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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE:


ASTERIÓN Y YO

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE:


ASTERIÓN Y YO

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

EL NONAGÉSIMO
NOVENO NOMBRE:
ASTERIÓN Y YO

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Edición E-book: mayo 2018


© Derechos de edición reservados. Editorial Casa del libro. Casadellibro.com
Colección Novela
© Damián Nicolás López Dallara
Edición: Autoedición Taugus. Maquetación: Damián Nicolás Lopez Dallara.

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publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una
novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y
subjetivas.
EDITADO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

In isto magno laberinto


vivimos modo duo personae:
Ego et Asterion.

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

¿Se entenderá que a estas escrituras no las perturba un solo


diálogo? En esta historia de amor no se cuela ningún beso. El
espectáculo es conjuntamente una forzosa propiedad de nuestra
Mansión y de nuestra complicidad. Su mayor deseo sería
sorprenderme dormido en el suelo de cualquier cuarto. Su furia
nunca descansa en las pacíficas fronteras de la compasión. Las
paredes de nuestras piezas jamás admitirán garabatos de
ningún niño. Y yo quisiera que este albergue no tuviera galerías.
El otro que comparte conmigo este retiro, está deseoso por
asistir al menos a un sacrificio mientras durase este afiebrado
concubinato. Pues mi Observante revive morbosos erotismos
cuando se propagan las hemofilias. Yo -Appolodro Tercero
Theoffelia-, fui el encargado para cerrar el xenófobo caso que
ningún héroe pudo endilgar en el engañoso itinerario de sus
proezas. Pacientemente, el Soberano esperará mis noticias,
repiqueteando sus anillados dedos sobre el apoyabrazos del
trono. Y si acaso no le llegasen: deducirá que otra vez ha vencido
la Bestia.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Capítulo I: Designios

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demás de controlar el espacio, la Bestia maneja la percepción de quienes
usurpan la quietud de esta milenaria arquitectura, a la que los inteligentes y
los eruditos han bautizado con un nombre que pretende imitar las
dimensiones de lo divino: "Laberintos".

Tras consumir largos años enriqueciendo la mente con las ciencias y las sabidurías de
los semidioses y de los ángeles, uno acaba por preguntarse si la vida es azarosa o se
extiende en complejos brazos de tiempo, preteritamente meditados desde la Eternidad.
El director de estas tierras nunca deja conocer a sus tributarios los secretos de tal
proceder o de tales magias. Pero en lo particular, creo que hasta en la coincidencia
existe cierto orden, con el que nos vamos topando gracias a leyes todavía desconocidas
(o quizás negadas) para el entendimiento mortal. De ser real un orden para cada hecho
de la vida, tal consigna debió haber sido premeditada por el dueño de esta comarca.
Conozco un poco sobre algunas teorías para que al fin se aclaren las lógicas de viejas
magias, de viejos misticismos, relacionados con el poder espiritual de cada hombre:
relacionados con el deseo de asemejarse a nuestro Redentor.

Todo entendimiento capaz de reconocer el nombre de Dios, deberá proferir primero


las noventa y nueve partes conocidas del Malo. Hasta estos días corre un mito (de al
menos ya veinte siglos) que promete en increíble prosa una esperanza para los
hombres que codician la beatitud:

Quien tolere el martirio que involucra articular por noventa y nueve veces a la desgracia,
habrá desarrollado sus facultades hasta el indiferenciable punto en que se confundan con
las de nuestro Único Soberano.

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Al mismo tiempo que la razón va evocando una por una las cualidades del mal, el alma
se descorrompe. No todos los hombres nacieron preparados para servir al Magnánimo.
Únicamente aquellos tan hábiles y de fuerte virtud, serán dignos de ser llamados
devotos. Mi naturaleza es curiosa, mi origen incierto. Nunca he necesitado rendir
cuentas por mis actos a ninguno; tampoco he nacido con la urgencia de honrar las
carencias de mis antepasados. Desde que aprendí a mantenerme, mi independencia se
solventó con trabajos que me fastidiaron muy pronto. Tanto el forjar espadas a la luz de
la humillante fragua como fustigando a las cuadrúpedas bestias de los carruajes reales,
los he tomado como si fueran ofensas que insultaban a mi intelecto. A la hora del
arancel, pocas veces no me sentí explotado. Desde los castigadores cultivos hasta las
refinadas fundiciones en la orfebrería: no hubo ninguna ocupación que desarrollase
completamente mi entrega. Por supuesto, al principio cumplí con todos mis cometidos
incentivado por una incipiente emoción. Durante la primera semana yo fui el más veloz
eslabonando colgantinas de plata y oro. Tampoco en los fríos campos de la política
anduve mucho. Y aunque en esa hipócrita profesión duré más años que en las demás, al
poco ya me había cansado de los debates. Puesto que los cerebrales caminos que
acaban en la razón se agotan muy pronto.

Tal vez por toda esa frustración fue que quise agitar la cotidianeidad de mi vida
buscando lo inexplorado. El mundo tiene muchos Reyes, mas yo me decidí servirle al
Único Monarca, ése que sostiene sobre sus desmedidos lomos las abstractas vigas de
toda esta impresionante bóveda celeste, para ganarme así Su preferencia y también
gozar de Su protección. Pues mi aldea se ha convertido en un poblado inseguro desde
hace ya mucho tiempo. ¿Citaré también que un día mi fama conmovió hasta la
misericordia al Único Rey? Aquella vez, por el ruego de la grey, nuestro Soberano
perdonó del merecido escarmiento a mi alma. Pero puedo asegurar que aquello
solamente me lo toleró por saber muy bien que todos nosotros vivimos condenados a
un infierno en común, pero nuestros sentidos terrestres lo disimulan como
esperanzador. También por sentir que le debía un servicio me vi un poco obligado a
pagarle aquella gentileza. Pensé que mi Rey, tan querido por los miles de pobladores
que se bambolean hacia aquí y hacia allá en este mundo de razas heterogéneas, era
merecedor de que al menos alguno de sus feligreses sacrificara su insignificancia, con
el rebuscado fin de convertirse en un portador de las revelaciones que santifican a los
espíritus, o en pos de dar con algún sumo conocimiento que engendrase cierta doctrina
conciliadora, para que al fin se unifiquen todas las comarcas, todas las dinastías, que
navegaron alguna vez por las heroicas rutas atemporales y que compusieron el total de
las edades históricas de nuestros ciclos terrícolas.

Así fue que quise arriesgarme a culminar la empresa más peligrosa que nuestra
Majestad nos había sugerido (o quizás, endosado) examinar a los comarquinos de
estos endiablados territorios, y que se ha quedado pendiente entre las labores
humanas, más o menos durante dos mil años. Sin oponerme ni saltearlos, me fui
enfrentando a todos y cada uno de los dolores reconocidos por el Planeta. Sufrimientos
que se dilataron entre los dos equinoccios, derrocaron súbitamente a mis bienestares y

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me persiguieron a todas las ciudades por nueve misteriosos años, sembrando en mi


corazón el resentimiento y la infelicidad. Luego, donde estuviera, la soledad sería un
buen partidario mío.

Pero aún entonces no enloquecí. Pude nombrar la esquizofrenia, la lujuria y la envidia;


dolores y patologías intentaron sin éxito desaparecerme. Decenas de venenosas plagas
y putrefacciones contaminaron a mi alma sin que yo estuviera preparado para la
sanación. Todos han sido excelentes adversarios; su fantasmal corazón, digno de mis
mejores espadas. Pero ninguno ha sobrevivido a mi tenacidad o soberbia. Me
familiaricé con toda la enfermedad para asumirla y, luego de proferir sus variantes
nombres, eliminarla.

Pero aún no he logrado matar al último enemigo que precede a la conquista de mi


misión. Me ha traído hasta aquí el asombroso mito, templado en la antigua leyenda que
cinco sabios nos revelaron:

Quien presencie su muerte podrá leer en las estrellas el Nonagésimo Noveno Nombre,
Sustantivo indispensable para merecer el primer nombre del Bien, que encierra el mismo
poder del Monarca Primero.

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Capítulo II: El Avistamiento

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lguien vive conmigo hace veintiocho años y no sé su nombre. Hombres y
mujeres que amparan la existencia de un Universo Único, pondrán en tela
de juicio la veracidad de mi historia. Si no fuera porque el recuerdo
atestigua a mi favor, señalándome las paredes decoradas con sangre (a
veces mía, a veces de la Bestia), yo también pensaría que mi relato no
describe el pasado, sino imaginaciones elaboradas por la locura misma. La Mano
Divina me ha tocado para que logre sobrevivir a la tragedia, así les advertiría a los
otros soldados cuáles son los riesgos de ciertas decisiones que nos hacen intimar con
las conductas ermitañas y a cambio nos conceden una poca de sabiduría.

Lo cierto es que deseando conocer aquello que la imaginación no concibe, ávido y


ansioso por acabar la obra que (quizás por parecer un arte muy olvidado, quizás por
mera cobardía) ningún humano deseaba cumplir, acabé yo una tarde o una noche
perdido entre pasadizos bordeados por medianeras y concavidades extensas y
ensortijadas, que asilaban en su vacío aguas negras y divisorias. Todas las partes de
esta mágica mansión se multiplican por infinito, ya sea un espacio o un tapial, un
rincón o una enredadera. Sorprendentes recorridos en espiral sugirieron a mis pasos
seguir hacia el fin del camino, pero me supe engañado cuando hallé la miseria y el
colapso.

Entre los perpetuos ángulos que alinearon la arquitectura de esta patitiesa vivienda, se
esconde una bestia que es hombre y toro en dos mitades desiguales. Cuando lo vi
correr hacia mí por primera vez, sufrí de miedo pero más todavía por repulsión. Dos
ojos incendiados y dos pupilas de forma continental me alienaron con su radiante
insanía y la sed del homicidio.

Creo que pastaba los restos de otro hombre anterior, mientras la gravedad mecía su
cabeza como afirmando. Cuando le vi descansando dudé de mi fe al imaginar que
nuestro Soberano -vigilante de todas las muertes y todos los nacimientos-, haya
centrado, entre los cuerdos y los insanos, una morada tan llamativa para mi tremendo
Esperpento. Todo mi valor basado en incontables y decisivas victorias germánicas y
anglosajonas, en un instante fue reemplazado por el tremendo respeto que me inspiró
tal temeraria visión. Recuerdo ahora que mi primer impacto fue intentar convencerme
de estar frente a un espejismo. Creí estar admirando una figura que resultó por mi
hambre carnívora y mis semanas errantes. Como el toro que va a embestir, Asterión no
dejó de correr en recto, pero adivinando que yo huiría apuntó algunos metros a mi
derecha. Ya a salvo de mi muerte, me preguntaría cómo fuera posible que la violenta
desproporción que había entre sus distintas anatomías y su mollera, le permitiera ir
hacia sus víctimas con una estabilidad tan prudente.

Si los fallecidos en manos de la Bestia conservaran la capacidad del idioma, tal vez le

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destacarían con mayor admiración los rasgos mentales antes que los físicos. Mas nadie
podrá afirmar con fiel prueba los rituales que aquí describo, y que fueron formando día
por día una relación basada, más que en deseos y en citas, en los encuentros
accidentales que nos ofrecía el azar y el tiempo inconmensurable, al comienzo o al final
de alguna galería, que al primer vistazo ya me amenazaba con la libertad: o en la
sombra angular que recorría lamentablemente los muros de algún rodeo ya casi
familiar. No es raro que toda la atención (mía o suya, eso no cambiaría el desenlace de
mi historia) de nuestra convivencia fuera degradada a la vigilancia de los movimientos
y los sigilos que pudieran entorpecer la desolación de nuestro castillo y que, para
acotar algo más a la imagen de su arquitectura, estaba desprovisto de cualquier torre.

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Capítulo III: La Leyenda

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uperando estrategias que debido a su complejidad han justificado el capricho
de Dios (poblar el Planeta con inteligentes), la Bestia merodea el encierro
mientras ingenia planes sobrehumanos no solamente para desarraigarme, sino
para que mi defunción sea un lema que advierta a los demás osados cuán
peligroso es querer competir contra los poderes de nuestro Predilecto.

La diversión de Asterión es adivinar los pasadizos que yo elegiría y adelantárseme por


las noches: Ya a los pocos días del claustro me acostumbré a negar mi primera elección
y decidirme sobre la marcha por un camino impensado. De esta manera, Asterión
permite inteligentemente que sólo me pierda en los corredores que ya conozco. Como
si quisiera acobardarme demostrándome que su ingenio es más cosa de los héroes que
de las bestias, como adivinando mis deseos (los generales también gozamos de esa
virtud, aunque la eliminemos de nuestra comunicación), Asterión despuebla los
dominios que ya han oído la acústica de mis pasos y con el ingenio me invita a vagarlos
sin intervenciones ni estorbos. ¡Ay, si los dioses le vieran agazapado en la entrada de
los corredores que conducen al espacio abierto! Y así me sugiere con la indeferencia a
proyectarme en las galerías que desembocan en mis fracasos. Y mimetizándose con la
misma arena que espera el rayo lunar, paciente e invisible acecha los aires
ensordecidos para sorprenderme con su mortífero abrazo: si es que acaso algún día
doy con la bendición que me conducirá a la infinita luz salvadora, que rescata a los
vivos de las penumbras.

Tengo un camino que ya varias veces he intentado sin el reconocimiento de la victoria.


Cada tanto, mis pasos agotan esta superficie con el sólo propósito de sentirme
poderoso ante la insolencia de estos tapiales que nos rodean. Aquí mis escrituras
demostrarán el punto que mi vanidosa precisión consideraba expresar: Este camino es
insalubre; Asterión lo sabe y jamás derrochará un día completo en esconderse tras la
oscuridad de sus recorridos ensombrecidos a causa de las horas meridionales. Este
otro Soldado de las Oscuridades, me aguardará pacientemente, ya sea en las grandes
grietas que el tiempo le proporcionó a estas bastardas murallas, ya en los rincones que
tienen la propiedad de vestir con el camuflaje a los visitantes: ya fueran un hombre, un
inmortal o el mismo Asterión. Su Inteligencia solucionará el deseo del homicidio,
adornando con la desolación cualquier corredor que me guíe a la muerte o, lo que sería
igual (considerando el ámbito siniestro donde convivimos), a la locura.

En cambio existe otro camino que sería un brazo (entre un total de infinitos) de la libertad.
Aquí durante el sol Asterión desafía al cansancio, durante la luna yace Asterión. Las cantidades
de las ofensivas o de los sorpresivos asaltos me han hecho sospechar que la Bestia no es un
solo Asterión, mas se encuentra multiplicado a la largo y a lo ancho de las galerías.

Sólo con una rebuscada imaginación pude una noche justificar el por qué de tantas

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apariciones, siendo que todas las sabidurías del reino sumadas a mis estudios
catedráticos y religiosos, a todas mis teorías independientes, prometieron que la Bestia
es única, primogénita. Los hombres nacieron con una peligrosa soberbia que exige a su
sensatez dar un origen para todas las cosas. De ahí que cinco antiguos tramaron sin
ningún cimiento una Generalidad que acabó por mucho tiempo con cualquier duda
lógica. Pero ello era más porque aún el tiempo no se había encargado de evolucionar
las conciencias. Quizás fue por esta suposición que yo también conjeturé, basado en el
recuerdo de una de mis teorías favoritas, el estorbo de infinitos Asteriones.

En lugar de elegir desde un principio el arte de las invasiones y de las hostilidades,


pensé equivocadamente en invertir dos o tres años de mi juventud en conocer las
fórmulas que hasta ese momento gobernaban en las opiniones del Universo o del
mundo mismo. Claro, en ese tiempo pensaba yo que tendría a la perpetuidad como una
de mis particularidades; si tuviese la oportunidad de reformar mi historia, de seguro
eliminaría aquellas noches de investigaciones fútiles. Mejor hubiese dicho: “inútiles”,
porque hoy otras verdades las han expulsado de mis anotaciones internas. El resto de
aquellos años son unas pocas memorias, donde se diferencian nauseabundos
hechiceros que me confiaron la receta de sus brebajes criminales. Me explicaban las
propiedades de los ángeles, de las bestias y del corazón humano:

Se sabe –me decían- que los animales feroces carecen de ingenios más que para
sobrevivir. Su arte es nacer, extender su linaje y morir. Pero la Evolución ha creado una
camada de fieras malignas que duplican su corpulencia doblándose en los espejos o en
los arroyos. Y tal cual fuera una entidad respirante, su reflejo cobra la vida y se proyecta
en el mundo de los luchadores para colonizar territorios y destronar a los emperadores.
No se hacen de prisioneros ni tampoco humillan con la esclavitud a quienes derrotan. Su
instinto más débil se iguala con la inteligencia más sobresaliente. No experimentan
metabolismos. Tienen a la eternidad como aliado, y consideran enemigos a todos los
diferentes. Bautizados Los Astéridas, se les conoce una virtud que asegurará a su estirpe
la proyección en el futuro del mundo: Tal cual se vieran en espejos o ríos o mares, miles se
materializarán del recuerdo de los hombres que les mirasen.

