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Señales del Terrorismo de Estado en el Santiago postpinochetista:

memorias y memorialización en el Chile contemporáneo

Gonzalo Cáceres 1 y Carolina Aguilera 2

Resumen:
Las herencias del Terrorismo de Estado hacen parte de la experiencia chilena.
Pese al intento por omitirla como un asunto transicional, las violaciones a los DD. HH
ocurridas durante la última dictadura militar, regresó como temática axial en varias
oportunidades durante los dos decenios concertacionistas. Así como se sugiere la
creación de una política de la memoria de cuño estatal, el texto explora las
memorializaciones como testimonio de las tensiones entre sociedad civil y Estado.

También en su modalidad competitiva, los regímenes autoritarios han hecho de


la violación a los Derechos Humanos (DD.HH) una práctica frecuente. Visto en
retrospectiva, tal y como la han acreditado múltiples Comisiones de Verdad, miles de
muertes, flagelaciones y perjuicios a civiles no beligerantes fueron ejecutadas por
funcionarios públicos consagrados a tareas represivas.
En muchos casos, la violencia gubernamental se ha descargado contra
conciudadanos estigmatizados como subversivos (Tapia, 1980) pero también hacia
extranjeros etiquetados como extremistas. Si nos concentramos en los que McSherry
resignifica como Estados depredadores (2009), advertiremos cómo diferentes
administraciones autoritarias segregaron grandes dosis de xenofobia en su intento por
naturalizar la dicotomía patriota/antipatriota.
Concluido el autoritarismo, es usual que las administraciones civilistas pugnen
por alojarse en los intersticios de un Estado todavía subordinado a la autonomía militar.
Más allá inclusive del término oficioso de las correspondientes transiciones, el debate
sobre el legado del Terrorismo de Estado y su trágica herencia, suele reaparecer, al
menos en Argentina, Uruguay y Chile, aupado por la recuperación democrática.
Aunque todavía dudamos sin considerarla como una regla de los regímenes post-
autoritarios, es cada vez es más frecuente que las administraciones subsecuentes
1
. Historiador y planificador urbano. Académico adscrito al Instituto de Estudios Urbanos y
Territoriales de la Pontificia Universidad Católica de Chile. gacacere@uc.cl
2
. Socióloga. Directora ejecutiva (i.a.) Corporación Parque por la Paz Villa
Grimaldi.carolinaguilera@yahoo.com
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reconozcan los abusos anteriores, soliciten disculpas oficiales, dispongan de
compensaciones materiales y promuevan reconocimientos. Cuando ocurre, la reparación
a las víctimas por parte de las instituciones gubernamentales, puede estar acompañada
por la instalación de obras simbólicas en el espacio público. En la generalidad de los
casos, los diseños y usos elegidos nos hablan tanto de los mensajes y sentidos como de
las disputas y acuerdos que se producen a la hora de recordar y nombrar
acontecimientos de gran violencia (Young, 1993).
En la mayoría de las oportunidades son las mismas organizaciones de la
sociedad civil las que empujan estas obras, pero muchas veces el Estado juega un papel
decisivo aunque su respuesta parezca meramente reactiva y hasta indolente. Observada
de manera crítica, la arena que se configura en la tensión sociedad civil y Estado
precede la formulación de algunas preguntas clave: ¿Qué hechos fueron rememorados
públicamente?, ¿Cuáles enfoques predominaron en el espacio público? y ¿cómo se
procesó estéticamente la querella de interpretaciones?
Si nos concentramos en el marco que brinda la experiencia chilena y cerramos la
vista en su ciudad capital, concluiremos que las señales del Terrorismo de Estado han
terminado por configurar una realidad urbana singular. Sin adelantar juicios, un somero
relevamiento morfológico nos obliga a preguntarnos: ¿Cómo explicar la proliferación de
dispositivos sobre la violación a los Derechos Humanos en el Santiago
postpinochetista?
Dependientes de los procesos de recordación del pasado, las memorializaciones
testimonian las mutaciones en la sensibilidad pública hacia un pasado que se empecina
en no pasar. Sin olvidar la mala calidad de una democracia delegativa, algunos autores
han venido sosteniendo que la reparación simbólica a las víctimas se ha convertido en la
narrativa dominante (Dávila et al. 2007). Si tomamos esa hipótesis por admisible:
¿acaso la existencia de una estética reparatoria debemos adjudicársela al éxito de las
políticas de memoria vehiculizadas por el Estado chileno?

