Está en la página 1de 14

Textos historia:

1- ✓ Anderson, Benedict, “Introducción” (pp. 17-25), Comunidades imaginadas: Reflexiones sobre el origen y
la difusión del nacionalismo, traducción Eduardo Suárez (México D.F.: FCE, 2007).

2- ✓ Bejar, María Dolores, “La Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa” (57-94), en Historia del siglo
XX (Buenos Aires: siglo veintiuno, 2018).

3- TALLER 1 Chakrabarty, Dipesh, “La poscolonialidad y el artilugio de la Historia: ¿Quién habla en nombre
de los pasados “indios”?” (pp. 623-658), en Franco Toriz, S., Dube, G., & Dube, Saurabh, Pasados
poscoloniales: Colección de ensayos sobre la nueva historia y etnografía de la India (México D.F.: El Colegio
de México, Centro de Estudios de Asia y África, 1999).

4- TALLER 1 Davis, Natalie Zemon. “Movie or Monograph? A Historian/Filmmaker’s Perspective.” The


Public Historian 25, no. 3 (2003): 45–48. https://doi.org/10.1525/tph.2003.25.3.45.

5- ✓ Fitzpatrick, Sheila, “El escenario” y “1917: las revoluciones de febrero y octubre” (pp. 27-90), en La
evolución Rusa (Buenos Aires: Siglo XXI, 2005).

6- TALLER 2 Hobsbawm, Eric, “La caída del liberalismo” (116-147), “Contra el enemigo común” (148-181),
(Buenos Aires: Crítica, 1998).

7- ✓ Judt, Tony, “Introducción” y “El legado de la guerra”, en Posguerra. Una historia de Europa desde 1945
(Taurus, 2006).

8- ✓ Lowe, Keith, “El legado de la guerra”, en Continente salvaje: Europa después de la Segunda Guerra
Mundial (Barcelona: Galaxia Gutemberg, 2012).

9- ✓ Macmillan, Margaret, “La humanidad, la sociedad y la guerra” (capítulo 1), La Guerra: cómo nos han
marcado los conflictos (Madrid: Turner, 2021)

10- Macmillan, Margaret, “La guerra y el mundo moderno” (en inglés), Facultad de Historia, Geografía y
Ciencia Política, 2023.

11- TALLER 1 Ngozi Adichie, Chimamanda, El peligro de la historia única. Madrid: Random House
Mondadori, 2018; también disponible en ted.com

12- TALLER 2 Pani, Erika, “De gigante reacio a superpotencia (1921-1991)” (191-252), en Estados Unidos de
América (México, D.F.: El Colegio de México, 2016). Said, Edward, “Introducción” en Orientalismo
(Barcelona: Debate, 2002)
2- Anderson, Benedict, “Introducción” (pp. 17-25), Comunidades imaginadas: Reflexiones sobre el origen y la
difusión del nacionalismo, traducción Eduardo Suárez (México D.F.: FCE, 2007).
- vivimos una transformación fundamental en la historia del marxismo y de los movimientos marxistas. Sus señales más
visibles son las guerras recientes entre Vietnam, Camboya y China. Estas guerras tienen una importancia histórica mundial
porque son las primeras que ocurren entre regímenes de independencia y credenciales revolucionarias innegables, y porque
ninguno de los beligerantes ha hecho más que esfuerzos superficiales para justificar el derrame de sangre desde el punto de
vista de una teoría marxista reconocible
- Tales consideraciones ponen de relieve el hecho de que, desde la segunda Guerra Mundial, toda revolución triunfante se ha
definido en términos nacionales: la República Popular de China, la República Socialista de Vietnam, etc. Y al hacerlo así se ha
arraigado firmemente en un espacio territorial y social heredado del pasado prerrevolucionario
- Eric Hobsbawm tiene toda la razón cuando afirma que "los movimientos y los Estados marxistas han tendido a volverse
nacionales no sólo en la forma sino también en la sustancia, es decir, nacionalistas. Nada sugiere que esta tendencia no
continuará".
- muchas "naciones antiguas", que se creían plenamente consolidadas, se ven desafiadas por "sub" nacionalismos dentro de
sus fronteras, es decir, nacionalismos que naturalmente sueñan con desprenderse de ese sufijo "sub", un buen día.
- La realidad es evidente: el "fin de la era del nacionalismo", anunciado durante tanto tiempo, no se encuentra ni
remotamente a la vista. En efecto, la nacionalidad es el valor más umversalmente legítimo en la vida política de nuestro
tiempo.
- Sería más correcto afirmar que el nacionalismo ha sido una anomalía incómoda para la teoría marxista y que, precisamente
por esa razón, se ha eludido en gran medida, antes que confrontado. ¿Cómo entender de otro modo la incapacidad del
propio Marx para explicar el pronombre crucial de su memorable formulación de 1848.
- Este libro trata de ofrecer algunas sugerencias tentativas para llegar a una interpretación más satisfactoria de la "anomalía"
del nacionalismo. Creo que, sobre este tema, tanto la teoría marxista como la liberal se han esfumado en un tardío esfuerzo
tolemaico por "salvar al fenómeno"; y que se requiere con urgencia una reorientación de perspectiva en un espíritu
copernicano, por decirlo así.
- Mi punto de partida es la afirmación de que la nacionalidad, o la "calidad de nación" —como podríamos preferir decirlo, en
vista de las variadas significaciones de la primera palabra—, al igual que el nacionalismo, son artefactos culturales de una
clase particular.
- Trataré de demostrar que la creación de estos artefactos, a fines del siglo XVIII,7 fue la destilación espontánea de un "cruce"
complejo de fuerzas históricas discretas; pero que, una vez creados, se volvieron "modulares", capaces de ser trasplantados,
con grados variables de autoconciencia, a una gran diversidad de terrenos sociales, de mezclarse con una diversidad
correspondientemente amplia de constelaciones políticas e ideológicas. También trataré de explicar por qué estos artefactos
culturales particulares han generado apegos tan profundos.
- Parte de la dificultad es que tendemos inconscientemente a personificar la existencia del Nacionalismo con N mayúscula y a
clasificarla luego como una ideología. Me parece que se facilitarían las cosas si tratáramos el nacionalismo en la misma
categoría que el "parentesco" y la "religión", no en la del "liberalismo" o el "fascismo".
- Así pues, con un espíritu antropológico propongo la definición siguiente de la nación: una comunidad política imaginada
como inherentemente limitada y soberana. (PAG 23) -> Es imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña
no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de
cada uno vive la imagen de su comunión.9
- Cssi todas son imaginadas «todas las comunidades más grandes que los poblados primigenios del contacto cara a cara (y tal
vez incluso estas)» (Anderson, 2006: 24) (PAG 24) Las comunidades no deben distinguirse por su falsedad o legitimidad, sino
por el estilo con el que son imaginadas.
- Se imagina soberana porque el concepto nació en una época en que la Ilustración y la Revolución estaban destruyendo la
legitimidad del reino dinástico jerárquico, divinamente ordenado. (pag 25)
- Por último, se imagina como comunidad porque, independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto
puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal. (pag 25)
- ¿Qué hace que las imágenes contrahechas de la historia reciente (escasamente más de dos siglos) generen sacrificios tan
colosales? Creo que el principio de una respuesta se encuentra en las raíces culturales del nacionalismo.

