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EL MISTERIO PASCUAL DE JESÚS:

VIDA Y ESPERANZA NUESTRA

Un acercamiento a la pasión,
muerte, sepultura,
y resurrección de Jesús

Introducción y selección de textos:


Matilde Eugenia Pérez Tamayo
Porque tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él
no perezca,
sino que tenga vida eterna.

Jesús
(Juan 3, 16)
CONTENIDO

Introducción

1. Ha llegado mi hora…
2. Páginas del diario de la Virgen
3. Nadie me quita la vida

4. La Cena del Señor


5. Páginas del diario de la Virgen
6. Yo soy el Pan de Vida

7. El Huerto de los Olivos


8. La oración de Jesús en Getsemaní
9. Hágase tu Voluntad…

10. La noticia del atardecer


11. Páginas del diario de la Virgen
12. Tarde de Viernes Santo

13. Jesús, un Dios crucificado


14. La cruz de Jesús
15. Tu cruz… Mi vuelo…
16. Crucificado por su debilidad, vive
por la fuerza de Dios
17. Jesús sigue crucificado en los
sufridores y las sufridoras de hoy
18. Jesús crucificado

19. Y lo colocaron en un sepulcro nuevo


20. Páginas del diario de la Virgen
21. Oración a Nuestra Señora del
silencio

22. Pregón Pascual


23. La resurrección de Jesús
24. ¡Alégrate, María!

25. En qué consiste la resurrección de


Jesús
26. La resurrección, realización de la
utopía humana
27. Señor de la Vida

28. ¡Cristo ha resucitado!


29. Una oración al Resucitado
30. El hombre que se olvidaba de creer
31. Homilia del Papa Francisco en la
Vigilia Pascual de 2020
32. ¡Quédate con nosotros, Señor!
INTRODUCCIÓN

La vida de Jesús llega a su punto


culminante, cuando, clavado en la cruz del
Calvario, entrega a Dios Padre su último
aliento de vida: “Todo ha sido cumplido”
(Juan 19,30), “Padre, a tus manos confío mí
espíritu” (Lucas 23, 46).

Es bueno y provechoso para el crecimiento


de nuestra fe y nuestra vida cristiana,
detenernos – de tiempo en tiempo - a
pensar en este acontecimiento central de
nuestra historia y de la historia de la
humanidad entera, y en su significado más
hondo.

 ¿Por qué le ocurrió esto a Jesús?...


 ¿Por qué tuvo que morir de forma tan
cruel, siendo él el Príncipe de la paz
anunciado por el profeta Isaías (cf
Isaías 9, 5)?…
 ¿Era este el deseo de Dios Padre, o
todo fue simplemente una suma de
hechos y circunstancias que se
salieron de sus manos, y lo
condujeron fatalmente a la
muerte?...
 ¿Tiene sentido para nosotros y para
el mundo – de hoy y de siempre -, la
muerte violenta de Jesús?…
 ¿Por qué seguimos recordando este
suceso como si nuestra vida
dependiera de él?…
 ¿Qué sucedió luego de la muerte
cruenta de Jesús?…
 ¿Es cierto que la muerte no tuvo la
última palabra en su vida?…
 ¿Y esto...qué significado tiene en
nuestra propia vida?...

Son muchas las preguntas y todas tienen una


respuesta clara y satisfactoria. Pero es
necesario que no nos contentemos con
aceptar los hechos sin más, sino que
busquemos penetrar en ellos sin miedo, con
el deseo sincero de descubrir la hermosa
verdad y el profundo amor que tras ellos se
esconden, iluminados por la luz de la fe.

En la vida y la muerte de Jesús todo tiene


un significado profundo, pero hay que abrir
los ojos para ver, los oídos para escuchar, la
inteligencia para comprender, el corazón
para sentir y creer, para valorar y agradecer.

Es lo que han hecho muchas personas, a lo


largo de la historia del cristianismo, con
gran sabiduría y profunda fe, y lo que
trataremos de hacer nosotros ahora,
iluminados y conducidos por los
pensamientos y reflexiones de algunas de
ellas. Así podremos tener un conocimiento
más profundo y más claro de nuestro Señor
Jesucristo, y de la salvación que él, enviado
por el Padre, y lleno de amor por todos y
cada uno de nosotros, vino a traernos.
Y sucedió que mientras él estaba
orando a solas, se hallaban con
él los discípulos y él les
preguntó: “¿Quién dice la gente
que soy yo?”.
Ellos respondieron: “Unos, que
Juan el Bautista; otros, que
Elías; otros, que un profeta de
los antiguos ha resucitado”.

Les dijo: “Y ustedes, ¿quién


dicen que soy yo?”

Pedro le contestó: “El Cristo de


Dios”.

Y les mandó enérgicamente que


no dijeran esto a nadie.

Entonces dijo: “El Hijo del


hombre debe sufrir mucho, y ser
reprobado por los ancianos, los
sumos sacerdotes y los escribas,
ser matado y resucitar al tercer
día” (Lucas 9, 18-22).
1. HA LLEGADO MI HORA…

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

Jesús sabía quién era y a qué había venido


al mundo. Dios Padre había ido
revelándoselo, poco a poco, en sus intensos
momentos de oración, a lo largo de su vida
privada en Nazaret. Y esta conciencia se
hizo más fuerte y clara a partir de su
Bautismo en el Jordán, cuando el Espíritu
Santo descendió sobre él, y Dios Padre lo
presentó al mundo como su Hijo predilecto.

Y sucedió que por aquellos días vino Jesús


desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado
por Juan en el Jordán. En cuanto salió del
agua, vio que los cielos se rasgaban y que el
Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él.
Y se oyó una voz que venía de los cielos: "Tú
eres mi Hijo amado, en ti me complazco"
(Marcos 1, 9-11).

Los evangelios nos cuentan que en diversas


ocasiones a lo largo de su vida pública, con
sus obras y con sus palabras, unas veces de
manera velada y otras de modo explícito,
Jesús habló de esto a sus amigos más
íntimos y a quienes lo escuchaban:

Si Dios fuera su Padre, me amarían a mí,


porque yo he salido y vengo de Dios; no he
venido por mi cuenta, sino que él me ha
enviado (Juan 8, 42).

El que cree en mí, no cree en mí, sino en


aquel que me ha enviado; y el que me ve a
mí, ve a aquel que me ha enviado.
Yo, la luz, he venido al mundo para que
todo el que crea en mí no siga en las
tinieblas.
Si alguno oye mis palabras y no las guarda,
yo no le juzgo, porque no he venido para
juzgar al mundo, sino para salvar al mundo.
...
Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el
Padre me lo ha dicho a mí (Juan 12, 44-
47.50).

Yo soy la luz del mundo; el que me siga no


caminará en la oscuridad, sino que tendrá
la luz de la vida (Juan 8,12).
Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie
va al Padre sino por mí (Juan 14,6).

Yo soy la resurrección. El que cree en mí,


aunque muera, vivirá; y todo el que vive y
cree en mí, no morirá jamás (Juan 11, 25-
26).

El Hijo del hombre no ha venido a ser


servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos (Mateo 20,28).

Y también nos dicen que varias veces y en


diversas circunstancias, les anunció lo que
le iba a suceder, cómo iba a ser el final de
su vida, y qué vendría después para él y
también para ellos:

Tomando consigo a los Doce, les dijo:


- Miren que subimos a Jerusalén, y se
cumplirá todo lo que los profetas
escribieron para el Hijo del hombre; pues
será entregado a los gentiles, y será objeto
de burlas, insultado y escupido; y después
de azotarlo lo matarán, y al tercer día
resucitará. Ellos nada de esto
comprendieron; estas palabras les
quedaban ocultas y no entendían lo que
decía (Lucas 18, 31-34).

Ciertamente, no fue difícil para Jesús, darse


cuenta de que su vida de predicación sería
corta y acabaría mal, como había ocurrido a
los demás profetas de Israel, a lo largo de
los tiempos.

Desde los comienzos de su actividad


apostólica en Galilea, los fariseos se
manifestaron en contra suya, y su oposición
y la de los saduceos, los sumos sacerdotes, y
los doctores de la ley, fue creciendo a
medida que pasaban los días, y mucho más
cuando visitaba la región de Judea, y en ella
la Ciudad Santa de Jerusalén.

Sus palabras, sus milagros, sus actitudes en


contra de la tradición desgastada y vacía, su
denuncia de la injusticia y de la falsedad de
muchos, y hasta las personas con quienes
trataba, eran para todos ellos, motivo de
rechazo y condenación:

Había en la sinagoga un hombre que tenía


una mano seca. Y le preguntaron a Jesús si
era lícito curar en sábado, para poder
acusarle. Él les dijo: - ¿Quién de ustedes
que tenga una sola oveja, si ésta cae en un
hoyo en sábado, no la agarra y la saca?
Pues, ¡cuánto más vale un hombre que una
oveja! Por tanto, es lícito hacer bien en
sábado. Entonces dice al hombre:
- Extiende tu mano. Él la extendió, y quedó
restablecida, sana como la otra. Pero los
fariseos, en cuanto salieron, se
confabularon contra él para ver cómo
eliminarlo (Mateo 12, 10-14).

Y tampoco se libró de la persecución de sus


paisanos:

Vino a Nazaret, donde se había criado y,


según su costumbre, entró en la sinagoga el
día de sábado, y se levantó para hacer la
lectura. Le entregaron el volumen del
profeta Isaías y desenrollándolo, halló el
pasaje donde estaba escrito: "El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la Buena
Nueva..."
Enrollándolo de nuevo lo devolvió al
ministro, y se sentó. En la sinagoga todos
los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues,
a decirles: - Esta Escritura, que acaban de
oír, se ha cumplido hoy…
Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga
se llenaron de ira; y, levantándose, lo
arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a
una altura escarpada del monte sobre el
cual estaba edificada su ciudad, para
despeñarlo. Pero él, pasando por medio de
ellos, se marchó (Lucas 4, 16-30).

Y hasta sus parientes llegaron a considerarlo


loco:

Jesús vuelve a casa. Se aglomera otra vez la


muchedumbre de modo que no podían
comer. Se enteraron sus parientes y fueron
a hacerse cargo de él, pues decían: "Está
fuera de sí" (Marcos 3, 20-21).

Esta situación de rechazo y contradicción a


Jesús y a su mensaje, fue creciendo cada
día y agudizándose por momentos, hasta
que finalmente hizo crisis. El milagro de la
resurrección de Lázaro que sorprendió a la
gente que todavía se resistía a creer en él, y
que le consiguó nuevos discípulos, fue el
detonante.

Muchos de los judíos que habían venido a


casa de María, viendo lo que había hecho,
creyeron en él. Pero algunos de ellos fueron
donde los fariseos y les contaron lo que
había hecho Jesús. Entonces los sumos
sacerdotes y los fariseos convocaron consejo
y decían: - ¿Qué hacemos? Porque este
hombre realiza muchas señales. Si le
dejamos que siga así, todos creerán en él y
vendrán los romanos y destruirán nuestro
Lugar Santo y nuestra nación.
Pero uno de ellos, Caifás, que era el Sumo
Sacerdote de aquel año, les dijo: - Ustedes
no saben nada, ni caen en la cuenta que les
conviene que muera uno solo por el pueblo
y no perezca toda la nación… (Juan 11, 45-
50).

A medida que los acontecimientos se


sucedían, Jesús comprendía que su hora
había llegado, que el momento definitivo
estaba cerca, que su misión en el mundo iba
a terminar pronto. Había vivido esperando
este momento y ya estaba a la puerta.
Todo lo que había dicho, todo lo que había
hecho, tendría pleno sentido cuando
entregara su vida al Padre, de quien la
había recibido. Entonces puso todo en sus
manos amorosas, y se confió a Él con
decisión, sin miedo, seguro de que todo lo
que ocurriera, sería para bien de la
humanidad:

- Ahora mi alma está turbada. Y ¿que voy a


decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si
he llegado a esta hora para esto! Padre,
glorifica tu Nombre. Vino entonces una voz
del cielo: "Le he glorificado y de nuevo le
glorificaré" (Juan 12, 27-28).
2. PÁGINAS DEL DIARIO DE LA VIRGEN

José Luis Martín Descalzo

LUNES

Sí, todas las madres lo dicen: los hijos son


difíciles de entender. Los ha visto una
crecer, conoces hasta las más pequeñas
arruguitas de su cara, y un día, de pronto,
hay en ellos algo que no entiendes. Es como
si hubieran crecido de repente y se te
fueran de los brazos. Tú miras y no
comprendes. Tú quieres bajar hasta el
fondo de sus ojos y te pierdes en los
primeros vericuetos de su alma.

Jesús hace ya días que tiene los ojos


preocupados. Le noto que me huye la
mirada cuando nos quedamos solos. Y habla,
habla de cualquier cosa, sin parar, porque
sabe que si hace un segundo de silencio yo
le haría la pregunta que él teme. Sabe que
no he olvidado las palabras de Simeón y que
sigo teniendo la espada bien adentro.
¿Puede acaso una madre olvidar que su hijo
será cruce de caminos para muchísimos
hombres y que caerá crucificado entre el
amor y el odio?...

Aunque hubo un momento en que llegué a


olvidarlo. Los años avanzaban y nada
sucedía. Él crecía normal, nada gritaba que
hubiera de ser distinto de los otros. “Un
buen carpintero, un buen carpintero como
su padre”, pensé.

Pero era difícil engañarse. Él era serio, y


vivía ya desde pequeño como si sobre sus
espaldas pesase una tarea tan grande como
él, más grande que yo. Maduraba de prisa
como si tuviera que vivir muchos años en
uno y a los diecisiete había en su frente
toda la madurez de un hombre. Desde
entonces comencé a temer. Cualquier día
podía irse a cumplir su tarea. ¿Quizá...? Sí,
quizá no se atreveiría a despedirse. Se
levantaría a medianoche. Partiría.

Tras pensar esto fueron pocas las noches


que dormí de seguido. Me despertaba
sobresaltada, segura de que ya estaba sola.
Contenía mi respiración temblando en el
silencio de la noche, hasta que oía el jadear
de su pecho adolescente, y respiraba yo a
mi vez, feliz, riéndome un poco de mis
miedos.

Y llegué a acostumbrarme a esta angustia.


Hasta olvidé las palabras de Simeón. Los
años avanzaban y nada sucedía. Él seguía en
el puesto de su padre, cortando
humildemente maderas, doblando las
espaldas. ¿Acaso todo había sido un triste
sueño?... Si tenía una misión, ¿cómo no la
empezaba? ...

Las noches pasaban sobre nosotros y


siempre al acostarme yo pensaba: otro día,
otro día más que le he tenido.

Ya casi no esperaba que se fuera cuando se


marchó. Me quedé entonces abierta como
un pozo, y cualquier aire me golpea como a
una puerta. Sé muy bien que la muerte está
al acecho. He leído veces y veces los libros
santos y he vivido sus dolores como si
hubieran sucedido ya mil veces. Llegarán
cualquier día. Él me mirará entonces. No
necesitará decirme una sola palabra. Ese día
sus ojos serán transparentes para mí. Sólo
tendré que entrar en el negro tobogán de la
muerte aceptada hace treinta y tres años.

Últimamente creí que la hora estaba


encima; su manera de hablar a los discípulos
como si hiciera testamento en cada palabra,
sus alusiones a la muerte, veladas y claras a
la vez… Pero, ¿acaso no le falta aún mucha
tarea?... Pienso en sus discípulos y me
imagino que ahora le dejarían todos si
asomase el dolor por el horizonte. Son
buenos sí, pero…

Y lo de ayer me ha devuelto muchas


esperanzas. Sobre la borriquilla parecía un
rey; los chiquillos gritaban como un montón
enorme de alegría y todo en aquellas calles
olía como cuando Belén. Aunque cuando
pasó junto a mi lado... Levantó los ojos
sonriéndome. Era una sonrisa como de
darme ánimos. Algo como si dijera: “Cuando
venga el dolor acuérdate de esto”. Ah, si
José viviera y yo pudiera charlar de esto con
él...
Quizá es mejor no pensar. Bajar de nuevo al
pozo de la fe. Y esperar. Él será Rey
siempre, sobre la borriquilla o en medio del
dolor. Esto es lo importante. Esperar.

MARTES

Creo que acerté ayer al tener miedo. Esta


mañana ha venido a verme Juan. Me ha
dicho: — Tengo que hablarte, María. Y me ha
contado que Jesús, tras el triunfo de
anteayer, estuvo hablando en el templo y
dijo que había llegado su hora.

— ¿Tú sabes qué quiere decir con eso de “su


hora”? —me preguntaba Juan.

Yo recordaba que en Caná me dijo que aún


no había llegado su hora. ¿Quizá “su hora”
era la de los milagros, la hora del triunfo, la
de cambiar el agua en vino, el odio en
amor?...

Juan no aguardó mi respuesta. Continuó:


— Dijo también esta frase que se me ha
quedado grabada: “Si el grano de trigo no
muere es infecundo, pero si muere produce
mucho fruto”. ¿Acaso quiere morir?...

Yo no podía contestar. Hace tiempo que


miro a mi Hijo y a todos los hombres como
granos de trigo. Sí, quizá la tierra sea un
inmenso campo donde hay que enterrarse
para salir en la flor y en la gloria de la
espiga. ¿O acaso nacerá él como la primera
vez, sin dolor, sin sangre?...

Juan siguió contándome que nota a los


fariseos al acecho, como perros de caza,
lanzando en torno a Jesús preguntas como
redes.

Los mismos apóstoles están asustados —ha


seguido—. Si estallase el peligro huirían
muchos. Temo incluso que alguno llegase a
traicionarle. He mirado a Juan como
preguntándole qué quería decir con esto.
Pero él ha apartado la mirada, arrepentido
sin duda de haber dicho estas últimas
palabras.

Me he quedado asustada cuando Juan se


fue.
Durante todo el día, he tratado de hablar
con Jesús sobre esto. Después de comer
estuvimos largo tiempo callados y noté que
necesitaba hablarme. Yo callé, esperando, y
él se paseaba nervioso. De vez en cuando se
asomaba a la ventana como para coger
fuerzas del paisaje, se quedaba mirando a
lo lejos, viendo sin ver. Al fin dijo sólo: — La
tarde está muy buena, madre. ¿Por qué no
sales a dar una vuelta?...

Comprendí que quería estar solo. Y salí.


Pero en todo el tiempo del paseo estuve
temiendo que hubiera querido alejarme de
casa para algo, quizá esta tarde vendrían los
fariseos a llevárselo. Volví corriendo,
conteniendo el aliento. Subí corriendo las
escaleras, pensando que su cuarto estaría
vacío. Y estaba oscuro. Grité: —¡Jesús!

Entonces vi su sombra, recortada en la


oscuridad de la ventana, en el mismo sitio,
en la misma postura en que le había dejado.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. — Esta
ciudad —dijo— me da pena. Si ella supiera
cuántas veces he querido cobijarla como la
gallina a sus polluelos...

MIÉRCOLES

Judas... Todo el día dando vueltas en la


cabeza a este nombre. Todo el día.

Ayer Juan, al hablarme de traición, no


sospechó siquiera la herida que me abría.

Comencé a recordar frases y frases de Jesús


y temblé al acordarme de aquella: “Uno de
los míos me traicionará”.

Entonces ¿es posible...?

Juan no dijo una palabra, pero comprendí


de sobra que pensaba en Judas. Yo tampoco
he podido evitar el unir su nombre a la idea
de la traición. Y temo ser injusta en este
juicio.

No, no le juzgo. ¡Siento hacia él una tal


ternura! Hace tiempo he notado que me
huye, como si mi corazón pudiera descubrir
algo dentro del suyo. No, no es malo.
Aunque he notado que tiembla al oír la
palabra “amor”, que oye las palabras de
Jesús no como quien las bebe sino como
quien las recuenta. Pienso que sólo es un
pobre chiquillo asustado, y me gustaría
conocer palmo a palmo su infancia retorcida
en la que, sin duda, se encuentra el secreto
de sus silencios ariscos. ¿Acaso nunca nadie
le ha amado de veras?... Es absurdo, es
absurdo, pero me gustaría haber sido su
madre.

Jesús ha estado hoy más alegre y esto me ha


preocupado más. Yo sé muy bien que
entrará en la muerte como en un Reino. No
porque morir sea para él una liberación
(¡Ah, bien se yo cuanto ama la vida!), sino
porque será el final de una misión cumplida.
“El Padre” está satisfecho de él.

Me gusta cuando habla de Dios, “el Padre”


como él dice. Lo dice con una especie de
orgullo entusiasmado. Al oírselo me siento
como un poco desplazada. Pero esto me
gusta, he tenido siempre tanto miedo de
quitarle a Dios un céntimo de honor...
Y Judas...

