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CUADERNILLO DE LECTURAS 2024

Área/materia: Prácticas del lenguaje

Curso: 3° División: A

Docente: Ayelén Mándola

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CUENTOS POLICIALES

El crimen casi perfecto de Roberto Arlt

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido.
El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora
Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche) detenido en una comisaría por
su participación imprudente en un accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban,
se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve
del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento
del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección
de dosificación de mantecas en las cremas.

Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida
para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su
intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se
retiraron.

Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía
hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a
las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue
que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez
el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta
siguió antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en
las libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica,
porque las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día
subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó
aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A continuación se puso a leer el diario,
bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico
fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos.

Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas
pacíficamente en el interior del departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de
suicidio está cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en
la investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado.
Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky
no contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que
el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por la
suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del
mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a utilizar éste
o aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía
veneno adherido a sus paredes.

El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo,
nos inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero
la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la
muerte transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio.

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Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para
continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían
dudas.
Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y
el whisky de las botellas eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración
del portero era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó
el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales,
hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen
podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba confesarme fracasado.
La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde
se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?

Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre
o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo.
Además, había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones.

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres.
Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.

Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó


más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era corredor de
seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor; en cuanto a Pablo,
trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su
profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria
lechera, se ocupaba de los análisis.

Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces.
El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada, gruesa,
robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y
manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su
despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel “accidente” la
viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de suicidarse,
es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno de los tres hermanos
con doscientos treinta mil pesos.

La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras
de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento
judicial.

El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que ésta,
no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de
acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber
dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres
de la tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba detenida la sirvienta, con una idea
brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la viuda
rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el veneno en el vaso? Era
una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la hipótesis.

Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la


masilla solidificada no revelaba mudanza alguna.

Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad)
no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo,

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posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y complicado, pero
imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.

Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que
yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo
permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso
de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto
aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no
había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una
hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me
senté frente a ella y le dije:

- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky


con hielo o sin hielo?
-Con hielo, señor.
-¿Dónde compraba el hielo?
- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. –
Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez. - Ahora que me acuerdo,
la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó
de arreglarla en un momento.

Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico


de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el
depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación
destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos: - El agua
está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.

Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego reconstruir el
crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó
en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que
aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual
explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al diluirse en el
alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse que la
muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que
juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.

No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa.


Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las
diez de la noche.

A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo,
en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras
investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol.
Había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el
asesino más ingenioso que conocí.

FIN

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Jaque mate en dos jugadas de Isaac Aisemberg
Yo lo envenené. En dos horas quedaba liberado. Dejé a mi tío
Néstor a las veintidós. Lo hice con alegría. Me ardían las
mejillas. Me quemaban los labios. Luego me serené y eché a
caminar tranquilamente por la avenida en dirección al puerto.
Me sentía contento. Liberado. Hasta Guillermo resultaba socio
beneficiario en el asunto. ¡Pobre Guillermo! ¡Tan tímido, tan
mojigato! Era evidente que yo debía pensar y obrar por ambos.
Siempre sucedió así. Desde el día en que nuestro tío nos llevó
a su casa. Nos encontramos perdidos en su palacio. Era un
lugar seco, sin amor. Únicamente el sonido metálico de las
monedas.
-Tenéis que acostumbraros al ahorro, a no malgastar. ¡Al fin y al cabo, algún día será vuestro!-
bramaba. Y nos acostumbramos a esperarlo.
Pero ese famoso y deseado día se postergaba, pese a que tío sufría del corazón. Y si de pequeños
nos tiranizó, cuando crecimos colmó la medida.
Guillermo se enamoró un buen día. A nuestro tío no le agradó la muchacha. No era lo que
ambicionaba para su sobrino.
-Le falta cuna..., le falta roce..., ¡puaf! Es una ordinaria –sentenció.
Inútil fue que Guillermo se prodigara en encontrarle méritos. El viejo era terco y caprichoso.
Conmigo tenía otra suerte de problemas. Era un carácter contra otro. Se empeñó en doctorarme en
bioquímica. ¿Resultado? Un perito en póquer y en carreras de caballos. Mi tío para esos vicios no me
daba ni un centavo. Debí exprimir la inventiva para birlarle algún peso.
Uno de los recursos era aguantarle sus interminables partidas de ajedrez; entonces cedía cuando le
aventajaba para darle ínfulas, pero él, en cambio, cuando estaba en posición favorable alargaba el
final, anotando las jugadas con displicencia, sabiendo de mi prisa por disparar al club, Gozaba con mi
infortunio saboreando su coñac.
Un día me dijo con aire de perdonavidas:
-Observo que te aplicas en el ajedrez. Eso me demuestra dos cosas: que eres inteligente y un
perfecto holgazán. Sin embargo, tu dedicación tendrá su premio. Soy justo. Pero eso sí, a falta de
diplomas, de hoy en adelante tendré de ti bonitas anotaciones de las partidas. Sí, muchacho,
llevaremos sendas libretas con las jugadas para cotejarlas. ¿Qué te parece?
Aquello podría resultar un par de cientos de pesos, y acepté. Desde entonces, todas las noches, la
estadística. Estaba tan arraigada la manía en él, que en mi ausencia comentaba las partidas con
Julio, el mayordomo.
Ahora todo había concluido. Cuando uno se encuentra en un callejón sin salida, el cerebro trabaja,
busca, rebusca, escarba. Y encuentra. Siempre hay salida para todo. No siempre es buena. Pero es
salida.
Llegaba a la Costanera. Era una noche húmeda. En el cielo nublado, alguna chispa eléctrica. El
calorcillo mojaba las manos, resecaba la boca.
En la esquina, un policía me encabritó el corazón.
El veneno, ¿cómo se llamaba? Aconitina. Varias gotitas en el coñac mientras conversábamos. Mi tío
esa noche estaba encantador. Me perdonó la partida.
Haré un solitario –dijo-. Despaché a los sirvientes... ¡Hum! Quiero estar tranquilo. Después leeré un
buen libro. Algo que los jóvenes no entienden... Puedes irte.
-Gracias, tío. Hoy realmente es... sábado.
-Comprendo.
¡Demonios! El hombre comprendía. La clarividencia del condenado.
El veneno surtía un efecto lento, a la hora, o más, según el sujeto. Hasta seis u ocho horas.
Justamente durante el sueño. El resultado: la apariencia de un pacífico ataque cardíaco, sin huellas
comprometedoras. Lo que yo necesitaba. ¿Y quién sospecharía? El doctor Vega no tendría
inconveniente en suscribir el certificado de defunción. No en balde era el médico de cabecera. ¿Y si
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me descubrían? Imposible. Nadie me había visto entrar en el gabinete de química. Había comenzado
con general beneplácito a asistir a la Facultad desde varios meses atrás, con ese deliberado
propósito. De verificarse el veneno faltante, jamás lo asociarían con la muerte de Néstor Álvarez,
fallecido de un sincope cardíaco. ¡Encontrar unos miligramos de veneno en setenta y cinco kilos,
imposible!
Pero, ¿y Guillermo? Sí. Guillermo era un problema, Lo hallé en el hall después de preparar la
“encomienda” para el infierno. Descendía la escalera, preocupado.
-¿Qué te pasa? –le pregunté jovial, y le hubiera agregado de mil amores: “¡Si supieras, hombre!”.
-¡Estoy harto!– me replicó.
-¡Vamos!– le palmoteé la espalda- Siempre está dispuesto a la tragedia...
-Es que el viejo me enloquece. Últimamente, desde que volviste a la Facultad y le llevas la corriente
con el ajedrez, se la toma conmigo. Y Matilde...
-¿Qué sucede con Matilde?
-Matilde me lanzó un ultimátum: o ella, o tío.
-Opta por ella. Es fácil elegir. Es lo que yo haría...
-¿Y lo otro?
-Me miró desesperado. Con brillo demoníaco en las pupilas; pero el pobre tonto jamás buscaría el
medio de resolver su problema.
-Yo lo haría –siguió entre dientes-; pero, ¿con qué viviríamos? Ya sabes cómo es el viejo... Duro,
implacable. ¡Me cortaría los víveres!
-Tal vez las cosas se arreglen de otra manera... –insinué bromeando- ¡Quién te dice!
-¡Bah!... –sus labios se curvaron con una mueca amarga- No hay escapatoria. Pero yo hablaré con el
viejo sátiro. ¿Dónde está ahora?
Me asusté. Si el veneno resultaba rápido... Al notar los primeros síntomas podría ser auxiliado y...
-Está en la biblioteca –exclamé-; pero déjalo en paz. Acaba de jugar la partida de ajedrez, y despachó
a la servidumbre. ¡El lobo quiere estar solo en la madriguera! Consuélate en un cine o en un bar.
Se encogió de hombros.
-El lobo en la madriguera... –repitió. Pensó unos segundos y agregó, aliviado-: Lo veré en otro
momento. Después de todo...
-Después de todo, no te animarías, ¿verdad? –gruñí salvajemente.
Me clavó la mirada. Por un momento centelleó, pero fue un relámpago.
Miré el reloj: las once y diez de la noche.
Ya comenzaría a surtir efecto. Primero un leve malestar, nada más. Después un dolorcillo agudo, pero
nunca demasiado alarmante. Mi tío refunfuñaba una maldición para la cocinera. El pescado indigesto.
¡Qué poca cosa es todo! Debía de estar leyendo los diarios de la noche, los últimos. Y después, el
libro, como gran epílogo. Sentía frío.
Las baldosas se estiraban en rombos. El río era una mancha sucia cerca del paredón. A lo lejos luces
verdes, rojas, blancas. Los automóviles se deslizaban chapoteando en el asfalto.
Decidí regresar, por temor a llamar la atención. Nuevamente por la avenida hasta Leandro N. Alem.
Por allí a Plaza de Mayo. El reloj me volvió a la realidad. Las once y treinta y seis. Si el veneno era
eficaz, ya estaría todo listo. Ya sería dueño de millones. Ya sería libre... ya sería asesino.
Por primera vez pensé en el adjetivo substantivándolo. Yo, sujeto, ¡asesino! Las rodillas me
flaquearon. Un rubor me azotó el cuello, subió a las mejillas, me quemó las orejas, martilló mis sienes.
Las manos transpiraban. El frasquito de aconitina en el bolsillo llegó a pesarme una tonelada. Busqué
en los bolsillos rabiosamente hasta dar con él. Era una insignificante cuenta gotas y contenía la
muerte; lo arrojé lejos.
Avenida de Mayo. Choqué con varios transeúntes. Pensarían en un beodo. Pero en lugar de alcohol,
sangre.
Yo, asesino. Esto sería un secreto entre mi tío Néstor y mi conciencia. Un escozor dentro, punzante.
Recordé la descripción del tratadista: “En la lengua, sensación de hormigueo y embotamiento, que se
inicia en el punto de contacto para extenderse a toda la lengua, a la cara y a todo el cuerpo”.
Entré en un bar. Un tocadiscos atronaba con un viejo rag-time. Un recuerdo que se despierta, vive un
instante y muere como una falena. “En el esófago y en el estómago, sensación de ardor intenso”.

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Millones. Billetes de mil, de quinientos, de cien. Póquer. Carreras. Viajes... “Sensación de angustia, de
muerte próxima, enfriamiento profundo generalizado, trastornos sensoriales, debilidad muscular,
contracturas, impotencia de los músculos”.
Habría quedado solo. En el palacio. Con sus escaleras de mármol. Frente al tablero de ajedrez. Allí el
rey, y la dama, y la torre negra. Jaque mate.
El mozo se aproximó. Debió sorprender mi mueca de extravío, mis músculos en tensión, listos para
saltar.
-¿Señor?
-Un coñac...
-Un coñac... –repitió el mozo-. Bien, señor –y se alejó.
Por la vidriera la caravana que pasa, la misma de siempre. El tictac del reloj cubría todos los rumores.
Hasta los de mi corazón. La una. Bebí el coñac de un trago.
“Como fenómeno circulatorio, hay alteración del pulso e hipertensión que se derivan de la acción
sobre el órgano central, llegando, en su estado más avanzado, al síncope cardíaco...” Eso es. El
síncope cardíaco. La válvula de escape.
A las dos y treinta de la mañana regresé a casa. Al principio no lo advertí. Hasta que me cerró el
paso. Era un agente de policía. Me asusté.
-¿El señor Claudio Álvarez?
-Sí, señor... –respondí humildemente.
-Pase usted... –indicó, franqueándome la entrada.
-¿Qué hace usted aquí? –me animé a farfullar.
-Dentro tendrá la explicación –fue la respuesta, seca, torpona.
En el hall, cerca de la escalera, varios individuos de uniforme se habían adueñado del palacio.
¿Guillermo? Guillermo no estaba presente.
Julio, el mayordomo, amarillo, espectral, trató de hablarme. Uno de los uniformados, canoso, adusto,
el jefe del grupo por lo visto, le selló los labios con un gesto. Avanzó hacia mí, y me inspeccionó como
a un cobayo.
-Usted es el mayor de los sobrinos, ¿verdad?
-Sí, señor... –murmuré.
-Lamento decírselo, señor. Su tío ha muerto... asesinado –anunció mi interlocutor. La voz era calma,
grave-. Yo soy el inspector Villegas, y estoy a cargo de la investigación. ¿Quiere acompañarme a la
otra sala?
-¡Dios mío! –articulé anonadado-. ¡Es inaudito!
Las palabras sonaron a huecas, a hipócritas. (¡Ese dichoso veneno dejaba huellas! ¿Pero
cómo...cómo?).
-¿Puedo... puedo verlo? –pregunté
-Por el momento, no. Además, quiero que me conteste algunas preguntas.
-Como usted disponga... –accedí azorado.
-Lo seguí a la biblioteca vecina. Tras él se deslizaron suavemente dos acólitos. El inspector Villegas
me indicó un sillón y se sentó en otro. Encendió con parsimonia un cigarrillo y con evidente grosería
no me ofreció ninguno.
-Usted es el sobrino... Claudio –Pareció que repetía una lección aprendida de memoria.
-Sí, señor.
-Pues bien: explíquenos que hizo esta noche.
Yo también repetí una letanía.
-Cenamos los tres, juntos como siempre. Guillermo se retiró a su habitación. Quedamos mi tío y yo
charlando un rato; pasamos a la biblioteca. Después jugamos nuestra habitual partida de ajedrez; me
despedí de mi tío y salí. En el vestíbulo me topé con Guillermo que descendía por las escaleras
rumbo a la calle. Cambiamos unas palabras y me fui.
-Y ahora regresa...
-Sí...
-¿Y los criados?
-Mi tío deseaba quedarse solo. Los despachó después de cenar. A veces le acometían esas y otras

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manías.
-Lo que usted manifiesta concuerda en gran parte con la declaración del mayordomo. Cuando éste
regresó, hizo un recorrido por el edificio. Notó la puerta de la biblioteca entornada y luz adentro. Entró.
Allí halló a su tío frente a un tablero de ajedrez, muerto. La partida interrumpida... De manera que
jugaron la partidita, ¿eh?
Algo dentro de mí comenzó a botar como una pelota contra las paredes del frontón. Una sensación de
zozobra, de angustia, me recorría con la velocidad de un buscapiés. En cualquier momento estallaría
la pólvora. ¡Los consabidos solitarios de mi tío!
-Sí, señor... –admití.
No podía desdecirme. Eso también se lo había dicho a Guillermo. Y probablemente Guillermo al
inspector Villegas. Porque mi hermano debía estar en alguna parte. El sistema de la policía: aislarnos,
dejarnos solos, inertes, indefensos, para pillarnos.
-Tengo entendido que ustedes llevaban un registro de las jugadas. Para establecer los detalles en su
orden, ¿quiere mostrarme su libreta de apuntes, señor Álvarez?
Me hundía en el cieno.
-¿Apuntes?
Sí, hombre –el policía era implacable-, deseo verla, como es de imaginar. Debo verificarlo todo,
amigo; lo dicho y lo hecho por usted. Si jugaron como siempre...
Comencé a tartamudear.
-Es que... –Y después de un tirón-: ¡Claro que jugamos como siempre!
Las lágrimas comenzaron a quemarme los ojos. Miedo. Un miedo espantoso. Como debió sentirlo tío
Néstor cuando aquella “sensación de angustia... de muerte próxima..., enfriamiento profundo,
generalizado... Algo me taladraba el cráneo. Me empujaban. El silencio era absoluto, pétreo. Los otros
también estaban callados. Dos ojos, seis ojos, ocho ojos, mil ojos. ¡Oh, que angustia!
Me tenían... me tenían... Jugaban con mi desesperación... Se divertían con mi culpa...
De pronto el inspector gruñó:
-¿Y?
Una sola letra, ¡pero tanto!
-¿Y?– repitió- Usted fue el último que lo vio con vida. Y además, muerto. El señor Álvarez no hizo
anotación alguna esta vez, señor mío.
No sé por qué me puse de pie. Tieso. Elevé mis brazos, los estiré. Me estrujé las manos, clavándome
las uñas, y al final chillé con voz que no era la mía:
-¡Basta! Si lo saben, ¿para qué lo preguntan? ¡Yo lo maté! ¡Yo lo maté! ¿Y qué hay? ¡Lo odiaba con
toda mi alma! ¡Estaba cansado de su despotismo! ¡Lo maté! ¡Lo maté!
El inspector no lo tomó tan a la tremenda.
-¡Cielos!– dijo -Se produjo más pronto de lo que yo esperaba. Ya que se le soltó la lengua, ¿dónde
está el revolver?
-¿Qué revolver?
El inspector Villegas no se inmutó. Respondió imperturbable.
-¡Vamos, no se haga el tonto ahora! ¡El revólver! ¿O ha olvidado que lo liquidó de un tiro? ¡Un tiro en
la mitad del frontal, compañero! ¡Qué puntería!

