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CORITOS VALIENTES

Antología

BIBLIOTECAINFANTIL AREQUIPA
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CORITOS VALIENTES
Antología

BIBLIOTECA INFANTIL AREQUIPA


BIBLIOTECA INFANTIL AREQUIPA
BIBLIOTECA INFANTIL AREQUIPA
Gobierno Regional de Arequipa
Presidente del gobierno regional
Juan Manuel Guillén Benavides
Colección creada y dirigida por
César Delgado Díaz del Olmo
Coordinador del proyecto editorial
Misael Ramos Velásquez
Coritos valientes (antología)
Audiolibros
Narración
Willard Díaz

Música Original
Pedro Rodríguez Chirinos

Grabación, mezcla y masterización


Pedro Rodríguez Chirinos

Revisión de textos
Percy Prado Salazar
Diseño y diagramación
Andrea Hurtado Sarmiento
Fotografía
Alfredo Quenta Mendoza
Financiada por
Asociación Cerro Verde
© César Delgado Díaz del Olmo
Arequipa, Perú.
2013
Habla el Misticito
Mis queridos coritos y coritas, hoy me dirijo a
ustedes dándoles este nombre de origen que-
chua que antes se aplicaba en Arequipa a los
niños listos, como lo son todos ustedes. Aun-
que, de haber nacido no en el sur sino en el
norte, los llamarían churres, palabra que tiene
el mismo significado y origen. Se darán cuenta
por esto de la importancia que tiene el lugar en
que uno nace. No quiero presumir, pero ¿qué es
una ciudad sin sus cerros al frente, que obligue
a alzar la mirada a sus habitantes? Y qué mejor
si me tienen a mí, que soy lo máximo en cues-
tión de cumbres. Pero entiéndanme bien, que-
ridos coritos, no trato de fomentar en ustedes
vanas presunciones, que les echan en cara a los
arequipeños, sino de animarlos a tomar

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en serio la cuestión de la
moral y los valores, que es lo
único que engrandece a los
individuos y a las personali-
dades colectivas que son las
ciudades.

Entiendo que ustedes, mistia-


nitos, algunas veces tengan
problemas con la autoridad.
Lo mismo le pasó a la ciudad,
que tiene una larga historia
de rebeldía, ya que durante el
siglo XIX se las pasó oponién-
dose a la autoridad estableci-
da, que no siempre era justa.
Incluso se ha llegado a llamar
a Arequipa “el caudillo colec-
tivo de la nación”, porque era
una ciudad líder. ¿Pero quién
creen que ha inculcado a sus
habitantes esa actitud de
altiva insumisión frente a la
autoridad incompetente? Pues
les confieso que yo mismo,

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que no puedo menos que mirar con desdén a los
cerros que me rodean.

Esos cerros bajos y rastreros son como las malas


autoridades, que se ponen por encima de la gente,
pero que no siempre están a la altura de su respon-
sabilidad, mientras que yo represento el principio
mismo de autoridad, contra el cual nunca se han
alzado los arequipeños. Porque en todo corazón
mistiano está bien plantada no solo una, sino varias
montañas gigantescas, que representan sus ideales
morales, por los que algunas veces el pueblo arequi-
peño estuvo cerca de tomar el cielo por asalto. Esto
es lo que quería decirles niños, que yo soy no solo el
mejor adorno del paisaje arequipeño, sino la colum-
na de la grandeza de sus habitantes y de la ciudad
misma.

En este libro les presento la historia de dos coritos


valientes, que se enfrentan a la autoridad todavía
como niños, formando bandas infantiles o recu-
rriendo a la violencia. Pero yo les digo que de estos
pequeños van a salir los grandes hombres, porque,
como buen padre, soy yo quien los impulsa hacia las
más altas realizaciones. Y con esto, niños, me des-
pido para siempre deseándoles lo mejor para cada
uno de ustedes, y para la ciudad, que deben querer
como a su propia madre.

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Mario Polar*

El Puñal Vencedor

Las bandas en mi niñez, como en todos


los tiempos, se formaban espontánea-
mente. Cuando un grupo de niños se
reunía para jugar o correr aventuras,
constituía una banda. Porque estas
agrupaciones precarias y versátiles, no regimentadas, res-
ponden a dos instintos profundos, que yacen, prontos para
germinar, en la simiente de la especie: el instinto grega-
rio y el espíritu de rebeldía.

Por el primero, los niños tienden a agruparse para ha-


cer “su mundo”, como lo harán más tarde, cuando sean
hombres, alrededor de un partido, un grupo de rebeldes,
inconformes o incorruptibles. Por el segundo, tienden,

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* Maestro, abogado, político y escritor arequipeño. 1912-1988.
inconsciente e inocentemente, a crear algo distinto al
mundo de los mayores, menos cargado de reglas, más rico
en fantasías y en sueños.

A veces sospecho que las agrupaciones revolucionarias o


culturales de los adolescentes no son sino proyecciones de
las bandas infantiles, cuando las preocupaciones éticas o
estéticas comienzan a dar un contenido moral o intelec-
tual al gregarismo inevitable y cuando la rebeldía, ya casi
adulta, empieza a buscar cauces y causas para no seguir
girando como una veleta en el aire limpio de la pura fan-
tasía.

La más antigua banda de que tengo memoria se formó con


los que estudiamos las primeras letras en la Escuelita de
Párvulos de las Madres de los Sagrados Corazones, bajo el
recuerdo de la sonrisa de madre Casilda y de los pellizcos
de madre Artemia, que a su turno, para nosotros, consti-
tuyeron el Bien y el Mal, Ormuz y Ahriman. La promoción
anterior, inducida por un niño un poco sádico, tenía por
uno de sus objetivos “esclavizar a los penecas”, esto es
a los más pequeños, bajo la amenaza de hacerles comer
tierra.

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Así, a mi amigo Marotta lo forzaron a llenarse la boca de
barro, que estuvo escupiendo todo un día. Para defender-
nos y planear represalias formamos nuestra primera ban-
da; y mi hermano mayor, que siempre se las arregló para
gobernarnos en nombre de un tercero y desde un costa-
do, logró que nombrásemos jefe a Hermann, un antiguo
condiscípulo que se convirtió en un mito. Hermann fue
el abanderado de la Escuelita, el grande de la clase, el
que dirigía la marcha de las dos secciones al ritmo de las
castañuelas que madre Casilda utilizaba, no para danzar,
sino para ordenar y mandar.

Muchísimos años después, viajando en avión al norte del


país, oí a mi vecino, en el momento en que se pasaba la
lista del pasaje, dar su nombre completo; y él me oyó dar
el mío. Instantáneamente nos miramos a los ojos; y como
si de golpe se hubieran abierto las puertas del pasado,
borrando de un plumazo el tiempo transcurrido, Hermann
y yo nos reconocimos y nos abrazamos. Como arqueólo-
gos enamorados de su oficio, nos aplicamos a remover
las piedras y a desescombrar el mundo perdido; y las dos
horas nos resultaron cortas para apilar con regocijo todo
un universo de recuerdos compartidos. Por un momento,

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su calvicie y la mía desaparecieron bajo matas de cabellos
juveniles y revueltos; y yo le conté para su sorpresa cómo
mi hermano, después de que él abandonara Arequipa, lo
convirtió primero en el jefe, después en el héroe y final-
mente en el mito.