Otra vez este nombre que zumba en mi


cabeza. Veo su mirada ensombrecida de
niño malo, de pobre niño triste a quien
machacaron la infancia. Judas…
3. NADIE ME QUITA LA VIDA…

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

- Nadie me quita la vida; yo la doy


voluntariamente. Tengo poder para darla y
poder para recobrarla de nuevo; esa es la
orden que he recibido de mi Padre (Juan
10, 18).

Jesús no murió en la cruz por mera


casualidad. Y tampoco porque Dios Padre
deseara o necesitara que muriera tan
cruelmente.

Jesús murió crucificado porque aceptó


plenamente el proyecto salvador del Padre,
y su participación en él; entonces, su
manera de ser y de actuar para realizarlo a
cabalidad, lo llevaron a enfrentarse a las
autoridades de su pueblo, y ellas lo
condenaron a muerte.

Jesús murió, dio su vida en la cruz, por


mantenerse fiel a su Padre, por amarlo con
todo el corazón, y por amarnos a nosotros
los hombres; a ti, a mí, a todos.
Jesús murió, dio su vida, para salvarnos del
pecado que causa la muerte; del pecado
que destruye la vida.

- Nadie tiene mayor amor que aquel que da


la vida por sus amigos. Ustedes son mis
amigos, si hacen lo que yo les mando (Juan
15, 13-14).

Morir por amor no es morir.

Morir por amor es darle a la muerte un


sentido nuevo, un valor especial.

Morir por amor es entregarse, darse, en


favor del otro, de los otros.

Morir por amor es redimir, salvar, liberar del


pecado y de todas las esclavitudes, abrir
caminos nuevos, señalar nuevos retos.

Morir por amor es dar un lugar a la


esperanza.

Morir por amor es abrir las puertas a la


resurrección.
Morir por amor es dar paso a un nuevo modo
de ser, de existir, de vivir.

Morir por amor es comenzar a vivir de una


manera nueva, mejor, más plena.

Con su muerte por amor, Jesús nos hace


presente el maravilloso amor que Dios nos
tiene. Un amor que se encarnó, se hizo
como uno de nosotros, y murió
entregándose plenamente, para que
nosotros tuviéramos la Vida verdadera.

Porque tanto amó Dios al mundo que dio a


su Hijo único, para que todo el que crea en
él, no perezca, sino que tenga Vida eterna
(Juan 3, 16).

Con su muerte por amor, Jesús nos muestra


cómo es su amor, su compasión, su
misericordia con nosotros.

Su amor es un amor que nos regenera, nos


recrea, nos sirve, nos salva, nos saca del
mundo de pecado en el que vivimos, y nos
comunica una Vida nueva, la verdadera
Vida.

Como Moisés levantó la serpiente en el


desierto, así tiene que ser levantado el Hijo
del hombre, para que todo el que crea
tenga por él Vida eterna (Juan 3, 14-15).

Con su muerte por amor, Jesús fortalece


nuestra fe, nos devuelve la esperanza, nos
capacita para amar de verdad, con un amor
que nos vivifica.

Todo el que beba de esta agua, volverá a


tener sed; pero el que beba del agua que yo
le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua
que yo le dé se convertirá en él en fuente
de agua que brota para la Vida eterna (Juan
4, 13-14).

Con su muerte por amor, Jesús nos


comunica su propia vida que es Vida de
Dios, Vida eterna.

Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno


come de este pan, vivirá para siempre; y el
pan que yo le voy a dar, es mi carne por la
vida del mundo… El que come mi carne y
bebe mi sangre, tiene Vida eterna, y yo lo
resucitaré el último día (Juan 6, 51.54).
Nadie me quita la vida: yo la
doy voluntariamente. Tengo
poder para darla y poder para
recobrarla de nuevo; esa es la
orden que he recibido de mi
Padre (Juan 10, 18).
4. LA CENA DEL SEÑOR

José Antonio Pagola

El primer día de los Ázimos, cuando se


sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a
Jesús sus discípulos: -¿Dónde quieres que
vayamos a prepararte la cena de Pascua?

Él envió a dos discípulos diciéndoles: -Vayan


a la ciudad, encontrarán un hombre que
lleva un cántaro de agua: síganlo, y en la
casa en que entre, díganle al dueño: “El
Maestro pregunta: ¿Dónde está la
habitación en que voy a comer la Pascua
con mis discípulos?”. Les enseñará una sala
grande en el piso de arriba, arreglada con
divanes. Preparen allí la cena.

Los discípulos se marcharon, llegaron a la


ciudad, encontraron lo que les había dicho y
prepararon la cena de Pascua.

Mientras comían, Jesús tomó un pan,


pronunció la bendición, lo partió y se lo
dio, diciendo: -Tomen, esto es mi cuerpo.
Cogiendo una copa, pronunció la acción de
gracias, se la dio y todos bebieron. Y les
dijo: - Esta es mi sangre, sangre de la
alianza nueva, derramada por todos. Les
aseguro que no volveré a beber del fruto de
la vid hasta el día que beba el vino nuevo
en el reino de Dios.

Después de cantar el salmo salieron para el


monte de los Olivos. (Marcos 14,12-16.22-
26).

Jesús crea un clima especial en la cena de


despedida que comparte con los suyos la
víspera de su ejecución. Sabe que es la
última. Ya no volverá a sentarse a la mesa
con ellos hasta la fiesta final junto al Padre.

Quiere dejar bien grabado en su recuerdo lo


que ha sido siempre su vida: pasión por Dios
y entrega total a todos.

Esa noche lo vive todo con tal intensidad


que, al repartirles el pan y distribuirles el
vino, les viene a decir estas palabras
memorables: “Así soy yo. Les doy mi vida
entera. Miren: este pan es mi cuerpo roto
por ustedes; este vino es mi sangre
derramada por todos. No me olviden nunca.
Hagan esto en memoria mía. Recuérdenme
así: totalmente entregado a ustedes. Esto
alimentará sus vidas”.

Para Jesús es el momento de la verdad. En


esa cena se reafirma en su decisión de ir
hasta el final en su fidelidad al proyecto de
Dios.

Seguirá siempre del lado de los débiles,


morirá enfrentándose a quienes desean otra
religión y otro Dios, olvidado del sufrimiento
de la gente.

Dará su vida sin pensar en sí mismo. Confía


en el Padre. Lo dejará todo en sus manos.

Celebrar la Eucaristía es hacer memoria de


este Jesús, grabando dentro de nosotros
cómo vivió él hasta el final. Reafirmarnos en
nuestra opción por vivir siguiendo sus pasos.
Tomar en nuestras manos nuestra vida para
intentar vivirla hasta las últimas
consecuencias.
Celebrar la Eucaristía es, sobre todo, decir
como él: “Esta vida mía no la quiero guardar
exclusivamente para mí. No la quiero
acaparar solo para mi propio interés. Quiero
pasar por esta tierra reproduciendo en mí
algo de lo que él vivió. Sin encerrarme en
mi egoísmo; contribuyendo desde mi
entorno y mi pequeñez a hacer un mundo
más humano”.

Es fácil hacer de la Eucaristía otra cosa muy


distinta de lo que es. ¡Basta con ir a Misa a
cumplir una obligación, olvidando lo que
Jesús vivió en la Última Cena! ¡Basta con
comulgar pensando solo en nuestro
bienestar interior! ¡Basta con salir de la
iglesia sin decidirnos nunca a vivir de
manera más entregada!

*****

En el trasfondo de esta Cena hay una


convicción firme: los seguidores de Jesús no
quedarán huérfanos. La muerte no podrá
romper su comunión con él. Nadie ha de
sentir el vacío de su ausencia. Sus discípulos
no se quedan solos, a merced de los
avatares de la historia.

En el centro de toda comunidad cristiana


que celebra la Eucaristía está Cristo vivo y
operante. Aquí está el secreto de su fuerza.
De él se alimenta la fe de sus seguidores.

Pero no basta asistir a esa Cena. Los


discípulos son invitados a “comer”. Para
alimentar nuestra adhesión a Jesucristo
necesitamos reunirnos a escuchar sus
palabras e introducirlas en nuestro corazón;
necesitamos acercarnos a comulgar con él
identificándonos con su estilo de vivir.
Ninguna otra experiencia nos puede ofrecer
alimento más sólido.

Nos hemos de olvidar que “comulgar” con


Jesús es comulgar con alguien que ha vivido
y ha muerto “entregado” totalmente a los
demás.

Así insiste Jesús. Su cuerpo es un “cuerpo


entregado” y su sangre es una “sangre
derramada” por la salvación de todos.
Es una contradicción acercarnos a
“comulgar” con Jesús, resistiéndonos a
preocuparnos de algo que no sea nuestro
propio interés.

Nada hay más central y decisivo para los


seguidores de Jesús que la celebración de
esta Cena del Señor. Por eso hemos de
cuidarla tanto. Bien celebrada, la Eucaristía
nos moldea, nos va uniendo a Jesús, nos
alimenta con su vida, nos familiariza con el
Evangelio, nos invita a vivir en actitud de
servicio fraterno y nos sostiene en la
esperanza del reencuentro final con él.

*****

Después de veinte siglos de cristianismo, la


Eucaristía puede parecer hoy una
celebración piadosa, reservada solo a
personas ejemplares y virtuosas. Parece que
se han de acercar a comulgar con Cristo
quienes se sienten dignos de recibirlo con
alma pura. Sin embargo, la “Mesa del
Señor” sigue abierta a todos, como siempre.
La Eucaristía es para personas abatidas y
humilladas que anhelan paz y respiro; para
pecadores que buscan perdón y consuelo;
para gentes que viven con el corazón
hambriento de amor y amistad. Jesús no
viene al altar para los justos, sino para los
pecadores; no se ofrece solo a los sanos,
sino a los enfermos.
5. PÁGINAS DEL DIARIO DE LA VIRGEN

José Luis Martín Descalzo

JUEVES

Hoy es todo distinto. Como si la muerte


hubiera perdido de golpe su importancia y
comenzase a no significar nada. Al salir
hacia el huerto se ha acercado a mí, ha
puesto sus dos manos sobre mis hombros,
me ha mirado hasta el fondo. “Hasta
mañana, madre”, ha dicho solamente. Y yo
he comprendido que esta era su despedida.
Mañana aún le veré, pero ya estará lejos, en
la otra ribera, en la muerte quizá. Pero,
tras el amor de esta noche, sería una
traición temer a la muerte.

He seguido todo desde la cocina, he podido


ver el brillo de sus ojos, el caliente runrún
de sus palabras, el pulso de su respiración
que me llegaba entre el silencio de los
discípulos. A veces, al llevarles alguna cosa
que necesitaban, oía retazos de sus frases.
Y todo olía a cariño. Decía “hijitos míos” o
“ya no os llamaré siervos, sino amigos”.
Luego, al volverme hacia la cocina, yo
cerraba los ojos y dejaba que sus palabras
sonasen dentro mío: “Hijitos míos, hijitos
míos, hijitos míos”.

Y ¡qué temblor cuando tomó el Pan entre las


manos! Me hubiera gustado acercarme,
tomar también yo de aquel Pan. Pero supe
que hoy era para ellos y que, una vez más,
la madre debía quedarse en su rincón. Mas
sentí una especie de envidia. Y junto a ella
una gran alegría: ahora ya todos sabían lo
que era tenerle dentro, como yo hace
treinta y tres años le tuve. Su cuerpecito
caliente pataleaba suave en mí, si me
reconcentraba podía oír latir su corazón.
Era como si la vida se te doblase.

Pero ellos apenas parecieron darse cuenta,


arrugaban el entrecejo, intentando
comprender sin lograrlo. Pedro miraba el
pan y las manos, las manos y el pan, y no
lograba descifrar el enigma. Vi que comía su
parte como entrando en la cueva del
misterio. “Ahora —pensé— están unidos a él
como los sarmientos a la vid, ahora no tengo
miedo”.
Pero de pronto algo me estremeció. Alguien
había abierto la puerta y un golpe de aire
helado había herido la casa. Vi a Judas en el
dintel y al fondo la noche negra y cerrada.
Luego se hundió en la noche y otra vez el
silencio se ciñó en torno a mi Hijo en un
abrazo maternal. Me di cuenta entonces de
que las luces del Cenáculo eran rojas y el
rostro de Jesús estaba iluminado como
nunca lo había estado.
6. YO SOY EL PAN DE VIDA…

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

- Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno


come de este pan, vivirá para siempre; y el
pan que yo le voy a dar, es mi carne por la
vida del mundo (Juan 6, 26 ss).

Jesús, Pan de Vida, Eucaristía:


Jesús hecho pan para ser comido.
Carne y sangre de Jesús, ofrecido en
sacrificio a Dios Padre.
Cuerpo y alma de Jesús hecho don
de salvación para todos.
Humanidad y divinidad de Jesús para
alimentar nuestra vida, ayudarnos a
crecer como personas, hacernos más
fuertes, más decididos, más capaces,
y para enseñarnos a amar y a servir.

Jesús, Pan de Vida, Eucaristía:


Jesús sufriente,
Jesús clavado en la cruz,
Jesús muerto y sepultado,
Jesús resucitado y glorioso.
Jesús, Pan de Vida, Eucaristía:
Jesús, Hijo de Dios, nos comunica su
Vida que es Vida nueva,
Vida regenerada,
Vida resucitada.

Se necesita fe para creer,


porque los ojos no pueden ver,
porque las manos no pueden tocar,
porque la razón no entiende,
porque muchas veces el corazón no
siente.

Se necesita fe
para que recibirla no sea un hecho
rutinario;
para que recibirla produzca el efecto
que le es propio: comunicar Vida;
para que cambie nuestra vida;
para que nos transforme por dentro.

Se necesita fe
para que recibirla nos señale un
nuevo camino;
para que llene nuestro corazón de
amor;
para que realice la unidad de todos;
para que nos impulse a compartir lo
que somos y lo que tenemos.

Se necesita fe
para que recibirla nos motive a
luchar por la justicia;
para que nos haga constructores de
la paz en el mundo;
para que sea semilla de esperanza;
para que impida la muerte que
produce el pecado.

Jesús, Pan de Vida, Eucaristía:


Pan de Dios,
Pan de Salvación,
Pan de Vida Eterna,
Vida con Dios,
Vida de Dios.
Nadie tiene amor más grande
que el que da la vida por sus
amigos. Ustedes son mis amigos
si hacen lo que yo les mando
(Juan 15,13).
7. EL HUERTO DE LOS OLIVOS

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

Los evangelistas nos refieren que,


terminada la Cena, Jesús salió con los once
discípulos que aún permanecían fieles a él -
Judas había salido abruptamente sin haber
concluído la Cena -, hacia el Monte de los
Olivos, al otro lado del torrente Cedrón,
fuera de las murallas de Jerusalén. En aquel
lugar había un huerto sembrado de olivos,
donde su dueño le permitía entrar; allí
había ido muchas veces el Maestro con sus
discípulos a descansar, hacer oración, y
compartir con mayor intimidad.

En aquel lugar y en aquella hora vivió Jesús


los momentos más dramáticos de su vida en
el mundo, antes de padecer. O mejor, allí
empezó verdaderamente su pasión. De allí
salió traicionado y solo, hecho prisionero
como un criminal, para enfrentar cara a
cara el dolor y la muerte que había venido
presintiendo desde hacía algún tiempo.
En Getsemaní, Jesús experimentó en toda
su crudeza, su debilidad humana, su
fragilidad. El temor a la muerte cercana
atenazaba su corazón. Había una posiblidad
grande de que fuera crucificado, porque esa era
la pena que los romanos aplicaban a quienes
consideraba sediciosos. Jesús, como predicador
itinerante, se había encontrado muchas veces en
los caminos, los cuerpos de hombres crucificados
que morían con grandes sufrimientos.

Era tal la angustia de Jesús, su miedo, su


tristeza, que san Lucas nos cuenta que “sumido
en agonía... su sudor se hizo como gotas
espesas de sangre que caían en tierra”
(Lucas 22,44).

No hay que esforzarse mucho para pensar


que el Tentador hizo aquí una nueva
aparición en la vida de Jesús; los evangelios
no lo dicen específicamente, pero nos
permiten suponerlo. San Lucas, después de
narrar las tentaciones en el desierto, al
comienzo de su vida pública, dice
claramente: "Acabada toda tentación, el
diablo se alejó de él hasta un tiempo
oportuno" (Lucas 4, 13). Este era,
seguramente, un tiempo oportuno para él.

Muchos pensamientos debieron cruzarse por


la mente de Jesús en un instante: ¿No sería
mejor enfrentar la situación de una manera
menos peligrosa?... ¿Valía la pena arriesgar
la vida así?... ¿Acaso no hace más uno si
está vivo que si está muerto?... ¿No podía
tal vez, usar su poder de hacer milagros
para realizar alguno en su propio favor?...
Nadie podía critircarlo por querer salvar su
vida.

Jesús experimentaba en su interior la duda


que inquieta y tantas veces aniquila. ¿Cómo
debía enfrentar esta difícil circunstancia de su
vida?… ¿Qué debía hacer?… ¿Huír para salvarse
a sí mismo?... ¿Quedarse para salvar a los otros
con su muerte?... ¿Lo merecían, acaso?… ¿Lo
sabrían valorar?... ¿Qué esperaba,
concretamente, Dios de él?... ¿Cuál era su
voluntad?... ¿Con cuál decisión realizaría su
proyecto?…

Las palabras que los evangelios nos


transmiten como palabras de Jesús en este
momento límite de su vida: "Padre, si es
posible aparta de mí este cáliz, pero no sea
como yo quiero, sino como quieres Tú"
(Mateo 26, 39), manifiestan con total
claridad su inquietud, su deseo íntimo de
que las cosas fueran de otra manera, menos
trágica, menos dolorosa; pero también nos
dan a entender el inmenso amor que Jesús
sentía por su Padre, su confianza absoluta
en Él, y su firme decisión de realizar
siempre y en todo su Voluntad, de unirse
definitivamente a su proyecto salvador de la
humanidad, aunque ello le exigiera algo tan
grande como el sacrificio de su propia vida.

La perfecta humanidad de Jesús es palpable


aquí con toda claridad, lo mismo que su
conciencia de Hijo de Dios y de Mesías
Salvador.

En Getsemaní Jesús acude a la oración como


su única tabla de salvación en aquel
momento decisivo de su vida. En medio de
la angustia, el miedo, la tristeza, la
aflicción y la duda que lo agobian, Jesús
eleva su corazón y su mente al Padre, su
Padre del cielo, su “papito querido”, invoca
con fe su ayuda y su fuerza, para vencer sus
temores y vivir su realidad con el amor más
profundo y la mayor generosidad posible.
La oración de Jesús en Getsemaní es una
oración confiada y fervorosa. Una oración
decidida y valiente. Una oración que brota
de lo más profundo de su alma. Una oración
de aceptación y entrega. Una oración
intensa y prolongada que, sin lugar a dudas,
cumple su objetivo. El evangelista nos lo
dice con claridad: “Entonces, se le apareció
un ángel venido del cielo que lo
confortaba” (Lucas 22, 43).
8. LA ORACIÓN DE JESÚS
EN GETSEMANÍ

Benedicto XVI
Audiencia general 01/02/2012

Hoy quiero hablar de la oración de Jesús en


Getsemaní, en el Huerto de los Olivos.

El escenario de la narración evangélica de


esta oración es particularmente
significativo. Jesús, después de la última
Cena, se dirige al monte de los Olivos,
mientras ora juntamente con sus discípulos.

Narra el evangelista san Marcos: “Después


de cantar el himno, salieron para el monte
de los Olivos” (14, 26).

Se hace probablemente alusión al canto de


algunos Salmos del ’hallél con los cuales se
da gracias a Dios por la liberación del
pueblo de la esclavitud y se pide su ayuda
ante las dificultades y amenazas siempre
nuevas del presente.
El recorrido hasta Getsemaní está lleno de
expresiones de Jesús que hacen sentir
inminente su destino de muerte y anuncian
la próxima dispersión de los discípulos.

También aquella noche, al llegar a la finca


del monte de los Olivos, Jesús se prepara
para la oración personal. Pero en esta
ocasión sucede algo nuevo: parece que no
quiere quedarse solo.

Muchas veces Jesús se retiraba a un lugar


apartado de la multitud e incluso de los
discípulos, permaneciendo “en lugares
solitarios” (Marcos 1, 35) o subiendo “al
monte”, dice san Marcos (Marcos 6, 46). En
Getsemaní, en cambio, invita a Pedro,
Santiago y Juan a que estén más cerca. Son
los discípulos que había llamado a estar con
él en el monte de la Transfiguración (Marcos
9, 2-13).

Esta cercanía de los tres durante la oración


en Getsemaní es significativa. También
aquella noche Jesús rezará al Padre “solo”,
porque su relación con Él es totalmente
única y singular: es la relación del Hijo
Unigénito. Es más, se podría decir que,
sobre todo aquella noche, nadie podía
acercarse realmente al Hijo, que se
presenta al Padre en su identidad
absolutamente única, exclusiva. Sin
embargo, Jesús, incluso llegando “solo” al
lugar donde se detendrá a rezar, quiere que
al menos tres discípulos no permanezcan
lejos, en una relación más estrecha con él.

