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La Policía del Pasado

Poco a poco el pasado se va volviendo


inaceptable, a no ser que su crudeza, sus
convulsiones sombrías, sean sometidas a una
especie de pasteurización, a un proceso de
corrección y limpieza parecido al de las fotos de
Instagram. El pasado es confuso, difícil de
comprender, más alarmante todavía para las
personas que habitan el presente como
provincianos que no han salido nunca de su tierra,
ni tienen deseo de hacerlo, y viven convencidos
de que como en ella no se vive en ninguna parte,
aunque la información que posean sobre el mundo
exterior sea muy escasa, y en general reducida a
lugares comunes. Hay un orgullo, un narcisismo,
un nacionalismo del presente, y la frontera que lo
separa de toda la extensión y la riqueza del
pasado es cada vez más cercana, y más
hermética, fortalecida por la ignorancia y el
desdén.

En todas las ventanas de los trenes antiguos, que


eran abatibles —una de las muchas deficiencias
del pasado— había impresa una advertencia: “Es
peligroso asomarse al exterior”. Ahora se nos
avisa por todas partes de que es peligroso
asomarse al pasado. Por eso abundan tanto los
pasados seguros, de un exotismo confortable,
como esos parques temáticos que recrean el
Londres de Jack el Destripador o la Edad Media
de los caballeros y los torneos, o esas
exposiciones “inmersivas” en las que uno puede
pasearse por los campos de trigo deslumbrantes
de sol de Vincent van Gogh sin el menor peligro
de sufrir una insolación o perder el juicio. Mucho
más seguro que leer libros rigurosos de historia es
leer novelas históricas. La Historia tiende a
parecerse al “cuento contado por un idiota, lleno
de ruido y furia, carente de sentido” que según el
monólogo tenebroso de Macbeth es la vida
humana. Con dignas excepciones, las novelas
históricas de ahora, y las series lujosas inspiradas
por ellas, proyectan sobre el pasado los valores
más ortodoxos del presente, y lo pueblan de
mujeres guerreras empoderadas en el siglo XVII,
o en la Europa ocupada por los nazis, o de
diversidades étnicas imposibles, aunque
meritorias, de hombres blancos rapaces y
machistas y nativos o nativas de una integridad
admirable, respetuosos de las identidades no
binarias ni heteronormativas, cuidadosos del
medio ambiente. Son los pasados ideales y
pedagógicos de las películas de animación de
Disney. La misma compañía que en otras épocas
cultivó sin el menor escrúpulo y con inmensos
beneficios los terrores infantiles y los peores
estereotipos racistas ahora se ha afiliado a la
beatería multicultural.

El pasado es un museo cavernoso que cada vez


recibe menos visitas, una gran biblioteca donde se
acumulan millones de libros escritos en idiomas
que casi nadie se toma ya la molestia de estudiar
o transmitir. Borges habla en un cuento del
caudillo de un ejército invasor que hace quemar
entera una biblioteca, temiendo que en alguno de
aquellos libros pueda haber una palabra ofensiva
contra su dios. De manera más meticulosa, y
también más eficiente, ahora se ha constituido en
el mundo toda una organización policial dedicada
a la depuración del pasado, a la búsqueda y en
caso necesario eliminación de todo aquello que
pueda ser ofensivo, desagradable, dañino, o tan
solo molesto, para las hipersensibilidades del
presente.

Es una policía múltiple y secreta, omnipresente y


también invisible. En algunos casos, la tecnología
le concede unos poderes que no habrían podido
ni soñar los esbirros de la vieja escuela. Tengo
pruebas: la Policía del Pasado —creo que las
mayúsculas le dan la importancia que merece—
se infiltró hace algún tiempo en mi Kindle y
provocó modificaciones significativas en varias
novelas de James Bond que tenía guardadas en
él, y que había leído en parte por puro deleite, en
parte para documentarme, mientras escribía una
novela, sobre esa masculinidad caricaturesca de
tan extremada que retrató Ian Fleming, y que
probablemente ayudó a inventar: era la
masculinidad del cine de espías de los años
sesenta, y de los anuncios de tabaco, de coches y
alcoholes destilados, que se imprimían a toda
página y a todo color en los semanarios
internacionales de entonces, en los que las
mujeres aparecían como apéndices y adoradoras
de aquellos hombres triunfales, caballeros
andantes con trajes de Mad Men que lo mismo
disparaban una pistola automática igual que
encendían un mechero de platino.

Ian Fleming era uno de esos escritores brillantes y


algo banales que saben retratar reveladoramente
la superficie de su tiempo, igual que la retrata un
anuncio o una tendencia de la moda. Pero además
tiene el grado suficiente de calidad de estilo para
sugerir la ambivalencia y la ironía de la literatura.
Ironía y ambivalencia no son valores muy
apreciados por la Policía del Pasado. Sin avisarme
ni pedirme permiso, alguno de esos agentes se ha
ocupado de borrar en mi Kindle muchos de los
términos racistas o sexistas o colonialistas de las
novelas que yo leí hace años, no sé si para
proteger mi sensibilidad, ya muy estragada, o para
evitar que se me contagien los rasgos deplorables
del carácter de James Bond, mucho más
interesante en las novelas que en las películas
inspiradas por ellas. Pero resulta que en Bond no
hay nada que no sea deplorable, y que al mismo
tiempo no sea paródico, un recrearse en el
estereotipo que es también su burla. Corregir su
vocabulario es como borrar digitalmente los
cigarros y el humo que envuelven siempre a
Humphrey Bogart.

En toda policía política se mezclan la eficacia y la


incompetencia, lo temible y lo irrisorio. En estos
días la Policía del Pasado, usando una de sus
múltiples tapaderas, en este caso el British Board
of Film Classification, ha encontrado un delito
donde otro cuerpo policial dotado de menos
perspicacia o recursos solo habría visto jubilosa y
azucarada inocencia, nada menos que en Mary
Poppins, la institutriz voladora, la eternamente
virginal Julie Andrews. Ya no se puede confiar en
nada. En esa película de 1964, en apariencia tan
risueña, con sus colores simples de cuento
ilustrado, un personaje lunático, un almirante
retirado que dispara cada tarde un cañón a la
puerta de su casa, dice dos veces la palabra
“Hotentotes”, una de ellas dirigiéndose a los niños
que tienen las caras ennegrecidas de hollín. En la
prosa administrativa que es la lengua universal de
esta policía, la Oficina de Clasificación dice que la
película “incluye un término derogatorio
originalmente usado por europeos blancos hacia
pueblos nómadas del sur de África” y, por lo tanto,
tiene “el potencial de exponer a los niños a
lenguajes o comportamientos discriminatorios que
a ellos pueden parecerles perturbadores y que
pueden repetir sin darse cuenta de su carácter
ofensivo”. Hasta ahora, Mary Poppins la podía ver
cualquiera desde los cuatro años. Ahora la edad
adecuada se retrasa a los ocho, y se aconseja
“parental guidance”.

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