Recuerdo también otras bandas, anteriores y precursoras


de El Puñal Vencedor, que fue sin duda la más importan-
te. Así recuerdo una banda que formamos con los menores
de mis primos Canny y otros vecinos de Yanahuara cuando
pasamos una temporada inolvidable en la Quinta Valcár-
cel, cuyo jardín entonces me parecía enorme y que esta-
ba rodeado, en sus dos terceras partes, por los reducidos
jardines de las casas vecinas.

No sé cómo surgieron insalvables diferencias entre oriente


y occidente, ni cómo los “orientales” nos unimos para ha-
cer frente a las provocaciones, cada vez más intolerables,
de los “occidentales”. No recuerdo tampoco cuál bando
declaró la guerra. Pero recuerdo —eso sí— que se fijó día
y hora para la batalla; que se convino en no usar piedras,
sino balas fabricadas con arena y barro; y en que el bando
ganador plantaría su bandera en el jardín de los vencidos.
Se convino, asimismo, en no poner los pies, por ningún

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motivo, en el jardín del Coronel, que era un militar re-
tirado y cascarrabias que asustaba al vecindario con sus
imprecaciones y su tremendo vozarrón cada vez que se
afectaban, aunque fuese tangencialmente, sus sagrados
intereses. No fue mi hermano mayor, sino mi prima An-
tonieta quien, para variar, asumió el mando. Ella tenía la
obligación de despertarnos todos los días a las tres o tres
y media de la mañana; y durante una semana cumplió su
cometido sin transigencia alguna.

Antes del alba, toda la banda se dirigía al río para reco-


ger arena, tarea que resultó tremendamente penosa. Los
saquillos que utilizábamos para el recojo, originalmente
pesaban mucho para nuestras fuerzas; y cuando llegába-
mos a la casa habían perdido en el camino gran parte de
su contenido. Nuestro arsenal habría sido clamorosamente
insuficiente sin el auxilio de Guillermo, un muchachón del
vecindario que madrugaba con nosotros y que, él solo,
portaba más arena que todos los demás juntos. Guillermo,
por su avanzada edad, pues tendría alrededor de 18 años,
no podía participar en la batalla; pero colaboró decidida y
generosamente en los aprestos. Solo mucho después com-
prendí que su intervención no era tan desinteresada, pues

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solía entregarme cartas para Antonieta, que ella leía al
desgaire y me devolvía diciéndome: “Dile que es un ade-
fesioso”.

En ese entonces, mi prima no era, evidentemente, una


romántica. Prefería ser una guerrera. Auxiliar inmediato
de Antonieta era Alicia, una vecina designada jefe supe-
rior de enfermeras de guerra, a quien yo debía despertar
antes del alba sin despertar, al mismo tiempo, al resto de
la familia. Con ese fin Alicia, al acostarse, se amarraba a
la muñeca una cuerda, cuyo extremo tenía que salir por la
ventana de su cuarto. Mi deber era tirar de la cuerda con
violencia para despertarla; pero cuando, en una oportu-
nidad, lo hice, un ruido tremendo de vidrios y porcelanas
rotas despertó a toda su familia. Entre nuestros planes no
estaba el que la cuerda, entre la cama y la ventana, cru-
zase una mesa llena de chucherías.

El día de la batalla, pese al esfuerzo de los preparativos,


estábamos tensos como arcos y hasta el aire nos parecía
electrizado, aunque un sol de acero aparentemente man-
tenía todo quieto sobre los árboles y los arbustos. Pocas
tropas ubicaron los “occidentales” en sus jardines, ya que
los macizos de flores eran pobre defensa. El grueso de sus

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efectivos se concentró en los techos del vecindario, para-
petado detrás de cajones y canastas de mimbre, donde se
acumuló el parque de guerra.

Era evidente que su propósito era bajar en tropel en el


momento de la carga decisiva. Nuestras divisiones se
agruparon en tres líneas de batalla. En la vanguardia los
más chicos, parapetados detrás de los arrayanes y de los
árboles de la alameda o ubicados en las horquetas de los
jacarandás. Para evitar el que los pequeños fueran fácil-
mente rebasados, se colocaron espinos en la tierra de na-
die, al pie de las verjas divisorias, disimulados por hojas
y ramas; y todos los “orientales” conocíamos la ubicación
de ese campo minado para evitar caer, a nuestra vez, en
él. La segunda línea se ubicó un poco más atrás. Y al fon-
do del jardín, ya en el huerto, se concentró lo más selec-
to de nuestras tropas, con Antonieta al frente, cuyos ojos
afiebrados, cercados por profundas ojeras, revelaban la
tremenda responsabilidad que pesaba sobre el general en
jefe. Detrás de un limonero se instalaron nuestras enfer-
meras; y poco más atrás, para no ser visto, el infaltable
Guillermo, como un simple observador, de imparcialidad
discutible, que enviaba consejos con las enfermeras.

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A la hora pactada se inició la batalla y pronto nos dimos
cuenta de que nuestro parque era insuficiente y se agota-
ba rápidamente. A los “occidentales”, sin embargo, se les
acabó primero, lo que revelaba mayor previsión en nues-
tro bando. Nuestros adversarios, desde los techos, tenían
mayor posibilidad de alcanzar a nuestras vanguardias.
Nuestras balas, en cambio, especialmente las que partían
de atrás, estaban haciendo destrozos en los jardines “oc-
cidentales”. Las rosas, evidentemente, no estaban prepa-
radas para la guerra; y hasta las resistentes margaritas y
geranios sufrieron los efectos de la fiebre bélica.

Ubicado en la horqueta de un jacarandá, en la vanguar-


dia, yo era un blanco ideal para los enemigos. Tenía ape-
nas movilidad y las balas de arena y barro me caían por
todas partes. En un momento, Valentín, uno de los lide-
res adversarios, se levantó detrás de un parapeto y gritó
enfurecido, señalándome: “Ese soldado ya está muerto.
Debe retirarse”. Pero esa era visiblemente una injusticia.
En ningún momento se había convenido en que los sol-
dados muriesen. Reforzando mi posición jurídica, uno de
mis camaradas le acertó a Valentín un tortazo en pleno
rostro. Y así se reinició la batalla. Pero agotadas las balas

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oficiales entraron en juego los pepinos y las semillas de
papa, cuyo impacto era más doloroso.

En un momento comprendí que debía ir a la enfermería


para que nuestro servicio médico no fuera desairado y
participase en el juego; y porque, además, soñaba con
llevar vendada la cabeza, aunque ningún proyectil me
había caído ahí, por considerar que ello me daría un as-
pecto muy guerrero. Por otra parte, necesitaba renovar
mi parque de guerra para no quedar como un espectador.
Pero no comprendí hasta qué extremos podía llegar la
incomprensión humana; y mientras me dirigía a la reta-
guardia, saltando entre los árboles y los arbustos, evi-
tando pepinazos, voces airadas se levantaron entre mis
camaradas: “Cobarde” —me gritó uno. “Los soldados mue-
ren en su sitio” —me increpó otro. “Vuelve a tu puesto,
maricón” —me espetó un tercero. Indignado, furioso por
esta vil interpretación de mi conducta, casi llorando de
rabia, recogí en el camino cuantos pepinos pude y regresé
a mi puesto, aunque sin la gloriosa banda de herido. Pero
con solo arrojar balas era indudable que no iba a salvar mi
honor.

