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José Ignacio Benavides

SPINOLA,
CAPITÁN GENERAL
DE LOS TERCIOS

De Ostende a Casal
Prefacio

José Ignacio Benavides no es el primer historiador que se concentra en la persona de Ambrosio


Spinola y su acción política, diplomática y militar en Flandes. Conocemos el libro España,
Flandes y el Mar del Norte de José Alcalá Zamora o la biografía que le dedicó, hace ya más de
un siglo, Antonio Rodríguez Villa. Spinola figura también entre los protagonistas de los estudios
de Bernardo García García y de Patrick Williams sobre Felipe III y el Duque de Lerma.
La historiografía relativa al general de los archiduques parece bastante amplia, pero, ¿se ha
contado todo acerca de Ambrosio Spinola; tenemos elementos suficientes para valorar
adecuadamente su importancia y las consecuencias de su presencia en los Países Bajos? Creo que
no y que aún quedaban muchos aspectos pendientes, por lo que, en todo caso, se imponía un
nuevo análisis que englobase y tuviese en cuenta los resultados de la investigación reciente.
Podemos felicitarnos porque José Ignacio Benavides se haya dedicado a esta tarea. Y nos
encontramos con un estudio hecho conforme a las reglas del arte. El autor ha consultado una
gran cantidad de fuentes procedentes de varios archivos, conoce la literatura científica, la integra
en su propio estudio y, sobre todo, nos ofrece un texto sólido, sintético, escrito con gran claridad
y maestría. El autor sabe de qué habla.
La relevancia de este libro es evidente porque trata de varios asuntos, de varias cuestiones que
hasta ahora no habían recibido respuestas convincentes, como conocer de qué manera se produjo
la transformación de Spinola de confidente de Felipe III en hombre de confianza de Alberto e
Isabel. O la pregunta de cuál fue exactamente su papel en los procesos de toma de decisiones
durante el periodo de gobierno general de Isabel (como, por ejemplo, respecto del asedio de
Breda en 1624-1625).
Spinola parece uno de esos personajes que a menudo conocemos, pero no suficientemente.
Uno de los méritos de este libro radica, pues, en que aborda una serie de cuestiones que otros
autores han evitado, ya que hacerlo habría supuesto la consulta detallada de la documentación
conservada, sobre todo, en el Archivo General de Simancas y en los Archives Générales du
Royaume de Bruselas. José Ignacio Benavides no ha querido eludir ese desafío y se lo
agradecemos sinceramente.
RENÉ VERMEIR,
catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Gante
Prólogo. Late signa feret militiae tuae1

Con este ensayo biográfico he intentado rescatar la memoria de uno de los personajes más
señeros de la historia militar y política de España durante el siglo XVII. En general solo se le
conoce por el cuadro con el que Velázquez inmortalizó la rendición de Breda, pero aparte de su
gesto generoso hacia el vencido, poco más parece haber quedado en el recuerdo; tampoco su
retrato en otro de los cuadros que ornaron el Salón de Reinos (La rendición de Juliers, de Jusepe
Leonardo) ha calado suficientemente como para acercarse a su figura. Hace algo más de cien
años, don Antonio Rodríguez Villa le dedicó una densa y trabada biografía, pero el lenguaje
ampuloso y decimonónico parece poco adecuado a las tendencias actuales de la narrativa
histórica. También resulta de interés por proceder de un ilustre hispanista belga el trabajo que
Joseph Lefèvre publicó en 1947. Posteriormente la vida de Spinola ha sido objeto de trabajos
más encaminados a una vulgarización simplificadora que a un análisis detenido de la
personalidad política y la acción militar de Spinola durante el primer tercio del siglo XVII.
No parece fácil determinar con toda certeza los motivos que pudieron llevarle a abandonar una
vida cómoda de acaudalado banquero genovés, casado y con hijos, para internarse en el laberinto
de una guerra lejana que se arrastraba sin solución aparente desde decenios antes. A principios
del siglo XVII, en la República de Génova, aliada tradicional de la Monarquía Hispánica, ¿qué
pudo empujar a Ambrosio Spinola a embarcarse en una peligrosa aventura en Flandes? Que un
hombre en la treintena, por lo que ya no cabe alegar un impulso irreflexivo de juventud,
abandonase la comodidad de su sólida posición social y económica, empeñase su hacienda en
una leva y su persona en una azarosa marcha hasta los lejanos Países Bajos para implicarse en
una guerra que distaba de sonreír a la Monarquía Hispánica parece una decisión cuya explicación
no resulta fácil.
La rivalidad existente en Génova entre las casas de los Doria y de los Spinola venía de lejos y
no resultaba una novedad; desde finales del siglo, Giovanni Andrea Doria venía disfrutando del
prestigio que le confería ser el ministro «continuo» y no «episódico» del rey de España y esto le
permitía gozar ante la población de una importancia que le situaba como la referencia inevitable
en el gobierno de la República. Pero los Spinola resultaban unos oponentes de talla, pues tenían
por sí solos más personajes de relieve y más bienes que los que podían presentar juntos los
Doria, los Grimaldi y los Fieschi. Pero cuando en 1596 Giovanni Andrea pretendió adquirir un
palacio que había sido construido por Nicolò Grimaldi, Ambrosio se opuso frontalmente,
considerando que era a él a quien le correspondía al haber sido edificado por su abuelo materno.
El enfrentamiento tuvo que dirimirse en los tribunales y la sentencia favorable a Doria fue con
toda probabilidad un motivo fundamental en la decisión de lanzarse a la aventura de Inglaterra y
de Flandes. Por todas esas razones Ambrosio, descendiente de dos de las más importantes
familias de banqueros y comerciantes (los Spinola y los Grimaldi), bien hubiera podido presentar
en apoyo de su nombre suficientes elementos familiares, políticos y de fortuna como para plantar
cara a la prioridad de los Doria, hasta el punto de que, incluso tras la muerte de Federico y sus
dudas sobre continuar o no la guerra, bien habría podido aspirar al primer puesto en Génova.
En estas condiciones, ¿pretendía solo ir en ayuda de su hermano Federico, almirante de las
galeras de Flandes? ¿Trataba de escapar a la preeminencia social y económica de la familia Doria
sobre el mundo genovés? ¿Buscaba una fama y unos honores casi imposibles de alcanzar en
Génova? ¿Le atraía la idea de la invasión de Inglaterra? El hecho está ahí, cualquiera que fuese
su motivación. Si la aventura podía ofrecer fama y honores, ello tendría que ser al precio de
esfuerzos y penalidades sin cuento, con el riesgo de que su fortuna se resintiera sin
contraprestación adecuada y con lo que suponía el alejamiento físico de su familia. ¿Valía la
pena poner todo ello en peligro a cambio del honor de ser «el general del rey»? Separarse de su
familia, emplear su hacienda en reclutar tropas en Italia y llevarlas hasta Flandes, tomar el mando
del peliagudo asedio de Ostende, aceptar un cargo que haría peligrar su vida y su fortuna… Todo
resulta incomprensible en quien no parecía estar llamado por el camino de la aventura, sino más
bien por el de una cómoda y ordenada vida bancaria que le habría procurado, si no más emoción,
sí, al menos, mayor tranquilidad y reposo.
El dilema que se le planteó a su llegada a los Países Bajos (la invasión de Inglaterra o la guerra
en Flandes; Felipe III o el archiduque) fue la primera señal de las dificultades con las que tendría
que enfrentarse durante años al verse obligado a elegir entre la obediencia debida a las órdenes
del rey o la necesidad inmediata de hacer frente a la guerra y, también posteriormente, a la mala
voluntad que Felipe III mostró hacia sus parientes. Además tuvo que hacer frente a los
resquemores de los militares postergados en el mando y de los políticos que no creían que un
banquero sin experiencia militar pudiera ser capaz de resolver el atolladero en que se debatían los
Países Bajos desde los ya lejanos tiempos de Felipe II.
Y si los éxitos iniciales (Ostende, Frisia…) parecieron dar la razón a quienes esperaban que al
músculo financiero se añadiría la habilidad militar, otras acciones menos afortunadas (La
Esclusa) alentaron críticas que, sin embargo, no bastaron para mellar la confianza de Felipe III,
que le hizo no solo depositario y (previsible futuro ejecutor) de la Instrucción secreta de 1606
sino también de otros encargos con los que soñaba conseguir la reversión de los Países Bajos a
su corona.
En la alternancia entre periodos de cautela y activismo dinámico a los que se ha referido John
Elliott, Spinola inició su aventura en un periodo de cautela que corre desde 1598 (Paz de
Vervins) hasta 1609 (Tregua de los Doce Años). Eran momentos en que España —o, quizás
mejor, Lerma— fue tomando conciencia de la imposibilidad de luchar con todos al mismo
tiempo y de la necesidad de buscar un respiro. Cada vez resultaba más difícil encontrar hombres
con los que colmar las bajas de las tropas nativas formadas por españoles, italianos, valones o
borgoñones; y, además, la crisis económica y el recurso continuo a los prestamistas hacía
extremadamente complicado alquilar tropas mercenarias cuando, en contra de lo esperado, los
gastos en Flandes no habían disminuido. Las motivaciones del pacifismo de Lerma no podían
obviar estos condicionantes y, a la detención de sus hechuras y la bancarrota declarada en 1607,
se unía la enemistad declarada de la reina y de la emperatriz viuda.
Pero la guerra de Flandes era un callejón sin salida y, pese a sus críticas iniciales al archiduque
y a las reticencias de Felipe III, Spinola terminó compartiendo las ideas del primero hasta
alcanzar la Tregua de los Doce Años. Si el acuerdo permitía esperar una etapa de paz y
reconstrucción de los Países Bajos y, en consecuencia, reflotar la hacienda y reformar el ejército,
el destino guardaba una serie de sorpresas que hicieron que estos años se desarrollaran bajo la
sombra ominosa de las espadas: la crisis con Francia evitada tan solo por el asesinato de Enrique
IV, las planteadas en Alemania por la sucesión de los Ducados de Cleves-Juliers, el estallido de
la Guerra de los Treinta Años con el colofón de la intervención en el Palatinado y, al fin del
reinado, los debates sobre la reanudación de la guerra contra las Provincias Unidas.
Resultaba imposible ahuyentar el fantasma de la guerra. Los enfrentamientos entre halcones y
palomas (que no fueron rasgo exclusivo de la Monarquía Hispánica) hicieron naufragar la utopía
de la paz, sobre todo por la incapacidad de Lerma para liberarse de la hipoteca italiana, cuyo
epílogo, la Paz de Asti, acabó obligando al valido a abandonar la escena política por la puerta
trasera amparado en su capelo cardenalicio. La presión de Oñate desde Alemania y de Zúñiga
desde su regreso a la corte acabaron impulsando a la monarquía a la vorágine de la Guerra de los
Treinta Años con lo que la multiplicación de enemigos —los príncipes protestantes, Francia, las
Provincias Unidas, los mercenarios ingleses, los Grisones o la siempre latente amenaza del Turco
— hizo vano todo esfuerzo.
En el frente del norte, la siempre precaria salud del archiduque y los afanes del rey para buscar
la reversión del territorio cuajaron en la compleja maniobra diplomática de obtener, en vida del
primero, que las provincias obedientes juraran fidelidad a Felipe III como futuro soberano. El
éxito en esta gestión llevó a Spinola a perder el sentido de la medida hasta el punto de pretender
subrogarse en las prerrogativas archiducales, enfrentarse con el responsable de la hacienda,
tratando de ser el único gestor de los fondos recibidos de España y transformarse en una especie
de deus ex machina que controlara el devenir político, militar y económico de Flandes.
Los fallecimientos con escasos meses de diferencia del rey y del archiduque Alberto
modificaron radicalmente la forma en que Spinola había visto su misión. Quedaban atrás los
años en que, sobre toda otra consideración, era «el general del rey» y su lealtad se volcó en
sostener a la viuda archiduquesa Isabel Clara Eugenia, ahora rebajada a simple gobernadora
general —y no soberana—, misión aceptada por obediencia al nuevo rey y por fidelidad a la
Casa de Austria. En la nueva etapa de la guerra, decidida por un rey al borde de la muerte y
confirmada por otro, joven e inexperto, se enfrentaron con crudeza las distintas opciones de la
guerra (ofensiva o defensiva, por tierra o por mar, de cerco de plazas o de batalla abierta) y el
asedio y toma de la simbólica Breda, tradicional sede de la Casa de Nassau, fue la plasmación
militar de este nuevo periodo, pero apenas era más que el canto de un cisne moribundo.
Todos los esfuerzos resultaban inútiles y la guerra seguía devorando unas vidas y un dinero
que eran cada vez más escasos. En un intento desesperado de la infanta por lograr los medios
necesarios, Spinola viajó a Madrid para enfrentarse a un crecido Olivares, imbuido de sus ideas y
cerrado a admitir cualquier contradicción, y a un inseguro Felipe IV, decidido a imponer su real
autoridad frente a todos los argumentos que se le pudieran oponer.
Tras meses de discusiones inútiles, infructuosas y agotadoras, Spinola fue enviado a su pesar
como plenipotenciario gobernador y capitán general de Milán, con la vana esperanza de que
hiciese el milagro de sacar a la monarquía del avispero de la Guerra de Sucesión de Mantua en
que la había implicado un equivocado Olivares. Pero la partida se jugó con cartas marcadas, pues
el enemigo no era solo Francia, Saboya o Mantua. De forma más sutil Madrid y Viena jugaron
también contra Spinola y a la inesperada y traicionera anulación de los poderes concedidos para
hacer la guerra o firmar la paz se unió la dolorosa noticia de la cobardía frente al enemigo de su
hijo, en cuyo valor militar tenía sus últimas esperanzas. Le habían arrebatado el honor, la
reputación y la salud. Ya no le quedaba más que recibir la muerte.
Bruselas, noviembre 2016
JOSÉ I. BENAVIDES,
embajador de España
1 «Llevaré lejos las banderas de tu guerra». Horacio, oda I, libro IV, verso 16.
PRIMERA PARTE:
DE LA GUERRA A LA PAZ:
EL GENERAL DEL REY
EL ESCENARIO DE FLANDES

Elevado en 1577 a la dignidad de cardenal (sin ser ordenado) el archiduque Alberto de Austria
desempeñaba desde hacía varios años el cargo de virrey en Lisboa y en 1593 Felipe II le hizo
venir a Madrid para asistirle en los trabajos de gobernación. Dos años más tarde el fallecimiento
inesperado del hermano de Alberto, el archiduque Ernesto, gobernador general de los Países
Bajos desde 1594 y que el rey había contemplado como futuro esposo de la infanta Isabel Clara
Eugenia, supuso un cambio radical en la situación, obligando a modificar los planes tan
cuidadosamente madurados por Felipe II. Mientras la guerra con Francia y en los Países Bajos se
eternizaba y el rey decidía el camino a seguir el gobierno de los Países Bajos quedó
encomendado a las capaces manos de Pedro Enríquez de Acevedo (conde de Fuentes) secundado
por Agustín Mexía como maestre de campo.
La situación era muy compleja pues la monarquía se enfrentaba en Flandes directamente con
las Provincias Unidas y, de forma encubierta, con sus aliados ingleses y franceses. El tablero en
que se movían todos los peones estaba surcado por las dos grietas fundamentales que dividían a
Europa: la hostilidad insalvable entre dos bloques religiosos y el enfrentamiento entre la potencia
hegemónica y los aspirantes a quebrar ese dominio.2 Felipe II tenía que resolver además un
doble problema: por una parte, tenía que encontrar una persona de sangre real que pudiera ser
nombrada gobernador general,3 y por otra parte deseaba resolver el problema del matrimonio de
Isabel Clara Eugenia tras la decepción causada por las continuas evasivas de Rodolfo II y la
muerte de Ernesto. Quien reunía todos los requisitos era Alberto y el obstáculo de su condición
cardenalicia no parecía al rey una dificultad insalvable, pensando que no resultaría difícil
conseguir que el Papa aceptara una eventual renuncia.
La situación exigía una pronta decisión, pues la guerra con Francia continuaba y a la toma de
Doullens por Fuentes y de Cambrai por Mexía Enrique IV replicó apoderándose de La Fère. El
rey optó por la solución que le pareció más evidente: el nombramiento de Alberto, cuyas
primeras acciones militares hicieron concebir esperanzas de imponerse a una Francia sacudida
todavía por los rescoldos de las guerras de religión, pero la firma de la Paz de Vervins, escasos
meses antes de la muerte del rey, supuso la devolución de las plazas conquistadas y la quiebra de
la política francesa de Felipe II.
La relación entre Alberto y el nuevo rey no podía ser fácil: Felipe III albergaba un
resentimiento cierto contra su primo, ya que el difunto rey le había confiado funciones que el
príncipe había sentido como un menosprecio a su persona y su rango. No podía aceptar que un
simple archiduque y no él, heredero de la principal corona europea, presidiera la Junta y
desempeñara funciones que le correspondían a él. Y cuando a ello se unió la decisión de casar a
Isabel con Alberto y de cederles la soberanía de los Países Bajos, resultaba evidente que —pese a
su forzada aceptación— el príncipe Felipe no admitiría nunca de buen grado tal amputación de
su herencia. Por ello desde el principio de su reinado trató de alejar de Bruselas a sus parientes
buscando situarlos en otro lugar y recuperar Flandes. Quizá no sea demasiado arriesgado
considerar que las duras críticas públicas contra el difunto rey y su forma de gobernar que fueron
toleradas en los primeros años del nuevo reinado, el restablecimiento del sistema conciliar en la
administración (pese a la rápida aparición del valimiento), o las maniobras contra Isabel y
Alberto, no eran sino manifestaciones de un deseo de «matar al padre» por cuya personalidad
siempre se había sentido dominado y aplastado.
Felipe III se vio envuelto en una maraña de disyuntivas en las que el pacifismo propugnado por
el marqués de Denia4 tenía forzosamente que conjugarse con la más que ruinosa situación de la
hacienda. Francia era una amenaza permanente tanto por su apoyo a los rebeldes holandeses
como por su política agresiva en Italia; las flotas inglesas y holandesas constituían un peligro
militar y comercial creciente, tanto en aguas europeas como coloniales; desde Irlanda, el conde
de Tyrone reclamaba ayuda en su lucha con la corona inglesa; y en Inglaterra los católicos
presionaban para que el futuro sucesor de Isabel I les asegurara el libre ejercicio de la religión.
Además el rey pretendía acrecentar su reputación imaginando grandes operaciones en Irlanda,
Inglaterra o África, añadiendo otras tantas dificultades para que, ante la cruda realidad de la falta
de fondos, la Monarquía Hispánica pudiera encauzar sus prioridades. Pese a todas las presiones,
el Consejo de Estado consideraba imposible dejar de lado los Países Bajos y, consciente de la
necesidad de atender a su salvaguarda aunque estuviera en manos de los archiduques, subrayaba
que:
Conviene atender a la conservación de los Estados de Flandes con el mismo cuidado y veras que de antes se hacía por ser el
freno con que se enfrenta y reprime la potencia de los franceses, ingleses y rebeldes cuyas fuerzas, si aquel escudo faltase,
cargaría contra Vuestra Majestad y sus Reinos por diversas partes, de que se seguirían mayores gastos de y daños.5

Como de costumbre, 1600 se anunciaba en los Países Bajos bajo malos auspicios: cada vez
resultaba más difícil conseguir que las letras de provisión enviadas desde España fueran
aceptadas y los negociantes retenían cantidades crecientes que llegaban al 30 por ciento. Los
holandeses, aprovechando que Ostende estaba en sus manos, amenazaban Nieuport, Dunquerque
y La Esclusa tratando de «quemar las galeras que les dan mucha pesadumbre».6 Y a ello se
sumaba el grave problema militar y de orden público de los continuos motines provocados por la
falta de pagas: a los amotinados de Bommel (que entregaron los fuertes de la isla a los rebeldes)
se unieron otros en Diest y en Weert, llegando a más de 4.000 hombres7 y a la entrega del fuerte
de San Andrés en manos enemigas.
Las galeras que daban tanta pesadumbre eran las que Federico Spinola mantenía en el puerto
de La Esclusa. Desde 1591 Federico había combatido en los Países Bajos «sirviendo de
aventurero»8 sin retribución, proponiendo la formación de una escuadra de galeras en la costa de
Flandes y rechazando los cargos que se le ofrecían. Felipe III le autorizó en 1598 a llevar allí las
siete galeras de la escuadra de Santander, pero corriendo a su cargo un préstamo sin interés de
100.000 ducados por un año y la obligación de formar un contingente de 4.000 infantes y 1.000
jinetes (con sus víveres y municiones) destinado al desembarco en Inglaterra. En 1601 Federico
reiteró sus peticiones, pero esta vez no solo se le pidió reforzar los efectivos con mil hombres y
ocho galeras más, sino que, si se estimara preciso, Spinola debía comprometerse a reclutar,
mantener a su costa y hacer desembarcar en Inglaterra un ejército de 10.000 infantes y 2.000
jinetes.
Los holandeses planearon atacar aprovechando la ventaja que suponía la posesión de Ostende
pero, al no poder llegar hasta allí, sus tropas, tuvieron que desembarcar en Philippine (a unos 80
kilómetros al este del puerto) y Mauricio de Nassau decidió atacar Nieuport contando con que si
los motines inmovilizaban las tropas españolas tendría las manos libres para avanzar por tierra.
Alberto reunió con grandes dificultades un ejército de 10.000 hombres y marchó desde Gante
hacia la costa para hacer frente al enemigo. El advocaat Oldenbarnevelt, que acompañaba a
Mauricio, había contado con excesivo optimismo con que las poblaciones por donde pasaran sus
soldados se pondrían rápidamente de su parte, pero la realidad fue muy distinta y las tropas
holandesas se encontraron inmovilizadas cerca de Nieuport entre el mar bloqueado por las
galeras de Federico y la tierra por la que venía la reacción española.
En las Dunas de Nieuport9 se produjo el 2 de julio de 1600 un enfrentamiento que se saldó con
la seria derrota de las tropas albertinas y el triunfo pírrico de Mauricio. La caballería holandesa
(compuesta en parte por amotinados de las tropas españolas) arrolló a la española, mandada por
el almirante de Aragón, y atacó a la infantería, que fue destrozada pese a que hasta entonces
había luchado con ventaja. La victoria fue amarga para Mauricio, que perdió cerca de 2.000
hombres. Uno de sus mejores oficiales, el inglés sir Francis Vere, fue herido. En el lado español
murieron muchos capitanes y otros —entre los que figuraba el propio almirante— fueron hechos
prisioneros. El mismo archiduque luchó con gallardía y «ganó reputación» (como escribió el
embajador Zúñiga al rey): su caballo fue derribado, estuvo a punto de ser capturado y fue herido
en la forma en que la infanta describió con orgullo al referirse a la batalla: «Ha ganado tanta
reputación con haber peleado con su persona como lo ha hecho… me he holgado de que la
herida que sacó fue de cuchillada, pues se ve por ella que peleó por sus manos y no con arcabuz
de lejos, sino con su espada».10
El resultado de la batalla puso de relieve los fallos del archiduque y su estado mayor, pues solo
la intervención de las galeras de Spinola permitió disminuir el fracaso al obligar a Mauricio a
replegarse. Años después el almirante, tras su forzado regreso a España, trató de rehuir su
responsabilidad, asegurando en su versión de los hechos que, cuando sus soldados luchaban con
éxito, tuvo que acudir en auxilio del archiduque, que se encontraba en situación comprometida,
con lo que su caballería rompió la formación provocando el desastre.11
La primera consecuencia de la derrota fue que Madrid tratara de acelerar el envío de
provisiones y hasta pareció que el rey estaba dispuesto a conceder mayor apoyo a un archiduque
que subrayaba cuán «apretadas quedan aquí las cosas con estos sucesos»,12 pero el fracaso
provocó un alud de críticas contra Alberto como general de unas tropas que en su gran mayoría
eran pagadas con cargo a las provisiones enviadas desde España. Pero los primeros buenos
deseos se desvanecieron como un espejismo y pronto se empezó a discurrir sobre la conveniencia
de situar al lado de Alberto un «segundo» que cubriera sus deficiencias militares El
descabezamiento de la cúpula militar en Flandes y la situación en Italia —donde la guerra de
Saluzzo impedía el envío de hombres o provisiones— se conjugaron para que el tema se
planteara con toda crudeza y se estudiaran posibles candidatos, aun a sabiendas de que tal
medida supondría de hecho arrebatar el mando al archiduque y asestar un duro golpe a su
reputación. El veneciano Contarini informaba a su Senado de que el sentimiento imperante era la
decepción y que el rey y el Consejo de Estado se planteaban seriamente si Alberto era la persona
adecuada para regir los destinos de los Países Bajos, hasta el punto de que le parecía que «solo el
amor de la hermana es quien le sustenta».
Como, a diferencia de la victoria, la derrota suele tener tan solo un padre, aumentó en el
Consejo de Estado (donde el archiduque distaba de ser bienquisto) la crítica de los convencidos
de que Alberto no estaba a la altura de las circunstancias y era imperativo encontrar alguien
capaz de dirigir el ejército en las condiciones deseables para la monarquía. El Consejo tuvo que
reconocer que «aunque ha recorrido la memoria de todas las [personas] que hay en España y en
Italia no halla ninguna en quien juntamente con la grandeza concurra la plática y experiencia que
se requiere para gobernar ejército», por lo que finalmente se inclinaba por proponer que se
enviase «otra persona de mucha calidad, valor y prudencia que asista al Señor Archiduque y en
ocasión de necesidad gobierne al ejército, porque si Dios no hubiera librado a Su Alteza
quedaran la Señora Infanta y aquellos Estados tan expuestos al último peligro cuanto se deja
considerar».13
Para los miembros del Consejo no parecía haber ninguna persona adecuada entre los belgas
para ostentar el mando y por ello se sugería el envío de «algún hijo de Grande» (mencionando
incluso al duque de Alba «a causa de la reputación que adquirió su antepasado») insistiendo en
que el elegido debía mandar el ejército y asistir a la infanta en caso de accidente del archiduque.
Pero al propio tiempo se consideraba que estas dos funciones no podían ser desempeñadas por
una sola persona, por lo que se aconsejó que se cubriesen los puestos vacantes de mayordomo de
la infanta y de general de la caballería. A nadie en el Consejo se le escapaba que ello supondría
una afrenta para el archiduque, pues «tratar de esto ahora podría ser de algún disgusto al Señor
Archiduque tras la ocasión pasada, porque por ventura pensaría que acá se entiende que hay
necesidad de darle ayo…»,14 pero tal consideración no parecía suficiente a los miembros del
Consejo para impedir adoptar tal decisión.
Había que tener en cuenta otra dificultad para nombrar un general de la caballería: como el
almirante estaba prisionero en La Haya, la designación de alguien para ocupar ese cargo
planteaba un problema protocolario y moral. Fue la infanta quien salió en defensa del almirante
afirmando que «en lo que le tocó hizo su deber y se perdió honradamente, y así me parece que
siendo esto y un hombre como el Almirante que no será justo proveer su cargo estando él preso
sin que mi hermano le haga alguna merced».15 Al menos para salvar las formas era necesario
sondear la opinión de Alberto, que, por mucho que se le criticara, era el jefe supremo del ejército
y no parecía inclinado a quedar en segundo lugar. Parecía lógico explorar su ánimo antes de
tomar una decisión y saber si aceptaría semejante tutela, La infanta defendió la necesidad de que
se le consultase afirmando que «ha hecho muy bien mi hermano en no resolverse sin saber el
parecer de mi primo porque no es eso lo que cumple a su servicio de ninguna manera… me
parecía que era mejor… que la caballería se encomendase a persona que en caso que mi primo,
por algún achaque, no pudiese salir en campaña se le encomendase el ejército… aunque he
pensado harto no hallo ninguna a propósito…».16 En un primer momento Alberto consideró que
hacer un nombramiento sin contar con su opinión sería una afrenta a su honor, y rehusó dar una
respuesta, por lo que la delicada gestión fue encomendada a Zúñiga. Cuando el embajador
informó que «[Alberto] hacía mucho tiempo que lo deseaba, pero que no había tratado de ello
porque no hallaba, aunque lo había pensado, persona a propósito»17 es fácil colegir la
perplejidad que debió de producirse en la corte. Más tarde, Alberto manifestó a Lerma su
acuerdo de principio con que se llevara a cabo tal nombramiento, con la condición de que
previamente se concediera una merced al almirante, pero reconociendo las dificultades que
encontraba para formular una propuesta concreta prefirió dejar la decisión final en manos del rey.
2 C. H. Carter, The Secret Diplomacy of the Habsburgs, 1598-1625, p. 39.
3 Conforme a la Paz de Arras (1579), los gobernadores generales de los Países Bajos tenían que ser príncipes de la sangre, por
lo que los gobernadores que no lo eran ejercían el cargo con el título «ad interim», si bien disfrutaban de todas las facultades
inherentes al mismo.
4 El ducado de Lerma le fue concedido por el rey el 11 de noviembre de 1599.
5 Archivo General de Simancas (AGS), Estado, 2023, Consulta del Consejo de Estado (CCE), 21 marzo 1600.
6 A. Rodríguez Villa (ed.), Correspondencia de la Infanta Archiduquesa Doña Isabel Clara Eugenia de Austria con el Duque
de Lerma, Isabel a Lerma, 28 de mayo de 1600.
7 G. Parker, El ejército de Flandes y el Camino Español. 1567-1659, p. 292.
8 AGS, Estado, 621, Memoria de Federico Spinola desde Flandes, sin fecha.
9 Un completo análisis de la batalla se encuentra en J. Albi, De Pavía a Rocroi.
10 La Infanta a Lerma, 12 de julio de 1600.
11 La Infanta a Lerma, 12 de julio de 1600.
12 Biblioteca Nacional (BN), Sala de Manuscritos. I 131, fº. 140, Alberto a Lerma, 13 de julio de 1600.
13 AGS, Estado, 617, CCE «Sobre las personas muy cualificadas de las que se podría echar mano para escoger de ellas la que
propuso a Vuestra Majestad convendría existiese en Flandes para en caso de falta o impedimento del Señor Archiduque», 13 de
agosto de 1600.
14 AGS, Estado, 617, CCE, 13 de agosto de 1600.
15 La Infanta a Lerma, 17 de agosto de 1600.
16 La Infanta a Lerma, 24 de octubre de 1600.
17 AGS, Estado, 620, Zúñiga a Felipe III.
LLEGADA DE SPINOLA A FLANDES

Enfrentado con la grave situación militar y pese a la escasa atención que había concedido a las
peticiones de Federico Spinola, Alberto no tuvo más remedio que reconocer la importancia de la
ayuda que le prestaban sus galeras y Felipe III convocó al almirante para completar la
información facilitada por Rodrigo Niño. Pese a que la intervención de Federico no había
conseguido evitar la derrota en Las Dunas, era evidente que sus galeras revestían una
importancia de primera magnitud, por lo que el rey y el Consejo de Estado las consideraron
elemento primordial para la nueva empresa de Inglaterra y Federico volvió a la corte renovando
sus ofertas anteriores. El rey y el Consejo de Estado comprendieron la importancia de esta fuerza
naval y, siguiendo los consejos de Zúñiga,18 se aceptó la propuesta de creación de una nueva
escuadra de mayor potencia reviviendo así el proyecto de utilizar los Países Bajos como rampa
de lanzamiento para la invasión de Inglaterra. La situación parecía favorable, pues en Londres
preocupaba el deterioro de la salud de su soberana y la población —y la mayor parte de los
políticos— ignoraba que el poderoso secretario Robert Cecil trabajaba ya bajo cuerda para que el
rey de Escocia —Jacobo VI— ocupara el trono inglés (pretensión que en 1587 había costado la
cabeza a su madre, Mary Queen of Scots).
Para el rey, la escuadra de Flandes permitía perseguir el doble objetivo de hacer frente a la
amenaza de las naves holandesas que campaban a sus anchas frente a las costas flamencas y,
sobre todo, de transformar en realidad el proyecto de lanzar una nueva empresa de Inglaterra
para la que las galeras servirían de cabeza de puente con el propósito de «ganar uno, dos o más
puertos en aquel reino y fortificarlos, defenderlos y hacer pie en ellos para desde allí proseguir y
hacer la guerra y toda la ofensa y daño a la reina y a todos los herejes y enemigos que en aquel
reino son… y recibir debajo de la protección y amparo de Su Majestad a los fieles y católicos
cristianos».19
La decisión fue aumentar las tropas fijadas antes en 4.000 infantes y 1.000 jinetes que, si fuera
necesario, se elevarían hasta 10.000 infantes y 2.000 jinetes. Federico aceptó las condiciones
comprometiéndose a hacer las levas necesarias y desembarcar las tropas en Inglaterra, todo ello
por su cuenta, a cambio de la promesa de ser reembolsado de sus adelantos en las condiciones
que determinara el Consejo de Hacienda. Como Federico era ya acreedor de una elevada suma y
seguía mostrando gran desinterés, el propio Consejo propuso al rey que se le concediera un
hábito y encomienda y el título de capitán general de las galeras a su cargo.20 En esta ocasión el
Consejo demostró una cierta tacañería al sugerir que ese título sería efectivo solamente «durante
el tiempo que [las galeras] residieran en Flandes», mezquindad que constituye un precedente de
las discusiones en las que años después, con ocasión de la guerra del Palatinado, se examinó la
petición de Ambrosio de que se le concediese el título de capitán general.
Dado que la situación de la hacienda no permitía dispendios, y pese a la concesión del título de
capitán general, el genovés partió sin solución para lo que se le adeudaba y zarpó del Puerto de
Santa María con sus nuevas galeras, teniendo que enfrentarse con barcos ingleses al costear
Portugal. De nuevo fue llamado a Valladolid y, tras entrevistarse con el rey y con Lerma, se
trasladó a Santander, desde donde llegó en octubre al Canal de La Mancha; al doblar la península
de Bretaña se enfrentó con barcos ingleses y holandeses que, alarmados por la nueva fuerza
naval, trataban de cortarle el camino y destruirla antes de que pudiera alcanzar sus bases. Al
encuentro se añadió una terrible tormenta que dispersó la escuadra de Spinola, que, pese a las
pérdidas y a los combates, logró alcanzar Dunquerque y refugiarse más tarde en La Esclusa.
La situación se complicaba cada vez más, angustiando a los archiduques apenas un año
después de su entronización como soberanos; la propia infanta Isabel reconocía que se
encontraban en «el mayor aprieto desde que hemos venido»,21 palabras que viniendo de mujer
tan animosa y que tantas cosas había visto en los años en que sirviera a su padre de secretaria y
confidente, equivalía a admitir que era una encrucijada crítica para el mantenimiento de los
Países Bajos en la obediencia de los archiduques y en la observancia de la religión.
Las tornas se volvían en tierra contra las tropas de los archiduques: Mauricio de Nassau ocupó
en agosto Rheinberg (cuyo valor estratégico permitía el control de la navegación fluvial) y puso
sitio a ‘s-Hertogenbosch (el Bolduque español)22 aunque, tras dos meses infructuosos, ante la
llegada del socorro español renunció al asedio para no dejar inmovilizadas a sus tropas, pero ello
no le impidió saquear la zona del Luxemburgo. Aunque estas operaciones no deberían haber
supuesto un problema insoluble, Alberto tomó a consecuencia de las mismas una decisión
arriesgada, que se transformaría en el elemento principal de las siguientes campañas: el asedio de
Ostende. La ciudad, dotada de un puerto importante y bien defendido, se hallaba en manos
holandesas y era una daga clavada en el corazón de los Países Bajos, pues desde allí no solo se
podía hostigar a los barcos españoles, sino que además constituía una puerta abierta para recibir
las tropas y bastimentos que permitieran atacar los territorios obedientes.
Para el archiduque no cabían términos medios y solo contemplaba la situación como un dilema
entre llevar a cabo una guerra con el apoyo total del rey o conseguir la paz (puesto que en su
opinión una tregua no serviría más que para perpetuar el estado de guerra). Pero esta forma de
entender la situación era mal vista por el Consejo,23 donde se le acusaba de pretender procurar la
marcha de los extranjeros (los españoles) de los Países Bajos, quedarse con los recursos
económicos necesarios para mantenerse allí y llegar a un acomodo con Inglaterra y Francia. Para
el Consejo todo demostraba que la presencia de los archiduques en Flandes no había supuesto ni
utilidad ni ahorro y, salvo que abdicasen y se nombrara gobernador general al conde de Fuentes,
había que prever para el futuro que, a falta de un general de la caballería, se nombrara a alguien
que desempeñara el cargo de mayordomo de la infanta.
La decisión tomada por Alberto fue considerada como un tremendo error cuyo buen término
era más que dudoso y cuyas consecuencias parecían muy difíciles de predecir. Resultaba
demasiado arriesgado pretender tomar una plaza bien amurallada, protegida por tropas
holandesas e inglesas mandadas por Vere, que podían recibir socorros sin dificultad por el canal
que la unía con el mar, y la ocupación por las tropas españolas parecía casi imposible. Asediar
una plaza que podía ser socorrida por mar tan fácilmente tenía como corolario inevitable dejar
desguarnecido el resto del territorio de los Países Bajos, que quedaría a merced de un ataque de
los ejércitos de Mauricio. Alberto parecía ignorar que ni siquiera un soldado de tanta valía como
el duque de Parma se había decidido a emprender tal asedio vista la dificultad de impedir la
llegada de socorros a la ciudad; y tampoco parecía considerar la necesidad, para tener una cierta
garantía de éxito, de disponer de una fuerza superior a la que podía poner en orden de batalla.
Para muchos no cabía duda de la temeridad de la decisión de Alberto, y de ahí a considerar que
se trataba de un intento desesperado de contrarrestar las críticas tras el fracaso de Las Dunas no
había más que un paso. Y en las Provincias Unidas existía un sentimiento de escepticismo acerca
de la posibilidad de un asedio esperando que los repetidos motines (en Maastricht, Bergas y otros
lugares) imposibilitaran la decisión.
En la corte la operación se vio con tal recelo que, para reparar lo que se consideraba una
equivocación mayúscula, se pensó en enviar a Juan Fernández de Velasco, condestable de
Castilla y duque de Frías, para que se hiciera cargo de la guerra en Flandes y así poder «hacer
pasar» a los archiduques a Borgoña (con la consiguiente pérdida de su reciente soberanía). Pero
una vez adoptada la decisión del asedio, por parte católica se llevó a cabo una operación de
intoxicación para hacer creer que los objetivos podrían ser Vlissingen o Gertruidemberg.
Nada menos que en febrero de este año, Felipe III ya se había apresurado a prever la situación
de la infanta «para el caso de que enviudare»24 y enviaba instrucciones sobre esta eventualidad
al embajador. Conscientes los archiduques de la fragilidad de su crédito en la corte y de los
muchos adversarios que por interés personal o por congraciarse con el rey, se iban aglutinando
allí, consideraron necesario enviar un mensajero que expusiera «a boca» los peligros de la
situación. El enviado para esta misión, que se extendió desde septiembre de 1601 a abril de 1602,
fue Rodrigo Niño y Lasso, quien presentó una memoria en la que se aconsejaba buscar una
suspensión de armas. Aunque la propuesta fue detenidamente examinada por Felipe III y por el
Consejo de Estado, el rey no estaba dispuesto a aceptar las ideas de sus parientes. Consciente de
su autoridad y vistos los escasos resultados que para la reputación y la hacienda había dado la
cesión de los Países Bajos, aprovechó para insistir en su propósito de arrebatar el mando del
ejército a Alberto: puesto que la hacienda real financiaba la casi totalidad de las tropas,
consideraba su derecho disponer sobre ello: «Mírese si el esfuerzo que se ha de hacer para
reducirlos [a los rebeldes] a lo menos a la suspensión de armas se haría más adecuadamente por
otra mano que la del Archiduque y con menos costo».25 Tal era, pues, el sentimiento imperante
en la corte y en él se mezclaban la renuencia real a aceptar la cesión de los Países Bajos y la
desconfianza de los ministros acerca de las cualidades militares del archiduque.
Pese a todas las críticas Alberto puso sitio a Ostende en septiembre, iniciando un problema que
era previsible que costaría muchas vidas, ríos de dinero y posiblemente pérdida de reputación.
Mientras su artillería batía los muros y los soldados intentaban cegar los fosos para poder atacar
de cerca, Bucquoy trató de construir un dique al este de la plaza para emplazar su artillería e
impedir la entrada de barcas holandesas por el canal principal, pero sus esfuerzos se vieron
dificultados por el cañoneo holandés y las crecidas del mar. Pocos meses después, uno de los
principales soldados que servían en Flandes, Agustín Mexía, se mostraba tan pesimista sobre las
posibilidades de éxito que estimaba más razonable —por si al final hubiera que decidir levantar
el sitio— no acometer la construcción de fortificaciones de asedio y dejar la situación tal como
estaba al presente, y si más adelante se dieran mejores condiciones se podría volver a sitiar la
plaza. Por su parte, el embajador Baltasar de Zúñiga, muy crítico sobre la situación del ejército,
por las renuencias belgas y la escasez de soldados españoles, también era escéptico sobre el
resultado y, como muchos mandos, pensaba que lo más conveniente era una retirada paulatina.
Incluso los propios belgas pedían el abandono del sitio, temiendo que, desprovista de tropas la
mayor parte del territorio, los Países Bajos pudieran ser presa fácil de las tropas holandesas. Para
añadir mayor complicación, a finales de año y ante el asalto que se anunciaba, Vere se manifestó
dispuesto a parlamentar enviando a dos de sus oficiales al campamento español y recibiendo en
Ostende a dos españoles, pero apenas habían comenzado las conversaciones los holandeses
lograron hacer entrar en el puerto tres naves con refuerzos y el comandante inglés rompió la
negociación.
Tal era el escenario que encontró Ambrosio Spinola en los Países Bajos tras haber partido de
Italia en mayo con los 8.000 soldados que había reclutado ante la negativa del conde de Fuentes
de proporcionarle soldados españoles. El estado de salud de los recién llegados era preocupante y
lo peor era que el de las tropas que ya estaban en los Países Bajos no era mucho mejor. El estado
sanitario de las tropas no era el único problema, sino que, para colmo de males, a la escasez de
soldados españoles e italianos (cuya presencia se venía reclamando inútilmente) vinieron a
sumarse los motines por falta de pago que harían clamar a la infanta que «ya no hay vergüenza
en el mundo».26 Por desgracia ni los esfuerzos de Alberto ni las cartas de la infanta a Lerma
encontraban eco en la corte y el Consejo de Estado se sometía de nuevo a los deseos de Felipe III
de eliminar a Alberto, insistiendo en la conveniencia de enviar «un español principal y soldado
que no solo descargue al Archiduque de la ocupación y el trabajo de la guerra y, si falleciera,
asistiera y sirviera a la Serenísima Infanta… pero conviene además de ser persona principal y
soldado sea a satisfacción de Su Alteza».27
Además del intento de cambiar el mando de las tropas, al rey le parecía que la ocasión era
propicia para impulsar la candidatura de la infanta a la corona de Inglaterra. La edad y los
achaques de Isabel I y la falta de sucesor directo permitían a Felipe III revivir la pretensión de su
padre. Con esta maniobra esperaba lograr el doble objetivo de recuperar los Países Bajos y
atender las peticiones de los católicos ingleses que le reclamaban insistentemente que apoyase un
candidato que les asegurase la libertad religiosa tras los duros años pasados bajo una reina
excomulgada por el Papa. Estos cálculos le impulsaron a actuar, no ya simplemente a espaldas de
sus parientes, sino incluso en su contra como lo prueban las instrucciones a Zúñiga:
Me he resuelto de nombrar a mi hermana y que, por todos los medios decentes y confidentes, se procure que suceda en
aquella corona así por haberme propuesto los católicos su persona como por ser la más conveniente elección para el fin que
se pretende… por las grandes partes y virtudes que concurren en mi hermana y añadirse a ello el derecho que tiene a la
sucesión de aquella corona, de lo cual he dado cuenta a Su Santidad.28

En las discusiones del Consejo de Estado resuenan dos temas recurrentes que reflejan las
preocupaciones del rey: en primer lugar el deseo de retirar el mando militar a Alberto,
convencida la corte de que sus dotes militares estaban muy lejos de garantizar el éxito, y en
segundo lugar la vigilancia permanente de la salud del archiduque. No era un secreto que Alberto
sufría de la gota, pero cuando se piensa que, pese a todas las noticias que durante años le dieron
poco menos que por muerto, vivió hasta 1621, no parece exagerado pensar que en el rey pesaba
más su ambición de recuperar los Países Bajos que el cariño —o la simple caridad— que debería
haber sentido por sus parientes. A lo largo de los años el rey se refirió repetidamente al
fallecimiento de Alberto como si fuera su obsesión, y que fue inútil, ya que, ironía del destino,
fue él quien le precedió en la tumba.
¿Qué es lo que pudo mover a Ambrosio Spinola a decidirse por acudir a Flandes con tropas
alistadas por él en Italia? Su hermano Federico continuaba con el proyecto de invasión de
Inglaterra, que implicaba apoderarse de dos puertos en la isla y enviar hasta allí tropas y
aprovisionamientos para disponer de una cabeza de puente fija, evitando así los problemas
planteados en anteriores proyectos. Pero como de costumbre la falta de fondos era el principal
obstáculo para todo intento. Fue esa carencia lo que impulsó principalmente a Ambrosio a
financiar la empresa, pero con la condición de ostentar el mando de las fuerzas terrestres y de
esta forma el banquero comenzó su transformación en soldado, aunque también es posible que
así pretendiera escapar de la aplastante influencia de la familia Doria en Génova.
La misión de los Spinola en Flandes se veía de modo muy diferente por Felipe y por Alberto.
Para el rey el objetivo principal de la fuerza naval de Federico y de la infantería de Ambrosio era
la invasión de Inglaterra (con la posibilidad añadida de que Isabel y Alberto accedieran a aquella
corona y también recuperar los Países Bajos). Por el contrario, para el archiduque, al no haber
enviado el conde de Fuentes desde Milán las tropas de ayuda como se le había ordenado, no
cabía más esperanza que servirse de los Spinola como instrumento para hacer frente al enemigo
holandés y, una vez alcanzada una suspensión de armas o una tregua larga, negociar con las
Provincias Unidas e intentar reafirmar su soberanía. Las ideas de Alberto distaban por tanto
mucho de los propósitos del rey que ordenaba en secreto al embajador que las galeras y los
infantes, más las tropas valonas y alemanas que había que reclutar, se destinaran a la misión con
la que soñaba.29 El archiduque recibió órdenes tajantes que le dejaban sin margen de maniobra
para que destinase a tal uso la fuerza militar de los dos hermanos y facilitara las levas.30 Sin
embargo, cuando Ambrosio se presentó ante él comunicándole que sus instrucciones eran que
sus soldados no fueran utilizados hasta que llegaran las galeras y se formara la fuerza
expedicionaria, el archiduque consiguió convencerle de que la gravedad de la situación impediría
tanto la defensa frente a los ataques del enemigo como la continuación del sitio de Ostende. Por
no hablar del sueño de Inglaterra.
Como informaba Zúñiga, el archiduque no estaba inclinado a concluir una tregua y no tenía
más remedio que intentar justificar el quebrantamiento de las instrucciones reales invocando que
«hallándose el enemigo en campaña con tan poderoso ejército… ha sido más que necesario y
forzoso valernos de dicha gente para incorporarla luego que llegó a estos Estados con la demás
del ejército que se ha podido juntar en Brabante para oponerse al enemigo».31 Contrariados sus
deseos, el rey tuvo que renunciar al plan de invasión y ordenar a Ambrosio que «asistáis al
Archiduque mi tío dónde y cómo os lo ordenare»32 y asegurar a Zúñiga que lo había hecho «por
el amor que tengo a mis hermanos y lo mucho que deseo su conservación y autoridad».33 De
esta forma Spinola acabó cediendo a los ruegos del archiduque y se reunió en Diest con las
tropas que se encontraban en Brabante bajo el mando del almirante de Aragón (ya liberado de su
prisión en La Haya) aunque mantuvo su propio mando sobre las tropas que había traído de Italia.
La campaña de Mauricio había colocado a los Países Bajos en situación muy delicada, ante la
que el almirante se limitó a tímidos movimientos de tropas y a atrincherarse en Tirlemont, en
espera de acontecimientos mientras Mauricio aprovechaba para asediar Grave, que, tras un
frustrado intento por levantar el sitio, en septiembre, seguía en manos holandesas y el almirante
se encaminó al país de Lieja donde la caballería amotinada se pasó al enemigo. Ante estas nuevas
pruebas de incapacidad militar, el archiduque se vio obligado a retirarle el mando y el rey le
ordenó que regresara a España.34
Por fin llegaron los restos de la flota que Federico traía desde España y de la que, tras el
enfrentamiento con barcos ingleses y holandeses, se habían perdido dos galeras por una violenta
tempestad. Tres naufragaron en los bajíos de la costa y una pudo refugiarse en Calais (donde los
franceses liberaron a la chusma y despojaron a los soldados). Aunque Zúñiga alegó que las
circunstancias impedían prestarle ayuda, Federico intentó recomponer su flota tratando de armar
hasta doce galeras con las que estaba dispuesto a hacerse inmediatamente a la mar. La situación
coincidía con las órdenes del rey enviadas a fines de año para dar nuevo ímpetu al proyecto de
invasión de Inglaterra. La merma sufrida por las tropas que acompañaran a Spinola desde Italia
obligaba a reforzarlas y se ordenó al archiduque que colaborase en la organización de levas para
llegar a 20.000 infantes y 2.000 jinetes, a los que debía facilitar un tren completo de artillería así
como las municiones y los bagajes necesarios para la operación, pero dolido por no haber sido
informado antes de tales planes, no solo obstaculizó la realización de las levas, sino que escribió
al rey criticando el proyecto, lo que motivó una seca llamada al orden del monarca conminándole
a la ejecución inmediata de lo prescrito.
En estas condiciones no es de extrañar que la campaña de 1603 comenzase bajo muy malos
auspicios. En Hoogstraten no solo persistía un grave motín, sino que los amotinados (cuyos
desmanes anteriores les hacían temer un serio castigo) se pasaron al campo rebelde, permitiendo
a Mauricio asediar Bolduque que fue salvado gracias a una rápida intervención del archiduque.
Desgraciadamente sus relaciones con Federico distaban de ser cordiales y aunque Alberto
aseguraba que le concedía toda la ayuda posible, el almirante genovés presentaba continuas
exigencias al archiduque y pretendía no depender de nadie.
Aunque la información tardó semanas en llegar a la corte y aunque se produjera el reajuste
imprescindible, una desgraciada batalla naval en 1603 cambió la situación. Federico venía
utilizando sus galeras para hostigar a los holandeses y, aprovechando la llegada de los soldados
de su hermano, consiguió que el archiduque le permitiera unirlos a sus tripulaciones en La
Esclusa e intentar un golpe de mano. El 25 de mayo se hizo a la mar con ocho galeras y 1.500
hombres, enfrentándose frente al puerto a cinco barcos de guerra holandeses paralizados por falta
de viento. Tras dos horas de combate se levantó un fuerte viento que permitió maniobrar a los
holandeses con tal suerte que sus disparos hicieron blanco en la galera de Federico, que falleció
como consecuencia de las heridas recibidas. La noticia de la muerte de su hermano le llegó a
Ambrosio en Pavía, donde se encontraba reclutando nuevas levas, y le provocó tal crisis que
estuvo a punto de abandonar sus proyectos de servicio al rey de España.
La repetición de los motines había obligado en julio a tratar de recuperar el castillo de
Hoogstraten, en el que se habían hecho fuertes los amotinados; tras enfrentarse con ellos y con
las tropas holandesas que acudieron en su auxilio, fue forzoso retirarse dando a estas últimas la
oportunidad de atacar de nuevo un Bolduque carente de medios para repeler el asalto. Fracasado
un primer intento de socorro de la plaza a cargo de Frederik van den Bergh, Spinola y Bucquoy
fueron quienes acudieron en su auxilio con los escasos soldados que fue posible reunir. Lograron
liberar la plaza en noviembre.
Alberto abrigaba todavía esperanzas de progresar en el cerco de Ostende, aunque, pese a los
meses transcurridos, la situación estaba empantanada y el desánimo comenzaba a cundir entre los
sitiadores. Pero como tras la derrota de Las Dunas no podía permitirse levantar el asedio (lo que
justificaría las críticas cada vez más duras) no había otra solución que tentar con el mando al
recién llegado Spinola, ofreciéndole todos los fondos enviados desde España para este fin. Tras
ciertas vacilaciones, el genovés aplazó su proyectado viaje a la corte y aceptó la propuesta. La
paralización del asedio obligaba así a Alberto a establecer un contrato con Spinola, entregándole
la dirección de las operaciones, y a suplicar al rey el envío de los fondos necesarios para
continuar la empresa.35 Mediante asientos entre Alberto y los banqueros de Amberes (Vincenzo
Centurioni y Francisco Serra), estos recibieron orden de pagar a Spinola 720.000 escudos para el
año. Según los cálculos del genovés, serían necesarios 120.000 ducados al mes, pero como el
archiduque había gastado ya por adelantado las provisiones hasta enero siguiente, Spinola aceptó
tomar a su cargo los gastos contra una asignación de 60.000 ducados mensuales sobre las
provisiones españolas, lo que permitía un respiro a Alberto en sus maltrechas finanzas, pero
pidiendo la inmediata remisión de letras de cambio para hacer frente a la continuación del asedio.
El mismo día de la firma del acuerdo con Spinola, el archiduque escribió al rey para intentar
obtener su conformidad:
A no hallarse medio para su continuación me obligarán a tratar de levantar el sitio… así [Spinola] se ha encargado de la
continuación de aquella empresa, proveyendo y anticipando el dinero necesario para el gasto de las obras, municiones y
sustento de la gente, con que se le den consignaciones de lo que en todo se gastare para los meses del año que viene desde
el de febrero en adelante… quedándole las personas que han asistido en él, de quien valerse y ayudarse, espero de su valor
mucho cuidado y diligencia que saldrá con la empresa…36

Aunque manifestara sus reticencias, el Consejo de Estado37 tuvo que aceptar la decisión del
archiduque estimándola necesaria «por no desamparar el sitio de Ostende, y aunque el Marqués
Spinola no es tan soldado como para aquella empresa era menester, tiene el Consejo por acertada
la resolución que el Señor Archiduque tomó en esto».
Y, aunque el marqués no era tan soldado y estaba por demostrar lo que pudiera hacer al frente
de un ejército, parece que los miembros del Consejo estimaron que el alivio que su elevado
crédito ante los prestamistas supondría para la hacienda real compensaba con creces la incógnita
de su nula formación militar. Spinola debía conseguir además el permiso real, pues su misión era
la invasión de Inglaterra y dedicarse a un asedio bloqueado desde hacía meses le desviaría del fin
para el que había ido a los Países Bajos. Para convencer al rey argumentó que la expugnación de
Ostende serviría «para facilitar el otro negocio» y que por ello se había resuelto a aceptar el
encargo. Según sus cálculos38 serían necesarios 120.000 ducados mensuales que, al recurrir a
sus propios prestamistas, permitirían que el archiduque utilizara los fondos que se le enviaran
desde España para el pago del ejército de Brabante y de los presidios. La carga era muy gravosa
para Spinola pero no parecía posible otra solución ya que en caso contrario «era Su Alteza
necesitado de quitar el sitio de Ostende». Pese a su inexperiencia en tales lides, era bien
consciente de «cuánta consideración sea esta empresa y dificultades de la expugnación de la
villa», pues «juzgando por la experiencia de lo pasado… lo contrario sería temeridad la
mía…».39 Todos estos argumentos de unos y otros terminaron haciendo mella en el rey, que al
fin adoptó la decisión de confiarle la dirección del sitio de Ostende.40
18 AGS, Estado, 618, Zúñiga a Felipe III, 12 de mayo de 1601.
19 AGS, Estado, 621, Instrucciones a Federico Spinola, 11 de febrero de 1601.
20 AGS, España, 2023, CCE, 3 de julio de 1601.
21 Isabel a Lerma, 5 de junio de 1601.
22 Bolduque era la cuarta ciudad en importancia del ducado de Brabante y fue parte de los Países Bajos meridionales hasta que
en 1629 fue conquistada por las Provincias Unidas y separada del Brabante Sur. Fue oficialmente anexionada a las Provincias
Unidas a partir de 1648.
23 AGS, España, 634, CCE, 26 de septiembre de 1601, examinando los informes de Zúñiga.
24 AGS, Estado, 2226, Felipe III a Zúñiga, 28 de febrero de 1601.
25 Dictamen de una Junta de Estado, 16 de agosto de 1601.
26 Isabel a Lerma. 20 de enero de 1602.
27 Archivo Histórico Español, Tomo III., Vol. I, CCE, 18 de febrero de 1602.
28 AGS, Estado, 2224, Minuta de Felipe III a Zúñiga referida a otra carta de 28 de febrero de 1601.
29 AGS, Estado, 2224, Felipe III a Zúñiga, 11 de junio de 1602.
30 Ibid.
31 AGS, Estado, 620, Alberto a Felipe III, 18 de julio de 1602.
32 AGS, Estado, 2224, Felipe III a Spinola, julio de 1602.
33 AGS, Estado, 2224, Felipe III a Zúñiga, 9 de julio de 1602.
34 Tras el regreso a España, sus críticas a Lerma motivaron su internamiento en el castillo de Santorcaz desde 1609 hasta 1615,
cuando abandonó todos sus títulos y entró en religión.
35 AGS, Estado, 622, Alberto a Felipe III, 29 de septiembre de 1603.
36 Ibid.
37 AGS, Estado, 622, Consulta del Consejo de Estado, 2 de noviembre de 1603.
38 AGS, Estado, 622, Spinola a Felipe III, 7 de octubre de 1603.
39 Ibid.
40 AGS, Estado, 2224, Felipe III a Alberto, 30 de noviembre de 1603.
LA PRIMERA CAMPAÑA:
LA ESCLUSA Y OSTENDE

Confirmada su autoridad para capitanear el asedio de Ostende, Spinola tenía que estudiar la
forma de llevar a cabo la empresa. Con su formación de banquero comprendió que la prioridad
era garantizar los medios materiales, de modo que las tropas recibieron rápidamente pagas,
alimentos, municiones y todo lo que había escaseado en los meses anteriores. La moral de los
sitiadores creció a medida que mejoraba la situación y la construcción de trincheras y
fortificaciones adelantó rápidamente con la presencia continua de Spinola, que fue herido
levemente. Esto motivó la alegría del archiduque, que veía cómo «con la asistencia de dinero que
provee el dicho Marqués y la gente de las galeras… hay buenas esperanzas»41 de que el asedio,
al fin, tomase un derrotero favorable subrayando de tal modo los méritos del general que, en el
fondo, era un reconocimiento de su propia incompetencia:
De gran importancia fuera servirse V. M. de mandar dar satisfacción en España al Marqués Spinola del gasto que se hace en
el sitio de Ostende… me escribe que se va trabajando y llegando a la villa con mucha esperanza de salir con la empresa.42
(…)
Hay mejores esperanzas que nunca de salir en breve con la empresa.43

Las peticiones de que se pagase a Spinola lo que se le debía cayeron en saco roto en
Valladolid. Meses después Alberto insistía y el propio general tuvo que pedir al rey que se
prolongara la asignación por dos meses. La situación de la hacienda real era tan desesperada que
el comentario de Lerma al margen de la petición de Spinola se valora por sí mismo: «S. M. ha
visto estas cartas y manda se vean en su Consejo de Estado, si bien de aquí no se puede ayudar
más que con suplicar a Dios encamine las cosas como más convenga a su servicio y aguardar lo
que viniera de allá».
Cierto era que la situación de la hacienda era muy mala, pero las operaciones militares «de
prestigio» con que Felipe III soñaba eran otros tantos peldaños en el camino hacia la bancarrota:
África del Norte, Irlanda, el Imperio… eran intentos del rey de asentar su reputación. Pero,
¿cómo compaginar semejante ambición con la desastrosa situación económica? Los retrasos en
las remesas a los Países Bajos eran caldo de cultivo para nuevos motines y Alberto insistía en el
desorden de las tropas y su miedo por las necesidades sufridas ante Ostende, por lo que si no les
daba alguna satisfacción en sus pagas «es de creer que la quieran tomar por sus propias manos
como los discursos que cada día van moviendo son de ello bastantes indicios». Fue preciso llegar
a un acuerdo con los amotinados que habían canjeado la plaza de Grave (conquistada el año
anterior por los holandeses) por Hoogstraten. Al mismo tiempo un motín de soldados valones
causó la pérdida del fuerte de Ysendijk, poniendo en peligro La Esclusa y obligando a un
despliegue de tropas que reveló la escasez de las fuerzas de que se podía disponer, habida cuenta
de las inmovilizadas en el cerco de Ostende. Al archiduque no le quedó más solución que pactar
con los amotinados, provocando la tardía ira de Felipe III y del Consejo de Estado, que, frente a
los hechos consumados, no tuvieron más remedio que aceptarlos. Hasta el mismo Zúñiga se
quejaba de «la miseria del país» y de la dificultad para obtener cualquier suma en Amberes al
haber desaparecido los banqueros genoveses a los que habría que animar para que regresaran.
En estas circunstancias el Consejo de Estado, que disponía de la información que Rodrigo
Niño trajo de Bruselas, seguía estudiando la conveniencia de nombrar un lugarteniente del
archiduque. Pese a que varios consejeros consideraban que las recientes promociones44 hacían
ocioso tal nombramiento, el rey pidió una lista de personas «para que se pueda[n] encargar del
ejército».
¿Cómo proceder ante un asedio que llevaba meses encallado y para cuyo éxito la geografía no
prestaba ayuda? Spinola formuló por escrito45 la táctica que pensaba seguir: ante todo había que
resolver la facilidad con la que las barcas holandesas accedían a Ostende desde la boca del canal,
llevando municiones, pertrechos y avituallamiento. Para ello comenzó a construir un dique que
cerrara este acceso; a marea alta, para servir de protección a los que trabajaran en el dique, se
colocó una primera sección con idea de llenarla de tierra y que sirviera de primer eslabón.
Aunque la continuación se vio dificultada por el estado de la mar, en apenas dos meses fueron
colocadas la segunda y la tercera secciones y Spinola calculaba que con dos más se podría
impedir la entrada de barcas al puerto. Para evitar verse bloqueados, los sitiados pensaron revivir
un antiguo proyecto y abrir un segundo canal, por lo que Spinola pensó montar un puente sobre
uno de los canales (o cegarlo) y fortificarse en la playa hasta la orilla del mar, frente a las
contraescarpas de la ciudad vieja.
Las disposiciones para el asedio de Ostende alarmaron tan profundamente al enemigo que se
vio en la disyuntiva de aumentar los socorros o realizar una importante maniobra de diversión.
Ante las dificultades de la primera opción, Mauricio optó por la segunda, decidiendo con gran
secreto asediar La Esclusa, cuyo bien abrigado puerto ofrecía a las armas españolas una base
firme para obstaculizar la navegación rebelde. En abril desembarcó cerca de La Esclusa una
fuerza de unos 4.000 hombres, que llevó a cabo una serie de ataques en otras zonas como
maniobras de distracción y, a mediados de mayo, se produjo el ataque directo a la plaza (que
estaba mal aprovisionada de alimentos), sin que tuvieran éxito ni un primer intento de socorro a
cargo de Giustiniani ni un segundo que hizo Fernando Girón.
Pese al secreto con que se había querido rodear la operación, Spinola —informado por los
espías— pudo urgir al archiduque para que reforzase la ciudad, pero, lamentablemente, el
dubitativo Alberto tardó en reaccionar y lo hizo de forma débil, limitándose a destacar 300
hombres, y cuando quiso hacer llegar munición y aprovisionamientos a La Esclusa, ya era tarde:
Luis de Velasco, al mando de la caballería, trató de forzar la entrada, pero fue rechazado por las
tropas holandesas que cercaban la plaza.
En España llovieron las críticas sobre la cabeza del archiduque, acusándole de no haber
socorrido personalmente la plaza y haber delegado en Luis de Velasco. Alberto se defendió
alegando que sus generales habían optado por forzar a todo precio el sitio de Ostende, que solo el
Condestable se había manifestado por la defensa de La Esclusa y que Spinola no quería
seriamente defenderla.46 El archiduque, que señaló en cierta ocasión que es frecuente que los
culpables de un fracaso intenten cargar su culpa sobre otros, responsabilizó de la derrota a
Velasco, que con más de 6.000 hombres no había sido capaz de defender su posición. La infanta
Isabel escribió que «en buen punto nos hubiera puesto Don Luis de Velasco con sus temas y su
retirada, que ha sido milagro no perderse todo, no solo lo de Ostende, pero todo el ejército y esta
provincia»47 y —pese a sus sentimientos por quien «es hijo de criados y criado en casa»—
recordó que a su esposo se le había reprochado como «tema suyo el no encargarle nada» [a
Velasco] por lo que finalmente y a disgusto le había designado para esta misión. El fiasco
provocó en Valladolid una campaña contra el archiduque (movida por el propio Velasco, que
contaba con buenos apoyos), que llegó a tal punto que la infanta se quejó con vehemencia:
Estoy sentidísima de que se crean informaciones tales y de personas que se ve claro la pasión con que han hablado contra
mi primo y con procurar meter cizaña entre nosotros que hayan hecho tomar tal resolución [quitar el mando a Alberto], que
cuando mi primo viniera en ello yo no lo consintiera por ninguna vía porque estimo más la reputación y fama de mi primo
que todo el contento del mundo… tanto más me duele que pueda parecer a nadie que otro hará esto mejor que él y que él no
hace lo que debe.48

Ante la amenaza que suponía la continuación del asedio de Ostende, los amotinados y los
holandeses trataron de aprovechar el compás de espera para atacar Tirlemont en abril, pero la
falta de preparación hizo fracasar el intento. Ello les permitió, sin embargo, marchar hacia
Bruselas, incendiando y arrasando todo a su paso por el Hainault y Brabante y atacando por
sorpresa Maastricht, pero la rápida reacción de la guarnición de la plaza logró que los holandeses
optaran por la retirada.
Los mandos españoles se reunieron para estudiar un nuevo socorro a La Esclusa, pero la
opinión unánime fue la imposibilidad de derrotar a un enemigo bien atrincherado y de hacer
entrar tropas españolas en la plaza. Aunque Alberto encargó a Spinola que acudiera al socorro
con 6.000 hombres, el genovés consideraba que tal misión era una pérdida de tiempo y un
esfuerzo inútil, pues los holandeses llevaban dos meses y medio cercando la ciudad y se habían
fortificado de tal forma que resultaba imposible tener éxito, por lo que afirmó que el socorro no
podía «tener esperanza de hacer ningún efecto» y había que dar la ciudad por perdida.
Tras la derrota de Las Dunas y el prolongado asedio de Ostende Alberto no podía ceder y
reconocer su impericia, por lo que ordenó a Spinola que emprendiese el socorro. El general se
sintió obligado a obedecer pero trató de salvar su responsabilidad49 ante Felipe III, a quien en
definitiva debía su situación. Spinola no solo lamentaba la pérdida de La Esclusa y de sus
galeras, sino también que «S. A. haya querido obligarme a que vaya al dicho socorro, por cuanto
es negocio desesperado y en que se va a poner en contingencia la reputación». No se engañaba al
pensar que mal podría con tan exiguo contingente derrotar a unas tropas que habían dispuesto de
tanto tiempo para preparar su defensa y claramente afirmaba que «yo no estoy obligado a más de
lo que es factible ni puedo hacer milagros». El encargo le parecía tanto más lamentable cuanto
que en Ostende «ya se está dentro de la muralla que se ha acometido y ganadas otras medias
lunas que el enemigo había hecho dentro de la villa y estamos cerca de su retirada grande. Ahora,
por estos 6.000 infantes que se han sacado de allá, todo se ha parado».
Así pues, a regañadientes, obedeció y se encaminó a La Esclusa. Como era preciso cruzar una
ría ordenó al tercio de vanguardia que lo hiciera a nado y se apostase en la otra orilla. El asustado
oficial al mando se negó a cumplir la orden y la indignación empujó a Spinola a tomar una pica
y, con el agua al pecho, comenzó a cruzar la ría, seguido inmediatamente por la tropa. Gracias a
esta audaz maniobra se arrebató a los holandeses el fuerte Santa Catalina y se entró en la isla,
pero Mauricio reaccionó con vigor y a pesar de los esfuerzos españoles todo resultó inútil. El 20
de agosto La Esclusa se rindió al enemigo. Spinola, no sin dejar de poner de relieve las lecciones
que se debían sacar de esta nueva derrota, pudo regresar al sitio de Ostende, cuyo abandono le
seguía escociendo:
Cosa cierta es que siempre que el enemigo tuviere tiempo y lugar de fortificarse nos será muy dificultoso e imposible hacer
efecto alguno… en lo de Ostende se ha hecho poco estos días por falta de gente… ha sido de grandísimo daño perder este
tiempo.50

La pérdida de La Esclusa forzó la situación y Rodrigo Niño, que había vuelto a Valladolid a
principios de año como portavoz de los archiduques, para solicitar un aumento en las remesas,
recibió unas instrucciones en las que Felipe exhibía cierto cinismo.
El mismo amor que tengo a mis hermanos me trae desvelado viendo a mi tío metido por su persona en tantos peligros,
aventurándola en todas las ocasiones de peligro que se ofrece sin acordarse de que juntamente aventura su persona, la de mi
hermana y aquellos Estados llevado de su valor y a ratos de no tener quien lo haga. Y no cumpliría con todas mis
obligaciones si no previniese tan manifiesto peligro y daño… El remedio que esto tiene es encomendar el gobierno y
asistencia del ejército a un varón de gran autoridad y experiencia de la guerra… dándole el título de capitán general.51

La pérdida de la ciudad y las galeras tuvo otras consecuencias: al no haber sido pagados a
tiempo, los amotinados causaban nuevos desórdenes y hasta la caballería amenazó con sumarse a
ellos mientras las tropas holandesas continuaban recibiendo generosas ayudas de sus aliados
franceses, ingleses y alemanes. Envalentonados por el éxito, Mauricio y Oldenbarnevelt podían
ahora elegir entre asediar otra plaza o marchar con todas sus fuerzas en socorro de Ostende. Fue
el temor a lo segundo lo que empujó a algunos mandos españoles a aconsejar que se levantase el
asedio y se hiciera frente al enemigo. El archiduque, sumido en la más profunda indecisión y sin
saber qué hacer, optó por agarrarse al clavo ardiendo que representaba Spinola y tras ordenarle
que se hiciese cargo de todos los asuntos militares se retiró a Gante.
El genovés puso en acción todos sus recursos, logrando que los prestamistas le facilitaran
importantes cantidades con las que adquirió munición y víveres, dio dos pagas a la caballería y
convenció a la infantería para que se conformase temporalmente con un tercio de lo que se le
debía. Gracias a todo ello pronto estuvo en condiciones, no solo de mantener el asedio de
Ostende aunque los holandeses trataran de levantarlo, sino de aumentar la presión sobre la plaza.
Pero los retrasos en las consignaciones seguían haciendo pesar la amenaza de nuevos motines y a
esta preocupación constante se añadieron las críticas de los jefes militares que en Flandes
desconfiaban de Spinola por su origen italiano y por su nula preparación militar, por lo que servir
a sus órdenes les parecía una afrenta a su honor. En un escrito enviado a Lerma se aseguraba que,
con las provisiones de que disponía Spinola, «lo mismo se podría hacer con un buen soldado
español o italiano siendo de cualidad, cantidad y experiencia, debajo de cuya mano irían todos, lo
cual no hiciera debajo del Spinola ningún Maestre de campo que fuera de poco valor y honra. Y
tras esto, ¿qué puede saber un mercader genovés que no ha salido de su casa del manejo de la
guerra?».52
El condestable de Castilla53 aprovechó su paso por Bruselas camino de Londres, donde iba a
negociar la paz, para unirse al coro y arremeter contra todo y contra todos, pues para él «Flandes
no es nada sin La Esclusa y Spinola es la causa de todo»:
Toda ruina de esto [de Flandes] han sido los intereses y maldad de los consejeros y sus pasiones y tres o cuatro vasallos de
S.A. Merecerían ser colgados, porque más ruin gente y más estragada no la debe haber. Ellos son el daño de todo…
Ostende se defiende y va aquello a lo que parece a la larga… El fundamento que ha habido para porfiar allí es el deseo del
Marqués Spinola de acabar aquello aunque se pierda todo, y de sus amigos y obligados y pluguiera a Dios que nunca se le
hubiera encargado de ello… Ciento y veinte piezas de artillería se perdieron en La Esclusa y las galeras, que se pudieron
sacar a tiempo y se avisó al que las gobernaba y no quiso diciendo que siempre podría salvarlas.54

En España el mismo Lerma recordaba que se había entregado el mando a Spinola «sin ser
soldado, por su propia riqueza» y aconsejaba abandonar Flandes, pues con el dinero que allí se
gastaba se podría hacer frente a todos los enemigos de la monarquía. Según el valido, el rey
debería invocar la pérdida de La Esclusa para ejecutar lo que había decidido con motivo de la
primera misión de Rodrigo Niño de Lasso, es decir nombrar un capitán general encargado de las
operaciones militares y pasar por encima de la cabeza del archiduque, que debía abandonar la
dirección del ejército.55
Con la pérdida de La Esclusa y los complacientes oídos que la corte prestaba a las críticas de
Luis de Velasco, Lerma tanteó al archiduque sobre la posibilidad de que aceptara tal
nombramiento. La reacción de Alberto, desconfiando del rey y consciente de la fragilidad del
terreno que pisaba en esos momentos, fue defensiva y sumamente moderada:
Aunque no se me pide parecer en esto, no puedo dejar de decir que tuviera por mejor y más servicio de S. M. no proveer
por ahora el cargo; pero habiéndose de proveer estará muy bien que en Don Agustín [Mexía] que, además de merecer muy
bien cualquier merced que S. M. le hiciera, holgaré yo mucho con todo el bien que le viniere.56

Pese a que la buena disposición del archiduque le permitía avanzar en sus propósitos, el rey no
se decidió a nombrar un capitán general y se limitó a volver a su idea inicial de nombrar a Mexía
maestre de campo general, como segundo de Alberto.
Las duras críticas que se formulaban en Valladolid por la pérdida de La Esclusa y las
protecciones que allí tenía Velasco indignaban al archiduque, que se quejaba a Lerma de estas
tergiversaciones y le enviaba una relación de cómo y por qué se había perdido la plaza:
No dejará de ser muy a propósito la persona del Marqués Spinola por acá y así lo sería que V. S. procure que no se nos vaya
tan pronto como algunos quieren decir que trata de hacerlo. Y porque entiendo que de lo de La Inclusa se habla muy
diferentemente de lo que pasó en algunas cosas y con demasiada pasión he querido pedir a V. S. dé resguardo a lo que de
esto le llegare y enviarle esa relación de lo que ha pasado y que es puntual. Por ella verá V.S. quien puede ser culpado y
quien no.57

Sin dejarse distraer por todas estas intrigas, Spinola se concentró en atacar Ostende por el oeste
y suroeste; paralizando la construcción del dique que Bucquoy trataba de construir en el este. En
junio consiguió abrir una brecha en la muralla sur y apoderarse del segundo recinto, pero para su
sorpresa encontró que los sitiados habían construido un tercero que, provocando una batalla de
muralla a muralla, constituía un nuevo obstáculo que hizo crecer el pesimismo y ponía de nuevo
en peligro la expugnación. Sin embargo los sitiados, visto que los esfuerzos de Mauricio por
socorrerles no tenían éxito, acabaron por rendirse el 22 de septiembre, tras 39 meses de asedio,
recibiendo unas condiciones dignas: se permitió la salida en orden de los más de 4.000
defensores y el gobernador de la plaza fue invitado a un banquete con los generales victoriosos.
El botín de guerra fue cuantioso y el triunfo dio lugar a un alud de escritos encomiásticos que
comparaban la victoria a una nueva guerra de Troya.
Señor: a los 20 de este, los de la villa de Ostende salieron a parlamentar y luego, el mismo día, se concertó que rindiesen
hoy la villa y así lo han hecho, y la gente de V. M. ha entrado dentro y V. M. queda señor de ella.58

Así dio cuenta Spinola al rey del triunfo de sus armas. Felipe III respondió asegurándole que el
servicio hecho había sido «muy particular y así lo será la memoria que tendré de vuestra persona
y casa para haceros la honra y merced que por esto y vuestro mucho celo de mi servicio
merecéis».59 ¿Hasta dónde llegarían esa honra y esa merced? Una Junta de Estado60 estudió la
propuesta del archiduque de que se concediera a Spinola el título de maestre de campo general,
pero la Junta opinaba que el cargo debía ser para Agustín Mexía, por lo que Idiáquez consideró
suficiente merced el Toisón de Oro y los Ducados de San Severina (en Nápoles) y de Caravel (en
el Milanesado); aunque el conde de Miranda se adhirió a la concesión de los dos títulos no lo
hizo a la propuesta del Toisón.
De todos modos la Junta tenía clavada la espina de La Esclusa y quería esperar a conocer los
argumentos del archiduque, pues «de su mano había escrito que en esto había culpados y que no
hacía demostración de ellos porque veía que eran en la corte acogidos y favorecidos algunos,
aludiendo a Don Luis de Velasco». Inmediatamente después de la toma de Ostende, en un
extraordinario cambio de opinión, Alberto envió a Lerma una nueva propuesta en la que
presentaba a Spinola, en detrimento de Mexía, como su candidato para el cargo de maestre de
campo general:
Aunque me acuerdo muy bien de lo que V. S. me escribió los otros días acerca de la provisión del cargo de Maestre de
Campo General de este ejército y lo que le respondí sobre ello, aprobando la persona de Don Agustín Mexía en que V.S. me
decía estaba resuelto de S.M. de proveerle, me ha parecido apuntarle ahora que, viendo el estado de las cosas de por acá,
parece por muchas consideraciones muy necesario que este cargo provea en el Marqués Spinola, que aunque pudiera desear
que fuera más experimentado soldado de lo que realmente es, tiene tales partes que, con poca ayuda, hará bien lo que fuere
menester.61

Semejante propuesta era tanto una hábil finta para evitar que el jefe supremo del ejército fuera
únicamente el missus dominicus de Felipe III, con lo que su lealtad iría al rey y no a los
archiduques, como un intento desesperado de poder disponer de unos fondos que solo Spinola
podía garantizarle cuando las provisiones recibidas de España se habían gastado sin resultado
apreciable. Y la infanta apoyaba claramente al genovés ante Lerma:
Antes parece que Nuestro Señor ha enviado a este hombre aquí para remedio de tantos inconvenientes… está generalmente
bien quisto con todas las naciones y con los del país mucho. Los soldados hacen más por él que nadie… es grandísimo
trabajador y diligente y no rehúsa ningún trabajo ni peligro de persona y teniendo todas estas partes se le puede bien suplir
lo que le falta de práctica y experiencia… lo aprenderá bien presto.62
La Junta se reunió de nuevo el día de Nochebuena para estudiar la situación de Flandes, que el
condestable de Castilla aconsejaba recuperar de una u otra forma. La oportunidad de premiar a
quien había resuelto el asedio de Ostende parecía ocasión propicia para intentar minar la posición
de los archiduques. El conde de Olivares se había ofrecido para viajar a Bruselas e intentar
convencerles de que abdicasen a cambio de alguna compensación (se mencionó el virreinato de
Sicilia), pero Idiáquez no quería pensar en tales extremos, pues, si se conseguía reorganizar el
ejército y las finanzas en los Países Bajos, ni siquiera habría que plantearles tal cosa. Había que
tener presente que Alberto había aceptado renunciar al control de la hacienda y estaba dispuesto
a recibir al maestre de campo general que designara el rey (cargo para el que proponía a Mexía),
por lo que era preciso tener en consideración esta actitud. Miranda, sin embargo, apoyó la
opinión de Olivares creyendo que los archiduques no pondrían inconvenientes, puesto que le
parecía evidente que la salvación de los Países Bajos exigía la renuncia de Alberto. Este era el
resultado al que el rey deseaba llegar como se ve claramente por su apostilla a la consulta:
Con el conde de Olivares hable el conde de Villalonga como parece a la Junta y porque entretanto que, por este o por otro
medio se toma resolución con mi tío, no se pierda tiempo. Publíquese a Don Agustín Mexía el oficio de maese de campo
general… y después se verá lo que de esto se hubiere de tratar en Consejo de Estado y con ministros de hacienda pláticos de
los de Flandes.

