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S. S.

Van Dine
Introducción
Dramatis Personae
La Canario
Pisadas en la nieve
El asesinato
Huellas de una mano
La puerta con cerrojo
Llamada de auxilio
Un visitante anónimo
El asesino invisible
El equipo se lamenta
Entrevista forzada
En busca de información
Evidencia circunstancial
Un galán anticuado
Vance esboza una teoría
Cuatro posibilidades
Descubrimientos reveladores
Verificación de una coartada
La trampa
El doctor se explica
Un testigo de medianoche
Contradicción en las fechas
Una llamada telefónica
La cita de las diez
Una detención
Vance demuestra
Reconstrucción del crimen
Una partida de póquer
El culpable
El andante de Beethoven
El fin
notes
S. S. Van Dine

EL CASO DEL “CANARIO”


ASESINADO

(The “Canary” Murder Case, 1927)


Introducción

Fui durante muchos años abogado personal y compañero inseparable


de mister Philo Vance, incluidos los cuatro años durante los que mister John
F.-X. Markham, el mejor amigo de Vance, era fiscal de Nueva York. Por
ello tuve el privilegio de ver una serie de casos criminales, sin duda
sumamente asombrosos para el joven abogado que yo era por aquel
entonces. Los siniestros dramas de que fui testigo durante aquella época
constituyen, en efecto, la documentación secreta más espeluznante de los
archivos de la policía americana.
Vance fue el personaje principal de todos estos casos. Con un método
analítico e interpretativo que, según me consta, nunca se ha aplicado en
criminología, Vance logró resolver muchos casos en que tanto la policía
como la oficina del fiscal del distrito habían fracasado estrepitosamente.
Por mi vinculación con Vance, no sólo intervine en todos los casos de
oficio, sino que también participé en la mayor parte de las reuniones
oficiosas de la investigación de los mismos que hubo entre Vance y el fiscal
del distrito; y, como soy de talante metódico, fui elaborando un detallado
expediente de todos ellos. Fue una suerte que realizase esta labor personal
de acopio y transcripción, pues ahora que las circunstancias me permiten
hacer públicos estos casos, puedo exponerlos detalladamente, sin omitir
pormenores secundarios ni fases cruciales de la investigación.
He relatado en otro libro —The Benson Murder Case— el proceso que
llevó a Vance a la investigación criminal, y también he expuesto los
singulares métodos analíticos criminológicos con que resolvió el misterioso
asesinato de Alvin Benson.
El presente relato es la historia de cómo solucionó Vance el brutal
asesinato de Margaret Odell —una cause célèbre
[1]—, que llegó a ser conocida como el «caso del canario». El crimen, por
su singularidad, por su audacia, su aparente hermetismo, quedó catalogado
en los anales de la policía de Nueva York como el caso más extraordinario y
sorprendente. Si no hubiera sido por la intervención de Philo Vance, creo
sinceramente que seguiría contándose entre los grandes misterios no
resueltos del país.

S. S. VAN DINE
Nueva York
Dramatis Personae

PHILO VANCE.
JOHN F.-X. MARKHAM. Fiscal del distrito de Nueva York.
MARGARET ODELL (La Canario). Famosa belleza de Broadway, ex
vicetiple del Follies, misteriosamente asesinada en su apartamento.
AMY GIBSON. Doncella de Margaret Odell.
CHARLES CLEAVER. Hombre de buena posición.
KENNETH SPOTSWOODE. Fabricante.
LOUIS MANNIX. Importador.
DR. AMBROISE LINDQUIST. Neurólogo de moda.
TONY SKEEL. Ladrón profesional.
WILLIAM ELMER JESSUP. Telefonista.
HARRY SPIVELY. Telefonista.
ALYS LA FOSSE. Actriz de varietés.
WILEY ALLEN. Tahúr.
POTTS. Barrendero.
AMOS FEATHERGILL. Ayudante del fiscal del distrito.
WILLIAM M. MORAN. Comandante del Departamento de Investigación.
ERNEST HEATH. Sargento de la Brigada Criminal.
SNITKIN. Detective de la Brigada Criminal.
GUILFOYLE. Detective de la Brigada Criminal.
BURKE. Detective de la Brigada Criminal.
TRACY. Detective adjunto al despacho del fiscal del distrito.
INSPECTOR SUPLENTE CONRAD BRENNER. Perito en herramientas
de robo con escalo.
CAPITÁN DUBOIS. Perito en huellas dactilares.
DETECTIVE BELLAMY. Perito en huellas dactilares.
PETER QUACKENBUSH. Fotógrafo oficial.
DR. DOREMUS. Forense.
SWACKER. Secretario del fiscal del distrito.
CURRIE. Mayordomo de Vance.
La Canario

En las oficinas de la Brigada Criminal perteneciente al Departamento


de Policía de Nueva York, situadas en el tercer piso del cuartel general de la
policía en Centre Street, hay un enorme archivador de acero, y en su
interior, entre otras miles, una pequeña tarjeta verde que lleva escrito a
máquina: «ODELL, MARGARET, calle 71 Oeste, número 184, 10 de
septiembre. Homicidio: estrangulada hacia las 11 de la noche. Apartamento
saqueado. Joyas robadas. Cadáver encontrado por Amy Gibson, sirvienta».
De unas cuantas palabras tópicas se compone el crudo y escueto
informe sobre uno de los crímenes más sorprendentes de los anales de la
policía americana, un crimen tan contradictorio, oscuro, ingenioso, único,
que durante largos días los mejores cerebros del departamento de policía y
de la oficina del fiscal del distrito se vieron incapaces siquiera de
determinar el modo de enfocar la investigación. Cada paso en este sentido
venía a demostrar que Margaret Odell posiblemente no había sido
asesinada. Pero el cadáver de la joven estrangulada, desmadejado sobre el
sofá de seda en la sala de estar, desmentía tan ridícula conclusión.
La auténtica historia del crimen, tal como se reveló al cabo de unos
días decepcionantes, llenos de oscuridad y confusión, sacó a la luz muchos
recovecos sombríos de la ignota naturaleza humana y la fría astucia del
individuo, aguzado por una trágica desesperación. También sacó a la luz
una página oculta del melodrama pasional que, por su naturaleza y
entresijos, fue tan romántico y fascinante como la parte teatral y vivida de
la Comédie Humaine
[2]en que se relata el extraordinario amor del barón de Nucingen por Esther
van Gobseck, que culmina con la trágica muerte del desdichado Torpille.
Margaret Odell fue un producto del mundillo bohemio de Broadway.
Una figura deslumbrante que venía en cierto modo a tipificar la aventura
ostentosa y falsa de la alegría efímera. Durante los dos años anteriores a su
muerte había sido una figura popular de la vida nocturna neoyorquina. En
tiempos de nuestros abuelos habría merecido esa definición tan dudosa de
«el brindis de la ciudad», pero hoy día hay demasiadas aspirantes a este
calificativo, demasiadas camarillas y drásticos cismas en el hormiguero de
la vida de café, para que ninguna de las candidatas descuelle lo suficiente.
Sin embargo, para los asiduos del periodismo profesional o libre, Margaret
Odell era todo un personaje en su pequeño mundo.
Debía en parte su notoriedad a ciertas historias legendarias sobre sus
amores con dos o tres oscuros potentados, publicadas en las gacetillas de
Europa. Margaret estuvo dos años en el extranjero tras su primer éxito en
The Bretonne Maid —una famosa comedia musical en la que
misteriosamente ascendió al papel de «estrella»— y no es difícil imaginar
que su representante, aprovechándose de su ausencia, pusiera en circulación
embarazosos detalles de sus romances.
El aspecto de aquella mujer confirmaba en demasía su fama equívoca.
Era innegable su belleza rotunda, algo pomposa. Recuerdo haberla visto
bailar una noche en el Antlers Club —famosa cita obligada de los
noctámbulos buscadores de placer—, que dirigía el tristemente célebre Red
Raegan
[3].Me impresionó la insólita dulzura de aquel fresco rostro, a pesar de que
sus rasgos traslucían un halo de frialdad y perfidia. Era una mujer no muy
delgada pero esbelta, de gracia leonina, y, según pude apreciar, una pizca
distanciada e incluso altanera, consecuencia, quizás, de sus supuestas
relaciones con la realeza europea. Tenía los típicos labios de la cortesana,
gruesos, rojos, y unos ojos grandes, felinos, como los de la Blessed
Damozel de Rossetti
[4]. Había en aquel rostro esa extraña combinación de sensualidad y
abnegación con que los pintores de todos los tiempos han tratado de
expresar su idea de la eterna Magdalena. La cara de aquella mujer poseía
esa voluptuosidad con un toque de misterio, capaz de seducir a un hombre y
enloquecerlo hasta el punto de abocarlo a acciones desesperadas.
Margaret Odell era conocida por el apodo de la Canario, por el papel
que interpretara en un complicado ballet ornitológico que se representaba
en el Follies, en el que las coristas llevaban un atuendo característico de
varios pájaros. A ella le tocó encarnar el canario, y el vestido de satén
amarillo y blanco, en contraste con la espesa melena dorada y la piel rosada,
realzaba ante los ojos de los espectadores su encantadora figura. No habían
transcurrido dos semanas —tan elogiosas eran las críticas en la prensa, y tan
inequívocos los aplausos del público cuando ella entraba en escena—,
cuando el Ballet de los pájaros cambió su título por el de Ballet del
canario, y miss Odell ascendió al rango de lo que discretamente podemos
denominar première danseuse, a la par que se añadía a la representación un
vals y una canción
[5]para favorecer la exhibición de sus encantos y talento.
Al final de la temporada dejó el Follies, y desde entonces, durante su
espectacular gira por los tugurios nocturnos de Broadway se la denominó
familiarmente con el sobrenombre de la Canario. Por esto; cuando la
encontraron muerta, brutalmente estrangulada, en su apartamento, el crimen
corrió de boca en boca y a partir de entonces se conoció por el «caso del
canario».
Mi participación en la investigación del «caso del canario» —mejor
dicho, mi papel como biólogo en la sombra— fue una de las experiencias
más memorables de mi vida. Cuando se produjo el asesinato de Margaret
Odell, era fiscal del distrito en Nueva York John F.-X. Markham que
acababa de incorporarse al cargo en enero de aquel año. No creo que tenga
necesidad de decirles que durante los cuatro años de su mandato, se
distinguió por su éxito casi infalible como investigador criminal. Sin
embargo, era hombre que rehuía los elogios con que constantemente le
asediaban, ya que, por su estricto sentido del honor, instintivamente
rechazaba atribuirse méritos que no eran exclusivamente suyos. En efecto,
Markham desempeñó un papel secundario en la mayoría de los casos
criminales famosos que se resolvieron durante su mandato. En realidad el
mérito de la solución corresponde a un amigo íntimo de Markham que no
quiso, por aquel entonces, que se desvelara su nombre.
Nuestro protagonista era un joven aristócrata, a quien, para guardar el
anonimato, he decidido llamar Philo Vance.
Vance era un cúmulo de sorprendentes dotes y cualidades. Modesto
coleccionista de arte, genial autodidacta al piano y estudioso infatigable de
estética y psicología; aunque era americano, había adquirido gran parte de
su educación en Europa, y aún conservaba una leve entonación y acento
británicos. Vivía desahogadamente de unas rentas y dedicaba no poco de su
tiempo a obligaciones sociales a las que se debía por las vinculaciones
familiares; pero no era ni un ocioso ni un diletante. De modales refinados y
corteses, los que le conocían superficialmente le tachaban de esnob. Pero
quien le conocía íntimamente, como yo, podía descubrir su verdadera
personalidad más allá de su aparente frialdad. Yo sabía que su elegancia y
distanciamiento, lejos de ser una afectación, nacían instintivamente de su
carácter a la vez sensible y solitario.
Vance no había aún cumplido treinta y cinco años y era enormemente
atractivo, de un modo frío y escultural. Su rostro era fino y dinámico, pero
en sus rasgos había una expresión severa y sardónica que se interponía
como una barrera entre él y sus semejantes. No es que careciera de
emociones, pero sus emociones eran fundamentalmente intelectuales. No se
le escatimaban críticas por su ascetismo, y, sin embargo, yo he sido testigo
de inopinadas explosiones de entusiasmo por su parte ante un problema
estético o psicológico. Pero no cabe duda de que la impresión que producía
era de alejamiento de los asuntos mundanos, y, de hecho, su actitud ante la
vida era la de un espectador desapasionado y anodino que contempla una
comedia, sin mostrar su íntima fruición y magnánimamente indiferente ante
la futilidad de la acción. Amén de una inteligencia ávida de conocimientos,
por lo que le escapaban pocos detalles de la comedia humana que se
desarrollaba en su campo visual.
Que se interesara de forma activa, aunque oficiosa, en las
investigaciones criminológicas de Markham, era consecuencia inherente a
su curiosidad intelectual.
Llevaba yo un registro detallado de los casos en que había participado
Vance a guisa de amicus curiae
[6]sin pensar que un día tendría el privilegio de hacerlos públicos; pero
Markham, como sin duda recordarán ustedes, tras su derrota electoral al
encabezar una lamentable candidatura en coalición, se retiró de la política, y
el año pasado Vance se fue a vivir al extranjero manifestando que nunca
volvería a América. En consecuencia, obtuve autorización de ambos para
publicar mis notas sin recortes. Vance puso como única condición que no
mencionara su nombre.
He relatado en otro libro
[7]las especiales circunstancias que indujeron a Vance a colaborar en la
investigación policial y el modo, a todas luces insuperable, en que resolvió
los misteriosos disparos que acabaron con la vida de Alvin Benson. Esta
novela describe el esclarecimiento del asesinato de Margaret Odell,
ocurrido a principios de otoño de aquel mismo año y que, como recordarán,
causó aún mayor impacto que su precedente.
[8]

Una curiosa concatenación de circunstancias fue la causa de que Vance


se viera envuelto en esta nueva investigación. Durante varias semanas la
prensa de la oposición había estado atacando a Markham por la evidente
incapacidad de su departamento para lograr la convicción de ciertos
delincuentes del hampa que la policía había entregado a la fiscalía para
procesarlos. Como consecuencia de la ley seca proliferaba en Nueva York
un nuevo tipo de vida nocturna absolutamente indeseable y peligrosa.
Numerosos cabarets, con un buen apoyo financiero, y autodenominados
night-clubs, comenzaban a abrir sus puertas en Broadway y las calles
adyacentes. Se había producido una alarmante escalada de la violencia:
crímenes pasionales y delitos contra la propiedad, cuyo origen, se decía,
eran aquellos locales poco recomendables.
Cuando finalmente se relacionó un caso de asesinato, acompañado de
atraco y robo de joyas en uno de los palacetes privados del centro de la
ciudad, con los planes y preparativos elaborados en uno de aquellos night-
clubs, y después de que dos detectives de la Brigada Criminal fueran
hallados muertos una mañana en las proximidades del club, con sendos
balazos en la espalda, Markham decidió aplazar otros asuntos de su
despacho para intervenir personalmente en contra de los intolerables hechos
criminales que se estaban produciendo.
[9]
Pisadas en la nieve

Domingo, 9 de septiembre

Al día siguiente de adoptar esta decisión, Markham tomaba asiento


entre Vance y yo en un apartado rincón del gran salón de tertulias del club
Stuyvesant. Nos reuníamos allí con frecuencia, ya que los tres éramos
socios y Markham no pocas veces lo utilizaba como su cuartel general
oficioso en la ciudad.
[10]

—No es nada agradable que media ciudad tenga la impresión de que el


despacho del fiscal del distrito es un salón de coleccionistas distinguidos —
nos decía aquella noche—, mientras yo tengo que convertirme en detective
para conseguir la suficiente evidencia, o la clase correcta de evidencia, con
que proceder a la convicción de acusados.
Vance levantó la cabeza con una sonrisa maliciosa y mirada burlona.
—Al parecer la dificultad estriba en que —replicó en tono indolente—
como la policía no está muy versada en el delicioso maremágnum del
procedimiento legal, cree que una evidencia capaz de convencer a un
hombre de mediana inteligencia puede igualmente convencer a un tribunal.
Una idea absurda, ¿no te parece? Los abogados en realidad no quieren
evidencias, quieren erudición profesional. Y el policía medio no puede
entretenerse en seguir los enrevesados vericuetos de la jurisprudencia.
—Siento tener que disentir —rebatió Markham, tratando de dar un
tono natural a sus palabras, a pesar de que en las últimas semanas su
habitual ecuanimidad andaba trastornada—. Si no se tuvieran en cuenta las
evidencias, se correría el peligro de castigar a gente inocente. Y en nuestros
tribunales hasta el peor delincuente tiene derecho a protección.
Vance esbozó un bostezo.
—Markham, deberías haber sido pedagogo. No deja de sorprenderme
tu soltura para replicar con tópicos oratorios a cualquier crítica. Pero sigues
sin convencerme. Recuerda el caso de aquel hombre que raptaron y que los
tribunales declararon presunto difunto. Y cómo, cuando apareció, sano y
salvo, entre sus vecinos, no se procedió a la rectificación legal de su
condición de presunto cadáver. El hecho visible y demostrable de que
estaba realmente vivo, lo consideró el tribunal como una cuestión
secundaria, insignificante e intempestiva.
[11] Luego está la conmovedora circunstancia, tan frecuente en este dichoso
país, de un individuo que es loco en un estado y cuerdo en otro... La verdad
es que no puede esperarse que una inteligencia profana media, inexperta en
el divertido proceso de la lógica legal, perciba tan sutiles matices. Nuestro
profano, atenazado en la oscuridad del más moliente sentido común, nos
diría que el que está chiflado en la orilla izquierda de un río, lo está también
en la derecha. E igualmente sostendrían erróneamente, por supuesto, que si
un hombre vive, presuntamente está vivo.
—¿A qué viene esta disertación académica? —exclamó Markham, esta
vez algo irritado.
—Sólo he pretendido poner en cuestión tu punto de vista —añadió
Vance sin alterarse—. Como en la policía no hay abogados, parece que te
han metido en un buen lío, ¿no? ¿Y si iniciamos una campaña para que
manden a todos los agentes a la Facultad de Derecho?
—Tu ayuda es inapreciable —replicó Markham.
Vance se limitó a levantar someramente las cejas.
—¿Por qué desestimas mi sugerencia? Reconoce que no está de más.
Una persona sin experiencia legal, cuando sabe que algo es verdad, no hace
caso de testimonios incompetentes que afirmen lo contrario; se aferra a los
hechos. Un tribunal, en cambio, escucha imperturbable una serie de
declaraciones irrelevantes, y adopta su veredicto no basándose en los
hechos, sino con arreglo a una serie de complicadas reglas. De ahí que un
tribunal pueda absolver a un reo, aun a sabiendas de que es culpable. Es
como si un juez dijera a un inculpado: «Sé, y el jurado sabe, que cometió
usted el delito, pero en vista de la evidencia legalmente admisible, le
declaro inocente. Váyase y vuelva a delinquir».
Markham rezongó:
—Sería el hazmerreír de mis conciudadanos si en respuesta a sus
críticas propusiera cursillos de derecho para el departamento de policía.
—Permite, entonces, que te sugiera la alternativa del carnicero de
Shakespeare: «Matemos a los leguleyos».
—Desgraciadamente hay que hacer frente a una situación, no a una
teoría utópica.
—¿Y qué —inquirió Vance con morosidad— propones?, ¿aunar las
lógicas conclusiones de la policía con lo que delicadamente denomina
«corrección del procedimiento legal»?
—Para empezar —le respondió Markham—, he decidido a partir de
ahora investigar personalmente todos los casos importantes de crímenes en
night-clubs. Ayer tuve una reunión con los responsables de mi
departamento, y desde hoy va a haber una actividad realmente centralizada
en mi despacho. Me propongo conseguir la clase de pruebas que necesito
para declarar la culpabilidad de los acusados.
Vance extrajo con parsimonia un cigarrillo de la pitillera y le dio unos
golpecitos sobre el brazo del sillón.
—¡Ah! ¿Entonces se va a sustituir la culpabilidad del inocente por la
absolución del culpable?
Markham, acorralado, girando en su sillón, miró airado a Vance.
—No creerás que voy a eludir tu indirecta —dijo desabrido—. Vuelves
a tu tema favorito: la inadecuación de las evidencias circunstanciales con
tus teorías psicológicas e hipótesis estéticas.
—Pues sí —asintió Vance despreocupado—. ¿Sabes, Markham?, tu
dulce y encantadora fe en la evidencia circunstancial me desarma sin
remisión. Ante ella no hay manera humana de razonar. Tiemblo por las
víctimas inocentes que vas a atrapar en su red legal. Una cosa es segura: vas
a convertir en un temible riesgo la mera asistencia a un cabaret.
Markham siguió fumando en silencio. A pesar de la acritud que a
veces alcanzaba la discusión entre ellos dos, en el fondo no existía
animosidad recíproca. Su amistad era firme; y aun con sus caracteres tan
distintos y la notable diferencia de puntos de vista, un profundo y mutuo
respeto regía su íntima relación.
Al final Markham arguyó:
—¿A qué viene esa machacona prevención contra la evidencia
circunstancial? Admito que a veces puede inducir a error; pero con
frecuencia constituye una buena prueba contra los presuntos culpables.
Ignoras, Vance, que una de las mayores autoridades en jurisprudencia ha
demostrado que es la evidencia real más fundada que existe. La evidencia
directa, por la propia naturaleza del crimen, casi nunca es viable. Si los
tribunales tuvieran que depender de ella, la mayoría de los criminales
estarían sueltos.
—Tenía la impresión de que esa abrumadora mayoría siempre gozó de
libertad sin límites.
Markham, haciendo caso omiso de la interrupción, continuó:
—Considera este ejemplo: doce adultos ven correr un animal por la
nieve y atestiguan que era un pollo; mientras que un niño ve el mismo
animal y declara que era un pato. En consecuencia, examinan las pisadas
del animal y resultan ser las marcas palmípedas de un pato. Luego, ¿no es
concluyente que el animal fuera un pato y no un pollo, pese a la abundancia
de la evidencia directa?
—Te concedo el pato —accedió Vance indiferente.
—Acepto agradecido el regalo —prosiguió Markham—, y propongo
un corolario: doce adultos ven una figura humana cruzar por la nieve, y
afirman bajo juramento que era una mujer; mientras que un niño afirma que
era un hombre. ¿Me concedes también que aquí la evidencia circunstancial
de las marcas de pisadas de hombre en la nieve nos aportan la prueba
irrebatible de que era, efectivamente, un hombre y no una mujer?
—Nada de eso, mi querido Justiniano —respondió Vance estirando
lánguidamente las piernas hacia el frente—; al menos que, claro está,
demuestres que un ser humano posee un cerebro de la misma capacidad que
el de un pato.
—¿Qué tiene que ver el cerebro? —replicó Markham nervioso—. El
cerebro no afecta a las pisadas.
—A las de un pato no, desde luego. Pero el cerebro puede
perfectamente afectar, y así ocurre a menudo, a las pisadas de un ser
humano.
—¿Es una teoría antropológica, una cuestión de adaptabilidad
darwiniana o simple especulación metafísica?
—Nada más lejos de esos galimatías —afirmó Vance—. Me limito a
indicar un simple hecho producto de la observación.
—Pero bueno, según tu agudo y especial proceso de raciocinio, ¿la
evidencia circunstancial de esas pisadas masculinas indica un hombre o una
mujer?
—Ni lo uno ni lo otro necesariamente —respondió Vance—, o, mejor
dicho, la posibilidad de una de ambas cosas. Esa evidencia, aplicada a un
ser humano, es decir, a una criatura con capacidad reflexiva, para mí no
significa más que la figura que cruzó por la nieve era un hombre calzando
sus zapatos o una mujer con zapatos de hombre, o, quizás, incluso un niño
de largas piernas. Resumiendo, mi inteligencia irremediablemente profana
deduciría que las marcas eran obra de un descendiente del Pithecanthropus
erectus
[12] calzando zapatos masculinos en sus extremidades inferiores,
desconociéndose sexo y edad. Por el contrario, las huellas de un pato, me
inclino a no tomarlas por más de lo que son.
—Me encanta comprobar —retrucó Markham— que al menos
rechazas la posibilidad de que un pato calce las botas del jardinero.
Vance guardó silencio un instante, y a continuación añadió:
—¿Sabes lo que les pasa a los Solones
[13]modernos?, que intentan reducir la naturaleza humana a una fórmula,
mientras que lo cierto es que el hombre, como la propia vida, es
enormemente complejo. Es astuto y artero, experto en todo tipo de trucos
por la herencia de siglos. Es un ser tan hábil, que, incluso durante el lapso
de su vana e inútil lucha por la existencia, instintiva y deliberadamente dice
noventa y nueve mentiras y una verdad. Un pato, al carecer de las miríficas
ventajas de nuestra civilización, es un ave sencilla y de eminente honradez.
—Entonces —preguntó Markham—, si prescindes de todos los medios
habituales para llegar a una conclusión, ¿cómo determinas el sexo o especie
de la persona que deja en la nieve las pisadas masculinas?
Vance lanzó una espiral de humo hacia el techo.
—Primero: rechazo la evidencia de los doce adultos astigmáticos y del
niño mirón. Segundo: ignoro las pisadas en la nieve. Y luego, con la cabeza
clara, sin prejuicios por testimonios dudosos ni agobiado por pistas
materiales, establezco la índole exacta del delito que el fugitivo ha
cometido. Tras analizar los distintos factores, podría infaliblemente decirte
no sólo si el culpable es hombre o mujer, sino que incluso puedo indicarte
sus costumbres, carácter y personalidad. Y puedo hacerlo
independientemente de que esa figura fugitiva deje huellas masculinas o
femeninas, o de canguro, use zancos o monte un velocípedo, o recurra a la
levitación y no deje huella alguna.
Una amplia sonrisa surcó el rostro de Markham.
—Me temo que serías peor que la policía suministrándome evidencia
legal.
—Yo, al menos, no aportaría evidencia contra un inocente cuyas botas
han sido utilizadas por el culpable real —replicó Vance—. Y, te digo una
cosa, Markham, mientras te aferres a las pisadas, detendrás
irremediablemente a quienes desean los criminales; es decir gente que nada
tiene que ver con las contingencias criminales que estés investigando.
Su rostro se endureció.
—Mira, amigo mío; actualmente hay mentes malignas aliadas con lo
que los teólogos llaman poderes ocultos. El aspecto externo de muchos de
esos crímenes que te preocupan es francamente frustrante. Personalmente
no doy mucho crédito a la teoría de que una banda perversa de asesinos
haya organizado una mafia y haya elegido los inocuos night-clubs por
cuartel general. Es puro melodrama. Suena demasiado a calenturienta
imaginación periodística; demasiado rocambolesco. El crimen no es un
instinto de masas, salvo durante la guerra, y aun entonces no deja de ser un
deporte inmoral. Créeme, el crimen es un asunto personal e individual. Uno
no monta una timba para el crimen igual que se hace para el bridge...
Markham, querido amigo, no dejes que esa idea criminológica romanticoide
te despiste. Y no escudriñes con tanto detalle las huellas en la nieve. Te
confundirán totalmente; eres demasiado confiado y literal para este mundo
malvado. Te advierto que ningún criminal que se precie va a dejar sus
propias pisadas a merced de tu cinta métrica y tu calibrador.
Lanzó un profundo suspiro dirigiendo a Markham una mirada de
burlona conmiseración.
—Te has parado a considerar que en tu primer caso puede incluso no
haber pisadas... ¿Y qué harías entonces?
—Podría superar el problema si vinieras conmigo —adujo Markham
en tono irónico—. ¿Y si me acompañas en el próximo caso importante que
surja?
—Me encanta la idea —dijo Vance.
Dos días más tarde la primera plana de los periódicos locales
anunciaba en grandes caracteres el asesinato de Margaret Odell.
El asesinato

Martes, 11 de septiembre, 8.30 de la mañana

Apenas habían sonado las ocho y media de aquel crucial 11 de


septiembre cuando Markham nos comunicó el hecho.
Por aquel entonces vivía yo provisionalmente en casa de Vance en la
calle 38 Este, en un gran apartamento reformado que ocupaba los dos
últimos pisos de una magnífica mansión. Había sido durante varios años el
representante y consejero legal de Vance, al cesar en el bufete de mi padre,
Davis van Dine, dedicándome por entero a los intereses de mi amigo. No es
que tuviera una voluminosa cifra de operaciones, pero sus finanzas
personales y numerosas adquisiciones de pinturas y objets d’art ocupaban
todo mi tiempo, aunque sin llegar a agobiarme. Este tipo de administración
financiera y legal se adaptaba perfectamente a mis deseos, y mi amistad con
Vance, que databa de nuestros tiempos de estudiantes en Harvard, apartaba
el factor social y humano en aquel convenio que en otras circunstancias
habría fácilmente degenerado en monótona rutina.
Aquella mañana me había levantado temprano y estaba en la biblioteca
trabajando cuando Currie, el mayordomo de Vance, me anunció que
Markham estaba en el salón. Me sorprendió bastante su temprana visita, ya
que Markham sabía perfectamente que Vance, que rara vez se levantaba
antes de mediodía, detestaba cualquier intromisión en su sueño matinal.
Inmediatamente tuve la impresión de que sucedía algo importante.
Markham había dejado sobre la mesa su sombrero y sus guantes y
paseaba inquieto de arriba abajo. Al entrar yo en la habitación detuvo su ir y
venir y me miró con ojos cansados. Era un hombre más bien alto,
perfectamente afeitado, cabellos grises y bien peinados, aspecto distinguido
y modales corteses y afables. Pero bajo su agradable aspecto, ocultaba un
carácter adusto, una gran fuerza interior que sugería una tenaz eficiencia y
capacidad inagotable.
—Buenos días, Van —se apresuró a saludarme mecánicamente—.
Acaba de cometerse otro crimen; el más horrible y turbio hasta ahora... —
vaciló y me miró inquisitivo—. ¿Recuerdas mi charla con Vance la otra
noche en el club? Sus observaciones tuvieron algo de profético. Como
recordarás le prometí que me acompañaría en el próximo caso de
importancia. Pues bien, aquí tenemos el caso: una venganza. Margaret
Odell, conocida por la Canario, ha sido estrangulada en su apartamento. Y
por lo que me han informado por teléfono, parece relacionado con el asunto
de los cabarets. Voy camino del apartamento de la Odell... ¿Y si
despertamos al sibarita?
—Por supuesto —asentí con una prontitud, mucho me temo que en
gran medida producto de mi egoísmo.
¡La Canario! Si se hubiera buscado en toda la ciudad una víctima cuya
muerte desencadenase tal revuelo, difícilmente podría haberse encontrado
nada mejor.
Fui hacia la puerta y llamé a Currie para que avisara inmediatamente a
Vance.
—Me temo, señor... —balbució Currie cortésmente.
—Tú no te preocupes —interrumpió Markham—. Asumo la
responsabilidad de despertarle a esta hora intempestiva.
Currie comprendió que era algo urgente y se retiró.
No habían transcurrido dos minutos cuando Vance, embutido en un
quimono de seda ricamente bordado y calzando unas sandalias, entró en la
sala.
—¡Cielos! —dijo a modo de saludo, algo aturdido, mientras miraba al
reloj—. ¿Todavía no os habéis acostado?
Dio unos pasos hacia la repisa de la chimenea y extrajo un cigarrillo
Régie de boquilla dorada de un fino humectador de artesanía florentina.
Hubo una contracción en los ojos de Markham; no estaba de humor
para frivolidades.
—Han asesinado a la Canario —exclamé sin poder contenerme.
Vance detuvo en el aire su cerilla lanzándome una mirada de apática
curiosidad.
—¿Qué canario?
—Han encontrado a Margaret Odell estrangulada esta mañana —
añadió bruscamente Markham—. Hasta tú, en tu torre de marfil, habrás
oído hablar de ella. Puedes imaginarte lo que este crimen significa. Voy a
buscar personalmente las pisadas en la nieve; si quieres acompañarme,
como prometiste la otra noche, más vale que te des prisa.
Vance aplastó su cigarrillo.
—¿Conque Margaret Odell, la Aspasia rubia de Broadway?, ¿o era
Friné la del coiffure d’or...?
[14] ¡Qué horror...! —a pesar de su tono desenfadado, me percaté de que
estaba muy interesado—. Los enemigos ancestrales de la ley y el orden
decididos a acorralarte, qué horror, ¿no?, querido amigo. ¡Demonio, qué
desconsiderados...! Perdonadme, voy a buscar un atuendo adecuado a las
circunstancias.
Desapareció al otro lado de la puerta del dormitorio, mientras
Markham elegía un respetable habano, disponiéndose a filmárselo, y yo
regresaba a la biblioteca para recoger la documentación en que estaba
trabajando.
Al cabo de diez minutos escasos volvió a aparecer Vance en traje de
calle.
—Bien, mon vieux —exclamó jovial, mientras Currie le alargaba los
guantes y un bastón de bambú—. Allons-y!
Fuimos por Madison Avenue arriba y doblamos en Central Park hasta
el inicio de la calle 72 Oeste. El apartamento de Margaret Odell estaba en el
184 de la calle 71 Oeste, cerca de Broadway. Al pasar junto al bordillo, el
agente de servicio tuvo que abrirnos paso entre la multitud que se había
agolpado en cuanto apareció la policía.
Feathergill, ayudante del fiscal del distrito, esperaba a su jefe en el
vestíbulo del edificio.
—Es lamentable, señor —musitó—. Un verdadero espectáculo. ¡Y
precisamente ahora...! —añadió encogiéndose de hombros con desaliento.
—Esto me saca de quicio —respondió Markham mientras estrechaba
su mano—. ¿Qué se sabe? Me telefoneó el sargento Heath después de usted
y me dijo que a primera vista el caso parecía algo oscuro.
—¡Oscuro! —repitió taciturno Feathergill—. Absolutamente
impenetrable. Heath le da vueltas y más vueltas. Por cierto, ha dejado el
caso Boyle para dedicarse en cuerpo y alma a este sensacional crimen. Hace
diez minutos llegó el inspector Morgan a darle las bendiciones oficiales.
—Bien, Heath es un buen elemento —comentó Markham—. Ya
veremos... ¿Cuál es el apartamento?
Feathergill nos condujo hasta la puerta situada al fondo del vestíbulo
del edificio.
—Aquí es, señor —dijo—. Ahora me marcho. Necesito dormir.
¡Buena suerte!
Conviene dar una descripción somera de la casa y su distribución
interna ya que su particular estructura desempeñó un papel crucial en el
aparentemente insoluble problema planteado por el crimen.
El edificio era una antigua residencia de cuatro pisos, construido en
piedra, que había sufrido reformas por dentro y por fuera para adaptarlo a
apartamentos de tipo individual. Creo que constaba de tres o cuatro
apartamentos en cada piso, pero los pisos de arriba no nos interesan. La
escena del crimen fue la planta baja, y en ella había tres apartamentos y una
clínica dental.
La entrada principal al edificio daba directamente a la calle, y desde la
puerta hasta el fondo discurría un amplio pasillo, al fondo del cual estaba,
de frente a la entrada, la puerta número 3 del apartamento de Margaret
Odell. A mano derecha, aproximadamente hacia la mitad del vestíbulo,
arrancaba la escalera de subida a los pisos superiores, y directamente detrás
de la escalera, también a la derecha, un cubículo a modo de portería, sin
puerta y con un arco en la entrada. Justo enfrente de la escalera, en un
pequeño recoveco, estaba la centralita telefónica. La casa no tenía ascensor.
Otro detalle importante de la planta baja era un pasillo al fondo del
vestíbulo, que se unía a éste en ángulo recto y que, paralelo a los muros del
apartamento de la Odell, conducía hasta una puerta que daba a un patio en
el lado oeste del edificio. Este patio comunicaba con la calle por un callejón
de poco más de un metro de anchura.
En el plano adjunto puede verse claramente la distribución de la planta
baja. Sugiero al lector que lo retenga en su mente, ya que creo que nunca
estructura arquitectónica tan simple y clara haya jugado tan importante
papel en un crimen misterioso. Precisamente por su sencillez, su total
carencia de complicaciones, resultó tan engañoso a los investigadores que
durante unos días el caso pareció quedar insoluble para siempre.
Cuando Markham entró en el apartamento de Margaret Odell, el
sargento Heath se dirigió rápidamente hacia él y le dio la mano. Un gesto de
distensión surcó su rostro agresivo y se vio claramente que aquella mañana
no había lugar para la animosidad y rivalidad que siempre existe entre el
departamento de policía y el despacho del fiscal del distrito durante la
investigación de cualquier caso criminal.
—Me alegro de que haya venido, señor —dijo con alivio.
Se volvió hacia Vance con una cordial sonrisa y le dio la mano.
[15]

—¡De nuevo con nosotros el sabueso aficionado! —dijo de muy buen


humor.
—¡Oh!, sí —musitó Vance—. ¿Qué tal funcionan esta espléndida
mañana de septiembre sus neuronas deductivas, sargento?
—Me temo que muy mal —el rostro del sargento adoptó una expresión
de gravedad al volverse hacia Markham—. Vaya asunto, señor. ¿Por qué
diablos han elegido precisamente a la Canario para esta faena? Broadway
está lleno de muñequitas que pueden desaparecer de escena sin causar este
revuelo. Pero no, ¡tenían que cargarse a la reina de Saba!
Mientras hablaba entró en el estrecho recibidor el comandante del
departamento de investigación, William M. Moran, procediendo a la
habitual ceremonia de estrechar manos. Aunque le habíamos sido
presentados Vance y yo en una ocasión, y por casualidad, nos recordaba
perfectamente y nos saludó cortésmente por nuestros nombres.
—Me alegra que haya venido —dijo dirigiéndose a Markham con una
voz educada y modulada—. El sargento Heath le dará la información
preliminar que requiera. Yo mismo estoy bastante in albis; acabo de llegar.
—Mucha información voy a dar —rezongó Heath mientras nos
conducía hacia el salón.
El apartamento de Margaret Odell estaba compuesto de dos
habitaciones bastante espaciosas unidas por un arco con unas pesadas
cortinas de damasco. La entrada principal de la vivienda dejaba paso a un
pequeño recibidor de aproximadamente cuatro por dos metros cerrado por
puertas dobles venecianas por las que se accedía al salón principal. No
había ninguna otra entrada al apartamento, y al dormitorio sólo podía
pasarse a través del arco del salón.
Había un gran diván, tapizado en seda, frente a la chimenea situada en
la pared izquierda de la sala de estar; detrás del diván, y rozando su
respaldo, una mesa estrecha de lectura en palisandro taraceado. En la pared
opuesta, entre el recibidor y el arco que daba paso al dormitorio, colgaba un
espejo María Antonieta triple y debajo de éste una mesa plegable de caoba.
En el lado más alejado del arco, junto al amplio ventanal un magnífico
piano vertical Steinway con caja Luis XVI de magnífica factura y
ornamentación. En la esquina derecha de la chimenea un escritorio y una
papelera en pergamino pintado a mano. A la izquierda de la chimenea una
preciosa vitrina de Boulé
[16],
de las mejores que he visto. En las paredes, estupendas reproducciones
de Boucher, Fragonard y Watteau
[17]. En el dormitorio había una cómoda, una coqueta y unas sillas
recubiertas de pan de oro. Todo el apartamento concordaba bastante con la
personalidad frívola y fútil de la Canario. Al pasar del recibidor al
vestíbulo nos quedamos un instante absortos contemplando algo así como
los restos de un naufragio. Habían saqueado las habitaciones de un modo
frenético y en ellas reinaba el mayor desorden.
—Desde luego no se han andado con chiquitas —comentó el inspector
Moran.
—Supongo que hay que agradecer que no volaran el piso con dinamita
—replicó cáustico Heath.
Pero no era el desorden total lo que más nos chocó. Lo que casi
inmediatamente atrajo nuestras miradas fue el cadáver de la estrangulada,
en una postura antinatural, semirreclinado en un extremo del diván. Tenía la
cabeza caída hacia atrás, como si la hubieran forzado y el cabello suelto y
esparcido sobre sus hombros desnudos como una catarata dorada. El rostro,
en la crispación de la muerte, deforme y atroz. Tenía la piel pálida, la
mirada fija y perdida, y en la boca abierta, los labios contraídos. A ambos
lados del cartílago tiroides, en el cuello, se veían unos horribles hematomas.
Llevaba puesto un sutil traje de noche de Chantilly negro y chifón color
crema, y sobre el brazo del sofá había quedado tirada una esclavina de lamé
con orla de armiño.
Había señales de su inútil resistencia al estrangulador. Además del
lamentable estado de su cabello, tenía rota una hombrera del vestido y el
encaje estaba desgarrado a la altura del pecho. Le habían arrancado un
ramillete de orquídeas artificiales, que ahora veíamos abandonado en su
regazo. Una zapatilla de satén estaba en el suelo; tenía la rodilla doblada
hacia dentro del sofá, como si hubiera intentado hacer fuerza para rechazar
el abrazo asfixiante de su enemigo. Aún conservaba los dedos crispados, sin
duda su último movimiento al ceder ante la muerte aflojando su
desesperada presa en las muñecas del asesino.
Heath, con su tono banal, vino a sacarnos de nuestro ensimismamiento
ante aquel horrible cadáver.
—Como ve, mister Markham, debía estar sentada en el extremo del
diván cuando alguien la sorprendió de repente por atrás.
Markham asintió con la cabeza.
—Debe haber sido un hombre bastante fuerte para estrangularla tan
fácilmente.
—¡Ya lo creo! —dijo Heath, agachándose y señalando los dedos de la
mujer en los que podían verse algunas excoriaciones—. Le quitaron las
sortijas, sin muchas contemplaciones —luego señaló un trozo de una
finísima cadena de platino con perlas, sobre uno de los hombros—. Le
arrancaron lo que llevaba al cuello y rompieron la cadena No dejaron nada
ni perdieron el tiempo... Un magnífico trabajo. Fino y elegante.
—¿Dónde está el forense? —preguntó Markham.
—Está al llegar —respondió Heath—. El doctor Doremus nunca va a
ningún sitio sin desayunar.
—Puede que él vea algo más, algo imperceptible.
—Para mí basta con lo que se ve —comentó Heath—. Mire este piso.
Parece que lo ha azotado un ciclón.
Dejamos el deprimente espectáculo del cadáver y nos desplazamos al
centro de la habitación.
—Mister Markham, tenga cuidado en no tocar nada —advirtió Heath
—. He llamado a los peritos en huellas dactilares, y no tardarán en llegar.
Vance le miró entre sorprendido y burlón.
—¿Huellas dactilares? ¡No me diga! ¡Fantástico! Imagínese un fulano,
en este día memorable, dejando huellas para que usted las descubra.
—No todos los malhechores son listos, mister Vance —rebatió Heath
polémico.
—¡Oh, claro que no! Si no, nunca les cogerían. Pero, de todas formas,
sargento, incluso una auténtica huella dactilar lo único que significa es que
la persona que la dejó estuvo aquí fisgando no se sabe cuándo. No indica
culpabilidad.
—Puede —admitió Heath obstinado—. Pero yo estoy aquí para decirle
que si logro encontrar en este revoltijo una huella dactilar como Dios
manda, el tipo que la dejó no va a salir bien parado.
Vance hizo un gesto de asombro.
—Me inquieta usted, sargento. A partir de ahora añadiré unas
manoplas a mi habitual indumentaria. Siempre manoseo los muebles, las
tazas y los diversos chismes de las casas que visito, por si no lo sabe.
Markham interrumpió el diálogo para sugerir que hiciéramos una
inspección del apartamento mientras llegaba el forense.
—No se aparta gran cosa del método habitual —comentó Heath—.
Matan a la chica y destrozan todo.
Las dos habitaciones aparecían saqueadas a fondo. Prendas de vestir y
diversos objetos estaban esparcidos por el suelo. Las puertas de los dos
armarios roperos (había uno en cada habitación) estaban abiertas, y a juzgar
por el caos que podía verse en el armario del dormitorio, lo habían revuelto
con toda precipitación, mientras que el armario de la sala de estar, dedicado
a guardar las prendas poco usadas, no parecía haber sido tocado. Los
cajones de la coqueta y la cómoda habían sido parcialmente vaciados en el
suelo, las sábanas estaban tiradas y el colchón vuelto al revés. Dos sillas y
una mesita volcadas, unos jarrones rotos, como si hubieran buscado en su
interior y luego los hubieran estrellado con rabia, y tampoco el espejo María
Antonieta había escapado al destrozo. El escritorio estaba abierto y el
contenido de los cajoncitos amontonado encima del secante. La vitrina
francesa estaba abierta y mostraba el mismo revoltijo que el escritorio. La
lamparita de bronce y porcelana de la mesa de lectura estaba caída y la
pantalla de satén rota por efecto de su impacto contra la esquina de una
bombonera de plata.
En aquella terrible confusión, dos objetos llamaron mi atención: un
archivador metálico como los que corrientemente venden en cualquier
papelería y un gran joyero de acero con candado. Este último estaba
destinado a desempeñar un curioso y siniestro papel en la investigación.
El archivador, ahora vacío, estaba junto a la lámpara caída en la mesa
de lectura: abierto y con la llave en la cerradura. En medio de la espantosa
confusión de la habitación, aquella caja era el único indicio de un acto
tranquilo y sosegado por parte del malhechor.
El joyero, por el contrario, mostraba señales de haber sido abierto con
violencia; estaba sobre la coqueta del dormitorio, abollado y deforme, por
efecto de la fuerza ejercida para reventarlo y a su lado se veía un atizador de
chimenea de hierro con empuñadura de latón que habían cogido sin duda
del vestíbulo para usarlo a modo de palanca para forzar la cerradura.
Vance se había limitado a mirar por encima los diversos objetos de las
habitaciones conforme hacíamos la ronda, pero al llegar frente a la coqueta,
se detuvo bruscamente y se inclinó sobre el joyero roto.
—¡Esto sí que es raro! —musitó, golpeando el borde de la tapa con su
pluma de oro—. ¿Qué opina de esto, sargento?
Heath, que había estado observando atentamente a Vance mientras
aquél se inclinaba sobre la coqueta, preguntó a su vez:
—¿Qué se le ocurre, mister Vance?
—Oh, más de lo que se imagina —contestó Vance sin darle
importancia—. Pero estaba dándole vueltas a la idea de que este cofre de
acero no lo destrozaron, con ese atizador de hierro totalmente inapropiado...
Heath asintió con la cabeza en signo aprobador.
—También usted lo ha notado, ¿verdad...? Y tiene toda la razón. Con
ese hierro pueden haber estropeado algo el cofre, pero nunca pudo servir
para forzar la cerradura —se volvió hacia el inspector Moran—. Éste es el
intríngulis por el que he llamado al «profesor» Brenner para que lo aclare,
si puede. A mí me parece obra de un profesional de la palanqueta. No lo ha
hecho un cualquiera.
Vance siguió examinando unos instantes la caja y luego se apartó de la
coqueta con cara de perplejidad.
—¡Demonios! —añadió—. Algo siniestro sucedió aquí anoche.
—Oh, no es tan raro —replicó Heath—. Fue un trabajo minucioso, de
acuerdo, pero no tiene nada de misterioso.
Vance limpió su monóculo y lo guardó.
—Si va a investigar sobre la base de esa hipótesis, sargento —
respondió impasible—, mucho me temo que no irá a ninguna parte.
Huellas de una mano

Martes, 11 de septiembre, 9.30 de la mañana

Llevábamos unos minutos en el salón cuando apareció el doctor


Doremus, el airoso y dinámico forense. Le seguían con igual dinamismo
tres hombres, uno de los cuales cargaba con una voluminosa cámara
fotográfica y un trípode plegado. Eran el capitán Dubois y el agente
Bellamy, peritos en dactilografía, y el fotógrafo oficial Peter Quackenbush.
—¡Vaya, vaya! —exclamó el doctor Doremus—. Reunión en la
cumbre. Más problemas, ¿no...? Ojalá su clientela, inspector, eligiera una
hora más decente para dirimir sus diferencias. Estos madrugones me
destrozan el hígado.
Estrechó las manos a todos, sin demasiadas familiaridades.
—¿Dónde está el cadáver? —inquirió desenfadadamente mientras
recorría la habitación con la mirada, y al descubrir el cuerpo de la mujer en
el diván, exclamó—: ¡Ajá! Una dama.
Se aproximó decidido a la muerta y efectuó un breve reconocimiento
en cuello y dedos, moviéndole los brazos y la cabeza para establecer el
grado de rigor mortis, luego comprobó la flexión de las extremidades y
estiró el cadáver sobre los cojines, para proceder a un examen más
minucioso.
Los demás nos dirigimos al dormitorio y Heath indicó con un gesto a
los peritos que le siguieran.
—No dejéis nada sin mirar —les dijo—, pero sobre todo echad un
vistazo a este joyero y al mango del hierro, y ese archivador de la otra
habitación me lo escudriñáis de arriba abajo.
—De acuerdo —intervino el capitán Dubois—. Empezaremos por aquí
mientras el doctor trabaja en la otra habitación —él y Bellamy iniciaron su
tarea.
Nuestro interés se centró, naturalmente, en esa tarea. Durante cinco
minutos observamos cómo examinaba los lados abollados del cofre de
acero y la empuñadura lisa y pulida del hierro. Sostenía estos objetos
escrupulosamente por los lados y, con una lente de joyero ajustada a su ojo,
alumbraba con su linterna cada centímetro cuadrado de los mismos. Al
final, los volvió a dejar en la coqueta, ceñudo.
—No tienen huellas —dijo—. Los han limpiado.
—Debí suponerlo —barbulló Heath—. Muy bien, obra de un
profesional —se dirigió al otro perito—: ¿Hay algo, Bellamy?
—No mucho —fue la respuesta desabrida—. Unas cuantas manchas de
hace tiempo llenas de polvo.
—Aquí hemos terminado —intervino Heath con irritación—. Pero
espero sacar algo en limpio en la otra habitación.
En aquel momento entró en el dormitorio el doctor Doremus, cogió
una sábana de la cama y volvió al salón para cubrir el cadáver de la
estrangulada. Cerró su maletín y cubriéndose con el sombrero ligeramente
ladeado, se dispuso a marcharse con aire apresurado.
—Un simple caso de estrangulamiento por detrás —dijo atropellando
las palabras—. Escoriaciones dactilares en la porción anterior de la
garganta; escoriación del pulgar en la región suboccipital. Debieron
sorprenderla. Un trabajo rápido, competente, aunque con toda evidencia la
finada opuso resistencia.
—¿De qué modo supone usted que se desgarró el vestido, doctor? —
preguntó Vance.
—Bueno... no puedo asegurarlo; quizás lo hiciera ella misma:
movimientos instintivos por angustia de asfixia.
—Poco convincente, ¿no?
—¿Por qué no? El vestido se rasgó y se cayó el ramito de adorno,
mientras el tipo que la estrangulaba tenía las manos en la garganta. ¿Quién,
si no, iba a hacerlo?
Vance se encogió de hombros, sacó un cigarrillo y lo encendió. Heath,
molesto por su interrupción aparentemente extemporánea hizo una
pregunta.
—¿Estas señales en los dedos no significan que le arrebataron el
anillo?
—Posiblemente. Son excoriaciones recientes. Además, hay un par de
arañazos en la muñeca izquierda y ligeras contusiones en la apófisis tenar,
lo que indica que probablemente le sacaron una pulsera a la fuerza.
—Eso cuadra —dijo Heath satisfecho—. Y parece como si le hubieran
arrancado algún tipo de colgante del cuello.
—Probablemente —concedió indiferente, el doctor Doremus—. El
trozo de cadena le ha producido un corte por detrás del hombro derecho.
—¿A qué hora fue?
—Hace nueve o diez horas. Digamos sobre las once y media... quizás
un poco antes. Desde luego, antes de la medianoche —añadió mientras
seguía balanceándose sobre la punta de los pies—. ¿Algo más?
Heath meditó unos segundos.
—Creo que es todo, doctor. Enviaré el cadáver al depósito enseguida.
Haga la autopsia en cuanto pueda.
—Tendrá mi informe por la mañana —y, pese a su aparente prisa por
marcharse, el doctor Doremus fue hacia el dormitorio para estrechar la
mano de Heath y Markham antes de salir apresuradamente.
Heath le acompañó hasta la puerta, y oí que ordenaba al agente de
fuera telefonear al departamento de Sanidad para que enviaran
inmediatamente una ambulancia para trasladar el cadáver.
—Decididamente, me fascina vuestro arconte oficial —dijo Vance a
Markham—. ¡Qué soltura! Tú aquí, cavilando desesperadamente sobre el
óbito de una pobre señorita, y ese alegre medicus sólo se preocupa por su
hígado afectado por el madrugón.
—¿Y por qué habría de molestarse? —replicó Markham quejumbroso
—. Él no tiene que vérselas con los periodistas... Y, a propósito, ¿a qué
venían tus preguntas sobre el vestido roto?
Vance contempló displicente la punta del cigarrillo.
—Ten en cuenta —dijo— que todo indica que la mujer fue
sorprendida; ya que si hubiera habido lucha previa, no la habrían
estrangulado desde atrás mientras estaba sentada. Por lo tanto, el traje y el
corpiño debían estar intactos cuando la agarraron. Pero, pese a la conclusión
de tu inquieto Paracelso, el deterioro de su vestido no parece ser
consecuencia de su propia angustia por respirar a toda costa. Si hubiera
sentido la opresión del vestido sobre el pecho, habría aflojado el corpiño
metiendo los dedos por debajo. Pero, como viste, el corpiño está intacto; lo
único roto son los profusos adornos externos de encaje, los han rasgado, o
mejor dicho los han arrancado, con un fuerte tirón lateral; mientras que,
según podemos deducir, cualquier movimiento de la víctima habría sido
hacia abajo o hacia afuera.
El inspector Moran escuchaba atento, pero Heath se mostraba inquieto
e impaciente, considerando, al parecer, que el vestido roto era un detalle
irrelevante.
—Además —continuó Vance—, está el ramillete. Si se lo hubiera
arrancado ella misma mientras la estrangulaban, habría caído sin duda al
suelo, pues no olvides que ofreció gran resistencia. El cuerpo estaba torcido
hacia un lado, una rodilla levantada y una zapatilla caída en el suelo. En un
forcejeo de esta envergadura no hay ramillete que aguante en el regazo.
Incluso cuando las señoras están tranquilamente sentadas, guantes, bolsos,
pañuelos, programas, y servilletas, les resbalan irremisiblemente al suelo,
¿no es cierto?
—Pero, si tu argumentación es correcta —interrumpió Markham—,
sólo pueden haber roto el encaje y arrancado el ramillete después de
matarla; y no veo el porqué de tan estúpido vandalismo.
—Yo tampoco —suspiró Vance—. Es endiabladamente raro.
Heath le dirigió una mirada penetrante.
—Es la segunda vez que lo dice. Pero no hay nada raro en todo este
destrozo. Es un caso claro —hablaba con un tono reiterativo, como quien
razona en contra de su propia inseguridad—. El vestido puede haberse roto
de cualquier modo —prosiguió terco—, y puede que la flor se enganchara
en el encaje de la falda y por eso no cayó al suelo.
—¿Y cómo explica usted lo del joyero, sargento? —preguntó Vance.
—Pues el tipo pudo haber probado con el hierro y viendo que no
servía, utilizó su palanqueta.
—Si disponía de la palanqueta adecuada —rebatió Vance—, ¿por qué
tomarse la molestia de coger el hierro inútil del salón?
El sargento movió la cabeza perplejo.
—Este tipo de delincuentes nunca actúa de una forma lógica.
—¡Tate!, ¡tate! —le interrumpió Vance—. No hay que incluir la
palabra nunca en el selecto léxico detectivesco.
Heath miró con dureza, como si sus dudas resurgieran de pronto.
—¿Hay algo más que le haya parecido raro?
—Pues sí, la lámpara colocada sobre la mesa de la otra habitación.
Estábamos de pie junto al arco entre ambas habitaciones y Heath se
volvió rápidamente para mirar perplejo la lámpara caída.
—Yo no veo nada raro.
—La han volcado, ¿no? —apuntó Vance.
—Y ¿qué? —Heath no comprendía nada—. ¡Maldita sea! Casi todo lo
que hay en esta casa está tirado y revuelto.
—Por supuesto. Pero debe haber un motivo para que revolvieran las
demás cosas; los cajones de la cómoda, los cajoncitos del secreter, los
armarios y los jarrones. Indicio de que buscaban algo; es lógico en un
saqueo. Pero, mire esta lámpara: no encaja en el contexto. Es una pista
falsa. Estaba encima de la mesa al lado contrario en que se cometió el
crimen, por lo menos a un metro y medio, y es muy improbable que cayera
por efecto del forcejeo... No, no encaja. No tiene sentido que la volcaran,
igual que ese bonito espejo que hay sobre la mesa plegable. Eso es lo raro.
—¿Y esas sillas y la mesita? —inquirió Heath señalando dos sillas
doradas caídas y un delicado velador tumbado junto al piano.
—¡Oh!, encajan en el cuadro —replicó Vance—. Son muebles ligeros
con que pudo fácilmente tropezar o apartarlos bruscamente el apresurado
caballero que arrasó estas habitaciones.
—Puede que haya volcado del mismo modo la lámpara —arguyó
Heath.
Vance hizo un gesto negativo.
—No lo creo, sargento. Tiene un pesado pedestal de bronce y la
pantalla es muy ligera; además, bien colocada en la mesa, no entorpecía el
paso a nadie... Volcaron la lámpara expresamente.
El sargento guardó silencio unos instantes. La experiencia le había
enseñado a no subestimar las observaciones de Vance y, personalmente,
confieso que conforme miraba a la lámpara caída en el extremo de la mesa
de lectura, totalmente alejada de los demás objetos desordenados del cuarto,
la argumentación de Vance me pareció bastante válida. Intenté imaginar
precipitadamente una reconstrucción del crimen sin conseguirlo.
—¿Algo más que no encaje en la escena? —preguntó Heath tras una
pausa.
Vance señaló con su cigarrillo el armario ropero del salón. El mueble
estaba a continuación del recibidor, en el rincón próximo a la vitrina
francesa, en la pared de enfrente del diván.
—Reflexione un momento sobre el estado de la ropa —sugirió Vance
sin inmutarse—. Aunque la puerta está abierta, no han tocado las prendas.
Y creo que es el único rincón del cuarto que no han revuelto.
Heath dio unos pasos y miró dentro del armario.
—Está bien, admito que es raro.
Vance, parado tras él, miraba indiferente por encima de su hombro.
—Y, ¡caramba! —exclamó de pronto—. La llave está por dentro de la
cerradura. ¡Eso sí que es bueno! No se puede cerrar un armario si la llave
está por dentro, ¿verdad, sargento?
—Quizás la llave no quiera decir nada —respondió Heath abrumado
—. Tal vez la puerta nunca se cerraba. De cualquier modo enseguida lo
sabremos. Tengo a la sirvienta fuera y voy a interrogarla en cuanto el
capitán acabe sus indagaciones.
Se dirigió hacia Dubois que ya había acabado de buscar huellas en el
dormitorio y estaba examinando el piano.
—¿Ha habido suerte?
El capitán negó con la cabeza.
—Guantes —se limitó a contestar.
—Igual que aquí —musitó ásperamente Bellamy, arrodillado ante el
escritorio.
Vance, con una sonrisa sardónica, les dio la espalda y fue hacia la
ventana, donde permaneció mirando a través de los cristales, fumando
plácidamente como si se hubiera desvanecido su interés por el caso.
En aquel momento se abrió la puerta del apartamento, y un
hombrecillo de pelo gris y adusta barba canosa entró en la habitación y se
quedó parado deslumbrado por la luz del sol.
—Buenos días, profesor —saludó Heath al recién llegado—. Me
alegro de verle. Tengo algo fino, justo de su especialidad.
El inspector delegado Conrad Brenner era uno de esos expertos
oscuros, anónimos, pero muy capacitado, al servicio del Departamento de
Policía de Nueva York, a quien constantemente se recurría para consultarle
abstrusos problemas técnicos, aunque su nombre y sus éxitos rara vez
llegaran al gran público. Su especialidad eran las cerraduras y el
instrumental que usan los ladrones. Y dudo mucho que entre los más
eminentes criminólogos de la Universidad de Lausana, existiera una
persona que supiera leer mejor los rastros que dejan los utensilios
empleados por los ladrones. Su aspecto y actitud eran los de un gris
profesor de instituto
[18].Llevaba un traje negro, arrugado, pasado de moda y un cuello duro
muy tieso, a la manera de un clérigo fin-de-siècle, con una estrecha corbata
de lazo. Sus gruesas gafas de montura dorada hacían parecer sus pupilas dos
negras belladonas ponzoñosas.
Mientras Heath le dirigía la palabra, se limitó a mirarle con una
especie de expectación distante, sin que en absoluto pareciera que para él
había nadie más en la habitación. Era evidente que el sargento conocía los
peculiares modales del hombrecillo, ya que sin esperar respuesta le condujo
hacia el dormitorio.
—Sígame, por favor, profesor —le indicó solícito dirigiéndose a la
coqueta y cogiendo el joyero—. Échele una ojeada y dígame qué piensa.
El inspector Brenner siguió los pasos de Heath sin mirar ni a derecha
ni a izquierda y, con el joyero, se dirigió en silencio hacia la ventana para
examinarlo. Parecía como si el interés de Vance hubiera renacido, pues se le
acercó para mirar lo que hacía. Durante cinco minutos el perito estuvo
examinando el cofre, sosteniéndolo a unos centímetros de sus ojos miopes.
Luego levantó la vista hacia Heath y parpadeó varias veces.
—Se utilizaron dos instrumentos para abrirlo —su voz era débil y
atiplada, pero no exenta de un evidente tono de autoridad—. Uno de ellos
dobló la tapa causando fracturas en el esmalte al fuego. El otro, diría yo que
fue una especie de escoplo de acero, con el que rompieron la cerradura El
primer utensilio, romo, lo emplearon torpemente, sobre un falso ángulo de
palanca, por lo que sólo consiguieron doblar el reborde de la tapa. Pero el
escoplo de acero lo introdujeron con conocimiento del punto exacto de
oscilación, en el que un mínimo de palanca produce la presión justa para
desplazar los pasadores de la cerradura.
—¿Obra de un profesional? —inquirió Heath.
—No cabe duda —respondió el inspector, con nuevos parpadeos—. La
cerradura la forzó un profesional. Incluso me atrevería a adelantar mi
opinión de que utilizó un instrumento elaborado específicamente para tan
ilegal propósito.
—¿Pudo ser éste? —preguntó Heath alargándole el hierro de
chimenea.
El hombrecillo lo miró detenidamente, dándole varias vueltas.
—Pudiera ser el instrumento con que doblaron la tapa, pero no el que
usaron para forzar la cerradura Este hierro es de fundición y se habría roto
por efecto de la fuerza, y este cofre es de chapa de acero laminado de
dieciocho pulgadas, con candado provisto de rodete para llavín
paracéntrico. La fuerza de palanca necesaria para distorsionar la pestaña y
levantar la tapa sólo pudo hacerse con un escoplo de acero.
—Bueno, está bien —dijo Heath, al parecer satisfecha con la
conclusión del inspector Brenner—. Le enviaré el cofre, profesor, y ya me
informará si averigua algo más.
—Me lo llevo, si le parece bien —el hombrecillo se lo puso bajo el
brazo y salió arrastrando los pies sin más palabras.
Heath dirigió una mueca a Markham.
—Un tipo extraño. No puede vivir sin sus marcas de palanquetas en
puertas, ventanas y qué sé yo. No podía esperar a que le enviara el cofre. Irá
en el metro, llevándolo en su regazo como una madre con su retoño.
Vance seguía de pie junto a la coqueta, con la mirada perdida.
—Markham —dijo—, la coyuntura de ese joyero es sorprendente. Es
irracional, ilógica..., demencial. Complica endemoniadamente la situación.
Ese cofre no puede haberlo abierto un ladrón profesional... y, sin embargo,
lo abrió, ¿no?
Antes de que Markham pudiera aducir una respuesta, atrajo nuestra
atención un gruñido de satisfacción del capitán Dubois.
—Tengo algo para usted, sargento —exclamó.
Fuimos con interés hacia el salón. Dubois estaba inclinado sobre un
extremo de la mesa de lectura, el más cercano al sitio en que había sido
hallado el cadáver de Margaret Odell. Con una perilla muy parecida a un
pequeño fuelle, esparció un fino polvo amarillento sobre una superficie de
un pie cuadrado aproximadamente en el revestimiento de palisandro de la
mesa. Luego sopló fuera el polvo que sobraba, y pudimos ver la huella de
una mano claramente contrastada en azafrán. La protuberancia del pulgar y
cada uno de los relieves carnosos entre los dedos y en torno a la palma
destacaban como pequeñas islas circulares. Se distinguían claramente los
pliegues papilares. El fotógrafo había montado su cámara sobre un extraño
trípode y se dedicaba a ajustar el enfoque, luego hizo dos tomas con flash.
—Esto servirá —comentó Dubois satisfecho con su hallazgo—. Es una
mano derecha, muy clara, y el tipo que la dejó estaba de pie detrás de la
mujer..., y es la huella más reciente del apartamento.
—¿Y esta caja? —dijo Heath señalando el archivador negro que había
sobre la mesa, junto a la lámpara volcada.
—No he encontrado ninguna huella. Está inmaculada.
Dubois empezó a recoger sus instrumentos.
—Oiga, capitán Dubois —interrumpió Vance—, ¿ha echado un vistazo
al pomo interno de ese armario?
Dubois giró bruscamente sobre sí mismo y lanzó a Vance una mirada
de pocos amigos.
—La gente no suele utilizar los pomos internos de los armarios. Los
armarios se abren y cierran desde fuera.
Vance arqueó las cejas simulando sorpresa.
—Ah, ¿sí?, no me diga... ¡Qué gracioso...! Pero si uno está dentro del
armario, ¿verdad que no podría alcanzar el pomo de fuera?
—La gente que conozco no suele encerrarse en los armarios —replicó
Dubois en tono sarcástico.
—Me deja de una pieza —replicó Vance—. Todos mis conocidos
tienen esta costumbre. Una especie de pasatiempo diario, ¿sabe?
Markham intervino con su habitual diplomacia.
—¿Qué es lo que estás pensando respecto a ese armario, Vance?
—Por desgracia no se me ocurre nada —respondió compungido—.
Pero precisamente porque no llego a comprender su aspecto tan limpio y
ordenado, es por lo que me interesa. Debe ser efecto de mi vocación
artística.
Heath no parecía totalmente ajeno a los confusos recelos que asaltaban
a Vance, pues se volvió hacia Dubois diciéndole:
—Dé un repaso al tirador, capitán. Como dice el caballero, hay algo
raro en ese armario.
Dubois, arrogante y sin decir palabra, fue hacia el armario y esparció
su polvo amarillento sobre el tirador interno. Tras soplar las partículas
sobrantes, se inclinó lupa en mano. Al final, irguiéndose, lanzó a Vance una
mirada de pocos amigos.
—Pues sí, hay huellas frescas —admitió rezongando—; y si no me
equivoco, de la misma mano de la mesa. Las huellas del pulgar están en los
dos casos en el asa interna y las dos del índice alrededor... Ven, Pete —
ordenó al fotógrafo—, haz unas fotos de este tirador.
Cuando hubo acabado la sesión fotográfica, Dubois, Bellamy y el
propio fotógrafo se marcharon.
Momentos después, tras un intercambio de bromas, se marchó también
el inspector Moran. Se cruzó en la puerta con dos hombres en bata blanca
que venían a llevarse el cadáver.
La puerta con cerrojo

Martes, 11 de septiembre, 10.30 de la mañana

Markham, Heath, Vance y yo nos quedamos solos en el apartamento.