Conflictos y materializaciones durante los cortos noventa (1990-1998)


Casi con el término de la administración Aylwin (1990-1994) Santiago fue
testigo de la inauguración de un contundente memorial-cenotafio. Construido desde el
Estado, su propósito era brindar reconocimiento a las víctimas atribuidas a la dictadura
militar y servir de sepulcro a las osamentas de víctimas que pudieran ser descubiertas.

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Aunque no fue el primero construido en Chile para homenajear tanto a ejecutados
políticos como a detenidos-desaparecidos, la obra buscaba proyectar una reparación
simbólica de carácter nacional. El monumento fue posible gracias a una muy disputada
Ley que permitió su financiamiento público (Otano, 2006). ¿Qué podemos aprender de
la historia del Memorial?
Corría 1990 y la formación de una Comisión Nacional de Verdad y
Reconciliación se inscribía en un marco de revelaciones que incluían la reapertura de
indagatorias judiciales, la publicación de libros-reportaje (por ejemplo, Los Zarpazos
del Puma), la exhibición de films sobre los desaparecidos (por ejemplo, Imagen
Latente), la puesta en escena de obras de Teatro sobre la tortura como tecnología
deshumanizante (por ejemplo, La muerte y la doncella) y, en especial, el escalofriante
descubrimiento de fosas ilegales con osamentas humanas. Desperdigadas por todo
Chile, las mismas proliferaban en recintos militares, lugares adyacentes a campos de
concentración, cementerios y zonas deshabitadas o de muy difícil acceso (Gómez, 1990
y Stern, 2011).
Cuando Aylwin solicitó perdón público a nombre de la nación (marzo de 1991),
los principales actores en liza ya estaban posicionados frente a unos resultados que
muchos tenían por previsibles. El arco de posiciones se dividía en tres. Los partidos de
oposición, las patronales y la mayoría de los medios de comunicación, coincidían en
otorgarles a las Fuerzas Armadas una condición salvífica. Exultantes con el modelo de
crecimiento sin desarrollo, los así llamados poderes fácticos aplaudían a los militares
por haber recuperado el país del totalitarismo marxista, eximiéndolos de cualquier
exceso puntual.
Encofrado en su condición de semi-oposición, el movimiento de DD.HH.
reivindicaba verdad con justicia teniendo a su costado una izquierda sin representación
parlamentaria. Pese a la coherencia de su planteamiento, su accionar era objeto de una
sorda campaña de desprestigio. Etiqueda de gastada cuando no de meramente
testimonial, la voz de las agrupaciones e instituciones de DD.HH no parecía desfallecer
pese a la desacreditación pasiva que el centrismo gobernante había definido como modo
de relación.
Cerraba el cuadro, un oficialismo que consideraba cumplida parte de su tarea
con la creación de la Comisión de Verdad y Reconciliación. Enfrentada al dilema de la
justicia, el cálculo oficialista siempre estuvo supeditado a una versión conservadora del
realismo político. Para la mayoría de los políticos concertacionistas, las violaciones a

