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Carmen Bruna
“Es este silencio lo que me aterra… Este silencio…”
“Amor, único amor que seas, amor carnal, adoro, nunca dejé
de adorar tu sombra venenosa, tu sombra mortal”
André Bretón
(L’amour Fou)
LAS VENDIMIAS DEL INCONSCIENTE
Y yo quedé sola
y no había a quien rezarle,
ni a quien besar en los labios,
ni a quien regalar los corderos ciegos que eran los hermanos recién nacidos,
que eran mis hijos e hijas con sus negras cabelleras de luz
navegando en la constelación de los cisnes.
Y me acerqué a los autómatas,
pero mi corazón añoró la hermosura de los granados vivos
cuyas sangres tenían el sabor caliente de los nardos
y el perfume de la piel de los panales,
y añoró al padre y a la madre.
Estuve en la torre tapiada,
estuve enferma de amor,
desvanecida,
deshabitándome como una pajarera de plumas
en el plenilunio vacío de palomas,
derramando el aceite de los rituales
en el hueco de mis cerraduras.
A nadie pude llamar mi amado en las galerías silenciosas,
a nadie pude abrazar en el campo de las azucenas,
a nadie pude abrazar en los jardines
que la lujuria del alcohol atravesó con el juramento de los manzanos;
mi lecho estaba vacío,
mi lecho donde se bañaban las joyas y los labios de las sirenas,
y sus cantos como navas,
como pelusa de duraznos maduros,
como agua de mar mezclada con la miel de abejas,
la boca de la sirena dormida entre los capullos del rocío y los nogales hambrientos,
la luna llena de la nostalgia, dando a luz en la casa de los muertos
a la hermana perdida, a la melliza que nunca pude olvidar,
ya que solo ella podía presidir la ceremonia múltiple de los nacimientos,
la niebla que los lagos levantaban al pie de los olivos aterrados,
la hora gris de las agonías,
cuando el corazón se llenaba de insectos como guitarras.
Ese corazón mío que estaba en el centro de la tempestad,
culpable y solitario como la muerte.
LA BELLE DAME SANS MERCI
I
El llamado de la alondra, prisionera en las aguas de la luna,
encerrada como la mujer de los pájaros negros
en el transparente grano de sal de las buganvillas,
jugando y desgarrándose en la baba narcótica de los higos maduros
y esas ventanas ciegas de la carne agotada por las heridas
que provoca la tortura,
esa tierra de lágrimas,
ese cráter donde temblaron hace tiempo los helechos y los laureles rosas,
esas playas sin pupilas.
La voz lastimera de la niña que quiso olvidar la sed de sus labios solares
en el éter vacío,
rencorosa como una puerta tapiada,
húmeda como la superficie de los viejos espejos
que se corroen lentamente en las cavernas del musgo y la saliva,
allí donde el peyotl guarda su secreto de cifra callada y hereje
que sólo prospera con el silencio.
Muros donde la hiedra conmemora todas las transgresiones,
tatuajes azules en el anca de las yeguas que se ahogan en los pantanos
para reunirse con los huesos de sus antiguos padres,
sueño de las piedras con el corazón partido entre las naranjas y los cantos rodados,
muerte y resurrección de los infantes conducidos al sacrificio
por los sacerdotes de la heráldica,
aullido de coyotes en celo,
sonido de atabales en el arroyo de las desesperanzas,
muslos abiertos como flores maduras,
latidos extraños,
pies desnudos que corren a la cita de todas mis sangres
abandonadas en la hora del primer nacimiento,
allí donde la ruina tiene el sabor de los prados
y la inocencia de las voces de la infancia,
con sus crayones fosforescentes y sus lirios de jalea amarilla,
la hora de mi primer nacimiento,
con su conjunción fatal de astros,
donde la bella criatura que fui se desviste lentamente,
rompe las verdes almendras de su alma,
visita los pozos de la locura, la lápida de los huérfanos, la lascivia de los bebés,
acurrucada entre los armiños,
ávida de calor y de ternura
trayendo los aceites perfumados
para la ceremonia final.
II
Los muertos entre mis manos,
con la fragancia pesada de las maderas
y de las violetas dormidas en la espumas,
el advenimiento de las traiciones
que remueven la urdimbre de la conciencia,
el furor del corazón,
ese tigre dormido.