La propuesta del archiduque ofreciendo su renuncia voluntaria al manejo de la hacienda a


cambio de que se aceptase su propuesta de nombrar a Spinola como maestre de campo general
produjo asombro en la corte. Dado que en el Consejo de Estado no parecía existir oposición a
que se le concedieran títulos y honores, pero era contrario a la atribución del cargo solicitado, en
Bruselas se trató de forzar una decisión y, de acuerdo con Alberto, Spinola manifestó su deseo de
viajar a España.
41 AGS, Estado, 622, Alberto a Felipe III, 10 de diciembre de 1603.
42 AGS, Estado, 623, Alberto a Felipe III, 5 de enero de 1604.
43 Ibid., 21 de enero de 1604.
44 Luis de Velasco como general de la caballería, Frederik van de Bergh para la artillería y Giorgio Basta como teniente de
Mansfelt (en espera de sucederle como maestre de campo general). Agustín Mexía quedó así postergado, aunque en septiembre
fue nombrado maestre de campo general. Fue gobernador de Cambrai y de Amberes y miembro del Consejo de Estado.
45 AGS, Estado, 625, Spinola a Felipe III, 22 de febrero de 1604.
46 AGS, Estado, 634, Alberto a Rodrigo Niño y Lasso, 26 de agosto de 1604.
47 Isabel a Lerma, 22 de mayo de 1604.
48 Ibid., 20 de junio de 1604.
49 AGS, Estado, 623, Spinola a Felipe III, 1 de agosto de 1604.
50 Ibid., 23 de agosto de 1604.
51 AGS, Estado, 634, Instrucciones de Felipe III a Don Rodrigo Niño y Lasso, mayo de 1604.
52 Recogido por Rodríguez Villa, op. cit. P. 86.
53 Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, duque de Frías, consejero de Estado y de Guerra y presidente del
Consejo de Italia. En febrero de 1603 rechazó el mando del ejército de Flandes, pero quizá sus críticas no fueran ajenas al deseo
de ostentar los cargos que tenía Spinola.
54 AGS, Estado, 634, El Condestable a Lerma, 13 de septiembre 1604.
55 AGS, Estado, 634, Consulta de una Junta de Estado, 16 de septiembre de 1604.
56 BN, Mss. I 131, fº. 354, Alberto a Lerma, 23 de agosto de 1604.
57 BN, Mss. I 131, fº. 367, Alberto a Lerma, 23 de septiembre de 1604.
58 AGS, Estado, 623, Spinola a Felipe III, 22 de septiembre de 1604.
59 AGS, Estado, 2224, Felipe III a Spinola, 22 de octubre de 1604.
60 AGS, Estado, 634, Consulta de una Junta de Estado (Juan Idiáquez y el Conde de Miranda), 27 de octubre de 1604.
61 BN, Mss. I 131, fº. 370, Alberto a Lerma, 5 de octubre de 1604. Con la misma fecha la infanta escribía también a Lerma
abundando en ese sentido.
62 Isabel a Lerma, 5 de octubre de 1604.
LA CAMPAÑA DE FRISIA

Por primera vez Spinola quería ir a España para entrevistarse con el rey, ya que la expugnación
de Ostende le ofrecía motivo para ir a Valladolid y no solo recoger los laureles a los que se había
hecho acreedor, sino también poder perfilar la próxima campaña y tratar de asegurarse de que
dispondría de medios económicos que le permitieran continuar su labor. Temerosos de perder a
su victorioso general y, pese a sus reticencias, Isabel y Alberto tuvieron que concederle licencia
para emprender un viaje que se inició en noviembre. A su paso por París, Spinola tuvo ocasión
de cambiar impresiones con Baltasar de Zúñiga (que ahora desempeñaba esa embajada) y de ser
recibido por Enrique IV, que alabó la toma de Ostende calificándola de empresa que él no
hubiera osado emprender.
El cronista Cabrera de Córdoba subrayó la magnificencia con que Spinola se instaló en la corte
y que traslucía su aspiración a ser recompensado con los más altos honores, pero comentando
que aunque se tenía su pretensión por cosa de poco fundamento «no le faltará a S. M. otra cosa
en que hacerle merced y remunerar sus servicios». Tras una primera entrevista con Lerma fue
recibido por Felipe III, al que, tras las habituales promesas de sacrificar la vida en su servicio,
entregó las cartas de los archiduques de las que era portador. La infanta, alabando a quien los
había sacado de tan grave atolladero, insistía en la necesidad de que Spinola regresara a los
Países Bajos para continuar la guerra y pedía que se le concediera el título de general.
Las ideas que traía Spinola suponían un cambio radical en el curso de las hostilidades, al
proponer un nuevo enfoque que significaba pasar de la guerra defensiva a la ofensiva, llevar el
ejército al territorio enemigo, donde encontraría su sustento y, mediante el establecimiento de
impuestos en esa zona, obligar a los holandeses a cargar con el peso de la guerra. El plan
radicaba en la formación de un ejército de 30.000 infantes y 4.000 jinetes divididos en dos
cuerpos. El primero (15.000 infantes y 1.500 caballos) sitiaría La Esclusa mientras el resto
cruzaría el Rin para entrar en Frisia (región no protegida por el mar), tomando por la espalda a
los holandeses. Spinola puso tal pasión en sus ideas que el Consejo de Estado aprobó el plan;63
pero todo estuvo a punto de irse al traste por la resistencia a conceder el mando supremo a quien
—pese a todo— se seguía considerando solo como un banquero italiano desprovisto de
formación militar, razón por la que se pretendió limitar su mando al del ejército que sitiara La
Esclusa.
En estas condiciones se entrevistó a principios de febrero de 1605 con Pedro Franqueza,
alegando que la propuesta que se le hacía tenía dos aspectos que no estaba dispuesto a aceptar. Si
la corte reconocía que lo que anhelaba era «ganar honra y reputación en cosas grandes»,
pretender ahora, tras Ostende, limitarle a la recuperación de La Esclusa era algo que quedaba
muy lejos de sus propósitos al ir a Flandes. Además puesto que ya había tenido bajo su mando
todo el ejército de los Países Bajos, no podía admitir que se le confiase solo una parte y que el
mando general fuese a otras manos, lo que, aparte del desprestigio que significaba para él, no era
sino plantar las semillas de futuros fracasos. Parece evidente que en estos momentos Spinola se
consideraba no solo un general sino sobre todo «el general del rey» por antonomasia y, con cierta
desmesura, no se privó de criticar la falta de autoridad del archiduque, afirmando que ni le
obedecía nadie ni se observaban sus órdenes y que mientras se mantuviera tal situación resultaba
imposible obtener ningún resultado, y tanto menos si había dos ejércitos con dos cabezas, porque
«cada una de ellas, pues no se tiene respeto ni obediencia a S. A., procuraría deshacer el ejército
que no estuviese a su cargo». Empecinado en sus pretensiones y dispuesto a no ceder «mientras
no se le hiciese mayor merced», solicitó licencia para volverse a su casa en Génova.
Los argumentos de Franqueza para hacerle cambiar de opinión resultaron inútiles, pues no eran
sino palabras vanas: argumentar que el rey le confiaba un gran ejército y las personas de los
archiduques y que el ejército de la campaña de Frisia no formaba parte del de los Países Bajos,
puesto que estaría fuera del territorio, era argucia que mal podría convencer a nadie. Spinola no
cayó en esa trampa y mantuvo su decisión de abandonar Flandes, lo que Franqueza no quiso
admitir, pidiéndole que recapacitara antes de tomar tal decisión. Tampoco tuvo éxito Lerma más
tarde, pese a intentar achacarle la pérdida de las galeras de La Esclusa amparándose en quienes le
culpabilizaban de ello al haber sido nombrado su comandante por el genovés.
La posibilidad de que, en demérito de quienes habían probado su valor en tantas ocasiones, se
concediera el mando supremo a quien no era soldado era algo que muchos no querían aceptar y
la avalancha de críticas iba haciendo mella en Felipe III, que en un primer momento quiso
nombrar maestre de campo general a Agustín Mexía, sin duda el mejor general español en los
Países Bajos y que había sido castellano de Amberes y lugarteniente de Alberto. Al final, el
decepcionado Mexía recibió orden de regresar a España y como compensación fue nombrado
consejero de guerra y visitador general de las fronteras y costas de España.
La intransigencia de Spinola le permitió salirse con la suya y, tras reunirse con Idiáquez, sus
pretensiones fueron aceptadas. Y en mayo el rey firmó su nombramiento como «maestre de
campo general del ejército y ejércitos que se juntaren en Flandes para dentro y fuera de ellos…
porque conviene a mi servicio que haya persona que campee con el ejército y le gobierne,
descargando de este cuidado al Serenísimo Archiduque Alberto… y se consiga con ello el
servicio de Dios y mío y el sosiego y quietud de mis hermanos…».64 Y no solo fue eso, sino
que, además de recibir el ducado de Santa Severina, fue nombrado superintendente general de la
Hacienda y el rey le otorgó el Toisón de Oro (aunque no la grandeza), mercedes que produjeron
una nueva oleada de envidia.
Resuelto el problema de los cargos, había llegado el momento de estudiar a fondo las
propuestas para la campaña de Frisia. Alentado por el éxito obtenido hasta ese momento, Spinola
amplió sus peticiones. Quería que, para obstaculizar el comercio holandés, se añadiese una
fuerza naval a los dos ejércitos. Aceptadas sus peticiones regresó a los Países Bajos,
entrevistándose de nuevo en París con Enrique IV, que, siempre atento a proteger los intereses de
sus aliados holandeses, trató de sonsacarle sus planes. Spinola confesó su proyecto de construir
puentes sobre el Rin y hacer pasar sus soldados a Frisia. El francés, soldado experimentado,
consideró imposible la maniobra al carecer España de cabezas de puente en las riberas; pero
cuando comprobó que el plan había sido realizado tal como Spinola se lo había expuesto, parece
que exclamó: «¡Otros engañan con mentiras y este italiano me ha engañado con la verdad!».
Spinola había logrado que sus peticiones militares y económicas fueran aprobadas en
Valladolid. Además había recibido nombramientos, títulos nobiliarios e incluso el Toisón. Pero
los resentimientos seguían ardiendo en la corte y, ya que la toma de Ostende había enfriado las
críticas que le negaban valía militar, se intentó desprestigiarle poniendo en duda su honradez en
los aspectos económicos. Habida cuenta de la situación (no estaba lejos la primera bancarrota del
reinado), parecía que una acusación de malversación era la oportunidad para influir en el rey. El
cargo de superintendente general de la hacienda obligaba a su titular a un uso muy preciso de los
fondos destinados al ejército y resultaba fácil sembrar la insidia dejando caer la sospecha de que
el dinero acababa en fines distintos de aquellos para los que estaba destinado. Tal debió ser la
presión que el rey, aun manifestándole su confianza y las dudas sobre las alegaciones, pidió a
Spinola con una seca llamada al orden y de forma un tanto abrupta que cumpliese las órdenes
impartidas.
El fin que se tuvo de encomendaros la superintendencia y distribución de la hacienda para la paga del ejército que me sirve
en esos estados fue para que se gastara todo en beneficio del ejército conforme a las órdenes que para esto están dadas. Y
así he sentido mucho haber llegado a mí la noticia de que la dicha hacienda se distribuye en mucha parte en otros efectos
contra mis órdenes… con apercibimiento de que lo que hubiéredes pagado o pagáderes contra ellas, en poca ni en mucha
cantidad, se os hará cargo de ello y se pondrá por vuestra cuenta sin hacérseos buenas las partidas que pagáderes fuera de
las órdenes que tenéis.65

No parece, sin embargo, que esta advertencia tuviera más consecuencias, pues en la
documentación disponible no hay nuevas referencias a este asunto y, meses después, sería el
Consejo de Estado el que endosara plenamente las acciones del genovés.
Ya en Bruselas, Spinola recibió de manos de los archiduques el Toisón que le había sido
conferido y, con ánimo renovado, puso manos a la obra para llevar a cabo una campaña de signo
ofensivo tras tantos lustros de simple defensa del territorio belga. Consciente de que el cambio de
actitud debía ocultarse al enemigo, ordenó una serie de maniobras para engañar a Mauricio sobre
sus verdaderas intenciones, desplazando las tropas entre distintas ciudades como si fuera a poner
sitio a alguna de ellas. No siendo ajeno a la utilidad de los espías y supuesto que también los
holandeses los tenían en la zona católica, recurrió incluso a la estratagema de visitar
personalmente posibles objetivos (atrayendo así la atención sobre sus propios movimientos) y
pedir opinión al Consejo de Guerra belga sobre cuál de ellos sería más conveniente para la
campaña.
El Estatúder holandés se vio así forzado a aprovisionar las plazas que parecían más expuestas y
a mantenerse en espera de que se decantase la situación para saber dónde acudir. Intentando
obtener alguna ventaja, planeó una operación con una escuadra de barcas por el Escalda, para
intentar apoderarse de Amberes, lo que le habría procurado un rico botín y un puerto que, junto
con el de La Esclusa, pondría en peligro cualquier intento de hacer llegar tropas españolas por
mar a los Países Bajos. Pero, antes de que pudiera llevar a cabo su plan, Spinola acudió a
Amberes, a cuyo alrededor dispuso sus tropas, que reforzó en cuanto fue informado del
movimiento holandés, al que atacó durante el desembarco. Con ello dejó a salvo Amberes, que
protegió con tropas bajo el mando de Frederick van den Bergh como precaución ante otro
posible intento.
Resuelto este incidente, y ya con las manos libres para iniciar sus movimientos, su ejército
atravesó el Rin en Kasesuert gracias al trabajo de los pontoneros. En la orilla inicial construyó un
pequeño fuerte y una vez pasado el río procedió tranquilamente a fortificar su posición mientras
Mauricio parecía dar por seguro que todo ello no era más que otra maniobra de distracción como
las de las últimas semanas, grave error que permitió que las tropas españolas lograran así una
apreciable ventaja.
Los oficiales de Spinola no estaban tampoco mejor informados de los verdaderos planes de su
general, ya que no fue sino en ese momento cuando les informó de su idea y del primer objetivo:
ocupar la plaza de Linghen, lo que permitiría el acceso a la región de Frisia y poner en jaque a las
provincias rebeldes. Como se trataba de un lugar donde el arte militar de Mauricio se había
aliado con la naturaleza, su toma parecía sumamente difícil, pero Spinola sabía que, debido
precisamente a esas ventajas, la plaza disponía de escasas provisiones y contaba con que el
elemento de sorpresa jugaría en su favor, por lo que no hizo caso de las reservas de aquellos
oficiales que estimaban que era empresa demasiado dificultosa.
El ejército español avanzó en perfecto orden y disciplina por el ducado de Cleves y por
Westfalia evitando cualquier desmán que pusiera en su contra a la población local. A ello se
había comprometido a través de gestiones diplomáticas de enviados del archiduque. Esta actitud
era sumamente importante, pues los habitantes, sometidos al paso sucesivo de ejércitos de uno y
otro bando, sufrían continuos robos, violaciones, incendios y todo tipo de tropelías, por lo que el
miedo y el odio que albergaban era inmenso. Este avance sin producir daños, respetando vidas y
haciendas y sin atacar las plazas fortificadas que encontraba, le procuró la simpatía de los
naturales, por lo que pudo actuar con comodidad hasta llegar en agosto a la provincia de
Overijsel (contigua a Frisia), cuya primera plaza, Oldenzeel, escasamente defendida, se rindió en
agosto tan pronto las tropas españolas iniciaron sus ataques.
Con Oldenzeel en sus manos como base para continuar las operaciones resultaba fácil cubrir la
escasa distancia que le separaba de Linghen. Gracias al apresamiento de uno de los habitantes,
Spinola supo que si bien la plaza tenía pocos defensores y escasas provisiones, esperaba
refuerzos de modo inminente, por lo que procedió a ocupar todos los pasos circundantes para
evitar su llegada y estableció un cerco total. Como había ocurrido en Ostende, contaba con la
presencia de los ingenieros italianos Pompeyo Targone y Pompeyo Giustiniano que con sus
técnicas66 facilitaron en tal manera las operaciones que pronto fue posible alcanzar y tratar de
minar uno de los revellines. Pero, incluso antes de que esto se llevara a cabo, la plaza se rindió el
28 de agosto.
Tras ello las tropas españolas ocuparon Deventer, haciendo inútil el tardío socorro que intentó
Mauricio, y se puso sitio a Watchtendonck. De nuevo los generales españoles manifestaron sus
dudas sobre la conveniencia de este último asedio, dadas las fortificaciones de la ciudad y lo
tardío de la temporada, pero Spinola decidió otra vez en contra de sus oficiales y tras duros
combates los sitiados se rindieron, conscientes de que Mauricio no iba a prestarles ayuda.
Bucquoy se distinguió en este asalto y tras él recibió la orden, que también cumplió
satisfactoriamente, de apoderarse del castillo de Krakau.
Aunque no sirviera para empañar el resultado de la campaña, en septiembre se produjo un
fallido intento de apoderarse de una plaza de la importancia de Bergen-op-Zoom. Un primer
asalto —a marea baja— permitió ocupar dos de las defensas exteriores del puerto, pero la
pleamar del día siguiente obligó a renunciar al intento de ocupar la plaza. Un mes después,
parecía que un nuevo intento iba a tener éxito, pero de nuevo la marea no dejó más opción que el
abandono definitivo de la operación.
El rápido y favorable inicio de la campaña impulsó al Consejo de Estado a pedir al rey que se
asegurase el envío de 500.000 ducados mensuales y se aumentase hasta 4.000 el número de
soldados españoles, obligando al enemigo a mantener su ejército en pie de guerra en su propio
territorio, con lo que no podría disfrutar del ahorro que en años anteriores le permitía licenciar
una parte de las tropas. Para el Consejo, «S. M. debe tenerse por muy servido por el marqués y
que se le asista convenientemente».67 ¡Qué lejos quedan estas palabras de las insidias desatadas
meses antes contra las cualidades militares o la honradez de Spinola! La satisfacción del rey fue
grande y, aconsejando al general que mantuviese a su tropa «en casa del enemigo… para aliviar
a los países obedientes y desvelar y gastar al enemigo» le anunciaba el envío de aquellos fondos
de que tan necesitado estaba Flandes: 200.000 escudos para completar el subsidio del año y la
promesa para el siguiente de 300.000 escudos mensuales.68
Parecía que todo estaba resuelto en esta campaña, pero, al relajarse la tensión, Mauricio atacó
de improviso por la noche la zona en que se había replegado la caballería española de Trivulzio,
ocupó el castillo de Bruch y trató de atacar el cercano cuartel español de infantería. Desbordada
la tropa de Trivulzio por el empuje holandés, la suerte favoreció a Spinola, que justamente se
aproximaba acompañado de Luis de Velasco para inspeccionar la posición de la caballería. La
lucha fue enconada, Mauricio resultó herido y Frederik-Henry de Nassau estuvo a punto de caer
prisionero. Al final el triunfo se inclinó por las banderas de España, cerrándose por fin la
campaña de 1605.
No se escapaba a un financiero como Spinola (ni tampoco al archiduque) que la obtención de
fondos para el año siguiente era decisiva para aprovechar las ventajas obtenidas durante la
campaña y Alberto le encomendó que fuera a España para que pudiera «dar cuenta distinta a V.
M. del estado de estas cosas y de lo que se pretende hacer el año que viene».69 La idea distaba
de agradar a Lerma, que trató en vano de que el rey impidiera este viaje, pues, tras los éxitos
obtenidos, sabía que resultaría muy difícil negarse a las peticiones que sin duda serían
presentadas
Tras el resultado satisfactorio de la campaña de 1605 correspondía ahora estudiar qué acciones
sería posible llevar a cabo en 1606. Fiel a sus ideas, Spinola deseaba distribuir su ejército en dos
cuerpos, uno de los cuales cruzaría el río Ijsel para continuar la guerra en la zona del Rin,
mientras que el otro debía vadear el río Waal para aproximarse a Holanda. Este plan parecía la
consecuencia más lógica de la campaña del año anterior, pero las previsiones militares chocaban
como de costumbre con un obstáculo mayor: el dinero para transformarlas en realidad. Según los
cálculos era necesario disponer de 300.000 escudos mensuales, pero pese a la promesa del rey
parecía prácticamente imposible lograrlos. Desaprovechar el impulso de la campaña anterior
hubiera sido tirar por la borda tantos esfuerzos y significaría una marcha atrás que no cabía
admitir, por lo que, pese a las objeciones suscitadas por Lerma, Spinola emprendió su viaje a
Madrid a comienzos de año.
Allí fue recibido con todos los honores y Felipe III le honró con el nombramiento de miembro
de los consejos de Estado y de Guerra. El general expuso sus planes para la campaña venidera,
pero como era de esperar todas sus propuestas iban a caer en el vacío de las cajas de la hacienda
real, escasez para la que el retraso de la Flota de Indias suponía una rémora adicional. Las
discusiones entre el Consejo de Estado y el de Hacienda no hacían sino retrasar la toma de
decisiones que cada vez se hacía más urgente. Al final, tuvo que ser Spinola quien, ofreciendo su
fortuna personal como garantía, obtuviera un crédito de 800.000 escudos tras lo que emprendió
el regreso a los Países Bajos, pasando primero por Génova para atender a su familia y a sus
negocios, pero apenas había partido de allí cayó enfermo, lo que hizo correr por las provincias
rebeldes el rumor —y también la esperanza— de su fallecimiento.
63 AGS, Estado, 634, CCE, 24 de diciembre de 1604.
64 AGS, Estado, 2225, Orden para ser obedecido el marqués Ambrosio Spinola, 13 de mayo de 1605.
65 AGS, Estado, 2225, Felipe III a Spinola, 2 de julio de 1605.
66 Targone instaló sobre el foso un puente de tablas, apoyadas en terreno firme en un extremo y en toneles en el otro.
Giustiniano, por su parte, tejió una hilera de gaviones que permitía el avance hasta el centro del foso.
67 AGS, Estado, 624, CCE, 17 de octubre de 1605.
68 AGS, Estado, 2225, Felipe III a Spinola, 19 de noviembre de 1605.
69 AGS, Estado, 624, Alberto a Felipe III, 22 de diciembre de 1605.
LA INSTRUCCIÓN SECRETA
Y LA CAMPAÑA DE 1606

Aunque los fondos que traía eran muy importantes, Spinola llevaba consigo unos documentos
que podrían significar un cambio radical en los Países Bajos. Felipe III le había entregado una
Instrucción secreta70 (acompañada de explícitos poderes) cuya lectura bastaría para desvirtuar la
imagen del monarca como un hombre ocupado en asistir a ceremonias religiosas o pasar su vida
dedicado a la caza. El documento, que es un ejemplo de duplicidad y maquiavelismo y la prueba
más flagrante de sus intenciones respecto de los archiduques y su ansia por recuperar los Países
Bajos, puede analizarse en varios aspectos según los momentos y situaciones en los que el rey
pensaba que se podrían desarrollar los acontecimientos:

1. Exigencia de secreto: Felipe III era bien consciente de las consecuencias que tendría que la
instrucción llegara a ser conocida por los archiduques o por sus súbditos. El secreto era, por
tanto, fundamental, pues si se descubrían sus intenciones «se aventuraría a perder todo si antes
de llegar el caso se tuviera sospecha de esta prevención, pues los mal intencionados y enemigos
de mi grandeza se aprovecharían de ello para poner en desconfianza a mis hermanos y para otros
fines ajenos de mi sinceridad y sanas entrañas». De nuevo se pone de relieve la desconfianza
hacia los ministros de los archiduques y por ello exige al genovés que no revele a nadie la
instrucción ni los poderes que la acompañaban. Incluso en el caso de que debiera abandonar los
Países Bajos: «Pondréis en mis manos esta instrucción y los despachos que está dicho,
originalmente, como los recibiereis, sin quedaros con copia de ellos». Se diría que la conciencia
de Felipe III no estaba totalmente tranquila acerca de su proceder.

2. Condiciones de la cesión: como cabía pensar que Spinola no estuviese familiarizado con el
detalle de los documentos que en 1598 habían conformado la cesión de los Países Bajos, el rey
resumía sus condiciones y las consecuencias del fallecimiento de Alberto o de la infanta y de la
falta de sucesión y le mostraba su confianza para que, en cualquiera de las circunstancias, «me
aseguréis, guardéis y defendáis aquellos Estados para mi corona de España, como Señor natural
y propietario que soy de ellos, como está capitulado, ayudándoos si fuera menester de mi ejército
y armas».

3. Caso de premoriencia del archiduque: en tal supuesto los Países Bajos volverían a la corona
de España e insistía en que «no le queda a mi hermana ninguna cosa en aquellos Estados», por lo
que Spinola debía adoptar las disposiciones necesarias sobre la infanta («conforme al amor que
yo la tengo… para que esté con la autoridad, decencia y respeto que se le debe»), hasta que el rey
enviara la persona encargada de acompañarle en su regreso a España. Si las cualidades políticas
respectivas de la infanta y de Felipe III bien pueden prestarse a comparación, el argumento con
que el rey le negaba la gobernación y la obligaba a abandonar los Países Bajos parece un
monumento de cinismo: «Para tenerla cerca de mí no quiero encargarla tan gran trabajo y carga
como le sería el gobierno de esos Estados». ¡Pío y religioso monarca!
Remachando el clavo, y resuelta así la situación de la infanta, tan pronto falleciera Alberto,
Spinola debía «apoderarse del gobierno de esos Estados en mi nombre en virtud del poder que
para ello se os envía», para lo que le concedía el título de gobernador y capitán general, dando
por seguro que los belgas aceptarían esto de buen grado, pues si durante el tiempo de los
archiduques les había dedicado tanto dinero y tantos soldados «lo mismo sacarán que haré por
ellos habiendo sido Dios servido de volverlos a unir a esta corona».

4. Caso de premoriencia de la infanta: en este caso las instrucciones a Spinola eran mucho
más detalladas y estaban impregnadas de un maquiavelismo total. Sus expresiones ponen de
manifiesto el resquemor que Felipe III alimentaba contra Alberto desde aquel día de 1595 en que
su padre le humilló sentando al archiduque a su derecha en el lugar pretendido por el heredero de
la corona: «Si Dios fuere servido que… quede viudo el Archiduque… conforme a los capítulos
aquí insertos de las escrituras matrimoniales queda Gobernador por mí de aquellos Estados y
como tal me ha de hacer juramento y pleito homenaje de fidelidad». El juramento lo debía
prestar ante Spinola, para lo que «donde quiera que os halle esta nueva [el fallecimiento de la
Infanta] dejando bien prevenido, como en tal ocasión es necesario, lo que toca al ejército y
presidios, acudiréis donde se halle el Archiduque y haréis este oficio con él y me enviareis la
escritura auténtica del juramento de fidelidad y pleito homenaje que hubiere hecho en vuestras
manos».
«Si por ventura el Archiduque, mal aconsejado de ministros suyos mal intencionados o de
vecinos enemigos de su bien y de mi grandeza, pusiere dificultad o duda… o quisiere tomar
tiempo para escribirme… procurareis persuadirle lo que tanto le conviene». Pero, ¿qué ocurriría
si Alberto se negaba a prestar juramento o tratara de aplazarlo? La respuesta no deja lugar a la
menor duda sobre los sentimientos del rey: «En ese caso lo pondréis en el castillo de Amberes
con segura guarda, haciéndolo con la decencia y buen trato que se debe a su persona, y si
llegárades a este rompimiento no ha de quedar él en el gobierno aunque después se quisiese
reconocer». Y para evitar cualquier movimiento a favor de Alberto, Spinola recibía también
poder para recibir en su nombre la debida pleitesía de los Estados, ciudades y ejército y ordenar
que «en los ejércitos y castillos se levanten pendones reales por mí, por Rey y señor propietario
de aquellos Estados y me proclamen por tal públicamente».
Felipe III parecía dispuesto a no conceder ni un minuto de respiro al viudo archiduque:
«Convendrá acudir a él con gran prontitud, antes de darle tiempo a entrar en nuevos
pensamientos, ni que los vecinos lo tengan de encaminarle mal con ofrecimientos enderezados a
su perdición… y como punto de gran consideración os lo encargo mucho». Todo le parecía
ocasión para tratar de alejar a los archiduques de los Países Bajos y, en su apostilla a una
consulta del Consejo de Estado relativa a la misión del duque de Feria ante Rodolfo II para la
designación del Rey de Romanos, escribía: «Plugiera a Dios se pudiera encaminar que el Imperio
cayera en el Archiduque Alberto porque, si así fuera, yo ayudara a ello con mucho cuidado
porque las causas que concurren de conveniencia son muy grandes».71

5. Refuerzo militar y apoyo en la nobleza: se diría que todas estas precauciones no parecían
suficientes al rey y temía que Alberto pudiera contar con una fidelidad de los belgas superior a la
que esperaba le prestaran a él como señor natural. Por ello aconsejó a Spinola que «miréis mucho
cómo os juntáis con él, pues antes de que vos uséis de vuestras comisiones, podría hacer tiro de
prenderos o hacer otra violencia en vuestra persona… convendrá que sin mostrar ningún cuidado
le tengáis muy grande de tener bien proveídas las plazas que están en poder de los españoles…
también procurareis tener gratas las cabezas de la casa de Cröy y algunos otros señores
principales del país».

6. Relaciones con las provincias rebeldes: contra las ideas de Alberto, Felipe III siempre había
pretendido alcanzar una tregua larga para restablecer su maltrecha hacienda, reforzar su ejército
y, tras ello, acometer con mayor ímpetu la guerra y conseguir lo que su padre no había podido
lograr. Además del deseo de explotar los resultados de la campaña anterior, ordenaba a Spinola
que se comenzara por «una buena y larga tregua» lo más amplia posible, pues si fuera breve
«podría ser para lo de acá más dañosa que provechosa». Así recomendaba «apretarlos
gallardamente pasando adelante los progresos de Frisia». ¿Y si los holandeses proponían la paz?
Simplemente se les debían ofrecer buenas esperanzas, discutir sobre el lugar de la negociación y,
en definitiva, dar tiempo al tiempo.
Es fácil imaginar el sigilo con que Spinola ocultó una instrucción que le colocaba en una
posición realmente incómoda: al rey le debía sus honores y cargos, pero le había correspondido
ampliamente con su crédito ante los negociantes y prestamistas. A los archiduques también debía
fidelidad como responsable de la guerra y de la hacienda y paulatinamente iría aproximándose a
sus ideas. De las críticas iniciales que formuló sobre Alberto y su escasa valía militar y política
fue evolucionando hasta llegar a ser su valedor, y aunque en ciertos momentos, como ocurrió en
1616, pretendiera desempeñar un papel que no le correspondía, a partir de la reanudación de la
guerra fue el más firme apoyo de la infanta en Bruselas y en Madrid.
Dejando a un lado el problema político y de conciencia que significaba ser depositario de la
instrucción, se hacía necesario tomar de nuevo las armas y enfrentarse con el enemigo. Pese a los
800.000 escudos traídos de Madrid, Spinola se encontró con la desagradable sorpresa de que ya
se habían gastado y el archiduque intentaba negociar, con elevado interés, otros 600.000. Solo
teniendo que prestarse a ser nuevamente fiador si el rey no pagaba al vencimiento del préstamo
obtuvo de Francisco Serra la suma de dos millones y cuarto de escudos.
En estas condiciones se inició la campaña de 1606, en la que trataba de realizar una doble
maniobra: Bucquoy, con numerosa infantería, recibió el encargo de cruzar el Waal mientras
Spinola, apoyado en la caballería, se encaminó a cruzar el Rin y el Lippe, sufriendo un mal
tiempo que supuso enormes dificultades; las tropas de Spinola acamparon en malas condiciones
entre Zutphen y Deventer, junto al río Ijsel, frente a frente con las de Mauricio, quien, desde la
otra orilla, pretendía impedir el avance. Ante la dificultad, Spinola envió a Enrique Borgia hacia
Lochen (que tomó rápidamente) y al conde de Solre en busca infructuosa de un vado y mientras
se llevaban a cabo estas acciones, el genovés simuló asediar Zutphen y Deventer para obligar a
Mauricio a desplazar sus tropas y dejar libre el terreno a Solre. Fallidas las maniobras
encomendadas a Bucquoy y a Solre, el general modificó sus planes y puso sitio a Grol, «plaza
muy fuerte con nueve medias lunas fuera alrededor de ella» y bien protegida por los ríos Berchel
y Sling, aunque pese a su buena situación el asedio duró pocos días y la plaza se rindió el 5 de
agosto.
Tras ello se decidió el asedio de Rheinberg, lugar importante en la orilla izquierda del Rin y
cuya posesión permitía controlar el tráfico fluvial. La plaza, que protegía las posiciones
holandesas en Frisia, había sido fortificada por Mauricio aprovechando los meses invernales de
inacción militar y se consideraba tan bien defendida por unos 4.000 hombres que se la había
calificado de «nueva Ostende». Spinola llamó en su apoyo a las tropas de Bucquoy, pero antes de
que pudiese establecer debidamente el cerco, Mauricio consiguió hacer llegar socorros a la plaza
y agrupó las guarniciones que tenía en lugares cercanos para acudir en auxilio. La defensa fue tan
encarnizada que Spinola, deseoso de lograr un éxito rápido, se adelantó en exceso y estuvo a
punto de ser apresado.
Los combates se sucedían a favor de las tropas españolas, que consiguieron apoderarse de un
primer recinto, pero Mauricio —con un ejército reforzado de 12.000 infantes y 3.000 jinetes—
lanzó un ataque sobre la zona donde acampaba la caballería española mandada por Velasco.
Advertido del peligro, Spinola acudió en su socorro y el holandés se vio obligado a retirarse, lo
que permitió continuar el asedio de la fortaleza, cuyos defensores, conscientes de que no
recibirían ayuda, terminaron por rendirse tras un mes de encarnizada lucha. Ocupada la plaza,
Spinola procedió a reparar los daños de las fortificaciones y dejarla bien provista, tras lo que
levantó el campo; pero, al no haberse recibido el dinero acordado en el asiento con Serra, tuvo
que enfrentarse a un motín de los soldados indignados por no haber recibido sus salarios.
Los amotinados se pusieron bajo protección de las Provincias Unidas y acamparon en las
cercanías de Breda, lo que permitió a Mauricio intentar recuperar el terreno perdido atacando
Lochen, que tomó con toda facilidad, y sitiando Grol. La situación era muy complicada para
Spinola, carente de dinero y de víveres y con unas tropas cuya moral era muy escasa (no había
dejado de llover en todo el verano). La pérdida de Grol podía suponer también la de Rheinberg,
lo que echaría por tierra toda la campaña, así que se arriesgó a pasar el Rin con sus escasos
efectivos, acudiendo en socorro de Grol. A la vista de las armas españolas y de forma
incomprensible las tropas holandesas abandonaron el campo, con lo que se logró un éxito que,
unido al de Rheinberg, produjo gran satisfacción en España.
Pese a los problemas, Spinola —antes de acudir en socorro de Grol— había manifestado su
optimismo: «Con estas plazas que se van tomando no nos puede faltar el año que viene tomar pie
de la otra parte y entonces V. M. sin trabajo ni dificultad hará la guerra en Holanda».72 Pero ello
no podía hacer olvidar la difícil situación económica y reiteraba las dificultades en que se debatía
(«yo soy hombre particular y no puedo tener fuerzas para mantener un ejército») y ante las que
no parecía caber otra solución que recurrir a su crédito ya usado hasta la trama: «Mientras he
podido valerme de mi crédito, sabe V. M. la voluntad y afición con que lo he hecho, pero ya no
me puedo aprovechar de él».73 Así al peligro de los ejércitos holandeses se unía el espectro de
una posible negativa de los prestamistas (sabedores que la Flota no llegaría a tiempo) a continuar
volcando fondos en lo que parecía el tonel de las Danaides.
Pese a que el Consejo de Estado reconociera la justicia de las reclamaciones, el dinero seguía
sin fluir y Lerma no quería enfrentarse en Madrid cara a cara con el genovés, cuya presencia
aumentaría la presión. Por ello convenció al rey de que ordenase a Spinola que «no hagáis
ausencia de ese ejército y de los Países sin licencia mía expresa, que así conviene a mi servicio…
demás que las cosas secretas que se os encargaron no sufren ni admiten una hora de ausencia,
pues en una suele acontecer lo que no sucede en años y para todo es necesaria ahí vuestra
presencia».74 El resultado de la campaña habría permitido cierta tranquilidad, pero el fallo de los
asentistas y el silencio de la corte produjeron lo inevitable: cerca de 3.000 soldados se
amotinaron sembrando el pánico por todos lados y, tan solo invocando hasta el extremo su buen
crédito, Spinola logró 400.000 escudos a un elevado interés con los que pagar a los amotinados,
a los que acto seguido expulsó del ejército dándoles veinticuatro horas para abandonar los Países
Bajos bajo pena de muerte.
En contraste con estas dificultades parecía abrirse una ventana a la esperanza cuando los
holandeses hicieron un contacto indirecto en busca de paz. Ni los archiduques ni Spinola podían,
ni querían, rechazarlo, pues los primeros ansiaban sacar a los Países Bajos de esa eterna guerra y
el general creía sinceramente que era la oportunidad para lograr la tregua indicada en la
instrucción secreta del rey. La persona que hizo el contacto fue Walrave de Wittenhorst, que
tenía buenas relaciones en las Provincias Unidas y a quien a principios de año los archiduques
habían encomendado la exploración del ánimo holandés sobre una posible tregua. La apertura
parecía confirmarse por las declaraciones de Oldenbarnevelt en el sentido de estar dispuestos a
una tregua de cuatro o cinco años. Spinola hizo patente el deseo del rey de alcanzar una tregua y
tuvo la impresión de que los holandeses estaban dispuestos a discutirla sin condiciones, lo que le
parecía adecuado si aceptasen abandonar el comercio con las Indias a cambio de que el rey se lo
concediera con España. Aunque mostrara ciertas dudas («yo no sé qué decir, solo que es buena
cosa que hablen», pero «si el enemigo viene en la tregua, se hará») discutió el asunto con el
archiduque, quien no estaba seguro de si podría emprender la negociación sin permiso de Felipe
III, pues tenía «ciertos poderes, aunque viejos».
Para Spinola, tras las dificultades económicas sufridas desde su llegada y la tensión
permanente a la que había tenido que someter su nombre y su crédito, la tregua aparecía como un
mal menor que le permitiría insistir ante rey, con la esperanza de que «los gastos tan largos y
grandes se acabarían y quedarían sus reinos si fuesen libres de acudir a una tan trabajosa y
costosa guerra de gente y dinero».75
La primera impresión positiva no tardó en verse empañada por los acontecimientos. La guerra
en Italia y los problemas que supondría para España hacía alentar en los holandeses la esperanza
de que el nuevo frente obligase a ceder a Felipe III. Spinola se mostraba más pesimista76 que
semanas antes («veo ahora más dificultad de lo que mostraba al principio por haberse resfriado
los holandeses»), y sabedor de la situación de la hacienda (que presagiaba la inminente
bancarrota) era muy escéptico sobre las promesas que se le pudieran hacer. Aunque las
previsiones de asientos para los próximos tres años le parecían «muy buenas», tan solo si se
resolviese el problema italiano y se enviasen hombres y dineros a Flandes se podrían tener
esperanzas, «pero faltando las provisiones no sé lo que será». Por ello aconsejaba en definitiva
que «habiéndose de hacer concierto, le está mejor la tregua que ninguna otra cosa».
El alto coste de la guerra y la mala situación económica preocupaban seriamente en la corte y
en una junta compuesta por Idiáquez, Miranda y Franqueza se estudiaron las posibilidades de
reducir esta pesada carga. El primero insistió en el error que había supuesto que, con los
archiduques como soberanos, no fuese necesario enviar tales sumas de dinero que, en 1605 y
1606, habían sido más elevadas que en cualquier momento anterior, y por ello se mostraba
partidario de volver al viejo concepto de la guerra defensiva. En su apostilla el rey aprobó la idea
de enviar a Bruselas al marqués de Ayamonte para anunciar a los archiduques su propósito de
reducir las provisiones y reformar el ejército y, de paso, quería aprovechar una vez más la
situación para que «si hallase ocasión propusiese a mi tío lo que se ha pensado otras veces de
apartarle de aquellos Estados con una tan buena recompensa que le estuviese mejor de lo que
tiene y podría ser que, desengañado de que las provisiones no han de ser como en lo pasado,
conociese que sería lo que le convendría más».77
Los holandeses tensaban al máximo la cuerda. Pareciendo «que no querían entrar en esta
plática» subían el listón a través de un nuevo intermediario: su pretensión ahora era «quedar
libremente dueños de lo que poseen para siempre y Sus Altezas con lo que poseen y con todo
esto se apartarán en todo y por todo de la navegación de las Indias». Incluso no dudaron en
recurrir al chantaje afirmando sus grandes esperanzas de hacer conquistas en las Indias (que
obligarían a España a elevados gastos que podrían evitarse si se aceptaban sus propuestas), y si la
negociación no salía adelante «ellos se concertarán con el Rey de Francia… y después no habrá
jamás medio de plática de concierto si no es que se venga a acabar por fuerza de armas de una o
de otra parte».78
En enero de 1607 Alberto había enviado a La Haya dos emisarios (Gevaert y Wittenhorst), que
fracasaron en sus reuniones con Mauricio y con los Estados Generales que reclamaban para sus
territorios una libertad similar a la que tenían los archiduques en los suyos, se negaban a
renunciar a las navegación a las Indias y amenazaban con concertarse de nuevo con Enrique IV.
A la vista de esta situación Spinola planteó la disyuntiva de disponer de 300.000 escudos
mensuales para continuar la guerra o dejar a los rebeldes las provincias que poseían, ya que, de
no tener una respuesta rápida de Felipe III, el archiduque negociaría por su cuenta, «puesto que
tiene derecho… y actuando así salvaguardaría la dignidad de Vuestra Majestad que, ante el
hecho consumado, no tendrá más que dar su aprobación que, si se rehúsa, hará temer graves
inconvenientes».79
En estas circunstancias Spinola dio su parecer «de mala gana», aunque «hubiera deseado no
verme metido en esto». Y ese parecer era muy claro: si Felipe garantizaba por algún tiempo y
con puntualidad el envío de 300.000 escudos mensuales cabía la esperanza de obtener mejores
resultados en la guerra. Pero si no era así aconsejaba salir de tan larga y costosa guerra aceptando
que los rebeldes guardaran sus conquistas para que «queden los demás Estados quietos y en paz»
y pedía al rey una respuesta clara pues, si no, Alberto podría aceptar las condiciones sin
intervención del monarca, quien no tendría más camino que aprobar lo hecho so pena de tener
que enfrentarse con serios problemas.
El margen de maniobra era tan escaso como era amplio el deseo de los archiduques de
alcanzar, si no la paz, al menos la tregua, por lo que en marzo firmaron un documento que
constituye el primer paso hacia la Tregua de los Doce Años. En él aceptaban «tratar con los
Estados Generales de las Provincias Bajas Unidas en calidad y como teniéndolas por Países,
Provincias y Estados libres sobre los cuales Sus Altezas no pretenden nada, sea por vía de paz
perpetua, de tregua o de suspensión de armas, por doce, quince o veinte años, a elección de los
dichos Estados, todo ello bajo razonables condiciones».80 Cada uno quedaría con lo que tenía y
poseía, salvo pequeños retoques, la negociación se haría entre delegados de las provincias
rebeldes y de las fieles, y se establecería una suspensión de la actividad militar durante ocho
meses.
Quedaba abierto el camino hacia la paz aunque Spinola no dejara de advertir al rey del grave
peligro de que «sucediese la desgracia de un motín general» que arruinaría el frágil edificio por
lo que le suplicaba se enviasen las provisiones necesarias pues «sería la mayor lástima del
mundo que después de haber gastado tantos millones y tanta gente en esta guerra, en un tiempo
en que estaba por acabarse y por la poca suma que sería menester en un año se haya de perder
todo».81 Remachando su petición, insistió en que «todo será echado a perder si no se provee lo
necesario y con la brevedad que requiere la gran necesidad», porque de los 300.000 escudos que
se le habían enviado no quedaría nada a fin de mes y, como su crédito estaba más que agotado,
«si la gente se amotina, como sucederá sin duda no proveyendo, se perderá cuanto hay».82
70 AGS, Estado, 2226, Instrucción al marqués Spinola para el negocio secreto de Flandes, 16 de abril de 1606.
71 AGS, Estado, 2223, CCE, 29 de abril de 1606.
72 AGS, Estado, 624, Spinola a Felipe III, 24 de agosto de 1606.
73 AGS, Estado, 624, Spinola a Felipe III, 3 de septiembre de 1606.
74 AGS, Estado, 2226, Felipe III a Spinola, 8 de noviembre de 1606.
75 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 22 de diciembre de 1606.
76 Ibid., 3 de febrero de 1607.
77 AGS, Estado, 654, CCE, 11 de diciembre de 1606.
78 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 15 de febrero de 1607.
79 Ibid., 13 de febrero de 1607.
80 AGS, Estado, 2289, Hecho en Bruselas con la firma y sello de los Archiduques, 13 de marzo de 1607.
81 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 18 de marzo de 1607.
82 AGS, Estado, 2289, Spinola a Lerma, 12 de abril de 1607.
¿PUEDE SER «LIBRES
Y PROPIETARIOS»?

A principios de 1607 el comisario general de los franciscanos, el padre Neyen, viajó a Holanda
siendo portador de un documento en que los archiduques renunciaban a todo derecho sobre «las
denominadas Provincias Unidas» y le autorizaba a tratar con los Estados Generales. Esto, sin
embargo, no satisfizo ni a Mauricio ni a Oldenbarnevelt, que presentaron una contrapropuesta. A
la vista de las informaciones que recibía de los Países Bajos, el Consejo de Estado insistió en que
la pretensión de Alberto de considerar a las Provincias Unidas como estados independientes
causaba un perjuicio a la Monarquía Hispánica (todo ello sin olvidar la posible reversión del
territorio a la corona), a no ser que los rebeldes se avinieran a reconocer anualmente su
dependencia de la monarquía o se concediese libertad de conciencia a los católicos.
Las nuevas propuestas del archiduque enfrentaron a Mauricio y Oldenbarnevelt, aunque una de
ellas coincidía con las del segundo, lo que permitió un principio de acuerdo para un alto el fuego
de ocho meses y que debía ser ratificado por el rey en los tres primeros meses de ese período.
Convencido el rey de que apenas tenía margen para continuar la guerra, el 18 de abril se redactó
el documento de ratificación, pero la decisión fue mal acogida, no solo en aquellos círculos de la
corte que estimaban que se habían incumplido las condiciones reales para la negociación, sino
también en las mismas provincias (donde llovieron las críticas a Oldenbarnevelt) y en Inglaterra
(quejosa por no haber sido consultada). Enrique IV, que no desaprovechaba ninguna ocasión
para intervenir, envió a La Haya una delegación presidida por Pierre Jeannin, para hacer también
patente su protesta porque sus aliados holandeses (que, no hay que olvidarlo, también eran sus
deudores) hubieran entrado en una negociación sin tener presentes los intereses franceses. Con
esta maniobra trataba de anular a Oldenbarnevelt y situar a Mauricio como dirigente único,
aunque afortunadamente no logró su propósito.
Tras el fracaso de las primeras propuestas del padre Neyen, se logró un terreno de encuentro
con una contrapropuesta de Oldenbarnevelt y el 28 de marzo se admitió provisionalmente un alto
el fuego de ocho meses, que debía ser ratificado por el rey en los tres primeros meses del mismo.
Dada la escuálida situación de su hacienda, Felipe III se vio obligado a aceptar lo hecho y, tras
nuevas negociaciones, se redactó la declaración de alto el fuego. En esta versión final se había
conseguido la renuncia holandesa al tráfico con las Indias, pero ello era a cambio de la exigencia
de ser tratados como «libres», y a ello accedió el rey para dar término a las negociaciones.
El acuerdo produjo gran embarazo en España, pues, aunque el rey había autorizado las
negociaciones, no se habían respetado las condiciones fijadas y hasta Lerma, apartándose de su
línea habitual de defensa de los archiduques, lo consideró perjudicial para los intereses de
España. Complicando aún más la situación, apenas una semana después de la firma, una flota
holandesa destruyó otra española en las aguas de Gibraltar. La indignación fue de tal magnitud
que fue necesario aplazar la noticia del alto el fuego, poniéndose así en peligro su ratificación
(que al fin se hizo el 18 de abril).
Abril de 1607. Parecía que, al fin, se daban las condiciones que permitieran lograr un período
de paz en los Países Bajos y Spinola escribía con optimismo que «gracias a Dios queda concluida
la suspensión de armas por ocho meses». 83 Además de plantear las necesidades económicas
inmediatas, que ascendían a 200.000 escudos mensuales (porque sin ese respaldo «se
desconcertaría todo»), era la ocasión para dar cuenta al rey de la nueva situación.84 Tras el
fracaso de las gestiones de Wittenhorst se recurrió de nuevo al padre Neyen y se logró concertar
una suspensión de armas por un periodo de ocho meses, durante el que se reunirían los diputados
de ambas partes para acordar una tregua larga o incluso la paz. Para ello los holandeses exigían
que los negociadores belgas recibieran poder suficiente del rey antes de septiembre (mes fijado
para el encuentro), aunque la suspensión no incluía las acciones en el mar pues los holandeses
aseguraban que en tan corto espacio de tiempo no era posible avisar a los barcos que navegaban
lejos de su costa y, en todo caso, insistían en exigir un claro poder real. En cuanto al comercio, el
archiduque no prometió nada hasta comprobar si el rey lo autorizaba con España a cambio de
que abandonasen el de las Indias.
La pertinaz inacción de la corte hacía cada día más acuciante la necesidad de disponer de
instrucciones que evitaran nuevos encontronazos entre Madrid y Bruselas con motivo de los
contactos con los rebeldes, y a mediados de año Alberto decidió enviar a la corte al padre Neyen
para tratar de forzar una decisión lo que —inevitablemente— provocó la ira de Diego de Ibarra,
aunque el buen hacer del religioso consiguió suavizar la situación.
Estas eran las circunstancias en las que Spinola pidió instrucciones claras, pues, aunque
«puede dar algún disgusto» haber aceptado considerar como libres a los rebeldes, estimaba que
«es mejor siempre en todas cosas escoger del mal el menos» y el tiempo pasado en Flandes le
había convencido de que tras tantos años de guerra, tantos soldados muertos o heridos y tanto
dinero gastado, todo acababa por resumirse en ganar una plaza un año para perderla al siguiente.
Por su parte Alberto aseguraba85 que la suspensión de armas obedecía al deseo de aliviar los
enormes gastos de la guerra que había dejado exhaustos los Países Bajos.
No se le ocultaba a Spinola el mal efecto que tendría en la corte que la suspensión no se
extendiera al mar, por lo que justificó la decisión adoptada en la intransigencia holandesa, que
exigía previamente el poder real para avisar a sus buques «y no parece que se quieran juntar
hasta que venga la dicha procura».86 Tratando de lograr una solución se enviaron a Madrid dos
proyectos de poder: el primero era de carácter general y serviría para negociar la paz; el segundo
—y era sin duda el tema más delicado— para reconocer a los holandeses como «libres». El plan
era comenzar presentando el primer poder y, si como se temía, no resultase suficiente para los
holandeses se recurriría al segundo, lo que en opinión de Spinola era «negocio que es fuerza
pasar por ello». De acuerdo con el archiduque, la delegación belga estaría encabezada por
Richardot (presidente del Consejo) y compuesta por personas de confianza, y contaba con que
todo acabaría por resumirse en dos puntos principales: el comercio con las Indias y el
mantenimiento de las tropas españolas en los Países Bajos (para lo que esperaba reforzar Ostende
y otras plazas siempre que se recibieran fondos que evitaran nuevos motines).
La situación económica constituía una preocupación constante, ya que el retraso de Madrid en
cumplir el acuerdo concluido con el financiero Serra «no conviene al servicio de V. M. y a mí
me echa a perder».87 Los intereses continuaban corriendo mientras el rey no pagara lo debido y
Spinola se enfrentaba a la grave situación de ver inmovilizado su crédito hasta el punto de que
«habiendo yo obligado toda mi hacienda para su real servicio» estaba abocado a una ruina que no
solo le amenazaba a él, sino también a los parientes que le habían ayudado en la operación.
Aunque sus quejas pudieran parecer extremadas es forzoso reconocer que no le faltaba razón:
Ahora diré solo (y lo puedo decir) que en materia de hacienda nadie, después de que el mundo es mundo, ha hecho lo que
yo, de poner cuanto tengo y sacar lo de los parientes y amigos para V. M. sin interés de un solo maravedí y en cuantas
historias antiguas y modernas hay no se verá que jamás ninguno por su Señor haya hecho otro tanto.

Frente a las alegaciones cortesanas de que la hacienda estaba agotada, el genovés urgía para
que se realizara una nueva operación que permitiera liquidar la que le ataba a Serra y afirmaba
patéticamente que «yo no puedo estar así», llegando a asegurar que para pagar a sus acreedores
tomaba la decisión de vender todos sus bienes en Génova sin reservarse «ni un solo maravedí».
Solo así podría salvar su buen nombre, y aunque sus hijos quedaran sin nada, al menos podrían
guardar «el nombre de hijos de padre honrado». La realidad es que esta solución no serviría para
gran cosa, pues apenas bastaría para pagar la cuarta parte de la deuda y arruinaría a toda su
familia. «El mundo conocerá que no merecen tal recompensa mis servicios, pero con todo esto
mande V. M. lo que fuere servido».
Los problemas de Spinola parecían importar bien poco en la corte y, como sucedía siempre con
lo que se hacía en los Países Bajos, todo eran críticas y críticas acerca de la negociación y sobre
la salvedad de que la suspensión de armas no incluyera la guerra en el mar. El Consejo de Estado
—donde ni Alberto ni Spinola contaban con muchos amigos— estimó que había que anular lo
hecho y, con la pretensión de arrebatar a Spinola el control de las provisiones y hasta impedirle
librar fondos con su simple firma, se decidió enviar a Flandes a Diego de Ibarra, miembro del
Consejo de Guerra y uno de los más significados halcones opuestos a la política de pacificación.
La lucha por justificar su posición (y la del archiduque) se hacía cada vez más áspera y el
general se sintió obligado a defender de nuevo88 el curso de las negociaciones y de las
concesiones que, por el momento, estaban en el aire pendientes de la decisión de Felipe III.
Sobre la acusación de no haber incluido el mar en la suspensión (lo que para los críticos
aumentaba el daño al estar suspendida la guerra en tierra) Spinola argumentó que eso no
significaba gran cosa, ya que se limitaba a no ocupar plazas holandesas o entrar en su territorio,
cosas que —tal era la triste realidad— caían por su propio peso pues la falta de fondos impedía
otro camino, y de hecho la suspensión no se daba en tierra al referirse solo a sitiar plazas o
invadir provincias. Pero —salvado esto— las tropas estaban en campaña y se podía hacer la
guerra como antes. Y en cuanto a la tregua en el mar, aunque bien lo hubiera deseado, intentar
lograrla habría hecho fracasar la negociación, pues «muy poco bastaba para que aquellos que en
las Islas no desean esta plática tuviesen ocasión de poder romperla».
La discusión sobre la tregua en el mar parecía puro bizantinismo, ya que en un plazo de pocos
meses se sabría si habría una tregua o se alcanzaría la paz, pero en cualquier caso la tregua o la
paz tendría que ser «en todas partes», extremo en el que tanto el lado archiducal como el
holandés estaban de acuerdo. Resultaba claro que «no hay más que el riesgo que se ha corrido
[en] 41 años de guerra se corra a lo peor aún cuatro meses, que no ha habido forma de
excusarlo», y si este punto era muy importante para el rey «al enemigo conviene más por tener
con esto el tráfico de España».
No se cejaba en los esfuerzos y al fin, gracias en buena parte a las gestiones del Padre Neyen
en La Haya, los holandeses aceptaron una tregua por mar que empezaría seis semanas después
del acuerdo por el rey, con lo que se conseguiría que no enviaran navíos contra los intereses de
Felipe III, pero a condición que el poder real fuera conforme al modelo que se le había hecho
llegar.
El argumento de que el rey se veía obligado a seguir gastando mucho dinero aun existiendo la
suspensión parecía evidente, pues «no se puede el primer día gozar del beneficio de la paz, que
tampoco está hecha, pero se encamina para hacerla» y Spinola subrayaba que su petición de
provisiones era menor que las de otros tiempos, pues resultaba menos costoso mantener a la
gente en los presidios que en pie de guerra y parte de esas provisiones serviría para licenciar
tropas. Además la suspensión tenía sus ventajas. Si Mauricio hubiera tratado de apoderarse de
Amberes u otra plaza importante, habría sido imposible impedirlo, pues las tropas vivían «sobre
el país» y si se las desplazaba de donde se encontraban no habría con qué darles de comer y se
habría asistido con impotencia a la acción del enemigo.
Sobre la reacción de los holandeses, el general estimaba que era necesario hablar con ellos,
pues era un pueblo «engañado con tan falsas razones y opiniones tan lejos de la verdad» por sus
gobernantes, que había que hacerles conocer las propuestas españolas: «No sé si sabe V. M. las
respuestas tan impertinentes que daban los de las Islas a cualquiera que empezaba a abrir boca
para hablar de ello, y después la pena que ponían a quien hablaba de tal plática». Remachaba esta
idea afirmando que la negativa holandesa a aceptar la suspensión en el mar obedecía a su temor
de que, cuando la gente empezase a disfrutar de los beneficios del comercio con España,
resultaría muy difícil empujarles otra vez a la guerra si las negociaciones no resultaban, y era por
ello por lo que se negaban a hablar de la suspensión en el mar hasta obtener la calificación de
«libres», lo que, aunque era mucho conceder tras cuarenta y un años de guerra, parecía que
estaba bien hacerlo.
En resumen: «V. M. se sirva mandar considerar que no está bien perder esta ocasión que Dios
sabe cuándo después volverá otra vez», y ni porque los diputados por parte española fueran o no
belgas, ni porque la tregua por mar fuera tres meses antes o después, merecía la pena romper el
concierto tan penosamente alcanzado.
Una vez salvado —en principio— este obstáculo, surgieron dos nuevos y serios problemas: por
una parte, el conde de Fuentes, gobernador general del Milanesado, que había recibido orden de
aprestar un contingente de españoles y napolitanos para enviarlos a los Países Bajos cuando se le
indicase, decidió enviar los napolitanos sin esperar instrucciones; por otro lado se anunciaba la
llegada a Bruselas de Diego de Ibarra. La conjunción de estos dos hechos levantaría
inevitablemente suspicacias en Holanda, dejando en pésimo lugar a Spinola, que pidió al rey
tanto la anulación del envío de tropas desde Milán como de la misión de Ibarra, pues «habiendo
reducido este negocio al término que V. M. ve no es justo que me envíe otro, que tal pago no lo
merecen mis servicios».89 Spinola no podía mostrarse más contrario a la misión de Ibarra y así
lo manifestó:
Suplico a V. M. considere, con este pueblo de Holanda sospechoso que no tienen otra impresión sino que los queremos
engañar, el efecto que hará en este tiempo hacer venir aquí más gente por una parte y a Don Diego de Ibarra por otra… así
se sirva despachar al Conde de Fuentes para que revoque la gente que hubiere partido y a Don Diego de Ibarra para que se
vuelva.90