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Capítulo IV: El Rey

En esta aldea las montañas del horizonte cambian de ubicación.Las paredes de mi


claustro, de nuevo se acercan hasta la piel de mi cara. Cada camino que intento, me
recuerda a los enfrentamientos con la otra bestia cornuda. El monstruo ha sido
rebautizado nuevamente:

Uno que está ahí –quizás el Asterión más anciano- no ha parado de gesticular dolores.
Quizás el acostumbrarme a escucharlos me haya convencido de que es preciso
prestarle atención a todo lo que les pasa, como si la absoluta atención fuera una alerta
ingeniosa. Pero tras sus reiterativas quejumbres descubro que nada más son histerias.
Había sufrido las infecciones de la suciedad. Lo más curioso es que estas
deformaciones desarrollaron la facultad de otro idioma en el griterío de ese Viejito.
Una que otra vez me molestó con su extraño acento. Distinguí por fonética la misma
palabra en distintos versos. Después sabría que ese Rumiante, se había trabajado un
putrefacto vocabulario para incrementar la locura en quienes lo oyeran.

Aunque su agonía me de placer, sería nocivo aclimatarme para observarlo. De buenas a


primeras podría resucitar, y aunque su noble razón de toro no quiera me clavaría los
navajazos. Pues sé que le gustaría ayudarme para que me vaya de aquí.

Un enemigo se va convirtiendo en el odiado. Pero este rey es la única compañía fiable.


Los Astéridas fueron privilegiados con un mágico don que les permite adentrarse en
las voluntades. Hoy desperté y el Rey estaba persiguiendo a una hembra para
degollarla. Se enfureció al oírla suplicándole por piedad. Antes de darle muerte la
profanó con el inmenso entero, mientras la hembra le advertía su descontento aullando
histéricamente. Esa mujer no siempre perteneció a la prole. Ella también habría sido
una cortesana. Como el sable del tahalí desenfundó su alarido, que enervó más aún la
ira del Mandamás cornudo.

Algunos Asteriones han desarrollaron la capacidad de comunicarse sones mediante. Se


dan a entender con articulaciones sonoras que producen ecos en esta profunda aldea.

Ahora es de noche. Poco a poco los Asteriones van desapareciendo. Y aunque sus
beleidades ya están listas para desparramarse sobre mi piel, no hay ningún Asterión a
la vista. Mi lástima es que no estén, pues al cabo de los siglos hay muchos a quienes me
he acostumbrado a odiar. Y a falta de juegos suelo recrearme en los sentimientos
absurdos. Sólo el llamado Rey queda como escondido en el mismo lugar que no
abandonó jamás.

Capítulo V: Singularidades

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lguna vez, en algún rincón cuadrangular, mis recuerdos me pasearon por las
numerosas teorías improbables de los aritméticos eruditos que tienen
nombres popularísimos en los ambientes más elitistas de la comarca que tal
vez no volveré a presenciar. Entre un gran número de imposibilidades,
recordé la ciencia de un imaginativo, estudioso de la bóveda celeste y de las estrellas
que se lucen más allá de la luna. No quise reflexionar demasiado sobre aquella insulsa
extrañeza, que más me pareció haber sido creada para especular con la admiración de
la plebe que -ante la importancia de algún renombre-, busca permanentemente
identificativos analíticos para entretener a sus alivianados ingenios.

Descarté la teoría aquella tras pocas líneas de análisis. Sin embargo la evidente
refutación que se detectaba -igual que se detecta una cacofonía pero que nadie se
animó a remarcar-, la dejó orbitando alrededor de mis ya enloquecidos
entendimientos, que Asterión me fue desgastando debido a nuestra costumbre de
jugar a la persecución. Esta teoría provocó espejismos en aquella otra comarca que
ningún vivo más que yo puede ver amanecer. Así, voluntariamente y deseando
combatir con la fuerza a la petulancia de los grandiosos, imaginé universos cuyos
tiempos corrían hacia el pasado. Imaginé que el final del día estaba en el amanecer.
Plagié la conicidad enana de un florero estrellado, recomponiéndose a medida que
nuestros relojes solares explayaban su sombra triangular sobre los lustros de los
minutos. ¡Y basta ya de ejemplificar mis suposiciones! Ya que nadie que hasta aquí
hubiera llegado necesitaría de un solo ejemplo más para dilucidar, con su propia
inteligencia, esta repugnancia que les tengo a aquellos filósofos que, aprovechando el
triunfo y la gloria, tratan que todos sus inventos y sus retorcidos argumentos (que
buscan compensar la falta de creatividades auténticas), alcancen el reconocimiento de
toda una generación; e incluso de una civilización entera.

Deduje también que en ese universo de momentos antípodas, la manzana reveladora


caería hacia arriba. Ahora quizá me alegre (quizá me aflija) el saber que la mente de los
generales utilice, como defensa para sus integridades creaciones tan fáciles que me
resultan absurdas. Sí me alegra, porque en unos segundos conseguí abstraerme de mi
calabozo sin necesidad de otro instrumento que no sean los mares encrespados de mi
propia psicología. Quiere decir que ya estoy empezando a prescindir de mis viejas
distracciones (que yo creía indispensables), y en cambio me he acostumbrado a
completar mis soledades con el milenario vicio del pensamiento, todavía más antiguo
que estos erosionados murallones. Pero por otro lado me he quedado un poco
sorprendido, pues para un magno líder es difícilmente asumible que a pesar de tantas
pruebas presentadas al Augusto, tantos triunfos que destacaron mi valentía y
evidenciaron mi talento guerrero, uno que en otra era ha sido el dirigente de los miles
y miles de servidores que han seguido al Soberano, tenga que conformarse ahora con el
delirio o la inferencia para cultivar sus horas de sobreviviente y conseguir
temporalmente la conservación. Otra cuestión que ocupa los cauces por donde mis

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ideas circulan, después de descubrir lo absurdo de esa fantasiosa historieta, es que al


compararla con las primeras que he tenido al venir aquí, se podría completar en una
pregunta: ¿Cómo es que yo -Appolodro Tercero Theoffelia-, relato ahora para mis
inferiores e iguales con la misma afinación en el alma con que le hablaría a mi
Venerable? Mis conjeturas han ido deslizándose por una vertiente que nace en lo
normal y se acaba en lo enfermizo. Y esto no es algo que deba enaltecerme, pues intuyo
que, cuanto más excéntrico quedare acabado un suponer, más debe adueñarse de la
verdad individual, que aleja nuestras almas del control y de la igualdad. Pese a todo,
arriesgándome por enésima vez a la tramposa degeneración voluntaria, si las leyes que
gobiernan el paso del tiempo y a las fieles intenciones de la gravedad le respondieran a
un Dios en rebeldía y desenvolvieran sus acciones lógicas retrocediendo: ¿Entonces
qué sería de Asterión y de mí? Pensé que si nosotros, los que asistimos a ese Solemne,
solamente somos una gran sumatoria de reacciones afectivas e intelectuales, entonces
en este universo de singularidades (donde la las leyes de la materia son inverosímiles)
también lo serían nuestras reacciones ante las observaciones del mundo natural,
cotidiano y físico. Así, similar al flujo y el reflujo de los movimientos, serían inversas
nuestras conclusiones. Y así también nuestros comportamientos.

Fui tan feliz al considerar este Universo momentáneo que pude haber fallecido a
manos de la Bestia y aún mi cara seguiría expresando la apatía, que por primera vez
sentí hacia la existencia mortal, pues había yo descubierto un mundo que va más allá
de todas las Tierras y todos los calabozos semejantes al encierro donde peleamos día
tras día Asterión y yo.

Por un segundo piensen todos los que puedan leerme (si es que acaso alguna vez mis
proclamaciones cruzan los límites de este encierro) que existe un planeta donde las
cualidades e intenciones son el opuesto de nuestras virtudes y defectos inherentes. Si
ahora me encontrara con el Monstruo y su encandilado mirar me ofreciera retroceder:
en este mundo de demoradas paredes mi Demonio en lugar de embestirme me
sugeriría escapar. En la Gran Mansión donde rumiamos la existencia mi adversario y
yo, el Adefesio siempre ha encontrado motivos para perseguirme, para matarme,
hostigando con su cornada mis paces y mis esperanzas. Pero en esta fantasía, mi Bestia
es benévola y misericordiosa. Me imaginé irrumpiendo en los espacios inamovibles de
alguna galería y Asterión me increpaba desde la distancia y corría hacia mí, ya no para
descuartizarme, sino para guiarme al pasadizo que acaba alumbrado por los restos
inevitables de iluminaciones artificiales, propias del hombre y de los instintos carentes
de criminalidad. Y yo en lugar de huir, en lugar de temer los sanguinarios azares que
enfrentaban mi cuerpo a sus cabezazos y a sus tremebundas mordidas, me acomodaría
en cualquier patiecito y esperaría el acercamiento de Asterión para conversar
imaginariamente, pues a pesar de que el idioma es inconciliable con la vulgaridad
animal, en este mitológico Universo que había sido engendrado en la Madre Locura por
el Padre Vicios, nuestras intenciones habrían sido el opuesto de nuestros deseos
omnipresentes.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Y si acaso es cierto que soy inmortal, viviría para ver empequeñecerse a la casa: hora
tras hora las filas de piedra se reducirían, y los muros serían cada día más petizos,
hasta que al fin cacofónico los infinitos estorbos de las paredes se convertirían en
infinitas salidas al ras del suelo.

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Capítulo VI: Lo Místico

A
pesar de que sospeché todo el tiempo adonde anduvo pastando, en cada
paso evité a la Bestia. Todas las carreteras tienen fantasmas; de tanto
enfrentarlos me hice un valiente. Si jamás los hubiera visto, si hubiera
matado a pocos: ¿Qué hubiera sido de mí?

Ese camino no tiene trampas. Pero aunque en ninguna cartografía se ilustran sus
bifurcaciones, yo no sospecho encontrar el riesgo si me aventuro por él. Como si se
tratare de una amante que me seduce de a poco, a medida que voy avanzando siento
que en el nuevo ámbito aumenta un hogareño perfume que me inspira para mirar en
todos sus recovecos. En las paredes de este pasillo se enclaustran puertas secretas, que
se abren solamente posando el ojo en la piedra correcta. Caminos atrasados que no
completé por vagueza, se quedarán este día sin haber sido vistos. Mis ojos se
accidentan en ladrillos que nunca he mirado. Y de golpe el imitante muro se desplaza
hacia los costados para tentarme con una entrada obscura que me conducirá a otro
perderme. Pero aunque sé que el extravío me espera, en todos los casos una torpe
esperanza me convence para que pase abandonando el andar actual. La curiosidad por
aquella clase de aventuras se ha hecho más débil con la reincidencia de las estrellas; y
un detente ha crecido hasta el alarido desde sus primeros susurros. Desde que estoy
aquí, la ruleta de los misterios me premió siempre con el fracaso.

Desde que el laberinto y la Bestia desarraigaron de mi espíritu todo arrojo y me


adaptaron a la cautela, siento disgusto pensando que un camino pudiera estar
desatascado. En este concentrado embotellamiento de galerías, las decepciones han
convencido a mi alma de que tampoco me reencontraré con los vicios que tanto amé.
Este mundo ya puede prestidigitalizar delante de mí todos los corredores que quiera:
me emocionarán, pero la esperanza de encontrar a los dioses la tendré más en el
secreto norte de poner en marcha mi ingenio, antes que en el avanzar por este desierto
de enigmas infinitos. ¿Acaso no son lo mismo? Solamente en un minúsculo detalle se
diferencian esos dos mundos: en el real la Bestia está fuera mío; en el místico, yo
también soy un poco atroz. Si algún día encuentro la rebuscada salida, donde
despreocupados me esperan los ciudadanos, será porque primero maté al toro de mis
adentros. De vez en cuando soñé con que el Laberinto es sólo un retorcido espejo de mi
aún más retorcido espíritu. Y aunque esto no fuera del todo cierto, de un reflexivo
escrito salió la prueba de que, con sentimientos odiosos, los humanos construimos
graves murallas.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Capítulo VII: Los Rasgos Mentales de Asterión

D
entro de los rangos que completaban los puestos vacantes en el ejército de
mi Monarca, para llegar a tener una altura aceptable, mientras conviví
entre los indiferentes he tenido que ser un pensador cauteloso. Agudicé así
mi ingenio, y en un santiamén me vi trepando por la competitiva liana de
las posiciones hasta que se me condecoró con el puesto de general. Pudorosamente
(pero sin arrepentirme del todo) admito que no merecí tanto honor. Pues me faltó
perder sangre para igualar mis méritos con los de otro que peleó a la par mía. Pero
amén de sinceridades parecidas a ésta, de regreso en la corte de la Theoffiliapolis,
adorné con toda la valentía que pude mis memorias de la lucha, y conmoví así el
corazón de aquellos presuntuosos interlocutores que decidían sobre el poder. Todo
aquel ardid sirvió a mis interesados sueños de progresar en la guerra. Y aunque la
espada enemiga tajó mi carne mil veces, asumiré que yo también tuve miedo de que la
punta isósceles de alguna flecha impensable me arañara los órganos. Muchas veces
jugué al urgente escondite tras el escudo. Y condené al valiente halcón estampado a
recibir el acero. Retrocedí muchos metros para que no se quemara mi vanidosa piel, y
contemplé a once milicianos enredados en un tiovivo de largas llamas. De aquellas
cobardías argumenté, en un intuido momento oportunista, que otro cuerpo a cuerpo
me impidió ir al rescate.

Y así, con fabulosos párrafos bélicos, compensé los flácidos defectos de mi alma
espuria.

La ley militar me prohíbe asumir ante ustedes mi derrota o mi debilidad. Para los
generales es indigno y hasta peligroso el andar ventilando ante seres (que en nada
igualan nuestros talentos) el Aquiles por donde la daga puede hacernos sufrir. En lo
que me toca aclarar, diré que siempre había admirado los discursos que no justifican
sus descontextos con el yo elegiría o el yo en este caso. Aunque les suene demasiado
riguroso, soy un pensador que prefiere las cosas tal como deberían ser. Por eso casi
nunca apreciarán en la trama de esta cronología (ustedes que quizás me estuvieran
leyendo) ningún asalto demasiado pronunciado que descoloque súbitamente al
entendimiento. Pero aquellas contradicciones que se notasen, o aquellos párrafos
sorpresivos en donde la imaginación de quien me inspecciona deba inventar
visualizaciones para que esta historia mantenga su significado lineal, deberán serme
perdonados con piadosas inteligencias: pues tanto el descuido de la contradicción
como el error involuntario que cometo al no poder contar esta leyenda a la perfección,
no es culpa de una capacidad insuficiente, sino que han sido responsabilidad de un
Destino que me ha condenado a nacer en tiempos y territorios donde la mayoría de
quienes conozco son analfabetos. Por eso es que ahora, en este punto supraconsciente,
me doy el permiso para la vulgaridad y la tautología. Entonces dejo que algunas
chilindrinadas se infiltren en este manuscrito, igual que la luz del sol y de la luna se
cuelan por el sin techo de esta mansión, pues contará poco el orden de esta leyenda

20
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

cuando los lectores más susceptibles comiencen a experimentar repugnancia si


vivifican en sus oportunas imaginaciones cada oración que describirá la carnicería
espiritual y física que el Hermafrodita se animó a perpetrarme en aquella tarde.
Aunque también que conste: mi deseo de ser entendido, logrará embellecer la mayoría
de mis ideas, pues ningún pensamiento que inesperadamente se vislumbre es azaroso;
muy al contrario, son deberes que nuestra intelectualidad deberá de perfeccionar en
palabras humanas.

