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No suelen resultarnos muy atractivos pasajes evangélicos como el de hoy.

Es frecuente que nos sintamos incómodos con


las prohibiciones, las órdenes, las obligaciones... incluso aunque puedan ser razonables y recomendables o necesarias.
Este tiempo de pandemia nos ha mostrado muchas veces a quienes se «saltaban» las instrucciones de las autoridades
(sanitarias o civiles) como una «limitación» a su santa libertad. Incluso aunque pusieran en riesgo, no ya su bienestar,
sino el de otros.

Dios presentó a Israel los Diez Mandamientos como garantía y como «camino» para que pudieran conservar la
libertad tan duramente conquistada en su peregrinación por el desierto, y como claves necesarias para evitar conflictos,
divisiones y problemas que rompieran con la unidad y entendimiento como pueblo suyo. Incluidos los tres primeros, que
conviene leerlos en esa clave de no someterse a nada ni a nadie, y reservarse espacios de encuentro familiar,
comunitario, religioso, sin ataduras laborales ni de ningún otro tipo.

Sin embargo, aquellas leyes de la Alianza del Sinaí eran muy «generales» y progresivamente se fueron añadiendo
otras que las concretaran y aclarasen en distintas circunstancias: no era lo mismo el tiempo del desierto, que los tiempos
prósperos del rey David, o los destierros que padecieron. Y se fueron «colando» excepciones, precisiones, prioridades
etc que no siempre tuvieron en cuenta la voluntad de Dios, en asuntos como el «no matarás», o el adulterio y el
divorcio, o usar el nombre Dios en juramentos... etc.

La Ley revelada a Moisés en el Sinaí no era, sin embargo, la palabra definitiva de Dios. Se la consideraba eterna e
irrevocable, era un dogma rabínico, pero en algunos de sus textos hablan de la futura "Ley del Mesías", que sería como
una profunda y definitiva interpretación de la Ley de Moisés. El Mesías -pensaba el judaísmo- aportaría la luz para
comprender finalmente toda la riqueza de los pensamientos ocultos de la Torah (Ley).

En este sentido podemos leer estas palabras de San Jerónimo:

«Cuando contemplo a Moisés, cuando leo a los profetas es para comprender lo que dicen de Cristo. El día que haya
llegado a entrar en el resplandor de la luz de Cristo y brille en mis ojos como la luz del sol, ya no seré capaz de mirar la
luz de una lámpara. Si alguien enciende una lámpara en pleno día, la luz de la lámpara se desvanece. Del mismo modo,
cuando uno goza de la presencia de Cristo, la Ley y los Profetas desaparecen. No quito nada a la gloria de la Ley y de los
Profetas; al contrario, los enaltezco como mensajeros de Cristo.

Sobre el Monte de las bienaventuranzas Jesús ha reconocido su validez pero, considerándola solamente como una
etapa transitoria, y ha indicado una nueva meta, un horizonte mucho mayor: la perfección del Padre que está en los
cielos, su voluntad (el mandamiento del Amor) como clave de interpretación y profundización. Su punto de referencia
no era la letra pura y dura del precepto, sino el bien de hombre, que a menudo se había orillado. Y por eso no tuvo
inconveniente, por ejemplo, en «violar» la sagrada ley del Sábado (3er mandamiento) para curar, o el comer con
«manos impuras». No le parecía aceptable la postura descrita en la parábola del fariseo y el publicano: cumplimiento
ante Dios y lejanía y dureza con el pecador. O del hermano mayor del pródigo: cumplidor... pero con un corazón
inmisericorde y lejano al del padre.

Y así, poniéndose a la altura de Moisés, y sin abolir cambiar nada... resalta la intención y el sentido que están detrás
de algunos de esos preceptos, y que forman parte de la voluntad de Dios. En el Evangelio de hoy encontramos cuatro
ejemplos.
+ El primero es «no matar». El hombre no tiene poder sobre la vida de sus semejantes, es sagrada e intocable, es sólo
de Dios. Pero... llegaron los «matices»: si el otro es un pueblo enemigo, si sorprendemos a alguien en adulterio, si se
trata de un pecador, si es un pagano... Nos ha pasado también a los cristianos: las Cruzadas, la pena de muerte, el
enemigo al que declaramos la guerra... Y yendo a las raíces del mandamiento, afirma Jesús que hay actitudes y
comportamientos que llevan a matar al otro, puede que no literalmente (menos mal), pero... La cosa empieza por un
proceso previo de auto-convencimiento de que nuestra posible víctima no es persona humana, no tiene dignidad, no
merece respeto: el insulto, el desprecio, el asilamiento, etc... En la historia de Caín, Dios intenta recordarle varias veces
que es su «hermano», pero él lo ha mirado como el competidor, el objeto de envidia... y acaba matándolo. También el
padre del pródigo insiste y repite al hermano mayor «ese hermano tuyo»... al que juzga y rechaza por pecador. Jesús
insiste aquí por tres veces: «hermano», y va más allá al decir que sobran las ofrendas en el altar y los rezos y el culto si
no estás reconciliado con «tu hermano». Se trata, pues, de mirar el propio corazón y detectar toda ira, todo juicio, todo
enfrentamiento, toda agresividad que impiden la fraternidad que quiere Dios. Por eso los que pasan hambre, son
también hermanos y nos tiene que preocupar mucho más allá de alguna generosa limosna. Nos dice Manos unidas:
«Frenar la desigualdad está en tus manos», sobre todo cuando la desigualdad desemboca en la muerte.

