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El Duque de San Francisco - Kris Hamlet
El Duque de San Francisco - Kris Hamlet
Mobster Series #2
Kris Hamlet
Copyright © 2023 Kris Hamlet
Todos los derechos reservados.
ISBN: 9798387116452
No puedo creer que esta sea la chica que Frank ha rechazado. Claro,
puedo entender por qué se sintió atraído por Isabella, a pesar de que yo no
perciba su encanto en absoluto, pero su hermana menor es indescriptible.
Casi etérea. Ciertamente, intocable. Ni siquiera tiene dieciocho años, pero
mi cerebro proyecta imágenes de luz roja desde que vi sus ojos: brillantes,
puros, llenos de vida.
Todo lo que no soy y nunca podré ser. Y, sin embargo, aquí estoy,
babeando mientras sigo cada uno de sus movimientos, esperando que
vuelva a mirarme, aunque sólo sea por un momento, para volver a sentir esa
sacudida abrumadora que me golpeó en el momento en que nuestros ojos se
encontraron por primera vez.
Sin embargo, desde el momento en que llegué a nuestra mesa, me pareció
intimidada, casi asustada.
¿Por toda esta gente? ¿De mí? ¿Sabe quién soy? ¿Quién soy realmente?
Yo lo descartaría porque ya casi nadie habla de esa vieja historia, al
menos no entre los miembros más jóvenes de la organización, y ella no me
parece el tipo de chica que frecuenta a las viejas generaciones. Aun así, hay
algo que no me convence.
—¿Todo bien? —intento.
Ella asiente, pero su mirada se detiene a la altura de mis hombros antes
de volver a centrarse en el perfil de los vasos.
Movido por un instinto desconocido y por un deseo loco de tocarla, me
levanto y le tiendo la mano. —¿Bailamos? —pregunto sin ninguna
inflexión particular en mi voz.
Un momento antes de levantar los ojos hacia los míos, se sonroja un
poco, pero luego no duda y acepta mi invitación con un breve movimiento
de cabeza.
Dios, estoy muriendo de ganas de escuchar su voz.
—Supongo que estás lidiando con la decepción.
Arquea una ceja, con aire interrogativo, pero no cae en mi trampa.
—No sucede todos los días que te cases con el Boss. Lástima que tu
hermana te haya robado el puesto, ¿no? —La provoco de nuevo, porque
quiero saber si ella quisiera estar en el lugar de Isabella.
—Más bien le estoy agradecida por el sacrificio que ha hecho por mí —
responde finalmente, y su voz es casi musical.
Me pregunto si es el tipo de mujer que grita cuando se viene, o si prefiere
ahogar sus gemidos contra la almohada.
—¿Sacrificio? —resoplo—. A partir de hoy, tu hermana será considerada
igual a una reina en nuestra organización. El bien más preciado del Boss, la
que le garantizará una descendencia.
Esta vez es ella la que resopla. —Mi hermana no es una cabeza de
ganado, ni un objeto del que ostentar. Es una persona, y tendrá hijos si
quiere y cuando quiera.
—Lo dudo, niña. Así es nuestro mundo, y ambos cónyuges lo saben. En
otras circunstancias, Frank no se habría casado con ella.
—Tu amigo Frank debe considerarse muy afortunado por haberse casado
con mi hermana y espero por su bien que sea consciente de ello.
Esta vez me toca a mí arquear una ceja. —¿De lo contrario qué? ¿No
querrá amenazar la integridad del Boss?
Una esquina de su boca se levanta y yo me pregunto qué sabor tiene. —
De lo contrario, tendrá que vérselas con Isa, y te aseguro que mi hermana
muerde.
—Yo también, pero sólo si tú quieres —suelto, antes de recuperar el
control del filtro boca-cerebro.
Joder, debo haber enloquecido.
Se sonroja, pero no recibo la bofetada que esperaría. De hecho, no baja la
mirada. —¿Y si lo quisiera? —responde, dejándome sin palabras.
—Nena, te sugiero que no incites al monstruo —le hago dar una vuelta,
porque necesito recuperar el aliento y aplacar la media erección que está
creciendo en mis pantalones.
—No soy una niña en absoluto.
—No sólo eres una niña, sino también una florecita pura y delicada, un
alma tan inocente que eres intocable, inalcanzable en tu candor y, créeme,
podría ensuciarte de manera irremediable.
—¿Cómo me ensuciarías?
Contengo el instinto de presionar contra su muslo aquello que utilizaría
para hacerlo, pero ignoro mi creciente erección y me acerco un par de
centímetros más a su oreja, a una distancia aún apropiada. —Te doblegaría,
te rompería, te haría perder la cabeza porque no lograrías gestionar todos
los orgasmos que te daría. Debajo de mí morirías de placer, nena.
Inhala bruscamente, pero no retrocede ni da señales de alejarse. Cuando
vuelvo a mirarla, me doy cuenta de que sus mejillas se han ruborizado y sus
ojos están un poco vidriosos. Le toma un momento, pero vuelve a la carga.
—Ni siquiera me conoces —resopla, poniendo los ojos en blanco.
—Tal vez no, pero conozco a las chicas como tú. Eres la típica princesita
que ha crecido en la comodidad y el desconocimiento; a todos los efectos
formas parte de la organización, pero no tienes ni idea de lo que significa
realmente.
Se pone rígida, pero no retrocede ante la confrontación. —No he pedido
yo formar parte. Quiero irme lo más lejos posible de aquí y vivir mi vida.
—Imposible —sentencio sin piedad, porque no soporto siquiera la idea
de desertar, pero cuando sus ojos son atravesados por un destello de dolor,
me siento como un imbécil, y siento el instinto de enmendar lo dicho—.
Pero ahora que eres la hermana de la consorte del Boss, puedes tener todo
lo que deseas: joyas, ropa de diseñador, zapatos de moda —la tiento,
consciente de que a las chicas estas cosas les hacen perder la cabeza.
—Me gustan los libros —me desconcierta de nuevo.
Y no estoy seguro que me guste la sensación.
—Bien, podrías tener todos los libros que quieras. Tal vez algunas
primeras ediciones muy caras que son definitivamente difíciles de localizar.
—No aparto la mirada, y estoy seguro de que está pasando algo entre
nosotros, pero no sabría decir qué.
Un rincón de mi cerebro registra que la música ha cambiado y que este es
nuestro segundo baile. Debería acompañarla de vuelta a la mesa y dejar que
baile con los demás invitados, para no arriesgarme a dar la impresión
equivocada o hacer pensar que hay algo entre nosotros, pero mi cuerpo se
niega a alejarse de ella.
—Sí, una montaña de libros para llenar una jaula dorada... —murmura en
voz baja.
—¿A dónde te gustaría ir? —le pregunto, sin siquiera saber por qué. Solo
sé que no me gusta la punta de amargura que ha asumido su voz.
—Paris.
—Una elección previsible y banal. Supongo que te imaginas como una
princesa en un castillo encantado esperando al príncipe azul —la provoco,
porque al fin y al cabo sigo siendo un imbécil.
—¿Y tú? —me pregunta, sorprendiéndome.
—¿Yo qué?
—¿Quién te gustaría ser? —me exhorta.
—Soy exactamente lo que me gustaría ser. Soy el segundo del Boss de la
mafia de San Francisco y mi vida es jodidamente magnifica —declaro con
determinación.
—¿No desearías estar en su lugar? —pregunta impertinente—, y si
hubiera sido cualquier otro quien insinuara tal cosa, las cosas se habrían
puesto violentas en un instante. Pero no hay malicia en su pregunta, sólo
curiosidad inocente.