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“En defensa propia” de Rodolfo Walsh

–Yo, a lo último, no servía para comisario –dijo Laurenzi, tomando el café que se le había
enfriado–. Estaba viendo las cosas, y no quería verlas. Los problemas en que se mete la
gente, y la manera que tiene de resolverlos, y la forma en que yo los habría resuelto. Eso,
sobre todo. Vea, es mejor poner los zapatos sobre el escritorio, como en el biógrafo, que las
propias ideas. Yo notaba que me iba poniendo flojo, y era porque quería pensar, ponerme en
el lugar de los demás, hacerme cargo. Y así hice dos o tres macanas, hasta que me jubilé. Una
de esas macanas es la que le voy a contar.
“Fue allá por el cuarenta, y en La Plata. –Eso le indica –murmuró con sarcasmo, mirando la
plaza llena de sol a través de la ventana del café– que mi fortuna política estaba en ascenso,
porque usted sabe cómo me han tenido a mí, rodando por todos los destacamentos y
comisarías de la provincia. La fecha justa también se la puedo decir. Era la noche de San
Pedro y San Pablo, el 29 de junio. ¿No le hace gracia que aún hoy se prendan fogatas ese
día?”
–Es por el solsticio estival –expliqué modestamente.
–Usted quiere decir el verano. El verano de ellos que trajeron de Europa la fiesta y el nombre
de la fiesta.
–Desconfíe también del nombre, comisario. Eran antiguos festivales celtas. Con el fuego
ayudaban al sol a mantenerse en el camino más alto de cielo.
–Será. La cuestión es que hacía un frío que no le cuento. Yo tenía un despacho muy grande y
una estufita de kerosén que daba risa. Fíjese, había momentos en que lo que más deseaba
era ser de nuevo un simple vigilante, como cuando empecé, tomar mate o café con ellos en la
cocina, donde seguramente hacía calor y no se pensaba en nada.
“Serían las diez de la noche cuando sonó el teléfono. Era una voz tranquila, la voz del juez
Reynal, diciendo que acababa de matar un ladrón en su casa, y que si yo podía ir a ver. Así
que me puse el perramus y fui a ver.
“Con los jueces, para qué lo voy a engañar, nunca me entendí. La ley de los jueces siempre
termina por enfrentarlo a uno con un malandra que esa noche tiene más suerte, o mejor
puntería, o un poco más de coraje que seis meses antes, o dos años antes, cuando uno lo vio
por última vez con una vereda y una 45 de por medio. Uno sabe cómo entran, cómo no va a
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saber, después de verlo llorando y, si se descuida, pidiendo por su madre. Lo que no sabe, es
cómo salen. Después hasta le piden fuego por la calle, y usted se calla y se va a baraja porque
se palpita que hay un chiste en alguna parte, y no vaya a resultar que el chiste es a costa
suya.
“Iba pensado en estas cosas mientras caminaba entre las fogatas que la garúa no terminaba
de apagar, esquivando los buscapiés de la juventud que también festejaba, como dice usted,
lo alto que andaba el sol y, seguramente, la cosecha próxima, y los campos llenos de flores.
Para distraerme, empecé a recordar lo que sabía del doctor Reynal. Era el juez de instrucción
más viejo de La Plata, un caballero inmaculado y todo eso, viudo, solo e inaccesible.
“Entré por un portoncito de fierro, atravesé el jardín mojado, recuerdo que había unas
azaleas que empezaban a florecer y unos pinos que chorreaban agua en la sombra. La
cancela estaba abierta, pero había luz en una ventana y seguí sin tocar el timbre. Conocía la
casa, porque el doctor solía llamarnos cada tanto, para ver cómo andaba un sumario o para
darnos un sermón. Tenía ojos de lince para los vicios de procedimiento, la sangre de sus
venas pasaba por el código y no se cansaba de invocar la majestad de la justicia, la de antes.
Y yo que hasta tengo que cuidar la ortografía, yo no hablo de los vicios de procedimiento ya
va a ver. Pero yo no era el único. Conozco algunos que pretendían tomarlo en farra, pero se
les caían las medias cuando tenían que enfrentarlo.
“Y es que era un viejo imponente, con una gran cabeza de cadáver porque año a año la cara
se le iba chupando más y más, hasta que la piel parecía pegada a los huesos, como si no
quisiera dejarle nada a la muerte. Así lo recuerdo esa noche, vestido de negro y con un
pañuelo de seda al cuello.
“Con este hombre yo me guardaba un viejo entripado, porque una vez en la misma
comisaría, adonde llegó como bala me soltó al tuerto Landívar, que tenía dos muertes sin
probar, y más tarde iba a tener otra. Nunca olvidé lo que me dijo: “Es mejor que ande suelto
un asesino, y no una ruedita de la justicia”. ¿Y el peligro? –le pregunté. El peligro lo corremos
todos–dijo. Pero fui yo el que tuve que matarlo a Landívar, cuando al fin hizo la pata ancha en
los galpones de Tolosa, y yo me acordé del doctor, del doctor y de su madre.
El comisario se agarró el mentón y meneó la cabeza. Como si se riera de alguna ocurrencia
secreta, y después soltó una verdadera carcajada, una risa asmática y un poco dolorosa.
–Bueno, ahí estaba sentado ante su escritorio, como si nada hubiera pasado, absorto en uno
de esos libracos de filosofía, o vaya a saber qué, pero en todo caso algo importante, porque
apenas alzó la cabeza al verme en la puerta y siguió leyendo hasta que llegó al final de un
párrafo que marcó con una uña afilada y como de vidrio. Tuve tiempo de sacarme el
sombrero mojado, de pensar dónde lo pondría, de ver el bulto en el suelo, que era un
hombre, de codearme con un jinete de bronce y, en general, de sentirme como un auxiliar
tercero que lo van a amonestar. Recién entonces el viejo cerró el libro, cruzó los dedos y se
quedó mirándome con esos ojos que siempre parecían estar haciendo la seña del as de
espadas.

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“Le pregunté, de buen modo, qué quería que hiciera. Contestó que yo sabía cuál era mi
deber, que yo conocía o debía conocer el Código de Procedimientos, que desde ya su
reemplazante de turno era el doctor Fulano, y que no lo tomara a mal si, ya que estaba,
observaba con interés profesional la forma en que yo encauzaba el sumario.
“Le aseguré que no faltaba más. Le dije si estaba bien que le hiciera una inspección ocular.
Hizo que sí con la cabeza. ¿Y que le preguntara algunas cosas y que lo tuviese demorado
hasta que el doctor fulano dispusiera lo contrario? Entonces se echó a reír y comentó “Muy
bien, muy bien, eso me gusta”.
“Moví con el pie la cara del muerto, que estaba boca abajo frente al escritorio, y me encontré
con un antiguo conocido, Justo Luzati, por mal nombre El Jilguero, y también El Alcahuete, con
fama de cantor y de otras cosas que en su ambiente nadie apreciaba. Supe tratarlo bastante
en un tiempo, hasta que lo perdí de vista en un hospital, pobre tipo.
“Pero resultaba bueno verlo muerto así, al fin con un gesto de hombre en la cara flaca donde
parecía faltarle unos huesos y sobrarle otros, y un 32 empuñado a lo hombre en la mano
derecha, y todavía ese gesto bravío de apretar el gatillo a quemarropa, cuando ya le iban a
tirar, o le estaban tirando, y le tiraron nomás y el plomo del 38 que el doctor sacó de algún
cajón lo sentó de traste. Y entonces se acostó despacio a lagrimear un poco y a morir.
“Pero ese viejo, era cosa de ver, o de imaginar, la sangre fría, de ese viejo. Dejó el 38 sobre la
mesa, con cuidado porque era una prueba. Me llamó por teléfono, sin levantarse siquiera,
porque no había que tocar nada. Y siguió leyendo el libro que leía cuando entró Luzati.
“–¿Lo conoce doctor? –le pregunté.
“–Nunca lo había visto. Entonces, mientras lo estaba mirando, descubrí ese estropicio en la
biblioteca que tenía detrás de él.
“–¿Y de eso –señalé –no pensaba decirme nada?
“–Usted tiene ojos –respondió.
“Había una hilera de tomos encuadernados en azul, creo que era la colección de La Ley. Y uno
estaba medio destripado, le salían serpentinas y plumitas de papel, y al lado había un marco
de plata boca abajo, un retrato con la foto y el vidrio perforados.
“–Quédese quieto, doctor, no se mueva–le previne y le di la vuelta al escritorio, me paré
donde se había parado Luzati, donde todavía estaba el agua de sus zapatos y desde allí miré
al viejo, y luego detrás del viejo, y nuevamente esa cara cadavérica y severa. Pero él me
corrigió: –Un poquito más a la izquierda –dijo.
“–¿Qué se siente, doctor, cuando a uno le erran por tan poco?
“–No se siente nada–contestó –y usted lo sabe.

11
“Entonces me agaché, saqué el 32 de entre los dedos de Luzati, abrí el tambor y allí estaba la
cápsula picada y el resto de la carga completa, y hasta el olor de la pólvora fresca. Todo listo y
empaquetado para el gabinete Vucetich, donde seguramente iban a encontrar que el plomo
de la biblioteca correspondía al 32, y que el ángulo de tiro estaba bien, y todo estaba bien, y
se lo iban a ilustrar con dibujitos y rayas coloradas, verdes y amarillas para probar nomás
que el doctor había matado en defensa propia.
“Puse el 32 junto al otro, sobre el escritorio, y fue entonces cuando él me oyó decir “Qué raro”
y me miró sin moverse.
–¿Qué raro doctor? –le dije caminando otra vez hacia la biblioteca –que usted, que solía tener
tan buena memoria, se haya olvidado de este pájaro cantor. Porque si a mí no me falla, hace
cuatro años usted sentenció en una causa Vallejo contra Luzati por tentativa de extorsión.
Él se echó a reír.
–¿Y eso? –dijo –. Como si yo fuera a acordarme de todas las sentencias que dicto.
–Entonces tampoco recordará que en el treinta lo condenó por tráfico de drogas.
Me pareció que daba un brinco, que iba a pararse, pero se contuvo, porque era un viejo duro,
y apenas se pasó una mano por la frente.
–En el treinta –murmuró –. Puede ser. Son muchos años. Pero usted quiere decir que no vino
a robar sino a vengarse.
–Todavía no se lo quiero decir. Pero qué raro, doctor. Qué raro que este infeliz, que nunca
asaltó a nadie, porque era una rata, un pobre diablo que hoy se puso la mejor ropa para
venir a verlo a usted –alguien que vivía de la pequeña delación, del pequeño chantaje, del
pequeño contrabando de drogas; alguien que si llevaba un arma encima era para darse
coraje –, que ese tipo, de golpe, se convierta en asaltante y venga a asaltarlo a usted…
Entonces él cambió de postura por primera vez, giró con el sillón, y me vio con el retrato
entre las manos, ese retrato de una muchacha lejana, inocente y dulce, si no fuera por los
ojos que eran los ojos oscuros y un poco fanáticos del juez, esa cara que sonreía desde lejos
aunque estaba destrozada de un tiro certero, porque el vencido amor y la sombra del odio
que le sigue tienen una infalible puntería.
Le devolví el retrato, le dije: –Guárdelo. Esto no tiene por qué figurar aquí y me senté en
cualquier parte sin pedirle permiso, pero no porque le hubiera perdido el respeto, sino
porque necesitaba pensar y hacerme cargo y estar solo. Pensar, por ejemplo, en esa cara que
yo había visto dos años antes en una comisaría de Mar del Plata, esa cara devastada, ya no
inocente, repetida en la foto de un prontuario donde decía simplemente Alicia Reynal,
toxicómana, etc. Pero cuando pasó un rato muy largo, lo único que se me ocurrió decirle fue:
–¿Hace mucho que no la ve?
–Mucho –dijo, y ya no habló más, y se quedó mirando algo que no estaba.
12
Entonces volví a pensar, y ahí debió ser cuando descubrí que ya no servía para comisario.
Porque estaba viendo todo, y no quería verlo. Estaba viendo cómo El Alcahuete había
conocido a aquella mujer, y hasta le había vendido marihuana o lo que sea, y de golpe,
figúrese usted, había averiguado quién era. Estaba viendo con qué facilidad se le ocurrió
extorsionar al padre, que era un hombre inmaculado, un pilar de la sociedad, y de paso
cobrarse las dos temporadas que estuvo en Olmos. Estaba viendo cómo el viejo lo esperó
con el escenario listo, el tiro que él mismo disparó –un petardo más en esa noche de
petardos –contra la biblioteca y contra aquel fantasma del retrato. Estaba viendo el 32
descargado sobre el escritorio, para que Luzati lo manoteara a último momento y hasta
apretara el gatillo cuando el viejo le apuntó. Y lo fácil que fue después abrir el tambor y volver
a cargarlo, sin sacarlo de las manos del muerto, que era donde debía estar.
Estaba viendo todo, pero si pasaba un rato más ya no iba a ver nada, porque no quería ver
nada. Aunque al fin me paré y le dije:
–No sé lo que va a hacer usted, doctor, pero he estado pensando en lo difícil que es ser un
comisario y lo difícil que es ser un juez. Usted dice que este hombre quiso asaltarlo y que
usted lo madrugó. Todo el mundo le va a creer y, yo mismo, si mañana lo leo en el diario, es
capaz que lo creo. Al fin y al cabo, es mejor que ande suelto un asesino, y no una ruedita de
la compasión. Era inútil. Ya no me escuchaba. Al salir me agaché por segunda vez junto al
Alcahuete y, de un bolsillo del impermeable, saqué la pistola de pequeño calibre que sabía
que iba a encontrar allí y me la guardé. Todavía la tengo. Habría parecido raro, un muerto
con dos armas encima.”
El comisario bostezó y miró su reloj. Le esperaban a almorzar.
–¿Y el juez? –pregunté.
–Lo absolvieron. Quince días después renunció, y al año se murió de una de esas
enfermedades que tienen los viejos.