Nubes oscuras y bajas oscurecían ahora el sol y la luz gris espectral
acentuaba la trágica atmósfera de las habitaciones. Markham había
encendido un habano y estaba apoyado en el piano, mirando al vacío con
aire desconsolado pero resuelto. Vance se había desplazado hacia uno de los
cuadros de la pared del salón —creo que era La bergère endormie de
Boucher— y lo contemplaba con cínico deleite.
—Desnudeces regordetas, cupidos retozones y nubes de algodón para
prostitutas reales —comentó. Le disgustaba profundamente la pintura
decadente francesa de la época de Luis XV—. Uno se pregunta qué cuadros
colgaban las cortesanas en sus tocadores antes de la investigación de estas
églogas amorosas con su verde mirífico y sus borregos con lacito.
—Ahora me interesa más lo que sucedió la noche pasada en ese
tocador —cortó Markham nervioso.
—No cabe duda, señor —dijo Heath para animarle—. Y creó que
cuando Dubois localice esas huellas en nuestros archivos, sabremos quién
lo hizo.
Vance se volvió hacia él sonriendo sardónico.
—Qué confiado es, sargento. Yo, por el contrario, creo que antes de
que se aclare este delicioso caso, deseará que el irascible capitán del
insecticida nunca hubiera encontrado esas huellas —hizo un gesto enfático
y prosiguió—. Permita que le diga al oído que la persona que dejó estas
huellas en la mesa de palisandro y el tirador de cristal del armario nada tuvo
que ver con el brusco fallecimiento de la pobre mademoiselle Odell.
—¿Qué es lo que sospechas? —inquirió Markham acuciante.
—Nada, querido amigo —respondió Vance conciliador—. Estoy
reflexionando con un bloqueo mental tan carente de contornos como el
espacio interplanetario. Perezco en las fauces de la más completa oscuridad;
me hallo en medio de una noche tenebrosa. Mis tinieblas mentales son
egipcias, estigias, cimerias... Estoy en un perfecto y lóbrego Erebo.
Markham contrajo exasperado el maxilar; estaba acostumbrado a la
locuacidad evasiva de Vance, pero cambiando de tema se dirigió a Heath:
—¿Ha interrogado a alguien de la casa?
—Hablé con la doncella de Odell, y con el portero y los telefonistas,
pero no entré en detalles. Esperaba que viniera usted. Pero le digo una cosa:
lo que me confesaron me dejó helado. Si no se retractan en algunos de sus
testimonios, estamos arreglados.
—Entonces, hágalos pasar —sugirió Markham—, primero la doncella
—luego tomó asiento en el taburete del piano de espaldas al teclado.
Heath se puso en pie pero en vez de dirigirse hacia la puerta se acercó
al ventanal.
—Hay una cosa a la que quiero que preste atención, señor, antes de
interrogar a esa gente, y es la cuestión de las entradas y salidas en este
apartamento —descorrió parcialmente el visillo de gasa dorada—. Mire esta
reja de hierro. Todas las ventanas de la casa, incluidas las del cuarto de
baño, tienen una reja como ésta. El suelo queda a unos tres metros de altura;
el que construyó la casa no dejó al albur que los ladrones pudieran entrar
por las ventanas.
Dejó la cortina y se dirigió hacia el recibidor.
—Ésta es la única entrada del apartamento: la puerta que da al
vestíbulo principal. No hay ningún montante, respiradero ni montacargas en
el apartamento, lo que significa que el único acceso, el único acceso al
apartamento es esta puerta. No lo olvide, señor, mientras escucha las
historias de esta gente... Ahora, haré que entre la doncella.
En respuesta a la orden de Heath un agente introdujo a una mujer de
unos treinta años. Iba correctamente vestida y daba impresión de eficiencia.
Empezó a hablar vocalizando tranquilay claramente, prueba de un mayor
nivel de educación del que es habitual en personas de su clase.
Supimos que se llamaba Amy Gibson y la información obtenida en el
interrogatorio previo efectuado por Markham consistía en los siguientes
hechos: había llegado al apartamento aquella mañana un poco después de
las siete y, según su costumbre, entró en él con su llave, ya que su señora
solía dormir hasta tarde.
Una o dos veces por semana venía antes para coser y zurcir ropa de la
señorita Odell antes de que ésta se despertase. Aquella mañana había
venido antes para hacer un arreglo en un traje de noche.
En cuanto abrió la puerta, le chocó el desorden del apartamento, ya
que las puertas venecianas del recibidor estaban abiertas de par en par, y
casi de inmediato vio el cadáver de la señora en el diván.
Llamó enseguida a Jessup, el telefonista nocturno que estaba aún de
servicio, el cual, tras una ojeada al salón, llamó a la policía. Se sentó luego
en el cuartito de la portería hasta que llegaron los agentes.
Su declaración era simple y directa y muy bien especificada. Si estaba
nerviosa o excitada, mantenía perfectamente controlados sus sentimientos.
—Bueno —dijo Markham tras una pausa—, volvamos a ayer noche.
¿A qué hora dejó usted a miss Odell?
—Un poco antes de las siete, señor —contestó la mujer con tono
neutro, por lo visto característico de su forma de hablar.
—¿Suele usted marcharse a esa hora?
—No; generalmente me marcho a las seis. Pero ayer miss Odell me
pidió que la ayudara a vestirse para una cena.
—¿La ayudaba siempre a vestirse para cenar?
—No, señor. Pero anoche iba a salir con un caballero a cenar y al
teatro, y quería estar muy guapa.
—¡Ah! —Markham inquirió inclinándose—. ¿Y quién era ese
caballero?
—No lo sé, señor... Miss Odell no dijo nada.
—¿Y usted no puede sugerirnos quién era?
—No sabría, señor.
—¿Y cuándo le dijo miss Odell que viniera usted antes esta mañana?
—Cuando me iba anoche.
—Luego está claro que no preveía ningún peligro, ni temía a su
acompañante.
—No lo parece —la mujer hizo una pausa, como si reflexionara—.
No, yo sé que no. Estaba de buen humor.
Markham se volvió hacia Heath.
—¿Quiere hacer alguna otra pregunta, sargento?
Heath se quitó de la boca un puro sin encender y se inclinó apoyando
las manos en las rodillas.
—¿Qué joyas llevaba la Odell anoche? —preguntó rudo.
La doncella adoptó un aire distanciado y algo altanero.
—Miss Odell —hizo énfasis en la palabra «miss» a guisa de reproche
por la falta de respeto implícita en la omisión— llevaba sus anillos, cinco o
seis, y tres pulseras, una de diamantes, una de rubíes y otra de diamantes y
esmeraldas. Lucía un broche de diamantes tallados con una cadena al
cuello, y también unos prismáticos de platino con diamantes y perlas.
—¿Tenía más joyas?
—Tal vez algunas piezas pequeñas, pero no estoy segura.
—¿Las guardaba en el joyero de acero de su habitación?
—Sí; cuando no las llevaba —en la respuesta había sarcasmo más que
precisión.
—Oh, pensé que quizás las guardaba bajo llave cuando se las ponía —
replicó Heath sin poder contener su animosidad ante la actitud de la
doncella; tampoco se le había escapado que la mujer omitía el puntilloso
«señor» cuando contestaba a sus preguntas.
Se levantó y señaló el archivador negro que estaba sobre la mesa de
palisandro.
—¿Lo había visto antes?
—Muchas veces —contestó indiferente la mujer.
—¿Dónde solía guardarlo?
—Ahí —dijo la mujer, señalando la vitrina francesa con un gesto de la
cabeza.
—¿Qué había en el archivador?
—¿Cómo voy a saberlo?
—No lo sabe, ¿verdad? —Heath proyectó inquisitivo su mandíbula,
pero la sirvienta ni se inmutó.
—No tengo ni idea —respondió tranquila—. Siempre lo tenía cerrado,
y nunca vi a miss Odell abrirlo.
El sargento fue hacia la puerta del armario del salón.
—¿Ve esta llave? —espetó huraño.
La mujer hizo una afirmación con la cabeza, pero esta vez yo detecté
una leve sombra de sorpresa en sus ojos.
—¿Estaba la llave siempre puesta por dentro?
—No, siempre por fuera.
Heath lanzó una curiosa mirada a Vance. Luego, tras un momento de
abstrusa contemplación del tirador, hizo un gesto con la mano al agente que
había introducido a la doncella.
—Snitkin, llévatela al cuarto de la portería y que te dé una descripción
detallada de las joyas de la Odell... Y que no se vaya; quiero volver a hablar
con ella.
Cuando hubieron salido Snitkin y la doncella, Vance, que se hallaba
recostado perezosamente en el sofá, donde había permanecido durante el
interrogatorio, lanzó una espiral de humo hacia el techo y señaló.
—Bastante aleccionador, ¿no? La adusta joven nos ha hecho avanzar
mucho. Ahora sabemos que la llave del armario está en el lado incorrecto y
que nuestra fille de joie fue al teatro con uno de sus inamorati favoritos, que
posiblemente la acompañó a casa poco antes de que ella abandonara este
mundo perverso.
—Y usted cree que esos datos nos ayudan, ¿verdad? —el tono de
Heath era triunfalmente desdeñoso—. Espere cuando oiga la increíble
historia que nos va a contar el telefonista.
—Muy bien, sargento —intervino Markham impaciente—. ¿Y si
seguimos con nuestro interrogatorio...?
—Le sugiero, mister Markham, que interroguemos primero al portero.
Y le diré por qué —Heath se dirigió a la puerta del apartamento, la abrió y
dijo—: Mire esto, señor.
Salió al pasillo de entrada y señaló un pequeño pasadizo a la izquierda.
Tenía unos tres metros de largo y discurría entre el apartamento de la Odell
y la pared trasera de la portería. Acababa en una robusta puerta de roble que
daba al patio lateral de la casa.
—Esa puerta —explicó Heath— es la única entrada secundaria al
edificio; y cuando está echado el cerrojo, nadie puede entrar en la casa
salvo por la entrada principal. Tampoco puede entrarse desde los otros
apartamentos, ya que todas las ventanas de esta planta tienen rejas. Lo
comprobé en cuanto llegué esta mañana.
Volvieron al salón, con Heath a la cabeza.
—Bueno —prosiguió—, tal como me planteé la situación esta mañana,
al llegar, pensé que nuestro hombre había entrado por esa puerta lateral del
final del pasillo y luego se deslizó en el apartamento sin que le viera el
telefonista nocturno. Por eso probé a ver si estaba abierta la puerta. Pero
tenía echado el cerrojo por dentro; no la llave: el cerrojo. Y no era un
pasado fácil de apalancar o descorrer desde fuera, sino un viejo y resistente
cerrojo de latón... Y ahora quiero que oigan lo que el portero nos va a decir.
Markham hizo un signo de aprobación y Heath dio una orden a uno de
los agentes del vestíbulo. Poco después aparecía en la sala un alemán de
mediana edad, de rasgos hundidos y pómulos salientes. Apretaba las
mandíbulas y miraba con suspicacia a todas partes. Heath asumió enseguida
el papel de inquisidor, adoptando por algún motivo una actitud belicosa.
—¿A qué hora se marcha de aquí por la noche?
—A las seis; a veces me voy antes, a veces más tarde —el hombre
hablaba en un tono insolente y monótono. Era evidente que le molestaba
esta repentina irrupción en sus costumbres diarias.
—Y ¿a qué hora viene por las mañanas?
—A las ocho, regularmente.
—¿A qué hora se fue a casa anoche?
—Hacia las seis... quizás a y cuarto.
Heath hizo una pausa y finalmente se decidió a encender un habano
que había estado mascando a intervalos durante una hora.
—Bien, ahora háblenos de esa puerta lateral —prosiguió sin aminorar
su agresividad—. Me dijo que la cierra cada noche antes de irse, ¿no es
cierto?
—Ja... es cierto —dijo el hombre moviendo afirmativamente la cabeza
varias veces—. Pero no la cierro: echo el cerrojo.
—De acuerdo, echa el cerrojo —conforme Heath hablaba el habano
oscilaba arriba y abajo en sus labios, de su boca salían a la vez humo y
palabras—. ¿Y anoche, echó el cerrojo como de costumbre a las seis en
punto?
—Quizás a y cuarto —corrigió el portero con precisión germánica.
—¿Está seguro de que echó el cerrojo anoche? —la pregunta era casi
mordaz.
—Ja, ja. Estoy seguro. Lo hago cada noche. Nunca me olvido.
La honradez del hombre no dejaba lugar a dudas de que la puerta en
cuestión había quedado cerrada por dentro hacia las seis de la tarde. Sin
embargo, Heath, tozudo dio vueltas a la cuestión durante unos minutos, para
asegurarse de que la puerta estaba cerrada. Luego dejó ir al portero.
—Sabe una cosa, sargento —intervino Vance con sorna—, el honrado
Rheinlander echó el cerrojo.
—Claro que sí —barbotó Heath—, y lo encontró echado esta mañana a
las ocho menos cuarto. Eso es lo que precisamente enreda las cosas, ¡y de
qué manera! Si esa puerta ha estado cerrada desde las seis de la tarde de
ayer hasta las ocho de esta mañana, me gustaría que viniera alguien y me
dijera cómo entró aquí anoche el acompañante de la Canario. Y también
me gustaría saber cómo salió.
—¿Y por qué no pudo utilizar la puerta principal? —inquirió
Markham—. Parece el único camino lógico que queda, según sus pesquisas.
—Es lo que yo pensé, señor —replicó Heath—. Pero espere a oír la
historia del telefonista.
—La centralita telefónica —musitó Vance— está en el pasillo
principal a mitad de camino entre la puerta principal y la de este
apartamento. Por lo tanto, el caballero causante de todo este estropicio tuvo
que pasar anoche a poca distancia del telefonista tanto al llegar como al
marcharse, ¿no?
—¡Exactamente! —cortó Heath—. Y según el telefonista no hubo tal
persona que entrara ni saliera.
Markham parecía haberse contagiado de la irritabilidad de Heath, y
ordenó:
—Que entre ese hombre, y déjeme interrogarle.
Heath obedeció con una especie de aviesa celeridad.
Llamada de auxilio

Martes, 11 de septiembre, 11.10 de la mañana

Jessup causó buena impresión nada más entrar en la habitación. Era un


hombre de unos treinta años, serio, de mirada resuelta, fuerte y bien
formado; sus anchas espaldas sugerían un duro entrenamiento militar.
Caminaba con paso decidido —arrastrando visiblemente el pie derecho— y
yo advertí que su brazo izquierdo adoptaba un arqueo permanente, como si
tuviera una fractura en el codo mal curada. Era tranquilo y reservado, de
mirada serena e inteligente. Markham le indicó enseguida un sillón de
mimbre junto a la puerta del armario, pero él lo rechazó quedando en pie
frente al fiscal en actitud castrense de atención respetuosa. Markham abrió
el interrogatorio con varias preguntas de índole personal, que dejaron
entrever que Jessup había sido sargento en la Primera Guerra Mundial
[19],sufrió heridas graves en dos ocasiones, y había quedado inválido poco
antes del armisticio. Desempeñaba su actual trabajo de telefonista desde
hacía poco más de un año.
—Bien, Jessup —prosiguió Markham—, hay algunas cosas
relacionadas con el drama de anoche que puede explicarnos.
—Sí, señor —no cabía duda de que el ex soldado nos diría con todo
detalle lo que supiera, y que, si albergase alguna duda sobre la exactitud de
su información, nos lo manifestaría sinceramente. El hombre tenía todas las
cualidades de un testigo prudente y bien experimentado.
—Antes que nada, ¿a qué hora entró de servicio anoche?
—A las diez, señor —en la escueta afirmación no había matiz alguno,
daba la impresión de que Jessup era puntual—. Era mi turno corto. El
telefonista de día y yo alternamos nuestro trabajo en turnos largos y cortos.
—¿Vio entrar a miss Odell anoche después del teatro?
—Sí, señor. Todo el que entra ha de pasar por delante de la centralita.
—¿A qué hora llegó?
—A las once y algunos minutos.
—¿Iba sola?
—No, señor. La acompañaba un caballero.
—¿Sabe quién era?
—No sé su nombre, señor, pero le he visto varias veces anteriormente
cuando venía a ver a miss Odell.
—Supongo que podrá darnos su descripción.
—Sí, señor. Es alto, bien afeitado, lleva un bigote gris muy pequeño, y
tiene unos cuarenta y cinco años, diría yo. Parece..., ya me entiende, señor,
un hombre rico y de posición.
Markham asintió.
—Ahora, dígame, ¿entró el acompañante con miss Odell en el
apartamento, o se fue inmediatamente?
—Entró con miss Odell y estuvo una media hora.
Un fulgor iluminó los ojos de Markham y en las palabras que
pronunció se advirtió una satisfacción reprimida.
—Luego llegó con miss Odell hacia las once y estuvo a solas con ella
en el apartamento hasta aproximadamente las once y media. ¿Está seguro
de ello?
—Sí, señor, así es —corroboró el telefonista.
Markham hizo una pausa y se inclinó hacia delante.
—Bien, Jessup, piénselo bien antes de contestar: ¿visitó alguien más a
miss Odell anoche?
—Nadie, señor —fue la respuesta terminante.
—¿Cómo puede asegurarlo?
—Lo habría visto, señor. Hay que pasar por delante de la centralita
para llegar a este apartamento.
—¿Y nunca abandona la centralita? —preguntó Markham.
—No, señor —aseguró el hombre decidido, como si protestara por la
insinuación de que pudiera desertar de un puesto de servicio—. Cuando
quiero beber agua o ir al retrete, utilizo el lavabo que hay en la portería,
pero siempre dejo la puerta abierta para ver la centralita por si se enciende
la luz de una llamada. Nadie puede pasar por el vestíbulo, estando yo en el
lavabo, sin que lo vea.
Podía ciegamente creerse que el concienzudo Jessup no quitaba ojo en
ningún momento de la centralita para que no quedara ninguna llamada sin
contestación. A ninguno nos cabía duda de la franqueza y fiabilidad de
aquel hombre y pienso que si miss Odell hubiera tenido otra visita aquella
noche Jessup se habría enterado.
Pero Heath, con su minuciosidad habitual, se levantó y se dirigió al
pasillo de entrada del edificio; volvió al momento inquieto pero satisfecho.
—¡Exacto! —confirmó con un gesto a Markham—. La puerta del
lavabo está en línea recta con la centralita, sin obstáculos.
Jessup no se dio por aludido con esta verificación y siguió de pie ante
el fiscal con la vista fija en él, a la espera de otras preguntas. En su talante
sosegado había algo que inspiraba admiración y confianza.
—Y, anoche, ¿dejó la centralita muchas veces, o durante un buen rato?
—preguntó Markham.
—Sólo una vez, señor; estuve en el lavabo uno o dos minutos, pero no
quité los ojos de la centralita.
—¿Estaría dispuesto a declarar bajo juramento que nadie visitó a miss
Odell a partir de las diez, y que nadie, salvo su acompañante, abandonó el
apartamento después de esa hora?
—Sí, señor.
Se notaba que decía la verdad y Markham se detuvo un instante antes
de proseguir.
—¿Y la puerta lateral?
—Está cerrada durante la noche, señor. El portero echa el cerrojo al
marcharse y lo descorre por la mañana. Yo nunca la toco.
Markham se reclinó hacia atrás para dirigirse a Heath.
—La declaración de Jessup —dijo— inclina a centrar la atención muy
específicamente en el acompañante de miss Odell. Si, como parece
razonable suponer, la puerta permaneció cerrada toda la noche, y ningún
otro visitante entró por la puerta principal, diríamos que el hombre que
buscamos fue el que la acompañó a casa.
Heath saltó una carcajada breve y tétrica.
—Sería estupendo, señor, si anoche no hubiera sucedido aquí algo
más. Explique al fiscal el resto de la historia sobre ese caballero —dijo a
Jessup.
Markham dirigió una mirada expectante al telefonista mientras Vance,
apoyándose en un codo, se dispuso a escuchar atentamente.
Jessup comenzó a hablar con voz pausada, como hace un soldado
atento y prudente cuando informa a un superior.
—Bien, señor. Cuando el caballero salió del apartamento de miss
Odell hacia las once y media, se detuvo en la centralita y me dijo que le
pidiera un taxi. Hice la llamada y, mientras esperaba su taxi, oímos a miss
Odell gritar pidiendo auxilio. El caballero se volvió corriendo hacia la
puerta del apartamento, y yo fui tras él. Llamó a la puerta, pero no hubo
respuesta. Luego volvió a llamar mientras se dirigía a miss Odell
preguntándole qué sucedía. Esta vez ella contestó diciendo que no pasaba
nada, que se fuera a casa y no se preocupara. Él volvió entonces conmigo
hasta la centralita, comentando que probablemente miss Odell se había
quedado dormida y fue presa de una pesadilla. Charlamos, unos minutos
sobre la guerra, hasta que vino el taxi. Me dio las buenas noches y se
marchó. Yo oí cómo el coche se alejaba.
No cabía duda de que el epílogo sobre la despedida del anónimo
acompañante de miss Odell trastocaba completamente la hipótesis de
Markham. Tras una larga pausa en que permaneció mirando al suelo con
expresión confundida y fumando en silencio, preguntó:
—¿Qué tiempo transcurrió desde que ese hombre salió del
apartamento y usted oyó gritar a miss Odell?
—Unos cinco minutos. Yo me había puesto en contacto con la empresa
de taxis, y ella gritó al cabo de un minuto más o menos.
—¿El hombre estaba junto a la centralita?
—Sí, señor. Es más, estaba apoyado en ella sobre un brazo.
—¿Cuántas veces gritó miss Odell? ¿Y qué dijo exactamente al pedir
ayuda?
—Gritó dos veces y dijo: «¡Socorro! ¡Socorro!».
—Y cuando el hombre llamó por segunda vez a la puerta, ¿qué dijo?
—Por lo que puedo recordar, señor, exclamó: «¡Abre, Margaret! ¿Qué
sucede?».
—¿Puede recordar las palabras exactas que dijo ella?
Jessup frunció el ceño meditabundo y reflexivo.
—Por lo que recuerdo, dijo: «No es nada. Siento haber gritado. Estoy
bien, por favor, vete y no te preocupes...». Desde luego, puede que no fuera
exactamente eso, pero sí algo muy parecido.
—¿Pudo oírla bien a través de esa puerta?
—Por supuesto. Estas puertas no son muy gruesas.
Markham se puso de pie y comenzó a pasear meditabundo. Luego,
deteniéndose ante el telefonista, le hizo otra pregunta:
—¿Oyó algún otro ruido sospechoso en el apartamento cuando el
hombre se marchó?
—En absoluto, señor —confesó Jessup—. Pero alguien telefoneó a
miss Odell unos diez minutos más tarde y una voz masculina contestó desde
el apartamento.
—¡Qué me dice! —espetó Markham girando sobre sus talones,
mientras Heath tomaba asiento con los ojos dilatados por la curiosidad—.
Explíqueme esa llamada con todo detalle.
Jessup, sin inmutarse, hizo el siguiente resumen:
—Aproximadamente a las doce menos veinte se encendió una luz de
llamada urbana en la centralita; respondí y un hombre preguntaba por miss
Odell. Pasé la comunicación y tras un breve lapso cogieron el receptor del
teléfono, se sabe cuando levantan el receptor porque se apaga la luz del
tablero, y una voz de hombre respondió: «Diga». Saqué la clavija y,
naturalmente, no oí más.
Durante unos minutos se hizo un silencio en el apartamento. Luego,
Vance, que había estado observando minuciosamente a Jessup durante el
interrogatorio, dijo:
—Por cierto, Jessup —preguntó sin darle importancia—, ¿no estaba
usted, por casualidad, un tanto, digamos, fascinado por la encantadora miss
Odell?
Por primera vez desde su entrada en la habitación el hombre perdió la
compostura, y el rubor tiñó sus mejillas, mientras respondía sin vacilar:
—Creo que era una mujer muy hermosa.
Markham lanzó una mirada de desaprobación a Vance y volviendo a
dirigirse al telefonista le ordenó secamente:
—Está bien por ahora, Jessup.
El hombre hizo una reverencia y salió cojeando.
—Este caso se hace cada vez más apasionante —musitó Vance,
volviendo a reclinarse en el sofá.
—Es alentador saber que alguien disfruta con ello —dijo Markham en
tono airado—. ¿Puedo preguntar cuál era el objeto de tu pregunta sobre los
sentimientos de Jessup respecto a la muerta?
—Oh, sólo una vaga idea que ronda en mi cerebro —replicó Vance—.
Y, además, ¿sabes?, un poco de boudoir racontage
[20] siempre anima la situación.
Heath tomó la palabra saliendo de su abatido ensimismamiento.
—Bueno, tenemos las huellas, mister Markham. Y crea que por ellas
vamos a localizar a nuestro hombre.
—Pero, aunque Dubois identifique las huellas —dijo Markham—,
tenemos que demostrar cómo la persona a quien pertenecen entró en este
apartamento anoche. Y naturalmente aducirá que las dejó mucho antes del
crimen.
—Una cosa es segura —arguyó obstinado Heath—, había un hombre
aquí dentro cuando la Odell volvió del teatro, y que aún seguía aquí cuando
el otro se marchó a las once y media. Los gritos de la mujer y la voz
contestando esa llamada telefónica a las doce menos veinte lo demuestran.
Y como el doctor Doremus dice que el crimen se cometió antes de
medianoche es irrebatible el hecho de que el tipo escondido aquí dentro fue
el autor del crimen.
—Parece incuestionable —admitió Markham—. Y yo me inclino a
creer que fue alguien que ella conocía. Gritaría probablemente al verlo
aparecer y, luego, al reconocerle, se tranquilizó y dijo al otro hombre
situado al otro lado de la puerta que no sucedía nada... Luego la
estrangularon.
—Y yo sugeriría —añadió Vance— que el lugar del escondrijo fue ese
armario.
—Claro —convino el sargento—. Pero lo que me preocupa es cómo
entró aquí. El telefonista diurno que estuvo en la centralita hasta las diez de
la noche me informó de que el hombre que acompañó a cenar a Odell fue el
único visitante que tuvo.
Markham lanzó un gruñido de exasperación.
—Haga pasar al telefonista de día —ordenó—. Tenemos que dejar esto
bien claro. Alguien entró aquí anoche, y antes de marcharme, voy a
averiguar cómo lo hizo.
Vance le lanzó una mirada de amistosa conmiseración.
—Markham —dijo—, sabes que no soy un dechado de inspiración,
pero tengo una de esas impresiones extrañas, indescriptibles, como dicen
los malos poetas, de que si verdaderamente pretendes permanecer en este
alborotado boudoir
[21]
hasta que descubras cómo el misterioso visitante logró introducirse aquí
anoche, más vale que mandes a por tus efectos personales y varias mudas,
sin olvidar el pijama. El tipo que organizó tan íntima soirée planeó la
entrada y la salida con meticulosa escrupulosidad.
Markham dirigió una mirada de incredulidad a Vance pero no contestó.
Un visitante anónimo

Martes, 11 de septiembre, 11.15 de la mañana

Heath regresó del vestíbulo con el telefonista diurno, un joven


delgado, pálido, cuyo nombre supimos era Spively. Tenía el cabello oscuro,
que acentuaba aún más la palidez de su rostro, peinado hacia atrás con
gomina y lucía un incipiente bigote que apenas sobrepasaba la zona de las
fosas nasales. Iba vestido con exagerada pulcritud con un deslumbrante
traje color chocolate de corte muy ceñido, unos botines de lona y una
camisa de color rosa con cuello a juego. Parecía nervioso e inmediatamente
tomó asiento en el sillón de mimbre que había junto a la puerta, alisándose
las arrugas del pantalón y humedeciéndose los labios con la punta de la
lengua.
Markham fue derecho al grano.
—Tengo entendido que estuvo usted en la centralita ayer por la tarde
hasta las diez de la noche. ¿Es cierto?
Spively tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Sí, señor.
—¿A qué hora salió miss Odell a cenar?
—Hacia las siete. Yo precisamente había pedido al restaurante unos
bocadillos...
—¿Iba sola? —atajó Markham interrumpiendo su explicación.
—No. Vino a buscarla un fulano.
—¿Conocía a ese «fulano»?
—Le había visto un par de veces venir a visitar a miss Odell, pero no
sé quién es.
—¿Qué aspecto tenía? —Markham planteó la pregunta con irritación.
La descripción que hizo Spively del visitante de la mujer concordaba
con la descripción que había dado Jessup del hombre que la acompañó a
casa, aunque la de Spively era más adornada y menos escueta Era evidente
que miss Odell había salido a las siete para regresar a las once con el mismo
individuo.
—Bien —prosiguió Markham, recalcando sus palabras—, quiero saber
quién más visitó a miss Odell entre la hora en que salió a cenar y las diez de
la noche en que usted dejó el servicio.
La pregunta sorprendió a Spively a juzgar por el arqueo que hizo con
sus finas cejas y la contracción de sus labios.
—No entiendo —balbució—. ¿Cómo pudo nadie visitarla si estaba
fuera?
—Está claro que alguien lo hizo —dijo Markham—. Entró en su
apartamento y allí estaba cuando ella volvió a las once.
Los ojos del joven se abrieron como platos, mientras una exclamación
escapaba de su boca:
—¡Dios mío! ¡Así es como la mataron...! ¡La esperaron dentro...! —se
interrumpió súbitamente, al imaginar su proximidad personal a la secuencia
de misteriosos acontecimientos que habían conducido al crimen—. Pero
nadie entró en su apartamento mientras yo estaba de servicio —exclamó
amedrentado—. ¡Nadie! No abandoné ni un momento la centralita desde
que ella salió hasta mi hora de relevo.
—¿Y no pudo alguien entrar por la puerta lateral del callejón?
—¿Cómo? ¿No estaba cerrada? —exclamó Spively totalmente
sorprendido—. Nunca se abre por la noche. El portero echa el cerrojo al
marcharse a las seis.
—¿No lo descorrería usted anoche por alguna razón? ¡Piense!
—¡No, señor, yo no! —dijo acompañando su afirmación de un sincero
balanceo de cabeza.
—¿Y está seguro de que nadie entró en el apartamento por la puerta
principal después de salir miss Odell?
—¡Segurísimo! Ya le he dicho que no me aparté de la centralita en
todo el tiempo, y nadie pudo pasar por delante de mí sin que yo lo viera.
Sólo hubo una persona que vino preguntando por ella...
—¡Ah, vino alguien! —barbotó Markham—. ¿Cuándo? Aguce su
memoria antes de contestar.
—No era nada importante —se apresuró a decir el joven visiblemente
asustado—. Un fulano que entró, llamó al timbre y volvió a marcharse.
—Déjese de si era importante o no —interrumpió Markham fría y
conminatorio—. ¿A qué hora llamó?
—Hacia las nueve y media.
—¿Y quién era?
—Un tipo joven que venía de vez en cuando a ver a miss Odell. No
conozco su nombre.
—Dígame exactamente qué pasó —prosiguió Markham.
Spively volvió a tragar saliva y a humedecerse los labios.
—Fue así —comenzó a decir con esfuerzo—: El fulano entró y
atravesó el vestíbulo mientras yo le decía: «Miss Odell no está». Pero él
siguió adelante y me contestó: «Ah, bueno, de todas formas tocaré el timbre
para asegurarme». En aquel momento hubo una llamada en la centralita y
yo le dejé pasar. Él pulsó el timbre y llamó a la puerta, pero, claro, no le
contestaron; y enseguida volvió y me dijo: «Pues tenías razón». Me dio
medio dólar y se fue.
—¿Le vio usted realmente irse? —dijo Markham con un tono
decepcionado en la voz.
—Claro que le vi marcharse. Se paró justo delante de la puerta y
encendió un cigarrillo. Luego la abrió y se fue en dirección a Broadway.
—Poco a poco se deshace la madeja —dijo irónico Vance—. ¡Una
situación divertida!
Markham no se resignaba a abandonar sus esperanzas en la potencial
criminalidad de aquel visitante de las nueve y media.
—¿Cómo era ese hombre? —preguntó—. ¿Podría describirlo?
Spively se irguió en su asiento y respondió con un entusiasmo que
traicionaba el aparente desinterés que había mostrado por el visitante.
—Era guapo, joven, quizás unos treinta años. Llevaba un traje y
zapatos de charol y... una camisa plisada de seda.
—¿Qué, qué? —preguntó Vance simulando incredulidad y
reclinándose en el sofá—. ¿Una camisa de seda con un traje de tarde?
¡Increíble!
—Oh, muchos elegantes la llevan —explicó Spively con
condescendiente suficiencia—. Es la moda para bailar.
—¿De verdad?, no me diga... —Vance fingió quedar pasmado—.
Tendré que fijarme más... Y, por cierto, cuando ese Beau Brummel de la
camisa de seda se detuvo ante la puerta, ¿sacó su cigarrillo de una pitillera
de plata plana y alargada que llevaba en el bolsillo inferior del chaleco?
—¿Cómo lo sabe usted? —dijo sorprendido el telefonista.
—Simple deducción —contestó Vance, volviendo a reclinarse—. Las
pitilleras metálicas grandes, en el bolsillo del chaleco, hacen juego con las
camisas de seda del atuendo de tarde.
Markham, visiblemente molesto por la interrupción, cortó terminante
instando al telefonista a que prosiguiera la descripción.
—Llevaba el pelo liso, bien peinado —continuó Spively—, algo largo,
pero con el corte a la última moda. Tenía un bigotito atusado con fijador y
un gran clavel en la solapa, y también guantes de gamuza...
—¡Cielos! —musitó Vance—. ¡Un chulo!
Markham, acosado por la pesadilla de los cabarets, frunció el ceño y
lanzó un suspiro. Evidentemente el comentario de Vance le acababa de
sugerir una idea poco placentera.
—Ese hombre ¿era alto o bajo? —preguntó a continuación.
—No era muy alto..., como yo aproximadamente —respondió Spively
—. Y era delgado.
En su voz había un evidente tono admirativo, y tuve la impresión de
que el joven telefonista había visto en el visitante de miss Odell un cierto
ideal físico y de indumentaria Esta palpable admiración, junto con las
prendas algo atrevidas que el joven vestía, nos facilitó, leyendo entre líneas
sus observaciones, una descripción bastante exacta del hombre que había
llamado inútilmente al timbre de la estrangulada a las nueve y media de la
noche.
Cuando Spively hubo salido, Markham se puso en pie y paseó por la
habitación, envuelta su mano en una nube del humo del habano, mientras
Heath, sentado, le observaba impertérrito con el ceño fruncido.
Vance se levantó desperezándose.
—El problema crucial, a lo que se ve, sigue siendo el mismo —
comentó displicente—. ¿Cómo diablos entró el astuto asesino de Margaret
en su apartamento?
—¿Sabe usted, mister Markham? —farfulló Heath sentencioso—, he
estado pensando que ese tipo pudo haber venido aquí por la tarde, tal vez
antes de que cerraran esa puerta. Quizás la propia Odell le recibiera y le
escondiera cuando llegó el otro hombre para acompañarla a cenar.
—Así parece —asintió Markham—. Haga pasar otra vez a la doncella,
y veremos qué podemos averiguar.
En cuanto entró la doncella, Markham la interrogó sobre lo que había
hecho por la tarde y supo que había salido hacia las cuatro para hacer unas
compras, regresando hacia las cinco y media.
—¿Tenía miss Odell alguna visita cuando usted volvió?
—No, señor —respondió sin vacilar—. Estaba sola.
—¿Dijo si alguien había venido?
—No, señor.
—Una cosa —prosiguió Markham—, ¿pudo haber alguien escondido
en el apartamento cuando se fue usted a las siete?
—¿Dónde iba a esconderse? —respondió, mirando en torno.
—Hay varios sitios posibles: el baño, uno de los armarios, debajo de la
cama, tras las cortinas del ventanal... —sugirió Markham.
La mujer negó insistentemente con la cabeza.
—No podía haber nadie escondido. Fui al baño varias veces, saqué el
traje de miss Odell del armario del dormitorio. En cuanto empezó a
oscurecer, corrí yo misma las cortinas del ventanal, y, en cuanto a la cama,
llega casi hasta el suelo, y nadie puede introducirse debajo.
Miré debajo de la cama y comprobé que tenía razón.
—¿Y el armario ropero de esta habitación? —inquirió Markham
esperanzado, pero la doncella volvió a sacudir la cabeza.
—No había nadie ahí. Guardo en él mi sombrero y mi abrigo y los
saco yo misma cuando voy a marcharme. Incluso guardé en él un vestido
viejo de miss Odell antes de irme.
—¿Está completamente segura —insistió Markham— de que nadie
pudo estar escondido en estas habitaciones cuando usted se marchó a casa?
—Totalmente, señor.
—¿Recuerda por casualidad si la llave de este armario estaba por
dentro a por fuera de la cerradura cuando usted abrió la puerta para coger el
sombrero?
La mujer hizo una pausa y miró reflexiva la puerta del armario.
—Estaba por fuera, donde siempre estuvo —contestó tras pensárselo
unos instantes—. Lo recuerdo porque se me enganchó en ella la gasa del
vestido viejo que retiré.
Markham frunció el ceño y prosiguió el interrogatorio.
—Dice usted que no conoce el nombre del señor que acompañó a
cenar a miss Odell anoche. ¿Puede decirnos los nombres de algunos de los
que solían acompañarla cuando salía?
—Miss Odell nunca me decía sus nombres —dijo la mujer—. Era muy
prudente en eso, demasiado reservada, podríamos decir. Mire usted, yo
estoy aquí durante el día, y los caballeros que ella conocía generalmente
venían por la tarde.
—¿Y nunca la oyó hablar de alguien a quien tuviera miedo, alguien a
quien tuviera algún motivo para temer?
—No, señor..., aunque había un hombre del que quería librarse. Era un
mal tipo, yo desde luego no hubiera confiado en él, y le dije a miss Odell
que tuviera cuidado. Pero ella le conocía hace tiempo, creo, y había estado
en buenas relaciones con él en otro tiempo.
—¿Cómo sabe usted todo eso?
—Un día, hará una semana —explicó la doncella—, vine aquí después
de comer y él estaba con ella en la otra habitación. No me oyeron porque
las cortinas estaban echadas. Él le pedía dinero y cuando ella intentó
echarle, empezó a amenazarla. Y ella dijo algo que indicaba que le había
dado dinero otras veces. Yo hice un ruido y ellos dejaron de discutir; él se
fue enseguida.
—¿Qué aspecto tenía ese hombre? —inquirió Markham cuyo interés
volvía a avivarse.
—Era algo delgado, no muy alto, y tendría unos treinta años. Era de
rasgos duros, guapo, dirían algunos, y ojos claros azules que daban
escalofríos. Siempre iba peinado hacia atrás con gomina y tenía un bigotito
ralo.
—¡Ah! —dijo Vance—. ¡El chulo!
—¿Ha vuelto ese hombre por aquí? —preguntó Markham.
—No lo sé, señor..., al menos cuando yo estaba, no.
—Eso es todo —dijo Markham, y la mujer salió.
—Poco nos ha ayudado —refunfuñó Heath.
—¡Cómo! —exclamó Vance—. Creo que ha sido utilísima. Nos ha
aclarado varios detalles dudosos.
—¿Qué partes de su información consideras especialmente
esclarecedoras? —preguntó Markham sin ocultar su irreprimible disgusto.
—Ahora sabemos —prosiguió Vance tranquilamente— que no había
nadie perdu en el apartamento cuando la bonne se marchó ayer tarde, ¿no es
cierto?
—Un hecho que en vez de ser útil —rebatió Markham—, yo diría que
aumenta notablemente la complicación del caso.
—Así lo parece ahora. Pero, quién sabe si luego no resultará tu pista
mejor y principal... Además, ahora sabemos que evidentemente alguien se
encerró en el armario, como demuestra el cambio de llave y que, además,
esta ocultación no se produjo hasta una vez que se hubo marchado la fámula
o, si prefieres, después de las siete.
—Claro —dijo Heath con retintín—, con la puerta lateral cerrada y el
telefonista sentado en la recepción, que jura que nadie entró por el hall.
—Es un poco capcioso —admitió Vance lacónico.
—¿Capcioso? ¡Qué va! —gruñó Markham.
Heath, que en aquel momento miraba con inquisitiva reflexión dentro
del armario, sacudió la cabeza descorazonado.
—Lo que no entiendo —barbulló— es por qué, si el tipo se escondió
en el armario, no lo revolvió al salir, como hizo con todo.
—Sargento —dijo Vance—, ha puesto usted el dedo en la llaga. El
estado limpio y ordenado del armario sugiere más bien, ¿sabe usted?, que el
burdo individuo que puso patas arriba estas deliciosas habitaciones omitió
concederle atención porque estaba cerrado por dentro y no pudo abrirlo.
—¡Vamos, vamos! —protestó Markham—. Esa hipótesis implicaría
que había anoche aquí dos desconocidos.
Vance lanzó un suspiro.
—¡Triste y descorazonador! Lo sé. Y ni siquiera somos capaces de
introducir con lógica uno solo... Lamentable, ¿no?
Heath buscó consuelo en un nuevo enfoque.
—De cualquier modo —expuso—, sabemos que el guapo de los
zapatos de charol que vino aquí anoche a las nueve y media es
probablemente el amante de la Odell y que la extorsionaba.
—Y ¿de qué manera intangible ese hecho evidente ayuda a disipar los
nubarrones? —preguntó Vance—. Casi todas las modernas Dalilas tienen
un amoroso
[22]rapaz. Sería bastante extraño que no apareciera un personaje así en
escena.
—Eso es cierto —admitió Heath—. Pero le diré una cosa, mister
Vance, que tal vez no sepa. Los hombres por los que este tipo de mujer
pierden la cabeza suelen ser rufianes de una u otra ciase, delincuentes
profesionales, ¿comprende? Por eso, sabiendo que esto ha sido obra de un
profesional, no me deja frío, como usted diría, saber que ese tipo que
amenazaba a la Odell y la extorsionaba, era el mismo que estuvo rondando
por aquí anoche... Y añadiré algo: la descripción que nos han hecho de él se
parece mucho a la de los ladrones de guante blanco que merodean por esos
lujosos cafés nocturnos.
—Luego, ¿está convencido —añadió Vance cortésmente— de que este
trabajo, como usted dice, lo hizo un delincuente profesional?
Heath respondió casi con fruición.
—¿No llevaba guantes y utilizó una palanqueta? Pues está claro que
fue trabajo de un ladrón de cajas fuertes.
El asesino invisible

Martes, 11 de septiembre, 11.45 de la mañana

Markham se dirigió a la ventana y permaneció contemplando, con las


manos a la espalda, el pequeño patio pavimentado situado detrás de la casa.
Al cabo de unos minutos dio pausadamente la vuelta.
—Tal como yo lo veo, la situación —dijo— se resume así: la Odell
tenía una cita para cenar e ir al teatro con un hombre distinguido. Él acude a
recogerla un poco después de las siete y salen juntos. A las once vuelven. Él
entra con ella en el apartamento y permanece en él media hora. Se marcha a
las once y media y ruega al telefonista que le pida un taxi. Mientras lo
espera, la chica grita y pide auxilio y, en contestación a las preguntas de él,
le dice que no pasa nada y le invita a marcharse. Llega el taxi y él se
marcha. Diez minutos después, alguien telefonea y desde el apartamento
responde una voz de hombre. Esta mañana la encuentran muerta
estrangulada y el apartamento saqueado.
Dio una profunda inhalación al habano.
—Pero es evidente que cuando ella volvió acompañada anoche, había
otro hombre aquí en alguna parte; y también es evidente que la mujer estaba
viva cuando se marchó su acompañante. Por lo tanto, hemos de concluir
que el hombre que ya estaba dentro fue el asesino. Esta conclusión se
corrobora además con el informe del doctor Doremus, según el cual el
crimen se produjo entre las once y las doce. Pero como el acompañante no
se marchó hasta las once y media y habló con ella después de esa hora
podemos situar la hora real del homicidio entre once y media y doce... Éstos
son los hechos que se infieren de la evidencia presentada hasta el momento.
—No podemos ignorarlos —asintió Heath.
—De todos modos son interesantes —musitó Vance.
Markham paseando de arriba abajo, dinámico, continuó:
—Las coordenadas de la situación giran en torno a los siguientes
hechos: no había nadie escondido en el apartamento a las siete cuando la
criada se fue a casa. Por lo tanto el asesino entró en el apartamento más
tarde. Primero, vamos a considerar la puerta secundaria. A las seis, una hora
antes de que se marchara la doncella, el portero echó el cerrojo por dentro,
y los dos telefonistas niegan terminantemente haberse acercado a ella.
Además, usted la encontró cerrada esta mañana, sargento. De lo que
podemos presumir que la puerta estuvo cerrada por dentro durante toda la
noche y nadie pudo entrar por ella. En consecuencia, nos vemos abocados a
la inevitable alternativa de que el asesino entró por la puerta principal del
edificio. Vamos a considerar ahora las otras posibilidades de acceso. El
telefonista de servicio hasta las diez de la noche asegura sin vacilar que la
única persona que atravesó la puerta principal y cruzó el vestíbulo hasta la
puerta del apartamento fue un hombre que pulsó el timbre y, al no tener
respuesta, volvió a marcharse inmediatamente. El otro telefonista, que
estuvo de servicio desde la diez de la noche hasta hoy por la mañana, afirma
con no menos seguridad que nadie atravesó la puerta principal ni pasó por
delante de la centralita para dirigirse al apartamento. Añadamos a ello el
hecho de que todas las ventanas de esta planta tienen rejas, y que nadie de
los pisos de arriba pueden bajar al vestíbulo sin entrar en la visual del
telefonista, por lo que, de momento, estamos en un callejón sin salida.
Heath se rascó la cabeza y lanzó una carcajada alegre.
—No tiene sentido, ¿verdad, señor?
—¿Y el apartamento de al lado? —preguntó Vance—, ¿el de la puerta
que da enfrente del corredor, el número 2 creo?
Heath recuperó el protagonismo.
—Fue lo primero que miré esta mañana. En el apartamento número 2
vive una mujer soltera; la desperté a las ocho y lo inspeccioné. Nada
especial. De todas formas, hay que pasar por delante de la centralita para
llegar hasta él, lo mismo que éste; y nadie la visitó ni salió de ese
apartamento anoche. Además, Jessup, que es un tipo excelente, me dijo que
esta mujer es una dama muy respetable, y que la Odell y ella ni siquiera se
conocían.
—¡Qué minucioso, sargento! —musitó Vance.
—Desde luego —intervino Markham—, podría haber sucedido que
alguien desde el otro apartamento se hubiera introducido en éste a espaldas
del telefonista entre siete y once, y luego hubiera vuelto a escurrirse hasta
su escondite después del crimen. Pero como el sargento Heath no descubrió
nada en su inspección esta mañana, podemos eliminar la posibilidad de que
nuestro hombre operase a partir de ahí.
—Me atrevería a decir que tienes razón —asintió Vance indolente—.
Pero, querido amigo Markham, me sorprende que, en tu resumen de la
situación, elimines alegremente la posibilidad de que el asesino operara a
partir de algún sitio... y sin embargo, entrara, estrangulara a la dama y
desapareciera... ¡Menudo problemita! Hubiera dado cualquier cosa por estar
presente.
—Todo un misterio —declaró Markham pesimista.
—Decididamente espiritista —corrigió Vance—. Exhala el olor dulzón
de una invocación. ¿Sabes?, empiezo a sospechar que algún médium estaba
levitando anoche en la vecindad a fin de realizar particulares
materializaciones... Vamos a ver, Markham, ¿puedes obtener pruebas de
emanaciones ectoplasmáticas?
—Esas huellas dactilares no las hizo ningún espíritu —gruñó Heath
truculento.
Markham interrumpió su nervioso deambular y miró furioso a Vance.
—¡Maldita sea! Dejémonos de tonterías. El hombre entró y salió de
algún modo. Hay algo que no cuadra. O la criada está equivocada en que no
había aquí nadie cuando ella se marchó o uno de los telefonistas se durmió
y no quiere admitirlo.
—O uno de ellos miente —añadió Heath.
Vance negó con la cabeza.
—La adusta fille de chambre no miente en absoluto, diría yo. Y si
hubiera sospecha alguna de que alguien hubiera entrado por la puerta
principal sin ser visto, los de la centralita, en las actuales circunstancias, no
dudarían en decirlo... No, Markham, el único enfoque posible de este caso
es desde el plano astral, por así decirlo.
Markham lanzó un gruñido de protesta por el tono desenfadado de
Vance.
—Te dejo a ti esa orientación de las pesquisas con tus teorías
metafísicas e hipótesis esotéricas.
—Pero —atajó burlón Vance— considera que has probado de modo
concluyente, o mejor, demostrado legalmente que nadie pudo entrar en este
apartamento anoche; y, como me has dicho con frecuencia, un tribunal debe
deliberar en todos los aspectos, no en concordancia con los hechos
conocidos o sospechados, sino en concordancia con la evidencia; y la
evidencia en este caso demuestra una magnífica coartada para todo ser de
carne y hueso. A pesar de ello, no puede ni mucho menos mantenerse que la
mujer se autoestrangulara. Si hubiera sido veneno, ¡qué caso de suicidio tan
delicado y conmovedor tendrías...! ¡Es una grosería que su visitante no
empleara arsénico en vez de las manos!
—Pues la estranguló —sentenció Heath—. Además, apuesto por el
tipo que vino aquí anoche y no pudo entrar. Quiero hablar con ese pájaro.
—¿Ah, sí? —Vance sacó otro cigarrillo—. Yo diría que a juzgar por la
descripción que tenemos de él, su conversación puede ser muy amena.
Un brillo feroz iluminó los ojos de Heath.
—Tenemos métodos —dijo entre dientes— de obtener animadas
conversaciones de gente que no cuenta con gran reputación como
habladores.
Vance lanzó un suspiro.
—¡Cómo le necesitan los Cuatrocientos
[23],mi sargento!
Markham echó una ojeada a su reloj.
—Tengo trabajo urgente en el despacho —dijo—, y con esta charla no
vamos a ninguna parte —puso su mano en el hombro de Heath—. Siga
usted con el caso. Esta tarde que vengan todos a mi despacho para
interrogarles de nuevo; quizás pueda refrescar algo su memoria... ¿Tiene
una orientación precisa de la investigación?
—La habitual rutinaria —contestó Heath abatido—. Miraré los papeles
de la Odell y que dos o tres de mis hombres investiguen sobre ella.
—Más vale que se ponga en contacto enseguida con la empresa de
taxis —sugirió Markham—. Averigüe, si es posible, quién era el hombre
que salió de aquí a las once y media anoche y adónde fue.
—¿Imaginan por un instante —interrumpió Vance— que si ese hombre
sabía algo del crimen, iba a pararse en el vestíbulo para pedir un taxi?
—Oh, no espero mucho en ese sentido —dijo Markham en tono
evasivo—. Pero tal vez la mujer pudo decirle algo que nos dé una pista.
Vance asintió con la cabeza y dijo histriónico:
—¡Oh, bienvenida Fe, ebúrnea Esperanza, ángel etéreo con alas
doradas!
Markham no estaba de humor para bromas. Se volvió hacia Heath y
dijo al borde de sus fuerzas:
—Llámeme a última hora de la tarde. Quizás disponga de otra
evidencia a partir de los interrogatorios que hemos efectuado... Y —añadió
— asegúrese de que queda un hombre aquí de guardia. Quiero que este
apartamento quede como está hasta que veamos algo más claro.
—Me ocuparé de ello —respondió Heath.
Markham, Vance y yo salimos del apartamento y subimos al coche.
Minutos después cruzábamos velozmente la ciudad por Central Park.
—¿Recuerdas nuestra reciente conversazione sobre huellas en la
nieve? —preguntó Vance cuando llegábamos a la Quinta Avenida para
tomar dirección Sur.
Markham, abstraído, asintió con la cabeza.
—Si no me equivoco —prosiguió Vance—, en el caso hipotético que
planteaste, había no sólo huellas sino también una docena de testigos,
incluido un joven prodigio, que vieron una determinada figura cruzando el
paisaje invernal... Grau, teurer Freund, ist alle Theorie!
[24]Te encuentras en la más terrible confusión debido al hecho desalentador
de que no hay ni pisadas en la nieve ni testigos que observaran una figura
fugitiva. En pocas palabras: te hallas privado de evidencia tanto directa
como circunstancial... Lamentable, lamentable.
Y balanceó la cabeza condolido.
—¿Sabes, Markham...? Me parece que el testimonio de este caso
constituye prueba legal conclusiva de que nadie pudo estar con la difunta en
el momento en que falleció y que ergo, tiene que estar viva. El cadáver
estrangulado de la mujer es, digamos, un factor irrelevante desde la
perspectiva del procedimiento legal. Ya sé que tus doctos abogados no
admiten un crimen sin cadáver, pero, por el amor del cielo, ¿cómo justificas
un corpus delicti sin un asesino?
—Estás diciendo tonterías —le reprochó Markham algo molesto.
—Sí, claro —admitió Vance—. Pero no deja de ser muy desagradable
para un abogado el no disponer de algún tipo de huellas, ¿verdad, querido
amigo? Le deja a uno en el vacío.
Markham se volvió como movido por un resorte.
—Tú, desde luego, no necesitas pisadas, ni ningún tipo de pistas
materiales —dijo sarcástico—. Tú tienes poderes adivinatorios que a los
mortales corrientes nos están negados. Si no me equivoco me dijiste, de
modo grandilocuente, que conociendo la naturaleza y las circunstancias de
un crimen, tú podías conducirme infaliblemente hasta el culpable, dejara o
no huellas. ¿Recuerdas tu baladronada...? Pues bien, aquí está el crimen, y
el autor no ha dejado pisadas ni al entrar ni al salir. Ten la amabilidad de
aclarar mis dudas sobre quién mató a la Odell.
Vance no perdió la serenidad por el reto malhumorado de Markham.
Siguió fumando perezosamente unos minutos y luego se inclinó y sacudió
por la ventanilla la ceniza del cigarrillo.
—Te doy mi palabra, Markham —articuló impasible—, de que estoy
casi dispuesto a ocuparme de este absurda crimen. Pero creo que esperaré a
ver cómo evolucionan las pesquisas del incomparable Heath.
Markham hizo un gesto de desdén y se repantingó en el asiento.
—Tu generosidad me saca de quicio —comentó.
El equipo se lamenta

Martes, 11 de septiembre, por la tarde

Cuando aquella mañana atravesábamos la ciudad, nuestro coche se vio


detenido largo rato por un embotellamiento de tráfico al norte de Madison
Square, y Markham no paraba de mirar angustiado el reloj.
—Son más de las doce —dijo—. Creo que me bajaré en el club y
tomaré un bocado... Supongo que comer a tan temprana hora será
demasiado plebeyo para una planta de invernadero como tú.
Vance aceptó la invitación.
—Ya que me has privado de desayuno, permito que me convides a
unos huevos Bénédictine.
Minutos después entrábamos en el restaurante casi vacío del club
Stuyvesant y nos sentábamos a una mesa junto a una de las ventanas por las
que se ven a lo lejos las copas de los árboles de Madison Square.
Poco después de que el camarero tomará nota, se acercó un ayudante
uniformado y con una ponderada reverencia, casi tocando el codo del fiscal,
le entregó un mensaje dentro de un sobre cerrado con membrete del club.
Markham lo leyó con creciente curiosidad y al llegar a la firma acusó un
leve reflejo de sorpresa en sus ojos. Terminada la lectura levantó la vista
hacia el empleado haciendo un gesto de asentimiento. Pidió excusas y salió
precipitadamente. Tardó en regresar veinte largos minutos.
—Qué curioso —dijo—. La nota era del hombre que acompañó a la
Odell a cenar y al teatro anoche... El mundo es un pañuelo —musitó—. Está
aquí en el club, es socio y se hospeda aquí cuando está en Nueva York.
—¿Le conoces? —preguntó Vance distraído.
—Le he visto en varias ocasiones; se llama Spotswoode —Markham
parecía perplejo—. Es padre de familia, vive en una casa de campo en Long
Island y se le considera un miembro respetable de la sociedad... Una de las
últimas personas que yo hubiera relacionado con la Odell. Pero según
propia confesión, salía mucho con ella cuando venía a Nueva York, «por
echar una canita al aire», según sus propias palabras, y anoche la llevó a
cenar a Francelle’s y luego al Winter Garden.
—No es la que yo llamaría una velada intelectual, y mucho menos
edificante —comentó Vance—. Además eligió un día aciago... ¡Vaya
sorpresa, abrir uno el periódico por la mañana y enterarse de que su petite
dame de anoche ha sido estrangulada! Desconcertante, ¿no?
—Él al menos sí que está desconcertado —dijo Markham—. Hace una
hora que salieron los periódicos de la tarde, y ha estado llamando cada
cinco minutos a mi despacho; de pronto me vio entrar y teme que trascienda
su relación con la mujer y pierda su buena reputación.
—¿Y no va a ser así?
—No veo muy bien la necesidad. Nadie sabe quién la acompañó
anoche, y como evidentemente él nada tiene que ver con el crimen, ¿qué
ganaríamos implicándole? Me contó toda la historia y se ofreció a
permanecer en Nueva York el tiempo que fuera necesario.
—Deduzco, a juzgar por el aura de desilusión que mostrabas hace un
momento al regresar, que tal historia no te ofrece perspectivas halagüeñas
en lo que a pistas se refiere.
—No —dijo Markham resignado—. Al parecer la muchacha nunca le
habló de sus asuntos privados; y no pudo darme ninguna orientación
provechosa. Su relato de lo que sucedió anoche concuerda perfectamente
con la versión de Jessup. Recogió a la mujer a las siete, la acompañó a casa
hacia las once y estuvo con ella una media hora; luego se marchó. Cuando
oyó los gritos de auxilio, se asustó, pero como ella le aseguró que no
sucedía nada, pensó que había tenido una pesadilla y no le dio importancia.
Vino en coche directamente al club, y llegó hacia las doce menos diez. El
juez Redfern, que le vio bajar del taxi, insistió para que subiera y jugara al
póquer con un grupo de amigos suyos que estaban aguardando. Estuvieron
jugando hasta las tres de la madrugada.
—Desde luego tu Don Juan de Long Island no ha dejado pisadas en la
nieve.
—De todas formas que se haya anticipado en este momento despeja
una incógnita con la que podríamos haber perdido mucho tiempo.
—Si se despejan muchas incógnitas —comentó secamente Vance—, te
encontrarás ante un feo dilema, ¿sabes?
—Todavía quedan muchas sin despejar para que pueda yo descansar
—dijo Markham, mientras apartaba su plato y pedía la cuenta. Se puso en
pie y tras dudarlo un momento, se dirigió meditabundo a Vance—. ¿Tienes
interés suficiente como para venir conmigo?
—¿Qué? ¡Por Dios, si estoy encantado! Pero, por favor, siéntate un
momentito hasta que acabe el café, ¿quieres?
Me sorprendió bastante que Vance aceptara tan fácilmente, visto su
distanciamiento y sus bromas, ya que, además, había una exposición de
grabados chinos en las galerías Montross a la que pensaba ir aquella tarde.
Riokai y Moyeki estaban considerados genuinos representantes del arte de
la dinastía Chang, y Vance estaba muy interesado en adquirirlos para su
colección.
Fuimos en el coche con Markham hasta el Palacio de Justicia,
entramos por la puerta de Franklin Street, y subimos en un ascensor privado
hasta el destartalado y espacioso despacho personal del fiscal, cuyas
ventanas dan a las grises murallas de piedra de Tombs. Vance tomó asiento
en uno de los macizos sillones de cuero colocados junto a la mesa de roble
labrada situada a la derecha del escritorio y encendió un cigarrillo con aire
de cínico deleite.
—Espero con delectación anticipada el chirrido de los engranajes de la
justicia —masculló mientras se reclinaba confortablemente en el sillón.
—Estás condenado a no oír el primer giro de esos engranajes —replicó
Markham—. El envite inicial se producirá fuera de este despacho —y
desapareció a través de una puerta batiente que comunicaba con el salón de
jueces.
Volvió cinco minutos más tarde y tomó asiento en el sillón giratorio de
enorme respaldo detrás del escritorio, de espaldas a las cuatro estrechas
ventanas que daban al sur del edificio.
—Acabo de ver al juez Redfern —nos dijo— en el receso de mediodía,
y me ha corroborado la confesión de Spotswoode en lo que a la partida de
póquer se refiere. Lo encontró a la entrada del club a las doce menos diez y
estuvo con él hasta las tres de la madrugada. Está seguro de la hora porque
tenía cita con sus amigos a las once y media y llegó veinte minutos tarde.
—¿A qué vienen tantas verificaciones de un hecho a todas luces
secundario? —preguntó Vance.
—Cuestión de rutina —dijo Markham, algo irritado—. En un caso
como éste, cualquier factor, por poco relevante que parezca, debe
comprobarse.
—¿Sabes, Markham? —dijo Vance con la cabeza reclinada en el sillón
contemplando absorto el techo—, se siente uno inclinado a pensar que esa
sempiterna rutina, que vosotros los abogados tan acendradamente adoráis,
debe realmente llevarnos a alguna parte, aunque no siempre es así. Me
recuerda a la Reina Roja en Al otro lado del espejo...
—Ahora tengo mucho que hacer para discutir el tema de la rutina
versus la inspiración —respondió Markham bruscamente mientras pulsaba
un botón bajo el borde de su escritorio.
Su joven y dinámico secretario, Swacker, apareció en la puerta que
comunicaba con un estrecho cuarto situado entre el despacho del fiscal y la
sala de espera principal.
—Usted dirá, jefe —los ojos del joven brillaban expectantes tras sus
enormes gafas de concha.
—Dígale a Ben que me envíe un hombre enseguida.
[25]

