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EL ESPECTRO DE ELVIRA

(2009-2010)
EL ESPECTRO DE ELVIRA

¡Miserable, trata de ser imperfecta, para que

te pueda querer sin angustia ni cólera!

C. B.

―¿Señor Porfirio Araneda?

―Sí, Señoría.

―Supongo que sabe bien el motivo de esta audiencia.

―Lo sé, y quisiera decir que no es necesaria.

―¿Por qué lo dice?

―Ya he confesado todo.

―Aun así, siempre hay que seguir el procedimiento. Es la ley.

―Pero la ley no va conmigo.

―Pues por eso está usted aquí.

―Lo que quiero decir es que la ley es una invención estéril. Además, mi propia valoración de la ley va
más allá de toda conjetura. Bajo mi perspectiva, ahora, por lo que he hecho, deberían darme una
medalla.

―¡Pero qué descarado es usted! ¿Acaso no ve que ha cometido un crimen, que le ha quitado la vida
a un ser inocente?

―Eso lo dice usted porque es un seguidor de la norma convencional; pero si usted lo viera un poco
de mi lado.

―¡Yo nunca estaré de su lado!

―Bueno.

―¡Escúcheme bien! El proceso…

―Usted puede darme la espalda, si quiere.

―No me interrumpa. ¡Jamás me interrumpa!

―Usted representa la ley…

―¡Cállese!

―¿Qué puede hacerme usted?


―¡Puedo hacer que se pudra en la cárcel!

―Desde su ley me podriré, pero no de la mía.

―Usted no debería estar aquí, sino en un manicomio.

―Esa es una condena apresurada. A lo mejor merezco más que eso.

―Quizá quiere pasarse por loco para no enfrentar la justicia, ¿eh?

―Haga lo que quiera. Yo ya hice mi parte al quitar a esa criatura del camino.

―¡Está desquiciado!

―Es probable.

―Ordenaré que se lo lleven.

―Me parece bien, pero antes voy a explicarle a la sala lo que en realidad pasó, para que después no
digan que busco otras cosas.

―¿Cuál es el plan que tiene para redimirse?

―Ninguno, Señoría. Yo solo quiero aclarar las cosas. A lo mejor después hasta usted me dé la razón.

―Ya le dije que yo nunca estaré de su lado. Yo solo puedo estar del lado de la ley.

―Si así lo quiere.

―Es que así debe ser.

―Bueno, yo no intento nada con lo que voy a decir. No pido perdón ni absolución; yo solo quiero
dejar claro el origen de todo. A lo mejor mañana, cuando ya esté muerto, alguien me dará la razón. Y si
nadie me la da, no tendrá ninguna importancia para mí. Para entonces habré cumplido con mi deber.

―Abogado, prosiga.

―Está bien, Señoría.

―Abogado, quisiera no ser interrumpido para que todo quede claro.

―Como usted quiera.

―Es usted muy amable.

―Acabemos ya.

―¿No le gustan los cumplidos?

―Señor Araneda, ¿me puede decir cómo conoció a Elvira Prat?

―Fue hace muchos años. La verdad no lo recuerdo bien. Solo sé que desde el primer encuentro nos
enamoramos.

―Tengo entendido que dejaron de verse por un tiempo.


―Fueron más de cinco años. Cuando nos volvimos a encontrar, fue para no separarnos. Bueno…

―¿Cómo define los diez años de matrimonio con la señora Elvira?

―Antes de responder quisiera decir otra cosa. Es algo que se me había escapado, y creo importante.

―Adelante.

―Cuando conocí a Elvira era una veinteañera muy agraciada, una de las muchachas más hermosas
de la ciudad. Desde el primer día me dijo que no me hiciera ilusiones con ella; que no me acercara tanto
porque me iba a llevar una enorme desilusión. Yo no le hice caso y seguí acorralándola con mi galantería.
Entonces ella, para desilusionarme, me dijo que era estéril, que jamás iba a ser madre, como tanto
quería. Yo no le creí, y continué cortejándola. Después tuve que irme por un tiempo de la ciudad, y no la
volví a ver. Ella pensó, como me dijo después, que había huido, pero así no fueron las cosas. No me
culpó, y estuvo de acuerdo con mi huida. Cuando nos encontramos nuevamente, es decir, cuando volví a
la ciudad, no quise pasar la oportunidad y le pedí que se casara conmigo. Volvió a decir que era estéril,
que jamás me daría un hijo. “Nunca seré una mujer de verdad”, fueron sus palabras. Me quedé
congelado por unos segundos. Muchas cosas me golpearon la cabeza en ese momento, pero al final le
dije, con alegría, que yo no andaba buscando hijos, sino a una mujer. Ella se alegró, y me abrazó con
ternura. Creo que ese día lloramos varios minutos sin parar. Unas semanas después nos casamos y nos
fuimos a vivir a una linda casa.

―Supongo que eso responde mi pregunta.

―De ninguna manera. Lo he dicho para que no se ponga en duda mi amor por Elvira; esa que nació
con un ángel que al final fue su ruina.

―¿Entonces me puede contestar la pregunta?

―Por supuesto.

―¿Y bien?

―Fui el hombre más feliz sobre la tierra. ¡Felicidad, amigo, esa fue mi vida con Elvira! Bueno, hasta
que me harté.

―¿Qué quiere decir?

―Se lo diré a su debido tiempo.

―Si así lo quiere.

―De eso no tengo duda.

―¿Cuándo concibió la idea de matar a su mujer?

―Fue hace un par de años.

―¿Cuál fue el motivo?

―Yo sé bien cuál fue el motivo, pero ustedes dirán que estoy loco. Su Señoría ya me lo dijo.

―Le doy mi palabra que lo escucharemos sin prejuicios.


―Cuando me arrestaron lo confesé, pero ahora se me hace necesario decirlo nuevamente.

―Entonces dígalo.

―No estoy seguro.

―¿Qué le hace dudar ahora?

―Pensarán que quiero evitar el peso de la justicia. Su señoría ya me lo dijo. Usted lo escuchó
perfectamente.

―Así como usted lo dice, no se puede pensar otra cosa.

―Pero yo no quiero huir de nada ni de nadie.

―Eso lo sé muy bien.

―Es difícil entenderlo.

―Para mí no.

―Está bien.

―Además debe hacerlo para que esto acabe.

―Yo quiero terminar con esta farsa.

―Entonces empiece a hablar. Aquí todos estamos ansiosos por oírlo.

―No es nada extraordinario, créame; pero a muchos les puede parecer un disparate.

―Ya le dije que no lo juzgaremos apresuradamente.

―Bueno.

―Entonces diga cómo fue que se le ocurrió matar a su esposa.

―Elvira era la mujer más encantadora sobre la tierra; además de ser muy bella, como todos saben.

―De eso no tengo la menor duda.

―Era de esas que pintan en las cúpulas de las catedrales…

―Entonces era limpia, de buen corazón.

―Sí; eso lo pueden decir los que la trataron. Yo siempre fui tosco y un tanto libertino, por eso la
gente decía que una criatura así no era para mí. En eso no estaban equivocados. Ahora me doy cuenta
que esa mujer no era para mí, que no estaba a mi altura, por así decirlo.

―¿Qué quiere decir?

―Ella no estaba para las cosas de este mundo; ella era para el sueño o la imaginación, mundos que
no nos pertenecen a los humanos.
―Ya me quedó claro el ángel de su mujer, pero, ¿qué tiene que ver con la muerte horrorosa que le
dio?

―Se merecía eso y más.

―¡Pero usted acaba de decir que era la mujer más bondadosa que ha existido!

―Y lo era. Dios sabe que lo era; por eso la maté.

―¿Qué quiere decir?

―Está muy claro, señor.

―Pues yo necesito una explicación.

―La maté porque era perfecta. ¿Entiende ahora lo que digo?

―¿Quiere que le diga lo que pienso?

―Por favor.

―Los humanos nunca estamos satisfechos con lo que tenemos. Siempre estamos enfrentados a
nuestro entorno. Con nuestro cónyuge, con nuestros hijos, con nuestro trabajo, siempre estamos en un
eterno conflicto porque queremos de ellos una altura, es decir, la perfección anhelada. Ahora usted me
dice que mató a su mujer porque era perfecta, y la verdad, se me hace difícil digerir esa explicación.

―¿No le parece que es un buen motivo para matar a alguien?

―Yo sé que hay que erradicar el mal y desechar la imperfección, pero eso de destruir algo tan alto,
tan perfecto, a mí se me hace como atentar contra el ideal…

―Es que usted no lo entiende.

―Lo entiendo perfectamente. Como también lo entiende, me atrevería a decir, su Señoría y toda la
sala. ¿No ha visto usted el algarabío que han provocado sus palabras?

―Es que usted y todos los de la sala lo ven desde la moral, y así no se puede hacer una valoración
equitativa.

―Esto no tiene que ver con la moral.

―A lo mejor no he sido lo bastante claro.

―En este punto estamos de acuerdo. Hasta ahora usted ha dicho que su mujer era bondadosa,
perfecta, como un ángel; pero la mayoría de los que estamos en esta sala, no la conocimos ni la
tratamos, por lo que no podemos compartir sus descripciones. Usted debería hacer un dibujo más
preciso de su mujer, para que todos lleguemos a un acuerdo satisfactorio.

―¿Qué quiere que le diga? ¡Qué quieren que les diga!

―Pues explíquenos la limpieza de su esposa.

―Ustedes no lo entenderían.
―Pero si no lo hace, no lo vamos a entender nunca.

―Pensarán que estoy loco.

―Empiece a hablar, amigo; le juro que lo escucharemos con atención.

―Lo menos que quiero es pasar por loco. Pueden pensar cualquier cosa de mí, menos que se me ha
chiflado el cerebro.

―Entonces hable.

―Lo haré; claro que lo haré. Así se acaba esto ahora.

―Si confiesa, conseguirá una libertad interior.

―¿Usted hablando de libertad para mí? ¿Acaso no está aquí para hacerme pagar por el crimen?
¿Acaso no le paga el Estado para que me confine al peor calabozo del mundo? ¿Ahora quiere
persuadirme?

―Yo no quiero nada distinto con usted. Yo solo quiero que hable para que se termine todo.

―Está bien, le voy a contar por qué maté a ese ángel del diablo.

―¿Ahora le ha dado otra identidad?

―Sí; las mujeres bondadosas y buenas no pueden ser servidoras de nadie más que de satán, y yo
hice bien desterrándola de los hombres. Después todos me lo van a agradecer.

―Entonces empiece a hablar.

―Elvira está en todas partes. En todos lados la veo.

―¿Qué quiere decir?

―Se aparece en mis sueños.

―A lo mejor es el remordimiento.

―Yo nunca me arrepentiré de lo que hice. Un favor les he hecho a todos.

―Explíquese mejor.

―Yo veo a Elvira en todos lados. Ella reside en todo lo bueno, en todo lo limpio. Las cosas ya no
podían seguir así. El mundo no es perfecto, ¿entiende?

―Si usted lo dice.

―Elvira me prohibía el mundo. Decía que las cosas suelen salir como las pensamos; por eso estaba
pendiente de todo. Mi casa lucía limpia y olorosa; mi ropa ordenada, mi comida a tiempo. ¡Cuánto
cuidaba ella mi alimentación! Estaba pendiente de mi cabello, de mis uñas y de mi sombra. En todas las
cosas estaba su mano. Cuando íbamos por la calle, no me soltaba el brazo para que no me pasara nada.
Decía que debía cuidarme siempre. Se encargaba de comprar todo lo mío y lo de la casa. Yo solo me
preocupaba de estar vivo.
―¿Eso le molestaba de su mujer?

―Al principio no me importaba y la dejaba a sus anchas. Muchas veces me detuve a contemplarla
con deleite mientras ella se ocupaba de mis cosas. Mi familia y mis amigos decían que Elvira era un
ángel, que yo tenía mucha suerte al tenerla a mi lado.

―¿Y por qué cambió todo?

―Muchos años pasé viendo la limpieza de mi mujer. Una tarde, mientras ponía unas flores en la
casa, una brisa amarilla penetró por la ventana que hizo que su cuerpo resplandeciera mucho más. En
ese momento parecía sorprendida, haciendo movimientos lentos como una burbuja rosada. Su cara lucía
más bella; su piel más olorosa y suave; su ropa más limpia y oxigenada; era como una ninfa en la orilla de
un jardín. No parecía de este mundo.

―¿Y qué hizo usted?

―Me levanté furioso, porque no era posible tanta perfección en una criatura. Tomé una bolsa, y salí
de la casa con rumbo desconocido. Ella se asustó, y trató de detenerme. Me pidió explicaciones, pero yo
no le dije nada. Yo no tuve coraje para decirle que despreciaba su hipocresía de náyade.

―¿Ese fue el primer día que empezó a odiar a su mujer?

―Yo nunca odié a Elvira; eso lo quiero dejar claro. Odiaba lo que hacía. Odiaba su pureza, su
limpieza, su bondad, su belleza, todo lo empecé a odiar. Pero a ella nunca la odié; si solo era un montón
de huesos como yo.

―¿Y por qué no se separó de ella?

―No lo hice porque tuve la idea de cambiarla, de convertirla en una mujer verdadera.

―¿Y qué hizo?

―Comencé a hacer todo lo que Elvira despreciaba. No me bañaba, no me afeitaba, andaba con la
misma ropa por varios días; comencé a faltar al trabajo, a llegar tarde a casa, a beber alcohol, a salir con
personas de mala procedencia, todo para cambiarla. Pero Elvira siempre me recibía con una sonrisa. Ella
siempre tenía la misma disposición de siempre. Nunca gruñó y siempre me trató con la misma ternura,
como si todas mis faltas a la moral eran insignificantes. Mi plan no dio resultado, y yo cada día me
hartaba más.

―¿Qué hizo después?

―Comencé a hacer lo más bajo que un humano puede alcanzar. La comencé a insultar, a golpear, a
poseerla de todas las maneras para ver si ella reaccionaba, si se hacía una mujer de verdad. Pero nada
cambió. Ella seguía en su mismo sitio; me perdonaba todo. Lo más bajo que ustedes se pueden imaginar,
ella me lo perdonaba sin reclamos.

―Otro hombre en su lugar hubiera sido feliz con Elvira.

―Lo perfecto no existe. Yo estaba perturbado. Ya no me sentía feliz con ella. Tanta limpieza me
sofocaba el corazón. Todo eso debía terminar de una buena vez y para siempre.
―Entonces resolvió matarla.

―No; eso no fue lo primero que se me ocurrió.

―¿Y qué fue entonces?

―Fueron muchas cosas. En mi desesperación, pensé en muchas salidas.

―¿Cuáles?

―Es difícil enumerarlas; fueron muchas.

―Está bien; ahora hábleme del crimen.

―Ya se lo dije.

―No lo entiendo.

―Me refiero a la pureza de mi mujer. ¿Le parece poco? Yo hice las cosas más bajas con ella en los
últimos dos años de nuestro matrimonio, y ella nunca me recriminó nada. Parecía como si no sufriera,
como si lo soportaba todo solo por salvarme de no sé qué cosa. Cada vez que la hacía probar el mundo,
me miraba con sus mismos ojos. Cuando terminaba mi prueba, me acariciaba el rostro, me besaba
tiernamente, me sonreía como una niña, jugaba con mi ropa, pero nunca me reprochó nada,
absolutamente nada.

―¿Y qué pasó?

―Mi salida era matarla.

―Pero mejor se hubiera marchado a otro lugar; a otro continente.

―¿Usted cree que no lo intenté? Elvira lo sabía todo. Solo matándola me libraría de ella. Y eso fue lo
que hice.

―Fue una mala decisión.

―¿Usted cree que a mí eso me importa? Estos días, sin ella, han sido los más felices de toda mi vida.
¡A mí no me importa la horca, la silla, si estos últimos días he vuelto a ser un hombre otra vez! Esa mujer
me quería arrastrar a su estado, pero yo no se lo permití. Le gané, y ya ve, aquí estoy, feliz, como lo están
todos los hombres del mundo.

―Usted lo ha decidido así, y recibirá su castigo.

―Ya le dije que no me importa.

―Bien, ahora dígame, o más bien cuénteme cómo fueron los detalles del crimen que cometió.

―Esa parte es la más importante; es la que he esperado contar todo este tiempo.

―Entonces empiece.

―Aquella mañana, cuando ya estaba harto de todo, le grité que iba a matarla sin compasión. Me
volvió a ver con su carita angelical, que hizo que me hirviera la sangre. Fue entonces que me abalancé y
la tumbé de un tajo al piso. Ella todavía se resistía a creer lo que estaba haciendo, porque me miraba de
forma bondadosa. Entonces ya no pude más, y le comencé a apretar el cuello como a una serpiente.
“Muere, maldita”, le grité echando espuma. “Vete de esta vida que solo nos pertenece a lo imperfectos”.
Entonces ella, y esto es lo que me causa más placer y alegría, comenzó a retorcerse como un gusano,
mientras sus ojos se inflaban como si iban a reventar. Esa imagen nadie me la quita. Ha sido el triunfo
absoluto. Yo he echado a ese monstruo al pozo, y de allí no va a salir más.

―¿Murió en poco tiempo?

―Murió rápido. Todavía puedo oler su imagen angustiosa. En los últimos segundos de su vida la
convertí en una mujer verdadera. Vi cómo se angustiaba por su vida, cómo me maldecía con malicia. Ese
fue su único espacio en esta vida. Lo demás se fue con ella para siempre.

―Creo que queda claro, Señoría.

―No cabe duda.

―¡Señores, los he liberado de la serpiente de las siete cabezas! Ahora, si quieren, pueden aplaudir y
echarme flores. Yo ya hice mi parte.

―¡Llévenselo, llévenselo!

BENEDICTA

a Olivia O´Lovely

Mi editor estaba enfadado conmigo. Todos los días me llamaba para ponerme una nueva fecha. Hacía
muchos días se había vencido el plazo, y ya para ese momento todo era un afán. Si no lo entregas a fin
de mes vas a tener problemas, me amenazó. No dije nada. Cuando colgué, hice pedazos el aparato, y no
revisé más el correo postal ni el correo electrónico. En cierto modo me escondí para ser encontrado.

No había escrito un solo párrafo en semanas. Estaba bloqueado. No tenía sensaciones positivas para
continuar. Me estaba costando trabajo escribir mi último libro, es decir, el último que publicaría en vida.
Aunque tengo otros encajonados, de esos se encargará mi editor en su momento.