—Nunca. Estoy orgulloso de ser la mano derecha de Frank, siempre nos
hemos cuidado las espaldas mutuamente y él es mi hermano desde que
tengo uso de razón. No de sangre, sino por elección. ¿Sabes lo que quiero
decir? —y me encuentro pensando que es importante que lo entienda
realmente.
Ella asiente con la cabeza y una leve sonrisa se dibuja en sus labios. —
Tengo una hermana que literalmente haría cualquier cosa por mí, y por
mucho que tú me veas como una princesa en el mundo de los cuentos de
hadas, lo mismo me pasa a mí. Pero, ¿Quién lo hubiera dicho? Casi pareces
tener una conciencia.
—La conciencia está sobrevalorada. Nos vuelve a todos cobardes, el
color natural de nuestro ánimo se mustia con el pálido matiz del
pensamiento, y empresas de gran peso y entidad por tal motivo se desvían
de su curso y ya no son acción. Lo habré leído en el cartón de leche —le
explico con una sonrisa socarrona, mientras sus labios se entreabren y su
mirada se llena de asombro.
La música vuelve a cambiar, pero ni ella ni yo damos señales de querer
separarnos, y me siento obligado a advertirle. —Debería acompañarte de
vuelta a la mesa antes de que la situación se vuelva inapropiada, ¿no crees?
Su mirada desciende peligrosamente hasta mi boca y cuando vuelve a
mirarme a los ojos siento un nuevo espasmo contraerme la entrepierna de
los pantalones. Esta situación podría llegar a ser realmente inapropiada.
—En realidad, preferiría que siguieras citándome a Shakespeare. —Una
pequeña sonrisa alarga sus labios y siento un instinto casi incontrolable de
estrellar mi boca contra la de ella para averiguar qué sabor tiene.
Debería haber imaginado que sabría de quién era la cita.
Todavía estamos a una distancia prudencial aceptable, pero siento su piel
sedosa bajo mis dedos, y los círculos que dibujo en su espalda con el pulgar
le ponen la piel de gallina, sus pupilas se dilatan un poco.
Me pregunto si está mojada entre los muslos.
Me aclaro la garganta, esperando no dejar traslucir la excitación que esta
situación empieza a hacerme sentir. —Me temo que tendremos que dejarlo
para la próxima vez.
—¿Habrá una próxima vez?
No puedo evitar captar la esperanza en su voz y el rubor que tiñe sus
mejillas, y es como una cuchilla entre las costillas.
Debería decirle que no la habrá, porque no puede haber nada entre
nosotros. Ella es demasiado buena, demasiado inocente y pura para mí.
Es simplemente demasiado.
Pero sus ojos me clavan a la verdad, y no puedo mentirle. —Eso espero,
joder —exclamo, y cuando la música se desvanece, recupero un poco de
lucidez y doy un paso atrás para acompañarla a la mesa.
Sin embargo, vacilo un momento y espero de todo corazón que nadie se
haya dado cuenta.
Poco después, me estoy alejando del mostrador del bar cuando me
interceptan Romeo y Leonardo y la expresión de satisfacción de este último
me hace querer cambiar de camino. ¿Quién sabe por qué quiere romperme
las pelotas?
—Vaya, amigo, no te tomaba por alguien a quien le gustan las chicas
inocentes —bromea Leonardo Russo, el hijo del Boss de Los Ángeles. Lo
llaman el Príncipe, quizás porque más que un mafioso siempre parece
sacado de una sesión fotográfica, aunque en realidad pasa la mayor parte
del tiempo sobre una tabla de surf, como demuestran su piel bronceada y su
melena salvaje hasta los hombros.
Pongo los ojos en blanco mientras correspondo a su palmada en el
hombro, pero evito contestar, porque ni siquiera yo creía que pudieran
gustarme las jovencitas inexpertas. Sin embargo, es así.
Detrás de él viene Romeo y no puedo evitar ponerme un poco tenso. El
tipo es inquietante, está a unos diez centímetros de mí y tiene dos agujeros
negros en lugar de ojos y una cicatriz en la mejilla que promete problemas.
Y lo digo yo que tengo una cicatriz en la ceja.
—Buenas noches, Alex —me saluda con su habitual tono sereno, y como
de costumbre nunca puedo adivinar lo que se le pasa por la cabeza.
—Hola, amigos, estoy realmente feliz de que se hayan unido a nosotros y
estoy seguro de que Frank es de la misma opinión. Trato de mantener un
tono amigable, pero no demasiado informal, sigo estando delante del Boss
de Seattle y el futuro Boss de Los Ángeles.
—¿Qué coño es esta formalidad? —suelta Leo, y me cuesta contener una
sonrisita—. Adelante, yo estoy aquí por las noticias jugosas. Como, ¿quién
es la chica más follable? Quizás mayor de edad, ¿eh? —me guiña un ojo y
entiendo que no va a soltar el hueso—. Por otra parte, su talento consiste
precisamente en descubrir los secretos de los demás. Lástima que no tengo
intención de compartir mis ideas pecaminosas sobre Mariella.
—Te sugeriría que evites a las invitadas, a menos que también quieras
organizar tu propia boda —digo mientras me río irónico, intentando desviar
su atención.
—Por caridad, tengo demasiado para dar a las mujeres como para
limitarme a una sola —responde, con una sonrisa desvergonzada, luego se
acerca con aire conspirativo y continúa—, aunque la inocente hermanita
podría ser una diversión interesante para la velada.
De repente, su cuerpo retrocede varios centímetros y cuando bajo la
mirada, me doy cuenta de que le he dado un codazo en las costillas. Mierda.
Se echa a reír a carcajadas. —¡Ah, pillado! —Desvía la mirada hacia
Romeo, que me observa con una ceja levantada—. Te lo había dicho, Romy,
a nuestro amigo le gusta la chica.
Romeo no responde, ni siquiera al estúpido apodo que le han puesto, pero
sé que debo aprovechar el momento para desviar la atención de Leonardo.
—Es sólo porque es la hermana de la consorte del Boss, ¿qué me importa
alguien así? Deberías saber que me gustan las chicas con experiencia. Quizá
podríamos pasarnos por el Stark más tarde e incluso podría prestarte mi
picadero; créeme, podrías encontrar algunos juegos divertidos ahí.
—¿Picadero? —pregunta Romeo, arqueando también la otra ceja.
—Un pequeño loft dentro de un viejo cobertizo industrial que alquilé y
renové a las afueras de la ciudad —respondo—. Lo utilizo cuando tengo la
intención de participar en sesiones más bien intensas o cuando mis
compañeras son mujeres que no pertenecen a la organización. Es decir,
siempre.
Finalmente, la mirada de Leo se ilumina con interés y por dentro respiro
aliviado. Peligro evitado, al menos por el momento.
—Ya sabes, un picadero podría serme de utilidad, a estas alturas ya he
pasado por todas las chicas más bellas de Los Ángeles y creo que es hora de
ampliar mis límites. Ahora, si me disculpas, me he dado cuenta de que las
tetas de la barman no están nada mal —se aleja, murmurando para sí
mismo.
—No está mal —comenta Romeo.
Desvío la mirada hacia él y esta vez me toca arquear una ceja. —¿La
barman?
—Tu técnica evasiva. Con él, el sexo siempre funciona —se ríe
sarcástico.
—Qué te parece —trato de liquidar el asunto como si fuera algo sin
importancia.
—Pero ten cuidado —insiste—. La unión entre Frank y la Rizzo aún no
tiene raíces fuertes. Una sacudida demasiado fuerte podría derrumbarlo
todo —sentencia enigmático, como si fuera Nostradamus.
—No habrá ninguna sacudida, no me interesa esa chica —replico, e
intento creérmelo también.
—Claro, lo que tú digas, amigo. Alcanzaré a Leo antes de que cause
algún problema —dice antes de alejarse a su vez.