Al ser el único testigo de esta Tragedia, me siento algo presionado por la exclusividad;
además de liberar el alma del Amenazante, sé que estoy aquí para interpretar todos
mis impulsos, todas mis intuiciones. Y de esa manera iré contando esta historia sin
tamizar ninguna palabra, ninguna frase que se me vaya ocurriendo, sin omitir el más
mínimo argumento que, por medio de distintos padecimientos, el Señor me revelase
mientras cumplo estadía en este ilógico purgatorio. Aquí entendí que si Dios nos
condena a la privación, lo hace no más para que Su generosidad no nos quede sin
advertir. Mi Señor me ha salvado de un mundo demasiado verosímil, demasiado vulgar
para mi capacidad de análisis. Y por la sugestión de sus influencias me situó tras este
enredo de paredones y medianeras, a fin de enterar al resto de los vivientes acerca del
Adefesio, de la mansión y de la soledad.

Si es que el entendimiento humano tuviera las condiciones necesarias para ir


asimilando el hermético código en que vienen al mundo las percepciones espirituales;
y si es que, luego de haber desentramado ese intrincado, una meditación preparada
pudiese explicar ese presentimiento de haber descubierto algo importante, endosando
la palabra ideal para cada molécula de ese artículo insustancial; si es que luego el
ingenio pudiera armar una frase que advierta al mundo futuro sobre las interferencias
del Mal, y que esta ideal oración preventora luchase contra los siglos demoledores,
extrapolando de generación en generación la antorcha de un conocimiento -aunque
efímero al fin- muy útil para la civilización compasiva: entonces (por si acaso) yo
intentaré desde aquí ilustrar, lo mejor que mis palabras lo puedan, la ya vaticinada
brujería del depredador que me enfrenta, con el obediente fin de cumplir el propósito
que nuestro carcelero le ha endosado desde que se iniciaron las eras: Atisbar los
pasadizos de esta morada, intentando descifrar los casi infinitos misterios y juicios que
se han ido cuantificando en los tapiales de este gran reino, a lo largo de los ilimitados
ayeres.

21
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

II

E
s por aprovechar –no más decía- este desarrollo de la narrativa que aquí
elijo ejemplificar los distinguidos y privilegiados poderes de mi Bestia,
templando una X, donde en cuya encrucijada central coinciden los tiempos y
las virtudes indescubiertas de los vivientes: la oscuridad del día.

Al ser de noche la valentía se convierte en inteligencia y pocos hombres se animan a


fisgonear sobre las eternas dimensiones de nuestro distinguido palacio. Cuando no hay
lunas ni estrellas, la inexpresión de las rutas aumenta el pánico de los curiosos héroes
que ingresaran alguna vez en esta estructura, ya a estas alturas conturbada. De haber
nacido en estos jornales una intuición que -aún en las sombras-, advierta el camino
más acertado, es casi seguro que sus pasos no demorarían en hallar la involuntaria
muerte en ese último enfrentamiento con el Rey de los Sanguinarios: ya que a estas
horas es un triunfo poder distinguir si uno no se ha topado con alguna medianera,
algún río separador, o con la amansada Bestia que intentaba compensar su cansancio
con el sueño revigorizante. Al ocultarse la luminaria, Asterión no duerme pero
descansa. Pero ingresados en la penumbra que nos regala la caída del rebuscado sol,
aunque sé que mi próximo presente estará destinado a la sangre y a la mordida y a la
estacada, por las noches muy a menudo me alegro de encontrarme con este Bárbaro.
Donde Asterión aparezca, una constante: las galerías y los arroyos intermedios se
iluminan un poco; y en la negrura de la noche espesa, donde todo tiende a imitar a
todo, Asterión me irradia también a mí. Sin porqués comprensibles, pero quizás por un
maleficio que lo hechizó con un infinito insomnio, en cada uno de sus trotes el
Engendro remolca consigo el reflejo lunar. Y entonces mi piel (que se ha vuelto
hiperestésica a causa de las infiltraciones solares que me quemaron a lo largo de 28
aniversarios romanos), puede sentir el eléctrico baile de los blancos fotones sobre mi
superficie dorada. Con cada embestida nocturna y siempre gracias a la retorcida Bestia
y a mi dolor, un milagro sobreviene sin que yo necesite pulir a mi lógica fe: en los
rincones sonámbulos se logran ver grietas y madrigueras donde culebras y cascabeles
desovaron su genealogía por la mañana o la tarde. Facilitándome la huída algunos
pasos de más, pero sin notar que me ofrece una oportunidad, mi Ejecutante ilumina
algún diámetro que yo hubiese sido incapaz de ver sin su involuntaria contribución a
mis logros, pues las estrellas tienen la luminaria ni distinguidora ni ausente. La
notificación de mis percepciones se hace curiosa: pues me parece imposible que una
única entidad pudiera endosarle a esta casa una reputación tan terrorífica, que sin
nuestro hospedaje sería el patio favorito de los niños para jugar al escondite o a las
imaginarias luchas que en algún tiempo ilustramos nosotros dos. Cuando ya me haya
ido, cuando el tiempo arruine la virilidad de mi Conocido, quizás esta historia cruzará
las cotas de mi secreto y de estas atmósferas; y tal vez la dualidad de esta leyenda
pudiera trascender el cautiverio hasta la popularidad del vulgo. Tal vez entonces,
tratando de dar réplica a las imaginaciones que les hubiesen quedado, luego de haber
oído mi historia y la de Asterión, los pequeños vengan aquí y jugueteen al correteo o al
golpe; a los muros ensangrentados o al solitario que con resignación espera su suerte a

22
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

manos del ya famoso mamífero. Quizás el sol requeme sus finas pieles y sus cabellos.
Quizás consuman sus tardes aquí, quizás sus mañanas. Pero una sola ventaja me
quedará sobre los que no enfrentan la Realidad: la tenue luz de las estrellas jamás les
inspirará un solo relato abominable.

Para describir una faceta más de su personalidad, puedo decir que Asterión gusta de
ser perseguido por los rincones y cuartos de este museo. Hay días que se esconde en
algún lugar de la casa: y desde alguna parte que yo la ignoro, Asterión se pone a
hablarme en voz alta. Entonces me puedo encontrar arrodillado en el famoso
abrevadero o en el imaginado sótano, que de repente oiré palabras de fondo, pero
dirigidas a mí. Es como si yo estuviese en otro cuarto charlando con Asterión: él se
dirige a mí y piensa que lo estoy escuchando. Jamás imita mi voz ni las palabras que yo
diría.

Él -a veces siento- es como mi parte más instintiva.

La personalidad de un laberinto se asemeja al mecanismo de los finos relojes, precisos


y fríos. Antes de internarme entre estas despiadadas paredes, con sutiles consejos se
me advirtió del peligro que significaba esta difícil calidad de misión. A través de
muchas teorías, perfeccionadas por el lenguaje y también por las nuevas
descendencias, se me avisó (por supuesto) sobre los distintos compases espirituales
que pueden arraigarse a nuestro ser, en los enredados momentos que Dios le asigna a
nuestra soledad, todos ellos bordeando los límites del desequilibrio. Sobre todo
bienintencionados familiares y amigos han tratado de convencerme (por medio de
ingenuas aunque demostrativas exhortaciones) para que me mantuviese en el
regimiento de mi Amo y Señor, dirigiendo a mis tropas y liberando a los oprimidos por
el Imperio. Hoy ya no recuerdo qué personajes dijeron también que, por su sacrificado
entrenamiento en la santidad, únicamente los Cinco Sabios hubieran podido sortear los
instintos asesinos del Encerrado que me busca. Y aunque Asterión no existiera, el solo
atrevimiento de inmiscuirse en Su calabozo implicaba el desastre y el mare magnum.
De lo que nadie me dio consejo, fue del grave peligro que correrían mis integridades
autóctonas (o, más bien, ortodoxas) al querer despojar a mi Mártir del hogar que por
ley sagrada le correspondía; ya que le nombró dueño y celador de estas paredes
enclaustradas la misericordia de nuestro Director, ya más para nuestros ojos un dios
que un ser humano mortal y defectuoso. De haber sabido, o intuido, o adivinado lo que
ahora sé (que este Ángel Yermo era poseyente de semejantes magias incompatibles con
la mortandad, de siniestros poderes que aplacaban la hombría a los seres que le
enfrentaban), probablemente jamás le hubiera buscado. En un ritual que para él sería
vulgar, mi Controlador procuró humillarme (¿quién lo pudiera aún más?) con la
visionaria meta de mi deshonra, para que no le pudiera contraatacar otra vez. Ningún
significado tendría recontar las mañanas y atardeceres que sepultaron esta derrota en
la tiranía de la desmemoria. Aunque el pánico que se ha sembrado en mi corazón
atestigua que ya se han de haber sucedido muchas lunas redondas.

23
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Usualmente, con el fin de marcar como míos los territorios, cuando nuestros cuerpos
se lastimaban el uno con el otro, doblando en alguna esquina de esta soleada travesura
de de corredores, sorprendo a Asterión rumiando los suelos áridos. Y él, como en una
rápida defensa paranoica, se me incorpora. Por lo general corro y escapo todo lo que
puedo, pero hay días y tardes que veo la partida infructuosa para cualquier cometido
mío: ya fuera para salvarme de los navajazos cornudos, ya para jugar a que me
persiguen. Pues el patio es largísimo y ancho; ninguna medianera es lo bastante enana
como para saltarla; y, cuando existen, solamente las veo a lo lejos: no están a la mano
de mi temor para que pueda esconderme del Atacante. Sumergido en la resignación,
me quedo paralizado pero finjo una agilidad que ya no poseo en tales atardeceres. Esto
es para que al menos el Astérida desdeseado imagine que yo le pueda hacer frente ante
sus resoplos de diablo. Entonces, por muy malherido que esté, el resultado de la
contienda podrá ser una riña de al menos unos minutos. En tales acorralamientos mi
oportunidad de victoria es escasa. Y si bien este Inmortal no conoce de códigos y de
solemnes protocolos sensibles, yo no podría rechazar el desafío del Inhumano. Pues no
para nada un día, en la frontera que separaba mi pueblo y la Tierra de los Progresivos,
mi aorta eyaculó casi toda su sangre. A mi suerte y a mi Señor le debo cierta reputación
que defenderé con mi vida, una vez más.

Alegre, el Cautivado viene hasta mí rebotando una y otra vez en las paredes rústicas de
los infinitos corredores que nos desconsideran infinitamente; yo calculo que Dios le
dotó con desmesurada fuerza y mole incontinente, pero también, mientras corre, con
una maldad asustante. Asterión padece de un defecto, propio de los mortales que
alguna vez se hayan visto en la necesidad de elegir: su inestabilidad es un reflejo de
muchas indecisiones. Puede que se la deba a que, en algunos ayeres, han contaminado
este calabozo grupos de muchos; y mi amado Toro conoció la desesperación cuando no
supo a cuál arrollar primero. Pero de todas formas aquellas almas no aguantaron aquí
tantos meses y todos partieron a una morada parecida a la mía, la diferencia es que
Allá el infinito está en tanto espacio.

El terror me asfixiaba progresivamente mientras le observé viniendo. Como el valiente


decepcionado, escuché la bípeda corrida y la repercusión de Asterión en cada pared
que lo vio pasar, desproporcionadas a causa de mi cansancio.

Si a lo lejos advertí el vapor de su aliento, jamás tardé en escapar. Y ya no siento


vergüenza. En lo que dura el camino [sin descansar] me giro para verlo correr, y veo los
cuernos que dejan de mirar al cielo para apuntar hacia mis costillares. Pero su rareza
también es hermosa. Como un engañado por sus deseos, de vez en cuando yo corro
también hacia él, acaso probando mi suerte y esperando que un milagro me
sorprendiera. Pero en el choque casi nunca evité que su lanza me atraviese algún
miembro de piel a piel. Y francamente me rompo. No quisiera decepcionar a mis
líderes con estos hondos sentimentalismos, pero el corazón de los generales es
vulnerable también. Sólo que una triste adaptación de roles, siempre hemos esperado
hasta que todo se pierde para desescudar del orgullo a nuestro espíritu más romántico.

24
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Mas en aquella última contienda (pues desde aquel duelo he desistido del cuerpo a
cuerpo), noté que Asterión se frenaba a pocos metros de mis enfrentes. Como los
amantes que se reconocen a la distancia y de inmediato corren para entregarse al
abrazo, Asterión y yo nos fuimos aproximando. Disminuíamos la rapidez de nuestra
marcha cuanto más se achicaba nuestra separación, mientras tanto imaginaba que el
tan esperado milagro se escondía en algún gramo del Caminante: una vez más me sentí
feliz. Observen hasta qué punto la vanidad me juega malas pasadas, pues pensaba que
se hincaría a mis pies y me ofrecería su rendición. Hasta imaginé que al estar frente a
frente, Asterión hablaría. En pocos segundos soñé que por intervención divina la Bestia
habría incorporado una consciencia cristiana y me ofrecería el impronunciado
Nonagésimo Noveno Nombre. Incluso quise que Asterión me pidiera disculpas por
cada cornada que me había golpeado. Suelo pensar en milagros así para contrarrestar
la influencia depresiva de mis realidades. Y me mantengo firme en el territorio de mis
ilusiones hasta que algún hecho tangible me demuestra que ya son muy poco
probables.

Los dos nos quedamos parados un largo rato, uno respirando la putrefacción del otro.

Esta vez quien delató la verdad fue la naturaleza del Leviatán. Siguiendo la fantasía de
los amantes, como para besarme, Asterión sujetó mi cabeza entre sus dos manos
inmensas como si se tratara de una manzana que se sostiene entre los dedos de
cualquier sobreviviente. Mi primer impulso fue creer que mordida tras mordida me
engulliría. Pero hubiera encontrado el fin que yo deseaba hace tanto. El Repugnante me
forzaba para que viese hacia sus pupilas:

En esos dos continentes incendiados se reflejaban imágenes de mis queridos, desnudos


y torturados, a gritos suplicando misericordias al Redentor y auxilios al Soberano. Las
endiabladas pupilas de Asterión me causaron sentimientos más repugnantes que
aquellos abrigados al ver los hígados que irreparablemente se desubicaban de los
vientres de mi enemigo. Luego de numerosos choques, cuantiosas cornadas, y un
descuidado número de cicatrices, yo aprendí trucos de supervivencia y de
refortalecimiento. Sin alimentos ni aguas podía quedar errando días y noches, que ya
mi cuerpo mágicamente sabría curarse solo. Pero después de aquella interpretación,
por primera vez me urgió encontrar el escape (si es que lo hubiera habido) sin
conseguir el compromiso que le debía a mi Soberano, pues yo no sabía si aquella vista
era la realidad o una fullería más de la Audacia.

25
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Capítulo VIII: La naturaleza del Laberinto

M
ás que Asterión, a la hora de extirparle libertades a semejantes misterios,
lo que me hace fracasar es el pánico de vérmelas con él y tener entonces
que sacrificar alguna que otra comodidad (de esas que tengo) al ir
errante y despreocupado por las larguras de estos galpones. Varias veces
dejo a mitad del tramo cualquier camino emprendido, y otras que son en cantidad
superiores, doy por sentado que la Bestia me estará esperando a los pocos pasos de la
entrada o a los pocos de la salida.

A pesar de los ataques nocturnos y septentrionales, yo sé que en lo profundo él


necesita sentir que mi espíritu rebose en la plenitud, pues su alimento han de ser las
cosas divinas. ¿Sino cómo es que yo -un luchador que ha padecido las pestes más
rigurosas-, voy sufriendo el desgarro de mis entrañas y él -Asterión, el Destructivo-
amén de nuestra inanición se sostiene tan erguida y decentemente? Costaría esfuerzo
para cualquier observante decir que nos estamos distribuyendo la misma ergástula,
siendo el uno emblema de los hombres, siendo el otro moraleja de los demonios.
Además “el suponer” que se nutre de las distintas áureas mortales, es el único
argumento que yo detecto para interpretar por qué será que calcula el poder de sus
impactos y de la reacción de mis sangres. Pues pareciera que todo este jugar a la
batalla, todas mis sanaciones, y todas las victorias que me llevaré de recuerdo (si es
que alguna vez hallo el corredor que me conduzca a la liberación) han sido planeadas
no por mí, no por Dios, no por el Azar... Sino por mi Matador: el Agresivo. Por eso
mismo yo -el Segundo Héroe, no vayamos a olvidar que antes que todos mi Soberano es
el primero-, considero poco probable que mi supervivencia estuviera fundamentada en
mi suerte o en mi voluntad o en mi capacidad de combatir o de matar.