Tenía que hacer algo que probase que no era un cobar-

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de; y así adopté una determinación sin presumir que con
ella iba a dar fin a la batalla, inesperadamente. Como un
mono trepé por las ramas más altas del jacarandá; y en
un momento dado, entre los vivas y hurras de mis cama-
radas, salté sobre un techo adversario. Ignacio, un enemi-
go, me salió al encuentro. Y en ese momento se produjo
el drama. No acabábamos de trenzarnos en lucha sobre
el techo, cuando, como un resultado de los primeros for-
cejeos, un tiesto de flores se desbarrancó sobre el patio
interior de la casa del Coronel, con un ruido que me pare-
ció espantoso.

Pero más espantoso fue escuchar, casi inmediatamente,


el terrorífico vozarrón del Coronel, que subiendo al techo
de su casa comenzó a gritarnos: “Zamarros, malcriados,
ya se verán conmigo”. Ignacio, ni lerdo ni perezoso, desa-
pareció como por encanto, no sin antes gritarme como un
militar de honor: “¡Huye!”. A riesgo de desbarrancarme
salté sobre el jacarandá y volví a mi horqueta; y desde allí
vi el desbande del campo adversario, comenzando por los
nietos del Coronel.

Cuando este con su fusta llegó al techo, los parapetos del


ejército occidental estaban vacíos. Los nuestros, instin-

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tivamente, también se ocultaron detrás de sus defensas;
y cesó el intercambio de pepinos. El Coronel, como un
Marte tonante, acabó con los guerreros sin que su voz de
trueno dejara de proferir amenazas: “Zamarros, malcria-
dos”.

El consejo de guerra de los “orientales” probó que esta-


ba formado por gentes de honor. Pudimos clavar nuestra
bandera en las tierras abandonadas por la fuga de los
adversarios; pero ello habría significado atribuirnos una
victoria que sabíamos que no se debía a nuestro esfuer-
zo. Habría significado también reconocer una especie de
alianza tácita con el Coronel, que desde ese momento se
convirtió en el enemigo común. Y con sentido del honor,
que nuestro adversario reconoció y que fue la base de
un tratado de paz y fraternidad, respetamos la bandera
contraria en el silencioso campo del antiguo enemigo. Si
hubiésemos tenido algunos años más y hubiésemos sido,
ya, universitarios, seguramente alguno habría propuesto
dirigir un manifiesto al Perú y al mundo, denunciando el
oscurantismo antipopular e imperialista del Coronel.

Varios años después se formó El Puñal Vencedor, que ori-


ginalmente creo que se llamó El Círculo Rojo. Fue forma-

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do por mi hermano y sus amigos, que después llamaron
a los menores, según nos dijeron, porque necesitaban
“agentes de enlace”, aunque yo me sospecho que tam-
bién porque necesitaban subordinados. Presidía la banda,
como era de suponer, un muchacho ausente impuesto por
mi hermano, en cuyo nombre él gobernaba. Sin embargo,
actuaba estrechamente controlado por un cuerpo colegia-
do de chicos mayores que adoptaban decisiones “inapela-
bles”. La disciplina y el fiel cumplimiento de los acuerdos
era la base de la organización. Pero el secreto de sus
decisiones, el contenido esotérico de sus fórmulas, consti-
tuía, sin duda, su mayor atractivo.

Cuando fuimos llamados para incorporarnos a la banda se


nos dio a entender que nuestro silencio era vital, razón
por la cual las indiscreciones y las imprudencias serían
penadas con el deshonor y, además, con una paliza co-
lectiva. La propuesta no nos habría parecido atractiva, si,
a continuación, no se nos hubiera informado que el pro-
pósito secreto, ultrasecreto, era enamorar chicas con las
máximas garantías, reduciendo al mínimo los riesgos que
ello implicaba. Y fueron precisamente los riesgos presumi-
bles de esta operación los que nos sedujeron más.

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Nuestra adhesión quedó definitivamente sellada cuan-
do nos enteramos de que, para preservar el secreto, era
indispensable hablar en clave. Y así nos enteramos de
que los objetivos femeninos eran designados con nom-
bres de barcos como Ebro, Oropesa, Orcoma, etc. Nuestra
primera labor fue informar a los grandes cada vez que
veíamos un barco en el horizonte serrano. Y con tal fin
recorríamos las calles en busca de información. Recuer-
do la emoción con que trasmití en un recreo mi primera
información secreta: “He visto al Ebro” —trasmití al cón-
clave. “¿Con quién?” —me preguntaron. Y respondí con
concreción militar: “Con su mamá y su tía. Anoche; en la
segunda cuadra de Mercaderes”.

¿Por qué surgió esta banda? Creo que la necesidad de


crearla nació de una experiencia dolorosa. Javier y mi
hermano escribieron sendas cartas de amor, seguramen-
te más llenas de faltas de ortografía que de pasión, a
unas encantadoras mellizas, internas en el Colegio de los
Sagrados Corazones. Imagino que estas cartas causaron
sensación y fueron leídas por muchas colegialas, varias de
las cuales seguramente calificaron a sus autores de “co-
rrompidos” y “adelantados”, título denigrante que con los

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años se convertiría en blasón, así son de mutables los cri-
terios humanos. Pero las monjas descubrieron las famosas
misivas y las destinatarias fueron severamente castigadas,
quizá porque se presumió que con su alegría y su franque-
za, ajenas a la discreción y modosidad que se les inculca-
ba, habían dado margen a que fueran escritas.

Y así las mellizas fueron puestas de rodillas en el patio


del colegio, con las cartas prendidas con imperdibles a sus
lindas trenzas. La indignación de los muchachos fue tre-
menda y creo que el resultado fue la creación de El Círcu-
lo Rojo, que después evolucionaría hacia El Puñal Vence-
dor. Las monjas de los Sagrados Corazones se convirtieron
desde ese momento, automáticamente, en el mayor peli-
gro para la juventud; y la madre superiora, por unanimi-
dad de votos, fue declarada enemigo público número 1.

Las amigas y confidentes de las monjas, entre las que fi-


guraban parientes y allegados, fueron incluidos en la lista
negra, sin excepción alguna. El único castigo lógico que
podía imponerse a las monjas no podía ser otro que el de
enamorar a sus discípulas. Así lo entendimos los menores,
aunque sospechábamos que los mayores tenían, además,

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otros propósitos aún no revelados a los recién iniciados y
que llegaríamos a entender solo con los años. Y eso au-
mentó el misterio y el atractivo.