Swacker abandonó el despacho por la puerta que daba al pasillo y en


menos de dos minutos, un hombre gordo y agradable, vestido de punta en
blanco y con gafas, entró en el despacho y se puso delante de Markham
esbozando una sonrisa respetuosa.
—Buenos días, Tracy —le saludó Markham en tono amable pero
tajante—. Aquí tiene una lista de cuatro testigos relacionados con el caso
Odell: quiero que vengan inmediatamente los dos telefonistas, la criada y el
portero. Los encontrará en el 184 Oeste de la calle 71. El sargento Heath los
tiene allí retenidos.
—Muy bien, señor —Tracy cogió el memorándum y después de hacer
una reverencia presuntuosa, no exenta de elegancia, salió del despacho.
Durante la hora que siguió, Markham estuvo enfrascado en despachar
el papeleo acumulado durante la mañana; yo quedé admirado de su gran
vitalidad y eficiencia. Solucionó asuntos de importancia suficientes para
ocupar la jornada completa de cualquier hombre de negocios. Swacker
entraba y salía con una especie de energía eléctrica, y varios funcionarios
fueron apareciendo para recibir órdenes conforme el fiscal pulsaba botones,
volviendo a salir del despacho con inusitada celeridad. Vance, que para
entretenerse hojeaba un tomo de casos célebres de piromanía, levantaba
admirado la vista de vez en cuando sacudiendo críticamente la cabeza ante
tan expeditiva actividad.
Eran las dos y media en punto cuando Swacker anunció que Tracy
había regresado con los cuatro testigos. Durante dos horas Markham los
interrogó y los volvió a interrogar con meticulosidad y sutileza de difícil
parangón, hasta para un abogado como yo. El interrogatorio de los dos
telefonistas difirió bastante del efectuado por la mañana en el apartamento,
y si hubiera habido alguna omisión importante en su anterior declaración,
habría quedado desvelada con el implacable cuestionario de Markham. Pese
a ello, cuando finalmente les permitió retirarse, seguíamos sin dilucidar
ningún detalle nuevo. Ahora las historias quedaban sólidamente
corroboradas: nadie había cruzado la puerta del edificio atravesando el
vestíbulo hasta el apartamento de la Odell a partir de las siete, salvo la
propia Odell y su acompañante y el frustrado visitante de las nueve y
media, ni nadie había pasado por allí para salir. El portero reiteraba
empedernido que había echado el cerrojo a la puerta lateral algo después de
las seis, y por muchas preguntas capciosas o agresivas que se le hicieran no
salía de sus trece. Amy Gibson, la doncella, nada tenía que añadir a su
testificación anterior. El repetido interrogatorio a que la sometió Markham
sólo dio por resultado que repitiera lo que ya le había dicho.
Ninguna perspectiva nueva, ninguna orientación: no se sacó nada en
claro. En realidad las dos horas de interrogatorio sólo sirvieron para cerrar
aún más la maraña de aquella increíble situación. Cuando a las cuatro y
media Markham se reclinó en el sillón, lanzando un suspiro de cansancio,
las posibilidades de descubrir un medio adecuado de enfoque para el
insoluble problema parecían más remotas que nunca.
Vance cerró su antología de piromanía y tiró el cigarrillo.
—Querido amigo Markham —dijo con una mueca—, este caso
requiere contemplación umbilical, no el procedimiento rutinario. ¿Por qué
no llamamos a una vidente egipcia con «olfato» para la bola de cristal?
—Si las cosas siguen así por mucho tiempo —replicó Markham poco
inspirado—, me veré tentado a seguir tu consejo.
En aquel preciso momento Swacker asomó la cabeza por la puerta
anunciando que el inspector Brenner estaba al teléfono; Markham descolgó
el auricular y fue tomando unas notas en un bloc mientras escuchaba. Colgó
y dijo dirigiéndose a Vance:
—Parecías preocupado por el estado del joyero de acero que
encontramos en el dormitorio. Pues bien, acabo de hablar con el perito en
instrumentos de robo con escalo y confirma su opinión de esta mañana
Abrieron el cofre con un cortafríos especial, de los que sólo un profesional
del robo utilizaría y sabría manejar. Tiene la punta biselada de una pulgada
y tres octavos y mango plano de una pulgada. Es una herramienta antigua,
con una peculiar mella en la hoja, y es la misma que se empleó en un robo
que cometieron a principios de verano en Park Avenue... ¿No calma tu
ansiedad esta reveladora información?
—No podría decirlo —Vance había recobrado su aire serio y
sorprendido—. En realidad, complica aún más la situación... Vería un rayo
de luz, quizás espectral y ultraterreno, pero perceptible después de todo, si
no fuera por ese joyero y el escoplo de acero.
Markham estaba a punto de responder a Vance, cuando volvió a
aparecer Swacker diciendo que acababa de llegar el sargento Heath y que
quería ver al fiscal.
Heath parecía más deprimido que cuando le dejamos en el apartamento
por la mañana. Aceptó el puro que le ofreció Markham y tomó asiento en la
mesa de conferencias frente al escritorio, mientras sacaba un cuadernito
sobado.
—Hemos tenido algo de suerte —comenzó diciendo—. Burke y
Emery, dos de los hombres a quienes encargué investigar, encontraron algo
sobre la Odell en el primer sitio donde estuvieron. Por lo que se ve no salía
con muchos hombres, se limitaba a mantener sus relaciones y llevaba el
juego con finesse, como usted dice... El principal es Charles Cleaver, el
hombre a quien más se ha visto acompañándola.
Markham volvió a su sillón.
—Conozco a ese Cleaver, si es el mismo.
—Sí, es el mismo —aclaró Heath—. Antiguo jefe de impuestos de
Brooklyn, y desde siempre gerente de un club de apuestas de carreras de
caballos en Jersey City. Va por el club Stuyvesant para codearse con sus
antiguos colegas del Tammany Hall.
—Exacto —asintió Markham—. Es una especie de viejo juerguista
profesional, a quien llaman Pop, si no me equivoco.
Vance lanzó una mirada al vacío.
—Vaya, vaya —musitó—. Así que también el viejo Pop Cleaver tenía
relaciones con nuestra pasional Dolores. Desde luego, no creo que le amara
por sus beaux jeux.
—Digo yo, señor —prosiguió Heath—, que como Cleaver anda
siempre por el club Stuyvesant, podría usted hacerle algunas preguntas
sobre la Odell. Tiene que saber algo.
—Estaré encantado, sargento —Markham escribió algo en su libreta
—. Intentaré hablarle esta noche... ¿Alguien más en la lista?
—Un tipo llamado Mannix, Louis Mannix, que conoció a la Odell
cuando actuaba en el Follies; pero ella lo plantó hace un año, y desde
entonces no se les ha vuelto a ver juntos. Ahora sale con otra mujer. Es
director de la firma Mannix y Levine, importadores de peletería y es uno de
los asiduos a los cabarets: buen gastador. Pero no creo necesario llamar a
esa puerta; acabó con la Odell hace mucho tiempo.
—Sí —dijo Markham—; creo que podemos descartarlo.
Vance comentó:
—Si sigues eliminando, no te va a quedar más que el cadáver de la
asesinada.
—Y luego —prosiguió Heath— está el hombre que la acompañó
anoche. Parece que nadie sabe su nombre; debe ser uno de esos viejos
discretos y prudentes. Al principio pensé que podía haber sido Cleaver, pero
no concuerda con las descripciones... Y, por cierto, señor, hay una cosa
curiosa: cuando anoche dejó a la Odell, tomó un taxi y fue al club
Stuyvesant.
Markham asintió.
—Lo sé todo, sargento. Sé quién era y no es Cleaver.
Vance apenas podía contener la risa.
—El club Stuyvesant parece ocupar la primera línea de este caso —
dijo—. Espero que no le aceche el mismo fatal destino que al
Knickerbocker Athletic.
[26]

Heath, intrigado, preguntó a Markham:


—¿Quién era el hombre, mister Markham?
Markham reflexionó unos instantes si era conveniente hacerle partícipe
de su confidencia, y finalmente dijo:
—Le diré el nombre, pero a título estrictamente confidencial. Era
Kenneth Spotswoode.
Luego contó cómo le habían mandado recado mientras almorzaba, y
añadió que no se había extraído ninguna conclusión válida de la confesión
de Spotswoode. También informó a Heath sobre la verificación de los
movimientos de Spotswoode después de encontrarse con el juez Redfern en
el club, y añadió:
—Como es evidente que dejó a la mujer antes de que fuera asesinada,
no hay necesidad de molestarle; le di mi palabra de que no le mezclaría en
el asunto por deferencia a su familia.
—Si usted está satisfecho, señor, yo también —dijo Heath cerrando su
cuaderno—. Sólo hay otro detalle: la Odell vivió en la calle 110, y Emery
habló con su antigua casera, quien le dijo que ese joven relamido del que
nos habló la doncella solía visitarla a menudo.
—Eso me recuerda, sargento —dijo Markham cogiendo el
memorándum que había redactado mientras hablaba por teléfono con el
inspector Brenner—, que tengo aquí unos datos que me ha dado el Profesor
sobre el desvalijamiento del joyero.
Heath leyó el papel con visible interés.
—¡Me lo imaginaba! —exclamó asintiendo satisfecho con la cabeza
—. Un trabajo profesional de alguien que ha hecho este tipo de faena antes.
Vance se puso en pie.
—Aunque así sea —dejó caer—, ¿por qué ese experto ladrón utilizó
primero el hierro inadecuado? ¿Y por qué pasó por alto el armario del
salón?
—Ya lo averiguaré, mister Vance, cuando le ponga la mano encima —
aseguró Heath con dureza en la mirada—. Yo con quien quiero tener una
charla es con el tipo de la camisa de seda plisada y guantes de gamuza.
—Chacun à son goût
[27]—suspiró Vance—. Por lo que a mí respecta no tengo la menor gana de
conversar con él. De cualquier modo, no puedo imaginarme a un ladrón
profesional tratando de abrir un cofre de acero con un atizador de chimenea.
—Olvide el atizador —intervino bruscamente Heath—. Abrió el cofre
con un escoplo de acero, el mismo que utilizaron el verano pasado en otro
robo en Park Avenue. ¿Qué le parece?
—Eso es justamente lo que me atormenta, sargento. Si no fuera por ese
hecho discordante, estaría despejado y sans souci
[28]esta tarde, y mi espíritu se recrearía con un magnífico té en Claremont.
Anunciaron la llegada del agente Bellamy, y Heath se puso en pie
como movido por un resorte.
—Serán novedades sobre esas huellas dactilares —dijo en plan
profético.
Bellamy entró con rostro imperturbable y se dirigió hacia el escritorio
del fiscal.
—Me envía el capitán Dubois —dijo—. Pensó que querría usted el
informe sobre las huellas del caso Odell —introdujo una mano en el bolsillo
y sacó un pequeño sobre que entregó a Heath a una indicación de Markham
—. Identificamos las dos. Son la misma mano; y la mano es de Tony Skeel.
—¿Conque Dude Skeel? —la voz del sargento traslucía su excitación
—. Ve, mister Markham, vamos avanzando. Skeel es un ex convicto y un
artista en su especialidad.
Abrió el sobre y extrajo una tarjeta alargada y una ficha azul con cinco
o seis líneas mecanografiadas. Después de examinar la ficha, lanzó un
gruñido de satisfacción y se la dio a Markham.
Vance y yo nos levantamos para echar un vistazo. En la parte superior
figuraba la clásica fotografía policial de frente y de perfil del reo, un joven
de facciones regulares, cabello espeso, y mentón cuadrado. Ojos claros y
separados, con un bigote pequeño y recortado, puntiagudo. Bajo las dos
fotografías seguía una breve descripción del sujeto: nombre, alias,
residencia y las medidas antropométricas de Bertillon junto a la descripción
de su ilegal profesión. Debajo, cuatro pequeños cuadrados en dos filas, cada
uno de ellos con una impresión dactilar en tinta negra, de la mano derecha
los de arriba y de la izquierda los de abajo.
—Así que éste es el árbitro de la elegancia que ha puesto de moda la
camisa de seda con traje de tarde... ¡Cielos! —Vance contemplaba con sarna
la ficha de identificación—. A ver si pone de moda las polainas con
esmoquin..., los teatros neoyorquinos son muy fríos en invierno.
Heath volvió a guardar la ficha en la carpeta y echó un vistazo a la
hoja mecanografiada.
—Es nuestro hombre. No cabe duda, mister Markham. Escuche: «Tony
Dude Skeel. Dos años en el reformatorio Elmira, de 1902 a 1904. Un año en
la cárcel de Baltimore por hurto menor, 1906. Tres años en San Quintín por
asalto y robo, de 1908 a 1911. Detenido en Chicago por allanamiento de
morada en 1912; caso sobreseído. Detenido y juzgado por robo con escalo
en Albany, 1913; exculpado. Dos años y ocho meses en Sing-Sing por
allanamiento de morada y robo con escalo, 1914 a 1916» —dobló el papel y
se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta con la ficha—. Un bonito
historial.
—¿Es lo que querías? —preguntó Bellamy imperturbable.
—¡Exacto! —Heath casi no cabía en sí de gozo.
Bellamy permaneció a la expectativa con un ojo puesto en el fiscal del
distrito; y Markham, como si de repente hubiera recordado algo, cogió una
caja de puros para ofrecer al perito.
—Muy agradecido, señor —dijo el perito, cogiendo dos Mis Favoritas
y guardándoselos con gran cuidado en el bolsillo del chaleco antes de salir
del despacho.
—Permita que utilice su teléfono, mister Markham —dijo Heath.
Llamó a la Brigada Criminal.
—Buscadme a Tony Skeel, Dude Skeel, rápidamente y me lo traéis en
cuanto le encontréis —ordenó a Snitkin—. Busca su dirección en el archivo
y que te acompañen Emery y Burke. Si levanta el vuelo dad la alarma
general y que le cojan; algunos de nuestros muchachos le conocen. Le
encerráis sin preámbulos, ¿enterado...? ¡Y escucha: busca en su casa
herramientas de su «oficio»!; seguramente no tendrá ninguna, pero me
interesa particularmente un escoplo de una pulgada y tres octavos con una
mella en la hoja... Estaré dentro de media hora en el cuartel general.
Colgó el teléfono y se frotó las manos.
—Esto empieza a funcionar —dijo regocijado.
Vance se había aproximado a la ventana y permanecía mirando hacia el
Puente de los Suspiros, con las manos hundidas en los bolsillos. Se volvió
pausadamente y miró a Heath con ojos contemplativos.
—Muy sencillo, ¿verdad? —dijo—. Su amigo Dude puede que haya
reventado el cofre, pero no tiene cabeza como para haber organizado el
resto de la función de anoche.
—Como no soy frenólogo, me guío por sus huellas dactilares —replicó
Heath con desdén.
—Lamentable error en la técnica del enfoque criminal, sargente mio
—rebatió Vance con tono almibarado—. La cuestión de la culpabilidad en
este caso no es tan sencilla como imagina. Es puñeteramente complicada. Y
ese árbitro de la elegancia cuyo retrato lleva usted cerca del corazón
simplemente complica el asunto.
Entrevista forzada

Martes, 11 de septiembre, 8 de la tarde

Markham cenó en el Stuyvesant como era su costumbre, invitándonos


a Vance y a mí. Se figuraba sin duda que nuestra presencia en la mesa
serviría de freno a la intrusión de conocidos, pues no estaba de humor para
enfrentarse a las bromas de los curiosos. Había empezado a llover a última
hora de la tarde, y cuando acabábamos de cenar era ya un aguacero
continuo que amenazaba durar hasta la madrugada. Después de la cena
buscamos un rincón tranquilo en el salón y tomamos asiento fumando
apaciblemente.
Llevábamos allí menos de un cuarto de hora cuando un hombre más
bien robusto, de rostro pesado y sanguíneo y cabello fino y gris, se dirigió
hacia nosotros con paso vivo y decidido, saludando a Markham con un
jovial buenas noches. Aunque no me lo habían presentado, supe que era
Charles Cleaver.
—Me entregaron en recepción su nota, diciendo que quería verme —
hablaba con un tono curiosamente amable para un hombre de su talla; pero
a pesar de la amabilidad, el timbre de voz denotaba cálculo y frialdad.
Markham se levantó y después de estrechar su mano, nos lo presentó,
aunque por lo visto, a Vance ya le había sido presentado en otra ocasión.
Tomó asiento en el sillón que le ofreció Markham, sacó un Corona
Corona, al que despojó cuidadosamente de la punta con un cortador de oro
que llevaba en la cadena del reloj, le dio varias vueltas entre los labios para
humedecerlo y lo encendió colocando las manos en forma de copa.
—Siento molestarle, mister Cleaver —comenzó diciendo Markham—,
pero probablemente habrá leído que una joven llamada Margaret Odell fue
asesinada anoche en su apartamento en la calle 71...
Hizo una pausa y pareció que consideraba el modo de abordar un tema
tan delicado, esperando tal vez que Cleaver tomara la iniciativa de confesar
que conocía a la muchacha. Pero en el rostro de éste no se movió un solo
músculo, y Markham continuó:
—Estoy llevando las pesquisas relativas a la vida de la joven, y he
sabido que usted, entre otros, la conocía bastante.
Volvió a hacer una pausa Cleaver arqueó las cejas imperceptiblemente
pero no dijo nada.
—El hecho es —prosiguió Markham, algo molesto por la actitud
deliberadamente circunspecta del otro—, que mi informe señala que se le
vio a usted con ella en varias ocasiones durante un período de casi dos años.
Naturalmente, la única conclusión a que hemos llegado por nuestras
informaciones es que su interés por miss Odell no era meramente casual.
—¿Ah, sí? —fue un interrogante evasivo y amable.
—Sí —repitió Markham—. Y debo decirle, mister Cleaver, que no es
momento para fingimientos ni elusiones. Le estoy hablando,
fundamentalmente ex oficio, porque pensé que podría usted ayudarme a
aclarar las cosas. Creo que puedo decirle que actualmente sólo hay una
persona sobre la que recaen graves sospechas y que esperamos detenerla
muy pronto. Pero, de todas formas, necesitamos ayuda, y por eso le rogué
que sostuviéramos una charla en el club.
—¿Y en qué modo puedo ayudarle? —el rostro de Cleaver permaneció
impasible y sólo sus labios se movieron al plantear la pregunta.
—Conociendo a la joven, como usted la conocía —expuso Markham
pacientemente—, seguramente sabrá algo, digamos... ciertos detalles o
confidencias que podrían esclarecer el brutal y al parecer inesperado
asesinato.
Cleaver permaneció callado unos instantes. Dirigió la mirada hacia la
pared que tenía frente a él, pero su rostro siguió impasible. Finalmente dijo:
—Mucho me temo no poder complacerle.
—Su actitud no es precisamente la que cabría esperarse de alguien con
la conciencia tranquila —replicó Markham ligeramente resentido.
El hombre dirigió una mirada levemente inquisitiva al fiscal del
distrito.
—¿Qué tiene que ver que yo conociera a la muchacha con su
asesinato? Ella no me confío quién iba a ser su asesino. Ni siquiera me dijo
que conociera a nadie que tratara de estrangularla. Si lo hubiera sabido, lo
habría evitado con toda seguridad.
Vance estaba sentado junto a mí, algo apartado de ellos dos; se inclinó
y me dijo al oído en voz baja: «Markham ha dado con otro leguleyo...,
pobre hombre. Un fracaso».
Por muy desfavorable que hubiera sido el inicio del diálogo, pronto se
convirtió en una pugna sorda en la que Cleaver finalmente tuvo que
capitular. Markham, pese a su cortesía y gentileza era un adversario de
grandes recursos y no tardó en sacarle a Cleaver información interesante.
En respuesta a la contrarréplica irónicamente evasiva de Cleaver,
Markham se volvió bruscamente hacia él y le dijo inclinándose hacia
delante:
—Mister Cleaver, no está usted en el banquillo haciendo su propia
defensa, por mucho que se crea merecedor de ello.
Cleaver, sin responder, volvió a mirarle fijamente. Markham sostuvo la
mirada, mientras le estudiaba, decidido a descifrar al máximo su actitud
indolente. Pero al parecer Cleaver estaba dispuesto a que en este vis à vis no
se aclarara absolutamente nada, y los rasgos faciales que escudriñaba
Markham permanecían inmutables. Finalmente Markham se reclinó hacia
atrás en el sillón.
—No importa mucho —dijo como quien no quiere la cosa— que
hablemos de ello esta noche en el club. Si prefiere comparecer por la
mañana en mi despacho acompañado por un guardia, me encantará
recibirle.
—Como usted guste —contestó Cleaver hostil.
—Pues ya verá lo que escribirán los periodistas en sus diarios —
replicó Markham—. Les explicaré la situación y les haré un informe verbal
de esta entrevista.
—Pero si no tengo nada que decirle —ahora había en sus palabras un
tono más conciliador; era evidente que no le agradaba en absoluto que se
aireara el asunto.
—Eso es lo que me dijo antes —dijo Markham con frialdad—. Por lo
tanto, buenas noches.
Markham se volvió hacia nosotros como quien ha puesto punto final a
un episodio desagradable.
Pero Cleaver no hacía ademán de marcharse. Siguió fumando
pensativo un par de minutos y luego lanzó una breve carcajada que no
alteró en nada la impasibilidad de sus facciones.
—¡Qué diablo! —barbulló con humor forzado—. Como usted dice, no
estoy en el banquillo... ¿Qué quiere saber?
—Ya le he puesto al corriente —la voz de Markham traicionaba su
irritación—. Ya sabe lo que quiero. ¿Cómo vivía la Odell? ¿Quiénes eran
sus íntimos? ¿Quién puede haber deseado eliminarla? ¿Qué enemigos tenía?
Algo que nos lleve a una explicación del crimen... Y, por cierto —añadió
cáustico—, cualquier cosa que descarte cualquier intervención sospechosa
por parte de usted en el asunto directa o indirectamente.
Cleaver sufrió una crispación al oír las últimas palabras e inició una
indignada protesta. Pero inmediatamente cambió de táctica. Con una sonrisa
de desdén sacó una cartera de piel y de ella un papel que entregó a
Markham.
—Se me puede descartar fácilmente —exclamó muy confiado—. Es
un exhorto de comparecencia urgente de Boonton, Nueva Jersey.
Compruebe el día y la noche: diez de septiembre a las once y media;
anoche. Iba en coche hacia Hopatcong y un motorista me detuvo cuando
atravesaba Boonton en dirección hacia Mountain Lakes. Tengo que ir
ajuicio allí mañana par la mañana. ¡Qué fastidio esos magistrados de
provincias! —lanzó a Markham una mirada pausada, calculadora—. ¿No
podría usted arreglármelo? Hasta Nueva Jersey hay un largo viaje y mañana
tengo mucho que hacer.
Markham, que había hojeado el exhorto con indiferencia, se lo guardó
en el bolsillo.
—Me ocuparé de ello —prometió sonriendo amablemente—. Ahora
dígame lo que sabe.
Cleaver aspiró meditabundo el humo de su habano. Luego se reclinó,
cruzó las piernas y empezó a decir con aparente candor:
—Dudo mucho de que yo sepa algo que pueda servirle... Me gustaba
la Canario, como la llamaban; en realidad hubo una época en que tenía
mucha relación con ella. Hice algunas tonterías, le escribí muchas cartas
que no debía cuando fui a Cuba el año pasado. Hasta me hice una foto con
ella en Atlantic City —acompañó estas últimas palabras con un gesto de
reprobación—. Luego, ella empezó a enfriarse y a tomar una actitud
distanciada, no acudió a varias citas. Le armé un escándalo, pero como
única respuesta me pidió dinero...
Se detuvo un instante contemplando la ceniza de la punta del habano.
De sus ojillos brotó un fulgor de odio mientras se tensaban los músculos de
sus mandíbulas.
—De nada sirve mentir. Ella tenía las cartas y otras cosas y me sacó
una buena suma a cambio de ellas...
—¿Cuándo fue eso?
—En junio pasado —luego se apresuró a añadir con amargura—:
Mister Markham. No quiero manchar la memoria de un muerto, pero esa
mujer era la chantajista más baja y con mayor sangre fría que he conocido
en mi vida. Y le diré algo: no era yo el único. Tenía a otros amenazados...
Supe que al viejo Louis Mannix le sacó una buena tajada... Él me lo
confesó.
—¿Podría indicarme los nombres de los otros caballeros? —inquirió
Markham tratando de disimular su interés—. Ya conozco el asunto de
Mannix.
—No —respondió Cleaver compungido—. He visto a la Canario aquí
y allí con distintos acompañantes, especialmente uno que he visto
últimamente, pero no los conocía.
—Supongo que la historia de Mannix ha quedado enterrada por el
tiempo transcurrido.
—Sí; una vieja historia. No creo que le sirva para su caso. Pero hay
otras, más recientes que la de Mannix, que podrían aclararle algo, si logra
encontrar a los interesados. Yo me tomo las cosas con tranquilidad, pero
hay muchos que montarían en cólera si les hiciera lo que me hizo a mí.
A pesar de su confesión, Cleaver no me pareció un hombre tranquilo,
sino un individuo frío, contenido, impávido, cuya impasibilidad era
absolutamente producto de su autocontrol y cálculo.
Markham le estudiaba a fondo.
—¿Cree usted entonces que su muerte pudo ser debida a una venganza
por parte de algún admirador frustrado?
Cleaver pensó cuidadosamente la respuesta.
—Parece lógico. Iba por una pendiente peligrosa.
Hubo un breve silencio, al cabo del cual Markham preguntó:
—¿Conoce usted a un joven en quien ella estaba muy interesada,
guapo, bajito, bigote rubio, ojos claros azules, llamado Skeel?
Cleaver lanzó un bufido desdeñoso.
—No era ése su tipo..., no le gustaban los jóvenes, por lo que yo sé.
En aquel momento se acercó un botones a Cleaver, haciéndole una
reverencia.
—Perdone, señor, hay una llamada para su hermano. Party dijo que era
importante y como su hermano no está en el club, la telefonista pensó que
tal vez supiera usted adonde ha ido.
—¿Cómo iba a saberlo? —dijo Cleaver con un resoplido de
indignación—. No vuelvan a molestarme con esas llamadas.
—¿Su hermano de la ciudad? —preguntó Markham al azar—. Le
conocí hace años. Es de San Francisco, ¿verdad?
—Sí; un ferviente californiano. Está de visita en Nueva York un par de
semanas, así que apreciará aún más Frisco
[29]cuando regrese.
Me pareció que nos daba esa explicación con reticencia, y tuve la
impresión de que Cleaver estaba molesto por algo. Pero por lo visto
Markham estaba demasiado enfrascado en el problema para advertir el aire
disgustado del otro, ya que inmediatamente volvió al tema del asesinato.
—Yo conozco un hombre que estaba interesado hace poco por la
Odell; puede que sea el mismo con quien usted la ha visto: alto, de unos
cuarenta y cinco años, con bigote gris recortado.
Me di cuenta enseguida de que describía a Spotswoode.
—Ése es —asintió inmediatamente Cleaver—. La semana pasada los
vi juntos en Mouquin’s.
—Lamentablemente, está descartado de la lista... —dijo Markham
decepcionado—. Pero tal vez haya alguien que fuera confidente de la mujer.
¿Está seguro de que no puede usted estrujar su cerebro positivamente?
Cleaver reflexionó unos instantes.
—Recuerdo a alguien que merecía su confianza —dijo—. El doctor
Lindquist, su nombre es Ambroise, creo, y vive por las calles cuarenta cerca
de Lexington Avenue. Pero no sé si les podrá ayudar. De todas formas hubo
una época en que era muy allegado a la difunta.
—¿Quiere usted decir que ese doctor Lindquist estuvo interesado por
ella extraprofesionalmente?
—Preferiría no hablar —Cleaver dio unas chupadas al habano como si
debatiera internamente los pros y contras—. Bueno, los hechos son que
Lindquist es uno de esos especialistas exclusivos de la alta sociedad, él se
dice neurólogo, y creo que dirige una especie de clínica privada para
mujeres nerviosas. Debe tener dinero y, naturalmente, su nivel social es
muy elevado... El tipo de persona que la Canario habría elegido como
fuente de ingresos. Y yo sé que él solía visitarla mucho más de lo que un
médico de esa especialidad suele hacerlo generalmente. Una noche, cuando
llegué al apartamento, él estaba allí, ella me lo presentó y él fue muy poco
cortés.
—Bueno, al menos echaremos un vistazo —dijo Markham sin mucho
entusiasmo—. ¿No se le ocurre nadie que pueda saber algo útil?
Cleaver negó con la cabeza.
—No... Nadie.
—¿Y ella nunca le mencionó algo que le indujera a pensar que temía a
alguien o que esperaba complicaciones?
—Ni una palabra. El hecho es que la noticia me dejó parado. Nunca
leo periódicos, salvo el Herald de la mañana y por la noche The Daily
Racing Form naturalmente. Y como esta mañana el Herald no traía la
crónica del asesinato no me enteré hasta antes de comer. Los que jugaban
en el salón de billar estaban comentándolo y entonces salí a buscar un
periódico de la tarde. Si no hubiera sido por eso no me habría enterado
hasta mañana.
Markham siguió hablando con él del caso hasta las ocho y media, pero
sin sacar nada en claro. Finalmente Cleaver se levantó para marcharse.
—Siento no haber podido serle más útil —dijo. Ahora su rostro
rubicundo estaba radiante y estrechó la mano de Markham amistosamente.
—Has manejado muy bien a ese juerguista viscoso, ¿sabes? —
comentó Vance después de marcharse Cleaver—. Pero hay algo en él muy
intrigante. La transición de su marmórea impasibilidad de avezado jugador
a sus verborreicas confidencias fue muy brusca..., sospechosamente brusca,
a decir verdad. Puede que yo sea muy mal pensado, pero no me pareció
precisamente un dechado de sinceridad. Quizás sea porque no me gustan
sus ojos fríos y sanguíneos... No armonizan con su efusiva imitación de esa
franqueza bonachona.
—Hay que tener en cuenta su embarazosa posición —sugirió
Markham compasivo—. No es precisamente agradable que le chantajeen a
uno.
—Pero, de todas formas, si le devolvió las cartas en junio, ¿por qué
seguía haciendo la corte a la dama? Heath dijo que en ese aspecto siguió
activo hasta el final.
—Puede que sea el eterno enamorado —sonrió Markham—. Quién
sabe... Sea lo que sea, nos dio una posible fuente de información en el
doctor Lindquist.
—Ya lo creo —comentó Vance—. Y es lo único de su apasionada
revelación que me parece positivo. Fue la única información que soltó con
una auténtica reserva—. Mi opinión es que hables sin dilación con ese
Esculapio del bello sexo.
—Estoy rendido —manifestó Markham—. Dejémoslo para mañana.
Vance lanzó una ojeada al reloj de la chimenea.
—Admito que es algo tarde, pero, como decía Pitaco
[30], ¿por qué no agarrar al tiempo por los pelos?:

Quien deja pasar la suerte no la vuelve a ver:


La ocasión, cuando pasa, se queda atrás.

Pero el viejo Catón se anticipó a Cowley


[31].
En su Disticha de Moribus escribió: Fronte capillata...
—¡Vámonos pues! —protestó Markham levantándose—.
Contengamos como sea esa oleada de erudición.
En busca de información

Martes, 11 de septiembre, 9 de la noche

Diez minutos más tarde llamábamos al timbre de un majestuoso


caserón en la calle 44.
Nos franqueó la entrada un criado suntuosamente uniformado al que
Markham entregó una tarjeta de visita.
—Désela al doctor y dígale que es urgente.
—El doctor está acabando de cenar —le contestó el lujoso mayordomo
mientras nos introducía en una sala de espera ricamente amueblada con
mullidos sillones, cortinajes de seda y tenue iluminación.
—El serrallo típico de un ginecólogo —comentó Vance mirando a su
alrededor—. Seguro que el pachá es un personaje majestuoso y elegante.
Su predicción resultó cierta. El doctor Lindquist entró momentos
después en el saloncito escrutando la tarjeta del fiscal como si se tratara de
una inscripción cuneiforme difícil de descifrar. Era un hombre alto de casi
cincuenta años, de abundante cabello, cejas bien pobladas y piel
extraordinariamente pálida. Su rostro era alargado y, pese a una asimetría de
facciones, se le podía considerar bien parecido. Vestía atuendo de noche y
sus modales traslucían la precisión consciente de un individuo
impresionado por su propia importancia. Tomó asiento ante un escritorio en
forma de riñón de caoba labrada mientras observaba con cortés curiosidad a
Markham.
—¿A qué se debe el honor de su visita? —preguntó con voz
melodiosa, sabiamente estudiada, deteniéndose con fruición en cada una de
las palabras—. Ha sido una suerte que me haya encontrado —añadió sin dar
tiempo a que Markham contestase—. Sólo recibo pacientes previa cita —se
veía que le causaba cierta humillación habernos recibido sin un complicado
ceremonial previo.
Markham, de natural contrario a circunloquios y evasivas, fue directo
al grano.
—No se trata de una consulta profesional, doctor; quiero hablar con
usted sobre una de sus antiguas pacientes: miss Margaret Odell.
El doctor Lindquist contempló el pisapapeles de oro que tenía sobre el
escritorio con ojos vacuos tratando de recordar.
—Ah, sí. Miss Odell. Acabo de leer su trágico fin. Un lamentable acto
de violencia... ¿Y en qué puedo ya ayudarle? Ya comprenderá, por
supuesto, que la relación entre un facultativo y su paciente es estrictamente
confidencial...
—Lo entiendo perfectamente —le interrumpió Markham secamente—.
Por otra parte, es la sagrada obligación de todo ciudadano ayudar a las
autoridades a hacer justicia en un crimen. Y si tiene usted algo que decirme
que coadyuve a tal propósito, espero que me lo exponga.
El médico levantó ligeramente la mano a título de cortés protesta.
—Por supuesto que haré cuanto pueda para ayudarle si me indica sus
deseos.
—No vale la pena andarse con rodeos, doctor —dijo Markham—. Sé
que miss Odell fue su paciente hace tiempo; y opino que es muy posible, si
no probable, que le informara de ciertos asuntos íntimos que pueden
guardar relación directa con su muerte.
—Pero, querido mister... —el médico echó un vistazo petulante a la
tarjeta—, ah, Markham, mis relaciones con miss Odell eran estrictamente
profesionales.
—Sin embargo, tengo entendido —lanzó Markham— que aunque lo
que usted afirma sea técnicamente cierto, había, no obstante, cierta...
digamos informalidad en tales relaciones. Quizá lo exprese mejor si digo
que su actitud profesional trascendió el mero interés científico por la
paciente.
Pude ver cómo Vance hacía grandes esfuerzos por no soltar una
carcajada; y yo mismo apenas pude contener una sonrisa escuchando el
verborreico circunloquio de Markham. Pero el doctor Lindquist no parecía
sorprendido lo más mínimo. Adaptando un aire de fingida reflexión, dijo:
—Confieso, por mor de la más estricta veracidad, que durante el
tratamiento de este caso, en alguna medida prolongado, llegué a sentir por
la joven, ¿cómo diría...?, cierto afecto paternal. Pero dudo mucho que ella
se percatara de este dulce sentimiento por mi parte.
Las comisuras de los labios de Vance se contrajeron tenuemente.
Desde su asiento contemplaba al médico con los ojos semientornados y un
aire de conspicuo regocijo.
—¿Y ella no le dijo en ninguna ocasión algo de su vida íntima que la
causara ansiedad? —insistió Markham.
El doctor Lindquist juntó las manos formando una pirámide como si
dedicara una profunda reflexión a la pregunta.
—No, no recuerdo nada en tal sentido —sus palabras eran mesuradas y
correctas—. Naturalmente que sabía, en términos generales, su forma de
vida; pero entenderá usted fácilmente que los detalles de la misma
escapaban totalmente a mi competencia en tanto que facultativo. Su
trastorno nervioso se debía —según llegué a la conclusión en mi
diagnóstico— a que se acostaba tarde, se excitaba, comía copiosa e
irregularmente, lo que, según creo, vulgarmente se llama vivir bien. Las
mujeres de hoy, en esta época trepidante, señor...
—¿Puedo preguntarle cuándo la vio por última vez? —interrumpió
Markham impaciente.
El médico hizo un gesto exagerado de sorpresa.
—¿Cuándo la vi por última vez...? Veamos —parecía tener gran
dificultad en recordar la fecha—. Hace dos semanas, quizás... aunque puede
que haga más. No consigo recordarlo... ¿Quiere que consulte mis archivos?
—No es necesario —respondió Markham, haciendo una pausa y
mirando al médico con desarmante afabilidad—. Esta última visita ¿fue de
índole paternal o estrictamente profesional?
—Profesional, desde luego —dijo el médico con mirada impasible y
distanciado interés; pero yo estaba convencido de que su cara no era
precisamente el espejo del alma.
—La visita ¿tuvo lugar aquí o en su apartamento?
—Creo que la visité a domicilio.
—La visitaba usted mucho, doctor, según tengo entendido, y a horas
más bien infrecuentes... ¿Concuerda esto con su costumbre de visitar a los
pacientes por cita previa?
Markham mantenía su tono amable, pero por la índole de la pregunta,
sabía que estaba francamente irritado por la blandengue hipocresía del
neurólogo, consciente de que ocultaba deliberadamente información
importante.
Pero antes de que el doctor Lindquist pudiera contestar, apareció el
criado en la puerta e indicó discretamente a su señor un teléfono supletorio
colocado sobre un taburete junto al escritorio. El médico musitó una
ceremoniosa excusa y cogió el receptor.
Vance aprovechó la oportunidad para escribir apresuradamente algo en
un trozo de papel y pasárselo subrepticiamente a Markham.
Después de contestar la llamada el doctor Lindquist se irguió arrogante
y mirando cara a cara a Markham dijo con frío desdén:
—¿Es competencia del fiscal del distrito hostigar a un médico
respetable con preguntas insultantes? No sabía que fuera ilegal que un
médico visite a sus pacientes.
—No estoy hablando ahora —Markham hizo hincapié en el adverbio
— de sus transgresiones de la ley; pero ya que sugiere una posibilidad que,
puedo asegurarle, no había considerado, ¿tendría la amabilidad de decirme,
a título de simple formulismo, dónde estaba usted anoche entre las once y
las doce?
La pregunta fue de efecto fulminante. El doctor Lindquist perdiendo de
repente todo su aplomo fue levantándose poco a poco, rígido, lanzó una
mirada de odio al fiscal del distrito. Se había desvanecido su máscara de
afabilidad, y noté que su rabia reprimida ocultaba otro tipo de emoción; su
expresión escondía temor y su ira velaba parcialmente una angustiosa
inseguridad.
—No le concierne en absoluto dónde estuve anoche —dijo
pronunciando con gran esfuerzo las palabras con la respiración
entrecortada.
Markham esperó como si no le hubiera oído, fijando impasible su
mirada en él. Este examen impávido tuvo por efecto vulnerar el autocontrol
de neurólogo.
—¿A qué viene esto de entrar aquí haciendo insinuaciones
reprobatorias? —exclamó. Su rostro, lívido y avejentado, se crispaba
horriblemente y sus manos eran presa de espasmos; todo su cuerpo se
agitaba tembloroso—. ¡Salga de aquí... con sus dos esbirros! ¡Fuera de aquí
antes de que los eche!
El propio Markham se había puesto en pie furioso y estaba a punto de
replicar, cuando Vance cogiéndole del brazo dijo:
—El doctor insinúa amablemente que nos vayamos —con
sorprendente rapidez apartó a Markham del escritorio conduciéndole con
firmeza fuera del salón.
Ya en el taxi camino del club, Vance comentó con una risita:
—¡Vaya un ejemplar! Paranoico. O mejor dicho, locura maníaco-
depresiva; la típica folie circulaire
[32]: períodos recurrentes de excitación maníaca, alternados con períodos de
clara normalidad. De todos modos, el trastorno del doctor entra en la
categoría de las psicosis... asociadas a maduración o mengua del instinto
sexual. Es la edad justa. Un degenerado neurótico; eso es lo que es ese
Hipócrates untuoso. Un minuto más y se habría lanzado sobre ti... ¡Cielos!
He hecho bien en rescatarte. Estos individuos son tan peligrosos como las
serpientes de cascabel.
Terminó su parrafada con un gesto de desaliento.
—Verdaderamente, Markham, querido amigo —prosiguió—, deberías
fijarte más en los rasgos craneales de los que tratas, vultus est index animi
[33].¿No viste acaso la enorme frente rectangular del caballero, sus cejas
irregulares, sus ojos claros fulgentes y esas orejas protuberantes de bordes
superiores finos, trago
[34] puntiagudo y lóbulo partido...? Astuto diablo este galeno; pero un
auténtico imbécil. Ten cuidado con esos rostros seudopiriformes, Markham;
deja para las damas equivocadas su reminiscencia apolínea.
—Me pregunto qué es lo que puede realmente saber —farfulló
Markham irritado.
—Oh, algo sabe... de eso estate seguro. Y si lo supiéramos,
avanzaríamos notablemente en la investigación. Además, la información
que oculta está desagradablemente relacionada con él. Su euforia ha
quedado malparada. Se excedió en modales grandilocuentes, pero su
discurso fulminante de despedida ha sido la auténtica expresión del afecto
que nos profesa.
—Sí —asintió Markham—. La pregunta sobre sus pasos anoche actuó
de detonante. ¿Qué te impulsó a sugerirme que se la hiciera?
—Varias cosas: su afirmación gratuita y claramente mendaz de que
acababa de leer lo del crimen, su discurso totalmente fingido sobre la
sacralidad de las confidencias profesionales, la confesión cautelosa e
hipócrita de sus sentimientos paternales para con la muchacha, su elaborado
esfuerzo por recordar cuándo la había visto por última vez, sobre todo esto;
y los signos psicopáticos de su fisonomía.
—Cierto —reconoció Markham—, la pregunta causó su efecto... Creo
que volveremos a ver a este elegante doctor.
—Volverás a verle —repitió Vance—. Le cogimos desprevenido, pero
con tiempo para reflexionar el asunto y urdir una historia interesante,
resultará muy locuaz. —En fin, es tarde; puedes dedicarte a meditar sobre
las ranunculáceas hasta mañana.
Pero no había concluido la velada en lo referente al caso Odell.
Llevábamos un rato en el salón de tertulia del club, cuando un hombre se
acercó al rincón en que nos hallábamos e hizo una cortés reverencia a
Markham. Markham, para mi sorpresa, se puso en pie, le saludó y le ofreció
un sillón.
—Hay otra cosa que quería preguntarle, mister Spotswoode —dijo—,
si dispone de un momento.
Al oír el nombre, miré detenidamente al individuo, pues confieso que
sentía cierta curiosidad por el acompañante desconocido de la víctima la
noche de autos. Spotswoode era el típico aristócrata de Nueva Inglaterra,
envarado, de gestos pausados, reservado, vestido discretamente pero a la
moda. Tenía el cabello y el bigote ligeramente grises, lo que sin duda hacía
resaltar su tez rosada Medía casi un metro ochenta y era bien
proporcionado, aunque de huesos algo marcados.
Markham nos lo presentó, explicándole en pocas palabras que le
ayudábamos en el caso y que había creído conveniente que fuéramos
testigos de su confidencia.
Spotswoode le miró reticente, pero inmediatamente acató la decisión.
—Estoy en sus manos, mister Markham —dijo con voz firme aunque
algo atiplada—, y estoy de acuerdo con lo que usted considere conveniente
—se volvió hacia Vance con una sonrisa de excusa—. Me hallo en una
desagradable situación y naturalmente me siento algo afectado.
—Yo soy algo contradictorio también —le dijo Vance para
congraciarse—. Pero no soy un moralista; por lo que mi actitud ante el
asunto es más bien académica.
Spotswoode lanzó una discreta carcajada.
—Desearía que mi familia adoptara la misma actitud, pero mucho me
temo que no sean tan tolerantes con mis debilidades.
—Debo decirle con toda sinceridad, mister Spotswoode —interrumpió
Markham—, que existe la clara posibilidad de que tenga que hacerle
comparecer como testigo.
Spotswoode alzó inmediatamente los ojos y su rastro se ensombreció
pero no hizo comentario alguno.
—El hecho es que —prosiguió Markham— estamos a punto de
proceder a un arresto, y podemos necesitar su testimonio para establecer la
hora de regreso de miss Odell al apartamento, e igualmente substanciar el
hecho de que probablemente había alguien en la casa cuando usted se fue.
Los gritos y la demanda de auxilio, que usted oyó, pueden constituir una
prueba crucial para obtener la convicción.
Spotswoode parecía totalmente apesadumbrado ante la posibilidad de
que se supieran públicamente sus relaciones con la mujer, y durante unos
minutos estuvo inmóvil en su asiento con la mirada perdida. Por fin dijo:
—Comprendo su posición, pero sería terrible si se supieran mis
andanzas.
—Podemos evitar completamente esa eventualidad —apuntó
Markham para animarle—. Le prometo que no le haremos comparecer si no
es absolutamente necesario... Y lo que quería preguntarle ahora es esto:
¿Conoce por casualidad a un tal doctor Lindquist, que, según entiendo, era
el médico particular de miss Odell?
Spotswoode mostró gran sorpresa.
—Nunca he oído ese nombre —respondió—. En realidad, miss Odell
nunca me habló de ningún médico.
—Y ¿la oyó usted mencionar alguna vez el nombre de Skeel... o
referirse a alguien llamado Tony?
—Nunca —afirmó rotundamente.
Markham, decepcionado, quedó en silencio. Mientras Spotswoode
permanecía también callado, como ausente.
—Sabe usted, mister Markham —dijo al cabo de unos minutos—,
debería darme vergüenza confesarlo, pero lo cierto es que me preocupaba
mucho por la chica. Supongo que habrán ustedes dejado el apartamento
como estaba... —vaciló y vimos en sus ojos un fulgor como de súplica—.
Me gustaría volver allí, si es posible.
Markham le miró compasivo, pero hizo con la cabeza un gesto
negativo.
—Yo no lo haría Le reconocería el telefonista... O puede haber algún
periodista, y entonces sí que no podré dejarle al margen del caso.
El hombre mostró su decepción, pero no protestó y durante varios
minutos estuvo sin decir palabra. Luego Vance se incorporó levemente en
su asiento.
—Mister Spotswoode, por favor, ¿recuerda por casualidad algo raro
que ocurriera anoche durante la media hora que estuvo con miss Odell
después del teatro?
—¿Raro? —por su gesto vimos que le sorprendía la pregunta—. Al
contrario. Charlamos un rato y luego, como parecía cansada, le di las
buenas noches y me marché, conviniendo una cita para almorzar juntos hoy.
—Sin embargo, vistos los hechos, nos parece seguro que había otro
hombre escondido en el apartamento mientras usted estaba allí.
—De eso no cabe duda —asintió Spotswoode con un amago de
estremecimiento—. Y sus gritos indican que debió salir de su escondite a
los pocos minutos de yo marcharme.
—¿Y usted no lo sospechó al oírla pedir auxilio?
—Naturalmente que sí; al principio. Pero como luego me aseguró que
no pasaba nada, me decidí a marcharme, achacando los gritos a que había
sufrido una pesadilla. Sabía que estaba cansada y la había dejado sentada en
el sillón de mimbre junto a la puerta, de donde me pareció que procedían
los gritos; por lo tanto, me figuré que se había quedado adormecida y
soñaba en voz alta... ¿Por qué lo daría por sentado...? ¡Me atormenta
pensarlo!
Vance guardó silencio un instante y luego preguntó:
—¿Prestó usted atención por casualidad a la puerta del armario del
salón? ¿Estaba abierta o cerrada?
Spotswoode cerró los ojos como si intentara visualizar la escena, pero
no pudo dar una respuesta.
—Supongo que estaba cerrada. Seguramente lo habría advertido si
hubiera estado abierta.
—Entonces no podría decir si la llave estaba o no en la cerradura...
—¡Santo Dios, no! Ni siquiera sé si tenía llave.
Estuvimos hablando del caso media hora más, hasta que Spotswoode
pidió excusas y se marchó.
—Es curioso —masculló Markham— que un hombre de su clase
pudiera sentirse atraído por esa mariposa sin espíritu.
—Yo diría que es bastante lógico —replicó Vance—. Eres un moralista
incorregible, Markham.
Evidencia circunstancial

Miércoles, 12 de septiembre, 9 de la mañana

Al día siguiente, miércoles, se produjo no sólo un hecho importante y


que parecía concluyente en el caso Odell, sino que también se inició la
intervención activa en la investigación. El factor psicológico del caso le
atraía irresistiblemente y pensaba ya en aquella fase de las pesquisas que no
íbamos a lograr solucionarlo con los métodos policiacos habituales. Había
encomendado a Markham que le llamara un poco antes de las nueve, y
fuimos directamente en coche al despacho del fiscal.
Heath nos esperaba impaciente cuando llegamos. Su expresión
anhelante y triunfal indicaba inequívocamente buenas noticias.
—Las cosas van estupendamente —dijo, mientras tomábamos asiento.
Él estaba demasiado exaltado para relajarse y permaneció en pie frente al
escritorio de Markham dando vueltas entre sus dedos a un grueso habano—.
Hemos cogido a Dude; ayer tarde a las seis, y le cogimos con las manos en
la masa. Uno de los muchachos, Riley, de patrulla por la Sexta Avenida a la
altura de las calles treinta, le vio bajar de un autobús y dirigirse a la tienda
de empeños McAnerny’s. Riley hizo una seña al agente de tráfico de la
esquina y siguió los pasos de Dude. Enseguida llegó el agente de tráfico con
un policía que había encontrado y los tres echaron el guante a nuestro
estilista mientras empeñaba esta sortija.
Y diciendo esto puso encima del escritorio del fiscal un anillo con un
solitario tallado engarzado en platino.
—Yo estaba en la oficina cuando le trajeron y envié a Snitkin a Harlem
a ver qué decía la criada, y ésta lo identificó como propiedad de la Odell.
—Pero, sargento, ¿formaba esto parte de la bijouterie que llevaba la
dama anteanoche? —Vance planteó la pregunta distraídamente.
Heath tuvo un sobresalto y le miró malhumorado.
—¿Y qué si no lo llevaba? Esto salió del cofre forzado o yo soy Ben-
Hur.
—Bien, bien —musitó Vance, volviendo a su letargo.
—Y fíjese qué suerte —dijo exultante Heath volviéndose hacia
Markham—. Esto relaciona directamente a Skeel con el asesinato y con el
robo.
—¿Qué dice Skeel de ello? —preguntó Markham inclinándose sobre la
mesa—. Supongo que le habrá interrogado.
—Sí, lo hicimos —replicó el sargento, con voz de preocupación—. Le
tuvimos despierto toda la noche y estuvimos trabajándole. Él sostiene esta
historia: que la chica le dio el anillo hace una semana, y que no volvió a
verla hasta anteayer en que fue al apartamento entre las cuatro y las cinco,
recuerde que la doncella dijo que estaba fuera en ese momento, y que entró
y salió por la puerta lateral que a aquella hora estaba abierta. Reconoce que
volvió a las nueve y media a la noche, pero alega que cuando vio que ella
no estaba, regresó a su casa y no volvió a salir. Su coartada es que estuvo
con su patrona hasta después de medianoche jugando al Khun Khan y
bebiendo cerveza. Esta mañana fui allí y la patraña corroboró la historia.
Pero no quiere decir nada. La casa es una guarida y la vieja, además de
empinar el codo, ha estado a la sombra un par de veces por robar en tiendas.
—¿Qué dice Skeel de las huellas?
—Dice que las hizo cuando estuvo por la tarde, claro.
—¿Y la del tirador del armario?
Heath dejó oír un gruñido despectivo.
—También tiene respuesta para eso: dice que le pareció oír que alguien
venía y se encerró en el armario, porque no quería que le vieran y
estropearle el plan a la Odell.
—Qué considerado en esfumarse —intervino Vance—. Enternecedora
lealtad.
—No creerá a esa rata, ¿verdad, mister Vance? —dijo Heath con
indignación.
—No es que le crea. Pero nuestro Antonio endosa un cuento lógico.
—Demasiado lógico para mí —gruñó el sargento.
—¿Y eso es todo lo que le ha sacado?
Estaba claro que Markham no quedaba muy satisfecho con los
resultados del tercer grado de Heath.
—Más o menos, señor. Se aferró a esa historia como una lapa.
—¿No encontró el escoplo en su casa?
Heath admitió que no lo había encontrado, y añadió:
—Era de esperar que no lo tuviera allí.
Markham reflexionó durante unos instantes sobre los hechos.
—No estoy muy seguro de que tengamos el caso redondo, por mucho
que estemos convencidos de la culpabilidad de Skeel. Puede que su
coartada sea débil, pero relacionándola con el testimonio del telefonista, me
inclino a creer que cobraría peso en el juicio.
—¿Y el anillo, señor? —Heath no podía ocultar su decepción—. ¿Y
sus amenazas, sus huellas, sus antecedentes...?
—Factores concurrentes tan sólo —aclaró Markham—. En un
homicidio se necesita algo más que un caso prima facie. Un buen abogado
criminalista podría lograr su absolución en veinte minutos, aunque
consiguiéramos un auto de acusación. No es imposible que la mujer le diera
el anillo hace una semana, recuerden que la doncella dijo que por aquellas
fechas la estaba pidiendo dinero. Y no hay nada que demuestre que las
impresiones dactilares no fueron realmente hechas el lunes por la tarde.
Además, no podemos relacionarlo con el escoplo, pues no sabemos quién
cometió el robo de Park Avenue el verano pasado. Su historia se ajusta
perfectamente a los hechos, y no se puede detectar en ella ninguna
contradicción.
Heath se encogió de hombros desalentado como si de repente se
encontrara en medio del océano.
—¿Qué quiere que hagamos con él? —preguntó abatido.
Markham quedó pensativo; también a él se le notaba desconcertado.
—Creo que antes le echaré un vistazo.
Pulsó un timbre y ordenó a un funcionario que preparase los
formularios al caso. Los firmó por duplicado y encomendó a Swacker que
se los llevara a Ben Hanlon.
—Pregúntale por las camisas de seda —sugirió Vance—. Y si puedes,
averigua si considera de rigueur llevar chaleco con un traje de noche.
—Este despacho no es una sastrería —replicó Markham.
—Pero, Markham, querido amigo, no vas a sacar nada más de ese
Petronio.
Diez minutos más tarde apareció el preso esposado conducido por un
guardia.
Por su aspecto aquella mañana, no hacía honor a su apodo de Dude
[35].
Aunque se le veía ojeroso y pálido por las tribulaciones sufridas la
noche anterior, sin afeitar, despeinado, caídas las guías del bigote y la
corbata arrugada, se mostraba gallardo y despreciativo. Lanzó a Heath una
mirada desafiante y permaneció ante el fiscal con fanfarrón
distanciamiento.
Ante las preguntas de Markham repitió machaconamente la historia
indicada por Heath. Se obstinaba en los detalles con la exactitud de alguien
que ha aprendido con gran esfuerzo una lección y se la sabe de memoria.
Markham utilizó halagos, amenazas, trucos, y olvidando su natural
afabilidad, se convirtió en una máquina inexorable acosándole a preguntas.
Pero Skeel, como si tuviese nervios de acero, aguantó la andanada del
interrogatorio sin parpadear; y, confieso que su resistencia despertó cierta
admiración por mi parte pese a la repulsión que me inspiraba, como persona
y por lo que representaba.
Al cabo de media hora, Markham cedió, sin haber conseguido obtener
algún tipo de confesión adversa del inculpado. Estaba a punto de tirar la
toalla, cuando Vance se levantó y avanzando lentamente hasta el escritorio,
se sentó en el borde, y miró a Skeel con curiosidad despersonalizada.
—¿Así que eres un fanático del Khun Khan...? —espetó con desdén—.
Un juego idiota. Aunque más interesante que el Conquain o el Ron. Se
jugaba en los clubs de Londres. Creo que es de origen hindú... Supongo que
se sigue jugando con dos barajas y se puede dar jaque-mate.
Skeel frunció involuntariamente la frente. Conocía fiscales de distrito
violentos y estaba acostumbrado a los métodos intimidatorias de la policía,
pero aquel tipo de inquisidor le resultaba totalmente nuevo. Se veía que
estaba hecho un lío y atemorizado, pero decidió enfrentarse a su nuevo
adversario con una sonrisita fatua y arrogante.
—Por cierto —continuó Vance sin cambiar de tono—, ¿uno que esté
escondido en el armario ropero del salón de la Odell puede ver el diván por
el ojo de la cerradura?
La sonrisa se desvaneció súbitamente de su rostro.
—Y, digo yo —prosiguió Vance sin interrupción con los ojos clavados
en su antagonista—, ¿por qué no diste la alarma?
Yo estaba atento al menor movimiento de Skeel, y aunque su expresión
tranquila no se alteró, vi cómo se dilataban sus pupilas. Creo que también
Markham lo advirtió.
—No te molestes en contestar —prosiguió Vance al ver que el joven
tenía intención de hablar—. Pero dime una cosa, ¿no te horrorizó un poco la
escena?
—No sé de qué está hablando —replicó Skeel con suma impertinencia.
Pero a pesar de su sangre fría, su actitud delataba inquietud. En su esfuerzo
por mostrarse indiferente se notaba un cierto artificio que hacía poco
convincentes sus palabras.
—No debió ser una situación agradable —prosiguió Vance sin hacerle
caso—. ¿Cómo te sentiste, acurrucado en la oscuridad, cuando alguien hizo
girar el tirador del armario para entrar?
Aunque no alteró su tono de voz, ahora parecía querer atravesar al
ratero con la mirada.
Skeel tensó los músculos de la cara pero no dijo palabra.
—Suerte que tuviste la precaución de cerrarte por dentro, ¿eh? —
siguió diciendo Vance—. Imagínate que hubiera abierto la puerta... ¡Cielos!
Entonces... ¿qué?
Hizo una pausa y sonrió con una especie de almibarada dulzura aún
más temible que su destemplada agresividad.
—Me pregunto si no tendrías preparado para él tu escoplo... Quizás
habría sido demasiado rápido y fuerte para ti... Quizás te habrías encontrado
con unos pulgares que habrían presionado tu laringe sin darte tiempo a
golpearle, ¿no?... ¿Pensaste eso en la oscuridad? No, no es precisamente
una situación agradable. Más bien horripilante.
—¿Qué se trae entre manos? —dijo Skeel despechado e insolente—.
¡Usted está loco! —había perdido su arrogancia y ahora un destello de
terror cruzaba su rostro. Sin embargo fue un cambio de actitud esporádico,
pues inmediatamente recobró su sonrisa jactanciosa, haciendo un gesto de
suficiencia con la cabeza.
Vance volvió a sentarse en el sillón y se desperezó indiferente, como si
de repente se hubiera desvanecido su interés por el caso.
Markham había estado contemplando la escena atentamente, mientras
que Heath seguía fumando en el sillón, sin poder ocultar su aburrimiento.
Skeel rompió el silencio.
—Bueno, supongo que me encerrarán. ¿Verdad que lo tenían
pensado...? ¡Inténtenlo! —dijo soltando una risotada—. Mi abogado es Abe
Rubin, telefonéenle y díganle que quiero verle.
[36]

Markham indicó con un gesto de disgusto que se llevaran a Skeel.