Se trata de una cercanía espacial, una


petición de solidaridad en el momento en
que siente acercarse la muerte; pero es
sobre todo una cercanía en la oración, para
expresar, en cierta manera, la sintonía con
él en el momento en que se dispone a
cumplir hasta el fondo la voluntad del
Padre; y es una invitación a todo discípulo a
seguirlo en el camino de la cruz. El
evangelista san Marcos narra: “Se llevó
consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y
empezó a sentir espanto y angustia. Les
dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte.
Quédense aquí y velen”” (14, 33-34).

Jesús, en la palabra que dirige a los tres,


una vez más se expresa con el lenguaje de
los Salmos: “Mi alma está triste”, una
expresión del Salmo 43 (Salmo 43, 5) “hasta
la muerte”.

...

Las palabras de Jesús a los tres discípulos a


quienes llamó a estar cerca de él durante la
oración en Getsemaní revelan en qué
medida experimenta miedo y angustia en
aquella “Hora”; experimenta la última y
profunda soledad precisamente mientras se
está llevando a cabo el designio de Dios. En
ese miedo y angustia de Jesús se recapitula
todo el horror del hombre ante la propia
muerte, la certeza de su inexorabilidad y la
percepción del peso del mal que roza
nuestra vida.

Después de la invitación dirigida a los tres a


permanecer y velar en oración, Jesús “solo”
se dirige al Padre. El evangelista san Marcos
narra que él “adelantándose un poco, cayó
en tierra y rogaba que, si era posible, se
alejara de él aquella hora” (14, 35).
Jesús cae rostro en tierra: es una posición
de la oración que expresa la obediencia a la
Voluntad del Padre, el abandonarse con
plena confianza a Él. (...) Luego Jesús pide
al Padre que, si es posible, aparte de él
aquella hora. No es sólo el miedo y la
angustia del hombre ante la muerte, sino el
desconcierto del Hijo de Dios que ve la
terrible masa del mal que deberá tomar
sobre sí para superarlo, para privarlo de
poder.

Queridos amigos, también nosotros, en la


oración debemos ser capaces de llevar ante
Dios nuestros cansancios, el sufrimiento de
ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el
compromiso cotidiano de seguirlo, de ser
cristianos, así como el peso del mal que
vemos en nosotros y en nuestro entorno,
para que Él nos dé esperanza, nos haga
sentir su cercanía, nos proporcione un poco
de luz en el camino de la vida.

Jesús continúa su oración: “¡Abbá! ¡Padre!:


tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz.
Pero no sea como yo quiero, sino como Tú
quieres” (Marcos 14, 36). En esta invocación
hay tres pasajes reveladores. Al comienzo
tenemos la duplicación del término con el
que Jesús se dirige a Dios: “¡Abbá! ¡Padre!”
(Marcos 14, 36a). Sabemos bien que la
palabra aramea “Abbá” es la que utilizaba
el niño para dirigirse a su papá, y, por lo
tanto, expresa la relación de Jesús con Dios
Padre, una relación de ternura, de afecto,
de confianza, de abandono.

En la parte central de la invocación está el


segundo elemento: la consciencia de la
omnipotencia del Padre —“Tú lo puedes
todo”—, que introduce una petición en la
que, una vez más, aparece el drama de la
voluntad humana de Jesús ante la muerte y
el mal: “Aparta de mí este cáliz”.

Hay una tercera expresión de la oración de


Jesús, y es la expresión decisiva, donde la
voluntad humana se adhiere plenamente a
la voluntad divina. En efecto, Jesús
concluye diciendo con fuerza: “Pero no sea
como yo quiero, sino como Tú quieres”
(Marcos 14, 36c).
En la unidad de la persona divina del Hijo,
la voluntad humana encuentra su
realización plena en el abandono total del
yo en el Tú del Padre, al que llama Abbá.

San Máximo el Confesor afirma que desde el


momento de la creación del hombre y de la
mujer, la voluntad humana está orientada a
la voluntad divina, y la voluntad humana es
plenamente libre y encuentra su realización
precisamente en el “sí” a Dios. Por
desgracia, a causa del pecado, este “sí” a
Dios se ha transformado en oposición: Adán
y Eva pensaron que el “no” a Dios sería la
cumbre de la libertad, el ser plenamente
uno mismo. Jesús, en el monte de los
Olivos, reconduce la voluntad humana al
“sí” pleno a Dios; en él la voluntad natural
está plenamente integrada en la orientación
que le da la Persona divina.

Jesús vive su existencia según el centro de


su Persona: su ser Hijo de Dios. Su voluntad
humana es atraída por el yo del Hijo, que se
abandona totalmente al Padre. De este
modo, Jesús nos dice que el ser humano
sólo alcanza su verdadera altura, sólo llega
a ser “divino” conformando su propia
voluntad a la voluntad divina; sólo saliendo
de sí, sólo en el “sí” a Dios, se realiza el
deseo de Adán, de todos nosotros, el deseo
de ser completamente libres. Es lo que
realiza Jesús en Getsemaní: conformando la
voluntad humana a la voluntad divina nace
el hombre auténtico, y nosotros somos
redimidos.

El Compendio del Catecismo de la Iglesia


católica enseña sintéticamente: “La oración
de Jesús durante su agonía en el huerto de
Getsemaní y sus últimas palabras en la cruz
revelan la profundidad de su oración filial:
Jesús lleva a cumplimiento el designio
amoroso del Padre, y toma sobre sí todas las
angustias de la humanidad, todas las
súplicas e intercesiones de la historia de la
salvación; las presenta al Padre, quien las
acoge y escucha, más allá de toda
esperanza, resucitándolo de entre los
muertos” (N. 543).

Verdaderamente “en ningún otro lugar de


las Escrituras podemos asomarnos tan
profundamente al misterio interior de Jesús
como en la oración del monte de los Olivos”
(Jesús de Nazaret II, página 186).

Queridos hermanos y hermanas, cada día en


la oración del Padrenuestro pedimos al
Señor: “Hágase tu voluntad en la tierra
como en el cielo” (Mateo 6, 10). Es decir,
reconocemos que existe una Voluntad de
Dios con respecto a nosotros y para
nosotros, una Voluntad de Dios para nuestra
vida, que se ha de convertir cada día más
en la referencia de nuestro querer y de
nuestro ser; reconocemos, además, que es
en el “cielo” donde se hace la Voluntad de
Dios y que la “tierra” solamente se
convierte en “cielo”, lugar de la presencia
del amor, de la bondad, de la verdad, de la
belleza divina, si en ella se cumple la
Voluntad de Dios.

En la oración de Jesús al Padre, en aquella


noche terrible y estupenda de Getsemaní, la
“tierra” se convirtió en “cielo”; la “tierra”
de su voluntad humana, sacudida por el
miedo y la angustia, fue asumida por su
voluntad divina, de forma que la Voluntad
de Dios se cumplió en la tierra. Esto es
importante también en nuestra oración:
debemos aprender a abandonarnos más a la
Providencia divina, pedir a Dios la fuerza de
salir de nosotros mismos para renovarle
nuestro “sí”, para repetirle que “se haga tu
Voluntad”, para conformar nuestra voluntad
a la suya.

Es una oración que debemos hacer cada día,


porque no siempre es fácil abandonarse a la
Voluntad de Dios, repetir el “sí” de Jesús, el
“sí” de María.

Los relatos evangélicos de Getsemaní


muestran dolorosamente que los tres
discípulos, elegidos por Jesús para que
estuvieran cerca de él, no fueron capaces
de velar con él, de compartir su oración, su
adhesión al Padre, y fueron vencidos por el
sueño. Queridos amigos, pidamos al Señor
que seamos capaces de velar con él en la
oración, de seguir la Voluntad de Dios cada
día incluso cuando habla de cruz; de vivir
una intimidad cada vez mayor con el Señor,
para traer a esta “tierra” un poco del
“cielo” de Dios.
9. HÁGASE TU VOLUNTAD…

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

- ¡Abbá, Padre!, todo es posible para Ti;


aparta de mí esta copa;
pero no sea lo que yo quiero,
sino lo que quieras Tú.
(Marcos 14, 36)

Padre bueno, escucha mi oración y ven a


salvarme.

Estoy viviendo el momento más difícil y


decisivo de mi vida, y tengo miedo.

En lo más profundo de mi corazón presiento


lo que viene para mí, y tengo miedo, mucho
miedo.

Una angustia terrible oscurece mi alma, y


nubla mi mente.

Me asustan los dolores físicos que tendré


que soportar…
La soledad a la que me veré abocado…
La muerte horrible que me espera…
He visto muchas veces a lo largo de mi vida,
lo que sufren los condenados crucificados, y
me estremezco al pensar que eso mismo me
sucederá a mí.

Voy caminando hacia la cruz…


En ella entregaré mi vida en medio de los
más grandes padecimientos físicos y
también morales.

Tengo miedo, Padre mío. Mucho miedo…


Por eso te suplico desde lo más profundo de
mi corazón y de mi vida entera, que si es
posible, apartes de mí este cáliz amargo
que estoy a punto de beber…

Que me quites esta angustia que me taladra


por dentro…
Que me fortalezcas interiormente con tu
amor y tu gracia…
Que me llenes de valor…
Que no me dejes sucumbir…

Mi deseo más profundo, Padre mío, es hacer


tu Voluntad, realizar plenamente tu
proyecto de amor y de salvación, de todos
los hombres y mujeres del mundo, de todos
los tiempos y todos los lugares.

¡Abbá!… Papaíto mío, si es posible, aparta


de mí este cáliz amargo que se ofrece a mis
labios para que yo lo beba, pero que no se
haga mi voluntad sino la tuya, que es
siempre lo mejor.

Que se haga en mí y en todo el mundo, tu


Voluntad, Señor, lo que Tú quieres, lo que
has pensado para mí desde el principio de
los tiempos, tu proyecto de amor para
conmigo y para el mundo al que me
enviaste.

Que se haga en mí y en todo el mundo, tu


Voluntad, Señor, tu Voluntad de amor y de
vida, de libertad y de justicia para todos; tu
Voluntad que crea, que salva, que santifica.

Que se haga en mí y en todo el mundo, tu


Voluntad, Señor, aunque me cause dolor;
aunque me dé miedo; aunque en cierto
sentido me saque del juego; aunque
signifique para mí un gran esfuerzo.
Que se haga en mí y en todo el mundo, tu
Voluntad, Señor, aunque aceptarla, seguirla,
hacerla realidad, me cueste lo más preciado
que tengo y que Tú mismo me diste: la vida.

Que se haga en mí y en todo el mundo, tu


Voluntad, Señor;
lo que Tú quieres, lo que buscas y deseas
para mí;
lo que buscas y deseas para el mundo, ahora
y siempre, movido por tu amor generoso,
compasivo, misericordioso, fiel, eterno.

Yo sé, estoy seguro, de que pase lo que pase


conmigo y con mi vida, será bueno, porque
Tú – Padre - eres bueno.

Yo sé, lo siento dentro de mí, que sea como


sea y pase lo que pase, Tú estás y estarás
conmigo siempre, acompañándome,
guiándome, dándome fuerzas, porque eres
mi Padre y me amas;
porque soy tu Hijo y todo lo mío te interesa;
porque nunca serás indiferente a mi dolor, a
mis necesidades, a mis angustias;
porque lo único que deseas y buscas es el
bien, la felicidad, de todos los hombres y
mujeres del mundo,
porque todos son tus hijos. Amén.
En verdad, en verdad les digo:
si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda él solo;
pero si muere, da mucho fruto.
(Juan 12, 24).
10. LA NOTICIA DEL ATARDECER

Emilio Mazariegos

Es la hora del atardecer. Se apaga la luz del


día. En las ventanas de la ciudad asesina
comienzan a encenderse las candelas.

Es la hora de sacrificar el cordero para la


fiesta de Pascua. La hora de la sangre. Un
silencio pesado envuelve la ciudad
amurallada.

El Sumo Sacerdote y el Sanedrín se frotan


las manos. El hombre molesto, que los
sacaba de quicio con sus palabras y sus
gestos, al final ha caído en la trampa
tendida.

La Ley ha sido defendida y seguirá cargada


de tradiciones inútiles y de un gran peso
insoportable. El templo lucirá espléndido y
con olor repugnante a grasa de animales
quemados. La revolución del amor, el nuevo
camino de libertad, la denuncia de las
injusticias y el nuevo orden presentado se
quedaron en mera utopía.
Un hombre ha muerto. Se llama Jesús.
La noticia corre de boca en boca.

Dicen que lo han colgado de un madero


como un maldito. Dicen que lo condenaron
los del poder religioso por blasfemo, y los
del poder político por subversivo.

Dicen que está desnudo y solo, en lo alto de


la cruz.

Dicen que lo abandonaron sus discípulos y


que la comunidad que él creó se ha roto y
dispersado.

Dicen que unas mujeres y un joven son la


única compañía junto a su cuerpo
ensangrentado y hundido.

Dicen que en las tres horas colgado de la


cruz, apenas ha hablado.
Dicen que su Dios le abandonó.
Dicen que la soledad y el silencio se hicieron
sobre él como una negra noche.
Dicen que fue sincero y coherente hasta el
final, pero incomprendido y marginado.

Dicen que murió dando un gran grito.

La noticia llega golpeada por el dolor.


Porque lo apresaron en un huerto mientras
oraba. Lo amarraron con cuerdas y lo
llevaron en la noche, entre antorchas y
golpes de palos.

Lo sentaron en el banquillo y no se
defendió. Lo abofetearon y no devolvió el
golpe. Se burlaron de él y aguantó la burla y
el escarnio. Se rieron de él poniendo sobre
su cabeza una corona de espinas punzantes.

Lo golpearon con varas de caña y lo


escupieron, le arrancaron la barba, le
vendaron los ojos y le insultaron como a un
imbécil.

Y él callaba...
Y él soportaba el dolor...
Y él oraba en lo profundo de su corazón...

No se defendió...
La noticia dice que lo flagelaron, que lo
golpearon con látigos hasta rasgar sus
espaldas. La sangre vertida, el silencio otra
vez profundo, la mirada en el suelo, fueron
su respuesta a la barbarie de unos soldados.

La noticia dice que la gente gritó que


muriese, que no le querían, que preferían a
un bandido llamado Barrabás.

La noticia dice que un juez cobarde, Pilatos,


se lavó las manos.

La noticia dice que le hicieron cargar un


madero sobre sus espaldas doloridas. Que
cayó en el camino hundido por el cansancio
y el dolor.

La noticia dice que en el monte de la


Calavera le clavaron pies y manos, en una
cruz.

La noticia dice que sobre su cabeza pusieron


un letrero:”Jesús Nazareno, Rey de los
judíos”.
La noticia dice que ese hombre de bien y
paz murió entre dos ladrones, como un
malhechor.
Eran las tres de la tarde. Todo había llegado
a su final.

Nadie se ha puesto de acuerdo. Hay quien lo


llora y quien celebra su muerte brindando
en torno a un corrillo. Ese hombre, único y
desconcertante, se ha convertido en señal
de contradicción, en piedra de tropiezo, en
bandera discutida, en una espada
penetrante.

Hay quien dice que era un hombre, uno de


tantos, un hombre más…

Su muerte es como un gran velo sobre los


ojos del hombre.

En el corazón de la humanidad algo se ha


rasgado. Algo ha acabado.

Es final y principio. Lo llaman Alfa y Omega,


Principio y Fin.
En la humanidad algo nuevo ha pasado. La
muerte de Jesús de Nazaret se ha
convertido en acontecimiento central de la
historia. Acontecimiento envuelto en
sangre, en dolor, en fracaso, en situación
límite.

Pero… no ha quedado esto así… Unos


hombres buenos y unas mujeres con
entrañas de ternura han bajado su cuerpo
de la cruz y lo han puesto en un sepulcro.

Una gran piedra sella la muerte del


Crucificado. Y unos soldados… ¡no podían
faltar!… custodian al muerto. ¡Increíble!
11. PÁGINAS DEL DIARIO DE LA VIRGEN

José Luis Martín Descalzo

VIERNES

Hijo, perdona hoy a tu Madre que no sabe


decirte nada, que no sabe orar, que no sabe
ni estar contigo, que únicamente conoce
este pobre oficio de estar cansada y
decirte: Hijo, hijo, hijo, hijo…

¡Quizá te he desilusionado esta tarde!...

Me hubiera gustado haberte defendido


mejor, haber sabido. Pero, allí, a tus pies,
¿qué podía ofrecerte sino mi esfuerzo por
contener las lágrimas?...

Tú estabas muriendo y yo seguía viva. Ah, y


hubiera necesitado gritar al ver tu sangre
— ¡la mía! — resbalar carne abajo hasta los
pies, y luego gotear sonando silenciosa en el
silencio de la tarde.
Si al menos hubieras vuelto con frecuencia
hacia mí tus ojos... Pero entendí que no
debías preocuparte entonces de tu madre.
Estabas redimiendo. ¿Qué derecho tenían
mis sentimientos a robarles un minuto a
nuestros hijos, los hombres?...

Sí, hasta entendí que cuando te dirigiste


hacia mí fuese para hablarme de ellos. De
ellos... cuando eras tú quien moría, cuando
mi corazón sólo tenía tiempo para estar en
ti.

Perdóname también que ahora te hable


como si estuvieras lejos.

Sé que me oyes, que vas a venir de un


momento a otro, pero aún tengo tan cerca
tus ojos muertos, tu cuerpo muerto, tus
manos muertas, que, en este momento, es
como si el desierto de la muerte nublase la
esperanza.

¿Sufriste mucho?...
¿Te ha dolido mucho, mi pequeño?...

Pero ya está, Niño mío, ya está hecho.


El Padre estará contento, estoy segura.

Tu madre también lo está, orgullosa,


orgullosa de ti, que has sido un valiente,
digno de ser lo que eres: mi Dios.

Descansa ahora, duerme, reposa en los


brazos del Padre tu cabeza. O en estos
míos, Hijo….
12. TARDE DE VIERNES SANTO

Benjamín González Buelta SJ

Tu vida se veía destruida,


pero tú alcanzabas la plenitud.

Aparecías clavado como un esclavo,


pero llegabas a toda la libertad.

Habías sido reducido al silencio,


pero eras la palabra más grande del amor.

La muerte exhibía su victoria,


pero la derrotabas para todos.

El Reino parecía desangrarse contigo,


pero lo edificabas con entrega absoluta.

Creían los jefes que te habían quitado todo,


pero tú te entregabas para la vida de todos.

Morías como abandonado por el Padre,


pero Él te acogía en un abrazo sin
distancias.

Desaparecías para siempre en el sepulcro,


pero estrenabas una presencia universal.

¿No es sólo apariencia de fracaso


la muerte del que se entrega a tu designio?

¿No somos más radicalmente libres


cuando nos abandonamos a tu proyecto?

¿No está más cerca nuestra plenitud, cuando


vamos siendo despojados en tu misterio?

¿No es la alegría tu última palabra,


en medio de las cruces de los justos?
Y yo cuando sea levantado de la
tierra, atraeré a todos hacia mí
(Juan 12, 32).
13. JESÚS, UN DIOS CRUCIFICADO

José Antonio Pagola

Los primeros cristianos lo sabían. Su fe en


un Dios crucificado solo podía ser vista como
un escándalo y una locura. ¿A quién se le ha
ocurrido decir algo tan absurdo y horrendo
de Dios? Nunca religión alguna se ha
atrevido a confesar algo semejante.

Ciertamente, lo primero que todos


descubrimos en el Crucificado del Gólgota,
torturado injustamente hasta la muerte por
las autoridades religiosas y el poder
político, es la fuerza destructora del mal, la
crueldad del odio y el fanatismo de la
justicia. Pero ahí precisamente, en esa
víctima inocente, los seguidores de Jesús
vemos además a Dios identificado con todas
las víctimas de todos los tiempos.

Despojado de todo poder dominador, de


toda belleza estética, de todo éxito político
y de toda aureola religiosa, Dios se nos
revela, en lo más puro e insondable de su
misterio, como amor y solo amor. Por eso
padece con nosotros, sufre nuestros
sufrimientos y muere nuestra muerte.
Este Dios crucificado no es el Dios poderoso
y controlador, que trata de someter a sus
hijos e hijas buscando siempre su gloria y
honor. Es un Dios humilde y paciente, que
respeta hasta el final nuestra libertad,
aunque nosotros abusemos una y otra vez de
su amor. Prefiere ser víctima de sus
criaturas que verdugo suyo.

Este Dios crucificado no es tampoco el Dios


justiciero, resentido y vengativo que todavía
sigue turbando la conciencia de no pocos
creyentes. Dios no responde al mal con el
mal. “En Cristo está Dios, no tomando en
cuenta las transgresiones de los hombres,
sino reconciliando al mundo consigo” (2
Corintios 5,19).