“Un día después” de Vicente Battista

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Miré una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo
agresivamente negro. Era una belleza insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la
perversidad.
- Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.
Asentí con un movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento de lo pactado y el
pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mí, que el resto lo recibiría al final del trabajo.
Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de ellos dijo que la
Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla
hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora de despedirse. En un par de días
tendría que volar a Lanzarote para encontrarme con Mercedes Gasset.
El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había resuelto mitigar su
soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias. Le concedí un par
de aprobaciones y simulé un sueño reparador. No me interesaban las islas y jamás había estado
en Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en donde
un hombre se encontraba con una mujer joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a
encontrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla.
La vi en el lobby del hotel. Se paseaba de un lado a otro, indecisa; aunque no parecía buscar a
nadie. Finalmente se acercó a la barra y pidió un vaso de leche fría. El azabache de su pelo
resultaba más inquietante que en la fotografía.
- No es el mejor modo de combatir la ansiedad dije.
Me miró; sonrió levemente.
- ¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
- No hay más que verte.
- ¿Psicólogo?
- Curioso.
Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia; por alguna razón ocultaba su nombre,
debía cuidarme. Dijo que era madrileña.
Uruguayo mentí.
Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
- Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros -dije-, esta noche cenamos
juntos.
- ¿Y si no?- preguntó.
- Nos encontraríamos para el café.
-Ya no tengo ansiedad dijo y volvió a sonreír. A las nueve, aquí mismo.
La vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de la cuenta; mi oficio prohíbe ese tipo de
gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo bebí de un trago, pero la
muchacha me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso dormir
ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y ordené que me llamaran a las ocho y media.
Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Caminaba con estudiada
despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. Tuve la fantasía
de que algunas horas después se lo iba a quitar.
- Magnífica - dije por todo saludo y llamé al barman. Dijo que no iba a beber. Le recordé la
promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos
hacia la mesa.
Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y acompañada de
arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia y no vacilé: iba a ser su última

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cena; merecía el mejor de los vinos. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear
nuestras mentiras. Dijo que estaba en la isla con el propósito de recoger material para un futuro
trabajo acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión liberal y un
desengaño amoroso, dije que no quería hablar ni de una cosa ni de la otra. A la hora del café y el
coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la noche,
estaba diciendo la verdad.
Decidimos que fuese en mi cuarto. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo nos iluminaba la
luna; se oía el ruido del mar, pero ni la luna ni el mar me importaron: toda mi atención estaba en
ese cuerpo magnífico, sin una sola mentira. La comencé a desnudar, con la devoción que se
pone en los grandes ritos. Me detuve en sus pechos, pequeños y armoniosos, y los besé
lentamente; un imperceptible quejido y el minúsculo vibrar de su piel me hicieron comprender que
no había errado el camino. Ahí me quedé. Buscó mi sexo y al rato estábamos desnudos sobre la
cama. Cada vez me gustaba más y ella se encargaba de fomentarlo: se acostó sobre mí y me
cubrió con una ternura indescriptible, hasta que llegó el momento de las palabras entrecortadas y
los pequeños gritos. Era una pena quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi con cariño.
Se quedó dormida de inmediato. Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en esas
desarmonías, ajenas a uno, que lamentablemente no tienen arreglo. Recordé a De Quincey: "Si
alguien empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a
la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por
dejar las cosas para el día siguiente".
Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas que ahora prefiero
olvidar. Le pregunté si conocía la Cueva de los Verdes y le propuse una excursión a la mañana
siguiente. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando su sentencia de muerte.
Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la Beretta 7,65, con
silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar, de camino a la cueva de los verdes. Habíamos
decidido encontrarnos ahí a las diez de la mañana. La descubrí mezclada con un contingente
turístico. Seguimos al guía y nos enteramos de que estábamos ingresando en una cueva que,
trescientos años atrás, había construido la lava volcánica. Era un túnel que se prolongaba por
kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos miles de metros.
- Alguna vez fue refugio de los guanches - dijo Mercedes a media voz.
- ¿Los guanches?
- Los primeros habitantes de la isla- completó.
"Y ahora será tu tumba", pensé, con dolor. Conseguí que cerrásemos la marcha de los
entusiasmados turistas y así anduvimos entre las tinieblas. Algunos temas de Pink Floyd y unas
pocas luces de colores, astutamente distribuidas, le daban el toque fantasmagórico que el sitio
precisaba. Los hijos de puta de mis clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver podría
permanecer ahí por largo tiempo, hasta que el mal olor de su putrefacción lo delatase. Pensé que
ese cadáver iba a ser el de Mercedes y sentí un ligero malestar. Decidí terminar el trabajo de una
vez por todas y me detuve, con la excusa de ver algo. El contingente siguió su marcha,
ignorándonos. Abrí el estuche fotográfico.
-Aquí no se pueden sacar fotos -bromeó.
- No pienso sacar fotos - dije.
La Beretta en mi mano obvió cualquier otro comentario.
- No entiendo- dijo y había espanto en su sorpresa.
- No es necesario que entiendas -dije y alcé el arma.
- Hay un error -dijo, casi suplicante-. Tiene que haber un error.

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Dije que en estos casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un sonido corto y seco.
Mercedes intentó decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto de dolor y desconcierto. En
mitad de su frente, casi a la altura de sus cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un paso
atrás y vi cómo su bello cuerpo se derrumbaba para siempre. Con ternura la llevé hasta el rincón
más escondido de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí las manos y la ropa,
comprobé que no había señales delatoras y caminé rápido hacia donde estaba el contingente.
Habían pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en su ausencia: estaban encantados
jugando con el eco, una de las maravillas de esa cueva de la muerte.
Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma y de la
documentación fraguada. En Barcelona tendría tiempo de afeitar mi barba tirar a la basura los
anteojos de falso documento. Entré en el hotel pensando en una ducha fría. Iba a pedir la llave de
mi cuarto, cuando una voz femenina, sus palabras, me enmudecieron.
- Me llamo Mercedes Gasset - dijo-, hay una reserva a mi nombre. Tenía que haber llegado
ayer.
Giré la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro: era mi
víctima, la real, que llegaba con un día de atraso. Pidió un whisky. Pensé en Patricia, sola en la
Cueva de los Verdes, cubierta de ceniza de lava; sentí un odio feroz por esta impostora e imaginé
para ella un final innoble e inmediato. Diga lo que diga De Quincey, no hay que dejar las cosas
para el día siguiente. Me acerqué y le dije que ése no era el mejor modo de combatir la ansiedad.
Sonrió.

del libro "El final de la calle", de Vicente Battista. © 1992 Emecé

“Estaba escrito” de Vicente Battista

“Y no se preocupe por mí ni me busque.” DASHIEll HAMMETT

Me matarán en la niebla. Lo sintió con la fuerza de una cachetada e instintivamente dio un


paso atrás.
Sonrió por el gesto, eran muchos años de profesión, no tenía derecho a tener miedo, y menos en
un asunto como ese, de principiante: ir detrás de los pasos de un tal Thursby, recuperar a la chica
que había seducido y hacerla regresar junto a sus padres. Un caso de rutina, como todos:
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rescatar a muchachas díscolas o seguir a esposas infieles. Pensó en Iva y sonrió nuevamente.
Ese no era trabajo para Sam, y mucho menos para él. Se imaginó siguiendo a su esposa:
¿detective privado o marido cornudo? Sonrió por última vez.
Esa tarde había llegado a la oficina con pasos lentos y aire aburrido. “Sam está con un cliente”, le
informó Effie e hizo un gesto para describirlo. Cuando entró en el despacho descubrió que Effie
había sido egoísta para el elogio e intuyó, oscuramente, que ese era su momento, la oportunidad
de poner en práctica lo que había decidido mucho tiempo antes. El cliente era una mujer alta, de
pelo oscuro y de labios rojo fuerte, Sam los presentó y él supo que se trataba de Miss Wonderley.
–Su hermana –explicó Sam– se ha escapado de casa, en Nueva York, con un sujeto llamado
Floyd Thursby. Están aquí. Miss Wonderley ha visto a Thursby y tiene una cita con él, esta noche,
en el hotel. Tendremos un hombre allí.
Miss Wonderley hizo un ademán de súplica y pidió que ese hombre fuese el propio Sam o él.
Abrió un bolso y puso dos billetes de cien sobre la mesa. Un par de razones contundentes. Él
había dicho:
–Yo me encargaré del asunto.
Y ahora, en la oscuridad de las calles Bush y Stockton, a metros del Barrio Chino y confundido
entre la niebla de San Francisco, sutil, pegajosa y penetrante, él finalmente comprendía que
estaba ahí por razones más profundas que un par de billetes. Era su momento. Me matarán en la
niebla, pensó. Una manera elegante de terminar con esa farsa: algo más de cuarenta años sobre
sus espaldas, un montón de fracasos y una esposa que se empeñaba en ser amante de su socio.
Razones contundentes. Al perro sabueso lo matarían como si fuese un principiante.
Había elegido su profesión y ahora elegiría su muerte. Iva y Sam tendrían el camino libre de
piedras. Verificó que su revólver continuase en la funda, abrochó hasta el último botón de su
sobretodo y avanzó con arrogancia, casi con insolencia, hacia el Webley-Fosbery, automático,
calibre 38, que terminaría con él. Pero no con la historia.
El balazo fue certero, al corazón. Quiso componer una sonrisa de triunfo, pero la destruyó de
inmediato: en ese mínimo instante que va de la vida a la muerte comprendió, por fin, que eso ya
estaba escrito y que él no tendría posibilidades de corregirlo: Sam no se iba a quedar con Iva,
apenas modificaría el cartel de la puerta, el “Spade y Archer” de ayer pronto se convertiría en
“Sam Spade” y él, Miles Archer, debería limitarse a entretener apenas los capítulos uno y dos de
una vertiginosa novela de veinte. Sintió que su cuerpo rompía la valla y comenzó a rodar, muerto,
como un muñeco grande y ridículo.

EL GRAN DETECTIVE de Stephen Leacock


El gran detective estaba sentado en su oficina, rodeado de tres o cuatro pares de bigotes falsos y
anteojos de sol, anteojos de motociclista, anteojos de soldador, entre otros. En un segundo podía
disfrazarse de lo que quisiera. Examinaba una pila de criptogramas con una expresión
impenetrable; los descifraba uno tras otro y los arrojaba a un lado.
Llamaron a la puerta. Precipitadamente el gran detective se envolvió en un dominó* rosado, se
pudo un bigote negro y exclamó:
-Entre. -Entró su secretario.
-¡Ah!-dijo el detective-. Es usted. - Y se quitó el disfraz.
-Señor-dijo el joven, muy emocionado-, ha ocurrido un gran misterio.
-¡Ah!- exclamó el gran detective, con la mirada brillante-. ¿Es de tal calibre que pone en apuros a

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la policía de todo el continente? ¿Qué carece de todo precedente?
-Exactamente.
-Puede provocar consecuencias incalculables y, si nosotros no hallamos la solución, Inglaterra
estará en guerra con el resto del mundo en un instante.
El secretario volvió a asentir, temblando de emoción.
-Esas son, exactamente, las características del misterio- aprobó el secretario-. Han raptado al
príncipe de Wurtemberg.
El gran detective saltó de un asiento. ¡Un príncipe, el heredero de una de las más antiguas
familias de toda Europa, raptado! He aquí un misterio verdaderamente digno de su espíritu de
análisis. Se puso en movimiento con la velocidad del relámpago. Entonces, el secretario le mostró
un telegrama de la policía de París: “Príncipe de Wurtemberg raptado. Probablemente en camino
a Londres. Presencia necesaria para día inauguración exposición. Recompensa mil libras”.
El príncipe había sido raptado en el mismo momento en que su presencia en la exposición
internacional constituía un acontecimiento político de primera magnitud. Pensar, para el gran
detective, era actuar; y actuar era pensar.
A menudo lograba realizar ambas cosas al mismo tiempo.
-Cablegrafíe a París pidiendo las señas* del príncipe-dijo el gran detective.
El secretario asintió y partió. En ese momento entró un desconocido. Se arrastraba sobre manos
y rodillas, furtivamente.* Una capucha sobre cabeza y hombros ocultaba su identidad. Siempre
gateando llegó hasta el centro del cuarto. Cuando se irguió, el gran detective exclamó:
-¡Usted…!
-Sí, yo- dijo el primer ministro de Inglaterra.
-¿Ha venido por el rapto del príncipe de Wurtemberg?
-¿Cómo lo sabe?-pregunto sobresaltado el primer ministro, mientras el gran detective sonreía
impenetrable.
-Sí-continuó el primer ministro-. Estoy terriblemente preocupado. Encuentre al príncipe de
Wurtemberg y llévelo sano y salvo a París. Pero cuide de que no traten de modificar las marcas
del príncipe o de cortarle la cola.
El cerebro del gran detective estaba en acción. Pero cortarle la cola al príncipe…No, ¡No era
posible!
De pronto entró la condesa de Dashleigh, vestida en pieles, era la mujer más hermosa de toda
Inglaterra. Tomó una silla y sentó imperiosamente.
-Viene por el príncipe de Wurtemberg-declaró el gran detective.
-¡El muy cochino…!-murmuró la condesa, asqueada.
El gran detective la miró inquisitivamente, apenas sorprendido ante la declaración.
-Pero usted se interesa por él, supongo.
-¡Si me intereso por él..!-exclamó la condesa-.¡Lo he criado!
-¿Qué usted lo ha...?-Interrogó el gran detective. Su rostro, comúnmente impasible, había
enrojecido súbitamente.
-Lo he criado-respondió la condesa-y he arriesgado diez mil libras esterlinas por él- Escuche bien
esto: si se comprueba que el príncipe ha sido raptado, si se revela que le han cortado la cola o
bien que han borrado las marcas que tenía en el vientre, sería preferible, entonces, que se
deshicieran de él.
El gran detective tuvo que apoyarse en la pared. ¡Ah, esta declaración lo había dejado sin
respiración! Ella misma, madre del joven príncipe, daba pruebas de su innato conocimiento de la
política extranjera, hasta el punto de no ignorar que, si el enemigo quitaba al príncipe las señas
hereditarias, perdería las simpatías del pueblo de Francia.
La condesa se despidió. El secretario volvió y dijo:
-He recibido tres telegramas de París, totalmente confusos. El primero dice: “Príncipe de
Wurtemberg, largo hocico húmedo, ojos grandes, cuerpo alargado, patas traseras cortas”. El
segundo declara: “Príncipe de Wurtemberg fácil de reconocer: ladrido con voz de bajo”. Y
finalmente el tercero: “Signo característico príncipe: mechón pelos blancos mitad espalda”.
Los dos hombres cruzaron sus miradas. Era un misterio enloquecedor, impenetrable. El gran

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detective analizaba y sumaba todos los indicios existentes: un hombre joven-murmuró-, de largo
hocico húmedo (¡ah, evidentemente se entrega a la bebida!)….
El gran detective se envolvió en una gran capa negra y se enmascaró tras unos bigotes blancos y
unos anteojos azules. Así transformado salió y comenzó su investigación.
Durante cuatro días recorrió los rincones más recónditos de Londres. Pero todo resultó inútil. Dos
jóvenes fueron detenidos para ser inmediatamente puestos en libertad.
En ambos casos, la identificación resultaba insuficiente.
Uno tenía el hocico largo y húmedo, pero ningún mechón de pelo en la espalda. El otro, que lo
tenía, no ladraba.
El gran detective proseguía sus investigaciones. Secretamente, en plena noche, visitó la vivienda
del primer ministro. La revisó desde el sótano hasta la buhardilla*, pero nada encontró.
Sin vacilar, el gran detective ingresó en la casa de la condesa de Dashleigh. Disfrazado de
mucama, entró al cuarto de la dama. Aquí, por fin, halló el indicio que le dio la clave del misterio.
En la pared del cuarto de vestir de la condesa había un gran cuadro. Un retrato debajo del cual se
leía: Príncipe de Wurtemberg. Era el retrato de un cocker: cuerpo alargado, grandes orejas, cola
entera, patas traseras cortas…,nada faltaba.
-¡Ya lo tengo!-gritó a su secretario cuando llegó a la casa-. He develado el misterio. La solución
está aquí: la he hallado mediante un análisis lógico. Escuche: los miembros posteriores, los pelos
en la espalda, el hocico húmedo, el “muy cochino”, ¿No le sugieren nada?
-Nada- contestó el secretario.
-Querido amigo- prosiguió el gran detective-, todo eso quiere decir, sencillamente, que el príncipe
de Wurtemberg es un perro. La condesa, de Dashleigh lo ha criado y vale veinticinco mil libras,
más el premio de diez mil ofrecido en la exposición canina de París.
Aquí, el gran detective fue interrumpido por el grito de la condesa de Dashleigh, que entró con el
rostro desfigurado por el llanto.
-Han robado el animal, lo han traído a Londres, le han cortado la cola, le han arrancado los pelos
del lomo. ¿Qué puedo hacer? ¡Estoy perdida!
-Señora- interrumpió el gran detective-, repóngase.
Aquí estoy para salvarla. Escuche: ¿El príncipe debía ser exhibido en París?
La condesa hizo un signo de aprobación.
-Señora- afirmó el gran detective-, no todo está perdido. Yo salvaré el honor de Inglaterra y su
fortuna. ¡Desempeñaré el papel del perro!
Es misma noche el gran detective estaba en cuatro patas, cubierto por una gran capa negra. El
secretario lo llevaba sujeto por una corta cadena. Ladraba eufóricamente y lamía la mano del
secretario.
-¡Qué hermoso perro!- decían todos.
El disfraz era completo. El gran detective había sido cubierto con una sustancia a la que se
adherían los pelos de perro. Las señas del lomo eran perfectas. La cola, montada sobre un
dispositivo especial, subía y bajaba, obedeciendo al más fugaz de los pensamientos.
Al día siguiente aparecía en la exposición en la categoría de los cocker, conquistó todos los
corazones. El gran detective obtuvo el primer premio y la fortuna de la condesa estaba salvada.
Desgraciadamente, como el gran detective había olvidado pagar el impuesto a los perros, lo
llevaron a la perrera y lo exterminaron. Pero esto, naturalmente, nada tiene que ver con el relato y
solo lo citamos como un hecho extraño, a manera de conclusión.

