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Título original: Tools of Engagement
Editor original: Avon, an Imprint of HarperCollinsPublishers
Traducción: Ana Isabel Domínguez Palomo y María del Mar Rodríguez Barrena

1.a edición Noviembre 2023


Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la
autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas
en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la
distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.
Copyright © 2020 by Tessa Bailey
Translation rights arranged by Taryn Fagerness Agency and Sandra Bruna Agencia Literaria, SL
All Rights Reserved
© 2023 de la traducción by Ana Isabel Domínguez Palomo y María del Mar Rodríguez Barrena
© 2023 by Urano World Spain, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.titania.org
atencion@titania.org
ISBN: 978-84-19936-01-1
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
Para los que se analizan en exceso.
Agradecimientos

¡Ya está aquí! ¡La historia de Wes y Bethany! Siempre dejo mi pareja
preferida para el nal. Esta vez no ha sido una excepción, pero no
esperaba sentirme tan identi cada con Bethany. Mientras escribía este
libro y hablaba con las lectoras en el proceso, me di cuenta de que muchas
compartimos esa necesidad de Bethany de mantener las apariencias.
Aunque no lo tiene todo controlado ni mucho menos, quiere que los
demás crean que es así. No basta con ser una buena amiga, una buena
hija, la presidenta del club y una decoradora estupenda. Nada es
su ciente…, y creo que todas nos sentimos así algunos días. Podríamos
haber hecho más. Podríamos ser más. Podríamos parecernos, actuar e
irnos de vacaciones como las personas que vemos en internet. La verdad
es que ya lo hacemos bien, todas y cada una de nosotras. Estamos bien tal
y como somos. Somos el pegamento que mantiene unidas a nuestras
familias, somos las que comentamos para dar ánimos en una publicación
de Facebook que tal vez le alegre el día a alguien, somos las que cuya
imaginación hace que las palabras en papel cobren vida… y con eso basta.
Así que vamos a tomárnoslo con calma, ¿de acuerdo?
Gracias, como siempre, a mi familia; a mi editora, Nicole Fischer; a las
gurús del marketing Kayleigh Webb e Imani Gary; a los increíbles
diseñadores de portada que han trabajado en esta serie; y a los lectores
que siguen eligiendo mis historias.
Una mención especial a las enfermeras y auxiliares del colegio de mi
hija: Nora, Sarah y Joanna, que cuidan de mi pequeña que cursa tercero de
primaria y que tiene diabetes tipo 1 (y es una luchadora), para que yo
pueda centrarme en trabajar.
¡Disfruta del libro!
1

Wes Daniels abrió un ojo.


La luz de la farola que entraba por la ventana bastaba para que
vislumbrase la gura de su sobrina de cinco años, sentada a los pies de la
cama y con su sombrero de vaquero puesto. Si despertarse así no fuera
algo habitual, lo habría acojonado. La primera vez, estuvo a punto de
empezar a gritarle al fantasma del niño que fuera hacia la luz. Sin
embargo, su sobrina se despertaba temprano y habían establecido esa
rutina a lo largo del último mes.
Eso no quería decir que él tuviera que aceptarlo.
—Ni hablar. Es de noche. —Se tapó la cabeza con el edredón—. Tienes
que quedarte en la cama hasta que veas en el reloj un seis, dos puntos y
dos ceros, niña. Ya lo hemos hablado.
—Pero hoy no quiero ir al colegio.
—El colegio no empieza… —dijo antes de levantar la cabeza y mirar la
hora—. Dios. El colegio no empieza hasta las nueve de la mañana. Faltan
cuatro horas. Podrías meter partido y medio de béisbol profesional en ese
tiempo.
Ella se quedó callada un momento.
—No tengo amigos en el colegio.
—Pues claro que los tienes. —Como no replicaba, Wes suspiró, extendió
un brazo y encendió la lámpara de la mesita de noche, momento en el que
se encontró con una niña muy seria que lo miraba por debajo del ala de su
sombrero de eltro color tostado. «¿Se puede saber cómo he acabado
siendo responsable de una cría de cinco años?», se preguntaba varias
veces al día, pero lo absurdo de ese acuerdo lo golpeaba siempre con más
fuerza por la mañana. Carraspeó para que le saliera la voz—. ¿Qué me
dices de la niña con la mochila de Minnie? Parecíais uña y carne cuando te
llevé ayer.
—Su mejor amiga es Hallie.
—¿Eso quiere decir que no puede ser amiga tuya?
Laura se encogió de hombros y apretó los labios, un indicio claro de que
iba a cambiar de táctica.
—Me va a doler la barriga dentro de cuatro horas.
Momento de enfrentarse a la verdad. No iba a disfrutar de otra hora de
sueño. Joder, no recordaba la última vez que se había despertado siendo
de día. «Si mis amigos me vieran ahora…», pensó. En un pasado no muy
lejano, habría dormido la borrachera y se habría despertado justo a
tiempo para volver a los bares de San Antonio con el dinero que hubiera
conseguido en los rodeos. Incluso en ese momento —a un paso de cumplir
los veinticuatro—, estaba en plena época de correrías.
Sin embargo, todo cambió con una llamada de teléfono. Lo habían
arrancado de la vida de estas sin responsabilidades que llevaba en Texas
y lo habían dejado en un planeta desconocido, también llamado Port
Je erson, en Long Island. Para criar a una niña.
Menos mal que era algo temporal.
Y, joder, ¿había algo que no lo fuese?
Tragó saliva para deshacerse de lo que fuera que se le había atascado en
la garganta antes de sentarse en el borde del colchón y buscar la camiseta
que había tirado al suelo para ponérsela.
—Vamos, niña. A ver qué anuncios hay en la tele. A lo mejor tenemos
suerte y encontramos una demostración de cocina.
Laura sonrió.
—A lo mejor uno de Instant Pot.
Le agitó el pelo y la ayudó a bajarse de la cama.
—La esperanza es lo último que se pierde.
En cuanto dejó a Laura en el sofá con una manta, ella le pidió un zumo
de manzana. Mientras estaba en la cocina, se inclinó hacia delante y les
echó un vistazo a las diferentes hojas que tenía pegadas en la puerta del
frigorí co. Había cuatro calendarios, joder. ¡Cuatro! Haber pasado de una
vida sin calendario a tener que controlar cuatro era duro… y se quedaba
corto describiéndolo así.
El primero: el colegio. Todos los días era el día de algo. Llevar un poema
tonto que leerle a la clase. Ir de amarillo. Vestirse como un superhéroe. Por
el amor de Dios, ¿no había bastante con los deberes? Ni siquiera había
acabado de aprenderse qué signi caban las siglas del AMPA, pero en
cuanto lo descubriera, pensaba plantarse en una reunión y desvelar el
misterio de quién se inventaba todas esas tonterías. Quien fuera, seguro
que tenía colmillos y una risa diabólica.
Suspiró y apoyó la cabeza en el frigorí co un momento, tras lo cual se
concentró en el segundo calendario, alias la Poderosa Rotación
Alimentaria. Había un grupo de mujeres en el pueblo que se denominaba
la Liga de las Mujeres Extraordinarias que, cuando se enteraron de su
situación, se atribuyeron el deber de llevarles táperes etiquetados con
comida a Laura y a él. Al principio, le encantó decirles que no necesitaba
caridad, pero era lo bastante humilde como para admitir que habrían
estado cenando pizzas todas las noches de no ser por sus comidas.
Eso sin mencionar que la organizadora de la Liga de las Mujeres
Extraordinarias era Bethany Castle, y no estaba dispuesto a rechazar la
oportunidad de estar cerca de ella. No, señor. Solo un imbécil lo haría. Tal
vez se hubiera dado unos cuantos coscorrones cuando más de un toro lo
arrojó a la arena, pero no era imbécil. Reconocía un diez cuando lo veía.
Bethany era un quince.
Lo que lo llevó al tercer calendario: niñera. Estaba escrito con la letra de
Bethany, y pasó un dedo por esa caligrafía tan pulcra y femenina,
sonriendo al ver el sistema codi cado por colores que indicaba qué
miembro de la Liga de las Mujeres Extraordinarias cuidaría de Laura
hasta que él volviera a casa del trabajo. Ella nunca estaba en el calendario,
claro. Los niños no eran precisamente su área de conocimiento.
«Ya somos dos, preciosa».
¿Cuáles eran las áreas de conocimiento de Bethany?
Ponerlo cachondo y sacarlo de quicio. Y se le daban de vicio.
Menos mal que él también era un experto en desquiciarla. Lo que lo
llevaba a su cuarto y último calendario: el trabajo.
A partir del lunes por la mañana, tendría la oportunidad de pinchar a
Bethany durante una buena temporada. Cuando llegó a Port Je erson el
mes anterior, tenía su ciente experiencia en el mundo de la construcción
como para conseguir un trabajo con los dioses locales de las reformas,
Brick y Morty. Y daba la casualidad de que su siguiente reforma estaba
justo enfrente de la casa de Bethany. Sí, señor. A partir del lunes por la
mañana, sacaría a Bethany de quicio más que nunca.
Manos a la obra.
—¡Tío Wes! —gritó Laura para hacerse oír por encima de un anuncio de
mopas revolucionarias—. ¡Zumo de manzana!
—Por favor, niña. ¿De qué murió tu última criada? —dijo con sorna
mientras abría el frigorí co y sacaba el táper amarillo y dorado—. ¿Quieres
Cheerios? —preguntó por encima del hombro—. No esperes a que me
siente para pedírmelos. Dímelo ya.
—Mmm, sí.
Esbozó una sonrisilla mientras sacaba un cuenco y echaba un puñado
de cereales dentro. Tal vez distara mucho de ser una gura paterna ideal,
pero tenía calada a esa niña. Tendrían que decidir qué ropa se pondría
antes de las siete, porque si no, se dejaría llevar por el pánico y se
derrumbaría. Frunció el ceño mientras intentaba recordar si había metido
los pantalones vaqueros rosas preferidos de Laura en la lavadora.
—¡Zumo de manzana! —chilló su sobrina desde el salón.
—Ya voy —dijo mientras regresaba al sofá y le daba su taza antes de
ponerle el cuenco de cereales entre las rodillas—. No derrames nada. El
sofá no es mío.
Laura lo miró con nerviosismo, y él se puso de vuelta y media en
silencio. ¿Por qué había tenido que decir eso? La niña no necesitaba que le
recordasen que sus padres se habían largado y la habían dejado al cuidado
de un tío soltero que no tenía ni idea de nada. ¿Que él los estuviera
sustituyendo no era su ciente recordatorio? Después de que la relación de
su hermana se fuera al traste, lo llamó diciéndole que necesitaba un
respiro de sus responsabilidades, incluida la maternidad. Y aunque él no
tenía ninguna experiencia en el cuidado de menores, se había subido en
un avión en San Antonio con rumbo a Nueva York, para al nal darse
cuenta de que era una tarea complicada. Educar a un niño era muchísimo
más que darle comida y techo; también implicaba leer el pensamiento, ser
capaz de hacer varias cosas a la vez y tener paciencia…, todo con
poquísimas horas de sueño.
Menos mal que solo estaba allí para hacerse cargo hasta que su hermana
decidiera ejercer de madre de nuevo y volver a casa. «Hasta que organice
mi vida», le había dicho ella, pero había pasado un mes entero sin un
mensaje de texto siquiera. Sin embargo, Laura no necesitaba que él le
recordase que ese apaño era temporal.
Se sentó junto a la niña y la pegó a su costado. Esperó unos minutos,
pero se le cayó el alma a los pies cuando no la vio comerse ni una sola
cucharada de cereales. La metedura de pata con el comentario era otro
ejemplo perfecto de su incapacidad para hacer eso. Para estar ahí,
intentando cuidar a un niño. Le quitó un arito, consciente de que así la
animaría, y se lo metió en la boca.
—Oye —protestó ella.
—Cuando se come en el sofá, esto es lo que pasa. Si quieres la comida
para ti sola, te sientas a la mesa. Todo el mundo lo sabe.
—No.
Se encogió de hombros.
—Será mejor que te los comas rapidito, antes de que meta de nuevo la
mano.
Laura volvió el cuerpo para proteger el cuenco de cereales secos y se
metió un puñado en la boca. Eso estaba mejor. Todavía seguía masticando
cuando enderezó la espalda y señaló la televisión.
—¡Aaah! Instant Pot.
Wes se repantingó en el sofá.
—Esto ya es otra cosa, niña. —Esperó a que estuviera distraída con el
anuncio para poner en práctica su vudú mental—. A ver, no soy experto en
eso de hacer amigos. Pero si estuviera en clase, pegando macarrones en un
cartón y demás, haciendo mis cosas… y una de mis compañeras imitara a
la perfección a Scooby-Doo, la querría en mi mesa de manualidades.
Asegurado.
Ella se quedó sin aliento.
—Yo imito a Scooby-Doo muy bien.
—Ah, vaya. —Chasqueó los dedos—. Es verdad. ¿Cómo es?
—Scooby-Dooby-Dooooo —chilló, poniéndose un poco bizca—. ¿Eso?
Si pensaba que un ojeador de talentos debería llamar a su puerta,
¿estaría siendo objetivo?
—Una imitación increíble, Laura. Es como si estuviera con Scooby ahora
mismo.
Ella sonrió de oreja a oreja.
—Ahora tú.
Lo hizo fatal a posta.
—No puedo competir. Tú eres la maestra.
—Gracias. —Su sobrina se salió de debajo de su brazo y le apoyó la
cabeza en el pecho—. Pero ya no pegamos macarrones en cartones en el
colegio. Ahora tenemos iPads.
En vez de replicar al comentario de que estaba desfasado, Wes le miró la
coronilla, paralizado. Eso era una novedad. Nunca se había acurrucado
contra él.
Sin saber muy bien qué hacer, relajó los brazos que la rodeaban, se
acomodó con ella en el sofá y se concentró de nuevo en la tele. Si acaso
llegó a experimentar un extraño vuelco en el pecho, pasó de él.
Seguramente fuera cansancio o algo así.

Bethany atravesó el salón de su casa con el cepillo de dientes en la boca.


Mientras se lavaba con una mano los blanquísimos dientes, pasó la otra
por los cojines de intensos colores que decoraban su sofá, admirándolos.
Clavó los dedos de los pies en la gruesa alfombra blanca y suspiró feliz
mientras se cepillaba las muelas con fuertes movimientos circulares.
La reunión de la Liga de las Mujeres Extraordinarias de esa noche
empezaría dentro de una hora. La Pizarra del Optimismo estaba colocada
en un ángulo perfecto en el salón y las persianas venecianas estaban
abiertas en la posición óptima para que entrara la luz justa de esa tarde de
sábado otoñal. Había copas en la encimera de la cocina, que luego
llenarían con el burbujeante champán. Al volver de la peluquería,
encendió una vela con olor a manzana de caramelo, y el interior de su casa
recordaba a la feria de la cosecha de un pueblecito.
—Dios, qué buena soy —dijo, aunque las palabras le salieron mal por el
cepillo de dientes. Un hilo de espuma le resbaló por la barbilla, y se lo
limpió con una mano—. Puaj, Beth.
Subió la escalera corriendo hasta el cuarto de baño de su dormitorio,
donde la luz de sus velas de vainilla preferidas se re ejaba en los azulejos
blancos, escupió en el lavabo y se enjuagó la boca. Después se miró el
per l bueno en el espejo y sonrió mientras se atusaba con cuidado el pelo
rubio.
—Bienvenidas. ¿Qué olor? Ah, ¿la vela? La compré en un mercadillo
callejero en los Hamptons mientras buscaba obras de arte con las que
decorar nuestra última reforma. —Se inclinó hacia el espejo y se pasó la
lengua por los dientes superiores—. ¿Glamurosa? ¿Yo? No. Tú que me
miras con buenos ojos.
Se apartó de la encimera de mármol, se dio media vuelta y salió al
dormitorio. Tenía dos conjuntos sobre la cama. Un jersey de cachemira de
color crema que le dejaba un hombro al aire, combinado con unos leggins
de cuero negro, y un vestido rojo de cuello alto. Dado que la opción de
calzado con el vestido eran unas botas y no iba a salir de casa, se decantó
por la primera opción y se puso unas bailarinas doradas para completar el
conjunto.
—Estás pasable —susurró mientras se miraba en el espejo con ojo crítico
—. Pero ya te lo has puesto antes.
Se rascó el cuello de camino al vestidor. El pulso empezó a latirle con
fuerza bajo los dedos y se obligó a dejar de rascarse antes de que le
salieran marcas. Ya no tenía tiempo para cambiarse de ropa. Georgie y
Rosie llegarían en cualquier momento a n de ayudarla a organizarlo todo
para la reunión…
La puerta principal se abrió y se cerró en la planta baja, y las voces de su
hermana menor y de su mejor amiga otaron hasta ella.
Tomó una honda bocanada de aire para calmarse.
—¡Bajo enseguida! —gritó con voz alegre al tiempo que descolgaba
perchas y hacía una lista mental de todos los conjuntos que se había
puesto desde la creación del grupo de apoyo femenino. Si las demás
participantes supieran que estaba tan agobiada por la ropa, se reirían de
ella. Le dirían que estaba siendo tonta. Pero si algunas habían ido a las
reuniones siempre con la misma ropa aunque haciendo pequeños
cambios, ¿no?
Claro que no eran Bethany Castle.
No. Ellas eran muchísimo más auténticas.
Al darse cuenta de que estaba rascándose el cuello otra vez, se obligó a
parar. Encontró un vestido suelto de seda color esmeralda en un extremo
de la barra, con las etiquetas todavía puestas en una manga. Se las quitó y
se puso la prenda para después echar a andar a toda prisa hacia la
escalera. Antes de bajar, se colocó el pelo detrás de una oreja y se abanicó
la irritada piel del cuello. Después, mientras deslizaba los dedos por el
pasamanos, saludó a Georgie y a Rosie con una sonrisa.
—Parece que necesitáis un cóctel.
Georgie se echó a reír, ya sentada en un taburete de la cocina.
—Estoy en ello —dijo su hermana al tiempo que descorchaba una
botella de champán que ella había colocado en un cubo plateado con hielo
junto a las copas.
—Y yo estoy con la comida —añadió Rosie, que metió en el horno una
bandeja con algo que tenía una pinta estupenda—. Beth, tenemos que
hablar en serio con Georgie.
—Que estoy aquí —protestó la aludida—. No podéis pasarme por alto.
—A ver si lo adivino. —Bethany aceptó una copa de champán y bebió un
sorbo—. Es por la esta de la despedida de soltera.
Rosie asintió con la cabeza.
—Se niega a hacer planes. No hay manera.
Georgie levantó las manos, derramando champán en la isla de la cocina.
—No quiero celebrar ninguna despedida. La boda es la esta. No
necesito una esta pre esta.
Bethany hizo un puchero.
—Las pre estas tienen una función. Evitan que bebas demasiado y que
bailes como un pato mareado el chachachá el día de tu boda. Ya te habrás
quitado la espinita. —Secó las gotas de champán con un paño de cocina
doblado—. Además, ya la tengo planeada. Tengo una carpeta con etiquetas
de colores y todo.
Rosie resopló contra una muñeca.
—Lo sabía.
—¿Cómo? —balbuceó Georgie antes de quedarse callada un momento—.
Los detalles, por favor. —Se removió en el taburete—. Ya sabes…, para que
pueda negarme. Rotundamente.
Bethany disimuló la sonrisa bebiendo un sorbo de champán.
—No te negarás.
Tenía motivos para sentirse tan segura. Como interiorista profesional
para la empresa familiar, Rick y Morty, su propósito en el mundo era
planear, ejecutar los planes y embellecer. Cuando se le presentaba un
lienzo en blanco, tenía en cuenta la luz, las sombras, el espacio, el sentido
práctico y el factor sorpresa…, y convertía un cascarón vacío en un hogar.
No daba puntada sin hilo ni había un libro fuera de lugar. La perfección.
Había algo en su interior que siempre ansiaba coronar esa cima. Conseguir
la reacción de asombro que recibía al nal de su trabajo. Ese subidón de
éxito.
En algún momento, esa búsqueda de la perfección se había ltrado a
todos los aspectos de su vida, y cada vez iba a más, pero eso era algo
positivo. ¿Verdad?
Cuando se dio cuenta de que apretaba el tallo de la copa con demasiada
fuerza, la soltó con una oritura y sonrió.
—Empezaremos con un desayuno tardío en el Four Seasons, seguido de
una tarde de mimos (te casarás sin un solo pelo y reluciente, de nada) y
acabaremos con una noche de orgía inofensiva. ¿Cómo no te va a
encantar?
—Para. Ay, Dios. —Georgie tosió y se le llenaron los ojos de lágrimas—.
Champán. Me quema la nariz. Duele mucho.
—Qué mala eres, cuéntale el plan de verdad —la reprendió Rosie, que
estaba conteniendo una sonrisa.
Bethany puso los ojos en blanco.
—Muy bien. Vamos a acabar la noche combinando la despedida de
soltero con la de soltera en una cena en Buena Onda. Papá y mamá
también estarán allí. Sabía que eso era lo que querrías. Travis y Georgie
para siempre. Blablablá. Me pones mala.
Georgie se levantó de un salto y la abrazó por la cintura.
—Me encanta. A eso no me niego. —Chilló e intentó aplastarle las
costillas a su hermana—. Gracias. Es perfecto.
Bethany la besó en una mejilla y agitó una mano.
—De nada.
Sonó el timbre. Bethany recuperó la copa de champán, sujetándola con
gesto despreocupado, y esbozó una sonrisa deslumbrante de buena
an triona de camino a la puerta. Los detalles eran importantes. Todos los
detalles eran importantes. De manera que abrió la puerta con un gesto
hábil de muñeca, apoyó la mano en el marco de la puerta, se echó el pelo
hacia atrás antes de beber un teatral sorbo de champán, y las mujeres que
había en el porche vieron lo que ella quería que viesen: una mujer que lo
tenía todo controlado.
Una mujer que hacía que todo pareciera muy fácil.
Diez minutos más tarde, más de veinte mujeres estaban acomodadas en
su salón; unas sentadas en el sofá, otras sentadas con las piernas cruzadas
en el suelo y algunas de pie. Bethany ocupó su lugar delante de la pizarra
y levantó el marcador, haciéndolo girar entre los dedos mientras miraba a
las presentes con expresión astuta.
—¿Empezamos con nuestra canción?
Se oyeron vítores en el ambiente ya festivo. Su canción no podía ser más
ridícula, la habían ideado después de beber más de la cuenta y se cantaba
con la melodía de «Jingle Bells», pero era suya. Ese club era suyo. Costaba
creer que todo surgió con las tres que habían tenido la desgracia de llegar
antes de tiempo a una clase de zumba y habían llegado a… eso.
Aquel día estaba hasta el moño de la población masculina, ya que un
director de teatro le había puesto los cuernos. Se había dado cuenta de que
sus amigas estaban en una situación similar y decidió apuntalar su
camino hacia una vida sin hombres con un club en el que las mujeres se
apoyaran entre sí. A esas alturas, eran un montón de mujeres de bandera
que se reunían todas las semanas para hablar de sus objetivos y para
apoyarse las unas a las otras en dicho camino. Había visto que las tímidas
se volvían valientes en esa misma estancia, había sido testigo de los éxitos
profesionales de su hermana y de su mejor amiga, que habían hecho sus
sueños realidad.
Todas las semanas se plantaba delante de la pizarra y anotaba los logros
de cada una para que pudieran verlos negro sobre blanco. O en dorado
metalizado, que era lo que usaba.
Si seguía asombrándolas con las pruebas de sus propias hazañas, a lo
mejor seguían pasando por alto el detalle de que sus propios éxitos nunca
aparecían escritos en la pizarra. Ah, sí, había hablado muchísimo sobre la
idea de trabajar por su cuenta en el mismo sector que su familia.
«Quiero derribar algo con una maza».
En aquel momento, lo dijo en serio. Y seguía diciéndolo en serio. Sin
embargo, todavía no había derribado nada.
Juntó los talones y sujetó el marcador como si fuera un micro.
—Empiezo yo. —Carraspeó con gesto exagerado, arrancando unas
cuantas carcajadas—. Ovarios, ovarios, no nos faltan…
Todas continuaron por donde ella lo había dejado.
—Si un desafío parece muy grande, ¡hazlo por partes!
—¡Olé! —terminó Georgie.
Con las últimas palabras todavía resonando en el aire, Bethany le dio
unos golpecitos a la pizarra con las uñas.
—¿Quién quiere empezar? —Miró con los ojos entrecerrados a Cheryl,
que quería cambiar de trabajo, pero de momento sin suerte—. ¿Cómo te
fue la entrevista de esta semana?
—Bien. —Cheryl apretó los labios—. En realidad, muy bien. La otra
empresa me hizo una oferta y la usé para sacarle un aumento de sueldo a
mi jefe actual. Así que… he reservado un viaje a Barbados. —Se llevó las
manos a la cara—. ¿A que es una locura? Llevo cuatro años sin vacaciones.
—¡No es una locura! —exclamó Georgie, de vuelta de la cocina con una
botella de champán helado en las manos—. Te has ganado el derecho a
estar tumbada en la playa bebiendo ron de un coco. O del ombligo de un
instructor de buceo. ¡Tú eliges! ¡Tres hurras por Cheryl!
Los aplausos y los silbidos resonaron en el salón.
Bethany escribió «aumento/Barbados/beber del ombligo» en la pizarra
y se volvió hacia las presentes.
—¿Quién qui…?
—¿Y tú qué, Bethany? —preguntó Cheryl, que seguía ruborizada por los
aplausos—. Estabas emocionada por la idea de reformar una casa tú sola,
sin que tu familia te estuviera atosigando. Pediste los permisos de obra
hace meses, ¿no? ¿Te los han concedido ya?
Mantuvo la sonrisa, pero tuvo la sensación de que un tornillo se le
soltaba del ombligo y caía al suelo. En su cabeza, veía el grueso sobre que
había guardado en una maleta que a su vez metió en el fondo del vestidor.
Llevaba allí semanas, burlándose de ella.
«¿En qué estabas pensando al creer que podías hacerlo tú sola?».
Desde que se graduó en la universidad, ella era la encargada del
interiorismo de las casas reformadas de Brick y Morty, pero una parte de sí
misma se empezaba a impacientar con las muestras de pintura, los
paneles de revestimiento y las plantas, porque no tenía ni voz ni voto en la
distribución.
Estaba segurísima de que quería que eso cambiara.
—No, todavía no sé nada de los permisos —susurró, y clavó el pulgar en
el marcador al oír que su voz no era del todo normal—. Pero tendré
noticias pronto, ya verás. No me gustaría tener que recurrir a pedir favores,
pero a grandes males… —Una gota de sudor le recorrió la columna—.
¿Alguien más quie…?
—Es un poco raro, ¿no? Stephen no tarda mucho en recibir los permisos
—siguió Cheryl, re riéndose al hermano mayor de Bethany, también
conocido como el gerente de Brick y Morty, que quería que todo (incluida
Bethany) estuviera en su lugar. La mujer señaló por la ventana del salón—.
La casa que hay al otro lado de la calle se puso en venta el mes pasado. ¡Me
he enterado de que empiezan con la reforma el lunes! Seguro que está
sobornando a alguien en el departamento de urbanismo.
Bethany empezó a oír un zumbido en la cabeza.
—Perdona, ¿has dicho que Brick y Morty van a empezar una reforma
enfrente de mi casa este lunes?
—Puede que mamá me lo comentará durante la prueba nal de mi
vestido de novia —dijo Georgie con una mueca, desde donde estaba
apoyada en la pared—. Lo siento, Beth. Creía que Stephen te lo habría
dicho.
—Pues no, pero no pasa nada. A ver… —dijo y soltó una carcajada
despreocupada al tiempo que se colocaba un mechón de pelo detrás de la
oreja—, con una cuadrilla de obreros al otro lado de la calle, supongo que
tendré que ponerme pantalones para vaciar el buzón cuando me lleguen
cartas. Irritante, pero lo superaré.
Las carcajadas resonaron en el salón, y Bethany aprovechó para desviar
la atención de ella. Sin embargo, dirigir lo que quedaba de reunión no fue
fácil, porque su mente no dejaba de darle vueltas a dos hechos
alarmantes.
Uno: ya no podía retrasarlo más. O empezaba su propia reforma, o
renunciaba a la idea…, y eso último no era posible si quería conservar el
orgullo.
Dos: Wes Daniels, el hombre que la sacaba de quicio con su acento de
Texas y esos ojos que la observaban con demasiada atención, estaría
trabajando al otro lado de la calle durante una buena temporada. Lo veía
en las obras durante las fases nales, cuando iba a medir para saber qué
muebles elegir o para darles instrucciones a los pintores. Pero estando
enfrente de su casa, sería imposible esquivarlo.
El vuelco que sintió en el estómago le dijo que la Tercera Guerra
Mundial se avecinaba.
Pues que así fuera.
2

Bethany miró jamente los documentos esparcidos en la cama.


Cada vez que empezaba a ordenar los permisos de obra, los dejaba caer
y se ponía a andar de un lado para otro.
Era un «ahora o nunca», un «habla ahora o calla para siempre», un
«lánzate o retírate».
Si esperaba mucho más para empezar en su andadura en solitario para
reformar casas, la gente empezaría a sospechar. Tal vez no la tildarían de
cobarde, pero empezarían a hacerle preguntas. Ya hacía dos meses que le
anunció a su familia que trabajaría sola, ya que Stephen se negaba a
dejarla dirigir una reforma.
Todos se quedaron de piedra. Y mentiría si dijera que eso no había
hecho tambalear su ya de por sí temblorosa con anza.
En cierto modo comprendía su deseo de dejar las cosas como estaban. Al
n y al cabo, lo mantenía todo, desde sus pensamientos a sus sujetadores
deportivos, en compartimentos muy ordenaditos. Era un rasgo familiar, y
ella había heredado la vena controladora más grande de todas.
Así que ¿por qué era tan importante para ella reformar una casa en
solitario?
¿Por qué lo había convertido en un problema tan enorme?
¿Por qué no ceñirse al interiorismo, algo en lo que era una experta?
Se sentó en el suelo y adoptó una postura de meditación. Apoyó el dorso
de las manos en las rodillas e inspiró hondo en un desesperado intento
por soltar, junto con el aire, el estrés de lo que tenía que hacer por la
mañana.
Visualizar.
«Imagínate cruzando la calle hasta el cartel de Brick y Morty que está
clavado en el jardín delantero de la casa donde ya han empezado la
demolición».
«Imagínate que sucede y, después, hazlo».
La sonrisa torcida de Wes Daniels apareció en su mente, y cayó de
espaldas a la gruesa alfombra blanca con un gemido. Ese hombre parecía
creer que su deber era pincharla hasta que su actitud indiferente,
tranquila y relajada se iba al traste. Su presencia empeoraría una mañana
ya de por sí aterradora.
—¿Por qué? —Se rascó ese punto en el cuello—. ¿Por qué me estoy
haciendo esto?
Conocía la respuesta, pero su momento de arrojo había acabado
enterrado por el paso del tiempo. De modo que había olvidado las
mariposas en el estómago, la aterradora emoción de decidir ponerse a
prueba. Sí, era una interiorista magní ca. Sí, seguía disfrutando de eso,
pero… ¿por qué debía ceñirse a una sola actividad para siempre?
En vez de levantarse del suelo, se puso de rodillas y gateó hasta la
ventana de su dormitorio para echar un vistazo hacia la casa del otro lado
de la calle. En el breve tiempo que había pasado desde que llegó la
cuadrilla, ya había herramientas desperdigadas por el jardín, una
borriqueta en el camino de entrada y ruido. Muchísimo ruido.
Una obra no era limpia.
Había sido una idiota al imaginarse con una coleta perfecta y unos
vaqueros de cintura alta entrando en una casa para reformar y derribando
muros con estilazo. La vida real no era un programa de HGTV. No había
una toma de treinta segundos del presentador enterrando un martillo en
una pared, tras la cual el director gritaba «¡Corten!» y los trabajadores de
verdad entraban en acción. Cuando dirigiera su propia reforma, ella
tomaría todas las decisiones, haría todo el trabajo.
Y el resultado podría no ser perfecto.
Podría ser espantoso.
Se apartó de la ventana y se apoyó en la pared, llevándose los dedos al
centro de la frente y respirando hondo, dentro y fuera. Dentro y fuera. Tal
vez hubiera llegado el momento de hablar con un terapeuta. Que una
persona fuera consciente de sus peores defectos no implicaba que los
pudiera corregir sola.
Ella era el vivo ejemplo.
Con trece años, compró unos incomodísimos zapatos de estilo Mary
Jane con cuña. Su madre le advirtió que no fuera al instituto con ellos
antes de ponérselos para ablandarlos. ¿Le había hecho caso? No. Sin
embargo, volvió a casa con una sonrisa en la cara, subió la escalera
bailoteando y se encerró en su dormitorio…, donde se tiró al suelo,
jadeando por el dolor, y se quitó los zapatos para dejar al descubierto dos
ampollas ensangrentadas. Después, se puso unos apósitos y volvió a
ponerse los zapatos al día siguiente para ir al instituto.
Era muy terca. Y lo que más la obcecaba, siempre, sin excepciones, era
que todo estuviese perfecto.
Si la reforma no acababa siendo increíble, no podría ponerle un apósito.
Tendría que enfrentarse a la inevitable decepción de todos. Tendría que
ver las caras que ponían al descubrir que no era perfecta.
Necesitó unas cuantas respiraciones profundas más para ponerse de pie.
Se quedó en el centro de su dormitorio un momento, mientras la
decoración blanca y los elegantes marcos de fotos de Ti any conseguían
que se sintiera un poco más al mando de todo.
En n…
Si quería hacer una declaración de intenciones esa mañana, mejor tener
un buen aspecto. Con una determinación que no sentía del todo, se cuadró
de hombros y entró con paso rme en el vestidor, mientras la bata de seda
se arremolinaba a su alrededor.

Wes dejó el botellín de agua a medio camino de sus labios y levantó las
cejas al ver que Bethany cruzaba la calle. Con semejante paso, esa mujer
era obvio que tenía una misión en mente. Tuvo que detenerse un
momento para admirar la presencia de esa diosa de carne y hueso, que en
cuestión de segundos seguro que iba a desatar un in erno sobre alguien.
«Seguramente sobre mí».
Para él, el enfrentamiento constante entre ellos eran los preliminares.
Así tal cual. Pero cuanto más tiempo pasaba, más empezaba a creer que
Bethany jugaba a otra cosa… que no implicaba un revolcón con él entre las
sábanas. Algo con lo que bien sabía Dios que llevaba fantaseando día y
noche desde el principio.
Según la información que había podido sonsacarle a Travis, que se
enorgullecía de estar al tanto de los cotilleos gracias a su novia, Bethany
no era de las mujeres que tenían aventuras. Hasta hacía poco, le
interesaban las relaciones formales, pero con la creación de la Liga de las
Mujeres Extraordinarias, se había tomado un descanso de los hombres.
Así que aunque él estuviera en Port Je erson para una larga temporada,
había pocas opciones de que sucediera algo.
Sus pocas opciones también podrían deberse al pique adictivo que
tenían, pero era más fácil decidirse a parar que hacerlo en realidad. A esas
alturas, no podía plantarse en su puerta con una docena de rosas de tallo
largo y decirle que era la mujer más increíble que había conocido.
Ella le daría una patada en los huevos.
Estaban a mediados de octubre, pero nadie lo diría por la ropa que
llevaba Bethany. Un top blanco sin tirantes, metido por la cinturilla de una
vaporosa falda con un estampado oral muy femenino. Su pelo, ondulado
y suelto, se agitaba por el viento y resaltaba ese bonito cuello.
—Joder —masculló al tiempo que meneaba la cabeza. Tenía al hermano
de Bethany a menos de dos metros, pero eso no le impedía apreciar el
meneo de sus tetas ni el contoneo de sus caderas, resaltado por la delgada
tela de la falda.
No había nada, absolutamente nada, más bonito que lo estaba viendo
en ese momento. Empezaron a sudarle las manos dentro de los guantes de
trabajo y sintió que la lujuria crecía en sus entrañas hasta convertirse en
una bola. Esa mañana, fue él quien se despertó temprano, no Laura, por la
expectación de ver a Bethany. De estar en su ambiente. A lo mejor de
hablar con ella, de pincharla haciendo una broma sobre su diferencia de
edad, de ponerla colorada o de hacer que relampaguearan esos ojos azules.
Eso lo excitaba más que el peligro de un sábado a la noche de rodeo con
todas las entradas vendidas.
Bethany Castle. La aventura de riesgo por excelencia.
Y verla tan decidida a sacudir su ordenado lugar de trabajo no debería
excitarlo, pero, joder, sí que lo hacía. «Vamos, cariño. No te cortes».
Cuando Bethany llegó a la puerta, él apoyó una cadera en la pared y
puso su expresión más aburrida, aunque, en realidad, tenía los sentidos
en alerta, como un depredador ante su presa.
Bethany entró como si nada por la abertura donde antes estaba la
puerta principal y, de repente, cesó la cacofonía de voces masculinas y
golpes. Su olor, una cara mezcla de té y ores, le llegó a través de la nube
de serrín, provocándole una repentina tensión en el abdomen. Se dio
cuenta de que llevaba un sobre en la mano derecha y captó el levísimo
temblor de sus dedos antes de que cruzara los brazos por delante del
pecho.
—Hola, Beth —la saludó Stephen desde el fondo de la casa, aunque se
acercó a ellos mientras se secaba la sudorosa frente con una muñeca y
añadía—: ¿Necesitas algo? Es un poco pronto para tomar medidas, ¿no?
Acabamos de destripar este sitio. —El hermano mayor de Bethany señaló
los destrozos que le rodeaban las botas de seguridad—. Todavía falta para
que necesitemos sofás.
Wes la oyó tomar una honda bocanada de aire. ¿Se le… había
entrecortado?
Entrecerró los ojos.
Había cierta tensión entre Bethany y Stephen desde que él llegó a Port
Je erson. Sin que se le notase el interés, había conseguido sonsacarle
información a Travis y sabía que Bethany quería alejarse del negocio
familiar y volar en solitario, lo que había provocado un distanciamiento
entre los hermanos. Sin embargo, eso no interfería con sus respectivos
trabajos y como de vez en cuando hasta bromeaban, decidió que en
realidad la cosa no había pasado a mayores.
Dicho lo cual, no tuvo ninguna duda de lo que asomó a los ojos de
Bethany cuando Stephen redujo su trabajo a unos sofás.
Jamás admitiría que prestaba tanta atención, pero había visto una de las
casas reformadas que Brick y Morty había puesto a la venta. Tal vez los
hombres fueran responsables del trabajo pesado, pero fue la decoración de
Bethany lo que garantizó la dichosa venta. Su magia era tal que lograba
convertir cuatro paredes vacías en… un estilo de vida. Dios, qué pedante
sonaba eso, pero era cierto. Lograba crear la versión mejorada de la vida
que los compradores tenían y conseguía que se vieran en ella, como si los
desa ara. Hasta él se vio tentado de mejorar su decoración, así que fue con
Laura a un Target y volvió a casa con una alfombra, dos lámparas nuevas y
una vela con olor a tarta de calabaza.
Eso sí, si le preguntaban, lo negaría aunque cometiera perjurio.
En resumen, que no le gustaba que el hermano de Bethany lo hubiera
rebajado todo a unos sofás. Eran los sofás, el color de la pintura, las
estanterías, la capacidad de almacenamiento, la personalidad. Se mordió
con fuerza el labio inferior para no hablar. Los entresijos de la familia
Castle no eran de su incumbencia. Él era un extra en una película que
continuaría mucho después de que regresara a Texas.
Mientras intentaba hacer caso omiso de la inquietud que sentía en el
pecho, se concentró en Bethany. Ese día estaba rara, y eso lo invitaba a
mostrarse imprudente. La habitual compostura de Bethany seguía
presente, pero a ratos. Aparecía y desaparecía, como si solo pudiera
aferrarse a ella unos segundos antes de que desapareciera.
Solucionado. En ese momento, la vio aferrarse a la con anza, cuando se
cuadró de hombros y fulminó a Stephen con la mirada.
—No voy a necesitar medidas de esta reforma. —Sacó el sobre de debajo
del brazo, donde lo había metido, antes de guardárselo de nuevo a toda
prisa—. Tengo los permisos de obra para el proyecto al otro lado del
pueblo, así que… ya está. Empezaré a trabajar en él la semana que viene.
Stephen levantó una ceja.
—¿Y no puedes hacer las dos cosas?
—No.
—Joder, ¿y por qué no?
—Porque quiero concentrarme por entero en este proyecto. —Encogió un
hombro—. Y si crees que solo es cosa de elegir unos sofás, pídele a Kristin
que lo haga.
El mayor de los Castle se puso un poco blanco. No era de sorprender. Su
mujer estaba un poco chi ada, y hasta ella lo sabía. Si ponían a Kristin a
cargo del interiorismo, seguramente haría un trabajo espantoso a
propósito, para que Stephen tuviera que herir sus sentimientos y ella
disfrutara de la oportunidad de exprimir su sentimiento de culpa
después.
Los hombres, las mujeres y sus jueguecitos. Joder, detestaba esas
ridiculeces y, sin embargo, allí estaba con Bethany. Revoloteando el uno
alrededor del otro con insultos, proclamando a los cuatro vientos que eran
incompatibles cuando era todo lo contrario, bien lo sabía Dios.
A él no podían hablarle de lo que era ser incompatibles. Joder, había
crecido en casas de acogida. Seguramente podría escribir un libro sobre los
métodos de las personas para hacerse infelices unas a las otras. En el
epílogo, les diría a todos que jamás sería una de esas personas.
No, señor, no pensaba ponerse esos grilletes en la vida.
Sin embargo, Stephen parecía disfrutar de los dichosos grilletes y de los
jueguecitos de su mujer. Una anomalía muy desconcertante, desde luego.
—Bethany… —Stephen suspiró—, sé razonable.
Ella puso los ojos en blanco.
—Lo sabes desde principios de otoño. Siento que no me tomaras lo
bastante en serio como para hacer planes en consecuencia.
Stephen soltó el aire por la nariz, y su silencio tras la pulla de Bethany
puso nerviosa a la cuadrilla.
—Te habría tomado en serio, pero te concedieron los permisos hace
semanas.
Bethany dio un respingo y dejó caer el sobre, desperdigando por el suelo
los documentos que contenía. Se agachó para recuperarlos a toda prisa, de
nuevo con dedos temblorosos.
—Vete a la mierda, Stephen —masculló—. No deberías haberles
preguntado por mí a tus colegas de urbanismo.
Wes se percató de que Stephen parecía arrepentirse de lo que había
dicho, pero le preocupaba más Bethany. ¿Qué quería decir Stephen con eso
de que le habían concedido los permisos hacía semanas? ¿Por qué iba a
esperar ella tanto para empezar la reforma? ¿O para decir algo?
Cuando la vio enderezar la espalda con la cara colorada, él apretó los
dientes.
No sabía qué estaba pasando, pero no le hacía gracia. Sí, le gustaba
meterse con ella de vez en cuando, pero Bethany siempre contestaba. No
se alteraba de esa manera.
—Venga ya, Beth. —Stephen suspiró de nuevo—. ¿Dónde vas a conseguir
trabajadores para la semana que viene? Déjame terminar aquí y cambiar
las fechas de la siguiente reforma para echarte una mano.
Ella soltó una carcajada corta.
—Con echarme una mano te re eres a dirigir tú el cotarro.
Stephen no se molestó en negarlo.
—Ya mismo estaremos en invierno. No vas a encontrar a nadie bueno
que busque un trabajo tan corto. Hazme caso. Todos los que merecen la
pena ya están aquí. —Señaló a su hermana—. Tú incluida.
—No me vengas con esas, imbécil —replicó ella—. Ni se te ocurra
retroceder ahora. Estabas bordando lo de ponerte paternalista.
Wes respiró un poquito mejor al oírla responder con un tono más
normal, pero su optimismo cayó en picado cuando la vio apretar el sobre
con fuerza. Bethany le dirigió una miradita y el rubor de sus mejillas
aumentó.
Mierda.
¿Sería posible que hubiera retrasado la reforma porque estaba nerviosa?
Eso no cuadraba, no con lo que sabía de ella y de su carácter de
rompepelotas. Pero los ojos le decían algo muy distinto. En ese preciso
momento, ella estaba expuesta y vulnerable a la cuadrilla, y su garganta
parecía incapaz de hacer otra cosa que no fuera tragar saliva. Muy
parecido a lo que le pasaba a la suya.
Mierda.
—Me voy con ella —dijo Wes mientras se quitaba los guantes.
Alguien dejó caer una maza en la parte trasera de la casa.
—Un momento. ¿Qué? —balbuceó Stephen—. ¿Ahora?
—Ajá. —Por n miró a los ojos a una estupefacta Bethany—. Será mejor
que tracemos un plan juntos y empecemos a comprar material.
Ella parecía incapaz de replicar.
—Yo… Yo…
—¿Tú, qué?
—A ver, esto es muy Renée Zellweger en Jerry Maguire por tu parte,
pero…
Sabía muy bien a qué escena de Jerry Maguire se estaba re riendo:
cuando Tom Cruise deja su elegante agencia de representación deportiva y
Renée es la única que se va con él, aunque se ve reducido a robar el pez de
la o cina; pero Bethany debía tener claro que aceptar su ayuda no
cambiaría nada entre ellos. De lo contrario, podría rechazar su ayuda, y
sintió una punzada muy rara en la garganta al imaginársela sola,
intentando colocar un panel de yeso sin romperse una uña.
—¿Jerry Maguire? No me suena de nada. ¿Es una de esas pelis en blanco
y negro de tu generación o algo así?
La chispa regresó a los ojos de Bethany, y el corazón le dio un vuelco por
el alivio.
—Perdona, debería haber mencionado algo de Fast & Furious 9.
Él contuvo una sonrisa.
—¿Ya estás lista?
En ese momento, ella pareció recordar que todos los miraban y empezó
a morderse el sensual labio inferior.
—Estoy pensando.
—Bethany, ¿de verdad te presentas aquí para robarme uno de mis
mejores hombres…? —terció Stephen.
—Gracias, colega —lo interrumpió Wes, que saludó con un sombrero
invisible.
—¿Qué crees que va a decir papá de esto? —siguió Stephen.
—¿En serio? —preguntó ella—. ¿«Voy a decírselo a papá»? ¿Hemos vuelto
al monovolumen de camino a Hershey Park cuando teníamos ocho años?
Un poco colorado, Stephen miró por encima del hombro a los hombres
que tenía a su espalda.
—Solo digo que va a estresarlo que vayamos cada uno por un lado. Se
supone que somos un equipo.
—Bueno, ya sabes lo que dicen, Stephen —repuso Bethany con soltura—:
Si no te tratan con el debido respeto, mejor sola que mal acompañada.
Wes tosió contra un puño.
Bethany se dio cuenta y esbozó una sonrisilla torcida antes de ponerse
seria.
—Antes de acceder a nada —dijo al tiempo que miraba a su audiencia,
tras lo cual se acercó a él y añadió en voz más baja—: Creo que deberíamos
tener una reunión estratégica. Ya sabes, solo para con rmar que podemos
hacerlo.
A lo que él replicó también en voz baja:
—Estaba pensando lo mismo. Deberíamos hacerlo. Para aligerar tensión.
—Que os estoy oyendo —protestó Stephen.
—Ya sabes a lo que me re ero —replico Bethany entre dientes, muy tiesa
y guapísima. Tan cerca que casi podía saborear el café caro que había
bebido esa mañana otando entre ellos—. Si podemos tener una reunión
sin arrancarnos la cabeza, nos plantearemos la opción de trabajar juntos.
—Así que vamos a ngir que tienes alternativas, ¿no?
Bethany parpadeó y tomó una honda bocanada de aire.
—¿Vamos a reunirnos o no?
Sintió una punzada en la barriga.
—Sí.
Su respuesta la sorprendió, pero Bethany solo le permitió que viera la
sorpresa un segundo, porque se dio media vuelta al tiempo que se sacudía
el pelo.
—Stephen, como se te ocurra sacar el tema en la cena del ensayo de la
boda y arruines la ocasión, te capo. A vuestros puestos, chicos. —Se detuvo
al llegar a la puerta para mirarlo, y Wes contuvo el aliento—. Nos vemos en
la casa.
3

«¿Qué le ha pasado a mi ordenada y tranquila vida?».