Sin embargo resultó imposible impedir la llegada de Ibarra a Bruselas el 21 de junio, lo que
provocó airadas quejas del archiduque,91 pues era evidente que no se privaría de subrayar todas
las críticas de la corte y, sobre todo, el disgusto de Felipe III por haber cedido en la
consideración de «libres». Ibarra tenía muy firmes sus ideas desde el comienzo de su misión y
parecía estar convencido de que no se había informado totalmente al rey del derrotero de la
negociación y de que el interés de Spinola era acabar la guerra para resolver sus problemas
económicos.
Las noticias que recibía Alberto le confortaban en su propósito de seguir adelante con los
contactos que auspiciaban una negociación más firme, y pidió a los holandeses el pasaporte
necesario para que Neyen viajara a La Haya y presentara las ratificaciones. Nueva cólera de
Ibarra,92 que veía cómo sus pretensiones de propugnar una política bélica se perdían en los
complicados meandros de los contactos entre holandeses y belgas. Insistiendo en su idea de que
la suspensión de armas era contraria a los intereses de la corona, llegaba a acusar entre líneas de
debilidad al rey por «haber venido en todo lo que por acá se les concedió tan de golpe y sin razón
ni necesidad enviando los poderes que se le pidieron». Haciendo gala, como de costumbre, de
una altísima opinión de sí mismo, le parecía inadmisible aceptar que fueran solo belgas los que
participaran en la negociación y recomendó al rey que meditara cuidadosamente los
inconvenientes que, a su modo de ver, se derivarían de ello.
Spinola mostró a Ibarra su extrañeza por que Felipe III se manifestara disconforme con la
manera en que se había negociado el reconocimiento a los holandeses, sin contrapartida, como
«libres y señores», de lo que tenían pues nada se había hecho sin el conocimiento y la aprobación
real y consideraba que la cláusula de libres no era «perniciosa». Con la arrogancia que le era
propia, Ibarra se negó a discutir de lo pasado afirmando que lo que había que hacer era cumplir
las instrucciones que traía. A ello el genovés replicó que, a falta de confirmación por el rey de
considerar a los holandeses como libres y de los que nada se pretendía, no cabía esperar ni
suspensión ni tregua ni paz, pues en esto eran inflexibles y habían llegado a expulsar a quien se
lo propuso.
A Ibarra parecía no caberle en la cabeza que los holandeses se negaran a hablar de tregua o
acuerdo si no les daba enteramente lo que pretendían; para él solo cabía plantear semejantes
exigencias a alguien que estuviese totalmente perdido o imposibilitado y, aunque el rey deseaba
la paz, no podía aceptar tal pérdida de reputación. Spinola argumentó que la situación de la
hacienda real impedía continuar la guerra, a lo que Ibarra replicó con la posible llegada de las
tropas napolitanas, ya desaconsejada por Bruselas, pues los holandeses verían en ello un intento
de engañarlos y toda la negociación se vendría abajo.
El belicoso Ibarra no aceptó este argumento estimando que más valía contar con esas tropas
para continuar la guerra o para obligar a los holandeses a retirar su exigencia de libertad y
forzarles a negociar la tregua. Incluso si el rey enviara los poderes como se le había planteado,
verían que solo le interesaba la suspensión y no tenía intención de desarmarse sino de mantener
las guarniciones de los presidios. Para indignación de Ibarra, Spinola se mantuvo en sus trece
sobre la necesidad de lo que se había negociado («aunque sea en aquella forma tan desreputada»)
y comprobó que había convencido al archiduque de la imposibilidad de continuar la guerra ante
la falta de fondos.
Por su lado Alberto intentó rebatir las críticas93 argumentando que había actuado «con orden
expresa de V. M. de lo que se debe acordar muy bien», por lo que no comprendía la reprobación
del rey. Considerar que había actuado contra los deseos reales era algo que constituiría un
menoscabo de su reputación que no podía aceptar cuando había ido tan lejos en la negociación
«con orden de V. M.». Por ello pidió que se subsanase la situación enviándole cuanto antes
debidamente ratificados los poderes enviados «para que mi reputación quede salva», y aseguraba
que, una vez que por su parte cumpliera aquello a que se había obligado, aceptaría sin reservas
las instrucciones que recibiera y se romperían las negociaciones para siempre. Al entrevistarse
con Ibarra apoyó en todo momento a Spinola, solo se comprometió a que, caso necesario, haría
puntualmente lo que el Rey le mandare para proseguir la guerra, y no perdió la ocasión de
reafirmar que no se había excedido en absoluto de las órdenes recibidas. El enviado insistió en la
voluntad del rey y en la obligación de los archiduques (como primeros beneficiarios de una
tregua) de obligar a los holandeses a aceptar las condiciones porque si Felipe III aceptara la
tregua o la paz y que fuera de los holandeses lo que tenían y quedaran como libres sin que se
pretendiese nada a cambio sería imposible hacerlo con reputación y guardando el decoro real. El
archiduque evitó dar una respuesta clara alegando que hasta tanto no se tuviese respuesta del rey,
a los poderes enviados no se podía hacer nada y que si aprobaba lo hecho hasta entonces no
cabría hacer más, pero que si persistía en lo que figuraba en los documentos que traía Ibarra se
haría lo que mandase.
Ibarra amplió sus entrevistas reuniéndose con Juan de Mancisidor (secretario de Estado y de
Guerra) y el presidente Richardot, así como con algunos belgas y con militares y ministros que
había en Bruselas (Velasco, Borja y Niño y Lasso entre otros), tras lo que llegó a la conclusión
de que había un ambiente en contra de cómo se había negociado, por lo que esperaba que, a la
vista de la determinación del rey, viesen que era su interés no romper con las provincias e incluso
cuando se llegara a romper comprendieran que «es de mucho menos inconveniente proseguir la
guerra».
La tregua en el mar continuaba ocupando a Spinola, que informó94 que quedaba concertada
para el 24 de junio en el Mar del Norte y en el Canal de La Mancha y al oeste de esa zona
(Mediterráneo y costa francesa hasta Berbería) sería efectiva seis semanas después que se
presentase confirmación del primer concierto. Quedaban excluidas las Indias Portuguesas, por la
dificultad de avisar a los navíos, así como los barcos de guerra (en este caso alegaban los
holandeses que no podían hacer todavía tanta demostración de paz y que la tregua tampoco
comprendía las tropas en tierra). Y acerca de la dificultad de la consideración de los holandeses
como «libres» aseguraba que «V. M. no ponga en duda que al mismo punto que se hable de esto
estará rota la plática…consentido este punto se acabará todo como V. M. ha mandado. No
consintiéndolo queda roto todo».95
Aunque el rey firmó la ratificación del alto el fuego el 30 de junio, lo hizo en dos versiones
diferentes: en la primera lo ratificaba enteramente, pero de un modo ambiguo; en la segunda —
todavía más ambigua— aprobaba y ratificaba todo lo contenido en la suspensión en la medida en
que pudiera afectarle (lo que podría excluir la consideración de «libres»). Además, y ello
resultaría inadmisible para los holandeses, ambas versiones estaban firmadas con la fórmula
«Yo, el rey», que implicaba el mantenimiento de la soberanía sobre las Provincias Unidas y la
consideración de los rebeldes como súbditos.
Todavía a fines de junio Ibarra continuaba afirmando que Alberto y Spinola daban por
destrozada su reputación si el rey no sancionaba lo que habían hecho, pero persistía en su
intransigencia frente a los holandeses y en el empeño en continuar la guerra para la que se debía
abandonar la idea de un gran ejército dedicado a asediar plazas y en cambio disponer de uno más
pequeño con el que oponerse al enemigo. Tan agrio fue el enfrentamiento que Spinola decidió
enviar a Madrid a su pariente Aurelio Spinola, y escribió96 resumiendo la situación: Aurelio era
portador de los documentos de negociación de cuando se quiso llegar a concertar una tregua
larga (quedando cada uno con lo que tenía y sin tratar del punto de «libres») y que explicaban
cómo los holandeses rompieron entonces las negociaciones. También llevaba otro documento en
el que, para que no quedase tan claro, se había intentado suavizar la calificación de «libres», pero
también en esa ocasión rompieron los holandeses si no se aceptaba lo que después se había
hecho. Se negoció una primera vez la suspensión general en todas partes del mar, pero ni esto
tuvo éxito ni se logró que la suspensión de armas fuese más amplia, por lo que afirmaba que «lo
que no quisieron hacer las Islas entonces no lo harán ahora».
Y por si todo ello no pareciera suficiente, informó sobre el nuevo rechazo holandés a las
ratificaciones que el audiencier Verreycken había llevado a Holanda: «Pésame de la dureza de
estos hombres, pero como algunas veces he escrito mala cosa es tratar con quien tiene poca gana
de concluir lo que se trata».97 Cierto era que aunque el rey hubiera enviado la ratificación en los
términos propuestos desde Bruselas tampoco lo habrían aceptado, pues exigían que Felipe III
usara las mismas palabras que Alberto en lo que tocaba al punto de «libres y sobre los que no se
pretendía nada», de modo que toda la negociación quedó en espera de la resolución del rey, que,
si al fin optaba por la guerra, tendría que facilitar las provisiones necesarias para no perder los
resultados de la campaña de Frisia, porque «perdido aquel pie, Dios sabe cuándo se podrá tornar
a cobrar».
La inquina de Ibarra se centraba en el archiduque y en Spinola, de los que afirmaba que «las
dos personas que tienen esto en el estado en que está son interesadísimas». Según él, Alberto
actuaba en función del rencor que sentía por habérsele privado del mando de las armas y del
control de la hacienda y solo quería disfrutar de paz, quietud y abundancia «en lugar de la
pobreza que pasa», lo que no habría sido tampoco de extrañar, pues desde su llegada a Bruselas
Alberto no había visto más que pobreza y sufrimiento. Pero no era esta la única acusación de
Ibarra, sino que añadía98 que «había oído decir» que la paz le interesaba tanto porque pensaba
que podía facilitarle su deseo de ser elegido rey de romanos («y en eso tiene puesta la mira y
hechas algunas negociaciones»), aspiración que aunque podría satisfacer al rey, puesto que le
alejaría de los Países Bajos, desechaba con desprecio estando seguro de que la hostilidad de sus
hermanos (también aspirantes al título) le cerraría el camino. Semejantes elucubraciones no
dejaban de ser puras suposiciones interesadas y producto de informaciones que había recibido de
segunda o tercera mano, como lo prueba al reconocer que «en todo esto hablo a ciegas, aunque lo
he sabido de personaje que suele tener buenas inteligencias».
En cuanto a Spinola, Ibarra aseguraba que su objetivo principal era verse libre de la carga de la
guerra, pues si se lograba la paz resultaba evidente que vería muy aumentada su riqueza. Le
acusaba también de carecer de suficiente experiencia militar, pensaba que el genovés temía que
se produjera algún serio contratiempo con el que perdería el prestigio que había conseguido «a
costa de dos ejércitos que se han deshecho» y por ello pretendía retirarse a gozar tranquilamente
de las generosas mercedes que le habían sido concedidas (es de suponer que, en opinión de
Ibarra, con exceso).
Pese a todo, aunque el rey no concedió entera satisfacción a las pretensiones de Bruselas, dio
por terminada la misión de Ibarra, que, «al no haber logrado impedir las ignominiosas
concesiones del Archiduque», anunció su regreso a Madrid en términos airados, sin tener la
mínima cortesía de que fuera el propio Alberto quien lo comunicara. Quedaban así las espadas en
alto mientras Felipe III decidiera si optaba por la paz o por la guerra.
83 AGS, Estado, 2289, Spinola a Lerma, 18 de abril de 1607.
84 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, misma fecha.
85 AGS, Estado, 2289, Alberto a Felipe III, misma fecha.
86 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 19 de abril de 1607.
87 Ibid., 18 de abril de 1607.
88 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 19 de mayo de 1607. Hay dos cartas con la misma fecha, una de ellas cifrada.
89 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 5 de junio de 1607.
90 Ibid., 13 junio 1607.
91 AGS, Estado, 2289, Alberto a Felipe III, 26 de junio de 1607.
92 AGS, Estado, 2289, Ibarra a Felipe III, 20 de julio de 1607.
93 AGS, Estado, 2289, Alberto a Felipe III, 26 de junio de 1607.
94 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, 13 de junio de 1607.
95 Ibid, 26 de junio de 1607.
96 Ibid., 12 de julio de 1607.
97 Ibid., 31 de julio de 1607.
98 Ibid., 4 de agosto de 1607.
EL CAMINO HACIA LA TREGUA

Coincidiendo con estos acontecimientos se produjo la llegada a Bruselas del nuevo embajador
que reemplazaba a Baltasar de Zúñiga, encargado ahora de la compleja embajada en París. El
enviado era Don Felipe Folch de Cardona, marqués de Guadalest, que a diferencia de su
predecesor desempeñó una misión de muy escaso relieve, pues desde el primer momento se
encontró fuera del juego político y se veía perdido y desamparado entre las furias desatadas de
Ibarra (que permaneció en Bruselas hasta septiembre pese a la orden de regresar a España) y los
complejos contactos entre Bruselas y La Haya. Nadie parecía ocuparse de él ni hacer el menor
caso de las instrucciones que pudiera tener; carente de información por quienes debían haber
confiado en él, se encontraba aislado hasta el punto de reconocer humildemente: «Después que
supe la real voluntad de S. M. he deseado sumamente que se concluyese la tregua larga, así por
el gusto de V. M. como por lo que debe convenir a la cristiandad. Acá se ha tratado esto con
tanto recato que para poder escribir algo ha sido forzoso saberlo por vía de las islas».99
Los avatares de los contactos entre norte y sur permiten seguir el desarrollo de los
acontecimientos: tras cierta resistencia inicial, los diputados holandeses aceptaron continuar la
tregua y que esta comenzase en el mar mes y medio después de que se presentara la ratificación
real (es decir a principios de septiembre), confirmándose así la suspensión de armas. Pero de ahí
en adelante surgían las dificultades, pues, para continuar las conversaciones, exigían que la
ratificación del rey fuera en francés o en latín conforme al texto que habían presentado y que se
había enviado a Madrid. Ni el archiduque ni Spinola ignoraban los peligros que la posible
ratificación corría en Madrid y el segundo salió al paso de las maniobras que trataban de
boicotear las negociaciones: «He entendido que ahí hay algunos que entienden que haciendo V.
M. esta ratificación que piden, si por ventura no se efectuase el concierto grande, quedan ni más
ni menos las Islas declaradas por libres, que es cosa tan lejos de la verdad que ni ellos mismos
jamás han pretendido».100
Tratando de aplacar los temores del rey, aseguraba que si enviaba nuevos poderes y la
ratificación tal como era pedida por los holandeses, esta última solo se les entregaría si se
conseguía alcanzar el «concierto grande». Mientras tanto, y como prueba de buena voluntad,
Verreycken se limitaría a mostrarla y prometer que se la entregarían al llegar el gran acuerdo. Un
nuevo viaje del Audiencier sirvió para asegurar101 que los holandeses estaban de acuerdo en que
los documentos y papeles de ambas partes fuesen considerados nulos si no se llegaba al concierto
grande, con lo que no cabía afirmar —como se venía haciendo en Madrid— que sería imposible
dar marcha atrás en la consideración de «libres». El plan era pues mostrar simplemente el
documento a los holandeses y seguir negociando y prorrogando la tregua, pero en ningún caso se
les entregaría antes de llegar a un acuerdo satisfactorio.
Felipe III aceptó por fin en agosto que se concediese «el punto de libres» a condición de que
los holandeses aceptaran consentir el libre ejercicio público de la religión católica, y tal
consideración se les mantendría durante todo el tiempo que se respetara ese ejercicio. Pero para
poder llegar a un acuerdo sobre este punto era necesario que fuera discutido por los delegados de
ambas partes dentro del marco de la negociación de un acuerdo general, y la reunión para ello
solo podría producirse cuando se recibiese la ratificación firmada por el rey. Mientras esto no se
produjese, los holandeses querían que el tema de la religión no se mencionara hasta el último
momento, por tratarse de un tema tan delicado que podría producir una reacción negativa tan
fuerte que haría fracasar toda posibilidad de acuerdo general.
Para allanar el camino Spinola propuso actuar siguiendo estos pasos:102 recibir la ratificación
tal como la pedían los holandeses y mostrársela únicamente, «para que estén satisfechos de la
voluntad de V. M.», con lo que así se podría continuar la negociación. Conseguido este resultado
se plantearía el aspecto del ejercicio público de la religión católica, tal como deseaba el rey, y si
durante las negociaciones se chocara con dificultades se procuraría ir prorrogando la tregua,
quedando en todo caso la ratificación en manos españolas. Todo esto debería ir encadenándose
en el tiempo, por lo que si el rey no enviaba la ratificación se correría un riesgo cierto. Conforme
a las noticias que llegaban a Bruselas, la presión en las Provincias Unidas para romper la
negociación era cada vez más fuerte y «no habrá después otro camino que la fuerza de las
armas». Aprovechando su exposición, Spinola sugirió que parecía apresurada la idea de abrir el
comercio a los holandeses y concederles desde aquel momento autorización para enviar seis
navíos de mercaderías a Lisboa y otros tantos a cada uno de los puertos de España. Por su parte,
el archiduque consideraba que tal concesión era una carta que se debía guardar para momento
más oportuno y, según fuese evolucionando la situación, él iría concediendo los permisos
convenientes informando de ello a su primo.
Lo delicado de la situación hizo que en octubre, recibidas ya las ratificaciones, el archiduque
no se hubiera aún decidido a plantear a los holandeses el punto relativo al ejercicio de la religión;
le parecía que el momento adecuado era la reunión de los delegados de ambas partes y, si se
planteaban dificultades, se continuaría negociando la prórroga de la tregua. Spinola advertía, por
su parte, que «se correría el riesgo que se les antojase alguna extravagancia como sería decir que
antes de la Junta quieren concertar que no se trate de ello y con esto romper la plática de todo
punto».103 Por fin en noviembre se abrió el camino hacia un encuentro en La Haya, y aunque
por los «rebeldes» se afirmó que no aceptarían nada que fuera contra su libertad, la respuesta fue
que en una negociación era lícito que cada parte presentara sus pretensiones que podrían ser
rechazadas o aceptadas pero tras ser discutidas.
Cuando se les negó la entrega de la ratificación «se alborotaron muchísimo», asegurando que
ello era apartarse totalmente del concierto que se buscaba y que les parecía una treta para
engañarlos, ya que se establecía en ella que carecería de valor si no se llegaba al acuerdo final.
Aunque el alboroto estuvo a punto de poner fin a la negociación, como ambas partes eran
conscientes de que nada tendría valor si no se lograba llegar a buen fin —como había estipulado
el rey claramente— al archiduque le pareció prudente considerar que no estaba fuera de razón
acceder a la petición holandesa y evitar la ruptura en ese momento, por lo que Spinola pudo
informar de que:
Procuróse que se obligasen las Islas a restituir la ratificación; respondieron que bastaba que fuese nula y que S. M. misma
hubiese puesto la condición sin obligarles a que ellos mismos confesasen no ser libres, como el mundo entendería que lo
confiesan si ellos mismos se obligasen a restituir la ratificación, que se entiende sería por este punto. Y en fin se tuvo por
acertado el entregársela.104

En estas circunstancias era necesario que Felipe III enviase un nuevo poder, pues era de prever
que el anterior (que los holandeses no debían de llegar a conocer siquiera) sería rechazado por
los Estados Generales, puesto que como exigían que en el poder se les denominase como
«libres», permitirles ver el que se había recibido sin esta fórmula sería brindarles una nueva
ocasión para romper las conversaciones.
Finalmente los Estados Generales escribieron al archiduque el 23 de diciembre, dando así paso
a la negociación formal y aceptando la reunión en La Haya de sus delegados y los diputados que
designara Alberto. Avanzando con cautela, incluían la propuesta de prorrogar por tierra y por
mar por un mes o seis semanas el cese de armas que vencía el 4 de enero. Alberto acogió la
propuesta con alivio y, manifestando su satisfacción, nombró a los delegados que a mediados de
enero viajarían a Amberes en espera de pasaportes para ir a La Haya. Sin embargo hubo aún otro
enfrentamiento, pues los holandeses solo querían recibir a belgas como interlocutores, aunque
aceptaran «uno o dos extranjeros», pero a condición de que no tuviesen un alto cargo en el
ejército. Tras un tira y afloja Alberto logró hacer aceptar la lista de sus representantes: Spinola,
Richardot, Juan de Mancisidor, Verrycken y el padre Neyen. Spinola trató de rehuir esta nueva
misión que la confianza del archiduque quería imponerle, pues le parecía que ponía en riesgo su
reputación tomando parte «en cosa tan incierta» y, aunque intentó convencerle para que le
liberase de esta obligación, ante su insistencia no tuvo otro remedio que aceptar.
Comparado con las negociaciones de paz parecía relativamente menor: se habían producido
nuevos motines que la escasez crónica de fondos impedía evitar y esto podía tener graves
consecuencias sobre el proceso negociador que tímidamente se esbozaba. Tanta fue la insistencia
de Spinola que el Consejo de Estado sometió al rey una consulta con su parecer sobre lo que
cabía hacer. Para el Consejo, la posibilidad más radical consistía en pagar lo debido a los
amotinados y a continuación separarlos del ejército, ejecutar a los cabecillas y expulsar al resto
de los Países Bajos. Solución más suave sería licenciar a todos los amotinados y expulsarlos de
todas las posesiones de la corona bajo pena de muerte. Ante el temor de que pudieran pasarse al
enemigo, el Consejo se inclinó por la segunda opción, pero los meses pasaban sin que se
resolviese la situación y, en septiembre, el general tuvo que insistir suplicando al rey que
ordenase el envío de fondos con los que pagar a los amotinados, pues si se produjese un nuevo
motín («como se corre cada día el riesgo») no habría forma de resolverlo. No fue hasta diciembre
cuando se publicó el bando en que se les concedía un plazo de veinticuatro horas para que
abandonasen todos los países y estados de Flandes, «so pena de la vida», condición que se
extendería a todos los reinos de la corona.
Enero de 1608: los diputados católicos obtuvieron al fin el salvoconducto para reunirse en La
Haya con sus oponentes y, como lo cortés no quita lo valiente, fueron recibidos con cortesía por
los políticos y con esperanza por la población. La posibilidad de una negociación en firme atrajo
a representantes de Francia, Inglaterra, Dinamarca, Palatinado, Brandemburgo y Hesse, amigos y
aliados de los holandeses. Las primeras reuniones se limitaron a un tanteo en el que los
holandeses pidieron como requisito previo para empezar a negociar que se les entregase el poder
de Felipe III. Pese a la resistencia belga, hubo de aceptar la petición y, accediendo a otra
exigencia, el archiduque otorgó un nuevo poder a sus diputados para acordarlo en todo punto con
el último enviado por Felipe III.
Las reiteradas peticiones holandesas de que ambas partes presentaran propuestas concretas
colocaron a Spinola y sus compañeros ante un serio problema, pues, como carecían de
instrucciones, una negativa podría hacer peligrar toda la negociación. Por ello Richardot
aconsejó al archiduque que se aceptase la propuesta holandesa de dejar a un lado por el momento
el problema del comercio, pero lo que ignoraban los delegados católicos era que, pocos días
antes, el Consejo de Estado había insistido ante el rey en su obligación de mantener la exigencia
en el tema de la religión:
La instrucción que el Señor Archiduque dio al Marqués Spinola y a los demás comienza bien pues se pone en primer lugar
lo de la religión, aunque no con la fuerza que Vuestra Majestad ha mandado… solo por este aspecto ha venido Vuestra
Majestad en cederles la soberanidad… y así será bien escribir a Su Alteza y al Marqués que, aunque Vuestra Majestad cree
tendrán en la memoria lo que sobre este punto ha ordenado,… ha querido acordarles que por ningún caso se debe venir en
cosa que sea contraria a este fin.105

Chocaban así las estrategias de Madrid y de Bruselas y, cuando Spinola aceptó intercambiar
propuestas con los holandeses, estos presentaron una lista de veintiocho puntos que dejaban en el
aire las siete propuestas españolas (breves y difícilmente comprensibles), con lo que la
negociación volvía a quedar estancada cundiendo el desánimo tanto entre los delegados católicos
como entre los observadores. Pese a todo se continuó hablando para intentar evitar un colapso
total.
Sobre la tregua solo se logró su prórroga hasta finales de marzo, sin que tuvieran éxito los
esfuerzos por ampliarla y hacer cesar los actos hostiles.
El comercio con España y con las Indias dio lugar a una maniobra dilatoria al pedir los
delegados holandeses que no se les obligase a tratar este asunto con los Estados Generales tan
tempranamente, pues para ellos se trataba de un punto de gran importancia y, aunque celebrasen
la apertura con los puertos de España, no admitían que se les impidiese comerciar con aquellos
lugares que consideraban que no estaban sometidos al rey de España. A ello se replicó que
tomasen el tiempo que desearan, pero que era forzoso tratar el asunto.
Mientras tanto, en Madrid arreciaban las críticas contra la política pacifista de Lerma, cuya
situación (que obviamente afectaba también al rey) parecía cada vez más precaria y el Consejo
de Estado se opuso a aceptar las propuestas relativas a la religión y al comercio, considerando
que si los holandeses lograban establecerse en las Indias empeoraría la situación bélica, por lo
que recomendó buscar un armisticio de tres o cuatro años como medio de prolongar las
negociaciones y hacer comprender a Alberto y a Spinola que se prefería la guerra a ceder a las
presiones de los rebeldes.106
Al ser rechazadas las ideas holandesas, sus delegados propusieron tres posibilidades:

1. No ir a los sitios del rey, pero si a los otros.


2. Establecer una tregua desde el cabo de Buena Esperanza hacia el este y durante ella negociar
la navegación hacia esa parte del mundo.
3. Finalmente sugerían copiar el sistema de la paz con Inglaterra de 1604, de forma que
quienes fueran a las Indias lo harían cargando con el riesgo, pero esto suscitó las protestas de
la Compañía de las Indias, que alegaba que los Estados Generales les habían prometido ese
comercio durante catorce años y tenían allí muchas mercaderías.

Al no resultar satisfactoria una nueva propuesta holandesa sobre el comercio con las Indias,
Richardot estimó que si acababa la tregua sin acuerdo sobre ese tema el rey quedaba libre para
reanudar la guerra. Spinola, por su parte, aconsejó107 negociar una reducción de los nueve años
de tregua propuestos por los holandeses y establecer que si, terminada la tregua, no se hubiese
alcanzado acuerdo sobre este aspecto, no por ello se entendería rota la paz, sino que la misma
continuase en las Indias, pero Felipe III podría suprimir el permiso para el tráfico con España
(que Spinola consideraba para los holandeses de mayor interés que el de las Indias)
Como era lógico, el punto de la consideración como «libres» suscitó un amplio debate. Aunque
Spinola afirmaba que «no repararíamos a su tiempo en otorgar este punto a su satisfacción, que
habiéndolo prometido V. M. podían estar ciertos que se les cumpliría», los holandeses querían
que se les asegurase este punto, sin que contra su libertad (como decían) se propusiese ni
acordase ningún otro, ni en lo tocante a la religión ni al gobierno, y parecían estar dispuestos a
romper la negociación si no se les daba esta garantía.
Para los holandeses, pretender discutir de religión era ya ir contra su libertad y se amparaban
en el apoyo que podían prestarles no solo los príncipes protestantes, sino especialmente Enrique
IV. Parecía que este aspecto estaba encaminado al fracaso y que toda la población de las
provincias lo había asumido ya que «ni aun de los católicos ha habido hasta ahora uno solo que
nos haya hecho decir [que] procuremos nada por ellos, y los diputados de las Islas tienen orden
de romper por este punto y deshacer la comunicación persistiendo nosotros en él», por lo que los
delegados archiducales prefirieron reservar este tema para el final de la negociación.
¿Cuál podía ser el camino a seguir en estas circunstancias? Algunas provincias (encabezadas
por Zelanda) eran totalmente opuestas a la paz y recurrieron al ardid de pedir que se les
presentaran todos los puntos de la negociación. Al obligar así a plantear el punto de la religión,
pedirían discutirlo en primer lugar y, ante la previsible insistencia católica, tendrían ocasión de
romper la negociación. Los delegados católicos trataron de evitar esta trampa prefiriendo
negociar los puntos uno a uno y mantener la libertad de proponer lo que considerasen
conveniente. De esta forma la decisión por paz o guerra quedaba en un inestable equilibrio que
podía romperse en cualquier momento por lo que Spinola urgió al rey:
Si V. M. está resuelto de no hacer la paz de otra manera, no hay que decir más. Solo suplicar a V. M., pues no hay
esperanza de poderlo alcanzar, se sirva de mandar hacer luego provisiones para la guerra porque después no llegarán al
tiempo que son menester.

Incluso el partido de la paz en las Provincias estaba de acuerdo con los contrarios a ella:
El pueblo de aquí, en general, parece muy deseoso de la paz, pero él no puede nada. Los que gobiernan, parte son deseosos
de ella y parte no… y así no ponga V. M. duda que si viniese alguna ocasión, que gozarán de ella los que desean romper y
que tendrán autoridad de poderlo hacer.

Los observadores de terceros que asistían a la negociación estaban empeñados en conocer el


derrotero que podía tomar la política del archiduque, y Spinola les comunicó que este «se
contentaba de ir prorrogando la tregua como está, ajustando algunos puntos de hostilidad y
comercio». Pero la respuesta no les satisfizo y aseguraron que «en ninguna manera» cabía pensar
en esto, pues los holandeses no aceptarían una tregua sin que se estableciera claramente el punto
de «libres». Como de costumbre, Enrique IV no perdía ocasión de atizar el fuego y Jeannin
regresó de París con la noticia de que su rey continuaría apoyando a las provincias, pese a los
esfuerzos que para impedirlo había hecho don Pedro de Toledo. Ante el peligro de una nueva
guerra Jeannin unió sus esfuerzos a los de los enviados ingleses y alemanes, proponiendo una
tregua larga durante la que España reconocería la soberanía y permitiría el libre comercio y
amenazando a los holandeses con dejarles solos frente a la Monarquía Hispánica.108 En todo
caso, la actitud del francés planteaba dudas entre los negociadores católicos: Spinola, al informar
que las negociaciones habían quedado rotas, indicaba que «el presidente Jeannin dice que
propondrá la tregua, pero con el punto de libres. Hémosle respondido que en este punto no
podemos venir en ninguna manera»,109 lo que no acababa de coincidir con la opinión de
Mancisidor: «Lo poco que se puede esperar de los oficios del Rey de Francia, pues dice Jeannin
que su amo no quiere tregua por años, sino que aquellas provincias queden libres».110
Obligados los holandeses de esta manera, volvieron a la mesa de negociación a sabiendas de
que la proposición no sería aceptada en Madrid y tratando así de negociar directamente con
Alberto, al que consideraban un interlocutor más débil y al que trataban de colocar en el dilema
de desobedecer al rey o recomenzar la guerra. La oferta del archiduque (tregua de siete años, con
la consideración de «libres» durante la misma y no discusión del tema del comercio) fue
rechazada, quedando interrumpidas las negociaciones. Ante la firmeza de la posición católica, los
embajadores aconsejaron romper las negociaciones, pues cuanto más se tardara en comprobar el
desacuerdo mayor sería el disgusto e inconveniente. Parecía que finalmente el equilibrio se había
roto y, tras un debate en los Estados Generales sobre la prórroga, Spinola tenía que sincerarse:
No hay esperanza alguna de poderse efectuar, pues todas las Provincias y todos los particulares de ellas se han declarado en
todo y por todo contrarios con tal obstinación que los de Zelanda dijeron que si hubiese uno que aprobase esta suerte de
tregua lo tendrían por traidor a sus Estados, y el Conde Mauricio dijo que lo mismo era hacer esta tregua como venir a
obediencia de S. M. y V. A. 111

Incluso tras entrevistarse con Mauricio (para quien «la querella general no debía impedir la
amistad particular») la situación parecía desesperada, como lo demuestra la forma en que
transcribió al archiduque las palabras del Estatúder:
Yo quiero hablar libremente la paz. Creo que el Rey no la quiere pues pone condiciones en ella que debe bien saber que
nosotros jamás las otorgaremos. La tregua tengo por cierto que la querrá, pero nosotros bien debéis pensar que no estamos a
tiempo de rendirnos… Bien se sabe que cuando unos vasallos vienen a hacer estas treguas con sus príncipes tras ello sigue
luego la obediencia, y que así es lo mismo hacer tregua que rendirse.

Cerrado el camino «no hay más que pensar en paz ni en tregua llana y que V. A. vaya
disponiendo las cosas para la guerra». Y aunque pretendiesen permanecer en La Haya hasta
recibir respuesta del rey no quedaba sino esperar a que los holandeses les señalasen el camino de
vuelta a Bruselas. Pero Felipe III no parecía estar dispuesto a dar su brazo a torcer y, lamentando
la insolencia de los rebeldes y la mala intención del rey de Francia, pretendía prologar la
negociación para que se alargara la tregua sin mostrarse dispuesto a alterar ni un ápice su
resolución sobre la religión y el comercio con las Indias. Por ello instruyó al archiduque para que
«si se pudiese diestramente convertir [la tregua] en suspensión de armas sería lo más a propósito
porque, aunque en sustancia es todo uno, suena mejor… no se ha de conceder más que libre
comercio en las partes donde antiguamente se solía haber, sin tratar de Indias, porque estas han
de quedar excluidas… y se ha de estar firme en la resolución de los dos puntos de religión y de
navegación de Indias».112 Además, a través del secretario Prada, trasmitió instrucciones para
que los diputados católicos tuvieran bien presentes sus deseos.113
En el punto de la religión el rey no dejaba lugar a dudas:
Su determinada voluntad, última e inconmutable resolución es que si los de las Provincias Unidas vinieren en que en todas
y en cada una de ellas haya el ejercicio público y libre de nuestra santa fe católica, apostólica y romana para todos los que
en ella quisieren vivir y morir, en precio de esto… vendrá en cederles la soberanidad que de las dichas Provincias le
pertenece… para que los naturales y moradores de ellas gocen de ella y sean libres por todo el tiempo que durare el dicho
ejercicio público y libre… y no por un solo día ni una hora más… pueden estar seguras debajo de la palabra real de S.M.
que de su parte se cumplirá inviolablemente lo que les prometiera.

En cuanto a la navegación de las Indias, se había discutido la posibilidad de conceder un plazo


de seis u ocho años para permitir a los holandeses recuperar los bienes que tuvieran allí,
fijándose como condición el cierre del acceso a los mercados de España e Italia si transcurrido
ese plazo persistían en continuar el comercio con las Indias. Pero Felipe III fue tajante en la
negativa, manifestando que no estaba dispuesto a conceder la navegación «ni por una sola hora»,
ya que para recuperar esos bienes no necesitaban ni tanto tiempo ni enviar navíos, «pues se podrá
dar tal orden de traerlas que puedan justamente contentarse».
99 AGS, Estado, 2289, Guadalest a Felipe III, 14 de agosto de 1607.
100 AGS, Estado, 2289, Spinola a Felipe III, misma fecha.
101 Ibíd., 21 de agosto de 1607.
102 Ibid., 8 de septiembre de 1607.
103 Ibid., 11 de octubre de 1607.
104 Ibid., 12 de diciembre de 1607.
105 AGS, Estado, 2025, CCE, 28 de febrero de 1608.
106 BN, Mss. 11124, copia de una CCE, 26 de marzo de 1698.
107 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 30 de marzo de 1608.
108 AGS, Estado, 2290, Papel que los embaxadores de príncipes que están en La Haya dieron a los Estados de Holanda sobre
la tregua.
109 AGS, Estado, Francia, 1461, Spinola a Alberto, 26 de agosto de 1608.
110 AGS, Estado, 2025, Mancisidor al secretario Andrés de Prada, 13 de septiembre de 1608.
111 AGS, Estado, 2290, Spinola a Alberto, 15 de septiembre de 1608.
112 AGS, Estado, 2226, Felipe III a Alberto, 15 de julio de 1608.
113 AGS, Estado, 2295, Instrucción (firmada por el Secretario Andrés de Prada), 31 de octubre de 1608.
AL FIN LA TREGUA

La distancia entre Madrid y Bruselas y la exasperante lentitud de la burocracia de la corte eran


tremendas rémoras, por la tardanza que suponía tener que esperar cada vez una respuesta del rey
cuando la negociación era una realidad que se alteraba casi día a día. Las negociaciones de La
Haya llevaron a la desagradable consecuencia de que el rey se mostrara extremadamente
disgustado por la actuación de los delegados católicos:
He visto lo que el Marqués Spinola y el Presidente Richardot escribieron a V. A. [sobre] el coloquio que pasó entre él y el
presidente Jeannin y lo que V. A. les respondió y ordenó, y háme causado mucha novedad que, habiéndome V.A. avisado
de lo que antes había pasado y en el estado en que quedaban las cosas en La Haya y ordenado a nuestros diputados que
entretuviesen la negociación hasta que yo respondiese, no esperase mi respuesta.114

Cruzándose con las instrucciones de Prada y esta regañina del rey, Spinola había enviado un
extenso memorial115 en que recapitulaba la situación tal como estaba planteada acabado el
verano. Tras la ruptura provocada el 25 de agosto por los holandeses, los embajadores
extranjeros propusieron una tregua cuyas condiciones se trasmitieron al rey y al archiduque, y
Jeannin propuso a Richardot que se hiciese una tregua y que en el punto de «libres» se usaran las
mismas palabras que en la primera suspensión de armas por ocho meses, pues ello no implicaría
renuncia del rey a sus derechos y tales palabras tendrían solo la misma duración que la tregua. Y
si el rey sentía escrúpulos podría poner las mismas condiciones que en la primera ratificación
pues confiaba en que los holandeses admitirían esta segunda como lo hicieron con la primera.
A reserva de la aprobación del rey, Alberto ofreció que la tregua se hiciera por siete años,
manteniendo los términos de la primera en cuanto a la consideración de libres y quedando la
navegación en el estado en que se encontraba en esos momentos. Pero como ni quería ni podía
aceptar la petición de los embajadores de que hablara únicamente en nombre de Felipe III, estos
consideraron inútil prolongar las negociaciones confirmando el documento holandés en que se
señalaba a los delegados católicos que, si no se les otorgaba el punto de libres, debían abandonar
La Haya el 1 de octubre, lo que así se vieron obligados a hacer regresando a Bruselas.
Con el deseo de prolongar la tregua, el archiduque —creyendo de buena fe responder a los
deseos del rey— amplió su oferta a través de Jeannin, proponiendo ampliarla a veinte y hasta
veinticuatro años, esperando que este plazo y el comercio permitieran alcanzar lo que no se había
logrado por las armas. Para ello envió a Felipe III tres textos diferentes (según debiera figurar él
solo, o junto al rey o se quisiere modificar el texto) entablándose una lucha contra el tiempo y
contra las reducidas ofertas reales (inferiores a las concesiones hechas por Alberto), pero esto no
solo motivó una «llamada al orden» de Felipe III, sino que el mismo Consejo de Estado propuso
que se le reprendiera116 y que el propio Lerma afirmase que era imposible un acuerdo más
desgraciado que la tregua de siete años negociada a espaldas del rey y en infracción de las
estipulaciones del Acta de Donación.
Spinola, consciente de que Felipe III no estaba inclinado a la tregua y que solo cabía impedir la
navegación manu militari, se preguntaba si la tregua no resultaba más conveniente «pues la
experiencia ha mostrado que por vía de la guerra no se les quita, no hay que reparar en lo de
hacer tregua pues, a lo peor que sea, en lo de aquí V. M. se excusa de tantos gastos como en la
guerra son menester, y lo de las Indias queda en el mismo estado que ahora», y una vez más
argumentaba que la ganancia que el comercio con España reportaría a los holandeses les haría ir
perdiendo interés por el de las Indias.
En cuanto al tema de la religión, norte y guía del empecinamiento filipino, Spinola mostraba su
escepticismo, estimando que la tregua podría beneficiar a los católicos, ya que si se mantenía el
estado de guerra se verían probablemente sometidos a gravámenes extraordinarios y serían
tratados con más rigor por las sospechas que podrían recaer sobre ellos. Además «cuarenta años
de guerra han mostrado que por esta vía no solamente no se ha mejorado lo de la religión, pero
empeorado cada día».
El problema de la fórmula de la ratificación fue el caballo de batalla utilizado por unos y por
otros para dar tiempo al tiempo o para amenazar con la ruptura. Había tres posibilidades para
redactar este documento: usar exactamente las mismas palabras ya utilizadas en la suspensión de
armas de ocho meses, hacer esto mismo pero añadiendo el nombre del rey, y, finalmente,
modificar el texto. Había que hilar muy fino y por ello Spinola aseguraba:
Su Alteza se resuelve en ello haciendo cuenta de que mientras no hay palabras de renunciación ni tampoco dice
expresamente que los tiene por libres siempre, siendo palabras dichas en una tregua, se ha de entender que tengan su efecto
[por] cuanto dura la dicha tregua… que así lo entienden en Francia y lo entenderá todo el mundo… y aunque [Alberto]
hable en nombre de V. M. no por eso perjudica a V. M. pues no tiene poder para ello, que el que tiene no nombrando en el
concierto el punto de la religión ni diciendo que se haya acordado nada en él, queda de todo punto nulo.

Este era el tema central sobre el que giraba todo el entramado diplomático que se trataba de
anudar en La Haya, y en el que no solo chocaban los intereses de España y los Países Bajos
frente a los de las Provincias Unidas, sino que a su alrededor se entrelazaban los de los países
protestantes y de una Francia (teóricamente) católica. Poniendo a Felipe III ante su
responsabilidad, el genovés escribía:
La ratificación que V. M. habrá de hacer, que es la que obliga a V. M., estará en su arbitrio de hacerla como quisiere. Si V.
M. se contentara de esta forma, con ratificarla está acabado todo. Si no, podrá hacerla ratificar limitando las condiciones
como hizo en la suspensión de armas de ocho meses. Si la admiten las Islas, como la admitieron otra vez también, tiene su
efecto el concierto sin que V. M. reciba perjuicio ninguno. Si por ventura las Islas no quieren admitir la ratificación con las
condiciones que V. M. le pusiere no habrá otro daño solo de cómo se rompería ahora la guerra, romperla entonces.

Tal era la cruda situación y el empecinamiento de Felipe III obligaba a pedir que «V. M. se
sirva de mandar proveer lo necesario para la guerra… porque todas estas pláticas de tregua son
muy dudosas». Spinola no podía por menos de intentar buscar una paz honorable, por lo que no
dudaba en decir al rey lo que pensaba: «Y es que me parece que V. M. mande que en cualquiera
de estas propuestas concluya S. A. la tregua». Si en definitiva se optaba por la guerra, eran
necesarios 300.000 escudos mensuales, pues el general continuaba siendo claro partidario de la
guerra ofensiva que tan buen resultado había dado durante la campaña de Frisia. Pretender que la
defensiva era menos gravosa le parecía un error: los rebeldes disponían de la facilidad de
desplazarse por los canales con una rapidez a la que no podían aspirar las tropas españolas, y
como ejemplo afirmaba que si Mauricio asediaba Rheinberg (lo que podía hacer fácilmente
llevando su ejército por el agua) se apoderaría no solo de la plaza, sino a continuación también
de todo Gueldres, mientras que los españoles tendrían que ir a pie permitiendo con ello a los
holandeses asediar Amberes (que con seguridad tomarían antes de que se pudiese socorrerla).
Los partidarios de la guerra defensiva estimaban que lo mejor era aprovisionar bien todas las
plazas y, sin tratar de socorrerlas, dejar que el ejército enemigo gastase tropas y dinero en
conquistar una o dos al año, lo que no sería demasiado grave, y se podrían recuperar más tarde.
Para Spinola esto era desconocer por completo la situación en los Países Bajos, ya que no dudaba
de que si el enemigo veía tanta debilidad no perdería el tiempo en ocupar plazas pequeñas, sino
que atacaría directamente Amberes o Brujas, pues las ciudades de los Países Bajos estaban
rodeadas de terreno firme, lo que facilitaba el asedio (mientras que las holandesas estaban
rodeadas de agua y su asedio era mucho más difícil).
Spinola defendía su modo de entender la guerra y avisaba del peligro en los propios Países
Bajos:
Esta forma de guerra de ir defendiendo las villas con la gente que hubiere en ellas sin salir con ejército en campaña a
hacerlo, quisiese Dios que aunque las de Holanda y Zelanda son puestas en medio del agua… se resolviese el enemigo de
hacer la guerra de esta forma… Aseguro a V. M. que si el país obediente ve que no hay otra apariencia de acabar la guerra y
que V. M. se pone aquí a la defensiva y que empiece a perder plazas y reputación, se levantará. Y no crea V. M. que la
gente que está aquí sea bastante para contra el enemigo y el país obediente.

Y como además se había estado durante dos años sin guerra, si ahora se decidía empezarla de
nuevo era preciso disponer de elevadas provisiones para disponer de artillería y municionar las
plazas, de forma que a los 300.000 escudos mensuales que ya había pedido añadía otra ayuda
extraordinaria de 400.000 y el envío urgente del mayor número posible de soldados españoles
que formaran las tropas de refresco. Todo ello era necesario antes de que llegara la primavera,
pues era de temer que Mauricio, con tropas descansadas y suficiente dinero, podría comenzar sus
ataques en 1609, apenas pasados los últimos fríos. En palabras de Spinola «salir antes o después
importa tanto como sería que él venga a hacer la guerra en nuestra casa o irla a hacer en la suya».
Todos los esfuerzos estaban encaminados a convencer al rey de que admitiese una tregua
conforme al acuerdo de alto el fuego por ocho meses que se había alcanzado en la primavera de
1607117 y que en su momento había sido ratificado tanto por los archiduques como por el propio
Felipe III (aunque lo hubiera retrasado hasta septiembre). El problema que se había planteado al
rey no era tanto el cese de las hostilidades en el mar, sino, principalmente, que los archiduques se
habían mostrado dispuestos a «tratar con los Estados Generales de las Provincias Unidas en
calidad y como considerándolos por países, provincias y estados libres sobre los cuales Sus
Altezas no pretenden nada»118, requisito irrenunciable para los holandeses que provocó la
indignación en la corte y motivó el retraso en la ratificación. Y, aunque el rey terminara
aceptando el tratamiento de «libres», añadió la salvaguardia de que si el tratado principal sobre la
paz o la tregua larga no llegaba a concluirse, su ratificación quedaría sin valor como si nunca se
hubiese hecho.
Tras meses de resistencia por parte de los Estados Generales, la negociación se inició a
principios de 1608, pero en todo momento chocaban las posiciones de los negociadores,
enfrentados por el libre ejercicio de la religión y por la libertad de comercio con aquellas partes
de las Indias no sometidas a la Monarquía Hispánica. Según avanzaba el año, cada vez estaba
más claro que ni los holandeses estaban dispuestos a ceder en el tema de la religión (que para
ellos era asunto que tocaba a su exclusiva soberanía), ni Felipe III aceptaba ceder en el comercio
con las Indias (que era tanto como perder el monopolio de la navegación a esas partes del
mundo). Con ello se iba poniendo en peligro la ratificación de 1607 y se regresaba a la
declaración de abril de ese año, que, en opinión de muchos, era tanto como reconocer la
independencia de las Provincias Unidas. Pero lo cierto es que Madrid y Bruselas se veían ante el
problema de que no cabría más que la guerra defensiva, lo que no era precisamente algo que
pudiera reforzar su posición negociadora. La situación aparecía con tintes tan negros que incluso
el propio Consejo de Estado había tenido que admitir, ante la falta de fondos, que no cabía sino
«escoger de los males el menos y ello cortar un miembro para salvar todo el cuerpo»,119 con lo
que no le cabía más opción que no dar por cerrada la negociación.
Octubre de 1608: llegados al punto muerto en las negociaciones los delegados católicos habían
regresado a Bruselas, no sin que Alberto y Spinola cejaran en sus intentos de convencer a Felipe
III de la importancia de mantener la negociación para llegar a un acuerdo. Por no romper los
contactos, y en espera de lo que dispusiera el rey, Alberto había propuesto utilizar la segunda de
las fórmulas presentadas (limitar las condiciones como en la tregua de ocho meses), pero
cabiendo siempre la posibilidad de que la ratificación por Felipe III se hiciera tal y como se había
redactado en la primera ocasión. El cálculo que se hacía era que si los holandeses ya lo habían
aceptado una primera vez, era razonable pesar que lo harían de nuevo cuando se estaba más cerca
de obtener un resultado. Fuera de esto no había otro camino para Spinola sino reanudar la guerra,
bien de modo inmediato o pocos meses después, y defendía haber mantenido el contacto con
Jeannin porque si «el enemigo propone una cosa que parece nos puede estar bien, creo será
menor mal oírla y tratarla que no admitirla, pues si se viene a lo que está bien, aunque sea por
medio de enemigo, poco importa».120
En un nuevo intento de convencer al rey, en ese mes los archiduques despacharon a Madrid a
Mateo de Urquina (oficial mayor de la Secretaría de Estado y de Guerra) siendo portador de las
tres redacciones posibles:

1. Que Sus Altezas tratan con los Estados en calidad y como teniéndolos por estados libres
sobre los cuales Sus Altezas no pretenden nada y, en fin, prometen que Vuestra Majestad
hará semejante declaración,
2. Los Archiduques tanto en su nombre como en nombre del Rey consienten y se contentan en
tratar con los dichos Estados en calidad y teniéndolos por estados libres y sobre los cuales Su
Majestad y Sus Altezas no pretenden nada y, en fin, prometen la ratificación,
3. Que Sus Altezas, tanto en su nombre como en el del Rey, tienen y reconocen estos estados
libres sobre los cuales Su Majestad y Sus Altezas no pretenden nada y, en fin, prometen la
ratificación de Su Majestad.121
Spinola por su parte también solicitó la autorización del rey:
La primera [redacción] es puntualmente como la suspensión de armas de ocho meses en que se dice que SS.AA. tratan en
calidad y como teniendo los estados por libres, sobre los cuales SS.AA. no pretenden nada y, en fin, prometen que V. M.
hará semejante declaración. La segunda, lo mismo pero añadiendo el nombre de V. M. Y la tercera, mudando alguna
palabra.

Con la esperanza de alcanzar alguna forma de paz, aunque fuera solo temporal, era preciso
seguir insistiendo en que aunque el archiduque llegara a un acuerdo en nombre del rey, como
carecía de poder adecuado, el resultado no obligaría al monarca. El general argumentaba que
intentar mantener en pie la tregua no obedecía simplemente al concierto que se había alcanzado,
sino que sobre todo se buscaba disponer de tiempo para ir allanando las dificultades que todavía
obstaculizaban el camino. Como los holandeses no querían oír hablar del punto de la religión,
había que hacer jugar la idea de que mientras no se hiciese firme la tregua tampoco podía tener
ningún efecto el punto de «libres». Con estos argumentos se cerraba el círculo de cautelas con el
que Alberto y Spinola intentaban calmar las impaciencias y las reticencias de Madrid: al no tener
Alberto el poder adecuado y no poderse tratar el tema de la religión, la «libertad» de las
provincias era una figura que permanecía en el campo de lo posible, pero no de lo real. Sin
embargo el esfuerzo resultó inútil y Urquina regresó a Bruselas sin haber logrado su propósito,
por lo que el archiduque que (a través de los mediadores) había propuesto la segunda fórmula
pensó enviar a Madrid a su confesor, Fray Iñigo de Brizuela, para tratar de convencer al rey de
que «podía venir en esta forma de tregua sin que de ello se siguiesen los inconvenientes que a S.
M. se le habían representado y por los cuales en ninguna manera quería venir en dicha tregua».
¿Qué ventajas podía entonces tener una ratificación condicional? La diferencia, que con
retorcimiento maquiavélico ponía de relieve Spinola, era que si los de las Islas venían en la
tregua ello era bajo la condición de que la ratificación fuese incondicional, «y en eso consiste la
diferente inteligencia de las partes… ellos harán la tregua con el fin de que V. M. la ratifique
llanamente y nosotros la haremos con intención de ratificación condicional. La disputa vendrá
después, al tiempo de presentar la ratificación».122 Pero esto era sin contar con la presión que
los holandeses, cansados de tergiversaciones y esperas, decidieron hacer pesar sobre el
archiduque, haciéndole llegar un auténtico ultimátum:
Juran y prometen por esta que en todo caso y antes de que se pase adelante a la conclusión de la paz con los diputados del
Rey de España y Archiduques se ha de especificar y declarar llana y lisamente la cualidad de las Provincias Unidas como
tierras libres en las cuales ni el Rey de España ni los Archiduques pretenden cosa alguna. Y esto en la forma mejor que ser
pudiere, sin que contra la libertad de ellas se proponga ni acuerde ningún punto tanto en materia de religión como en el de
gobierno de la República de ellas y, en caso de que el Rey de España o los Archiduques se proteste algo contrario a esto, se
romperá y deshará luego la dicha comunicación… y se proseguirá la guerra.123

Fue poco antes de recibir este escrito cuando el archiduque decidió jugar la que, dada la
presión creciente, casi podría ser su última carta: enviar a Madrid a Fray Iñigo.124 Este viaje era
un intento desesperado de evitar la ruptura de las negociaciones y modificar la visión del rey,
haciendo hincapié en que ni existía la supuesta cesión de soberanía ni reconocimiento de la
independencia de las Provincias Unidas. El confesor contaba también con un argumento de peso
y fácilmente comprobable: la hacienda real era incapaz de suministrar los fondos necesarios para
emprender la guerra ofensiva que los halcones de la corte pretendían. Así intentó convencer al
rey125 de que la insistencia en una tregua pura y simple era un camino cierto hacia la guerra y,
vistos los escasos fondos que ofrecía para continuarla, la misma no podría ser ni siquiera
defensiva. Y en cuanto al reconocimiento de la soberanía que había hecho el archiduque le
recordaba que ello había sido para evitar la ruptura. Brizuela sostuvo que no se les reconocía
como «pueblo libre», sino como «pueblo considerado libre», lo que limitaba tal reconocimiento a
la duración de la tregua y estaba sometido a la aprobación real, por lo que —una vez expirada la
tregua— Felipe III podría retomar la guerra sin haber cedido en sus derechos soberanos y
pudiéndolo hacer así valer antes los aliados de los rebeldes. También argumentó que los
archiduques habían sido autorizados a reconocer la soberanía «en un tratado de paz y no en una
tregua», por lo que firmar una tregua sin haber resuelto el punto del libre ejercicio de la religión
haría preciso que un nuevo poder del rey estableciera esta obligación, con lo que tal poder
resultaría caduco si no se solucionaba este aspecto.
Fray Iñigo contó con el apoyo de Lerma y el Consejo de Estado, tras reunirse en enero cuatro
veces en poco más de una semana, tuvo que admitir a regañadientes que ante la imposibilidad de
hacer frente a la guerra en las debidas condiciones, solo cabía aceptar una tregua. A ello se
unieron las intervenciones del presidente y del contador del Consejo de Hacienda, que
presentaron un balance de los gastos ocasionados en Flandes desde 1598 y un presupuesto para
el futuro, lo que obligó a que los miembros del Consejo de Estado propusieran al rey (dejando en
una especie de limbo el problema de la navegación a las Indias) la concesión de la soberanía,
aunque solo fuera durante la vigencia de la tregua, y que, si se lograba la concesión de la libertad
religiosa a los católicos, podría transformarse en una paz verdadera.
La hábil gestión del confesor ante el rey y los consejos de Estado y de Guerra logró que se
aceptaran las propuestas que Alberto y Spinola venían formulando y se admitiera la suspensión
de armas.
Aunque la negociación en los Países Bajos se vio facilitada por la habilidad desplegada por el
confesor en Madrid, ya antes de su regreso en febrero se había continuado el contacto con los
embajadores de Francia y de Inglaterra y los Estados Generales habían aceptado la fórmula de la
segunda redacción de la cláusula de libertad y el principio mismo de la tregua. Los delegados
católicos se instalaron en Amberes en un esfuerzo negociador final. Una vez recibidas las
autorizaciones que traía el padre confesor y restablecidos los contactos, Spinola pudo informar
que «las palabras tocantes a lo de libres se han concertado conforme a la última resolución que
V. M. mandó tomar en el despacho que trajo el confesor. Los demás puntos se han ido tratando
con los embajadores de Francia y de Inglaterra y se han hecho algunos papeles sobre ellos, pero
no se han acabado de concertar de todo punto… se está tan cerca que parece se puede creer que
en muy breve se concluirá esta plática».126
Y, en efecto, la plática estaba próxima a la conclusión y durante marzo y abril se fue
redactando rápidamente el tratado, llegándose el 9 de abril a su firma con vigencia para un
período de doce años. Para J. Israel, la tregua fue «una mezcla tal de ventajas e inconvenientes
que resulta extremadamente difícil hacer un balance mesurado en términos de pérdidas y
ganancias».127
Cuatro días después el tratado fue ratificado por los archiduques y por los Estados Generales,
dando lugar a las grandes celebraciones por una paz alcanzada tras tantos lustros de guerra.
Parecía que, al fin, los Países Bajos iban a poder empezar a respirar y a curar sus heridas. El 15
de abril Spinola podía escribir que «gracias a Dios, que a los 9 de este se acabó de concertar la
tregua por doce años… Espero que V. M. quedará muy satisfecho y servido de lo que se ha
hecho en esta negociación».128 Y en mayo le cupo a Brizuela el honor de ser el portador del
tratado a Madrid, donde el rey lo ratificó —a regañadientes— el 7 de junio.
114 AGS, Estado, 2226, Felipe III a Alberto, 9 de octubre de 1608.
115 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 7 de octubre de 1608.
116 AGS, Estado, 2138, CCE, 15 de octubre de 1608.
117 BN, Mss. 11.187, «Cesación de armas para ocho meses», 24 de abril de 1607.
118 Ibid., fº. 178.
119 AGS, Estado, 2138, CCE, 13 de mayo de 1607.
120 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 25 de octubre de 1608.
121 BN, Mss. 11.187, «Relación de las tres formas de palabras que han platicado los embaxadores que se huviessen de poner
en la tregua acerca del punto de libres». Traducción de Alicia Esteban E. Pedralbes n.º 29, 2009.
122 AGS, Estado, 2290, Spinola a Felipe III, 28 de octubre de 1608.
123 AGS, Estado, 2290, Juramento holandés, 22 de diciembre de 1608.
124 Archives Générales du Royaume (AGR), Papiers de l’État et de l’Audience, 1191, Apuntamiento para mayor instrucción
del padre confesor para inducir a Su Majestad a la conclusión de la tregua con los holandeses. Sin fecha, pero presumiblemente
de fines de noviembre pues Brizuela partió de Bruselas el 3 de diciembre.
125 AGS, Estado, 626, Lo que ha representado a Su Majestad el padre maestro Fray Iñigo de Brizuela, confesor del Señor
Archiduque Alberto, sin fecha.
126 AGS, Estado, 2291, Spinola a Felipe III, 26 de marzo de 1609.
127 J. Israel, La República Holandesa y el mundo hispánico, p. 49.
128 AGS, Estado, 2291, Spinola a Felipe III, 15 de abril de 1609.
SEGUNDA PARTE:
UNA PAZ SOBRE EL FILO
DE LAS ESPADAS
LA PRIMERA CRISIS ALEMANA:
CLEVES-JULIERS

La firma de la tregua permitía esperar un periodo de paz que restañara las heridas de tan larga
guerra y reviviera la maltratada economía. Pero de forma imprevista surgieron nuevos problemas
en el imperio, que podían arrastrar a los Países Bajos a una nueva guerra y a ellos se unió una
peligrosa «comedia de enredo» provocada por la huida a Bruselas de los príncipes de Condé.
Desde finales del siglo XVI se había instalado en los Ducados de Cleves, Juliers y Berg (y
principalmente en Dusseldorf) una emigración holandesa calvinista. Los dominios ducales
ocupaban seis feudos situados en el Rin inferior y el Rhur (los Ducados de Cleves, Juliers y
Berg, los condados de La Mark y Ravensberg y el señorío de Ravenstein) y su situación, en las
fronteras de Francia y del imperio y lindando con los Países Bajos, las Provincias Unidas
calvinistas, el obispado de Munster y el electorado de Colonia tenía enorme interés estratégico
para controlar el tráfico fluvial por el Rin. El soberano de entonces, el duque Guillermo, parecía
inclinarse al catolicismo, pero jugaba a todos los paños casando a sus tres hijas con príncipes
protestantes al mismo tiempo que lograba para su hijo el nombramiento para el obispado de
Munster. En 1584 su único hijo sobreviviente, Juan Guillermo, casó con una católica y accedió al
gobierno a causa de los problemas mentales de su padre, mostrándose favorable a España (a
cuyas tropas permitía el tránsito en momentos de dificultad) y reprimiendo el calvinismo. Pero
pocos años después se hizo también patente su locura y su fallecimiento sin descendencia (marzo
de 1609) supuso un enfrentamiento tanto dentro del imperio como también entre Francia y las
Provincias Unidas de un lado, y la Casa de Austria de otro.
La crisis que este fallecimiento abrió en el imperio era el reflejo de las tensiones confesionales
crecientes que se planteaban en su seno, hasta tal punto que se ha llegado a considerarla como el
inicio de la Guerra de los Treinta Años.
El archiduque Alberto comprendió desde el primer momento la gravedad que el problema de
esta sucesión revestía para España y para el imperio y urgió a Lerma:
Procuremos proceder de manera que, sin perder de nuestro derecho, se asiente aquello amigablemente lo mejor que se
pueda. Plegue a Dios que se acierte así, que mucho podría en ello el Emperador que, como está tan ocupado con las cosas
de Bohemia y de Austria, no sé si se aplicará a esto con la particularidad que podría y sería menester.129

El carácter irresoluto del emperador le llevó a una falta de decisión que forzosamente tenía que
crear una peligrosa situación de vacío en el momento en que las diferencias religiosas se unían a
los problemas territoriales. Intentando evitar los problemas que se plantearían, Rodolfo II, pese a
la oposición calvinista reunida en Juliers y de la viuda de Juan Guillermo (que alegó antiguos
privilegios imperiales en apoyo de su propia candidatura) confió los Ducados a un Consejo
controlado por católicos. La Cámara Áulica imperial ya había negado validez a los privilegios
que invocaban los aspirantes si no había consentimiento previo de los electores, de modo que la
herencia recaía en el emperador, cuya decisión de proceder al secuestro de los Ducados podía
suponer una larga ocupación imperial que ni Francia ni las Provincias estaban dispuestas a
aceptar, pues significaba una dependencia directa de los territorios de la Casa de Austria.
En pleno enfrentamiento con su hermano Matías, Rodolfo II intentó aplazar cualquier decisión
que pusiese en cuestión su autoridad en un territorio que formaba parte del Círculo de Westfalia.
Su indeciso y atrabiliario carácter no era capaz de resolver el problema que significaba un
bocado tan apetitoso, así que pronto se formó una larga lista de pretendientes: Juan Segismundo
(elector margrave de Brandemburgo), Felipe Luis de Baviera (conde palatino de Neoburgo),
Christian (elector de Sajonia), Federico (conde palatino del Rin), el duque de Deux-Ponts, Carlos
de Austria (margrave de Burgau) y Carlos Gonzaga (duque de Nevers).
Dada su inclinación por la causa protestante, Enrique IV vio la ocasión de atacar el poderío de
la Casa de Austria y se puso del lado de los dos principales candidatos asegurando que
defendería sus derechos con las armas y proclamándose defensor de los pequeños estados de
Alemania. Para completar esta maniobra, y de acuerdo con Oldenbarnevelt, firmó el Tratado de
Dortmund (10 de junio de 1609), por el que ambos pretendientes (Brandemburgo y Neoburgo)
aceptaban un condominio provisional y acordaban la ocupación de los Ducados. Las Provincias
Unidas tenían que reducir su ejército si Francia no les otorgaba una generosa subvención y la
habilidad de Oldenbarnevelt logró que Enrique IV se comprometiese a pagar 600.000 guilders al
año mientras durase la tregua, ayuda que financiaría cuatro regimientos franceses (compromiso
utilizado años más tarde en el proceso contra el gran pensionario).
Evidentemente el bearnés no actuaba por altruismo o por añoranza de la «religión
pretendidamente reformada», sino que su idea era buscar una alianza matrimonial con quien
resultase heredero de los Ducados y colocarlos en la órbita de la influencia de su país. Para ello
pidió al archiduque Alberto libertad de paso de sus tropas a través de Luxemburgo (aunque
estaba dispuesto a pasar «a las bravas» si se le negaba), pretendiendo hacer recaer la
responsabilidad de una posible ruptura sobre Alberto que situó sus escasas tropas cerca del río
Mosa. Los Países Bajos se enfrentaban a la posibilidad de una nueva guerra de alcance
imprevisible, en la que la Francia católica se aliaba con los protestantes alemanes y provocaba
una gran tensión entre hugonotes (felices por la decisión) y católicos (que no comprendían la
alianza con herejes). Enrique IV parecía ser de nuevo rey de una Navarra calvinista y olvidar que
el juramento de su coronación le obligaba a expulsar a los «herejes» de Francia (lo que no le
había impedido autorizar en París un templo de la Religión Reformada) y mantenía su apoyo a
los protestantes holandeses y a los moriscos en España.
Ni Rodolfo II ni Felipe III podían admitir los intentos de tensar más un avispero que el
emperador pretendía solucionar a su modo, por lo que, amparado en el derecho feudal y en sus
prerrogativas, ordenó ocupar la ciudadela de Juliers colocando los territorios en litigio bajo
secuestro, hasta que la Cámara Áulica se pronunciara sobre el derecho de los pretendientes. El
envío como comisario de su sobrino el archiduque Leopoldo,130 que ocupó Juliers expulsando a
los «príncipes posesores», provocó la reconciliación del Brandemburgo y el Neoburgo en su
intento de recuperar los Ducados. Por su lado, la viuda de Juan Guillermo, Antoinette de Lorena,
pidió ayuda a Felipe III y al arzobispo-elector de Colonia, con lo que la posibilidad de la entrada
en escena de España se transformaba en un casus belli internacional. Considerando que el apoyo
de Felipe III a uno u otro de los candidatos no significaría un rompimiento de la tregua, puesto
que los holandeses adoptaban una postura similar, y como las tropas no habían sido licenciadas
todavía, Spinola intentó saber131 si el rey estaba dispuesto a intervenir en el problema de
Cleves-Juliers, que podía tener una repercusión directa sobre los Países Bajos.
La ocupación de Juliers por Leopoldo y la constitución de la Liga Católica sirvió para
aumentar el apoyo a los protestantes de Enrique IV, que recibió al comandante de las tropas de
los príncipes (Christian de Anhalt), quien obtuvo un compromiso escrito por el que el francés se
obligaba a que si los «príncipes posesores» y la Unión se comprometían a recuperar Juliers él
aportaría un ejército equivalente al que hubieran puesto en acción y propuso además lanzar un
ataque franco-holandés sobre el río Mosa simultáneo a la ocupación de Juliers. Para cumplir sus
promesas (o sus amenazas), Enrique disponía en Chalons-sur-Marne de 32.000 infantes, 5.000
jinetes y un impresionante tren de artillería, concentraba un segundo ejército en el Dauphiné
(14.000 soldados bajo el mando de Lesdiguières) y contaba con un tercero (10.000 hombres a las
órdenes del duque de La Force) acampado en Navarra, cerca de los Pirineos. Enrique esperaba
alcanzar éxito gracias a los esfuerzos de su amigo y ministro Sully132 y que permitían a Francia
considerarse una gran potencia militar. Tal política resultaba de la puesta en práctica de lo que se
llamó el «Grand Dessein» con el que se pusieron las bases de la oposición a la primacía de la
Casa de Austria, que luego continuarían Richelieu y Mazarino.
Por el momento en realidad se limitó a enviar a la frontera unas tropas de caballería y a reiterar
su apoyo a los príncipes protestantes, con quienes la Unión Evangélica selló una alianza militar
(30 de enero). El enviado francés ante la Unión, Jean de Thuméry, consiguió que las tropas de
esta entraran rápidamente en campaña contra Leopoldo y, apenas unos días después, Enrique IV
firmó con la Unión un tratado de alianza ofensiva y defensiva que preveía la intervención militar
francesa para el mes de mayo. El embajador Pecquius informó al archiduque de los rumores de
que las tropas francesas iban a reunirse en la Champagne y de que se decía que hasta el propio
rey iría allí. Lo que no parecía estar aún decidido era si las tropas cruzarían por la Lorena o por
Luxemburgo, opción sumamente peligrosa, pues supondría invadir el territorio soberano de los
archiduques, donde se habían refugiado los Condé (problema que se examina en el capítulo
siguiente), lo que significaría la ruptura con ellos y con Felipe III. Ni siquiera el Nuncio Ubaldini
consiguió calmar el ardor bélico-erótico de Enrique IV, que (aun sabedor de que su decisión
implicaría enfrentarse con las dos ramas de la Casa de Austria y que la católica Francia se ponía
del lado de los protestantes) se negó a aceptar cualquier solución, afirmando que las diferencias
solo podían ser resueltas por la espada.
Tratando de evitar lo peor y visto que Francia rompía sus promesas al prestar ayuda al
Brandemburgo, Felipe III autorizó a Alberto a que las tropas españolas se apoderaran de Juliers y
de todas las otras ciudades que reconocieran la autoridad del emperador, en cuanto las francesas
avanzaran hacia Cleves: «Ordenará Vuestra Alteza que, al paso que el socorro de Francia
caminare a Cleves, vaya nuestro ejército a Juliers y se defiendan y mantengan aquella plaza y las
demás que están a la obediencia del Emperador por lo que importa que se conserven».133 Y si
Leopoldo entraba en Juliers al amparo del ejército español se le reconocería el mando de la plaza
y los españoles deberían obedecerle como al propio Alberto.134 La autorización de Felipe III a
Alberto para prestar apoyo a Leopoldo estaba condicionada a que Francia y las Provincias
Unidas se aliaran en el cerco de Juliers. El archiduque procedió a reforzar las guarniciones
fronterizas de los Países Bajos y envió un emisario a Praga para buscar un acuerdo que
permitiera a todos resolver la situación sin pérdida de prestigio.
Aunque el archiduque prefería una solución negociada, pues no podría permitirse un conflicto
en sus fronteras que irremisiblemente le llevaría de nuevo al centro de la guerra, tuvo que acatar
la orden de actuar. Pero se limitó a reforzar las guarniciones fronterizas y a enviar un emisario a
Praga en busca de una solución negociada, aunque, temiendo que pudieran reproducirse motines
en sus tropas, se mantuvo en contacto con Mauricio permitiéndole avanzar por el Rin desde
Schenkenhausen y cruzar el río por Rheinberg, mientras Oldenbarnevelt trataba de evitar la
ruptura con España de modo que la presencia holandesa fue una simple demostración de fuerza.
Afortunadamente, poco después Spinola pudo informar135 de que holandeses y franceses habían
evacuado el territorio y que allí reinaba la paz.
¿Deseaba Enrique IV verdaderamente una guerra? Tras los años de tranquilidad que habían
seguido la Paz de Vervins y que habían permitido pacificar Francia e incrementar el tesoro de
modo muy importante cabría esperar que hubiera deseado simplemente desempeñar un papel de
amigable componedor, como había ocurrido en las negociaciones de la tregua. Pero en el destino
se había cruzado Charlotte de Montmorency y la obsesión del Vieux Galant por recuperarla por
cualquier medio, incluso las armas, dio alas a los nobles protestantes (Rohan, La Force,
Lesdiguières) que esperaban recuperar el mando de los ejércitos. Jacques Bongars, residente
francés cerca de los príncipes alemanes, se inclinaba también por la acción («il ne faut point de
Léopold dans Juliers. C’est un furet dans la garenne!») y Du Plessis-Mornay llegó a afirmar que
«la guerra de Cleves lleva sobre su grupa la guerra de España». También Sully ansiaba anexionar
los Ducados a Francia, apoderarse de Luxemburgo y, tras una expedición «de castigo» contra los
archiduques, repartirse los Países Bajos con las Provincias Unidas, pese a que Enrique había
asegurado al nuncio que atravesaría los estados de los archiduques sin hacer ninguna parada en
ellos y que «il ne ferait dommage d’une seule poule». Sin embargo, no todos tenían tanta ansia
de guerra: un alarmado Villeroy llegó a decir que si el archiduque no cedía ante la testarudez de
Enrique, «nous sommes tous perdus» y Sillery aconsejó a Alberto que no realizase ningún acto
de hostilidad contra las tropas francesas, para evitar el desencadenamiento de la guerra.
La formación de la Liga Católica como respuesta a la Unión Evangélica había irritado
profundamente a Enrique IV, pero sin empujarle a actuar hasta que la huida de los príncipes de
Condé a Bruselas le decidió al enfrentamiento directo con España. Todos los cálculos políticos y
militares se estrellaron contra la irresponsabilidad total de la princesa de Condé que, desde
Bruselas, prendió la mecha al escribir una tierna carta al rey («mon coeur, mon chevalier»). Tras
semejante declaración amorosa a Enrique únicamente le cabía asegurar que solo envainaría su
espada cuando recuperara a su Dulcinea y estableciera en los Ducados a los herederos
protestantes. Así las noticias que recibía el archiduque Alberto de los embajadores en París
(Pecquius y Cárdenas) y Londres (de Groote) eran igual de amenazadoras. Tras entrevistarse con
Villeroy, Pecquius escribió alarmado: «Si dicha Princesa permanece donde está nos encontramos
en vísperas de una ruptura que podrá incendiar las cuatro esquinas de la Cristiandad». Los
fantasmas eróticos del sexagenario monarca parecían imponerse a la más elemental prudencia
política y amenazaban con un conflicto que sería una «guerra mundial» a la escala de principios
del siglo XVII y un triste presagio de lo que ocurrió en Europa apenas una década más tarde.
Consciente de que para lanzarse a esta alocada empresa necesitaba contar con aliados Enrique
buscó el apoyo de Inglaterra, pero se encontró con la rotunda negativa de Jacobo I que, si bien
había aceptado la propuesta de un futuro compromiso matrimonial del príncipe de Gales con
Henriette de Francia (una niña de pocos meses), no estaba dispuesto a romper la reciente paz con
España ni sus finanzas le permitían embarcarse en una aventura en el continente. Bastante caros
habían sido los subsidios a las Provincias Unidas como para enfrentarse con el Parlamento
solicitando fondos para esta guerra. Las Provincias Unidas tampoco parecían dispuestas a romper
la tregua y correr el riesgo de ver a Francia instalada en su frontera y aplicaban el dicho Gallia
amica sed non vicina, idea básica de su política durante el siglo XVII. También fracasaron los
intentos de Enrique IV de aliarse con la Confederación Suiza, los señores grisones, el duque de
Lorena, los reyes de Suecia y de Dinamarca, la República de Venecia o el gran duque de
Toscana. Únicamente encontró un apoyo a regañadientes en la Unión Evangélica y otro, más
entusiasta, en Carlos Manuel de Saboya, siempre oscilante entre España y Francia, con el que
firmó el Tratado de Brusolo (25 abril 1610) con la promesa de casar a su hijo Víctor Amadeo con
la princesa Isabel de Borbón (que a la postre contraería matrimonio con Felipe IV) y de ayudarle
a ocupar el Milanesado (lo que permitiría a Francia «distraer» a las tropas españolas en Italia).
En estas condiciones recibió de nuevo a Anhalt para estudiar la forma de intervenir y fomentó
el enfrentamiento de Saboya y Venecia contra el Milanesado, obligando a Oldenbarnevelt a
alinearse con la política francesa, pese a su desacuerdo. Para el advocaat la tregua era el primer
paso hacia la paz, aunque comprendía la incapacidad de los Estados Generales de jugar la carta
de la independencia respecto a Francia, pero gracias a sus esfuerzos consiguió que los fondos
aprobados se destinaran únicamente a la ocupación de Juliers, sin que ello supusiera romper la
tregua, coincidiendo así con el deseo de Jacobo I de no romper la paz con España.
El 14 de mayo el puñal de Ravaillac, al segar la vida de Enrique IV, echó por tierra unos
planes que habrían incendiado una Europa que comenzó a debatirse en graves dudas tratando de
calcular qué ocurriría ahora. ¿Cuál sería la posición de Francia con una regente italiana, viuda e
inexperta y un rey de nueve años? ¿Qué posición adoptaría un Consejo en el que figuraban Sully,
Jeannin, Villeroy, Sillery, viejos servidores de Enrique IV?136 ¿Estaba Francia en condiciones
de continuar la aventura? París tuvo la inteligencia de comprender que no contaba con medios
para esa política exterior temeraria, ni para permitirse el lujo de ser arrogante.137 La mejor
opción era buscar una calma interior que evitara que las ambiciones de los grandes nobles
echaran a perder lo conseguido con tanto esfuerzo desde la coronación de Enrique IV. Y para
ello era preciso deshacer el entramado militar de los últimos meses y al mismo tiempo salvar el
prestigio, ya que el honor impedía abandonar pura y simplemente la aventura.
En Holanda el magnicidio se recibió con sentimientos encontrados, ya que si la muerte del rey
conjuraba el peligro (económicamente ruinoso) de una invasión francesa de los Ducados, podía
hacer que el archiduque, libre de la presión francesa, optara por romper la tregua (lo que sería
igualmente ruinoso). Las lágrimas (sinceras) de Mauricio fueron equilibradas con la habilidad de
Oldenbarnevelt, que ordenó un día de plegarias por el difunto (quizá porque su muerte evitaba no
pocos problemas a las provincias) aunque preocupado porque Alberto atacara, al mismo tiempo
le tranquilizaba la casi imposibilidad de que Francia atacara los Países Bajos y arrastrara las
Provincias Unidas a una nueva guerra con España.
El castillo de naipes de Carlos Manuel de Saboya se vino abajo con la decisión de la regente de
abandonar la campaña de Italia, denunciar el Tratado de Brusolo y advertirle que debía
reconciliarse con Felipe III. Todo ello era un desastre para él, pero aún le esperaban peores
noticias cuando conoció las negociaciones hispano-francesas para el doble matrimonio, con lo
que perdía la esperanza de entroncar con la casa real francesa, y el compromiso de Felipe III de
no concertar ninguna alianza matrimonial con Saboya si Francia se comprometía a actuar de la
misma manera.138
El archiduque, que trataba a todo precio de evitar la guerra, concedió el solicitado derecho de
paso por Luxemburgo dos días después del asesinato, dando a Francia la oportunidad de salvar
su prestigio por lo que el ejército previsto para la ocupación de los Ducados se limitó a una
operación simbólica en Juliers. Como reacción al movimiento de las tropas francesas, Mauricio
de Nassau concentró en julio un numeroso ejército (14.000 infantes y 8.000 jinetes) cerca de
Juliers, pero Oldenbarnevelt quería simplemente hacer una demostración de fuerza y no
pretendía romper la Tregua. En julio Leopoldo abandonó Juliers, dejando una guarnición, pero la
llegada de las tropas de los «posesores», a las que se unieron las francesas y las holandesas, hacía
imposible que se mantuviera la situación. Al fin parte de las tropas, mandadas por La Châtre y
Rohan, se unió a las de Mauricio de Nassau y de la Unión Evangélica, consiguiendo la rendición
de Juliers y su ciudadela (3 de septiembre) sin lucha, puesto que se había producido la retirada de
la mayor parte de las tropas imperiales.
Cierto es que los franceses habían tardado tanto en llegar que su presencia resultó casi
testimonial y los holandeses dejaron un pequeño destacamento cuya finalidad principal era
obstaculizar las líneas de comunicación españolas, y en octubre, las tropas de la Liga y de la
Unión aceptaron la retirada mutua, uno de cuyos principales resultados fue la pérdida de
prestigio para Rodolfo II y la renovación en el imperio de la «guerra de los hermanos».
Las «conquistas» fueron entregadas al Brandemburgo y al Neoburgo, que acordaron (en marzo
siguiente) permitir el libre culto católico; poco después holandeses y franceses evacuaban los
territorios, con lo que la amenaza quedaba conjurada139 y se despejaban los temores de Alberto:
El campo de los Estados se ha levantado de junto a Juliers y marchaba de vuelta de adonde había venido, con que parece
nos podemos acabar de asegurar de las sombras y sospechas que hasta ahora nos habían tenido suspensos.140 (…). Y así
retiramos nosotros también la gente que teníamos mejorada hacia aquella parte y despedimos la que se había levantado de
nuevo.141