Mientras nosotros hablamos de méritos,


culpas o derechos adquiridos, Dios nos está
acogiendo a todos con su amor insondable y
su perdón.

Este Dios crucificado se revela hoy en todas


las víctimas inocentes. Está en la cruz del
Calvario y está en todas las cruces donde
sufren y mueren los más inocentes: los niños
hambrientos y las mujeres maltratadas, los
torturados por los verdugos del poder, los
explotados por nuestro bienestar, los
olvidados por nuestra religión.

Los cristianos seguimos celebrando al Dios


crucificado, para no olvidar nunca el “amor
loco” de Dios por la humanidad y para
mantener vivo el recuerdo de todos los
crucificados. Es un escándalo y una locura.
Sin embargo, para quienes seguimos a Jesús
y creemos en el misterio redentor que se
encierra en su muerte, es la fuerza que
sostiene nuestra esperanza y nuestra lucha
por un mundo más humano.
14. LA CRUZ DE JESÚS

José Antonio Pagola

El relato de la crucifixión nos recuerda a los


seguidores de Jesús que su reino no es un
reino de gloria y de poder, sino de servicio,
amor y entrega total para rescatar al ser
humano del mal, del pecado y de la muerte.

Habituados a proclamar la “victoria de la


cruz”, corremos el riesgo de olvidar que el
Crucificado nada tiene que ver con un falso
triunfalismo que vacía de contenido el gesto
más sublime de servicio humilde de Dios a
sus criaturas.

La cruz no es una especie de trofeo que


mostramos a otros con orgullo, sino el
símbolo del Amor crucificado de Dios, que
nos invita a seguir su ejemplo.

Cantamos, adoramos y besamos la cruz de


Cristo, porque en lo más hondo de nuestro
ser sentimos la necesidad de dar gracias a
Dios por su amor insondable, pero sin
olvidar que lo primero que nos pide Jesús de
manera insistente no es besar la cruz, sino
cargar con ella. Y esto consiste
sencillamente en seguir sus pasos de manera
responsable y comprometida, sabiendo que
ese camino nos llevará tarde o temprano a
compartir su destino doloroso.

No nos está permitido acercarnos al misterio


de la cruz de manera pasiva, sin intención
alguna de cargar con ella. Por eso hemos de
cuidar mucho ciertas celebraciones que
pueden crear en torno a la cruz una
atmósfera atractiva, pero peligrosa, si nos
distraen del seguimiento fiel al Crucificado,
haciéndonos vivir la ilusión de un
cristianismo sin cruz.

Es precisamente al besar la cruz cuando


hemos de escuchar la llamada de Jesús: “Si
alguno viene detrás de mí... que cargue con
su cruz y me siga” (Mateo 16, 24).

Para los seguidores de Jesús, reivindicar la


cruz es acercarnos servicialmente a los
crucificados; introducir justicia donde se
abusa de los indefensos; reclamar
compasión donde solo hay indiferencia ante
los que sufren. Esto nos traerá conflictos,
rechazo y sufrimiento. Será nuestra manera
humilde de cargar con la cruz de Cristo.

El teólogo católico Johann Baptist Metz


viene insistiendo en el peligro de que la
imagen del Crucificado nos esté ocultando
el rostro de quienes viven hoy crucificados.

En el cristianismo de los países del bienestar


está ocurriendo, según él, un fenómeno muy
grave: “La cruz ya no intranquiliza a nadie,
no tiene ningún aguijón; ha perdido la
tensión del seguimiento de Jesús, no llama
a ninguna responsabilidad, sino que
descarga de ella”.

¿No hemos de revisar todos cuál es nuestra


verdadera actitud ante el Crucificado?...
¿No hemos de acercarnos a él de manera
más responsible y comprometida?...
15. TU CRUZ… MI VUELO

Ignacio Iglesias SJ

En tu cruz, Señor, sólo hay dos palos,


el que apunta como una flecha al cielo
y el que acuesta tus brazos

No hay cruz sin ellos y no hay vuelo.


Sin ellos no hay abrazo.

Abrazar y volar ansias del hombre en celo.


Abrazar esta tierra y llevármela dentro.

Enséñame a ser tu abrazo, y tu pecho.


A ser regazo tuyo y camino hacia Ti
de regreso.
Pero no camino mío,
sino con muchos dentro.

Dime cómo se ama hasta el extremo.


Y convierte en ave la cruz que ya llevo.
¡o que me lleva!
Porque ya estoy en vuelo.
Cristo nos amó y se entregó
por nosotros, como oblación y
víctima de sueve aroma.
(Efesios 5, 2)
16. CRUCIFICADO POR SU DEBILIDAD
VIVE POR LA FUERZA DE DIOS

Cardenal Raniero Cantalamessa

En toda la Biblia, junto a la revelación de la


fuerza de Dios, hay una revelación secreta,
que podríamos llamar revelación de la
debilidad de Dios.

La debilidad de Dios está relacionada con lo


que la Escritura llama con frecuencia "las
entrañas misericordiosas de nuestro Dios"
(cf Jeremías 31,20; Lucas 1,78).

Esa debilidad lo vuelve, por asi decirlo,


impotente ante el hombre pecador y
rebelde. El pueblo es "duro para
convertirse", "se rebela con rebelión
continua". ¿Y cuál es la respuesta de Dios?...
"¿Cómo podré dejarte, Efraín — dice —;
entregarte a ti, Israel?... Me da un vuelco el
corazón, se me conmueven las entrañas"
(Oseas 11,8).

Y como excusándose de esa debilidad, Dios


dice: "¿Puede una madre olvidarse de su
criatura, dejar de querer al hijo de sus
entrañas?" (Isaías 49,15).

En realidad, ese amor es, por excelencia, el


amor de una madre. Nace en esas
profundidades donde se ha formado la
criatura y se apodera después de toda la
persona de la mujer —de su cuerpo y de su
alma—, haciéndole sentir a su hijo como una
parte de sí misma de la que ya nunca podrá
desprenderse sin un profundo desgarrón en
su propio ser.

La causa de la debilidad de Dios es, pues, su


amor al hombre. ¡Ver cómo la persona
amada se destruye con sus propias manos y
no poder hacer nada! Algo de eso saben el
padre y la madre que ven cómo su hijo se va
apagando, día a día, a causa de la droga, y
no pueden ni aludir a su verdadera
enfermedad, por miedo a perderlo del todo.

¿Y no podría impedirlo Dios, siendo


omnipotente?... Claro que podría, pero
destruyendo también la libertad del
hombre, o sea ¡destruyendo al hombre! Por
eso, sólo puede amonestar, suplicar,
amenazar, que es lo que hace desde siempre
por medio de los profetas.

Pero la dimensión de ese sufrimiento de


Dios no la conocíamos hasta que tomó
cuerpo ante nuestros ojos en la pasión de
Cristo.

La pasión de Cristo no es sino la


manifestación histórica y visible del
sufrimiento del Padre por culpa del hombre.

Es la suprema manifestación de la debilidad


de Dios: Cristo — dice san Pablo — "fue
crucificado por su debilidad" (2 Corintios
13,4).

Los hombres vencieron a Dios, el pecado


salió victorioso y se yergue triunfante ante
la cruz de Cristo. La luz ha sido cubierta por
las tinieblas... Pero sólo por un instante:

Cristo fue crucificado por su debilidad,


"pero vive por la fuerza de Dios", añade
enseguida el Apóstol.
¡Vive, vive! Él mismo se lo repite ahora a su
Iglesia: "Estaba muerto, y ya ves, vivo por
los siglos de los siglos, y tengo las llaves de
la Muerte y del Infierno" (Apocalipsis 1,18).
Verdaderamente, "lo débil de Dios es más
fuerte que los hombres" (1 Corintios 1,25).
La cruz — precisamente la cruz — se ha
convertido en fuerza de Dios, sabiduría de
Dios, victoria de Dios.

Dios ha vencido sin dejar su debilidad, más


aún, llevándola al extremo. No se ha dejado
arrastrar al terreno del enemigo: "Cuando lo
insultaban, no devolvía el insulto" (1 Pedro
2,23).

A la voluntad del hombre de aniquilarlo, no


respondió con la misma voluntad de
destruirlo, sino con la voluntad de salvarlo:
"Por mi vida — dice —, no quiero la muerte
del pecador, sino que cambie de conducta y
viva" (Ezequiel 33,11).

Dios manifiesta su omnipotencia con la


misericordia y el perdón…
Al grito "¡Crucificalo!”, él contesta con el
grito: "¡Padre, perdónalos!" (Lucas 23,34).

No hay en todo el mundo palabras como


esas dos palabras: "¡Padre, perdónalos!" En
ellas se encuentran encerradas toda la
fuerza y la santidad de Dios.

Son palabras indomables; no pueden ser


superadas por ningún delito, porque han
sido pronunciadas bajo el mayor de todos
los delitos, en un momento en que el mal
hizo su esfuerzo supremo, más allá del cual
ya no se puede llegar.

"La muerte ha sido absorbida en la victoria.


¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde
está, muerte, tu aguijón?" (1 Corintios
16,55).

Esas palabras se parecen a las palabras


sacramentales. Ellas también, a su manera,
"producen lo que significan" —la
reconciliación del mundo con Dios —, y
hacen realidad lo que expresan.
Esa reconciliación empieza en seguida, en
torno a la cruz, con los que crucificaron a
Cristo.

Yo estoy seguro de que los que crucificaron


a Cristo se han salvado y de que los
encontraremos en el paraíso. Estarán allí
para dar testimonio, por los siglos eternos,
de hasta dónde ha llegado la bondad del
Señor.

Jesús rezó por ellos con toda su autoridad, y


el Padre, que siempre había escuchado la
oración del Hijo durante su vida (cf. Juan
11,42), no pudo dejar de escuchar esta
oración que el Hijo le dirigió cuando estaba
a punto de morir.

Detrás de los que lo crucificaron viene el


buen ladrón, y después el centurión romano
(Marcos 15,39), y luego la multitud que se
convierte el día de Pentecostés.

Es un cortejo que ha ido aumentando cada


vez más, hasta abarcarnos también a
nosotros que estamos aquí esta tarde
celebrando la muerte de Cristo.
Del Siervo sufriente Dios había dicho por
medio del profeta Isaías: "Le daré como
premio una multitud..., por haberse
entregado a la muerte y haber compartido
la suerte de los pecadores. Pues él cargó
con los pecados de muchos e intercedió por
los pecadores" (Isaías 53,12).

Porque intercedió por los pecadores


diciendo: "¡Padre, perdónalos!", Dios le dio
como premio a Jesús de Nazaret,
muchedumbres.

Nosotros los hombres tenemos una visión


distorsionada de la redención, y esto nos
acarrea muchos problemas en el campo de
la fe.

Pensamos en una especie de transacción:


Jesús, mediador entre Dios y los hombres,
paga al Padre un precio por nuestro rescate
— un precio que es su sangre —, y el Padre,
"satisfecho", perdona a los hombres sus
culpas.
Pero ésta es una forma de ver las cosas
demasiado humana, inexacta, o al menos
parcial. Una visión que nos resulta
intolerable incluso humanamente hablando:
¡un padre que necesita la sangre de su hijo
para sentirse aplacado!

La verdad es otra: el sufrimiento del Hijo es


lo primero (¡es espontáneo y libre!), y a los
ojos del Padre es algo tan precioso que su
respuesta es hacerle al Hijo el mayor regalo
que podía hacerle: darle una multitud de
hermanos, hacerlo "primogénito de muchos
hermanos" (Romanos 8,29). "Pídemelo — le
dice —: te daré en herencia las naciones, en
posesión los confines de la tierra" (Salmo
2,8).

No es, pues, el Hijo quien paga una deuda al


Padre, sino el Padre quien paga una deuda
al Hijo por haberle "devuelto a todos los
hijos que estaban dispersos".

Y la paga al estilo de Dios, con una medida


infinita, ya que ninguno de nosotros puede
imaginar, ni de lejos, la gloria y la alegría
que el Padre le ha dado a Cristo resucitado.
Unámonos al alegre cortejo de los que han
sido rescatados por el Cordero. En estos
momentos, la Iglesia nos suplica, con las
palabras del apóstol Pablo: "¡Reconciliaos
con Dios!" (2 Corintios 5,20).

Dios ha sufrido por ti, por ti en persona, y


estaría dispuesto a volver a hacerlo, si fuese
necesario para salvarte. ¿Por qué quieres
perderte?... ¿Por qué haces sufrir a tu Dios,
diciendo que a ti todo eso no te importa?...

A ti Dios no te importa, ¡pero tú si le


importas a Dios! Le importas tanto, que ha
muerto por ti.

Ten compasión de tu Dios, no seas cruel con


él y contigo mismo. Prepara en tu corazón
las palabras que vas a decirle, como el hijo
pródigo, y ponte en camino hacia Él, que te
está esperando.

Es bien sabido por qué mucha gente no


quiere reconciliarse con Dios. Dicen: hay
demasiados inocentes en el mundo,
demasiados sufrimientos injustos.
Reconciliarse con Dios supondría
reconciliarse con la injusticia, aceptar el
dolor de los inocentes, ¡y yo no quiero
aceptarlo! No se puede creer en un Dios que
permite el dolor de los inocentes.

El sufrimiento de los inocentes es "la roca


del ateísmo" dijo alguien alguna vez. ¡Pero
eso es un terrible error! Esos inocentes
están cantando ahora el cántico de victoria
del Cordero: "Eres digno. Señor, de tomar
el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste
degollado y con tu sangre compraste para
Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo
y nación..." (Apocalipsis 5,9).

Sí, hay mucho dolor inocente en el mundo,


tanto que ni siquiera podemos
imaginárnoslo, pero ese dolor no tiene
alejado de Dios al que lo sufre - es más, lo
une a Él más que ninguna otra cosa -, sino
sólo al que escribe ensayos o discute,
sentado cómodamente en su mesa, sobre el
dolor de los inocentes.

Los inocentes que sufren - empezando por


los millones de niños a los que se mata en el
seno de su madre - forman un "bloque" con
el inocente Hijo de Dios. Estén o no estén
bautizados, forman parte de esa Iglesia más
amplia y oculta que empezó con el justo
Abel y que abraza a todos los perseguidos y
a todas las víctimas del pecado del mundo.
El sufrimiento es su bautismo de sangre. Al
igual que los Santos Inocentes, cuya fiesta
celebra la liturgia inmediatamente después
de la Navidad, ellos confiesan a Cristo, no
hablando sino muriendo.

Ellos son la sal de la tierra. De la misma


manera que la muerte de Cristo fue el
mayor pecado de la humanidad, y sin
embargo salvó a la humanidad, así también
el sufrimiento de esos millones de víctimas
del hambre, de la injusticia y de la violencia
son la mayor culpa de la humanidad de
nuestros días, y sin embargo contribuyen a
salvar a la humanidad.

Si todavía no nos hemos hundido, tal vez se


lo debamos también a ellos, ¿y podemos
llamar a todo eso inútil y desperdiciado?...
Pensamos que es un sufrimiento perdido
porque ya no creemos de verdad en la
recompensa eterna de los justos, en la
fidelidad de Dios.

No es la imposibilidad de explicar el dolor lo


que hace perder la fe, sino la pérdida de la
fe lo que hace inexplicable el dolor.

*****

Y a los pastores de su pueblo, en un día


como hoy, Dios les dice: Perdonad como
perdono yo; yo perdono de corazón, me
compadezco hasta las entrañas por la
miseria de mi pueblo. Tampoco vosotros
debéis sólo pronunciar con los labios unas
frías fórmulas de absolución; yo quiero
servirme no sólo de vuestros labios, sino
también de vuestro corazón, para
trasladarles mi perdón y mi compasión.
Revestíos también vosotros de "entrañas de
misericordia".

Que ningún pecado os parezca demasiado


grande, demasiado espantoso; decíos
siempre a vosotros mismos y al hermano que
tenéis delante: "Sí, pero la misericordia de
Dios es mucho, mucho más grande".
Sed como aquel padre de la parábola que
sale al encuentro del hijo pródigo y le echa
los brazos al cuello.

Que el mundo no sienta tanto sobre sí el


juicio de la Iglesia, cuanto la misericordia y
la compasión de la Iglesia. No impongáis
enseguida penitencias que el pecador no
esté aún en condiciones de cumplir; más
bien, haced vosotros penitencia por él, y así
os pareceréis a mi Hijo.

Yo amo a esos hijos extraviados y por eso les


daré también, a su tiempo, la posibilidad de
expiar su pecado. ¡Amad, amad a mi
pueblo, al que yo amo!

*****
A los que sufren en el alma o en el cuerpo —
los ancianos, los enfermos, los que se
sienten inútiles y que son un peso para la
sociedad y que tal vez miran con envidia
desde su lecho a los que están a su lado, en
pie y sanos—, yo quisiera decirles con toda
humildad: ¡Mirad cómo se ha comportado
Dios!
Hubo un tiempo, cuando la creación, en que
también Dios obraba con fuerza y alegría;
hablaba, y se hacía todo, mandaba y todo
empezaba a existir. Pero cuando quiso hacer
una cosa todavía más grande, entonces dejó
de obrar y empezó a padecer; inventó el
propio anonadamiento y así nos redimió.

Porque también en Dios, y no sólo en los


hombres, "la fuerza se manifiesta
plenamente en la debilidad" (2 Corintios
12,9).

Vosotros estáis codo con codo con Cristo en


la cruz. Si sufrís por culpa de otros, decid
con Jesús: "¡Padre, perdónalos!" y el Padre
os dará, como premio, a ese hermano para
la vida eterna.

Finalmente, a todos quiero repetirles la


gran noticia de este día: ¡Cristo fue
crucificado por su debilidad, pero vive por
la fuerza de Dios!
17. JESÚS SIGUE CRUCIFICADO
EN LOS SUFRIDORES Y SUFRIDORAS
DE HOY

Leonardo Boff

En este tiempo del coronavirus que está


produciendo miedo y trayendo muerte a
muchas personas en todo el mundo, la
celebración del Viernes Santo adquiere un
significado especial. Hay Alguien que
también sufrió y, en medio de terribles
dolores, fue crucificado, Jesús de Nazaret.

Sabemos que entre todos los que sufren se


establece un misterioso lazo de solidaridad.
El Crucificado, aunque por la resurrección
haya sido hecho el hombre nuevo y el Cristo
cósmico, continúa, por eso mismo, sufriendo
y siendo crucificado en solidaridad con
todos los crucificados de la historia. Así será
hoy y hasta el final de los tiempos.

Jesús no murió porque todos tenemos que


morir. Fue asesinado como resultado de un
doble proceso judicial, uno por la autoridad
política romana y el otro por la autoridad
religiosa judía. Su asesinato judicial se
debió a su mensaje del Reino de Dios, que
implicaba una revolución absoluta de todas
las relaciones; a su nueva imagen de Dios,
como “Papá” (Abba) lleno de misericordia, a
la libertad que predicó y vivió frente a las
doctrinas y tradiciones que pesaban sobre
las espaldas del pueblo, a su amor
incondicional, especialmente a los pobres y
enfermos a quienes compadecía y curaba y,
finalmente, por presentarse como el Hijo de
Dios. Estas actitudes rompieron con el statu
quo político-religioso de la época. Y
decidieron eliminarlo.

Tampoco murió simplemente porque Dios así


lo quiso, lo cual sería contradictorio con la
imagen amorosa de Dios que anunció. Lo
que Dios quiso, esto sí, fue su fidelidad al
mensaje del Reino y a Él, aunque eso
implicase la muerte. La muerte fue el
resultado de esta fidelidad de Jesús a su
Padre y a su causa, el Reino, fidelidad que
es uno de los mayores valores de una
persona.
Para que esa muerte fuese realmente
muerte, como última soledad humana, pasó
por la tentación más terrible por la que
alguien puede pasar: la tentación de la
desesperación. Esto se hace patente en su
grito en la cruz. El choque ahora no es con
las autoridades que lo condenaron. Es con
su Padre.

El Padre con quien experimentó una


profunda intimidad filial, el Padre que había
anunciado como misericordioso y con la
bondad de una Madre; el Padre, cuyo
proyecto, el Reino, había proclamado y
anticipado en su praxis liberadora; este
Padre ahora, en el momento supremo de la
cruz, parece haberlo abandonado. Jesús
pasa por el infierno de la ausencia de Dios.

Hacia las tres de la tarde, momentos antes


del desenlace final, Jesús grita con fuerte
voz: “Eloí, Eloí, lemá sabachtani: Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Jesús está al borde de la desesperanza.
Desde el vacío más abisal de su espíritu,
surgen preguntas aterradoras que
constituyen la tentación más terrible, peor
que las tres de Satanás en el desierto. ¿Era
absurda mi lealtad al Padre?... La lucha
sostenida por el Reino, la gran causa de
Dios, ¿no tiene sentido?... ¿Fueron en vano
los peligros que corrí, las persecuciones que
soporté, el degradante proceso capital que
sufrí y la crucifixión que estoy
padeciendo?...

