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Mechthild Albert
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Daniel Escandell Montiel
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Aníbal González
Yale University, New Haven
Klaus Meyer-Minnemann
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Daniel Nemrava
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Emilio Peral Vega
Universidad Complutense de Madrid
Janett Reinstädler
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IV. Literatura en la literatura: los últimos cien años y los “maestros”......... 293
Conclusiones............................................................................................ 547
Entre 1996 y 2018 no pasó mucho tiempo sin que se presentara otro libro
de un flamante autor hispanoamericano sin fronteras en Madrid, Ciudad de
México, Buenos Aires, Bogotá, Ciudad de Guatemala o Miami. Se los celebra
por creer que como anda el mundo ya no se podrá escribir historias que no
sean inquietantes e ignoren ese mundo o la ética de representarlo. Se tiende a
ser poco crítico con las novedades del nuevo establishment, por temor de que
se crea que uno es anticuario. Si por definición e históricamente las obras des-
obedientes son de autores indóciles, hoy se trata de cómo superar lo atrayente
o efímero, emular los clásicos a su manera y evitar quedarse en un purgatorio
con afanes de veracidad. En ese abismo, junto al cierre de librerías, la novela
solo tiene relación con otros enredos de la fábula, u ocupa un limbo en que el
yo de la narración no es extraño al yo que narra. Verla así es creer en que sus
autores no hacen otra cosa que matizar una sola obra con poder compensador,
mortificados por influencias y cambios culturales, y por su mito personal en
un mundo digitalizado. Vale recordar lo que le dice uno de ellos, el chileno
Alejandro Zambra (1975), a Mauro Libertella: “Estoy muy en contra de la
angustia de las influencias. Creo que si las influencias te angustian es porque
eres un pelotudo” (2015: 73). Discípulos y maestros 2.0 se conceptualiza desde
varios lados de la historia cultural de la amplia nueva literatura mundial. Si ya
no se puede leer, hacer crítica o historia literaria como antes (argumento ge-
neral de Jacques Rancière, que reviso según ideas de Amy Hungerford y Hans
Blumenberg), es ingenuo postular que antes se leía sin oxigenación. Si hoy no
se lee como en 1996 o 2018, no es porque la novela actual es mejor o peor
sino porque la experiencia y tradición acumuladas exigen más, aun al volver a
leer una obra admirada. Tampoco se puede seguir concentrándose en rupturas
y otras negaciones sin ver lo positivo. Más bien, es el principio de otro fun-
cionamiento porque los nuevos y sus lectores leen sin importarles las rencillas
de críticos añejados o la volatilidad con que ellos expresan su contradictorio
desprecio del Mercado o la Academia.
Paralelamente, el misterio y complicación de cómo se construye una narra-
ción sigue obsesionando a autores, lectores y, valga el pleonasmo, a las obras
mismas. Esa persistencia surge de la inmediatez con que se cree que la globali-
zación de ideas no tan nuevas confiere sentido a la existencia. La película Más
extraño que la ficción (Stranger than Fiction, 2006), que alude a una frase sobre
la verdad del Don Juan de Lord Byron, mostró que apegarse a un concepto
extravagante, que nunca se apoya completamente en su historia, reduce la na-
rración a un intento válido pero fallido. Omitiendo a Cervantes y Unamuno,
en esa cinta el protagonista, consciente de que la novelista cuya voz oye lo
quiere matar, acude a un crítico literario para aprender sobre su aprieto; nada
más patético en este momento de “identidades porosas” y plagio contumaz. La
lección por cultivar no es la imperfección de similares designios, o que estos
se muevan dentro de su propio concepto, sino la insistencia en esas tentativas.
Esto ocurre al debatir si la narrativa hispanoamericana actual es menor o pe-
queña, supeditando los hechos empíricos y espacios sociales de esa condición a
la abstracción de la teoría literaria y sus guardianes. Por esos giros los capítulos
cuatro y cinco muestran que el vuelco actual hacia el arte dentro del arte (in-
cluido el visual) se comunica con el público afectiva e intelectualmente, sobre
todo cuando las explicaciones que se muerden la cola proveen solo un sabor
de la obra.
Si uno se guía exclusivamente por la ingeniería editorial y los premios,
la atención de las últimas dos décadas a los nuevos narradores continuará,
aproximándose a los nuevos del viejo boom. Esa progresión tiene paralelos y
antecedentes en el interés inicial por el boom de los años sesenta en el centro
editorial que era España, donde recientemente el número de libros publicados
ha disminuido un poco, mientras aumenta en Hispanoamérica. Los primeros
dos capítulos dan cuenta de varios problemas implícitos en esos desarrollos,
entre ellos resemantizar el gravamen de los clásicos y de narradores u obras
olvidados, repensando todos los contextos, porque no hay justicia literaria en
una época polarizada (según Parks 2017). Amplío el peso de la enseñanza de
los maestros (matizando ideas de George Steiner y Rancière) en esas querellas
rado. Por eso la crítica debe concluir que ella misma es arbitraria, y no solo
por admitir un sinnúmero de contraargumentos. Estos tienen una relación
con cómo se interpreta la nueva (llamarla “joven”, “última” y “reciente” es
igualmente difuso, relativo y subjetivo) narrativa en su cultura de producción,
o donde más se comercializa, y por estas ambivalencias un gran número de
autores desfila por este libro. Intento entonces yuxtaponer sucesos dispares
que recalcan interconexiones subyacentes, para sugerir una nueva manera de
pensarlas.
En poco tiempo la narrativa neófita muestra cambios genuinos, avances
pequeños y grandes retiradas, victorias y pérdidas, valores permanentes y lo-
gros técnicos comparativamente pasajeros. Entre esos vaivenes conocidos y
obligatoriamente relativos la narrativa posmoderna pierde su hegemonía, pero
quedan señas de su identidad y de críticos que valorizan su presencia hispa-
noamericana sin contextualizarla con la contemporánea (Rincón 1995). Lo
mismo ocurre con el compromiso y el esteticismo intransigentes, eternos gajes
del oficio. Conjuntamente, hoy se cuestiona menos la validez de la cultura
popular, y, al volver a la palestra la “literatura en la literatura” (que dejaré de
entrecomillar), sus ejes librescos ocasionan mayores rechazos debido a su larga
historia. Esa metaficción, erróneamente considerada posmoderna y casi exclu-
sivamente estadounidense por Rincón (1995: 147-155), confunde la autoex-
presión (que es toda sobre uno mismo) con el arte (que con más generosidad
nos habla a nosotros, aunque no sepa que oímos). La cultura para las masas,
preocupación anterior a la idea de Umberto Eco de 1964, amenaza con refor-
mular la cultura de las masas. Ninguno de estos embrollados impulsos desa-
parece completamente, hecho inevitable en una cultura con mayores medios
para fijar lo perenne que puede producir la literatura.
Parece mucho menos cierto —como exponen los primeros capítulos, es un
asunto de tiempo— el impacto de estos narradores y sus obras en la recepción
de la narrativa de los grandes narradores (“boomistas” y anteriores), que toda-
vía ocupa el centro de maestría en la práctica misma y ante el público 2.0. Esta
situación requiere examinar esa coexistencia paradójica. Los recienvenidos lle-
van más de veinte años empeñados en establecerse, en armar una agenda en
que su autenticidad personal no se relegue a un segundo plano. Con alguna
salvedad ocasionada por el tiempo (que no debe ser la apuesta final), siempre
es así con los integristas de un gremio. Es necesario examinar entonces el papel
artes; y desde esa entrega es posible entender a nuestros neófitos, sus precur-
sores inmediatos o antiguos, y sus guardianes. Siempre deberé todo a mis
maestras y maestros constantes: a Adrienne, a mis hermanos y sus familias, y
a mi madre.
San Francisco / Madrid, 2019
tón y Esquilo ya notaron que Aquiles y Patroclo eran una pareja romántica,
y las versiones fílmicas no se quedan atrás. Ante esos intereses vale recordar
que Mary Renault contemporaneizó magistralmente un diálogo socrático para
denunciar en El auriga (1953; edición en español, 1986) la discriminación
contra los homosexuales, reanimando mito e historia por medio de toques
psicológicos ingeniosos. Bien se sabe que reescribir, traducir, (pos)modernizar
los clásicos, o teorizar sobre ellos, no son perfeccionamientos recientes sino
actos que se ubican entre la tradición y la traición.
En “Las versiones homéricas” de Discusión (1932), Jorge Luis Borges ase-
vera que “con los libros famosos, la primera vez ya es segunda puesto que los
abordamos sabiéndolos” (239), señalando “la dificultad categórica de saber
lo que pertenece al poeta y lo que pertenece al lenguaje” (240), y concluye
“Repito que ninguna o que todas” (243) las obras de Homero son fieles1. El
último capítulo y la problemática traducción (que examino según nociones de
Andrés Claro y Javier Calvo) al español de algunos novelistas de hoy actualiza
esa visión, recordando que el británico Christopher Logue recreó la Ilíada con
anacronismos y sin saber griego. Su empresa duró cuatro veces más (de 1959
a 1999) que la Guerra de Troya, y desde War Music (1980), Kings (1991) y
Cold Calls (2005) se refirió a sus “adaptaciones”, no traducciones. Medir esos
cambios de percepción, analizar los motivos para seleccionar maestros y ante-
cesores, es tan importante como volver a los documentos y testimonios de dé-
cadas anteriores, porque examinar los términos con los cuales el arte narrativo
ha sido evaluado ilustra el presente y el pasado. Ese examen ayuda a corregir
las distorsiones causadas por polémicas anteriores, como expongo respecto
de La llegada de los bárbaros. La recepción de la literatura hispanoamericana en
España, 1960-1981. Es temerario abandonar esas distorsiones, y no todo el
mundo está dispuesto a creer al revisionista o a los influidos por sus ideas para
disturbar la comodidad de la convención.
Cierta euforia actual por la postrera narrativa hispanoamericana, especial-
mente la novela, existe por ignorar o desdeñar varios hechos histórico-litera-
Borges 1974: 239-243. Más expansivo es Alfonso Reyes en “De la traducción” (Reyes 1962:
1
“La mayor parte de esos libros y sus autores no puede permitirse quizás el lujo
de intentar la novela total del boom, como no pueden permitirse el lujo de la
revolución que embriagó a sus mayores” (2017: 14).
Se puede hacer la precisión de que si la literatura del continente “se ha ido
despolitizando” es porque se ha dirigido a su propia política, sin las ideologías
divisorias del apogeo de Vargas Llosa como autor, pero en términos generales
su pronóstico es correcto y lo importante es notar que puede haber consenso
intergeneracional sobre visiones clásicas del género. Así, Tony Tulathimutte
se opone a la corrección política y genérica mediante la cual su generación de
mileniales (etiqueta para la ampliación de ensimismamiento, apatía, ambición
creativa vanidosa y problemas de vivienda al extremo de que se creen emble-
máticos; expresada en un estilo Facebook/Twitter contaminado con mayúscu-
las y tachaduras) no logra producir una novela que la represente, porque “la
idea de que una obra maestra de una talla para todos es contraria a la forma
de la novela” (2016: br37). Por su parte, el peruano le añade a Rodríguez
Marcos: “Todos los perfeccionistas han visto siempre la novela con reticencia
porque es un género imperfecto […]. La novela es el retrato de un mundo en
el que la imperfección es la norma. Por eso refleja tan bien una sociedad en
permanente movimiento” (6). No extrañamente, el difunto Philip Roth asu-
mió la misma perspectiva con la misma energía.
El potencial de crear clásicos instantáneos es factible, y encomiable, si du-
ran hasta el siglo xxii, asevera calculadamente Carlos García Gual (2013). Por
esto, indagar en una historia más precisa y contextualizada de nuestra narrativa
—consciente de que es imposible, y de que aunque lo fuera, una historia que
no excluya a otros narradores que escriben en español sería ridícula— como
propongo, pondrá las hipérboles y el asombro perpetuo ante los apóstatas en
perspectiva. Raymond Williams arguye en sus ensayos sobre los clásicos que la
diversidad democrática y el tratar de engañar a la autoridad se deben al propio
alto alfabetismo que los rechaza. Por ende considera que, si los clásicos deben
ser separados de la autoridad por medio del proceso de entender cuáles son
las potestades auténticas, también debe haber intentos de colaboración y con-
vergencias honestas, de disciplinas basadas en material reciente (2001: 276).
Por eso quizá no sea inconsecuente que bajo el título “Con A de América, con
B…” Babelia (26 de noviembre de 2016) compuso una especie de diccionario
literario básico, con breves entradas de literatos conocidos y poco conocidos
sobre varios temas, sin un propósito claro o coherente. Sin embargo, los au-
tores establecidos parecen saber a qué público se dirigen, y con base en ese
criterio voy a emplear oportunamente sus opiniones, más que definiciones.
Si en otros capítulos matizo lo que se entiende por maestros, jóvenes y dis-
cípulos, en este cabe más distinguir entre narradores actuales, clásicos y con-
temporáneos. Este último tiene el mérito de denotar un período, por vago que
sea, sin implicar criterios de valor o connotar una estética específica que asuma
un monopolio sobre otras. Nótese la similitud entre los requisitos para un
clásico y los criterios para las obras maestras, que según Charles Dantzig “sont
si peu communs que chacun semble un absolu. Aucun ne ressemble à l’autre,
aucun de ceux qui viendront ne será pareil à ceux d’avant. Le chef-d’oeuvre est
une rupture; de la médiocrité. Voilà pourquoi il peut choquer. La médiocrité
est la plus nombreuse” (2013: 31). Si esas categorías tienden a fluir y compar-
tir cualidades, al emplearlas indistintamente, como buena parte de la crítica
actual, se pierde autores y obras. Es necesario conocer más de los actuales, pero
equipararlos con los clásicos o juntarlos a ellos es nutrir la amnesia, porque la
narrativa clásica se basa en la transmisión de largo alcance (no necesariamente
de siglos), de la inscripción de autor y obra en una continuidad, en una esté-
tica e historia. No obstante, desde los años ochenta la tendencia sigue siendo
buscar clásicos sin cesar entre los contemporáneos, como si lo que se había
propuesto hasta entonces no satisficiera verdaderamente.
Desde esa perspectiva y este capítulo rescato o presento a varios autores
y novelas olvidadas, desdeñadas o postergadas en las Américas y en España,
poniendo en perspectiva el “choque de lo nuevo” en el cambio de siglo pasado
y lo que va de este, para formar una historia literaria apoyada en realidades
supeditadas. Como muestran esas novelas, es mejor hablar del “choque de lo
viejo”, porque no hay en ellas o en la conceptualización de sus autores alguna
noción de que, en el apuro hacia el progreso narrativo, el pasado quedó lejos.
Por eso vale volver a un clásico contemporáneo. En su Autobiografía (1970),
publicada en español a 29 años de su original inglés (lapso pertinente para
mis discusiones), Borges recuerda: “Al contradecir mi gusto por lo patético, lo
sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son
más convincentes. Si se me permite una afirmación tajante, diría que Bioy me
fue llevando poco a poco hacia el clasicismo” (116). Para 1970 la crítica había
comprobado que su obra no era “clásica” en el sentido convencional. Borges
es hoy varias veces un clásico, y no solo por referirse en su obra a los textos que
se percibía como tales (casi nunca habló de un contemporáneo, de sus últimos
años, o del futuro de la narrativa) y subrayar sus rasgos, como comprueba
García Gual (1990: 193-196; y con mayor amplitud en los capítulos “Leer a
los clásicos y elegirlos” y “Borges y los clásicos de Grecia y Roma”).
Por su parte, Italo Calvino recuerda que del epos de Borges “no forma parte
solamente lo que se lee en los clásicos, sino también la historia argentina”
(1992: 245); aunque cuando en “Sobre los clásicos” de Otras inquisiciones
Borges concluye que aquellos son transgeneracionales, se refiere al universo,
no a una visión nacional. Las numerosas conceptualizaciones en torno a la evi-
dente paradoja borgiana de ser todo y nada para todos y nadie es un emblema
del clásico hispanoamericano. Otro símbolo de nuestros clásicos es una idea
subyacente en las consideraciones del crítico inglés Frank Kermode en torno al
vocablo. Para él, hablar de un clásico significa hablar de un texto que ha evadi-
do restricciones locales y provincianas. O sea, el scriptor classicus ya no escribe
solo para las clases altas, ni el scriptor proletarius para las no pudientes. Es más,
los tabúes de los lectores son menos fastidiosos que los comisarios críticos,
censores académicos y conglomerados editoriales. Detrás de esas encrucijadas
y conceptos encontrados yace el problema de definir nuestros clásicos, cuya
recepción contemporánea examino, para evitar repeticiones, desde la narrati-
va del cambio de siglo y la actual, predominantemente en la prensa cultural.
Otro problema es que la crítica académica española e hispanoamericana re-
cientes están de espaldas unas a otras, y ocasionan “clásicos” espontáneos que
dejan de existir en pocos años.
En España, y en menor medida en Hispanoamérica, parece imposible ha-
blar de lo que ofrecen y significan esas narrativas sin hacer referencias directas
o rebuscadas a los clásicos del boom y a sus autores como estreno de sociabi-
lidad intelectual; un hecho notado ampliamente por críticos y comentaristas
dentro o fuera de España, y constantemente por varios autores hispanoameri-
canos o latinoamericanistas que viven allí. Por compilaciones que llevan unos
tres lustros de balance y liquidación, como Palabra de América, La llegada de
los bárbaros y Los escritores y la creación en Hispanoamérica, todas de 2004, hay
un “antes y después” de los contornos estéticos y sociopolíticos de la esfera cul-
tural que da forma a la actual. Era de esperarse ese desarrollo, porque ciertos
atavismos hacen creer que el origen de un autor o movimiento, de una manera
(2018: 15). Junto a la fábrica del lenguaje que examina Pablo Raphael existe
una fábrica de valores y doxa técnica poco sutil, producto derivado del habla
universitaria que le pediría a Trilling “verdad científica”, cuando la suya es más
vigente que la crítica que le sigue. Esta no expresa su radicalismo progresista
en acciones en la calle sino en discursos que derechistas, con gestos culturales
basados en políticas de identidad que se asignan el estatuto de víctima, sin la
confianza para asumir cambios o la humildad para dialogar con otros.
Esas son palabras mayores y si es así y se añade que todo Occidente tiene
actualmente un estilo internacional, noción que aprueba e intenta compro-
bar Adam Thirlwell y su cuestionable idea de que toda novela es traducible
(2008: 226, 269-277), ¿dónde está “lo nuevo” y el posible clásico si ya se
escribió las “grandes obras”? No hay que guiarse por comentarios como los
de Harold Bloom a El País en diciembre de 2014, que sostienen que en la
literatura actual no hay nada “radicalmente nuevo”. Por la reverencia que se
le tiene, aparte de la lectura filosófica de Josu Landa en Canon City (2010),
que corrige magníficamente su “lista”, no se le pregunta qué ha leído de esa
literatura, ni se le pide matizar, ocasionando tautologías que no cuestionan su
valor como crítico. Sí, pretende hablar de la narrativa mundial de hoy, pero
como le precisa Enrique Vila-Matas, narrador tajantemente singular si lo hay,
“ser ‘radicalmente nuevo’ no significa ser original. Ser ‘radicalmente nuevo’ ha
acabado siempre mal y está, además, tan visto como el tebeo, o como la novela
‘basada en hechos reales’”.
Como asevera Parks en su revisión de la resurrección de la proecupación
por el estilo, este se afirma por una estricta relación con los lectores especí-
ficos, y mientras más se lo diluye o extiende, particularmente para lectores
de lenguas extranjeras, lo más difícil que es para un texto de cierta densidad
estilística ser exitoso (2015: 85).
Como asevera Parks en su revisión de la resurrección de la preocupación
por el estilo, este se afirma por una estricta relación con lectores específicos,
y mientras más se lo los diluye o extiende, particularmente para lectores de
lenguas extranjeras, lo más difícil que es para un texto de cierta densidad
estilística ser exitoso (2015: 85). Buena parte de la narrativa contemporánea
—incluso la llamada emergente, exótica, global, marginal, menor, pequeña o
periférica— fetichiza el estilo como ansiedad constante, con prosa que pone
su firma, establece su autoridad aparatosa con perspicacias, metáforas, pala-
bras insólitas y diálogo perpetuamente animado. ¿Quién dice que hay que
ser “radical” a cada rato, cuando el estilo puede limitar al alma? Los nuevos,
sobre todo los latinos estadounidenses que no escriben para reiterar clichés
etnocéntricos, están muy conscientes del fallo de las fantasías transnacionales,
y tal vez por eso no pueden evitar la paradoja de que, para albergar un sueño
transnacional, se requiere una recuperación de la patria chica, aun en una
4
Álvaro Miranda Hernández, “Panorama de la novela colombiana entre 1999 y 2009”
(2011: 83-111), y Juan Carlos Botero, “¿El mejor después de Cervantes?” (2003: 4), defensa
innecesaria de García Márquez. Cristo Rafael Figueroa S., “Colombia, caminos recientes”
(2002: 4) es especulativo. Vásquez es más exacto por la “deliberada persecución de modelos”
(67) que nota en Cien años de soledad, “Malentendidos alrededor de García Márquez” (2009:
61-72). No faltaron los merecidos elogios al maestro cuando falleció, el 17 de abril de 2014.
micas que los sustentan, como ocurrió con Ricardo Piglia (1941-2017) y otros.
En España, aparta de mí estos premios (2009), Fernando Iwasaki (Perú, 1961)
satiriza y vivisecciona una condición que sigue afectando a los nuevos narradores
que se establecen en España. No obstante, la ironía es que hay que reconocer los
premios para rechazar su valor, y hay que ganarlos para que la falta de respeto
tenga valor (simbólico, no de mercado). Visto en términos de Galenson (2006:
169-171) se puede creer que los narradores que se aprecia, ya fallecidos, redes-
cubiertos o muy mayores, llegan a ese reconocimiento porque simplemente no
eran tan buenos como sus contemporáneos, o no fueron buenos hasta tarde en
sus carreras, lo cual tampoco explica el vanguardismo recuperado de los años
veinte y treinta, o el de Aira. El hecho es que el discípulo no se convierte en
maestro automáticamente, porque la creatividad requiere tanteos, deducciones
accidentales (Galenson 2006: 163-164) y lleva tiempo para dar fruto, y por lo
general no se debe a un defecto de personalidad, distracción o falta de ambición.
Los premios, más que permitir al galardonado expresar su agradecimiento
o postura política (como en su momento Vargas Llosa), son fuentes de iro-
nías. Al ganar la XIII versión del hoy cuestionado Premio Rómulo Gallegos
en 2003, Vallejo, no muy nuevo y más conocido por La virgen de los sicarios
(1994) y sus astutas biografías que por El desbarrancadero (2001), con el que
ganó ese galardón, aprovechó para despotricar contra García Márquez. En
esas luchas nacionales se pierde de vista a narradores como Gamboa y Los
impostores (2002), o a Abad Faciolince, cuya Basura (2000) examino en el
quinto capítulo. Estas obras ratifican cierto consenso sobre cómo los nuevos
colombianos se distancian de sus antecesores nativos, aunque Restrepo vende
tanto dentro como fuera de su país. No hay reglas, porque entre 1992 y 2011
Mario Mendoza (1964), autor de once libros que salen poco de su país, y su
vilipendiado Satanás, confirman que la novelería escrita no siempre vende,
y que la crítica aglomera autores más por temas nacionales que por enlaces
conceptuales5.
Coincido desde el principio con una revisión de Pascale Casanova sobre
las literaturas nacionales, actualización de su La République mondiale des
lettres (1999). Comparto su acierto de que en la lucha por diferenciarse o ser
reconocidas, las perspectivas nacionales producen aun más identidad; y si se
5
Así la violencia y el ambiente urbano: Susanne Hartwig (2007: 187-214). Mejía Rivera
(2001) ofrece un enlace más convincente al concentrarse en Abad Faciolince, Franco y Gamboa.
parentes a sus antecesores, como las de Jorge Volpi (1968) a Fuentes. Bolaño,
a su vez, no vio en Fuentes a un maestro, y el mexicano lo siguió desdeñando
con creces hasta su muerte, en 2012. Este proceder puede ser una dialéctica
penosa y previsible entre maestro y discípulo y en ningún caso ha sido tan
evidente como con Fuentes, como paso a comprobar.
Aura (1962), e incluso La región más transparente (1958) o la misma Zona sagrada,
Cambio de piel parece un tanto prolija e inútil. Fuentes todavía llevará a sus últi-
mas consecuencias esta estética de la desmesura en Terra Nostra (1976) [sic], pero
ahí la madurez y riqueza del proyecto alcanzarán un nivel insuperable gracias al
fragor del estilo, la grandiosidad de la estructura y las resonancias de la Historia
dentro de la historia (56).
si los amigos del maestro serán valientes y reivindicarán los logros su larga ca-
rrera. (Al fallecer García Márquez, no faltó un autor como Paz Soldán que dijo
que leer Cien años de soledad lo condujo a ser escritor; más o menos lo mismo
que dijo sobre Fuentes, y quizás exprese algo similar cuando falten otros, lo
hayan respaldado con notas de contratapa o invitaciones o no. Pero en 2017
Harwicz se permitió decirle al oficialista El País que no pudo terminar Cien
años de soledad.)
Respecto a la imagen extraterritorial que Fuentes proyecta en su país, Vol-
pi eliminó la siguiente oración de su original: “No obstante, lo que termina
sucediendo es que en uno y otro caso tanto su mirada universal como su
nacionalismo de exportación terminan teniendo algo hueco, una especie de
vacío impide su consolidación real” (58). Raro es el crítico de Fuentes que
ha manifestado esa realidad de manera tan directa, y a la larga Volpi termina
siendo, por lo menos aquí, mejor crítico que el maestro y sus contrincantes.
No obstante, y no voy a repasar esa polémica, cabe preguntarse por qué Volpi
eliminó tres cuartes partes de la última página de su original, subtituladas
“El ‘guerrillero-dandy’”, no extrañamente el título de una memorable crítica
de 1988 de Enrique Krauze en Vuelta, reproducida después en la liberal The
New Republic, con consecuencias que aún hoy afectan el legado del maestro
mexicano que fue. De esa manera terminó el siglo veinte en torno a un maes-
tro reconocido del boom, y si el asunto empeoró para Fuentes en este siglo es
porque los otros maestros o se callaron o mantuvieron cierta calidad, como
Vargas Llosa.
Echevarría (2002b: 2) se pregunta con razón si el exotismo, a pesar de sus
lastres, no constituyó el reclamo con el que la literatura hispanoamericana
“adquirió frente al mundo carta de naturaleza y alcanzó difusión internacio-
nal”. Sí, pero lo que muestran los narradores del cambio de siglo por encima
de todo es que cualquier pretendiente a clásico, así no sea su intención serlo,
nunca se estanca en las lecciones del maestro. Esperanza López Parada, en la
mejor discusión de su momento acerca de la recepción de la narrativa hispa-
noamericana a comienzos de siglo, asevera frontalmente, y en contra del en-
tusiasmo español por algunos autores de la agrupación en torno al Crack, que
“el lector español lo ignora prácticamente todo de una línea sólida de escritura
que camina desde el experimentalismo metaliterario de Salvador Elizondo [...]
hasta toparse con el desenfado un poco melancólico” (11) de varios autores
que pretenda trazar una semblanza unívoca para regiones tan desmembradas y
tan múltiples” (2001: 11). Otros factores que discuto ubican esa producción
en la nueva literatura mundial metaficticia. Pasamos por un momento similar
al anglófono, en que según Greaney “es un tema recurrente de estas novelas
que los que proclaman la muerte del autor tal vez tengan sus propias razones
siniestras para abogar por la amnesia voluntaria de los orígenes de los textos”
(2006: 82), mientras Fusillo lo discute en términos de la transfiguración del
autor y la estética implícita de ellos (2012: 139-152). Desde la “falacia inten-
cional” de Wimsatt, Beardsley, Barthes, la teoría de la recepción, el posestruc-
turalismo, la deconstrucción, etc., es ingenuo imaginar que el significado del
autor cuenta por algo, aunque exista. Por eso sorprende que en noviembre
de 2014 Babelia publicó artículos sobre cómo “la realidad asalta la ficción”,
o preguntó si “se impone una literatura basada en hechos reales”, sin matizar
los desarrollos posteriores a las novelas estadounidenses no ficticias del siglo
pasado. Es una tendencia mundial que Gustavo Guerrero (2018: 183) subes-
tima, así como sobreestima sin referencias precisas la “vuelta a lo político” y
“el regreso de lo nacional”, que contrasta con que el 6 de febrero de 2015 The
Wall Street Journal dedicara dos páginas enteras al tema “La ficción se enrare-
ce”, subtitulado “Relatos tergiversadores de género que combinan fantasía y
realidad se convierten en bestsellers” (d1-d2).
Contra Barthes y Foucault, toda narración escrita pertenece al autor, y
desautorizarla permite lecturas narcisistas que afirman solo el valor del yo en
su propio espejo, según varias exigencias sociales que no desean desafíos. De
lo que no se habla es de que la “muerte del autor” pregonó el nacimiento del
pensador teórico, el “maestro” cuya autoridad solo aumentaba mientras más
se cuestionaba la autoridad, olvidándose de que Barthes aborrecía la crítica
centrada tiránicamente en la persona, historia, gustos y pasiones del autor.
Según Greaney, para los autores anglófonos, entre ellos un admirador de Bo-
laño, Banville, “la teoría posestructuralista se ha convertido ya en manifiesto
del plagiario, ya en coartada para charlatanes e impostores, ya en primera
plana para criminales. A la vez, ninguna de esas novelas propone un regreso a
un modelo prebarthesiano de la autoría, porque ninguno de ellos puede res-
ponder a la pregunta de dónde termina la textualidad y comienza la identidad
autorial” (2006: 82). O sea, la metaficción es una práctica que envejece mal,
que puede producir novelas que son a la vez pasadas de moda y visionarias. O
se esfuerzan por ser malas, y en varios de sus giros se preguntan si son buenas,
para adelantarse al lector. Pero en un momento en que las novelas son refu-
gios de papel y descansos de la pantalla de la computadora, algunas de ellas
satisfacen.
También es un hecho que las generaciones inmediatamente pasadas y las
más recientes no se han adherido al relativismo asociado con las prácticas
narrativas inmediatamente posteriores al boom. Las que eran estrictamente
“novelas de la lengua” o “del lenguaje”, de Néstor Sánchez (1935-2003) y
otros, solo pueden ser “clásicas” si se comienza a jugar con términos afines
como canon, obra maestra, magnum opus, paradigma, prototipo, tour de force,
estándar. Si López Parada tiene razón al enumerar las prácticas culturales uni-
versales que tuvieron gran influencia en las generaciones del cambio de siglo
(2001: 10), al hacerlo reemplaza un mito con otro: hoy nuestra modernidad es
obviamente más (foto)copiada que periférica. Por ser coadyuvantes, los nue-
vos no pueden cometer un parricidio total, así como las novelas de Sánchez
(las más conocidas, publicadas entre 1964 y 1973; algunas reeditadas este
siglo) fueron solo una oposición poético-esotérica al boom y al realismo del te-
rruño anterior a aquel. No por nada Bolaño y Fresán (menos experto) escriben
sobre México, Volpi sobre Alemania y Rusia, y entre 1992 y 2002 el cubano
Jesús Díaz ambientó tres de sus novelas en Rusia, como su compatriota José
Manuel Prieto (1962) después, desde México. A la vez, en Años de indulgencia,
cuarto volumen de los seis de El río del tiempo (1999, que excluye El mensajero,
de 1991), en que Vallejo repasa su vida ficcionalizada, narra su estadía en el
barrio neoyorquino de Queens, donde se habla al menos 138 lenguas. Este
vuelco trashumante, como amplío posteriormente, se ha convertido en una
norma para los nuevos discípulos, y es una razón de los últimos veinte años
por la cual no es demasiado temprano hablar de ellos.
Según Javier Vásconez (1946) y Leonardo Valencia, quienes escriben res-
pectivamente sobre lugares ajenos a su nacionalidad ecuatoriana y generación
en El viajero de Praga (1996; sexta edición revisada de 2017) y El desterrado
(2000; 2013), el rechazo hacia lmaestros del boom contiene varios absurdos,
porque ¿para qué repelerlos, si la misma tradición, redescubierta, pone en su
sitio a sus autores? Vásconez y Valencia corrigen el impulso fundamental del
“antiboomista” al recordar que se trata de revisar la visión del narrador super-
lativo, no de definir héroes literarios actuales. Como veremos, un novelista se
7
Véase García Gual, “Relecturas modernas y versiones subversivas de los mitos antiguos”
(2011: 241-267). Se sabe poco de la reescritura actual de los mitos; por ende, el asalto a los
clásicos grecorromanos y la tradición por el populismo académico anglófono, que examinan
Victor Davis Hanson y John Heath, “Who Killed Homer?: The Prequel” (Hanson/Heath/
Thornton 2001: 239-297). La falta de originalidad de los lectores recolonizados de la nueva
literatura mundial para examinar los clásicos sin politizarlos es evidente en Ankhi Mukherjee,
“’What Is a Classic?’: International Literary Criticism and the Classic Question” (2010: 1026-
1042).
Un “caso” argentino
8
Prácticas que analizo en Bolaño traducido (Corral 2011), con salvedades a las
interpretaciones de Moretti, Bessière y Boxall. Cortés (2015) actualiza su examen del
fin de la edad de oro de la narrativa latinoamericana, relacionándolo con los clásicos y la
contemporaneidad. En los capítulos “Paisaje del mercado” (75-128) y “Paisaje de la nación”
(129-180), Guerrero (2018) reformula brevemente ideas anteriores sobre la “no existencia”
de la literatura latinoamericana, sin contextualizar el tema cabalmente. Burkhard Pol (2000:
43-51), y José Luis de la Fuente (1999: 239-266) —actualizado en su libro (2005: 19-43)—,
robustecen una discusión de Ruffinelli (367-391) y Saúl Sosnowski (393-412) en Ana Pizarro
(1995). Con agenda mundialista, Thirlwell (2016) propone pensar en la literatura mundial en
términos de la traducción, al nivel de la oración y del mercado (5).
cional, porque estos no reconocen a los hijos y hay más de un padre. Es como
si se creyera que su contribución ayudará a asegurar su lugar en un canon de
padres extranjeros, lo cual hace que su mito personal sea superior a cualquier
excelencia real. No disminuyo cómo los impulsos suprimidos exigen una li-
beración casi neumática. El problema no es él ni toda su prosa, que contiene
buenos cuentos y diarios, pero el mundo seguirá perfectamente bien sin esa u
otras obras. Además, dos autores muy ingenuos con creencias o temperamen-
tos opuestos pueden escribir novelas igualmente ingenuas que tendrían efectos
muy distintos en un público mayor, y no solo porque suelen ser malos al retra-
tar escritores como muy perfectos o problemáticos. La narrativa sigue siendo
la actividad para la cual ningún cálculo puede proveer un substituto, y el tra-
bajo del crítico siempre será explicar, no impugnar por qué es así, y la obra de
Piglia optimiza esa tarea. Con autores como él, resemantizados por su editorial
y su recepción española (la prensa anglófona desconoce su fallecimiento), vale
señalar que la legitimación que confieren prácticas materiales, como el haber
sido profesor universitario que enseña sus propias novelas, práctica común, a
decir verdad. Los autores de hoy no son seres indeleblemente carismáticos que
desdeñan la celebridad y significan algo emotivo para el público, como los más
de los “boomistas” y su círculo. Ninguno tiene el caché o muestra la simpatía
de esos maestros (según Aira, es un momento flojo, sin figuras de primer ni-
vel), o de Bolaño, y no es solo por fallas personales9.
Para los años noventa, época próspera cuando se descubre a los nuevos
narradores y algunos de ellos comienzan a mudarse a España, los lectores ibe-
roamericanos no sufrían de nostalgia por la nostalgia, y se salvan los nuevos
que no tapaban sus historias con argumentos epistemológicos sobre las ausen-
cias que habían sufrido, preocupación que dejaban para los viejos narradores
enamorados de seres oscuros que no son superiores a los grandes personajes
del boom. La crítica académica también notaba estos giros, y en 1994 un crí-
tico provee una proyección certera, al escoger narraciones heterogéneas de
varios países y apuntar hacia el siglo presente con base en los jóvenes de enton-
9
El sistema que genera el tipo de resentimiento y desigualdad mal novelizado en Fuguet
tiene explicaciones académicas: véase Murray Milner Jr. (2010: 379-387) y, para lo literario,
Marjorie Garber (2011: 1076-1084) y Jennifer Wicke (2011: 1131-1139). Si un autor tiene
cierta canonicidad se retrata sin animadversión lo que hace, porque la obra no muere por
narcisismo. Por eso siempre serán mejores los infinitos comentarios de Pessoa sobre la celebridad
y el autoconocimiento.
ces: “Hoy los jóvenes narradores llevan su dramático escepticismo aun hasta
la condición originaria del hombre, y se lanzan al rescate del sentido de la
vida humana mediante el ejercicio de ese poder especial, el escribir sin pausa,
como un rito que les permite mostrar, gracias a múltiples desplazamientos, las
dimensiones de lo existente y la pluralidad de lo concreto. De esta manera, re-
curren a la información científica (caídos los positivismos), incluso a hallazgos
recientes, para hacer jugar en múltiples espejos las vidas humanas” (Aguilera
G. 1994: 217). A pesar del tono espiritual de esa crítica, su valor yace en de-
terminar la interacción iberoamericana (como Bolaño), sosteniendo que una
cultura vive en otra mediante la presencia de las matrices que son su base. Diez
años después, limitándose a la Argentina, Damián Tabarovsky escribe sobre
“novelas de exportación” escritas por jóvenes “serios”, concluyendo con ironía
que “son todas novelas bellas, agradables: no molestan a nadie” (2004: 76),
aunque, como se desprende de las conferencias y mesas redondas dedicadas a
ese país en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, el problema
literario nacional sigue siendo atender a las voces del interior ante tanta crisis.
La capacidad del novelista o crítico para darse cuenta de que nunca podrá
lograr un análisis exhaustivo de lo que más ama es por ende la preparación
indispensable para ser clásicos sin clasicismo. El problema mayor es cómo
un nativo cedería ante los tentáculos lisonjeros de la globalización editorial
(Monsiváis 2012), que la ética de los maestros verdaderos no permitiría. Cyn-
thia Ozick distingue severamente las prioridades de autores nuevos y viejos:
“La ambición quiere una carrera, la aspiración un cuarto propio. La ambición
se nutre de atención pública; la aspiración es inmune a las multitudes. En su
juventud los viejos escritores se percibían a sí mismos como aprendices de
maestros superiores en experiencia sazonada, y estaban listos a esperar su tur-
no en la jerarquía del reconocimiento […]; la red de contactos, como término
y argucia, era desconocida para ellos” (2015: 29). Son las transformaciones
que Parks discute agudamente, con conocimiento de causa (enseña literatura
creativa) en “Escribir para ganar” (2015: 117-122). Se entiende por qué César
Vallejo dice “yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevita-
blemente, padres o hijos” (“Voy a hablar de la esperanza”). La gran mayoría de
esos padres, y más la de países menores (noción aliada a la desterritorialización
de las lenguas y lenguajes artísticos que Deleuze y Guattari observan en la
literatura “menor”), sufre de lo que llamo la condena de la “edición nacional”
en el mundo más amplio. Así, la segunda edición de Herejes (2013), del cuba-
no Leonardo Padura (1955) —presentado como “el autor cubano más vendi-
do en el mundo” o “el más importante”—, contiene una cinta que reza: “Éxito
internacional, derechos de traducción vendidos a 6 países antes de su publicación”
(énfasis míos). Hay un trompe l’oeil editorial: que la franja de un bestseller diga
“25 mil libros vendidos” significa que se ha producido y enviado esa cantidad
a librerías, no que se la haya comprado, no que vuelva a vender rápido. En
realidad, los bomberos que queman libros en Fahrenheit 451 (1953) de Ray
Bradbury no podrían quemar todos los ejemplares de un bestseller actual, sin
importar cualquier advertencia que tenga sobre los bombardeos de los medios
masivos o como repositorio de ideas.
Autor del irrefutable clásico El entenado (1984), Saer es también uno de los
novelistas más sabios al enlazar teoría y práctica. El concepto de ficción (1997),
La narración-objeto (1999), Trabajos (2006), más los borradores inéditos pu-
blicados como Papeles de trabajo (2012), que presentan la mayoría de su no
ficción, son la culminación de una visión teórica ya evidente en su “La litera-
tura y los nuevos lenguajes”, de la clásica América Latina en su literatura, visión
comparable a las de Borges y Cortázar. Lo que un sector intelectual reivindica
hoy es un producto de esfuerzos encontrados que ven en lo argentino la mejor
producción hispanoamericana. Fuera de su país y España, Piglia es menos
apreciado, y sus pocos críticos se encargan de blanquear sus defectos. Ningún
país tiene privilegio o monopolio de la mala costumbre de criticar al compa-
triota, históricamente por envidia y lo afín. Paradójicamente, para la esfera
literaria argentina que discuto, esa actitud resulta ser saludable porque evita
el exceso de celo nacionalista que hace creer que lo propio se debe defender a
toda costa.
En Piglia la novela accede menos a la profesionalización y más a una
forma de figurar en la política intelectual. Su narrativa revela menos de lo
que podría ser como autor, y más de lo que quiere ser. Asombrarse como
él de las maravillas, meritorias, de Arlt y Macedonio es disminuir o ignorar
la historia narrativa hispanoamericana por intereses creados. Aturdirse ante
ese asombro de un autor redescubierto es aumentar el desconocimiento del
estado actual de la crítica, o repetir errores debido a la presunta autoridad
o legitimidad que se le otorga con frecuencia al informante nativo. Progre-
sivamente digitalizada, la cultura literaria del cambio de siglo a hoy socava
sin fronteras. Similar a decir “mi patria es mi lengua”, esos dictados requieren
más sutileza y maestría.
Las continuas crisis argentinas tienen el efecto de forzar a la intelectualidad
a un nuevo “realismo”, y es de esperarse que su narrativa presente una cosmovi-
sión actualizada al escoger a su país como referente. Se va descartando muchas
ilusiones, la más perniciosa de ellas la idea de que la Argentina tiene más en
común con la cultura y política europeas que con las de sus vecinos, y ojalá esa
conciencia no sea momentánea. En los años noventa, los nuevos narradores
argentinos no abandonaron el legado de los ochenta: la obsesión adolescente
con la cultura popular y la dedicación a ser gerentes de sus propias carreras, ni
las referencias condescendientes al kitsch y materialismo estadounidense (entre
los “comprometidos”), que para varios intérpretes de esa narrativa se convirtie-
ron en acusaciones reflexivas contra villanos estándares. En 1998 Pedro Mairal
(Argentina, 1970), celebrado por la simplona metaficción La uruguaya (2016)
sobre un escritor que percibe anticipos por libros que no ha escrito aún, pu-
blicó Una noche con Sabrina Love, recuperada por rebote en España en 2018.
En 1986 el puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá (1946) había publicado
la compleja crónica Una noche con Iris Chacón. Ese desencuentro no significa
que la cultura popular sea un valor definitorio o definitivo. Diferente de la
cultura popular estadounidense inclinada hacia lo celebratorio, la hispanoa-
mericana es sarcástica, y en ese contexto la de Rodríguez Juliá es precursora.
Un narrador argentino exitoso como Guillermo Martínez (1962) se preguntó
discretamente en 1994: “cinismo, parodia, intertextualidad, literatura en se-
gundo grado, autorreferencia, aburrimiento, ¿qué es lo que hay de común en
estos elementos? Un único terror por no dejarse sorprender, por no quedar
nunca más al descubierto” (2006: 165).
Como con ninguna otra narrativa, las recriminaciones van y vienen (véase
Damiani 2005), y no se sabe hoy cuál es la narrativa argentina que debe o
puede aspirar a ser clásica (véase Tabarovsky 2017). Según un cuestionario
de ADN Cultura (6 de octubre de 2007), “Ya son grandes”, los elegidos son
Pauls (1959), Pablo De Santis (1963), Martínez y Leopoldo Brizuela (1963),
que comenzaron a escribir en los ochenta, no los que unos años antes se llamó
“una generación espontánea”, o sea los nacidos cuando comenzaba la dictadu-
ra, como Pola Oloixarac (1977) y Patricio Pron (1975). Las polémicas nacio-
nales internas tienden a ponerse en perspectiva con la recepción internacional,
como es obvio con Bolaño. No deja de ser importante, para el efecto boome-
rang, que en The Wall Street Journal (2-3 de octubre de 2010, c10), bajo la
rúbrica de las cinco mejores obras de crimen internacional (por superar a sus
modelos), se escogió la traducción de 2005 de Crímenes imperceptibles (2003)
de Martínez como par de Simenon (hoy sacado del purgatorio de la narrativa
popular) y otros europeos, con la traducción ayudando a mantener cierta plu-
ralidad lingüística.
Ese es uno de los verdaderos poderes de resemantizar los clásicos, darles a
los olvidados lo que es de los olvidados. No me refiero solo a los años veinte
y treinta, sino a los contextos que producen los años noventa, y valdría ve-
rificar qué diferencia a los nuevos y su empleo de las culturas populares y la
adaptación de ellas de parte de los narradores de “La Onda” mexicana de los
años sesenta y setenta. Para Jürgen Habermas lo moderno es lo “nuevo” que,
naturalmente, será remplazado. Para él lo moderno mantiene un lazo secreto
con lo clásico, porque ya no le presta su poder de ser clásico a la autoridad
de una época pasada, argumento similar al de las notas y reseñas que recoge
Mary Beard en Confronting the Classics. Traditions, Adventures and Innovations
(2013; traducción al español, 2014), rastreando la actualidad de lo antiguo en
la literatura contemporánea y otras artes. Una obra moderna, sigue Habermas,
se convierte en clásica porque en un momento fue auténticamente moderna, y
nuestro sentido de la modernidad crea sus propios cánones, autocircundados
de lo que es ser clásico (2001: 4). La narrativa hispanoamericana desconocida
es clásica en ese sentido; y por no alentar un diálogo renovado sino una quere-
lla entre maestros verdaderos y discípulos contemporáneos la crítica actual no
la reconoce o quiere investigar.
En su brevísima “Confluencia generacional en la literatura latinoamerica-
na contemporánea”, introducción al dossier “La nueva literatura latinoameri-
cana” en Quimera (2017a: 10), Darío Zalgade propone que “2017 es un año
marcado en buena parte por un signo de relevo generacional”. El problema no
yace en la reivindicación o presentación de autoras actuales o prometedoras
emergentes, en cuestionar “figuras” en festivales o usar imprecisamente el tér-
mino “referente” o igualdad de género, sino en su subjetividad al escoger a los
varones que para él representan el pasado, principalmente Paz Soldán y Ron-
cagliolo. Si su dependencia en 1977 como bisagra para situar como mención
aparte a Rita Indiana Hernández o Harwicz (nacidas ese año, pero no partici-
paron en el segundo Hay Festival Bogotá39 de 2017, que tuvo lugar en 2018)
supedita a Oloixarac, e ignora a coetáneos como Zambra o Vásquez, muestro
que acudir al revanchismo, cuotas o datos selectivos no soluciona el diálogo
que algunos críticos piden de la boca para afuera, sin considerar sus propias
alianzas. No obstante, Zalgade contribuye a la discusión actual al incluir en
su dossier entrevistas con Indiana (46-48), Juan Pablo Villalobos (1973; 41-
45), y un excelente ensayo de la novelista ecuatoriana a cuya ficción volveré,
Mónica Ojeda (1988): “Ariana Harwicz o la escritura caníbal” (38-40), que
se debe leer de la mano con las novelas que registra en su especie de poética
“Sodomizar la escritura” (2018: 14).
Las obras a que me refiero, algunas rescatadas por Zalgade, combinan una
pasión para ver las cosas de otra manera con cierta fidelidad a valores clásicos
como la verdad no determinada por Google y la belleza (hoy recuperados por
la crítica latinoamericanista independiente), permitiendo poner en perspecti-
va la arrogancia de lo contemporáneo en la narrativa. “Clásico” y “clasicismo”
son términos repletos de significados variados y contradictorios, y en los ma-
nuales se establece una relación con las denominaciones referidas a “los elegi-
dos” o los kanones griegos. Son nociones que la historiografía literaria reifica, y
hoy están alteradas con esquemas y prácticas poco estéticas, con periodizacio-
nes sui generis, falta de pluralismo teórico y los cortocircuitos de agendas como
las de los estudios culturales10. Los críticos, particularmente los académicos,
confunden autoridad con ser imperioso, supeditando el conocimiento. Por esa
actitud los valores permanentes que pueda tener esta narrativa salen perdiendo
al no notarse que lo contemporáneo siempre está al borde de ser un punto en
el tiempo, u olvidable. Según Aira, instalar lo Contemporáneo implica una
negación de la Historia “como proveedora de mitos biográficos en los que se
sustentaba el valor literario” (2016: 51). Paralemente, y Bolaño sería la prime-
ra excepción, la lucha con los maestros está llena de terror de parte de los más
jóvenes. Así, aparte de Serna, Heriberto Yépez, en “Carta a un viejo novelista.
En los ochenta años de Fuentes” (2008/2009: 102-108), es el único escritor
10
Según Carlos García Bedoya M. (2001: 195-211), que percibe una falacia en
“hipostasiar la condición del latino en Estados Unidos como paradigma (identatario) para los
latinoamericanos ‘vernáculos’ en estos tiempos de posmodernidad y globalización” (204). Véase
mi “Problemas y avatares de los ‘estudios culturales hispanoamericanistas’ de hoy”, en El error
del acierto. Contra ciertos dogmas latinoamericanistas (Corral 2013: 19-52), que examina los
empeños de esa casa dividida en su vertiente latinoamericanista.
tento de construir (para hasta cierto grado deconstruir) una serie de identifica-
ciones o preocupaciones. Al hablar de paradigmas nótese una visión de Javier
Marías, si parcialmente compartible, llena de verdades: “La mayor parte de las
novelas estadounidenses son repetitivas y carentes de interés, rara es la ocasión
en que abro una y no empiezo a bostezar ante sus ‘frescos’ de una época o de
una ciudad, ante sus historias de familias (disfuncionales todas, por favor),
ante sus artificiales prosas pretendidamente literarias y plagadas de tics de las
llamadas ‘escuelas de escritura’, ante su voluntariosa sumisión a lo ‘edificante’
o a lo ‘transgresor’” (2017: 98).
En principio, los maestros locales les permitirían acercarse más a su yo
verdadero y a su voz auténtica. Pero aun muertos no han permitido que sus
lectores mantengan un ápice concreto o definitivo de su realidad. Su uso de
un sinnúmero de dobles no es un reflejo de una división de sus vidas en partes,
porque si su prosa puede ser vista como productos de soñadores, nunca existió
un “‘raro’ hombre de acción” o un “‘raro’ héroe de novela” para contrarres-
tarlas. Emar y los pocos nuevos narradores que le imitan de varias maneras
lo hacen porque son fieles a la democratización de la experiencia humana
en que insiste Rancière (2013) y al método de describir esa experiencia. Sus
personajes, que suelen contar sus propias historias con exceso descriptivo, se
preguntan constantemente en qué tipo de historia viven y sobre sus límites
para alterarla. Por esa dinámica, pedirle coherencia a un escritor “raro” es una
exigicencia desmedida y algo irracional, en su juventud y su madurez; aunque
su éxito haya sido esporádico. Sin embargo, sí han tenido éxito al entregarse
totalmente a esos estímulos desperdigados. No extraña así que en 2003 Bella-
tin haya organizado en París un Congreso de Dobles, con actores entrenados
por él para hacerse pasar, mal, por los novelistas, como el actor suplente en
La Doublure (1897), de Raymond Roussel, y determinar si la obra de José
Agustín, Elizondo, Margo Glantz y Sergio Pitol (fallecido en 2018) podía
tener autor.
La paradoja de los intentos de no desperdigar un género, y por ende la
historia literaria, es que la crítica quiere aceptar toda monstruosidad o per-
turbación con el fin de respetar todas las normas correctas. Es la condición
de Rubén Darío en Los raros, cuyo programa de revalorización disimula una
ley de impureza, un principio de contaminación que lo mina y envenena,
y que se debe diferenciar de una pose. El modernista usa el anticanon de la
ciendo que eran lectura para su cocinera. En el libro que menciono, Vargas
Vila le contestó que en ciudades de segunda categoría como Buenos Aires,
las cocineras eran naturalmente más inteligentes que los críticos. Unos años
después de ese conflicto colombo-argentino hallamos la única novela de José
Carlos Mariátegui, La novela y la vida: Siegfried y el profesor Canella (1929),
también opacada por el compromiso circundante, como explicaré respecto a
los ecuatorianos Palacio y Salvador.
Contiguo a mi propósito, se trata de tener en cuenta si el crítico es un
narrador no confiable, si desde cansinos binarismos exige corregir vacíos ideo-
lógicos, porque habitualmente criticar nunca es una reacción objetiva sino
una narración personal. En el prólogo a las breves reseñas que llama “ensayos”
y recoge en Ficciones argentinas, Sarlo (compárese Santos, 2017: 13) se dedica
más a lo que es o debe ser escribir crítica hoy. Sin estar de acuerdo con otras, y
en parte porque mi proceso de síntesis ha sido hercúleo para este libro, com-
parto prima facie dos propuestas suyas: “No tenía como objetivo demostrar
ninguna hipótesis general, ni decir para qué lado va la literatura (una forma
casi segura del error). Si algunas ideas permanecen, mejor. Pero no fue una
de mis obsesiones” (2012: 14) y “es sabido que la crítica literaria le importa
a muy pocos. La prosa académica le ha hecho perder vibración” (2012: 13).
Por ignorar esas condiciones ciertos críticos piden “hipótesis” sin considerar
que esta es por definición exclusivista, o que el papel apropiado del crítico es
cuestionar dogmas aceptados (“tesis”), concebir nuevos métodos de análisis y
expandir los términos del debate público sobre deficiencias narrativas (“antí-
tesis”), sin pretensiones de llegar a una “teoría” (“síntesis”). Con las salvedades
del caso, que se escriba sobre Palacio y Salvador hoy no es re-presentar al
Palacio y Salvador sobre los que escribió un crítico reconocido como Luis
Alberto Sánchez, cuyas preocupaciones y contextos en los años treinta son
muy diferentes, y me explayo al respecto en Cartografía occidental de la novela
hispanoamericana (2010: 95-157).
Se podría seguir así por lo menos hasta 1938, cuando el venezolano Enri-
que Bernardo Núñez publica La galera de Tiberio. Con atisbos de ciencia-fic-
ción, esta establece un vínculo entre el imperio romano y el imperialismo
estadounidense a propósito de la explotación del Canal de Panamá, consig-
nas antiquísimas de otras culturas, como comprueba Phiroze Vasunia (2013).
Dentro de los polos cronológicos de esos tres lustros caben obras de “Martín
mi libro El cuerpo en que nací está del todo inserto en eso que llamas ‘la lite-
ratura de los hijos’” (2015: 321), que se debe comparar con las precisiones de
Zambra (2015: 66-67) y la práctica de Meruane. Autores tan diferentes y de
varias generaciones, como Aguilar Camín en Adiós a los padres (2014), Renato
Cisneros (Perú, 1976) en La distancia que nos separa (2015), Volpi en Examen
de mi padre (2016) y Berti (único hispanoamericano miembro y practicante
del “método” Oulipo; además de traductor de Hawthorne, James y Dickens)
en Un padre extranjero (2016) muestran diversos modos autobiográficos de
buscar al padre o relaciones afectivas.
mente atrapado en su comunidad local, tal vez bien conocido para un grupo
limitado, pero incapaz de proyectarse fuera de él” (2015: 178). Eso por no
decir nada del encubrimiento de valores sapienciales locales.
Si la condena nacional puede mundializarse y engendrar un tipo de incon-
formidad global, Kirsch recuerda bien que la novela global no desbanca a la de
la ciudad, región o nación (2016b: 12); he ahí Salvador y Marechal, los “boo-
mistas” que como Joyce se fueron se ellas para volver, y los que les siguen. Con
la plusvalía de que sus protagonistas son una venezolana y una española, en su
novela más reciente, La ola detenida (2017), el venezolano Juan Carlos Mén-
dez Guédez (1967) postula que la Caracas actual requiere una novela negra,
de estructura tradicional, para dejar testimonio de realidades inconcebibles e
inimaginables fuera de ella. Si la mezcla de artes marciales, brujería, grupos
paramilitares, crímenes y necesidades cotidianos que se lee en la prensa real,
narcotraficantes, secuestros, referencias literarias (a Severo Sarduy y otros) y
corrupción generalizada se juntan para un thriller que no le parecerá thriller
a un venezolano, vale recordar que desde Adriano González León y su clásica
País portátil (1968) no ha habido una novela nacional que haya ido más allá
de retratar el caos contemporáneo que, capitalismo de por medio, ha ido de-
generando hacia lo que es Caracas hoy.
Según Kermode (a una generación crítica de la época en que T. S. Eliot lo
definió), un clásico moderno “se abre solo a lecturas alentadas por su fracaso
para dar cuenta definitiva de sí mismo. Diferente del clásico antiguo, del
que se esperaba respuestas, el moderno posee un juego de respuestas vir-
tualmente infinito. Y cuando hayamos aprendido cómo hacer algunas de las
preguntas descubriríamos que se le puede hacer el mismo tipo de pregunta
al clásico antiguo” (1975: 114). La conexión que establece entre la mane-
ra de leer y los clásicos provee un argumento irrefutable para resemantizar
los clásicos hispanoamericanos: ¿qué no se puede cuestionar a los textos
de los años veinte, treinta y noventa que no se puede cuestionar a las pre-
suntas renovaciones narrativas actuales? Si Hungerford contesta la pregunta
con directrices digitales y con base en una editorial emblemática anglófona
(“McSweeney’s and the School of Life”; 2016: 41-69), en 1944 T. S. Eliot
pedía definir el clásico “perfecto” como aquel “en que todo el genio de un
pueblo está latente, si no totalmente revelado; y que solo puede aparecer en
un lenguaje tal que a la vez todo su genio pueda estar presente” (1975: 128).
El peso cultural de Bolaño aparte, los nuevos no llegan a esa condición, por
lo menos por un par de razones.
La principal fue reiterada por Jordi Llovet: “toda originalidad ha estado
cargada de legado, y este legado ha conocido metamorfosis que no llegan
a disimular, en muchos casos, la fuerza —angustiosa para unos, celebrada
por otros— de los patrones canónicos originales” (2006: 3). Ese es un peso
latinoamericano desde hace dos siglos. Según António Cândido, al hablar de
la ambivalencia ante las influencias en la relación entre literatura y subdesa-
rrollo:
Encaremos, por consiguiente, con serenidad nuestro vínculo placentario con las
literaturas europeas, pues él no es una opción; es un hecho casi natural. Jamás
creamos cuadros originales de expresión, ni técnicas expresivas básicas, en la acep-
ción que lo son el romanticismo, en el plano de las tendencias; la novela psico-
lógica, en el plano de los géneros; el estilo indirecto libre, en el de la escritura. Y
aunque hayamos logrado resultados a veces originales en el plano de la realización
expresiva, reconocemos implícitamente la dependencia. Tanto es así que jamás
los diversos nativismos rechazaron el empleo de las formas literarias importadas,
pues sería lo mismo que oponerse al uso de los idiomas europeos que hablamos.
Lo que se exigía era la elección de temas nuevos, de sentimientos distintos (1972:
345, énfasis suyos).
verá con los narradores latinos de Estados Unidos, su habla es vívida porque es
privada, un tipo de taquigrafía emocional que expresa su relación con su grupo
y su opinión del mundo mayor. Los discípulos podrían estar resentidos por el
hecho de que los maestros tienen una existencia literaria independiente, que es
casi decir que les es difícil admitir que son escritores. Es terrible que no sepan
lo mismo sobre su propio ser, y por eso algunos construyen narraciones sobre
los maestros que son creíbles solo para ellos. Humanamente esto es perdona-
ble, e incoherente en términos literarios. Proteger al maestro como a un padre
significa reconocer que el yo más privado de este se expresa por escrito, algo
generalmente imposible de comprobar luego de que el sicoanálisis freudiano
y su visión maniquea de las “novelas normales” desmontara la posibilidad del
yo integrado como “el héroe de todos los ensueños y de todas las novelas”. Por
desarrollos como ese se cuestiona la autoridad de los maestros, precisamente
en el momento en que comienzan a desaparecer como autoridades culturales.
En un buen narrador existen ambas visiones, pero se cancelan cuando los
lectores pasan de la impresión que causa un narrador nuevo (recuperado o des-
cubierto tardíamente) a una visión más objetiva. Para Bolaño escribir era vivir,
y escribir quiere decir hacer virar la privacidad hacia afuera. Eliot también se
basó en la madurez, exhaustividad y universalidad para proveer una definición
del clásico que rechaza todo provincianismo. Si seguimos esos criterios solo
nos quedaríamos con el Virgilio tan preciado de Eliot y no con nuestro Vir-
gilio, Piñera. De la misma manera, si nos guiáramos por Eliot solo las novelas
totales hispanoamericanas podrían acceder a sus criterios (aunque aquellas ex-
cluyen otro criterio suyo: la “gravedad”) y las “clásicas” solo serían las del boom
y algunas del siglo diecinueve. Aquellas no son todas, y hay que especificar el
problema con una mayor contextualización de la producción “local” (Corral
2001). Las pocas novelas que permiten resemantizar a las “boomistas” no cul-
tivan la sofistería, la teoría pobre que achata a la gente o ignora la experiencia
humana, elitismo, arribismo y oportunismos afines, optando por un contorno
nacional nominal, hasta que las descubra la crítica pluralista. El vitalismo del
“boomista” activo, Vargas Llosa, sirve para que los nuevos narradores apren-
dan lo que no deben hacer. Los clásicos desconocidos surgen de instancias
individuales, y son grandiosamente teatrales, y lo que los impulsa es lo que
estimula a las tragedias mayores de la historia: el poder y la pasión, el carácter
inagotable de los deseos humanos y los límites fríos impuestos por el tiempo
11
Aira matiza el tema etnográfico en La liebre (1991), en la que unos mapuches reflexionan
sobre filosofía y política, organizando su pensamiento mágico con un lenguaje preciso y vago
a la vez, extendida a todo el campo como en la contraria Un filósofo (2018); luego en La villa
(2001); Entre los indios (2012) y Eterna Juventud (2017), en que al indio homónimo designado
jefe le cuesta creer que haya indios que se diviertan con guerras aburridas; y en el relato ensayístico
Cumpleaños (2000) sostiene que el racismo hacia otra civilización es un problema de traducción a
medias. No así “El etnógrafo” de Borges, El entenado de Saer o El hablador de Vargas Llosa.
a escribir una novela proletaria, trabajó en ella sin éxito, hasta que quemó su
mayoría; no se lo recuperó bien como “clásico” o “maestro” hasta los años
noventa. La libre elección artística de Marechal y Roth ocasionó inmensas
polémicas, y el ninguneo, desdén y exilio interno que les destruyó toda posibi-
lidad de ser considerados clásicos en su momento. Para los nuevos narradores
ese trasfondo habría sido un problema. Esta época, como dijo Doris Lessing
cuando se le preguntó qué novela o novelas indujeron su despertar políti-
co, tiene el honor de restringir definiciones que eran más amplias, generosas
y complejas. Lessing añade que “por décadas, escritura política quería decir
escritos comunistas”, y termina diciendo que hay que recuperarse de esa cos-
tumbre: la corrección política (se tiende a olvidar que fue asociada a las purgas
estalinistas de artistas) es su heredera.
Digo “habría sido un problema” porque numerosos autores del cambio de
siglo hicieron caso omiso de la mayoría de los clásicos comprometidos, o a lo
máximo los conocen más como fetiches. Monterroso, añadiendo a su idea (en
Movimiento perpetuo, 1972) de que los problemas del escritor no son siempre
de desarrollo o subdesarrollo del país en que vive, dice en “Milagros del subde-
sarrollo” de La vaca (1998) que una ventaja de la pobreza es que las bibliotecas
son tan pobres que solo cuentan con libros buenos, los clásicos, y no pueden
comprar libros malos: los modernos. Aira señala, como Gabriel Zaid (retoma-
do por Hungerford, 2016: 188), que hay demasiados libros, y la vida es breve
para permitir leer “novedades”. Pero los clásicos tienen a la humanidad entera
de su parte, porque “la selección que hace clásicos a los clásicos no es un efecto
mecánico del juicio, sino una transformación operada por el tiempo” (Aira
2002: 60-61). Es más, para él “no todos los libros escritos en el pasado son
clásicos, pero son clásicos todos los libros que nos llegan del pasado” (2002:
61), desarrollo que le permite concluir: “los libros que nos llegan del pasado
son los que nunca podremos escribir, los que nadie podrá escribir” (2002: 62).
Es como decir que los libros por sí solos no nos salvan, ni los que escribimos
o leemos, pero que las experiencias con ellos sin duda ayudan, incluso a no
tentarse estérilmente por la erudición como valor único.
Las ideas encontradas anteriores conducen a dos hechos: si es obvio que no
se puede definir lo que es un clásico, también es claro que se sabe lo que no
es; y no ayuda que gran parte de la crítica actual sufra de su presente cuando
varios practicantes se fían del pasado. Según los especialistas, el pasado de
nuestra narrativa termina alrededor de los años sesenta, o comienza allí (véase
Gutiérrez Girardot), y solo cierto futuro es mejor que lo que existía entonces.
En 1983, en el apogeo de la ola posmoderna y antes de las evaluaciones finise-
culares, Jorge Ruffinelli condujo una encuesta en torno a las “mejores novelas”
de Hispanoamérica. La crítica comenzaba entonces a preguntar qué eran en
verdad las novelas experimentales y por qué había tantas sin leer, excluidas
otras buenas por no ser experimentales. Una gran diferencia es que Ruffinelli
llevó a cabo su sondeo entre críticos y escritores. Su rastreo confirma la pre-
ponderancia de novelas de avanzada en la segunda mitad del siglo pasado en
la predilección de lectores especializados, cuando otras encuestas comprueban
que los lectores comunes prefieren prosa estrictamente funcional o accesible a
la elegancia estilística o idiosincrática. Solo Los siete locos (1929) de Arlt obtie-
ne mención, y entre los autores más nombrados, ninguno de los resemantiza-
dos que discuto es mencionado.
Para Ruffinelli hace treinta y cinco años, “la tendencia a leer la novelística
más reciente, la publicada desde la década de los sesenta en adelante, se hace
otra vez evidente y definitiva, mientras que lo que apareciera en la primera
mitad del siglo xx parece trasladarse al panteón del olvido” (1983: 6). Esa
propensión se da en sondeos recientes, entre ellos los que Babelia publica
esporádicamente en torno a la narrativa mexicana. En uno dedicado a na-
rradores de menos de cuarenta años seleccionados por Juan Villoro (1956),
Nettel y Rivera Garza para la Feria del Libro de Londres en 2015, se enfatiza
la diversidad y el deseo de abandonar la acumulación de indignaciones y
lamentaciones. De los veinte elegidos, Valeria Luiselli (1983), una de siete
mujeres, va adquiriendo resonancia fuera de su país y promete más que los
“ochenteros” celebrados en la FIL de Guadalajara de 2016. De esa mal lla-
mada vanguardia, ella (escogida además para el Hay Festival Bogotá39 de
2017) es la única que se expresa abiertamente sobre el sexismo circundante
y la globalización: “un rasgo que no necesariamente comparten los jóvenes
escritores estadounidenses, a veces autosuficientes, a veces arrogantes, a ve-
ces ignorantes. Un escritor joven mexicano está al tanto de lo que se publica
en muchos otros países” (Martínez Ahrens/Llano 2015: 12), y residir o for-
marse en Estados Unidos, como Yuri Herrera (1970), enaltece su raciocinio,
y el rulfiano Emiliano Monge (1978) cree en la existencia sólida de una
“literatura latinoamericana, cada vez más” (Martínez Ahrens/Llano 2015:
12
Empleo la convención “latinoamericana” para referentes hispanoamericanos, aunque Jan
Martínez Ahrens y Pablo de Llano, “Los 20 de Londres, la vanguardia mexicana” (2015: 12-
13) se refieren al “país centroamericano”. Además de la política intrageneracional de Nettel y
Luiselli, se ignora la narrativa de fusión, la performativa (que incluye la cyberpunk), la dedicada
a carteles y apocalipsis, y la que manipula miedos sexuales (como Ojeda en Mandíbula). Una
muestra mexicana, según José Eduardo Serrato, incluye Miedo genital (1989) de León Lorenzo,
Tiempo lunar (1993) de Mauricio Molina, La destrucción de todas las cosas (1992) de Hugo
Hiriart, más Gel azul (2009) e Hielo negro (2011) de Bernardo Fernández.
13
Véase Stéphanie Decante, “Entre diabolisation et banalisation de la violence. Vingt ans
de roman hispano-américaines sur le fil du rasoir”, en Moulin Civil (2012: 139-155), y El
arte de la distorsión de Vásquez (2009), sobre todo “El tiro en el concierto: política y novela
en Colombia” (99-108), sobre cómo Abad Faciolince dice más sobre la política y violencia
sin recurrir a denuncias novelizadas, práctica que llega a La Oculta (2014; en inglés 2018).
La obsesión por fijar el tema persiste en el periodismo anglófono: véase Juan Forero, “New
Generation of Novelists Emerges in Colombia” (2003: a3), y Robert McCrum, “Now You See
It, Now You Don’t. Has Magical Realism Run its Course?” (2002: 18).
posa alemana que han vuelto a ella, ha sido llamada “guion de una telenovela”,
como otras del autor, relación que no le avergüenza, según una entrevista con
el suplemento ecuatoriano Cartón Piedra de 2017.
Para ilustrar otro de esos destiempos y desencuentros, el estudio de San-
tana compara la recepción de El día señalado, del colombiano Manuel Mejía
Vallejo, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. Ambos fueron los primeros
hispanoamericanos premiados en España en los años sesenta, y para Santa-
na los paratextos críticos y editoriales de aquellos libros presentan similares
fervores sobre la novedad y valor de ambos (2001: 85-89). Mejía Vallejo fue
olvidado, y el peruano ocupa un lugar central en el mapa literario mundial.
Según Santana, se debió a que se radicó en Europa y mantuvo contactos es-
trechos con los círculos literarios españoles, y no cree arriesgado afirmar que
“de los novelistas asociados con el boom, Vargas Llosa era el más afín a los
españoles” (2001: 88). El asunto se complica, no solo porque el peruano se
sintió en casa en España, sino porque su presencia, que detecta Santana, es
todavía más fuerte hoy. Queda por examinar por qué Mejía Vallejo, a pesar
del olvido español, tampoco ha tenido mayor repercusión en Hispanoaméri-
ca, aun cuando sigue publicando, en el contexto de la condena de la edición
nacional que mencioné. Sin el binarismo que sigue afectando a la evaluación
de los clásicos hispanoamericanos contemporáneos, el caso de Mejía Vallejo
tiene que ver con la crítica que Conte le había hecho a El día señalado (apud
Santana 2001: 88-89).
Esa novela se aproxima más al modelo y meta del realismo social que a la
modernidad técnica implícita en la de Vargas Llosa, y es revelador que desde
la segunda reimpresión española de El día señalado, solo Casa de Las Amé-
ricas la rescató en 1981. Más allá del mérito de esta novela, recuérdese que
la del peruano cabía dentro de la ideología que tenía el visto bueno cubano
de entonces. La recepción mayor de La ciudad y los perros como un clásico
se debe a su sutil combinación de estética y compromiso más que a las crisis
coyunturales de la narrativa en español. Vargas Llosa sabe sopesar las estruc-
turas novelísticas clásicas con las más actuales, y en sus novelas no hay la im-
presión de observar un ganso relleno de paté de ganso. Diferente de algunas
obras actuales, sus novelas recientes evitan la complicación estructural de las
primeras, ni la narración es tan torpe que cuando las piezas del rompecabezas
se ponen en su lugar no se siente el cosquilleo de estar satisfecho. Por razones
afines, Conte puede decir de España y su obvia contribución a situar las letras
hispanoamericanas en el canon universal en la época del boom que “lo cierto es
que pudimos rescatar a los grandes clásicos contemporáneos que nos llegaban
—o nos pudieron haber llegado— desde mucho antes, como a Carpentier, a
Borges (vía París), o a Asturias, Rulfo y a Onetti, con lo que el boom (maldita
palabra que además no es nuestra) disolvió su propia naturaleza”. ¿Pero estar
en un canon significaba o significa ser canónico?