El acuerdo al que se llegó al fin establecía un condominio conforme al cual los dos «príncipes
posesores» quedaban autorizados a mantener tropas en la ciudad, pero los cambios de religión de
unos y de otros dieron pronto al traste con el frágil equilibrio: Ernesto de Brandemburgo (que
actuaba como vice-regente de Juan Segismundo) se había convertido al calvinismo en 1610 y
fomentó la Reforma, siendo seguido en esta senda en 1613 por Juan Segismundo, mientras que
Felipe Luis de Neoburgo se proclamaba como católico (con lo que conseguía el apoyo de España
y los archiduques).
Con ello se abría el camino para un nuevo conflicto que estalló en 1614, cuando el
Brandemburgo expulsó de Juliers la guarnición católica del Neoburgo, provocando la segunda
crisis de los Ducados.
129 BN, Ms. Y 119, fº. 333, Alberto a Lerma, 3 de abril de 1609.
130 A los veintitrés años, y sin haber recibido las órdenes, Leopoldo fue nombrado obispo de Estrasburgo y de Passau,
conforme a la política de la Casa de Austria para contrarrestar la influencia de Baviera en la Iglesia imperial.
131 AGS, Estado, 626, Spinola a Felipe III, 2 de junio de 1610.
132 Poco después Sully redactó sus Œconomies Royales, donde daba forma al «Grand Dessein».
133 AGS, Estado, 2227, Felipe III a Alberto, 29 de julio de 1610.
134 Ibid., 31 de julio de 1610.
135 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 13 de octubre de 1610.
136 Además, el Consejo había sido ampliado en marzo por el rey con toda una serie de personajes que hacían prácticamente
inviable su buen funcionamiento y podía contrarrestar cualquier veleidad de María hacia España.
137 J. C. Petitfils, Louis XIII, p. 140.
138 AGS, Estado, 2227, Felipe III a Cárdenas, 15 de agosto de 1610.
139 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 13 de octubre de 1610.
140 Real Academia de la Historia, Col. Salazar y Castro, A 63, fº. 297, Alberto a Lerma, 23 de septiembre de 1610.
141 Ibid., fº. 299, Alberto a Lerma, 9 de octubre de 1610.
UN PELIGROSO ENREDO

Puesto que la tregua estaba ya firmada, Spinola consideró cumplida su misión e innecesaria su
presencia en Bruselas. Solicitó permiso al rey y a los archiduques para, tras ir a España a besar
las manos del rey, encaminarse a Génova con el fin de poner orden en sus negocios, tan
afectados por sus grandes gastos en los Países Bajos. Pero se encontró con una doble negativa:
los archiduques dependían cada vez de su presencia y el rey temía que la reversión de los Países
Bajos a su corona, carentes de sucesión los archiduques, provocara dificultades para cuya
solución contaba con Spinola. Pese a todo el rey le concedió únicamente permiso para
presentarse en Madrid pues quería que regresara a Bruselas cuanto antes, pues el fallecimiento
sin sucesión del duque de Cleves representaba un avispero por los enfrentamientos de los
aspirantes a la sucesión y por el apoyo de Enrique IV a los protestantes. Aunque ello le
contrariara, Spinola no tuvo más remedio que aceptar la situación:
Beso los pies de V. M. por la merced que ha servido mandarme hacer en concederme licencia para que pueda ir a componer
las cosas de mi casa y hacienda cuando a S. A. le pareciere, y así habiéndome mandado S.A. que no me parta hasta que se
ajusten algunas cosas me entretendré aquí.142

Un acontecimiento imprevisible vino a complicarlo todo: huyendo de las apetencias sexuales


de Enrique IV, el 29 de noviembre de 1609 el príncipe Henri de Condé cruzó la frontera llevando
consigo a su joven y bella esposa, Charlotte de Montmorency. Al día siguiente el marqués de
Rochefort se presentó ante los archiduques en Mariemont para anunciarles que, siguiéndole los
talones, llegaban los fugitivos que solicitaban acogimiento y protección. Condé manifestó su
decisión de no volver a Francia mientras viviese Enrique y de vivir y morir al servicio de Felipe
III y de la Casa de Austria.143 Los archiduques se enfrentaban así con una grave crisis con
Francia cuando esperaban que la tregua les permitiera vivir en paz, procurar tranquilidad a sus
martirizados súbditos y restablecer la economía de los Países Bajos.
Según cuenta Tallemant de Réaux en sus Historiettes, la joven Charlotte (apenas quince años),
hija del condestable de Montmorency, era una de las ninfas que ensayaban un ballet en palacio.
Enrique IV (que ya frisaba los sesenta) accedió a la sala donde evolucionaban las damas,
encontrándose de bruces con Charlotte, que, inocentemente, blandió su jabalina contra el pecho
real. Este simple gesto despertó la rijosa pasión de Enrique, que decidió añadirla a su ya
extensísima lista de amantes. Pero antes tuvo que convencer a su amigo Bassompierre144 para
que renunciara a su previsto matrimonio con Charlotte y aceptara el proyecto de casarla con
Henri de Condé, protestante, príncipe de sangre, un tanto jorobado, tartamudo y más interesado
por el juego y los efebos que por las damas.
Con este enlace el rey esperaba alcanzar su propósito, pero los acontecimientos se
desarrollaron de forma muy distinta, pues Condé se sintió herido en su honor por el cortejo del
rey (que no solo utilizó disfraces sino que hasta llegó a lavarse y perfumarse, cosa extraordinaria
en quien, según una de sus amantes la duquesa de Verneuil, «puait comme une charogne»).
Charlotte, dicho sea de paso, no se mostró demasiado esquiva. Intentos del rey de obligar a los
recién casados a establecerse en la corte, enfrentamientos entre Enrique y Condé, todo se probó
para doblegar la voluntad del marido. Al fin Enrique intentó convencerle de aceptar un divorcio,
al que Condé pareció avenirse a condición de que, conforme al derecho canónico, Charlotte
quedase bajo su guardia durante el proceso. Esto provocó la cólera en Enrique IV, que quiso
batirse en duelo con Condé, lo que le impedía su condición real. La tensión llegó a tal extremo
que no había más solución que poner tierra por medio y refugiarse en los Países Bajos.
El rey, desesperado por esta huida y buscando la forma de hacer regresar a los fugitivos, se
confió a su ministro y amigo Sully, a quien la situación no le había cogido de improviso, que
aconsejó no hacer nada; de este modo los archiduques pensarían que los Condé tenían la
aprobación del rey o que era un tema sin importancia y en ambos casos intentarían deshacerse de
tan incómoda presencia, pero si veían que Enrique daba gran importancia a la fuga aprovecharían
la ocasión para actuar contra Francia. Cegado por su pasión, el rey no aceptó esta propuesta y,
con el apoyo de Jeannin, optó por «la manière forte», enviando inmediatamente a Bruselas al
capitán de sus guardias (Praslin) con una carta «pour ma soeur et bonne nièce, l’Infante
d’Espagne, Archiduchesse», rogándole que hiciese regresar a los fugitivos.
El archiduque Alberto (que no quería entregar a la pareja) respondió que, aunque el príncipe de
Condé había obtenido salvoconducto para llevar a su esposa a Bruselas, enterado por
Pecquius145 del disgusto del rey había limitado su estancia en los Países Bajos a tan solo
cuarenta y ocho horas, pese a que Spinola aconsejaba que se le permitiese continuar en Bruselas.
Condé se vio pues obligado a marchar a Colonia, mientras su esposa quedaba alojada en el Hôtel
de Nassau.146 Los archiduques se encontraron en una posición muy delicada pues tras la firma
de la tregua había comenzado la desmilitarización de los Países Bajos, por lo que la amenaza de
Francia era un serio peligro. Enrique IV encargó a su embajador en Madrid (Vaucelas), que
hiciera patente a Felipe III que todo intento de proteger al fugitivo sería considerado un grave
acto de hostilidad, pero el rey decidió proteger a los fugitivos «no porque el Rey de Francia me
haya ofendido, sino para permitir vengar su honor al Príncipe».147
Enrique IV no estaba dispuesto a aceptar la situación y sus enfrentamientos con el nuevo
embajador de España, Iñigo de Cárdenas, fueron memorables. Enrique IV afirmaba que España
retenía a la princesa como si estuviera presa y la escena —tal como la narró Cárdenas en sus
despachos— fue de tono escasamente diplomático y es una escena casi surrealista de esta
«comedia de enredo»:
—Sus Altezas hacen con la Princesa de Condé lo que hicieran con otra y más de lo que han hecho con nadie de su calidad.
—No os canséis ni se cansen en España, que la Princesa de Condé no es súbdita de Flandes y es súbdita de Francia.
—Es súbdita de su marido, que la dejó allí.
—¡No es súbdita de Flandes, es súbdita de Francia!
—¡Es súbdita de su marido!
—¿Quiere vuestro Rey ser señor de todo el mundo? ¡Pues yo tengo la mi espada en la cinta tan larga como otra!
—Mi Rey no quiere ser dueño del mundo, ni lo ha menester, porque le hizo Dios señor de lo mejor que hay en él. Yo no
me meto con la espada de Vuestra Majestad. La de mi Rey sé que es espada de mar y tierra y de tamaño que en Europa y en
las demás partes del mundo sustentará lo que tiene y mantendrá su reputación, y quien la provocare lo sentirá.
Y Cárdenas subraya que el rey «dio una gran mangada» y añadió: «¡Decid cuanto quisiereis!».
—Yo no digo, sino respondo.
—¡No me han hecho un acto de amistad!
—Meta Vuestra Majestad la mano en su pecho y mírelo bien que hallará alguno y sabe bien Vuestra Majestad cuán poco
de esto se le debe a España.148

Enrique trató también de amedrentar a Pecquius y hasta, para no dejar nada al albur, el pobre
Guadaleste, al regresar a España poco después acabada su embajada en Bruselas, fue también
objeto de una bronca amonestación a su paso por París. Pero la reprobación por esta pasión senil
había traspasado las fronteras y el inglés Jacobo I no se mordió la lengua ante el embajador
francés: «Ce n’est pas amour, mais vilenie de vouloir débaucher la femme d’autrui». Y en
Francia el partido dévot se escandalizaba de que su rey pudiera enzarzar el país en una especie de
«guerra de Troya» en Flandes por culpa de Charlotte y en otra guerra de religión en Alemania al
lado de príncipes herejes por la sucesión del ducado de Cleves.
La desesperación ante el fracaso llevó a Enrique a nuevas maniobras y envió como mensajero
a un pariente del padre de Charlotte (Bouteville), que ni siquiera fue recibido por los
archiduques. Pese a haber obligado a Condé a marchar a Colonia, tantas presiones provocaron
que un irritado Alberto cambiase de opinión, por lo que autorizó a Spinola, Guadaleste y Añover
a que le concedieran pasaporte (en su nombre y no en el de Alberto), con lo que Henri regresó a
Bruselas, donde entró cabalgando entre los dos primeros.. El pasaporte se había concedido en
unas condiciones un tanto particulares, como informaba Spinola.
Después S. A. tuvo por bien que el Marqués de Guadaleste, el Conde de Añover y yo le escribiésemos al Príncipe como de
nuestro, sin hacer mención ninguna de S. A., que queriendo venir y estar aquí secretamente hasta saber la voluntad de V.
M., que lo podía hacer. Y así vino con pasaporte que le di yo de orden de S.A., pero sin nombrar a S.A. en nada.149

La situación quedaba clara, aunque, como era de temer, produjo una displicente reacción por
parte de Charlotte, que veía con malos ojos el regreso de su marido. Esto servía para que Enrique
IV continuara haciendo todo lo posible para recuperar a su Dulcinea. Tras el fracaso de la misión
de Bouteville, envió a Bruselas al marqués de Coeuvres para exigir, a cambio del perdón real, el
regreso incondicional de Condé a la corte y, si este no aceptaba, pedía a los archiduques que le
obligaran a abandonar los Países Bajos acusándole de crimen de lesa majestad. Condé, temeroso
de las consecuencias de su insumisión, planteó un serio problema diplomático al exigir garantías
e incluso la entrega de una «plaza de seguridad».
Spinola pidió a Felipe III confirmación de si estaba dispuesto a proteger a Condé (y a cuánto
ascendería la ayuda), puesto que el príncipe había manifestado que «mientras este Rey viviere,
no ha de entrar en Francia»,150 al tiempo que prestaba toda la atención posible al fugitivo
esperando conseguir un aliado si se reavivaba la guerra con Francia, pero los rumores de que —
una vez partido Condé a Milán— los franceses planeaban un rapto151 le alarmaron seriamente,
pues ello podía ser un verdadero anticipo de una guerra, sobre todo teniendo en cuenta la
posibilidad de que el duque de Saboya traicionase una vez más a España y se alineara con
Enrique IV (que había prometido la mano de su hija Chrétienne para el heredero del ducado).
No parece inverosímil que por parte española se especulase con la posibilidad de utilizar a
Condé como pretendiente al trono de Francia, por lo que Spinola le trataba con todo desvelo,
para tenerlo de parte de la Monarquía Hispánica si la situación se envenenaba al punto de llegar a
la ruptura de hostilidades. Era una forma de cumplir las instrucciones de Felipe III, que pretendía
proteger a Condé, no porque el rey de Francia hubiera ofendido al de España, sino para permitir
al príncipe que vengara su honor.
Tras no tener éxito en sus peticiones iniciales, Coeuvres preparó un plan para raptar a la
princesa, en el que más que probablemente ella era consentidora. La idea de este rapto provocó
en Enrique tal estado de euforia que no tuvo la precaución de ocultarlo y se refería a él con tanta
alegría que acabó por herir el ya fatigado orgullo de la reina María de Médicis, que no perdió
tiempo en poner al tanto a Cárdenas. Este envió a uña de caballo un mensajero a Spinola, que
inmediatamente informó a Condé para excitar así su odio contra Enrique. El Hôtel de Nassau,
donde seguía residiendo Charlotte, fue protegido por numerosa gente armada y Condé desveló en
los mentideros de Bruselas el plan de Coeuvres, que así quedaba desactivado.
Haciendo gala de su estricto sentido moral, la infanta Isabel no solo hizo patente su
reprobación por el descabellado proyecto de Coeuvres, sino también por la presumible
complicidad de Charlotte, cuya correspondencia secreta con Enrique IV (gracias a la celestinesca
intromisión de madame de Berny, esposa del embajador francés) constituía un verdadero
escándalo. A la vista de la delicada situación se decidió el traslado de la princesa al Palacio de
los Archiduques, bajo cuya guarda quedaría. Todavía el enviado francés tuvo la osadía de
protestar alegando que se infligían malos tratos a la hija de un condestable, que se ofendía su
honor y que el rumor del plan de rapto era una invención de Condé para justificar su huida...
Tras este fracaso y la presencia en Bruselas de Condé, que se negaba a acatar las órdenes del
rey, no quedaba más salida que el regreso de Coeuvres a París. La cólera de Enrique IV no
reconocía límites y no solo aseguró que había ofrecido 50.000 hombres al condestable para que
fuera a Bruselas a recuperar a su hija, sino que estaba dispuesto a ponerse al frente de ese
ejército. Para complicar aún más la situación la irresponsable Charlotte, que enviaba inflamadas
cartas al rey, acompañada por testigos, presentó a los archiduques una petición en la que
afirmaba que «étant de la qualité qu’elle est et d’une vie toute innocente, elle ne peut être retenue
où elle est à présent contre son gré sans lui faire trop d’injure et à ceux auxquels elle appartient, à
qui elle aura recours, et partout ailleurs où elle pourra trouver quelque allègement à son mal».152
Semejante petición daba alas al desvarío bélico y erótico de Enrique, por lo que Pecquius
aconsejó al archiduque poner en defensa las fronteras, aunque la escasez de tropas solo permitió
enviar un contingente junto al Mosa, llevar a cabo algunas reparaciones en las fortalezas y
procurar reunir otras tropas en Philippeville.
La infanta Isabel, siempre inteligente, se preocupaba por la Princesa y por la actitud de Enrique
IV.
Que quiere romper porque no le dan esta mujer, la cual está bien ganada por él, o perdida por mejor decir, que me hace
grandísima lástima porque es la más bonita del mundo… pero malos consejos que tiene y ha tenido la tienen tan ciega y los
presentes y cartas por otro cabo, que yo tengo por sin duda su perdición… que no faltan harto alcahuetes y la principal es la
mujer del Embajador de su Rey… y cuando yo me acuerdo de la figura del galán no es posible dejar de reírme por más
guerra que nos quiere hacer.153

El nuevo embajador de España en Bruselas, el conde de Añover, informó de la fallida misión


de Coeuvres,154 así como de la aceptación por Condé de la orden de abandonar los Países Bajos,
aunque, conforme a las instrucciones de Felipe III, no se le había informado de cuál sería su
nuevo refugio. Este secreto era para evitar que los franceses conocieran el lugar si los correos
eran interceptados. Y en cuanto a la princesa, como Añover procuraba disuadirla de la idea del
divorcio con la que se la presionaba continuamente, pedía que los archiduques le apoyaran en
ello, petición que no era estrictamente necesaria, pues Alberto (apoyado por Spinola) ya había
asegurado que no abandonaría a Charlotte a menos que lo pidiera su marido.
Felipe III, que por una vez dio la razón al archiduque, tratando de evitar que Francia dispusiera
de un casus belli aconsejó que Condé se instalase en Milán garantizándole una pensión y
prometiéndole no tratar con Enrique las condiciones de su regreso a Francia sin mantenerle
informado. El Consejo de Estado155 propuso que el gobernador de Milán, el conde de Fuentes,
sin dejar de preparar por si acaso la defensa del Estado, recibiese con los debidos honores a
Condé (al que calificaba de «la segunda persona en Francia después del delfín»). Con ello el rey
esperaba que, cuando Enrique IV supiera estas precauciones, se daría cuenta de la inutilidad de
atacar y perdería la esperanza de lograr su deseo. Así Condé, bien recomendado por Spinola,
partió de Bruselas el 22 de febrero para, dando un rodeo por Alemania, llegar un mes después a
Milán, donde fue recibido con toda pompa por Fuentes, que contaba con utilizarle como un
nuevo condestable de Borbón y unir a todos los opositores al rey de Francia.
Al peligro de una invasión francesa en los Países Bajos se sumó el fallecimiento sin sucesión
del duque de Cleves, que despertó los apetitos de los posibles sucesores y la amenaza de un
ejército francés (acampado en Châlons-sur-Marne, en la frontera de Luxemburgo) para el que se
pedía libre paso al archiduque y al obispo príncipe de Lieja. Ante el aparente propósito de
Enrique IV de tomar por la fuerza Luxemburgo y dar principio a la guerra, Alberto trató de evitar
lo peor y se inclinaba por autorizar el libre paso, pero Spinola argumentó que, siendo claro el
propósito francés, conceder el paso por Luxemburgo era dejarle el camino libre para unirse con
las fuerzas protestantes alemanas y holandesas, y que más valía, en su caso, hacer frente y dar la
batalla.
El puñal de Ravaillac puso fin a la tensión al asesinar a Enrique IV el 14 de mayo en la Rue de
la Ferronerie. Inmediatamente se dispararon las cábalas en busca de posibles cómplices del
asesino, pues su débil estado mental permitía pensar que no había actuado solo. Las sospechas
recayeron rápidamente sobre los jesuitas (las teorías jesuíticas sobre el magnicidio estaban muy
recientes y en la mente de todos), la despechada amante Henriette d’Entragues (duquesa de
Verneuil), el duque de Epernon y, sobre todo, España o los archiduques.
Las sospechas sobre la implicación de los archiduques provenían de que, al parecer, un año
antes en medios cercanos a Alberto se habría planeado un complot contra Enrique IV, ya que,
como avisaba Pecquius, en París se consideraba lógico que el archiduque temiera que los
preparativos militares no fueran solo dirigidos a recuperar el último amor del monarca. El
archiduque respondió a su embajador que los intentos de obligarle a fuerza de bravatas a romper
su compromiso iban contra la razón, el honor y la reputación y no podía a actuar contra su
palabra. Las acusaciones de implicación en el asesinato se fundaban en su rigorismo católico, su
carácter influido por su formación jesuítica, que podía hacerle sensible a las teorías tiranicidas, y
el hecho de haber acogido en Bruselas a religiosos franceses partidarios del magnicidio.156
Condé recibió en Milán por un mensajero de María de Médicis la noticia del asesinato, junto
con la invitación de regresar a Francia. Antes de hacerlo viajó a Bruselas para agradecer a los
archiduques la protección que le habían dispensado y tuvo ocasión de ver (de lejos) a su esposa.
Y fue «de lejos» porque, como confesó a la archiduquesa, «preferiría morir antes que
desobedecerla [a Isabel], pero le suplicaba que no le hablase de su esposa» pues tenía fundadas
dudas de que Charlotte no habría sido totalmente ajena al descabellado proyecto de rapto urdido
por Coeuvres.
Felipe III se vio sorprendido por la noticia que le trasmitió Cárdenas y, en el Consejo de
Estado, Idiáquez (siempre contrario al francés) estimó que «es bien que Vuestras Majestades
hagan demostración conveniente por la muerte del Rey de Francia, no por lo que él mereció sino
por la Reina que siempre ha mostrado desear estrechar el deudo y la amistad» y Lerma opinó que
«si el Rey de Francia muerto hubiera de ver el luto que Vuestra Majestad se ponía por él se
moderara en su voto, pero siendo la Reina la que ha de ver esta demostración le parece que se
debe hacer mayor». Siguiendo este consejo el rey decretó luto para la familia real y los grandes y
envió al condestable de Castilla, vestido de riguroso luto, a visitar al embajador francés, pero,
según el embajador inglés, mostró «demasiada emoción para un hombre prudente». En Madrid la
alegría fue grande y «el clero daba gracias a Dios en los púlpitos y los cortesanos hablaban de
ello como de una milagrosa bendición enviada al Rey y a España».157
No estaba esto muy lejos de la opinión de Cárdenas: «Háse tenido por caso prodigioso y
encaminado del cielo la nueva del Rey de Francia, habiendo sucedido en tiempo que en todas
partes se apercibían las armas. Plegue a Dios sea causa de mucha paz en la cristiandad».158 El
embajador rechazó ante la reina viuda cualquier sospecha de implicación por parte española y
aunque no existe ningún documento serio que permita sostener que España estuviera mezclada
en el asesinato,159 era lógico que los franceses buscaran culpables donde más fácilmente se
podía señalar. Y como el sentimiento popular no dudó en achacar a España la culpabilidad del
magnicidio, temiendo que el pueblo quisiera tomarse la justicia por su mano, la sede de la
embajada tuvo que ser protegida por tropas enviadas por la regente ante el peligro cierto de que
fuera asaltada e incluso el embajador pudiera resultar asesinado.
Tras hacer memoria de las numerosas gestiones y amenazas que había hecho Enrique IV para
conseguir el regreso a París de Charlotte, Spinola escribía:
Y estando las cosas en este estado murió el Rey y viendo S. A. que todavía pasaba adelante esta instancia, pareciéndole que
con la muerte del Rey cesaban los inconvenientes que antes había se resolvió de enviar las cartas del Condestable al
Príncipe con otra suya para que condescendiese con la voluntad de su mujer y de su suegro. Yo he escrito, de orden de S.
A., al Príncipe una carta en que trato solamente de que se pusiese de acuerdo con la Princesa… pero me parece que esto no
podrá hacer efecto por causa de que los franceses no quieren que haya esta reconciliación mientras el Príncipe estuviera
fuera de aquel reino.160
Pero finalmente «a los ocho de este se volvió a Francia el Príncipe de Condé sin haber querido
ver ni hablar con la Princesa».161
La archiduquesa también manifestó su preocupación ante el asesinato que «fue terrible, pero
Nuestro Señor siempre vuelve por su causa y bien se ha visto ahora» y se refería a la esperanza
de que Charlotte dejara de ser para ellos un permanente dolor de cabeza: «Yo espero que con la
venida de su marido, que será mañana, no tendré muchos días que aguardar, sino que se podrá ir
con Dios, que ella lo desea con gran extremo y no pienso que será tan regalada, por mucho que
lo esté, como lo ha sido aquí. Su marido ha ganado mucho conmigo en no quererla ver».162
142 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 16 de enero de 1610.
143 AGS, K, 1608, Consulta del Consejo de Estado, 20 de enero de 1610.
144 François de Bassompierre fue enviado como embajador a Madrid en 1621, para tratar el problema de La Valtelina, vista la
ineficacia de du Farguis, embajador titular.
145 Pierre Pecquius, Canciller de Brabante, era el Embajador en París de los Archiduques.
146 Este palacio era propiedad de Eléonore de Borbón, hermana de Condé, casada con Felipe Guillermo de Nassau (1554-
1618), primogénito de Guillermo de Orange, que había sido capturado por el Duque de Alba en 1568 y enviado a España donde
se convirtió al catolicismo y fue educado bajo la supervisión de Felipe II. En 1595 regresó a los Países Bajos acompañando al
Archiduque Alberto. Aunque los Estados Generales le enviaron una cortés misión a su llegada, no se le permitió acceder a las
Provincias Unidas hasta 1608 para resolver la sucesión de su padre y tratar de reconciliarse con su medio hermano Mauricio.
147 AGS, Estado, 2227, Cartas de Felipe III al Archiduque y a Spinola, 27 enero 1610
148 E. Belenguer, Del oro al oropel. II. El hundimiento de la hegemonía hispánica, pp. 81-85, recogiendo el despacho de
Cárdenas.
149 AGS, Estado, 2291, Spinola a Felipe III, 29 de diciembre de 1609.
150 Ibid., 26 enero 1610.
151 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 22 de febrero de 1610.
152 J. C. Petitfils, L’assassinat d’Henri IV, p. 9,0 citando la Histoire des Princes de Condé, del duque de Aumale. Traducción:
«Teniendo en cuenta su alta nobleza, y que su vida ha sido totalmente inocente, no cabe retenerla donde se encuentra contra su
voluntad sin que esto signifique un insulto tanto a ella misma como a los miembros de la familia a la que pertenece y recurrirá, y
podría encontrar algo de alivio a sus males en cualquier otro lugar».
153 CODOIN, Tomo 43, Isabel a Felipe III, 22 de abril de 1610.
154 AGS, Estado, 2292, Añover a Felipe III, 20 de febrero de 1610. Felipe III había comunicado en enero a Alberto que
Rodrigo Niño, conde de Añover, reemplazaría a Guadaleste como embajador (AGS, Estado, 2227, 27 de enero de 1610).
155 Consulta del Consejo de Estado, 13 de febrero de 1610.
156 Petitfils, op. cit., menciona entre estos exiliados a Jean Boucher (que recibió una canonjía en Tournai), Bernard de Percin
(implicado en anteriores atentados frustrados contra Enrique IV y que fue más tarde predicador en la corte archiducal) y Jean
Crucius (predicador en la Iglesia de la Magdalena de Bruselas).
157 Record Office, State Papers, Spain, Cottington a Lord Salisbury, 30 de mayo de 1610.
158 Recogido por E. Belenguer, op. cit. p. 19.
159 Alain Hugon, Au service du Roi Catholique. Honorables ambassadeurs et «divins espions».- Représentation diplomatique
et service secret dans les relations hispano-françaises de 1598 à 1615. Es de subrayar que en diferentes archivos (Simancas,
Viena, La Haya, Turín o Londres) los documentos correspondientes a los meses de mayo y junio de ese año brillan por su
ausencia.
160 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 2 de junio de 1610.
161 AGS, Estado, 2291, Spinola a Felipe III, 26 de julio de 1610.
162 La infanta Isabel a Lerma, 19 de junio de 1610.
LA REFORMA DEL EJÉRCITO

El choque entre la política pacifista del duque de Lerma, los deseos del rey de «ganar
reputación» con empresas exteriores y la siempre inestable hacienda real, tenían forzosamente
que repercutir sobre la estructura y la importancia de los ejércitos disponibles en los territorios de
la Monarquía Hispánica si se pretendía compatibilizar seguir siendo «la» potencia europea con la
voluntad casi mesiánica de ser la punta de lanza de la Contrarreforma con unos medios que, pese
a las remesas americanas, resultaban cada vez más escasos. Las bases de la Pax Hispanica se
habían sentado con la tardía ratificación en 1601 de la Paz de Vervins con Francia y la firma en
1604 del Tratado de Hampton Court con la nueva Inglaterra de Estuardo. La Tregua de los Doce
Años justificaba para muchos que se procediera a una reducción importante del peso del
mantenimiento de las tropas de Flandes, pues la idea de que la cesión habría sido un alivio para
la hacienda real no fue sino un espejismo contra el que se había estrellado la realidad. Pese a todo
no cabía perder de vista que en los Países Bajos la situación era una simple tregua, que podía
suponer en cualquier momento la reanudación de las hostilidades (para lo que no faltarían
motivos, como por ejemplo las apetencias holandesas de comercio en las Indias) y también que
el imperio era un pozo sin fondo de equilibrio inestable, donde la rama española de la Casa de
Austria se sentía obligada a invertir hombres y fondos.
Con motivo de su estancia en España en 1609, el conde de Añover163 recibió letras de cambio
por valor de 600.000 ducados y las instrucciones relativas a las reformas que el rey deseaba
introducir en los Países Bajos y en las que se establecía un ejército de 13.000 infantes (tres
tercios españoles con un total de 6.000 hombres, 2.000 borgoñones, 1.500 anglo-irlandeses,
2.000 italianos y 1.000 valones) y tan solo 700 soldados de caballería y que debía distribuirse en
las plazas fuertes de Cambrai, Amberes, Gante y Maastricht. Otras instrucciones se referían a la
reforma de los «entretenimientos», la reducción de las retribuciones de los servidores
archiducales y la exigencia de que los gobernadores y las guarniciones de las plazas fuertes
fuesen siempre españoles, lo que a juicio del rey no iba en contra de los privilegios nacionales
belgas y era sencillamente la aplicación de lo previsto en el Acta de Cesión.164
Tras la firma de la tregua y el cese de las hostilidades se inició el proceso de reducción de
efectivos del ejército, aplicando una política de reforma de las «plazas muertas» y del elevado
número de «entretenidos» y comenzando a disminuir parcialmente el excesivo número de
oficiales. Como señala Bernardo J. García,165 se buscó situar en otros destinos a buena parte de
los reformados para evitar que afluyeran a la corte, pues había momentos en que parecían una
plaga y, para librarse de tanto pedigüeño, el rey prescribió al archiduque que no concediera
permiso de regreso a España de soldados españoles ni irlandeses.166
Así, con la consiguiente alarma de Spinola y del archiduque, se inició un proceso de
desmovilización de las tropas a las que (no cabía olvidarlo) se adeudaban unos cinco millones y
medio de escudos. De acuerdo con Velasco,167 el incansable Fray Iñigo de Brizuela presentó en
Madrid un proyecto de reducción que se consideraba adecuado a la duración de la tregua, de
forma que aunque el ejército quedase constituido por una fuerza menor (que se podría
reconstituir rápidamente en caso de necesidad) cabría licenciar a los amotinados y a la infantería
alemana y sustituir los italianos y valones por españoles. La propuesta no satisfizo al Consejo de
Estado,168 que pretendía reducir el ejército a 13.000 infantes y 1.700 jinetes, es decir menos aún
de lo que la desmovilización dejaba sobre el terreno.
El pacifismo y la debilidad de la hacienda irían reduciendo estas cifras en los años siguientes, e
incluso se llegó a proponer al Consejo de Estado la posible supresión total del ejército, con lo
que los Países Bajos quedarían defendidos solamente por unas pocas guarniciones en los castillos
y las tropas acantonadas en los presidios.169 Afortunadamente el Consejo rechazó indignado tal
propuesta, que significaba la probable pérdida de Flandes. La paz, la verdadera paz, estaba aún
muy lejos y cualquier incidente podría reavivar el fuego que seguía latente bajo las cenizas de la
tregua. Y, en tal caso, ¿cómo poner rápidamente en orden de batalla un ejército suficiente? Los
consejeros pidieron incluso el envío de 6.000 españoles para sustituir a las tropas que se quería
licenciar y paulatinamente se enviaron contingentes de bisoños españoles y se procuró dotar al
ejército debidamente de mandos españoles. Pero el eterno problema del dinero se puso una vez
más de manifiesto cuando el rey pidió a Spinola170 que adelantase los 400.000 ducados de las
provisiones que se debían enviar, prometiendo hacerse cargo de las garantías exigidas para este
préstamo.
Con el peligro de la invasión francesa prácticamente conjurado, Spinola solicitó permiso para
viajar a España e Italia,171 ya que los enormes gastos que había hecho desde su llegada tenían su
hacienda en grave peligro, amén de lo que psicológicamente suponía la larga separación de su
esposa y sus hijos. En todo caso trató de conocer las intenciones del rey, a quien informó que las
tropas no habían sido aún licenciadas porque, antes de hacerlo, era necesario saber a ciencia
cierta si Felipe III pretendía intervenir en la sucesión de los ducados de Cleves-Juliers, problema
donde tanto España como las Provincias Unidas podrían inclinarse por uno u otro de los
pretendientes, sin que ello pudiera llegar a romper la tregua.172 Tras obtener la licencia viajó en
marzo de 1611 a Génova y un año después a Madrid, donde recibió el honor de la grandeza.
En 1612 se abrió una nueva perspectiva cuando las Provincias Unidas hicieron llegar en
secreto a Mancisidor, secretario de Estado y de Guerra, una propuesta en la que se mostraban
dispuestas a negociar una paz perpetua y reconocer el protectorado de la corona. Pero la
propuesta debía mantenerse en un riguroso secreto, ya que los halcones de uno y otro lado
tratarían por todos los medios de hacerla fracasar. Spinola viajó a Madrid para entrevistarse con
Idiáquez, cuya postura podía ser decisiva para aceptar o rechazar el movimiento de apertura de
los holandeses. El gran comendador de León se mostró favorable a la idea y sugirió que, puesto
que había que enviar un embajador extraordinario a París y a Bruselas con motivo del doble
matrimonio acordado entre las dos coronas, podía recurrirse a Rodrigo Calderón, recién
nombrado embajador en Venecia. Entraba así en terreno internacional un personaje que desde las
alturas de la «privanza del privado» terminó en el patíbulo poco después de la llegada de Felipe
IV al trono, dando tal ejemplo de resignación y de valor que le valió la simpatía universal.
Aprovechando la caída en desgracia y juicio en 1607 de Franqueza y Ramírez de Parada,
hechuras de Lerma, Calderón fue arrestado y acusado, entre otros delitos, de haber aceptado
regalos, vendido secretos de Estado y comerciado con cargos civiles y eclesiásticos. Lerma logró
sin embargo que el rey le declarara inocente, pero ordenando que cayera sobre él un silencio
perpetuo que impidiera cualquier investigación sobre su conducta.173 Pese a ello y a que pronto
fue objeto de nuevas críticas y ataques encabezados por el almirante de Aragón (quizá inspirados
también por la reina), Calderón logró el apoyo del valido y en 1609 el almirante fue arrestado y
acusado de traición. Pero la presión no cedió y tanto el duque como sus hechuras cada vez eran
criticados más acerbamente por su insaciable ansia de dinero y de poder. En noviembre de 1611
Calderón obtuvo licencia del rey para retirarse de su servicio en palacio y entregó a Lerma los
papeles de todos los asuntos de que se había ocupado. Significativamente esto —que
normalmente habría equivalido a una muerte civil y política— no supuso la desgracia de
Calderón, que, aunque apartado de la corte, fue cubierto de mercedes y recibió el título de conde
de la Oliva de Plasencia.
Fue en esa situación un tanto ambigua cuando Idiáquez pensó en Calderón para la misión de
saludar al rey de Francia y a la regente, anunciar a los archiduques el doble matrimonio y (de
paso) ofrecer ideas sobre la posible reforma del ejército de los Países Bajos. También debía
visitar a Jacobo I, que indignado por las nuevas de la alianza hispano-francesa, se había negado a
recibir al nuevo embajador (Pedro de Zúñiga, marqués de Flores Dávila) y anunció el
matrimonio de su hija Ana con el protestante elector palatino, Federico V, planteando con ello
serios problemas dentro del imperio y constituyendo un grave obstáculo al Camino Español.
Una Junta de Estado compuesta por Idiáquez, Spinola y Calderón174 estudió las instrucciones
que se podrían dar al último si los holandeses confirmaban su ofrecimiento. El rey ordenó que
Idiáquez y Spinola se ocuparan de ella y estos consideraron que el momento parecía adecuado
siempre que las condiciones fuesen aceptables. Esto añadía peso a la necesidad de que Spinola
regresara a Flandes y, si no encontraba allí quien le ayudara en esta misión, sería preciso enviarle
alguien de España, recayendo la elección sobre Calderón al que «Su Majestad fue servido de
nombrar… para que vaya a Flandes a dar cuenta de los casamientos y se le han dado los
despachos que para esto y lo de la paz (en caso de que los de las Islas continúen esta plática) son
menester».175 Sin embargo la posición de las Provincias Unidas parecía haberse modificado,
pues la muerte del emperador Rodolfo y las noticias del doble matrimonio les habían impulsado
a acumular tropas en la frontera alemana, bien para dar ánimos a los protestantes, bien para
entrar en el territorio de Munster y ocupar Rheinberg, ciudad estratégica para la navegación y el
comercio y que había sido cedida a Mauricio de Nassau por un «príncipe hereje» que pretendía
ser su soberano.
En una nueva Junta,176 compuesta esta vez solo por Idiáquez y Spinola, el segundo puso de
relieve que cuando en 1607 se le confiaron las negociaciones para una posible tregua ello se hizo
manteniendo al margen a Guadaleste y a todos los demás ministros, por lo que estimaba que un
asunto tan delicado debía mantenerse en las menos manos posibles, y si más tarde pareciese
conveniente divulgar algo, ello debería hacerse con el acuerdo del archiduque, del propio Spinola
y de Calderón. En todo caso convendría avisar al embajador de que la misión principal de
Calderón era informar a los archiduques del doble matrimonio acordado con Francia.
También se estimó que Calderón podía ser la persona adecuada para presentar al nuevo
emperador Matías el pésame real por el fallecimiento de Rodolfo II, misión sobre la que el rey
expresó sus dudas, pues ello podría herir la susceptibilidad de los archiduques y evitaría que
Calderón tuviera que informar de sus instrucciones a Añover y a Guadaleste.177 Asunto mucho
más delicado era decidir si se debían entregar de nuevo a Spinola 178 las instrucciones secretas
de 1606 que Fernando Girón había traído anteriormente de vuelta a España; la opinión era
decididamente favorable, pues el contenido de las mismas justificaba el regreso de Spinola a los
Países Bajos, pero como en las instrucciones no había ningún escrito para la infanta, parecía
preciso que el rey la escribiera para que, a la muerte del archiduque, sirviera de credencial al
genovés.
Los viajeros partieron a fines de abril, siendo recibidos en Fontainebleau por Luis XIII y la
regente María de Médicis y Calderón viajó a continuación a París con la misión más secreta (que
culminó con éxito) de recuperar los documentos dejados por Antonio Pérez a su fallecimiento en
noviembre anterior. Tras ello Spinola y Calderón, acompañados por Bucquoy y Velasco, se
entrevistaron en Colonia con Baltasar de Zúñiga, embajador en el imperio. Después Calderón
viajó a Bruselas para cumplir su misión ante los archiduques y comunicarles que era portador de
letras por importe de 400.000 escudos, que, conforme al deseo real, debían depositarse en el
castillo de Amberes y formar con ellos una reserva para casos urgentes por si las remesas no
llegaban a su debido tiempo. Spinola, sin embargo, se opuso asegurando que más valía que ese
dinero estuviese en manos del Pagador y logró convencer a Calderón.
En cuanto al viaje a Alemania, aunque Alberto apoyó la idea de que Calderón presentase las
condolencias por el fallecimiento de Rodolfo y las felicitaciones a Matías por su elección al
imperio el propio Calderón le comunicó el deseo del rey de que fuese Spinola quien acudiese a
Praga a felicitar al nuevo emperador. Así el general trató con Matías y sus consejeros el
problema planteado por las aspiraciones de los príncipes de Brandemburgo y de Neoburgo sobre
la sucesión de Cleves y también sobre las intenciones de los turcos (que habían llegado a un
acuerdo con los holandeses) de apoderarse de Transilvania, lo que pondría a Hungría y Austria
en peligro de ser perdidas para la Casa de Austria. A su regreso a Bruselas, Spinola informó179
del deseo del emperador de conocer la decisión de los archiduques Alberto y Maximiliano
respecto de la elección del rey de romanos, pues tenía la impresión de que ambos veían con
buenos ojos la candidatura del archiduque Fernando. A este respecto, ya el año anterior Alberto
había manifestado al rey su rechazo a ser candidato a esta dignidad tanto por su estado de salud
como por su mala situación económica. La reacción de Felipe III trasluce un cierto cinismo al
responder que le habría alegrado que aceptase un título del que era digno y para el que contaba
con su simpatía,180 cuando la verdad es que nada le habría satisfecho más que deshacerse de
este modo con los archiduques y recuperar los Países Bajos.
Mientras tanto Calderón permaneció en Bruselas esperando una posible reanudación de las
negociaciones con los holandeses, aunque acabó por confesar que la única posibilidad de que se
restablecieran los contactos era su marcha de los Países Bajos sin abordar el tema. También
debía someter propuestas sobre la reforma del ejército por lo que, aunque contaba con
autorización para regresar a Madrid, no lo hizo hasta 1613. Para este tema tuvo discusiones no
solo con el archiduque y con Spinola, sino también con los principales ministros y jefes militares
de Flandes, como Velasco, Añover o Mancisidor, y preparar las propuestas181 que presentó a
Idiáquez. En su opinión parecía conveniente reagrupar unidades, suprimir efectivos, modificar
los ascensos en tiempos de paz, así como la concesión de entretenimientos y ventajas conforme a
las ordenanzas dictadas en 1611, reducir los contingentes flamencos, aumentar la contribución de
las provincias fieles a su defensa y, sobre todo, ajustar el gasto a las disponibilidades. Y a su
vuelta a la corte fue recibido por el rey con tales muestras de amistad y deferencia que sus
críticos quedaron preguntándose la razón de semejante acogida, a la que se añadió poco después
la concesión del título de marqués de Siete Iglesias y se le permitió seguir tratando asuntos
políticos, aunque lo hizo con mucha más discreción que en tiempos anteriores.
Como era de esperar, la divergencia principal entre Madrid y Bruselas era el importe de los
fondos necesarios: en los Países Bajos Spinola, Mancisidor y la Contaduría habían calculado que
cada mes eran necesarios algo más de 125.000 escudos, pero como las provisiones se limitaban a
80.000, el déficit anual era superior al medio millón. Tras duras negociaciones se consiguió que
las tropas renunciasen a un tercio de las pagas atrasadas y Calderón propuso eliminar uno de los
dos tercios italianos, uno de los tres valones, reducir el anglo-irlandés y mantener el borgoñón y
los tres españoles (que debían ser reforzados). Otro aspecto de las propuestas se refería a los
sueldos, entretenimientos y ventajas, para los que se proponía abonar dos tercios de paga y
utilizar el otro tercio en vestido y munición. Además ofreció sugerencias para el pago de los
entretenidos (incluso los que figuraban en la Casa de los Archiduques) y, sin que se creasen
nuevas ventajas, propuso enviar seis u ocho mil escudos al mes para estas necesidades, pero esto
fue acogido con reservas, pues había entretenimientos que beneficiaban a quienes no eran
españoles y se estimó conveniente mantenerlo de modo vitalicio para los más importantes y
abonar solo un tercio a los de inferior categoría.
En cuanto al estado de las fortificaciones, Calderón subrayó la necesidad de reparar las de
Gante, Amberes y Cambrai (donde se había planteado un serio problema de competencias con el
arzobispo) y dejar un tanto de lado el famoso Hospital Militar de Malinas, procurando establecer
en las plazas defendidas por tropas españolas pequeños hospitales con una docena de camas y
asistencia sanitaria propia, copiando el sistema existente en Gante y que se financiaba solo con
las aportaciones de los propios soldados.
Las propuestas fueron bien recibidas por el rey y por el Consejo de Estado lo que permitió a
Calderón recuperar parcialmente su prestigio y su posición en la corte en los momentos en que
Lerma, su protector, alcanzaba la cúspide de su influencia con el famoso decreto de delegación
de firma de 23 de octubre, que le colocaba prácticamente al nivel del soberano en la decisión de
los asuntos de la monarquía y que se llegó a comparar con la abdicación de Carlos V. Tras varias
reuniones, el Consejo182 aceptó la propuesta de Agustín Mexía (quien no era ciertamente un
partidario de Spinola) de que el general rindiese cuentas al embajador de todos sus actos
relativos al ejército y la hacienda, como se hacía en tiempos de Zúñiga, pues la autoridad del rey
se vería disminuida si el embajador estaba subordinado al general. La apostilla del rey no hace
sin embargo mención a esto y refleja su acuerdo con la mayoría del Consejo en cuanto a la
composición del ejército, reforma de entretenimientos, concesión del mando de las tropas
españolas, previo su acuerdo, solo a soldados cualificados, y hace hincapié en los alojamientos y
mantenimiento de las tropas y reconstrucción de fortificaciones y hospitales.
Como es fácil imaginar, las propuestas de ahorro fueron acogidas con satisfacción, ya que a
una reducción de los gastos del ejército (y por tanto de las remesas) unían un aumento de la
aportación de las provincias leales para su propia defensa. Pero a comienzos de 1614 el Consejo
recibió un memorial del contador de los Países Bajos subrayando las deficiencias del ejército y,
por ende, de su peso en la política del territorio, al faltarle un máximo comandante que fuese el
auténtico defensor de la monarquía. El memorial produjo un gran revuelo en el Consejo, donde
los halcones arremetieron contra el archiduque y Spinola expresando sus dudas sobre la
conveniencia de una reforma que pondría en peligro los Países Bajos frente a una Francia que era
una amenaza permanente y a unas Provincias Unidas que no solo forzaban el paso en sus
relaciones exteriores y mantenían su potente ejército, sino que habían incrementado
notablemente su comercio con las Indias (Orientales y Occidentales). La reclamación de quienes
exigían un ejército fuerte en los Países Bajos venía de antiguo (ya Granvela afirmaba a Felipe
II183 que «ningún remedio tenemos más vivo para contra franceses que hallarnos con buenas
fuerzas en Flandes») y el propio Consejo de Estado recordó a Felipe III que «se ve en las
historias cuán superior quedó España a Francia desde el día que pudo hacerse diversión por
Flandes y por todos se ha entendido siempre que la conservación de esta Monarquía consiste en
la posesión de aquellos Estados».184
Felipe III se comprometió a aumentar el número de tropas españolas y enviar con puntualidad
las provisiones que, incluso, trataría de mejorar185 pero el Consejo no se recató en criticar una
vez más al archiduque. Para el duque del Infantado la lamentable situación de los Países Bajos
hacía temer una revuelta a la muerte del archiduque y ello pondría en peligro a los pocos
españoles que estaban allí. Mexía subrayó el mal estado de las fortificaciones y el escaso número
de españoles para conjurar los peligros, por lo que la infanta podría estar en peligro y sería
aconsejable hacerla regresar a España, pues a la muerte de Alberto habría que enviar a Bruselas
alguien cuya autoridad asegurase el servicio del rey y la dignidad de la infanta, reemplazando a
Guadaleste por alguien más capacitado. Y el cardenal de Toledo opinó que el archiduque solo se
preocupaba «de su quietud» y no del futuro y dependía en demasía de Spinola, que en definitiva
«era un extranjero», curiosa reacción que parecía olvidar la fidelidad con que tantos extranjeros
habían venido sirviendo a la Casa de Austria desde hacía un siglo.
163 Rodrigo Niño y Lasso, mayordomo del archiduque, recientemente nombrado conde de Añover, había viajado a España
para ocuparse de asuntos familiares.
164 AGS, Estado, 2227, Instrucciones e Instrucciones secretas a Añover, 7 de julio de 1609.
165 Bernardo J. García, La Pax Hispanica, p. 149.
166 AGS, Estado, 2227, Felipe III a Alberto, 13 de enero de 1610.
167 Pese a los enfrentamientos de los archiduques y de Spinola con Velasco, este seguía ostentando el cargo de general de la
caballería en el que había sucedido al almirante de Aragón. Ello le escocía tan profundamente que se quejó de que, tras treinta
años de servicio, había quedado subordinado a Spinola por lo que ahora, viejo y cargado de hijos, solicitaba el puesto de
gobernador general de Milán. Aunque Alberto encargó a Calderón en noviembre de 1612 que apoyase sus peticiones, años
después seguía en Flandes siendo recompensado por el rey con el título de marqués de Belveder (AGR, SEG, Felipe III a Alberto,
25 de enero de 1616).
168 AGS, Flandes, 2025, CCE, 2 de junio de 1609.
169 Ibid., CCE, 16 de junio de 1609.
170 AGS, Estado, 2227, Felipe III a Spinola, 7 de abril de 1610.
171 AGS, Estado, 2292, Spinola a Felipe III, 3 de mayo de 1610.
172 AGS, Estado 226, Spinola a Felipe III, 2 de junio de 1610.
173 BN, Ms. 1492, 7 de junio de 1607.
174 AGS, Estado, 2026, C. J. E., 20 de febrero de 1612.
175 AGS, Estado, 2294, Informe sobre las negociaciones para una paz definitiva con los holandeses, sin fecha, pero
evidentemente de fines de febrero de 1612.
176 AGS, Estado, 627, C. J. E., 25 de febrero de 1612.
177 Pese a que en enero de 1610 Felipe III había prescrito el regreso de Guadaleste a España encargando a Añover de la
embajada, todavía en octubre de 1613 se encontraba en Bruselas, como lo prueba la autorización del rey para su matrimonio con
Anne, hija del príncipe de Ligne (AGS, Estado, 2288, Felipe III al Príncipe de Ligne, 19 de octubre de 1619).
178 Spinola recibió la grandeza el 7 de abril.
179 AGS, Estado, 2294, Spinola a Felipe III, 23 de octubre de 1612.
180 AGS, Estado, 2228, Felipe III a Alberto, 1 de abril de 1613.
181 B. J. García, op, cit. p. 153 y ss.
182 AGS, Estado, 2027, CCE, 14 y 16 de febrero de 1613.
183 Citado por G. Parker, «El ejército de Flandes y el Camino Español. 1567-1659», p. 166.
184 AGS, Estado, 634, CCE, 16 de enero de 1614.
185 AGS, Flandes, 2027, Apostilla de Felipe III a la CCE, 16 de enero de 1614.
BÉLGICA JURA FIDELIDAD A FELIPE III

No dudo que mi padre… sabía la importancia que era… el conservar en esta Corona los Estados de Flandes y que por el
estado de la hacienda y otras dificultades se debió de reducir a hacer la donación de ellos a mi hermana… no desconfiando
de algunos medios para volverlos a juntar con los de acá. Y yo también estoy inclinado a conservarlos.186

Esta apostilla de Felipe III revela claramente lo que durante un cuarto de siglo fue la columna
vertebral de su política respecto a los Países Bajos y a sus parientes, a los que desde el principio
trató de desalojar de allí. Las divergencias acerca de la política exterior en relación con las
Provincias Unidas, Francia o Inglaterra, las maniobras para quitar a Alberto el mando militar o el
control de los fondos, los intentos de enviar a los archiduques a otros lugares, las instrucciones
para caso del fallecimiento del archiduque (1601, 1606, 1613)… todo suponía un intento
permanente de conseguir como fuera la reversión de los Países Bajos a su corona.
La salud de Alberto (preocupación y ocupación constante de Felipe III) había empeorado
debido a la gota que sufría y ello permitió al rey plantear de nuevo a Spinola lo que se
denominaba «el negocio secreto». Este «negocio» era su deseo de que los Estados de los Países
Bajos le prestasen juramento de fidelidad todavía en vida de Alberto, pues si este fallecía, carente
la pareja archiducal de sucesión, los Países Bajos revertirían a la corona, pero temía que se
pudieran producir reticencias para aceptarlo. Por eso había confiado a Spinola las famosas
instrucciones secretas de 1606 y desde entonces no había dejado de espiar la salud de su primo y
cavilar sobre el mejor camino para asegurarse esta reversión.
Si después de los largos días del Archiduque mi hermano llegara el caso de enviudar la Infanta mi hermana, podréis darla
cuenta de los despachos que tenéis y suplicarla se quiera encargar del gobierno de esos Estados, y en caso de que lo acepte
os encargareis vos de las armas, a ejemplo de lo que se hizo en tiempo de Madama Margarita y del Príncipe de Parma, su
hijo. Y si mi hermana rehusare la carga del gobierno de los Estados tomareis a vuestra cuenta lo uno y lo otro usando del
despacho que tenéis. Y hasta que llegue la ocasión guardareis sumo secreto como se os ha ordenado.187

Tras regresar a Bruselas en octubre de 1612, terminada su misión en Alemania, Spinola


exploró la postura de Alberto sobre la próxima elección de rey de romanos (para la que era
favorable al archiduque Fernando de Estiria) y trató también de saber por quién se inclinaba
Felipe III. El rey estaba dispuesto a apoyar esta candidatura y procurar que Fernando se hiciera
con los reinos hereditarios de Bohemia y Hungría y el título de rey de romanos, pero a condición
de recibir Tirol y Alsacia (territorios lindantes con Borgoña), de los que dispondrían Alberto y
Maximiliano mientras vivieran, pero que a su fallecimiento quedarían unidos a los Estados de
Flandes y, por tanto, a plazo a la corona de la Monarquía Hispánica.188
Una Junta de Estado formada por Idiáquez y Calderón estimaba «en cuanto al juramento que
los vasallos de aquellos Estados debían hacer a V. M. para después de los días de S. A. dice
[Spinola] que no hay duda ninguna sino que convendría muchísimo que lo hiciesen porque, una
vez hecho, es cierto que con mucha más facilidad entraría V. M. a tomar posesión a su tiempo»,
pero recomendaba que Spinola explorase el ánimo de Alberto apuntándole algo «como de suyo»
y sin que dejara traslucir al archiduque que el rey estaba al tanto de semejante gestión.189
Aunque Spinola compartía las aprensiones del rey asegurando que guardaría secreto el
despacho hasta que llegara la ocasión y se mostró partidario de que los belgas hiciesen
«juramento a S. M. para después de los días de S. A., porque de una vez entraría S. M. más
fácilmente a tomar posesión a su tiempo»,190 resultaba evidente que estaba obligado a sondear
con mucho cuidado la opinión del archiduque sobre este complicado asunto. El momento era
muy delicado teniendo en cuenta, sobre todo, la extrema susceptibilidad de Alberto pues Felipe
III, so pretexto de «ahorrarle el trabajo de firmar las órdenes de pago», había decidido que fuera
el genovés, en tanto que superintendente de la Hacienda, quien tuviera a su cargo la guarda y
disposición de los fondos enviados desde España.191 A. Esteban192 subraya que esta decisión
significó poner en sus manos un mecanismo con el que podría ir a favor o en contra de los
intereses reales, pero que cuando aceptó garantizar la reversión de los Países Bajos «Spinola
había dejado de ser irremediablemente un ministro de Alberto para convertirse en un ministro del
rey». Quizá sería más apropiado considerar que Spinola no había dejado de ser «el general del
rey» desde su llegada a Flandes y el encargo del archiduque de dirigir el asedio de Ostende; su
obediencia a las prescripciones que le fue marcando Felipe III y, sobre todo, su aceptación
incondicional de las instrucciones secretas de 1606, así como la orientación de sus campañas
llevan más bien a pensar que durante todos esos años fue menos el ministro del archiduque que
el del rey. Fue tras el fallecimiento de Alberto cuando se transformó en el defensor de la
archiduquesa y en su verdadero ministro.
El Consejo de Estado, siempre pendiente de la situación de los Países Bajos, estimó193 que, al
fallecimiento del archiduque, sería preciso enviar persona cuya autoridad asegurara el servicio
del rey y la dignidad de la infanta, proponiendo para ello reemplazar al escasamente útil
Guadalest por alguien más capacitado. Por su parte Spinola, que había considerado que el
juramento era una formalidad indispensable,194 esperaba el regreso a Bruselas del archiduque
para plantearle la conveniencia del juramento de fidelidad, pero como si la sugerencia fuera idea
propia y no del rey. Como la frágil salud del archiduque parecía haber mejorado y recibió
favorablemente la idea el general proyectó hacer intervenir también al padre confesor.195 Pero el
dubitativo Alberto seguía sin ofrecer una respuesta definitiva y ello causaba inquietud en Madrid
hasta el punto de que Idiáquez subrayó la conveniencia de presionar sin perder un minuto.196
Fray Iñigo insistió por dos veces con el archiduque y Spinola estaba dispuesto a intervenir
también, pero Alberto se adelantó al fin manifestando que aprobaba la idea pero que, queriendo
conocer la postura de una de las provincias, había recibido como respuesta que el deseo de la
misma era que el rey aceptase enviar a Bélgica uno de sus hijos menores para que fuera criado y
educado por los archiduques con vistas a la sucesión en los Estados, pero que, en todo caso, la
provincia se mostraba dispuesta a prestar juramento cuando el rey así se le ordenase. Alberto
también trató de saber a través de Spinola cuáles eran las ideas de Felipe III respecto de la
reversión, así como, en su caso, sobre el posible envío a Bruselas de uno de los infantes. En
opinión del general era necesario seguir adelante con la prestación del juramento, y Alberto
aceptó la propuesta, pero con la condición de que se entablaran negociaciones con las otras
provincias para estar seguros de su posición:
Había empezado [Alberto] a hacer diligencias con una de las provincias y tenido respuesta que los de ella hubiesen deseado
que se pudiese encaminar a que Vuestra Majestad enviase aquí un hijo segundo suyo para que en su compañía y en la de la
Señora Infanta se criase y después sucediese por heredero en estos Estados. Que no obstante esto jurarían a V. M. siempre
que Su Alteza lo mandase. Sobre esto me preguntó si jamás había entendido cosa alguna de la intención de Vuestra
Majestad acerca de que estos Estados se hubiesen de volver a la Corona de España o dar un hijo segundo.197

Con esta especie de «finta lateral» Alberto colocó el problema de la sucesión en un plano
diferente, sin que quedara claro si se trataba simplemente de un movimiento de defensa propia,
de un intento de hacer abortar el juramento de fidelidad o si, sencillamente, quería repetir con un
infante la formación que había recibido de Felipe II. Esta dilación en sus proyectos no podía
satisfacer las impaciencias de Felipe III, que, arguyendo que no se podía perder ni una hora pues
la salud del archiduque parecía cada vez más débil, encomendó a Spinola que siguiese este
asunto hasta que quedase totalmente resuelto aprovechando la buena disposición que mostraba
Alberto.198 Poco después una Junta de Estado, compuesta como de costumbre por Idiáquez y
Calderón, insistía en que el juramento era el mejor medio de recuperar los Países Bajos y que no
se planteaba la posibilidad de enviar a Bruselas a ningún hijo del rey. Después de su visita a los
Países Bajos y sus propuestas de reformas militares, Calderón se permitió criticar de nuevo a los
archiduques, afirmando que todo iría mucho mejor si hubieran dedicado a mantener el ejército
todo el dinero que habían empleado en mantener su rango y que Flandes podría caer a su
fallecimiento en peores manos que las de los archiduques.199
Haciendo caso de estas opiniones, el rey decidió que continuasen los esfuerzos para conseguir
que se prestase el juramento y dio la callada por respuesta a la posibilidad de enviar a Bruselas a
uno de sus hijos. En consecuencia dio instrucciones a Spinola para que los gobernadores de las
provincias recibieran las pensiones suprimidas a consecuencia de las recientes reformas y, para
evitar quejas de los demás funcionarios, autorizó a que se les concedieran gratificaciones con
cargo a fondos secretos, pero todos venían obligados a guardar estas mercedes en secreto so pena
de retirárselas. Además el archiduque debía ser informado de ello para evitar que se enterara por
otro camino y lo interpretase como un atentado a su reputación.200
Al fin parecía que el archiduque se había decidido a aceptar que sus súbditos prestasen el
juramento de fidelidad a Felipe III y que se esforzaba por convencer de ello a las provincias, lo
que causo gran satisfacción al rey. Pero al mismo tiempo —y practicando como de costumbre un
doble juego respecto a sus parientes— instruyó a Spinola para que ayudase al padre confesor a
alcanzar pronto el fin deseado; y si Alberto se interesaba de nuevo por el posible envío a
Bruselas de uno de los hijos del rey para recoger en su momento la herencia de los archiduques,
le asegurara que no le había trasmitido tal petición juzgando inapropiado poner condiciones a lo
que era una formalidad «justa y necesaria».201
El general era bien consciente de la delicadeza del tema y se esforzaba tanto en cuidar la
susceptibilidad de Alberto como en calmar las impaciencias del rey. Al primero le agradecía la
buena voluntad que estaba demostrando, pero sin dejar de señalar al rey la necesidad de actuar
con suavidad y utilizar los buenos oficios de Brizuela y, para tranquilizarle, le informaba de que
el archiduque no había vuelto a referirse al posible envío a Bélgica de un infante.
La impaciencia en Madrid crecía con el paso de los meses y la misma Junta de Estado anterior
insistió en la necesidad de presionar al archiduque, Spinola y el confesor para que no se
produjeran retrasos, aunque se dejaba a opinión del genovés la posibilidad de elegir el que
estimara el mejor momento y manteniendo el secreto de toda la operación para evitar la mala
impresión que podría causar en las tropas y que podría significar un retraso en la prestación del
juramento.202
Mientras se desarrollaban todos estos movimientos Spinola se veía obligado a hacer frente a la
crisis de Cleves-Juliers, que le obligaba a moverse entre Bruselas y su campamento en Wesel, lo
que hizo que las gestiones sobre el juramento quedasen postergadas en espera de mejores
condiciones y tuvo que dejar su continuación en manos del padre confesor, aunque no dejara de
vigilar muy de cerca el resultado que pudiera obtener. A ello se añadió en enero de 1615 la
infausta noticia del fallecimiento en Génova de su esposa, Donna Giovanna Baciandonna, nuevo
y terrible golpe tras la trágica muerte en combate de su hermano en la batalla de La Esclusa, que
le llevó a retirarse temporalmente a una abadía para calmar su dolor.
Pero su dolor no impedía que los acontecimientos siguieran su curso y la perspectiva del
juramento levantaba no pocas suspicacias en las provincias fieles que pretendían una reunión de
los Estados Generales, lo que estaba muy lejos de coincidir con las intenciones del rey o del
archiduque. Por ello Alberto decidió presidir una comisión formada por Pecquius (como
canciller de Brabante), de Robiano (como tesorero General), Mancisidor (secretario de Estado y
de Guerra), el padre confesor y el propio Spinola, que, con esta ocasión, recibió nuevos apremios
del rey. Esta comisión consideró203 que los Estados de Brabante debían pedir al rey que
concediese plenos poderes al archiduque para recibir el juramento en su nombre204 y que
facilitase 100.000 ducados para distribuirlos entre aquellos que se considerase necesario.
El enorme retraso que era habitual en las comunicaciones hizo que la respuesta del rey se
retrasara varios meses205 y en sus instrucciones a Spinola se indicaba que los archiduques
debían tratar individualmente con cada provincia y evitar la reunión de los Estados Generales,
pues si se celebraba tal reunión se corría el riesgo de que entraran en tratos con las Provincias
Unidas o con Francia. Y en cuanto a los 100.000 escudos solicitados se ponían a su disposición,
pero recomendando que preferiblemente a este gasto se recurriera a la concesión de títulos y
señorías, pues aún escocían en la memoria de la corte los 20.000 ducados que hubo que gastar en
el momento de la cesión por Felipe II para conseguir la adhesión del Artois y del Hainaut al Acta
de Renuncia. Meses después se seguían arrastrando las interminables gestiones, pues se temía
que la prestación del juramento pusiera en dificultades la solución de la crisis de Cleves-Juliers.
Pero a comienzos de 1616 las perspectivas parecían favorables por lo que todos, incluido el
propio archiduque,206 decidieron volver a tomar las negociaciones aunque para algunas
provincias un juramento anticipado resultase una novedad que podría provocar dificultades, por
lo que para evitar este peligro el rey envió el poder autorizando a Alberto para recibir el
juramento de fidelidad de las provincias en previsión de su vuelta a la corona de España.207
A todo esto, el embajador Guadalest, siempre retrasado en sus informaciones, señalaba su
preocupación208 porque se pudiese pedir en Bélgica el envío de un infante, pues consideraba
que ello podía suponer una separación de los Países Bajos y de España y, aunque, por una vez
parecía haber logrado mantenerse al tanto de lo que se había ido hablando, al no tener nada mejor
que hacer se quejaba de que Spinola había pretendido dirigir solo las negociaciones. Esta
postergación había herido gravemente su honor y se sentía dolido por la casi nula atención que se
le prestaba y por la irrelevancia y falta de reconocimiento que se concedía a su función. Y ni
siquiera invocando su cargo de embajador del rey consiguió ser él quien viajara a las distintas
ciudades y provincias para las ceremonias del juramento, teniéndose que limitar a participar en
las reuniones de Binche poco menos que como un invitado de segunda categoría.
Las gestiones parecían haberse encarrilado por buen camino y el duque de Aerschot tuvo éxito
al proponer el juramento a los Estados del Hainaut. Ahora las dificultades venían del lado de
Brabante y Spinola le pidió que, en tanto que noble de esa provincia, tratara de obtener el
acuerdo y aunque el duque aceptó la misión lo hizo a cambio de que se solicitase el Toisón de
Oro en su favor. Poco a poco se iban consiguiendo las aceptaciones de las provincias y, a
petición de Alberto, Spinola se trasladó a Binche, donde aprovechando el mal estado de salud del
archiduque, se dedicó a festejar a los diputados de las provincias que se reunían allí. Casi todos
los diputados presentes prestaron el juramento de fidelidad, pero a finales de mayo todavía
faltaban algunos: Flandes, Lille y Brabante solicitaron un plazo suplementario de veinte días con
las excusas menos apropiadas a la situación (mantenimiento de la infanta al frente del gobierno
tras la muerte del archiduque, envío de un infante, impuestos…). En cuanto a la Borgoña, habida
cuenta de la distancia, se decidió que el juramento fuese prestado ante el gobernador del
territorio.
Inesperadamente el Consejo de Estado dio un giro a la orientación que había ido fijando la
Junta que había dirigido la operación, al estimar que reclamar el juramento de las provincias era
tan poco hábil como inútil y lamentaba que se hubiese optado por ese camino, pues el Acta de
Cesión de 1598 ya tenía una reserva formal que «no debió de tener noticia de ella quien advirtió
se hiciese esta diligencia»209 y la reserva que figuraba en el Acta de Renuncia de Felipe III
estaba suficientemente clara y si se hubiese considerado imprescindible el juramento habría sido
preferible enviar un grande a Bruselas. Apoyando sus argumentos citaba las advertencias del
conde de Bucquoy (capitán general de la Artillería) recién llegado de Flandes y que estimaba que
con esta exigencia se cometía una de las peores faltas posibles, ya que las provincias leales
podrían considerarlo como una señal de desconfianza.
La autoridad con que Spinola rodeaba sus actos era el anticipo de cómo iban a ir surgiéndole
enemigos: ya no era solo Guadalest quien protestaba ante Madrid, y con las quejas del nuevo
veedor general, Francisco Andía de Irarrazábal, se abrió un nuevo frente de disputas en la corte.
Llegado a fines de 1615, el veedor se quejó de que desde 1613 Alberto hubiese puesto la
administración de las finanzas militares en manos del genovés, que las manejaba a su capricho
para asegurar su poder y le acusó de haber actuado de forma tan inadecuada que parecía haber
puesto en duda los derechos sucesorios del rey. Por ello pidió autorización para controlar los
gastos secretos y consignarlos en un registro especial y además insistió en la puesta en acción de
una Junta de Hacienda,210 para lo que se encontró con la oposición inicial del archiduque y con
el apoyo del Consejo de Estado. Brizuela (quizá instigado por Spinola) advirtió al rey que la
función paralela del general como superintendente y cabeza de la Junta sería un atentado a la
autoridad del archiduque y, en un intento de suavizar la situación, el rey pidió a Alberto que
fuese el ordenador de los pagos (o, al menos, de los reservados). Sin embargo se encontró con
una total negativa que permitió que Spinola siguiera manejando todos los fondos y tratara de
imponerse al veedor, a quien pretendió obligar a ir a despachar a su residencia.
Hasta el mismo archiduque se alarmó por el enfrentamiento y envió de nuevo a Madrid a Fray
Iñigo de Brizuela para que informase sobre la gravedad de la situación y tratara de que el veedor
fuese trasladado a España pues su actitud constituía un desafío a la autoridad de Alberto, que no
le había expulsado de los Países Bajos por respeto al rey. Al final, como siempre se rompe el
pote de barro que choca con el de hierro, el veedor fue acusado de falsificación de las listas de la
Veeduría y encarcelado en el castillo de Amberes a finales de año. En esta ocasión Felipe III no
aceptó las pretensiones de Spinola y el Consejo de Estado, aun reprobando «la forma» de
actuación del veedor, aceptaba «el fondo», por lo que a su vuelta a España fue repuesto en su
cargo, le fueron agradecidos sus servicios e incluso (ante la indignación de Alberto) aunque no
regresó a Bélgica continuó cobrando su salario.
El éxito en la delicada operación del juramento y las muestras de respeto que recibió de los
delegados durante las reuniones en Binche pareció subírsele a la cabeza a Spinola, que, pasando
por encima de las prerrogativas archiducales y cometiendo un tremendo error de protocolo, se
permitió someter directamente al rey una importante lista de honores y mercedes. Esta actitud
desagradó profundamente al Consejo de Estado,211 que vio con malos ojos semejante proceder
que mermaba la autoridad de Alberto e Isabel y del embajador en un momento en que los
triunfos de las armas holandesas ponían en peligro los Países Bajos y que consideró su deber
señalarlo a la atención del rey. Spinola parecía considerarse el eje y el motor no solo del ejército,
sino también de la diplomacia y la política y pretendía ser la «fuente de honores», como si
mandar las tropas y controlar los fondos le autorizase a creerse por encima de los demás. Spinola
parecía haber perdido de vista su verdadero papel y considerarse como el «deus ex machina» de
la política en los Países Bajos.
El fallecimiento del marqués de Guadalest en septiembre abrió el camino al nombramiento de
un embajador de personalidad más acusada que el difunto y que pudiera servir de contrapeso a
las crecientes ínfulas de Spinola. Pero el capítulo se cerró con un pequeño incidente: en
primavera de 1617 el rey envió a Bruselas a García de Pareja como embajador extraordinario
para agradecer a las provincias la prestación del juramento de fidelidad, pero se encontró con una
negativa a recibirle por parte de los archiduques y no fue hasta casi dos meses después cuando,
por orden del rey, se vieron obligados a hacerlo. Para que Pareja pudiera cumplir su misión, los
diputados de los diferentes Estados se reunieron en Bruselas y, siguiendo los deseos de los
archiduques, el embajador se dirigió en primer lugar a las provincias en general y al día siguiente
a Brabante de modo individual.
Sin embargo todavía transcurrió un cierto tiempo hasta que se produjo efectivamente el
reemplazo de Guadalest y hay que señalar que la elección no sirvió ni mucho menos para
mejorar el ambiente, ya que recayó sobre Alonso de la Cueva y Benavides, marqués de Bedmar,
que no llegó a la capital de los Países Bajos hasta 1619. Bedmar había ocupado la siempre
complicada embajada en Venecia, nada menos que desde 1607, pero tuvo que salir de allí en las
peores condiciones en 1618, tras los gravísimos incidentes registrados cuando, con Oñate y
Villafranca, fue acusado de haber fomentado la «conjuración de Venecia». Hombre arrogante,
imbuido de su importancia, tuvo grandes dificultades en su misión, hasta el punto de que,
fallecido el archiduque, la infanta tuvo que acabar por relegarle al castillo de Tervuren hasta que
consiguió que fuese enviado a Roma y dejara en Bruselas tanta paz como tranquilidad llevaba.
186 AGS, Estado, 634, C. Junta de Flandes, 16 de agosto de 1601.
187 AGS, Estado, 2035, Felipe III a Spinola, 14 de septiembre de 1613.
188 AGS, Estado, 2228, Felipe III a Spinola, 1 de abril de 1613.
189 AGS, Estado, 2027, Consulta de una Junta de Estado, 20 de diciembre 1613.
190 AGS, Estado, 2027, Spinola a Felipe III, 14 de noviembre 1613.
191 AGS, Estado, 2228, Felipe III a Hurtuño de Huarte (Pagador general), 31 de marzo de 1613.
192 A. Esteban Estrígana, Guerra y finanzas en los Países Bajos católicos, p. 162.
193 AGS, Estado, 628, CCE, 16 de enero de 1614.
194 AGS, Estado, 2027, CCE debatiendo una carta anterior (14 de noviembre de 1614) de Spinola.
195 AGS, Estado, 2028, Spinola a Felipe III, 1 de febrero de 1614.
196 AGS, Estado, 2028, C. de una Junta de Estado, 10 de marzo de 1614.
197 AGS, Estado, 2296, Spinola a Felipe III, 16 de abril de 1614.
198 AGS, Estado, 2229, Felipe III a Spinola, 8 de mayo de 1614.
199 AGS, Estado, 2028, C. de una Junta de Estado, 17 de mayo de 1614.
200 AGS, Estado, 2229, Felipe III a Spinola, 3 de junio de 1614.
201 AGS, Estado, 2229, Felipe III a Spinola, 16 de junio de 1614.
202 AGS, Estado, 2028, C de Junta de Estado, 28 de agosto de 1614.
203 AGS, Estado, 2297, Spinola a Felipe III, 17 de enero de 1615.
204 Paralelamente concedió otro poder a Spinola con el mismo fin como se ve por su carta agradeciéndolo al Rey (AGS,
Estado, 2297, 30 de marzo de 1615).
205 AGS, Estado, 2230, Felipe III a Spinola, previsiblemente de principios de mayo de 1615.
206 AGR, Secretaría de Estado y de Guerra, Alberto a Felipe III, 18 de enero de 1616.
207 AGS, Estado, 2230, Poder dado por Felipe III al Archiduque Alberto, 24 de febrero de 1615.
208 AGS, Estado, 651, Guadalest a Felipe III, 1 de mayo de 1616.
209 AGS, Estado, 2030, CCE, 21 de mayo de 1616.
210 AGR, SEG, Rº. 178, Felipe III a Alberto restableciendo esa Junta.
211 AGS, Estado, CCE, 12 de julio de 1616.
DE NUEVO CLEVES-JULIERS