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los DD.HH estaban siendo atendidas gracias a la puesta en vigor de programas
compensatorios que incluyeron ayudas económicas, médicas y educacionales a las
víctimas y sus familiares directos (Lira & Loveman, 1999).
Si bien el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación consignó la
importancia de materializar obras de reparación en el espacio público, tuvo que pasar
una década antes que el Estado dotara al Programa de Derechos Humanos de recursos
especiales (Aguilera et al. 2007). Por lo tanto, los primeros memoriales financiados con
aportes gubernamentales y levantados en terrenos públicos fueron entendidos como
proyectos espaciales y sujetos a fuerte controversia. Así por lo menos se desprende de
los conflictos que dieron lugar al Memorial del Cementerio General (1994) y al Parque
Memorial de Villa Grimaldi (1997). En ambos casos, la erección de los monumentos
fue posible gracias a la existencia de un movimiento social que supo presionar al
aparato público y obtener, de una siempre moderada clase política, algo más que una
lábil declaración de apoyo.
Como mínimo desde 1991, las organizaciones de Derechos Humanos
propusieron emplazar un monumento en el centro de la ciudad y un memorial en el
Cementerio General de Santiago (Stern, 2011). Cuando una comisión ad-hoc señaló el
Cementerio como única localización, las organizaciones de DD.HH. criticaron su
confinamiento dentro de la “Ciudad de los Muertos”. Para la Agrupación de Familiares
de Detenidos Desaparecidos y Ejecutados Políticos, ubicar el memorial en un osario
representaba una merma en la fuerza de un símbolo que debía, pensaban sus
promotores, trascender antes que encapsularse. Diseñado, el memorial disponía de un
número de nichos limitado como si el Estado hubiese asumido anticipadamente que los
cuerpos permanecerían desaparecidos para siempre. Aparentemente derrotadas en sus
aspiraciones, a los mismos colectivos les tomaría tiempo resignificar y personalizar el
memorial hasta convertirlo en una estación de sus principales conmemoraciones.
Aunque faltan estudios que permitan determinar el efecto que ha producido su ubicación
para el barrio y la comuna que aloja al Camposanto, al menos para los familiares, el
Memorial del Cementerio ha permitido cierto nivel de personalización del recuerdo.
De vuelta en 1992-1993, podemos afirmar que una línea de tensión dividía a los
promotores del memorial. Mientras que para las organizaciones de DD.HH, el
monumento constituía una reivindicación que acusaba de frente a Pinochet como
criminal, el memorial debía conferirle a los represaliados por el Terrorismo de Estado,
la calidad de protagonistas de su tiempo en vez de etiquetarlos como víctimas pasivas.

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Al contrario, para el gobierno moderado y centrista de Patricio Aylwin, la
erección del monumento constituía un gesto simbólico y reparatorio antes que un acto
político e impugnatorio; más que cuerpos, solo admitiría nombres. En su visión, la sola
mención a un memorial frente a La Moneda era un error simbólico y un imposible
político. Sobre lo primero, la erección de un monumento, finalmente acusatorio,
tensionaría las ya conflictivas relaciones con los militares y, en especial, con el
intocable Pinochet. Sobre lo segundo, al interior del propio sistema político no existía
una posición completamente condenatoria hacia la malignidad del Terrorismo de Estado
bajo dictadura.
Construido para rendir homenaje fúnebre a las víctimas letales del Terrorismo de
Estado, el mármol de las láminas adosadas al muro principal, fue seguidista respecto a
la materialidad dominante en la necrópolis. Cuatro cabezas de piedra tallada ocupan
todos los vértices de una plazuela elevada desde donde es posible obtener una
panorámica de las interminables listas de desaparecidos o ejecutados. Provistas de una
mirada entre turbada y perdida, los rostros escultóricos son un golpe figurativo en
medio de tanta materialidad alisada. Completa el conjunto, dos baterías de nichos que
extienden el memorial hasta asemejarlo con la típica arquitectura mortuoria que
predomina en muchos cementerios.
En un capítulo menos conocido, los conflictos sobre la conveniencia y
oportunidad de la erección del Memorial se prolongarían hasta empañar el acto de
inauguración del propio proyecto. Pese a ser una obra gubernamental, edificada gracias
a recursos fiscales y emplazada en un terreno público, a su descubrimiento faltarían
tanto el Presidente saliente como la mayoría de sus ministros. Transcurría el estío de
1994, hacía algunas semanas que la Concertación había obtenido un nítido triunfo
electoral, cuando las placas de mármol que incluían extensas nóminas de represaliados,
pudieron ser finalmente contempladas por un reducido grupo de asistentes. Tan
simbólica cita sería convenientemente esquivada por el Presidente electo -Eduardo Frei
Ruiz-Tagle- lo mismo que por las principales figuras de su primer gabinete.
El mismo año en que se inaugurara el Memorial en el Cementerio, se logra, por
primera vez en el Cono Sur, la recuperación de un ex centro de secuestro, tortura y
desaparición. El Parque Memorial en Villa Grimaldi fue una experiencia singular en su
localización y apropiación. Se constituyó por más de una década en el único espacio
público, fuera de un cementerio, capaz de alojar un encuentro para quienes vivieron la
experiencia del Terrorismo de Estado. También lo distingue su emplazamiento casi