Si su actitud era saludable e higiénica, Conte solo puso en perspectiva la
producción argentina que llegaba a España o se producía allí. Así, tiene razón
al aseverar que, considerando la literariedad que es una razón de ser de Piglia,
“aún lo disfraza mejor su compatriota el deslenguado y penetrante Aira, con
Ema, la cautiva, La mendiga y Cómo me hice monja” (3). En “La trompeta de
mimbre”, título homónimo de unos relatos ensayísticos, Aira aboga por una
“objetividad que lo integre todo”, porque “cada cual tiene su estilo, y el estilo
es todo lo que necesitamos. Los maestros son inútiles, y la maestría tam-
bién: somos maestros, y no vale la pena que nos enseñen nada porque ya lo
sabemos” (1998b: 131). El suyo es y no es un llamado generacional, porque
quiere seguir siendo un outsider y rara vez revela sus influencias: Roussel, por
ejemplo, en Sobre el arte contemporáneo (2016b: 70-71); ni la crítica las ex-
plora bien: el caso de Witold Gombrowicz y Edward Lear (paisajista, como el
Rugendas de su novela) y su nonsense, sobre el cual tiene un ensayo de 2004.
Desde Jean-Jacques Rousseau se sostiene que ser forastero es la quintaesen-
cia de la experiencia interna de ser moderno, y como tal hay que sentirse
incómodo ante las élites cosmopolitas. Al final del Émile, ou De l’éducation,
imaginando cómo organizaría su existencia si fuera rico, afirma: Nous serions
nos valets, pour être nos maîtres. Ese ascendiente es mundial, transdisciplinario
y transgeneracional; y pasa por Roussel y su obra, admirada por Aira, Aus-
ter, Calvino, Duchamp, Perec, Robbe-Grillet y Bellatin, “raros” a su manera.
Los maestros anteriores, especialmente los iconoclastas experimentalistas que
desarmaron la maquinaria despilfarrada de la novela y la recompusieron in-
geniosamente, señalaron el camino; y lo bloquearon. Emar decía en “Críticos
y crítica” (1923), de Notas de Arte (2003): “¡Pobres maestros de las grandes
épocas! Si hubieran sospechado hasta qué punto el afán de prostitución se
halla arraigado en el corazón de los mediocres, tal vez hubiesen renunciado a
hacer sus obras” (91).
14
Así las afirmaciones en tercera persona sobre el narrador homónimo: “todos pertenecían
al universo lingüístico de su mente. De modo que un decodificador habilísimo, inhumano,
podría encontrar datos muy precisos sobre él” (40) o “en esos relatos inevitables se le podía
escapar un error, por pequeño que fuera, la punta del hilo que tiraría su interlocutor hasta sacar
toda la madeja de su engaño” (63), comparables a su ensayo de 2016.
vidual para decidir qué creer y qué es bueno (2011: 118-142). Esa realidad
del artista como enfant terrible, aunque Aira solo sea portavoz de sí mismo,
permite contextualizar una ponderación de Conte: “¿Cuántos falsos herederos
del boom —por así llamarlo— hemos sepultado ya? ¿Y cuántos más hemos
conocido que al no conseguir serlo lo han atacado hasta de maneras bastante
rabiosas para sepultarlo a él mismo —el boom— con todos sus filisteos, esto
es, sus triunfadores, pues de eso se trataba?”.
Conte no discute cómo cambió la crítica literaria periodística de su país con
la mercadotecnia editorial, mientras la académica comenzó a empotrarse en tareas
descriptivas y metateóricas. La biografía de editoriales y editores desde el siglo
xix hace más que conservar una memoria, y hoy el portal EDI-Red, alojado por
la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, se dedica a esa empresa15. El pregón
mercadero. Relaciones entre crítica literaria y mercado editorial en América Latina
(1995), de Milagros Mata Gil, se publica cuando se dan a conocer los nuevos
autores, hecho que Guerrero ignora. El de ella es un bien intencionado adelanto
sobre el tema y los antecesores de aquellos, pero al no dar cifras o hechos especí-
ficos sino generalidades conocidas, sin comprensión de la crítica latinoamericana
(92-97), no hay conclusiones que proyecten hacia una situación reconocible o de
mucha vigencia. En una actualización del tema de Mata Gil y su politización, sin
considerar, como Barrera Enderle, la suerte de economía política de la presencia
de autores de varios países en España y lo que ellos contribuyen a ese patrimonio,
Laera, también desconocida por Guerrero, llama “mercado en desaparición” al de
los escritores desaparecidos o exiliados, algunos discutidos en el tercer capítulo,
entendiendo por aquel “el mercado literario entre los 70 y los 80, justo después del
‘boom’ y justo antes del impacto de la globalización” (2007: 46)16.
hispanoamericana, Conte exagera que “al final triunfó la novela comercial y de consumo, en la
que se inscribieron con potencia los grandes de las letras hispanoamericanas de hoy, fenómeno
que se quiere resucitar a finales de los años noventa pero sin demasiados resultados, pues solo
quedan los grandes nombres iniciales, y los demás que vayan arreando como cada quisque”
(180). Rosso matiza la euforia (2014: 71-78) y el presunto éxito (2014: 112-117) de los años
noventa que llevaron “al fin de la experiencia” (2014: 130-133). Discípulos y maestros 2.0 propone
que contribuyeron a un seguimiento diferenciado, no siempre opuesto a las “narraciones de
contraseña”, o al saber de lo banal que Rosso examina (2014: 118-126) sin incluir a Aira, quizá
porque este llegó tarde a la comercialización.
En el número “Literatura y mercado global”, Ínsula (ed. Gallego Cuiñas), Padilla
16
(“Circuitos editoriales en América Latina”, 29-31), Gallego Cuiñas y Destéfanis (“La edición
The Ends of Literature. The Latin American “Boom” in the Neoliberal Marketplace (2001), Brett
Levinson afirma sin sonrojarse que “la teoría es para el latinoamericanismo el puente entre
literatura y política, conservadurismo y radicalismo, estado y mercado, estética y activismo,
y por ende atrae a todos” (173, énfasis mío). Su agenda anglófona olvida que las literaturas
engendran la crítica, historia y teoría literarias, la literatura comparada y la lingüística; no estas
a aquellas. Por eso no se puede enseñar una sola literatura, de una sola tradición o agenda, ni
teóricamente una narrativa del futuro mientras se está haciendo.
tenencia, armando nuevas cartografías que, sin embargo, tienen que basarse
en las antiguas para tener sentido (287). Como arguyo en Cartografía occiden-
tal de la novela, creer que las reinvenciones sistemáticas de relatos rectilíneos
nunca van a exceder la monstruosidad de las novelas totales del siglo veinte es
iluso o conservador.
Hoy las diferentes reescrituras de varios personajes de Homero, o de su
Odisea, no tienen nada que ver con lo que intentaron transmitir Kazantzakis,
Yourcenar y Renault, o antes Joyce (inicialmente mal visto por Woolf ), por
no decir nada de las interpretaciones de las traducciones de Homero (había
unas ciento cincuenta al inglés en los años sesenta) que Steiner comentó en
Language and Silence (1967) y volvió a analizar significativamente en 1996 en
No Passion Spent. Hoy, con los medios sociales, la nueva odisea es el asedio de
los refugiados mundiales que ha superado las distancias que antes permitían
espacio mental y político. Se altera así la plantilla conceptual con Homero,
Ilíada, de Alessandro Baricco, que evita toda mención de los dioses para su
adaptación (como Logue, reseñada por Steiner); o como The Lost Books of the
Odyssey, con sus irónicas notas al pie y falsas fuentes clásicas. Es una obsesión
occidental, porque Homero palidece ante las épicas el Mahábharata y el Ra-
mayana de la India. Hay que recordar, como detallo en el último capítulo, que
leemos traducciones de traducciones, según Zambra “a menudo encargadas a
escritores que se las arreglan como buenamente pueden para recrear el estilo
o lo que ellos creen que es el estilo original” (2009: 137). Zambra se refiere a
traducciones de autores japoneses, y al concluir que nuestra emoción ante esas
traducciones es momentánea (139), ingeniosamente postula que esos escrito-
res “tal vez borraron lo que a la novela occidental, como género, le sobraba:
quizás por eso, al reseñar sus libros, inevitablemente se habla de ‘precisión’ o
de ‘delicadeza’…” (138).
desarrolle ningún centro. Si todo está en juego, el autor hace de cínico jugue-
tón, y lo que más quiere cultivar es el éxito, aun cuando le hace un guiño a su
vulgaridad. Resemantizar un clásico es pensar en autores que, desnudadas sus
tramas, dejan un pensamiento que persigue después de leídas sus narraciones.
Olvidando El túnel (1948), de Sabato, y Dejemos hablar al viento (1979), de
Onetti, en Sobre el arte contemporáneo Aira afirma: “quizás la literatura tiene
una dificultad inherente para ser ‘contemporánea’. A diferencia del Arte, que,
ya por la cuestión del ‘aura’ o por alguna otra, tiene una presencia tan acen-
tuada que crea su presente, la literatura tiene una materia hecha más bien de
ausencia; y respecto del tiempo, crea su pasado, crea sus precursores, quizás
porque siempre está hablando de mundos desaparecidos, y todo el mérito que
buscan los escritores es ese: el de ser el único emergente visible de un gran
naufragio, el de la belleza del mundo” (2016b: 48). Esa reflexión formalista e
imperfectamente borgeana desarregla las devociones del pasado, desestabiliza
las verdades eternas del presente y coloca bombas de tiempo que son detona-
das en un arte narrativo futuro.
Por ejemplos como los de Aira, favorecer los clásicos, especialmente si se
resemantiza lo que son (los grecorromanos inventaron todo menos el futu-
ro), no es ser fanático o privilegiar intransigentemente lo tradicional. Más
bien es distanciarse de tramas en que no pasa nada excepto en el sentido que
sus autores las entienden. Es también poner en perspectiva cómo para algún
narrador actual cambiar un personaje del no saber que es infeliz a un tipo
de autorreconocimiento equivale a un suceso trascendental. Cuando el New
Criticism estadounidense sostenía los principios clásicos de circunspección y
orden, Eliot defendió el Ulysses (1922, annus mirabilis anglófono) de Joyce
contra la acusación de que era un oscurantista indisciplinado. En “Ulysses,
Order, and Myth” (1923) arguye que es “clasicista” por emplear el mito clási-
co para controlar, ordenar y dar forma y significado al inmenso panorama de
futilidad y anarquía que es la historia contemporánea (1975: 177). Si Eliot, al
creer que el hombre de letras debía favorecer a la educación clásica, adornaba
sus argumentos con visiones conservadoras, críticos como William Empson y
narradores como Borges (que la dio a conocer en Proa, en 1925) no se preo-
cupan por ver en Ulysses un discípulo disciplinado.
Nuestra historia literaria es similar. Monterroso y Donoso son grandes co-
nocedores, usuarios y defensores de maestros de varios tiempos, y su narrativa
1
Los testamentos generacionales pretenden mostrar que la narrativa puede ser solidaria,
y décadas después suele quedar más la amistad que las obras. En “Pequeño diccionario del
Crack”, Palou asevera sobre Fuentes: “Il miglior fabro. Gracias a él se acabaron los complejos de
inferioridad. La generosidad literaria sin ambages, sin pretensión alguna…” (Palou 2005: 194).
Véase de Tomás Regalado López, el mayor historiador del agrupamiento, “Del boom al crack:
anotaciones críticas sobre la narrativa hispanoamericana del nuevo milenio” (2009: 143-168) y
su Historia personal del Crack. Entrevistas críticas (2018).
Es innegable, por otra parte, que los procesadores de textos sistematizaron la lógica
del montaje. Algunos escritores piensan que la manera de ser o parecer modernos
(o post modernos o post post modernos) es adoptar, en sus escritos, estructuras
propias de los blogs, o de las chats. Pero hasta en los textos más conservadores se
adivina el montaje: incluso si se niega toda fragmentariedad, incluso si, como hace
Jonathan Franzen, se imita el paradigma clásico, el texto le debe más a la estética
de las vanguardias históricas que al modelo del realismo decimonónico. Hoy más
que nunca el escritor es alguien que construye sentido juntando pedazos. Cortan-
do, pegando y borrando (251).
Como preveía Bartleby, cuando se hereda la oficina del maestro hay que
trabajar mucho, porque los gustos y disgustos de los escritores, vaya sorpre-
sa, son enigmáticos y sugerentes a la misma vez. Esas reacciones son parte
del posicionamiento frente a la racionalidad, que según un narrador un poco
mayor que Zambra, Martínez, ocasionan varios estancamientos, entre ellos la
desconfianza en las grandes síntesis. Al nivel del discurso ficticio, las actitu-
des de la narrativa actual producen personajes folklóricos, “el típico personaje
duro-irónico-noctámbulo-marginal-aunque no mal muchacho de la literatura
negra norteamericana” (2006: 164-165). Otros narradores se quieren con-
vertir en sus personajes, antes de crearlos, como se deduce de la actuación
pública de Volpi y Fresán, entre otros. La imprudencia pública, por lo menos
en Bolaño, no significó nuevos caminos para la rebeldía, sino una necesidad
innata por decir lo que otros temían expresar. Para él la fama era un asunto de
indiferencia casi completa que lo separó de su cohorte y sus ambiciones.
Los exabruptos, actitudes y posturas de los nuevos no son siempre gene-
racionales, y se deben conjugar con el significado de que prosistas chilenos
populares tan diferentes como Antonio Skármeta y Fuguet (quien desde 2002
quiere quedar bien con los maestros que critica en otros momentos) hayan
apoyado a Allende para el Premio Nacional en 2004. No se puede reducir el
asunto a sexismo u objetividad al evaluar a ciertas narradoras como maestras
(por adjetivos presuntamente sexistas como “normales”). En Sergio Pitol: los
territorios del viajero (2000) —que incluye homenajes al gran maestro bisagra
por maestros de varias generaciones, como Balza y Rafael Humberto More-
no-Durán—, Volpi, quizá sin querer, elogia lapidariamente a Pitol al decir “la
obra maestra tiene de orfebrería, como demuestra el hecho de que cada página
de sus libros solo puede haber sido escrita por él”. Compárese así la exactitud
2
Así los triunfalistas exámenes nacionales La generación de los enterradores (1999) y La
generación de los enterradores II (2003), de Ricardo Chávez Castañeda y Celso Santajuliana.
Becerra concluye que el Crack busca conectarse con la literatura de los años sesenta para
mantenerse en el circuito de la alta literatura, “en un proceso no exento de paradojas, la negación
de antiguas marcas diferenciadoras de lo latinoamericano se erigió en seña de identidad común
de estas propuestas en la línea de una era globalizada que desde hace tiempo conquistaba
mayores espacios de influencia” (2014: 290).
cuando los antiguos maestros y sus discípulos y lectores hacen caso omiso
del tema. La irrupción de los nuevos coincide con la revolución cibernética,
que también hace considerar cuánto importa el lugar desde donde escriben,
como aseveran varios. Más que los mileniales que discuto, los nómadas (ten-
dencia mundial de hoy) y sus personajes tienden a ser forasteros atrapados
en los márgenes constantemente cambiantes de clase, valores e identidad
nacional. Desfalcados entre ambiciones y memorias, aspiraciones y resenti-
mientos, y descontextualizados, sienten que las líneas entre lo personal y lo
político, lo privado y lo público, se borran continuamente. “Nómada”, que
hoy no tiene una definición aceptada generalmente, implica un movimien-
to regular (sin escrúpulos, como el de Odiseo), y un estilo nómada puede
surgir por muchas razones. Diferente a un escritor o un modelo homérico,
el nómada que no es escritor no se preocupa del regreso, ni ve sus periplos
como oportunidades para un selfie, por más que la crítica se enrede con tesis
para equipararlos.
El nomadismo es un arma de doble filo, en que algunos autores, general-
mente autoexiliados en Europa o Estados Unidos (lugares en sí definidos por
el cruce de sus exilios), retoman un cosmopolitismo temático frontalmente,
con el resultado paradójico de que sus obras tienen poco impacto en el exte-
rior donde a veces viven, como ocurrió con novelas traducidas de Volpi (En
busca de Klingsor) y Padilla (Amphitryon, 2000)3. ¿Por qué? Porque la aventura
verdadera en el nomadismo es intelectual, una celebración erudita de lo que se
observa. Compárese ese nomadismo con la picaresca patética del inmigrante
relatada en Paseador de perros (2009), del peruano Sergio Galarza (1976), o la
metaficción de Roncagliolo, Memorias de una dama (2009), en que un joven
escritor peruano de clase burguesa, inmigrante ilegal a Madrid, sufre contra-
tiempos burocráticos que no se acercan a las condiciones que retrata Galarza.
Juan Carlos Chirinos (1967), venezolano radicado en Madrid, “caribeñiza” su
thriller ecológico y libresco Gemelas (2013) en esa capital, mientras su compa-
triota Méndez Guédez, también afincado en Madrid, hace que la joven espa-
3
Parte del problema son el apoyo editorial inepto y el grave desconocimiento de la narrativa
hispanoamericana en el ámbito culto anglófono más amplio. Una nota inglesa en la red mundial
sobre In Search of Klingsor, traducción de la novela de Volpi, dice: “Siempre es desalentador
coger un libro que tiene notas elogiosas en la portada —¡especialmente cuando no conoces a la
gente citada! (¿Quién es Guillermo Cabrera Infante?)”.
4
Según Kwame Anthony Appiah (1996: 21-29) “cosmopolitismo y patriotismo, diferentes
del nacionalismo, son sentimientos más que ideologías” (23), porque escribir o leer no tienen
nación u oficio nacional. Las notas de Ambrosio Fornet pertenecen al subcapítulo “Variaciones”
(2009: 272-300), que previsiblemente no trata a ninguno de los nuevos narradores cubanos
discutidos en este libro.
Lamborghini, con Puig contra Puig, con Néstor Sánchez contra Néstor Sán-
chez” (2004: 35). Divide aquella reacción en jóvenes “mediáticos” y “serios”
nacidos en los años sesenta y setenta, olvidando mencionar que Aira y Fogwill
critican a Piglia, y este calificó a Fogwill de “escritor Coca-Cola” (¿por un pre-
mio que obtuvo, o por ser “la pausa que refresca” a la narrativa nacional?). Por
los primeros, Tabarovsky entiende a los que planteaban “no lean mis textos,
lean nuestra actitud” (2004: 29); por los últimos, algo menos transparente y
no tan fácil de comprobar: “ya no el mundo del pop con sus excesos, su frivo-
lidad, su ligereza; sino ahora la seriedad, el rigor, la sobriedad: lo mismo, pero
aún más potable” (2004: 31). Los excesos sin maestría crecen y se codifican
junto a su contenido, permitiéndoles ser a la vez intolerables y lugares comu-
nes: la nueva sensibilidad de la que hablaba Susan Sontag en los años sesenta.
Como resultado, Tabarovsky desprecia a los serios —de ellos solo menciona
obras, y aparte del “mayor” Mempo Giardinelli, Martínez y Gonzalo Garcés
(1974) serían los más conocidos fuera de su país— por aliarse a lo “retrógra-
do” de una tradición literaria nacional: cierta corrección estilística (2004: 32),
como si los momentos de crisis requirieran un regreso a los clásicos o excluye-
ran el humor. ¿Pero qué distingue lo que Tabarovsky cree novedoso de la “nue-
va sensibilidad” de Sontag, concentrándose en los modos pluralistas, voracidad,
conciencia de la Historia, alta velocidad y lo frenético? Está en entredicho que
no hay tradiciones nacionales únicas que definan a los nuevos clásicos, por-
que son parte de una procesión de influencias (Cândido), y no se soluciona el
asunto con bifurcarlos como “desterritorializados” o “multiterritorializados” u
otra inflexión de extraterritorialidad porque, si se puede creer que los nuevos
narradores radicados en España quieren confrontar esa disyuntiva, no se la pue-
de aplicar a los que se han quedado en el continente (véase Esteban/Montoya
2011). Abad Faciolince provee una solución ingeniosa en La Oculta (2014) al
permitir leerla como un tratado sobre la hipersensibilidad actual en torno al
arte, las clases sociales y su relación con la historia nacional, la ecología, el efec-
to de los lazos familiares (y la sociedad circundante) de la economía, las nuevas
colonizaciones, el racismo, la relación campo-ciudad, la sexualidad fluida y la
sociedad que la define. La intuición que domina en la novela es que no se sabe
si esa hipersensibilidad va a resultar en mejores libros o en censura.
Según Tabarovsky, la literatura de esos serios no peca de exceso y “excluye
la paradoja, el non-sense, lo inacabado, los contactos subterráneos” (2004: 33).
5
En “Literatura argentina reciente: cuanto más marginal más central” (Letras Libres,
xvi.191, noviembre de 2014, 16-21) Tabarovsky, que a pesar de preferir las abstracciones
rechaza la “metaficción académica y previsible” (19), escoge autores nacidos en los años
setenta, conectando su presencia a editoriales nacionales independientes o pequeñas, ignorando
el azaroso cálculo de la apuesta por ellas de parte de Aira. Similarmente subjetivo, aunque
optimista, es su “Mucha vida después de Borges” (2-3), del número dedicado a la Argentina
por Babelia (1 201, 29 de noviembre de 2014). El texto completo de Martínez es “Un ejercicio
de esgrima” (2005: 158-208). El quiebre con el mercado y el tono pesimista son subtextos
principales de estas discusiones, contextualizados sucintamente por María Paz Oliver (2014:
167-180).
pre respecto al “poder” y las tensiones derivadas del valor de mercado versus
el valor simbólico, porque en Cárdenas una trivialidad real no deja de ser lo
que es, y porque su reconstrucción ficticia sugiere inteligencia artificial más
que emocional.
¿Cómo se llegó a esa dicotomía? La historia literaria hispanoamericanista
que supera el entusiasmo por lo “nuevo” no superó los encasillamientos anti-
guos. Las divisiones que propongo son fluidas, no por el relativismo circun-
dante sino por la insólita y febril actividad que define al mundo intelectual
nacional y editorial de los nuevos. Lo que sí comparten es una conciencia
mayor de sus modelos; y si son pintores de la vida contemporánea, no de la
posmoderna, vale distinguir ante los límites del arte y la crítica prohibitiva
de él, si se trata de una apropiación perezosa o de reflexión pertinente. La
narrativa del cambio de siglo y lo que va de este, a pesar de participar de una
cultura popular mediatizada o digitalizada, pretende definirse preferiblemente
como intelectual, diferente a Allende y autoras similares y sus reivindicaciones
folletinescas, o de la literatura “poscomprometida” de Skármeta, Dorfman,
Sepúlveda y otros que ocasionaron referirse a la “nueva novela referencial” y
que no pueden abandonar el banquete del progresismo, definido más por el
progreso del escritor mismo. En un artículo de 1977, Ana María de Rodríguez
trata de definir la novísima narrativa de entonces según la práctica de Sarduy,
Luis Britto García y Balza, y remite a la autopercepción de Skármeta, para
quien “hemos llegado al limite de nuestras posibilidades narrativas con […]
la postulación de una marginalidad critica frente al sistema capitalista” (66).
La diferencia desde entonces es que esos venezolanos no se estancaron, y cri-
ticaron el sistema literario de manera novedosa, influyendo en connacionales
como Chirinos y Méndez Guédez, mientras que Skármeta sigue estancado en
las contradicciones de su práctica, fuera de Chile.
Los esfuerzos por diferenciarse habitualmente fallan, aun cuando algunos
nuevos “nuevos” pueden haber experimentado momentáneamente cierta vi-
sibilidad instantánea (Fuguet, por ejemplo), similar a algún autor del primer
boom de los años sesenta, y no solo porque la literatura popular (la romántica,
de crimen, horror, aventura, ciencia-ficción, y más y más de novelas gráficas)
existe desde mucho antes, y los debates sobre ella, como con otras literaturas
“serias”, tienden a ensombrecer otros valores. Como muestran varios nuevos,
el miedo a la fama o fracaso produce la ansiedad de sacar obras inacabadas que
Los dos indios alegres (1973) y hasta García Márquez en Doce cuentos peregrinos.
Ese estar en varios mundos a la vez, especialmente entre Hispanoamérica, París
y Madrid, condujo al matrimonio conceptual sobre la literatura hispanoame-
ricana traducida, como explico en el último capítulo. También hay que tener
en cuenta, como recuerda Bessière, que una novela como 2666 es un rechazo
del tipo de simbolismo unitario propuesto por Cien años de soledad, porque “le
roman ne dit pas la recherche d’un hábitat, d’un accord avec le monde, mais
cette médiation selon le hasard, qui entrâine que les intentionnalités humaines
deviennent manifestes et entrent en correspondance” (2010: 100).
No es menor la narratividad con que construyen Europa autores como
Monterroso y Ribeyro en su no ficción, ni tampoco se puede descartar la
“deseuropeización” de Flora Tristan y Gauguin en El paraíso en la otra esquina
de Vargas Llosa. Como señala el peruano Jorge Eduardo Benavides (1964),
uno de los postreros narradores radicados en España, la inmigración y sus
meandros no es el motivo principal de su literatura, porque “sin la aureola
de prestigio que supone el exilio político ni el crédito de la inmigración aca-
démica, escritores mexicanos, bolivianos, peruanos, se buscan la vida en los
mismos trabajos que gran parte de sus paisanos y se instalan así en idéntica
situación que ellos” (2008: 15). En esta década, con las crecientes crisis in-
migratorias mundiales, vale preguntar cómo se complicará la situación que
describe Benavides. Así, en lo que toca al cosmopolitismo y exclusión, Aínsa
habla de una estrategia de exilio permanente entre los nuevos, sin ser una
opción desgarrada o traumática. Seguimos dando vueltas, y si las generaciones
inmediatamente anteriores a la actual hacían “literatura por literatura” para
encontrarse a sí mismas dentro del laberinto de las novelas totales que las
sobrepasaban, las de hoy continúan esa búsqueda, pero aprendiendo de los
errores anteriores, procedimiento natural en todo agrupamiento nuevo. Pero
Ilan Stavans, mexicano de nacimiento, frecuentemente expresa como nove-
dad que el escritor latino de Estados Unidos “viene hallando su sitio” en ese
país, buscando otro nativismo. El lugar del escritor o del mortal que sea no se
descubre, se encuentra. Buscar el lugar, actitud de ingenuo adolescente, es eli-
minar la relación que uno mantiene con el espacio, patentemente imposible.
¿Entonces en qué se diferencian los narradores actuales de los anteriores?
Una respuesta yace en un manejo más suelto de la técnica, porque incluso en
la narrativa de Vargas Llosa, especie de Mick Jagger de la novela todavía admi-
(de edad) rescatados en años recientes por editoriales españolas y los nuevos
que no han tenido el apoyo que siguen buscando asiduamente los primeros.
Compárese la acepción de Valencia en “Diez años después”, posfacio a la
tercera edición de El desterrado (2013): “todo lo que yo no había vivido pero
pulsaba en mi entorno, todas las respuestas que no pude encontrar en los
libros ni en los relatos familiares o en sus silencios o dilaciones, quizá por-
que no existen las respuestas que uno espera, pedían su única forma posible:
la interrogación de una novela” (378, énfasis mío). El recurso que discute
es el papel de la Historia, la tradición y la autobiografía en su escritura, y
precisamente por no tratarse de un tema nacional sigue siendo polémica en
Ecuador. Para él, “una novela combina la autonomía de su historia y de su
forma sin olvidar la experiencia del escrito, aunque sin dramatizarla, sin per-
der su dimensión novelística…” (380), su inmediatez mimética o soberanía
como forma. En ese talante lo acompañan Abad Faciolince y otros que han
salido de sus países, mental y físicamente, sin abandonarlos, como Joyce.
Esa actitud de enriquecer y expandir la literatura sin clichés que dependan
de la emigración, globalización, poscolonialismos y tecnología como fuerzas
centrales de la “movilidad cultural” (noción de Stephen Greenblatt) no es
homogénea en el continente, porque ya no existe la inmovilidad cultural
y dramática división de la lengua que Barthes y otros notaban durante los
años setenta, cuando una parte del lenguaje no era entendida por el Otro.
¿Cómo afecta a esos designios que algunos autores decidan no legitimarse
o resucitar o alentar su recepción buscando contactos “primermundistas” o
enchufes y palancas de los maestros?
(2013); en los “ensayos” Copi (1991), Las tres fechas (2001), Pequeno manual
de procedimientos (2007, disponible en portugués), las nociones fragmenta-
rias de Continuación de ideas diversas (2014b), sus traducciones de ensayos de
Raymond Chandler (relacionadas a sus nociones sobre la narrativa policial en
Continuación de ideas diversas), su idea de que “la novela policial es por exce-
lencia lo que no se relee, ya que es su propio spoiler, y el lector se saca de enci-
ma esa duplicidad temporal que constituye a los clásicos” (2016: 9), algunos
prólogos a maestros muertos y en el criterio de selección para su Diccionario
de autores latinoamericanos (2001).
Tan problemático como decidir entre calco, copia, duplicado, falsificación,
homenaje, imitación, paráfrasis, reliquia, plagio o préstamo, es creer que aso-
ciarse con los maestros tiene maleficios y beneficios, o que sus espaldarazos
habitualmente hiperbólicos (Fuentes) aseguran el éxito artístico o comercial6.
Fechas, nombres, precios o procedencia prometen un territorio firme cuando
las falsificaciones aumentan la sospecha de que la narrativa actual es una esta-
fa. No es el caso de Aira, cuya narrativa se nutre de especulaciones sobre ella
misma. Así, en El congreso de literatura (1997) emplea el pretexto de clonar
a Fuentes para armar un discurso doble. Uno de ellos gira en torno a cómo
los Maestros no tienen la culpa si no hay talento en el discípulo; el otro sobre
la musa (Amelina en la novela), que si no es maestra es frecuentemente más
importante para el narrador protagonista (el “Sabio Loco”), a quien solo le in-
teresa su Gran Obra, su ensimismamiento, e ignora congresos literarios pare-
cidos al que ha acudido en Venezuela. La semejanza con Locus Solus (1914) de
Roussel —para Vila-Matas la obra que le enseñó que en la novela era posible
todo—, en que el científico loco Martial Canterel guía a sus colegas a través
de sus inventos y tableaux vivants dementes, es casi inevitable. Pero a un nivel
conceptual cualquier epistemólogo diría que no se puede representar al sabio
en una novela, por el problema de la completitud.
6
Así García Márquez (“Este es uno de los autores colombianos a quien me gustaría pasarle
la antorcha”) a favor de Franco, en la edición estadounidense de Paraíso travel; Vargas Llosa
para Bayly y otros; o, para Bellatin, Pitol y Bryce Echenique. Este, Ramírez y Balza apoyan
a Méndez Guédez, cuya extensa Los maletines (2014) debería tener una recepción mayor.
Distancia de rescate (2015) de Schweblin, cuya traducción al inglés fue finalista del Man Booker
International Prize 2017, tiene notas de Alarcón, Bellatin y Vargas Llosa; y La forma de las
ruinas una franja del peruano que reza: “Una de las voces más originales de la nueva literatura
latinoamericana”.
7
En una nota sobre una biografía de Borges, Guy Davenport arguye que toda la
literatura argentina se reduce a Sarmiento, Güiraldes, Martín Fierro y algo de W. H. Hudson,
cuestionando la trillada dicotomía de un antes y después de Borges, con alguna excepción
reciclada por narradores y críticos nacionales (véase Davenport 2004). Para Piglia la vanguardia
[sic] argentina yace en Saer, Puig y Walsh, idea que Aira y Tabarovsky cuestionarían.
“gurú” más que con la desacreditada visión romántica del autor como genio
aislado que puede enseñar algo. No por nada Sada —considerado un maestro
“barroco”— escribió un prólogo sobre Elizondo afirmando que es impensable
la literatura mexicana moderna sin su influencia8. Llámese peso del pasado,
ansiedad o angustia de la influencia, o la figura debajo del tapiz, a pesar de la
falta de menciones directas los maestros y sus obras resucitan en la narrativa
de los nuevos, por más que cambien referentes. Si hoy pesan más para los au-
tores nómadas, uno de esos primeros héroes, Wallace, que se quedó en su país,
notaba en un largo ensayo (reproducido parcialmente en Harbach 2014) las
limitaciones del futuro ficticio. En “Fictional Futures and the Conspicuously
Young” (recuérdese que daba clases en talleres de escritura) desarrolla la idea
de que la narrativa de sus contemporáneos sufre de “(1) nihilismo de tienda
cara […] (2) realismo catatónico, alias ultraminimalismo, alias Carver malo
[…] y de (3) hermetismo de taller […]” (2012: 39-40). Esas limitaciones ter-
minan en regresiones infinitas cuando el discípulo dice “mi maestro era sutano
o mengano”. Otros esquivan el asunto. Con Bellatin, por ejemplo, es difícil
precisar esas apariciones o presencias, y sus maestros serían Sade, Bataille y
Elizondo.
Vale examinar qué relación tendría con el Blaise Cendrars de La Main
coupée (1946, comenzada en 1918, después de que perdió la mano con que
escribía), parte de la tetralogía en que lo autobiográfico, el espacio, el tiempo
y el trauma se empalman cinemáticamente. Si se añade el original de Mora-
vagine (1926), novela nihilista de humor negro narrada por un psiquiatra con
una sola pierna y editada por un “Blaise Cendrars” con una mano (más un
inédito y posfacio de cómo escribió Moravagine), se entendería al Cendrars
real. Como en Bellatin, no se puede saber si en esas obras confronta la “esce-
na primaria” de su escritura, quizá porque el nihilismo hispanoamericano es
8
Véase Sada 2009. Quesada Gómez ve a Elizondo (135-184) y Sarduy (185-246) como
precursores inmediatos de la metanovela hispanoamericana del último tercio del siglo xx; pero
infravaloriza su valoración de Macedonio (102-131), supeditando las conexiones de este con
Aira, que junto a Zambra el más metaliterario de los actuales. Por su parte Bellatin, otro autor
metaliterario, es constante en la vaguedad de sus comentarios sobre su obra y la literatura,
banalizando su teoría y práctica. Véase López Alfonso 2015 y el dossier que le dedica Cartón
Piedra (138, 8 de junio de 2014, 14-21), en que Bellatin le contesta a Víctor Vimos (14-16)
con tautologías inferiores a su escritura. Varios números de Buensalvaje tratan temas similares
en Bellatin, Aira y otros.
otro. Así, cuando Gamboa se refiere a una “novela nihilista” sus muestras son
el bestseller de Jaime Bayly (1965) No se lo digas a nadie (1994), que retrata
la homosexualidad de una oligarquía abúlica limeña, y las primeras dos no-
velas de Medina Reyes (Cabrera Infante et al. 2004: 85). Para Brenkman la
transformación de la novela del siglo veinte se nota mejor en cómo renueva
sus preocupaciones tradicionales, no en cómo las olvida, y su arte no es pu-
ramente una táctica defensiva contra el nihilismo (2007: 810, 829); cuando
para Blumenberg, cuyas muestras son Kafka, Jünger y otros alemanes, el ni-
hilismo surge de nuevas experiencias irreconciliables con las certidumbres de
cada época, se van imponiendo a la conciencia y acaban provocando una crisis
de la idea de realidad (2016: 34-35).
Fernando Pessoa creía que “haya o no dioses, de ellos somos siervos”, espe-
cie de o imitatores, servum pecus de Virgilio. El maestro, aun en un momento
no anárquico pero fijado en el ni dieu ni maître, es imposible de eliminar
porque, es obvio, nadie escribe en un vacío. La fijación en ellos puede mostrar
un deseo traspapelado de imponer un paradigma de invención artística en un
mundo al que no se pertenece. Pocos maestros reconocidos examinan esas
relaciones como Monterroso, quien al hablar de las influencias asevera: “Y
uno, como puede, continúa navegando, acompañado por este o por el otro,
en un vaivén dentro del cual, si tiene suerte, encuentra de vez en cuando cier-
ta estabilidad anímica que puede durarle tres meses, seis meses, digamos un
año, para en seguida sentir de nuevo que no sabe en dónde está parado, ni si
el cómplice —para llamarlo de alguna manera que no sea ‘modelo’— al que
ha seguido hasta aquí era en realidad el mejor” (1998: 40-41). En “Partir de
cero” (2017a: 26) su admirador Vila-Matas distingue entre “debutante exper-
to” y “profesional experto”. Por estos razonamientos habría que fijar mejor la
relación entre el español, Bolaño, y sus críticos, más alla de los documentales
recientes sobre ambos en la RTVE.
Si la narrativa hispanoamericana sigue dando lecciones magistrales vale
retomar el debate sobre el genio artístico porque, como continúa Monterroso,
“puede llegar el momento en que esa influencia desaparezca y su espíritu ad-
quiera la forma que tenía destinada desde el principio: el conservadurismo y
la resistencia al cambio. Y están los conservadores juveniles que en la madurez
se rebelan y manifiestan en forma abierta su repudio a la sociedad que les ha
dado todo” (1998: 41). Tergiversando la trama de una novelita de James, una
9
En “Piglia plural y enigmático”, reseña de la edición española (2003) de La ciudad ausente,
Nora Catelli (2003: 7) observa en ella un “laboratorio” que juega con las poéticas de Arlt,
Macedonio, el cuento intercalado y un presunto progresismo. Ignorando la falta de originalidad
de tales prácticas, tampoco ve fallas en Aira. Las historias de la novela hispanoamericana
comprueban que ese legado no es de un solo país o reciente. El desconocimiento aumenta
cuando autoras no argentinas solo merecen mención: Teresa Orecchia Havas (2014: 407-431).
Reconocidos sus méritos, no extraña que dos novelas de Saer estén entre las mejores de los
últimos veinticinco años de una lista de Babelia (2016), poblada por evaluadores argentinos.
10
Para la novela contemporánea, con una muestra de 40 mil libros y siete tramas esenciales,
The Bestseller Code (2016) se basa en un algoritmo que asegura determinar qué será un bestseller
con 80% de exactitud. Según The New York Times ese análisis informático de bestsellers se pierde
en nimiedades y análisis ordinarios al comparar autores cuyas novelas “venden” ampliamente;
y tiene sentido aisladamente, pero no cuando critica las tramas con posturas políticamente
correctas. El efecto es reforzar convenciones antiguas que, si no eran justas, se entendía mejor
con el contexto histórico de las novelas. Desde que William Wallace Cook publicó Plotto: The
Master Book of All Plots (1928), que propone unas 1462 tramas posibles, se publica manuales
que tratan infructuosamente de reducirlas a fórmulas. Más adelante examino los defectos del
modelo de Franco Moretti.
11
Javier Aparicio Maydeu, “Pájaros de Hispanoamérica” (2003: 7). Aparicio Maydeu
homogeneiza toda la narrativa escrita en Estados Unidos por “latinos”, como si fuera un
alma global, según se desprende de sus comentarios, recogidos por Manrique Sabogal, “El
alma hispana del inglés” (2008b: 13).
está ahí, los lectores están ahí y todo el mundo se cruza de brazos. EE. UU. es
la zona cero de la lucha entre el inglés y el español y lo saben. El miedo que
tienen es inconsciente, pero muy real” (citado en Aínsa 2012: 105-106).
Vale recordar el monólogo teatral Diatriba de amor contra un hombre
sentado (1988), de García Márquez, en que Graciela asevera que “el idioma
universal no es el inglés sino el inglés mal hablado”. La culpa no es del bilin-
güismo bien aplicado como hace Indiana desde la primera página de Hecho
en Saturno (2018), como explico en el capítulo sobre la traducción, ya que
lo practican Fuguet y varios de sus contemporáneos, a veces con ínfulas
abarcadoras y banales, sino de los errores y horrores de ortografía, el léxico
limitado y la incapacidad de articular las palabras y enhebrar un discurso
inteligible que afectan la recepción de algunos narradores. En otra reseña de
otra novela de Paz Soldán, Palacio quemado (2007), Javier Alonso Prieto es
severo al respecto: “una prosa deslavazada salpicada de errores gramaticales,
sin duda provenientes de la influencia del inglés en el autor, que lastran la
lectura por momentos y no ayudan a sacar a flote una novela que zozobra
desde el principio” (2008: 68).
Una década después, y aunque es su derecho, Paz Soldán ha hecho caso
omiso de sus críticas. Observando cómo los relatos de Paz Soldán en Las vi-
siones (2016) completan aspectos fantásticos de Iris (2014), otro reseñador,
Francisco Solano, asevera: “podría decirse que son largas notas al pie de página
de una novela que, por lo demás, no era especialmente convincente. Costaba
admitir el uso peculiar de una lengua hecha de contracciones y neologismos
adaptados del inglés o del quechua, que debía reflejar, según la pretensión
del autor, la distorsión de un lenguaje intervenido. Ese estilo estorbaba la
lectura en la novela, y sigue estorbando. No cabe duda de la buena intención
del boliviano, pero su alcance carece de brillantez y, en no pocas ocasiones,
resulta irritante” (2016: 9). Habría un consenso español contradictorio sobre
su narrativa: es inexperta, y promete, corrompida por oportunismo y facilismo
al retratar la cultura y lengua12.A sí, en una reseña de Los vivos y los muertos
(2009) titulada “Confusión” (2009), Manuel Mejía asevera que “pronto se
12
Para ser justo, Prieto parte de una comparación innecesaria con una novela de otra autora
y se limita a la traducción en un sentido muy amplio que no tiene nada que ver con la novela.
Otra, Norte (2011), tampoco fue bien recibida, y se la enhebró con las fallas de las anteriores
(Beltrán Félix 2012: 73-74).
hace notorio que la fórmula utilizada por Paz Soldán no da los frutos que se
esperan” (50, énfasis mío), y sobre su técnica afirma: “hay monólogos donde
se relata, con pocas variaciones, lo ya dicho por otro en una oportunidad
anterior” (50). Mejía sigue: “todo se mantiene bajo el mismo tono, y no se ve
el uso de herramientas literarias diferentes que permitan que la novela tome
fuerza y, a veces, parecemos leer diarios de escolares o psicópatas, sin pulir,
sin trabajar, y que hacen mención repetitiva de series de televisión, actores
supuestamente conocidos, grupos musicales y cantantes de moda, letras de sus
canciones, extensas y en inglés, por supuesto, establecimientos y productos,
nombres de presentadores y un sinfín de distintivos comerciales propios de la
sociedad norteamericana actual” (50, mis énfasis). Sin notar el “síndrome de
Fuguet”, Mejía prefiere concentrarse en el descuido y la falta de oficio, alu-
diendo categóricamente que en Bolivia no superan el boom. Aun así, la prensa
piensa de otra manera al asignarle colaboraciones al boliviano, no importa qué
se diga de su español.
Compárese el proceder anterior con el de otro “andino”, Arcos Cabrera,
en Memorias de Andrés Chiliquinga. En esta el memorialista es un músico y
dirigente indígena invitado a un curso sobre literaturas andinas en Columbia
University en el verano de 2000. Allí, aparte del provincianismo neoyorquino,
conoce a dos compatriotas ecuatorianos: María Clara (que quiere enseñarle “la
diferencia entre ficción y realidad”) y “Andrés Chiliquinga”, héroe de Huasi-
pungo (1934), novela canónica de Jorge Icaza. Arcos Cabrera emplea a los per-
sonajes para demostrar la archiconocida apropiación de realidades autóctonas
por la academia estadounidense. Así, el personaje June pontifica: “la literatura
boliviana es marginal, no es parte de las transnacionales de difusión de la lite-
ratura latinoamericana, cuyo centro, como sabemos, radica en España, a partir
del denominado boom” (124) o “es una literatura que procura distanciarse del
tradicional indigenismo prerrevolucionario” (125). Pero el Chiliquinga “real”
está más embobado por el cuerpo de June. Memorias de Andrés Chiliquinga
es también un comentario libresco sobre otras obsesiones. Así, ante una dis-
cusión de La virgen de los sicarios, Chiliquinga espeta: “los otavalos tenemos
otros problemas más importantes que estarnos fijando si alguno es maricón”
(79), reflexión sobre cómo los países pequeños o de literaturas “menores” tam-
bién son un terreno propicio para mesianismos y gurúes del tipo “yo te digo
lo que tienes que hacer”. Bértolo, que quiere evitar imperialismos en su Vi-
13
El tema, irresoluto para la crítica, lo tratan lúcidamente autores de países “periféricos”:
Valencia, “El síndrome de Falcón” y “Nunca me fui con tu nombre por la tierra” (2008: 167-
190, 222-231); Castellanos Moya, “El lamento provinciano” y “El escritor y la herencia”
(2011: 42-45, 49-52). Benavides, “Del boom a McOndo ¿Y la generación anterior?” (Montoya
Juárez/Esteban 2008: 157-161), da una excelente visión de la pertinencia de autores que no
migran, voluntaria, forzadamente o por razones como el apego a la tierra natal. A pesar de
que su narrativa es encomiable, es obstaculizada, casi siempre, por la condena de las ediciones
nacionales.
sean pocos. Hasta hoy, otros autores de la generación intermedia (que identi-
fica a sus maestros con menos recelo) escriben boleros, en versiones intelectua-
lizadas o posmodernas, tergiversando lo que dijo Cortázar al ser cuestionado
sobre la relación entre literatura y revolución. El mercado controla mucho, así
que es purista querer hablar solo de novelas y no de autores. Según Bolaño
en “Los mitos de Cthulhu”, reproducido en Palabra de América —testimo-
nio para discípulos aspirantes a maestros—, la literatura latinoamericana no
es Borges, Macedonio, Onetti, Bioy Casares, Rulfo, Revueltas, y ni siquiera
García Márquez y Vargas Llosa, sino “Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ángeles
Mastretta, Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez, un tal Aguilar Camín o Co-
mín y muchos otros nombres ilustres que en este momento no recuerdo” (31).
No matiza sus ironías, pero es evidente que habla imprecisamente de bestse-
llers; considérese que el peruano Sergio Bambarén, cuya obra de autoayuda ha
sido traducida a 30 idiomas, tiene más de 10 millones de ejemplares vendidos,
escribe directamente en inglés y no aparece en ninguna historia literaria. Y
respecto a Paulo Coelho y sus 9 millones de seguidores en Twitter y unos 25.6
millones en Facebook (cifras que en julio de 2018 Twitter admitió se pueden
comprar e inflar), ¿basta llamarlo un alquimista digital, cuando otros “serios”
usan Twitter para difundir su obra y adquirir poder simbólico? ¿La autoayuda,
que nos puede hacer peores, no refleja las prioridades de la era que la produce
en vez de valores universales? ¿Los éxitos de venta son necesariamente libros
malos, cuando un cuento de Bolaño en una pantalla provee mejor entrena-
miento cerebral que leer un thriller mediocre en un libro de bolsillo?
Hay que añadir otra salvedad: cada vez que un novelista llama “mito” a sus
mitos no permite que los lectores los tratemos como realidad. Por lo general
se usa ese calificativo solo para las historias que no podemos creer. Por eso
pocos autores pueden crear mitos sin convertirse ellos mismos en mitos, y
solo pueden emplear y adornar los que han heredado de sus maestros, como
Bolaño. Este aceptó una historia más calmada de un éxito con reservas, cons-
ciente de que podía ser seducido por la historia de un gran fracaso, o de que el
fracaso es un subtexto de cada casi autor exitoso. Ronaldo Menéndez, escritor
cubano no incluido en varios registros testimoniales hispanoamericanos (vive
en España), ha notado, no sin resentimiento, que “los escritores atrapados en
nuestros países de origen levantamos mitos literarios acerca de cuáles son las
alternativas para dejar de ser un autor local” (14, énfasis suyo). La palabra
clave es “atrapados”, porque los que se han ido le han dado otra semántica al
término. Menéndez señala y examina con razón cuatro mitos actuales para los
nuevos autores: “el mito del príncipe azul-concurso internacional”, “el mito
del editor-hada madrina”, “el mito de la búsqueda del templo perdido” y “el
mito-enajenación de que el mercado corrompe la literatura” (14). No todo
autor ha personalizado el asunto, como demuestra Benavides en su nota “Del
boom a McOndo ¿Y la generación anterior?” (Montoya Juárez/Esteban 2008:
157-161), porque el desdén puede comenzar con las ediciones nacionales de
lo que escriben.
Es obvio que la postrera generación de narradores, en particular la riopla-
tense —Pauls, Garcés, Berti, Brizuela, Fresán, e incluso Neuman y otros—
aprendió a no seguir esa mala enseñanza de las generaciones inmediatamente
anteriores a la de ellos. Para esa generación, como demuestro más adelante con
Serna en México, hay que precisar que su oposición es a un tipo específico de
costra académica, no contra toda interpretación. El problema (casi nunca una
ventaja) de los de la generación intermedia que salieron tarde de sus países es
que no tienen una perspectiva externa de sus maestros. Y cuando deciden cal-
carlos producen una relojería enredada para simplemente dar la hora. Por eso,
una gran diferencia entre Aira y Piglia es que la prosa que quiere y no quiere
ser metaficticia del último es menos una novedad que una versión forzada
del cementerio de las teorías del nouveau roman: sus fábulas se arman casi sin
elementos convencionales (trama dramática, preceptos morales, penetración
psicológica), y con volteos narrativos de los años sesenta en que el lenguaje
era el protagonista. Esa práctica es más útil para algunos latinoamericanistas
de universidades anglófonas y sus modelos para entender la novela “global”,
como si el pensamiento global surgiera del nacional recolonizado14. Diferentes
de las novelas metaficticias logradas que discuto, las de autores como Piglia
son apostillas a borradores previos en que las frases rechazadas se reinsertan en
el texto como manchas necias.
14
En “Una crítica traducida y domesticada” (Corral 2016: 32-35) y, en particular, en
“Bolaño, la crítica y ética del disgusto, y los expertos” (Corral 2015: 291-354) señalo varios
defectos de la aplicabilidad ciega por latinoamericanistas que escriben sin riesgo o novedad
para las instituciones anglófonas, cuyas pretensiones interdisciplinarias crean tensiones al no
expresarse en una lengua común. Hasta hoy el estudio más sensato y directo sobre ese tipo de
novela es el de Kirsch (2016b), cuyo tercer capítulo (42-58) estudia 2666 comparativamente,
confirmando la recepción anglófona de Bolaño.
15
Vivian Abenshushan (2003: 89-90) da una visión concisa y certera de él, que actualizo
en “César Aira (Argentina, 1949)” (Corral/Castro/Birns, 2013: 285-294). Muestra de los
estragos que Aira causa a los críticos que quieren estar al día con su prolífica producción de
“novelas cortas”, etiqueta líquida que él cuestiona implícitamente, es el capítulo “La novela del
artista”, en Sandra Contreras 2002, 235-285. Llegó a las setenta y setenta y una con El gran
misterio y Prins, ambas de 2018 y conectadas temáticamente, pero cuando sale en la Argentina
Evasión y otros ensayos ese mismo año en tapa blanda, después de la española de 2017 en tapa
dura, dependiendo de cómo se cuente se la considera allá el libro ciento uno, añadiendo a los
destiempos de su recepción.
rrativo del lado oscuro de la vida solo puede ser inspiración artificial, como si
hubiera puesto su escritura en piloto automático, y deprime más que disturba,
convirtiéndose en parodia de sí misma. Es difícil hallar frase más lapidaria o
menos inspirada que una de Prisión perpetua: “el que escribe solo puede hablar
de su padre o de sus padres o de sus abuelos, de sus parentescos y genealogías”,
a no ser que sean las verdades que Kafka disecciona en su carta a su padre. Ob-
viamente, un buen escritor será leído por nuestros nietos, y los nietos de ellos,
y todavía no se contesta o pregunta bien quiénes son las madres de la novela.
En este caso el pensamiento débil se equipara perfectamente con la narrativa
débil, coadyuvado por la crítica amistosa o indocta que halla ingenio en el
amigo. Ya que Piglia era un poco menor que Vargas Llosa, es mejor seguir a
algunos antiguos autores (algunos argentinos más jóvenes que leen bien, como
Berti y Pauls) que todavía nos ilustran, más que a otros que justifican el tipo
de parricidio que, curiosamente, quieren enarbolar.
Si la edad no ha sido ni debe ser una traba para adhesiones generacionales
(¿a cuál pertenece Fernando Vallejo?), ni para las editoriales, el hecho es que
hay una desconexión entre los rescates que estas llevan a cabo y las revalora-
ciones —antagónicas a la condescendencia de la posteridad— que practican
los jóvenes narradores del nomadismo. Según López Parada son sujetos tras-
humantes que se mueven con desenfado en el más conspicuo cosmopolitismo
“y si ya no por exilio como antes, bajo el signo de la migración cultural o eco-
nómica practican una escapada incluso lingüística” (2001: 11). Por eso es no-
table en ellos la falta de atención a novelas como La pérdida del reino (1972),
del celebrado (por sus contemporáneos) José Bianco, quizá por poner en el
tablero temático los peores legados del primer boom y su recepción positiva
en la Argentina. No menos se podría decir de las críticas afines en Abaddón
el exterminador (1974, 1978), de Sabato, que sin embargo palidecen ante la
sutileza de las de Bianco. En la novela de este la combinación de metaficción,
cultura popular y la absoluta incapacidad creativa de un oscuro crítico literario
y profesor no obstruye al genio sublime de Bianco, que intuía que la brecha
entre aprobación crítica y difusión cultural se expandía, pese a que el número
y variedad de críticos se ampliaba. Narradores como Bianco —“macedoniano”
en su novela que fue novella entre 1950 y 1955, casi novela al retomarla en
1970 y publicar en 1972 los materiales y prolegómenos de una gran novela
inexistente— no creen en que las grandes obras pertenecen solo al pasado,
sino en que el paso del tiempo podría consagrar a algunas como maestras.
Pero con el paso del tiempo incluso las más provocadoras se hacen conocidas,
llegan a parecer menos distinguidas. Bianco, excelente editor, traductor y es-
critor de culto, vivía y escribía en otra época. Como otros, hoy se preocuparía
de las condiciones que permitirían a las grandes obras del presente pasar al
futuro con por lo menos una leve posibilidad de reconocimiento.
La maestría de Bianco no permite que parezca que hay que pagar con un
tipo de sufrimiento único para crear, como si uno debiera estar agradecido
por no ser brillante, o sentir que elegir no ser maestro es evitar el sufrimiento.
La idea de que el sufrimiento síquico propicia el arte retrocede a Aristóteles
y Séneca, según cuyas opiniones ningún gran genio jamás ha existido sin una
cepa o toque de locura. Si se trata del artista del hambre o de la renuncia, o de
que el genio artístico irrumpa del sufrimiento, tiene sentido que con su visión
estándar del artista experimental Sontag haya descubierto algo nuevo en el Bo-
laño de Amuleto. Pero de la misma manera los narradores de cambio de siglo
y los actuales tendrían que aceptar que no solo los maestros del primer boom
pueden ser puestos en perspectiva recurriendo al sufrimiento de los raros con-
testatarios de los años veinte y treinta, como en un momento, y descubriendo
la pólvora, intentó “Verbo Sur” con colaboradores hispanoamericanos, sino
también con el sufrimiento, relativo, de generaciones posteriores. En el mis-
mo número de Babelia de 2006 en el que escribe López Parada, al hablar del
inevitable peso del legado clásico en la literatura europea, Jordi Llovet afirma
que en los últimos cincuenta años la narrativa parece más desmemorizada, y
entre los dos fenómenos que según él predominan hoy, encuentra “produccio-
nes escritas en el seno de culturas que cabría denominar ‘ingenuas’ […], que
elaboran sus ficciones, por ignorancia o por sobrepeso de sus determinaciones
históricas contemporáneas, sobre el relieve de los hechos más candentes y rea-
les; así en el caso de muchas literaturas emergentes de Europa, más todavía de
otros continentes” (2006: 3, énfasis mío).
En esa coyuntura, y ya que Llovet no quiere ser políticamente incorrecto y
hablar de países subdesarrollados, se puede pensar, como asevero en el capítulo
anterior, en la posibilidad de un verdadero clásico contemporáneo hispanoa-
mericano, a la vez que se puede pensar en las posibilidades futuras de algunos
coetáneos de Piglia (con mejor técnica y sin dependencia en una práctica que
López Parada califica implícitamente como negativa y poco confiada), como
Luisa Valenzuela y otras autoras postergadas. Por eso hay que hacer algunas
distinciones importantes. Como desarrolla Casanova, en el caso de los glorifi-
cados carismáticos, o sea escritores, intelectuales y traductores que se pueden
consagrar a título personal, se puede hablar de una especie de “interconsagra-
ción”, o de un intercambio de prestigio. Por otro lado, “quant aux consacrants
qui consacrent à titre institutionnels, ce sont eux qui ‘font’ à proprement par-
ler, les classiques: ils assurent aux œuvres une forme d’éternité en les insérant,
on l’a dit, mais il faut y insister parce que c’est la forme majeure de l’éternité
littéraire” (2002: 99, énfasis suyo).
La pérdida del reino, en que el exilio parisino provee conexiones con Ra-
yuela, tendría también lazos temáticos y técnicos con Entre Marx y una mujer
desnuda (1976), del ecuatoriano Jorge Enrique Adoum16. ¿Obligan las repeti-
ciones temáticas a recuperar una novela sobre la clase intelectual hispanoame-
ricana abandonada en París y un aspirante a novelista como en El buen salvaje
(1966), del colombiano Eduardo Caballero Calderón, muestra precoz de la
metanarrativa? No necesariamente, porque un maestro de la repetición como
Vila-Matas puede seguir encontrando nuevas formas de evitarla, como con la
noción de un falso libro póstumo, en Mac y su contratiempo (2017). Piénsese
de la misma manera en que el actual nomadismo de los nuevos —tipo de
metáfora que según Maffesoli puede incitarnos a pensar las cosas dentro de
su ambivalencia estructural y a no reducir a la persona a una simple iden-
tidad (2004: 80)— no parece aprender de Bomarzo, de Mujica Lainez (ex-
cepción hecha de Bolaño y Valencia, que respectivamente la homenajean en
su no ficción), del Bianciotti que fue valorado como escritor en la Argentina
solo después de mudarse a Francia y ser escritor “francés” (al final de su vida
volvió a escribir en español) y, más cerca a hoy, de Cortázar. Si los nuevos
abandonan la narración de lo “indecible” que favoreció la narrativa de sus
antecesores inmediatos, porque se dieron cuenta de que en algún momento
la especulación sobre lo indecible se convierte en abdicación efectiva del que-
hacer crítico, ¿qué público les quedaba y cómo se dirigían a él? ¿Era necesario
16
Un problema persistente de progresistas posmodernos como Adoum es identificarse
con sus causas sin matizar. Su entrega automática, contradictoria en lo vital (como aceptar sin
cuestionar becas y estadías estadounidenses), les crea un público igualmente “comprometido” y
mínimo, aparte de enmarcarlos en una ceguera ideológica que, en el caso del ecuatoriano, varios
jóvenes narradores critican agudamente (véase Valencia 2008).
un esfuerzo conjunto por definirse? Este siglo comienza a dar respuestas más
precisas, cuando el inglés global merma la curiosidad por saber qué pasa en
otras lenguas, y cuando los escritores son polinacionales, por adopción libre o
por condiciones vitales que no pudieron controlar.
En este siglo los vaivenes ante el público virtual también se deben a que
la relación entre los jóvenes narradores y las editoriales es más estrecha que
durante el primer boom. Los congresos de escritores durante el boom nunca
reunieron a todos sus miembros reconocidos, por evitar guerras de egos fratri-
cidas, por falta de recursos o porque las editoriales todavía no eran parte de los
conglomerados globales que permiten más traducciones casi instantáneas para
mercados en otras lenguas. Hoy no reinan el deseo de salvar al mundo, encon-
trar tu identidad nacional (excepto en un caso como el de Lalo) o la idea de
que el arte narrativo solo puede reflexionar sobre su impotencia. Una solución
serena yace en lo que se hace con el texto del antecesor, o al tener conciencia
de lo que han hecho los maestros comprobados. El Times Literary Supplement
informó en 2004 del descubrimiento de un cuento llamado “Lolita”, publi-
cado en Berlín en 1916, cuando Nabokov vivía allí. Este decía que el primer
“latido” de su obra maestra surgió en París, a finales de 1939 o al comienzo
de 1940, inspirado por una noticia de un mono que, convencido a dibujar,
esbozó las rejas de su jaula. El protorrelato centenario no tiene gran mérito,
según el crítico que lo resucitó, y lo importante es que el entonces no-maestro
haya prestado la materia e idea, y creado una obra de arte.
Según Monterroso, “con frecuencia uno es injusto o, peor, ingrato, con un
buen número de autores a los que debe mucho, sea en materia de oficio o de
apreciación de la conducta humana y el mundo” (1998: 40). Monterroso es
honesto porque para los nuevos todavía queda la duda de si el impulso para
convertirse en Maestro tiene que ver con alguna experiencia agobiante superior
a la lectura de maestros previos. Al no tener esos jóvenes una obra acabada no
se necesita a Nabokov para recordar que un Maestro no es “nuestro autor” por
los siglos de los siglos, o para no estar de acuerdo con la idea de Cyril Conno-
lly, en The Unquiet Grave, de que la única función del escritor es producir una
obra maestra. Dantzig cree que “c’est grâce aux chefs-d’oeuvre que le monde
de formes continue. L’auteur d’un chef-d’oeuvre avait lu des chefs-d’oeuvre, il
a rêvé d’en écrire un. Il a fait concorder son libre avec son rève” (2013: 235).
No es seguro que la formación o estado síquico de un autor de obras maestras
concuerde con esa conjetura, aunque Bolaño sería la excepción. Más allá de
sus méritos individuales, las obras maestras sirven un propósito mayor: propa-
gar el evangelio de un arte específico mayor, y convencernos de que la mejor
maestría es la de uno mismo, por medio de lecturas verdaderamente diversas,
que nos desafían. Como recuerda Kimmelman, las obras maestras tienen mu-
chas capas y no se puede atribuirlas a una sola razón, o definirla por ella (2005:
2), y su profusión cortocircuita una reacción emotiva real.
Este siglo es diferente. En junio de 2003 se reunieron o, mejor dicho,
fueron reunidos en Sevilla algunos jóvenes narradores hispanoamericanos por
los que “había que apostar”. De esa reunión surgió el testimonio Palabra de
América, que examino en el tercer capítulo. Naturalmente, no estaban todos
los que merecían, ni merecían todos los que estaban. La selectividad permite
revisitar cómo ninguna generación forzada se pone de acuerdo sobre sus maes-
tros, o sus propios miembros. Esa dinámica incluye observar los mecanismos
de la elección de los untados, porque como herederos crean un aura de conta-
minación, que es buena o mala según la percepción que ya tenga el público de
ellos y sus maestros. Una muestra fehaciente de esos conflictos dentro de una
vertiente chilena de las nuevas generaciones es Yo, Yegua (2004), el testimonio
satírico de Francisco Casas, antiguo miembro del grupo Yeguas del Apoca-
lipsis, que reunió a escritores y artistas opositores a Pinochet. La memoria de
Casas es “ficticia”, como la de los grupos de lecturas marxistas de Bolaño y
Caicedo en Nocturno de Chile y ¡Qué viva la música! (1975), pero la venganza
generacional narrada calibra cualquier celebración que se haga de la maestría
de sus colegionarios, entre ellos el cronista Pedro Lemebel (1952-2015), la
“María Félix” del texto de Casas. Si no hay un gran papel para la narrativa gay
entre los nuevos sería por la falta de proyectar algo mayor que ser autoindul-
gente, o creer que la maestría solo tiene un contexto que no debe sobrevivir
la prueba del tiempo, como los clásicos. Otra razón, el caso de Vallejo, es
disfrutar aguijonear al público, sin ser bueno para deducir su reacción. Si es
“estrategia” es cansina y la rabieta de un novelista no cansado de que no se le
haga caso. Así, en ¡Llegaron! (2015) se lee, por enésima vez: “Las dos grandes
17
En “Final: ‘Estrella distante’ (entrevista de Mónica Maristain)”, de 2003, ahora en Entre
paréntesis (2004: 329-343), dice con más solidaridad que profundidad que de su generación
admira a Sada, Villoro y Boullosa. De los jóvenes le “interesan” Volpi y Padilla, y otros mayores
más logrados y reconocidos, como Aira y Castellanos Moya, añadiendo: “sigo leyendo a Sergio
Pitol, que cada día escribe mejor” (342). Una perspectiva apropiada de sus criterios tomará
en cuenta la gran generosidad que solía expresar por muchos otros. Compárese las nóminas
azarosamente heterogéneas proveídas por Manrique Sabogal en “América Latina pasa página”
(2008a: 6, 8 y 10).
en una época híbrida más que refundacional en que no hay balances de obras,
solo listas de arrojos.
Es más, las tendencias neotribales e integristas son una rama de la glo-
balización, iguales a la hibridización de la alta cultura (para Jameson, sepa-
rada de la baja con el posmodernismo). Según Maffesoli, la deificación de
lo extranjero se puede volver un arquetipo, las cofradías tienen efecto en el
perfeccionamiento de algunos oficios (2004: 176), “y los que hablan de ‘glo-
balización’ muestran, por esto mismo, su desconexión de una realidad que es
singularmente sincrética y mestiza” (2004: 153). Por eso no sorprenderá que
junto a la globalización, o como reacción a ella, aparezca un esfuerzo localista,
presentado como otro tipo de libertad19. Aínsa rastrea bien la noción de que
todos somos extranjeros y contemporáneos (2012: 73-80), Gamboa la asume
frontalmente para su generación (2011: 50-52), mientras Néstor García Can-
clini amplía la idea de que es imposible ser extranjero “si somos clientes sospe-
chosos, espiados para adaptar lo que podrían vendernos y lo que deberíamos
pensar” (2014: 138). Como un análisis hará obvio —el novelista colombiano
y los dos críticos lo reconocen implícitamente, con tradiciones literarias que
retroceden al modernismo hispanoamericano— no se puede separar la ex-
tranjería de las nociones actuales de cosmopolitismo, ilustrado o no, porque
no todo contemporáneo es extranjero. Además, la tensión actual entre cosmo-
politismo y nacionalismo se traduce fácilmente a la tensión entre una cultura
abierta y una cerrada que ninguna especulación universitaria podrá resolver.
Ante los altos niveles de nacionalismo actuales quizá pronto se considere al
cosmopolitismo un pecado político.
¿Qué y cómo se sabe de esos autores transoceánicamente? Junto a suple-
mentos endogámicos como Babelia, ADN Cultura (Ideas, desde julio de 2015)
de La Nación argentina, y Cartón Piedra, la recepción actual de los nómadas,
mayor que la de los globalifóbicos, se basa en revistas mexicanas como Letras
19
Según Zygmunt Bauman (1998), cuyo cuarto capítulo, “Tourists and Vagabonds”
(77-102), señala la distancia entre élites globales extraterritoriales y una mayoría más y más
“localizada”, que Gamboa explica con autores como Roncagliolo y Rosero (2011: 53). En
libros posteriores sobre la “modernidad líquida” Bauman no se basa en dilemas y paradojas que
revelan los datos empíricos. El efecto de las presiones sociales que explica son menos evidentes
en los autores de hoy, por las lealtades múltiples que adquieren y la fluidez sexual (tan líquida
como sus principios) sobre la que escriben los neovanguardistas, o porque sus ciudadanías
compuestas eliminan la eterna coartada del excepcionalismo.
Libres, en que las notas, reseñas o comentarios pueden ser amistosos o chovi-
nistas y Nexos, en que pueden ser antagonistas. Las peruanas Etiqueta Negra
y Buensalvaje (con ediciones en Costa Rica, Colombia y España) y la chilena
The Clinic tienden a ser menos endogámicas. Todos se dedican regularmente
a los nuevos, con matices. Si no hay patrones de agendas regionalistas, hay
notas benévolas sobre logros nacionales (con excepciones), mientras supeditan
los de otros países. Muestras de esa tendencia son las reseñas en Letras Libres
(con edición española) de Óscar y las mujeres (2013), primer libro por entregas
y encargo del peruano Roncagliolo, e Historia del dinero (2013), saga familiar
y alegoría nacional con que Pauls concluye un ciclo de “historias de”.
Ambas marcan problemas consabidos de la nueva narrativa: la comercia-
lización de un tipo de escritura y la percepción ciega de que si un autor tiene
cierta importancia en su país o una que otra novela importante, lo que siga
escribiendo tendrá el mismo nivel20. Precisamente, Roncagliolo es uno de los
autores hoy dedicados a escribir novelas por entregas para que sean escuchas
en podcasts, leídas por actores, lo cual da un nuevo giro a la voz de la novela,
o del autor. Aun considerando el papel de ese tipo de prensa, la república
mundial de las letras es más real que una “comunidad imaginada” (noción de
Benedict Anderson basada en novelas nacionales tradicionales) que la fundada
en la educación de una élite cultural y moral que sería un contrapeso a las pa-
siones y violencia del populacho, o del tirano. Vale recordar que un argumento
de Rousseau en el Émile, ou De l’éducation es que no toda la educación es
necesariamente buena. En Las reputaciones (2013), “Libro Notable” de 2016
según The New York Times Book Review, Vásquez indaga en la naturaleza del
poder de la prensa y sus responsabilidades, examinando la base inestable de las
notoriedades e imágenes que ella misma crea, sondeo que Cornejo Menacho
conecta a un estado corrupto y controlador en Miércoles y estiércoles, acercán-
dose menos a la alegoría que Vásquez.
Si de esa comunidad se produce un canon chovinista, ¿qué hacer cuando un
crítico descarta la política para definir una obra maestra? Dantzig lo hace, aun-
20
Véase Rafael Lemus (2013b: 72-73) y Enrique Macari (2013: 66-67). En blogs y revistas
mexicanas se cuestiona qué habrían escrito Volpi y compañía sin becas, puestos diplomáticos
y otras prebendas de la política cultural nacional. Aunque me refiero al asunto a través de este
libro, es tema de otro porque, al seguir reduciéndose la cantidad de reseñas impresas, el vacío se
ha llenado con blogueros y comentaristas de medios sociales.
21
Dominic Moran, “Mantra (Book)” (2002: 31). Hay comentarios más benignos de
Domínguez Michael en “Un forzado del éxito instantáneo” (2002: 3). Matizada (y devastadora
sobre Padilla) es su crítica de Volpi y El fin de la locura, en el contexto del Crack (2004),
actualizada en “Autopsia del Crack” (2016b: 10-11). Ese número incluye un múltiple
“Postmanifiesto del Crack (1996-2016)” firmado por sus fundadores, típicamente lleno de
banalidades, cálculos, ingenuidades y pontificaciones vergonzosas para la historia narrativa.
parece ser la característica que más comparten los narradores que examina, ya
es hora de diferenciarlos.
En Letras Libres (abril de 2002), Juan Antonio Masoliver Ródenas celebra
que Satanás rechace el realismo mágico, que según él ha sido apoyado por una
crítica paralizadora (no dice cuál ha leído), y festeja que En busca de Klingsor
Volpi acuda a la historia para plantear “unos problemas de orden moral”. Ma-
soliver no parece haber leído la precursora de esos planteamientos, Bomarzo,
y suele leer la nueva narrativa (Bolaño incluido) con el exotismo que pretende
impugnar, empleando criterios trillados y lugares comunes, aunque nota en
Satanás “el exceso de redundancias, la inverosímil y blanda relación de María
con Sara, el escaso desarrollo de la pasión literaria en Campo Elías” (2002:
82). A pesar de los reseñadores, en 2007 Andrés Baiz hizo una película de
cierto éxito con la novela, y su recepción fue mejor en el cine. No por nada
se ha hecho películas de bestsellers peruanos como No se lo digas a nadie y La
mujer de mi hermano, de Bayly (guionista de la primera), y Pudor (2005), de
Roncagliolo, y en 2017 se estrenó una forzada versión fílmica de Zama (Di
Benedetto era guionista también, y se filmó otros dos libros suyos). Si los
mantras cifran patrones cambiantes de suposiciones culturales sobre la iden-
tidad, el trabajo, el género y la clase, los narradores no se pueden olvidar que
también codifican lo que vale como buena escritura.