La situación de los Ducados en Alemania, tan próximos a los Países Bajos, seguía siendo motivo
de grave preocupación puesto que el acuerdo entre los «posesores» (el Tratado de Dortmund de
1610) era de difícil puesta en práctica y los había enfrentado pese a los esfuerzos de Enrique IV y
Oldenbarnevelt en servir de mediadores. La «posesión» de ambos candidatos se había basado en
razones militares y no en derechos reconocidos y a ello se unía la falta de reconocimiento
exterior de las administraciones que se establecieron. La mediación estaba condenada al fracaso,
pues como, por razones religiosas, el pensionista apoyaba al protestante Juan Segismundo de
Brandemburgo, ello empujó a Felipe Luis de Baviera a aproximarse a la Liga y al archiduque
Alberto y a manifestarse inclinado a convertirse al catolicismo. Pero antes de decidir tal
conversión solicitó la protección del archiduque que, sin comprometerse, se limitó a ofrecer sus
buenos oficios y esgrimió la posible conversión para intimidar al rival y evitar una ruptura
definitiva.212 A diferencia, pues, de la anterior crisis en que los pretendientes se oponían al
embargo imperial de los territorios, esta vez eran motivos confesionales los que dibujaban el
cuadro del nuevo conflicto.
Al posible cambio de religión de Felipe Luis había que sumar su pretensión de que el
emperador le adjudicase toda la herencia por lo que Oldenbarnevelt (espoleado por Jacobo I)
negoció una alianza (Tratado de La Haya, 17 de mayo) con la Unión encabezada por el elector
palatino Federico V.213 El acuerdo fue un espejismo que daba una falsa impresión de seguridad
y, debido a la dispersión geográfica de sus miembros y a sus escasas reuniones, no fue ratificado
hasta meses después cuando ya se había producido lo que se trataba de evitar —la intervención
de la Casa de Austria— sin que la Unión reaccionara, sobre todo porque los príncipes no
parecían entusiasmados con una expedición militar de resultados dudosos en las fronteras de
Alemania.
En el Consejo de Estado se desencadenó la presión de los miembros del «partido de la guerra»,
como Pedro de Toledo y Agustín Mexía, siempre contrarios a la cesión de los Países Bajos, las
paces con Francia y con Inglaterra y para los que la tregua era un baldón en la reputación de la
Monarquía Hispánica. Toledo propugnaba proteger los Países Bajos a toda costa («por todos se
ha entendido siempre que la conservación de esta monarquía consiste en la posesión de aquellos
estados»)214 y culpaba a Alberto de la pérdida del «imperium» de España, asegurando que la
Tregua era el origen de todos los males. Para él era preciso conservar Juliers para estar
preparados a una nueva guerra llegado el momento,215 pues si los holandeses se apoderaban de
Juliers ello sería una amenaza mortal para los Países Bajos. Su opinión era compartida por
Mexía, que, ante la posibilidad de un enfrentamiento con las Provincias, afirmó que «tendría por
mejor romper las treguas a trueque de no perderla».216. Las discusiones en el Consejo y los
argumentos de Zúñiga desde Alemania revelan el clima en que se desarrolló en España esta
segunda crisis. Zúñiga atizó el incendio asegurando que la presencia holandesa en Juliers ponía
cada día en mayor riesgo los intereses de España.217 La presión de estos personajes llevó a los
otros consejeros al convencimiento de que, considerada la tregua como un error, era preciso
enfrentarse de nuevo con las tropas holandesas cuya amenaza sobre Juliers era, según Toledo,
«una obra del cielo» y ponerse en campaña en el ducado que «es lo mismo que defender el país
de Flandes».
Para Lerma los objetivos estaban claros: mantener la paz con Francia, la neutralidad de
Inglaterra y proteger los intereses en los Países Bajos;218 pero la posibilidad de que las
Provincias Unidas enviaran tropas a Juliers obligó a un refuerzo notable del ejército de Flandes y
a cruzar los dedos ante la situación de la regente María de Médicis que debía convocar los
Estados Generales y las ambiciones de la nobleza que podían arruinar el acercamiento a España.
En un primer momento Felipe III pensó que bastaría con los fondos enviados (entre enero y julio
remitió 400.000 ducados) y con negociar, pero terminó ordenando el reforzamiento
solicitado.219
El margrave Ernst, que actuaba en nombre del Brandemburgo, no solo se convirtió en 1610 al
calvinismo, sino que lo promovió activamente entre sus soldados, lo que tenía que chocar con las
pretensiones sobre Juliers de los príncipes luteranos. Por otro lado, Wolfgang Wilhelm, hijo del
Neoburgo y gobernador en su nombre, mantenía conversaciones con el archiduque Leopoldo
desde 1609 y, con el apoyo de Zúñiga —cuya posición como embajador ante el imperio era muy
importante— se convirtió al catolicismo consiguiendo el control total de Neoburgo a la muerte
de su padre en 1614.
Consecuencia de estos avatares era la imposibilidad de un mínimo entendimiento entre ambas
administraciones y Wolfgang Wilhelm estaba convencido de que los brandemburgueses
pretendían dar un golpe con ayuda holandesa. No le faltaba razón pues en mayo de 1614 un
grupo de 300 soldados de las Provincias Unidas reforzó la guarnición de Juliers y expulsó a los
soldados del otro bando. Wolfgang reaccionó expulsando de Dusseldorf a los administradores
brandemburgueses y formó una tropa de 900 hombres. Si bien era cierto que el gobernador
brandemburgués estaba preparando una acción, también era cierto que Oldenbarnevelt trataba de
evitar un enfrentamiento y el envío de soldados a Juliers se había hecho precisamente para
evitarlo. Siguiendo esa política, las Provincias Unidas enviaron en julio otros 2.000 hombres para
rebajar las ínfulas de Wolfgang Wilhelm, que se había lanzado a reclutar casi 4.000 soldados
para los que no contaba con medios por lo que Holanda puso en juego su peso económico y le
obligó a ceder ante sus deseos. El juego era extremadamente peligroso y tenía que alarmar a
España, pues semejante concentración de tropas en una zona tan reducida no cabía interpretarse
sino como un desafío a su influencia en el bajo Rin, por lo que había que hacer frente al mismo y
obligar a los holandeses a respetar los términos de la tregua.
Spinola no fue ajeno a los debates en Madrid y, en respuesta a la petición para que informara
de la situación, escribió:
Los holandeses, de consentimiento del Marqués de Brandemburgo, se han apoderado de Juliers. Podría ser con intento de
quedarse con aquella plaza. Dúdase si será conveniente formar ejército contra holandeses aunque de esto se siga romperse
la tregua que corre. A tres puntos se reduce esta inteligencia: primero, de la reputación de V. M.; segundo, si contra la
justicia de las treguas se puede romper por esta causa; tercero, si la conveniencia de recobrar esta plaza prepondera a la de
las treguas.220

Y para él la respuesta estaba clara: la reputación del rey exigía observar la tregua y no se podía
romperla a causa de Juliers.
La actitud holandesa obligó a Alberto a buscar apoyo en Londres y en París mientras Spinola
insistía repetidamente ante Felipe III para llevar a cabo una acción militar y hacer frente a la
situación «con la mayor prisa que se pudiere y así dar menos lugar de prevenirse los holandeses»
y no dejaba de avisar que los intentos de hacer intervenir a Francia e Inglaterra para que los
holandeses abandonaran Juliers solo tendrían efecto «cuando V. M. se haya servido de mandar
que se provea lo que se ha pedido y se tomen las plazas que se pudieran… suplico a V. M. que
no se pierda el tiempo en mandar que cuanto antes se acuda aquí con lo que se ha pedido».221
Por desgracia las gestiones del archiduque fueron baldías y, si bien Inglaterra prometió cooperar
para buscar una solución, Francia se limitó a encargar a sus representantes que «transmitieran»
las quejas de Alberto a los Estados Generales. Este movimiento diplomático producía poco o
ningún resultado y encarecía la necesidad de prepararse adecuadamente, pues en opinión de
Spinola «se puede esperar poco remedio por aquella parte» y era consciente de que no cabía
esperar gran cosa de la posible reunión en Wesel ya que «difícil cosa será que los holandeses
quieran restituir lo que han tomado».222 Al final el único resultado fue la invitación holandesa a
los dos enemigos a enviar a Wesel unos delegados que, junto con el elector de Colonia, tomasen
una decisión.
La conferencia tuvo lugar del 10 al 23 de junio y en ella participaron Ottavio Visconti y
Pecquius como mediadores en nombre del archiduque. En las instrucciones de Oldenbarnevelt
para la conferencia se condicionaba la evacuación de Juliers al acuerdo de los dos «posesores»
(al menos en lo relativo a la composición de la guarnición, pues no podía arriesgarse a discutir la
soberanía sobre los Ducados) y ofrecía la garantía de los Estados Generales como guardianes de
la plaza juntamente con los reyes de Francia y de Inglaterra. Además exigía el desarme unilateral
del hijo del Brandemburgo y la destrucción de las fortificaciones que había hecho en Dusseldorf.
Estaba claro que estas condiciones no serían aceptadas por Felipe Luis, que, a diferencia de
Oldenbarnevelt, conocía la decisión española de reforzar sus tropas. Los Estados Generales
preguntaron a Alberto por sus intenciones a lo que este respondió que no estaba en su ánimo
romper la tregua aunque el movimiento militar holandés era un desafío a su influencia sobre la
zona y tanto Alberto como Spinola consideraban necesaria una demostración de fuerza que
obligara a los holandeses a respetar la tregua.
Parece lógico que Alberto estuviera convencido de que, a pesar de todas estas fintas
diplomáticas, los holandeses estaban dispuestos a mantenerse en Juliers y ante este peligro
consideró que la única solución era la ocupación de plazas en los territorios en disputa como
freno a las apetencias de las Provincias Unidas. Así pidió al rey el envío de los socorros que
venía reclamando Spinola,223 y en su esfuerzo para convencerle de que era imprescindible
actuar con las armas, envió a Visconti a Madrid para insistir en el fracaso de los intentos de
mediación ingleses y franceses y en la necesidad imperiosa de reforzar el ejército para impedir
que el ejército holandés se apoderase además de Colonia y los Estados vecinos.224
Y como había que buscar una justificación para la intervención de las tropas de Spinola, el
fallido viaje a Bruselas de Felipe Luis (que buscaba apoyo contra las pretensiones de Juan
Segismundo) sirvió para este fin. El jefe de las tropas holandesas que guarnecían Juliers no le
permitió entrar en la plaza, pues temía que su presencia provocase un enfrentamiento entre las
tropas de ambos «posesores» allí acantonadas. Complicación suplementaria: el hijo de Juan
Segismundo (stadholder de Dusseldorf en nombre de su padre) temiendo ser apresado se refugió
en Cleves, y esto permitió a Felipe Luis apoderarse de la ciudad y asistir allí a una misa, lo que
equivalía a la total ruptura del «condominio». La alarma cundió en las Provincias Unidas que
ante el posible peligro reforzaron su guarnición en Juliers aunque asegurando a los dos
«posesores» que esta acción era en su beneficio. La decisión constituía un error de apreciación o
mala información de Oldenbarnevelt (que parecía ignorar el refuerzo decidido en Madrid) y
provocó la ira del brandemburgués sin que los otros implicados en la crisis reaccionaron: en
Francia —con el optimismo creado por la política matrimonial— se pensaba improbable un
ataque español, y Jacobo I (a quien alarmaba la posibilidad de un regreso de los Ducados al
catolicismo) desaprobó la conducta de Felipe Luis.
Puesto que Lerma se encontraba enredado en los problemas del norte de Italia, el archiduque y
Spinola decidieron utilizar el ejército de Flandes y movilizar una potente tropa. Y cuando se
comprendió la verdadera motivación de Oldenbarnevelt ya era tarde para dar marcha atrás, pues
sería interpretado como una pérdida de prestigio. De esta manera el 22 de agosto Spinola reunió
a sus soldados cerca de Maastricht, cruzó la frontera del ducado de Juliers, y dos días después
ocupó Aquisgrán (restableciendo el catolicismo) y, dejando de lado la ciudadela de Juliers, se
apoderó de 55 ciudades y fortalezas en una rápida campaña. El 1 de septiembre apareció ante
Wesel, que capituló al cabo de una semana antes de que los Estados Generales y Mauricio
pudieran acudir en su socorro.
De todos modos, antes de salir en campaña, Spinola había tomado la precaución de dejar bien
clara la posición española:
Para quitar sombras y sospechas y excusar los inconvenientes que estas pudieran causar, S. A. hizo declarar a los Reyes de
Francia y de Inglaterra que no enviaba el ejército por pretensiones que tuviese de tomar ninguna tierra para V. M. ni para sí,
sino por excusar el daño que los holandeses hacían con la toma de Juliers y que siempre que ellos saliesen de aquella plaza
al mismo punto mandaría salir la gente de V. M. de todas las que hubiese ocupado en estos países de Cleves y Juliers. Lo
mismo se ha declarado a las villas que se han ido tomando y en la de Wesel está capitulado por escrito.

Esperando alcanzar un acuerdo con Mauricio, Spinola se limitó a situar pequeñas guarniciones
en las plazas tomadas para que los holandeses no se apoderaran de ellas, teniendo buen cuidado
de no hacer cambios en la forma de gobierno, «porque no parezca que V. M. quiere tomar
jurisdicción en villas del Imperio».225 Mauricio reaccionó de inmediato tomando Juliers y otras
plazas en Cleves y Mark, y Spinola replicó haciendo lo mismo con aquellas que no habían sido
tomadas por el enemigo. La posesión de Wesel tenía gran repercusión religiosa (era un centro
calvinista de primera importancia) y económica (permitía controlar la navegación por el Rin y
situar a las tropas españolas en posición amenazante en la frontera de las Provincias) por lo que
el hecho impresionó profundamente a los Estados Generales y a todos los actores de la crisis.
Los consejos del embajador inglés para que se evitase cualquier provocación contra el
archiduque fueron respaldados por Oldenbarnevelt, pero su política parecía haber fracasado e
incluso fue acusado de aceptar sobornos (acusación que se repitió años más tarde durante el
proceso que condujo a su ejecución). A todo esto, en Bruselas estaba reunidos los embajadores
de Inglaterra y Francia con el archiduque y los representantes de las Provincias Unidas
negociando la salida de Wesel de las tropas españolas y las de Mauricio de Juliers y tratando de
acordar la división de los Estados, objeto de tantos quebraderos de cabeza, entre los dos
«posesores». Pero esta componenda fue mal recibida tanto por Spinola, a quien tan fácil
abandono de Wesel le parecía una grave equivocación, como por Guadaleste, que acusaba a
Alberto de estar desperdiciando el resultado de una magnífica campaña y de ceder con
demasiada facilidad.
Tanto Spinola como Mauricio eran conscientes de la gravedad que significaría una ruptura de
la tregua que llevaría a una nueva guerra y, aunque las instrucciones de ambos eran evitar tal
situación, Mauricio consideraba beneficiosa la ruptura mientras Spinola soñaba con una victoria
en el campo de batalla. Limitados por sus instrucciones y por la propia realidad, no había más
solución que reunirse y tratar de resolver la crisis. La negociación relativa a la devolución de
plazas planteó muchos problemas, pues Spinola deseaba que en el acuerdo se incluyese una
cláusula que obligara claramente a que bajo ningún concepto se pudieran ocupar más plazas,
pero los holandeses buscaban una redacción poco clara y que no satisfacía al general español, por
lo que se negó a ceder y, disuelta la reunión de Xanten, quedó en suspenso el posible acuerdo del
que Spinola era partidario («soy de parecer que el concierto se haga»), pues en caso contrario
habría que volver a la guerra «y será una guerra muy larga». Por fin se alcanzó un acuerdo226 de
retirada de ambas tropas y de devolución de los Ducados a Neoburgo y Brandemburgo, quienes
debían llegar a un acuerdo. Pese a todo, se mantenía la desconfianza por parte española, como lo
prueba la orden del archiduque227 de no restituir las conquistas salvo si «los holandeses
entregaban Juliers y restablecían el statu quo» y, si ello no era así, había que prolongar las
negociaciones y ganar tiempo.
Al fin el 12 de noviembre se firmó el Tratado de Xanten, conforme al que el Neoburgo
residiría en Dusseldorf y el Brandemburgo en Cleves, controlando cada uno la mitad de la
herencia y ejerciendo conjuntamente los poderes ducales. Además se evacuarían las plazas
ocupadas en los Ducados y los holandeses entregarían Juliers. Como era lógico esperar, la
ratificación de esta componenda no era fácil, pues los acuerdos «crujían» en todos los aspectos
(territorial, religioso e internacional) y los embajadores francés e inglés debieron actuar otra vez
más como amigables componedores.
Pese a que la política pacifista del archiduque había sido duramente criticada por Guadaleste,
cierto es que había evitado un serio conflicto bélico al conseguir la evacuación de las plazas
ocupadas (era imposible para España mantenerse en Wesel ni en ninguna otra) y la entrega de
Juliers por los holandeses. Alberto pidió al rey que aprobase el acuerdo228 y la misma infanta
Isabel apoyó ante su hermano el restablecimiento de la paz, pues solo aspiraba «a dejar[le] los
Estados completamente pacificados» y sugería que los partidarios de la guerra viesen antes si la
hacienda real podía permitirse continuar la guerra.
Había un serio obstáculo: el rey había prohibido a Guadaleste y a Mancisidor que se
transigiese con los holandeses o se entregara Wesel sin su consentimiento previo y ambos
trasladaron la orden al general «con lo cual ha parado todo». Al conocerse la decisión se produjo
la ruptura y Mauricio no se comprometió a no ocupar otras plazas en Cleves o en Juliers. Para
mayor inquietud de Alberto, se acusó a la parte española de mantener objetivos ambiciosos y se
excitó contra ella a la opinión pública.229 Spinola, por su parte, se mostraba orgulloso de los
resultados obtenidos: victoria de las tropas del rey, retirada holandesa, ocupación de Aquisgrán,
destrucción de las fortificaciones de Mulheim y solución de las pretensiones del Neoburgo. Y
todo ello sin que se hubiese roto la tregua... pero, pese a las órdenes a Guadaleste y a Mancisidor,
puesto que el archiduque había garantizado a Inglaterra y Francia que no aspiraba a ganancias
territoriales y vista la obstrucción de las Provincias Unidas para garantizar que ni ellas ni España
ocuparían otros territorios, era preciso llegar a un acuerdo y evitar una guerra «larga y
sangrienta» en la que los holandeses contarían con el apoyo de Londres, París y los protestantes
alemanes.230 Finalmente Felipe III aceptó dar su aprobación, aunque con reservas, al Tratado de
Xanten.231
Parecía que al fin se había solucionado el problema y Luis Felipe quiso acudir a Madrid para
agradecer a Felipe III la ayuda (y que pedía se mantuviese si sus súbditos, mayoritariamente
luteranos, se rebelasen contra él) y pedirle que convenciese al emperador de la necesidad de
adoptar una decisión definitiva. Siguiendo la opinión de Spinola, el Consejo de Estado
recomendó responderle más o menos vagamente como en el pasado y encomendar a Zúñiga la
gestión ante el emperador.232 Pero surgía una nueva complicación: aunque el emperador le
había reconocido el derecho de primogenitura, Luis Felipe corría el riesgo de ser expulsado de su
feudo por sus propios hermanos y por la Unión Protestante, pues en el testamento paterno se
prohibía al heredero del ducado cambiar de religión bajo pena de perder sus derechos. En tal
coyuntura Alberto no podía socorrerle y solo se veía abierto el camino a través de las gestiones
que Zúñiga pudiera hacer ante el emperador.233
La intransigencia de unos y otros hacía imposible encontrar soluciones e incluso las propuestas
de Jacobo a principios de 1615, partiendo del texto de Xanten, eran inaceptables para Alberto y
para Felipe III (que no había sido signatario del tratado). La caída en desgracia de Somerset y su
sustitución por Buckingham no auguraba una fácil solución al problema que desde hacía años
enfrentaba a buena parte de Europa.234 Y como las negociaciones se interrumpieron en otoño
por la negativa holandesa a comprometerse a no hacer nuevas ocupaciones (en noviembre corrió
el rumor de que sus tropas se dirigían hacia Colonia) y dada la inacción del embajador francés en
La Haya (que no se molestó en hacer nuevas gestiones arguyendo que resultaban inútiles), el
archiduque y Spinola se vieron obligados a mantener las tropas en pie de guerra y a realizar
levas.
Las Provincias Unidas mostraron su arrogancia al hacer entrar sus tropas en una zona neutral
(el condado de Ravensberg) y aunque el archiduque no quiso reaccionar temiendo romper la
tregua y que los habitantes («heréticos») se pusiesen a favor de los holandeses si intentaba un
movimiento,235 Felipe III, ante la violación de la neutralidad, ordenó a Spinola ocupar las plazas
fuertes del condado de La Marck si no se resolvía el problema de Juliers.
Harto del problema de los Ducados, Felipe III trató de que el archiduque buscara el medio de
liberar los Países Bajos de esta hipoteca. A título de precaución y para prever cualquier
movimiento, Spinola recibió, como se ha dicho, la orden de ocupar las plazas fuertes del condado
de La Mark si el problema de Juliers no se solucionaba.236 El rey coincidía con Alberto en que
no se debía romper la tregua por un motivo fútil, pero como debía mantener su reputación
prescribió fortificar Wesel y solicitar la asistencia del emperador y de los príncipes alemanes,
indicando que su conducta estaría en función de la posición holandesa. Alberto, que no quería
invadir territorios y dejando claro que su honor debía quedar a salvo, logró que el rey aceptara
que si bien no se debía romper la tregua por motivos fútiles ello no impedía fortificar Wesel y
solicitar la ayuda del emperador. Aunque quería salvar el honor del ejército, era preciso hacer
todos los esfuerzos posibles para resolver el problema, por lo que recurrió a la mediación de
Francia (que demostró muy escaso interés en ayudar) y de Inglaterra —gracias al embajador
Diego Sarmiento de Acuña—237 cuyo rey, Jacobo I, pidió a los holandeses que evacuaran las
plazas que ocupaban en Juliers, pero demostrada mala voluntad holandesa Alberto se vio forzado
a mantenerse en las plazas que estaban en su poder, evitando una retirada que permitiría su
ocupación por los adversarios.
En esos momentos corrió el rumor de que Juan Segismundo tenía la intención de vender sus
derechos sucesorios a Mauricio de Nassau y los holandeses lo que provocó tal alarma en Madrid
que Felipe III ordenó impedirlo por todos los medios disponibles238 y se decidió a aprobar el
Tratado de Xanten, siempre que, como requisito previo para la entrega de Wesel, los holandeses
evacuaran sus conquistas en los dos Ducados.239 Como una vez más los holandeses demostraron
no tener la más mínima voluntad de llegar a un acuerdo, el archiduque insistió240 en conservar
las posiciones adquiridas y mantener en Alemania las tropas que no eran necesarias en esos
momentos en los Países Bajos. Era muy pesimista respecto a la posible venta, dadas las estrechas
relaciones del Brandemburgo con las Provincias Unidas, que podrían así pretender apropiarse de
la totalidad, pero hubo una esperanza cuando Luis Felipe pareció a su vez dispuesto a vender
(mediante compensación monetaria suficiente...) sus derechos al rey.241 Meses después se
desvaneció el rumor de la venta y el archiduque estimó innecesario mantener los contactos con
Luis Felipe.
El problema radicaba en que el tratado seguía siendo inaceptable para la parte española y como
Cleves y La Mark (adjudicados a Juan Segismundo) eran mayoritariamente católicos, y por tanto
partidarios de Luis Felipe, esos territorios estarían siempre amenazados por una intervención
española, pues los Estados Generales habían aceptado el compromiso (garantizado por Inglaterra
y Francia) de no entrar en guerra. Estaba claro que en estas condiciones era imposible hacer
frente a las amenazas del emperador de establecer un nuevo secuestro y, faltos del apoyo de sus
antiguos aliados, los holandeses «no serían sino espectadores impotentes y todos los esfuerzos de
los últimos seis años habrían sido en vano».242
En definitiva la intervención española sirvió para reforzar su posición estratégica en la zona y
ofrecía un resultado satisfactorio, pues a Wesel y Rheinberg se unían tres pasos que permitían
cruzar el Rin y se restablecía la comunicación (cortada por los holandeses en 1610) con las
guarniciones al este del Ijsel. En cambio para las Provincias Unidas, y pese a reforzar su
guarnición en Juliers (que en todo caso quedaba aislada) y a construir una nueva fortificación (el
famoso «Pfaffenmütze»), el resultado era menos favorable al estar ahora sus tropas flanqueadas
por las españolas. La nueva crisis terminaba prácticamente en un «empate técnico» que se
prolongó en una paz armada (o en una guerra fría) que, aunque pendiente de un hilo, permitía
salvar la tregua y hacer que ambas partes evitaran nuevos enfrentamientos hasta su expiración.
El éxito militar pareció habérsele subido a Spinola a la cabeza, ya que enviaba sus peticiones
directamente a Madrid sin contar con el archiduque. Como se ha señalado al tratar del juramento
de fidelidad, semejante actitud fue severamente criticada en el Consejo de Estado, que manifestó
su preocupación por la actitud desenvuelta del general y recordó que el camino procedente para
presentar las peticiones era el respeto del archiduque y semejante actitud suponía una mengua de
su autoridad precisamente en momentos en que las provincias fieles se encontraban en peligro
por las victorias holandesas.243
212 AGS, Estado, 2296, Spinola a Felipe III, 16 de abril de 1614.
213 Federico V (1596-1632) era sobrino de Mauricio de Nassau. En 1610 (y hasta 1623) ostentó la condición de elector
palatino y en 1613 contrajo matrimonio con Elisabeth, hija única de Jacobo I. En 1619 fue elegido rey de Bohemia, pero
abandonado por sus aliados protestantes fue derrotado en la batalla de la Montaña Blanca (su breve reinado le hizo ser conocido
como «El rey del invierno»). En 1622 tuvo que refugiarse en Holanda y al año siguiente un edicto imperial le privó del
Palatinado. El resto de su vida lo pasó en el exilio tratando inútilmente de recuperar el Palatinado.
214 AGS, Estado, 2027, CCE, 16 de enero de 1614.
215 AGS, Estado, 2028, CCE, 27 de mayo de 1614.
216 Ibid., 11 junio 1614.
217 AGS, K, 1615, CCE, 30 de junio de1614.
218 P. Williams, Felipe III y la Pax Hispanica, p. 286.
219 AGS, Estado, 2027, CCE, 29 de julio de 1614.
220 AGS, Estado, 2296, junio de 1614.
221 AGS, Estado, 2229, Spinola a Felipe III, 9 y 24 de mayo, 1 de junio 1614.
222 AGS, Estado, 2296, Spinola a Felipe III, 15 de junio de 1614.
223 AGR, SEG, Rº. 177, Alberto a Felipe III, 15 de junio de1614.
224 Prueba de la alarma del archiduque son sus cartas de 9 de julio al rey, a Uceda, Calderón y a los miembros del Consejo de
Estado (Lerma, Infantado, el cardenal de Toledo, Velada, La Laguna, Idiáquez, Mejía) así como sus detalladas instrucciones a
Visconti (AGR, SEG, Rº. 177, 11 de julio de 1614).
225 AGS, Estado, 628, Spinola a Felipe III, 19 de septiembre de 1614.
226 AGS, Estado, 2296, Spinola a Felipe III, 16 de diciembre de 1614.
227 AGR, SEG, Rº. 177, Mancisidor a Spinola, 15 de noviembre de 1614.
228 AGS, Estado, 2296, Alberto a Felipe III, 15 de diciembre de 1614.
229 AGR, SEG, Rº. 177, Alberto a Juan de Ciriza, 20 de diciembre de 1614.
230 AGS, Estado, 2296, Spinola a Felipe III, 16 de diciembre de 1614.
231 AGR, SEG, Rº. 178, Felipe III a Alberto, 6 de enero de 1615.
232 AGS, Estado, CCE, 13 de enero de 1615.
233 AGR, SEG, Rº. 178, Alberto a Felipe III, 21 de julio de 1615.
234 Incluso cuando Oldenbarnevelt fue ejecutado en 1619 todavía no se había resuelto el problema de la evacuación conjunta
de Wesel y de Juliers.
235 AGR, SEG, Rº. 179, Alberto a Felipe III, 15 de enero de 1616.
236 AGR, SEG, Rº. 179, Felipe III a Alberto, 11 de abril y 2 de mayo de 1616.
237 El título de conde de Gondomar le fue concedido a su regreso a España en 1617.
238 AGR, SEG, Rº. 180, Felipe III a Alberto, 9 de julio de 1616.
239 AGR, SEG, Rº. 178, Felipe III a Alberto, 16 de septiembre de 1616.
240 AGR, SEG, Rº. 180, Alberto a Felipe III, 13 de agosto de 1616.
241 AGR, SEG, Rº. 180, Alberto a Felipe III, 13 de agosto de 1616.
242 J. den Tex, Oldenbarnevelt, p. 477.
243 AGS, Estado, 2030, C.C.E, 12 de julio de 1616.
¿RENOVAR LA TREGUA?

Los años iban transcurriendo y cada vez se hacía más urgente plantearse el problema de qué
actitud cabía adoptar al aproximarse la finalización de la tregua con las Provincias Unidas. Dada
por terminada la política pacifista del duque de Lerma con su caída en agosto y con el triunfo del
bando de los halcones reputacionistas en el Consejo de Estado, había que enfrentarse con la
inminencia de la expiración de la tregua en momentos en que la penosa situación de la hacienda
hacía cada vez más difícil compatibilizar el apoyo al emperador en la Guerra de los Treinta Años
y la renovación de un esfuerzo bélico en los Países Bajos. Además tanto Bruselas como Madrid
estaban obligados a tener en cuenta el enfrentamiento entre los partidarios de Mauricio de
Nassau y de Oldenbarnevelt y cómo aprovechar esta disensión en el campo enemigo. La
detención de Oldenbarnevelt en 1618 por orden de Mauricio y su posterior ejecución había sido
un auténtico golpe de Estado que hacía prácticamente inviables las posibilidades de renovar la
tregua. Amparándose en las disputas teológicas entre arminianos y gomaristas, el primero había
ido sustituyendo los fieles del gran pensionista por los suyos y la tensión creciente dentro de las
Provincias Unidas eran nuevos elementos que Spinola tildaba de «cosa que puede dar
cuidado».244 En realidad tanto en España como en las Provincias Unidas el sentimiento
imperante era que la tregua no había resultado rentable para ninguna de las dos partes. En las
primeras había sido claramente positiva para Ámsterdam, pero no para las provincias del interior,
y en España había sido la periferia la que había crecido en perjuicio del centro y de Portugal.
Felipe III estimó que convenía no desperdiciar la ocasión y así ordenó que se entablaran
negociaciones secretas con Mauricio, para que, a cambio de la promesa de concederle la
soberanía sobre alguna de las provincias, se lograra enfrentar al estatúder con los Estados
Generales. De todos modos el rey todavía tenía profundas dudas sobre cuál sería el mejor camino
a seguir y con quién convendría aliarse: ¿con Mauricio o acaso sería mejor hacerlo con sus
enemigos? Pero no era su única duda: también era preciso decidir si era preferible la paz a la
renovación de la guerra, que en el fondo había sido su idea desde muchos años atrás. Todas estas
alternativas se reflejaban en los debates del Consejo de Estado, donde, en plena división de
opiniones, Spinola se manifestaba partidario de buscar la paz para acabar con tantos años de
guerra y de ruina. Pero para el archiduque y Spinola, el margen de decisión era mínimo, ya que
dependían por completo de que el rey se inclinara por una u otra opción, de modo que, en
previsión de que decidiera reanudar la guerra, solicitaron que las tropas de Italia (libres de
peligro directo tras la Paz de Asti) acudieran a reforzar el ejército de los Países Bajos.
La humillación que para muchos había supuesto la tregua estaba muy presente en las
discusiones en el Consejo de Estado. Y no era solo la concesión de la soberanía lo que alentaba
las críticas, sino también los daños económicos que la ambigüedad de las cláusulas comerciales
había supuesto para los intereses comerciales tanto para España como para los Países Bajos.
Zúñiga, que distaba mucho de compartir las ideas pacifistas de Lerma, no se recataba al
afirmar que tan solo por la fuerza de las armas sería posible reducir las Provincias Unidas a la
antigua obediencia, ya que las mismas estaban en el apogeo de su grandeza mientras que España
se encontraba en pleno desorden.
Tras el correctivo que para él significaron las críticas de la corte cuando, ignorando la
autoridad superior del archiduque, Spinola formuló peticiones de mercedes tras el juramento de
fidelidad, el general fue más humilde al solicitar para sí y su casa las que consideraba que le eran
debidas tras tantos años de guerra y tanto dinero gastado de su fortuna. Y, aunque agradeciera el
subsidio de 20.000 ducados concedido por el rey, no dejó de insistir en que tras haberle servido
durante dieciséis años y haber soportado extraordinarios gastos con motivo de campañas y de
embajadas, ni él ni sus hijos habían recibido ni un real que no fuera de su sueldo, por lo que
«puedo asegurar a V. M. que, en materia de hacienda, mi casa está arruinada».245
La dificultad de la situación preocupaba seriamente al Consejo de Estado, que en una extensa
consulta246 recogía la petición del duque del Infantado que subrayaba la necesidad de, a la
muerte del archiduque, enviar a Bruselas un embajador que asistiese a la infanta en los asuntos
del gobierno civil, pues los del gobierno militar podrían ser encargados a otra persona, así como
la importancia de reforzar el dispositivo militar. Los otros miembros del Consejo, Mexía y Fray
Luis de Aliaga, manifestaron también su inquietud por la posible actitud de los belgas al
producirse el fallecimiento y por la necesidad de evitar que los refuerzos pudieran ser
considerados como un ejército de ocupación. Zúñiga, regresado a Madrid tras su larga misión en
el imperio, estimaba que «el caso de la muerte del Señor Archiduque es muy bien previsible»,
calculaba que la infanta viuda gozaría de mayor autoridad que Alberto en razón del gran amor de
los belgas de que disfrutaba.
Y aunque el rey ratificó las opiniones anteriores, el Consejo seguía echando en falta la
presencia en Bruselas de un embajador que sirviese de contrapeso a la influencia de Spinola y
fuese el canal directo de comunicación de los deseos del rey a los archiduques. Por ello insistió
poco más tarde247 en la necesidad de nombrar embajador y aprovechaba para criticar los
nombramientos hechos por Alberto para la administración de la hacienda y la designación de dos
secretarios para reemplazar al fallecido Mancisidor, secretario de Estado y de Guerra,
nombramiento que era competencia del rey y no del archiduque. Al fin el designado para ocupar
la embajada fue el marqués de Bedmar, cuyas instrucciones le fueron dadas poco después.248
Todo parecía conjurarse para dificultar los intentos por buscar la paz y en Bruselas se produjo
una sublevación que amenazaba con dar al traste con todos los esfuerzos. El origen fue la
obligación de alojar en la ciudad a las compañías de la guardia, que podría ser sustituida por un
pago de 30.000 florines (que se conseguiría aumentando los impuestos sobre la cerveza, el vino,
el pan y la carne). Pero como estos impuestos se habían establecido con el voto en contra de los
representantes de las guildas, el cobro se consideró ilegal. Ante el boicot de la guildas y la
negativa del archiduque a retirar estos aumentos, las primeras ampliaron su boicot a otros
impuestos desembocando la situación en una auténtica revuelta. Tras semanas de enfrentamiento
y cuando las guildas querían comunicar al archiduque que aceptaban los impuestos era ya tarde
para solucionar el problema: Spinola había recibido orden de entrar con sus tropas en la ciudad y
acampar en ella. Los habitantes de la capital habían creído que estas tropas (8.000 infantes y
1.500 jinetes) estaban destinadas a Juliers o al Palatinado, por lo que su entrada en Bruselas
causó profundo temor y acabó por disolver la protesta. Ahora procedía «castigar a los autores y
reorganizar el gobierno de la ciudad»249 aunque los habitantes estaban indignados por lo que se
les había hecho, y «si ahora que tenemos el mazo en la mano no se toma alguna medida para
castigarlos y subyugarlos podría ser que cuando se quiera remediar sea demasiado tarde».250
Pese a las presiones para mantenerlas en la ciudad, Alberto ordenó su salida. Estos
acontecimientos provocaron la tardía indignación del marqués de Bedmar, que había llegado a
Bruselas en noviembre y que; llevado de su antipatía hacia los belgas, escribiría más tarde:
No había en el mundo gente más capaz de abusar de tal misericordia que los bruselenses y por ello había que vigilarlos más
que a los otros, y tratarlos como herejes, habiendo quedado patente que de vez en cuando había que cortarles las alas para
quitarles las ganas de reincidir.251

La dura personalidad de Bedmar, destinado a Bruselas tras su accidentada salida de Venecia


acusado de fomentar la célebre conspiración, no se modificó durante los años que permaneció en
los Países Bajos. Miembro del famoso triunvirato de halcones en Italia, junto con Villafranca y
Osuna, despreció desde el primer momento a los belgas que, con toda razón, le pagaron en la
misma moneda. Años más tarde la infanta tuvo que relegarle a Tervuren e impedirle el acceso a
todo documento o participación en la política y esta pesadilla solo cesó con el traslado de
Bedmar a Roma.
La primavera de 1619 fue escenario de los intentos para obtener la mediación de Francia en la
renovación de la tregua. Luis XIII envió a La Haya un embajador extraordinario con la misión de
entablar contactos con Mauricio y los Estados Generales y ambos, tras unas dudas iniciales,
parecieron mostrarse favorables a la idea. Ante esta apertura, Alberto trató de convencer a Felipe
III argumentando que —tal como le había manifestado el embajador francés en Bruselas— si por
parte española se iba en la misma dirección el rey francés propondría su mediación,252 y además
aseguraba que apoyaría los intereses de la Casa de Austria en la sucesión en el imperio.253 La
postura francesa fue confirmada poco después asegurando que Francia no tenía ninguna
pretensión a la sucesión imperial y que apoyaría la candidatura de Fernando.
Prueba de la importancia que se concedía a la situación y con rapidez casi desconocida en la
parsimoniosa administración española, el Consejo de Estado reaccionó254 proponiendo que se
formase en Bruselas una Junta (presidida por el archiduque y compuesta por Spinola, Añover,
Brizuela, Villela y Pecquius) que examinase —en secreto— los posibles caminos para mejorar la
situación que había fijado la tregua, y en especial lo referente al comercio con las Indias. El rey,
también con una premura desacostumbrada, motivada quizá por su inminente viaje a Portugal,
aceptó íntegramente esta propuesta, que transmitió a Alberto pocos días después.255
El análisis que llevó a cabo esta Junta256 se resume en las propuestas que fueron transmitidas
por Spinola y por el archiduque:257

1. Procurar mejorar la situación de los católicos holandeses.


2. Incluir las Indias, Occidentales y Orientales, en el nuevo tratado, buscando prohibir la
navegación holandesa hacia las primeras y, respecto a las segundas, debiéndose precisar el
alcance del tratado para evitar todo acto de hostilidad entre los mercantes holandeses y los
navíos reales y dar fin a los problemas relativos a la propiedad de Ternate, el resto de las islas
Molucas y el comercio de especias proveniente de esa zona. Como la administración de las
Filipinas (de las que dependían las Molucas y el comercio con China y Japón) competía a
Castilla y al Consejo de Indias, y el resto de la zona dependía de la corona portuguesa y del
Consejo de Portugal, era preciso obtener el dictamen de ambos consejos para valorar los
perjuicios causados por la tregua y poder fijar claramente las condiciones para un comercio
libre y evitar nuevos incidentes,
3. Conseguir la apertura del Escalda y permitir la libre entrada y salida del puerto de Amberes
como ocurriera anteriormente, y resolver el problema de los límites así como de los
apresamientos y represalias que los holandeses utilizaban de modo abusivo en perjuicio de
los súbditos belgas.

El archiduque, que no desesperaba de alcanzar la paz o una renovación de la tregua y al enviar


al rey el resultado de los debates de la Junta insistía en que habiendo ofrecido Luis XIII sus
buenos oficios para la prórroga era conveniente escuchar sus propuestas y, además, teniendo en
cuenta su intervención en las antiguas negociaciones, tratar de involucrar al rey de Inglaterra
como parte del nuevo tratado. El embajador francés en Bruselas comunicó a Spinola que su rey
había reiterado sus gestiones con el Palatino en un nuevo intento de disuadirle de aceptar la
corona de Bohemia, había insistido ante Jacobo I y los príncipes de la Unión Evangélica para que
también le presionasen y desearía que Alberto convenciese al emperador de la conveniencia de
facilitar un arreglo en Bohemia.258
Como no convenía fiarlo todo a la incierta voluntad de los negociadores holandeses y al éxito
de la mediación francesa, para algunos era necesario prever la peor de las posibilidades. Un buen
ejemplo de ello es el informe de Luis de Velasco.259 Preocupado por la muerte del emperador y
los preparativos militares de Francia, Inglaterra, Holanda y Alemania, consideraba urgente
reforzar el ejército en los Países Bajos («la plaza de armas de donde se puede ir más fácilmente
donde se quiera») para poder realizar una guerra tanto ofensiva como defensiva. Como los
soldados españoles no llegaban a 2.500 y no eran veteranos, Velasco propugnaba el envío de
otros tantos veteranos de las tropas del duque de Osuna en Italia y de tropas portuguesas. Estos
refuerzos permitirían enfrentarse en pie de igualdad con los holandeses que, en la situación
actual, podrían impedir acudir en socorro del emperador. Además Velasco se mostraba
preocupado por la mala salud del archiduque y su posible fallecimiento, lo que permitiría a los
holandeses, más fuertes que nunca, apoderarse de los Países Bajos pues contaban con espías en
las plazas fuertes belgas que carecían de suficiente guarnición.
En el Consejo de Estado reunido el día de Navidad de 1619, al examinar los dictámenes de los
consejos de Castilla y de Indias sobre la conveniencia o no de prolongar la tregua, Zúñiga puso
de relieve su pesimismo sobre la situación: la alianza de Alemania, Holanda, Inglaterra y
Venecia (que se había puesto de acuerdo con el Turco) era más de lo que España podía hacer
frente. Y las noticias de Oñate, anunciando el peligro que corría Viena ante los rebeldes
húngaros, fue la gota de agua que hizo rebosar el vaso. Tres días después el Consejo se reunió
para discutir el posible envío por Alberto de un ejército al Palatinado para auxiliar al emperador,
empujar al duque de Baviera a prestarle ayuda y presionar a las Provincias Unidas y llevarlas a
aceptar una nueva tregua en mejores condiciones para España y los Países Bajos.
Al año siguiente, los miembros de la Junta bruselense seguían analizando las posibilidades de
alcanzar una solución y propusieron una prórroga de la tregua, ya que las nuevas hostilidades
exigirían nada menos que 3.840.000 escudos al año, cantidad muy lejana de las posibilidades de
la hacienda real. Pero esta propuesta no excluía ni intentar obtener algunas mejoras en materia de
religión y de navegación ni ponerse en orden de batalla para presionar y llevar a los holandeses a
la razón si llegaba el momento de negociar. La Junta se mostró conforme con la recomendación
del Consejo de Portugal de mantener la situación de guerra en las Indias Orientales desde el
Cabo de Buena Esperanza hasta las Molucas, pues era ilusorio pensar que las Provincias Unidas
retirarían voluntariamente los barcos que tenían en esas zonas, y era seguro que, aprovechando la
nueva tregua, acapararían el comercio. Por el contrario, las Indias Occidentales deberían quedar
incluidas en la tregua desde el Estrecho de Magallanes hasta el extremo norte del Mar del Sur y
las Filipinas.260
Uno de los más prestigiosos militares y mejores conocedores de la historia de la guerra en los
Países Bajos, Carlos Coloma, había sido nombrado gobernador de la ciudad de Cambrai en 1617.
Años después, como miembro del Consejo de Estado, expresó su opinión en un extenso alegato
en el que, haciendo un amplio repaso de la situación, manifestaba sin tapujos su clara opinión:
Mostrar con efecto a estos pertinaces vasallos que no se desea paz ni buena inteligencia con ellos… no hay más camino que
una buena paz o una buena guerra. Una buena paz llamo al hacerla de suerte que no quede asidero ni ocasión de volver a la
guerra… Llamo una buena guerra al tener en estos Estados las fuerzas necesarias para domar estas Provincias rebeldes, a
pesar de los que las asisten, que no hay necesidad de nombrarlos siendo tan conocidos como son.261

Tras analizar las condiciones necesarias para conseguir esa «buena paz» llegaba a una
conclusión:
Si se hacen las treguas, renunciando los holandeses su mal fundada libertad, retirándose de trato y comercio con las Indias y
abriéndoles a nuestros bajeles el río Escalda, serán buenas. Si a falta de lo primero se sale con las dos segundas condiciones,
serán tolerables. Si con la última sola, en alguna manera disculpables a los que gustan sobradamente de paz. Más si se
otorgan con las condiciones que las pasadas no solo serán indignas de la grandeza de V. M. sino muy ofensivas a la
conservación de los demás Reinos y Provincias.

Y «para que en caso de rompimiento se pueda dar a la guerra nombre de buena y provechosa»
no veía más solución que un enorme esfuerzo económico y militar, gastando en dos años lo que
se habría de gastar en cuatro y poniendo tres ejércitos en campaña. Y aunque era consciente de
que «para juntar el dinero necesario para tan gran ejército se han de ofrecer mayores dificultades
de lo que yo sabría imaginar… echo también de ver que es imposible comprar barata la total
seguridad y firmeza de la Monarquía de V. M., ni esperar mejor ocasión que la que ahora nos
ofrece Dios con las disensiones que traen entre sí los holandeses por causa de la religión, que sin
este remedio es fuerza que cada día esté sujeta a mayores peligros».
En las condiciones en que se encontraban los Países Bajos, por convicción y por necesidad, el
archiduque no tenía otra opción que apoyar las propuestas de sus consejeros y, teniendo en
cuenta la situación del tesoro, el temor a nuevos motines y el costo de lanzarse a una nueva
guerra rogaba al rey que aceptase negociar para prorrogar la tregua en cuanto se ofreciese la
ocasión.262
En Madrid se reunió una Junta, formada tan solo por Fray Luis de Aliaga y Baltasar de Zúñiga,
que propuso el refuerzo del ejército de Flandes, las plazas fuertes y la armada (que debía
componerse de 20 galeones) y el envío inmediato de 240.000 escudos. No era únicamente el
problema del ejército lo que apremiaba a esta Junta: estaba en el aire la precaria salud del
archiduque y, en caso de fallecimiento, qué actitud adoptar acerca de las instrucciones secretas
dadas a Spinola en 1613. Fray Luis y Zúñiga estimaban que la infanta no aceptaría ser menos que
María de Hungría (que reunió el poder civil y el militar), pero había que dar instrucciones a
Bedmar para que tratara de conseguir recuperar los papeles secretos y, con el mayor secreto,
convenciera a Spinola de aceptar ser el lugarteniente de Isabel —como era la voluntad del rey—
pues sería imposible organizar el gobierno de las armas si se separaba del civil.263
Bedmar aprovechó el desplazamiento del ejército a Alemania para acompañar a Spinola hasta
Coblenza y ser testigo del paso del Rin, lo que le permitió llevar a cabo su misión lejos de la
corte archiducal, y pudo informar264 que, cuando comunicó a Spinola que la infanta ostentaría el
mando militar y la autoridad civil a la muerte del archiduque, el general no pareció sentirse
afectado por la noticia, aunque al embajador le pareció que su deseo era recibir las órdenes
directamente de la infanta, como las recibía de Alberto, y que se sentiría orgulloso de ostentar el
título de capitán general de los Países Bajos.
La angustia del archiduque265 era creciente según pasaban los meses: la tregua estaba a punto
de expirar en momentos en que España estaba empantanada en Bohemia, el Palatinado y La
Valtelina, y esta situación sería aprovechada por todos para impedir la prórroga de la tregua. Para
él, al volver a las hostilidades contra los holandeses, el rey se vería obligado a concentrarse en el
problema de los Países Bajos y abandonar todo lo demás y en estas condiciones era inútil creer
posible mejorar las condiciones del tratado, siendo la única solución una prórroga en las
condiciones existentes y por el menos tiempo posible.
Finalmente el Consejo de Estado se inclinó «inexorablemente»266 hacia «la buena guerra» y
de este modo, meses más tarde, las instrucciones reales al archiduque vendrían a limitar la
prórroga corta a que los holandeses aceptaran dar libertad de culto a los católicos, renunciasen al
comercio con las Indias y abriesen el Escalda.267 Puro «pintar como querer», ya que era
inimaginable que las Provincias Unidas estuvieran dispuestas a aceptar semejantes limitaciones a
su adquirida soberanía.
Felipe III continuaba en su idea de reemprender la guerra contra lo que consideraba unos
súbditos rebeldes y herejes y, en esta situación, Alberto tuvo que recordarle que el rompimiento
obligaba a hacer pasar las provisiones de 150.000 a 300.000 escudos, es decir un aumento mucho
mayor que el anunciado en febrero por el rey y además era necesario enviar fondos para el
ejército en Alemania. Estas advertencias caminaban paralelas a los contactos y negociaciones
con Mauricio pues el archiduque creía que un soberano podía, sin perder reputación, invitar a
unos vasallos a volver a cumplir sus deberes y además había que aprovechar las disensiones
entre gomaristas y arminianos. Era el momento de continuar la negociación, solicitar la
mediación de Luis XIII y mostrar a los holandeses las ventajas de volver al servicio del rey de
España. Y si los holandeses se mostraran favorables a estas ideas se debería concluir un
armisticio hasta que los problemas del Palatinado quedasen resueltos.268
Felipe III recomendó 269 que, antes de romper, se tratara de negociar pero tan solo una
suspensión de armas. El archiduque solicitó la mediación del rey francés (que antes de
comprometerse pidió saber claramente lo que quería Felipe III) al tiempo que madame de
T’Serclaes negociaba en La Haya con Mauricio, en un intento desesperado por lograr mejores
condiciones y, a continuación, Pecquius era enviado también a la capital en una misión ante los
Estados Generales que fracasó estrepitosamente ante la intransigencia holandesa que únicamente
admitía una prórroga sobre la misma base del tratado anterior.
La última esperanza que podía albergar el archiduque era la tristísima situación de la Hacienda
Real, puesto que las pretensiones de Felipe III tenían forzosamente que chocar con la
inmovilidad de las condiciones que pretendían los holandeses. Alberto era consciente de que sus
peticiones de aumento de las provisiones no iban a encontrar eco en Madrid. Reiterando sus
informes anteriores, el Consejo de Hacienda insistió el 17 de julio en sus informes de que ni
había un real disponible, ni modo en que la corona pudiera hacer frente a sus obligaciones con
los asentistas, ni siquiera fórmula mágica para conseguir nuevos asientos para la guerra que se
perfilaba.
De forma simbólica, el mismo día del fallecimiento de Felipe III, Alberto informó del fracaso
de todas las gestiones y advirtiendo que cuando su escrito llegase a manos del rey la tregua
habría expirado,270 por lo que se había visto obligado a ordenar a Spinola que negociara
inmediatamente una suspensión de armas en el Palatinado y que regresara a Flandes con el
mayor número de soldados posible. Su bien fundado temor era que, antes del regreso del genovés
y de la llegada de las provisiones prometidas, los Países Bajos se encontrarían en una terrible
situación. Tanto el archiduque como Gonzalo de Córdoba consideraban un error pretender
mantener simultáneamente una guerra en el Palatinado y otra contra las Provincias Unidas, y
Spinola envió a Carlos Coloma a Madrid para que presentara la solicitud de que todos los
esfuerzos se concentraran en la guerra en los Países Bajos repartiendo el esfuerzo entre todos los
reinos de la monarquía.
Pero, al fin, Felipe III ordenó —a las puertas de la muerte— que la tregua no fuera renovada y
que las Provincias Unidas fueran consideradas «el enemigo». Se abría la puerta a otros
veintisiete años de guerra y desolación.
244 AGS, Estado, 2304, Spinola a Felipe III, 16 de noviembre de 1617.
245 AGS, Estado, 2304, Spinola a Felipe III, 16 de noviembre de 1617.
246 AGS, Estado, CCE, 7 de abril de 1618.
247 AGS, Estado, 2032, CCE, 5 de mayo de 1618.
248 AGS, Estado, 2232, Instrucciones de Felipe III al Marqués de Bedmar, 1 de julio de 1618.
249 AGS, Estado, 2307, Spinola a Felipe III, 28 de septiembre de 1619.
250 AGS, Estado, 2307, Pedro de Sarigo (secretario de la embajada) a Felipe III, 27 de septiembre de 1619.
251 AGS, Estado, 2308, Bedmar a Felipe III, 18 de mayo de 1619.
252 AGR, SEG, Rº. 182, Alberto a Felipe III, 5 de abril de 1619.
253 AGR, SEG, Rº. 283, Alberto a Felipe III, 2 de mayo de 1619.
254 AGS, Estado, 634, CCE, 18 de abril de 1619.
255 AGR, SEG, Rº. 182, Felipe III a Alberto, 23 de abril de 1619.
256 AGR, SEG, Rº. 182, Consulta de una Junta, 25 de mayo de 1619.
257 AGS, Estado, 2306, Spinola a Felipe III, 28 de mayo de 1619 y AGS, Estado, 634, Alberto a Felipe III, 30 de mayo de
1619.
258 AGR, Audiencia, Rº. 1465, Spinola a Felipe III, septiembre de 1619.
259 AGS, Estado, 634, Velasco a Felipe III, 4 de julio de 1619.
260 AGR, SEG, Rº. 184, Consulta de una Junta, 5 de abril de 1620.
261 AGS, Estado, 2304, Opinión de Don Carlos Coloma sobre la guerra, 8 de junio de 1620.
262 AGR, SEG, Rº. 184, Alberto a Felipe III, 14 de abril de 1620.
263 AGS, Estado, 2034, Consulta de una Junta de Estado, 25 de abril de 1620.
264 AGS, Estado, 2309, Bedmar a Felipe III, 2 de septiembre de 1620.
265 AGR, SEG, Rº. 184, Alberto a Felipe III, 28 de diciembre de 1620.
266 John Elliott, Olivares, p. 78.
267 AGR, SEG, Rº. 185, Felipe III a Alberto, 4 de febrero de 1621.
268 AGR, SEG, Rº. 185, Alberto a Felipe III, 2 de marzo de 1621 (dos cartas).
269 AGR, SEG, Rº. 185, Felipe III a Alberto, 29 de marzo de 1621.
270 AGR, SEG, Rº. 185, Alberto a Felipe III, 31 de marzo de 1621.
LA TERCERA CRISIS ALEMANA:
EL PALATINADO

En previsión del fallecimiento del emperador Matías, el rey aseguró al archiduque que no faltaría
a sus obligaciones hacia la familia y, en prueba de ello, ordenó que los 300.000 escudos que
habían sido enviados a Flandes se pusieran a disposición del conde de Oñate, a quien se le
enviaría otra cantidad igual para formar un ejército que sirviera de apoyo a la Casa conforme a
los acuerdos del tratado que había alcanzado Oñate con el archiduque Fernando.
La muerte del emperador el 20 de marzo de 1619 atizó el fuego que ardía en el imperio desde
que se produjera el año anterior la Defenestración de Praga, dando ocasión a los partidarios de la
religión católica y del protestantismo de enfrentarse en sus intentos de conseguir la corona
imperial para el archiduque Fernando o para el elector palatino Federico V. Alberto reaccionó
invitando al elector de Maguncia a convocar el colegio electoral, lo que se consiguió para finales
de julio. En estas condiciones, Felipe III animó a Alberto a aceptar («por el bien de la Casa de
Austria y de las cristiandad») ser nombrado emperador si los electores no votaban en favor de
Fernando, maniobra con la que —una vez más— el rey trataba de recuperar los Países bajos para
su corona. Para tratar de conseguir que los electores cumplieran su misión aconsejó al
archiduque que enviase a Alemania un representante provisto de instrucciones claras para que
pudiese actuar según las circunstancias, y para ello nadie le parecía mejor que el propio
Spinola.271
Los miembros del Consejo de Estado estaban preocupados por temas interiores más
inmediatos, pues a los graves problemas exteriores que en 1618 habían supuesto el inicio de la
Guerra de los Treinta Años y la Conjuración de Venecia, se habían añadido el problema de la
salida del poder de Lerma, refugiado en su reciente capelo cardenalicio, los movimientos
conspiratorios de su hijo, el duque de Uceda (que sustituyó al padre en el favor real) y de Fray
Luis de Aliaga y el arresto y juicio de Rodrigo Calderón, sombra y hechura de Lerma. Además,
desde 1617 Baltasar de Zúñiga, de vuelta a Madrid tras sus largos años como embajador en el
imperio, iba contra la corriente, tratando de convencer al Consejo de la necesidad de intervenir
en la Europa Central, pues si se permitía la pérdida de Bohemia los electores podrían hacer
perder la votación imperial a la Casa de Austria en beneficio de otra dinastía. Zúñiga era así el
motor del apoyo a la rama austríaca de la Casa e iba empujando a España hacia la vorágine de la
Guerra de los Treinta Años.
Pese a los esfuerzos de Federico para impedirlo, los electores se reunieron a fin de agosto de
1619 en Fráncfort, donde, incluso con apoyo de algunos colegas protestantes, decidieron elegir
como emperador al candidato católico, pero sin saber que ya Bohemia había ofrecido su corona a
Federico. El Palatino no se conformó con la decisión de Fráncfort y rápidamente comenzó a
mover los hilos de la rebelión en Bohemia, Hungría y Moravia. La reacción del emperador electo
no se hizo esperar. Tras anunciar la proscripción y puesta fuera de la ley de Federico, encomendó
el cumplimiento de esta orden al archiduque Alberto (cuya misión, apoyada por Felipe III, era
penetrar en los territorios patrimoniales del Palatino) y a los duques de Baviera y de Sajonia. La
aceptación por Federico de la corona bohemia se consideró una auténtica afrenta a la Casa de
Austria, que no había más remedio que vengar. En diciembre el archiduque insistió cerca de
Felipe III en la necesidad de enviar a Alemania los 30.000 infantes y 5.000 jinetes pedidos por
Fernando y ampliar los subsidios mensuales a 300.000 escudos, las tropas y el dinero que Oñate
debía señalar al emperador, que servirían para invadir el Palatinado y los Estados que se
manifestaran contra él. Sin embargo, un mes más tarde Alberto ya rebajaba el ejército a 21.000
infantes y 4.000 jinetes, fijando la provisión anual en 1,6 millones de ducados.
Al informar al rey de los preparativos que estaba llevando a cabo, el archiduque planteó un
asunto que durante meses iba a ser objeto de interminables discusiones: puesto que el ejército de
invasión actuaría bajo el mando de Spinola, ¿con qué título debería actuar en Alemania? Al
archiduque le parecía evidente que debía ser el rey quien le concediera el de capitán general «por
el tiempo que estuviere con él»,272 aunque, al terminar la campaña, volviese a servir en los
Países Bajos con el título menos prestigioso de maestre de campo general. Argumentaba para
ello los contactos que debía mantener con los príncipes del imperio y la presencia en las tropas
imperiales del belga conde de Bucquoy, que ostentaba la categoría de capitán general, por lo que
no parecía lógico que el genovés sirviese con un grado inferior y un sueldo inferior.
El duque del Infantado se opuso en el Consejo de Estado argumentando que, puesto que el
archiduque era el ejecutor de la sentencia imperial y las tropas entrarían en Alemania en su
nombre, era él quien debía conceder a Spinola el título que le pareciera oportuno. Así, si se
fracasaba sería culpa de un capitán general del archiduque y no del rey de España, con lo que la
vergüenza recaería sobre Alberto. Además Infantado argumentó que «si una vez da el Rey el
título de Capitán General a Spinola, aun con limitación para esta jornada, luego no se le podrá
quitar».273 Siguiendo estos argumentos se comunicó a Alberto que «no se reparará en dar al
Marqués de Spinola la patente de Capitán General, siempre que aquel ejército no entre en
nombre de S. M. sino del Emperador, enviándole S. A. como comisario del Emperador para este
efecto». Con esto se trataba de satisfacer a Spinola, pero desligando el nombramiento de la
responsabilidad de la corona de España, y pretextando que como los alemanes detestaban a los
españoles, más valía poner al frente del ejército a un extranjero. Esta actitud de Infantado revela
que, pese a la tradicional política de la Casa de Austria de emplear personas que no eran
originarias de territorios de la corona y a los muchos años de servicio a Felipe III y a los
archiduques, Spinola seguía siendo «un extranjero».
Constituyó una cierta sorpresa que el residente inglés en Bruselas transmitiera a Spinola la
preocupación de su rey ante la prevista ocupación de los territorios patrimoniales de Federico V.
En sus intentos de sacar a Inglaterra de la posición un tanto marginal en la política europea,
Jacobo I seguía una sinuosa política matrimonial para sus hijos, buscando enlaces a ambos lados
de la división religiosa, pues, además de negociar un matrimonio católico de su heredero con una
de las infantas españolas, había casado a su hija Elisabeth en 1613 con el protestante Federico V,
de modo que la decisión imperial ponía en peligro el futuro de su hija y sus nietos.
En estas ambiguas condiciones, y sin saber a ciencia cierta cuál era su cargo exacto, Spinola
comenzó a preparar la invasión del Palatinado, contando con el prometido envío de tropas de
Portugal, así como de 10.000 veteranos de las tropas del duque de Osuna, y dejando bajo las
órdenes de Luis de Velasco un ejército suficiente en Flandes. Los preparativos levantaron los
recelos de los holandeses, que, tanto por proteger sus fronteras como por ayudar a Federico V,
pusieron a Enrique de Nassau al frente de un mediano ejército de 10.000 infantes y 2.000 jinetes.
Spinola emprendió la marcha en agosto, dolido tanto por la racanería al regatearle el título
solicitado como por su mala situación económica, y no dejó de hacer notar su malestar al
secretario del rey, pidiéndole que uniera sus gestiones a las que renovaba el archiduque:
Siento lo que vuestra merced puede juzgar el salir sin llevar el título de Capitán General del ejército, como es justo. Y
siendo cosa tan puesta en razón el llevarlo y conveniente al servicio de S. M. vuelve S. A. a representárselo y a suplicarle se
sirva de mandar que se me envíe cuanto antes. Y yo le suplico a vuestra merced lo procure por su parte y que sea con el
sueldo y una ayuda de costa, pues que en ocasión semejante y hallándose mi casa en el estado que está, prometo a vuestra
merced que no dejo de hallarme en harto aprieto.274

El Consejo de Estado volvió a discutir si cabía acceder a la petición y elaboró una fórmula
barroca que pretendía salvar la situación al sugerir que se utilizara el siguiente encabezamiento
en los despachos que el rey enviara a Spinola: «Marqués Ambrosio Spinola, primo, de mi
Consejo de Estado y mi Maestre de Campo General del ejército de Flandes, Capitán General del
que ha entrado en Alemania».
Spinola se adentró en territorio alemán en dirección a Maguncia situando tropas en las dos
orillas del Rin, aunque su avance se veía estorbado por las plazas obedientes al Palatino, que
contaba con el apoyo de un fuerte ejército protestante en el que figuraban muchos oficiales
holandeses. En el ejército español se encontraban los mejores capitanes de que podía disponer
Spinola: Berlaymont (con sus tropas de Luxemburgo y Borgoña), Campo Lataro (con el tercio de
napolitanos), Henri van den Bergh (procedente de Bruselas). Solo faltaba esperar la llegada de
los soldados de Osuna bajo el mando de Gonzalo de Córdoba. Rápidamente se construyó un
puente sobre el Rin, que permitió cruzar a las tropas y hacer frente al ejército protestante que
había pasado el río más al norte, en un movimiento que parecía permitir a los españoles
considerarse en mejor posición. Pero los holandeses no descuidaron estos movimientos y, en
cuanto Spinola inició su despliegue, el Nassau reunió sus tropas cerca de Wessel e inició a su vez
la construcción de un puente. Sin descuidar las disposiciones militares, Spinola encontraba aún
ocasión para insistir ante el nuevo hombre fuerte en Madrid en su deseo de obtener el ansiado
título:
S. A. ha vuelto a escribir en lo tocante a darme S. M. el título de Capitán General y por cuánto importa al buen gobierno de
lo que traigo al cargo. Y así suplico a V. E. que, si al recibo de esta aún no hubiere tomado S. M. resolución, se sirva
procurarlo con las veras que confío de la voluntad con que V. E. me hace merced en todas ocasiones.275

El embajador Bedmar acompañó a Spinola en esta fase de las operaciones y, cuando regresó a
Mariemont para reunirse con los archiduques, al informar al rey de la situación ante el previsible
fallecimiento de Alberto y el cumplimiento de las órdenes sobre este acontecimiento, se sumó a
las peticiones para la concesión del título de capitán general que se venía regateando a Spinola:
En conformidad de lo que V. M. me mandó en una carta de 9 de mayo dije al Marqués Spinola la substancia de ella: que
faltando el Señor Archiduque haya de gobernar la Señora Infanta las armas juntamente con estos Estados, a que respondió
el Marqués muy como convenía, conformándose con la real voluntad de V. M. sin dar muestras de alteración ni sentimiento
y, teniendo consideración a sus partes y servicios y al lugar que tiene en el de V. M. parece conveniente hacerle toda la
honra y merced que fuere posible. Y a lo que he podido entender querría el Señor Marqués recibir las órdenes de la Señora
Infanta inmediatamente (como las ha recibido hasta ahora del Señor Archiduque) y que si fuese posible tuviese el título de
Capitán General… Y, aunque el Marqués. Por su modestia, no pide expresamente el título de Capitán General, creo que
holgaría de ello.276

Al mismo tiempo el archiduque volvió a solicitar la capitanía general para el genovés, tratando
de convencer a Felipe III de que parecía evidente que, puesto que el ejército que había entrado en
Alemania era el suyo, pagado por él y bajo sus banderas, «lo mismo viene a ser hacerlo ahora
con el título de Maestre de Campo General que con el Capitán General… y así vuelvo a suplicar
a V. M. con todas veras tenga por bien de dar al Marqués Spinola el dicho título».277
Tantas y tan repetidas habían sido las peticiones que, pese a las discusiones bizantinas sobre si
debía ser otorgado por Felipe III, por Alberto o por el emperador, Felipe III decidió resolver la
cuestión y ser él quien lo concediera como rey de España: «He acordado de elegiros, nombraros
y diputaros por mi Capitán General de dicho ejército, por el tiempo que durare esta ocasión hasta
que volváis a Flandes o fuere mi voluntad».278
La continuación de la campaña fue una sucesión de buenos resultados para las tropas de
Spinola, que consiguió hacer frente a los intentos de los aliados protestantes pese a encontrarse
frecuentemente en inferioridad numérica, por lo que tuvo que pedir el envío de refuerzos desde
los Países Bajos. En septiembre los holandeses enviaron tropas de ayuda a los protestantes
alemanes, colocando a Spinola en grave dificultad y obligándole a pedir se le enviase como
refuerzo parte de la tropa que había quedado en los Países Bajos. El intento de Spinola de cortar
el avance holandés no tuvo éxito y los holandeses se establecieron entre Colonia (cuyo elector
pidió ayuda a Alberto) y Bonn, amenazando el tráfico por el Rin, lo que, en caso de entrar en
batalla, podría comprometer la pervivencia de la tregua. Mientras los holandeses se fortificaban
en los alrededores de Colonia, surgió una nueva complicación al mostrarse Jacobo I dispuesto a
socorrer al Palatino, con la excusa de que no se movía por sentimientos de hostilidad contra la
Casa de Austria, sino por razones familiares y religiosas.
Como resultado de las operaciones, las tropas españolas consiguieron apoderarse del
Palatinado Inferior y de parte del Superior, de forma que con ello «se da la mano a estos Estados
sin que haya otra cosa que cuatro horas de camino que pasan por el país de Tréveris, que es
amigo».279 El éxito de los meses de operaciones militares puede resumirse en la ocupación de
más de treinta plazas y haberse disipado por el momento el otro peligro que amenazaba a los
Países Bajos: la expiración de la tregua se acercaba implacablemente, sin que en Bruselas se
tuviese la certidumbre de qué camino habría que seguir en ese momento. Por ello Alberto
reclamó el regreso de Spinola, que, completando sus éxitos militares, desarrolló una intensa
acción diplomática subrayando a la Unión Evangélica que su única misión, lejos de pretender
conquistas territoriales, había estado encaminada a ejecutar la sentencia del emperador contra
Federico V. Finalmente este se vio abandonado por sus partidarios y en abril, por el Tratado de
Maguncia, Spinola declaró una tregua de tres meses y, tras dejar un ejército a las órdenes de
Córdoba para asegurar el territorio, pudo volver a Bruselas.
El 8 de noviembre las tropas imperiales unidas a las de la Liga Católica triunfaron en la
Montaña Blanca, en los alrededores de Praga, dando con ello fin a la aventura de Federico V, que
se veía obligado a iniciar su huida a las Provincias Unidas y recibía el poco lustroso título de
«rey de un invierno». Con ello se echaban por tierra las negras previsiones de Zúñiga, que,
apenas un año antes, preveía el fin de la Monarquía Hispánica. La Casa de Austria y la religión
católica habían triunfado en Europa Central.
Pero no todo era honor y gloria. Los gastos de la campaña angustiaban al genovés, por lo que,
al agradecer al rey la merced del nombramiento como capitán general, no había desperdiciado la
ocasión para recordar su mala situación económica:
Pero, Señor, permítame V. M. que le vuelva a suplicar se sirva de mandar se tome resolución en lo de la ayuda de costa
pues los gastos son grandes y cada día se me van creciendo. Y hallándose mi casa por lo que ha hecho en servicio de V. M.
tan alcanzada de hacienda con razón debo esperar recibir esta merced de la grandeza de V. M.280

De poco consuelo, fuera del que en ello pudiera encontrar su vanidad, resultaría el que los
archiduques, tras el éxito de la campaña, le concedieran la merced de nombrarle su mayordomo
mayor, título cuya aceptación —sin duda deseando evitar críticas en Madrid— sometió a la
previa autorización del rey:
Y aunque tratándose de servir a la Señora Infanta, hermana de V. M., y al Señor Archiduque parece que como todo es
servicio de V. M. lo hubiera podido aceptar, no me ha parecido hacerlo sin primero dar a V. M. cuenta y aguardar la orden y
licencia de V. M. para conforme a ella acertar mejor a servir a V. M.281
271 AGR, SEG, Rº. 182, Felipe III a Alberto, 17 de junio de 1619.
272 AGS, Estado, 2034, Alberto a Felipe III, 16 de junio de 1620.
273 AGS, Estado, 634, CCE, junio de 1620.
274 AGS, Estado, 2309, Spinola al secretario Ciriza, 20 de agosto de 1620.
275 AGS, Estado, 2309, Spinola a Uceda, 31 de agosto de 1620.
276 AGS, Estado, 2309, Bedmar a Felipe III, 2 de septiembre de 1620.
277 AGS, Estado, 2309, Alberto a Felipe III, misma fecha.
278 AGS, Estado, 2232, «Título de Capitán General del ejército que se juntó en Flandes para entrar en Alemania en la persona
del Marqués Spinola», 4 de septiembre de 1620.
279 AGS, Estado, 2309, Alberto a Felipe III, 23 de noviembre de 1620.
280 AGS, Estado, 2309, Spinola a Felipe III, 12 de noviembre de 1620.
281 AGS, Estado, 2035, Spinola a Felipe III, 22 de diciembre de 1620.
TERCERA PARTE:
EL GENERAL DE LA INFANTA
DE NUEVO LA GUERRA

1621 fue un año desventurado para los Países Bajos, que bien a su pesar se vieron empujados de
nuevo a una guerra para la que no parecía posible encontrar solución: en marzo, la salud de
Felipe III, que había ido decayendo desde su viaje a Portugal dos años antes, acabó por
deteriorase de tal manera que el 31 de ese mes se produjo su fallecimiento. Al mes siguiente, con
el nuevo rey, el experimentado Baltasar de Zúñiga, secundado por su sobrino Olivares, sucedió
al Duque de Uceda al frente de los negocios del Estado, mientras la Tregua de los Doce Años
expiraba el día 9 sin que, pese a sus esfuerzos, el archiduque hubiera logrado doblegar la terca
voluntad de Felipe III, que, apenas unos días antes de morir, había firmado la orden para
reemprender la guerra, confirmada pocos días después por el joven Felipe IV: la guerra debía
continuar. Y en julio, el día 13, extenuado por tantos largos años de guerra y de lucha contra la
gota, el archiduque Alberto también falleció. De acuerdo con los términos de la cesión, los Países
Bajos revertían a la corona de España y la infanta Isabel Clara Eugenia dejaba de ser su soberana
y, en un supremo esfuerzo de devoción a la Casa de Austria, aceptaba permanecer como
gobernadora general encargada del poder político y del esfuerzo militar.
Como los Estados Generales de Holanda y Mauricio habían aceptado la mediación de Francia
para tratar de la prolongación de la tregua, el archiduque —favorable a esta posibilidad— pidió
al rey que mantuviera el secreto más estricto sobre estos contactos. Aunque el embajador francés
en Bruselas propuso una alianza que permitiera a Luis XIII aplastar a los hugonotes y a Felipe III
reducir a los holandeses, Alberto no creía en semejante acuerdo, y prefería prolongar la tregua
hasta que la evolución de los problemas en el imperio y en el Palatinado permitieran ver más
claro y evitar enfrentarse simultáneamente a tantos conflictos.282 Al concederle poder para
negociar con Mauricio, el rey estableció claramente283 que una nueva tregua, aunque fuera de
corta duración, solo resultaría aceptable a condición de que los holandeses autorizaran el libre
ejercicio del catolicismo, renunciaran al comercio con las Indias y abrieran el Escalda, extremos
todos ellos que, estaba bien claro, resultarían totalmente inaceptables para las Provincias Unidas
A principios de año Carlos Coloma había viajado a Madrid, pues, terminada la campaña del
Palatinado y puesto que Felipe III persistía en su voluntad de relanzar la guerra, Spinola
consideró necesario el viaje para intentar obtener los medios para satisfacer su pretensión bélica.
Pese a los deseos del rey, las circunstancias eran tan complejas que no faltaban partidarios de
prolongar la tregua con la esperanza de que la hacienda pudiera recuperarse. Aprovechando el
informe que Coloma había sometido el año anterior al Consejo de Estado, pareció el momento
apropiado para actualizarlo.
El veterano militar insistió en que, al impedir el gran peligro que suponía la unión de los
ejércitos holandés y bohemio, la operación en el Palatinado había sido de gran beneficio para los
Países Bajos, porque «ellos nos tocan más de cerca que los [asuntos] del Emperador», aunque las
Provincias Unidas «divididas en parcialidades y no sobradas de dinero ni de amigos, no han
abierto las bocas para pedir continuación de las treguas ni aún por vías indirectas, que les sería
bien fácil», postura desmesurada pues «llega su soberbia a perecerles que las habemos de pedir
nosotros», ya que las ideas holandesas parecían fundarse en el «sobrado deseo de quietud o por
la estrecheza de dineros» de España, por lo que se mantenían en sus trece hasta ver por qué
camino optaba España. Partidario ya el año anterior de una «buena guerra», Coloma insistía en
humillar el orgullo de los rebeldes para llevarles a razón y para ello era «necesario poner las
cosas de suerte que se pueda comenzar la guerra cuando se quisiere». Remachando la idea de la
reputación, tan cara para los hombres de la época, se preguntaba: «¿Quién habrá tan ignorante
que le parezca pueda haber continuación de treguas no resolviéndose a comparar una falsa
apariencia de paz con los daños de una verdadera deshonra y total ruina de esta monarquía?».
Pasando revista a los argumentos esgrimidos para firmar la Tregua de los Doce Años, trató de
demostrar que las esperanzas no se habían visto confirmadas por los hechos a lo largo de ese
periodo: la tregua no había permitido mejorar la situación de la hacienda real, ni los holandeses
habían admitido la práctica del catolicismo. Y ni siquiera el enfrentamiento entre arminianos y
gomaristas o la lucha por el poder entre Mauricio y Oldenbarnevelt habían resultado
beneficiosos, pues el odio entre holandeses era menor que el que sentían contra España.
Finalmente la esperanza de que la paz dulcificara las mentalidades y que los beneficios obtenidos
del comercio les hicieran ser más flexibles para negociar también quedaba en el reino de los
buenos deseos frustrados. En resumen:
Si en doce años de paz han osado y podido los holandeses emprender tantas cosas y tenido caudal para sustentar en su tierra
un ejército poco menor que el nuestro y desempeñarle de más de cuatro millones de oro, que doblan del tiempo de la guerra,
se deja fácilmente considerar lo que harán si les damos más tiempo y lo que les aumentará la opinión de libres en no
negarles por segunda vez este título… pide particular ponderación el ver que tengamos y nos condenemos a tener siempre,
si las treguas se continúan, todos los males de la paz y todos los peligros y descomodidades de las guerra.