Para los criterios humanos, Jesús fracasó


por completo. Su certeza interior se
desvaneció. Pero aunque el suelo
desaparece bajo sus pies, él continúa
confiando en el Padre. Entonces grita con
fuerte voz: “¡Dios mío, Dios mío!” En el
auge de la desesperación, Jesús se entrega
al Misterio verdaderamente sin nombre. Él
será su única esperanza y seguridad. Ya no
tiene ningún apoyo en sí mismo, solo en
Dios. La esperanza absoluta de Jesús solo es
comprensible asumiendo su absoluta
desesperanza.

La grandeza de Jesús consistió en soportar y


vencer esta terrible tentación. Pero esta
tentación le proporcionó el despojamiento
total de sí mismo, un estar desnudo y un
vacío absoluto. Solo así la muerte es
realmente completa, en palabras del Credo,
un “descender a los infiernos” de la
existencia, sin que nadie te pueda
acompañar. De ahora en adelante, nadie
estará solo en la muerte. Él estará con
nosotros porque ha experimentado la
soledad de este “infierno” del Credo.

Las últimas palabras de Jesús muestran su


entrega, no resignada sino libre: “Padre, en
tus manos entrego mi espíritu” (Lucas
23,46). “Todo está consumado” (Juan 19,30)
“Y dando un fuerte grito, Jesús expiró”
(Marcos 15,37).

Este vacío total es la condición previa para


la plenitud total. Ella vino por su
resurrección. Esta no es la reanimación de
un cadáver, como el de Lázaro, sino la
irrupción del hombre nuevo (2 Corintios
15,45), cuyas virtualidades latentes
implosionaron y explosionaron en plena
realización y oración.

Ahora el Crucificado es el Resucitado,


presente en todas las cosas, el Cristo
cósmico de las epístolas de san Pablo y de
Teilhard de Chardin. Pero su resurrección
aún no está completa. Mientras sus
hermanos y hermanas permanecen
crucificados, la plenitud de la resurrección
está en proceso y todavía tiene futuro.
Como enseña san Pablo, “Él es el primero
entre muchos hermanos y hermanas”
(Romanos 8,29; 2 Corintios 15,20). Por eso,
con su presencia de Resucitado acompaña el
viacrucis de dolores de sus hermanas y
hermanos humillados y ofendidos

Está siendo crucificado en los millones de


personas que pasan hambre todos los días
en las favelas, en los que están sujetos a
condiciones inhumanas de vida y de trabajo.
Crucificado en aquellos que en las UCI están
luchando, sin aire, contra el coronavirus.
Crucificado en los marginados de los campos
y las ciudades, en los discriminados por ser
negros, indígenas, quilombolas, pobres y de
otra opción sexual.

Continúa crucificado en los perseguidos por


la sed de justicia, en aquellos que se juegan
la vida en defensa de la dignidad humana,
especialmente la de los invisibles.
Crucificado en todos los que luchan, sin
éxito inmediato, contra los sistemas que
extraen la sangre de los trabajadores,
dilapidan la naturaleza y producen heridas
profundas en el cuerpo de la Madre Tierra.

No hay en esta vía dolorosa suficientes


estaciones para retratar todas las formas
por las que el Crucificado/Resucitado sigue
siendo perseguido, encarcelado, torturado y
condenado. Pero ninguno de ellos está sólo.
Jesús camina, sufre y resucita en todos
estos compañeros suyos de tribulación y de
esperanza. Cada victoria de la justicia, de
la solidaridad y del amor son bienes del
Reino que está ya realizándose en la
historia, Reino, del cual ellos serán los
primeros herederos.
18. JESÚS CRUCIFICADO

Gabriela Mistral

¿De qué quiere usted la imagen?


preguntó el imaginero:
tenemos santos de pino,
hay imágenes de yeso,
mire este Cristo yacente,
madera de puro cedro,
depende de quién la encarga,
una familia o un templo,
o si el único objetivo
es ponerla en un museo.

Déjeme, pues, que le explique,


lo que de verdad deseo.

Yo necesito una imagen


de Jesús El Galileo,
que refleje su fracaso
Intentando un mundo nuevo,
Que conmueva las conciencias
y cambie los pensamientos,
yo no la quiero encerrada
en iglesias y conventos.
Ni en casa de una familia
para presidir sus rezos.
No es para llevarla en andas
cargada por costaleros.
Yo quiero una imagen viva
de un Jesús Hombre sufriendo,
que ilumine a quien la mire
el corazón y el cerebro.

Que den ganas de bajarlo


de su cruz y del tormento,
y quien contemple esa imagen
no quede mirando un muerto,
ni que con ojos de artista
sólo contemple un objeto,
ante el que exclame admirado:
¡Qué torturado más bello!.

Perdóneme si le digo,
- responde el imaginero -,
que aquí no hallará, seguro,
la imagen del Nazareno.
Vaya a buscarla en las calles,
entre las gentes sin techo,
en hospicios y hospitales
donde haya gente muriendo.
En los centros de acogida
en que abandonan a viejos;
en el pueblo marginado,
entre los niños hambrientos;
en mujeres maltratadas,
en personas sin empleo.

Pero la imagen de Cristo


no la busque en los museos,
no la busque en las estatuas,
en los altares y templos.
Ni siga en las procesiones
los pasos del Nazareno;
no la busque de madera,
de bronce de piedra o yeso.

¡Mejor busque entre los pobres


Su imagen de carne y hueso!
En Cristo estaba Dios
reconciliando al mundo consigo,
no tomando en cuenta las
transgresiones de los hombres,
sino poniendo en nosotros la
palabra de la reconciliación (2
Corintios 5, 19).
19. Y LO COLOCARON
EN UN SEPULCRO NUEVO…

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

Al atardecer, vino un hombre rico de


Arimatea, llamado José, que se había hecho
también discípulo de Jesús. Se presentó a
Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces
Pilato dio orden de que se lo entregaran.
José tomó el cuerpo, lo envolvió en una
sábana limpia y lo puso en su sepulcro
nuevo que había hecho excavar en la roca;
luego, hizo rodar una gran piedra hasta la
entrada del sepulcro y se fue.
Estaban allí María Magdalena y la otra
María, sentadas frente al sepulcro. (Mateo
27, 57-61)

La costumbre romana era que los


crucificados permanecieran pendientes de
la cruz, hasta que sus cuerpos fueran
devorados por las aves de rapiña o las fieras
del campo. Cuando esto ocurría, sus huesos
eran recogidos y entregados a sus familiares
para que los sepultaran.
La costumbre judía, por el contrario,
mandaba retirar de la cruz los cuerpos de
los crucificados tan pronto morían, para
sepultarlos, pero prohibía que fueran
puestos en los sepulcros de sus mayores,
hasta que la carne se corrompiera
totalmente, y quedaran sólo los huesos.

Cuando Jesús murió, como estaba tan


próxima la Fiesta de la Pascua, que era la
fiesta por excelencia para los judíos, era
especialmente importante tanto para sus
amigos y discípulos, como para sus enemigos
que lo habían llevado a la muerte, que su
cuerpo fuera bajado de la cruz y sepultado
antes del anochecer.

Para realizar esta tarea, se presentó ante


Pilato – según los evangelios sinópticos -,
José de Arimatea, un judío rico, miembro
del Sanedrín, que se había hecho discípulo
de Jesús en secreto. Buscaba su permiso
para bajar a Jesús de la cruz y sepultarlo
dignamente. San Juan en su Evangelio nos
habla también de Nicodemo, un fariseo
importante, que se había entrevistado con
el Maestro de noche, para no ser
descubierto (cf. Juan 3, 1 ss). Pilato se
sorprendió de que Jesús hubiera muerto tan
pronto, y les concedió lo que le pedían.

El Evangelio según san Juan introduce aquí


un episodio que le es propio y que es
importante tener en cuenta:

Los judíos, como era el día de la


Preparación, para que no quedasen los
cuerpos en la cruz el sábado - porque aquel
sábado era muy solemne -, rogaron a Pilato
que les quebraran las piernas y los
retiraran.
Fueron, pues, los soldados y quebraron las
piernas del primero y del otro crucificado
con él. Pero al llegar a Jesús, como lo
vieron ya muerto, no le quebraron las
piernas, sino que uno de los soldados le
atravesó el costado con una lanza y al
instante salió sangre y agua.
El que lo vio lo atestigua y su testimonio es
válido, y él sabe que dice la verdad, para
que también ustedes crean.
Y todo esto sucedió para que se cumpliera
la Escritura: "No se le quebrará hueso
alguno". Y también otra Escritura dice:
"Mirarán al que traspasaron" (Juan 19, 31-
37).

Cuando, pasado un tiempo, los crucificados


no morían, los soldados romanos que habían
ejecutado la sentencia, les quebraban las
piernas para acelerar su muerte. El texto de
Juan aclara que los soldados vieron a Jesús
ya muerto, pero para cumplir la orden
recibida y verificar su muerte, uno de ellos
a quien la leyenda llama Longinos, atravesó
su corazón con una lanza, y al hacerlo, salió
de él sangre y agua.

Los teólogos han visto en este bellísimo


pasaje del Evangelio, alusiones importantes
que es bueno conocer.

 La sangre y el agua que brotaron del


corazón herido de Jesús, son símbolo
de los sacramentos de la Iglesia, que
por la acción del Espíritu Santo, nos
comunican las gracias de la salvación
que Jesús alcanzó para nosotros.
 El agua es símbolo del Bautismo, por
el cual somos incorporados a la
Iglesia, familia de Dios.
 La sangre es símbolo de la Eucaristía,
que alimenta nuestra vida de hijos
de Dios. También la sangre es signo
del sacrificio redentor de Jesús y de
su muerte salvadora.
 La referencia a las profecías nos
hace presente que Jesús es el nuevo
Cordero Pascual, el verdadero
Cordero de Dios, que carga con
nuestros pecados, y nos comunica la
vida nueva que Dios nos participa.

José de Arimatea y Nicodemo, bajaron a


Jesús de la cruz, lo ungieron con mirra y
áloe, siguiendo las costumbres judías; lo
envolvieron en lienzos limpios comprados
específicamente para ello, y lo colocaron en
un sepulcro que no había sido usado antes,
propiedad de José. Después cerraron el
sepulcro con una gran roca. El Evangelio
según san Juan nos dice que este sepulcro
estaba en un jardín, no muy lejos del lugar
de la crucifixión (cf. Juan 19, 40-42).
Las mujeres que habían acompañado a Jesús
en su crucifixión y muerte, también lo
acompañaron en su sepultura, mirando
desde lejos lo que hacían José de Arimatea
y Nicodemo, y cuando todo hubo terminado
y regresaron a Jerusalén, prepararon
aromas y mirra. Y el sábado descansaron,
según el precepto (Lucas 23, 55). Su
intención era volver a la tumba de Jesús
llevando más aromas y ungüentos, para
realizar un embalsamamiento del cadáver
más completo, porque el que habían hecho
José de Arimatea y Nicodemo, había sido de
prisa, pues era necesario sepultar a Jesús
aquel mismo día antes del atardecer.
Querían, así, rendir a su Maestro, su propio
homenaje de amor, respeto y consideración.

El Evangelio según san Mateo termina dando


cuenta de otro hecho importante:

Al otro día, el siguiente a la Preparación,


los sumos sacerdotes y los fariseos se
reunieron ante Pilato y le dijeron: - Señor,
recordamos que ese impostor dijo cuando
aún vivía: "A los tres días resucitaré".
Manda, pues, que quede asegurado el
sepulcro hasta el tercer día, no sea que
vengan sus discípulos, lo roben y digan
luego al pueblo: "Resucitó de entre los
muertos", y la última impostura sea peor
que la primera".
Pilato les dijo: - Tienen una guardia. Vayan,
asegúrenlo como saben.
Ellos fueron y aseguraron el sepulcro,
sellando la piedra y poniendo la guardia
(Mateo 27, 62-66).

La muerte de Jesús en la cruz, no fue una


muerte figurada, simbólica, aparente. Jesús
murió realmente. Esta es la verdad que
confesamos cuando al rezar el Credo,
resumen de nuestra fe, decimos: "fue
crucificado, muerto y sepultado, descendió
a los infiernos".

Jesús murió como morimos todos los seres


humanos. Su cuerpo y su alma de hombre,
unidos de manera indivisible en un todo
único, sufrieron el desgarramiento de la
“separación” que produce la muerte. Igual
que sucede con nosotros, su cuerpo,
destinado a la corrupción, fue sepultado, y
su alma trascendió la materia y fue al
encuentro de Dios, su Padre.

La muerte de Jesús fue verdadera muerte,


porque puso fin a su existencia humana en
la tierra. Con ella Jesús no sólo siguió el
destino que nos espera a todos los hombres,
sino que también sufrió el abandono radical
y la soledad propia de la muerte.

En la muerte de Jesús, la omnipotencia de


Dios penetró en la debilidad más extrema
del hombre, para sufrir así el vacío de la
muerte, y romper sus lazos.

La muerte de Jesús significó la muerte de la


muerte, y la victoria definitiva de la vida.

A partir de la muerte de Jesús, nuestra


muerte adquiere un nuevo sentido. Deja de
ser simplemente un destino irrevocable, un
castigo por el pecado, para constituirse en
un acontecimiento vivificante que nos une
al Señor. San Pablo lo dice con claridad: -”Si
vivimos, para el Señor vivimos; y si
morimos, para el Señor morimos (Romanos
14, 8).
Y el libro del Apocalipsis va más allá: con
Jesús, la muerte deja de ser angustiosa y
llega a ser objeto de bienaventuranza, de
felicidad: - ”Bienaventurados los que
mueren en el Señor. Descansen ya de sus
fatigas ( Apocalipsis 14, 13).
20. PÁGINAS DEL DIARIO DE LA VIRGEN

José Luis Martín Descalzo

SÁBADO

Conocía la noche de la fe, pero nunca creí


que fuera tan profunda. Ni una sola ventana
con luz, sólo creer, esperar, cerrar los ojos,
entrar en la cuesta arriba. Sí, ayer cuando
la losa cayó tras de su cuerpo, nada de
ángeles, nada de voces del Padre. Sólo la
noche y el sonar de los latigazos en los
oídos, y las carcajadas, y las blasfemias y
las risas, el golpe final de la piedra,
cerrándose…

¡Qué lejos ahora lo de Belén y aun las


pequeñas angustias de Nazaret cuando él se
alejaba! Entonces ¿es esto ser una madre?...
En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la
certeza de que el sol está al fondo y volverá
mañana.

Pero, ¿por qué se ha de salvar siempre con


sangre?... ¿Es que son tan hondos los
pecados del hombre que sólo pueden
borrarse con manos y frente desgarradas?...

No, no le hubierais reconocido ayer si le


hubieseis visto subir por la pendiente. Las
madres sí; olemos a los hijos desde miles de
kilómetros, porque no es verdad que salgan
nunca de nosotros. Están fuera, caminan,
lloran, triunfan, viven, pero no es verdad;
siguen estando dentro. Ayer el Calvario
estaba más en mi seno que en Jerusalén,
clavaban dentro, martilleaban dentro.

Por eso no hubo nadie junto a él. Juan,


Magdalena… todos estaban sin estar. Y hasta
el Padre se fue y nos dejó solos...

Pero hubo algo más horrible todavía, algo


que no he logrado entender, que acepto a
ciegas, sólo porque él lo hizo: ¿Por qué no
me miró?... ¿Por qué en los últimos minutos
no se volvió hacia mí?... Estábamos unidos,
sí, pero los dos entramos solitarios en la
muerte.

Creédmelo: esperé hasta el último minuto


su mirada. Y no me la dio. Vi doblarse su
cabeza y supe que pensaba en quienes le
habían abandonado: el Padre y los hombres.
Fue entonces, y no cuando los martillazos,
cuando yo di mi vida.

Después de muerto volvió a pertenecerme.


Quitando sangre, espinas, barro, fui
reconquistando su cuerpo, y, si cerraba los
ojos, podía pensar que le estaba lavando
otra vez como cuando era niño. Le hablé
como entre sueños. Y me pareció como si
me entendiera.

Ahora ha vuelto la calma. La calma


nocturna, pero calma al cabo. Ya sólo queda
esperar y ver la puerta que se abre y sus
ojos que brillan. Me gustaría que viniera con
las heridas. Serían un buen recuerdo de este
segundo parto en que le he dado a luz
mucho más que la primera vez.
21. ORACIÓN
A NUESTRA SEÑORA DEL SILENCIO

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

Virgen María, Madre de la soledad,


Señora del silencio...
Comparto tu dolor, siento tu pena,
unida a ti callo, elevo mi corazón a Dios
y espero...

Virgen María, Madre de la soledad,


Señora del silencio...
Hoy, triste y acongojada,
repito contigo tu "sí" de Nazaret y de Belén,
acepto contigo la Voluntad del Padre,
aunque no la comprendo,
aunque llene de sufrimiento mi alma,
aunque sienta que en ello se me va la vida.
En el fondo de todo dolor,
de todo sufrimiento,
hay siempre una esperanza.

Virgen María, Madre de la soledad,


Señora del silencio...
No sé por qué pasó lo que pasó, no lo
entiendo.
Sólo tengo preguntas sin respuestas,
pero no me pregunto, solo espero...
No intento responderme, espero...
Dios sabe lo que hace y por qué lo hace.
Dios lo sabe todo.
Dios saca bienes de los males
porque es bueno.
En Dios todo es amor,
y del amor nacen el bien, la alegría,
la armonía y la paz.
Del amor nace la Vida...

Virgen María,
Madre de la soledad,
Señora del silencio...
Tu corazón de madre te lo dice,
y el corazón de madre no se engaña.
Tu fe de hija de Dios Padre te pide creer,
y la fe mueve montañas.
Por eso, yo contigo, estoy segura
de que aunque parezca el fin, no es el fin.
Por eso, yo contigo, siento que sucederán
cosas...
Por eso, yo contigo, creo, amo y espero…
No se asusten. Buscan a Jesús de
Nazaret, el Crucificado; ha
resucitado, no está aquí. Vean el
lugar donde le pusieron. Pero
vayan a decir a sus discípulos y
a Pedro que irá delante de
ustedes a Galilea; allí lo verán,
como les dijo (Marcos 16, 6-7).
22. PREGÓN PASCUAL

Karl Rahner SJ.

Atención. Atención.
Noticia de última hora.
Os anuncio una buena noticia.
La buena noticia es sobre Jesucristo.
Cristo ha resucitado.
Está vivo entre nosotros.
Rotas las cadenas de la muerte,
Cristo ha salido victorioso del sepulcro.
La tierra se ha llenado de luz
y huyen las tinieblas
que cubrían el orbe entero.

Jesús había venido hacia nosotros


y había vivido como viven los hombres.
Los hombres lo destrozaron
con sus propias manos
y su vida desembocó en la muerte.
Pero Dios hizo lo imposible:
en este día, él resucitó para nosotros,
desarmada y muerta quedó la muerte.
Y ahora está aquí.
Está aquí como el primer día.
Está aquí, entre nosotros,
igual que el primer día,
eternamente aquí todos los días.

Jesús es el sentido concreto y final


de nuestras vidas.
Él es el impulso de toda creación,
el punto de arranque de toda iniciativa,
el ala de toda novedad,
la risa sorprendente de la eterna juventud.

Si resucitó no fue para marcharse


dejando tras de sí un vacío sin esperanza.
Su cuerpo forma, ya para siempre,
parte de nuestra tierra.
Pascua es la señal externa
del fuego interno
que recorre las entrañas de la tierra.

En la superficie, sin embargo,


todo ha quedado igual:
el mal continúa marcando
el rostro de las cosas,
y nosotros, tomando la apariencia
por realidad,
creemos que el amor está muerto.
¡No! Cristo está presente
en el corazón de la historia.

Pero ésta no será realidad plena


sin nuestra propia colaboración.
Lo que hoy os anuncio con palabras
anunciadlo vosotros con la vida.
Yo os anuncio la buena,
buenísima noticia,
mucho más importante
que todas las noticias escritas en la prensa.

Los amigos directos de Jesús,


los que le vieron sudar en los caminos,
los que luego le vieron preso y triste,
los que huyeron
al verlo conducido a la muerte,
han visto y sentido a su manera,
han visto, amigos,
¡que Jesús está vivo!
Y que se deja ver
por quien tiene los ojos bien abiertos,
el alma esperanzada y el corazón inquieto.
Y ¿qué les dice?
Les dice:
Shalom, la paz, amigos, con vosotros.
Es decir: la alegría, la salud, la fiesta,
la promesa de una vida más bella
y más humana,
¡Shalom, la paz!