¿Es la visión nacional más positiva o correcta? Vale notar que la reacción
a esa novela específica de Mendoza no se conjuga con la efervescencia de la
narrativa colombiana actual, ni con su visión de sí misma, como se deduce
de las declaraciones de Medina Reyes, Abad Faciolince, Gamboa y Restrepo,
entre otros, en el Babelia (607, 12 de julio de 2003) dedicado a su país. Los
reconocimientos mutuos inscritos allí, en que Franco está a la cabeza según
todos, templan el elogio de Vallejo por Abad Faciolince y revelan mejor las
diferencias entre las recepciones locales (triunfalista y errónea, como la titu-
lada “Bonanza literaria” por Cambio, 23 de septiembre de 2004) y las forá-
neas. Con típica franqueza e ingenio, Moreno-Durán se había referido en El
Tiempo (octubre de 1994) a que los nuevos narradores nacionales “han creído
que encarnan el Génesis. Es estupidez, ignorancia o mala fe”, y defendió su
trashumancia y la de sus coetáneos (Vallejo, Collazos, Gardeazábal, Buitrago),
generación de ruptura que Medina Reyes dice no leería. Reconociendo los
méritos de ese grupo, Moreno-Durán propone que “olvida que esos escritores
de diez o quince años antes todavía están en activo y que, comenzando apenas
su madurez, habían recibido ya un reconocimiento internacional”. Y termina
con una afirmación sobre un comportamiento confirmado después por Pala-
bra de América, que “hay obras de cuya existencia saben pero que han querido
‘ningunear’ para acudir a este hermoso mejicanismo”.
La exitosa y póstuma ¡Qué viva la música!, de Caicedo, dejó un legado te-
mático truncado que renovó lo que se entendía en los años setenta por novela
urbana colombiana. Vale examinarla en términos de las copiosas que tienen
protagonistas sicarios y de cómo Vásquez renueva la manera de representar la
violencia del narcotráfico en El ruido de las cosas al caer (2011), giro que, como
él mismo menciona en un ensayo de El arte de la distorsión (2009), inició
Abad Faciolince con Asuntos de un hidalgo disoluto y sigue hasta La Oculta. Ese
vuelco se explica con la memoria de Caicedo El cuento de mi vida (2007), la
recuperación de su obra entre 2000 y 2010, la traducción al inglés en 2014 de
¡Qué viva la música!, con prólogo de Vásquez, y que en 2015 se lo edite en Es-
paña en los clásicos de Penguin. Entre ese rescate está la novela corta Noche sin
fortuna, con una valoración utilitaria de Fuguet sobre al impacto del cine en
narradores jóvenes, con debida venia a Cabrera Infante: “es la idea del cinéfilo
como mártir, el post-adolescente latinoamericano alienado con Hollywood, el
solitario que se comprometió con la pantalla mientras todos se solidarizaban
con la causa” (2008: 23). Con venias al videómano Puig, es la idea de la visua-
lización narrativa, que va desde La estrategia de Chochueca (1999) y Hecho en
Saturno de Indiana, hasta el exilio inverosímil de Las películas de mi vida y las
memorias filmográficas sexualizadas de Fuguet en VHS (2018).
Más bien hay que señalar, como hace Vásquez en el prólogo a los Cuentos
completos (2016), titulado “El anacrónico”, el carácter apolítico de su com-
patriota, recordando que “en Latinoamérica y en los años setenta, la vida e
intereses de los jóvenes intelectuales —y Andrés Caicedo, aunque renegara
de ellos, era un joven intelectual— eran inseparables de un cierto compro-
miso político; el compromiso político, a su vez, era inseparable de las ideas
de izquierda en general y de la Revolución Cubana en particular” (9). Hay
recuperaciones académicas como La estela de Caicedo. Miradas críticas (2009),
pero no se puede aseverar que el interés en el colombiano haya aumentado
debido a aquellos rescates. Sin duda, la violencia y las FARC han afectado
a todo novelista, y cuando se anunció la paz en agosto de 2016 (negada en
él, y Vila-Matas, aparte de ser demasiado generosos por escrito con casi todo
narrador joven, son autores de quien sí se puede aprender (no por nada mu-
chos de sus personajes son escritores), como con Saer, congénere del mexica-
no. Es más, la obra crítica de ellos (publicada continuamente en los suplemen-
tos que he mencionado y en libros de ensayo de menor difusión) satisface su
yo crítico y su visión como novelistas. Pero el respeto hacia los maestros no se
traduce a la mención de lecciones aprendidas, excepto en algunos guiños mal
disfrazados de Volpi a Fuentes. De la misma manera, es difícil atribuir un sig-
nificado permanente o positivo al remplazo de un maestro venerado por otro,
o precisar cómo se sale del círculo o de la rueda de aquel, cuando el apetito de
creer sin cuestionar es el meollo del problema de la influencia, tal como se ve
con las “enseñanzas” del chamán Carlos Castaneda.
En la información destilada de la esfera periodística los comentarios de los
novísimos sobre los maestros giran en torno a varios polos de intervención
e impedimento. Sobresalen entre ellos las discusiones sobre qué es “buena”
literatura y, por extensión, la libertad e independencia del nuevo ante las tra-
diciones del maestro, o su impotencia u obediencia (las huellas que se retiene)
ante ellas. Lo que no se lee es una explicacion de la mala “magia” del guía,
como en El ilustre mago de Aira. Otra vez Steiner, quien a pesar de sus eruditas
razones no llega a explicar el papel del encanto en esas relaciones: “Al escuchar
a su Maestro, el discípulo contrapesa la lección pro viribus intuentes a través
del poder de entendimiento que le provee una ilustración interna. Con dema-
siada frecuencia los discípulos elogian a sus Maestros, cuando en un sentido se
deberían elogiar a sí mismos” (2003: 45). Su conclusión —afín a la de Mon-
terroso sobre los escritores influidos que “si llegan a ser algo, transmitirán su
propia influencia” (2003: 41)— es una manera más de referirse a la enredada
relación entre maestro y esclavo mental, y vale notar un consenso crítico en
torno a cómo ese tipo de esclavo es más auténtico, porque lo guía su miedo a
la muerte en vida del arbitraje. Igualmente, el discípulo nunca va a confesar
que necesita la envidia del maestro para continuar su obra22. La parodia de
22
En “Novela: ¿realismo?; ¿vanguardia?”, sección del capítulo “Poéticas y políticas de los
géneros” de Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América
Latina (2003: 307-327), Claudia Gilman define exhaustivamente el peso de los maestros de
los años sesenta. The Voice of the Masters (1985), de González Echevarría, ve la progresión
al posmodernismo como “deconstrucción” de la desilusión con temas anteriores. Para él, la
autoridad surge del Gran Relato, no de los autores; su punto ciego es mantener que ese desarrollo
intenta imaginarse la verdadera vida, tal como será, el día que reúna el monto
del pasaje a Europa” (2004c: 3).
¿Pero qué hacer con Felisberto, que aparentemente leía The Book of Snobs
(1848), de Thackeray (publicado el mismo año que el Manifiesto del Partido
Comunista), en que satiriza a los esnobs universitarios? Un corolario serio de
esas suposiciones es la noción poco original de que la Gran Novela Hispa-
noamericana será de tono extranacional, cuando la decididamente universal
Rayuela no pasa de moda en un momento de literaturas emergentes más y
más transnacionales. Al fondo de esos roces está el peso del maestro nacional,
y cabe contextualizar los comentarios argentinos con los de escritores mexi-
canos: Rivera Garza aseveró que “Cortázar es el gran contemporáneo (en el
sentido steiniano del término), el escritor tan conectado con su presente —su
velocidad, sus retos, sus abismos— que siempre fue capaz de hablarle a las
generaciones futuras” (Castro Ricalde 2005: 311). No es casual que sean tres
escritoras y un escritor, o que hablen de la Maga desde México, comprobando
que los novelistas no tienden a ser profetas en sus tierras23.
Neuman tergiversa al “adolescente” de Garcés, y al reivindicar los cuentos,
ensayos y traducciones de Cortázar dice que leerlo como adolescente no es
culpa del autor. Según él, “para bien y para mal, Cortázar es contagioso. Por
eso quienes fingen desdeñarlo en realidad se están defendiendo” (2014: 10).
Fabián Casas, mayor que Garcés, tenía estremecimientos similares a los de su
compatriota. Pero se arrepiente, aseverando en 2007: “Che, Aira nos cagó,
la literatura argentina cayó en la trampa de Aira, ¡es un agente de la CIA!”
(2013: 12); y se independiza diciendo sobre Cortázar: “Quiero que vuelva.
Que volvamos a tener escritores como él…” (2013: 12). Por el centenario del
maestro —partiendo de la premisa “‘Rayuela, una búsqueda a partir de cero’,
tituló Ana María Barrenechea la reseña que signaría durante años las lecturas
cortazarianas” (2014: 6, énfasis mío)— Pauls provee una sutil y completísima
evaluación. Una relectura de Cortázar, de la séptima (1980) de sus Clases de
literatura (2013) sobre Rayuela, Libro de Manuel (1973) —en que comienza
a analizar las hoy llamadas “noticias falsas” y la sociedad dispuesta a creerlas,
23
Son Rivera Garza, Yépez, Ana Clavel y Amaranta Caballero Prado, “Corta-a(l)-azar:
lecturas de Julio Cortázar a inicios del siglo xxi”, en Castro Ricalde (2005: 293-313). Es similar
el tono de Brescia (2014), en García Bergua (33-37), Trelles Paz (171-175), Valencia (187-
194), Beltrán (217-218) y la introducción de Brescia (7-16).
como decía Marc Bloch de las mentiras— y Fantomas contra los vampiros mul-
tinacionales (1975), y el hecho de que hasta hoy se lo sigue traduciendo, les da
la razón a Neuman, Pauls y a autores que no son sus connacionales24. Como
dice Harwicz en 2017, en la Argentina “hay más airianos que escritores”.
Hablo de “recepción artificial” porque esta funciona con los destiempos
y desencuentros detallados en el cuarto capítulo. Por ejemplo, Cortázar pu-
blica su Rayuela en 1963. En 1969, el desconocido posmodernista inglés B.
S. Johnson (1933-1973) publica la “novela” The Unfortunates (en español,
2011), una caja con 27 secciones que suman 136 páginas y contiene la nota
“las secciones pueden ser leídas al azar, con la excepción de la primera y la últi-
ma”. Nadie se ha ocupado de cotejar la originalidad, o falta de ella, en la obra
de Johnson, pero los anglófonos enterados la citan como algo insólitamente
vanguardista, y prueba de que, desde siempre, la novela no hace otra cosa que
evolucionar, y al punto que llegó con Cervantes y Joyce ya no puede ser la mis-
ma. No obstante, se olvida en estas porfías que en 1962 Marc Saporta publicó
Composition No. 1, que la editorial señala como “novela”. Esta no tiene trama,
ni las páginas están hiladas en la caja en que vienen, y Saporta instruye a los
lectores a leerla como un naipe. En su época fue rechazada, pero traducida al
inglés (1963) y republicada en formato tradicional y digital (2011), hoy no es
una propuesta complicada, poco diferente de Naked Lunch de Burroughs, y de
su calco, The Unfortunates.
¿Entonces qué son los siete tomitos en una caja de la “novela” La familia
fortuna (2001), del argentino Tulio Stella (1944)? No hay instrucciones de
cómo leerlas, o en qué orden, pero internamente tiene una disposición con-
vencional. ¿Cómo diferenciar eso de la decisión, decididamente comercial,
mediante la cual Alfaguara (desde 2014 sello de Penguin Random House)
24
El lado argentino: Neuman (2014: 10-11), recogido en Brescia (2014); Fabián Casas,
“Tarde en la noche, viendo a Cortázar”, (2013: 11-12); Pauls, “¿Qué hacer con la gente vulgar?”
(2014: 4-15), complementado agudamente por Blas Matamoro, “Releer a Cortázar” (2014: 16-
22). Las variantes de Garcés son “Instrucciones para criticar a Cortázar” (2004b), “Queríamos
tanto a Julio...” (2004c) y “El fin de un sueño” (2004d). Su tono se asemeja al de Bolaño en “El
viaje de Álvaro Rousselot”, El gaucho insufrible, en que el protagonista sueña haber encontrado
al personaje Riquelme (que escribe “la gran novela argentina del siglo xx”) junto a “miles de
Riquelmes instalados en el Pen Club argentino, todos con un billete para viajar a Francia, todos
gritando, todos maldiciendo un nombre, el nombre de una persona o de una cosa...”. Las colas
y venta de favores no necesariamente argentinos siguen hoy, para ver si los traduce Gallimard.
ofreció en 2011 una caja llamada “Pack Vargas Llosa” que ofrece cuatro no-
velas del peruano cuya relación entre sí es el estar parcialmente ubicadas en el
Perú, país que ninguna ficción suya ha abandonado? D. H. Lawrence decía
que no hay que confiar en el artista sino en el relato, y que la función apro-
piada de un crítico es salvar al relato del artista que lo creó. Un argumento
en contra del camino sugerido por el novelista inglés en 1923 son sus riesgos,
y parece una afrenta contra los nuevos (y sus lectores recientes) aconsejarles
no seguir la ruta sugerida por Lawrence, sobre todo porque, como discuto en
capítulos posteriores, en varios sentidos se puede aseverar que las suyas son
“novelas del artista”, como tan bien han estudiado los críticos de arte Francisco
Calvo Serraller y Michael Kimmelman, visión que Franz afina y complica en
Si te vieras con mis ojos (2015a).
Los discípulos y los maestros comparten el ser prisioneros de sus experien-
cias, y Bolaño es un icono porque la generación que le sigue inmediatamente
no tiene héroes: ni los hippies ni el Che Guevara les servían. Para Bolaño el
héroe es el artista, y sus personajes lo buscan, sin encontrarlo. Por eso es pre-
visible que entre las influencias que se le atribuye se mencione —en conexión
con la rebeldía y sin precisión (el motivo de esa novela es la literatura, no la
bohemia, el escape o el turismo)— a Jack Kerouac y su novela-rollo On the
Road, de 1957 (de formato a lo Sade y Los 120 días de Sodoma; no de concep-
to, a lo Cortázar), cuyos protagonistas también se definen por su nomadismo,
como los beats (literalmente, “vencidos”) que le dieron al estadounidense su
temática. Tampoco se habla de la posible influencia de Una tumba para Boris
Davidovich y Enciclopedia de los muertos, de Danilo Kiš, que resuenan en “La
parte de Archimboldi” de 2666. No se sigue huellas del mal celebrado —por
Heriberto Yépez (México, 1974)— “poeta visual” mexicano Ulises Carrión y
su ensayo-manifiesto “El arte nuevo de hacer libros” (1975), especialmente
en la versión original del “Manifiesto mexicano”, incluida en El espíritu de la
ciencia-ficción (2016: 205-223).
Además, no se escribe nada contundente sobre el impacto viable de las dos
primeras novelas de McCarthy y su trilogía de la frontera en el chileno y en
varios novelistas mexicanos del norte, que como Herbert desde la efectista Un
mundo infiel (2004, reescrita para una edición de 2016) y su hibridez de lo
cómico y lo trágico, dicen estar más cerca del destierro ético y subconsciente
de la frontera y paisajes de McCarthy (para este “la dura realidad es que los
libros se hacen con libros. Para vivir la novela depende de las novelas que han
sido escritas”) que de la de Fuentes. ¿Valdría creerle a María Salomé Bolaño,
cuando le dijo a la revista digital Paniko (Chile), en noviembre de 2016, que
“mi hermano tenía problemas con sus maestros, siempre se peleaba con ellos,
decía que no le enseñaban nada. Cuando citaban a mi madre a la escuela, por
la conducta de Roberto, los profesores le decían que por favor le pidiera que
no los avergonzara más en clase. Mi hermano, además de ser muy burlón,
era un erudito. Siempre tuvo un carácter muy fuerte y especial: le gustaba
exponer la falta de conocimiento de sus maestros cuando sabía que ellos se
equivocaban al enseñar algo. Él leía mucho y te podía hablar con detalles tanto
de un pueblo de África como de una batalla de Napoleón. A veces, incluso, te
inventaba historias con esos datos solo para tomarte el pelo”?
En un momento dado los nuevos miran a su alrededor y no les gusta lo que
leen. Al descubrir la falsedad de esa literariedad se refugian en la desmesura
que los define, y siguen dando vueltas en torno a sí mismos. Es el destino del
que apunta a ser maestro y sufre las presiones de la literatura como autoayuda
para el escritor, su público y la editorial; y la mayor tensión es cómo negociar
entre ellas. Donoso estigmatiza el asunto convirtiendo al cincuentón Julio
Méndez, narrador de su El jardín de al lado (1981, revisada por él en 1996) y
de mayor protagonismo en Donde van a morir los elefantes, en escritor fallido y
excluido, envidioso del “boomista” ecuatoriano apócrifo “Marcelo Chiriboga”
—retomado por Fuentes, en Fricción de Urroz, Las segundas criaturas de Cor-
nejo Menacho, Sudor de Fuguet y El asesinato de Laura Olivo de Benavides—,
“el más insolentemente célebre de todos los integrantes del dudoso boom”.
Méndez culpa a la mercenaria agente “Núria Monclús” (Balcells, levemente
disfrazada, y presente en Sudor y otras), del “insoportable oropel de falsedades
comerciales” que fabrica maestros de quienes no lo son, como también alude
Thays en La disciplina de la vanidad (2000) respecto a ella.
La clara obsesión de Donoso (más allá de la de escribir la Gran Novela,
según revelan sus Diarios tempranos. Donoso in progress [1950-1965]) con fic-
cionalizar a un novelista y sus tribulaciones se fundamenta también en la rela-
ción entre los académicos extranjeros y la ficción, a lo cual se adelantó Agustín
con Ciudades desiertas. Si quiso reescribir el boom (con su Historia personal del
boom, de 1972, aumentada en 1983), y explorar negativamente la idea de
la “eterna recurrencia” y su efecto comercial cuando un autor quiere escribir
Por esa situación tan actual vale detenerse en la ausencia de mujeres en es-
tas discusiones generacionales, recordando que para 2017 son ellas las que más
contribuyen al cuento, con reconocimiento internacional evidente. Pero pocas
luces brillan sobre sus novelas. Salvedades estéticas aparte, valdría examinar
la abundancia de novelistas “latinounidenses” o hispanoamericanas menores
traducidas por editoriales pequeñas o universitarias y sus conexiones con la
academia anglófona. En esos casos la excusa de resucitar escritoras y la extirpa-
ción del valor de otras, o poner una obra maestra en naftalina, es reescribir la
historia literaria, no para hacerla justa sino para satisfacer cuotas de corrección
política que “equilibran” una narrativa de acuerdo con género sexual, geogra-
fía o vandalismo intelectual, cuando hay autores sin cuyas obras la narrativa
seguirá con buena vida. Ese ahínco conduce a especulaciones triunfalistas que
descartan cualquier lógica temporal, estética o la historia literaria escrita por
mujeres. Si es correcto ver algunas novelas “silenciadas” como antecedentes del
boom y el “boomito” (presuntamente acuñado por Rosario Ferré en los años
setenta), tiene poco sentido mezclar generaciones, o guiarse por continentes,
dejando a un lado los logros de otras autoras (mayormente mexicanas), o ig-
25
Véase Michael Colvin (2006: 133-145), que estudia El jardín de al lado como
autoficción, sin analizar la envidia, rabia y rencor que son sus motores; Ayén titula su décimo
capítulo “José Donoso y su jardín de las neurosis” (2014: 415-454), sin revelar nada nuevo.
En “El ‘lobby’ editorial que aupó al Boom latinoamericano” (2016: 42-44), Saila Marcos
atribuye exageradamente a Sudor poner en perspectiva la parafernalia del boom, con citas
descontextualizadas.
26
María Rosa Olivera-Williams, “Boom, Realismo Mágico – Boom and Boomito”, en
Rodríguez/Szurmuk (2016: 278-295), aglomera a Eltit, Peri Rossi, Valenzuela y Ferré sin
discutir sus novelas o precisar su “femenización del género ensayístico” (283); y al hablar de
Bombal ignora la experimentación femenina que sí hizo boom. De ese volumen coincido, por
las autoras y obras que discuto, con el argumento más complejo de Beatriz González Stephan
y Carolyn Fornoff, “Market and Nonconsumer Narrative” (486-503), para quienes aquellas
tergiversan la comercialización de cuerpos, diferencias sexuales y feminismo, distanciándose
de la “levedad” de Allende. Requiere más precisión y análisis texual su discusión de un boom
femenino y el neoliberalismo como origen de ciertos males contemporáneos. Debra A. Castillo,
“Exclusions in Latin American Literary History”, en Valdés/Kadir (2004: 307-314), es un
previsible registro y reciclaje metodológico anglófono que hace flaquísimo favor a una causa
feminista al proponer que la exclusión es solo de mujeres.
[Esto] no es realismo mágico sino lo que podría llamarse realismo histérico. Con-
tar historias se ha convertido en un tipo de gramática en estas novelas; es así como
se estructuran y se conducen. No se está aboliendo las convenciones del realismo
sino, por lo contrario, se las agota, se las hace trabajar demasiado. Apropiadamen-
te entonces, las objeciones de uno no se deben hacer al nivel de la verosimilitud
sino al de la moralidad: no se debe culpar a este estilo de escritura porque le fal-
27
La prensa española actual ofrece espacios de opinión a Herrera, Monge, Almada y otros
cuya representación de la violencia expurga, no testimonia, las realidades continentales, “nuevas”
según Berna González Harbour (2016: 8-9). La inseparabilidad de lo político, lo estético y el
género sexual se templa en las columnas de Guerra y Luiselli. Las de esta, poco elaboradas, son
sobre asuntos puntuales y previsibles, tipo “Estados Unidos para no enterados”. Su “Yo era
otro” (2017a: 2) describe bien la demencial política de la identidad en la academia anglófona,
aunque es mejor su “La columna” (2017b), reveladora de lo no logrado como columnista.
Guerra matiza más, con mayor relación a su proyecto narrativo. No obstante, las colaboraciones
de los nuevos tienden a ocuparse de temas triviales o personalismos que no tienen el peso de
las ideas que Vargas Llosa y Marías expresan en los mismos medios. Es decir, no toda opinión
merece una columna.
28
Padilla sobredimensionó su autobombo en sus ficciones sobre el grupo y una entrevista
superflua en Si hace crack es boom, que recoge su intervención en Palabra de América (“McCondo
y el crack: dos experiencias grupales”, Cabrera Infante 2004: 41-52), esfuerzo referido a un
“negocio redituable”. Padilla infla la percepción general de que el Crack es un grupo más
reconocible, en su país. Sin dialogar con Palaversich (2005), quien tiene una agenda política
subjetiva, el análisis que más desmenuza las contradicciones de McOndo y el Crack es el de
Rosso (2014: 78-94; 94-112).
29
Entre otras, la crítica de la industrialización (las maquiladoras mexicanas equivaldrían
a la caza de ballenas y sus productos), o la presencia de personajes malévolos y autoritarios.
Así, el capítulo 88 (“Schools and Schoolmasters”) de Moby-Dick es una digresión demencial
poco disfrazada sobre el sexismo de los maestros. La figura del Señor Ballena y sus concubinas
muestra que los jóvenes pugnaces no los deben emular: “Now, as the harem of whales is called
by the fishermen a school, so is the lord and master of that school technically known as the
schoolmaster. It is therefore not in strict character, however admirably satirized, that after going
to school himself, he should then go abroad inculcating not what he learned there, but the folly
of it” (Melville 1988: 393).
Hace años Kid Palou, Kid Volpi, Kid Urroz, Kid Padilla, Kid Chávez Castañeda,
Kid Herrasti noquearon a la literatura mexicana con un manifiesto que mandó
a la lona a las mafias, el grupo de Vuelta, el de Nexos, el de La cultura en México.
Nada de lo pasado valía, los escritores eran una mierda, había que barrer con ellos
y el único futuro estaba en el crack, que es una fisura, un hueso que se rompe, un
vidrio que se estrella, una rama de árbol que cae y hace precisamente eso: crack.
Con el tiempo, los jóvenes airados se suavizaron y levantaron de la lona a los
noqueados, les vendaron las patas, les pusieron curitas en las cejas y les dieron un
apretado abrazo sudoroso a sus abuelos literarios: Salvador Elizondo, Juan García
Ponce, Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Fernando del Paso, todos ellos nacidos en
los años 30 (2003a: 3a).
Poniatowska sigue: “La verdad, los escritores del crack le tiraron siempre a
la sofisticación, a escribir sobre temas internacionales, que interesaran en Ale-
mania, Francia, Italia e Inglaterra. Habían leído a Broch y a Musil, traducidos
por sus abuelitos literarios: Pitol y García Ponce. (Eran un poco esnobs, la
verdad.) […] Una vez profesionalizada la carrera de escritor por Carlos Fuen-
tes, ellos se lanzan a las grandes avenidas. Nada de Allá en el rancho grande,
nada de color local” (2003a: 3a). Con imágenes que sus críticas anglófonas
llamarían machistas en otros, se enorgullece de su habla proletaria, cuya rea-
lidad solo convence a sus incondicionales. Entre tanto palabreo populista por
una novela de Palou sobre el box, no emite una sola palabra sobre la ausencia
de mujeres en el Crack, aunque dice que “el crack fue un fenómeno curioso”
(2003a: 3a, énfasis mío).
En la segunda entrega Poniatowska termina revelando la razón de su nota
bipartita: “Que Pedro Ángel me perdone por las pinches confiancitas que me
tomo con él, pero la verdad, y para que me entienda, uso su mismo lenguaje;
su libro es muy chingón, se lee con el alma en un hilo durante los 12 rounds
obligatorios. […] Todavía no entiendo por qué, Pedro Ángel tuvo la peregrina
ocurrencia de invitar a una abuelita de ocho nietos, más despistada que la
chingada, a presentar su libro” (2003b: 3a). En última instancia Poniatowska,
como maestra, opta por no ser madrina al estilo del padrino Fuentes, y tiene
muy clara la circunstancia generacional, aunque Nettel no cree que hay “una
propuesta común” (1998: 46). Hablando en los años ochenta de “La Onda”
y su agotamiento, Poniatowska la diferenció de Fuentes diciendo que “como
generación tampoco se protegen ni se ayudan; no tienen siquiera un vehículo
de expresión generacional” (1985: 202), y del Crack porque “ni a Parménides,
ni a Agustín, ni a Sainz se les ocurrió jamás lanzar un ‘Manifiesto de la Onda’
como el surrealista, nunca hicieron proselitismo y jamás desearon reunir sus
textos” (1985: 198). Antes, en “Otras voces”, nota para Letras Libres (julio de
2000), Vila-Matas pregunta si existe la generación del Crack, “la de los hijos
del boom”. Consciente de la prematuridad de ella, la atribuye al hartazgo con
la comercialización y se refiere a muchos otros autores, no obras, entre ellos
los “rezagados” Aira, Arturo Fontaine (Chile, 1952), Fresán, Rey Rosa, Sada y
Villoro. Recientemente Gumucio, que por edad hubiera podido pertenecer a
ellos, no matiza al decir “nada parece haber envejecido más que los manifiestos
de McOndo o del Crack mexicano” (2017: 14).
Hay que notar entonces cómo ha cambiado la autopercepción de los auto-
res. Si Padilla ve sus novelas y las de Volpi como “germanizantes”, tiene razón
al elogiar a Pitol y creer que dos golondrinas no hacen verano, y que la litera-
tura que les antecede puede ser “mala”. Volpi busca fórmulas que lo acercan a
un justo medio entre nómadas y globalifóbicos. Encuéntrese los defectos que
se encuentre en En busca de Klingsor, se desprende de ella que la produce una
mente novelística, un indudable sentido de composición y el deseo de conver-
tirla en una estructura que equipara el discurso ensayístico con el novelístico,
para confundir las pulsiones científicas y literarias sobre el poder30. No se debe
desdeñar el logro relativo de Volpi dentro de la nueva literatura mundial. Vis-
to en ese contexto, Volpi se adelanta al estadounidense William T. Vollmann
(comparado con Wallace y Franzen por sus novelas extensas, desafíos formales
e imposibilidad de separar sus obras de su comportamiento público), cuya
Europe Central (2005) presenta un panorama de Alemania y Rusia durante
30
Así sus reflexiones “Notas sobre el arte de la novela” (2005: 5-18) y “Pobladores de
mundos extraños. Físicos y novelistas” (2007: 5-13), que serían pasos ante un público nacional
hacia la cosmovisión que se vislumbra en Mentiras contagiosas (2008). Para Bértolo la literatura
es otro poder de coerción cuyos agentes son: “los estamentos con autoridad literaria y su propia
fuente de legitimidad: la estética como presencia de lo inefable” (Viceversa, 121).
papeles sociales. Lo que quieren decir Volpi y Padilla es que algunos seres están
más interesados en guiarse por relatos y otros por la finalidad y precisión de un
código. Ambos lados están apegados legítimamente a razones que se excluyen
mutuamente, y el problema de esa opción narrativa es cómo transmitir esos
desencuentros a lectores que no quieren que el placer de leer se conduzca por
razonamientos impersonales, por leyes que los autores imponen a sus relatos.
Para Volpi, en “Notas sobre el arte de la novela. De parásitos, mutaciones y
plagas”, “quien escribe una novela imagina de antemano el comportamiento
futuro del lector. Por regla general, el novelista no intenta cooperar con este,
sino imponerle su voluntad” (2008: 10, énfasis mío). Esa fórmula hace pensar
en si tener una idea o teoría preconcebida de para qué sirve una novela es la
mejor manera de crearlas, aunque el novelista quiera liberarse de sus propias
ideas.
La persistencia de ese problema en la novelística de Volpi ha sido señalada
por Fernando García Ramírez, quien con base en Memorial del engaño (2014)
opina que “sus personajes a duras penas se sostienen pero no importa porque
no le interesan como personajes sino como vehículos de información” (2014:
74); y añade que es un problema de no trabajar el lenguaje, visto como se-
cundario, y de condescendencia con los lectores (2014: 75). Escribir hoy una
novela sobre los años sesenta es escribir una novela histórica, con doscientos
años de tradición hispanoamericana desde El Periquillo Sarniento. Las basadas
en hechos históricos no son la mejor manera para que un novelista princi-
piante desarrolle su talento, aunque obtener idoneidad en los principios de
lenguaje y construcción de personajes requeridos para una prosa circunspecta
provee herramientas esenciales para escribir ficciones convincentes, como se
sabe desde Cervantes. Los años sesenta son la Edad de Piedra para muchos
lectores porque se sabe cómo terminaron: algunos de esos chicos egoístas, ig-
norantes y mimados se convirtieron en padres o maestros egoístas, ignorantes
y mimados. Thays advierte: “¿Qué he heredado de los autores del boom? No
un camino para transitar ni una alta vara de excelencia que debe ser superada,
como podrían pensar algunos, sino la evidencia de que los compromisos se de-
ben asumir, las batallas se deben pelear y que nada es fácil nunca, para nadie,
en ninguna época, en ninguna parte” (2009: 15).
Las pugnas públicas de los autores jóvenes no dan los resultados esperados.
En cambio Vargas Llosa pudo decir en la FIL de Guadalajara de 2016 que hoy
32
Admonitorias, en The Plot against America (2004), de Philip Roth, y antes The Loss of
Eden: A Cautionary Tale (1940), de Douglas Brown y Christopher Serpell, advertían contra el
fanatismo y la autocracia. En agosto de 2016 el sitio Literary Hub publicó una carta contra
Trump de unos 600 literatos, entre ellos Auster (que lo llama maniático y psicópata), DeLillo,
Díaz y Eggers, que “al ser escritores, sabemos las muchas maneras en que se abusa del lenguaje
en nombre del poder”. Ese mes Amis fue frontal en un artículo-reseña de Harper’s, y preguntó
si se puede corromper la verdad y el lenguaje sin costo alguno. Elegido Trump, junto a 15
escritores, en The New Yorker del 21 de noviembre de 2016, Díaz publicó “Radical Hope”,
ilusa nota sentimental a su hermana sobre el poder “colonial, patriarcal y capitalista”. El poder
Compárese esas diatribas con un artículo en The New York Times de junio de
2018 de Eggers sobre Trump y su desprecio de la cultura, en que recuerda que
con el arte viene la empatía; y esta permite ver a través de los ojos de otros
y conocer sus esfuerzos y luchas. Sin el arte, concluye, se es miope, inculto y
cruel.
Paralelamente, entre las nuevas generaciones mexicanas, del Crack (“gru-
po”, insisten sus miembros, no Generación) o no, hay espaldarazos naturales y
fluidos en que la maestría tiene menos que ver con una nueva estética, siempre
(o a propósito) indefinible, que con una cosmovisión egoísta y las alianzas
contradictorias que la definen. Se hallará alguna verdad sobre esa condición
social en las secciones “Del Diario inédito de Christopher Domínguez” y otras
de El fin de la locura. Si En busca de Klingsor pecaba de seria, de ver la digresión
seudocientífica como ruta directa y escénica, y de ser televisiva en sus mo-
mentos históricos, en El fin de la locura, el homenaje a Bolaño y Los detectives
salvajes (en la subsección “El club del vino”) aparte, el humor pasado por el
filtro de “pulsiones lacanianas” salva la totalidad novelesca. Pero hay una dife-
rencia entre Volpi y sus maestros. Estos nunca fueron un buen ejemplo de un
sicoanalista malo, y apegándose a la norma cultural de sus años no retrataron
vicisitudes sicoanalíticas. Sabían que novelizar la terapia podría terminar en
la representación como tira cómica, o peor, como melodrama: el enemigo
de procesos que en la vida real se mueven por naturaleza como glaciales, sin
mucho teatro. El melodrama no tiene un punto medio, y por eso las novelas
largas son la forma clásica liberal. Otros discípulos, en cambio, saben que es
mucho más fácil llegar a conocer a un personaje si lo hacen hablar como si
estuviera quejándose con su sicoanalista.
El ensimismamiento novelesco o novelístico no es un problema argentino,
y los mexicanos (que a veinte años de ella no producen una novela “mexicana”
internacional como Los detectives salvajes) no se quedan atrás en la crítica de
la novela autosuficiente, su fácil adaptabilidad, falta de riesgo e imaginación y
conveniente compatibilidad de las “novelas de lenguaje” con la crítica acadé-
público de un autor es limitado, y la ausencia de similar compromiso entre los que analizo aquí
contra los sociópatas hispanoamericanos en funciones les da la razón a Vargas Llosa y a Parks
(2017). Más efectivo que el deseo de Díaz de galvanizar a los literatos es el humor de Juan Pablo
Villalobos en “Hagamos el muro” (2017: 26). “Escribir en la era de Trump”, tema de Babelia
(1 354, 4 de noviembre de 2017), le da una importancia que no debe tener.
mica. Serna dice que a partir de los años sesenta “los escritores que conciben la
novela como una crítica del lenguaje se arriesgan a la segura: mientras que por
un lado rompen con la forma tradicional del género, por el otro complacen a
la Nueva Academia suministrándole textos idóneos para el análisis de estruc-
turas lingüísticas. Desconocen el riesgo de fallar en sus experimentos, porque
marchan a la zaga de una poética prefabricada” (1996: 290). Su muestra, no
sorprende en el contexto nacional, es la excesivamente alegórica (y, por ende,
transparente como “intención”) novelística de Fuentes. Si los más jóvenes son
indiferentes ante su legado (menos Volpi y sus congéneres), los ataques con-
tra el maestro surgen de diferencias ideológicas que no son necesariamente
generacionales, sino con centros de poder intelectual, como es el caso de la
vehemencia con que su obra es criticada en Letras Libres. El peligro yace en
que concentrarse en los fracasos de un autor hace que los lectores vuelvan
a él, buscando crítica incisiva o imparcial, o porque la bilis, remordimiento
o sentido de injusticia que produce puede ser llamativo33. Otro peligro, ge-
neralizado, es recurrir al “riesgo” como prueba de que un autor joven no se
“aclimata” a modelos de la metrópoli, o que es una vara para medir renova-
ciones, distanciarse de modelos trillados nacionales o alianzas políticas. Estos
criterios, manifestados con ahínco teórico por Cárdenas, son el gatillo para los
ya mencionados de Abad Faciolince sobre los concursos.
Lo que hace un autor sin generación como Serna en los ensayos de Genea-
logía de la soberbia intelectual (2013) es mostrar que las distinciones jerárqui-
cas son, a lo máximo, alianzas históricas temporales que permiten que la ima-
ginación creativa siga adelante y supere los conflictos anteriores en que estaba
estancada. Esos compromisos se pueden convertir más tarde en un obstáculo
para la innovación, y cuando eso ocurre la energía creativa potencialmente útil
se encuentra atrapada, defendiendo posiciones que han pasado a la historia.
Serna revisita los términos de esos compromisos para mirar al mundo de una
manera nueva (2013: 270-282). Su interés es más objetivo que personal, por-
33
Al salir Los años con Laura Díaz, Letras Libres (sucesora de la Vuelta que publicó una
famosa crítica de Enrique Krauze contra Fuentes) publicó dos reseñas en el mismo número.
Una de ellas pregunta para quién escribe, y manifiesta que “es evidente que el texto de la novela
está al servicio de su futura versión inglesa” (Enrigue 1999: 87). (Diez años después Fuentes
elogió Vidas perpendiculares de Enrigue.) La otra asevera que es “una novela complaciente y
progresista, complaciente por progresista (feminista, inmersa en el ámbito cultural, mestiza,
rebelde en el 68 y solidaria en tiempos de la expropiación)” (García Ramírez 1999: 88).
que critica cómo un maestro puede escribir para cierto público (el académico)
y cambiar su narrativa de acuerdo con los intereses de aquel. Es la tendencia
argentina que Tabarovksy llama “neovanguardismo académico”, que produce
“una increíble cantidad de libros que se escriben [sic] para satisfacer el gusto de
los profesores universitarios más sofisticados” (2004: 77), fenómeno aplicable
a la narrativa politizada de la chilena Diamela Eltit (1949). “Un ejemplo de
esta subordinación es la trayectoria de Carlos Fuentes desde que se lanzó a
explorar el terreno de la novela total o autorreferente” (290), añade Serna, y
solo hay que observar el tono sacrosanto de su La gran novela latinoamericana
para notar que no cambió mucho desde los años sesenta, creyendo que otras
novelas, menos las suyas, eran el Gran Borrador.
En una valoración generalmente correcta del legado narrativo de Fuentes
(y de la crítica negativa contra él que comenzó en los años ochenta en México
y en el extranjero), Sam Sacks se equivoca al comentar de paso la reciente
(2016) traducción al inglés de La gran novela latinoamericana. Si es verdad que
la contribución novelística de Fuentes y su visión sincrética de la literatura son
innegables, y que su ambición “a veces lograda brillantemente, a veces total-
mente por encima de su comprensión” (2016: c8) era mezclar diversos estilos
y tradiciones europeas y americanas en una sola obra desmadejada, llamar a su
ensayo ‘idiosincrásico’ es tan exagerado como creerlo “profundamente infor-
mado sobre la historia de la novela en las Américas” (2016: c8), porque su “ge-
nerosidad”, hemos visto, queda socavada por su personalísima subjetividad.
Al cotejar cómo Fuentes “ya iba equipado con la terminología que lo justi-
ficaría ante la crítica” (1996: 291), Serna concluye que la de su compatriota es
artificial. Para Serna “las verdaderas revoluciones literarias ocurren a la inversa:
primero surgen las obras que inauguran formas de expresión y luego vienen
los profesores a explicar cómo están hechas. Con la novela del lenguaje se
facilitó el trabajo de la crítica universitaria, que vio reflejado en la creación su
propio andamiaje teórico y se limitó a cotejar la partitura conceptual (sea de
Barthes, Todorov, Greimas o Julia Kristeva) con la servil ejecución del novelis-
ta” (291). A esa visión de cómo usar una historia cuando la vida no dice cómo
se añade que ser literato no es una ocupación de alto riesgo, no cura el cáncer
o termina con el hambre. Parafraseando al estilista Marx cercano a la literatura
de autoayuda, los críticos no transforman el mundo, solo lo interpretan, y por
eso deben ser claros y directos. Años después Serna asevera que “en ambos
lados del Atlántico, buena parte de las críticas publicadas en periódicos y re-
vistas, sobre todo las que se ocupan de autores locales, no pasarían la prueba
del polígrafo” (2013: 277). En la simbiosis entre narradores y críticos se suele
ver a estos como parásitos, y que es tan difícil escribir un libro malo como uno
bueno, y mucho más fácil escribir una crítica despiadada.
La necesidad de amaestrarse, por así decirlo, afecta a los maestros también.
Fuentes, cuyos seguidores son más sus amigos críticos que los jóvenes lectores,
parece sentirse obligado a fortalecer o mantener su manida condición magis-
tral. Así, para la edición conmemorativa (1998) de los cuarenta años de la pu-
blicación de La región más transparente, Alfaguara añadió un “Dossier crítico”
de su recepción inicial, con notas elogiosas de Asturias, Cortázar, Elizondo y
Lezama Lima; y también de Salvador Novo, Luis Cardoza y Aragón, Fernando
Benítez y José Alvarado. Y, por supuesto, Fuentes elogia la última novela de
Eloy Martínez, y este la del mexicano. Hay que ser místico para creer que en
las relaciones contemporáneas entre maestros y discípulos no hay coinciden-
cias sino solo convergencias, y bien podemos especular sobre quién no le pue-
de decir no a un maestro, o quién le pide a quién el espaldarazo. En el caso del
mexicano, es obvio que, incluso en este siglo, su maestría no necesita ese tipo
de legitimación, y nunca sabremos si el dossier mencionado fue más decisión
de la editorial, aunque es seguro que el autor habrá te nido voz en la decisión.
Como meditación en torno a la mortalidad de personas e instituciones, y
por la penetración política sin el tono evangelista de novelas posteriores, La
región más transparente es igualmente subversiva y profunda que Il gattopardo
de Lampedusa, también de 1958. Pero aun con la globalización es seguro que
Occidente recordará más la novela del italiano.
Aguilar Camín, en las biografías generacionales de La guerra de Galio
(1991) —aumentada por un “Dossier crítico” en 2003 con elogios de Fuentes
y Monsiváis (más una entrevista con el autor)— se ocupó de la que comenzó
su vida adulta en 1968, y como otros apuesta por una obra totalizante, similar
a Fuentes y el último libro que publicó en vida, La gran novela latinoamerica-
na34. Esa preferencia provee un armazón para las generaciones de cambio de
34
Luis Rafael Sánchez prologó una reimpresión de Gringo viejo (2004). Otra de la
traducción Where the Air Is Clear (2004) lleva una introducción de Padilla con clichés sobre
un mundo globalizado que desubica los valores de la novela. Al prologar La muerte de Artemio
Cruz para las descontinuadas Obras reunidas (FCE) del mexicano (reproducido en Carlos
Fuentes, Les Cahiers de l’Herne, 2007), Aguilar Camín simplifica la “envidia” que se le tiene al
maestro ¿desde 1958? En versiones sueltas de La gran novela latinoamericana Fuentes retribuye
los elogios. ¿Qué significa, ante un tema trillado como la corrupción, que Una novela criminal
de Volpi contiene solo un elogio de contraportada de un autor conocido, Santiago Gamboa, y
de su íntimo amigo, Urroz?
tautológicamente. Para Slavoj Žižek las tramas llegan a su destino por medio
del error o a través de reconocimientos equivocados. Por eso los descubrimien-
tos de otros maestros quedan prácticamente inéditos, o solo son discutidos
entre discípulos y seguidores, sin grandes reformulaciones.
Steiner dice que un Maestro verdadero debe estar solo al fin de su em-
presa, y que el mayor magisterio es el que “despierta dudas en el estudiante,
lo entrena para disentir” (2003: 102). Una clave para Steiner es un verso de
“Éloge du lointain” de Celan: Je suis toi, quand je suis moi. En Hispanoamérica
se sabe esa lección desde José Enrique Rodó y su Ariel, Monterroso la agudiza
en “Obras completas”, y otras generaciones la constatan en prosas de Elizon-
do, “Un café con Gorrondona” de Alejandro Rossi, “Sensini” de Bolaño, y
en “Yves de Lalande”, una de las biografías imaginarias de La sinagoga de los
iconoclastas de Wilcock, relato que es un temprano comentario sagaz sobre la
producción masiva y mecanizada de novelas. También, y por un discípulo 2.0,
en “La pluma de Dumbo” y “Sobre la muerte del autor”, de la seminal colec-
ción Hipotermia (2005) de Enrigue (que al reseñar en 2017 la traducción al
inglés de Muerte súbita Thirlwell prefiere llamar “novela”). Pero no se hace caso
al pasado. Las preguntas en torno a los Maestros de las generaciones actuales
tienen que medir el aporte real de los nuevos que intentan copiar, homenajear
o socavar a los antiguos, especialmente si se recuerda que por cada autor que
se descubre hay otro que se pierde35.
En Poeta ciego Bellatin alegoriza (si es factible resumir así una parte de una
novela tan sui generis) la situación del aprendizaje como sigue: “El Pedagogo
Boris solía quejarse de que ya no era respetado el orden natural con el que
Antaño se formaba a los alumnos. La raza de los grandes maestros era cosa del
pasado. El nivel intelectual y moral de las escuelas nulo. Había necesidad de
una fuerza que modificara el trabajo didáctico desde sus cimientos” (39). Son
35
Al reseñar en línea Logiques des mondes (2006), de Alain Badiou, Žižek afirma que el
discurso que nunca se puede basar en razones es el del Maestro, y por eso no hay razón para
despacharlo o identificarlo apuradamente con la “represión autoritaria”. Según esa visión
benévola, el gesto fundacional de todo lazo social es el del Maestro. Para Žižek el academicismo
(que elabora una red de conocimiento que estabiliza nuevos significantes) por definición
presupone y depende del gesto originario del Maestro, que no añade un nuevo contenido
positivo, solo un significado que súbitamente convierte el desorden en orden. Un Maestro
generalmente resuelve las preguntas sobre gestos narrativos fundacionales, sin evitar calcos
pobres de los discípulos de su taller (Bajter 2007).
quejas cíclicas (Padres e hijos de Turguénev, “The Pupil” de James, La guerra del
cerdo de Bioy Casares, los padres en Coetzee o Richard Ford), presentes pese a
que los jóvenes no son sentimentales. En su Diccionario de autores latinoame-
ricanos, republicado en 2018 sin cambios, Aira es contundente sobre un pro-
ceder similar al de Bellatin, aseverando que desde El túnel Sabato manifiesta
una falla central: “una inadecuación entre su personalidad y sus intenciones
estéticas. Sobre su robusto sentido común, sobre sus ideas convencionales y
políticamente correctas (que lo hicieron en su vejez un favorito de los medios)
era imposible ajustar sus pretensiones de escritor maldito o endemoniado, o
tan siquiera angustiado; no tuvo más remedio que crear un personaje que se
dice malo, atormentado y sombrío, con una insistencia francamente infantil”
(1996: 498-499). Piglia y Oloixarac continúan esa postura con un seudoa-
nálisis psicológico en las conversaciones de sus personajes que no sugiere un
realismo renovado sino difusión ideológica en que todos ellos son el mismo
personaje que toma diferentes lados de un argumento compartido, como ocu-
rre con el de Elena Obieta (mujer de Macedonio) en La ciudad ausente. Según
el igualitarismo por el que aboga Rancière (2003), el conocimiento especiali-
zado no lo hace a uno más inteligente o permite acceso a la verdad.
Nada más sucinto, correcto y necesario para desmitificar al canónico, aun-
que la evaluación de Aira linde peligrosamente con la falacia biográfica. Vale
preguntar por qué la crítica establecida, y los aspirantes a esa condición tan
adicta a creer que siempre tiene razón, no se dedican a la nueva narrativa o
apuestan por ella. ¿Repetición de la dicotomía compromiso/decoro de los años
sesenta y setenta? No, desconocimiento e intereses creados poco disfrazados
de conservadurismo. Por eso hay que acoger polémicas como la incitada por
Palabra de América, hoy que el compromiso es más “literario” y solo los pre-
suntos subalternos se dedican a digresiones seudopolíticas infinitas. Tal como
comprobó Melville con Bartleby the Scrivener (1853), y antes Balzac con el hu-
mor de Physiologie de l’employé (1841), el obrero no tiene que vender su obra,
ni nadie tiene que comprarla, y solo los discípulos menos inteligentes hacen
todo lo que les digan o sugieran los maestros, como desmenuza Vila-Matas en
Bartleby y compañía (2000).
Ante los cambios futuros los precursores más visibles son Padura y Gutié-
rrez, aunque como dice Domínguez Michael de Guerra, “sus libros no circu-
lan en la isla” (2015b: 69), tensión que los otros sufren también. Respecto a
la edición de 2014 de Todos se van (2006) y Negra (2013), el crítico asegura:
“En lo que parece ser un momento histórico crucial en la historia de Cuba”,
Guerra “está llamada a ser la novelista representativa de esa metamorfosis que
devendrá, como muchos lo deseamos, en algo a la vez tan difícil y tan hu-
milde como una democracia” (2015b: 67), añadiendo que “no puede ser una
escritora apolítica ajena al hecho […] de que la suya es La Habana oscura y
fétida de Arenas, no la elocuente y sabrosa de Cabrera Infante” (67). Muerto
Fidel Castro —sobre él, en 2017 publica Nunca fui primera dama (2008),
añadiendo un capítulo a la versión corregida y revisada— las explicaciones por
Domínguez Michael de las negociaciones artísticas actuales y de Negra como
“meditación sobre el racismo que el régimen castrista nunca desterró” (68)
adquieren un tono premonitorio sobre la sensación de fracaso implícita en la
idea de utopía, o de los que escriben defensivamente sobre ella. De principio a
fin la vida de Castro fue coreografiada con la Gran Historia en mente, con el
pueblo como actor secundario, y Guerra, hija de la Revolución, lo llama “un
maestro delirante” (2016d: sr6), mostrando el trasfondo en su prosa. Pero la
admiración exterior no contesta algunas preguntas locales sobre la autentici-
dad de la rebeldía de la autora o, sin tono etnocéntrico, de cómo escribir del
racismo sin pertenecer a la raza que evoca.
Con Domingo de Revolución Guerra equilibra sus preocupaciones, des-
mantelando el significado peyorativo de disidente fuera de Cuba y en ella,
y la pretensión oficialista de que allí se respeta la libertad de expresión tipo
“apoyamos la libertad de expresión para liberar al mundo, pero para hacerlo
bien debemos tener cuidado con lo que decimos”, o sea sin emanciparse, diría
Rancière (2003). Retrospectivamente, porque fueron publicados después, es
evidente la estrecha relación de sus artículos —“La escritora de izquierda”,
“Política doméstica cubana” y “Welcome to Savage Capitalism” (cubanizado
en Letras Libres de enero de 2017 con el título “¿Chico, tú crees que el pueblo
pueda entenderme?”)— con su novela. Esta desarrolla las dificultades de la
breve nota sobre la música popular en Cien botellas en una pared de Ena Lucía Portela” (7-15),
y Paula Guillarón, “En la orilla izquierda del Sena” (73-82). Véase también Mary Berg, “Ena
Lucía Portela (Cuba, 1972)” (en Corral/Castro/Birns 2013: 186-188).
poeta Cleo (su poesía aparece esporádicamente o como epígrafes, con su ori-
gen al fin, 216-224), para escribir una novela y ensayos en Cuba, tensionada
entre la política real y la política del cuerpo (35), y el progreso es dentro del
marco resumido en las frases “No hay nada más parecido a un comunista que
un decepcionado del comunismo. ¿Quiénes eran ellos y cómo llegaron hasta
aquí? Si releemos sus verdaderas biografías vemos lo entrenados que estaban”
(37-39). Paralelamente, el segundo artículo afirma consabidamente que “los
documentales narran lo que ignora buena parte de los cubanos de mi genera-
ción. Se trata de la otra literatura, la vida real” (34).
Cabe pensar en que se puede leer la novela de Guerra sin su no ficción de
temática afín, y sí se puede constatar, como en Padura, que la relación es muy
tenue para los novelistas cubanos de hoy, así “Nieve Guerra” en Todos se van.
La censura que recorre toda Domingo de Revolución hace que la protagonista,
que lleva una carta secreta de México a Cuba, sea pesimista ante la inmediatez
histórica, como con la reunión entre Raúl Castro y Barack Obama (182-184).
Y si se equivoca o ficcionaliza encuentros con personas reales o referencias a
ellas (Arenas), la confusión de sus cartas y viajes a Nueva York o México, o de
los proyectos con Gerónimo, solo añaden a su deseo más importante: “¿Dón-
de está la poeta, la ensayista, la autora que hay en mí” (143). Por la censura,
tal como la define, “escribía como autómata. Hablaba sola y leía en alta voz
cada uno de los fragmentos del original de mi novela en proceso” (164). Pero
no se puede decir que Cleo es una escritora típica de la isla, por sus viajes al
extranjero, o porque aparte de su compañero Gerónimo solo se comunica con
su agente y editores. Ese ambiente, como asevera su creadora en el primer artí-
culo, se basa en “la pérdida de memoria de una sociedad que desconfió, acusó
y expulsó a sus propios hijos a una diáspora masiva de creadores intelectuales,
ideólogos fértiles, cada uno de ellos […] educado bajo los preceptos marxistas
leninistas” (25).
Por eso no importa de qué se queje, que mencione la consabida dificultad
de los cubanos de la isla para viajar al exterior, o su aprecio por García Már-
quez, la censura se infiltra en todo aspecto de su vida, al extremo de hacerla
admitir su propia paranoia. En el noveno de los veintidós breves capítulos
relata que “la censura y el censor poseen en Cuba un maridaje singular. Nadie
sabe quién te examina y nadie sabrá nunca por qué ese desconocido te ha
censurado […]. ¿Te castigan a ti o a tus libros? ¿Son tus ideas o tu actitud
lo que censuran? […] ¿Cuáles ideas? Tengo muchas ideas sobre cada asunto.
¿Es la poesía un verdadero peligro para este país? ¿No te estarás persiguien-
do a ti misma?” (121-122). El machacar de Domingo de Revolución, traduci-
da al inglés en 2019 por una editorial independiente, transmite que solo los
de adentro pueden concebir la censura, y así la novela divulga más que una
lamentación. Cuando al fin del primer capítulo hay un guiño a la cultura
popular, la situación descrita es irónica: “La policía cubana no escucha esa
música y educarlos, explicarles la diferencia entre sus inicios en The Police y
la obra toda de Sting, decirles que nada de eso haría daño a Cuba, me llevaría
más tiempo del que yo disponía para ellos” (31). Por eso, su salvación es la
literatura seria, sin sentimentalismo. Como dice en su artículo sobre la muerte
de Castro, “la banda sonora de mi vida era un discurso de Fidel” y, por ende,
“cuando empecé a viajar al extranjero, tuve que enfrentar cajeros automáticos
y los micrófonos abiertos de periodistas sin censura, y entendí entonces que
había pasado toda mi vida en cautividad. No sabía cómo comportarme como
alguien del mundo occidental aunque, geográficamente, allá es donde nací”
(2016d: sr6). Según Parks, la censura no perturba la meta sino el entusiasmo
y militancia de esas quejas (2017: br27), y quién mejor que Bulgákov y El
maestro y Margarita para demostrarlas con diferentes estilos y mundos que se
contradicen y refuerzan. No obstante, en vez de explicar se aplana la imagina-
ción de los autores cuando se la transpone a mero hecho político.
Más que señalar la obligatoria actitud rectificadora de la crítica publicada
en Cuba —solo Padura y Valdés merecen mención, nunca detalles, por levan-
tar ampollas con su no ficción— la falta de distinción terminológica era, y en
ciertos sectores sigue siendo, la ventaja y desventaja de describir la literatura de
cambio de siglo y su pasado inmediato. Como advierte Zurbano (1996: 31),
tampoco es casual que mucha de la narrativa posmoderna provenga de críticos
de esa “dominante cultural”. Para contextualizarla vale añadir la percepción de
Aira en el artículo citado: “Una vez que ya existe la novela ‘profesional’, en una
perfección que no puede ser superada dentro de sus premisas […] la situación
corre peligro de congelarse” (1996: 2), condición que da como hecho, porque
el siglo veinte vio “el torrente inacabable de novelas pasatistas, de entreteni-
miento o ideológicas, la commercial fiction” (1996: 2). Esa visión es categórica
y apolítica, y Padura (y su internacionalización, a pesar de vivir en Cuba)
comprueba la necesidad de evaluar a los narradores cubanos de una manera
37
Susan Metz, “Trotsky, His Assasin, and the Cuban Who Tells Their Story” (2013: 71-
73). Sobre Padura: Stephen Wilkinson, “Leonardo Padura Fuentes (Cuba, 1955)” (en Corral/
Castro/Birns 2013: 173-178), y Jon Lee Anderson, “Private Eyes. A Crime Novelist Navigates
Cuba’s Shifting Reality” (2013: 60-71).
posmoderno de Jameson, según el cual la obra de arte puede ser vista como
solución simbólica a problemas socioculturales reales sentidos inconsciente-
mente; o de que mucha crítica simplemente “reescribe” textos escogidos de
una forma que refleja su estética y conceptos lingüísticos, dejando a un lado
la reconstrucción del problema original. Esas visiones son tan conservadoras
como la de Michael Lind, quien según Kirsch (2016b: 16-17) quiere restaurar
un modelo elitista de “clasicismo global” que consista en una apropiación
cosmopolita de los mejores modelos del pasado.
Padura, experto en Carpentier, recoge otros ensayos en Yo quisiera ser Paul
Auster. Ensayos selectos (2015), y su periodismo más entrevistas selectas en
Siempre la memoria, mejor que el olvido. Entrevistas, crónicas y reportajes selec-
tos (2016), ambos publicados por Verbum de Madrid. El ensayo homónimo,
cuyo título completo es “Yo quisiera ser Paul Auster (Ser y estar de un escritor
cubano)” (2015: 285-290), es una crítica de las expectativas extranjeras crea-
das a torno a los escritores que optan por quedarse en la isla, mientras entran
y salen o publican fuera de ella; y vale comparar su visión con la de Guerra
o la de la menos matizada Valdés. Según Padura, en 2018, reconocido por el
New York Times como autor mundial de thrillers junto a Sabato, Vargas Llosa
y otros pocos, le hacen preguntas que nunca se les hace a escritores como Aus-
ter; y para él su propuesta es más estética y social (como Guerra), no política,
aunque otros la vean así (2015: 286). Además se diferencia de sus compatrio-
tas al decir, sin criticarlos, que “la denuncia o la defensa política los define a
veces más que su obra artística y muchas veces las precede” (2015: 287). Otra
realidad mayor es que no se les pregunta a los políticos (la mayoría de los
cuales lee informes y noticias, rara vez libros) por escritores, especialmente en
esta época; y como tienden a no saber qué es una novela los políticos suelen
ser novelescos, parte de una técnica inverosímil. Afirmando a la prensa que su
novela más reciente no es sobre Trump, Rushdie recuerda que la erosión de la
capacidad de comprender la realidad no es solo política, condición agravada
por la desinformación digitalizada.
Wood define conscientemente la ética de autores políticamente lúcidos
como Zambra: “la meditación metaficticia adquiere una angustia ética jus-
tificada: en una cultura política de verdaderas desapariciones, ¿cómo puede
el escritor no ser intensamente sensible a asuntos de ética ficticia, a todo el
complicado asunto de la mentira ficticia, de inventar mundos paralelos, de
Zambra señala simpatías y diferencias entre ellas en “Libros vacíos, papeles falsos” (2014a:
38
121-123), presentación al ensayo de Luiselli, “Una lengua para Pretoria” (2014: 124-128).
1968 (hasta 1974 fueron anónimas) del Times Literary Supplement agrava la
asincronía: “Durante la semana pasada uno o dos periódicos han producido
resúmenes de la escritura extranjera en 1967, pero ninguno de ellos ha ofre-
cido alguna sugerencia de que se escribe libros en América Latina”. Ese año
aparecen Cien años de soledad, Tres tristes tigres y Cambio de piel, contrapuntos
de ya medio siglo. En un artículo sobre la “nueva ola” de ficción latinoame-
ricana del mismo suplemento, el crítico J. M. Cohen, que como Jean Franco
merece elogios por la temprana difusión de nuestra novela moderna en inglés,
aseveraba: “Hasta la década presente la novela hispanoamericana era, en el
mejor de los casos, provinciana”1.
Alrededor de esos años nace la gran mayoría de los autores que examino,
y se comienza a publicar sus obras unas tres décadas después. Extrapolo algu-
nas visiones pertinentes de aquellos ensayos, e insisto en que, si en Caracas
se publicaba resultados de angostas discusiones académicas, en la España de
entonces se comenzaba a definir mejor la atención a la “nueva” narrativa, no
por objetividad o precisión sobre el contexto, sino por la entonces renovada
relación entre libros, mercado y prensa. Si el compromiso tal como se concibió
en América Latina en los años sesenta y setenta responde a otra realidad, se vio
en el primer capítulo que paralelamente los clásicos tampoco eran vistos como
capaces de explicar asuntos apremiantes. Esa toma de partido sigue siendo
buena para la crítica autodenominada progresista radicada en Estados Unidos.
Si ese país todavía precisa ideas progresistas, no es claro que debe ser lo mismo
para Hispanoamérica o que se las debe importar de ese imperio cultural. No
obstante, aquella crítica y sus entusiastas no han establecido plantillas inter-
pretativas que se hayan generalizado en Iberoamérica. Mientras, los clásicos
siguen siendo profundamente más pertinentes a las vidas iberoamericanas que
la novela que produce el tiempo transoceánico compartido; se sigue en un
1
En la introducción general a The Contemporary Spanish-American… (Corral/Castro/
Birns 2013: 4-6) revelo que ese tipo de desconocimiento crítico anglófono persiste. Aquel
congreso exhibió diversidad metodológica, hoy muy ausente: Rodríguez Monegal, “Los
nuevos novelistas” (33-41); Mejía Sánchez, “Observaciones sobre la novela latinoamericana
contemporánea” (51-57); Babin, “Ideas y formas” (111-116); Croce, “La novela en América
Latina” (117-124, encuesta, similar a la de Ruffinelli); Airo, “La novela iberoamericana
contemporánea” (207-213); Verdugo, “Originalidad, americanismo. Conciencia lingüística y
técnica en la novela hispanoamericana” (229-235); y Castagnino, “Algunos rasgos comunes en
la novela hispanoamericana actual” (351-360).
destiempo que los entusiastas del presente no podrán resolver. Así, en “Litera-
tura” (2016: br38), Valerie Miles ignora el contexto y el desarrollo del género
latinoamericano para una primera novela escrita en inglés por un ecuatoriano
(traducida al español, con mínima reprecusión) y otras que resume entusiasta.
Se seguirá viendo que escribir varias novelas no garantiza escribir otra, remi-
tiendo paralelamente al Tomás de Aquino de “Temo al hombre de un solo
libro”.
Buena parte de los argumentos de estas páginas se debe a la continua im-
portancia de la cultura literaria española para definir los orígenes de la hispa-
noamericana de las dos últimas décadas, sobre todo desde la publicación de
tres obras fundamentales un poco anteriores: La llegada de los bárbaros, Los
escritores y la creación en Hispanoamérica y Palabra de América. No ha habido
una visión que abarque el significado verdadero de esa cultura mayor, y no
solo porque, en la era comprendida por esas compilaciones la censura política
y personal tuvo un papel en reprimir los textos de la primera. Es más, la pros-
peridad editorial española no siempre se preocupa por difundir la tradición
crítica sobre la literatura. La llegada de los bárbaros llena esos vacíos con creces,
como vamos a ver. Debido a su preclaro análisis de la recepción peninsular
de la literatura hispanoamericana de la época que dio su contexto al boom y
su papel en la acogida de la narrativa que seguiría, será difícil encontrar en el
futuro un volumen individual o colectivo mejor armado y cuidado, inteligen-
temente conceptualizado y fundamentalmente exhaustivo como La llegada
de los bárbaros. Es muy significativo que ante el renovado auge de la novela
hispanoamericana y su papel nuevamente predominante en el más reducido
mundo editorial español, que Becerra llama el baby boom (2014), dos críticos
de ese país, de diferentes generaciones, consubstancien conocimientos y ex-
periencias y produzcan una compilación para la cual el calificativo seminal, o
que es el libro que “todos hemos querido escribir”, es insuficiente, y no solo
porque saber demasiado del boom ocasiona que nunca se pueda escribir su
historia, como también se verá.
En la prensa española, y en estudios de mayor ambición, la visión cambia
poco. En los comentarios recogidos por Manrique Sabogal, “La novela en
español del siglo xxi” (2014), se afirma que “hoy los escritores de América
Latina ya no parecen obligados a tocar ciertos temas (o a usar ciertos recursos
formales)”, corea Volpi; “no hay escuelas predominantes ni líneas estéticas
maestras”, asegura Rosa Montero; irreflexivo, Paz Soldán postula que “el tron-
co central sigue siendo la narrativa realista”, y que existe una “novela transat-
lántica”, como si los cruceros literarios se limitaran a un océano. ¿Quién es res-
ponsable de tanta repetición sin imaginación, la prensa que publica vicisitudes
de reducido interés o los que contestan con las venias apropiadas? Algunos de
los encuestados se distancian mucho de los clichés, aunque algunos volúme-
nes amenos no mejoran la historia. En De Gabo a Mario. La estirpe del boom
(2009), de Ángel Esteban y Ana Gallego Cuiñas, y Aquellos años del boom…
(2014), de Xavi Ayén (que no menciona o cita a Esteban y Gallego Cuiñas,
y hace poco uso de La llegada de los bárbaros), los protagonistas del boom son
poco más que un grupo de apoyo, con mínima mención de escritores supedi-
tados, en la cola del boom2. En el capítulo “Un universo poblado de satélites”,
Ayén disminuye el valor de algunos olvidados —Néstor Sánchez, Puig, Del
Paso (Premio Cervantes 2015), Rulfo—, a quienes dedica nueve páginas ol-
vidables (2014: 777-785), haciendo de las obras y autores discutidos en este
capítulo un ancla necesaria. Es más, porque lo llamativo de los maestros re-
conocidos hace sospechar que puede haber discípulos igualmente válidos vale
subsanar las brechas que han quedado.
Con similar propósito los compiladores Marco y Gracia amplían con perspi-
cacia y justicia los límites temporales del boom (se comenzó a anunciar su agonía
en 1971, según constata su La llegada de los bárbaros [2004]) a que nos acos-
tumbran la academia y la prensa, intuyendo la necesidad de mostrar cómo los
escritores “desenganchados” anteriores y posteriores a ese movimiento (sigue sin
determinarse su comercialización) permiten poner en perspectiva un momento
clave de la historia literaria en español, y no solo por haberle dado ímpetu a su
mundialización. El continuo interés español por la novela más reciente, que
2
Estos recuentos comparten un tono ameno descriptivo y documentación de archivos. Un
problema es suponer que los escritores desvelan verdades, condición poco problematizada por
Rafael Rojas (2018). Su capítulo “vii. Vía chilena” (2018: 175-197), concentrado en Donoso,
no recurre a los diarios o ensayística del chileno. Tampoco contextualiza su argumento con
obras no determinadas por la Guerra Fría estadounidense. Ayén tiene mayor ambición y logros,
aunque cuesta determinar qué singularidad crítica ofrece más allá de datos inéditos, creer más
fiable a Robert Saladrigas y su Voces del boom. Monólogos (2011) o concentrarse en García
Márquez y Vargas Llosa, con una entrevista con este como Epílogo (2014: 787-794) y un breve
capítulo, “Escritoras en un grupo de hombres” (2014: 731-742), pertinente solo respecto a Peri
Rossi.
despega con la antología de Becerra y llega hasta Santos, sirve como termómetro
editorial y estético. Pero supone que se entiende cabalmente la narrativa ante-
rior, dejando brechas conceptuales. Parecía, o se sigue creyendo, que se ha dicho
todo sobre el boom, y la sensibilidad de este volumen para mostrar instancias
olvidadas prueba que hay mucho que hacer y manifestar, a la vez que expone su
necesidad como referencia. Si las acepciones de “bárbaro” incluyen la de extran-
jeros crueles y temerarios, también se extienden a las de llamativo y magnífico.
En un artículo de 1969, Guillermo de Torre, historiador de vanguardias,
provee un emblema de la dinámica que problematiza todo este volumen. Al
hablar del “Anverso y reverso de la novela hispanoamericana” asevera “lo que
sí corresponde es delimitar pulcramente su área de influjo; acotar hasta dónde
puede llegar su impacto —por decirlo con una palabra del momento—, pero
teniendo cuidado de no confundir sus reflejos con el juicio y la valoración
estrictamente intelectual, puramente literaria y estética” (Gracia/Marco 2004:
583). Las negociaciones de esas coordenadas abren una caja de Pandora que
continúa, generalmente sin interpretaciones novedosas o reveladoras, en His-
panoamérica o España. Aparte de Donoso y su Historia personal del boom, y
La nueva novela hispanoamericana (1969) de Fuentes, los protagonistas de la
era que contextualiza La llegada de los bárbaros no se manifestaron contun-
dentemente sobre ella. No es el propósito principal del tomo interpretar, tarea
de los seis estudios que componen su primera parte, a los cuales volveré. Más
bien, el objeto es suministrar una visión enciclopédica de las notas, reseñas,
viñetas, entrevistas, reportajes, crónicas, cartas y todo escrito afín publicado
en revistas y periódicos españoles sobre la literatura hispanoamericana de ese
momento. Hay por lo menos una contribución problemática, José Pla y su “El
coloquio de Jorge Luis Borges sobre Argentina y América”, refrito y apropia-
ción levemente acreditada de una extensa entrevista del crítico argentino Jorge
Lafforgue3. La narrativa ocupa la mayoría de las casi mil páginas de las cuatro
secciones en que se divide la segunda parte, reflejando más la historia literaria
del continente que la desatención a otros géneros (se privilegia a Lezama Lima
como representante de la nueva poesía).
3
En Cartografía Personal. Escritos y escritores de América latina, Lafforgue rastrea la
adecuación del texto completo, concluyendo: “De este medio la tomó un tal José Pla para
recortarla en Destino, 25-viii.1973, pp. 16-17; esta glosa estúpida puede leerse hoy en La
llegada de los bárbaros...” (2005: 421).
y setenta; pero que como se verá, no atrajo a los críticos recogidos en este vo-
lumen y ocasionó similar reacción en el continente americano (Gracia/Marco
2004: 118). (Gracia/Marco 2004: 118). Confiar en el siglo veintiuno para
pensar el veinte es un error conceptual. En esos años el mexicano René Avilés
Fabila, con Los juegos, y el argentino residente en México Luis Guillermo Pia-
zza, con La mafia, ambas romans à clef de 1967, comenzaron a desplazar los
géneros novelescos para ironizar acerca de la maliciosa cultura literaria del mo-
mento, y mostrar cómo el rechazo de niveles culturales no significa un rechazo
antielitista de jerarquías intelectuales. Serna aprendió esa lección, y mejora la
representación de ese mundillo con El miedo a los animales. Comparativamen-
te, en 1969 se publicó Naked Came the Stranger, de Penelope Ashe, que resultó
ser el seudónimo de 24 periodistas que querían comprobar con la peor novela
de la historia que la vulgaridad de la cultura popular estadounidense podría
ser un bestseller. Lo lograron.