Y si el rey estaba decidido a no renovar la tregua, era llegado el momento de pensar «el modo
y forma en que puede hacerse la guerra». Para ello propugnaba un modo muy distinto al seguido
hasta entonces y, en lugar de «ganar tierras», lo que convenía era «meterles la guerra» en su
territorio. En cuanto a las armas, serían precisos tres ejércitos: dos de 12.000 infantes y 2.000
caballos y un tercero en el condado de Flandes (con la mitad de esos efectivos) y para
mantenerlos reclamaba una provisión mensual de 250.000 ducados (el doble de lo que se
disponía en esos momentos). Para hacer frente al poderío naval holandés aconsejaba utilizar los
20 barcos de Ostende como corsarios, así como controlar el mar en Galicia y Gibraltar con dos
flotas que impidieran el paso de los barcos enemigos (a los que había que impedir el comercio en
todos los puertos de la monarquía), lograr que el Papado, Toscana, Génova y Saboya lo hicieran
también (al menos temporalmente) y pedir al emperador que los declarara rebeldes y enemigos
del imperio para cerrarles sus puertos y el comercio. Lanzado ya por la pendiente que conducía
de nuevo a la guerra, el archiduque precisó sus necesidades: aumento de las provisiones
mensuales, que debían pasar de 130.000 a 300.000 escudos, además del dinero que Coloma
reclamaba para el ejército del Palatinado.284
La muerte de Felipe III dio margen al archiduque para hacer todavía otro intento de evitar lo
peor —aunque para ello tendría que contrarrestar el belicismo de Zúñiga y las ansias de poder de
Olivares— argumentando la falta de fondos, la insuficiencia de las tropas, la fortaleza de las
Provincias Unidas y la amenaza de su posible alianza con los protestantes alemanes. Aunque a
mediados de año ninguno de los contendientes se había decidido a dar el primer paso y la
situación permanecía en suspenso, Alberto estaba sumamente preocupado por la reducción de las
provisiones que empezaba a producir movimientos de mal humor en unas tropas que llevaban
dos meses sin recibir sus sueldos. Todos los argumentos para evitar una nueva y terrible guerra
se estrellaron contra la prepotencia de la corte, hasta que su fallecimiento cortó de raíz el debate
dejando a la infanta impotente ante la decisión de los ministros que habían tomado el poder en
Madrid.
Tras la muerte de su padre, Felipe IV, recordando los poderes extraordinarios conferidos a
Spinola por las antiguas instrucciones secretas, le ordenó que procediera a la apertura de las
mismas, pero como la situación era muy diferente de la de aquellos años pareció cambiar de idea
al ordenarle:
Y porque con el tiempo que ha pasado las cosas se hallan en muy diferente estado y mi tío, como sabéis, acude con la buena
voluntad de siempre a lo que es mayor servicio mío, he querido encargaros (como lo hago) que en recibiendo esta rompáis
el dicho despacho o lo enviéis a manos de Juan de Ciriza, mi secretario (que esto será lo mejor y lo más seguro) en la
primera ocasión, pues no es bien que parezca en ningún tiempo este papel.285

Días después del fallecimiento del archiduque, Bedmar hizo patente286 su preocupación por el
vacío que se podía crear y recomendó que aunque la infanta tuviese los más amplios poderes
(para no darle ocasión de abandonar un gobierno por el que no sentía ninguna apetencia) se
limitase su autoridad para que en los Países Bajos se tuviera conciencia de que la misma
emanaba del rey. También aconsejó el nombramiento de un ministro y de un secretario (como
ocurría antes de la cesión de las provincias) y sobre si debía nombrarse un embajador (parecería
extraño que el rey lo tuviera en sus propios estados) Bedmar se inclinaba por la afirmativa, tanto
por realzar la figura de la infanta como por poner a su lado un personaje de importancia que la
aconsejara y controlara los asuntos de Estado, pues el mayordomo mayor (Spinola) estaría
ausente de Bruselas en momentos de guerra y también, como ya se había visto, en tiempos de
tregua. Y aunque el 17 de diciembre de 1621 Spinola fue honrado con el título de marqués de los
Balbases, lo que permitía esperar que sus argumentos se tuvieran en cuenta, todos sus consejos
sobre lo que parecía necesario hacer en el Palatinado y en los Países Bajos no consiguieron
doblegar el ánimo de Felipe IV. La caja de Pandora había sido abierta y nada ni nadie parecía
poder cerrarla de nuevo.
Con Spinola de regreso a Bruselas, a los esfuerzos por reorganizar el ejército se unió la
dificultad en que se encontraba el archiduque Leopoldo (hermano de Fernando II) para conservar
Alsacia si Mansfeld procuraba invadirla. Ni en los Países Bajos, ni en Juliers ni en el Palatinado
había suficientes tropas, por lo que hubo que recurrir a las levas que pudieran hacerse en
Borgoña y a pedir ayuda al duque de Lorena. Tal como se temía, Mansfeld atacó Alsacia en
enero y aunque ocupó Hagenau Leopoldo consiguió obligarle dos meses después a replegarse al
Palatinado.
No solo era la escasez de tropas lo que angustiaba a Spinola. Los tercios españoles e italianos
contaban con escasos soldados, por lo que se reclamaba el envío de parte de las tropas que había
en Italia y de los italianos que estaban en España, además de las que habían sido enviadas en
apoyo del emperador. Pero, sobre todo, lo que auguraba un difícil futuro era el problema de la
falta de fondos para mantener el ejército en condiciones para hacer frente a tantas tareas que se le
exigían. En febrero, Felipe IV287 reconocía el retraso en el envío de las provisiones y remitía
casi 2,2 millones de escudos prometiendo el envío pronto del resto hasta alcanzar los 300.000
escudos mensuales solicitados. Las quejas de la infanta y las promesas del rey fueron, como de
costumbre, constantes a lo largo de todo el año: en abril, los banqueros de los Países Bajos se
negaron a pagar pretextando no haber recibido órdenes de sus corresponsales, dejando sin salario
al ejército: «Está la gente atrasada de sus pagas y tan necesitada que cada hora temo algún gran
desorden de motín u otros inconvenientes, lo cual me tiene con gran cuidado y pena porque
anteveo el peligro y trabajo a que esto se reducirá. Y el remedio será tarde».288 Si a esto se une
al aumento continuo de las tropas de Mansfeld y Alberstat y la dificultad de conseguir una nueva
tregua es fácil imaginar la angustia que debía embargar a Isabel y a Spinola, sin posibilidad de
atender a las necesidades de los soldados, repartidos en dos cuerpos en los Países Bajos y dos en
Alemania, donde el ejército del Palatinado se veía obligado a vivir a costa de los habitantes.
Como siempre, faltaba «el nervio de la guerra y la grasa de la paz» y, meses después, Spinola, al
comenzar las operaciones podía escribir:
Yo salgo en campaña con tan poca provisión como escribo a S. M. quien, si no manda proveer lo que se le tiene pedido, no
veo qué forma se puede tener por suplir tanto como falta.289

La desbandada en las tropas en Alemania obligó a Spinola a ir a Wessel para reorganizarlas y


situarse en los Ducados de Cleves y Juliers, desde donde podía enfrentarse con Mauricio. El
holandés cometió un error, pues, al tratar de proteger otras plazas, dejó mal guarnecida la bien
fortificada Juliers, lo que aprovechó Spinola para enviar a Henri de Bergh a asediarla, logrando
rendirla a comienzos de febrero. Todo el ducado de Juliers estaba ahora en poder español, salvo
un castillo para cuya toma Spinola envió unas tropas,290 pero como el ejército se veía mermado
por continuas deserciones, Spinola tuvo que recurrir a reclutar soldados alemanes, ingleses y
escoceses y ello desagradó al Consejo de Estado, que temía que la herejía pudiese infiltrarse en
las tropas. Lógicamente el genovés alegó que preferiría disponer de soldados españoles,
italianos, valones o borgoñones (es decir procedentes de los territorios de la monarquía), pero
que como no podía contar con ellos no cabía más expediente que reclutar allá donde le era
posible.
Parecía que el emperador se inclinaba hacia la suspensión de armas, lo que aprovechó la
infanta para pedir a los electores de Maguncia, Colonia y Tréveris así como al duque de Baviera,
que enviaran diputados a Bruselas para asistir al tratado de suspensión. Pero se trató de un
espejismo, ya que poco después la infanta confiaba a su sobrino291 su convicción de que la
guerra duraría todo el año, pues el Palatino no quería ni una buena paz ni una buena guerra y
rechazaba el armisticio. En consecuencia, Córdoba (que en junio fue ascendido a maestre de
campo general) recibió orden de pasar el Rin para reunirse con Tilly, al que ayudó en un
enfrentamiento con el Palatino consiguiendo un notable triunfo y un rico botín. Por su parte, de
Bergh marchó contra el duque de Brusnwick, pero este se desvió hacia el Palatinado con su
ejército intacto tras evacuar los puestos que había ocupado y que dejó en manos de los
holandeses, quienes aprovecharon el alejamiento de Bergh e invadieron Brabante, saqueándolo
hasta cerca de Bruselas.
¡Qué fáciles se ven las cosas desde lejos o cuando no se quieren ver! La reacción de Felipe IV
(o de Olivares) ante estos saqueos da la impresión de que en Madrid no se tenía (o no se quería
tener) conciencia exacta de la penosa situación en que la infanta y Spinola se encontraban en los
Países Bajos:
Que se debe sentir este atrevimiento y pensar que han de hacer otros de mayor daño. Y para todo será bien, como también
parece que lo hubiera sido, no dejar tan descubierto aquel país y el camino de asegurarle es entrar en el del enemigo. Y así
encargo mucho a V. A. mande que se salga en campaña cuanto antes, dándose en esto la prisa posible pues, estando el
tiempo tan adelante, no se permite otra cosa.292

Jacobo I seguía intentando salvar a su yerno Federico y a finales de mayo llegaron a Bruselas
los embajadores de Inglaterra y de Alemania para tratar de la tregua en el Palatinado. Sus
interlocutores belgas (Pecquius y Boisschot) se encontraron con el problema de que el emperador
había retirado la condición de elector al Palatino para concedérsela al duque de Baviera, lo que
era una nueva y grave complicación para cualquier intento de solución. En septiembre la infanta
tenía que reconocer293 que la suspensión de armas no avanzaba y se temía que Mansfeld pudiera
entrar en el Hainaut. Tan «no avanzaba», que un mes después Jacobo I manifestaba su protesta
por el sitio y la ocupación de Heidelberg y Felipe IV se sintió obligado a pedir al emperador y al
Baviera que dieran orden a Tilly de asediar Frankenthal y Manheim y encargó a Coloma
(embajador en Londres) que informara al rey inglés de estas gestiones y de su deseo de apoyarle
en los intentos de pacificar el Palatinado.294 Confirmando tan buenos deseos también pidió a la
infanta que diera a Tilly y a todos los jefes militares las mismas órdenes que había rogado al
emperador y que se tratarse de llegar a una buena suspensión de armas de acuerdo con Jacobo I.
Las acciones militares se extendían por todos lados y, mientras Federico V se refugiaba en
Sedán al amparo del duque de Bouillon, Mansfeld y Alberstat asolaban la Lorena amenazando
invadir los territorios españoles de Borgoña y Luxemburgo, lo que se trató de impedir enviando
hacia allí a las tropas de Córdoba y Tilly. Y mientras la infanta continuaba negociando con el
embajador inglés en búsqueda de un armisticio en el Palatinado, de forma inesperada Mansfeld
envió un emisario a Bruselas para negociar también con ella, aunque mientras se desarrollaban
estas conversaciones se recibió la noticia de que Mansfeld se había pasado con armas y bagajes a
sueldo de Francia.
A mediados de junio el ejército de Spinola entró en los territorios del príncipe de Darmstadt y
tuvo una escaramuza cerca de la ciudad que causó importantes pérdidas al enemigo. Córdoba
atravesó el Rin, Tilly se aproximó a Sterquemberg y Leopoldo se dirigió hacia Oppenheim para
reunirse con Córdoba295 y, en julio, Spinola lanzó un ataque que permitió que Luis de Velasco
se apoderara del baluarte de Steenbergen.
La siguiente operación que quería llevar a cabo Spinola era ocupar en territorio de las
Provincias Unidas la importante plaza de Bergen-op-Zoom, para lo que contaba con un infiltrado
que debía franquearle las puertas de la ciudad. En espera de ello, perdió unos días preciosos sin
realizar las habituales medidas de cerco y esperando no tener que ejecutarlas, ya que los terrenos
esponjosos y empapados hacían muy difícil construir fortificaciones o cavar trincheras. Pero en
uno de los primeros choques murió ese agente y ya no tuvo más remedio que iniciar el asedio
conforme a la práctica habitual y con tropas muy escasas, que no era posible reforzar con las de
Henri de Bergh (Juliers y las ciudades del Rin quedarían indefensas), ni con las de Córdoba (que
el rey había enviado a Alsacia sin prevenir a Spinola). Además los defensores lograron mantener
libre el acceso al mar y no se consiguió siquiera acercarse a los principales bastiones (defendidos
por ingleses y franceses sumados a las tropas holandesas).
Dos ejércitos —uno holandés, capitaneado por Mauricio, y otro alemán, bajo las órdenes de
Mansfeld y Alberstat— acudieron en socorro de la ciudad, sin que las tropas de Henri de Bergh
consiguieran impedir su avance. En esta situación las tropas de Mansfeld y de Alberstat se
lanzaron sobre el Hainaut con la intención de unirse al ejército holandés de Mauricio. Pero
Córdoba se cruzó en su camino en las cercanías de Fleurus, entablándose el 29 de agosto una
gran batalla en la que el ejército español consiguió destruir casi toda la caballería y la infantería
enemigas.296
La infantería española era el elemento principal de las tropas católicas, pero la artillería y la
caballería no parecían estar en condiciones de enfrentarse con la magnífica caballería protestante,
que contaba 5.000 jinetes a cargo de Brunswick, a los que se unían los 5.000 coraceros de Streiff
y 8.000 infantes mandados por Mansfeld. El cañoneo de la artillería protestante comenzó la
batalla disparando sobre las tropas de Córdoba y a continuación la totalidad del ejército atacó,
hundiendo las líneas católicas, con lo que parecía que la batalla estaba perdida. Pero la firmeza
de los tercios y el avance irregular de la infantería protestante permitieron que las tropas se
reorganizaran, frenando la desesperada carga final de la caballería de Brunswick, que resultó
herido y se retiró en desorden. Tras varias horas de lucha, Mansfeld ordenó la retirada en un
intento de replegarse hacia Lieja y refugiarse en Breda. Las agotadas tropas españolas no
pudieron perseguirlas hasta el día siguiente, cuando la caballería protestante escapó abandonando
a la infantería, que fue totalmente aniquilada y los escasos restos del ejército de Brunswick y
Mansfeld lograron alcanzar Breda mientras las tropas de Tilly invadían el Palatinado.
Un nuevo peligro se cernió sobre los Países Bajos cuando, pocos días después, Mauricio
penetró en Brabante hasta Hoogstraten con 30.000 hombres, con el propósito de atacar a Spinola
en el asedio de Bergen-op-Zoom o, quizá, de apoderarse de Amberes, por lo que hubo que enviar
a De Bergh a su encuentro para cortarle el camino. Spinola, de acuerdo con sus jefes, levantó el
sitio el 3 de octubre, retirándose a Putte (entre Amberes y Bergen-op-Zoom) logrando pasar sin
sufrir pérdidas entre los dos ejércitos enemigos, aunque en la retirada hubo que abandonar
Steenbergen. Por una vez, los miembros del Consejo de Estado (entre los que figuraban halcones
tan conspicuos como Pedro de Toledo, Agustín Mexía o Diego de Ibarra) manifestaron su
acuerdo con la decisión de esta retirada,297 aunque también hubo quien afirmó que la guerra en
los Países Bajos había sido la ruina de la monarquía.
Fracasado su intento de apoderarse de La Esclusa, las tropas holandesas se retiraron, mientras
que, en octubre, las católicas estaban a la expectativa cerca de Juliers y Córdoba asediaba
Frankenthal. La situación se agravaba por la decisión de Jacobo I de declararse abiertamente en
favor de su yerno Federico V. La infanta sugirió una nueva suspensión de armas en el Palatinado
afirmando que había que hacer comprender al emperador que, si no se alcanzaba, sería difícil
enviarle nuevos socorros. La llegada de Mansfeld y del inglés Vere a Frankenthal obligó a
levantar el sitio, pues Córdoba no podía esperar refuerzos. Spinola estaba inmovilizado frente a
los holandeses, De Bergh se encontraba ante Juliers y las tropas de Iñigo de Borja298 no podían
hacer nada. La situación era tan mala que, como reconocía la infanta, ni siquiera había soldados
suficientes para acompañar los envíos de dinero al ejército.299
Los problemas de la guerra y del gobierno unidos a la edad iban minando claramente la salud
de la infanta y obligaban a Felipe IV a prever su fallecimiento, por lo que procedió a unos
nombramientos300 para asegurar el mantenimiento de España en los Países Bajos. Sin desvelar
todavía el nombre del sucesor en el cargo de gobernador general, el rey decidió separar la
administración militar, que quedó en manos exclusivas de Spinola, y la civil, que sería asegurada
por una junta formada por Spinola, Bedmar, el arzobispo de Cambrai, el príncipe de Ligne y el
conde de Salazar. Y caso de que uno de ellos falleciera, sería sustituido por otra persona cuyo
nombre figuraba en unas instrucciones secretas.301
282 AGR, SEG, Rº. 185, Alberto a Felipe III, 10 de enero de 1621.
283 AGR, SEG, Rº. 185, Felipe III a Alberto, 4 de febrero de 1621.
284 AGR, SEG, Rº. 185, Alberto a Felipe III, 2 de marzo de 1621.
285 AGS, Estado, 2233, Felipe IV a Spinola, 22 de abril de 1621.
286 AGS, Estado, 2035, Bedmar a Felipe IV, 25 de julio de 1621.
287 AGR, SEG, Rº. 187, Felipe IV a Isabel, 4 de febrero de 1622.
288 AGR, SEG, Rº. 187, Isabel a Felipe IV, 7 de abril de 1622.
289 AGS, Estado, 2312, Spinola al secretario Ciriza, 6 de julio de 1622.
290 AGS, Estado, 2311, Spinola a Felipe IV, 25 de febrero de 1622.
291 AGR, SEG, Rº. 187, Isabel a Felipe IV, 1 de mayo de 1622.
292 AGR, SEG, Rº. 187, Felipe IV a Isabel, 13 de junio de 1622.
293 AGR, SEG, Rº. 188, Isabel a Felipe IV, 9 de septiembre de 1622.
294 AGR, SEG, Rº. 188, Felipe IV a Isabel, 24 de octubre de 1622.
295 Biblioteca Nacional, Madrid, Mss., 22 de junio de 1622, Informe sobre las operaciones en el Palatinado.
296 AGR, SEG, Rº. 188, Isabel a Felipe IV, 9 de septiembre de 1622.
297 AGS, Estado, 2036, CCE, 27 de octubre de 1622.
298 Borja fue ascendido a general de la Artillería en junio y falleció en noviembre.
299 AGR, SEG, Rº. 186, Isabel a Felipe IV, 4 de noviembre de 1621.
300 AGS, Estado, 2233, nombramientos hechos por Felipe IV para el caso de fallecimiento de la infanta, 31 de octubre de
1621.
301 Los sustitutos eran, respectivamente, Iñigo de Borja, Juan de Villela, el abate de Saint-Vaast, el conde de Hoogstraten y
Carlos Coloma.
BREDA: DEL ÉXITO A LA CRISIS

Tras el triunfo de las armas españolas en Fleurus, Spinola añadió nuevos éxitos a la campaña,
logrando apoderarse de Gooch y del fuerte Mauricio en territorio de las Provincias Unidas, y del
fuerte de Papenmutz en Alemania. El Consejo de Estado contemplaba satisfecho esta situación:
Habiéndose alargado de sus límites los holandeses y ganado reputación de nuestra parte, pero no ellos palmo de tierra de V.
M. Y si V. M. ha gastado mucho este año y perdido gente, también lo han hecho ellos. Y el año pasado se tomó a Juliers de
manera que después que expiró la Tregua las armas de V. M. han ganado mucho y no han perdido nada.302

Ello no ocultaba la difícil situación en Alemania, entre otras cosas por el otorgamiento de la
investidura como elector del duque de Baviera. Cuando se tuvo confirmación de que Fernando II
así lo había decidido, la preocupación de Spinola creció aún más, porque ello le hacía «temer una
guerra general si Dios con su misericordia no lo remedia y así conviene luego prevenirnos».303
El mecanismo puesto en marcha años antes en Praga parecía imparable y solo auguraba más
dolor y muerte.
La situación del ejército en 1623 era cada vez más precaria: los motines, bajas y deserciones le
iban dejando por debajo de los mínimos necesarios, hasta el punto que con cuatro de los tercios
españoles apenas se podría conformar medio tercio304 y la falta de fondos hacía temer que
«antes de que este ejército pueda salir en campaña, por falta de medios podrán hacer progresos
de consideración los enemigos; otro, que sacándolo en campaña y no habiendo, como no hay,
medios bastantes para la paga de la gente podría suceder un gran desorden que causarse mayores
males…»,305 por lo que Spinola subrayaba «la necesidad que tiene el ejército y la imposibilidad
de salir en campaña por falta de medios y las apariencias grandes de los enemigos».
Bedmar puso de relieve «la mala correspondencia» de Luis XIII y Richelieu, manifestando que
había que reaccionar ante su ayuda con hombres y dinero a Mansfeld y a los rebeldes, «no solo
por recompensa para la reputación sino por necesidad de la defensa con justísima causa». El
fracaso de las esperanzas de un acuerdo entre Madrid y Londres podía fácilmente reactivar la
alianza anglo-holandesa en unos momentos de especial dificultad: Richelieu, que había sido
admitido en el Consejo Real, negociaba el «matrimonio francés» (de HenrietteMarie con Carlos,
príncipe de Gales) tras el fallido «matrimonio español» y, aún más grave, Francia firmaba el
Tratado de Compiegne con las Provincias Unidas, asegurándolas tres años de subvenciones si
mantenían la guerra en los Países Bajos. Por si fuera poco, a estas amenazas vino a sumarse la
elección como nuevo sumo pontífice de Maffeo Barberini (Urbano VIII), siempre enemigo de
España y cuya decisión de abandonar las posiciones militares que el Papado mantenía como
elemento de pacificación en La Valtelina abría la puerta a la intervención de Francia en el norte
de Italia.
Spinola se veía forzado a compaginar las operaciones en tierra con la atención a la armada de
Flandes, con la que se trataba de obstaculizar el comercio que tan provechoso había resultado a
los rebeldes durante la tregua. Desde 1622 se venían buscando los medios de ahogar ese
comercio y, de acuerdo con Bruselas, en enero de 1624 se decidió proceder al cierre de varios
ríos (Escalda, Mosa, Rin y Lippe) y además se intentó convencer al Neoburgo para que cerrara el
Weser y a Tilly para que impidiera la navegación por el Elba. A estas maniobras se unió el
bloqueo de las costas de las Provincias Unidas a cargo de la escuadra de Ostende. Una
expedición de chalupas españolas atacó en mayo la costa de Holanda y Zelanda, consiguiendo
apoderarse o destruir numerosas barcas holandesas en la primera acción en que las pequeñas
naves españolas habían llegado hasta aquellas playas provocando la consiguiente alarma. La
satisfacción por las actividades de esta armada era grande, como lo subraya una comunicación
dirigida a las Cortes de Castilla en 1623: «Con la armada de galeones que se sustenta en Flandes
se han tomado a holandeses, desde que se rompió la guerra, muchos navíos de mercantes y
echado a fondo otros y peleado con los suyos de guerra con gran reputación». Recompensa a
estos esfuerzos fue la concesión a Spinola en 1624 del título de capitán general de esa armada
aunque, de hecho, no le fue entregado sino mucho más tarde.306 La reacción holandesa,
aplicando un contrabloqueo a título de represalia, provocó serios problemas en los Países Bajos y
años más tarde (1629), accediendo a las peticiones de la infanta, se abandonó el bloqueo de los
ríos.
La esperanza de Spinola de que una posible alianza hispano-inglesa pudiera obligar a las
Provincias Unidas a mostrarse más inclinadas a un acuerdo se desvaneció al saber307 que, según
informaba el embajador en Londres, el marqués de la Hinojosa, Jacobo I, llevado del descontento
que le producía la situación del Palatinado, tenía la intención de declarar la guerra. Felipe IV
ordenó la formación de una armada de 50 navíos que servirían para combatir tanto a las
Provincias como a Inglaterra, cuyo objetivo común parecía ser el puerto de Mardick. A este
peligro se añadía la resistencia de Fernando II a implicarse en una nueva guerra con los
holandeses y el temor y las quejas en Alemania, donde, vistos los puestos que tropas españolas
ocupaban sobre el río Weser, se temía que el aumento de la potencia de la Monarquía Hispánica
se hiciera en detrimento de sus libertades.
La infanta recibió instrucciones308 para que tantease la posibilidad de llegar a alguna forma de
acomodo con los holandeses, pues si esto se lograba, permitiría enfrentarse con Francia en La
Valtelina y complementaría los esfuerzos de Olivares para obtener el apoyo del emperador y de
los príncipes del imperio. Pero la oposición del duque de Baviera y las dudas de Fernando II ante
la amenaza inminente de la entrada de Dinamarca en la guerra dieron al traste con estas
aspiraciones. Elliott califica la pretensión de esta alianza de «larga y agotadora búsqueda de un
tesoro inalcanzable», que parecía ser para Olivares «más un fin en sí misma que un medio de
alcanzar un fin».309 Todos estos propósitos se vinieron abajo cuando el marqués de
Montesclaros propugnó en el Consejo de Estado310 el enfrentamiento directo con Francia
atacándola por el norte (en la frontera de los Países Bajos) y por el sur (en la Provenza), y otros
consejeros (Hinojosa y Monterrey) le apoyaron, propugnando que se abandonara la idea de
asediar Breda y utilizar, en cambio, las tropas de Spinola para el ataque a Francia.
En Bruselas se seguían haciendo planes para la campaña, tratando de decidir cuál sería el
mejor camino para enfrentarse con las Provincias Unidas; para tantear el terreno y aprovechando
las terribles heladas, Hendrik van den Bergh (que llegó cerca de Utrecht), Lucas Cayro (en
Frisia) y Salazar llevaron a cabo algunas incursiones y escaramuzas. Tras los debates se fijó
como objetivo la ciudad de Breda, importante centro comercial, de notable valor estratégico, y
hacia allí salió Spinola en campaña el 21 de julio. Al tenerse noticia de que la plaza estaba
defendida por 7.000 soldados y que parecía disponer de víveres suficientes para soportar un largo
asedio, se celebró un consejo de guerra en el que la mayoría de los capitanes se inclinaron por
abandonar la idea. Esta propuesta fue sometida al juicio de la infanta, que sugirió que se tratara
de penetrar en la zona de Weluve y que Van den Bergh intentara ocupar Grave, pero como estas
intenciones no pasaron de ser un proyecto y la situación envalentonó a los holandeses,
finalmente la infanta dejó la decisión en manos de Spinola.
Tras las vacilaciones para decidirse por el asedio y las operaciones de «distracción» que llevó a
cabo Spinola, el general propuso de nuevo el asalto a Breda, encontrándose otra vez con la
oposición de sus oficiales, dudosos del buen éxito de la empresa y que alegaban que no solo
tendrían que enfrentarse con las fortificaciones de la ciudad y con la ayuda que ciertamente
prestaría Mauricio, sino que además había que contar con el terreno encharcado y con el siempre
inseguro clima. Pese a esas reticencias, Spinola ordenó el 28 de agosto ocupar los dos flancos de
Breda que le parecieron más adecuados para entablar el asedio y comenzar los trabajos de
fortificación de sus líneas, ante la escéptica pasividad de Mauricio, que ni se molestó en hostigar
a las tropas españolas.
Uno de los mitos más persistentes sobre la historia de la guerra en Flandes es la atribución a
Felipe IV de la frase: «¡Marqués, tomad Breda!». No es posible dar credibilidad a esta leyenda,
pues, cuando se recibió en la corte la noticia de que había comenzado el asedio, la sorpresa y la
incredulidad fueron mayúsculas. En el Consejo de Estado311 se manifestaron todas las reservas
posibles, similares a las manifestadas cuando el archiduque Alberto decidió el asedio de Ostende.
Como entonces, la empresa se juzgó temeraria y hasta hubo quien propuso que se levantase el
cerco si se podía hacer sin mengua de la reputación. Únicamente Pedro de Toledo y Diego de
Ibarra, reconocidos halcones, se manifestaron a favor de un esfuerzo bélico total, mientras
Fernando Girón y el cardenal Zapata encabezaron el grupo de consejeros que creía que se
estaban perdiendo la guerra y los Países Bajos. Elliott312 considera que la autorización
subsiguiente para enviar a Flandes la totalidad de las remesas parece sugerir que el conde-duque
estaba a favor de las ideas de Spinola, pero por otro lado hay que considerar que Felipe IV, en
sus anotaciones marginales a las consultas, se mostró muy reservado sobre el éxito de la
empresa, al mostrar su escepticismo y su nula voluntad de aumentar las provisiones que podrían
exigir este asedio:
Escríbase a mi tía las dificultades que se representan en el sitio de Breda… y que advierta que si bien las provisiones de este
año a razón de 300.000 escudos serán ciertas, en ninguna manera se ha de crecer nada y conforme a esto se gobierne en las
levas que hiciere de nuevo…313
En lo que toca al sitio de Breda ya se ha respondido en otra consulta, procurándose ahora que en ninguna manera se
aventure plaza de las nuestras con la esperanza de ganar Breda y que las provisiones se cumplirán puntualmente.314

El cerco se iba afianzando en la misma medida en que Mauricio comenzaba a preguntarse si no


había actuado con demasiada ligereza permitiendo la construcción de tantos medios para
doblegar una ciudad que, por sus defensores y sus aprovisionamientos, le había parecido
inexpugnable hasta entonces. Y como la operación se había transformado en una auténtica
atracción política y militar,315 aprovechó que la caballería española se había alejado para
escoltar al príncipe de Polonia para hacer avanzar a sus tropas hasta las cercanías de Breda.
Spinola se le adelantó ocupando un amplio terreno pantanoso y cortando así el avance del
holandés, que evitó el enfrentamiento y, para intentar desviar el movimiento español, pretendió
asaltar el castillo de Amberes, sin lograrlo. Mauricio intentó de nuevo levantar el cerco y alejar a
las tropas españolas contando ahora con la llegada a las cercanías de Breda de las tropas de
Mansfeld y su reunión con la caballería francesa que mandaba Alberstat, pero tras fracasar otra
vez en su empeño, se retiró definitivamente, abandonando Breda a su suerte.
Aunque Justino de Nassau, hermano natural de Mauricio, defendía Breda con denuedo, la
retirada de las tropas de socorro, los escasos movimientos posteriores para distraer a los
sitiadores y la paulatina disminución de los víveres iban mermando la capacidad de resistencia de
los sitiados. Al fin, tras nueve meses de cerco, la ciudad se rindió el 5 de junio de 1625, logrando
lo que Stradling ha calificado como «el más prestigioso de los triunfos de la época de los
triunfos».
Spinola recibió las llaves de manos de Justino y concedió a los sitiados unas condiciones de
rendición tan sumamente generosas que generaron indignación en las tropas españolas, que, con
toda justicia, Coloma calificó de empobrecidas y desnudas. Pocos días después, la infanta Isabel
acudió a Breda a saludar y confortar a estos pobres soldados y a celebrar la toma de la ciudad. El
propio Mauricio le escribió para tratar de la posibilidad de buscar la paz, solicitando que se le
enviara al duque de Neoburgo «para tratar de los dichos medios acerca de reducirse».
Parecía llegado el momento de que Madrid agradeciera los esfuerzos: el Consejo de Estado316
propuso que se diesen muy particulares gracias a Spinola, a Salazar y a Coloma y que se dejara
reposar al ejército sin emprender ninguna otra acción hasta que se repusiera de las penalidades
pasadas. El propio Olivares, siempre receloso de Spinola, se unió también a las felicitaciones y
propuso el envío de 50.000 o 100.000 ducados «para vestir a la gente del sitio, con una carta de
mano propia muy amorosa que se lea y publique en todo el ejército, y que a Spinola se le honre
de modo extraordinario». Honrándole de modo extraordinario, Felipe IV confirió al general un
nuevo honor al concederle el título de comendador mayor de Castilla. Pero si bien se trataba de
un título importante, encerraba una frustración, pues no suponía ningún beneficio económico ya
que se había otorgado años antes al duque de Lerma y gravado con una hipoteca hasta 12 años
después de su muerte, con lo que el genovés vio frustrada toda posibilidad de recomponer su
hacienda, al menos parcialmente, con los beneficios anejos al título. Apiadada de la mala
situación de su general, la infanta quiso interceder por él al señalar a su sobrino que «en materia
de honra es toda la que V. M. puede hacer en tal género. En comodidad de hacienda no la viene a
recibir solo (diré así) después de su muerte y él ahora se halla con muchas deudas y tan atrasado
en hacienda que no se puede sustentar».317 Y el mismo Spinola, tan empobrecido como sus
soldados, aunque agradeciera esta nueva merced no pudo por menos de recordar al rey su
precaria situación:
Con el reconocimiento que debo de la merced que V. M. (Dios le guarde) me ha hecho de la Encomienda Mayor de
Castilla… Asegurando a V. M. que si estuviere en estado de poderme sustentar y con menos deudas de las que tengo no
hablaría palabra en cosa de hacienda, pero el haber consumido tanto de la mía en el espacio que ha sirvo a V. M. y a su Real
Corona y el faltarme de todo punto los medios de poder vivir, me obligan a representar a V. M. que estado empeñada la
Encomienda… por doce años y teniendo yo tantos, no vendré en mi vida a gozar de nada, sino mis herederos… y no
permitiendo esto mi necesidad suplico a V. M. se sirva que desde luego pueda gozar de la merced que V. M. ha sido servido
hacerme, pues no pueden faltar medios para ello.318

1625 fue, sin duda, el «año milagroso»: el 1 de mayo, don Fadrique de Toledo había derrotado
a los holandeses recuperando Bahía y, por tanto, Brasil. También ese mes, don Álvaro de Bazán,
marqués de Santa Cruz, socorrió Génova levantado el asedio de Francia. En junio, Spinola había
tomado Breda. En septiembre, en Puerto Rico, fue rechazado el ataque de la flota holandesa. En
noviembre, en Cádiz, don Fernando Girón rechazó el ataque inglés. Y, para completar el año de
triunfos, a principios de noviembre los barcos españoles de Dunquerque derrotaron totalmente a
la flota holandesa.
Olivares podía escribir entonces «Dios es español», pero el asedio de Breda había agotado
todos los fondos de que era posible disponer y obligaría a olvidar la guerra ofensiva en tierra y
limitarla a la defensiva, salvo en el mar, donde se intentaba hacer frente a la fuerte potencia naval
holandesa (y también inglesa). Ya no resultaba posible volver a pensar en largos y costosos
asedios y, como subraya Kamen, a largo plazo Breda «no fue el punto de partida hacia la
victoria, sino el comienzo del declive de España como la principal potencia en el norte de
Europa».319
302 AGS, Estado, 2037, CCE, 17 de febrero de 1623.
303 AGS, Estado, 2313, Spinola a Felipe IV, 7 de marzo de 1623.
304 AGS, Estado, 2313, Bedmar a Felipe IV, 21 de enero de 1623.
305 AGS, Estado, 2313, Isabel a Felipe IV, 2 de junio de 1623.
306 AGS, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 16 de febrero de 1624.
307 AGR, SEG, Rº. 190, Felipe IV a Isabel, 16 de abril de 1624.
308 AGR, SEG, Rº. 191, Felipe IV a Isabel, 11 de octubre de 1624.
309 Elliott, Olivares, op. cit., p. 166.
310 AGS, Estado, 2516, CCE, 30 de abril de 1625.
311 AGS, Estado, 2038, CCE, 14 de septiembre de 1624.
312 Elliott, Olivares, op. cit., p. 262.
313 AGS, Estado, CCE, 18 de septiembre de 1624.
314 AGS, Estado, 7 de octubre de 1624.
315 Visitantes y curiosos, entre ellos el príncipe Ladislao de Polonia y el duque de Baviera, acudían a Breda a presenciar los
trabajos del asedio.
316 AGS, Estado, 2039, CCE, 29 de junio de 1625.
317 AGS, Estado, 2315, Isabel a Felipe IV, 6 de agosto de 1625.
318 AGS, Estado, 2315, Spinola a Felipe IV, agosto de 1625.
319 H. Kamen, «La política exterior», en La crisis de la hegemonía española, p. 533
LA GUERRA DEFENSIVA

Tras la toma de Breda, Montesclaros insistió en su idea del enfrentamiento directo con Francia,
pero Olivares prefería utilizar la vía de la negociación, para evitar una alianza franco-inglesa a la
que, además, podrían unirse los protestantes alemanes o nórdicos, lo que constituía una amenaza
a la que la frágil hacienda real encontraría infinitas dificultades para hacer frente. De forma
inesperada la posición del conde-duque fue apoyada por Mexía, que consideró un error declarar
la guerra a Francia. Todo ello acabaría por llevar a considerar la necesidad de modificar el
enfoque que se había seguido tradicionalmente: la guerra en tierra debía ser únicamente
defensiva y había que olvidar los largos y costosos asedios de los que Breda había sido máximo
ejemplo. En consecuencia se enviaron nuevas órdenes320 a la infanta para que (esperando que
los reveses en Bahía y Breda hubieran bajado la altanería holandesa) procurara otra vez servirse
de sus tradicionales mediadores en busca de la paz o una tregua larga con las Provincias Unidas.
Pero ello debía llevarse a cabo con la condición de que fuera la propia Isabel quien apareciera
como el origen del intento de mediación y de esta forma evitar que los holandeses tuvieran la
impresión de que era la monarquía la que buscaba esta solución. Felipe IV seguía insistiendo en
que se agotaran todos los esfuerzos para llegar a un acuerdo con las Provincias Unidas, pero sin
que ello supusiera que estaba dispuesto a aceptar una reedición de la Tregua de los Doce Años:
Lo de la paz con la Holanda será bien procurarla por los medios que se pudiere, pues la intención de acá no ha sido nunca
de cerrar la puerta a esta proposición sino en cuanto a hacer una tregua como la pasada. Pero si en los medios que propone
Rubens hubiese la apariencia de facilidad que él dice y quisieren conceder a S. M. superioridad y reconocimiento y otras
preeminencias nominales y aparentes, podría dar obertura a la propuesta para ir caminando a la conclusión y ajustamiento
de los demás individuos.321

La infanta y Spinola estaban obligados a respetar las órdenes sobre la nueva forma de
continuar la guerra en los Países Bajos, pues el rey recordaba sus instrucciones anteriores, en las
que concedía la prioridad a la guerra en el mar y limitaba a la defensiva la guerra en tierra. A
comienzos de año se intentaba reforzar la flota por todos los medios, y aunque Spinola
subrayaba322 que se hacían todos los esfuerzos para tener en todo momento en el mar el mayor
número posible de barcos de guerra, no podía por menos que recordar que desde el fin del asedio
de Breda habían sido las provincias de los Países Bajos los que habían estado pagando las tropas
que habían tomado parte en el mismo y lo harían hasta fin de abril, pero que la falta de
provisiones era terrible y los banqueros se habían negado a pagar el año anterior nada menos que
1.600.000 escudos. Queja que tanto la infanta como su general recordaban una vez tras otra, sin
que sus angustiadas peticiones recibieran solución (¿podían acaso recibirla?). Y cuando, a
mediados de abril, se supo que los holandeses planeaban enviar 36 navíos de guerra para
bloquear los puertos de Mardyck y Dunquerque y que había peligro de que los ingleses se
unieran a esta amenaza, Isabel aconsejó que se abandonara el proyecto de enviar a Mardyck una
veintena de buques de la flota española, que, en cambio, podían ser desviados a perturbar los
caladeros habituales de los pesqueros holandeses y, tras ello, refugiarse en Ostende.
Spinola advirtió de la situación del ejército, aunque cumpliendo las órdenes recibidas de que
«en adelante se hiciese la guerra en estos Estados a los rebeldes defensiva por tierra y el principal
esfuerzo contra ellos fuese por la mar, se ha ido y se va procurando inquietarlos y ofenderlos por
la mar. Llevase la mira a no sacar ejército en campaña si no obligare a ello el enemigo, quien ha
muchos días se apareja para campear».323
Por tajantes que fueran las órdenes y aunque los barcos de la armada de Flandes siguieran
haciendo presas, lo adelantado de la estación veraniega planteaba serias dificultades para seguir
las órdenes del rey: los galeones de Dunquerque no podían salir porque las noches eran cortas y
claras. Frente a ese puerto, así como en Mardyck y la costa de Gravelinas, patrullaban muchos
navíos holandeses y en esas condiciones Spinola urgía el envío de los barcos que se estaban
construyendo en Vizcaya.324 Pese a todo, meses más tarde,325 los galeones de la flota y los
barcos de particulares habían apresado en menos de un mes 17 navíos ingleses y holandeses,
incluido un patache holandés con 12 piezas de artillería, y se habían dispersado dos flotas de
pesca, con lo que el enemigo retiró todos los barcos que patrullaban ante los puertos de Flandes,
colocándolos para vigilar los barcos españoles y proteger sus pesqueros. Sin embargo todavía
había muchos problemas y Spinola tuvo que ir a Dunquerque para poner orden en la
administración de la flota (totalmente desorganizada), pagar a los marineros y preparar la salida
de un apreciable número de barcos; pese a todo hubo que esperar hasta finales de año para hacer
zarpar de Dunquerque 10 galeones (otros cinco estaban en preparación) que se enfrentaran a los
numerosos holandeses que seguían patrullando frente a la costa flamenca.
Pese a las noticias de Italia, donde los enfrentamientos con Francia parecían haber quedado
resueltos al menos temporalmente, el general alertaba del peligro que suponía haberse sumado
Dinamarca a la Guerra de los Treinta Años, lo que hacía aconsejable no comprometer tropas en
ningún asedio. El alto precio humano y económico del asedio y la toma de Breda tuvieron una
fatal influencia sobre la hacienda real y ello —pese a la reducción de tropas y de provisiones—
abrió un camino inevitable hacia la primera suspensión de pagos del reinado de Felipe IV,
decretada el 1 de enero de 1627.
Desde principios de 1626 Bruselas seguía muy atentamente las conversaciones para buscar una
alianza entre el rey, el emperador, el duque de Baviera y los príncipes católicos alemanes para
atacar a Dinamarca; si fuese posible algún acuerdo con esta, a la infanta se le abriría la
posibilidad de utilizar las tropas imperiales contra Inglaterra y se podría pedir que los aliados
cortaran su comercio con las Provincias Unidas. Pero si no se lograban estos objetivos, era
evidente que no había suficientes tropas para enfrentarse a la vez con holandeses e ingleses, tal
como propugnaba Olivares al soñar con una doble operación contra Inglaterra y contra Irlanda. Y
si el acomodo con Dinamarca no resultaba posible (como temía Isabel) había que presionar al
emperador y los demás alemanes a lanzarse contra ella con todas las fuerzas disponibles.
Fuera ofensiva o defensiva la guerra, era imposible pensar en nuevas operaciones sin disponer
de las provisiones necesarias: en enero las que se habían recibido estaban ya agotadas, e incluso
se había tomado a crédito sobre las futuras, pues, como de costumbre, los banqueros de
Amberes, alegando no haber recibido órdenes de sus corresponsales, se habían negado a pagar
nada menos que 1,6 millones de escudos de las del año 25. Aunque el rey anunciara el envío de
1,8 millones de ducados, su situación era tan mala que avisaba a la infanta326 que las letras no
serían pagaderas hasta abril, lo que ponía a esta en la situación de tener que buscar el dinero
necesario vendiendo partes del dominio real o por cualquier otro medio que pudiera permitirle
allegar fondos. Además la remesa anunciada apenas cubría el déficit de 1.6 millones por lo que
Isabel —para mayor alarma de Felipe IV, Olivares y del presidente del Consejo de Hacienda—
reclamaba 3,6 millones, que, sumados al déficit de 1625, hacían un total (inalcanzable para las
menguadas finanzas de Madrid) de 5,2 millones de ducados. Hasta aquí había llegado la pobreza
en España y en los Países Bajos… Y aun así la situación siguió empeorando y el cuadro pintado
por la infanta327 en vísperas de la campaña era fiel y simple reflejo de la tragedia que se vivía:
Quedan las cosas aquí tan necesitadas y a peligro de gran desorden y mal, como he avisado a V. M. Y esto se ha ido
estrechando de manera que ya no se halla ya un maravedí entre los hombres de negocios, prestado ni de otra manera para
sustento de este ejército y armada… de suerte que ya se ha llegado al punto de que podrá suceder la ruina total de lo de aquí
si Dios no lo salva por su misericordia y si V. M. no envía pronto remedio sin ninguna dilación, que yo, por mi descargo, no
puedo dejar de representarlo con esta claridad a V. M.

La respuesta de Felipe IV328 da la impresión de pretender ignorar la verdadera situación. Para


el rey la ruina de sus finanzas había sido causada por la guerra contra las provincias, aunque esa
guerra había permitido alejar los enemigos de la península y, precisamente durante la tregua,
había estallado la guerra en Italia, tan cara como la de Flandes pero más peligrosa por afectar al
centro de la monarquía. Llegado era el momento de plantear el proyecto de la Unión de Armas:
Castilla era la que hasta entonces había soportado el coste de la guerra defensiva y ofensiva y
esto no podía continuar si los demás Estados no contribuían a la defensa común; allí donde
hubiera una guerra se debería levantar un ejército de 20.000 hombres pagado proporcionalmente
por cada una de las posesiones, lo que, sumado a la ayuda económica de las demás, allegaría
recursos suficientes para la guerra defensiva en tierra, mientras que la ofensiva en el mar correría
a cargo de la corona.
La infanta alegó329 que hacía todos los esfuerzos para que los Países Bajos contribuyeran en
la medida posible a los gastos de la guerra y subrayó que se habían hecho cargo de los gastos del
ejército sitiador de Breda. Pero tras ello la totalidad de los pagos tenían que hacerse con cargo a
las provisiones, y era iluso esperar que los Países Bajos aceptaran pagar la totalidad de los gastos
de la guerra, sobre todo teniendo en cuenta que la supresión de las licentas y del comercio con
Holanda les había infligido un grave daño económico. A finales de año, Isabel seguía expresando
sus dudas: las ayudas concedidas por los Estados de Flandes eran por seis meses y, como
máximo por un año, por lo que parecía difícil obtener mayores compromisos y, aunque
prometiera esforzarse, seguía siendo escéptica en cuanto al resultado.330
Ante la inminencia de la campaña y las posiciones que iba tomando el ejército holandés cerca
de Schenkenschans la falta de fondos inspiraba a Spinola «harto cuidado de que pueda suceder
alguna desgracia de todo punto irremediable por haber mucho tiempo que no se ha dado dinero a
la gente de guerra ni haber al presente para poderle dar, y es cierto que, si V. M. no manda
proveer dinero, que está lo de acá con evidente peligro de perderse».331 Y, cuando a fines del
verano llegaron letras de cambio casi por un millón de ducados, los banqueros de Amberes se
negaron una vez más a pagar las mensualidades de octubre, noviembre y diciembre.
Los temores de Spinola se vieron justificados cuando las tropas de Ernesto de Nassau se
apoderaron de Oldenzeel en tan solo diez días y procedieron a desmantelar las fortificaciones.
Esto no parecía un verdadero comienzo de las hostilidades, sino una finta para atraer a las tropas
españolas hacia el Rin y aprovechar este movimiento para atacar en Flandes. Spinola332 envió
allí la mayor parte de sus tropas, pero mantuvo bajo su mando directo todos los hombres
posibles, que repartió por las zonas más expuestas de los Países Bajos y, especialmente, para
acudir en ayuda de Grol, donde un fuerte ejército mandado por Ernesto había comenzado en julio
el asedio plantando su artillería, mientras otras tropas holandesas tomaban posiciones para
impedir que Van den Bergh acudiera en socorro de los sitiados. Siguiendo las maniobras, parte
del ejército holandés permaneció en septiembre junto al Rin y el resto se dirigió hacia Hulst
(donde sufrió fuertes pérdidas), para luego retirarse a Bergen-op-Zoom; desde allí una parte se
replegó a sus guarniciones y otra volvió al Rin, para reforzar las tropas que permanecían allí bajo
el mando de Frederik-Hendrick, a las que Van den Bergh atacó con éxito con la caballería
holandesa.
El valor de la plaza de Grol era grande, pues, además de sus importantes fortificaciones,
contaba con una situación geográfica que permitía controlar el comercio con Alemania, por lo
que había sido objeto de continuas apetencias de ambas partes.333 Rápidamente los holandeses
terminaron la línea de circunvalación, comenzando un intenso cañoneo al que se sumó la
habilidad de los zapadores ingleses, que destruyeron la esclusa que había al norte de la muralla,
provocando la bajada del nivel del agua del foso defensivo y, tras duros enfrentamientos,
pudieron comenzar a colocar minas bajo los muros de defensa de la ciudad.
Los esfuerzos de Van den Bergh por acudir en socorro se vieron dificultados por la falta de
suministros, con lo que su llegada se retrasó demasiado, impidiéndole levantar el asedio. Además
de ese retraso se produjo otro grave problema en sus tropas: al tratar de cortar las líneas de
aprovisionamiento holandesas (hacia Zutphen y Deventer) hubo un grave enfrentamiento entre
soldados españoles e italianos, en su afán por ostentar la vanguardia en el ataque (lo que
tradicionalmente y por orden real correspondía a los primeros). La consecuencia de estos
problemas acumulados fue que, cuando al fin Van den Bergh pudo atacar, se vio obligado a
replegarse y, poco después, los asaltantes consiguieron abrir una brecha en la muralla exterior y
aunque fueron rechazados tres veces, la situación era ya tan insostenible que, al cabo de un mes
de lucha, la guarnición de Grol no tuvo más remedio que rendirse.
El fracaso en el socorro de Grol fue buena ocasión para que los adversarios de Spinola
insistieran en sus críticas, pese a que, durante un cuarto de siglo, hubiera demostrado
suficientemente con hechos que su condición original de banquero no le había impedido ser un
gran estratega. Como no había ido personalmente a socorrer la plaza, por razones que explicó al
rey, tuvo que hacer frente a una campaña de descrédito que se extendió también a sus oficiales.
En defensa de lo hecho tuvo que explicar que Van den Bergh había encontrado al enemigo tan
bien fortificado que, de acuerdo con los cabos de sus tropas, «juzgó que no se debía acometer» y
después «en ocasión de querer ir a procurar romper un convoy de víveres del enemigo hubo
pleito sobre la vanguardia».334 Los miembros del Consejo de Estado (encabezados por Mexía),
tras discutir335 el fallido socorro y la pérdida de la plaza, culparon a Spinola de la derrota
afirmando que si se hubiera ocupado personalmente de dirigir la expedición de socorro no se
habría planteado el conflicto entre españoles e italianos. El rey, que veía en el suceso una pérdida
de reputación, ordenó que se pidieran explicaciones a la infanta sobre los hechos y anotó la
consulta con una dureza inusitada:
Que se escriba a la Infanta cómo no fue Spinola en persona al socorro de Grol. Cómo el Conde Enrique no lo ha hecho. Y
cómo ha consentido que competencias particulares y tan resueltas por mí hayan impedido una facción tan importante y
necesaria.

La respuesta de Spinola puso lo ocurrido bajo su verdadera luz, o al menos, bajo la luz con que
se contemplaba desde Bruselas:
Después del año 1606 la tomé yo en nueve días. Después el enemigo se puso en ella y no teniendo yo la mitad de infantería
ni la mitad de caballería que él tenía, ni un solo real en todo el campo, hice retirar al enemigo y la socorrí. Pero estas cosas
no suceden siempre… muchas veces se escriben y se dicen cosas que, llegado a apurar, se hallan muy diferentes.336

Defendiendo a Van den Bergh, Spinola argumentó que, al haber encontrado tan fortificado el
asedio pareció «a todos los cabos» que no se debía emprender un ataque que tenía escasas
posibilidades de éxito y, en cuanto al enfrentamiento entre italianos y españoles por encabezar la
vanguardia del ataque al convoy holandés, hizo recaer la responsabilidad en el italiano marqués
de Campolataro, que se enfrentó con Van den Bergh (que transigió por no añadir más
dificultades a la mala situación) y que, a juicio de Spinola, debía ser castigado pero solo una vez
que se retirase del campo de batalla para no añadir un nuevo motivo de desmoralización a las
tropas.
Y, finalmente, ¿por qué no había participado personalmente en el socorro? Su respuesta no fue
solo exculpatoria, sino que trasluce su malhumor ante las críticas de los «estrategas de salón»
que le achacaban desde Madrid el fracaso de la operación y, además de explicar cuanto había
hecho para procurar dinero y bastimentos, escribía con un cierto punto de impertinencia:
V. M. me permita que diga que quien gobierna las armas puede hacer las facciones de guerra por su persona propia o por
otra que le pareciere mientras sea a propósito para el efecto que se pretende, que nadie negará que lo sea el Conde Enrique.
Así con licencia de V. M. no entraré en dar satisfacción de esto.

De nuevo el Consejo de Estado337 examinó el informe de Spinola, la carta en la que la infanta


justificaba plenamente la actuación del general y también la petición de este de que se le
autorizara a ir a Madrid e informar de viva voz al rey del terrible estado en que se encontraban
los Países Bajos. Aunque la mayoría de los consejeros se mostraron partidarios de que se le
concediera una licencia de cuatro meses, el marqués de Montesclaros y el conde de Chinchón,
conscientes de los problemas que esto plantearía a la hacienda real (¿cuánto dinero se debía a
Spinola?), se opusieron alegando que su presencia en Flandes era necesaria y porque «viniendo,
podía con su presencia avivar y despertar pretensiones suyas, que hoy están entretenidas con su
asistencia, pero que, llegado aquí, dificultosamente se le ha de poder enviar contento, siendo una
de las imposibilidades el tenerle V. M. dado todo cuanto se le puede dar». Finalmente el rey le
concedió un permiso de tres meses que comenzaría a contar a partir del 1 de diciembre.
Toda esta oposición al viaje a Madrid obedecía fundamentalmente a las quejas reiteradas por la
infanta y por Spinola a lo largo del año sobre la falta de provisiones para la guerra y que ahora
alcanzaba proporciones catastróficas. Felipe IV era consciente de que las remesas que enviaba
(tarde, mal o nunca) eran absolutamente insuficientes para mantener el esfuerzo bélico y desde
principios de año338 había encargado al Consejo de Estado un análisis general de la situación
política y militar y la elaboración de propuestas. Pero, dada la pésima situación de la hacienda, el
rey llegaba a la conclusión de que lo mejor era concluir la paz con las Provincias Unidas y con
Inglaterra, para lo que envió a la infanta la autorización para explorar estas posibilidades y
designar a aquellos a los que podría encomendarse la tarea, aunque subrayando que las
negociaciones con Inglaterra debían llevarse a cabo con la mayor prudencia, para que nadie
supiera que esta decisión venía de él.
Tanto la infanta como Spinola insistieron una vez tras otra a lo largo del año en sus peticiones
de fondos subrayando hasta la extenuación la pésima situación en que se encontraban los Países
Bajos. Desde marzo, Spinola informaba de que, debiéndose a los financieros 773.000 escudos,
todo el crédito estaba perdido y no había forma de conseguir un maravedí, por lo que las tropas
no recibían su soldada y era imposible mantener el ejército hasta mayo.339 Al no haber nada que
esperar de los banqueros, la situación era la peor desde el principio de la guerra y, a falta de
recibir los fondos pedidos, era cierto que ocurriría una gran desgracia.
Spinola había sido colmado de honores y títulos a lo largo de los años, pero ahora lo que
faltaba en Madrid y en Bruselas era el dinero y la terrible guerra de Flandes era, como dijo
Fernando Girón, «la mayor y la más sangrienta e inacabable de cuantas guerras ha habido en el
mundo». Y si la falta de fondos había sido un problema recurrente y angustioso durante tantos
los años, en este 1627 parecía haberse alcanzado el límite más extremo y que el crédito de la
monarquía (y también de Spinola) había tocado fondo: «Llegaron las letras del millón y medio
que V. M. ha enviado para provisión de este ejército, pero que vienen a plazos tan largos que no
son de ningún alivio pues ninguno quiere anticipar el dinero sobre ellas»,340 colocando a los
Países Bajos en una situación peligrosísima. En un llamamiento dramático, Spinola trató de
colocar al rey y a Olivares frente a sus responsabilidades:
Parece que [el enemigo] ha mandado rehinchir sus regimientos para principio de abril, de que se puede colegir que querrá
salir pronto en campaña. Aquí, con no haber mandado proveer V. M. lo que se debe del año pasado no se ha podido dar
satisfacción a los hombres de negocios de los 773.000 escudos que se les debe… con lo cual se ha perdido totalmente el
crédito sin que haya quien ser resuelva a anticipar un maravedí tan solo… y habiendo mucho tiempo desde que se dio el
último pagamento a la gente y faltando, como falta, el crédito dejo considerar a V. M. cómo se ha de sustentar el ejército de
aquí hasta mediado de mayo… Y si V. M. no se sirve mandar proveer alguna suma para entretenerse hasta el dicho tiempo
de mitad de mayo, no veo remedio a lo de acá. Y si el enemigo sale, no habrá más remedio que estar a la discreción de lo
que quisiere hacer y de los soldados de V. M. que morirán de hambre en los presidios.341

No había dinero para nada y se vivía tan angustiosamente que incluso para «pagar al correo en
su viaje» había sido preciso acudir a «unos y otros» y, rodando por esa pendiente, «ya no se sabe
acá dónde volver la cabeza ni qué poder hacer».342 Apenas días más tarde, Spinola volvía a
insistir: «Que S. A. ha despachado tres correos a S. M. y ahora va este de nuevo a representar a
S. M. que los hombres de negocios no quieren negociar y así se halla lo de acá en términos más
apretados que persona se acuerde después que la guerra está en pie… Y si V. M. no se sirve
mandar que se provean luego los 400.000 escudos que se le han suplicado… sucederá una
desgracia grandísima».343
Los Países Bajos estaban a punto de perderse y, en España, la crítica situación de la hacienda
no permitía albergar la menor esperanza de solución. La infanta había empeñado sus joyas, otros
lo habían hecho con su plata, y todos buscaban cualquier solución para allegar fondos para la
guerra, pero «crédito bien puede V. M. creer que no le hay».344 Se había llegado al límite y,
como escribiera Gondomar en 1619, parecía que «todo se va a fondo». Todo menos, quizá, el
orgullo, la defensa de la reputación y un deje de amargura considerando las obligaciones que el
rey parecía seguir teniendo hacia su pariente alemán, cuya ayuda siempre regateaba a Madrid y a
Bruselas:
Si el enemigo saliere en campaña se hará acá lo mismo, aunque con harto cuidado por la dificultad que habrá de sustentar al
ejército en campaña por el poco dinero que hay. Si el enemigo no sale, tampoco se hará acá, estando a la defensiva como V.
M. tiene mandado y como es forzoso también, que no hay dinero para empeñarse en sitio, que es la guerra que se hace acá,
pero bien se asistirá al Emperador y la Liga Católica con la gente que pidiere contra el Rey de Dinamarca.345

En la corte no parecía suficiente con que los fondos para el ejército de Flandes se recortaran y
se retrasaran. El dinero faltaba y como había que apurar y controlar hasta el último ducado, se
pidieron explicaciones a Spinola sobre por qué, cuando la guerra había cambiado de perspectiva
y en tierra era solo defensiva, seguía pidiendo como mínimo la misma suma que antes para
mantener el esfuerzo militar. Con sus cuentas escudriñadas con el mayor detalle tratando de
encontrar un error o, lo que sería peor, una malversación, Spinola se vio obligado a defenderse:
Por lo que V. M. dice que se ha equivocado la cuenta, pidiendo lo mismo para la guerra defensiva que ofensiva habiendo
contradicción en esto (pues en la defensiva se ha de bajar el gasto del tren de artillería que tanto importa) se me ofrece
responder que, aunque se haga por parte de V. M. guerra defensiva, no se puede excusar la campaña pues siempre que el
enemigo saliere es fuerza que salga también el ejército de V. M. a hacerle oposición con el tren de artillería necesario para
campear, como se ve sucede ahora… por la ventaja que el enemigo tiene en las riberas… fuerza es tener dos gruesos
ejércitos prontos… Lo que se excusa en la guerra defensiva es el sitio de plazas y el gasto que se hace en ellas y en las
trincheras, pero lo que se excusa de gasto en esto… es bien menester para el sustento de la armada… V. M. crea que es
cierto que son menester los mismos 300.000 escudos al mes para la guerra defensiva por tierra y ofensiva por mar.346

Todo era pedir y todo era no recibir. Lo único que llegaba a Bruselas eran órdenes de
imposible cumplimiento o quejas en cuanto al manejo de los fondos o de las tropas. Incluso a
mediados de año el rey no parecía haber quedado satisfecho con la reformas de Spinola de los
regimientos alemanes y de las levas hechas, por lo que el general tenía que insistir347 ante
Felipe IV en el peligro que habría supuesto carecer de suficientes soldados para enfrentarse con
el considerable ejército de las Provincias Unidas, que había demostrado su fortaleza.