—¿Adónde querías llegar? —preguntó a Vance cuando hubo salido el
preso.
—Una remota idea en mi interior intenta abrirse paso. —Vance fumó
con delectación un momento—. Pensé que a mister Skeel se le debía
persuadir para que nos abriera su corazón. Por eso traté de impresionarle.
—Eso son trucos —masculló Heath—. Casi creí que iba a preguntarle
si jugaba a las tres en raya o si su abuela era una lechuza.
—Sargento, querido sargento —protestó Vance—, no se enfade. No
pude contenerme. Además... ¿no le sugirió algo mi charla con Skeel?
—Desde luego —saltó Heath—, que estaba escondido en el armario
cuando mataron a la Odell. Pero ¿adónde vamos con eso? Así descartamos
a Skeel, y eso de que el asunto fue obra de un profesional y le cogimos con
las manos en la masa.
El sargento, consternado, se volvió hacia el fiscal.
—¿Qué hacemos, señor?
—No me gusta el cariz que va tomando el asunto —dijo Markham—.
Si Abe Rubin defiende a Skeel, no tenemos ninguna posibilidad en el juicio.
Estoy seguro de que el tipo está mezclado en el caso, pero ningún juez
aceptaría como prueba mis impresiones personales.
—Podemos soltar a Dude y vigilarle —sugirió Heath con desgana—.
Quizás le sorprendamos haciendo algo que le ponga en apuros.
Markham, tras reflexionar un instante, aceptó la idea diciendo:
—Puede ser un buen plan. Desde luego si le mantenemos encerrado no
vamos a lograr ninguna prueba.
—Me parece la única posibilidad, señor.
—Muy bien —dijo Markham—. Hacedle creer que hemos acabado
con él para que se confíe. Dejo el asunto en sus manos, sargento. Que dos
hombres entrenados le sigan los pasos día y noche. A ver qué pasa.
Heath, entristecido, se levantó.
—Muy bien, señor, me ocuparé de ello.
—Y quiero más datos sobre Charles Cleaver —añadió Markham—.
Averigüe cuanto pueda sobre sus relaciones con la Odell; y consígame
alguna información sobre el doctor Lindquist. Su historial, sus costumbres.
Ya sabe... Trató a la muchacha durante cierto tiempo de alguna enfermedad
misteriosa o imaginaria, y creo que esconde algo en la manga. Pero no se le
acerque... todavía.
Heath garabateó de mala gana el nombre en su cuaderno.
—Y, antes de soltar a su estilista cautivo —intervino Vance bostezando
—, ¿quiere usted comprobar si lleva una llave del apartamento de la Odell?
Heath tuvo un sobresalto e hizo una mueca.
—Eso sí que es una idea con sentido... ¡Qué raro que no se me
ocurriera a mí! —estrechó las manos a todos y salió.
Un galán anticuado

Miércoles, 12 de septiembre, 10.30 de la mañana

Sin duda Swacker esperaba una oportunidad para interrumpirnos, ya


que, apenas el sargento cruzó la puerta, hizo inmediatamente acto de
presencia.
—Han venido los periodistas, señor —dijo torciendo el gesto—. Dijo
usted que los recibiría a las diez y media —en respuesta a una inclinación
de cabeza de su jefe, abrió la puerta y el despacho se vio invadido por una
docena de reporteros.
—Por favor, no hagan preguntas esta mañana —rogó Markham
sonriente—. El juego acaba de empezar. Pero les diré lo que sé. Coincido
con el sargento Heath en que el asesinato de la Odell es obra de un
delincuente profesional... El mismo que efectuó el robo de Arnheim’s en
Park Avenue el verano pasado.
En pocas palabras explicó las averiguaciones del inspector Brenner en
relación con el escoplo.
—No hemos detenido a nadie, pero puede que estemos a punto de
hacer un arresto. En realidad, la policía tiene el caso prácticamente resuelto,
pero quiere ir con prudencia para que no haya ninguna posibilidad de
exculpación. Ya hemos recuperado parte de las joyas robadas...
Siguió haciendo declaraciones a los periodistas unos cinco minutos,
pero no les mencionó las declaraciones de la criada ni de los telefonistas,
evitando prudentemente mencionar nombres.
De nuevo a solas, Vance saltó una carcajada de admiración.
—¡Magistral escabullimiento, querido Markham! La experiencia
judicial tiene sus ventajas, ¡ya lo creo...! ¡Hemos recuperado parte de las
joyas robadas! ¡Sonoras palabras! No es falso... ¡oh, no!, pero ¡qué fraude!
¿Sabes? Desde ahora voy a dedicar mayor tiempo al arte fascinante de la
suggestio falsi y la suppressio veri.
[37] Mereces una corona de mirto.
—Dejando todo eso a un lado —le interrumpió Markham con
impaciencia—, ¿por qué ahora que se ha ido Heath, no me explicas qué
pretendías atormentando con tu vudú verbal a Skeel? ¿A qué venía ese
discurso sobre armarios oscuros, alarmas, manos aprisionantes y miradas
por el ojo de la cerradura?
—Pues no creo que mi breve charla fuera tan críptica —contestó
Vance—. El recherché Tony estuvo sin duda escondido à la sourdine
[38] en el armario ropero en algún momento de la trágica velada; y
simplemente trataba, a mi modo, de averiguar la hora exacta de su
confinamiento.
—¿Y lo lograste?
—No del todo —dijo Vance balanceando meditativo la cabeza—.
Mira, Markham, tengo una hipótesis con bastante base en la realidad; es
vaga, oscura e irrelevante, incluso ininteligible. E incluso si se confirmara,
no sé de qué nos serviría, ya que complicaría aún más el caso... Casi me
arrepiento de haber interrogado a ese figurín. Trastornó horriblemente mis
criterios.
—Por lo que veo, pareces dar como posible que Skeel fuese testigo del
crimen. ¿No sería ésa tu preciada teoría?
—Bueno, en parte sí.
—¡Querido Vance, me dejas pasmado! —dijo Markham dejando
escapar una carcajada espontánea—. Entonces, según tú, Skeel es inocente,
pero no dice lo que sabe, inventa una coartada y ni siquiera protesta cuando
le detienen... No se tiene en pie.
—Lo sé —suspiró Vance—. Hace agua por todos lados. Y, sin
embargo, la idea me obsesiona, me acosa, me reconcome.
—¿Te das cuenta de que esa absurda teoría da a entender que, cuando
Spotswoode y miss Odell regresaron del teatro, había dos hombres
escondidos en el apartamento, dos hombres que no se conocían, es decir
Skeel y tu hipotético asesino?
—Desde luego, me doy cuenta; y el pensarlo me está volviendo loco.
—Además, tendrían que haber entrado en el apartamento a distinta
hora y haberse escondido en distintos sitios... ¿Puedo preguntarte cómo
entraron?, ¿cómo salieron? ¿Cuál de ellos hizo que la Odell gritara después
de marcharse Spotswoode? ¿Qué hacía entretanto el otro? Y si Skeel fue un
espectador pasivo, horrorizado y mudo, ¿cómo te explicas que violentara el
joyero y robara el anillo...?
—¡Basta! ¡Basta! No me tortures —exclamó Vance—. Ya sé que estoy
loco. Desde que nací he tenido alucinaciones. ¡A Dios gracias!, pero nunca
había tenido una tan disparatada.
—En eso, al menos, querido Vance, estamos total y armoniosamente
de acuerdo —sonrió Markham.
Justo en aquel momento entró Swacker que entregó a Markham una
carta.
—Traída en mano, con la mención de «urgente» —indicó.
La carta, en un papel grueso con encabezamiento impreso en relieve,
era del doctor Lindquist, y explicaba en ella que entre las once y la una de
la madrugada de la noche del lunes había estado asistiendo a una paciente
en su clínica. También se excusaba por su comportamiento al ser inquirido
sobre sus pasos aquella noche, y daba una explicación farragosa, no muy
convincente, de su conducta. Había tenido un día muy atareado, los casos
neuróticos son cuando menos muy fatigosos, y nuestra inesperada visita,
unida a la aparente hostilidad natural de las preguntas de Markham, le
habían trastornado. Lamentaba enormemente sus exabruptos —decía— y
quedaba a nuestra disposición para lo que se considerara oportuno. Era
lamentable, a todos los efectos, que hubiera perdido los estribos, ya que no
habría tenido dificultad alguna en explicar lo que había hecho la noche del
lunes.
—Ha reflexionado tranquilamente sobre la situación —dijo Vance— y
te presenta una limpia coartada que difícilmente podrás demostrar, creo
yo... Un marrullero, como todos esos seudosiquiatras chiflados. Fíjate:
estaba con una paciente. ¡Naturalmente! Una demasiado enferma para
poder ser interrogada... y esto es todo. Una coartada inverificable. No está
nada mal.
—No le doy la menor importancia —dijo Markham mientras apartaba
la carta—. Ese médico petulante habría sido incapaz de entrar en el
apartamento sin que le vieran; y no le veo introduciéndose subrepticiamente
—alargó la mano para coger unos papeles—. Y, si no tenéis inconveniente,
voy a intentar justificar mis quince mil dólares de sueldo.
Pero Vance, en vez de hacer ademán de irse, se aproximó lentamente al
escritorio y cogió un listín de teléfonos.
—Permíteme una sugerencia, Markham —dijo mientras buscaba un
nombre en la guía—. Deja por un momento tu labor cotidiana y
mantengamos una cortés conversación con mister Louis Mannix. Es el
único galán de la inconstante Margaret, de los mencionados hasta ahora,
que no ha sido recibido en audiencia. Ardo en deseos de tenerlo enfrente y
escuchar su historia. Así cerramos el círculo familiar por decirlo de alguna
manera... Veo que sigue atrincherado en Maiden Lane, y no se tardaría
mucho en recogerle.
Al oír el nombre de Mannix, Markham dio media vuelta en su sillón.
Inició una protesta, pero sabía por experiencia que los consejos de Vance no
eran puro capricho y estuvo pensándoselo un instante. Como las otras líneas
de investigación quedaban por el momento interrumpidas, observé que la
idea de interrogar a Mannix no dejaba de atraerle.
—De acuerdo —asintió, pulsando el timbre de Swacker—; aunque no
veo de qué va a servirnos. Según Heath, la Odell le dio el «pasaporte» hace
un año.
—Puede que todavía conserve un recuerdo o le embargue la cólera.
Vete a saber. Con ese nombre
[39] dará ipso facto impulso a la investigación.
Markham ordenó a Swacker que llamara a Tracy. Cuando éste se
personó, le dio instrucciones para que con el coche oficial trajera a Mannix
al despacho.
—Llévese un mandamiento y empléelo si es necesario —dijo.
Al cabo de una media hora regresó Tracy.
—Mister Mannix no puso ningún inconveniente en venir —dijo—.
Fue muy amable. Está en la sala de espera.
Markham dejó salir a Tracy y ordenó que pasara Mannix.
Era un hombre corpulento que andaba con elasticidad forzada, indicio
del tenaz esfuerzo del individuo maduro que ha adquirido peso y trata de
ocultar sus años pretendiendo mantenerse joven. Llevaba un ligero bastón
de bambú y su traje a cuadros, chaleco bordado, polainas color gris perla
que junto a un sombrero tirolés le daban un aspecto algo presuntuoso. Pero
esas notas de fatua deportividad se olvidaban al contemplar sus rasgos. Sus
ojillos eran brillantes e inquietos, la nariz desproporcionadamente pequeña
sobre unos labios gruesos y sensuales y una mandíbula prominente. Había
algo untuoso y artero en la actitud de aquel hombre que provocaba
repulsión inmediata.
A un gesto de Markham tomó asiento en el borde de una silla,
descansó sus manos rechonchas sobre ambas rodillas y se mantuvo a la
defensiva.
—Mister Mannix —comenzó Markham en tono de disculpa—, siento
haberle incomodado, pero el asunto es grave y urgente... Una tal miss
Margaret Odell fue asesinada anteanoche, y durante nuestras indagaciones
hemos sabido que usted tiempo atrás la conoció muy bien. He pensado que
tal vez esté usted al corriente de algo que nos sea útil.
Los labios del hombre se abrieron con una sonrisa mantecosa que
pretendía ser genial.
—Claro que conocí a la Canario, hace mucho tiempo, por supuesto —
dijo intercalando un suspiro—. Una muchacha estupenda, de gran clase, si
se me permite decirlo. Buena figura, de mucho gusto en el vestir. Lástima
que no siguiera en el mundo del espectáculo. Pero —hizo un gesto de
reparo con la mano— hace un año que no la he visto, ¿comprende? Y no
digamos de...; ya me entiende.
Estaba claro que Mannix se mantenía en guardia, pues sus ojillos
inquietos no se apartaban del rostro del fiscal.
—¿Regañó usted con ella? —preguntó Markham sin darle
importancia.
—Pues... yo no diría que regañamos. No —dijo Mannix haciendo una
pausa para pensar la palabra apropiada—. Podría decirse que disentimos;
nos cansamos de nuestro acuerdo y decidimos separarnos; nos apartamos.
Lo último que le dije fue que si necesitaba un amigo, ya sabía dónde
encontrarme.
—Muy generoso por su parte —musitó Markham—. ¿Y nunca
reanudaron la relación?
—Nunca... nunca. Ni siquiera recuerdo haber vuelto a hablar con ella
desde aquel día.
—Según ciertos datos que me han llegado, mister Mannix —dijo
Markham en tono compungido—, tengo que plantearle una pregunta algo
íntima: ¿intentó ella alguna vez chantajearle?
Mannix vaciló y sus ojos se contrajeron aún más como si reflexionara
a toda velocidad.
—¡Claro que no! —respondió con énfasis extemporáneo—. En
absoluto. Nada de eso —añadió alzando las manos a modo de protesta ante
semejante imputación; y luego preguntó en tono confidencial—: ¿Qué le ha
hecho pensarlo?
—Me han informado —respondió Markham— que había extorsionado
dinero a uno o dos de sus admiradores.
Mannix hizo una mueca de sorpresa muy poco convincente.
—¡Vaya, vaya! ¡No me diga! ¿Es posible? ¿Quizás chantajeó a Charlie
Cleaver? —dijo mirando inquisitivo al fiscal.
Markham respondió automáticamente al quite.
—¿Por qué ha nombrado a Cleaver?
Mannix volvió a hacer un gesto evasivo.
—Por ningún motivo especial... Pensé que habría podido ser a él...
Ningún motivo especial.
—¿Le dijo a usted Cleaver que le habían chantajeado?
—¿Cleaver? ¿A mí...? Pero dígame, mister Markham, ¿por qué iba
Cleaver a decirme eso...? ¿Por qué?
—¿Y usted nunca le dijo a Cleaver que la Odell le había chantajeado?
—¡Claro que no! —Mannix lanzó una carcajada desdeñosa
excesivamente teatral para ser auténtica—. ¡Yo, decirle a Cleaver que me
habían chantajeado! Eso sí que es divertido.
—Entonces ¿por qué antes mencionó a Cleaver?
—Por ningún motivo; ya se lo he dicho... Él conocía a la Canario. No
es ningún secreto.
Markham dio por zanjado el tema.
—¿Qué sabe usted de las relaciones de miss Odell con un tal doctor
Ambroise Lindquist?
Esta pregunta causó auténtica sorpresa en Mannix.
—Nunca he oído ese nombre... No, nunca. Ella no debía conocerle
cuando salía conmigo.
—¿A quien más conocía bien además de Cleaver?
Mannix sacudió pesaroso la cabeza.
—Bueno, no sabría decir... Seguro que no podría decirle. La he visto
con un hombre y con otro, igual que la han visto los demás; pero no sé
quiénes eran... en absoluto.
—¿Ha oído hablar de Tony Skeel? —preguntó Markham apoyándose
inquisitivo en el escritorio sosteniendo la mirada.
Mannix volvió a vacilar, mientras sus ojos brillaban calculadores.
—Ahora que me lo dice... creo que oí hablar de él. Pero,
compréndame, no podría jurarlo... ¿Qué le hace pensar que oí hablar de
Skeel?
Markham hizo caso omiso de la pregunta.
—¿Se le ocurre alguien que pudiera guardar rencor a miss Odell, o
causarle temor?
Mannix se mostró desmesuradamente enfático en la argumentación de
su total ignorancia sobre tal persona, y, al cabo de unas cuantas preguntas, a
las que sólo respondió negativamente, Markham le despidió.
—No está nada mal, ¿eh, Markham? —Vance parecía encantado con la
entrevista—. ¿Me pregunto por qué es tan puntilloso? No es buena persona
este Mannix. Y tan mirado en dar detalles... No dejo de pensar por qué se
mostró tan cauto... Demasiado cauto.
—Desde luego fue tan cauto que no nos dijo nada —exclamó
Markham taciturno.
—Yo no diría tal, ¿sabes? —dijo Vance recostándose en el sillón
mientras fumaba plácidamente—. Se vislumbra algún rayo de luz. Nuestro
filógino importador de pieles negó que le hubieran chantajeado,
evidentemente mentía y trató de hacernos creer que él y la encantadora
Margaret se arrullaban como dos tortolitos al decirse adiós. ¡Pamplinas! Y
luego esa mención de Cleaver. No fue nada espontánea... Ni hablar. El
amigo Mannix y la espontaneidad se dan de patadas. Tenía algún motivo
para mezclar a Cleaver; si supiéramos ese motivo, podrías cantar victoria.
¿Por qué precisamente Cleaver? La explicación de que era un secreto a
voces es muy floja. Las órbitas de esos dos amantes se cruzan en algún
punto. Al menos en ese aspecto, Mannix nos dio una pista... Además, está
claro que no conoce a nuestro elegante curandero de orejas de sátiro. Pero,
por otra parte, conoce la existencia del señor Skeel, y preferiría ocultarlo...
Pues, voilà l’affaire. Bastante información. ¡Cielos...!, pero ¿qué hacemos
con ella?
—Yo abandono —dijo Markham desalentado.
—Ya sé que la vida es dura —dijo Vance compasivo—, pero hay que
enfrentarse a la olla podrida
[40]con alegría. Es hora de almorzar, y un filete de lenguado a la Marguéry
nos levantará el ánimo.
Markham echó una ojeada al reloj y aceptó la invitación en el club de
abogados.
Vance esboza una teoría

Miércoles, 12 de septiembre, 12 de la mañana

Vance y yo no volvimos al despacho del fiscal después del almuerzo,


pues Markham tenía por delante una tarde muy ocupada y no
vislumbrábamos nada nuevo en relación con el caso Odell hasta que el
sargento Heath ultimara las investigaciones sobre Cleaver y el doctor
Lindquist. Vance tenía entradas para ver Madame Sans-Gêne de Giordano,
y a las dos estábamos en el Metropolitan. Aunque la representación era
excelente, Vance se hallaba demasiado distraído para disfrutarla. También
fue significativo que, tras la ópera, ordenara al chófer que nos llevara al
club Stuyvesant, pues yo sabía que tenía una cita a la hora del té y que
pensaba ir en coche a Longue Vue para cenar; el hecho de que hubiera roto
sus compromisos sociales para estar con Markham, demostraba su gran
interés por el enigma de aquel crimen.
Markham no apareció hasta después de la seis. Venía agobiado y
cansado y durante la cena no mencionamos para nada el caso, a excepción
de un comentario que hizo el propio Markham para decirnos que Heath le
había entregado los informes sobre Cleaver y el doctor Lindquist, y también
el de Mannix. (Por lo visto, inmediatamente después de comer debió
telefonear al sargento para que incluyera a Mannix en la lista de pesquisas.)
El tema del asesinato no lo abordamos hasta que no estuvimos en nuestro
rincón preferido del salón.
Aquella discusión, breve y específica, constituiría el punto de partida
de un nuevo enfoque de la investigación; un nuevo enfoque que, finalmente,
nos condujo al culpable.
Markham cayó cansado en el sillón. Empezaba a acusar la tensión de
los dos últimos días de inútiles esfuerzos. Aunque tenía algo cargados los
ojos, en su boca se advertía un rictus voluntarioso. Encendió un habano con
lentitud deliberada y exhaló con fruición varias veces.
—¡Malditos periódicos! —farfulló—. ¿Por qué no dejan que la oficina
del fiscal lleve los asuntos a su manera...? ¿Habéis leído la prensa de la
tarde? Todos reclaman al asesino; ¡como si yo lo escondiera en la manga!
—Olvidas, querido amigo —dijo Vance haciendo una mueca—, que
vivimos en el reino condescendiente y progresista de Demócrito, que
concede a todo ignorante el privilegio de criticar lo mejor que pueda.
Markham hizo un gesto despectivo.
—No me quejo de las críticas; es la imaginación calenturienta de esos
reporterillos lo que me subleva. Están intentando convertir este sórdido
crimen en un melodrama espectacular al estilo de los Borgia, con pasiones
retorcidas y misteriosas intervenciones de personajes influyentes y toda la
pomposidad y efectismo de las novelas góticas... ¡Y pensar que hasta un
niño podría ver que se trata de un vulgar robo con asesinato de los que se
producen corrientemente en todo el país...!
Vance interrumpió el movimiento de encender un cigarrillo y arqueó
las cejas, volvió incrédulo su mirada hacia Markham y dijo:
—¡No me digas! ¿Pretendes decirme que tus declaraciones a la prensa
eran de buena fe?
Markham le miró sorprendido.
—Claro que sí... ¿Qué quiere decir eso de «buena fe»?
Vance sonrió apático.
—Pensé que tu discurso a los periodistas era una determinada
estrategia para despistar al verdadero culpable, infundirle una falsa
seguridad, y tener el terreno libre para investigar.
Markham le miró fijamente unos instantes.
—Vamos a ver, Vance —exclamó irritado—, ¿adónde quieres ir a
parar?
—Por favor, no te enfades, amigo mío —le aseguró afablemente Vance
—. Sabía que Heath era totalmente sincero creyendo en la culpabilidad de
Skeel, pero, la verdad, nunca se me ocurrió que tú creyeras que el crimen
era obra de un ladrón profesional. Pensé, tonto de mí, que dejaste en
libertad esta mañana a Skeel con intención de que quizás te condujera al
verdadero culpable. Creí que te burlabas del confiado sargento dejándole
creer que aceptabas su estúpida idea.
—¡Ah, ya veo! Sigues empeñado en tu extraña tesis de que es una
conjura de malvados que se esconden en armarios distintos, o algo así —
dijo Markham sin ocultar su sarcasmo—. ¡Brillante idea; mucho más
ingeniosa que la de Heath!
—Sé que es extraña. Pero no resulta mucho más rara que tu teoría de
un ladrón solitario.
—¿Y por qué motivo, si puede saberse —insistió Markham
ceremonioso—, consideras rara la hipótesis del ladrón?
—Por la sencilla razón de que no es en absoluto un asesinato cometido
por un ladrón profesional, sino la obra voluntariamente capciosa de alguien
particularmente listo que debió dedicar varias semanas a su preparación.
Markham se recostó a fondo en el sillón y lanzó una carcajada para
desahogarse.
—Vance, arrojas un rayo de luz en un caso totalmente oscuro y
deprimente.
Vance esbozó una modesta inclinación de cabeza.
—Me procura enorme placer —fue su armoniosa contrarréplica—
poder aportar ese débil fulgor a un entramado mental tan oscurantista.
Se produjo un silencio, y luego Markham preguntó:
—¿Esa fascinante y pintoresca conclusión tuya sobre el elevado nivel
intelectual del asesino de Margaret Odell, se basa en tus nuevos y originales
métodos psicológicos de deducción?
No había duda del sarcasmo con que estaban cargadas sus palabras.
—Llegué a ella —prosiguió Vance magnánimo— por el mismo
proceso lógico que empleé para establecer la culpabilidad del asesino de
Alvin Benson.
Markham sonrió.
—Touché...! No me creas tan desagradecido para subestimar tu tarea en
aquel caso. Pero me temo que esta vez has dejado que tus teorías te
despisten. Este caso es lo que la policía llama un caso abierto-cerrado.
—Sobre todo cerrado —añadió Vance agriamente—. Y tanto tú como
la policía os halláis en la lamentable situación de tener que esperar de
brazos cruzados a que el sospechoso descubra su juego.
—Admito que la situación no es de lo más halagüeña —afirmó
Markham contenido—. Pero a pesar de ello, no veo que haya lugar en este
caso para tus crípticos métodos psicológicos. La cosa está clara... Ese es el
problema. Lo que ahora necesitamos son pruebas, no teorías. Si no fuera
por las divagaciones truculentas y desorbitadas de los periódicos, ya habría
cesado el interés del público por el caso.
—Markham —dijo pausadamente Vance con inhabitual seriedad—, si
eso es lo que realmente crees, más vale que abandones ahora el caso; pues
estás condenado al fracaso. Tú crees que es un crimen corriente. Pues
déjame que te diga que es un crimen insidioso por demás. Y en él la sutileza
iguala a la inteligencia. No lo ha cometido un delincuente común, créeme.
Lo hizo alguien de intelecto superior y asombrosa ingenuidad.
El tono seguro, impasible, de Vance poseía un curioso poder de
convicción, y Markham, reprimiendo sus impulsos sarcásticos, escuchaba
con aire de indulgente ironía.
—Dime —dijo— por qué intrincado proceso mental has llegado a tan
fantástica conclusión.
—Con sumo gusto.
Vance dio varias chupadas al cigarrillo mientras contemplaba indolente
ascender las caprichosas volutas.
[41]

—Mira, Markham —comenzó diciendo con un tono pesado y neutro


—, toda auténtica obra de arte posee una cualidad que los críticos llaman
élan
[42],es decir, garra y espontaneidad. Una copia, una imitación, carece de
características relevantes; está hecha con demasiada perfección, excesivo
cuidado, es demasiado exacta. Hasta los más bisoños en arte, imagino,
pueden ver que hay un dibujo flojo en Boticelli y desproporciones en
Rubens. En un original, estos fallos no importan, ¿comprendes? Pero un
copista nunca los toma en cuenta: no se atreve; sólo intenta conseguir
correctamente todos los detalles. El imitador trabaja con prevención y
meticuloso cuidado, cautela que el artista nunca extrema, absorto en su
creatividad. Y ahí está el quid: no se pueden imitar esa garra ni esa
espontaneidad, ese élan, de un lienzo original. Por mucho que una copia se
parezca al original, siempre hay una gran diferencia psicológica entre
ambos. La copia denota un aire de insinceridad, de perfeccionismo, de
esfuerzo consciente... ¿Me sigues?
—Muy instructivo, mi querido Ruskin.
[43]
Vance hizo una escueta reverencia por el epíteto y prosiguió animado:
—Consideremos ahora el asesinato de Odell. Tú y Heath convenís en
que es un crimen común, brutal, sórdido, sin imaginación. Pues yo, a
diferencia de vosotros, cual perdiguero sobre la pista, no he prestado
atención a sus signos superficiales y he analizado los diversos
componentes: lo he enfocado psicológicamente, por decirlo de algún modo.
Y he descubierto que no se trata de un crimen clásico y espontáneo, es
decir, un original, sino de una imitación sofisticada, intencionada y astuta,
realizada por un hábil copista. Te aseguro que es correcta y típica en todos
sus detalles. Pero precisamente ahí está el fallo, ¿comprendes? Su técnica es
inmejorable, su factura demasiado perfecta. En conjunto no es convincente:
le falta élan. Estéticamente hablando, posee todos los indicios de un tour de
force
[44].Vulgarmente hablando es una falsificación —hizo una pausa y dirigió a
Markham una sonrisa prometedora—. Espero que mi profética perorata no
te haya aburrido.
—Te ruego que prosigas —se apresuró a contestar Markham con
exagerada cortesía. Tenía una expresión divertida, pero algo en su voz me
convenció de que estaba francamente interesado.
—Lo que decía del arte es aplicable a la vida —prosiguió Vance con
sosiego—. Todo acto humano conlleva inconscientemente la impronta de
autenticidad o de impureza, de sinceridad o de premeditación. Por ejemplo,
dos hombres sentados a la mesa comen de igual forma, manejan tenedor y
cuchillo del mismo modo, y en apariencia hacen cosas idénticas. Aunque el
espectador consciente no pueda señalar los matices que los diferencia,
rápidamente advierte cuál de los dos actúa de modo natural e instintivo y
cuál por imitación y esfuerzo.
Lanzó una voluta de humo hacia el techo y se arrellanó en el sillón.
—Vamos a ver, Markham, ¿cuáles son las características
universalmente reconocidas de un sórdido delito de robo y homicidio?
Brutalidad, desorden, apresuramiento, cajones volcados, escritorios
revueltos, joyeros reventados, anillos arrancados de los dedos de la víctima,
cadenillas rotas, ropas desgarradas, sillas derribadas, lámparas desplazadas,
jarrones rotos, cortinas retorcidas, suelos con objetos esparcidos, etcétera
Éstos son los signos universalmente admitidos, ¿cierto? Pues reflexiona un
instante, querido amigo. Fuera de la novela y el teatro, ¿en qué crímenes se
dan todos, en perfecto orden y sin que un simple detalle contradiga el efecto
general? Es decir, ¿cuántos crímenes reales son técnicamente perfectos en
su escenificación...? ¡Ninguno! ¿Y, por qué? Sencillamente porque nada
real en esta vida, nada espontáneo y auténtico, sigue en todos sus detalles
los estereotipos. Siempre interviene la ley del fallo y la variante.
Con un gesto elocuente prosiguió:
—Pero piensa en este crimen en particular: míralo con atención. ¿Qué
ves? Te percatas de que su mise en scène
[45] ha sido preparada, la tragedia escenificada hasta en su más mínimo
detalle; como en una novela de Zola. Casi es matemáticamente perfecto. Y
en eso precisamente, ¿comprendes?, radica la irresistible impresión de que
ha sido minuciosamente premeditado, planeado. Empleando un término
artístico, es un crimen realista. Su concepción no es espontánea... Y, sin
embargo, no puedo señalarte ningún fallo específico, pues su gran error está
en que no presenta fisuras. Y, mi querido amigo, nada sin fallos es natural o
auténtico.
Markham permaneció unos instantes sin decir palabra.
—¿Niegas incluso la remota posibilidad de que un ladrón vulgar
asesinara a la muchacha? —preguntó al cabo de un rato; esta vez sin ningún
sarcasmo.
—Si es obra de un ladrón vulgar —prosiguió Vance—, no existe la
psicología, no hay verdades filosóficas ni existen leyes artísticas. Si fue un
auténtico delito de robo, podríamos, por el mismo rasero, decir que no hay
diferencia alguna entre un maestro clásico y la copia de un hábil técnico.
—Creo entender que eliminas totalmente el robo como móvil.
—El robo —afirmó Vance— fue sólo una anécdota prefabricada. El
hecho de que el crimen lo cometiera alguien muy astuto indica sin lugar a
dudas que existía un móvil mucho más poderoso. Un individuo capaz de
una obra engañosa tan ingeniosa es con toda evidencia una persona
cultivada y con imaginación; y desde luego no se habría arriesgado
inútilmente a asesinar a una mujer, si no hubiera temido algo terrible... Si el
hecho de que ella siguiera viva no le hubiera causado una enorme angustia
mental, e incluso hubiera constituido mayor riesgo aún que el propio
crimen. Entre dos peligros de envergadura, eligió el homicidio como mal
menor.
Markham permaneció callado, como absorto en sus reflexiones. Luego
se volvió hacia Vance y, mirándole fijamente, como si dudara, dijo:
—¿Y el joyero reventado? Un ladrón profesional de mano experta no
cuadra con tu hipótesis estética... De hecho es diametralmente opuesto a esa
teoría.
—Por supuesto; no lo ignoro —asintió Vance midiendo sus palabras
—. Y desde que vi la evidencia del escoplo aquella mañana, la idea me
obsesiona, me acosa... Markham, ese escoplo es el único detalle auténtico
dentro de una escenificación espuria. Es como si el auténtico artista hubiera
aparecido cuando el copista acababa de realizar la falsificación y hubiera
plasmado con mano maestra un solo objeto.
—Pero ¿no nos lleva esto inevitablemente a Skeel de nuevo?
—Skeel..., ah, sí. Ésa es la explicación, desde luego; pero no de la
manera que tú lo concibes. Skeel reventó el cofre, eso no lo pongo en duda,
pero ¡demonio!, es lo único que hizo; es lo único que le dejaron hacer. Por
eso sólo tenía un anillo que la belle Marguerite no llevaba aquella noche.
Todas las demás chucherías, es decir, las que portaba por ornato, ya habían
desaparecido.
—¿Cómo estás tan seguro de ese detalle?
—¡El atizador, amigo, el atizador...! ¿No comprendes? Ese conato de
aficionado de intentar abrir el cofre con un hierro de chimenea no se hizo
después de que estuviera reventado... Se tuvo que hacer antes. Y ese intento
aparentemente delirante de abrir una caja de acero con un hierro, formaba
parte de la escenificación. El auténtico culpable no paró en mientes si abría
o no el joyero. Sólo pretendía que pareciera que había intentado abrirlo; por
eso recurrió al hierro y lo dejó junto al cofre abollado.
—Ya veo lo que quieres decir —creo que este punto impresionó a
Markham más que ninguno de los planteados por Vance, ya que la presencia
del hierro en la coqueta no la habían explicado ni Heath ni el inspector
Brenner—. ¿Interrogaste por eso a Skeel como si hubiera estado allí al
mismo tiempo que el otro visitante?
—Exactamente. Por la evidencia del joyero supe que o estaba en el
apartamento cuando se escenificó el fingido delito de robo o entró en
escena cuando ya el director se había marchado... Por su reacción a mis
preguntas más bien creo que estaba presente.
—¿Escondido en el armario?
—Sí. Eso explicaría que no se tocara el armario. En mi opinión, no lo
saquearon por el simple y grotesco motivo de que el elegante Skeel estaba
encerrado en él. Si no, ¿cómo habría escapado ese ropero a la acción de
saqueo del seudoladrón? No lo habría omitido deliberadamente, y fue
demasiado concienzudo para omitirlo fortuitamente. Además están las
huellas en el tirador...
Vance tableteó indolente con los dedos en el brazo del sillón.
—Mira, Markham, querido amigo, debes construir tu esquema del
crimen sobre esta hipótesis y proceder en consecuencia. Si no lo haces, todo
lo que hagas se te vendrá abajo.
Cuatro posibilidades

Miércoles, 12 de septiembre, tarde

Cuando Vance acabó su perorata, se hizo un prolongado silencio.


Markham impresionado por su perspicacia permanecía pensativo. Su tesis
quedaba desbaratada. Justo es admitir que la tesis de la culpabilidad de
Skeel, a la que se había aferrado desde la identificación de las huellas
dactilares, no le había satisfecho totalmente pese a que en aquel momento
no veía otra alternativa. Ahora Vance eliminaba categóricamente esta
hipótesis y esbozaba otra que, a pesar de su vaguedad, incluía todos los
detalles mecánicos del homicidio. El fiscal, reticente al principio, fue
dejándose ganar, casi contra su voluntad, por esta nueva explicación.
—¡Maldita sea, Vance! —dijo—. No estoy muy convencido con tu
teatral teoría. Y, sin embargo, siento una curiosa inclinación por lo plausible
de tu análisis... Me pregunto...
De repente fijó inquisitivo la mirada en Vance.
—¡Vamos a ver! ¿Se te ocurre alguien como protagonista del drama
que nos has bosquejado?
—Te juro que no tengo la menor idea de quién asesinó a la dama —
admitió Vance—. Pero si quieres descubrir al asesino, tienes que buscar un
hombre astuto, de intelecto superior, con nervios de acero, que corría
peligro inminente de que la mujer arruinara irremediablemente su vida... Un
hombre de natural cruel y vengativo; un gran egoísta, más o menos un
fatalista; y... algo loco, me inclino yo a creer.
—¡Loco!
—Oh, no un lunático: un loco, un loco perfectamente normal, lógico,
calculador. Igual que tú, yo y Van. Sólo que nuestras aficiones son
inofensivas, ¿comprendes? La manía de este individuo se sitúa fuera de tu
tan reverenciada ley. Por eso le buscas. Si su aberración fuera coleccionar
sellos o jugar al golf, no te interesaría. Pero su penchant
[46] perfectamente racional por eliminar señoritas déclassées
[47]que le estorban te sume en el horror: no es tu afición. En consecuencia
sientes enorme deseo de desollarle vivo.
—Admito —dijo Markham imperturbable— que la manía homicida es
mi concepto de la locura.
—Pero no tenía una manía homicida, querido amigo Markham.
Confundes las sutiles distinciones psicológicas. A ese hombre le molestaba
una persona y se puso manos a la obra, con maestría y lógica, para
deshacerse de la causa molesta. Y lo hizo con insuperable habilidad. A
decir verdad, su acto fue bastante horripilante. Pero cuando logres echarle la
mano encima, te sorprenderás de lo normal que es. Y capaz, ¡oh..., eso, por
supuesto!
Markham volvió a caer en un largo silencio reflexivo.
—La única pega en tus ingeniosas deducciones es que no coinciden
con las circunstancias reales del caso. Y, querido Vance, los hechos para
unos cuantos abogados anticuados siguen siendo más o menos
concluyentes.
—¿A qué viene esa gratuita confesión de vuestros defectos? —inquirió
retorcidamente Vance, dejando transcurrir un momento de silencio—. Dime
los hechos que a ti te parecen contradictorios con mis deducciones.
—Hay sólo cuatro hombres que se ajusten al tipo que tú has descrito
que pudieran tener algún motivo remoto para asesinar a la Odell. Heath ya
ha escarbado suficientemente en la vida de ella, de dos años para acá, o sea
desde que actuaba en el Follies, y las únicas personae gratae a quien recibía
en el apartamento eran Mannix, el doctor Lindquist, Pop Cleaver y,
naturalmente, Spotswoode. Parece que la Canario era algo exclusiva; no
hay ningún otro hombre que se acercara a ella que podamos considerar
como posible asesino.
—Parece que tienes un cuarteto completo —dijo Vance en tono apático
—. ¿Qué buscas, un regimiento?
—No —respondió Markham paciente—. Sólo busco una posibilidad
lógica. Pero Mannix acabó con la chica hace un año; Cleaver y Spotswoode
tienen coartadas transparentes, y sólo nos queda el doctor Lindquist, a quien
me cuesta ver actuando de estrangulador y ladrón de pantomima, a pesar de
su irascibilidad. Además, también tiene su coartada, y puede ser auténtica.
Vance meneó con sorna la cabeza.
—Hay algo decididamente conmovedor en la pueril credulidad de la
mentalidad judicial.
—Que a veces no es racional, ¿no es eso? —atajó Markham.
—¡Querido amigo! —replicó Vance—. La presunción que implica tal
observación es muy inmodesta. Si pudieras distinguir entre racionalidad e
irracionalidad no serías abogado... serías un dios... No; estás enfocando mal
el asunto. Los factores reales del caso no son lo que llamas las
circunstancias conocidas, sino las incógnitas, las equis humanas, por así
decir, las personalidades, la naturaleza de tu cuarteto.
Encendió otro cigarrillo y se recostó en el sillón, cerrando los ojos.
—Dime lo que sepas de esos cuatro cavalieri serventi mencionados
por Heath en su informe: el nombre de su madre, lo que toman de
desayuno, ¿son alérgicos a la yedra venenosa...? Empecemos por
Spotswoode. ¿Qué sabes de él?
—En términos generales —respondió Markham—, está en la línea de
viejas familias puritanas: gobernadores, alcaldes, algunos negociantes
acomodados. Todos antecesores yankis; sin mezcla. En realidad
Spotswoode es un representante de la aristocracia de Nueva Inglaterra más
rancia y conservadora, aunque imagino que lo que podríamos llamar rancio
mosto puritano, actualmente ya está muy aguado. Su historia con la Odell
concuerda de perilla con la tradicional mortificación de la carne de los
puritanos.
—Concordancia total, aunque con las reacciones psicológicas
susceptibles de producirse por las represiones causadas por dicha
mortificación —aventuró Vance—. Pero ¿a qué se dedica? ¿De dónde viene
su fortuna?
—Su padre era fabricante de accesorios de automóvil; ganó una
fortuna y le dejó el negocio. El lo lleva, pero no con gran dedicación,
aunque creo que ha diseñado un par de piezas.
—Espero que uno de ellos no sea la horrible olla
[48] de cristal tallado para flores artificiales. El que inventó ese adorno
complementario es capaz del más afrentoso crimen.
—Entonces no puede haber sido Spotswoode —dijo Markham
tolerante—, ya que es evidente que no llega al nivel de tu presunto
estrangulador. Sabemos que la chica estaba viva cuando él la dejó, y que
mientras la asesinaban, él estaba con el juez Redfern... Incluso ni tú, amigo
Vance, podrías manipular los hechos en contra del caballero.
—En eso al menos estamos de acuerdo —asintió Vance—. Y ¿es eso
todo lo que sabes de él?
—Creo que es todo, salvo que contrajo matrimonio con una mujer rica:
la hija de un senador sudista, creo.
—De poco sirve... Ahora, veamos la historia de Mannix.
Markham cogió una hoja mecanografiada.
—Padres emigrantes; llegaron al país en la cubierta de un barco. Su
apellido auténtico es Mannikiewicz o algo así. Nació en el East Side de
Nueva York; aprendió el oficio de su padre en la tienda que éste tenía en
Hester Street; trabajó en la compañía peletera Sanfrasco y llegó a ser
director de la firma. Con sus ahorros amplió la fortuna especulando en
inmobiliarias; luego se dedicó al negocio de pieles por su cuenta y fue
progresando hasta su actual opulencia. Escuela estatal y cursos nocturnos de
comercio. Se casó en 1900 y se divorció un año después. Se da la buena
vida, siempre anda por los cabarets, pero nunca se emborracha. Se le podría
catalogar como gastador y descorchador. Ha financiado algunas comedias
musicales y siempre va acompañado de una bella corista. Le van las rubias.
—No es muy revelador —suspiró Vance—. La ciudad está llena de
hombres como él... ¿Qué cosechaste en relación con nuestro exquisito
médico?
—También la ciudad tiene una buena cuota de doctores Lindquist, me
temo. Se crió en una pequeña ciudad del Medio Oeste. Es de origen francés
y magiar; se licenció en el colegio médico de Ohio; ejerció en Chicago...
Hubo algún asunto sucio allí, pero fue exculpado; marchó a Albany y
aprovechó el furor de los rayos X; inventó una sonda pectoral y creó una
sociedad anónima, con la que ganó una pequeña fortuna; estuvo en Viena
dos años...
—¡Ah, el toque freudiano!
—... regresó a Nueva York y abrió un sanatorio privado; sus precios
son de fábula y con ello ganó favor entre nouveau riche. Desde entonces no
ha cesado de progresar. Sufrió una demanda judicial hace unos años por
ruptura de compromiso, pero el asunto se arregló sin recurrir a los
tribunales. No está casado.
—No creo —comentó Vance—. Ese tipo de gente nunca... Interesante
historial, no obstante... sí decididamente interesante. Me dan ganas de
desarrollar una psiconeurosis y dejar que Ambroise me someta a
tratamiento. Quisiera conocerle mejor. Y ¿dónde...?, ¿dónde estaba nuestro
egregio curandero en el momento en que nuestra errada hermana pasaba a
mejor vida? ¡Ah, vete a saber, Markham!
—En cualquier caso, no creo que estuviera asesinando a nadie.
—¡Cuántos prejuicios! —replicó Vance—. Pero vayamos con cautela.
¿Cuál es el portrait parlé
[49]de Cleaver? El hecho de que se le conozca por Pop no nos dice nada.
Imagínate a Beethoven con el apodo de el Bajito o a Bismarck con el de
Rastreador...
—Cleaver ha estado metido en política la mayor parte de su vida Un
asiduo del Tammany Hall
[50].A los veinticinco años llegó a jefe de sección; durante un tiempo dirigió
una especie de club demócrata en Brooklyn; fue concejal dos veces y
ejerció de jurista. Le nombraron jefe de impuestos del distrito; dejó la
política y montó una cuadra de caballos de carreras. Más tarde obtuvo una
concesión ilegal para juego en Saratoga; y actualmente regenta un club de
apuestas en Jersey. Es lo que puede llamarse un jugador profesional. Le
gusta el alcohol.
—¿Casado?
—El informe no dice nada. Pero una cosa: Cleaver queda descartado.
Le multaron en Boonton aquella noche a las once y media.
—¿Y es ésa acaso la cristalina coartada que mencionaste antes?
—Con arreglo a mi burda actitud legal, así lo considero —replicó
Markham molesto—. Le entregaron la citación a las once y media, así
consta por escrito, y lleva la fecha. Boonton está a unos ochenta kilómetros,
unas dos horas en coche. Por lo tanto Cleaver tuvo que salir de Nueva York
hacia las nueve y media; e incluso si hubiera regresado acto seguido, no
habría llegado aquí hasta mucho después de la hora que el forense certificó
como momento de la muerte de la chica. Por simple rutina investigué lo de
la citación e incluso hablé por teléfono con el agente que se la impuso. Debí
imaginarlo: era la infracción clásica; la revoqué.
—¿Reconoció ese sabueso de Boonton personalmente a Cleaver?
—No, pero me dio una descripción exacta. Y naturalmente apuntó el
número de la matrícula.
Vance miró a Markham con cara de lástima.
—Mi querido Markham, mi inapreciable Markham, ¿no ves que lo que
realmente demuestras es que lo que un cándido agente de tráfico hizo fue
entregar una citación a un hombre corpulento, de mediana edad y rostro
regular, que conducía el coche de Cleaver por las cercanías de Boonton a
las once y media de la noche del crimen...? ¡Cielos! ¿No es ése
precisamente el tipo de coartadas que esa buena pieza montaría si hubiera
decidido acabar con la mujer hacia medianoche?
—¡Vamos, vamos...! —dijo Markham soltando una carcajada—. Es
demasiado retorcido. Crees que todos los delincuentes urden planes con
diabólica astucia.
—Claro que sí —asintió Vance apático—. Y figúrate que es
precisamente el tipo de plan que urdiría un delincuente, si preparara un
homicidio y su propia vida estuviera en juego. Lo que realmente me saca de
quicio es la ingenua suposición de vosotros los investigadores de que un
homicida no reflexiona inteligentemente a propósito de su futura seguridad.
Es emotivo, créeme.
Markham lanzó un gruñido.
—Puedes creerme, ¡caramba!, que fue al propio Cleaver a quien le
dieron la citación.
—Quizás tengas razón —admitió Vance—. Simplemente sugerí la
posibilidad de que fuera un engaño. El único detalle en que no cedo es que
la encantadora miss Odell fue asesinada por alguien sutil e inteligente.
—Y yo, por mi parte —replicó indignado Markham—, insisto en que
los únicos hombres de esas características que intervinieron íntimamente en
su vida para tener motivos suficientes para hacerlo son Mannix, Cleaver,
Lindquist y Spotswoode. Y además sigo insistiendo en que a ninguno de
ellos podemos considerarlo como posibilidad prometedora.
—Lamento verme obligado a contradecirte, viejo amigo —dijo Vance
imperturbable—. Hay todo tipo de posibilidades y uno de ellos es culpable.
Markham le lanzó una mirada desdeñosa.
—¡Vaya, vaya! ¡Ya tenemos resuelto el caso! Ahora, si eres tan amable
de indicarme cuál de ellos es el culpable, le detengo enseguida y sigo con
mi trabajo.
—Tienes siempre tanta prisa... —dijo Vance en tono de lamentación—.
No te precipites. La sabiduría de los grandes filósofos nos previene contra
ello. Festina lente
[51]dice César, y el Corán dice con toda claridad que la prisa es del diablo.
Shakespeare despreciaba constantemente la prisa: «Se cansa pronto quien
espolea demasiado rápido», «Juiciosa y lentamente mejor que tropezar por
correr demasiado». Y no digamos Moliere... ¿Recuerdas el personaje de
Sganarelle?: «Le trop de promptitude à l’erreur nous expose».
[52]También Chaucer era de la misma opinión: «No se apresura quien sabe
esperar prudente». Incluso las personas corrientes han plasmado la idea en
diversos proverbios. «No por mucho madrugar amanece más temprano.»
«Vísteme despacio que tengo prisa»...
Markham se puso en pie con gesto de impaciencia.
—¡Qué diablos!, me voy a casa antes de que empieces una historia
soporífera —gruñó.
La irónica consecuencia de este comentario fue que Vance contó una
«historia soporífera» aquella noche, pero sólo a mí, encerrados en su
biblioteca. En sustancia era lo siguiente:
—Heath está entregado, en cuerpo y alma, a la idea de culpabilidad
por parte de Skeel; y Markham está demasiado condicionado por la rutina
legal y por demostrar que unas manos implacables estrangularon a la pobre
Canario. Pero ¡ay!, Van, a mí no me resta más que entonar un solo como
monsieur Lecoq de Gaboriau
[53]y ver lo que puede hacerse por el triunfo de la justicia. Ignoraré a Heath
y Markham y seré un pelícano en el yermo, un búho en el desierto, un
gorrioncillo en el tejado... Compréndeme, en realidad no soy un vengador
social, pero detesto los problemas sin solución.
Descubrimientos reveladores

Jueves 13 de septiembre, primera hora de la tarde

Para gran sorpresa de Currie, Vance le indicó que le despertara a las


nueve en punto a la mañana siguiente. A las diez estábamos sentados en la
pequeña terraza del edificio desayunando tranquilamente al cálido sol
otoñal.
—Van —me dijo, después de que Currie nos hubo servido la segunda
taza de café—, por reservada que una mujer sea, siempre hay alguien a
quien le abre su alma. Un confidente es algo fundamental para el
temperamento femenino. Puede ser una madre, un amante, un sacerdote, un
médico o, generalmente, una amiga. Su amante, el elegante Skeel, era un
enemigo potencial, y más vale que descartemos al doctor: era lo bastante
astuta como para confiar en un individuo como Lindquist. Nos queda la
amiga del alma. Y hoy vamos a buscarla —encendió un cigarrillo y se
levantó de la mesa—. Pero antes tenemos que visitar a mister Benjamin
Browne en la Séptima Avenida.
Benjamin Browne era un famoso fotógrafo de artistas de teatro, y su
estudio estaba en pleno barrio de los espectáculos. Cuando entramos en la
antesala del lujoso estudio aquella mañana, mi curiosidad por el objeto de
nuestra visita estaba a su máximo nivel. Vance se dirigió inmediatamente
hacia la recepcionista, una joven pelirroja muy maquillada, a quien hizo una
reverencia con sus mejores modales. Luego extrajo de su bolsillo una
fotografía de pequeño formato y se la mostró.
—Mademoiselle, soy productor de comedias musicales —dijo— y me
gustaría ponerme en contacto con esta joven que se olvidó en mi despacho
su fotografía. Lamentablemente he debido traspapelar su ficha, pero como
la fotografía llevaba el membrete de Browne, pensé que quizás usted fuera
tan amable de mirar en sus archivos e indicarme su nombre y dirección.
Deslizó un billete de cinco dólares bajo la esquina del portafirmas y
aguardó con aire de inocente expectativa.
La joven le miró burlona y creí detectar una leve sonrisa en sus bien
pintados labios. Pero enseguida cogió la foto sin decir palabra y salió por
una puerta detrás de su escritorio. Al cabo de diez minutos regresó y
devolvió la foto a Vance. En el reverso había escrito nombre y dirección.
—La joven es miss Alys La Fosse y vive en el hotel Belafield —dijo,
esta vez sin ocultar su sonrisa—. No debería usted ser tan descuidado con
las señas de sus solicitantes... alguna pobre puede perderse un trabajo —
añadió, rematando sus palabras con una alegre carcajada.
—Mademoiselle —contestó Vance con fingida seriedad—, en el futuro
seguiré su advertencia.
Y haciendo otra ceremoniosa reverencia salimos de la oficina.
—¡Santo cielo! —dijo en cuanto estuvimos en la Séptima Avenida—.
Verdaderamente, debería haberme disfrazado de empresario, con un bastón
de empuñadura de oro, sombrero hongo y camisa púrpura. Esa joven se
habrá quedado convencida de que maquino algo... Guapa, esa tête-rouge; y
lista...
Al volver la esquina, entró en una floristería y eligió una docena de
rosas y escribió en la tarjeta: «Recepcionista de Benjamin Browne».
—Y ahora —dijo— vayamos paseando hasta el hotel Belafield para
tener una entrevista con Alys.
Conforme caminábamos Vance me explicó el asunto.
—Aquella mañana, cuando inspeccionábamos las habitaciones de la
Canario, yo estaba convencido de que no resolveríamos el crimen con los
habituales métodos aparatosos de la policía. Era un crimen astuto, bien
planeado, pese a sus llamativas apariencias. No bastaría con las pesquisas
rutinarias. Era preciso información de cariz íntimo. Por lo tanto al ver esa
fotografía de la rubia Alys medio oculta bajo un revoltijo de papeles en el
escritorio, me dije: «¡Mira!, una amiga de la difunta Margaret. Quizás sepa
lo que necesitamos». Y cuando el sargento me daba sus anchas espaldas, me
guardé la foto en el bolsillo. En el apartamento no había ninguna otra
fotografía y ésta llevaba una dedicatoria sentimental: «Siempre tuya»,
firmada por «Alys». Deduje que esa Alys había hecho de Anactoria de la
sáfica Canario. Naturalmente borré la dedicatoria antes de enseñar la foto a
la despierta sibila de Browne... Y aquí estamos en el Belafield en busca de
un poco de luz.
El hotel Belafield era un pequeño edificio de apartamentos de alquiler
caro, situado al este de las calles treinta que, a juzgar por los huéspedes que
veíamos en el vestíbulo estilo Reina Ana americanizado, albergaba
juerguistas de alto rango. Vance dio su tarjeta para que avisaran a miss La
Fosse y nos dijeron que le recibiría en cosa de minutos. Sin embargo, los
minutos resultaron ser tres cuartos de hora y ya era casi mediodía cuando un
rutilante botones nos condujo al apartamento de la dama.
La naturaleza había dotado a miss La Fosse de numerosos encantos y
la propia miss La Fosse había suplido por su cuenta los que la naturaleza le
había negado. Era esbelta y rubia, con ojos azules grandes y largas pestañas,
y aunque miraba con claro desenfado no podía ocultar su falta de
naturalidad. Se había arreglado sin omitir detalle y yo al verla no pude
evitar figurármela como una magnífica modelo de esos anuncios al pastel
de Chéret.
—Así que usted es mister Vance —dijo con voz cálida—. He leído
muchas veces su nombre en Town Topics.
Vance se estremeció.
—Y aquí, mister Van Dine —dijo cortésmente—, un simple abogado
que por ahora no ha figurado en las páginas de ese popular semanario.
—Hagan el favor de sentarse —estoy seguro que miss La Fosse había
dicho la frase en alguna comedia, pues su ofrecimiento resultó un cumplido
demasiado ceremonioso—. Verdaderamente no sé por qué le he recibido.
Pero supongo que habrá venido por razones de trabajo. ¿Desea que salga en
las notas de sociedad o algo así? Pues no tengo tiempo, mister Vance. No
puede usted imaginarse lo que me ocupa mi trabajo... Me encanta mi trabajo
—puntualizó con un suspiro de éxtasis.
—Estoy convencido de que hay muchos miles de admiradores a quien
también les encanta —respondió Vance con sus mejores modales de salón
—. Pero desgraciadamente no dispongo de espacio para adornarlo con su
encantadora figura. He venido por un asunto mucho más grave... Usted era
amiga íntima de miss Margaret Odell...
Al oír el nombre de la Canario miss La Fosse se puso en pie como
movida por un resorte. Su aire simpático de afectada elegancia desapareció
súbitamente. Un gesto de desprecio deformó su pequeña boca mientras
sacudía su cabeza airada.
—¡Óigame! ¿Quién se cree que es? No sé nada y no tengo nada que
decir. Así que lárguese; usted y su abogado.
Vance no hizo ademán de obedecer. De su pitillera eligió
meticulosamente un Régie.
—¿Le importa que fume? ¿Quiere uno? Me los envía directamente mi
agente de Constantinopla. Exquisita mezcla.
La muchacha torció el gesto lanzándole una mirada de frío desprecio.
La muñeca se había tornado en marimacho.
—Salga usted de mi apartamento antes de que llame al policía del
edificio —exclamó dirigiéndose al teléfono de pared.
Vance esperó a que descolgara el auricular.
—Si lo hace, miss La Fosse, me ocuparé de que la citen en el despacho
del fiscal del distrito para interrogarla —dijo con aire displicente mientras
encendía el cigarrillo y se acomodaba en el sillón.
La mujer volvió a colgar el auricular mientras se volvía lentamente.
—Pero bueno, ¿qué se trae usted entre manos?... Supongamos que
conocía a Margaret... ¿Y qué? ¿Qué tiene usted que ver en ello?
—Lamentablemente no tengo nada que ver —dijo Vance con una
sonrisa—. Pero al parecer nadie tiene que ver. Lo cierto es que están a
punto de detener a un pobre desgraciado acusándole de asesinar a su amiga,
y tampoco él tiene que ver. Soy amigo del fiscal del distrito y sé
perfectamente lo que digo. La policía está buscando sin descanso y no
podemos decir cuál es la próxima pista que va a seguir. Pensé que con una
breve charla podría evitarle una situación desagradable, ya me entiende...
Ahora bien —añadió—, siempre que usted no prefiera que dé su nombre a
la policía y que ellos lleven el asunto con sus métodos habituales. Sin
embargo, tengo que decir que hasta el momento no tienen la más remota
idea de su relación con miss Odell y que, si es usted razonable, no veo
necesidad de que se les informe de ello.
La mujer se había quedado, con una mano en el teléfono, estudiando a
fondo a Vance, mientras éste hablaba pausadamente matizando
inteligentemente las palabras; al terminar Vance de hablar, volvió a
sentarse.
—¿Le apetecería ahora uno de mis cigarrillos? —preguntó Vance con
tono de afable reconciliación.
Ella aceptó mecánicamente el ofrecimiento sin dejar de mirarle, como
si intentara determinar hasta qué punto podía confiarse.
—¿A quién piensan detener? —preguntó sin apenas mover las
facciones.
—A un ladrón llamado Skeel. ¡Qué tontería!, ¿no?
—¡A ése! —exclamó la mujer decepcionada y disgustada—. ¿Ese
rufián barato? Ese no tiene agallas para estrangular a un gato.
—Exactamente. Y no es motivo para mandarle a la silla eléctrica, ¿no
cree? —dijo Vance inclinándose hacia delante con una sonrisa conciliadora
—. Miss La Fosse, si habla conmigo cinco minutos y olvida que soy
extranjero, le doy mi palabra de honor que no diré nada sobre usted a la
policía ni al fiscal. Estoy relacionado con las autoridades, pero me repugna
la idea de que castiguen a quien no es culpable. Y le prometo olvidar la
fuente de cualquier información que tenga usted a bien facilitarme. Si me
cree, le resultará a usted mucho mejor.
La mujer permaneció sin responder unos minutos. Según aprecié
trataba de calibrar a Vance y, por lo visto, decidió que nada tenía que perder
—ya que su relación con la Canario estaba descubierta— por hablar con
alguien que le prometía librarla de futuras molestias.
—Supongo que tiene razón —dijo con cierta reserva—. Pero
realmente no sé por qué le creo —hizo una pausa—. Ahora bien, escuche
una cosa: me han dicho que me mantenga al margen de esto. Y si no lo
hago me arriesgo a volver al coro a levantar la pierna. Y eso no es vida para
una jovencita como yo de gustos extravagantes, créame, amigo.
—Ese desastre nunca le acaecerá a usted por falta de discreción por mi
parte —se apresuró a asegurarle Vance con gran urbanidad—. ¿Quién le
dijo que se mantuviera al margen?
—Mi... prometido —dijo ella con coquetería—. Es muy conocido y
teme que haya un escándalo si se ve mezclado en el caso como testigo, o
algo así.
—Entiendo perfectamente —asintió Vance con gesto enfático—. ¿Y
quién es, por cierto, el afortunado mortal?
—¡Qué cosas dice! —replicó la mujer con un mohín recatado—. Aún
no he pensado en anunciar mi compromiso...
—No sea mala —dijo Vance suplicante—. Sabe perfectamente que
puedo averiguar su nombre con un par de gestiones. Y si me obliga a
averiguar el asunto por medio de otras personas, ya no me consideraré
obligado por mi promesa de mantener su nombre en secreto.
Miss La Fosse estuvo pensándolo.
—Sí, claro, supongo que lo averiguaría... así que se lo diré... Pero
confío en su palabra de honor —con su mejor mirada añadió—: ¡Sé que no
me defraudará!
—¡Miss La Fosse...! —respondió Vance fingiendo indignación.
—Pues mi prometido es mister Mannix, el director de una importante
compañía peletera de importación... ¿Sabe usted? —dijo la mujer con aire
confidencial—. Louey, como yo le llamo, hace tiempo salía con Margy. Por
eso no quiere que yo me vea mezclada en el asunto. Dice que la policía
podría molestarle con preguntas y podría salir su nombre en los periódicos.
Y eso perjudicaría su imagen comercial.
—Ya comprendo —musitó Vance—. ¿Y sabe usted por casualidad
dónde estaba mister Mannix el lunes por la noche?
La mujer miró sorprendida a Vance.
—Claro que lo sé. Estuvo aquí conmigo desde las nueve y media hasta
las dos de la madrugada. Estuvimos hablando de una nueva comedia
musical que le interesa y quiere que yo haga el papel estelar.
—Estoy seguro de que será un éxito —dijo Vance con desarmante
afabilidad—. ¿Estuvo sola en casa toda la tarde del lunes?
—Casi —dijo como si le hiciera gracia recordarlo—. Fui a ver
Scandals..., pero volví pronto a casa Louey, quiero decir mister Mannix, iba
a venir.
—Seguro que agradeció su sacrificio —dijo Vance, contrariado al
parecer por aquella coartada insospechada de Mannix. De hecho era tan
definitiva, que parecía fútil proseguir el interrogatorio. Tras una breve
pausa, cambió de tema.
—Dígame qué sabe de mister Charles Cleaver, ese amigo de miss
Odell.
—¡Oh, Pop es buena persona! —se apreciaba que la muchacha estaba
más tranquila por el cambio de tema—. Un buen tipo. Estuvo muy
amartelado con Margy. Incluso cuando ella le dejó por mister Spotswoode,
él siguió siéndole fiel, como suele decirse, y siempre iba detrás de ella; le
enviaba flores y regalos. Algunos hombres son así. ¡Pobre Pop! Hasta me
llamó el lunes por la noche para que hablara con Margy de su parte y
organizáramos una fiesta. Tal vez no estaría muerta si le hubiera hecho
caso... ¡Qué vida ésta!, ¿no?
—Ya lo creo —dijo Vance aspirando pausadamente el cigarrillo unos
segundos. Era de admirar su autocontrol—. ¿A qué hora le telefoneó mister
Cleaver el lunes por la noche, si lo recuerda? —por el tono de voz con que
habló Vance se habría pensado que era una pregunta sin importancia.
—Vamos a ver... —dijo la joven frunciendo graciosamente los labios
—. Eran las doce menos diez. Recuerdo que el carillón de encima de la
chimenea dio las doce y el ruido no me dejaba oír bien a Pop. Pero es que
yo siempre lo adelanto diez minutos para no llegar tarde a las citas.
Vance comprobó la hora del carillón con su reloj.
—Es cierto, adelanta diez minutos. ¿Y qué fue de la fiesta?
—¡Oh!, estaba demasiado ocupada hablando del nuevo espectáculo y
no acepté. De todas formas, mister Mannix no tenía ganas de fiesta aquella
noche... No fue culpa mía, ¿verdad?
—En absoluto —respondió Vance—. La obligación antes que la
devoción... sobre todo una obligación tan importante como la suya... Mire,
hay otro hombre de quien querría preguntarle y ya no la molesto más.
¿Cómo estaba la cosa entre miss Odell y el doctor Lindquist?
Pudimos ver que miss La Fosse quedaba francamente turbada.
—Estaba temiendo que me preguntaran por él —dijo con una mirada
de recelo—. No sé qué decirle. Estaba locamente enamorado de Margy; y
ella se dejaba querer. Pero luego lo lamentaba, porque él era muy celoso,
casi un loco. Solía hacerle la vida imposible. Una vez la amenazó con
matarla y matarse él después. Le dije a Margy que anduviera con cuidado
con él. Pero ella no pareció darle importancia. De todos modos, a mí me
parece que se arriesgaba demasiado... ¡Oh! ¿Cree usted que ha podido..., lo
cree usted...?
—¿Y no había nadie más —interrumpió Vance— que sintiera lo
mismo? ¿Alguien a quien miss Odell pudiera temer?
—No —dijo miss La Fosse negando con un gesto de la cabeza—.
Margy no tenía relaciones íntimas con muchos hombres. No cambiaba
mucho; ya sabe a qué me refiero. No había más que los que ha mencionado,
y mister Spotswoode; había roto con Pop hace unos meses. Fue a cenar con
él el lunes por la noche. Le dije que me acompañara a ver Scandals, por eso
lo sé.
—Ha sido muy amable. No tiene nada que temer: nadie sabrá nuestra
visita —Vance, en pie, ofreció su mano.
—¿Quién cree que mató a Margy? —la voz de la mujer reflejaba
emoción sincera—. Louey dice que seguramente fue algún ladrón que
quería sus joyas.
—Me guardaría mucho de sembrar la discordia en ese futuro feliz
matrimonio poniendo en tela de juicio la opinión de mister Mannix —
replicó Vance en broma—. Nadie sabe quién es el culpable; pero la policía
coincide con mister Mannix.
—Y ¿usted por qué se interesa tanto? Usted no conocía a Margy,
¿verdad? Ella nunca le mencionó.
Vance soltó una carcajada.
—Amiga mía, ojalá supiera por qué me intereso tanto por este asunto.
Le doy mi palabra de que no puedo explicármelo en absoluto... No, no
conocí a miss Odell. Pero sería una ofensa a mi sentido de la equidad que
castigaran a mister Skeel y el verdadero culpable quedara libre. Quizás me
estoy volviendo sentimental. Triste destino, ¿no?
—Creo que yo también me estoy ablandando —asintió ella con la
cabeza mientras seguía mirando a Vance a los ojos—. He arriesgado mi
futuro diciéndole esas cosas, porque me ha infundido cierta confianza...
Espero que no me haya engañado...
—Mi querida miss La Fosse, cuando salga de aquí será como si nunca
hubiera estado. Borre usted de su mente a mí y a mister Van Dine.
La actitud de Vance pareció disipar sus temores y nos despidió con
agradable coquetería.
Verificación de una coartada