Bethany estaba sentada al volante de su Mercedes, con la vista clavada
en la abandonada casa donde había crecido Travis Ford, el novio y futuro
marido de su hermana. No acababa de creerse que le hubiera dado su casa
por la cara. Cierto que formaba parte del plan para recuperar a Georgie
después de su épica ruptura, pero de todas maneras había sido un gesto
muy generoso, por decirlo de alguna manera.
Aunque dicha casa se estuviera cayendo a pedazos.
Si no la demolían ellos, se encargaría de hacerlo la siguiente racha de
viento fuerte. Las malas hierbas y los árboles sin podar ocultaban la
fachada de la casa desde el camino de entrada y la calle. Todavía no había
entrado, pero el interior debía de estar incluso peor.
Lo suyo no era empezar de cero. Normalmente aparecía en una casa
cuya reforma ya estaba terminada y daba los toques nales.
¿Y si abría un agujero con una maza en una pared y salía una colonia de
arañas como si fuera un géiser? Con suerte, podría esquivarlas a tiempo y
que le cayeran todas a Wes.
¡Wes!
¿Qué acababa de pasar?
De todos los habitantes de Port Je erson, Wes era la última persona que
se habría imaginado presentándose como voluntario para ayudarla. Para
acostarse con ella sí. ¿Para estar pegado a ella y obedecer órdenes? No. Eso
desde luego que no se lo esperaba.
Daba la impresión de que no se la había colado con la bravuconada con
la que había engañado a todos los demás y se había percatado del caos que
había detrás. ¿Se había visto en la obligación de ayudarla sí o sí? Si ese era
el caso, tendría que esforzarse más para ocultar sus inseguridades y sus
defectos. Sobre todo a ojos de Wes, con quien mantenía una guerra
dialéctica constante. Y, a partir de ese momento, iban a trabajar juntos.
En una sola mañana, ya nada estaba ordenado ni era tranquilo.
La carretera que se extendía por delante de ella trazaba una curva
cerrada, y no podía ver lo que se avecinaba. Como plani cadora nata, la
incertidumbre la hacía sentirse como un globo a la deriva entre las nubes,
sin saber cuándo se iba a pinchar.
¿Sería ella como un globo, solo con aire en su interior?
Dio un respingo cuando el móvil vibró en la consola del coche.
Al ver el nombre de Georgie en la pantalla, aceptó la llamada.
—¿En serio? ¿Ya se ha corrido la voz? No hace ni diez minutos que dejé
la casa que Stephen está reformando.
—Ya sabes cómo va esto. Stephen se lo ha dicho a papá; papá se lo ha
dicho a mamá; y mamá me ha llamado como un gato con un canario
medio muerto en la boca.
Hizo un mohín con la nariz.
—La imagen me desconcierta bastante.
—Quiero que me cuentes tu versión de la historia mientras agitas una
copa de vino. No descansaré hasta conseguirlo. ¿Es verdad que Wes ha
hecho un Zellweger?
Bethany se echó a reír pese a los nervios.
—Te daré el gusto mañana por la noche en clase de zumba.
—Ay, madre. Se me había olvidado.
—Ni hablar. Kristin nos está torturando por haber adivinado que estaba
embarazada antes de que ella pudiera prepararlo todo para dar la noticia a
lo grande.
—Lo adivinaste tú, no yo; además, ¿cuándo se lo va a decir a Stephen?
—Probablemente medio segundo antes de que tú digas el «Sí, quiero».
Eso satisfaría el sentido dramático de nuestra cuñada. Imagínatelo.
Revelación del sexo del bebé cuando el cura pregunte si alguien se opone
a vuestro matrimonio. —Con las carcajadas de Georgie resonándole en el
oído, miró por el espejo retrovisor justo a tiempo para ver que la
camioneta de Wes en laba el camino de entrada—. Mañana por la noche,
Georgie. Puede que tenga más cosas que contarte para entonces.
—¿Estas segura? Porque esperaba que fuera como ahora mismo.
—No se agita la copa de vino antes de mediodía, está feo.
—Es la semana previa a mi boda —replicó Georgie—. Beber por la
mañana no solo está permitido, sino que se aconseja. Ya tengo a Rosie en
espera para que le diga sitio y hora.
—¿Estás evitando escribir tú sola tus votos?
—¡Pues claro que sí!
Bethany resopló.
—Nos vemos mañana.
Cortó el lamento de su hermana a la mitad y adoptó una expresión
serena antes de salir del coche al mismo tiempo que Wes sacaba su
delgado y musculoso cuerpo de la camioneta. Olvidada por un instante el
aura de profesionalidad que quería proyectar, su mirada traidora recorrió
la tela desgastada de los vaqueros polvorientos, deteniéndose en los
fuertes muslos y en la vieja camiseta de manga corta gris allí donde le
rozaba la tensa bragueta.
Por favor, era imposible no jarse en la lucha de esa cremallera por
evitar que el paquete quedase a la vista.
Los hombres de Long Island llevaban vaqueros más sueltos.
En ese momento, Wes vivía allí…, ¿no debería ceñirse al código de
vestimenta?
Molesta por las sensaciones que se arremolinaban en sus entrañas,
Bethany se concentró en su cara con determinación, pero lo vio guiñar un
ojo con gesto elocuente.
—Aquí me tienes, jefa —dijo con voz gruñona—, ponme a trabajar.
Se quedó callada un minuto entero.
¿Qué lenguaje corporal adoptaba una mujer a la vista cuando se ponía
cachonda? ¿Apretaba los muslos o se humedecía los labios? «No hagas
nada de eso. Quédate quieta. Deja que la humedad se extienda y que esos
músculos internos se tensen sin demostrar reacción alguna».
Carraspeó y se concentró en buscar las palabras. Tal vez esa mañana
todo sucediera a la velocidad de la luz, pero había tenido tiempo para
pensar de camino a su reforma en solitario. Siempre había pensado en las
insinuaciones de Wes como una especie de broma que le estaban
gastando. ¿Cuántas veces se había metido él con su edad? En ocasiones,
creía que se sentía atraído por ella, pero en otras se decía que no cayera en
el jueguecito que él se trajera entre manos. De todas formas, necesitaba
ponerles freno a sus expectativas por si estaba interesado de verdad en
llevársela a la cama.
—¿Wes?
—Dime, Bethany.
—Si te has ofrecido voluntario para ayudarme creyendo que sería un
buen camino para acostarte conmigo, ya te puedes olvidar. No sucedería
aunque no me estuviera tomando un descanso voluntario de los hombres.
Se le encogió el estómago mientras esperaba su respuesta. ¿Por qué le
preocupaba tanto que pudiera decepcionarla al retirarle su ayuda? No
tenían la clase de relación en la que podían decepcionarse el uno al otro.
No tenían una relación, y punto.
La expresión de Wes no cambió en lo más mínimo. Permaneció
impasible mientras usaba la bota para golpear la camioneta.
—Si vamos a trabajar juntos —lo oyó decir, despacio—, tendrás que
empezar a pensar un poco mejor de mí.
—Mmm, de acuerdo… Mira, voy a repasar todo el mes que llevas
haciendo insinuaciones sexuales a ver si eso me ayuda.
Wes agitó una mano entre ellos.
—De todas formas, el sexo ya no está sobre la mesa.
Bethany se echó hacia atrás, soltando una serie de balbuceos
incoherentes.
—Nunca ha estado sobre la mesa, vaquero.
La expresión escéptica de Wes le dejó claro que él no estaba tan seguro,
pero se cuidó mucho de pronunciar en voz alta esa creencia errónea.
—A ver, Bethany, me gustas. Muchísimo. ¿Me gustaría pasarme un par
de tardes contigo en la cama para descubrir si lo haces tan bien como
discutes? Pues sí. Me encantaría. Pero no voy a usar este trabajo como
método para conseguirlo. Así que, como he dicho, el sexo ya no está sobre
la mesa.
—Esto no va a funcionar —dijo ella con un hilo de voz.
—¿Porque quieres que el sexo esté sobre la mesa?
—¡Deja de decirlo de esa manera! Es sexo. No un salvamanteles. —La
situación se estaba saliendo de madre—. Y no va a funcionar porque…
—¿Porque te irrito tanto que soy como un picor que no puedes aliviar ni
con las dos manos? Es mutuo, y no puedo hacer nada al respecto. —Le
tendió una mano con la palma hacia arriba—. ¿Las llaves?
—Vete al…
Wes ya la había dejado atrás.
—Solo he estado un año trabajando en la construcción, cuando tenía
diecinueve, pero me bastó para aprender una cosa: lo primero que tienes
que hacer es ponerle nombre a la reforma. Personalizarla. Hacer que
importe. —Llegó a la puerta principal, se detuvo, retrocedió y después la
abrió de una patada mientras ella lo miraba boquiabierta—. ¿Qué te
parece La guerra de los Rose? Le va al pelo.
Bethany entró antes que él en la casa, con cuidado de no rozarlo.
—¿Quién está haciendo ahora referencia a películas viejas?
—No soy tan orgulloso como para no besarle el culo a la jefa… —replicó
él, aunque dejó la frase en el aire cuando entró en la casa y se puso a su
lado.
Sus ojos se adaptaron a la penumbra a la vez.
—Mierda —susurraron a la par.
Bien podrían estar en la calle. Bethany no sabía dónde mirar en primer
lugar. ¿Las paredes y el suelo llenos de mugre? ¿El agujero del tamaño de
un coche en el techo, con las tres ramas que se colaban en el interior y
crecían en paralelo a las vigas vistas? Las dos ventanas estaban rotas. El
constante goteo procedía del nal del pasillo, algo que auguraba algo
malísimo, porque llevaba una semana sin llover.
—Vamos a llamarlo la «Reforma Apocalíptica» —dijo, y se dio cuenta de
que Wes la observaba.
—¿Vamos a llamarla, en plural?
Bethany pasó de él.
—No creo que pueda… En n, a ver, es imposible que una sola persona
pueda encargarse de esto, así que…
—Lamento tener que decírtelo, preciosa, pero ni siquiera dos personas
pueden encargarse de esto. No si quieres ceñirte a un tiempo razonable de
reforma. —Entrecerró el ojo derecho—. ¿Tenemos presupuesto para
contratar personal?
Fue imposible no darse cuenta de que la presión que sentía en el pecho
disminuyó cuando lo oyó usar el plural.
—Teniendo en cuenta que Travis me regaló la casa, el presupuesto es
bastante abultado. Podemos permitirnos trabajadores adicionales. —
Cambió de postura—. Pero quiero ser yo quien tome la decisiones.
Él asintió una vez con la cabeza.
—Ya lo he entendido, Bethany.
¿De verdad era el mismo hombre que había hablado sin rodeos de tener
sexo en el camino de entrada? ¿Quién era Wes Daniels? ¿El típico vaquero
rudo que siempre estaba pensando en el sexo? ¿Un hombre honorable
que lo había dejado todo sin titubear para cuidar de su sobrina, capaz de
hacer un Zellweger delante de sus colegas? Cambiaba demasiado deprisa
de un extremo a otro de su personalidad. Que Dios la ayudara si tenía más
facetas. Dos ya la tenían desconcertadísima.
Wes se sacó un lápiz de detrás de la oreja y una libretita del bolsillo
trasero, que abrió por la mitad.
—Vamos a hablar de la distribución. ¿Qué tienes en mente?
Cualquiera diría que no había pisado antes una casa. O que no había
pasado un millón de horas oyendo hablar a Stephen y a su padre de
medidas y distribución del espacio. Sus cuentos para dormir habían sido
los fundamentos de la construcción. En ese momento, con un lienzo en
blanco delante por primera vez, desechaba ideas en cuanto se le ocurrían,
al caer en la cuenta de un detalle que a alguien no le gustaría. O porque no
era la idea perfecta. ¿Cuánto tiempo llevaba allí de pie, en silencio,
mirando las paredes mientras les suplicaba que le ofrecieran inspiración?
—Piensa en voz alta —dijo Wes, con voz casi aburrida, pero cuando
levantó la cabeza, la estaba observando con detenimiento.
Tragó saliva con fuerza y giró sobre sí misma, mientras sus sandalias
chirriaban en el suelo sucio.
—Necesitamos vaciarla por completo, está claro. La cocina tiene que ser
el doble de grande, lo que signi ca sacri car el diminuto comedor para
integrar ese espacio. —Se humedeció los labios—. Mi idea es que sea la
primera casa de una pareja. Lo que quiere decir niños. Los padres tienen
que controlarlos desde la cocina en todo momento. Necesitarán un espacio
extra para comer, así que podemos colocar una media pared como división
a modo de barra de desayuno. ¿Podemos hacer que toda la parte delantera
de la casa se vea desde la cocina?
—¿Eso es lo que quieres?
Lo que quería era un «Sí, es una idea estupenda». Al parecer, no lo iba a
conseguir.
—Sí —se obligó a contestar. Una respuesta que requería con ar en su
instinto por completo—, eso es lo que quiero.
Él anotó algo en la libretita, aparentando mucha más edad con el ceño
fruncido.
—¿Eres lo bastante valiente como para ver el resto de la casa?
Ella puso los ojos en blanco.
—Creo que lo aguantaré —masculló, saltando por encima de unos
cristales rotos para en lar el pasillo.
Una rata salió disparada de la primera puerta y pasó justo por encima
de uno de sus pies.
—¡Ah! Una rata, una rata, una rata. No. ¡Noooo! —Mientras sus gritos
resonaban por el pasillo, poniéndolos en peligro por un potencial
derrumbe, se dio media vuelta y trepó por el cuerpo de Wes como una
escaladora histérica.
Él soltó la libretita y el lápiz justo a tiempo para recibirla, aunque se
limitó a arquear una ceja. Levantar los pies del suelo requirió que le
entrelazara los tobillos en la base de la espalda, y si no estuviera tan
acojonada por el encontronazo con el roedor, se habría dado cuenta de
que Wes ni se había inmutado por su peso. Aunque ya lo recordaría
después. Mucho.
—Primero, desratizamos —le dijo con un suspiro al oído mientras le
daba dos palmaditas en un hombro—. ¿Te importa sacarme de aquí, por
favor?
—Bueeeno… —Tras realizar el giro más lento jamás llevado a cabo por
un ser humano o un animal, Wes regresó por donde habían llegado a la
velocidad de un perezoso.
—¿No puedes ir más deprisa? —le preguntó e hizo caso omiso del
estremecimiento que le recorrió la columna cuando su risa le hizo
cosquillas en el cuello.
—No quiero tirarte al suelo, preciosa.
—Ni siquiera me estás sujetando con los brazos. Me agarro yo.
—Es que no quiero darte ideas raras. El sexo ya no está sobre la mesa, ¿te
acuerdas?
—¡Muévete! Empiezan a temblarme las piernas.
Wes gimió y la rodeó con los brazos, colocándole uno por debajo del
trasero y el otro, por la espalda.
—Bethany, empiezo a creer que dices estas tonterías a propósito para
torturarme.
Se esforzó por replicar, pero fue incapaz de encontrar las palabras. No
cuando las sinapsis le estaban friendo el cerebro, como si hubieran echado
café en un circuito eléctrico. Mentiría si dijera que nunca se había
preguntado cómo encajaría el cuerpo de Wes con el suyo. También
mentiría si dijera que la realidad no era muchísimo mejor. Tenía unos
hombros ideales para pegar la cara y reírse. Eran… excitantes. Cálidos.
Fuertes. Y estaban unidos a una garganta bronceada con una barba de un
día muy interesante. Demasiado.
—¿Quieres que me desnude para el examen?
—¿Qué? —Dio un respingo y se deslizó un poquito hacia abajo entre sus
brazos, y la notó. Notó su erección a través de la delgada tela de la falda.
Wes siseó y fue aminorando el paso hasta detenerse, y se quedaron allí,
plantados en la entrada, mientras la gravedad la pegaba a su duro sexo, y
él respiraba entre jadeos contra su oído y ella no atinaba a meterse aire en
los pulmones—. Trabajadores —se obligó a decir—. Necesitamos contratar
a trabajadores. Hablemos de eso.
Sintió que el antebrazo que la sujetaba por la espalda se tensaba y…
¿eran imaginaciones suyas o acababa de rozarle el pelo con los labios?
—Trabajadores. Claro.
Bethany sintió que un escalofrío le recorría las piernas.
—Tendremos que buscar fuera de Port Je .
Sintió la vibración interna de Wes, que enterró un puño en su falda.
—Bethany, si esperas que me concentre en algo de lo que digas, no
podemos estar a una bajada de cremallera de tener sex…
—Echa el freno. No termines la frase. —Que Wes admitiera su posición
comprometida en voz alta fue como si le lanzaran una pelota de pintura a
la cara. ¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera le caía bien ese hombre. Le
resultaba imposible clasi carlo…, y ella nunca había tenido ese problema
con los hombres. Eran narcisistas mientras ngían no ser narcisistas,
vagos, más ambiciosos de la cuenta y unos mentirosos compulsivos. ¿Wes?
Era caótico. Esa era la única categoría en la que encajaba. No, un momento,
también era demasiado joven. ¿Cómo era posible que se le hubiera
olvidado la guinda del pastel? Después de ordenarse con rmeza que
dejara de comportarse como una idiota, descruzó los tobillos, bajó las
piernas y se apartó de ese cuerpo tenso—. Había una rata —se defendió—.
Tenía los dientes manchados de sangre y un aspecto muy amenazador.
Wes se dio media vuelta mientras soltaba una carcajada carente de
humor y salió en tromba de la casa, con los músculos de la espalda
moviéndose. Empezó a hablar en cuanto ella salió por la puerta.
—Si no te importa, me encargaré de buscar una cuadrilla. —Mientras
hablaba, enganchó los pulgares en las trabillas de los pantalones vaqueros,
como si estuviera a punto de salir a buscar ganado—. No puedo estar aquí
a todas horas. Tengo que ir a por Laura al colegio y no me sentiría cómodo
dejándote con cualquiera.
Bethany sintió un tic nervioso en el ojo derecho al oír su tono mandón.
—Me dejarás conmigo misma, vaquero. Soy una mujer responsable.
—Bethany, puedes poner las reglas en todo lo demás. Pero vas a
descubrir deprisita que no estoy dispuesto a arriesgar tu seguridad.
—Por Dios. —Se tapó la cara con las manos—. Esto parece sacado de una
peli del Oeste. Ahora empezarás a llamarme «señora» y soltarás un
escupitajo.
Wes echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse a carcajadas.
—Yo me ocuparé de contratar al personal —dijo ella con una sonrisa
tensa mientras se dirigía a su coche.
Ese hombre tan irritante se interpuso en su camino, aunque el buen
humor desapareció de su cara rapidito.
—Yo me encargo. No pienso ceder.
Bethany le clavó un dedo en el pectoral derecho.
—Esto se parece sospechosamente a un ritual masculino que te
proclama líder de la manada y te da opciones a poner las reglas para
relacionarte con la hembra disponible.
—Pues permíteme aclararte tus sospechas: es justo eso.
Bethany parpadeó por lo menos diecisiete veces.
—¡Hemos dicho que el sexo ya no está sobre la mesa! ¡Aunque en
ningún momento lo ha estado, la verdad!
Wes cruzó los brazos por delante del pecho.
—Eso no quiere decir que me apetezca que esté sobre la mesa con otro.
Eso la dejó pasmada. ¿Por qué se sorprendía siquiera por ese
comportamiento? Una noche, varias semanas antes, mientras Rosie y
Dominic estaban a dos pasos del divorcio, se fueron a pasar una noche de
chicas a la ciudad, una aventura que pronto se vio invadida por los
hombres. Wes incluido.
Un caballero muy agradable con aspecto de ejecutivo de banca acababa
de invitarla a un cóctel y la estaba halagando por su vestido cuando Wes
le quitó la copa de la mano y le dio un billete de veinte al hombre a modo
de pago mientras le decía con la mirada: «Largo, imbécil».
—Este machismo es inaceptable en la edad dorada de las superheroínas
y el uso de arneses con dildos anales, Wes.
Se dio cuenta de que él contenía la risa.
—Que sepas que ya me daba en la nariz que eres de las que atan a un
hombre y le das hasta matarlo.
Bethany agitó las manos.
—Yo no he dicho que me vayan esas cosas.
—¿Estás segura? —Se llevó la lengua a un carrillo—. Porque lo tenías ahí
en la punta de la lengua.
—Me encantaría darte una patada en el culo ahora mismo. ¿Eso cuenta?
Wes se echó a reír, y le salieron arruguitas en los rabillos de los ojos.
—Yo me encargo de la contratación. Tú llama al exterminador y al
paisajista. Haz un hueco esta semana para comprar materiales. Azulejos,
solería, armarios.
Bethany titubeó.
—La boda es el domingo —le recordó él—. No tiene sentido que
malgastes el tiempo en buscar cuadrilla cuando ya estás hasta arriba.
Podía dar su brazo a torcer en eso o quedarse allí discutiendo un mes
entero, y, la verdad, empezaba a gustarle discutir con Wes un pelín más de
la cuenta. Lo mejor era largarse de allí.
—Muy bien. Tú te encargas de contratar al personal.
—Estupendo. Pues a ver si podemos demoler la semana que viene.
Bethany asintió con la cabeza y pasó a su lado dejando bastante espacio
entre ellos mientras se dirigía a su coche. Apoyó una mano en la puerta
del conductor y se detuvo, tamborileando con las uñas sobre el metal
blanco. Wes la estaba mirando jamente. Lo notaba. Subirse en el coche y
marcharse sin decirle nada más sería lo que él esperaba, pero no le
apetecía hacerlo todavía. Porque por más irritante que fuera ese hombre,
ya no se sentía tan sola ni tan abrumada como esa mañana.
Qué humillante.
—¿Wes?
—Dime.
—Gracias. —Sorbió por la nariz—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —Le guiñó un ojo—. Podemos seguir ngiendo que nos
odiamos si de esa manera te resulta más fácil aceptar mi ayuda.
Se apartó el pelo de la cara antes de replicar:
—¿Quién está ngiendo?
La sonrisa torcida de Wes se quedó clavada en el espejo retrovisor
mientras ella se alejaba.
Madre del amor hermoso, ¿dónde se había metido?
4

Estaba en Long Island, no en Texas, pero Wes contaba con que ciertas
cosas eran iguales en todos sitios. Y en Texas, cuando un hombre
necesitaba ayuda, iba a la ferretería local. Por un buen motivo. En una
ferretería, solo se necesitaba una pequeña insinuación sobre un proyecto
de reforma para que empezase a salir gente de los pasillos ofreciendo los
mejores consejos. Era un ritual masculino que evitaba pedir ayuda y, al
mismo tiempo, hacía que los otros hombres se sintieran útiles. Una
especie de moneda de cambio masculina.
Dado que Brick y Morty tenía en nómina a los mejores albañiles de Port
Je erson, Wes fue a por Laura al colegio y condujo hasta el vecino pueblo
de Brookhaven. Se subió a su sobrina a los hombros y así atravesaron la
puerta llena de pegatinas de la tienda, momento que la niña aprovechó
para tocar la campanilla del techo, que de esa forma sonó dos veces.
Wes capó el olor a pintura, a poliuretano y a madera, y atravesó la tienda
despacio. Era mejor no parecer demasiado ansioso por recibir consejos.
Ese tipo de cosas requerían tiempo y una evidente falta de entusiasmo.
—Tío Wes, ¿podemos llevarnos eso?
Aminoró todavía más el paso. Nunca dejaba de asombrarlo que la niña
se re riera a él como «tío Wes». En n, después de un mes despertándolo
a las cinco de la mañana, se había ganado el título, ¿no? Y entre ellos había
lazos de sangre, aunque Becky, la madre de Laura, solo fuera su
hermanastra.
El simple hecho de tener familia lo maravillaba. Becky apareció en la
casa de acogida temporal en San Antonio donde él vivía antes de cumplir
los dieciséis. Era un año más pequeña que él, estaba muy delgada y
descon aba de sus nuevos padres de acogida. Wes también se mostró
receloso. Sobre todo cuando se enteró, a través de su padre de acogida, de
que Becky y él eran hermanos por parte de madre y, por tanto, de que el
estado llevaba mucho tiempo intentando reunirlos.
En aquel entonces, ya había pasado por bastantes familias como para
saber que encariñarse con alguien era ridículo. Así que pasó de Becky
durante un tiempo, hasta que ella empezó a seguirlo como si fuera su
sombra. No hizo falta que le contara nada para saber que lo había pasado
peor que él. La perenne expresión asustada de su cara dejaba claro su
triste historia. Por eso, porque sabía que el sistema podía ser más duro con
las chicas, se saltó su propia regla y empezó a ayudarla cuando no se
despertaba a tiempo para completar sus tareas. Después de que los
trasladaran a casas separadas, Becky siguió llamándolo si necesitaba salir
o cuando tenía miedo y necesitaba un lugar donde dormir, que
normalmente acababa siendo su armario.
Wes se preguntó, no por primera vez en los últimos días, adónde la
habría llevado su «respiro» de la maternidad. ¿De vuelta a Texas? ¿Al
norte de la costa este? A saber. Lo único predecible de su hermana era su
imprevisibilidad. Ya lo había demostrado muchas veces, y la menor de
ellas había sido quedarse embarazada de Laura a los diecisiete años.
—¡Tío Wes!
Volvió al presente y siguió la dirección que le indicaba el dedo
mugriento de Laura —en serio, tenía que empezar a llevar encima toallitas
húmedas o algo— hacia un gnomo de jardín. No tardó mucho en descubrir
que sin importar adónde llevaba a la niña, ya fuera a la o cina de correos
o a dar un dichoso paseo por la calle, siempre encontraba algo a la venta
que necesitaba con desesperación. Un «no» rotundo nunca funcionaba,
porque una negativa siempre iba seguida de como poco setenta y cinco
«¡Por favor, tío Wes!». Así que había empezado a ser creativo y a distraerla
con tonterías.
—¿Un gnomo de jardín? —resopló—. ¿Para qué queremos uno falso
cuando tenemos de verdad?
Laura levantó una rodilla por la sorpresa y lo golpeó en el mentón.
—¿Qué?
Wes se tocó la barbilla.
—Ya me has oído. Tenemos toda una colonia protegiendo la casa. No
salen hasta que tú te duermes, pero los he visto correteando por el jardín
un par de veces.
—Mentira. —Laura guardó silencio, y se la imaginó haciendo un mohín
y con el ceño fruncido mientras pensaba—. ¿Qué hacían?
—Jugar al corro de la patata. Perseguir gatos. Intentar robarme la
camioneta.
Su risilla le arrancó una sonrisa.
—¿Podemos ir a McDonald’s a cenar?
—Depende. ¿Qué tenemos en el calendario de comida esta noche?
—Judías verdes gratinadas.
Wes hizo una mueca.
—Me vendría bien un Big Mac.
—¡Sí! —Laura cruzó las manos sobre su cabeza—. ¿Qué estamos
haciendo aquí?
—Ejercer el machismo. Tú sígueme la corriente.
—¿Qué es el machismo?
—En mi caso, hacer el tonto por una mujer.
Laura suspiró.
—Ah. —Sintió que empezaba a toquetearle el pelo y dedujo que estaba
re exionando—. Creo que mamá le dijo eso una vez a papá.
—¿Le dijo que era un machista?
—Sí —contestó su sobrina con voz triste.
Wes sintió que se le retorcían las tripas.
—¿Se decían muchas cosas?
Laura tardó en contestar.
—Sí. La casa está mucho más tranquila sin ellos. —Guardó silencio un
momento—. ¿Sabes cuándo volverá mamá?
—Pronto, niña —mintió, sintiéndose como un cabrón—. Seguro que ya
no falta nada. —No por primera vez, intentó llegar mentalmente a su
hermana y darle un empujón para que volviera e hiciese lo correcto,
aunque la telepatía no era lo suyo—. Oye, acabo de caer en que esta noche
puedes conseguir el doble de juguetes en McDonald’s.
La alegría hizo que lo golpeara con los talones en el pecho.
—¡Sí!
Crisis evitada. De momento. ¿Cuántas semanas o, joder, cuántos meses
más tendrían que pasar sin tener noticias de Becky?
Mientras intentaba concentrarse en la tarea que tenía entre manos, pasó
como si tal cosa por delante de la caja registradora y solo se detuvo cuando
el hombre más italiano que había visto en la vida apoyó sus carnosos
antebrazos en el mostrador.
—¿Necesitas ayuda con algo?
—Es posible —respondió mientras seguía mirando por la tienda como si
pudiera haber una cuadrilla de albañiles escondida en una de las
estanterías—. Estoy trabajando en una reforma en Port Je .
El hombre levantó las cejas, oscuras y pobladas.
—Una reforma, ¿no?
—Exacto. —Wes se encogió de hombros—. Si conoces a algún lugareño
que esté buscando trabajo, tenemos sitio para unos cuantos más.
Laura le tiró de las orejas.
—El tío Wes es un machitista.
—¿Ah, sí? —replicó el hombre sin pestañear al tiempo que le ofrecía a
Laura una piruleta que sacó de debajo del mostrador, lo que por suerte la
distrajo e impidió que siguiera avergonzándolo mientras él ngía que no
necesitaba ayuda con desesperación. Después de darle la piruleta, el
italiano se encogió de hombros—. Puede que conozca a uno o dos. ¿El
trabajo estará bien pagado?
Wes inclinó la cabeza.
—El trabajo estará bien pagado si se hace bien.
—Mis chicos podrían ayudar. Van a la universidad por la noche…
—¿Son feos?
El hombre retrocedió, sorprendido.
—Vaya, pues no. No son feos. ¿A qué viene esa pregunta?
—¿Conoces a alguien más?
—Tío Wes, ¿podemos llevarnos uno de esos?
En esa ocasión, su sobrina estaba señalando una caja llena de punteros
láser.
—De ninguna manera. No pienso despertarme mañana con eso
apuntándome directamente a los ojos.
Laura se rio.
—¿Cómo lo has adivinado? ¿Puedo tomarme un batido en McDonald’s?
El ritual de la ferretería no iba según lo previsto. Hora de abortar la
misión.
—A ver, ¿se te ocurre alguien más o no?
Por su derecha apareció un hombre con un mono de trabajo que se
estaba limpiando las manos con un trapo grasiento. Teniendo en cuenta
las canas de su bigote, Wes le echó unos sesenta y tantos años, cerca de
setenta.
—No he podido evitar oírte.
Tal vez el ritual siguiera funcionando después de todo.
Mientras sujetaba a Laura por una rodilla, usó la mano libre para
hacerse con un folleto de muestras de pintura de la pila que había cerca de
la caja registradora y empezó a hojear las brillantes páginas con
tranquilidad.
—¿Qué has oído?
—Algo de una reforma, ¿no, muchacho?
—Es posible.
El del mono se levantó la gorra.
—Bueno, pues conozco a unos cuantos tan feos como yo que viven en el
pueblo y que están desocupados.
—Es cierto. Viven en mi tienda. No hay manera de que se vayan.
—Te ayudamos a que esto siga abierto.
—¡Nunca compráis nada!
El del mono pasó del malhumor del dueño de la ferretería y le tendió la
mano a Wes para presentarse.
—Carl Knight. Encantado de conocerte.
—Ollie —dijo alguien detrás de Wes que, al volverse, se encontró con un
hombre negro que llevaba una camiseta que lo declaraba el
, más o menos de la misma edad que Carl—. No soy feo, pero sé
algo de fontanería.
Carl golpeó el mostrador.
—Todavía podemos dar guerra, ¿verdad, Ollie?
—Bastante. Como mínimo, un par de escaramuzas.
Wes esbozó una sonrisa torcida.
—¿Algún problema por trabajar a las órdenes de una mujer?
—Estamos casados —respondieron ambos al unísono.
Wes agarró un bolígrafo del mostrador y anotó la dirección del tirón.
—Nos vemos el miércoles.
Bethany estaba junto a Georgie y Rosie, las tres encorvadas con las manos
sobre las rodillas. En la parte delantera de la sala de aeróbic, Kristin daba
botes con los ojos cerrados al ritmo de una versión remezclada de «Sweet
Dreams» mientras su coleta rubia se balanceaba de derecha a izquierda,
sin darse cuenta de que las demás habían dejado de seguirla.
—Empieza por el principio —le ordenó Rosie, secándose el sudor de la
frente—. Así que entraste en tromba en la obra y…
—Yo no entro en tromba en ningún sitio. Lo hago con elegancia.
—¿Qué llevabas puesto?
Eso se lo preguntó su hermana, que hasta los veintitrés años se había
conformado con llevar ropa usada, pero que a esas alturas ya sabía
distinguir entre la ropa informal y la elegante.
—Una falda de ores hasta los tobillos con mi top blanco sin tirantes.
Rosie le dio un codazo en el costado.
—Oooh. ¿Y el pelo?
—Suelto, ondulado. Estaba genial.
—Como siempre —le aseguró Georgie—. ¿Qué pasó después?
—Le enseñé los documentos y anuncié mi deserción. —Movió un
hombro y siguió a Kristin para dar un par de pasos que, si mal no
recordaba, estaban sacados directamente del videoclip «Womanizer» que
sacó Britney en 2008—. Nada más. No montamos ningún espectáculo ni
nada.
Georgie puso los ojos en blanco.
—Hermanita, que sepas que canta mucho que omitas el momento
Zellweger.
—No lo estoy omitiendo —se apresuró a decir Bethany—. Es que es
algo… intrascendente.
—No sé qué decirte —replicó Rosie, rezumando ironía—. Mi marido
estaba presente cuando Wes se marcó el Zellweger y…
—Chicas, a ver, que no fue nada del otro mundo. ¿Podemos dejar de
hablar de eso?
—Y me dijo que fue un momentazo.
—Supongo que fue un poco impactante —admitió Bethany a
regañadientes, sin reconocer que se le había puesto la piel de gallina al
recordar a Wes quitándose los guantes mientras anunciaba que se iba con
ella. ¿Por qué la excitaba tanto que se quitara los guantes?—. En cuanto
nos vimos en la casa, le dejé clarísimo que nuestra asociación temporal no
incluía incentivos físicos.
—Salvo verlo trabajar sin camiseta, ¿no? —Georgie meneó las caderas—.
Para mí que eso entra en la categoría de incentivo importante.
—Georgie, te casas el domingo. Espera por lo menos a que pase un mes
de la luna de miel para interpretar el papel de mujer casada cachonda.
—¡Uf! ¿Por qué te crees que me caso?
Bethany se rio sin querer.
—Rosie, ayúdame.
—Lo siento, Beth. Ver a Wes descamisado es sin duda un incentivo. —Se
mordió el labio inferior—. ¿Crees que se pondrá las botas de vaquero?
Georgie extendió un brazo por encima de Bethany para chocar los cinco
con Rosie, que contestó:
—Yo me estaba preguntando lo mismo.
—Vuestros maridos deberían preocuparse —murmuró Bethany, aunque
en realidad no lo decía en serio.
Rosie y Georgie habían caído de cabeza a un charco de barro de amor
eterno con sus hombres del que no saldrían en la vida, y no podía
alegrarse más por ellas. Si había dos mujeres que merecían hombres de
lealtad incuestionable que adoraban el suelo que ellas pisaban eran su
hermana y Rosie.
Sin embargo, mentiría si dijera que la idea de que su hermana pequeña
se casara antes que ella no le provocaba cierta… introspección. A veces,
cuando veía a Georgie y a Rosie tan felices dudaba de que ella hubiera
nacido para ser feliz. ¿Sus relaciones con Dominic y Travis, en las que
habían derribado todos los muros? ¿Nunca se habían sentido
aterrorizadas? A ella ni siquiera le gustaba que sus padres supieran que
no tenía las cosas claras, mucho menos que lo supiera alguien de quien
esperaba devoción, delidad y atracción sexual. ¿Cómo se podía ser
natural, completamente sincera y con ar en que tu pareja no acabaría
saliendo por patas precisamente por eso?
Sí, aunque estaba emocionadísima por su hermana y por su mejor
amiga, debía admitir que se sentía un poco desconcertada por el
funcionamiento de la con anza ciega y el amor incondicional. En algún
momento, tal vez llegó a considerarse bien versada en el mundo de los
hombres, pero la verdad…, no tenía ni idea sobre el sexo opuesto y había
tardado todo ese tiempo en admitirlo. Por lo menos para sí misma.
En el instituto y en la universidad, salió con pocos chicos y tampoco
tuvo relaciones muy serias, ya que estaba más concentrada en graduarse
en diseño y en encontrar la manera de dedicarse a largo plazo a lo que le
gustaba. Cuando regresó a Port Je erson después de cuatro años en
Columbia, empezó a ver a los hombres de forma más permanente. Su
primer novio serio fue un agente de bolsa llamado Rivers. Estuvieron
saliendo durante seis meses antes de que descubriera que había vuelto
con su exnovia al mes de empezar con ella. Y así fue como comenzó el
ujo constante de hombres guapos, atractivos y de éxito que siempre
acaban siendo tan insustanciales como el polvo.
La noche que crearon la Liga de las Mujeres Extraordinarias en el
mismo lugar donde se encontraban en ese momento, estaba de bajón
porque el director de teatro con el que estaba saliendo la había dejado por
pastos más verdes, alegando que trabajaba tanto que no tenía tiempo para
él. Muchos de sus novios se habían quejado de lo mismo. Muchos se
habían buscado a otra por ese motivo, cuando en realidad su horario de
trabajo no era tan exigente.
Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba con alguien, más posibilidades
había de que viera sus defectos. Y de que la obligara a aceptar que no le
gustaban las muestras de cariño constantes, ni las relaciones tiernas, que
era un poco… fría en lo referente a los hombres. En lo referente a muchas
cosas, en realidad. Era incapaz de relajarse o de conformarse. Su agenda
siempre incluía alguna actividad movida y huecos para plani car. Si se
detuviera para disfrutar de la vida, para disfrutar de los hombres…, quizá
le resultaría imposible. A lo mejor hasta era incapaz. A lo mejor cuando
algunos de sus ex decían que era fría, llevaban razón.
Así que la solución era sencilla, ¿verdad? Evitar a los hombres.
Evitaba a sus propios novios.
—¿Bethany? —Georgie le dio un golpe con la cadera—. Estás pensando
en los pezones de Wes cubiertos de sudor, ¿verdad?
—¿Qué? —«Bueno, ahora sí», pensó—. No —contestó en voz alta.
—¿Alguien está siguiendo los movimientos? —preguntó Kristin desde el
frente de la clase, observando la sala como si hubiera un centenar de
personas presentes en vez de tres—. No he venido solo para mantener la
línea, ¿sabéis?
—¿Tienes problemas para mantener la línea? —preguntó Georgie a su
vez.
—Oh, cállate, listilla. Ya sabes a lo que me re ero —la regañó su cuñada,
al tiempo que se acariciaba su inexistente barriguita con el ceño fruncido.
Acto seguido, se dio media vuelta con un so sticado movimiento de
hombros y se puso a bailar al ritmo de Katy Perry.
—El embarazo la tiene desatada —comentó Rosie con un
estremecimiento.
—Sí, quizá sea mejor que bailemos —murmuró Georgie, que empezó a
moverse con el paso más básico—. Pero seguid hablando.
—Sí —susurró Rosie que miró a Kristin con recelo, como si pudiera
volverse y empezar a vomitar veneno en cualquier momento—. ¿Qué te
contestó Wes cuando le dijiste que no habría incentivos?
—Nada. No dijo nada —respondió Bethany, aunque lo hizo demasiado
rápido.
—Venga ya —protestó Georgie—. Ese hombre es incapaz de morderse la
lengua.
Bethany suspiró.
—A lo mejor —claudicó mientras agitaba una mano alrededor de su
moño alto— dijo que de todas formas el sexo quedaba descartado.
Georgie dejó de bailar. Y Rosie. La miraron en silencio.
Y se echaron a reír.
Bethany siguió hablando, pasando de sus carcajadas.
—Por supuesto, le dije que nunca había estado sobre la mesa, así que no
tenía sentido siquiera que lo comentase. —Buscó una forma de distraerlas
—. Y, en ese momento, me pasó una rata por encima de un pie.
—¡Puaj! —exclamó Rosie, que la consoló dándole una palmada en un
hombro.
—¡Uf! —Ya seria, Georgie se llevó la mano a la garganta—. Lo siento
mucho.
—Seguro que ahora os sentís mal por haberos reído.
—La verdad es que no —replicó Georgie con seriedad.
Rosie negó con la cabeza.
—Lo siento, yo tampoco.
—Sois lo peor —refunfuñó Bethany—. Entre Wes y yo no hay nada.
Nunca habrá nada. Si superamos esto sin matarnos a palos, me llevaré una
alegría.
Sin embargo, unos minutos después, cuando Kristin les ordenó que
guardaran silencio, Bethany recordó lo que sintió mientras le rodeaba las
caderas con las piernas y se preguntó si lo preocupante realmente era que
acabaran matándose a palos…
5

Wes miró su re ejo en la puerta de cristal de Buena Onda y se detuvo un


momento para ordenar sus pensamientos antes de entrar. Todavía se
estaba acostumbrando a tener… gente. Hacer amigos durante su estancia
temporal en Port Je erson era algo con lo que de nitivamente no había
contado. Su estilo era más de hacer conocidos. Sin embargo, pararse
después del trabajo para tomarse unas cervezas con los chicos había
acabado convirtiéndose en una hora todos los días… y, al nal, lo había
llevado a eso. A recibir una invitación para la cena del ensayo de la boda
de Georgie y Travis.
También podría haber creado un vínculo amistoso durante el viajecito
que hicieron a Manhattan como una panda de idiotas despechados,
dispuestos a llevarse a sus chicas a casa porque tuvieron el absoluto
descaro de irse solas de marcha, pero estaba divagando.
Al parecer, tenía amigos, pero todavía no se había acostumbrado a ese
hecho.
Saber que Bethany estaría también esa noche había contribuido en gran
medida a su decisión de adecentarse y de llamar a la niñera.
Sus ojos la encontraron nada más entrar en Buena Onda.
Dado que ella estaba ocupada con un ramo de ores y no le prestaba
atención, se detuvo en el vano de la puerta y se permitió unos instantes
para admirarla. Por Dios. Esa mujer no tenía derecho a estar tan buena.
Ninguno.
Era viernes por la noche y el restaurante estaba abarrotado. Todo el
personal que atendía las mesas, vestido de negro, blanco y rojo, se movía
como si ejecutara una coreografía impecable entre el laberinto de mesas,
dejando bebidas y recogiendo platos. Las luces de los apliques
parpadeaban, re ejándose en las paredes doradas y en las fotos
enmarcadas de coloridas escenas argentinas. A sus oídos llegaban retazos
de conversaciones procedentes de las mesas cercanas, que se mezclaban
con el zumbido general de la multitud.
Solo fue consciente de su entorno de forma super cial, porque toda su
atención estaba ja en Bethany y ahí se quedaría, sobre todo para ponerla
nerviosa y sonrojada. La verdad, era injusto que se tomara esos preciosos
minutos para llegar preparado a la batalla que se avecinaba. Eso le daba
ventaja.
Aunque, claro, tal vez la necesitara. Continuar con sus batallas verbales
y sus pullas no sería fácil, porque esa noche parecía una dichosa reina.
Bethany Castle siempre iba de punta en blanco, pero esa noche tenía algo
que casi hacía que la sangre le corriera al contrario por las venas.
Se había recogido el pelo en una coleta perfecta, y él reconocía una
coleta perfecta cuando la veía. Laura no dejaba de señalárselas cuando las
llevaban las estrellas de Disney Channel. «¿Ves, tío Wes? Eso es una coleta,
no lo que tú haces».
Efectivamente, tenía que perfeccionar su técnica.
El pelo rubio de Bethany le caía en una suave cascada por la espalda
desnuda, atrayendo su atención hacia los delicados hombros, donde se
veía un no tirante de color azul hielo. De seda. Llevaba seda, y se
imaginaba el sonido que haría al resbalar por su lustrosa piel. El bajo del
vestido le llegaba a las rodillas, pero la pudorosa longitud no impedía que
tuviera pensamientos lujuriosos. ¿Cuántas noches había pasado despierto
en la cama, imaginándose de pie detrás de ella, levantándole el vestido
con las manos mientras exploraba la curva de su cuello con la lengua?
Bethany se enderezó en ese momento como si él hubiera expresado sus
pensamientos en voz alta y levantó la vista de la mesa alargada para
mirarlo con una expresión que solo podía describirse como altanera, y eso
que el signi cado de la palabra se le escapaba.
«Podemos seguir ngiendo que nos odiamos si de esa manera te resulta
más fácil aceptar mi ayuda». ¿No se lo había dicho él mismo?
Pues parecía habérselo tomado a pecho.
Bethany se dio media vuelta hasta quedar de frente a él y sacó cadera
mientras lo miraba con preocupación.
—¡Guau, mírate! ¿Te has perdido de camino a una subasta de ganado o
algo así?
Sus labios hicieron todo lo posible por esbozar una sonrisa, pero
mantuvo la cara inexpresiva gracias a su fuerza de voluntad y a los años
de práctica.
—No, estoy en el lugar correcto —contestó, echando a andar hacia ella—.
Según las indicaciones, tenía que encontrar a una con cara de bruja
desagradable.
Ella siguió mirándolo con una sonrisa dulce.
—Sigue camino si quieres, hasta que te caigas por un acantilado.
Se llevó la lengua a un carrillo y se inclinó para decirle al oído (y si creía
que no se había dado cuenta de que tenía la piel del cuello de gallina,
estaba muy equivocada):
—Hueles diferente. ¿Dónde has estado hoy?
Ella jadeó por la sorpresa, pero acabó resoplando.
—No es asunto tuyo, Llanero Solitario de pacotilla. —Le plantó un dedo
en el centro del pecho y lo alejó varios centímetros—. Pero si quieres
saberlo, hemos estado en el spa. Masajes, tratamientos faciales y
depilación. —Con ese mismo dedo, le dio un golpecito en el labio superior
—. Algún día, cuando seas lo bastante mayor como para tener barba, te
pediré una cita.
Wes solo atinó a reírse por lo ridículo que era el insulto.
—Y yo te pediré cita con un especialista para que te lime las garras.
—Me gustan a ladas.
—¿Ah, sí? —Avanzó un paso para internarse de nuevo en su espacio
personal, lo justo para sentir el roce de sus pechos contra el torso—. Muy
bien, preciosa, pues clávamelas.
La tez de Bethany se tiñó de rosa, y sintió una enorme satisfacción en
las entrañas. Pelearse con ella era mejor que el sexo. ¿Qué tenía esa mujer
para hacerlo sentir de esa manera? Todavía recordaba la primera vez que
la vio bajarse de su Mercedes mientras él estaba trabajando, con su porte
elegante, sus preciosas piernas y su actitud. Ni siquiera había dado dos
pasos cuando decidió que se la llevaría a la cama. Eso sí, ella no estaba por
la labor.
Aquel momento se le había quedado grabado.
—Creía que solo contratábamos universitarios en verano —le había
dicho a su hermano, mirándolo a él con desagrado.
Wes cruzó los brazos por delante del pecho.
—Debe de ser difícil, teniendo en cuenta que allí donde vayas el
termómetro caerá bajo cero.
Bethany jadeó.
—¿Estás insinuando que soy una princesa de hielo?
—Si la tiara encaja…
—Pre ero una tiara a esa pinta de Clint Eastwood que llevas.
—¿Me explicas quién es? A lo mejor es más conocido entre los de tu
generación.
De vuelta al presente, pensó que era muy curioso que el recuerdo ya no
le produjera la misma satisfacción que antes. ¿Tendría algo que ver con
haber vislumbrado lo que escondía detrás de esa fachada de perfección
cuando dejó Brick y Morty para ayudarla en la Reforma Apocalíptica?
¿Habría sido ese su objetivo desde el principio mediante las burlas y los
insultos, lograr ver qué había debajo? Después de haber catado ese
aperitivo de la verdadera Bethany Castle, no le importaría descubrir más.
Claro que ¿no se habría pegado un tiro en el pie él mismo al convertirse
en el hombre que devolvía las coces?
Retrocedió un paso.
—¿Dónde está todo el mundo?
—He dejado a las damas en mi casa para que se cambien. Mis padres las
recogerán de camino. —Estaba alisando una servilleta, pero Wes notó que
seguía colorada—. Yo me he adelantado para asegurarme de que todo está
en orden.
Aunque sus conocimientos en diseño de mesas —o más bien en todo
tipo de diseño— eran escasos, tuvo que admitir que Bethany se lo había
currado. Había tarros de cristal con lucecitas y ramos de orecillas blancas
recién cortadas. Y fotos de George y Travis en elegantes portafotos
espaciados de forma uniforme a lo largo de la mesa. Y tarjetas con los
nombres de los comensales en letra de imprenta en el centro de cada
plato. No tuvo que investigar mucho para ver que lo había colocado lo más
lejos posible de ella. Señaló hacia el otro extremo de la mesa.
—Esa copa de vino tiene una mancha —dijo.
—¿Qué?
En cuanto ella se volvió para ocuparse de la mancha cticia, Wes robó la
tarjeta con el nombre de Stephen y la cambió por la suya, de manera que
pudiera sentarse a la derecha de Bethany.
—No veo nada —dijo ella, levantando la copa para inspeccionarla. Sus
ojos se encontraron a través del cristal, que aumentó el mohín tan sensual
de sus labios—. Muy gracioso.
—Nadie se habría jado en una mancha.
—Sí se jarían.
—Es que tú te jas en todo.
—Mmm… Ajá.
Wes sonrió.
Ella lo miró con recelo entrecerrando los ojos, pero no descubrió el
cambio de tarjetas porque en ese momento el resto del grupo apareció por
la puerta del restaurante.
Wes saludó a los recién llegados. Dominic fue directo a buscar a Rosie,
sin prestarle atención a nada más. Stephen entró como una bola de
energía incontenible, y Travis se pavoneó entre los asombrados clientes
como si fuera el alcalde. Si no le cayera tan bien ese hijo de puta, le
resultaría insoportable.
El matrimonio Castle llegó detrás de Travis, y su entrada provocó una
oleada de energía reconfortante en la pequeña estancia. En el pueblo, todo
el mundo veneraba a Morty y adoraba a Vivian. En el poco tiempo que
llevaba viviendo en Port Je erson, había descubierto que eran una
institución. La mitad le había vendido sus casas a los Castle o les había
comprado una, y el resto lo haría con el tiempo.
Wes retrocedió un poco y observó a Bethany, algo que se estaba
convirtiendo en una costumbre. La vio besar a sus padres, tras lo cual guio
a su padre hasta su silla con una mano mientras aceptaba el abrigo de su
madre con la otra. Acto seguido, dejó a Travis noqueado con una pulla
muy certera, que luego suavizó con una sonrisa renuente. Y después le
dijo a Dominic el tiempo que tardaría en llegar su mujer.
Bethany era como un comité de bienvenida reducido a una mujer
elegante e impecable, que quedaba fuera de su alcance; tanto que
resultaba ridículo. Claro que ese desafortunado hecho no le impedía
pensar en ella sin parar, ¿verdad?
En ese momento, se volvió y lo miró por encima del hombro. La luz de
las velas le confería a su tez un brillo rosado, y algo se agitó en sus
entrañas. No estaba seguro de querer analizar la creciente frecuencia de
esa reacción. En cambio, apartó la silla de la mesa y se sentó. Bethany
abrió la boca por la sorpresa y clavó los ojos en la tarjeta que había
intercambiado con su nombre.
—Wes —dijo entre dientes.
Le guiñó un ojo.
—¿Qué tal, vecina?