320 AGR, SEG, Rº. 193, Felipe IV a Isabel, 11 de julio de 1625.


321 AGR, SEG, Rº. 191, Felipe IV a Isabel, 22 de enero de 1626.
322 AGS, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 16 de febrero de 1626.
323 AGS, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 3 de julio de 1626.
324 AGS, Estado, 2317, Spinola a Felipe IV, 13 de julio de 1626.
325 AGS, Estado, 2317, Spinola a Felipe IV, 11 de octubre de 1626.
326 AGR, SEG, Rº. 194, Felipe IV a Isabel, 12 de febrero de 1626.
327 AGR, SEG, Rº. 195, Isabel a Felipe IV, 12 de julio de 1626.
328 AGR, SEG, Rº. 195, Felipe IV a Isabel, 9 de agosto de 1626.
329 AGR, SEG, Rº. 195, Isabel a Felipe IV, 27 de agosto de 1626.
330 AGR, SEG, Rº. 196, Isabel a Felipe IV, 22 de diciembre de 1626.
331 AGE, Estado, 2316, Spinola a Felipe IV, 25 de julio de 1626.
332 AGS, Estado, 2317, Spinola a Felipe IV, 29 de agosto de 1626.
333 En 1595 Mauricio no había logrado apoderarse de la plaza, pero lo hizo dos años más tarde. Spinola la recuperó para los
Países Bajos en 1606.
334 AGS, Estado, 2041, Spinola a Felipe IV, 23 de agosto de 1627.
335 AGS, Estado, 2041, CCE, 5 de septiembre de 1627.
336 AGS, Estado, 2319, Spinola a Felipe IV, 20 de octubre de 1627.
337 AGS, Estado, 2041, CCE, 6 de noviembre de 1627.
338 AGR, SEG, Rº. 196, Felipe IV a Isabel, 7 de enero de 1627.
339 AGS, Estado, 2318, Spinola a Felipe IV, 7 de marzo de 1627.
340 Ibid., 1 de marzo de 1627.
341 Ibid., 7 de marzo de 1627.
342 Ibid., 12 de marzo de 1627.
343 Ibid., 20 de marzo de 1627.
344 Ibid., 17 de abril de 1627.
345 Ibid., 23 de mayo de 1627.
346 AGS, Estado, 2319, Spinola a Felipe IV, 22 de julio de 1627.
347 AGS, Estado, 2319, Spinola a Felipe IV, 23 de agosto de 1627.
CUARTA PARTE
CAMINO DEL FIN
PRIMER ACTO: MADRID

La situación en los Países Bajos había llegado a tales extremos que la última esperanza para
desencallarla parecía ser el viaje de Spinola a Madrid para intentar arrancar a Felipe IV y al
conde-duque los medios necesarios para dar fin a la guerra, negociando una tregua larga que
permitiera rehacerse a aquellos Estados, o bien facilitando los fondos necesarios para triunfar por
la fuerza de las armas. Con este propósito, Spinola, acompañado por el marqués de Leganés,
partió de Bruselas el 3 de enero de 1628, camino de lo que habría de ser no solo su prueba más
difícil, sino también el fin de sus ilusiones.
Como debía atravesar Francia, recibió el encargo de explorar con Luis XIII y Richelieu la
posibilidad de alcanzar algún acuerdo que permitiera respirar a una España que, acuciada por los
problemas económicos y por las numerosas guerras, buscaba un momento de reposo.
Cumpliendo esta misión, Spinola llegó a La Rochelle, bastión de la Religión Reformada, y cuyo
asedio dirigían personalmente el rey y el cardenal. Buscando esa alianza, España había decidido
meses antes enviar una flota a la costa francesa para contrarrestar aquella con la que Inglaterra
pretendía ayudar a los hugonotes, y Felipe IV ordenó que la flota de los Países Bajos bajara a las
costas españolas para asegurar su defensa. Aunque la pretensión de Olivares de aunar las dos
potencias católicas en su enfrentamiento con la protestante Inglaterra chocó con la oposición del
Consejo de Estado, el valido logró convencer de su idea al rey, que así lo afirmó en la apostilla a
la consulta: «No hay asunto de Estado por el que no haya que arriesgarse si la Religión corre el
más mínimo peligro… Mis fuerzas y flotas estarán bien perdidas si con ello pueden evitar por un
día la profanación de las iglesias de Rhe».348
Precedido de su gran prestigio como expugnador de plazas fuertes, Spinola fue recibido con las
mayores atenciones y se solicitó su opinión sobre el planteamiento del asedio y sobre la
construcción del dique con el que se pretendía aislar la plaza. El genovés fue favorable en sus
juicios, aunque criticara la extrema cercanía de la circunvalación a las defensas de la ciudad (lo
que permitía a los defensores efectuar sus salidas y volver a refugiarse rápidamente tras sus
murallas) y aconsejara tratar de evitar la llegada de socorros por mar, opinión que procedía de
sus experiencias en Ostende, La Esclusa y Breda.
Sin embargo sus gestiones sobre la situación en el norte de Italia y la sucesión del ducado de
Mantua no tuvieron éxito. Aunque Luis XIII deseaba solucionar el problema de La Rochelle
antes de ocuparse de los conflictos italianos, parecía evidente que no estaba inclinado a regatear
su apoyo al duque de Nevers y, además, la ayuda de Buckingham a los protestantes rocheleses
era otro elemento perturbador en el complicado tablero de ajedrez político en momentos en que
tanto España, como Francia, Inglaterra o el imperio movían sus piezas con la vista puesta en
cualquier alianza que pudiera lesionar sus intereses y todos aplicaban el principio de que «los
amigos de mis enemigos son mis enemigos». De todos modos la crisis italiana estallaría a
comienzos del año siguiente y sería el marco final de la vida de Spinola.
La recepción que recibió Spinola en Madrid fue extremadamente cordial y su éxito parecía
augurar un buen fin para su misión. Pero la realidad se mostró bien diferente y, como puede
verse por los documentos que permiten seguir las discusiones paso a paso, no solo los debates
con Olivares fueron agriándose, sino que la creciente hostilidad terminó por extenderse al
monarca. Las reiteración de las quejas sobre el fallido socorro de Grol casi se superpusieron a la
situación de los Países Bajos en la audiencia que a principios de marzo le concedió Felipe IV,
quien remitió las peticiones de Spinola al Consejo de Estado para que le propusiera las opciones
que pudieran parecer procedentes.349 Prevaliéndose de su condición de miembro más antiguo
del Consejo de Estado, Spinola abrió los debates dando cuenta350 de la situación en Flandes y
los medios que consideraba necesarios para resolverla: si no se optaba por negociar una nueva
tregua había que ser conscientes de que el ejército resultaba insuficiente para cubrir los presidios
de los Países Bajos y del Palatinado y para hacer la guerra y, si el emperador no se decidía a
ayudar sería necesario efectuar levas para las que no había dinero.351 Esta era en los términos
más simples la descripción de la calamitosa situación.
En su opinión cabían dos posibilidades: la primera, prestar oídos a las señales que pudiesen
venir de las Provincias Unidas y aprovecharlas para negociar una tregua de larga duración
(Spinola pensaba nada menos que en treinta años). Y si no se optaba por esta opción, el único
otro camino (y al que era contrario) sería facilitar las provisiones necesarias para continuar una
guerra que, en tales circunstancias, tendría que ser ofensiva ya que:
Cuando V. M. provea todo lo necesario, si es defensiva no se gana nada; y si ofensiva y que las cosas corran bien lo que se
podrá hacer en un verano será tomar una plaza, que son tales que [en] cada una será menester gastar todo este tiempo en ella
y vendrá a servir solo para reputación, pero no para el fin de la guerra.

La ventaja de buscar la negociación parecía evidente a Spinola, pues los holandeses habían
dejado de insistir en que toda negociación incluyera el famoso punto de considerarlos «libres»,
tal como España había tenido que admitir en 1609 y se venía exigiendo ante cualquier nuevo
intento de negociar. Y «puesto que la experiencia de sesenta años ha mostrado la imposibilidad
que hay de acabarla [la guerra] por fuerza» en Bruselas se consideraba necesario optar por la
diplomacia y olvidar la milicia, teniendo en cuenta, además, que el retraso continuo en el pago de
las tropas era anuncio de posibles motines que darían al traste con los Países Bajos. Optar por la
negociación permitiría a España reducir los elevados gastos, restablecer el comercio de todas
partes, dar descanso a los vasallos, mejorar la situación de la hacienda y salir de los continuos
problemas con los prestamistas.
Si surgieran nuevas guerras con otros estados, el haber optado por ese camino permitiría al rey
recurrir de nuevo a los banqueros, a diferencia de la situación actual, en la que «ahora se atreven
muchos [enemigos], confiados en el embarazo que V. M. tiene en esta guerra y en la falta de su
real hacienda». No se podía ignorar el peligro latente de que Francia o Inglaterra se aliaran entre
sí o con las Provincias Unidas, por lo que los problemas de la hacienda se agravarían más si no
se solucionaba antes el problema holandés alcanzando una tregua.
Spinola propuso que Felipe IV confirmara a la infanta la decisión de buscar una tregua larga de
treinta años, sugiriendo que en la autorización se aceptara que si los holandeses no cedían en el
punto de la religión esto no obstaculizara el acuerdo, pues más tarde, se trataría de lograr mejoras
para los católicos. La negociación debería incluir también la apertura del Escalda —cuyo cierre
había dañado tanto el comercio de Amberes—, la obligación de respetar estrictamente «en la
India y en las demás partes» lo que se acordara y, finalmente, y no era esta la menor cláusula y
que confirmaba las ideas de la Infanta,352 garantizar que si España no haría alianzas contra las
Provincias Unidas estas debían comprometerse a no sumarse a «quien fuera a hacer guerra contra
los Reinos y Estados de V. M.».
Olivares manifestó en su respuesta353 claras discrepancias con Spinola, intentando hacer
recaer sobre él una acusación de intransigencia apenas velada: si el general fuera capaz de
avenirse a una propuesta del Consejo de Estado, él se plegaría a la mayoría. Pero «como el
Marqués no quiso de ninguna manera ajustarse a esto» (lo que era de prever, pues todos los
consejeros eran obedientes a las ideas de Olivares), la Junta «votó que nos volviésemos a juntar a
solas el Marqués y yo». Para el valido esto era perder el tiempo y propuso someter al rey dos
nuevos documentos, suyo y de Spinola, acusándole de no querer «ajustar de ninguna manera la
materia». Entre protestas de buena voluntad, arguyó que si la presencia de Spinola en Madrid se
había juzgado conveniente para el servicio del rey, ello tenía que entenderse si se lograba un
acuerdo, pues si no «sería de gran daño el faltar el Marqués de donde es tan necesario y quedar
las cosas de acá en peor estado que nunca». Además pretender disponer en Flandes de 90.000
soldados y casi cuatro millones de escudos «si no es querer imposibilitar, como yo lo entiendo de
la buena intención del Marqués, lo que yo sé es que es imposibilitarlo totalmente».
La interminable discusión estaba lanzada. Spinola sometió otro documento,354 poniendo en
tela de juicio las ideas de Olivares y su pretensión de que parte de los gastos del ejército fueran
sufragados por los propios Países Bajos. Que estos consintieran en pagar los 800.000 escudos
que había tratado de negociar el marqués de Leganés «es de todo punto imposible» y trató de
demostrar que los alambicados cálculos del ministro eran impracticables, pues «no hay forma de
poder conseguir esto». Además rechazó las cifras presentadas para reducir los cuatro millones
solicitados so pena de dejar a los tercios «mucho más deslucidos de lo que están ahora», y tras
explicar la imposibilidad de desplazar las tropas que hubiera en un lugar para proteger otro
contando con menos dinero presentaba su conclusión:
Si yo pudiese hallar la forma de sustentar aquella máquina con poco, bien conozco que podría tener satisfacción de hacer un
grandísimo servicio a S. M. y dar gusto al Señor Conde-Duque. Pero decirlo y después, llegada la ocasión, no efectuarlo
sería grandísimo desacierto… es cierto será menester gastar harto más de lo que el Señor Conde-Duque dice.

Si en esos momentos había alguien de quien Spinola pudiera esperar apoyo, era la infanta
Isabel. Lejos estaban los años en que fue solo «el general del rey» y, desde la viudedad de la
infanta, su cercanía y su apoyo en la tarea imposible de ganar la guerra había ido creando unos
lazos de confianza que algunos en la corte parecían no comprender. Por esto hay que subrayar el
valor de la carta de la infanta a Olivares apoyando a su general en esos momentos de graves
dificultades en su misión en Madrid: «Solo dice que la mala condición del Marqués se le podrá
bien agradecer pues se ve nace de lo que desea se acierte al servicio del Rey. Y si todos los que
le tratan hablasen claro como él creo que no hubiere tenido tantas disputas».355
Si los argumentos de Spinola eran fruto de su conocimiento de las necesidades de la inacabable
guerra, también cabe recordar las dificultades del conde-duque para intentar mantener a flote una
hacienda que hacía aguas por todos lados y cuyos esfuerzos se estrellaban contra el muro que
suponía el Consejo de Hacienda, más preocupado por la falta de fondos que por quimeras de
política exterior. La situación era tan desesperada que pocos meses después la bancarrota,
agravada por el durísimo golpe de la pérdida de la Flota de la Plata en la Bahía de Matanzas, dejó
exánime la hacienda real. Y no era mucho mejor la salud económica de Francia, empantanada
frente a La Rochelle y con ínfulas intervencionistas en el norte de Italia. No es de extrañar, pues,
que en tan miserable postura, tanto Olivares como Richelieu hubieran recurrido en algún
momento a todos los medios imaginables para buscar fondos, llegando incluso a prestar crédito a
la palabrería de supuestos alquimistas que se pretendían capaces de trasmutar el plomo en oro.
Olivares no podía ceder y respondió presentando356 sus conocidos argumentos en un nuevo
intento de imponer su criterio, pues continuar discutiendo lo que ya se había resuelto o lo que ya
se había financiado era «echar virotes al aire». Esperaba demostrar que la falta de acuerdo no era
culpa suya, pues eran testigos de su voluntad los muchos días y muchas noches dedicados al
debate, las muchas horas con Spinola y los muchos papeles con los que deseaba «sumamente
disponer las cosas de manera que el trabajo que el Marqués se ha tomado en esta jornada y el
cuidado en que nos tiene verle fuera de allí se satisficiese». Trataba así de culpar a Spinola, que
debería aceptar el acuerdo que se le proponía y dar solución a los problemas del rey y de la
hacienda.
Las diferencias entre ambos iban creciendo: «La máxima del Marqués es que se haga la guerra
como se ha de hacer, y que él holgara infinito que no se haga paz ni tregua si no fuere con entera
satisfacción de esta Corona y con las condiciones que se han propuesto. Nuestra proposición y
máxima es la misma». Pero pese a estas palabras inmediatamente surgía la crítica: «Juzga el
Marqués que no se le asiste como conviene. Juzgo yo que se le asiste sobradamente», lo que
refleja la incompatibilidad entre las dos visiones sobre la guerra y el futuro de los Países Bajos.
Aunque alegara que «no asiento que tengo razón, pero sí creo firmemente que la tengo
innegable» y pretendiera estar abierto a aceptar la decisión de un tercero, rechazaba las
peticiones sobre la cantidad de tropas necesarias y el importe de las provisiones para mantener el
esfuerzo bélico.
Olivares no podía (o no quería) admitir las divergencias sobre estos dos puntos, y seguía
argumentando que si cediera cargaría al rey con «el más excesivo gasto que jamás se ha
propuesto». Esta idea justificaba sus elucubraciones sobre las tropas necesarias, su empleo en
campo abierto o en guarnición de plazas, y el dinero que ello debería costar y que tras muchos
argumentos limitaba a 1.900.000 escudos, cifra bien lejana de las peticiones, y que si Spinola
aceptara «haría gran servicio al rey». Pero no era solo con cálculos, más o menos voluntaristas,
con lo que trataba de «arrinconar» a Spinola, sino que —además— se permitía opinar sobre «la
forma de campear y sitiar el Marqués». Pretender darle lecciones sobre la forma de hacer la
guerra era prueba de la arrogancia de Olivares, que olvidaba su nula formación militar. Las
peticiones de Spinola le parecían inaceptables, pues «querer el Marqués situar los accidentes en
su favor y no quererlos hacer buenos en el mío es aquello en que me parece que el Marqués más
expresamente se aparta de la razón», y no querer plegarse a sus criterios, «no es solo facilitar ni
abrir la puerta a medios, sino poner una soga a la garganta y un nudo en ella imposible de
atravesar».
Las dos posturas estaban totalmente enfrentadas: el conde-duque no aceptaba negociar una
tregua larga y pretendía que las tropas se contentaran con tan solo media paga mientras Spinola
rechazaba continuar con la guerra defensiva y pagar tan escasamente a sus soldados. En estas
condiciones el general se negó a regresar a los Países Bajos mientras no se le aseguraran las
provisiones pedidas y, para que no cupiera duda, había afirmado que «si yo pudiera hallar forma
de sustentar aquella máquina con poco, bien conozco que podría tener satisfacción de hacer un
grandísimo servicio a S. M. y dar gusto al Señor Conde-Duque, pero decirlo y después, llegada la
ocasión, no efectuarlo sería grandísimo desacierto». Tantas discusiones inútiles, tantos
obstáculos y tantos intentos de hacerle pasar por el culpable de la falta de acuerdo terminaron
minando su salud, que recibió un golpe más cuando, sin pensar en su historial ni en su situación
presente, el rey le ordenó bruscamente que regresara a los Países Bajos. Aprovechando la
situación urgieron el regreso tanto el embajador del emperador como el Consejo de Estado,357
en el que Agustín Mexía (apoyado por el resto del Consejo), tras recordar las prolongadas
discusiones, recomendó que «puesto que [Spinola] no tiene otro medio ni otro remedio, es fuerza
que se contente con ello». En su apostilla a la consulta, Felipe IV mostró su impaciencia: había
«resuelto (por ventura contra lo que debo, puedo y entiendo que es necesario) que se le asista con
tres millones en cada un año» y ofrecía a Spinola dos caminos para obtener el dinero (dos
millones de la hacienda y otro a cargo de un asiento provisional, o bien negociando el mismo
marqués con los hombres de negocios). Dando por terminada la discusión ordenaba, al secretario
Villela que «con esto le diréis que me importa la honra y reputación que obre este año
gallardamente y parta luego sin ninguna dilación como se le ordenó precisa e
indispensablemente», aunque tratando de suavizar la orden recomendaba a Villela que le hiciese
patente que los regateos en las provisiones no eran por desconfianza, sino por imposibilidad, y
convocó al Consejo de Estado para que le aconsejase sobre qué nuevas mercedes podría
conceder a Spinola. Los miembros del Consejo,358 recordando cuantas se le habían otorgado a
lo largo de más de un cuarto de siglo, no encontraron qué otras pruebas de aprecio podría dar el
rey, salvo manifestárselo de palabra, pero esto no debía ser obstáculo para que se le reiterase la
orden de regresar a Bruselas.
La enconada discusión seguía adelante sin que ninguna de las partes pareciera dispuesta a
ceder: Spinola insistía en el importe de provisiones que consideraba necesarias y no aceptaba la
orden de regresar a Bruselas, mientras que el rey, Olivares y el Consejo de Estado se mantenían
firmes en su rechazo a las pretensiones del genovés, quien, el 13 de junio, presentó un nuevo
escrito. Tras invocar sus muchos años de servicio a la monarquía y el gasto de los 100.000
escudos de renta que tenía cuando comenzó, afirmaba que no había tratado en Madrid «cosa mía
particular» sino que lo que había hecho era subrayar los daños que acarrearía su regreso a
Flandes sin haber logrado satisfacción. Y, desde el punto de vista militar, pedía se hiciese patente
al rey que —para la presente campaña— no cabía sino mantenerse a la defensiva, sin pensar en
asediar ninguna plaza y limitándose a hacer «correrías», todo lo cual «no lo debería hacer en
persona», por lo que proponía que fuese Tilly (ilustre general imperial) quien se ocupara de ello
mientras él permanecía durante el verano en la corte «para procurar ajustar estas cosas de
Flandes». Si se le obligara a regresar, las consecuencias serían funestas:
Habiendo S. A. y los del País puesto sus últimas esperanzas de ajustar lo de allá en este viaje y mi negociación viéndome
volver no solo sin ajustamiento pero peor que antes, la pena en que entrará S. A. y el desconsuelo general de todos aquellos
países que les parecerá que no haya más forma de medio, opinión que puede causar perjuicio tan grande al servicio de S. M.

El rey remitió el escrito al Consejo de Estado, en el que sus miembros se manifestaron sobre la
dificultad que planteaban las reiteradas exigencias de Spinola. Resumiendo los debates en el
Consejo, quedarían delineadas las siguientes posiciones:

1. Obligación de regresar a Flandes: en este sentido se manifestaron Agustín Mexía («tiene


obligación de ir con él [el ejército] a cualquier parte» pues no conseguiría más de lo
ofrecido), el padre confesor («la dificultad que pone en su partida no parece se debe atribuir a
dureza ni desobediencia… pero debe bajar la cabeza y obedecer») y Feria.
2. Posibilidad de encargar a Tilly el gobierno del ejército: Mexía, Montesclaros («perderá V.
M. todos los demás criados y soldados que tiene en Flandes»), Monterrey, Feria, el padre
confesor y Juan de Villela se manifestaron en contra. Fernando Girón propuso una solución
de compromiso sugiriendo que el ejército se encomendase a Coloma, el conde Henri de
Bergh o Tilly, y el manejo de la hacienda a alguna otra persona. Y Flores-Dávila propuso
estudiar quién debería gobernar las armas el año siguiente.
3. Limitar la campaña a hacer «correrías»: pareció una solución aceptable a Monterrey, Lemos
y Villela, pero Gelves fue contrario al considerar que serían de escasa utilidad y no servirían
para mantener la reputación.
4. Autorizar a Spinola a permanecer en la corte: en este sentido se decantaron Fernando Girón
(que consideraba lógica la negativa a regresar a Flandes sin tener todo resuelto), Lemos (que
permaneciera en Madrid el tiempo necesario para llegar a un acuerdo) y Gelves.

Ante la diversidad de las respuestas, el rey se mostraba cada vez más impaciente en su deseo
de terminar esta discusión, en la que él mismo, su valido, Spinola y el Consejo de Estado iban
enredándose en un interminable diálogo de sordos. Irritado por un espectáculo que era la
comidilla de los representantes extranjeros («no hay ministro de Príncipe aquí que no esté atento
al suceso y que no esté a ver en qué para») exigió al Consejo propuestas sobre qué hacer «si el
Marqués no se ajusta a servir sus cargos». Como las arcas reales estaban vacías, según el propio
rey no disponían más que de cuatro millones y medio de renta, no era posible dar a Spinola «más
hacienda que la que tengo de renta» y convocó una vez más al Consejo de Estado, acusando al
general de que realmente no había querido aceptar lo que se le había propuesto y se empecinaba
en permanecer en Madrid. Para Felipe IV, «estarse aquí el Marqués y ver que aquellas armas no
obran ni se encomiendan a nadie, es destruirlo todo de un golpe». Así pues, el Consejo celebró
una sesión para la que el rey había prescrito el mayor «recato y secreto» y sus miembros trataron
presentar unas propuestas que permitieran mantener la autoridad real e informar a la infanta
Isabel de las decisiones que adoptara el rey. Las opiniones de los consejeros359 revelan
divergencias sobre la crítica a Spinola y acuerdo en la conveniencia de contar con la conformidad
de la infanta.
Para Mexía era obvio que quien tantas mercedes había recibido estaba obligado a obedecer y,
si no lo hacía, ello significaría que pretendía apartarse del servicio del rey, por lo que habría que
proveer a los cargos que ostentaba en Flandes bien en propiedad (sugería en tal caso a Gonzalo
de Córdoba) bien de modo interino (Coloma y De Bergh). Montesclaros le apoyó, considerando
inadmisible que Spinola hubiera discutido más como un hombre de negocios que como un
soldado, y si se empeñaba en no regresar a Bruselas sus oficios debían ser declarados vacantes,
debía retirarse a Los Balbases «haciendo cuenta que al Marqués le ha muerto su porfía» y sus
cargos ser cubiertos por Coloma y De Bergh. Monterrey criticó también la resistencia a la orden
del rey, pues su reemplazo al frente de las tropas ocasionaría «un daño irremediable», pero —
considerando la necesidad de entrar en campaña con el apoyo del emperador— se mostraba
igualmente de acuerdo en poner a Coloma y De Bergh al frente de las tropas, postura que
también aceptaron Villela y Feria. Por su parte Girón consideró que su obligación era excusarse
por su actitud «y ofrecer de servir con una pica», pero no se le debía enviar a su casa, porque «en
ello el servicio de V. M. no ganaría nada y daría ocasión a muchos discursos».
Una mayoría de los consejeros (Monterrey, Lemos, Gelves, el padre confesor, Villela y Flores-
Dávila) se manifestó expresamente por la necesidad de informar a la infanta sobre la naturaleza
de los debates, la terquedad de Spinola y hacerle comprender las decisiones que el rey pudiera
adoptar acerca del reemplazo de este como jefe supremo de las tropas. Era necesario que Isabel
comprendiera que la imposibilidad de alcanzar un acuerdo acerca de las provisiones había sido
culpa del general y que su reiterada negativa a regresar a Flandes había obligado a Felipe IV a
poner a otros al frente del ejército, aun sabiendo las dificultades que ello entrañaría. Era preciso
confortar a la infanta ante la pérdida de quien era su mayor apoyo, pero la intransigencia
demostrada por Spinola podía poner en riesgo cierto de que se perdiese todo.
Aunque Felipe IV, por la lentitud de los correos y lo tardío del año para iniciar la campaña,
mostró cierta resistencia al retraso que supondría tener que informar a su tía antes de decidir,
tuvo que aceptarlo, pero dejó claro que «queda el Marqués ajustando estas cosas y que Don
Carlos Coloma y el Conde Enrique obren en la conformidad que mi tía lo tenía ordenado, que he
entendido que el Conde Enrique podría obrar algo de su parte si se le asistiese como conviene».
Y en el escrito dirigido a la infanta le comunicó lo siguiente:
Al Marqués de los Balbases le he mandado detener aquí para que acabe de ajustar las cosas a que V. A. le envió. Y se irá
tratando de ellas con toda prisa sin alzar la mano hasta que se compongan de manera que por algunos años quede asentado y
proveído lo de allí en forma que se pueda hacer la guerra muy vivamente a los rebeldes como tengo resuelto.360

Días después, insistiendo en el anterior escrito, el rey ordenaba a la infanta que reemplazara a
Spinola por Coloma y Henri de Bergh.361
Mientras en agosto Luis XIII y Richelieu daban fin al asedio de La Rochelle y comenzaban los
preparativos para ayudar al duque de Nevers en Italia, por parte española se intentaba acelerar los
contactos con Inglaterra, para evitar que esta pudiera llegar a un acuerdo con Francia y dejar a la
monarquía con frentes abiertos por todos lados y sin aliados o neutrales. El asesinato de
Buckingham el mes siguiente suspendió los contactos de Rubens con Gerbier, añadiendo una
nueva dificultad a la situación, aunque un mes después Francis Cottington escribió a Coloma
para trasmitirle la disposición favorable de Carlos I y, poco después, le comunicó362 la buena
recepción que Porter había tenido en Madrid, lo que permitía augurar un resultado favorable para
la paz. Además trataba de tranquilizarle sobre el supuesto acuerdo con Francia. El viaje de
Cottington a Madrid se esperaba como el momento que permitiría alcanzar el acuerdo y salvar a
España de un cerco diplomático y militar de difícil solución. Y al mismo tiempo que Felipe IV
proponía que las negociaciones con Inglaterra se desarrollasen en Bruselas o en un puerto de los
Países Bajos,363 los franceses, resuelta la toma de La Rochelle, iniciaban el movimiento hacia
los Grisones y hacia el Piamonte, con lo que se reabría de nuevo el frente italiano.
Había que seguir buscando solución al problema de los Países Bajos para comprobar si todavía
había posibilidades de alcanzar una tregua. Por orden de Felipe IV se celebró una Junta de
Estado364 que propuso conceder a la infanta unos plenos poderes que serían preparados por
Spinola y Montesclaros y revisados por Gelves y Villela, y al estar Spinola en Madrid, sugería
que para aconsejar y asistir a Isabel se enviase a Bruselas una persona dotada de capacidad para
entenderse con los belgas. Consultado sobre esta idea, Spinola aseguró que la infanta no
necesitaba intermediarios, pues sería capaz de asegurar por sí misma el cumplimiento de las
órdenes y que lo más conveniente era iniciar las negociaciones discretamente (para evitar que
Inglaterra, Francia o Dinamarca pudieran obstaculizarlas), utilizando para ello los servicios de
Kesseler,365 y si los holandeses recibían favorablemente esta apertura, se podría enviar más
tarde una delegación encabezada por Coloma.
La tensión provocada por tantas discusiones terminó por minar la salud de Spinola quizá con
más fuerza que las campañas en los Países Bajos, hasta el punto de temerse por su vida. Pero ello
no le impidió seguir intentando conseguir aquellos objetivos por los cuales había ido a Madrid a
principios de año. Tras los primeros momentos de lógica alarma, la infanta escribió a Olivares
creyendo que el general se había recuperado y por tanto, y para el mejor servicio del rey, era de
primordial importancia que volviera a Flandes «y bien despachado». Pero en el Consejo de
Estado, Girón (apoyado por los otros consejeros) afirmó que «si la Infanta supiera el trabajoso
estado en que se halla la salud de Spinola, creo que suplicaría a V. M. que no mandara salir de
aquí al Marqués hasta que estuviera para ello». Pero la inquina de Olivares triunfaría de esta
sugestión y la apostilla de Felipe IV, que merece ser transcrita íntegramente, fue como una
guillotina para Spinola:
Estos oficios no se pueden servir por sus tenientes, ni aventurar aquellos Estados, siendo así que todos los médicos dicen
que es enfermedad larga la que tiene el Marqués, pero que no tira a la vida. Y que ninguna cosa le curará tan aprisa como
las aguas de Aspa [Spa] y así se le diga al Marqués que disponga su viaje porque la falta que hace es tal que nadie la puede
suplir, y que diciéndome esto mismo mi tía no puedo, sin faltar a mi conciencia, dejarle de decir que me va la conservación
de aquellos Estados en que vuelva, y que con su persona se hará todo cuanto le fuere de satisfacción. Y siendo así que si en
el más apartado de España se hallara un aplaza en el estado en que se hallan todos aquellos sin el Marqués, yo no cumpliera
si no fuera en persona a su remedio aunque estuviera muriéndome, considere el Marqués cuánto debo instarle en su vuelta,
sintiendo mucho no poderle tener en todas partes.366
348 AGS, Estado, 1435, CCE, 2 de julio de 1627.
349 AGS, Estado, 2319, Decreto de Felipe IV, 2 de marzo de 1628.
350 AGS, Estado, 2042, Parecer del Señor Marqués de los Balbases, marzo de 1628.
351 AGR, SEG, Rº. 198, Felipe IV a Isabel, 3 de marzo de 1628.
352 AGR, SEG, Rº. 196, Isabel a Felipe IV, 17 de abril y 23 de mayo de 1627.
353 AGS, Estado, 2321, CCE, 3 de abril de 1628.
354 AGS, Estado, 2321, Papel que hizo el marqués de los Balbases sobre lo que es menester para las provisiones de Flandes
respondiendo a los del conde-duque de Sanlúcar.
355 AGS, Estado, 2320, Isabel a Olivares, 5 de mayo de 1628.
356 AGS, Estado, 2321, Respuesta a los puntos del papel segundo del Marqués de los Balbases y AGS, Estado, 2321. Primer
papel del tanteo para la gente y provisiones de Flandes.
357 AGS, Estado, 2041, CCE, 3 de junio de 1628.
358 Ibid., 6 de junio de 1628.
359 AGS, Estado, 2042, CCE, 17 de junio de 1628.
360 AGS, Estado, 2041, Felipe IV a Isabel, 28 de junio de 1628.
361 AGR, SEG, Rº. 199, Felipe IV a Isabel, 6 de julio de 1628.
362 AGR, SEG, Rº. 208, Cottington a Coloma, 30 de octubre de 1628.
363 AGR, SEG, Rº. 199, Felipe IV a Isabel, 18 de noviembre de 1628.
364 AGS, Estado, 2042, Consulta de una Junta de Estado, 28 de septiembre de 1628.
365 Kesseler, miembro del Consejo de finanzas de Bruselas, fue en estos años un negociador habitual por parte de la infanta
Isabel.
366 AGS, Estado, 2042, CCE, 13 de diciembre de 1628.
SEGUNDO ACTO:
LA GUERRA DE SUCESIÓN DE MANTUA

«El quitarle Mantua a quien la heredaba


comenzó la guerra que nunca se acaba».

FRANCISCO DE QUEVEDO

El 27 de diciembre de 1627 falleció Vincenzo II Gonzaga, que había nombrado a Carlos


Gonzaga, duque de Nevers, como su sucesor en el ducado de Mantua y el marquesado del
Monferrato (feudos imperiales donde radicaban las fortalezas de Mantua y Casal). Apenas un
mes después, el potencial heredero fue a tomar posesión de sus nuevos estados, acompañado por
una escasa tropa mercenaria (que se limitó a refugiarse en Casal) y recurrió a Francia y a los
pequeños príncipes italianos que se sentían amenazados por la Casa de Austria; pero en Francia
se enfrentaron las posturas del «partido devoto» (partidario del entendimiento con España con lo
que Francia perdería sus posiciones en La Valtelina y difícilmente podría intervenir en
Alemania) y del Cardenal Richelieu (que propugnaba una intervención «breve» en Italia paralela
a la lucha contra los hugonotes de La Rochelle).
El duque de Saboya, Carlos Manuel I (viudo de la infanta española Catalina Micaela) reclamó
el Monferrato para su nieta Margarita (sobrina del difunto), y tratando como de costumbre de
sacar partido de cualquier situación se alió con Madrid, que le exigió el cierre del paso de los
Alpes para impedir el apoyo francés a Nevers. Como en Alemania, el emperador Fernando II
(influido por su esposa, Leonor Gonzaga, hermana de Vincenzo II) se mostró dubitativo y no
autorizó una acción militar de Gonzalo de Córdoba (gobernador general de Milán) en el
Monferrato. Felipe IV ordenó367 al embajador en Viena, el marqués de Aytona, que insistiera en
el peligro que suponía la presencia de Nevers —y por tanto de Francia— en Italia, pero la
irresolución del emperador perduró hasta marzo, mes en que autorizó la expedición militar.
Para Olivares, que creía improbable la intervención de una Francia obsesionada con La
Rochelle, la alianza con Saboya no solo permitiría reabrir el Camino Español, evitando así el
largo y caro paso por La Valtelina, sino que también reduciría la dependencia logística del
emperador368 (pozo sin fondo de tropas y dinero de la monarquía), al que quizá quería obligar a
intervenir seriamente en la guerra en Flandes. Obtener el apoyo jurídico, diplomático y militar de
Fernando II para una campaña en el norte de Italia le permitiría hacer frente a las críticas del
Consejo de Estado, decepcionado por una alianza con el imperio que resultaba escasamente
ventajosa. Y quizá quepa también pensar369 que el valido quisiera demostrar su «ingenio y
capacidad ejecutiva» con un triunfo que le afianzaría frente a las presiones de Spinola para
obtener mayores medios para Flandes.
Y si Olivares dudaba de los propósitos franceses,370 que podrían provocar una guerra que
durara treinta años,371 el rey se angustiaba por la posibilidad de tratar con «herejes» franceses
para frenar a Luis XIII. Ante la posibilidad de un apoyo militar a Nevers, Felipe IV amenazó con
invadir Francia y pactó el reparto del Monferrato con Carlos Manuel e incluso pensó en conceder
subsidios a los hugonotes Rohan y Soubise (lo que hizo más tarde cuando una Junta de
teólogos372 le aseguró que tenía obligación formal de servirse de ellos para una maniobra de
diversión). Pese a todo, no se calmaba la conciencia del rey, que pensaba que a los ojos de Dios
la empresa merecía fracasar y, posiblemente, no acababa de estar de acuerdo con la intervención
en Mantua. Intentando convencerle, el valido le aseguraba que, aun admitiendo un riesgo para la
política global de la monarquía y la legitimidad de los derechos de Nevers, no intervenir pondría
en peligro la supremacía española en el norte de Italia y produciría daños irreparables en la
reputación. Además no solo Dios le recompensaría concediéndole la absoluta superioridad sobre
los demás príncipes y potencias, sino que un golpe de mano reforzaría esa supremacía y,
contando con que la debilidad de Francia le impediría ir más allá de las meras protestas verbales,
las relaciones entre Francia y Saboya se verían afectadas de modo importante.
Aprovechando el acuerdo entre Madrid y Turín, Córdoba estaba en condiciones de ocupar el
Monferrato sin oposición y cercar su principal objetivo, Casal, una de las fortificaciones más
importantes del norte de Italia y cuyo control permitiría negociar el reconocimiento de Nevers
desde una posición ventajosa y conceder alguna compensación territorial a Saboya. Córdoba
solicitó a fines de 1627 permiso para llevar a cabo este plan y, con rapidez inusitada, recibió
autorización de Madrid, que confiaba en que el emperador terminaría dando su conformidad al
plan. Pero Córdoba actuó con exasperante lentitud y se tomó hasta fin de marzo373 para tener
listas las tropas para penetrar en el Monferrato y marchar hacia Casal, donde llegó ya en mayo,
cuando la plaza estaba preparada para soportar un largo asedio. Mientras esto ocurría, aunque el
emperador decidió en marzo no conceder la investidura, ordenar el secuestro de los territorios en
disputa y autorizar las acciones hechas en su nombre por las tropas españolas y saboyanas,
Aytona no había logrado convencerle de que rompiera con los holandeses o se uniera a una paz
general en las condiciones que deseaba Felipe IV, que pidió a la infanta que presionase a
Fernando con todos los argumentos posibles para convencerle de su obligación de defender las
provincias de los Países Bajos en cumplimiento de las obligaciones que implicaba el Círculo de
Borgoña.
Resulta paradójico que mientras Fernando, Felipe y Luis, con problemas militares en otros
lados, preferían evitar un conflicto en Italia y un acuerdo que hiciera más confusa la escena
europea, eran los pequeños actores italianos los que se negaban a aceptar un compromiso. En
España, el Consejo de Estado era inicialmente favorable a Nevers (considerando que era quien
tenía mayores títulos legales), Olivares dudaba sobre la conveniencia de una intervención armada
y Spinola era claramente contrario a la implicación de España en esta guerra y posiblemente
había convencido a la mayoría de los consejeros de anular las órdenes a Córdoba. Pero, como de
costumbre, la decisión se fue retrasando en espera de recibir noticias de Milán, que, cuando
llegaron, parecían anunciar poco menos que un paseo militar. El genovés se sentía muy
preocupado porque en sus entrevistas con Luis XIII y Richelieu en La Rochelle había
comprendido que Francia estaba dispuesta a procurar minar la supremacía española en el norte
de Italia, y si España se inclinaba por la guerra allí no dudaba de que esto sería en perjuicio de
los Países Bajos. Las interminables discusiones de Spinola con Felipe IV y Olivares fueron
buena prueba de que el genovés había hecho el mejor análisis de la situación.
El precipitado matrimonio del duque de Rethel (hijo de Nevers) con la princesa Margarita
(sobrina de Vincenzo II) el día de Nochebuena de 1627, sin haber solicitado la preceptiva
autorización del emperador, modificó la consideración del problema y, el Consejo, empujado por
Olivares, se inclinó por la intervención:
Y concluyendo mi voto digo que nada importa más a Vuestra Majestad que el Monferrato si no es el obrar con justificación.
Que el mortificar al Duque de Nevers y al de Rethel es justificadísimo. Que si de esta mortificación resultase quererse
componer Nevers con hacer algún trueque con V. M., sería justo y sano hacerlo.374

Stradling375 califica la postura de Olivares «no de simple apuesta a la ruleta política, sino de
demostración de oportunismo maquiavélico» y para Elliott376 la intervención en la guerra de
Mantua fue el error más grave de la política exterior de Olivares, al catalizar todos los viejos
temores europeos de una posible agresión española, permitir la entrada de Francia en Italia para
defender a su candidato, destruir el plan español de mantener la candidatura de Nevers y, al fin,
hacer inevitable el enfrentamiento armado con Francia. Pero no hay que subestimar tampoco el
peligro que para España podía representar una alianza entre Nevers y Luis XIII, a la que
probablemente se sumaría el imprevisible Carlos Manuel, cuyo fuerte nunca fue el respeto a la
palabra dada.
Tras su triunfo en La Rochelle, Luis XIII tenía las manos libres para socorrer a Nevers, pero
Richelieu no quería (todavía) un enfrentamiento directo con España, consciente de que el ejército
francés estaba muy lejos de ser un adversario de talla suficiente para los tercios españoles. Por
eso, en su «Avis au Roi»377 proponía equilibrar el propósito de ampliar a largo plazo el
territorio francés con la obtención de «ventanas» al exterior, con una prudente reserva en cuanto
a los tiempos en que ello podría ser realidad y planteaba la oposición a una posible monarquía
universal española:
Maintenant que la Rochelle est prise, si le Roi veut se rendre le plus puissant du monde, il faut avoir un dessein perpétuel
d’arrêter le cour du progrès de l’Espagne, et au lieu que cette nation a pour but d’augmenter sa domination et étendre ses
limites, la France ne doit penser qu’â se fortifier en elle-même et s’ouvrir des portes pour entrer dans tous les États de ses
voisins et les garantir des oppressions d’Espagne quand les occasions se présenteront… il faut quitter toute idée de repos,
d’épargne et de règlement du dedans du royaume… Autant qu’on pourra d’allumer une guerre ouverte avec l’Espagne, et
ce n’est qu’avec beaucoup de temps, grande discrétion, une douce et couverte conduite, qu’on s’avancerait, si possible,
vers Strasbourg pour acquérir une entrée en Allemagne, Genève pour la mettre en état d’être un des dehors de la France,
Neuchâtel qu’on achèterait au duc de Longueville pour se rendre redoutable aux suisses, être sûr qu’ils sépareront
toujours l’Allemagne de l’Italie, la Franche-Comté et la Navarre comme contiguës à la France et nous appartenant.378

Ahora ya se podía dar el paso siguiente y de calificar la actitud española como «acto de
bandidaje» pasar a la acción militar directa, para la que contaba además con el beneplácito de un
Papa (Urbano VIII) para quien todo lo que debilitase a la Monarquía Hispánica en Italia y
fomentase la alianza contra ella de los pequeños feudos italianos y Francia significaba una mayor
seguridad para los Estados Pontificios, atenazados al norte y sur por tan incómodo vecino. Luis
XIII y Richelieu podían ahora cruzar los Alpes con un ejército de 35.000 hombres, que, tras
algunos éxitos menores, se retiró tranquilamente, pues la intención era conseguir puntos de
apoyo estratégicos para cortar el Camino Español. Para ello era necesario disponer de una cabeza
de puente sobre el Po, hacerse con Mantua para obstaculizar a las tropas españolas del
Milanesado y apoderarse de Casal para controlar al duque de Saboya.
«La malicia, la duplicidad, la irresolución y la constancia en la infidelidad»379 del Saboya se
hizo patente cuando, violando su acuerdo con España, permitió la entrada de las tropas francesas
en su territorio, sin hacer más que una resistencia de fachada: el 6 de marzo de 1629 tropas
francesas «derrotaron» a un puñado de soldados españoles que había avanzado hasta el fronterizo
Paso de Susa. Carlos Manuel (que se había mantenido cuidadosamente al margen de la
escaramuza, retirando incluso a sus tropas) se apresuró a romper su alianza con España y una
semana después firmó el Tratado de Susa que concedía a los franceses libre paso por sus
dominios hacia Monferrato y le prometía parte del Marquesado a cambio de permitir una
guarnición francesa en Casal. Esta traición obligó a Córdoba a aceptar un armisticio y levantar el
asedio de Casal, donde se instaló una fuerte guarnición francesa bajo el mando del mariscal
Toiras. Enfrentado a la traición del Saboya, a tropas más frescas y más numerosas que las suyas
y sin recibir instrucciones, Córdoba se vio obligado a ratificar el Tratado de Susa y se retiró de
Casal culpando de su deshonra al valido, que no le había facilitado los medios prometidos. Así se
cumplió el propósito principal de Richelieu, que era obligar a los españoles a abandonar Casal, y
utilizó la «batalla» del Paso de Susa como una gran maniobra propagandística para glorificar a
Luis XIII. Como subraya Elliott, por una ironía del destino al tiempo que se producían estos
hechos Olivares aseguraba a Córdoba que, si Francia atacaba en Saboya y se lograba el
armisticio con las Provincias Unidas, Luis XIII se vería en serias dificultades ante un ataque
español desde Flandes…
Ante el peligro, Felipe IV pidió a la infanta380 que formase en Borgoña un regimiento de
6.000 hombres (aunque haciendo correr el rumor de que eran 10.000) para reforzar las tropas de
Córdoba; pero satisfacer tal orden era tan imposible como de costumbre. Todavía meses más
tarde381 insistía el rey en su idea de enviar tropas, nueva misión imposible, pues no había ni
soldados ni dinero para levas y lo único que parecía posible (y ello con graves dificultades) era
enviar a Italia el Regimiento del Príncipe de Barbançon. Olivares parecía vivir las dos guerras en
un mundo virtual, donde todo debía acomodarse a sus planes, pero la dura realidad era muy
distinta.
El triunfo de Richelieu fue el primer revés importante de la política exterior de Olivares, cuya
influencia parecía disminuir cerca de un rey que no daba muestras de apreciar la política de la
razón de Estado propugnada por su ministro. El fracaso ante Casal arrastró tras de sí una serie de
desastres que se sumaron implacablemente: tres años de guerra y el norte de Italia asolado fueron
posiblemente una de las claves de la Guerra de los Treinta Años, pues el estancamiento en Italia
precipitó los acontecimientos en otros lugares de Europa. La guerra pasaba su terrible factura: la
entrada en la escena bélica de Gustavo Adolfo arruinó las ventajas obtenidas por el imperio y la
monarquía amenazando la estabilidad de Alemania; las Provincias Unidas lanzaron una ofensiva
que puso en peligro buena parte de los Países Bajos y la Compañía de las Indias Occidentales se
apoderó de Pernambuco. La situación ha sido expresivamente retratada por Stradling: «Durante
este periodo, el patio principal del Alcázar debió de parecerse en más de una ocasión a esas
escenas bélicas de las obras de Shakespeare en las que no dejan de llegar polvorientos
mensajeros con malas noticias».382
Olvidando los Países Bajos, Italia y Casal se convirtieron para Olivares en la obsesión a la que
estaba dispuesto a sacrificar hombres, dinero, pertrechos… Todo parecía poco para la empresa,
pese a la sangría de los otros conflictos con los que se enfrentaba España. Entretanto Spinola
seguía tratando de conseguir lo que consideraba necesario para los Países Bajos y, contra la
opinión de Olivares, había logrado convencer al Consejo de Estado para que apoyase la paz
incluso aceptando las condiciones que propusieran las Provincias Unidas. El rey se encontraba
con una guerra en Italia —que tendría inevitables consecuencias posteriores con Francia— y con
otra en Flandes —en condiciones cada vez más desfavorables— y todo ello sin poder contar con
una ayuda firme del emperador y con la pérdida de la Flota de la Plata en aguas cubanas. En
estas condiciones no parecía difícil predecir cuál sería el resultado final.
Spinola no solo había alentado al rey en su idea de acudir en persona a la campaña de Italia,
sino que se ofreció a acompañarle. Parece que el joven Felipe IV debía de tener cierto
sentimiento de inferioridad frente a su cuñado Luis XIII, que había sido capaz de ponerse al
frente de las tropas que asediaban el bastión hugonote y que había dado suficientes pruebas de su
capacidad para ejercer el mando militar sobre el terreno. Por ello, cuando el valido le sometió por
escrito una serie de preguntas, respondió como «un adolescente malhumorado, inseguro e
inexperto hasta límites casi patéticos», manifestando unas intenciones que eran puro deseo, pero
cuya puesta en práctica parecía imposible:
Que no quede francés ninguno en Italia y que estas cosas de Mantua y Monferrato se pongan en manos del Emperador para
que las resuelva… mi ánimo en este particular es vengarme de Francia… La guerra de Flandes es de mucha pérdida y poca
ganancia y así en todo caso me quisiera acomodar con los holandeses… Es cierto que no se gana fama si no es con hacer
alguna facción grande en persona. Esta será de mucha reputación y no muy dificultosa según dicen… una vez yo en Italia…
haré del mundo con la ayuda de Dios lo que quisiere. Pensadlo y procurad facilitarlo por todos los caminos porque a mi
parecer que no puedo ganar honra sin salir de España y si os pareciere comunicarlo a Spinola, lo podéis hacer.383

Mientras ocurrían estos acontecimientos, la situación en Bruselas era cada vez más trágica:
faltaba el impulso de Spinola, faltaba dinero, faltaban soldados, faltaban provisiones, se carecía
hasta de lo más necesario. La agotada infanta y el anciano Carlos Coloma luchaban con denuedo
para mantener enhiestas las banderas de la monarquía y tratar de aflojar el nudo corredizo franco-
holandés que atenazaba a los Países Bajos, pero todo pendía de los finos y frágiles hilos de una
diplomacia que contaba con demasiados actores. A comienzos de 1629, Coloma avisaba que los
holandeses ponían en pie de guerra un poderoso ejército al que resultaba imposible hacer frente
sin dinero y sin un mando adecuado:
Si S. M. piensa que tiene aquí cabezas, no las tiene, porque yo no soy más que un estafermo sobre quien cargar las culpas
ajenas. Si el Marqués no viene o, a falta suya, otra persona con suprema y plena autoridad, caerá sin duda esto y perderá el
Rey las mejores y más fieles provincias que tiene.
Parecía que esto era la excusa que buscaban Felipe IV y Olivares para forzar el regreso a
Bruselas de Spinola. Pero este insistía explicando que mientras los hombres de negocios no
recibieran dinero era inútil esperar que consintieran nuevos adelantos y al déficit de 1628
(800.000 escudos) había que sumar la falta de provisiones para los tres primeros meses de 1629.
Para él lo único que había evitado la oleada de motines era «la esperanza de que haya de llevar
con qué poderse remediar de lo que han padecido hasta ahora», pero «viendo con mi llegada el
desengaño, se puede tener por cierto [que] sucedería lo que no ha sucedido hasta ahora». Nadie
parecía recordar la frase del mariscal imperial Collalto: «Para hacer la guerra se necesitan tres
cosas: primero, dinero; segundo, dinero; y, tercero, dinero»… Spinola había guerreado en los
Países Bajos, las Provincias Unidas y Alemania durante un cuarto de siglo. Había luchado junto
al archiduque. Había sido el valedor y el apoyo de la infanta viuda. Había servido a dos reyes.
Había triunfado en Ostende y en Breda. Y había fracasado en La Esclusa y en Grol. Demasiados
años. Demasiados recuerdos. Demasiados compañeros muertos en combate o a consecuencia del
mismo… Pero se resistía a dejar caer todo y por eso, en un último esfuerzo, escribió al secretario
Villela para que informara al rey de que, ayudado por la infanta, había seguido buscando cómo
conseguir fondos y quizá podría lograrlo mediante una persona de Amberes, por lo que pedía
paciencia hasta saber el resultado de estas gestiones. Y si además llegasen a fructificar en una
suspensión de armas los contactos que por encargo de la infanta estaba realizando Kesseler con
los holandeses ello podría permitir alcanzar una tregua larga; pero si esto no fuera posible el rey
podría entonces adoptar la resolución de lo que decidiera que convenía hacer para continuar la
guerra: «Pues que S. M. ha visto la manera y el celo con que le he servido tantos años, me puede
dar crédito en esto: que no sería de su real servicio hacerme volver ahora con solo haber
propuesto muchas cosas sin llenar el asiento de ninguna».384
El rey (aunque sin duda era Olivares quien moralmente empuñaba la pluma) decidió dar por
terminada la discusión y el 21 de marzo escribió de su puño y letra el siguiente decreto que envió
a la Junta de Estado:
Flandes está para perderse. Las provisiones que el Marqués de los Balbases pidió el año pasado para este están hechas. Las
provincias han mostrado empezar a ayudar aquello. Cuantos temperamentos puedo yo alargar en materia de paces o tregua
allí están dados ya al Marqués. Y siendo así que aquel ejército está sin cabeza y que yo no puedo hacer más de lo que tengo
hecho, ni cabe más en poder, como lo veis y oís al Consejo de Hacienda tantas veces… Mi poder no alcanza más hacienda
ni temperamento de paz, y así juzgo que el Marqués debe ir de aquí en todo caso a primero de abril por Italia. El Consejo
vea si se le ofrece algo en esto porque no quiero tomar última resolución en ello sin oírle consultar con toda claridad y
distinción lo que se deba ejecutar, porque ha[ce] un año que andamos en esto y no sé lo que parecerá en el mundo donde se
sabe todo.

Sin embargo, pocos días después y ante la gravedad de la situación en Italia, Felipe IV cambió
de opinión y tras decidir que Spinola no regresara a los Países Bajos, se lo comunicó a la infanta,
pues, ante la guerra con la que Francia le desafiaba en el norte de la península, había resuelto
«encargar lo de la guerra contra Francia durante la ausencia del Marqués de los Balbases a Don
Carlos Coloma. También encargará V. A. al Conde Enrique de Bergh todo lo que toca a la guerra
con los holandeses durante asimismo la ausencia del dicho Marqués de los Balbases».385
El destino había decidido: Ambrosio Spinola no volvería nunca a Bruselas, ni llevaría de
nuevo con orgullo las banderas de la monarquía por los campos de batalla de Flandes, de las
Provincias Unidas y de Alemania. Se abría la puerta hacia Italia, su «natura», que le había visto
partir casi un tercio de siglo antes hacia la guerra del norte, y que no sería su «ventura» sino su
«sepultura».
367 AGR, SEG, Rº. 198, Felipe IV a Isabel, 12 de febrero de 1628.
368 AGS, Estado, 1435, Parecer del Conde-Duque, 5 de diciembre de 1627.
369 R. Stradling, Felipe IV y el gobierno de España, p. 121.
370 La misión de Bautru a Madrid como portador de los propósitos pacíficos de Luis XIII no fue más que una añagaza para
ganar tiempo.
371 Archivo Secreto Vaticano, Spagna, 69, Nuncio, 5 de enero de 1628, citado por Elliott, Richelieu and Olivares, p. 96.
372 Real Academia de la Historia, Parecer de una Junta de teólogos, 25 de enero de 1629.
373 AGR, SEG, Rº. 198, Felipe IV a Isabel, 23 de abril de 1628.
374 British Library, Egerton, Ms. 2053, Voto del Conde-Duque, 12 enero 1628, citado por Elliott.
375 R. A. Stradling, op. cit., p. 122.
376 J. H. Elliott, Imperial Spain, p. 334.
377 «Avis donné au Roi après la prise de La Rochelle pour le bien de ses affaires», 13 de enero de 1629.
378 Traducción: «Ahora, una vez que ya se ha tomado La Rochelle, si el Rey quiere ser el más poderoso del mundo hay que
tener un designio perpetuo de parar el curso del progreso de España y, frente a que esa nación tenga como fin aumentar su
dominio y ampliar sus límites, Francia no debe pensar más que en fortificarse en su territorio y abrir puertas para poder entrar en
todos los Estados de sus vecinos y ofrecerles garantías contra la opresión de España siempre que se presente la ocasión para
ello... hay que abandonar cualquier idea de tranquilidad, de ahorro y de orden dentro del reino...hasta tanto no se pueda provocar
una guerra abierta con España, habrá que actuar con tiempo, gran discreción y una conducta suave y oculta, avanzando, si fuera
posible hacia Estrasburgo, para procurar una puerta de entrada en Alemania; hacia Ginebra, para situarla como una de las salidas
de Francia; hacia Neuchatel, que habría que comprar al duque de Longueville para atemorizar a los suizos y asegurarse que se
separarán siempre de Alemania; hacia Italia, el Franco Condado y Navarra como zonas contiguas a Francia y que nos
pertenecen».
379 J. C. Petitfils, Louis XIII, vol. II, p. 10.
380 AGR, SEG, Rº. 190, Felipe IV a Isabel, 17 de noviembre de 1628.
381 AGR, SEG, Rº. 200, Felipe IV a Isabel, 25 de marzo de 1629.
382 Stradling, op. cit., p. 123.
383 Preguntas del conde-duque de Olivares y respuestas del rey, 17 de junio de 1629, «Memoriales y cartas del Conde-Duque
de Olivares», Tomo II, p. 244.
384 AGS, Estado, 2041, Spinola a Villela, 7 de marzo de 1629.
385 AGS, Estado, 2043, Felipe IV a Isabel, 5 de abril de 1629.
TERCER ACTO: ITALIA

Decidido por el rey que el nuevo encargo para Spinola sería la guerra de Italia, el 19 de julio de
1629 firmó su nombramiento como gobernador de Milán y jefe de los ejércitos en el estado,
concediéndole amplísimos poderes para actuar. Ya no había marcha atrás posible y el general
llegó a Génova, su ciudad natal, a mediados de septiembre, para continuar hacia Milán. En sus
manos estaba ahora continuar la guerra o conseguir la paz y a ello se unía el encargo de
restablecer los antiguos acuerdos con los señores Grisones y con los Esguízaros, que habían
permitido el tránsito de las tropas desde sus bases italianas hacia los frentes del norte.
Visto con la perspectiva del tiempo, resulta trágico ver cómo, poco tiempo después, Felipe IV
trataba de enmendar su decisión y se daba cuenta de la importancia que tenía la presencia de
Spinola en los Países Bajos y del error de Olivares al imponer la guerra en Italia sobre Flandes:
apenas dos meses después de haber firmado el anterior nombramiento, el rey daba marcha atrás y
con un estilo patético le instaba a ir a Flandes dejando la guerra de Italia en manos del conde de
Monterrey:
Las cosas de Flandes me tienen con muy particular cuidado… Aunque en Italia no se haya conseguido la paz y que la
guerra esté rota sería temperamento conveniente que vos pasádades a Flandes… se ofrecen tantas dificultades e
inconvenientes en este punto [la guerra en los Países Bajos] por faltarnos un sujeto tal que lo pueda abrazar todo como
vos… si os resolviéredes de pasar a Flandes, como os lo encargo, por ser esto lo que se tiene por más conveniente… Si os
pareciere mayor servicio mío pasar a Flandes.386

La gravedad de la situación con la que se enfrentó a su llegada no distaba mucho de la que


había sufrido en los Países Bajos. El ejército de la Monarquía Hispánica se encontraba en
condiciones lamentables, los intentos realizados para apoderarse de la fortaleza de Casal habían
sido vanos y Mantua seguía siendo una espina en la retaguardia. A ello se unía la llegada de las
tropas imperiales bajo el mando de Ramboldo Collalto, uno de los principales mariscales del
emperador, para apuntalar la autoridad imperial en Mantua, pero cuyos desmanes provocaban
más problemas que aportaban soluciones, el peligro de una nueva intervención de Francia cuyas
ambiciones en el norte de Italia eran más que una amenaza y la siempre más que dudosa posición
del duque de Saboya, tan pronto inclinado a España como a Francia.
En uso de los poderes concedidos y partidario de la paz (puesto que ello permitiría auxiliar a
los Países Bajos), Spinola buscó inicialmente una negociación con el duque de Nevers, tratando
de que rompiera su alianza con Francia y reconociera la soberanía del emperador Fernando II
sobre Mantua y Monferrato. El genovés intentó convencerle ofreciéndole servir de intermediario
para lograr la investidura imperial, a condición de que aceptase alojar parte de las tropas de
Collalto en Mantua y de las suyas en Monferrato. El esfuerzo fue inútil y el francés rechazó
rotundamente las propuestas pretextando la necesidad de tratarlas con Francia y Venecia. A
Spinola no le cupo más solución que tomar posiciones en el Monferrato y aceptar la entrada en
Mantua de las tropas de Collalto, que, como si no hubiera suficiente con sus desmanes,
sembraron la peste ocasionando numerosos fallecimientos. Para evitar que Luis XIII pudiera
acudir en socorro de Nevers, Felipe IV proyectó invadir el territorio francés desde Cataluña y el
emperador ordenó a Wallenstein que atacase en la Lorena. La acción de las tropas imperiales en
Italia planteaba un delicado dilema: si bien su presencia era necesaria, sobre todo en Mantua, sus
desmanes eran un continuo obstáculo para lograr una solución pacífica, pero si además lograran
imponerse en el conflicto, los pequeños estados italianos verían al emperador como el
pacificador mientras que España sería considerada como la causante de la guerra.
No fue el menor de los problemas el planteado por la actitud serpentina del duque de Saboya.
Nunca era posible saber cuál sería su siguiente paso: alianza con Francia, alianza con España,
apoyo a Spinola o enfrentamiento con él… El ducado, enclavado entre una Francia que, acabada
la guerra con los hugonotes y empujada por Richelieu, aspiraba a hacer frente a la supremacía
española, un Milanesado en manos españolas y una República de Génova aliada tradicional de la
Monarquía Hispánica, jugaba sus cartas vendiéndose en cada momento al mejor postor.
Considerando su acuerdo con Francia como un simple armisticio, había persistido en su habitual
tendencia a traicionar y mezclar todos los hilos de la política, enviando, tras la «batalla» del Paso
de Susa, al abate Scaglia como mensajero para tratar de alcanzar alguna forma de acuerdo con
Collalto, pero la negativa del emperador a negociar con Francia hacia presumir que nada ni nadie
podría evitar la confrontación. Además, tras el fin de las guerras de religión con la Paz de Alès,
Francia se encontraba en condiciones de poner en práctica los consejos de Richelieu en su «Avis
au Roi». Fue en ese momento cuando Carlos Manuel se negó a facilitar la ayuda prometida el
año anterior al contingente que había iniciado su avance desde Susa, decisión que le costó la
inquina de Luis XIII, que prometió darle una lección. Por su parte, Spinola, temeroso de
encontrarse con unas tropas mermadas y con dificultades para recibir fondos (lo que habría sido
una repetición de sus tristes experiencias en los Países Bajos), redujo en lo posible la ayuda que
continuamente solicitaba Carlos Manuel y puso como condición para aumentarla que le cediera
algunas plazas en el Piamonte, como garantía de que mantendría su postura favorable a la Casa
de Austria y contraria a Francia.
Negándose a aceptar estas peticiones y para presentar sus quejas en Madrid, el Saboya envió
como embajador a Scaglia, quien presentó a Olivares un cuadro negro de la actitud de Spinola.
Según el emisario, el genovés estaba lleno de odio hacia Carlos Manuel y sus peticiones habían
sembrado el miedo en los príncipes italianos, que, viendo que las tropas españolas no solo habían
ocupado parte del Monferrato, sino que se pretendía ahora obtener plazas en el Piamonte, temían
que fuera el primer paso para la ocupación por España de todos esos pequeños estados. No
necesitaba gran cosa el valido para tratar de oponerse a cualquier propósito de Spinola y no tardó
en dar crédito a las insidias del abate, que argüía que aunque el genovés pretendía que Saboya
debía quedar libre de franceses, no daba ninguna seguridad sobre ello y lo dejaba a la buena
voluntad de Francia, al tiempo que trataba de aliarse con los príncipes de Italia y Alemania
contra Carlos Manuel si este accedía a dar paso libre y aprovisionamientos a las tropas francesas
si entraban en su territorio. La habilidad de Scaglia fue grande,387 pues logró convencer al
valido, que no solo ordenó a Spinola que tratara al Saboya con más cuidado, aunque pudiera
hacerle reproches por sus acciones anteriores, sino que le limitó los poderes que se le habían
concedido para firmar la paz y consiguió que más tarde el Consejo de Estado (incluyendo el voto
de Olivares) propusiese:
Al Marqués de los Balbases se le dirá que la plenipotencia absoluta que se le abre, no use de ella por haber parecido de más
reputación remitir al Emperador en su mano la paz, pero que la plenipotencia limitada, siempre que se le ofrecieren aquellos
partidos, use de ella, los tome y asiente concurriendo la parte del Emperador… [y en el voto de Olivares] El Marqués se ha
excedido mucho en haber publicado que V. M. le había quitado la plenipotencia pudiéndolo excusar y echarse a sí la culpa
de no querer aceptar estas condiciones… Al Marqués se le debe apretar mucho que, si no tomare Casal, procure no perder
una hora de tiempo en recoger a los franceses de los montes y en recobrar cuanto se pueda de lo que ocupan al Duque de
Saboya.