Supongamos que alguna vez encuentro esa sombra que me rescata de la


incandescencia solar amarilla. Entonces Asterión viene hasta mí para ensangrentar los
muros sin cuadros o el suelo cuantioso. Y pareciera que no se fija si la sangre es Suya o
es mía. Creo que la Bestia medita desde antes todos nuestros encuentros y planea
también su victoria y la puntada que ha de hacerme su cornamenta. Así ya sabrá
cuándo embestirme de nuevo o cuándo buscarme, con el fin de protagonizar una
contienda digna de su fortaleza.

Otro apadrinamiento benigno que le debo a mis afortunados azares, es la naturaleza


del laberinto: confusa pero a la vez indulgente. Al igual que nuestra Mansión, en cada
corredor se perpetúa una virtud ambidiestra, que puede otorgar al visitante la
redención o la desdicha. Si este Diablo se esconde en las sombras trigonométricas de la
hora del ocaso, quien como el ladrón perseguido tropiece con mi Vigía, probablemente
hallará la muerte o, por lo menos, una infelicidad que le durará lo que dura el dolor del
apasionado topetazo. Pero si se le examina con atenta fe, cuando la Bestia se ausenta,
los suelos visitados son curativos. Mi metabolismo es privilegiado en cuanto a su

26
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

capacidad para sanarse. Atribuyo esta cualidad formidable a mi suerte de elegir


pasadizos correctos. En nuestros enfrentamientos he perdido tres veces el volumen
total de mi sangre sin que mi Ejecutor derrame un diezmo de la suya.

Pero en general la mayoría de las contiendas han sido imaginarias. El fantasioso poder
que provoca esta alucinación viene del Damnificante, mi Corruptor. O quizás, y para
restarle culpa a Asterión, estos espejismos que vienen y se marchan de las animadas
rutas de mi conciencia, sean el último tributo de un pequeño resquicio sobreviviente
de la esquizofrenia que logré extirpar de mis adentros para venir aquí, en busca de mi
redención y de Su degüello, a fin de empaparme con el Nonagésimo Noveno Nombre.

La Bestia se ha aprovechado de mis tantísimos métodos razonables -de mi condición


lógica por así decirlo-, y la ha sabido utilizar como una segunda cornamenta que
arremete en contra de mí. Aún hoy, que las circunstancias me han puesto a salvo de mi
Atacante, atravieso los pasillos de mi privado laberinto (pues aquí sólo hay espacio
para uno), sumido en la paranoia. Por eso será que después de las inmemorables
embestidas, sanadas en inmemorables corredores, en todo sitio me acompaña su
fantasma y se me hace difícil el cautiverio, pues casi no puedo descifrar cuál es el
Asterión verdadero, o cuál el producto de mi acostumbramiento a su dañina
embestida.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Capítulo IX: El Magnánimo

A
dmito que tras casi treinta cumpleaños (si tomásemos como referencia el
calendario cristiano), tal como se enamoran secuestrador y secuestrado,
ambos pueblerinos de este máximo condado, morbosamente nos fuimos
enamorando de esta amenaza, debido a que el hábito de la visión se
acostumbra redundantemente a las imágenes más despreciables.

Multiplicándose en mi recuerdo, Asterión ha optado por sembrar su talante en todos


los caminos de este planeta, que ya es para mí un Universo a nuestra altura y también a
la altura de nuestras culpas. Cuando la noche activa las aletargadas cuestiones de mi
consciencia, se me da por suponer que la Bestia es al mismo tiempo mi mundo, mi
asesino y mi enfermedad. Y será tal vez mi camino liberador.

Días antes he hecho una corta crónica de sus virtudes mentales. Cuando se fatiga de
trotar y golpetear las paredes carcomidas por los elementos universales, Asterión
utiliza sus dones macabros para vencer al enemigo.

Aquí destaco la otra virtud que en los hombres carece y en los animales abunda: la
perseverancia.

Durante la noche absoluta o el día prometedor, aunque sean las veces menos contadas,
cuando la Bestia percibe que no podrá ganarme en el cuerpo a cuerpo, le da rienda a
sus engañosas virtudes espirituales, y como si fueran propiedades del mismo laberinto,
este Demonio encuentra (mediante el uso de una inteligencia muy superior a la mía),
un plan para enviarme de nuevo lejos de aquí.

Con el último sol comienzo a notar que las corrientes de mis caminos cambiaron
brutamente el sentido. Es la Bestia, con el fin de martirizar el ánimo de quienes
hubieran profanado la quietud de esta legendaria edificación, que más pareciera un
templo sagrado para el que bien la viera. Si nadie patrullara por aquí, salvo la gran
mole de músculos y carnes que reina sobre esta propiedad religiosa e inexpugnable,
una serenidad traicionera incubaría en la complicación donde he pasado mis últimos
veintiocho años.

Hubo contiendas en las que finalicé muy malherido. ¡Y cuánta sabiduría habita en la
precaución de este Gobernante! Pues prefiriendo que yo me sintiera endeudado, una
gentileza tuvo Asterión conmigo en los años que yo he vivido en esta casa que debido
al engaño engorda su dimensión: agonizante entre mi sangre derramada y mis alientos
hediondos, Él no me ha rematado. Ya sea que me necesita con vida para algo más de lo
que sospecho, ya sea que -igual a mí- el Sádico haya descubierto cómo sentir cariño por
un competidor que le desprecia, ya que me prefiere viviendo para jugar al defensor de
la casa y al usurpador que viene de las afueras, ya sea para demostrarme una vez más

28
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

que es Él quien decide mi muerte o mi pábulo, o ya sea por todo lo escrito aquí, en mi
agonía Asterión no remató al turista que le incomodaba en sus propios dominios.
Quizás también para que en la prolongación de nuestra convivencia, yo no pudiera
hacer otra cosa más que huir sin atreverme a dañarlo. Pues mi naturaleza alberga la
desventaja de ser un agradecido. Por eso es que me da mi tiempo para recuperar los
alientos. Desde que estoy aquí (tal vez veintiocho años, ya lo he contado), mi vida se
resume en copiosos descansos para sanarme de las próvidas embestidas; así mi alma
se acostumbra a resistir próximas seguidillas de crucifixiones a manos de su
cornamenta estriada. Para confesar ante el Juez –si lo hubiera- cierto sadismo, mi
subsistencia también necesita un poco las heridas que me deja su encornadura. Miles
de reiteraciones inútiles, leídas en epopéyicos párrafos religiosos, han logrado corregir
subliminalmente a mi corazón para que yo fuese más indulgente a la hora de hablar del
delincuente y del asesino. Esto no me concedió nada fructífero. ¡Y eso que yo esperaba
la misma magia, el mismo poder, que utiliza Quien nos dirige!

Si no tuviera la fe tan soldada a la idea misericordiosa de que la Bestia goza de un favor


probatorio (es cruel pues ha crecido entre los feroces), ya hace mucho tiempo que por la vía
intangible de mis oraciones habría empezado a rogarle a nuestro Rey que engendrase un
hermano para que le degüelle, vedándole de todos sus derechos naturales con una sesga
bendita. Por lo demás, sé que sin tales humillaciones sentiría que mi vida ha sido tan ordinaria
como la de cualquier víctima. Si mis carnes no fueran capaces de abstraer tantos abusos,
quizás hubiera militado como buen soldado al mando de otro Appolodro Tercero Theoffelia: Y
de seguro que estos párrafos preventores habrían sido encomendados a la perspicacia de otro
valiente que tuviese bastante coraje para sazonar su normalidad con este singular viaje. Es
extraño, pero si me quedase quieto, Asterión nunca me atacaría y yo podría vivir aquí para
siempre. Pero a mi primera marchada, a mi primer intento de matarlo o de huir, encontraré a
la Bestia como si fuera un siamés fantasma que nunca se ha separado de mí. Y yo no tendré
oportunidad para desligarme de la ya fastidiosa tarea que se compone de seguir ratoneando
por estos rebeldes caminos.

Adivinando mis pensamientos, Asterión se aleja de los caminos cerrados y, sin


intervenciones ni estorbos mas sí con el necesario ingenio, me invita a fisgonear por
los callejos asolados. Después de mis sin salidas, cuando mi ilusión de libertad es
ahogada por un una tapiada al final del pasillo, yo me detengo y lo pienso sonriente,
como quien se frota sus manos planificando la desgracia de su adversario o de su
contrincante. Si un mago o un brujo... o un semidiós, fuese capaz de vislumbrar toda
esta tierra de un solo miramiento, y notara el cínico juego en que los dos incurrimos,
juzgaría a nuestra vida de ridícula e improductiva y fatua, al ver cómo se desperdician
los días y las noches en la persecución y en la paranoia.

Yo desearía que nuestra cotidianeidad no tuviese hábitos tan sólidos, así un buen día
todo acabaría de una feliz vez; entonces Asterión y yo sucumbiríamos encima de las
ensombrecidas o iluminadas baldosas. Las murallas de nuestra casa, los tapiales y
medianeras, se derrumbarían para la soledad póstuma. Los arroyos divisorios serían

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

un hidromuseo de los cascotes y los escombros. Pues no me parece que nadie después
de nosotros dos se interesare nunca jamás por la dignidad de esta desperdiciada
arquitectura europea.

Hoy Asterión se apropia de todos los corredores. Yo ya lo había intuido, y nunca sentí
tanta desdicha como ahora por haber supuesto con verosimilitud. Asterión es muchos.
Entonces yo me convierto súbita e inexorablemente en la Bestia que me esclaviza a
padecer el encierro. Pareciera que estoy viviendo en una rutina teatral, donde una sola
Bestia va luchando contra millones de voluntades que intentan, finalmente,
desmembrarle. Los miles de Asteriones, la Bestia Única. Asterión... Yo. Todo lo
recapitulado sería, más que para sumar las armas mentales de mi Verdugo, para
advertir de una amenaza que amedrentará a las civilizaciones pensantes aún por nacer.

Una última descripción de su metabolismo inteligente ilustrará (para quien confíe en


mi palabra) las inequidades con que la Justicia prepara el juego de la vida:

Como si cometiera un pecado, como si yo me hubiera resignado a los artículos


incognoscibles de (siempre hablando del Criminal) su justicia básica y de ello
dependiera la salvación o la punición de mi alma, Asterión corrige en mi mente mis
pensamientos y mis palabras con severidad calumniadora. Recordándome siempre que
le debo la vida, Asterión se aferra a sus pequeños y grandes aciertos para anular mis
expectativas y especulaciones, haciéndome sentir responsable de nuestra despiadada
convivencia. Ignoro lo que habrá hecho o en qué magia residirá su poder, pero aún
cuando se aleja siento que a corta distancia vigila mis circulaciones, físicas o
cerebrales. Ahora sé que no importará cuánto tiempo distancie nuestra separación, yo
viviré para siempre soportando, ya no la brutalidad de sus embestidas, sino el pánico
de que en algún momento tornara. Mientras vivamos juntos tengo decidido fingir las
aprobaciones de sus actos, pues ya que la Justicia me sentenció desde antes de haber
nacido a una cotidianeidad tan extraordinaria, opto por calmar la furia de Asterión con
mis silencios y mis poesías. Para no endiablar aún más lo extraño de nuestra relación,
de momento sólo me quedaré en un rincón y observaré sus pateadas. Quién lo sabe,
quizá me guíen hasta la libertad. Porque aunque él demuestra felicidad en la labor de
custodiar este laberinto, sé que ninguna vida, por más calabozos que haya arañado a
través de los siglos, renunciaría a su anhelo de normalidad. Suponiendo que estoy aquí
con el fin de acrisolar mis intenciones y rectificar mis pensamientos, las incontables
derrotas que ha sufrido mi orgullo reformaron mis egocentrismos para servir al
prójimo, enseñando con mi ejemplo las consecuencias que atrae la repetida
desobediencia de Su Doctrina.

Capítulo X: El Inusual Laberinto

30
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

C
ada cierto número de días amanezco alejado de todo camino. Como para
recordar que todavía no he muerto, parecido a un momificado, observo a mis
alrededores esperando atisbar cualquier galería. Cualquier tentativa para
moverme es censurada por la evidencia: no existe más que el cielo y que yo.
El hábitat en el que me muevo es intrínseco pero no sobreviviría de no existir la
tendencia a la dinámica. Por momentos acometiendo, casualmente escapando... a veces
temiendo: nunca me han faltado dos pasillos similares para que mis intenciones de
huída se debatan entre elegir una pavimentación o una calle de tierra. Tardes
completas pensé qué camino era el mejor entre catorce. Como un fantasma entretuve a
las insociables galerías noches enteras. Corrí inviernos completos durmiendo
únicamente la octava parte de lo común. Pues el galope del Monstruo me alertaba de
que la muerte venía para llevarme: no consideraría mis descuidos ni mis necesidades
biológicas. Faltaban dos o tres galerías para el final (confieso, a veces deseado), y yo
elegiría comenzar otra vez mi escapada en lugar de quedar tumbado en cualquier
enlosada.

En cambio ahora ni avanzo ni me defiendo. No hay ningún lugar que yo pudiera elegir
para sufrir. El miedo al Demonio fue reemplazado por el de la sed. Pues la ruta que el
sol completa es larga e inapelable. Tal vez la Naturaleza me perdone de cuando en
cuando con algún temporal. Pero será seguro que mayormente sufra de insolaciones.
Una cruel noticia me ha dado mi deducción: pareciera que la Bestia se ha convertido en
todo el ecosistema. Pues la furia de su cornada se manifiesta ahora en otra furia que es
para mí igual de dañina: la furia de la incertidumbre. Los caminos aún siguen ahí,
indistinguibles. Yo puedo imaginar paredones quebrándose en las esquinas
rectangulares; y entonces abandonar mi sitio jugando a que aún estoy en el laberinto.
Como cuando era un niño, puedo imaginarme que estoy en una aventura y que me
arrastro por las galerías enmudecidas, a esta altura ya sufriendo la fiebre que me
impuso el sol. Puedo irme corriendo y zigzagueando, garabateando en el arenal
intrincados rastros, extendiendo con inútiles recodos imaginarios la dimensión de mi
fuga.

Cada vez que despierto en un patio como este, yo siento que mi sueño se ha cumplido,
pues me hallo en un sitio absolutamente desolado de cualquier pasillo: un patio cuya
única largura implica la impresión del mismo laberinto (el infinito), pero que está
desprovisto de esas arquitecturas que a mí y a mi Asterión tanto nos lamentan. Y en
cuanto a mi Demonio, él también está allí. El Engendro sólo se ha reemplazado por otro
Asterión, más indulgente pero también más ruin. Mis ojos lo ven presente en cualquier
dirección que mirasen. A mi derecha, a mi izquierda, hacia mi arriba o hacia mi abajo:
pues Asterión se divisa en el cuerpo de la Desesperanza.

31
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

II

O
tra vez los pasadizos vienen hasta donde yo estoy sin pedirme permiso
alguno. Esta parte de la encerrada es la más engañosa. Asterión aparece
pocas veces aquí. Yo preferiría que él estuviera presente para herirme o
matarme, pues si nos encontrásemos cuando apenas ingreso a estos
pasillos, yo decidiría si retroceder hasta mi galería inmediatamente pasada o -de ser
mis ahoras uno de aquellos momentos en los que no soporto la igualdad de lo
cotidiano-, entregarme a la muerte a merced de la cornamenta fosilizada que adorna el
crepúsculo con un lucimiento reverberante.

El encarcelamiento donde Asterión y yo vemos caducarse un día tras otro, debe


parecerse al debate interno que sufre el hombre de conocimiento cuantioso a la hora
de decidir: pues si yo tuviera un solo suponer, siempre sabría qué salida tengo al
alcance o, en su caso, desistiría de cualquier tentativa o esfuerzo científico para hallar
un camino que me guiara a una posible luminiscencia. Pero cuanto más conocimiento
completa la biblioteca de mi sabiduría, más he de perderme en debates detallistas de
los posibles caminos. Por ejemplo: si yo nunca hubiera curioseado en aquel libro que
encapsula a las razas y a la cultura y a la vida en canónicas filosofías, como si todo
formara parte de un único y gran Misterio, hoy no existiría en mis adentros ese asunto
escrupuloso que interfiere en mis decisiones de suicidarme cuando no hallo la paz que
-al ser yo un infante- me han prometido las Eruditas Escuelas, demasiado
recomendadas por mis antepasados. O si el infierno fuera mi casa final, a mí no me
importaría quedar condenado para siempre a los azotes o a las calderas, o a ambas
resignaciones. Pues al fin me evadiría de este rutinario temor imperecedero, que ha
residido siempre en elegir un camino equivocado y encontrar en el azar la complicidad
de la Bestia que me espera, y sentirme traicionado pero al fin salvado de la continuidad
de esta vida incierta, pues inocentemente la casualidad me habrá llevado al último de
mis enfrentamientos. El miedo también es una forma de Asterión. Y aunque hasta hoy
sólo he tenido magulladuras que las semanas lograron quitarme, de verdad algunos
miedos mellan mi valentía, poco a poco pastoreada por cada fracaso mío, cual si fueran
murallas de esta vieja mansión raspadas por el pasar de los inviernos. Pues sin que me
haya dado cuenta me fui convirtiendo muy despacio, con la influencia de la luna en mi
sangre y de los años en mi memoria, en un viviente al que le van quedando cada vez
menos horas para lograr su cometido. Y satisfacer así al Monarca Primero.

