no sin egoísmo, prefería que su hija
la acompañara durante los largos días de su vejez. Ana María lloró, suplicó y estuvo
encerrada en un cuarto una semana sin apenas comer, pero era demasiado joven,
carecía de experiencia y se había acostumbrado a la dominación de su madre. Quizás
porque ahora se sentía culpable de no haber dejado a su hija casarse con el conde
aquel, doña Giovanna Mantini le sugirió separarse de José Caicedo pese a que a sus
ojos el divorcio era un ultraje a las buenas maneras.

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Ana María realmente estaba enamorada de su marido y no tenía la menor intención
de dejárselo a la secretaria. Por lo pronto resolvió cambiar de aspecto: fue a un nuevo
y recién abierto salón de belleza y Dany, el peinador, le hizo una ligera permanente
para darle más volumen a sus cabellos castaños. Cuando vio el resultado en el
espejo, Ana María se percató que de ahí en adelante debería recurrir a tretas si quería
recuperar el amor de su esposo y ante esa perspectiva no pudo evitar que de pronto
sus ojos se llenaran de lágrimas. Por fortuna para su orgullo las otras clientes se
habían ido ya y sólo Dany quedaba en el salón de belleza. Asombrada de su propio
abandono, le contó sollozando lo que ocurría y él la consoló utilizando palabras que
le llegaron al fondo del corazón.

Dany era homosexual y más de una afrenta había recibido en la vida. Quería a las
mujeres y oyendo hablar a Ana María se sintió solidarizado con ella, como le había
pasado siempre con su madre cuando la veía recibir los insultos y porrazos del
infecto individuo que era su padre. Antes de morir ella vendió a escondidas su casa y
su tienda de alimentos y colocó todo el dinero en la cuenta de ahorros de su hijo. Con
esa plata Dany se fue a París donde aprendió el oficio de peinador y su gusto por los
hombres. Cuando cinco años después volvió a Colombia, en barco para traer todo el
material que le permitiría abrir un salón de belleza moderno, tuvo el primer
contratiempo que le hizo entrever lo que sería su vida de ahí en adelante: apenas pisó
el muelle de Cartagena, un negro que pereceaba por los alrededores gritó: “Marica,
vengan a ver al marica”. En menos de lo que canta un gallo montones de negros se
reunieron detrás de él y empezaron a tirarle piedras. Le tocó echar a correr
perseguido por los negros y sus piedrazos hasta que entró en la ciudad y logró
refugiarse en una iglesia.

Sólo más tarde, de noche, pudo ir al muelle y recoger sus cosas. Esa experiencia
influyó en su decisión de instalarse en Barranquilla, ciudad más tolerante, en
apariencia porque un grupo de hombres de clase media se divertía rompiendo los
vidrios de su salón de belleza y se vio obligado a buscar el amparo de un gran burgués
que obtuvo que el alcalde enviara dos policías todas las noches para proteger el
salón. Así que cuando Ana María le habló de sus problemas, Dany le explicó que
había entrado en una relación de fuerza y debería armarse de coraje para resistir y
ganar el combate con el tiempo.

El hecho de saberse condenada a librar una batalla cada día le dio a Ana María una
visión total de la situación. Estaba en guerra y hasta calificó su conflicto de operación
amatista. Tenía aliados, Dany, sus amigas, su madre, sus hijos, que no soportaban
que José Caicedo le pegara y el novio de la muchacha, que apenas se enteró del
incidente de la peluca la llamó por teléfono. Tenía un enemigo, la secretaria, y un

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objetivo, recuperar el amor de su marido. Para realizar esto compró vestidos más sexi
y aprovechando las amistades de Dany se hizo enviar de París ropa interior
provocadora, de encajes negros, y batas de dormir insinuantes. José Caicedo
sucumbió a la tentación y le era infiel a la secretaria con su propia esposa, pero no
por eso dejaba de tratarla mal y cubrirla de insultos.

José Caicedo no comprendía muy bien lo que pasaba. Yolanda, su secretaria, se


mostraba enardecida desde la historia de la paliza que le dio Ana María. Sus patrones
de Cali lo despedirían ahí mismo si se enteraban del asunto. Y su esposa le parecía
más atractiva que nunca. Él era unhombre de acción acostumbrado a mandar y
detestaba las argucias femeninas: era como hallarse en una barca sin timón y en
plena tempestad.

Debía ocultar sus relaciones con Yolanda, esconderle a esta última sus amores
conyugales y tratar de mantener la paz en su hogar para no traumatizar a sus hijos.
Pero Yolanda aspiraba a ser más que una aventura sin darse cuenta de que eso era
imposible y, sentimental, lo incitaba a divorciarse, a abandonar su situación de
gerente —tan duramente adquirida y a llevarla a cualquier otro país latinoamericano
para comenzar una nueva vida. Por su parte, Ana María le exigía que terminara de una
vez por todas sus aventuras y volviera al redil si quería conservar su posición y sus
hijos.