Divididos en grupos, recorríamos las calles y rondábamos


alrededor de las casas de las muchachas señaladas. El
Exequivo solía asomar a la ventana de la suya con precoz
coquetería; pero cuando “el designado” se acercaba a
ella, mientras los demás permanecíamos cautamente en
la esquina, la ventana se cerraba. Eso era desesperante.
Pronto, sin embargo, las cosas mejoraron. Por intermedio
de hermanas o primas se enviaban mensajes sibilinos den-
tro de los muros del colegio; y en algún momento, como
débiles ecos, comenzaron a llegar las respuestas.

Y así aparecieron las primeras enamoradas. Para que los


designados pudieran verlas, reduciendo al mínimo el pe-
ligro de que ellas fueran “chismeadas” y eventualmente
castigadas, la banda se organizó a la perfección. Provistos
de pitos, los enlaces nos distribuíamos en cuatro cuadras
a la redonda para vigilar los accesos a los puertos, mien-
tras los designados se detenían al pie de las ventanas para
intercambiar breves palabras con los barcos.

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Tan pronto como en el vecindario aparecía un pariente,
un amigo o algún adulto sospechoso, el enlace hacía sonar
su pito y los demás, en sus respectivas esquinas, repetían
el anuncio. Entonces las ventanas se cerraban y el ena-
morado dejaba de pelar la pava para huir. En esta forma
el misterio se preservó durante un tiempo. Pero las cosas
se complicaron seriamente cuando descubrimos que otra
banda, la terrible Mano Negra, nos hacia la competencia y
rondaba por algunas de las mismas casas. Hubo eventuales
rozamientos y algunos desafíos a trompadas que lograron
materializarse detrás del canchón de Santa Marta.

Como La Mano Negra contaba con algunos muchachos


algo más grandes, como el Cacho Álvarez, con fama de
gran trompeador, y como el cazurro “Guato”, con quien
llegaría a ser gran amigo, y que era especialista en sacar
de quicio a la gente con sus burlas constantes, decidimos
aumentar nuestra capacidad ofensiva por si la guerra de
bandas era inevitable. Y así todos nos premunimos de
tirabeques o “cachas”, fabricadas con alambre y prefe-
rentemente con horquetas de árbol; y nos ensayábamos
a disparar piedrecillas o pepinos con creciente puntería.
Aunque la consigna era disparar solo a las canillas, los

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accidentes no eran infrecuentes.

En el huerto de los Soto, en una ocasión, y por eludir una


mano que me apuntaba, me agaché y recibí una piedra en
un ojo que me hizo ver a Judas. La presumible guerra con
La Mano Negra se trocó a la postre en un desafío singular
entre Cacho Álvarez y Alberto, que tuvo antecedentes
divertidos. Alberto era tremendamente fuerte, lo que
nosotros no sabíamos y creo que él tampoco; pero era,
además, esencialmente pacífico, moderado y conciliador.
Quizá por eso Cacho se ensañó con él y gustaba de moles-
tarlo gritándole apodos para diversión de sus pandilleros.

Un día Alberto, realmente enojado, pero con su carac-


terística moderación, le dijo a Cacho, tranquila y parsi-
moniosamente, que no le gustaba que lo molestasen; y
agregó, para diversión de los de uno y otro bando y con
cortesía que habría aprobado cualquier mamá, que “le
agradecería que se abstuviese de dirigirle la palabra”.
Cacho se rio insolentemente de esta singular advertencia,
profiriendo adicionales y ofensivas cuchufletas. Entonces
Alberto, para sorpresa de todos, lo desafió a trompadas.
Inmediatamente intervinieron las directivas de las ban-
das rivales y se fijó el duelo para el día siguiente, frente

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a una acequia regadora que cruzaba, con un sifón, lo que
con los años se llamaría avenida Tacna y Arica. El entu-
siasmo de La Mano Negra, que se preparaba para festejar
otro triunfo de su campeón, contrastaba con la preocu-
pación de El Puñal Vencedor, que no dudaba del valor de
Alberto pero sí de su eficacia, hasta entonces no probada.

Varios le dieron consejos y todos nos preparamos para


una guerra general y sin cuartel, si alguien intervenía a
favor de Cacho, violando las reglas del combate singular.
A la hora convenida, los de una y otra banda formamos el
clásico círculo alrededor de los combatientes. Los conten-
dores se “cuadraron” y Cacho comenzó a saltar alrededor
de Alberto, colocándole algunos golpes en el rostro para
gloria de La Mano Negra. Pero eso colmó la paciencia de
Alberto que, rojo de ira contenida, acometió contra Ca-
cho con un furor desconocido.

Pronto, de una trompada tremenda, lo derribó. Cacho,


desconcertado, apenas atinó a levantarse cuando Alberto,
alzándolo en vilo, lo arrojó espectacularmente dentro de
la acequia. Algunos quisieron ayudarlo, pero nuestro ban-
do protestó: “Déjenlo. Así está convenido”. No bien hubo
salido de la acequia, Cacho intentó reaccionar; pero Al-

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berto volvió a derribarlo y nuevamente lo levantó en vilo
y lo volvió a arrojar a la acequia. Era ya tan evidente el
triunfo de Alberto, que el Guato se vio forzado a recono-
cerlo pidiendo la suspensión del duelo. Desde ese momen-
to los bonos de Alberto subieron a las nubes y el poder de
El Puñal Vencedor creció como la espuma. El temor a La
Mano Negra desapareció para siempre.

Hubo, por cierto, otros desafíos y otras trompeaderas;


pero ninguno dejó en la historia una huella más profunda
que el duelo singular de Alberto y Cacho. A pesar de ello,
Alberto no llegó a la presidencia de El Puñal Vencedor. El
título de héroe, según mi hermano, era incompatible con
la jefatura, que quedó en manos del eternamente ausente
Manuel.

Pronto también comenzaron las dificultades con el equipo


náutico de las mujeres, varias de las cuales se atrevieron
a rebelarse contra las órdenes inapelables de la banda. En
un momento dado, El Puñal Vencedor acordó un cambio
general de enamoradas y así, entre otras medidas revo-
lucionarias, dispuso que Orcoma y Ebro intercambiasen
enamorados. Orcoma aceptó pero Ebro dio un rotundo
“no”, que obligó a la banda a mantenerla postergada por

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un tiempo y a reemplazarla con Santa Rita, un lindo barco
de la nueva hornada.

El problema más grave surgió, sin embargo, con Exequivo.


Mi hermano, con guardia muy severa en las esquinas, rea-
lizaba diariamente una operación impecable. A determi-
nada hora avanzaba en su bicicleta hasta la ventana de la
designada, conversaba con ella breves minutos y después
salía corriendo, sobre todo si escuchaba pitadas de anun-
cio de peligro.

Pese a estas precauciones, los rumores de este amor


“adelantado”, y por lo tanto prohibido y punible, llegaron
a oídos de los familiares de Exequivo, lo que determinó
malestar en su astillero y que la linda nave fuese reñida
y castigada. El problema fue conocido por las condiscípu-
las de la víctima y casi inmediatamente también tomaron
conocimiento del drama las alumnas de los años inferiores
y después, por cierto, los integrantes de la banda.