III
Perder el amor y después, perder el tormento por el amor perdido;
he ahí la muerte parada en el monte de los olivos,
Getsemaní y su desierto de arenas caníbales
donde el agua blanca del sol,
hace estallar las flores del pánico y de la fiebre,
el polvo cobrizo de las hojas secas,
con los trapecios suicidas con sus ojos vendados
y las adivinanzas ciegas en las veredas del hambre,
con sus brazaletes de topacio.
I
LA VIRGEN DE LOS QUE A NADIE TIENEN
II
EL EXILIO
a Silvia Grénier
a mi madre
a mis hijos
a Claudia
Los techos se derrumban por las noches bajo el peso de los blancos racimos lechosos,
son los azahares de la sombra,
son los manojos de nardos que descienden de la luna dorada;
yo, la que me deslizo por los balcones rotos,
te amo y te maldigo en todas mis fantasías.
Tus palabras son huecas y hay que llenarlas con objetos que provoquen el desconcierto,
peces, paraguas, abanicos,
muñecas de piel de flor de almendro verde,
hongos alucinógenos.
A veces no hay palabras y tu voz es solo el silencio de los pájaros en la cárcel.
Como las cortesanas merezco que recen treinta y tres oraciones para mi salvación,
que es la salvación del espíritu santo,
y una más,
por cualquier otro motivo poco solemne que se les ocurra.
Cayeron las constelaciones y yo bebí la miel de sus panales
y fui conocida por ellas,
bebí la aurora boreal en la mano de los fusilados,
y la locura de los gemelos incestuosos que procrean el sol,
contemplé la caída de la torre de babel
y el aquelarre de los sexos sobre la hierba.
Si no quiero despertar es porque no quiero verte,
prefiero recordar como eras antes del cambio,
todo de luz y mirando hacia el mar,
todo para mí, la dueña de los frutos del amor,
permanente como Tristán en la hiedra de los castillos.
Porque quisiera abrir los ojos y encontrarte a mi lado,
cayendo como el benjuí desde los paraísos de la lluvia;
vas a investigar mis sueños,
vas a buscar la piedra filosofal,
vas a descubrir los peces eléctricos de las profundidades oceánicas
que son relojes de sol a medianoche.
Quisiera poder decirte hasta luego,
hasta detrás del espejo.
Me marcho a las regiones de la falsa esperanza.
No desasirse no desapegarse
pero vivir al día y esperar sin razón
aunque aúllen las voces plañideras del ocaso
esas voces combustibles de las quimeras
que sollozan escondidas entre las flores expirantes de los cármenes
las ciegas arenas nos atrapan con su sed de rosas polvorientas
en el castillo de las citas
se extravían las últimas danzas de las bacantes dementes
y la llaga desdichada de los archipiélagos en el mar
nos marca el tiempo del desarraigo
el tiempo de los grandes pájaros incandescentes
nuestros recuerdos nunca han sido tan claros como ahora
nuestras penas nunca han estado tan solas.
Pero
qué es el recuerdo, qué es la pena
para esas mujeres sobrevivientes y ensangrentadas
que moran en las tinieblas del planeta
como en un jardín arrasado?
Solamente el reflejo en un manantial
de la cólera nocturna de los dioses,
la muñeca astillada del libro de los muertos
que tiene nuestro rostro
y que los relámpagos atraviesan con sus alfileres de hielo,
la posesión animal del fetiche vudú en las noches ponzoñosas,
el estanque brumoso de la casa maldita de los Usher,
las pupilas extraviadas de la vidente coronada de mirtos,
el despejar desesperado de Lady Madeline
amortajada en la cripta de las azucenas;
nadie nos acompaña
nadie está con nosotros,
solamente el silencio, el desprendimiento, el abandono;
las voces mudas de la caída
como viejos perros amarillos y enfermos,
el río con sus aguas contaminadas y sus colibríes moribundos,
el café impersonal con su negro gato asesinado.
LAS TUMBAS ANÓNIMAS
A Fabiana
A Juan Perelman
Para Gaby
Para Alejandro Mael por su collage “El deseo”