"La teoría del nacionalismo representa el gran fracaso histórico del marxismo." Pero incluso esta confesión
es algo engañosa,…. Sería más correcto afirmar que el nacionalismo ha sido una anomalía incómoda para la
teoría marxista y que, precisamente por esa razón, se ha eludido en gran medida, antes que confrontado.
El hecho de que esto es, en algunos aspectos, una imaginación artificial no lo hace menos potente. El compañerismo se hace
sentir, incluso si está en tensión con las desigualdades y las divisiones sectoriales. Y, «al fin y al cabo, es esta fraternidad la que
ha hecho posible que, de los dos siglos pasados a esta parte, tantos y tantos millones de personas hayan matado y muerto
voluntariamente por estos pensamientos imaginados tan limitados» (Anderson, 2006: 7). Esto es lo que simbolizan las tumbas a
los soldados desconocidos, donde la identidad de cada uno con sus compañeros y con su nación pasa por delante del nombre
individual (Anderson, 2006: 9). Las identidades nacionales se hacen, se inventan, pero no por ello son directamente más falsas
que cualquier otro acto de creatividad. «todas las comunidades más grandes que los poblados primigenios del contacto cara a cara
(y tal vez incluso estas)» (Anderson, 2006: 24)

tres paradojas:
1) la modernidad objetiva de las naciones a la vista del historiador, frente a su antigüedad subjetiva a la vista de los nacionalistas.
2) La universalidad formal de la nacionalidad como un concepto sociocultural frente a la particularidad irremediable de sus
manifestaciones concretas.
2) El poder “político” de los nacionalismos, frente a su pobreza y aun incoherencia filosófica

2- Bejar, María Dolores, “La Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa” (57-94), en Historia del siglo XX
(Buenos Aires: siglo veintiuno, 2018).

En el marco de esta carnicería, el régimen zarista cayó y dio paso a la gran revolución del siglo XX. En un principio se creyó que sería
una revolución burguesa, equivalente a la francesa de fines del siglo XVIII. Pocos meses después, sin embargo, los bolcheviques
tomaron el poder anunciando que pretendían avanzar hacia el comunismo.

la experiencia revolucionaria rusa puede leerse como el enorme y trágico esfuerzo de una sociedad atrasada y largamente expoliada
que, bajo el férreo control del estado, en poco tiempo y en condiciones adversas, pasó del arado de madera a ser la segunda potencia
mundial.

Mediante el sistema de congresos, Gran Bretaña, Francia, Prusia, Austria y Rusia buscaron mantener el mapa europeo diseñado en el
Congreso de Viena en 1815. Este mecanismo –conocido como “el concierto europeo”– se basaba en el respeto del statu quo y el
reconocimiento de que el poder de cada estado no debía avasallar el de las otras potencias. La idea se aplicó únicamente a Europa,
que se convirtió en zona de “amistad” y comportamiento “civilizado” incluso en épocas de guerra. Si bien el concierto europeo
coincidió con un largo período de paz en el continente, no supuso el fin de las guerras destinadas a imponer la dominación europea
sobre “los otros, los no civilizados”, a través de la expansión imperialista.

el concierto europeo se resquebrajó, en parte porque cambió la relación de fuerza entre los estados debido al ascenso político y
económico de Alemania y el declive industrial de Gran Bretaña, y en parte porque, en el marco del imperialismo, Europa pasó a ser
una pieza más de un sistema mundial que se había complejizado desde la entrada en escena de Japón y los Esta- dos Unidos como
grandes potencias.

Al calor de estos cambios, las principales potencias construyeron dos grandes alianzas: Gran Bretaña, Francia y Rusia, por un lado, y
Alemania y Austria-Hungría, por el otro.

Antes del atentado de Sarajevo, las sucesivas crisis en el norte de África y los Balcanes alentaron la carrera armamentista y
confirmaron el nuevo sistema de alianzas

Los eslavos del norte –croatas, eslovenos y eslovacos– quedaron incluidos en el imperio de los Habsburgo, mientras que los del sur –
serbios, macedonios y montenegrinos– fueron sometidos por los otomanos. El catolicismo romano se consolidó en el noroeste de la

región bajo el control de Viena y la religión griega ortodoxa prevaleció en el sudeste. Cabe señalar que muchos se convirtieron a la
religión musulmana, dado que les permitía aspirar a mejores condiciones políticas y socia- les en el seno del imperio. Este fue el
camino que siguieron los albanos y gran parte de los eslavos (el caso de los bosnios). Si bien la religión fue una de las grandes líneas
divisorias, no basta para explicar por sí sola los conflictos entre los nacionalistas que aspiraban a la independencia en esta región.

Los resultados de las guerras balcánicas (1912 y 1913) endurecieron la posición de Viena frente a los serbios. El creciente poder de
estos ponía en peligro el control de los Habsburgo sobre los territorios y las poblaciones eslavas del norte de los Balcanes. Cuando un
nacionalista serbio asesinó en Sarajevo a Francisco Fernando, futuro emperador de Austria, y a su esposa, que estaban de visita en
Bosnia, la corona austríaca asumió una postura intransigente.

“En aquellas primeras semanas de 1914 se hacía cada vez más difícil mantener una conversación sensata con alguien. Los
más pacíficos, los más benévolos, estaban como ebrios por los vapores de la sangre. se habían convertido de la noche a la mañana en
patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables… Camaradas con los que no había discutido en años me acusaban
groseramente diciéndome que yo ya no era austríaco, que me fuera a Francia o a Bélgica” La nacionalización de las masas, asociada a
fines del siglo XIX con el avance de la democracia, favoreció un exaltado patriotismo, que al estallar la guerra contribuyó
a su prolongación, y dio lugar a hondos resentimientos cuando se acordó la paz. también hubo pronunciamientos y marchas contra la
guerra

desde 1916, las uniones sagradas comenzaron a resquebrajarse. En el terreno político se alzaron las voces de los dirigentes socialistas
que, o bien dejaron de apoyar el esfuerzo bélico no votando los presupuestos de guerra en los parlamentos, o bien, como Lenin,
propusieron la ruptura con la Segunda Internacional.