Paralelamente a ese desencuentro y la búsqueda de un nuevo híbrido litera-
rio que se rebele contra la historia oficial de la narrativa se recalca la presencia
de críticos españoles que se convirtieron en árbitros casi instantáneos y canó-
nicos de obras hispanoamericanas meritorias: Andrés Amorós, Jorge Campos,
Joaquín Marco, Robert Saladrigas, Dámaso Santos y, sobre todo, Rafael Con-
te, cuyas opiniones siguen vigentes para un tipo de narrativa actual, la llamada
“transatlántica”, comodín que solo explica parte de los cruces intelectuales
establecidos entonces. Pocos de ellos publicaron libros sobre el fenómeno que
analizaban casi semanalmente. Pero sus sentencias se convirtieron en el baró-
metro de una cultura panhispánica que para bien o mal pronto cambiaría con
la llegada física de esos bárbaros que España comenzó a conocer por libros.
Como comprueba Casanova, no hay literatura, escritor, panteón o creencia
en la grandeza literaria, no hay revolucionario formal, ni poeta subversivo o
renovador sin su comentarista, historia o analista (1999: 104). La llegada de
los bárbaros, como sus pares que examino, constata el papel de la “literatura
secundaria”, llámese hoy menor, pequeña o periférica, en la determinación de
qué es la nueva narrativa o un nuevo narrador.
Si hoy parte de la crítica española de la narrativa hispanoamericana se en-
cuentra incómodamente pegada a intereses creados, esta sección muestra que
cuando creadores como Gimferrer, Goytisolo, los Moix, Castellet, Torrente
Ballester y hasta los antagonistas Juan Benet y Alfonso Grosso comentaban
se puede vivir y crear en un mundo sin ficciones, actitud que lo acerca a Vargas
Llosa (Bernhard 2011: 54-70).
No hay en los testimonios de los narradores de esa época un pesado des-
censo final hacia una jerga popular llena de clichés psicológicos y antropología
superficiales. Hoy, en el camino que va de la crítica española al boom olvidado
y los alegatos de los discípulos, la industria del libro tiembla esperando un
redentor que la salve, las editoriales siguen siendo “malévolas”, y los jóvenes
escritores galantes. La llegada de los bárbaros permite rescatar El buen salvaje
(Gracia/Marco 2004: 364-368), y Jorge Campos ya percibe la combinación
de exilio (parisino, por supuesto) y testimonio que definió a una clase inte-
lectual del continente. La gran diferencia entre los analizados, o presentados
en ese tomo, es que ellos no se ahogan en su propia predictibilidad y falsa
profundidad, como otros enaltecidos actualmente en España, autores que para
el final de los límites escogidos por Marco y Gracia ya tenían entre treinta o
cuarenta años, y no despegaban. Cuando Terenci Moix ubica Conversación
en La Catedral entre las grandes novelas del siglo veinte (Gracia/Marco 2004:
674-676) y Amorós arguye, con Vargas Llosa, que la nueva novela hispanoa-
mericana comienza con Onetti, o Conte enaltece a Bioy Casares, se está ante
la consolidación y aceptación de una narrativa que pertenece a todo hispano-
hablante, ante la necesidad de ir poniendo en perspectiva lo que ha pasado,
y ante cierto desencanto iberoamericano. En un homenaje al fallecido Goyti-
solo, Vargas Llosa afirma que “fue el primer escritor español de su época en
interesarse por la literatura latinoamericana, en leer y promover a los nuevos
novelistas […] hacerlos traducir al francés” (2017b: 17). Y también para al-
gunos más recientes, como afirma Rodríguez Juliá de su mentor español en
“Melancólico” (2017: 6).
La llegada de los bárbaros también permite verificar una conclusión de Ge-
rald Martin en un artículo que contextualiza al boom con las insurgencias
revolucionarias entre 1958 y 1975: “Mucho antes del boom la literatura lati-
noamericana representada sobre todo por ‘la nueva narrativa latinoamericana’
(Asturias, Borges, y Carpentier, y luego Onetti, Rulfo, Arguedas, Roa Bastos
y Guimarães Rosa) se había convertido, por lo menos desde los años cuarenta,
en una ‘literatura mundial’, pero no fue reconocida como tal hasta los años
sesenta. Desde esos años ha sido un ‘literatura mundial’… pero ha sido, casi
en principio, mucho menos confiada y ambiciosa” (2008: 493). Martin tiene
nada por fijar fechas y autores4.) En “El fundador del boom latinoamericano”
(1974), por ejemplo, Vázquez Montalbán elogia a Asturias, aprobando im-
plícitamente una dinámica que se convierte en el modus operandi crítico: “En
parte Asturias se revolvía contra un bandazo de la moda lectora, sobre todo
española, que de la noche a la mañana cambiaba la fe literaria en los viejos por
la de los jóvenes” (Gracia/Marco 2004: 931). Como he mencionado, Asturias
mismo intentó socavar los logros de esa nueva narrativa en varios ensayos de
los años setenta, oponiéndose a los concentrados novelescos inestables en los
cuales la actividad más significativa era el comentario; pero el guatemalteco
olvidó que su novelística contribuyó a esas novedades.
Esa convicción pronto compartiría la palestra con la mala fe y las pontifi-
caciones, y si La llegada de los bárbaros no indaga plenamente en esa realidad,
muestra con abundancia los cambios que conducen a la “nueva” nueva narrati-
va. En esta sección se multiplican las notas sobre Roa Bastos (su Yo, el Supremo
significó el fin del boom para varios historiadores literarios), el subestimado
Bryce Echenique (“el hombre que llegó tarde”, según el capítulo 15 de Ayén),
y Sarduy, cuya recepción es todavía imprecisa. Tampoco escasea la atención
a opiniones previsibles de Benedetti sobre “la revolución”, cuando la crítica
estaba dividida entre entender las pasiones de la denuncia y la belleza de una
narrativa que podía ser fría. No es menos importante notar que —mientras
más se acerca a las interpretaciones de comienzos de los años ochenta— no se
podía hablar todavía de la sospecha de manipulación o de servilismo crítico
que ha conducido a su pérdida de credibilidad, sobre la cual se escribe cons-
tantemente en revistas hispanoamericanistas. En el último texto del volumen,
una genial entrevista con Rulfo de 1981, este cuenta que Rama lo convenció
de conversar con unos estudiantes, y revela: “Contestaba todas las preguntas
con mentiras. No utilicé para nada la verdad de los hechos. Todo se había
transformado en una conferencia. Inventé que un señor era el que me contaba
a mí los cuentos y que este personaje había muerto y que, desde entonces,
yo no había vuelto a escribir cuentos porque no tenía quién me los contara”
(Gracia/Marco 2004: 1149). El resto, como sabemos, es historia literaria tran-
4
Son sensatas la Introducción y Conclusión de Philip Swanson a su compilación Landmarks
in Latin American Fiction (1990: 1-26; 222-245) y los capítulos 4 a 9 de Donald L. Shaw, A
Companion to Modern Spanish American Fiction (2002), culminación y actualización de su
estudio sobre el preboom, boom, posboom y posmodernismo (1999).
Hay algo que no entiendo cuando [te] refieres a la vanguardia. ¿De qué vanguardia
me hablas? Aparte de la obsesión cansina, repetitiva, que [aquí] tienen sobre la
ciudad de Quito en mis libros, ¿no crees que en muchos aspectos haya en ellos un
verdadero afán renovador? Ya sé que el autor es el último que debería hablar de su
obra, pero a veces hay que hacerlo porque los críticos parecen vivir en las nubes.
Me he pasado la vida fusionando géneros (gótico, policiaco, novela de espías, etc.),
fusionando y recorriendo geografías, estilos, escrituras, y me he pasado la vida
incursionando en la obra y en la literatura de otros, la más diversas, para renovar
y renovarme, rehuyendo, eso sí, el realismo que a mí personalmente me resulta
muy limitante. Las verdades literarias, en mi opinión, se juegan en el terreno de la
imaginación (aprendido de dos maestros: Cervantes y Borges), en la libertad para
ir y venir por donde uno desee, y no en el afán casi obsesivo de hacer de la litera-
tura una crónica social, un registro de costumbres, un mediocre recorrido libresco,
paródico, una placa fotográfica, pobre, sin vuelo imaginativo frente a la relidad,
sin la capacidad de entrar y salir sin complejos de cualquier territorio literario. Si
había que traer a Nabokov a la línea imaginaria, a Kafka o a Colette (porque me
aburrían las últimas novelas baratas, comerciales, sin imaginación de los boomis-
tas), perfecto, adelante, cómprales un pasaje a los maestros, me dije, e invítale a
Faulkner a reírse de don Benjamín Carrión en la Casa de la Cultura. Si había que
saquear la obra de Onetti, de Kafka, o de Le Carré para que El viajero de Praga
tenga un viaje más divertido, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué seguir adherido a la
historia y las coordenadas latinoamericanas? Tanta audacia, tanta sinvergüencería
literaria de mi parte, ¿no bordea las fronteras de lo que tú llamas vanguardismo?
[Énfasis suyos].
5
La llegada de los bárbaros se complementa con Boom y Postboom desde el nuevo siglo:
impacto y recepción (López de Abiada/Morales Saravia 2005), con un repetitivo artículo de Pohl
sobre el posboom (López de Abiada/Morales Saravia 2005: 208-247) apegado a sus propias
interpretaciones. Afín a vertientes críticas actuales es Kristine Vanden Berghe, “Los mafiosos
del boom: literatura y mercado en los años sesenta y setenta” (en Lie/Montalvo 2001: 45-61).
6
Jorge Zepeda 2007: 537-542. Registro, por las diferencias en tono, comentarios que
dan una visión conjunta de la narrativa que examino: Javier Campos, “Escritores latinos en
los Estados Unidos. (A propósito de la antología de Fuguet y Paz-Soldán, Se habla español,
Alfaguara, 2000)” (2002: 161-164), y Milagros Sánchez Arnosi, reseña de Palabra de América
(2004: 294-296).
mento. Por eso incluso las anécdotas a que acudo contribuyen a comprender
las condiciones de edición, oportunidad, redacción y recepción de obras mo-
numentales.
En El Cultural del 11 de abril de 2004, Darío Villanueva, a quien en coau-
toría con José María Viña Liste se le debe el autorizado Trayectoria de la no-
vela hispanoamericana actual. Del “realismo mágico” a los años ochenta (1991),
concluye su reseña de La llegada de los bárbaros con la fundamentada visión
positiva de que varios autores españoles admiraron la narrativa hispanoameri-
cana porque restauraba el pacto con los lectores, ahítos “de la ramplonería de
nuestro realismo social” y del “objetalismo deshumanizado del nouveau roman
francés”. No obstante, en los años sesenta Fuentes exigía que los nuevos no-
velistas fueran a la vez Balzac (presuntamente por su panorama realista de la
vida francesa) y Butor, sin reconocer que le debía a La Modification (1957) del
francés su uso de la segunda persona para dirigirse al lector en su justamente
admirada Aura (1962), por no decir nada de la ruptura con las formas por
medio de meditaciones experimentales desde L’emploi du temps (1956)7. Si
desde entonces se ha extendido el repertorio temático, ha habido poca innova-
ción técnica (Indiana y Harwicz serían excepciones), que tiene el lado bueno
de que al no esperarse que los novelistas tengan un estilo no están tentados a
practicar amaneramientos.
Al año, en “Bárbaros benditos”, nota publicada en la Revista de Libros (101,
mayo de 2005), Fernando R. Lafuente enfatiza el protagonismo español más
que las particularidades de la situación hispanoamericana, admitiendo que en
la crítica recogida en La llegada de los bárbaros “se dice más del ambiente litera-
rio español […] que de los propios valores de las obras” (49). Daniel Centeno,
en su nota “Y llegaron para quedarse”, publicada en Letra Internacional (87,
7
Los estudios sueltos sobre el boom y la nueva novela del siglo veinte son rebatibles,
así las tres fases (1949-1959, los años sesenta y setenta) de Leo Pollman, “La nueva novela
hispanoamericana. Un balance definitorio” (1989: 77-93). Para las relaciones conceptuales
son fiables la introducción de Martin, “Latin American Narrative Today” (1989: 311-325),
y Gallego Cuiñas, “El boom en la actualidad. Las literaturas latinoamericanas del siglo xxi”
(2017: 50-62). Mayder Dravasa (2005: 42-47) pretende refutar Foreigners in the Homeland
(Santana: 2001), que para Gras Miravet y Sánchez López son “análisis generales”, perspectiva
que no mejora Diana Palaversich, “De McOndo y otros mitos. Realismo virtual vs. Realismo
mágico” (2005: 33-48). Sopeso similares discusiones en “Qué tipo de boom tenemos o quiere la
crítica a más de medio siglo” (Corral 2015: 253-290).
den a subrayar lo innovador, sin considerar que incluso las técnicas narrativas
más nuevas contienen diseños o elementos funcionales del pasado, porque las
herencias son un lenguaje que muchos entienden sin haber sido instruidos
sobre ellas. La técnica de los narradores antiguos persiste y prospera, y en
ese sentido pertenecen al presente tanto como la técnica acabada de aparecer.
Otra vez, la historia literaria supone incorrectamente que lo que la narrativa
hace hoy no se pudo hacer antes, y La llegada de los bárbaros corrige esa obse-
sión. Si esta magnífica colección sirve para recuperar el valor de obras como
Los albañiles de Vicente Leñero, y el de las de Bioy Casares, Onetti, Asturias y
Cabrera Infante (por mencionar los que ocupan más páginas), vale preguntar-
se cuándo se dispondrá de un volumen similar en Hispanoamérica, más allá
de la imposibilidad de encontrar los recursos o el mercado para producir un
volumen de conceptualización semejante. Será un trabajo casi interminable,
pero se podría aplicar una selectividad similar a la de Marco y Gracia.
Eso dicho, La llegada de los bárbaros no discute lo que comenzaba a pasar
con la novela del continente durante el auge de las “novelas del dictador”, a
mediados de los años setenta (Ibargüengotia ya parodiaba el género en 1969
con Maten al león). El problema de las décadas escogidas es que fueron una
era de debilidad, confusión y malestar en Occidente, a la vez que un período
de gran individualidad, elasticidad y experimentación. Por eso es difícil para
los colaboradores ver en esas décadas la semilla de los años ochenta y el nuevo
milenio detrás del tumulto de cambios culturales y sociales. Si una nota de
The Economist del 19 de enero de 2008 informa que una novela mexicana
podría vender unos cinco mil ejemplares en el mundo, mientras una obra de
no ficción política puede vender cien mil ejemplares allí, no es porque la no
ficción tiene poca acogida en España y las Américas8. Aunque se publique
traducciones de Harry Potter y los niveles de alfabetismo estén aumentando,
8
Compárese el proyecto de Bellatin de publicar cien títulos con un tiraje único de mil
ejemplares cada uno. Su típica salida escritural descarta si cada uno de sus cuarenta y tantos
libros ha vendido mil ejemplares. Véase su “Los cien mil libros de Mario Bellatin” (2012:
8-13) y los comentarios que le hace a Mónaco Felipe. Su performance es similar a la del artista
estadounidense Tim Youd, que en 2014 comenzó a escribir cien novelas clásicas empleando la
misma máquina de escribir que cada autor usó. Pretende fundir pasado y presente al reescribirlas
en los lugares que las novelas representaron, o donde vivió o trabajó su autor. Youd corteja a la
mitología en torno a literatos famosos, convirtiendo las máquinas en fetiche, como Bellatin y
su Underwood.
boom”. El entusiasmo, junto con los rechazos velados de la época de esa viñeta,
pospuso reconocer que varias editoriales españolas y el periodismo cultural
auspiciadores de ese trastorno de la esfera intelectual iberoamericana han con-
ducido a la convulsión actual. Era, como dije arriba sobre lo que revelan las
entrevistas compiladas por Tola de Habich y Grieve, un momento de amor y
odio no tan ocultados, y esas reacciones persisten. Así, Marías, autor de culto
en Hispanoamérica (Vásquez elogia su Berta Isla como la primera novela de
las diez novelas del año 2017), dice en El País “veo una desproporcionada
atención a lo que viene de las dos principales Américas, la de nuestra lengua y
la anglosajona. En lo que respecta a la primera da la impresión de que haya un
voluntarismo rayano en la adulación, como si fuera forzoso insistir en que hay
cien ‘genios’ en México, en la Argentina, en Colombia, en el Perú, en Chile,
en cada país de habla española” (12 de octubre de 2014). Esa visión ha sido
matizada por un excelente portavoz de nuevos autores hispanoamericanos se-
lectos (habitualmente rioplatenses o chilenos), Echevarría, en su nota “Poco
interés” (2014), casi arguyendo lo contrario, pero con personalismo respecto a
Babelia, también blanco de la crítica de su compatriota.
Marías tiene razón, especialmente al aseverar que “solo los exaltadores crí-
ticos han visto su importancia, y sus consejos han caído en el vacío para la
población lectora”, como amplío en otras partes de este libro. Es más, se olvida
que antes del presente al que se refiere Marías se dejaba a un lado a autores
y obras tan meritorios como los nuevos maestros de ese pasado inmediato,
algunos glosados en otros capítulos. Ese tipo de progresión en la recepción
de la narrativa hispanoamericana se ha convertido en la norma más que en
la excepción. Pero no hay que creer que será así eternamente. En “Aviso al
lector”, incluido en la espléndida e ingente colección Los escritores y la creación
en Hispanoamérica, compilada por Fernando Burgos, el narrador venezolano
Miguel Gomes se expresa sobre sus antecesores, y dice que hoy falta (entre sus
análogos) un tipo de proyecto “vertebrado y continental” similar al del boom.
Gomes constata, primero, “la maestría innegable de quienes saltaron al estre-
llato en los 1960 y 1970”, y segundo y más importante, observa “cierto tufillo
a engaño que emana de algunas de sus premisas básicas” (Burgos 2004: 667).
Lo que sí se puede seguir ponderando es cómo los posibles nuevos maes-
tros se diferencian de los discípulos. En su introducción a la edición de bolsillo
de Los detectives salvajes en inglés, su traductora, Natasha Wimmer, provee
una crítica demoledora y certera de las relaciones de Bolaño con los nuevos
(Castellanos Moya, elogiado por Wimmer, no se ha quedado atrás, aunque
solo alude a ellos):
Algunos jóvenes escritores de los noventa, como los mexicanos Jorge Volpi e Igna-
cio Padilla, ubican sus novelas en Europa o en países imaginarios que se parecen
a los europeos. Otros, como Fuguet, se apropian excesivamente de escritores nor-
teamericanos como Bret Easton Ellis y se concentran en latinoamericanos de la
clase media alta perdidos en el bajío de la cultura popular norteamericana. Por lo
general, estas eran rebeliones programáticas, y se notaba. Les faltaba la vida nueva,
la libertad de imaginación, y necesitaban producir obras que fueran urgentes y
activas, en vez de reactivas (2009: x-xi).
de los autores incluidos (para mí, falta Saer). No obstante, Burgos no repite
lo que ya se ha publicado en compilaciones con similar extensión y propósito,
teniendo en cuenta los dos extensos tomos de Los novelistas como críticos. Por
ende, los escritos se concentran mayoritariamente en comentarios sobre el
relato corto. Los textos de esa primera parte son seminales, a veces nostálgicos
sobre los géneros que los narradores ya no practican, y haríamos bien en cote-
jarlos con otros de esa misma sección escritos por Julio Garmendia, Edwards,
Cristina Peri Rossi, Ramírez, Valenzuela, y un breve y sustancioso texto del
cubano Antonio Benítez Rojo.
Burgos sabe que al comienzo de este siglo existen varias “poéticas” que son
espectacularmente fallidas por su apego a una posmodernidad mal definida, o
por ser estudios clásicos sobre el narcisismo herido, lo cual explicaría por qué
existen pocas poéticas verdaderamente magníficas o tangibles. Por ejemplo, si
tanto se ha comentado y escrito sobre cómo “La Onda” contribuyó a la inser-
ción y eventual privilegiar de la cultura popular mundial del “sexo, drogas y
rock and roll”, la lectura rescatada aquí es “La generación del desencanto”, del
ecuatoriano Raúl Pérez Torres. Aunque no menciona a Vásconez o Velasco,
Mackenzie, su propuesta híbrida Teoría del desencanto: novela (1985, varias
reediciones), pone en perspectiva “La Onda” y otros grupos, entre ellos la
“Generación del posdesencanto” ecuatoriana (nacidos entre 1955 y 1970). Sin
saberse si los así llamados se adhieren, solo Valencia y Alemán traspasan las
fronteras ecuatorianas. Se querrá hacer las salvedades que mencioné, aunque
Burgos se ocupa de ellas en cada introducción para los autores, con concisión
conceptual, buen sentido e investigación exhaustiva, recordando que en cier-
tos contextos creer que las fronteras son líneas imaginarias es evitar las respon-
sabilidades mayores de los escritores, especialmente cuando las fronteras son
más crueles hoy de lo que se imaginaba Bolaño.
La “segunda” parte del volumen de Burgos contiene textos entre los que
destacan los de Balza, Pitol, Ferré, Elvira Orphée y Pía Barros. Otra vez, varían
las edades y los temas, con el resultado de que no se puede trazar o determi-
nar líneas divisorias entre simples agrupaciones y delimitaciones estéticas o
genéricas. En esta parte no hay obcecada unanimidad por no perder la brújula
estética, o una “estética de la espontaneidad”. Tampoco hay esfuerzos por ho-
menajear a los santos iconos del templo del boom. Si hay un giro hacia otro
estilo en Los escritores y la creación en Hispanoamérica no es por buscar uno
honrosas excepciones, y como la crítica nueva, ocurre que los narradores que
en verdad saben adquirir cierto poder, usarlo y preservarlo, se expresan de ma-
nera oblicua, con adivinanzas seudoteóricas y fragmentos de oraciones.
Piglia, que por su reconocimiento cabría entre los que no necesitan presen-
tación (sobre todo para justificarlo en la tercera sección), está representado por
una nota reciclada que permite constatar destiempos y desencuentros. Solo
cuatro años menor que Vargas Llosa, no llegó a ser una heliografía para otros,
comparación tan justa como otras entre otros autores, y ofrece varias claves
para sendas determinaciones críticas. En la tensión en que se encuentran los
discípulos con menos obra, los de la generación intermedia en Los escritores y
la creación en Hispanoamérica optan por la independencia, la creatividad y un
tipo de excelencia. Estas opciones los distinguen a su vez de buena parte de los
autores celebrados en Palabra de América, porque los elegidos para ese testi-
monio parecen querer ser maestros no en el sentido moral en que lo entendía
Nietzsche (él, el profesor de los “espíritus libres”), sino en el sentido aristotéli-
co de ser “maestros de los que saben”. A diferencia de aquellos testimonios, en
Los escritores y la creación en Hispanoamérica hay olfato generacional y psicoló-
gico, y menos necesidad de autobombo; después de todo, los maestros tienden
a congregarse con los de su misma edad. Lo que comparten los narradores
reunidos por Burgos es que nunca ha habido una generación más rodeada
y ocluida por maestros u obras maestras que la de ellos. Como resultado de
la curiosidad humanista, avances tecnológicos y el resurgimiento del interés
en textos antiguos (Kimmelman 2005: 101), hay misterio y satisfacción en
el hecho de que las obras de los escritores posteriores a los de Burgos sean
celebradas tan pronto se publican. Hoy es posible tener obras maestras sin
maestros, porque se ha devaluado el vocablo y deslegitimado el concepto. Vás-
quez lo transmite en Las reputaciones cuando su protagonista Javier Mallarino
dice: “Lo importante en nuestra sociedad no es lo que pasa, sino quién cuenta
lo que pasa […]. Nos toca buscar otra versión, la de otra gente con otros
intereses: la de los humanistas. Eso es lo que soy: un humanista. No soy un
chistógrafo. No soy un pintamonos. Soy un dibujante satírico” (50).
Por libros como este de Burgos y los antecesores a los que se refiere, visto
con objetividad, “Tesis sobre el cuento” de Piglia recoge banalidades como “un
cuento siempre cuenta dos historias”, “la historia secreta es la clave de la forma
del cuento y sus variantes”. E incluso: “lo más importante nunca se cuenta”.
pacato y sexista, les lleva más tiempo a algunos latinoamericanos y a sus crí-
ticos. No menos muestra su publicación en inglés en 2017 por una editorial
menor. La diferencia es que cuando novelistas logrados y establecidos como
Vila-Matas y Aira ponen la teoría en perspectiva en obras o comentarios la
emplean con mayor ingenio y sin petulancia. Es similar el enfoque de Zambra,
nacido dos años antes que Oloixarac y formado en la teoría, cuando le dice a
Libertella que “hay otros momentos en que uno necesita saber quién es pero
ya sin teoría de por medio” (Libertella 2015: 69). Respecto a Eltit, a quien
correctamente considera una escritora de y para la academia, Zambra puntua-
liza: “Era una literatura con marco teórico, que era comprensible porque tú
habías estudiado a esos teóricos. Me parecía muy mansa ante la teoría, no me
parecía que la desafiara. Y le faltaba un poco de poesía” (Libertella 2015: 65).
En 1999 Shaw confirma que “el ‘riesgo rupturista’ que corre Eltit es el riesgo
de la ilegibilidad y, en efecto, ella se queja de que críticos y lectores han tilda-
do sus libros de incomprensibles” (1999: 348). Eltit sigue escribiendo con la
quejumbrosa prepotencia del intelectual que cree ser la única que no es indife-
rente a los males mundiales, algo que cualquier ser consciente detecta en carne
propia y no desde una torre de marfil. Villalobos, coetáneo de Zambra, nota
lo mismo en el recorrido académico español de su formación: “El discurso de
la posmodernidad se había cargado mucho del rigor teórico y con frecuencia
en las aulas se decían puras chorradas, las discusiones del doctorado muchas
veces no se diferenciaban de charlas de café” (Zalgade 2017b: 42).
Los críticos establecidos (que habitualmente no se dedican a los nuevos) le-
gitiman a los narradores, con cautela o entusiasmo, como ocurrió con Sarlo y
Ruffinelli (Corral/Castro/Birns 2013: 376-379) sobre Oloixarac. Otros como
Aira y Zambra no provocan a ese tipo de crítico, y no creen en autopromo-
verse más que si fueran agentes, conscientes de la perspicacia crítica. En 1966
el entonces principiante Jorge Lafforgue reseña Estudio Q (1965), metanovela
del también bisoño Vicente Leñero9. Pero los temas ensimismados de Oloixa-
rac, su talento satírico y el sexismo crítico contra ella aparte, son conocidos
9
“Estudio Q: una novela sobre la novela” (Lafforgue 1966). The Novel After Theory (2011),
de Judith Ryan, actualiza ese giro con DeLillo, Pynchon, Coetzee, Atwood, Sebald, Eco, Robbe-
Grillet, Duras y Wallace, más otros menos conocidos en español. La práctica sigue vigente
desde James hasta La septième fonction du langage (2015), de Laurent Binet, irreverente novela
intertextual policiaca protagonizada por los principales teóricos franceses posestructuralistas y
el Zapp de las novelas de campus de Lodge.
10
Sarlo (2012) reseña otros contemporáneos, entre ellos Aira (2012: 39-43), Matilde
Sánchez (2012: 135-139, 177-181) y Oloixarac en “La teoría en tiempos de Google” (2012:
75-79). Su prólogo afirma: “La crítica vive en la actualidad, no en la historia literaria. Cuando
se interesa por el pasado, mantiene esa misma vibración que caracteriza su relación con lo
contemporáneo: lee a los que se pasó por alto, reinterpreta. Pero el suelo de la crítica es el
presente. Le interesan los escritores de los que es contemporánea y quiere entender lo que
sucede con ellos y con lo que escriben en el momento” (2012: 13). Si se aplicara su aserción
se ignoraría libros como el de Burgos y cómo el pasado informa al presente y no se podría
distinguir entre actualización y reinterpretación.
11
“Entre la tradición y la innovación: globalismos locales y realidades virtuales en la nueva
narrativa latinoamericana” (Paz Soldán 2002: 57-66). Las realidades virtuales pensadas por
Borges y Bioy Casares en los años cuarenta ponen en perspectiva los descubrimientos del
boliviano.
deseo es hacernos como nunca hemos sido, una respuesta que no considera
Cercas es renovaciones como las de Zambra en la prosa novelística de Facsímil
(2014b), cuyo contenido está perfectamente equilibrado con la preocupación
por la forma, todavía la bestia negra de su generación. Facsímil asume la tarea
de trabajar en un modo conocido, la sátira. Pero como Zambra es un escritor
inteligente y divertido es incapaz de entregar una diversión vacía. Su novela
es una crítica sutil del esnobismo general y particular que pretende distinguir
entre ficción “seria” y no seria. Y como la sátira es buena, muestra la capacidad
para aliviar el dolor de estar vivo cuando uno es tan joven y debe responder a
un sistema.
No se puede considerar la experimentación narrativa como sinónimo de la
creación, y no solo porque en cierto sentido cada palabra significante en una
narración puede ser vista útilmente como un vocablo nuevo que no puede ser
explicado totalmente por la tradición. No importa cómo cambien las maneras
de hacerla, la narración nunca envejece, porque atrae y junta. Se puede hablar
de ella, y vincularse por ella, porque suele ser conocimiento, historia o leyenda
compartidos. Además da forma a un futuro común, y es tan natural que uno
no se da cuenta de cómo se infiltra en la vida. Y si no siempre está de nuestro
lado o nos engaña, puede deleitar. Por eso puede ser un arma de decepción
poderosa. Al sumergirnos en una narración bajamos la guardia, y nos concen-
tramos en una manera que no haríamos si tuviéramos que captar una frase al
azar. En esos momentos de completa atención podríamos absorber cosas que
normalmente nos pasarían por encima o nos podrían en alerta. Más tarde tal
vez pensemos que alguna idea o concepto, digamos sobre los nuevos narrado-
res, surge de mentes brillantes o fértiles, cuando en realidad fue sembrado allí
por una narración que se acaba de leer. Ese es el caso con Si te vieras con mis
ojos (2015), detrás de cuya trama está la noción de que los empeños artísticos
y/o científicos emergen de una lucha con la experimentación formal y, tal vez
en igual grado, con las obligaciones conflictivas de expresión personal. Franz
sabe que los libros de Humboldt, como sus viajes y su vida personal, están
llenos de energía, y a la vez son digresivos y descentrados, y por eso mide
cuidadosamente las descripciones de esos escritos, sin combinar el hartazgo
estético con excesos románticos. Pero ese enfoque disminuye la pasión episto-
lar de la aristocrática Carmen Arriagada por Rugendas, que no responde a las
obsesiones escritas de Humboldt en la novela.
12
“Reglas para la supervivencia de la novela” (2007: 20). Manuel Rico, “La novela, en el siglo
xxi, goza de buena salud” (2008: 15), refuta las nociones de Verdú, quien tampoco considera
que esas novelas honran al premio. Fernando Royuela deja abierto el caso con “Soluciones
habitacionales para indigentes literarios” (2008: 17). En “La technique du roman” (1937),
Queneau recalcaba que la novela nunca ha obedecido reglas. En “The Pythagorean Genre”
(1965), Steiner (1967: 78-90) propuso la “posficción” (83), partiendo de que “los hombres
viejos leen novelas” (78) y notando una crisis en ella (80). Reconociendo su carácter documental
de 1970 en adelante, como vamos viendo; y la ironía es que todas las guerras
interpretativas sobre esas abstracciones han resultado ser fracasos. Hoy, con la
etiqueta “decolonial”, se publica libros sumisos ante el género (sexual) fluido,
la raza destilada y la nación diluida, copiando por razones demasiado obvias
coordenadas esencialistas y etnocentristas, como bien le corrigió Aijaz Ahmad a
Jameson sobre la noción de “literatura del tercer mundo”. Esas interpretaciones
académicas, anglófonas en su mayoría, no ven críticamente a la cultura sino a
una cultura, que celebran sin darse cuenta del nacionalismo barato y fronteras
que reconstruyen (véase Casanova 2011; Thirlwell 2016). Como arguyo a través
de este libro, gran parte de esa crítica no se relaciona con las verdades de una
obra o movimiento, sino con la ansiedad de originalidad de quienes propongan
una crítica “radicalmente” diferente. Es decir, no hay conciencia de la falta de
dirección de algunos nuevos, de que su “movimiento” envejece, o de que han
descubierto la variedad en su propia historia; al extremo de que es imposible en-
contrarles un rasgo distintivo común, en parte porque las repetidas promesas de
que la nueva narrativa eliminaría los defectos de la anterior no se han cumplido,
y casos como el de Bolaño se dan, es claro, cada medio siglo.
La que sería la “tercera” parte de Los escritores y la creación en Hispanoamérica,
por el cúmulo de análisis ponderados, noticias y bocetos, sugerencias, perspecti-
vas y yuxtaposiciones posibles que han producido estos autores, ocasionará dis-
cusiones constructivas. Recuérdese además que antes de este libro los autores de
esta parte eran huérfanos o quedaron postergados (¿o liberados?), por el renom-
bre estrictamente mediático de otros que discuto, o por la tacha de la edición
nacional, como Balza. Tampoco se olvide cómo los muy jóvenes hoy dependen
más y más del periodismo (aunque lo critiquen con simpleza como método
novelístico, sin la sofisticación de Evelyn Waugh o Vargas Llosa) como fuente de
ingreso, transformando lo que tengan que decir sobre la creación futura. Cuan-
do se habla sobre esta se prefiere hablar de las posibilidades de progreso. Pero
con los nuevos medios hablar del futuro en verdad significa expresarse sobre las
posibilidades de cambio. En “El futuro”, discurso del 28 de noviembre de 2015
publicado en línea por El País al recibir el Premio de la FIL de Guadalajara,
Vila-Matas apuesta por lo imprevisto, porque veía en los clásicos de Flaubert y
Joyce “caminos que se proyectaban hacia el futuro”, y siente que “ahora triunfa
la corriente de aire, siempre limitada, de los novelistas con tendencia obtusa al
‘desfile cinematográfico de las cosas’”.
Aun así, hay otras razones e inquietudes, y Castellanos Moya resume una de
las más importantes: “A veces me pregunto si mi actual imposibilidad de escribir
cuentos tiene que ver con cierta influencia de ese nefasto modelo del novelista
de éxito, el escritor de mamotretos que fascinan a las editoriales y a las agentes
literarias…” (Burgos 2004: 598). Su novela corta Insensatez (2004), ejemplar
revisión de lo que se puede hacer con la “novela de la dictadura”, como hizo el
poco recuperado Jorge Ibargüengoitia, también prueba que su generación no
tiene que ceder a las presiones que intuye correctamente. Así, Abad Faciolince,
un contemporáneo del salvadoreño, reconstruye (no reescribe) radicalmente,
con la polifonía de los tres hermanos protagonistas y con guiños humorísticos,
las “novela de la tierra” y/o “romántica” de su país, Hispanoamérica o el mundo
en La oculta, serruchando clichés temáticos. No hay nada utópico o anticuado
en la trama, o en personajes como Antonio (y sus disquisiciones sobre el amor
homosexual o sus gustos literarios anticuados), que hablaba por Skype con su
madre Pilar (11), cuya muerte y herencia son el gatillo de la novela. Antonio es
cosmopolita, violinista, homosexual y “uno de los motivos por los que me pude
casar con él es porque a [Jon] le gustaba mi finca en Colombia” (82). Esas com-
plicaciones positivas son los valores que rescata Burgos para autores anteriores
en su compilación.
Ya que Castellanos Moya, a pesar de ser “mayor” —identificación que cabe
comparar con lo que dice Jorge Fornet de Gutiérrez (2006: 91n, 107)—, cabe
perfectamente en la recepción de los nuevos narradores en España, y su obra
permite salvedades sobre ese entusiasmo bien medido por Burgos, también vale
tener en cuenta una advertencia de Valencia en un reportaje de Manrique Sabo-
gal: “Se corre el riesgo de la tipificación editorial. Se empieza a ver repeticiones
de lo mismo con novelas domésticas. Ocurre ahora con la novela histórica o
política del país de origen del autor, con temas interesantes pero que no apor-
tan ni avanzan en la forma novelística ni en el lenguaje, y con guiños evidentes
para reforzar el tópico o el trópico” (2008a: 9). Gamboa aclara similarmente el
nomadismo de los maestros y el de los discípulos, y asevera que el irse es buscar
otro hogar para la literatura latinoamericana, eliminar la división entre escrito-
res de “adentro” y de “afuera”, porque “si Cabrera Infante hubiera mirado por
la ventana nos habría narrado el smog de Londres no la vida y los anhelos del
malecón habanero” (2008: 9).
Por eso, para Gamboa la verdadera diferencia está “entre quienes se disfrazan
de latinoamericanos y escriben novelas para turistas extranjeros, satisfaciendo
los estereotipos” (9). Tampoco requiere esfuerzo pensar en que un verdadero
maestro como Cabrera Infante y los “boomistas” despejan, estimulan, invaden
e irrumpen, y nunca dejan de corregir y reconstruir estereotipos. Por esto es
valiosa la prosa del costarricense Carlos Cortés (1962), que escribe desde Costa
Rica, y pone en perspectiva el desdén que existe entre sus coetáneos sobre lo
“nacional”. Con razón, la FIL de Guadalajara de 2011 lo escogió como uno de
“Los 25 secretos literarios mejor guardados de América Latina”, con varios na-
rradores menores que él, en más de un sentido, aunque vale esperar la promesa
de los ecuatorianos Miguel Antonio Chávez (1979) y su ingeniosa (respecto a
la cultura popular americanizada) Conejo ciego en Surinam (2013), más Luis
Alberto Bravo (1979). Paralelos a ferias como esa son los recorridos esporádicos
de Babelia por las literaturas nacionales o de autores del momento, ocasionando
que por enésima vez se refiera a una “Nueva cartografía de la literatura de Amé-
rica Latina”, como hace Manrique Sabogal en el número dedicado a aquella feria
mexicana de 2011 (2011: 7).
Los narradores actuales parecen interesarse menos por visiones hegelianas
(incluida la relación entre el maestro como amo y el discípulo como esclavo),
y creen en el progreso que significó adelanto de sí mismo para muchos de sus
comprometidos antecesores y para algunos de generaciones subsiguientes. Se
duda del porvenir del Crack como un todo estético porque para curarse en sa-
lud emite dictados irónicos sobre su propio fin, y hubiera sido bueno tener a la
mano en esta parte algunas opiniones “antiboomistas” de Volpi. No importa
cuánto se insista en la intención irónica del nombre del grupo, el hecho es que a
pesar de negar ser una generación publicaron una colección de “autodefinición”,
Crack. Instrucciones de uso. Burgos sabe discernir, y así como no están los del
Crack, tampoco abunda el tono de déjà vu teórico y práctico posmoderno de
algunos narradores chilenos (un ejemplo de ese peligro es De la Parra). A veces
estas lecturas permiten estar de acuerdo con por lo menos una de las formulacio-
nes de Jameson sobre cómo el nuevo orden del posmodernismo sugiere que no
necesitamos héroes románticos; y para machacar esa noción parafrasea a Brecht:
pobre el país que necesita genios, profetas, Grandes Escritores o demiurgos. No
obstante, varias de las selecciones de Burgos también muestran una capacidad
para dinamitar definiciones de una contemporaneidad que solo puede ser ilusa
si se la cree libre del pasado clásico. Aquella no puede ser identificada con un
avance tecnológico o social, y el público de 1917 estaba igualmente consciente
de su contemporaneidad como el de 2018 (Gide pedía un “contemporáneo
capital”). Esto es precisamente lo que muestra y recupera Carlos Cortés en “La
trama de Ariadna: los clásicos como contemporáneos” (2015: 36-42), retroce-
diendo ejemplarmente al progenitor Pedro Páramo. El hecho es que aun hoy la
facturación de la novela clásica ha crecido mientras que la de la contemporánea
ha caído, según cifras de la FGEE, aunque en 2017 hubo un aumento de 7.3%
en la facturación española de libros impresos13.
Para actualizar o contextualizar los textos que conforman la última parte de
Los escritores y la creación en Hispanoamérica también están al alcance, ahora,
varios textos de Bolaño en Entre paréntesis, además de su narrativa, que tiene
tanto que decir sobre el arte de la prosa. También se dispone de similar rique-
za conceptual y ensayística en narradores no incluidos, como el prolífico Aira
(Monterroso sería el puente entre Borges y él en torno a la creación), Rodríguez
Juliá y su globalizante Mapa de una pasión literaria (2003) y varios libros de no
ficción de Abad Faciolince, Villoro, Volpi e incluso Fuguet. Berti y Fresán (que
comenzó como periodista), Valencia con El síndrome de Falcón (2008) y Moneda
al aire (edición española de Fórcola, 2018), Vásquez con El arte de la distorsión
y Viajes con un mapa en blanco (2017; 2018 en España), Zambra con No leer
(2010; 2012 edición chilena) y Pron con sus expeditivas y ponderativas crónicas
sobre literaturas extranjeras, suman voces críticas sólidas. En ellos los consejos
de Chéjov en torno a cómo anotar, consultar fuentes, documentarse, hablar,
leer, participar de ritos, preguntar, ver, viajar y, en fin, vivir, adquieren matices
que todavía no se valoriza en términos de los maestros. Esa ansiedad o deseo de
documentarse no es solo una autoimposición sino una forma de interrogarse,
de explorar la naturaleza de los caprichos o destiempos culturales que producen
ficciones.
Así, las visiones universales de esa creación hispanoamericana dan para otro
volumen, añadiendo los destiempos editoriales, como publicar en España La
diáspora (1989), primera novela de Castellanos Moya, en 2018, o La Historia
(1999), de Caparrós, en 2017, y descubrirlo como cronista, esfuerzos que no
13
A través del libro escudriño la inevitablidad de examinar lo contemporáneo con la
antigüedad. Para la conceptualización actual véase Álvarez Morán/Iglesias Montiel (1999),
Alonso et al. (2003: 11-30) y Laird (2010: 11-31).
Fernández en Babelia (2013: 4-5)—, vale repetir un consenso entre los jóvenes
narradores bien resumido por Zambra: “Los narradores chilenos escriben —es-
cribimos— para adentro, como si la novela fuera, en realidad, el largo eco de
un poema reprimido. Habría que encontrar, tal vez, ese poema no escrito pero
presente en las novelas chilenas. Habría que escribir el poema y algo más; algo
que lo niegue” (2008b: 13). Un buen conocedor de Bolaño sabe que es difícil
entender cabalmente Los detectives salvajes sin la plantilla conceptual que esta-
blece en la poesía de Los perros románticos, o en varias de sus obras póstumas,
por no decir nada de la relectura que hace de clásicos grecorromanos y contem-
poráneos, sobre todo para estructurar sus novelas extensas. Como con el Ulysses
de Joyce, en ellas las conexiones con la Odisea no son difíciles de desentrañar, o
señalar la singularidad de las tres obras14.
Más que en esas relecturas habría que concentrarse en las características que
comparten Bolaño y otros escritores que selecciona Burgos con esas culturas
clásicas, entre ellas la desconfianza en la autoridad, el sentido de humor, la cu-
riosidad y la locuacidad. O si no, se trata de encontrar giros verdaderamen-
te originales, como la muy traducida Señales que precederán al fin del mundo
(2009), de Herrera15. En esa novela corta la protagonista, Makina, especie de
Odiseo, experimenta un submundo y mitos que no son griegos sino mexicanos.
Nomadismo fronterizo (Estados Unidos-México), que confunde positivamente
los atributos del folklor azteca y griego, muestra que los desafíos de los humanos
son obviamente eternos. Pero las tareas que asume Makina no son las de los
héroes épicos que van y vienen, porque al cruzar las fronteras se da cuenta de
que ambos lados comparten la prosperidad y el vacío. Si los clásicos antiguos
contienen una búsqueda que suele terminar positivamente, la de Makina no,
14
Las conexiones se extienden a la teoría, según Massimo Fusillo (1996: 277-305) y
Salvatore Settis (2006: 129-141). Para Vasunia la conceptualización de Huet de la historia de las
protonovelas considera las conexiones entre Occidente y Oriente en el contexto de conquista,
comercio y conversión (2013: 331-333).
15
La versión anglófona, Signs Preceding the End of the World (2015), es uno de los “Libros
del Año” del Times Literary Supplement (5 878, 27 de noviembre de 2015, 11), junto a la
traducción de Mis documentos de Zambra (15), pero no escogió ninguna traducción u original
hispanoamericano en 2016. Para Lidija Haas, que elogia la traducción en sí, aquella novela de
Herrera —parte de una “trilogía de la frontera” de novelas cortas, todas traducidas al inglés para
2017 y bien reseñadas— es sobre hablas y “uno de esos libros infrecuentes que parece crear su
propio lenguaje” (11), concluyendo que Herrera es distópico, otra manera de crear su propio
mundo.
16
Como se desprenderá de mis análisis puntuales en este libro. Examino algunas
compilaciones recientes en “Latinoamericanistas españoles y narrativa contemporánea” (Corral
2015: 355-381) e identifico los problemas que similares coordenadas le causan a la crítica
anglófona en “An English-Language View of the History of Latin American Fiction” (Corral
2006: 1-11).
algo más, y eso se encuentra en los escritos de otros narradores escogidos por
Burgos.
Los escritores y la creación en Hispanoamérica ayuda a aclarar el progreso ver-
dadero de la narrativa hispanoamericana, sin líneas remozadas de afirmación y
reconocimiento, actitud necesitada urgentemente cuando los narradores con-
temporáneos tienen mayor acceso que sus antepasados a medios que les permi-
ten autopromocionarse de manera visceral. Junto a esa situación, hoy inevitable,
el libro de Burgos provee pruebas fehacientes de que el estado actual de esa
narrativa ha resultado ser lo que es porque sus autores tomaron ciertas decisiones
y fueron consecuentes con ellas, no porque la representación de la vida, como
la entienden, sigue un guion creativo aplicable a todos. Un factor que asemeja
este libro a las primeras novelas de los nuevos narradores es la grandeza de su
ambición, porque se puede leer Los escritores y la creación en Hispanoamérica
como una novela de autores en plenos poderes, de gran amplitud de subtramas
y detalles; como una de aquellas que se esfuerzan por ser más que la suma de
sus partes, y en las cuales la escritura esporádicamente teme hacer alarde de sí
misma.
17
Ese Guaraguao contiene análisis atinados: véase Santos 2009: 29-38 (“Últimas noticias
de la narrativa latinoamericana”), revisado en partes de su Epílogo provisional, y Sánchez
2009: 29-28 (“Un debate tal vez urgente: la industria literaria y el control de la literatura
hispanoamericana”). Menos pensado, Francisco Marín (2009: 9-18), para quien Santiago
Gamboa es “peruano” (14). El número incluye mi “¿Qué queda del sesentayochismo en los
nuevos narradores hispanoamericanos?” (Corral 2009: 29-54), actualizado para Corral 2015:
219-252, algunos de cuyos puntos retomo.
lectual hace que el libro también muestre que las contiendas ocurren entre las
mejores familias. Diana Sorensen, en su propuesta de cómo releer novelas del
boom en este siglo, resume que estas despliegan la simultaneidad de lo hetero-
géneo, confrontan sus contradicciones y las de la historia europea, y buscan el
lugar latinoamericano en el sistema mundial, con interés, novedad, aventura y
sorpresa (2007: 177). Su sugerencia admite preguntar qué novelistas o novelas
se perdieron durante esa época por no hacer boom, como las de los incluidos
en la antología de Burgos, y por qué. Sorensen también permite inquirir por
qué las novelas espaciosas del boom sobre comunidades improbables recuerdan
lo que otras dejan fuera, además de preguntas particulares, entre ellas por qué
fueron escritas por hombres. ¿Y qué hacer con contemporáneos como Bella-
tin, cuya familia literaria se compone del Gilgamesh, el Antiguo Testamento, el
Corán, El libro tibetano de los muertos, la Odisea, “El infierno” de Dante, El
idiota de Dostoievski, el Ulysses de Joyce, La metamorfosis de Kafka, El tango
de Satán de Krasznahorkai y Pedro Páramo?
Aun teniendo en cuenta que los visionarios generalmente habitan los már-
genes, los narradores de Palabra de América, conscientes ya de las búsquedas
anteriores y sus resultados, subsanan prematuramente ese tipo de querencia
sobre sí mismos, al presentar las palabras y las cosas de un “autoboom” de
color de rosa. Tiene que ser así para los jóvenes que conceden sus palabras,
porque sus breves y mínimos momentos de crisis y trascendencia revelan una
falta de adherencia a movimientos estéticos o políticos. Esa rotación sirve para
hacer creer que rige una retrospección posideológica mediante la cual no son
acólitos de nadie. Así, y con su experiencia en el exterior, ponen en entredicho
la noción triunfalista de que “los nuestros” de los años sesenta pertenecían a
un mundo nuevo, estableciendo que no dejaban de ser hispanoamericanos,
noción que Sorensen contextualiza recordando el chovinismo sexual de en-
tonces18. La nueva postura es positiva en una república mundial de las letras
18
Concluir que la falta de atención al género sexual limita el sentido revolucionario de esa
narrativa (Sorensen 2007: 207) requiere mayor análisis: es fácil rastrear el carácter masculino
del boom, pero no atribuirlo a un pensamiento grupal. La novela, y el consenso crítico de
qué valorar en ella, nunca excluyen la vida de las mujeres como tema, propio o mal tratado.
La relativa ausencia de autoras en la narrativa actual le da la razón a Sorensen; aunque no
propone madres de la novela equiparables a los autores que discute, y no considera que ninguna
revolución es polivalente en sus premisas, o totalizante en efectos y alcances, y obviamente
abierta a lecturas irresolutas.
19
La crítica académica sigue expandiendo la discusión erudita del archivo. Respecto a Pron
y Rey Rosa, Rivera Garza sostiene que para la expansión literaria actual el archivo emula el papel
que tiene en las artes plásticas, donde pasó de función pasiva y recopiladora a obra misma, y
“algunos escritores no solo buscan aprovechar la anécdota interesante o anómala sino, sobre
todo, la estructura porosa, incompleta, lagunar, frágil del archivo en la escritura de sus novelas
o poemas” (2013: 100). Zambra, que transfiere sus ideas, a veces literalmente a su ficción (Mis
documentos), analiza estos cambios (2013), confundiendo a autores como Paz Soldán.
considera una especie de “bohemia histórica” (en la que tampoco cabe Auster,
otro autor que escoge). No obstante, y en términos de lo que desarrollo en
estos capítulos, Marling tiene razón en que esos componentes, eventualmente
mercantilizados, comienzan a despegar en los años que escoge debido a fuerzas
sociohistóricas.
Cruces similares, que con impreciso ingenio Barrera Enderle (2008: 38-
41) llamó en 2002 la “alfaguarización” (antes de ser Penguin Random House
era quinta en el ranking de la edición mundial en 2013) de la literatura his-
panoamericana, no han tenido necesariamente un fin capitalista o estético; y
vale notar, como sugiere Tabarovsky sin matizar hasta su reciclado Fantasmas
de la vanguardia (2018), que “lo más interesante (y a la vez preocupante) es
que el mercado español le ha dado gran lugar, quizá como nunca antes, a la
más insolente tradición literaria latinoamericana” (2008: 16). ¿Es la obra de
Fuguet más insolente que la de Vargas Llosa o Bolaño, todos publicados hoy
por Penguin Random House? Un peligro innegable es que las editoriales, sin
excluir del todo el efecto de rebote de la recepción en la prensa, lleguen a de-
finir solo una parcela de la literatura del continente, así como durante el boom
e inmediatamente después se supeditó a varios narradores valiosos, algunos
exiliados en España.
Según Becerra en su análisis de decisiones editoriales, “se produjo la casi
total desaparición de títulos de autores nuevos latinoamericanos en el mer-
cado español durante los años setenta y ochenta” (2014: 287), reafirmando
una tesis de Santana que examiné en el primer capítulo, revisada para los
años ochenta y noventa por Echevarría (2007: 19-27). Esa visión se ajus-
ta con el hecho de que Sudamericana y Monte Ávila tomaron el relevo,
frecuentemente recuperando autores olvidados en el aluvión de ingenios
mercantiles que discuto en este capítulo. Justo cuando se anuncia un des-
plome de 30.5% en la venta de libros de literatura en España entre 2010 y
2014, José Antonio Millán explica exhaustiva e históricamente por qué la
industria editorial hispanoamericana no ha logrado entrar en España, y si
no convence su idea de que la red mundial podría solucionar esa situación,
su ensayo recoge el axioma de la disonancia en la reciprocidad, porque los
libros hispanoamericanos no han inundado España (2015: 61). Si se añade
la idea de García Canclini de que “la sistematización de datos no es sinóni-
mo de uniformación, los vastos archivos globales interconectan diferencias
23
El legado del peruano es claro desde los años setenta, con Caicedo y su cohorte. Se
actualiza en Vargas Llosa. De cuyo Nobel quiero acordarme (vv. aa.: 2011), en particular con
Becerra, “Los nuevos caminos del pasado: Vargas Llosa y la narrativa hispanoamericana de
entresiglos” (2011: 119-136); en Estudios Públicos 122 (otoño de 2011, ed. Arturo Fontaine);
y en “Cartapacio: Mario Vargas Llosa”, Turia 97-98 (marzo-mayo de 2011, 153-411). Opina
generosamente sobre los nuevos (aunque desde antes de Cartas a un joven novelista ha sido
claro con ellos sobre los sacrificios y decepciones del escritor), como antesala a treinta y nueve
autopercepciones de ellos, en “Leer y escribir en Latinoamérica: entrevista a Mario Vargas
Llosa” (Mordzinski 2012: 14-21).
animan sus mejores obras: saben con seguridad lo que saben y tan completa-
mente que no pueden pensar contra sí mismos, y quieren rescatar los impulsos
benévolos de su antiguo radicalismo mientras se alejan de alguna intolerancia
anterior. Lo que aseveran generalmente no se desvanece bajo el peso del tó-
pico, y no quieren servir a ninguna alegoría. En ellos no hay una “dialéctica
hegeliana” al valorizar a sus maestros porque ninguno de los dos se ocupó (en
momentos similares de su carrera) de una lucha parcial hasta la muerte por el
reconocimiento o estatus, ni se definieron por una lógica enrevesada con sus
antecesores. Si tienen pocos descendientes es porque son demasiado originales
para copiar o canibalizar. Ambos escribieron y escribieron sin desarrollar nin-
guna dependencia mayor en un maestro, aunque se puede argüir que en los
dos existen presencias, no pesos.
Iwasaki, radicado en España y el invitado menos conocido fuera de ese país
o en las Américas, reflexiona sobre la recepción por la crítica española de sus
contemporáneos, y se concentra en el periodismo cultural, mostrando influen-
cias más conceptuales que ideológicas. Sus deducciones sobre el universalismo
temático que define a la literatura hispanoamericana son harto conocidas en
el ámbito académico que aparentemente calca, y para los doce escritores que
menciona, que lo practican en vez de teorizarlo. Su nómina de ungidos sur-
ge por obligación. Afortunadamente, así como Mendoza menciona a Villoro
y a Rey Rosa (también impulsado por Bolaño), Iwasaki (preocupado como
Mendoza por su mestizaje étnico y cultural) se refiere justamente a Valencia
y Méndez Guédez, y a novelistas de generaciones anteriores, como Miguel
Gutiérrez (autor de excelentes ensayos sobre la novela, Faulkner en la novela
latinoamericana, y la novela peruana actual) y el mexicano Aguilar Camín,
auspiciado por Fuentes pero menospreciado por Bolaño. Si Iwasaki considera
mordazmente que la crítica española de los “medios de comunicación” no está
“preparada para leer la nueva narrativa hispanoamericana desde la perspectiva
de la literatura comparada” (Iwasaki 2004: 121), puede tener razón. Y en 2017
Villalobos generaliza: “Se aprende más en las universidades latinoamericanas
que en las españolas. Mi experiencia con la academia española fue francamen-
te mediocre” (Zalgade 2017b: 42). No se puede deducir por qué hay que ver
así las cosas, porque las literaturas son compartidas, como muestra el registro
de autores que Iwasaki cree olvidados. Si su suposición se refiere a la crítica
hispanoamericana, su postulado se mitiga con la obra de Reyes, Henríquez
siete años después, Bogotá39. Retratos y autorretratos, aunque ahí del Crack solo
queda Volpi (2012: 102-105), con que adquieren una limitada importancia
visual muchos de los discutidos en este libro. En unos comentarios hechos
poco antes de su muerte, Padilla enfatiza la red de amistades como gatillo
de su quehacer, mientras la chismosa La mujer del novelista de Urroz no sabe
cómo fijarla. A la larga, esa simpatía compartida es una manera de sentirse
bien sobre privilegios inmerecidos, proteger la imagen. En Historia personal
del boom, Donoso escribió: “El público sospecha que son amigos insepara-
bles, de gustos literarios idénticos, de posiciones políticas iguales, cada uno
dueño de una corte particular: pero claro, eso es ingenuo, falso”, arreglo que
ignora Ayén.
Las redes entre la sangre fresca e insolente de este capítulo no revelan una
comunidad tribal en cautiverio, ni se basan en comportamientos como el aci-
calamiento mutuo, la asistencia en pugnas generacionales, o en mostrar seña-
les de estado anímico compartido. Ambas generaciones comparten la creencia
de que la naturaleza revolucionaria de la novela yace en su exigencia de la
completa libertad de expresión, aunque esa fe no explica la ausencia actual
de obras revolucionarias en Bolivia, Ecuador, Nicaragua o Venezuela, retirada
que quizá no continúe ahora que las relaciones entre Estados Unidos y Cuba
parecen volver al momento anterior a Obama. El carácter grupal se debe más
a lo que escriben que a esfuerzos por presentar una actitud personal. Por eso
es notable la diferencia, por ejemplo, cuando Franz (2016a: 9) escribe elogio-
samente sobre La forma de las ruinas de Vásquez, refiriéndose a Isaiah Berlin
y la dicotomía verdad/mentira, más que a alguna amistad entre los sudame-
ricanos; o sobre Un asunto sentimental de Benavides (2016b: 12). No menos
hace Chirinos en su inspirado y personalísimo ensayo Venezuela. Biografía de
un suicidio (2017), que reconoce el esfuerzo constante de Balza por conectar
arte y ética, practicándolo con entusiasmo.
Becerra nota tácticas individualistas en similares pronunciamientos (2014:
287, 289), a veces cálculos generalmente dependientes de políticas editoriales.
Y cuando se noveliza esa endogamia o se recurre a guiños autoficticios, como
ocurre en Memorial del engaño, García Ramírez nota que Volpi no parece ha-
berse esforzado mucho en crear al “J. Volpi” de esa novela, y que al hacer men-
ciones coquetas de sus amigos del Crack comete un error, porque “incurrir en
estas bromas privadas distrae al lector de lo importante” (2014: 75). También
distrae que la de Volpi, sin que él lo calculara, sale al mismo tiempo que dos
novelas inglesas (una con autor de origen paquistaní) que tratan el mismo
tema, desde la perspectiva de clase. Las tres además comparten la petulancia de
la erudición que exhiben, doloridas por los límites de su conocimiento. Aparte
de alardes eruditos, un problema atribuido a Volpi desde El fin de la locura
hasta Examen de mi padre (parte del proyecto “Mapa de las lenguas” con que
su editorial propone expandir la distribución de sus autores latinoamericanos
en sucursales nacionales), y la más “mexicana” y lograda Una novela criminal
(2018), es que las recuperaciones históricas, como en Memorial del engaño,
son una manera de disfrazar o sublimar la autobiografía, no de evitarlaLa pre-
ocupación de Volpi por proveer recordatorios de la trama y memoria nacional
que mezcla en esas obras, gesto fatal en cualquier género en prosa, subestima
la comprensión de los lectores.
En esos testimonios poco velados la fanfarronada o la falsa modestia no
son en verdad fanfarronada o falsa modestia, sino un comportamiento mani-
fiestamente actuado, cuidadoso por las razones que Valencia menciona en una
cita que recojo. O sea, esos escritores viven acomodándose, nunca tienen una
opinión ética o propia sobre nada que pueda estropear su carrera o a los que
les pueden ayudar a escalar. Por las mismas razones, pocos tienen vocación
polemista, con la excepción infrecuente de Volpi, que asegura no tenerla. Es
más, levantan banderas que no sujetan bien, haciéndose pasar por discretos,
elegantes, introspectivos y silenciosos, pero en el fondo hay cálculo. Como
explico más adelante, también con esa cita de Valencia, ese campo de apoyo
no se limita a los autores del Crack. Es una actitud positiva, si uno es parte del
grupo, pero deja de lado la ética mayor del escritor y el bien de la mancomu-
nidad generacional. Considerando otros lazos que discuto, el artículo de Mesa
Gancedo referido en una nota anterior, y la “bendición” del maestro Fuentes
a Volpi y compañía, estos en verdad se comportan como los infames “juniors”
de la alta clase literaria de México.
En sus comentarios públicos y entrevistas, cuya mayoría no está recogida
en libro, todos parecen estar traduciendo de su lenguaje interno a cómo creen
que piensa su público. La cita también quiere decir que, además de ser impe-
netrables como personas, su narrativa representa la realidad única de la que
surgen, y cuando llegaron a tener una revista digital no se sabía dónde iban a
parar. Hay enlaces más obvios. En 1999 Urroz, otro miembro primerizo del
Crack, entregó una tesis doctoral sobre Volpi a una universidad californiana,
tribulaciones que incluye en La mujer del novelista. Para entonces Volpi había
publicado cuatro obras menores, una de ellas con los menos fecundos Urroz y
Padilla. La endogamia literaria sin duda puede surgir de la admiración de ser
amigo, y por ende Urroz puede creer que su reseña de La tejedora de sombras
(2012) de Volpi, en la Revista de la Universidad de México (2013: 88-90), es
objetiva, o que la argolla continúe con la publicación de los ensayos de Éthos,
forma, deseo entre España y México (2007) con la editorial Universidad de las
Américas Puebla, donde enseñaba Palou, o que Urroz incluya “Pedro Ángel
Palou y la vida como una novelística” en su Siete ensayos capitales (2004: 133-
154), que también contiene un ensayo sobre Fuentes.
Pero no es asunto de género sexual. Por ejemplo, además de frivolidad, las
entrevistas de Olixarac contienen respuestas torpes, lindando con la simpleza,
y muy por debajo de su imagen y su escritura. Todo parece parte de un arte de
impostar cierta figura de autor y vender libros, un juego vacío que conduce a
preguntar cuándo se pasó del boom al bluff. A juzgar por su segunda novela,
de la cual habla con Pablo Shanton, es claro que más que literatura latinoa-
mericana este tipo de autora ejemplifica una búsqueda de éxito en Estados
Unidos, no hay mucho más, como una Fuguet elevada a otra potencia. Por eso
hay que leerlos por el revés y hacerles caso solo en su justa medida. Por ahora
(y remedando su constante necesidad de emplear anglicismos, como en Las
constelaciones oscuras), en Oloixarac se trata de hacer lobby a la manera porteña
y navegar por las autopistas de los departamentos de Spanish and Portuguese
y sus profesores, violando fronteras para entrar en un star system autodefinido
con el que mantienen una relación de amor y odio24.
Los lazos mayores no son fáciles de descifrar, y consecuentemente el maes-
tro 2.0 Aira asevera categóricamente y sin mencionar a ningún nuevo: “Hace
muchos años que perdí el gusto de la lectura de mis contemporáneos. Una
desgana invencible, mezcla de desconfianza y desinterés, me paraliza frente
a las novedades” (2002: 59). Catorce años más tarde, cuando Inés Martín
24
Véase Pablo Schanton, “Una beldad viaja al ciberespacio” (2015: 16ñ-17ñ). Schanton no
cuestiona afirmaciones de la autora como “jamás me pondría a escribir literatura del yo” (16ñ),
su noción del “ser legal”, o “ya no se parece a ese sujeto kantiano [sic] que tiene sus categorías
como cantidad y las baja a la realidad y así la organiza” (17ñ), ni anglicismos como “linkeo” o
“randomizarte”, tal vez por suponer que toda Hispanoamérica es cosmopolita, algo bilingüe y
está digitalizada.
porque “la lectura asidua terminó convirtiéndome en ese personaje banal que
es el Hombre Culto, el hombre de las respuestas, siempre al borde de conver-
tirse en el aburrido sabelotodo” (8). Cuando Padura dijo algo similar en 2011,
prefiriendo a antiguos maestros como Cabrera Infante, su afirmación adquirió
tonos políticos, e ingenuas reacciones críticas. T. S. Eliot aseveró: “Nunca leo
ficción contemporánea, con una excepción: las obras de Simenon sobre el Ins-
pector Maigret”. Sus otras excepciones fueron Joyce y Arthur Conan Doyle,
vaivenes más personales que políticos. A la pregunta “¿Qué escritores de tu
país te parecen más interesantes? ¿Y de otros países? ¿Por qué?”, Serna, el par
de ellos, responde: “Me repugnan Zoé Valdés y Ángeles Mastretta y sospecho
que el argentino César Aira no es tan genial como él cree” (Ruffinelli 2008:
202). Pero Aira lee a Simenon.
En una entrevista posterior (Quezada 2012-2013: 83-88) sobre qué au-
tores van a marcar o ya están sellando una línea inmediata en la literatura
latinoamericana, Serna machaca: “César Aira creo que es un escritor bastante
menor. A mí nunca me ha convencido, sé que tiene mucho prestigio entre los
snobs, pero yo creo que es un pésimo escritor que hay que leer con un disco
de risas a un lado” (86). Es un arma de doble filo menospreciar al discípulo o
maestro 2.0, porque el no tan joven puede castigar igualmente al más joven.
Si todo lo difícil es de hecho elitista, ¿se deshace uno entonces de todo arte
similar? En 2014 Fresán afirmó en una entrevista sobre La parte inventada
(2014), su metaficción crítica de una sociedad hipertecnologizada: “Se suele
decir que nunca se leyó y se escribió tanto como hoy, estoy de acuerdo, pero
añadiría que nunca se leyó y se escribió tanta mierda como ahora”. Es más re-
belde ficcionalizar la reacción del escritor a los nuevos medios, y en Occidente
esa renuencia no obedece a pruritos generacionales, como confirman Bleeding
Edge, de Pynchon, y The Circle, de Eggers, ambas de 2013.
Expresarse y vivir como les dé la gana es real para Aira y Serna, y no defi-
nirse les es tan real como la candidez de decirlo; y hay que leerlos con la resis-
tencia y sospecha que sus ideas merecen. Por eso hay una ilusión en los testi-
monios de compañerismo, que Gumucio explicita. Se trata de la pertenencia
factible a una clase social, aunque se sepa periodísticamente del trasfondo de
los autores de Palabra de América y libros afines. Según el chileno, el amiguis-
mo de Bolaño cubría cierto resentimiento hacia aquellos que él convirtió en
“nuevos”, a pesar de no ser incluido en las antologías que los presentaron al
nuestra novela, como si esta hiciera todo lo posible para comprobar que esa
técnica es nuestro realismo. Otro referente de Gamboa es la sexualidad que
se quiere representar, aunque su elegancia se mitiga al discutir “los hijos de
Bukowski y los primos de Bret Easton Ellis”, los rebeldes sin causa (u obra)
hispanoamericanos semejantes a las generaciones “X” o “Nocilla” españolas
(estas y sus críticos siguen creyendo que es novedoso tratar de abarcar el mun-
do globalizado contemporáneo), o la “Generación Kronen”, de mediados de
los años noventa. Los mileniales, emprendedores apartados de la novela social,
a pesar de ser más preparados intelectualmente y de tener mayor acceso al
conocimiento y la libertad, andan más perdidos en una competencia feroz.
Compárese esa situación con la de Cercas, cuya visión de lo que es la nove-
la hoy influye mucho en Hispanoamérica, más allá de su relación con Bolaño.
Para él, como recoge Manrique Sabogal en 2014, el problema es generacional
por dos actitudes: “La de los epígonos y la de los parricidas, que son quienes
se dedican a decir que los buenos en realidad eran malos o no eran tan bue-
nos y, a partir de ahí, a intentar forjar un canon alternativo”. Se verá que el
resultado de ese canon, como dice Cercas, “ha sido casi siempre una literatura
menor, snob y ornamental”, el caso hasta hoy del Crack. Si El punto ciego de
Cercas revisa sensatamente la teorización de la novela y su propia práctica
(2016: 13-18, 51-74), fijando, como en libros anteriores, sus afinidades con
Aira y Vila-Matas, y concluyendo, sin pretender dar una taxonomía, que des-
de Cervantes “la respuesta es que no hay respuesta” (2016: 54), vale notar
la escisión actual entre los novelistas españoles y los hispanoamericanos a la
hora de reflejar las crisis actuales. En su ensayo, traducido al inglés en 2018,
Cercas también pregunta si se puede considerar ficción un libro sobre hechos
reales, postulando que la pregunta tiene menos que ver con si es Historia o
una novela, y más con cómo el autor se acerca a los hechos. Vale señalar que en
su exquisita reseña de El impostor de Cercas Vargas Llosa se apega a similares
principios.
Según Iván de la Nuez, ensayista que promulga el esplendor de la literatura
caribeña, los españoles están estancados en una ilusión progresista, mientras
los hispanoamericanos intentan elucidar qué ocurrió antes con la izquierda y
las revoluciones con cierta parsimonia, con más interés que animadversión. Su
elenco hispanoamericano incluye a los dominicanos Díaz e Indiana en vez de
Zambra (2013: 10), aunque De la Nuez tendría razón al sostener:
En los latinoamericanos, lo que sucede con los padres biológicos puede extrapolarse
a los padres literarios. Ya ni siquiera es perentorio matarlos. ¿Quién se quiere enrolar
hoy en una guerra contra el boom? Puesto que esta batalla es agua pasada, puede ser
más interesante ahora ofrecerle otra vida a Arlt o establecer una mirada diferente so-
bre la novela del dictador; esto es, una recuperación capaz de asumir la diseminación
del caudillismo justo cuando este desborda lo meramente militar para alojarse en
las relaciones personales (Junot Díaz o Rita Indiana). Es posible rescatar, sin com-
plejos, formas denostadas hasta hace muy poco por la literatura urbana, el caso de
la novela telúrica (Israel Centeno). Incluso es factible una aproximación a la novela
de la revolución mexicana para reactivarla, con más ironía que parodia, despojada
de su retórica grandilocuente (Guzmán Rubio). Esto deja entrever un ejercicio de
conciliación desde el cual todo tiene cabida en el presente porque, al mismo tiempo,
todo puede ser sometido a la más intensa de las revisiones (2013: 11).
Algún escritor joven reclamará al leer que para Gamboa ellos tienen en
común “una enriquecedora admiración por la obra de Mario Vargas Llosa”,
entusiasmo similar al de Fuguet y Sergio Gómez (1962) al compilar McOn-
do. El resto del registro de Gamboa es convencional, y que vuelva a autores
españoles actuales es refrescante porque una prueba de contemporaneidad es
cómo se percibe los lazos transoceánicos. Donde hay un sentido de comuni-
dad (meta implícita de Palabra de América) es natural que existan relaciones
de maestro y discípulo, y la lectura de los incluidos permite vislumbrarlas.
Franco, a quien García Márquez le entregaría “la antorcha”, provee un periplo
tradicional, y al hablar de autores se refiere al antiguo canon y señala bien que
“la ciudad como argumento no es, como tanto se ha dicho, un invento de las
nuevas generaciones” (Cabrera Infante et al. 2004: 42). Antes dice que con la
apertura social actual “a la hora de contar el sexo, no es mucho lo que queda
por inventar, todos nuestros personajes terminan haciendo lo mismo, y con la
misma sensación de derrota” (Cabrera Infante et al. 2004: 41), y tiene razón
cuando la crítica extranjera cree que algunos autores “reinventan América”.
Cortés, al hablar de la ciudad y el imaginario moderno, lo expresa mejor: “Las
sagas urbano-familiares propugnan una suerte de terrible premodernidad con-
denada a la inevitable modernidad normalizadora, entre la sociedad patriarcal
y el capitalismo salvaje” (2015: 46). Harwicz y Ojeda renuevan la novelización
de pulsiones familiares, privilegiando las relaciones con las madres porque su
generación no necesita reivindicaciones épicas. Pero ¿cuán sostenible es su
tremendismo?
probables maestros no se determina todavía, como Rey Rosa y Sada. Aun así,
la constante mención de Aira y Bellatin podría vaticinar que su maestría será
más reconocida. Si estos están más cerca en edad a Bolaño, ¿fue eso razón
suficiente para excluirlos de Sevilla, o fue el hecho de que publican en otras
editoriales? La pregunta es retórica. El silogismo sigue siendo, como explica
Bolaño: “[J. Rodolfo] solo es conocido en Argentina y únicamente por unos
pocos felices lectores. Ignoremos, por lo tanto, a Wilcock” (2004: 19). Y en
“Sevilla me mata”, hablando de cómo se mide la literatura por las ventas,
asevera: “Todo parece indicarnos que deberíamos leerlo, pero Macedonio no
vende, así que ignorémoslo” (2004: 312).