Tan grave situación fue discutida en asamblea por El Pu-


ñal Vencedor; y en el esclarecimiento de la verdad par-
ticipamos también los juveniles enlaces. Se recordaron
todas las guardias y se llegó a la conclusión de que ningu-

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no de los que aparecieron por las calles adyacentes en los
días de las entrevistas pudo haber visto a mi hermano, ya
que todos los pitazos de advertencia fueron siempre opor-
tunos y acatados. Alguien reparó, entonces, en que por el
vecindario vivían las señoritas Peláez, unas devotas sol-
teronas “Hijas de María” y, por lo tanto presumiblemente
enemigas de los “adelantados”. Atribuirles la maternidad
de un chisme, a falta de otras maternidades, parecía
sensato. Por otro lado, ¿no es acaso característico de las
monjas sin hábito espiar por detrás de los visillos de sus
ventanas? Y ante la urgencia de acordar y aplicar sancio-
nes, la conjetura se convirtió en verdad para nuestras
mentes infantiles. Alguien se atrevió a terciar a favor de
las señoritas afirmando que no se las conocía como confi-
dentes de las monjas, ni figuraban en la lista negra; pero
con ese alegato solo se logró postergar, para otra ocasión,
el castigo que evidentemente merecía Madre Marie Al-
bert, superiora de los Sagrados Corazones.

Y el castigo fue verdaderamente ejemplar y planeado has-


ta el mínimo detalle. Sobre la bóveda interior del primer
patio de su casa, las señoritas Peláez habían levantado un
cuarto de cristales, quizá un comedor. El objetivo de la

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banda era el de derribar el mayor número de vidrios con
un ataque concentrado y fulminante; y con esta finalidad
se estudió la operación sobre el terreno con el mayor cui-
dado y se escogió la hora más propicia, al anochecer.

El día señalado se establecieron vigilantes en las esquinas


y el grueso de la banda ―¡cómo me dolió ser solo vigilan-
te!— avanzó hasta la casa, ingresó en tropel sobre el za-
guán, tirabeque en mano, y todos, simultáneamente, bajo
la orden de un pitazo, apuntaron y dispararon. Se escuchó
un estruendo de vidrios rotos y todos salieron corriendo.
Nunca se supo quién ejecutó la operación, que los adul-
tos calificaron como maldad, ignorando que respondía a
un alto propósito de justicia. Algún tiempo después, sin
embargo, quizá por culpa de mi confesor, me entraron
dudas; y creo que me consolé pensando que no era la
primera vez en la historia que en nombre de la justicia se
sacrificaba a los inocentes.

Esta tremenda sanción, unida a la costumbre que adop-


tamos de reventar a pepinazos las bombas del alumbrado
público cercanas a las ventanas de las enamoradas, lleva-
ron nuestra fama a los periódicos. El Pueblo y El Deber,
los diarios de entonces, urgieron a la policía a poner coto

31
a los desmanes de “los palomillas de pitos y cachas”, lo
que acreció nuestra conciencia de poder. Pero el nombre
de la banda y sus integrantes siguieron en el misterio.
El silencio hacia afuera fue la única norma que jamás se
violó.

Las actividades de El Puñal Vencedor fueron decayendo.


Yo no me di cuenta, entonces, de que los mayores esta-
ban cambiando; de que algunos comenzaron a afeitarse
para convertir su bozo en bigote; de que otros se echaban
sobre el pecho Tricófero de Barry con la esperanza de
ser “hombres de pelo en pecho”, lo que me parecía una
tontería. No me di cuenta de que se estaban haciendo
hombres por el Camino de Damasco de la adolescencia; y
de que por lo mismo, comenzaban a ver a las mujeres con
otros ojos; a ventear los misterios del sentimiento y del
sexo; a descubrir que ciertas rutas son inevitablemente
singulares; y que a la puerta de las grandes verdades no
se puede asomar en tropel. Pero no lo comprendía todavía
y estaba triste.

Un día, tratando de restablecer la actividad de la banda,


propuse ser “designado” a cualquier barco de la nueva
hornada; y creo que fue Óscar el que me dijo, con su clá-

32
sica sonrisa burlona: “Tú estás todavía muy niño. Ahora
hemos llegado a la etapa en la cual cada cual se agarra
con su uña”. Yo lo miré desconcertado. Pero el silencio de
los demás me reveló que El Puñal Vencedor había muerto.

Pero ¿ha muerto en verdad? Y recién ahora reparo en que


no. Porque mientras haya niños habrá sed de misterio.
Porque mientras haya niños habrá hambre de aventuras
e instinto de justicia, aunque por error o impaciencia se
sacrifiquen eventualmente inocentes. Porque hasta que
asoma el bozo o el bigote, como el amanecer de un nuevo
mundo, en el corazón de cada colegial habrá siempre una
“banda” en potencia, la semilla de un Puñal Vencedor.

33
Árbol sintáctico

Análisis de una oración compleja formada por 2 oraciones simples

Las monjas de los Sagrados Corazones se convirtieron


desde ese momento, automáticamente, en el mayor
peligro para la juventud; y la madre superiora, por
unanimidad de votos, fue declarada enemigo público
número uno.
para la juventu
igro d el
rp o
un
o
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ra

i Sujeto
p er
u
Predicado
s
re
jas de

ad

Complemento
m
m on

la

Nexo o Enlace
L as

34
Cancha de tenis

Anota en los casilleros la correlación de


fuerzas entre orientales y occidentales.

Orientales

Occidentales

35
Estructura narrativa

Título del libro

................................................................

Conflictos o
Presentación Desenlaces
problemas

.......................
....................... .......................
Personajes ....................... .......................
................... Tiempo
....................... .......................
....................... ....................... .......................
........................ ....................... ....................... .......................
.............. ....................... ....................... .......................
....................... ....................... .......................
....................... .......................
Escenarios .......................
................... ....................... .......................
....................... ....................... .......................
........................ .......................
..................
.........

36
37 37
Luis Pantigoso Martínez*

Héroe nato

Era Toribio un niño de doce años, que


por su cuerpo magro, menudo, de
agilidad felina, y su cabeza de orejas
prominentes, nariz alargada y ojos
oblicuos, se había hecho merecedor al
apodo de Zorrito. Alegre y servicial,
era conocido y apreciado por los vecinos y los chicos del
barrio de Miraflores; pero camorrista y peleador, era te-
mido por los muchachos finos o rudos de cinco cuadras a
la redonda.

Reconocido trompeador, no buscaba pelea; pero tampoco


rehuía un desafío, de ningún rival. Cuando algún peque-
ño era víctima de un grandulón, llevaba su queja ante el
Zorrito, quien más presto que pagado corría a tomarle

38
* Profesor y escritor nacido en Cusco. 1909-1982. 38
cuentas al abusivo. Que este fuera grande o gordo, que
llevara “caucachos” o manoplas, nada lo intimidaba. Él se
valía de sus puños y su agilidad, que a veces no eran sufi-
cientes. Tomaba las derrotas con entereza, no lloraba ni
se quejaba ante nadie por más que saliera con chocolate
en la nariz, o con un ojo a la funerala. Sin lágrimas ni ren-
cor, se despedía del vencedor hasta la próxima ocasión.