No sé por qué no ponía empeño en escribirlo. Yo pienso que no lograba concentrarme por tener
siempre mi pensamiento puesto en Benedicta; mujer que para ese momento se había convertido en una
obsesión.

En esa época todos estaban pendientes de mis movimientos. Mis últimos libros habían tenido un
éxito arrollador en muchos países. Mi obra completa se imprimía en grandes tirajes en más de diez
idiomas. Había viajado alrededor del mundo a las ferias de libros más importantes. De la noche a la
mañana me convertí en una especie de James Dean literario. Fue una época agotadora y de un
exhibicionismo bárbaro. Yo me oponía a la danza mediática, pero cuando se ha firmado un contrato hay
que seguir las reglas del juego. Quién me ha mandado a mí a ser escritor. Así que antes de los bares, las
mujeres hermosas y la buena comida, tenía que cumplir con parte del trato literario.

Para ganar tiempo y poner mis ideas en orden, dejé la ciudad y me instalé en una cabaña que había
adquirido hacía unos años. La cabaña estaba en el pináculo de una cordillera que alcanzaba los tres mil
metros de altura sobre el nivel del mar. El clima era agradable; yo diría propicio para encender una
fogata y hacer el amor toda la noche.

Lo mejor era que sus habitantes no sabían quién era yo ni mucho menos conocían de literatura y ese
tipo de cosas. Les dije que me llamaba Ricardo Reis, y a ellos les pareció de lo más natural. Sus
verdaderas preocupaciones se reducían únicamente en mantener elevado su espíritu y leña almacenada
para encender el fuego. Solo logré aguantar una semana sin Benedicta. Cada rincón parecía hablarme de
ella, y ya nada era eternamente igual. No había duda que la necesitaba. Me lo repetía a todas horas. Así
que volví a la ciudad decidido a jugármelo todo por ella.

Para coronar mis males, encontré apostado en mi departamento a mi editor. No le hice el menor
caso. Sin decirle una palabra comencé a preparar mi equipaje porque había decidido viajar ese mismo
día. Mi editor me siguió a todos lados hablándome como un loro. Parecía estar al borde del delirio.
Cuando ya no aguanté lo insulté como nunca lo había hecho. Se asustó mucho y comenzó a retroceder
temiendo por su vida. Aprovechando la situación, me abalancé amenazante sobre su cuerpo, y le dije
muy cerca de su rostro que, si no se iba, en ese momento allí iba a pasar una desgracia. Corrió
desesperado hacia la puerta, y cuando se sintió seguro, me gritó que me iba a arrepentir. Le saqué el
dedo y cerré con un portazo para que nadie más se dignara en molestarme.

Se me había ocurrido viajar a Miami, donde Benedicta había filmado sus últimas escenas. Estaba
seguro que en algún rincón de esa ciudad la encontraría, o por lo menos me darían una valiosa
información de su nueva residencia. Así que no lo pensé más y viajé ese mismo día.

Antes quiero hablar de ella por si después de mi muerte este texto cae en manos de mi editor y él
decida publicarlo como una de mis memorias. Si así sucede, quiero hablar de Benedicta de la forma más
ecuánime posible, para poner al tanto a todos los que no la conocen. Mi propósito no es presentarla de
forma lasciva. Ya muchos saben de ella (y muy bien, por cierto) por su encomiable trabajo. Mi única
intención es, de alguna manera, acercarla a través de otro ángulo; un ángulo que nadie, me atrevería a
decir, conoce realmente.

Mi primer contacto con la pornografía fue en mis años juveniles. Mis amigos de la escuela se
encargaban de conseguir todas las películas pornográficas posibles. Las mirábamos en una especie de
orgía visual. Ya cuando era adulto, vi varias películas en variadas reuniones, pero nada extraordinario
digno de comentar. Fue así como tuve conocimiento de la industria pornográfica europea y la
estadounidense. En todo caso, como ya dije, mi entusiasmo por ese tipo de cine fue el normal, en
comparación a unos que se conocen donde los individuos alcanzan una determinada dependencia
enfermiza.
Hace unos años llegó a mis manos una revista en la que se detallaba parte del lucrativo cine porno
estadounidense, y se categorizaban a las estrellas de la industria del momento; las infinitamente
famosas Pornstars. En medio de tanta mujer hermosa, me asaltó una actriz que se hacía llamar de una
manera poco común: Benedicta. Esta mujer, según se decía en su perfil, había nacido en Santa Fe, Nuevo
México, pero su sangre era una mezcla de varios países: Italia, España, Chile y Francia. Sus medidas eran
exageradas, y su cabello largo azabache, era digno de destacar sobre todas las cosas. Una de las
particularidades que más me llamaron la atención de Benedicta desde el principio, fueron sus
numerosos tatuajes. Tenía una enorme mariposa en uno de los tobillos, un sol poniente en el ombligo,
una diablesca en su monte de Venus y, sobre todo, el que más me impactaba: un enorme dragón en su
espalda que yo siempre confundía con un Quetzalcóatl. Esta mujer me cautivó a primera vista, y casi en
el instante comencé a investigar todo lo relacionado al cine porno y sobre la vida de Benedicta,
principalmente.

De tanto investigar me hice un experto en el tema y un seguidor devoto. Resulta inevitable no ceder
a tanta belleza femenina; por lo menos yo no me puedo resistir. En mi investigación descubrí que
Benedicta era parte de un selecto grupo de actrices que gozaban de una popularidad insospechada. Este
grupo de actrices, según se decía en sus biografías, ya habían filmado más de cien escenas. Fue así como
tuve conocimiento de otras despampanantes Pornstars. También tuve conocimiento de actrices
veteranas de la industria que se habían mantenido por años en el gusto del público. Al final todo me
quedó claro. La industria pornográfica era más grande de lo que yo creía. No solo se limitaba a producir
grandes dividendos económicos. También tenía una fuerte presencia en la política, la música y el arte.
No hay duda que la pornografía fue parte fundamental del entretenimiento del siglo XX, será en todo el
siglo XXI, y en todos los siglos venideros.

Después de investigar la vida de Benedicta se me ocurrió una idea para conocerla. A pesar de que
vivíamos en ciudades relativamente cercanas, conocer a esta extraordinaria amazona no sería tan fácil.
Estaba tan impresionado que no iba a estar tranquilo hasta que por fin la tuviera frente a mis ojos.

En esa época ella tenía treinta años. Era una de las preferidas del público latinoamericano,
principalmente. No sé por qué, pero al conocer su edad, supe que tenía los años y la experiencia
necesaria para mí. Por sus características físicas y por su manera de posar para la cámara, casi siempre le
daban personajes de madre soltera o esposa infiel, donde siempre la acompañaban actores más jóvenes.
Por esa misma razón, casi todos sus videos los encontré en páginas de milf. Al revisar los sitios, me di
cuenta de la gran popularidad que gozaba en el mundo.

Aprovechando que era colaborador en un importante periódico, se me ocurrió escribir un extenso


artículo sobre la vida y obra de esta Pornstars. Gozaba de libre albedrío para escribir sobre lo que
quisiera, y pensé que no iba a tener ningún problema de censura. Se lo comenté al editor del periódico.
Después de pensarlo unos minutos aceptó mi propuesta. Viajé esa misma semana a Los Ángeles para
hacerle una entrevista en medio de un famoso evento de la industria.

En Los Ángeles me recibió un amigo, a quien había contactado con anterioridad. Este amigo ya le
había adelantado mi propósito a Benedicta, y ella estaba de acuerdo. Para que me sintiera más en
ambiente, Benedicta le propuso a mi amigo llevarme del aeropuerto al festival de la industria que se
desarrollaba en un importante hotel, donde ella era una de las atracciones principales. Dar con la imagen
apoteósica de Benedicta no fue difícil. Estaba en medio de otras actrices en un quiosco plateado
posando para las cámaras de decenas de fanáticos. Al verme en compañía de mi amigo, dejó a las otras
actrices y salió a nuestro encuentro.

Dos periodistas que cubrían el evento por poco la tumban antes de que ella alcanzara nuestro lugar.
En el momento que nos saludábamos, una lluvia de flashazos nos cubrió. Esas fueron mis primeras
fotografías junto a Benedicta. Días después esas mismas fotografías iban a provocar un gran escándalo
en los medios. A mí poco me importó; siempre los he tomado como tonterías sin importancia.

Hablamos un par de minutos con Benedicta. Nos pidió que la esperáramos en el vestíbulo del hotel
mientras se cambiaba de ropa. Media hora más tarde apareció con un vestido rojo ceñido y unos
grandes pendientes. Había cambiado sus tacones de plataforma por unas sandalias menos sublimes.
Estaba ligeramente maquillada, y su cabello se mecía a cada zancada. Nos sugirió irnos a otro lugar,
porque ya estaba harta del ambiente. Propuso un sitio de su predilección donde estaríamos más
cómodos. Nos condujo a un restaurante oriental que estaba a pocas cuadras del hotel. Llegamos y
ordenamos tres Dashi. Después hablamos sin peligro alguno.

A media comida comenzó a hablar en un castellano casi perfecto. Yo se lo agradecí porque mi inglés
no era el mejor. Ya entrados en confianza le dije si me concedía la entrevista esa misma noche. Frunció el
entrecejo, miró hacia los lados y en tono de confidencia, me dijo que la dejáramos para el día siguiente.
Yo estuve de acuerdo, y ya no volví a mencionar el tema. Antes de abandonar el restaurante, le pregunté
sobre lo peculiar que me parecía su nombre artístico. En términos simples, le dije que no había escogido
otro mejor. Ella se tiró una carcajada, me guiñó el ojo izquierdo, pero no me dio ninguna explicación.

Al día siguiente fui por Benedicta a su hotel. Mi amigo decidió no acompañarme. Yo se lo agradecí.
Ese día Benedicta apareció con unas botas negras, un vaquero azul ceñido, una blusa blanca que tenía
unas letras doradas al frente donde se leía San Francisco, y una chaqueta negra de cuero. Su maquillaje
era simple, y sus pendientes eran grandes y relucientes en forma de aro. De su cabello había hecho una
trenza perfecta, dejaba gran parte de su cuello desnudo. Sus grandes gafas negras también le daban un
toque sublime y elegante.

Cuando la tuve a pocos pasos, le dije que me impresionaba su porte, que su manera de caminar me
volvía loco. Sonrió, me tomó de la mano, y salimos congratulados al cielo inmenso de la ciudad.
Anduvimos tomados de las manos por las calles más importantes. Todos los hombres que
encontrábamos a nuestro paso quedaban hipnotizados con su belleza. Algunos que ya conocían sus
trabajos, le gritaban palabras subidas de tono desde las aceras. Eres muy popular, le dije apretándole la
mano. Me volvió a ver coqueta, y sonrió como solo ella sabe hacerlo. Al fin llegamos a un pequeño
parque en medio de la ciudad, donde nos sentamos a observar, o más bien, a criticar a la gente que
pasaba por nuestro lado. En medio de tantas cosas me dijo:

―Te he investigado.

―¿Y qué has descubierto?

―Sé que eres un buen escritor y un alcohólico empedernido.

―Ya no bebo como antes.

―Eso no importa.
―Tienes razón.

Callamos unos segundos. Yo no estaba interesado en la gente, y Benedicta parecía que quería
decirme algo más. Lo podía notar en su mirada.

―Eres un hijo de puta ―dijo al fin.

―¿Por qué lo dices?

―Porque has inventado todo esto para acostarte conmigo.

―Te juro que es verdad lo del artículo.

―Mientes. Conozco bien los de tu tipo.

―Así ―dije interesado―, ¿cómo son los de mi especie?

―Son intelectuales aburridos que de vez en cuando les gusta echarse una canita al aire para sentirse
vivos.

―Pues te equivocas. No quiero acostarme contigo, y no soy un intelectual.

―Pero eres escritor.

―Sí, pero no soy un intelectual; ellos son aburridos.

Sonrió con gran entusiasmo mientras me miraba como una felina. Yo también sonreí un poco; lo
suficiente para ponerme a su alcance.

―Me gustas y quiero acostarme contigo ―dije poco después.

―Ya me lo suponía.

―Pero eso es aparte del asunto periodístico. Ahora te habla el hombre que soy, no el escritor ni el
intelectual que tú dices.

―No puedo hacerlo.

―¿Por qué?

―Porque no soy una puta.

―Yo no he dicho que lo fueras; pero estoy dispuesto a pagarte si a eso te refieres.

―¡Imbécil! ―dijo rabiosa. Se levantó de golpe y se alejó despavorida para que yo no la viera
perderse entre la muchedumbre.

Las últimas palabras que le dije me resonaban como un nido de serpientes. Me había convertido en
una persona distinta en ese momento. Me desconocía totalmente. Jamás había actuado así, y jamás
había sentido esa terrible sensación de vacío, como cuando vi a Benedicta alejarse de mis manos. Lo
había arruinado por completo.

Regresé a la casa de mi amigo pensando en ella. Yo siempre me había jactado de tener una palabra
precisa para cada situación, y esa vez no había podido hacer nada para cortejar de la mejor manera a esa
mujer. El recuerdo de su sonrisa hizo que más me interesara en ella. Pero en ese momento lo mejor era
dejar todo en paz.

A las seis de la tarde mi amigo me dijo que Benedicta había llamado para verme esa misma noche en
el bar de su hotel. Sin pensarlo acudí a la cita. Mi viaje se había complicado, y tenía que volver en las
primeras horas del día siguiente a mi ciudad, por lo que no debía de perder tiempo.

Cuando llegué al hotel, Benedicta ya me esperaba en el vestíbulo, hermosamente alhajada. Llevaba


puesto un vestido negro con un escote muy prominente y unos zapatos exageradamente altos. Su
cabello lucía más espeso y hermoso que de costumbre, que hacía sobresaltar dos pequeñas y brillantes
perlas en sus orejas.

No traté en ningún momento de disculparme. Una mujer como ella está por encima de esas
nimiedades. Hablamos en el bar y en el vestíbulo, donde por fin le hice la entrevista. Me enteré de que
estaba considerando dejar la industria por un tiempo para dedicarse a estudiar psicología. En el futuro
pensaba fundar una oficina de modelos y una productora de películas.

Hablamos largo y tendido, pero siempre con cordialidad y respeto. Ella me hizo un par de bromas
sobre mi oficio de escritor, y cuando nos despedimos me dijo que no sabía si volveríamos a vernos, pero
que a pesar de todo le había gustado conocerme.

―Mencióname en tu discurso del premio Nobel ―dijo sonriendo.

―No será necesario. Para esos días ya serás mi mujer y estarás conmigo en la ceremonia.

Volvió a sonreír mientras se alejaba. Yo salí turbado del hotel a preparar mi equipaje.

El artículo que escribí sobre la vida y obra de Benedicta se publicó unas semanas después de haber
regresado de Los Ángeles. Pensé mucho en el título, y al final decidí ponerle A Benedicta, con amor. El
editor me dijo que el título era muy sugerente, pero que lo aceptaba. Mis fieles lectores quedaron
impresionados con mi artículo y, sobre todo, con la perturbadora imagen que les ofrecía de Benedicta.

Recibí muchos correos, donde comprobé que todo el mundo parecía estar interesado en Benedicta.
A mí también se me formó un gran escándalo. Alguien publicó las fotografías del festival porno de Los
Ángeles donde aparecíamos juntos. Poco me importó lo que se dijera; siempre ha sido así. Mi editor
tampoco se alarmó por el escándalo. Además, todo eso ayudó a que se incrementaran las ventas de mis
libros.

A los tres meses de haber publicado el artículo, recibí una llamada a medianoche. A tientas levanté el
teléfono y descubrí la inmaculada y dulce voz de Benedicta. Me incorporé asustado temiendo que fuera
un sueño. Pero era real. Benedicta me hablaba para decirme que quería pasar unos días en mi casa. Yo
no tuve más que aceptar su propuesta. Llegó una semana después.

Con gran entusiasmo la recibí en mi departamento. Con anterioridad me había preparado para una
visita así, pero todo se aceleró con su llamada. Mi hogar es modesto, pero muy cómodo. Yo siempre he
odiado el lujo y la vida aristocrática. Solo cuenta con dos habitaciones amplias, un pequeño estudio
donde escribo, una pequeña cocina, y una sala alargada que termina con una inmejorable vista de la
ciudad.
Benedicta se sorprendió de la pulcritud de mi casa. Siempre había creído que los escritores éramos
desordenados y sucios. Yo le dije que no era desordenado, pero que era muy sucio. Sonrió coqueta,
mientras yo la contemplaba como a un ángel.

Le mostré las dimensiones de mi departamento para que se sintiera en ambiente. Estuvo de acuerdo
en que era muy cómodo y confortable. Poco después le mostré su habitación.

―Pensé que dormiríamos juntos ―dijo.

―Eres mi invitada y debes estar cómoda. Yo soy inquieto en las noches.

Sonrió mientras entraba en la habitación. Estaba cansada. Le dije que durmiera un poco antes de
cenar, mientras yo me ocupaba de todo. Tres horas después ya habíamos cenado. Hablamos un largo
tiempo; luego le sugerí que se fuera a dormir, porque los días siguientes serían pesados. Estuvo de
acuerdo.

Le mostré una parte de las atracciones más importantes de la ciudad. Estuvo alegre y dispuesta a
cualquier cosa. Más de un hombre la reconoció en la calle. Algunos se atrevieron a pedirle un autógrafo,
como si se trataba de una famosa actriz de Hollywood.

―Reconocen tu trabajo ―le dije al oído.

No dejaba de sonreír mientras apretaba mi mano. Preparamos la cena, bebimos un buen vino, y
charlamos como nunca. Cuando se llegó la hora de acostarnos me condujo a su habitación, donde
hicimos el amor como no lo había hecho antes. Fue una de las noches más felices de mi vida.

Una semana pasé con Benedicta en la ciudad. Los días siguientes los pasamos en la cabaña de la
cordillera. Un amigo me había sugerido ese retiro hacía mucho tiempo. Acepté la propuesta de mi
camarada para estar junto a Benedicta lejos de la civilización. A ella le pareció una idea extraordinaria, y
creo que fueron los días más felices de nuestra vida juntos. Pocos días después adquirí la cabaña.