Pero, en fin, ya sé
lo que muchos estáis pensando:
Ninguno de nosotros hemos visto a Jesús,
el Señor resucitado.
No tocamos sus manos,
ni metimos la mano en sus heridas.
ni jamás se ha aparecido en nuestra casa.
… sin embargo, después de tantos años
creemos su palabra y su promesa:
creemos que él ha resucitado
y está vivo entre nosotros.

Él viene a comer
con sus hermanos y hermanas tristes:
los pobres, los enfermos, los “ilegales”,
las prostitutas, los presos….
para que veamos que no es un fantasma,
para que apostemos por la vida.
Yo os invito a celebrar la vida.
Bebamos el vino del hombre nuevo.
Acerquemos nuestra copa
a la copa del Resucitado.
¡Celebremos la Vida,
celebremos la Resurrección!
23. LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

Papa Francisco
Audiencia General 3/04/2013

Queridos hermanos y hermanas: ¡Buenos


días!

En el Credo repetimos esta expresión: “El


tercer día resucitó según las Escrituras”. Es
este, precisamente, el evento que estamos
celebrando: la Resurrección de Jesús es el
centro del mensaje cristiano, que resonó
desde el principio y que ha sido transmitido
para que llegara hasta nosotros. San Pablo
escribe a los cristianos de Corinto: “Les he
trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo
recibí: Cristo murió por nuestros pecados,
conforme a la Escritura. Fue sepultado y
resucitó al tercer día, de acuerdo con la
Escritura. Se apareció a Pedro y después a
los Doce” (1 Corintios 15:3-5).

Esta breve confesión de fe anuncia


precisamente el Misterio Pascual, con las
primeras apariciones del Resucitado a Pedro
y a los Doce: la Muerte y la Resurrección de
Jesús son justo el corazón de nuestra
esperanza. Sin esta fe en la muerte y en la
Resurrección de Jesús, nuestra esperanza
será débil, ya no será ni siquiera esperanza.
Y precisamente la muerte y la Resurrección
de Jesús son el corazón de nuestra
esperanza. El Apóstol afirma: “Y si Cristo no
resucitó, su fe es inútil y sus pecados no
han sido perdonados” (1 Corintios 15, 17).

Por desgracia, a menudo se ha tratado de


opacar la fe en la Resurrección de Jesús, e
incluso entre los propios creyentes se han
insinuado dudas. Un poco una fe de “agua
de rosas”, como decimos nosotros. No es
una fe fuerte. Esto ocurre a veces por
superficialidad, otras por indiferencia,
ocupados por miles de cosas que se
consideran más importantes que la fe, o por
una visión puramente horizontal de la vida.

Pero es precisamente la Resurrección la que


nos abre a la esperanza más grande, porque
abre nuestra vida y la vida del mundo al
futuro eterno de Dios, a la felicidad plena, a
la certeza de que el mal, el pecado y la
muerte pueden ser derrotados.

Esto nos lleva a vivir con mayor confianza


las realidades cotidianas, a afrontarlas con
valentía y con empeño. La Resurrección de
Cristo ilumina con una luz nueva estas
realidades cotidianas: ¡la Resurrección de
Cristo es nuestra fuerza!

¿Pero cómo se nos ha transmitido la verdad


de la fe de la Resurrección de Cristo? Hay
dos tipos de testimonios en el Nuevo
Testamento: algunos son presentados en
forma de profesión de fe, es decir, son
fórmulas sintéticas que indican el centro de
la fe; mientras que otros aparecen en forma
de relato del evento de la Resurrección
mismo y de algunos hechos relacionados con
ella.

La primera: la forma de la profesión de la


fe, por ejemplo, es la que acabamos de
escuchar, o la que aparece en la Carta a los
Romanos en la que san Pablo escribe: “Si
confiesas con tu boca que Jesús es el Señor
y crees en tu corazón que Dios lo resucitó
de entre los muertos, serás salvado”.
(Romanos 10, 9). Desde los primeros pasos
de la Iglesia es clara y firme la fe en el
Misterio de la Muerte y Resurrección de
Jesús.

Hoy, sin embargo, quisiera centrarme en la


segunda forma, en los testimonios que
aparecen como un relato, y que
encontramos en los evangelios. En primer
lugar observamos que los primeros testigos
de este evento fueron mujeres. Al
amanecer, ellas van al sepulcro para ungir el
cuerpo de Jesús, y encontraron el primer
signo: el sepulcro vacío (cf. Marcos 16, 1).

Sigue después el encuentro con un


Mensajero de Dios que anuncia: “Jesús de
Nazaret, el crucificado, no está aquí, ha
resucitado” (cf. vv 5-6). Las mujeres son
llevadas por el amor y saben acoger este
anuncio con fe: creen, y de inmediato lo
transmiten, no lo tiene para sí mismas. Lo
transmiten.

La alegría de saber que Jesús está vivo y la


esperanza que llena el corazón no se
pueden contener. Esto debería suceder
también en nuestra vida ¡Sintamos la alegría
de ser cristianos! ¡Nosotros creemos en un
Resucitado que venció el mal y la muerte!
¡Tengamos la valentía de “salir” para llevar
esta alegría y esta luz a todos los lugares de
nuestra vida! ¡La Resurrección de Cristo es
nuestra mayor certeza; es el tesoro más
precioso! ¡Cómo no compartir con los demás
este tesoro, esta certeza.

No es sólo para nosotros, es para


transmitirla, para darla a los demás,
compartirla con los demás. Es nuestro
testimonio.

Otro elemento. En las profesiones de fe del


Nuevo Testamento, como testigos de la
Resurrección vienen recordados sólo los
hombres, los Apóstoles, pero no las
mujeres. Esto se debe a que, de acuerdo
con la Ley judaica de aquel tiempo, las
mujeres y los niños no podían dar un
testimonio confiable, creíble. En los
evangelios, sin embargo, las mujeres tienen
un papel primordial, fundamental. Aquí
podemos ver un elemento a favor de la
historicidad de la Resurrección: si se tratara
de un hecho inventado, en el contexto de
aquel tiempo no hubiera estado relacionado
con el testimonio de las mujeres. Los
evangelistas, en cambio, simplemente se
limitan a narrar lo que sucedió: las mujeres
son los primeros testigos.

Esto nos dice que Dios no elige según los


criterios humanos: los primeros testimonios
del nacimiento de Jesús son los pastores,
gente sencilla y humilde. Y las primeras en
ser testimonios de la Resurrección son las
mujeres. Y ello es bello, es un poco la
misión de las mujeres, de las mamás, de las
abuelitas. Dar testimonio a sus hijos y nietos
de que Jesús está vivo, vive, ha resucitado.
Mamás y mujeres ¡adelante con este
testimonio!

Lo que cuenta para Dios es el corazón, cuán


abiertos estamos para Él, si somos como
niños que se fían. Pero esto nos hace
reflexionar también sobre cómo las
mujeres, en la Iglesia y en el camino de la
fe, hayan tenido y sigan teniendo aún hoy
un papel especial en el abrir las puertas al
Señor, en seguirlo y en comunicar su Rostro,
porque la mirada de fe necesita siempre la
mirada sencilla y profunda del amor.

A los Apóstoles y a los discípulos les cuesta


más creer, a las mujeres no. Pedro corre al
sepulcro, pero se detiene ante la tumba
vacía; Tomás debe tocar con sus manos las
heridas del cuerpo de Jesús. También en
nuestro camino de fe es importante saber y
percibir que Dios nos ama, no tener miedo
de amarlo: la fe se profesa con la boca y
con el corazón, con las palabras y con el
amor.

Después de las apariciones a las mujeres,


siguen otras: Jesús se hace presente de un
modo nuevo: es el Crucificado, pero su
cuerpo es glorioso; no ha vuelto a la vida
terrenal, sino en una nueva condición. Al
principio no lo reconocen, y sólo a través de
sus palabras y sus gestos los ojos se abren:
el encuentro con el Resucitado transforma,
da un nuevo vigor a la fe, un fundamento
inquebrantable.
También para nosotros, hay muchos signos
con los que el Resucitado se da a conocer:
la Sagrada Escritura, la Eucaristía y los
demás Sacramentos, la caridad, los gestos
de amor que llevan un rayo del Resucitado.

¡Dejémonos iluminar por la Resurrección de


Cristo, dejémonos transformar por su
fuerza, para que, también a través de
nosotros, los signos de muerte dejen lugar a
los signos de la vida!

He visto que hay muchos jóvenes en la


plaza, chicos y chicas, aquí están. Les digo:
lleven siempre esta certeza, el Señor está
vivo y camina a nuestro lado en la vida. Ésta
es su misión. Lleven adelante esta
esperanza. Estén anclados a esta esperanza,
esta ancla que está en el cielo. Sujétense
fuerte a la cuerda, queden anclados y lleven
adelante la esperanza. Ustedes son
testimonio de Jesús, testimonien que Jesús
está vivo y eso nos dará esperanza y dará
esperanza a este mundo algo envejecido por
las guerras, por el mal y por el pecado
¡Adelante jóvenes!
24. ¡ALÉGRATE MARÍA!

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

Llénate de gozo,
¡Alégrate, María!
Hay una gran noticia para ti.
La más bella noticia
que alguien pueda escuchar.
La más grande noticia de ahora
y de siempre:
Jesús, tu hijo, y el Hijo de Dios Padre,
el Salvador del mundo y de los hombres,
ya no yace difunto
en el sepulcro oscuro y frío.
¡El sepulcro ahora está vacío!

Jesús ha escapado
de las horribles sombras de la muerte.
¡Ha resucitado! ¡Ha renacido!
¡Ha vuelto a tener vida!
Una Vida que es nueva y para siempre.

Llénate de gozo,
¡Alégrate, María!
Seca tus lágrimas.
Ilumina tu rostro con tu dulce sonrisa.
Canta, exulta, regocíjate.
Ya viene a saludarte Jesús, tu hijo amado.

Dios Padre recibió su sacrificio,


y ahora le ha devuelto la vida renovada,
lo ha llenado de honores y de gloria,
porque fue fiel y cumplió su tarea,
y en la cruz del dolor y el sufrimiento,
con fe, con humildad y con amor,
ha vencido la muerte y el pecado
que destruyen al hombre y a la mujer,
su mejor obra.

Llénate de gozo,
¡Alégrate, María!
Canta, exulta, regocíjate.
También tú tienes parte
en la victoria inmensa de Jesús
porque dijiste “Sí”, muy claramente,
movida por tu fe inquebranable,
tu humildad de creatura
y tu amor de hija buena,
cuando Dios te pidió que fueras parte
de sus planes de amor para los hombres.

Mantuviste tu entrega sin pedir nada a


cambio.
Esperaste contra toda esperanza.
Fuiste siempre amorosa y sencilla.
Guiaste a Jesús por el camino recto,
y estuviste a su lado silenciosa y amante,
hasta que, lleno de amor y sufrimiento,
exhaló su último suspiro
en la cruz del Calvario.

Llénate de gozo,
¡Alégrate, María!
Jesús, tu hijo, y el Hijo de Dios Padre,
el Salvador del mundo y de los hombres,
ya no yace difunto
en el sepulcro oscuro y frío.
¡El sepulcro ahora está vacío!
Ha escapado de las sombras horribles
de la muerte.
¡Ha resucitado! ¡Ha renacido!
¡Ha vuelto a tener vida!
Una Vida que es nueva y para siempre.

􀁔􀀁
Yo soy la resurrección. El que
cree en mí, aunque muera,
vivirá; y todo el que vive y cree
en mí, no morirá jamás. ¿Crees
esto? (Juan 11, 25-26).
25. ¿EN QUÉ CONSISTE
LA RESURRECCIÓN DE JESÚS ?

José Antonio Pagola

¿Qué quieren decir los cristianos de la


primera generación cuando hablan de
“Cristo resucitado”?

¿Qué entienden por “resurrección de


Jesús”?... ¿En qué están pensando?…

La resurrección es algo que le ha sucedido a


Jesús. Algo que se ha producido en el
crucificado, no en la imaginación de sus
seguidores. Esta es la convicción de todos.

La resurrección de Jesús es un hecho real,


no producto de su fantasía ni resultado de
su reflexión. No es tampoco una manera de
decir que de nuevo se ha despertado su fe
en Jesús.

Es cierto que en el corazón de los discípulos


ha brotado una fe nueva en Jesús, pero su
resurrección es un hecho anterior, que
precede a todo lo que sus seguidores han
podido vivir después.

Es, precisamente, el acontecimiento que los


ha arrancado de su desconcierto y
frustración, transformando de raíz su
adhesión a Jesús.

Esta resurrección no es un retorno a su vida


anterior en la tierra. Jesús no regresa a esta
vida biológica que conocemos, para morir
un día de manera irreversible. Nunca
sugieren las fuentes algo así.

La resurrección no es la reanimación de un
cadáver. Es mucho más. Nunca confunden
los primeros cristianos, la resurrección de
Jesús, con lo que ha podido ocurrirles,
según los evangelios, a Lázaro, a la hija de
Jairo o al joven de Naín.

Jesús no vuelve a esta vida, sino que entra


definitivamente en la “Vida” de Dios. Una
vida liberada donde ya la muerte no tiene
ningún poder sobre él. Lo afirma Pablo de
manera taxativa:”Sabemos que Cristo, una
vez resucitado de entre los muertos, no
vuelve a morir, la muerte no tiene ya
dominio sobre él. Porque, cuando murió,
murió al pecado de una vez para siempre;
su vivir, en cambio, es un vivir para Dios”.

Sin embargo, los relatos evangélicos sobre


las “apariciones” de Jesús resucitado
pueden crear en nosotros cierta confusión.

Según los evangelistas, Jesús puede ser visto


y tocado, puede comer, subir al cielo hasta
quedar ocultado por una nube. Si
entendemos estos detalles narrativos de
manera material, da la impresión de que
Jesús ha regresado de nuevo a esta tierra
para seguir con sus discípulos como en otros
tiempos. Sin embargo, los mismos
evangelistas nos dicen que no es así.

Jesús es el mismo, pero no es el de antes;


se les presenta lleno de vida, pero no le
reconocen de inmediato; está en medio de
los suyos, pero no lo pueden retener; es
alguien real y concreto, pero no pueden
convivir con él como en Galilea. Sin duda es
Jesús, pero con una existencia nueva.
Tampoco han entendido los seguidores de
Jesús su resurrección como una especie de
supervivencia misteriosa de su alma
inmortal, al estilo de la cultura griega . El
resucitado no es alguien que sobrevive
después de la muerte, despojado de su
corporalidad. Ellos son hebreos y, según su
mentalidad, el “cuerpo” no es simplemente
la parte física o material de una persona,
algo que se puede separar de otra parte
espiritual. El “cuerpo” es toda la persona
tal como ella se siente, enraizada en el
mundo y conviviendo con los demás; cuando
hablan de “cuerpo” están pensando en la
persona con todo su mundo de relaciones y
vivencias, con toda su historia de conflictos
y heridas, de alegrías y sufrimientos.

Para ellos es impensable imaginar a Jesús


resucitado sin cuerpo: sería cualquier cosa
menos un ser humano. Pero, naturalmente,
no están pensando en un cuerpo físico, de
carne y hueso, sometido al poder de la
muerte, sino en un “cuerpo glorioso” que
recoge y da plenitud a su vida concreta
desarrollada en este mundo.
Cuando Dios resucita a Jesús, resucita su
vida terrena marcada por su entrega al
reino de Dios, sus gestos de bondad hacia
los pequeños, su juventud truncada de
manera tan violenta, sus luchas y conflictos,
su obediencia hasta la muerte. Jesús
resucita con un “cuerpo” que recoge y da
plenitud a la totalidad de su vida terrena.

Para los primeros cristianos, por encima de


cualquier otra representación o esquema
mental, la resurrección de Jesús es una
actuación de Dios que, con su fuerza
creadora, lo rescata de la muerte para
introducirlo en la plenitud de su propia
vida. Así lo repiten una y otra vez las
primeras confesiones cristianas y los
primeros predicadores.

Para decirlo de alguna manera, Dios acoge a


Jesús en el interior mismo de la muerte,
infundiéndole toda su fuerza creadora.
Jesús muere gritando: “Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?”, y, al morir, se
encuentra con su Padre, que lo acoge con
amor inmenso, impidiendo que su vida
quede aniquilada. En el mismo momento en
que Jesús siente que todo su ser se pierde
definitivamente siguiendo el triste destino
de todos los humanos, Dios interviene para
regalarle su propia vida. Allí donde todo se
acaba para Jesús, Dios empieza algo
radicalmente nuevo. Cuando todo parece
hundirse sin remedio en el absurdo de la
muerte, Dios comienza una nueva creación.

Esta acción creadora de Dios acogiendo a


Jesús en su misterio insondable es un
acontecimiento que desborda el entramado
de esta vida donde nosotros nos movemos.
Se sustrae a cualquier experiencia que
podamos tener en este mundo. No lo
podemos representar adecuadamente con
nada. Por eso, ningún evangelista se ha
atrevido a narrar la resurrección de Jesús.
Nadie puede ser testigo de esa actuación
trascendente de Dios.

La resurrección no pertenece ya a este


mundo que nosotros podemos observar. Por
eso se puede decir que no es propiamente
un “hecho histórico”, como tantos otros que
suceden en el mundo y que podemos
constatar y verificar, pero es un “hecho
real” que ha sucedido realmente. No solo
eso. Para los que creen en Jesús resucitado
es el hecho más real, importante y decisivo
que ha ocurrido para la historia humana,
pues constituye su fundamento y su
verdadera esperanza.

¿Cómo hablan los cristianos de la primera


generación de esta acción creadora de Dios
que no cae bajo nuestra observación?...

Es esclarecedor el lenguaje de Pablo. Según


él, Jesús ha sido resucitado por la “fuerza”
de Dios, que es la que le hace vivir su nueva
vida de resucitado; por eso, lleno de esa
fuerza divina puede ser llamado “Señor”,
con el mismo nombre que se le da a Yahvé
entre los judíos de lengua griega.

Dice también que ha sido resucitado por la


“gloria” de Dios, es decir, por esa fuerza
creadora y salvadora en la que se revela lo
grande que es; por eso Jesús resucitado
posee un “cuerpo glorioso”, que no significa
un cuerpo radiante y resplandeciente, sino
una personalidad rebosante de la fuerza
gloriosa del mismo Dios.
Por último, dice que ha sido resucitado por
el “espíritu” de Dios, por su aliento creador.
Por eso su cuerpo resucitado es un “cuerpo
espiritual”, es decir, plenamente vivificado
por el aliento vital y creador de Dios.

Los primeros cristianos piensan que con esta


intervención de Dios se inicia la
resurrección final, la plenitud de la
salvación.

Jesús es solo el “primogénito de entre los


muertos”, el primero que ha nacido a la
vida definitiva de Dios. Él se nos ha
anticipado a disfrutar de una plenitud que
nos espera también a nosotros. Su
resurrección no es algo privado, que le
afecta solo a él; es el fundamento y la
garantía de la resurrección de la humanidad
y de la creación entera.

Jesús es “primicia”, primer fruto de una


cosecha universal. “Dios, que resucitó al
Señor, nos resucitará también a nosotros
por su fuerza”.
Resucitando a Jesús, Dios comienza la
“nueva creación”. Sale de su ocultamiento y
revela su intención última, lo que buscaba
desde el comienzo al crear el mundo:
compartir su felicidad infinita con el ser
humano.
26. LA RESURRECCIÓN,
REALIZACIÓN DE LA UTOPÍA HUMANA

Leonardo Boff

Jesús posee una significación determinante


para nosotros porque resucitó. Ahí reside el
núcleo central de la fe cristiana.

Por el hecho de la resurrección sabemos que


la vida y el sinsentido de la muerte tienen
un verdadero sentido que llega con este
acontecimiento a la plena luz del mediodía.

Se ha abierto para nosotros una puerta al


futuro absoluto y una esperanza
indestructible ha penetrado en el corazón
humano. Si Jesús resucitó, nosotros lo
seguiremos, y “en Cristo todos reciben la
vida” (1 Corintios 15,20.22).

Jesús anunció al mundo la liberación radical


de todas las alienaciones que estigmatizan
la existencia humana: el dolor, el odio, el
pecado y, por fin, la muerte. Su presencia
convertía en actual esa revolución
estructural de los fundamentos de este
mundo, que él denominaba, en lenguaje de
la época, Reino de Dios. Pero
contrariamente a lo que se podría esperar
de él, murió en la cruz con este clamor en
su boca: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me
has abandonado?” (Marcos 15,34). Su
muerte parecía no sólo haber enterrado las
esperanzas de liberación, sino destruido
incluso la primera fe de los discípulos.