EL COLLAR- MANUEL PEYROU

A fines del siglo XVII – dijo el escritor Félix Durand, con su modo retórico, lleno de simetrías
y comparaciones- en una casa de Cannon Row, en el barrio de Westminster, John Locke opinó

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que el entendimiento de los individuos era como un cuarto vacío, que recibía las impresiones de
las ideas; dos siglos más tarde Gastón Leroux, en su escritorio de la redacción de Le Matin, frente
al rumoroso boulevard, pensó que un crimen en una habitación cerrada podía impresionar el
entendimiento de los individuos y escribió El misterio del cuarto amarillo. Había algunas
diferencias: para Locke, la única realidad estaba en el recipiente estático, en tanto que para
Leroux allí solo estaba la apariencia; para Locke algo había entrado mientras que para Leroux
algo había salido, lo que, por alguna razón misteriosa de nuestras preferencias sentimentales, es
más estimulante y dinámico.
Se detuvo para tomar aliento. Era el momento propicio. Y todos, por un instante, se
interrumpieron entre sí, en su afán de interrumpirlo. Y a todos se adelantó ella, no tanto por su
rapidez, sino porque Durand, después de mirar fugazmente las caras, la prefirió y la escuchó,
como quien prefiere en el día una onda a otra onda. Un rostro bronceado, los ojos claros y el
cabello rubio ceniciento. La llamaban señora de Echagüe y visitaba el club de golf por primera
vez, integrando un equipo rival. La tormenta había inmovilizado a los jugadores en un hall de
amplias ventanas, contra las cuales se obstinaba la lluvia; varios temas habían languidecido hasta
que Durand impuso el suyo.
-Usted había prometido –dijo ella- contarnos el asunto de la desaparición del collar.
– Sí; pero relátenos los hechos – logró colaborar el doctor Argüello Soria.
Exageraba su entusiasmo por los “hechos” porque quería demostrar su seriedad. La seriedad era
la llave de su éxito, junto con los anteojos y el sombrero Orión.
-Les hablé de Gastón Leroux – continuó Félix Durand, lanzando una mirada pétrea al doctor
Argüello Soria -, porque el collar de Florencia Domselaar desapareció de un cuarto cerrado,
vigilado por mi amigo el inspector Agostini y custodiado por numerosos pesquisantes. Es, más o
menos, sustituyendo crimen por robo, la situación planteada por Leroux en El misterio del cuarto
amarillo. Allí el delito se comete antes de la hora que el lector imagina. Considerando el factor
tiempo, la otra solución a un misterio en un cuarto cerrado fue dada por Zangwill: el delito se
comete después de la hora que el lector imagina.
El señor Arquímedes Olaguer, fabricante de tejidos, que jugaba al golf para adelgazar y su
esposa, que jugaba para impedir que su marido adelgazara con otras mujeres, acercaron sus
sillas.
Ese asunto siempre me interesó – dijo el fabricante de tejidos-. Se dijo que en la desaparición del
collar hubo algo de sobrenatural.
-El collar desapareció por la fuerza de la razón- repuso Durand, y sus palabras produjeron una
ligera incomodidad, una molestia leve, pero instantánea.
Todos estaban dispuestos a admitir alegremente cualquier referencia al milagro, porque no
estaban obligados a creer en él, pero la posibilidad de un engorroso juego de premisas,
inferencias y análisis los aburría de antemano. Por eso se sintieron aliviados cuando el escritor
prometió que develaría el misterio prescindiendo de reminiscencias literarias y complicaciones
retóricas.
– “Florencia Domselaar de Núñez tenía sesenta años, pero representaba diez menos. Después
de una vida de viajes por Europa se había instalado en Buenos Aires, en un departamento del
barrio Norte. Su única preocupación era su nieta Ernestina Vidal Núñez, joven autoritaria y
vehemente, que vivía con ella desde la muerte de sus padres. Florencia era una mujer de gustos
acentuadamente convencionales; se sometía a lo que estaba “bien” y huía de lo que estaba “mal”,
aceptando el contenido de estos conceptos sin averiguar su origen. Si se le hubiera preguntado
quién los establecía, habría supuesto lógicamente que era alguien que “era bien”. Se juntaba con
amigas que profesaban las mismas normas y, a esa altura de sus vidas, tomaban los mismos
remedios. El tomar remedios que no estuvieran al alcance del gran público era para ellas un
motivo de orgullo secreto. De vez en cuando, el médico de moda recetaba a Florencia alguna
inyección muy costosa, que aún no llegaba en forma regular de las fuentes de producción.
Florencia derrotaba con eso completamente a sus amigas, ligaba sutilmente el remedio y su uso
con la distinción y la buena cuna y, durante un tiempo, saboreaba su prestigio con ligero
cansancio, como si fuera algo que hasta cierto punto hay que soportar, como una carga social.

20
Por supuesto, el remedio perdía totalmente su valor terapéutico cuando se divulgaba que alguna
mujer sin apellido también lo utilizaba.
“La fortuna de Florencia Domselaar estaba constituida por cuatro casas en el barrio Sur,
alquiladas a bajo precio, trescientas acciones de “labor Regional”, sociedad de crédito agrícola, y
el famoso collar de perlas del majará de Rasendra, comprado por su marido, el doctor Napoleón
Núñez, en Ámsterdam, en 1926. El collar estaba valuado en más de medio millón de pesos y
debía ser entregado a Ernestina Vidal Núñez, como dote, el día de su casamiento. El casamiento
de Ernestina había sido fijado para el primero de septiembre. Cinco días antes, Florencia se
presentó en la división de investigaciones y denunció que personas desconocidas habían tratado
de violar su pequeña caja de hierro, donde guardaba el collar, en su departamento de la calle
Juncal. El inspector Agostini fue encargado del caso.
“Era un hombre incrédulo y curtido, el polo opuesto del investigador racionalista de las novelas,
pero con bastante experiencia y espíritu de iniciativa. El inspector visitó el departamento de la
calle Juncal y encontró indicios de una tentativa de robo. Probablemente la pequeña caja de
hierro en el living no había sido abierta por falta de tiempo. Para evitar una segunda incursión,
Agostini estableció una vigilancia constante. El treinta de agosto Florencia se despertó con el
ruido de alguien que andaba en la casa, corrió la ventana y llamó al pesquisante que permanecía
en la calle por la noche. El hombre corrió, revisó el departamento y todos los alrededores, pero no
encontró al merodeador. Todo esto hizo que el inspector redoblara la vigilancia y comprometiera
en el caso a su amor propio. Se resolvió que durante la fiesta posterior a la ceremonia estarían
atentos varios pesquisantes. Se resolvió, además, que los regalos serían exhibidos en la última
pieza del departamento, que sólo tenía una puerta y una pequeña ventana hacia un patio interior.
El inspector insinuó a Florencia que no exhibiera el collar, pero tropezó con una cortante negativa.
La fiesta perdía casi todo su interés si el famoso collar no era ofrecido a la vista de las amistades.
Además, la dama quería entregarlo a su nieta en una forma solemne, delante de un grupo
caracterizado de sus amigos, cumpliendo así con el mandato de su marido.
“El primero de septiembre los invitados empezaron a llegar a las nueve. A las diez la fiesta
estaba en su apogeo y las luces refulgían en las joyas de las mujeres y en las pecheras blancas
de los hombres. En el último cuarto del departamento se exhibían los regalos. Había cuatro
vitrinas con joyas, objetos de arte, cerámicas y regalos diversos, y una mesa baja, cubierta con
seda roja, donde estaba el collar. Detrás de la mesa, una repisa con dos floreros grandes,
transparentes, llenos de agua cristalina. No tenían flores. No había otros adornos ni muebles en la
pieza, cuyas paredes desnudas estaban pintadas de color crema. El inspector Agostini, después
de cerrar la pequeña ventana que daba al patio interior de la casa, había asegurado la manija de
la misma con alambre. En el patio interior estaba un pesquisante, por si alguien, en un rapto de
audacia, rompía el vidrio de la ventana y arrojaba el collar. La puerta estaba permanentemente
vigilada por dos hombres de confianza. Durante dos horas, los regalos y, especialmente el collar,
fueron admirados por la concurrencia. A las doce de la noche, cuando ya el baile se desarrollaba
con toda animación. Florencia reunió a los amigos más íntimos y procedió a una entrega
simbólica del collar a su nieta. Con estrafalario romanticismo abrió un paquete de cartas de su
marido y leyó, con voz cada vez más ahogada, las frases con que el doctor Napoleón Núñez
disponía el destino de la joya. “Y te pido que el collar que usaste y que usó nuestra hija sea
entregado a nuestra nieta en el día de su matrimonio…” Agostini no oyó el resto porque la voz de
Florencia era casi imperceptible y porque dedicaba toda su atención al collar. Cuando terminó de
hablar, Florencia se enjugó una lágrima, ajustó el paquete de cartas con un nudo no tan fuerte
como el que se le hacía en la garganta y dio por terminada la ceremonia. Agostini entonces indicó
la conveniencia de cerrar la puerta para dar un descanso a los pesquisantes. Las personas que
habían presenciado el acto y el nuevo matrimonio fueron invitadas por Florencia a pasar al salón;
luego ésta y Agostini dieron un último vistazo y la primera cerró la puerta con llave. Los dos
pesquisantes fueron autorizados a retirarse por un momento para tomar alguna bebida y el
inspector, mientras tanto, permaneció en la puerta. Media hora después, los empleados
regresaron y relevaron a Agostini, quien entonces se mezcló con la concurrencia, pues era

21
curioso de los rostros y de la psicología de la gente. A la una de la mañana Florencia quiso
verificar si todo estaba en orden, entró en la pieza, comprobó que nada faltaba y volvió a salir.
“Una hora después el inspector Agostini sugirió a la dueña de casa la conveniencia de guardar el
collar en la pequeña caja de hierro que había en el living. Los invitados empezaban a retirarse y el
inspector pensaba dejar un hombre de guardia hasta el día siguiente, en que la joya sería retirada
por su nueva dueña para ser guardada en el banco.
“Florencia aceptó la proposición y junto con Agostini se dispuso a entrar a la habitación cerrada.
La dama abrió la puerta y avanzó en la pieza junto con el inspector. De ambas gargantas se
escapó un grito de asombro. ¡El collar había desaparecido! El inspector volvió sobre sus pasos y
encargó a sus dos subalternos que no dejaran salir a nadie. Su orden era una precaución inútil,
pues nadie había entrado ni salido de la pieza después que ésta quedara cerrada y con vigilancia.
Luego cerró nuevamente la puerta y junto con Florencia revisaron todos los rincones. La ventana
que daba al patio estaba cerrada y el alambre colocado por el inspector no había sido tocado.”
-Nadie había salido- dijo Durand al terminar su relato- desde la última inspección hecha por
Florencia a la una de la mañana. El collar desapareció entre la una y las dos, cuando entraron de
nuevo Florencia y el inspector. En ese lapso nadie entró ni salió.
-¡El collar no pudo haberse esfumado! – dijo con incredulidad el doctor Argüello Soria.
-Yo no emplearía ese verbo- corrigió Durand-; prefiero decir que desapareció.
-Pero, ¿entonces hubo algo mágico?
-No; salvo que usted llame magia al juego maravilloso de la mente.
-No me parece bien que usted se burle de nosotros – dijo con alguna molestia el señor Olaguer.
– No me burlo: afirmo que una mentalidad superior concibió un robo perfecto, al estilo de los
buenos enigmas policiales…
La joven del rostro armónico y bronceado preguntó:
-Usted tiene una versión del misterio?
-Cómo lo descubrió? – apoyó con cierta vacilación el fabricante de tejidos.
– El robo no podía haberse efectuado después de abierta la puerta; la única solución es, pues,
que el collar desapareció antes de cerrada la habitación por última vez. En una palabra, en vez de
un enigma Zangwill hubo un misterio Leroux. Florencia, cuando entró a la una a verificar la
existencia del collar, lo arrojó en uno de los jarrones. Éste tenía un disolvente y el collar, que era
de material plástico, desapareció.
– ¡Entonces no hubo robo! – dijo el señor Olaguer, y su negativa fue rápidamente reforzada por
un gesto de sus esposa-. Si el collar no tenía valor no era susceptible de ser robado…
– Sí; hubo robo – insistió Durand, vacilando por primera vez en el curso de su disertación.
Había sorprendido, con embarazo, una mirada irónica clavada en su rostro. Optó por interrumpir
el relato con un pretexto convencional:
– Hubo robo, pero las personas vinculadas al hecho pertenecen a círculos… este… Hay cosas
que es mejor no mencionar… Está aclarando. Me parece que me voy a la estación.
Había aclarado, pero ya era demasiado tarde para jugar. Hubo un rumor de sillas arrastradas y de
pasos.
Sólo quedó sentado el fabricante de tejidos, decidido a no moverse hasta conocer el final de la
historia. Pero Félix Durand había ya recuperado su chambergo y salía por el sendero bordeado
de rosales. Sobre los macizos flotaba una luz que parecía proceder de las rosas y no del sol
crepuscular. Una sensación de magia luchaba en su alma con un creciente sentimiento de culpa.
Al llegar a la puerta oyó la voz clara de la señora de Echagüe y ese taconeo rítmico y duro de las
mujeres esbeltas. Se detuvo. Al llegar, ella le dijo, simplemente:
– Yo también voy a la estación.
– Alcanzaremos el de las siete – Explicó Durand, solícito.
– No es indispensable –repuso la joven- podemos caminar despacio.
-Usted tiene que disculparme – dijo Durand, cuando entraron en la vereda arbolada – sólo al final
comprendí que estaba cometiendo una indiscreción.
– No se preocupe. Yo misma lo alenté. Además, usted no tenía por qué saber que mi nombre de
soltera es Vidal Núñez. Me molestó que me definiera como autoritaria y vehemente, pero en

22
seguida me di cuenta de que eso se lo transmitió el comisario. Yo me opuse a que siguiera la
investigación contra mi abuela. De todos modos, yo lo sabía todo…
-Ah! ¿Usted sabe que Florencia vendió el collar hace años?
-Sí; lo vendió en Europa, en uno de nuestros viajes. De modo que estuvo bien que usted se
refiriera a Gastón Leroux. Hizo fabricar luego una réplica en material plástico y esperó el día de mi
casamiento, en el que se debía entregar la joya. Pero después pensó que yo descubriría el
engaño e inventó el robo perfecto. Yo acepté la farsa. ¿Para qué hacerla sufrir? De todos modos,
ella se había gastado el dinero conmigo.
Cuando llegaron a la vía férrea el viento había ya barrido las últimas nubes. El sol resbaló en el
cielo y se hundió detrás de los árboles, agitando sus dedos de luz.