Se nota un proceder similar en Fornet, sobre Bolaño. Paralelamente, no se
discute qué es el “escritor común”, habitualmente el gacetillero cuya narrativa
es responsable por un alto porcentaje de la literatura actual. La democrati-
zación de la escritura que permite la existencia de una abundancia de narra-
dores también significa que la mayor oportunidad de convertirse en maestro
no quiere decir tener las mismas oportunidades, y entonces estos narradores
tendrían que preguntarse qué los diferencia de la cultura y mercado populares
que tienen una voz auténtica. La habilidad de tener una plataforma digital
no es una democratización verdadera, porque el arte no es solo sobre una
idea y hay que saber lo que se está haciendo, no solo lo que se está narrando.
Diferente de la represión y crisis económica de los años setenta, que hizo que
la publicación de libros se concentrara en una España que experimentaba los
años sesenta tardíamente, hoy el problema es la distribución, no la producción
democrática de los nuevos. Al fin y al cabo la red mide sus categorías por el
número de usuarios. Con ese criterio se llega a lo que más se teme sobre una
cultura democrática, desde Platón y La República: que todo en ella se guíe por
la emoción, el narcisismo y los sentimientos, en vez de por el empirismo, un
bien general o la razón.
Un último y pertinente factor que sobresale en casi toda intervención de
estos narradores es que, a diferencia de algunos de sus maestros, no ven la
experimentación técnica como una manera de legitimarse, tal vez porque la
dan por sentado y quieren tergiversarla para producir nuevas propuestas. Ade-
latándose a Rancière (2009), en Language in Modern Literature: Innovation
and Experiment (1979) Jacob Korg comprueba que dentro del experimento
lingüístico hay un orden silencioso, arguyendo que toda ausencia de conven-
Los respeto mucho porque tienen un gran pulso narrativo y saben de lenguaje, a
pesar de que puedan parecer inmoderados. Lo cierto quizá es que, a su manera,
son conservadores y hay un prurito de egolatría en lo que escriben. No creo que
sean arriesgados, sino que cumplen con lo que se puede esperar. De todas maneras
seguirán dando muy buenas novelas y no extrañaría que den tarde o temprano una
que despunte por encima de lo conveniente. Pero sí, hay que notar la prevención
que suelen tener. La gran conversación expansiva es algo que ha escaseado en su
generación, demasiado a la defensiva y con pocas agallas para debatir, sino más
bien contemporizar convenientemente.
Se le puede dar la razón, por su idea y por escribir el tipo de crítica que no
premia el establishment, poco acostumbrado al derecho crítico del desacuerdo
respetuoso o a la jerarquía saludable. El subtexto de la idea de Valencia gira
en torno a la renuencia de esos autores para revelar fallas en su propio mun-
do, restringidos no solo por lo que han sido capaces de lograr como artistas,
sino por lo que son capaces de expresar como seres humanos. Por tales con-
sideraciones un inconveniente de libros como La fábrica del lenguaje, S.A. de
Raphael y À propos des chefs-d’oeuvre es repetir lo conocido —para Dantzig
(2013) las obras maestras son las que solo son representativas de sí mismas
(50-54), las irreducibles a la mecánica o pura fabricación (71-72), las ilegibles
como Ulysses de Joyce (119-128), las que inventan sus categorías (131-132),
las que no tienen modelo, etc.—, ser coyuntural por la naturaleza de su tema,
y por su enfoque previsiblemente posmoderno (Raphael) acerca de la presun-
ta literatura de Twitter y medios similares. Como recuerda Blumenberg, la
legibilidad del mundo ya no puede ser imperativa, no se puede preguntar qué
queríamos saber sino qué ofrece el saber.
Que algunos mileniales detesten a los blogueros, se mofen de Twitter y no
tengan Facebook no significa que esos medios no existan o influyan (desde
enero de 2015 Facebook tiene un club de libros), que no construyan muros no
literarios, o que no pertenezcan a la Generación “Me gusta”. Pertenecer a esos
medios es ir por lo seguro, protegido por conexiones escogidas y conocidas.
Si cada rentrée literaria tiene libros que quieren replicar la magia de Google y
otros medios, también se sabe que las reglas y procedimientos de estos adquie-
ren vida propia, sin que importen sus metas o las de sus usuarios distraídos.
La inmediatez del blog es similarmente nociva, por poder simplificar y aplanar
ideas importantes, convirtiéndolas en plantillas. La dificultad para algunos
escritores en ciernes es que no están hechos para ese nuevo mundo. A me-
nudo introvertidos, prefieren la soledad al arte de vender, cuando los lectores
de hoy quieren conocer a los creadores cuyos libros compran, y los escritores
reservados se sienten incómodos con pensar que publicar un libro es solo un
prólogo para vender otros. Ante esas condiciones, apreciar la belleza de una
obra maestra requiere un discipulado y aprendizaje generalmente extensos que
los nuevos no siempre aceptan.
Los estudios de Raphael y Dantzig son síntomas de una cultura posliteraria
definida por banalidades y vulgaridades (Millet 2010) que en vez de corregir
precursor de la dependencia en los soportes tecnológicos. Sarlo precisa esa veta en “La novela
después de la historia. Sujetos y tecnologías” (2007: 471-482).
mundo de fracasados bellos y poetas sin obra” (2009: 112), y “la incapacidad
de escapar del basurero, del lugar sin límites que es la ciudad de Santa Teresa,
es lo más chileno de Bolaño” (2009: 112), y Gumucio está expresando su
simpatía27. Por otro lado, en la FIL de Guadalajara de 2007 varios reportajes
argüían que los nuevos se despegan de lo político y recurren a otros lenguajes,
que dice mucho pero significa poco, por ser argumentos cíclicos.
Si son pocos los políticos que leen narrativa, son muchos los autores que
se inclinan a ser analistas políticos, sin estar preparados para hacerlo. Pero los
asemeja cometer errores garrafales al presentar conflictos morales y tener más
fe en oscuras ficciones individualistas. También los iguala, en un momento de
desafíos épicos, no proveer estrategias épicas que combinen las esperanzas del
pasado clásico y las de la globalización que los define. Según Ian McEwan en
una entrevista de septiembre de 2014 en The Wall Street Journal, “los novelistas
son bastante parecidos a los políticos. Siempre esperan su perdición, y enton-
ces se retiran”. Salvedades culturales aparte, hace unos ochenta y cinco años,
en unos fragmentos inéditos durante su vida, Benjamin despotricaba contra
los nuevos autores, sugiriéndoles no usar “el yo” antes de cumplir treinta años.
En “Caracterización de la nueva generación” anota cinco características ne-
gativas, que no son misteriosamente pertinentes a las de hoy. En tres de ellas
surge previsiblemente el interés en el papel de la técnica en el éxito, y por ser
fragmentos se podría objetar que diga que escriben literatura de consumo,
que les falta educación y consistencia (1999: 401). También alega: “Esta gente
no hace el menor esfuerzo para basar sus actividades en ningún fundamento
teórico en absoluto. No solo son sordos a los llamados grandes asuntos, los de
la política o visión del mundo; sino que son igualmente inocentes de alguna
reflexión acerca de cuestiones artísticas” (1999: 401, énfasis mío). Finalmente:
“¡Y cómo estos escritores dan absolutamente por sentado su derecho a exhi-
bir un ego infinitamente mimado, narcisista, sin escrúpulos— periodístico en
resumidas cuentas. Y cómo su escritura está empapada hasta el último detalle
del espíritu arribista!” (1999: 402).
27
Bolaño opacará casi todo registro de novelistas chilenos, y el dossier (48-74) de Upsalón
[Cuba] 10-11 (marzo-julio 2012/septiembre 2012-febrero 2013) muestra por qué. ADN
Cultura 7, 310 (19 de julio de 2013), publicó notas convencionales sobre el mito Bolaño y su
efecto generacional; mientras Radar 16, 882 (11 de agosto de 2013), fue más ambiciosa, con
colaboraciones de diez contemporáneos, en particular el fragmento de un ensayo posterior de
Fuguet (4), las notas de Pauls (5) y Enrigue (6), más el testimonio de Trelles Paz (31).
1
Según Joseph Campbell (“Personal Myth”, 2004: 85-108), que refina algunas ideas suyas
sobre el héroe y el mentor, instructor o guía (el anciano sabio), y Charles Mauron (“Les origins
d’un mythe personnel chez l’écrivain”, en Lefebve et al. 1970: 91-109).
je” de Néstor Sánchez con el visto bueno de Cortázar, cuya Rayuela también
modificó a la novela de su tiempo.
La de Sánchez ya había sido publicada en 1964, pero no por Sudameri-
cana, y adquirió fama local con Cortázar y García Márquez. Sánchez sería
elogiado, sobre todo por su Siberia Blues (1967), por Rodríguez Monegal y
Jitrik en América Latina en su literatura, pero desapareció con su Cómico de la
lengua (1973). De esa época, quizá porque el original italiano no se tradujo
al español hasta 2001, se ignora el valor precursor de Los dos indios alegres
de Wilcock, una “novela-dentro-de-una-revista-dentro-de-una-novela”, que
resume lo que es la literatura en la literatura, y merece un estudio aparte para
poner en perspectiva a los nuevos. El abandono crítico actual se debe a que
entre los hilarantes personajes del lumpemproletariado (exiliados en Roma)
abundan indígenas con nombres políticamente incorrectos (Aceite de Oliva,
Queso Americano, Ciruela Madura y una india libanesa). Entre sátira, con-
cursos de novela, plagios y grafomanía, Wilcock, no por nada traductor de
numerosos autores anglófonos (Kerouac), Kafka y de sí mismo en su genial El
caos (1960, 1974), eleva a un nivel superlativo su admirado “Yves de Lalande”,
y da lecciones en cada página de su metanovela, en la que invita a los lectores
a responder a qué es lo que más les gustaría encontrar al abrir sus entregas:
“Las respuestas deberán enviarse a la Redacción de la Novela ‘Los dos indios
alegres’ (Revista El Picadero) en el transcurso de la semana” (2001: 162).
Etiquetas como “novela de lenguaje” resultaron insuficientes e injustas para
ese tipo de narrativa: por ignorar narradores más meritorios del pasado, por
no examinar el potencial del término más allá de los juegos de lenguaje y neo-
logismos, y no considerar que no toda experiencia humana puede o debe ser
contenida por el lenguaje. Tres tristes tigres de Cabrera Infante (1965, la de 1967
es la primera edición) es la obra maestra de la “novela de lenguaje”, como arguyó
su crítica contemporánea, y es magistral por ser muchísimo más. La novela del
cubano —como De donde son los cantantes de su compatriota Sarduy, publicada
el mismo año— concretiza las actitudes lingüísticas que estaban en el aire in-
telectual, y asume toda su potencialidad, añadiendo la cultura popular, combi-
nación cuya riqueza algunos críticos poscolonialistas quieren enmarcar con otra
sintonía de época, infructuosamente. Con Holy Smoke (1985), título tan alusivo
en inglés como en la lengua original de Cabrera Infante, suscitó rumores sobre
su “traducción” al español, ya que el cubano lo había escrito en inglés.
Pero era tan sui generis su inglés, como el “glíglico” de Rayuela, que el único
que lo podía traducir era él, no los tres traductores que trataron de hacerlo.
Cabrera Infante (que escribió el principio de Tres tristes tigres en un espanglish
culto) lo tradujo con Íñigo García Ureta, y se publicó en 2000 como Puro
Humo, título menos alusivo que el original, y puede ser que el cubano lo haya
reescrito, reiventando el español que pasó al inglés, para enmendarlo al espa-
ñol. Hoy se dispone de Holy Smoke en traducciones al alemán, francés (para
ser consecuentes con su política editorial, tendrían que decir “cotraducido del
inglés cubano”), griego, japonés y portugués (de Brasil). Como detallo en el
último capítulo, el espanglish literario es un habla totalmente diferente, y no
hay un parecido con autores como Fuguet, cuyo costumbrismo urbano quiere
replicar un habla mezclada con el inglés (desde su prólogo a McOndo hasta
Sudor) que otros cosmopolitas evitan, para no llegar a un “panespañol” incom-
prensible. Recordando que en los años veinte del siglo pasado había concien-
cia y crítica de esa mezcolanza, por lo menos entre México y Estados Unidos,
Aura Lemus Sarmiento precisa que la alternancia de códigos lingüísticos en la
narrativa de Díaz ya no es “simplemente interlingüística, sino intersociolectal
e intertecnolectal ya que los cambios no son solo entre dos lenguas diferen-
tes sino entre diferentes variedades sociales o étnicas de una misma lengua”
(2013: 295). Ese no es un logro de Fuguet. Harwicz, refiriéndose al inglés de
Conrad, Nabokov y Donoso, sigue a Cortázar en su intento de aprender la
gramática para olvidarla (como Ojeda), y dice: “Yo considero que todo escri-
tor es un traductor” (Rivera Yáñez 2017: 13).
Aun considerando los juegos de palabras, parodias, el sinsentido y las adi-
vinanzas sin respuesta, en 2015 hubo 170 traducciones de Alicia en el país de
las maravillas, 40 de ellas completas, a pesar de que “Lewis Carroll” la conside-
raba intraducible. Ese hecho serviría para comenzar a contrarrestar la noción
desarrollada teóricamente por Emily Apter en Against World Literature. On the
Politics of Untranslatability (2013), según la cual, debido a que una traducción
completa y fiel de un lenguaje a otro es imposible, no puede haber literatura
mundial. El problema es que, diferente a Apter, perdida en los críticos de
quienes depende más que en la práctica, Goethe no tenía en mente relatos ma-
tizados de la opresión de culturas locales por el capitalismo global, ni tenía que
preocuparse de la “macdonaldlización” de la literatura. Como afirma Proust
en “Sur Goethe”, “las artes y las maneras por las cuales uno se perfecciona en
ellas ocupan mucho de las novelas de Goethe” (1971: 648), hecho descartado
por la crítica preocupada de que no todo el mundo es un traductor políglota
que llena todos los espacios entre uno y otro lenguaje, sin pensar en que no se
es totalmente prisionero de la lengua de uno como para no usarla para ver sus
límites claramente.
Si se considera que el español es una lengua ausente en las discusiones de
Apter y que Borges y Bolaño son hoy notas al pie obligatorias pero secunda-
rias para la crítica anglófona, Goethe resulta más convincente. No por nada el
juego de palabras sigue en 1969 con el argentino Héctor A. Murena y su Epi-
talámica, y en 1972 con Figuraciones en el mes de marzo, del puertorriqueño
Emilio Díaz Valcárcel, especie de “Guía del perverso lingüístico a la novela”
que será retomada por sus compatriotas bilingües, y no a la fuerza. Si a ese
registro se añade mucho de la narrativa de “La Onda”, formulismos como
“novela de lenguaje” son muy limitados, paradójicamente por su amplitud y
por no considerar su legado a la narrativa actual. Este es un problema con la
metaficción tardía de Sarduy, en que su intención (suponiendo que un autor
es maestro de ellas) de mezclar teoría y práctica de manera accesible es prueba
de lo contrario, y sus críticos se enredan más al enaltecerla como precursora.
Después de lo realizado en los siglos después de Cervantes y Joyce, cuando las
convenciones narrativas invitaron a dejarse engañar sin poner mayores trabas
lógicas a detalles accesorios, se puede acusar a algunos autores hispanoameri-
canos de metaficción de cohecho, concusión, desacato facilista del “contrato
mimético” (acuñado por Barrenechea contra el principio de fidelidad), enri-
quecimiento verbal ilícito, exacciones, peculado, soborno y, sobre todo, de
utilización dolosa de fondos reservados para otros talentos. O sea, las seduc-
ciones que explica Barrenechea permiten al mentiroso y su auditorio cooperar
para cambiar la naturaleza de la realidad misma, de una manera aceptando la
magia de querer ser mentido (Kirsch 2016a: c2).
Salvando las distancias, parece injusto preguntar por qué sobrevivió la no-
vela de Cortázar y no las de Caballero Calderón y Sánchez (se reedita las de
este desde 2007). Como ocurre con los nuevos autores, la respuesta yace en los
cruces entre la logística de la publicación, la obra en sí, el público y la actitud
autorial antes las presiones del mundo, incluida la editorial. Lo poco que se
sabe de la vida de Sánchez, como lo mucho que se sabe del colombiano, no
explica por qué sus novelas no hicieron boom, y se hace preguntas similares
sobre Borges, Onetti, Rulfo y Carpentier (su Los pasos perdidos muestra una
percepción madura de la metaficción en 1953), con diferentes grados de au-
tointerés crítico. La comparación con Cortázar tampoco explica la ausencia
de esos novelistas del canon, aunque sí justifica su actitud ante el statu quo
narrativo. La de Caballero Calderón cuenta una historia más lineal, y este pa-
recía ser el procedimiento que satisfacía a los lectores, porque cuando Sánchez
escoge el monólogo interior lo que le quedó al público fue el deseo de inno-
vación radical del novelista y su ansiedad por llegar a un grupo reducido de
lectores. En los años sesenta el experimentalismo narrativo llevaba décadas en
el continente, y el vitalismo no se apreciaba sin una historia bien contada. Pero
también se trataba de continuar una tradición de novelizar las experiencias en
esa ciudad o el exterior, como Blest Gana y Los trasplantados (1904), y llegó
hasta el siglo veinte con El jardín de al lado (el “jardín” muy bien podría ser
la España literaria que, según Donoso, no le prestaba la debida atención a él),
ayudando a establecer “el viaje del latinoamericano a París” y a otras partes, o
a la tierra de uno mismo como un destripado tópico continental, no de una
región, según problematiza Aínsa (2012: 133-151, 153-163).
Caballero Calderón heredó ese ambiente nada extraño a los autores actua-
les, el eterno retorno que es parte del legado del boom. ¿Qué opciones le que-
daban a otro novelista colombiano provocador? Levemente disfrazado, en La
forma de las ruinas “Vásquez” cavila: “No sé cuándo comencé a darme cuenta
de que el pasado de mi país me resultaba incomprensible […]. Con el tiempo
he pensado que es esta la verdadera razón por la que los escritores escriben so-
bre los lugares de su infancia y adolescencia […]. Todo esto que yo creía tan cla-
ro, piensa uno entonces, resulta ahora lleno de dobleces y de intenciones ocultas,
como un amigo que nos traiciona. Ante esa revelación, que siempre es molesta
y muchas veces dolorosa, el escritor responde de la única forma en que sabe
hacerlo: con un libro” (2015: 481, énfasis suyos). En Nettel; en Meruane con
Fruta podrida (2007) y Sangre en el ojo (2012), novela que no evita los ubicuos
inconvenientes rapsódicos que muestran que la autoficción no es imparable;
Alemán con Body Time (2003); el chileno Carlos Labbé (1977) en Coreografías
espirituales (2017) y otros, el dolor y el cuerpo son autobiográficos, transmi-
tidos con la sensación de que su generación fue creada para pensar que todo
lo que hacen y sienten es importante, y que sus lectores se pegarán a cada
palabra. Nótese la diferencia en torno a la presencia del cuerpo en La cresta de
Ilión (2002, traducida al inglés en 2017 por una editorial feminista) de Rivera
Garza, o en El disparo de argón (1991) de Villoro. Se puede simpatizar con esos
sentimientos, pero no son diferentes de generaciones que han sufrido dolor,
pérdida, tragedias y otras complicaciones de la vida, y han superado o evitado
la teleología lacrimosa.
Homero fue recompuesto por Virgilio; reescrito por Dante, a su vez reescrito
por Milton, todos los cuales fueron leídos por Borges, y todos llevados al cine
por varios cineastas del cambio de siglo. En Varamo de Aira se puede notar
algunas resonancias de la película L’Argent (1983) de Robert Bresson, que a su
vez se basa en un cuento de Tolstói para contar cómo un dinero falso entra en
el sistema social como un virus y conduce a desajustes de los cuales nadie se
salva, ni la literatura. Si se lee a Homero en una tableta digital, ¿quiere decir el
mirar a una pantalla que no se ha expresado nada?
Puede ser que estos narradores ignoraron a algunos maestros, o descono-
cían la práctica por varias razones, entre ellas creerse original. Unas cuatro
décadas después de Ulysses y el annus mirabilis para el modernismo angló-
fono —cuando irrumpen la primera “nueva narrativa” hispanoamericana de
avanzada— los nuevos de entonces tendrían conciencia de Nabokov y Lolita
(1955), con Pnin (1957) y Pale Fire (1962), la narrativa más “literaria” y au-
torreflexiva occidental de la segunda parte del siglo pasado, por sus juegos
metaficticios, narradores no confiables (en escenas que no podrían haber visto,
o por salir inesperadamente, como villanos en el teatro), y por la habilidad
para construir metáforas que alteran el mundo visual, sin que su abundancia
sea problemática. Más que con metáforas descontroladas, Pnin tematiza, con
ternura poco característica, la condición del maestro sin discípulos. Timofey
Pnin, intelectual ensimismado doblemente exiliado, enseña en una universi-
dad estadounidense mediocre y provinciana (ambiente recogido por Martínez
y Urroz). Diferente del tono satírico de las hispanoamericanas posteriores, la
de Nabokov se politiza con la historia de una mujer exterminada por los nazis.
Al fin Pnin es despedido, remplazado por un novelista emigrado ruso cuyo
nombre comienza con N.
Es difícil creer que los maestros hispanoamericanos de los años sesenta
sabían ya de The Real Life of Sebastian Knight (1938), y no solo porque en
ella Nabokov hace literatura con la literatura, sino porque la historia de la
publicación de esa novela detectivesca sobre el papel del artista en la sociedad
(y la ambigüedad de la identidad humana) se dilata entre 1941, 1959 y 2008.
Es más probable que los maestros no hispanoamericanos de los años sesenta
hayan tenido noticia de Niebla (1914), la “nivola” de Unamuno2. El cerebra-
2
Una temprana reductio ad absurdum del principio de la autorreferencia posibilitada por
la estructura de la novela dentro de la novela es At Swim-Two-Birds (1939), del mítico irlandés
“Flann O’Brien” (Brian O’Nolan, o Brian Ó Nualláin). Toda ella no es una creación directa del
narrador sino de uno de sus personajes, Dermot Trellis, que “contrata” a sus personajes y los
encarcela para que no se salgan de sus papeles asignados, aunque su omnisciencia no evita que
se rebelen. Vale preguntar si ese proceder significa que el multilingüe O’Brien leyó Niebla, o
su traducción al inglés, Mist (1929), por Warner Fite; y para la primera posibilidad si O’Brien
también accedió a Cómo se hace una novela, cuyas obsesiones solo pueden ser metáforas de
Unamuno, no de otros.
matizada; se pule desde Joyce, Dos Passos (para el ortodoxo Sartre que nunca
concordó su vida con su teoría, el mayor escritor de su tiempo), Unamuno y
Vila-Matas, y poco se añade a ella con representar una hiperactividad verbal
o coleccionar versiones voluntariamente, temas constantes que no son lo su-
ficientemente inventivos para trascender los archiconocidos de la identidad,
duplicidad y reinvención.
La posibilidad de reintroducir la práctica se complica aún más con el hecho
de que gran parte de los nuevos autores, al publicar sus libros inicialmente en
España, se estrenan ante un público nuevo 2.0 que, aparte de tener “noticias
falsas” o haber leído muy poco de los “boomistas”, no tiene un conocimiento
cabal de los narradores de las últimas tres décadas, especialmente del número
reducido que se puede agrupar bajo una rúbrica en que los avatares de la auto-
ficción y la intertextualidad rigen la escritura, entre ellos el archiconocido del
“narrador autorial que no es necesariamente el autor, pero tampoco es nece-
sariamente otra persona”, razón por la cual el novelista mexicano Luis Arturo
Ramos añade al tema las características de un thriller en Ricochet o los derechos
de autor (2007), que se puede leer de la mano con Basura y la tradición en que
se fundan. Responder a los maestros de ese modelo es reciclar homenajes, y
hacia finales del siglo pasado la tradición también estaba bien instituida en la
narrativa anglófona, que examino por su aparente influencia en los narradores
actuales. Se puede pensar entonces en que estos “libros sobre libros” tienen su
comienzo en una novela tardía de George Gissing, The Private Papers of Henry
Ryecroft (1903).
Esa “tradición” se transformó con la recuperación en la segunda década de
este siglo de At Swim-Two-Birds, libro que Graham Greene comparó con Ulys-
ses y Tristram Shandy y cuya práctica se extiende al más austero de los afrance-
sados estadounidenses, el Auster de la metaficción corta Travels in the Scripto-
rium (2006; traducción al español, 2007). Por su parte Dylan Thomas escribió
una nota publicitaria para At Swim-Two-Birds que decía “este es exactamente
el libro para dar a su hermana si es una chica ruidosa, sucia y borracha”3. La
3
Téngase en mente la fragilidad del mito personal, del cual Richardson es el mejor ejemplo
anglófono. At Swim-Two-Birds, elogiada por Beckett, Joyce y Gass en la introducción a una
nueva edición de ella (1998), resucitó como obra maestra cómica y vanguardista (además de
ensayo crítico continuo sobre la naturaleza y límites de la ficción y tejer una red concupiscente
de escritores inventados y sus personajes, y de figuras legendarias irlandesas) en 1960. Fue
publicada casi al mismo tiempo que Las palmeras salvajes de Faulkner, que Borges tradujo en
1944. Ambas fueron consideradas “incoherentes” entonces, aunque se admitía que eran un tour
de force. No menos se dice de The Third Policeman de O’Brien, escrita en 1940 y recuperada
en 1967 (en español en 2012 y 2013). En ella el narrador y sus personajes están muertos, y
la diferencia con Pedro Páramo yace en las “teorías” del filósofo imaginario De Selby, referente
constante en la novela.
hace menos con Yépez que, como Rivera Garza, se explaya sobre las nuevas
maneras de concebir la memoria en El imperio de la neomemoria (2007). Ante
frases vacuas como “el primer oxidental [sic] en pensar profundamente [sic] el
simulacro no fue Baudrillard, sino Philip K. Dick”, o que de “los cuatro pe-
ríodos de Ulises Carrión” (Carrión 2012: 17-28) solo el segundo es “literario
y mexicano” (18), y que en otras recuperaciones entienda el arte de Carrión
como “estrategia cultural”, no sorprende que Domínguez Michael pregunte
contra qué vacunan estas obsesiones lingüísticas de Yépez, o si se muerden la
cola despóticamente, ¿contra el texto como dato, el lenguaje como informa-
ción, las palabras como significados? Carrión simplemente reveló la posición
del arte y sus mecanismos sociales. Yépez no hace más que añadirse al cliché
posmoderno sobre a quién se debe el mérito del trabajo, ¿al artista y sus tra-
bajos, o a las instituciones u otros artistas que disponen de ellas y les dan otro
contexto? En estos casos los mecanismos de presentación y la reivindicación
de originalidad se convierten en irrelevantes, y ese es el fallo de Yépez. Rivera
Garza tampoco abandona ese interés en la escritura conceptual, y una prueba
es su traducción del panfleto Notas sobre conceptualismos (2013), de Robert
Fitterman y Vanessa Place, que incluye dictámenes como “en el grado en que
la escritura conceptual depende de sus elementos extra-textuales para su na-
rración, existe —como el readymade— en tanto un re-encuadre radical del
mundo” (30).
La crítica principiante habla de “la novela readymade”, postulando que en
el paso de Historia abreviada de la literatura portátil (1985) a Kassel no invi-
ta a la lógica Vila-Matas demuestra la evolución de su pensamiento sobre la
relación entre el arte contemporáneo y la literatura (Mathew 2015: 83), con-
clusión incompleta en varios sentidos, entre ellos que el arte contemporáneo
tiene la facilidad de colocarse en el centro y periferia de discusiones sobre su
papel cultural. Si es verdad que al acompañarlo Zambra, Houellebecq, Sophie
Calle (1953, autora francesa de texto-imagen posOulipo y personaje en Kassel
no invita a la lógica) y otros es inadecuado llamarlos posmodernos (82), Ma-
thew se equivoca al considerarlos marginales y proponer, etnocéntricamente,
que “Vila-Matas y Zambra tendrán que esperar más traducciones anglófonas
de su trabajo para recibir su reconocimiento debido” (83), no solo por desco-
nocer, como Thirlwell (2016), la tradición que incluye a Aira, Bellatin y otros
cuya relación con el arte visual discuto, sino porque en esa novela, y antes en
4
Al publicar “Black” The Black-Eyed Blonde. A Philip Marlowe Novel (2014), la recepción
fue estupenda. Para The New York Times “es notable lo fresco que parece este libro, mientras
se apega al material en que se basa”, que dice más sobre Banville y la manera en que trata las
alusiones al antiguo maestro. Sobre esa dualidad véase su conversación con Arturo Fontaine, “El
narrador tras su Otro, conversación con John Banville” (2015: 37-42).
nectado de todo el discurso racional sería imposible. The New York Times
sonó una alarma importante el 21 de septiembre de 2008: el reseñador de
la novela de Auster la califica de floja, igual a su “otra ficción reciente”. Y
aunque Vila-Matas crea en su par, y Wood haya puesto la escritura de Auster
en perspectiva aviesa de una vez por todas al reseñar Invisible (2009), he aquí
una lección de ese reseñador para el practicante hispanoamericano de ese
tipo de ficción: “Después de, digamos, diez libros, tal vez se deba reexaminar
a los novelistas, como a los ancianos propensos a accidentes que renuevan su
licencia de conducir”. Wood, en una reseña del 5 de julio de 2010 en el The
New Yorker de un libro del inglés David Mitchell, afirma contundentemente
que el posmodernismo de Auster es débil, que sus momentos de autocons-
ciencia metaficticia del tipo “¡Miren, todo está inventado!” no tiene peso,
“porque las ficciones mismas no han logrado tener sustancia: una dieta que
se pone a dieta”.
Son raros los casos en que un reseñador es más que un periodista, o en
que se sabe si escribe para que los autores crean que ha entendido su obra
o ha sido justo con ella. Como bien arguye García Ramírez en su reseña de
una novela de Volpi, “me parece desagradable que los reseñistas no pongan
ejemplos cuando critican un libro. Parece que hablan desde sus prejuicios.
Que enjuician desde un alto mirador literario” (2014: 74). Esta es otra ma-
nera de preguntar hasta cuándo hay que soportar meditaciones o universos
alternos sobre la diferencia entre las historias que aspiramos contar y las que
terminamos contando. Teniendo en cuenta la cobardía del anonimato digital,
y con Blumenberg que “el malentendido como un producto constituyente
del lenguaje, todo esto sigue siendo esencial a la novela” (2016: 144), convie-
ne suscribir a una distinción de Rancière sobre los malentendidos literarios
(2011: 58), especialmente los de los novelistas que no quieren ser comprendi-
dos para, paradójicamente, no servir a los fines del público burgués: “Tanto el
desacuerdo político como el malentendido literario se refieren cada uno a un
aspecto de ese paradigma consensual de la proporción entre palabras y cosas.
El desacuerdo inventa nombres, enunciados, argumentaciones y demostracio-
nes que instituyen nuevos colectivos donde cualquiera puede hacerse contar
entre los no contados. El malentendido procesa la relación y la cuenta desde
otro ángulo, suspendiendo las formas de individualidad por las que la lógica
consensual liga los cuerpos a los significados” (2011: 69).
Se puede dar por sentado que la narrativa actual está intoxicada de lengua-
je, que en vez de lo inenarrable seguirá buscando salidas para lo “desnarrado”,
que según la narratología se compone de elementos discursivos que explícita-
mente consideran y se refieren a lo que no tiene lugar6. Ese emponzoñamiento
ya estaba presente en la noción de “metalingüística” desarrollada por Bajtín y
en la de “metalenguaje” que Hjelmslev comenzó a emplear en 1961. Este, si
uno se guía por el conocido “Linguistics and Poetics” (1960), de Roman Jak-
obson, es cualquier lenguaje técnico que describe las propiedades del lenguaje,
no lo inefable. Poco después, en un aviso al que obviamente varios de estos
narradores no hicieron caso (según Robert Alter), en Le Degré zéro de l’écriture
(1965) Barthes argumentaba que la profusión de metalenguajes conduciría
a una regresión indefinida o aporía que a la larga socavaría y destruiría todo
metalenguaje. Antes, en “Littérature et meta-langage” (1959), recogido en Es-
sais critiques (1964), había argüido que la cuestión palpitante de los cien años
anteriores ya era “¿qué es la literatura?”. No todos los novelistas hispanoame-
ricanos hicieron caso a esos desarrollos, y en Donde van a morir los elefantes un
colega le dice al “chiriboguista” Zuleta: “Tú sí que eres un chiquillo no más,
Gustavo, […] a pesar de Barthes y de Bajtín, que son capaces de envejecer
a la Shirley Temple en cinco minutos, y que en Europa ya no le interesan a
nadie… ¡solo a ustedes los académicos!” (1995: 86).
Varios narradores neófitos siguen reciclando esos cuestionamientos, y por
eso transmiten la impresión de haber llegado a un agotamiento. Bajter, en una
excelente reseña de El perro de Fogwill (2015), publicada con el título “Los
envíos de Fogwill desde el cielo” el 8 de septiembre de 2015 en el blog “Sim-
patías y diferencias” de Letras Libres, afirma:
6
Concepto acuñado por Gerald Prince en 1988, comparable al del habla portada por
objetos mudos, según Rancière (2009). Warhol matiza variantes de la noción (lo subnarrable, lo
supranarrable y lo antinarrable). Meir Sternberg, “Self-Consciousness as a Narrative Feature and
Force: Tellers vs. Informants in Generic Design” (Phelan/Rabinowitz 2005: 232-252), recogido
en el mismo volumen que el de Warhol, es más afín a lo que desarrollo para la literatura en la
literatura, aunque no exclusivamente con base en premisas narratológicas.
Tiene (o tuvo) alrededor de sí una imagen que comienza a quedar atrás, lejos.
Estaba en la lista de los escritores renovadores cerca del año 2000 por Efecto in-
vernadero, Canon perpetuo, Salón de belleza, Damas chinas. Aunque continúe con
su poética de la mutilación, dando imágenes secas y violentas […] la escritura ha
bajado la intensidad y el desafío a expresiones mínimas.
8
Así “Amalia” (2012: 25-35) y, particularmente, “El realismo” (2011: 18-25), precedido
por una excelente presentación de Leonardo Sahuenza, “Síganme los buenos” (2011: 15-17).
Entre las sentencias y memorias de su breviario Continuación de ideas diversas, traducible como
“Yo lector/espectador supongo” vuelve al realismo (2014b: 25-26, 37), contraviendo su práctica
metaliteraria (2014b: 17), sin matizar pronunciamientos, obligando a sus lectores a tomar sus
salidas con un grano de sal. Véase también “O ingênuo” de su colección Pequeno manual de
procedimientos (2007: 105-115).
su país Elizondo y Sarduy, entre otros. Para 1985, cuando Sánchez publica
La importancia de llamarse Daniel Santos, esas posibilidades habían llegado a
una expresión muy acabada, y agotamiento, en una fragmentación narrativa
que se puede calificar de “saqueo” (el término es del narrador) pospolifónico.
Sánchez, desde las seis páginas iniciales de su “Presentación. El método del
discurso”, desmonta el recurso no para revelarlo sino para melodramatizar la
verosimilitud de la cultura popular en torno al bolerista real Daniel Santos,
a quien nunca oímos o leemos, y las críticas de la “función autor” (“el seguro
servidor de ustedes Luis Rafael Sánchez”) a otros, especialmente Borges y Sha-
kespeare, enaltecen su metaficción.
En su artículo (1998a), Aira ignora antecedentes como el de Sánchez,
no menciona a ningún escritor o contemporáneo, y asevera razonablemente
que “el innovador cubre casi todo el campo en el gesto inicial, y les deja a
sus sucesores un espacio cada vez más reducido y en el que es más difícil
avanzar” (2). Un problema de la literatura en la literatura es que es difícil ver
metáforas cuando se está dentro de ellas, y aquellas simplemente no aparecen
en el lenguaje por no estar en el mundo sino en las ideas. A finales del siglo
veinte nociones metafóricas como la “muerte del autor” y otras convertidas
en teorías eran un lugar común, particularmente en la narrativa anglófona
que las acogió para teorizar sobre ellas, más allá de lo que hacían Burgess,
Fowles, Lodge, Byatt, Barnes y otros menos conocidos con el autor evanes-
cente, implícitamente exigiendo la muerte del lector, como haría Markson
después, batalla que sigue viva. Para llegar a su conclusión sobre antecesores
y seguidores Aira se apega al término vanguardia, que cabe en el espacio re-
ductor que menciona como anacronismo interpretativo, aunque su artículo
lo emplea como tira de Moebius. Cuando afirma que “los grandes artistas del
siglo xx no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos
para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran” (1998a: 2-3), escribe
de su propia práctica que, como el arte activista de John Cage que usa como
paradigma para su argumento, seguirá “en obras”. Si estas nociones no son
totalmente novedosas, el detalle pertinente es que las novelas de Aira, que
nunca terminan, transmiten más de lo que él puede conceptualizar ensayísti-
camente sobre la nueva escritura o el arte visual, porque en las suyas opone lo
que indistintamente llama vanguardia a los peligros de la profesionalización.
Tendría razón si se cree que hoy se necesitan menos escritores “profesionales”
para quienes sus mundos privados son más importantes que servir como con-
trapunto de formalismos apolíticos.
Para él la práctica de la vanguardia es indistinguible del proceso de pensar
acerca de ella. Aira se dio y sigue dándose cuenta de que el clima político de
su época es intenso, y que sus vanguardias tenían limitaciones. Y como quiere
cambios radicales en el arte tiene que hacerlos él mismo, novela por noveleta.
Pocos narradores adhieren a su visión; así, Cárdenas pudo decir en el Hay Fes-
tival bogotano de 2017 que “esta nueva generación recupera el interés por las
vanguardias históricas y por la toma de posición política”, como si fuera porta-
voz de la continuación de la cultura de la queja, mostrando el obscurantismo
de su historia literaria al dejar fuera lo hecho al respecto por Aira, Zambra,
Levrero y otros. Si uno se arma con un poco de conocimiento y curiosidad verá
más claramente a los escritores del pasado y a uno mismo. Se apreciará además
cómo ellos, en su manera limitada, vieron más allá de sus prejuicios y trataron de
mejorar el mundo, así como los autores con poca obra, en su manera limitada,
quieren hacerlo. Un mejor abanderado de la ruptura con lo preexistente, Aira
dificulta atribuirle maestros. Se puede ver varias obras suyas como crítica de sí
mismo, obviando el papel de maestros y críticos, la sombra de su escritura. Es un
equilibrio difícil de conseguir porque la literatura en la literatura está a un paso
de sabotearse, a pesar de los esfuerzos por mostrar lo contrario. Por eso su nota
establece correlatos con el minimalismo anecdótico de Un episodio en la vida
del pintor viajero (2000), reflexión contestataria sobre la mirada y los problemas
de construir lo verosímil y el Otro con lenguaje artístico. Es una actualización
de una idea de Barnes según la cual la pasión por el arte dio forma a las novelas
francesas decimonónicas. Villoro (2000: 79-81) la lee arguyendo que cuando su
protagonista europeo Rugendas tiene que pasar al otro lado de la contemplación
antropológica no puede describir lo que ve desde adentro, y “esta autentici-
dad le impide traducirse para legos” (2004: 81). Quince años después Franz
deconstruye esa combinación en Si te vieras con mis ojos, complicándola con
más personajes históricos y sus aventuras, ideas y pasiones románticas acerca del
artista contra la naturaleza, vistas desde hoy. Ambos invierten el provincianismo
sin tener que situar sus obras fuera de sus países, como señalara posteriormente
Vargas Llosa en la ya extensa recepción de la novela del chileno9.
9
Franz explica los pretextos en “Tumbas perdidas” (2015b: 9), “Las apariciones” (2017a:
13) y en una entrevista con Carmen de Eusebio, “Carlos Franz: ‘La belleza no está en lo que
es, sino en lo que puede o pudo ser” (2016: 154-167); mientras en “El amor, la pintura y el
volcán” (2016: 13) Vargas Llosa analiza la transposición del exotismo y romanticismo al mito y
la leyenda en la novela. Pablo Diener (2012) visualiza el periplo de Rugendas, ilustrador de los
descubrimientos de Darwin. Que los novelistas se dediquen a pintores (franceses) retrocede a
Émile Zola (que comenzó como crítico de arte) y Cézanne en L’Oeuvre (1886) y llega a El paraíso
en la otra esquina (2003) de Vargas Llosa. En El descubrimiento de la pintura (2013) Edwards
retoma sucesos de su biografía para presentar al artista de paisajes como incomprendido, cuyo
arte común y corriente gana al convertirse en literatura.
La política crítica
lo tuvo, en que una escritora encuentra una librería llena de libros antiguos
descuadernados y se dedica a restaurarlos para encontrarse a sí misma, un
parámetro universal.
En ella Becerra —que recibió el Literary Award 2004 otorgado por “la
comunidad latina” estadounidense por De amores negados, que según ella tiene
más que ver con un “idealismo mágico” y no con la realidad colombiana— no
desarrolla sus posibilidades metaficticias, refugiándose en los lugares comunes
lingüísticos y sentimentales (la escritora se llama “Ella”) que la convirtieron
en bestseller. ¿Cómo atenuar o justificar aquella visión de Aira cuando su con-
temporáneo, Abad Faciolince, fue un bestseller en Colombia con una novela
literaria y testimonial, El olvido que seremos (2007; edición revisada, 2017),
probando que la maestría no exenta de sentimiento y la popularidad o el res-
peto no son siempre incompatibles, como querría Aira? Es así porque la de
Abad Faciolince no es ingenua, y es urgente no por querer decir algo sino por
cumplir con lo que promete. En “Everybody’s Protest Novel” (1949), ensayo
incluido en Notes of a Native Son (1955), Baldwin opina que los ojos mojados
del sentimentalista delatan su aversión a la experiencia, su miedo a la vida,
su corazón árido, y confunden la imitación de la emoción por ella misma.
Benavides evita magistralmente esos efectos en Un asunto sentimental (2012),
mostrando que si el miedo no es irracional, hace que uno diga y haga cosas
tontas.
El 4 de marzo de 2008 El Tiempo reportó que en Colombia se hace un
bestseller con cuatro o cinco mil ejemplares, y el de Abad Faciolince llevaba
entonces 100 000 vendidos, traducido a varias lenguas. Comencé a tratar esos
problemas en el segundo capítulo, y por ende me detengo brevemente en los
más concentrados en la literatura en la literatura de “ficción estricta”. En ese
mismo 1996 del que habla Zurbano, Levrero publica la novelita Dejen todo en
mis manos, republicada en España en 2007, marcando el inicio de la recupe-
ración o segundo descubrimiento de él y su obra en ediciones de bolsillo, o de
tapa dura para obras como La novela luminosa (2005), rescate que sigue hasta
hoy. Huraño a las entrevistas, se comenzó a publicar su obra en los años se-
tenta, en ediciones nacionales. Sarcástica, irónica, asimétrica, autoconsciente
y reflejando la aparente actitud literaria de su autor, Dejen todo en mis manos
muestra cómo un narrador metaficticio ornamenta, inventa y extrae la verdad
novelesca, sin tergiversarla, porque sabe que eso ya se ha hecho.
10
Véase La máquina de pensar en Mario. Ensayos sobre la obra de Levrero (Rosso 2013); las
Conversaciones con Mario Levrero (2008) de Pablo Silva Olazábal, con comentarios de Levrero
sobre el sentido práctico (que considera saludable) de sus talleristas virtuales; de Martín Kohan
“La inútil libertad. Las mujeres en la literatura de Mario Levrero” (2016 en el número que le
dedica Cuadernos LIRICO [Francia]), y textos recuperados como “Sobre los mecanismos de la
ficción” o los de “Tía encarnación”. La máquina de pensar en Mario, llena de ensimismamiento
crítico, no discute las novelas póstumas, excepción hecha de José Pedro Díaz (21-26), Kohan
(113-126) y Adriana Astutti (201-222), el mejor ensayo sobre La novela luminosa.
postulando que “se puede aplicar esa inadecuación a otras obras de ficción
posmoderna y también a otros términos invocados por la crítica ‘posmoderna’
(ironía, doble código, etc.), que limitan las lecturas a estructuras topográficas
de la representación en vez de abrirlas a la indeterminación del acontecimien-
to” (2004: 16).
Esa visión contrasta con la de Carrera, para quien la metaficción se basa
en “relatos segundos”, como explica en torno a Donoso (2001: 101-104).
Correctamente enfatiza la virtualidad de los relatos que analiza, porque gene-
ralmente yuxtaponen contextos dispares (2001: 144-149), pero ese proceder
funciona con los elementos cibernéticos para los cuales halla un precursor
en La invención de Morel (1940) y en la historia de relatos con entornos
artificiales que surge desde Cervantes. Según Bewes, los elementos forma-
les de la novela indican su estado de acontecimiento o suceso en vez de la
“representación” o “imaginación” de un suceso. Este proceder es claro, por
ejemplo, en las novelas de Aira, aunque Carrera analiza solo una de ellas. Lo
que una novela posibilita es la reivindicación radical de la presencia de un
novelista, el rechazo de una ficción a conformarse a los modelos disponibles
y expectativas dominantes. Así, en 2015 Jacinta Escudos publicó El asesino
melancólico, cuya contribución principal es hacer notar otra preferencia de su
generación por la novela formal. Uno de sus protagonistas, simbólicamente
llamado Blake Sorrow, es un cincuentón fracasado, condición que admite
libremente. Otra protagonista, Rolanda Hester, actúa igual, con la diferencia
de que tiene su propia voz, mientras Sorrow es presentado por un narrador
omnisciente, haciéndola a ella más poderosa. Más allá de la intriga, sexo y
suspenso, a veces a través de cartas, no hay más, ni la pedagogía sentimental
que se espera de esas situaciones, y tal vez esa es la intención de Escudos.
Por eso falla Millet al defender la literatura concentrándose en la banalidad
de la novela “posliteraria” o internacional a la que un escritor verdadero no
debe sucumbir (2012: 35). Si tiene razón al rechazar a Eco y elogiar a varios
clásicos latinoamericanos, de Borges a Bolaño (2012: 43) —aunque en su
libro de 2010 dice haber abandonado Nocturno de Chile, Kundera, Coetzee y
DeLillo (2010: 221-222), y alguna otra al preferir al Vargas Llosa del discurso
del Nobel (2010: 45-48)— tiene menos razón al notar que junto al diálogo
han desaparecido el valor, la crítica, el gusto y la dialéctica (2012: 52), y su
diatriba es prueba de la existencia de ellos.
Es claro que el mercado libre ha sido desagradable con la literatura de Occidente, pero el
11
hecho o las quejas son más claras y agrias de acuerdo con la experiencia latinoamericana. James
Buckwalter-Arias (2005: 362-374) y Jorge Fornet (2006) dan otra visión de la libertad artística,
autonomía estética y el mercado libre en esa narrativa cubana. Para la metaficción en Senel
Paz, Valdés, Menéndez, más Ponte y Portela (los más efectivos, esta última con La sombra del
caminante, 2001), véase Sánchez Becerril (2013: 163-189).
quien la Argentina parece ser el centro del mundo del cual hacer preguntas
de turista anglófono a cualquier escritor que esté escribiendo más arriba del
Cono Sur.
2005 con Lecciones de una liebre muerta de Bellatin, para adquirir auge con
Ritmo Delta de Sada. En 2005 también se publica otra muy buena muestra
de “la narración que se autoanaliza” (concepto de 1975 acuñado por Barre-
nechea con base en Borges), El síndrome de Ulises de Gamboa; aunque crítica
iberoamericana como la de Barrenechea es escasa, como se verá. Las de Sada y
Gamboa son novelas extensas que ponen en perspectiva cualquier creencia que
el mercado editorial se dedica solo a la narrativa breve; y resulta revelador, más
que sorprendente, que los novelistas demuestran desde hace años la habilidad
para adelantarse a lo que hoy se considera el último grito narrativo.
Las tres novelas que examino aquí son como flechas lanzadas al blanco,
porque en su trayectoria tocan levemente todos los puntos del recorrido. Lo
hacen sin morosidad, sin aposentarse en ninguna de las partes de la autofic-
ción, o sea sin llegar a romper toda referencia al mundo material o hacer de la
abstracción un instrumento supremo. También se distancian astutamente de
la prosa etiquetada como metanarrativa, porque se las puede leer como ecos
de otras. Las de Volpi y Gamboa se añaden a una gama que en el siglo veinte
va de Caballero Calderón a Ribeyro y otros hispanoamericanos que se radica-
ron en París (Casanova 1999: 179-186 et passim, para las razones de ese no-
madismo) y ficcionalizaron sus experiencias. Si Casanova debidamente presta
mucha atención a Darío, mínima a Cortázar, y poca al hecho de que Paz tuvo
mejor recepción estadounidense que parisina, pasa por alto que Guillermo de
Torre propuso a Madrid como centro cosmopolita para los hispanoamerica-
nos, como discutí en el primer capítulo, o el puente que fue o es Madrid para
Vargas Llosa, Benedetti, Di Benedetto, Onetti y los actuales.
Paralelamente, hasta los años cuarenta se desestimó a James como escritor
“auténticamente americano”, acusación que Cortázar llegaría a compartir en
la segunda mitad del mismo siglo. Como distopía más social que posapocalíp-
tica o cosmopolita, la de Gamboa merece entonces una atención más detalla-
da, porque su anterior Vida feliz de un joven llamado Esteban (2000) también
se ubica en París, donde el narrador recuerda su Colombia natal. La idea de
una vida alterna, el camino que no se ha escogido, ha cautivado a los artistas
por siglos, y ya habrá un hispanoamericano que haga como James, quien en
“Jolly Corner” (y sin la nostalgia de Borges en “El otro”) hace que el prota-
gonista observe al hombre que él tal vez hubiera sido de no haberse mudado
a Europa. Ha habido numerosos personajes marginales e innominados en la
narrativa, pero no siempre ha sido una moda crítica preguntarse por el Otro.
Los artistas, sostenía Proust, son ciudadanos de una tierra desconocida que de
alguna manera se recupera a través del acto de crear.
En Gamboa, los caminos vitales dependen del destino: quién se conoce,
qué oportunidades se dan y qué sucesos ocurren azarosamente. Para Bewes,
arguyendo que la obra temprana de Lukács presenta la posibilidad de que la
ficción posmoderna tiene la capacidad de hacer volver al mundo en que los
eventos todavía son posibles, “en el momento en que la literatura se convier-
te en ‘suceso’ obtiene una inmediatez sensual real, precisamente del tipo que
para Lukács define a la literatura premoderna” (2004: 13, énfasis suyo). Es
asunto de elección: con quién uno se mete, qué carrera se elige, qué talento
se desarrolla como marca registrada. Por eso no inquieta que Gamboa y Vol-
pi no parecen preocuparse por obras metaficticias francesas que engendraron
una tradición similar a la anglófona. Aquellas se afirman con Les Faux-Mon-
nayeurs —su protagonista piensa en la novela que planea, y no está seguro
que Les Faux-Monnayeurs es un buen título— hasta Les Fruits d’or (1963) de
Sarraute, en que una serie de hablantes anónimos discuten una novela llama-
da Les Fruits d’or. Merecen atención también, por parecer informes literarios
policíacos, las de Patrick Modiano, casi siempre concentradas en un escri-
tor principiante y una belleza lánguida generalmente llamada Jacqueline, que
deambulan por el París de los años sesenta. Prefiriendo la novela corta, en Mon
roman et moi (2003) Bernard Pingaud añade poco a la metaficción, aunque su
valor es entrelazarse con las inquietudes de la crítica genética sobre qué pasa
en el momento de la escritura12. La lista de obras metaficticias del siglo pasado
sería interminable, lo cual señala su desgaste. Para ganar la perspectiva necesa-
ria, comienzo con las tres novelas cortas mencionadas, teniendo en cuenta la
salvedad de Quevedo, según la cual “hay libros cortos que, para entenderlos
como se merecen, se necesita una vida muy larga”.
En 2003 la mexicana María Luisa Puga (1944-2004) publicó Nueve ma-
drugadas y media, novela corta en que convergen la metaficción, cómo la
12
La metaficción francesa está mejor representada hoy por Éric Chevillard, desde Démolir
Nisard (2006), concentrada en un crítico olvidado del siglo diecinueve que es la causa de todos
los problemas del narrador, que quiere escribir “una novela sin Nisard”, hasta L’auteur et moi
(2012), sobre las diferencias entre él y sus narradores, la mayoría expresadas en notas al pie. No
es este el lugar para compararlas con la tradición de las dos Américas.
13
Restrepo y su cohorte siguen de moda y sacan libros sobre temas políticos a la orden del
día, que enredan con historias de amor, de final feliz y melodrama, basadas en testimonios desde
una mirada periodística. Se ha escrito de cómo Restrepo tiene un modelo en José Saramago,
notable en su venia/testimonio al portugués (Restrepo 2007: 109-132).
14) Fusión de la teoría literaria con la ficción, como método para hacer
“agradables” las perspicacias teóricas y la búsqueda de lo nuevo.
15) Superación de la “novela de lenguaje” como plantilla incomprensible
de neologismos y avatares del humor.
ciones suyas), pero aun en momentos digitales nómadas, Kazbek debe volver
a Guayaquil para empaparse de la cotidianidad del maestro que admira, em-
brague físico que se supone es anatema para escritores populares o exquisitos.
¿Cómo evitar el formulismo sin pretender argüir que la narrativa contem-
poránea quiere “capturar las complejidades” de lo actual o “romper con la na-
rrativa tradicional”? Los laberintos y mosaicos de estos narradores se basan en
un lenguaje narrativo más apegado a la televisión y juegos de video que al cine
que tanto influye desde el siglo veinte. Algunos, como Herbert, se guían por
las narraciones cinemáticas fracturadas a lo Quentin Tarantino (los de genera-
ciones anteriores recurrieron a Alain Resnais y Jean-Luc Godard), o películas
como Magnolia, Tráfico y Crash, y los más sofisticados por Z de Constantin
Costa Gavras y La Battaglia di Algeri de Gillo Pontecorvo, estrenadas en los
años sesenta, cuando nació buena parte de ellos. No obstante, Ojeda supera
con creces esos cruces, multiplicando los registros en Nefando, profundizando
en las implicaciones perversas de un videojuego en línea, en que varios jóvenes
en Barcelona gestan avatares pornográficos, incluida la pasión por la literatura.
Hay películas basadas en novelas de los nuevos, como Perder es cuestión de
método (2005), thriller basado en la de Gamboa de 1997, y Los crímenes de
Oxford (2008), basada en Crímenes imperceptibles de Martínez. ¿Se ha adapta-
do al cine siete novelas de John Le Carré entre 1965 y 2017, por ser de espías?
¿Qué pasó con Cagliostro, novela muda visual de monstruos de Huidobro?
Estos empalmes hacen volver al tópico de si una adaptación es mejor que
el original y si la ansiedad crítica surge del hecho inevitable de que son dos
lenguajes diferentes. No hay por qué exigir que una película sea fiel a una
novela, cuando esta es generalmente superior al hacer lo que no se puede re-
producir. ¿Qué quiere decir cuando una película anuncia estar “basada en una
historia verdadera” si esa historia es una novela, o cuando el director, como el
novelista, dice “mi obra contará lo que pasó, solo mejor”? Es improbable que
el elenco de la adaptación fílmica se convierta en referente de la obra escrita,
porque entre cine y literatura hay una jerarquía de robos mentales en que esta
gana, porque se lee a varios ritmos, y se recuerda más a Emma Bovary que a
la actriz que la representó. Hay unas 65 versiones fílmicas de Les Miserables,
la novela más adaptada del mundo. Esas transferencias van de la mano con la
censura fílmica hispanoamericana, ejemplificada por los treinta años que pasa-
ron para que se mostrara La sombra del caudillo (1960), que Julio Bracho había
un 15 por ciento en 2013, para crecer en 2017, las crisis latinoamericanas del
papel hacen que ese material sea un medio tan importante como la computa-
dora. Esta información pone en perspectiva ciertas alarmas de Vargas Llosa al
respecto, y terminan ayudando a sus contrarios pedestres. Pero tampoco le da
la razón a Volpi y su crítica de La civilización del espectáculo del peruano sobre
los libros producidos hoy. Por encima de estas discusiones hay otro hecho: los
soportes y medios digitales transmiten el acto de escribir, después de todo, y
así como los modos con que accedemos a esa escritura se propagan y recombi-
nan, es probable que los medios antiguos nos parezcan más y más arbitrarios
y obsoletos.
Desde hace una docena de años varios ensayos anglófonos arguyen que el
fin del libro impreso es un mito, porque no se lo puede alterar o rastrearlo,
o separar fácilmente al papel de los contextos culturales y sociales de su uso,
incluidos las metáforas y los clichés. La búsqueda de autentiticidad u origina-
lidad en la época electrónica forzosamente exigirá continuidad con nociones
predigitales de autenticidad y originalidad, que tienen sus raíces en el papel y
sus casi dos mil años de existencia. Sin duda se confronta la infraestructura de
un futuro literario de plataformas múltiples, y resistirla parece una sensiblería
particularmente tediosa. Pero las mejores computadoras todavía son débiles
para tareas que se parezcan remotamente a la inteligencia humana. Sin embar-
go, la digitalización presenta una posibilidad para la teoría de la novela: “Con
las bases de datos digitales, es fácil imaginarse lo siguiente: unos pocos años, y
seremos capaces de escrutar casi todas las novelas que han sido publicadas, y
buscar patrones entre billones de oraciones” (Moretti 2008: 114).
Su vaticinio es reduccionista al depender ciegamente de la estadística y no
cuestionar su fiabilidad, o que esas máquinas son perfectas para solo una tarea.
No importa su forma, la narrativa tiene un papel central en el entendimiento
de la ciencia y negociación con ella. Se sabe que no ha muerto el libro, no si
la red mundial está matando a los relatos, como sugieren, a veces sin ajustarse
a las reglas de la gramática, los creepypastas en Mandíbula de Ojeda, o si se
está en un nuevo ecosistema de publicación en que coexisten varios medios.
Al reseñar varios libros sobre las humanidades digitales —entre ellos Distant
Reading (2013), en que Moretti colecciona sus ensayos recientes con prólo-
gos autojustificantes ante sus críticos—, Adam Kirsch asevera que “no tiene
sentido acelerar el trabajo de pensar al delegarlo a una computadora, cuando
15
Al registrarlas, Becerra previene que pueden ser equívocas, siempre discutibles e impulsadas
por intereses de todo tipo: “fin de la idea de nación, patria o estado; de todo esencialismo reductor;
relativismo, heterogeneidad, individualismo, diferencia, hibridez, impureza, fragmentación,
eclecticismo, desustancialización, descentramientos; fin de las fronteras, desterritorialización,
extraterritorialidad, geografías virtuales, mapas móviles, atlas portátiles, cartografías gaseosas,
territorios líquidos; fin de los centros y emergencia de las periferias, de lo excéntrico, intemperie,
incertidumbre, exclusión, marginalidad; lo efímero y lo fugitivo; diásporas, viajes sin meta,
horizontes borrosos, tránsitos perpetuos, migraciones, exilios, nomadismo, fugas, huidas,
vagabundeos, errancias; lo trans y lo post: nacional, identitario, americano, literario, moderno;
lo multi-culti; desocialización, aculturación, despolitización y deshistorización; identidad como
quimera, ficción, holograma, espejismo, como parque temático; globalización, neoliberalismo,
capitalismo salvaje, mercado, cultura light, copypaste, reciclaje, entretenimiento, ocio, industria
cultural, consumo, espectacularización, superficialidad…” (2014: 286). Gamboa, recordando
que es difícil ser completamente nuevo u original porque el sustrato humano profundo “es el
mismo”, provee una lista de tramas literarias, sin incluir ningún aspecto metaliterario (2011:
54-55).
16
Así la autoparodia, no metaficción, del bestseller de Bayly Morirás mañana (2012), que
reúne tres novelas publicadas entre 2010 y 2012. En ellas Javier Garcés, un alter ego, es un
escritor misántropo que asesina a sus enemigos (una víctima es Iván Thays) al saber que va a
morir. Los yoes revelan mucho sobre su relación con el personaje Alma Rossi, y menos de lo
que no han podido o querido. Es un repaso light de un tema convertido en light, lo cual podría
ser un ¿buen? giro para la autoficción.
narrador de 78 años) los últimos ochenta años que han tratado de novelizar
el arte desconocido y la política de México, como en “Deudas y agradeci-
mientos” (247-248). Villalobos traspasa la red bizantina de alianzas, estrate-
gias enrevesadas, traiciones y venganzas de las narconovelas para escribir una
comedia trágica centrada en los revolucionarios, con una novela dentro de
la novela escrita “desde el punto de vista de un taquero” (137). Diferente de
los novelistas que escriben sobre crímenes, Villalobos, cuya No voy a pedirle a
nadie que me crea (2016) parodia la autoficción (seña de que se agota), no baja
la mira o disminuye la verdad o posverdad para insertar alguna fórmula gené-
rica que oriente a los lectores sobre otros horrores y absurdos desligados del
narcotráfico. El interés en la violencia fronteriza de México y Estados Unidos
ha creado una especie de globalización al revés, en que los estadounidenses
escriben novelas o hacen películas sobre el tema, traducidas al español. Esas
novelas, especialmente las que quieren tener más efecto, inflan a sus villanos,
haciéndolos sobrenaturalmente ingeniosos, y más barrocamente sádicos que
sus homólogos reales, o demasiado poderosos para creerlo.
Ahí está El último lector (2004) de Toscana —que no se debe confundir
con el ensayo del mismo título que Piglia publicó en 2005—, tríptico no-
velístico en que personajes antiheroicos con el mismo nombre son la misma
gente, u otra, o ambas cosas. En esta transhistoria de manuscritos encontrados
la literatura en la literatura está implícita desde el título macedoniano y los
paratextos. Pero también está la idea de que ha habido otros lectores, y que el
“último” solo lo es para el que lo lee, aunque no es seguro que habrá lectores
futuros de esta novela, o de los que están dentro de ella. ¿Cómo se supera o
arregla esta conocida tautología de la metaficción y la crítica? La solución de
Toscana no es hablar de “escenas secundarias” de lectura, como Piglia, sino
alejarse de los ecos de lirismo de otra ficción similar. Esa práctica se perfeccio-
na en Sada, generoso como maestro, que ya había adquirido crítica encontra-
da aunque elogiosa con Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999)
y con Casi nunca (2008, traducida al inglés y elogiada en The New York Times
en 2012), plena canonicidad.
Es más revelador que casual que en 2005 Rivera Garza haya elogiado
Casi nunca en el suplemento mexicano Hoja por hoja, y que publique ese
texto de 2014 en su blog “Papeles perdidos” de El País. (La noción de una
escritura “delta” la inicia Balza.) Si la primera novela de Sada es la suma
1
Sus críticos están indecisos. En La muerte y la gramática. Los derroteros de Fernando Vallejo
(2010), Jacques Joset dedica un capítulo a “¿Autoficciones? Sí y no” (102-125), mientras
en Las máscaras del muerto. Autoficción y topografías narrativas en la obra de Fernando Vallejo
(2009), Francisco Villena Garrido arma un mapa psicológico en torno al titubeo de Vallejo en
“Hijueputearías: el humor de la desesperación” (143-166).
tener hoy estudios como Global Wallace: David Foster Wallace as World Lite-
rature y Roberto Bolaño as World Literature. Como estudia Kirsch, resulta que
las novelas globales de hoy no son productos pasivos o víctimas de la globali-
zación, sino agudamente conscientes de su posición como parte de un sistema
global que enfatiza la intercambialidad (2016b: 24-25).
Leyendo en paralelo a Gide y Cortázar, Goytisolo examina variaciones en
torno a la ruptura con lo ya hecho y escrito, recordando un factor importante:
“El lector de 80 años no es el de 40 ni este el del aprendizaje juvenil. Si el libro
es idéntico, la percepción del mismo varía y adentrarse en la relectura es dar
un salto a lo desconocido” (2014: 19). En comentarios recogidos por Javier
Rodríguez Marcos en ocasión del Premio Cervantes (2015: 1-5), “enderezado”
respecto a dogmas teístas por sus tempranas lecturas de Joyce (clara influencia)
y Kafka, afirma que podó en sus obras completas la carga teórica de Juan sin
tierra, última entrega de su trilogía del exilio, porque en los años sesenta “leía
más a los formalistas rusos, el círculo de Praga, Benveniste, lingüística […].
Llegó un momento en que tenía que elegir entre seguir siendo un escritor-no-
velista o convertirme en un teórico de la literatura” (3). En 1975, nada extra-
ño a la hibridez autobiográfica y el fragmentarismo, admitía la limitación de
ciertas vueltas narrativas suyas, para después concluir, citando a Proust (quizá
de “Contre l’obscurité”, 1971: 390-395): “‘Una obra en la que hay teorías es
como un objeto en el que se deja la etiqueta del precio’” (3).
En la historia cultural actual, cuando todo el mundo produce un relato
porque no hay mucho control colectivo, se puede hablar de un giro hacia el
selfie en el pensamiento, y quién mejor que los narradores para mantenerlo
en vilo. Pero hay conexiones entre el pasado y el presente, sobre todo cuando
el periodismo cultural actual no permite encontrar paralelismos incómodos
entre ambos tiempos, o inspiración en valores éticos. La Eneida y las novelas
mayores de Bolaño tienen peso poético e ideológico, y la resonancia solvente
(no divulgación) de ambas en varios medios es un modelo de firmeza cultural.
Si en la primera Eneas se borra, los alter ego del chileno exigen, molestan po-
sitivamente, se ramifican. El aprieto de la ficción se mete hoy de manera reno-
vada en la escritura, con una diferencia. Si los intentos pasados y su historia,
señalados en el capítulo anterior, no tenían como precedente la representación
de la sensibilidad, algunos narradores actuales quieren tener presente la pro-
gresión hacia un sentimentalismo políticamente correcto, agudizado por su
se extiende más allá de esta dupla, pues las obras escritas con el procedimiento
son solo cuatro, y Roussel escribió otros tres libros […] que no habían surgido
de procedimiento alguno” (81). El procedimiento narrativo del selfie no signi-
fica abandonar una historia empírica, como escudriña Phelan (2008).
Aun teniendo en cuenta el excepcionalismo inherente en la fórmula “Li-
bros del Año”, como afirma Sam Sacks en The Wall Street Journal al resumir el
deslucido 2013 (para la ficción de Occidente, traducida o no): “La escena del
libro no tiene ahora mismo una escuela o estilo dominante, ni movimiento
claro con el cual cualquier escritor nuevo pueda alinearse o contra el cual
pueda rebelarse. Aunque esto pueda hacer que la publicación parezca dis-
persa y caótica […] la situación es en verdad emocionante. Nuestros jóvenes
escritores en flor se están lanzando al futuro con mapas que ellos mismos han
hecho” (2013: c8). Es revelador del ajuste de la acogida que entre los “Libros
del Año” 2014 de Babelia y The New York Times Book Review no hubo nin-
gún hispanoamericano (tampoco para 2015), y con la excepción de Zambra
y los relatos de Mis documentos, el resto fue argentino para ADN Cultura. El
riesgo no puede ni debe ser un criterio exclusivo para lo nuevo, y el peligro
es quién y cómo lo define, ¿los autores, los críticos o los periodistas? Además,
en la academia el crítico puede ocupar el lugar del maestro cuya responsabi-
lidad yace en transmitir la tradición, como consecuencia de ser el profesor, el
maestro o simplemente mayor. Hay que reconocer este hecho al pensar en la
preservación de la transmisión de la tradición al futuro, y la complejidad de
la noción de cambio, que incluye si vale la pena cambiar, si este es mejor que
la tradición y dónde ocurre el cambio verdadero, por encima de urgencias
identitarias.
En una nota de 1939 titulada “Cuando la ficción vive en la ficción”, que
termina con un elogio de At Swim-Two-Birds, Borges dice, refiriéndose al “tea-
tro en el teatro”, que “en un artículo de 1840, De Quincey observa que el
macizo estilo abultado de esa pieza menor [Hamlet] hace que el drama gene-
ral que la incluye parezca, por contraste, más verdadero. Yo agregaría que su
propósito esencial es opuesto: hacer que la realidad nos parezca irreal” (1986:
326). La literatura en la literatura hace así que la experiencia de leerla refleje
la más poderosa intuición de sus autores: que la historia “real” es un rompe-
cabezas monstruosamente engañoso, y que el mundo es una ducha de pistas,
la mayoría de ellas falsa. En un ensayo de 1903 Henri Bergson enfatiza la ne-
Las divergencias entre escuelas —o sea, y en términos amplios, entre los grupos
de discípulos formados en torno a unos pocos grandes maestros— son claramente
asombrosas. ¿Pero serían igualmente marcadas entre los mismos maestros? Aquí
algo domina la diversidad de los sistemas, algo, repetimos, que es simple y defini-
do como un silbido, sobre lo cual uno siente que ha tocado más o menos el fondo
del océano, aunque cada vez que sube a la superficie trae materiales diferentes. Es
sobre estos materiales que generalmente funcionan los discípulos, y en esto yace
la función del análisis. Y el maestro, en tanto formula, desarrolla y traduce lo que
lleva a ideas abstractas, ya es de cierta manera su propio discípulo (60).
2
En Los escritores salvajes (2011), Fabienne Bradu apuesta por Bolaño, Bellatin, Pauls,
Villoro y Prieto como adelantados del siglo xxi, diciendo: “Veo a Enrique Vila-Matas como un
hermano mayor de [esta generación], a la que solo aventaja unos escasos años, pero que quizá,
en el ámbito de la literatura hispanoamericana, dio tempranamente con una narrativa híbrida
y lúdica que se antoja el nuevo Eldorado buscado por otros escritores contemporáneos” (10); y
Domínguez Michael recalca: “No es extraño, le dijo Pitol a Vila-Matas en una ocasión, que tu
obra guste en América Latina pues es, como esta, excéntrica y heterodoxa, con un pie fuera del
canon y el otro hundido, por nacimiento, en la tradición moderna” (2016a: 52).
por qué la metaliteratura no existe. Si tiene razón al decir que la mayoría de los
autores jóvenes carece de ambición literaria y son parcialmente responsables
de los efectos dañinos del mercado, su apoyo de la noción de que la metalitera-
tura es un problema de públicos es una broma metaliteraria para un narrador
que la practica. Algo similar se desprende de una sentencia contradictoria de
Aira, añadiendo el desdén hacia la politización que comparte con el español:
“Deploro la ‘metaliteratura’, siempre sentí que era una traición a lo más vital
de la literatura, a su apelación a lectores no literatos… Ahora empiezo a sospe-
char que eso es una fantasía, y que la literatura es ‘de consumo interno’ […].
Lo que va al ‘público’, que ya de por sí significa el público externo, son las
formas degradadas de las artes, las que utilizan sus formatos para fines socia-
les” (2014: 17). Pero al presentar su novela Prins en Madrid dijo: “Todos los
escritores nos rebelamos contra la metaliteratura hasta que nos damos cuenta
de que es literatura”. Si a esas consideraciones se añade que Genette cree que la
crítica es metaliteratura se entiende mejor el desconcierto actual.