Por suerte para Wes, el contingente femenino se unió a la esta en ese


momento, porque de lo contrario Bethany podría haberlo apuñalado con
un cuchillo de untar mantequilla. Se salvó porque su hermana pequeña la
dejó sin habla. Georgie llevaba un vestido ajustado de color blanco roto, de
manga larga y falda corta, que lograba que sus piernas parecieran
kilométricas con los zapatos plateados de tacón que había tomado
prestados de su vestidor. ¿Cómo podía ser la misma persona que en una
ocasión se quedó enganchada con el aparato de la ortodoncia a la válvula
de un radiador?
Había estado a punto de perder la oportunidad de conocer mejor a
Georgie. ¿Y si no hubieran acabado en la ridícula clase de zumba hacía
tantos meses? Aquella noche se habían sincerado por casualidad, tiradas
en el suelo con la ropa de deporte. Claro que de todas formas habría
organizado la esta que estaban a punto de celebrar. Y seguirían siendo
hermanas, compartirían mesa de vez en cuando y se harían regalos en
Navidad. La diferencia era que también se habían hecho amigas.
¡Y qué agradecida estaba de que fuera así, por Dios! Qué cosas tenía la
vida, solo faltaban dos días para que el marimacho desaliñado de la
familia se casara. Empezó a ver borroso y, al imaginarse con la cara
manchada por el rímel corrido, levantó la mirada al techo, suplicando que
no se le saltaran las lágrimas. No podía ser la an triona de la cena si
acababa pareciéndose a un mapache. «Tranquila», se dijo.
Sintió el roce de algo suave en la mano y, al mirar hacia abajo, descubrió
que Wes le estaba ofreciendo una servilleta de tela.
—Oh, si la quitas, te cargas el equilibrio de la mesa —murmuró, mientras
se abanicaba los ojos—. Te estaba dando la espalda. ¿Cómo sabías que
estaba llorando?
—A lo mejor no eres la única que se ja en las cosas, preciosa.
Aunque la seriedad de su voz le provocó un escalofrío no deseado, se
volvió un poco para mirarlo de reojo. Esa era su costumbre cuando se
trataba de Wes. Lo vio quitarse el sombrero al percatarse de su
escepticismo, y arrojarlo sobre la mesa.
—En n. Estabas apretando el culo.
Su explicación le arrancó una carcajada sorprendida. Le lanzó la
servilleta, que él atrapó en el aire.
—Idiota.
Cuando fue a saludar a su hermana, no pudo evitar darse cuenta de que
las lágrimas habían desaparecido de sus ojos. Wes había dicho justo lo
adecuado. Por casualidad, claro. Guau. Debía de haber bajado el listón
muchísimo si le parecía adecuado que ese imbécil admitiera que le había
estado mirando el culo.
El responsable de la atracción que sentía por él no era otro que el
paréntesis que se estaba tomando de los hombres. Estaba convencida de
ello. Tal vez había llegado el momento de volver al mercado. Porque si
seguía así, posiblemente acabara planteándose alguna de sus poco sutiles
insinuaciones de irse a la cama y esa sería la idea más catastró ca de su
vida. De la historia de la humanidad.
Eso no sucedería. Nunca más.
Aunque no lo odiara, aunque no fuera siete años menor que ella, Wes
era un desastre. No literalmente. Si la apuntaran con una pistola en la
cabeza, hasta admitiría que arreglado estaba bien. Muy bien, de hecho.
Cuando se quitó el sombrero de vaquero, dejó a la vista ese pelo rubio
oscuro que nunca llevaba peinado hacia el mismo sitio, esos ojos
ambarinos donde siempre brillaba el buen humor y esa piel morena que
le recordaba al bronceado de la gente de campo, a las carreteras
secundarias de Texas, a… ¿Se podía saber qué estaba haciendo?
¿Escribiendo la letra de una canción country?
El atractivo de ese hombre era irrelevante.
El verdadero problema radicaba en que Wes sabía que ella no era
perfecta, impecable y natural. No lo había engañado, ni por un segundo, y
eso le resultaba inaceptable. Que él conociera sus defectos era una de las
principales razones por las que le costaba tanto arse de su interés. En
realidad, solo estaba divirtiéndose a costa de una mujer que le sacaba
unos cuantos años y que podía jugar a ponérselo difícil. Pero ¿estaba
interesado de verdad en ella? Su actitud irreverente hacía que fuese difícil
saberlo.
Cierto que se le había puesto dura cuando saltó sobre él para evitar a la
rata.
Aunque claro, ¿a un hombre de veintitrés años no se le ponía dura hasta
con la brisa?
«Deja de pensar en erecciones en la cena del ensayo de la boda de tu
hermana».
—Georgie —susurró cuando por n llegó junto a su hermana. Al verla
vestida de punta en blanco, sintió de nuevo la ardiente presión de las
lágrimas en los ojos y estuvo a punto de desear que Wes hiciera otro
comentario inapropiado, pero se contuvo—, estás divina.
—¿Tienes algo que ver con esto? —preguntó Travis como si estuviera en
trance—. ¿Cómo quieres que me pase tres horas sentado a una mesa si ella
tiene este aspecto?
Georgie le clavó un dedo a su novio.
—Hablas de mí como si no estuviera aquí.
—No estás aquí. Eres un holograma. Si lo pienso hasta creérmelo,
conseguiré dejar las manos quietecitas. —Travis se pasó una mano por la
cara—. ¿Podemos empezar ya a cenar, por favor?
Bethany se colocó entre los novios, con expresión ufana, y los guio hacia
la mesa, dejándolos de pie detrás de sus sillas.
—Por favor, sentaos. —Miró al camarero, un universitario, y el chico se
acercó para empezar a servir champán en las copas de todos los invitados.
Cuando la última estuvo a rebosar de Dom Pérignon, Bethany levantó la
suya—. Stephen hará su discurso como padrino durante el banquete de
mañana, así que es justo que yo aporte mi granito de arena ahora. —
Resopló mientras miraba con sorna a su hermano, que parecía confundido
por haber tenido que sentarse separado de su mujer—. No es ningún
secreto que Travis tardó bastante en convencerme. Décadas. Y todavía no
ha acabado de hacerlo del todo. Estamos al noventa por ciento —dijo,
dándole una palmadita en el hombro a su futuro cuñado—. Sin embargo,
estoy cien por cien segura de que ningún otro hombre podría hacer tan
feliz a mi hermana, ni la habría conquistado como ha hecho Travis.
Estaban destinados a acabar juntos y, la verdad, no estoy amargada por ser
la única soltera de la familia. Claro, que mejor no os enseño lo que me
gasto en psicólogos… —Se acercó a los novios mientras la emoción le
provocaba un nudo en la garganta—. Y dejando las bromas a un lado, me
alegro mucho por los dos. En serio. Lo vuestro es amor verdadero. —
Levantó la copa un poco más—. Por Travis y Georgie.
—Por Travis y Georgie —repitieron todos.
Se alejó de los novios y se dirigió a su silla, donde tomó asiento,
encantada de oír que las conversaciones uían a su alrededor con
naturalidad, mientras se rellenaban las copas antes de que estuvieran
vacías. La velada había comenzado sin contratiempos. La tensión que
sentía en el pecho se fue aliviando poco a poco, y volvió a ser consciente
del hombre sentado a su lado.
—Bonito discurso —le dijo Wes—. Si no te conociera mejor, hasta me
habría creído que tienes corazón.
—Ah, es que lo tengo. En el mismo sitio que tú tienes el tuyo. —Bebió un
sorbo de champán—. A unos veinte centímetros por debajo de donde
deberías tener el cerebro. —Vio que abría la boca para replicar, pero lo
cortó antes de que pudiera hacerlo—: Como hagas un chiste con «nueve
centímetros», te echo cera caliente por la cabeza.
—Joder, preciosa, ahí te ha salido la vena retorcida. —Le guiñó un ojo—.
Me encanta.
Bethany apretó los dientes.
—¿Por eso querías sentarte a mi lado? ¿Para poder pincharme toda la
noche? —Lo vio morderse el labio—. Como saques eso de contexto, te mato
—le advirtió ella con los ojos cerrados.
Wes se acomodó en su silla y tuvo el buen tino de no soltar otra
insinuación. Sin embargo, ella no pudo evitar el tic nervioso de su pie
debajo de la mesa. ¿Por qué no podía mantener la compostura con ese
hombre? Nadie era capaz de irritarla como él. Ni de licuarle el cerebro con
una oportuna sonrisa.
Una sonrisa que le decía: «Veo tus defectos. Los veo todos».
¡Dios, no lo soportaba!
Además de haberla calado, no acababa de verle el plumero —menos mal
que no había dicho eso en voz alta—. Según Stephen…, y a lo mejor gracias
a lo que había encontrado buscando en internet, Wes era un buen chico
con una vena salvaje. Lo con rmó una noche, después de beber
demasiado vino, a través de su cuenta de Instagram, que parecía
abandonada desde hacía mucho y que básicamente consistía en una foto
tras otra de él montando toros, en Urgencias mientras lo atendían por
alguna herida —casi siempre con el pulgar hacia arriba y una sonrisa en
los labios— o bebiendo jarras de cerveza mientras sus amigos lo animaban
de fondo.
Esas pruebas deberían justi car la aversión absoluta que le provocaba.
Había salido con chicos a los que solo les iba la juerga, pero que lograban
conquistarla por ser los más interesantes del bar. Ya había dejado atrás a
ese tipo de hombres. Todos se convertían en idiotas amargados cuando
dejaban de ser el centro de atención.
Sin embargo…
Wes estaba en Port Je erson para cuidar de su sobrina.
Y no parecía buscar medallas por eso.
Curioso.
En ese momento, Bethany se dio cuenta de que estaban sentados
demasiado cerca, de que se estaban observando con demasiada atención.
Se apartó con brusquedad.
—¿Has conseguido encontrar a alguien capaz de ayudarnos con la
reforma?
Wes siguió mirándole los labios unos instantes.
—Pues sí —contestó, asintiendo con la cabeza—. Son capaces… y mucho
más.
Bethany no ocultó la descon anza que le había provocado su vaga
respuesta, pero pre rió no hacer ningún comentario.
—Mañana voy a comprar los materiales para el cuarto de baño.
—Genial. ¿Cuándo y dónde? Te acompaño.
Empezó a negar con la cabeza. ¿Estar con Wes cuando no era
absolutamente necesario? Mala idea. Bastante tendrían que verse en la
casa durante las obras. Tampoco era necesario que se convirtieran en
amigos que iban juntos de compras. Además… no tenía claro qué comprar
para el cuarto de baño y no necesitaba un testigo que la viera dudar cada
vez que tuviera que elegir algo.
—No hace falta.
—Como capataz, me gustaría estar al tanto de todos los detalles, grandes
y pequeños.
Bethany se echó hacia atrás.
—¿Capataz? ¿Quién te ha dado ese puesto?
Él la miró con curiosidad.
—¿Qué puesto sugieres que ocupe?
—No sé. ¿El payasete de la cuadrilla?
El buen humor se re ejó en su expresión.
—Si te ayuda a sentirte mejor, yo te veo como la jefa de obra.
—Oh. —Se removió en la silla, sintiéndose un poco tonta por estar tan a
la defensiva—. En ese caso…, supongo que las dos cosas encajan.
Wes le guiñó un ojo.
—Lo que sea para complacer a la jefa.
La culpa por haberse puesto a la defensiva le pesaba en la barriga como
si fuera una bola de plomo.
—Te enviaré un mensaje con la dirección de la tienda. Nos veremos allí
mañana por la mañana. Pero…
—¿Qué?
La zona del cuello que siempre se le irritaba le picaba de forma
insoportable, así que apretó las manos sobre el regazo.
—Es que no sé exactamente qué necesitamos.
La actitud bromista de Wes desapareció.
—Cuenta conmigo.
Sintiéndose expuesta, Bethany se apartó de la mesa y se levantó tan
rápido que estuvo a punto de volcar la silla, pero Wes la sujetó a tiempo.
Tras murmurarle las gracias, se alejó con la intención de asegurarse de que
todos tenían copas limpias para el cambio del champán al vino tinto, muy
consciente de que Wes seguía todos y cada uno de sus movimientos.
«Mañana por la mañana» le parecía mucho más cerca que antes.
6

Había sido un imbécil al decirle a Bethany que el sexo ya no estaba sobre


la mesa.
Eso fue lo primero que pensó cuando la vio entrar en la exposición de
material de construcción para cuartos de baño con unos vaqueros de
cintura alta que parecía llevar pintados sobre la piel y una camiseta
holgada remetida por delante…, solo por delante. ¿Por qué le gustaba
tanto eso? Y los tacones. Nunca le había prestado mucha atención a la
ropa que llevaban las mujeres, ni mucho menos a los pequeños detalles,
pero Bethany se trabajaba tanto sus atuendos que le parecía un pecado no
jarse en ellos.
Llevaba un moño sujeto con un lápiz en la coronilla, casi como si
quisiera hacer creer a la gente que no había tardado nada en ponerse así
de maravillosa. ¿Qué aspecto tendría a primera hora de la mañana? ¿Sin
ropa, con el pelo alborotado y sin maquillaje? Eso era lo que él quería
descubrir. Así arreglada estaba preciosa, pero tenía la sensación de que si
la despojaba de todas sus capas estaría mucho mejor. Si la veía al desnudo.
Se detuvo frente a él con una sonrisa.
—No.
—Lo siento, ¿estaba hablando en voz alta?
—Tu cara de cachondo lo decía todo.
—Es culpa tuya. Gracias a esa rata, he tenido tus piernas alrededor de la
cintura.
Bethany se quitó las gafas de sol, cerró las patillas y las guardó en un
compartimento oculto de su bolso.
—En n, pues espero que disfrutaras de la primera y última vez.
—Venga ya. Todavía te quedan unos cuantos años buenos.
Wes frunció el ceño cuando la vio titubear un poco y contener la réplica
que estaba a punto de soltarle. En vez de ponerlo en su sitio, que habría
sido lo normal, pasó a su lado y le hizo un gesto a uno de los
dependientes.
—¡Hola! —Bethany miró al hombre (treintañero vestido con unos chinos
que le quedaban anchos y un polo de la empresa) con una sonrisa
deslumbrante, ¡cómo no!—. Kirk —dijo cordialmente, tras leer su nombre
en la tarjeta identi cativa que llevaba en el polo—, queremos hacer un
pedido de material para reformar un cuarto de baño. ¿Serías tan amable
de darnos unos catálogos y señalarnos un lugar donde podamos
sentarnos?
Kirk estuvo a punto de torcerse un tobillo al salir corriendo para
complacerla.
—Claro.
Wes la siguió hasta el otro extremo de la tienda, pero todavía seguía
pensando en su extraña reacción por la broma sobre la edad. Bethany
sabía que no pretendía hacerle daño con sus pullas sobre la edad,
¿verdad? Los siete años que los separaban no eran nada. Una persona
todavía era joven a los treinta. Joder, aunque tuviera cuarenta y cinco, él la
seguiría con la lengua fuera. Así que ¿por qué se había encerrado en sí
misma?
Se sentaron a una mesa llena de papeles, Bethany con la espalda muy
recta y él a su lado, y observó su per l. Algo le decía que debía aclarar ese
malentendido —que la veía como si estuviera a punto de estirar la pata— o
se arrepentiría. Sin embargo, antes de que pudiese abrir la boca, Kirk
regresó con una pila de catálogos que le llegaba a la barbilla y que dejó
sobre la mesa con una palmada.
—Aquí tiene, señorita Castle.
—¡Ah! —exclamó ella, sonriendo—. Me conoces.
—Claro. Es la hermana de Stephen Castle.
Sus ojos perdieron parte del brillo, y Wes quiso estrangular al muy
imbécil.
—Bien —dijo Bethany mientras abría uno de los catálogos—. Te
avisaremos cuando estemos listos para hacer el pedido.
El Capitán Bocazas se retiró, y Wes se acomodó en su silla,
preguntándose por qué de repente se sentía tan inquieto. La lujuria era
inevitable cuando estaba en la misma habitación que Bethany, pero en ese
momento lo que quería era tomarla de la mano. O acariciarle la nuca y
pasarle el pulgar por el nacimiento del pelo para reconfortarla. Y eso lo
molestaba.
Tal vez había una manera de consolarla sin ser demasiado obvio. En la
cena del ensayo de la noche anterior, Bethany admitió que estaba
preocupada porque tenía que elegir el material para la reforma del cuarto
de baño y no sabía por dónde empezar, ¿verdad?
Carraspeó con fuerza, se sacó el móvil del bolsillo y abrió la app de
imágenes, donde fue pasando fotos de Laura bailando en el porche
delantero hasta dar con lo que quería.
—Anoche volví a la casa e hice algunas fotos del cuarto baño. Tomé
algunas medidas.
Bethany parpadeó y comprendió que estaba recordando la conversación
de la noche anterior. «Te dije que podías contar conmigo», quiso decirle,
pero… no buscaba su gratitud. ¿Qué buscaba, entonces? ¿Su con anza?
—¡Ah! ¡Ah…! ¡Estupendo! —Respiró hondo y cuadró los hombros—.
Gracias. Mi plan era pedir más baldosas de la cuenta y devolver las que
nos sobraran, pero esto es mejor. —Lo miró de nuevo disimuladamente
antes de concentrarse en las imágenes de su teléfono—. ¿Volviste a ver a la
rata?
—No, pero tuve el placer de conocer a sus hijos —contestó con un
estremecimiento—. A varios de ellos.
Bethany soltó un gemido.
—Ojalá no me hubieras dicho eso. Ahora me siento culpable por haber
llamado al del control de plagas.
—No paraban de chillar.
—Al in erno con ellos —replicó Bethany, que empezó a mirar de su
móvil al catálogo—. ¿Debería preocuparme la posibilidad de que
aparezcan mensajes de texto inapropiados en tu pantalla que me dejen
traumatizada para toda la vida?
Wes alargó un brazo y le impidió que pasara la página del catálogo
señalando unas baldosas de precio moderado que se llevaban mucho.
—¿Mensajes inapropiados de quién?
Bethany apartó su brazo de un manotazo y pasó la página.
—No sé —murmuró, distraída—. De alguna mujer.
Wes se dio cuenta de que empezaba a sonreír.
—Admito que recibo un volumen bastante alto de mensajes de mujeres.
La vio encogerse de hombros con brusquedad.
—Bueno, pues ya puedes guardarlo. Ahora sé cómo es el cuarto de baño
y…
Wes se acercó de nuevo el móvil como si tal cosa y salió de la app de
fotos para abrir la de mensajes de texto, tras lo cual leyó en voz alta.
—A las quince y cuarenta y siete de ayer. «Laura no quiere comerse la
barrita de cereales». Mi respuesta: «Dile que puede mojarla en las
natillas». —Atisbó la sonrisa que asomaba a los labios de Bethany antes de
que volviera a sumergirse en el catálogo—. Del día anterior: «Laura dice
que la dejas ver La jueza Judy». Mi respuesta: «Pues claro». Unos mensajes
escandalosísimos, Bethany.
—Esas son las niñeras de Laura.
—Llámalas por su verdadero nombre. Son heroínas.
Ella le dirigió una mirada sorprendida.
—Es muy amable por tu parte que lo reconozcas.
—Antes de que sigas echándome ores, debo decirte que las tengo en el
móvil como —empezó a desplazarse por los mensajes más recientes—,
«Judías Verdes Gratinadas», «Tono de Forastera»…
—¿Cómo es que reconoces el tono de Forastera?
—Me lo dijo ella cuando se lo pregunté. Y ahora sé demasiado sobre una
pelirroja llamada Jamie. —Sacudió la cabeza—. «Tatuaje Desvaído en la
Pierna» (esta es la que mejor me cae) y «Vamos a Colorear». Porque
siempre va armada con una caja de lápices de colores como si fuera un
pistolero con el pelo azul.
A esas alturas, Bethany casi no podía contener la sonrisa y él se lo estaba
pasando en grande con sus esfuerzos.
—Me temo que has cometido el clásico error masculino de suponer que
las mujeres no están en constante evolución. ¿Qué pasa si Tono de
Forastera lo cambia por el tema principal de e Crown, o Tatuaje Desvaído
en la Pierna empieza a ponerse pantalones largos?
No lo había pensado, pero tenía razón. Nunca había estado cerca de una
mujer el tiempo su ciente como para verla evolucionar, pero suponía que
era cierto. Joder, hasta principios de otoño él se había dedicado a montar
toros en los rodeos y, a esas alturas, ejercía de padre sustituto. Eso sí que
era una evolución y lo demás, tonterías.
¿Bethany había evolucionado?
¿Evolucionaría después de que él se fuera?
Tragó saliva para librarse del extraño nudo que sentía en la garganta.
—Y yo pensando que mi sistema de apodos era infalible…
—Menos mal que no tienes mi número. —Pasó la página con más prisa
de la cuenta—. No me gustaría saber qué nombre me has puesto.
—¿Quién dice que no tengo tu número?
Esos ojos azules lo miraron después de levantar la cabeza despacio, y se
quedó hipnotizado contemplando las motitas claras que rodeaban sus
pupilas.
—¿Qué has dicho? ¿Que tienes mi número?
—Lo soltó Tatuaje Desvaído en la Pierna. —Guiñó un ojo—. Ya te he
dicho que es mi preferida.
—¿Marjorie? —le preguntó con un jadeo—. Trabajaba como directora de
recursos humanos antes de jubilarse.
Wes estiró las piernas.
—La ética no es rival para el encanto, preciosa.
—¡Cállate ya! —Miró su móvil, apartó la vista y volvió a mirarlo—. ¿Qué
nombre me has puesto?
—Puedes estar tranquila.
—Enséñamelo.
—Ni hablar.
Bethany tamborileó con las uñas sobre el catálogo de baldosas varios
segundos.
—De acuerdo. —Enderezó la espalda—. De todas formas, no me importa.
—Ya lo veo —replicó.
El Capitán Bocazas apareció de repente frente a ellos.
—¿Va todo bien? ¿Puedo ayudar o hacer alguna sugerencia?
—Vamos bien —dijeron los dos a la vez.
El dependiente se fue.
Wes vio que Bethany acariciaba una muestra de baldosa blanca con
motas grises mientras él re exionaba sobre la conversación que acababan
de mantener. Cuando comentó lo de los mensajes de texto, seguro que
trataba de sonsacarle si estaba saliendo con alguien, aunque seguramente
estaría dispuesta a elegir una paleta de color formada por naranja y verde
lima para el cuarto de baño antes que admitir que sentía aunque fuera un
interés remoto por él. De todas formas, era un avance. Tal vez podría
conseguir algunos más.
—Marjorie estará en la boda —la oyó murmurar, como si estuviera
hablando sola—. Estoy deseando burlarme de ella por ser susceptible a los
vaqueros.
—Todas mis niñeras van a ir a la boda. He tenido que llevar a Laura a
comprarse un vestido bonito para que no desentonara.
Bethany volvió a mirarlo con esos ojos tan brillantes, y se le encogió el
estómago.
—¿Qué tipo de vestido habéis elegido?
Luchó contra la oleada de incertidumbre que le provocaban sus
habilidades estilísticas, que eran bastante pobres.
—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Compramos uno rosa.
—Rosa. ¿Eso es lo único que recuerdas?
—Tiene mangas.
—¡Ah, mira! —Meneó la cabeza sin dejar de mirarlo, y Wes se puso de
vuelta y media por no haber investigado más en Google antes de llevar a
su sobrina de compras. Qué mal por su parte haberse agobiado al
descubrir que el número de páginas dedicadas a la moda infantil era
in nito. Bethany no parecía dispuesta a echarle en cara su ineptitud, pero
se sorprendió al oír que le preguntaba—: ¿Sabes cuándo regresará la
madre de Laura a Port Je erson?
—No. Pronto, seguramente —contestó, con demasiada rapidez.
Ella lo miró un instante.
—No pareces muy convencido.
Wes tragó saliva.
—Tal vez porque… no lo estoy. —No estaba acostumbrado a la dulzura
con la que Bethany lo miraba y empezó a inclinarse hacia ella, aunque se
detuvo antes de que se diera cuenta—. Ojalá me llamara. Por el bien de
Laura.
Bethany replicó con la voz un tanto ronca:
—Desde luego —dijo y se removió en su silla—. Mientras tanto, mi
madre convertirá a Laura en la protagonista de la boda. Echa de menos
nuestra época de miniaturas.
Aunque en otro momento habría aprovechado el comentario para
decirle que era un vejestorio, se mordió la lengua.
—Así que ya tengo pareja para la boda —dijo Wes despacio, porque de
repente se le ocurrió una idea espantosa—. ¿Y tú, Bethany? ¿Vas a ir
acompañada por algún tontorrón con traje de marca?
—Puede. —Levantó una ceja rubia—. ¿Qué vas a hacer esta vez para
pagarle mis copas? Hay barra libre.
Wes apretó los dientes.
—Relájate, vaquero. Sigo de paréntesis masculino. —Pasó otra página—.
Aunque no sea de tu incumbencia.
Él no estaba de acuerdo.
—¿Qué fue exactamente lo que provocó este paréntesis?
—La constatación de que los hombres son tan simples que guardan a las
mujeres en sus teléfonos con nombres como «Vamos a Colorear».
—Por Dios, Bethany. Sé que se llama Donna. Tampoco pasa nada por
haber tomado un atajo con esos detalles después de que me presentaras a
cuarenta mujeres de aproximadamente la misma edad y descripción física
la misma noche.
Se refería a la noche que la Liga de las Mujeres Extraordinarias se enteró
de que era un soltero de veintitrés años que cuidaba solo de una niña y se
presentaron todas en su puerta como la versión de Port Je erson de la
Agencia Federal para el Manejo de Emergencias. Al día siguiente, se
despertó preguntándose si había soñado que un grupo de mujeres de
mediana edad le organizaba el cajón de la ropa interior, pero no fue un
sueño. Descubrió que sus calzoncillos estaban enrollados y organizados
por color.
Bethany hizo un mohín y lo miró.
—Te pido perdón. Pero solo por esa pequeña suposición.
—¡Uf, vaya! —Levantó un pie enfundado en una de sus botas y lo colocó
sobre la rodilla contraria—. ¿Están volando los cerdos ahí fuera?
Bethany no respondió de inmediato.
—Estoy haciendo un paréntesis porque mi último novio me puso los
cuernos. Cuando lo encontré mensajeándose con una de sus alumnas de
arte dramático, me dijo que yo era distante y fría. Básicamente que yo
tenía la culpa, vamos. Tampoco era la primera vez que me pasaba con un
novio. De hecho, se estaba convirtiendo en una especie de patrón. Así que
supongo que necesito un poco de tiempo para recuperarme antes de
volver a intentarlo. Si acaso vuelvo a intentarlo. ¿Estamos en paz ahora?
Wes sintió que le subía fuego por la garganta. ¿Hasta qué punto la
habían herido para que renegara de los hombres? ¿Había estado
enamorada de esos cabrones?
—Yo no necesito que te rebajes. Jamás te lo pediría ni lo disfrutaría.
—¿Pre eres hacerlo en mi lugar?
—Yo solo me limito a dar lo mejor de mí mismo, preciosa. Creo que
elegiste hombres incapaces de seguirte el ritmo, no como yo. —Un rubor
rosado tiñó sus mejillas y allí estaba, otra vez esa mirada que le echó el
lunes por la mañana, al sentir el roce de su erección. La vio separar los
labios y fue testigo de sus esfuerzos para controlar la respiración. Esos ojos
azules lo miraban divididos entre el deseo y el recelo, una combinación
que estaba logrando que los vaqueros le parecieran todavía más estrechos
de lo que ya eran—. Te enseñaré qué nombre te he puesto en contactos si
bailas conmigo en la boda.
Bethany salió de su trance con una mueca.
—Ni hablar.
Agitó el teléfono.
—¿Seguro?
Pasaron unos segundos.
—¿Solo un baile?
—Si eres capaz de alejarte luego…
—Creo que me las arreglaré. —Le quitó el móvil de la mano sujetándolo
entre el índice y el pulgar, y después adoptó una pose entre elegante y
sensual mientras se desplazaba por la pantalla—. Bethany Japuta Castle —
leyó, e hizo un mohín con la nariz—. ¿Eso tiene una connotación negativa
o positiva?
—He dicho que te lo enseñaría, no que te lo vaya a explicar.
Los engranajes de su cerebro empezaron a girar por detrás de esos ojos
azules.
—Bueno, supongo que ya que tienes mi número y que vamos a reformar
y vender una casa juntos, yo también debería tener el tuyo. —Rebuscó en
su bolso, sacó su teléfono y, tras pasar el dedo en zigzag por la pantalla,
llegó a los contactos. Tecleó algo y luego giró el teléfono para que él lo
viera.
—Qué tierno —dijo Wes, mientras tecleaba su número junto al nombre
elegido para su contacto—: «Directo al Buzón de Voz».
Se inclinó hacia ella y se detuvo justo antes de rozarle el pelo con los
labios, jándose en que aferraba las muestras de baldosas con más fuerza
entre los dedos.
—Yo elijo el baile. ¿Crees que conseguirás no subirte a mi cintura?
—Había una rata.
—Sigue engañándote a ti misma, diciéndote que solo fue por eso.
La oyó tragar saliva.
—¿Podemos elegir ya las baldosas?
—Tú mandas. Yo solo he venido para darte apoyo moral.
—Tu moral necesita más apoyo que la mía.
No pudo contener una carcajada por su ingenioso juego de palabras y
sonrió de oreja a oreja cuando la oyó reírse de mala gana. Esos ojos azules
se clavaron en sus labios una décima de segundo antes de volver al
catálogo.
¿Otro avance?
Era difícil saberlo. Pero ya estaba contando los minutos para que llegara
la boda.
7

Bethany descorchó una botella de Moët & Chandon y vertió el


burbujeante champán en una hilera de copas de cristal. Esa mañana se
había levantado temprano y había convertido el dormitorio de sus padres
en un glamuroso vestidor al colgar guirnaldas de luces en el techo,
encender velas y organizar los asientos. Georgie se había resistido a
celebrar la boda en un sitio más grande y había decidido casarse con
Travis en el jardín de la casa de sus padres, pero eso no signi caba que
hubiera que renunciar por completo al lujo.
Con el champán en la mano, se volvió para ofrecerle una copa a su
hermana y se la encontró tumbada boca arriba en la cama de sus padres.
—Mujer, que acabo de pasar dos horas peinándote —protestó, dándole
un codazo en el pie—. Incorpórate.
—Lo siento, esta es la única postura en la que puedo respirar con este
corsé.
—Me lo agradecerás cuando Travis te vea las tetas.
—Ya las tiene bien vistas. Por eso se casa conmigo.
—Georgie Castle —la regañó su madre mientras entraba en el dormitorio
con un vestido azul nuevo—, no digas esas cosas si vas a presentarte
delante Dios dentro de un rato.
—Dios ya sabe cómo es, mamá —replicó Bethany al tiempo que le ofrecía
una copa de champán—. Y también sabe de quién lo ha heredado.
—Lo siento —se disculpó su madre, que le dio un buen trago al champán
—. Joder, qué rico.
—Solo lo mejor —repuso Bethany con energía. Estaba tan emocionada
que sentía un hormigueo en las puntas de los dedos—. Arriba, Georgie. Es
hora de ponerte el vestido.
Georgie rodó hasta quedar boca abajo, se impulsó hacia arriba y se bajó
de la cama retrocediendo hasta que sus pies rozaron el suelo.
—¿Ha llegado Travis? ¿Los invitados?
Bethany descorrió la cortina del dormitorio y estiró el cuello para ver la
calle.
—Sí, se está cambiando en la caseta de la piscina. Y parece que empieza
a llegar gente. ¿Quién es ese hombre tan elegante que lleva del brazo a esa
mujer igual de elegante?
Georgie se acercó a la ventana.
—Es Donny, el representante de Travis, Donny y su pareja, supongo. —
Sonrió—. Es el típico representante deportivo, pero en el fondo lo adoro. Si
no le hubiera aconsejado a Travis que mejorara su imagen para conseguir
el trabajo de comentarista, no habríamos ngido que estábamos saliendo
y…, en n… —Sonrojada todavía por lo de antes, se señaló su elegante
peinado de novia—. Ya sabes cómo ha acabado la cosa.
—Habríais acabado juntos sin importar lo que pasara —a rmó su
madre, que apuró la copa de champán y la dejó sobre el tocador—. Se veía
a la legua.
Ambas hermanas intercambiaron una sonrisa.
—Vamos a ponerte el vestido.
—Aaah —exclamó Georgie—. Mejor esperamos a Rosie.
—¡Ya estoy aquí! —El tercer miembro del trío entró en ese mismo
momento por la puerta, que cerró tras ella sin hacer ruido—. Siento llegar
tarde. Dominic tiene el don de la oportunidad para olvidar cómo se hace el
nudo de la corbata justo cuando vamos a salir de casa.
Bethany soltó un gemido.
—Una corbata que acabó en el suelo y…
—Niñas —resopló Vivian, atusándose el pelo—. Conociendo a estos dos,
ella acabó con la corbata en las muñecas.
—¡Mamá! —exclamaron Bethany y Georgie a la vez.
—¿Qué pasa? Soy miembro de la Liga de las Mujeres Extraordinarias. Yo
no tengo la culpa de que os vayáis de la lengua en las reuniones cuando os
pasáis con el tequila.
Bethany se tomó un momento para recuperarse y luego se acercó a
Rosie, cuya piel morena resplandecía bajo el vestido de seda verde,
idéntico al que ella llevaba.
—Estás increíble.
—Lo mismo digo. Estoy muy contenta de haber elegido la versión más
corta. Tengo pensado bailar —replicó Rosie, moviendo las caderas, lo que
hizo que el bajo del vestido le rozara la mitad del muslo—. Pero me
interesa más ver a Georgie de blanco. —Se acercó a la susodicha y tiró de
ella para abrazarla—. Vamos a transformarte en una novia.
No quedó ni un pañuelo sin usar durante la ceremonia. Travis y Georgie
intercambiaron los votos debajo de los árboles del patio trasero de los
Castle, los mismos árboles donde Georgie solía esconderse para espiar a
Travis mientras ngía leer revistas para adolescentes. El novio empezó a
echar humo por las orejas cuando vio a su futura esposa avanzando por el
sendero con el ceñido vestido de seda del brazo de Morty. Travis no le
quitó los ojos de encima ni un segundo, como si fuera a darse media
vuelta, subirse a un taxi y unirse a algún circo.
Rosie y Bethany se colocaron a la izquierda de Georgie. Stephen y
Dominic, a la derecha de Travis. La tensión entre Bethany y su hermano
quedó olvidada durante esos momentos bajo las titilantes y delicadas
guirnaldas de luces y el cielo crepuscular. Allí no había casas que reformar,
solo su hermana pequeña contrayendo matrimonio con un hombre que la
tenía en un pedestal.
Sin embargo, al sentir que la miraban desde la multitud y saber que se
trataba de Wes, recordó que había accedido a bailar con él.
Solo sería un baile de nada.
Claro que… ¿sería solo eso? Desde la posición que ocupaba al frente de
la multitud como dama de honor de la novia, no pudo evitar buscar a Wes
entre el mar de rostros. Con la excusa de darles la bienvenida a los
invitados con una sonrisa, por supuesto. Al principio no lo vio. Mientras
escuchaba al sacerdote disertar sobre las virtudes del amor, intentó
superar la desilusión de que al nal no hubiera asistido a la boda…
Y entonces vio su cabeza en una de las las centrales, con sombrero
vaquero incluido.
Esbozó una sonrisa torcida al darse cuenta de que había estado
agachado buscando una galleta para dársela a su inquieta sobrina. ¿En
serio? ¿Cómo había logrado unir esa noche la imagen de James Bond y de
Mejor Padre del Año?
Lo vio levantar despacio la mirada hasta encontrarse con la suya y, en
ese momento, le guiñó un ojo, tras lo cual la miró con descaro de arriba
abajo de tal manera que agradeció poder disimular los pezones
endurecidos con el ramo de rosas.
Le costó un gran esfuerzo volver a concentrarse en la ceremonia, pero lo
consiguió, consciente de que Wes la miraba embelesado de principio a n.
Una vez besada la novia, se apresuraron a cambiarle el vestido a Georgie
por el que había elegido para la esta y se aseguró de que estuviera lista la
música para la entrada de los novios.
En aquel ambiente romántico, bañados por la luz de las estrellas, con la
suave melodía de « e Way You Look Tonight» interpretada por un
cuarteto de cuerda, el baile que le había prometido a Wes no le parecía en
absoluto intrascendente.
Bethany lo observó de reojo mientras hablaba con uno de los camareros
del catering. A esas alturas podía verlo de cuerpo entero y se percató de
que había cambiado las botas vaqueras por unos relucientes mocasines
negros. Aun así, cada vez que Stephen le presentaba a alguien nuevo, se
quitaba el sombrero vaquero y se lo apretaba contra el pecho, como si
fuera el dichoso Búfalo Bill, pero en sus días de universidad. El destello de
sus dientes blancos y ese mentón tan a lado cada vez que sonreía la
tenían tan distraída que estuvo a punto de chocarse con la escultura de
hielo.
—Contrólate —murmuró mientras se alisaba una arruga inexistente del
vestido de dama de honor—. Eres lo bastante madura como para saber
que…
—¿Estás hablando contigo misma o con la escultura de hielo, preciosa?
—le preguntó él con los hombros temblándole por la risa—. Por cierto,
¿qué se supone que es?
Bethany alzó la barbilla.
—Son dos cisnes con la cabeza agachada para crear un corazón.
Obviamente.
Wes le guiñó un ojo.
—¿Han tomado como modelo tu gélido corazón?
—Sí. ¿A que han hecho un trabajo increíble? —Bethany le hizo una
peineta disimulada, levantando el dedo corazón justo en el borde de la
escultura para que él lo viera a través del hielo—. Si miras de cerca, podrás
ver qué parte de mi corazón ocupas.
—Déjame adivinar. ¿La zona de «vete a la mierda»?
—Bravo, Wes. Eres incapaz de distinguir a los animales por su forma,
pero se te da genial la geografía.
Bethany sintió el impulso de echarse a reír. Pero no de soltar una
carcajada malévola. No, quería reírse de buena gana. Discutir con Wes
siempre había sido un pasatiempo entretenido, pero llevaba una
temporada que le gustaba tanto que ya era alarmante. Casi siempre. De
vez en cuando, él le daba una patada en el estómago cuando le soltaba
algún comentario sobre su diferencia de edad. Como el día anterior,
cuando quedaron para elegir las baldosas y él bromeó al decir que todavía
le quedaban unos cuantos años buenos. Ese tipo de pulla no le resultaba
tan digerible como las demás. Por mucho que quisiera pasarlas por alto…,
le escocían.
Aunque… ¿por qué? ¿No debería agradecerle que le recordara los siete
años que los separaban y que no podían ser más inadecuados el uno para
el otro?
Sí. Sí, debería agradecérselo. Muchísimo.
—En n. Estaba pensando en quitar los arcos de la casa…
—¡Tío Wes!
Un relámpago rubio dividió los átomos entre Wes y Bethany. Un
segundo después, él se colocó a la risueña niña sobre los anchos hombros,
tirando al suelo el sombrero vaquero y logrando que su pelo acabara
alborotado, pero… de una forma que resultaba hipnótica. Dado que
necesitaba distraerse de la risa cariñosa y del pelo alborotado de Wes,
Bethany se agachó y recogió el sombrero, que sujetó con torpeza entre las
manos.
—Hola, Laura —saludó a la niña—. ¿Estás pasándotelo bien en la esta?
—¡Elsa! —exclamó ella con los ojos relampagueantes—. ¿Por qué nunca
me haces de niñera?
Tardó un momento en recuperarse de la extraña sensación de placer
que le provocó que la niña la recordara. Aunque la recordase con un
nombre equivocado y como un personaje de Disney al que aparentemente
se parecía.
—Yo…, en n, dejo esa tarea en manos más capaces.
Laura frunció el ceño.
—¿Qué?
Wes le dio una palmada a su sobrina en una rodilla.
—Niña, lo que Elsa intenta decir es que ella no es de las que hacen de
niñera.
—¿Y entonces qué hace?
—Hace sufrir a los demás, no le van los cuentos.
Bethany y Wes se miraron con sendas sonrisas forzadas.
—Elsa, ¿ese hielo lo has hecho tú? —le preguntó Laura, señalando por
encima de su hombro a los cisnes—. ¿Con tus poderes?
Como no quería decepcionarla, Bethany se inclinó hacia ella y le susurró
al oído:
—Sí, pero no puedes decírselo a nadie. Es nuestro secreto, ¿entendido?
—De acuerdo —respondió la niña en voz baja, aunque estaba tan
contenta que empezó a mover los pies—. Tío Wes, haz que haga de niñera.
¿Por favor?
Él la miraba de una manera sosegada que le provocó mariposas en el
estómago, ese ridículo órgano.
—Yo no puedo obligarla a hacer nada, niña.
Bethany abrió la boca y la cerró con la misma rapidez. ¿De verdad iba a
ofrecerse a hacer de niñera? No tenía ni idea de cómo entretener a una
niña. No, era muchísimo mejor que Laura la creyera una princesa de
cción antes que destrozar sus fantasías. Porque eso sería lo que
sucedería.
—Mmm. —Juntó las manos a la altura de la cintura—. La tarta está al
caer. No te gusta la tarta, ¿verdad?
—¡Me encanta!
Después de distraer a la niña, Bethany soltó un suspiro aliviado, que se
entrecortó de repente al ver que Wes seguía observándola de esa manera
tan elocuente. Como si intentara navegar por el paisaje de su mente y
estuviera avanzando.
O creyera que lo hacía.
«Buena suerte, amigo mío. Ni siquiera yo soy capaz de abrirme paso ahí
dentro».
—¡Bethany!
Se volvió y se preparó al ver que Stephen se acercaba con una botella de
cerveza Sam Adams en la mano. Nunca pasaba nada bueno cuando su
hermano bebía alcohol. Algo que rara vez hacía, porque normalmente
prefería las bebidas energéticas y los batidos. No toleraba el alcohol de
ninguna de las maneras; o se volvía competitivo, o se ponía tan
sentimental pensando en el pasado que incomodaba a todo el mundo. Y
aunque estaba en su derecho de beber el día de la boda de Georgie y
Travis, no pudo evitar pensar: «A ver qué tontería se le ocurre ahora».
—Hola, Stephen —lo saludó al tiempo que miraba jamente a la niña
sentada en los hombros de Wes para que su hermano recordase que no
debía decir palabrotas.
—Hola —repitió él, riéndose—. Quiero presentarte a Donny, el
representante de Travis, y a su novia. —Se dio media vuelta—. Eh, ¿a
dónde han ido? —Acto seguido, saludó a alguien a lo lejos y resultó ser la
elegante pareja que ella había visto llegar antes. Eran personas ostentosas
de Manhattan, acostumbrados a ir muy trajeados y que le tendieron la
mano para saludarla con naturalidad.
—Donny Lynch —se presentó el hombre mientras acercaba a su pareja
colocándole la mano en la parte baja de la espalda—. Y esta es Justine, mi
novia.
—Gracias por venir —replicó Bethany, estrechándoles las manos—.
Encantada de conoceros.
Stephen inclinó su botella de cerveza hacia la mujer de pelo oscuro.
—Justine es productora de televisión.
Justine levantó un hombro.
—Culpable.
—Le he estado diciendo que Brick y Morty es material de primera para
un reality show.
Bethany suspiró. ¿No tenía bastantes cosas en las que pensar esa noche?
Los camareros estaban pasando con las bandejas de entremeses, pero solo
había visto a un camarero con bebidas y pronto empezarían los platos de
la cena. Había mil cosas que podían salir mal.
—Mmm. ¿Y por qué es material de reality show? ¿Por las discusiones
familiares?
Eso pareció gustarle a Justine.
—¿Discusiones familiares?
—No —contestó Stephen con rotundidad, bajando la botella de cerveza
—. Por nuestra manera de hacer las cosas, que no tiene igual. Esos
ingenuos de HGTV no nos llegan ni a la suela del zapato.
—Se ha pasado tres pueblos —dijo Wes con disimulo.
—Ah, pues lo que tú digas —replicó Bethany, que bebió un sorbo de
champán.
—Las discusiones familiares me interesan —insistió Justine con una
sonrisa de oreja a oreja—. Seguro que son inevitables, ¿verdad?
—Hemos conseguido evitarlas durante mucho tiempo —respondió
Stephen antes de que Bethany pudiera con rmar que sí, que eran una
familia intensa. Al parecer, los que ponían las reglas no lo veían así—. Y
seguiríamos evitándolas si Bethany no hubiera abandonado el dream team
movida por la vanidad.
Se quedó boquiabierta al oírlo describir de esa manera algo que podía
hacerla triunfar o fracasar. Que podía demostrar que era tan perfecta como
todos suponían… o que también se equivocaba.
—¿Movida por la vanidad? ¿En serio?
Wes silbó por lo bajo.
—Yo no lo habría dicho así.
—Te has cargado la cadena de mando, ¿verdad, Bethany? —preguntó
Justine alegremente.
La carcajada de Bethany sonó bastante forzada.
—Estoy dirigiendo mi propia reforma, sí, pero…
—Estáis reformando casas al mismo tiempo. En el mismo pueblo.
—Sí —respondieron Bethany y Stephen a la vez.
Justine sacó el móvil y pulsó el botón de lo que parecía una aplicación
de notas de voz.
—Hermano y hermana, duelo de reformas, solo uno saldrá victorioso. Lo
llamaremos Enfrentados por las reformas.
—Lo siento, ¿cómo? —la interrumpió Bethany, que empezaba a ponerse
de los nervios—. Aquí no hay ningún duelo.
—¿Ah, no? —Justine levantó una ceja—. ¿Ni siquiera implícito?
—A ver… —Stephen se encogió de hombros—, yo desde luego pensaba
restregarte por la cara que lo hago mejor.
Bethany miró a Wes con gesto suplicante, pero él parecía un poco
distraído mirando a su hermano con cara de cabreo. Qué raro. Volvió a
mirar a Stephen.
—La boda de nuestra hermana no es el momento para hacer esto.
—¿Y yo qué he hecho? —preguntó Stephen, que se golpeó el pecho con
una mano. Genial, había decidido mostrarse competitivo y ponerse a la
defensiva. Los hombres borrachos estaban a la altura de los
teleoperadores y los anuncios de treinta segundos en medio de un vídeo
de Internet en la clasi cación de cosas molestas.
—Yo te lo explico, verás… —dijo Wes, pero Bethany le puso una mano en
el brazo para silenciarlo.
—A ver —terció ella, dirigiéndose a Justine con su mejor sonrisa,
mientras se percataba de que Donny estaba ojeando sus mensajes de
correo electrónico—. En realidad, no es nada interesante. Solo una
diferencia de opinión entre hermanos. Algo habitual en todas las familias.
—Correcto —convino Justine—. Stephen se cree lo más y piensa que tu
reforma nunca estará a la altura de…
—Y una mier… —Se interrumpió y miró a Laura haciendo un mohín—.
Miércoles.
—Crees que tu reforma obtendrá mejor valoración.
Bethany sabía que la estaban manipulando, pero esa certeza no impidió
que se cabreara. Tal vez fuera porque estaban en el patio trasero de la casa
de sus padres, escenario de innumerables carreras y rivalidades con su
hermano. O tal vez por la desesperada necesidad de a rmar en voz alta
que creía en sí misma, ya que en sus pensamientos no lograba hacerlo.
Pero con todos los ojos puestos en ella y la pregunta de la productora
otando en el aire, se oyó decir:
—Sé que será así.
Stephen balbuceó:
—Que te lo has creído.
Wes se pasó una mano por la cara.
Laura lo imitó.
—A ver. Hoy es domingo. Si consigo mover muchísimos hilos, puedo
lograr que haya cámaras en ambas propiedades el miércoles por la
mañana. Solo necesito vuestra información de contacto para que mi
asistente pueda enviaros los detalles. —Justine tecleó algo en su móvil—.
Habrá que rmar cesión de derechos y seguros y blablablá, pero sé que mi
jefe va a alucinar con esto.
—Enfrentados por las reformas es un gran título —murmuró Donny sin
levantar la mirada del teléfono—. Ingenioso. Queda bien. Buen trabajo,
nena.
—Esto va demasiado rápido —susurró Bethany.
—Sí —replicó Wes—. ¿No deberíamos hablarlo con tranquilidad?
—¿Quién es? —preguntó Justine, mirando primero Wes y luego a
Bethany—. ¿El novio? ¿El marido? ¿Cuál es la relación?
—¡Eso me gustaría saber a mí! —gruñó Stephen—. En realidad, no
importa. Por favor, no me lo digas. Mi hermana pequeña acaba de casarse
con mi mejor amigo.
—Es mi capataz —contestó Bethany, devolviéndole por n el sombrero a
Wes. ¿Cuánto tiempo llevaba sosteniéndolo?—. Nada más.
—Está haciendo el tonto por ella —añadió Laura con alegría mientras
aceptaba el sombrero y se lo ponía en la cabeza.
Justine se abanicó.
—Oh, esto es genial.
Bethany resopló, descolocada mentalmente por lo que había dicho
Laura. ¿Era algo que Wes había dicho en voz alta? ¿Hablaba de ella con su
sobrina? ¿Por qué sentía como si la hubieran cubierto de cera caliente?
—Solo son las típicas rencillas familiares, nada más.
—Te aseguro que no. Eres interesante, por no decir también muy
atractiva. A los espectadores les gusta ver sudar a la gente guapa. —Justine
se detuvo un momento después de teclear en su teléfono a un millón de
kilómetros por hora—. También habrá un premio, por supuesto.
Stephen cruzó los brazos por delante del pecho.
—¿Y un título?
—El que gane será el Rey o la Reina de las Reformas de Port Je erson. Lo
coronaremos en la televisión y todo.
Joder. Justine había ganado.
Eran demasiado inmaduros para rechazar la oportunidad de presumir.
Bethany sabía que no debería hacerlo. La casa que iban a reformar no
era más que una ruina infestada de ratas, en condiciones mucho peores
que la de Stephen, y su falta de experiencia ya suponía una desventaja.
Estaba en terreno pantanoso en lo referente a sus habilidades para
convertir esa casa en un hogar habitable, por no hablar para reformarla a
la altura de un premio. Una reforma que la gente vería paso a paso en la
televisión.
La diseccionarían en la televisión, igual que a su talento para la
construcción.
O a la ausencia de este.
Hermano y hermana se retaron con la mirada.
«¿Asustada?», le dijo Stephen articulando la pregunta con los labios.
El desafío fue como si le retorcieran el cuello con un sacacorchos.
—No —contestó, y su voz se pareció un poco a la de Wes—. Vamos a
dejarte en evidencia.
Stephen soltó una carcajada áspera mientras echaba la cabeza hacia
atrás.
—Acepto el reto.
—Cuando quieras, imbécil.
Bethany se dio media vuelta y los dejó a todos boquiabiertos.
Consiguió doblar la esquina de la casa antes de sucumbir al pánico más
absoluto.
8