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precordillerano. Además de periférico para la escala de la ciudad, su proyecto estético
es diferente al Memorial-cenotafio del Cementerio.
Primera recuperación de un sitio auténtico en Chile, el Parque memorial adoptó
un diseño expresivo que utiliza intensivamente los vestigios materiales sobrevivientes.
Cualesquiera que hayan sido las razones para ello, una parte del Parque fue edificado
sobre los cimientos originales, y el diseño cruciforme y algunas piezas artísticas
emplearon elementos encontrados (adoquines, baldosas, escalonas de piedra) como
insumos para una serie de piezas artísticas de gran y pequeño formato. El resultado final
es un área parquizada, jalonada por múltiples simbologías, ninguna suficientemente
expresiva del horror ni tampoco interrogativa respecto a las responsabilidades
perseguibles.
Imaginado como un lugar para la reparación y el encuentro, y que proporcionaría
un ambiente de paz, la ausencia de referencias al Terrorismo de Estado justificó que en
los años sucesivos a su construcción, se recrearan fragmentos significativos de la
experiencia concentracionaria (la Torre y una celda de confinamiento). Desde el año
2007 se exhiben en el lugar restos de rieles que fueron utilizados por los aparatos
represivos de la dictadura para lanzar cuerpos al mar y hacerlos desaparecer
definitivamente.

La despinochetización: ¿hacia la memorialización como obra de arte?


En lo que se refiere a las investigaciones judiciales, el fin de la parcialidad de
tribunales fue algo fundamental. A partir de las condenas a los líderes de la policía
secreta (1995), el asedio judicial hacia los perpetradores se comprobó posible. Aunque
los dictámenes contra Contreras y Espinoza parecían excepcionales, el efecto
impugnador provocado por la cascada de querellas contra Pinochet (1998), socavó la
legitimidad del que era, en cierto sentido, el gendarme de una transición dibujada para
asegurar su completa impunidad. La detención internacional aceleraría su ocaso y en su
desplome, el pinochetismo como proyecto político sufriría un menoscabo terminal.
Aunque el retorno de Pinochet a Chile fue concebido como un espectáculo triunfal
(2000), su currículum criminal incomodaba, lo mismo que astillaba la imagen de una
derecha desprovista de las credenciales de respetabilidad que buscaba. Algunos años
más tarde, debido a las denuncias por corrupción que se sucederían tras el
descubrimiento de cuentas secretas en el Banco Riggs, su principal apoyo partidario (la