32
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Capítulo XI: De él

D
esconozco la ciudad donde el theoffiliarium haya nacido. También ignoro
las razones que tuvo Dios para ponerlo bajo mi custodia. No siempre
hemos sido enemigos. Y algunos días me da trabajo hallar su escondite.
Pero cuando aparece jugamos a que le enseño buenos modales. Algunas
veces intercambiamos los roles: él es quien embiste; y yo el que me desconozco. Los
días que menos cuentan, intento transgredir los cuartos de casa. Pero su cuerpo se
opone en mis excursiones. Cuando la puerta de su pieza parece medio entornada,
asomo el ojo para cuidarlo. Pero pocas veces está durmiendo. Jamás me llamó la
atención, puesto que aquí faltan camas con patas para que los fantasmas quepan
debajo. Quizás me aguarde en vela para jugar. Como sea, me esconderé al menos por
siete días seguidos y sólo seré un puntito entre las paredes. Las melodías de las
gaviotas parecerán sus agrietados piececitos haciendo rodar las piedras. A veces, para
no estar tan solo, le cuento en voz alta alguna de mis molestias. Y si no tiene sueño, mi
visitante me persigue con un sentido que nada más él entiende, puesto que todos
saben que al fin yo le perforaré. Y así me paso horas y horas, saboteando el estado de
paz que la casa tendría si no viviésemos juntos.

En el laberinto puedo vivir la vida como deseo. Compenso la escasez de realidades


creando mitologías en las paredes. Y si me esfuerzo un poco, puedo creerme que soy
mi padre… y hasta querer como él. Sé que muchos de afuera creen que los toros no
pueden amar a nadie. Pero yo soy una excepción.

Después de tanta cronología, estos salones me resultan muy aburridos. Pero tengo por
ellos cierto cariño que me resulta oportuno. No cuento esta historia para que
entiendan, sino para que miren la buena razón de ser que tuvo el crimen de mis
ancestros. Tampoco dejé mis huellas en las arenas para complacer los gustos de nadie
que vivió fuera. Todas las preguntas que puedo hacerme son indignas del intelecto.
Puesto que nadie entra aquí salvo yo. También las palabras amables me hirieron. Que
esperen fuera tanto los nobles como los déspotas. Y que me aguarden en vela los
solucionadores. Pero asómense a verme los eruditos filósofos, que con ellos sí
simpatizo. También con los soñadores. Ambos pueden espiar para adentro de este
museo. El pensamiento humano y la carne han de tener un vínculo que solamente los
dioses pueden entender. Pues deduje sus oficios antes de estrangularlos. Y después de
haber muerto muchos, una bendita mañana me di cuenta de que los huesos crujían con
un murmullo distinto según qué fueran: herreros o monjes que aquí vinieron pensando
que un exorcismo me haría bien. Hay médicos que me visitan con bastante regularidad.
Desean curar mi patológica autodestrucción. Les hago caso para que se vayan de aquí
contentos y vuelvan alguna vez. Pero en secreto prosigue el rito de mi devastación
interna. ¡Fuera de aquí quienes menoscabaron a mi bondad! Denme un minuto para
que encuentre la paz analizando mis sufrimientos. Sé que creen ser mis amigos y sé

33
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

que a veces también les quiero. Pero más fuerte que todo eso es la necesidad de
meditación. Pues en ellas he crecido hasta alcanzar el volumen de los océanos. Ya no
deseo atraer mariposas con este perfume de juventud cayente. La perpetua
metamorfosis que sufre el cielo me atonta. Las estrellas cantan nanas visuales que me
incitan a un sopor cándido. Me acuesto pensando en ellas y despierto sobresaltado por
el rabioso abrazo amarillo, que me honra con el bronceado. Quisiera hablarles de mí,
brutamente aunque más no sea. Pero no revelaré aquí los secretos de mi leyenda.

34
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Capítulo XII: El Arquitecto

L
a imagen del laberinto consiste en vastos y larguísimos corredores. Todas las
galerías se tuercen al menos una vez por un ángulo. Esto genera la naturaleza
de nuestra cárcel: el laberinto es simple y tirano, su superficie se distribuye en
complejos brazos de suelo divididos por tapiales y medianeras. Todos los
caminos son de alguna forma paralelos y perpendiculares. Esta extrañeza responde a
todas las ironías y a todos misterios de infinitud que nos acompañan, a quienes nos
animamos a inspeccionar un poco más que la grey los diferentes aspectos de este
fantástico encierro.

Cada tantos pasos, unos caminos se desintegran. Otros pasillos en cambio se limitarán
a doblarse una y otra vez cada pocos avances, por todo el largo que tenga el viaje,
formando en cada esquina un ángulo rectísimo. Hay algunos claustros que parecieran
nunca acabarse: puesto que luego de haber perdido al viajante en diferentes
arquitecturas tramposas, de alguna manera su recorrido desemboca en el cuerpo del
mismo camino. Esto es lo que da la idea de infinitud. Hoy sé muy bien que no es
necesario ningún Asterión para matar o enloquecer o perturbar temporalmente a
quién aquí entrase. La gigantesca brillantez de quien haya creado estas mazmorras, ha
ingeniado una dimensión que pareciera tener voluntades propias.

Durante el espeso sol del mediodía, el genio del Arquitecto se ha presentado ante mi
alma como otra Bestia que juega a ser desafiante; pero que mis impresiones juzgaron
de criminal. Y yo le admiré igual que suelo admirar a mi Diablo: secretamente y tal vez
obligado. Ya que si Asterión gozara de la trágica virtud del habla, mi único confesor
aquí presente sería este Oportunista.

Pero dos tipos de caminos hacen del laberinto un lugar peligroso y, por ese motivo,
entretenido. En unos y otros en medidas iguales, el riesgo de la muerte se le adelantará
a quien pisare estos suelos irónicos. En los unos, que no se diferencian en nada del
resto del laberinto, acude cada cierto tiempo Asterión en busca de los hombres que
vienen y van con la fantasía depositada en el degüello de nuestro Celador. A ellos igual
que a mí, Asterión los embiste sin ninguna misericordia ni consuelo. En su mayoría,
mueren resignados a la primera cornamenta. Con los ojos en el cielo y sin haberse
desclavado de la estacada (que todavía los soporta embestidos y atravesados), como
cuadros que rellenan las paredes de los aposentos, las vidas que primero quedaron a la
responsabilidad de Asterión, luego lo serán de la descomposición, pues cuelgan a
medio metro del suelo, sujetados entre el muro y la cabeza de toro, resistiendo sus
vísceras el último suspiro de vida y, con los ojos puestos en el cielo, dan la impresión de
Cristos muriendo, intrigando a su Padre: ¿Elí, Elí... Lama sabacthaní?

Ése será seguramente mi segundo fallecimiento. El primero: la misma permanencia en

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

los adentros de esta monumental jaula.

En otros caminares, Asterión se reemplaza con un peligro más ingenuo. Quizás el


verdadero peligro sea que nuestro miedo nos abandone; pues se subestima el poder de
los enemigos al realzar el nuestro. El hecho es que algunas galerías tienen figuras
inestables. El que entrare en cualquiera, quedará a merced de la casualidad, dejando
por sabido todas las extensiones de que la coincidencia pudiera ser responsable. La
incomprensión de sus formas tienta al corazón del desconocido a querer indagar sus
periferias asimétricas.

Además del engañoso camino que puede llevar al inteligente hasta la inconcordancia,
dentro del pasadizo hay lagunas que solamente se miran a la luz de la luna llena. Como
se da a entender, son invisibles durante todos los días y solamente se ven cada un
período lunar. Sin quererme demostrar demasiado inmune a las leyes de este calabozo
(pues mi larga condena me ha ido enseñando a sacar modestias de mis jactancias),
algunas veces he caído en ellas. Primero me precipité hacia lo hondo, pensando que
había llegado al verdadero Cielo. Pero cuando la tibieza del agua corrompida me
despertó de la ilusión redentista, de inmediato regresé a los superficiales oxígenos. La
orilla se había difuminado. En rumbo opuesto de brújula, debí nadar medio sol hasta
que encontré la antípoda costa. Asterión me aguardaba allí con sediciosas pupilas.

Mis fuerzas ya no son las mismas que al entrar en esta prisión, y aunque braceé varias
horas recuerdo aquella contienda sorpresiva como una de mis pocas victorias. En
medio de los jadeos míos y de la Bestia se alborotaba en las atmósferas la sangre. Yo
temía, no a la encornadura, sino a caer de nuevo en esas aguas pérfidas. Y sin embargo
tuve resto para ganarle a Asterión.

El Arquitecto ha ideado este laberinto para que todo quien entre aquí se perdiera, pero
también ha pensado con justicia hasta el último de sus lugares. Por eso noto aquí dos
puntos que me navegan hacia una misericordia que se afirmaba en la comprensión: la
fabulosa mente del Creador; y, por segundo, aunque el laberinto es para Él un juego de
muertes y vidas a manos de la Bestia -y, por supuesto, del hambre y del frío y también
del rayo solar-, como quizás el único observador de estas tierras mesuradas y precisas,
yo destaco que este ludo ha sido siempre claro, pues su Inventor nos ha dejado
sencillas reglas desde que nuestro entendimiento puede comprender complejidades
más altas que un cuadrado o el exterior de las pirámides: Una, aquí dentro el Asesino
mora; dos en cualquier momento es posible la muerte.

36
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Capítulo XIII: Yocasta

D
espués de la escalada pendiente conquisté el pico de mi montaña. Mientras
allí reposé, contemplaba el angular zigzagueamiento que tenían los pasillos
del laberinto, por fin, aterrizado. Distribuyéndose fantásticamente por la
llanura reseca, la imperativa y también perpleja visión de las puntiagudas
esquinas avergonzó a la planicie blanca de una timorata nevada. Aquí fuera ningún toro
me punza, salvo por esos dos que se llaman verdad y consciencia.

Decía en otro episodio de otro libro dedicado a otra bestia, que teorías bien ortodoxas
alientan a la muerte del Tosco: mas dudo bastante que debamos extinguirle; al menos
no por nuestra voluntad. Sí por la Suya. Sé que él también se cansa de tanto escuchar
sobre mi rivalidad con los dioses. Ése es un vicio mío del que no puedo desbarrigarme.
La culpa de mi adicción por la teología, es un poco también de Él. Pues siempre aprobó
mis torcidas suposiciones acerca de las mitologías hebraica y zen. Lo que el Primitivo
no sabe, es que hace años dejaron de importarme los textos que fabriqué cuando fui
minusválido. Ahora lo atonto hablándole de mi amor. Asterión siempre se puso
incómodo cuando pensé en mis amadas. Y aunque le aseguré que tengo lugar de sobra
para ambos sentires (la aceptación de su fealdad y la pasión por los cuerpos que
vienen a mí) él siente deseos de descuartizar a toda mujer que yo pueda querer. No es
para que me ponga muy orgulloso, pero es que él también sufre por mí de celos. Pero
creo que más de envidia. Y que si lo pudiera confiese el Monstruo que en lo que va de
nuestra convivencia, aunque quise enseñarle a ser un poco más benévolo (do tus des)
siempre anduvo desinteresado por los asuntos que le hubieran enseñado algo de
tolerancia.

Pasa que el síndrome de Yocasta le afectó mucho. Sus retorcidas lógicas eran que a
cuantos más asesinara, más querido sería por los dos reyes. Honraría de paso también
al padre. En uno de sus embrujes se le soltó un pensamiento que no quiso fuera oído
por los parlantes: Papá era tan lindo y yo tanto deseaba verle. Pero así descuidó sus
cosas. Sus costumbres fueron pisoteadas por la indiferencia de los más ricos. Sus
sueños desestimados. Y así se fue aislando de todo lo que él amaba: dejó atrás a su
madre y a sus hermanastros bovinos, curiosamente Asterión no es pura sangre ni para
el campo ni en el palacio, y en cambio ha tenido que soportar la humillación del
padrastro corrupto. Muy por debajo del toro estuvieron los personajes y burdos, que
no tenían más lógica que la suma. Sólo refiriéndome a él pareciera que nosotros (los
dos convivientes) nos reuniéramos en un solo espíritu. Este primitivo se amansa, pues
cree que mi mención es obediencia. Pero no me molesta: Asterión me deja en paz un
rato para que me regocije en una nueva contemplación de mi vasta y reconocida
ciudad.

Cuando me canso de nombrarlo pueden suceder dos cosas: O agradece la atención que
le he prestado y se aparta de mi rutina, o yo me convierto en él. Pues quizás siempre

37
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

hemos sido parte del mismo todo. Por las mañanas y cuando me levanto de la siesta
meridional, Asterión últimamente se acostumbró a levantarse conmigo. Y para ser
franco, hay días en que me siento feliz por tenerlo de compañero: jugar al arte del
control o del desafío mantiene viva a mi consciencia de general. Pues mis rutinas son
demasiado rústicas para las virtudes de las que me jacto. Sin que este remate signifique
ningún tipo de apología, las mañanas y noches me son sencillas.

38
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Capítulo XIV: Como una baba cayendo

P
ero los libros sabios desapercibieron una ecuación más: Una vez que se
apagan los cantos del pájaro del desierto, la presencia del Cornudo es
novelesca. Como si el plácido arrullo le hiciera cambiar de propósito y yo
nunca hubiese pisado en su establo, Asterión galopa despreocupado. Como si
desde siempre hubiera sido familia mía, me vigila pero con pena. Me observa
crepitando como las ramas de un joven arce entregadas a la función de la brisa. En esos
magistrales momentos entiende mi desventaja. Y una inusual compasión le da la orden
para desentenderse de mí. Sus ojitos de búfalo me dijeron que una desubicada piedad
le dirige su recorrido hacia una oportuna esquina que absorbe el camino antes de que
me topetee. Y al menos por ese día se le concede una tregua a la fijada cita con
Appolodro.

Aquí oscurece bastante tarde. A que los días sean tan largos se agradece la ausencia de
los horizontes. Así también se apresuran los amaneceres. Si Pan tuviese algún monte
para el rebaño, si los perímetros que circundan nuestro calabozo estuviesen caminados
por una cadena de Annapurnas, el alba tardaría unos centímetros más en darnos la luz.

Los días no siempre despiertan a la misma hora. Esto lo intuyen los gallos que
vagabundean en las aldeas inalcanzables. Entre los dos equinoccios el canto está
separado por dos o tres horas. Y aquí, que no hay faunas que tengan la voz esposada al
matemático metabolismo del Universo, cada vez que lo vaticina la hora, el rayo primero
únicamente encuentra un rígido obstáculo en la fachada del Mausoleo. Si mi casa
tuviese cimientos en la cara expuesta que nos ofrece la luna, de vez en cuando me
asomaría por la ventana de mi aún desordenada pieza para ver un espectáculo tan
exclusivo como lo es la piel ambigua de mi Acompañante. Pues cuando Selena se
duerme a eso del mediodía, yo entre legañas curiosearía lo que está sucediendo en
Creta. El paisaje surrealista francamente sería conmovedor. La fantástica alborada
desdoblaría al laberinto sobre los campos yermos y se alargaría en una sombra
piramidal que sería capaz de tocar el oeste del mundo. Pero la masa que envuelve al
núcleo de este planeta en un paquete sin lacito, no es lo bastante gigante como para
que las luces y las sombras queden pegadas sobre su esférico piso. Pero antes de toda
aquella ilustrativa fábula que yo les estoy contando, entre el sol y las paredes del
Laberinto, sobre la Tierra se dilataría, como baba que está cayendo, la figura de un
joven alado se estiraba sobre el suelo de la planicie.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Capítulo XV: La línea sobre la piedra

E n momentos como este yo ya no sé si estoy luchando contra la Bestia en una lid


sin sonidos aunque infernal; o si es que estoy solo y haberme habituado al caos
me hace estar deseando las embestidas del Animal.