Jueves, 13 de septiembre, por la tarde

—Mi rastreo va mejor —dijo Vance alborozado cuando salimos a la


calle—. Esta Alys ha sido una mina de información, ¿no? Pero deberías
haberte controlado mejor cuando mencionó el nombre de su amado, ya lo
creo que deberías, Van, amigo. Vi cómo te sobresaltabas y que difícilmente
contenías tu emoción, y eso no es conveniente en un abogado.
Desde una cabina cercana al hotel telefoneó a Markham: «Te invito a
almorzar. Tengo muchas confidencias que musitarte al oído». Discutieron,
pero finalmente Vance se erigió en triunfador, y poco después nos
dirigíamos hacia el centro de la ciudad en taxi.
—Alys es lista; tiene cerebro en esa cabecita —farfulló—. Mucho más
lista que Heath; enseguida supo que Skeel no era culpable. Su catalogación
del distinguido Tony fue grosera pero muy acertada... pero ¡que muy
acertada! Y ya viste cómo se fió de mí. Enternecedor, ¿no? Es un problema
complicado, Van. Algo no cuadra.
Permaneció silencioso, fumando, mientras dejábamos atrás varias
manzanas.
—Mannix... Es curioso que vuelva a salir. Y le ha mandado a Alys que
no suelte palabra. ¿Por qué? Quizás es cierto el motivo que arguyó. ¿Quién
sabe? Por otra parte, ¿estaba realmente con su chère amie desde las nueve y
media hasta la madrugada? ¿Quién sabe? Hay algo raro en esa conversación
de trabajo... Y luego Cleaver. Telefonea justo diez minutos antes de las
doce. Sí, sí, la llama. No fue un cuento. Pero ¿cómo se puede telefonear
desde un coche en marcha? No pudo llamar. Quizás quería realmente tener
una fiesta con la recalcitrante Canario, ¿sabes? Pero, entonces ¿a qué viene
esa burda coartada? ¿Por temor? Tal vez. Pero ¿por qué tantos rodeos? ¿Por
qué no llamar directamente a su amada? ¡Ah, a lo mejor lo hizo! Desde
luego alguien la llamó por teléfono a las doce menos veinte. Tenemos que
comprobar eso, Van... Sí, puede que la llamara, y al oír que contestaba una
voz de hombre, ¿y quién diablos sería ese hombre?, llamaría a Alys. Eso
suena bastante lógico, ¿no? Sea lo que fuere, no estaba en Boonton. ¡Pobre
Markham! ¡Cómo se va a enfadar cuando lo sepa...! Pero lo que realmente
me inquieta es esa historia del médico. Un celoso maníaco. Realmente
concuerda perfectamente con el carácter de Ambroise. Es el tipo de persona
que se sale de sus casillas. Ya sabía yo que su supuesto paternalismo era un
cuento. ¿Así que el doctor amenazaba con pistolas y todo? ¡Cielos! Un feo
asunto. No me gusta nada. Con esas orejas... sería capaz de apretar el
gatillo. Paradoja; sí, señor. Manía persecutoria. Quizás pensó que la
muchacha y Pop, o quizás ella y Spotswoode, estaban labrando su ruina y
riéndose de él. Nunca se sabe con estos tipos. Son reservados y peligrosos.
La sagaz Alys le catalogó enseguida... Había prevenido a la Canario... En
conjunto es una endiablada maraña. Bueno, de todas formas estoy animado.
Adelantamos... claro que adelantamos. Aunque no tengo idea en qué
dirección. Es muy aburrido.
Markham nos esperaba en el club Bankers. Saludó a Vance irritado.
—¿Qué tienes que decirme tan importante?
—Bueno, no te pongas así —dijo Vance radiante—. ¿Qué tal se porta
tu Skeel?
—Hasta ahora todo lo que ha hecho es bueno y exquisito aunque no se
ha hecho socio de la Sociedad Cristiana de Perseverancia.
—Falta poco para el domingo. Dale tiempo... ¿Así que no estás
contento, amigo Markham?
—No me digas que me has hecho faltar a un compromiso para hablar
de mi estado anímico...
—No hay necesidad. Tu estado de ánimo es tan execrable... No te das
por vencido. Te traigo algo para pensar.
—¡Maldita sea! Como si no tuviera cosas en qué pensar...
—Toma un panecillo —Vance pidió el almuerzo sin consultarnos—. Y
ahora el turno de mis revelaciones. Apunta. Pop Cleaver no estuvo en
Boonton la noche del lunes. Estuvo más bien en el nido de una jovencita
moderna intentando organizar una fiesta nocturna.
—¡Magnífico! —exclamó Markham sarcástico—. Me baño en la
fuente de tu sapiencia. Imagino que era su alter ego el que estuvo en la
carretera de Hopatcong. Lo sobrenatural me deja helado.
—Puedes ser tan pancósmico como quieras. Cleaver estaba en Nueva
York el lunes a medianoche, pasándoselo bien.
—¿Y la multa por exceso de velocidad?
—Eso te corresponde a ti explicarlo. Pero si sigues mi consejo, haz
que venga ese agente de Boonton y que eche un vistazo a Pop. Si dice que
Cleaver es el hombre que multó, humildemente me retiro.
—Pues merece la pena comprobarlo. Haré que venga el agente esta
tarde al club Stuyvesant y le indicaré quién es Cleaver... ¿Qué otras
revelaciones sorprendentes ocultas?
—Convendría averiguar más sobre Mannix.
Markham dejó el cuchillo sobre el mantel y se recostó en el asiento.
—¡Me rindo! ¡Qué perspicacia! Con las pruebas que hay contra él, hay
que arrestarle enseguida... Vance, querido amigo, ¿te sientes bien?
¿Últimamente, no has tenido pesadillas? ¿Te duele la cabeza? ¿Tienes bien
los reflejos rotulianos?
—Además, el doctor Lindquist estaba locamente colado por la
Canario y loco de celos. Hace poco amenazó con coger una pistola y
organizar un pequeño progrom por su cuenta.
—Eso está mejor —dijo Markham acercándose de nuevo al plato—.
¿Dónde conseguiste esa información?
—¡Ah, secreto!
Markham no parecía estar para bromas.
—¿A qué viene ese misterio?
—Es necesario, amigo mío. He dado mi palabra y todo eso que se dice.
Ya sabes que soy un poco quijote... Demasiadas lecturas de Cervantes en mi
juventud —pronunció estas palabras con frivolidad, pero Markham que le
conocía bien no insistió.
Aún no hacía cinco minutos desde que volvimos al despacho del fiscal
cuando entró Heath.
—Tengo algo más sobre Mannix, señor; pensé que tal vez desearía
añadirlo al informe que le entregué ayer. Burke consiguió una foto suya y se
la enseñó a los telefonistas de la casa de Odell. Ambos le han reconocido,
pues ha estado allí varias veces, pero no a visitar a la Canario. Iba a ver a la
mujer del apartamento número 2. Se llama Frisbee y fue modelo para las
pieles de Mannix. Ha ido a verla varias veces en los últimos seis meses y ha
salido con ella una o dos veces, pero no la ha vuelto a ver desde hace más
de un mes... ¿Sirve de algo?
—No sé —dijo Markham lanzando a Vance una mirada de
interrogación—. Pero gracias por la información, sargento.
—A propósito —dijo Vance con tono melifluo cuando salió Heath—,
me siento muy bien. No me duele la cabeza, no tengo pesadillas. Tengo
unos reflejos perfectos.
—Me congratulo. A pesar de todo no puedo acusar de asesinato a un
hombre porque visite a su modelo de peletería.
—¡Qué precipitado eres! ¿Por qué has de acusarle de homicidio? —
Vance lanzó un bostezo mientras se ponía en pie—. Vamos, Van, prefiero
ver la muerte de Perneb esta tarde en el Metropolitan. ¿Te apetece? —hizo
una pausa en la puerta—. Markham, ¿qué hay del guardia de Boonton?
Markham pulsó el timbre de Swacker.
—Me ocuparé de ello enseguida. Pásate por el club hacia las cinco, si
te parece. Tendré allí al agente a esa hora, pues seguro que Cleaver aparece
antes de cenar.
Cuando Vance y yo volvimos al club aquella tarde, Markham estaba
parado en el salón frente a la puerta de la rotonda; a su lado un hombre alto,
fornido y bronceado, de unos cuarenta años, prestaba atención a los que
entraban.
—Oficial de tráfico Phipps, llegado de Boonton hace un rato —dijo
Markham a título de presentación—. Esperamos que llegue Cleaver de un
momento a otro. Tiene una cita aquí a las cinco y media.
Vance cogió una silla.
—Espero que sea puntual.
—Yo también —dijo Markham malicioso—. Estoy deseando asistir a
tu felo-de-se.
[54]
—«Nuestro destino es aciago y el ánimo triste desesperanza» —musitó
Vance.
Al cabo de unos minutos entraba Cleaver que se detuvo un instante en
recepción y luego entró con paso decidido en el salón. No podía eludir el
puesto de observación escogido por Markham y al pasar a nuestro lado nos
saludó. Markham le entretuvo un instante para hacerle unas preguntas
improvisadas. Cuando se hubo alejado, se volvió hacia el agente y le
preguntó:
—¿Es éste el hombre a quien multó, agente?
Phipps fruncía el ceño perplejo.
—Se parece a él, señor, hay un parecido. Pero no es él —dijo
convencido moviendo la cabeza para afirmar su negativa—. No, señor, no
es él. Yo entregué la multa a un hombre más corpulento que este caballero y
no tan alto.
—¿Está seguro?
—Sí, señor, no me cabe duda. El tipo a quien yo multé empezó a
discutir y trató de sobornarme con un billete de cinco dólares, y yo le tenía
enfocado de lleno con el faro.
Despedimos a Phipps con una sustanciosa pourboire
[55].
—Vae misero mihi!
[56]—dijo Vance con un suspiro—. Mi desdichada existencia está a salvo.
Lamentable. Tendrás que tratar de soportarlo... Una cosa, Markham, ¿cómo
es el hermano de Pop Cleaver?
—Has puesto el dedo en la llaga —asintió Markham—. Conozco al
hermano; es más bajo y más fuerte... Este asunto me va a trastornar. Creo
que voy a decirle unas palabras a Cleaver.
Y diciendo esto se puso en pie, pero Vance le obligó a sentarse de
nuevo.
—No seas impetuoso. Cultiva la paciencia. Cleaver no lo va a divulgar
y hay que hacer un par de gestiones preliminares. Mannix y Lindquist
siguen suscitando mi curiosidad.
Markham sostuvo su punto de vista.
—Ni Mannix ni Lindquist están aquí y Cleaver sí. Y quiero saber por
qué me mintió en lo de la multa.
—Yo puedo decírtelo —replicó Vance—. Quiso hacerte creer que
estaba en Nueva Jersey el lunes por la noche. Sencillo, ¿verdad?
—¡La deducción es una prenda de tu inteligencia! Pero espero que no
creas sinceramente que Cleaver es culpable. Es posible que sepa algo, pero
desde luego no le veo de estrangulador.
—¿Y por qué?
—No da el tipo. Es impensable... aunque hubiera pruebas en su contra.
—¡Ah, la apreciación psicológica! Descartas a Cleaver porque no
crees que su carácter coincida con la situación. Escúchame, ¿no se parece
eso peligrosamente a una hipótesis esotérica, o a una deducción
metafísica...? De todas formas, no estoy en absoluto de acuerdo contigo en
aplicar esa teoría a Cleaver. Ese jugador de ojos de pez es potencialmente
un canalla. Pero estoy totalmente de acuerdo con la teoría. Y, fíjate, querido
Markham, tú, que te basas en la psicología en implicaciones elementales,
me ridiculizas, sin embargo cuando yo la aplico a perspectivas de mayor
vuelo. Puede que ser consecuente sea propio de mentes simples, pero qué
duda cabe que es una preciada joya... ¿Quieres una taza de té?
Nos dirigimos al salón de las palmeras y nos sentamos a una mesa
cerca de la entrada. Vance pidió té chino y nosotros café solo. Un excelente
cuarteto interpretaba la suite de Cascanueces de Tchaikovsky y estuvimos
descansando confortablemente en los sillones sin decir palabra. Markham
estaba cansado y poco inspirado y Vance no cesaba de darle vueltas al
problema que le tenía absorto desde el martes por la mañana. Yo nunca le
había visto tan preocupado.
Llevábamos una media hora en aquel salón, cuando apareció
Spotswoode. Se detuvo para hablarnos y Markham le invitó a sentarse.
También él parecía deprimido y en sus ojos se notaban rastros de
preocupación.
—Casi no me atrevo a preguntarle, mister Markham —dijo
tímidamente, tras pedir un ginger ale— qué posibilidades hay de que no me
hagan comparecer como testigo.
—No mayores que la última vez que le vi —respondió Markham—.
En realidad no se ha producido nada que cambie fundamentalmente la
situación.
—¿Y el sospechoso?
—Sigue siendo sospechoso, pero no le hemos detenido. Sin embargo,
esperamos que algo ocurra.
—Y supongo que aún desea que no me marche de la ciudad.
—Si le es posible, sí.
Spotswoode guardó silencio un instante, y luego prosiguió:
—No quiero que crean que intento eludir mis responsabilidades,
aunque quizás sea ya egoísta por mi parte siquiera sugerirlo, pero ¿no
bastaría para determinar los hechos con el testimonio del telefonista sobre la
hora en que regresó miss Odell y sus gritos de auxilio, sin necesidad de mi
confirmación?
—Por supuesto; he pensado en ello, y es perfectamente posible
preparar el caso para juicio sin citarle a usted como testigo, le aseguro que
lo haremos. Por el momento no veo la necesidad de citarle de testigo. Pero
nunca se sabe lo que puede suceder. Si la defensa insiste en lo de la hora
exacta y la declaración del telefonista se pone en duda o hay objeciones
para descalificarla por algún motivo, puede ser necesaria su presencia.
Spotswoode dio un sorbo a su bebida, y pareció que se había disipado
en parte su estado de depresión.
—Es usted muy generoso, mister Markham. Me gustaría hallar el
modo adecuado de agradecérselo —dijo alzando la vista, titubeante—.
Supongo que sigue oponiéndose a que vaya a ver el apartamento... Ya sé
que me tachará de irracional y quizás de sentimental, pero la muchacha
representaba mucho en mi vida y es difícil olvidarlo. No espero que me
entienda, pues ni yo mismo me entiendo.
—Creo que es perfectamente comprensible, ¿sabe? —intervino Vance
con una amabilidad poco frecuente en él—. No necesita excusarse por su
estado de ánimo. La historia y la ficción están llenas de situaciones
similares a la suya. Por supuesto el prototipo más famoso es Ulises que en
la isla de Ogigia, perfumada por los limoneros, sucumbió a los encantos de
Calipso. Los dulces brazos de las sirenas siempre han retenido a los
hombres desde que la Lilith de roja cabellera engatusó al pobre Adán.
Todos somos hijos de aquel muchacho.
Spotswoode sonrió.
—Al menos me da usted un antecedente histórico —dijo. Y luego se
dirigió a Markham—. ¿Qué va a ser de las pertenencias de miss Odell,
muebles, etcétera?
—El sargento Heath tiene noticia de una tía de ella que vive en Seattle
—le contestó Markham—. Va a venir a Nueva York para hacerse cargo de
sus propiedades.
—¿Y hasta entonces todo seguirá intacto?
—Probablemente más tiempo, a menos que suceda algo inesperado.
Hasta que ella llegue, desde luego.
—Tengo allí un par de cosillas que me gustaría conservar —confesó
Spotswoode, algo avergonzado, según me pareció.
Al cabo de unos minutos de conversación deshilvanada, se levantó y
pretextando una cita se despidió de nosotros.
—Espero poder evitar que su nombre salga en el sumario —dijo
Markham cuando se hubo marchado.
—Sí, no es una situación envidiable —asintió Vance—. Siempre es
desagradable que te descubran. Un moralista lo tomaría como un castigo.
—En este caso el azar estaba sin duda de parte del Bien. Si no hubiera
decidido ir al Winter Garden la noche del lunes, podría ahora estar con su
querida familia y nada le molestaría salvo el remordimiento de conciencia.
—Así parece —dijo Vance consultando su reloj—. Al mencionar tú el
Winter Garden me he acordado de algo. ¿Te importa que cenemos pronto?
La frivolidad me tienta. Y esta noche voy a ver Scandals.
Los dos le miramos como si hubiera perdido el juicio.
—No te alarmes tanto, Markham. ¿Por qué no habría de seguir mis
impulsos? Y..., por cierto, espero tener buenas noticias para ti mañana a la
hora del almuerzo.
La trampa

Viernes, 14 de septiembre, al mediodía

Vance se levantó tarde al día siguiente. La noche anterior yo le


acompañé a ver Scandals, con gran curiosidad al no entender su deseo de
ver una clase de espectáculo que sabía que él detestaba.
A mediodía pidió su coche y dijo al chófer que nos llevara al hotel
Belafield.
—Vamos a ver de nuevo a la encantadora Alys —dijo—. Le habría
traído un ramillete, pero me temo que Mannix la acose con preguntas
inoportunas.
Miss La Fosse nos recibió con un aire de resentido abatimiento.
—¡Debí figurármelo! —dijo asintiendo con la cabeza en son de
desprecio—. Supongo que habrán vuelto a decirme que los polis tienen
noticias mías sin que ustedes tengan nada que ver —su desdén era evidente,
casi teatral—. ¿Los tienen abajo...? ¡Es usted maravilloso! Pero yo tengo la
culpa por estúpida.
Vance permaneció impasible hasta que ella hubo acabado su perorata,
y luego hizo una reverencia cortés.
—En realidad, ¿sabe?, simplemente pasé a presentarle mis respetos y a
decirle que la policía ha entregado el informe sobre las amistades de miss
Odell, y en él no figura su nombre. Parecía usted algo preocupada ayer a
ese respeto y se me ocurrió que podría calmar sus inquietudes.
La muchacha relajó su dureza.
—¿Es cierto...? ¡Dios mío!, no sé qué sucedería si Louey se enterara
de que he hablado.
—Estoy convencido de que no se enterará, si no se lo dice usted
misma... ¿No tendría la amabilidad de permitirme tomar asiento un minuto?
—Por supuesto... Perdóneme. Estoy tomando café, acompáñenme —
dijo mientras llamó a un timbre para que trajeran dos servicios más.
Vance había tomado dos tazas de café menos de media hora antes, y
me quedé maravillado por su aceptación del horrible brebaje del hotel.
—Anoche estuve viendo Scandals —comentó de forma casual—. Me
perdí la revista al principio de temporada. ¿Cómo es que usted también fue
a verla tan tarde?
—Estuve muy ocupada —confesó ella—. Estaba ensayando Un par de
reinas, pero luego aplazaron el estreno porque Louey no consiguió el teatro
que quería.
—¿Le gusta la revista? —preguntó Vance—. Supongo que el papel de
protagonista es más difícil que en la comedia corriente.
—Efectivamente —dijo miss La Fosse adoptando un aire profesional
—. Y es decepcionante. Se pierde el personaje. No puede una dar todo su
talento. Son personajes que no respiran; no sé si me entiende...
—Me lo imagino —dijo Vance dando con decisión otro sorbo de café
—. Pues hay varios números de Scandals que usted habría interpretado
estupendamente; parecían hechos para usted. Me la imaginé en ellos y esa
idea me privó de disfrutar de la presencia de la joven que los interpreta.
—Me halaga usted, mister Vance. Pero es cierto; yo tengo buena voz.
He estudiado mucho. Aprendí baile con el profesor Markoff.
—¡Ah, ya! —estoy convencido de que Vance no había oído aquel
nombre, pero con su exclamación dio a entender que consideraba al
profesor Markoff uno de los más famosos maestros mundiales de danza—.
Entonces, debería haber sido usted la estrella de Scandals. La joven que yo
he visto no cantaba nada bien y no hablemos de su danza. Además, era muy
inferior a usted en cuanto a personalidad y atractivo... Confiéselo, ¿no le
entraron ganas el lunes por la noche de subir al escenario y cantar la Nana
China?
—Oh, no sé —miss La Fosse reflexionó sobre la sugerencia—. La
iluminación es muy floja, y yo vestida de color cereza no doy muy bien.
Pero los trajes eran preciosos, ¿verdad?
—Oh, estoy seguro que habría estado usted encantadora... ¿Qué color
le gusta?
—Me encantan los tonos orquídea —respondió ella entusiasmada—,
aunque tampoco quedo nada mal en azul turquesa. Una vez un pintor me
dijo que debería siempre vestir de blanco. Quería hacerme un retrato, pero
al caballero a quien por entonces estaba prometida no le gustaba aquel
pintor.
Vance la lanzó una mirada apreciativa.
—Creo que su amigo el pintor tenía razón. Y estoy seguro de que el
número de Saint Moritz de Scandals le hubiera ido como anillo al dedo. La
morenita que cantaba la canción en la nieve, toda vestida de blanco, era
deliciosa; pero, de verdad, debería haber sido rubia. Las bellezas cetrinas
son de climas meridionales. Y me pareció que le daba la chispa y vitalidad
propia de esos famosos centros suizos de ski. Usted habría explotado
admirablemente esas cualidades.
—Sí, me habría gustado más que el número oriental, creo. El zorro
blanco es mi piel favorita. Pero, a pesar de eso, en una revista sales de un
número y entras en otro. Cuando acabas ya se te ha olvidado todo —dijo
con un suspiro de tristeza.
Vance dejó su taza y la miró con ojillos de cariñoso reproche.
Al cabo de un instante, dijo:
—Querida amiga, ¿por qué me dijo esa mentirijilla sobre la hora en
que mister Mannix regresó aquí la noche del lunes? No estuvo nada bien
por su parte.
—¿Qué quiere usted decir? —exclamó miss La Fosse furiosa e
indignada, levantándose con aire de dignidad ofendida.
—Pues bien —prosiguió Vance—, la escena de Saint Moritz de
Scandals no sale hasta casi las once y cierra la función. Por lo tanto no
puede usted haberla visto y al mismo tiempo recibir aquí a mister Mannix a
las diez y media. Vamos a ver. ¿A qué hora llegó él aquí el lunes por la
noche?
La muchacha se sonrojó contrariada.
—¡Es usted muy listo! Debería haber sido poli... ¿Y qué, si no volví a
casa hasta después de la función? ¿Es algún delito?
—Ni mucho menos —comentó Vance amablemente—. Sólo hubo un
poquito de mala fe al decirme que había vuelto pronto a casa —añadió
inclinándose caballerosamente—. No he venido a causarle problemas. Al
contrario, me gustaría evitarle cualquier molestia. Mire usted, si la policía
mete la nariz, pueden descubrirla. Pero si yo puedo facilitarle al fiscal
ciertos detalles relacionados con la noche del lunes, no habrá peligro de que
la policía venga a verla.
Súbitamente hubo un brillo de dureza en los ojos de miss La Fosse y
sus cejas se fruncieron con resolución.
—¡Escuche! No tengo nada que ocultar, ni Louey tampoco. Pero si él
me pide que diga que estaba en un sitio a las diez y media, yo lo digo...
¿Comprende? Es mi concepto de la amistad. Louey debía tener algún
motivo para pedírmelo, si no, no lo habría hecho. Pero ya que es usted tan
listo y me acusa de jugar sucio, le confesaré que no volvió hasta después de
medianoche. Pero si alguien más me pregunta, no pienso decirles más que
la versión de las diez y media. ¿Lo entiende?
Vance hizo una reverencia.
—He comprendido, y la admiro por ello.
—Pero no vaya a creerse lo que no es —se apresuró ella a añadir con
ojos brillantes de emoción—. Louey no llegó aquí hasta pasadas las doce,
pero si piensa usted que tiene que ver con la muerte de Margy, está loco.
Acabó con Margy hace un año. Para él era como si no existiera. Y si a algún
poli idiota se le ocurre pensar que Louey tiene algo que ver, yo le serviré de
coartada, ¡pongo a Dios por testigo!, aunque sea lo último que haga en mi
vida.
—Cada vez la admiro más —dijo Vance al despedirse llevando hasta
sus labios la mano de la muchacha.
Durante el camino fue sumido en sus pensamientos, y no despegó los
labios hasta que no llegamos a la altura del edificio del Tribunal.
—La primitiva Alys me gusta bastante —dijo—. Es demasiado buena
para el untuoso Mannix... Las mujeres son tan astutas, y tan pacientes... Una
mujer es capaz de leer en los ojos de un hombre casi por arte de magia,
pero, por otra parte, se vuelven ciegas cuando se trata de su hombre. Mira la
fe que tiene en Mannix la encantadora Alys. Probablemente él le dijo que
estuvo ocupadísimo en la oficina la noche del lunes. Naturalmente, ella no
se lo cree, pero sabe, sabe que su Louey no puede estar complicado en la
muerte de la Canario. En fin, esperemos que no se equivoque y no
detengan a Mannix; al menos hasta después de que finalice la nueva
revista... ¡Cielos! Si el papel de detective implica ver más revistas, tendré
que dimitir. ¡A Dios gracias que a la joven no se le ocurrió ir al cine el lunes
por la noche!
Al llegar al despacho del fiscal encontramos a Heath y a Markham
discutiendo el caso. Markham tenía ante sí un cuaderno en el que había
varias páginas llenas de listas y anotaciones. Estaban envueltos por una
nube del humo de los cigarrillos y Heath, sentado frente a él con los codos
apoyados en el escritorio y la cabeza apoyada en las manos, parecía
porfiado aunque decepcionado.
—Estoy repasando el caso con el sargento —dijo Markham,
lanzándonos una mirada—. Intentamos recopilar los detalles más
sobresalientes siguiendo cierto orden para ver si hemos pasado por alto algo
que los relacione. Ya le he dicho al sargento lo del doctor y sus amenazas, y
que el oficial de tráfico no ha confirmado lo de Cleaver. Pero cuanto más
afinamos, más se complica la maraña.
Cogió las hojas y las sujetó con un clip.
—Lo cierto es que no existe evidencia auténtica contra nadie. Hay
circunstancias sospechosas en relación con Skeel, el doctor Lindquist y
Cleaver, y la entrevista con Mannix no arrojó precisamente sospechas en
esa dirección. Pero si consideramos el conjunto, ¿cuál es la situación?
Tenemos unas huellas dactilares de Skeel, que pueden haber sido impresas
el lunes por la tarde. El doctor Lindquist se pone frenético cuando le
preguntamos dónde estaba el lunes por la noche y luego nos da una coartada
floja. Dice que sentía paternal interés por la chica y resulta que está
enamorado de ella... Es algo absolutamente mendaz. Cleaver presta el coche
a su hermano y nos dice una mentira para que yo crea que estaba en
Boonton el lunes a medianoche. Y Mannix nos da una serie de respuestas
imprecisas sobre sus relaciones con la chica... No hay por dónde cogerlo.
—Yo no diría que su información es inoperante —comentó Vance
acercando una silla para sentarse junto al sargento—. Puede ser de suma
utilidad si logramos hacerla concordar adecuadamente. Creo que la
dificultad estriba en que nos faltan algunas piezas del rompecabezas.
Hallémoslas y os puedo asegurar que tendremos un maravilloso mosaico.
—Es muy fácil decir «hallémoslas» —gruñó Markham—. El problema
está en dónde buscarlas.
Heath volvió a encender su puro e hizo un gesto de impaciencia.
—No podemos olvidar a Skeel. Es nuestro hombre y si no fuera por
Abe Rubin, le sacaría la verdad. Y, por cierto, mister Vance, tenía
efectivamente una llave del apartamento de la Odell —luego miró
dubitativo a Markham—. No quiero que piense que critico, señor, pero creo
que estamos perdiendo el tiempo con estos caballeros amigos de la Odell:
Cleaver, Mannix y ese doctor.
—Puede que tenga razón —dijo Markham inclinándose por su opinión
—. Sin embargo, me gustaría saber por qué Lindquist actuó de esa manera.
—Cierto; puede que nos sea útil —aceptó Heath—. Si el médico había
llegado tan lejos con la Odell al punto de amenazarla, y si perdió la cabeza
cuando le preguntaron su coartada, tal vez pueda decimos algo. ¿Por qué no
le asustamos un poco? Sus antecedentes no son tampoco una patena.
—Excelente idea —le apoyó Vance.
Markham levantó la vista pensativo y consultó su agenda.
—No estoy muy ocupado esta tarde. Podemos ir juntos. Sargento,
llévese un mandamiento por si acaso, y esté listo para ir después del
almuerzo lo antes posible. Voy a eliminar parte de estos restos humanos que
están bloqueando el caso, aunque sea lo último que haga —añadió dando un
golpe sobre el escritorio—. Y Lindquist es tan bueno como cualquier otro
para empezar. O desarrollo los indicios de sospecha en algo válido o los
elimino, y veremos dónde estamos.
Heath estrechó las manos al despedirse con cara pesimista.
—¡Pobre hombre! —suspiró Vance contemplándole mientras se
marchaba—. Sufre todas las secuelas de la desesperación.
—Y así te pasaría a ti —intervino Markham— si los periódicos te
estuvieran incitando a que tomaras vacaciones políticas. Por cierto, ¿no eras
el portador de faustas noticias este mediodía, o algo así?
—Creo que fundé excesivas esperanzas —respondió Vance mirando a
través de la ventana—. Markham, este Mannix me atrae como un imán. Me
fastidia y me irrita. Ronda mis sueños. Es el cuervo de mi busto de
Minerva. Me atormenta como un genio maligno.
—¿Esa lamentación forma parte de las noticias?
—No descansaré en paz —prosiguió Vance— hasta que sepa dónde
estuvo Louey el peletero entre once y doce de la noche del lunes. Seguro
que estuvo donde no debería haber estado. Y tú, Markham, debes
averiguarlo. Por favor, que sea Mannix el segundo objetivo de tu asalto. Si
le apretamos convincentemente hablará. Sé brutal, amigo; hazle creer que
sospechas que él la acogotó. Pregúntale por la modelo de las pieles, ¿cómo
se llama?, Frisbee... —hizo una pausa y frunció el ceño—. Sí..., eso es.
Insisto, Markham, pregúntale por la modelo de las pieles y cuándo la vio
por última vez. Procura aparecer prudente y misterioso cuando se lo
preguntes.
—Mira, Vance —dijo Markham exasperado—, has estado tres días
tocando el tema de Mannix. ¿Qué es lo que te llama la atención sobre él?
—Intuición... Simple intuición. Mi temperamento psíquico, ¿sabes?
—Si no te conociera hace quince años... —dijo mirándole con cara de
amonestación y encogiéndose de hombros—. Citaré a Mannix cuando
acabe con Lindquist.
El doctor se explica

Viernes, 14 de septiembre, 2 de la tarde

Almorzamos en el refugio privado del fiscal y a las dos anunciaron al


doctor Lindquist. Le acompañaba Heath y a juzgar por su expresión estaba
claro que al sargento no le gustaba nada.
A una indicación de Markham el doctor tomó asiento frente al
escritorio del fiscal.
—¿Qué significa este nuevo avasallamiento? —preguntó con frialdad
—; ¿posee el privilegio de obligar a un ciudadano a dejar sus asuntos
privados y amenazarle?
—Mi obligación es entregar los asesinos a la justicia —replicó
Markham con similar frialdad—. Y si un ciudadano considera que ayudar a
las autoridades es una ofensa es cosa suya. Si tiene algo que temer al
contestar a mis preguntas, doctor, tiene derecho a que se persone su
abogado. ¿Quiere telefonearle para que venga y le preste protección legal?
Se vio cómo el médico vacilaba.
—No necesito protección legal, señor. ¿Tendrá la amabilidad de
decirme enseguida por qué me trajeron aquí?
—Desde luego; para que nos explique algunos detalles que hemos
descubierto relacionados con su amistad con miss Odell, y para aclarar, si le
parece, los motivos por los que me engañó, en nuestra última entrevista,
respecto a dicha relación.
—Veo que ha estado usted husmeando indebidamente en mis asuntos
privados. Tengo entendido que tales prácticas eran corrientes en Rusia...
—Si husmeamos indebidamente, doctor Lindquist, usted puede
fácilmente demostrármelo y lo que hayamos podido averiguar respecto a
usted quedará automáticamente olvidado. ¿Acaso no es cierto que su interés
por miss Odell iba más allá del simple afecto paternal?
—¿Ni siquiera los sagrados sentimientos de una persona puede
respetar la policía de este país? —dijo el doctor con insolente desprecio.
—En determinadas circunstancias, sí; en otras, no —replicó Markham
controlando admirablemente su indignación—. No tiene por qué
contestarme, desde luego; pero si se decide a ser franco, posiblemente
pueda ahorrarse la humillación de verse sometido a interrogatorio público
por el fiscal ante un tribunal.
El doctor Lindquist tuvo un sobresalto y reflexionó un instante.
—¿Y si admito que mi afecto por miss Odell era más que paternal,
qué?
Markham tomó la pregunta por una afirmación.
—Tenía usted muchos celos de ella, ¿verdad, doctor?
—Los celos —continuó el médico con aire irónico de profesional— no
son síntoma inhabitual en los apasionamientos. Autoridades como Krafft-
Ebing, Moll, Freud, Ferenczi y Adler, creo, los consideran un corolario
psicológico íntimo de la atracción amatoria.
—Muy instructivo —asintió Markham con la cabeza—. ¿Debo
entonces entender que se sentía apasionado o, vamos a decir, amatoriamente
atraído por miss Odell y que en ocasiones dejó traslucir el corolario
psicológico íntimo de esa atracción?
—Puede usted entender lo que quiera. Pero no acabo de comprender
por qué se inmiscuye en mis sentimientos.
—Si sus sentimientos no le hubieran llevado a acciones
verdaderamente cuestionables y sospechosas, no me interesarían. Pero sé de
fuente oficial incuestionable que la reacción de sus sentimientos le indujo a
amenazar a miss Odell con poner fin a su vida y a la de usted mismo. Y en
vista del hecho de que la joven ha sido asesinada, la ley, naturalmente, y
lógicamente, siente curiosidad.
El rostro normalmente pálido del médico se volvió amarillento, y sus
largos y torpes dedos aferraron el brazo del sillón, pero permaneció inmóvil
y dignamente rígido con los ojos fijos en el fiscal del distrito.
—Creo —prosiguió Markham— que no aumentará mis sospechas
tratando de negarlo.
Vance, que observaba atentamente al médico, se inclinó hacia adelante.
—Una cosa, doctor, ¿con qué método de exterminio amenazó usted a
miss Odell?
El doctor Lindquist se revolvió en el sillón hacia Vance, profirió un
extraño suspiro y todos sus músculos permanecieron tensos. El rubor riñó
sus mejillas y hubo un estertor nervioso en su boca y garganta. Por un
momento temí que fuera a perder el control, pero tras un esfuerzo logró
calmarse.
—¿Acaso cree que la amenacé con estrangularla? —dijo en tono
vibrante debido a la intensidad de su arrebato—. ¿Qué quieren, convertir mi
amenaza en un lazo corredizo y colgarme? ¡Bah! —hizo una pausa y luego
su voz se hizo más tranquila—. Es muy cierto que en cierta ocasión,
irreflexivamente, traté de asustar a miss Odell con la amenaza de matarla y
suicidarme. Pero si está bien informado, como me imagino, sabrán que la
amenacé con un revólver. Me parece que es el arma a que
convencionalmente se alude cuando se lanzan amenazas vanas.
Naturalmente no la iba a amenazar con un asesino a sueldo, aunque hubiera
considerado tan abominable posibilidad.
—Cierto —asintió Vance—. Y no está de más que lo diga.
El médico se sentía evidentemente animado por la actitud de Vance.
Volvió a encararse con Markham y despachó su elaborada confesión.
—Imagino que ustedes saben que una amenaza rara vez es antecedente
de una acción violenta. Un simple estudio de la mente humana les enseñaría
que una amenaza es evidencia prima facie de la inocencia Una amenaza
suele producirse por efecto de la ira como válvula de seguridad. No estoy
casado —dijo cambiando la mirada—; mi vida sentimental no posee la
estabilidad que debiera y constantemente estoy en contacto con personas
hipersensibles y complicadas. Durante un período de susceptibilidad
anormal nutrí una pasión por la joven, pasión a la que ella no
correspondía... y ni mucho menos con mi mismo ardor. Sufría mucho, y ella
nada hizo por mitigar mi sufrimiento. Al contrario, yo tuve la sospecha de
que deliberadamente, más de una vez, me torturaba perversamente con
otros hombres. Sea lo que fuere, no se molestaba en ocultarme sus
infidelidades. Confieso que una o dos veces casi perdí la cabeza. Y para
asustarla y hacer que adoptara una actitud más dócil y considerada, la
amenacé. Creo que sabrá usted juzgar en su justa medida la naturaleza
humana y me entenderá.
—Dejando eso de momento —respondió Markham eludiendo la
insinuación—, ¿me facilitará una información más específica sobre sus
pasos la noche del lunes?
Volví a detectar una tonalidad amarillenta en el rostro del neurólogo y
una leve tensión atenazó sus miembros, pero respondió con su finura
habitual.
—Entiendo que la nota que le envié respondía a esa pregunta
satisfactoriamente. ¿Qué omití?
—¿Cómo se llama la paciente a quien visitó aquella noche?
—La señora Anna Breedon: la viuda de Amos H. Breedon, del
Breedon National Bank de Long Branch.
—Y... creo que decía que estuvo con ella de once a una...
—Exactamente.
—¿Y fue la señora Breedon la única testigo de su presencia en el
sanatorio entre esas dos horas?
—Mucho me temo que sí. Por las noches, después de las diez, nunca
toco el timbre. Entro en la clínica con mi llave.
—Supongo que me permitirá hablar con la señora Breedon.
—La señora Breedon —dijo el médico en tono pesaroso— está muy
enferma. Sufrió un tremendo golpe con la muerte de su marido el verano
pasado, y desde entonces ha caído prácticamente en un estado de
semiinconsciencia. Hay momentos en que incluso temo por su juicio. El
menor trastorno o excitación puede serle de nefastas consecuencias.
Sacó un recorte de periódico de un portafolios de bordes dorados y se
lo entregó a Markham.
—Verá que la necrológica menciona su postración e internamiento en
un sanatorio privado. Hace años que soy su médico.
Markham echó una ojeada al recorte y se lo devolvió. Hubo un breve
silencio que rompió Vance con una pregunta.
—Por cierto, doctor, ¿cómo se llama la enfermera de noche de su
sanatorio?
El doctor Lindquist alzó rápidamente la cabeza.
—¿Mi enfermera de noche? ¿Por qué..., qué tiene ella que ver? Estaba
muy ocupada el lunes por la noche. No entiendo... Bien, si quiere saber su
nombre, nada tengo que objetar. Se llama Finckle; miss Amelia Finckle.
Vance apuntó el nombre, se levantó y entregó el trozo de papel a
Heath.
—Sargento, traiga usted mañana a las once a esta miss Finckle —dijo
haciendo un ligero guiño a Heath.
El rostro del doctor Lindquist acusó inquietud.
—Perdonen que les diga que soy insensible a la higiene de sus
elegantes métodos —dijo en tono que traducía su desprecio—. ¿Puedo
esperar que su interrogatorio haya acabado?
—Creo que por ahora basta, doctor —replicó Markham cortésmente
—. ¿Quiere que le pida un taxi?
—Su cortesía me abruma, pero tengo el coche abajo —dijo
despidiéndose con altivez.
Markham llamó inmediatamente a Swacker y le ordenó que buscase a
Tracy. El detective acudió enseguida, limpiándose las gafas y con afable
sonrisa. Se le habría tomado por un actor más que por detective, pero su
capacidad en asuntos delicados era proverbial en el departamento.
—Quiero que me traiga a mister Mannix de nuevo —le dijo Markham
—. Tráigamelo aquí enseguida; quiero verle.
Tracy ejecutó una reverencia magistral y ajustándose las gafas salió a
cumplir la orden.
—Y, ahora —dijo Markham clavando una mirada de reproche en
Vance—, quiero que me digas por qué pusiste en guardia a Lindquist
diciéndole lo de la enfermera de noche. Tu cabeza no funciona esta tarde.
¿Crees que no pensaba yo en la enfermera? Ahora le has prevenido, y hasta
mañana a las once tiene tiempo de aleccionarla en lo que debe decir.
Verdaderamente, Vance, no me imagino nada mejor calculado capaz de
hacer fracasar nuestros intentos de substanciar la coartada del doctor...
—Le asusté un poco, ¿verdad? —dijo Vance con un gesto de
complacencia—. Siempre que tu adversario empiece a hablar
exageradamente de lo absurdo de tus criterios es que interiormente maldice.
Pero, mi viejo amigo Markham, no derrames lágrimas por mis
insuficiencias mentales. Si tú y yo hemos pensado en la enfermera, ¿no
crees que nuestro taimado doctor también lo hizo? Si esta miss Finckle
fuera de las que se dejan sobornar, ya habría recurrido a sus perjuros
servicios dos días atrás y la habría mencionado, junto con la señora
Breedon, como testigo de su presencia en el sanatorio la noche del lunes. El
hecho de que no hiciera mención de la enfermera demuestra que no es fácil
inducirla a jurar en falso... No, Markham; le puse en guardia a propósito.
Ahora tendrá que hacer algo antes de que interroguemos a miss Finckle. Y
me jacto de deciros que sé lo que es.
—Vamos a ver una cosa —intervino Heath—. ¿Tengo o no tengo que
traer a la Finckle mañana por la mañana?
—No hay necesidad —dijo Vance—. Me temo que es nuestro destino
no poner los ojos en esa ave nocturna. Una entrevista con ella sería lo
último que el doctor pudiera desear.
—Puede que sea cierto —admitió Markham—, pero no olvides que el
lunes por la noche puede haber estado haciendo algo sin relación con el
homicidio que no quiere que se sepa.
—Ya lo creo, ya; pero es que casi todas las amistades de la Canario
parecen haber elegido la noche del lunes para entregarse a sus pecadillos.
¿No es demasiada casualidad? Skeel intenta hacernos creer que estaba
absorto con el Khun Khan. Cleaver estaba, según su palabra, rodando por el
paisaje de Jersey. Lindquist quiere darnos la imagen del que conforta a los
afligidos. Y resulta que yo sé que Mannix debió tener algún lío y fabrica
una coartada por si fisgamos demasiado. Todos estuvieron haciendo algo
que no quieren que sepamos. ¿Qué sería? Y ¿por qué, de común acuerdo,
eligieron la noche del crimen para sus misteriosos asuntos que no osan
mencionar, ni siquiera para disipar las sospechas que pesan sobre ellos? ¿Es
que hubo aquella noche una invasión de espíritus malignos en la ciudad?
¿Se produjo una maldición universal que impulsaba a los hombres a
acciones inconfesables? ¿Hubo magia negra? No creo.
—Yo apuesto por Skeel —intervino tenaz el sargento Heath—. No me
engaño cuando veo un trabajo profesional. Y no podemos olvidar las
huellas dactilares y el informe del Profesor sobre el escoplo.
Markham no salía de su perplejidad. Yo sabía que su opinión sobre la
culpabilidad de Skeel había resultado en parte desbaratada con la tesis de
Vance de que el homicidio era un acto minuciosamente premeditado por un
hombre astuto y cultivado. Pero ahora parecía volver irremediablemente al
punto de vista de Heath.
—Admito —dijo— que Lindquist, Cleaver y Mannix no inspiran
precisamente crédito en su inocencia, pero al estar cortados por el mismo
patrón, queda algo desvanecida la fuerza de la sospecha contra ellos.
Después de todo, Skeel es el único candidato lógico al papel de
estrangulador. Es el único con un móvil aparente, y es el único contra el que
existe evidencia.
Vance lanzó un suspiro de cansancio.
—Claro, claro. Huellas..., señales de escoplo. Eres tan ingenuo,
Markham. Se descubren en el apartamento las huellas de Skeel, luego,
Skeel estranguló a la muchacha. Así de simple. ¿Para qué preocuparse más?
Chose jugée y asunto concluido. ¡Que Skeel vaya a la silla eléctrica y ya
está! No lo niego, es un buen sistema... Pero ¿es artístico?
—En tu entusiasmo crítico subestimas nuestra argumentación contra
Skeel —dijo Markham irritado.
—¡Oh!, admito que la argumentación es ingeniosa. Es tan
tremendamente ingeniosa que mi ánimo no se atreve a rechazarla. Pero las
verdades más comunes son simples ingenuidades. Tu teoría puede parecer
bien fundada ante la opinión pública. Pues bien, a pesar de ello, Markham,
no es verdad.
El empírico Heath ni se inmutó. Permanecía sentado impasible
mirando la mesa. Mucho dudo que hubiera escuchado el cruce de opiniones
entre Vance y Markham.
—Sabe usted, mister Markham —dijo como si algo le impulsara a
decir en voz alta una idea oscura—, si pudiéramos demostrar cómo entró y
salió Skeel del apartamento de la Odell, tendríamos mayor evidencia en su
contra. No me lo puedo imaginar... De ahí no paso. He pensado en la
posibilidad de llevar a un arquitecto para que examine las habitaciones. Es
un edificio antiguo, ¡Dios sabe cuándo lo construyeron!, y puede que haya
algún medio para entrar en él que aún no hemos descubierto.
—¡Vaya! —exclamó Vance mirándole con irónica admiración—. ¡Se
está usted volviendo romántico!: pasadizos secretos, puertas falsas,
escaleras entre muros, ¿no es eso? ¡Dios mío... sargento, cuidado con el
cine! Ha acabado con personas intachables. ¿Por qué no prueba la ópera...?
Es más aburrida pero menos nociva.
—Está bien, mister Vance —dijo Heath no muy convencido, por lo
visto, del asunto arquitectónico—. Pero mientras no sepamos cómo entró
Skeel, no estaría de más comprobar algunos de los medios que no utilizó.
—Estoy de acuerdo con usted, sargento —dijo Markham—. Que un
arquitecto se ponga enseguida manos a la obra —pulsó el timbre de
Swacker y dio las instrucciones pertinentes.
Vance estiró las piernas mientras bostezaba.
—Ahora lo que necesitamos es una favorita del harén, unos negros con
abanicos y música de pizzicato.
[57]
—Se reirá usted, mister Vance —dijo Heath encendiendo un habano—,
pero aunque el arquitecto no encuentre nada raro en el apartamento, es muy
posible que Skeel se delate en cualquier momento.
—Deposito mi inocente fe en Mannix —dijo Vance—. No sé por qué,
pero no es buena persona, y nos oculta algo. Markham, no se te ocurra
dejarle marchar hasta que te diga dónde estaba el lunes por la noche. Y no
te olvides de aludir misteriosamente a la modelo de peletería.
Un testigo de medianoche

Viernes, 14 de septiembre, 3.30 de la tarde

En menos de media hora apareció Mannix. Heath cedió su asiento al


recién llegado y ocupó un confortable sillón junto a las ventanas. Vance
había elegido un asiento junto a la mesa de Markham desde donde podía ver
de lado a Mannix.
Era evidente que a Mannix no le hacía mucha gracia sostener otra
entrevista Sus ojillos recorrían nerviosos el despacho, se posaron inquietos
un instante en Heath y finalmente se fijaron en el fiscal. Estaba aún más
alerta que en su primera visita, y en su saludo a Markham, aunque
despreciativo, se percibió un temblor. Tampoco el aire calculado que había
adoptado Markham contribuía a tranquilizarle: el de terrible e implacable
acusador público que invita a sentarse con un gesto. Mannix dejó el
sombrero y el bastón sobre la mesa y se sentó en el borde de una silla, con
la espalda rígida como un poste.
—No estoy nada satisfecho con lo que me dijo el miércoles, mister
Mannix —comenzó diciendo Markham—, y creo que no me obligará a
adoptar medidas drásticas para averiguar lo que sabe en relación con la
muerte de miss Odell.
—¡Lo que sé! —Mannix intentó esbozar una sonrisa de inocencia—.
¡Mister Markham..., mister Markham! —exclamó más untuoso que nunca
abriendo sus manos como desvalido—. Si supiera algo, créame, se lo diría...
Desde luego que se lo diría.
—Me encanta oírselo decir. Su buena disposición facilita mi tarea En
primer lugar, dígame, por favor, dónde estuvo el lunes por la noche.
Los ojos de Mannix se contrajeron pausadamente hasta reducirse a dos
diminutos discos brillantes, aunque no por ello perdió su prestancia. Tras lo
que pareció una pausa interminable, dijo:
—¿Tengo que decirle dónde estuve el lunes por la noche? ¿Por qué
tengo que hacerlo...? ¿Es que sospechan de mí por el crimen, es eso?
—Por ahora no, pero su deliberada negativa a responder a mi pregunta
no deja de ser sospechosa. ¿Por qué no me informa de dónde estuvo?
—No tengo motivos para ocultárselo, ¿sabe? —arguyó Mannix
encogiéndose de hombros—. No tengo por qué avergonzarme de ello... ¡en
absoluto...! Tenía muchas cuentas que revisar en la oficina, las existencias
de invierno. Estuve en el despacho hasta las diez..., quizás más tarde.
Luego, a las diez y media...
—¡Basta! —exclamó Vance con voz cortante—. No hay necesidad de
hacernos perder el tiempo con eso.
Sus palabras encerraban enfáticamente un doble significado, y Mannix
le contemplaba fijamente tratando de desvelar qué quería decir
exactamente, y aunque Vance no alteró los músculos de su rostro, pareció
entender la advertencia.
—¿No quieren saber dónde estaba a las diez y media?
—No necesariamente —dijo Vance—. Queremos saber dónde estaba a
las doce. Y no es necesario que nombre a nadie que le viera a esa hora. Si
nos dice la verdad, lo sabremos —y adoptó el mismo aire de conocimiento
y misterio que había reprochado a Markham aquella misma tarde. Sin
romper su promesa con Alys La Fosse, había conseguido inquietar a
Mannix.
Antes de que pudiera idear una respuesta, Vance se puso en pie y se
inclinó aparatosamente sobre el escritorio del fiscal.
—Hay una tal miss Frisbee que vive en la calle 71, concretamente en
el número 184; para ser más exactos, en la casa en que vivía miss Odell; y
para más detalles, en el apartamento número 2. Miss Frisbee fue una de sus
modelos. Una chica sociable, todavía condescendiente a las propuestas de
su antiguo jefe: usted. ¿Cuándo la vio por última vez, mister Mannix...?
Piénselo antes de responder. Piénselo.
Mannix tardó en contestar. Un minuto transcurrió antes de que hablara,
y lo hizo planteando una pregunta.
—¿No tengo derecho a visitar a una dama... acaso?
—Por supuesto. Por lo tanto, ¿por qué le inquieta una pregunta sobre
una cosa tan correcta e irreprochable?
—¿Inquietarme a mí? —Mannix hizo una mueca con notable esfuerzo
—. Me pregunto qué se imagina, para interrogarme sobre mis asuntos
privados.
—Se lo diré. Miss Odell fue asesinada hacia las doce de la noche el
lunes. Nadie entró ni pasó por la puerta principal del edificio, y la puerta
lateral estaba cerrada La única manera de entrar en su apartamento habría
sido desde el apartamento número 2, y nadie conocido de miss Odell iba a
aquel apartamento, a excepción de usted.
Ante estas palabras Mannix se inclinó sobre el escritorio, apoyándose
en el borde con las dos manos. Sus ojos estaban dilatados y sus labios
carnosos permanecían abiertos. Pero no era miedo lo que sus facciones
delataban, sino suma perplejidad. Permaneció un instante mirando a Vance
aturdido y atónito.
—¿Así que eso es lo que cree? ¿Que nadie podía entrar más que a
través del apartamento 2, porque la puerta lateral estaba cerrada? —lanzó
una carcajada breve y forzada—. Si esa puerta secundaria no hubiera estado
cerrada el lunes por la noche, qué pasaría, ¿eh...? ¿Qué pasaría?
—Más bien sucedería que estaría usted con nosotros, con el fiscal del
distrito —dijo Vance sin apartar la vista de él.
—¡Claro! —espetó Mannix—. Pues oiga usted una cosa, amigo; eso es
precisamente lo que sucede... ¡exactamente! —se volvió pesadamente hacia
Markham—. Yo soy buena persona, ¿sabe?, pero he callado demasiado...
¡Esa puerta lateral no estaba cerrada el lunes por la noche! ¡Y yo sé quién
se escabulló por ella a las doce menos cinco!
—Ça marche —musitó Vance, volviendo a sentarse para encender
tranquilamente un cigarrillo.
La sorpresa de Markham fue tal que le costó trabajo decir palabra.
Heath siguió sentado inmóvil con el puro en el aire. Finalmente
Markham se recostó en el sillón y cruzó los brazos.
—Pienso que es mejor que nos cuente usted toda la historia, mister
Mannix —dijo en un tono que hacía un imperativo de su demanda.
También Mannix se recostó en su asiento.
—Oh, ya lo creo que voy a contarla. La contaré. Está usted en lo
cierto, pasé la velada con miss Frisbee. En eso no hay nada malo.
—¿A qué hora llegó usted?
—Después del horario de trabajo... A las cinco y media, o seis menos
cuarto. Cogí el metro, me bajé en la calle 72 y fui paseando.
—¿Y entró en la casa por la puerta principal?
—No, fui por el callejón y entré por la puerta lateral, como suelo
hacerlo. A nadie le importa a quién visito, y cuanto menos sepa el
telefonista del vestíbulo mejor.
—Por ahora coincide —comentó Heath—. El portero no cerró esa
puerta hasta después de las seis.
—¿Y estuvo usted allí toda la tarde, mister Mannix? —preguntó
Markham.
—Claro, hasta antes de las doce. Miss Frisbee hizo la cena y yo llevé
una botella de vino. Una fiesta de sociedad... los dos solos. Y no salí del
apartamento hasta las doce menos cinco. Puede decir a la dama que venga y
preguntarle. La llamo ahora mismo y le digo que explique todo lo que pasó
la noche del lunes, si quiere. No les pido que me crean de palabra... Ni
mucho menos.
Markham hizo un gesto indicando que descartaba la sugerencia.
—¿Qué sucedió a las doce menos cinco?
Mannix dudaba, poco dispuesto a ir al grano.
—Yo soy buena persona, ¿sabe? Y un amigo es un amigo. Pero, yo me
digo, ¿voy yo a verme complicado en algo en lo que yo no tengo
absolutamente nada que ver?
Al no recibir respuesta, continuó:
—Sé que tengo razón. Bueno, pues sucedió lo siguiente. Como decía
visité a la dama, pero tenía otra cita aquella noche más tarde. Así que, unos
minutos antes de medianoche me despedí y me dispuse a marcharme. Justo
cuando abría la puerta vi a alguien que se escabullía del apartamento de la
Canario y se dirigía hacia la reducida entrada de la puerta trasera. Había luz
en el vestíbulo y la puerta del apartamento 2 está enfrente de esa puerta
lateral. Y yo vi al individuo como les veo a ustedes, igual que a ustedes.
—¿Quién era?
—Pues si quieren saberlo, era Pop Cleaver.
Markham tuvo un leve sobresalto.
—¿Y usted qué hizo?
—Nada, mister Markham, nada. No le di gran importancia,
¿comprende? Yo sabía que Pop iba detrás de la Canario y pensé que
acababa de visitarla. Pero no quise que Pop me viera, no es asunto suyo lo
que yo hago. Por eso esperé tranquilamente a que saliera...
—¿Por la puerta lateral?
—Claro. Luego yo también salí por ella Iba a salir por la principal,
porque sabía que la lateral siempre estaba cerrada de noche, pero al ver salir
por ella a Pop, me decidí a hacer lo mismo. No hay necesidad de que el
telefonista se entere de mis cosas, no hay ninguna necesidad. Así que salí
por la misma puerta que entré. Cogí un taxi en Broadway, y entonces fui...
—¡Nos basta! —Vance le cortó de lleno con su exclamación.
—Está bien, está bien —dijo Mannix como agradeciendo no tener que
proseguir sus explicaciones—. Pero no quiero que piensen que...
—No lo pensamos.
Markham no salía de su sorpresa ante estas interrupciones, pero no
dijo nada.
—Cuando leyó lo de la muerte de miss Odell —dijo—, ¿por qué no
fue a la policía para darle esa importantísima información?
—¡Me habrían mezclado en el asunto! —exclamó Mannix con
sorprendente franqueza—. Ya tengo bastantes problemas sin buscármelos,
demasiados.
—Egoísta actitud —comentó Markham claramente disgustado—.
Pero, no obstante, me sugirió usted, después de enterarse del homicidio, que
miss Odell chantajeaba a Cleaver.
—Claro. ¿No demuestra eso que yo quería estar de parte de usted,
dándole una pista útil?
—¿Vio usted a alguien más aquella noche en el vestíbulo o en el
callejón?
—A nadie. Absolutamente a nadie.
—¿Oyó usted a alguien en el apartamento de la Odell, alguien que
hablara o hiciera ruido?
—No oí nada —dijo Mannix con enfáticos movimientos de cabeza.
—¿Y está seguro de la hora en que vio a Cleaver salir; las doce menos
cinco?
—Seguro. Miré mi reloj y le dije a la dama: «Me marcho el mismo día
que llegué; no es mañana hasta dentro de cinco minutos».
Markham repasó la historia punto por punto, intentando por todos los
medios hacerle confesar más de lo que había dicho, pero Mannix no añadió
nada ni modificó ningún detalle de su declaración; por lo que al cabo de
media hora de comprobaciones, le dejó marchar.
—Al menos hemos encontrado una pieza del rompecabezas —
comentó Vance—. Ahora no veo exactamente cómo se ajusta, pero es útil y
atractiva. Y ¡fíjate de qué forma tan maravillosa se ha confirmado mi
intuición respecto a Mannix!
—Oh, desde luego... Tu valiosa intuición —dijo Markham mirándole
intencionadamente—. ¿Por qué le interrumpiste dos veces cuando iba a
decirme algo?
—O, tu ne sauras jamais
[58] —contestó Vance recitando—. No te lo puedo decir, amigo mío. Lo
lamento profundamente y todo eso...
Vance adoptaba una curiosa actitud, pero Markham sabía que en
semejantes ocasiones Vance nunca bromeaba y no insistió. Yo no podía
dejar de pensar si miss La Fosse habría imaginado cuan segura estaba
depositando su confianza en Vance.
Heath estaba enormemente afectado por la declaración de Mannix.
—No comprendo que estuviera abierta la puerta lateral —dijo
lamentándose—. ¿Cómo diablos volvió a cerrarse por dentro después de
salir Mannix? ¿Y quién la abrió después de las seis?
—Todo se andará, mi sargento; todo se aclarará —dijo Vance.
—Tal vez, o tal vez no. Pero si lo averiguamos, puedo asegurarle que
la respuesta está en Skeel. Él es el pájaro al que hay que apretarle los
tornillos. Cleaver no es un ladrón habilidoso, ni Mannix tampoco.
—Es igual, aquella noche hubo un técnico muy mañoso, y no fue su
amigo Dude, aunque probablemente sí que fue el Donatello que abrió con
su cincel el joyero.
—¿O sea que un par? Es su teoría, ¿verdad, mister Vance? No es la
primera vez que lo dice, y no es que yo diga que se equivoca, pero si
podemos achacárselo a Skeel, le haremos confesar el compinche que le
ayudó.
—No fue un compinche, sargento. Seguramente fue un desconocido.
Markham permanecía mirando al vacío.
—Me huele raro la aparición de Cleaver al final de la historia —dijo
—. Desde el lunes hay algo que no encaja.
—Y yo digo —intervino Vance—, ¿la falsa coartada del caballero no
adquiere ahora un cierto significado siniestro? Habrás comprendido,
supongo, por qué ayer te contuve en el club para que no le interrogaras. Me
imaginé que si podías lograr que Mannix te abriera su corazoncito, estarías
en mejor posición para sacarle a Cleaver un par de confesiones. ¿Y ves?
¡De nuevo el triunfo de la intuición! Con lo que ahora sabes de él, puedes
acosarle sin ningún escrúpulo, ¿no?
—Y eso es precisamente lo que voy a hacer —dijo pulsando el timbre
de Swacker—. Localízame a Charles Cleaver —ordenó iracundo—.
Telefonéale al club Stuyvesant y a su casa; vive cerca del club en la calle 27
Oeste. Y dile que quiero que esté aquí antes de media hora, o le mando una
pareja de agentes para que le traigan esposado.
Markham fue hacia la ventana y permaneció cinco minutos fumando
inquieto, mientras Vance, sonriendo divertido, se dedicaba a hojear The
Wall Street Journal. Heath se sirvió un vaso de agua y empezó a pasear de
arriba abajo por el despacho. Al poco rato volvió a entrar Swacker.
—Lo siento, jefe, pero no hay nada que hacer. Cleaver se ha marchado
al campo; no sabemos dónde. Volverá tarde esta noche.
—¡Diablos...! Está bien —Markham se volvió hacia Heath—. Me
vigila a Cleaver esta noche, sargento, y me lo trae aquí mañana a las nueve.
—¡Aquí estaré, señor! —Heath dejó de pasear y se plantó ante
Markham—. He estado pensando, señor; y hay algo que no deja de darme
vueltas en la cabeza, por decirlo de alguna manera. ¿Recuerda aquel
archivador negro que había en la mesa del salón? Estaba vacío; lo que suele
guardar una mujer en esa clase de caja son cartas y cosas así. Pues, verá, la
idea que me ha estado rondando es que el archivador estaba vacío, no
estaba cerrado con llave. Y, bueno, que un ladrón profesional no se interesa
por cartas y documentos... ¿Ve lo que quiero decir, señor?
—¡Oh, mi sargento! —exclamó Vance—. ¡Me inclino ante usted! ¡Me
echo a sus pies...! ¡El archivador, el archivador completamente abierto y
vacío! ¡Claro! ¡Skeel no lo abrió, nunca en la vida! Eso es artesanía del otro
pollo.
—¿Qué es lo que se le ocurrió a propósito del archivador, sargento? —
preguntó Markham.
—Pues esto, señor: como ha venido insistiendo mister Vance, debe
haber habido alguien además de Skeel en aquel apartamento durante la
noche. Y usted me dijo que Cleaver le confesó que había pagado a la Odell
mucho dinero en junio para recuperar sus cartas. Pero supongamos que
nunca le dio el dinero; supongamos que él fue allí el lunes por la noche y
cogió las cartas. ¿No se habrá inventado la historia que le contó de que las
compró? Quizás por eso le vio allí Mannix.
—No es ninguna tontería —admitió Markham—. Pero ¿eso adónde
nos lleva?
—Bien, señor; si Cleaver las cogió el lunes por la noche, debe tenerlas
ahora. Y si alguna de esas cartas lleva fecha posterior a junio, y él dice que
las recuperó entonces, ya lo tenemos.
—¿Y entonces?
—Como le digo, señor, he estado pensando... Ahora Cleaver no está en
la ciudad. Si pudiéramos apoderarnos de esas cartas...
—Resultaría útil, por supuesto —dijo Markham fríamente, mirando al
sargento a los ojos—. Pero esa eventualidad está fuera de lugar.
—Después de todo —murmuró el sargento—, Cleaver se la ha estado
jugando a usted.
Contradicción en las fechas