A Wes no le costó encontrar a alguien que cuidara de Laura unos minutos,


ya que las cuatro niñeras que se iban turnando estaban presentes en la
boda. En cuanto su sobrina desapareció en medio de un remolino de
perfume oral y vestidos de gasa, echó a andar hacia la oscuridad por
donde había visto que Bethany desaparecía.
Se iba a enterar de lo que era bueno.
Madre del amor hermoso, ¿en qué estaba pensando al apuntarlos como
conejillos de Indias para un nuevo reality show? Tenían una cuadrilla
compuesta por dos sesentones, ni un solo plano y una casa en ruinas que
adecentar. Los esperaban meses de trabajo y un montón de contratiempos.
Estaba preparado para hacerle frente a todo con ganas, pero no con una
cámara en la cara.
O en la cara de Bethany.
Eso era lo que más lo molestaba, la idea de que un equipo de grabación
la siguiera y capturara todas sus pequeñas idiosincrasias como si fueran
luciérnagas en un tarro. Que mandara su imagen a miles y miles de
televisores. Apretó los dientes al pensar que pudiera convertirse en un
objeto de consumo para alguien que no fuera él.
Se detuvo en seco y se pasó una mano por la cabeza un momento, y
entonces fue cuando se dio cuenta de que su sombrero seguía en la de
Laura. Antes de plantarle cara a Bethany y de preguntarle si se había
vuelto loca de remate, tenía que calmarse y dejar de pensar como un novio
celoso.
Pues claro que sentía un afán protector hacia ella. Y también posesivo.
Lo achacaba a una mezcla de respeto hacia Bethany y de atracción, porque
lo atraía más que ninguna otra persona. Pero su corazón no estaba
involucrado. No podía estarlo. Si ella decidía que su imagen se
transmitiera a los hogares de todo el país, él no podía hacer nada al
respecto… y, además, no tenía voz ni voto en la decisión.
«Así que echa el freno, colega».
Echó a andar de nuevo hacia el otro lado de la casa, que era por donde
había visto que Bethany desaparecía. Muy bien, no protestaría por las
cámaras ni le haría creer que era más machista de lo que ya pensaba ella
que era, pero sí iba a decirle un par de cosas sobre lo del programa de
televisión. No estaban preparados y…
¿Había alguien resollando?
Wes apretó el paso y dobló la esquina para internarse en una zona más
oscura, aunque había luz su ciente para ver la silueta doblaba de
Bethany, apoyada en la fachada de la casa. Al dar el siguiente paso, unas
hojas crujieron y ella se enderezó con un jadeo mientras levantaba las
manos de inmediato para alisarse el pelo.
—Lo siento. —Tenía la voz ronca—. Lo siento, ¿me busca alguien?
Intentó pasar a su lado, pero él la atrapó por la cintura y la acercó para
poder verle la cara. No había rastro de lágrimas, pero estaba muy colorada
y tenía los ojos brillantes. Demasiado.
—Oye, ¿qué pasa?
—Nada. Estoy bien. —Soltó el aire—. Vuelvo a la esta. —Le apoyó una
mano titubeante en un hombro, contradiciendo así lo que acababa de
decir.
Wes sintió un nudo en la garganta. ¿Qué acababa de presenciar sin
querer? Se suponía que Bethany Castle tenía siempre la cabeza fría, estaba
al mando, era infalible. No hiperventilaba a solas.
—Verás, es que he pensado que ya era hora de que bailáramos.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo.
La incredulidad se apoderó de él al verla casi aliviada mientras
levantaba el otro brazo para entrelazarle las manos detrás de la nuca.
Como diera un solo paso en falso, el momento se esfumaría como las
semillas de un diente de león, de modo que le colocó con muchísimo
cuidado las manos en las caderas y la acercó más. Ella se lo permitió y
sintió la caricia de su respiración, que seguía siendo super cial, en el
cuello.
—Sé que parecía que estaba alterada, pero no era así. Es que…
Wes le rozó la coronilla con la cara.
—No hace falta que digas nada. No a menos que quieras hacerlo.
—Vas aprendiendo, vaquero.
—Voy aprendiendo a decir lo correcto. No necesariamente a pensarlo.
—Pasito a pasito.
Dios, le encantaba abrazarla de esa manera. Apoyada por completo en
él, con la boca pegada a su cuello, y sus cuerpos prácticamente unidos. Se
le estaba poniendo dura y sabía que ella era consciente, pero parecía
dispuesta a excusar lo que su cuerpo era incapaz de controlar. No cuando
la tenía tan cerca, tan dócil. Fue incapaz de respirar mientras la veía
caminar por el pasillo con su vestido corto de seda verde. Y mejor no
pensar en lo que la prenda le hacía a su cuerpo, abrazando y envolviendo
partes en las que no debería jarse siquiera durante una ceremonia
religiosa. Con la luz iluminando su sonriente cara parecía… angelical.
Durante una milésima de segundo, solo durante una milésima, se la
imaginó recorriendo ese mismo pasillo con un vestido de novia y horas
después todavía estaba desconcertado por el nudo que sintió en la
garganta. Era incapaz de explicarlo. El matrimonio no iba con él. Su vida
consistía en una serie de situaciones temporales y lo había sido desde que
tenía uso de razón. De hecho, su vida en Port Je erson era temporal. En
cambio, la vida de Bethany en el pueblo era permanente, lo que quería
decir que algún día seguramente recorriera ese mismo pasillo vestida de
blanco. Una idea que no dejaba de repetirse en su cabeza como una
irritante canción en bucle.
Le rozó el hombro desnudo con el pulgar y ella suspiró, haciéndole
fruncir el ceño. Se moría por seguir bailando con ella de esa forma, en la
tranquila intimidad, disfrutando de su tregua, pero estaba alterada por
algo. Lo bastante como para que haber salido corriendo de la celebración
en busca de un escondrijo. No podía obligarla a que le contase qué le
pasaba, pero a lo mejor sí podía conseguir que se sintiera mejor.
Sí, eso era lo que más deseaba.
—Que sepas que todavía podemos mandar al cuerno la tontería esa del
reality.
Bethany rio contra su hombro, y él cerró los ojos antes de tirar de ella
para acercarla un poquito más mientras rezaba para salirse con la suya.
—Gracias por rebajar lo que quieres decir de verdad. —Lo miró—. Has
venido a buscarme con la intención de gritarme por ser una imbécil
impulsiva, ¿a que sí?
—Pues sí.
La carcajada ronca que soltó le provocó una revolución en el pecho.
—Venga, nadie te lo impide.
—Preferiría saber por qué has aceptado si la idea te estresa.
—Esto… —Bethany titubeó, como si estuviera buscando una respuesta
mientras lo miraba jamente al cuello—, no estoy segura de que haya algo
que no me estrese.
Él siguió moviéndose despacio, trazando un círculo.
—¿La lista de la compra?
—Claro. Una buena an triona siempre tiene a mano todo lo necesario
en todo momento. Las reuniones de la Liga de las Mujeres Extraordinarias
se celebran en mi casa, y hay que tener en cuenta las alergias a la proteína
de leche, las dietas sin gluten, las dietas vegetarianas…
—Muy bien. ¿Qué me dices de los baños? Darte un baño no puede
estresarte.
—No si añado la cantidad justa de aceite esencial.
—Por Dios. ¿El sexo?
—¿El sexo? ¿Estás de broma? —Se humedeció los labios—. ¿Me favorece
la luz, el hombre está a lo que tiene que estar, se da cuenta de que yo no
estoy a lo que tengo que estar, de verdad soy tan fría como me acusan de
ser porque no puedo dejarme llevar en esos momentos, qué expectativas
hay, cómo se me ve el culo, dónde está su perro? Y podría seguir. —Guardó
silencio un momento—. No debería contarte nada de esto. Vas a usarlo en
mi contra.
Mierda. ¿Cómo se las apañaba para que todo el mundo creyese que
dominaba el mundo cuando, en realidad, el mundo la dominaba a ella?
Tras superar la sorpresa, levantó la barbilla.
—Te juro por lo más sagrado que no usaré nada de lo que has dicho esta
noche en tu contra. —Extendió los dedos para tomarle el mentón y le
deslizó el pulgar por el labio inferior—. Pero voy a decirte una cosa: si te ha
dado tiempo a pensar en todas esas tonterías mientras lo hacías, entiendo
muy bien tu paréntesis con los hombres.
Ella le deslizó una mano por el pecho, y Wes contuvo un gemido.
—¿Estás insinuando que tú lograrías que me olvidara… —le preguntó al
tiempo que se ponía de puntillas y dejaba los labios muy cerca de los
suyos— de todas esas distracciones?
—Bethany… —respondió a punto de rozarle los labios con los suyos,
saboreando su trémulo aliento en la boca—, estoy diciendo claramente
que te tendría tan ocupada que no podrías ni pensar.
Ella pegó el cuerpo más al suyo.
—Qué pena que el sexo ya no esté sobre la mesa.
—Las bodas no cuentan. —Movió las caderas de forma que ella pudiera
notar su erección al tiempo que le rozaba el labio inferior con los dientes
—. Todo el mundo lo sabe.
Bethany echó la cabeza hacia atrás, y él deslizó los labios despacio por
su suave cuello y le soltó la barbilla a n de estrecharla con fuerza contra
él. Joder, estaba empalmado. A lo lejos, oyó un acople del micro y el grupo
que tocó una nota mal, y supuso que estaba tan cachondo que estaba
afectando a todo el mundo. Nadie aparecería donde ellos estaban. Dios
mediante, nadie iría a buscarlos. Tenía que aprovechar la oportunidad de
estar con Bethany, porque seguramente nunca se repetiría.
—Wes…
Se internó más en la oscuridad.
—Lo sé, preciosa.
—Wes, te necesito.
—Joder. Estaba deseando oírte decir eso. —Sin dejar de moverse, le
buscó el bajo del vestido con las manos y se lo subió hasta la cintura,
arrugándoselo para poder tocarle el trasero con ansia—. ¿Fuerte y rápido,
nena? ¿Eso es lo que necesitas?
—Fuerte y… ¿cómo? —Lo apartó de un empujón—. Por Dios, Wes. No me
refería a que te necesito para echar un polvo. Céntrate un poco.
Tardó cinco segundos en darse cuenta de que Bethany no le estaba
dando verde ni mucho menos. La frustración y el sinfín de sensaciones
que experimentó del cinturón hacia abajo lo hicieron hablar con más
sequedad de la cuenta.
—Entonces, ¿se puede saber para qué me necesitas?
Sus palabras siguieron otando en el aire mientras Bethany lo agarraba
del codo y tiraba de él hacia la esta.
—Kristin. Sabía que intentaría hacer algo así. Tienes que ayudarme a
pararle los pies.
—Pararle los… ¿A la mujer de Stephen? ¿Qué va a hacer? Bethany, estoy
tan empalmado que voy a sacarle un ojo a alguien.
No lo estaba escuchando.
—Mi cuñada está loca. Y embarazada. Lleva meses embarazada y no se
lo ha dicho a Stephen. —Señaló hacia donde estaba el grupo y, sí, allí
estaba Kristin intentando quitarle el micro de la mano al cantante—. La
muy chi ada va a anunciarlo ahora mismo.
—¿En la boda de su cuñada? —La urgencia de la situación por n venció
al deseo que sentía por la mujer que tenía al lado. Más o menos. En n,
solo un poquito—. Qué retorcido.
—Sí, exacto. Gracias. —Ella clavó la mirada en el bulto de su bragueta y
se mordió el labio—. ¿No puedes controlarla?
—No es un perrito, Bethany —respondió entre dientes.
—Lo siento. —Lo único bueno de esa situación era que ella parecía
impresionada y que no dejaba de mirar una y otra vez al escenario del
crimen—. ¿Puedo ayudar?
—Creía que eso era lo que estabas haciendo. —Se pasó una mano por la
cara—. Que hayas puesto nuestra reputación en manos de los editores de
un reality show que pueden manipular todo lo que graben para hacernos
quedar como idiotas… Voy a pensar en eso. Seguro que así resuelvo el
problemilla enseguida.
—Como si necesitaras ayuda para quedar como un idiota… —replicó ella
—. ¡Y sabía que habías venido para gritarme!
El bonito rubor que le había puesto en las mejillas fue reemplazado por
un rojo cabreado, y Wes deseó haberse mordido la lengua. Le echaría la
culpa a la erección. Oyó de nuevo el acople del micro, y suspiró.
—¿Quieres que te ayude o no?
—No es que tenga muchas alternativas. —Bethany se dio unos golpecitos
en la barbilla—. Yo me encargo de Kristin. Tú crea una distracción. —Le
señaló la erección, que por n le estaba bajando—. Una distracción sin
usar eso si no te importa. Antes preferiría que Kristin anunciara que va a
tener cuatrillizos.
Wes le guiñó un ojo mientras se recolocaba el paquete.
—¿Quién se muestra posesiva ahora?
A Bethany le subió el rubor por el cuello mientras seguía con los ojos el
movimiento de sus manos.
—Cierra la boca, anda.
Soltó una carcajada al oírla y echaron a andar el uno al lado del otro
hacia la pista de baile.
—¿De verdad va a tener cuatrillizos?
—Seguramente. Solo para presumir. —Bethany se cuadró de hombros—.
No me decepciones, Wes. Cuento contigo.
Justo antes de separarse al borde de la pista de baile, Wes la tomó de
una mano y se inclinó para decirle al oído:
—Por si nadie te lo ha dicho, esta noche estás que quitas el hipo.
La dejó allí con la mandíbula desencajada por la sorpresa, se coló en un
grupito de mujeres que daba la casualidad de que eran Vamos a Colorear,
Tatuaje Desvaído en la Pierna, Judías Verdes Gratinadas y Tono de
Forastera.
—¿Qué habéis hecho con mi sobrina? —Se apartaron para que pudiera
ver a Laura bailando con Georgie. La carcajada que se le escapó hizo que la
niña volviera la cabeza y lo saludara con entusiasmo, provocándole un
sospechoso nudo en la garganta—. En n, señoras, ¿vamos a enseñarle a
toda esta gente cómo se baila?
Wes hizo girar a Tatuaje Desvaído en la Pierna, para alegría de la mujer,
y después aprovechó la oportunidad para observar a Bethany, que estaba
cruzando la pista de baile. Dios. Parecía dispuesta a estrangular a su
cuñada con el cable del micro, pero Rosie también había tomado cartas en
el asunto y a esas alturas ya estaba haciendo entrar en razón a la furiosa
embarazada. En un intento por cumplir con su parte, Wes hizo girar de
nuevo a Tatuaje Desvaído en la Pierna y, mientras ella daba vueltas, se
puso en modo multitarea y con el otro brazo echó hacia atrás a Tono de
Forastera. Como era de esperar, sus movimientos llamaron mucho la
atención, incluso la de Bethany, que lo miró con una sonrisilla agradecida
y cómplice que, joder…, lo hizo pensar de nuevo en ella recorriendo un
pasillo vestida de novia.
Estaba a punto de incluir a una tercera mujer en el baile y llevar la
distracción a otro nivel cuando Travis, ajeno por completo al drama, se
convirtió en el héroe del día al quitarle el micro al cantante del grupo
como si nada.
—Vais a tener que perdonarme un momento. Tengo que hacer un
anuncio. —Sonrió a los invitados y pareció darse cuenta en ese momento
de que Kristin estaba a medio metro de él, fulminándolo con la mirada—.
Esto…, ¿he…?
—¡No! —exclamó Bethany con una sonrisa—. Adelante, haz tu anuncio.
Bethany rodeó con un brazo a Kristin, que intentó mantenerse rme en
el sitio, y la sacó de allí.
—Muy bien. —Relajado de nuevo, Travis levantó una jarra de cerveza—.
Solo quiero brindar por mi esposa. —Guardó silencio porque perdió la
compostura y le empezaron a brillar los ojos por las lágrimas—. Guau. La
primera vez que puedo decirlo. Mi esposa, Georgette Castle. —No se oía ni
una mosca, solo el viento que agitaba las hojas de los árboles del patio—.
Hoy me has hecho el hombre más feliz del mundo. Y sé que no necesitas
nada de nada. Yo tampoco, ahora que te tengo a ti. Pero no puedo evitarlo,
y quiero darte el mundo entero, así que tendrás que aguantarme, ¿sí?
Apriétate los machos, chiquitina, porque nos vamos a Italia. Esta noche.
Ya tienes el equipaje hecho.
Se oyó un jadeo, seguido de un chillido de alegría.
En algún punto alejado del centro de la acción, Kristin lloraba como una
Magdalena.
Wes se echó a reír. Unos minutos después, su mirada se encontró con la
de Bethany, que estaba al otro lado de la pista de baile. Despacio, casi se
podría decir que ella lo hizo a regañadientes, regresaron el uno al lado del
otro y se reunieron en el centro de la celebración. Eran los únicos que no
estaban bailando, pero a Bethany le brillaban tanto los ojos que no le
importaba. Después de bailar con ella ocultos por la casa, de sentir que se
dejaba llevar y respiraba contra su torso, le resultó casi imposible no
extender los brazos hacia ella en ese momento. ¿Cómo iba a estar mal
tocarla cuando sentía las manos vacías sin ella?
—Gracias por la distracción —la oyó decir.
Le guiñó un ojo y eso pareció desconcertarla un momento.
—Cuando quieras.
—Acabo de caer —dijo ella, que cruzó los brazos por delante del pecho
en un ángulo muy concreto— en que no te he preguntado si te gustaba la
idea de participar en un reality. Si quieres dejarlo, lo entendería
totalmente…
—No me asusto con tanta facilidad.
Ella inclinó la cabeza y relajó el cuerpo un poco, fue algo casi
imperceptible. ¿El alivio?
—En ese caso, supongo que nos veremos el miércoles.
—Supongo —replicó y, al ver que ella hacía ademán de darse la vuelta, se
lo impidió—. Oye, Bethany…
—¿Qué?
Fue como si las palabras brotaran del mismo centro de su estómago.
—¿Qué te parece si yo fuera lo único que no tienes que analizar en
exceso?
La música se desvaneció un poco a su alrededor. Wes vio que el pulso le
latía muy rápido en la base de la garganta pese a la expresión serena de su
cara. Durante unos segundos, volvían a estar al otro lado de la casa y ella
estaba desnudando sus vulnerabilidades delante de él, pero de buenas a
primeras, las ocultó con una sonrisa ladina.
—¿Quién dice que pienso en ti?
La carcajada ronca de Wes la siguió al otro lado de la pista. Joder, esa
mujer era increíble. Estaba deseando que llegara el miércoles para tener el
honor de intercambiar pullas de nuevo con ella. En n, de estar con ella
sin más. De verla, en esa ocasión con la certeza extra de saber lo que
sentía. Y formarían parte del mismo equipo. Al menos, durante el tiempo
necesario para reformar la casa.
Sin embargo y por primera vez, el n de su estancia en Port Je erson
quedaba oscurecido por una especie de neblina. De repente, lo veía como
un «algún día» y no como algo a corto plazo. Meneó la cabeza, alarmado,
despejó la neblina y fue en busca de su sobrina mientras se ponía de
vuelta y media.
9

Bethany llegó temprano a la casa que iban a reformar el miércoles por la


mañana y aparcó en la calle, tal como les habían aconsejado a través de las
furiosas salvas de mensajes de correo electrónico que habían ido llegando
desde la boda. Antes del domingo, no tenía ni idea de cómo se
organizaban las producciones televisivas.
Ese día ya se consideraba una experta a regañadientes.
Aunque había accedido a participar en el programa, casi se había librado
del pánico recurriendo a la lógica de que era imposible, totalmente
imposible, que pudieran reunir con tan poco margen de tiempo un equipo
para grabar un programa de televisión. Seguro que se libraba.
Al parecer, había subestimado a una productora motivada con un
presupuesto exible. El mismo domingo por la noche, un equipo de
grabación completo más un director, abandonó un reality llamado
Forrados con los alquileres, que iban a grabar en los Hamptons. La cadena
dejó esa joya en suspenso y le ordenó al equipo que se desplazara a Port
Je erson.
En ese momento, el camino de entrada estaba reservado para las
cámaras, los productores, el director, los equipos de iluminación y de
sonido, por no mencionar a los asistentes de producción…, cuya
inminente presencia hacía que quisiera vomitar el desayuno en el césped
medio seco.
La ausencia de su hermana, que estaba de luna de miel en Italia, la
emocionaba y la entristecía a partes iguales, porque no contaba con su
irreverente cháchara. Eso la habría ayudado a sobrellevar el día de
demolición.
No era la primera vez que iba a estar presente en la demolición de un
interior. Cuando eran pequeños, su padre acostumbraba a llevarlos para
que vieran cómo vaciaban las casas. Incluso de adulta había visto tumbar
paredes y arrancar suelos de madera. Había visto lanzar los escombros por
las ventanas o llevarlos a un contenedor. Acabar con lo viejo para abrirle
paso a lo nuevo era muy satisfactorio, por raro que pareciese. Y esa especie
de euforia que había visto en los demás fue lo que despertó el interés por
dirigir su propia reforma. Quería experimentar ese subidón de placer.
Había muy pocas cosas que la ayudaran a rebajar la tensión. ¿Se
quedaría tan lacia y agotada para no pensar en lo que podría suceder
cinco minutos después si golpeaba una pared con una maza? Dios, ojalá.
Su incapacidad para quedarse quieta empezaba a preocuparla. ¿Era
normal? ¿Era normal que nada de lo que hacía le provocara felicidad y que
no se sintiera satisfecha por ninguno de sus logros?
Lo que le dijo a Wes en la boda al irse de la lengua no era mentira. Solo
fue un momento de debilidad…, aunque con aba en que nunca usase en
su contra lo que había revelado. No sabía por qué, pero con aba en él al
cien por cien.
Al mirarse en el retrovisor, vio que tenía el ceño fruncido y se
recompuso.
No había parado desde el domingo por la noche, cuando se fue el último
invitado. Estuvo limpiando el patio trasero de la casa de sus padres,
devolvió el equipo de la empresa de catering y envolvió los regalos para
dejarlos en el mejor sitio del salón de Georgie y de Travis para que los
abrieran al volver de Florencia.
Todos se marcharon de la boda contentos y con las barrigas llenas, el
mejor resultado posible. Así que ¿por qué se había pasado las dos últimas
noches en vela, analizando cada segundo en busca de algo que no hubiera
salido a la perfección? Sobró comida. ¿Eso quería decir que a los invitados
no les había gustado? ¿Debería haber organizado un guardarropa? ¿Por
qué no se había acordado del dichoso guardarropa? Todas esas chaquetas
colgadas de los respaldos de las sillas aparecerían en las fotos para toda la
eternidad. Ese sería el recuerdo que la gente tendría de la boda, ¿no?
En su caso, cuando pensara en la boda, recordaría lo bien que encajaba
su cachete en la mano de Wes. Vamos, que cabía entero. Nunca le habían
tocado el culo con tanta autoridad… y ¿por qué había sido incapaz de
indignarse más? Le había levantado el vestido y le había agarrado el culo,
y solo se irritó un poquito. Estaba claro que le pasaba algo. Era la falta de
sueño. Sin duda.
Porque no le había gustado ni mucho menos.
Y tampoco se había tirado al vibrador con tantas ganas que había
acabado sufriendo un tirón en los isquiotibiales.
Bajó el parasol del conductor y abrió el espejo de cortesía para
difuminarse con el meñique el corrector que le estaba marcando las
arruguitas de la ojera. Sin embargo, se detuvo al oír el crujido de la gravilla
a su espalda, tan emocionada que se le encogió el estómago sin que
pudiera evitarlo. Seguro que era Wes, pero no saldría a saludarlo. No, se
quedaría encerrada en el coche, donde estaba a salvo de malas ideas.
Solo llegó a contar hasta diez antes de hacerse una coleta y salir del
coche. Se detuvo en seco porque en vez de ver a Wes y su destartalada
camioneta, se encontró con un hombre muy atractivo apoyado en un
coche negro con chófer. El doble de James Marsden se estaba riendo de lo
que estuviera viendo en el móvil con las piernas cruzadas a la altura de los
tobillos, feliz como una perdiz.
—¿Puedo ayudarlo?
El hombre parecía reacio a levantar la vista de su teléfono, pero al nal
lo hizo, y la miró jamente con expresión incrédula.
—Oh. —Se apartó del coche—. Vaya, hola. ¿Han traído a otro presentador
para que me sustituya?
Bethany frunció el ceño.
—¿Cómo dice?
—En n, no puedes ser la dueña. —Le tendió la mano para saludarla y le
aferró la suya con seguridad—. Con esa cara, tienen que ser muy malos en
su trabajo para ponerte en segundo plano y no en el centro de la acción.
Guau. Le avergonzaba admitir que eso podría haberla conquistado
antes. Ese hombre era el ejemplo perfecto de su tipo ideal. Lo normal era
que se sintiera atraída por hombres con un estilo impecable. Hombres que
la halagaban. Hombres que veían lo mejor en ella y se lo hacían saber en
vez de sacar sus peores cualidades constantemente, como cierta persona
que conocía.
«Por si nadie te lo ha dicho, esta noche estás que quitas el hipo».
Sintió que la calidez le inundaba el estómago al recordar que Wes le dijo
eso durante la boda de su hermana, aunque fuera deprisa y corriendo, y
no en el momento más oportuno. ¿Por qué los halagos de Wes le
provocaban una reacción física y los de ese hombre la dejaban fría?
No lo sabía. Pero su paréntesis con los hombres seguía en pie.
—Pues soy la dueña. —Bethany le estrechó la mano y se la soltó—. ¿Y tú
eres…?
—Slade Hogan. —La blancura de sus dientes estuvo a punto de cegarla
cuando sonrió—. No te voy a mentir, me alegro de haber decidido venir
hoy antes de tiempo. Casi nunca lo hago.
—Qué locura.
Él se echó a reír aunque no lo había dicho en broma.
—Seguramente me reconozcas de Porches de vértigo, ¿no? Se emitió
durante dos temporadas.
—Ah, claro. —No lo reconocía—. Ya decía yo que me sonaba tu cara.
—Le pasa a mucha gente. —Miró la casa con los ojos entrecerrados—. Uf,
¿de verdad creen que el equipo puede hacerlo en dos semanas y media?
—¿Cómo dices? —Bethany parpadeó—. ¿¡Dos semanas y media!?
Slade encogió un hombro.
—Es lo que estipula mi contrato y dado que soy una parte vital del
programa…
—¿El programa que se sacaron de la manga hace tres días?
—Sí. —La miró jamente, como si estuviera decidiendo si sentirse
insultado—. Mi representante me ha dicho que este equipo de grabación
en concreto tiene que retomar la producción de Forrados con los alquileres
dentro de tres semanas, así que hay un plazo muy ajustado para grabar el
piloto. Pero no hay que preocuparse, seguro que tienes un equipo
estupendo.
—Pues claro que lo tengo.
Ambos volvieron la cabeza al oír un motor que se acercaba, y Bethany
casi se echó a reír. Cómo no, Wes tenía que aparecer en ese momento. El
que se había convertido en su capataz por imposible que pareciera se bajó
de la camioneta con el aplomo de un pistolero al desmontar de su caballo.
Los miró por debajo del ala del sombrero de vaquero, enganchó los dedos
en las trabillas de los vaqueros y atravesó el camino de entrada con esas
largas zancadas suyas.
—Buenos días.
—Buenos días —replicó Bethany, que le echó la bronca a sus hormonas
por responder a la imagen de ese mentón recién afeitado y de las puntas
húmedas de su pelo. La brisa matinal le pegaba al cuerpo la camiseta de
manga larga manchada de pintura. Debería cabrearla que se hubiera
presentado con una camiseta vieja y manchada para que lo grabase un
equipo de televisión, pero no era el caso. Al contrario…, se alegraba de
verlo tal cual. Aunque no sabía por qué. Se alegraba muchísimo más de
verlo a él que de ver al guapo presentador.
—Te presento a Slade Hogan —dijo cuando Wes llegó a su altura—. Va a
presentar el programa.
Wes la miró con una ceja levantada.
Ella le devolvió el gesto. «No te atrevas a reírte».
Wes suspiró.
Fue imposible pasar por alto la mueca de dolor de Slade mientras se
saludaban con un apretón de manos.
—¿Vas a colaborar en la reforma? —le preguntó Wes a Slade.
—¿Yo? —Slade se rio—. No, yo solo levanto una maza por motivos
publicitarios.
Lo dijo como si esperase que ella se echara a reír, de modo que le dio el
gusto con la esperanza de contrarrestar el ambiente incómodo que Wes
intentaba crear. Su mentalidad de an triona estaba siempre activada, y no
tenía sentido incomodar a Slade. Sobre todo porque parecía que estaban
obligados a pasar dos semanas juntos.
—Seguro que encontrarás algo con lo que mantenerte ocupado —replicó
Wes, exagerando su acento, al tiempo que daba un paso hacia Bethany—.
Otra cosa, digo.
Se hizo el silencio mientras los dos hombres se miraban jamente.
—Seguro que tiene que hacerse muchas fotos —dijo ella sin perder
comba mientras aferraba el brazo de Wes y tiraba de él hacia el
descuidado jardín delantero—. ¿Puedo hablar contigo?
Wes seguía mirando a Slade.
—Claro, preciosa.
—Sin problemas. Adelante. —La voz de Slade parecía más tirante—.
Tengo que hacer un millón de llamadas.
—Será mejor que te pongas a ello —replicó Wes mientras se despedía de
él dándose un tironcito del ala del sombrero—, Slade.
De espaldas al presentador, Bethany puso los ojos en blanco como una
exasperada niña de doce años. Miró por encima del hombro para
asegurarse de que nadie los observaba… y después le clavó un dedo en el
pecho a Wes.
—Solo voy a decírtelo una última vez: no soy tu juguete. No tenemos
una relación y, por tanto, no tienes derecho a espantar a otros hombres.
¡Soy yo quien toma esa decisión! ¡Yo!
Wes resopló.
—Te he hecho un favor. Lo único que vas a conseguir de un hombre con
las manos tan suaves es que te robe la crema hidratante.
El impulso de soltar una carcajada fue de lo más inconveniente.
—No te he pedido que me hagas un favor, vaquero.
—¡Ajá! ¿Eso es que admites que ha sido un favor?
—De eso nada, no —respondió ella, enfatizando cada palabra—, no
admito nada.
Wes la observó en silencio cinco segundos enteros.
—¿De verdad te interesa Publimaza, Bethany?
No le interesaba. De hecho, la indiferencia que sentía era casi dolorosa.
Algo alarmante, como poco. En circunstancias normales, seguiría
engatusando a un hombre como Slade con su encanto. En cambio, estaba
discutiendo con Wes. De nuevo. ¿Cómo era posible que siempre acabaran
igual? ¿Y por qué no se esforzaba más para evitarlo?
—No tengo por qué contestar eso —contestó en voz baja, pero
exasperada—. Pero si decidiera que me interesa, no pasaría nada. Estoy en
mi derecho.
Él apretó los dientes.
—Digamos que en vez de un hombre tenemos a una presentadora que
es la versión femenina de Slade. ¿Te daría igual si yo empezara a
enroscarme el pelo con un dedo y a coquetear?
Se vio obligada a contener una sonrisa.
—La verdad es que pagaría un dineral por ver que te enroscas el pelo
con un dedo. ¿Puedo grabar?
—Ya sabes a lo que me re ero —masculló él—. Contesta la pregunta.
Se imaginó que llegaba con el coche y se encontraba a Wes tonteando
con una desconocida, con ese brillo travieso en los ojos y ese paso
chulesco de vaquero. Sintió la acidez en el estómago.
—No me estaba enroscando el pelo con un dedo —protestó con voz
aguda, ya que su propia reacción la había tomado desprevenida.
Wes se acercó todavía más y sus dedos se rozaron.
—Admite que no te gustaría.
Bethany negó con la cabeza con un pelín más de fuerza de la necesaria.
Lo bastante para que asomara algo de calidez a la cara de Wes.
—Lo que me contaste en la boda de tu vida sexual…, sé que te prometí
que no lo usaría en tu contra, así que esto no tiene nada que ver.
Resopló al oírlo.
—Sabía que serías incapaz de resistirte.
—Venga ya. Solo estamos nosotros dos —murmuró él al tiempo que
entrelazaba los índices de ambos—. Si sales con hombres así, no me
extraña que no puedas relajarte y dejar de analizar las cosas en exceso. Ese
tipo de hombres son incapaces de pensar en nada, así que te lo dejan todo
a ti.
Que Dios la ayudara. Quería oír su razonamiento, porque necesitaba
todos los consejos que pudieran darle. Una vez se le ocurrió el plan
perfecto para encontrar a alguien tan motivado y con tanto éxito como
ella. El plan no salió bien y, a esas alturas, podría decirse que se había…
rendido. Así que ¿qué daño podría hacerle escuchar la opinión de otra
persona? Aunque fuera la de Wes. Claro que no pensaba decirle que
estaba escuchando su discurso de buena gana.
—No tenía ni idea de que eras un experto en relaciones y en sexo.
—Y no lo soy. Pero supongo que Slade también analizará en exceso las
cosas en la cama. —Cambió el acento texano por el que usaba la
generación millennial hollywoodiense—. ¿Por qué mi última publicación
de Instagram solo ha conseguido cuatro mil «me gusta»? ¿Me he acordado
de sacar cita para depilarme los dedos gordos de los pies? ¿Debería probar
a hacerme la raya a un lado?
Bethany se echó a reír, y sintió una ligereza en el pecho. Era… agradable
reírse por cosas que en circunstancias normales la estresarían, aunque no
pudiera convertirlo en costumbre. Un momento. ¿Cuánto tiempo llevaban
agarrados de la mano? ¿En el exterior?
—Los hombres no necesitan montar toros para ser masculinos como tú.
Wes se apartó un poco con una expresión guasona en la cara.
—¿Cómo sabes que monto toros?
—Esto… —Presa del pánico, apartó la mano y se la metió en un bolsillo
—. Lo he dicho por decir algo. Como ejemplo.
—No, de eso nada. —Wes esbozó una lenta sonrisa—. Hablando de
Instagram, has estado ciberacosándome un poquito, ¿verdad, nena?
Bethany retrocedió un paso, pero él avanzó otro.
—Qué va. Solo quería asegurarme de que mi capataz tenía una buena
imagen en Internet.
—¿Y? —Le guiñó un ojo—. ¿Te gustó lo que encontraste?
—Cállate ya.
La aferró de una muñeca y tiró de ella, haciendo que el estómago le
diera un vuelco como si estuviera en una montaña rusa.
—Yo también he mirado el tuyo. —No tuvo oportunidad de asimilar eso
antes de que añadiera—: Me gusta que te re eras a mí como tu capataz —
murmuró—. Suena bien.
—Sobre todo teniendo en cuenta la forma en la que te llamo
normalmente.
—Cierto. Es una mejora sustancial de «imbécil». —Le acarició con el
pulgar el pulso que le latía en la muñeca—. Dime que no te interesa ese
hombre, Bethany.
A esas alturas, el sentido común la había abandonado por completo.
—No me interesa —susurró y meneó la cabeza al ver el brillo triunfal en
su mirada—. Pero…, Wes, no entiendo… esto. No vas a quedarte en el
pueblo de forma inde nida. A mí no me interesa una aventura. Y aunque
me interesara, tú eliminaste el sexo de la ecuación con mucho acierto…
—Es de lo que más me arrepiento en esta vida.
—Sí, ahí fuiste corto de miras.
—Meteré de nuevo el sexo en la ecuación cuando tengas claro que no
acepté el trabajo solo para mejorar mis probabilidades de acostarme
contigo.
—Yo… —Estuvo a punto de añadir: «Ya lo sé». Como una imbécil total—.
Pero eso no va a animarme a acabar con el paréntesis de los hombres.
Wes se lamió la comisura de los labios con los ojos clavados en el escote
de su camiseta.
—Tú sigue diciéndote eso. —La observó un segundo, aunque en esa
ocasión del cuello para arriba—. No tengo respuestas para todas tus
preguntas. Yo tampoco sé de nir lo que pasa entre nosotros, pero a lo
mejor es justo lo que necesitas.
—Ay, Dios. Siempre que empiezo a creer que tienes redención, dices algo
tan estúpido que me gustaría tener una máquina del tiempo y desoírlo. —
Se puso de puntillas para pegar la cara a la suya—. No me digas lo que
necesito.
—¿Preferirías que te lo demostrase?
Pues sí, le gustaría. «No se lo demuestres», le dijo la voz de su
conciencia.
—A ver… —dijo al tiempo que ladeaba la cabeza para dejar expuesto el
cuello. En plan: «Mira, aquí está mi cuello, por accidente»—, ¿cómo puedo
contestarte a eso cuando no tengo ni idea de lo que implicaría la
demostración?
Él le dejó los labios justo encima del lugar donde le latía el pulso.
—Si te acercas, te lo demuestro.
—Muy bien. Pero solo para poder hacerme una idea concreta —
consiguió decir ella mientras empezaba a extenderse el calor en puntos a
los que solo Wes era capaz de llegar. Con tiento, se puso de puntillas y se
acercó otro centímetro a su cara.
Wes soltó una risilla y bajó la cabeza para acortar la distancia que
separaba sus labios de su cuello y le recorrió la piel —con una caricia
ligerísima— hasta detenerse junto a su oreja. Ah, eso estaba bien.
Demasiado.
—A esos toros les costó lo suyo tirarme al suelo, nena. ¿Crees que tú
puedes hacerlo?
—No vamos a descubrirlo —contestó ella con voz jadeante con los
pezones duros como piedras, dejándola por mentirosa—. Por cierto, así no
consigues que deje de creer que te has apuntado para echar un polvo.
—Pero de todas formas te gusta —replicó él con voz ronca contra su boca
—. De la misma manera que a mí me gusta que se te nublen los ojos, como
si estuvieras intentando recordar por qué soy tan mala idea.
—¡Oye, chicos! —Un equipo de grabación había en lado el camino de la
entrada, con Justine a la cabeza con unos auriculares y un portapapeles.
Parecía que estaban… grabando. En plan de que los estaban grabando a
Wes y a ella a punto de darse un muerdo—. Ya me daba a mí en la nariz
que esto iba a ser un lón —siguió Justine mientras agitaba el
portapapeles—. Por favor, seguid dándome la razón.
Bethany retrocedió un paso larguísimo para alejarse de Wes.
—¡Solo estamos planeando las cosas!
Wes sonrió sin mirar siquiera en dirección a la cámara.
—Ya te digo.
10

Bethany estaba de pie, pegada a Wes.


Los habían colocado detrás de un animado Slade, que estaba grabando
la introducción delante de dos cámaras, un operador de micro y un equipo
de iluminación. Fue una locura presenciar lo rápido que pasó de prima
donna mosqueada a gurú de la construcción bromista en cuanto se
encendieron las cámaras. Seguramente ayudaba que estuviera leyendo de
un teleprónter.
—Saludos, adictos al bricolaje, estáis viendo Enfrentados por las reformas:
una nueva e intensa competición entre miembros de la misma familia que
van a reformar dos casas distintas para disputarse el derecho de nitivo a
alardear de ser el mejor. ¿Quién conseguirá la victoria? Estamos en Port
Je erson, en Long Island, y, ay, ¡no os imagináis qué regalo os hemos
preparado! Bueno, lo de «regalo» igual es una exageración, porque os
puedo asegurar que la primera casa es la peor que he tenido el placer de
ver antes de que recupere su antiguo esplendor. Y eso es justo lo que
piensas hacer, ¿verdad, Bethany?
La cámara se movió hacia ella, y a Bethany se le subió el corazón a la
garganta, ahogándola. Miró a Justine, pero la productora se limitó a hacer
un gesto con el dedo índice para indicarle que siguiera.
—Mmm… —«Vamos. Tú puedes». Ella solita se había metido en ese lío,
lo menos que podía hacer era ngir que sabía lo que estaba haciendo
hasta que fuera verdad. Y bien sabía Dios que era tan normal que ngiera
tenerlo todo controlado que ya debería conocer el método. Claro que esa
vez arriesgaba mucho más. No estaba organizando una esta ni buscando
el conjunto perfecto. Ni siquiera se estaba arreglando para una cita con la
intención de ofrecer una imagen mucho más compuesta de la real. Si
aparecía una grieta en sus muros (literal y guradamente), no podría
ocultarlo. Esbozó una sonrisa radiante—. ¡Sí, ese es el plan!
—¡Fantástico! —Slade se movió hacia la derecha—. ¿Y quién te
acompaña hoy?
—Pues, Wes, mi capataz. Es…
—Para los que estáis en casa, ahora es cuando las cosas se ponen
interesantes. Bethany compite contra su hermano, Stephen, que está
reformando una casa en el otro extremo del pueblo. Wes, aquí presente,
formaba parte de su cuadrilla de trabajadores. ¡Oooh, sí, las cosas se van a
poner al rojo vivo! No os lo perdáis. Seguid atentos a este drama familiar
en Enfrentados por las reformas. Lo siguiente: la demolición.
—¡Corten! —gritó el director—. ¿Tenemos ya todas las tomas del antes?
¿De dentro y de fuera?
—¡Todavía falta el dormitorio principal! —gritó una voz al otro lado de
las cegadoras luces—. Del patio trasero también. Danos diez minutos.
—Estupendo. —Justine anotó algo en su portapapeles—. Tenemos que
irnos al otro lado del pueblo para la introducción de Stephen, así que
vamos a grabar parte de la demolición. Después, necesitamos algunas
entrevistas grabadas con Wes y con Bethany, juntos y por separado. Lo
haremos a menudo para ir viendo vuestras reacciones.
—¿A qué? —quiso saber Wes.
—A todo. Al progreso de la reforma, a las tensiones en el equipo… —
Justine miró a su alrededor—. Hablando del equipo, ¿tenéis uno?
—Somos nosotros, señorita.
Bethany se protegió los ojos de la luz con una mano y se agachó hasta
ver a dos hombres mayores. Uno tenía unas gafas para ver de cerca
enganchadas en el cuello de la camiseta; el otro parecía estar frotándose
una pierna lesionada.
El de las gafas de cerca la saludó con una mano, golpeando sin querer a
su amigo con el codo. Lo que hizo que se aferraran el uno al otro.
—No sabía que íbamos a salir en la tele —dijo el de las gafas—. No tengo
que cargar con nada, ¿verdad? Mi espalda ya no es lo que era.
Bethany miró a Wes apretando los dientes.
—¿Dónde los has encontrado?
Él evitó su mirada.
—En la ferretería.
Lo miró jamente.
—Hay un sistema —añadió él con sequedad—. No tienes por qué saberlo.
—Gracias a Dios por eso.
Justine se acercó a ella con la cara pegada al portapapeles.
—Muy bien. Traeremos a algunos de los becarios para que ayuden… a
completar vuestras magní ca cuadrilla. Nótese mi sarcasmo.
Bethany sintió que le ardía la cara. La operación ya estaba mostrando
grietas, lo que quería decir que ella las mostraba también. «Está
sucediendo».
—Te lo agradeceríamos mucho.
Justine se alejó mientras mascullaba algo sobre convertir las películas
de Dos viejos gruñones en una trilogía. Antes de que Wes pudiera
presentarle al de las gafas de cerca y al de la pierna chunga, uno de los
asistentes de producción con pintas de universitario se acercó a ella con
una maza.
—Señorita Castle, si tiene la amabilidad de acompañarme… Queremos
comprobar la iluminación en la pared que piensa demoler en primer
lugar.
Aceptó la pesada herramienta.
—Claro. ¿Qué pared es?
El muchacho parpadeó.
—¿No tiene un punto de partida?
—¿Ah, yo? Tengo un punto de partida. Por supuesto. —Bethany dio una
vuelta completa, y la maza le golpeó la pantorrilla—. ¿Esa? —Señaló la
pared del salón dañada por el agua mientras consultaba con Wes a través
del rabillo del ojo. Al ver que él asentía con la cabeza de forma casi
imperceptible, soltó el aire que había contenido—. Sí, esa.
—Estupendo —replicó el asistente de producción, que se alejó
haciéndole señas al equipo de iluminación móvil.
—Bueno, ¿se supone que tengo que clavar la maza en la pared sin más?
—le susurró a Wes—. ¿Solo… romperla? ¿Sin ninguna ciencia detrás?
—Para esta pared en concreto no hace falta nada más. No hay tuberías
de agua ni de gas. Vine la semana pasada y las marqué. —Señaló las equis
pintadas con espray naranja en la cocina y en el salón en las que ella no
había reparado hasta ese momento—. Tenemos tres muros de carga: uno
en el salón, uno en el dormitorio trasero y otro en el pasillo, pero ya nos
ocuparemos de ese problema cuando llegue el momento.
¿Muros de carga? ¿Tuberías de gas? De no ser por Wes, podría haber
provocado un incendio y derribado el techo el primer día. ¿En qué estaba
pensando cuando accedió a que televisaran todo el proceso? ¿En qué
estaba pensando cuando aceptó reformar la casa para empezar? Ató en
corto el pánico que sentía e intentó concentrarse en el momento presente.
—Muy bien. ¿Y si golpeo la pared y ni siquiera le hago una muesca?
—Bethany, esa pared se derrumbará aunque le tires una goma del pelo.
Es más endeble que mi sobrina cuando la acuso de robar una galleta.
Aun así…
—A lo mejor deberías encargarte tú de la demolición.
Wes se volvió hasta darles la espalda al resto de las personas de la
estancia, ocultándola a sus miradas.
—Querías ensuciarte, Bethany. Dirigir tu propia reforma. Por eso
estamos aquí. ¿Y ahora que llega la hora de empezar, te entran los
nervios? Relájate.
Era muy fácil decirlo siendo un rudo vaquero. Nadie esperaba que fuera
por la vida sin dar un solo traspiés. En su caso, todo el mundo tenía
muchas expectativas puestas en ella, y no podía olvidarse sin más de su
necesidad de cumplirlas.
—Cuando tomé la decisión de hacer esto…, no es-esperaba a tanta gente
viendo cómo me ensuciaba.
—Oye, preciosa, que fuiste tú la que decidió competir con Stephen. Esta
mierda del reality es cosa tuya.
Sintió que empezaba a arderle la nuca.
—¿De verdad te parece un buen momento para recordármelo?
—Es el momento perfecto —respondió él sin titubear—. No te hará daño
estar un poco cabreada cuando levantes la maza.
Bethany ladeó la cabeza.
—Por eso me has pinchado, ¿verdad? —Esperó, pero él no dijo nada—.
Hiciste lo mismo cuando me estaba emocionando en la cena del ensayo de
Georgie y Travis. Me irritaste hasta que dejé de tener los ojos llenos de
lágrimas…
—Te irrito porque es divertido —dijo él con una risilla—. Nada más.
Entrecerró los ojos al captar el deje extraño de la voz de Wes. Parecía
casi nervioso por la idea de que pensara que la pinchaba a conciencia en
ciertos momentos. Sin embargo, no pudo analizar la reacción de Wes en
profundidad porque el director los observaba con impaciencia cerca de la
pared que habían marcado para derribar en primer lugar.
—Muy bien, Bethany. Vamos muy justos de tiempo para grabar. Que sea
una buena toma.
Con la maza en la mano y las gafas de seguridad puestas, tragó saliva y
se colocó en el espacio, que estaba muy bien iluminado. Veía un montón
de ojos clavados en ella a través de las lentes re ectantes, y la inmovilidad
de los cuerpos hizo que el estómago le diera un vuelco. Estaban
esperando. La observaban hacer algo que no había perfeccionado. Ay, Dios.
Iban a ver cómo hacía algo sin haber ensayado previamente durante dos
semanas. No faltaba nada para que descubrieran que aquello le quedaba
grande, que era un fraude. No podía recurrir a su habilidad como
an triona ni al conjunto perfecto. Solo estaban la maza y ella…, y dos
cámaras captando todos sus movimientos.
Al oír que el director tosía, se volvió hacia la pared y les ordenó a sus
brazos que levantaran la maza. Pero no pasó nada. Empezaron a temblarle
las manos alrededor del mango de madera y se le secó la boca por
completo. «Voy a vomitar».
—Apagad las cámaras —ordenó Wes.
—¿Perdona? No voy…
—He dicho que las apaguéis.
Sintió una presencia cálida a su espalda. Wes. Le recorrió el brazo con la
palma hasta dejarla sobre la mano que aferraba el mango.
—Oye.
—¿Qué? —susurró ella.
—¿Qué te pasa? —le preguntó él contra el pelo.
Fue incapaz de inventarse una mentira. No era solo la pared lo que la
tenía paralizada: era todo el trabajo. Toda la casa que los rodeaba y lo que
representaba. Una prueba para comprobar de qué pasta estaba hecha. Una
barrera que evitaría en circunstancias normales por temor a darse de
bruces. Era igual que sus relaciones con los hombres. En cuanto sus novios
empezaban a sospechar que no era Doña Perfecta a Todas Horas, el
personaje que les había vendido, empezaba a alejarse. No contestaba
llamadas y cancelaba citas hasta que ellos acababan poniéndole los
cuernos o cortando con un mensaje de texto impersonal.
Cuando eso sucedía, era casi un alivio.
Porque se acababa el miedo a que la descubrieran.
Podía empezar de nuevo de cero y ngir que la última relación no había
existido. Pero una casa era distinta. Era para siempre. Era la prueba visible
de su esfuerzo y de lo que podía conseguir con él. No se podía borrar
cambiando su estado en Facebook o eliminando unas cuantas fotos.
—Tengo mucho miedo de que se me dé fatal esto —contestó, y la
confesión le brotó de los labios por voluntad propia—. De que se me dé
fatal cualquier cosa. Me da miedo. Muchísimo.
—Pues muy bien. Pero hazlo de todas formas.
Se le escapó una carcajada al oírlo.
—Si a todos se nos diera bien hacer las cosas a la primera, no sabríamos
lo importante que es mejorar —le murmuró él al oído mientras le
acariciaba los nudillos con los dedos—. Ahora en serio, ¿por qué estás
aquí?
Bethany se humedeció los labios.
—Porque quiero demostrar que puedo…, porque quiero saber si puedo
hacer algo más que poner las cosas bonitas. Empiezo a sentirme muy
cómoda en lo mío y… ya no valoro los logros que consigo. Siempre le
pongo un pero a todo. Siempre. A lo mejor si me esfuerzo en hacer algo
más difícil…, volveré a valorarlos.
No supo cómo, pero percibió que Wes estaba sopesando lo que le decía.
Era agradable que alguien cargara con sus problemas de incompetencia
unos segundos. Aunque seguro que luego se arrepentiría de haberle
contado esos detalles personales.
—Bethany.
—¿Qué?
—Tu hermano la caga a todas horas.
Eso la animó.
—Venga ya.
—Es como yo te digo. En el último trabajo, no midió bien la batiente de
la puerta del baño, de modo que golpeaba el inodoro cada vez que la
abríamos. En la misma reforma, estuvo a un pelo de electrocutarse
mientras instalaba las luces encastradas del sótano. Se puso a chillar y
parecía un caniche al que le habían pisado la cola. A ver, ¿cuántas
reformas dirías que ha hecho?
—Treinta como mínimo.
—Ajá. Stephen tiene más experiencia que nadie, pero sigue metiendo la
pata. Nosotros meteremos la pata, nena, pero cualquier error que cometas
con esta casa lo podremos arreglar, ¿entendido?
La presión que sentía en el pecho se atenuó, sin prisa, pero sin pausa.
¿Era una locura que… que le creyera? Wes parecía muy convencido. Muy
seguro. No parecía desconcertado por lo que ella acababa de admitir.
—Entendido.
—Apunta y luego suéltala. Con fuerza. Que graben lo que necesita, que
nos haga las entrevistas, y después nos quedaremos tú, yo y los dos
carcamales.
La carcajada que se le escapó la tomó desprevenida, lo mismo que el
alivio que le inundó el estómago. Lo había vuelto a hacer. Había aplastado
sus preocupaciones como si fuera masa de galletas debajo de un rodillo.
Cuanto más se repetía, menos creía que las heroicidades de Wes fueran
por error. A lo mejor solo era… un héroe. De vez en cuando.
—Me parece bien.
—¿A qué sí? —Le dio un beso tan rápido en la sien que Bethany casi
creyó habérselo imaginado—. Dale duro a esa pared, preciosa.
—¿Podemos grabar ya? —preguntó el director con sequedad, sin esperar
una respuesta—. Y grabando en tres…, dos…, uno.
Bethany se colocó la maza al hombro, la dejó ahí un segundo y después
usó toda la fuerza de la que era capaz para estamparla contra el yeso. La
pared se abrió de cuajo y los escombros salieron volando en todas
direcciones, dejando un enorme agujero. Varios miembros del equipo
silbaron y Wes soltó una carcajada. Pero ella apenas si lo oyó por encima
de la ovación que tenía lugar en su propia cabeza. Iba de la mano del
ritmo acelerado de su corazón. Que no hacía más que acelerar y acelerar
como una hélice hasta que temió que se la llevara volando. En busca de un
ancla, se dio media vuelta y encontró a Wes entre las luces.
Él la estaba mirando con una sonrisa de oreja a oreja, pero cuando se dio
media vuelta y atisbó lo que sea que se re ejase en su cara, su sonrisa
desapareció y lo vio tragar saliva con fuerza. Aunque no se recuperó de
inmediato ni mucho menos, al nal Wes le hizo un trémulo gesto con la
cabeza.
Y a ella la abrumó el fuerte —y descabellado— impulso de acercarse a él
para ver si la abrazaba, aunque por suerte se quedó quieta por el
repentino hedor a putrefacción que llenó la habitación.
—Uf, mierda —dijo uno de los asistentes—, tenemos una rata muerta en
la pared.
—Haremos las entrevistas fuera. Que alguien vaya a por un becario para
que saque la rata.
Todos gimieron y empezaron a salir.
Bethany los siguió, arrastrando la maza a su espalda hasta que Wes se la
quitó de las manos y se la apoyó en un hombro. Así a lo Paul Bunyan, en
plan leñador tosco, no estaba para comérselo ni nada de eso. Claro que no.
Justo antes de salir por la puerta principal, se volvió para mirar la casa.
Había hecho un agujero en la pared. Uno solo. Pero ya no tenía tanto
miedo como antes a empezar la reforma… y no podía negar que el hombre
que caminaba a su lado mientras fulminaba con la mirada a los cámaras
tenía mucho que ver.
Aquello pintaba mal. Pintaba fatal.
11