TEXTOS ARGUMENTATIVOS

Las malas palabras1

Roberto Fontanarrosa

No voy a lanzar ninguna teoría. Un congreso de la lengua es un ámbito apropiado para


plantear preguntas y eso voy a hacer.
La pregunta es por qué son malas las malas palabras, ¿quién las define? ¿son malas porque
les pegan a las otras palabras?, ¿son de mala calidad porque se deterioran y se dejan de
usar? Tienen actitudes reñidas con la moral, obviamente. No sé quién las define como malas
palabras.
Tal vez al imaginarlas las hemos derivado en palabras malas, ¿no es cierto?
Muchas de estas palabras tienen una intensidad, una fuerza, que difícilmente las haga
intrascendentes. De todas maneras, algunas de las malas palabras...no es que haga una
defensa quijotesca de las malas palabras, algunas me gustan, igual que las palabras de uso
natural.
Yo me acuerdo de que en mi casa mi vieja me decía muchas malas palabras, era correcta. Mi
viejo era lo que se llama un mal hablado, que es una interesante definición. Como era un tipo
que venía del deporte, entonces realmente se justificaba. También se lo llamaba boca sucia,
una palabra un poco antigua pero que se puede seguir usando.
Era otra época, indudablemente. Había unos primos míos que a veces iban a mi casa y me
decían: “Vamos a jugar al tío Berto”. Entonces iban a una habitación y se encerraban a
putear. Lo que era la falta de la televisión que había que caer en esos juegos ingenuos. Ahora,
yo digo, a veces nos preocupamos porque los jóvenes usan malas palabras. A mí eso no me
preocupa, que mi hijo las diga. Lo que me preocuparía es que no tengan una capacidad de
transmisión y de expresión, de grafismo al hablar. Como esos chicos que dicen: “Había un
coso, que tenía un coso y acá le salía un coso más largo”. Y uno dice:“¡Qué cosa!”.

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Yo creo que estas malas palabras les sirven para expresarse, ¿los vamos a marginar, a cortar
esa posibilidad? Afortunadamente, ellos no nos dan bola y hablan como les parece. Pienso
que las malas palabras brindan otros matices.
Yo soy fundamentalmente dibujante, manejo mal el color, pero sé que cuantos más matices
tenga, uno más se puede defender para expresar o transmitir algo. Hay palabras de las
denominadas malas palabras, que son irremplazables: por sonoridad, por fuerza y por
contextura física.
No es lo mismo decir que una persona es tonta, a decir que es un pelotudo. Tonto puede
incluir un problema de disminución neurológico realmente agresivo. El secreto de la palabra
“pelotudo”- que no sé si está en el Diccionario de Dudas – está en la letra T. Analicémoslo.
Anoten las maestras.
Hay una palabra maravillosa, que en otros países está exenta de culpa, que se la palabra
“carajo”. Tengo entendido que el carajo es el lugar donde se ponía el vigía en lo alto de los
mástiles de los barcos. Mandar una persona al carajo era estrictamente eso. Acá apareció
como mala palabra. Al punto de que se ha llegado al eufemismo de decir “caracho”, que es
de una debilidad y de una hipocresía....
Cuando algún periódico dice: “El senador fulano de tal envió a la m....a su par”, la triste
función de esos puntos suspensivos merecería también una discusión en este congreso.

1 Fragmento de la ponencia del escritor, dibujante y humorista rosarino en el III Congreso Internacional de la Lengua
Española, llevado a cabo en noviembre de 2004 en Rosario, provincia de Santa Fe.

Hay otra palabra que quiero apuntar, que es la palabra “mierda”, que también es
irreemplazable, cuyo secreto está en la “r”, que los cubanos pronuncian mucho más débil, y
en eso está el gran problema que ha tenido el pueblo cubano, en la falta de posibilidad
expresiva.
Lo que yo pido es que atendamos esta condición terapéutica de las malas palabras. Lo que
pido es una amnistía para las malas palabras, vivamos una navidad sin malas palabras e
integrémoslas al lenguaje porque las vamos a necesitar.

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“Desconectada” Beatriz Sarlo

Desde hace días estoy sin Internet. Lo que en las primeras horas me pareció una
catástrofe fue convirtiéndose en una experiencia intelectual. Desde hace unos días, la
computadora en la que trabajo no tiene conexión a Internet. Lo que, en las primeras
horas, me pareció una catástrofe fue convirtiéndose en una experiencia intelectual.
Como cualquiera, estoy acostumbrada a ir a la biblioteca solo en casos extremos,
como si hubiera olvidado que soy hija de los libros sobre papel.

Pero, obligada por el silencio digital planetario, me di cuenta de que, si buscaba una
traducción preferible o un sinónimo, era mejor mi viejo tomo del Oxford que las
opciones de la web, donde a veces entramos con desidia, optando por el primer link
que aparece. Me levanté y puse el Oxford sobre mi escritorio, con el cuidado de quien
está pidiendo disculpas a un amigo con quien no ha hablado durante mucho tiempo.
(…) Estaba escribiendo un ensayo sobre Juan José Saer y se me ocurrió contraponer
dos conceptos sobre de “tipo de personajes” (…) En vez de navegar por mi recuerdo
de uno de los autores que investigan este concepto, y buscar la referencia
bibliográfica en Internet, me levanté llena de coraje y tomé con las dos manos (porque
pesa un kilo y medio) mi ejemplar de Economía y sociedad. Allí, en el primer capítulo
encontré mis viejas marcas. Y, sobre todo, volví a leer las primeras 30 páginas. Al día
siguiente, en vez de recordar la Poesía completa de Fogwill, sobre la que había
escrito hace poco, volví a los estantes y me hice del libro real. Lo que iba a decir
sobre Fogwill y Saer mejoró por ese único acto de osada independencia
respecto del imperio digital.

Cuando terminé el ensayo, tenía mi mesa de trabajo una torre de más de 20 libros.
Los fui ordenando de nuevo en los estantes. Escribir mi ensayo sobre “el personaje”
(calculé) no me había tomado más tiempo que si, como una saqueadora de
supermercado, en vez de libros, hubiera iniciado una búsqueda por Internet. Además,
tuve la sensación, quizá engañosa, de que mis referencias estaban mejor
trabajadas, con una libertad que Internet no termina nunca de regalarme.
Seguramente el amo digital tenga razón por esa avaricia que disfraza como
suntuosa disponibilidad.

Por otra parte, ahora me pregunto si podría seguir escribiendo desconectada de


Internet Me pregunto si lo que fue la aventura de unos días en que revisité un paisaje
arcaico podría convertirse en mi nueva vida, un revival, elegantemente vintage, como
por ejemplo la moda de los discos de vinilo. Pero los discos de vinilo tienen ventajas
inmediatamente audibles: el sonido está menos comprimido, los instrumentos parecen
sonar en un espacio que no es plano, y especialmente en el jazz y el rock, la sucesión
de temas revela el orden que los artistas o sus productores decidieron. No estoy
segura de encontrar cualidades equivalentes en mi ayuno de Internet.

Como se ve, no hay aquí una diatriba. Hablo de mí, que ya no corro el peligro de ser
iletrada, no saber qué es una nota a pie de página, ni abandonar una frase de más de
20 palabras para surfear a la siguiente. A lo sumo podría convertirme en una especie
de vieja a la moda, cuyo rechazo no va para los alimentos enlatados, sino contra las
páginas web. ¿Mejorarían mis escritos? No hay certezas. En cambio, estoy segura de
que leería más mientras escribo. La última frase ofrece una respuesta. Entonces, por
este medio, le pido a la compañía telefónica que no me entregue el nuevo módem,
aunque se escuchen gritos desesperados horadando las paredes de mi estudio.
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VIDA DIGITAL
Enciende mi juego
Los más de cien locales callejeros de juegos en red se convirtieron en la gran novedad de la
temporada digital.

Cuando todos pensaban que la vida de los videoclubes y las canchas de padle eran algo del
pasado, se agrega un nuevo capítulo a la saga de "negocios de poca inversión y éxito
masivo asegurado": los locales de juegos en red. Pueden ser cyber-cafés que decidieron
extraer a la comunidad gamer (jugadores de videos) o ex locutorios. Como sea, el número
de locales desparramados en Capital Federal ya supera los cien. Más que un pasatiempo o
hobby, implica una verdadera forma de vida: sin duda, reemplazaron al tradicional local de
videojuegos + flippers. ¿La ventaja?: las batallas en red de juegos como el Quake III Arena,
el Unreal, el Half-Life, o el Star-Craft, clásicos de la variente "shot them up" (algo así como
disparale a lo primero que veas). Pero, sin dudas, es el Counter-Strike el motor de estos
templos de entretenimiento 2001.
"Es el juego del momento -dice Martin Ho (22), propietario de Cymtech, un local ubicado en
avenida Santa Fe al 4900-, y gracias a su modalidad multiplayer (más de dos jugadores) es
que funcionan los cybers. Además, cada vez hay más torneos, y eso incentiva a la gente a
jugar más, para practicar y mejorar el estilo". Eso hace que también sean muchos los que
llevan esta afición (¡adicción!) a límites insospechados, pasando hasta 36 horas
ininterrumpidas (¿no se les va la mano?) de juego, inmersos en un universo 3D, aislados del
ruido externo con auriculares "propios". Pero eso está lejos de ser una excepción: muchos
de estos locales están abiertos las 24 horas para aprovechar al "jugador compulsivo".
Gracias a este fenómeno, ya existe una liga nacional y hasta sponsors "oficiales" para las
competencias internacionales. Y en cuanto a la teoría de la evolución de los games, es
definitivamente un nuevo eslabón en la cadena: ya no se trata de un jugador enfrentándose
al cerebro de silicio de una máquina. Ahora la interacción es con otros jugadores.
"Por ahora es un boom, y hay que saber cómo mantenerlo -continua Martin-; lástima que se
están abriendo cybers por todos lados y hay mucha competencia de precios. Se matan unos
a otros". Así, la realidad social copia a la virtual: ¿"Dispárale a lo primero que veas"?
Cuidado.
Suplemento "Sí" de Clarín, 28 de diciembre de 2001 (adapt.)

28
29
 En 1997, Soda Stereo, el entonces más importante grupo de “rock” latinoamericano,
decidió separarse. Gustavo Cerati publicó, entonces, la siguiente carta en el diario “Clarín”
(9 de mayo de 1997).

Estas líneas surgen de lo que he percibido estos días en la calle, en los “fans” que se me acercan, en la
gente que me rodea y en mi propia experiencia personal. Comparto la tristeza que genera en muchos la
noticia de nuestra disolución. Yo mismo estoy sumergido en ese estado porque pocas cosas han sido tan
importantes y gratificantes en mi vida como Soda Stereo.
Cualquiera saber que es virtualmente imposible llevar adelante un grupo sin cierto nivel de conflicto. Es un
frágil equilibrio en la pugna de ideas que muy pocos consiguen conservar por espacio de quince años y
hacer de ello una cadena de hechos artísticos relevante para la gente, como nosotros orgullosamente
hicimos.
Pero, últimamente, diferentes desentendimientos personales y musicales fueron creando un nudo de
tensión emocional que empezó a comprometer ese equilibrio. Ahí mismo se generan excusas para no
tocar, excusas para no enfrentarnos, excusas para no crear, excusas finalmente para un futuro grupal en el
que ya no creemos como hacíamos en el pasado.
Cortar por lo sano es, valga la red, hacer valer nuestra salud mental por sobre todo y, también, una
muestra de respeto hacia el público que nos sigue y nos siguió todo este tiempo. Me gustaría aclarar,
además, que este estado nada tiene que ver con mis viajes frecuentes a Chile (yo estoy radicado aquí, en
mi país, y es aquí donde pretendo recorrer mi futuro como lo hice siempre) ni con los esporádicos
proyectos musicales que haya realizado al margen de Soda.
Esta decisión ha nacido del interior del grupo y desde ahí y también se genera una “nueva” excusa para
volver a encontrarnos por última vez: la música, que es la que mejor habla y hablará por nosotros. Un
fuerte abrazo, hasta pronto.

 Cartas de lectores:

LOS LECTORES OPINAN

BICISENDAS Lector enojado con el ex árbitro Castrilli

Señor director: Me dio una impotencia terrible leer la nota


Cada vez se torna más difícil andar por las de Clarín donde Castrilli dice que quiere que
calles de la ciudad, atiborradas de autos ciertos partidos se jueguen sin público.
que van y vienen sin paz, con un ritmo Ya es el colmo. Primero los Boca-River sin
incansable, frenético. Esto no sólo público visitante. ¡Ahora, directamente sin
constituye un problema para quienes público!
queremos transitar, sino que genera un foco ¿Lo próximo va a ser sin jugadores para
enorme de contaminación, ruidos molestos, que no se agarren en el área? O mejor, que
accidentes, etcétera. La circulación de los partidos se definan tirando la moneda y
tantos vehículos tiene un impacto chau problema [….].
30
claramente negativo en el conjunto de la Señor Castrilli, sacar a las personas de la
sociedad. cancha es apagar el fuego con alcohol.
Existimos algunos audaces que nos Empecemos por darle educación a la gente.
animamos a transitar en bicicletas,
modalidad muy difundida en muchos países Carlos P.
del primer mundo. De esta forma, no sólo Clarín, Sábado 4 de junio de 2005.
realizamos una acción beneficiosa para
nuestro cuerpo y nuestra salud, sino que
disminuimos la carga de tráfico.
Seguramente, mucha gente se animaría, y
lo haría con gran gusto, a dirigirse a sus
trabajos en bicicleta si existiesen bicisendas
que otorgaran cierta seguridad a esta
actividad que, en las condiciones actuales
de tránsito, resulta de riesgo.
Construir bicisendas extensas que conecten
puntos importantes de la ciudad no sólo
genera empelo para su realización, sino que
gratifica a los ciclistas y los premia por la
actitud positiva que generan.

José R.J
La Nación, Sábado 30 de abril de 2005.
Aclaración por robo en una estancia Agradecimiento

El 29 de mayo, Clarín hizo referencia a un Me operé el 7 de abril y quiero agradecer al


robo en una estancia de nuestra propiedad Hospital de Clínicas, a mi cirujano, Norberto
situada en Navarro, provincia de Buenos Bernardo, y a todos los médicos del piso 4°
Aires. La noticia, además, señalaba que un de Urología. Apreciamos el trato, que es
sobrino mío fue detenido por supuesta digno de destacar, ya que no se da en todos
complicidad. los hospitales.
Deseo aclarar que el robo ocurrió en el Verónica P.
puesto del encargado del establecimiento, y Clarín, Lunes 6 de junio de 2005.
el entregador-uno de los cuatro detenidos-
no fue ningún sobrino mío, sino un sobrino
del encargado. Agradeceré que esta
aclaración se publique en “Cartas al País”.