En Alemania, la socialdemocracia se dividió. Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo fueron los primeros en alejarse del Partido
Socialdemócrata aduciendo que había traicionado al internacionalismo proletario. La decidida prédica de ambos contra la
guerra

La prolongación del conflicto acentuó los efectos mortíferos de los nuevos armamentos: las ametralladoras, con las que se enfrentaba
la tradicional carga de la infantería.

En 1917 se produjeron dos hechos claves: la Revolución rusa y el ingreso de los Estados Unidos al campo de batalla. La caída de la
autocracia zarista desembocó en la toma del poder por los bolcheviques en octubre de ese año.

- La Primera Guerra Mundial fue un acontecimiento de carácter global que afectó al conjunto social de los países
involucrados. La población fue movilizada y la economía puesta al servicio de la guerra. La organización de la empresa bélica
confirió un papel protagónico al estado. Los gobiernos no dudaron en abandonar los principios básicos de la ortodoxia
económica liberal, limitando la hasta entonces amplia libertad de los empresarios. La dura experiencia en el campo de
batalla alimentó dos actitudes contrapuestas: la de aquellos que ansiaban fervorosamente la paz y la de quienes no
encontraban sentido en volver a una vida normal. Las tormentas de acero siguieron ejerciendo una atracción especial para
estos últimos, quienes optarían por “vivir peligrosamente”, como propondría el fascismo en la inmediata posguerra.

Las resoluciones aprobadas en Versalles afectaron a Europa y a vastas zonas de la periferia colonial. El trazado de las fronteras de
Europa Oriental conjugó distintos objetivos. En primer lugar, asegurar el debilitamiento de Alemania.

En el caso de la República China, se resolvió que las posesiones alemanas pasaran a Japón, desconociendo la integridad territorial de
la república. Aunque sin presionar a fondo sobre Japón, los Estados Unidos fueron el país más interesado en preservar la integridad
territorial de China.

María Dolores Bejar brinda un análisis ameno y serio de los acontecimientos ocurridos en la última centuria.

La Revolución rusa fue la gran revolución del siglo XX y, mientras perduró el régimensoviético, alentó entre gran parte de aquellos
que rechazaban el capitalismo, la convicción queera factible oponer una alternativa a las crisis y la explotación del sistema capitalista.
Perotambién, desde que los bolcheviques tomaron el Palacio de Invierno, el campo socialista sefracturó entre quienes asumieron esta
acción como el ejemplo a seguir y quienes lavisualizaron como un peligroso salto al vacío. La trayectoria soviética decepcionó sin
lugar adudas las esperanzas que suscitó
5- Fitzpatrick, Sheila, “El escenario” y “1917: las revoluciones de febrero y octubre” (pp. 27-90), en La
evolución Rusa (Buenos Aires: Siglo XXI, 2005).

El imperio zarista es descripto como una gran potencia que sin embargo demuestra un profundo atraso en relación, especialmente, de
la Europa occidental. Si bien el desarrollo económico e industrial se habían acelerado en las tres décadas anteriores a 1917 los
resultados de la modernización distaban mucho de ser homogéneos, y la sociedad estaba atravesada por las tensiones propias de la
convivencia de elementos tradicionales y novedosos.

Mientras que en los centros industriales y mineros, se desarrollaba un proletariado creciente, concentrado y combativo, en el ámbito
rural se mantenía el esquema de las aldeas constituidas por campesinos atados a la comunidad por las deudas y la tradición, que a
veces apenas estaban distanciados en una generación de antepasados siervos.

También en esta tensión entre modernidad y tradición ubica la autora a la política rusa, influenciada por los resabios idealistas y
ruralistas de los populistas, la siempre permanente influencia de la aristocracia, así como de una inteligentsia crítica del zarismo, pero
deudora de sus parciales intentos de modernización.

La aparición de grupos marxistas desde fines del siglo XIX, con su mirada puesta en la modernización (revolucionaria o no) es
considerada central para la autora como explicativa del proceso de 1917, precedido por la revolución de 1905 y desencadenado por la
Primera Guerra Mundial.

Analizando ya el proceso de 1917, Fitzpatrick afirma que la revolución tuvo desde un primer momento un carácter dual en el que se
combinan el levantamiento de la elite y el levantamiento popular. Eso se reflejó en la cronología del proceso, y sus dos estallidos, el de
Febrero y el de Octubre, pero también en la convivencia problemática, pero no siempre incompatibles entre un polo de poder elitista y
liberal como el del Gobierno Provisional y otro popular y potencialmente revolucionario como el de los Soviets.

Sin simpatizar demasiado con la ideología leninista, en la que encuentra ciertos elementos negativos que identifica como constitutivos
del régimen soviético y que se agravarán durante el stalinismo, Fitzpatrick recalca sin embargo la lucidez política de los bolcheviques.
Según la autora, en un proceso revolucionario en el que los dirigentes liberales, socialistas moderados y marxistas reformistas no
parecían terminar nunca de trazar un rumbo, la legitimidad del liderazgo bolchevique estuvo dado por esa voluntad y capacidad de
ponerse al frente de un proceso que desbordó al resto de las fuerzas políticas.

https://www.studocu.com/es-ar/document/universidad-torcuato-di-tella/historia-contemporanea/sheila-fitzpatrick-cap-2/16917498
7- ✓ Judt, Tony, “Introducción” y “El legado de la guerra”, en Posguerra. Una historia de Europa desde 1945
(Taurus, 2006).

INtroducción

¿Para qué sirvió la Segunda Guerra Mundial?


“La Europa más ordenada que surgió, balbuceante, en la segunda mitad del siglo XX, no presentaba tantos
cabos sueltos. Gracias a la guerra, la ocupación, los ajustes de las fronteras, el exilio y el genocidio, casi todo
el mundo vivía ahora en su propio país, entre su propia gente”…
“Sólo Yugoslavia y la Unión Soviética, un imperio, no un país, y en todo caso sólo a medias europeo quedaron
al margen de esta nueva y progresivamente más homogénea Europa”.

Una vez apuntado esto, el autor da un paso más y enuncia una teoría incorrecta políticamente: que las políticas
seguidas por los países europeos a partir de 1980 y la caída del muro de Berlín han favorecido de nuevo una
mezcla en el continente que deja abierta la puerta a un retorno a la situación anterior a la Segunda Guerra
Mundial (en referencia a la inmigración). Lo dice de esta manera:

“Pero desde la década de 1980, y especialmente desde la caída de la Unión Soviética y la ampliación de la
UE, Europa se enfrenta a un futuro multicultural. Los refugiados, los trabajadores extranjeros, los habitantes
de las antiguas colonias de Europa atraídos hacia la metrópoli por la perspectiva de los puestos de trabajo y la
libertad, y los emigrantes voluntarios e involuntarios procedentes de los Estados fracasados o represivos de las
ampliadas márgenes de Europa, han convertido Londres, París, Amberes, Ámsterdam, Berlín, Milán y otras
docena de lugares más en ciudades cosmopolitas, les guste o no”.