Vila-Matas escribe su nota antes de El mal de Montano, que le da la razón
a su conclusión posterior de que, en oposición a la literatura antiintelectual
que se escribe para vender, aparece “una tradición que está resistiendo en inte-
resantes catacumbas a la tentación de presentarse como antiintelectual y que
[…] conversa sobre libros y se interroga acerca de cuestiones relacionadas con
la realidad misma de la literatura, en busca siempre de nuevas formas que
ayuden a encontrar la salida a tantas palabras gastadas y bovarys mal repetidas”
(2002: 85). La paradoja entre su argumento general y su conclusión se refiere
a una tradición: si don Quijote “enloquece” por leer tantos libros de caballe-
ría, y en Northanger Abbey (1803) Jane Austen despacha satíricamente a una
joven (Catherine Morland) que lee demasiadas novelas góticas, los mejores
practicantes de la metaficticia reciente se preguntan si ya se ha leído demasia-
do de ella. Por ende, producen una obra más acabada; en el contexto de que
hay unas 125 reescrituras de Pride and Prejudice de Austen, una docena de
“homenajes” a su Persuasion, y otras docenas de calcos de sus otras novelas,
por no decir nada de las 70 películas (una de zombis en 2016) basadas en
ellas. Por ende, al celebrarse 500 años del Amadís de Gaula en 2008, Vargas
Llosa propuso “leer libros de caballería en el siglo xx”. Esos esquemas y tipos
de argumentación implícitos en la nueva visión de lo que se puede hacer con
la literatura (como leer a Austen con nostalgia presentista, reiventando lo que
3
“La novela americana” (Darío 2005: 234-239). Esta visión coincide con la de Casanova
sobre la historia cultural y autoridad lingüística que un país como España posee para producir
“clásicos”: “Les ‘classiques’ sont le privilège des nations littéraires les plus anciennes qui, ayant
constitué commme intemporels leurs textes nationaux fondateurs, et défini ainsi leur capital
littéraire comme non national et non historique, répondent exactement à la définition qu’elles
ont elles-mêmes donnée de ce que doit neécessairement être la littérature. Le ‘clasique’ incarne
la legitimité littéraire elle-mème…” (1999: 28-29).
Vila-Matas, observe que nos convertimos en las historias que nos contamos,
y que al final afine, de manera casual, que lo único que aprendió en París fue
escribir a máquina. Bolaño habla de “luchadores latinoamericanos errantes”,
y en Los detectives salvajes una historia latinoamericana autorreflexiva como
la que Lima trata de contar a Michel Bulteau a finales de los años setenta “ya
no tenía la menor importancia” (240) en París. Paralelamente, a Laura Jáure-
gui no le importaba o interesaba que Belano solo quería ver y vivir en varios
países y ciudades extranjeras (211). Al hablar de la influencia o injerencia del
mundo literario parisino en Bolaño debe pensarse en términos de los cambios
al nacionalismo actual (recreado por Nettel en Después del invierno, 2014), no
del excelente y más asequible París de principios del siglo pasado y su falta de
censura.
Los que pasan de París tienen que ser diferentes. Hoy —según la prensa, la
crítica, el mundo editorial, las revistas especializadas y de interés general cul-
to, y el mundo académico— los autores que despliegan fuerza e imaginación
narrativas, más seguridad estilística, no son más numerosos que los del boom.
Diferente del siglo pasado, no son celebridades literarias, sino celebridades
que resultan ser literarias, y cualquier celebridad cuya cara es reconocible una
generación después de su muerte se convierte en icono. En América Latina no
hay una generación Harry Potter o Lisbeth Salander, y no se dará entre los nue-
vos, a juzgar por su obra actual. No es una distinción menor, y a los agentes de
los nuevos no les importa que no se vislumbre que sus clientes sean el nuevo
Bolaño. El campo se depura, y hoy la promesa generacional se mantiene por
medio de la obra publicada (y por examinar) de Bolaño, Zambra y Vásquez,
por escribir con una autoridad voluptuosa, con voz más que meramente estilo.
En 1980 el crítico Stanley Fish atacó a la estilística y la tendencia a equiparar
la investigación en las humanidades con la de las ciencias, recordando (como
los alemanes medio siglo antes) que es una equivalencia falsa, por sus metas.
Aira hace una precisión raramente estilística, generalizando y contradiciendo
su práctica: “Mi generación incorporaba la idea del relato a partir de la lectura,
y los libros que leíamos estaban escritos en pasado, el modo lógico de contar.
En un mundo audiovisual, las nuevas generaciones se han hecho una idea del
relato desde lo que se ve y se oye, de lo que está en presencia, por eso les resulta
natural narrar en presente” (2014: 74). Algunos coetáneos han expresado su
desacuerdo con él, porque nunca explica su carácter decimonónico de máqui-
un gran honor, sino algo de absoluta e intensa relevancia por una cuestión
personal” (13), porque unos años antes había presentado en México su “Una
conferencia veracruzana”, que trata el mismo tema.
¿En qué queda la lucha con los maestros? Para Rivera Garza, Martínez y
Gamboa, en una relación esencial en que pueden compartir injertos estéticos
con algún maestro, sin revelarlos. Saben bien que habrá otros discípulos, si-
guiendo a los mismos maestros, y que se desarrollarán rivalidades y odios con
base en esa capacidad para poder ver más del mundo externo al enfocarse en
sus propias vidas. Aun cuando no se conciban como contemporáneos o gene-
ración, los nuevos novelistas no lograrán convertirse en un movimiento respe-
table mientras no se decidan a impulsar una purga estética entre sus miembros
putativos. Por lo que tenemos a la mano, y sin intención de profetizar en este
momento de su desarrollo, el depurar debe ser más una autocrítica, sin los dis-
lates sicopatológicos de las venias y falsas concordias, y sin el temor de perder
prebendas editoriales. En el giro del selfie que discuto no hay mucha distancia
entre la autocrítica y la autocensura, en el sentido de que, como analizó Leo
Strauss en Persecution and the Art of Writing (1952), la persecución provoca
una técnica peculiar de escritura esotérica que se dirige, entre líneas, solo a
lectores “confiables e inteligentes”.
Se evade así la amenaza de la persecución disfrazando las ideas más con-
trovertibles y heterodoxas (Strauss analizaba textos filosóficos y religiosos del
siglo doce al diecisiete). Salvedades históricas aparte, sean de la Generación
“Me gusta” o no (en esa nueva dictadura de modales es imposible sobreestimar
el papel y las trampas antisociales de los medios digitales y sus vigilantes), son
cuidadosos aunque, con la excepción de los regímenes neopopulistas y su acti-
tud estalinista hacia la prensa, la persecución de escritores hoy es relativamente
benévola y, pensando en los tiempos de los “boomistas”, vale preguntar cuál
es el miedo. No obstante, en Hoteles del silencio el narrador de Vásconez dice:
“Durante años hemos vivido aislados y enfermos de chismografía, más apega-
dos a los prejuicios y rumores, a las supersticiones, que a la posibilidad de la
verdad […]. Algunos periodistas y políticos han puesto en marcha un idioma
hecho de recelo, tan malicioso y descalificador como las palabras que se miran
de reojo en las páginas de un libro. Y todos hemos seguido repitiendo día tras
día consignas insidiosas” (111). Vásconez, Vásquez en Las reputaciones y Volpi
en Una novela criminal tematizan la dificultad de legislar el habla, dejando
constancia de que la libertad de decir lo que uno tiene en mente es una nece-
sidad física, no buena suerte intelectual y política. Y así, en Poso Wells (2007),
de Alemán, una periodista busca la verdad de los políticos.
Si la maestría de los canónicos va a quedar desvaída al querer establecer re-
laciones comparativas hay que pensar en qué condiciones entran en juego para
que las obras de aquellos convivan mejor con las actuales. Lo cortés no quita lo
valiente, y si Bolaño invirtió frecuentemente esta fórmula, por lo menos dijo
lo que pensaba, esencialmente porque no tenía que preocuparse de maestros
monstruos o demandas pendientes de los políticamente correctos, dando un
ejemplo a sus contemporáneos mundiales. Es obvio que no querer admitir o
contemplar un punto neurálgico es no querer que se los fije o se los compare,
o que se crea que los nuevos son un clan disfuncional. Tampoco se le puede
pedir a alguien que no tenga miedo, o que participe de una identidad literaria
común. En ese sentido, los narradores actuales no son más originales que los
del boom, por lo menos en comparación a los años en que estos comenzaron
a ser vistos como una entidad literaria de ciertas características que hoy co-
nocemos ampliamente. Vuelvo entonces a tres narradores que me servirán de
muestra general, para pasar a otros que implícitamente ponen en perspectiva
los intentos de los numerosos portavoces de la Generación “Me gusta”.
Decía que con “novelas ejemplares” aludo a la noción acuñada por Ma-
rinello, que bien sabía que Cervantes armó doce de ellas, no todas artística-
mente pertinentes al título. Años después, en 1970, Marinello concordaba
solo parcialmente con la visión de otro crítico progresista, el difunto Ós-
car Collazos, acerca de que no había nada foráneo en las técnicas literarias
(1975: 67), lo cual decía más de Marinello que de las generaciones con
que terminaría el siglo veinte. Ortega y Gasset sostenía que Cervantes tenía
todo el derecho a llamar “ejemplares” a las suyas, porque recogían temas
memorables de la tradición occidental. Así, en Todos los Funes un despistado
anciano especialista en literaturas iberoamericanas, llamado Funès, descubre
que Borges, Bioy Casares (con un cuento “inédito”, 63), Cortázar, Quiroga,
Roa Bastos y otros escogieron el nombre Funes para sus personajes. De esa
semilla —que retrae al cuento xi, “De lo que contesció a un deán de Santia-
go con don Illán, el gran maestre de Toledo”, del Libro de Petronio (1335)
del Infante don Juan Manuel— Berti crea una red de conexiones literarias,
culturales y empíricas, complicada por la presencia de otros Funes, mezcla
que a su vez conduce a una conclusión fantástica. No se trata de conectar
calcos, ya que la historia que se va descifrando con el narrador sobre Funès
llega con una ferocidad afectuosa que ayuda a distender el sentimentalis-
mo inherente a una historia sobre un profesor aparentemente siniestro, que
trata de controlar los personajes de la novela, y su esposa que había muerto
trece años antes del presente de la narración. Algo similar ocurre en Locuela
(2009) de Labbé y en Un asunto sentimental de Benavides, con la diferencia
de que ambas son novelas de intriga fantástica, distorsionadas por su radica-
lismo ante las formas narrativas.
En Berti la esposa del protagonista había querido escribir un libro sobre el
tema (La memoria de Funes, 37), que resulta ser el del autor real. Funès dice “el
libro lo escribí mucho después y la incluí como coautora porque soy un senti-
mental sin remedio” (78-79). No sin parodia, Berti señala que la vida se com-
pone de tragedias en miniatura, como la falta de reconocimiento de Funès, y
los narradores de su fecundación ven más en ese tipo de desdén y promesa que
en las sagas familiares de los primeros “boomistas”. Tienen razón si se cree en
que los desastres menores no son menos importantes que los mayores. Pero
sabemos que una fábula se compone de ficciones dentro de ficciones (algunas
dominantes), y que estas se publican en un momento histórico dado, como
Todos los Funes. Por eso, Berti también marca que las anécdotas que mueven
las narraciones ficticias se basan por lo general en una comprensión privilegia-
da o especial de la realidad histórica, revelación que rara vez se obtiene de las
fuentes empíricas típicas. Berti, como sus coetáneos, cuestiona implícitamente
la conclusión de Marinello que “se trata, en definitiva, de adecuar una calidad
literaria de alto signo a la prueba de fuego de una coyuntura histórica” (1975:
71), porque el cubano quería que el compromiso político fuera la “espina
dorsal” (1975: 67) de la novela. En los años treinta, Benjamin estetizaba la
política mostrando que el artista verdadero no transige, algunos novelistas his-
panoamericanos politizaban la estética con resultados infelices, que vendieron
bien; mientras los vanguardistas que supeditaba Marinello vivían la pobreza
material que el cubano criticaba.
que todo acto literario implica negociaciones. Aunque su recepción está por
verse, en La mujer del novelista Urroz trata de renovar el tópico de esas mez-
clas de realidad y ficción, mediante el cual Lourdes (que no es Vera Nabokov
o Simone de Beauvoir), esposa de un matrimonio aparentemente feliz, lee a
escondidas la novela homónima que escribe su marido. Sus sospechas se con-
funden con la alternación de los puntos de vista de ella, y de él, que pretende
recuperar libros y autores justamente olvidados de su generación, acercándose
demasiado a la realidad de Urroz, con resultados poco positivos.
Como resultado, aparte de que la literatura en la literatura es el eje de estos
relatos, también tenemos ante nosotros una narrativa de emoción, no de sen-
timientos, oponiéndose al giro posmodernista que mantiene a raya tales des-
conciertos, no importa el tema. Es preferible pensar que estos autores sugieren
una relación diferente con el sentimentalismo, trabazón en la cual el misterio
del comportamiento humano impone que cualquier cosa le pueda ocurrir a
cualquiera en cualquier momento. Según Baldwin en el ensayo mencionado,
los desfiles sentimentales en una novela son una señal de deshonestidad. Berti
complica esas relaciones al reficcionalizar la vida literaria, sin llegar a la para-
dójica cosmovisión de Bolaño, que es sentimental en lo particular, y brutal en
sus principios. En la undécima sección llega un tal doctor Funes, parecido a
otro doctor Funes, a visitar a Funès. El Funes de esta sección es un abogado,
especialista en plagios y conflictos de derechos de autor. El abogado “le mostró
un libro que proclamaba en su cubierta Todos los Funes y más arriba, en minús-
culas, llevaba el nombre de Michel Nazaire” (111). Ese era el libro que Funès
y su esposa Marie-Hélène nunca habían escrito. Una ironía adicional es que
hoy, especialmente en el mundo académico, la tecnología permite detectar
los plagios fácilmente, con el respectivo cambio en la noción de autenticidad.
Además, como en Basura, hay guiños a Cervantes. Recuérdese que en el capí-
tulo lxii de la segunda parte del Quijote este pasea por Barcelona y ve escrito
sobre una puerta “Aquí se imprimen libros”. Ve los medios de producción,
opina sobre una traducción del italiano, y al notar que corregían la Segunda
parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, reflexiona sobre la re-
lación entre la verdad (eternamente disputada) y la mentira bien entendida,
adelantándose, como la Eneida, a la práctica actual.
Junto a esa relación está la preocupación que aumentó durante el cambio
de siglo, cuando se sobrepasó el límite de los préstamos, corolario de la cuarta
6
En The Condemned Playground. Essays: 1927-1944 (1946: 90-95), que incluye otras notas
sobre los defectos de la novela moderna anglófona y los reseñadores. En los años ochenta (véase
Corral/Castro/Birns 2013: 3-6) el mundo anglófono seguía fascinado con la literatura fantástica
y los boomistas, en medios cultos como The New York Times y de cultura general, como Time.
La academia comenzó a notar las ventajas y desventajas de las reseñas (Tritten 1984: 36-39).
Pero es un problema mundial, ampliado en mercados mayores (Wolcott 2007: 38-42); reseña
de un libro sobre las reseñas y parte del dossier “La batalla del libro”.
7
“La pregunta por la técnica” (Heidegger 2007: 117-154). Para un enfoque más apegado a
la tierra véase Valencia (2015). Hacia el final de su vida Rama abogó por un marco antropológico
para entender la literatura, como antes Roger Bastide en “Sous ‘La Croix du Sud’. L’Amérique
latine dans le miroir de sa littérature” (1958: 30-46). Bessière (2010: 31-39, 91-97) provee un
contexto mayor.
tiene más ascendiente que la honradez. Pero Funes posee el virtuosismo y ha-
bilidad que son la otra cara del carácter nacional que, paradójicamente, nutre
a la otra. Así, en Los estratos, Cárdenas alude a La vorágine, no para reescribirla
o retomar sus temas, sino para mostrar la importancia de la lengua “nacional”
en ella, o de la naturaleza en El diablo de las provincias (aunque muestre poca
empatía). En estas narraciones ejemplares estamos ante la imagen literaria del
prejuicio; o sea, son historias contadas de tal manera que embragan algo en
la memoria, y que conllevan una certeza absoluta derivada de la naturaleza
de nuestros estereotipos. No se puede culpar a estos autores por esa elección,
porque es profundamente humana, aunque es nuestra obligación resistir pre-
juicios.
Rancière recuerda que “la ficción del libro recompuesto a partir del ha-
llazgo azaroso de hojas de papel recicladas viene en línea directa del capítulo
ix de Don Quijote” (2009: 98). En Basura, ese recurso adquiere vueltas nove-
dosas, y la precisión con que Abad Faciolince se acerca a la melancolía de la
existencia sin significado de un escritor nunca ha sido tan divertida. Su logro
es persuadir a sus lectores a que les importe un personaje egoísta e ilusorio. A
la vez, el empírico Abad Faciolince se ríe de su función autorial sin dejar de
mostrar su destreza con bailes y juegos verbales, desactivando el elemento den-
tro de la escritura que supone que existen copias más ricas del texto narrativo
en la forma de fenómenos mentales. El protagonista, como el escritor sobre
cuya práctica escribe, no especula acerca del futuro de la escritura, porque el
autor empírico sabe muy bien que las estrategias de autorreconocimiento y
autoestudio de la escritura son un lugar común contemporáneo. El narrador
considera a Bernardo Davanzati un gran escritor, y “lo que [me] intrigaba, lo
que también me fascinaba, era la fidelidad de Davanzati a su oficio solitario,
silencioso, inédito…” (33), y se sentía a la vez traicionero y salvador, “un Max
Brod criollo y anónimo que recogía los desechos de un mediocre Kafka” (33).
Si Hemingway y Dashiell Hammet son maestros del no decir, y nunca tratan
de transmitir indirectamente lo que un personaje piensa o siente, el narrador
de Abad Faciolince es un detective locuaz que transmite todo observando ges-
tos y expresiones, y de manera tan sexista como la de los narradores de aquellos
estadounidenses.
La escritura de Davanzati (su apellido tendría relación con su práctica)
—en cursiva para diferenciarla de la del narrador y sabotear cualquier posibi-
una época algo preocupada por las “masas” y por cómo el escritor puede ser
el emisario de ellas, Abad Faciolince se muestra impresionado por la noción
de que, por idiosincrásicos que sean, los individuos son lo que son, aunque
su prometido porvenir se haga trizas. Es una visión difícil de sostener en tér-
minos prácticos, y no solo porque les impone grandes responsabilidades a los
lectores. Lo expreso así porque los narradores de cambio de siglo se ubican
honesta y mayoritariamente en oposición a un ambiente intelectual en que la
autoestima proviene de aliarse (de manera circunstancial) o mostrar solidari-
dad intransigente con el Otro que esté de moda. En esta obra el Otro es uno
mismo, y revela los odios internos que hacen que uno no pueda escribir lo que
verdaderamente siente, y lo eche a la basura.
¿Qué hace Abad Faciolince para distanciarse de lo ya hecho con su tema?
Primero, parte de la noción de que el mundo está lleno de personajes ficticios
que están buscando su historia, quizá consciente de que ya lo había hecho
Pirandello, el Molière que se mete en sus obras, el metateatro en Hamlet (y
antes los dramaturgos griegos), o los 136 autores ficticios de Pessoa. El autor
parece querer saber solo un poco de sus personajes, que nos llegan como imá-
genes de su subconsciente. Su desdén de la historia de sus personajes tiene
su paralelo en la vaguedad que ellos muestran sobre sí mismos. Esta actitud
narrativa le permite manejar su relato maravillosamente, mostrando un estilo
de narrar inmaculado, que muestra una apreciación del poder inherente del
control, la sutileza y los matices que hasta el momento de la publicación de
Basura no era común. Es como si ese mundo estuviera atado por los circui-
tos del poder narrativo, que se puede formular como: “ustedes, lectores, me
respetarán porque sé una verdad terrible sobre sus actitudes, y no revelaré esa
verdad terrible porque, si lo hago, perderé el poder que tengo sobre sus actos”.
Dicho llanamente, no cree que sus lectores deban actuar como un detector de
mentiras, y pregunta si hay algo que no sea una limitación, llámeselo estilo,
forma o género. A la vez, y como los otros autores de este capítulo, no crea
rompecabezas que requieren solución8.
8
Fresán intenta elevar esa tendencia a un nivel explicativo en “Notes pour une théorie
du roman à monter (ou à démonter)” (2008: 201-210). Según él, sus montajes novelísticos
han sido más marcados por el disco de los Beatles Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (204-
205) y la película 2001: Una odisea del espacio (205-206), aunque no se explaya o especifica
suficiente para convencer que por esos dos artefactos no puede ni quiere considerarse escritor
experimental (206), o cómo su experiencia con las “jigsaw novel ou roman casse tête” (208) se
tradujo en las suyas.
9
Véase la solución a la escritura gemela que propone Juan José Becerra (Argentina, 1965)
en La interpretación de un libro (2012), en que el protagonista Mariano Mastandrea escribe otra
novela, Una eternidad, que resulta ser Miles de años, novela de Becerra de 2004. Con una historia
de amor bifurcada de los personajes de las novelas involucradas, Becerra, que reconoce solo
influencias argentinas, cuestiona la pasividad de la lectura, giro que expande biográficamente en
El espectáculo del tiempo (2016); mientras Abad Faciolince analiza su carácter activo, sin hablar
de sí mismo. Ambas novelas intercambian y superponen extremos: la del colombiano se orienta
hacia el placer de la lectura, mientras que la de Becerra se obsesiona con el tiempo romántico.
una versión exitosa de ese tipo de pesquisa es Historia de Mayta y, antes, Los
ídolos, de Mujica Lainez, y la búsqueda en ella de un escritor perdido. Pero los
nuevos narradores parecen haber jurado lealtad a la ya mencionada pregunta
de Diderot sobre si el escritor o el lector debe ser el maestro, dándole un giro
nietzscheano, similar en tono a las primeras páginas de Ecce Homo (1908). La
novela de Gómez puede ser un ejemplo de que los nuevos narradores deben
tener en cuenta las expectativas de los lectores acostumbrados al tipo de his-
torias que cuajan narrativamente. Aquella cristalización tampoco se da con las
intrusiones biográficas sobre Rimbaud en Volver al oscuro valle de Gamboa. Es
decir, la presión que pueda sentir un narrador al embarcarse en experimentos
consabidos lo puede conducir a hacer trampas evidentes, y esto pasa en La
obra literaria de Mario Valdini.
Un experimento narrativo conlleva conocimientos tácitos, destrezas que
otros practicantes dan por sentado y pasan a otros a través de ejemplos. Por
esas razones vale señalar el intento de Tomás González, La luz difícil (2011;
traducida al francés en 2013). En ella un pintor latinoamericano en Nueva
York pretende crear una nueva obra maestra desconocida, como el maestro
Frenhofer y el desconocido Poussin de Le Chef-d’œuvre inconnu (1831) que
Balzac incorporaría luego a La Cómedie humaine. González tergiversa los diá-
logos del ¿modelo? francés para explayarse sobre sus propias cuitas y lo com-
plica con la eutanasia del hijo Jacobo. El pintor y su mujer Sara regresan a
Colombia, y aquel pierde la vista. Por ende le dicta el relato a su sirvienta, de
nombre demasiado simbólico, Ángela, dándole otro significado a amanuense.
En los relatos relacionados con el arte visual, como en Aira, Bellatin (que aña-
de fotos, como Elizondo), Valencia (Kazbek), Enrigue (Muerte súbita) y el ra-
dicalismo de Indiana en La mucama de Omicunlé (2015), en que los omnipre-
sentes grabados de Goya sonparte de un museo literario interactivo (además
de apuntar al artista como tramposo), hay un significante de autenticidad,
de realidad demográfica hispanoamericana, diferente del caso con el pintor
Edwin Johns en 2666, que se corta la mano con que pintaba.
Así, en Si te vieras con mis ojos los símbolos, especialmente los relacionados
con los sentimientos del pintor Rugendas, vuelven a la realidad continental,
y los hechos rutinarios adquieren significados misteriosos, nunca mágico-rea-
listas, sin borrar lo literal y lo metafórico, enfoque que también se encuentra
en Herejes de Padura. Pero en La Oculta, Jon, el pintor marido de Antonio,
10
Sin la aplicabilidad que acoto, Iván de la Nuez sostiene que ante la politización Vila-
Matas, Aira, Indiana y, entre otros, Saporta, DeLillo y Houellebec, practican “un arte que no
se expone (en el sentido museístico), pero que sí se expone en el sentido del riesgo” (2017:
2). Véase Calvo Serraller, “Los artistas y el arte en la obra de Honoré de Balzac” (2013: 97-
219) y “La pintura narrada. La novela actual en busca del arte perdido” (2013: 269-303) del
capítulo “Los hijos de Frenhofer” (2013: 221-303), más Galenson (2006: 165-166). En varios
ensayos de Keeping an Eye Open. Essays on Art (2015) Barnes, que tiende a escribir sobre el
arte en sus novelas, propone que Flaubert, Proust, James, Freud y otros no le hacen justicia al
arte principalmente francés del siglo xix, pero el público se siente forzado a leer sus intentos.
El argumento de Graciela Speranza sobre la destemporalización del arte actual es viable, pero
su muestra de escritores en Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo (2016) es
reduccionista. En 1944 el semiólogo Jan Mukarovsky sostenía que la esencia del arte visual es
diferente a la mayoría de los signos lingüísticos porque no transmite información sobre algo
fuera de sí mismo. Ya en Vie mondaine. L’influence de Ruskin (1971: 436-526) Proust señalaba
que las confluencias son mucho más complejas y poéticas.
y rehúsan extinguirse. Por otro, a pesar de saber que la relación entre discípulo
y maestro (hay momentos en que se puede ser ambos) nunca es equitativa por
los talentos que haya de por medio, ni el uno ni el otro va a cambiar de ideas
a las cuales ha llegado después de muchas consideraciones y mantenido por
varios años. El problema no es cómo deshacerse de la carga de una tradición
sino cómo llegar a poner en perspectiva los logros de los maestros, o descubrir
que eran de importancia provinciana (como sugiere “Obras completas” de
Monterroso), o todo lo contrario. Bien afirma el celebrado y apestado Céline
en Voyage au bout de la nuit sobre la lealtad: “Nous ne changeons pas! Ni de
chaussettes, ni de maître, ni d’opinions, ou bien si tard, que ça n’en vaut pas la
peine”. El peligro es que una retórica pasada envenene las mentes contempo-
ráneas. El problema con autores como Céline, Wyndham Lewis, Ezra Pound
o Knut Hamsun es que su complejidad moral y biográfica llaman la atención,
aunque uno no esté de acuerdo con su política.
Piénsese, por ejemplo, en lo que significan los lazos metaliterarios que van
uniendo la obra de Onetti desde El pozo (1939) y La vida breve (1950) —en
que Brausen acepta escribir un guion por encargo de Julio Stein, su único
“amigo”— culminando en la novela corta más rodeada de espejos literarios,
Para una tumba sin nombre. Según Millet, basta leer unas páginas de Onetti
para ver que se está pugnando con un mundo (2010: 181). ¿Por qué los autores
“disfrazados” son siempre menores, los raros y más olvidados? La diferencia en
la práctica actual es emplear a los autores como personajes, no para instruir o
retomar problemas de la verosimilitud sino porque la ficción permite acceso
a un poder conceptual. Así el “Pedro Juan” de Trilogía sucia de La Habana
(1998), Animal tropical (2000) y Fabián y el caos (2015), de Gutiérrez. Ese
poder no tiene que ver con la credibilidad sino con un entendimiento estético
compartido en el seno de la totalidad de nuestras sociedades diversificadas,
incluso en novelas con 140 personajes (de cinco familias cuyas generaciones
se mezclan con la historia mundial, como culebrón y a lo Zelig de Woody
Allen) en la trilogía del bestseller Ken Follett, a quien no le interesan “las no-
velas de personas sentadas que no hacen nada”. La adquisición de ese poder
en la cultura literaria es más difícil cuando todo narrador pretende o quiere
ser más sensible a las convenciones retóricas y presuposiciones ideológicas que
componen sus libros y los documentos que emplean para documentarse. Es
común activar a los lectores, hacerlos personajes y meterlos en misterios que
los sepultan en los designios del autor. Este no es el caso en esta novela de Gó-
mez, porque si podría perdonarse su recurso al tópico, y que el pasado de los
personajes parezca producirse ex nihilo, el problema es que parece empeñado
en publicar una especie de manual del subgénero desvaído.
Me detengo en una mejor solución a la práctica del ficcionalizar al escri-
tor. El novelista y periodista Cornejo Menacho, autor de la alusiva novela no
ficticia Miércoles y estiércoles, eleva la práctica a un nivel que resuelve y a la vez
crea mejores preguntas en Las segundas criaturas. Diferentes de narraciones
sutiles pero desordenadas como Severina, de Rey Rosa, en las de Cornejo Me-
nacho, incluida Inés Aranda (2014), en que renueva la “novela del dictador”,
el comentario social está acompañado por meditación, la historia viene con re-
flexiones personales, la aventura con temor existencial. En el segundo capítulo
mencioné el origen de “Chiriboga” (Salvador Clotas para algunos), convertido
en un personaje tan memorable como su creador. Cornejo Menacho no repro-
duce revanchismos —como algunos círculos literarios ecuatorianos ofendidos
ingenuamente con esa creación— sino que desmitifica un mito con conjetu-
ras, ficción en la ficción, ideas en torno a esta, crítica de la pacata intelligentsia
literaria nacional, reinvenciones totales, y al final de la novela, como homenaje
paródico, ficcionaliza al escritor ecuatoriano más representativo de la nueva
generación, Valencia. Tanto como responder a la escritura de Donoso y Fuen-
tes mejorando la escritura metaficticia de ellos, Cornejo Menacho condensa y
condena la cultura literaria de su país durante la segunda mitad del siglo pasa-
do, desde la ficción, y la maestría de su proceder hace de Las segundas criaturas
una narración tan brillante y ejemplar como las otras de este capítulo. Además
crea una paradoja: que ciertos autores o personajes se aparezcan después de
que las estructuras éticas que mantenían la unidad de ellos han desaparecido.
Contrariamente, el profesor narrador de la novela de Gómez planea escribir
una monografía titulada ostentosamente, como admite él mismo, “La obra lite-
raria de Mario Valdini”. Pero nos enteramos del título solo en el sexto capítulo,
aunque desde el primero sabemos cuál es la meta del narrador. El problema
es que, a través de los capítulos, sabemos que Valdini fue el autor de una sola
novela, llamada Provincia lejana, y en verdad nunca sabemos si vale la pena
recuperar la vida de Valdini y su obra, más allá de la insistencia del narrador y
de lo que dicen los habitantes del pueblo al cual se había retirado el objeto de la
biografía. Por eso, leer “mi trabajo se centra exclusivamente en su obra literaria.
Pero también muchas veces las vidas de los autores iluminan de significados
sus obras” (40), aumenta nuestra expectativa, pero nos decepcionamos con el
cliché interpretativo simplista. El problema es que el profesor narrador, docto-
rado en Estados Unidos, pasa su tiempo indagando en la vida de Valdini, oca-
sionando respuestas levemente literarias, o anexas a la literatura, de parte de los
que ayudan a descifrar un rompecabezas cuya solución podemos adivinar desde
el principio. Sí, es literatura en la literatura, pero La obra literaria de Mario
Valdini tendrá más valor como comentario irónico acerca de cómo los análisis
críticos de autores atípicos u olvidados rara vez conducen a una iluminación, y
es en las referencias a esos procedimientos eruditos que yace una singularidad
de la novela de Gómez, que no es necesariamente un valor permanente para la
veta que discuto. En ese sentido valdría volver al olvidado Caballero Calderón,
cuyo rescate es generalmente posterior, y nacional11.
Lo pertinente de la búsqueda que lleva a cabo el profesor narrador es que
los comentarios que logra sacarle a la gente son del tipo asociado con un ase-
sino en serie, sobre el cual ningún vecino dice nada malo. También linda con
lo inverosímil la distancia que el profesor narrador pretende establecer entre
su actitud hacia su profesión y la de sus colegas: “Yo, en cambio, me mantenía
al margen de esos encuentros, donde se leían embrollados ensayos, con temas
rebuscados que solo justificaban el ejercicio intelectual y la convivencia entre
profesores de Literatura Hispanoamericana” (58-59). Compárese la vivacidad
con que Gamboa describe las aspiraciones de ser celebridad norteamerica-
na y/o “boomista” del profesor “chino cholo” Nelson Chouchén Otálora en
Los impostores (Arcos Cabrera incluye una ingenua novela andina del peruano
aludido entre las lecturas políticamente correctas del curso al que asiste su
personaje), cuya trama seudodetectivesca se adelanta a “La parte de los críti-
cos” de 2666, y a las seducciones intelectuales defensivas (proliteratura), de
pertenencia y detectivescas del profesor de literatura comparada en la híbrida
Simone de Lalo, o los temas de tesis anglófonos que relatan Goma de mascar de
Courtoisie y otras novelas de campus.
Las oraciones de Gómez son ocasionalmente torpes, y los lectores no pue-
den imaginar la acción antes de pedírseles que imaginen su contrario (para
11
Consuelo Triviño Anzola (2011: 187-197) recuerda que Caballero Calderón escribió
novelas más conocidas, convertidas en textos obligatorios del bachillerato nacional (190). Véase
también Germán D. Carrillo S. (1973: 195-223).
haya salido con el título La vie secrète de E. Robert Pendleton, que tampoco
aclara mucho más.
Si se lee La obra literaria de Mario Valdini en clave paródica en vez de
comparativa se llega a mejor fin, porque otro obstáculo para verla como buen
ejemplar de la literatura en la literatura es el tono despreocupado con que el
profesor narrador relata su conocimiento y eventual ruptura con María Rain.
Puede ser así para los profesores más interesados en su trabajo que en sus espo-
sas, pero no hay ningún indicio de que ese es el caso para la voz que transmite
los detalles. La mezcla de estas ramas de la prosa tuvo un buen comienzo en el
siglo veintiuno, con The Biographer’s Tale de la inglesa A. S. Byatt, en que flu-
yen la biografía como forma literaria, la ficción psicológica y la Bildungsroman
en torno a un joven estudiante de posgrado que quiere hacer una biografía de
un biógrafo. Ese giro hacia el selfie, anticipado por Byatt en Possession (1990),
embraga otros temas en Biografía (2014a), en que Aira escribe una antibio-
grafía parcial y reflexiva de un personaje llamado “Biografía”. O cuando se lee
en Una aventura: “También escribo, o escribo antes de cualquier otro motivo,
para hacerme entender” (65). O sea, la extensión progresiva de varios dis-
cursos ficticios permite pasar, según Genette, de la simple figura a un modo
muy ampliado de la ficción (2006: 16-19). Pero Gómez vuelve al modelo
clásico-realista en que el novelista intuye y sabe más que sus figuras. En suma,
la ficción que aspira al realismo tiene tanta licencia, trucos y pactos con los lec-
tores como otras, lo cual tiene un gran papel en la traducción, como explicaré.
En un polémico artículo, “Du populisme en littérature” (Le Monde, 19
de marzo de 2012), Dantzig propone que para esa fecha el populismo en la
literatura es el realismo. Admitiendo que siempre existe, y que solo beneficia a
los autores que lo proponen, arguye que “el realismo no es para nada favorable
a las ‘clases medias’ que simula ilustrar. Las desprecia. El realismo no es más
que una forma inversa del idealismo: el idealismo de lo taciturno, lúgubre y
malicioso. Los escritores de una realidad diferente de nosotros deciden que la
de ellos es la única, y que todos deben someterse a ella”. Para él, el realismo
es un chantaje porque fluctúa de acuerdo con el poder político de tal o cual
sector. Sin embargo, en su posterior À propos des chefs-d’oeuvre sus “clásicos”
son de culto, y si su canon incluye a Borges, Cortázar y García Márquez, y es
políticamente correcto respecto a minorías sexuales, no sigue o practica cuotas
al no incluir latinos u otras minorías, para él desconocidas. Sus criterios son
más subjetivos que el modo actual para sacar a los clásicos antiguos o del siglo
pasado de las listas de libros no leídos. Por eso, en su repetitiva tentativa de
definición propone que una obra maestra es “un libro excepcional” que es “la
expresión más audaz de una personalidad, cada obra maestra es única”, y se
puede remplazar el término con “gran obra” (2013: 269). ¿Qué diría Harold
Bloom, o su crítico, Landa?
Saciedad semántica
con Los mandarines de Beauvoir (que su mujer está leyendo “por insistencia
de Eloy” [286-290], y así descubre que él está escribiendo la novela en que
ella es personaje). Además, los personajes son demasiado caricaturescos para
explorar el feminismo o existencialismo. Ese recuadro, que no abandona los
destellos metaficticios, conduce a concluir que esa pareja nunca disfruta de
una complicidad perfecta a nivel intelectual, y él no se esfuerza por pintarla
así. El marido, a veces referido como “Eloy” o “Eugenio”, o desdoblado en el
narrador, es latoso, lleno de referencias rebuscadas, algunas a la fórmula del
éxito que él y sus íntimos amigos buscan como escritores, sin triunfo real, y
parece cansado de tener que sonreír a gente que no admira, aunque es fiel a sus
compañeros de ruta, que le son más importantes que su mujer. Y los fallos en
ellos, como los de su matrimonio, tienden a ser recíprocos.
Urroz, como miembro del Crack, disfrazado como el Clash en su novela
(según esta, 2007 fue el comienzo de los éxitos individuales y el fin de una
visión conjunta [428-431], y tal vez por eso Domínguez Michael habla de
su “autopsia” en 2016), sigue trabajando como lindero, puente o entrada en-
tre los más visibles, Volpi y Padilla, y los menos manifiestos, Palou, Ricardo
Chávez Castañeda y, tal vez, Vicente Herrasti (véase Poniatowska 2003). Esa
condición le permitiría a Urroz un logro: al vivir al borde del Crack está li-
bre de sus seducciones centrales, y también libre para concebir el meollo de
su mensaje en maneras muy nuevas y creativas. Pero al convertir esos cruces
en una especie de metaficción y autoficción coadyuvada por secciones que
dependen de textos epistolares y algún misterio sobre el asesinato de un estu-
diante universitario estadounidense, a estas alturas de lo que se sabe sobre el
Crack y su técnica, por sus testimonios e incluso “postestimonios” conjuntos,
hubiera sido mejor no tratar de disfrazar a sus referentes reales; por ejemplo,
emplear “Solti” para Volpi, o “Miguel Doménech” para Domínguez Michael.
Compárese así dos visiones: el desmontaje magistral del cruce entre autofic-
ción y metaficción que logra Benavides en Un asunto sentimental, en que otro
novelista que conoció a la amante de “Benavides” está escribiendo una novela
en que aparecen ambos protagonistas y otros personajes de Un asunto senti-
mental; con la visión poco matizada de Nettel sobre la autoficción, incluida en
el “diccionario” de Babelia que menciono en el primer capítulo: “En realidad
se trata de un género tan antiguo como El Quijote, utilizado a lo largo de
los tiempos, y reciclado, en los últimos diez años, bajo este nombre. Como
Javier y el narrador), se lee: “Una frase suya resumía su ars: ‘Cuando un día
sea traducido, nadie va a notar el esfuerzo que he puesto o no he puesto en
el estilo’. Abelardo era un escritor neutro, límpido. No escribía, redactaba.
Leerlo era una experiencia parecida a como él mismo deseaba ser leído: en
traducción” (101-102). Como he notado, las obras del Crack han tenido poca
fortuna con la traducción. Los ejemplos de la saciedad en esta novela son ago-
biantes, porque parecen enlatados. En última instancia, terminan socavados
aún más por el ego narrativo, y si su estancia en Francia le ayuda leer a autores
latinoamericanos canónicos y algunos clásicos franceses, no le ayuda afirmar
que “a diferencia de mis amigos, a diferencia de mis enemigos, yo sobreviví
por el milagro de la literatura. Si no hubiese llegado a los libros no estaría aquí,
no tendría lo que tengo ni habría conseguido ser moderadamente feliz” (470).
Todo lector se debe contentar si es así para el Urroz real, pero en su novela lo
más real es la saciedad.
Otro tipo de saciedad, apegada constantemente a versiones de la correc-
ción política con que no conjugó en el momento de McOndo, es la de Fuguet.
Después de la bien trabajada Missing y la sustanciosa Tránsitos, se esperaba que
su encuentro con la no ficción fuera más fértil consigo mismo, y no lo ha sido
su rescate de un autor uruguayo olvidable (incluido en McOndo con su único
cuento bueno) en Todo no es suficiente (La corta, intensa y sobreexpuesta vida
de Gustavo Escanlar) (2016), en vez de uno sin poses ácidas, como Mella. Al
principio de No ficción (2015) —de la cual Sudor (2016) es un calco excesivo
y reordenado, sin problemas o temas frescos, extendido hasta su rebobinar
autobiográfico VHS (2017)— el diálogo entre los protagonistas versa sobre
qué género literario transmitiría mejor su experiencia ambiguamente gay. Uno
de ellos cree que fue “un cuento”; el otro, en verdad corrigiéndose a sí mismo,
asevera “pero acá fue todo verdad, hueón. Esa es la diferencia. Fue no ficción,
como dicen ahora”.
Los otros diálogos de ese tráiler de novela corta son un fárrago senti-
mentaloide con típicas referencias cinemáticas y el rebuscado bilingüismo
arribista que Fuguet practica desde Mala onda (1991; 2011), con una insis-
tencia endeble que solo un indocto creería necesaria. A pesar de la atrayente
coautoría (dos cronistas, además de Fuguet) de Todo no es suficiente, las dos
partes que le corresponden son más sobre él y su para ahora típico proce-
dimiento. Así: “Escanlar, como escritor, es curioso. Su libro de no ficción,
la ingeniosidad de los escritores (2004: 130). Cree además que esa inflexión
explica la supravalorización [sic] del Quijote en la tradición reflexiva cultivada
desde Sterne a Cortázar, pasando por Hoffman, Pirandello, Calvino y Borges
(se olvida de los maestros anglófonos del no contar nada, Barth, Barthelme,
Coover y Gass). Desde entonces —y se tiene los genios que se quiere, merece
o crea— se ha desencadenado una indecisión crítica que no distingue si son
textos metaficticios, conscientes e inconscientes, abiertos o encubiertos, mo-
dernos o posmodernos. Debido a que también cree que Bryce Echenique y
Vargas Llosa caben en su nómina, en lo que sí se puede estar de acuerdo con
Colonna es en que la autoficción hispanoamericana seguirá participando de
las categorías fantástica, biográfica, especular y sobre todo entrometida (2004:
135-144) con que matiza el concepto. Es decir, es un pasado que conduce a
un agotamiento, por no saber superarlo.
Otro hecho contribuye al logro de Valencia: no tuvo que confrontar un
gran peso del pasado nacional, porque en Ecuador no ha habido, por lo menos
desde el boom, uno que haya causado una ansiedad de influencia que no se
supere todavía. El ecuatoriano no ha tenido que pelear desde adentro, como
hacen los peruanos con Vargas Llosa. Este, en su magistral y malentendido
libro sobre Arguedas, sí confrontó a un maestro, haciendo una relectura de sí
mismo, gesto al que no se atreve con profundidad ningún autor hispanoame-
ricano de su generación o las actuales. Empero, hay que tomar las relecturas
con un grano de sal. En su sesentena Aira dice: “Fui un lector precozmente
intelectual, muy highbrow y no poco esnob” (2014: 37), para luego apuntar:
“¿La principal influencia en mi vida de escritor? Las historietas de Supermán,
de los años cincuenta y sesenta” (2014: 46), no Borges (aunque luego lo elo-
gie) o Cortázar u otro latinoamericano. Dos años después expresa: “Quien se
ha pasado la vida leyendo a los clásicos, antiguos y modernos, ha vivido bajo
el signo de la relectura, que está implícita, se la haga o no, en toda buena lite-
ratura” (2016: 9, énfasis mío). Vila-Matas pregunta “si no será que carecer de
experiencia, pero disponer de un buen maletín de influencias, puede ayudar
a trabajar de forma más resuelta, e incluso mejor que la del pobre profesional
experimentado, generalmente experto solo en sí mismo” (2017: 26). Otra cosa
es Aira, harto de la figura de Aira.
Pero olvida que su primera novela, Moreira (1975), es una reescritura de la
literatura gauchesca —combinable con la autobiograficción de La vida nueva
ginal, como si fuera un elogio. Es revelador que el prefacio del editor a Traité
de l’origine des romans de Huet, cuyo tratado (teoría e historia a la vez) fue un
prefacio a Zayde histoire espagnole de Marie de la Fayette, comienza indicando
que para Rousseau “las naciones corruptas tienen necesidad de novelas”. Es
una cita sin contexto, porque en el prefacio de Julie, ou la nouvelle Heloïse
afirma que las ciudades necesitan teatro, y las naciones corruptas novelas, con-
dición hispanoamericana para muchos, sin la necesidad de psicogeografías.
Nótese que son prefacios, así que tanto Rousseau como Huet están codifican-
do la lectura eventual/moral de sus textos, noción ampliada por Valencia en
Moneda al aire (20-25).
Valencia evita similares suposiciones en la nota final de su novela, a la que
volveré. Por ahora digamos que crea una totalidad que no necesita coherencia
o una meta definitiva. En cierto sentido sigue el modelo de Beckett filtrado
por Bolaño, mediante el cual los lectores se encuentran con acotaciones cós-
micas convertidas en norma para algunos nuevos. Aira, favorecido por Valen-
cia, sostiene que los “mapas de Borges” son iguales a un relato total “porque
todo lo que se dice es todo lo que hay, y no hay más, porque suponer que
hay algo más que lo que se dice equivaldría a creer que esos hechos narrados
sucedieron de verdad en la innumerable realidad, y estaríamos violando el
pacto de la ficción” (2014: 57). Es una noción paralela al contrato mimético
de Barrenechea ya referido, que se basa en correspondencias naturales que son
fundamentalmente estimulantes de facultad y conducta al leer, y que es aplica-
ble a una traducción que creemos fiel, como veremos en el próximo capítulo.
Considerando que varias citas del libro son metáforas de su contenido,
uno de los capítulos más internalizados es el décimo, en que el narrador quiere
independizarse infructuosamente de su compromiso: “Es como escuchar de
nuevo a la niña. Escribo nombres, como si dispusiera el elenco de una obra de
teatro que aparecerían poco a poco: Ignatius Fabbre, Caytran Dölphin, Valeria
Romano, Vanesa de Pascofont, Marsal, Arthur Gordon Pym, Gougiè-Grac-
chus, Ortigas, Falquez, Goicochea, Luciente, Antonio. No puedo escribir el
mío. Estará escondido en las distintas letras de esos protagonistas, como un
acróstico disperso…” (252). Luego, en el mismo capítulo, hay una disquisi-
ción sobre el libro flotante y sus leyes fragmentarias (263-268). Lo previo, que
onomástica e intelectualmente se aleja de una realidad local, se templa con un
recorrido referido directamente a un Guayaquil históricamente reconocible,
con referencias al “puente que une Kennedy con Urdesa” (261), el colegio
Vicente Rocafuerte y los clubes de tenis y yacht (272-273), y sobre todo los
laberintos acuáticos que tendrán que confrontar los personajes cuando “pasá-
bamos de una ciudad nueva a una ciudad abandonada” (272). Este andamiaje
retrae a los capítulos dos y tres, en que la idea del estuario se metamorfosea
en la de la escritura y de los personajes (así el cuadro en la página 93). Si en el
segundo se pasea la sombra de Heart of Darkness de Conrad, en el tercero está
presente La invención de Morel de Bioy Casares. Pero hay más para los lectores
menos preocupados por los guiños localistas: tanto en este Valencia, como
en el maestro de otro Guayaquil (donde nacieron ambos novelistas), Velasco
Mackenzie, está la sombra compartida de la lectura de Broch y La muerte de
Virgilio.
Así, en el caso de Valencia la literatura en la literatura es presentada como
un aviso que nos dice “Ayuda leer a los maestros”. Es como si el autor nos
confirmara que si los maestros han sobrevivido por décadas, o siglos, hay ra-
zones para que sea así, y estas no tienen nada que ver con alguna conspiración
académica anglófona que discuto en el primer capítulo para resucitar el canon
de los infames “hombres blancos muertos”. Como en Basura, esa otra novela
ejemplar, el autor está confiado de que no tenemos que venerar a sus persona-
jes para que simpaticemos con ellos. Para dar otro ejemplo, entre homenaje
y parodia Courtoisie convoca en Santo remedio, con un espiritismo moder-
nizado (por teléfono), las almas de Onetti y Rulfo, para que su protagonista,
Pablo Green, discuta con ellos sobre la literatura en general, su propia novela
y terapias alternativas y tradicionales. No menos hace Labbé en Locuela, al
preguntar si se puede reescribir a Onetti, y lapidariamente si este reescribió
a Faulkner. Valencia logra similar efecto con los maestros, sin el humor o
bilingüismo de Courtoisie, por medio de una complejidad sintáctica que solo
puede lograr y manejar un estilista confiado en poder poner a los maestros en
perspectiva respetuosa.
La trama principal, en que Iván Romano, descendiente de judíos emigra-
dos a América, quiere hacer desaparecer Estuario (libro “flotante” en varios
sentidos) es laberíntica y montada habilidosamente. Sin revelar sus giros y
vueltas, se puede decir que lo que hubiera parecido severo en manos de otro
narrador se trata estoicamente en El libro flotante de Caytran Dölphin, nunca
de manera indómita. Naturalmente hay otras subtramas, y en cada una de las
posee solo una voz, Romano presenta Estuario como una novela subjetiva
(intentada en 1932 con éxito por Palacio), un work in progress al cual se puede
añadir variantes apócrifas del original inhallable de Romano.
En la época actual la idea de que las novelas híbridas son una nueva
manera de leer ficción narrativa debe ser entendida junto a cierta perfor-
mance autorial y nociones renovadas del libro-objeto que giran en torno a la
visualización de la renovación de estructuras, materiales y técnica, como de-
muestran el diseñador gráfico Paul Bailey y otros en Art of the Book (2015),
o ¿Qué es un libro de artista? (edición de José María Lafuente, 2014), sin
Deleuze y Guattari, y sin pensar en el intento, fallido, de Tristan Tzara de
publicar un libro similar pero colectivo que se iba a llamar “Dadaglobe”. En
Ulises Carrión, escritor (2016), Javier Maderuelo se pregunta si Carrión fue
un “artista de la escritura”, examinándolo como “adelantado”, sin cuestionar
qué es “El arte nuevo de hacer libros” como escritura o si su estética es cir-
cunstancial (2016: 107-112). En realidad, por un siglo el enlace arte-libro
ha dado más importancia a cómo transmitir el arte a través de redes multi-
lingües, y menos al libro como objeto con mensajes internos. De la misma
manera, no importa si la crítica es de artista, “científica”, periodística o ensa-
yística, o a medio camino, si se quiere entender, abrir pistas o sostener ideas
de la literatura comparada.
Para similar propósito, en colaboración con el programador mexicano
Eugenio Tisselli, Valencia creó una plataforma (www.libroflotante.net) que
funciona a modo de libro paralelo o contralibro, adelantándose al sentido del
libro como artefacto comunitario. Si la sugerencia de indicar cómo reconstruir
un libro de nunca acabar en otro medio es novedosa, acudir a la activación de
los lectores (la obra abierta de Eco, más toda una retahíla de teorías de la lec-
tura y de la estética de la recepción) también incluye el riesgo de que las varias
versiones de Estuario dependerán de su conexión a la flexible red mundial, a
cambios en los protocolos de lectura, a la subjetividad y egomanía de cada lec-
tor, no de un libro impreso, que no tiene que ser viejo para ser coleccionable.
Como explica posteriormente Valencia en ensayos extensos sobre la cultura
digital, la ficción de esta transmite que el crecimiento de la crítica cultural
basada en la red mundial, incluso al nivel lapidario de Twitter y la escritura de
postal o tarjeta de condolencia, hace que sea menos probable que nunca que
las culturas altas o populares sean consumidas pasivamente por públicos tan
12
Hecho que Volpi ignora en “La nueva narrativa hispánica de América (en más de 100
aforismos, casi tuits)” (2011: 69-74), creyéndose obligado a hacer una crónica del instante, no
de estar en él. En la lista “Elogio y vituperio del libro electrónico” (2014: 60-63) afirma preferir
los libros electrónicos, pero al publicar impresos su vituperio revela contradicciones.
Ficcionalizar lo ya ficticio
la posibilidad de que un lector culto quiera entender todo guiño, y provee pis-
tas falsas. ¿Qué pasa cuando las insinuaciones también son locales, de un país
y una cultura considerados “periféricos”? La tendencia es acusar a los autores
de localismo, sin notar que el problema es de los lectores y su insuficiencia o
cerrazón cultural. No se puede esperar que todo lector capte todo homenaje
o cita, y la solución que provee Cornejo Menacho es mantener un equilibrio
en las alusiones que emplea, para que lo local (la quema del tótem, el pecado
ideológico) no supere lo universal y que cada una se entienda en términos de
otra y de la totalidad de Las segundas criaturas. Así, ¿quién piensa en el efecto
del sesentayochismo en Ecuador? Diferente a Volpi, Cornejo Menacho sabe
que esa historia está a punto de ser racionalizada, que gritos como Sous les
pavés, la plage! parisinos no deben ser mitos, y por eso muestra cómo de des-
concertantes y contradictorias fueron las alianzas y enemistades de esa década.
Esta es una novela mayor, citable en varias de sus páginas, compleja, total-
mente amena en el sentido más sofisticado de la palabra, novedosa, y seguirá
suscitando mucha crítica. Así no se puede evitar pensar en El fin de la locura,
que trata temas similares pero resulta pretenciosa, inflada, llena de digresiones
y pontificaciones políticas, con humor seco. Cornejo Menacho logra mucho
más, con una economía de expresión borgeana, con alusiones de sutil ironía
monterrosina (sin la mala leche de los narradores de Volpi), y valga el latinajo,
castigat ridendo mores. Por lo demás, es un texto espléndido, del que se puede
sacar al menos cuatro hipótesis para trabajar, según un artículo de Antonio
Villarruel (Corral/Castro/Birns 2013: 226-230): a) un mapa de la sexualidad
andina; b) una tensión entre cosmopolitismo y localismo en la literatura ecua-
toriana (repleta de entusiastas de Fuguet); c) un intento por llenar un vacío,
una suerte de grito por crear utópicamente un icono ecuatoriano de las letras
en un paisaje sin ellas; que se enriquece leyendo otros textos de Cornejo y los
empalmes con la ética de su periodismo, y d) una extraña correspondencia
sobre los roles de la ficción en medio de la realidad objetiva.
Es dable terminar con la sensación de que la novela de Cornejo ocupa un
lugar inmediatamente importante en la producción literaria nacional porque
consigue abordar temáticas muy propias de su tierra, extendiéndolas al exte-
rior. Así, no hay en Las segundas criaturas tensión con los maestros porque su
autor sabe que lo peor que le puede pasar a un escritor, aun cuando no se con-
sidere “discípulo”, es que se noten las semejanzas más que las diferencias con
el maestro. Pound tenía razón al decir que nadie reconoce una obra maestra a
primera vista porque con aquella convive el maestro. En su visión convencio-
nal de lo que es un escritor o texto clásico, Bolaño añade que es el que “allana
el camino para los que vendrán después” (2004: 106) porque interpreta y
reordena el canon por las obras que nos envuelven, no por alguna noción de
inmortalidad. Por eso no creo, con Villarruel, que el de Cornejo Menacho sea
un caso de literatura menor, porque se conoce a los maestros de quienes no
se nutre. Si la literatura ecuatoriana es menor, según el optimista Echevarría
(2010) y su corrección de ecuatorianistas extranjeros, vale pensar cómo se in-
serta un autor menor dentro de una supuestamente menor y pequeña, noción
de Villarruel.
Es probable que una reflexión sobre la condición “menor” de la prosa de
Cornejo Menacho no dé para mucho, o que lo dé siempre y cuando se trate
de repensar esa categoría más allá de a) lo nacional, perspectiva imperfecta en
la que sigue cayendo Casanova; b) lo menor en relación con figuras hiperpu-
blicitadas, en que autor menor sería aquel que no hace pompa de sí mismo,
y c) prueba que la globalización no ha vaciado lo nacional. Así, Sweet Tooth
de McEwan está narrada en primera persona hasta el último capítulo, en que
el verdadero narrador se descubre mediante una carta, igual a Las segundas
criaturas, en que la presunta narradora es Nuria Monclús hasta el último ca-
pítulo, en que gracias a una carta se descubre que el verdadero narrador es
“Chiriboga”. Ese recurso es curiosamente idéntico, una coincidencia mundial,
recordando que la primera edición de Las segundas criaturas es de 2010. Si-
milarmente, en la novela más reciente de McEwan, Nutshell (2016), un libro
del año en su versión española, Cáscara de nuez (2017), el narrador que no
tiene nombre aunque es el feto de Hamlet escucha (incluso al Ulysses de Joyce)
desde el vientre de su madre, lo cual se asemeja al Cristóbal Nonato de Fuentes.
Así que ¿quién influye a quién?
Pensar en “lo menor” tiene el defecto de no lidiar con la literatura y los
temas que aborda sino con la figura del autor, que tiene su inconveniente:
que un autor nacional sea menor porque es poco publicitado es anteponerlo
a sus textos. Queda así la sensación de que para la literatura ecuatoriana y
su recepción internacional se aclara mucho con Las segundas criaturas. Si
no canónico, su autor es perdurable por escribir sobre varias sensibilidades
poco abordadas en la cultura continental. La primera es tocar ficcionalmen-
te una figura totémica del boom, recrear una nostalgia por un faro que no
tuvo ni tiene Ecuador. La segunda es la elasticidad entre el cosmopolitismo
y el localismo, presentes de manera tan evidente. Y habría una tercera, de-
sarrollada en el próximo capítulo: cómo la traducción negocia las inevita-
blemente dispares sensibilidades culturales de los autores y sus traductores,
cuando ambos ahora son más propensos a extranjerizar la lengua meta en
vez de oscurecer las diferencias entre aquella y la fuente. No hay ni traductor
ni traducción perfecta, y cuando se acerca a este estado, como hizo C. K.
Scott Moncrieff al inglés con À la recherche du temps perdu, el autor no está
satisfecho, lo cual hace preguntar si el inglés de Proust era similar al francés
de Moncrieff (según Conrad, cuyo padre era traductor, Moncrieff era más
proustiano que Proust).
Si decía que presentaría Lecciones para una liebre muerta de Bellatin como
contrapunto es porque es una narración que, a la vez que surge de la nueva
ola narrativa, se distancia de ella, acercándose peligrosamente a experimentos
harto conocidos (por ejemplo, los comentarios al “cuadernillo de las cosas difí-
ciles de explicar”). Si se ha visto su novela como una especie de adiestramiento
de la literatura, como una novedad sobre la consubstanciación de narración
y autobiografía, también se la puede ver como una regresión al tipo de narra-
ción posmoderna que reconstruye el sujeto, gesto agotado a finales del siglo
pasado. Como Rousseau, los novelistas actuales tratan pero no “confiesan” los
hechos de sus vidas sino sus pensamientos y convicciones. Así, Lecciones para
una liebre muerta es más una antología fragmentaria de sus novelas anteriores,
o como arguye López Alfonso en su libro (2015), y en la visión sucinta sobre
él (Corral/Castro/Birns 2013: 23-31), una síntesis o recapitulación de su pa-
sado, hasta entonces. Siempre son retrospectivas momentáneas, y el chiste solo
se entiende o aprecia si se tiene conocimiento de ellas. Pronto uno empieza a
sorprenderse ante la desmesura e hipótesis de las tesis de Bellatin, y ante sus
flojos cimientos y conjeturas (véase el blog de 2015 de Bajter en Letras Libres,
“Los envíos de Fogwill desde el cielo” y Mónaco Felipe 2017). Una solución
de Castellanos Moya, nada extraño al humor, es retomar episodios y persona-
jes de sus novelas anteriores en El sueño del retorno, reubicándolos para hacer
todo lo trágico más comprensible.
El problema de la autocita es que implica ese conocimiento del resto de la
obra del autor, u obliga a buscarla en un museo de quita y pon, lo cual puede
convertirse en una imposición egoísta. Dicho de otra manera, puede ser muy
temprano en su desarrollo para que un autor talentoso como Bellatin haga
pastiches de sí mismo. La idea de armar una narración con referencias a nove-
las previas de uno mismo ya estaba suficientemente instituida a principios de
los años ochenta, y El escarabajo (1982) de Manuel Mujica Lainez es el mejor
ejemplo de ese tipo de concatenación. Es más, en Lecciones para una liebre
muerta también encontramos un llamado a que simpaticemos con el escritor
que quiere encontrar su sitio en el mundo, y lo haremos, pero hay muchos en
la cola. ¿Por qué? Porque la literatura en la literatura también puede ser un cír-
culo tiránico que suplanta al problema de abolir lo “normal” en la narrativa de
las sociedades burguesas, en la medida en que en el mundo actual la vivencia
sensible-visionaria del letraherido inmaduro no se destaca o tiene una posición
dominante ante otras patologías que nos rodean.
Otra lección implícita del texto de Bellatin es la ilusión de querer criticar
un texto a partir de la falencia o añadidura de una hipótesis. La hipótesis es
para algunos críticos el paso previo a una teoría, a la cual ellos y solo ellos
tienen acceso; y los nuevos narradores les darán la razón, aseveran. Hay en esa
exigencia algunos supuestos que se le pierden a un lector abierto u objetivo: 1)
todos esos refritos entre histeria ideológica, hipótesis y teoría conducen, como
si fuera poco, a tener la razón; y 2) para ser estudiado correctamente el tema a
elegir siempre va a ser demasiado específico, una proposición enunciada para
contestar tentativamente una pregunta, detonador primordial para Cercas y
su lealtad a la ficción y la historia (2016: 55). Esos gestos no funcionan con
Bellatin o con los discípulos y maestros poco preocupados por formulaciones
claras y precisas. Los críticos que creen que la historia los absolverá no son de
fiar, porque como he mostrado los discípulos y maestros 2.0 no son homogé-
neos. A la vez, los críticos que piensan que la literatura se reduce a ideología
o teoría tampoco son absueltos, por sugestivas que parezcan sus propuestas.
Vale prescindir de teorías e ideologías como muletillas si no se reconoce
contradicciones y limitaciones propias. Si es cierto que la novela sin ideología
no existe, es igualmente válido que la ideológica tiende a no ser novela. En una
14
Momentos pedagógicos superfluos sobre la cultura hispanoamericana aparte, varios
escritores “bilingües” tienen una costumbre que distrae: emplear palabras o frases en español
e inmediatamente repetirlas en inglés. Díaz lo hace y funciona, y no porque dos lenguas no
puedan coexistir en la misma página sino porque sus personajes viven en un medio multilingüe;
y por saber que ese giro ya es viejo lo calibra sin que los lectores crean que reciben una clase,
como con otros autores. La mejor explicación de esas negociaciones es la de Rita de Maeseneer
(2014a: 345-357).
relato de culto, un bocado para los happy few, semejante a los de César Aira
y Mario Bellatin” (22-23). No sorprende que la versión anglófona (2017) de
El mago de Viena tenga una mística introducción de Bellatin, “Manual para
devotos de Sergio Pitol”. No obstante, diferente de discípulos como Bellatin,
Pitol quería distinguir entre autores de culto, de literatura del lado B o light,
o poco pensada. Y es clarividente porque para ese futuro la actual Generación
“Me gusta”, y su empatía más de emoción que de pensamiento, la palabra
“frágil” se aplica diaria y rutinariamente a los cambios de estado de ánimo.
La voz del finado maestro, por disfrazada que esté, proyecta no tanto una
ironía sino una visión de la fragilidad del momento narrativo de los autores
que menciona, porque inmediatamente el narrador, cuyas señas de identidad
nos acercan al prosista real, añade: “No conozco la formación de los jóvenes
actuales. La imagino muy diferente a la de los escritores de mi generación
debido a la revolución visual y electrónica” (23). Posteriormente Pitol o su
escribiente le copió verbatim a Valencia su visión crítica de Bellatin, compli-
cando el hecho de que el alter ego del mexicano sabía bien que, si algo hicieron
los narradores del siglo veinte, fue transformar la literatura, haciendo que la
lectura exigiera esfuerzo, propósito indirecto de los libros electrónicos de hoy
(el público los compra por baratos, no por proveer una mejor experiencia de
lectura). Así, el tríptico que arma con El arte de la fuga (1997), El viaje (2001)
y El mago de Viena, reunida como Trilogía de la memoria (2007), es una mues-
tra única de cómo la autoficción y el nomadismo obsesionan positivamente.
Valencia tendrá que sentir el placer del homenaje secreto, y que lo haya hecho
el mexicano o un amanuense al final da igual porque Valencia tiene pluma, y
un estilo afín al Pitol verdadero.
Al desvincular ficción y realidad con la mentira literaria, como tanto insiste
Vargas Llosa, se reitera la dificultad de decir algo nuevo, y un crítico sagaz
como Alter también lo notaba en 1975: “Si este es el momento de la novela
autoconsciente, es definitivamente un arma de doble filo, como indicaría la
espectacular desigualdad de la ficción innovativa de hoy. La creciente insistencia
en la autoconsciencia en nuestra cultura mayor ha sido una fuerza liberadora
y paralizante, verdad que se aplica a su desarrollo actual en la expresión ar-
tística. En ese sentido, la crítica debe ser especialmente precavida” (1975: 220,
énfasis míos), y los novelistas también, como se vio con Goytisolo, sartreano
arrepentido, como Vargas Llosa. Después de Alter se popularizan términos
ce anticipada por los happennings de los años sesenta). En los años sesenta y se-
tenta nuestra narrativa llegó a una desaprensión normativa que demostraba en
qué medida había que conocer las normas para poder ignorarlas. Esta es una
conclusión importante de Block de Behar (1969: 92), autora de observaciones
críticas tempranas y fundacionales sobre cómo la fascinación por el lenguaje
durante el boom provenía de un fenómeno más hondo. Su análisis, abrazado
por filólogas como Barrenechea, mostraba que la narrativa tenía vigencia aun
cuando prescindía de sus formas tradicionales (1969: 105)15. Block de Behar
prepara el terreno para aceptar esa visión al decir que el uso de bricolage de
parte de los “boomistas” parece demostrar “la consciente convicción del artista
sobre un trabajo rapsódico que está realizando con materiales ya inventados
y empleados por otros” (1969: 34). Hoy, en novelas como Si te vieras con mis
ojos, la mezcla de materiales, en su caso los del pintor Rugendas y del natura-
lista Darwin, el bricolage es más productivo, mostrando otras posibilidades de
relación con los maestros metódicos (entre ellas los desencuentros afectivos),
y así como Darwin eclipsó la Weltanschauung que promovía Humboldt, Ru-
gendas superó las ambiciones de sus maestros, entre ellos Humboldt (a quien
Darwin le mandó The Voyage of the Beagle, y el polímata le aseguró que “tenía
un excelente futuro por delante”), que le había sugerido que no encontraría
temas atractivos para su arte en el Cono Sur. Para Blumenberg, hablando de
cómo la novela imita la realidad, el artista “solo copia algo que es ya una co-
pia y que no puede ser sino una copia, y de este modo la eleva al nivel de un
original” (2016: 132).
En otra práctica, el 5, 6 y 8 de agosto de 1975 el poeta chileno Enrique
Lihn escenificó, como narrador histriónico, la lectura de su novela La orquesta
de cristal antes de que se publicara, en 1976. No es baladí que en ella parodie
ferozmente al discurso crítico, y que mucho antes de Wallace, un tercio de
ella se componga de notas finales. Si se piensa en que Entre Marx y una mujer
desnuda también fue publicada en 1976, este año es una evidencia de que el
experimentalismo se agotaba, por lo menos para los lectores. Ese mismo año
15
América Latina en su Literatura (1972) enfatizó rupturas generacionales, experimentación,
desplazamientos genéricos y destrucción formal (Rodríguez Monegal, Jitrik, Campos, Adoum),
convirtiendo pleonástico analizar la disolución de fronteras o límites. Las compilaciones y
artículos de hoy se ocupan de modelos novelísticos circundantes sin proyectar al futuro, que sí
llevó a cabo la crítica de los años setenta por la preceptiva de la época.
Como avanzada de esta lucha sin esperanza contra lo literario aparecen las subleva-
ciones de una lengua, en tanto que todavía no es literatura. Vale decir, la literatura
Aunque hubo uno que otro premio menor por la traducción al inglés de
novelas hispanoamericanas de autores menores, la cosecha de originales o
atención a sus autores durante 2018 fue muy pobre, lo cual puede ser un
síntoma de la calidad de los palimpsestos, no de los traductores o sus esfuer-
zos. Respecto a ellos, una tendencia teórica académica actual es ocuparse de
la intraduciblidad como hecho positivo y fuente de desprovincialización del
canon (Apter), junto al interés casi siempre comercial por traducir obras que
atraigan a un gran público, según un fiable artículo de Maribel Marín y la
atención de Babelia (2016: 2-3). Annie Brisset recuerda, en “La razón traduc-
tora. Altazor de Huidobro y el movimiento Change” (Pagni/Payás/Willson
2011: 175-211), que la crítica contemporánea de la traducción en Occidente
se desarrolla dentro de los estudios literarios, la poética y la literatura compa-
rada. Para ella, la reflexión se polariza entre el modelo logocéntrico derridiano
y el babeliano, centrado en el significante y privilegiando la estética de la obra.
En los últimos veinte años, añade, el modelo babeliano “teorizado por el ro-
manticismo alemán, relevado luego por Walter Benjamin, se prolonga en la
poética del traducir de Henri Meschonnic (1970, 1999) y, de cierta manera,
en la ética de la traducción en Berman (1995)” (176). Si con Brisset (178)
1
El Diccionario histórico de la traducción en Hispanoamérica (Lafarga/Pegenaute 2013)
complementa dos compilaciones suyas de 2012: Aspectos de la historia de la traducción en
Hispanoamérica y Lengua, cultura y política en la historia de la traducción en Hispanoamérica.
Para el contexto cultural hispanoamericano y el giro antropológico en la crítica literaria: Eugene
A. Nida, “Linguistics and Ethnology in Translation - Problems” [1945] (Hymes 1964: 90-97).
La documentación latinoamericana concentrada en traducciones al español es relativamente
reciente (Adamo; Calvo; Claro; Pagni/Payás/Willson); no así la española.
2
Véase Frank McShane (1976: 68-77), en que además de hablar de Homero y un
sinnúmero de experiencias en Columbia University, se refiere a Rabassa y su traducción de
Rayuela; y Lowe/Fitz (“Translating the Voices of a Globalized Latin American Literature: The
McOndo Revolution and the Crack Generation”, 2007: 122-134), que a la vez incluye valiosa
información sobre los entretelones de las traducciones (malas) de autores como Fuentes y Rulfo,
aunque de aquellas “revoluciones” solo se refiere a Franco, Fuguet, Paz Soldán y Volpi, que no
son más que irrupciones. Más exhaustiva y exacta es Sara Booker, “América Latina traducida”,
en McCrack: McOndo, el Crack y los destinos de la literatura latinoamericana, Pablo Brescia y
Oswaldo Estrada (eds.), (Valencia: Albatros, 2018), 219-233; hasta la fecha la colección más
exhaustiva sobre ambos grupos.
3
Con bilingüismo forzado y cruces genéricos, Fuguet aumenta, revisa y edita mucho otra
versión de Qué pasa, 2 073 (31 de diciembre de 2010). En Tránsitos ocupa las páginas 245-255
de “Donoso” (2013b: 245-261), que es más un típico ajuste de cuentas suyo: el “… después de
que el antihéroe de Nocturno de Chile me degollara por escrito al aparecer Mala onda” (2013b:
247) obviamente se refiere a Bolaño, y no aparece en la versión de Qué pasa.
se ha visto que los nuevos han optado por obras en que el contexto y subtexto
se imponen, causando que a veces falte el texto de una trama cautivadora, en
los “latinos” todavía hay una dependencia no necesariamente en realismos o
neoliberalismos mágicos, sino en los avatares que han ocasionado esos movi-
mientos a nivel mundial, entre ellos la nueva obsesión por lo posnacional, o
por fijar por qué “lo latinoamericano” ha dejado de funcionar como criterio
literario, como si la nostalgia fuera un gatillo exclusivo para recuperar lo na-
cional. Tanto ellos como los críticos olvidan, entre otras cosas, cómo Asturias,
Carpentier, Cortázar, y el que más se ha expresado sobre el tema, Vargas Llosa,
tuvieron que viajar a Europa para descubrir “lo latinoamericano”, para ser
seguidos por algunos de los discípulos 2.0, en condiciones más cercanas a las
de la Generación “Me gusta”.