Carlos B.
Clarín, Lunes 13 de junio de 2005.
Fumando espero Suspenso en un viaje a Mar del Plata

Considero discriminatoria la sanción de una El 13 de mayo, a las 8 de la mañana, en la


ley que prohibirá fumar en absolutamente Terminal de Retiro, subí al interno 1089,
todos los lugares. No sólo la considero una patente EJR7408 de la empresa V…., que
ley discriminatoria, sino persecutoria y tenía como destino Mar del Plata. Para mi
punitiva. Creo que es tan respetable la sorpresa, el micro tomó un camino muy
decisión individual de “no fumar” como la de diferente del habitual. Yo estaba convencido
fumar. Teniendo en cuenta que la de que había subido por distracción a un
diversidad es un patrimonio socialmente ómnibus equivocado, ya que, con
deseable, esta ley debería contemplar que frecuencia, realizo este viaje y jamás los
en los espacios públicos y privados coches tomaron esa ruta. Pero el chofer me
existieran sectores acondicionados para dijo que desconocía el camino para tomar la
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fumadores y para no fumadores, para no ruta 2, y por eso se perdió. Dijo, además,
invadir nocivamente a los que no fuman y que la empresa le aplicaría una multa de 12
no reprimir a quienes los hacen. pesos por no cumplir con el horario.
Victoria F. Llegamos a Mar del Plata con 80 minutos de
Clarín, Martes 14 de junio de 2005. retraso.
(Fragmento) ¿Se puede poner a un chofer de un micro
de larga distancia que desconoce el camino
que debe seguir?
Jorge T.
Clarín, Martes 14 de junio de 2005.
La legión Sportsman

Señor director: Señor director:


Una carta de un embajador, que critica el El señor Rafael M., en su carta publicada el
comportamiento de la llamada “Legión”, me 15 de mayo último, defiende el mal
lleva a la necesidad de ciertas reflexiones. comportamiento de algunos de nuestros
Cuando deportistas nos representan en el jóvenes tenistas que rompen raquetas o
exterior, lo hacen practicando un deporte. Si insultan al juez de turno, ya que considera
a eso le sumamos la suerte de que su que son “atletas superdotados y buenos
comportamiento paralelo sea ejemplar. ejemplos deportivos”.
Celebremos. Si no, no juzguemos, En mi opinión, la correcta definición de un
solamente aplaudamos su actuación buen deportista es la que fue publicada en
deportiva. la revista Punch en 1850: “Sportsman es
Esta “legión” ya ha dado muestras de que aquel que no solamente ha vigorizado sus
sus integrantes son atletas superdotados, músculos y desarrollado su resistencia por
buenos ejemplos deportivos. El hecho de el ejercicio de algún deporte, sino que, en la
romper una raqueta o de insultar es fruto de práctica de ese ejercicio, ha aprendido a
la ardua lucha. reprimir su cólera, a ser tolerante con sus
Ninguno de ellos es un inadaptado social o compañeros, a no aprovecharse de una vil
una mala persona. Acordémonos de Agassi ventaja, a sentir profundamente como una
en sus comienzos. deshonra la mera sospecha de una trampa
Señores, todos los grandes deportistas y a llevar con altura un semblante alegre,
argentinos fueron y son excelentes bajo el desencanto de un revés.”
personas. Ojalá un porcentaje de nuestros Cristina M.
embajadores dejaran la huella de nuestro La Nación, Miércoles 1° de junio de 2005.
país con un mínimo de grandeza como
hacen estos chicos. Que cada uno se ocupe
de su negocio, por favor.
Rafael M.
La Nación, Domingo 15 de mayo de 2005
(Fragmento)

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RESEÑAS

El APRENDIZ: UNA NOVELA QUE ATRAPA


AL LECTOR
Título: El aprendiz/ Autor: Mario Méndez/ Ilustrador: Rodrigo Luján/ Editorial: Alfaguara/
Colección: Serie Azul/ Género: Novela /Número de páginas: 120

El aprendiz, de Mario Méndez, es una novela para lectores de doce años en adelante.
Antes de seguir, como una forma de alerta, hago una confesión: el anteúltimo capítulo “Me puso
la piel de gallina”, y el último de condujo sin escalas al llanto.
En el aprendiz se cruzan dos situaciones: la historia pública de la Argentina en época de la
Colonia y la vida privada de Nino, el huérfano que nos va contando la Revolución de Mayo desde
adentro. Como aprendiz de periodista en el Semanario de Hipólito Vieytes. Nino empieza a
empaparse de las nuevas ideas de libertad y a entusiasmarse con los planes de la revolución.
Los grandes nombres de la Primera Junta de Gobierno desfilan por la novela como nombres
amigos. Para Nino no son personajes de libros como lo son para los lectores de nuestros
tiempos, sino compañeros de camino, amigos de esos que están cuando más se los necesita.
Junto a ellos, Nino irá creciendo y convirtiéndose en un joven comprometido. A veces la pasará
bien, y otras veces, no tanto. En ese juego de momentos buenos y malos está gran parte del
atractivo de la novela.
Sin embargo, lo cierto es que El aprendiz es también la historia de un amor. Nino y Lucía tienen
un romance atravesado y afectado por los cambios revolucionarios.
Desde que conocí su historia, yo pienso frecuentemente en Nino, indudablemente le creo todo y
no me resisto a quererlo, como un patriota enamorado que va aprendiendo a sentir. Se enamoró
y fue por el amor. Quiso aprender a leer y escribir, y aprendió. Quiso ser escritor, y lo fue. Buscó
la libertad de su pueblo, luchó por ella y se sintió feliz de presenciar el nacimiento de la Patria.
En todos los niveles, Nino es un triunfador. Un triunfador privado que en los libros de historia
argentina aparece confundido dentro de la muchedumbre esperanzada.

Luciana Murzi
Fuente: http://julianaseditoras.blogspot.com.ar
Consultado el 11 de agosto de 2013. Adaptación.

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CUENTOS DE SILVINA OCAMPO

La casa de azúcar
Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda
con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a
través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por
azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor.
Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que
siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía
suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba
mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías
absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y
que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los
espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la
mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de
que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que
siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se
infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír
determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que
no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de
nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron a
fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un
departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su
vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas
no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios
más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o
vendidos Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura
brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa
casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después,
para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie
había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio,
exclamó:
¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en
nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio, y
mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los
vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás
conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad
nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión.
Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga.
La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior.
Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me
hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos
a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos
prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me
alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para
que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario
de la llave, el distribuidor de cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer
protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de
terciopelo entre los brazos.
– Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.
Subió corriendo las escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
-¿Cuándo te lo mandaste hacer?
37
Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?
- ¿Con qué dinero lo pagaste?
-Mamá me regaló unos pesos.
Me pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la
noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en
reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco
pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la
casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en
todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir
al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde
entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de
beber y, después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo
bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El
perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el
jardín – Entré silenciosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.
- ¿Qué quiere? repitió dos veces.
-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha
encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los
transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta
casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos;
las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba
conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a
regalarme un barrilete.
-Los barriletes son juegos de varones.
-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me hacía la
ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la
noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no
pensé en otra cosa que, en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca
me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con
mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.
Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.
-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido
estuvo de novio con usted.
-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
-Bruto.
-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe con él.
Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un
departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.
No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?
-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero
mucho.
-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.
-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe
dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que
prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos
de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?
-Bueno. Me quedaré con él
-Gracias, Violeta.
-No me llamo Violeta.
-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi
escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé
por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una
representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita
de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira,
lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda

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frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no
advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me
preguntó:
- ¿Te gustaría que me llamara Violeta?
-No me gusta el nombre de las flores.
-Pero Violeta es lindo. Es un color.
-Prefiero tu nombre.
Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro Me
acerqué y no se inmutó.
- ¿Qué haces aquí?
-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.
-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.
-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
- ¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?
-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. «Ir y quedar y con quedar partirse.»
Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le hablé.
-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio -le
dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.
-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.
-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos,
viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
-No me fijo en esas cosas.
-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.
-He cambiado mucho,
-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo con
leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.
-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía
conducirla al odio.
Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes
pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día
me aventuré a decir a Cristina:
Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de
aquí?
-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar
que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me
inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí
por todo el oro del mundo. Además, no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando
concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La
intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.
-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.
-Usted está mintiendo.
-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.
-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.
-No quiero escucharla.
Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le
miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio
tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta
tras de sí.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios
hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En
aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba,
porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado,
¡ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:

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Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los
aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a
averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos,
lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me pareció la
persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un,
cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me
atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había
vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:
-¿No vivía una tal Violeta?
Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén
algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.
Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera
afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.
Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de
Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en
un ojo, de modo que, en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas, como
si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas,
acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le
dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted es el marido?
-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la mano-.
Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay
que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.
-Quiere consolarme -le dije.
Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:
-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue
tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la
vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. «Alguien me ha robado la
vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los
hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que
transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución,
ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes
alejarse.»
Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:
-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la
hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de
mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para
descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche
de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

El vestido de terciopelo

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Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que
humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa,
con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada,
porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba
dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita.
Tocamos el timbre, nos abrieron la puerta y entramos. Casilda y
yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en
Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo
cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a
trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la
sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La
aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas
por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora
Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi
memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos y
había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos
que la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos
hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con
otro perfume. Quejándose, nos saludó:
–¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos.
Habrá perros rabiosos y quema de basuras… Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris?
No. Es blanca. Un campo de nieve –me tomó del mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué
edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué no le coloca una
piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.
Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me
ordenó: –Alcanza de mi cartera los alfileres.
–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.
La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.
La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué
risa!
–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.
–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora.
Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.
–¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.
–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que
estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio y brillante.
–Se va a París, ¿no?
–Iré también a Italia.
–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.
La señora asintió dando un suspiro.
–Levante los dos brazos para que pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido y
poniéndoselo de nuevo.
Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas
de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos
instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo.
¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras brillaba sobre el lado
izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego
se puso de pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo
tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el
otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los
recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!
–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando
caer un alfiler que tenía entre sus dientes–-. ¿No le agrada, señora?

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–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus
preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.
–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.
–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El
terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin
embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano me atrae
aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro!
Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí
mismo. Es suntuoso y es sobrio.
Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario
que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire,
porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del
afilador y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras
veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora
volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas
también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los
dos brazos. Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de
género sobrenatural, que sobraban.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas.
¡Qué risa!
–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente
durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que
temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la
frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o
el agua.
–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.
La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón
quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:
–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
–¡Qué risa!

La boda

Que una muchacha de la edad de Roberta se fijara en mí, saliera a pasear conmigo, me hiciera
confidencias, era una dicha que ninguna de mis amigas tenía. Me dominaba y yo la quería no porque me
comprara bombones o bolitas de vidrio o lápices de colores, sino porque me hablaba a veces como si yo
fuera grande y a veces como si ella y yo fuéramos chicas de siete años.
Es misterioso el dominio que Roberta ejercía sobre mí: ella decía que yo adivinaba sus pensamientos,
sus deseos. Tenía sed: yo le alcanzaba un vaso de agua, sin que me lo pidiera. Estaba acalorada: la
abanicaba o le traía un pañuelo humedecido en agua de colonia. Tenía dolor de cabeza: le ofrecía una
aspirina o una taza de café. Quería una flor: yo se la daba. Si me hubiera ordenado “Gabriela, tírate por la
ventana” o “pon tu mano en las brasas” o “corre a las vías del tren para que el tren te aplaste”, lo hubiera
hecho en el acto.

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Vivíamos todos en los arrabales de la ciudad de Córdoba. Arminda López era vecina mía y Roberta
Carma vivía en la casa de enfrente. Arminda López y Roberta Carma se querían como primas que eran,
pero a veces se hablaban con acritud: todo surgía por las conversaciones de vestidos o de ropa interior o
de peinados o de novios que tenían. Nunca pensaban en su trabajo. A la media cuadra de nuestras casas
se encontraba la peluquería “Las ondas bonitas”. Ahí, Roberta me llevaba una vez por mes. Mientras que
le teñían el pelo de rubio con agua oxigenada y amoníaco, yo jugaba con los guantes del peluquero, con el
vaporizador, con las peinetas, con las horquillas, con el secador que parecía el yelmo de un guerrero y con
una peluca vieja, que el peluquero me cedía con mucha amabilidad. Me agradaba aquella peluca, más que
nada en el mundo, más que los paseos a Ongamira o al Pan de Azúcar, más que los alfajores de arrope o
que aquel caballo azulejo que montaba en el terreno baldío para dar una vuelta a la manzana, sin riendas
y sin montura y que me distraía de mis estudios.
El compromiso de Arminda López me distrajo más que la peluquería y que los paseos. Tuve malas
notas, las peores de mi vida, en aquellos días.
Roberta me llevaba a pasear en tranvía hasta la confitería Oriental. Ahí tomábamos chocolate con
vainillas y algún muchacho se acercaba para conversar con ella. De vuelta en el tranvía me decía que
Arminda tenía más suerte que ella, porque a los veinte años las mujeres tenían que enamorarse o tirarse
al río.
- ¿Qué río? –preguntaba yo, perturbada por las confidencias.
- No entiendes. Qué le vas a hacer. Eres muy pequeña.
- Cuando me case, me mandaré hacer un hermoso rodete –había dicho Arminda-, mi peinado llamará la
atención.
Roberta reía y protestaba:
- Qué anticuada. Ya no se usan los rodetes.
- Estás equivocada. Se usan de nuevo –respondía Arminda-. Verás si no llamo la atención.
Los preparativos de la boda fueron largos y minuciosos. El traje de novia era suntuoso. Una puntilla de
la abuela materna adornaba la bata. Un encaje de la abuela paterna (para que no se resintiera) adornaba
el tocado. La modista probó el vestido a Arminda cinco veces. Arrodillada y con la boca llena de alfileres la
modista redondeaba el ruedo de la falda o agregaba pinzas al nacimiento de la bata. Cinco veces del
brazo de su padre, Arminda cruzó el patio de su casa, entró en su dormitorio y se detuvo frente a un
espejo para ver el efecto que hacían los pliegues de la falda con el movimiento de su paso. El peinado era
tal vez lo que más preocupaba a Arminda. Había soñado con él toda su vida. Se mando hacer un rodete
muy grande, aprovechando una trenza de pelo que le habían cortado a los quince años. Una redecilla
dorada y muy fina, con perlitas, sostenía el rodete, que el peluquero exhibía ya en la peluquería. El
peinado, según su padre, parecía una peluca.
La víspera del casamiento, el 2 de enero, el termómetro marcaba cuarenta grados. Hacía tanto calor
que no necesitábamos mojarnos el pelo para peinarlo ni lavarnos la cara con agua para quitarnos la
suciedad. Exhaustas Roberta y yo estábamos en el patio. Anochecía. El cielo de un color gris de plomo,
nos asustó. La tormenta se resolvió sólo en relámpagos y avalanchas de insectos. Una enorme araña se

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detuvo en la enredadera del patio: me pareció que nos miraba. Tomé un palo de una escoba para matarla,
pero me detuve no sé por qué. Roberta exclamó:
- Es la esperanza. Una señora francesa me contó una vez que La araña por la noche es esperanza.
- Entonces, si es esperanza, vamos a guardarla en una cajita –le dije.
Como una sonámbula porque estaba cansada y es muy buena, Roberta fue a su cuarto para buscar una
cajita.
- Ten cuidado. Son ponzoñosas –me dijo.
- ¿Y si me pica?
- Las arañas son como las personas: pican para defenderse. Sino les haces daño, no te harán a ti.
Puse la cajita abierta frente a la araña, que de un salto se metió adentro. Después cerré la tapa, que
perforé con un alfiler.
- ¿Qué vas a hacer con ella? –interrogó Roberta.
- Guardarla.
- No la pierdas –me respondió Roberta.
Desde ese minuto, anduve con la caja en el bolsillo. A la mañana siguiente fuimos a la peluquería. Era
domingo. Vendían matras y flores en la calle. Esos colores alegres parecían festejar la proximidad de la
boda. Tuvimos que esperar al peluquero, que fue a misa, mientras Roberta tenía la cabeza bajo el
secador.
- Pareces un guerrero –le grité.
Ella no me oyó y siguió leyendo su libro de misa. Entonces se me ocurrió jugar con el rodete de
Arminda, que estaba a mi alcance. Retiré las horquillas que sostenían el rodete compacto dentro de la
preciosa redecilla. Se me antojó que Roberta me miraba, pero era tan distraída que veía solo el vacío,
mirando fijamente a alguien.
- ¿Pongo la araña adentro? –interrogué mostrándole el rodete.
El ruido del secador eléctrico seguramente no dejaba oír mi voz. No me respondió, pero inclinó la
cabeza como si asintiera. Abrí la caja, la volqué en el interior del rodete, donde cayó la araña.
Rápidamente volví a enroscar el pelo y a colocar la fina redecilla que lo envolvía y las horquillas para que
no me sorprendieran. Sin duda lo hice con habilidad, pues el peluquero no advirtió ninguna anomalía en
aquella obra de arte, como él mismo denominaba el rodete de la novia.
- Todo esto será un secreto entre nosotras –dijo Roberta, al salir de la peluquería, torciendo mi brazo
hasta que grité. Yo no recordaba qué secretos me había dicho aquel día y le respondí, como había oído
hacerlo a las personas mayores:
- Seré una tumba.
Roberta se puso un vestido amarillo con volante y yo un vestido blanco de plumetís, almidonado, con un
entredós de broderie. En la iglesia no miré al novio porque Roberta me dijo que no había que mirarlo. La
novia estaba muy bonita con un velo blanco lleno de flores de azahar. De pálida que estaba parecía un
ángel. Luego cayó al suelo inanimada. De lejos parecía una cortina que se hubiera soltado. Muchas
personas la socorrieron, la abanicaron, buscaron agua en el presbiterio, le palmotearon la cara. Durante un
rato creyeron que había muerto; durante otro rato creyeron que estaba viva. La llevaron a la casa, helada

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como un mármol. No quisieron desvestirla ni quitarle el rodete para ponerla muerta en le ataúd.
Tímidamente, turbada, avergonzada, durante el velorio que duró dos días, me acusé de haber sido la
causante de su muerte.
- ¿Con qué la mataste, mocosa? –me preguntaba un pariente lejano de Arminda, que bebía café sin
cesar.
- Con una araña –yo respondía.
Mis padres sostuvieron un conciliábulo para decidir si tenían que llamar a un médico. Nadie jamás me
creyó. Roberta me tomó antipatía, creo que le inspiré repulsión y jamás volvió a salir conmigo.