Y añade: “A raíz de 1989 ha resultado más claro que nunca hasta qué punto la estabilidad de la Europa de la
postguerra descansaba en los logros de Josef Stalin y Adolf Hitler”

I. EL LEGADO DE LA GUERRA

Película de Rainer Fassbinder, El matrimonio de Maria Braun (1979)

Algunas cifras de la Segunda Guerra Mundial:

-- 36 millones de muertos
-- Entre Stalin y Hitler desarraigaron, trasplantaron, expulsaron, deportaron y dispersaron a unos 30 millones de
personas entre 1939 y 1943.

Profundiza en la idea apuntada en la introducción:

“Salvo algunas excepciones, el resultado fue una Europa de estados nacionales más étnicamente homogénea
que nunca. Por supuesto, la Unión Soviética continuó siendo un imperio multinacional. Yugoslavia no perdió
un ápice de su complejidad étnica, a pesar de las sangrientas luchas entre comunidades producidas durante la
guerra. Rumanía siguió manteniendo una considerable minoría húngara en Transilvania y un incontable
número (millones) de gitanos”. “Nacía una Europa nueva y “más ordenada””.

Subraya la importancia de los refugiados y desplazados, que se sumó al drama de las muertes, de las represalias
de los últimos meses, de los miles de niños huérfanos y mujeres violadas y desamparadas. Todo ello contribuyó
a la generalización de la violencia en el día a día, con especial protagonismo de los denominados
“colaboradores” con los regímenes invasores.

“En Francia y Bélgica, y también en Noruega, la resistencia contra los alemanes fue real, especialmente
durante los dos últimos años de la ocupación, cuando los esfuerzos nazis por reclutar a los hombres jóvenes
para realizar trabajos forzosos en Alemania llevaron a muchos de ellos a optar por el maquis (bosques) como
un mal menor. Pero el número de activistas de la resistencia no superaría al de los que colaboraron con los
nazis, ya fuera por convencimiento, corrupción o interés propio, hasta el mismo final de la ocupación (…). Y si
principal enemigo, con frecuencia, era el otro bando: a los alemanes, por lo general, se los dejaba de lado”.

En Italia también hubo división entre los cooperantes con el régimen alemán que ocupaba el norte (los fascistas
de Saló) y los partisanos apoyados por los comunistas. En realidad, lo que se vivió fue una guerra civil.

El impacto de todas esas guerras civiles en la postguerra fue inmenso, porque eso supuso que la guerra no
finalizase en 1945 con la caída del imperio nazi. “Solo Alemania y el centro de la Unión Soviética, todos los
Estados europeos continentales fueron ocupados al menos dos veces: primero por sus enemigos y luego por los
ejércitos de liberación”. Otros como Yugoslavia o Grecia, entre otros, hasta tres veces en cinco años.

“La liquidación de las viejas elites sociales y económicas constituyó quizá el cambio más dramático”.

“Este proceso de nivelación, por el que las poblaciones nativas de Europa central y del Este ocuparon el lugar
de las minorías desterradas, constituyó la aportación más duradera de Hitler a la historia social europea”.

Interesante reflexión sobre cómo la violencia se generaliza y corrompe el sistema:

“La violencia engendró el cinismo. Como fuerzas de ocupación, tanto nazis como soviéticos precipitaron una
guerra de todos contra todos. No sólo desalentaban la lealtad al régimen o Estado anterior, sino cualquier
sentimiento de civismo o vinculación entre las personas, con bastante éxito en general. Si el poder gobernante
actuaba con brutal y arbitrariamente contra el vecino (porque era judío o pertenecía a una elite intelectual o
minoría étnica, o bien había caído en desgracia ante el régimen por alguna razón ignota), ¿por qué debía
guardársele un respeto que él no mostraba hacia los demás?”
8- Lowe, Keith, “El legado de la guerra”, en Continente salvaje: Europa después de la Segunda Guerra Mundial
(Barcelona: Galaxia Gutemberg, 2012).

El historiador británico Keith Lowe intenta en su obra Continente salvaje. Europa después de la Segunda Guerra
Mundial* reconstruir aquellos años de la posguerra olvidados por la historiografía. A través de un pormenorizado
estudio de documentos, entrevistas y trabajos académicos, Lowe busca plasmar la realidad de un continente
devastado. Así resume el propósito de su obra: “Como tanto otros libros han hecho, éste no tratará de explicar cómo
finalmente el continente resurgió de sus cenizas para reconstruirse física, económica y moralmente. No se centrará en los
juicios de Núremberg ni en el Plan Marshall ni en cualquiera de los demás intentos de cicatrizar las heridas que produjo la
guerra. En su lugar, se refiere al periodo anterior a que tales intentos de rehabilitación fueran siquiera posibles, cuando la
mayor parte de Europa seguía siendo sumamente inestable, y la violencia podía estallar una vez más a la menor
provocación. En cierto sentido intenta lo imposible –describir el caos–. Lo hará seleccionando diferentes elementos de ese
caos e indicando de qué manera estaban enlazados por aspectos comunes”.

Para Lowe es una equivocación representar la Segunda Guerra Mundial como un conflicto por el territorio entre los
Aliados y el Eje (identificados, a su vez, como buenos y malos). A lo largo de los seis años que duró la contienda –
aunque en algunos lugares la lucha se prolongó hasta bien entrada la década de los años 40 e incluso de los 50– las
motivaciones que llevaron a algunos países a luchar entre sí debemos hallarlas, explica el historiador inglés, en
motivos ideológicos, raciales o en simples odios locales; las ganancias territoriales pasaron a ser un elemento
secundario. La victoria aliada, por tanto, no siempre supuso el final de las matanzas y de las destrucciones: hubo
quienes la aprovecharon para llevar a cabo una represión sistemática de poblaciones enteras, sin que su aspiración
fuese ya la de vencer a los nazis. Utilizando un símil que aparece en el libro, “La Segunda Guerra Mundial era como
un enorme superpetrolero que surcaba las aguas de Europa: tenía tantísimo ímpetu que, si bien hubo de cambiar
totalmente sus motores en mayo de 1945, su recorrido turbulento no se detuvo hasta muchos años después de la guerra”.

La destrucción física, el desplazamiento de millones de personas por un continente en ruinas, la hambruna


generalizada, la soledad de los supervivientes, la desaparición de las instituciones políticas o la pérdida de los
principios morales son otros tantos temas tratados en “El legado de la guerra” primera parte de la obra de Lowe.
Aunque también hay lugar para la esperanza entre unas páginas dominadas por la desolación, la avalancha de
datos y testimonios que el historiador inglés ofrece deja poco margen para la ilusión. Como explica el autor, “Sólo si
apreciamos en su totalidad lo que se perdió podemos entender los sucesos posteriores ”. Lowe nos muestra los estragos
que padeció la sociedad europea tras la Segunda Guerra Mundial y dedica unas páginas especialmente duras a
narrar las penurias de las personas más indefensas, niños y mujeres, que sufrieron más que nadie las
consecuencias de la guerra.