Sábado, 15 de septiembre, 9 de la mañana

A la mañana siguiente Markham, Vance y yo desayunamos en el


Prince George y llegamos al despacho del fiscal minutos después de las
nueve. Heath, con Cleaver a remolque, nos esperaba en la antesala.
A juzgar por la actitud de Cleaver al entrar, el sargento no debía haber
sido muy considerado con él; se dirigió belicoso hacia el escritorio de
Markham clavando en él con resentimiento su fría mirada.
—¿Estoy acaso detenido? —preguntó pausadamente, aunque se
percibía claramente que era una calma irritada y contenida producto de la
indignación.
—Aún no —dijo escuetamente Markham—. Pero si lo estuviera, sería
culpa de usted. Siéntese.
Cleaver, dudando, cogió la silla más próxima.
—¿Por qué este agente suyo me saca de la cama a las siete y media —
exclamó señalando con el dedo a Heath—, y me amenaza con furgonetas y
mandamientos judiciales por el hecho de que protestara por sus métodos
abusivos e ilegales?
—Se le amenazó estrictamente con el procedimiento legal si rehusaba
aceptar voluntariamente mi demanda. Hoy es mi día laboral más corto y
necesitaba que me diera sin demora una explicación.
—¡Que me aspen si le doy ninguna explicación en estas condiciones!
—pese a su aplomo Cleaver difícilmente lograba controlarse—. No soy un
ratero a quien se le pueda impunemente arrastrar aquí a su conveniencia
para someterle al tercer grado.
—Estoy totalmente de acuerdo —asintió Markham cínico—. Pero
como se negó a explicarse en tanto que ciudadano libre, no tuve otro
remedio que modificar ese estatus —y añadió volviéndose hacia Heath—:
Sargento, acérquese al despacho de Ben y que le certifique un mandamiento
judicial a nombre de Cleaver para encerrar a este caballero.
Cleaver tuvo un sobresalto y contuvo su respiración sibilante.
—¿Bajo qué acusación? —preguntó.
—El homicidio de Margaret Odell.
Cleaver se puso en pie de un salto. Su rostro se había tornado
súbitamente pálido y pudimos ver un espasmo en los músculos de su
mandíbula.
—¡Un momento! Eso es innoble. Y usted saldrá mal parado. No podrá
mantener esa acusación ni en sueños.
—Tal vez no, pero si no quiere hablar aquí, le haré hablar ante un
tribunal.
—Hablaré aquí —dijo Cleaver volviendo a sentarse—. ¿Qué quiere
saber?
Markham sacó un habano y lo encendió parsimoniosamente.
—Primero: ¿por qué me dijo que estuvo en Boonton el lunes por la
noche?
Nos pareció que Cleaver esperaba la pregunta.
—Al leer lo de la muerte de la Canario me busqué una coartada; mi
hermano me acaba de entregar la citación que le habían cursado en
Boonton: era una coartada regalada. Y la utilicé.
—¿Por qué necesitaba una coartada?
—No la necesitaba, pero pensé que podía tener problemas. Se sabía
que yo había estado liado con la Odell y algunos sabían que me había
estado chantajeando... yo, como un tonto, lo dije. A Mannix, por ejemplo.
Nos la había jugado a los dos.
—¿Es el único motivo por el que urdió la coartada? —preguntó
Markham sin apartar los ojos de él.
—¿No le parece suficiente? Un chantaje es motivo suficiente, ¿no?
—Se requiere más de un motivo para suscitar sospechas
desagradables.
—Puede que sí. Pero yo no quería verme complicado. No me puede
reprochar que deseara mantenerme al margen.
Markham se inclinó esbozando una sonrisa inquietante.
—Que miss Odell le hubiera chantajeado no fue el único motivo por el
que mintió sobre la citación. Ni siquiera el principal.
Los ojos de Cleaver se contrajeron; pero el resto de su cuerpo ni se
movió.
—Sabe usted más de lo que yo sé —logró articular con naturalidad.
—No más, mister Cleaver —se apresuró a corregir Markham—, sino
casi tanto. ¿Dónde estaba usted entre las once y la medianoche del lunes?
—Tal vez es una de las cosas que usted sabe.
—Efectivamente: estaba usted en el apartamento de miss Odell.
Cleaver profirió un bufido desdeñoso, aunque sin lograr ocultar la
conmoción causada por la acusación de Markham.
—Si es eso lo que piensa, entonces no sabe nada. Hacía dos semanas
que no pisaba el apartamento.
—Cuento con la declaración afirmativa de un testigo fehaciente.
—¡Un testigo! —la palabra salió de la boca crispada de Cleaver como
a la fuerza.
Markham asintió afirmativamente con la cabeza.
—Le vieron salir del apartamento de miss Odell y abandonar el
edificio por la puerta lateral a las doce menos cinco de la noche del lunes.
La tensión cedió en la mandíbula de Cleaver y pudimos oír su
respiración jadeante, mientras Markham proseguía implacable.
—Y entre las once y media y las doce estrangularon y robaron a miss
Odell. ¿Qué me dice de eso?
Se produjo una larga pausa al cabo de la cual se oyó decir a Cleaver:
—Déjeme pensar.
Markham aguardó pacientemente y al cabo de unos minutos Cleaver se
enderezó e irguió el tronco.
—Voy a decirle lo que hice aquella noche, lo crea o no —de nuevo
hablaba como un jugador tranquilo, controlado—. Me importan poco sus
testigos; no oirá otra versión de mis labios. Debería habérsela dicho en un
primer momento, pero me pareció una insensatez meterme en el atolladero
si no me veía obligado a ello. Puede que me creyera el martes, pero ahora
algo le ronda en la cabeza y quiere proceder a una detención para acallar a
la prensa...
—Cuénteme su historia —dijo Markham intransigente—. Si es
correcta no tiene por qué preocuparse de los periódicos.
Cleaver sabía perfectamente que era cierto. Nadie, ni siquiera sus más
acérrimos adversarios políticos, habían jamás acusado a Markham de
adquirir fama a costa de un acto injusto, por mínimo que fuera.
—No hay mucho que contar, en realidad —comenzó diciendo Cleaver
—. Fui a casa de miss Odell un poco antes de medianoche, pero no entré en
el apartamento; ni siquiera toqué el timbre.
—¿Es su forma habitual de hacer visitas?
—Parece mentira, ¿no? Pues es verdad. Trataba de verla, es decir
quería..., pero al encontrarme ante la puerta, algo me hizo cambiar de idea...
—Un momento. ¿Cómo entró en la casa?
—Por la puerta lateral, la que da al callejón. La utilizaba siempre que
estaba abierta Me lo pidió miss Odell, para que el telefonista no me viera
entrar a menudo.
—¿Y a esa hora de la noche, el lunes, la puerta estaba abierta?
—¿Cómo iba a haber entrado si no? De nada me habría servido tener
llave, ya que la puerta se cierra desde dentro con un cerrojo. Aunque le digo
una cosa: es la primera vez que recuerdo haber encontrado la puerta abierta
de noche.
—Muy bien. Entró por la puerta lateral. ¿Y después?
—Crucé el pasillo de atrás y escuché a la puerta de miss Odell un
instante. Pensé que podría haber alguien con ella y no quería llamar si no
estaba sola...
—Perdone que le interrumpa, mister Cleaver —dijo Vance—. Pero
¿qué le hizo pensar que habría alguien?
Cleaver vaciló un momento.
—¿Fue —insinuó Vance— porque había usted telefoneado a miss
Odell hacía un rato y una voz de hombre contestó al teléfono?
Cleaver asintió calmoso con la cabeza.
—No veo motivo para negarlo... Sí, ésa es la causa.
—¿Qué le respondió aquel hombre?
—Bien poco. Dijo: «Diga», y cuando le indiqué que quería hablar con
miss Odell, me respondió que no estaba y colgó.
Vance se dirigió a Markham y comentó:
—Creo que eso explica la información de Jessup sobre la breve
llamada telefónica al apartamento de Odell a las doce menos veinte.
—Probablemente —respondió Markham sin gran interés; estaba
tratando de que Cleaver relatara lo que sucedió más tarde, por lo que
prosiguió el interrogatorio en el punto en que Vance lo había interrumpido.
—Dice que escuchó en la puerta del apartamento. ¿Qué le hizo
abstenerse de llamar?
—Oí dentro una voz de hombre.
Markham se irguió.
—¿Una voz de hombre? ¿Está seguro?
—Eso dije —asintió Cleaver con toda naturalidad—. Una voz de
hombre. Si no, habría llamado.
—¿Pudo reconocer la voz?
—No muy bien. Era confusa y sonaba algo ronca. No era la voz de
nadie que yo conozca, pero me inclino a creer que era la misma que
contestó al teléfono.
—¿Podría repetir lo que creyó oír?
Cleaver reflexionó y miró hacia la ventana detrás de Markham.
—Sé el sentido de las palabras —dijo pausadamente—. Pero no les di
importancia en aquel momento. Luego, al leer al día siguiente los
periódicos, me acordé de aquellas palabras...
—¿Cuáles fueron? —interrumpió Markham impaciente.
—Pues, por lo que pude oír, fueron: «¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!»,
repetidas dos o tres veces.
La declaración causó una especie de horror en aquel destartalado
despacho; un horror aún más profundo por el modo un tanto flemático en
que Cleaver había mimado aquella exclamación de angustia. Tras una breve
pausa, Markham preguntó:
—¿Al oír aquella voz de hombre, usted qué hizo?
—Crucé cauteloso el pasillo trasero del fondo del vestíbulo y salí por
la puerta lateral. Luego me fui a casa.
Se hizo un breve silencio. El testimonio de Cleaver había constituido
una sorpresa, pero coincidía exactamente con la declaración de Mannix.
En aquel momento Vance se levantó de su asiento.
—Dígame, mister Cleaver, ¿qué hacía usted entre las doce menos
veinte, en que telefoneó a miss Odell, y las doce menos cinco, en que
atravesó la puerta lateral del edificio?
—Iba en el metro desde la calle 23 —respondió Cleaver tras
reflexionar un instante.
—Raro, muy raro —dijo Vance contemplando la punta de su cigarrillo
—. Luego, durante esos quince minutos, difícilmente podría usted
telefonear a nadie, ¿no es cierto?
De repente me acordé de que Alys La Fosse nos había dicho que
Cleaver la había telefoneado el lunes por la noche a las doce menos diez.
Con la pregunta, Vance, sin revelar lo que sabía, acababa de crear una
incertidumbre en Cleaver, quien, temeroso de descubrirse por su énfasis,
optó por una evasiva.
—Es posible, quizás, que telefoneara a alguien al bajarme del metro en
la calle 72 antes de llegar a la manzana de la casa de miss Odell.
—Oh, claro —musitó Vance—. Aunque considerándolo
matemáticamente, si telefoneó a miss Odell a las doce menos veinte y luego
tomó el metro, fue hasta la calle 72, anduvo hasta la manzana de la calle 71,
entró en el edificio, escuchó a la puerta y se marchó a las doce menos cinco,
al ser el tiempo total transcurrido quince minutos, difícilmente tendría
tiempo durante el camino para entretenerse en telefonear a alguien. Sin
embargo, no insistiré. Pero sí que querría saber lo que hizo usted entre los
once y las doce menos veinte en que telefoneó a miss Odell.
Cleaver observó atentamente a Vance durante un momento.
—A decir verdad, aquella noche estaba intranquilo. Sabía que miss
Odell estaba con otro, había faltado a una cita conmigo, y estuve paseando
por la calle una hora o más, fumando y reconcomiéndome.
—¿Paseando por la calle? —inquirió Vance frunciendo el ceño.
—Eso es —reiteró Cleaver recobrando ánimos. Luego se volvió hacia
Markham con ojos tranquilos, calculadores—. ¿Recuerda que le indiqué
que podría usted obtener alguna información del doctor Lindquist...?
¿Logró hablar con él?
Antes de que Markham pudiera contestar, Vance intervino.
—¡Ah, eso es! ¡El doctor Lindquist! Vaya, vaya... ¡naturalmente...!
¿Así que, mister Cleaver, estuvo usted paseando por la calle? Fíjese,
¡precisamente la calle! Usted afirma el hecho y yo subrayo la palabra calle.
Y usted, aparentemente sin ton ni son, menciona al doctor Lindquist. ¿Por
qué al doctor Lindquist? Nadie ha hablado de él. Pero la relación está en la
palabra calle. La calle y el doctor Lindquist son una misma cosa; como
París y la primavera Claro, muy claro... Ya tenemos otra pieza del
rompecabezas.
Markham y Heath le contemplaban como si de repente se hubiera
vuelto loco; pero él extrajo ceremoniosamente un Régie de la pitillera y lo
encendió, luego lanzó una sonrisa forzada en dirección de Cleaver.
—Ha llegado el momento, mi apreciable caballero, de que nos diga
cuándo y dónde se tropezó usted con el doctor Lindquist mientras vagaba
por las calles el lunes por la noche. Si no lo hace, le juro que lo haré por
usted con bastante precisión.
Antes de que Cleaver hablara transcurrió un minuto, durante el cual no
apartó sus fríos y penetrantes ojos del rostro del fiscal.
—Ya he contado casi toda la historia. Ahí va el resto —dijo con una
risita tétrica—. Fui a casa de miss Odell un poco antes de las once y
media... Creí que habría vuelto a casa a esa hora Y entonces me encontré
con el doctor Lindquist que estaba parado a la entrada del callejón. Me
saludó y me dijo que había alguien con miss Odell en el apartamento.
Anduve hasta la esquina y entré en el hotel Ansonia. Al cabo de unos diez
minutos telefoneé a miss Odell y, como he dicho, respondió un hombre.
Esperé otros diez minutos y telefoneé a una amiga de miss Odell con la
esperanza de organizar una fiesta, pero no lo conseguí. Regresé a la casa. El
doctor ya no estaba y entonces entré en el callejón y crucé la puerta
secundaria. Después de escuchar un minuto, como les dije, oí una voz de
hombre; me marché y me vine a casa... Eso es todo.
En aquel momento entró Swacker y dijo algo a Heath en voz baja. El
sargento se puso en pie apresuradamente y siguió al secretario fuera del
despacho. Regresó al instante con una carpeta amarilla que entregó a
Markham diciéndole algo con voz tan baja que ninguno pudimos entender.
Markham se mostró sorprendido y disgustado. Hizo un gesto a Heath para
que volviera a su asiento y se dirigió a Cleaver.
—Tengo que pedirle que espere en la antesala unos minutos. Tengo
otro asunto urgente que resolver.
Cleaver salió sin decir palabra y Markham abrió la carpeta.
—No me gustan estas cosas, sargento. Se lo dije ayer cuando lo
sugirió.
—Lo entiendo, señor —vi que Heath no estaba tan contrito como
quería hacer ver por su tono de voz—. Pero si esas cartas y papeles
concuerdan con lo que nos dijo Cleaver, haré que las vuelvan a poner donde
estaban y nadie sabrá que las cogimos. Y si demuestran que Cleaver nos
mintió, es motivo suficiente para quedárnoslas.
Markham no discutió aquel planteamiento y con gesto desabrido
empezó a comprobar las cartas, fijándose en las fechas. Volvió a dejar en la
carpeta dos fotografías después de echarles una rápida ojeada, rompió
enojado un trozo de papel en el que había al parecer un dibujo a lápiz y
tinta, y lo tiró a la papelera. Advertí que apartaba tres cartas. Al cabo de
cinco minutos, cuando hubo mirado las otras, las volvió a poner en la
carpeta. Luego hizo una señal a Heath con la cabeza.
—Que vuelva a entrar Cleaver —se puso en pie, se dio la vuelta y miró
por la ventana.
En cuanto Cleaver estuvo sentado de nuevo ante el escritorio,
Markham sin volverse, dijo:
—Me dijo usted que en junio recuperó las cartas que tenía miss Odell.
¿Recuerda la fecha?
—Muy exactamente no —dijo Cleaver sin vacilar—. Fue a principios
de mes, durante la primera semana, creo.
Markham se dio la vuelta y señaló las tres cartas que había apartado.
—Entonces, ¿cómo tiene en su poder cartas comprometedoras escritas
a miss Odell desde Adirondacks a finales de julio?
Cleaver mostraba un autocontrol impecable. Tras un instante de
estoico silencio, se limitó a decir con voz tranquila y pausada:
—Naturalmente obtuvo usted esas cartas por vía legal.
Fue como si a Markham le hubieran pinchado con un aguijón, pero
también estaba irritado por los continuos engaños de Cleaver.
—Lamento confesar —dijo— que las cogieron de su apartamento...
aunque, puedo asegurárselo, en contra de mis instrucciones. Pero ya que
han llegado a mis manos inopinadamente, lo mejor que puede hacer es
darme una explicación. En el apartamento de miss Odell había un
archivador vacío la mañana que encontramos el cadáver y, con toda
evidencia, lo habían abierto el lunes por la noche.
—Ya veo —dijo Cleaver lanzando una carcajada cruel—. Muy bien.
Lo cierto es que, aunque no espero que me crea, no pagué la cantidad del
chantaje de miss Odell hasta mediados de agosto, hará unas tres semanas.
Entonces me devolvió mis cartas. Le dije que fue en junio para alejar lo más
posible la fecha, pues me figuré que cuanto más antiguo fuese el asunto
menos probabilidades habría de que sospechasen de mí.
Markham permaneció en pie manoseando indeciso las cartas. Vance
puso fin a su indecisión.
—Me inclino a creer, Markham, que nada pierdes aceptando la
explicación de mister Cleaver y devolviéndole sus cartas.
Markham, tras pensárselo un instante, cogió la carpeta y tras guardar
en ella las tres cartas, se la entregó a Cleaver.
—Quiero que sepa que no sanciono la apropiación de esta
correspondencia. Más vale que se la lleve a casa y la destruya. No le
retengo más, pero procure no alejarse de la ciudad por si le necesitara.
—No voy a escaparme —dijo Cleaver mientras Heath le indicaba el
camino del ascensor.
Una llamada telefónica

Sábado, 15 de septiembre, 15.10 de la tarde

Heath volvió al despacho sacudiendo desesperadamente la cabeza.


—¡Vaya velada en casa de la Odell el lunes por la noche!
—Ya lo creo —asintió Vance—. Un cónclave de medianoche de sus
admiradores. Mannix estuvo allí, y él vio a Cleaver, y Cleaver vio a
Lindquist y Lindquist vio a Spotswoode...
—¡Uf! Pero nadie vio a Skeel.
—El problema —dijo Markham— es que no sabemos hasta qué punto
es cierta la historia de Cleaver. Y, por cierto, Vance, ¿crees que realmente
recuperó sus cartas en agosto?
—¡Ojalá lo supiéramos! Enrevesado asunto, ¿no?
—De todas formas —arguyó Heath—, la declaración de Cleaver de
que telefoneó a la Odell a las doce menos veinte, y que respondió un
hombre, la confirma el testimonio de Jessup. Y yo creo que Cleaver sí que
vio a Lindquist aquella noche, pues fue el primero que nos dio una pista
sobre el médico, y con riesgo, pues el médico podía habernos dicho que vio
a Cleaver.
—Pero si Cleaver hubiera tenido una buena coartada —añadió Vance
—, podría simplemente haber objetado que el médico mentía. De todas
formas, acepte o no la interesante historia de Cleaver, le aseguro que había
otro visitante, además de Skeel, aquella noche en el apartamento de Odell.
—Eso también es cierto —admitió Heath reticente—. Pero aun así, el
otro tipo sólo nos sirve como posible testimonio de evidencia contra Skeel.
—Puede que sea cierto, sargento —dijo Markham frunciendo las cejas
perplejo—. Pero me gustaría saber cómo abrieron y volvieron a cerrar esa
puerta por dentro. Ahora sabemos que estaba abierta hacia medianoche, y
que Cleaver y Mannix la utilizaron.
—Te preocupas demasiado por futilezas —dijo Vance displicente—. El
problema de la puerta se resolverá por sí solo cuando descubramos quién
acompañaba a Skeel en la jaula dorada de la Canario.
—Yo diría que la cosa está entre Mannix, Cleaver y Lindquist. Son los
únicos que podrían estar allí; y si aceptamos a grandes rasgos la historia de
Cleaver, todos ellos pudieron entrar en el apartamento entre once y media y
doce.
—Cierto. Pero sólo tenemos la palabra de Cleaver de que Lindquist
estaba en las proximidades de la casa. Y esa evidencia, sin confirmar, puede
ser un cuento.
Heath dio un respingo y miró el reloj.
—Una cosa, ¿y esa enfermera que quería ver a las once?
—Hace una hora que no hago más que pensar en ella —dijo Vance
realmente preocupado—. Verdaderamente no tengo el más mínimo deseo de
ver a esa señorita. Espero una revelación, ¿sabéis? Esperemos al doctor
hasta las diez y media, sargento.
Apenas había acabado de decir aquello, cuando Swacker comunicó a
Markham que el doctor Lindquist esperaba urgentemente ser recibido. Era
una curiosa coincidencia y Markham soltó una espontánea carcajada,
mientras que Heath se quedó mirando a Vance pasmado.
—No es cosa de nigromancia, sargento —sonrió Vance—. El doctor
comprendió ayer que íbamos a pillarle en falso testimonio, y ha decidido
adelantársenos explicándose personalmente. ¿Sencillo, no?
—Ya —dijo Heath saliendo de su asombro.
Al entrar en el despacho el doctor Lindquist observé que había perdido
su habitual urbanidad. Se mostraba contrito y desconfiado. Era evidente que
se hallaba presa de una gran tensión.
—He venido, señor —dijo tomando asiento en la silla que le indicó
Markham—, a decir la verdad sobre la noche del lunes.
—La verdad siempre es bienvenida, doctor —dijo Markham dándole
ánimos.
El doctor Lindquist hizo un gesto de asentimiento.
—Lamento profundamente no haber seguido esa pauta en nuestra
primera entrevista. Pero en aquel momento no había considerado
adecuadamente el asunto; y como había hecho una falsa declaración, creí
que no tenía otra opción que sostenerla. Pero, tras reflexionar
profundamente al respecto, he llegado a la conclusión de que la sinceridad
es la mejor pauta. El hecho, señor, es que no estuve con la señora Breedon
el lunes por la noche en las horas que dije. Estuve en casi hasta
aproximadamente las diez y media. Luego fui a casa de miss Odell, adonde
llegué un poco antes de las once. Permanecí fuera en la calle hasta las once
y media y luego volví a casa.
—Una declaración tan sucinta requiere ampliación.
—Lo comprendo, señor; y estoy dispuesto a ampliarla —el doctor
Lindquist dudaba, y una gran angustia se dibujó en su rostro, mientras
apretaba convulso las manos—. Había sabido que miss Odell iba a salir a
cenar y al teatro con un hombre llamado Spotswoode, y el sólo pensarlo me
atenazaba la mente. Spotswoode era el culpable de que miss Odell no
siguiera dispensándome su afecto, y por su intromisión me vi impulsado a
amenazar a la joven. ¿Por qué no, me preguntaba a mí mismo, acabar de
una vez con la insoportable situación? ¿Y por qué no incluir a Spotswoode
en la matanza...?
Conforme hablaba se iba acentuando su agitación. Los nervios
oculares sufrían crispaciones y le temblaban los hombros como a una
persona incapaz de controlarse víctima del frío.
—Recuerde, señor, que sufría indeciblemente y el odio que sentía por
Spotswoode me obnubilaba la razón. Sin apenas percatarme de lo que hacía,
aunque movido por una irreprimible determinación, metí una pistola
automática en mi bolsillo y salí apresuradamente de casa. Pensé que miss
Odell y Spotswoode iban a regresar del teatro y proyectaba entrar a la
fuerza en el apartamento y llevar a cabo mis planes... Desde la acera de
enfrente, les vi entrar en la casa, eran las once aproximadamente, pero al
enfrentarme con la realidad, dudé, retrasé mi venganza; me... me recreé en
la idea, con una especie de insano placer, sabiendo que los tenía en mis
manos...
Le temblaban las manos y habían aumentado los tics en los ojos.
—Durante media hora estuve esperando, regodeándome en la idea. Y
cuando estaba ya dispuesto a entrar y acabar de una vez, apareció un
hombre llamado Cleaver y me vio. Se paró a hablarme; y yo, pensando que
venía a ver a miss Odell, le dije que tenía visita. Él siguió hacia Broadway y
mientras yo contemplaba cómo daba la vuelta a la esquina, Spotswoode
salió de la casa y se marchó en un taxi que acababa de llegar... Mi plan
estaba desbaratado; había esperado demasiado. De repente fue como si
despertara de una horrible pesadilla. Estaba casi al borde del colapso, pero
logré volver a casa... Eso es lo que ocurrió... ¡Que Dios me ayude!
Se recostó desmayado en la silla. La excitación nerviosa contenida que
le había atenazado mientras hablaba cesó y ahora estaba aplanado y
ausente. Permaneció sentado unos minutos respirando entrecortadamente y
se pasó dos veces la mano por la frente. No se podía continuar el
interrogatorio, y Markham llamó a Tracy para ordenarle que le condujeran a
casa.
—Agotamiento transitorio histérico —comentó Vance displicente—.
Todos estos paranoicos son hiperneurasténicos. Antes de un año estará en
un hospital para psicópatas.
—Sí, eso puede ser, mister Vance —dijo Heath con una impaciencia
que denotaba su poco entusiasmo por el tema de las anormalidades
psicológicas—. Lo que me interesa es ver cómo concuerdan las historias de
todos esos caballeros.
—Sí —asintió Markham—. Sin duda hay una gran base de
autenticidad en sus declaraciones.
—Pero, por favor, observa —comentó Vance— que sus respectivas
historias no descartan a ninguno como posible culpable. Sus cuentos, como
tú dices, se sincronizan perfectamente; y, no obstante, pese a tan clara
coordinación, cualquiera de los tres pudo haber entrado aquella noche en el
apartamento de la Odell. Por ejemplo: Mannix pudo entrar desde el
apartamento número 2 antes de que llegara Cleaver y escuchara en la
puerta; y pudo haber visto a Cleaver marcharse cuando él mismo salía del
apartamento de la Odell. Cleaver pudo haber hablado con el doctor a las
once y media, dirigirse al hotel Ansonia, y regresar un poco antes de las
doce para entrar en el apartamento de la dama y salir justo cuando Mannix
abría la puerta de miss Frisbee. Y el excitable médico pudo haber entrado
después de que Spotswoode saliera a las once y media, permanecer unos
veinte minutos y marcharse antes de que Cleaver regresara del Ansonia...
No; el hecho de que sus historias concuerden no exculpa ni mucho menos a
ninguno de los tres.
—Y —añadió Markham— ese grito de «¡Oh, Dios mío!» pudieron
proferirlo Mannix o Lindquist, a condición de que Cleaver lo oyera de
verdad.
—Sin duda lo oyó —dijo Vance—. Alguien dentro del apartamento
invocaba a la Deidad en torno a medianoche. Cleaver no tiene suficiente
sentido dramático para inventarse tan escalofriante impetración.
—Pero si Cleaver realmente oyó aquella voz —protestó Markham—,
queda automáticamente eliminado como sospechoso.
—En absoluto, querido amigo. Pudo haberla oído después de salir del
apartamento, comprendiendo entonces, por primera vez, que había alguien
escondido dentro durante su visita.
—El tipo del ropero, quieres decir.
—Sí, claro. Te imaginas, Markham, puede haber sido el horrorizado
Skeel que sale de su escondite y se encuentra con una escena alucinante que
le hace proferir la evangélica invocación.
—Sólo que —comentó sarcástico Markham— Skeel no se me antoja
especialmente religioso.
—¿Y qué? —dijo Vance encogiéndose de hombros—. Una prueba
más. Los individuos incrédulos invocan a Dios con mayor frecuencia que
los cristianos. ¿No sabes que los más acendrados teólogos son ateos?
Heath, que se había entregado en su asiento a una afligida meditación
apartó el habano de sus labios y lanzó un profundo suspiro.
—Sí —rezongó—, estoy dispuesto a admitir que en el apartamento
entró alguien más que Skeel y que Dude se escondió en el ropero. Pero, si
sucedió así, el otro individuo no vio a Skeel, y no nos va a servir de mucho
aunque le descubramos.
—No insista en ese detalle, sargento —interrumpió Vance—. Cuando
haya identificado al otro visitante misterioso, se sorprenderá al ver cómo le
abandonan sus negras ideas. Bendecirá la hora en que le encuentre, saltará
alegre en el aire, cantará una canción.
—¡Ya lo creo, diablos! —exclamó Heath.
—El arquitecto me acaba de dar el informe por teléfono —dijo
Swacker entrando con un memorándum escrito a máquina que dejó en el
escritorio de Markham.
—Nada que nos sirva —dijo Markham echando un vistazo a las breves
líneas—. Paredes sólidas. No hay huecos ni entradas ocultas.
—Qué lástima, sargento —dijo Vance exhalando un suspiro—. Más
vale que no vaya tanto al cine... Lástima.
Heath lanzó un gruñido desconsolado y dijo dirigiéndose a Markham:
—Incluso si no hay otro modo de entrar salvo esa puerta lateral, ¿no
podríamos conseguir un auto de acusación contra Skeel, ahora que sabemos
que la puerta no estaba cerrada el lunes por la noche?
—Podríamos, sargento. Pero nuestra principal pega sería demostrar
cómo descorrieron el cerrojo y luego lo volvieron a echar cuando salió
Skeel. Y Abe Rubin se aferraría a ese detalle. No, más vale esperar a ver
qué sucede.
Enseguida «sucedió» algo: Swacker entró para decir al sargento que
Snitkin quería verle inmediatamente.
Entró Snitkin visiblemente inquieto, acompañado de un hombrecillo
andrajoso de unos sesenta años que parecía aterrorizado. El agente sostenía
en su mano un paquete envuelto en un periódico que puso encima del
escritorio del fiscal con aire triunfal.
—Las joyas de la Canario —dijo—. Las he comprobado según la lista
que me dio la doncella y no falta nada.
Heath dio un salto hacia el escritorio pero ya Markham estaba
desatando el paquete con dedos nerviosos. Al abrirlo apareció un
montoncillo de objetos brillantes: varios anillos de exquisita factura, tres
magníficas pulseras, un broche resplandeciente y unos delicados
prismáticos. Todos los brillantes eran de gran tamaño y de talla poco
corriente.
Markham levantó la vista de ellos con aire inquisitivo, y Snitkin, sin
esperar la inevitable pregunta dio su informe.
—Las ha encontrado este hombre. Se llama Potts; es barrendero y dice
que estaban en uno de los cubos de la calle 23 junto al edificio Flatiron. Las
encontró ayer por la tarde, dice, y se las llevó a casa. Luego se asustó y fue
con ellas a la policía esta mañana.
El pobre Potts temblaba a ojos vistas.
—Así es, señor... así es —aseguraba visiblemente atemorizado a
Markham—. Siempre miro todos los paquetes que encuentro. No quería
hacer nada malo al llevármelo a casa, señor. No iba a quedármelas. Estuve
toda la noche preocupado sin dormir, y esta mañana, en cuanto pude, las
llevé a la policía.
—Está bien, Potts —dijo Markham comprensivo, y a continuación se
dirigió a Snitkin—. Deje que se marche, pero apunte su nombre y dirección.
Vance estaba concentrado observando el periódico en que habían
envuelto las joyas.
—Oiga, buen hombre —preguntó—, ¿éste es el papel en el que las
encontró?
—Sí, señor; el mismo. No he tocado nada.
—Estupendo.
El señor Potts, aliviado, salió tambaleándose seguido de Snitkin.
—El edificio Flatiron está en Madison Square, enfrente del club
Stuyvesant —comentó Markham serio.
—¿Ah, sí? —dijo Vance, y señaló el extremo izquierdo del periódico
que envolvía las joyas—. Y habrás visto que es el Herald de ayer con tres
perforaciones, procedentes sin duda del soporte de madera que suelen
ponerles en el salón de lectura de los clubs.
—Tiene usted buen ojo, mister Vance —dijo Heath haciendo un gesto
afirmativo con la cabeza y mirando el periódico.
—Voy a ocuparme de esto —dijo Markham pulsando llamativamente
un timbre—. En el club Stuyvesant conservan los periódicos una semana.
Cuando entró Swacker, le dijo que localizara por teléfono
inmediatamente al camarero del club. Al cabo de un rato le pasaron la
comunicación y durante cinco minutos oímos a Markham sostener una
conversación hasta que colgó y lanzó a Heath una mirada de perplejidad.
—En el club se reciben dos Heralds. Y los dos ejemplares de ayer
están allí.
—¿No nos dijo Cleaver que él sólo leía el Herald, y una especie de
hoja sobre las carreras por la noche? —dijo Vance como quien no quiere la
cosa.
—Creo que sí —respondió Markham reflexionando sobre ello—. Pero
están los dos ejemplares del Herald —se volvió hacia Heath—. Cuando
hizo las pesquisas sobre Mannix, ¿averiguó a qué clubs pertenece?
—Naturalmente —el sargento sacó su cuaderno y pasó rápidamente las
páginas—. Es socio del Furriers y del Cosmopolis.
Markham le acercó el teléfono.
—A ver qué puede averiguar.
Heath se dedicó a efectuar las llamadas telefónicas, y al cabo de unos
quince minutos dijo:
—Nada. En Furriers no emplean abrazaderas y en el Cosmopolis no
conservan los números atrasados:
—¿Y el club de mister Skeel, sargento? —preguntó Vance burlón.
—Oh, ya sé que el hallazgo de las joyas desbarata mi teoría sobre
Skeel —dijo Heath con cara de pocos amigos—. Pero ¿a qué viene
restregármelo tanto? Si cree usted que voy a darle a ese pájaro un
certificado de buena conducta porque hayan encontrado la bisutería de la
Odell en el cubo de la basura, está muy equivocado. No olvide que estamos
vigilando de cerca a Dude. Puede que se alarmara y avisara a un compinche
con el que compartía las joyas.
—Creo más bien que el experto Skeel habría entregado su botín a un
receptor profesional. Pero aun cuando se las hubiera entregado a un amigo,
¿cree que éste las habría tirado sólo porque Skeel tuviera problemas?
—Quizás no, pero habrá una explicación sobre por qué tiraron las
joyas y cuando la sepamos, Skeel no quedará eliminado.
—No, la explicación no eliminará a Skeel —dijo Vance—; pero ¡eso
sí!, cambiará notablemente el locus standi.
Heath le contemplaba con vivos ojos de curiosidad. Había algo en el
tono de Vance que le había hecho reflexionar. Vance había acertado muchas
veces en el diagnóstico de personas y cosas para que el sargento ignorara
olímpicamente sus opiniones.
Pero antes de que pudiera dar una respuesta, entró Swacker en el
despacho con aire decidido y brillo en los ojos.
—Jefe, Tony Skeel está al aparato y quiere hablarle.
Markham, pese a su habitual circunspección, tuvo un sobresalto.
—Sargento —dijo inmediatamente—, coja ese supletorio de la mesa y
escuche la conversación —hizo una seña a Swacker que salió para
establecer la comunicación. Luego cogió el auricular y habló con Skeel.
Durante uno o dos minutos se limitó a escuchar; luego, tras una breve
discusión, dio su conformidad a algo y puso fin a la conversación.
—Skeel suplica una audiencia, supongo —dijo Vance—. Lo estaba
esperando, ¿sabes?
—Sí, vendrá aquí mañana a las diez.
—Y te sugirió que sabía quién se cargó a la Canario, ¿no?
—Exactamente. Ha prometido contarme toda la historia mañana.
—Es el que mejor puede hacerlo —musitó Vance.
—Pero, mister Markham —dijo Heath que seguía sentado con el
supletorio en la mano contemplándolo con absorta incredulidad—. No veo
por qué no le hace venir aquí hoy mismo.
—Como ha podido oír, sargento, Skeel insistió en que fuera mañana y
amenazó con no decir nada si forzábamos las cosas. Es mejor así. Podemos
estropear una buena ocasión de aclarar este caso si ordeno que le traigan
aquí bajo presión. Y mañana es un buen día. No habrá mucha gente por
aquí. Además su hombre sigue vigilándole y no se escapará.
—Imagino que tiene usted razón, señor. Dude es antojadizo y puede
perfectamente ser una tumba si se empeña —dijo el sargento como quien
conoce el tema.
—Tendré aquí mañana a Swacker para que recoja la declaración —
prosiguió Markham—, y usted no se olvide de poner a uno de sus hombres
en el ascensor, el empleado no está los domingos. Plante también un agente
en el vestíbulo de entrada y otro en la oficina de Swacker.
Vance se estiró ostentosamente y se puso en pie.
—Muy amable por parte del caballero el llamar en este momento, ¿no?
Tenía deseos de ver los Monets en Durand-Ruel esta tarde y temía que no
iba a poder apartarme de este apasionante caso. Ahora que el Apocalipsis ha
quedado definitivamente programado para mañana, cederé a mi inclinación
por el impresionismo... A demain, Markham. Adiós, sargento.
La cita de las diez

Domingo, 16 de septiembre, 10 de la mañana

A la mañana siguiente caía una fina llovizna cuando nos levantamos y


se notaba en el aire un frío desagradable, premonitor del invierno.
Desayunamos en la biblioteca a las ocho y media y a las nueve nos estaba
aguardando el coche de Vance. Descendimos por la Quinta Avenida casi
desierta a esa hora con su espeso manto de neblina y recogimos a Markham
en su apartamento de la calle 12 Oeste. Nos esperaba delante de la casa y
subió ágilmente al coche sin apenas saludarnos. Por su aire tenso y
preocupado, comprendí que atribuía gran importancia a lo que Skeel fuera a
revelarle.
Antes de que ninguno tomara la palabra habíamos llegado a Broadway
por debajo del elevado. En aquel momento expresó una duda que reflejaba
sin duda sus agitadas reflexiones.
—Me pregunto si después de todo, este tipo, Skeel, tiene una
información verdaderamente importante. Su llamada fue muy extraña.
Aunque hablaba muy tranquilo de lo que sabía. Sin dramatismos, sin pedir
inmunidad, simplemente afirmando que sabía quién asesinó a la Odell y que
había decidido contarlo.
—Lo que es seguro es que él no estranguló a la dama —dijo Vance—.
Mi teoría, como ya sabéis, es que estaba escondido en el ropero cuando se
produjo el luctuoso hecho; y siempre he tenido la idea de que vio cómo se
desarrollaban los hechos. El agujero de la cerradura de ese armario da en
línea recta sobre el extremo del diván en que estrangularon a la dama, y si
alguien estaba operando mientras estaba escondido, ¿no es lógico suponer
que miraría a través de él?, y entonces... Recordarás que le interrogué sobre
esto y que no le gustó nada.
—Sí, ya sé. Hay toda clase de objeciones eruditas a mi original sueño.
¿Por qué no dio la alarma? ¿Por qué no nos lo ha dicho antes? ¿Por qué?,
¿por qué...? No es que pretenda ser omnisciente; ni siquiera aspiro a una
explicación lógica de los diversos traits d’union de mi incongruencia Mi
teoría sólo está esbozada Pero estoy convencido, no obstante, de que la
perla de Tony sabe quién mató a la bona roba y devastó el apartamento.
—Pero de las tres personas que pudieron haber entrado aquella noche
en el apartamento de la Odell, es decir, Mannix, Cleaver y Lindquist, Skeel
evidentemente sólo conoce a una: Mannix.
—Sí, por supuesto. Y Mannix, según parece, es el único del trío que
conoce a Skeel... Un detalle interesante.
Heath nos esperaba en la puerta del Palacio de Justicia que da a
Franklin Street. También él estaba inquieto y ensimismado y nos dio la
mano como si estuviera ausente, de forma muy distinta a su habitual
espontaneidad.
—Tengo a Snitkin a cargo del ascensor —dijo después de saludarnos
—. Burke está en el vestíbulo de arriba y con él está Emery en espera de
que le abran la oficina de Swacker.
Entramos en el edificio desierto y casi silencioso y subimos al cuarto
piso. Markham abrió la puerta de su despacho y pasamos adentro.
—Guilfoyle, el agente que vigila a Skeel —dijo Heath después de
sentarnos—, tiene que llamar por teléfono a la Brigada Criminal en cuanto
Dude salga de casa.
Eran las diez menos veinte. Cinco minutos más tarde llegó Swacker;
cogió su cuaderno de taquigrafía y se colocó justo detrás de la puerta
batiente del sanctasantórum de Markham, desde donde podía escuchar todo
lo que se dijera sin ser visto. Markham encendió un puro y Heath le imitó.
Vance estaba ya fumando plácidamente. Era la persona más tranquila en
aquel despacho, y descansaba cómodamente en uno de los enormes sillones
de cuero al margen de cualquier preocupación o acontecimiento. Pero yo
sabía, por la manera deliberada con que echaba la ceniza en el cenicero que
él también estaba inquieto.
Transcurrieron cinco o seis minutos en total silencio. Luego el sargento
lanzó un gruñido de aburrimiento y dijo como dando respuesta a alguna
idea no formulada:
—No, señor, no veo claro este asunto. Encontramos las joyas,
perfectamente envueltas, y luego Dude nos promete que va a cantar... No
tiene sentido.
—Es espinoso, sargento, lo sé; pero no es tan absurdo —dijo Vance
mirando descuidadamente el techo—. El pollo que se apropió las chucherías
no las necesitaba. En realidad ni las quería, le eran un gran estorbo.
El planteamiento era excesivamente complicado para Heath. Los
acontecimientos del día anterior habían minado totalmente sus argumentos;
por eso volvió a permanecer callado.
A las diez en punto se levantó nervioso y fue hasta la puerta para echar
un vistazo a la antesala. Volvió, comprobó su reloj con el del despacho y
comenzó a pasearse sin parar. Markham, que trataba de ordenar unos
papeles, los apartó con un gesto de impaciencia.
—Ya debería estar aquí —comentó con supuesto ánimo.
—Vendrá —gruñó Heath—, o hará un viaje gratis.
—Y siguió paseando.
Al cabo de unos minutos se detuvo de repente y volvió a mirar en la
antesala. Le oímos cómo llamaba a Snitkin por el hueco del ascensor, y
cuando volvió a entrar en el despacho supimos por su expresión que no
había noticias de Skeel.
—Voy a llamar a la Brigada y a ver qué dice Guilfoyle. Al menos
sabremos cuándo salió de casa Dude.
Cuando el sargento tuvo comunicación con el cuartel general de la
policía, le dijeron que Guilfoyle aún no había informado.
—Esto sí que es curioso —comentó colgando el receptor.
Eran ya las diez y veinte. Markham empezaba a dar muestras de
impaciencia La terca resistencia con que tropezaba para resolver el
homicidio de la Canario, pese a sus esfuerzos, le agobiaba a ojos vistas y
aquella mañana confiaba casi desesperadamente en que la entrevista con
Skeel sirviera para aclarar el misterio o al menos obtuviera una información
que le permitiera dar los pasos pertinentes finales para cerrar el caso.
Viendo que Skeel se retrasaba en tan importante cita, la tensión le excedía.
Apartó nerviosamente hacia atrás el sillón y se dirigió a la ventana,
miró hacia fuera la oscura cortina de lluvia, y cuando volvió a su asiento su
rostro estaba tranquilo.
—Le esperaré hasta las diez y media —dijo lacónico—. Si entonces no
ha venido, sargento, llama usted al parque móvil y que envíen un coche
celular para recogerle.
Hubo otros minutos de silencio. Vance seguía arrellanado en su sillón
con los ojos medio cerrados, pero advertí que, aunque seguía con el
cigarrillo en la mano, no fumaba. Una arruga surcaba su frente y estaba
muy apaciguado. Sabía positivamente que estaba enfrascado en algún
problema particular, pues aquel letargo en él era indicio de profunda
concentración.
Aún estaba observándole, cuando se irguió de repente, con los ojos
bien abiertos y alerta. Echó el cigarrillo en el cenicero con un movimiento
artificioso que denotaba su excitación interna.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡No es posible! ¡Y sin embargo —su
rostro se oscureció—, sin embargo, por Júpiter, eso es! ¡Qué imbécil he
sido..., qué increíblemente imbécil...! ¡Ah!
Se puso en pie de un salto y se quedó mirando al suelo como si
estuviera aturdido, atemorizado de sus propios pensamientos.
—Markham, no me gusta. No me gusta nada —hablaba casi como
espantado—. Te digo que está sucediendo algo terrible, algo peligroso. La
idea me pone los pelos de punta... Debo estar volviéndome sentimental —
añadió en tono frívolo, pero sus ojos lo desmentían—. ¿Cómo no lo vi
ayer...? Pero lo dejé pasar...
Todos observábamos su turbación; yo nunca le había visto afectado de
aquel modo y dada su habitual indiferencia y compostura, su impasibilidad
a las emociones y a las influencias externas, lo que en aquel momento decía
con aquella gesticulación transmitía una extraña sensación.
Al cabo de un rato recobró con un gesto la calma, como si hubiera
logrado zafarse de un torbellino horripilante, se aproximó al escritorio de
Markham, y se inclinó apoyándose en las dos manos.
—¿No comprendes? —dijo—. Skeel no va a venir. Es inútil que
esperemos. Inútil que hayamos venido aquí primero. Debimos ir a verle.
Nos está esperando... ¡Vamos! ¡Coge el sombrero!
Markham se había puesto en pie y Vance le cogió firmemente por el
brazo.
—No discutas —insistió—. Tienes que ir antes o después. Más vale
que vayas ahora, ¿sabes? ¡Cielos! ¡Qué situación!
Había dejado a Markham pasmado y, aunque medio protestando, le
había hecho avanzar hasta la mitad del despacho; y a continuación hizo un
gesto hacia Heath con la mano libre.
—Usted también, sargento. Siento haberle causado este trastorno.
Tendría que haberlo previsto. Es lamentable, pero tuve la cabeza en los
Monets toda la tarde de ayer... ¿Sabe dónde vive Skeel?
Heath miraba interrogante a Markham para saber a qué atenerse, pues
la sorpresa le había postrado en una especie de muda indecisión. Markham
asintió afirmativamente con la cabeza y, sin decir palabra, se puso la
gabardina. Minutos después, los cuatro, acompañados de Snitkin, subíamos
al coche de Vance y partíamos a todo gas. Dejábamos el despacho cerrado,
Markham había mandado a Swacker a casa, y a Burke y Emery a la Brigada
Criminal a que esperaran órdenes.
Skeel vivía en la calle 35, cerca de East River, en una casa destartalada
que antaño fuera lujosa residencia de alguna familia de clase alta. Ahora
acusaba el desgaste y la decadencia: había basura en la entrada y un gran
cartel anunciando habitaciones de alquiler en una de las ventanas de la
planta baja.
Paramos el coche ante ella y Heath saltó a tierra y miró atentamente a
su alrededor, hasta que descubrió a un hombre desaliñado apoyado en la
puerta de una tienda de ultramarinos en la acera de enfrente al que hizo una
seña. El hombre se acercó con paso furtivo y vacilante.
—No pasa nada, Guilfoyle —dijo el sargento—. Vamos a hacer una
visita de cortesía a Dude. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no informó? —
Guilfoyle puso cara de sorpresa.
—Me dijeron que telefoneara si salía de la casa, señor. Pero todavía no
ha salido. Mallory le siguió anoche hasta que volvió a casa hacia las diez, y
yo relevé a Mallory esta mañana a las nueve. Dude sigue dentro.
—Claro que sigue dentro, sargento —intervino Vance algo impaciente.
—¿Dónde queda su habitación, Guilfoyle? —preguntó Heath.
—En la parte de atrás del segundo piso.
—Bien. Vamos a entrar. Usted quédese aquí.
—Tengan cuidado —advirtió Guilfoyle—. Tiene una «pipa».
Heath tomó la delantera y comenzó a subir los gastados escalones que
desde la acera llegaban hasta el vestíbulo de entrada. Sin llamar, cogió el
pomo y lo movió: la puerta no estaba cerrada y entramos en un pasillo bajo
y mal ventilado.
Una mujer de unos cuarenta años, sucia, vestida con un traje largo
ignominioso y el pelo suelto, salió de repente de una puerta del fondo y se
nos acercó tambaleándose mientras fijaba amenazadora en nosotros sus
legañosos ojos.
—¡Eh! —gritó con voz aguardentosa—. ¿Qué es eso de entrar de ese
modo en casa de una señora respetable? —y añadió una ristra de epítetos de
mal tono.
Heath, que estaba cerca, apoyó su manaza en la cara de la mujer y la
apartó de en medio con firmeza.
—¡Apártese, Cleopatra! —dijo mientras empezaba a subir la escalera.
En el segundo piso el pasillo estaba débilmente iluminado por una
pequeña luz de gas, y al fondo se vislumbraba una puerta en medio de la
pared desnuda.
—Esa debe ser la morada de mister Skeel —dijo Heath.
Se dirigió hacia la puerta mientras introducía la mano en el bolsillo
derecho de la chaqueta, y giró el pomo con la otra. La puerta estaba cerrada.
El sargento llamó violentamente y luego aplicó su oído al dintel. Snitkin
estaba justo detrás de él también con la mano en el bolsillo. Los demás
estábamos un poco apartados.
Heath había llamado por segunda vez cuando la voz de Vance se dejó
oír en la semioscuridad.
—Oiga, sargento, está perdiendo el tiempo con esos formalismos.
—Me parece que tiene razón —respondió Heath al cabo de un instante
de silencio que pareció interminable.
El sargento se agachó para mirar la cerradura, cogió un instrumento del
bolsillo y lo introdujo en el agujero de la llave.
—Tiene usted razón —volvió a decir—. No hay llave.
Retrocedió unos pasos y apoyándose sobre la punta de los pies como
un corredor dio con los hombros un envite sobre la puerta por encima de la
cerradura. Pero ésta aguantó.
—Vamos, Snitkin —ordenó.
Los dos se abalanzaron con todo su peso contra la puerta. Al tercer
intento se oyó un crujido de maderas y el pasador atravesó la moldura del
bastidor. La puerta quedó abierta hacia dentro.
En el cuarto reinaba una oscuridad casi absoluta. Todos nos quedamos
parados en el umbral, mientras Snitkin se dirigía cautelosamente hacia una
ventana y levantaba la persiana. La luz grisácea iluminó los objetos de la
habitación. En la pared de la derecha atrajo nuestras miradas una gran cama
anticuada.
—¡Miren! —exclamó Snitkin señalando algo; no sé por qué su voz me
hizo estremecer.
Nos acercamos a la cama. A sus pies, del lado de la puerta, yacía el
cadáver desmadejado de Skeel. Le habían estrangulado igual que a la
Canario. La cabeza colgaba del borde del lecho con el rostro horriblemente
contraído; tenía los brazos abiertos y una pierna, siguiendo el borde del
colchón, tocaba el suelo.
—La obra de un asesino a sueldo —musitó Vance—. Lindquist lo
mencionó. ¡Qué curioso!
Heath permaneció perplejo mirando el cadáver. Había perdido su
habitual fortaleza y parecía hipnotizado.
—¡Santo cielo! —dijo en un suspiro, horrorizado mientras se
persignaba con un gesto involuntario.
También Markham estaba impresionado y apretaba rígido las
mandíbulas.
—Tienes razón, Vance —dijo con voz tensa y artificial—. Algo
siniestro y horrible ha sucedido aquí... Hay un enemigo suelto en la ciudad,
un hombre-lobo.
—Yo no diría eso, amigo mío —dijo Vance contemplando escéptico el
cadáver de Skeel—. No, yo no lo diría. Un hombre-lobo no. Sólo un ser
humano desesperado. Un hombre extremista, sí, pero muy racional y lógico,
¡oh, tremendamente lógico!
Una detención