Era hijo del pueblo, un niño sin padre. Únicamente sabía


de las caricias de su madre, que lo mimaba con exagera-
ción. Era su Sabidito, su Engañadorcito. Toribio corres-
pondía a su madre con un cariño sin igual. Este amor se
manifestaba no con gestos efusivos, sino con hechos efec-
tivos, ayudándola en todo y obedeciéndola sin chistar.
Conocía sus obligaciones y las cumplía sin que su madre
tuviera que recordárselas. ¡Qué gusto daba verlo trabajar!
Llevaba sobre su cabeza un gran tablero en el que se veía
una olla, una cazuela, un brasero y una parrilla para pre-
parar anticuchos, que doña Eusebia vendía de noche en la
esquina del cine Benique.

La fama de valiente de Zorrito creció con una temeraria


hazaña suya, que llegó hasta los periódicos locales. En el

39
gran mástil del cuartel Salaverry se había arrancado la
cuerda con que se sube la bandera, y no había manera de
izarla en el día de la patria. La tropa formada, en traje de
desfile, inútilmente contemplaba el asta de diez metros
de altura, que no podía soportar el peso de un soldado. El
oficial al mando quería que algún chico hiciera el trabajo,
pero todos miraban la altura y no se atrevían a realizar
esa prueba. Saliendo de entre el público, Toribio se pre-
sentó y resueltamente dijo:

—Si me pagan diez soles yo subo.

Ya desesperado, el oficial acogió con alegría la propuesta


salvadora del pequeño voluntario. Pero el Zorrito, descon-
fiado, exigió lacónicamente:

—Venga la plata.

Toribio guardó con presteza el billete en el bolsillo, mor-


dió la cuerda y comenzó a trepar ágilmente, bien abra-
zado del mástil. Cuando llegó a la cumbre, su figura se
veía pequeñita. Parecía un pajarito posado en la cima de
una torre. Recién los circunstantes se dieron cuenta de lo
arriesgado del trabajo, mucho más tratándose de un niño;
pero ese niño tenía el corazón más firme que un paladín.

40
Bajó deslizándose con rapidez, posándose muy tranquilo
en el suelo. Saludó militarmente y a la carrera se fue don-
de su madre, a entregarle el dinero que había ganado con
su valentía.

El diario El Pueblo lo convirtió en el héroe del día, que


como era el de la patria, resultó que su fama creció a
alturas insospechadas. El gusto que esto le proporcionó
se lo guardó en su corazón, aunque no desdeñó compartir
con satisfacción con los conocidos mostrándoles la colum-
na suelta del periódico que registraba su proeza, agregan-
do al final: “Así soy yo”.

Su maestra, aunque por un momento llegó a dudar de


él, también tuvo ocasión de convencerse de quién era su
alumno Toribio por algo que pasó en la escuela. Se ha-
llaban los alumnos escuchando las notas de los exámenes
de Geografía, sin expectativas, porque estas eran pobres
para todos, aunque más para algunos. El silencio de los
alumnos fue roto de pronto por un agudo grito de dolor,
lanzado por el alumno Mateo Choquepuma, que saltó de
su asiento sangrando por la nariz.

La maestra, alarmada, preguntó:

41
—¿Qué te ha pasado, Mateo?

—El Toribio me ha pegado —gimoteó, sorbiéndose el cho-


colate.

—Toribio González, es una desvergüenza lo que has he-


cho —increpó la profesora al Zorrito—. No tienes respeto
a esta aula que es el templo del saber. Ve a presentarte
donde el señor director y cuéntale tu hazaña.

El agresor se dirigió tranquilo a la dirección, donde lo es-


peraba el averiado. El director le preguntó al primero:

—Toribio, ¿por qué le has pegado a tu compañero?

—Es mejor que él le diga por qué ha merecido ese sopla-


mocos —respondió misteriosamente el alumno González,
alias Zorrito.

—Dime, Mateo, ¿por qué te ha pegado Toribio?

Mateo no quiso responder, por más que el director le repi-


tió la pregunta. Zorrito insistía en que el otro declarara el
motivo por el que él le había soltado el manazo.

—Yo no soy un delator; porque si hablo será peor para


él —declaró eximiéndose de toda culpa.

42
—¡Ah!, con que aquí hay gato encerrado, ¿eh? —concluyó
el director—. Te quedarás arrestado a la hora de salida
—sentenció a Mateo y dirigiéndose a Toribio, le ordenó—:
¡A tu clase!

La maestra tenía mucha curiosidad por conocer la razón


por la que un chico respetuoso como González había co-
metido tan grave falta. Francamente, dudaba, no sabía
ya qué pensar de este alumno que sus compañeros llama-
ban Zorrito, que vivía prácticamente en la calle y que,
de todas formas, no era muy aplicado, ya que no tenía ni
cuadernos. Así que cuando apareció solo en la puerta le
preguntó, en un tono que delataba más curiosidad que
reproche.

—¿Toribio, por qué le pegaste a tu amigo?

—Vea, señorita, yo no he querido faltarle el respeto, pero


no pude contenerme al oír que ese alumno la insultaba
groseramente; porque le puso usted mal calificativo.

—¿De modo que me has defendido? —le acarició las me-


jillas en prueba de gratitud y en tono suave le ordenó—:
Vete a tu asiento, gran hombre.

43
En esos tiempos, la rudeza física no estaba reñida con
los fines de la escuela, que estaban orientados en primer
lugar a la formación moral. Toribio era un “¡gran hom-
bre!” para la maestra porque había demostrado que tenía
principios, importando menos sus modos brutales, que
eran los mismos de la escuela. Por esto para el director
contaba menos la rudeza del Zorrito que el chocolate de
Choquepuma. Pensaba seguramente que el soplamocos
que había recibido le serviría al culpable, ya que así le
quedaría arraigado en el cuerpo el recuerdo de su falta,
junto con el instantáneo castigo.

En esos tiempos, tampoco estaba mal vista la violencia so-


cial, cuando la ejercía el pueblo contra las injusticias que
cometían los dueños del poder, especialmente en Arequi-
pa, que se había convertido en tierra de revoluciones.

Era una especie de deporte local, el de sacarle chocolate


a los poderosos, cuando se mostraban muy abusivos. Lo
practicaban no solo los hombres mayores, sino hasta los
chicos del colegio. En este caso, los alumnos del colegio
Independencia Americana, que se declararon en huelga,
porque no estaban contentos con el director ni con algu-

44
nos profesores. Echaron fuera a todos y “tomaron” el lo-
cal. Pedían algunos cambios en la enseñanza. Su propósito
era conseguirlos, o sucumbir en el intento.

El prefecto del departamento ordenó que los escolares in-


subordinados fueran desalojados por la policía; pero como
esta nada pudo hacer, vino en su apoyo una compañía de
soldados de infantería. Con camiones pesados derribaron
las puertas y entraron al colegio, redujeron brutalmente
a los estudiantes que se defendían con palos y piedras, lo
que dio como resultado algunos heridos.