Y, esta vez, me permito un verdadero suspiro de alivio. Un alivio que ya
sé que durará muy poco, porque si ellos dos se han dado cuenta de mi
interés por Mariella, entonces seguro que Frank también. Y él podría
despellejarme vivo.
Capítulo Cuatro – Mariella
Qué perra.
No me lo puedo creer. Se fue de verdad. Lo hizo sin mirar atrás, ni
siquiera se dignó a hablarme.
Después de abandonarme como un imbécil en mi habitación del Stark,
sin un mensaje, una nota, una maldita señal de humo.
Qué perra.
De acuerdo, quizá sea mi ego el que habla, pero lo que pasó la noche de
la fiesta no lo había vivido nunca y, con toda honestidad, me ha trastornado.
Trastornado hasta el punto de que debería estar concentrado en rastrear
las conexiones de los Ghosts en la ciudad para averiguar cómo demonios se
las arreglaron para secuestrar a la esposa del Boss con tanta facilidad, pero
mi mente sigue divagando de una manera completamente inoportuna.
Afortunadamente, con el apoyo de Leonardo y Romeo, hemos blindado
la ciudad y ahora sólo nos queda verificar la información que conseguimos
sonsacar a los sobrevivientes del asalto a su cuartel general en las afueras de
la ciudad. Por desgracia, Brody, el Presidente del Chapter MC que
arrasamos en una operación de estilo paramilitar, ha conseguido huir y, lo
que es más importante, se ha escondido. Ese bastardo no aparece por
ninguna parte y, teniendo en cuenta los recursos que hemos movilizado
sobre el terreno, esto me pone muy nervioso porque la única conclusión
posible es que alguien le está ayudando.
Contesto el teléfono al primer timbrazo. —Esposito.
—Señor, las preguntas no están llevando a ninguna parte. Personalmente,
me parece un callejón sin salida —explica de manera concisa Sam, uno de
los hombres que se ocupa de los sobrevivientes, antes de aclararse la
garganta—. Sólo hay un detalle...
—¿Cuál? —ladro, mientras la frustración empieza a correr por mis
venas.
—Nuestro huésped actual masculla algo sobre una mujer, pero no parece
nada concreto. Esto también podría ser una pista falsa, pero me parece justo
señalarlo —explica, prestando mucha atención a lo que dice debido a las
intervenciones telefónicas con las que tenemos que lidiar todos los días.
—Has hecho bien. Insiste en ello. Haz que te lo cuente todo y luego
despeja la habitación para el siguiente invitado —cuelgo sin despedirme,
mientras mi cerebro se ha ido por la tangente pensando en quién podría ser
el traidor.
O más bien, aparentemente, la traidora.
¿Una mujer? Pero ¿quién podría ser? ¿Quién podría llegar al nivel de
conocer la información detallada sobre los movimientos de la mujer del
Boss? ¿Quizás la esposa de uno de los Hombres de Honor de más alto
rango? Pero, ¿con qué finalidad?
La frustración palpita en mis sienes cuando no logro obtener ningún
resultado. Odio sentir emociones tan intensas, porque sé que nos hacen
débiles. Esa fue una de las primeras lecciones que me dio el padre de Frank
cuando me tomó bajo su tutela. En aquel momento, yo era sólo un niño que
lo había perdido todo y él debería haberme mandado lejos de San Francisco
a patadas en el trasero, pero en lugar de eso me enseñó todo lo que sé.
Sin embargo, en los últimos tiempos las emociones intensas se han
apoderado de mí.
Obviamente, pienso en Mariella, su piel de porcelana, los ojos más
hermosos que he visto nunca, la boca más inocente y pecaminosa que he
probado jamás.
Nunca me había ocurrido sentir un placer tan intenso, tan abrumador, sin
sentir el impulso irrefrenable de mi parafilia de entrar en acción. Por
primera vez en mi vida, he disfrutado con una mujer sin sentir la necesidad
física de estrangularla. De hecho, la sola idea de arriesgarme a hacerle
daño me horrorizaba.
Lo que percibí fue una conexión primaria y profunda, pero debo de
haberla percibido sólo yo, dado que, a la mañana siguiente, la cama estaba
vacía y ella se había escabullido de mi habitación como una ladrona.
También temí que se hubiera arrepentido, o que yo hubiera
malinterpretado sus intenciones cuando Frank me citó en su oficina.
—¿En qué coño estabas pensando, Alex? Mi mujer tuvo una crisis
histérica, mi cuñada está haciendo las maletas para Paris y tu pareces
jodidamente tranquilo, demasiado tranquilo. ¿Quieres decirme qué coño te
ha pasado antes de que te meta una bala en la frente? —suelta apenas
cruza el umbral.
—Hermano —intento razonar con él.
—Hermano, una mierda. No tienes ni idea del estado en el que dejé a mi
mujer, pensé que se haría añicos ante mis ojos. Ya sabes lo protectora que
es con su hermana. Cristo, la única razón por la que aceptó casarse
conmigo fue para salvarla a ella.
—No me parece que se la pase tan mal...
—No hables de mi mujer. No. Te atrevas. A hablar. De. Ella. Más bien
explícame qué carajo pasó entre tú y mi cuñada.
—No es que sea asunto tuyo...
—Alex, ¿has decidido morir hoy? Porque, hombre, déjame decirte que
ahora mismo me siento realmente magnánimo y podría acceder a tu
petición. Te sugiero que empieces a hablar. Ahora, —ordena, dando un
puñetazo en la mesa.
Pero su vozarrón nunca ha funcionado conmigo. Resoplo ante ese alarde
de poder, porque yo me cortaría un brazo o una pierna por él, y sé que es
recíproco, pero después veo por un instante sus ojos más allá de la máscara
y me doy cuenta de que de verdad quiere sangre. Preferiblemente la mía, ya
que he perturbado a su dulce mujercita.
No me queda otra cosa por hacer que confesar lo que ya sabía.
—Mira, Frank, sé lo que me habías dicho, pero ha sucedido, ¿de
acuerdo? No fui a buscarla a propósito, no era mi intención en absoluto.
Joder, si quieres saberlo, pensé que era demasiado inocente para mi gusto,
pero entonces me besó. Y no he entendido nada más. Sentí... no sé, algo.
Ella... me hace algo. ¿Qué quieres que te diga? No lo planeé y no quería ir
en contra de tus órdenes, pero no habría podido hacerlo de otra manera.
¿Tiene sentido lo que digo?
No lo creo, pero todavía estoy confundido por todo lo que pasó y no he
tenido tiempo de procesarlo en profundidad.
—Jódete, Alex, con todas las mujeres que se te echarían encima en
menos de tres segundos, tenías que acostarte precisamente con mi cuñada.
—Ninguna de ellas es Mariella —intento explicar.
—Tonterías, Alex, es conmigo con quien estás hablando. Olvidas
que te conozco, que hemos compartido mujeres más veces de las que puedo
recordar. Y recuerdo que, a veces, ni siquiera les mirabas a la cara, porque
lo único que necesitabas era que respiraran.
—Frank... no sé qué decir. O mejor dicho, no sé cómo decirlo.
—No, nada de Frank. Lo hecho, hecho está. Encontraré la manera de
aplacar a Isabella y, eso sí, tendré que hablar con Mariella para ver si todo
está bien con ella. En caso de que no sea así, joder, no sé, habrá que pensar
en una solución. Es imperativo que a partir de ahora te mantengas alejado
de ella, ¿me has entendido, Alex? No le hables, no la busques, nada de
nada. Es una orden que no quiero repetir y, esta vez, si desobedeces las
consecuencias serán drásticas.