Domingo por la tarde, lunes por la mañana,


16-17 de septiembre

Las autoridades imprimieron un ritmo furibundo a la investigación de


la muerte de Skeel. El doctor Doremus llegó rápidamente y dictaminó que
el crimen se había cometido entre las diez y las doce de la noche. De
inmediato Vance insistió en que se interrogara sin pérdida de tiempo a todos
los que sabíamos habían mantenido relaciones íntimas con la Odell —
Mannix, Lindquist, Cleaver y Spotswoode— para que explicaran dónde
estaban a aquella hora. Markham no opuso reparo alguno y ordenó a Heath
que se pusiera enseguida manos a la obra.
Mallory, el agente que había estado siguiendo a Skeel la noche
anterior, fue interrogado sobre posibles visitas de la víctima, pero como la
casa en que vivía Skeel albergaba a otros veinte pensionistas que salían y
entraban constantemente a todas horas, no pudimos conseguir ninguna
información. Lo único que Mallory supo afirmar con certeza es que Skeel
había vuelto a casa a eso de las diez y que no había vuelto a salir. La
patrona, sobria y afectada por la tragedia, no quería saber nada del asunto y
se limitaba a decir que había estado «enferma» en su cuarto desde la hora
de la cena hasta que turbaron su reposo a la mañana siguiente. La puerta de
entrada nunca la cerraba para que no se quejaran los huéspedes. Se
interrogó también a los huéspedes, pero sin ningún resultado; no eran la
clase de gente que suele informar a la policía aunque sepan algo.
Los peritos en huellas hicieron un minucioso examen del cuarto, pero
no lograron hallar nada salvo las propias huellas de Skeel. Una búsqueda
exhaustiva entre las pertenencias del asesinado ocupó varias horas, pero no
había ningún indicio sobre la posible identidad del asesino. Debajo de las
almohadas se encontró un revólver automático, un Colt 38, cargado, y en el
hueco de la persiana descubrimos mil cien dólares en billetes grandes. En el
vestíbulo, debajo de un panel suelto, hallamos el escoplo con la mella en la
hoja. Pero todos esos objetos de nada sirvieron para aclarar el misterio de la
muerte de Skeel, y a las cuatro de la tarde se cerró el cuarto con un
candado, dejando vigilancia.
Markham, Vance y yo estuvimos varias horas seguidas ocupándonos
del caso después del descubrimiento del cadáver. Markham abrió enseguida
expediente y llevó personalmente el interrogatorio de los huéspedes. Vance
siguió los pasos rutinarios de la policía con notable interés e incluso
participó en las pesquisas. Se mostró especialmente interesado en la ropa de
«lujo» de Skeel que examinó prenda por prenda Mientras lo hacía, Heath le
miraba de vez en cuando, aunque esta vez el sargento se guardó mucho de
mostrar sorna o desprecio.
A las dos y media Markham se marchó, diciéndole a Heath que pasaría
en el club Stuyvesant el resto del día, Vance y yo le acompañamos y
almorzamos juntos en la desierta parrilla del club.
—Esta eliminación de Skeel descabala todas las hipótesis —comentó
Markham desalentado cuando nos sirvieron el café.
—Oh, no... ni mucho menos —respondió Vance—. Digamos más bien
que añade otra columna al edificio de mi extraña teoría.
—Ah, sí, tu teoría. Es, más o menos, lo único que nos queda —dijo
Markham con un suspiro—. Verdaderamente se ha corroborado esta
mañana... Es fascinante cómo lo presentiste cuando Skeel no llegaba.
Vance volvió a contradecirle.
—Sobreestimas mi modesta premonición de situaciones forenses,
querido Markham. Pero mira: supuse que el estrangulador de la dama
conocía la oferta que te había hecho Skeel. Seguramente era una especie de
amenaza por parte de Skeel, si no, no habría concertado la cita con un día
de antelación. Sin duda creyó que la persona amenazada se avendría a
razones entretanto. Y el dinero oculto en la caja de la persiana me induce a
creer que estaba chantajeando al asesino de la Canario y que éste le había
negado ulteriores bonificaciones justo cuando ayer te telefoneó. Eso
explicaría igualmente que guardara para sí todo este tiempo la información.
—Puede que tengas razón. Pero ahora estamos peor que nunca, ya que
ni siquiera contamos con Skeel para una posible pista.
—Al menos hemos obligado a nuestro escurridizo culpable a cometer
un segundo crimen para tapar el primero, ¿no es cierto? Y cuando sepamos
lo que los diversos donjuanes de la Canario hacían anoche entre las diez y
las doce, posiblemente tengamos algo interesante con que trabajar. Por
cierto, ¿cuándo dispondremos de tan apasionante información?
—Depende de la suerte que tengan los hombres de Heath. Esta noche
si todo va bien.
Eran efectivamente las ocho y media cuando Heath comunicó por
teléfono el resultado de las pesquisas. Pero de nuevo parecía que Markham
tropezaba con un muro. No podían ser menos halagüeñas: el doctor
Lindquist había sufrido una «conmoción nerviosa» la tarde anterior y le
habían llevado al hospital Episcopal, donde aún se encontraba sometido a
los cuidados de dos eminentes especialistas de cuya palabra no cabía dudar;
y aún tardaría una semana como mínimo en reintegrarse a su trabajo. Era la
única información taxativa, ya que descartaba totalmente al doctor de
cualquier posible intervención homicida la noche anterior.
Por una curiosa coincidencia, ni Mannix ni Cleaver ni Spotswoode
podían facilitar una coartada satisfactoria. Los tres, según manifestaban, se
habían quedado en casa. Había hecho mal tiempo y aunque Mannix y
Spotswoode admitían que salieron a primera hora de la tarde, indicaban que
habían vuelto a su casa antes de las diez. Mannix vivía en un hotel de
apartamentos de mucho movimiento y como el sábado por la noche el
vestíbulo estaba lleno de gente, difícilmente podía nadie haberle visto
regresar. Cleaver vivía en una casa de apartamentos sin portero ni
recepcionista que pudieran corroborar sus entradas y salidas. Spotswoode se
alojaba en el club Stuyvesant, y, como sus habitaciones estaban en el tercer
piso, rara vez tomaba el ascensor. Además, la noche anterior había en el
club una reunión política con baile y pudo muy bien entrar y salir a su
antojo una docena de veces sin que le vieran.
—Lo que se dice esclarecedor —dijo Vance después de escuchar la
información de Markham.
—En cualquier caso, Lindquist queda descartado.
—Cierto. Y automáticamente le elimina como sospechoso de la muerte
de la Canario, ya que ambos crímenes son una misma cosa, parte de un
mismo problema. Se complementan entre sí. El último fue concebido en
función del primero, de hecho, es una consecuencia lógica de aquél.
Markham asintió con un movimiento de cabeza.
—Es bastante razonable. En fin, abandono mi actitud combativa. Creo
que voy a dejarme llevar por la corriente de tu teoría y ver qué pasa.
—Lo que me turba es la inquietante impresión de que no va a pasar
nada si no forzamos las circunstancias. El pollo que urdió estos dos óbitos
tiene bastante cabeza.
En aquel momento Spotswoode entró en el salón mirando como si
buscase a alguien; al ver a Markham, se acercó inmediatamente con aire de
gran perplejidad.
—Perdóneme que le moleste, señor —dijo a título de excusa
dirigiéndonos a Vance y a mí una amable inclinación—, pero esta tarde vino
un inspector para indagar sobre dónde me encontraba anoche. Me pareció
extraño, pero no le di importancia hasta que en el periódico de la tarde he
visto el nombre de Tony Skeel en la sección de sucesos, y me he enterado
de que ha sido estrangulado. Recuerdo que usted me preguntó sobre ese
hombre en relación con miss Odell, y pensé si, por azar, habría alguna
relación entre ambos asesinatos, y si, después de todo, me iba a ver
envuelto en el caso.
—No, no lo creo —dijo Markham—. Parecía haber una posibilidad de
que ambos crímenes guardaran relación; y, siguiendo el procedimiento
rutinario, la policía interrogó a los conocidos de miss Odell para ver si
averiguaba algo. Puede usted olvidar el asunto. Espero —añadió— que el
oficial no le haya importunado innecesariamente.
—En absoluto —había desaparecido el aire de inquietud de
Spotswoode—. Fue extremadamente cortés pero algo misterioso. ¿Quién
era ese Skeel?
—Un personaje de baja estofa, ex ladrón. Creo que tenía cierto
ascendiente sobre miss Odell y la había extorsionado monetariamente.
Por el rostro de Spotswoode cruzó una sombra de repulsa.
—Los tipos así merecen ese destino.
Seguimos charlando de diversas cosas hasta las diez en que Vance se
levantó y lanzó una mirada de reproche a Markham.
—Voy a intentar recuperar algo de sueño. No estoy
temperamentalmente dotado para ser policía.
A pesar de su protesta, a la mañana siguiente a las nueve en punto
estaba en el despacho del fiscal. Traía varios periódicos y se puso a leer
entretenidamente las primeras crónicas de la muerte de Skeel. El lunes solía
ser un día de mucho trabajo para Markham y había llegado antes de las
ocho y media para intentar despachar algunos asuntos de oficio urgentes
antes de proseguir la investigación del caso Odell. Yo sabía que Heath
estaba citado a las diez para un cambio de impresiones. Hasta esa hora
Vance no tenía otra cosa que hacer más que leer la prensa y yo hice lo
mismo.
Heath apareció puntualmente a las diez y por su actitud comprendimos
que había sucedido algo que le causaba gran satisfacción. Mostraba un aire
casi de gallardía y el saludo formal, casi condescendiente, que dirigió a
Vance, fue como el del vencedor a un adversario derrotado. Estrechó la
mano de Markham con algo más que su habitual cortesía.
—Se acabaron nuestras preocupaciones, señor —dijo, haciendo una
pausa para encender su habano—. He detenido a Jessup.
Fue Vance quien rompió el teatral silencio que siguió a esta afirmación
inesperada.
—¡Santo cielo...! ¿Por qué?
Heath se volvió pausadamente sin inmutarse por el tono de Vance.
—Por el asesinato de Margaret Odell y Tony Skeel.
—¡Por mi madre! ¡Mi santa madre! —Vance volvió a sentarse
mirándole perplejo—. ¡Ángeles benditos, bajad y consoladme!
Nada turbó la satisfacción de Heath.
—No mencionará a los ángeles, ni a su madre, cuando sepa lo que he
averiguado de este hombre. Le tengo encerrado en una celda, listo para
comparecer ante el jurado.
Markham, repuesto de la primera sorpresa, se dirigió a Heath:
—Cuéntenos la historia, sargento.
Heath tomó asiento y se dio tiempo para organizar sus ideas.
—Ahí va, señor. Ayer por la tarde me dio por pensar. Encontramos a
Skeel muerto igual que la Odell, después de haber prometido cantar; y era
evidente que los había estrangulado el mismo tipo. Por lo tanto deduje que
debía haber dos tipos en el apartamento el lunes por la noche, Dude y el
asesino, lo que decía siempre mister Vance. Luego pensé que los dos se
conocían porque el otro individuo no sólo sabía bien dónde vivía Dude, sino
que debió saber que éste iba a cantar ayer. Me pareció, señor, que habían
preparado juntos el trabajo de la Odell, motivo por el que Dude no cantó a
la primera. Pero cuando el otro se amedrentó y se deshizo de las joyas,
Skeel pensó que sería mejor confesar y le telefoneó a usted.
El sargento hizo una pausa para fumar.
—Nunca di mayor importancia a la tesis de Mannix, Cleaver o el
doctor. No son el tipo de personas que hacen ese trabajo, y desde luego no
son de los que se tratan con un pájaro carcelario como Skeel. Así que los
puse a los tres a un lado y empecé a buscar la manzana podrida, alguien que
pudiera haber sido el cómplice de Skeel. Pero antes traté de imaginar lo que
usted llamaría obstáculos físicos del caso; es decir las pegas con que
tropezábamos en la reconstrucción del crimen.
Volvió a hacer una pausa.
—Pues bien, lo que más nos había estado molestando era la puerta
lateral. ¿Cómo la abrieron después de las seis? ¿Y quién la volvió a cerrar
después del crimen? Skeel debió llegar antes de las once, ya que estaba en
el apartamento cuando Spotswoode y Odell regresaron del teatro; y
probablemente salió después de que Cleaver viniera al apartamento hacia
las doce. Pero eso no explica cómo la cerraron de nuevo desde dentro. Pues
bien, señor, lo estudié un buen rato ayer y luego me acerqué a la casa y
volví a echar un vistazo a la puerta. En la centralita estaba el joven Spively
y le pregunté dónde estaba Jessup, pues quería preguntarle algo, y Spively
me dijo que había dejado el trabajo el día antes. ¡El sábado por la tarde!
Heath hizo una pausa para ver el efecto que causaba la noticia.
—Mientras regresaba hacia aquí no se me ocurrió nada, pero de
repente la idea me vino a la cabeza y vi el caso claro, mister Markham:
nadie, salvo Jessup, pudo abrir esa puerta y volverla a cerrar, nadie.
Imagínelo usted mismo, señor, aunque supongo que ya lo habrá hecho.
Skeel no pudo ser. Y no había nadie más que pudiera hacerlo.
Markham había empezado a interesarse y se inclinó hacia delante.
—Después de que se me ocurriera esta idea —prosiguió Heath—,
decidí probar, cogí el metro en Penn Station y telefoneé a Spively para
preguntarle la dirección de Jessup. Y primera buena noticia: Jessup vivía en
la Segunda Avenida, justo al lado de Skeel. Así que cogí un par de hombres
de la comisaría del distrito y me dirigí a la casa. Le encontramos haciendo
las maletas para largarse a Detroit. Le encerramos, tomamos sus huellas
dactilares y se las enviamos a Dubois. Espero que sabremos algo de él con
estos datos, ya que los ladrones no suelen iniciarse con una faena de la
envergadura de ésta.
Tras esto Heath hizo un gesto de satisfacción.
—Pues bien, señor, ¡Dubois le ha identificado! Su nombre no es
Jessup; lo de William vale, pero su apellido es Benton. Es convicto por
asalto y violencia en 1909 en Oakland y purgó un año en San Quintín
cuando también estaba ahí preso Skeel. Le cogieron también por
complicidad en el atraco a un banco en 1914, en Brooklyn, pero no se llegó
al juicio, por eso tienen sus huellas en el cuartel general. Cuando le
metimos entre rejas anoche, nos dijo que había cambiado de nombre
después del atraco para ingresar en el ejército. Eso es todo lo que pudimos
sacarle, pero ya nos basta. Los hechos son como sigue: Jessup ha estado
encarcelado por asalto y violencia Estuvo complicado en el atraco a un
banco. Skeel fue compañero suyo de prisión. No tiene coartada para el
sábado por la noche en que mataron a Skeel, y vive a dos pasos del muerto.
Dejó su trabajo de repente el sábado por la tarde. Es alto y fuerte y puede
haber hecho fácilmente la faena. Estaba planeando la fuga cuando le
pillamos. Y es la única persona que pudo descorrer y volver a correr el
cerrojo de esa puerta la noche del lunes... ¿Verdad que tenemos el caso,
mister Markham?
Markham permaneció varios minutos en silencio.
—Está bien hasta donde me ha contado —dijo pausadamente—, pero
¿y las motivaciones para estrangular a la mujer?
—Eso es fácil, el mismo mister Vance lo sugirió el primer día.
Recuerde que le preguntó a Jessup a propósito de sus sentimientos por la
Odell y Jessup se ruborizó y se puso nervioso.
—¡Oh, Señor! —exclamó Vance—. ¿Me van a hacer responsable de
una parte de esta inmensa locura...? Cierto; me entrometí en los
sentimientos del pollo por la dama, pero fue antes de que aclarásemos nada.
Me tomaba la molestia de comprobar cualquier posibilidad.
—Pues fue una buena pregunta, de todas formas —Heath se volvió
hacia Markham—. Yo lo veo así: Jessup estaba atocinado con la Odell y
ella le dijo que con la música a otra parte. Y él empezó a darle vueltas y
más vueltas, sentado allí noche tras noche, viendo a todos esos que la
visitaban. Luego aparece Skeel, le reconoce y le sugiere robar el
apartamento de la Odell. Skeel no puede llevar a cabo la faena sin ayuda,
pues tiene que pasar delante de la centralita al entrar y al salir, y como ya ha
estado otras veces le reconocerían. Jessup ve la oportunidad de vengarse de
la Odell y de que la culpa recaiga en otro; de este modo los dos preparan el
golpe para el lunes por la noche. Al salir la Odell, Jessup abre la puerta
lateral y Dude se introduce en el apartamento con su propia llave. Luego la
Odell y Spotswoode llegan antes de lo previsto y Skeel se esconde en el
ropero y después de salir Spotswoode hace ruido sin querer y la Odell grita.
Él sale y ella al ver quién es, dice a Spotswoode que no ocurre nada Jessup
ya sabe que han descubierto a Skeel y decide aprovechar la circunstancia.
En cuanto Spotswoode se ha ido entra en el apartamento con una ganzúa
Skeel, creyendo que es otra persona se esconde en el armario y Jessup coge
a la mujer y la estrangula tratando de que la culpa recaiga en Skeel. Pero
Skeel sale de su escondite y discuten. Finalmente llegan a un acuerdo y
pasan a su plan original de saquear el apartamento. Jessup intenta abrir el
cofre con el atizador de la chimenea y Skeel remata la faena con su escoplo.
Luego salen. Skeel se va por la puerta lateral y Jessup la vuelve a cerrar. Al
día siguiente Skeel entrega el botín a Jessup para que lo guarde hasta que
las cosas se calmen y Jessup se asusta y lo tira. Luego se pelean. Skeel
decide contarlo todo, para no llevar la peor parte y Jessup, que sospecha
algo, lo visita el sábado por la noche y lo estrangula como hizo con la
Odell.
Heath hizo un gesto a guisa de fin y se recostó en la silla.
—Inteligente, muy inteligente —murmuré Vance—. Sargento,
discúlpeme por mi intromisión hace un rato. Su lógica es irreprochable. Ha
reconstruido usted el crimen estupendamente. Ha solucionado el caso... Es
maravilloso, sencillamente maravilloso. Pero está mal.
—Lo bastante para mandar a Jessup a la silla eléctrica.
—Eso es lo terrible de la lógica —dijo Vance—. Que muchas veces
induce a conclusiones falsas.
Se levantó y empezó a pasear por el despacho de arriba abajo. Al
llegar frente al sargento se detuvo.
—Me pregunto, sargento, si alguien más pudo abrir la puerta lateral y
volverla a cerrar después del crimen, ¿admitiría que eso debilitaría su tesis
sobre Jessup?
Heath respondió de buen humor:
—Claro. Muéstreme a alguien más que pudiera hacerlo y admitiré que
tal vez estoy equivocado.
—Skeel pudo haberlo hecho, sargento. Y lo hizo... sin que nadie lo
supiera.
—¡Skeel! Mister Vance, ha pasado el tiempo de los milagros.
Vance se encaró con Markham.
—¡Escucha, te digo que Jessup es inocente! —exclamó con un fervor
que me sorprendió—. Y voy a demostrártelo, de algún modo. Mi teoría es
rotunda, sólo falla en uno o dos detalles, y confieso que todavía no he sido
capaz de dar un nombre al culpable. Pero es la teoría correcta, Markham, y
es diametralmente opuesta a la del sargento. Por lo tanto tienes que darme
una oportunidad de demostrártelo antes de encausar a Jessup. Mira, aquí no
puedo demostrarlo, venid tú y Heath conmigo a la casa de Odell. No
tardaremos más de una hora Pero aunque nos llevara una semana, tendrías
que venir igual.
Se aproximó al escritorio.
—Sé que fue Skeel y no Jessup quien abrió esa puerta antes del crimen
y la cerró después.
Markham estaba impresionado.
—¿Sabes eso partiendo de algún hecho concreto?
—¡Sí! ¡Así es!
Vance demuestra

Lunes, 17 de septiembre, 11.30 de la mañana

Media hora después entrábamos en el pequeño apartamento de la calle


71. Pese a la plausibilidad de la hipótesis de Heath, Markham no estaba del
todo satisfecho con la detención de Jessup, y la actitud de Vance había
sembrado aún mayor duda en su mente. El detalle más importante en contra
de Jessup era el cierre y la apertura de la puerta lateral; al afirmar Vance que
era capaz de demostrar cómo Skeel se las había ingeniado para entrar y
salir, Markham, aunque sólo convencido a medias, aceptó acompañarle.
También Heath, aunque escéptico, se interesó y vino con nosotros.
Spively, deslumbrante con su traje color chocolate, estaba en la
centralita y nos miró con recelo. Pero Vance le sugirió que se diese un paseo
de diez minutos y con ello pareció tranquilizarse y no se lo hizo repetir.
El policía de guardia se acercó y nos saludó.
—¿Qué hay? —preguntó Heath—. ¿Alguna visita?
—Sólo una; un dandy que dijo que conocía a la Canario y quería ver
el apartamento. Le dije que pidiera permiso a usted o al fiscal del distrito.
—Muy bien, agente —dijo Markham, y luego dirigiéndose a Vance—:
Probablemente Spotswoode, pobre diablo.
—Sí, sí —musité Vance—. ¡Qué constancia! Rosemary e historias
así... Enternecedor.
Heath ordenó al agente que se fuera a pasear una media hora y nos
quedamos solos.
—Y ahora, sargento —dijo Vance entusiasta—, supongo que sabe
manejar una centralita. Tenga la bondad de actuar de suplente de Spively
unos minutos; sea buen chico... Pero primero cierre la puerta lateral, por
favor, y asegúrese de que está bien echado el cerrojo, como en la noche
fatal.
Heath hizo una mueca de connivencia.
—Claro —dijo poniendo con aire de misterio el dedo delante de sus
labios y, agachándose, cruzó de puntillas el vestíbulo como un detective de
comedia.
Al cabo de un momento volvió andando de puntillas a la centralita y
con el dedo en los labios. Luego, mirando a su alrededor con disimulo dijo
al oído de Vance:
—¡Chist...! Puerta cerrada —se sentó en la centralita—. ¿Subimos el
telón, mister Vance?
—Está levantado, sargento —dijo Vance en el mismo tono jocoso de
Heath—. ¡Atención! La hora: las nueve de la noche, el lunes. Usted es
Spively, no tan elegante, y sin bigote, pero Spively. Y yo soy el
emperifollado Skeel. Para mayor realismo, procure usted imaginarme con
guantes de gamuza y una preciosa camisa de seda plisada. Mister Markham
y mister Van Dine representan al «respetable»... Y, por cierto, sargento,
déjeme la llave del apartamento de la Odell. Skeel tenía una, ¿verdad?
Heath sacó la llave y se la entregó a Vance siguiendo la farsa.
—Un consejo del director de escena —prosiguió Vance—: Cuando
haya desaparecido por la puerta principal, espera usted tres minutos
exactamente y luego llama al apartamento de la finada.
Se dirigió con paso ligero hacia la puerta principal, luego dio la vuelta
y volvió hasta la centralita. Markham y yo permanecíamos detrás de Heath
en el estrecho recoveco, de cara a la salida.
—¡A escena, mister Skeel! —dijo Vance—. Recuerde, son las nueve y
media —y al rebasar la centralita—: Pero ¡vamos! Olvida su papel,
sargento. Tendría que haberme dicho que miss Odell no está. Pero no
importa... Mister Skeel sigue su camino hasta la puerta de la dama... así.
Continuó hasta el fondo del vestíbulo y oímos cómo llamaba al timbre
del apartamento. Luego, tras una breve pausa, se oyó el golpear de los
nudillos en la puerta. Después desanduvo el camino por el vestíbulo.
—Creo que tenías razón —dijo repitiendo las palabras de Skeel según
la versión de Spively; y prosiguió hasta la puerta principal, salió a la calle y
dobló hacia Broadway.
Nos dispusimos a esperar exactamente tres minutos. Ninguno de
nosotros decía palabra Heath se había puesto serio y su modo acelerado de
fumar demostraba su impaciencia. Markham mantenía estoicamente
fruncido el ceño. En cuanto transcurrió el plazo Heath se levantó y cruzó
rápidamente el vestíbulo con Markham y yo pisándole los talones hacia el
apartamento. En cuanto llamó a la puerta, ésta se abrió y Vance nos sonrió
desde el pequeño recibidor.
—Final del primer acto —dijo exultante—. Así entró mister Skeel en
casa de la dama la noche del lunes después de que cerraran la puerta lateral,
sin que el telefonista le viera.
Heath acusó un fulgor en la mirada pero no dijo nada. Luego, se volvió
de repente y miró hacia la puerta de roble al final del pasillo trasero. El
tirador del cerrojo estaba en posición vertical, lo que indicaba que habían
levantado el pestillo y la puerta estaba abierta Heath la estuvo mirando unos
instantes; luego dirigió la vista a la centralita, para finalmente proferir una
exclamación de alegría.
—¡Muy bien, mister Vance, muy bien! —dijo mientras asentía
repetidamente con la cabeza—. Pero es fácil. Y no hace falta psicología
para explicarlo. Después de que llamase al timbre del apartamento, echó a
correr por el pasillo trasero y abrió la puerta. Luego regresó a toda prisa
hasta la puerta y llamó con los nudillos. Luego salió por la puerta principal,
dobló hacia Broadway, dio la vuelta a la esquina, pasó por el callejón, entró
por la puerta lateral y cautelosamente penetró en el apartamento de espaldas
a nosotros.
—Sencillo, ¿verdad? —dijo Vance afirmativamente.
—Claro —afirmó el sargento casi con desdén—. Pero eso no le lleva a
ningún sitio. Cualquiera pudo haberlo imaginado si hubiera sido el único
problema en relación con la operación de la noche del lunes. Pero lo que me
ha traído de cabeza es quién volvió a cerrar la puerta después de marcharse
Skeel. Skeel pudo haber, digo pudo haber, entrado como ha hecho usted.
Pero no pudo salir por ahí, porque la puerta apareció cerrada a la mañana
siguiente. Y si hubiera habido alguien que cerrara la puerta detrás de él,
también esa misma persona pudo abrírsela antes para que entrara, sin
necesidad de hacer esa carrerita por el pasillo trasero a las nueve y media
para abrirla él mismo. Por lo tanto no veo que su pequeña comedia ayude en
nada a Jessup.
—Oh, pero la función no ha acabado —respondió Vance—. Está a
punto de levantarse el telón del segundo acto.
Heath arqueó notoriamente las cejas.
—¿Ah, sí? —dijo en un tono rayano en la incredulidad, pero con
expresión inquisitiva y curiosa—. ¿Y nos va a demostrar cómo salió Skeel y
cerró la puerta por dentro sin ayuda de Jessup?
—Es precisamente lo que voy a hacer, mi sargento.
Heath abrió la boca pero se lo pensó mejor y no dijo nada; se encogió
de hombros y miró a Vance de reojo.
—Dirijámonos al atrio público —prosiguió Vance haciéndonos seña de
que le siguiéramos al pequeño cuarto de la portería diagonalmente opuesto
a la centralita. Esta habitación, como ya he explicado, estaba exactamente
después de la escalera y tras la pared del fondo discurría el pequeño pasillo
que conducía a la puerta lateral. (El esquema adjunto explica la
distribución.)
Vance nos ofreció ceremoniosamente asiento y guiñé un ojo al
sargento.
—Tengan la bondad de aguardar aquí hasta que me oigan llamar a la
puerta lateral. Luego vienen y me abren —dijo dirigiéndose hacia la salida
—. De nuevo encarno al finado mister Skeel; imagínenme en traje de gala,
elegantísimo... Se levanta el telón.
Hizo una reverencia y cruzando el vestíbulo dio la vuelta hacia el
pasillo trasero.
Heath cambió de postura y lanzó a Markham una mirada inquisitiva e
inquieta.
—¿Cree que lo conseguirá, señor? —dijo con tono de seriedad.
—No sé cómo —respondió Markham en tono despectivo—. Pero si lo
hace desbaratará el principal argumento de su acusación contra Jessup.
—No me preocupa —dijo Heath—. Mister Vance sabe mucho; tiene
buenas ideas. Pero ¿cómo demonios...?
Sus palabras quedaron interrumpidas por una fuerte llamada en la
puerta lateral. Los tres saltamos de nuestros asientos y nos precipitamos
hacia el pasillo trasero: estaba vacío. No había ninguna puerta que diera a él
ni al principio ni al final. Sólo dos paredes blancas, y al fondo, cubriendo
casi toda su anchura, la puerta de roble que daba al callejón. Vance sólo
podía haber desaparecido por esa puerta. Y lo que todos advertimos
inmediatamente —ya que fue hacia donde primero dirigimos la vista— fue
la posición horizontal del tirador. Lo cual quería decir que la puerta estaba
cerrada.
Heath no estaba atónito: estaba estupefacto. Markham se había parado
en seco y contemplaba el pasillo vacío como si viera fantasmas. Tras un
momento de vacilación, Heath se dirigió apresuradamente hacia la puerta
pero no la abrió enseguida. Se arrodilló ante la cerradura y examinó
minuciosamente el pestillo. Luego sacó su cortaplumas e introdujo la hoja
en la ranura entre la puerta y el marco: el filo tropezó con la barra circular
del pestillo. No cabía duda de que el sólido marco y las molduras de la
puerta de roble estaban en perfecto estado y que habían echado el pestillo
desde dentro. Sin embargo Heath no estaba convencido y agarrando el
pomo lo sacudió con fuerza, pero la puerta no cedió. Finalmente puso el
tirador en posición vertical y abrió la puerta. Vance estaba de pie en el patio
fumando tranquilamente mirando la disposición de los ladrillos del callejón.
—Markham —dijo—, ¡qué cosa tan curiosa! Este muro debe ser muy
antiguo. No lo han construido en nuestros tiempos de negligente eficiencia.
El albañil amante de la belleza que lo erigió puso los ladrillos a la
holandesa y no como se hace en nuestra época de prisas. Mira ese detalle
ahí arriba —dijo señalando hacia la parte trasera del patio—, es una
mampostería tipo Rowlock en tablero de damas. Muy elegante y bonita,
mucho más agradable incluso que la cruzada inglesa tan popular...
¡Precioso!
Markham echaba chispas.
—¡Maldita sea, Vance! No estoy levantando muros. Lo que quiero
saber es cómo saliste y dejaste cerrada la puerta por dentro.
—¡Sí, claro! —Vance aplastó el cigarrillo y entró en casa—. Me limité
a utilizar un artilugio delictivo bastante ingenioso. Es muy sencillo, como
todos los dispositivos realmente eficaces... oh, más sencillo que nada. Me
sonrojo de su simplicidad... ¡Mira!
De su bolsillo extrajo un par de pinzas y atado en el extremo de unión
un bramante rojo de unos ciento veinte centímetros. Colocando las pinzas
en el tirador vertical las situó de manera que formaran con su inclinación un
ligero ángulo hacia la izquierda y luego pasó el bramante por debajo de la
puerta de modo que aproximadamente sobresalieran unos treinta
centímetros por debajo del umbral. Salió al patio y cerró la puerta. Las
pinzas seguían apretando el tirador como un torniquete y el bramante caía
hasta el suelo desapareciendo hacia afuera por debajo de la puerta. Los tres
mirábamos fascinados el tirador. Poco a poco el bramante se tensó
conforme Vance tiraba suavemente de él desde fuera hasta que la fuerza
ejercida obligó al pasador a cerrarse. Una vez corrido el pasador y el tirador
en posición horizontal sentimos un leve tirón del cordel. Las pinzas se
soltaron del tirador cayendo silenciosamente sobre la alfombra; luego, al
tirar del cordel desde fuera, desaparecieron por el hueco de debajo de la
puerta.
—Cosa de niños, ¿no? —comenzó Vance cuando Heath le abrió la
puerta—. Una tontería, ¿verdad? Pues sin embargo, querido sargento, así es
como el difunto Skeel salió de aquí el lunes pasado por la noche. Pero
vamos al apartamento de la dama y les contaré algo. Veo que mister Spively
ha regresado del paseo, así podrá reanudar su tarea en la centralita y
dejarnos que hablemos tranquilamente.
—¿Cuándo se te ocurrió ese truco con las pinzas y el cordel? —
preguntó Markham irritado una vez que estuvimos sentados en el salón de
la Odell.
—No se me ocurrió a mí, ¿sabes? —dijo Vance en tono indiferente—.
Fue idea de mister Skeel. Ingenioso muchacho, ¿eh?
—¡Vamos, vamos! —exclamó Markham a punto de perder la paciencia
—. ¿Cómo podías saber que Skeel hubiera empleado este medio para cerrar
desde fuera?
—Encontré el pequeño instrumento en sus ropas de gala ayer por la
mañana.
—¡Qué! —exclamó Heath soliviantado—. ¿Cogió eso de las ropas de
Skeel ayer mientras registrábamos el cuarto sin decirnos nada?
—Oh, sólo cuando vi que sus hurones lo pasaron por alto. En realidad,
ni siquiera toqué las prendas del caballero hasta después de que sus
expertos buscadores las hubieran husmeado y cerrado el armario. ¿Sabe
usted, sargento?, este chisme estaba en uno de los bolsillos del chaleco de
gala de Skeel, bajo la pitillera de plata. Admito que manoseé con cierta
delectación aquel lujoso traje. Lo llevaba la noche del óbito de la dama,
¿recuerda?, y yo simplemente esperaba hallar alguna pista de su
colaboración en el hecho. Cuando encontré esas pinzas de depilación, no
tenía la menor idea de su significado. Y el bramante rojo atado a ellas me
dio que cavilar, ¿sabe? Era evidente que mister Skeel no se depilaba las
cejas, pero incluso si hubiera sido adicto a dicha práctica, ¿a qué venía el
cordel? Las pinzas son un delicado instrumento de coquetería, algo que sin
duda habría utilizado la despampanante Margaret, y el martes por la mañana
vi una bandejita de laca con similares utensilios de tocador en la coqueta
junto al joyero. Pero no acaba ahí la cosa.
Señaló una pequeña papelera de pergamino junto al escritorio, en la
que se veía un papel de envolver arrugado.
—También advertí un trozo de papel de envolver con membrete de una
conocida tienda de regalos de la Quinta Avenida; y esta mañana, al pasar
por allí, entré en la tienda y me enteré de que tienen por costumbre atar los
paquetes con bramante rojo. Por lo tanto, deduje que Skeel había cogida las
pinzas y el bramante del apartamento durante la visita que hizo la noche de
autos... Pero la cuestión era ésta: ¿por qué perder el tiempo atando un
bramante a unas pinzas de depilar? Confieso, con virginal modestia, que no
encontraba respuesta. Pero esta mañana al decirme que había detenido a
Jessup y al poner de relieve la cuestión del cierre de la puerta después de la
salida de Skeel, se disipó la niebla, brilló el sol y los pájaros lanzaron sus
trinos. De repente me sentí médium, tuve un espasmo psíquico. Vi todo el
modus operandi, como suele decirse, en un flash... Te lo dije, Markham,
querido, para resolver este caso hay que servirse del espiritismo.
Reconstrucción del crimen

Lunes, 17 de septiembre, mediodía

Cuando Vance terminó de hablar, hubo varios minutos de silencio.


Markham siguió sentado en su silla mirando al vacío. Heath, sin embargo,
miraba a Vance con una especie de airada admiración. La piedra de toque
de su acusación contra Jessup ya no existía y toda la estructura amenazaba
venirse abajo. Markham lo comprendía y aquello destrozaba sus esperanzas.
—Ojalá tu inspiración fuera más útil —farfullé mirando a Vance—. Tu
última revelación nos vuelve a situar casi en nuestro punto de origen.
—Oh, no seas pesimista. Miremos al futuro con los ojos abiertos...
¿Quieres saber mi teoría?; está llena de posibilidades —se arrellanó
cómodamente en su asiento—. Skeel necesitaba dinero: seguramente se
estaba quedando sin camisas de seda; y tras su fracasado intento de
extorsionárselo a la dama una semana antes de su fallecimiento, vino aquí el
lunes por la noche. Sabía que ella estaría fuera y pensaba esperarla, ya que
seguramente se habría negado a recibirle en la forma social acostumbrada.
Sabía que la puerta lateral quedaba cerrada por la noche y, como no quería
que le vieran entrar al apartamento, ideó ese truco de abrir él mismo la
puerta so pretexto de una fútil visita a las nueve y media Una vez hecho
eso, regresó a la casa por el callejón y penetró en el apartamento algo antes
de las once. Al regresar la dama acompañada, se escondió rápidamente en
el ropero, donde permaneció hasta que el acompañante se fue. Luego salió,
y la dama, asustada por su repentina aparición, da unos gritos. Pero, al
reconocerle, dice a Spotswoode, que alarmado llamaba a la puerta, que no
es nada. Entonces Spotswoode se marcha y se va a jugar al póquer. Se
entabla una discusión crematística entre Skeel y la dama, probablemente
una desabrida pendencia. En medio de ello suena el teléfono, Skeel lo coge
enfurecido y dice que no está. Se reanuda la pendencia, pero entonces
aparece otro admirador en escena. No sé si llamó al timbre o entró con su
propia llave, probablemente esto último, ya que el telefonista no advirtió la
visita. Skeel vuelve a esconderse en el armario y adopta oportunamente la
precaución de encerrarse. Y también, naturalmente, husmea por el ojo de la
cerradura para ver quién es el recién llegado.
Vance señaló a la puerta del armario.
—Como pueden ver el ojo de la cerradura da en línea recta sobre el
diván. Cuando Skeel mira a través de él ve una escena que le hiela la
sangre. El recién llegado, quizás en medio de alguna frase cariñosa, agarra a
la dama por la garganta y procede a asfixiarla... Imagínate la impresión de
Skeel, querido Markham. Encerrado, sin moverse en un armario a oscuras,
y a unos pasos de él el asesino en plena acción, estrangulando a la dama.
Pauvre Antoine! Sin duda se quedaría mudo y petrificado. Vería en los ojos
del estrangulador lo que sin duda tomaría por furia maníaca, por ende el
estrangulador debía ser una persona más bien fuerte, mientras que Skeel es
delgado y casi canijo... No, merci. No iba a arriesgarse. Se quedó
escondido. Yo no se lo reprocho.
Hizo un gesto de interrogación.
—¿Qué hizo el estrangulador a continuación? Bien, bien, bien, quizás
nunca lo sabremos, ahora que Skeel, el horrorizado testigo, ha vuelto con su
Creador. Pero me imagino que cogió ese archivador, lo abrió con una llave
que sacaría del bolso de la dama, y se hizo con cierta cantidad de
documentos comprometedores. Luego, supongo que empezó la fiesta. El
caballero se dedicó a desmontar el apartamento para hacer creer que se
trataba del robo de un profesional. Desgarró el encaje del traje de la dama y
rompió el tirante; arrancó el ramillete de orquídeas y lo tiró en su regazo, le
arrancó las sortijas, las pulseras y el colgante de la cadena. Luego tumbó la
lámpara, revolvió el escritorio, saqueó la vitrina, rompió el espejo, derribó
las sillas, rasgó las cortinas...
»Y Skeel todo el tiempo con el ojo pegado a la cerradura fascinado de
terror, paralizado por el miedo, horrorizado ante la idea de que le
descubriese y le hiciera seguir el camino de su inamorata, pues en aquellos
momentos no le cabía la menor duda de que el de fuera era un loco
destructivo. No le envidio el trance a Skeel, ni mucho menos; no era de
envidiar, ¿sabes? ¡En absoluto! Y el saqueo continuaba; podía oírlo aun
cuando estuviera fuera de su radio visual. Y él: ¡encerrado en una trampa
como una rata, sin poder escapar! Una situación espeluznante, sí, señor.
Vance dio unas chupadas al cigarrillo y cambió ligeramente de postura.
—¿Sabes, Markham?, imagino que el peor momento de la agitada
carrera de Skeel debió ser cuando el furibundo estrangulador intentó abrir la
puerta del ropero. ¡Imagínate! Allí estaba acorralado; y a unos centímetros
de él, un maníaco homicida acercándosele, rozando aquel débil obstáculo
de madera de pino... ¿Puedes imaginarte el enfermizo alivio cuando el
asesino por fin soltó el tirador y se alejó del armario? Puro milagro que no
se desmayase de la impresión. Pero no lo hizo. Siguió escuchando y
mirando en una especie de pánico hipnótico hasta que oyó que el intruso
salía del apartamento. Luego, con las rodillas temblorosas, empapado de
sudor frío, salió del escondrijo y contempló el campo de batalla.
Vance dirigió la mirada al frente.
—Una escena nada agradable, ¿eh? Y allí en el diván el cadáver de la
estrangulada. Ese cadáver era para Skeel lo más horroroso. Retrocedió hasta
la mesa para contemplarlo y se apoyó en ella con la mano derecha; de ahí
vienen sus huellas, sargento. Luego, de repente, le acosa la idea de su
propia situación. Allí estaba, solo, con una persona asesinada. No era un
secreto que había mantenido relaciones con la dama; y era un ladrón
fichado. ¿Quién iba a creer en su inocencia? Y aunque probablemente había
reconocido al autor de la tétrica faena, no estaba en muy buena posición
para explicar los acontecimientos. Todo estaba en contra de él, su intrusión,
su visita a la casa a las nueve y media, sus relaciones con la chica, su
«profesión», su reputación. No tenía nada a su favor... Me pregunto,
Markham, si habrías creído su historia.
—Olvida eso ahora —replicó Markham—. Continúa con tu teoría.
Tanto él como Heath habían estado escuchando absortos.
—Mi teoría a partir de esta fase —prosiguió Vance— es lo que
podríamos llamar autogenerativa. Sigue por propia inercia, por así decirlo.
Skeel se enfrentaba al urgente problema de salir de allí y no dejar rastro. Su
mente en tal situación debió agudizarse y reflexionar a toda máquina: le iba
en ello la vida si fallaba Comenzó a pensar febrilmente. Podía haber salido
por la puerta lateral sin que le vieran; pero, entonces, la puerta habría
quedado abierta. Y esto, relacionado con su anterior visita aquella noche,
sería una pista sobre el modo en que abrió la puerta No, aquello no servía;
decididamente no. Veía claramente que en cualquier caso recaerían sobre él
las sospechas de asesino, dada su siniestra relación con la dama y su nutrida
carrera. Móvil, lugar, oportunidad, hora, medios, conducta y su propia
ficha: todo estaba en contra de él. O borraba sus huellas o acababa su
carrera de Lotario. ¡Terrible dilema! Naturalmente, comprendió que si
conseguía salir dejando aquella puerta cerrada por dentro, estaba
relativamente a salvo. Nadie podría explicarse entonces cómo había entrado
y salido. Aquello era su única coartada posible, negativa, por supuesto; pero
con un buen abogado, seguramente saldría bien librado. No cabe duda de
que debió buscar otros medios de escapar, pero en cada uno de ellos
tropezaba con obstáculos insuperables. La puerta lateral era su única
esperanza. ¿Cómo hacerlo?
Vance se levantó y bostezó.
—Ésta es mi preciada teoría. Skeel estaba cogido en una trampa, y su
cerebro astuto y sagaz estuvo elucubrando cómo salir del apartamento.
Debió estar horas paseando arriba y abajo de aquellas habitaciones hasta
que concibió el plan; y no es de extrañar que en algún momento apelara a la
Deidad: «Oh, Dios mío». Pues, en lo que a las pinzas se refiere, me inclino
a creer que dicho artilugio se le ocurrió enseguida. ¿Sabe usted, sargento?,
esa forma de cerrar la puerta por dentro es un viejo truco. Hay varios casos
documentados en la literatura criminal europea. Por ejemplo, el profesor
Hans Gross en su manual de criminología dedica todo un capítulo a los
instrumentos que usan los ladrones en sus ilegales entradas y salidas.
[59] Pero todos esos instrumentos se refieren a cerraduras, no a cerrojos. El
principio, naturalmente, es el mismo, pero la técnica es distinta. Para abrir
una cerradura por dentro se introduce por el ojo de la llave una aguja o un
alfiler largo y resistente y se tira de él con un bramante. Pero en la puerta
lateral de esta casa no hay cerradura ni llave ni siquiera ojo de cerradura en
el tirador del pestillo. Pero el habilidoso Skeel, mientras se paseaba
nervioso, buscando algo que le diera una idea, descubrió probablemente las
pinzas en la coqueta, hoy día no hay dama que no use esas pequeñas pinzas
de depilar, e inmediatamente vio el problema solucionado. No quedaba más
que probar. Sin embargo, antes de marchar acabó de abrir con el escoplo el
joyero que el otro había dejado simplemente abollado y encontró el anillo
con el solitario que después intentaría empeñar. Luego creyó que borraba
todas las huellas dactilares, pero se olvidó de limpiar las del tirador interno
del armario y tampoco se percató de la impresión de la mano sobre la mesa.
Después de eso salió cautelosamente y cerró la puerta igual que he hecho
yo, luego se guardó las pinzas en el bolsillo del chaleco
despreocupadamente.
Heath asintió con la cabeza a guisa de oráculo.
—Un rufián, por listo que sea, siempre se descuida en algo.
—¿Por qué elegir a los rufianes para su crítica, sargento? ¿Conoce a
alguien de este imperfecto mundo que no se descuide alguna vez en algo?
—dijo Vance en tono displicente, dirigiendo a Heath una sonrisa de
suficiencia—. Incluso la policía descuida unas pinzas, ¿sabe?
Heath lanzó un gruñido. Se le había apagado el habano y se dedicó a
encenderlo pausada y concienzudamente.
—¿Qué piensa usted, mister Markham?
Markham por todo comentario dijo:
—La situación no parece aclararse gran cosa.
—Mi teoría no es exactamente una iluminación cegadora —dijo Vance
—. Pero no diría yo que deja los hechos en la inescrutable oscuridad. Hay
ciertas inferencias a deducir de mis divagaciones. A saber: Skeel o conocía
o reconoció al asesino, ya que en cuanto logró salir del apartamento y
recuperó un módico grado de confianza, no dudó en chantajear a su
criminal colega Su muerte no fue sino otra manifestación de la tendencia de
nuestro inconnu a desembarazarse de las personas que le estorban. Además,
mi teoría incluye el joyero forzado, las huellas dactilares, el armario intacto,
el hallazgo de las joyas en el cubo de basura: realmente la persona que las
cogió no las quería, y el silencio de Skeel también explica la apertura y
cierre de la puerta lateral.
—Sí —dijo Markham con un suspiro—. Parece aclararse todo menos
el detalle primordial: la identidad del asesino.
—Exactamente —dijo Vance—. Vamos a almorzar.
Heath, aturdido y confuso, se dirigió al cuartel general de la policía;
Markham, Vance y yo fuimos en coche hasta Delmonico’s, en donde nos
decidimos por el comedor principal en vez de la parrilla.
—El caso ahora parece centrarse en Cleaver y en Mannix —dijo
Markham cuando terminamos de comer—. Si tu teoría de que el mismo
hombre mató a Skeel ya la Canario es correcta, Lindquist queda
descartado, ya que no hay duda de que estaba en el hospital Episcopal el
sábado por la noche.
—Claro —asintió Vance—. El doctor queda incuestionablemente
eliminado... Sí, Cleaver y Mannix, son los gemelos fantásticos. De ahí no
pasamos —frunció el ceño y dio un sorbo al café—. Mi cuarteto original
mengua, y no me gusta. Reduce demasiado las cosas; no hay objetivo
mental en sólo dos posibilidades. ¿Y si logramos descartar a Cleaver y a
Mannix? Dónde estaríamos, ¿eh? En ningún sitio; así de sencillo. Y, no
obstante, hay un culpable en el cuarteto. Aferrémonos a ese triste consuelo.
No puede ser Spotswoode y no puede ser Lindquist. Nos quedan Cleaver y
Mannix: dos de las cuatro hojas, dos. Pura aritmética. La única pega es que
es un caso muy sencillo. ¡Oh, no, Señor! Vamos a ver, ¿cómo se despejaría
la ecuación si recurrimos al álgebra, la trigonometría esférica o el cálculo
diferencial? Situémosla en la cuarta dimensión, o en la quinta, o en la sexta,
—dijo llevándose las manos a las sienes—. Oh, Markham, prométeme,
prométeme que me buscarás un loquero benévolo que me cuide.
—Comprendo lo que te pasa. Yo he sufrido la misma confusión mental
toda la semana.
—Es la idea del cuarteto lo que me vuelve loco —gimió Vance—. Me
parte el corazón que mi tétrada se deshaga de manera tan brutal. Había
puesto toda mi alma en ese cuarteto, y ahora es sólo un par. Mi sentido del
orden y la proporción ha sufrido un descalabro... Quiero mi cuarteto.
—Mucho me temo que tendrás que contentarte con una pareja —dijo
Markham hastiado—. Uno no reúne los requisitos, el otro está en el
hospital; puedes mandarle flores
[60]si eso te consuela.
—Uno en el hospital, en el hospital —repitió Vance—. ¡Bien, claro
que sí! Y cuatro menos uno, son tres. Más aritmética. ¡Tres...! Por otra parte
no existe la línea recta. Todas son curvas; representan círculos en el espacio.
Parecen rectas, pero no lo son. Pura apariencia, ¡qué decepción! Cultivemos
el silencio y que la vista tome el puesto de la imaginación.
Contempló a través de los ventanales la Quinta Avenida y permaneció
unos instantes fumando pensativo. Luego volvió a tomar la palabra en un
tono pausado, deliberado.
—Markham, ¿te sería difícil invitar a Mannix, Cleaver y Spotswoode a
pasar una velada, digamos esta noche, en tu apartamento?
Markham hizo un ruido involuntario al dejar la taza sobre el platillo y
miré atentamente a Vance.
—¿Qué nueva payasada es ésta?
—¡Qué lenguaje! Contesta a mi pregunta.
—Bien, por supuesto, puedo arreglarlo —replicó Markham titubeante
—. Actualmente están relativamente bajo mi jurisdicción.
—Luego una invitación así estaría en consonancia con las
circunstancias, ¿no? Y no se iban a negar, ¿verdad?
—No, no creo...
—Y si cuando estemos reunidos, propones unas manos de póquer,
probablemente aceptarían sin pensar que es una sugerencia rara...
—Probablemente —dijo Markham estupefacto por la extraña demanda
de Vance—, Cleaver y Spotswoode, estoy seguro de que aceptan; y Mannix
conoce el juego. Pero ¿por qué al póquer? ¿Hablas en serio, o es que tu
demencia incipiente ya te ha afectado?
—Hablo muy en serio —el tono de Vance no dejaba lugar a dudas—.
El juego del póquer es la clave de la cuestión, ¿comprendes? Sé que
Cleaver es un jugador acérrimo, y Spotswoode, naturalmente, jugó con el
juez Redfern el lunes por la noche. Eso es el punto de partida de mi plan. Se
supone que Mannix también juega.
Se inclinó hacia delante y prosiguió con toda seriedad.
—El juego del póquer, Markham, es pura psicología; si uno entiende el
juego, puede aprender más sobre el carácter de un individuo en una partida
que durante todo un año de relación social con dicha persona. Una vez te
reíste cuando te dije que podía llevarte hasta el autor de un delito,
examinando las circunstancias del propio delito. Pero, lógicamente, debo
conocer al individuo hacia el que voy a guiarte, si no, no puedo relacionar
los indicios psicológicos del delito con la naturaleza del culpable. En el
caso que nos ocupa, sé la clase de individuo que cometió el crimen, pero no
conozco suficientemente a los sospechosos para señalarte el culpable. Sin
embargo, tras la partida de póquer espero poder decirte quién planeó y
realizó el asesinato de la Canario.
[61]
Markham se le quedó mirando sin salir de su asombro. Sabía que
Vance era muy hábil jugando al póquer y que dominaba magistralmente los
factores psicológicos que rigen el juego, pero no esperaba la afirmación de
que fuera capaz de aclarar el asesinato de Odell con el juego. Pero Vance se
había expresado con tal vehemencia que Markham estaba impresionado. Yo
sabía lo que pensaba tan bien como si lo hubiera expresado: estaba
rememorando cómo Vance, en un anterior caso de homicidio, había
señalando certeramente con el dedo al culpable mediante un proceso similar
de deducción psicológica; y también se decía que, por incomprensible y
extravagante que fuera la petición de Vance, había en el fondo una verdad
fundamental.
—¡Maldita sea! —dijo finalmente—. El esquema parece una
estupidez... Pero si verdaderamente quieres una partida de póquer con esos
caballeros, no tengo ningún inconveniente. No te llevará a ninguna parte; te
lo digo de antemano. Es una tontería morrocotuda pensar que vas a
descubrir al culpable de ese modo.
—Bueno —dijo Vance con un suspiro—, un entretenimiento trivial no
hace mal a nadie.
—Pero ¿por qué incluyes a Spotswoode?
—Si te digo la verdad, no tengo la menor idea... salvo, naturalmente,
que forma parte del cuarteto. Y necesitamos una mano extra.
—Bueno, pero luego no me digas que tengo que encerrarle por
homicidio. Por ahí no paso. Por raro que se le antoje a tu mente profana, no
voy a encausar a una persona, sabiendo que es físicamente imposible que
haya cometido el crimen.
—En cuanto a eso —rebatió Vance—, los únicos obstáculos que se
alzan como imposibilidades físicas son los hechos materiales. Y los hechos
materiales son notablemente decepcionantes. Verdaderamente a tus
abogados les irían mejor las cosas si prescindieran de ellos.
Markham ni se dignó replicar a semejante herejía, pero lanzó a Vance
una mirada sumamente expresiva.
Una partida de póquer

Lunes, 17 de septiembre, 9 de la noche

Después del almuerzo Vance y yo regresamos a casa y hacia las cuatro


Markham telefoneó para comunicarnos que había arreglado lo de la velada
con Spotswoode, Mannix y Cleaver. Inmediatamente después de esta
confirmación Vance salió de casa y no volvió hasta casi las ocho. Aunque
me embargaba la curiosidad por el extraño procedimiento no quiso darme
ninguna explicación. Cuando a las nueve menos cuarto bajamos a la calle a
esperar que llegara el chófer, en la parte trasera del coche había un
desconocido a quien automáticamente relacioné con la misteriosa salida de
Vance.
—He pedido a mister Allen que nos acompañe en nuestra velada —
explicó Vance al presentarnos—. Tú no juegas al póquer y necesitábamos
otro jugador para que la partida sea interesante, ¿sabes? Por cierto, mister
Allen es un antiguo adversario mío.
El hecho de que Vance, aparentemente sin permiso, trajera a alguien no
invitado al apartamento de Markham me sorprendió, aunque no tanto como
el aspecto del individuo.
Era más bien bajo, de facciones angulosas y vivaces y el pelo que le
asomaba por debajo del sombrero inclinado con donaire era negro y fino
como el pelo pintado de las muñecas japonesas. También advertí que
llevaba una vistosa corbata con dibujo de diminutos nomeolvides blancos y
que adornaba la pechera de la camisa con botones y diamantes.
El contraste entre su atuendo y la impecable y meticulosa elegancia de
Vance saltaba a ojos vista. Pensé cuál podía ser la relación entre ambos;
naturalmente ni social ni intelectual.
Cleaver y Mannix ya habían llegado cuando el criado nos introdujo en
el salón de Markham; minutos más tarde entraba Spotswoode. Finalmente
ante la chimenea, fumando y degustando un excelente whisky con hielo,
Markham, naturalmente, había acogido cordialmente al extraño mister
Allen, pero por ciertas miradas que lanzaba de vez en cuando en su
dirección, comprendí que no acababa de entender la relación entre aquel
individuo y Vance.
Una atmósfera de tensión planeaba sobre la falsa y afectada afabilidad
de la reunión. No era precisamente una situación espontánea. Tres hombres,
cada uno de los cuales sabía de los otros que se habían interesado por la
misma mujer, y el hecho de que estuvieran reunidos era precisamente que
esa mujer había sido asesinada. Sin embargo, Markham llevó la situación
con sumo tacto y logró bastante bien imbuirles la idea de que eran unos
simples espectadores reunidos para tratar un problema abstracto. Explicó al
principio que había convocado aquella «conferencia» debido al poco éxito
en establecer un enfoque adecuado al problema del asesinato. Dijo que
esperaba encontrar alguna pista que le permitiera establecer una orientación
adecuada de las pesquisas por medio de aquella conversación informal
totalmente exenta de carácter oficial y coercitivo. Expuso la cuestión con tal
amistosa persuasión que cuando acabó de hablar la tensión general había
disminuido notablemente. Durante la discusión que siguió llamó mi
atención la actitud tan distinta de los interesados. Cleaver hablaba
amargamente de su vinculación al asunto y se mostraba más autocensurable
que locuaz. Mannix hacía gala de frivolidad y pretenciosa candidez, pero
sus comentarios dejaban traslucir una tirantez cautelosa y sentida.
Spotswoode, a diferencia de Mannix, parecía poco inclinado a discutir el
asunto y mantenía una postura bastante reticente. Respondía cortésmente a
las preguntas de Markham, pero sin conseguir ocultar del todo su
resentimiento porque el tema se tratara en una conversación como aquélla.
Vance poco tenía que decir y se limitó a hacer algunos comentarios
esporádicos siempre dirigidos a Markham. Allen no abrió la boca y
permaneció sentado mirando a los demás con aire divertido y taimado.
Me pareció una conversación absolutamente inútil. Para mí era
evidente que si Markham había esperado obtener alguna información, iba a
quedar francamente decepcionado. Sin embargo, comprendí que realmente
trataba de justificarse por haber aceptado aquella extraña iniciativa y
preparar la introducción a la partida de póquer pedida por Vance. De este
modo cuando llegó el momento de abordar el tema no hubo dificultad
alguna en hacerlo.
Eran exactamente las diez cuando lo sugirió. Lo dijo en un tono
amable y serio, pero planteando la invitación como un ruego personal
prácticamente impedía que nadie se negara. Pero me pareció que su
estrategia oral sobraba. Tanto Cleaver como Spotswoode parecieron aceptar
de buen grado la oportunidad de dejar una conversación desagradable para
jugar a las cartas, y Vance y Allen, naturalmente, aceptaron encantados.
Sólo Mannix rechazó la invitación, pretextando que apenas conocía el juego
y que no le gustaba aunque dijo que le entusiasmaba mirar cómo los demás
jugaban. Vance le instigó inútilmente para que se animara Finalmente
Markham ordenó al criado que preparara una mesa para cinco. Advertí
cómo Vance esperó hasta que Allen eligió sitio para entonces sentarse a la
derecha de él. Cleaver se sentó a la izquierda de Allen. Spotswoode tomó
asiento a la derecha de Vance y Markham a continuación. Mannix colocó su
silla entre Markham y Cleaver. De este modo Cleaver comenzó
proponiendo un límite de apuesta bastante moderado, pero inmediatamente
Spotswoode sugirió cantidades más altas. Vance las aumentó aún más y
todos aceptaron la cifra. Los valores de las fichas me impresionaron y hasta
Mannix lanzó un modesto silbido.

Que los cinco sentados en aquella mesa eran excelentes jugadores se


vio antes de que hubieran transcurrido diez minutos, y por primera vez en la
velada el amigo de Vance parecía estar en su ambiente, perfectamente
adaptado.
Allen ganó las dos primeras manos y Vance la tercera y la cuarta.
Luego Spotswoode tuvo una racha de buena suerte y algo después
Markham se llevó una buena suma, con lo que prácticamente se situó en
cabeza. Cleaver era el único que iba perdiendo, pero al cabo de media hora
logró recuperar gran parte de lo que había perdido. A continuación, Vance
fue ganando poco a poco hasta que la racha pasó a Allen. Luego, durante
cierto tiempo, la suerte del juego estuvo equitativamente distribuida. Pero
más tarde, Cleaver y Spotswoode empezaron a perder en serio. A las doce y
media una atmósfera tensa planeaba sobre la partida; las apuestas eran tan
fuertes y tan rápidas, que incluso para personas pudientes —como sin duda
lo eran todos los jugadores— las cantidades que continuamente cambiaban
de mano eran muy importantes. Antes de la una, cuando la fiebre del juego
había alcanzado un punto crucial, vi cómo Vance lanzaba una rápida mirada
a Allen y se pasaba el pañuelo por la frente. A un extraño le hubiera
parecido un gesto totalmente natural, pero yo, que conocía tan bien los
modales de Vance, enseguida comprendí que era un artificio.
Inmediatamente advertí que era Allen quien barajaba las cartas para repartir.
Debió entrarle humo del puro en los ojos, porque parpadeó y una carta cayó
al suelo. Rápidamente la recogió, volvió a barajarlas y puso el montón
delante de Vance para que cortara.
Era una mano fuerte y en la mesa había una fortuna en fichas. Cleaver,
Markham y Spotswoode pasaron. Le tocaba hablar a Vance y abrió con una
cantidad exageradamente alta; inmediatamente Allen pasó, pero Cleaver
aceptó y pidió una carta, y Vance, que había abierto, pidió dos. Vance hizo
una apuesta formularia y Cleaver la aumentó sustancialmente. Vance a su
vez volvió a subirla ligeramente, y Cleaver la aumentó todavía más, esta
vez una cantidad superior a la primera vez. Vance dudaba, pero dijo que
veía el juego. Cleaver enseñó triunfante sus cartas.
—Escalera en jota —exclamó—. ¿La supera?
—No con un servicio de dos cartas —dijo Vance compungido; y
mostró sus cartas: tenía cuatro reyes.
Una media hora después Vance volvió a sacar el pañuelo y a pasárselo
por la frente. Igual que antes, advertí que repartía y que en la mesa había
una cantidad de fichas que se habían acumulado de dos manos en que nadie
fue. Allen hizo una pausa para dar un sorbo a su whisky y encender el puro,
y luego, después de cortar Vance, comenzó a repartir las cartas.
Cleaver, Markham y Spotswoode pasaron, y otra vez habló Vance por
todo lo que había en la mesa. Todos tiraron las cartas menos Spotswoode;
esta vez era un cara a cara con Vance. Spotswoode pidió una carta y Vance
se dio por servido. Luego hubo un momento de silencio casi absoluto. El
ambiente parecía estar cargado de electricidad, y creo que también los
demás lo sentían, pues observaban la partida con inusitada atención. Vance
y Spotswoode, sin embargo, parecían de piedra y conservaban una calma
absoluta. Yo les observaba atentamente sin lograr detectar el más mínimo
signo de emoción en sus rostros.
Le tocaba hablar a Vance. Empujó silenciosamente hacia el centro de
la mesa un montón de fichas amarillas, sin duda era la apuesta más alta que
se hacía en la noche. Pero inmediatamente Spotswoode colocó al lado otro
montón; luego contó desafiante y frío el resto de sus fichas y las empujó
todas con la palma de la mano hacia el centro, diciendo:
—El resto.
Vance se encogió imperceptiblemente de hombros.
—La apuesta es suya, caballero —dijo sonriente a Spotswoode y
enseñó sus cartas: ¡tenía cuatro ases!
—¡Dios! ¡Un póquer! —exclamó Allen sofocado.
—¿Póquer? —repitió Markham—. ¿Enseñas cuatro ases con todo ese
dinero en la mesa?
También Cleaver farfulló algo ininteligible y Mannix frunció los labios
con disgusto.
—No quisiera ofenderle, ¿sabe?, mister Vance —dijo—. Pero
considerando el juego desde una perspectiva estrictamente utilitaria,
abandona usted demasiado aprisa.
Spotswoode alzó la vista.
—Caballeros, confunden ustedes a mister Vance —dijo—. Ha jugado
perfectamente. Es científicamente correcto que se retire, incluso con cuatro
ases.
—Claro que sí —asintió Allen—. ¡Dios! ¡Vaya mano!
Spotswoode asintió con la cabeza, y dirigiéndose a Vance, dijo:
—Como muy probablemente la jugada no se repetirá nunca, lo menos
que puedo hacer para demostrar cuánto aprecio su admirable perspicacia es
satisfacer su curiosidad. Yo no tenía nada.
Spotswoode enseñó su juego con los dedos elegantemente extendidos
hacia las cartas descubiertas. Eran un cinco, un seis, un siete y un ocho de
trébol, y una jota de corazones.
—No puedo decir que sigo su razonamiento, mister Spotswoode —
confesó Markham—. Mister Vance le tenía derrotado... y abandonó.
—Considere usted la situación —replicó Spotswoode, con voz
tranquila y uniforme—. Yo podía, ciertamente, abrir por todo lo que había
en la mesa, y habría podido hacerlo después de que mister Cleaver y usted
pasaron. Pero como seguí después de que mister Vance abrió con tan alta
suma, era de suponer que yo tenía que tener o cuatro cartas para la escalera
real, o cuatro para la de color, o cuatro para la escalera simple. No creo
pecar de inmodesto si digo que soy un jugador lo bastante bueno como para
haber pasado de no haber sido así...
—Y yo te aseguro, Markham —interrumpió Vance—, que mister
Spotswoode es un jugador tan bueno que no habría seguido sin tener,
efectivamente, cuatro cartas para escalera. Es la única mano que podía
justificar la decisión de quedarse, con dos a uno en contra. Mira, yo abrí por
el total de lo que había en la mesa, y mister Spotswoode habría tenido que
apostar por lo menos la mitad para seguir... en una apuesta de dos contra
una. Ahora bien: eso es muy poco, y cualquier jugador a quien no le
correspondiese abrir habría pasado, salvo que tuviese cuatro cartas para
escalera, único juego que hubiera justificado el riesgo de seguir. En tal
situación, y pidiendo una sola carta, mister Spotswoode tenía dos
posibilidades sobre cuarenta y siete de formar escalera real, nueve sobre
cuarenta y siete para escalera de color, y ocho sobre cuarenta y siete para
escalera simple; es decir, diecinueve sobre cuarenta y siete, o sea, algo más
de una sobre tres, de fortalecer la mano que ya tenía, formando escalera
real, color o simple.
—Exactamente —asintió Spotswoode—. Por otra parte, después de
pedir yo mi carta el único interrogante que se le planteaba a mister Vance
era el de saber si había formado yo, o no, escalera real. Si no, o si sólo había
conseguido color o escalera simple, yo no habría visto su alta apuesta ni
alzado la mía hasta cubrir el resto: esto es lo que mister Vance debió de
figurarse, y correctamente por cierto. Lo contrario habría sido póquer
irracional, y sólo un jugador entre mil correría semejante riesgo con sólo un
farol. Por lo tanto, si mister Vance no hubiera retirado sus cuatro ases
cuando yo subí mi apuesta, habría sido temerario en demasía. Pasa que yo,
efectivamente, jugaba sobre un farol; pero esto no altera el hecho de que lo
correcto y lo lógico para mister Vance era abandonar.
—Eso es —concordó Vance—. Como dice mister Spotswoode, ni un
jugador entre mil habría echado el resto sin tener escalera real, sabiendo que
yo estaba servido. Sí, señor, puede decirse que mister Spotswoode ha
añadido un grado a las sutilezas psicológicas del juego, ya que como ven
ustedes, analizó mi razonamiento y llevó el suyo propio un paso más allá.
Spotswoode aceptó el cumplido con una leve inclinación. Cleaver
cogió las cartas y empezó a barajarlas. Pero la tensión había cedido y no se
reanudó la partida.
Sin embargo, se hubiera dicho que algo le sucedía a Vance. Durante un
buen rato no se movió de su asiento, pensativo, mirando absorto el
cigarrillo y dando algún sorbo que otro a su whisky. Finalmente se puso en
pie, fue hacia la chimenea y se puso a examinar una acuarela de Cézanne
que él había regalado a Markham años atrás. Todo traducía su confusión
interna.
Luego, al producirse una pausa en la conversación, se volvió decidido
hacia Mannix.
—Oiga, mister Mannix —dijo con tono displicente—, ¿cómo es que
nunca le ha gustado el póquer? Todos los hombres de negocios son
jugadores por naturaleza.
—Oh, sí, es cierto —respondió Mannix con intencionada deliberación
—. Pero el póquer... bueno, no es lo que yo entiendo por jugar;
decididamente no. Es demasiado intelectual. Y para mí es muy lento, no
tiene garra, no se si me entiende... A mí me gusta la rapidez de la ruleta.
Cuando estuve en Montecarlo, el verano pasado, solté más dinero en diez
minutos que ustedes aquí en toda la noche. Pero era dinero en movimiento.
—Ya entiendo; no le gustan las cartas.
—No para jugar con ellas —prosiguió Mannix locuaz—. No me
importa apostar al corte de una carta, por ejemplo. Pero no a dos entre tres,
¿entiende? Quiero rapidez en el placer —dijo chasqueando los dedos varias
veces para demostrar la rapidez con que deseaba gozar del placer.
Vance se dirigió decidido hacia la mesa y cogió descuidadamente una
baraja.
—¿Qué me dice de mil dólares al corte?
Mannix no lo pensó dos veces.
—¡De acuerdo!
Vance le entregó las cartas y Mannix las barajó; luego las puso en la
mesa y cortó. Las volvió y enseñó un diez. Vance cortó y sacó un rey.
—Le debo mil —dijo Mannix como si se hubiera tratado de diez
céntimos.
Vance no dijo nada y aguantó la mirada inquisitiva de Mannix.
—Le juego otra vez al corte. Esta vez dos mil, ¿vale?
Vance arqueó las cejas.
—¿Dobla? Estupendo —barajó las cartas y cortó un siete.
Mannix sacó en su corte un cinco.
—Bien, le debo tres mil —dijo. Sus ojillos se habían contraído
notablemente y apretaba el puro entre sus dientes.
—¡Qué!, ¿doblamos la apuesta? —dijo Vance—. ¿Cuatro mil?
Markham miraba asombrado a Vance y el rostro de Allen se nubló
consternado. Todos los presentes observaban atónitos la apuesta, ya que era
evidente que Vance le estaba dando una enorme ventaja a Mannix doblando
las apuestas. Al final perdería sin remedio. Creo que Markham habría
protestado si en aquel momento Mannix no hubiera cogido de un manotazo
las cartas, comenzando a barajarlas.
—¡Cuatro mil! —exclamó dejándolas sobre la mesa y cortando. Sacó
la dama de rombos—. ¡No ganará a esa dama ni mucho menos! —añadió
alborozado.
—Pues creo que no —musitó Vance cortando un tres.
—¿Quiere más? —preguntó Mannix con alegre agresividad.
—Me basta —contestó Vance aparentemente cansado—. Demasiado
excitante. Yo no tengo su fortaleza, créame.
Se dirigió al escritorio y rellenó un cheque para Mannix por mil
dólares; luego se volvió hacia Markham y extendió la mano.
—Buenas noches y todo eso... Y no te olvides: almorzamos juntos
mañana A la una en el club, ¿de acuerdo?
Markham dijo pensativo:
—Si nada lo impide...
—No creo —insistió Vance—. No sabes lo que te interesa verme.
Durante el camino a casa se mantuvo extrañamente callado y
pensativo. No pude arrancarle ninguna explicación, pero al darme las
buenas noches me dijo:
—Aún falta una pieza fundamental del rompecabezas, y hasta que la
encontremos el asunto no tendrá sentido.
El culpable

