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Gastón G
CUCARACHAS
Todo comenzó hace unos meses con algunos comentarios maliciosos que
parecían conjurar malos augurios o aguardar el arribo de la miseria y la
desesperación a mi vida. Por ejemplo, una compañera de la oficina dijo algo, que
se ha perdido en las brumas del pasado, pero sé que logró hacerme sentir un ser
sucio que se arrastra entre la basura.
La situación con mi marido ya venía mal. Desde hacía unos meses apenas
nos dirigíamos la palabra y casi siempre dormíamos en camas separadas. Él, en el
cuarto de los huéspedes y yo, en el nuestro. No puedo negar que aquello me
generó más dolor que odio o resentimiento. Todo me recordaba a esa persona que
creí, durante años, que era un ser amoroso y sensible. La persona que me
acompañó durante los últimos quince años. Hoy lo pienso y no puedo creer haber
dormido junto a él tanto tiempo. Supongo que fueron sus labios. Un néctar. Eso
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fue lo que me mantuvo ciega e incrédula, como protegida por un duro caparazón.
Soy de las personas que, si no ven, no creen, y eso me suele jugar en contra. Esta
situación es desesperante pues no puedo hacer nada contra mi cabeza, que juzga
todo desde lo racional y tangible. Y yo creía en tantas cosas que parecían
pertenecer a ese mundo racional y tangible. Quizás por eso los últimos
acontecimientos parecen salidos de una pesadilla, no de mi realidad.
Él, por su parte, había tendido un manto de silencio sobre todas las cosas.
Hace dos meses dejó de dirigirme la palabra, ni siquiera un “hola” o un “no”. Si
bien estaba acostumbrada a esa forma de vivir, a sus prolongados silencios a la
hora de la comida o cuando viajábamos en coche, la situación se había tornado
absolutamente distinta. Y la noche en que tomé conocimiento de la denuncia que
pesaba en su contra y la posterior demora en la Fiscalía, apenas atiné a soltar, a
escupir, un “por qué” un tanto retórico.
miedo. Un miedo que jamás había sentido correr por mí. Un miedo que caló en
mis venas, mis músculos y tendones. Sentí flaquear mis piernas y convulsionar
mi cuerpo. Ese, eso, no era mi marido. Con el aliento contenido, retrocedí uno y
luego dos pasos, y acabé corriendo hasta mi dormitorio donde me encerré con
llave. Gracias a Dios los niños estaban en la casa de mi mamá.
No, no estoy loca. Las cucarachas son bichos odiosos, me dan un asco
indescriptible. Y más asco me da el crujido que hacen cuando las piso. Sin
embargo, la satisfacción superó al asco, al acabar de a una con ellas. Seres sucios
del demonio.
Una noche, caminando entre sueños hacia la cocina para beber un vaso de
agua, pisé unas con el pie desnudo. De inmediato una sensación de bochorno y
parálisis se apoderó de mi cuerpo. Se deslizaban por el pasillo que conecta los
dormitorios. Mi marido, a quien escuchaba roncar desde su habitación pese a
estar la puerta cerrada, nunca se percató de la invasión. Al momento de comenzar
mi faena, corrieron de un lado a otro, como asustadas, tal vez lograban percibir
mi odio visceral o mis ansias asesinas. Sus antenitas se movían y hasta parecía
que con las patas delanteras se comunicaban en un idioma que desconozco.
Quizás este último detalle se debía a mi mente adormilada y a mi desesperación
fóbica.
Como ese hijo de puta seguía durmiendo pese a mis gritos, acabé sola con
las mal nacidas. Todas murieron por mis pisotones. Luego me bañé, pues el asco
se apoderó de mí como un escozor que subió desde las plantas de mis pies hasta
las caderas y desde allí hasta los hombros, el cuello y lo más alto de mi cráneo.
Al darme cuenta de la hazaña que había realizado, lloré bajo la ducha, no sé si
por la rabia, la impotencia o todo junto.
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