Podría parecer que después de la victoria aliada se instaló en Europa un clima de tranquilidad y de paz, pero la
realidad fue bien distinta. La ausencia de instituciones políticas y administrativas impidió poner orden en el caos en
el que se encontraba sumido el continente. Los ejércitos aliados intentaron controlar la situación pero no estaban
preparados para este tipo de funciones. El resultado fue que algunos soldados y quienes sobrevivieron al yugo nazi
(mano de obra esclava, prisioneros de guerra, supervivientes de los campos de exterminio) se convirtieron, a veces,
en verdugos populares y dirigieron su odio y resentimiento contra los alemanes o contra quienes habían
colaborado con ellos. Una ola de venganza se extendió por toda Europa utilizando como legitimación el dolor
padecido en los años anteriores. A este fenómeno dedica la segunda parte de su obra Keith Lowe.

A la venganza por las penurias soportadas se sumó otro tipo de represalias más “institucionalizadas”. Algunas de las
nuevas autoridades aprovecharon el final de la guerra para llevar a cabo una limpieza étnica dentro de sus
fronteras y sus prácticas, en ocasiones, no difirieron mucho de las adoptadas por los nazis. Lowe muestra en la
tercera parte del libro cómo fue en el Este de Europa donde se produjeron las acciones más brutales. Destacan por
su crudeza las sucedidas entre Ucrania y Polonia, pero no fueron las únicas. Judíos y alemanes también padecieron
esta reorganización a gran escala, iniciada bajo la mirada de los ejércitos aliados que no quisieron o pudieron hacer
nada para evitarla.
Para Lowe la Segunda Guerra Mundial no fue, pues, solo la lucha entre aliados y las potencias del eje sino también
una “guerra de guerras” con múltiples conflictos diseminados por todo el continente. Es más, la victoria aliada trajo
consigo nuevos enfrentamientos auspiciados normalmente por el ascenso de las fuerzas comunistas en Europa. En
la última parte de la obra el historiador británico estudia las luchas (algunas de ellas degeneraron en guerras civiles,
como sucedió en Grecia) que tuvieron lugar tras el final de la contienda. Si en Italia o en Francia los partidos
comunistas no consiguieron consolidar su presencia en los respectivos Parlamentos y protagonizaron algún
incidente aislado, en la Europa oriental el comunismo se impuso de forma abrumadora, utilizando la fuerza o la
intimidación como instrumentos de presión tras destruir cualquier tipo de oposición. Se iniciaba, de este modo, la
Guerra Fría.

La obra de Keith Lowe conmueve por su despiadada objetividad. A medida que pasamos sus páginas y
encontramos más y más testimonios del horror que se instaló en Europa durante aquellos años es imposible
mantenerse indiferente. La primera sensación tras leer el libro es de incredulidad, luego de incomprensión y
finalmente nos invade una profunda tristeza. Lowe nos muestra una sociedad que ha perdido su identidad y se
deja arrastrar por sus instintos animales. Ni enfatiza las atrocidades cometidas ni acude al morbo, tan sólo relata lo
sucedido al finalizar el conflicto. Es esa ausencia de “emoción” en la narración lo que más sobrecoge. Olvídense de
los movimientos tácticos, las batallas y los generales: los protagonistas principales de la obra del historiador inglés
son la violencia, el dolor y el odio.

El trabajo de Lowe nos sirve como recordatorio de los peligros de la naturaleza humana cuando el hombre se siente
amenazado o ha perdido la fe en sus iguales. Quizás pensemos que nunca más se podrán repetir los hechos que
sacudieron Europa durante y después de la Guerra, pero eso mismo creían los europeos en los años treinta cuando
todavía estaban sanando sus heridas de la Primera Guerra Mundial.

Keith Lowe nació en Londres en 1970. Es uno de los más destacados nuevos historiadores británicos, ampliamente
reconocido como una autoridad en la Segunda Guerra Mundial. Interviene a menudo en la radio y la televisión de
Gran Bretaña y Estados Unidos y es autor de Inferno: The Devastation of Hamburg, 1943. Sus libros han sido
traducidos a diez idiomas.
- Macmillan, Margaret, “La humanidad, la sociedad y la guerra” (capítulo 1), La Guerra: cómo nos han
marcado los conflictos (Madrid: Turner, 2021)

Por muy cínico que pueda parecer, la guerra está de moda, despierta un interés considerable y, dada semejante
demanda, la oferta de libros al respecto es igualmente amplia. Lo significativo es que tratan, como el de
Margaret Macmillan, de la guerra como fenómeno, no de una guerra en particular. Y detrás de esta floración no
está únicamente la aparición de conflictos bélicos en los aledaños del mundo occidental, por más que este sea
un motivo de peso. Los anhelos de un mundo sin combates sangrientos, ofrecido como una posibilidad tras la
caída del telón de acero, se han mostrado ilusorios, pura utopía, y la guerra sigue campando entre nosotros,
próxima y desarrollada con la habitual carga de dolor y excesos, tanto más terrible cuanto mayores habían sido
las esperanzas de su proscripción. Y a la constatación de su actualidad le sigue la búsqueda de razones, el
intento de comprender por qué, pese a los alardes de racionalidad, sigue estando presente y desarrollándose de
un modo que cualquier ser humano de hace dos milenios reconocería de inmediato de qué se trataba si la tuviera
delante. En buena medida, la proliferación de libros sobre la guerra responde al intento de comprender un
fenómeno tan humano como la agricultura, como los ritos iniciáticos, como la música.

Y en este marco cabe insertar el libro de la profesora Macmillan, una síntesis que parte de la convicción de que
para entender el pasado humano hay que tener en cuenta la guerra, mucho más, al menos, de lo que se la ha
tenido en cuenta hasta el momento, según resalta la autora en varias ocasiones. Y no se trata tanto de la guerra
en particular, de los acontecimientos bélicos, fundamento de lo heroico y de tantas naciones cuyo mito
originario radica en un conflicto bélico. Se trata del fenómeno, del concepto, de la idea de guerra, tan
aparentemente unívoco como particular en cada una de sus formulaciones. No estamos ante un libro en el que se
hable de esta o aquella guerra, de sus batallas, protagonistas, causas y consecuencias, cuanto del fenómeno que
llena todos los idiomas con sus expresiones, cuya presencia en nuestras sociedades se ve reflejada en calles y
plazas, en el recuerdo familiar y en la política, en las artes y en los museos que las contienen, en las festividades
que potencian las memorias colectivas.