Entretanto, Richelieu, al mando del ejército que debía entrar en Italia y que, al igual que
Spinola, estaba autorizado para negociar la paz o continuar la guerra, llegó a Lyon a comienzos
de 1630 en preparación de la expedición a Saboya. Fue en esa ciudad donde el 29 de enero se
encontró por primera vez con un italiano con el que se produciría un inmediato efecto de mutua
fascinación y que jugaría poco después un papel relevante ante las murallas de Casal: Giulio
Mazarino. Este personaje acompañaba al legado pontificio, Cardenal Barberini, en calidad de
secretario del nuncio en Milán (Sachetti), que no se había desplazado y que venía con la misión
de procurar un arreglo pacífico. Como las tropas de Francia necesitarían un mes para llegar hasta
Casal, la primera propuesta era la de procurar una suspensión de armas y una reunión del
mariscal de Créqui con Spinola y Collalto.
El legado papal presentó varias propuestas: restitución de las plazas tomadas del Piamonte,
retirada de Francia a su territorio, restitución a Nevers de Mantua y Monferrato, concesión de la
investidura por el emperador y además trataba de que Richelieu llegase a un acuerdo con el
Saboya, idea que el cardenal rechazó tan tajantemente como las gestiones de un Carlos Manuel
que había intentado disuadirle de atacar asegurándole que se había alcanzado una suspensión de
armas. Richelieu hizo caso omiso de todas las gestiones y pidió a Carlos Manuel que respetase
los acuerdos y tuviese preparadas las municiones y los avituallamientos necesarios a las tropas
francesas. Entre la espada y la pared, el Saboya envió por un lado a su hijo Amadeo a negociar
con Richelieu y, por otro, sendos emisarios para parlamentar con Spinola y con Collalto, con el
propósito de convencerles de impedir la entrada de los franceses en su ducado. Como todos
desconfiaban de tan avieso personaje, Spinola no quiso embarcarse en una operación que le
parecía sumamente dudosa, y el cardenal despidió al príncipe con cajas destempladas, diciéndole
que cuando sus tropas llegaran a Turín sería el momento para discutir lo que procediese negociar.
Pero Richelieu era consciente de que el aprovisionamiento que había pedido al Saboya era
imprescindible para poder continuar su avance, y se vio obligado a continuar manteniendo la
ficción de la negociación amistosa con Carlos Manuel, a quien pidió que aprovisionase la
fortaleza de Casal mientras él hacía una maniobra de diversión y atacaba alguna plaza del
Milanesado. Y aunque tanto uno como otro prometieron cumplir este compromiso, el cardenal
interrumpió su avance tan pronto como calculó que las provisiones estarían ya en Casal, sin
percatarse de que Carlos Manuel, desconfiando igualmente, no se había molestado en cumplir su
parte. Tras este fiasco, Richelieu insistió en exigir la ayuda prometida y, ante las excusas
saboyanas de que ello era imposible, decidió atacar directamente. El resultado fue una nueva
voltereta del Saboya que, tras retirarse a Turín para proteger su capital, se pasó con armas y
bagajes al lado de España y del imperio, pidiendo que sus tropas entrasen en el Piamonte y
apoyando la toma de Casal y de Mantua. La reacción francesa fue avanzar por Rívoli hasta la
capital, pero todos los generales desaconsejaban a Richelieu un ataque frontal y, tras una nueva
gestión fallida del secretario de Estado para la guerra (Servien), el ejército francés tomó
posiciones ante la ciudadela. Esa fue la estratagema en la que cayó Carlos Manuel, que hizo
venir apresuradamente las fuerzas que tenía en Pinerolo, lo que permitió a Richelieu enviar las
suyas a toda prisa hasta la fortaleza, que tras un solo día de asedio cayó en manos francesas,
entrando el Cardenal en ella a fin de marzo de 1630. Al haber tomado Francia esta importante
fortaleza prácticamente sin esfuerzo, y ante las peticiones de Carlos Manuel a España y el
imperio, Spinola se sintió forzado a enviarle un primer socorro mientras él se encaminaba a
Alejandría —donde estaba el resto de las tropas— con el propósito de acudir personalmente,
pero muy despacio, en ayuda del duque. Esta nueva vuelta del Saboya equivalía para Francia a
otra traición y demostraba que la lección que acababa de recibir había caído en saco roto, por lo
que había que darle nuevos motivos de angustia.
A todo esto Luis XIII, acompañado por la corte y sus innumerables intrigas, se dirigía también
hacia Italia acuciado por las presiones del partido «devoto», que pretendía parar la guerra y
lograr la desgracia del cardenal. Para defenderse, este envió al rey el 13 de abril un escrito de
gran trascendencia, insistiendo en la importancia de guardar Pinerolo como llave del norte que le
permitiría ser «el amo y el árbitro de Italia». Pero esto significaba abandonar «toute pensé de
répos, d’épargne et de réglement du dedans du royaume», pues en ese caso la confrontación con
España sería inevitable. Pero si se optaba por la paz habría que «abandonner les pensées d’Italie
pour l’avenir… et se contenter de la gloire présente que le Roi aura d’avoir maintenu par forcé
Monsieur de Mantoue en ses états contre la puissance de l’Empire, d’Espagne et de Savoie
jointes ensemble».388 Luis XIII siguió los consejos del ministro y, en una rápida campaña de
pocas semanas, se apoderó de un importante número de plazas saboyanas, pero sin dejar de
mantener contactos con Spinola y Collalto.
Ante la gravedad del momento y para estudiar las peticiones del Duque de Saboya se reunió en
el Piamonte un consejo de guerra compuesto por Spinola y Collalto acompañados por el marqués
de Santa Cruz (procedente de Génova) y el joven duque de Lerma.389 El saboyano pretendía que
se abandonasen las operaciones en Mantua y en Casal y se concediera toda la prioridad a la
recuperación de Susa y de Pinerolo y a la expulsión de las tropas francesas de su territorio. A
cambio de esto prometía dejar libre el teatro de operaciones en el Piamonte, e incluso invadir el
Delfinado con sus tropas para impedir cualquier ayuda a las de Richelieu, expedición esta que
fue rechazada por los generales por juzgarla demasiado arriesgada (aunque cabe pensar que, más
bien, desconfiaban profundamente de las promesas del duque). En cuanto a la recuperación de
Susa y Pinerolo, Spinola se enfrentó con sus compañeros, pues, conociendo la naturaleza del
Saboya, temía desgastar sus fuerzas en una empresa que podría volverse en su contra cuando,
recuperadas las plazas, Carlos Manuel decidiese volver a ponerlas en manos francesas. Tras los
debates se decidió que Collalto emplease la mayoría de sus tropas en el enfrentamiento con los
franceses y el resto atacara Casal, a cuyos alrededores fue enviado Felipe Spinola, que tomó
Pontestura, San Giorgio y Rosillano, con lo que Casal quedaba rodeado.
La decisión de los generales fue el nuevo motivo de resquemor del duque de Saboya, que no
solo se veía privado de unas tropas que pretendía poner a su servicio, sino que temía que si los
españoles lograban tomar Casal estarían menos interesados en defenderle de los franceses. Estas
ideas eran justamente las contrarias de las de Spinola, temeroso de que si se ayudaba al saboyano
a recuperar Casal, una vez logrado este objetivo era imposible prever de qué lado inclinaría sus
alianzas. En estos momentos se produjo una ruptura entre Spinola y Collalto, que, influido por
Carlos Manuel, afirmó que si Spinola solo atendía a los intereses de Felipe IV, él se ocuparía
solo de los del emperador y por tanto se interesaría únicamente por Mantua.
El verano de 1630 fue un momento muy difícil tanto para Spinola como para su principal
adversario, el cardenal. El general solicitó refuerzos de tropas y fondos para enfrentarse en las
debidas condiciones con las tropas francesas, pero bajo el control de Olivares el Consejo de
Estado dio una negativa tajante a estas peticiones: «Los medios para ello vienen a ser hoy casi
imposibles así por la falta de efectos como por la estrecheza de los hombres de negocios».390
Por su lado, Richelieu se encontró en esos momentos en una posición muy difícil: Luis XIII
estuvo a punto de fallecer a fines de septiembre con el peligro de que la corona recayera en el
inestable Gaston de Orléans y el odio de María de Médicis y el partido devoto consiguiera
destruir todo aquello por lo que venía luchando desde su acceso al Consejo seis años antes. Pese
a todo, en una nueva reunión con Mazarino, el 3 de agosto, el cardenal pareció dispuesto a
aceptar varios puntos y, aunque pretendía guardar Pinerolo, al final pareció aceptar mantenerla
en poder de Francia tan solo durante dos años. Mazarino estuvo en desacuerdo, pues desconfiaba
del cardenal en un futuro en el que Mantua y Casal no hubieran sido ocupadas por él, y así
propuso que los imperiales conservasen las plazas tomadas a los Grisones y los franceses las de
Saboya, hasta que se lograse un rápido acuerdo en quince días y todos devolvieran lo
conquistado. Para indignación de Carlos Manuel, Spinola propuso que la restitución se hiciera,
no en quince días, sino en dos meses, lo que motivó que el duque le acusara de ocultas
connivencias con Richelieu.
Añadiendo otra complicación a las que ya existían, el 26 de julio falleció Carlos Manuel,
abriéndose así nuevos interrogantes sobre qué postura adoptaría ahora el duque entrante, Víctor
Amadeo I. Paralelamente, Mazarino había continuado su misión de buenos oficios en una nueva
reunión con Richelieu el 2 de agosto, y aunque no había logrado hacer avanzar un tratado de paz,
le aseguró que tenía casi por cierto que Saboya se pondría del lado de Francia. Pero el cardenal
consideró que se trataba de una negociación inútil, pues había enviado un ejército para socorrer
Casal y los imperiales habían saqueado Mantua.
En ese final del verano de 1630 nadie se acordaba ya de los intereses del duque de Nevers y
casi tampoco de los cambios de posición del difunto Carlos Manuel. Todos parecían estar hartos
de una guerra que no conducía a ninguna parte, que suponía un precio muy alto en vidas y en
dinero y todos trataban de salir del atolladero. Pero el primero que reconociera que deseaba la
paz perdería la consideración y eso fue lo que permitió a Mazarino que sus ideas siguiesen
adelante. Por iniciativa del emperador se reunió en Ratisbona la Dieta, en un intento de resolver
todos los problemas que afectaban al imperio y, entre ellos, la guerra en Italia, que quedó allí
prácticamente resuelta. Pero en el Piamonte, Spinola no quiso aceptar que sus esfuerzos
resultasen vanos: Collalto había tomado Mantua, pero él no había logrado apoderarse de Casal y
si se alcanzaba la paz el triunfador sería Toiras y él sería el perdedor.
La pésima situación en los Países Bajos y la crisis financiera deberían haber empujado a
España a buscar la paz, pero ello sería reconocer un error y causar una grave pérdida a la
reputación de Felipe IV. Había que encontrar un «responsable» del desaguisado y ese iba a ser
Spinola, cuya culpa principal sería haberse opuesto a la guerra. La retirada de sus plenos poderes
y su profunda depresión y dolor le pusieron a las puertas de la muerte. Todavía había en la guerra
hombres de sentimientos caballerescos y acudieron a visitar al enfermo el defensor de Casal,
Toiras, y el negociador incansable, Mazarino, y fue en presencia de este cuando expresó la
terrible queja: «Me han quitado la honra». Había tenido que reconocer ante sus enemigos que el
rey le había quitado la plenipotencia que tenía y esto había destruido su reputación, aquel valor
que era el primero para los hombres de esa época y sin el cual un soldado no era nada… A ello
se unió un profundo sentimiento de vergüenza y desaliento cuando tuvo noticias de lo ocurrido
en la batalla en el puente de Cariñán, donde los soldados españoles huyeron del campo de
batalla: el hijo de Spinola era uno de los capitanes de esta tropa y cuando el general preguntó por
la suerte que hubiera corrido tuvo que sufrir el deshonor de saber que su hijo no estaba muerto,
ni herido, ni prisionero. Simplemente había huido como otros muchos. Esto era ya más de lo que
el honor de los Spinola podía sufrir. Ostende, Frisia, el Palatinado, Breda. Todo quedaba anulado
por esta cobardía. Llamado a toda prisa, el marqués de Santa Cruz recibió de manos de Spinola
la autoridad que le quedaba, pidiéndole que no aceptara la tregua por considerarla contraria al
servicio del rey, un rey que tan cicateramente le había tratado. A continuación el genovés se
retiró a Castelnuovo Scrivia.
El 26 de septiembre falleció el general y el financiero que había dado tantas jornadas de gloria
a las armas de la Monarquía Hispánica y que había sostenido con su crédito la presencia de
España en los Países Bajos.
Pero la guerra aún no había terminado y durante septiembre y octubre Mazarino aprovechó el
margen que le permitía Richelieu para ir buscando una tregua en Casal. Tras muchas idas y
venidas, propuso que Toiras abandonase inmediatamente a los españoles la ciudad de Casal y se
retirase a la ciudadela, así como que las operaciones se suspendieran hasta el 15 de octubre, para
tratar de lograr una negociación. Si pasado ese plazo no se conseguía la paz, las tropas francesas
tendrían hasta el 1 de noviembre para liberar la fortaleza y si lo lograban recuperarían además la
ciudad, pero si no lo conseguían, esta y la fortaleza pasarían a manos españolas. En todo caso los
imperiales quedarían excluidos de esta combinazione, cuyo peligro era que, en caso de fracaso, la
única puerta abierta que quedara sería la guerra.
Todas las conversaciones fracasaron y el 15 de octubre las tropas francesas acantonadas en
Saluzzo (al sur de Casal) se pusieron en marcha hacia la fortaleza. Mazarino presentó un nuevo
proyecto de armisticio al mariscal Schomberg, pero este —aunque no lo rechazó de plano— se
negó a interrumpir el avance sin que los acuerdos de Ratisbona le sirvieran tampoco para ello y
solo admitía que los españoles entregaran Casal al duque de Mantua. El italiano consiguió, en
cambio, que el nuevo duque de Saboya, a cambio de la devolución de sus bienes, se mantuviera
al margen de los acontecimientos y a continuación se reunió con el nuevo gobernador español, el
marqués de Santa Cruz, para convencerle de que, bien por la tregua del 4 de septiembre, bien por
los acuerdos de Ratisbona, tendría que abandonar Casal, por lo que parecía inútil librar una
batalla perdida de antemano y le presentó el proyecto que había sometido a Schomberg como si
este lo hubiera aprobado. Y complicando aún más la situación, Collalto (muy enfermo, y que se
preparaba para regresar a Viena) había enviado sus tropas hacia Casal bajo el mando de Gallas y
se declaró satisfecho «si Santa Cruz también lo estaba».
El 26 de octubre Mazarino acudió de nuevo ante Santa Cruz apoyándose en lo que había
«aceptado» Collalto, y el general español se mostró dispuesto a firmar si también lo hacían los
franceses, cuyo ejército tomaba posiciones, viendo con alarma las fuertes líneas de asedio
establecidas por Spinola. Todo hacía presagiar una sangrienta batalla y Schomberg se dijo
dispuesto al armisticio propuesto a condición de que fueran los españoles quienes lo pidieran. El
choque estaba a punto de iniciarse cuando, entre las líneas enemigas que casi se tocaban, surgió
un jinete a galope tendido que gritaba: «Pace, pace!» y agitaba algo en su mano. La tensión era
tal que el caballero fue objeto de varios disparos, pero logró salir indemne y llegar hasta
Schomberg, comunicándole que garantizaba el asentimiento de sus adversarios. El general
francés pidió reunirse con Santa Cruz y Gallas en terreno neutral y finalmente todos aceptaron el
proyecto de Mazarino. El hábil negociador italiano había conseguido su primer gran triunfo y
entraba en la historia con todos los honores.
La guerra que para España nunca debió tener lugar vivió su epílogo el 6 de abril de 1631 con el
Tratado de Cherasco, por el que el duque de Mantua recuperó sus estados y permitió la entrada
de la influencia francesa en el norte de Italia. El duque de Saboya, aunque obtuvo una parte del
Monferrato, cedió a Francia Pinerolo y las fortalezas de los Alpes del Dauphiné (abriendo la
puerta a Francia para intervenir libremente en el Piamonte) y entrando en la órbita francesa
mediante un acuerdo secreto. Y Francia trató de conseguir una confederación en la península y
unir a su tradicional aliado (Venecia) a los príncipes de Mantua, Saboya, Toscana, Parma y
Módena. Hasta el papa Urbano VIII, siempre enemigo de la Monarquía Hispánica, estaba tentado
de unirse a esta liga.
386 AGS, Estado, 2236, Felipe IV a Spinola, 27 de noviembre de 1629.
387 No fue este el único éxito de Scaglia con Olivares, pues aceptó ponerse a su servicio (pero sin abandonar el de Carlos
Manuel) y llevó a cabo varias misiones diplomáticas en Inglaterra y en los Países Bajos, hasta que, reclamado por el nuevo duque
de Saboya, Amadeo, para que regresase a Turín en 1632, se negó a hacerlo invocando su temor a represalias por parte de
Richelieu.
388 Traducción: «Cualquier idea de reposo, de ahorro y de orden en Francia». (…) «abandonar para el futuro toda idea sobre
Italia… y contentarse con la gloria presente que el rey tendrá por haber mantenido dentro de sus estados al señor de Mantua en
contra del poderío del emperador, de España y de Saboya juntos».
389 Francisco de Sandoval y Rojas, II duque de Lerma, nieto del valido de Felipe III, falleció en campaña (1635) en Flandes.
390 AGS, Estado, 2648, CCE, 18 de junio de 1630.
Anejo documental

INSTRUCCIÓN AL MARQUÉS DE SPINOLA PARA EL NEGOCIO SECRETO


DE FLANDES391 (EXTRACTO)

Tras recordar a Spinola el vínculo de fidelidad que le debe como miembro del Consejo de
Estado y reiterar las condiciones de la cesión de los Países Bajos y la situación en que quedarían
tras la muerte de uno u otro de los archiduques, el rey le ordena para el caso de viudedad de la
infanta lo siguiente:
Me aseguréis y defendáis aquellos Estados para mi Corona de España, como señor natural y propietario que soy de ellos,
ayudándoos si fuere menester de mi ejército y armas que tenéis a vuestro cargo y de todos los demás medios que para esto
puedan ayudar, convengan y sean a propósito en la manera que se sigue.
Si falleciera el Archiduque antes que mi hermana, dispondréis y ordenaréis lo que tocare a su autoridad y servicio,
conforme a quien Dios la hizo y al amor que yo la tengo, para que en tanto que envío quien la acompañe a España, esté
con la autoridad, decencia y respeto que se le debe, porque para tenerla cerca de mí no quiero encargarla de tan gran
trabajo y carga como le sería el gobierno de esos Estados.
Al mismo punto que falleciere el Archiduque os apoderareis del gobierno de esos Estados en mi nombre, en virtud del
poder que para ello se os envía, y los gobernareis en la paz y en la guerra como lo han acostumbrado mis Gobernadores y
Capitanes Generales...
El otro caso es, si Dios fuese servido que falleciendo la Infanta, mi hermana, quede viudo el Archiduque. Y en este caso,
conforme a los capítulos aquí insertos de las escrituras matrimoniales, queda Gobernador por mí de aquellos Estados y
como tal me ha de hacer juramento y pleito homenaje de fidelidad. Y así os envío cartas para él en vuestra credencia en
que le digo lo haga en vuestras manos, y poder para vos para que en mi nombre lo recibáis del Archiduque con la
solemnidad y en la forma que se acostumbra. Y así donde quiera que os halle esta nueva, dejando bien prevenido como en
tal ocasión es necesario lo que toca al ejército y presidios, acudiréis donde se hallare el Archiduque y haréis este oficio
con él y me enviareis la escritura auténtica del juramento de fidelidad y pleito homenaje que hubiere hecho en vuestras
manos...
Si por ventura el Archiduque, mal aconsejado de ministros suyos mal intencionados o de vecinos enemigos de su bien y
de mi grandeza, pusiere dificultad o duda en hacer el juramento y pleito homenaje que tiene obligación, o quisiere tomar
tiempo para escribirme sobre ello tomando ese color para dar tiempo al tiempo y ver entre tanto cómo se ponen las cosas,
procurareis persuadirle lo que tanto le conviene, como es hacer el juramento y pleito homenaje, cumpliendo con lo que con
él se capituló y asentó y con las obligaciones de tantas maneras, pues aunque mi padre hizo la capitulación fui yo el que la
cumplí contra el parecer por ventura de los que yo, con justa razón, pudiera creer. Y si todo esto no bastare con él, de
quien no se ha de creer de quien Dios le hizo, ni de tantas obligaciones y leyes divinas y humanas como rompería, le daréis
mi carta en que le digo la orden que tenéis mía de aseguraros de su persona, y en ese caso le pondréis en el castillo de
Amberes con segura guarda, haciéndolo con la decencia y buen trato que se debe a su persona. Y si llegáredes a este
rompimiento no ha de quedar en él el gobierno aunque después se quisiese reconocer...
Para todo convendrá que en teniendo aviso cierto del fallecimiento de cualquiera de mis hermanos ordenéis que en los
ejércitos y en los castillos se levanten pendones reales por mí, por Rey y señor propietario de aquellos Estados, y me
proclamen por tal públicamente...
Mirad que si el Archiduque fuera el viudo convendrá acudir a él con gran prontitud, antes de darle tiempo a entrar en
nuevos pensamientos, ni que los vecinos lo tengan de encaminarle mal con ofrecimientos vanos enderezados a su perdición,
aunque con color disfrazado...
No quiero dejar de advertiros que, si sucediera el caso de quedar viudo el Archiduque, miréis mucho cómo os juntáis
con él, pues antes de que vos uséis de vuestras comisiones podría hacer tiro de prenderos o hacer otra violencia en vuestra
persona. Y así entrad a tratar de esto tan prevenido y gallardo que él ni nadie os pueda hacer tiro ni perder el respeto y
demás de la seguridad de vuestra persona, que yo tanto estimo conviene así para el bien del negocio.
Para todo esto convendrá que, sin mostrar ningún cuidado, le tengáis muy grande de tener bien proveídas las plazas que
están en poder de españoles, pues son las más importantes, y hasta aquí han estado tan mal proveídas como vos sabéis.
También procuraréis de tener gratos las cabezas de la casa de Croy y algunos otros señores principales del país...
Esta instrucción y los despachos que se os entregarán con ella habéis de guardar a tan buen recaudo como obliga la
materia, y holgaré que vos me aviséis dónde y cómo los habéis de guardar para que yo lo tenga entendido...
Yo, el Rey
Don Pedro Franqueza

PODER DADO POR S. M. AL MARQUÉS AMBROSIO SPINOLA


PARA GOBERNAR LOS ESTADOS DE FLANDES392

Por cuanto en la cesión que el Rey mi señor, mi padre, que santa gloria haya, hizo con mi consentimiento de los Países
Bajos de Flandes y de los Condados de Borgoña y del Charolais en la Serenísima Infanta Doña Isabel, mi hermana, hay un
capítulo del tenor siguiente: Item, con condición, sin la cual no se hiciera que, si lo que Dios no quiera, no hubiera hijos o
hijas de este matrimonio o fueren muertos al tiempo de la muerte de uno de los contrayentes, la donación y concesión sea
nula y lo que quede desde ahora para en el dicho caso en el cual si la Infanta nuestra hija fuere la que quedare viuda, se le
habrá de acudir con la legítima paterna y dote materna que le pertenece, fuera de lo que demás de esto Nos o el Príncipe
nuestro hijo, por el amor que le tenemos, en tal caso haríamos con ella. Y si el dicho Archiduque, nuestro sobrino, fuere el
viudo ha de quedar y quede por Gobernador de los dichos Estados Bajos en nombre del propietario, a quien en el dicho
caso se le devolvieren.
Y, porque conforme al dicho capítulo, si la dicha Infanta Doña Isabel, mi hermana, falleciere primero que el dicho
Archiduque Alberto, mi tío, sin dejar hijos, él ha de quedar por gobernador General de los dichos Países Bajos y Condados
de Borgoña y Charolais en mi nombre, y como tal ha de hacer el juramento de fidelidad y pleito homenaje que han hecho
los que sirvieron al Rey, mi señor, mi padre, en aquel cargo. En este caso envío poder al Marqués Ambrosio Spinola,
Caballero del Toisón de Oro, de los mis Consejos de Estado y de Guerra y mi Maestre de campo general de los ejércitos
que me sirven en aquellos Países, que le reciba de él.
Y para en el otro caso de que Nuestro Señor sea servido que fallezca primero el dicho Archiduque mi tío sin dejar hijos,
en el cual de la misma manera vuelvo a suceder en los dichos Estados y Condados, me parece justo descargar a mi
hermana del trabajo que les causaría haberlos de gobernar en tiempos de tanta aflicción, y así encargo y mando al dicho
Marqués Ambrosio Spinola que, en este caso, tome a su cargo el gobierno general de ellos y reciba de todos el juramento
de fidelidad que me deben como fieles y leales súbditos míos y los gobierne conforme a sus leyes, constituciones y loables
costumbres, juntamente con el ejército, entretanto que yo mando otra cosa, sirviendo y respetando a mi hermana como lo
haría a mi propia persona entretanto que yo doy orden en su vuelta a estos Reinos. Y para más obligar a los naturales de
dichos Países y Condados, los confirmará y jurará en mi nombre los privilegios y loables costumbres que hasta aquí se les
han guardado en cuanto diere lugar la conservación y aumento de nuestra santa fe católica apostólica romana y del
estado, guardando la instrucción que se le ha dado, que para todo lo susodicho y cada cosa y parte de ella y lo a ello anexo
y dependiente doy al dicho Marqués Ambrosio Spinola todo mi poder pleno, cumplido y bastante con todas las fuerzas,
vínculos y firmezas que de derecho en tal caso se requieren y son necesarias, para cuyo efecto mandé despachar la
presente, firmada de mi mano, sellada con mi sello y refrendada del secretario infrascripto. Dada...

Esta instrucción fue confirmada por un despacho del rey de 11 de septiembre de 1613 (AGS,
Estado, 2035)
He visto lo que me escribisteis en cifra en una carta de vuestra mano de 28 de junio sobre que se os avise cómo habéis de
la cédula secreta que se os envió. Y si después de los largos días del Archiduque, mi hermano, llegare el caso de enviudar
la Infanta, mi hermana, podréis la dar cuenta de los despachos que tenéis y suplicarla que se quiera encargar del gobierno
de esos Estados. Y en caso de que lo acepte os encargareis vos de las armas, a ejemplo de lo que se hizo en tiempo de
Madama Margarita y del Príncipe de Parma, su hijo. Y si mi hermana rehusare la carga del gobierno de los Estados
tomareis a vuestra cuenta lo uno y lo otro usando del despacho que tenéis. Y hasta que llegue a ocasión guardareis sumo
secreto, como se os ha ordenado.

El Consejo de Estado se refiere a la respuesta de Spinola en una consulta de 20 de diciembre


de 1613 (AGS, Estado, 2027)
Señor. El Marqués Ambrosio Spinola, en carta para V. M. de 14 del pasado, escribe que ha recibido la de V. M. en que se
le avisó la forma en que ha de usar de la cédula y despacho secreto que se le envió, lo cual obedecía, como se le manda,
guardando sumo secreto en ello hasta que llegue la ocasión. Y en cuanto al juramento que los vasallos de aquellos Estados
debían hacer a V. M. para después de los días de Su Alteza, dice que no hay duda ninguna sino que convendría muchísimo
que lo hiciesen porque, una vez hecho, es cierto que con mucha más facilidad entraría V. M. a tomar la posesión a su
tiempo, pero que para encaminar esto ahora lo primero ha der ser ver cómo lo toma Su Ateza y así, en volviendo de
Mariemont, buscaría el Marqués ocasión para apuntarle algo como de suyo, si que por ningún caso entienda que es con
sabiduría de V. M. y, conforme a lo que descubriere del ánimo de Su Alteza, dará cuenta de lo que se le ofreciere

RELACIÓN SUMARIA DEL ESTADO DE LA GUERRA DE ITALIA,


ENVIADA AL DUQUE DE FERIA CUANDO FUE NOMBRADO GOBERNADOR
DE MILÁN EN 15 DE ABRIL DE 1631393

Notorio es lo que el Duque de Nevers ha faltado al respeto tan debido al Emperador y al Rey nuestro Señor, pues luego que
sucedió la muerte del Duque de Mantua, Vicencio, se apoderó de los estados de Mantua y Monferrato, concluyendo
asimismo el matrimonio del Duque de Rethel, su hijo, con la Princesa María de Mantua, sobrina de Su Majestad, sin darle
noticia de ello ni tampoco al Duque de Saboya, su abuelo, siendo así que el derecho de Nevers a aquellos estados no es tan
llano como él pretende y hay otros pretensores que todos han acudido a pedir lo que dicen que les toca: que son la
Emperatriz, la Duquesa de Lorena, el Duque de Saboya, el de Guastalla y Don Jacinto, hijo del Duque Fernando de
Mantua.
Con esta ocasión, deseando Su Majestad componer estas cosas y mantener la paz de Italia conservando en ella la
autoridad imperial, se hizo entre el Duque de Saboya y Don Gonzalo de Córdoba un concierto que el Príncipe propuso
para ocupar con las armas el Monferrato en nombre del Emperador y retenerle en su poder mientras declaraba, como
directo Señor de aquellos feudos, a quién había de tocar de justicia. Y en conformidad de ello fueron haciendo ambos los
efectos que se sabe con las armas, habiéndose puesto Don Gonzalo sobre Casal y el Duque ocupado por la parte de Turín
los lugares que conforme a dicho acuerdo habían de tocarle.
El suceso del sitio de la plaza de Casal no se pudo encaminar por las asistencias y socorros que el Duque de Nevers
tuvo de Francia, de Venecianos y de otras partes y y por haber venido últimamente un tan grueso ejército de franceses en
su socorro y, con él, el Rey Cristianísimo, lo cual obligó a Don Gonzalo a levantar el sitio y a aprobar los capítulos de
acuerdo que se hicieron en Susa entre el Cardenal de Richelieu y el Príncipe de Piamonte. Y sobre ellos hizo Su Majestad
la declaración que se entregará con esta para la forma de la ejecución. Y si bien de esta parte se fue procurando la
composición de aquellas cosas, no se ha podido conseguir todo por culpa de Francia.
El Marqués de los Balbases fue a gobernar el Estado de Milán y llevó órdenes muy particulares de Su Majestad tanto
para la paz como para la guerra. Y luego que llegó a aquel Estado empezó a tratar de la paz y no pudo encaminarla por
pedir franceses condiciones muy fuera de camino. Estando el Emperador informado de esto y de lo que iban haciendo
franceses, habiendo ocupado Susa, envió a Italia el número de alemanes que se sabe, a cargo del Conde de Collalto, con
que se había podido formar un ejército. Y, a este mismo tiempo, se fue reforzando el ejército francés y ocupando diferentes
plazas en el Piamonte y Saboya, habiendo intentado de prender la persona del Duque muerto y tomar a Turín.
Y viendo el Marqués de los Balbases y el Conde de Collalto que franceses no se querían ajustar a lo que era razón y
conveniente para la quietud de Italia, sino que iban ocupando al Duque de Saboya sus Estados, se pusieron con sus
ejércitos sobre Mantua y Casal, quedando el ejército del Duque de Saboya reforzado con la gente que tiene Su Majestad en
el Piamonte para impedir a franceses socorrer Casal. El ejército imperial consiguió su intento de tomar a Mantua, y el
Marqués de los Balbases fue continuando lo de Casal, hasta que por las instancias que se han hecho por parte de Francia
y sus coligados, firmó forzosamente el Marqués de Santa Cruz, gobernando el Estado de Milán y las armas por la
enfermedad del Marqués de los Balbases, los capítulos de suspensión de ellas hasta los 15 de octubre, porque ya cuando se
los entregaron de parte del Duque de Saboya y del Conde de Collalto no pudo hacer otra cosa. Ahora ha venido aviso de la
muerte del Marqués.
Añade que, Su Santidad, aunque no ha declarado su intención se sabe que su ánimo ha sido ayudar al Duque de Nevers
sin atender a las instancias de Su Majestad para que interponga su autoridad en pro de la quietud de Italia y bien de la
Cristiandad.
391 AGS, Estado, Lº. 2226, 16 de abril de 1606.
392 AGS, Estado, 2226, sin fecha, pero dado en 1606 al mismo tiempo que las Instrucciones anteriores.
393 AGS, Estado, 3444, 18 de octubre de 1630.
Dramatis personæ

Aliaga, Fray Luis de (1565-1623). Dominico. Fue provincial de Tierra Santa y visitador de
Portugal (1608). Designado confesor de Felipe III (1609), accedió al Consejo de Estado y fue
nombrado inquisidor general (1618). Enemigo de Lerma, contribuyó de modo fundamental a la
desgracia del valido. A la muerte del rey fue alejado de las responsabilidades políticas por
Baltasar de Zúñiga.
Almirante de Aragón. Véase Hurtado de Mendoza, Francisco.
Añover, conde de. Véase Niño y Lasso, Rodrigo.
Austria, Alberto de, cardenal-archiduque, virrey de Portugal, gobernador general, Soberano de
los Países Bajos (1559-1621). Hijo del emperador Maximiliano II y de la infanta María de
Austria. Fue educado en la corte de Felipe II y orientado hacia la carrera eclesiástica.
Acompañó a Felipe II a Portugal en 1580 y quedó como virrey hasta su regreso a Madrid
(1593) llamado por el rey. A la muerte de su hermano Ernesto (1595), fue nombrado
gobernador general de los Países Bajos. Tras abandonar su condición eclesiástica, contrajo
matrimonio (1598) con la infanta Isabel Clara Eugenia, recibiendo la soberanía de los Países
Bajos. Tratando de lograr la paz con las Provincias Unidas, Inglaterra y Francia, chocó
continuamente con los propósitos de Felipe III, que intentó siempre minar su autoridad y
recuperar los Países Bajos. Ante el apoyo del rey a su hermano Matías, tuvo que abandonar
cualquier pretensión de alcanzar la corona del imperio. La Tregua de los Doce Años (1609)
permitió intentar sanar las heridas de tantos años de guerra y fomentar la economía y el arte,
pero a su expiración se vio obligado a continuar la guerra.
Austria, Felipe II de (1527-1598). A la muerte de Carlos V heredó un inmenso imperio que
cubría todo el mundo conocido. En 1561 fijó la capitalidad de España en Madrid. Continuó la
guerra con Francia, logrando la victoria de San Quintín (1557), que propició la Paz de Cateau-
Cambresis (1558), aunque la guerra continuó hasta la Paz de Vervins (1598), que significó el
fin de su política imperial en Europa. Su hermanastro Juan de Austria logró la resonante
victoria de Lepanto (1571) sobre los turcos. El ejército del duque de Alba derrotó (1580) al
pretendiente portugués (el Prior de Crato), siendo jurado como rey (1581) por las Cortes de
Tomar. Ante la agresiva política de Isabel I envió (1588) una armada contra Inglaterra, pero las
tormentas la deshicieron, constituyendo el mayor fracaso de su política militar. De su primer
matrimonio con María de Portugal tuvo al príncipe don Carlos, cuya trágica muerte dio lugar a
todo tipo de falsas acusaciones. De su tercer matrimonio, con Isabel de Valois, nacieron las
infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, y del cuarto matrimonio, con Ana de
Austria, su sucesor Felipe III.
Austria, Felipe III de (1578-1621). Durante la primera etapa de su reinado delegó la dirección
de la política en el marqués de Denia (pronto duque de Lerma), promotor de la Pax Hispanica
y del traslado de la corte a Valladolid. Fue considerado un rey que se limitó a dejar la política
en manos de su valido, ratificó la paz de Vervins, logró la paz con Inglaterra (1604) y aceptó la
Tregua de los Doce Años en 1609, año en el que decretó la expulsión de los moriscos. Tras el
asesinato de Enrique IV, la paz con Francia se alcanzó en 1615 mediante el doble matrimonio
del príncipe Felipe con la princesa Isabel de Borbón, y de la infanta Ana con el rey Luis XIII.
No aceptó nunca la cesión de la soberanía de los Países Bajos a los archiduques y trató siempre
de minar su autoridad y de recuperar el territorio. El fin de su reinado estuvo marcado por el
comienzo de la Guerra de los Treinta Años y la decisión de reanudar la guerra contra las
Provincias Unidas.
Austria, Felipe IV de (1605-1665). Durante la primera etapa de su reinado descargó el peso del
gobierno en su valido, el conde-duque de Olivares, que impulsó una activa política exterior que
trataba de mantener la hegemonía española. Olivares fue objeto de numerosas críticas y acabó
por solicitar y obtener su alejamiento en 1643. Tras ello fue reemplazado por don Luis de
Haro, que trató de buscar la paz con Francia, lo que se consiguió con la Paz de los Pirineos
(1659). Felipe IV ha sido duramente criticado por su vida frívola y sus numerosas amantes,
pero ello no debe hacer olvidar que fue mucho más trabajador de lo que se piensa
habitualmente y que fue hombre de gran cultura. Casado en primeras nupcias (1615) con Isabel
de Borbón (fallecida en 1644) en el marco de la política de aproximación a Francia. Su
segundo matrimonio fue con su sobrina María Ana de Austria, que quedó como regente a la
muerte del rey. Desgraciadamente los hijos de Felipe IV fallecieron, quedando como único
heredero de la corona el lamentable Carlos II. El rey tuvo numerosos hijos naturales, pero solo
reconoció a uno de ellos, Juan José de Austria, que fue un mediano militar y un hábil político
durante la minoría de su hermanastro Carlos II.
Austria, Isabel Clara Eugenia de (1566-1633). Infanta de España, archiduquesa de Austria,
soberana y, luego, gobernadora general de los Países Bajos. Hija de Felipe II e Isabel de
Valois. Fue el gran apoyo y la confidente de su padre, especialmente en los últimos años del
rey. Fracasaron los proyectos para que sucediera en las coronas de Francia o de Inglaterra.
Frustrados sus proyectados matrimonios con el emperador Rodolfo II y con el archiduque
Ernesto de Austria, casó con el archiduque Alberto en 1598, recibiendo ambos en soberanía los
Países Bajos, hasta que, al no haber tenido sucesión, a la muerte de Alberto revirtieron a la
corona de España. Por sentido del deber Isabel aceptó quedar en Bruselas como gobernadora
general, haciendo frente hasta su muerte a la guerra con las provincias rebeldes.
Aytona, marqués de. Véase Moncada, Gastón de.
Balbases, marqués de los. Véase Spinola, Ambrosio.
Bedmar, marqués de. Véase Cueva y Benavides, Alonso de la.
Béthune, Maximiliano de, duque de Sully (1559-1641). De ilustre familia calvinista, fue el
mejor consejero de Enrique IV. Como superintendente de finanzas diseño el impuesto llamado
«Paulette» que permitió la venalidad de los cargos públicos. Negoció con Inglaterra el Tratado
de Hampton Court (1603) contra España. Tras el asesinato de Enrique IV participó en el
Consejo de Regencia, pero dimitió por sus enfrentamientos con María de Médicis. Próximo a
Richelieu, sirvió de intermediario entre católicos y hugonotes en las guerras de religión de Luis
XIII. Mariscal de Francia (1634).
Borbón, Enrique IV de (1553-1610). Rey de Navarra por nacimiento; educado en la Religión
Reformada, contrajo matrimonio con la princesa Margarita de Valois, produciéndose tras la
boda la matanza de la San Bartolomé (1572). Combatió a Felipe II a la cabeza de la Liga
Protestante. En 1589 sucedió a Enrique III (último rey de la Casa de Valois). Tras abjurar una
vez más (1594) del calvinismo, firmó la Paz de Vervins (1598) y promulgó el Edicto de
Nantes, estableciendo la tolerancia religiosa. En 1600 contrajo nuevo matrimonio con María de
Médicis. Inspirador del «Grand Dessein» con el que trataba de oponerse a la supremacía
europea de la Casa de Austria. Fue asesinado por Ravaillac en 1610, cuando preparaba un
ejército para invadir los Países Bajos con el fin de conseguir a Charlotte de Montmorency y
evitar la ocupación española del ducado de Cleves-Juliers.
Borbón, Luis XIII de (1601-1643). Hijo de Enrique IV y María de Médicis. Declarado rey en
1610 y mayor en 1614. La regente, apoyada por el «Parti Devot», buscó la alianza con España,
dejándose influir en exceso por su favorito Concini (asesinado en 1617) y la mujer de este,
Leonora Galligai. María negoció el «doble matrimonio» con España (1615) por el que Luis
XIII casó con Ana de Austria, y el futuro Felipe IV con Isabel de Borbón. La relación con Ana
de Austria fue tormentosa y ni siquiera el nacimiento de dos hijos logró suavizar la enorme
distancia que siempre hubo entre ambos. Pese a sus discutidas tendencias homosexuales, Luis
XIII fue un profundo cristiano y consagró Francia a la Virgen (1638) para obtener la paz. En
1624 el cardenal de Richelieu (protegido por María) entró en el Consejo, transformándose
pronto en el ministro principal. Entre el partido proespañol (de su madre) y el de la grandeur
(del cardenal), eligió este último, enfrentándose con España en numerosas guerras. La muerte
de Richelieu (diciembre 1642) antecedió en pocos meses a la suya, que tuvo lugar días antes de
la victoria francesa en Rocroi.
Brizuela, Fray Iñigo de (1557-1629). Religioso de la Orden de Santo Domingo. Confesor y
consejero de los archiduques, viajó repetidamente a España para defender sus posiciones. Fue
consejero de Estado y presidente del Consejo de Flandes. Nombrado obispo de Segovia
(1622), renunció (1624) por divergencias con el cabildo sobre la creencia en la Inmaculada
Concepción. Presidente de la Real Junta del Almirantazgo (1625-1628). En 1628 dimitió de
todos sus cargos en la Administración.
Bucquoy, conde de. Véase Longueval, Charles Bonnaventure.
Calderón, Rodrigo, marqués de Siete Iglesias y conde de la Oliva (1576-1621). En su
juventud fue una de las «hechuras» de mayor confianza del duque de Lerma, consiguiendo en
1606 quedar al margen de la condena de los otros hombres del valido. Al ser uno de los
personajes más odiados por la reina Margarita, a la muerte de esta fue acusado de envenenarla,
sin que se le pudiera probar ninguna participación en el fallecimiento. Pese a haber sido
alejado de la corte, fue enviado a Bruselas en 1614 con la misión de estudiar la reforma del
ejército tras la Tregua de los Doce Años, misión que le valió nuevas amistades a su regreso a
Madrid. Tras ser paulatinamente alejado del entorno de Lerma, a la muerte de Felipe III fue
detenido por decisión de Olivares, demostrando gran entereza al ser ejecutado.
Cárdenas Zapata, Iñigo de (?-1617). Embajador en Venecia (1603-1608) y en Francia (1609-
1612 y 1614-1615), donde desarrolló una gran labor y tuvo que enfrentarse frecuentemente de
modo áspero con Enrique IV (ya irritado por la altanería de Pedro de Toledo), especialmente
con motivo de las crisis provocadas por la huida a Bruselas de los príncipes de Condé y por la
sucesión de los Ducados de Cleves-Juliers. Su residencia tuvo que ser protegida tras el
asesinato del rey, temiéndose que fuese atacada por la multitud. En 1615 regresó a Madrid,
siendo nombrado mayordomo del rey.
Cecil, sir Robert, I conde de Salisbury, vizconde Cranbourne (¿1563?-1612). Hijo de
William Cecil (barón de Burghley, ministro principal de Isabel I). Acompañó a lord Derby a
Holanda para negociar la paz con España (1588), pero trató de evitar la paz entre España y
Francia (1598). A la muerte de Walsingham (1590) fue nombrado secretario de Estado y desde
1600 entabló contactos con Jacobo VI de Escocia. Fue el artífice de que sucediera a Isabel I en
la corona de Inglaterra y mantuvo su cargo con el nuevo rey. En 1604 participó en las
negociaciones de paz con España, de la que recibió una pensión (también la recibía de Francia)
durante varios años. Fue nombrado además lord Treasurer (1608) y en 1611 se manifestó en
contra del «Spanish Match».
Cerda, Sancho de la, marqués de La Laguna de Cameros (1550-1626). Tras ser enviado
como embajador extraordinario a Bruselas (1603), quedó como ordinario hasta 1606. Aunque
fue bien recibido por los archiduques, su misión apenas revistió interés y el archiduque acabó
pidiendo a Lerma su destitución. Al regreso a la corte fue nombrado mayordomo mayor de la
Reina. También fue consejero de Estado y de Guerra.
Cleves-Juliers, Juan Guillermo, duque de (1562?-1609). Tras haber sido nombrado obispo de
Munster, y tras la inesperada muerte de su hermano mayor, heredó los Ducados. Durante toda
su vida fue tratado por manifestar síntomas de locura. Su muerte desencadenó la primera de las
crisis por la sucesión en sus títulos y territorios.
Coloma, Carlos, I marqués de Espinar (1565-1637). Tras ser virrey de Mallorca (1611-1617)
sirvió en Flandes como gobernador de Cambrai y luego como maestre de campo general en el
Palatinado (1620). Embajador en Londres en 1622 (mientras Gondomar se encontraba en
España) y de nuevo en 1630. Regresó a Flandes en 1631 como maestre de campo general y
otra vez gobernador de Cambrai, donde fue sucedido al año siguiente por el marqués de
Fuentes. Gobernador del Milanesado (1635) y miembro del Consejo de Estado (1636). Es
autor de unos Comentarios a las guerras de Flandes.
Condé, príncipe de (Enrique II de Borbón, duque de Enghien) (1588-1646). Primer príncipe
de sangre, par y gran maestre de Francia. Fue educado en la cercanía del rey de Navarra
Enrique de Borbón. Tras casar por decisión real con Charlotte de Montmorency (1609), huyó a
Bruselas para evitar la persecución amorosa de Enrique IV, provocando una crisis al intentar el
rey invadir los Países Bajos. Refugiado en Milán, regresó a Francia después del asesinato del
rey y, aunque se enfrentó con María de Médicis, la regente tuvo que admitirle (1615) en el
Consejo de Regencia, pero poco después le hizo aprisionar en la Bastilla, de la que fue liberado
por Luis XIII, que le concedió su confianza.
Cueva y Benavides, Alonso de la, I marqués de Bedmar, cardenal (1574-1655). Siendo
embajador en Venecia (desde 1607) actuó en estrecho contacto con el duque de Osuna (virrey
de Sicilia y Nápoles) y el marqués de Villafranca (gobernador general del Milanesado),
propugnando una política de «reputación» contraria al pacifismo lermiano. Acusado de
fomentar una «conjura» contra Venecia (1618), su casa fue asaltada y tuvo que escapar
disfrazado. En 1619 fue nombrado embajador en Bruselas, donde acabó por hacerse odioso a
los belgas, por lo que la archiduquesa Isabel tuvo que apartarle por completo de los asuntos
políticos y finalmente (1632) fue obligado a trasladarse a Roma. En 1622 fue nombrado
cardenal y en 1648 obispo de Málaga.
Enríquez de Acevedo, Pedro, conde de Fuentes (1560-1610). Capitán general de la Caballería
de Milán (1585), Enviado especial en Saboya, capitán general en Portugal (1589). Sirvió en
Flandes (1594) a las órdenes del archiduque Ernesto, tras cuya muerte tomó el mando del
ejército ocupando Dourlens y Cambrai. En 1598 fue nombrado por Felipe II capitán general de
España, consejero de Estado y de Guerra y grande de España. Fue uno de los principales
defensores de las tesis del «reputacionismo». Como gobernador general del Milanesado (1600-
1610) aisló a Venecia; protegió las vías de comunicación con el Tirol, y desbarató los intentos
franceses de penetrar en Italia y las apetencias de Carlos Manuel de Saboya de apoderarse del
Milanesado.
Espinar, marqués de. Véase Coloma y Saa, Carlos.
Estuardo, Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra (1566-1625). Rey de Escocia tras la
abdicación forzada de su madre, María «Queen of Scots», y de Inglaterra e Irlanda (1603) a la
muerte de Isabel I. Reinó sobre una Escocia separada de la Iglesia católica, siendo educado en
un estricto presbiterianismo, al que odiaba tanto como al «papismo». Al heredar la corona de
Inglaterra mantuvo las orientaciones religiosas anglicanas de Isabel I. Firmó el Tratado de
Londres (1604) que sellaba la paz con España, pero influido en exceso por sus ministros Carr y
Buckingham, su dubitativa política exterior fue negativa en líneas generales, aunque en el
plano cultural y económico la suya resultara una época de esplendor. Sus intentos de implantar
una monarquía absoluta desembocaron en continuos enfrentamientos con el Parlamento. El
plan de casar a su hijo Carlos con la infanta María de Austria se saldó con un fracaso jaleado
por la facción opuesta a cualquier entendimiento con España.
Estuardo, Carlos I (1600-1649). Desde el comienzo de su reinado, su impopularidad y sus
enfrentamientos con el Parlamento fueron en aumento debido a su matrimonio con una
princesa católica y por mantener como favorito al duque de Buckingham. Tras los fracasos de
la guerra con España (1625) y de la expedición a La Rochelle (1627-28) disolvió el
Parlamento, actuando como un rey absoluto. La rebelión escocesa y la derrota de los ejércitos
del rey le obligaron a recurrir de nuevo al Parlamento, que acaba por presentar la «Grand
Remonstrance» (1641) que desembocó en la guerra civil y el juicio y ejecución del rey.
Federico V de Wittelsbach-Simmern, elector palatino (1596-1632). Hijo de Federico IV,
sucedió a su padre (1610) como príncipe elector del Palatinado del Rin. Casó (1613) con Isabel
(hija de Jacobo I Estuardo), con la que tuvo numerosa descendencia. En 1619 Bohemia se
rebeló contra Fernando II y ofreció la corona a Federico por su condición de protestante. Su
aceptación y coronación en Praga están en el desencadenamiento de la Guerra de los Treinta
Años. Sin apoyo ni de la Unión Protestante ni de otros enemigos del catolicismo, fue derrotado
(1620) en la Montaña Blanca, cerca de Praga. Tras apenas año y medio de «reinado» (por lo
que se le conoció como «el rey de un invierno») inició un exilio en La Haya que duraría hasta
su muerte. Maximiliano de Baviera al sur y Spinola al norte invadieron el Palatinado, del que
Federico fue formalmente desposeído (1623). La ocupación española fue un motivo de
permanente irritación en las relaciones de España e Inglaterra, pues Jacobo I intentó siempre
recuperar el territorio para su hija y sus nietos.
Feria, duque de. Véase Suárez de Figueroa, Gómez.
Fernández de Córdoba y Cardona, Gonzalo (1585-1635). Hijo del duque se Sesto (antiguo
embajador en Roma y famoso bibliógrafo). Sirvió en los Países Bajos y en la Guerra del
Palatinado a las órdenes de Ambrosio Spinola. Obtuvo un resonante triunfo en la batalla de
Fleurus (1622) contra las tropas alemanas de Mansfelt y Brunswick y mantuvo la presencia
española en el Palatinado (Heidelberg, 1622) al regresar Spinola a Bruselas. Gobernador
general del Milanesado (1625-1629) su carrera militar terminó de triste manera por su fracaso
ante Casal (Guerra de Sucesión de Mantua), por lo que fue destituido y procesado en España,
salvándole únicamente la intervención del propio rey.
Flores Dávila, conde de. Véase Zúñiga, Pedro de.
Franqueza, Pedro, conde de (1547-1614). Fue la principal hechura del duque de Lerma y
gracias a eso ocupó numerosos cargos: secretario para los asuntos de Italia, conservador del
patrimonio de Italia y de Aragón, y ostentó las secretarías de los Consejos de Estado, de
Aragón, de Castilla, y de la Inquisición, así como de las Juntas de Hacienda de España y de
Portugal, puestos que utilizó para enriquecerse de manera desvergonzada. Participó en la
«Junta de Desempeño General» (1603-1606) que pretendía equilibrar en tres años la hacienda
real. En todo momento se sirvió de sus cargos para enriquecerse y, tras una auditoría ordenada
por el rey, fue detenido (1606) y encarcelado, por lo que el duque de Lerma le abandonó por
completo. Condenado por fraude, cohecho y falsificación, fue condenado a prisión perpetua.
Frías, duque de. Véase Fernández de Velasco y Tovar, Juan.
Folch de Cardona y Borja, Felipe, IV marqués de Guadalest (?-1616). Embajador en
Bruselas (1606), su misión careció de interés al ser mantenido por Spinola fuera de las
negociaciones de la Tregua de los Doce Años, sobre las que tuvo que recibir información a
través del propio archiduque. Quedó viudo durante su misión y casó en segundas nupcias
(1613) con Ana de Ligne, hija de Lamoral de Ligne. Falleció en Bruselas.
Fuentes, conde de. Véase Enríquez de Acevedo, Pedro.
Gómez de Sandoval y Rojas, Francisco, marqués de Denia, duque de Lerma, cardenal de
San Sixto (1553-1625). En 1592 fue nombrado gentilhombre de cámara del príncipe, pero
Felipe II le relegó a Valencia temiendo su excesiva influencia sobre el sucesor. Vuelto a la
corte tras el fallecimiento del rey, acumuló poder e influencia tanto directamente como a través
de sus «hechuras» (principalmente Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, y Pedro
Franqueza, conde de Villalonga). A la muerte de Felipe II obtuvo los cargos de caballerizo
mayor, sumiller de corps y el ducado de Lerma, y más tarde fue nombrado capitán general de
la Caballería de España. Convenció a Felipe III en 1601 de desplazar a Valladolid la corte,
aunque regresó a Madrid en 1606. Buscó siempre una política de apaciguamiento que condujo
a la llamada «Pax Hispanica». A partir de 1610 comenzó a perder influencia ante la presión de
los sectores más belicistas siendo al fin sustituido por su propio hijo, el duque de Uceda, tras lo
que se retiró a sus posesiones. Para evitar la persecución que le amenazaba logró ser nombrado
cardenal en 1618.
Guadalest, marqués de. Véase Folch de Cardona y Borja, Felipe.
Guzmán y Pimentel, Gaspar de, conde-duque de Olivares (1587-1645). Hijo del virrey de
Sicilia y embajador en Roma. Desde su puesto como gentilhombre de cámara del futuro Felipe
IV, se transformó en el confidente y valido indispensable con el acceso del nuevo rey,
especialmente tras la muerte de Baltasar de Zúñiga. Dotado de gran inteligencia y de enorme
capacidad de trabajo, trató de devolver a España el esplendor del siglo XVI. Gran protector de
las artes y de las letras y hombre dedicado a nombrar en la Administración a hombres que no
procedían de la nobleza, sus intentos de modernizar el Estado, el ejército, la hacienda y
procurar unificar España le granjearon enemigos en todos los estamentos, especialmente entre
los grandes. La reanudación de la guerra en los Países Bajos, la equivocada decisión de
implicar a España en la Guerra de Sucesión de Mantua, el apoyo al emperador, las rebeliones
de Portugal y Cataluña, así como otras revueltas interiores en Aragón y Andalucía, y su fallido
proyecto de la Unión de Armas acabaron por provocar su caída al aceptar el rey (1643) una de
sus renovadas peticiones para abandonar sus cargos. Retirado a Loeches y luego a Toro, su
estado psíquico se fue agravando hasta fallecer casi demente. Lamentablemente gran parte de
los documentos de Estado que llevó a su destierro se han perdido en incendios posteriores.
Gondomar, conde de. Véase Sarmiento y Acuña, Diego.
Habsburgo, Fernando II de, emperador (1578-1637). Archiduque de Austria, duque de
Estiria, Carintia y Carniola (1590), rey de Bohemia (1617), rey de Hungría (1618-1625),
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a la muerte de su hermano Matías (1619).
La Defenestración de Praga (1618) abrió el camino a la Guerra de los Treinta Años. La
rebelión de Federico V, elector palatino, arrastró la ocupación del Palatinado y la derrota de
Federico V y los protestantes checos en la batalla de la Montaña Blanca (1620). Con ello logró
imponerse a Bohemia y Hungría y contuvo la invasión danesa entre 1625 y 1629, año en que
por el Edicto de Restitución proclamó la supremacía del catolicismo. El triunfo sueco en
Lutzen (1632), las disensiones en el bando católico y la intervención francesa en la guerra
pusieron Alemania en peligro. Ante el peligro para el imperio había recurrido a los servicios de
Wallenstein, hábil general pero de conducta tan dudosa que el emperador ordenó su asesinato
(1634). Colaboró en la victoria alcanzada en Nordlingen (1634) por el cardenal Infante y logró
la Paz de Praga con Francia al año siguiente, dejando abandonada a la rama española de la
Casa, aunque la Guerra de los Treinta Años continuó bajo su sucesor hasta 1648.
Habsburgo, Fernando III de, emperador (1608-1657). Rey de Hungría y de Bohemia. Debió
hacer frente a la continuación de la Guerra de los Treinta Años y a los ataques turcos, con los
que firmó un tratado de paz en 1640. En 1644 Transilvania atacó al imperio con ayuda de las
tropas suecas, firmándose la paz en Linz el año siguiente. En 1648 la Conferencia de Westfalia
alcanzó la paz por los tratados de Munster (con Francia y abandonando España en su guerra
con aquella) y Onsnabrück (con Suecia).
Habsburgo, Matías I de, emperador (1557-1619) Hermano del emperador Rodolfo II, con el
que estuvo duramente enfrentado y al que sucedió en 1612. Gobernador de Austria (1593).
Negoció (1606) la paz con el rebelde Esteban Bocksai, que pretendía la independencia de
Hungría y Transilvania (que retuvo Bocksai), logrando que la corona húngara se mantuviera
para Rodolfo. Al final de su reinado se produjo la Defenestración de Praga (1618), que
encendió la Guerra de los Treinta Años.
Habsburgo, Rodolfo II de, emperador (1552-1612). Educado en la corte de Felipe II, la
desgraciada tragedia y muerte de don Carlos fue probablemente el origen de su aversión al
matrimonio, para evitar tener que enfrentarse con un problema similar. Previsto como futuro
esposo de la infanta Isabel, fue aplazando la decisión hasta que Felipe II abandonó la idea. Fue
rey de Hungría (1572-1608), de Bohemia (1575-1611) y emperador del Sacro Imperio (1576-
1612). De personalidad compleja y difícil, bebedor inveterado, dedicó buena parte de su vida a
las ciencias ocultas, la alquimia y la astrología. Su permanente negativa a evocar el problema
de su sucesión provocó durante años un difícil conflicto con sus hermanos, especialmente con
Matías (candidato apoyado tras muchas dudas por Felipe III).
Hurtado de Mendoza, Francisco, almirante de Aragón (1545-1623). Hermano del duque del
Infantado. Luchó en la guerra contra los moriscos (1568) y a continuación en Flandes (1595).
Embajador de Felipe II en Polonia y en el imperio. En 1596 regresó a los Países Bajos a las
órdenes del archiduque Alberto, siendo hecho prisionero en la batalla de Las Dunas (1602) y
liberado tras dos años de cautividad. Vuelto a España, sus críticas al gobierno de Lerma
acarrearon su desgracia y prisión en Santorcaz acusado de alta traición (1609-1612), tras lo que
renunció a sus títulos y cargos y entró en religión.
Ibarra, Diego de (?-1626) Fue enviado de Felipe II ante la Liga Católica (1591-1593). Miembro
de los Consejos de Estado y de Guerra. Enviado a Bruselas (1607) con motivo de las
negociaciones con las Provincias Unidas, pero sus posturas radicales no triunfaron y regresó a
España airado y desprestigiado. Uno de los «halcones» más duros del partido belicista.
Idiáquez, Juan de, gran comendador de León, duque de Villarreal (1540-1614). Embajador
en Génova (1573) y en Venecia (1578). De forma inesperada para todo el mundo reemplazó
(1579) a Antonio Pérez como secretario de Estado, formando parte de la Junta de Noche.
Consejero de Estado y presidente del Consejo de Órdenes (1599), fue uno de los principales
inspiradores de la política exterior durante la última etapa del reinado de Felipe II y la primera
de Felipe III.
Jeannin, Pierre (1540-1622). Conocido como «El Presidente». Consejero de Estado (1572) y
primer presidente del Parlamento de Borgoña (1582). Como embajador en Holanda, intervino
de modo fundamental en la negociación de la Tregua de los Doce Años. Fue consejero de
Enrique III, Enrique IV y Luis XIII y superintendente de Finanzas.
Laguna de Cameros, marqués de. Véase Cerda, Sancho de la.
Lerma, duque de. Véase Gómez de Sandoval y Rojas, Francisco.
Longeval, Charles Bonnaventure, conde de Bucquoy (1571-1621). Sirvió desde muy joven en
el ejército español, en el que llegó a los más altos cargos. Participó en la batalla de las Dunas
(1600) y en la toma de Ostende. En la campaña de Frisia ostentó el cargo de general de la
Artillería. Enviado por los archiduques para dar el pésame a María de Médicis tras el asesinato
de Enrique IV (1610). Representante del archiduque en la Dieta Imperial en 1614, año en que
aceptó el nombramiento del emperador como jefe de las tropas imperiales. Tomó parte en la
batalla de Montaña Blanca (1620) y murió al año siguiente en acción de guerra.
Mancisidor, Juan de (?-1618). Inició su actividad como colaborador de Idiáquez y en 1595 fue
designado para acompañar al archiduque Alberto a los Países Bajos. Desde esa fecha hasta su
fallecimiento desempeñó el cargo de secretario de Estado y de Guerra, lo que implicaba ser el
secretario de Alberto (cargo que compartió con Antonio Suárez de Argüelles) y actuar como
ministro en el consejo privado de los archiduques y también como ministro ante Felipe III
(igual que sucedió con Ambrosio Spinola). Tuvo una función importante en la diplomacia de
Alberto, participando, entre otras, en la negociación de la Tregua de los Doce Años y en la
prestación de juramento de fidelidad de los Países Bajos a Felipe III.
Médicis, María de (1573-1642). Hija del gran duque de Toscana. Segunda esposa de Enrique
IV, al que persiguió con sus celos. Regente en 1610, abandonó el poder a su favorito Concini y
buscó el acercamiento con España. Arruinado el tesoro constituido por Sully, convocó los
Estados Generales (1614) en un vano intento de calmar el país. Tras el asesinato de Concini
(1617), Luis XIII la exilió a Blois, dando lugar a las «guerras de la madre y el hijo», que
acabaron con su reconciliación (1620) gracias a Richelieu. Ante el poder creciente del
cardenal, la reina trató de destituirle, pero el rey apoyó a su ministro en la «Journée des
Dupes» (1630), provocando el exilio de María en Bruselas, La Haya y Colonia, donde murió
sin volver a encontrarse con su hijo.
Mexía, Agustín (1555-1629). Durante el reinado de Felipe II participó en la batalla de Lepanto,
la expedición de Túnez (1573), la campaña de Portugal (1580), la guerra en los Países Bajos
bajo el gobierno de Alejandro Farnesio, la Armada (1588) y la invasión de Aragón (1591).
Castellano de Amberes. Aunque Felipe III le nombró maestre de campo general en Flandes
(1604), fue privado del cargo al ser concedido finalmente a Spinola, siendo autorizado a
regresar a España donde fue nombrado miembro del Consejo de Estado (1611). Se mostró
siempre contrario a la paz con Francia, a la Tregua de los Doce Años y a la Paz de Asti.
Mirabel, marqués de. Véase Zúñiga y Dávila, Antonio.
Nassau, Justino de (1559-1631). Hijo adulterino de Guillermo de Nassau «el Taciturno», que le
reconoció como uno más de sus hijos matrimoniales, con los que se educó. En ¿1585? alcanzó
el grado de teniente almirante de la Flota Holandesa y tres años después participó en los
combates con la Armada Española que intentaba la invasión de Inglaterra. Fue nombrado
gobernador de Breda en 1601 y se mantuvo en este cargo hasta la toma de la ciudad (1625) por
las tropas de Spinola tras un largo asedio.
Nassau, Mauricio de (1576-1625). Hijo de Guillermo de Nassau, «el Taciturno», y Ana de
Sajonia. Tras el asesinato de su padre (1584) tomó el mando de las tropas que combatían
contra España, reorganizando el ejército. En 1600 derrotó al archiduque Alberto en la batalla
de Las Dunas, tomando también La Esclusa y Grave. Enfrentado continuamente con
Oldenbarnevelt, intervino en las negociaciones de 1608 que terminaron con la firma de la
Tregua de los Doce Años. Más tarde heredó el título de príncipe de Orange y en 1619 logró el
encarcelamiento y ejecución de Oldenbarnevelt, su permanente enemigo. Al reanudarse las
hostilidades al fin de la tregua, tuvo menos éxito que en la etapa anterior. Falleció (1625)
camino de Breda, defendida por su hermano Justino y asediada por Spinola.
Nassau, Frederik-Hendrik de (1583-1647). Estatúder de las Provincias Unidas (1625-1647).
Hijo póstumo de Guillermo «el Taciturno». Heredó el cargo de estatúder a la muerte de su
hermano Mauricio. Tuvo una intervención activa en la Guerra de los Treinta Años y consiguió
derrotar a las tropas españolas en Bolduque (1629), Maastricht (1632) y Breda (1637). Más
flexible que su hermano respecto de los arminianos, consiguió calmar los problemas religiosos.
Favoreció de modo importante la política de expansión colonial. La paz de Westfalia (1648)
permitió alcanzar la consagración jurídica de la independencia de las Provincias Unidas.
Niño y Lasso, Rodrigo, II conde de Añover (c. 1560-1620). Participó en la expedición de la
Armada ,siendo hecho prisionero por los ingleses y retenido durante tres años. Sirvió en
Flandes (1602) y, tras regresar a España como gentilhombre de boca de Felipe III y miembro
del Consejo de Guerra, volvió de nuevo a los Países Bajos (1609), donde fue sumiller de corps
de los archiduques y una de las personas de su mayor confianza. Falleció en el asedio de
Mariemont.
Oldenbarnevelt, Johan van (1547-1619). Fue uno de los principales líderes de la resistencia
frente a la dominación española de los Países Bajos. Pensionario (consejero) de Rotterdam
(1576), al ser asesinado Guillermo de Orange (1584) apoyó a su hijo Mauricio de Nassau.
Nombrado gran pensionario de Holanda (1586), consolidó la hegemonía de esta provincia
sobre las demás y actuó como representante de la Unión de Utrecht, siendo uno de sus
principales éxitos el establecimiento de una triple alianza (1596) con Francia e Inglaterra
contra la hegemonía española. Dirigió las conversaciones que dieron lugar a la Tregua de los
Doce Años, que de hecho era el reconocimiento por Felipe III de la independencia de las
Provincias Unidas, aun manteniendo su pertenencia nominal a la Monarquía Hispánica. La
tregua le enfrentó con Mauricio, desembocando en la lucha entre arminianos (calvinistas
estrictos) y gomaristas (apoyados por Mauricio), siendo detenido por sus adversarios (1618).
Tras ser juzgado fue decapitado en 1619.
Olivares, conde-duque de. Véase Guzmán, Gaspar de.
Oñate, conde de. Véase Vélez de Guevara y Tassis, Iñigo.
Osuna, duque de. Véase Téllez Girón, Pedro.
Pecquius, Pierre (1562-1625). Enviado por los archiduques como embajador a París (1608),
trabajó como mediador en la negociación de la Tregua de los Doce Años. A su regreso a los
Países Bajos figuró en el Gran Consejo de Malinas (1611), siendo posteriormente nombrado
vicecanciller (1614) y canciller del ducado de Brabante en 1616, año en que entró en el
Consejo de Estado y el Consejo Privado archiducales. En 1620 participó en las negociaciones
entre Fernando II y los rebeldes bohemios. Su intento de negociar en La Haya una renovación
de la tregua (1621) se vio empañado por la hostilidad de las masas y por el rotundo rechazo a
la propuesta formulada a los Estados Generales (la libre administración de sus asuntos internos
a cambio del reconocimiento nominal de la soberanía del rey de España), tras lo cual perdió su
influencia en Bruselas.
Richardot, Jean, llamado Grusset, jefe-presidente del Consejo Privado (1540-1609). Fue
protegido por el cardenal Granvela. Miembro del Gran Consejo de Malinas (1568). En 1577 se
adhirió a la causa de Guillermo de Orange y de los Estados Generales. Con ocasión de los
disturbios producidos durante el gobierno del duque de Alba fue sometido a prisión. Nombrado
miembro del Conseil Privé (1578) por el emperador Matías. Posteriormente se puso a
disposición incondicional de Alejandro Farnesio, en una prueba de excesivo oportunismo,
siendo nombrado presidente del Consejo de Artois (1582-1586). Miembro del Conseil Privé
(1582) y del Consejo de Estado (1583). Farnesio trató de promoverle en 1592 a la presidencia
del Conseil Privé, que al fin ostentó entre 1597 y 1609, puesto desde el que tuvo una
importante participación en la política exterior, siendo negociador en la Paz de Vervins, el
Tratado de Londres y la Tregua de los Doce Años. En su última misión (1609) trató de reducir
la hostilidad de Enrique IV hacia los archiduques y falleció en Arras en el regreso a Bruselas.
Richelieu, cardenal de, Armand-Jean du Plessis, duque de R. (1585–1642). Obligado por su
familia a abrazar la carrera eclesiástica para no perder las rentas del Obispado de Luçon,
realizó estudios religiosos, y fue consagrado obispo en 1606. En 1614 participó en los Estados
Generales, y en 1616 fue nombrado secretario de Estado para el Interior y para la Guerra. Tras
el asesinato de Concini, siguió a la reina en su exilio, reconciliándola con Luis XIII. Nombrado
cardenal (1622), entró en el Consejo (1624), donde rápidamente se impuso y se transformó en
el principal ministro, enfrentándose a las revueltas protestantes en el sur y el oeste y a la de la
nobleza. Su enemistad creciente con la reina madre culminó con su triunfo en la «Journée des
Dupes». Protector de las artes y las letras (creó la Academia en 1635), su preocupación
principal fue afirmar la primacía de Francia y debilitar a la Casa de Austria, pero los gastos de
estas guerras produjeron revueltas implacablemente reprimidas. Fuera de Europa plantó las
bases de un imperio colonial.
Saboya, Carlos Manuel, duque de (1562-1630). Duque de Saboya desde 1580. Contrajo
matrimonio con la hija de Felipe II, la infanta Catalina Micaela (1567-1597). Adversario de
Enrique IV, invadió el marquesado de Saluces (1588), teniendo que ceder parte de sus
territorios a Francia por la Paz de Lyon (1601). En 1610 se alió con Francia contra España y
casó a su hijo Víctor Amadeo con Chrétienne de Francia (hermana de Luis XIII). Durante la
Guerra de Sucesión de Mantua (1628-1631) se alió sucesivamente con España y con Francia,
declarándose luego neutral.
Salazar, conde de. Véase Velasco, Luis de.
Sarmiento y Acuña, Diego, I conde de Gondomar (1567-1626). Defendió las costas gallegas
contra los ingleses, especialmente durante el ataque contra La Coruña (1589). Corregidor de
Valladolid (1601). Como embajador en Londres (1612-1618 y de nuevo 1619-1622) gozó de
gran amistad e influencia con Jacobo I y con el príncipe de Gales, logrando, entre otras cosas,
la condena y ejecución (1618) de Ralegh, aunque fracasó en su empeño de lograr el famoso
«Spanish Match» entre la infanta María y el príncipe de Gales. Embajador extraordinario en
Viena (1615). Fue un gran bibliófilo.
Sieteiglesias, marqués de. Véase Calderón, Rodrigo.
Spinola, Ambrosio, I marqués de los Balbases, duque de Sexto y de Venafro, caballero del
Toisón de Oro, grande de España (1559-1630). En 1602 se trasladó desde Génova a los
Países Bajos con el ejército que pagaba con su propia fortuna, iniciando al año siguiente el
sitio de Ostende (que tomó en 1604), manteniendo la guerra contra las Provincias Unidas hasta
la Tregua de los Doce Años, lo que le colocó al borde de la ruina. En 1611 intervino en la
ocupación de los ducados de Clèves y Jülich y en 1620 conquistó parte del Palatinado. Al
reanudarse la guerra con Holanda (1621) consiguió triunfar en la toma de Breda (1625), tras un
largo asedio de un año. En 1628 viajó a Madrid para apoyar las ideas de la infanta Isabel Clara
Eugenia, siendo destinado a su pesar al frente de Italia, donde falleció de pena tras el asalto de
Casal al serle retirados sus plenos poderes y tener noticia de que uno de sus hijos no había
sabido cumplir su deber de soldado.
Spinola, Federico (1571-1603). Hermano de Ambrosio Spinola. Desde muy joven luchó en
Flandes a las órdenes de Alejandro Farnesio, sin aceptar los cargos que le fueron ofrecidos.
Propuso a Felipe III (1598) la creación de una escuadra de galeras con base en La Esclusa para
luchar con los navíos holandeses y para preparar una invasión de Inglaterra. Más tarde (1602)
consiguió que esta escuadra fuera reforzada con nuevas galeras, aunque algunas se perdieron
en enfrentamiento con los holandeses en el camino hacia Flandes. Su acción en la batalla de
Las Dunas (1600) no logró evitar la derrota del archiduque Alberto, pero minimizó la derrota.
En 1603 murió al enfrentarse con la Armada Holandesa.
Suárez de Figueroa, Gómez, III duque de Feria, II marqués de Villalba, grande de España
(1587-1634). Embajador extraordinario en el imperio (1605-1606) y en Francia (1610) con
motivo del asesinato de Enrique IV. Virrey de Valencia (1615-1618). Gobernador general de
Milán (1618-1625). Virrey de Cataluña (1629-1630). En la campaña de 1633 protagonizó el
«socorro de las tres ciudades del Rin» (Rheinfelden, Constanza y Brisach), recogido en tres de
los cuadros del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro.
Suárez de Figueroa y Córdoba, Lorenzo, II duque de Feria (1559-1607). Nació en Malinas.
Embajador de obediencia en la Santa Sede (1590-1592). Embajador extraordinario en Francia
(1592) y enviado ante los Estados Generales de Francia (hasta 1594). Virrey de Cataluña
(1596-1602). Enviado por Felipe III al imperio (1600) para promover la elección de un
príncipe de la Casa de Austria como rey de romanos. Virrey de Sicilia (1602-1605).
Sully, duque de. Véase Béthune, Maximilien de.
Tellez Girón, Pedro, III duque de Osuna, caballero del Toisón de Oro (1574-1624).
Consejero de Estado. Comenzó sirviendo como simple soldado en los Países Bajos (1602-
1612). Tomó parte, entre otros, en los asedios de Grave, Ostende y Grol y estuvo embarcado
en las galeras de Federico Spinola cuando esta escuadra fue destrozada por los holandeses.
Como uno de los representantes más ilustres de la corriente belicista, se mostró opuesto a las
negociaciones con los rebeldes, por lo que abandonó los Países Bajos. Nombrado virrey de
Sicilia (1610) y consciente de la importancia de la guerra por mar, organizó una fuerte
escuadra de galeras, igual que hizo posteriormente como virrey de Nápoles (1616), cargo
desde el que procuró el dominio del Adriático, enfrentándose con Venecia pese a las órdenes
en contrario de Madrid. Se le acusó de haber fomentado la Conjura de Venecia, pero al fin
fueron los propios napolitanos quienes le acusaron de pretender independizarse de España, por
lo que fue destituido (1620) y a su regreso a España fue detenido (por su oposición a Zúñiga y
Olivares), falleciendo en prisión.
Toledo y Osorio, Pedro de, marqués de Villafranca (1556-1627). Almirante en Nápoles.
Embajador extraordinario en París (1608-1609) para negociar el doble matrimonio; su duro
carácter le hacía poco apto para esta misión y se enfrentó continuamente con Enrique IV, que
pretendía unir a esa negociación la cesión de los Países Bajos. Gobernador de Milán (1615-
1618) sucediendo al incapaz Hinojosa, negoció la Paz de Pavía (1617). Su misión en los Países
Bajos le enfrentó con el archiduque, ya que era uno de los principales halcones partidarios de
la guerra. Nombrado consejero de Estado (1611) se mostró partidario del enfrentamiento
armado con motivo de la segunda crisis de Cleves-Juliers.
Tudor, Isabel I de Inglaterra (1533-1603). Declarada ilegítima por un acta del Parlamento, tras
la ejecución de Ana Bolena pudo regresar a la corte gracias a Catherine Parr. Acusada de tener
parte en la rebelión de Sir Thomas Wyatt, fue encarcelada en la Torre de Londres y luego
desterrada. Accedió al trono a la muerte de su hermana María Tudor, siendo coronada en 1559.
Excomulgada (1570) por Pío V. Ordenó la ejecución de su prima María Estuardo (1587). En
1588 fracasó la expedición de la Armada de Felipe II, trasformando Inglaterra en una potencia
en Europa. Los marinos ingleses (Drake, Hawkins, Raleigh) dieron a Isabel un dominio de los
mares y ampliaron su imperio en América y tuvo grandes ministros (los Cecil, Walsingham, sir
Nicholas Bacon) y favoritos que produjeron escándalos (Leicester y Essex). Fue también la
época de oro de la literatura con autores como Shakespeare, Spenser, Marlowe o Bacon. Poco
antes de fallecer dio su conformidad para que Jacobo VI Estuardo (el hijo de María) la
sucediera en la corona.
Van der Bergh, Henry, conde de Van der Bergh (1573-1638). Prestó servicio en el ejército
español de los Países Bajos durante muchos años y participó en la guerra en Juliers, Breda,
Grol o Bolduque. General de la Caballería, sucedió en el mando a Spinola cuando este viajó a
Madrid (1629). Sin embargo pronto comenzó a conspirar con los holandeses y demostrar una
sospechosa pasividad que llevó a la pérdida de Bolduque, por lo que fue relevado del mando.
A punto de ser arrestado por estar implicado en la Revuelta de la Nobleza (1632), huyó a las
Provincias Unidas y con las tropas de estas logró tomar las plazas de Venlo, Roermond y
Maastricht.
Velasco y Mendoza, Luis de, II conde de Salazar, I marqués de Belvedere, caballero del
Toisón de Oro (1559-1626). Fue nombrado por Felipe II capitán general de la Artillería de
Flandes (1597), ostentando más tarde el cargo de capitán general de la Caballería también en
Flandes (1602). Acusado de incumplir su deber con motivo de la pérdida de La Esclusa (1602),
más tarde estuvo implicado con el espía Sueyro en una extraña conspiración para apoderarse
de esa plaza (1610). Miembro de los consejos de Estado y de Guerra
Vélez de Guevara y Tassis, Iñigo, V conde de Oñate, «Oñate, el Viejo» (1572-1644). Heredó
en 1618 de su madre, Mariana de Tassis y Acuña, los títulos de esa casa (el condado de
Villamediana y el oficio de correo mayor del reino) y ostentó el condado de Oñate por
matrimonio. Sirvió en los Países Bajos a las órdenes de Alejandro Farnesio, siendo hecho
prisionero. Embajador en Turín (1603-1613) y en el imperio (1617-1624 y 1633-1637), donde
negoció un acuerdo (1617) por el que Felipe III, renunciando a sus derechos sucesorios sobre
Bohemia y Hungría, recibiría Alsacia a cambio de su apoyo a Fernando de Estiria. También
fue embajador ante la Santa Sede (1626-1628). Hay que evitar confundirle con su hijo, VIII
conde de Oñate, «Oñate el Joven», del mismo nombre y que desempeñó similares misiones
diplomáticas.
Verreycken, Louis (1552-1620). Secretario del Consejo de Estado belga y audiencier (secretario
de Estado) del Consejo Privado. Tesorero de la Orden del Toisón de Oro. Participó
activamente en las negociaciones diplomáticas del archiduque Alberto, especialmente en las de
la Paz de Vervins y la Tregua de los Doce Años. En 1600 desempeñó una misión en Londres.
Su influencia creció enormemente tras la muerte de Richardot.
Villafranca, marqués de. Véase Toledo, Pedro de.
Villalonga, conde de. Véase Franqueza, Pedro.
Villamediana, conde de. Véase Tassis, Juan de.
Zúñiga y Dávila, Antonio de, III marqués de Mirabel (?-1650). Miembro de los consejos de
Estado (1633) y de Guerra. Embajador en Francia (1620-1629 con carácter ordinario y hasta
1632 como extraordinario). Durante su embajada recibió inicialmente órdenes para apoyar a
los hugonotes. El Tratado de Monzón (1627) parecía poder facilitar su gestión al abandonar la
política de enfrentamiento con Francia, pero de nuevo se vio en dificultad con motivo de la
Guerra de Sucesión de Mantua. En 1629 desempeñó una misión de apoyo a la infanta Isabel
Clara Eugenia en Bruselas. También tuvo que enfrentarse con el problema planteado por la
huida a Bruselas de María de Médicis (1631) y Gaston de Orléans (1632).
Zúñiga y Fonseca, Baltasar de, gran comendador de León (1561-1622). Participó en la
empresa de la Armada y sirvió en la embajada en Roma a las órdenes de su pariente el conde
de Olivares. Embajador en Bruselas (1599-1603), en París (1603-1606) y en Praga ante los
emperadores Rodolfo II y Matías (1608-1617). A su regreso a España sustituyó al duque de
Uceda como ayo del príncipe de Asturias (1617). Fue nombrado consejero de Estado y
propugnó una decidida «diplomacia por las armas». Su actitud fue fundamental en la asistencia
al emperador (1619), el envío de tropas que participaron en la batalla de la Montaña Blanca
(1620) y en la reanudación de la guerra en Flandes (1621). A la muerte de Felipe III, por orden
de Felipe IV recibió las llaves y documentos que detentaba Uceda y dirigió el gobierno junto
con su sobrino Olivares en los primeros años del nuevo reinado. Presidente del Consejo de
Italia (1622).
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