Wes observó a Bethany mientras se movía entre los escombros, la madera


y los trozos de yeso antiguo que había desperdigados por el suelo. Por
culpa del Ratagate del día anterior, seguido de las constantes
interrupciones para las entrevistas que al nal se prolongaron durante
una hora, todavía les quedaba la mitad de la demolición de la Reforma
Apocalíptica.
Bethany lo estaba evitando, al menos todo lo que podía en un espacio
reducido en el que se oían hasta respirar. Suponía que él también la
estaba evitando un poquito, aunque era incapaz de dejar de babear por
ella con esas polvorientas mallas de deporte rosas. ¿Por qué no se le
marcaban las bragas? ¿Si le metía las manos por debajo de esas mallas tan
ceñidas le tocaría directamente el culo? ¿Le gustaría a ella?
«A ver, imbécil, intenta no empalmarte mientras manejas maquinaria
pesada destructiva».
Además, todavía estaba desconcertado por el vuelco que le dio el
corazón el día anterior cuando la vio hacer el agujero en la pared y
después se dio media vuelta con una sonrisa desinhibida en su preciosa
cara. Lo había mirado a él, y esa felicidad se le había clavado directamente
en las entrañas, y la consecuente presión entre los pectorales lo golpeó
como un ataque al corazón. Y para colmo la sensación no había
desaparecido. ¿Era… permanente?
Imposible.
Bethany se hizo con su atención cuando se trasladó a la cocina e intentó
arrancar los azulejos de la pared. Al ver que era incapaz de arrancar uno y
acababa golpeándolo con la palanca por la frustración, él soltó la maza,
sacó una cuña de su caja de herramientas y se acercó a ella.
—Mira. —Deslizó la punta de la cuña detrás del azulejo y le indicó con
un gesto a Bethany que le diera la palanca, cosa que ella hizo—. Ahora le
das un toque. Así. —El azulejo cayó al suelo—. El cabrón se caerá solito.
—Ah, mmm, gracias. —Aceptó la palanca de vuelta, siguió sus
indicaciones para el siguiente azulejo y sonrió cuando ejecutó el
movimiento a la perfección—. Me gusta. Es limpio.
Él apoyó un hombro en la pared mientras reprimía las ganas de
limpiarle el polvo que le cubría la nariz.
—¿Te gustan las cosas sucias y descontroladas?
Bethany lo miró con los ojos entrecerrados, de modo que levantó las
manos con gesto inocente, haciéndole saber que no iba con segundas.
Aunque habría sido muy fácil insinuar algo guarrillo. A ver qué hombre
de veintitrés años no lo relacionaba todo con el sexo.
Bethany apretó los labios, una vez abandonado el recelo, según parecía.
—Los domingos por la mañana me hago el moño un poco más suelto de
lo normal. Ya está. —Quitó otro azulejo y agitó la coleta con satisfacción—.
¿A ti no te gustan las cosas limpias y controladas?
Joder, siempre se las apañaba para hacerlo re exionar. Eso le gustaba.
En el pasado, las mujeres solo eran otra parte más de su vida sobre la que
no tenía que pensar mucho. O se iban a casa con él o no. ¿Por qué iba a
estresarse por eso?
En el caso de Bethany casi podía verla guardar cada retazo de
información que él iba soltando, de modo que quería decir lo correcto.
Quería decir la verdad. No solo lo que ella quería oír. De todas formas, era
demasiado lista para eso.
—Limpio mi sombrero todas las noches y… Esto… —Increíble. Sintió que
le ardían las puntas de las orejas, joder—. Lo guardo en una sombrera en el
armario.
—¿En serio? —A Bethany se le nublaron un poco los ojos, como si
intentara imaginárselo durante el ritual nocturno—. ¿Cómo es la
sombrerera? ¿Tiene papel de seda?
—Joder, no, no tiene papel de seda. —Soltó una carcajada al tiempo que
se rascaba el mentón—. Puede que haya un poco de papel de periódico en
tiras.
El jadeo de Bethany se convirtió en una risilla tonta.
—Pero si eso viene a ser lo mismo.
Oh, guau. Nunca había hecho ese sonido antes. Era precioso y femenino,
y si lo repetía, limpiaría el sombrero delante de ella para que viera el
proceso.
—De eso nada. Son cosas totalmente distintas —consiguió decir—. Y,
Dios, mírate: te has puesto cachonda por la idea de guardar bien un
sombrero.
La observó mientras ella intentaba contener la risa y se dio cuenta de
que estaba sonriendo. Joder. Estaban tonteando sin que se hubiera
convertido en una competición de insultos, y el alivio que eso le provocó,
saber que podían conseguir semejante hazaña, fue enorme.
—Oye —dijo ella—, que yo hago lo mismo con mis Louboutin.
Dejó de sonreír al escucharla.
—Madre de Dios. Has tenido que comparar mi sombrero masculino con
un zapato de mujer.
Bethany enterró la cara en la exura del codo con los hombros
temblándole por la risa. En ese momento, Wes se imaginó haciéndole
cosquillas, tal vez incluso dándole un mordisquito en el cuello.
Comportamiento entre novios.
Eso hizo que se tensara. No quería nada permanente ni mucho menos.
Sentar la cabeza y no desviarse del camino en lo que le quedaba de vida
no era algo que lo atrajera en absoluto. Siempre tenía que estar listo para
pasar página, porque así no lo tomarían desprevenido cuando llegara el
momento. Rápido, indoloro, fácil. Así vivía.
Un hombre que se acomodaba demasiado y no se permitía rutas de
escape acababa encallado. En un par de ocasiones cuando era pequeño, se
permitió acomodarse con una familia de acogida y al nal descubrió que
ellos no se habían acomodado con él. Habían intentado echarlo todo el
tiempo.
Nadie lo había necesitado nunca.
Nadie salvo su hermanastra. Ella había contado con él para que la sacara
de tantos problemas que se había convertido en una relación agotadora y
decepcionante, pero era incapaz de darle la espalda. Una minúscula parte
de sí mismo quería que dependieran de él. Aunque fuera alguien que no
lo apreciaba o, joder, que ni siquiera le daba las gracias la mayoría de las
veces.
Bethany desde luego que no lo necesitaba. Que sí, que había tenido un
par de momentos de debilidad, pero si él no estaba cerca, le daría ánimos
su grupo local de apoyo. Él solo había estado a mano. Al ladito.
No, desde luego que no tenía pensamiento de quedarse en Port
Je erson. Aun así, cada vez que Bethany lo miraba y sus ojos se
encontraban, el estómago se le enroscaba en el puto bazo. Sí, podía decir
sin temor a equivocarse que la preocupación que sentía por ella iba más
allá de un ligue normal y corriente. La palabra «ligue» ni merecía
pronunciarse en la misma frase que «Bethany»…, y eso era cada vez más
evidente a medida que ella le confesaba lo que pensaba.
«Ya no valoro los logros que consigo… A lo mejor si me esfuerzo en
hacer algo más difícil…, volveré a valorarlos».
Siempre había tenido claro que había unos cuantos kilómetros de capas
bajo la super cie de Bethany, pero ella siempre lo sorprendía con una capa
más. Su instinto de supervivencia le dijo que dejara de intentar localizar
su fondo marino, pero esa mañana al llegar a la casa se descubrió
jurándose que la ayudaría a encontrar esa sensación. A valorar de nuevo
sus logros. El deseo de ayudarla era tan intenso que hasta resultaba
doloroso.
Seguramente al notar que la miraba, Bethany levantó la vista de los
azulejos que estaba quitando con la palanca.
—Mmm, oye —dijo ella—, ¿cómo vas por ahí?
—Aquí voy. ¿Y tú?
—La suciedad me está matando.
—Ya me lo suponía. —Se llevó la lengua al carrillo para contener una
sonrisa—. Puede que no parezca que progresamos, pero lo estamos
haciendo.
—El progreso es una vela perfumada y un recogedor. —Bethany se
quedó callada, como si buscase algo más que añadir, pero un gruñido hizo
que los dos volvieran la cabeza y se encontraron a Carl limpiándose el
sudor de la frente con un trapo que después le pasó a Ollie.
—La ciática está de marcha —se quejó este último al tiempo que
apoyaba un costado en la pared—. Me está matando.
—Yo tengo todavía la pierna hinchada de ayer —añadió Carl.
—Lo único que hiciste ayer fue arrasar con lo que había en la mesa de la
comida —le recordó Wes.
Carl resopló.
—No podía dejar escapar esos rollitos de ambre. Mi mujer nos ha
obligado a ser veganos. También me ha dejado sin azúcar y sin café. Si
antes era infeliz, deberías verla ahora.
—¿Por qué no pueden dejar que nos jubilemos con tranquilidad? —se
lamentó Ollie con la mirada perdida—. Es como si estuvieran esperando a
que nos relajáramos por n para empezar a dar guerra otra vez.
—La mía me preparó ayer un baño —dijo Carl—. Me alivió bastante la
pierna.
Ollie le dio un codazo, con la cara de un gato que se había comido el
canario.
—Yo conseguí un masaje.
Sus suspiros se transformaron en gemidos mientras se frotaban sus
respectivas lesiones.
—Joder, cómo duele —gimió Carl.
—Creo que tengo un pinzamiento —dijo Ollie.
—Chicos, ¿seguro que podéis con este trabajo? —preguntó Bethany.
—¿Qué? —preguntó Carl—. Nos lo estamos pasando en grande.
Ollie resopló.
—Los dos mejores días que he pasado desde hace muchos años.
Bethany miró a Wes y meneó la cabeza, aunque esbozaba una sonrisilla.
Una sonrisilla que hizo que le ardiera la yema del pulgar por las ganas de
acariciarle el labio inferior. A lo mejor debería invitarla a salir. Nada que la
asustase. Solo una invitación de última hora para tomar una copa entre
compañeros de trabajo, algo así. Bien sabía Dios que con Stephen, Travis y
Dominic se había parado un montón de veces a tomarse algo en el
Grumpy Tom’s. Sería lo mismo.
Al menos, así era como pensaba explicárselo a ella.
Carraspeó y dijo:
—Oye, Bethany…
El móvil empezó a sonar como un loco en su bolsillo. Soltó un taco para
sus adentros, se quitó un guante de trabajo y sacó el teléfono. Tatuaje
Desvaído en la Pierna lo estaba llamando. Era la niñera de esa tarde, lo
que quería decir que iría a por Laura al colegio, la llevaría a casa y la
cuidaría durante las dos horas que quedaban de su jornada laboral.
—¿Sí?
—Hola, Wes. —Le temblaba la voz por la preocupación—. Siento
muchísimo hacerte esto, pero hoy no puedo cuidar de Laura. A mi
hermana la están operando de urgencia y ya voy de camino a New Jersey
para acompañarla.
—Lo siento mucho. Espero que todo salga bien.
—Bueno, ha sobrevivido a tres maridos espantosos, así que dudo que la
vesícula biliar vaya a tumbarla ahora. Pero va a necesitar mimos.
Wes soltó una risilla. Joder, empezaba a encariñarse de verdad con esas
mujeres.
—Dime si puedo ayudarte en algo.
—Lo haré. De verdad que lo siento.
—No te preocupes. Nos vemos pronto.
Colgó y miró la hora en el móvil. Demasiado tarde para llamar a una
sustituta, y aunque no lo fuera, no le gustaba molestar, sobre todo cuando
esas mujeres ya estaban haciendo más de la cuenta. Demasiado como para
que las mandara a por Laura al colegio en el último minuto. Tendría que ir
él.
—No parecía nada bueno —comentó Bethany, que se había acercado
mientras hablaba—. ¿Qué pasa?
Tardó un segundo en centrarse, por culpa de esa preciosa manchita de
polvo que tenía en la nariz.
—Lo siento, pero tengo que irme antes de tiempo para ir por Laura al
colegio. Marjorie ha tenido una emergencia familiar.
—Ah, claro. —Intentó ocultar el pánico, pero no lo consiguió por
completo—. Claro, por supuesto. Tienes que irte.
—Recuperaré el tiempo perdido mañana.
Ella relajó los hombros un poquito.
—Lo haremos.
—Claro.
—¿Ibas a preguntarme algo?
Sí. Iba a preguntarle si quería tomarse una copa en plan de amigos,
cuando en realidad se moría por comerle la boca. En ese preciso momento,
y al cuerno con sus dos testigos. Ese día lo miraba con otros ojos, con más
curiosidad que desdén. Desde que entró en tromba en la casa que estaban
reformando con Stephen y consiguió ver por debajo de su fachada sin
pretenderlo, había empezado a desear que cambiara de actitud hacia él. Y
cuando por n lo hacía, justo después de que él reconociera la tentación
de esforzarse en mejorar por ella, algo en su interior le gritaba que
aligerase el momento. Ya fuera por miedo a lo desconocido o por no saber
cómo comportarse con alguien a quien necesitaba —¿cómo saberlo
cuando nunca lo había experimentado?—, la miró de arriba abajo
despacio y le preguntó en voz baja:
—¿Por qué no me das una motivación extra y me dices que mañana vas
a ponerte otra vez esas mallas tan nas, preciosa?
A ella se le escapó una carcajada incrédula.
—¿Ponerme los mismos pantalones dos días seguidos?
Wes contuvo la risa.
—¿Eso es lo que te ha ofendido?
—Esto…, no. —Se puso colorada—. Me pondré las mallas rosas si tú te
pones un collar antipulgas.
—Primero me hablas de arneses con dildos anales y ahora me dices que
me ponga un collar. —Se balanceó sobre los talones—. Esto cada vez parece
más retorcido.
—Más retorcida es tu cabeza. —Lo despachó sorbiendo por la nariz y
pisoteando escombros de camino a su puesto—. Vete a casa.
—Hasta mañana, Bethany.
—Qué remedio, Wes —replicó ella con voz almibarada.
Las pullas con Bethany solían dejarlo con la sensación de estar cargado
de energía. Aunque no lo satisfacían, sí le resultaban placenteras. Y si bien
experimentaba una sensación chispeante en el estómago después de la
conversación, en ese momento parecía inacabada. Se suponía que sus
pullas conducían a algo, ¿verdad? Sí. Y quería llegar a ese punto. Aunque
lo más ridículo de todo era que no estaba seguro de que ese «punto» fuera
solo sexo. En vez de alejarse y dejarla con el ceño fruncido, quería seguir
pinchándola hasta arrancarle una sonrisa renuente.
Eso lo satisfaría casi tanto como el sexo.
Por Dios. ¿Se podía saber qué le pasaba?
Sintió la mirada interrogante de Bethany en la espalda mientras salía de
casa. Se subió a la camioneta y fue hasta el colegio, al que llegó justo a
tiempo para ver a Laura en lar el camino de entrada. No había ido a
buscarla muchas veces, pero teniendo en cuenta las quejas de que no tenía
amigas, no esperaba verla anqueada por dos niñas de su edad. Estaban
enfrascadas en una animada conversación que incluía muchos gestos y
risillas, y su sobrina parecía estar en el séptimo cielo entre ellas.
Bajó la ventanilla del lado del acompañante justo cuando Laura hacía su
imitación de Scooby-Doo, haciendo que las otras dos niñas se rieran, y a él
se le escapó un sonido raro.
Laura lo vio con el motor en marcha junto a la acera y lo saludó
emocionada con una mano.
Sintió que la calidez lo recorría desde las clavículas hacia abajo.
—Hola, niña —le dijo—, sube.
—Un momento. Tío Wes, tío Wes, ¿pueden venir Megan y Danielle a
casa? —le preguntó su sobrina prácticamente a voz en grito desde quince
metros de distancia—. ¿Por favor? ¿Si su madre las deja? ¿Por favor?
No. De eso nada. Acababa de averiguar cómo cuidar medianamente bien
de Laura. Añadir dos niñas más podría ser desastroso. Buscó una
distracción. Las distracciones siempre funcionaban.
—A lo mejor hoy no. Pensaba alquilar Enredados para verla…
—¡Me encanta Enredados! —chilló Danielle, o Megan—. Yo también
quiero verla.
«Error de novato, idiota».
—Seguro que tu madre tiene planes…
La cara de una mujer apareció por la ventanilla del acompañante.
—Hola, soy Judy. La madre de Danielle y de Megan. Eres Wes, ¿verdad?
¿El tío de Laura? —Metió una mano por la ventanilla para que se la
estrechara. Él levantó la suya llena de suciedad.
—Lo siento, acabo de salir de la obra. Tal vez sea mejor que no te
acerques mucho.
La expresión de Judy era guasona, pero sobre todo distraída.
—Bueno, ¿hoy te llevas tú a las niñas?
—Oh. —Se rascó el mentón, áspero ya a esas horas por la barba—. Esto…,
¿me las llevo?
—¡No creo que estas descaradas vayan a aceptar un no por respuesta! —
Lo que empezó como una carcajada jovial se convirtió en algo más
siniestro y la expresión de Judy se volvió mucho más intensa. Se inclinó
hacia la camioneta y se le pusieron los nudillos blancos de apretar con
fuerza la puerta—. Por favor, llévatelas. Aunque solo sea una hora.
Wes se obligó a no dar un respingo.
—¿Crees que caben todas en la camioneta?
—Haremos que quepan. —La sonrisa regresó, más deslumbrante que
antes—. Niñas —dijo por encima del hombro—, buenas noticias. El tío de
Laura se va a quedar con vosotras unas horas.
—Un momento. ¿Unas horas?
Judy pasó de él y abrió la puerta del acompañante para meter a las
niñas, que no dejaban de chillar de alegría, y una vez sentadas, colocó el
cinturón de seguridad alrededor de las tres.
—Iré a por vosotras después de la cena.
¿La cena?
Miró a Wes.
—Mi número está en la lista de contacto de la clase si necesitas algo,
junto con el tuyo. Recibiste ese mensaje de correo, ¿verdad? —preguntó
Judy mientras cerraba la puerta sin esperar respuesta. A través del cristal,
dijo—: ¡Hasta luego!
Wes se puso en marcha muerto de la impresión y se quedó parado en
un semáforo en rojo hasta que se puso en verde y el coche de detrás
empezó a pitarle. Vio por el retrovisor que era Judy. A su derecha, las tres
niñas cantaban una canción sobre tacos que caían del cielo a pleno
pulmón. ¿Se podía saber qué iba a hacer con ellas?
Nada. Tenía que llevarlas a casa. Aunque él no había rmado nada de
eso.
No era un padre. Era un vagabundo, un antiguo huérfano, un hombre
sin ataduras, y le gustaba que fuera así. Así era como siempre había sido.
Estaba a punto de preguntarles a Danielle o a Megan dónde vivían para
llevarlas a su casa, pero su sobrina lo miró a los ojos. Saltaba a la vista que
le estaba leyendo el pensamiento y que sabía que estaba a punto de tirar
la toalla. Le suplicó con la mirada que se lo pensara, y algo estalló en su
pecho. Algo que había reprimido con todas sus fuerzas desde que tenía
uso de razón. Había mantenido esa caja bien cerrada por su seguridad,
pero su sobrina se había metido dentro y se había puesto cómoda.
Antes de que pudiera ver por dónde iba, se encontró en su porche,
abriendo la puerta y dejando pasar a tres diminutas personas al interior.
Mientras las dos nuevas corrían al dormitorio de Laura, su sobrina se
detuvo y le rodeó la cintura con los brazos, estrechándolo con toda la
fuerza de la que era capaz.
—No sé lo que ha pasado, pero creo que ahora tengo amigas y querían
venir a casa y ¿qué vamos a hacer ahora, tío Wes?
—¿Me lo preguntas a mí?
—¡Por favor! ¡Tengo amigas!
Salió corriendo detrás de las niñas, y no pudo ni preguntarle qué era lo
que esperaba de él.
—Por favor, ¿qué? —masculló antes de acercarse al frigorí co y echar
mano de una cerveza para después soltarla. Sin darle demasiadas vueltas,
sacó el móvil y llamó a Bethany. Porque le parecía lo correcto.
Ella descolgó al segundo tono, y su voz le dejó claro que seguía molesta
por la petición de que se pusiera las mallas rosas al día siguiente.
—¿Sí?
—¿El adulto supervisor tiene permitido beberse una cerveza mientras
está a cargo de unas niñas que han quedado para jugar?
—¿Cómo voy a saberlo? —Se oyó algo que se arrastraba de fondo—.
¿Estás a cargo de varias niñas ahora mismo?
—Ha pasado todo muy deprisa.
Pasaron un par de segundos. ¿En qué estaba pensando para llamarla?
No le había pedido ayuda a nadie para solucionar ni el más insigni cante
de sus problemas desde que era pequeño. Si esa no era una peligrosa
prueba de que había empezado a preguntarse «¿Qué pasaría si…?», que
bajara Dios y lo viera.
—¿Por qué me has llamado?
—Para saber si puedo beberme una cerveza —contestó en un esfuerzo
supremo por hacer que la llamada se convirtiera en un momento
intrascendente en vez de sucumbir y pedirle ayuda—. Oye, da igual…
—Mi padre bebía mientras nos vigilaba —soltó ella—. Echa la cerveza en
una taza y métete un caramelo de menta en la boca antes de que lleguen
los padres. —Un silencio de un segundo—. Vas a hacerlo bien. Muchísimo
mejor que lo que lo haría yo, seguro.
Allí estaba otra vez. Dejando entrever sus inseguridades y haciendo que
le resultase imposible no mostrarse sincero al cien por cien. Clavó la
mirada en la super cie re ectante del frigorí co.
—Laura ha estado un poco de bajón últimamente, no dejaba de decir
que no tenía amigas. Y supongo que… le quité importancia, porque pensé
que seguro que tenía. Es lista y graciosa, ¿verdad? Pero creo que esto es
importante para ella, y no sé cómo apoyarla. —Se dio media vuelta y
apoyó la espalda en el frigorí co—. No tenemos muchos juguetes. Ni
siquiera sé si son lo bastante pequeñas para seguir jugando con juguetes.
—Yo jugué con mis Barbies hasta los nueve.
—Vente —dijo antes de que pudiera echarle el lazo a la palabra y
retenerla. Sin embargo, se había imaginado a Bethany organizando una
cena elegante con muñecas y… le entraron ganas de verla, nada más. Le
entraron ganas de tenerla en su casa—. Lo que quería decir era: ¿te vienes?
Silencio. Y luego:
—A ver…, supongo que dos adultos medio ineptos equivalen a un adulto
funcional completo.
Wes se apartó del frigorí co.
—¿Eso es que te vienes?
—No va a ser nada del otro mundo —se apresuró a decir Bethany.
—No, claro que no. Nada del otro mundo.
Sí que lo era, era un momento importantísimo. Él había pedido ayuda y
se la iban a prestar.
Se la iba a prestar alguien que parecía ostentar el poder de hacerlo feliz,
ponerlo cachondo, frustrarlo, hacer que se pusiera a pensar o cabrearlo.
Había abierto la puerta del rodeo de par en par.
—Por supuesto, lo haré para ayudar a Laura. Para que les cause buena
impresión a sus nuevas amigas.
—Por supuesto.
—¿Tienes algo para picar?
Se volvió a toda prisa y empezó a rebuscar en los armaritos.
—Unos panecillos salados con forma de pez rancios…
—Sigue buscando.
Le temblaron los labios por la risa al oírla.
—Una bolsa de palomitas para microondas.
—Bingo. Prepáralas y dales unos zumos.
Depender de otra persona parecía tener el poder de hacerlo feliz.
Aguzó el oído para captar sus pasos al otro lado de la línea y se imaginó
su glorioso trasero meneándose por la casa en obras. ¿De verdad le había
pedido que se pusiera esas mallas rosas al día siguiente? ¿Delante de las
cámaras, con toda esa luz y su capacidad para hacer zoom?
—He cambiado de idea sobre las mallas. Quémalas.
—Pues yo sigo esperando que te pongas el collar antipulgas —replicó
ella, y Wes oyó que se cerraba una puerta—. Voy a pasar antes por casa
para quitarme esta ropa…
—Por favor, quítatela aquí.
—No pienso ir si vas a comportarte como un pervertido.
—Nada, ya me he enmendado. Te lo prometo.
—Bien. Voy a colgar.
—¿Bethany?
—¿Qué?
—Gracias.
Pasó un segundo.
—Es por Laura.
—Por supuesto.
—Hasta ahora.
—Hasta ahora.
12

Bethany se quitó las sucias botas de trabajo en el porche y entró en casa a


trompicones, mientras se despojaba de la camiseta sudada y de las mallas.
Lo dejó todo amontonado en la entrada, pero solo fue capaz de dar dos
pasos antes de retroceder para hacerse con las prendas y dejarlas
pulcramente en el cesto de la ropa sucia.
—¿En qué estás pensando? —se preguntó en voz baja mientras subía la
escalera. Cinco minutos después, lavada y enjuagada, seguía sin
responderse. Ya estaba pasando demasiado tiempo con Wes, ¿encima iba a
ayudarlo a hacer de niñera? ¿De varias niñas? Lo que sabía de niños en
general cabía en un vaso de chupito. Tenía menos idea incluso que de
reformar una casa. ¿Qué la había llevado a aceptar esos dos nuevos retos
en la misma semana?
Con cuidado para no resbalar sobre las baldosas, se envolvió el cuerpo
con una toalla y se colocó frente al espejo del cuarto de baño. No tenía
tiempo para arreglarse el pelo, y era una lástima. Un pelo limpio y alisado
siempre aumentaba su con anza. En el vaso de chupito que contenía su
conocimiento sobre los niños solo había una cosa: se aprovechaban de los
débiles. Recordaba la alegría que la invadía de pequeña cuando entraba
en la clase un maestro sustituto pensando que iban a seguir el plan
habitual. «Vas listo, imbécil. Hoy no».
Pues, en ese momento, la imbécil iba a ser ella.
¡Y se había ofrecido voluntaria para serlo!
—Muy bien, a ver —susurró mientras se apresuraba a ponerse la crema
hidratante y una capa mínima de base de maquillaje, seguida de un par de
toques de rímel—: Todas las semanas ejerces de an triona para un
montón de mujeres. Tres niñas no te darán problemas.
Era cierto que ejercía de an triona para las integrantes de la Liga de las
Mujeres Extraordinarias todos los sábados por la noche; se limitaba a
aparentar que era algo fácil cuando en realidad analizaba en exceso cada
palabra que salía de su boca y diseccionaba los comentarios de sus amigas,
buscando alguna prueba de que estaban al tanto de sus defectos. Le
encantaba el grupo que habían creado. El brío, la honestidad y las mujeres
en sí. Pero una parte de ella siempre lo había visto como algo temporal.
¿Cuánto tiempo podría hacerles creer que lo de ser elegante, graciosa y
despreocupada le salía de forma natural? ¿Qué pasaría cuando empezaran
a ver que se trataba de una fachada?
Poco dispuesta a examinar esos temores a fondo, colgó la toalla, se
agachó para asegurarse de que las esquinas quedaban alineadas y
atravesó el dormitorio hasta llegar al vestidor. Durante el trayecto de
vuelta a casa, se había decidido por un conjunto, de manera que descolgó
el mono vaquero con tirantes de volantes, se lo puso y luego se calzó unas
bailarinas blancas acabadas en punta. Se pasó un cepillo por el pelo, se lo
recogió en una coleta alta y, después de hacer una parada en el frigorí co
para llevarse un trozo de la tarta nupcial que había sobrado, salió de casa
con mucha más con anza de la que sentía. En cuestión de minutos,
en laba el camino de entrada de la casa de Wes y aparcaba detrás de su
camioneta.
—Puedes hacerlo —le dijo con alegría a su re ejo—. Puedes ayudar a
cuidar de tres niñas sin que se enteren de que por dentro eres un desastre.
Tarta en mano, subió los escalones hasta la puerta principal de Wes.
Apenas había levantado la mano para llamar cuando se abrió de golpe.
—¿Se puede saber por qué has tardado tanto? Se han zampado las
palomitas.
Estuvo a punto de estamparle la tarta en la cara. En serio, ¿por qué la
obligaba su cerebro a jarse en lo bueno que estaba hasta cuando soltaba
groserías? Ni siquiera se había molestado en cambiarse, seguía ataviado
con sus mejores galas de albañil, con el pelo cubierto de polvo y la
camiseta arrugada, sudada y llena de yeso. Al verlo apoyar un antebrazo
en la jamba de la puerta y hacer un murmullo de aprobación mientras la
miraba de arriba abajo, se negó a mirar el trozo de abdomen musculoso
que había dejado a la vista la camiseta.
O a reconocer que se había pasado por casa para cambiarse solo porque
quería que él la mirara así.
Joder, eso había hecho, ¿verdad?
Alguien debería derrocarla como líder de la Liga de las Mujeres
Extraordinarias. Era un fraude total. Claro que, al contrario que Wes,
nadie la había visto nunca en sus peores momentos. Él había tenido la
osadía de verla enfadada, llorando, agobiada por el estrés o sucia. Qué
descaro. ¿Poder recurrir a su hechizo habitual por una tarde era
demasiado pedir?
—Apártate, vaquero. He traído tarta.
—Y yo pensando que el postre eras tú…
Levantó un dedo.
—El primero y el último, no voy a pasarte ninguno más.
Wes esbozó una sonrisa deslumbrante y, al ver la barba cerrada que le
había crecido a esa hora, casi se le olvidó que tenía veintitrés años.
—Quedo debidamente advertido —replicó él al tiempo que abría la
puerta del todo y se apartaba para dejarla pasar—. ¿Eso es tarta de la
boda?
—Sí —contestó ella y se detuvo en seco en la entrada, acariciando con los
dedos el envoltorio de plástico—. ¿Te gustó?
Lo vio cruzar los brazos por delante de ese ancho pecho.
—Todavía no he comido ninguna tarta que no me guste.
Bethany asintió con un murmullo.
—¿Y la comida?
—Antes de mudarme a Port Je , me alimentaba de bocadillos de
Subway y whisky.
—Bueno, como era de esperar no me has ayudado mucho —murmuró
ella al tiempo que se alejaba.
—Espera. —Wes la detuvo rodeándole un codo con una mano cálida—.
¿Alguien ha dicho que no le gustó la comida?
La pregunta le revolvió el estómago.
—¿Alguien te ha dicho eso?
—No. La comida estaba buenísima. A ver, que mi niña me tuvo que
recordar que es de mala educación llevarse gambas a casa en los bolsillos y
tiene cinco años. —De repente, guardó silencio y frunció el ceño—. Bueno,
que la niña no es que sea mía…
—Te he entendido perfectamente —susurró con delicadeza, alarmada
por el nudo que de repente sentía en la garganta—. Entonces…, ¿te gustó?
Ha sobrado tanto que…
Wes levantó una ceja.
—Y te ha estado preocupando todo este tiempo que a los invitados no
les gustara la comida. Cuando ni siquiera la cocinaste tú. ¿Verdad?
—Pero la elegí.
—¿Debo recordarte que había barra libre?
—Muy bien, lo has dejado claro. —Bethany se dio media vuelta y echó a
andar hacia el salón, consciente de que ya no se sentía tan mal por las
sobras de comida. Se sentía muchísimo mejor. Absuelta incluso. Hasta tal
punto que ya no le costaba trabajo respirar, como llevaba sucediéndole
desde el domingo por la noche—. ¿Dónde están las niñas?
—¡ELSA!
Tres niñas entraron en el salón desde el pasillo y empezaron a saltar
delante de ella. Emocionadas.
—Ah, mmm. Traigo tarta —dijo con voz ronca mientras los nervios
empezaban a atacarle el estómago.
—¡Tarta y palomitas! Que no se entere mi madre.
—Será un secreto entre nosotras —se apresuró a decir Bethany, que
empezó a buscar en su base de datos alguna pista sobre lo que les gustaba
a las niñas de cinco años. «Un momento. Rebobina», se dijo. Ahí estaba. La
inspiración había llegado, justo a tiempo. Laura la estaba mirando con los
ojos como platos, como si ella poseyera los secretos de la felicidad infantil
—. Y… ya sabéis que el mejor acompañamiento para la tarta es el té.
Las tres niñas la miraron en completo silencio y sin moverse.
¿Se había equivocado?
Ajustó el envoltorio de plástico de la tarta, aunque estaba perfecto. Ni
una sola burbuja ni superposición.
—¿Merienda formal?
Bethany retrocedió un paso al oír la explosión de chillidos
ensordecedores, y al alivio le siguió una carcajada. Se mordió el labio
inferior para contener la sonrisa y se encontró con la mirada de Wes, que
estaba de pie en la cocina, con una taza de café a medio camino de los
labios. Y oh. ¡Oooh! Sabía que esa noche se despertaría pensando en la
mezcla de admiración, gratitud y deseo puro y duro que había en sus ojos.
Su cuerpo reaccionó como si se hubiera sentado en una secadora
durante el centrifugado, calentándose y tensándose de una forma
vergonzosa que no era ni mucho menos apropiada para una merienda
infantil.
—Bueno —logró decir—, necesitamos invitados, ¿no? Id a buscar
muñecas o peluches mientras yo preparo la mesa.
Las niñas se fueron corriendo por el pasillo a toda velocidad, hablando a
gritos. Bethany se acercó a la mesa de la cocina, soltó la tarta y se hizo una
coleta para no tener el pelo suelto.
—Tiene peluches, ¿verdad? —le preguntó en voz baja a Wes, que asintió
despacio mientras bebía un sorbo de su taza, con los ojos jos en ella por
encima del borde—. Bien.
—Lo que no tengo es té. Supongo que es obligatorio para una merienda
con té.
Bethany torció el gesto.
—¿Quiénes son los vecinos?
—Los Santangelo.
—¡Ah! Fueron compañeros de clase de mis padres. Ahora vuelvo.
Cinco minutos más tarde, después de persuadir a la señora Santangelo
para que le diera un surtido de infusiones sin teína, Bethany regresó y se
encontró a las niñas colocando varios osos y una familia de pingüinos de
peluche alrededor de la mesa, hablando animadamente. Wes seguía
escondido en el fondo de la cocina.
—Pareces aterrorizado. Ve a sentarte.
Wes titubeó.
—He visto esta película. En cuanto saque mi silla, una de ellas
preguntará de dónde vienen los bebés.
Bethany soltó una carcajada sin previo aviso y se tapó la boca con la
mano, demasiado tarde para contenerla.
—Haz como si no lo hubieras oído —dijo enérgicamente mientras
apartaba la mano.
—¿Por qué? Me ha gustado.
—Te encanta que te dé nuevas razones para burlarte de mí.
Wes bajó la barbilla y la miró con cara de «¡Venga ya!».
—Muy bien, vamos a aclarar esto ahora, ya que has venido a salvarme el
culo. —Cruzó la cocina en su dirección—. Bethany, ¿me burlo de ti o te
pincho porque es la única manera de que me mires siquiera?
Su pregunta la desconcentró por completo y se detuvo mientras buscaba
una tetera en la despensa, aunque acababa de ver una al fondo.
—¿Qué? Eso no es verdad.
—Sí que lo es. Decidiste que pasabas por completo de mí la primera vez
que nos vimos.
Bethany frunció el ceño mientras llevaba la tetera al fregadero y la ponía
debajo del grifo para llenarla de agua.
—Intentaste tontear conmigo delante de mi hermano.
—Pues sí, ¿verdad? —Le guiñó un ojo despacio—. Creo que no pude
evitarlo.
Bethany hizo caso omiso de la tensión que iba creciendo en sus
entrañas.
—Sí, estás haciendo el pino con las orejas para ver si consigues llevarte
al huerto a una mujer que te parece tan vieja que ni siquiera entiendes sus
referencias cinematográ cas. —Se acercó a la cocina y puso la tetera en un
quemador—. Seguramente por eso cada vez que sueltas alguna
insinuación me parece una trampa.
Wes guardó silencio tanto tiempo que tuvo que mirar para asegurarse
de que no se había ido. Pero no, allí estaba, mirándola ceñudo desde las
sombras.
—¿Una trampa? —dijo por n con aspereza—. Explícame eso.
Bethany sintió un aleteo nervioso en la garganta que no podía explicar.
—No lo sé. ¿Por qué estamos hablando de esto?
—Porque sí.
Puso los ojos en blanco.
—Supongo que… cuando te insinúas, me da la impresión de que es otra
forma de burlarte. De mí. ¿De acuerdo? Sí, te gusto, pero a lo mejor solo es
por el desafío del tonteo. Hasta ahora me has repetido doscientas mil
veces lo mayor que soy, así que supongo que… en el fondo no me deseas.
—Tragó saliva mientras apartaba la tetera del fuego, con el agua tibia—.
Solo estás esperando a que ceda para reírte de este vejestorio. En el fondo,
admiro que tengas la paciencia necesaria para dedicarle tanto tiempo a
este juego.
Wes la miraba como si acabara de levantarse del suelo en una columna
de humo.
—Por Dios, y te lo crees y todo, ¿verdad?
Sí. Hasta ese mismo momento, Bethany no se había dado cuenta de
hasta qué punto le afectaban las inseguridades relacionadas con la
diferencia de edad que había entre ellos. ¿Podía alguien culparla por
pensar que sus intenciones hacia ella no eran sinceras? Todos los hombres
con los que había salido la adulaban. Los cumplidos eran un indicio de
que un hombre quería acostarse con una mujer, ¿verdad? No las pullas
como las que compartía con Wes. Si acaso debía leer entre líneas, no tenía
el anillo decodi cador secreto, y esa era una referencia a Cuento de
Navidad que seguramente haría que se riera de ella.
Empezó a abrir puertas.
—¿Me ayudas a poner la mesa? Necesito platos, tazas, servilletas…
—Metí la pata.
—¿Qué?
Wes le aferró las muñecas y la volvió hacia él.
—Oye, metí la pata. —Su torso subía y bajaba—. No debería haber
bromeado con nuestra diferencia de edad.
Bethany miró a todas partes menos a él, porque su intensidad le estaba
provocando sensaciones raras en la zona abdominal.
—Wes, estás haciendo una montaña de un grano de arena.
—¿De un grano de arena? Has estado dudando de lo que siento por ti
todo este tiempo.
—¿Qué sientes por mí? —Presa del pánico, intentó zafarse de sus manos,
pero Wes le aferró las muñecas con más fuerza—. Pisa el freno y da
marcha atrás.
Él cerró los ojos y pareció contar hasta diez.
—Bien. Daré marcha atrás. Has estado dudando de lo mucho que te
deseo porque he hecho unas cuantas bromas ridículas.
—Esto… —Intentó soltar una carcajada para quitarle hierro al asunto—.
Supongo que lo he hecho. Sí.
—¿Cómo? —Parecía pasmado de verdad—. Bethany, sabes que eres una
puta obra maestra, ¿verdad?
Sus piernas se transformaron en gelatina y una emoción extraña se
apoderó de su interior. Una emoción enorme y poderosa que jamás había
explorado.
—Esto…, pues…, mmm…
Wes le soltó las muñecas y retrocedió un paso.
—Madre mía —dijo aturdido—. No tienes ni idea.
Bethany dejó las manos suspendidas en el aire y sus pulmones se
detuvieron, porque el aire se negaba a entrar o a salir. Una parte de ella
quería huir de la cocina, pero había otra que la mantenía allí plantada.
Delante de Wes. «Sabes que eres una puta obra maestra, ¿verdad?». No
podía decirlo en serio, ¿verdad? La había visto en sus peores momentos.
Así que debía de tratarse del típico caso de desear lo que no se podía tener.
Sí. Estaba claro. Era un hombre guapísimo al que una mujer no paraba
de darle calabazas. Conseguir que diera su brazo a torcer sería una
cuestión de orgullo.
Wes la giró hasta atraparla contra la encimera… y sus piernas de repente
pasaron de espaguetis al dente a espaguetis casi deshechos.
—No me beses —susurró.
Sintió el cálido suspiro de Wes en los labios.
—Tengo que hacerlo, preciosa. Eres muy tonta.
—¿Y eso hace que quieras besarme?
Esos ojos azules se clavaron en los suyos.
—Yo tampoco lo entiendo. Que sepas que en cuanto te meta la lengua en
la boca, te va a importar una mierda que tengas treinta años y yo
veintitrés. Esos siete años no signi can nada para mí… —Le recorrió el
mentón con los labios abiertos—. En todo caso, harán que gimamos un
poco más fuerte, ¿verdad, preciosa?
Sus bocas estaban tan cerca que su aliento le humedecía los labios de
una forma maravillosa. Ay, Dios. Que iba a besarla. En ese mismo
momento. No podría esconderse detrás de una réplica mordaz ni soltarle
una pulla porque tendría la boca ocupada y ¡mierda, mierda, mierda! Iba
cuesta abajo y sin frenos. Cuando acabaran de besarse, él sabría que la
había afectado. Físicamente… y de otras formas. Porque había más,
¿verdad? ¡Joder!
¿Cómo iba a soportar tenerlo cerca tanto tiempo si le gustaba?
«¡Aaaaaaaah!», gritó en su mente.
—¡Elsa!
—¡Tío Wes! ¡Elsa! ¿Podemos empezar ya con la merienda?
El momento merecía un efecto de disco rayado de fondo.
Wes le enterró la cara en el cuello y le mordisqueó la sensible zona
mientras gemía, provocándole un escalofrío que le llegó hasta los dedos de
los pies.
—Que el Señor me ayude. El dolor de huevos va a acabar conmigo.
Soltó una carcajada genuina, pero estaba demasiado asombrada por el
estado de su propio cuerpo y por las cosas que él había dicho como para
darse cuenta.
—¿Te parece gracioso? Vengo a casa a la hora del almuerzo mientras ella
está en el colegio y a veces me quedo sentado en silencio, mirando la
pared. —Soltó un gemido de dolor y después trazó un húmedo sendero
con la lengua desde el hueco de su garganta hasta el lóbulo de una oreja—.
Eso es mentira. Miro la pared pensando en ti.
—Wes…
—Tú también piensas en mí.
Su asentimiento fue imperceptible y renuente, pero ahí estaba. No podía
desdecirse. Otra impaciente súplica desde el salón la hizo apartarse del
tenso del cuerpo de Wes.
—Recuérdame lo que estaba haciendo.
Él se presionó un ojo con una mano.
—Platos, tazas…
—Tenedores. Té. De acuerdo.
Ambos respiraron hondo para infundirse valor, y se separaron para
preparar la merienda.
¡Ay, madre!
En cuanto terminara la merienda, tendría que salir de allí por patas.
¿No decía el refrán que hasta los mejores planes acababan torciéndose?
13

Wes, que estaba sentado en el puf del rincón del dormitorio de Laura,
observó a Bethany detenerse en la puerta. Su intención había sido la de
observar la merienda desde la seguridad de la cocina, pero, joder, luego se
alegró de haber dejado que Laura lo arrastrara hasta su dormitorio para
esperar a que Bethany llegase y los acompañara al salón, dando así
comienzo al juego.
Ella entró haciendo mucho teatro y se detuvo un instante en silencio
para aumentar la expectación.
—¡Atención! Atención, por favor —les dijo a las tres niñas, que ya
estaban chillando y volviéndose locas solo porque Bethany se estaba
tomando en serio su fantasía, y hablaba con acento británico y todo—.
¿Puedo hablar con la señora de la casa? Tengo una invitación formal de Su
Majestad, la reina.
—¡Soy yo! —exclamó Laura, que casi acabó cayendo de bruces sobre la
alfombra cuando se abalanzó a por la carta que Bethany llevaba en las
manos—. ¡Yo soy la señora de la casa!
—Estupendo. —Bethany le entregó a Laura una página doblada que
habían arrancado del último ejemplar de Sports Illustrated que Wes había
comprado—. La reina requiere su presencia para el té de esta tarde.
Laura ngió leer la invitación real.
—Dice que estamos todas invitadas.
Megan y Danielle vitorearon y se pusieron en pie de un salto, uniéndose
a Laura en una estampida que estuvo a punto de dejar a Bethany sentada
sobre su precioso trasero en el suelo. Lo miró con expresión aturdida.
—Casi me tiran al suelo para llegar a la mesa. No se diferencia mucho de
una reunión de la Liga de las Mujeres Extraordinarias.
Wes se levantó del puf con una risilla.
—Esperemos que los parecidos acaben ahí. Solo nos faltaba que estas
niñas se vayan a casa cantando sobre ovarios.
Bethany lo miró boquiabierta.
—Tendré que obligar a las integrantes a rmar acuerdos de
con dencialidad. Las ltraciones de procedimientos importantes se nos
están yendo de las manos.
—Si te sirve de consuelo, a mí se me quedó grabada después de que
Marjorie me la cantara.
—Me sirve, gracias —replicó ella, dejándolo ver solo un atisbo de su
sonrisa, antes de darse media vuelta para en lar el pasillo y unirse a la
regia merienda—. Bueno, señoras —dijo al tiempo que juntaba las manos
—, si me prestan unos momentos de atención, por favor, me gustaría
presentarles a su mayordomo para esta tarde, Wes Bobonhgam. Va a
tomarse un descanso de sus deberes como bufón de la corte para servir el
té.
El cortés aplauso de las tres niñas apenas duró unos segundos, tras los
cuales empezaron a agitar las tazas en el aire mientras coreaban:
—¡Té! ¿Dónde está mi té, Bobonhgam?
Wes se hizo con la jarra de plástico que estaban usando como tetera y
vertió un poco del líquido tibio en cada una de las tazas mientras miraba a
Bethany con los ojos entrecerrados. Cuando llegó Laura y le llenó la taza,
ni siquiera lo pensó, simplemente se inclinó y la besó en la coronilla. Se
quedó allí unos segundos, preguntándose qué bicho le había picado para
hacer algo tan… paternal. Solo se había acurrucado con él una vez en el
sofá ¿y ya estaba besándola en la coronilla?
Laura echó la cabeza despacio hacia atrás y le sonrió. No era la sonrisa
que tenía cuando él llegó a Port Je erson. Pensándolo bien, hacía una
semana que no la veía. Esa sonrisa transmitía algo que no podía describir.
Sin embargo, no le cabía duda de que era de felicidad. ¿Verdad?
Sí. Su sobrina era feliz.
¿Sería una locura pensar que él había contribuido a que eso sucediera?
La presión empezó en su garganta y descendió en cascada. Casi tuvo que
soltar jarra para palparse el pecho por la emoción que lo invadía, como si
lo estuvieran estrujando.
—¿Y la cena? —preguntó Danielle con una vocecilla alegre, rompiendo el
hechizo—. No podemos comer tarta sin haber cenado antes.
Wes carraspeó. Al darse cuenta de que Bethany lo observaba pensativa,
contestó con voz despreocupada:
—Vamos, niña, que todavía ni has probado el té. ¿Eres una de esas
clientas difíciles? —Mientras hacía un segundo recorrido por la mesa, le
dijo a Bethany con disimulo—: La verdad es que casi es la hora de cenar,
pero dudo mucho que quieran judías verdes gratinadas.
—Ay, por Dios —replicó ella, que escondió la cara detrás del pelo, aunque
no antes de que se diera cuenta de que los estaba observando a Laura y a
él con un brillo curioso en los ojos—. ¿Qué miembro de la Liga de las
Mujeres Extraordinarias lo ha preparado?
—Venga ya. —Desesperado por aligerar el ambiente, le dio a Bethany un
golpecito en la cadera—. Sabes perfectamente que la llamo Judías Verdes
Gratinadas.
Ella resopló, tras recomponerse.
—Lo tuyo es imposible. —Se mordió el labio un momento—. Ve a pedir
unas pizzas y yo las entretengo.
—Ahora mismo.
Wes soltó la jarra de té con fuerza y sacó el móvil, en el que, por
supuesto, tenía el número de la pizzería más cercana en marcación rápida.
Lo dejaron en espera y, con la música sonando en el oído, observó a
Bethany hacer su magia…, porque no podía llamarlo de otra forma.
—Muy bien, señoras, si todas se han bebido el té, ha llegado el momento
de la ceremonia de la princesa.
—¿El qué? —preguntó Laura, hipnotizada.
—La ceremonia de la princesa, por supuesto —repitió Bethany, dando
una palmada—. La reina las ha convocado hoy para convertirlas
o cialmente en princesas.
Wes se sorprendió al comprobar que los chillidos emocionados no
acababan rompiendo el cristal de alguna ventana.
Bethany estaba arrasando. Y lo más descabellado de todo era… que
parecía disfrutar de las reacciones de las niñas unos dos segundos antes
de empezar a preocuparse visiblemente por lo siguiente. ¿No era
consciente de lo mucho que estaba consiguiendo? A rmaba no saber nada
de niños, pero las había conquistado más rápido que cualquier niñera
experimentada. Estaba tan seguro que si pudiera, hasta apostaría dinero.
¿Qué sería lo que le había provocado esa inseguridad? De repente,
recordó que él había contribuido a aumentar sus inseguridades, y fue
como si se hubiera tragado un trozo de plomo.
No había terminado de compensarla. Ni mucho menos.