Los estudiantes desalojados marcharon por las calles car-


gando un ataúd, que no se sabe bien si solo representaba
la brutalidad de las fuerzas del orden o si realmente lle-
vaba un estudiante asesinado.

En todo caso, pronto hubo dos muertos. Con la grave no-


ticia del desalojo de los estudiantes del colegio Indepen-
dencia, la gente comenzó a reunirse en la Plaza de Armas
para protestar. La policía no tardó en hacerse presente,
intimando a la multitud a disolverse. Esto caldeó más los
ánimos de los manifestantes, que ya estaban bastante
furiosos, así que en lugar de retirarse atacaron a la policía

45
con piedras. La guardia montada cargó contra la multitud,
que fue ahuyentada a sablazos y tiros, lo que dejó dos
personas muertas.

Toribio se enteró de todo esto cuando hacía su recorrido


diario por las calles céntricas en busca de “cachuelitos”,
que nunca faltaban, como llevar paquetes a las señoras o
servir de mensajero. Pero esta vez las calles estaban de-
siertas y las tiendas cerradas. Se unió a los curiosos que
se dirigían a la universidad, donde se decía que estaban
los cadáveres de dos obreros caídos en los enfrentamien-
tos con la policía.

Regresó corriendo donde su madre, “levantó el asiento”,


esto es, cargó con el puesto de anticuchos, y retornaron
más temprano a su casa.

—Mañana no podremos negociar —decidió—; porque va


haber revolución. Todos están calientes con los soldados
que han muerto a dos hombres. Yo te traeré platita con
los “cachuelitos” que caigan.

Al día siguiente se notaba en la ciudad un ambiente de


tragedia. Capitaneando a varios chicos del barrio, que
eran su “cuerda”, Toribio bajó al centro. Encontró todas

46
las tiendas cerradas. Soldados armados, transportados en
camiones y jeeps, recorrían las calles para cuidar el or-
den.

La pandilla del Zorrito se dirigió a la Plaza de Armas. La


masa obrera se había apoderado del local del concejo
provincial. Para impedir que los vehículos militares pene-
traran en la plaza principal algunos obreros empezaron a
desadoquinar el piso para levantar parapetos en las boca-
calles. Toribio ordenó a los suyos que colaboraran en ese
trabajo; mientras él, con entusiasmo sin igual, alcanzaba
los adoquines hasta que quedó terminada la trinchera.

Siguiendo a un grupo de artesanos, los chiquillos llegaron


al parque Duhamel. Allí presenciaron la esforzada hazaña
de una turba que volcó un camión militar, rodeó a los sol-
dados y los desarmó. Para enderezar el entuerto, la mis-
ma multitud puso luego el carro sobre sus cuatro ruedas y
despachó a los “capachos”.

El entusiasmo revolucionario creció con este triunfo. La


masa enfervorizada recorrió las calles haciendo cerrar las
pocas fábricas y tiendas que estaban abiertas. Un grupo
tomó una radioemisora, luego de desarmar a los solda-

47
dos que la custodiaban. Entusiastas locutores empezaron
a propalar encendidos discursos, llamando al pueblo a
plegarse a la huelga general y a concurrir al gran mitin
de protesta que iba a realizarse esa tarde en la Plaza de
Armas.

Sería el mediodía cuando el Zorrito, sintiendo que la tripa


grande se comía a la chica, se encaminó al cuartucho en
que vivía con su madre. Como esta conocía lo habilidoso
que era su Engañadorcito no se preocupaba mucho por él.

Mientras devoraba el plato de chupe, que le pareció más


agradable que el de otros días, fue refiriendo a su Amita
todo lo que había hecho y lo que había presenciado. Por
último, medio desilusionado, se quejó:

—No habrá pelea. Los soldados nos tienen miedo; se dejan


quitar las armas con los paisanos.

Cuando las campanas de la iglesia de San Antonio daban


las dos de la tarde, los compas del Zorrito fueron a sacar-
lo para continuar las andanzas revolucionarias.

En la Plaza España, donde había un cuartel, encontraron


un gran gentío. Alguien preguntaba:

48
—¿Dónde conseguimos fusiles?

—Deberíamos asaltar los cuarteles —opinó un valentón.

—Con las manos vacías jamás se asalta un cuartel —terció


un sargento licenciado.

—Pero nos olvidamos una cosa. En el Casino Militar tienen


un arsenal de armas. ¡Vamos allá!

Y uniendo la acción a la palabra, el valentón aquel enca-


bezó el movimiento.

Sin resistencia el gentío penetró en el local del casino,


destrozando todo en busca de armas. Cuando ya no que-
daba nada en pie, los asaltantes repararon en los retratos
de los presidentes de la República y de muchos generales
que colgaban en las paredes, y empezaron a lanzarles
toda clase de objetos, injurias y denuestos.

El Zorrito trepó sobre un estante roto, descolgó el retra-


to del presidente que gobernaba por entonces, y a gritos
propuso:

—A este hay que quemarlo.

La muchedumbre se entusiasmó con la propuesta y des-

49
colgando los cuadros voceaba a coro:

—¡A tostarlos! ¡A tostados! ¡A tostarlos!

Acto seguido los revoltosos echaron los retratos en medio


del patio del casino y les prendieron fuego. Resuelto e
inconmovible, como cuando le sacó chocolate a Choque-
puma, Toribio lanzó el retrato del presidente en función a
las llamas.

Como a las cinco de la tarde se oyeron los primeros dispa-


ros. Pronto se propagó la noticia de que los soldados en-
traban en la ciudad haciendo fuego.

Cundió el pánico. Las mujeres y los niños corrían desespe-


rados, tratando de llegar lo más pronto posible a sus ca-
sas. Muchos se refugiaron en el local del concejo provin-
cial, entre ellos el Zorrito que se quedó solo, porque sus
amigos se habían hecho humo.

Los obreros que tenían las armas arrebatadas a los solda-


dos se posesionaron en los techos de los portales, en las
trincheras de las bocacalles, aguardando a los soldados.
A falta de más armas de fuego, algunos obreros que se
habían quedado en el concejo sugirieron combatir con

50
cocteles Molotov. Pero cuando se procedió a prepararlos
faltaba lo más necesario: la gasolina.

Alguien que vivía a una cuadra de distancia ofreció una


lata de este combustible:

—Puedo telefonear para que la entreguen. ¿Quién la va a


traer?

Nadie pronunció una palabra. Toribio esperó un momen-


to, por respeto a los mayores seguramente, luego dijo sin
vacilar:

—Yo voy.

Todos miraron al chico esmirriado, con uniforme premili-


tar del colegio, que se ofrecía como voluntario.

—Eres muy coro —le contestó el de la gasolina.

—Mejor, los milicos no me verán —observó el Zorrito.

—Está buena tu ocurrencia; pues, corre.

Toribio salió a escape. Las calles estaban desiertas. Aun-


que el tiroteo no era nutrido resultaba peligroso arriesgar-
se; porque los soldados habían colocado ametralladoras y

51
tiradores en sitios estratégicos de la ciudad.

