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Hoy anduve por Santiago Centro entre las seis con seis de la tarde y las diez con once

de la noche.
Caminaba movido por la curiosidad de mis ojos y el disgusto de mi olfato. Súmese la sombra,
siempre a la sombra.

En el andar descubrí una galería llamada América, y no me resistí a entrar allí. Era de dos pasillos
en vertical y dos pasillos en horizontal, con un gomero de años en el centro. Las tiendas nada fuera
de lo comun eran de rifles y escopetas, llaves y cerrajería, televisores y celulares, frutos secos,
anillos y collares y perlas y una chocolatería, en ella disminuí la marcha.

Una señorita vestida de azul sedoso, en la puerta de la chocolateria, mirándome con ojos ebrios y un
rostro desencajado, feo por miseria me dijo: “querés un bombón riquito”. El “riquito” hasta hoy:
seis del seis del dos mil seis no sé si lo dijo como calificativo o como vocativo. Yo le sonreí y seguí
caminando hacia la salida oriente de la galería.

Seguí deambulando como un perro con correa corta por el Paseo de las Monjitas el color de la tarde
era agradable, el aire era agradable, los edificios eran agradables, pero tanto agrado me empezaba a
empalagar. Doblé a la izquierda abruptamente y terminé caminando detrás de un quinteto de
asiáticos, turistas todos. Los comencé a seguir lentamente, con dificultad porque ese paso de turista
no me viene. Fumé un cigarro detrás de ellos con ensoñaciones del día en que pueda… y ¡zás! se le
cayó un papel verde a la china chiquitita y mi pie a dos pasos lo pisó. Me agaché a recogerlo y eran
cien dólares, que buen invento de billete para ser perdido. Cuando me levanté un viejo gordo lustra
zapatos abierto de piernas y sentado al piso en su posición laboral dio un grito y gritó ¡Salud!
levantando una botella de pisco. Le hice un gesto con dos dedos de la mano y caminé a buscar un
taxi.

Arenas 1927, entre Miraflores y Gaudi, le dije al taxista siendo las siete con seis minutos. Me
pareció extraño que el taxista fuera escuchando jazz de vanguardia y después rap detroit sin que se
le inmutara la cara. Quise preguntarle pero desistí por la falta de curiosidad que mis ojos habían
agotado en la caminata. El taxi se estacionó a mitad de cuadra y le pagué dejándole el vuelto. Me di
media vuelta y allí estaba en su majestuosidad rojiza aúrica, la Casa de Pekin, mi bella amada.

El Petit me recibió el sombrero e hizo su pequeña reverencia. Acaricié su nuca como cuando
acaricio a mi gato. En el centro del lobby debajo de la lámpara de gotas de cristal estaba Xi Xiu
sonriédome, giro su mano derecha velozmente y me la ofreció. La tomé y besé el canto de su mano
observando de cerca el azul brillante de su anillo de zafiro. Busqué en mi bolsillo del pantalón el
billete de cien dólares y se lo entregué. Xi Xiu lo recibió y al verlo dejó salir una pequeña risa de su
boquita pintada percatarse que billete estaba doblado en forma de garza. Enjauló el billete en forma
de garza en el puño y me invitó a pasar por la puerta azul cielo.

Me senté en la silla frente al espejo que cubría toda la pared de modo de ver por reflejo la pintura
del maestro Shitao.

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