¿Eran imaginaciones suyas o Laura era… feliz?, pensaba Bethany. La niña


parecía muy contenta. Se lo había pasado en grande durante toda la
merienda y la cena. Después, la madre de Megan y Danielle llegó para
llevárselas, pero Laura no estaba dispuesta a que ella se marchara todavía
y le pidió que le leyera un cuento. Y pareció gustarle. Fue una sorpresa lo
satisfactorio que le pareció todo aquello. Era agradable saber que alguien
estaba contento gracias a sus esfuerzos, en vez de preguntarse si estaban
decepcionados con ella o con el trabajo que había realizado o con un
millón de posibilidades más.
Sintió lo mismo cuando estampó la maza contra la pared y se volvió
para mirar a Wes.
Necesitaba irse a casa, sin pérdida de tiempo.
—Y así fue como Fancy Nancy logró encontrar al unicornio —terminó
Bethany, cerrando el libro—. Buenas noches, Laura.
La niña levantó los brazos.
—Abrazo.
—¿Que te abrace yo?
Laura asintió con la cabeza.
—Oh. —Bethany se inclinó y dejó que la niña le rodeara el cuello con los
brazos. Aunque le tiró del pelo y le hizo un poco de daño en el cuello, en
cierto modo fue el abrazo más entrañable que había recibido en la vida—.
¿Quieres que le diga a tu tío Wes que venga?
—Voy muy por delante de ti —lo oyó decir mientras entraba en el
dormitorio—. ¿Ha encontrado Nancy ese unicornio?
Laura sonrió.
—Sí.
—Pues estupendo. Me tenía preocupado. —Wes se arrodilló al otro lado
de la cama y la besó en la mejilla, momento en el que se rio por lo bajo
porque estuvo a punto de morir estrangulado por el repentino abrazo que
le dio Laura.
—Estoy deseando ir mañana al colegio —dijo la niña.
Wes se apartó de ella con una sonrisa en los labios.
—Eso es estupendo, niña.
Laura se acurrucó entre las sábanas y se puso de lado. Y, de repente,
como si se le hubiera ocurrido sin más, dijo:
—Te quiero.
Bethany contuvo la respiración al ver que la expresión relajada de Wes
era sustituida por el asombro más absoluto.
—Yo también te quiero —dijo él con brusquedad—. Hasta mañana.
Echaron a andar hacia el pasillo y antes de llegar a la puerta del
dormitorio oyeron la respiración de Laura, ya dormida. Salieron en
silencio, y Wes cerró la puerta sin hacer ruido. Luego se quedó de pie, con
la mirada perdida.
—¿Es la primera vez que te lo dice? —le preguntó Bethany.
—Sí. —Se frotó la nuca—. Mierda.
—Mierda, ¿por qué?
—Mierda… porque nadie me lo ha dicho antes —contestó, aturdido—.
¿Te tomas una cerveza conmigo?
—Debería irme —contestó ella, demasiado rápido. ¿Nadie le había dicho
nunca «te quiero» a ese hombre? Bastante le estaba costando mantener las
distancias después de haber visto un momento tan personal entre Wes y
su sobrina como para que él reconociera algo así abiertamente. Daba la
impresión de que lo habían golpeado en la cara con una llave inglesa y su
ridículo corazón había empezado a bombear como un motor
revolucionado en respuesta.
La velada en sí le había parecido una experiencia extracorpórea, pero
había conseguido mantener un mínimo de objetividad. Al n y al cabo, no
podía convertirlo en algo habitual. Leerle cuentos a la preciosa sobrina y
jugar a las princesas que tomaban el té. «Ya está bien, Bethany», se dijo.
¿No debería estar en casa actualizando las redes sociales del trabajo o
planeando el diseño de la reforma? ¿Haciendo algo productivo?
Wes la condujo por el pasillo como si no hubiera oído su respuesta, y
ella lo siguió sintiéndose un poco como la prisionera de un pirata que
caminaba por la pasarela. Pasaron por encima de peluches y lápices de
colores hasta llegar a la cocina. Cruzó los brazos por delante y se aferró los
codos hasta que Wes le ofreció una botella de cerveza abierta tras lo cual
brindaron con ellas haciendo chocar los cuellos.
—Ven —le dijo y echó a andar descalzo hasta la puerta trasera, que abrió
tras quitarle el pestillo, tras lo cual la invitó a salir al patio con un gesto de
la barbilla. Si antes intuía que caminaba hacia la perdición, se equivocaba.
El verdadero peligro estaba en el romántico entorno al aire libre.
Ninguno de los dos llevaba zapatos, así que sintió la húmeda caricia de
la hierba otoñal en los dedos de los pies. Tenía una cerveza en la mano, la
luna brillaba y el viento no era demasiado frío. Además, Wes seguía
teniendo una expresión sorprendida en la cara tan tierna que casi deseaba
no haberla visto nunca. ¿Cómo podía caerle mal después de eso?
Lo vio levantar la cara hacia la luna y beber varios sorbos de cerveza, y
solo atinó a contemplar la silueta de su fuerte garganta mientras tragaba.
Él entrecerró los ojos y la miró.
—¿Crees que lo ha dicho en serio?
—Sí —respondió con sinceridad al tiempo que apretaba su botellín de
cerveza contra el pecho, para ver si eso aliviaba la inusual opresión que
sentía—. ¿Tú lo has dicho en serio?
Silencio y después:
—Sí.
Bethany tragó saliva.
—¿Te irás justo cuando vuelva su madre?
—Esa es la idea. Seguir adelante y desear que mi paso por aquí haya
servido para algo. —Soltó un suspiro—. En mi vida hubo gente así cuando
entraba y salía de las casas de acogida. Algún maestro o algún padre o
madre que me guiaba hacia el buen camino y me daba una patada en el
culo para que espabilara. En aquel momento, no parecía gran cosa, y quizá
para ellos no supusiera nada, pero al nal signi có mucho. Quizá… en el
caso de Laura esa gura sea yo.
Bethany sintió que se le encogía el estómago.
—No sabía que estuviste en el sistema de acogida.
Wes hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero no dijo nada. A la
luz de la luna parecía mayor, más experimentado y curtido. O tal vez
fueran las palabras que salían de su boca. No sabía a qué se debía, pero
fuera lo que fuese, el conjunto al completo aumentaba la atracción que
sentía por él.
—¿Así que la madre de Laura no es tu verdadera hermana?
—Sí lo es. Es mi hermanastra. Tenemos la misma madre. —En ese
momento, pareció salir del trance—. Becky lo tuvo mucho más difícil que
yo mientras crecía. A mí me contrataban para trabajar en algunos sitios, y
eso me ayudaba a salir de la casa de acogida donde estuviera. A quitarme
de en medio. Hay familias buenas que ayudan a los niños, pero la que nos
acogió a los dos a la vez… No tuvimos mucha suerte. Nuestros padres de
acogida tenían problemas con el alcohol y discutían mucho. Y tenían
problemas económicos, además. —Entrecerró los ojos y clavó la mirada en
la oscuridad—. Becky consumía drogas para sobrellevarlo. Las dejó cuando
se quedó embarazada de Laura, y pensé que por n había sentado cabeza
en Nueva York. Pero no sé. Me preocupa que se haya largado así.
Bethany no pudo evitar mirar hacia la casa, donde Laura estaba
dormida. ¿Qué habría hecho esa niña sin su tío? Que ella supiera, nadie en
Port Je erson estaba al tanto de que hubiera problemas entre los padres
de Laura. Desde luego que nadie había detectado que Becky fuera
drogadicta o, de lo contrario, ella se habría enterado.
—Menos mal que estás aquí, Wes —susurró—. La verdad es que has
estado a la altura de las circunstancias.
Su elogio le valió una mirada penetrante. ¿Una mirada sorprendida?
—Sí, bueno. Estoy lejos de ser un santo. Muchas veces he querido pasar
de las llamadas de Becky. He aprendido que es más fácil… dejar que la
gente pase de largo sin intentar aferrarme, aunque de todas formas lo
normal es que se larguen tal cual. Pero me alegro de haber hecho esto. —
Bebió otro sorbo de cerveza—. Ha sido una de las buenas paradas en el
camino.
—¿De qué camino?
Él le guiñó un ojo a la luz de la luna.
—Hacia las canas y la ciática, supongo.
Bethany soltó una carcajada, aunque la opresión en el pecho seguía
presente.
—Esto no es solo otra parada en el camino —le dijo.
Eso hizo que Wes se pusiera serio.
—Tengo la sensación de que no debería irme de aquí. Pero ya me ha
pasado antes.
—¿Por una mujer?
¿Por qué había preguntado eso? Se reprendió mentalmente. Sin
embargo, antes de que pudiera retractarse, Wes apartó la mirada de la
luna y la clavó en ella, con una combinación de sorna y deseo en los ojos.
—No, no fue por una mujer. —Dejó la cerveza en el alféizar de la ventana
trasera y se acercó a ella despacio—. Me pasé dieciocho años entrando y
saliendo de casas de acogida. Viví en hogares monoparentales, en hogares
con matrimonios jóvenes y en hogares con parejas jubiladas. Cuando tenía
siete años, me acogieron los Kolker. Al principio fueron cariñosos y me
recibieron bien. Me sentí feliz. Me sentí seguro. Pero al nal se separaron
por problemas de dinero y me dejaron de nuevo en manos del sistema. —
Tragó saliva—. En algunos sitios me sentía bien. Hacía amigos, conseguía
trabajo, la familia de acogida era decente. Y pensaba que ese era mi lugar.
Que me quedaría. Pero resultaba que yo solo era una parada en el camino
para otra persona.
Bethany solo podía entenderlo en parte. Sus relaciones sentimentales
siempre habían sido poco más que una parada en boxes, pero al menos
tenía una familia y tenía amigos. Eran constantes para ella. Constantes
que Wes nunca había tenido.
—Lo siento.
Sin sacri car el contacto visual, él le quitó la coleta y le pasó los dedos
por el pelo.
—No quiero que me ofrezcas lástima.
—No —susurró ella, humedeciéndose los labios—. Lo que quieres es que
haga más interesante esta parada en tu camino.
La tensión se adueñó de sus facciones al oírla.
—Nunca he mentido sobre eso.
—No, no lo has hecho.
Tenía la boca de Wes muy cerca, justo encima de la suya.
—Joder, preciosa —soltó él, y esos ojos azules recorrieron cada
centímetro de su rostro—, si alguna vez he conocido a alguna mujer que
me haya hecho plantearme la opción de quedarme…
Bethany se puso de puntillas y unió sus bocas. ¿Qué alternativa le
quedaba? ¿Oír el resto de la frase? No. Ni hablar.
Por Dios, su boca era maravillosa.
No la besó como si lo hubiera ensayado, ni le impuso su voluntad. Dejó
que el beso tuviera vida propia, que se desarrollara como una historia no
escrita. Su aliento le llenó la boca mientras la pegaba a él despacio,
meciéndose con la brisa al tiempo que sus labios se separaban y sus
lenguas se rozaban una vez, dos. Era justo lo contrario de lo que habría
esperado de un beso con un hombre de veintitrés años. Era un beso solo
para ellos dos, un momento solo para ellos dos, y estaba tan excitada que
le hormigueaban las yemas de los dedos.
«Mantén la cabeza fría. No te dejes llevar».
Wes le chupó el labio superior y, sin poder evitarlo, se derritió contra él,
todavía de puntillas, dejando que le metiera la lengua en la boca y le
acariciara la suya. Le tocó el pelo con suavidad y ternura, y le rodeó las
caderas con el otro brazo para pegarla por completo a él hasta que ambos
gimieron sin ponerle n al beso.
En ese momento, Bethany pensó que iba a pulsar el interruptor y a
echar mano de su masculinidad para imponerse, pero Wes siguió
besándola con delicadeza, acariciándole la base de la columna con el
pulgar y rozándole el pelo con ternura. Que la tratara de esa manera fue
demasiado, le resultó algo tan inesperado y tan perfecto, que empezó a
asustarse, pero fue él quien se apartó antes de que ella pudiera hacerlo.
—Sé que no querías oír el nal de lo que te estaba diciendo —susurró él
con voz sensual, rozándole los labios con los suyos—, pero voy a decírtelo
de todas formas.
«Esto no va a acabar bien».
Wes solo le permitió formar ese único pensamiento coherente antes de
arrastrarla de nuevo al tornado. El deseo que lo invadía ya no era el goteo
de una sura en la presa, era una avalancha que la arrastró sin remedio.
Esa lengua la acariciaba como si quisiera torturarla; y cuando trató de
saborearla, él se apartó y le mordió el labio inferior.
—Tengo que decirte otra cosa.
—No —susurró ella—. Cállate.
Wes soltó una risa ronca mientras la hacía retroceder hacia la oscuridad
y se apoyaba con una mano en la pared.
—¿Qué te dije que pasaría cuando te metiera la lengua en la boca?
Sintió la presión de sus caderas y jadeó.
—Que sentiría tu…, mmm…
—Que te darías cuenta de que me importa una puta mierda nuestra
diferencia de edad. —La tomó por la barbilla y le echó la cabeza hacia
atrás al tiempo que presionaba más con las caderas para que ella sintiese
lo dura que la tenía—. Menos mal que empiezas a prestarme atención.
Se le mojaron las bragas. O más bien se le mojaron… más.
—No me hables así…
Wes se apoderó de su boca y empezó a hacerle el amor. No podía
describirlo de otra manera. Se adueñó de su lengua con caricias posesivas
mientras la sujetaba con rmeza por la barbilla para mantenerle la boca
abierta. Ese no se parecía en nada a su primer beso y era mucho mejor por
el contraste. Saber que era capaz de hacer ambas cosas, de ser tierno y
exigente, la excitaba tanto que estaba a punto de estallarle la cabeza.
«¡Antes nos toca a nosotros!», protestaron sus ovarios.
Wes le puso n al beso con un gruñido y le colocó la boca sobre la frente.
—¿Te has dado cuenta ya de que me importa una puta mierda?
«Un momento, ¿qué?», pensó. ¿Cómo iba a concentrarse si él la besaba
de esa forma?
—Supongo que será mejor que hable un poco más claro —añadió él con
brusquedad mientras apartaba una mano de la pared y le introducía los
dedos por debajo del tirante del mono—. ¿Eso es lo que quieres, Bethany?
—No sé qué me estás pidiendo.
Él dobló las rodillas y luego se enderezo despacio, restregándose contra
ella. La fricción fue tan cruda, tan erótica e inesperada que Bethany gimió
por lo que le provocó en sus partes más femeninas.
—Te estoy pidiendo permiso para chuparte las tetas —le contestó él con
una mirada ardiente en esos ojos, clavados en su canalillo—. Súbete aquí
para que pueda jugar con ellas. Estoy seguro de que son una preciosidad,
joder.
—Pues sí —reconoció ella, intentando recuperar parte del control que se
le estaba escapando rápidamente de las manos—. Wes, yo… Esta es…
Él seguía acariciándola por debajo del tirante sin abandonar en ningún
momento la fricción entre sus muslos.
—¿Esta es qué?
«La primera vez que estoy tan desesperada».
«La primera vez que estoy tan cachonda que no sé si podré parar».
Él bajó la mirada hacia la parte inferior de sus cuerpos, y Bethany se dio
cuenta de que había levantado la pierna derecha para rodearle la cadera
con ella y así poder disfrutar mejor del lento vaivén de sus caderas.
—Parece que ahora eres tú la que me está diciendo algo, nena.
—Cállate —susurró.
Wes esbozó una sonrisa torcida.
—Háblame. Necesito oír lo que quieres. ¿Quieres que te lama los
pezones como te he lamido el interior de la boca?
Cuando asintió con la cabeza, lo hizo con un gesto enérgico y totalmente
involuntario.
«Ajá».
—Menos mal —masculló él, que la levantó y la colocó contra la pared. Su
enorme erección la golpeó con más rmeza entre los muslos, pero no le
dio tiempo a recuperarse de la increíble fricción. No, porque enseguida le
bajó un tirante del mono con una mano mientras usaba los dientes para
bajarle el otro—. Enséñamelas ya. Demuéstrame que te da exactamente
igual que yo sea tan joven. —Nada más oírlo, arqueó la espalda y el ángulo
hizo que la parte superior del mono vaquero se le bajara hasta la cintura,
revelando dos cosas. La primera, que no llevaba sujetador. La segunda, lo
duros que se le habían puesto los pezones—. Joder, Bethany.
—Ya te he di-dicho que son preciosas —murmuró ella, mientras buscaba
en sus ojos algún indicio de decepción.
El resoplido burlón de Wes resonó en la oscuridad del patio.
—Preciosas no les hace justicia. No estoy seguro de que haya una
palabra que lo haga. —Se inclinó y le rozó los pezones con los labios,
primero uno y luego el otro, y gimió cuando notó que se endurecían un
poco más—. Por n te tengo donde quiero, nena. No me lo puedo creer. —
Le lamió el pezón derecho de izquierda a derecha—. O más bien donde te
necesito, ¿verdad, preciosa?
—Sí —respondió ella, que cerró los ojos mientras tensaba las piernas
alrededor de sus caderas—. Por favor.
Siempre había obligado a los hombres a apresurarse cuando empezaban
a acariciarle el pecho, bueno, a los que se dignaban a hacerlo. La mayoría…
En n, todos carecían de la delicadeza de Wes. Aunque, ¿cómo llamarlo
delicadeza cuando era evidente que él también lo estaba disfrutando?
Porque al meterse el pezón izquierdo en la boca para lamerlo con avidez,
notó que se le ponía más dura a través de la tela del mono y sintió la
vibración de sus gemidos por todo el cuerpo. Y las caricias de sus manos,
que la tocaban por todas partes. El pelo, la cintura, el pecho que no estaba
lamiendo…
«Quiero que me la meta».
Estaba deseando que lo hiciera. Nunca había estado tan mojada, tan
ansiosa, tan desesperada por sentir la plenitud de su penetración, los
bruscos movimientos que llegarían después. Lo quería todo.
Aunque ¿y si él perdía el interés después de hacerlo?
¿Desde cuándo le importaba que Wes estuviera interesado?
¿Le importaba en ese momento?
¿En qué estaría pensando él?
¿Había superado sus expectativas o las había cumplido sin más?
—Bethany —lo oyó decir. Al abrir los ojos, lo descubrió mirándola con
los párpados entornados y la respiración entrecortada—. ¿Qué pasa? Te
has distraído.
—No lo sé —contestó con sinceridad, sin pensarlo siquiera y sin que él
tuviera que persuadirla—. He empezado a pensar que quiero hacerlo y
luego caí en una espiral.
—En una espiral ¿de qué?
—De preguntas. Si tú…
Wes la miró entrecerrando más un ojo.
—Si yo…
—Si tú vas a perder el interés después de que echemos un polvo.
Se quedó un momento en silencio, pensativo incluso, algo bastante
gracioso teniendo en cuenta que seguía acariciándole con gran destreza el
pecho derecho. Lo que, a su vez, seguía provocándole un deseo palpitante
entre los muslos.
—Que tengas esas dudas sobre mí es el motivo por el que todavía no
hemos echado un polvo —replicó él y, al ver que Bethany abría la boca
para hablar, añadió—: Que confíes en mí es importante. Es importante si
me voy o me quedo. Todo eso es importante. Tú me importas. —Presionó
la frente contra la suya—. Llevo semanas soñando con provocarte un
orgasmo, así que déjame que lo haga.
Bethany pensó que era una lata de Pepsi que alguien había sacudido
antes de abrir. Los miedos y las dudas le atravesaban la mente de una
dirección a otra, anulándose mutuamente. Lo único que podía hacer era
mantenerse rme y dejarse llevar. Wes capturó su pezón derecho con la
boca y lo lamió antes de rozarlo con los dientes, logrando que le temblaran
los muslos. Se le escapó un grito. Acto seguido, sintió que le bajaba la
espalda del mono y que le colocaba las manos directamente en el culo,
cuyos cachetes quedaban desnudos porque se había puesto un tanga
después de la ducha. Ni siquiera recordaba el color.
—Cada cosa a su tiempo —lo oyó susurrar con voz sensual, al parecer
para sí mismo, frotando un endurecido pezón con su áspera barbilla—.
Ahora mismo, quiero oír que nuestras edades no importan. Di en voz alta
que nos dan igual a los dos.
—Nos dan igual —logró decir mientras el palpitante deseo que sentía
entre los muslos se intensi caba—. No nos importan.
Se metió un pezón en la boca, lo chupó y lo soltó con fuerza, haciendo
que sonara.
—Mi boca siempre tendrá la edad perfecta para hacer que te corras. —
Elevó las caderas para frotarse contra el punto exacto de su sexo, y repitió
el movimiento tres veces—. Eso es lo único importante, nena.
El placer invadió sus entrañas, retorciéndoselas y extendiéndose hacia
el resto de su cuerpo. Se corrió allí mismo, contra la pared, con el mono
bajado y el hombre al que había creído odiar restregándose contra ella
como si no hubiera un mañana. Gimió mientras duraba el orgasmo, con
las piernas temblorosas y bajo el impacto de su mirada. Esa fue la parte
que la dejó sin aliento, que hizo añicos sus límites. Le devolvió la mirada y
le hizo saber lo mucho que le gustaba lo que le estaba haciendo, que
prolongara el orgasmo con esos movimientos tan bruscos, como si hubiera
leído un dichoso informe que detallara todas sus preferencias. Se mordió
el labio inferior y gimió, diciéndole sin emplear frases coherentes que se
estaba corriendo para él. El vínculo que compartió con Wes durante esos
largos segundos fue casi tan satisfactorio como el clímax. Trascendía la
intimidad y la hizo ser dolorosamente consciente de que nunca había
compartido un momento íntimo con nadie.
Nunca se había entregado por completo a un hombre. Siempre había
ngido, y les había enseñado solo lo que ella decidía enseñarles. Con Wes,
no tuvo más remedio que dejar que se colara en su interior. Dejar de
pensar y sentir. Y sin el estorbo de su mente, que se empeñaba en
analizarlo todo en exceso, su cuerpo se dejó llevar sin reservas.
—Muy bien, nena —susurró él contra su boca mientras le acariciaba el
culo y usaba las manos para elevarla y bajarla—. Muy bien, demuéstrame
que te está gustando. Demuéstramelo. Así.
Una vez satisfecha, la tensión la abandonó y se desplomó agotada sobre
su hombro. Wes se dio media vuelta y la llevó tal como estaba al interior
de la casa, con las piernas alrededor de sus caderas. Mientras atravesaban
la cocina, el salón y el pasillo, se ordenó poner los dichosos pies en el suelo
e irse a casa, pero se mandó a callar a sí misma para poder disfrutar de un
minuto más entre sus brazos. Tenía un millón de preguntas. Sobre todo
una: ¿él no quería correrse? Su erección insinuaba un «sí» clarísimo. Pero
también se preguntaba qué pasaría a continuación. ¿Habían dejado de ser
enemigos? ¿Wes esperaba volver a enrollarse con ella? ¿De forma regular?
¿Estaba ella de acuerdo con eso?
En ese momento, él le dio una palmada en el culo.
—Deja de pensar.
Eso la dejó boquiabierta y empezó a balbucear una protesta. Pero lo que
le salió fue:
—¿Y tú qué? —lo dijo de forma entrecortada, como si estuviera
gimoteando—. ¿No quieres que me ocupe de…, mmm, eso?
Un gruñido masculino.
—No hace falta. —La soltó delante de la puerta y le plantó un beso de
despedida en la boca—. Dejar algo a medias va a desquiciarte, y eso
garantiza que volvamos a repetirlo. —Le guiñó un ojo—. Buenas noches,
Bethany.
Echó a andar hacia su coche con las piernas como si fueran de goma,
preguntándose si toda esa tarde habría sido un sueño. Y negándose a
reconocer lo mucho que deseaba seguir durmiendo.
14

No había amanecido todavía cuando Wes entró en Grinder, la cafetería de


Main Street, al día siguiente. A decir verdad, tenía los ojos irritados y
estaba de mal humor. Decirle a Bethany que se fuera cuando se mostró
tan dispuesta a devolverle los favores sexuales le pareció la única opción
en aquel momento, pero sobre las dos de la madrugada empezó a
preguntarse si de pequeño se había caído de algún árbol y el golpe lo
había dejado atontado para siempre.
Sumido en la oscuridad, se imaginó echando raíces en Port Je erson, tal
vez incluso intentando algo real y duradero con Bethany. Algo más que
sexo. O las ganas de practicarlo, mejor dicho.
Antes de que ese pensamiento llegara a su n, ya estaba levantado de la
cama.
Cada vez era más difícil negar que Bethany lo motivaba a plantearse si
era posible algo más que una existencia de vagabundo. Si su presencia en
la vida de Laura era positiva y podía seguir siéndolo.
De forma inde nida.
Claro que… ¿y las duras lecciones que había aprendido en las casas de
acogida? ¿Iba a guardarlas en un cajón a esas alturas? La vida podía
parecer estable en un momento y al siguiente agitarse como un martini.
Sin previo aviso y sin una razón de peso. ¿Se estaba preparando para la
decepción? ¿Para la sensación de pérdida?
Así que, como necesitaba aclararse las ideas trabajando, había dejado a
Laura en casa de Tono de Forastera a primera hora para recuperar el
tiempo que perdió el día anterior en la reforma. La demolición se había
completado, gracias a los esfuerzos de Ollie y Carl, y esa mañana él se
pondría manos a la obra para colocar la estructura interna de madera de la
pared que habían echado abajo debido a los daños causados por el agua.
El presupuesto de Bethany le había permitido contratar a una empresa de
retirada de escombros, que también se hizo cargo de retirar el suelo
destrozado, los electrodomésticos antiguos y las planchas viejas de
aislante.
Ojalá un día entero empalmando listones de madera lo ayudara a no
empalmarse…, aunque no las tenía todas consigo. Sobre todo porque ya
estaba contando los minutos que faltaban para que Bethany apareciese.
Que Dios lo ayudara, porque estaba deseando ver cómo se comportaba
después de haberle provocado un orgasmo.
¿Había estado ella a la altura de sus fantasías?
Las había pulverizado todas.
Bethany había eclipsado todo lo que su cerebro había sido capaz de
imaginar. Siempre que volvía a su casa vacía durante el descanso para
almorzar y se masturbaba pensando en ella, se imaginaba un polvo
furioso. Un polvo pasional por el odio. Pero no fue eso lo que consiguió al
nal. «Todavía no has conseguido nada», le recordó cierta parte
insatisfecha de su anatomía.
—No me digas —murmuró mientras se acercaba al mostrador de la
tranquila cafetería y esperaba a que el dueño saliera de la trastienda. En la
estantería del rincón había una radio en la que sonaban canciones
antiguas, situada justo debajo de un cartel que decía: « P H
».
Joder, normalmente eso le arrancaría una carcajada.
Se apoyó en los codos y enterró la cara en las manos, asaltado por los
recuerdos de la noche anterior. No, no había habido odio ni furia durante
lo que pasó entonces. Toda la tarde, antes incluso de llevar a Bethany al
patio trasero, fue muy… agradable. El té con las niñas, las caricias robadas
en la cocina, el momento de acostar a Laura y que «la palabra que
empezaba por a» le cayera de repente como un saco lleno de piedras. Por
primera vez en mucho tiempo, había vivido el momento sin acordarse de
que acabaría.
Se había permitido integrarse, como si ese fuera su lugar.
Y Bethany tenía mucho que ver con eso. El día anterior ambos habían
avanzado a ciegas. Juntos. Aprendiendo sobre la marcha.
Se suponía que su relación iba a ser sencilla. Que consistiría en lanzarse
pullas hasta que uno de los dos cediera y se abalanzara sobre el otro. Sin
embargo, cuando la noche anterior llegó el momento de atacar, descubrió
que estaba más preocupado por la con anza. Por crear unos cimientos
sólidos. Su mente seguía diciéndole que era imposible, pero su… corazón
había decidido no hacerle caso.
Un chico y una chica que tenían pintas de ser universitarios salieron a
trompicones de la trastienda, colorados como tomates.
—Siento la espera —dijo la chica—. ¿Qué te pongo?
Wes intentó disimular sus sospechas de que los había encontrado
enrollándose.
—Un café grande, por favor. Solo.
Antes de que terminara de hacer el pedido, sonó la campanilla de la
puerta y entró Stephen. El hermano de Bethany tenía el ceño fruncido y
parecía distraído por la nota que llevaba en la mano, así que tardó un
momento en verlo de pie delante del mostrador. Wes se quitó el sombrero.
—Buenos días.
Stephen cuadró los hombros.
—Vaya, vaya. Si es la competencia. —Avanzó entre las mesas con la nota
en una mano—. Veo que no soy el único que empieza temprano. ¿Dónde
está tu compañera? ¿Empolvándose la nariz?
Wes sintió que la irritación le subía por el cuello.
—Las mujeres ya no se empolvan la nariz, colega. No estamos en los
cincuenta.
El mayor de los Castle aminoró el paso.
—¿Y qué hacen entonces?
—No lo sé, pero es algo líquido y dura todo el día. Eso es lo que dicen los
anuncios. —Wes sacó la cartera y dejó unos cuantos billetes de dólar en el
mostrador—. De todos modos, Bethany ha estado ensuciándose las manos,
tal como dijo que haría. No la subestimes.
—Ay, Dios. Conozco ese tono con el que me hablas. Lo conozco porque
era como hablaba Travis cuando empezó a salir de forma inocente con
Georgie. —Hizo gestos con los dedos para entrecomillar la parte de «de
forma inocente», así que se le cayó la nota que llevaba en la mano. Se
agachó para recuperarla mientras soltaba un taco—. De repente, se
convirtió en un experto en mi hermana pequeña y ahora tú estás
haciendo lo mismo. En n, pues me cabrea ser portador de malas noticias,
pero ten claro que esta vez no va a terminar en una luna de miel italiana.
—¿Se puede saber qué signi ca…? —Wes pisó el freno de repente y echó
marcha atrás—. ¿Sabes qué? No me lo digas.
Stephen cruzó los brazos por delante del pecho, se apoyó en una mesa y
esperó.
Wes tardó lo suyo para beber el primer sorbo de café.
—Lo digo en serio. No quiero saberlo.
—Ya.
—¿Qué te pongo? —le preguntó a Stephen el chico que estaba detrás del
mostrador.
Stephen se apartó de la mesa.
—Un zumo de naranja recién exprimido, por favor. —Olfateó el café de
Wes—. Algunos queremos vivir una vida larga y saludable.
—Pues en ese caso, yo dejaría de intentar cabrear a todo el mundo.
Su antiguo jefe soltó una carcajada.
—Estás de mal humor. —Empezó a tamborilear de forma despreocupada
con los dedos sobre el mostrador—. ¿Te apetece hablar de tus planes para
la reforma?
Wes ladeó la cabeza.
—A ver, Stephen. No le estarás pidiendo información privilegiada a la
competencia, ¿verdad?
—Por favor. Como si necesitara ayuda para ganar. —Sacó una pajita del
envoltorio e intentó meterla en su zumo de naranja, pero falló varias veces
a la hora de introducirla por el agujero. Dejó de intentarlo con un suspiro
fulminante—. Pero necesito ayuda con una cosa.
—¿Con qué?
—¿Con qué va a ser? Con Kristin. No para de dejarme estas notas por
toda la casa. —Agitó el trozo de papel que sostenía entre los nudillos—.
Hay algún mensaje oculto en ellas, pero no acabo de entenderlo.
Wes extendió la mano.
—¿Quieres que lo lea?
Stephen titubeó.
—Siempre y cuando no le digas a nadie el contenido. Sobre todo a mi
hermana —recalcó—. Que no es que yo entienda lo que quiere decirme,
pero vamos, que guardes silencio de todas formas.
—No me sorprende. Sigues pensando que las mujeres se empolvan la
nariz. —Wes aceptó la nota y leyó las líneas escritas de puño y letra de
Kristin.

Las cosas van a cambiar. Sí, señor. Puedes estar seguro.


Firmado, tu el esposa
Wes mantuvo el semblante serio. Se estaba arrepintiendo mucho de
haber prometido que no le hablaría a Bethany del contenido de la nota,
porque sabía que a ella le haría mucha gracia. De nitivamente su cuñada
estaba tan loca como ella a rmaba. Resultaba evidente que estaba
insinuando que estaba embarazada, pero en vez de decírselo sin más a
Stephen, había decidido aterrorizarlo primero. Y después del comentario
hiriente que él había hecho sobre Bethany, no pudo resistirse a participar
en la diversión.
Le devolvió la nota con un suspiro.
—No sé, colega. Parece muy descontenta. ¿Has estado dándole
problemas?
Stephen se quedó muy blanco de repente.
—No. Esto… A ver, no creo. Con ella nunca se sabe. De repente, me sonríe
como si yo fuera el centro del universo y, al momento, me mira mientras
corta cebolla con una cara que me pone los pelos de punta.
—Ya. Claro.
—¿No te parece que quiere decir que las cosas van a cambiar para mejor?
A esas alturas se había convertido en Jim de e O ce liando a Dwight.
Ojalá hubiera una cámara para poder encogerse de hombros con timidez.
—No sé, colega. Si algo sé de mujeres es que siempre se nota cuando
están contentas —dijo aunque carecía por completo de experiencia—. Pero
¿cuando sufren en silencio? Eso acaba infectándose y a la larga te explota
en la nariz.
Stephen asintió con la cabeza.
—Ahí llevas razón, amigo mío. —Dobló despacio la nota y se la metió en
un bolsillo—. Tengo trabajo que hacer.
—Eso parece.
Wes contuvo la risa hasta que Stephen salió de la cafetería. Estuvo a
punto de seguirlo, pero regresó al mostrador y compró un brownie con
virutas de chocolate rosa para Bethany, y puso los ojos en blanco al pensar
que estaba haciendo algo tan cursi. Que era justo la reacción que ella
demostraría, estaba seguro. Si lo que pretendía era espantarla, con los
halagos bastaría.
Un cuarto de hora después llegaba a la casa que estaban reformando.
Dejó el brownie de Bethany envuelto en la bolsa de papel en una
borriqueta y salió con la intención de apurar el café mientras empezaba a
trabajar con los listones para la pared. Durante las dos horas siguientes,
estuvo yendo y viniendo, saliendo y entrando de la casa, así como usando
la sierra de mesa en el interior, ya que los trabajos de construcción no
podían empezar por ley hasta las ocho de la mañana y no quería que los
vecinos se quejaran. Estaba tan concentrado en su tarea que no se dio
cuenta de que empezaba a llegar gente y cuando echó un vistazo a través
de las gafas protectoras, descubrió que el equipo de televisión se estaba
preparando.
Ollie y Carl también habían llegado y estaban metiendo en la casa las
planchas de aislante y las placas de yeso que les había pedido que
recogieran. Todavía faltaba un poco para que pudieran usar esos
materiales, ya que el fontanero y el electricista llegarían ese día para
revisar lo que había. Si les daban el visto bueno —y eso era mucho
suponer— seguirían con el plan, pero estaba segurísimo de que tendrían
que reemplazar toda la instalación eléctrica, por no hablar de las fugas de
las tuberías.
La voz de Bethany a lo lejos irrumpió en sus pensamientos. Ansioso por
verla, Wes se colocó las gafas en la cabeza y echó a andar sobre las hojas
caídas y el hormigón agrietado del lateral de la casa. Antes de llegar a la
parte delantera, oyó unas voces conocidas, una de ellas la de Bethany. La
otra, la de Slade.
Sintió que algo a lado se le clavaba en las tripas. En vez de aparecer y
decirle a ese hombre tan cursi que se fuera a hacer gárgaras, se obligó a
esperar y escuchar.
—Hoy estás preciosa, Bethany —dijo Slade.
Wes apretó los dientes.
—Gracias. Tú tampoco estás mal.
Los apretó con más fuerza.
—Oye, estaba pensando… —«Ahí estaba», pensó Wes. Slade iba a dar el
salto—. Me estoy quedando en el pueblo mientras grabamos y no conozco
nada por aquí. ¿Te apetece enseñarme cuál es el mejor sitio para cenar? Yo
invito.
Wes se dio media vuelta y apoyó las manos en la casa, con las tripas al
rojo vivo. Y entonces fue cuando se dio cuenta de que no había vuelta
atrás. Se había involucrado de verdad en su relación con Bethany. Hasta el
punto de que mandaría a cualquier cabrón al hospital si la miraba dos
veces. Sus bocas y cuerpos habían demostrado estar en perfecta sincronía
la noche anterior, pero allí había mucho más. No solo le gustaba. O la
deseaba.
Se estaba enamorando de ella.
Y no era una sensación pasajera, sino insistente.
¿Eso signi caba… que se estaba planteando quedarse?
Se le hizo un nudo en la garganta mientras esperaba la respuesta de
Bethany.
Que llegó por n.
—Te lo agradezco, pero…
—¿Pero?
«No la presiones, Slade», pensó.
—¿Estás con tu capataz? Me lo han insinuado, pero no me cuadraba
mucho, la verdad. Te lo digo con total sinceridad.
Wes estampó el puño contra la pared.
—Mmm… —Allá iba Bethany otra vez—. No sabría decirte exactamente
qué es lo que hay entre nosotros porque es complicado. Pero sí, supongo
que podría decirse que estoy con él. Con Wes.
Levantó el puño, sintiéndose victorioso. «Es complicado». Acababa de
decir que era complicado.
Se lo compraba, joder.
—Entiendo —replicó Slade—. Bueno, si las cosas cambian, espero ser el
primero en saberlo.
—Claro —replicó ella con voz risueña.
Oyó unos pasos que se acercaban a él y se apoyó en la pared, con los
tobillos y los brazos cruzados. Bethany apareció en su campo de visión
con dos vasos de café para llevar en las manos y se detuvo en seco,
colorada como un tomate.
—¿Cuánto has oído?
Wes se frotó el mentón con el dorso de los nudillos, incapaz de contener
la sonrisa.
—¿Tan complicado es, preciosa?
Ella alzó su bonita barbilla y pasó junto a él.
—Te odio.
—Mentira —dijo él, pisándole los talones—. ¿Para quién es el otro café?
Porque seguro que no es para Slade. Debe de estar en algún sitio
intentando encontrar las pelotas que le has arrancado de una patada. Ha
sido poético.
—Lo que va a ser poético es tu epita o después de que te estrangule.
—No voy a quejarme si muero con tus manos encima.
Bethany se detuvo en seco, le dirigió una mirada indignada que se la
puso dura… y volcó uno de los vasos para tirar el café al suelo.
—Te vas a sentir muy culpable cuando sepas que te he traído un brownie
con virutas rosas de chocolate.
Ella enderezó el vaso, salvando un par de centímetros de café.
—¿Ah, sí?
Wes asintió con un murmullo y luego añadió:
—Lo he elegido para que vaya a juego con esas mallas que te hacen un
culo tan prieto y tan precioso.
Bethany meneó la cabeza despacio y acabó de tirar el café al suelo.
—No entiendo por qué dejé que me besaras.
—Hicimos mucho más que besarnos, y quieres repetirlo.
Ella siguió caminando hacia la parte trasera de la casa, lanzándole un
resoplido por encima del hombro.
—Qué pena que estés tan mal del coco.
—Podría decirte lo mismo.
—No, a menos que quieras que te tire este café por la cabeza. —Se detuvo
delante de la estructura de madera con la que había estado ocupado toda
la mañana—. ¿Cuándo has hecho esto?
Wes se acercó a ella y dejó que sus hombros se rozaran. Se permitió
aspirar su aroma a magnolia.
—Te dije que recuperaría el tiempo que perdí ayer y siempre cumplo con
mi palabra.
—Ya veo. —Frunció el ceño—. ¿Quién ha llevado a Laura al colegio?
Que demostrara esa preocupación por su sobrina y su rutina le provocó
una oleada de calor en el pecho.
—Tono de Forastera madruga muchísimo. Estaba encantada de tener
compañía.
—Bien. —Bethany cuadró los hombros y miró a todas partes antes de
mirarlo a los ojos, aunque después desvió la mirada con la misma rapidez.
Claro que no antes de que él se diera cuenta de que estaba recordando lo
que pasó la noche anterior… al detalle. Cómo había mordisqueado esas
tetas tan preciosas hasta que ella se corrió, la sensación de que sus bocas
se habían reencontrado después de una larga ausencia. Bethany lo
recordaba todo y no dejaba de rememorarlo una y otra vez, igual que él—.
En n…, han venido para tomar medidas de las ventanas. Supongo que
será mejor que me ponga a trabajar.
Wes asintió, reacio a separarse de ella.
—Muy bien.
Bethany se volvió hacia la casa, pero no hizo ademán de entrar.
—¿Wes?
Él siguió la dirección de su mirada y descubrió que un cámara estaba
haciendo un plano panorámico del patio trasero, incluyéndolos en él.
—¿Qué?
—¿Esto va bien? —Señaló hacia la casa—. ¿Va todo bien?
Tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no acercarse a
ella. Para no enterrar la cara en su cuello y aliviar sus preocupaciones. Por
Dios, le encantaba que esa mujer le pidiera consuelo.
—La cosa marcha, Bethany.
Se volvió hacia él mordiéndose el labio inferior.
—¿Marcha?
—Las reformas son un problema hasta que se pinta la última pared,
nena. Así son las cosas —dijo—. ¿Te resulta… difícil?
La vio asentir con la cabeza de forma imperceptible.
—Tiene que salir perfecto.
«Cuéntamelo todo. Desahógate», pensó.
—¿Por qué? —dijo en voz alta.
—¿Por qué qué? —preguntó, confundida—. ¿Por qué tiene que salir
perfecto? Porque es lo que la gente espera de mí. Porque es lo que yo
espero de mí misma.
—Pues no lo hagas. Esperar la perfección solo provoca frustraciones.
Además, los defectos son los que imprimen carácter a las personas. En
ellos reside la belleza.
Ella pareció sopesarlo y descartarlo.
—Estamos hablando de la casa, no de una persona.
—Bien. —Al darse cuenta de que a Bethany le temblaba una mano,
frunció el ceño. Cuando la observó con más detenimiento, vio la manchita
roja que tenía en el cuello. Sin pensarlo, levantó un brazo y se la rozó con
la yema de los dedos—. ¿Qué es esto?
Ella se alejó al instante.
—Nada. Tengo la piel irritada.
—Anoche no la tenías. Recuerdo cada centímetro que me dejaste ver.
—No es nada.
—Pues déjame que la vea de cerca —replicó, y ella puso los ojos en
blanco al tiempo que sacaba cadera con descaro, aunque se quedó quieta
como una estatua cuando él se acercó para bajarle un poco el cuello de la
camiseta blanca de algodón. Si bien por fuera no reaccionó, tuvo la
impresión de que le pasaba un tractor con un arado por encima—. ¿Te has
hecho esto tú, preciosa?
—No es para tanto. Es por culpa del estrés.
—Cuando las cosas no van perfectas.
—Sí. A veces. —La oyó tragar saliva—. Siempre.
El arado se clavó más hondo. Le repateaba pensar que alguna vez había
creído que ella lo tenía todo controlado, cuando en realidad necesitaba a
alguien en quien con ar. No era fría e imperturbable como la gente
suponía. Ni mucho menos.
—Tengo un botiquín de primeros auxilios en la camioneta. Déjame que
te ponga algo y no te lo toques más hoy.
—No me des órdenes.
La sinceridad hizo que su voz sonara descarnada.
—No me gusta verte con esta marca.
Ella suspiró y separó los labios.
—No se ve a menos que te acerques mucho, pero la gente sí verá un
apósito si me lo pones, porque sobresaldrá por encima de la camiseta.
—Tampoco es para tanto.
—A mí me lo parece —murmuró—. No quiero que se jen.
Allí estaban pasando muchas cosas. Aunque quería conocer todas sus
dudas e inseguridades, sospechaba que si seguía insistiendo, ella se
atrincheraría. De hecho, le agradecía mucho todo lo que le había revelado
esa mañana. Apostaría lo que fuera a que no se mostraba tan sincera con
mucha gente, si acaso lo hacía con alguien. Pero lo había hecho con el
hombre que antes a rmaba odiar.
«Es complicado». Desde luego.
—Entonces te pondré solo un poco de crema para que te alivie, ¿de
acuerdo?
Ella asintió a regañadientes, de modo que la condujo a su camioneta,
colocándole una mano en la parte baja de la espalda. No le quitó la vista
de encima mientras sacaba el botiquín, por si intentaba huir. Bethany se
conformó con beber café y parecer impaciente, pero entendía su actitud.
Dejarlo ver la mancha roja no debía de haber sido fácil para ella, y él se
sentía… agradecido.
Casi como se sintió la noche anterior cuando Laura le dijo que lo quería.
Esas féminas lo estaban trinchando como un pavo de Acción de Gracias.
Sin embargo, tenía unas ganas terribles de besarla, y el nudo que se le
formó en el estómago hizo que le temblaran los dedos mientras le untaba
la crema en la delicada base del cuello. Claro que él nunca había sido un
cobarde. Ni un solo día de su vida. Además, ella había dejado de lado el
orgullo al permitirle que le pusiera crema en el cuello. Ahora le tocaba a él.
—A riesgo de complicarlo más, Bethany, quiero invitarte a salir.
—¿Cómo?
—No actúes como si fuera una locura. Anoche me habrías dejado
llevarte a la cama si no te hubiera mandado a casa.
Ella lo miró boquiabierta, pero Wes pudo ver gratitud en sus ojos. Esa
mujer prefería el combate a los mimos y él le había ofrecido una forma de
soportar los que le estaba haciendo.
—Me fui a casa porque quise, ojo. Pero aunque me hubiera quedado, de
ahí a salir es un gran salto…, más bien un salto enorme.
—No he dicho que vayamos a salir. Te estoy invitando a ir a algún sitio.
Pero si tú dices que estamos saliendo, no pienso contradecirte.
—¿Has estado trabajando con poliuretano esta mañana? ¿Lo has olido o
algo?
Wes se rio.
—Así que me estás diciendo que necesitas que te convenza.
Bethany se alejó de sus manos.
—Nada más lejos de mi intención.
—Has dicho que lo nuestro es complicado, nena. Lo oí perfectamente.
—Me refería a que me provocas indigestión.
Esa… mujer. Era una puta obra de arte. Era imposible estar tan cerca sin
abrazarla, su besarla, sin hacerle cosquillas. Lo que fuera.
—Un copa. Piénsalo. Ya nos hemos tomado una cerveza en mi patio. No
es para tanto.
—En este pueblo lo sería. Una copa y la gente empezaría a preguntarme
si pensamos tener un hijo o dos, y si hemos decidido la paleta de colores
para la habitación infantil.
—Un amarillo neutro siempre queda bien.
Ella lo despachó con un gemido y lo dejó de pie junto a la camioneta.
Sin embargo, justo antes de que se diera media vuelta, Wes atisbó un
asomo de sonrisa en sus labios y se aferró a ese recuerdo durante la
siguiente media hora, mientras Slade lo entrevistaba en lo que acabaría
siendo el porche. Se vio obligado a ngir que ese hijo de puta no había
intentado invitar a salir a su chica mientras respondía a preguntas como
«¿Te preocupa perder?», «¿Hasta qué punto?», «¿Desearías haberte
quedado con tu cuadrilla original?», «¿Te gustaría saber qué equipo va
más adelantado?».
Wes contestó que no a todo y no se explayó, por más que el director
agitara el dedo, suplicándole que siguiese. Por el rabillo del ojo, vio a
Bethany y al hombre que estaba anotando las medidas de las ventanas en
un portapapeles mientras iban de una estancia a otra hasta que
terminaron. Al nal, le permitieron volver al trabajo y llamaron a Bethany
para hacerle el mismo interrogatorio.
No fue fácil trabajar con las cámaras en la cara todo el día, pero
avanzaron bastante mientras escuchaban a Slade repetir las mismas
bromas veinte veces. Bethany se dedicó a lijar las paredes salvables de los
dormitorios de la parte trasera, mientras Ollie, Carl y él empezaban a
levantar las paredes de la que sería la nueva distribución, que
transformaría el comedor y el salón en el espacio diáfano que Bethany
quería.
Gracias a Dios, el equipo de rodaje empezó a marcharse sobre las tres de
la tarde. Como alguien más se le acercara con un micrófono para
preguntarle qué opinaba de los progresos que estaban haciendo, le
estamparía el chisme en una rodilla. Agradecido por la oportunidad de
trabajar unas horas en paz antes de volver a casa, se disponía a grapar las
planchas de aislante en los listones interiores de la pared que acababa de
instalar cuando lo llamaron por teléfono.
Echó la cabeza hacia atrás y elevó una plegaria al techo para que no
fuera la niñera cancelando la tarde de nuevo. Si seguía faltando al trabajo,
no acabarían a tiempo. Sin embargo, cuando miró la pantalla, se le heló la
piel. No era Tono de Forastera, era su hermana.
—¿Hola?
—Wes, hola.
Al oír el deje ansioso de la voz de su hermana, soltó despacio la
grapadora.
—Becky. Becky, ¿qué pasa? ¿Dónde estás?
—Estoy de vuelta. En el pueblo. —Oyó el ruido del trá co de fondo—.
Estoy en la estación de tren. ¿Puedes venir a por mí?
Bethany apareció por su izquierda, pero se detuvo al ver la expresión de
su cara. ¿Sorpresa? ¿Pavor? ¿Ambas cosas?
—¿Dónde está tu coche?
—Tuve que venderlo. ¿Puedes venir o no?
La irritación de su hermana era como un montón de gusanos que
intentaban colársele hasta la médula de los huesos. ¿Estaba consumiendo
drogas otra vez? Tendría que verla para estar seguro, pero la actitud
defensiva que demostraba lo llevó a pensar que así era. Y eso signi caba
que no la quería cerca de Laura. El instinto protector lo inundó de repente,
sorprendiéndolo por su intensidad. Cuando llegó a Port Je erson, estaba
decidido a hacerlo lo mejor posible, pero nunca se había considerado
mejor opción que nadie, ni siquiera que su hermana. Solo era la única
opción. ¿A esas alturas? No podía evitar sentirse como el guardián que se
interponía entre su sobrina y cualquier cosa remotamente negativa.
Tendrían que pasar por encima de su cadáver.
Becky no era una mala persona, pero había crecido con muy poca
orientación, y eso no la había ayudado a superar los retos de ser huérfana
y de mudarse tan a menudo que resultaba imposible encontrar la
estabilidad. No era de extrañar que no supiera cómo proporcionársela a
otra persona. Sin embargo, la empatía que sentía por ella no invalidaba la
necesidad de hacer lo mejor por su sobrina.
—Sí, quédate donde estás. Voy a buscarte y ya hablamos, ¿de acuerdo?
Se hizo el silencio.
—De acuerdo.
—Hasta ahora —dijo Wes, cortando la llamada. Acto seguido, se estampó
el móvil varias veces contra la palma de la mano, sin sentir el impacto—.
Era mi hermana. Lo siento, tengo que ir a buscarla. Está en la estación. —
Le temblaban las manos mientras intentaba llamar a la niñera—. Debería
avisar a la niñera de que voy a llegar tarde. No sé cómo voy a encontrarme
a Becky.
Bethany parecía petri cada, pero se recuperó para decir:
—Cancela lo de la niñera. Yo iré a buscar a Laura. No me importa
quedarme hasta tan tarde como necesites.
—¿En serio?
—Sí. En serio. Sé cómo pedir una pizza. —Se atusó la coleta—. Vete.
Wes no pensó. Se limitó a hacer lo que le parecía lo correcto, así que se
inclinó y le plantó un beso apasionado en la boca.
—Gracias. —Acto seguido, se sacó las llaves del bolsillo, buscó la de la
casa de su hermana y, tras sacarla del llavero, se la metió a Bethany en uno
de los bolsillos delanteros de los vaqueros—. Llamaré al colegio de camino
para avisar de que hoy vas tú a por Laura.
Solo se permitió unos segundos para ver que el rubor se extendía por
sus mejillas antes de darse media vuelta y marcharse. De camino a la
estación de tren, había una frase que se repetía una y otra vez en su
cabeza.
«No estoy listo para irme».
15

La vida de Bethany era un paisaje en continuo cambio.