Cuando los obreros vieron al niño de uniforme premilitar


de regreso con el tarro de gasolina, hubo una exclamación
de asombro, porque fue y volvió en un santiamén.

¡Sin darse cuenta, ese pequeño había realizado una hazaña!

El primero en recibir su cóctel fue el Zorrito en premio a


su acción distinguida. En posesión de esa arma, y sin que
nadie lo notara, salió del municipio. Sin duda había con-
cebido algún plan.

Con rapidez y cautela, se deslizó por la calle General


Morán, después por Santo Domingo, hasta llegar a Piza-
rro. Reinaba un silencio de muerte. De pronto, un hombre
salió sigilosamente de una casa y muy pegado a la pared
comenzó a moverse en la misma dirección que Toribio.
Cuando el hombre se disponía a pasar el crucero de Santa
Marta se oyó una descarga de fusiles. El desconocido se
llevó las manos al estómago y cayó. En ese momento, To-
ribio llegó a la misma esquina. Se agazapó en el vano de
una puerta, a poca distancia del herido.

El hombre trataba de incorporarse, pero a cada movi-

52
miento que hacía por levantarse nuevas descargas de
fusilería lo abatían. Quiso arrastrarse hacia la vereda
opuesta, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Toribio es-
cuchaba conmovido sus gemidos lastimeros. El moribundo
llamaba a su madre, invocaba la protección de Dios.

Por primera vez Toribio presenciaba el espectáculo de la


muerte. El sufrimiento de ese desconocido le punzaba el
corazón, haciéndolo tomar de pronto una desesperada
resolución: salvar a cualquier precio la vida de este pró-
jimo. Planeó arrastrarlo hasta donde él estaba, auxiliarlo
de alguna forma y evitar que muriera miserablemente.

Cuando cesaron los silbidos de las balas, Toribio aprovechó


para llegar hasta el herido. Ya lo tenía cogido por las axi-
las, cuando se oyó una descarga cerrada. El muchacho cayó
de bruces sobre el moribundo, y quedó encima inmóvil.

Al día siguiente, muy de madrugada, las ambulancias re-


corrían las calles, recogiendo a los heridos. Al pasar por la
intersección de las calles de Santa Marta y Colón vieron en
un charco de sangre el cadáver de un hombre abrazado por
un niño que todavía daba señales de vida. Fue conducido

53
al Hospital Goyeneche donde se le atendió de urgencia.

Una mujer del barrio de Miraflores, que buscaba a su ma-


rido entre los heridos, reconoció a Toribio en el momento
que era conducido a la mesa de operaciones. Inmediata-
mente, comunicó la noticia a un canillita para que se la
trasmitiera a la madre del Zorrito.

Doña Eusebia no había podido dar pestañada en toda la


noche. Por momentos, se consolaba convencida de que la
vivacidad del chico le permitiría salir airoso de cualquier
dificultad. A ratos lloraba, temiendo que le hubiera suce-
dido algo malo, puesto que toda la noche había oído tiros.
Temprano salió a preguntar a los chicos de la “cuerda” de
su hijo, los que le aseguraron haberlo dejado en el local
del concejo provincial. La mujer salió corriendo en esa
dirección, y a cuanta persona encuentra le pregunta si
no ha visto a su hijito que estaba vestido con el uniforme
premilitar.

Mientras tanto Toribio González, el guapo del barrio, el


orgullo y la esperanza de su madre, yacía en una cama
de la sala del Niño de Praga, atacado de fiebre alta y con
diagnóstico reservado. En su delirio llamaba a su madre,

54
hablaba con el desconocido muerto en sus brazos, suplica-
ba que ya no dispararan.

Al saber que su Engañadorcito se hallaba en el hospital, la


madre corrió enloquecida, tropezando con los transeún-
tes, hablando a gritos consigo misma. Llegó jadeante al
lecho de su hijo, llorando a gritos.

Toribio deliraba; pero los lamentos de su madre lo vol-


vieron del estado de inconsciencia en que se hallaba. Con
pupilas nubladas la miró y reconociéndola sonrió.

Se abrazó fuertemente a ella y con voz entrecortada le


dijo sus últimas palabras de consuelo:

—Amita, no llores, yo rogaré a Dios por ti.

55
El juego de el Toribio
Aunque Vargas Llosa dice que el español de sus paisanos es bastante aceptable, hay
algunos defectillos en el habla local que nos denuncian como arequipeñazos, como el uso
del artículo antes del nombre propio: el Toribio.
No debe apenarnos mucho hablar un idioma impuesto, ya que a los españoles también
se lo impusieron los conquistadores romanos hace mas de dos mil años, y el idioma de
los antiguos romanos vino de Asia arrasando igualmente con todo, así ni para qué angus-
tiarnos por no tener un idioma propio: americano, peruano o arequipeño. Vargas Llosa
también es ahora español, pero sigue siendo un poco arequipeño, porque ha nacido en
nuestra ciudad. De igual manera, si es español el idioma que hablamos (nos regimos por
las reglas gramaticales que da la Academia de la Lengua Española), con el toque local
que le hemos dado lo sentimos también como si fuera algo nuestro. Entre los ingredientes
que condimentan el habla local se encuentran muchas palabras nativas, y ciertas formas
de hablar propias del quechua, como el uso del “pue”.
Esta muletilla sí que es arequipeñaza, ya que nos denuncia, igual que el abuso del artícu-
lo antes del nombre propio: “El Toribio, pue”.
De todo esto podemos sacar dos tareas interesantes. El primero consiste en hacer un
mapa conceptual sobre el origen y las influencias del español arequipeño. El segundo, en
recopilar expresiones, propias y ajenas, en que se emplee el artículo antes del nombre
propio de personas. ¿Lo hacemos, “pué”? ¿O que lo haga el Toribio?

56
Tabla de hechos y opiniones

Las hazañas de Toribio.

HECHO OPINIÓN
Trepar por el mástil para
poner la driza con que iza
la bandera.

El soplamocos que le dio


a su compañero Mateo.

La actitud de la profesora
y del director con respec-
to acto de Toribio.

Echar al fuego el retrato


del presidente.
................................................................................................................
................................................................................................................

57
Crítica del relato

1. ¿Qué opinión te merece este relato?


Malo Regular Bueno Muy bueno Excelente

2. ¿Por qué crees que hemos leído este relato?

...................................................................................
...................................................................................
...................................................................................
3. ¿Cómo calificarías este relato en las siguientes áreas?
Acción Malo Regular Bueno Muy bueno Excelente

Originalidad Malo Regular Bueno Muy bueno Excelente

Interés Malo Regular Bueno Muy bueno Excelente

4. Explica una de tus respuestas a la pregunta 3. ¿Por qué te parece así?


................................................................................................................
................................................................................................................
5. Describe una parte del libro que te haya parecido más interesante.
................................................................................................................
................................................................................................................
6. Encuentra las fortalezas y debilidades del libro.
Fortalezas
...............................................................................................................

Debilidades

58
59
Navega en el libro
Habla el Misticito..................................... 5
Mario Polar
El puñal vencedor..................................... 9
Luis Pantigoso Martínez
Héroe nato............................................ 37

60
61

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