Pasamos más de diez días en la cordillera. Las personas del lugar nos trataban como a una pareja de
recién casados o algo parecido. Un anciano que siempre me ayudaba con los asuntos de la cabaña, un
día tocó ávidamente nuestra puerta. Benedicta abrió y lo hizo pasar. Cuando estuve frente a él me dijo
que ya tenía la leña que necesitaba para mantener la temperatura. Me pidió acompañarlo, y cuando nos
retiramos le dijo a Benedicta:

―No se preocupe, señora, en unos minutos estará su esposo nuevamente con usted.

Benedicta se contuvo la risa haciendo un gran esfuerzo. Se acercó, me dio un cariñoso beso,
mientras me pedía con mucha ternura que no me tardara.

Más de un año vivimos de ese modo. Casi siempre ella venía a mi casa o yo la buscaba en su ciudad.
Ella tenía su vida, y yo no quería incomodarla. La verdad no sé qué relación era la nuestra, solo puedo
decir que era muy hermosa y sin ataduras de ningún tipo. No era necesario que nos dijéramos “te amo”
o “te extraño”, ni que nos inundáramos con llamadas posesivas y celosas. Lo nuestro fue una
complicidad verdadera, libre de la hipocresía habitual.
En los días que caí enfermo, Benedicta desapareció del mapa. La busqué en todos los rincones
posibles, donde sabía que la podía encontrar, pero ya no supe más de ella. Mis dolencias aumentaron,
así que suspendí temporalmente la búsqueda.

Mi enfermedad me desconcertaba. Se me hacía extraño porque siempre había sido sano. Eran
síntomas complejos que jamás había padecido en mi vida. Después de unos análisis se aclararon por
completo mis dudas. Yo era VIH positivo. No me alarmé con la noticia porque hacía mucho que me había
preparado para la muerte. Hasta los médicos se sorprendieron con mi actitud.

Una tarde, mientras tomaba unos retrovirales, me acordé de Benedicta. Hacía mucho tiempo que no
pensaba en ella, y al hacerlo sentí unos fuertes deseos de volver a verla. Corrí por mi computadora, y me
puse a investigar sus últimos movimientos. Supe que se había retirado de la industria porque se había
corrido el rumor de que estaba infectada con el virus del Sida. En ese momento lo comprendí todo.
Benedicta y yo habíamos tenido relaciones sexuales sin ninguna protección. No había duda; Benedicta
me había transmitido la enfermedad; estaba casi convencido de ello. En su profesión se dan muchos
casos. Yo tampoco había sido un angelito, pero estaba convencido que Benedicta me había transmitido
la enfermedad.

Decidí viajar a Miami para verla. Nadie podía detener mi viaje. La busqué en lugares estratégicos,
pero no estaba. Hablé con personas de la industria, pero nadie me dio una valiosa información de su
paradero. Mi búsqueda fue un completo fracaso.

Para colmo de mis males, en el hotel que me hospedaba tropecé con un cubano-americano que era
colaborador del Nuevo Herald. El hombre no perdió oportunidad, y al día siguiente escribió en dicho
periódico sobre mi estancia en Miami. En su columna me nombró “Persona non grata en la ciudad”. Todo
era porque hacía algunos meses él tuvo conocimiento de un trabajo periodístico mío, donde yo hablaba
de forma laudatoria de los hermanos Castro, donde también exaltaba la revolución cubana.

Desde el momento que me vio el periodista se hizo un gran escándalo; al poco tiempo la entrada del
hotel se inundó de decenas de manifestantes. Era la época de las llamadas “Damas de blanco”. Los
manifestantes no solo se limitaron a insultarme, sino también refutaron mis ideas políticas, mis trabajos
literarios, y me gritaban en todo momento que era una “Persona non grata en la ciudad”. Algunos
llegaron al extremo de lanzarme algún objeto para causarme daños físicos. Menos mal que este tipo de
manifestaciones son pacíficas, me dije entre dientes. Pero, a pesar de todo, me dije repetidas veces,
mientras escuchaba a la turba enardecida: ¿para qué carajos necesito yo Miami, cuando tengo La
Habana, Buenos Aires y París? La gente no paraba de insultarme, y yo traté de evitar la polémica en todo
momento.

Por los acontecimientos de Miami tuve que volver a casa sin ninguna noticia de Benedicta. No quería
estar otro día más en la ciudad ni quería ser parte del exhibicionismo mediático. Yo no les iba a dar a
esos usureros de la historia la posibilidad de un banquete. Continué mi búsqueda en otros lugares y todo
fue inútil. Mi salud empeoraba, y no conseguía mi propósito.

Pero la luz me ha vuelto a sonreír. Hace pocos días, una buena fuente me informó de su paradero.
Antes no quiero ahuyentarla. Debo ser paciente. Ella no debe saber que la busco con desesperación. Lo
tengo decidido. Este mismo día voy a viajar. Cuando la tenga frente a mí, le voy a proponer que nos
vayamos de esta vida juntos.
ANTE MI CADÁVER

Se acabó. Ya no soy más. Me detuve con treinta y cuatro años. Esto tenía que ocurrir. Ya no soy más que
este cadáver. Para los demás mi muerte es una tragedia. Pero eso no importa ahora.

¿Qué pensarán de mi muerte? Mis padres, mi esposo, mis hijos, mis amigos, ¿qué estarán diciendo
ahora de mí? Sé lo que dijeron mis colegas cuando me trajeron de emergencia al hospital. Intentaron no
perderme. Yo representaba un reto especial para ellos. Yo era uno de los suyos, y perderme significaba
perder un poco de sus almas oxigenadas. No me pudieron salvar. Por más que intentaron reanimarme,
no me pudieron sacar del pozo. ¿Qué podían hacer ellos si llegué muerta a sus manos? Nadie podía
salvarme. Cualquier procedimiento es inútil para un cadáver.

Nunca me imaginé en una situación así: muerta en una cama y alrededor un ejército de personas
tratando de salvar mi vida. Hasta el director del hospital se hizo presente. Su presencia no ayudó. A lo
mucho, solo a sumar lamentaciones. El rostro del director estaba embotado. A veces se pasaba la mano
en la frente tratando de revertir lo que estaba sucediendo.

Hoy me di cuenta que el director me apreciaba más de lo que yo pensaba. Lo vi en sus ojos al ver mi
cadáver. No quería aceptar que su residente favorito estaba sin una gota de vida. Algunos se molestaban
y pedían imparcialidad en el trato, pero el director siempre me prefería a mí, aunque trataba de ser justo
con el personal. Era solo en las pequeñas cosas que se decantaba por mí; cosas insignificantes que los
demás magnificaban. Yo no tenía la culpa que el director me prefiriera. Se lo hice saber a mis colegas, y
ellos parecían entenderlo. Pero yo sé que no estaban a gusto conmigo. Yo nunca intenté ser buena ni
mala; traté de ser justa. Siempre creí que lo justo es el equilibrio de todo; es lo que contribuye a una
existencia plena y digna.

Ahora me di cuenta que mis colegas no me guardaban ningún resentimiento. Los vi angustiados con
mi muerte. Creo que exageraron. Una muerte no tiene que ser una tragedia sino un paso. Yo sé que
pensaban que era muy joven y con un futuro prometedor. Todos pensaban en mi familia, pero sobre
todo en mis hijos. Pobres gemelitos, dijo uno de mis colegas, se quedaron sin su madre a tan temprana
edad. Los demás asintieron, mientras una enfermera rompió a llorar al ponerse en mi posición y en la
vida futura de mis hijos. Después de lamentarse, dejaron tranquilo mi cadáver. Ya era suficiente lo que
habían hecho por mí, y ahora solo quedaba dar el paso que se sigue en estos casos.

Ahora me doy cuenta cómo pasó. A lo mejor las cosas sucedieron bajo una causa natural, como un
destino mecánico, que es atraído para un fin justo y etéreo. Todo se confabuló de forma sorpresiva. Mi
auto arruinado, mis ganas de caminar y de mezclarme con la gente, mi doble turno en el hospital, la
irresponsabilidad de mi verdugo, mi propio descuido, todo, absolutamente todo se confabuló para
convertirme en un cadáver. Mi esposo ahora debe estar pensando así. Algunos dirán otras cosas;
buscarán otros culpables, incluso a Dios.

Pero esto no ha sido su obra. A lo mejor el culpable es la persona que me atropelló. Ahora que lo
pienso, me hubiera gustado verle el rostro. Me hubiera gustado regalarle mi última sonrisa. En el fondo
sé que él no tuvo la culpa. Yo tampoco. Aquí nadie es culpable. ¿Cómo alguien puede ser culpable de la
vida? No entiendo por qué llaman asesino al que aprieta el gatillo.

¿Quién fue mi verdugo? ¿Fue un hombre o una mujer? Estoy casi segura que fue una mujer, una
mujer joven. Su manera de conducir la delató. ¿La habrán detenido? Pero ella no tuvo la culpa. Yo
tampoco la tuve. Eso le puede pasar a cualquiera. Verdugos hay en todas partes, todos tenemos algo de
ello. Antes no lo pensaba así. Antes uno no piensa en nada. Solo cuando se está frente a su cadáver uno
empieza a descifrar mejor la cosas; solo así empieza a darle sentido a todo.

Hoy me di cuenta que fui un ser patético toda mi vida. Buscaba ser la primera en todo. Creía en la
felicidad y en Dios. Me metí a estudiar medicina para pasar por una persona de bien. Me casé y tuve
hijos solo para ajustarme a los moldes de una sociedad hipócrita. Cada día, en mi profesión, tenía
experiencias que refutaban mi fe cristiana, y yo seguía empecinada con el paraíso para los fieles y el
infierno para los pecadores. Solo ahora me doy cuenta que nada hice para mi bien personal, y que todo
se lo entregué a alguien que vive en un sueño. Hoy se terminó la farsa. Hoy gané el silencio. Ahora, ante
mi cadáver, puedo ver distinto. Puedo unir las casualidades que me trajeron a esta sala donde hacen
fiesta con mis vísceras.

Siempre oí que la muerte es presentida; que no hay mejor día para un humano que el día de su
muerte. Uno no se encuentra en su estado habitual. Andamos más receptivos y tristes, atentos e
histéricos, felices y sensibles. Escuchamos otra música. Percibimos olores jamás imaginados. Somos
capaces de enfrentar los extremos de la existencia, de la mano de la alegría y la tristeza. Damos síntomas
extraños, según dicen.

Ahora me queda claro que nada es cierto. Es verdad que no hay tiempo para despedirse de las
personas. Yo no me despedí de nadie. Ahora solo falta que mi familia hable de eventos paranormales por
no despedirme. Muchos creen en esas manifestaciones. Están convencidos de que los apagones de luz,
la fuga del grifo en la cocina, las sombras en los sueños, son las formas de despedirse que usan los
muertos.

Ayer salí de casa con la misma actitud. Jamás pensé que eran las últimas horas de mi vida. Le di de
comer a los niños, les ayudé con sus tareas, hablé con mi marido, nos echamos bromas, lo de siempre.
También le permití a mi esposo traerme al trabajo. Mi coche estaba arruinado. Me despedí de los niños
con un beso y un abrazo, como lo hacía todos los días. Les di instrucciones. En la calle hablé con mi
esposo de las mismas cosas. Le dije que mi turno iba a ser de dieciocho horas, que saldría del hospital a
las ocho de la mañana del día siguiente. Él se ofreció pasar por mí al trabajo, pero le dije que quería
caminar, mezclarme con la gente. Hacía mucho que no rompía mi rutuna, y ese día era estupendo para
hacerlo. Eso tal vez fue lo único raro. Pero ya no importa. A lo mejor para los demás es importante.

Siempre me gustaba ir de copiloto. Nunca me gustó conducir. Si lo hacía era por pura necesidad.
Prefería disfrutar el paisaje de la urbe desde la ventana; ver los rostros de los transeúntes y el disfraz de
los edificios. En la calle se respiraba un aire distinto, como si era un día feriado o un fin de semana. Las
calles estaban llenas y coloridas, envueltas en un azul intenso. No sabía el origen de la algarabía, de la
parafernalia que pocas veces se presentaba en el año. De las casas, los negocios, los restaurantes, salían
personas envueltas en un ruido inusual. Vi caras conocidas, que hacía mucho tiempo había dejado de
tratar. En todo caso eso no auguraba nada extraordinario para mí; fue tan solo una acumulación de
circunstancias fortuitas, nada más.

Las calles estaban distintas. Los niños y los adultos expresaban algo inusual, contrastaba con los
mendigos y los enfermos de las esquinas. Ellos no eran parte de la felicidad. Los perros callejeros
también lucían tristes. Se amontonaban en los toneles de basura con la esperanza de encontrar una
comida insecticida que los mandara a las sombras. Otros perros, los que caminaban junto a sus amos, ni
siquiera se detenían a gruñir con los desprotegidos. Era una maldita contrariedad y se lo hice saber a mi
esposo. Él estuvo de acuerdo. Bueno, él siempre estaba de acuerdo. ¿Por qué lo hacía siempre?

Eran minoría los perros callejeros y los mendigos. Eran más los que se paseaban con los colores de la
bandera. Le pregunté a mi marido sobre el asunto. Esta noche juega la selección de fútbol, me dijo. Me
quedé congelada. Me di cuenta que había perdido el enfoque de muchas cosas. Había perdido
prioridades y el hilo conductor de una vida modesta y normal. Mientras los demás estaban al tanto del
partido y de las estadísticas, yo ni siquiera sabía del juego de esa noche, un juego que paralizaba todo.
Por supuesto que el partido y mi desinterés fueron otras de las casualidades.

Le prometí a mi esposo ir al estadio para el próximo juego de la selección. A los dos nos gustaba el
fútbol. Cuando éramos novios, muchas veces fuimos al estadio a ver los partidos de la selección. Nos
poníamos de acuerdo con otros amigos de la facultad, e íbamos en caravana. Después del juego
pasábamos a un bar a tomar cerveza. Reíamos, bailábamos, gritábamos, recordando las mejores jugadas.
Eran días de desenfreno. También me gustaba ir a la playa y bañarme desnuda. Mi marido siempre me
recordaba esos días. Después de casarnos nos hicimos aburridos. El trabajo nos absorbía y la crianza de
los niños implicaba muchas responsabilidades. Pero ayer quedamos de ir al estadio y recordar nuestros
gloriosos días de juventud. Ahora ya no podré ir con mi marido. Tendrá que ir solo cuando se recupere
de mi pérdida. Él debe ir con alguien más. No debe dejar de hacer algunas cosas por mí. A mí me
gustaría que fuera al estadio y que llevara a los niños. Pero eso ya no lo puedo decidir.

Cuando llegamos al hospital, me despedí de mi esposo como siempre lo hacía y comencé a caminar
hacia el ala sur del edificio donde estaba mi lugar de trabajo. Faltaban veinte minutos para las dos de la
tarde y todo lucía como los últimos cinco años. Nada me decía algo distinto. Nada anunciaba mi fin. Es
verdad que sucedieron cosas imprevistas desde mi llegada, pero en un edificio así no es extraño que
sucedan cosas raras todos los días. Después de instalarme en mi puesto, hice la primera ronda de mi
turno. Unos colegas me pusieron al tanto de las novedades. Eso era innecesario porque yo conocía los
procedimientos de las últimas veinticuatro horas. Sabía que tenía programada una cirugía que me
costaría gran parte de la noche, así que las advertencias de mis colegas y las del resto del personal
sobraban en ese momento.

La cirugía estaba programada para las cinco de la tarde, así que tenía tiempo para hacer otras cosas.
Estuve unos minutos en el piso de maternidad. Pasé cerca de la sala de emergencias, donde en unas
horas llegaría mi cadáver. Los minutos que estuve en esa sala, vi dos casos que me sobresaltaron. Entró
un hombre con cuatro perforaciones de bala en el pecho que no pudo resistir los procedimientos de
reanimación. Murió sin objeciones y fue trasladado a la morgue. El otro caso era el de un niño de diez
años que se había partido el cráneo en una caída de bicicleta. Mis colegas lograron estabilizarlo antes de
pasarlo a cirugía. A medianoche supe que el caso del niño se había complicado y que había muerto.
Estos cadáveres ahora me acompañan en la morgue.

La cirugía comenzó a las cinco en punto. El paciente era un hombre de unos cuarenta años que tenía
el cuerpo tan flaco como don Quijote. Su cara era alargada y sus pómulos puntiagudos. Tenía dientes
perfectos y una sonrisa hermosa. Su cabello era gris y sus ojos de un azul profundo. Charlé varios
minutos con él para darle ánimos, porque me habían dicho que estaba con los nervios alterados. Le dije
que todo iba a salir bien, que después su salud quedaba en sus manos. Me dijo que no quería morirse
porque hacía pocos días se había convertido en padre por primera vez. Me confesó que antes de su
paternidad no le habría importado morir. Ahora tenía la responsabilidad de un ser que había traído al
mundo. Lo tranquilicé con las palabras más amorosas que pude. Él pareció entender, porque su
nerviosismo desapareció de súbito. Me sonrió con elocuencia, y a mí no dejaba de extrañarme su cuerpo
flacucho.

La cirugía fue un éxito. Mi paciente ya no se preocupará por su salud en un tiempo. Verá crecer a su
hijo, y la vida le sonreirá si se lo propone. Algún día tendrá que morir, y entonces ya no habrá marcha
atrás. A lo mejor para ese momento ya no tenga nada que lo ate a esta vida. Ahora que lo veo así, yo
tenía muchas cosas que me ataban a esta vida. Mi esposo, mis hijos, mis padres, mi individualidad, todo.
Nadie está listo para partir. La gente siempre busca excusas para no irse. Yo no estaba preparada, pero
ahora sucedió y no se me hace tan trágico. Supongo que así debe ser.

Después de la cirugía hice otros procedimientos menores. Les eché un vistazo a otros internos, y
platiqué con las enfermeras y con algunos residentes con quienes sentía más afinidad. Así pasé hasta el
final de mi turno, a las ocho de la mañana. Me preparé para salir. Di algunas recomendaciones. Charlé
con algunos colegas nuevos. Hice lo que hacía siempre al acabar mi turno.

Salí del hospital. La brisa de la calle me hizo bien. Fue una buena decisión no permitirle a mi esposo
pasar por mí al trabajo, porque disfruté cada paso que di hasta la parada del autobús, que estaba a unos
cien metros del hospital. Hacía mucho que no caminaba, y por un momento me gustó sentirme libre de
mi cotidianidad. El día era hermoso. Lo disfruté como nunca. No creo que esa sensación de tranquilidad
auguraba lo que iba a pasar después. Que yo les diera otra interpretación, una más personal, solo fue
una acumulación de casualidades.