De: La furia y otros cuentos (1959)

La soga
A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua,
tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Estos juegos lo
entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para
cabeza subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo
entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había
esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente, hizo una
hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los
árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamanos, finalmente una
serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la hacia atrás, con
ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se
acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del
juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al
principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba
aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie
le decía: “Toñito, no juegues con la soga.” La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el
suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie.
Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en
mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos
extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores
de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba
de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor. Si alguien le pedía: —Toñito, préstame
la soga. El muchacho invariablemente contestaba: —No. A la soga ya le había salido una lengüita, en el
sito de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito
quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay
tantas en el mundo! En lo barco, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito
decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la
soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía. Toñito tomó la costumbre
de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola
bien abajo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el
mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la
soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó
el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa. Así murió Toñito. Yo le vi, tendido, con los ojos abiertos.
La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.

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Keif
Keif era misterioso. Conservo una fotografía de cuando era muy joven. Sus párpados entrecerrados
dejaban ver la intermitente ferocidad amarilla de sus ojos. Cuando me miraba me daba miedo. Lo conocí
una tarde de enero cuando fui por primera vez a la casa de Fedora a comprar un grabador alemán que vi
anunciado en un diario. Llegué y encontré la puerta abierta. En los balnearios, la gente deja sus casas
abiertas. Sin golpear las manos ni dar el desusado grito "Ave María", que mi tatarabuela daba y que yo
solía dar con voz de vieja, para reírme un poco, entré en la casa. Al pie de la escalera vi sentado a Keif.
Tuve un momento de terror, pensando que el terror podía costarme caro. ¿Acaso los perros no se
enfurecen cuando uno se asusta? Keif no se movió, cruzó una pata sobre la otra, espantó una mosca con
la cola. Quedé inmóvil en el umbral de la puerta, temiendo que cualquier otro movimiento que yo hiciera
para entrar o salir me costara la vida. En el silencio todo se volvió más irreal. Pensé que estaba soñando o
que habían puesto en el diario una dirección equivocada. Al cabo de algunos minutos oí el ruido de unos
pasos y arriba de la escalera vi a una mujer que se asomó con su perfume a barniz y a cosméticos.
—¿Qué desea? —susurró como si revelara un secreto—.
—¿Está la señorita Fedora Brown?
—Soy yo. ¿Viene por el aviso?
—Vine a ver el grabador.
—Suba —me dijo—.
No tenga miedo —agregó, bajando las escaleras—. Keif no le hará nada.
Al decir estas palabras se inclinó y tomó la cadena que estaba enganchada al collar de Keif.
—Me obedece —dijo Fedora—. Con el pie separó las patas de Keif e imperiosamente le ordenó que se
levantara. Subimos las escaleras. —Sígame. En mi cuarto está el grabador. Entramos en el dormitorio
desde cuya ventana se divisaba el mar. —Aquí esta —me dijo, mostrándome una valija gris—. Es lo único
que traje de mi último viaje. Esta valija y Keif.
—¿No le tiene miedo?
—¿Miedo? —interrogó—. Es más manso que un perro amaestrado.
—¿Come mucho? —Muchísimo. Como una bestia. Verlo comer me indigesta. Keif la miraba mientras
hablaba, sin quitarle los ojos de encima. De vez en cuando ella murmuraba "Keif quédese quieto", aunque
el tigre no se moviera.
—¿Keif? ¿Por qué le puso Keif? –inquirí—.
—Keif en árabe quiere decir "saborear la existencia animal sin las molestias de la conversación, sin los
desagrados de la memoria ni la vanidad del pensamiento". Le queda bien ¿verdad?
—No podría llamarse de otro modo —le contesté con énfasis—.
—Enseñarle a obedecer me da satisfacción. Si yo fuera más joven trabajaría con él en un circo.
—Pero ¿acaso usted no es joven?
—Nunca uno es bastante joven. A los cuatro años, tal vez, pero ¡de qué sirve! —Mirando a Keif agregó en
voz baja: —Creo que lo hipnotizo con la mirada—.
—¿Y si él la hipnotizara? —¿Si él me hipnotizara? Nunca pensé que pudiera suceder. Quedamos un
momento sin decir nada. Para interrumpir el silencio, pregunté: —¿Tiene otras cosas en venta?
—Sí. Por ejemplo: un anillo de brillantes, una pulsera de esmeraldas, mis abrigos de piel, un cuadro de
Renoir y este grabador. No lo hago por necesidad, lo hago porque me gustan los cambios. En vez del
brillante, compraré un zafiro; en vez de los abrigos de visón, un abrigo de marta; en vez de las esmeraldas,
rubíes; en vez del Renoir, un Picasso; en vez del grabador, una cámara fotográfica. La fortuna, por mucho
que se tenga, no es infinita. En cuanto me aburren las cosas las vendo y como son siempre buenas, me
las compran bien. Desde chiquita soy así. ¿Quiere probar el grabador? Tengo una cinta grabada. Abrió la
tapa del grabador, movió los diales y se oyó un rugido, después otro. Me dijo extasiada: —Es Keif. ¿Lo
reconoce? Luego se oyó una voz destemplada. —Soy yo —musitó—, hablándole a Keif. ¿Quiere grabar

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algo? Grabé unos monosílabos mientras observaba el manejo del grabador, que decidí comprar. Nos
quedamos conversando un rato, mirando el mar y un velero a lo lejos. Fedora me dijo que era
independiente, pero que por culpa de Keif después del último viaje había perdido su independencia.
—Todo nos ata —me dijo—. Cuando menos pensamos estamos esclavizados. Me había olvidado de la
presencia de Keif. Las ventanas estaban de par en par abiertas. —I don't know what to do with him —me
dijo Fedora, mirando de soslayo a Keif, como si quisiera que no la entendiera—. I care so much for him,
but I can't keep him always with me. He is a nuisance. In the Zoo they want to buy him for a lot of money.
—And why don't you? —contesté en mi mal inglés—. —I can not. I simply can not do it. La desmedida
aflicción de su respuesta me conmovió. Al despedirme me acerqué tal vez demasiado y retrocedió. —He is
jealous —me dijo—. Sin discutir el precio pagué lo que me pidió por el grabador, tomé la valijita y bajé las
escaleras prometiendo a Fedora que volvería a visitarla. Como no había aprendido detalladamente el
manejo del grabador, muy pronto fui de nuevo a ver a Fedora para que me lo explicara. Estaba echada
sobre una estera, frente a la ventana, al sol, casi desnuda. A sus pies Keif dormía como embalsamado.
Delacroix hubiera pintado bien ese cuadro exótico. Después de darme las explicaciones que yo reclamaba,
Fedora me dijo: —Estoy resuelta a cambiar de vida. Estoy harta de ésta.
—¿Va a entrar de monja? —No. Me voy a ir de esta vida. —¿Cree en la transmigración de las almas? —le
pregunté sonriendo—.
—Naturalmente –respondió—.
—¿Y cómo vas a hacer? —le dije, tuteándola por primera vez—.
Es tan difícil cambiar de vida como de cuerpo. —Me voy a suicidar.
—Te vas a suicidar?
—No. No es nada trágico; voy a suicidarme de un modo agradable — contestó.
—¿Y hay modos agradables de suicidarse?
—Tal vez. Cualquier cosa desagradable se puede hacer de un modo agradable —arguyó—, pero no
acepto la idea de que un acto agradable pueda volverse desagradable en un momento dado. Adoro el mar;
siempre que me baño quisiera quedarme en el agua más tiempo del que me quedo: quedarme hasta morir.
Eso es lo que voy a hacer: dejarme morir en el deleite del agua. En una hermosa mañana, al alba, entraré
en el mar como cualquier otro día; sentiré la efervescencia del agua en mi piel. No, no sería un suicidio
trágico como el de Alfonsina Storni en Mar del Plata, ni patético como el de Virginia Woolf en no sé qué río
de Inglaterra. Seguiré bañándome hasta el mediodía, hasta la caída de la tarde. Sobrevendrá luego el
crepúsculo y la noche, y volverá la aurora y la mañana siguiente, y el mediodía y el crepúsculo y la noche y
la subsiguiente aurora; y yo sentiré el cambio de las temperaturas y veré los colores del agua, conviviré
con las algas, con la espuma, con el rocío, hasta el fin, cuando desvanecida, indefensa, me disuelva como
un terrón de azúcar o me llene de agua como una esponja. Entonces mi alma vagando blandamente
buscará un cuerpo para vivir de nuevo. Lo encontrará en un niño o en un animal recién nacido, o
aprovechará el desvanecimiento de un ser para entrar por el intersticio que deja en el cuerpo la pérdida de
conocimiento. Me dejaré morir de un modo agradable. Y después vendrá lo más divertido de todo: otra
vida. ¿Comprendes?
—Comprendo —musité—. Pero creo que nadie es capaz de hacer una cosa así. ¿Estás harta de la vida?
—Tengo todo lo que se puede pedir en el mundo, hasta un pedacito de playa, que es mío.
—Nadie es capaz de dejarse morir en el agua de ese modo —protesté—.
—Yo soy capaz —me dijo—.
Me reí. Sin hacer caso, prosiguió: —¿Te ocuparías de Keif? Es lo único que me inquieta: abandonar a Keif
en este mundo, me parece cobarde. Te dejaría dinero para los gastos de su alimentación. Haría mi
testamento. Tal vez te dejaría todo lo que tengo. Pensé: "¿Esto es recibir una herencia? Nunca hubiera
soñado una situación tan extraña".
—¿Aceptas? —me dijo Fedora, encendiendo un cigarrillo—. Te dejo todos mis bienes y ni siquiera te pido
que lleves luto. ¿Aceptas? –repitió—.
—Acepto, si eso te da placer —le dije, sintiéndome culpable—. ¿Acaso era una broma? Aceptando su
proposición ¿yo la instigaba a cometer el suicidio? Me dejé caer de rodillas sobre la estera, a su lado.
—Basta de bromas, Fedora. Parecen tan serias las locuras que dices, que tengo la tentación de creerte.
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—Créeme —dijo Fedora, pero su ademán parecía contradecir sus palabras. Apagó el cigarrillo, lo dejó en
el cenicero, se alisó frívolamente el pelo, se pintó la boca sin mirarse en un espejo, arqueando la boca
entreabierta, se echó boca abajo sobre la estera para tomar sol. —En mi próxima reencarnación seré tal
vez una amazona. Ningún Teseo ni Aquiles me vencerá.
—¿Irás entonces en busca del pasado? —le dije en broma—.
—Una amazona de circo —prosiguió—, o domadora; tal vez prefiera esto último. Es mi vocación. Saludaré
al público después de poner mi cabeza dentro de la boca de un león. Pienso siempre en las diferencias
que habrá entre esta y la otra vida. ¡Es tan entretenido! ¡Cuántas veces caminamos con Fedora por la
orilla del mar siguiendo los diseños que dejaba la espuma sobre la arena! Pasé unos días sin verla. No
sabía cuándo hablaba en broma y cuándo hablaba en serio, de modo que la amenaza del suicidio no me
preocupaba mayormente. Acerca de las divagaciones sobre la transmigración del alma sólo pensé que se
debían al libro de las Metamorfosis de Ovidio, que alguien le regaló para su cumpleaños. Comencé a
inquietarme por su suerte; comencé también a extrañarla. Había notado algo insólito en su conducta:
cuando salía de su casa se despedía de Keif diciéndole: "¿Volveré a verte, amor mío? ¿Qué harás sin mí
en este mundo, mi ángel?", mirándolo en el fondo de los ojos. Así es la amistad: uno vive toda una vida sin
ver a una persona y de pronto esa persona es lo único que cuenta en la vida. Fui a visitar a Fedora una
mañana calurosa, al alba. Me había dicho que siempre, al alba, cuando hacía calor, bajaba a bañarse. Le
prometí Sorprenderla en su mentira. Sabía que era dormilona. Hicimos un pacto: en días de calor, si yo me
despertaba antes que ella, iría a despertarla para acompañarla a la playa; en cambio, si ella se despertaba
antes, vendría a buscarme. Se me acababan las vacaciones y pensaba que no podría visitarla a otras
horas, pues como buena holgazana, Fedora no tenía nunca tiempo para nada. Aproveché la hora insólita
del alba; llegué cautelosamente; llamé a la puerta. Nadie me abrió. Noté que la puerta no estaba cerrada
con llave. En cuanto abrí la puerta, velozmente Keif salió de la casa. Yo entré. Subí la escalera corriendo.
No había nadie. Me asomé a la ventana por donde se divisaba el pedacito de playa que pertenecía a
Fedora. En la luz espectral del alba vi recortado el cuerpo de Keif, que se deslizaba como un enorme perro
perdido. En la orilla del agua se detuvo, husmeando el agua, retrocediendo y avanzando con el
movimiento de las olas, hasta que se acostó y quedó chato como la arena. No se me ocurrió pensar que
Fedora podía cumplir con su descabellado propósito, hasta que vi sobre su mesa un sobre lacrado a mi
nombre con la palabra testamento. Bajé a la playa. Pero ¿dónde estaba la inmensa ola de mi sueño
recurrente que me cubriría, ese sueño que me había perseguido desde la infancia? No. No era un sueño.
¿En qué se diferenciaba el sueño de la realidad? En la duración, en el olor. Keif olía a fiera. Eran las cinco
de la mañana. Yo llevaba entre mis manos la cadena fría y el collar un poquito oxidado. Durante horas los
dos juntos, Keif y yo, miramos el agua rosada del amanecer que traería después el cadáver rutilante de
Fedora. Al verlo, pensé: "No debo desvanecerme. Tengo frío, tiemblo". Perdí el conocimiento. A nadie le
extrañó que Fedora hubiera muerto ahogada. Sólo a mí. Era una nadadora imprudente. A nadie le extrañó
su testamento. Sólo a mí. No tenía parientes y era excéntrica. Sin mayores complicaciones, salvo las que
significaba Keif, me instalé en la casa de Fedora, ante el asombro de mi familia, que me acusó de rebeldía,
de imprudencia, de falta de dignidad. Frecuenté a sus amigos (esas amistades 86 hechas de despedidas,
que uno tiene siempre en los balnearios): me revelaron secretos de la muerta. Contemplé su álbum de
fotografías que era como una pequeña historia ilustrada de su vida; dormí en su cama, leí a la luz de la
misma lámpara que iluminaba su libro. Me miré en su espejo, usé su perfume, me peiné con sus peines, vi
el paisaje desde su ventana, bajo la luna, bajo el sol de todas las horas del día. Cambié de carácter. En
ciertas oportunidades, algunas personas me dijeron frases inquietantes como éstas: "De lejos te pareces a
Fedora", o bien "Dijiste esas palabras como las decía Fedora". Pensé que Fedora se había apoderado de
mí al morir. Mi vida transcurrió con una apacible felicidad frente al mar, como la de Fedora junto a Keif.
Tuve dificultades que había previsto: el jardinero no quería venir a trabajar; decía que la mitad de lo que yo
gastaba en alimentar a Keif podría alimentar a todos sus hijos: no toleraba esas injusticias. Mi sirvienta
también se fue, porque quería que le subiera el sueldo de acuerdo con lo que yo gastaba en el
mantenimiento de Keif. Keif lentamente se acostumbró a mí. A veces parecía esperar a Fedora. Pasé
cuatro años de una vida agradable, aunque mi familia tratara con sus cartas de amargarme la existencia.
¿Cómo describir una vida sin tiempo como fue aquella? Mis horas holgazanas pasadas de esplendor en
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esplendor. Sólo recuerdo de esos días paisajes, luces, fragancias, sabores, músicas. Mi única
preocupación era sentir que me había transformado en Fedora. Con horror de pronto pensaba en mi
imprudente desvanecimiento a orillas del mar cuando vi a Fedora ahogada. Pregunté a la gente que me
había socorrido si algo insólito había sucedido en aquel momento e interrogué al médico que llamaron. De
nada servía. Sin embargo, permanecí impasible como si viera desde afuera los motivos de mi inquietud.
Un día a las cinco de la tarde golpeó a la puerta un hombre con su familia. Tenían que hablar conmigo. El
hombre era alto, enjuto y de pelo rojo. La mujer de mediana estatura era tan delgada que, aunque
estuviera de frente parecía siempre de perfil. Traían una niña de cuatro años vestida con un pantalón rojo,
ajustado, y una camiseta celeste.
Los hice pasar al cuarto de Fedora. Les dije: —No se asusten.
—Keif no hace nada —balbuceó la niña—.
¿Habría oído mal? Me pregunté de dónde podía conocer ese nombre. Me pareció que había dicho Keif. No
era gente del lugar ni habían tenido oportunidad de ver a Keif. La familia sonrió, como de común acuerdo,
y la niñita inmediatamente quiso montar sobre el lomo de Keif. Los padres, lejos de oponerse a ello, la
instaban para que volviera a hacer lo mismo en cuanto bajaba. Lo más extraño de todo fue la simpatía que
mostraba tener Keif por la niñita. Con algunas vacilaciones, el hombre me dijo: —Somos del circo
Amazonia. Venimos a pedirle que nos venda esta fiera. — Y señalando con la mano a la niñita, agregó:
—Queremos que sea domadora: lo tiene en la sangre. Le gustan también los caballos; podría ser una
celebre amazona, pero hay muchas en nuestra compañía. Con nuestro permiso ya puso una vez la cabeza
en la boca de un león. Hizo otros ejercicios no menos peligrosos.
Trajo mucho público de las afueras a nuestro circo. El enano de Costa Rica la presentaba. —Pero ella
clama por un tigre —interrumpió la mujer—. Le pagaremos lo que usted nos pida. La niña se había
abrazado al pescuezo de Keif y me miraba con ojos de súplica. Accedí.