Martes, 18 de septiembre, 1 de la tarde

Vance se levantó tarde a la mañana siguiente y dedicó casi una hora


antes del almuerzo a examinar el catálogo de unas cerámicas que ponían a
subasta al día siguiente en las galerías Anderson. A la una en punto
entrábamos en el club Stuyvesant y nos reuníamos con Markham en la
parrilla.
—Tú invitas, amigo —dijo Vance—. Pero seré frugal. Sólo quiero una
loncha de bacon inglés, un café y un croissant.
Markham sonrió burlón.
—No me extraña que ahorres después de tu mala suerte anoche.
Vance arqueó las cejas.
—Más bien creo que mi suerte fue extraordinaria.
—Tuviste póquer dos veces y las dos perdiste.
—Sí, pero ¿sabes una cosa? —respondió Vance sibilino—, las dos
veces sabía exactamente las cartas que tenían mis adversarios.
Markham le miró sorprendido.
—Sí, sí —reiteré Vance—. Antes de la partida lo había organizado
para que se dieran esas dos manos —dijo sonriendo con afabilidad—. No
tengo palabras para expresar mi agradecimiento por tu delicadeza en no
mencionar a mi singular invitado que tan mal gusto tuve en introducir de
rondón en tu velada. Te debo explicaciones y disculpas. Mister Allen no es
lo que podríamos llamar un compañero encantador. Carece de la elegancia
de un patricio y su exhibición de joyería resultó algo vulgar aunque
decididamente prefiero sus botones de diamante a su corbata moteada. Pero
mister Allen tiene sus valores; sí que los tiene. Se codea con Andy Blakely,
Confield y Honest John Kelly a título de soldado de fortuna. En definitiva,
nuestro mister Allen no es otro que Doc Wiley Allen de impar memoria.
—¡Doc Allen! ¿El famoso hampón que llevaba el club Eldorado?
—El mismo. Y, por cierto, uno de los manipuladores de naipes más
hábiles de esa profesión tan mal vista, tan lucrativa antaño.
—¿Quieres decir que quien daba las cartas anoche es ese mismo
Allen?
Markham no cabía en sí de indignación.
—Sólo en las dos manos que has citado. Allen, si recuerdas bien,
repartió las dos veces. Yo, que expresamente me senté a su derecha, tuve
buen cuidado de cortar según sus instrucciones. Y debes admitir que no se
me puede reprochar mi engaño, ya que los únicos beneficiarios de la
manipulación fueron Cleaver y Spotswoode. Aunque en las dos manos
Allen me dio póquer, perdí una buena suma las dos veces.
Markham miró a Vance en silencio lleno de asombro y acto seguido
lanzó una carcajada.
—Así que anoche te sentías filántropo. Prácticamente regalaste a
Mannix mil dólares jugando a doblar al corte. Se me antoja quijotesco.
—Todo depende de cómo se mire, ¿sabes? A pesar de mis pérdidas
económicas, que, por cierto, tengo intención de cargar a tu presupuesto
oficial, la partida fue un éxito... Alcancé en ella el principal objetivo de la
agradable velada.
—¡Oh, ya recuerdo! —dijo Markham petulante como si por tratarse de
una cosa sin importancia, se le hubiera olvidado—. Creo que ibas a
descubrir quién asesinó a la Odell.
—¡Asombrosa memoria...! Sí, sugerí que tal vez fuera capaz de aclarar
el caso hoy.
—¿Y a quién tengo que detener?
Vance dio un sorbo al café y pausadamente encendió un cigarrillo.
—Estoy casi convencido de que no vas a creerme —respondió con una
voz natural y concluyente—. Pero fue Spotswoode quien mató a la
muchacha.
—¡No me digas! —exclamé Markham con palmaria ironía—. Así que
fue Spotswoode... Querido Vance, decididamente me dejas de una pieza.
Inmediatamente telefoneo a Heath para que limpie sus esposas; pero
desgraciadamente milagros tales como estrangular a personas desde el otro
extremo de la ciudad no están reconocidos como realidades en nuestros
días, deja que te invite a otro croissant, por favor.
Vance alzó las manos en gesto teatral de gran desesperación.
—Markham, para un hombre culto y civilizado hay algo francamente
primitivo en la forma en que te aferras a ilusiones ópticas. Mira, eres
exactamente como un niño que realmente cree que el mago saca un conejo
del sombrero sencillamente porque le ve hacerlo.
—Ahora te pones insultante.
—¡Claro! —asintió Vance burlón—. Pero hay que hacer algo drástico
para arrancarte de la fascinación de los hechos legales. ¡Qué poca
imaginación, querido amigo!
—Supongo que quisieras que cerrara los ojos y me imaginara a
Spotswoode sentado en el club Stuyvesant alargando sus brazos hasta la
calle 71. Pues me es imposible. Soy un individuo corriente. Me parece una
visión absurda, que me huele a sueño de hachís... Tú no tomarás cannabis
indica, ¿no?
—Puesto así, la idea parece algo sobrenatural. Sin embargo, certum est
quia impossibile est. Me gusta esta máxima, ¿sabes?, ya que en el caso
actual lo imposible es verdad. La culpabilidad de Spotswoode; no hay la
menor duda. Y sostengo firmemente esa alucinación aparente. Además, voy
a tratar de atraparte en sus redes; pues tu buen nombre, como absurdamente
se dice, está en juego. Resulta, Markham, que en este momento estás
ocultando al público al verdadero asesino.
Vance se había expresado con esa seguridad que descarta toda
discusión; y por la alteración en el rostro de Markham advertí que había
logrado impresionarle.
—Dime cómo llegaste a tu fantástico convencimiento en la
culpabilidad de Spotswoode.
Vance aplastó el cigarrillo y cruzó los brazos sobre la mesa.
—Empecemos con mi cuarteto de posibilidades: Mannix, Cleaver,
Lindquist y Spotswoode. Planteando el asunto, como yo hice, de que el
crimen había sido minuciosamente planeado, sabía que sólo alguien
desesperadamente preso en las redes de la dama pudo cometerlo. Y ninguno
fuera de los componentes del cuarteto podía estar tan atrapado, o lo
habríamos sabido. Por lo tanto, uno de los cuatro era culpable. Lindquist
quedó eliminado al enterarnos de que estaba en el hospital cuando
asesinaron a Skeel, pues está claro que los dos homicidios son obra de la
misma persona...
—Pero —interrumpió Markham— Spotswoode tenía una coartada
igualmente sólida la noche del asesinato de la Canario. ¿Por qué eliminar a
uno sí y a otro no?
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo contigo. Estar en cama en un
sitio determinado, rodeado de testigos desinteresados e incorruptibles, antes
y después de los hechos, es una cosa; pero estar realmente en el escenario,
como lo estuvo Spotswoode aquella noche, con una diferencia de pocos
minutos del asesinato de la dama, y luego estar quince minutos solo en un
taxi tras los hechos, es otra cosa. Nadie, que sepamos, vio a la mujer viva
después de marcharse Spotswoode.
—Pero es incontestable la prueba de que estaba viva al hablar con él.
—Admitido. Admito que una muerta no grita pidiendo auxilio y luego
habla con su asesino.
—Ya veo —dijo Markham sarcástico—. Crees que fue Skeel imitando
su voz.
—¡Por Dios, no! ¡Qué falso criterio! Skeel no quería que nadie supiera
que estaba allí. ¿Por qué iba a montar un número tan estúpido? Eso no es la
explicación. Cuando encontremos la respuesta será racional y sencilla.
—Es alentador —dijo Markham sonriendo—. Pero sigue con tus
razonamientos sobre la culpabilidad de Spotswoode.
—Tres de mi cuarteto eran posibles asesinos —prosiguió Vance—. En
consecuencia, pedí una velada de distensión social para ponerlos bajo el
microscopio psicológico. Aunque por los antecedentes se evidenciaba la
culpabilidad de Spotswoode, confieso que pensé que Cleaver o Mannix
habían cometido el crimen, ya que, por sus propias declaraciones cualquiera
de ellos podía haberlo cometido sin contradicción con las circunstancias
comprobadas. Por lo tanto, al declinar Mannix tu invitación para jugar al
póquer anoche, sometí a Cleaver al primer test. Hice una seña a mister
Allen y él procedió inmediatamente a sus manipulaciones de
prestidigitador.
Vance hizo una pausa y alzó la vista.
—Supongo que recuerdas las circunstancias. Había una apuesta. Allen
dio a Cleaver cuatro cartas para escalera real, y a mí tres reyes. Las otras
manos fueron tan malas, que los demás abandonaron. Yo abrí y Cleaver
aceptó. Al descarte Allen me dio otro rey y a Cleaver la carta que le faltaba
para completar la escalera real. Envité dos veces una pequeña cantidad y las
dos veces Cleaver subió. Finalmente pedí ver su juego, y, naturalmente,
ganó. No podía evitar ganarme, ¿comprendes? Apostaba sobre seguro.
Como yo abrí juego y pedí dos cartas, lo más que posiblemente podía tener
era póquer. Cleaver lo sabía, y, con una escalera real, sabía también, antes
de que yo subiera, que me tenía vencido. Enseguida comprendí que Cleaver
no era el hombre que yo buscaba.
—¿Por qué?
—Un jugador de póquer, Markham, que gana sobre seguro es alguien
que carece de la autoconfianza egocéntrica del jugador realmente sutil y de
gran capacidad. No es un hombre osado y que se arriesga, ya no posee, en
cierto grado, lo que en psicoanálisis se denomina complejo de inferioridad,
y, por ello, instintivamente se aferra a cualquier posible oportunidad, para
protegerse y mejorar. En breves palabras: no es el jugador auténtico, puro.
Y el hombre que mató a la Odell era un gran jugador capaz de apostar todo
a un solo giro de ruleta, ya que al matarla, eso es precisamente lo que hizo.
Y sólo un jugador cuya suprema autoconfianza le hiciera despreciar, por
puro egocentrismo, apostar sobre seguro, podía haber cometido ese crimen.
Por lo tanto Cleaver quedó eliminado como sospechoso.
Markham empezaba a escuchar con sumo interés.
—El test a que sometí a Spotswoode poco después —prosiguió Vance
— en principio iba destinado a Mannix, pero éste no quiso unirse a la
partida. Pero no importaba, ya que si hubiera eliminado a Cleaver y a
Spotswoode, Mannix habría sido indefectiblemente el culpable.
Naturalmente, habría planeado algo para corroborar el hecho, pero tal como
sucedieron las cosas, no fue necesario... El test que apliqué en el caso de
Spotswoode quedó perfectamente explicado por el propio caballero. Como
bien dijo, ni un jugador entre mil habría ido al resto contra un juego servido
sin tener nada. Era fantástico, ¡soberbio! Fue probablemente el mayor bluff
que se ha hecho nunca en una partida No pude por menos de mostrar mi
admiración cuando empujó impasible hacia el centro de la mesa todas sus
fichas, sabiendo, como sabía, que no llevaba nada Se jugó el todo por el
todo, ¿comprendes?, totalmente convencido de que podía seguir paso a paso
mi razonamiento y en último extremo ser más listo. Para eso hace falta
valor y osadía. Y también un cierto grado de autoconfianza, por el que
nunca se habría permitido apostar sobre seguro. Los principios psicológicos
de aquella mano eran idénticos a los del crimen de la Odell. Amenacé a
Spotswoode con triunfos en la mano, juego servido, igual que la muchacha,
sin duda, debió amenazarle; y en lugar de ceder, en vez de pedir ver mi
juego o abandonar, me superó, recurrió al golpe supremo, aun a riesgo de
perderlo todo... ¡Por Dios, Markham! ¿No ves el carácter de ese hombre
reflejado en ese gesto sorprendente que encaja perfectamente con la
psicología del crimen?
Markham guardó silencio un instante mientras parecía considerar la
cuestión.
—Pero a ti mismo, Vance, antes no te lo parecía —dijo al cabo de un
rato—. En realidad te parecía dudoso; estabas preocupado.
—Cierto, querido amigo. Claro que estaba preocupado. La prueba
psicológica de la culpabilidad de Spotswoode me vino tan de repente... No
la estaba buscando, ¿sabes? Y tras eliminar a Cleaver tenía parti pris
[62],por así decirlo, contra Mannix, ya que toda la evidencia material en
favor de la inocencia de Spotswoode, es decir, la imposibilidad física de que
hubiera estrangulado a la dama, me había impresionado, lo admito. No soy
perfecto, ¿sabes? Al ser un pobre ser humano, soy susceptible al torpe
magnetismo animal respecto a los hechos y las apariencias que vosotros los
abogados siempre vais esparciendo sobre el mundo como un efluvio
asfixiante. E incluso cuando descubrí que el carácter psicológico de
Spotswoode encajaba perfectamente con los factores del crimen, aún tenía
mis dudas respecto a Mannix. Era perfectamente posible que hubiera jugado
aquella mano del mismo modo que Spotswoode. Por eso después de la
partida le ataqué con el tema del juego para comprobar sus reacciones.
—Y se jugó todo a una vuelta de ruleta como tú has dicho.
—¡Ah! Pero no igual que Spotswoode. Mannix es un jugador
cauteloso y tímido en comparación con Spotswoode. Para empezar tenía
una posibilidad y una jugada equiparable mientras que Spotswoode no tenía
ninguna posibilidad: no llevaba juego. Y sin embargo Spotswoode pujó
hasta el límite por puro cálculo mental. Por el contrario, Mannix se lo
jugaba a cara o cruz con mitad de posibilidades de ganar. Además, en ello
no entraba cálculo alguno, no había planteamiento, concepción, osadía. Y
como te he dicho desde el principio, el asesinato de la Odell fue
premeditado y minuciosamente ejecutado, calculándose con astucia y gran
osadía... ¿Qué auténtico jugador pide a su adversario que doble la apuesta a
la segunda tirada de la moneda y luego acepta volver a doblarla en la
tercera tirada? Sometí deliberadamente a prueba a Mannix de aquel modo
para excluir cualquier posibilidad de error. Así, no sólo le descartaba, sino
que le borraba, le anulaba definitivamente. Me costó mil dólares, pero mi
mente quedó limpia de toda duda. A partir de ese momento supe, a pesar de
todos los indicios materiales adversos, que Spotswoode había eliminado a la
dama.
—Tu hipótesis es teóricamente plausible, pero mucho me temo, que en
la práctica no la pueda aceptar.
Markham estaba más impresionado de lo que quería aparentar y al
cabo de un momento explotó.
—¡Maldita sea! Tu conclusión destruye todos los parámetros de
racionalidad y credibilidad. Considera los hechos —ahora entraba en la fase
de razonamiento de su duda—. Dices que Spotswoode es culpable. Y, sin
embargo, sabemos, por irrefutable evidencia, que cinco minutos después de
que él salió del apartamento la chica gritó y pidió auxilio. Él estaba junto a
la centralita, con Jessup, se dirigió hacia la puerta del apartamento y
sostuvo una breve conversación con ella. Ella entonces estaba viva. Luego
salió por la puerta principal, cogió un taxi y se marchó. Quince minutos
después se reunía con el juez Redfern al bajarse del taxi enfrente del club,
aquí, ¡casi a cuarenta manzanas de distancia de la casa! Imposible que
hiciera el trayecto en menos tiempo. Spotswoode no tuvo ni ocasión ni
tiempo para cometer el crimen entre once y media y doce menos diez, que
es la hora en que le vio el juez Redfern. Y recuerda que estuvo jugando al
póquer aquí en el club hasta las tres de la madrugada, horas después de
cometerse el crimen.
Markham negó taxativamente con la cabeza.
—Vance, no hay forma humana de eludir los hechos. Están claramente
demostrados y desmienten la culpabilidad de Spotswoode de modo tan
eficaz y terminante como si hubiera estado en el Polo Norte aquella noche.
Vance permaneció imperturbable.
—Admito lo que dices —respondió—. Pero, como he dicho antes,
cuando los hechos materiales entran en colisión con los hechos
psicológicos, los hechos materiales salen mal parados. En este caso puede
que no estén realmente equivocados, pero son decepcionantes.
—¡Muy bien, magnus Apolo! —la situación excedía a los nervios
exacerbados de Markham—. Demuéstrame cómo Spotswoode pudo
estrangular a la chica y saquear el apartamento y mandaré a Heath que lo
detenga.
—¡Te juro que no puedo! —exclamé Vance—. No soy omnisciente.
Pero ¡qué diablos!, creo que ya he hecho bastante con señalar al culpable.
Nunca me comprometí a explicar su técnica, ¿sabes?
—¡Ah! O sea que tu presuntuosa perspicacia sólo llega hasta ahí...
¡Bien, bien! Ahora mismo yo soy profesor de las miríficas ciencias
mentales y afirmo solemnemente que el doctor X asesinó a la Odell. Para
mayor seguridad, X ha muerto, pero eso no entorpece mis novísimos
métodos de deducción psicológica. El carácter de X coincide perfectamente
con todos los indicios esotéricos y herméticos del crimen. Mañana pido un
permiso de exhumación.
Vance le miró sardónico meneando la cabeza y lanzó un suspiro.
—Veo que el reconocimiento de mi genio sin par está abocado a la
posteridad. Omnia post obitum fingit mejora vetustas.
[63] Entretanto sufriré los dicterios y mofas de la plebe con espíritu
inquebrantable: «Mi cabeza sangra, pero no me inclino».
Miró el reloj y de repente pareció que se abstraía en otras
preocupaciones.
—Markham —dijo al cabo de unos minutos—, tengo un concierto a
las tres, pero tenemos una hora por delante. Me gustaría echar otro vistazo
al apartamento y a las posibilidades de entrada. El truco de Spotswoode, y
estoy convencido que no es más que un simple truco, se realizó allí, y si
queremos encontrar la explicación tenemos que buscarla en el escenario de
los hechos.
Tuve la impresión de que Markham, a pesar de su enfática oposición a
la posibilidad de la culpabilidad de Spotswoode, no estaba, en definitiva,
tan convencido. Por eso no me sorprendió cuando aceptó la propuesta de
Vance sin apenas protestar.
El andante de Beethoven

Martes, 18 de septiembre, 2 de la tarde

No había transcurrido media hora cuando entrábamos una vez más en


el vestíbulo de la pequeña casa de apartamentos de la calle 71. Spively,
como de costumbre, estaba en la centralita. En el cuarto de la portería
estaba sentado el agente de guardia fumando un puro. Al ver al fiscal del
distrito se puso inmediatamente en pie.
—¿Cuándo va a descubrir el caso, mister Markham? —dijo—. Esta
cura de descanso está acabando con mi salud.
—Muy pronto, espero, agente —respondió Markham—. ¿Alguna otra
visita?
—Nadie, señor —respondió el guardia conteniendo un bostezo.
Entramos en el salón de la asesinada. Las persianas seguían levantadas
y el sol de mediodía entraba a raudales. Al parecer no se había tocado nada,
ni siquiera habían puesto en pie las sillas tumbadas. Markham se dirigió a la
ventana y allí permaneció con las manos en la espalda contemplando las
habitaciones con aire desalentador. Se le notaba presa de gran incertidumbre
y observaba a Vance con un burlón cinismo que distaba mucho de ser
espontáneo.
Vance, tras encender un cigarrillo, comenzó a inspeccionar las dos
habitaciones, escudriñando objeto por objeto. Luego entró en el cuarto de
baño y estuvo en él varios minutos. Salió con una toalla en la que se veían
unas marcas oscuras.
—Con esto limpió Skeel las huellas dactilares —dijo dejándola encima
de la cama.
—¡Estupendo! —dijo Markham sarcástico—. Prueba en contra de
Spotswoode.
—No, pero ayuda a substanciar mi teoría del crimen —dijo
acercándose a la coqueta y cogiendo un pequeño atomizador plateado—. La
dama usaba Chipre de Coty —musitó—. ¿Por qué todas lo usan?
—¿Y eso qué prueba?
—Markham, querido, estoy ambientándome. Estoy tratando de
concordar mi espíritu con las vibraciones del apartamento. Déjame en paz.
Puedo tener una iluminación en cualquier momento, una revelación como
en el Sinaí.
Prosiguió la investigación y para acabar salió al vestíbulo y allí, de pie,
a un paso de la puerta abierta, miró atentamente a su alrededor. Cuando
volvió al salón se sentó en el borde de la mesa de palisandro y quedó
sumido en una especie de contemplación. Al cabo de unos minutos hizo una
mueca socarrona a Markham.
—Es un buen problema. ¡Un auténtico misterio!
—Se me ocurre una cosa —dijo Markham mofándose— que pronto o
tarde acabarás revisando tus deducciones sobre la culpabilidad de
Spotswoode.
Vance miró impasible hacia el techo.
—Eres endiabladamente tozudo, ¿sabes? Yo estoy aquí, intentando
librarte de una situación apurada y todo lo que se te ocurre es dedicarte a
hacer observaciones cáusticas cerebralmente calculadas para desmoralizar
mi juvenil entusiasmo.
Markham se apartó de la ventana y se sentó en el brazo del diván de
cara a Vance. En sus ojos se notaba la preocupación.
—Vance, no me interpretes mal. Spotswoode no significa nada para
mí. Si él hizo esto, quiero saberlo. A menos que este caso se aclare, la
prensa va a vapulearme de lo lindo. No me interesa para nada desdeñar las
posibilidades de solución. Pero tu conclusión sobre Spotswoode es
imposible. Hay demasiados hechos contradictorios.
—Precisamente por eso, ¿comprendes? Los indicios contradictorios
son demasiado perfectos. Concuerdan demasiado bien; son casi tan finos
como las formas marmóreas de Miguel Ángel. Están coordinados con
excesivo esmero, como para que sean una concatenación de puro azar de
circunstancias, ¿entiendes? Delatan un designio consciente.
Markham se levantó y volvió lentamente hacia la ventana, desde donde
permaneció mirando hacia el patio.
—Si pudiera aceptar tu premisa de que Spotswoode mató a la
muchacha —dijo— podría seguir tu silogismo. Pero no puedo declarar
convicto a un hombre sobre la simple base de que su defensa es demasiado
perfecta.
—Markham, lo que necesitamos es inspiración. No bastan las simples
contorsiones de la sibila —dijo Vance comenzando a pasear por la
habitación—. Lo que realmente me enfurece en que sean más listos que
nosotros. ¡Un fabricante de accesorios de automóviles...! Es humillante.
Se sentó al piano y tocó las primeras notas del Capricho número 1 de
Brahms.
—Necesita que lo afinen —musitó, y poniéndose en pie fue hacia la
vitrina francesa y acarició la marquetería—. Muy bonito —dijo—, pero
algo barroco. Es una buena pieza, no obstante. La tía de la difunta podrá
venderla bien —siguió examinando el aplique próximo a la vitrina—. No
está mal, si no hubieran cambiado los candelabros originales por bombillas
modernas —se detuvo ante el pequeño reloj de porcelana sobre la repisa de
la chimenea—. Muy vulgar. Seguro que marcó horas terribles —luego se
aproximó al escritorio y lo examinó con gran interés—. Imitación del
renacimiento francés, pero muy delicado, ¿no? —sus ojos se detuvieron en
la papelera y la levantó—. Qué estupidez —comentó—, hacer una papelera
de pergamino. El no va más de alguna decoradora, me apostaría algo. Hay
en ella pergamino de sobra para encuadernar un tratado de Epícteto. Pero
¿por qué estropear el efecto con guirnaldas pintadas a mano?
Decididamente el instinto estético no ha llegado todavía a estos simpáticos
Estados.
Al volver a dejar la papelera en el suelo la estuvo mirando pensativo
unos instantes. Luego volvió a agacharse para coger de su interior un papel
de envolver arrugado que había mencionado el día anterior.
—Esto sirvió para envolver la última compra que la dama hizo en vida
—musitó—. Conmovedor. ¿Eres sentimental ante esos detalles, Markham?
De todas formas, el cordel rojo que lo ataba le fue de perilla a Skeel... ¿Qué
juguetito supones que sería la causa que permitió a Tony encontrar
escapatoria?
Abrió el papel y dentro había un trozo roto de cartón ondulado y un
sobre cuadrado marrón oscuro.
—¡Ah, claro! Discos —miró por el apartamento—. Pero ¿dónde tenía
la dama la ruidosa maquinita?
—La tienes en el recibidor —dijo Markham con voz de aburrimiento
sin volverse. Sabía que la verborrea de Vance no era sino la manifestación
extrovertida de su mecanismo de reflexión, y se limitaba a esperar
pacientemente.
Vance cruzó diligente las puertas de vidrio, entró en el pequeño
recibidor y se quedó absorto mirando la gramola de estilo Chippendale
orientalizado que había en un rincón. El armarito estaba parcialmente
cubierto con un tapete y encima de él había un florero de bronce
pulimentado.
—Desde luego no tiene aspecto muy fonográfico —comentó—. ¿Y a
qué viene el tapete? —añadió examinándolo con interés—. De Anatolia,
probablemente denominada Cesárea para promocionar las ventas. No vale
mucho, es de la variedad Ousak... ¿Cuáles serían los gustos musicales de la
dama? Sin duda Victor Herbert.
Dio la vuelta al tapete y levantó la tapa de la gramola. Había un disco
puesto, y Vance se inclinó para ver cuál era.
—¡Caramba! ¡El andante de la Sinfonía en do menor de Beethoven! —
exclamó alborozado—. Conoces el movimiento, sin duda, Markham. El
andante más perfecto jamás escrito —dijo dando cuerda a la gramola—.
Creo que un poco de buena música despejará la atmósfera y disipará nuestra
turbación.
Markham no prestó atención al parloteo de Vance y siguió mirando
abatido por la ventana.
Vance puso en marcha el motor, colocó la aguja sobre el disco y volvió
al salón. Permaneció en pie mirando el diván concentrándose en el
problema que ocupaba su mente. Yo me senté en el sillón de mimbre que
estaba junto a la puerta esperando oír la música La situación empezaba a
atacarme los nervios y no podía dominar mi inquietud. Transcurrieron uno o
dos minutos, pero de la gramola no salía más que el leve sonido del raspar
de la aguja Vance alzó la vista sorprendido y fue hacia la gramola, la
examinó detenidamente y volvió a ponerla en marcha; pero aunque esperé
unos minutos la música no sonaba.
—Esto es rarísimo, ¿no? —gruñó cambiando la aguja y volvió a dar
cuerda al motor.
Markham se había apartado de la ventana y estaba junto a él
contemplándole irónicamente. La gramola daba vueltas y la aguja trazaba
sus revoluciones concéntricas pero no sonaba música. Vance con las manos
apoyadas en el mueblecito permanecía inclinado mirando fijamente cómo el
disco daba vueltas en silencio, con expresión de divertido asombro.
—La caja del sonido debe estar rota —dijo—. ¡Bah! ¡Qué máquinas
tan estúpidas!
—Imagino que la dificultad estriba —dijo Markham en tono
reprensivo— en tu patricia ignorancia de tan vulgar y democrático
mecanismo. Permíteme que te ayude.
Se acercó al aparato y yo miré por encima de su hombro. Todo parecía
estar bien, y en aquel momento la aguja iba llegando al final del disco, pero
sólo se oía un suave rasquido.
Markham adelantó la mano para coger el altavoz, pero no llegó a
hacerlo.
En aquel preciso momento retumbaron en el apartamento varios gritos
temblorosos, terroríficos, seguidos de tres llamadas de auxilio. Un
estremecimiento me recorrió el cuerpo y sentí cómo se me erizaban los
cabellos.
Tras un breve silencio, en el que ninguno de nosotros tres abrió la
boca, la misma voz femenina exclamó en un tono perfectamente audible:
«No; no sucede nada. Lo siento... Estoy bien, por favor, vete y no te
preocupes».
La aguja había llegado al final del disco, se oyó un leve clic y el
dispositivo automático paró el motor. El silencio casi espeluznante que se
había producido fue roto por una sardónica carcajada medio reprimida de
Vance.
—Bien, viejo amigo —comentó aplanado mientras regresaba al salón
—, ahí tienes tus hechos irrefutables.
Oímos que llamaban fuertemente a la puerta y el agente de guardia
entró con cara de sorpresa.
—No sucede nada —dijo Markham con voz hosca—. Le llamaré si le
necesito.
Vance se tumbó en el diván y encendió otro cigarrillo, estiró los brazos
por encima de la cabeza y extendió las piernas como quien tras una fuerte
tensión física se siente súbitamente aliviado.
—Markham, hemos sido unos niños —dijo marcando las palabras—.
Una coartada irrefutable... ¡ya lo creo! Si la ley supone eso, como dice
mister Bumble, la ley es un burro, una idiota. Markham, me sonroja
admitirlo, pero tú y yo hemos sido los increíbles idiotas.
Markham seguía junto a la gramola como hipnotizado, con los ojos
clavados en el disco revelador. Lentamente volvió al salón y se dejó caer en
una silla.
—¡Tus preciosos hechos! —prosiguió Vance—. Despojados de su
cuidadoso disfraz aparente, ¿en qué quedan? Spotswoode grabó un disco de
fonógrafo... muy sencillo. Hoy día lo hace cualquiera...
—Sí, me dijo que tenía un taller en casa, en Long Island, y que hacía
chapuzas.
—En realidad no lo necesitaba, ¿sabes? Pero facilitó las cosas. La voz
del disco es la suya en falsete, mejor para el caso que la de una mujer, pues
es mas fuerte y penetrante. Y en cuanto a la etiqueta, desprendió con agua
la original de otro disco y la pegó en el suyo. Trajo a la dama varios discos
nuevos aquella noche y éste lo escondió entre los otros. Después del teatro
montó su drama privado y organizó la escenografía que sabes para que la
policía creyera que se trataba de un ladrón corriente. Una vez hecho eso,
colocó el disco en el aparato, lo puso en marcha y salió tranquilamente.
Encima de la gramola colocó el tapete y el florero de bronce para dar la
impresión de que el fonógrafo se utilizaba poco. Y la idea tuvo éxito, pues a
nadie se le ocurrió mirarlo. ¿A santo de qué iban a mirar ahí? Luego dijo a
Jessup que le pidiera un taxi, todo muy natural, ¿comprendes? Mientras lo
esperaba, la aguja llegó a la parte del disco grabada con los gritos. Se
oyeron perfectamente: era de noche y los ruidos se propagan con claridad.
Además, filtrados a través de una puerta de madera, su naturaleza
fonográfica quedó bien disimulada. Y si te fijas, el altavoz interno del
aparato está orientado hacia la puerta, apenas a un metro de ella.
—Pero ¿y la sincronización de sus preguntas y las respuestas del
disco?
—Lo más fácil de todo. Recuerda que Jessup nos dijo que Spotswoode
estaba de pie con un brazo apoyado en la centralita cuando oyeron los
gritos. Simplemente estaba mirando su reloj de pulsera. En cuanto oyó los
gritos, calculó el lapso del disco y planteó su pregunta a la dama imaginaria
en el momento preciso para que el disco dejase oír la respuesta Todo estaba
perfectamente planeado; seguramente lo ensayó en su taller. Fue
enormemente simple y prácticamente sin fallo posible. Es un disco grande,
de treinta centímetros, creo, y requiere unos cinco minutos para que la aguja
llegue al final. Poniendo los gritos en el última parte, le daba tiempo a salir
y pedir un taxi. Cuando llegó el taxi, fue directamente al club Stuyvesant,
donde se encontró con el juez Redfern y estuvo jugando al póquer hasta las
tres. Si no hubiera visto al juez, ten por seguro que habría hecho que otro
advirtiese su presencia para tener una coartada.
Markham asintió gravemente con la cabeza.
—¡Dios bendito! No me extraña que me importunara siempre que
podía para que le dejase visitar el apartamento. Una pieza tan reveladora
como es el disco debe haberle quitado el sueño.
—Pues me parece que si no lo hubiéramos descubierto, habría logrado
apoderarse de él en cuanto hubieras quitado a tu sergent de ville de la
puerta. Era un inconveniente al estar taxativamente prohibida la entrada al
apartamento, pero dudo que le preocupara mucho. Se habría dejado caer al
llegar la tía de la Canario, y recuperar el disco no le habría resultado difícil.
Desde luego que el disco representaba un riesgo, pero Spotswoode no es el
tipo de hombre que se amilana por semejante obstáculo. No, lo planeó muy
científicamente. Perdió por puro accidente.
—¿Y Skeel?
—Otra desgraciada circunstancia Estaba escondido en el armario
cuando llegaron a las once Spotswoode y la dama. Vio cómo Spotswoode
estrangulaba a su ex enamorada y destrozaba el apartamento. Luego vio
marcharse al asesino y salió del escondrijo. Seguramente estaba
contemplando el cadáver cuando el fonógrafo emitió los espeluznantes
gritos, ¡qué horror! Imagínatelo crispado de miedo, contemplando una
mujer estrangulada, y de repente suenan unos gritos atronadores detrás de
él. Era demasiado, incluso para el curtido Tomny. No me extraña que
olvidara toda precaución y pusiera su mano en la mesa para apoyarse... Y
luego la voz de Spotswoode a través de la puerta, y el disco que contesta
Skeel debió quedarse atónito. Imagino que por un instante creyó haber
perdido la razón. Pero enseguida se hizo luz en su cerebro y comprendió;
me lo imagino haciendo una expresiva mueca Naturalmente sabía quién era
el asesino, no habría sido quien era si no hubiera sabido la identidad de los
admiradores de la Canario. Y éste le caía en las manos como maná
celestial: la más perfecta oportunidad para el chantaje que tan encantador
joven podía desear. Seguramente empezó a imaginarse la vida muelle y
opulenta que iba a llevar a expensas de Spotswoode. Cuando Cleaver
telefoneó instantes después, respondió simplemente que la dama había
salido y se puso a planear su propia salida.
—Pero no entiendo por qué no se llevó el disco.
—¿Y eliminar del escenario del crimen la única prueba de
evidencia...? Mala estrategia, Markham. Si él mismo hubiera entregado más
tarde el disco, Spotswoode habría negado que tuviera nada que ver
acusando al chantajista de manipulación. Oh, no; la única alternativa de
Skeel era dejarlo y llegar inmediatamente con Spotswoode a un sustancial
arreglo. Imagino que es lo que hizo. No cabe duda de que Spotswoode le
dio algo a cuenta y le prometió el resto en breve, esperando entretanto
poder retirar el disco. Al no cumplir el pago, Skeel telefoneó para
amenazarle con contarlo todo pensando en obligar a Spotswoode a
moverse... Y le impulsó, pero no a lo que quería. Probablemente
Spotswoode quedó citado con él el sábado por la noche, como si fuera a
entregarle el dinero, pero lo que hizo fue estrangularle. Muy en consonancia
con su carácter, ¿entiendes? Muy enérgico este Spotswoode.
—Es una historia... sorprendente.
—Yo no diría eso. Mira: Spotswoode tenía que llevar a cabo una tarea
desagradable y planteársela de una manera fría, lógica y terminante, como
un negocio. Había decidido que la pequeña Canario tenía que morir para su
paz de espíritu, pues, si no, seguramente le habría destrozado la vida. Por
eso preparó la cita, como cualquier juez que dicta la sentencia a un reo en el
banquillo, y luego procedió a organizarse una coartada. Como era algo
industrioso, fabricó una coartada mecánica El dispositivo que eligió era
sencillo, no era enrevesado ni complicado. Y habría funcionado a no ser por
lo que las compañías de seguros llaman piadosamente un acto de Dios.
Nadie puede prever los accidentes, Markham, no lo serían si se pudiera.
Pero Spotswoode no descuidó ninguna precaución humanamente posible.
Nunca se le ocurrió que frustrarías todos sus esfuerzos volviendo aquí y
apoderándote del disco, y tampoco podía prever mi gusto musical, ni saber
que buscaría mi deleite en el arte tonal. Además, cuando se visita a una
dama, no se imagina uno que va a haber otro pretendiente oculto en un
armario. No suele ocurrir, ¿sabes? Sea como fuere, al pobre le ha salido el
tiro por la culata.
—Olvidas la maldad del crimen —dijo Markham cáustico.
—No seas tan moralista, amigo mío. Todos llevamos un asesino
dentro. La persona que nunca ha sentido deseos irreprimibles de matar a
alguien no tiene emociones. ¿Y crees que es la ética o la teología lo que
aparta al individuo del homicidio? ¡No, querido! Es la falta de valor, el
miedo a que lo descubran o le persigan o que el remordimiento le
atormente. Observa con qué deleite el pueblo en masse (es decir, el Estado)
condena a los hombres a muerte y luego se jacta de ello en los periódicos.
Las naciones se declaran la guerra entre sí a la menor provocación, con lo
que pueden, impunemente, satisfacer su sed de sangre. Yo diría que
Spotswoode es un animal racional con el valor de sus convicciones.
—La sociedad, desgraciadamente, no está preparada para tu filosofía
nihilista —dijo Markham—. Y entretanto hay que proteger la vida humana.
Se puso en pie decidido y se acercó al teléfono para llamar a Heath.
—Sargento —ordenó—, coja un impreso de mandamiento y reúnase
inmediatamente conmigo en el club Stuyvesant. Tráigase un agente: hay
que hacer una detención.
—Finalmente la ley cuenta con la evidencia dictada por el corazón —
dijo jocosamente Vance mientras cogía su abrigo, su sombrero y su bastón
—, ¡qué cosa tan grotesca tu procedimiento legalista, Markham! El
conocimiento científico, los hechos de la psicología, no os dicen nada a
vosotros, Solones cultivados. Pero un disco de fonógrafo, ¡ah!, ¡eso sí que
es algo convincente, irrebatible!
Al salir, Markham dio instrucciones al agente de guardia.
—Que bajo ningún concepto entre nadie en este apartamento hasta que
yo vuelva; ni siquiera con un permiso firmado.
Entramos en el taxi y ordené al chófer dirigirse hacia el club.
—Así que los periódicos quieren acción, ¿no? Pues la tendrán... Me
has sacado de un buen apuro, querido amigo.
Dirigía la mirada a Vance mientras lo decía, y en ella se advertía
mayor gratitud que la que puedan expresar las simples palabras.
El fin

Martes, 18 de septiembre, 3.30 de la tarde

Eran exactamente las tres y media cuando atravesábamos la rotonda


del club Stuyvesant. Markham mandó inmediatamente avisar al director con
el que sostuvo una breve conversación en privado. A continuación éste se
fue precipitadamente y regresó al cabo de unos minutos.
—Mister Spotswoode está en sus habitaciones —comunicó a
Markham—. He mandado al electricista que compruebe las bombillas, y me
dice que está solo, escribiendo.
—¿Qué habitación es?
—La tres, cuatro, uno —dijo el director temeroso—. No habrá jaleo,
¿verdad, mister Markham?
—Yo no lo busco —respondió fríamente Markham—. Sin embargo,
este asunto es mucho más importante que su club.
—¡Qué punto de vista tan exagerado...! —comentó Vance cuando el
director se había alejado—. La detención de Spotswoode es el colmo de la
futilidad. No es un criminal, ¿comprendes?; nada tiene que ver con el Uomo
delinquente de Lombroso. Es lo que podemos denominar un conductista
filosófico.
Markham dio un gruñido a guisa de respuesta. Empezó a pasearse
impacientemente por el vestíbulo con los ojos fijos en la entrada principal,
mientras Vance se sentaba plácidamente en un cómodo sillón como si con él
no fuera la cosa.
Al cabo de diez minutos llegaron Heath y Snitkin. Markham los llevó
aparte y les explicó brevemente por qué les había llamado.
—Spotswoode está ahora arriba —dijo—. Quiero que le detengan lo
más discretamente posible.
—¡Spotswoode! —exclamó Heath sorprendido—. No veo...
—Usted no tiene que ver... aún —dijo Markham cortante—. Asumo
toda la responsabilidad de esta detención. Y usted se lleva la gloria... si
quiere. ¿Le parece?
Heath se encogió de hombros.
—De acuerdo, señor... Lo que usted diga —volvió a hacer un gesto de
perplejidad—. Pero ¿y Jessup?
—Que siga encerrado. Testigo de cargo.
Subimos en el ascensor hasta el tercer piso. Las habitaciones de
Spotswoode estaban al final del pasillo. Markham iba delante con cara de
pocos amigos.
Él mismo llamó a la puerta y nos abrió el propio Spotswoode, quien
nos saludó amablemente y nos hizo pasar.
—¿Alguna noticia? —preguntó ofreciéndonos asiento.
En aquel momento vio la cara de Markham a la luz y enseguida
comprendió el carácter aciago de nuestra visita. Aunque no se alteró su
expresión, vi cómo sus músculos se tensaban. Sus ojos fríos, indescifrables,
pasaron de Markham a Heath y a Snitkin. Luego se detuvieron en Vance y
en mí, que nos habíamos quedado algo detrás de ellos, y con la cabeza hizo
un gesto elocuente.
Nadie hablaba, pero se notaba que asistíamos a una tragedia y que cada
uno de los actores sabía el argumento.
Markham seguía allí parado, como si tuviera reparo en seguir adelante
con el procedimiento. Yo sabía que, de todas las tareas a que le obligaba su
cargo, la detención de los malhechores era para él la más desagradable. Era
un hombre mudo, con el mutismo tolerante frente a la derrota del mal.
Heath y Snitkin, que habían dado un paso, esperaban pasivos pero atentos a
que el fiscal del distrito les ordenara proceder al mandamiento.
Los ojos de Spotswoode volvieron a posarse en Markham.
—¿En qué puedo servirle, señor? —su voz era tranquila y no traslucía
el más mínimo temblor.
—Sírvase acompañar a estos agentes, mister Spotswoode —dijo
Markham pausadamente indicando brevemente con un gesto a las dos
figuras imperturbables colocadas junto a él—. Le detengo por el asesinato
de Margaret Odell.
—¡Ah! —dijo Spotswoode arqueando levemente las cejas—. Luego,
¿han descubierto... algo?
—El andante de Beethoven.
En el rostro de Spotswoode no se movió un solo músculo, pero tras
una breve pausa hizo un gesto de resignación apenas perceptible.
—No puedo decir que fuera totalmente inesperado —dijo articulando
claramente las palabras y esbozando una ligera sonrisa—, dado que
desbarataron todos mis esfuerzos para recuperar el disco. Pero... la suerte
del juego siempre es incierta —su sonrisa se borró y adoptó un talante serio
—. Siempre ha actuado generosamente conmigo, mister Markham,
preservándome de la canaille
[64]; y como aprecio su deferencia, me gustaría que supiera que en este
juego era mi única alternativa.
—Por poderosos que fueran sus motivos —replicó Markham—, no
exoneran el crimen.
—¿Cree usted que lo busco? —dijo Spotswoode rechazando la
imputación con un gesto despectivo—. No soy un niño. Calculé las
consecuencias de mi acto y, tras sopesar los distintos factores, decidí correr
el riesgo. Era un juego, claro; pero no es costumbre mía quejarme de las
contrariedades de un riesgo deliberadamente asumido. Además
prácticamente no tenía opción. Si no hubiera asumido el riesgo, habría
perdido bastante a pesar de todo.
Un rictus de amargura cruzó su rostro.
—Aquella mujer, mister Markham, me había pedido lo imposible. No
contenta con sangrarme económicamente, pedía protección legal, posición,
prestigio social, cosas que sólo mi apellido podía darle. Me dijo que me
divorciara de mi esposa y me casara con ella. No sé si se hace cargo de la
barbaridad de esa pretensión... Mister Markham, yo amo a mi esposa y
también quiero a mis hijos. Creo que no será una afrenta a su inteligencia si
le expongo que, a pesar de mi conducta, eso es totalmente verdad... Pero
aquella mujer me pedía que destrozara mi vida y dañara crudamente a las
personas que más quiero, sólo por satisfacer su ruin y ridícula ambición. Al
negarme, me amenazó con dar a conocer nuestras relaciones a mi esposa,
enviándole copias de las cartas que yo le había escrito, pedirme daños y
perjuicios, en suma: organizar tal escándalo, con el que, en cualquier caso,
mi vida quedaría deshecha, mi familia desacreditada, mi hogar destruido.
Hizo una pausa y lanzó un profundo suspiro.
—Nunca he hecho las cosas a medias —prosiguió comunicativo—. No
estoy hecho para el término medio. Quizás sea víctima de mi herencia, pero
mi naturaleza me obliga a jugarme hasta la última ficha, forzar la suerte sin
pensar en el riesgo. Hace una semana, durante unos minutos, comprendí
que los fanáticos de la antigüedad, con mente fría y sentimiento de hacer lo
que debían, torturasen a sus enemigos que les amenazaban con la
destrucción espiritual... Elegí el único camino que podía haber salvado de la
desgracia y el sufrimiento a los que amo. Sabía que asumía un riesgo
desesperado. Pero la sangre me ardía y no lo dudé: obré impulsado por la
angustia de un odio inenarrable. Me jugué mi esposa contra una muerte en
vida, en la remota posibilidad de lograr la paz. Y perdí.
Volvió a sonreír desmayadamente.
—Sí, la suerte del juego... Pero no piense ni un minuto que me quejo
ni busco que me compadezcan. Quizás haya mentido a los demás, pero no a
mí mismo. Detesto a los que gimotean, a los que se excusan. Quiero que
comprenda esto.
Se aproximó a la mesa que tenía al lado y cogió un librito forrado en
piel.
—Anoche estuve leyendo De Profundis de Oscar Wilde. Si hubiera
sido escritor, yo habría hecho una confesión como ésta. Escúcheme lo que
quiero decir para que al menos no me atribuya la infamia final de la
cobardía.
Abrió el libro y comenzó a leer en un tono ferviente que impuso
silencio:
—«He provocado mi propia caída Nadie, por encumbrado o humilde
que sea, debe ser autor de su propia ruina. Lo confieso sencillamente,
aunque habrá muchos que escuchen escépticos, al menos ahora, mi
confesión. Y aunque, implacable, me acuso yo mismo, tened en cuenta que
lo hago sin buscar una excusa. Por terrible que sea el castigo que me ha
impuesto la vida, más terrible es la ruina que yo mismo me he labrado... En
la flor de la vida sabía mi posición... Gozaba de un apellido honorable, de
una posición social privilegiada... Luego llegó el momento decisivo. Me
había cansado de estar en las alturas, y yo mismo por propia voluntad
descendía hasta el fondo... Satisfice mis deseos cuando me venía en gana, y
no me contuve. Olvidé que de la vida diaria cada acto, incluso el menos
significativo, conforma en cierto modo el carácter; y que el mínimo
acontecimiento vivido en la intimidad de la alcoba el día menos pensado se
proclama de azotea en azotea. Perdí el control. Ya no era dueño de mis
actos, y no lo sabía. Me había convertido en esclavo del placer... Sólo me
restaba una cosa: la escueta humildad». ¿Entiende ahora, mister Markham?
Markham permaneció un instante sin decir palabra.
—¿Le importaría hablarme de Skeel? —preguntó finalmente.
—¡Ese cerdo! —exclamó Spotswoode con desprecio—. Aunque
matara a diario seres como ése, me consideraría un filántropo... Sí, le
estrangulé y lo habría hecho antes, pero no tuve oportunidad... Skeel estaba
escondido en el armario cuando volví del teatro al apartamento y debió
verme matar a la mujer. Si hubiera sabido que estaba tras aquella puerta
cerrada la habría deshecho para sacarle y liquidarle. Pero ¿cómo iba a
imaginarlo? Me pareció normal que el ropero estuviese cerrado, no le di
importancia... A la noche siguiente me telefoneó aquí al club. Antes me
había llamado a casa en Long Island y le dijeron que me alojaba aquí.
Nunca le había visto, ni sabía que existía. Pero al parecer, él sí sabía quién
era yo, probablemente parte del dinero que le di a la mujer fue a parar a sus
manos. ¡En qué montón de porquería caí...! En su conversación por teléfono
mencionó el fonógrafo, y supe que había descubierto algo. Nos vimos en el
vestíbulo del hotel Waldorf, y me lo dijo todo. No cabía duda de que estaba
al corriente. Al ver que yo daba crédito a sus palabras, me pidió una
cantidad tan disparatada que me quedé conmocionado.
Hizo una pausa y lió un cigarrillo con pulso firme.
—Mister Markham, ya no soy un hombre rico. Lo cierto es que estoy
al borde de la ruina. El negocio que heredé de mi padre llevaba en manos
del síndico casi un año. La propiedad de Long Island en que vivo pertenece
a mi mujer. Pocas personas conocen estos detalles pero desgraciadamente
son ciertos. Me hubiera resultado imposible reunir la cantidad que Skeel me
pedía; aunque hubiera estado dispuesto a ceder cobardemente. Sin embargo
le entregué una pequeña cantidad para que estuviera tranquilo durante unos
días y le prometí entregarle el resto en cuanto me fuera posible vender
algunas acciones. Entretanto esperaba poder recuperar el disco, dejarle sin
argumentos. Pero no lo conseguí, y, cuando me amenazó con contarle a
usted la verdad, dije que estaba de acuerdo en entregarle el dinero en su
casa el pasado sábado, por la noche. Concerté la cita con el único propósito
de matarle. Tuve cuidado en cómo llegar hasta la casa, pero él mismo me
ayudó explicándome cuándo y cómo entrar sin que me vieran. Una vez allí,
no perdí el tiempo. En cuanto descuidó la guardia, le agarré y le mandé al
infierno. Luego cerré la puerta y me guardé la llave antes de salir
tranquilamente del edificio y volver aquí al club. Y eso es todo, me parece.
Vance le contemplaba meditabundo.
—Así cuando la otra noche aumentó mi envite —dijo—, la cantidad
era importante en su tesorería.
Spotswoode sonrió tristemente.
—Representaba prácticamente todo lo que tenía.
—¡Asombroso...! ¿Le importa que le pregunte por qué eligió el
andante de Beethoven para su disco?
—Otro cálculo fatal —respondió con desgana—. Se me ocurrió que si
alguien, por casualidad, abría el fonógrafo antes de que yo pudiera volver al
apartamento para destruir el disco, probablemente no iba a ocurrírsele
escuchar una pieza clásica, por preferir la música ligera.
—¡Y alguien que detesta la música ligera tuvo que encontrarlo! Mister
Spotswoode, me temo que un destino aciago se interpuso en su juego.
—Sí... Si fuera creyente, lo atribuiría a la recompensa y al castigo
divinos.
—Quisiera preguntarle por las joyas —dijo Markham—, pero no es
deportivo hacerlo y no lo sugeriré a menos que confiese voluntariamente.
—No me ofenderé por cuantas preguntas desee hacerme, señor —
contestó Spotswoode—. Tras recuperar mis cartas del archivador, revolví
las habitaciones para dar la impresión de un robo, con la cautela de
ponerme guantes, claro. Y por el mismo motivo cogí las joyas de la mujer.
Yo había pagado la mayor parte de ellas, dicho sea entre paréntesis. Se las
ofrecí como cebo a Skeel, pero no se atrevió a aceptarlas, y finalmente
decidí desembarazarme de ellas. Las envolví en un periódico del club y las
tiré a un cubo de basura del edificio Flatiron.
—Las envolvió en el Herald de la mañana —comentó Heath—. ¿Sabía
que Pop Cleaver no lee más que el Herald?
—¡Sargento! —exclamó Vance en tono reprobador—. Desde luego
mister Spotswoode ignoraba esa circunstancia, pues en caso contrario no
habría elegido el Herald.
Spotswoode dirigió a Heath una sonrisa de desprecio, luego miró a
Vance a modo de agradecimiento y se dirigió de nuevo a Markham.
—Una hora después aproximadamente de deshacerme de las joyas, me
asaltó el temor de que hallaran el paquete y descubrieran la pista del
periódico; compré otro ejemplar y lo puse en el salón de lectura —hizo una
pausa—. Y eso es todo.
Markham hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Gracias, nada más. Ahora le ruego acompañe a estos agentes.
—En tal caso —dijo Spotswoode imperturbable—, quiero pedirle un
pequeño favor, mister Markham. Ahora que todo está consumado, desearía
escribir una nota a mi esposa. Pero prefería estar solo mientras la escribo.
Espero que comprenda. No tardaré mucho. Puede dejar a los agentes a la
puerta, para que no me escape... El vencedor puede mostrarse magnánimo
en ese pequeño detalle.
Antes de que Markham pudiera responder, Vance se adelantó y le
cogió por el brazo.
—Supongo —dijo— que no estimarás necesario negarle a mister
Spotswoode su petición.
Markham le miró vacilante.
—Creo que te has ganado perfectamente el derecho a hacer de
apuntador, Vance —dijo en tono aquiescente.
Luego ordenó a Heath y Snitkin que esperaran afuera mientras él,
Vance y yo pasábamos al cuarto contiguo. Markham se quedó, como en
guardia, junto a la puerta, pero Vance con una sonrisa irónica se dirigió
diligente hacia la ventana y se puso a contemplar Madison Square.
—¡Ay, Markham! —exclamó—. Ese tipo es algo extraordinario.
¿Sabes?, no puedo evitar admirarle. Es tan sano y lógico...
Markham no contestó. El zumbido del tráfago urbano de la tarde,
amortiguado por las ventanas cerradas, parecía intensificar el funesto
silencio que reinaba en el pequeño dormitorio en que aguardábamos.
De repente oímos un disparo seco en la habitación contigua.
Markham abrió precipitadamente la puerta. Ya Heath y Snitkin se
abalanzaban sobre el cuerpo inerte de Spotswoode, y estaban inclinados
sobre él cuando Markham entró. Éste se volvió inmediatamente y miró a
Vance que en aquel momento aparecía en el umbral de la puerta.
—¡Se ha suicidado!
—Me lo imaginaba —dijo Vance.
—Tú... ¿tú sabías que iba a hacer eso?
—Era bastante evidente, ¿sabes?
Markham lanzó una mirada furibunda.
—¿Y deliberadamente intercediste por él, para darle la oportunidad?
—¡Tate, tate, querido amigo! —respondió Vance en tono reprobatorio
—. Te ruego no des curso a tu tópica indignación moral. Por poco ético,
teóricamente, que pueda ser quitar la vida a un semejante, la vida propia
sirve para hacer lo que se quiera con ella. El suicidio es un derecho
inalienable. Y bajo la tiranía paternalista de la democracia actual, incluso
me inclino a creer que era el último derecho que le quedaba ya, ¿no?
Echó un vistazo a su reloj y frunció el entrecejo.
—Sabes, me he perdido el concierto por dedicar tanto tiempo a tus
bestiales asuntos —se quejó amigablemente, al tiempo que obsequiaba a
Markham con una sonrisa cómplice—, y encima me regañas. Palabra de
honor, muchacho: ¡eres un maldito ingrato!

notes
Notas
[1] Caso famoso. (N. del T.)
[2] Titulo genérico de un conjunto de veinticuatro novelas cuyo autor
es el francés Honoré de Balzac (1799-1850), considerado el padre de la
novela realista moderna. (N. del T.)
[3] Luego la policía cerró el Antlers Club y Red Raegan cumple
condena en Sing-Sing por hurto. (N. del Autor.)
[4] Debe referirse a la figura femenina de un lienzo del prerrafaelista
inglés Dante Gabriel Rossetti (1828-1882). (N. del T.)
[5] Especialmente compuesta para ella por B. G. De Sylva. (N. del A.)
[6] Literalmente «amigo del senado». (N. del T.)
[7] The Benson Murder Case (El caso del asesinato de Benson).
[8] El crimen de Loeb-Leopold, el caso de Dorothy King y el asesinato
de Hall-Mills se produjeron más tarde, pero el caso de La Canario adquirió
una popularidad comparable a la del caso de Nan Patterson, el pequeño
César, el asesinato en San Francisco de Blanche Lamont y Minnie Williams
por Durant, el caso Molineux por envenenamiento con arsénico y el
asesinato con morfina de Carlyle Harris. Para establecer un paralelo del
interés del público habría que recordar el doble crimen Borden en Fail
River, el caso Thaw, la muerte a balazos de Elwell y el asesinato de
Rosenthal.
[9] El caso en cuestión fue el de la señora Elinor Quiggly, una rica
viuda que vivía en el hotel Adlon, en la calle 96 Oeste. Se la encontró el 5
de septiembre por la mañana, asfixiada con una mordaza que le colocaron
los ladrones que, sin lugar a dudas, la siguieron hasta su domicilio desde el
club Turque, una pequeña y lujosa cafetería que funcionaba toda la noche,
en el cruce de la calle 89 Oeste con la calle 48. La muerte de los dos
detectives la atribuyó la policía a su posesión de pruebas determinantes
contra los ejecutores del crimen. Del apartamento de la señora Quiggly
robaron joyas por un valor de cincuenta mil dólares.
[10] El Stuyvesant era un club con muchos socios, algo así como un
hotel famoso, y la mayoría de sus afiliados procedían de la política, el
cuerpo jurídico y las finanzas. (N. del A.)
[11] El caso a que se refería Vance, según supe después, fue el de
Shatterham contra Shatterham, 117 Mich., 79, un caso testamentario. (N.
del A.)
[12] Denominación general de diversos fósiles del hombre primitivo
que empezaron a descubrirse a finales del siglo XIX. (N. del T.)
[13] Alusión al legislador reformista Solón, uno de los Siete Sabios de
Grecia (640-558 a. de C.). (N. del T.)
[14] Cabellera de oro. (N. del T.)
[15] Heath había conocido a Vance durante la investigación del
asesinato de Benson, dos meses antes. (N. del A.)
[16] Famoso ebanista francés del siglo XVIII. (N. del T.)
[17] Todos ellos pintores bucólicos franceses del siglo XVIII. (N. del
T.)
[18] Es curioso que durante los diecinueve años que llevaba trabajando
para el Departamento de Policía de Nueva York, todos, superiores y
subalternos, le conocieran por el Profesor. (N. del A.)
[19] Su nombre completo era William Elmer Jessup y había servido en
la compañía 308 de Infantería, dentro de la 77 División de las fuerzas de
ultramar. (N. del A.)
[20] Cotilleo de tocador. (N. del T.)
[21] Tocador. (N. del T.)
[22] En italiano en el original. (N. del T.)
[23] Según un comentario de Ward McAllister de 1889, el grupo que
constituiría exclusivamente la alta sociedad en Estados Unidos. (N. del T.)
[24] «Terror, fiel compañero, todo es teoría.» (N. del T.)
[25] «Ben» era el coronel Benjamin Hanlon, comandante del
departamento de Investigación adjunto a la oficina del fiscal del distrito. (N.
del A.)
[26] Vance se refería al célebre caso Molineux, que, en 1898, fue el
tiro de gracia del antiguo Knickerbocker Athletic Club de Madison Avenue
y la calle 45. En el caso del Stuyvesant fueron las finanzas lo que acabó con
él años más tarde, se derribó el edificio que estaba en Madison Square, para
construir un rascacielos en el solar. (N. del A.)
[27] Cada uno sus gustos. (N. del T.)
[28] Sin preocupaciones. (N. del T.)
[29] Popular abreviatura de San Francisco en Estados Unidos. (N. del
T.)
[30] Uno de los Siete Sabios de Grecia. (N. del T.)
[31] Abraham Cowley, poeta inglés del siglo XVII, autor de pomposas
odas al estilo de Píndaro. (N. del T.)
[32] Locura circular. (N. del T.)
[33] «La cara es el espejo del alma.» (N. del T.)
[34] Prominencia cartilaginosa situada ante el orificio del conducto
auditivo. (N. del T.)
[35] Elegante, dandy. (N. del T.)
[36] Abe Rubin era entonces el abogado criminalista más astuto y
carente de escrúpulos de Nueva York. No se ha vuelto a saber de él desde
que hace dos años el Colegio le retiró su título. (N. del A.)
[37] Sugerencia de falsedades y ocultación de la verdad. (N. del T.)
[38] A la chita callando. (N. del T.)
[39] Mannix tiene en inglés una pronunciación muy parecida a
«mannish» que significa «hombretón» (N. del T.)
[40] En castellano en el original. (N. del T.)
[41] Envié de los párrafos que siguen una prueba a Vance para que la
revisara y corrigiera; por lo tanto expreso en ellos sus teorías casi con sus
propias palabras. (N. del A.)
[42] Literalmente, impulso. (N. del T.)
[43] Crítico y tratadista de arte inglés, 1819-1900. (N. del T.)
[44] Realización habilidosa, desafío. (N. del T.)
[45] Puesta en escena, escenificación, montaje. (N. del T.)
[46] Inclinación. (N. del T.)
[47] Desclasadas. (N. del T.)
[48] En castellano en el original. (N. del T.)
[49] Retrato hablado, verbal. (N. del T.)
[50] Organización política para defensa de los emigrantes que en el
primer tercio del siglo XX caería en descrédito por escándalo de
corrupción. (N. del T.)
[51] Apresúrate lentamente. (N. del T.)
[52] «El exceso de rapidez nos expone a error.» (N. del T.)
[53] Autor francés de folletines (1833-1873). (N. del T.)
[54] Suicidio. (N. del T.)
[55] Propina. (N. del T.)
[56] «¡Ay, mísero de mí!» (N. del T.)
[57] Técnica musical consistente en tocar el violín u otro instrumento
de cuerda, restregando y pellizcando las notas con los dedos. (N. del T.)
[58] «Oh, nunca lo sabrás.» (N. del T.)
[59] El libro al que se refería Vance es Handbuch für
Untersucbungsrichter als System der Kriminalistik.
[60] En Estados Unidos, enviar flores a los enfermos es un acto de
cortesía indiscriminatorio respecto al sexo. (N. del T.)
[61] No hace mucho leí un artículo del doctor George A. Dorsey,
profesor de antropología de la Universidad de Chicago, autor de Por qué
actuamos como seres humanos, que aportaba testimonio directo a la
veracidad científica de la teoría de Vance. En él decía el doctor Dorsey: «El
póquer es un reflejo de la vida. Un hombre se comporta en el póquer del
mismo modo que lo hace en la vida... Su éxito o fracaso radica en la manera
en que su organismo físico responde a los estímulos que aporta el juego...
Toda mi vida he estudiado a los seres humanos desde el plano antropológico
y psicológico, y no conozco mejor laboratorio para observar el carácter de
los individuos que hacer la puja y ver cómo reaccionan... En el póquer, el
comportamiento oral, visceral y manual funciona al máximo... Puedo
afirmar sin ninguna duda que he aprendido mucho sobre los individuos
jugando al póquer». (N. del A.)
[62] Partidismo, prejuicios. (N. del T.)
[63] «Todo después de la muerte parece mejor.» (N. del T.)
[64] La canalla, la plebe. (N. del T.)

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