Algunos días, Asterión se despierta conmigo después de haber desgastado toda la


noche en perdidas batallas, elaboradas de tanto en tanto por la Ley de la Casualidad.
Aunque debiera admitir que al principio también la Ley de la Hombría me obligaba a
buscarlo, para así recrearme chapoteando sobre mi sangre o tal vez en la sangre del
Asesino.

En el momento de mis primeras respiraciones (menos sedentarias pero mucho más


especuladoras que las oníricas), me lamenta por un rato el no haber despertado en la
tupida atmósfera nocturna para darle muerte con una traicionera estacada heroica.
Pero únicamente sería heroica para los de mi especie, para los otros Astéridas yo sería
un aparecido loco, que debiera ser sentenciado a millones de violentas venganzas
atropelladoras. Pero aún sabiendo que este Demonio es el responsable de todos mis
dolores y el cobrador absoluto de mis deudas kármicas, me siento un poco culpable
pensando que lo traiciono. Ignoro cual será la lógica de mi piedad. A la misericordia
quizás me tiente soñar que este ininflamable Lucifer también estuviese encargado de
hacer milagros. Sin embargo esto sería nada más que por la conflictiva razón de
entorpecer los raciocinios humanos. Así que enseguida me aburro de sentir lástima. Y
vivo esperando a que una electricidad justiciera se precipite desde los altos y elija
como una victimaria guía al centro de la Tierra la cornamenta veteada de brillo
marmolado, que reverbera en todos los crepúsculos con el causal y último haz de luz
anaranjada. Y yo al fin tendré libre paso (de tener una existencia inmortal) para que
mis días investiguen todos los pasadizos del mundo, para que tenga una posibilidad de
ganar así el seco sorteo de mi especulada libertad.

En el mundo de los inconfesados me recibirán como un bendecido redentor que habrá


derrotado a la Bestia por pura decisión del Universo, que combinó las impredecibles
voluntades de los elementos para que el sacrificio tuviera hora.

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

II

M
irando un murallón de cal, descifré ermitaños símbolos grabados a
navajazos por otras víctimas de la Bestia. Deduje que los espíritus que por
aquí deambulan, gracias a las masacres, escribieron mensajes en aquel
muro. Como los abecedarios del párkinson, como la esforzada caligrafía
de los muy viejos (que pasa un minuto y aún no tienen su nombre escrito), como las
líneas de los obsesivos autores -apurados por sus vacías rutinas-, que pasado un
minuto ya no descifran lo que escribieron: así están acuchillados los tercos muros de
mis encierros. Esas palabras también como las montañas ocultan alguna magia. Pues
creí que iba a descifrar viejo, pero el rematador jo cambió repentinamente su cortesano
bastón para convertirse en una tembleque zeta.

Descifré ermitaños símbolos que otras víctimas garabatearon. Vi de tres en tres los
días que algún peleador perdido tachó con su cuchilla criminal, supongo que no para
llevar cuenta de las rutinas, más bien para que sus pensares aún mantuvieran un poco
el hábito de la ejercitación. O quizás para sentir que todavía en las encrucijadas más
villanas una mente necesita de la distracción o de la creatividad para evitar la suerte de
la insanía.

Entonces yo también raspé en aquel muro de enmohecido color oro los tres nombres
que durante casi 29 años montaron la posibilidad de que otros vivientes me buscaran o
me humillaran o que me honraran: Appolodro Tercero Theoffelia. Y ahí fue que entendí
el porqué de la voluntad de Dios al crear el laberinto y tal abominación: La mente de
nuestro creador tiene una función ambidiestra.

Imaginé qué habría movido a los inteligentes a inventar el alfabeto y a la escritura.


¿Acaso la necesidad de comunicarnos a través de los siglos haya sido una causa para
desarrollar este arte genial? ¿Acaso la necesidad de fosilizar el desarrollo de nuestros
pensamientos sobre un papel o sobre una piedra ha despertado el impulso de crear el
causal arte de la escritura? Pues hasta ese momento revelador yo pocas veces me había
hecho la profunda pregunta, y en dos o tres ocasiones he tenido una respuesta. Pero
observando mis letras sin proferir pensamientos, descubrí entonces la verdadera razón
por la que yo disponía de 7 alfabetos humanos en el secreto volumen de mi
consciencia.

Para que mis intuiciones cobrasen veracidad, ubiqué mentalmente a un hombre sobre
la faz terrestre, cuando todavía no se había inventado el primer grafema, pero sí existía
el arte de la oralidad. Entonces, en la quietud de este ajenísimo territorio, a la espera
de la conocida cornada y la crucificante embestida, agregué vida a la imaginación de
aquel analfabeto. Lo vi pensante, inquisidor... deseante. En sus cuestionamientos
indagó la existencia divina. Creyó que el mundo no existiría sin alguien que lo
admirara. Recordó todos los aciertos y todas las desventajas que podrían haber cabido

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

en la memoria desde el ocaso al primer rayo de luz que buscaba la vida


desprendiéndose del horizonte. Revisó todos sus conocimientos para no sentir que el
tiempo podría hacerle tediosa la empresa de sobrevivir. Y al culminar el recuento se
sintió sin vida. Una depresión que lo aprehendía abarcó de extremo a extremo los
lindes de su interioridad. Y luego todo fue quietud. Entonces una seductora impresión
activó espontáneamente su pensar en otro sentido: El sentido de la creación. De
inmediato vislumbró en su Esencia la obra que compensaría su vacío insoportable. Una
a una se construyeron en imaginarias tintas los neófitos símbolos que honrarían a su
sed de descubrimiento. Un don desconocido lo inspiraba a la invención de un
revolucionario sistema de comunicación. No era que este Talento iba creando las letras,
era que el Talento se ratificaba en cada signo modificable, moldeable. Cuando un
talento no halla fin, ese talento intenta por sí solo las creaciones y los
descubrimientos... O por fin se muere.

Entonces, de poseer cabalidad esta conjetura, mi Soberano ha de ser un ente que, como
si fuera la Bestia, asila en Su seno universal cualidades que aún Él desconoce. Intuyo
que tan divinas artes requerirán de próximas Bestias y repetidos laberintos como este,
para que la consciencia de mi Amo se quede en paz. Hasta hoy no he conocido una
morada o una invención tan compleja como el sitio en donde la tragedia me brinda
hospedaje hoy. Ahora entiendo que de ser la Tierra la mente de Dios, le debemos al
desarrollo involuntario de Sus capacidades la existencia de geniales arquitecturas
como el laberinto que cautiva a la Bestia y (ahora) también a mí.

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Capítulo XVI: La Biblia Nuestra

L
os supersticiosos de fuera creyeron que el tal Toro, después de muchos mareos
–o quizás por un azar maldecido-, daría otra vez con la entrada. O si no con la
puerta que daba al mar. Tal cual comenta la Biblia mía: de día y de noche
permanecen abiertas tanto la entrada como la salida. Pero cuidado los padres:
pues cualquiera que use sandalias pequeñas será volteado muy pronto si entrare aquí.
Herodes hubiera querido que el laberinto fuera una guardería: y una vez que estén
todos abrirle la jaula al toro.

A partir de que desapareció la primera estrella oí las quejas de otra alma humana.
Aunque escuché fríamente el monosilábico aullido opté por no ir al socorro, pues aquí
adentro presenciar espejismos es costumbre que repetimos quienes pensamos.
¡Cuántas veces habrá venido hasta mí la nítida cintura de un amor muerto! Sus labios
consiguieron que se repita el depresivo impacto de mi despecho.

Sin embargo cuando el lamento me acaparó los silencios por mucho tiempo elegí ir a
buscarle. ¿Quiénes de los que leen resistirían tal reto si se les presentare el regalo de
un vestigio moribundo de humanidad? Pues luego de tantos días hurgándole las caras
a tantos soles y lunas, cualquiera que aquí viviese se alegría al saber que sí existió otro
testigo que evidenciaba al Monstruoso. Así que entre los mareos y mi cansancio
abandoné el yoga que imita al muerto. La insistencia de la gravedad devolvió al suelo
rugoso las piedrecitas que se adhirieron al somnoliento sudor que ungía toda mi
espalda. Con pena evoqué algún patio que quedó en Argos. Sobre el cielo se instalaron
las nubes multiformes para bendecir a mi piel con una tormenta mediana. Las aguas
alivianaron el clima en un atardecer al fin diferente. Pero cuando llegué hasta el otro
circuito me desilusioné con aquellas fisionomías. Se trataba de perros sin amo,
aullando para la geometría infinita. No investigué jeroglífico que me explicase el
porqué, sólo sé que una vez entraron aquí y formaron una colonia. Pero sí sé que en las
progresivas primaveras los sabuesos desarrollaron una genética inteligente. Pues las
siguientes proles se agazaparon en un minúsculo rincón para que el Asesino no las
devore. Una vez los crucé, y vi a una madre pariendo cachorros que en vez de garras
echaban raíces peludas. Luego crecieron como tubérculos. Y comenzando por el hocico
germinaban a veces para mirar la luz. Esa vez creí haber oído trompetas y los parcos
ecos de un buitre, pero tampoco me acuerdo yo.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Capítulo XVII: La Antorcha

S
umergido entre tolerancias que logran apaciguar mis odios y mis
lamentaciones, supongo que toda obra como ésta se le debe atribuir a la
existencia de algún Metódico. Todo laberinto presupone entonces la vida de al
menos un constructor. Mi Soberano libere al mundo de esa tiranía que los
adelantados han ejercido sobre la Tierra, sin que siquiera lo haya notado nadie. Como
genios ulteriores, el sobresaliente creador de esta casa (favorito por el Rey entre todas
las inteligencias mortales de su tiempo), ha inventado una obra de virtud ambivalente.
Hasta los veintitantos años yo escuché -de la boca de los más sabidos- que una idea
maestra puede tener las mismas virtudes beáticas y demoníacas, pues todo
dependiendo de la sensatez y de la intención con que se utilizare. ¡Vamos! Como un
ejemplo grosero puedo nombrar las fundiciones de mi comarca donde los artesanos
del metal engendran día tras día espadas tanto salvadoras como mortales. Esta última
adjetivación opcional, quedará a merced de quienes las empuñaran alguna vez. El
hierro no es imperecedero si quien lo refiere cuenta con los años de mi Amo.

Pero volviendo a mi lógica: el laberinto ha sido útil para el Rey y su Reina, y quizás
también lo hubiera sido en algún tiempo para mí. Pues antes de mis 28 aniversarios, yo
ignoraba una existencia criminal como la que me acecha. Por lo tanto, si la evolución de
mis articulaciones y mis musculaturas nunca hubiera pretendido de mí una prueba, un
agradecimiento, una jactancia que hiciera honor a mis virtudes fisiológicas, pues jamás
me hubiera invadido la codicia o la tentadora intención de competir o de demostrar mi
virtud de valiente. Entonces yo nunca hubiera pisado semejante mundo de piedras y
rocas, donde la bondad a de ser acompañada por una imagen caótica, de lo contrario
Asterión se arrimaría con mayor insistencia de la que tiene.

Sin embargo esta tarde la realidad me demostró (con áspera fatiga), que aquello que
mi ignorancia hubiese tildado como ingenioso o extraño (me refiero: cruzar la entrada
de esta perdedora mitología para ingresar acá), mi osada inocencia lo ha convertido en
lo que es ahora para mí una vida de peligrosos despertares y anocheceres.

La reflexión me ha conducido hasta algún recuerdo misterioso que aún no pude relatar
para la oscuridad ni tampoco para el sol. A la entrada siniestra, un camino tienta al
errante con el dibujo de una luna llena amarilla. Dos o tres veces mis pasos intentaron
el encontrar allí dentro la vida que yo esperaba. El medio recorrido inicial se empina
hacia abajo. Cada tres metros, un rectángulo le incita a los justicieros que van tras la
Bestia para cambiar sus direcciones iniciales. Cuando me familiaricé con aquel
corredizo, me guié confiado hasta el final sujetando en sus paredes mi mole atrofiada
por el paso del tiempo y la inexistencia de ejercicios cotidianos y triviales, mientras la
piedra erosionada me cortajeaba las palmas de las manos, generándome cuatro o cinco
líneas del amor. Me inmiscuí en el camino embarazoso pensando que allí encontraría la
libertad o si no, al menos, un arma que hiriera el cuero de la Bestia en próximos

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

acorralamientos. Cuando ya no pude caminar más, la esperanza hizo que me


arrastrara. Un perfume invisible confundía mis intuiciones, cegándome el buen criterio
que me recomendaba retroceder. Siempre atraído por la perfección de aquella luna
ambarina, fui guiado hacia el meollo del pasillo que se entretejía a sí mismo en un nudo
de marinero. Doblé tres o cuatro veces en la invariable perplejidad, pero me pareció
ver siempre la misma esquina; el mismo ángulo que debería haber sido único, se
propagó varias veces entre los límites de la internada, otorgándole a mi sentido de
orientación estar avanzando, no en espiral, sino zigzagueante.

Insospechadamente, allí donde la calma era la reina, con su sorpresiva asta mi Diablo
me atravesó de punta a punta la vida. ¡Él me aguardaba allí desde el último desafío!
Luego de haberle dejado herido y agonizando en su sangre de toro, mi Asterión calculó
en sus repetidas imaginaciones una manera para humillarme nuevamente. Y otra vez
me indultó de la muerte. Yo siempre supe que mi dolor es para Él un divertimento.

Hasta que mi metabolismo me curó la carne, por nueve meses me escondí en las
oscuridades de los rincones que encontraba ausentes de mal y bien, para lamentar las
heridas que poco tiempo tardaron en expeler fetidez. Asterión rumiaba el entorno y yo
percibía sus pasos cercanos. En esa época yo temía con cada ruido a la muerte, pues si
una sola gota de sangre caía al terrenal, ésa sería la alarma que delataría mi rastro. A
veces le vi quieto, como esperando, como para que yo supiera que me observaba, como
para hacer una demostración más de su inteligencia divina, para demostrarme que su
distracción era inventar nuevas reglas al juego de la vida y de la muerte, y que nunca
debió consultarme para que ambos las aceptáramos. El Monstruo era quien reinaba.
Para ser un poco más puntilloso definiré algunas estrategias que pude deducir con las
pistas que Asterión me iba dejando a medida que Él lo quería:

Uno, yo estoy aquí y te observo. Dos, yo puedo matarte pero mi vida sería sin sentido si tú
no tuvieras miedo. Tres, te observo y sé que me temes pero haré que dudes de tus propias
cavilaciones.

Gracias a la tragedia uno descubre algunas veces una cura para sus discapacidades. Y
así fue que, finalmente, en una superficie depresiva di con el arma que detuvo mi
hemofílica supuración. Desde entonces y no hace mucho, ahora ando por estos
corredores endemoniados sin temer a que alguna vez me atraviese con su cornada. Y
Asterión y yo, convivimos sin embestidas que no se puedan sanar. Desde que encontré
mi antorcha disolví mis cicatrices y ya no le temo a próximas seguidillas de
cornamentas calizas. Ahora sé que los caminos donde Asterión gane con su estacada
un inmerecido perímetro, yo podré con mi antorcha amedrentar sus ánimos y sus
intenciones. Entonces mi llama recuperará la luz que (la Bestia) invade con sus
malditas rachas de oscuridad.

Capítulo XVIII: Cantatas

45
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

U
n palacio construido en Otra Parte celebra brindando, sobre lujosos
manteles, el octavo aniversario de la primera princesa, primogénita de otro
monarca más terrenal que aquel a quien sirvo yo. La infanta vive en peligro
por los celos que hierven las sangres de su misma generación.