LA CAJA DE BOMBONES
La señora Eufrosina recibió para su cumpleaños, entre otros regalos, una preciosa caja de bombones.
Los bombones, que no eran pocos, parecían muchos, por lo bien arreglados que estaban entre brillantes
tiritas de papel plateado y dorado. Enrique entregó el regalo a su madre y le pidió que abriera el paquete
antes de que llegaran las visitas. En cuanto Enrique vio la caja abierta, contó los bombones y le dijo:
—¡Qué pocos! Son diez, mamá, y nosotros seremos doce.
—Angurriento.
—Es por ustedes —contestó Enrique, previendo que no alcanzarían para las visitas si los comían los
chicos, como él esperaba. En efecto, doce chicos llegaron más tarde; algunos con sus madres y otros
solos o acompañados por un perro de confianza, que los esperaba en la puerta. ¿Eran doce chicos para
comer diez bombones? No. Debajo de la engañosa y brillante capa de papel dorado y plateado que
albergaba los primeros bombones, había otra bandejita de bombones discretamente ocultos entre papeles
finos, como pelos de plata, para dar mayor placer a los golosos.
—¡Qué felices son los chicos! —suspiraban algunas madres, y las señoras que no tenían hijos se limitaban
a decir "Qué amor, qué amor, qué amor", en el momento en que, tomando el té, al dejar la taza sobre el
platillo floreado, miraban por la ventana cómo jugaban aquellos angelitos, tan parecidos a los que
decoraban la porcelana. La señora Eufrosina de pronto se excusó. Inútilmente las visitas le alabaron el
peinado para que no se fuera.
—Eufrosina, qué hermosos bucles te has hecho —le decían—. Qué divino color de canela tiene tu pelo.
Eufrosina fue a su dormitorio, buscó la caja de bombones.
Acudió, corriendo, al patio, abrió la caja y gritó a los chicos: —Tengo una sorpresa para ustedes, niños.
La palabra niño era de buen o de muy mal augurio. Los chicos la rodearon, más bien rodearon la caja de
bombones, pues ya habían sentido el olor a chocolate.

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—Elijan, hay que saber elegir, elijan —dijo sin probar un solo bombón. Así son las madres. Pero los
chicos metían la cabeza o trataban de meterla adentro de la caja, sin decidirse. ¿Quién se decide a elegir
entre tantas cosas bonitas?
—¿De qué son? —preguntaban todos a la vez. —Este es de licor, éste es de avellana, éste es de
almendra, éste es de menta, este chiquito es de cereza, éste es de dulce de leche, éste de café, éste de
chocolate, no, es de nuez; qué le vas a hacer si no te gusta, éste de turrón, éste de no sé qué. Vamos.
Elijan. Ninguno de los chicos se decidía, pero Pepe, que además de parecer tonto era muy inteligente,
pensó que el mejor modo de elegir era tratar de imaginar el anillo o el broche que podrían hacer con cada
uno de los papelitos brillantes que los envolvían. Pepe eligió el bombón de envoltura más deslumbrante,
sin preocuparse de su contenido.
—El gusto de comerlos se va en seguida —dijo—, pero los papelitos sirven de anillos o de broches, de
medallas o de condecoraciones.
—Vamos. Elijan de una vez, o mis visitas se irán si las dejo tanto tiempo solas —protestó la dueña de
casa. Los chicos entrechocaban sus cabezas para mirar mejor el interior de la caja, todos al mismo tiempo,
como si tuvieran cabezas diminutas o como si la caja fuera muy grande.
—Yo quiero el rosado, porque va bien con mi vestido —dijo Felisa. Sabía que los rosados eran los más
grandes. —Yo, el naranja —dijo Francis— porque, aunque me digan que es de avellana, creo que es de
naranja. De otro modo, ¿por qué sería naranja el papel? Voy a hacerme un anillo de coral. —Yo quiero el
de pintitas —dijo Robert—. Parece un huevito de Pascua. —Yo quiero el de no sé qué —dijo Alejo, con
sonrisa filosófica. —Yo, el violeta —dijo Flaminia—. Me gusta porque es feo. Cuanto más feo más rico,
decía mi niñera, porque tenía un novio feo. —Yo, el verde —dijo Esmeralda— porque me llamo
Esmeralda. —Yo, el dorado —dijo Elisa—. Me gusta más el oro que la plata. —Yo quiero el celeste —dijo
Livia. —No hay celeste —dijo Ramón—. Y si hubiera sería para mí. —Hay, hay, hay. —No hay que
pelearse, porque hoy es el cumpleaños de mamá —dijo Enrique—. Este es celeste y basta. —Es lila.
Bueno, es lo mismo —dijo Ramón. —Yo quiero el azul —gritó Alberto—. Me lo reventaron. ¿Quién le clavó
un diente? Parecemos muertos de hambre. Cada chico tomo su bombón, casi todos contentos, porque por
un milagro de la suerte, que nunca falta, cada uno pudo elegir el que más le gustaba. Salvo uno, que no
quiso elegir ni comer, porque no le gustaban los bombones. Se llamaba Conrado. El primero en probar fue
Alejo. Con la boca llena, dijo: —Es bárbaro. Cuando terminó de comerlo, enrolló el papel brillante, a rayas,
y se hizo un anillo que pegó con saliva al dedo, para que no se deshiciera. Inmediatamente se llenó de
cascabeles y de cintas y comenzó a dar brincos en el aire. Se colgaba de los marcos de las puertas como
si fueran trapecios y saltaba sobre los muebles con rapidez extraordinaria. No había forma de seguir sus
movimientos, y tan acelerados eran que en su vértigo parecía no uno solo, sino varios acróbatas. Las
visitas miraban desde la ventana a este inesperado saltimbanqui. —¿De dónde lo sacaste? ¿De un circo?
—preguntó una señora a la dueña de casa—. ¡Qué fiesta! Hasta con acróbatas, y qué vestimenta. Haces
bien, querida. La dueña de casa no quiso desilusionar a sus invitadas y las dejó que pensaran que el
acróbata, que parecía varios, era contratado. Al cabo de un rato el acróbata se cansó y felizmente perdió
el anillo. La segunda fue Esmeralda, que devoró el bombón para hacerse con más prisa el anillo. —Es de
esmeralda —dijo. En cuanto se lo puso, empezó a coser en una máquina eléctrica que encontró en el
cuarto de costura. De una cortina hizo un gigantesco vestido, de un mantel dos pantalones, de un canasto
de mimbre un sombrero. Por suerte, la dueña de casa no la veía, porque, a pesar de su habilidad, verla
trabajar con tanta rapidez inspiraba miedo. Flaminia, después de comer su bombón, se hizo un broche
muy bonito y se lo prendió al cuello. No tuvo tiempo de recibir felicitaciones de los otros chicos, que tenían
la boca llena y no podían hablar, porque ya estaba volando a la altura del primer piso, agitando la mano
como un pañuelito. En cuanto comió su bombón y se puso el anillo de coral rosado, Felisa corrió al piano;
con tanta perfección tocó los valses nobles y sentimentales que las visitas creyeron que era una pianista
contratada para la fiesta. Eufrosina recibió las felicitaciones con agrado. Alberto, con su anillo azul,
dibujaba líneas más graciosas que las que se ven en los dibujos animados. —Flaminia, Flaminia, no
vueles tan alto —gritó Enrique, que no se había puesto ningún anillo, porque era muy torpe para hacer
trabajos manuales. El malabarista, por girar sobre un dedo como un trompo, se lo lastimó. El
prestidigitador había roto un florero. ¿La eficacia de los anillos y broches no era, pues, perfecta como
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parecía a primera vista? Enrique subió corriendo las escaleras hasta el quinto piso, donde vivían otras
personas. Pidió permiso a los inquilinos, entró y se asomó a una ventana por donde casi pudo tocar a
Flaminia, que iba y venía en el aire como un pájaro. Vio que el broche tan bonito se le había enredado en
el pelo enrulado. —Sentate sobre el balcón y sacate el broche —le gritó, estirando el brazo. —No puedo
—contestó Flaminia—, ¿no ves que vuelo con los brazos? Enrique, exponiendo su vida, se asomó al
balcón, tomó a Flaminia de la mano y con todas sus fuerzas la atrajo hasta el borde del balaustre,
quitándole con una mano el broche del pelo. Sin lastimarse, cayó Flaminia en el balcón. La fiesta no se
interrumpió en el piso bajo, porque las personas grandes, como suele suceder, no se daban cuenta de
nada. Aclamaron la llegada de Flaminia y Enrique, por una coincidencia: como iban tomados de la mano
parecían novios. —Si la casa quedó sin cortinas fue una suerte —dijo una de las invitadas—. Eran de
género de vestidos y quedaban mal. Pero lo dijo porque quiso consolar a la dueña de casa, que las había
cosido con su propia máquina de coser. Había aún bombones en la caja y Alejo, con sonrisa filosófica, los
ofreció a las invitadas, diciéndoles que después les harían anillos. 224 —Engordan —dijo la invitada que
estaba dispuesta a aceptar. —No engordan. Son mágicos —contestó Alejo—. ¿No ve cómo brillan? —No
todo lo que brilla es oro —contestó la invitada, que había regalado los bombones. —Pero no es oro, es
chocolate. —Chocolate por la noticia. —¿Todavía se dice eso? —¿Dónde están nuestros anillos?
—clamaron los chicos—. Esta vez vamos a aprovecharlos mejor. —¿Para qué? —preguntó Alejo.
Buscaron y buscaron, pero no los encontraron en ninguna parte. Las invitadas sonrieron, pues no sabían
lo importante que había sido tener esos anillos y después perderlos. Se dejaron tentar por el brillo de los
bombones, por el olor del chocolate. Tardaron en elegir el bombón que más les gustaba, porque varias
querían el mismo y estiraban la mano para tomarlo y luego la retiraban por educación, por no quitar a la
otra lo que a ellas también les gustaba. Finalmente, todas comieron un bombón. Alejo recogió los papeles,
formó los anillos que las señoras, para seguir el juego, se pusieron. No bien terminó de distribuir los
anillos, cosa que Alejo hizo con rapidez de relámpago, las invitadas empezaron a inflarse, revistiéndose de
una finísima envoltura de colores brillantes. Ni una arruga en la tersa piel, ni una mancha. Una de las
invitadas alegremente se miró en el espejito de su polvera. —Qué gorda estoy. No me reconozco. —Es
natural. Somos hiperbóreas. —¿Qué quiere decir? —¿Que no somos de este mundo? —Somos de la zona
circumpolar septentrional. —Van a volar, van a volar —gritó Alberto, con júbilo. —¡Qué injusticia! dijo
Francis—. Ninguno de nosotros fue globo. Voy a comer un bombón y a ponerme un anillo. Francis comió
un bombón y en vez de volverse globo, se volvió helicóptero, lo que fue más divertido. Los globos
sonrieron sin advertir el peligro que los amenazaba: el de volar hasta el cielo. Uno que estaba fumando un
cigarrillo, lo escupió. Otro se tragó un carozo. Ya empezaban a desprenderse del suelo. Todos eran
lindísimos, con sus caras redondas. —Sáquense los anillos, los broches, las condecoraciones —gritó
Esmeralda—, los aprovecharemos nosotros. Las invitadas nunca habían hecho nada con tanta rapidez: se
quitaron los anillos, los adornos y se desinflaron. La fiesta resultó un éxito. Nunca se repetiría otra igual.
Pero Francis, la valiente, no quería quitarse el anillo, y llegó hasta el patio volando. Allí se le cayó el anillo,
por suerte. Esmeralda, que era tenaz, sacó de la caja el último bombón, el que había desdeñado Conrado,
y se lo dio a uno de los perros, que esperaba en la puerta y con el papel hizo una condecoración, que le
colgó del collar. Lo que sucedió fue maravilloso, pero terrible: el perro salió volando de la casa y hasta el
día de hoy hay personas que lo ven volar sobre las casas, en días muy claros. Tal vez volverá alguna vez.
Estará muy contento de ser, o más bien de llamarse como lo llaman. El primer perro hiperbóreo; pero a
Conrado se le cayeron las lágrimas, porque era el dueño del perro y lo quería mucho. ¡Yo nunca olvidaré
aquella caja de bombones!

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