Me paré frente a la calle para cruzarla. Al otro lado estaba la parada del autobús, así que solo tenía
que caminar pocos pasos. Cuando la luz del semáforo se puso roja y los autos se detuvieron, comencé a
caminar. Me seguía una pareja de jóvenes. Cuando estaba a pocos centímetros de la acera, un auto que
venía a gran velocidad me embistió de lleno. No sé qué pasó. El carro debió de detenerse por la luz roja.
Caí cinco metros adelante. En el instante perdí la conciencia y la vida. Cuando la ambulancia llegó, ya
había muerto. El conductor huyó a toda velocidad, mientras los transeúntes que lo habían visto todo,
gritaban consternados. Por suerte a los muchachos que caminaban detrás de mí no los alcanzó a
impactar. A los pocos segundos se armó un gentío alrededor de mi cadáver. Las personas comenzaron a
lanzar lamentaciones. No había nada que hacer por mi vida.

Ahora sé que fue un hombre el que me arrolló. Lo vi por una centésima de segundo. Tenía un rostro
bello y una piel fulgurosa. Sus ojos eran grandes y tenía miedo como todos los humanos. Él no tuvo la
culpa. Nadie tuvo la culpa. Algunos pueden decir que fue mi negligencia, mi desvelo, mi auto arruinado,
el conductor irresponsable, el semáforo; se pueden decir muchas cosas. Yo no creo en el destino ni en las
casualidades. No sé lo que sucedió. Eso nadie me lo puede explicar. Lo único que sé es que morí.

Ahora solo queda mi cadáver descuartizado. Está pálido y empieza a oler mal. Pronto comenzará a
descomponerse y a podrirse, y eso no tiene nada de especial. Yo hasta aquí llego. Ya no soy más. A lo
mejor nunca fui. Ahora solo queda esperar que metan mi cadáver en el congelador, mientras viene mi
esposo por él. Al fin y al cabo todo ya está dicho y terminado.
MISA NEGRA

Cuatro estudiantes del glorioso Departamento de Letras de la Universidad…, decidieron un día, mientras
encendían unas pipas y leían los versos de Milton y Hölderlin, hacer una sesión espiritista, donde
invocarían las almas de sus poetas predilectos: los poetas malditos franceses. El orden de invocación
sería el siguiente: la primera noche llamarían a Paul Verlaine, la noche siguiente invocarían a Arthur
Rimbaud, y la última noche sacarían de su tumba a Charles Baudelaire. Estructuraron su plan de tal
modo que no podía fallar. Ahora solo quedaba elegir la fecha y esperar a que los muertos aparecieran en
espíritu.

Los cuatro eran muy jóvenes; apenas cruzaban el segundo año de la carrera, pero ya tenían varias
lecturas y habían compuesto algunos poemas y uno que otro relato corto. Eran tres hombres y una
mujer. Ella se llamaba Eva, y sus tres compinches respondían a los nombres de Luis, Jorge y Eduardo. Este
último se hacía llamar Manet, en honor al pintor impresionista.

Un sábado, libres de clases, se reunieron en la casa de Manet, que vivía solo por razones poco claras.
Bueno, tenía un perro cenizo y un gato pardo de ojos azules. Eva llevó jugo de naranja, Luis la comida y
Jorge los cigarrillos. La velada comenzó con la preparación de los alimentos. Mientras cocinaban
decidieron poner música. Manet se apresuró a poner un disco de Café Tacuba para animar el ambiente y
para darse valor. Aunque nadie lo reconocía, estaban al borde del abatimiento y más de uno pensó en
echarse atrás. Esto era por las historias que se contaban de una sesión así, especialmente cuando todo
salía mal, o mejor dicho, cuando no se despedía correctamente al invocado. Pero pudo más la curiosidad
que el miedo y decidieron seguir.

Después de comer y de oír un par de discos de rock latino, decidieron leer poemas de sus cosechas,
mientras llegaba la medianoche, hora en que comenzaría la sesión. Leyeron sus poemas obteniendo,
como es habitual en este tipo de reuniones, la aprobación de la camaradería.

A las once de la noche comenzaron a preparar la sesión. Manet ya tenía recortada las letras y los
números que utilizarían. Los demás movieron la mesa y las sillas para el centro de la sala. A las once y
media ya tenían todo ordenado. Como faltaba media hora para la medianoche, todos, con un fingido
disimulo, se entregaron a los nervios.

Así estuvieron hasta que el reloj dio las doce campanadas. A esa hora se tomaron de las manos
haciendo un círculo, mientras miraban la copa boca abajo que habían dejado en el centro de la mesa. Las
letras del abecedario estaban en el extremo superior de la mesa, y en el otro extremo los números del
“0” al “9”. En un extremo de la mesa, en la parte izquierda, donde estaba la hilera de números, estaba
formada la palabra “Sí”, y en el otro extremo, es decir, en la parte derecha de dicha hilera de números,
estaba escrita la palabra “No”. Del lado de los números, justo en el centro y casi por encima de ellos,
habían puesto la palabra “Adiós”.

Manet dio por iniciada la sesión con una oración en un idioma escandinavo. Sus amigos lo vieron en
completo silencio.
―¡Oh príncipe de los poetas ―comenzó a decir Manet―, si esta noche te encuentras entre
nosotros, mueve la copa hacia la palabra “Sí”!

Los otros muchachos se miraron nerviosos esperando la respuesta del espíritu. Manet volvió a
repetir la misma frase tres veces, pero todo seguía en la misma quietud. La copa permanecía en su sitio,
y el ambiente no parecía alterado.

―Yo he oído ―dijo Luis frente a las miradas de sus amigos―, que para que la copa se mueva, los
participantes deben tener el dedo índice puesto en ella.

Asintieron y se echaron a reír por el descuido. Cuando se sosegaron, Manet volvió a repetir lo que
había dicho minutos antes. La copa no se movió, por lo que la orden fue repetida una vez más, solo que
esta vez con garbo. No obtuvo ninguna respuesta, así que volvió a repetir la frase con fastidio. La copa
continuó en su puesto, mientras sus amigos lo veían con miedo y nerviosismo. Lo intentó dos veces más,
obteniendo siempre un resultado negativo. Aliviados, quitaron sus dedos de la copa, se estiraron un
poco, mientras respiraban con soltura. Nadie se atrevía a decir una palabra, aunque todos deseaban
hacerlo.

―A mí me dijeron ―dijo Eva con una voz entre nerviosa y firme―, que estos rituales se hacen en la
oscuridad.

Volvieron a asentir y a reírse con este nuevo descuido. Se echaron algunas bromas y volvieron a
quedarse quietos mientras Manet iba por una vela a otra habitación. Todos pasaron a una palidez
extrema, al pensar que esta vez harían contacto con el espíritu de Verlaine.

Manet apagó las luces sin avisar y todos saltaron de miedo. Después se echaron a reír para darse
ánimo, pero sabían que estaban al borde del abismo. El anfitrión encendió la vela. Volvieron a poner los
dedos en la copa. Manet repitió la orden que había dado antes. Lo repitió cinco veces, pero el espíritu de
Verlaine no se manifestaba, así que decidieron, para su tranquilidad, hacer la sesión la próxima noche,
cuando el reloj diera las doce campanadas.

Volvieron a reunirse en la casa de Manet. Esta vez no leyeron poemas. Se dedicaron a comer frutas y
chucherías, a fumar como monos de circo, y a hacerse bromas sobre una posible locura. Lucían menos
nerviosos, con la esperanza íntima de que el espíritu de Verlaine no acudiría a sus llamadas. Pero cuando
se iba acercando la medianoche, empezaron a sentirse inquietos y un tanto nostálgicos.

El reloj dio las doce. Volvieron a sentarse en los mismos lugares de la víspera, donde todo había
quedado intacto por orden de Manet. Pusieron sus dedos sobre la copa, con la luz apagada, a excepción
de la vela. Manet comenzó el ritual. Recitó la oración escandinava, luego repitió con garbo lo siguiente:

―¡Oh príncipe de los poetas! ¡Láudano de las ensoñaciones viscerales! ¡Grandísimo e inmutable Paul
Verlaine, dueño de las gracias y las caricias adolescentes, dime, gran señor, por medio de la palabra “Sí”,
solo como tú sabes, si te encuentras entre nosotros!

La copa comenzó a moverse sin que nadie ejerciera fuerza alguna. Después, como el sonido de un
cohete, se dirigió a gran velocidad hacia la palabra “Sí”. Se miraron aterrados, sintiendo unas enormes
ganas de pararlo todo. En sus espaldas empezaron a sentir un aroma que solo se respiraba en las últimas
décadas del siglo XIX. No podía ser otra cosa que la presencia del gran Paul Verlaine que husmeaba
cerca, muy cerca de sus orejas ateridas. Lo podían sentir. A Eva se le erizaron los pezones y comenzó a
sentir cosquillas en la cara.

―¿Eres tú, gran señor? ―volvió a decir Manet con fuerza y determinación.

La copa volvió a postrarse sobre la palabra “Sí”.

―¿Cuántos años tienes ahora? ―le preguntó Manet al espíritu, frente a la impávida mirada de sus
compinches.

La copa, como movida por una máquina eléctrica, buscó primero el número “1”, luego el número “6”,
y por último el número “5”.

―¿Tienes 165 años?

La copa, sin dudarlo un solo instante, corrió hacia la palabra “Sí”. Se quedaron congelados unos
minutos. Manet, como ya estaba al borde de un colapso nervioso y no podía salir de él, se atrevió a
preguntarle al espíritu lo siguiente:

―¿Está con vosotros Arthur Rimbaud?

La copa se dirigió hacia la palabra “No”, haciendo un círculo endemoniado sobre ella, para demostrar
su molestia y frustración.

―¿Pero ha estado antes con su majestad? ―volvió a preguntarle Manet al espíritu.

La copa siguió postrada sobre la palabra “No”. A veces se agitaba con tal fuerza que tenían que hacer
un gran esfuerzo para no soltarla.

Ya entrado en materia y libre de todo nerviosismo, Manet le hizo las siguientes preguntas a Verlaine:

―¿Has visto a otros poetas en el lugar que te encuentras? ¿Qué lengua se habla allí? ¿Cómo se llama
ese lugar infinito?

El espíritu no contestó. Parecía como si había huido sin despedirse. Hicieron todo lo posible por
reanudar el contacto, pero el gran Paul Verlaine seguía callado. Después de media hora de lucha, a
Manet se le ocurrió preguntar:

―¿Estás cansado, maestro?

La copa se dirigió hacia la palabra “Sí”.

―¿Quieres irte ahora?

La copa giraba sobre la palabra “Sí”.

Manet, viendo a sus amigos con ternura, le dijo al espíritu.

―Adiós, maestro.

La copa buscó la palabra “Adiós”, quedándose allí congelada.

Quitaron los dedos de la copa. Manet encendió la luz. Empezaron a reír nerviosos porque la
impresión había sido fuerte. Pasaron dos horas hablando sobre la vida y obra de Verlaine, mostrándose
siempre satisfechos por haber hecho contacto con uno de los poetas más grandes de todos los tiempos.
Con una sensación de llenura se fueron a dormir lo que restaba de la noche, prometiéndose volver para
hacer contacto con el amante de Verlaine, el único e inigualable Rimbaud, el mejor poeta francés de
todos los tiempos.

Volvieron a reunirse con las primeras sombras. Esta vez habían investigado sobre la vida y obra de
Rimbaud. Este poeta era el que más los desconcertaba, tanto por su grandeza poética, como por sus
andanzas. En la plática no pudo faltar el Rimbaud de Bélgica y de Londres, siempre con la compañía de
Verlaine; su huida a Alemania, sus años en África, su retorno a Francia, su cáncer, su amputación y su
muerte prematura. Hablaron de todo, sintiendo unos grados más de admiración hacia el gran poeta
francés.

Empezaron a recitar sus poemas más célebres. Manet y Jorge se dividieron en partes iguales Una
temporada en el infierno, mientras Eva leyó gran parte de los poemas de Iluminaciones. Para sorpresa de
todos, Luis leyó un poema de su autoría que le había escrito a Rimbaud, así como algunos pasajes de
Cartas de un vidente y un poco de Prometo ser bueno, que el poeta le escribió a su querido Verlaine para
retenerlo en Londres.

Se tardaron en el homenaje casi cinco horas. Cuando llegó la medianoche, estaban tan empapados
de Rimbaud, que un nerviosismo pegajoso los comenzó a invadir, temiendo que el espíritu del poeta no
se manifestara así como tanto querían.

―Niño terrible ―comenzó a decir Manet cuando sus compañeros ya habían puesto sus dedos sobre
la copa―. ¡Oh rey de las letras francesas! Señor de los sueños y de los países rítmicos. ¡Oh grandísimo e
inigualable Rimbaud, dinos si estás entre nosotros esta noche!

La copa comenzó a moverse con tanta lujuria, que al poco tiempo fue a parar a la palabra “Sí”.
Sonrieron con la respuesta, porque sabían que estaban frente a otro grande.

Eva y Luis, congratulados con la presencia del mayor poeta francés, intentaron ver entre las tinieblas
de la sala, pero solo una brisa tibia se les coló en las fauces.

―¿Cuántos años tienes ahora, Rimbaud? ―preguntó Manet.

La copa corrió hacia el número “2”, luego al “9”, después al “6”, y por último al número “5” de la
tabla.

―¿Entonces, Rimbaud, tienes 2,965 años?

La copa fue a postrarse sobre la palabra “Sí”.

No había duda, pensaron todos, Rimbaud es el único poeta que sobrevivirá los siglos venideros. Eva,
aparte de sentir una profunda admiración por su obra, también sentía un extraño deseo sexual que se
manifestó con unos hormigueos en su vientre y con la erección de sus pezones. Soltó una leve sonrisa de
satisfacción, que reprobaron sus amigos con unos gestos obscenos.

―Dinos el lugar en el que te encuentras, Rimbaud ―dijo Manet con dulzura.

El espíritu no contestó.

―¿Has visto a Verlaine? ―preguntó poco después.


La copa se desplazó hacia la palabra “Sí”.

Se sorprendieron con esa respuesta, porque recordaron que el espíritu de Verlaine les dijo que jamás
había visto a Rimbaud.

―¿Cuántas veces has visto a Verlaine? ―preguntó el sacerdote.

La copa hizo un pequeño zigzag para buscar, primero, el número “2”, luego el “9”, y por último el “6”
y el “5”. En ese momento recordaron los años que les había dicho que tenía.

―Dinos ahora, joven hermoso y eterno, ¿está Verlaine contigo en este momento? ―preguntó Manet
con nerviosismo.

La copa siguió una línea diagonal, luego bajó y se postró sobre la palabra “Sí”.

―¿Siempre están juntos?

La copa dijo “No”.

―¿Por qué no están juntos? ―preguntó Manet.

La copa se movió rápido, y en un par de segundos formó la palabra “Paul”.

Verlaine seguía siendo santurrón. En ese momento se dieron cuenta del cansancio de Rimbaud y
decidieron cerrar la sesión. No querían exasperarlo y arruinar el momento. Manet le preguntó al espíritu
de Rimbaud si quería marcharse, y este respondió que “Sí”. Al despedirse sintieron como si flotaban en
el aire. Pero no tenían tiempo para relajarse y distraerse, porque desde ese momento empezaron a
preparar la sesión de la noche siguiente, donde intentarían trabar contacto con el gran Charles
Baudelaire.

La noche siguiente, cuando el reloj dio las doce, ya tenían los dedos en la copa. Manet comenzó la
sesión con unas palabras en latín que recién había aprendido. Después, con voz firme, comenzó a decirle
al espíritu de Charles Baudelaire:

―¡Oh insigne poeta, gran hombre de las letras, incomprendido y rechazado por la moral hipócrita,
oh tú, padre de las flores malsanas, oh gran Charles Baudelaire, dinos si estás esta noche entre nosotros!

La copa comenzó a moverse antes de que Manet terminara de hablar, y con una fuerza arrolladora
corrió hacia la palabra “Sí”.

Se les iluminó el rostro. Sabían que estaban cerca de uno de los más grandes poetas.

―¿Cuántos años tienes, maestro? ―preguntó Manet.

La copa se movió hacia el número “4”, y después al número “6”.

―¿Tienes los mismos años de tu desaparición material?

La copa se movió hacia la palabra “Sí”. Se vieron nerviosos, mientras experimentaban un inacabable
placer. El sacerdote continuó con las preguntas.

―¿Está con vosotros Poe, tu alma gemela?


La copa se postró en la palabra “Sí”.

―¿Quiénes están con vosotros?

La copa se movió hacia varias letras hasta formar la palabra “Todos”.

―¿Quiénes son todos? ―preguntó Manet interesado, mientras veía a sus compañeros con la mirada
brillosa.

La copa comenzó a moverse a gran velocidad. Primero formó la palabra “Legeia”, luego formó
“Berenice”, después “Valdemar”, luego “Metzengerstein”, posteriormente “William Wilson”, “Dupin”,
“Annabel Lee”, Virginia”, y por último “Arthur Gordon Pym”.

Se asustaron con la rapidez de la copa para formar los nombres, y aún más, con la fuerza y energía
con la que lo había hecho.

―¿En qué lugar están? ―preguntó Manet nervioso.

La copa se movió hasta formar las palabras “Barco” y “Mar”.

Entonces se le ocurrió una pregunta arriesgada, una que podía salvarlos o hundirlos de una buena
vez. Miró a sus amigos, pero solo vio rostros pálidos a causa de los nervios y la incertidumbre, así que se
apresuró a preguntarle al espíritu de Baudelaire lo siguiente:

―Dime, gran poeta, ¿tus amigos nos escuchan y nos ven en esta mesa?

Sus compañeros se quedaron atónitos con esta pregunta, pero no hubo tiempo para reclamos,
porque la copa se comenzó a mover a gran velocidad hasta detenerse sobre la palabra “Sí”.

―¿Están cerca de nosotros ahora? ―preguntó Manet, frente a las angustiosas miradas de sus
compinches.

La copa siguió bailando sobre la palabra “Sí”.

Antes de la ruina total, le pidieron a Manet que cortara la ceremonia, que esa vez habían llegado
demasiado lejos. Manet no se opuso, y le hizo la pregunta de despedida al espíritu, pero este
rápidamente corrió hacia la palabra “No”. Manet lo intentó dos veces más, pero el espíritu seguía firme
en su decisión de continuar en el juego. Aterrados, buscaron las maneras más suaves de despedirse del
espíritu, pero ninguna daba resultado. La copa seguía bailando sobre la palabra “No”.