—Mierda, ¿por qué me haces esto? Ella... creo que me gusta —intento
mediar, porque tal vez si pudiera salir con ella, podría entender por qué
tiene este efecto sobre mí, pero él me quita la tierra de debajo de los pies
con una sola pregunta.
—¿Estarías dispuesto a casarte con ella? —me pregunta a quemarropa.
Pero yo no soy digno. ¿Lo ha olvidado?
Y no podría nunca ser digno de una chica como Mariella.
—¿Q-qué? ¿Estás loco? He dicho que me gusta, no que quiera casarme
con ella y, además, ni siquiera nos conocemos y, lo que es más importante,
sabes que no soy del tipo que se compromete en una relación. Joder, no
sabría ni por dónde empezar.
—Entonces, está decidido. Aléjate de ella y consideraré el asunto
cerrado, intenta acercarte a ella de nuevo y te verás obligado a casarte con
ella.
Creo que ha sido la peor pelea que hemos tenido desde que nos
conocemos.
Estuve a punto de mandar a la mierda al Boss, a mi jefe, a mi hermano
para poder hablar con ella, pero no le importó una mierda.
Se subió a su bonito avión con destino a París y si te he visto no me
acuerdo.
Qué perra.
***
Ha pasado un mes desde la última vez que la vi.
Treinta días desde la única vez que la tuve.
Setecientas veinte horas desde que mi mundo se volteó de cabeza.
Más de cuarenta y tres mil minutos desde la última vez que tuve sexo.
Vengo, por caridad, pero cada vez que Alex Junior es llamado a la
acción, no hay nada que lo estimule.
Es malditamente humillante, pienso mientras veo a Kat hundir su cara
entre las piernas de la recién llegada, cuyo nombre descubrí que era
Candice. No es que me importe.
Llevo días mirando a las dos hermosas mujeres que tengo delante
dándose placer, pero cuando llega mi turno, mi erección me abandona, mi
cerebro se desvía hacia el sedoso pelo rubio que ya no puedo acariciar, los
dulces labios que ya no puedo saborear, y las náuseas me asaltan ante la
idea de hundirme en el cuerpo de cualquiera que no sea ella.
¿En qué coño me he convertido?
Hace quince días, Kat me chupó hasta las pelotas sin ningún reflejo de
arcada, confirmando la profesionalidad que la distingue. Lástima que
cuando cerré los ojos, dos charcos verdes aparecieron inmediatamente
frente a mí, perforando la niebla de lujuria en la que intentaba perderme al
recordarme sin piedad lo que no puedo tener.
Hace una semana, me arriesgué a matar a Candice: pensé que recurriendo
al estrangulamiento podría acabar, ponerme lo suficientemente duro para
follármela, pero resultó ser un fracaso casi total.
Lo único que consigue distraerme de mis pensamientos fijos es el nuevo
proyecto al que me dedico en cuerpo y alma: el restaurante italiano de la
organización. El hecho de que los Ghosts hayan desaparecido literalmente
de la circulación nos da la oportunidad de volver al plan original de
combinar las actividades legítimas con las más "clásicas" de la
organización.
El Piccolo Amore –así se llamará, al menos provisionalmente– será un
ambiente exclusivo donde uno podrá sentirse como en Italia a pesar de los
miles de kilómetros que nos separan del Bel Paese.
Frank está elaborando algunos estudios de mercado para que podamos
proceder de la mejor manera posible, y yo ya estoy trabajando en el
personal y la ubicación. El Boss preferiría algo chic entre el Marina District
y el Embarcadero o, mejor aún, en la zona de Nob Hill. A mí me parecen
elecciones bastante obvias, y habría encontrado una alternativa en un
precioso teatro en desuso de Mid-Market, el hecho de que esté al lado de la
Biblioteca Pública es sólo una coincidencia, como ya le he repetido mil
veces a mi mejor amigo. Frank, de hecho, duda que fuera una coincidencia
que encontrara este lugar justo al lado del sitio favorito de Mariella. Nunca
caería tan bajo, ¿no?
—Alex, ven a jugar, vamos —me invita Kat, moviendo su culo desnudo
delante de mí, mientras la chica a la que le está lamiendo gime palabras
banales que forman parte de un guion ya probado. Se levanta y se da la
vuelta jugueteando con sus pezones y me mira a través de sus pestañas
postizas—. Aprieta tus manos alrededor de mi cuello, quiero que lo aprietes
muy fuerte —intenta convencerme usando mi parafilia, pero no funciona.
Al instante, recuerdo cuando rodeé el cuello de Mariella con la mano y
cada célula de mi cuerpo me gritó que tuviera cuidado, mi instinto protector
se puso en marcha y la sola idea de arriesgarme a hacerle daño casi me
destroza. Hubiera preferido abrirme la caja torácica y arrancarme el corazón
antes que hacerle ni un rasguño. Joder, eso nunca me había sucedido.
Por primera vez en mi vida, el placer y la satisfacción de la mujer con la
que follaba se convirtieron en mi prioridad absoluta y la asfixia perdió todo
su encanto.
—Vamos, Alex —me exhorta de nuevo Kat—. No estarás pensando
todavía en esa inocente niña Rizzo —resopla sarcástica, riéndose con su
amiguita.
Mis ojos se clavan en ella y arqueo una ceja fingiendo una indiferencia
que no siento. —¿De qué coño estás hablando?
—Un hombre como tú nunca podría conseguir lo que quiere de alguien
así —continúa con desdén y yo estoy sobre ella en un instante.
Le aprieto el cuello con una mano. Tengo su vida entre mis dedos, y eso
me embriaga, pero no es la excitación la que domina todo, sino la rabia por
el tono que utilizó al hablar de ella.
—¿De qué coño estás hablando? —vuelvo a preguntar.
—¿Te sorprende que lo sepa? Deberías saber que cuando tengo la boca
llena, los hombres se relajan —me sonríe con alusión—. Y cuando los
hombres se relajan, hablan, —ríe.
De verdad me gustaría saber quién es el imbécil que habla de mí —
¿Quién?
—Oh, todo el mundo, nadie. Los rumores circulan, se amplifican, se
rompen. Se conoce el pecado, nunca al pecador, ¿verdad? Sus manos
terminan en mi polla, que no se ha endurecido mientras le apretaba el
cuello. Suelto la presa y regreso a reclinarme contra el respaldo del sofá,
tratando de mantener a raya el desánimo por mi cuerpo, que, a estas alturas,
hace lo que le da la puta gana.
—Puedo hacerte sentir bien, déjame hacerlo, vamos —me invita Kat de
nuevo, pero niego con la cabeza y mi mente vuelve a divagar—. Esta vez,
con la imagen de una Mariella inmersa en sus novelas francesas favoritas, y
aunque tengo una secreta preferencia por la literatura inglesa, no puedo
negar el encanto de mi nena sonrojada ante la historia de una fotógrafa de
moda locamente enamorada de René, por quien estaría dispuesta a todo,
como ocurre en la famosa novela de Pauline Réage.
Y es mientras pienso en la dinámica descrita en "Histoire d'O" que mi
mano encuentra la erección semi-erecta en mis pantalones y comienza a
trabajarla. Mariella pasa los dedos por las páginas y me estremezco al
pensar en su tacto, se sonroja desde las mejillas hasta el escote y mi
erección se hincha, jadea mientras abre un poco los labios y mi cuerpo se
tensa, mira hacia arriba apuntándome directamente y me vengo. Como un
maldito chiquillo cachondo.
Capítulo Nueve – Mariella
—¿Cómo te encuentras? —le pregunto a Isa por cuarta vez en los últimos
quince minutos.
Pone los ojos en blanco y resopla, pero no puede contener una sonrisa. —
Al igual que hace tres minutos, estoy bien. En serio, deja de preocuparte.
Más bien tú, ¿cómo te sientes aquí?