+ En cuanto al problema del adulterio, también Jesús «afina» mucho: Hay amistades, sentimientos, relaciones que
son ya adúlteras, aunque no hubiera «hechos» pecaminosos. La «codicia» o deseo ansioso de poseer a otra persona
(mejor que el «deseo» entendido como atracción sexual), comienza con las miradas (el ojo que escandaliza), los
pensamientos, las fantasías, los roces (la mano que escandaliza)... son ya un modo de adulterio. Pueden venir bien estas
palabras de San Juan Crisóstomo:

«Porque no dijo absolutamente: “El que codicie...” —aun habitando en las montañas se puede sentir la codicia o
concupiscencia—, sino: “El que mire a una mujer para codiciarla”. Es decir, el que busca excitar su deseo, el que sin
necesidad ninguna mete a esta fiera en su alma, hasta entonces tranquila. Esto ya no es obra de la naturaleza, sino
efecto de la desidia y tibieza. Esto hasta la antigua ley lo reprueba de siempre cuando dice: “No te detengas a mirar la
belleza ajena” (Ecle 9,8). Y no digas: ¿Y qué si me detengo a mirar y no soy prendido? No. También esa mirada la castiga
el Señor, no sea que fiándote de esa seguridad, vengas a caer en el pecado. Mirando así una, dos y hasta tres veces,
pudiera ser que te contengas; pero, si lo haces continuadamente, y así enciendes el horno, absolutamente seguro que
serás atrapado, pues no estás tú por encima de la naturaleza humana. Nosotros, si vemos a un niño que juega con una
espada, aun cuando no lo veamos ya herido, lo castigamos y le prohibimos que la vuelva a tocar más. Así también Dios,
aun antes de la obra, nos prohíbe la mirada que pueda conducirnos a la obra. Porque el que una vez ha encendido el
fuego, aun en la ausencia de la mujer que lascivamente ha mirado, se forja mil imágenes de cosas vergonzosas, y de la
imagen pasa muchas veces a la obra. De ahí que Cristo elimina incluso el abrazo que se da con solo el corazón».

+ Y refiriéndose al divorcio, también se habían establecido algunas excepciones («el que se divorcie de su
mujer...»). Dios quiso el matrimonio monógamo e indisoluble. Así lo indican las primeras páginas de la Biblia: "los dos
serán una sola carne/persona" (Gn 2,24). Por la dureza del corazón del hombre, sin embargo, había entrado también el
divorcio en Israel. Contra las costumbres, las tradiciones y las interpretaciones de los rabinos, Jesús devuelve el
matrimonio a la pureza de los orígenes y excluye la posibilidad de separar lo que Dios ha establecido que permanezca
unido. Las palabras claras de Jesús, sin embargo, no dan a ningún discípulo la licencia de juzgar, criticar, condenar,
humillar y marginar a aquellos que han fracasado en su vida matrimonial. Se trata, en general, de personas que han
pasado a través de grandes sufrimientos y vivido situaciones dramáticas. No han conseguido el ideal planteado por Dios,
muy a su pesar.
+ Echar mano de juramentos, poniendo a Dios por testigo es no respetar el Nombre de Dios. Como dice el
Eclesiástico 23,9: "No te acostumbres a pronunciar juramentos, ni pronuncies a la ligera el Nombre Santo”. Y dice Jesús:
"No juréis en absoluto…Que tu palabra sea sí, sí, no…no. Lo que se añada viene del Maligno”. En la comunidad de los
discípulos de Jesús, el juramento es inconcebible puesto que se trata de una comunidad constituida por personas de
"corazón puro" (Mt 5,8) y guiada por el espíritu de la verdad (cf. Jn 14,17; 16,13) que ha desterrado de su vida toda
mentira, como recomienda Pablo: "Eliminad la mentira y decíos la verdad unos a otros ya que todos somos miembros
del mismo cuerpo" (Ef 4,25).

Estos son los caminos del Nuevo Mundo del Reino que propone Jesús. Es exigente, claro que sí, pero hace falta
exigencia (y libertad y decisión para asumirlo) de modo que este mundo sea de otra forma, tal como Dios lo ha querido,
y tal como nos haría bien a todos. Si quieres, guardarás los mandatos del Señor, porque es prudencia cumplir su
voluntad; ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras (primera lectura). ¡Elige!

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