―¿Dónde están ahora? ―preguntó Manet para desgracia de sus compañeros.

La copa comenzó a buscar letras con velocidad, hasta formar la palabra “Aquí”.

―¿Aquí? ―preguntó el estúpido muchacho.

La copa se movió rápido hasta formar estas dos palabras: “Con vosotros”.

En ese momento Eva vio pasar detrás de Manet una sombra indefinible que le hizo soltar un grito.
Los demás se asustaron y despegaron los dedos de la copa. Manet corrió a encender la luz, mientras Eva
se dedicaba a llorar a sus anchas. Quince minutos después, ya tranquilizados, decidieron seguir con el
juego porque todavía no habían despedido al espíritu.
Volvieron a formar el círculo con la luz apagada y comenzaron a invocar nuevamente a Baudelaire.
Rápidamente volvió a manifestarse con un par de “No”. Lo intentaron muchas veces, pero el espíritu, o
los espíritus, se negaban a cortar la comunicación con los vivos. Media hora más tarde comenzaron a
sentir manifestaciones paranormales en la sala. La vela amenazaba con apagarse y un frío glacial los
invadió a todos. Entre intento e intento por despedir a los espíritus, la copa se puso tan caliente que hizo
que se les quemaran los dedos. La soltaron dando un grito y se alejaron hacia el lugar más iluminado de
la casa. Esa noche durmieron juntos para darse valor. Cuando amaneció, se rieron y se hicieron bromas.
Prometieron no volver a jugar.

El espíritu de Baudelaire se hizo parte de sus vidas. Manet era el que más sufría, porque fue en su
casa donde se hizo la sesión. El espíritu se quedó instalado para siempre. Eva, para sobrevivir al espíritu,
tuvo que emigrar hacia Suecia, donde la sometieron a estudios psiquiátricos. Luis aceptó el cristianismo
y abandonó la carrera de Letras al poco tiempo. Jorge mató a un niño por orden, según él, del espíritu de
Baudelaire, y se ganó el derecho de pasar toda su vida encerrado en una celda, donde, para colmo de
sus males, lo seguía visitando el espíritu.

Esta noticia inundó los periódicos y los noticieros. Manet le hizo frente al espíritu desde su casa. Era
el más fuerte de todos. Terminó la carrera de Letras, pero se hizo apático y retraído. Un año después de
graduarse de la universidad, lo encontraron ahorcado en su casa. En su mano derecha tenía las páginas
de un libro, que era, según dicen, Las Letanías de Satán, de Charles Baudelaire.

LOS BAOBABS

De repente ―como en un sueño― estaba en un camino violeta. Todo era desolado. Reí al ver la grama
violeta que estaba a los costados del sendero. Mi paso era mecánico, suave y persuasivo. Parecía no
querer detenerme en ningún lugar. Así seguí por varios minutos, hasta que me detuve finalmente.

Hasta ese momento no había visto nada más que el camino y la hierba que lo adornaba. Entonces
levanté mi vista y allí estaba: un violeta más intenso, uno más irreductible e indefinido: un escabroso
cielo violeta, una inmensidad jamás antes imaginada.

Asustado, di varios círculos en el mismo lugar, para espantar el color de mi retina. Nada cambió. Cada
punto que alcanzaban a ver mis ojos era un terrible color violeta. El silencio del lugar y el murmullo de
mis manos, también eran de ese color.

Ejecuté una última acción desesperada, una que me mostrara y me convenciera, al mismo tiempo,
mi auténtica realidad. Me acurruqué en medio del camino para tomar una buena cantidad de tierra con
mis manos. Era tierra auténtica, tierra sin alteración alguna; tierra ―¡que terrible aceptación!― violeta.

Casi desfallecí con el descubrimiento, pero logré sobreponerme a los pocos segundos. Mi sosiego
duró poco. Cuando devolví la tierra a su antiguo sitio, vi mis manos, mi ropa y todo mi cuerpo cubierto
de un profundo color violeta.
Ya no pude más. Alcé mi vista con desesperación, y como vi que el final de la pendiente estaba a
escasos metros, corrí hasta la cumbre, donde caí de rodillas suplicando por mi alma. Mientras me secaba
un sudor violeta, se dibujó frente a mí un imponente horizonte pigmentado de violeta. Entonces lloré y
grité sobre mis rodillas.

Logré reponerme. Hice una valoración integral del perímetro en el que deambulaba. Unas silenciosas
y tristes montañas alcancé a ver en la lejanía. Con una revisión más meticulosa, descubrí después una
imponente silueta que no alcanzaba a distinguir por la espesa niebla violeta que comenzó a invadir la
cima de la montaña. Aprovechando que el camino seguía en descenso, bajé con una violácea y
misteriosa adrenalina.

Pocos minutos tardé en alcanzar los pies de la montaña, donde terminaba el camino y solo quedaba,
en todas las direcciones, un suave pasto del mismo color de la cima, y un ruido tronador que sofocaba
mis pulmones.

Continué caminando hasta que descubrí el único ruido que reinaba en lugar: un apoteósico Baobab
mecía sus ramas de oriente a poniente. Gran admiración me causó el árbol; no solo por su belleza
antigua (fácilmente se notaba que tenía muchos siglos de vida) y su color violeta intenso, sino por el
terrible sosiego que me hizo beber.

Me acerqué con nerviosismo y lo toqué sin reservas. Lo miré atónito desde un punto en el que
alcanzaba a abarcar su leyenda. Después lo corrí en círculos dando vómitos de estremecimiento
crepuscular. Mis ansias y mis temores desaparecieron. Todo era calma y tranquilidad en mi pecho. Hasta
la brisa violeta comenzó a agradarme.

Cuando di el último giro alrededor del Baobab, fijé mi vista en la lejanía. Fue cuando todo cambió
súbitamente. El color violeta desapareció, y ahora lo que reinaba sobre todas las cosas era un color rojo
intenso, parecido al de la frontera del Barzakh.

Este nuevo color duró menos de cinco segundos. Repentinamente todo cambió. Las montañas, el
pasto, la niebla, el Baobab violeta y el nuevo color desaparecieron sin dejar rastro. Fue así como me
encontré en otro espacio existencial; otro más llamativo y empalagoso: un lugar celeste.

Este nuevo país ―hasta ahora sigo manteniendo que son países distintos― era plano y gélido. Su
temperatura era muy baja, tal vez 6 ó 7 grados bajo cero; esto lo podía medir sin ningún problema, a
pesar de que yo no sufría ninguna dificultad con el frío. Mi ropa era la misma, solo que ahora era de
color celeste; mi piel también era de ese color.

En este país no había pasto ni montañas. Era más silencioso que el país violeta. Su superficie tenía
algo parecido a la arena amazónica, lo que hacía que mis zancadas fueran lentas y silenciosas. Había
millones de hojas hechas de un material desconocido. Dichas hojas eran pesadas e intratables. A más de
una intenté arrancar del suelo para guardarla en el bolsillo, pero todas las veces se resistieron con una
maravillosa tenacidad. Ahora serían una prueba infalible para demostrar que estuve en el país celeste.

Volví a reanudar mi caminata, y como la aparición de un fantasma, se postró frente a mí un hermoso


y descabellado Baobab celeste; tres veces ―sin temor a equivocarme― más grande que el del país
violeta. De todos es conocida la grandeza de estos árboles. Ahora bien, ¿puede alguien imaginarse un
Baobab tres veces más grande que un Adansonia? Era para reír y llorar al mismo tiempo.
Pocos metros antes de tocar el árbol celeste, levanté mi vista al cielo y descubrí algo conmovedor y
gratificante: miles de cometas sobrevolaban el perímetro del Baobab. De lo único que estoy seguro es
que nadie podía controlar tantos cometas juntos.

De todo esto que relato, lo más curioso es que ninguno tenía una base que los manipulara, una que
los mantuviera sobre las ramas inmensas. Me detuve a pensar en el asunto, y todo se me volvió
enredoso. No encontré una explicación satisfactoria. Además, según mis cálculos, no estábamos en el
mes de octubre, donde son habituales este tipo de eventos en el cielo. Eso lo sabía muy bien. Lo sabía,
repito, porque hacía un par de semanas había tenido lugar la pascua, por lo que no cabía la posibilidad,
en ningún caso, que fuera el mes de los cometas y las piscuchas.

Pero ¿quién era yo para imponer mis reglas en un país tan particular? ¿Cómo podía yo asegurar que
el país obedecía a mis remordimientos y expectativas humanas más recónditas? Lo más probable es que
ese país no se rige por meses, por días, por fechas, y lo que es mejor, por humanos. Hasta ahora he
pensado que a este tipo de países lo único que les importa es su color y sus imponentes Baobabs, donde
descansa la siesta de su infinito. Pero ¿acaso había noches en esos países? Creo que hasta nombrarlos
países resulta inadecuado.

Después de varios minutos bajo las ramas del Baobab celeste, vi cómo se separaba un cometa del
grupo y comenzaba a perderse en la inmensidad. Este acontecimiento inesperado lo alteraba todo, así
que no dudé correr tras él, sin perderlo de vista un solo instante.

Cuando había corrido más de cien metros, el cometa desapareció de mi vista sin dejar huellas en el
firmamento. Todo comenzó a cambiar de forma acelerada, otra vez. El tinte celeste se fue destiñendo
hasta quedar completamente pálido y sin vida. El perímetro se convirtió en un blanco intenso y callado.

No había duda, ahora me encontraba en un país blanco. ¿Alguien puede imaginarse un país así? Pues
créanlo, existe. En alguna parte existe un país con ese color. ¡Si a mí me lo preguntaran!

Me abrí paso entre la espesura blanca. Este país era el más espeso y embriagante de todos; apenas si
lograba distinguir mis manos. Caminé varios minutos sin detenerme. Era extraño caminar a tientas en
medio de un profundo silencio. Sin duda era el país más inhóspito de todos. Carecía de olor y de ternura.
Tan solo era una enorme proporción de tiempo y espacio sin fin.

Cuando había caminado por más de media hora, en la lejanía se fueron dibujando las paredes de una
frontera explosiva: un enorme Baobab apenas se dejaba ver en medio de la incredulidad blanca.
¿Pueden imaginarse la enorme sensación que sentí con esta aparición? Es algo inexplicable. Un gélido
estremecimiento recorrió mi cuerpo y me desmayé antes de alcanzar el tronco del Baobab.

No sé cuánto tiempo pasé inconsciente. Poco a poco fui recuperando mis sentidos. Aunque no
conseguía abrir los ojos, comencé a experimentar sensaciones distintas. Mi cuerpo lo sentía ligero sobre
algo suave. Nuevos olores comencé a sentir repentinamente, olores que jamás otro humano ha
experimentado jamás. Eran muy extraños; solo puedo afirmar su suavidad y su cadencia prodigiosa. La
brisa era tenue y suave, con un sabor distinto. De pronto, comencé a oír ruidos conocidos, ruidos de mi
mundo. Creí que había regresado de mi viaje espacial, y que ahora debía enfrentar la cotidianidad
humana. No fue así.
Oí ruidos familiares, voces propias de mi mundo exterior. Escuchaba, sin ningún problema, la huida
de un barco, el grito eléctrico de una nube, la llameante bandeja de un sarcasmo, el tibio silbido de una
puerta; voces de niños, el croar de unas ranas, el aterrizaje de muchos cisnes, el chapoteo de un iceberg,
la fónica sugestión de un suspiro… y muchas otras cosas más. Todas las ficciones humanas conocidas, las
escuchaba sin ninguna dificultad.

Desperté en un nuevo país; un país rosado. Lo que llamó más mi atención no fue su color, sino lo que
escuché mientras me encontraba tendido en el piso.

Lo que había en este país ―¡cuánta alegría me da decirlo!― eran muchos Baobabs rosados en todas
las direcciones posibles. Eran los más frondosos; y esto que yo he visto los más singulares y los más
inimitables.

Como estaba en medio de una enorme planicie rosada, me aventuré hacia el oriente del inmenso
territorio. No puedo ni podré jamás describir la profunda sensación que sentí al caminar por una tierra
así. Me temo que ya dije que jamás experimenté algo parecido en toda mi vida. Era una templanza y una
sensación agradables. No sentía miedo ni alegría, felicidad ni tristeza, desazón o placer, frío o calor; no
sentía la más mínima sensación humana.

Llegué sin proponérmelo a un Baobab. Era de un rosado más brilloso, con las copas más altas
posibles, desde donde se desprendía una agradable lluvia de hojas que lo llenaban todo hermosamente.
Las hojas caían por todas partes, y yo las seguía con mi vista hasta que se confundían con las otras
dispersas o hasta donde se arrastraban más allá de mi alcance, donde se perdían en un inmenso océano
rosado.

Por unos segundos creí ver una silueta que se balanceaba en las puntas de las ramas que yo podía
tocar, increíblemente. Era una silueta muy extraña, bastante parecida al rostro del rocío. Esa visión duró
poco; fue casi instantánea. La imagen fue sustituida por la gracia exterior del lugar.

En este país pasé mucho tiempo, aunque no sé cuánto fue en realidad. Nunca se me ocurrió
abandonarlo. Y lo mejor era que todas las circunstancias parecían resueltas a mi favor; porque, de
repente, sentí la enorme y delicada sensación de que me iban a dejar allí para siempre.

Mientras disfrutaba una llovizna de hojas que golpeaban mis manos, sentí un fuerte golpe en mi
hombro izquierdo, como la puntada sangrante de una mano terriblemente humana.

No me había equivocado. Mi amigo Carlos me sugería dejar de ver tras la vitrina de una tienda,
donde había una pecera que resguardaba un pez multicolor que se escondía tras una pequeña roca
volcánica.

ALQUIMIA DE MEDIANOCHE

Una mañana Roger apareció en la oficina. Dijo que había sido recomendado por el gran jefe, y que iba a
ocupar el puesto bacante que dejó Guillermo. Lo vimos sentarse en el cubículo. Nadie dijo nada, pero yo
sé que todos pensábamos lo mismo, es decir, todos creíamos que era el nuevo protegido del jefe, otro
que nos iba a causar más de un dolor de cabeza. Yo no vi tan trágica su incorporación porque él tenía
que ayudarme con los trabajos que se habían acumulado por varios días.

Mientras lo observaba ordenar su espacio de trabajo, me dijeron que el jefe me necesitaba en su


oficina. Fui con la imagen de Guillermo en la cabeza. Me encargó a Roger. Dijo que era un pariente suyo,
pero que nadie debía saberlo. Confío en tu discreción, dijo. Cuando salí de la oficina todos me miraban
de forma escandalosa. No le dije nada a nadie, a pesar de algunas insistencias.

Comencé a perder el respeto de mis colegas. Algunos llegaron a decirme que me había vendido, que
ya no querían tenerme en sus reuniones. Les dije que no se preocuparan, que iba a estar siempre de su
lado hasta el final. También les dejé claro que si ellos habían decidido alejarme, yo no me iba a oponer.
Esas palabras aumentaron el descontento. Pocos días después probé la terrible y planeada indiferencia
de toda la oficina.

Puse al tanto a Roger de lo que hacíamos. Con mucha paciencia le expliqué al detalle hasta las cosas
minúsculas. Él agradeció mi comportamiento. Me dijo que yo era el único que no lo veía como enemigo.
Le dije que no confundiera las cosas; que si lo ayudaba era por orden del jefe. También le dije que ya
conocía su parentesco con él, pero que no se preocupara, que no los iba a delatar. Bajó la cabeza y
estuvo así varios segundos. Me agradeció y comenzó a trabajar así como yo le había dicho. Todos nos
habían visto cuchichear, y suponían que ya me había pasado al otro bando, y que había traicionado mis
principios.

Poco antes de la hora de salida, Roger fue a mi cubículo a pedirme mi correo electrónico. Dijo que
era importante estar en contacto por cualquier eventualidad que se presentara en el trabajo. Lo pensé
un poco y se lo di. Dijo que era una buena decisión. Le dejé claro que yo no era de los que pasaban en
línea toda la noche, que si no era algo importante, mejor no me escribiera. Se desilusionó un poco, pero
aceptó.

―¿Quién trabajaba en este cubículo? ―me preguntó desde su puesto, cambiando completamente la
conversación.

Los compañeros de los cubículos vecinos me volvieron a ver asustados. Me quedé pensativo unos
segundos. Luego le dije que el tipo que había ocupado el lugar donde él estaba, había sido un buen
hombre y un íntimo mío.

―¿Cómo se llamaba? ―insistió.

―Ahora ya no tiene importancia.

―Para mí es muy importante saberlo.

―¿Por qué?

―Porque ahora estoy en su lugar.

Un gran silencio se apoderó de la oficina. Todo se deslizó hacia la más estricta gracia espiritual.

―Se llamaba Guillermo ―dije gravemente.

―¿Y qué es de ese hombre ahora? ―me preguntó Roger.


―Hace dos semanas se pegó un tiro en la cabeza ―le contesté mirándolo con desprecio.

Se quedó callado. No movió un músculo. Luego fue a disculparse por su indiscreción. No le contesté.
A los pocos minutos salimos de la oficina.

Esa noche no pude conciliar el sueño. Pensé mucho en el nuevo de la oficina, y sobre todo, en el
suicidio de Guillermo. Todavía me negaba creer que estaba muerto, que ya no lo volvería a ver, y que ya
no haríamos lo que habíamos planeado. Pensé que Guillermo había sido egoísta conmigo; que nos
merecíamos un hasta luego. Creo que esa noche lloré. La verdad no lo recuerdo con claridad. Al día
siguiente aparecí en la oficina con un espíritu desafiante. No iba a permitir que nadie perturbara mi
tranquilidad. Me puse mi mejor ropa y estuve atento a cualquier murmullo de la naturaleza, así fuera el
más simple.

Mis compañeros notaron mi cambio de ánimo. Vi a mi alrededor y me di cuenta que Roger no


estaba. Pensé que se había dado cuenta que no era el empleo ideal. Me sentí avergonzado por no
haberme comportado bien y por dejarme influenciar por los prejuicios de mis colegas. Unos minutos
después supe que Roger gozaba de un permiso especial, que volvería en un par de días. Todo el mundo
se enfureció. Alargaron sus caras dando bufidos. Ver esos rostros me pareció de lo más gracioso del
mundo.