Desde que le dieron el alta, hace ya unos diez días, siempre tengo miedo
de que vuelva a sentirse mal. Sobre todo, ahora que no puedo vigilar de
cerca la regularidad de sus comidas, porque hace poco menos de una
semana, me he mudado con Alexis al apartamento de Alex.
Por suerte, somos prácticamente vecinos, ya que el apartamento de Alex
está en el piso de abajo con respecto al de Frank e Isa. Aunque llamar
apartamento a este pequeño palacio es un eufemismo.
Quizás no sea el ático soñado del Boss, pero tiene una cocina digna de un
restaurante con estrellas Michelin, un enorme televisor de pared con un
rincón de lectura con vistas al barrio de Pacific Heights que, a todos los
efectos, se ha convertido en mi nuevo sueño erótico, y más dormitorios de
los que un soltero podría necesitar jamás.
Un soltero que lleva días evitándome, pasando la mayor parte del tiempo
que transcurre en casa en el gimnasio privado, ayudado también por
haberme alojado en un dormitorio contiguo a la guardería de Alexis, ambos
alejados del suyo. Tarde o temprano tendrá que afrontar las consecuencias
de la declaración que hizo delante de mis padres.
—Casi siento que vivo sola con la bebé, si no fuera por los dos días a la
semana que Loretta viene a traer provisiones, —sonrío con sarcasmo,
porque no sé qué haría sin ella.
Desde hace unos meses, Loretta también se ocupa de la casa de Alex, y
no puedo ocultar mi alegría por ello, ya que mis habilidades culinarias son
mucho más parecidas a las de mi madre: inexistentes.
—Sí, a estas alturas ya reconozco la sazón, el almuerzo también estuvo
estupendo —se ríe socarrona mi hermana.
Acabamos de almorzar una berenjena a la parmesana perfectamente
crujiente que Loretta preparó anoche, dejándome instrucciones sobre cómo
cocinarla en el horno. Todo lo que tuve que hacer fue encenderlo, y voila.
Un almuerzo de ensueño, que entre charla y charla se va convirtiendo en
merienda de media tarde mientras Alexis duerme en su guardería y yo la
controlo a través del monitor de bebé.
—Isa —empiezo, pero ella me detiene inmediatamente levantando una
mano.
—No hace falta que hablemos de ello —corta bruscamente, pero su voz
está tensa.
Está aquí conmigo, es cariñosa con Alexis, me ayuda a que nadie sepa lo
de la niña, pero hay algo extraño flotando en el ambiente entre nosotras. Es
como si nuestra relación se hubiera resquebrajado por haber dejado
demasiadas cosas sin decir. No repetiré el mismo error callando lo que
quiero decirle.
—Yo creo que sí, en cambio. —Enderezo la espalda y llevo los hombros
hacia atrás.
Me observa por un instante y su mirada se suaviza. Aunque sólo sea un
poco. —De acuerdo, hablemos —me invita con un medio encogimiento de
hombros
—Te pido disculpas. Siento haberte ocultado cosas, no haberte dicho la
verdad desde el principio, pero sobre todo siento haberte alejado por miedo
de no lograr no decirte nada. Sabía que, si seguíamos hablando con la
frecuencia habitual, algo se me escaparía. Una revisión que ha ido bien, un
trimestre superado sin problemas —suspiro—. No quería hacerlo, pero
sucedió. No hay nada que cambiaría de mi vida —ignoro sus cejas que se
mueven hacia arriba, me centro en sus ojos brillantes, concluyo—. Excepto
esto. Si pudiera volver atrás, hablaría contigo.
No sé si pasan segundos, minutos o incluso una hora, pero Isa me
observa sin decir nada, y en este momento desearía poder leer sus
pensamientos. El silencio se apodera de nosotras, pero es un momento
tranquilo que ha perdido cualquier atisbo de incomodidad, y no tengo
ninguna prisa por romper el momento.
—Has cambiado, Mari —empieza, y no sé muy bien cómo esperar que
continúe—. Eres tú, pero ya no eres tú —suelta una pequeña carcajada—.
Ya no eres la niña indefensa asustada de la vida que eras hace apenas un
año. Eres una Mariella 2.0, y por mucho que me haya herido quedarme
fuera del mayor acontecimiento de tu vida, me gusta la mujer en la que te
has convertido y estoy deseando conocerla a fondo. —Intercambiamos una
sonrisa y me doy cuenta de que, con el tiempo, nuestra relación puede
volver a ser tan fuerte como antes, quizás incluso más.
—Te quiero, Isa.
—Yo también te quiero, pequeña. Recuerda que ya no estás sola al otro
lado del Atlántico, y pase lo que pase, yo estoy aquí.
Me río socarronamente. —En realidad, incluso al otro lado del Atlántico
no estaba exactamente sola. ¿Recuerdas que te hablé de mi amiga Chloé?
—Sí, tu compañera de clase. ¿Ha estado cerca de ti?
—Prácticamente me adoptó —me río entre dientes—. Fue ella quien me
acompañó al hospital cuando rompí aguas, y cuando te llamé para decirte
que no volvería en verano —bajo la mirada, porque aquel fue uno de los
momentos más dolorosos de mi vida—, estuvo a mi lado para darme
fuerzas. Incluso ahora que he vuelto, me manda mensajes a horas poco
convenientes, dada la diferencia horaria —pongo los ojos en blanco—, pero
no puedo negar que me alegra volver a tener noticias de mi amiga. No sé
cómo me las habría arreglado sin ella durante mi embarazo.
—Bueno, ya me gusta esta Chloé. Podrías invitarla a quedarse aquí lo
que queda de las vacaciones de verano, ¿no?
—Mmm, sí, esa podría ser una buena idea. Podría comentárselo a ver qué
le parece —reflexiono, y me doy cuenta de que me gustaría mucho que
viniera a verme, también porque dudo que vaya a volver a Francia pronto.
Oímos pasos en el pasillo y, un momento después, Alex entra en la
cocina. Su mirada evita la mía y se encuentra con la de Isabella.
—Buenas noches, Isabella —la saluda cordialmente, antes de acercarse a
la nevera para sacar una botellita de agua.
—Buenas noches, Alex —le corresponde mi hermana en tono tranquilo,
dirigiéndole una mirada condescendiente, que él ignora sin problemas.
Cuando regresa por donde ha venido, sin mirarme siquiera, una tormenta
de emociones empieza a agitarse en mis venas.
—¿Te das cuenta? Ni siquiera me ha saludado, le soy completamente
indiferente... —Dejo que mis palabras se desvanezcan, porque estoy
enfadada, desconcertada y decepcionada.
¿Será posible que me haya vuelto transparente para el hombre que
ocupa cada uno de mis pensamientos?
—Mari, sé que te lastima su actitud, pero trata de ver más allá. Si le
fueras indiferente, no tendría ningún problema en hablar contigo, aunque
sólo fuera para maltratarte, ¿verdad? A mí, más bien, me parece que está —
hace una breve pausa antes de poner los ojos en blanco—, y es jodidamente
increíble que sea yo la que diga esto, pero... —se mueve un mechón de pelo
detrás de la oreja— creo que está herido. —Resopla como si le costara algo
de esfuerzo admitirlo.
—¿Herido en el orgullo? ¿Por qué no le conté lo de la bebé? Pensé que le
hacía un favor dejándole seguir con el estilo de vida que siempre ha
conocido.
—Mari, cuando te fuiste, no se lo tomó bien —insiste. Precisamente ella
que me dijo en todos los modos que debía alejarme de él.
No sé qué responderle y me limito a arquear una ceja, mostrando mi
escepticismo.
Ella se encoge de hombros, pero no dice nada más.