La discusión ha adquirido tonos fetichistas entre los críticos, como me re-
cuerda Bajter en un intercambio sobre el artículo de Becerra (2014). Así como
los escritores pasaron de hablar de literatura y política a hablar del mercado
y sus transas, desde los años noventa los críticos acuden a la misma trama,
siempre extraliteraria y anecdótica, confirmando su relación centenaria con el
mercado, algo que olvidan los preocupados por la pureza de El espíritu de la
ciencia-ficción. No hay discusiones que superen el recuento de los puntos de
tensión marcados en los últimos treinta años por especuladores mercantiles y
pretendientes a discípulos o maestros. Quizá por eso Becerra se dirige solo una
vez al hecho literario, con una mención a la lengua desde donde se levanta: la
cita de Echevarría. Lo demás es válido como testimonio de cómo se juega las
cartas en Hispanoamérica en los tiempos de la traducción inmediata. En ese
juego el primer capítulo del libro de Fornet, “En las últimas décadas” (2006:
9-53), sale palabra por palabra en línea (Fornet 2007) con el título “Y final-
mente, ¿existe una literatura latinoamericana?”.
Aunque continuará, esa discusión teleológica ha progresado de una visión
desengañada de ciertas constantes culturales a una visión fascinada por el co-
mercio literario, puesta en perspectiva con sensatez conceptual e histórica por
Becerra, que pormenoriza el papel de las editoriales y el fetichismo globali-
zante de capital simbólico (2014: 294-295), ya notado por Bértolo. La pre-
gunta es muy antigua. En “¿Existe una literatura hispanoamericana?” (1932)
el colombiano Baldomero Sanín Cano aseveraba, sin nacionalismo, que “es
de lamentar que la primera tentativa de historia literaria hispanoamericana se
deba a un extranjero” (1977: 283), condición que todavía nos afecta a pesar
del ahínco crítico contra el imperialismo. Como ocurre desde Rama hasta
Echevarría, terciados por varios autores actuales, para Sanín Cano la lengua
es un elemento distintivo ante tanta globalización anglocéntrica y los nuevos
medios: “Estas graves diferencias, a pesar del idioma, a pesar de la tradición
española y de los modelos y el gusto franceses, van creciendo con el tiempo, y
más aún, con la separación. Se ha dicho que la prensa salva este abismo entre
los pueblos de una misma lengua. No hay esperanza más falaz” (1977: 286)4.
El gusto sigue siendo así en la era digital porque nunca es compartido, congé-
nito, consistente o heredado.
Las comunidades lingüísticas son limitadas y soberanas a la vez, propensas
a resistir la fácil comodidad de los hogares imaginados. Como género cons-
truido socialmente debido a una interacción de la reproducción mecánica y
diferentes sistemas económicos, la novela se conjuga históricamente con mu-
chos otros y varias formas estéticas. Cabe preguntar si las nuevas prácticas y
medios intensifican esas relaciones, causando que ellos y la forma de la novela
sean el contexto necesario para escribir de una novela “global”. Hablando
hace años sobre la insípida “novela global aburrida” (hoy la de “ambición
global” para Vila-Matas), por ser monolingüe (en inglés) y mera diversión,
Parks dijo: “Lo que parece destinado a desparecer, o por lo menos a riesgo
de abandono, es el tipo de obra que se deleita en los matices sutiles de su
propia lengua y cultura literaria, el tipo de escritura que puede violentar o
celebrar la manera en que uno u otro grupo lingüístico verdaderamente vive”
(2015: 28), idea que se puede matizar con la visión que él tiene del realismo
mágico (2015: 57-58). Si la Unión Europea piensa cobrar el mismo IVA a
libros electrónicos e impresos, vale pensar si la impresa seguirá siendo im-
portante para definir la todavía amorfa, nada nueva y mal delimitada (por la
academia) “novela global”, o si exige un enfoque relacional con otras formas
y plataformas. ¿Cómo se relacionan categorías como colaboración o sociedad
a categorías como autoría?
4
En Escritos (Sanin Cano 1977: 281-287). Con los latinounidenses cuya presencia
Sanín Cano no podía vislumbrar, los registros lingüísticos cambian radicalmente, junto a la
percatación de ellos. Sin intención de homogeneizar, entre 2012 y 2013 la Associated Press
publicó un “Manual de estilo” en línea, para alertar a periodistas sobre la variedad de registros
latinoamericanos del español, que no son menores a los del inglés del Reino Unido.
Esa situación del primer mundo —en un momento ansiado pero ya su-
perado por la narrativa del boom— tergiversa las estrategias de la aceptación
de lo “nuevo” y lo “distinto”. Según Casanova en La République mondiale des
lettres, para esas determinaciones se ha pasado de la asimilación a la diferencia-
ción, y la diferenciación hoy quiere decir no ser moderno. Con las salvedades
del caso que he explicado, entre ellas el rechazo de lo exótico como modus
vivendi representativo, algunos nuevos narradores hispanoamericanos, y crí-
ticos, ceden a fórmulas impuestas desde un “afuera” que no sin contradicción
dicen ser su “adentro”, convirtiendo en borroso lo novedoso o diferente en la
narrativa continental. Para Santos, “en su huida de lo exótico y lo pintoresco,
la inclusión de dialectalismos no deja de ser un guiño autoconsciente, pero no
trabajan las figuras retóricas o los juegos de palabras de una manera tan exa-
cerbada” (2017: 191). La subeconomía lingüística mundial que discuto con-
tribuye a la disolución o desencuentros de límites y bordes estéticos e incluso
étnicos, particularmente cuando se publica la obra de autores que presenta
como “hispanoamericanos” traducida al español del inglés en que fue escrita
originalmente. La misma situación se da para otras lenguas, como explica
Parks respecto a la globalización de la ficción en la sección “The world around
the book” (2015: 1-45).
La situación es más complicada, aun cuando se crea que no hay nada como
la difusión. La excelente Ferré comenzó a traducir su propia obra al inglés con
colaboradores, para escribir después directamente en inglés. Así, su novela
La casa de la laguna (1996) salió al año de publicada su ¿versión? original,
The House on the Lagoon. Estas negociaciones con los “latinos” ocasionaron
que en Latin American Fiction: A Short Introduction (2005) Philip Swanson
se refiera a Ferré, traduzco, como “una puertorriqueña a quien normalmente
se toma por escritora latinoamericana [sic], a veces asociada con el posboom
[sic]”. Paralemente, cuando la editorial argentina Emecé anunció en 1997 la
publicación de La casa de la laguna, lo hizo con el llamado “Rosario Ferré, una
nueva voz en la novela centroamericana [sic]”. Si en cierto nivel ella (que no
fue o es la única en esta posición) contribuye a la confusión de su recepción
y desplazamiento nacional, no es productivo preguntar si “traiciona Ferré su
identidad puertorriqueña al verter su obra al inglés” (Behiels 2001: 104), por-
que se parte de la suposición que no escribe directamente en inglés, sino que
se traduce ella misma.
5
Véase Munday 2008: 57-68, basado en su libro más lingüístico que cultural de 2007. La
historia anterior a De Onís se expande en Allen 2013: 82-104, que incluye excelentes artículos
de traductores al inglés como David Bellos, que retoma ideas desarrolladas en su Is That a Fish
in Your Ear? (2001; traducción al español: 2012), entre ellas que a pesar de la insistencia en
que lo real siempre se pierde en la traducción, traducimos rápidamente todo, a cada rato. In
Translation (Allen 2013) no incluye colaboraciones de Levine o Grossman, y tiene descuidos
como “Columbian” por “Colombian”, Pascale (Casanova) se convierte en “Pascal”, y no discute
traducciones o traductores de autores hispanoamericanos de hoy, limitándose a mencionar a
Rabassa (Allen 2013: 96-100).
6
Junto a la logística de cómo y cuándo se tradujo a los autores mencionados, considérese
la visión retrospectiva de los traductores que protagonizaron el paso a la esfera estadounidense,
como Rabassa, y el resumen de las experiencias (según un libro suyo anterior) de Levine, “El
‘boom’ visto desde el siglo xxi” (2004: 54-62), referido a nuevos narradores colombianos,
aunque desde la perspectiva del periodista colombo-estadounidense Juan Forero. Para la práctica
posterior véase Edith Grossman, Why Translation Matters (edición en español: 2011), del que
extraigo la mención a Wood. Las versiones actuales más exitosas al inglés son de mujeres, entre
ellas las de Megan McDowell, traductora de Zambra, Fontaine, Schweblin y Meruane, entre
otros.
cialización. Así, las cinco novelas de Edward St. Aubyn, cada una de las cuales
tiene su propio título en inglés, han sido publicadas como El padre (las tres
primeras) y La madre (las dos restantes), ambas con el subtítulo “Las novelas
de Patrick Melrose”. La decisión tiene sentido si se cree que todas ellas son
confesiones de St. Aubyn, y si es así, se está sobrepasando el valor de sus otras
novelas, como A Clue to the Exit (2000), en que un guionista trata de escribir
una novela seria (sobre agencia y conciencia) al enterarse que morirá pronto.
Se trata entonces de si se capta la esencia de una obra cuya esencia de-
pende mucho de su tamaño, y por eso puede haber media docena de la Anna
Karenina de Tolstói, o dos nuevas traducciones en el mismo año, como ocu-
rrió en 2014. Estas coexisten, porque diferente a Proust y los matices de sus
reflexiones sobre el tiempo, el amor, los juegos de palabras, la percepción y
la memoria (que ocasionan traducciones esencialmente irreconciliables), para
Tolstói (influencia admitida de Vargas Llosa, que dice haberlo leído en francés,
y luego en español e inglés) la claridad era primordial. No ocurre menos con
los clásicos grecorromanos, o con Dante y los clásicos del Renacimiento. ¿Qué
hace que las editoriales produzcan nuevas versiones de los clásicos antiguos?
Una respuesta: no hay que pagar derechos o adelantos a autores muertos, y
una nueva traducción podría convertirse en libro de texto. Esto no puede
ocurrir con una traducción de Díaz al español (por mal que se traduzca sus
títulos), en el futuro inmediato. La respuesta a corto plazo es que en algunos
casos la traducción al inglés significa adquirir renombre. Una respuesta mejor
es que la esencia de la traducción es su contingencia, y si nunca es definitiva,
a veces puede tener autoridad, por un tiempo.
Piénsese al respecto en las pocas traducciones completas al español (cinco
con la del argentino Rolando Costa Picazo en 2017 y sus 6381 notas) que
existen del Ulysses de Joyce, o de la Eneida, en comparación con las traduccio-
nes de sus hipotextos, Homero (en 2015 se publicó una traducción al inglés
considerada “la mejor”) y Dante. Desde que existen las épicas como escri-
tura han sido traducidas de varias maneras, con sendas interpretaciones de
cómo hacerlo, y en este siglo hay, como fijé en el primer capítulo, borbotones
imparables de adaptaciones, modernizaciones, secuelas, versiones teatrales y
narrativas alternas como las novelas gráficas de los clásicos, y de obras más po-
pulares que clásicas. Como argumenta Barthes a través de Mythologies (1957),
el trabajo cultural que en el pasado hacían los dioses y las sagas épicas lo hacen
de las anteriores, y al otorgar un premio literario rara vez (el caso del Man
Booker International de 2018) se considera el aporte de los traductores en la
dotación. Con los nuevos latinos y sus traductores, generalmente desconoci-
dos, no se ha dado la oportunidad de considerar a los últimos, y el público
lector anglófono, especialmente cuando con la red mundial todo el mundo
puede ser reseñador (y posibilitar una especie de nuevo analfabetismo, según
declaraciones de Habermas en 2018), no puede hacer otra cosa que esperar las
ofertas editoriales, que nunca benefician a los autores o salen de los académi-
cos. En Profession 2002 (edición de Phyllis Franklin), un dossier dedicado a la
traducción en las Américas [sic], ninguno de sus artículos se interesa o tiene
noción de la narrativa hispanoamericana contemporánea. Lo mismo ocurre
en un dossier posterior, “The Tasks of Translation in the Global [sic] Context”,
Profession 2010 (edición de Rosemary G. Feal), en cuya conceptualización y
teorización English only no cabe el mundo iberoamericano.
Si es verdad que la mayoría de los desacuerdos sobre traducciones tienen
que ver con la importancia del contexto, aparentemente es irresistible traducir
a los clásicos, condición que no afecta a los nuevos narradores latinos, porque
por lo menos en España e Hispanoamérica no hay lugar para varias traduc-
ciones, por buenas que sean. Si la centralidad de los clásicos, traducidos o no,
es incuestionable, también es cierto que defender su centralidad (que quiere
decir la tradición europea, como según Bessière hacen Kundera y Vargas Llo-
sa) sean grecorromanos o modernos, es forzar una relación inextricable entre
intereses teóricos contemporáneos e investigaciones acerca del significado de
textos históricos, entre contexto particular e infinito, textos explícitos contra
textos polivalentes, o intención opaca contra transparente8. Los problemas
que conlleva el vagabundeo de la narrativa traducida son mayores, y tienen
que ver generalmente con la autoidentificación de los autores, la lengua y cul-
8
Es así como Michael Kerrigan (2013: 21) reseña de tres novelitas de Aira. Tratan intereses
similares Umberto Eco, Experiences in Translation (2000; en español, 2008), y Translation
Studies. Perspectives on an Emerging Discipline (Riccardi 2002), en un ensayo de un traductor de
Wilcock al inglés, Lawrence Venuti (Ricardi 2002: 214-241), inventor de la noción “traductor
invisible” retomada por Calvo, y en la revisión de Juliane House del tema de universalidad
versus especificidad cultural en la traducción (Ricardi 2002: 92-110). No me llega a tiempo
This Little Art (2018), de Kate Briggs, matizada meditación de contrapunto y barthesiana que
para mediados de 2018 había ocasionado polémicas, y defensas de Briggs por Venuti y otros.
tura que los definen, su posible papel en la historia literaria escrita en español,
la autenticidad “nacional”, el bilingüismo y la traducción.
De estos el que más afecta la percepción de autor y obra es el eterno pro-
blema de la autenticidad, cuyo desvanecimiento aumenta con los montajes
que defienden la globalización y la crítica poscolonial anglocéntricas, igno-
rando, por ejemplo, que el arte novohispano de los biombos enconchados,
comisionado por un virrey como José Sarmiento de Valladares, ya mezclaba
influencias asiáticas, europeas y americanas. Rancière explica ampliamente
que se puede enseñar lo que se ignora, por “la pasión por la desigualdad”
(2003: 137-184). Cabe así preguntar por qué aquella crítica no cuestiona si
los latinos traducidos se están vendiendo cuando publican en las lenguas de
dos imperios. Paz manifiesta, en Traducción: literatura y literalidad, que “en el
interior de cada civilización renacen las diferencias: las lenguas que nos sirven
para comunicarnos también nos encierran en una malla invisible de sonidos
y significados, de modo que las naciones son prisioneras de las lenguas que
hablan. Dentro de cada lengua se reproducen las divisiones: épocas históricas,
clases sociales, generaciones” (1971: 9). No se refiere a una esencia lingüística
sino a razones y especificidades culturales heterogéneas, y si vale preguntar
en qué prisión está un narrador al escribir o hablar otra lengua, es lógico que
Paz hable de desfiguraciones, homenajes, profanaciones y transfiguraciones al
referirse a la traducción en sus ensayos.
Es obvio que el trabajo del traductor requiere más que una posible exacti-
tud lingüística, sobre todo cuando el autor traducido puede ser extraterritorial
y lingüísticamente nómada. Wimmer, traductora de Vargas Llosa y Bolaño,
cuenta en entrevistas que mudarse por un tiempo a la Ciudad de México le
ayudó a precisar ciertas referencias culturales de Los detectives salvajes, entre
ellas una al “Santo”. Cuenta que no sabía que se refería al luchador mexicano,
y no a una figura religiosa. Esa carencia debe medirse con el hecho de que
como figura vigente de la cultura popular, Santo, El Santo o el Enmascarado
de Plata, es reconocido fácilmente por muchísimos latinoamericanos nacidos
de los años cincuenta en adelante. Pero relacionado al desconocimiento de la
movilidad cultural, una razón para no recomendar la publicación española de
Conversación en la Catedral fue que tenía una “abundante cantidad de hispa-
noamericanismos”. Traducida a varias lenguas, sigue siendo una obra maestra,
novela política universal que nunca pudo escribir Sartre. La traducción cul-
tural es un arma de doble filo, sin duda, y hasta la muy buena El ruido de las
cosas al caer tiene inexactitudes sorprendentes en torno a la cultura popular,
generalmente la estadounidense.
Por ejemplo, se contextualiza un momento histórico mencionando el ase-
sinato de Malcom X, pero no el de Martin Luther King; se dice que el “Conde
Contar” pertenece a los Muppets, cuando en verdad es un personaje del pro-
grama Plaza Sésamo (Sesame Street en inglés), y con demasiada “licencia poéti-
ca” se imagina que los miembros de los Cuerpos de Paz cantan a Frank Zappa.
Ese tipo de confusión o, para ser benigno, descuido, también se da en España,
y no solo al nivel de la traducción, sino al de qué es un “latino” hoy, como si
estos no tuvieran suficiente con la confusión a que se les somete. Por eso la
traducción del libro de Vásquez facilitaría reconocer los referentes culturales al
no hispanohablante, corregirlos. Ahora que con The Sound of Things Falling,
Anne McLean, la traductora, y Vásquez han compartido el premio Internatio-
nal IMPAC Dublin Literary Award de 2014, parece haberse hecho justicia a
la traducción. No es baladí que Vásquez sea el primer sudamericano en reci-
birlo (Marías, traductor y bilingüe verdadero, es el único hispanohablante en
ganarlo anteriormente). Pero no se sabe si ese premio pondrá en perspectiva la
recepción inicial de la traducción. Si White la elogió, en el mismo diario Dwi-
ght Garner llamó a Vásquez “un escritor estimable”, agregando que la trama
de la novela “puede parecer ultradeterminada” y que el autor “a veces parece
más interesado en generalizaciones poéticas que en retorcer a la gente”. Es más
pertinente el comentario que hace Vásquez a The New York Times (12 de junio
de 2014): “Me encanta [ese] hecho de este premio, que novelas traducidas
sean consideradas pares de novelas publicadas originalmente en inglés, y se-
gundo, su índole internacional”, porque “este año el premio ha sido otorgado
a un novelista colombiano y a una traductora canadiense que se conocieron
en España mientras ella estaba viviendo en Inglaterra, y el premio se concede
en Dublín, así que es ese tipo de cosa cosmopolita”.
Siguiendo con esas trabas de o para la recepción del latino traducido, la
revista cultural española Eñe dedicó su número 12 (invierno de 2008) a los
“Nuevos narradores de América Latina”, y de los escogidos Alarcón y Pron
son los únicos cuya obra despega. Si incluir dos latinoamericanos que escriben
respectivamente en inglés y español muestra apertura, la falta de criterio y
precisión cultural continúa en la edición 16 (primavera de 2010), que incluye
zar a la comunidad de lectores que desarrolla un gusto. Más allá de esa confu-
sión y de las referencias culturales, el asunto de qué es ser “latino” es antiguo;
y otra pregunta más vieja que no hace esa crítica recolonizada es si es inmo-
deradamente utópico imaginar que la narrativa “latina” de Estados Unidos
puede existir simplemente como narrativa, absuelta de alguna misión social
o pedagógica permisiva. Si como se dice, “la pureza está en la mezcla”, ¿por
qué tantos trucos, coartadas, huellas y direcciones para encontrar lo auténtico
en lo espurio, quiénes son sus árbitros? No en vano, hace más de veinticinco
años Earl Shorris, uno de los gurúes que definieron lo latino en Estados Uni-
dos (también fue brevemente torero en México), mencionaba que nadie sabe
bien qué es un “latino” allí, “o si latino, hispano, español, mexicano, mexica-
no-americano, chicano, nuevo mexicano, puerto riqueño, neorriqueño, bo-
rinqueño, puertorriqueño u otras denominaciones son nombres auténticos”
(1990: br27). Valga entonces “latinounidense”.
Dicho de una manera más directa (Shorris culpaba a los académicos por
la ofuscación, y hasta la fecha hay que traducir a la gran mayoría de ellos), y
concentrada en una comunidad literaria amplia, ¿hasta qué punto son andi-
nos autores y obras cuya etnia es definida más por los mediadores que por la
forma, contenido y circunstancias de la publicación, o por un compromiso
que supere las consignas y etiquetas fáciles del realismo social que Gorky de-
finía como “la capacidad para ver el presente en términos del futuro”? Los
latinounidenses no son una entidad cultural o étnica, porque en realidad son
de orígenes culturales y geográficos muy vastos, y algunos de ellos no hablan
otra lengua que el inglés. Vale notar que, a pesar de las respuestas correctas que
dan los latinos estadounidenses sobre su comunidad, su mundo es tan difuso
y conflictivo que en verdad no se habla de una “generación latina” o agru-
paciones similares de escritores. Etiquetas como “latinos” son falaces porque
no se refieren a características culturales, étnicas o regionales. Como vengo
debatiendo en Discípulos y maestros 2.0, la más sensata y útil aplicación de ese
término surge por y desde la lengua española, reconociendo que es un pro-
blema que no puede ser examinado aislándolo de otros. Así, con su dirección
de Radio Ambulante, que transmite en español desde San Francisco, Alarcón
está ayudando a definir lo latino en Estados Unidos, reafirmando que ni el
mercado ni la lengua son monolitos. Vale recordar la opinión de Indiana (en
la entrevista para Quimera de 2017) acerca de su relación con autores nativos
es decir, racistas. Los “boomistas” que más podían controlar sus traducciones
eran Cabrera Infante, Cortázar (que habla del “traductese” en La vuelta al
día en ochenta mundos, un no lenguaje que remplace al español anticuado, y
tradujo a Poe, Defoe y Yourcenar, entre otros) y Fuentes, en ese orden; algo
que no ocurre con los latinounidenses y su español. Vale recordar que para su
traducción de Robinson Crusoe en 1945 Cortázar recortó la obra en un 30%,
y no fue hasta 2012 que se publicó la novela completa. Aira admite que hace
lo que le place con las traducciones con que se ganaba la vida, ¿pero se le cree?
Si ediciones posteriores de Tres tristes tigres añaden textos censurados en Cuba
o España, ¿qué traducción la haría una obra cumbre, y qué otros problemas
de la traducción ilustran estos hechos cuando medio siglo después dependen
del mismo lenguaje?
He ahí un comienzo de la penetración de una política cultural anglófona
en la recepción de los entonces nuevos narradores hispanoamericanos, y un
aviso de que la obra del traductor tiene que ser transparente, proveer acceso sin
una agenda o interpretación, porque la elección de una sola palabra puede am-
plificar o disminuir un pensamiento de manera significante. Si es verdad que
Rushdie ha reconocido su admiración por un tipo de “realismo mágico” (a la
vez que en 1996 le criticaba a Steiner su alarmismo nostálgico sobre el estado
de la novela), también es verdad que otros escritores de lengua inglesa como
Barnes han demostrado su agotamiento. En Flaubert’s Parrot, su “biografía”
del ideario del novelista, para contrarrestar a los críticos que quieren ser dicta-
dores de la literatura el narrador provee un índice políticamente incorrecto de
las novelas que se debe prohibir. La quinta de las diez contravenciones es que
se introduzca un sistema de cuotas para la ficción ubicada en Sudamérica, y
la intención es “frenar la proliferación del barroco turístico y la ironía pesada”
(99).
Por razones similares a estas todavía no se da en la narrativa de los latinos
estadounidenses un sentido directo de la ironía sobre su “latinidad”, como
texto que se comenta, o para criticarla y darle otra forma. Con la excepción de
Díaz, no se ha desafiado o rechazado la noción de una latinidad hegemónica,
concentrada en la “mexicanidad”, “chicanidad”, “cubanidad” o “puertorrique-
ñismo”. Tampoco se ha tratado con ironía la relación que varios de estos au-
tores tienen con el pasado y su contexto específico, más allá de lo que leen en
inglés. Quizá sea porque, como su cohorte que vive en Hispanoamérica, no
han tenido que confrontar guerras culturales definitorias, como la del “Poder
Negro”, por ejemplo. A pesar de que confronten reacciones conservadoras
en Estados Unidos contra los inmigrantes, no han sufrido el desplazamiento
creado por el trauma del pasado (Díaz y Quiñonez enseñan en universidades
estadounidenses de renombre) o la inquina que provoca el extranjero en esos
espacios cosmopolitas, y por ende no se han enfilado hacia una relación iró-
nica con parte de ese pasado doloroso, aunque se sospeche que esa condición
no ha cambiado totalmente. No son adictos entonces, a pesar de su bicultura-
lismo, a la necesidad profunda del nativo de significar dos cosas o estar en dos
lugares a la vez, ni de luchar contra significados fijos.
Teniendo en cuenta que casi todo manual, “red” digital o teoría de la tra-
ducción termina concentrándose en ciertas metas respecto a lo que debe hacer
un traductor escrupuloso que respeta una composición original y quiere ser
justo con el autor, hay dos instancias. Primero, se intenta transmitir el sentido
exacto de las palabras empleadas. Segundo, se reproduce, dentro de lo huma-
namente posible, el tono de la obra y el matiz preciso de cada frase; y por últi-
mo, se intenta imitar la forma del original. Para lograr las dos primeras metas
el traductor necesita maestría en el lenguaje al que se traduce (no hacer una
traducción “poética”) más un profundo entendimiento del original y su con-
texto lingüístico y cultural. La última meta la podría lograr un traductor me-
dianamente competente, y esto es lo que se tiene en las traducciones actuales
de esta narrativa. Las negociaciones son inevitables, y una persona ignorante
del lenguaje original nunca podrá lograr las primeras dos metas, que tratan de
hacer inteligibles mundos inaccesibles9. Es otra lección del “maestro ignoran-
te” de Rancière (que se concibe como traductor de Jacotot para comunicar un
mensaje político radical sobre la pedagogía), en que la repetición e imitación
enseñan más que la explicación.
Ahmad recuerda una condición mundial relevante: “Para cuando una no-
vela latinoamericana llega a Delhi, ya ha sido seleccionada, traducida, publi-
9
Así, Patricia Willson (2004) estudia cómo Victoria Ocampo, Borges y Bianco
“naturalizan” lo extranjero. La Recopilación de Leyes de los Reynos de las indias (1776) incluye
“De los intérpretes”, ordenanzas que sirven de trasfondo a aquella naturalización. En el siglo xix
el mundo traducido se americaniza con dictámenes de Bello, Sarmiento, Juan María Gutiérrez
y Martí. Ese enfoque sobresale en la Argentina, como demuestran Alejandro Patat (2013: 9-10)
y Patricio Fontana y Claudia Roman (2011: 45-80). Cf. una contextualización de Sarlo (2001:
77-147).
no puede tener ninguna relación ingenua con las palabras. Debe defenderse
de la magia del lenguaje, aunque eso es, precisamente, lo que lo haya llevado
a elegir lo que muchos de ellos catalogan como una profesión esquizofrénica”.
Pero también debe haber la modestia que no hay en las traducciones automá-
ticas. Como apunta el narrador de Una casa en Bogotá de Gamboa sobre una
traducción al inglés de los poemas de Catulo: recordé los esfuerzos increíbles
por apoderarme de ese idioma reacio, el único en el que, conociendo la gra-
mática y teniendo un diccionario, uno puede traducir lo contrario de lo que
dice el original (146); mientras, la traducción al inglés no era muy clara para
mí —mi inglés es insuficiente a ese nivel—” (146). Ambas disquisiciones,
dudosas, tienen que ver con la capacidad del traductor.
Ese mismo número del The New York Times Book Review incluye citas de
reseñas entusiastas (enfatizando el tono verde de su sensualidad) de Cellopha-
ne, junto a una reseña de la traducción al inglés de El delirio de Turing (2003)
de Paz Soldán. No deja de ser importante que el reseñador sea el nómada pos-
colonial y periodista inglés de padres indios, Pico Iyer, conocido por sus libros
de viajes. La reseña de Iyer no es entusiasta, y no se puede culpar al periódico,
que mantiene su conocida libertad de expresión. Iyer señala el desorden narra-
tivo de Turing’s Delirium, viendo un palimpsesto de la escritura del autor en la
dificultad de descodificar los mensajes en que se centra la trama. Iyer —quien
no señala, por ejemplo, cómo el boliviano desaprovecha el escándalo que cau-
só el matemático inglés Alan Turing por su homosexualidad— es benigno
sobre los anacronismos, calcos de otros escritores y falta de originalidad. Si re-
conoce que “una novela como esta remplaza efectivamente el realismo mágico
con la realidad ‘virtual’, el espacio onírico con la abstracción” (9), no observa
cómo desperdicia novelizar de manera novedosa (la película de 2014, The Imi-
tation Game, se basa en la biografía de Andrew Hodges de 1983, Alan Turing:
The Enigma) que Turing, pionero de la inteligencia artificial y de cómo no hay
que temerle, argüía que si una computadora puede hacerle creer a una persona
que se comunica con otra, sería imposible para esta descifrar si la computado-
ra está pensando. Pero el inglés no pensó en que, mientras más autonomía se
le dé a una máquina, más se necesita salvaguardas para el mundo interior del
artista, porque la inteligencia artificial puede ayudarnos a aclarar qué es lo que
nos hace más humanos, para bien o para mal. Al darle a su novela un giro sen-
timentaloide, Paz Soldán piensa de una manera humanamente convincente y,
por suerte para los novelistas, las computadoras siguen fallando respecto a la
capacidad de expresar sentimientos mecánicamente.
Como dice el último de unos “mandamientos” de Yépez sobre la traduc-
ción: “Traducir ya lo están haciendo las máquinas. Pero las máquinas todavía
no traducen bien. Traducir todavía puede ser demasiado humano” (2013: 12).
Además, Marshall Mc Luhan se equivocó en Understanding Media (1964)
al suponer que la computarización de la cultura llevaría a un aumento de
conexiones empáticas. Como muestra la Generación “Me gusta”, los medios
sociales ofrecen una alternativa conveniente para interacciones caras, poco
traducibles y desordenadas con seres humanos. El problema tiene poco que
ver con la traducción en sí, y más con cómo permite que la crítica extranjera
asuma un conocimiento “canónico” de nuestra tradición, sin contextualizar
los límites de algunos nuevos. Sacks, en “Rivers of Time” (2014: c6) reseña
positivamente Faces in the Crowd (2014), traducción de Los ingrávidos. Pero
concluye, y traduzco: “Si el interés de la señorita Luiselli en las ambigüedades
novelísticas de la realidad y la temporalidad no es original —su deuda es con
los grandes artífices sudamericanos Jorge Luis Borges y Julio Cortázar— el
libro multicapas que ha concebido revive y agita tales indagaciones complejas”
(c6). Sacks desconoce que compatriotas de Luiselli (en quien nota logros ac-
tivistas, no novelísticos) como Brenda Lozano o Verónica Gerber (especie de
Sophie Calle apreciada por Herbert), nacidas en 1981, son de práctica similar,
con guiños mágico-realistas o al arte visual (Gerber). Además, Cuaderno ideal
(2014) de Lozano es una reescritura de la historia de Penélope en que la na-
rradora escribe y borra mientras su pareja, que no es un Odiseo que viaja en
círculos, vuelve a casa después de perder a su madre en España.
Como otros de sus contemporáneos, Paz Soldán se esfuerza demasiado
por mostrar que es sofisticado, o del primer mundo que quiere criticar. Tam-
bién puede ser víctima del virus global mediante el cual los nuevos narrado-
res, fascinados por la realidad “virtual” o la red mundial, descubrirán que su
mito personal no se traduce al tipo de reconocimiento disfrutado por los de
generaciones anteriores. Para otros narradores —Abad Faciolince en la Eñe
española, Pron en la Revista de Occidente y a través de su El libro tachado.
Prácticas de la negación y del silencio en la crisis de la literatura (2014), Zambra
en la Revista Chilena de Literatura, la argentina Matilde Sánchez (1960) en
Dossier, Valencia en sus ensayos, narrativa y notas periodísticas sobre la mala
Fuguet como estrella del grupo (Bolaño moriría seis meses después), y lo gra-
ve es que el 19 de enero de 2003 La Nación bonaerense reprodujo la nota de
Laporte como crítica autorizada del movimiento, “traduciendo” un desarrollo
cultural que no necesitaba traducción latinoamericana. Aparte de esos calcos,
el problema mayor para los nuevos es que la red mundial les ha impuesto una
presión inusitada: consultar o verse obligados a seguir o confirmar quién escri-
be, o no, sobre ellos, incluso las siempre erróneas traducciones automáticas. Es
una presión que, con salvedades, Vargas Llosa ha aceptado.
El problema con la aplicación de fórmulas similares de recepción a estos
narradores es que solo funcionarían de manera general, y exclusivamente con
escritores que las editoriales de lengua inglesa definen como nuevos y repre-
sentantes de lo latino en Estados Unidos (con la probable extensión al Reino
Unido y Europa occidental). Si antologías finiseculares como McOndo, Líneas
aéreas, Se habla español y los testamentos que he analizado son un barómetro,
los narradores de cambio de siglo nacidos en Hispanoamérica y radicados
allí o en Europa desdeñan la puesta al desnudo étnico, prefiriendo renovar la
puesta al desnudo de los procedimientos narrativos, con el afán de motivar
enteramente un relato que no evoque directamente problemas sociopolíticos.
El desafío, infinito y aparentemente cíclico, sigue siendo combinar elementos
indígenas no cosmopolitas con elementos que el público urbano más amplio
(que ahora los incluye a ellos y su generación) reconozca como “literarios”.
Hasta Sudor, Fuguet es el mejor expositor de esta tendencia (no examinada
por Santos), y como cosmopolitas al enésimo nivel los personajes de estos
novelistas desaparecen en sus trasfondos, y eso los marca como individuos que
no se puede identificar con ningún grupo, a pesar de sus críticos. No importa
que no tengan yoes equilibrados, porque solo atraen la atención a sí mismos
dentro del mundo ficticio móvil que su creador construyó.
No es tarde para postular que cualquier éxito de los nuevos reside en inven-
tar personajes que no existen, pero que deberían existir, como ocurrió con los
“boomistas”. También es cierto que varios de los “nuevos latinos” de Estados
Unidos (que retrocede a Allende y compañía) crean situaciones exóticas fácil-
mente olvidables en la patria chica, y no solo porque en la explosión de ellos
no se encuentra un modo satírico y magnánimo, libre de moralismos. En tér-
minos de la ficción de las Américas (incluyendo la traducida), se trata, según
Sacks, de una disputa entre mayores y jóvenes que estos ganarán, si uno se guía
En sus versiones inglesas, novelas como Inés del alma mía (2007) de Allen-
de, que hubieran podido ser buenas muestras de la nueva novela histórica
hispanoamericana (el boom de la convencional es hoy español), siguen siendo
recibidas como modelos y éxitos de venta de un realismo mágico renovado,
no de autores respetados por un público exigente. Esa percepción no tiene
que ver con la traducción o creer que no entender la lógica de los bestsellers
conduce a decir que son “literatura mala”. Aira, al hablar de sus inicios como
traductor de ellas, manifiesta que cuando descubrió que pagaban lo mismo
por traducir literatura buena o mala, y que obviamente esta era más fácil,
esas obras influyeron en su “estilo”; y hacía lo que le daba la gana con las tra-
ducciones, no como Marías que a sus veinticinco años traduce seriamente a
Sterne. En una nota de contraportada a Ema, la cautiva dirigida al “ameno”
lector Aira dice: “Hace unos años yo era muy pobre, y ganaba para analista y
vacaciones traduciendo, gracias a la bondad de un editor amigo, largas novelas
de esas llamadas ‘góticas’, odiseas de mujeres, ya inglesas, ya californianas,
que trasladan sus morondangas de siempre por mares himenópticos, de té
pasional”. Lo “malo” en la literatura del continente es hoy una postura que la
crítica infla, como en Ínsula (lxvi, 777, septiembre de 2011), entresacando
lo bueno en Aira (aunque a veces se lo presenta como militante de la escritura
o literatura “mala”, sin explicitarla convincentemente), Macedonio, Levrero,
Lamborghini y Bellatin10.
Con el subtexto de lo que significaría la traducción de alimentos en dife-
rentes culturas para una novela, dice: “Yo dejé de traducir hace diez años, y lo
hice con alivio, pero pasado el tiempo empecé a sentir que había perdido algo.
Y sigo sintiéndolo. Lo que más extraño no son las facilidades del oficio sino
sus dificultades, esas perplejidades puntuales que despertaban mi pensamiento
por lo común adormecido. Ahora que ya no traduzco tengo que inventármelas”
(2014: 7); y concluye: “Poco a poco se iría transformando en una novela mía,
y no sé si se podría seguir tratándose de una traducción” (2014: 8), idea que
propuso en La princesa Primavera (2003), en que la traductora protagonista
reina en una isla frente a Panamá, preocupándose más de invasiones y poéticas
10
La crítica sobre cómo estos juegan con lo bueno o lo malo es extensa. Después de
Macedonio, Aira (maléfico personaje dueño de un burdel en La última de César Aira de Idez)
es el que más se ocupa de ese binarismo, en los ensayos que he mencionado. Quien mejor
desmenuza esa distinción es Kevin Perromat (2014: 37-63).
11
Se cuestiona si esa literatura existe como entidad “diferente” en Estados Unidos. Así
Silva Gruesz (2012: 335-341) y su contrapunto “subalterno” Williams/López (2012: 357-364).
Compárese esas ideas con las de García Canclini (2014), adelantadas en Latinoamericanos
buscando lugar en este siglo (2002) acerca de “La construcción actual de lo latinoamericano”
(68-77).
esa memoria tuviera la cara del actor Javier Bardem, no del autor de Antes que
anochezca (1992), Reinaldo Arenas. Los diseños de las portadas son traduccio-
nes: al convertir cientos de páginas de palabras en un rectángulo de colores,
formas y estampados que para muchos lectores serán su primera impresión de
un libro, y para muchos otros la última. Y hay otros detonantes: la edición en
inglés de Cien años de soledad para Penguin Classics de 2000 tiene una mujer
desnuda en la portada, y por lo menos una novela en español de Santos-Febres
muestra a una mula exótica en su cubierta.
Como arguye Villoro, narrador nativo establecido, traductor hijo de es-
pañol: “En su afán por recuperar culturas soslayadas, ciertos discursos post-
coloniales tuvieron un peculiar efecto secundario: la creación de un folklor
purista […]. El necesario empeño de reparar la discriminación sufrida por
las culturas vernáculas desemboca así en un exotismo de segunda naturaleza,
donde una novela vale por su grado de identificación con las tradiciones que
debe representar” (2004: 71, énfasis suyo)12. Con el cambio al naturalismo ur-
bano nuevos autores como Gutiérrez (con Indiana erróneamente asociado por
críticos insípidos a McOndo), bien explicado por Fornet al respecto (2006:
106-119), y otros del Caribe tergiversan una tradición exótica que no deja de
gustar al público extranjero. La traducción contribuye a ese gusto, y no son
pocos los autores latinos celebrados en Estados Unidos acusados de no ser
auténticos, a veces desatendiendo lo que significa la autenticidad para ellos.
No se asevera lo mismo de novelistas de las antiguas colonias inglesas, o de
británicos sin origen inglés, porque escriben en esa lengua con mayor correc-
ción, sin bilingüismos o barbarismos que en su caso serían incomprensibles.
Si los logros culturales funcionan como las obras de arte, si se supone que se
expresan en diferentes hablas que se resisten a la traducción, ¿cómo pueden
las normas de uno ser gobernadas por las de los que no hablan la lengua de
uno? Díaz, Quiñonez, Manrique y otros latinos escriben inglés con soltura,
pero como los inmigrantes rusos, chinos, polacos o bosnios su sentido de la
lengua es diferente. No todos tienen la habilidad para producir en un español
12
La condescendencia anglófona da para más, como muestra Villoro (2004) al comparar las
fijaciones identitarias de su academia con varios estudios sociológicos y ficciones mexicanos. Su
visión del traductor de su ensayo de 2000 se expande en 2013: 28-59. El ghanés Appiah (2006)
arguye magníficamente por un cosmopolitismo en que ya no pueden funcionar el pueblo, la
pureza, la autenticidad, las tradiciones, la preservación; y en juego están, arguye: los individuos,
lo mixto, la modernidad, los derechos, la contaminación.
Con la lengua
En este punto de Discípulos y maestros 2.0 será más que evidente que las
editoriales son parte de las máquinas transoceánicas que fabrican extranjeros
en su propia tierra. “Latino” en ese mundo hoy debería significar “nosotros”,
no el “ellos” que sigue siendo. La discriminación en este caso no es tan sutil
como cuando los franceses hablan de autores “francófonos”, o especifican que
el libro de un cubano ha sido traducido del “español cubano”. En esos casos
se olvida el hecho de que nuestra lengua no conoce ninguna segregación de
ese orden, así que la recolonización viene del inglés, no del español. Hablan-
do de Díaz y la traducción de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, desde su
localización estadounidense Alicia Borinsky dice con razón que la curiosidad
con que se lee a los nuevos autores enmascara a menudo el deseo de que sean
diferentes “vehículos para emprender un turismo interno que los mantenga
separados” (2008: 12), y añade: “La autoexotización para el consumo contri-
buye a crear esta percepción y cierto público lector se relaciona con las obras
con el mismo apetito con que prueba platos regionales. Esta banalización de
lo extranjero no es nueva pero es particularmente errónea en Estados Unidos
porque el idioma nacional y la tradición literaria se encuentran en una tran-
sición cuyas características van mucho más allá de la cuestión inmigratoria”
(2008: 12). Borinsky también sostiene que “para los escritores hispanos que
escriben en inglés en Estados Unidos, es difícil no sucumbir a la tentación de
autorrepresentarse, cultivar exageradas idiosincrasias nacionales y elaborar un
mito de identidad étnica…” (2008: 12). Será difícil constatar, como parece
insinuar Borinsky, que es un gesto calculado, y dudo que un autor con la so-
fisticación de Díaz quiera “autoexotizarse”.
Si se hace preguntas banales o poco sofisticadas solo se va a recibir respues-
tas banales y poco sofisticadas. En una extensa entrevista le dice Díaz a Basa-
inmigrantes es muy provinciana, tal vez más. Piénsese en Díaz, cuyos perso-
najes son habitualmente dominicanos [sic]. La maravillosa vida breve de Óscar
Wao se ubica en la República Dominicana […] pero aun así la materia parece
americocéntrica: un gordito americano [sic] friki se relaciona con su vecinda-
rio a través de la cultura popular americana [sic]” (2014: 29). ¿De qué otra
manera ha sido desde los años cincuenta? Aquel “provincianismo” es puesto en
perspectiva al considerar novelas poderosas como Las tierras arrasadas (2016)
de Monge, traducida al inglés con el perfecto título de Among the Lost (2018),
en que el tráfico humano de inmigrantes centro y sudamericanos revela un
México similar al de la trilogía de la frontera de McCarthy.
Stavans, que en una entrevista de noviembre de 2013 aseveró que “el inglés
es la lengua verdadera de la literatura” porque “las cosas pueden [sic] decirse
[sic] claramente”, se equivoca sobre la trama, y vivir décadas en “América” sin
darse cuenta de su globalización, le causa la esquizofrenia cultural que Díaz sí
trata de resolver. Más allá de su desconocimiento del canon estadounidense
actual, digamos Auster, o simplezas sobre la antigua literatura mundial, el
pueblerino es Stavans, que emplea soberbiamente “nosotros” y “nuestra” para
referirse a su literatura estadounidense. En una entrevista, ante la pregunta
de si alguna vez se preocupa de representar inadecuadamente la experiencia
inmigrante, Díaz responde: “No. La gente quiere leer historias de ‘artistas
marginales’ como universales, de una manera totalmente equivocada a cómo
queremos que se las lea. Quiero ser leído como universal no porque esto repre-
senta a todos los dominicanos y por ende es un gran mapa para cualquiera de
ustedes que vaya al país […]. Todo arte, porque se equilibra con lo humano,
debido a esa distorsión humana, queda descalificado para representar a una
nación, o tiempo” (34)13.
Vale considerar al respecto La mucama de Omicunlé de Indiana, en que
más que el del inglés, al revés de en Díaz, la prosa funciona en términos del
13
En “Hilton Als & Junot Díaz” (Strand/Aguilar 2016: 15-38). La nota de Stavans en
Stavans 2013: 26-30, cuyo tono apurado y autoindulgente contrasta con el clásico análisis
de Cândido. Los calificativos “dominicano” o “cubano” engendran preguntas culturales y
de oficialismo político para los latinounidenses. En septiembre de 2015 se le retiró a Díaz
el reconocimiento de la Orden al Mérito Ciudadano otorgado en 2009. Tildándolo de
“antidominicano” y exhibiendo “pruebas”, el gobierno reaccionó luego de que Díaz abogara por
una resolución congresual estadounidense de condena por los abusos contra los dominicanos
de origen haitiano.
Nueva York con su madre puertorriqueña antes de cumplir dos años de edad.
Se crió en El Barrio, sector latino de East Harlem, gueto negro de Manhattan
entonces poblado casi exclusivamente por puertorriqueños o sus descendien-
tes (en 2017, que blancos mexicanos vivan en el aburguesado Harlem les da
cierta credibilidad progresista). Hasta los años cincuenta en East Harlem se
respetaba, para mayor o menor fortuna, las diferencias que separaban a italoa-
mericanos, negros y latinos; y los unía la jubilosa irreverencia lingüística de
vivir en un cruce de varias etnias, comportamiento que Quiñonez y sus pares
retratan magníficamente. En 2000, cuando El Barrio era más latino en el
sentido hispanoamericano, aunque sin ningún cambio en la clase social que lo
habita, Quiñonez publica una exitosa y buena novela, Bodega Dreams (literal-
mente “sueños de tienda de abarrotes”, aunque el título juega con el apellido
del protagonista), que ha sido comentada como una especie de Bildungsroman
puertorriqueña, no ecuatoriana. No sin razón, Vásconez y sus colegas insisten
en que la literatura ecuatoriana es invisible. En su ensayo narrativo Los países
invisibles (2016b) —quizá la mejor instigación hispanoamericana sobre la im-
posibilidad del nomadismo en la era digital— Lalo, nacido en Cuba de padre
español, arguye que Puerto Rico no existe en relación a la cultura global; y
como desarrolla hacia el final de Simone —que se debe leer junto a su ensayo
y este como reflejo y complemento autobiográfico de su novela anterior, La
inutilidad (2004)— en el debate con García Pardo, el mundo editorial español
contribuye a esa percepción (2016a: 152-169). Para Lalo, que en Intervencio-
nes se muestra decididamente político respecto a su identidad puertorrique-
ña, la invisibilidad no es sólida, incluso puede desaparecer con cierta rapidez,
como Quiñonez o los autores puertorriqueños de Simone. Coincidente con
esa idea, Las segundas criaturas ayuda a imaginar, según un artículo de Silvia
Mejía, una literatura ecuatoriana visible.
Los hispanoamericanos que viven en Estados Unidos están bastante acos-
tumbrados a esas simulaciones y disoluciones de sus identidades en tribus, y
si no son autores de ficción no tienen que sufrir una ambigüedad desleal a la
lengua cotidiana. Al año, la novela de Quiñonez fue mal traducida al español
(por Paz Soldán) y publicada como El vendedor de sueños por Alfaguara. Que
se sepa, el impacto de esa versión ha sido casi nulo en el ámbito literario fre-
cuentemente nacionalista de Ecuador. He encontrado solo una reseña ecuato-
riana de El vendedor de sueños, de “E. M.” (2002: 68), que elogia la traducción
14
Las comparaciones revelan una ansiedad por valorar o justificar genealogías alternativas,
complicadas en Babelia, 728 (5 de noviembre de 2005, 2-6), al fusionar tradiciones de Ecuador
y Bolivia bajo la rúbrica “Escribir en las cumbres andinas”, con colaboraciones de aliados
ideológicos o libros que no han leído. A pesar de las crisis económicas y la repatriación, no entra
en el cálculo editorial el tema de los inmigrantes ecuatorianos a España, presente en autores
españoles como Antonio Ovejero y Nunca pasa nada (2007) (traducida al inglés en 2014) o
Saber perder (2008), de David Trueba, concentradas en la inmigración femenina. Volcán de
niebla (2012), del ecuatoriano Jaime Marchán, amplía el tema de esa inmigración con voces
narrativas indígenas.
una selección de sus cuentos; en 2017, Arrecife (2012), quizá su mejor novela
(analizada como distópica por Santos 2017: 119-123, que también estudia El
testigo)— lo cual pone en perspectiva los “descubrimientos” de Granta men-
cionados. Paralelamente, más que por el reconocimiento del Premio Rómu-
lo Gallegos (sin fondos en 2017), Simone, del menos “popular” Lalo —que
reproduce su Discurso de aceptación de ese premio en Intervenciones (2018:
42-46)— se tradujo al inglés en 2015, y ha tenido una acogida excelente.
El referente sigue siendo la lengua establecida, y por eso desde el principio
de su Kafka: pour une littérature mineure (1975) Deleuze y Guattari definen
su concepto con precisión: una literatura en una lengua dominante escrita por
parte de una minoría, sin entenderse por esta la semántica actual del térmi-
no. Un secreto de la traducción, rara vez discutido, es la falta de prestigio del
español en Estados Unidos, que si se habla de las traducciones a él del inglés
frente a las teorizaciones y metodología, palidece ante el francés o el alemán,
a pesar de que estas son lenguas minoritarias en ese país y en su academia15.
Harry Mathews, fallecido en 2017 y primer miembro estadounidense de Ou-
lipo, concluye The Conversions (1962) con nueve páginas en alemán; construía
novelas con proverbios, reescribía poemas de Keats usando el vocabulario de
recetas de cocina, o empleando 61 viñetas sobre la masturbación. ¿Cómo tra-
ducir eso al español? En una nota admirativa publicada al morir Mathews,
Vila-Matas, admirador cuidadoso de los métodos de Oulipo, se ocupa de su
escepticismo laberíntico, porque Mathews había determinado mantener su
literatura impoluta del argot universal académico. Por eso vale notar que para
exponer su noción de intraducibilidad Apter no se refiere directamente o em-
plea el español para asentar sus argumentos. Para ella un cuento de Borges es,
a lo máximo, una referencia secundaria y parábola de lo intraducible (2013:
254-255).
Bolaño, vis-à-vis Romain Gary, le es más útil (2013: 317-318), porque “El
viaje de Álvaro Rousselot” le sirve para hablar sobre la traducción (al francés)
y el plagio, temática ampliamente conocida en el ámbito humanístico ibe-
15
Según un informe sobre los “Hispanos de América” y su potencial como mercado de The
Economist (14 de marzo de 2015), en Estados Unidos unos 23 millones hablan español, 22
millones son inglés-dominante y 4 millones y medio “bilingües” (no se especifica el nivel). Ante
la proliferación de abastecedores de la politización lingüística de la identidad del espangish como
Stavans, James Iffland señala sus defectos y oportunismo, copiosa, franca y autorizadamente en
Iffland 2006: 139-162.
roamericano. Cabrera Infante no existe para Apter, y Rabassa solo le sirve para
referirse a António Lobo Antunes (2013: 139-144). Si se asume que Schrella
es un trasunto de Bolaño en El espíritu de la ciencia-ficción, ¿cómo conceptua-
lizaría Apter “no era fácil satisfacer las listas de títulos y autores que Jan nos
exigía, muchos de ellos sin traducir al español, y que debíamos sustraer de
librerías especializadas en literatura de lengua inglesa, poco abundantes en el
DF” (151)? Este resumen no es una síntesis reivindicativa o argumento triun-
falista, sino otra instancia que permite explayarse sobre la ética de la teoría
de la traducción. Después de todo, en su introducción, Apter expresa querer
despojar la literatura mundial de sus características provincianas, de no sacri-
ficar el compromiso con otras lenguas, gestos encomiables; pero no debe ser a
costa de una lengua que no se conoce. Si toda la literatura es mundial, ¿qué es
la literatura hispanoamericana o la de otras lenguas? Kirsch recuerda que los
libros genuinamente difíciles o desafiantes seguirán sin traducciones y lectura
(2016b: 14), y la lista hispanoamericana es larga. Los críticos, especialmente
los de hoy, viven en un mundo traducido que no los obliga a cotejar o con-
sultar originales o experiencias que no encajan con sus teorías, en vez de exa-
minar su desconocimiento lingüístico. Tan seguros están de las traducciones.
En ese sentido, Quiñonez les complica el trabajo a sus traductores, porque
su obra muestra que sí se puede recrear un pasado, pero no resolverlo, lo cual
complica las razones de ser sociales que se le quiere atribuir a su tipo de au-
tor en un mundillo que le otorga más prestigio al inglés. Se nota ese giro en
Alarcón y otros narradores que no son de origen mexicano o puertorriqueño,
que no regresan eternamente a la búsqueda de raíces triunfalista, a describir
la precaria situación económica de su emigración, o al selfie sentimentalista y
melodramático con sentido de urgencia que vende bien en Estados Unidos,
Europa y entre lectores latinos que no leen español. En una entrevista revela-
dora, Ruffinelli le pregunta a Alarcón si su relación con la literatura peruana
es diferente de la que tiene con otras, y este contesta:
16
En Forasteros en tierra extraña (2012), Gabriel Saxton-Ruiz estudia a Alarcón junto a
Benavides, Alonso Cueto y Roncagliolo. Para los dos últimos véase Juan E. de Castro en Corral/
Castro/Birns 2013: 231-237, 258-262, y para Benavides, Corral/Castro/Birns 2013: 220-225.
Que ellos, más Thays y no Bayly, sean incluidos como nuevos novelistas en The Contemporary
Spanish-American Novel: Bolaño and After no los traduce a un canon. Según Miguel Gutiérrez
(2014), varios nuevos narradores nacionales, incluido Alarcón, se guían por el “realismo crítico
vargasllosiano”.
2008, sin embargo, las cifras cambiaron, pues según The Economist del 19 de
enero: “Hoy cinco países latinoamericanos tienen tasas de lectores más altas
que las de lectores de libros en España” (The Economist 2008: 72), y como
asevera la misma nota, el mercado de libros en español es el segundo más
grande del mundo, y “el mayor para libros en traducción, que son una quinta
parte de los 120 000 títulos en español publicados cada años” (The Economist
2008: 71).
El problema sigue siendo la traducción, porque así como en algunos de los
libros traducidos al español de guatemaltecos americanizados sus personajes
centroamericanos hablan como españoles castizos, los traducidos en Estados
Unidos suelen hacer que los personajes se expresen en un lenguaje parecido al
español. Vale medir el éxito de esas traducciones dentro del contexto de las
ventas estadounidenses de libros que, según un reportaje de 2008 de Book
Industry Trends acerca de la diferencia entre 2006 y 2007, aumentaron menos
del 1%. Esa tendencia debe asociarse con la relativa ausencia de narradores
centroamericanos —más allá de diferencias entre las de Cortés y El emperador
Tertuliano y la legión de los superlimpios (1991) o Te llevaré en mis ojos (2007),
ambas de Rodolfo Arias Formoso (1956), en lo que toca a registros lingüísti-
cos populares—, particularmente mujeres, porque la percepción crítica cen-
troamericana es muy diferente para las autoras17. Añádase a esa condición la
expectativa del público extranjero que no parece abandonar su fascinación con
las depresivas traducciones de realismos mágicos del continente, creyendo que
son novedosas por tratarse de novelas policiales con detectives latinos, guerri-
llas urbanas u otros tipos de violencia. Para Aira, en Continuación de ideas di-
versas (2014b), al privilegiar el pasado la lectura de una novela, especialmente
las policiales (inglesas en su caso), despierta inevitablemente la nostalgia de la
novela. Esa condición ha producido, según Ortiz Wallner, una “literatura de
la posguerra” o del “desencanto”, cuyos ejes serían los ya traducidos Rey Rosa,
Castellanos Moya y Cortés con Cruz de olvido (1999) que, como otros de su
generación, merece traducción (véase Corral/Castro/Birns 2013: 127-132).
17
Así Mario Roberto Morales (2007: 91-98) o Barbara Dröscher (2007: 37-54), en Román-
Lagunas (2007). Más objetivas y completas son Consuelo Meza (2008: 247-278) y, sobre
todo, Ortiz Wallner (2012). Cortés es único en su cohorte al preocuparse por la traducción en
“Centroamérica: traductores sin traducciones” (Adamo 2012: 113-139), recogido junto con
“Literatura centroamericana del siglo xxi: en los confines de la (des)memoria” (2015: 103-119).
asevera: “Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pare-
ció una disminución” (1974: 447).
Esas confluencias de la traducción proveen distorsiones de recepción. Por
ejemplo, Le Magazine Littéraire de abril 2008 reseña las traducciones al fran-
cés de 2666 de Bolaño y Lost City Radio de Alarcón, que mantiene su título
original. Aparte de que la reseña de 2666 es mucho más extensa y positiva,
la impresión que queda es que los dos autores “latinoamericanos” tienen un
desarrollo o valor similar. Lo mismo puede ocurrir donde se publica las tra-
ducciones. En un recuento para Ínsula (2008b: 26-27) de la literatura “ibe-
roamericana” publicada en la España de 2007, Francisca Noguerol asume que
Alarcón es tan peruano como Bryce Echenique, Benavides e Iwasaki, suposi-
ción exacerbada por varias generalizaciones; y por no considerar que lee a un
Alarcón traducido en muchos sentidos asevera que el narrador denuncia “la
estructura que rige la vida de algunos pueblos” (2008b: 26). La labilidad con-
ceptual, la ausencia de información concreta y abundancia de lugares comunes
acerca de la estela del posboom hacen que la crítica repita similares argumentos
en “Narrar sin fronteras”, en Entre lo local y lo global (2008a: 19-33)18.
Esa presteza se puede atribuir a exigencias o decisiones puntuales de las
revistas (como Review, arriba), no a las autoras. Así, en “Anotaciones imper-
fectas sobre la literatura latinoamericana en 2012” (2013: 32-35), Gallego
Cuiñas supedita la crítica pertinente fuera de España, desalentando el tema,
aunque sus glosas son parte de un registro muy benéfico e inteligente. La
adjetivación impresionista en Gracia Morales Ortiz, “Tan cerca, tan lejos: un
fugaz panorama de la literatura latinoamericana en 2013” (2014: 28- 31),
se agrava al ignorar la crítica nativa. En “Comienzos latinoamericanos de la
novela actual en España” (2016: 47-50) Gallego Cuiñas se refiere a varones
“iniciados” en España (47), aunque no hayan vivido allí. Por incompleta que
sea aquella lista, o que reduzca los temas de ellos a la memoria y frontera (49-
18
La lista desemboca en su “Utopías intersticiales: la batalla contra el desencanto en la última
[sic] narrativa latinoamericana” (Noguerol Jiménez 2011: 61-76). Falta mencionar trabajos de
Aínsa sobre la utopía como plantilla conceptual para proyectos narrativos; y los argumentos se
desmoronan ante las tesis de Jorge Fornet y Pérez Torres, o por las limitaciones de la insistencia
de Fuentes en la utopía (de las ideas “anticolonialistas” de La nueva novela hispanoamericana
a la paradójica vuelta a la continuidad cultural hispánica de La gran novela latinoamericana).
Monsiváis no se explica “por qué se habla del ‘fin de las utopías’, cuando la abundante literatura
de la Autoayuda comprueba el poder hipnótico de los ensueños a domicilio” (2012: 394).
50), es importante por las implicaciones en torno a las mujeres que la crítica
asevere que algunos “asumen riesgos mínimos” (50) al publicar con grandes
conglomerados. Si a veces la crítica importa para evaluar la traducción, ese es
el caso de Gallego Cuiñas.
Sin duda, las distorsiones mercantiles también funcionan en todos los ám-
bitos. En Estados Unidos no se encuentra obras de Bolaño en las ediciones de
Anagrama (ocurría lo mismo con Vila-Matas), y para fin de 2016 se retiró esas
ediciones del mundo hispanohablante. Si hasta hoy Anagrama no distribuye
en ese país no es raro que sus autores se pasen a otras editoriales, o que sean
traducidos con mayor rapidez. Las ganancias de las industrias culturales depen-
den de manera desproporcionada en un éxito poco común como el de Bolaño,
que sirve para contrarrestar las fallas. Los lectores de novela casi nunca deciden
independientemente, en parte porque el mundo editorial está tan repleto de
posibilidades que rara vez encuentran solo lo que quieren. Aun cuando se piense
que la mayoría de los lectores no tiene gusto o es ignorante, es natural creer que
los libros exitosos son “mejores”, por lo menos en el sentido democrático que se
le pueda atribuir a un mercado competitivo. Lo que los lectores quieren depende
de lo que creen que les gusta a otros lectores; lo que el mercado editorial quiere
en un momento dado puede depender en su propia historia. Si en un sentido
ese mercado refleja lo que quiere la gente, es verdad solo respecto a lo que quiere
ahora. Muchos leen los mismos libros porque las librerías solo pueden almace-
nar una cantidad limitada de ellos, sabiendo que su prosperidad depende de que
compren libros, no de que los lean, y no hay espacio para darles a los lectores
exactamente lo que desean. Así que los lectores de narrativa hispanoamericana
se ponen de acuerdo en lo que más o menos quieren19.
Si el mercado editorial de la traducción no solo refleja nuestras preferencias
sino que las modifica, entonces la relación entre lo que leemos en traducción
hoy y lo que queríamos antes, o lo que querremos en el futuro, se convierte
19
Chris Anderson desarrolla esta noción en The Long Tail: Why the Future of Business is
Selling Less of More (2006), analizando el efecto de Amazon para los nuevos árbitros del gusto,
mercados y procedimientos, y pregunta qué pasa cuando la era digital permite a las librerías
almacenar todos los libros del mundo. Ante ese acceso a la arqueología literaria y almacenaje del
pasado, hoy no se vende mil ejemplares de un libro que todos queremos, sino uno (o una copia
digital) de mil libros que cada uno de nosotros quiere. El efecto para los nuevos narradores
está por examinarse, y Gabriel Zaid sigue llamando la atención a las estadísticas culturales que
afectarán lo que leeremos cuando estas generaciones “jóvenes” pasen.
hace entre ellos, aparte de otros dos ubicados en Nueva York, “Suicidio en la
Tercera Avenida”, en que un latino se desencuentra con su novia de descen-
dencia hindú al desencontrarse con la madre de ella? Se vende a Alarcón como
“peruano”, pero el autor —a pesar de hacer venias a la situación política del
Perú de los años ochenta en un cuento extenso como “Guerra en la penum-
bra”, o a los desastres naturales, como en “El visitante” e “Inundación”— se
queda en una nostalgia elemental. En su forma original el nomadismo no
concebía una subclase económica, lo cual lo hizo atractivo a prosistas como
Bruce Chatwin y Paul Theroux, y a críticos como Deleuze y Guattari.
Los latinounidenses parecen creer que son nómadas por definición o fa-
llo, y como se vio en capítulos anteriores, ese autoconcepto los distancia de
contemporáneos nativos como Bolaño, interesados en una forma menos ad-
mirable del nomadismo: la destructiva del desarraigo creado fuera de Esta-
dos Unidos por otras versiones de la modernidad. Sin embargo, comparten el
hecho de que la supresión de lo familiar les permite ver el mundo de manera
sesgada, permitiéndoles superar a los meramente talentosos. Este es el proble-
ma de la buena intención, discutida en el Babelia mencionado al principio,
de publicar una traducción de Ulysses por “jóvenes de los 23 países de habla
hispana para que el idioma aflore de manera democrática [sic]” (Marín 2016:
2). El coordinador de ese número interpreta mal la recepción de Paradiso al
inglés, ignora la traducción de Rayuela de Rabassa, se expresa arbitrariamente
sobre Pynchon o Wallace (6). Si menciona que en 2010 Marcelo Zabaloy
tradujo Finnegans Wake al español (otro argentino, José Salas Subirat, primer
traductor de Ulysses al español, abandonó su intención de hacerlo, y su com-
patriota Leónidas Lamborghini reescribió un capítulo, como Elizondo) no
problematiza que son novelas que se dice que se lee, para farolear. Respecto a
la intraducibilidad de esa novela, si la edición de 2016 especifica que Eugenio
Conchez hizo una “revisión integral”, vale preguntarse por el inglés idiomático
de los que la comentan.
Volviendo a la traducción de War by Candlelight, es una obra primeriza en
que hasta Nueva York es folklórico y oprime al inmigrante (“Un muerto fuer-
te”). A su vez, su tono político se concentra previsiblemente en “el pueblo”,
tendencia que vende en inglés, a juzgar por la recepción del libro, aunque no
fue reseñado en The New York Times. Es una visión traducida del populismo
estadounidense que deshumaniza a seres complejos al categorizarlos como “el
plejidad la ignora un lector del montón que no ha vivido ahí, o la editorial que
presuntamente cuidó y aprobó la traducción.
Además de la falta de prestigio del español, seguir hablando de los proble-
mas de la traducción de estos narradores ignora la importancia del trasfondo
cultural de discusiones como las de Wilson y Nabokov, cuando este tradujo a
Pushkin a un inglés “inventivo” y el comprometido estadounidense le corrigió
al ruso su propia lengua. (Es similarmente exagerado proponer que el uso del
inglés y del español en una reciente y fallida novela novata escrita en inglés “es
un gesto cosmopolita que recuerda el uso del francés y ruso por el inmigrante
Nabokov” o, peor, que continúa la tradición del boom)20. Desde aquel 1965
no ha habido una crítica tan frontal o pública de una traducción. No porque
no haya habido talentos como los de Nabokov y Wilson, o celos y envidia
como los de ellos, sino porque se asume que casi toda traducción debe ser
buena, evaluación aumentada por el miedo actual a criticar o a las represalias.
Nabokov se crió hablando francés e inglés, manteniendo su ruso, algo nada
común entre los bilingües latinounidenses. Si ambos fueron incautos al tratar
de colaborar en una traducción, Wilson fue ingenuo al atacar la excéntrica
traducción de Nabokov. El problema no era la lengua meta sino el original,
Eugenio Oneguin, escrita en verso (su protagonista teme a los críticos; Wilson
quería resolver el problema añadiendo notas copiosas), y el ruso fue cándido
porque su traducción era difícil de defender. Roland Barthes por Roland Barthes
propone que cuando uno no dispone de un lenguaje conocido uno debe de-
terminar robarlo. Barthes se refería a los que están fuera del Poder, que no era
el caso de Nabokov o Wilson, y en realidad tampoco de los latinounidenses.
En “Sobre la traducción de algunos títulos” Monterroso sostiene que es-
tamos en un mundo de traducciones del que hoy ya no podemos escapar,
aunque “hay errores de traducción que enriquecen momentáneamente una
obra mala. Es casi imposible encontrar las que puedan empobrecer una de
genio: ni el más torpe traductor logrará estropear del todo una página de
Cervantes, de Dante o de Montaigne” (1983: 90). Por esas consideraciones tal
20
En “Suicidio en la tercera avenida” de Alarcón los errores de traducción son garrafales:
calzoncillos se convierte en “interiores” (65), “bodega” (por tienda) se deja en español y
“mestizos” (68) no traduce la fuerza de Half-breeds (medio pelo); “se veía” (72, 77) remplaza
a “lucía”, “parecía” o “era”. Además, supone que se reconocería la toponimia neoyorquina, los
anglicismos y un largo etcétera cultural en espanglish.
vez sea más importante en esta segunda obra de Quiñonez que Julio Santana,
el protagonista pirómano a sueldo, decide cambiar de carrera al enamorarse
de Helen, presentada como una “blanquita”. Reitero que es temprano para
determinar la vigencia de esta novela, pero no está de más preguntarse cómo
se interpretará en la crítica políticamente correcta anglófona el hecho de que
el personaje latino sea redimido por un miembro de la “raza hegemónica”. De
manera similar, en Bodega Dreams la mujer que amaba el protagonista lo había
abandonado veinte años antes por un cubano culto y rico, e impulsado por esa
traición Bodega cree que con hacerse excepcional podrá recapturar lo que se
le ha robado o negado a él “y a su gente”. Vale especular también si, aparte del
sentimentalismo, se verá en años futuros el uso que hacen estos latinouniden-
ses de los instrumentos culturales cosmopolitas como formas peculiares con
las cuales imponer, ordenar o poseer, e incluso ser un tipo de conciencia para
la apolítica narrativa anglófona actual.
¿Leyó Quiñonez a Palacio, Salvador, Vásconez o a coetáneos como Valen-
cia? ¿Cómo ha leído Alarcón a Vargas Llosa, o contemporáneos suyos como
Benavides y Bayly, que se distancian de su temática? En última instancia, las
respuestas importan menos, pero son preguntas de rigor, o convenientes, para
los nativos que se quedaron en sus países para apoyar visiones de una “ecua-
torianidad” o “peruanidad” secularmente indefinible. Si los latinos traducidos
no han podido definir su “hispanoamericanicidad” es porque no han sido
capaces de decidir si su narrativa debe ser caracterizada por la nacionalidad o
el tema que adaptan. La tosca reactivación estadounidense de los polos cos-
mopolitismo/indigenismo para nuestra literatura tiene poca razón más allá de
lo rentable en ese país. Detrás de todo gran escritor hispanoamericano habría
un indígena, en sentido lato. Onetti, Rulfo, Monterroso y muchos otros se
expresan desde su terruño, pero no necesitan ser telúricos para expresar la
gran complejidad autóctona al resto del mundo. Los novelistas técnicamente
revolucionarios como Proust y Joyce (que según Connolly terminaron con la
novela), Woolf, Faulkner y Nabokov basaron sus temas en sus propias vidas y
regiones, con la necesidad de capturar en la casi permanencia del arte narra-
tivo lo que era perecedero en sus existencias. Pero las sensaciones conducen a
contradicciones, y Rancière cree que se las resuelve separando la obra de lo que
el autor y su contexto ideológico dicen sobre ella, aunque al ser la de Proust
una novela sobre la posibilidad de la obra “habría que quitar del libro no
solamente todos los discursos sobre la obra sino también todos los episodios
concebidos para ilustrarlos” (2009: 204).
Macedonio, Felisberto y decenas más no necesitaron salir de sus países para
exponer mensajes universales, así que la temática, no la técnica de los narra-
dores traducidos, beneficia al gremio crítico y editorial más que al desarrollo
de una literatura que, a lo largo de su historia, muestra que cosmopolitismo
e indigenismo se complementan. La pregunta generacional es si estos latinos
leen bien a sus congéneres nativos. En la entrevista citada Quiñonez afirma
“Cervantes no me dice nada”, y es claro que el Otro (los narradores nativos
de su generación) tampoco cabe en su latinidad o curiosidad. No obstante, en
Quiñonez no hay el fuerte olor antiséptico y anestésico del posmodernismo,
o la sensación de que uno presencia un juego de símbolos y no la cosa misma.
Con un poco más de símbolos que no se queden en lo populachero los libros
similares al suyo dejarán de ser el marcador de posición para un libro que
nunca terminaron.