La semana anterior, pensaba que la reforma agitaría las cosas. Que le
provocaría una gran ansiedad y la obligaría a enfrentarse a la mujer en la
que se había convertido a los treinta. Al parecer, solo había acertado a
medias.
En ese momento, formaba parte de un acuerdo tipo «Es complicado».
Esas palabras habían salido de su boca, en contra del sentido común, y
nunca habían sido más ciertas que en ese preciso momento, con una niña
de cinco años comiéndose un cucurucho de helado en su inmaculado
Mercedes mientras canturreaba al compás de Katy Perry entre lametón y
lametón. ¿Se podía saber qué estaba pasando allí?
¿Y por qué no le importaba?
Llevar a Laura a casa era justo lo que debía hacer, más aún, seguramente
se lo estaría pasando estupendamente de no ser por la señal que
anunciaba la inminente partida de Wes, suspendida sobre el techo solar
como un nubarrón. ¿No se suponía que iban a estar lanzándose pullas al
menos otro año más? ¿Iba a marcharse ya porque su hermana había
vuelto a aparecer en escena? ¿Por qué la dejaba sin aliento esa
posibilidad?
En realidad, debería sentirse aliviada porque el hombre que parecía
consciente de todos y cada uno de sus defectos —y que no dudaba en
señalárselos— se marchase. Se acabaron las grietas alrededor de sus pies
de barro. Se acabaron los comentarios inapropiados sobre su culo con las
mallas.
También se acabaron los besos arrolladores. O esos momentos
inesperados en los que era incapaz de contenerse y acababa contándole
sus penas y, por raro que pareciera, él no parecía criticarla. Se acabaron sus
sonrisas guasonas. Se acabó lo de que la irritara en los momentos
oportunos.
Se dio cuenta de que llevaban paradas más de un minuto en el camino
de entrada de la casa de Wes con el motor en marcha, de modo que lo
apagó. Miró a Laura por el espejo retrovisor y después bajó la vista hacia
su cuello para echarle un vistazo a la marca roja. La crema de Wes había
funcionado, ¿no? Aunque no solo había sido por el medicamento. Después
de discutir delante de su camioneta, ella había perdido las ganas de
atacarse la zona con las uñas. Su estrés se había reducido a la nada porque
Wes era capaz de eliminar su tensión hablando, sin que ella se diera
cuenta siquiera.
«Esperar la perfección solo provoca frustraciones. Además, los defectos
son los que imprimen carácter a las personas. En ellos reside la belleza».
Ay, Dios.
«Creo que no quiero que se vaya».
—Elsa, ¿podemos entrar?
—Sí. —Bethany salió de su ensimismamiento y se bajó del coche para
rodearlo y sacar a Laura de su silla. Cuando llegó al colegio y se dio cuenta
de que necesitaba una silla especial para niños si quería llevar a Laura
legalmente en el coche, estuvo a punto de ceder al pánico, pero Judy tuvo
la amabilidad de prestarle una. Ni siquiera iba a deducir puntos por los
Cheerios fosilizados del reposabrazos—. ¿Qué tal el helado de fresa?
Habría jurado que eras más de chocolate.
—Al tío Wes le gusta la fresa —respondió la niña mientras saltaba al
suelo, como si eso lo explicase todo. Al tío Wes le gustaba algo, así que a
ella también—. ¿Dónde está?
¿Querría Wes que su sobrina supiera que su madre estaba en el pueblo?
No tenía ni idea. No habían hablado del tema, así que se decantó por una
mentira, aunque eso hizo que se sintiera fatal.
—Tiene que trabajar hasta tarde —contestó como si nada al tiempo que
usaba la llave que le había dado Wes para entrar en la casa—. ¿Qué sueles
hacer después del colegio?
—Mmm… Si quien me cuida es Vamos a Colorear, pues coloreamos.
—Ya veo que el tío Wes te obliga a usar sus ilustres apodos.
Laura soltó una risilla.
—Hablas raro. ¿Podemos ver anuncios?
—Mmm, claro. —Le temblaron los labios por la risa—. ¿Es lo normal en
esta casa?
—¿El qué? —preguntó Laura al tiempo que aplastaba la galleta del
helado—. El tío Wes los ve conmigo cuando me despierto demasiado
pronto.
—Ah. —En algún lugar de su garganta, su ridículo corazón estaba
celebrando una cumbre o cial con sus ovarios. Había intérpretes y
taquígrafos y todo. Habían pedido una bandeja con bagels. Era todo muy
alarmante—. Seguro que encontramos algunos anuncios. Mis preferidos
son los de joyas.
A la niña se le pusieron los ojos como platos.
—¿Como los collares?
—¿Te gustan los collares?
—¡Sí! No tengo ninguno.
—Pues eso no lo podemos consentir. La próxima vez que venga, me
traigo la bisutería y te dejo que elijas alguno.
La sonrisa que esbozó Laura dejó al descubierto dientes rosas y trocitos
de galleta del cucurucho.
—¿Eres la novia del tío Wes?
—¡No! No, solo somos amigos. —Bethany dejó el bolso en el respaldo del
sofá y empezó a juguetear con las correas—. ¿Por qué? ¿Ha dicho que soy
su novia?
—No, lo ha dicho la madre de Megan y de Danielle.
—Ah, ¿en serio? —Bethany sonrió mientras se guardaba la información
—. Qué bien.
Laura se tumbó a lo largo en el sofá, sumida en lo que parecía un coma
por helado, y Bethany empezó a cambiar de canal hasta llegar al QVC,
donde estaban mostrando un precioso colgante con un peridoto engastado
en oro blanco.
—¿Tú tienes uno así? —Laura señaló con el dedo gordo del pie—. Quiero
ese.
—Tenemos mucho en común —replicó Bethany al tiempo que se
sentaba en el sofá y se encontró enseguida con unos pies infantiles en el
regazo. Era agradable.
Mucho.
Llevaban un cuarto de hora viendo la tele, tiempo durante el que habían
ido descartando opciones según iban presentando nuevas piezas, cuando
Bethany oyó que se paraba un coche en la acera. No parecía la camioneta
de Wes. ¿Uno de sus vecinos tal vez? Con una sensación incómoda en la
nuca, dejó con cuidado los pies de Laura en el asiento y se acercó a la
ventana.
Una mujer se estaba bajando de la parte trasera de lo que parecía un
Uber. Tenía el pelo enredado y llevaba una camisa de franela de hombre.
Aunque no le veía los ojos, el parecido con Laura era inconfundible.
Becky se tropezó en el camino hacia la puerta principal, y Bethany supo
que algo iba mal. Muy mal. No sabía mucho de esa mujer, solo que había
estado en casas de acogida como Wes y que había sido incapaz de
enfrentarse al hecho de criar sola a una niña, al menos de momento.
También sabía que Becky había consumido drogas antes…, y eso quería
decir que podía haber sufrido una recaída. En resumen, tenía que
interceptarla antes de que entrase. Sin dudar. Al menos hasta que Wes
pudiera llegar.
Tan rápido como le fue posible, le mandó un mensaje a Wes y abrió la
puerta sin hacer ruido para salir a los escalones del porche, que bajó con la
sonrisa más deslumbrante de la que fue capaz, muy consciente de que la
reacción de esa mujer podría ir de amigable a hostil. Sobre todo si
sospechaba que le estaba prohibiendo entrar en su propia casa. «Vamos,
Wes. Aparece de una vez».
—Hola —dijo, intentando no alzar la voz para que Laura no la oyera
desde dentro de la casa—, soy Bethany.
Becky aminoró el paso con expresión recelosa.
—Esta es mi casa. ¿Qué haces aquí?
—Soy una invitada. De Wes.
—Ah. —Becky se pasó la lengua por las encías—. No está aquí, ¿verdad?
—No, ha ido a buscarte.
Becky evitó mirarla a los ojos mientras introducía las manos en las
mangas de la camisa y empezaba a retorcerlas.
—Solo he venido a por mi hija.
En ese momento, lo vio todo claro.
—No querías que Wes estuviera en casa cuando vinieras.
—No tengo por qué darte explicaciones. Ni siquiera te conozco.
—No, no me conoces —convino Bethany con calma—. Pero Wes viene de
camino. ¿Por qué no esperamos aquí hasta que llegue?
Becky tosió en la exura del codo.
—Tengo un sitio para llevármela.
Bethany no pudo contener la rabia que le invadió el pecho. Becky
pretendía llevarse a Laura sin más e irse sin decírselo a Wes. Aunque se
estaba esforzando por sentir empatía por esa mujer, que saltaba a la vista
que estaba pasando por un bache, seguramente por culpa de la adicción,
se moría por desatar su furia en nombre de Wes. Él se habría quedado
destrozado si Becky se hubiera salido con la suya.
—Wes viene de camino. Vamos a esperarlo.
—No tengo por qué esperar para entrar en mi propia casa. Para ver a mi
propia hija.
—Si no querías que Wes estuviera es porque sabes que no deberías estar
haciendo esto.
Becky tardó unos segundos en asimilar la lógica de esas palabras, pero
cuando lo hizo, se le llenaron los ojos de lágrimas. Hizo ademán de
replicar, pero la camioneta de Wes apareció a toda pastilla por el nal de la
calle y frenó en seco donde antes se había detenido el Uber.
Se bajó de la camioneta con la mirada ja en la ventana de la casa, y el
alivio que lo invadió se le re ejó en la cara al no ver a Laura. Debió de
ponerse el sombrero cuando se marchó de la Reforma Apocalíptica, pero
se lo quitó en ese momento y empezó a darse golpecitos nerviosos con él
contra la pierna, como si no fuera consciente del gesto.
—¿Por qué has hecho esto? —preguntó al nal, dirigiéndose a su
hermana con voz ronca—. No estás en condiciones de verla si andas así,
Becky. Me dejaste a cargo de ella hasta que organizaras tu vida. No lo has
hecho. Así que ¿qué quieres que haga ahora?
—Joder, Wes, ya he organizado mi vida. —Sorbió por la nariz con fuerza
—. Vivo con mi novio en Linden. Tengo un trabajo.
—Con tu novio —repitió él con incredulidad—. Ni siquiera te has
divorciado todavía.
—¡Si supiera donde se ha metido, ya lo habría hecho!
—No levantes la voz —gruñó él—. No le conviene verte así.
—Estoy bien.
Wes soltó una carcajada carente de humor y se alejó andando unos
pasos antes de volver.
—¿Tienes una habitación para ella en Linden? ¿Tienes niñeras? ¿La has
apuntado en el colegio?
La expresión de Becky era la de una mujer que casi no se mantenía a
ote.
—Voy…, voy a ocuparme de todo eso. Dios. Dame cinco segundos.
—Ocúpate de eso antes y luego hablamos.
—No puedes impedirme que la vea.
—No, no puedo. Pero ¿de verdad quieres que te vea así? ¿No crees que
puedes hacerlo mejor? —Wes miró a Bethany con expresión suplicante—.
¿Puedes entrar y distraerla? ¿Por favor?
—Sí, claro. —Se dio media vuelta y echó a andar por el camino, pero
después se detuvo y miró hacia atrás—. Wes, ¿puedes darle mi número? —
preguntó en voz baja para que solo él pudiera oírla—. Sin agobios. Solo
quiero ayudar.
Él asintió con la cabeza al cabo de un momento, y la calidez asomó a su
cara un segundo.
—Sí, preciosa. Se lo daré.

Wes clavó la mirada en los ojos hundidos de su hermanastra y la vio como


era a los diecisiete. Solitaria, sin con anza en sí misma, a la espera de que
le dieran otro golpe.
Tal como le había dicho a Bethany, Becky lo pasó peor que él.
Sospechaba que solo sabía la mitad de lo que había pasado su
hermanastra mientras el sistema la fagocitaba. Cuando por n la conoció,
el daño ya estaba hecho. Para los dos. La experiencia lo había resabiado
demasiado como para quererla como debería querer un hermano. El
sentimiento de culpa que eso le provocaba seguramente fuera parte del
motivo por el que se había montado en un avión con rumbo a Nueva
York… y menos mal que lo había hecho.
Nunca había tenido la sensación de que estaba donde debía estar. Hasta
ese momento.
No solo con Laura. O con Bethany. O con los amigos que había hecho en
Port Je erson.
No, allí mismo, delante de Becky en ese cruce de caminos en su vida. No
se trataba de él. Ni del dolor que sentía. Ni de la falta de pertenencia a un
lugar. Era algo mucho más importante que todo eso. Y por una vez no
estaba pensando en largarse y evitar líos. Ese era el momento de nitivo.
Iba a dejar que lo liaran.
La ligereza que le provocó el alivio en el pecho reforzó su decisión.
—Oye —dijo, y se le quebró la voz, así que tomó una honda bocanada de
aire para calmarse—. Oye, mírame y escucha bien.
Ella cruzó los brazos por delante del pecho y esperó con pose
beligerante, pero con los ojos llenos de lágrimas. Joder, no había hecho lo
bastante por ella. Ni por asomo. Pero podía cambiarlo en ese momento.
Podía dejar de usar su propio pasado para justi car sus problemas con el
compromiso y echar una mano de verdad.
—Eres mi hermana y me preocupo por ti.
Ella dejó caer los brazos a los costados despacio.
—Eres una superviviente y una luchadora, ¿entendido? Vas a salir
limpia cuando todo esto acabe y vas a ver de nuevo a tu hija. No tienes
alternativa. Laura necesita a su madre. Te necesita de verdad, Becky.
—Por eso he venido —replicó ella con la voz rota.
—Has venido porque la quieres. Pues claro que sí. —Se acercó a ella y le
puso una mano en un hombro, sorprendiéndola. ¿Alguna vez había
abrazado a su hermana?—. Oye, mi estancia aquí no tiene límite de
tiempo. Voy a quedarme con Laura mientras tú lo arreglas todo. Aquí es
feliz.
Su sobrina era feliz… con él. Todavía le costaba creer que se hubiera
presentado en ese lugar sin saber absolutamente nada sobre lo que era
una familia. Sobre los niños, el amor y… la estabilidad. Pero él la había
creado donde nunca la había habido. No solo para Laura, sino también
para sí mismo. Dios, no pensaba irse a ninguna parte, en serio. Estaba a
tope con eso. Y le parecía bien.
—Mira —dijo y le dio un apretón a Becky en el hombro—, si yo soy capaz
de entender de qué va este rollo, cualquiera puede hacerlo, Becky.
Eso le arrancó una trémula carcajada a su hermana.
—¿Quién eres?
—Tu hermano. —Tragó saliva con fuerza—. Sé que en el pasado no he
sido un hermano muy bueno. Pero ahora puedes contar conmigo, ¿de
acuerdo?
La cara de Becky estaba demudada por la emoción.
—Sé que no debería llevármela. Pero es que… Ha pasado mucho tiempo.
¿Qué clase de madre soy que deja a su hija más de un mes?
—Una que se aseguró de que alguien la cuidara. Eso es mucho más que
lo hacían por nosotros casi siempre.
—Bien sabe Dios que es verdad. —Lo miró con curiosidad—. ¿Quién era
esa?
Wes sopesó la pregunta.
—Vamos a dejarlo en «mi novia a regañadientes».
Compartieron otra carcajada amarga y, por primera vez, Wes asumió el
vínculo que los unía. Algo que debería haber hecho hacía mucho tiempo.
Quizás eso cambiara las cosas. No lo sabía, pero albergaba esa esperanza y
estaba segurísimo de que las dos personas que lo esperaban en la casa
tenían mucho que ver con eso.
Contar con una red de seguridad le infundió el valor necesario para
decir lo que soltó a continuación.
—No sé cómo funciona esto, pero puedo enterarme de cómo
convertirme en el tutor legal de Laura de forma temporal. Si te parece
bien. No será para siempre, pero quiero que tenga pruebas de que voy a
quedarme todo el tiempo que me necesite. Habría matado por algo así
cuando era niño, ¿sabes?
Su hermana miró con añoranza la casa y se mantuvo en silencio un
buen rato.
—Creo que sería una buena idea. Me lo pensaré.
Wes soltó el aliento que ni sabía que había contenido.
—Becky… —dijo y titubeó un segundo antes de abrazarla—, todo saldrá
bien.

Wes entró por la puerta principal de la casa e hizo que el corazón de


Bethany se lanzara al galope. Estaba solo, y no sabía si sentirse aliviada o
triste. En cuanto a Laura, saltó del sofá como un resorte, chillando y
deslizándose por el suelo hasta detenerse delante de su tío. Sin titubear
siquiera, él la levantó y la lanzó por los aires como si fuera la masa de una
pizza y luego la abrazó.
—Hola, niña.
Ella le dio palmaditas en la espalda con las manos pegajosas por el
helado.
—Hola.
Wes tenía una sonrisa en la cara, pero cuando sus ojos se encontraron
por encima de la espalda de Laura, vio la inquietud en sus profundidades.
—No sabía qué hacer con la cena, así que he pedido pizza. De nuevo.
Viene de camino —dijo ella con el estómago lleno de helio—. Debería irme
—murmuró mientras metía el móvil en el bolso.
—Espera. —Wes soltó a Laura en el suelo y le alborotó el pelo—. ¿Puedes
ir a lavarte las manos para cenar y a elegir un libro para que luego te lo lea
antes de dormir? Tengo que hablar con Bethany.
Laura la miró boquiabierta.
—¿Te va a echar la bronca?
—Qué va, no voy a echarle la bronca. —Le dio un golpecito en la nariz—.
Anda, vete.
La niña salió corriendo del salón, y derrapó con los calcetines al doblar
la esquina del pasillo. Bethany se quedó plantada donde estaba junto al
sofá, mirando a Wes que entró en la cocina y volvió con dos botellines de
cerveza. Le ofreció uno, que ella rechazó con la cabeza mientras esperaba
que él apurase la mitad del suyo. Wes abrió dos veces la boca para hablar,
pero la cerró y meneó la cabeza.
Los pies de Bethany se movieron antes de que su cerebro mandara la
orden. Se detuvo delante de Wes, le quitó la cerveza de la mano y la dejó
en la mesa. Y después lo rodeó con los brazos.
Wes la estrechó con tanta fuerza entre sus brazos que el aire se le escapó
de golpe.
—No puedo dejar a Laura —masculló él contra su cuello—. No puedo.
Ella le enterró los dedos en el pelo.
—No, claro que no.
—Me re ero a nunca. —Levantó la cabeza, con el mentón tenso por la
emoción—. He metido a Becky en otro Uber de vuelta a Jersey. No va a
intentar ver de nuevo a su hija de momento, pero aunque organice su
vida, creo… —La duda asomó a su mirada—. Laura me necesita, ¿verdad?
—Sí.
Wes soltó el aire con fuerza.
—Tengo que quedarme, Bethany.
Su forma de decir esas palabras le resultó familiar. Le recordaba a las
ocasiones en las que ella ponía en duda sus propias habilidades. O cuando
hacía algo que la asustaba, como reformar una casa, organizar una boda,
preparar una reunión de la Liga de las Mujeres Extraordinarias o hacer de
niñera. Conocía muy bien lo que era el miedo ante lo desconocido. Y de
repente se sintió unida a él de una forma que no creía que fuera fácil de
eliminar, unida a ese hombre al que antes detestaba. O al que creía
detestar. ¿Habría sido siquiera real el odio que sentía por él?
No lo sabía. Solo sabía que quería suavizar las aristas que en ese
momento se le estaban clavando por dentro, de la misma manera que
había deseado suavizar las suyas tantas veces.
—Wes —susurró al tiempo que se ponía de puntillas hasta rozar con la
boca los labios sorprendidos de Wes… y poco a poco acabaron en un beso
voraz y puro a partes iguales. Sincero. Él se dejó besar, dejó que lo
reconfortara con murmullos mientras sus lenguas se acariciaban, dejó que
le enterrase los dedos en el pelo y tirase de él, antes de soltar un gruñido e
intentar pegarla a su cuerpo casi al mismo tiempo. Seguían abrazados, y le
parecía tan íntimo que sentía sus estremecimientos, sus inspiraciones y
espiraciones, los sensuales contornos de sus músculos. Olía su sudor y su
desodorante.
El tempo se volvió desesperado, pero su necesidad de reconfortar no
cedió y sintió que él iba perdiendo el control. Cuando por n Wes se lanzó
a por más, cuando se apoderó por completo de su boca y aceptó la
comprensión que ella le ofrecía, Bethany se sintió satisfecha.
Wes le enterró la mano derecha en el pelo, con la intención de cambiarla
de postura para saborearla en profundidad mientras inclinaba el cuerpo
sobre ella hasta que casi la tuvo echada hacia atrás. Dios, era glorioso que
la necesitaran con esa ansia. Que ella sintiera lo mismo. Compartir un
acuerdo implícito y no tener que adivinar lo que pensaba un hombre.
Sabía todo lo que le pasaba a Wes por la cabeza porque él lo expresaba con
la lengua, con los labios y con los dientes.
En cierto momento, todo le pareció demasiado, el pulso le latía con
fuerza por todo el cuerpo, la cabeza le daba vueltas y había perdido por
completo el equilibrio. Había demasiadas emociones dirigidas a una sola
persona, y temía de nirlas, así que se obligó a ponerle n al beso y allí se
quedaron, abrazados el uno al otro, mientras sus jadeos llenaban el
insigni cante espacio que los separaba.
—¿Eso es un sí a lo de tomarnos unas copas? —preguntó él al cabo de un
rato.
A Bethany se le escapó una breve carcajada.
—Vaya, así que ahora son varias copas, ¿no?
Él le pasó una mano por el pelo.
—Contigo nunca es su ciente una sola vez, sea lo que sea.
Bethany sintió que se le encogía el estómago.
—¿Eso es un hecho?
—Y tanto que lo es, joder. —Le mordisqueó el labio inferior—. Te lo voy a
preguntar de nuevo: ¿es un «sí»?
Ella le trazó un círculo en el pecho con un dedo y lo terminó con un
empujoncito juguetón.
—Es un «Me lo pensaré».
Wes gruñó.
—Dios, me vuelves loco de remate, Bethany. —Se enroscó un mechón de
pelo en un dedo—. Cuando he entrado en casa, no sabía ni dónde estaba.
Ahora estoy casi bien. ¿Cómo lo haces?
—Tú deberías saberlo —susurró ella, incapaz de mirarlo a los ojos—. Lo
has hecho conmigo más de una vez.
Admitirlo fue exponerse tanto que su cuerpo se soltó del abrazo de Wes
de forma involuntaria. Aunque deseó de inmediato volver a sus brazos,
prácticamente se abalanzó a por el bolso y se lo colgó del hombro. Al mirar
a Wes de reojo, vio que él la estaba observando jamente.
—Quédate.
—Tengo… planes —soltó.
Él levantó una ceja.
—¿Cómo dices?
—Con Rosie. —Aunque su amiga todavía no tenía ni idea de dichos
planes, de repente necesitaba un tequila y hablar con una mujer.
Él gruñó, pero no se relajó. De hecho, sus ojos parecían un hervidero de
pensamientos. De muchos pensamientos.
—Le he preguntado a Becky si está dispuesta a darme la custodia. De
Laura. —No le dio tiempo a que asimilara esa confesión, porque se acercó
a ella y no se detuvo hasta que la obligó a echar la cabeza hacia atrás, le
rozó los dedos y sintió su aliento en los labios—. No voy a irme a ninguna
parte. Estoy aquí para quedarme, así que cuando te metas esta noche en la
cama y pienses en mí, recuerda cambiar la forma en la que lo haces. En
vez de acabar rompiendo el cabecero con un polvo frenético, estaré en tu
cama noche tras noche, joder, descubriendo qué hacer para que te
tiemblen los muslos. Así que tendremos que quitar el cabecero de un
tirón.
Las orejas se le convirtieron en túneles de viento al oírlo.
—Tú no decides el diseño de esta rela…
—¿Relación? —terminó Wes por ella con un deje triunfal al ver que
dejaba la palabra a la mitad—. Cuando estés preparada para decirlo en voz
alta, te estaré esperando aquí mismo.
«Respira hondo».
—¿Con dolor de huevos?
—A estas alturas, ya me he acostumbrado.
—Uf. —Sonó el timbre, y ella aprovechó la oportunidad para huir de su
magnetismo—. Buenas noches, Wes.
Él gimió.
—Buenas noches, Bethany.
Le abrió la puerta al repartidor de pizzas y le pidió que esperase,
incapaz de resistirse a mirar por última vez a Wes por encima del hombro.
Descubrió que tenía esos fuertes brazos cruzados por delante del pecho y
el pelo, alborotado por sus dedos. Estaba tan masculino con la ropa de
trabajo sucia que debería ser delito.
—Aquí está tu pizza —dijo con el tono que emplearía si estuviera
declamando poesía.
Él se sacó la cartera del bolsillo.
—Gracias.
—¿Wes?
—¿Qué?
Tragó saliva antes de hablar.
—Si Becky acepta, vas a hacer un trabajo increíble.
A Wes le palpitó un músculo en la cara.
—Gracias.
«Lárgate mientras tengas fuerza de voluntad».
Su reserva estaba ya casi al mínimo.
16

Cada vez que Bethany entraba en Buena Onda, descubría algo nuevo que
encajaba con el ambiente a la perfección. Rosie quería que el restaurante
fuera una experiencia, y podía decir sin temor a equivocarse que lo había
conseguido.
Esa noche había una guirnalda de luces, una alfombra colocada en
ángulo sobre el suelo de madera, un nuevo cuadro en la pared. Solo un
decorador captaría unos cambios tan sutiles que no alteraban el ambiente.
Seguía siendo cálido y bullicioso. Una ruidosa bienvenida que la acogería
mientras decidía adónde quería que la llevase la carta.
Había hecho bien en ir esa noche al restaurante. Caminó entre las mesas
hacia el fondo de la sala, donde Rosie estaría preparando los pedidos para
llevar y supervisando el servicio, y fue como si el reluciente espacio la
abrazara. Saludó con la mano a Dominic, que estaba sentado en su
reservado mientras bebía cerveza y leía la edición vespertina del Daily
News. Varios clientes la saludaron por su nombre o levantaron su vaso
antes de ponerse a cuchichear en voz no demasiado baja después de verla
pasar.
Nada malicioso, solo los chismes típicos de Port Je . Bien merecidos. Les
había dado varios temas entre los que elegir después de dejar Brick y
Morty, de aceptar aparecer en un reality show y de que la vieran en casa de
Wes después del anochecer. Por no mencionar que había ido a buscar a su
sobrina al colegio, una actividad eminentemente doméstica.
Al recordar la sensación de los pies de Laura en el regazo, la asaltó una
sensación de vacío en la garganta. ¿Qué estarían haciendo Wes y Laura en
ese momento? ¿Comiendo pizza y viendo anuncios? Se asustó un poco por
las ganas que le entraron de repente de darse media vuelta, salir de Buena
Onda y volver a la casa.
En resumidas cuentas, necesitaba ese respiro. Pasaba tanto tiempo con
Wes en la casa que estaban reformando que necesitaba un poco de espacio
y perspectiva. Aquello empezaba a afectarla de una forma que no
esperaba. Que sí, que siempre había sentido una irritante atracción física
por él, incluso después de tacharlo de «imbécil integral». ¿Qué iba a hacer
después de que la verdad hubiera salido a la luz? Wes tenía más capas de
las que creía. Estaba un poco traumatizado por un pasado inestable, era
observador y, Dios, sabía besar. Nunca la habían besado como lo había
hecho él.
Sin embargo, lo más importante era su integridad. Era un hombre de
principios. Por Dios. Esa tarde le había pedido a su hermana la custodia de
su sobrina, aceptando un desafío que asustaría al adulto más
independiente del mundo.
Sí, Wes era valiente, y buena persona y… ella tenía que bajarse de la
nube antes de hacer una tontería, como enamorarse de él.
En ese momento, Rosie atravesó la puerta batiente de la cocina hasta el
aparador del restaurante, un reservado que le había construido su marido
con estantes llenos de cubiertos, utensilios para el café, salsas calientes y
otros condimentos. Se quedó de piedra al ver a Bethany.
—¡Oye, cuánto tiempo! Llevo sin verte desde la boda —dijo Rosie al
tiempo que amontonaba y organizaba lo que parecían tiques de pago con
tarjeta—. ¿Cómo va la reforma?
Bethany se colocó las manos entrelazadas debajo de la barbilla.
—De maravilla, claro. Yo estoy al mando.
Aunque hizo reír a su amiga, no obtuvo tanto placer como de
costumbre. Porque no estaba siendo sincera. Si fuera sincera, diría que era
como ir cuesta abajo y sin frenos. Aunque eso destrozaría la ilusión que se
había esforzado tanto en construir, ¿no? ¿Incluso con su mejor amiga?
En cuestión de segundos, había vuelto a ser la mujer que nunca
demostraba debilidades. La mujer que se ocultaba detrás del estilo y de
esa fachada de falsa seguridad, que jamás admitiría que no tenía ni idea
de cómo iba la reforma. Wes le había dicho que progresaba
adecuadamente y que verían los avances día a día, pero llegar a ese
peligroso caos todas las mañanas aumentaba su estrés y sus dudas. Lo que
hacía al llegar era agachar la cabeza y concentrarse en el proyecto que
hubiera elegido. Ponerse los cascos protectores en las orejas y hacer una
sola cosa la ayudaban, pero ¿en cuanto se distanciaba un poco y se daba
cuenta del tremendo desafío que se había echado a cuestas? Era difícil. No
lo estaba llevando tan bien como aseguraba llevarlo delante de las
cámaras. Lo quería todo perfecto ya. Hasta entonces, el caos inacabado era
un re ejo de su persona.
Se llevó los dedos al cuello, muriéndose de ganas de rascarse el lugar
donde Wes le había puesto la crema esa mañana, pero se obligó a bajar la
mano.
—Veo que estás hasta arriba —le dijo a Rosie mientras meneaba las cejas
—. Un problema estupendo, ¿no? Voy a buscar una mesa y si tienes tiempo
para tomarte algo, vente. ¡Sin agobios!
Rosie sonrió.
—De acuerdo. —Estiró el cuello para mirar detrás de Bethany—. Siéntate
a la mesa para dos junto a la ventana. Ahora te mando a la camarera.
—Mírate, estás en tu salsa.
Meneó las caderas antes de regresar a la parte delantera de Buena Onda,
guiñándoles un ojo a las personas que sospechaba que estaban hablando
de ella. Mantuvo la sonrisa en los labios, pero en realidad tenía un millón
de pensamientos rebotándole en la cabeza. ¿Qué probabilidades había de
que su hermano ganara Enfrentados por las reformas? ¿La estarían tildando
de «asaltacunas» por pasar tiempo con un chico de veintitrés años? ¿Se
darían cuenta de que no tenía la manicura hecha por culpa de su nuevo
trabajo?
Se clavó las uñas en las palmas y se sentó a la mesa indicada, tras lo cual
le dio las gracias a la camarera que le entregó la carta. Aunque estaba
segura de que proyectaba una imagen tranquila, se sentía un poco
nerviosa por estar sola, sobre todo con todos los susurros, así que sacó el
móvil… y se encontró con un mensaje de texto de Wes. Se le escapó una
carcajada antes de poder contenerla.
Era una foto suya soplando la tarjeta de crédito con el anuncio de un
broche de diamantes en el QVC de fondo. Pero lo mejor era la cara de
Laura a medio grito, porque su alegría era evidente.
Bethany apretó los sonrientes labios y le contestó.

Bethany:
Siempre pide los diamantes. Es lista la niña.

Wes:
Vamos mal. Ya no acepta Cheerios como soborno. Como acabe
prometiéndole joyas para conseguir 5 minutos más de sueño
mañana, te vas a enterar

Bethany:
¿Yo? No es mi tarjeta.

Wes:
Tendrás a un capataz enfurruñado entre manos.

Bethany:
Oooh. No te enfurruñes.
Wes:
¿Cómo vas a contentarme?

Bethany tosió por lo bajo y echó un vistazo a su alrededor mientras se


preguntaba si alguien se había dado cuenta de que estaba apretando los
muslos. Esos mensajes no eran picantes. No lo eran, aunque parecían ir en
esa dirección. Sin embargo, oía el acento tejano de Wes al oído y se
imaginaba esas manos en las caderas antes de que las bajara y le diera un
apretón en el culo.
¿En serio? ¿Se le habían mojado las bragas después de unos cuantos
mensajes de texto?
Acababa de ducharse y de ponerse ropa limpia.
«No voy a contestar».
Plantó el teléfono en la mesa, boca abajo, pero lo levantó antes de que
hubieran pasado cinco segundos.

Bethany:
Pues aliviando ese dolor de huevos, claro.

Wes:

Bethany:
Puedo ir a la farmacia a comprarte algo para la in amación.

Wes:
Si estuvieras aquí, te llevarías unos cuantos azotes.

Sus dedos titubearon sobre la pantalla, temblorosos. No podía contestar,


de lo contrario le enviaría un galimatías. Su cerebro era incapaz de pensar
de forma coherente con esa imagen tan clara: Wes colocándosela en el
regazo para azotarle el culo con esa palma cálida y encallecida.
Wes:
¿Por qué no estás aquí, Bethany?

Ese mensaje, con un tono tan distinto al anterior, pulsó un resorte


diferente. En ese momento, el anhelo se unió al deseo de contacto físico.
Con Wes.
Lo echaba de menos. En cuestión de horas.
«Mal. Esto va fatal».
—¡Hola!
Rosie se sentó con brío en la silla de enfrente, y Bethany chilló mientras
se le escapaba el móvil de las manos y volcaba la rosa roja del centro de
mesa.
—¡Madre mía! —exclamó al tiempo que enderezaba el jarrón antes de
que el agua se derramara y miraba a su alrededor por si alguien había
presenciado su torpeza—. Lo siento. Es que no esperaba… ¡No pensaba
que pudieras sentarte conmigo cuando esto está hasta arriba!
—Pues aquí estoy —replicó Rosie, que la miró con expresión perpleja—.
Parecías muy concentrada.
—Ah. —Se guardó el móvil en el bolsillo—. ¿En serio?
—Ajá. —Rosie pidió por las dos sin quitarle la mirada de encima—.
Vamos a hablar de Slade Hogan. Vino ayer para almorzar y creí que a las
camareras les iba a dar un soponcio.
—Ah, sí. —Bethany asintió con gesto entusiasmado de la cabeza e
intentó, sin éxito, recordar la cara del presentador—. Es un bombón.
—¿Lo bastante como para que le pongas n a tu descanso de los
hombres?
Bethany siguió asintiendo. Hasta que empezó a negar con la cabeza.
—No.
Rosie levantó una ceja oscura y se echó hacia atrás con la copa de vino
que acababan de servirle.
—¿Mmm?
—Me invitó a salir. Pasé.
Su amiga se quedó boquiabierta. Con un gesto un pelín exagerado.
—¿Por qué?
—Ya veo adónde quieres llegar.
—¿De verdad?
—¿Ahora es cuando contestas una pregunta con una pregunta sacada de
la terapia de pareja?
Rosie se rio y luego bebió un sorbo de vino.
—Lo siento. Es que oigo muchos chismes porque me paso el día aquí
metida y cierto vaquero y tú os habéis convertido en la comidilla del
pueblo. Quería oírlo de tus labios. —Se encogió de hombros con un gesto
elegante—. Pero antes quería pincharte un poco.
Bethany contuvo una sonrisa.
—Pasas demasiado tiempo con mi familia. —Tamborileó con las uñas,
tristemente sin pintar, sobre la mesa—. Ni con rmo ni desmiento que
haya algo sobre lo que merezca la pena cotillear.
—Muy bien.
Bajó la voz.
—Pero si lo hubiera, necesitaría la seguridad de que la frase «Te lo dije»
jamás sería pronunciada.
—Eso tendrías que decírselo a tu hermana. Pero como va a volver de
Italia sumida en un estupor sexual, es muy posible que solo reaccione con
un resoplido ufano o dos.
Bethany murmuró por lo bajo.
—Supongo que eso lo puedo soportar.
—Estupendo. Interceptaré a Georgie cuando vuelva a casa. —Rosie se
frotó las manos y se inclinó hacia delante—. Cuéntaselo todo a esta casada
cachonda.
El suspense fue creciendo mientras Bethany enderezaba el tenedor sin
necesidad.
—Ha habido algunos besos. Estoy pensando en acostarme con él.
Rosie se cubrió la cara con la servilleta de tela, pero no antes de que
Bethany la pescara sonriendo. Cuando la apartó, volvía a tener una
expresión seria.
—¿Ah, sí?
—Sí. Es que todavía no estoy segura.
—Os estabais mensajeando cuando he aparecido, ¿a que sí?
—Sobre la reforma.
—Hablar de reformas te pone mucho, ¿no?
Bethany carraspeó.
—¿Tan evidente era?
Rosie echó un vistazo por el restaurante hasta clavar la mirada en su
marido, que —como era de esperar— ya estaba muy ocupado observando a
su mujer.
—Solo para alguien que lleva mucho tiempo intentando reprimir sus
necesidades sexuales.
—Otra vez hablando como un terapeuta —replicó Bethany, distraída,
mientras trazaba círculos con un dedo sobre la mesa—. Digamos que…, y
es totalmente hipotético…, Wes se queda en Port Je erson. —Soltó una
carcajada más aguda de la cuenta—. Y quisiera una… relación —dijo,
enfatizando la última palabra—. ¿No sería una locura? A ver, es que… Por
favor.
Rosie soltó la copa.
—¿Por qué una locura?
Bethany intentó parecer lo más tranquila posible mientras contaba con
los dedos.
—Tiene siete años menos que yo. No tiene una profesión en mente, lo de
la construcción es algo temporal. A ver, que montaba toros. Y discutimos a
todas horas. Sería un absoluto desastre, de principio a n.
Su amiga no replicó, se limitó a esperar a que siguiera explicándose.
—Y…, a ver, no lo ha pensado bien. —Levantó un hombro con fuerza—.
¿Por qué iba a querer una relación (hipotéticamente hablando) con
alguien que es incapaz de relajarse hasta que todo está totalmente
perfecto, y que nunca consigue llegar a ese punto? En la vida. Sería
agotador para él convivir con tanta ansiedad. Ya sabes cómo soy. —Agitó
una mano—. Me gustan las cosas de cierta forma.
—Sí —convino Rosie despacio—, pero no sabía que dudabas de ti.
Siempre pareces muy segura de ti misma.
—¡Lo soy! —Levantó la copa y pasó de las gotas que se derramaron sobre
su mano—. No, lo soy, de verdad. No sé qué estoy diciendo. Solo estaba
pensando en voz alta. —Le dolía la garganta por haber soltado esa mentira
tan forzada—. Bueno, cuéntame, ¿has añadido una guirnalda nueva al
techo? Es un toque maravilloso.
Saltaba a la vista que su amiga no quería cambiar de tema, pero al nal
cedió. Pudieron pasar unos minutos más juntas antes de que Rosie
volviera al trabajo, pero las palabras que Bethany había dicho siguieron
resonando en la mesa durante un buen rato. Hasta esa noche nunca se
había dado cuenta del férreo control que ejercía sobre su fachada, incluso
con su mejor amiga. Incluso con su hermana. No se había dado cuenta
hasta que empezó a permitirse ser algo menos que perfecta con Wes.
Por supuesto, él había derribado la fachada sin problemas, pero eso no
tenía importancia.
El asunto era que esa noche había sido una versión deshonesta de sí
misma, y que nunca había quedado más patente. Nunca se le había
pasado por la cabeza tener una relación con Wes. Hasta que empezaron a
trabajar juntos, la simple idea habría bastado para echarse a reír. Pero ¿en
ese momento? Cuando intentaba imaginárselos juntos, como pareja, la
imagen le provocaba… calidez. Esperanza.
Felicidad.
Sin embargo, esas emociones positivas no consiguieron mantener a raya
sus antiguos miedos. ¿No recordaba el motivo de que hubiera hecho un
paréntesis con los hombres?
Alejó a sus anteriores novios por querer acercarse demasiado a ella.
Por atreverse a esperar más de ella.
Saber que Wes quería más, acceso total a su corazón, a su mente y a su
cuerpo —un acceso que siempre había temido darles a los demás— le
provocaba el deseo de pisar el freno antes de que la situación se volviera
demasiado cómoda. Demasiado optimista.
Antes de que se crearan expectativas de una relación normal y
saludable que ella no tenía la menor idea de cómo cumplir. Porque nunca
lo había conseguido.
¿Cómo podía ser feliz Wes con ella cuando no sabía ser feliz consigo
misma? Aunque el corazón le decía que lo hiciera, se daba cuenta de que
estaba repitiendo su antiguo patrón con los hombres. Si no permitía que
las cosas se pusieran demasiado serias, él no podría hartarse de ella,
¿verdad?
Un poco de tiempo, un poco de espacio, y seguramente Wes le
agradecería que mantuviera las cosas en plan tranquilo. ¿Y la decepción
que se había provocado a sí misma?
Desaparecería con el tiempo. ¿Verdad?
Después de pasar un n de semana libre de Wes repitiéndose el mantra
de que la distancia entre ellos sería cada vez más fácil y de que dejaría de
dudar de sí misma, Bethany no estaba segura de poder creérselo. Pero
nunca la habían acusado de carecer de fuerza de voluntad…
17

—Muy bien, amigos, es el cuarto día de la competición familiar de


Enfrentados por las reformas, ¡y la cosa está que arde! Estamos en la casa
que ha recibido el cariñoso apodo de Reforma Apocalíptica.
Wes se estaba pellizcando el puente de la nariz con tanta fuerza que
igual acababa aplastándoselo con los dedos, pero si acababa en Urgencias,
evitaría oír durante un rato la voz que ponía el puto Slade Hogan para
hablarle al público.
Al otro lado de la ventana, el presentador caminaba de espaldas,
seguido por el cámara y los chicos de luz y de sonido, hacia donde se
encontraba Bethany… Un momento, ¿llevaba una escalera?
¿Por qué?
No tenía ni idea.
De hecho, no tenía ni idea de lo que estaba pensando Bethany porque
estaban a lunes y ella había mantenido las distancias desde el viernes.
Todo iba a pedir de boca cuando se fue de su casa. Incluso habían
intercambiado algunos mensajes picantones, y hasta creía que por n
habían en lado la calle hacia… una relación de pareja. O, al menos, que se
acercaban a ella. Pero ella había estado ocupada todo el n de semana con
la Liga de las Mujeres Extraordinarias y comprando en anticuarios para
cuando por n decorase la casa.
La había echado de menos, pero no había cedido al pánico hasta que se
la topó cara a cara esa mañana. Cada vez que se acercaba para hablar de lo
que fuera o para ver si conseguía otros de esos besos arrebatadores, ella
tenía que ir de repente a por material o a por café. Bromeó cuando le dijo
que tendría a un capataz enfurruñado, pero al nal había acabado
enfurruñándose y seguía —¡todavía!— con dolor de huevos.
Tiró al suelo los alicates que llevaba en la mano y salió en tromba para
ver adónde narices creía Bethany que iba con una escalera. A menos que
pensara hacer una escultura de jardín modernista con ella, no estaba
seguro de para qué la necesitaba. Se suponía que ese día iba a trabajar con
la moldura del techo, ¿no?
Era una idea malísima acercarse a ella con el humor de perros que tenía,
sobre todo porque las cámaras estaban grabando, pero todo hombre tenía
sus límites. La otra noche lo besó como Dios mandaba. La dulzura del
beso, la promesa que parecía encerrar… En n, que lo desestabilizó.
Mucho. Y no tenía sentido que lo estuviera evitando en ese momento. A
menos que hubiera pasado algo entre el último mensaje que le mandó el
viernes y ese día. Pero ¿qué podía ser?
—Bethany, ¿es verdad lo que he oído de que has decidido cambiar las
tejas?
Al oír esa pregunta en boca de Slade, el café que había bebido esa
mañana se transformó en ácido en el estómago de Wes. ¿Bethany en el
tejado? No estaba preparada para eso. No había pasado por un cursillo de
seguridad ni por un mínimo tutorial, con él o con alguien con experiencia
en la construcción. En más de una ocasión, había trabajado con hombres
que se habían lesionado después de caerse del tejado o de alguna escalera
en una obra. La idea de que Bethany se destrozara el fémur o se partiera la
espalda hizo que un sudor frío lo cubriese por entero.
—Sí… —contestó él, alargando la palabra y con cierto sarcasmo, la
verdad—. ¿Te importa si dejamos esa fantástica idea en reserva de
momento?
Bethany soltó la escalera con mucho cuidado y cruzó los brazos por
delante del pecho.
—Perdón, ¿mi capataz tiene alguna queja que desea exponer?
—Tu capataz —repitió él con desdén—. Claro, lo vamos a dejar en eso.
Bethany lo miró echando chispas por los ojos.
—Bien.
Wes contuvo la frustración. ¿Qué había pasado entre ellos que a él se le
escapaba? Casi parecía aliviada por la discusión.
—Vamos a apagar las cámaras y a dedicar un par de horas a asegurarnos
de que sabes lo que estás haciendo, ¿de acuerdo? No quiero que te caigas
del puto tejado.
—Tendremos que tapar eso con un pitido —dijo el productor.
—Pues tapadlo —masculló Wes.
—He visto tejar muchos tejados —aseguró Bethany.
Wes acortó la distancia que los separaba. Estaban rodeados de al menos
treinta personas, pero bien podrían estar solos, porque no les prestó la
mínima atención.
—Ver cómo se hace y hacerlo son cosas muy distintas. O te preparamos
antes o dejas los pies plantaditos en el suelo, donde deben de estar.
Ella se cuadró de hombros.
—Tú no tomas las decisiones por mí.
—Bueno, en eso tiene algo de razón, colega —dijo Slade, que tuvo las
agallas para intervenir—. Bethany es la dueña o cial de la casa…
—Dios, Slade —lo interrumpió Wes mientras se masajeaba el ojo
derecho con tanta fuerza que se podría haber quedado ciego—, de verdad
que me estás poniendo de los putos nervios.
—¡Piii!
—Wes —susurró Bethany.
—Ya es bastante complicado tener que trabajar con cables de cámaras,
focos y con Slade en medio —siguió él, aunque su voz perdió algo de fuelle
—, pero puedo soportarlo todo porque estás bien. —De repente, cayó en
todo lo que acababa de revelar delante de un montón de personas, por no
hablar de las dos cámaras—. Hay una altura considerable —terminó en un
intento por recuperar el tono enfadado, pero no lo consiguió. Bethany se
había quedado boquiabierta y, por una vez, se había hecho el silencio
entre los miembros del equipo.
Bethany se recuperó y meneó la cabeza.
—Tendré cuidado. Ollie va a enseñarme lo que tengo que hacer.
—Ay, Dios. No me metas en esto —protestó Ollie desde su escondite,
detrás de uno de iluminación—. No creí que fuera para tanto.
—No es para tanto —insistió Bethany con precisión—. Te agradezco la
preocupación, pero soy capaz de no matarme.
Y encima mencionaba la posibilidad de la muerte, lo que le provocó una
subida de tensión.
—Bethany, como te subas a ese tejado, te bajo a cuestas. ¿Me estás
oyendo? Tejar no es un trabajo para ti.
«Todavía». Debería haber dicho «todavía».
Su reacción hizo que se arrepintiera enseguida de sus palabras. La
terquedad desapareció de esos preciosos ojos azules, reemplazada por una
expresión traicionada. Claro que ya era demasiado tarde para disculparse
y retirar lo dicho, ¿verdad? Acababa de meter la pata hasta el fondo. Había
puesto a esa terca mujer contra la pared delante de todos. No le quedaba
más remedio que descubrir su farol.
—A ver…, en n. —A Bethany se le quebró la voz, pero la a anzó deprisa
—. Si te despido, no tendrás ni voz ni voto.
Wes sintió que se le clavaba algo en la garganta.
—¿Eso es lo que estás haciendo?
El miedo asomó a los ojos de Bethany, pero parpadeó para desterrarlo.
—Sí —contestó ella al tiempo que levantaba la barbilla.
Estuvieron al menos diez segundos mirándose jamente, un duelo que
Wes acabó ganando.
Sin embargo, mientras echaba a andar hacia su camioneta, el dolor que
sentía en el pecho insistía en decirle que había perdido.