Yo, sin embargo, ya no puedo seguir así, y no voy a esperar más a que él
resuelva el asunto conmigo.
—¿Puedo ir a casa contigo? —le pregunto de repente a mi hermana.
Tras una larga mirada de asombro, suspira profundamente. —Mari, no
creo que esta sea la solución, pero si crees que es lo correcto, mi casa está
siempre abierta para ti y Alexis.
Me levanto de un salto y me extiendo sobre la mesa para darle un rápido
beso en la mejilla. —Gracias, Isa. Sé que no es la solución definitiva ni
óptima, pero necesito espacio para pensar lejos de él.
Niega con la cabeza, pero me estrecha en un rápido abrazo. —Como tú
quieras. Ve por tus cosas, yo me encargaré de cambiar a Alexis y empacar
su maleta.
—¿Estás segura de que puedes hacerlo? No quisiera que te esforzaras
demasiado.
—Me ayudará a practicar para cuando llegue este pollito travieso —
sonríe soñadoramente y se pierde imaginando a su hijo. Aún no sabe que
será diferente a cualquier cosa que podría imaginar jamás, porque será
mucho más.
Voy volando a mi dormitorio y saco algunas mudas, no me hago ilusiones
de que esta huida sea algo permanente, pero espero que la distancia me dé
la oportunidad de centrarme en la situación y averiguar cómo salir de este
lío.
Cuando me doy la vuelta, casi corro el riesgo de sufrir un infarto.
Alex está en la puerta, escudriñándome como un halcón. —¿Qué estás
haciendo?
—Vuelvo a casa de Isa y Frank.
—No.
—¿Te ha parecido una pregunta? Bueno, Duque, no lo era en absoluto —
le provoco imitando su voz y sigo llenando una bolsa de viaje con lo
imprescindible.
Se acerca a mí con pasos lentos y medidos, pero no dejo que me
distraiga. Se acerca a mí, pero sin arriesgarse a tocarme.
—Y tú, nena, ¿de verdad sientes que tienes elección?
Resoplo, pero no respondo. Quiere provocarme, pero no le seguiré el
juego.
—Te lo diré sin rodeos: no te irás de esta casa. Ya sea por las buenas o
por las malas.
Mi mirada se clava en la suya. —¿Quieres secuestrarme?
—No, quiero casarme contigo —responde impasible.
—¿En serio? Pues resulta que has dicho que quieres casarte conmigo,
pero llevas días evitándome. Ni siquiera me miras cuando estamos en la
misma habitación. Eso significa que obviamente es un sacrificio para ti y
que te estoy dando una tarjeta de "sal gratis de la cárcel". Tal y como yo lo
veo, deberías estar agradecido, joder.
—¿Agradecido?
—Me has oído bien.
—Eres increíble, carajo.
—Gracias, me lo dicen a menudo —replico en tono agrio.
Me lanza una mirada asesina, pero estoy demasiado lejos para
preocuparme.
—Si me disculpas, necesito privacidad para cambiarme. Tienes que salir
de mi dormitorio —lo invito sarcástica.
—Crees que puedes hacer lo que te de la puta gana con la vida de los
demás, ¿verdad? —me escarnece, acercándose de nuevo—. Pues despierta,
porque aquí lo que tú quieras no cuenta una mierda.
¿Cómo se atreve? Si cree que voy a quedarme aquí a que me pisoteen,
está muy equivocado.
Levanto la barbilla y subo la apuesta en juego. Doy un paso adelante y
acorto la distancia entre nosotros, nuestros pechos se tocan, su aliento es
caliente en mi boca. —Pues bien, puede que no lo sepas, pero la mujer salió
de la costilla del hombre, no de los pies para ser pisada, no de la cabeza
para ser superior, sino del costado, para ser igual, bajo el brazo para ser
protegida, junto al corazón para ser amada.
—No te atrevas. —Su mirada se enciende y sólo quiero derretirme contra
él.
— ¿A hacer qué? —finjo inocencia.
—A citar a Shakespeare —sigue mirándome con desprecio, pero su
mirada ardiente baja hasta mis labios.
—No sé de qué me hablas, lo leí en el cartón de leche —le suelto la
misma tontería que intentó hacerme creer en la boda de Isa y Frank.
—Vuelve a poner tus cosas en su sitio, no vas a ir a ninguna parte con mi
hija. La discusión está cerrada —sentencia tajante.
—¿Se puede saber cuál es tu problema?
—¿Quieres saber cuál es mi problema, eh? —se inclina hasta que sus
labios están a un suspiro de los míos, y toda mi ira se evapora dando paso a
la lujuria que sólo él puede despertar en mí con tanta prepotencia—. El
problema no es que hayas huido de aquí, de mí. El puto problema es que te
habrías deshecho de mi hija. —Cada palabra es lenta, estudiada, ponderada
para apuñalarme en el pecho.
—Ees-to no es v-erdad. Y realmente no lo es, porque desde el instante en
que vi a mi pequeña, supe que nada podría ser más importante que ella.
—¿Ah, ¿no? Entonces explícame por qué no le habías dicho nada a nadie
—me reta.
—Ya te lo dije, no quería que me juzgaran ni que me trataran como a una
niña —intento justificarme, pero sé que es inútil, porque él ya lo hizo, y
además me condenó.
—Déjame ser más preciso: ¿por qué no se lo habías dicho a Isabella?
—Y-yo —balbuceo, incapaz de hilvanar una frase completa, porque la
verdad es que, si hubiera seguido el plan, habría dejado a Alexis con una
pareja cariñosa, y nadie habría sabido nunca nada de mi pequeña. Ni
siquiera Isa.
—Ambos sabemos que tu hermana te habría ayudado, protegido y nunca
te habría juzgado. Ambos sabemos que te salvó de un matrimonio en el que
habrías sido infeliz. ¿Por qué no contarle al menos a ella?
Incapaz de encontrar una razón plausible, bajo la mirada hacia su pecho y
me siento tremendamente avergonzada.
—Porque te habrías deshecho de mi hija, maldición, y lo habrías hecho
sin informarme de su existencia.
Su acusación me golpea como un tren de carga, porque a mi pesar es
cierta, y no puedo refutarla. —No sabía qué hacer, tenía miedo, yo...
—¡Basta! —ruge—. No tengo ganas de escuchar tus patéticas excusas de
mierda.
—Tienes que dejar que te lo explique.
—Nunca te perdonaré. Me esforzaré por ser un buen padre, y seré un
marido honorable, pero nunca volveré a tocarte. Mantente alejada de mí,
maldita sea. Se marcha enfadado, mientras las lágrimas abandonan mis ojos
y el sentimiento de culpa casi me ahoga.
Cuando vuelvo a levantar la vista, encuentro a Isa en la puerta
mirándome comprensiva. —Lo siento, no quise escuchar.
Resoplo. —Habría sido imposible no hacerlo por la forma en que nos
gritábamos —sollozo.
Isa se acerca y me estrecha la mano, pero en sus ojos veo el impulso de
hacerme esa pregunta.
—Adelante —la invito—, pregúntame.
—¿Es verdad? —pregunta de hecho.
Suspiro profundamente, antes de sacar lo más incómodo de mi verdad. —
Sí, iba a dar a Alexis en adopción a una pareja seleccionada por la agencia a
la que me había dirigido al principio del embarazo y nadie sabría nunca
nada. Pero entonces... —suspiro de nuevo— nació y, cuando la vi, supe que
sería más fácil arrancarme el corazón con mis propias manos antes de
renunciar a ella. No debería haberle puesto nombre, pero cuando vi que era
un Alex en miniatura, inmediatamente le puse ese nombre, y… —un
sollozo quiebra mi voz—, cuando la doctora me preguntó si quería cogerla
en brazos al menos una vez, me la puso en el pecho y supe inmediatamente
que nunca más la dejaría marchar. —Me encuentro con la mirada
sorprendida de mi hermana, porque necesito hacerle entender que nunca
hubiera renunciado a mi hija, a pesar de mis temores iniciales.