Antes de empezar mis labores, tenía la costumbre de ver el correo electrónico. Era mi ritual de las
mañanas. Cuando abrí mi correo, aparecieron en mi bandeja de entrada dos mensajes nuevos. Abrí el
primero que correspondía a Gloria. Me comentaba las novedades de Boston y otras menudencias de las
que ya estaba al tanto; como siempre, anexaba fotografías e imágenes cursis de caricaturas en pleno
avance amoroso; por último, en una nota especial, me reiteraba su amor y el deseo de verme. Contesté
enseguida el mensaje ―como siempre―, también reiterándole mi amor y mi compromiso. Siempre que
le daba click de enviar, no sé por qué me embargaba una terrible sensación de tristeza.

Abrí el otro correo electrónico y era ni más ni menos que de Roger. Él me agradecía las atenciones
que le había dedicado en su primer día en la oficina, y me enviaba unas fotos de un paraje desértico
donde había estado. Me explicó que el paraje quedaba en las afueras de la ciudad, que era un sitio
espléndido para la meditación. A Roger no le respondí el mensaje. Con las miradas de mis compañeros
sobre mis espaldas, comencé a trabajar.

A los dos días llegó Roger. Tenía un leve rasguño en el pómulo derecho y un pequeño moretón bajo
la oreja izquierda. Esto no es nada, me dijo mientras se remangaba su camisa para enseñarme unos
raspones en sus brazos. Le pregunté qué le había sucedido y él me explicó que en el lugar de las fotos
había un peñón de varios metros de altura que le gustaba escalar. Esa vez resbaló, lo que provocó las
laceraciones en su cuerpo. Otras veces me ha ido peor, comentó con una sonrisa.

En la oficina comenzaron a verme como traidor por ser compinche de uno de los enemigos. Ya para
entonces todos sabían del parentesco de Roger con el gran jefe. Como nadie aceptaba mis explicaciones
y se mostraban indignados, me involucré desinteresadamente con Roger. Descubrí a un gran ser
humano, a un excelente amigo y, sobre todo, a un compañero excepcional. Un día, para dejarles claro a
los de la oficina que Roger era mi amigo, lo invité a almorzar a un sitio fuera del alcance de ellos. Para un
mejor golpe a la sensibilidad de mis antiguos aliados, acordé salir con él unos minutos antes de la hora.
Desde ese día mis antiguos y fieles compañeros me relegaron al olvido, cosa que a mí poco me importó.
Yo tenía a Roger, que era una persona extraordinaria y más interesante que esa bola de imbéciles
instigadores.

Todos habíamos juzgado mal a Roger. Él nada tenía que ver con los asuntos del jefe, y estaba de
acuerdo en una transición de mando. Mis compañeros estaban convencidos de que era un enemigo. Yo
no hice nada para que pensaran lo contrario. Eran inflexibles a las explicaciones.

Me sentí comprometido con su amistad. Acordamos hacer actividades juntos e intercambiarnos


cualquier cosa por medio del correo electrónico. A partir de ese día hubo dos grupos en la oficina: Roger
y yo, y los demás. Él era un tipo encantador y parlanchín, lleno de una vitalidad atlética que contrastaba
con mi incorregible holgazanería. A veces lo acompañaba en sus aventuras, pero yo prefería otro tipo de
distracciones, unas donde no tuviera que hacer enormes esfuerzos. Yo admiraba la disposición que tenía
al ejercicio. Su cuerpo ya lo había condicionado a soportar grandes tareas de resistencia. Era flaco, de
mediana estatura, lampiño, casi siempre vestía de negro; su cabello era casi afro, aunque su piel era
blanca; tenía una visión corta, pero no le gustaba usar anteojos para no parecer de más años; era un
amante empedernido de la música Ska y de la Nueva trova; sus brazos eran largos y huesudos, y sus
piernas daban la impresión de un animal de presa. El día que se apareció por primera vez en la oficina
contaba con veinticinco años; vivía solo, y no se le conocía enamorada alguna. Para entonces yo pasaba
de los treinta, pero eso no fue impedimento para que nos hiciéramos amigos.

A pesar de que nos veíamos en el trabajo y que los fines de semana hacíamos cosas juntos, nos
enviábamos correos electrónicos todo el tiempo y chateábamos hasta altas horas de la noche. Siempre
teníamos novedades que compartir, y nunca tuvimos un desacuerdo o una polémica grande. Llegábamos
hasta la madrugada chateando, lo que hacía que nos presentáramos en la oficina con una apariencia
deplorable. Nuestros colegas empezaron a murmurar. Unos llegaron a suponer que teníamos una
relación amorosa, y que el jefe la permitía. Una tarde casi le rompo la cara a uno de los habladores. Lo
habría hecho si Roger no detiene mi brazo. Me dijo que no valía la pena, que era mejor ignorarlos
porque así les demostrábamos que no estaban a nuestro alcance. Ya para esos días no tenía trato con
mis antiguos camaradas, a no ser el estrictamente profesional.

Mi relación con él ha sido una de las mejores que he tenido. Quizá solo el trato que tuve con
Guillermo se le llega a comparar. Curiosamente los dos ocuparon el mismo cubículo, y los dos tuvieron
un desenlace trágico. Lo de Guillermo fue premeditado a todas luces, pero lo de Roger, ¿qué misterio se
confabuló? ¿Será cierto que alguien estaba jugándome una broma? ¡Pero si yo puedo decir que fue
verdad! ¡Yo mismo soy testigo de que todo sucedió!

He pensado en el asunto. He llegado a la conclusión de que tal vez es parte del vacío que dejó Roger
en mi vida. Lo llegué a querer más que a cualquier otro, a pesar del poco tiempo que compartimos. A lo
mejor no dejo ir a las personas. Quizá Roger fue más importante en mi vida de lo que yo pensaba, y lo
que le pasó es el resultado de no dejarlo ir a tiempo.

Roger trabajó más de siete meses en la oficina. Después de esa fecha ya no lo volví a ver en ningún
sitio. Mis compañeros parecían inquietos con la extraña desaparición de mi amigo. El jefe me preguntó
más de una vez si conocía sus andanzas, pero yo siempre le decía lo mismo, que no sabía dónde estaba,
y que desconocía totalmente su paradero. Llegó un momento que la policía se encargó de su
desaparición. Todos en la oficina fuimos interrogados, cosa que poco sirvió para dar con su paradero. La
policía buscó en todos los sitios posibles, pero Roger no apareció por ningún lado.
Debo admitir que en todo momento le oculté algo importante a la policía. La verdad, no sé por qué
lo hice. A lo mejor no quería perder el único contacto que tenía con Roger. Lo que le oculté a la policía
fue que desde el primer día de su desaparición, chateamos y nos enviamos correos electrónicos. Para
ese momento no tenía idea de lo que iba a suceder. Yo creía que Roger iba a regresar al trabajo en unos
días.

Lo curioso es que se conectó a las doce de la noche, ni un minuto más ni un minuto menos. Le
pregunté por qué había tardado tanto en conectarse, y él no supo responderme. Después me dijo que a
partir de esa noche solo se iba a comunicar conmigo por el chat a esa misma hora, que si quería saber de
él, solo sería hasta la medianoche.

―Todo el mundo está preocupado por ti ―le escribí enseguida.

―Lo sé.

―¿Qué les digo?

―No les digas nada.

―¿Por qué?

―Ellos no deben saber que chateamos.

―¿Es que ya no piensas volver al trabajo?

No me contestó enseguida. Pasaron varios segundos para que me respondiera. Yo espera su


respuesta sumido en el éxtasis.

―Ya no te veré nunca más ―me escribió.

―¿Por qué?

―Es difícil explicarlo.

―No me digas que te fuiste del país.

―Algo parecido ―escribió con mayúsculas.

―¿Qué quieres decir?

No me contestó. A los pocos segundos se desconectó, y ya no volvió a conectarse esa noche.

La mañana siguiente lo primero que hice fue abrir mi correo electrónico. Roger me había dejado un
nuevo mensaje en mi bandeja donde anexaba unas fotos. Me decía que ya no iba volver al trabajo, que
el único contacto que tendríamos a partir de ese momento ―me lo volvía a reiterar―, sería a través de
la red. Las fotos que me había enviado, según dijo, las había tomado un par de días antes de su
desaparición. Todas eran del mismo paraje desértico de las afueras de la urbe, solo que de noche. En la
oficina no lo comenté. Hasta ahora no lo he hablado con nadie.

Ya había pasado más de una semana y no se sabía nada de Roger. Solo yo, hasta ese momento, tenía
noticias. Todas las noches nos conectábamos a las doce y conversábamos varios minutos. En la mañana,
cuando revisaba mi correo electrónico, siempre encontraba un nuevo mensaje. A veces mi amigo me
enviaba fotos e imágenes sugerentes. Las que más me llamaban la atención eran las del paraje desértico
de las afueras de la ciudad. Parecía que trataba de decirme algo; algo que yo no entendía.

Decidí comentarles del sitio a la policía porque ya habían pasado muchos días desde su desaparición.
Estaba preocupado. Obviamente no les di la fuente. Tuve que inventarme una mentira, una que los
agentes se tragaron sin atoramiento. La policía dijo que era una buena pista, y rápidamente se pusieron
en camino.

Un par de horas más tarde recibí una llamada de la policía. Habían encontrado un cadáver en la cima
de un peñasco. Pertenecía a un alpinista. Por las señas que presentaba el cuerpo, la policía supuso que
antes de alcanzar la cima, el hombre había resbalado, y quedó atascado en una grieta en la parte más
lisa del peñón. La víctima luchó para liberarse de la grieta, pero en su intento agotó sus fuerzas. El
alpinista murió. Solo encontraron la osamenta, eso era lo más horroroso. El cuerpo había sido devorado
por las aves de rapiña, que tenían su guarida en el lugar.

Cuando la policía me informó del hallazgo, caí en el piso. Roger me contó que le gustaba escalar el
peñón. Muchas veces intentó convencerme para que lo acompañara, pero nunca consiguió persuadirme.
No quería imaginarme que aquella osamenta era la de mi amigo. Mi esperanza de encontrarlo con vida
se afincaba en que chateábamos todas las noches; estaba seguro que era él. De eso no me cabe la
menor duda.

La policía nos pidió al jefe y a mí ir a identificar lo que quedaba del alpinista. Un gran escalofrío
recorrió mi cuerpo. Allí estaban, para aumentar mi dolor y mi tristeza, los mismos pantalones, la misma
camisa y los mismos zapatos que más de una vez le había visto a Roger. Luego sacaron una mochila
―que yo mismo le obsequié hacía un par de meses―, donde había un repelente de mosquitos, dos
frazadas rojas, una cuerda amarilla, una cantimplora, y un encendedor que en otro tiempo fue mío. No
había duda que el hombre que había muerto en el peñón era Roger. A mi jefe tampoco le quedó la
menor duda. A las dos semanas el resultado del examen de ADN que se le practicó a la osamenta
terminó de confirmar nuestra sospecha.

Salí turbado de la morgue. Era la segunda vez que me tocaba reconocer el cadáver de un amigo. Pero
lo que más me causaba sofocación era que Roger, si había estado muerto desde el primer día de su
desaparición, ¿por qué se comunicaba conmigo a través del chat todas las noches? Hasta ahora sigue
siendo un misterio, el mayor misterio que me ha tocado vivir.

El día que fui a la morgue salí del trabajo sin ganas de hablar con nadie. Decidí caminar hasta mi casa
para hacer más largo el camino y el proceso de aceptación. En la calle caminaba tan distraído, que tuve
más de un problema con los transeúntes y con el tráfico. Cuando llegué a casa, me eché en el catre a
dormir. Solo así podía olvidar todo lo vivido ese día.

Un poco antes de la medianoche desperté agitado. Me acordé de Roger y me volví a echar en la


cama para seguir durmiendo. Esa noche no quería conectarme para evitar caer en el manto del misterio.
Yo sabía que Roger, o quien fuera, se conectaba a medianoche para continuar con el juego. Pero por más
que luché no pude dormirme. El reloj hacía poco había dado las doce, y yo seguía dando vueltas en la
cama.

No logré mantenerme quieto. Me levanté de golpe y corrí hacia mi computadora. Cuando abrí el
correo, vi que tenía un nuevo mensaje de Roger. El mensaje databa de ese mismo día, lo que hizo que
me pusiera nervioso. Poco después se conectó. No quise charlar con él enseguida sin antes leer el correo
y ver las fotos que anexaba. Como siempre, me hablaba de sus aventuras y de una nueva ocurrencia que
lo tenía azorado. Las fotos que me había enviado eran en blanco y negro. Todas pertenecían a aquel
desolado paraje donde habían encontrado la osamenta.

Revisé más de una vez el texto y las fotografías, y me quedé pensativo varios segundos. Un frío
glacial recorrió mi cuerpo cuando me conecté. Yo sabía que al otro lado estaba Roger esperándome. Mi
cuerpo temblaba, como si estaba al borde de un pozo sin fin.

―¿Cómo estás, Roger? ―le escribí cuando logré tranquilizarme.

―Estoy mejor que antes.

―¿Por qué lo dices?

―Ahora hago lo que quiero.

―Entonces estás mejor.

―Sí, ¿pero a qué viene todo esto?

―No es nada.

Esa noche chateamos más de dos horas. Hice preguntas que solo Roger podía responder. Todas me
fueron contestadas acertadamente. Quedé más turbado y nervioso de lo que ya estaba. Las noches
siguientes seguí preguntando cosas que solo nosotros sabíamos. Fue entonces que ya no me quedó duda
alguna: la persona que estaba al otro lado era Roger Guzmán.

Una noche le pregunté por qué no chateábamos a otra hora. Me dejó claro que en el lugar donde
estaba solo podía conectarse a medianoche. Debe ser el maldito infierno, me dije. Le pregunté qué lugar
era, pero no me respondió. Las otras veces que le pregunté sobre el sitio, siempre intentaba
persuadirme. Todo ese misterio estaba empezándome a enloquecer.

En la oficina notaron mi cambio desde la desaparición de Roger. Por los pasillos se comentaba que su
muerte me había afectado más que ninguna otra. Era verdad. La gente no sabía lo que me pasaba todas
las noches en el chat, precisamente a las cero horas.

En pocos días perdí mucho peso; mi piel estaba verdosa y sin brillo, y ya no tenía el mismo
entusiasmo de antes. Algunos de mis viejos camaradas intentaron ayudarme, pero yo empecé a rechazar
a todo el mundo. Estaba empecinado con mi amigo cibernético, a quien no estaba dispuesto a
abandonar en el inmenso universo de la red.

Un día, en un ataque espontáneo de lucidez mental, busqué a un viejo conocido que era un experto
en computadoras. Lo puse al tanto de todo, y le dejé mi máquina a su disposición. Le pedí que
investigara de qué computadora salían los mensajes que Roger me enviaba a diario. Después de hacer su
trabajo, el hombre me miró fijamente, frunció el ceño, y sonrió un poco.

―Te están jugando una broma ―dijo.

―¿Qué quieres decir?


―Esto suele pasar.

―¡Pero qué es lo que pasa! ―grité desesperado.

―Todos los correos y mensajes que recibes salen de tu computadora.

―¡Cómo es eso posible! ―dije alarmado.

―Seguramente en tu ausencia alguien manda los correos.

Caí desplomado. Ya no seguí preguntando porque sentía mi lengua enrollada en la garganta. Pensé
preguntarle cómo era posible que Roger y yo chateáramos desde la misma computadora, pero ya no
tuve valor de hacerle otra pregunta. Yo sabía que nadie entraba a mi casa en mi ausencia; eso lo sabía
muy bien.

Una noche, cuando ya estaba muy débil de salud, le escribí a Roger que esa era la última vez que me
conectaba. Él me pidió que no lo abandonara. Me suplicó que no lo dejara solo. Le dije que lo tenía
decidido, que ya no había marcha atrás. Desde esa noche no he vuelto a tocar otra computadora en mi
vida.
OSÍFRAGA

La vieja se sentó en una silla para ver al pavorreal que se paseaba en el jardín, parpadeando las alas
como si quisiera alzar el vuelo o como si quisiera medir su belleza pigmentada. A lo mejor el pavorreal,
se decía al ver el entorno, “Soy bello e importante, pero cautivo en una tierra que no es la mía”. Y si el
pavorreal pensaba en su belleza y en su cautiverio, los demás animales de la casa: las cotorras, las
ardillas, las liebres, los perros, los gatos, y, sobre todo, el poni escocés, que era el que más sobresalía en
su puesto, a lo mejor estos animales le decían a su corazón: “Somos bellos e indefensos, mimados por
una viuda que se parece a la muerte, que jamás ha tenido reparo con nuestros sentimientos y con
nuestra libertad”.

Estos pensamientos no eran nada desatinados e inverosímiles. La vieja, desde la infancia, que ahora
quedaba tan perdida como un lienzo al óleo, había tenido muchos caprichos con animales de lujo, de
holgazanería y despilfarro. Nunca en la vida había encontrado obstáculos para obtener los ejemplares
más exquisitos de la selva.

Esta vez no solo se había detenido a contemplar las alas del pavorreal. También la ocupaba la
transparencia del frasco que había puesto sobre la losa para que los rayos del sol le ayudaran a descubrir
el misterio que encerraba su imagen pálida. Ya lo había visto lo suficiente, y todavía no se atrevía a
monologar al respecto. Siempre se decía que con un vistazo más se le revelaría el misterio del frasco. Lo
observó otros minutos, pero el enigma no se dejó atrapar. Ya harta de la operación, comenzó a llamar a
su criada.

―¡Alondra! ¡Alondra! ―gritaba con toda la fuerza que tenía.

La muchacha apareció dos segundos después con la cara angustiada, porque de sobra conocía el
carácter de su señora. Además, el tono de voz le indicaba que estaba furiosa.

―Aquí estoy ya, señora ―dijo la criada.

―Ya te dije que no hables así ―replicó la vieja enfadada―. A la otra la eché por vieja e inculta.

―Discúlpeme, madame.

―¿Ves que no te cuesta? Las muchachas bonitas como tú deben hablar como los ángeles. No creas
que solo porque eres joven y bonita se te abrirá el mundo. Yo te tolero porque necesito de tu servicio.
Por lo demás me las arreglaría sola.

―Yo le agradezco su condescendencia conmigo, madame.

―Sigue, sigue, que también para eso te pago. Yo no solo te he contratado por tu cara bonita. Por
cierto ¿ya te dije que te elegí por tu nombre?

―No me lo había dicho.