La guerra, como señala la autora, que pese a la imagen de caos que la acompaña, «tal vez sea la más organizada
de todas las actividades humanas, y a su vez ha estimulado una mayor organización de la sociedad» (p. 20). La
guerra como bien, como estímulo, y la guerra como mal supremo, la guerra como algo omnipresente,
idiosincráticamente humano, pero a la vez misterioso, necesitado de explicación.

Margaret Macmillan busca dar esta explicación en un libro que es el fruto de años de reflexión sobre la guerra,
especialmente sobre el primer conflicto mundial, pero sin particularizar en él ni en ningún otro dentro de estas
páginas, buscando explicar la relación del ser humano con la violencia desde sus albores, en una relación que
solo parece entenderse desde la predisposición a matarse entre sí.

Sin embargo, y pese a la multiplicidad de razones para la guerra, resalta algunas que se reiteran: la codicia, la
autodefensa y los sentimientos e ideas (p. 55), entre los que puede darse la que llama la trampa de Tucídides:
«cuando una potencia en alza hace sombra a una potencia establecida, hay muchas probabilidades de que estalle
una guerra» (p. 59).
Siendo muy amplios en la definición, las razones para la guerra son múltiples, desde las más banales a las más
trascendentes en apariencia ―incluso las inexistentes, centradas en el conflicto por sí mismo―, incluyendo las
guerras civiles, muy frecuentemente crueles porque afectan a la propia naturaleza de la sociedad en lucha (p.
62).

En definitiva: «¿La guerra es algo inevitable, o bien algo que hemos construido a través de ideas o cultura?» (p.
26). ¿Somos hoy más violentos? ¿tenemos más predisposición hacia la violencia ahora o la hemos reducido?
Pueden parecer preguntas retóricas, pura discusión bizantina, pero si algo muestra la proliferación de textos
sobre la cuestión, es la preocupación ante una tendencia difícil de erradicar entre los humanos, ¿inserta tal vez
en nuestros genes?
Y es que, como recoge en el capítulo VIII, la preocupación por establecer reglas y orden en la violencia, no deja
de ser una paradoja bien reflejada en una cita de Pancho Villa: «Me parece una cosa graciosa, hacer reglas sobre
la guerra. No se trata de un juego. ¿Cuál es la diferencia entre una guerra civilizada y cualquier otra clase de
guerra?» (p. 238). Pero la constatación de lo paradójico no ha impedido que se siga hablando de guerras justas e
injustas, de legitimidad o ilegitimidad, de los principios reguladores y su subversión, del trato a los prisioneros o
de la consideración o no de los combatientes como tales, de la limitación en el uso de determinado tipo de
armas o de las responsabilidades individuales.
y colectivas por los conflictos. Para todo ello se trazaron normas, en muchos casos sistemáticamente ignoradas
o subvertidas sin recato.

De hecho, la guerra puede generar avances y mejoras a todos los niveles: ciencia y tecnología, medicina,
derechos sociales generales y particulares, como en la mujer, igualdad y crecimiento económico y un largo
etcétera. Incluso incrementa los anhelos de paz y el rechazo a los conflictos mientras consolida Estados y les
proporciona legitimidad… y nuevos deseos de hacer la guerra, por lo que las presuntas ventajas, por muy reales
que puedan llegar a ser, no logran ser el argumento para defenderla. De hecho, las sociedades hacen la guerra de
acuerdo a sus propios valores, creencias e ideas, señala Macmillan, a lo que contiene su cultura e incluso al
marco geográfico que les encierra. Y en cualquier caracterización global como sociedad guerrera colabora toda
la sociedad, no solo quienes habitualmente las han protagonizado: los hombres. De hecho, en ellas se
alimentaba a sus retoños con los relatos de combates y enfrentamientos reflejados en todos los espacios de la
cultura popular, y en una agresiva iconografía bélica, con el heroísmo asociado al enfrentamiento bélico, con la
atribución de un tono épico y glorioso a las narrativas del pasado. Durante décadas se infiltraba una imagen
positiva de la guerra en la sociedad civil que, llegado el momento, reaccionaba positivamente a la llamada a las
armas. Este «militarismo banal», si parafraseamos a Michael Billig, llevó, por ejemplo, al entusiasmo bélico del
verano de 1914: «el arte puede preparar psicológicamente al público para la guerra» (p. 281).

Por tanto, todo contribuye: «Las artes pueden empujarnos a la guerra, como sucedió antes de la Primera Guerra
Mundial, o ayudar a ponernos en su contra, como hicieron después. Nos ayudan a asimilarla, recordarla y
conmemorarla» (p. 271). Buena parte de la utilidad de las representaciones realizadas sobre la guerra radica en
la posibilidad de experimentarla sin vivirla. Hacer que los no combatientes se sumen al objetivo que las origina
y celebren con entusiasmo su desarrollo, idealizando componentes como el honor y la gloria, ha sido una
consecuencia, pero también una causa de la relación entre las artes y la guerra.

Pero también puede ocurrir a la inversa, y, como ha ocurrido a partir de la I Guerra Mundial, las artes hayan
tendido a mostrar todo su horror para repudiarla con repugnancia, algo que quedó reflejado en la evolución de
los monumentos funerarios, como ya reflejaran Reinhart Koselleck o Jay Winter, entre otros, o en los actos e
instituciones dedicadas a su conmemoración. Pero, además, las guerras fueron objeto de una reconcentrada
atención con el fin de averiguar las claves del éxito militar, de ahí la proliferación de «artes de la guerra», desde
Sun Tzu a Clausewitz, pasando por todos y cada uno de quienes buscaron la piedra filosofal de la victoria
guerrera.

Al final, una parte importante del éxito fue debido al empleo de innovaciones decisivas, que Macmillan resume
en tres: la aparición del metal, la domesticación del caballo y la llegada de la pólvora (p. 85). En definitiva, se
trataba de aplicar y aprovechar los recursos ―materiales y humanos, y estos según su habilidad o su
inteligencia― para obtener ventajas decisivas. Pero esto no era fruto del azar, sino de una creciente complejidad
social, generadora de Estados fuertes capaces de controlar la sociedad, convencerla de la bondad de su causa y
estimular su entusiasmo, además de ser capaces de conocer y movilizar los recursos necesarios.