—No me atrevo a imaginar por lo que pasaste y cómo te sentiste, Mari —
me abraza con fuerza—, pero creo que también deberías decírselo,
explicarle cómo fueron las cosas en realidad. Y deja de huir.
Correspondo a su abrazo y me repongo, porque voy a necesitarlo.
Echo un vistazo a la bolsa de viaje que hay sobre mi cama y sé que no
voy a ir a ninguna parte.
Mi lugar está aquí.
Capítulo Diecinueve – Alex
Cuando llegamos a casa, parece que han pasado días y no sólo unas horas
desde que salí esta mañana.
Alexis duerme en su cochecito y tiene una expresión tan pacífica e
inocente que, cada vez que la miro, me pregunto cómo es posible que haya
una parte de mí en ella.
Sigue durmiendo mientras Mariella y yo, como un mecanismo bien
engrasado, la cambiamos y le ponemos su pequeño pijama rosa, antes de
acomodarla en su cuna, cada movimiento es lineal y fluido como si lo
hubiéramos hecho desde siempre.
Cuando salimos de su habitación, Mariella se aclara la garganta, pero no
habla.
Sé que ha percibido mi cambio de humor, pero probablemente no tenga
ni idea de cómo averiguar por qué sin entrar en una confrontación directa.
Me dirijo al salón, intento contener mi ira, tal vez sofocarla, pero no
puedo.
Estoy enfadado porque, una vez más, pensó que tenía que arreglárselas
sola y, en lugar de pedirme apoyo para enfrentarse de frente a ese cabrón
del Tesorero, permitió que la interacción la incomodara, en lugar de recurrir
a mí. Ella lo descartó como algo menor, pero sé que la alteró.
Me encanta su deseo de ser una mujer independiente, pero odio con todas
mis fuerzas esa misma autonomía que le hace pensar que tiene que hacerlo
todo sola.
Me despojo de la chaqueta y me sirvo una bebida, no le pregunto si
quiere algo. Permanezco de pie, porque tengo demasiada tensión nerviosa
agitándose en mi interior.
Evito el contacto visual, porque estoy realmente enojado con ella, pero
cuando me señala con esos faros verdes, caigo dentro de ellos y pierdo todo
mi maldito autocontrol. Cada vez que la miro a los ojos, toda mi
determinación de hacerla sufrir como ella hizo conmigo se desvanece.
Sin embargo, a pesar de todo, aún no estoy preparado para dejar ir esta
rabia, porque soy demasiado consciente de que, cuando lo haga, me
encontraré a sus pies rogándole que me perdone por haberla tratado tan mal
desde que dejamos París para volver a San Francisco.
Pero ella no está dispuesta a dejarlo pasar.
—Alex, ¿qué pasa? —pregunta, poniéndose enfrente de mí y cruzando
los brazos sobre el pecho.
No la miro, no le respondo.
Resopla y mis ojos se fijan en su boca. Su boca carnosa y perfecta que
debería tener siempre mi sabor sobre ella.
—¿Entonces? —insiste.
—No me gusta —respondo sibilinamente.
Arquea una ceja y espera a que me explique mejor.
No es fácil, desde luego.
—Quiero que sepas que puedes contar conmigo. Y que lo hagas, maldita
sea. Quiero que seas consciente de que ningún cabrón puede molestarte y
salirse con la suya. —Desecho mis pensamientos y devuelvo la mirada al
bourbon que se balancea lentamente en mi vaso.
Da un paso hacia mí, luego otro.
Busca mis ojos, no los encuentra, pero no se rinde.
Está descalza, debe haberse quitado los tacones al salir de la habitación
de Alexis. Tiene unos tobillos sexys por los que me gustaría pasar la lengua,
antes de sujetarlos con un cuero.
Se acerca de nuevo.
¿Cuándo demonios se volvió tan temeraria?
Tal vez en los doscientos setenta y cuatro días que vivió lejos de ti,
susurra una voz en mi cabeza como respuesta. La misma que me recuerda
constantemente que Ella me mantuvo alejado de mi hija, y que si no hubiera
ido a Francia para traerla a casa, tal vez nunca hubiera sabido de su
existencia.
Tengo que parar, estos pensamientos no ayudan a calmar mi ira, sino todo
lo contrario.
Noto su proximidad y no puedo evitar darme cuenta de que mi mujer es
realmente menuda, hasta el punto de que apenas me llega al pecho, pero se
clava en mí, puedo sentirla justo debajo de mis costillas.
Y esta cercanía no ayuda, su olor en mis fosas nasales no ayuda.
Suspira profundamente, y su cálido aliento atraviesa la tela de mi camisa
y lo siento en total contraste con el frío metal que adorna mi pezón.
—Tú me confundes —afirma—. Me evitas durante días como si fuera un
virus altamente transmisible y luego me regalas una preciosa primera
edición. Finges no verme cuando estamos en el mismo espacio, pero
organizas nuestra boda en un lugar que sé que tiene un significado especial
para ti. Me envías señales tan contradictorias que no sé ni por dónde
empezar a interpretarlas. —Alarga una mano, me roza el pecho, y la
electricidad entre nosotros se despierta—. Sé que tú también sientes esta
conexión, pero necesito saber si es sólo atracción física. Necesito saber si
aún puedo luchar por nosotros, o si ya has decidido que es un asunto
cerrado. —Inhala profundamente y continúa—. Necesito saber si te casaste
conmigo sólo por obligación.
¿Será posible que de verdad no haya entendido un carajo de lo que me
hace?
No puedo poner en orden los pensamientos, y mucho menos las palabras.
Me permito soltarlo todo: la rabia, las reflexiones, cada maldita cosa. No
sé cuánto durará, pero pretendo aprovechar al máximo cada momento.
Aprieto mis labios contra los suyos, me reencuentro con su sabor sin pedir
permiso, y cuando me da acceso a su boca, siento como si la luz volviera a
iluminar mi alma negra.
¿Tienen presente cuando sale el sol sobre un prado cubierto de escarcha?
Pues, esta nena es mi sol, ella es la razón por la que la sangre sigue
bombeando en mi corazón, a pesar de que en este momento está todo más
concentrado en mi área de la ingle, y si ella sigue así, mi polla va a estallar.
Somos un amasijo de dientes, lenguas y almas en la punta de los dedos y
es una sensación tan abrumadora que casi me da vueltas la cabeza.
Quisiera rozarla con delicadeza, pero mis manos ya la están marcando,
agarrando y apretando su espalda, su cuello y sus muslos.
Quisiera besarla con calma, pero mi lengua ya la está reclamando,
lamiendo y chupando, mientras le follo la boca.
Y ella gime, un sonido que reverbera desde su garganta hasta mi pecho,
directo a mi erección ahora de mármol.
—Alex, te lo ruego.
—¿Qué quieres, nena?
—A ti —suspira—. Siempre y sólo a ti.
Dios santo, esta mujer me va a matar.
Mis dedos tocan sus bragas de encaje y, cuando las siento un poco
húmedas, creo que podría morir al instante.
Gimo contra su oído. —Joder, nena. Ya estás mojada, ¿verdad?
—¿Por qué no lo averiguas? —replica—, y cuanto había extrañado su
ingenio, su nunca echarse para atrás en un enfrentamiento.
—Con mucho gusto. —Deslizo dos dedos por debajo de la costura y
entre sus pliegues, hundiéndome sin vacilar en su calor—. Mierda, está tan
estrecha. Dime que no ha habido nadie más —le digo, y por mucho que
quiera parecer resoluto, la plegaria en mi voz es evidente.