La fuga de los apóstoles (Marcos 15,50), la


frustración de los discípulos de Emaús
(Lucas 24,21) y el miedo a los judíos (Juan
20,19) nos lo sugieren con mucha claridad.
¿Habría la muerte sido más fuerte que tan
grande amor?… ¿Sería la muerte y no la vida
la última palabra que Dios pronunció sobre
el destino de Jesús de Nazaret y de todos
los hombres?…

Algunos días después de su muerte,


aconteció algo inaudito y único en la
historia de la humanidad: Dios lo resucitó
(Hechos 2,23), y lo reveló a sus íntimos
discípulos. No resucitó como quien vuelve a
la vida biológica que tenía antes, igual que
Lázaro o el joven de Naín, sino como quien,
conservando su identidad de Jesús de
Nazaret, se manifestó totalmente
transfigurado y plenamente realizado en sus
posibilidades humanas y divinas.

Lo que aconteció no fue la revivificación de


un cadáver, sino la radical transformación y
transfiguración de la realidad terrestre de
Jesús, llamada resurrección.

Ahora todo se revelaba: Dios no había


abandonado a Jesús de Nazaret. Estuvo a su
lado, al lado de aquel que, según la ley, era
maldito (Deuteronomio 21,23). No dejó que
la hierba creciera sobre la sepultura de
Jesús, sino que hizo que todas las cadenas
se rompieran y él surgiera a una vida no
amenazada nunca más por la muerte, sino
sellada para la eternidad.

Ahora quedaba demostrado que la


predicación de Jesús era verdadera. La
resurrección es la realización de su anuncio
de total liberación, especialmente del
dominio de la muerte.
La resurrección significa la concreción del
Reino de Dios en la vida de Jesús. Si el
rechazo de los hombres no permitió que el
Reino de Dios se hiciera realidad
cósmicamente, Dios, que vence en el
fracaso y hace vivir en la muerte, lo realizó
en la existencia de Jesús de Nazaret.

Ahora sabemos que la vida y el sinsentido de


la muerte tienen un verdadero sentido, que
llegó con la resurrección de Jesús a la plena
luz del mediodía. Pablo, pensando en ello,
podía decir en tono de triunfo: “Se aniquiló
la muerte para siempre. ¿Dónde está,
muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte,
tu aguijón?” (1 Corintios 15,55).

Jesús posee un significado determinante


para nosotros, porque resucitó. Si no
hubiera resucitado, “vana sería nuestra fe”
y “seríamos los más desgraciados de todos
los hombres” (1 Corintios 15, 14-19). Porque
en vez de afiliarnos al grupo de los que
dicen “comamos y bebamos, que mañana
moriremos” (1 Cor 15,32), huiríamos de la
realidad, en un mito de supervivencia y
resurrección, y engañaríamos a los otros.

Y si él resucitó, entonces nosotros lo


seguiremos y “en Cristo todos
resucitaremos” (1 Corintios 15,22).

Se ha abierto para nosotros una puerta


hacia el futuro absoluto y una esperanza
indestructible ha penetrado en el corazón
humano. Aquí reside el núcleo central de la
fe cristiana. Sin este núcleo, la fe carece de
fundamento.

Y en este punto poco pueden ayudarnos los


historiadores. La resurrección no es un
hecho histórico, susceptible de ser captado
por el historiador. Es un hecho sólo captable
por la fe.

Nadie vio la resurrección. El evangelio


apócrifo de Pedro (escrito hacia el 150 d.
C.), que en un lenguaje fantástico narra
cómo Cristo resucitó, fue rechazado por la
Iglesia, porque la conciencia cristiana
percibió de inmediato que no se puede
hablar de la resurrección del Señor.
Lo que poseemos son apariciones y el
sepulcro vacío. Basándose en estas
experiencias, los apóstoles, deslumbrados,
llegaron a la siguiente interpretación que,
verdaderamente, expresaba la realidad de
la nueva vida de Jesús: “¡El Señor ha
resucitado y se ha aparecido a Simón!”
(Lucas 24,34).
27. SEÑOR DE LA VIDA

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

Jesús Resucitado,
Señor de la Vida y de la muerte,
vencedor del mal y del pecado,
confieso mi fe en ti.

Creo, Jesús,
con todas las fuerzas de mi alma,
que estás vivo y lo estarás por siempre.
Creo, Jesús, que la muerte,
no tuvo ni tendrá,
poder para vencerte.

Creo, Jesús,
que tu vida es la Vida
y que yo vivo en ti.
Creo, Jesús,
que tu Vida es mi vida,
y tú vives en mí.

Creo, Jesús,
que vivo y viviré eternamente,
porque tu Vida
enriquece mi vida,
la llena y la sostiene.

Creo, Jesús,
que vivo y viviré eternamente,
porque tu Vida comunica a mi vida
la fuerza vital que la hace eterna
a pesar de la muerte

Creo, Jesús,
que vivo y viviré eternamente,
porque la muerte
ya no tiene poder para matarme,
porque tú diste muerte a la muerte.

Creo, Jesús,
que vivo y viviré eternamente,
porque un día,
cuando llegue mi muerte,
tú le saldrás al paso a recibirla
y le dirás que mi vida es tu Vida,
porque te pertenezco,
y contigo y en ti,
yo también he vencido la muerte.
María… No me toques, que
todavía no he subido al Padre.
Pero vete donde mis hermanos
diles: Subo a mi Padre y su
Padre, a mi Dios y su Dios (Juan
20,17).
26. ¡CRISTO HA RESUCITADO!

José Luis Martín Descalzo

Hace ya muchos años, tuve la ocasión y la


suerte de presenciar en Jerusalén la
celebración de la Pascua de los ortodoxos.

Como ustedes saben, la Iglesia ortodoxa y


toda la oriental han conservado con más
apasionamiento que nosotros el gozo de la
celebración de la Resurrección del Señor,
que es el centro de su fe y de su liturgia. Y
ésta tiene muy especial relieve en
Jerusalén, en la basílica que conserva
precisamente el lugar de la tumba de Jesús
y, por tanto, el de su resurrección.

Durante la noche anterior, e incluso antes


del atardecer, ya está abarrotada la basílica
de creyentes que esperan ansiosos la hora
de esa resurrección. Allí oran unos, duermen
otros, esperan todos. Y poco después del
alba, el patriarca ortodoxo de Jerusalén
penetra en el pequeño edículo que encierra
el sepulcro de Jesús.
Se cierran sus puertas y allí permanece
largo rato en oración, mientras crece la
ansiedad y la espera de los fieles.

Al fin, hacia las seis de la mañana, se abre


uno de los ventanucos de la capillita del
sepulcro y por él aparece el brazo del
patriarca con una antorcha encendida. En
esta antorcha encienden los diáconos las
suyas y van distribuyendo el fuego entre los
fieles que, pasándoselo de unos a otros, van
encendiendo todas las antorchas.

Sale entonces el patriarca del sepulcro y


grita: ¡Cristo ha resucitado! Y toda la
comunidad responde: ¡Aleluya!

Y en ese momento se produce la gran


desbandada: los fieles se lanzan hacia las
puertas, hacia las calles de la ciudad con
sus antorchas encendidas y las atraviesan
gritando: ¡Cristo ha resucitado, aleluya!

Y quienes no pudieron ir a la ceremonia


encienden a su vez sus antorchas y como un
río de fuego se pierden por toda la ciudad.
Me impresionó la ceremonia por su belleza.
Pero aún más por su simbolismo. Eso
deberíamos hacer los cristianos todos los
días de Pascua y todos los días del año,
porque en el corazón del creyente siempre
es Pascua: dejar arder las antorchas de
nuestras almas y salir por el mundo gritando
el más gozoso de todos los anuncios: que
Cristo ha resucitado y que, como él, todos
nosotros resucitaremos.

¡Resucitó! !Aleluya, alegría! ¡Aleluya,


aleluya!, éste es el grito que, desde hace
veinte siglos, dicen hoy los cristianos, un
grito que traspasa los siglos y cruza
continentes y fronteras.

Alegría, porque él resucitó. Alegría para los


niños que acaban de asomarse a la vida y
para los ancianos que se preguntan a dónde
van sus años; alegría para los que rezan en
la paz de las iglesias y para los que cantan
en las discotecas; alegría para los solitarios
que consumen su vida en el silencio y para
los que gritan su gozo en la ciudad.
Como el sol se levanta sobre el mar
victorioso, así Cristo se alza encima de la
muerte. Como se abren las flores aunque
nadie las vea, así revive Cristo dentro de los
que le aman.

Y su resurrección es un anuncio de mil


resurrecciones: la del recién nacido que
ahora recibe las aguas del bautismo, la de
los dos muchachos que sueñan el amor, la
del joven que suda recolectando el trigo, la
de ese matrimonio que comienza estos días
la estupenda aventura de querer y quererse,
y la de esa pareja que se ha querido tanto
que ya no necesita palabras ni promesas.

Sí, resucitarán todos, incluso los que viven


hundidos en el llanto, los que ya nada
esperan porque lo han visto todo, los que
viven envueltos en violencia y odio, y los
que de la muerte hicieron un oficio
sonriente y normal.

No lloréis a los muertos como los que no


creen. Quienes viven en Cristo arderán
como un fuego que no se extingue nunca.
Tomad vuestras guitarras y cantad y
alegraos. Acercaos al pan que en el altar
anuncia el banquete infinito, a este pan que
es promesa de una vida más larga, a este
pan que os anuncia una vida más honda.

El que resucitó volverá a recogernos, nos


llevará en sus hombros como un padre
querido, como una madre tierna que no
deja a los suyos. Recordad, recordadlo: no
os han dejado solos en un mundo sin rumbo.
Hay un sol en el cielo y hay un sol en las
almas. Aleluya, aleluya.

Hay en el mundo de la fe algo que resulta


verdaderamente desconcertante: la mayoría
de los cristianos creen sinceramente en la
Resurrección de Jesús. Pero
asombrosamente esta fe no sirve para
iluminar sus vidas.

Creen en el triunfo de Jesús sobre la


muerte, pero viven como si no creyeran.
¿Será tal vez porque no hemos comprendido
en toda su profundidad lo que fue esa
resurrección?…
Recuerdo que hace ya bastante tiempo
trataba una de mis hermanas de explicar a
uno de mis sobrinillos — que tenía entonces
seis años — lo que Jesús nos había querido
en su pasión, y le explicaba que había
muerto por salvarnos. Y queriendo que el
pequeño sacara una lección de esta
generosidad de Cristo le preguntó: “¿Y tú
qué serías capaz de hacer por Jesús, serías
capaz de morir por él?”… Mi sobrinillo se
quedó pensativo y, al cabo de unos
segundos, respondió: “Hombre, si sé que
voy a resucitar al tercer día, sí”.

Recuerdo que, al oírlo, en casa nos reímos


todos, pero yo me di cuenta de que mi
sobrino pensaba de la resurrección y de la
muerte de Jesús como solemos pensar
todos: que en el fondo Cristo no murió del
todo, que fue como una suspensión de la
vida durante tres días y que, después de
ellos, regresó a la vida de siempre.

Pero el concepto de resurrección es, en


realidad, mucho más ancho. Lo
comprenderán ustedes si comparan la de
Cristo con la de Lázaro. Muchos creen que
se trató de dos resurrecciones gemelas y, de
hecho, las llamamos a las dos con la misma
palabra. Pero fíjense en que Lázaro cuando
fue resucitado por Cristo siguió siendo
mortal. Vivió en la tierra unos años más y
luego volvió a morir por segunda y definitiva
vez. Jesús, en cambio, al resucitar regresó
inmortal, vencida ya para siempre la
muerte.

Lázaro volvió a la vida con la misma forma y


género de vida que había tenido antes de su
primera muerte. Mientras que Cristo regresó
con la vida definitiva, triunfante, completa.

¿Qué se deduce de todo esto?... Que Jesús


con su resurrección no trae solamente una
pequeña prolongación de algunos años más
en esta vida que ahora tenemos. Lo que
consigue y trae es la victoria total sobre la
muerte, la vida plena y verdadera, la que Él
tiene reservada para todos los hijos de Dios.

No se trata sólo de vivir en santidad unos


años más. Se trata de un cambio en calidad,
de conseguir en Jesús la plenitud humana
lejos ya de toda amenaza de muerte. ¿Cómo
no sentirse felices al saber que él nos
anuncia con su resurrección que
participaremos en una vida tan alta como la
suya?...

Amigos míos, no temáis, no lloréis como los


que no tienen esperanza. Jesús no dejará a
los suyos en la estacada de la muerte. Su
resurrección fue la primera de todas. Él es
el capitán que va delante de nosotros. Y no
a la guerra y a la muerte, sino a la
resurrección y la vida. No tengáis miedo. No
temáis.

No sé si se habrán fijado ustedes en que


ésta es la idea que más se repite en las
lecturas que se hacen en las iglesias en
tiempo pascual. Cuando Jesús se aparece a
los suyos, lo primero que hace es
tranquilizarles, curarles su angustia. Y les
repite constantemente ese consejo: ¡No
tengáis miedo, no temáis, soy yo!

Y es que los apóstoles no terminaban de


digerir aquello de que Jesús hubiera
resucitado. Eran como nosotros, tan
pesimistas que no podían ni siquiera
concebir que aquella historia terminase
bien.

Cuando el Viernes Santo condujeron a Jesús


a la cruz, esto sí lo entendían. Y se decían
los unos a los otros: ¡Ya lo había dicho yo!
¡Esto no podía acabar bien! ¡Jesús se estaba
comprometiendo demasiado! Y casi se
alegraban un poco de haber acertado en sus
profecías catastróficas.

Pero lo de la resurrección, esto no entraba


en sus cálculos. Lo lógico, pensaban, es que
en este mundo las cosas terminen mal. Y,
por eso, cuando Jesús se les aparecía, en
lugar de estallar de alegría, seguían
dominados por el miedo y se ponían a
pensar que se trataba de un fantasma.

A los cristianos de hoy nos pasa lo mismo, o


parecido. No hay quien nos convenza de que
Dios es buena persona, de que nos ama, de
que nos tiene preparada una gran felicidad
interminable.

Nos encanta vivir en las dudas, temer, no


estar seguros. No nos cabe en la cabeza que
Dios sea mejor y más fuerte que nosotros. Y
seguimos viviendo en el miedo. Un miedo
que sentimos a todas horas. Miedo a que la
fe se vaya a venir abajo un día de éstos;
miedo a que Dios abandone a su Iglesia;
miedo al fin del mundo que nos va a pillar
cuando menos lo esperemos. Miedo, miedo.

Lo malo del miedo es que inmoviliza a quien


lo tiene. El que está poseído por el miedo
está derrotado antes de que comience la
batalla. Los que tienen miedo pierden la
ocasión de vivir. Por eso el primer mensaje
que Cristo trae en Pascua es éste que tanto
gustaba repetir el Papa Juan Pablo II: “No
temáis, salid de las madrigueras del miedo
en las que vivís encerrados, atreveos a vivir,
a crecer, a amar. Si alguien os dice que Dios
es el coco no le creáis. El Dios de la Biblia,
el Dios que conocimos en Jesucristo, el Dios
de la vida y la alegría,empezó por gritarnos
con toda su existencia: No temáis, no
tengáis miedo”.

Hay un texto de Bonhoeffer que siempre me


ha impresionado muy especialmente. Dice
el teólogo alemán: “Para los hombres de
hoy hay una gran preocupación: saber morir,
morir bien, morir serenamente. Pero saber
morir no significa vencer a la muerte. Saber
morir es algo que pertenece al campo de las
posibilidades humanas, mientras que la
victoria sobre la muerte tiene un nombre:
resurrección. Sí, no será el arte de hacer el
amor, sino la resurrección de Cristo, lo que
dará un nuevo viento que purifíque el
mundo actual. Aquí es donde se halla la
respuesta al “dame un punto de apoyo y
levantaré el mundo””.

Efectivamente, los hombres de todos los


tiempos andan buscando cuál es el punto de
apoyo para construir sus vidas, para
levantar el mundo.

Si hoy yo salgo a la calle y pregunto a la


gente: ¿Cuál es el eje de vuestras vidas?...
¿En qué se apoyan vuestras esperanzas?...
¿Dónde está la clave de vuestras razones
para vivir?... Muchos me contestarán: “Mi
vida se apoya en mis deseos de triunfar,
quiero ser esto o aquello, quiero
realizarme, quiero poder un día estar
orgulloso de mí mismo”. O tal vez otros me
dirán: “Yo no creo mucho en el futuro. Creo
en pasármelo lo mejor posible, en disfrutar
de mi cuerpo o de mi dinero, o de mi
cultura”. O tal vez me dirán: “Ésos son
problemas de intelectuales. Yo me limito a
vivir, a soportar la vida, a pasarla lo mejor
posible”. Pero allá en el fondo, en el fondo,
todos los humanos tienen clavada esa
pregunta: ¿Cuál es la última razón de mi
vida? ¿Qué es lo que justifica mi existencia?
Todos, todos, de algún modo se plantean
estas cuestiones.

También ustedes, que me van a permitir que


hoy se lo pregunte: ¿Cuál es el punto de
apoyo en el que reposan vuestras vidas?

Para los cristianos la respuesta es una sola:


“Lo que ha cambiado nuestras vidas es la
seguridad de que son eternas”. Y el punto
de apoyo de esa seguridad es la resurrección
de Jesús. Si él venció a la muerte, también
a mí me ayudará a vencerla.

¡Ah!, si creyéramos verdaderamente en


esto. ¡Cuántas cosas cambiarían en el
mundo, si todos los cristianos se atrevieran
a vivir a partir de la resurrección, si vivieran
sabiéndose resucitados! Tendríamos
entonces un mundo sin amarguras, sin
derrotistas, con gente que viviría iluminada
constantemente por la esperanza. Cómo
trabajarían sabiendo que su trabajo
colabora a la resurrección del mundo. Cómo
amarían sabiendo que amar es una forma
inicial de resucitar. Qué bien nos
sentiríamos en el mundo, si todos supieran
que el dolor es vencible y vivieran en
consecuencia en la alegría.

Sí, la resurrección de Cristo y la fe de todos


en la resurrección es lo que podría cambiar
y vivificar el mundo contemporáneo. Y es
formidable pensar y saber que cada uno de
nosotros, con su esperanza, puede añadirle
al mundo un trocito más de esperanza, un
trocito más de resurrección.
Muchas veces he pensado yo que la gran
pregunta que Cristo va a hacernos el día del
juicio final es una que nadie se espera.
“Cristianos — nos dirá —: ¿Qué habéis hecho
de vuestro gozo?”. Porque Jesús nos dejó su
paz y su gozo como la mejor de las
herencias: “Os doy mi gozo. Quiero que
tengáis en vosotros mi propio gozo y que
vuestro gozo sea completo”, dice en el
Evangelio de san Juan. “No temáis. Yo
volveré a vosotros y vuestra tristeza se
convertirá en gozo”, dijo poco antes de su
pasión. Y también: “Si me amáis, tendréis
que alegraros”. “Volveré a vosotros y
vuestro corazón se regocijará y el gozo que
entonces experimentéis nadie os lo podrá
arrebatar”. “Pedid y recibiréis y vuestro
gozo será completo”.

¿Y qué hemos hecho nosotros de ese gozo


del que Jesús nos hizo depositarios?

Es curioso: la mayor parte de los cristianos


ni siquiera se ha enterado de él. Son muchos
los creyentes que parecen más dispuestos a
acompañar a Jesús en sus dolores que en sus
alegrías, en su dolor que en su resurrección.
Pensad por ejemplo: durante las semanas de
Cuaresma se celebran actos religiosos
especiales, con penitencias, con oraciones.
Pero, tras la resurrección, la Iglesia ha
colocado una segunda Cuaresma, los días
que van desde la resurrección hasta la
ascensión. ¿Y quién los celebra? ¿Quién al
menos los recuerda?

Impresiona pensar que en el Calvario tuvo


Cristo al menos unos cuantos discípulos y
mujeres que le acompañaban. Pero no había
nadie cuando resucitó. Da la impresión de
que la vida de Cristo hubiera concluido con
la muerte, que no creyéramos en serio en la
resurrección.

Muchos cristianos parecen pensar — como


dice Luis Evely — que tras la Cuaresma y la
Semana Santa ya nos hemos ganado unas
buenas vacaciones espirituales. Y si nos
dicen: “Cristo ha resucitado”; pensamos:
qué bien. Ya descansa en los cielos.

Lo hemos jubilado con una pensión por los


servicios prestados. Ya no tenemos nada que
hacer con él. Necesitó que le
acompañásemos en sus dolores. ¿Para qué
vamos a acompañarle en sus alegrías?

Y, sin embargo, lo esencial de los cristianos


es ser testigos de la Resurrección. ¿Lo
somos? ¿O la gente nos ve como seres tristes
y aburridos? ¿O piensa que los curas somos
espantapájaros pregoneros de la muerte,
del pecado y del infierno únicamente?

Tendríamos que recordar que los cristianos


somos ante todo eso: testigos de la
Resurrección, mensajeros del gozo.
29. UNA ORACIÓN AL RESUCITADO

Cardenal Carlos Osoro

¡Cristo ha ascendido victorioso del abismo!