―Pues por eso trabajas para mí. Si tuvieras otro nombre ahora no estarías en esta casa. Yo quiero
que mi hogar tenga una sola armonía, y para eso necesitaba una muchacha con tu nombre.
―Le agradezco su confianza, madame ―dijo inclinándose.

―Ahora ve a llamarle por teléfono a Luciergo. Dile que no ha hecho nada por mí y que lo quiero ver.

―Como usted ordene, madame.

―Mejor no le digas nada. Solo dile que quiero que venga lo más pronto posible. Él ya sabe para qué
lo quiero.

―Como usted diga, madame ―dijo la muchacha saliendo de escena.

Ese Luciergo y ese francés piensan que van a poder conmigo, se dijo la vieja entre dientes, mientras
la observaba el pavorreal, como si con eso le quería dar a entender que él era libre y bello, pero sobre
todo, libre.

Se quedó otro momento mirando el frasco. El líquido lucía más pálido y burbujeante que otros días.
Se levantó con algo de pereza, y se quedó viéndolo. Lo tomó con fastidio y se lo llevó a su asiento para
descifrarlo. Lo destapó y lo comenzó a oler con deleite. Ese francés tiene mucho que explicarme, se dijo
con una sonrisa, mientras se roseaba un poco de perfume en su cuello, en sus orejas y en el resto de sus
arrugas.

La criada apareció con el teléfono. Se lo dio y después se alejó hasta una distancia prudente. La vieja
se quedó absorta otros segundos aspirando la fragancia del frasco. Siempre que lo hacía sentía su
mundo distinto, un poco más coloreado. Tapó el frasco y lo puso a pocos centímetros para tener control
sobre él, y también para cuidarlo como el mayor tesoro del mundo.

―Luciergo ―dijo al tomar el teléfono.

―Sí, madame, soy yo ―dijo una voz al otro lado―. Lamento no estar con usted.

―No me diga nada. Si no ha venido es porque no ha cumplido con mi encargo.

―He estado moviendo cielo y tierra para complacerla, mi señora.

―Yo ya no sé si creerle.

―Pues le juro que no tengo un minuto de descanso.

―Yo no me fío de los hombres de su clase.

―No debe hacerlo nunca, madame, yo soy indigno de usted.

―Eso está mejor.

―Le ruego que me dé otros días. Esta vez no fallaré.

―¿Por qué lo dice?

―Es que ya me informaron del paradero de monsieur Signoret. Es solo ir y convencerlo para que la
visite, mi señora.

―¿Es tan escurridizo ese francés?

―Como usted no tiene idea.


―Pero un hombre de sus características no debe tener problemas con esa clase de hombres.

―Supongo que no, madame.

―¿Por qué lo dice?

―Es un tipo distinto; un corsario.

―¡No me diga que es peligroso!

―Mucho.

―En todo caso yo quiero verlo.

―Yo conozco su afán, mi señora.

―Entonces no pare de buscar, y cuando lo encuentre, dígale que quiero verlo con urgencia. Si quiere
más dinero, se lo daré, pero que venga. Ya me ha cobrado tanto por ese frasco que otros billetes más no
importan.

―Le diré todo lo que me ha dicho.

―Lo espero pronto. Pero no crea que voy a esperarlo toda la vida.

―Esta vez ando cerca, mi señora.

La vieja colgó dejando al hombre con la palabra en la boca. La criada apareció poco después para
llevarse el teléfono. Se notaba triste y distraída, como si esperaba algo distinto ese día. La vieja no se
detuvo ni un segundo en el semblante de su criada por estar sumergida en la imagen del perfume.

Unas semanas después se presentó un hombre flaco, de cabello rubio y ojos azules; medía casi los
seis pies, pero su postura era desbalanceada; su ropa era como la de un militar, con un fuerte olor
selvático. La dueña de la casa estaba en compañía de la vieja Elizabetta, una íntima de toda la vida y, por
supuesto, de su criada, quien siempre permanecía en los rincones de los aposentos, esperando sumisa
cualquier orden de su señora.

―Monsieur Signoret ―dijo la vieja cuando el francés cruzó el umbral―. Veo que no lo acompaña
Luciergo. ¿Dónde se ha quedado ese malandrín?

―Le he dado un encargo que lo mantendrá fuera un par de días.

―Me lo imaginaba. De otra manera aquí lo tuviéramos parando la oreja. Él lo admira mucho, y creo,
a mí no me consta, que siente una atracción erótica por usted. Así es ese pillo.

―Si así se refiere a los suyos, no me imagino lo que habla de mí.

―Usted es distinto.

―¿Por qué?

―Es un artista.

―No, se equivoca conmigo; yo solo soy un aficionado de la alquimia.


―¡Qué interesante! ¡Un alquimista! Ya ves, Elizabetta, este hombre es una cajita de sorpresas, por
eso me agrada.

―Yo no trabajo para ganarme la confianza de nadie.

―Bueno, dejémoslo así.

―Es lo mejor.

La vieja le hizo una seña a la criada y esta corrió a su puesto como una liebre. Cuchichearon un poco,
luego la criada volvió a su esquina quedando en la misma posición de siempre. La otra vieja se levantó
de su asiento y se fue a sentar a una silla que estaba más cerca de la anfitriona. El francés seguía de pie.

―Siéntese, monsieur.

―No hace falta. Solo he venido a dejarle lo que usted me pidió.

―¿Entonces ya sabe que su Osífraga me tiene perturbada?

―Luciergo ya me puso al tanto.

―¿Qué le ha dicho?

―Dice que usted quiere los ingredientes para reproducir el perfume.

―Sí, eso es lo que quiero. Desde ahora ya no voy a usar otra fragancia; esa será mi propia marca.

―Desde que adquirió la Osífraga en la costa, a mí ya no me pertenece; además, tengo otros


importantes.

―Ese perfume me tiene entusiasmada; jamás había encontrado una fragancia así, y esto que yo he
probado muchas. Después de disfrutar ese aroma, ya puedo morir en paz.

―Me alegra que le haya gustado.

―¡Y cómo no me va a gustar si es el aroma más delicioso del mundo!

―Si usted lo dice.

―Ese aroma es mío, solo mío. Lo usaré hasta mi muerte. Elizabetta lo sabe. ¿Verdad que ya lo sabes,
mujer? Ella, incluso, ha comprobado su valor esta mañana. ¿No es así?

―Sí ―contestó la otra vieja.

―Bueno, monsieur, deme la fórmula y acabemos ya.

―Tome ―dijo el francés sacando un papel amarillo de su chaqueta―. Usted verá lo que hace con él.

―¿Por qué lo dice?

―Yo estoy por irme a otras tierras, así que usted será desde ahora la encargada de reproducir la
Osífraga.

―¿Pero usted me jura que quedará como el suyo?


―Ese perfume lo puede hacer cualquiera, no es nada extraordinario, créame.

―Bueno, en todo caso ya contraté al mejor especialista del país. Vendrá mañana.

―Es una buena idea, si yo todavía ando por estos lados, y si él quiere saber de la Osífraga, me puede
buscar.

―¿Entonces no se va pronto?

―Uno nunca sabe.

―Es cierto.

La escena quedó en silencio. La vieja comenzó a leer el papel con una avidez anacrónica mientras era
observada por su compinche y por la criada.

―¡Pero cómo! ¡Usted ha querido tomarme el pelo! ―exclamó la vieja poco después.

Las mujeres se asustaron con su reacción, y fueron en su auxilio, pero ella no se los permitió con un
gesto arrogante.

―¿Por qué lo dice? ―dijo el francés.

―Estos ingredientes son los de cualquier perfume ―dijo levantándose.

―Pero si le acabo de decir que la Osífraga no tiene nada de extraordinario, bueno, a excepción de
una cosa.

―¿Qué cosa? ―preguntó la vieja con los nervios de punta.

―Es un ingrediente especial; uno que le da fortaleza.

―Pero aquí solo aparecen nombres de frutas, chocolate, alcohol etílico, almizcle, casias y resinas,
nada extraordinario.

―Pero es que usted no ha leído lo último; lo que aparece en el círculo.

La vieja se volvió a sentar. Tardó menos de cinco segundos en leer lo indicado por el francés. En ese
momento dio un brinco, como lo hacía en sus años mozos, y fijó su mirada en el galo. No conforme, dio
un grito escandaloso que resonó en toda la casa. La criada corrió a su lado junto a la otra vieja para
tratar de tranquilizarla.

El francés permaneció inmutable en su puesto. Miraba a las mujeres danzar como serpientes. La
dueña de la casa lo miraba con ojos que expulsaban fuego, pero no le decía nada porque tenía tapada la
garganta. Cuando pudo hablar, le gritó:

―¡Miserable, cómo escribe esto para que yo lo lea!

―Pero es la verdad. Usted quería saber los ingredientes de la Osífraga, y yo se los he dado.

―¿Entonces quiere decir que no es una broma?

―De ninguna manera.


―Pero…

―Los ingredientes que detallo en el papel hacen la Osífraga.

―Repítalo otra vez, invertebrado, si tiene valor.

―Lamento decepcionarla pero es la verdad. Unos cuantos gramos de heces humanas son
insignificantes con un resultado así.

―¡Salga de mi casa, cretino! ―gritaba la vieja―. ¡Salga ya, antes de que ordene que lo maten como
a un perro!

―Me voy. Espero no verla nunca más en la vida. Usted cree apreciar el arte, pero no es más que una
vieja mediocre que duerme entre la seda.

―Fuera, animal. No lo quiero ver frente a mí.

El francés la vio con desprecio, mientras buscaba la puerta. Antes de salir, vio la escena que dejaba
atrás, donde estaba la criada llorando junto a su señora, con el mismo dolor en las entrañas. Sintió un
indecible desprecio por las dos mujeres, mientras descendía por las gradas que conectaban con el jardín.
Cuando terminó de salir de la propiedad, comenzó a pensar en la fórmula de su nuevo perfume,
mientras veía como el pavorreal se había salido del jardín y tomaba la dirección que le indicaban sus
propios pasos.
RETRATO DE UN BARCO

Pasaba por la calle y nunca se atrevía a cruzar la puerta. Era por lo que se contaba de los turcos. También
lo detenía el ruido arenoso que provenía de su cerebro cuando le quedaba la tienda a pocos pasos.
Comparaba esa aflicción con la que sentía cuando pasaba cerca de un cementerio.

Un día entró con decisión, sin tomar ninguna cautela. Estuvo parado frente al mostrador varios
segundos. Con inquietud miraba al hombre atender a otros clientes (una pareja de ancianos), mientras le
dedicaba a él unas miradas persuasivas. En ese momento pensó que el turco lo había confundido con un
ladrón, de los que tanto abundaban en el barrio. Para aumentar las sospechas del viejo, comenzó a
pasearse por el mostrador nervioso. Lo hizo con frialdad. El turco ya no aguantó, y con un salto felino, se
puso frente a él con una mirada brillosa.

―¿Qué lo trae por aquí, joven? ―preguntó el turco con un acento carrasposo.

―Solo veo las novedades.

―Desde hace cinco años no tengo novedades en la tienda ―dijo el viejo con todo el garbo que
tenía.

―Usted tiene algo que me interesa, pero ni yo sé qué es.

―Vuelva cuando lo tenga claro.

―Nos seguiremos viendo.

Cuando dijo estas palabras, vio en la pared interior, a unos cinco metros, el retrato de un velero
construido con madera blanca. Al ver el turco su expresión, no dejó de alarmarse.

―Regrese cuando sepa lo que quiere ―dijo con todo el ímpetu de su voz.

―Quiero ese retrato ―dijo el joven, señalando la pared donde estaba.

―No está en venta.

―Yo sé que no es parte de su inventario, pero a mí me gustaría adquirirlo a cualquier precio.

―¿Cuánto está dispuesto a pagar?

―Lo que usted diga.


―¿Y si le digo que vele más que su vida?

―Es por eso que lo quiero.

―Un simple cuadro no puede representar tanto.

―Si yo le contara.

―Ya no hablemos más. Si insiste en comprármelo, me veré obligado a pedirle que abandone mi
tienda.

―Pero podemos llegar a un acuerdo.

―Ya le dije que no está en venta.

―Le doy mil.

―Ese cuadro no tiene precio.

―¿Cuánto quiere entonces?

―Lárguese, o llamo a la policía.

―Está bien, pero volveré con otra oferta.

―Váyase.

Salió un poco triste. Cuando estuvo en la calle, con algo de pereza, vio el rótulo de la tienda; luego se
retiró murmurando entre dientes.

Al día siguiente volvió. El viejo estaba revisando unos papeles, y cuando lo descubrió con su vista
perdida en el retrato del barco, se apresuró a ponerse frente a él con una mirada rabiosa.

―¿A qué has regresado? ―gritó con sus fauces contraídas.

―Para ver si lo convenzo.

―Ya te dije que el cuadro no está en venta, y esa es mi última palabra.

―Pero si usted no lo quiere.

―¿Cómo lo sabes?

―A lo mejor alguien se lo obsequió o lo heredó de un pariente lejano.

―Vete, y no vuelvas más. Si insistes, juro que llamaré a la policía; a lo mejor ellos te hacen entender.

Dudó un poco. Vio los ojos del turco, y no encontró ningún rastro de debilidad. Era mejor irse y no
volver. Pero en ese momento su rostro se volvió a iluminar. Volvió a ver con ternura el retrato, y se dijo
que otra oferta a lo mejor no estaba tan descabellada.

―Ponga el precio que le sirve mejor ―dijo pensando en los pocos billetes que llevaba consigo.

―Ya te dije que no está en venta. ¿Por qué no entiendes?


―Es que usted no sabe ―dijo lastimoso.

―¿Qué debo yo saber?

―Ese barco es parte de mí; me pertenece.

―Es solo el retrato de un barco; a lo mejor es un montaje.

―Los sueños no son montajes; por eso ese barco me pertenece.

―¿Qué quieres decir?

―Ese barco se aparece todas las noches en mis sueños.

―El cuadro nunca ha salido de aquí. Es más, ayer fue el primer día que lo puse por orden de mi
mujer.

―¡Ya ve! ¡Ahí está! Yo sé que es el mismo; el que tanto se repite en mis sueños. Yo voy con él todas
las noches; yo lo cabalgo, ¿entiende?

―¿Qué es eso de cabalgar un barco?

―Yo soy su capitán y su única tripulación. Yo alzo las velas y fijo el rumbo. Es un sueño raro. Mientras
voy en el barco, al mismo tiempo alguien que soy yo también lo ve pasar desde una isla de rocas. ¿Puede
usted creerlo? Yo estoy en dos lugares al mismo tiempo. El barco pasa cerca, y yo me veo en él como un
gran pirata. Lo sigo con la vista, y cuando va desapareciendo, corro para darle alcance, pero el barco
desaparece en el horizonte, y solo aparece hasta la noche siguiente, cuando vuelvo a soñar exactamente
lo mismo. Ese sueño se ha repetido por muchos años, y ahora, sin estar dormido, lo veo frente a mí; allí
estoy yo. ¿Entiende ahora lo que digo?

―Yo no tengo que ver con tus sueños.

―Ese barco es mío.

―Vete, o llamo a la policía.

―Pero…

El turco hizo un gesto, y el muchacho tuvo que irse con las manos vacías. Mientras abandonaba la
tienda, se dijo que volvería con nuevas ofertas.

Trató de convencer al viejo dos veces más, pero este no dio ningún síntoma positivo. Para
convencerlo de su férrea oposición, el turco llamó a la policía y lo amenazó con un báculo. Ese día tomó
una decisión, sin medir las consecuencias que un acto así demandaba.

Una tarde entró en la tienda. De un salto dejó atrás el estante, arrancó el retrato de la pared, y de
otro salto volvió a vencer el estante, que era lo único que se oponía entre él y la calle. El turco estaba en
la otra esquina con dos clientes, y al ver la escena, se puso a gritar y a correr tras el bandido, que una vez
franqueó el estante, comenzó a correr como una gacela. Resbaló antes de alcanzar la puerta, haciendo
que el cuadro cayera estrepitosamente en el piso. Se detuvo para ver el estado de su tesoro, y cuando
vio que el retrato seguía intacto, volvió a reanudar la huida. Esa pequeña pausa casi le cuesta la libertad.
El turco casi lo atrapa; llegó a rasgarle la camisa y el cabello.
Cuando alcanzó la calle, comenzó a correr con toda su fuerza, dejando atrás los improperios del
turco y el griterío de la gente del barrio. Corrió por muchas manzanas sin parar, hasta que llegó al lugar
donde pensaba refugiarse mientras se calmaban las aguas. Subió a la pieza que le había asignado la
mucama de su tío; puso el retrato frente al catre y se echó enseguida, sobreviniéndole el sueño en el
acto. Esta vez no soñó con su barco predilecto.

Así estuvo las cuatro semanas siguientes, sin que nadie sospechara del golpe que había dado. Una
mañana se despertó temiendo algo grave. Había soñado que perdía el retrato, y por lo tanto su vida.
Segundos después, con una mezcla de terror y consternación, vio hacia la pared donde lo había colgado,
y descubrió que había desaparecido. Casi desnudo corrió hacia el cuarto de la mucama y la sacudió con
fuerza para sacarle una confesión. “Lo tiré a la basura esta mañana”, le dijo con toda la naturalidad del
mundo. “Vieja loca”, alcanzó a decirle mientras buscaba la puerta de la salida.

Buscó con en el basurero, pero no encontró ningún rastro del cuadro. Siguió buscando en los
basureros vecinos sin obtener éxito. Así pasó todo el día; por lo menos hasta que consiguió tranquilizarse
con la esperanza de entrevistar al indigente que pasaba todas las mañanas removiendo la basura de la
calle. En ese momento representaba la única esperanza de su vida.

Esa noche no durmió, y cuando dieron las cuatro de la mañana, hizo guardia para que el mendigo no
se le escapara. El hombre apareció un poco antes de la seis, con los primeros rayos del sol. Llevaba una
bolsa grande en su espalda y una pequeña maleta en una de sus manos. Al verlo salió de su escondite y
comenzó a sacudir al pordiosero preguntándole en todo momento por el retrato, que era, como ya se
dijo, su vida.

El hombre no sabía qué decir, porque no le daba tiempo de hablar. Cuando pudo hacerlo, le dijo que
se lo había vendido a una pareja de enamorados que iban con destino al sur. Cayó destruido a sus pies; el
mendigo hasta tuvo un fuerte deseo de abrazarlo. Comenzó a llorar como no lo había hecho en muchos
años, haciendo sentir culpable al mendigo de un crimen que desconocía.