Este estadio bélico se asocia a la guerra moderna, que en muchas ocasiones se ha vinculado a la batalla de
Valmy, que enfrentó a franceses y prusianos el 20 de septiembre de 1792, un ejército de ciudadanos frente a
otro profesional, un conjunto de enfervorizados defensores de una causa frente a combatientes temerosos de las
represalias de sus oficiales: «Un soldado ―decía Federico el Grande― debe tener más miedo de su oficial que
del enemigo», y Trotski añadía: «Un soldado tiene que elegir entre una muerte probable si avanza y una muerte
segura si retrocede» (p. 171). Con un nacionalismo que hizo entrada estrepitosa en la guerra para justificar la
nación y sus objetivos ―además de demonizar a los oponentes―, la revolución industrial que la tecnificó e
incrementó la eficacia de las armas y los cambios sociales generalizados que introdujeron a los civiles en
campaña, los conflictos se convirtieron en asunto de todos, no solo de unos pocos. Aumentaron las cifras de
integrantes de los ejércitos y la opinión pública se hizo presente, reclamando información de lo que ocurría
―prensa y corresponsales de guerra― y buscando participar. Los Estados tuvieron que adoptar medidas para
restringir la información o intervenirla, para ganarse a la población y convencerla de la bondad de su causa.
Hubo de echar mano cada vez más de la propaganda. Además, la mejora armamentística comenzó a dejar de
lado el lema napoleónico de la ofensiva por encima de todo, para pasar a ser más defensiva mientras no
aparecieran innovaciones bélicas capaces de superar esas protecciones, como la aviación, o la velocidad del
avance motorizado. Con ello la guerra se hizo total, cada vez más alejados los conflictos de la «civilizada»
confrontación dieciochesca. Si los civiles participaban cada vez más activamente en el esfuerzo de guerra,
también ellos se convertían en objetivos legítimos.

¿Qué hacía entonces luchar a los individuos concretos? Las razones, señala la profesora Macmillan, son
múltiples, desde la codicia, a la paradójica seguridad del grupo y las normas, la aventura, el reto, o todo aquello
que resalte la masculinidad, como rasgo primordial del mundo militar durante buena parte de la historia. La
entrada de las mujeres en este reducto varonil solo se ha comenzado a romper bien avanzado el siglo XX,
aunque con reticencias, como mostraba Svetlana Alexiévich en su La guerra no tiene rostro de mujer (2013).
Incluso su colaboración en tareas de retaguardia o en el mantenimiento del esfuerzo industrial, chocó con la
incomprensión y el rechazo. Detrás de ello estaba otra cuestión crucial en la identidad masculina, ¿qué les hacía
valerosos ―o cobardes―? ¿dónde radicaba la heroicidad? Y en muchas ocasiones los modelos procedían de la
literatura, de los clásicos difundidos en la enseñanza escolar. Pero, además, la pericia en el combate partía del
entrenamiento, de la interiorización de la estructura jerárquica y el respeto a la misma, de los lazos de
camaradería establecidos. El objetivo de matar dentro de un orden, de acuerdo a normas, era el ideal. Reprimir
los excesos, la sed de sangre de la que habló Joanna Bourke, sería el propósito esperado. Pero, ¿se puede
controlar la violencia si se desataba en medio del combate? Y es que la experiencia del frente resulta
sumamente compleja, con una mezcla de aburrimiento y espera, con miedo cerval y omnipresencia de la
muerte, los rezos, juramentos, lamentos y esperanza, matar y destruir como actos legítimos, normalizar lo
excepcional e incluso lo aberrante en la vida cotidiana, y acabar disfrutando de la experiencia bélica, por
paradójico que pueda parecer. Frente a ellos, varones legitimados para cometer cualquier exceso, unos civiles
que los sufren. Y es que pese a la idea de que la guerra debiera ser solo terreno de soldados, la realidad,
especialmente con la guerra moderna, hizo que todos se convirtieran en objetivos válidos, es más, que los
civiles fueran el destino de un terror debilitador del conjunto. El odio fue una de las armas que con más fruición
se empleó para derrotar al contrario, justificando su eliminación sistemática por medio de una brutalidad
invariable y llevando a muchos de ellos a sumarse al combate, también por odio o por mera supervivencia.

¿Cómo afrontar un fenómeno tan complejo y omnipresente, bien como realidad o como recuerdo? Habitual
entre los humanos, la guerra no parece próxima a su desaparición y eso lleva a Margaret Macmillan a avanzar
previsiones, no precisamente halagüeñas, dados los avances técnicos, el desvanecimiento de los límites entre
combatientes y no combatientes o de los espacios de combate, el componente urbano de los conflictos y otros
factores imprevisibles. Pero al final, concluye, «al entender la guerra, entenderemos algo de la condición
humana, nuestra capacidad de organizarnos, nuestros sentimientos e ideas, y nuestra capacidad para la crueldad
y para el bien. […] Hoy, más que nunca, tenemos que pensar en la guerra» (p. 306). Y este libro es una buena
puerta para ello, principalmente porque plantea preguntas y elementos para la reflexión. Una buena introducción
al tema.

Frases:
el cuerpo momificado de un hombre que vivió alrededor del 3300 a. C., Ötzi -> indicios de violencia. -> La violencia parece haber
estado presente incluso desde antes, durante la mayor parte de la historia de la humanidad
No había gran riqueza material por la que pelearse y, presumiblemente, si uno de estos grupos se veía amenazado por otro, podía
desplazarse sin más. Durante gran parte del siglo xx, los estudiosos del origen de la sociedad humana tendían a asumir que estos
primeros grupos nómadas llevaban una existencia pacífica. Pero los arqueólogos han descubierto heridas que sugieren lo contrario en
esqueletos de este lejano periodo.

Si bien hay acalorados debates –guerras, en realidad– entre historiadores, antropólogos y sociobiólogos, parece que las pruebas
respaldan la opinión de quienes dicen que los seres humanos, hasta donde podemos saberlo, tenemos propensión a atacarnos los unos a
los otros de forma organizada; en otras palabras, a hacernos la guerra. Esto nos lanza un nuevo desafío, el de entender por qué los
seres humanos están tan dispuestos a matarse entre sí. Es más que un acertijo intelectual: si no conseguimos entender por qué
luchamos entre nosotros, tenemos pocas posibilidades de evitar conflictos en el futuro.

La guerra –violencia organizada con un propósito entre dos unidades políticas– se fue volviendo más elaborada cuando desarrollamos
sociedades sedentarias establecidas y ayudó a que estas fueran más organizadas y poderosas.
Con la llegada de la agricultura, los humanos se vieron más vinculados a un lugar y empezaron a poseer más cosas dignas de ser
robadas y defendidas. Para defenderse necesitaban una mejor organización y más recursos, lo que a su vez condujo a que algunos
grupos expandieran su territorio y a que su población aumentara, bien pacíficamente o bien conquistando el terreno de otros.

La frecuencia de la violencia y la guerra en el pasado y su persistencia en el presente suscitan una pregunta incómoda, a saber: ¿acaso
los humanos están genéticamente programados para luchar entre sí? Una vía de investigación para dar respuesta a este interrogante
pasa por examinar a nuestros parientes más próximos en el reino animal: los chimpancés y bonobos. Ambas especies viven en grupos
organizados, tienen formas de comunicarse entre ellos y fabrican herramientas primitivas -> Somos capaces, al igual que los
chimpancés, de reaccionar de manera violenta cuando tenemos miedo, pero al igual que los bonobos, tenemos una capacidad
altamente desarrollada para la interacción amistosa, la cooperación, la confianza y el altruismo (leyes contra la violencia … ).