Una orquesta de dicharacheros juglares se ensalza entre sabrosos arpegios de los


laúdes y los consecuentes tintilineos de una sutil milicia de cascabeles. Como un cristal
afinado sonaron los huecos bronces cilíndricos, siguiendo el rimbombante compás de
la música para que no se les escaparan las notas. Urgentes campanilleos buscan entrar
en la sustancial estructura de la melodía. Y aquí se aclara un detalle más: en otros
orbes se intenta lo contrario que busco yo, pues, si lo examinamos con la cabalidad
medida, todos los ámbitos de la vida parecen ser una tonta imitación de esta vil
arquitectura que (de paso lo apuntaré) cada segundo engulle un poco las existencias. Y
cuidado al sentirse a salvo quienes aún no haya puesto pie aquí, puesto que de los
entendimientos capaces sobresale una acertada sospecha: todo el mundo está
sentenciado a correr por aquí durante al menos una noche. En cuanto a la nublada
música que nos llega, únicamente la audimos porque sus coros tienen la fama de ir y
venir brincando entre una dimensión y la otra. El castillo de la cumpleañera levanta sus
puentes y despliega las sedosas cortinas de sus alcobas. Esos cimientos quedan entre
dos países socializados, pero la música se instala en los cielos del laberinto como si
fuera el murmullo de un viejo eco que se siguió arrastrando por las atmósferas del
planeta. Las notas son tan melosas como el aflautado canto que (en un atardecer) quiso
perturbar la sensatez de un capitán corpulento, que inteligentemente bloqueó su
instinto masculino bajo el velamen. Cuando mi camino coincide con esta sonata o con
cualquiera otra, rezo para que mi raciocinio se encierre en una esfera de plomo, y que
aquellas voces reboten en su convexa armadura.

46
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

CapítuloXIX: La Preferencia

R
eincido otra vez en mi siamés aposento. Como en tantas oportunidades me
enfrento con un triunvirato de pasadizos. El caminante que inicia un pasillo
desierto no se imagina que la Bestia fuera capaz de esconderse en las
sombras inverosímiles de los caminos tramposos. De haber nacido más
paciente registraría de a un recorrido a la vez, y al reinar de nuevo el ocaso se me
revelaría en cuál de ellos me esperaba la libertad. Así son las suertes de los que
intentan. Quizás en el inicio de mi debate interior, se me hubiera ocurrido elegir un
corredor en el cual se aceptaran mis pisadas, sin que mi yo más profundo se armara en
mi contra con resistencias ni morales ni teológicas; entonces mis ansias de luz
inmortalizarían mis huellas en estirados y aún desconocidos territorios que armaron la
arquitectura de este Gran Laberinto. O tal vez, como casi siempre, acabe mi jornada en
la reflexión inspirada por el fracaso y la desilusión.

Mientras el atardecer me demandaba movimientos para evitar a la oscuridad, yo ya


había elegido entre las tres a mi primera galería, pero retrocedí antes de llegar al final,
cuando el vaho de la putrefacción me advertía que tres esqueletos adornaban la veda
del camino estéril. Uno, aún colgaba en la tapia que había asesinado a las tres
esperanzas de libertad. La cornada que le dio muerte fue tal que el tiempo y los
elementos pudieron desintegrar la carne, mas no desencajaron a aquel hombre con el
que la embestida de Asterión decoró el muro. Una costilla o una cadera debieron de
engancharse en la profunda grieta que el cuerno punzó sobre el paredón. Los huesos
de aquel coloso orquestaban graciosas melodías si había viento. Las osamentas
restantes aún conservaban la postura de quien se arrastra en medio de una sequía y
cae fulminado por su propia sed, cuando está a punto de llenarse con el oasis. Las 3
calaveras, todavía conservaban la expresión del socorro: ya que los gestos eran
imposibles, aquello se advertía por las desesperadas falanges en garra o la posición de
los brazos extendidos al cielo. Y de nuevo mi cansadora mente no pudo evitar
conjeturas imposibles para explicar esta parcialidad:

Por uno de sus sorpresivos caprichos, el Espléndido ha dotado a la Bestia con las
cualidades más sorprendentes. En cambio a nosotros, que hemos nacido auténticos
hereditarios de todos Sus bienes y generosidades, únicamente nos dispuso sobre la
Tierra con virtudes que ni aseguran ni aniquilan la subsistencia. Por ejemplo -respecto
al Sacrificador- solamente al atravesar una voluntad sencilla es capaz de nublar (con
una avasallante neblina) todos los cruces verdaderos y los ilegítimos. En cambio a mí,
el Señor no me dotó con poderes divinos (al menos nunca podrían ser admirados), y
por miedo a ser repetida víctima de sus fauces, o a perderme todavía más, o quizá por
terror a adelantar mi punto y otra con un camino quimérico, me concedo un descanso
permaneciendo inamovible en el lugar que el entre tanto me designase. Suponiendo
aún más (y que esta deducción se dilate hasta donde los dioses lo hayan analizado), tal
vez cualidades tan mágicas como la de mi Bestia hayan hecho a mi Rey figurarse las

47
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

mías. Y temió la rivalidad. O quizás en un momento la alucinación complicó también a


mi Líder, y dejando a un lado que los marciales somos fieles a las raíces que Él mismo
había sembrado en nuestros laberintos internos, imaginó en mí el peligro que implican
las artes y los conocimientos más fantásticos, que en poder de un ser humano pudieran
incentivar los motines teologales. O preferir una representación a un directorio. Por
todo ello entendí que no le puedo a esta Bestia.

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Capítulo XX: De Mí

D
istinto a mi padre, no me puse de pie al nacer. Y pasó tiempo hasta que
conseguí enajenarme del piso donde los centinelas me abandonaron. Como
con el exterior, con ellos tuve tratos un solo día. Pero en nadie noté siquiera
una arruga. Nacemos muy legañosos. Tras un año de paralíticos
despertares gateé hasta mi primer yuyo. Nunca supe quien fue la encargada de
amamantarme. De seguro no una mujer. Hasta la escápula soy un hombre, mas tengo
fiera boca y cerebro. Mis pícaros mordisqueos le hubieran irritado la piel del busto. Así
que encerraron conmigo a una de las tantas fulanas junto a las que durmió papá. Pero
pronto conocí los ardores de la pubertad. Y cuando quise acordarme me encapriché
con la idea de celebrar un banquete. La asesiné sin fijarme, aunque con todo respeto. El
pecado jamás firmó en el listado de mis vergüenzas. Para averiguar lo que significaba
el deleite le devoré las tripas como si fuesen una larguirucha pasta cocida en sangre.
Desde aquel almuerzo los incontables siglos secaron mares; pero en memoria de sus
servicios planté un altar con la calceosa armadura. Mi cortés homenaje pronto cultivó
frutos: la media res fertilizó el campo; gracias al abono nacieron las únicas flores que
conocí. Hoy la osamenta adorna algunos codos del suelo arisco. Debería distribuirla
por diferentes salones, así me sería más fácil recordar los lugares por donde anduve.
Pero me gusta que el esqueleto conserve intacta su imagen; al fin y al cabo fue aquella
confiada quien alivió la preocupación de una reina. De todo aquello, lo más curioso
fueron los ikebanas. Por suerte las manos me las heredó mamá. Ya no me quedan uñas,
pues con los dientes las fui royendo como a los pechos del esqueleto.

A veces soy frecuentado por las tormentas y las garúas. La brisa también formaliza
visitas, pero se va enseguida. Aunque en excepcionales secuencias me deja rosetas de
paja y polvo en recuerdo de su hospedaje. Como si fueran yo, al ingresar recorren
algunos pasillos de casa hasta que hallan su rincón favorito para quedarse yertas. Allí
existen durante años. A veces voy caminando y las saludo con un resoplo, pues me
parece reconocerlas.

II

C omo aquellas configuraciones esferoides, unas pocas noticias me llegaron


alguna tarde. Pues durante mi eterna estadía aquí, pasaron cosas magníficas en
la Tierra. Ni siquiera este aislado confín es suficiente rival para lo populoso.
Según lo extraordinario del comentillo, alguna primicia fue lo suficientemente
irrespetuosa como para brincar a las medianeras de allí hasta acá.

Fue de esa forma que supe de una flor nacida en verano. Su perfume desmaterializó a
una provincia entera. Los niños captaron su hedor igual que al dictado de los maestros.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Y casi ni se turbaron cuando se les despellejaron los deditos. Hubo muchos que
continuaron tomando apuntes, mientras sus cuerpecitos se resentían. La terquedad de
algunas culturas tal vez pueda ser muy útil, pero a veces hasta repugna. Y luego de
muchos meses, al fin un día soñé con ellos. Aquella monstruosidad me supo parecida a
ésta. Y los sentí mi familia. Cuando me enteré de ese mito, hubiera querido que mis
padres me enviaran a esas escuelas, en vez de meterme pupilo aquí. Pues aunque los
que viven afuera me utilizaron para sus fábulas, sé que no soy muy bello para los
hombres. Pero también de las aulas que se quemaron en Deigo hubiera sido expulsado.
Después me daría cuenta que habría pagado con el error estudiarme la geografía. Ya
que con sus presumidos detalles, las multitudinarias memorias del laberinto tacharían
de mi conciencia las pruebas de que otros lugares existen. Quizá hayan elegido bien al
guardarme en este apartado. Pero a pesar de mi ignorancia le puse un apodo a cada
granito de arena. Conozco estos suelos mejor que ningún otro explorador. Ni siquiera
los niños igualan la consumada curiosidad que siento por mi Universo. A cada mujer
que pasó por aquí le concedí citas. Y amé el trino de todo pájaro que mientras volando
al paso cantó sobre la angostura de estos cielos cuadrangulares.

El pelo de mis pestañas jamás se toca. Nada más de un soplido puedo borrar los pasos
que fabricaron mi historia. Yo soy el amo de esta comarca. Noto lo desapercibido. Me
alimento enumerando los detalles implícitos en las consonantes de mi nombre. Y
aunque la mitad de mi sangre sea de tinte azul, tampoco tengo apellido. Mis pasos se
encargan de pulverizar a los cráneos desparramados. Sobre el piso se quedan después
del duelo, aunque varias semanas se superpondrán hasta que sean sólo de hueso.
También sufro por mis vergüenzas. No olviden que tengo mi parte humana. Tanto la
excelencia moral como también la ética estarán mientras viva lejos de mi alcance, pues
mi alma ya desde antes es bruta. Conozco a uno que ya está muerto cuyo intelecto me
superó. Incluido mi nombre, toda mi vida perteneció a su inigualable obra. Quizás mi
casa sea más extensa que la suya, quizás en un perdido futuro alguien quisiera analizar
mi refugio con la misma paciencia que los literatos pusieron leyendo al de aquél. Pero
el remordimiento siempre masticará mis órganos, pues en este gélido hogar nunca se
inventó nada, salvo la descendencia de ése con el que algunas veces me encuentro yo.
Pensándolo mejor, tampoco fue mi inventor quien me bautizó, mi identidad se
apuntaló por primera vez en un tomo segundo de escrituras griegas: la creatividad de
mi publicista sólo consistió en recordarlo. Pero sin buscar imitarle pude haber
superado su arte. Lástima que el desierto me enseñara las cosas equivocadas.

Aunque me abran las puertas no me iré corriendo de aquí. Me aburre todo lo de allí
afuera; los que me gritan, los que se quejan… las hermosas histéricas que alguna vez
caminaron delante mío. Aunque mi sed y los soles consecutivos desintegraron a mi
machismo, esta noche de nubes nadie brincará los muros de este rarísimo fortín.
Porque aunque los hombres jamás se cansan de perseguirme, los hachazos de quienes
quise curtieron a mis instintos para realizar un trabajo mucho mejor, pues si acaso no
les tuviera rencores no podría asesinarlos sin sentir misericordia.

50
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Lamentablemente, en brevísimo deberé cambiar de morada. Campanarios diferentes al


silencio sonarán en esa Otra Aldea. Lo mismo dará que cruce la entrada o me vaya por
la salida; estaré fuera muy pronto. Jamás pisaré otra vez las baldosas del patio que me
observó evolucionar hasta que troté. ¿Para qué quiero una casa menos profunda? De
todos modos, el sol y la luna se infiltran impíamente en ambos terrenos. Pero los rayos
encuentran una compleja oposición en el otro mundo, pues en las aldeas existen
muchas ventanas, mientras que aquí nunca se fabricaron vidrios.

ii

O tra puntualidad que me ocupa es saber si voy demasiado pronto para


hablarles de agujas. Puesto que la mítica línea del tiempo mío aún no se chocó
con la ciencia. En esta época nada más que los brujos tienen permiso para
curar. De todas maneras, respecto a mi súbita mudanza, no sé si quiero que sea ahora.
Los infinitos cautiverios tuvieron una ventaja: jamás me topé con la tragedia del
desamor. En cambio siento curiosidad por el sexo. Sé que allí fuera existen dos razas
con las que a lo mejor me pudiera regenerar. Ambas son nómadas; aunque enfrentadas
ninguna pensaría que se está viendo sobre un espejo. También las dos son la mitad de
mi genética. Pero a nadie de ellos creo con el valor suficiente como para imitar a mi
madre. Así que sufriré la condena de esta exclusividad. En todo caso sembraría mi
procedencia en las dos, ya tuviesen producidos peinados o fueran cornudas. Pero
jamás sabré qué significa estar enamorado. ¿Madre lo estuvo al mirar las nobles
pupilas de mi papá? Y gozaré la ventaja de no estudiar fechas, los números se los
obsequio a los que se jactan de intelectuales; por esto nunca agasajaré con anillos ni
rosas a ninguna tras cumplirse un año de nuestra boda. Me repugna el rito de los
compromisos. Será porque no doy con un traje para mi talla. O por mi imperfecto oído,
que al escuchar las trompetas ceremoniosas me crece el pánico, pues interpreto que
alguien con capa roja viene a por mí vestido de carnaval. A pesar de estas
disconformidades con su cultura, con alguna cosa de ellos se debió haber contagiado
mi espíritu. Pues la ciudad fue mi casa durante mis primeros instantes. Pero yo estaba
ciego para poder vislumbrar los suntuosos candelabros que facilitaron mi cuerpo al
mundo. Tampoco me quedaron memorias de la majestuosa parturienta, o de los
rostros que festejaban a otro príncipe viniendo al mundo. Aquélla no ha sido la única
vez que mami dio a luz. La diferencia fue que los otros fetos nacieron sin pelos en el
mentón. Pues si -además de mi padre- la reina curtió con otros feroces, lo hizo a
escondidas y nada más por sentir placer. Mas no para engendrar un hermano a quien
poder envidiar. Hubiera sido fantástico. Otro más habría ocupado la casa donde hoy
estoy. Y aunque no hubo quien sobresalga tanto como yo pude hacerlo al nacer, mis
demás medio hermanos aspiraron al trono, pero sólo los que nacieron en el palacio.
Aquellos nacidos en campo abierto se destinaron a otras faenas menos políticas pero
mucho más necesarias. Y en cuanto a mí pocos segundos viví cuando me dejaron en

51
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

esta Guardería que administraban los cuatro vientos desérticos. Seguro estuve más de
dos veces en cada rincón de este mundo. Todo está por dos veces, como si fuera el
repercutir de un eco. Me extraña que jamás haya visto el nombre de una sola calle, o
que no se hayan bautizado los arroyos de sangre que -a partir del duelo- fluyen por
unos días.

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Capítulo XXI: La Teoría del Héroe

L
a intuición o la sospecha me han dicho que cierta vez iba por el camino
correcto. Durante un ciclo lunar entero ninguna tapia bloqueó mis pasos. Yo
ya me estaba preparando para la feliz despedida. Aunque con tal de salir de
aquí no me importaría en lo más mínimo regresar a mi Soberano y contarle de
mi fracaso en lugar del Nombre Número XCIX. Pero como todo buen militar me sentía
algo inconforme respecto al resultado de mi éxito, con el que quizás abandonaría mi
atemporal refugio. Y sé que nadie me creerá, pero mis pasos devoraban el suelo virgen
de las arenas sin poder desprenderse de cierto remordimiento al abandonar a mi
Bestia y a mi casita en los insatisfactorios brazos de la soledad. ¿Me recordaría con
honor mi más fiel enemigo? Si los Brutos intercambiaran impresiones por vía
fonoaudiológica, y otros Astéridas le preguntasen acerca de cierto rival que cierta vez
utilizó este posadero para su hábitat: ¿Qué opinaría de mí este insobornable
Desalmado? Yo lideré los victoriosos ejércitos de la Theoffiliapolis. Yo sangré en las
afueras y en las inmoladas ciudadelas para honrar al Representante de mi Comarca.
Sólo para cerrar la boca de los triunfadores más engreídos, maltrecho me mantuve por
nueve inviernos y luego comandé repetidas batallas antárticas y boreales. Con una
millarada de distintivos y escarapelas me condecoraron por mi incuestionable servicio
al Rey. Más en el ahora que atardece, acepto que este solo Insociable ha manejado mi
vida y mi libertad como mejor quiso, por casi veintinueve años de trayectoria.