Ese día y las dos semanas siguientes no se dejó ver en las calles. Ya no lloraba por el retrato, porque
su pérdida lo había liberado de aquel sueño perturbador. Se sentía bien por esa libertad; hasta le dio
gracias al mendigo por haberlo salvado. El retrato le había dado unas gotas de vida; le había regalado
muchas lágrimas, que ahora le salían como a todos los humanos. Esa fue su vida desde ese momento:
llorar por el retrato del mundo.

EL EXTRANJERO

Nos conocimos cuando mi familia se estableció en el pueblo; un pueblo desolado, con unas cuantas
casas de madera, una iglesia deprimente y calles polvosas que en invierno se hacían intransitables. Hacía
poco había llegado la electricidad. El pasatiempo favorito de los hombres consistía en permanecer en la
posada La Reina, donde se bebía, se comía, se jugaba a las cartas y se hablaba de ganado, sembradillos y
de las últimas noticias de la ciudad. Las mujeres, sin embargo, se agrupaban en la iglesia y en el traspatio
de una casona donde aprendían a bordar, a cocinar y a parir hijos. El pueblo era una estampilla olvidada
en el archivero del siglo de las luces.

Fermín tenía ocho años y yo seis cuando nos encontramos en la calle principal del pueblo. Era hijo
del propietario de La Reina. Siempre andaba dispuesto al debate y a las hazañas cimarronas. Nos hicimos
amigos, y al poco tiempo ya andábamos correteando los gatos y las aves. Muchos años permanecí a su
lado. Disfrutábamos estar juntos. Cuando cumplí veinte años, tuve que irme del pueblo. Fue así como
dejé a mi familia y a mi mejor amigo en el último rincón del mundo. A Fermín también le seducía la idea
de viajar, de conocer otras tierras, pero sus planes fueron truncados con la muerte repentina de su
padre. Tuvo que hacerse cargo de la fonda, que era el único sostén de su familia.

Viví en el extranjero más de diez años. Regresé al pueblo feliz, con ganas de ver a mis padres y a mi
amigo de la infancia. No fue difícil encontrarlo. Estaba en la fonda atendiendo a los parroquianos de la
tarde. Era otra persona; esa fue la primera impresión que tuve. Estaba gordo y barbudo; su ropa era
anticuada. Su cara era otra; una más áspera y burda; había envejecido veinte años, si es que no más. Me
reconoció a la primera, y no esperó a que me acercara cuando saltó como un jabalí para darme un
abrazo. Me apretó el cuello, las mejillas, y me llevó a su rincón para que conversáramos sin otro
imprevisto. Yo me mantenía flaco y espigado, con la misma voz y con la misma inocencia de mi niñez.
Aunque nunca lo había reconocido, ese día me di cuenta que mi amigo había sido el líder y que aún lo
seguía siendo a pesar de que yo había trotado el mundo y que me hacía entender en más de tres
idiomas con facilidad.

En mi niñez me daba jugo de naranja o cualquier fruta que tomaba de la fonda cuando aparecía por
el lugar, pero ese día, sin consultármelo, me llenó un vaso de vodka, el cual rechacé con algo de fastidio.
Hacía tres años que no bebía una gota de alcohol, y me había prometido no hacerlo el resto de mi vida.
Pero ante la insistencia de mi amigo y la mirada nebulosa de los otros parroquianos, acerqué el vaso de
vodka y lo bebí casi de un tirón. Los motivos eran muchos: el retorno a casa, nuestra amistad, las
mujeres, el campo, el cielo azul, todo era motivo para un brindis especial entre dos personas especiales.

Solo pude beber un vaso. Fermín se bebió tres sin parpadear, y antes de que anocheciera, sacó la
botella de algún sitio y la puso frente a mis ojos con ganas de desaparecerla en pocos minutos. Mi amigo
había estado casado, pero su mujer había huido con su único hijo. Me contó que no le importaba, que ya
no pensaba casarse. Ahora se dedicaba a las mujeres comprometidas; especialmente las esposas de sus
vecinos más cercanos. Yo no le creí, y él, para convencerme, se echó a reír de forma irónica sin que yo
cambiara de parecer. Al final me di cuenta que mi amigo andaba en aprietos económicos, y que su
alcoholismo era más preocupante de lo que había imaginado.

Al día siguiente llegué a La Reina en las primeras horas. Encontré a Fermín en su estado natural:
sonriente y optimista. De lejos se notaba que llevaba un par de copas y un buen número de cigarrillos.
No le dije nada. Me senté en la barra para desayunar como cualquier parroquiano. Él mismo me sirvió la
comida, animándome a tomar un trago de vodka antes del primer bocado para hacer una buena
digestión. Me negué y se tiró una carcajada.

Hablamos mientras comía. Era un buen desayuno, y se lo hice saber con complacencia. Al poco
tiempo desnudé mis planes. Le dije que había decidido establecerme nuevamente en el pueblo, y que a
lo mejor, con suerte, formaría una familia para terminar de echar raíces. Mi amigo se echó a reír, como
era su costumbre, pero se alegró con mi decisión. Me dio unas palmadas en el hombro, para dar paso a
unas frases conmovedoras que me llegaron al corazón.

―Es una buena idea ―dijo entre lágrimas.

―Lo hago por mis padres, por ti y por mí ―dije estirándole la mano.

―Lo sé.

―No hay otro lugar en el mundo en el que quisiera vivir y morir.

―Eso mismo pienso yo. No conozco el mundo, pero estoy seguro que no hay lugar como este.

―No lo hay ―dije nostálgico―. Este lugar sigue virgen.

―Me gusta eso de virgen ―dijo recobrando su brillo.

―Ha cambiado en estos diez años.

―El mundo ya empieza a fijarse en nosotros.

―¿Por qué lo dices?

―El hombre que está junto a la ventana es extranjero ―dijo señalándolo.

Era un hombre de un poco más de sesenta años, fornido, de camisa y pantalones texanos, botas y
sombrero al mejor estilo del Oeste.

―¿Es forastero? ―pregunté interesado.

―No. Hace cinco años se estableció en la ciénaga. Compró una gran cantidad de hectáreas. Tiene
ganado, caballos, gallinas, ovejas, cabras, pavos, cerdos, y una casa monumental que ve hacia el sur.

―¿Cuál es su nacionalidad? ―pregunté girándome para ver al hombre.

―Es texano.

―Así que es de Texas.

―Su ropa y sus modales lo delatan.

―¡Texas! ―exclamé con alegría.

El hombre nos volvió a ver sorprendido. Estaba a unos seis metros y el lugar estaba vacío, por lo que
podía escucharnos. Decidí no verlo más. De sobra sabía el carácter de esos hombres.

―No te preocupes ―dijo mi amigo―. Él no entiende nuestro idioma.

―¿Estás seguro?

―Completamente. Se hace entender a señas. Dicen que no muestra ningún interés por aprender
nuestro idioma. Sus negocios más urgentes los atiende su hija, que habla nuestra lengua como una lora.
Sus trabajadores me lo han confirmado. Desde hace un año viene a desayunar a La Reina. Revisa los
periódicos, luego se retira dejándome una buena propina.
―¿No entiende ni una palabra? ―pregunté aprensivo.

―Si quieres hagamos una prueba.

―No hace falta.

―Hagámoslo ―dijo mi amigo inclinándose en la barra.

―No es necesario ―insistí.

―Ese texano es un viejo mierda ―dijo mi amigo con claridad logrando obtener la atención de los
demás parroquianos.

―Cállate ―le advertí con una seña.

―Gringo de mierda ―volvió a decir mi amigo con más volumen.

―Se acabó ―dije alarmado.

―¿Tienes miedo? ―dijo Fermín mofándose de mí.

―Sí.

―Gringo de mierda ―volvió a gritar mi amigo en medio de una carcajada.

―Es inútil lo que yo diga ―dije resignado.

―No entiende. Pronto se levantará y me dejará una buena propina.

Mi amigo continuó con los insultos hasta que encontró otro pasatiempo. Terminé de desayunar, y
juré no volver más a la fonda si Fermín seguía con la misma actitud. Los otros parraquianos no hicieron
más que reírse. El texano, sin embargo, se levantó, y antes de salir se dirigió con paso firme hacia el
mostrador. No dijo una palabra. Su cara permaneció inmutable y serena. Sacó un billete y se lo entregó a
mi amigo con una sonrisa. Salió sin esperar el cambio, como siempre lo hacía, según me había dicho
Fermín. El valor de su desayuno costaba menos de la mitad del billete. Yo respiré más aliviado cuando lo
vi cruzar la puerta. Mi amigo y los demás parroquianos se echaron a reír sin ningún reparo.

Esa noche cené en casa de Fermín. Después dimos un largo paseo por las calles del pueblo.
Hablamos de mi vida y del porvenir. En las primeras horas del día siguiente llegué a la fonda. En la noche
me convenció de desayunar en La Reina de forma vitalicia, y yo acepté con mucho entusiasmo.

―¿Ya lo viste? ―me preguntó.

―¿A quién?

―No finjas ―dijo chasqueando los dientes.

―Pues yo soy muy lento para leer tus pensamientos y para descifrar tus intenciones ―dije viendo la
carta donde se detallaba un menú anacrónico.

―El texano ―repuso mi amigo.

―Ah, bueno ―suspiré.


―Ahí está ―dijo señalando al hombre con los ojos.

Giré mi vista tomando todas las precauciones del caso, porque lo que menos quería era buscar
problemas con un texano de gruesa mata.

―Ya lo vi ―dije poniendo mi vista nuevamente en el menú.

―Hace lo mismo. Desde hace un año hace lo mismo todas las mañanas.

―Eso ya me lo dijiste.

―No sé qué pretende.

―¿A qué te refieres?

―Toma la misma mesa, la que está pegada a la ventana. Por medio de una seña me dice lo que
quiere, que es siempre lo mismo, y se queda largo tiempo pensando como si no estuviera en este lugar.

―¿Y qué es lo que come? ―pregunté mostrando un interés telepático.

―Pan tostado y un par de tazas de café con leche.

―Es muy poco para un hombre de sus dimensiones.

―A lo mejor ya ha comido en su casa y solo viene a mi fonda por costumbre.

―Es la mejor explicación que he oído de todo este asunto.

―Su hija le prepara la comida, lo atiende; no tiene necesidad de mis humildes atenciones.

―¿Cómo es su hija?

―Es joven y bella.

―Pero cómo es, es decir…

―Ah, ya sé.

―¿Entonces?

―Es alta, de unos veinte años. Su pelo es amarillo como el sol, y sus ojos azules como el cielo.

―Salió poeta el señor ―dije en tono de burla.

―No me jodas.

―Es hermosa la mujer.

―Es muy bella. Todos los hombres están idiotizados con su belleza. Lástima que casi no se deja ver.
Pocas veces sale de su casa; lo hace solo para asuntos precisos. Dicen que su voz es como la de un ángel.

―¿Estás enamorado de ella?

―Todos queremos llevar a la cama a esa mujer.

―¿Y cómo es la voz de un ángel? ―pregunté para alargar la broma.


―Deja de joder ―dijo Fermín sin dejar de ver al texano.

Comencé a desayunar. El ambiente se contaminó con una ráfaga de viento que se coló por la
puerta. Mi amigo seguía pensativo, sin dejar de ver la mesa que ocupaba el texano.

―Ese hombre algo esconde ―dijo llevándose un vaso de vodka a los labios.

―A su hija ―dije con una sonrisa apretada.

―Esconde algo más. Es un hombre misterioso.

―Es el hombre más misterioso del mundo ―dije apretándome los labios para no reír.

Mi amigo me ofreció un vaso de vodka, pero yo no lo acepté. Terminé mi desayuno y me dediqué a


ver los ojos de Fermín que tenían un brillo inusual. Intenté hablar de mujeres, de paisajes exóticos, pero
él parecía no escucharme. Seguía con su vista puesta en el extranjero, quien seguía removiendo los
periódicos y tomando su taza de café con leche.

―Tiene un nombre extraño ―dijo después de una larga pausa.

―¿Quién?

―El extranjero.

―¿Sigues pensando en él?

―Se me hace imposible.

―¿A ti te importa la vida de ese hombre?

―Viene desde hace un año a mi fonda; ese es un gran motivo ¿no?

―Eso no significa nada ―dije levantando la voz―. Ese hombre viene porque es el único sitio
decente en el pueblo. Si esta fonda fuera de Juan Pérez, igual se aparecería.

―Eso lo sé muy bien.

―Entonces déjalo en paz.

―Mr. Drake ―dijo mi amigo logrando obtener la atención del texano.

―¿Qué? ―dije asustado.

―Ese es el nombre del texano; ¿no viste que nos volvió a ver? Entiende porque es su idioma. Si yo le
dijera, por ejemplo, don pendejo, no me entendería. Yo creo que es un hombre estúpido. No, no es
estúpido ―dijo mi amigo corrigiéndose y alzando la voz― es pendejo, como se les dice aquí a los de su
clase. Escuchen todos: el hombre que está junto a la ventana es pendejo.

―¡Cállate! ―grité alarmado.

―Él no entiende nuestro idioma.

―Aun así debes guardar la calma. El alcohol se te sube como un toro a la cabeza ―dije tratando de
encontrar un poco de raciocinio.
Fermín se sirvió otro trago. Me volvió a ofrecer, pero yo lo volví a rechazar. Murmuró algo, pero no le
di importancia. Un minuto después el texano se levantó, fue al mostrador donde nos encontrábamos,
sacó un billete grande, se lo extendió, y así como había hecho aquella vez, salió sin esperar el cambio.
Fermín me mostró el billete con alegría, mientras se carcajeaba como un cerdo. Fue la primera vez que
comencé a sentir un desprecio volcánico por él.

―Es un apellido extraño para uno de Texas ―dije cuando el hombre ya había cruzado la puerta.

―A mí también me parece un apellido extraño.

―Ese apellido va mejor con un pirata ―agregué.

―¿Un pirata? ¡Estás loco!

―A lo mejor se llama Charles ―dije haciendo unos cálculos.

―Yo doy por hecho que se llama John.

―Es posible; en esta vida todo es posible.

―¡Tenemos un filósofo! ―dijo Fermín devolviéndome la broma.

―No me jodas.

―Lo siento, Mr. Drake.

―Cállate ―dije con rabia.

Unos minutos después salí de la fonda con la intención de investigar algo del texano. Una hora
después ya no había rastro de esa empresa.

Esa noche no salí con mi amigo. Decidí permanecer en casa con mis padres. Cuando amaneció, a
primera hora, como una vieja costumbre, me dirigí a la fonda. Me lo negué al principio, pero después me
dije que siempre era interesante hablar con mi viejo amigo. Además, ese día tenía planeado hacer algo
fructífero para mi vida. No me la iba a pasar de la casa de mis padres a la fonda todo el tiempo.

Tenía que hacer algo; buscarme una ocupación infalible. Se lo hice saber a Fermín y él pareció
entender. Ese día comencé a desayunar sin fijarme en el entorno. La verdad no era necesario que lo
hiciera. De sobra sabía que dos viejos ocupaban la mesa interior, y la mesa de la ventana era para el
texano. Pero ese día, extrañamente, dos mujeres habían entrado a tomar café. De modo que el ambiente
estaba un tanto animado.

―Ahí está el gringo de mierda ―dijo mi amigo señalando al texano con la vista.

No dije nada. Sorbí mi taza de café, y comencé a pensar en los trabajos que le haría al techo de la
casa de mis padres.

―¿Ya lo viste?

―Ya sé que está en la mesa de la ventana ―dije fastidiado.

―¿Qué te pasa?
―Nada ―respondí sin mirarlo.

―¿Tienes algo con ese gringo de mierda? ¿Acaso ya te compró con su dinero sucio?

―No me ha comprado ―dije conteniendo la ira.

―Se siente el rey el muy hijo de puta ―dijo Fermín perdiendo los estribos.

―Cállate ―le advertí.

―¿Por qué? Ese pendejo no entiende ni una palabra.

―Ese no es el punto.

―¿Estás de su lado? Porque si así fuera…

―No ―dije entre dientes.

―Yo puedo hablar. Es mi fonda. Aquí nadie me calla.

―Está bien ―dije reflexivo.

―Entonces no me digas nada. Yo puedo insultar las veces que quiera a ese hijo de puta.

―Está bien ―dije mirando a los demás, quienes ya estaban alarmados, especialmente las mujeres.

―Ya te compró ese viejo mierda ―me volvió a repetir Fermín.

―A mí nadie me compra ―dije mirando en derredor.

―Entonces continuaré con mis insultos.

―Será mejor que me vaya ―dije levantándome del asiento―. Hablamos después.

―No te vayas ―dijo Fermín.

Me quedé unos segundos de pie. Mi amigo guardó silencio, como recapitulando, luego sonrió como
si nada había ocurrido. Yo tenía la firme intención de marcharme, pero él me rogó que me quedara. Me
pidió disculpas, y me juró no insultar a nadie más en mi presencia. La fonda volvió a recuperar la
sobriedad de siempre. Unos minutos después, el texano se paró de golpe. Fue directo al mostrador y se
le quedó viendo a Fermín con ojos brillosos. Estuvo varios segundos sin moverse de su puesto, y luego,
para sorpresa de todos, comenzó a decirle a Fermín en perfecto castellano:

―Antes de que me vaya le voy a decir tres cosas: la primera es que no soy texano como todos
piensan, por lo menos no del modo que yo quiero; la segunda es que no me escondo de nadie, y si he
venido a esta tierra es porque la considero la más prodigiosa de la región; la tercera, así como usted está
oyendo, hablo perfectamente el castellano; lo aprendí en Granada, cuando era joven, por lo que he
escuchado todos los insultos que usted ha dicho de mí y de mi raza.

Mi amigo estaba pálido. El hombre terminó su discurso. Antes de que reaccionáramos, sacó un
revólver que brillaba como una estrella. Cuando Fermín iba a hablar, el extranjero le puso una bala en la
frente. Cayó muerto tras el mostrador, mientras yo, contando con escasos segundos de tiempo, me
deslicé entre las mesas. Escuché gritos que se acumulaban en el interior de la fonda, mientras tocaba el
umbral. Antes de emprender la huida, sentí que una brasa me quemó el hombro derecho precedida de
una explosión. Recuerdo que crucé montes, ciénagas, montañas y un sinfín de peligros para ponerme a
salvo del extranjero.

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