¿Qué versión de la historia humana preferimos, la de Rousseau o la de Hobbes?: Las pruebas arqueológicas e históricas apuntan
resueltamente hacia Hobbes y hacia la guerra como parte integral y duradera de la experiencia humana. Esto no quiere decir que no
debamos aspirar a un futuro más parecido a la visión de Rousseau. Entretanto, quizá pueda servirnos de consuelo el hecho
sorprendente de que en ocasiones la guerra ha traído paz y progreso a las sociedades.

el poder estatal creciente y la aparición de grandes Estados –lo que Hobbes llama Leviatán– a menudo son el resultado de la guerra,
pero pueden a su vez generar la paz. El poder del Estado y sus instituciones se basa en la autoridad percibida de los gobernantes,
venga esta de los dioses o de los votantes, y en la aquiescencia de aquellos que son gobernados.
A la inversa, aquellos gobernantes que no son capaces de defender a sus propios pueblos, o que sufren derrotas en el extranjero,
pierden apoyos. Las grandes potencias no son necesariamente agradables (¿por qué deberían serlo?), pero sí ofrecen un mínimo de
seguridad y estabilidad a su propio pueblo. Las potencias que perduran usan la fuerza militar para sostenerse, pero su longevidad se
asienta principalmente sobre un Gobierno relativamente eficaz que ayuda a ganarse la aquiescencia e incluso la lealtad del pueblo. El
poder no puede garantizar la supervivencia de los leviatanes sin un cierto apoyo por parte del pueblo.

La necesidad de hacer la guerra siempre ha ido de la mano del desarrollo del Estado. Protegerse, ya sea de tus vecinos o de las
incursiones de los nómadas, exige organización: hay que tener hombres para combatir, y aportar liderazgo, disciplina y formación para
conseguir su obediencia.

En el siglo xviii, el crecimiento del poder estatal centralizado en Europa, con ejércitos y marinas organizadas, controladas y
financiadas por el Estado, también permitió a los Gobiernos tener a su disposición los medios necesarios para doblegar a los rebeldes y
contumaces, ya fueran estos magnates locales, multitudes agitadas o bandidos. La necesidad del Estado de mantener su monopolio de
la fuerza dentro del país y defenderse de los enemigos externos le había proporcionado un mayor control sobre la sociedad.
- En los siglos xix y xx, a medida que la Revolución Industrial incrementaba la capacidad de los países para hacer la guerra a
gran escala

Otra verdad incómoda acerca de la guerra es que trae consigo tanto la destrucción como la creación. Muchos de nuestros avances en
ciencia y tecnología –el motor de reacción, los transistores, el ordenador– aparecieron porque resultaban necesarios en tiempos de
guerra. Cirujias, penilcilina, En muchas sociedades las mujeres consiguieron acceder al empleo, la educación y los derechos como
resultado de su participación en la guerra.
Asimismo, hay pruebas que demuestran que la guerra también resulta igualadora desde el punto de vista social, además de económico.
Se alista a los hombres, y a veces también a las mujeres y se les obliga a convivir con gente que no se parece en nada a lo que
conocen.
Decir que la guerra tiene sus ventajas y que puede ayudar a construir sociedades más fuertes e incluso más justas no equivale a
defenderla. Por supuesto que preferiríamos mejorar el mundo, ayudar a los débiles y desafortunados, o lograr avances científicos o
tecnológicos en situación de paz. No obstante, encontrar la voluntad y los recursos para hacer grandes avances resulta más difícil en
tiempos pacíficos; es demasiado fácil dejar para mañana el actuar contra la pobreza, la crisis de los opiáceos o el cambio climático. En
cambio, la guerra nos obliga a concentrarnos y, nos guste o no, ha sido siempre así a lo largo de toda la historia del ser humano.
ROUSSEAU:
Rousseau afirmaba que la violencia no forma parte integral del ser humano. Los seres humanos, sostenía, eran
buenos por naturaleza hasta que la sociedad los corrompió.
Tenían lo suficiente para cubrir sus necesidades y no hacía falta pelear para quitarles la comida a los demás o
defender la propia. Esto condujo, según Rousseau, al desarrollo de la propiedad privada y los oficios
especializados, ya que algunos siguieron siendo agricultores y otros se convirtieron en artesanos, guerreros o
gobernantes.
Los más fuertes explotaban a los más débiles y la sociedad acabó marcada por la avaricia, el egoísmo y la
violencia. A medida que la sociedad y los Estados iban evolucionando y haciéndose más complejos, con más
poder sobre sus miembros, los humanos fueron perdiendo más y más libertad. La tendencia de los diferentes
Estados a pensar tan solo en su propio interés no hacía más que aumentar las posibilidades de que acabaran en
guerra entre sí. La solución de Rousseau, que elabora en El contrato social, no era una vuelta a este paraíso
hipotético, algo que el filósofo aceptaba como imposible, pero sí la creación de una nueva relación entre
individuos y sus instituciones sociales y políticas. Los seres humanos necesitan vivir y trabajar juntos, pero esto
debería ser algo voluntario y suceder en un Estado que garantice su libertad y trabaje para ellos en lugar de lo
contrario. Si los seres humanos pudieran comportarse como si hubieran cerrado voluntariamente un contrato
entre sí, tanto los individuos como la sociedad se volverían más felices y armoniosos.

HOBBES
Hobbes, por su parte, veía la cosa de manera bien distinta. En estado natural, los humanos vivían vidas precarias
y luchaban entre sí para sobrevivir. La vida, en sus palabras, era “solitaria, miserable, malvada, brutal y breve”.
No había tiempo ni recursos suficientes para fabricar herramientas, cultivar, comerciar o aprender. “No se
conocía la faz de la Tierra, no había medida del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad, y lo que es peor, el miedo
era constante, al igual que el peligro de una muerte violenta”. El crecimiento de las sociedades asentadas y los
grandes Estados estaba lejos de ser la causa del conflicto, más bien lo contrario. El crecimiento de una entidad
política grande y poderosa –lo que Hobbes llama Leviatán– era la manera de controlar la violencia, al menos
dentro de las sociedades. La sociedad internacional seguía siendo como la naturaleza; los Estados bregaban por
aventajarse a los demás en un mundo anárquico. Los más fuertes maltrataban a los débiles y estos capitulaban o
eran subyugados por la fuerza. A diferencia de Rousseau, no tenía expectativas en cuanto a que las sociedades y
los Estados pudieran volverse ilustrados y aprender a trabajar juntos de manera voluntaria.

Macmillan, Margaret, “La guerra y el mundo moderno” (en inglés), Facultad de Historia, Geografía y Ciencia
Política, 2023. (ver video)

También podría gustarte