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verdes y atravesado por un río cristalino. Los habitantes de Aguas Claras amaban ese
río, pues les proporcionaba agua limpia y fresca para beber, regar sus cultivos y bañarse
en los días calurosos.
El río tenía un nombre mágico: El Susurro. Se decía que sus aguas contenían secretos
ancestrales y que aquellos que se sumergían en ellas experimentaban visiones y sueños
profundos. Los niños jugaban en sus orillas, saltando de piedra en piedra, mientras los
ancianos se sentaban a escuchar el suave murmullo del río.
Un día, un niño llamado Mateo decidió explorar más allá de las curvas del río. Siguió su
curso, adentrándose en el bosque frondoso. Allí, encontró una cascada escondida, donde
el agua caía con fuerza desde lo alto de un acantilado. Mateo se asomó al borde y sintió
la brisa fresca en su rostro.
Fue entonces cuando vio algo extraordinario: una nube negra que se cernía sobre la
cascada. La nube parecía triste y cargada de pesares. Mateo, curioso como siempre, se
acercó y le preguntó:
La nube respondió con voz suave pero triste: “Soy la guardiana de los recuerdos
perdidos. Cada gota de lluvia que cae desde mi corazón lleva consigo una historia
olvidada. Pero últimamente, la gente ha dejado de escuchar mis susurros. El río ya no es
el mismo”.
Mateo sintió compasión por la nube y decidió ayudarla. “¿Qué puedo hacer para
devolver la magia al río?”, preguntó.
La nube le dijo: “Debes encontrar la Flor de la Memoria. Crece en lo más profundo del
bosque, cerca de la cascada. Si la encuentras y la sumerges en el río, sus pétalos
liberarán los recuerdos olvidados”.
Mateo se adentró en el bosque, siguiendo el sonido del río. Después de una larga
búsqueda, encontró la Flor de la Memoria. Sus pétalos eran de un azul intenso, como el
cielo antes de la tormenta. Con cuidado, la sumergió en El Susurro.
Al instante, el río cobró vida. Las aguas brillaron con colores vibrantes, y los peces
danzaron alrededor de Mateo. Los habitantes de Aguas Claras notaron el cambio y
volvieron a escuchar los susurros del río.
Fin.