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UDI) adoptaría una cómoda distancia respecto a Pinochet lo mismo que sobre su
legado.
A Lagos le correspondió el papel de formular una política oficial de Derechos
Humanos en la medianía de su gobierno (No hay mañana sin ayer). Aunque omitió la
memorialización física como elemento reparatorio, si pensó en los Derechos Humanos
como recurso educativo. A su administración le correspondió el mérito de haber
escuchado, reconocido y recompensado a aquellas personas que siendo agredidas física
o psicológicamente por agentes del Estado, sufrieron sin consecuencia de muerte.
Recordemos que el Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura
(2004) estimó en casi 30.000 las víctimas calificadas. Posiblemente su matriz socialista
le imponía una memoria distinta sobre el periodo dictatorial, aquella que tenía más
presente las torturas en época de prisión que sufrieron quienes fueron perseguidos por
participar o apoyar al gobierno de la Unidad Popular.
Así como cambia el desempeño del poder judicial y en menor medida el
cometido de los medios de comunicación, también se modifican las relaciones entre
ciudad y memoria bajo la nueva administración de tímido carácter socialdemócrata
(Aguilera et al. 2010). Al respecto, la mayoría de los proyectos de memorialización
física se iniciaron, pero no se concluyeron bajo su administración. En nuestro criterio,
su administración entendió dichas obras como parte de una obligación cívica que
avanzó hacia el centro decisional de Santiago aunque su desembarco nunca dejó de ser
conflictivo.
Como era presumible esperar, los proyectos materializados de memorialización
física inauguraron una nueva presencia en la ciudad. Mientras hasta ese momento eran
minúsculos un número y tamaño, su expresiva materialidad ya no quedaría más
confinada a recintos de acceso restringido (cementerios o parques) sino que podía, por
ejemplo, dislocarse hasta revestir un puente en franco estado de deterioro (Memorial del
Puente Bulnes), o ambicionar, utilizando la transparencia del vidrio, una implantación
en contigüidad a recintos militares en activo (primera localización prevista para el
Memorial de las Mujeres).
Bajo la administración laguista se desarrolló también, una segunda línea de
memorialización (Cáceres et. al, 2009). Aunque su gobierno no podría ser acusado de
“allendizar” las políticas de reparación simbólica, la figura del presidente mártir –
socialista para más señas- está presente con la inauguración de una escultura en su
homenaje y con la reapertura de la Puerta de Morandé 80. Dosificado en gestos

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plausibles, su presencia se verá multiplicada cuando Bachelet museifique el Salón
Blanco de La Moneda, subsidie actos artísticos recordatorios de su personalidad y
colabore activamente en la instalación de la Fundación Salvador Allende en un edificio
fiscal entregado en comodato que, por lo demás, resultó ser un ex centro represivo.
Si sumamos todo lo anterior, sin aludir siquiera a lo que ocurre en regiones y
provincias, no es extraño que la segunda mención honrosa en el Concurso Museo
Nacional de la Memoria, adopte la imagen de Allende como hito para su proyecto. Lo
notable del caso, prueba de una allendización capilar que se extendió por amplios
sectores de la sociedad chilena, fueron las escasas objeciones hacia lo que podríamos
entender como una colonización allendista de la imagen de un Museo Nacional. Con
todo, incluir a Allende como emblema del Museo obligaba, como mínimo, a expandir
sus límites más atrás del 11 de septiembre de 1973. Dicha ampliación, que significaría
abrir una caja de pandora de consecuencias incontrolables para los promotores del
Museo de la Memoria, fue desestimada como alternativa.

Bachelet o la memorialización desde arriba


¿Qué podemos decir sobre el componente memorialización física en la política
de Derechos Humanos vehiculizada durante el gobierno de Bachelet (2006-2010)? El
reporte es en muchos sentidos continuista: a) Al Programa de Derechos Humanos
dependiente del Ministerio del Interior se le sumará una nueva instancia coordinadora,
directamente dependiente de la presidencia, –la Comisión Asesora Presidencial de
Derechos Humanos. Inaugurada a propósito del escándalo por las falsas identificaciones
de cuerpos en un patio semi-abandonado del Cementario General, jugó luego un rol
centralizador de las iniciativas al mismo tiempo que impulsó el hito urbano de memoria
más notorio de la capital –el Museo de la Memoria-, b) Los proyectos se multiplicaron
por la ciudad y su despliegue se justificó bajo una razón reparatoria, c) La envergadura
física de cada proyecto los ha confirmado en su visibilidad y centralidad al punto de ser
considerados como parte activa de algunos recorridos patrimoniales, d) La mayoría de
las iniciativas se concursaron multiplicándose las autorías, en especial de artistas y
arquitectos, e) Los concursos fueron financiados por un ramillete de Ministerios y su
materialización se estableció de consuno con las organizaciones que los solicitaron (a
veces bajo la modalidad adjudicación directa), f) Todos los proyectos involucraron una
dimensión artística, de alcance variable, pero en cuya metodología de creación
colaborativa se incluyó a los familiares de las víctimas , g) Al menos uno de los