Gira ligeramente la cabeza para encontrarse con mi mirada. —
¿Cambiaría algo? Si hubieras follado con otra persona durante estos meses,
¿pararías ahora?
No, porque no aguanto más estar lejos de ti, pero te juro por Dios que los
encontraré uno a uno y les cortaré el cuello.
—Depende —respondo, sin dejar de mover los dedos.
—¿De qué? —replica con un brillo curioso en los ojos y la respiración
entrecortada por la creciente excitación.
—Si han entrado sólo en tu coño, o también en tu corazón —le digo,
haciendo girar mi pulgar sobre su clítoris y aplicando una suave presión.
Ella jadea, pero su mirada permanece anclada a la mía. Sus humores
gotean sobre mis dedos y los pantalones me están quedando demasiado
ajustados.
—Nadie puede entrar en ninguna parte si ese lugar ya está lleno. ¿No
estás de acuerdo? Quisiera parecer impasible, pero sé que quiere una
confirmación de mi parte.
—No sabría decirte. Mi corazón te lo llevaste cuando te subiste a ese
maldito avión.
Se acabó el tiempo de las palabras y, antes de que su sonrisa de
satisfacción se ensanche aún más, vuelvo a estar sobre ella. Antes de morir
de combustión espontánea, me despojo de mis pantalones de traje a medida
y mi bóxer y, finalmente, vuelvo a estar dentro de ella.
Está tan apretada que me siento como la primera vez, pero esta vez no le
doy tiempo a recuperar el aliento, porque empiezo a penetrarla como si me
fuera la vida en ello. Y tal vez sea exactamente así.
—Dios, sí, así —jadea.
—Lo sé, nena. Pero mi nombre es Alex —la corrijo, riéndome contra su
cuello.
Me da un golpecito en el hombro antes de volver a gemir. —Deja de
hablar y fóllame más fuerte.
Esta. Mujer. Me. Matará.
—A sus órdenes, mi señora.
***
Durante las siguientes tres horas, no hice más que adorar su cuerpo,
perdiéndome en sus ojos y en el olor de su piel. Me pierdo incluso ahora,
mientras mi mirada acaricia su cuerpo dormido y satisfecho.
Mariella es como el mar, una ola constante que me acaricia y cura cada
herida, me sumerge para dejarme respirar inmediatamente después,
haciéndome apreciar cada momento de esta vida.
Hasta que vuelve la lucidez, y los pensamientos vuelven a la carga, junto
con la ira, a la que me aferro para no perder todas las certezas en las que he
basado mi vida.
Me levanto y me meto en la ducha esperando que un chorro de agua
hirviendo pueda calmar la ira que ha vuelto a encenderse dentro de mí.
Me mintió.
Me ocultó la verdad.
Me escondió a mi hija.
Si no hubiera ido a París, ¿habría sabido alguna vez lo de la niña?
¿Cómo podría siquiera pensar en confiar en ella?
Las preguntas que se repiten en mi cabeza no hacen más que avivar la
rabia que siento hacia ella, haciéndome recuperar la lucidez hacia
sentimientos que no quiero sentir, porque el amor puede destrozarte.
Puedo enfrentarme a la tortura y no tengo ningún problema en
arriesgarme a morir cada día, pero admitir mis sentimientos por Mariella
significaría darle el poder de destruirme.
Oigo cómo se abre la puerta de cristal de la ducha y, oculto un respingo,
levanto la vista y me encuentro con la sonrisa socarrona de la mujer que me
quita el equilibrio. Está desnuda y magnífica, pero la rabia que me recorre
está demasiado cerca de la superficie como para dejar que se acerque.
—Si necesitas la ducha, ya he terminado, dame un momento y salgo —
digo, y sueno patético a mis propios oídos. Sólo puedo esperar que capte la
indirecta.
—En realidad, me gustaría ducharme contigo —me guiña un ojo y cubre
la distancia que nos separa, el chorro de agua se desliza sobre su piel y el
calor la enrojece, y mi polla se despierta de nuevo porque siempre estoy
hambriento de mi mujer. Y adiós a la indirecta.
—No creo que... —Empiezo, pero me callo cuando la veo arrodillarse
delante de mí y mi cerebro se atasca sin piedad.
Me mira desde debajo de las pestañas húmedas, mi cuerpo la protege del
agua, su pose es relajada pero rendida. Casi parece... no, imposible. Mi nena
no tiene ni idea de lo que es la sumisión.
—Castígame —susurra, dejándome sin aliento.
No puedo hablar, mi ya atascado cerebro ha desconectado por completo
la función verbal de mis capacidades, y lo único que hago es mirarla con la
boca abierta. Y con una erección ya lista.
No espera mi réplica, avanza y se apoya en mis muslos para mantenerse
en equilibrio, luego abre la boca y posa esos labios que provoca comerse en
la punta de mi polla.
Mierda, me va a dar un infarto.
Arrastra los labios hasta la mitad de la erección, luego aplana la lengua
contra ella y retrocede, cuando vuelve a intentarlo trata de llegar más abajo,
pero una arcada le aprieta la garganta y retrocede casi de golpe.
¿Y yo? Yo estoy todavía parado como un pendejo bajo un chorro de agua
que me despellejará la piel si no bajo la temperatura, y sin saber ya cómo se
articulan las palabras.
Recupérate, por el amor de Dios.
—No tienes por qué hacerlo, no quiero castigarte más —consigo decir
por fin—, aunque la última parte no sea del todo sincera.
Ella gime, no deja de chupármela, de hecho, aumenta la velocidad.
Entonces, se aparta y me clava una mirada excitada que me hace vibrar el
pecho. —No se trata de obligación —afirma—. Es lo que quiero. Quiero
probarte, quiero darte placer como tú me lo das a mí, pero, sobre todo,
quiero redimirme por haber arriesgado a arruinar las cosas entre nosotros.
Me gustaría replicar, decirle de nuevo que no quiero castigarla, pero un
rincón oscuro de mi mente sabe que necesito hacerlo, porque ella me quitó
el control durante todos los meses que estuvo lejos, dejándome a merced de
recuerdos y deseos que ni siquiera esperaba poder hacer realidad.
Aumenta el ritmo, la saliva le gotea por los lados de la boca y nunca ha
estado tan sensual como ahora.
Justo cuando creo que no puede asombrarme más, mueve una mano para
agarrar mis testículos y los masajea, haciendo que mi excitación se dispare
hasta las estrellas. Sólo ella puede llevarme a un paso del orgasmo en pocos
minutos, sólo ella puede llevarme al umbral del placer sin despertar mi
parafilia.
Siento la tensión en la base de mi espalda y sé que estoy a segundos de
venirme con fuerza. —Voy a... —le digo, incapaz de terminar—, pero sé
que lo ha entendido cuando encuentra mi mirada y asiente lentamente con
la cabeza.
Quiere matarme.
Me gustaría cerrar los ojos y perderme en el placer, pero no lo hago, y
cuando exploto en su boca, apunto mi mirada hacia ella. La observo
desconcertado, está mojada y hermosa, arrodillada ante mí, con mi polla en
la boca, tragándose todo mi placer, y me doy cuenta de que no se está
sometiendo en absoluto como ella cree.
No, porque ella tiene todo el poder y lo que más me desorienta es que no
lo ostenta sólo en el plano sexual, sino también en el de las emociones y de
las sensaciones. Estoy jodido.
Capítulo Veinticuatro – Mariella
Mariella: ¡Me gusta la idea, pero date prisa! Te espero donde Carmen.
Isabella: ¡Vaya! ¿Eso significa que tienes malas intenciones?
Mariella: Las peores :-)
Isabella: Tu marido no sabe lo que le espera.
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