Vivid en este tiempo pascual la alegría que


nace de sabernos queridos y amados por
Dios.

Celebramos todos que, por pura gracia,


hemos sido injertados en el Misterio Pascual
de Cristo, pues hemos muerto con él y
hemos resucitado con él, para reinar
siempre con él.

Con todas mis fuerzas, quiero hacer para


cada uno de vosotros, esta oración en voz
alta.

Escúchala como si fuera dirigida


directamente a ti, acógela en tu corazón.
Apacigua todo lo que puede acontecer en tu
vida. Escucha, haz silencio, contempla lo
sucedido.
¡Jesucristo ha resucitado! Es una noticia que
cambia todo. La vida y la historia tienen
nueva dirección. Lee tu vida, la de los
demás, y todo lo que existe, de una manera
nueva.

Hazlo con el aliento del Amor que te


entrega Jesucristo resucitado. Colma la vida
de esperanza. De esa esperanza que viene
de él. Prueba la dulzura de su benevolencia.

Toma posesión de la fuerza que el Señor te


ha entregado con su Vida. Aclara la mirada
que haces sobre todas las cosas y sobre los
hombres, con la luz que viene de Jesucristo.

¡Qué claridad! ¡Que belleza adquieren todas


las cosas!

Cuando estés turbado o llegue la


desesperanza, busca la serenidad y sáciate
en él. Solamente él te hará recobrar la
serenidad y la esperanza.

Cuando sientas la debilidad busca en él


fortaleza y ánimo, la fuerza para el camino
y para animar a quienes tienes a tu lado.
Cuando descubras que te desvías, o que son
los demás quienes se desvían, encuéntrate
con él, y haz posible que, por tu modo de
vivir los otros se encuentren con quien es el
Camino, la Verdad y la Vida. Así se endereza
la senda y entras por el único camino que
tiene el ser humano que es Jesucristo.

Cuando estés enfermo de cualquier clase de


enfermedad, y sobre todo, de la más grave
para la existencia del hombre, esa
enfermedad que es no saber quiénes somos
y para qué estamos en la vida, pide al Señor
que te cure.

Entrar en el río de la gracia y en la


experiencia de su amor, te traerá salud. Esa
que necesita el hombre y que solo puede
entregar Jesucristo Resucitado.

Cuando estés sin luz, y por tanto, en la


oscuridad, di:

Señor, danos la luz de tu resurrección, que


hace ver todo de un modo nuevo.
Que nunca rechacemos la fuerza de la
gracia que tú quieres que llegue a todo
hombre.

Haznos conocerte siempre. Danos tu


enseñanza. Tórnanos a la integridad que
sabemos que solo llega contigo.

Que con tu resurrección penetremos lo


impenetrable.

Que desde tu resurrección penetremos en la


profundidad del secreto que tú y solamente
tú, abres para el hombre. Que sepamos
entrar en la profundidad de tu misterio.

Tu resurrección, Señor, nos ha dado la


riqueza que necesita el ser humano para
vivir. Eres la riqueza frente a toda
indigencia. Eres el objetivo final de mi
larga súplica. Eres la meta a donde
confluyen todos mis deseos. Concédeme tu
favor. Extiende tu riqueza sobre mi pobreza
y mi desnudez.

Con tu resurrección, mis miedos


desaparecen, mis debilidades se convierten
en fortaleza, mis ambiciones y egoísmos se
tornan en generosidad y en entrega de toda
mi vida a los demás, mis penas se curan.
Amén.

􀀁􀁉􀁂􀀁􀁂􀁔􀁄􀁆􀁏􀁅􀁊􀁅􀁐􀀁􀁗􀁊
􀁄􀁕􀁐􀁓􀁊􀁐􀁔􀁐􀀁􀁅􀁆􀁍􀀁􀁂􀁃􀁊
􀁔􀁎􀁐􀀂􀀁􀀷
30. EL HOMBRE
QUE SE OLVIDABA DE CREER

José Luis Martín Descalzo

Yo soy Tomás, el apóstol incrédulo. Y vengo


hoy a hablarles no para defenderme sino
para tratar de explicar mi alma a mí mismo.
¿Por qué soy como soy? ¿Por qué nos
movemos hacia donde nos movemos? Es
difícil esto de vivir, ¿verdad?

Yo amaba a Jesús. Le amaba


desaforadamente porque nada amaba fuera
de él. Comprenderan: había vivido siempre
lleno de preguntas, lleno de vacíos. Vivías y
no podías explicarte nunca nada. ¿Acaso
habíamos venido al mundo para levantarnos
cada día de amanecida y sentarnos
cansadamente en el mercado? Sí, creía en
Dios, pero esta fe no cambiaba para nada mi
vida. Daba un poco de calor a los sábados,
pero nada más. Y yo era un ambicioso,
quería una ilusión que traspasase todas las
horas de mi vida, soñaba en una fe que
convirtiera mi agua en vino, mi
aburrimiento en alma.
Por eso me entusiasmó Jesús. Junto a él
había que vivir en carne viva, jugándose uno
el alma en cada instante. Toda palabra suya
era algo decisivo, cuando te miraba era
como si te sacara el corazón a flote por
encima de la piel, como si toda la vida se te
pusiera en pie de guerra. Todo: partir el
pan, andar, pescar, era en él algo decisivo,
poblado de símbolos y significaciones. Uno
vivía a su lado los sesenta minutos de la
hora, sin un instante de vacación para el
alma.

¿Podía esperar más un aburrido?...


¿Comprenden lo que el encontrarle fue para
mí, que necesitaba vivir siempre en el
vértigo? Como saltar del sueño a la vigilia,
del frío de los sepulcros al calor de los
estadios. Le amé porque me llenaba. No me
importaba saber si era Dios, porque tenía
que serlo quien tanto olía a vida por los
cuatro costados.

¿Imagináis ahora lo que pudo ser para mí


aquella muerte? ¿Si quien era la Vida moría,
cómo podíamos vivir quienes éramos la
muerte? No tuve alma para reaccionar
porque al irse él fue como si me hubiera
quedado sin alma.

La vida se me hizo de pronto insípida, y


cuando el sábado me acerqué al mercado de
Jerusalén sentí una enorme tristeza por mí
mismo: vivir era aquello, sentarse ante una
cesta de pescado, hacer circular por las
manos peces y monedas, cargar nuevamente
con la cesta vacía, rendirse bajo el sueño,
volver a levantarse y con los ojos sucios
sentarse ante una cesta de pescado y
esperar que alguien viniera a poner en
nuestras manos unas monedas a cambio de
unos peces. Vivir era esto.

De cuantas vidas hay sobre la tierra la del


hombre era la más triste, porque es el único
ser que puede comprender que está vacío.

A la noche di muchas vueltas a lo sucedido


sin lograr entenderlo. ¿Acaso Jesús había
sido un sueño? ¿Acaso habíamos vivido un
largo éxtasis durante aquellos tres años? Si
era Dios, ¿cómo moría? Si moría, ¿cómo
podía ser Dios?
Salí a la calle y todo era lo mismo: pastores
y vendedores de palomas circulaban como
siempre, los rostros de los sacerdotes no
tenían un color distinto del de los demás
días. Nadie hablaba ya de Jesús. ¿Acaso
todo aquello había sido un largo sueño?

Ahora la vida se me hizo más insípida y gris,


porque bajaba de aquellos tres años llenos y
jugosos. Comparaba, podía comparar. Me
sentía expulsado del Paraíso. Aquella tarde
prometí ante mi alma no volver a
ilusionarme con nada. Nunca más un sueño
que pudiera volárseme de las manos. Era
preciso ser cruelmente realista y aceptar la
verdad: vivir es triste.

Cuando volví a casa Pedro corrió hacia mí: —


¡Ha resucitado! - me dijo. Debí mirarle
como se mira a un loco: — ¿Quién? -
respondí.

Ahora fue él quien se sorprendió de mi


pregunta. Dijo: —¡Jesús!
Me lo explicaron todo. Le habían visto las
mujeres. Sentí una lástima infinita hacia
ellos. ¿Acaso no había sido bastante
doloroso nuestro sueño anterior para que
nos inventásemos otro que tendría un
despertar más amargo?… Sonreí.

Pero era verdad. Al día siguiente estuvo


entre nosotros. Toqué sus manos, su
costado. Volví a sentir el vértigo en mi
corazón, sentí su alma crecer dentro de la
mía como una inundación, y, a través de mis
manos, subió por todo mi cuerpo una llaga
mucho más abierta que las que estaba
tocando.

Apenas pude dormir aquella noche.


¿Entonces, era cierto? ¡Si él había
resucitado, vivir era lo más maravilloso que
pudiera existir!

Tocaba mi cuerpo, gozoso de ser hombre. Si


él había resucitado no habría nunca motivo
para la tristeza. Si él había resucitado es
que la vida del hombre era invencible. Si él
era capaz de traspasar de lado a lado la
muerte, nada había más necio que temerla.
Fui feliz como nunca había soñado serlo.
Todo había cambiado de sentido. El hombre
era Alguien.

Viví como trastornado aquellas semanas que


pasó junto a nosotros, sorbiendo vida de él,
aprendiéndome sus palabras como si en
cada una de ellas estuviera toda mi vida en
juego. Y cuando él se fue, me juré a mí
mismo no olvidarle ni un minuto, vivir tenso
cada hora como si no se me hubiera dado
más que la que en cada momento vivía.

Hablábamos mucho de él. A todas horas.


Porque no había en nosotros ni un céntimo
de alma del que no se hubiera adueñado.
No se turbe su corazón. Creen en Dios:
creean también en mí. En la casa de
mi Padre hay muchas moradas; si no,
se los habría dicho; porque voy a
prepararles un lugar. Y cuando haya
ido y les haya preparado un lugar,
volveré y los tomaré conmigo, para
que donde esté yo estén también
ustedes (Juan 14, 1-3).
31. HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO
EN LA VIGILIA PASCUAL 2020

“Pasado el sábado” (Mateo 28,1), las


mujeres fueron al sepulcro. Así comenzaba
el evangelio de esta Vigilia santa: con el
sábado.

Es el día del Triduo Pascual que más


descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz
del viernes al aleluya del domingo. Sin
embargo, este año percibimos más que
nunca el Sábado Santo, el día del gran
silencio. Nos vemos reflejados en los
sentimientos de las mujeres durante aquel
día.

Como nosotros, tenían en los ojos el drama


del sufrimiento, de una tragedia inesperada
que se les vino encima demasiado rápido.
Vieron la muerte y tenían la muerte en el
corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían
también ellas el mismo fin que el
Maestro?... Y después, la inquietud por el
futuro; quedaba todo por reconstruir. La
memoria herida, la esperanza sofocada.
Para ellas, como para nosotros, era la hora
más oscura.

Pero en esta situación las mujeres no se


quedaron paralizadas, no cedieron a las
fuerzas oscuras de la lamentación y del
remordimiento, no se encerraron en el
pesimismo, no huyeron de la realidad.
Realizaron algo sencillo y extraordinario:
prepararon en sus casas los perfumes para
el cuerpo de Jesús. No renunciaron al amor:
la misericordia iluminó la oscuridad del
corazón.

La Virgen, en el sábado, día que le sería


dedicado, rezaba y esperaba. En el desafío
del dolor, confiaba en el Señor.

Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la


oscuridad de aquel sábado el amanecer del
“primer día de la semana”, día que
cambiaría la historia.

Jesús, como semilla en la tierra, estaba por


hacer germinar en el mundo una vida nueva;
y las mujeres, con la oración y el amor,
ayudaban a que floreciera la esperanza.
Cuántas personas, en los días tristes que
vivimos, han hecho y hacen como aquellas
mujeres: esparcen semillas de esperanza.
Con pequeños gestos de atención, de
afecto, de oración.

Al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro.


Allí, el ángel les dijo: “Ustedes no teman
[…]. No está aquí: ¡ha resucitado!” (vv. 5-
6).

Ante una tumba escucharon palabras de


vida… Y después encontraron a Jesús, el
autor de la esperanza, que confirmó el
anuncio y les dijo: “No teman” (v. 10).

No teman, no tengan miedo: He aquí el


anuncio de la esperanza. Que es también
para nosotros, hoy. Son las palabras que Dios
nos repite en la noche que estamos
atravesando.

En esta noche conquistamos un derecho


fundamental, que no nos será arrebatado: el
derecho a la esperanza; es una esperanza
nueva, viva, que viene de Dios. No es un
mero optimismo, no es una palmadita en la
espalda o unas palabras de ánimo de
circunstancia. Es un don del Cielo, que no
podíamos alcanzar por nosotros mismos.

Todo irá bien, decimos constantemente


estas semanas, aferrándonos a la belleza de
nuestra humanidad y haciendo salir del
corazón palabras de ánimo. Pero, con el
pasar de los días y el crecer de los temores,
hasta la esperanza más intrépida puede
evaporarse. La esperanza de Jesús es
distinta, infunde en el corazón la certeza de
que Dios conduce todo hacia el bien, porque
incluso hace salir de la tumba la vida.

El sepulcro es el lugar donde quien entra no


sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó
por nosotros, para llevar vida donde había
muerte, para comenzar una nueva historia
que había sido clausurada, tapándola con
una piedra.

Él, que quitó la roca de la entrada de la


tumba, puede remover las piedras que
sellan el corazón. Por eso, no cedamos a la
resignación, no depositemos la esperanza
bajo una piedra. Podemos y debemos
esperar, porque Dios es fiel, no nos ha
dejado solos, nos ha visitado y ha venido en
cada situación: en el dolor, en la angustia y
en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad
del sepulcro, y hoy quiere llegar a los
rincones más oscuros de la vida.

Hermana, hermano, aunque en el corazón


hayas sepultado la esperanza, no te rindas:
Dios es más grande. La oscuridad y la
muerte no tienen la última palabra. Ánimo,
con Dios nada está perdido.

Ánimo: es una palabra que, en el Evangelio,


está siempre en labios de Jesús. Una sola
vez la pronuncian otros, para decir a un
necesitado: “Ánimo, levántate, que [Jesús]
te llama” (Marcos 10,49).

Es él, el Resucitado, el que nos levanta a


nosotros que estamos necesitados. Si en el
camino eres débil y frágil, si caes, no
temas, Dios te tiende la mano y te dice:
“Ánimo”. Pero tú podrías decir, como don
Abundio: “El valor no se lo puede otorgar
uno mismo” (Alejandro Manzoni, “Los
Novios” (I Promessi Sposi), XXV). No te lo
puedes dar, pero lo puedes recibir como
don.

Basta abrir el corazón en la oración, basta


levantar un poco esa piedra puesta en la
entrada de tu corazón para dejar entrar la
luz de Jesús. Basta invitarlo: “Ven, Jesús,
en medio de mis miedos, y dime también:
Ánimo”. Contigo, Señor, seremos probados,
pero no turbados. Y, a pesar de la tristeza
que podamos albergar, sentiremos que
debemos esperar, porque contigo la cruz
florece en resurrección, porque tú estás con
nosotros en la oscuridad de nuestras noches,
eres certeza en nuestras incertidumbres,
Palabra en nuestros silencios, y nada podrá
nunca robarnos el amor que nos tienes.

Este es el anuncio pascual; un anuncio de


esperanza que tiene una segunda parte: el
envío. “Vayan a comunicar a mis hermanos
que vayan a Galilea” (Mateo 28,10), dice
Jesús. “Va por delante de ustedes a
Galilea” (v. 7), dice el ángel.

El Señor nos precede. Es hermoso saber que


camina delante de nosotros, que visitó
nuestra vida y nuestra muerte para
precedernos en Galilea; es decir, el lugar
que para él y para sus discípulos evocaba la
vida cotidiana, la familia, el trabajo. Jesús
desea que llevemos la esperanza allí, a la
vida de cada día.

Pero para los discípulos, Galilea era también


el lugar de los recuerdos, sobre todo de la
primera llamada. Volver a Galilea es
acordarnos de que hemos sido amados y
llamados por Dios. Necesitamos retomar el
camino, recordando que nacemos y
renacemos de una llamada de amor
gratuita. Este es el punto de partida
siempre, sobre todo en las crisis y en los
tiempos de prueba.

Pero hay más. Galilea era la región más


alejada de Jerusalén, el lugar donde se
encontraban en ese momento. Y no sólo
geográficamente: Galilea era el sitio más
distante de la sacralidad de la Ciudad Santa.
Era una zona poblada por gentes distintas
que practicaban varios cultos, era la
“Galilea de los gentiles” (Mateo 4,15).
Jesús los envió allí, les pidió que
comenzaran de nuevo desde allí. ¿Qué nos
dice esto?...

Que el anuncio de la esperanza no se tiene


que confinar en nuestros recintos sagrados,
sino que hay que llevarlo a todos. Porque
todos necesitan ser reconfortados y, si no lo
hacemos nosotros, que hemos palpado con
nuestras manos “el Verbo de la vida” (1
Juan 1,1), ¿quién lo hará?

Qué hermoso es ser cristianos que


consuelan, que llevan las cargas de los
demás, que animan, que son mensajeros de
vida en tiempos de muerte.

Llevemos el canto de la vida a cada Galilea,


a cada región de esa humanidad a la que
pertenecemos y que nos pertenece, porque
todos somos hermanos y hermanas.

Acallemos los gritos de muerte, que


terminen las guerras. Que se acabe la
producción y el comercio de armas, porque
necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los
abortos, que matan la vida inocente. Que se
abra el corazón del que tiene, para llenar
las manos vacías del que carece de lo
necesario.

Al final, las mujeres “abrazaron los pies” de


Jesús (Mateo 28,9), aquellos pies que habían
hecho un largo camino para venir a nuestro
encuentro, incluso entrando y saliendo del
sepulcro. Abrazaron los pies que pisaron la
muerte y abrieron el camino de la
esperanza.

Nosotros, peregrinos en busca de esperanza,


hoy nos aferramos a ti, Jesús Resucitado. Le
damos la espalda a la muerte y te abrimos
el corazón a ti, que eres la Vida.
32. ¡QUÉDATE CON NOSOTROS,
SEÑOR!

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

Jesús hizo ademán de seguir adelante.


Pero ellos le insistieron:
– Quédate con nosotros,
porque ya es tarde y el día se acaba.
Él entró y se quedó con ellos.
(Lucas 24, 13-35)

¡Quédate con nosotros, Señor!…


¡Quédate con nosotros hoy y siempre!
Camina a nuestro lado.
Escucha nuestros pesares.
Acompaña nuestros pasos cada día.
Ilumina con tu luz nuestro sendero,
que unas veces es llano, fácil de transitar,
pero otras, las más, torcido y pedregoso,
con cimas y cañadas, subidas y bajadas,
que nos hacen tropezar y caer.

¡Quédate con nosotros, Señor!


¡Quédate con nosotros hoy y siempre!
Camina a nuestro lado.
Escucha nuestros pesares.
Y no permitas que el miedo nos devore,
ni la angustia nos hunda
en el profundo abismo de la desesperanza,
de donde pocos vuelven.

¡Quédate con nosotros, Señor!


¡Quédate con nosotros hoy y siempre!
Acompaña nuestros pasos cada día.
Ilumina con tu luz nuestro sendero.
Enséñanos a ver lo que tus ojos ven.
Enséñanos a abrir el corazón
al amor verdadero.
Enséñanos a amar
con tu amor siempre nuevo,
que simplemente ama y se entrega,
sin poner condiciones, ni presentar excusas.

¡Quédate con nosotros, Señor!


¡Quédate con nosotros hoy y siempre!
Camina a nuestro lado.
Escucha nuestros pesares.
Haz que nuestro corazón arda como el tuyo,
en el fuego sagrado de tu Espíritu,
que es fuego que purifica y salva;
fuego de Amor,
fuego de Vida y Verdad,
fuego de Justicia y Santidad.

¡Quédate con nosotros, Señor!


¡Quédate con nosotros hoy y siempre!
Camina a nuestro lado.
Escucha nuestros pesares.
Acompaña nuestros pasos cada día.
Ilumina con tu luz nuestro sendero,
Condúcenos al Padre
que siempre nos espera
con los brazos abiertos
para estrecharnos con fuerza,
y entregarnos su Amor, su Vida, y su Bondad.

¡Quédate con nosotros, Señor!


¡Quédate con nosotros cada día!
¡Quédate hoy, mañana, y siempre!
Amén.􀁉􀁆􀁎􀁐􀁔
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Vayan, pues, y hagan discípulos a
todas las gentes bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, y enseñándoles a
guardar todo lo que yo les he
mandado. Y he aquí que yo estoy con
ustedes todos los días hasta el fin del
mundo (Mateo 28, 19-20).
􀁒􀁖􀁊􀁆􀁓􀁐􀀁􀁉􀁂􀁄􀁆􀁓􀀁􀁑􀁂􀁓
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