En este instante descifro, ayudado por una imagen de mi recuerdo, un mapa


momentáneo, de quizás aquella sola vez que me codeé con la liberación segura:

El camino que nos conduce a las afueras de este encarcelamiento tiene aires suaves y
dulces. Tentadoras figuras reemplazan las sangres rupestres en todos los muros del
recorrido. Sin ningún lindante que vede el paso, este sendero únicamente se estorba por
las unidireccionales esquinas rectangulares. Sensibles soles cotidianos iluminan el cielo
turquesa del último crepúsculo. Quien anduviere por este camino jamás divisará una sola
tempestad. Si quieres recorrer estos rumbos, guíate solamente por la ausencia de
fatalidades.

Pensé que sería un buen signo de mis demostraciones: Quizás para verle la cara por
última vez -sabiendo que no estaría-, me volví sobre el camino que abundaba en suelos
favorables. Quizás por el hábito al que yo mismo acostumbré a mis milicias, finalicé un
pasillo y me di la vuelta para rendirle culto al laberinto que abandonaba. Como si le
hubiera tomado amor a esa nueva casa de infinitudes asimétricas, o como si veintiocho
años de cárcel me hubieran hecho desdeñoso respecto a la vileza que reina en las
afueras, retrocedí al ver la luz exterior. Una vida dedicada al campo de las batallas y a la
estrategia, a las espadas y a los yelmos, habituaron mis éticas a la cordialidad. ¡Maldito
momento que me diste mi primera victoria! Ahora el remordimiento me llena, pero en
su época creí que el honor era más importante que la subsistencia.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Acabé en la carnicería más espantosa, más terrible. Sin tregua la Bestia impactó en mi
pecho. Sorpresivo, sagaz y silencioso, Asterión había seguido cada una de mis pisadas
dejándome por ventaja una galería entera, como sabiendo que mi final movimiento
sería la moralidad. ¿De dónde proviene tu astucia, Asterión?

Inmediato aunque enloquecido, huí de mi Asterión que iba mordiéndome los lomos:
parece que todo este recorrido ha servido, nada más, para que yo me apenara
doblemente de estar cautivo. Lo difícil, lo doloroso, lo extraño, fue huir con Asterión en
mis encimas. Su seca trotada de hombre-toro sonaba uniformemente tras mis
recursivas zancadas inútiles. Por donde vine me moví con resucitado vigor y sin
indulgencias, regañando con elevadas voces los procederes del Todopoderoso. Ya que
yo estaba loco, decidí mostrar mi demencia al mundo que nos rodeaba, a mí y a la
Bestia, a ella o mí: a ambos dos. Agigantándome un poco más en la pena, últimas diosas
que inspiraban la valentía iban visualizándose en todo el largo de la corrida. Luego,
para empeorar todavía más la prisión: el arrepentimiento. De mis veintiocho
navidades, me lamenté ocho años continuos, me lamenté todos sus meses, me lamenté
en todos sus días. Pero mi quejido no extinguió los frecuentes ataques de mi Contrario.

Ahora, mucho más encerrado que de costumbre, agonizo en una galería de siete
metros. El Demonio está oculto en alguna parte. Francamente no me conformo con esta
vida ni tampoco con Asterión. Menos me conforma esta soledad; aunque debo admitir
que de las tres opciones enunciadas estando solo puedo -si quiero- matar al tiempo sin
preocuparme demasiado por mi probable sacrificio. Aunque a estas alturas la soledad
me resulta devastadora: es entonces cuando asumo que de todos los posibles ánimos
que yo haya de poseer, el aislamiento es con el que más cómodo me sentiré. Estando
apartado de la Bestia logro abstraerme lo suficiente para no pensar en el laberinto ni
en la locura. Imagino lo que me aguarda fuera de estas geografías aritméticas. Pero no
quisiera soñar demasiado con un futuro hartamente diferenciado de estos momentos.
Se supo de un solo hombre que sorteó los ardides de la confusión y las encrucijadas
que hay en esta guarida. Entró a este palacio con el fin de ponerle espada a mi
enemigo; inclinando a su favor el azar jugando a hacerse el valiente. Se dice que el azar
es respetuoso con el hombre de coraje. Este hombre evitó el extravío luego de la
contienda gracias a un rastro de seda. Del resto del ejército que aquí había conocido,
nada supimos nunca. Ningún mito les hizo honores. Ninguna leyenda contó de ningún
hilo guiador en ningún recorrido, además de aquella madeja posterior que se usó como
carta marítima del laberinto, mío y de Él. De todas aquellas almas valientes que
intentaron conocer el último nombre del mal, un único rumor póstumo se ha
encargado de desfigurar la lógica de la historia: Aquellos que entraron y ni murieron ni
asesinaron, han sido condenados a fatigar estos longevos corredores hasta el último de
sus días. Mejor reflexionado: Hasta el primer encuentro.

Y ahora que el sufrimiento y el miedo han arrinconado en un angular recodo la fe


anteriormente gigantesca -con que me armé cuando mis espadas fueron secuestradas

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

por las tropas enemigas- yo me pregunto: Si la espada de nuestro héroe fulminó de una
estacada el bestial aliento de vida del Hereje, entonces es que mi Asterión es otro
Asterión. Y esta contradicción que pone en duda la veracidad de la leyenda, me
concede el derecho a conjeturar que ni la Bestia ni el Laberinto son únicos en la
comarca donde reina mi Soberano. De estar acertado mi endeble criterio, ha de existir
un Asterión por cada hombre; para cada hombre una Mansión; y por cada Posada, un
redentor que pone fin a las embestidas.

Otras imaginaciones menos probables se fueron corrigiendo unas con otras.


Desarrollaré, en un orden que decrecerá de lo posible a lo ilógico, tal vez las dos, tal vez
las tres, que sobresalieron en mi ocio mientras los encuentros cesan o cuando Asterión
calma su sueño yaciendo.

55
DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

II

Yo, Appolodro, también soy un asesino. No recuerdo dónde enterré a ese de quien soy
doble, pero le busco para conocer de su historia. Quiero saber si escribió libros o fue
maestro, puesto que urgentemente debo tomar un atajo que me conduzca hasta la
vocación verdadera.

Los cretenses se daban cuenta de que yo era un frustrado: por los agujeros nos
estuvieron espiando mientras jugábamos a las corridas. Así una vez ordenaron a uno
para que venga a matar al toro. Pero mintieron los escritores diciendo que lo logró.
Pues se topó antes conmigo. Cuando me comentó su intención, aguardé a que se ponga
de espaldas y lo estrangulé con la seda.

La auténtica historia del héroe había sido escrita por el mismo grupo de los Cinco
Sabios, para que entonces los valientes fanáticos de las fábulas y de las hadas
-engañados por las voces populares-, entrasen decididos a las mazmorras de este gran
calabozo, y murieran al fin por la cornada de su propio Asterión. Otra idea que logró
seducirme (pero esto fue por ser esperanzadora, no por ser probable), es que la Bestia
existía solamente en mis fantasías, pero aparece en mis frentes y en mis costados por
decisión de mi último pero caprichoso vestigio de esquizofrenia, que hacía tanto yo
había nombrado, para que se me permita el próximo nombre del mal.

Decapitadas mis esperanzas de libertad, vivo aquí ya sin buscar aquella conocida
caminata, esperando que algún día la suerte de agotar corredores inéditos, más la
memoria que resguarda en su esencia las entradas de cada uno, me permita dar de
nuevo con aquel sendero libertador.

56
EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

Capítulo Final

E
n las claridades más abatidas, doy por sentado que la mayoría de los
caminos no me conducirán a ninguna salud mejor. Hasta me siento culpable
cuando me animo a fisgonear las arenosas y soleadas ramas de este galpón
iluminado. Ahora, tras una insuperable vida escapando de un último y
retrasado duelo que decidirá el destino de ambos, aguarda impaciente mi aparición, lo
mismo que yo esperé la suya, invisible y a veces pávido en un rincón del laberinto
cuando aún no encontraba las armas que le pudieran dar mortandad. Pero tras
veintinueve años de desvividas contiendas, el Tiempo y la Inteligencia me han ido
enseñando a tolerar (a comprender y a consentir), trucos de batalla creados en la
audacia de un enemigo infinitamente más poderoso que yo. Las numerosas derrotas
sufridas a manos del Acechante lograron habituar mis instintos o mis intenciones al
pánico; entonces ya no visito los recorridos que común y probablemente acaban en el
encierro: examino una y otra vez las callejuelas de mi edificio y sólo fatigo aquéllas que
me inspiran una gran corazonada de libertad. Siendo generoso cuando opino sobre mi
suerte, diría que de una decena de corredores sólo es seguro que me arriesgue en uno.
De ser posible que el azar bendiga todas mis elecciones con el acierto, si alguna vez
lograra yo salir de esta ciega prisión, entonces nueve de cada diez galerías me
causarían el desprecio. Y me seguirían siendo desconocidas. Y ya sea por mi cobardía,
atribuida al temor que la Bestia me inspira, o ya a la soberbia intuitiva, atribuida a
tanto conocimiento relevante (adquirido hace tiempo por la necesidad de provocar los
milagros que sanarían a los maltrechos), yo andaría entre los insensatos y entre los
cuerdos reconociendo a las populosas calles, maldiciendo por haberme desperdiciado
en tantas elecciones victoriosas y omitido la oportunidad de conocer en su absoluta
profundidad este magnífico mundo conformado por galerías que se enmarañan unas
con otras. Aunque por esta vaticinada infidelidad, en mis adentros ha nacido una
presunción que consuela el amor que yo les tengo a estos insensibles murallones, que
de paso quedará bien que diga: fue creciendo día a día, embestida tras embestida...
derramamiento tras derramamiento. Y creo que se quedarán ajusticiados mis desdenes
con próximos sufrimientos:

Mi casual desprecio por ese mundo exterior, que habitan tanto diversos como
corruptos, me hace saber prematuramente que en medio de los seres pensantes me
estará esperando otra prisión, mucho más cautivadora que ésta, pero también más
ruin. Pues aquí dentro yo de verdad estoy esperando durante semanas, a toda hora, la
puntada que no me asombra más. Y la muerte no me será sorpresiva. Pero en la tierra
de las vanidades ningún actuar podrá ser absolutamente previsible. Y si ellos quisieran
podrían tramar los planes de mi desaparición o de mi tortura. Y yo participaría en un
juego que se educa en los entendimientos más traicioneros.

Percibo todo esto, al igual que intuyo cuáles serán los próceres pasadizos de mi
liberación. Pero con cierto sabor fingido paladeo la idea que tengo sobre mí mismo. Mi

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

fama es de ser un eterno. Pero el fundamento más posible que confirma mi mortalidad
es que, conociendo su pedantería, no me creo que nuestro Soberano haya permitido en
la comarca una existencia que siempre pudiera dar con el pasadizo correcto, cuando a
la hora de elegir se debaten entre diez corredores similares y desconocidos. Además
sólo pueden verse de ellos las primeras profundidades; el resto del camino está vedado
a los ojos por la propia naturaleza de los laberintos: en cualquier caso, el secreto.

Para añadir una dificultad más a esta tesis de los casos afortunados a la hora de decidir
una salida en los laberintos, no olvidaré que los pasadizos que puedan conducir a la
liberación (por lo menos a la mía), tienen la arquitectura de un largo considerable,
pero también son acabables, finitos. Y una vez que se recorren sus dimensiones, el
caminante se encontrará de nuevo frente a la necesidad de elegir uno entre diez. Y
aunque la decisión inicial fuera certera, cabal, mesurada, es improbable que la suerte
atine siempre con un camino salvador.

Para todos aquellos que alguna vez se aprisionaran voluntariamente en un laberinto


como éste, me gustaría corregir todo este drama con un consuelo reservado que casi
durante 3 décadas me sostuvo dando vueltas en estos patios sin volverme demasiado
loco. Incluso estoy hablando de su creador, pero amén de que los antiguos genios y
eruditos que han estudiado hondamente esta ingeniosa guarida de las almas que
prefieren la soledad antes que la fama, hayan afirmado que los corredores y las
perpetuas paredes y todas las partes de esta obra gigantesca implican al infinito, yo (tal
vez por que me siento propietario momentáneo, pues no me olvido de que el Oculto es
el amo, y yo simplemente un usurpador azaroso) yo –decía-, daré total fe que el
número de corredores y rincones y ángulos de esta mansión es cuantioso... pero
también se acaba. Este presidio sólo es un infinito si su habitante confunde los
recorridos ya andados con los rumbos que aún permanecen incluidos en el descuido; o
también la enormidad de este Universo puede incluirse en el desdén de aquellos que le
atribuyen cualidades divinas a su intuición, pero que en realidad pecan de normales
sintiendo que su particular desgracia es único caso en el Universo. ¿Añadiré que mi
soledad no es un producto de mi deseo? Más bien diré, sin faltarle el respeto que le
debo, sin olvidarme de las tantas veces que me perdonó la vida, que mi soledad ha sido
siempre una forma de pagarle al Primer Líder aquélla gentileza milagrosa que me ha
concedido hace ya mucho tiempo. Creo que coinciden las eras: Su favor y mi soledad. ¡Y
muerte a aquél que confunda el nombre de nuestro Redentor con el de la Bestia! Pues a
través del exclusivo fin de aclarar con mis entendimientos esa indistinguible línea que
divide a uno del otro, mi Amo y Señor me ha enclaustrado aquí dentro. Pero también
diré algo a favor de mi contrincante:

Inmerso en la locura pude haberme imaginado amenazas de una entidad que, igual a
mí, añoraba la peligrosa libertad que circunda las murallas de este fantástico universo
de piedra. Si mi Detractor buscaba salir de este inmenso cautiverio, los dos debimos de
ser al mismo tiempo que involuntarios prisioneros, guardianes de otro corazón. Pues
un solo cometido le ha obligado nuestro Creador: la extinción de toda miseria humana

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

que se atreviera a cruzar la entrada de esta milagrosa residencia, intentando el


gobierno de la magnánima mansión que es nuestro encierro. Por eso doy fe, si algún
día me tocara ser testigo en el juicio que le espera, de su lealtad a la Responsabilidad.

La Bestia murió poco antes que yo cumpliera mis veintinueve años. El recuento de
batallas y cicatrices me dio un número menor a infinito. Asumo que de tantos
enfrentamientos me he guardado el recuerdo de pocas victorias. Pero finalmente he
derrotado al intruso que merodeaba los inagotables corredores de mi Mansión. ¡¿Qué
se creerán los que fallecen para desafiar a la verdad con sus silogismos alfeñiques?! A
lo largo de veintinueve mágicos años, dilatados por soledades y heridas espirituales
que luego se extrapolaron en mis tejidos, ahora tengo el respeto que me debía mi
último enemigo, usurpador de mis soledades, responsable de todas mis fobias. Yo,
Asterión, -soberano del mundo que me encomendó la Causa y el Efecto- puedo decir
ahora que ya soy libre de oposiciones a mi felicidad: Atisbar los pasadizos de esta
morada, intentando descifrar el misterio y la sabiduría que se ha ido impregnando en
los tapiales de mi gran reino, a lo largo de mis ilimitados ayeres. Entonces nadie
después de mí volverá a ser víctima de la traicionera Desgracia, entre los muros de esta
fantástica estructura que simula llamarse "vida", pero que en cambio es una prisión:
“Laberintos”.

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DAMIÁN NICOLÁS LÓPEZ DALLARA

Índice

Capítulo I………………...…………….….8
Capítulo II………………………….…...11
Capítulo III…………………….….…….13
Capítulo IV…………………..………….15
Capítulo V………………………..……..16
Capítulo VI……………………….…….18
Capítulo VII…………………...……….19
Capítulo VIII………………….….…….26
Capítulo IX……………………….…….28
Capítulo X…………………….…..…….31
Capítulo XI…………..………………….32
Capítulo XII…………...…………..…….34
Capítulo XIII…………..………….…….37
Capítulo XIV…………..………….…….39
Capítulo XV………….….….………..….40
Capítulo XVI……….…….….…………..42
Capítulo XVII………….……...………...44
Capítulo XVIII……………...…..……….46
Capítulo XIX………………...….……….47
Capítulo XX………………...……..…….49
Capítulo XXI………………...…….…….53
Capítulo Final……………..….……..….57

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EL NONAGÉSIMO NOVENO NOMBRE

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