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Concursos, que corresponde a un Monumento Histórico, fue convocado por el Consejo
de Monumentos Nacionales y h) La ampliación en el registro estatal de incumbencias
incluyó proyectos de memorialización promovidos por Municipios (Isla de Maipo y
Huechuraba).
Cualquiera sea el balance, los proyectos nos hablan de una concomitancia
fundamental. Estado y sociedad civil se articularon en iniciativas conjuntas que no
obstante fricciones puntuales y retrasos de toda índole, se inauguraron con esmero.
Como ya fue dicho, el interés de Michelle Bachelet por proseguir lo diseñado por Lagos
le significó lidiar con la crisis de las identidades equivocadas del Patio 29 y con el
escándalo de un puñado de beneficiarios injustificados.
Incluso más recordaciones físicas se edificaron con fondos públicos (de diverso
origen), bifurcándose en operaciones microscópicas lo mismo que en establecimientos
de envergadura. Las operaciones se inscribieron en una lógica cultural más amplia, que
inclusive catapultó a algunos sitios a la condición de hitos visitados durante el día del
patrimonio (por ejemplo, el ex cuartel secreto de la Dina, “Yucatán”, en calle Londres
38 en pleno centro capitalino).
Otra tendencia, se expresó en el interés por avanzar en la socialización cotidiana
de los valores que el respeto a los Derechos Humanos debiera concitar. Ya no se trató
tan solo de recordar simbólicamente frente a una forma construida de carácter singular.
Para saldar dicha deuda, el 2010 fue inaugurado el Museo de la Memoria también
llamado Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos.

Reflexiones finales
Chile se ha elevado en más de una oportunidad a la condición de experiencia
paradigmática. Tanto para entender un proyecto político de izquierda por la vía
democrática en los 60, para esclarecer la figura del dictador implacable, y luego, en
tanto que dinámica “ejemplar” de transición a la democracia. En la actualidad pareciera
que Chile vuelve a erigirse como un proceso singular de memorialización
postransicional sellado por una proliferación de marcas de signo reparatorio - más de la
mitad de los memoriales de derechos humanos construidos al 2006 habían sido
inaugurados a partir de ese año- y acompañado de procesos judiciales con condenas
inéditas por su abundancia -los procesos judiciales contra los ejecutores de Terrorismo
de Estado proliferan y el número de condenas impresiona-.

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Al menos en Santiago, hoy podemos encontrar varios espacios memoriales
dedicados a la recordación del pasado autoritario que se caracterizan por estar abiertos
al público. Son lugares recuperados y gestionados por las agrupaciones de DD.HH, pero
que cuentan con subsidios estatales. Contra lo que muchos vaticinaban, el gobierno de
derecha encabezado por Sebastián Piñera, ha buscado legitimarse prolongando
programas y proyectos forjados en el ciclo de memorialización anterior.
Con todo, un recorrido por los lugares públicos, que de ex centros de
detención y tortura de la dictadura han devenido en espacios de memoria, permite
concluir que su administración recae, principalmente, en agrupaciones de ex presos y
familiares de detenidos de desaparecidos.
Resultado de acciones estatales reactivas de carácter reparatorio (después de
largas luchas los lugares son primero recuperados como bienes fiscales de uso público y
luego entregados en concesión de uso gratuito), su estado actual incluye una paradoja: la
discusión sobre qué hacer con estos recintos del horror ha recaído generalmente sobre
un grupo muy particular de la sociedad, quienes, generalmente, sufrieron las más
crueles violaciones a los derechos humanos.
Estos espacios, cuyo éxito más bien tendemos a confirmar, tienen el desafío de
abrirse a una discusión más amplia, que convoque a más actores sobre lo que finalmente
está en juego en la recuperación y resignificación de estos lugares. ¿Qué está en juego?
el esclarecimiento de la verdad, la búsqueda de justicia y el debate sobre la democracia
que queremos.

Bibliografía
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