Si en momentos dados las obras de Vargas Llosa y otros autores del boom
han salido casi al mismo tiempo en español e inglés, las razones tienen que
ver con mantener la comercialización de autores probados e ilustres, no con
ofrecer una apuesta basada en autores sin trayectoria. Es prematuro evaluar el
valor de obras que Quiñonez y Alarcón publicaron respectivamente en 2004 y
2005, pero su aparición en el panorama fue un indicio de hacia dónde querían
ir las editoriales: al mismo lugar de siempre, ostentando al autor “latinou-
nidense” como buen salvaje, o escritor de buenas novelas de la selva, como
dijo Wilson, aunque hoy la selva es urbana. Paradójicamente, y a diferen-
cia de los narradores de su generación que escriben directamente en español,
cuando Quiñonez y Alarcón escriben sobre el amor tienen más éxito. Si en
algo se acercan a congéneres nativos como Franco, es en la mezcla infeliz del
urbanismo mágico y la sensibilidad política del realismo social. En el mundo
estadounidense todo se mezcla de manera insólita para asegurar las ventas. El
3 de abril de 2006 la revista Time le preguntó al cantante popular colombia-
no Juanes a quién nombraría como una de las 100 personas más influyentes
del mundo, y respondió: “Jorge Franco, autor de la novela faulkleriana [sic]
Rosario Tijeras, la inspiración para una de mis canciones”. La culpa no es de
Juanes (que canta la canción “Rosario Tijeras” de la película basada en la no-
vela del mismo título) o Franco, sino de Time, por confundir intérprete serio
con cantante popular. No por nada Vallejo dedica largos párrafos de La Virgen
de los sicarios a su desprecio por el vallenato, aunque el imaginario popular de
esa novela triunfó en las ventas colombianas, y en las extranjeras cuando se la
convirtió en película.
La errancia de los latinos traducidos está compaginada con el sentimen-
talismo de (o dirigido a) la izquierda estadounidense de cursilería histórica,
mientras que la de los narradores nativos suele ser metafísica, al querer honrar
la realidad para abolirla buscando la literatura en los espacios de pertenencia
personal, como si la metafísica fuera un lujo ofensivamente burgués. Hay ver-
dad en el meollo narrativo de Quiñonez y Alarcón, sobre todo en el del ecua-
toriano-estadounidense, aunque esa verdad no significa que sus obras sean
excelentes. En el caso de Alarcón, los personajes que escoge revelan la esencia
de las cosas, pero también la esconden. Los lectores llegan a esa sensación an-
tes que los protagonistas de Alarcón, en cuentos como “Una ciencia para estar
solo”, porque aquellos no parecen estar tan interesados en su destino como
nosotros. También hay una trampa en ese desarrollo narrativo, en el sentido
que los personajes son símbolos y nada más, y por ende fuentes de triunfa-
lismos o de una “teoría social” desarrollada sin mucho vigor. La voluntad de
Alarcón para presentarnos sus tesis es más interesante que la legitimidad o falta
de ellas, porque diluyen la historia más urgente del latino inadaptado (a pesar
de ser estadounidense en su cotidianidad) que busca su norte moral, estabi-
lidad y significado para su vida. La fuerza de esas búsquedas yace en que esas
denuncias son justificadas, pero su debilidad se debe invariablemente a que el
que se queja pretende hacerlo por decepción o choque. Como sus coetáneos
que escriben desde Iberoamérica, estos autores ya no son tan jóvenes, y uno se
pregunta por qué siguen obsesionados con algo que descubrieron mucho an-
tes en sus vidas, por medio de maestros y familiares que quizá se lo contaron.
Ese proceder podría ser el comienzo de un gesto moralizante y necesario, y la
continuación de una tragedia en el desarrollo de la narrativa: el reciclaje de
temas periclitados en obras escritas en español.
Según una tesis primermundista actual, una nueva literatura mundial en
que cabrían Alarcón y Quiñonez debe dar crédito al impacto político de las
tecnologías de la traducción en la definición de los lenguajes extranjeros, y
reconocer la complejidad de la política lingüística, como hicieron Deleuze y
Guattari al ver en Kafka una madriguera de cuyas entradas solo se conoce las
(173, énfasis mío), que construye “un ejercicio metaficcional que habla, más
que de la propia literatura y sus dimensiones trascendentes, de ciertos aspectos
de un medio literario específico, lo que no es lo mismo” (179). Según un ensa-
yo complementario de Becerra, “las rupturas de la tradición se logran median-
te la profundización en una poética y un imaginario propio, y no a través de
meros gestos impugnadores del pasado” (2014: 293), actitud reconocida por
Domínguez Michael en Valencia y Vásconez, autores poco traducidos. Bien
afirma en el mismo texto que “uno no puede vivir eternamente del conflicto
con sus padres, antes o después han de forjarse rumbos personales” (292).
Lo que necesitan varios autores hispanoamericanos, jóvenes o no, vale re-
petirlo, son buenas traducciones, no exégetas que apoyan toda conversión que
aumenta el mercado. ¿Qué significa meter a estos latinos en un mercado que
juzga el valor de una obra con otros criterios? Resulta que el mismo año en
que se publica El delirio de Turing la astrofísica estadounidense Janna Levin
publica A Madman Dreams of Turing Machines, novela en que la narradora
es una física obsesionada con Kurt Gödel y Turing. Aunque Levin tampoco
logra organizar los detalles en un movimiento unitario que conduzca a una
resolución, cabe preguntar por qué la del boliviano nunca obtuvo una similar
recepción en un país que todavía duda de la capacidad latinoamericana para
tratar temas tecnológicos. Ni Paz Soldán ni Oloixarac reconocen, como Báez
Meza en Tierra de Nadia, que la idea de que la tecnología se va a apoderar de
uno no es paranoica sino que hoy parece la realidad frontal de una fe ciega
en la tecnología que es el opio del pueblo, que puede comprarla. Examinar
otras prosas del boliviano lleva a percibir un escritor limitado sin estilo propio,
y no solo porque sus novelas presentan hechos inverosímiles —con lo cual
los lectores no tendrían problema si estuvieran bien cerrados— sino porque
todavía no presenta una narración arriesgada que lo separe de su montón
generacional. Como Volpi, salió al proscenio antes de tener un estilo, aunque
escriben lo suficientemente bien como para haber abandonado sus antiguos
amaneramientos. Hoy, lo máximo que hacen es distanciarse, ironizándolos,
sin la voluntad para dejarlos. Tal vez no encuentran otra opción, aunque Volpi
vuelva a un reportaje mexicano fallido, mezclado con cierta cultura francesa
en una lucha por el buenismo, poder y verdad en Una novela criminal.
Por eso no sorprendería que un historiador de las llamadas “tecnonovelas”
comparara la del boliviano a las del británico James Flint. Este inventa novelas
de encontrar su voz literaria terminan encontrando lo que solo ellos creen ser
su voz e identidad cultural, especialmente cuando no se cansan del sonido de
ella. Ese descubrimiento funciona con Quiñonez y exitosamente con Díaz,
porque no pretenden recuperar raíces culturales autóctonas que en verdad no
conocen. En ellos no hay lo que una voz conservadora y ultranacionalista lla-
maría traición cultural; pero queda la de la paranomasia de 1549 de Joachim
du Bellay, traduttore traditore, más la pregunta de si estos narradores son parte
de la historia narrativa hispanoamericana, y no solo porque, si es así, ¿cuál se-
ría la razón para no incluir las traducciones al inglés de los nuevos narradores
hispanoamericanos como parte de la historia narrativa anglófona? Otra verdad
es que algunas de estas narraciones tendrán que esperar mucho tiempo para
pasar a ser “literatura” para el público culto general, del tipo Rayuela o Los
detectives salvajes, que no necesitan el nombre de sus autores.
Además, los esfuerzos de los latinounidenses por otorgarse una identidad
latina son socavados por los significados confusos que transmiten, y en vez de
mostrar una hibridez lograda revelan una inseguridad que cierta elocuencia y
humor no logran curar. La realidad es que los latinounidenses que escriben en
inglés todavía no encuentran su voz en esa lengua mestiza, hecho que irrita
a los reseñadores. Poco a poco alguno se ubica en el canon anglófono. The
Brief Wondrous Life of Oscar Wao, novela del año en varias revistas, entre ellas
Time, recibió el premio Pulitzer. Una reseña en The New York Times Book
Review del canónico crítico de cine A. O. Scott la celebró, arguyendo que “al
crear a Oscar, Díaz ha usado un estereotipo para subvertir otro. No todos los
dominicanos son pavos reales machos” (2007: br9). Pausadamente, al asumir
la hibridez cultural y lingüística que se valoriza en Estados Unidos, autores
como Díaz pierden la esquizofrenia lingüística y juguetona que caracterizó a
sus obras iniciales, asumiendo con plenos poderes su verdadero idioma, el in-
glés con una voz que Scott llama “profana, lírica, erudita e incansable” (br9).
Por eso Michiko Kakutani, otrora crítica principal de The New York Times,
la llamó “tan original que solo puede ser descrita como Mario Vargas Llosa
encuentra Viaje a las estrellas encuentra a David Foster Wallace encuentra a
Kanye West”. Pero la aceptación de autores como Díaz en Hispanoamérica no
se deberá a las razones que algunos críticos presuntamente bilingües sacan a
colación en Junot Díaz and the Decolonial Imagination (2016), concentrados
en la profanación del estilo en vez del estilo de la profanación. Los únicos dos
boom Vargas Llosa maneja más de dos. Así que los académicos triunfalistas que
enaltecen el bilingüismo e hibridez del “pueblo” que no conocen, proyectan
un estado mental que degeneró en juego. Como decía Jerónimo de Estridón,
patrono de los traductores, se traduce ideas, no palabras, y “lo que vosotros
llamáis fidelidad a la traducción, los eruditos lo llaman mal gusto”.
Stavans arguye que Díaz, cuya novela recibió el prestigioso National Book
Critics Circle Award en 2008, tiene maestros en el austriaco Joseph Roth
y Toni Morrison. Según el mexicano-americano, Díaz le debería la hibridez
lingüística surgida de los guetos neoyorquinos al primero y, a la segunda, el
andamiaje polifónico de las voces narrativas. La historia literaria comprueba
una genealogía y plantillas conceptuales más amplias y anteriores, y socava
cualquier novedad que Stavans quiera encontrar en Díaz u otros. Narradores
puertorriqueños como Pedro Juan Soto y su Spiks (1956) o José Luis González
con En Nueva York y otras desgracias (1973) tematizaron amplia y convincen-
temente la experiencia del éxodo caribeño a Estados Unidos, y otros los si-
guieron. Es más, ¿qué son las novelas totales hispanoamericanas sino muestras
geniales del tipo de polifonía y enciclopedismo que Stavans descubre, después
de que Morrison señalara su deuda con las del realismo mágico? Cuando Sta-
vans nota novedad en cómo Díaz relata la historia dominicana en torno a
Trujillo y la vida “transnacional” que vivimos, es factible sacar a colación, si
no la tradición hispanoamericana, sí La Fiesta del Chivo (quién sabe si Díaz, al
no ser elogioso sobre ella, ha leído al maestro Vargas Llosa exclusivamente en
inglés). Con la accesibilidad que provee la traducción, ¿no sería dable pensar
en que Roth no es un Vargas Llosa, para poner un ejemplo?
Respecto a las copiosas notas a pie de página, Díaz tal vez deba menos a
Wallace (Infinite Jest tiene 1 079 páginas y 388 notas en cien páginas, referen-
cias que son entusiasmos y amplían el repertorio de los lectores hacia segundas
fuentes) o a A Heartbreaking Work of Staggering Genius (2000) de Eggers que
a la metanarrativa de Nabokov. Infinite Jest no fue traducida al francés hasta
2015, cuando fecundó la pregunta de si Wallace escribía únicamente para uni-
versitarios (Hungerford). ¿Por qué hubo demoras con la traducción de Ulysses
de Joyce al español? La primera fue del argentino Salas Subirat en 1945, des-
pués una más exitosa de José María Valverde y, en 1999, una menos popular
de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas. Luego una del argentino
Marcelo Zabaloy, con el aval de Edgardo Russo. ¿Por qué se tradujo Los detec-
tives salvajes al inglés solo nueve años después de su original de 1998? Algo o
bastante tienen que ver los nuevos medios y la manera de difundir cada obra,
y asumir esas posibilidades no contesta las preguntas que quedan sobre los
valores intrínsecos que ignora Stavans. También tiene que ver con un hecho
que nota Domínguez Michael en su prólogo a El espíritu de la ciencia-ficción,
que “es materia de la teoría de la percepción averiguar por qué la lengua in-
glesa, tan reacia (peor para ella y su público) a traducir, se prendó de Bolaño”
(2016c: 10). Al ser la traducción siempre futura y tender a basarse en el éxito
del original sin perturbar la lectura de este, hay una parte del prólogo de Do-
mínguez Michael que se desatiende de la novela y es menos persuasiva: que
“la progresiva aparición de sus inéditos” (2016c: 11) lo confirma como gran
narrador, estimación puesta en duda con la publicación de las obras póstumas
anteriores, aunque todas estén bien traducidas.
Volviendo a la nota reciclada de Stavans, muestra más su deseo de sobre-
valorizar el espanglish en torno al cual gasta tanta tinta (invisible para los ibe-
roamericanos) que una lectura reveladora de Díaz, cuyo libro termina califi-
cando de “desequilibrado” [sic]. Si cree que “es en el nivel lingüístico donde su
genialidad es ineludible”, vale recordar Tres tristes tigres y a casi todo narrador
hispanocaribeño actual. Llena de errores elementales en español, anglicismos
y ataques ad hominem sobre la traducción, más una contradictoria “defensa”
del español estándar (registro que Stavans critica cuando le conviene), la nota
no ayuda a entender a Díaz, que merece lecturas cuidadosas, centrada en él
como novelista. Vale mencionar que el protagonista de Díaz quiere escribir
ciencia-ficción, o que en el título de su novela (le llevó once años escribirla)
hay alusiones a Hemingway y Oscar Wilde (el “wao” del título se le ocurrió
durante un año que pasó en la Ciudad de México, cuando leía a Wilde).
Otras características conectan a Díaz generacionalmente, compartiendo
con los nuevos narradores de las Américas que aceptan la imperfección del
primer borrador, dicen, porque así pueden escribir libremente, sin la inter-
ferencia del editor interno que muchos escritores mayores llevan por dentro.
Bolaño, tomando en cuenta las obras inéditas adelantadas en la exhibición
“Archivo Bolaño 1977-2003”, no parece creer que un escritor real debe para-
lizarse ante aquel editor. En ese sentido era tan rebelde como Vonnegut, que
decía que tuvo la fortuna de no tener maestro durante sus años universitarios,
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apropiación 111, 129, 196, 205, 321, autoayuda 48, 133, 163, 184, 521(n).
414, 495, 508, 520. autoconsciencia 57, 301, 305, 314,
archivos 204(n), 258, 259, 261, 288, 371, 450.
323, 491, 504, 541, 542. autor/autoría 44, 46, 54, 90, 92, 124,
Arcos Cabrera, Carlos 125, 129, 169, 171, 197, 218, 237, 295, 298, 304,
319, 417, 437. 311, 327, 337, 364, 366, 403, 424,
Arguedas, José María 15, 211, 432, 428, 437, 440, 441, 475, 478, 500.
458, 487. de culto 131, 226, 323.
Arlt, Roberto 49, 56, 65, 76, 123, 125, autoridad 22, 28, 44, 49, 56, 60, 61,
135, 235, 277, 305. 73, 94, 104, 153,(n), 157, 174, 178,
arte contemporáneo 82, 93, 178, 309, 249, 284, 343, 365, 385, 386, 443,
412, 413. 462, 480, 499, 528, 544, 550.
visual 12, 309, 329, 411, 412, Ayén, Xavi 164(n), 204, 270, 469.
414(n), 494.
artista 15, 32, 33, 36, 53, 75, 84, 120, B
137, 140, 141, 144, 162, 175, 179, Babelia (El País) 40, 70, 80, 110(n),
186, 195, 199, 215, 220, 224(n), 235, 125(n), 137, 146, 148, 150, 152,
275, 285, 291, 302, 309, 311, 317, 182(n), 226, 246, 251, 306, 307, 321,
326, 329-331(n), 337, 342, 346, 347, 323, 336, 344, 380, 381, 399, 421,
368, 394, 404, 411, 412, 413, 422, 422, 465, 477, 478, 509, 512(n), 525,
439, 442, 443, 455, 457, 458, 472, 544.
473, 493, 507, 517, 519, 520, 546, Báez Meza, Marcelo 355, 389, 534.
548. Bajter, Ignacio 17, 30, 188, 222, 223,
Asturias, Miguel Ángel 29, 78, 82, 103, 325, 326, 331, 336, 363, 447, 453,
185, 211, 213, 224, 332, 363, 397, 474.
458, 474. Bajtín, Mijail 325
Auerbach, Erich 340, 358, 361, 378, Balcells, Carmen 148, 262.
437, 438, 536. como personaje 165, 262, 428,
aura 53-55, 93, 94(n), 140, 209 444.
Auster, Paul 82, 148, 168, 181(n), 196, Baldwin, James 221, 335, 396.
261, 304, 310, 312-314, 339, 425, Balza, José 65, 102, 141, 117(n), 230,
481, 507. 244, 258, 269, 270, 369, 389.
autobiografías 23, 57, 83, 96, 116, 120, Balzac, Honoré de 90, 157, 189, 209,
131, 271, 301, 303, 315, 317, 319, 218, 397, 411, 413(n).
327, 353, 377, 378, 418, 447, 478, Banville, John 19, 44, 238, 312, 339.
519. Barnes, Julian 143, 317, 329, 330, 338,
autobiograficción 115, 242, 413(n), 489.
255, 273, 315, 337, 427, 432. Barrenechea, Ana María 160, 232, 346,
autoficción 106, 116, 155, 164, 375, 376, 383, 435, 455.
170, 171, 223, 253, 299, 304, Barthes, Roland 44, 88, 116, 158, 184,
310, 315, 316, 327, 328, 337, 210, 325, 334, 364, 395, 401, 480,
338, 346, 364, 368(n), 369, 529, 548.
Bayly, Jaime 117(n9, 122, 150, 152, Bioy Casares, Adolfo 23, 133, 135,
281, 367(n), 515(n), 530. 177, 189, 211, 224, 232, 239(n), 393,
Becerra, Eduardo 16, 17, 26, 27, 29, 420, 436, 479(n), 542.
48, 78, 90, 104(n), 130, 203, 205, 210, Block de Behar, Lisa 455, 458.
219, 237, 258, 261, 264(n), 270, 283, Blogs 102, 147(n), 148.
301, 343, 360(n), 363, 449, 474. Bloom, Harold 28, 63, 234, 279, 373,
Beckett, Samuel 132, 304(n), 338, 435, 420, 535.
478, 537. Blumenberg, Hans 11, 47, 49, 54, 92,
Bellatin, Mario 43, 64, 65, 82, 83, 115, 122, 168, 250, 285, 314, 359, 455.
117(n), 120, 121, 131, 143, 154, 168, Bogotá39 Hay Festival (2007, 2017)
169, 186, 188, 189, 199, 224(n), 256, 26, 61, 76, 158, 227, 270, 356.
257, 259(n), 262, 269, 282, 288(n), Bolaño, Roberto 13, 15, 17, 21, 30,
305, 308, 309, 326, 331, 338, 344, 34, 37, 43-46, 48(n), 50, 51, 58, 60,
346, 348, 351, 353, 368, 383(n), 406, 61, 68, 70, 72, 73, 94, 95, 97, 99, 100,
411, 433, 447-450, 460, 461, 485, 102, 103, 109, 119, 122, 131, 133,
487, 498, 499, 542, 548. 134(n), 137, 138, 140, 142, 149, 150,
Beltrán, Rosa 165, 349. 152, 156, 157, 161(n), 162, 164, 170-
Benavides, Jorge Eduardo 106, 114, 172, ,179, 182, 186-188, 199, 222,
119, 130(n), 134, 143, 155, 163, 270, 223, 227, 228, 230, 243, 244, 247-
249, 257-269, 274, 276, 282, 286-290,
301, 335, 394, 421, 438, 441, 449,
293, 298, 305, 306, 315, 319, 320,
515(n), 521, 530.
322-324, 328, 332, 334, 336-338, 341,
Benedetti, Mario 65, 85, 194, 195,
348, 353, 355, 363, 368, 370-373,
207, 213, 255, 291, 346.
375, 377-379, 382, 383, 386, 387,
Benjamin, Walter 31, 32, 43, 53-55,
393, 396, 399, 410, 426, 430, 431,
194, 199, 290, 394, 462, 465, 548. 434, 435, 438, 444, 446, 449, 461,
Berti, Eduardo 58, 69, 134, 136, 143, 468-473, 483, 488, 496, 497, 501,
247, 345, 348, 394-397, 399-402, 406. 504, 505, 513-515, 517, 518, 521,
Bértolo, Constantino 25, 86, 87, 89, 522, 525, 541, 545, 546, 549.
90, 95, 129, 174(n), 323, 473, 474. boom 12, 13, 14, 15, 22, 24-32, 42, 45,
Bessière, Jean 48, 54, 58, 114, 115, 46, 48, 50, 52, 73, 74, 77, 78, 80-82,
401, 482. 84, 85, 87(n), 94(n), 100(n), 111, 112,
Bestseller/éxito de venta 13, 31, 56, 79, 115, 129, 130(n), 134, 136, 137, 139,
95, 101, 122, 127, 131, 133, 143-145, 144, 148, 159, 163-165(n), 168, 170,
150, 186, 199, 208, 312, 315, 335, 171, 178, 180, 186, 187, 201, 203-
356, 367, 370, 378, 380, 398, 415, 214, 216, 218(n)-220, 222, 225, 226,
468, 470, 472, 491, 498, 509. 230, 232, 253, 255-257, 259, 261,
Bianco, José 136, 137, 337, 408, 409, 263, 266, 267, 269, 270, 272, 277,
490(n). 279-281, 287, 291, 294, 298, 299,
bilingüismo 127, 128, 424, 436, 449, 321, 334, 345, 355, 361, 386, 393,
463, 472(n), 483, 502, 506, 508, 512, 432, 441, 443, 444(n), 447, 455, 458,
517, 539, 540, 543. 459, 469, 476, 478, 498, 526, 528,
biografías: 35, 107, 185, 188, 192, 194, 531, 540.
317, 362, 413, 444. “autoboom” 256.
Castellanos Moya, Horacio 27, 85, 96, 49-51, 53, 58, 60-63, 65, 71, 73-75,
130(n), 143, 143(n), 155, 156, 170, 78, 79, 81, 82, 86, 89, 93, 94, 108,
178, 186, 227, 245, 247, 260(n), 344, 117, 140, 151, 158, 159, 186, 195,
364, 427, 447, 459, 468-470, 497, 196, 202, 230, 244, 247, 249, 252,
509, 516. 289, 301, 303, 334, 340, 341, 351,
Castro, Juan E. de 17, 25, 40, 41, 359, 368, 385(n), 419, 420, 424, 432,
135(n), 191(n), 195(n), 202(n), 207, 462, 468, 471, 479, 480-482, 523,
236, 321, 348, 397, 441, 445, 447, 524.
473, 515(n), 516. Coetzee, J. M. 70, 118, 126, 170, 189,
celebridad 50, 118, 307, 316, 386,
236(n), 308, 310, 311, 318, 339, 341,
400,417.
366, 380, 410, 425, 466, 527.
censura 25, 63, 72, 108, 165, 192, 193,
Cohen, J. M. 202, 259(n).
195, 197, 203, 217, 221, 275, 352,
386, 443, 453, 463, 489, 541. compromiso 14, 63, 66, 74, 78, 81, 87,
autocensura 40, 275, 392, 437, 89, 90, 106, 151, 177, 180, 182(n),
463. 183, 189, 190, 194, 195, 202, 253,
Centeno, Israel 277, 323. 284, 286, 324, 394, 422, 435, 454,
Cercas, Javier 46, 119, 171, 239, 240, 486, 514, 524.
264, 275, 276, 331, 448, 485, 547. computadora 45, 187, 311, 339, 357,
Cervantes, Miguel de 12, 19, 30, 157, 359, 493, 494, 495.
161, 180, 215, 276, 298, 300, 312, comunidad 17, 71, 118, 147, 148, 175,
334, 341, 367, 378, 387, 393, 396, 177, 221, 256, 270, 271, 277, 335,
431, 468, 529, 531. 451, 452, 475, 485-487, 533, 544.
Biblioteca Virtual Miguel de conciencia 38, 59, 68, 108, 110, 111,
Cervantes 84. 122, 139, 175, 177, 197, 202(n), 212,
Premio Cervantes 204, 529. 214, 228, 239, 244, 253, 264, 273,
“Chiriboga”, Marcelo 163, 416, 428, 291, 295, 297, 302, 326, 353, 354,
442-444, 446, 473. 360, 376, 387, 429, 444, 461, 480,
Chirinos, Juan Carlos 105, 111, 120, 497, 499, 508, 530, 533, 545.
270, 342, 546. Connolly, Cyril 139, 397, 530.
ciencia-ficción 66, 111, 162, 170, 195, Cono Sur (región) 49, 131, 345, 372,
222, 316, 320, 323, 336, 356, 365,
455.
371, 474, 504, 506, 514, 541, 549.
Conrad, Joseph 31, 107, 297, 305,
cine/películas 46, 79, 106, 119, 130,
307, 433, 436, 447, 471.
150, 151, 244, 302, 317, 321, 345,
351-355, 362, 369, 384, 424, 441, Consejos 38, 194, 226, 231, 235, 247.
443, 501, 508, 509, 538. Conte, Rafael 29, 29(n), 81, 82, 84,
civilización 74(n), 79, 225, 294, 357, 84(n), 208, 209, 211.
373(n), 483. contemporaneidad 29, 48(n), 70, 78,
Claro, Andrés 20, 462, 466, 467(n), 86, 118, 158, 166, 246, 247, 277, 310,
519, 520. 355, 368, 372, 377, 428, 479.
clase social 223, 274, 279, 488, 511. contrato mimético (Barrenechea) 298,
clásicos/clasicismo 11, 12, 19, 20, 22- 348, 365, 434, 435.
25, 29, 30, 38, 46, 47, 47(n), 48(n), Copi 33, 117, 141, 412, 426, 549.
copia 15, 45, 53, 54, 72, 117, 144, 188, crítica/críticos 11, 13-17, 19, 23, 24-
244, 265, 280, 316, 321, 332, 362, 27, 29(n), 30, 31, 34, 35, 38-44, 50-
399, 400, 403, 450, 455, 522(n). 52, 54, 56, 57, 60-64, 66, 68, 69, 71-
Cornejo Menacho, Diego 54, 55, 147, 79, 81, 82, 84, 85, 87(n), 89, 92, 96,
163, 169, 177, 178, 416, 431, 442- 97, 100(n), 102, 105, 107, 108, 111,
446, 473, 526. 124-128, 130, 132, 134(n), 135, 136,
corrección política 22, 75, 95, 125, 138(n), 141, 142, 148-153, 155-159,
164, 269, 324, 422, 424, 539, 543. 161(n), 165, 166, 170-173, 175, 178,
Cortázar, Julio 31, 49, 56, 65, 69, 74, 182-185, 187, 189, 190, 193-199,
103, 112, 123, 133, 138, 152, 157, 201-203, 204(n), 206-209, 211-213,
159-162, 185, 209, 212, 229, 248, 215, 216, 218, 223, 225-227, 229,
267, 278, 294, 296-299, 321, 334, 231-233, 235, 236, 238(n), 239-241,
346, 351, 358, 362, 367, 370, 379, 243, 244, 247, 248, 252, 258(n), 262,
387, 390, 393, 402, 407, 409, 413, 265-267, 269, 274, 275, 277, 279,
419, 432, 457, 474, 489, 494, 533, 281, 283-286, 288, 295-298, 301, 309,
542. 314, 318-323, 326, 328-331, 333, 334,
Cortés, Carlos 48(n), 246, 247, 277, 336, 338-343, 346, 347, 349, 350,
449, 487, 488, 516. 352, 357-360, 362, 365, 369, 370,
cosmopolitismo/provincianismo 30, 372, 373, 375, 377, 378, 384, 386,
47, 57, 65, 73, 94, 105, 107, 107(n), 390, 392, 394, 395, 397, 404, 407,
114, 129, 136, 146, 148, 167, 295, 408, 416, 418, 425, 427, 429, 432,
330, 359, 368, 370, 372, 373, 433, 433, 437, 439, 443, 445, 448, 450,
445, 447, 460, 495, 497, 502(n), 530, 451, 455-457, 460, 462 463, 465-467,
531, 535, 545.C 471, 473, 477, 478, 481, 483, 486,
Courtoisie, Rafael 223, 229, 359, 363, 489, 494, 498, 504, 506, 508, 512,
417, 436, 449, 548. 516, 519, 521-523, 529, 530, 538,
Crack 36, 38(n), 42, 99, 100(n), 539, 541, 542, 545, 547.
104(n), 113, 149,(n), 168-170, 173, anglófona 72, 252(n), 284, 298.
174, 182, 201, 212, 227, 234, 246, española 201, 206-209, 211,
251, 269-272, 276, 281, 284, 294, 252, 265.
305, 324, 343, 380, 421, 424, 471(n), estadounidense 89, 333.
485, 504. hispanoamericana 77, 217, 252,
“crackeado/a” 36, 505, 543. 265.
creatividad 32, 35, 55, 198, 233, 542, Cuba/cubanos 16, 34, 43, 45, 56, 74,
550. 81, 85, 96, 107, 107(n), 120, 133, 143,
crimen 60, 71, 111, 144, 155, 169, 149, 151, 152, 156, 167, 190-197,
177, 197, 318, 331, 352, 368, 369, 190(n), 191(n), 195(n), 216, 217, 230,
371, 372, 418. 263(n), 270, 287, 290(n), 296, 297,
criollo/criollismo 169, 403. 343, 344(n), 348, 353(n), 363, 394,
crisis 43, 51, 59, 81, 90, 96, 108, 114, 394, 468, 489, 503, 507(n), 508, 509,
122, 141, 167, 177, 178, 197, 227, 511, 530, 543.
241(n), 256, 273, 275, 276, 282, 286, cuentos 50, 74, 77, 114, 143, 151, 159,
287 342, 354, 356-358, 372, 388(n), 160, 172, 206, 213, 222, 234, 243,
457, 461, 494, 512(n). 245, 279, 308, 318, 323, 332, 334,
397, 407, 499, 506, 513, 517-519, datos 61, 83(n), 146(n), 163, 204(n),
524, 532, 543, 547. 227, 253, 261, 291, 306, 315, 343,
cultura/culturales 11, 14-17, 21, 24-27, 357, 358, 395, 404, 499.
31, 33, 34, 38-41, 45, 46, 48, 51, 52, Deleuze, Gilles y Félix Guattari 51,
55-57, 59-61, 66, 68, 69, 72, 73, 78, 439, 513, 525, 532.
85(n), 86, 88, 94, 95, 101, 103, 106, DeLillo, Don 70, 92, 181(n), 186,
107, 111, 113, 115, 125, 128, 136, 236(n), 338, 339, 341, 348, 413(n),
137, 142, 144, 146-148, 150, 154- 426, 466, 528.
157, 159, 165, 166, 171, 173, 175- De Maeseneer, Rita 190(n), 321,
177, 179, 182, 183(n), 186, 190, 193, 449(n).
195, 196, 198, 202, 203, 207, 208, democracia 70, 191, 228, 248, 372,
215, 218, 219, 221, 223-228, 230, 542.
235, 238, 243, 244, 246-250, 252, democratización 64, 282, 398,
255, 257, 258, 260, 262, 263, 265, 427.
266, 278, 279, 282, 284-288, 290, desencanto 190, 211, 230, 257, 400,
296, 297, 301, 303, 309, 311, 316, 516, 521(n).
320, 322, 326, 327, 329, 330, 336, Teoría del 230.
342, 344, 348, 351, 353, 357, 359, desencuentros/destiempos 47, 80, 81,
360-362, 365, 367, 373, 377, 379, 135(n), 161, 180, 190, 206, 2017, 222,
381, 385(n), 387, 388, 390(n), 391, 225, 233, 247, 279, 441, 443, 453,
394, 395, 397, 397(n), 398, 400, 414- 455, 466, 470, 476.
416, 418, 420, 423, 428, 437, 439, desorden 34, 37, 188(n), 339, 355,
441, 445-447, 449(n), 450, 462, 466- 416, 493, 494.
468, 471-475, 477, 479, 480, 482-484, detective 30, 46, 69, 88, 89, 95, 177,
486-491, 494-502, 504-508, 510-512, 182, 186, 222, 226, 249, 302, 305,
517, 521(n), 522, 524, 526-530, 533- 311, 324, 354, 355, 361, 33, 371, 376,
536, 538, 539, 542-545, 549, 550. 386-388, 399, 403, 417, 418, 478,
literaria 16, 31, 38, 56, 203, 483, 505, 516, 517, 538.
208, 225, 284, 348, 415, 416, Díaz, Junot 92, 238, 277, 321, 323,
423, 441, 442, 475, 477, 497. 366, 372, 507(n), 538.
popular 14, 59, 111, 113, 125, Di Benedetto, Antonio 33, 118,
136, 155, 193, 208, 227, 228, 144(n), 150, 323, 324, 346.
230, 246, 257, 279, 296, 329, Dick, Philip K. 101, 157, 170, 309,
388, 391, 477, 483, 484, 507, 353.
508. Dickens, Charles 69, 74, 143, 387.
dictadura 59, 110, 148, 243, 245, 320,
322, 392, 535.
D Diego Padró, José Isaac de 69, 91, 159.
Dante 83, 256, 286, 302, 468, 480, difusión 42, 52, 129, 136, 145, 153,
529. 189, 202, 216, 456, 476, 477, 518.
Dantzig, Charles 23, 140, 147, 285, digitalización 355, 357-359, 365.
419, 456. digresiones 31, 115, 126, 167, 189,
Darío, Rubén 64, 65, 107, 113, 229, 189, 234, 306, 350, 363, 372, 391,
253, 321, 346, 385, 433. 445, 469.
discurso 19, 26, 54, 57, 77, 102, 117, Eggers, Dave 70, 181(n), 182, 238,
128, 135, 166, 174, 177, 178, 188(n), 274, 359, 452, 485, 497, 540.
193, 195, 216, 227, 236, 238, 243, el público 12,14,15, 50,53, 91, 127,
244, 258, 273, 284, 314, 315, 317, 12, 139, 140, 157, 209, 221, 235, 241,
320, 329, 341-343, 350, 363, 382, 247, 259, 270, 288, 291, 298, 300,
406, 407, 412, 419, 443, 455, 502, 314, 316, 322, 384, 413(n), 428, 450,
513, 531. 452, 463, 473, 482, 496, 506, 510,
distopía/distópico 70, 101, 237, 249, 516, 519, 533, 538.
338, 346, 456. Eliot, T. S. 31, 71, 73, 93, 234, 274,
dolor 172, 176, 240, 250, 271, 299, 527.
300, 307, 443, 490. Elizondo, Salvador 42, 64, 65, 120,
Domínguez Michael, Christopher 41, 121, 173, 185, 188, 216, 242 329, 411,
149, 149(n), 172, 176(n), 191, 227, 431, 525.
234, 278, 279, 308, 309, 324, 383, Eltit, Diamela 33, 165, 184, 236, 243,
421, 534, 541, 549. 344, 497.
Donoso, José 15, 22, 62, 93, 119, 125, emancipación intelectual 32, 527.
126, 141, 163, 164, 204(n), 205, 221, Emar, Juan 62-64, 70, 82, 91, 95, 103,
222, 253, 263(n), 270, 289, 297, 299, 159, 320-332, 370, 401.
341, 366, 416, 442-444, 454, 472, emigración 80, 107, 116, 294, 505,
473, 500, 545, 549, 550. 514.
Don Quijote/Quijote 21, 74, 94, 159, empatía 182, 198, 358, 403, 426, 427,
303, 311, 384, 396, 403, 421, 422, 450, 495, 539.
432, 478, 520. encuestas/sondeos 76, 269, 333.
Dostoievski, Fyodor 256, 311, 318, Enrigue, Álvaro 94(n), 155, 183(n),
348, 353, 362. 188, 290(n), 305, 411, 412, 449, 481,
drama/teatro 51, 116, 132, 134, 135, 485.
141, 159, 181, 212, 216, 258, 302, ensayo 17, 21, 22, 31, 37, 43, 55, 61,
355, 360, 373, 381, 404, 405, 412, 66, 67, 72, 82, 83(n), 86(n), 89, 100,
435, 442, 472, 501, 515, 519, 539. 101, 103, 112, 115, 117, 121, 135(n),
melodrama 90, 149, 166, 182, 151, 153, 158, 160, 162, 176, 183,
329, 349, 391, 451, 514. 184, 192, 195, 196, 198, 202, 213,
drogas 131, 152, 230, 526, 533. 214, 216, 221, 229, 232, 242, 250,
Duchamp, Marcel 82, 120, 273, 310. 252, 253, 259(n), 261, 265, 270, 272,
273, 276, 286, 290(n), 291, 304(n),
308, 328, 335-338, 353, 357, 365,
E 369, 370, 380, 381, 389, 390, 391,
Echevarría, Ignacio 26, 27, 29, 29(n), 396, 412, 413, 413(n), 417, 437, 439,
38, 42, 48, 58, 226, 261, 266, 431, 457, 460, 478, 479, 482(n), 483, 494,
446, 474, 475 495, 498(n), 502(n), 504, 511, 520,
literatura menor según 431, 534.
446. Véase también no ficción
edición nacional (condena de) 51, 70, envidia 56, 153, 164(n), 186(n), 324,
81, 145, 244, 258, 262, 323. 402, 529.
Edwards, Jorge 212, 230, 318, 331(n). épicas 91, 277, 290, 377, 480.
era digital 223, 395, 475, 511, 522(n). excesos 108, 168, 225, 240, 349, 359,
escuela 17, 64, 86, 158, 163, 188, 203, 463, 547.
377, 381, 382, 517. exilio 13, 75, 85, 105, 107, 114, 123,
Espanglish 124, 297, 499, 506, 512, 136, 138, 151, 197, 211, 243, 323,
528, 529(n), 539, 541. 360(n), 379, 402, 467, 518.
espectáculo 41, 235, 286, 357, 409(n), éxito 19, 26, 28, 29, 41, 46, 56, 59, 64,
459. 75, 78, 84(n), 85, 93, 117, 131, 133,
estética/esteticismo 16, 23, 40, 44, 53, 143, 144, 148, 149(n), 150, 151, 212,
57, 61, 62, 74, 81, 87(n), 88, 90, 92, 222, 235, 237, 245, 248, 263, 266,
102, 157, 164, 169, 174(n), 182, 189, 272, 275, 290, 316, 324, 331, 334,
194, 196, 203, 205, 225, 229, 230, 342, 345, 361, 373, 376, 380, 411,
232, 242, 250, 252, 253, 268, 275, 418, 421, 422, 429, 439, 470, 471,
280, 286-288, 313, 320, 344(n), 355, 473, 478(n), 496, 498, 511, 516, 522,
363, 368, 387-389, 392, 394, 398, 523, 526, 531, 537, 538, 540, 541
400, 438, 442, 454, 459, 460, 465, exotismo 42, 57, 78, 79, 103, 150, 156,
475, 523, 536, 546, 548-550. 331(n), 385, 433, 492, 502, 506, 527,
estilo 21, 26-28, 32, 39, 40, 49, 54, 55, 537.
67, 69, 72, 82, 83, 91, 105, 124, 127, experimentación 65, 83, 86, 165(n),
128, 132, 166, 174, 184, 193, 199, 224, 239, 240, 282, 311, 312, 343,
215, 218, 221, 223, 229-231, 235, 390, 455(n), 456.
264, 279, 284, 303, 311, 319, 321,
324, 325, 345, 348, 355, 361, 381,
382, 386, 405, 407, 423, 423, 426, F
450, 471, 473, 475(n), 481, 491, 498, Facebook/Twitter 22, 133, 168, 181,
512, 534, 536, 538, 544. 285, 398, 427, 428, 439, 495.
internacional 26-28, 229. fama/reputación 46, 52, 102, 111-113,
tardío 32, 124, 426. 131, 147, 225, 228, 233, 296, 316,
Esquivel, Laura 26, 41, 78, 281. 318, 322, 331, 332, 337, 361, 376,
Estrada, Oswaldo 166, 349, 471(n). 392, 400, 429, 485, 492, 537.
estrella 41, 143(n), 173, 222, 226, 286, fanático 55, 93, 113, 152, 259, 273,
354, 366, 428, 496, 500, 538. 365.
ética 11, 17, 27, 39, 51, 134(n), 171, Faulkner, William 41, 49, 215, 265,
196, 257, 264, 270, 271, 281, 313, 304(n), 334, 436, 530.
361, 380, 401, 416, 429, 442, 445, feminismo 67, 95, 165(n), 169, 172,
465, 466, 478, 499, 514, 526. 238, 320, 387, 421.
estructura 40, 71, 81, 97, 102, 109, Fernández, Macedonio 49.
118, 130, 138, 166, 167, 174, 183, Ferré, Rosario 164, 165(n), 230, 231,
190, 210, 225, 238, 249, 258(n), 273, 476, 477, 527.
302(n), 321, 326, 341, 348, 350, 355- FIL (Feria Internacional del Libro de
357, 365, 367, 391, 416, 420, 437, Guadalajara) 21, 51, 76, 158, 180, 212,
456, 461, 468, 525, 544. 234, 244, 246, 278, 290, 383.
postestructuralismo 44, 236(n), Filología/filólogos 39, 144(n), 391.
238. Filosofía 55, 74(n), 126, 127, 141, 155,
Etiqueta Negra 68, 147 306, 317, 358, 380, 382, 406.
Flaubert, Gustave 90, 244, 317, 355, 427-430, 445, 449, 471(n), 472, 496,
413(n), 489. 508, 509, 533.
Fontaine, Arturo 174, 222, 248, Fusillo, Massimo 44, 225, 249.
264(n), 312, 459, 478, 497.
Fornet, Jorge 43, 123, 177, 245, 257, G
282, 321, 344(n), 409, 474, 502, Gallego Cuiñas, Ana 84(n), 85(n), 204,
521(n). 218(n), 521, 522.
Foucault, Michel 44, 54, 96, 109. Gamboa, Santiago 27, 30, 35, 35(n),
fracaso 47, 48, 71, 111, 133, 148, 152, 63, 78, 94(n), 104, 109, 119, 122, 142,
183, 191, 244, 408. 146, 146(n), 150, 155, 167, 186(n),
Franco, Jean 202, 286. 245, 246, 255(n), 260(n), 264, 275-
Franco Ramos, Jorge 30, 35, 79, 80, 277, 346, 347, 352, 360(n), 387, 390-
117, 142, 150, 156, 259, 277, 351, 392, 411, 417, 493, 509, 510.
460, 471(n), 499, 531. Garcés, Gonzalo 27, 108, 134, 142,
Franz, Carlos 94, 100, 120, 158, 160, 159, 160, 161(n), 259, 267, 268,
222, 240, 270, 291, 301, 330, 366, 388(n).
430, 441, 451, 458, 487. García Canclini, Néstor 146, 261, 303,
Franzen, Jonathan 102, 143, 156, 174, 501(n).
190, 238, 359, 378, 485, 495, 497, García Márquez, Gabriel 30, 35, 42,
542. 46, 74, 77, 112-114, 117(n), 128, 133,
Fresán, Rodrigo 27, 45, 58, 83, 95, 152, 157, 171, 191, 204(n), 206, 207,
102, 119, 134, 142, 145, 149, 156, 229, 255, 260, 277, 278, 280, 296,
174, 186, 227, 231, 247, 257, 274, 349, 363, 419, 444, 469, 470, 485,
278-281, 283, 326, 337, 351, 364, 491, 492.
365, 405(n), 449, 452. género sexual 141, 164, 169(n), 172,
fronteras 11, 59, 101, 107, 135, 145, 216, 243, 256(n), 272, 287, 334, 348,
178, 190, 215, 230, 244, 249, 267, 442.
272, 360(n), 451, 455(n), 466, 472, Generación/generaciones 13, 15, 17,
22, 24, 27, 29-31, 38-41, 45, 59, 60,
517, 521, 535, 536.
68, 69, 71, 77-79, 82, 83, 85, 86, 95,
Fuentes, Carlos 15, 27, 29(n), 37-42,
99-104, 106, 109, 114, 123, 124, 130-
55, 58, 61, 62, 94, 99, 100, 103, 113, 134, 136, 137, 140-143(n), 146, 150,
117-119, 131, 148, 152, 153, 159, 152, 154, 160, 162, 164, 166, 167,
163, 164, 168, 170, 173, 174, 181, 169, 170, 172, 174, 179, 182, 183,
183-187, 195, 205, 218, 221-223, 185, 186, 188, 190, 192, 197, 199,
225, 255, 264, 265, 267, 271, 272, 203, 220-223, 227, 229-233, 240, 245,
289, 339, 366, 416, 423, 426, 428, 246, 254, 255, 257, 258, 260, 263,
429, 442, 443, 446, 458, 471(n), 489, 265, 267-271, 274, 276, 277, 279-281,
499, 521(n). 284, 285, 287-291, 299, 300, 305,
Fuguet, Alberto 29, 41, 50(n), 77, 95, 318, 323, 327, 330, 334, 339-341,
99, 102, 109, 111, 128-130, 141, 151, 343, 345, 348, 352, 358, 361, 365,
163, 164, 217(n), 227, 247, 259(n), 367, 371, 375, 376, 378, 380, 383,
261, 263(n), 264, 272, 277-279, 281, 386, 387, 390, 392, 393, 396, 398,
290(n), 297, 320, 344, 366, 424, 425, 409, 414-416, 420, 423, 427, 432,
433, 450-452, 455(n), 462, 466, 469, Greene, Graham 167, 304, 363.
470, 474, 483, 486, 494, 496, 497, Grossman, Edith 467, 477, 478, 542,
505, 516, 518, 522(n), 524, 531, 533- 545.
535, 541, 543, 544, 547-550. Guerra, Wendy 16, 154, 169(n), 190-
“Me gusta” 27, 285, 334, 358, 192, 196, 245, 431, 481.
375, 380, 392, 393, 398, 423, Guerras, 19, 20, 74(n), 101, 125, 139,
427, 450, 462, 474, 494. 141, 172, 175, 181, 186, 189, 195,
X 131, 305. 204(n), 232, 238, 244, 277, 287, 318,
Genette, Gérard 342, 377, 384, 409, 339, 340, 351, 362, 375, 391, 477,
419, 431. 490, 497, 516, 518, 520, 525, 528.
genio/genios 15, 33, 71, 100, 118, 121- guion/guionista 46, 81, 150, 253, 254,
123, 136, 137, 148, 179, 226, 234, 345, 353, 359, 389, 402, 404, 415,
238, 239, 246, 323, 332, 358, 375,
454, 480, 488.
429, 432, 479, 520, 529, 549.
Gumucio, Rafael 21, 174, 274, 275,
Gide, André 31, 92, 247, 375, 379,
289, 290, 337, 344, 378, 467, 488,
449.
globalifóbicos 99, 104, 106, 123, 145, 492, 504.
146, 157, 159, 166, 167, 174, 267, Gutiérrez, Miguel 70, 91, 145, 172,
287, 326. 265, 515(n).
globalización 12, 51, 61(n), 70, Gutiérrez, Pedro Juan 143, 152, 167,
76, 83, 84, 92, 116, 123, 143, 169, 190(n), 191, 245, 363, 364, 415,
144, 146, 169, 185, 275, 287, 502.
290, 340, 360(n), 369, 379,
442, 446, 475, 476, 483, 507, H
537, 544. Habermas, Jürgen 60, 303, 482.
Goethe, Johann Wolfgang 37, 48, 79, Harwicz, Ariana 21, 42, 60, 61, 109,
144(n), 297, 298, 471, 472, 487, 536. 132, 161, 168, 170, 218, 277, 297,
Gómez, Sergio 277, 345, 410, 411, 310, 368, 488, 523, 546.
414, 416-419, 430.
Hemingway, Ernest 79, 234, 313, 321,
González, Tomás 154, 306, 411, 453.
403, 541.
Google 61, 238(n), 285, 359, 399,
Hernández, Felisberto 65, 206.
427, 491.
Goytisolo, Juan 100, 148, 208, 211, Henríquez Ureña, Pedro 94, 265.
248, 379, 387, 450, 468, 547. Herbert, Julián 16, 162, 250, 251, 352,
Gran Novela, la 21, 37, 100, 103, 118, 368, 487, 494.
160, 161(n), 163, 184-186, 209, 248, Herrera, Yuri 76, 77, 169(n), 249, 250,
264, 317, 351, 390(n), 428, 451, 453, 368, 487.
468, 488,521. hibridez 53, 67, 162, 250, 360(n), 379,
“Americana” 452. 388(n), 523, 538, 540.
versus Gran Borrador 118, 184, Historia 40, 61, 108, 146, 190, 191,
453. 264, 276, 291, 306, 338, 377, 459,
Granés, Carlos 31, 74, 120, 178, 310, 488, 535, 550.
412, 413. Homero 19, 20, 46, 74, 91, 302, 331,
Granta 79, 168, 470, 485, 513, 517. 441, 471(n), 480.
homosexual/gay 19, 20, 122, 125, 140, 287, 291, 296, 302, 305-308, 319,
141, 152, 227, 245, 353(n), 406, 425- 326, 339, 344, 382, 388, 393, 401,
429, 457, 458, 492. 405, 417, 421, 422, 428, 432, 435,
Huet, Pierre-Daniel 88, 249(n), 435, 449, 461, 527, 550.
449. antiintelectual 175, 384.
Huidobro, Vicente 65, 332, 352, 465. intelectualismo 175, 348, 454.
Hungerford, Amy 11, 16, 71, 75, intraducible 297, 316, 378, 485, 497,
390(n), 440, 452, 472, 540. 504, 513.
invisibles 361, 387, 511.
Iwasaki, Fernando 35, 37, 120, 142,
I 259(n), 262, 265, 266, 349, 521.
Identidad 12, 14, 26, 35, 43, 44, 68,
90, 104(n), 105, 127, 138, 139, 142,
150, 155, 169(n), 177, 178, 195, 212, J
243, 250, 253, 287, 300, 302, 304, James, Henry 31, 32, 41, 49, 69, 122,
344, 358, 360(n), 393, 400, 422, 427, 189, 236(n), 238, 275, 316, 318, 319,
428, 450, 457, 460, 476, 495, 503, 346, 389-400, 410, 413(n), 433, 442,
505, 509-511, 513(n), 515, 536-538, 451, 457, 473, 547.
548. Jameson, Fredric 88, 89, 146, 196, 244,
ídolo 54, 94, 113, 152, 172, 312, 411. 246, 395, 456.
indigenismo 129, 214, 487, 530, 531. jerigonza 266, 343, 344, 451.
Indiana Hernández, Rita 60, 61, 128, Joyce, James 31, 62, 71, 91, 93, 116,
151, 170, 218, 257, 258, 276, 277, 126, 132, 161, 244, 249, 256, 259, 279,
279, 321, 411, 413(n), 426, 458, 462, 285, 286, 289, 298, 304, 307, 334, 335,
486, 502, 506, 507, 546. 379, 446, 457, 468, 480, 530, 540.
inglés 17, 23, 24, 38(n), 41, 79, 80,
91, 101, 105(n), 107, 115, 117(n), 18,
K
124, 126, 127(n), 128, 129, 133, 139,
Kafka, Franz 101, 122, 136, 215, 256,
143, 145, 148, 151, 152, 161, 162,
296, 353, 377, 379, 403, 513, 532.
167, 183(n), 184, 188, 193, 202, 203,
Kermode, Frank 24, 71, 88, 241, 268,
226, 236, 249(n), 257, 258, 262, 271,
310, 339.
276, 289, 293, 324, 332, 337, 338,
Kimmelman, Michael 52, 140, 462,
356, 366, 367, 369, 382, 389, 397,
233, 400.
412, 419, 434, 442, 447, 449(n), 452-
Kirsch, Adam 71, 107, 134(n), 196,
454, 463, 465-473, 475-481, 482(n),
228, 237, 298, 357, 358, 376, 379,
484-489, 492, 493, 496-498, 500-510,
481, 514.
512-519, 523-529, 531, 533, 538-546.
Kundera, Milan 38(n), 157, 262, 317,
inmigrantes 80, 123, 154, 167, 387,
341, 348, 359, 449, 482, 537.
490, 492, 502, 507, 512.
intelectual 12, 24, 32, 38-40, 52, 56,
59, 74, 94, 105, 106, 111, 113, 115, L
124, 125, 133, 138, 141, 151, 158, Labbé, Carlos 299, 394, 436, 444, 456.
164, 176-179, 183, 187, 188, 192, Laera, Alejandra 34, 84, 210, 235, 262.
195, 197, 205, 208, 211, 214, 226, Lalo, Eduardo 124, 139, 167, 215,
231, 234, 236, 237, 263(n), 264, 276, 417, 477, 511, 513.
New York Times Book Review 55, 147, Orwell George 181, 353, 377, 472.
315, 334, 381, 469-471, 493, 538. Oulipo (grupo) 69, 125, 309, 444, 513.
New Yorker 168, 181, 222, 314, 324, Ozick, Cynthia 51, 158, 159, 262, 319,
326, 366, 470, 471, 478, 517, 518. 390.
Nietzsche, Friedrich 78, 190, 233, 235,
411, 422.
nihilismo 83, 121, 122, 462, 492. P
Nobel (premio) 27, 103, 118, 119, 158, Padilla, Ignacio, 27, 37, 38(n), 84(n), 99,
206, 257, 264(n), 315, 317, 318, 341. 100, 103, 105, 113, 142, 143(n), 149
No ficción 40, 56, 57, 97, 114, 138, (n), 168-170(n), 173-175, 179, 180,
141, 143, 165, 192, 193, 224, 247, 185, 215, 216, 227, 269, 270, 272,
259, 264, 268, 279, 351, 424, 425, 291, 324, 326, 421, 499, 500.
428, 438. Padura, Leonardo 56, 156, 190-196,
nómadas/nomadismo 13, 21, 33, 46, 259, 274, 321, 322, 353, 411, 497.
77, 104-107, 121, 136, 138, 146, 156, Palacio, Pablo 65-67, 74, 269, 283,
159, 162, 166, 167, 243, 245, 267, 368, 431, 438, 439, 443, 530.
287, 326, 346, 348, 352, 360(n), 361- como personaje 423.
363, 387, 450, 491, 505, 511, 524, Palaversich, Diana 170(n), 171, 218(n).
525, 544. Palou, Pedro Ángel 37, 99, 100, 103,
Nouveau roman 132, 134, 216, 218, 173, 176(n), 269, 272, 421.
268, 300, 312, 324, 459. Paratextos 81, 300, 369, 434.
novelización 134, 238, 277, 327, 336, Parks, Tim 12, 28, 51, 70, 90, 182(n),
342, 356, 410. 193, 310, 324, 475, 476, 487, 537.
parodias 127, 297, 303, 407.
Paso, Fernando del 46, 173, 204.
O patria/patriotismo 28, 58, 59, 107,
objetividad 38, 39, 82, 102, 130, 159, 135, 167, 175, 251, 351, 353, 360(n),
202, 233, 278, 307, 422, 517. 438, 458, 496.
obra maestra desconocida 411 Pauls, Alan 48, 59, 134, 136, 143,
O’Brien, Flann 303(n), 305, 311. 147, 160, 161, 290(n), 344, 363-365,
Ojeda, Mónica 61, 77(n), 277, 284, 383(n), 485, 542.
297, 337, 352, 356, 357, 426, 546. Paz, Octavio 346, 479, 483.
Oloixarac, Pola 59, 61, 189, 223, 235- Paz Soldán, Edmundo 27, 29, 37, 42,
238, 257, 272, 278, 356, 380, 491, 60, 85, 125-130, 142, 204, 217(n),
508, 534. 229, 239, 241, 258(n), 278, 280, 281,
Onetti, Juan Carlos 29(n), 82, 93, 101, 355, 359, 395, 430, 471(n), 493, 494,
119, 133, 207, 211, 215, 224, 287, 509, 511, 533, 534.
299, 346, 378, 415, 436, 454, 530. Perec, Georges 82, 126, 259, 316, 337,
originalidad 15, 47(n), 48, 53, 57, 72, 444, 473.
125(n), 152, 161, 234, 239, 244, 293, periferia 67, 86(n), 144, 179, 241, 309,
309, 321, 332, 357, 365, 366, 372, 355, 360(n), 373, 515.
397, 400, 407, 470, 493, 523, 536, Peri Rossi, Cristina 29(n), 165(n), 204,
547. 230.
Ortega y Gasset, José 144(n), 372, 393, periodismo/periodistas 25, 55, 62, 67,
547. 80(n), 84, 153, 155, 156, 190, 193,
196, 199, 208, 216, 219, 226, 244, Proust, Marcel 100, 101, 220, 297,
247, 262, 265, 274, 278, 280, 290, 311, 334, 340, 347, 379, 413(n),
305, 314, 316, 344, 349(n), 351, 368, 414(n), 447, 449, 480, 503, 530.
372, 379, 381, 392, 393, 416, 426, psicológico 20, 189, 211, 233, 376,
439, 445, 457, 468, 475(n), 477, 478, 378(n), 407.
493, 494, 526. Puga, María Luisa 347, 348.
Pérez Torres, Raúl 230, 521(n). Puig, Manuel 33, 108, 119(n), 125,
persecución 30(n), 96, 197, 392, 406, 151, 156, 204, 279, 351, 425, 426,
535. 428, 444.
Piglia, Ricardo 35, 48-58, 82, 108, Pynchon, Thomas 236(n), 262, 274,
119(n), 123-125(n), 134-137, 189, 338, 339, 354, 355, 390(n), 525.
210, 225, 231, 233, 234, 244, 242,
269, 337, 369, 477, 545.
Q
Piñera, Virgilio 65, 73, 283, 468.
quehacer 138, 176, 187, 255, 289, 270,
Pitol, Sergio 64, 102, 103, 117(n),
311, 328, 408, 469, 505, 548.
443(n), 152, 156, 173, 174, 230, 269,
Querellas 12, 26, 60, 207, 266, 283.
354, 383(n), 391, 423, 449, 450, 461,
Quiñonez, Ernesto 490, 502, 510-514,
485.
517, 518, 523, 526-533, 535, 538,
Plagios 296, 350, 396, 400.
542.
Planeta (premio) 27, 210.
poesía en la novela 248, 366, 368.
poética 61, 125(n), 153(n), 183, 229, R
230, 248, 284, 326, 328, 336, 414, Rabassa, Gregory 80, 260, 467, 471,
462, 465, 479, 484, 490, 498, 534. 477, 478, 488, 514, 525.
polémicas 20, 59, 62, 75, 90, 135, 142, racismo 74(n), 108, 191, 492.
189, 209, 212, 214, 336, 482(n). Rama, Ángel 36, 53, 54, 78, 79, 94,
Poniatowska, Elena 172, 174, 421, 500. 213, 216, 221, 266, 280, 372, 401(n),
Ponte, Antonio José 85, 217, 344. 459-461, 475, 544.
Portela, Ena Lucía 190, 191(n), 344(n). tecnificación narrativa 372.
poscolonial 94, 95, 116, 243, 296, 483, Ramírez, Sergio 95, 96, 117(n), 133,
493, 504. 165, 230.
posnacional 474. Rancière, Jacques 11, 12, 32, 64, 87,
postmodernismo 16, 88, 89, 146, 90, 157, 159, 178, 189, 191, 232, 314,
153(n), 175, 190, 213(n), 246, 255, 325(n), 332, 374, 378, 403, 413, 479,
314, 339, 362, 523, 531 483, 490, 520, 527, 530, 545.
premios literarios 12, 26, 27, 31, 34, Raphael, Pablo 26, 228, 285, 285, 359.
35, 112, 158, 165, 194, 210, 235, 341, Raros 33, 63-65, 82, 137, 207, 283,
262, 273, 313, 397, 537. 415.
prestigio 31, 87, 94(n), 114, 119, 138, realismo 30, 45, 59, 78, 79, 81, 102,
190(n), 194, 242, 274, 287, 294, 312, 110, 121, 143, 145, 153(n), 166, 167,
361, 363, 469, 521-514, 517, 529, 540. 168, 189, 194, 310, 328, 350, 362,
Pron, Patricio 59, 68, 120, 155, 181, 363, 366, 367, 378, 391, 395, 407,
223, 247, 258, 259(n), 371, 440, 484, 413, 419, 433, 456, 474, 486, 497,
494, 497, 549. 515(n), 519, 531.
mágico 29, 30, 141, 145, 149, Rodríguez Monegal, Emir 94, 187,
150, 165(n), 166, 167, 218, 202, 216, 266, 296, 333, 334, 372,
231, 255, 275, 377, 387, 451, 455(n), 544.
488, 491-493, 498, 516, 524, Roncagliolo, Santiago 27, 60, 105,
540. 146(n), 147, 150, 351, 469, 485,
“histérico” 166, 167, 288(n). 515(n).
“Irrealismo mágico” 281. Rosero, Evelio 30, 80, 146, 152.
sucio: 79, 143, 166, 168, 169, Rosso, Ezequiel de 84(n), 170(n), 179,
262. 201, 336(n), 391, 470.
paranoico 353 Roth, Philip 22, 75, 126, 181, 262,
recolonización 503, 536. 280, 310, 315-317, 339, 451, 492,
red mundial (internet) 13, 104, 105(n), 540.
144, 149, 194, 223, 261, 300, 306, Rousseau, Jean-Jacques 82, 147, 199,
348, 357, 438-440, 444, 482, 485, 237, 377, 435, 447.
494, 496, 542. Roussel, Raymond 64, 82, 117, 380,
reescritura 47(n), 48, 91, 95, 172, 198, 381, 407, 513.
243, 301, 305, 311, 319, 350, 362, Ruffinelli, Jorge 48(n), 76, 202(n), 236,
365, 384, 432, 438, 494. 255, 269, 274, 461, 514.
Restrepo, Laura 27, 30, 35, 143, 150, Rugendas, Johann Moritz 82, 240, 291,
152, 349, 426, 428, 468. 330, 331(n), 366, 370, 411, 455.
retórica 34, 77, 234, 277, 282, 283, Rulfo, Juan 82, 33, 165, 204, 211, 213,
308, 362, 366, 376, 415, 476, 542, 214, 299, 378, 423, 436, 458, 471(n),
544. 530.
Revista de Libros 148, 218, 281. Rumazo, Lupe 30, 166, 407, 408.
revolución 94, 105, 184, 194-195, 208, intrarrealismo 30.
270, 276-277, 280, 375, 420, 450, Rushdie, Salman 143, 196, 280, 339,
530, 536. 434, 463, 466, 489, 495.
Revueltas, José 15, 74, 96, 133.
Rey Rosa, Rodrigo 85, 143, 154, 174,
186, 258(n), 259, 265, 282, 344, 363- S
365, 416, 470, 497, 499, 516. Sabato, Ernesto 33, 93, 125, 136, 189,
Reyes, Alfonso 20(n), 94, 265. 196, 206, 458.
Ribeyro, Julio Ramón 33, 65, 144, 167, saciedad semántica 420-431.
346. Sacks, Sam 469, 471, 494, 496, 497.
Rincón, Carlos 14, 300, 339. Sada, Daniel 118, 121, 124, 143(n),
Rivera Garza, Cristina 65, 67, 76, 99, 174, 176(n), 282, 346, 367-370, 383,
100, 142, 160, 165, 169-172, 258(n), 384, 469, 487.
259, 278, 300, 308, 309, 311, 349, Sáenz, Jaime 70, 91, 131, 269, 533.
369, 387-390, 392, 495. Saer, Juan José 55, 56, 74(n), 101,
Rivera Martínez, Edgardo 252, 487. 119(n), 125(n), 153, 230, 351, 477.
Roa Bastos, Augusto 211, 213, 393, Sainz, Gustavo 39, 174, 263(n), 356,
402. 456.
Rodríguez Juliá, Edgardo 59, 167, 211, Salvador, Humberto 58, 66, 67, 71, 74,
215, 247, 259, 269. 91, 159, 324, 370, 443, 318, 530.
Sánchez, Luis Rafael 185(n), 216, 279, Subjetividad 25, 38, 60, 149, 157, 184,
299, 329, 321, 344, 477. 198, 222, 239, 241, 404, 439, 485.
Sánchez, Matilde 222, 238(n), 259(n),
494.
T
Sanín Cano, Baldomero 474, 475.
Tabarovsky, Damián 51, 59, 107-110,
Santos, Elena 29, 66, 149, 175, 205,
119, 124, 167, 261, 328, 338, 380,
208, 230, 255, 338, 351, 360, 476,
481, 545.
496, 513.
talento 21, 47, 77, 112, 117, 119, 131,
Santos-Febres, Mayra 130, 141, 143,
149, 158, 180, 210, 236, 237, 255,
250, 257, 258, 351, 502.
298, 318, 336, 347, 355, 360, 390,
Sarduy, Severo 71, 111, 120, 121(n),
408, 415, 422, 429, 442, 448, 492,
213, 296, 298, 321, 329, 351, 426,
525, 528, 529, 537.
434, 444.
testimonios 20, 100, 211, 233, 255,
Sarlo, Beatriz 66, 86(n), 236, 238(n),
258, 263, 271, 274, 287, 310, 318(n),
289, 490(n).
349, 353, 421, 434, 477.
Schweblin, Samanta 27, 117(n), 168,
Thays, Iván 142, 163, 180, 262, 268,
337, 348, 356, 478(n).
269, 367, 499, 515(n), 518.
Scott, A. O. 387, 457, 503, 538.
Thirlwell, Adam 28, 43, 48(n), 132,
Seix Barral (editorial) 142, 143, 255,
156, 157, 188, 201, 223, 244, 259(n),
259, 260, 319.
303, 309, 412, 418, 449, 467, 481,
Sensibilidad 108, 194, 205, 228, 239,
542, 545.
320, 371, 379, 446, 447, 500, 510,
Thriller 71, 105, 119, 125, 133, 145,
531.
168, 196, 304, 352, 387, 388, 442.
Sepúlveda, Luis 26, 78, 111, 133, 186,
Times Literary Supplement 77, 139,
281.
148, 202, 249(n), 301, 313, 345, 470.
Serna, Enrique 40, 58, 61, 90, 95,
Tolstói, Leo 27, 120, 157, 186, 194,
112, 134, 143, 176(n), 183, 184, 208,
259(n), 302, 334, 372, 387, 477, 480.
260(n), 274, 279, 322, 457.
Trelles Paz, Diego 110, 160(n), 283,
sexismo 76, 102, 171, 172, 236, 319,
290, 319, 371.
320, 407.
Trilling, Lionel 25, 26, 70, 89, 101,
sexualidad 108, 276, 306, 307, 420,
430.
445, 457, 458, 591, 501, 524.
Trump, Donald 144, 181, 182, 196,
Shakespeare, William 74, 159, 329,
359.
472.
Tulathimutte, Tony 22, 142, 170, 452.
Skármeta, Antonio 27, 102, 111, 186,
428.
Sontag, Susan 108, 112, 137, 262. U
Sorensen, Diana 256. Ulysses (Joyce) 93, 132, 249, 256, 285,
St. Aubyn, Edward 452, 480. 302, 304, 375, 446, 480, 525, 548.
Stavans, Ilan 497, 506, 507, 513(n), Unamuno, Miguel de 12, 300-304,
539-541. 313, 317, 334.
Steiner, George 12, 43, 89, 91, 118, Universidades 52, 86, 95, 124, 126,
141, 153, 188, 241, 243, 286, 489. 134, 176, 265, 383, 469, 473, 490.
Updike, John 43, 262, 317, 339, 492, 171, 226, 233, 247, 257-259(n), 262,
497. 270, 305, 316, 327, 376, 386, 392,
Urroz, Eloy 37, 125, 163, 173, 186(n), 434, 469, 471, 484, 546.
264, 270-272, 302, 312, 396, 421-424, Vasunia, Phiroze 66, 88, 94, 249(n),
429, 430. 456.
utopía/utópico 89, 95, 97, 107, 170, Velasco, Xavier 27, 96, 100, 131, 154,
191, 195, 212, 223, 232, 245, 280, 279, 436.
362, 395, 486, 487, 521(n). Velasco Mackenzie, Jorge 131, 176,
215, 230, 436.
Verdú, Vicente 241, 338, 354, 509.
V Vila-Matas, Enrique 28, 62, 103, 109,
Valdés, Zoé 27, 78, 190, 193, 196, 274, 117, 120, 122, 138, 148, 149, 153,
344(n). 157, 174, 189, 198, 214, 236, 244,
Valdez, Pedro Antonio 258, 509. 259(n), 275, 276, 300, 304, 308-314,
Valencia, Leonardo 17,027, 45, 47, 65, 332, 333, 359, 364, 370, 377, 382-
68, 89, 109, 116, 119, 130(n), 138, 386, 410, 412, 413, 422, 431, 432,
143, 148, 154, 160(n), 167, 176, 186, 463, 468, 470, 475, 485, 491, 497,
230, 245, 247, 257, 259(n), 260(n), 513,522.
265, 271, 284, 285, 348, 351, 401(n), Villalobos, Juan Pablo 61, 120, 182(n),
408, 411, 416, 431-442, 450, 457, 236, 365, 375, 368, 369, 485.
471, 494, 515, 524, 530, 534, 535, Villarruel, Antonio 17, 445, 446, 519.
546, 550. Villoro, Juan 76, 99, 100, 103, 120,
Valenzuela, Luisa 132, 156, 165(n), 123, 124, 143(n), 174, 176(n), 247,
230. 265, 275, 300, 330, 338, 344, 370,
Vallejo, Fernando 30, 31, 45, 79, 95, 383, 485, 502, 512, 515.
136, 140, 150, 168, 269, 377, 378, Volpi, Jorge 37-42, 45, 69, 85, 95, 99,
428, 452, 532. 100, 102, 103, 105, 109, 113, 113,
Vargas Llosa, Mario 21, 22, 25, 32, 35, 119, 142, 143(n), 147(n), 149(n), 150,
36, 42, 48, 52, 58, 62, 67, 73, 74(n), 153, 154, 170, 171, 173-183, 186,
81, 88, 94, 97, 100, 113, 114, 117(n), 187, 197, 203, 227, 231, 234, 246,
119, 133, 136, 144, 152, 158, 159, 247, 259, 264, 266, 267, 270-272,
162, 169(n), 176, 180, 182(n), 196, 283, 291, 314, 324, 326, 346, 347,
198, 204(n), 209-211, 222, 233, 234, 357, 363, 387, 388, 391, 392, 406,
244, 255, 257, 261, 263, 264, 267, 421, 423, 440(n), 445, 471(n), 499,
276, 277, 280, 287, 310, 318, 320, 534.
330, 331, 341, 346, 357, 378, 384, Vonnegut, Kurt, Jr. 262, 338, 541.
423, 432, 433, 450, 456, 457, 460, Virgilio (Publio Virgilio Marón) 73,
463, 469, 470, 474, 480, 482, 483, 88, 122, 289, 302, 311, 331, 364.
492, 496, 505, 518, 519, 530, 531,
538, 540.
Vásconez, Javier 45, 155, 167, 176(n), W
215, 230, 337, 361-364, 368, 392, Wallace, David Foster 83, 121, 143,
487, 511, 530, 534. 174, 175, 186, 190, 236(n), 305, 306,
Vásquez, Juan Gabriel 27, 30(n), 61, 379, 390, 430, 451, 452, 455, 466,
79, 100, 113, 120, 147, 151, 152, 156, 472, 525, 538-540.
Wilcock, Juan Rodolfo 33, 63, 65, 113, yo (el) 11, 44, 67, 73, 106, 170, 272(n),
188, 257, 282, 238, 296, 367, 482(n). 273, 290, 315, 327(n), 336, 406, 407.
Wilde, Oscar 53, 57, 210, 541.
Wilson, Edmund 157, 529, 531.
Wimmer, Natasha 226, 227, 483. Z
Wolfe, Tom 43, 126, 413. Zaid, Gabriel 75, 199, 515, 522(n).
Wood, James 68, 166, 167, 196, 314, Zambra, Alejandro 11, 16, 61, 68,
366, 456, 477, 478(n). 69,91,94(n), 101-103, 121(n), 196,
Woolf, Virginia 31, 91, 120, 318, 530. 198, 223, 236, 240, 247-249, 251,
World Literature Today 148. 257, 258, 276, 307, 309, 310, 330,
336, 344, 366-368, 381, 386, 452,
453, 468, 469, 478, 494, 497, 518,
Y 545, 546.
Yépez, Heriberto 61, 160(n), 162, 171, Zapata, Luis 227, 426, 428, 457.
309, 494. Zurbano, Roberto 190, 193, 335, 343.