Las amenazas de Ana María lo llevaban a volverse contra ella haciéndola pagar por su
conducta y la de Yolanda: ahora le pegaba casi todos los días y no le daba dinero para
sus gastos personales. Pero lo que más detestaba era la fascinación que ejercía
sobre él desde que empezó a vestirse con coquetería poniéndose aquellos sostenes y
ligas negros que parecían salidos de un burdel. Más Ana María lo atraía, más la
maltrataba hasta que ocurrió el incidente que les cambió el destino a todos ellos.

Pasó un sábado por la tarde. Yolanda, que no terminaba de aumentar sus exigencias,
le propuso pasar el fin de semana con él y Ana María se negó rotundamente a dejarlo
salir. Discutieron con ferocidad. José Caicedo le pegó como de costumbre y se dirigió
al garaje. Ella fue detrás de él amenazándolo con seguirlo en su propio automóvil y
armarle la gran trifulca a su querida. Cuando José Caicedo encendió el motor, Ana
María se encontraba entre el vehículo y la pared. ¿Quería maltratarla, darle un susto,
impedirle salir? Nunca lo supo, ni siquiera al ser interrogado por los dos policías que
llegaron llamados por doña Giovanna Mantini. El hecho fue que arrojó el automóvil
contra ella partiéndole una tibia y algunos huesos de la pelvis, sin contar con otros
órganos que recibieron lesiones más o menos graves.

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Dos meses pasó Ana María en la clínica del Caribe. Le enyesaron la pierna y le
hicieron tres operaciones. Dany iba a verla con el pretexto de peinarla y su madre se
sentaba junto a la puerta para vedarle la entrada a José Caicedo. De tanto
encontrarse doña Giovanna Mantini y Dany se volvieron amigos y juntos concibieron
la idea de comprarle a Ana María un revólver destinado a asustar a su marido. Doña
Giovanna puso el dinero y Dany consiguió el vendedor, que una tarde fue a la clínica y
le enseñó a Ana María cómo se limpiaba, se cargaba y se descargaba el arma y de qué
manera apuntar, disparar y soportar el culatazo hasta que ella se familiarizó con
aquel objeto negro y terrible capaz de transformar su vida, al menos de colocarla en
situación de igualdad frente a su marido.

El cambio fue total. Cuando Ana María salió de la clínica para regresar a su casa,
cojeando, pero con el revólver escondido en la cintura, sintió que el mundo le
pertenecía. José Caicedo, que no sabía cómo hacerse perdonar, había llenado la
cama de paquetes de regalos. Ella ni siquiera los abrió.

Esperó a que los niños se acostaran y las sirvientas se retiraran para sacar el revólver
y apuntándolo contra su marido le dijo con una voz peligrosamente tranquila: “No
sólo terminas mañana mismo tus relaciones con esa mujer, sino que además la
despides. Y óyeme bien, jamás volverás a ponerme la mano encima. Si me pegas, te
lleno de plomo apenas estés dormido”.

José Caicedo sintió un hueco en el estómago como si hubiera pasado una semana sin
comer. Sus manos se enfriaron y una repentina gota de sudor le corrió por la frente.
Con las piernas inseguras buscó la silla del tocador.

Tenía miedo, una impresión desconocida en su vida de adulto. Aquel revólver que lo
apuntaba lo hacía regresar a sus temores de niño, cuando aterrado en la oscuridad de
su cuarto creía que un ladrón iba a caerle encima y se acurrucaba bajo la manta. Le
pareció que respiraba mal y se aflojó el nudo de la corbata. “Bueno”, le dijo a Ana
María haciendo un esfuerzo para controlar su voz, “no vas a matarme ahora. Abre tus
regalos”.

“Primero sal del cuarto”, le oyó responder, “debo esconder el revólver”. La obedeció
como un niño bien educado y desde el corredor trató de ver por el ojo de la cerradura
dónde escondía el arma. Pero Ana María apagó la luz y cuando la encendió el revólver
había desaparecido. Se puso a desatar las cintas de los paquetes y pareció
encantada con los regalos. Había un collar de rubíes, dos brazaletes de oro, un juego
de sábanas de satín, tres cajas de copas de Baccarat y cantidades de objetos de
contrabando que había querido tener toda su vida.

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Aquella noche le pareció a José Caicedo más excitante que nunca hacerle el amor.
Con el revólver escondido en alguna parte, poseer a Ana María era como aumentar el
peligro inherente a toda relación sexual. Al día siguiente licenció a su secretaria, que
enfurecida se casó con su novio unas semanas más tarde. Ana María encontró de
nuevo la felicidad de tener a su marido para ella sola y José Caicedo empezó a buscar
el revólver. Apenas su esposa fingía dormirse se levantaba con sigilo de la cama y se
ponía a mirar detrás de los cuadros, en las gavetas del tocador, bajo la alfombra,
entre los remedios del armario del baño y en medio de la ropa guardada en la
cómoda. Ella lo veía con los ojos semicerrados y debía resistir a las ganas de echarse
a reír. Y treinta años después, cuando Ana María vino a París, ya de abuela, me contó,
querido lector, que ella no sabía a esas alturas adónde estaba el revólver aquel, pero
que José Caicedo lo seguía buscando con melancólica obstinación.

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