Wes hizo lo que cualquier vaquero que se preciara hacía cuando tenía
problemas con una mujer.
Ahogó sus penas en una botella de cerveza.
Tono de Forastera se había ofrecido a cuidar a Laura esa noche dado que
no había podido ir a buscarla al colegio el día anterior, y él había aceptado
el ofrecimiento sin dudar. Estaba de un humor de perros y no quería que
eso afectara a su sobrina.
—¿Quieres otra? —le preguntó el camarero mientras iba a cobrar una
ronda.
Miró el botellín vacío de Bud, sopesó los pros del olvido y los contras de
que lo despertasen a las seis de la mañana con resaca. ¿Eso era la
paternidad? ¿Tener que decidir a todas horas si merecía la pena la resaca?
No solo eso, también estaba ese insistente sentimiento de culpa por haber
salido, que lo instaba a rechazar una segunda cerveza. ¿Por qué se sentía
culpable cuando esa era la primera noche que salía desde hacía un mes?
Joder, ni siquiera eran las nueve y media.
—Sí —masculló al tiempo que le acercaba el botellín vacío al camarero—.
Gracias.
La verdad, preferiría estar en casa leyéndole a Laura un cuento para
dormir a estar ocupando un taburete en el Grumpy Tom’s, pero a veces un
hombre necesitaba espacio para pensar. Esa noche era más cierto que
nunca.
¿Cómo se había ido todo a la mierda tan rápido?
Todavía no lo entendía.
Tres días antes de que lo despidiera, habían estado a punto de algo más.
Dios, y él estaba ansioso por llegar a eso. Bethany había estado a un pelo
de ceder y decirle que sí. Iba a invitarla a salir, a abrirle la puerta allá
donde fueran, a tratarla como a una reina y a llevarla al cielo en la cama.
A esas alturas, había perdido su oportunidad y el trabajo.
El mundo se había puesto patas arriba más deprisa de lo que un toro era
capaz de tirarlo al suelo… y en ese momento necesitaba tener la vida bien
atada. Cuando le comentó a su hermana la posibilidad de convertirse en el
tutor legal de Laura, lo dijo en serio, siempre y cuando Becky accediera. No
quería mantenerla alejada de su hija para siempre, pero mientras él fuera
su cuidador, quería ofrecerle estabilidad a la niña. No quería que se
despertara por las mañanas preguntándose si ese era el día que se
marcharían de Port Je erson.
Lo que lo llevaba a su problema más inmediato: la estabilidad para
Laura implicaba un sueldo jo…, y desde esa tarde eso era algo que ya no
tenía.
Tampoco podía culpar a Bethany. Llevaba todo el día repasando la
escena del jardín. Dios, se había comportado como un idiota. Bethany
deseaba dirigir esa reforma solo era para demostrar que podía hacerlo. Y
él había intentado privarla de una oportunidad para aumentar la
con anza que sentía en sí misma. Mierda, era tan malo como Stephen.
Como si le hubiera lanzado una batseñal a Stephen, lo vio entrar en el
bar unos minutos más tarde, con otra nota en la mano. Concentrado como
estaba, el hermano de Bethany casi pasó por su lado sin darse cuenta, pero
acabó parándose en seco con un traspiés.
—Wes, ¿qué haces aquí?
—¿A ti qué te parece?
Stephen se sentó en el taburete que tenía al lado y pidió una Coca-Cola
al tiempo que alisaba la arrugada nota sobre la barra mientras esperaba.
—¿Mi hermana te está dando quebraderos de cabeza?
Wes levantó una mano.
—Te voy a cortar ahora mismo. No he venido a chismorrear como un
adolescente.
—Bah, eres un agua estas.
—Eso lo dice un hombre que se pide un refresco en un bar —replicó Wes
con sorna y el botellín pegado a los labios—. Ya veo que tienes otra nota
misteriosa de Kristin. ¿Qué dice esta?
—«Después de la tormenta, sale el arcoíris».
Dios, esa mujer estaba para que la encerrasen.
—Colega, deja que te pregunte una cosa: ¿no se te ha ocurrido
preguntarle sin más qué signi can las notas?
—No puedo hacerlo. —Stephen lo miró boquiabierto, como si acabara de
sugerir que robasen un coche de policía y se comieran unos dónuts en la
plaza del pueblo—. Se llevará una decepción si no consigo averiguarlo yo
solo.
—Pero es que no vas a conseguirlo.
Stephen se volvió para mirar a Wes.
—Un año, Kristin me tejió unos calcetines para Navidad y yo no
reaccioné con el aprecio debido. A ver, que eran calcetines. Pero me dejó de
hablar hasta después de Año Nuevo. —Metió una pajita en la Coca-Cola—.
Al nal adiviné qué pasaba. Resulta que eran unas réplicas exactas de los
patucos que llevé cuando me bautizaron, hasta en las crucecitas rojas de
los tobillos.
Wes sabía que su cara debía de ser un poema. Porque no daba crédito.
—¿Y se puede saber cómo lo averiguaste?
—Mi madre vino a cenar y los vio. Kristin los había dejado en la repisa
de la chimenea, pero yo era demasiado inocente para darme cuenta de
que intentaba darme una pista. —Asintió con la cabeza como si esa
explicación fuera normal—. En n, que mi madre lo vio de inmediato y
comentó el parecido con los patucos. Y Kristin los tiró al fuego.
—¿Qué?
Stephen se inclinó hacia él.
—¡Quería que yo lo averiguase!
¿Estaba en Long Island o en Marte?
—Eso me ha parecido sacado de una peli de terror, pero gracias, supongo.
—¿Gracias?
—Sí —replicó Wes antes de beber un sorbo de cerveza—. Ahora mis
problemas de mujeres no parecen tan malos.
—Lo sabía. —Stephen sorbió de la pajita con una sonrisa ufana—.
Bethany ha pasado de ti, ¿verdad? No sabía cómo pensaba hacerlo, porque
trabajáis juntos, pero mi hermana es creativa.
Mierda. ¿Por qué había hablado de problemas? Lo último que le
apetecía era oír a Stephen soltar un montón de tonterías sobre Bethany.
Pero se había bebido una cerveza, tenía el corazón partido y estaba
desconcertado por lo que había pasado entre ellos. Lo había encontrado
en un momento de debilidad.
—¿Qué quieres decir con eso de que ha pasado de mí?
—Es su rollo. Lanza el señuelo al agua. —Stephen apartó la Coca-Cola
para imitar el gesto, como si estuviera pescando con caña—. El hombre
pica. Y después ella tira la caña de pescar al mar mientras el pobre sigue
enganchado.
Wes sintió un cosquilleo en la nuca, pero resopló.
—¿Cuánto tiempo llevas dándole vueltas a esa metáfora?
—La verdad es que es de mi madre, y hay más —respondió Stephen
mientras miraba la nota con los ojos entrecerrados—. La cosa es que ahí
está la caña otando en el mar, el hombre está enganchado y Bethany se
pone de pie en la barca y culpa al pez.
Él llevaba toda la vida evitando cualquier relación a largo plazo. Ahí
estaba el motivo. Era evidente que Stephen había perdido la maldita
cabeza y ¿quién tenía la culpa?
El amor.
El matrimonio.
A ver, que sí, que la mujer de Stephen estaba como una cabra, pero unos
meses antes se habría reído de semejante conversación. Habría
ridiculizado a Stephen por dejarse mangonear de esa manera. A esas
alturas, ya no le parecía tan gracioso. Porque él era el pez que había picado
el anzuelo y, si cerraba los ojos, veía a Bethany de pie en la barca,
observando mientras él se hundía.
Sí, lo había atrapado, eso estaba clarísimo. Tampoco se había imaginado
lo mucho que le gustaría tener un anzuelo clavado en el labio. Pero esa
mujer… Esa mujer había hecho que se ganara su con anza, su respeto, su
risa. Cada uno de esos logros hacía que se sintiera más capaz como
hombre. Un posible compañero para ella. Alguien que no solo podría
mantener una relación a largo plazo, sino hacerlo bien.
¿Iba a alejarse nadando sin más cuando habían llegado tan lejos?
No. Iba a subirse a esa dichosa barca y a tirarle la caña a los pies. Le
haría saber que no pensaba irse a ninguna parte. Había atrapado a un
tejano y se negaba a hundirse como los inútiles con los que había salido
antes. Y lo más importante de todo: iba a averiguar por qué ella insistía en
deshacerse del pez una vez que mordía el anzuelo.
Se oyó un trueno en el exterior, como si el cielo aprobase su nuevo plan
de acción, y la lluvia empezó a golpear las ventanas del Grumpy Tom’s. El
chaparrón hizo que los fumadores corrieran a refugiarse al interior,
cubriéndose con las chaquetas.
Mierda.
No había previsión de lluvia. Lo había comprobado esa misma mañana
para asegurarse de que no había mal tiempo que pudiera retrasarlos.
Cuando todavía era el capataz y le pagaban por tener un plan de
contingencia, claro. Tendría que pasarse por la obra y cubrir el tejado con
lonas.
Se sacó la cartera con un suspiro y le hizo una señal al camarero para
que le preparase la cuenta.
—Tengo que ir a la obra —le dijo a Stephen—. Despedido o no, no puedo
dejar que todo ese trabajo se vaya al cuerno.
Stephen espurreó Coca-Cola sobre la barra, ganándose una mirada dura
del adormilado camarero.
—¿Te ha despedido?
—Ajá.
—En primer lugar, bienvenido de nuevo al equipo ganador —dijo
Stephen con gesto magnánimo—. En segundo lugar, no sé por qué me
sorprende. Es típico de Bethany.
Wes agitó una mano, irritado, de modo que el billete de veinte otó
hasta caer a la barra.
—¿Alguna vez le has preguntado a Bethany por qué aleja a los demás o
te limitas a despotricar y a ponerla verde a sus espaldas? A lo mejor tiene
un buen motivo para hacerlo. ¿Se te ha ocurrido?
—¿La estás defendiendo? —le preguntó Stephen sin dar crédito—. ¡Te ha
despedido!
—La provoqué. Es culpa mía. Y no quiero volver a tu equipo.
Stephen se quedó callado un momento.
—Debe de haber algo entre vosotros dos, porque de lo contrario no
habría sacado el paracaídas.
La ira le puso los nervios de punta.
—Mira, a la mierda tus metáforas. ¿Se puede saber que os pasa a todos
en este pueblo? ¿Es que nadie es capaz de decir claramente lo que piensa?
—Wes se hizo con la nota y la lanzó al aire—. Tu mujer está embarazada,
imbécil.
—¿Ah, sí?
—Sí. Y seguro que el niño o la niña crecerá totalmente equilibrado.
Para sorpresa y espanto de Wes, Stephen se levantó de un salto del
taburete y le rodeó los hombros con los brazos mientras lloraba y reía.
—Voy a ser papá.
Wes suspiró y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Enhorabuena.
Stephen acabó apartándose de él con los ojos llenos de lágrimas porque
se oyó el fuerte pitido de su móvil, que se sacó del bolsillo delantero de la
camisa, de modo que su cara de felicidad se transformó en exasperación.
—Acaba de llegarme un mensaje de Bethany. Quiere saber si las
grapadoras neumáticas son a prueba de agua. —Miró a Wes un momento
—. Parece que te ha tomado la delantera con lo del tejado. Será mejor que
te vayas.
El corazón de Wes se montó en un ascensor para subírsele a la garganta.
—¿Qué? Contéstale. Dile que me espere…
El teléfono pitó de nuevo.
—«Da igual, lo he googleado» —leyó Stephen en voz alta.
Wes salió del bar al lluvioso exterior mientras las imágenes de Bethany
resbalándose y cayendo del tejado le helaba la sangre en las venas.
Al parecer, iban a tener otra discusión antes de que la recuperara.
Aunque, ¿había sido suya para empezar?
18

Bethany escupió agua de lluvia e hizo todo lo posible por desplegar la lona
a ciegas. Daba igual la postura que adoptase en el tejado, parecía que la
lluvia le golpeaba la cara directamente, de modo que separó las piernas y
plantó los pies con rmeza mientras le agradecía con sorna a la Madre
Naturaleza su maravilloso sentido de la oportunidad.
No era tan orgullosa como para no admitir que su sitio estaba en
cualquier parte menos en un tejado resbaladizo durante una tormenta. De
hecho, le habría encargado el trabajo a Wes de no haberlo despedido en el
arrebato más estúpido del siglo. Pero se había pasado seis horas en el
tejado esa tarde, tenía las manos destrozadas, le dolía la espalda y la
embargaba la sensación de que algo se le había roto por dentro. Así que
iba a proteger su duro trabajo, joder, y de paso también todo lo que estaba
en juego debajo de las goteras.
Se le escurrió un poco la bota derecha, pero corrigió la postura a tiempo
para abrir la lona. Se puso a gatas, desplegó la lona azul y la grapó lo más
cerca que pudo al borde del tejado. El viento y la fuerte lluvia la
mantenían casi a ciegas, pero sin duda pronto pasaría lo peor, ¿no? La
previsión del tiempo aseguraba que estaría nublado hasta el día siguiente.
¡Les habían mentido a todos! ¿Quién asumiría la responsabilidad?
Sabía que estaba exagerando las cosas, pero le daba igual. Estaba
empapada en un tejado bajo la luna llena y en su interior había
turbulencias que no dejaban de sacudirla desde esa tarde. Incluso antes de
que empezara a llover ya estaba paseándose de un lado para otro de su
salón, incapaz de quedarse quieta. Aquello no le gustaba. Ningún hombre
debería provocarle esta sensación tan horrible en la boca del estómago.
Nunca le había pasado.
En el peor de los casos, cuando decidía que su relación con un hombre
había llegado a su n, se sentía un poco molesta si el hombre en cuestión
no intentaba congraciarse de nuevo con ella. Claro que nunca se lo
permitía. Pero la posibilidad de que Wes decidiera que ella era demasiado
engorro… la asustaba de verdad.
Él había aguantado un sinfín de insultos y de discusiones. Había
presenciado un principio de ataque de ansiedad en la boda de Georgie. Ni
siquiera había pestañeado al verle la fea marca del cuello. ¿El golpe que le
había dado a su ego sería la gota que colmaba el vaso?
No había querido despedirlo.
Había hecho un Zellweger a su momento Tom Cruise.
Había sentimientos. Ella tenía sentimientos.
Se ajustó la capucha del impermeable para que la lluvia dejara de
metérsele en los ojos y empezó a desplegar la segunda lona. Grapó una
esquina y después gateó despacio hacia el extremo opuesto del tejado
mientras la lona azul se agitaba por el viento. El áspero material de las
tejas se le clavaba en las rodillas a través de los vaqueros, pero agradeció el
dolor, porque la distraía.
Había algo que la asustó de verdad esa tarde cuando Wes se marchó sin
mirar atrás. El golpe de la puerta de la camioneta al cerrarse resonó como
si fuera irrevocable. Era la suma de todos sus miedos, ¿no? Que un hombre
por n conociera todos sus aspectos negativos y se fuera. ¿No era lo que
llevaba evitando tanto tiempo?
La prueba de que era imperfecta.
Tragó saliva con fuerza y empezó a gatear más deprisa. Tras cruzar el
tejado, puso la última grapa. Ya estaba. Hecho.
Aun así…, a lo mejor debería comprobar que no hubiera aberturas sin
asegurar. Ese día había perdido a Wes. No pensaba sacri car todo el
trabajo duro que habían hecho juntos en la casa. Ese golpe añadido sería
insoportable. Solo unos minutos más y todo estaría perfecto…
—¡Joder, Bethany!
¿Wes?
Se volvió hacia el sonido de su voz, aunque no sabía muy bien de dónde
procedía porque el viento soplaba con fuerza. En cuanto movió la cabeza,
la lluvia le golpeó la cara y se estremeció al tiempo que soltaba la
grapadora. Tanteó a ciegas para recuperarla, pero no la encontró y perdió
el equilibrio.
Se deslizó con un grito por la parte del tejado que todavía no tenía tejas.
Durante un perturbador momento, lo vio todo claro y se dio cuenta de que
la muerte la esperaba, justo antes de que su cuerpo rodara por el borde.
Con un último arrebato, el instinto de supervivencia hizo que sus dedos se
aferraran al antiguo canalón, pero como todo lo demás de la casa, era
demasiado viejo como para servir de algo y un crujido fue el único aviso
que le dio antes de dejarla colgando del borde.
—¡Wes!
—Estoy aquí. Confía en mí, nena. Suéltate.
—No puedo. ¿Estás loco?
—No dejaré que toques el suelo y lo sabes. —Su voz era más potente que
la tormenta y se le coló en el interior, echando raíces—. Vamos. Confía en
mí.
Fue el mayor salto de fe que había dado nunca. Tal vez nunca se habría
dado cuenta de que, en realidad, con aba en Wes —quizá más que en
ninguna otra persona— de no estar colgada del tejado como un mono
empapado. Pero con aba de todo corazón en que la atraparía, así que se
soltó con un chillido. Sus brazos la rodearon un segundo después,
chocando con su duro cuerpo, y Wes se tambaleó un paso hacia atrás. Acto
seguido, se la colocó mejor contra el pecho y echó a andar.
No podía verle la cara por la capucha del impermeable, pero vio que
extendía una pierna y que abría la puerta de la casa de una patada. Entró
deprisa y la dejó en el suelo con cuidado en medio de la más absoluta
oscuridad, tiritando y poniendo el suelo perdido. Un segundo después,
una de las luces del techo se encendió, iluminando a Wes… y, uf, estaba
cabreadísimo.
Esas facciones masculinas quedaban iluminadas por un lado y en
sombras por el otro. Respiraba entre jadeos, que se unían a la insistente
lluvia y eran los únicos sonidos de la habitación. Además de los latidos de
su propio corazón, claro. Su imagen era tan maravillosa que el corazón
pareció latirle incluso con más fuerza que cuando estaba colgada del
canalón. Abrió la boca para decir algo, pero no le salió nada. ¿Qué podía
decir? Lo que llevaba dentro era muy raro y doloroso. No sabía qué
palabras iba a pronunciar.
A Wes no le costó encontrar algo que decir.
Se quitó el sombrero empapado y lo lanzó al otro extremo de la
habitación, donde rebotó contra una de las paredes recién acabadas.
—Joder, Bethany. Mira que podías hacer tonterías… —Se llevó un puño a
la frente y empezó a respirar más despacio—. Estoy contratado de nuevo.
Así de sencillo. Aunque solo sea para evitar que te mates por ser más terca
que una mula. Y es permanente. Puedes despedirme todas las veces que te
dé la gana, nena, que yo me presentaré aquí por la mañana como si nada.
Así que asimílalo.
Una cálida manta de alivio le cayó sobre los hombros, envolviéndola con
fuerza. La seguridad de que volvería, aunque discutieran, aunque a ella se
le cruzaran los cables e hiciera algo de lo que se arrepentía… Dios, ya
podía respirar mejor. Como si hubiera tenido un saco de arena
apretándole los pulmones hasta ese momento. Empezaron a temblarle las
rodillas, pero no por la debilidad, sino por la necesidad de acercarse a Wes.
No puso en duda el impulso; no le quedaba fuerza de voluntad para
resistirse. No después de que él hubiera ido a la casa, no después de que la
hubiera atrapado en el aire, no después de que lo hubiera echado tanto de
menos.
Fue directamente hacia el tenso cuerpo de Wes y le echó los brazos al
cuello. Agradeció que la lluvia todavía le empapase la cara, porque
ocultaba las cálidas y saladas lágrimas que brotaban de sus ojos.
En cuanto él la estrechó con fuerza entre sus brazos, las rodillas dejaron
de temblarle.
—¿Por qué has venido? —le preguntó mientras le apoyaba la mejilla en
el pectoral derecho.
—Para poner la lona, lo mismo que tú —contestó él con voz gruñona.
—¿Aunque te había despedido?
Wes gruñó y la abrazó con más fuerza.
—No querías despedirme.
Bethany negó la cabeza, y se le escaparon más lágrimas.
—No.
—Eso ya es agua pasada —le aseguró él mientras la mecía de un lado a
otro—. Y si te vuelves a cabrear conmigo dentro de un par de días y
discutimos, o si nos vamos cabreados para lamernos las heridas, también
será agua pasada.
—¿Cuántas veces vas a ser capaz de superar las cosas… antes de que se
acumulen y no dejen espacio para que puedas pasar?
—Trabajamos en la construcción, preciosa. Construiremos un añadido
para que quepan todas.
Al oírlo, el mundo de Bethany se puso patas arriba y se enamoró
perdidamente de Wes. No solo porque creía lo que había dicho y eso hacía
que se sintiera segura, tal vez por primera vez en la vida. Sino porque
había hablado en plural.
«Trabajamos en la construcción».
Wes le alzó la barbilla y se quedó destrozado al ver sus lágrimas.
—Ay, Bethany. —Se las secó—. No llores, por favor. No lo soporto.
—Solo es lluvia —le aseguró ella con la voz entrecortada.
—Claro, te seguiré la corriente. —Le deslizó los dedos hasta los labios, y
el deseo le oscureció los ojos—. Vamos a darle una oportunidad, a lo
nuestro.
—¿Me lo estás preguntando o me lo estás diciendo?
Una expresión guasona asomó a los labios de Wes.
—Muy bien, te lo estoy pidiendo.
Bethany titubeó ante lo desconocido. Nunca había mantenido una
relación con alguien que le provocaba tantos sentimientos. Aunque había
empezado a con ar en él, el problema era que no con aba en sí misma. Su
comportamiento con los hombres nunca había sido más evidente que
cuando intentó reproducirlo con Wes. Alguien a quien… Ay, Dios, ¿amaba?
Si metía la pata —y era muy probable que lo hiciera—, sentiría lo mismo
que ese día, pero hasta el n de los tiempos.
Lo peor de todo era que se arriesgaba a hacerle daño a Wes. En ese
preciso momento, eso le parecía muchísimo peor que comportarse como
su peor enemiga.
Wes la vio titubear y cambió de táctica.
—Podemos ir despacio, ¿de acuerdo? —Asintió con la cabeza por ella y la
agachó hasta que su boca quedó a un centímetro de la suya—. Pero no vas
a evitarme. No voy a quedarme donde me pongas a la espera de que me
prestes atención.
—¿No? —consiguió replicar antes de humedecerse los labios para el beso
que sin duda tendría lugar en cuestión de segundos. Lo necesitaba como
el respirar.
—De eso nada. Cuando quiera atención, te lo haré saber.
—¿Cómo?
Wes le había estado desabrochando despacio los botones del
impermeable con una mano. Le abrió la prenda y pegó su cuerpo seco
contra él, empapado como estaba, al tiempo que levantaba las caderas y le
echaba el aliento contra la boca al mismo tiempo.
—¿Qué te parece esto?
Una lluvia de echas cargadas de deseo se clavaron en su objetivo por
debajo de su ombligo, atravesándola con placer y frustración sexual. Dios,
había intentado pasar de lo mucho que la excitaba ese hombre durante
demasiado tiempo. Pero en cuanto se dio permiso para disfrutar de lo que
le hacía a su cuerpo, la necesidad resultó mayor de lo que creía. Se frotó
contra el bulto de la bragueta de Wes y se mordió el labio cuando él gimió.
—¿Esta es tu manera de demostrarme que estás dispuesto a ir despacio?
—Lo digo en serio —gruñó él al tiempo que le sujetaba las caderas con
desesperación—. Bethany Castle, la tengo dura desde que te vi la primera
mañana bajarte de tu Mercedes en aquella obra. Tan seria, sin tiempo para
que nadie se pasara de la raya, sobre todo yo. —Le lamió los labios, pero no
la besó, y la dulce fricción de su lengua le provocó una sensación ardiente
entre los muslos—. Llevo queriendo demostrarte que te equivocas desde
entonces. Te encantará hacerme un hueco cada vez que yo quiera pasarme
de la raya. Pero soy lo bastante listo como para saber que la espera habrá
merecido la pena cuando por n te tenga desnuda y abierta de piernas
debajo de mí.
Uf, madre mía. Presa de una ola de lujuria totalmente desconocida para
ella, se puso de puntillas y lo besó. Sus músculos internos se tensaron con
fuerza cuando él la levantó más con un brazo mientras le quitaba el
impermeable con la mano libre, tras lo cual le agarró el culo y empezó a
magreárselo, con caricias lentas y posesivas.
—¿Hasta dónde lo podemos llevar y seguir yendo despacio? —preguntó
entre jadeos mientras echaba la cabeza hacia atrás para que él pudiera
mordisquearle el cuello.
—Siempre que me dejes darle a este cuerpo lo que necesita, recordaré
los límites mañana —masculló él contra su pelo.
«¿Y si mi cuerpo lo necesita todo? ¿Ahora mismo?».
Y era verdad. Sus partes femeninas estaban al rojo vivo, y le estaba
costando la misma vida no rodearle las caderas con las piernas y frotarse
contra él hasta alcanzar la cima. Aunque, por increíble que pareciera…, las
ganas de darle placer a él eran mucho mayores. Tal como él había hecho
en su patio trasero, sin recibir nada a cambio. Saber que llevaba tanto
tiempo deseándola hacía que estuviera desesperada por llevarlo al clímax.
Tal vez incluso una parte de ella quisiera disculparse por haberlo asustado
en el tejado. Fuera o no una mentalidad correcta, lo cierto era que avivaba
las llamas que ya ardían en su interior.
Antes de que pudiera echarse atrás, agarró las solapas de su camisa de
franela y lo obligó a retroceder. Él puso n al voraz beso, con un brillo
expectante en los ojos. Estaba claro que no se creía la suerte que tenía y
dejó que ella viera su gratitud. Su asombro. Su disposición.
Llegaron a un montón de sacos de cemento y Bethany le mordisqueó los
labios mientras le desabrochaba el cinturón y le bajaba la cremallera. Oía
la rápida respiración de Wes por encima de la tormenta, y el sonido
resonaba en sus oídos como una banda sonora muy sensual. Le metió la
mano en los calzoncillos y se la aferró con una mano, deleitándose con el
gemido estrangulado que brotó de sus labios mientras se la acariciaba con
fuerza y le mordisqueaba el mentón, áspero por la barba.
—La tienes demasiado grande para estos vaqueros tan ceñidos, Wes.
Él observaba el movimiento de su manos, con un tic en la mejilla.
—¿Crees que debería cambiar de modelo?
—No. —Empezó a acariciársela más deprisa—. No he dicho que no me
gusten.
—Nena, nena, nena. —Le atrapó la muñeca y consiguió decir entre
dientes—: Me quedan diez segundos como sigas así.
Los latidos del corazón empezaron a atronarle los oídos. Estaba total y
absolutamente entregada al momento, y a la mierda con el mundo
exterior y sus inseguridades. La lluvia le había quitado el maquillaje, tenía
el pelo hecho un desastre… y ni le importaba. Nada de eso importaba
cuando la tocaba ese hombre. ¿Cómo era posible semejante revelación? Tal
vez la pusiera un pelín nerviosa no estar a la altura de sus expectativas,
pero era un susurro en comparación con lo que habitualmente era un
rugido.
Se soltó de la mano de Wes y le bajó los vaqueros hasta dejárselos en las
rodillas. Oh. Madre del amor hermoso, los muslos. Nunca le había visto los
muslos desnudos, y eran duros, musculosos. Deberían estar rodeando los
ancos de un caballo o en uno de esos polvorientos anuncios de Wrangler.
Las nueces se quedaban pequeñas, esos muslos serían capaces de partir
un tronco por la mitad. Tenían su ciente vello para ponerla colorada, para
que se le a ojaran las rodillas al pensar que le rozaría la cara. Y con esa
perversa imagen en la cabeza, se arrodilló.
—Ay, Dios, que vas a hacerlo —masculló Wes al tiempo que se enrollaba
la camiseta en un puño para facilitarle el acceso… ¿Por qué la ponía eso
tan cachonda?—. No debería dejar que pasara, pero esa boca tuya, Bethany.
Esa puta boca. Podría dibujarla de memoria. Moriría por verla mientras
me la chupas.
Sus palabras echaron más leña al incendio de su interior, y la admisión
eliminó el poco nerviosismo que le quedaba. ¿Cómo podía sentirse
cohibida cuando él la deseaba con tanta desesperación, cuando daba la
impresión de que le dolía?
Esos muslos la llamaban, de modo que se tomó su tiempo besando la
cara interna, rozándolos con los labios y calmando la zona con largos
lametones. Al cambiar al otro muslo, se la agarró con una mano y empezó
a acariciársela despacio, porque quería que Wes saborease la experiencia
tanto como ella.
Al nal, llegó a la parte superior del sendero que estaba recorriendo con
los dientes y le regaló una mirada ardiente durante un segundo tras lo
cual le lamió la base y comenzó a subir para meterse la punta en la boca.
Wes se dejó caer sobre el montón de sacos de cemento y le enterró los
dedos de la mano derecha en el pelo.
—Bethany. Por Dios bendito. ¿Qué me estás haciendo con esa boquita?
—Ella repitió el movimiento, y él tensó el abdomen—. Aaah, joder. Intento
contenerme, nena, pero duele.
Menudo subidón de poder. ¿Quién iba a decir que era posible sentirse
venerada mientras se estaba de rodillas? Pero eso era justo lo que estaba
sintiendo. En vez de hacerle un favor, Wes le estaba rindiendo homenaje a
su boca. Y eso que solo acababa de empezar.
Se la agarró con más fuerza y se la acarició con el puño mientras le
lamía la sensible punta. Cuando él levantó las caderas de los sacos de
cemento, y su grito estrangulado resonó en la casa vacía, se la metió en la
boca todo lo que pudo, hasta sentirla en la garganta, y después se la chupó
al tiempo que se la sacaba… con fuerza.
Wes jadeó su nombre una vez, dos, vio que sacudía el pecho, y se corrió
en su boca. Por Dios, fue el momento más sensual de toda su vida: el ruido
de las botas de Wes en el suelo mientras intentaba mantenerse en pie, el
fervor con el que se aferraba a su pelo y la tensión de sus muslos. Si había
alguna posibilidad de que se corriera sin tocarse siquiera, era ese
momento. Wes era el orgasmo.
—Dios —dijo él entre fuertes jadeos—. Dios de mi vida. —Bethany chilló
cuando tiró de ella para colocársela de costado en el regazo—. Todo este
tiempo estaba muy con ado sabiendo que voy a poner tu mundo patas
arriba y tú acabas de hacérmelo a mí. Y sin avisar antes siquiera.
Una mariposilla le revoloteó en el estómago.
—¿Esperas que me disculpe?
—Joder, no. —Le acarició la cabeza con una mano y le tomó la cara, con
un brillo desconocido en los ojos que se la comían con la mirada—. Espero
despertarme.
La intimidad, ese momento de mirar a la cara a otra persona y
experimentar una autenticidad descarnada, era terreno desconocido para
ella. Era una habilidad que nunca había dominado, de modo que empezó
a dar palos de ciego.
—En n —dijo al tiempo que se enderezaba y le daba un beso rápido en
la mejilla antes de hacer ademán de levantarse—, no creas que mañana
vas a recibir un trato de favor en el trabajo…
Wes tiró de ella para sentarla de nuevo en su regazo.
—¿A dónde crees que vas?
—Pues… a casa —consiguió contestar.
—¿En serio? —le preguntó Wes con sorna.
—Mmm.
—No.
—¿No?
Wes le deslizó la palma de la mano por el muslo y se detuvo cuando
llegó a la unión de sus piernas, donde colocó dos dedos sobre la costura
empapada de sus vaqueros y empezó a frotar. Con rmeza. Con seguridad.
El oxígeno abandonó de golpe sus pulmones, y la lujuria apareció
doblando la esquina a dos ruedas para avanzar por la avenida a toda
velocidad. Solo atinó a cerrar los ojos y a dejar que Wes le desabrochase
los pantalones para meterle la mano por debajo de los vaqueros, y
también de las bragas.
Cuando esos dedos entraron en contacto son su humedad, levantó las
caderas con un gemido, y el deseo ardió en los ojos de Wes.
—¿Todavía te quieres ir?
—No.
Él meneó la cabeza.
—No, claro que no. No quieres perderme de vista cuando estás a punto
de caramelo. —Le separó los labios con el corazón y el índice, y le rozó el
clítoris con movimientos circulares—. No cuando yo puedo hacerte sentir
mucho mejor.
Se le fundió un fusible y la cabeza se le cayó hacia atrás. Wes dejó de
acariciarla un segundo para quitarle los vaqueros y las bragas, y después
se encontró desnuda de cintura para abajo, sobre su regazo, en mitad de la
obra. Claro que tampoco le funcionaban las neuronas necesarias para que
le importase en ese momento. Lo que le estaba haciendo con los dedos…,
era como si fuera capaz de leer sus reacciones e interpretarlas de forma
que pudiera proporcionarle más placer. Que ese era el objetivo del sexo,
pero ese hombre lo conseguía, y esa perspicacia, sumada a la increíble
atracción que ya sentía por él, la puso tan cachonda que seguramente la
piel le quemaría al tacto.
—Bethany… Dios, mírate. ¿Cómo puedes ser tan preciosa, joder?
Pellizcó ese punto tan sensible entre dos nudillos y soltó una carcajada
cuando ella arqueó la espalda. Sin embargo, dejó de reírse al agachar la
cabeza y lamerle los pechos por encima de la camiseta. Y después… Uf,
después le dio un mordisco en un pezón y la penetró con el dedo corazón.
Al mismo tiempo.
Hasta el fondo.
—Sigue haciendo eso —le pidió con voz ronca—. Sigue ha-haciendo eso.
—Haré todo lo que necesites —gimió él a la vez que le metía otro dedo y
que le acariciaba el sensible pezón con los dientes—. ¿Quieres correrte con
mis dedos, preciosa? Mueve las caderas. Muévelas y siente lo dura que me
la has puesto otra vez.
Su cuerpo siguió esas órdenes antes de que su cabeza tuviera la
oportunidad de procesarlas, y empezó a mover el culo sobre él, encantada
al sentir su erección. Despacio. Disfrutando de la sensualidad. Hasta que
sintió la necesidad de que sus dedos la acariciaran más adentro. Con el
pulso disparado por todo el cuerpo, Bethany movió las caderas al ritmo de
sus gruesos dedos. Salían y entraban en ella, cada vez más deprisa, hasta
que casi no pudo soportar la inminente presión del orgasmo. El placer fue
rodeándola y aumentando, como una orquesta durante el crescendo de una
pieza musical.
—Wes —jadeó al tiempo que se aferraba a la pechera de su camisa—. Voy
a… Sí. Sí.
El orgasmo empezó en su interior y le tensó los músculos, prendió fuego
a sus nervios hasta que habría jurado que estaba en llamas. Wes presionó
un punto secreto en su interior y se lo frotó con movimientos rmes y
rápidos, haciendo que un grito se le atascase en la garganta.
—Vamos, grita. Joder, grita si eso es lo que quieres hacer.
Lo hizo, y la libertad que le provocó consiguió que su orgasmo fuera
luminoso y expansivo, como si pudiera zambullirse en él y desaparecer.
Quizá lo hiciera unos segundos, porque cuando abrió los ojos, solo
percibía el olor del cuello de Wes, la sensación de sus brazos alrededor de
su cuerpo, aunque no recordaba que él la hubiera abrazado.
—Muy bien… —empezó él con voz ronca—. A partir de ahora, vamos a ir
despacio.
Bethany se echó a reír, una carcajada espontánea que no se parecía en
nada a sus carcajadas habituales. No era comedida ni se amoldaba a lo que
ella creía que era una risa bonita y, como resultado, liberó algo que había
tenido atascado en su interior sin saberlo. La expresión de Wes se suavizó
al oírla, y ella se sintió más… ligera.
Sin previo aviso, él se puso en pie, todavía llevándola en brazos.
—Es culpa tuya por ser tan irresistible —dijo, y procedió a hacerle una
pedorreta en el cuello. Bethany seguía boquiabierta cuando la dejó en el
suelo y le dio un azote juguetón en el culo desnudo—. Me has convencido
de que te perdone por caerte del tejado.
Se apresuró a vestirse mientras intentaba no comerse el rme trasero de
Wes con los ojos antes de que desapareciera de su vista, de vuelta a su
vivienda vaquera.
—Bueno, tal vez deberíamos…, esto…, establecer algunas reglas básicas.
—De eso nada.
Ella parpadeó.
—¿Perdona?
—Que nada de reglas básicas. Intentaré no meterte mano en el trabajo,
pero después de char… —La miró jamente unos segundos—. Después
haremos lo que nos salga de forma natural.
—No sé qué sale de forma natural —susurró, y empezaron a
hormiguearle los dedos.
Wes se acercó a ella y le dio un beso tierno en los labios.
—Descúbrelo conmigo.
19

Mientras intentaban mantener derecha una bandeja con nachos,


palomitas y algodón de azúcar, Wes y Laura atravesaron el túnel de
cemento en dirección a la voz ampli cada de Travis, que retumbaba por la
megafonía del estadio de los Bombers. Si Wes no se equivocaba, su tono
parecía más ufano de la cuenta ese miércoles por la tarde. Algo
comprensible, ya que acababa de regresar de su luna de miel en Italia.
Hasta que no le apareció el recordatorio en el teléfono esa mañana, no se
acordó de las entradas que Travis le había regalado para ese partido. Dado
que ni su sobrina ni él habían ido nunca a un partido de béisbol y que la
reforma iba según los plazos previstos, le colocó una gorra a Laura, la
abrigó y puso rumbo al Bronx.
Esquivaron la larga cola y tomaron asiento con vistas a la tercera base. El
partido estaba en su apogeo en el extenso campo verde. Los Bombers
vestían camiseta de rayas azul marino y su rival, verde azulado. Un
partido de béisbol no se parecía en nada a un rodeo, pero la energía del
público, así como la cadencia de los vítores y de los aplausos, lo llevaron
de vuelta a ese pasado no tan lejano.
¿Lo echaba de menos?
Miró a Laura, que estaba devorando una nube rosa de algodón de
azúcar, y se rio por lo bajo. No, no echaba de menos el pasado. Sí que lo
embargaba una sensación agridulce al saber que esos días ya no se
repetirían; la falta de responsabilidad, la espontaneidad. La mentalidad
de cortar por lo sano y salir corriendo que lo mantenía alejado de
cualquier daño o decepción. Recordaba esa existencia salvaje con cariño.
Pero cuando recordaba el momento de vendarse las heridas producidas
por la caída desde el lomo de un toro, apreciaba todavía más el momento
de su vida en el que se encontraba.
Cuidar de esa niña tal vez fuera la mayor aventura de todas.
¿Lo asustaba? Joder, sí.
A ver, si no estaba nervioso por la posibilidad de criar a una hija, tendría
que hacérselo mirar.
Su sobrina se había convertido en una parte de su vida de la que no
podía desprenderse, y no era la única. También estaba Bethany.
Sí. Desde luego que estaba Bethany.
Sacó la Pepsi del portavasos y bebió un trago helado, ordenándose a sí
mismo no pensar en la noche del lunes. No allí en público, sentado junto a
su sobrina. Tendría que esperar a esa noche para recordar cómo lo había
mirado Bethany mientras estaba de rodillas.
Se quitó el sombrero y se pasó una mano por el pelo, musitando sobre
pensamientos rebeldes y rubias imprudentes que se caían de los tejados.
Por Dios, había estado a punto de provocarle un infarto cuando perdió el
equilibrio y acabó colgada del canalón. Todavía estaría en la casa gritando
hasta quedarse ronco si ella no lo hubiera silenciado con aquel abrazo. Si
no lo hubiera mirado con esos enormes ojos azules llenos de lágrimas y
alivio por su regreso.
¡Había caído con todo el equipo, sí, señor!
Hasta el fondo.
Tanto que hasta lo asustaba. Sin embargo, no podía exteriorizarlo, de
ninguna de las maneras. Porque no podían estar aterrorizados los dos a la
vez. Uno de los dos tenía que estar seguro de que la relación iba a
funcionar, pese a sus diferencias y tendencias a evitar compromisos
duraderos. Uno de los dos tenía que ser el peso sobre la pila de papeles
que impedía que el viento se los llevara. Así que le tocaba a él.
No permitiría que Bethany dudara en lo más mínimo.
En cuanto a él, avanzaba por terreno desconocido y no con aba del todo
en su capacidad para aferrarse a un enganche en la cuerda antes de que se
convirtiera en un problema. Nunca se había sentido así por otra persona.
Nunca había experimentado nada parecido siquiera a la opresión que
sentía en el pecho. A la urgencia de tenerla cerca. A la necesidad de verla,
de hablar con ella, de abrazarla. No había salida, ni alivio. Al contrario, la
sensación no paraba de crecer.
¿No se suponía que el amor era un torrente eufórico de rayos de luna y
semillas de diente de león? Su relación con Bethany era como atravesar un
campo de minas, pero al otro lado estaba lo que más deseaba. Ella. Su
con anza. Su amor.
Sí, la amaba.
Si no, no estaría dispuesto a abrirse a lo que se había pasado la vida
evitando. Ser una parada rápida en el camino de otra persona que al nal
lo dejaba atrás. Había pasado por eso muchas veces mientras crecía y
empezaba a ser consciente de las consecuencias, del trauma. Sin embargo,
por Bethany valía la pena enfrentarse a sus miedos. La con anza que ella
había depositado en él, de forma lenta pero segura, lo había hecho sentirse
más preparado para luchar también por Laura. Porque no quería que ella
tuviera que experimentar el mismo vacío con el que él había crecido.
Suspiró al ver las manos pegajosas de su sobrina y se inclinó hacia
delante para sacarse del bolsillo una bolsa con cierre Ziploc donde llevaba
toallitas húmedas. Le dio una.
—¿Cómo está el algodón de azúcar?
Laura sonrió de oreja a oreja, dejando a la vista una hilera de dientes
rosas.
—Bueno.
Wes se echó a reír y sacó el móvil para hacerle una foto, momento en el
que se dio cuenta de que tenía un mensaje de voz de un número
desconocido. La intuición le provocó un escalofrío, pero mantuvo la
compostura. Al n y al cabo, tenía a una niña muy espabilada
observándolo. Hizo una foto, la guardó y esperó a que Laura volviera a
jarse en lo que ocurría en el campo para acercarse el teléfono a la oreja y
escuchar el mensaje de voz.
«Hola, soy yo. —Su hermana hablaba con un hilo de voz, pero estaba
tranquila—. He pensado en lo que dijiste y creo…, creo que tienes razón.
No sé cuándo podré darle a Laura la estabilidad que necesita. No mientras
esté trabajando de noche. Y no quiero cambiarla de colegio cuando acaba
de empezar. Si todavía quieres ser su tutor, creo que deberíamos hacerlo.
No para siempre, ¿sabes? Pero por ahora. Hasta que pueda resolver
algunas cosas. —Hubo una larga pausa durante la cual Wes solo oyó los
rápidos latidos de su corazón, porque los sonidos del estadio se
desvanecieron—. El problema es que voy a necesitar el dinero de la casa.
Sé que has estado pagando la hipoteca, pero necesito venderla. Así que…
tendrías que encontrar otro sitio para vivir con Laura. En n, llámame
cuando tengas tiempo, ¿de acuerdo?».
Soltó el móvil sobre un muslo y se quedó mirando al in nito.
Por Dios. ¿Por qué no había caído en la cuenta de que no era el dueño de
la casa donde vivía con Laura? Se mudó, se hizo cargo de los pagos
mensuales y se olvidó por completo de que su nombre ni siquiera guraba
en la escritura. Su hermana quería poner la casa en venta, y eso lo dejaba a
él —y a su hija— sin un lugar donde vivir. ¿Cómo iba a obtener la tutela si
debajo de los pies tenía arenas movedizas? Hasta él se consideraría un
tutor inadecuado si leyera un informe sobre su vida.
—Tío Wes, ¿puedo beber un sorbo de tu refresco?
Tragó saliva.
—No, tienes que beber agua, niña. Necesitas diluir el cuarto de kilo de
azúcar que te acabas de zampar.
Laura echó la cabeza hacia atrás, ngiendo estar espantada.
—El agua no tiene sabor.
—Pues claro que tiene sabor. —El reticente interés de la niña lo habría
hecho sonreír si no acabara de recibir el pisotón de un elefante en las
tripas—. Toma —le dijo, destapando la botella y poniéndosela en la mano
—. Solo las papilas gustativas más re nadas pueden percibirlo. Es muy
difícil de detectar.
Laura asintió con seriedad y bebió un largo sorbo.
—¡Oh! —Abrió los ojos de par en par—. Es verdad. He notado el sabor.
—Es imposible. —Se llevó una mano al pecho—. Casi nadie lo detecta.
Formas parte de un club muy exclusivo.
La niña se sentó un poco más recta.
—Lo sé.
Intercambiaron un serio gesto de asentimiento y volvieron a mirar el
partido, pero la mente de Wes estaba ocupada intentando encontrar una
solución al nuevo problema que se le había planteado.
Pensó por un instante en pedirle ayuda a Bethany, pero no tardó en
descartar la idea. Su relación era demasiado nueva, demasiado frágil para
empezar a añadirle más cosas al plato. Si al reconocerlo sentía que había
dejado de pisar terreno rme, tendría que aceptarlo.

Wes le colocó el casco a Laura en la cabeza y se agachó delante de ella.


Llevar a la niña a las obras de la Reforma Apocalíptica iba en contra de lo
que le dictaba el sentido común, pero ella le había suplicado que la llevara
a ver el sitio donde trabajaban Bethany y él. Ese día no había clases por la
tarde y dado que el equipo de televisión estaba grabando en la obra de
Stephen, había ido a buscarla a la hora del almuerzo para enseñarle la casa
en obras y después la llevaría con la niñera.
—Recuerda, no toques nada. Todo es peligroso.
Laura dio unos saltitos sobre las puntas de los pies.
—¿Está Bethany ahí dentro?
—Sí.
Sus labios dibujaron una sonrisa. Sí, la entendía perfectamente.
Él también sonreía cada vez que pensaba en Bethany. Por desgracia, era
viernes y la mayor parte del tiempo que habían pasado juntos desde el
lunes por la noche había sido en esa misma casa, trabajando, no
besándose. Aunque la cadena de televisión les había enviado seis becarios
para que ayudaran, llegarían al plazo de las dos semanas y media por los
pelos. Bethany se había pasado las noches negociando con distintas
empresas de decoración que le debían favores para que le enviaran el
mobiliario a tiempo, y él se había pasado las noches investigando sobre el
proceso legal para solicitar el cambio de guardia y custodia de Laura.
Así que lo único que conseguía de ella eran sus sonrisas…, y no pensaba
quejarse.
De hecho, al pasar con Laura por la puerta principal, Bethany se volvió
para mirarlos desde el alto taburete en el que estaba encaramada y esbozó
una de esas sonrisas. Por Dios, le encantaba verla así, cubierta del polvo de
yeso y de gotas de pintura, con el pelo recogido en lo que él había
empezado a llamar el «Moño de los Domingos». Estaba deseando que
acabara la reforma para poder robarle más de un beso entre lijado y
taladrado.
—¡Hola, Laura! —exclamó Bethany, que se bajó del taburete—. Estás
ideal con el casco de protección.
Laura sonrió, dejando a la vista una mella en la encía inferior.
—¿Y tú por qué no te lo pones?
—Porque tengo la cabeza muy dura. Pregúntale a tu tío.
—Me acojo a mi derecho a no declarar.
Bethany le sacó la lengua y, si su sobrina no hubiera estado allí, el gesto
habría tenido consecuencias. Importantes. Ella pareció entenderlo.
¿Cuánto tiempo llevaban mirándose como si a su alrededor no hubiera un
caos espantoso?
Bethany se estremeció.
—¿Cómo están Megan y Danielle? Seguro que habéis estado planeando
la próxima merienda formal.
—Sí. —Laura dio un salto y levantó una nube de serrín—. ¡Todas las
niñas de mi clase vendrán a la siguiente!
—¿Ah, sí? —Wes y Bethany se miraron, horrorizados.
Laura asintió con gesto vehemente de la cabeza.
—¡Sí! Les he dicho que pueden ir en la parte trasera de la camioneta del
tío Wes y les van a pedir permiso a sus madres. —En ese momento, giró
para dar una vuelta completa y, de repente, se agachó—. ¿Qué es esto?
Wes se apartó para mirar a qué se refería, pero ya era demasiado tarde.
Una de sus pegajosas manos había aferrado un trozo de madera
contrachapada del que sobresalía una grapa. Sin embargo, lo soltó al
instante y soltó un chillido que estuvo a punto de matarlo en el acto.
—¡Ay!
—¿Por qué has tocado eso? —La agarró por la muñeca y le volvió la
mano. Al ver que le salía sangre del dedo índice sintió un nudo en la
garganta—. Ay, Dios. Ay, Dios, que está sangrando.
—¿¡Qué!? —chilló Bethany, que al retroceder se chocó con el taburete e
hizo que se desplazara de forma tambaleante sobre el suelo, todavía sin
terminar—. ¡Ay, madre! ¿Qué hacemos?
—No lo sé. —¿Esa era su voz histérica?, se preguntó Wes—. Es la primera
vez que la veo sangrar. —Empezó a ver estrellitas—. Le está chorreando.
¡Le está chorreando!
Laura lloraba a pleno pulmón, echa un mar de lágrimas. ¿Aquello era
normal? ¿O era señal de que estaba sufriendo un shock? ¿¡Estaba
sufriendo un shock!?
—De acuerdo. Muy bien. —Bethany se puso de rodillas frente a Laura y
se arrancó un jirón de su propia camiseta con el que procedió a envolverle
el dedo tantas veces que de repente dio la impresión de que la niña tenía
una pelota de golf en el dedo—. Yo… creo… creo que deberíamos tratarla
como trataríamos a un adulto que se hace una herida.
—No lo sé. Si en la farmacia tienen las medicinas infantiles en un pasillo
propio será por algo, ¿no?
Bethany se mordió el labio.
—No sé cuánto tiempo aguantará ese vendaje.
—Por Dios. —Wes tomó a Laura en brazos y se giró en todas direcciones,
sin saber dónde dejarla. ¿Tendrían el mismo tipo de sangre si ella
necesitaba una transfusión? ¿Podía donar sangre si estaba inconsciente?
—. ¿Qué hacemos?
—Este es el dedo del iPad —sollozó Laura.
—La camioneta. Tienes un botiquín de primeros auxilios en la
camioneta.
—Cierto, sí. Es verdad. —Wes sacó a Laura por la puerta principal con
Bethany pisándole los talones. Al cabo de un momento, Laura estaba
sentada en el asiento del conductor mientras Bethany corría hacia el lado
del acompañante en busca del botiquín, que le arrojó por encima de la
consola, ambos sin percatarse de que la niña imitaba el ruido del motor
mientras ngía conducir la camioneta parada.
Wes contuvo la respiración y empezó a desenrollar despacio el trozo de
tela del dedo, a la espera de que aparecieran las vísceras.
No había nada.
Apenas si distinguía la pequeña herida que le había hecho la grapa.
Despacio, levantó la mirada hacia Bethany, que estaba igual de
estupefacta por la falta de protuberancias óseas y casquería. En ese
momento, soltó una carcajada y se desplomó contra la camioneta.
—Te has roto la camiseta —dijo, aturdido y mareado por el alivio.
—Solo es una camiseta —replicó ella con los ojos clavados en Laura unos
instantes antes de volver a mirarlo a él y descubrió que en esos iris azules
parecía estar pasando algo importante—. Solo es una camiseta.
Algo sucedió entre ellos en ese momento. Cierto que sus palabras no
pretendían tener un signi cado profundo, pero en cuanto las pronunció, el
último hilo que lo ataba al pasado se deshilachó un poco más. Lo que
hubo antes siempre formaría parte de él, pero lo que importaba eran las
personas que tenía delante y su bienestar. Tenerlas cerca para poder
cuidarlas cuando estuvieran heridas. ¿Por qué huir de eso? ¿De que esa
mujer y esa niña lo necesitaran?
—Tío Wes —dijo Laura, que lo esquivó cuando intentó aplicarle una
pomada antibiótica en la herida—, ¿podemos ir a dar una vuelta en la
camioneta?
Renunció a ponerle pomada y, en cambio, la abrazó. Acto seguido, le
hizo un gesto a Bethany para que se uniera a ellos y vio que se quedaba
un poco descolocada, aunque acabó subiendo a la camioneta para
sumarse al abrazo. Era algo nuevo y aterrador, y en ese momento le
resultaba imposible verse a sí mismo en otro sitio.

Bethany colocó el ramo de rosas recién cortadas en su jarrón preferido,


uno de la marca Prouna de color oro rosado, y separó los tallos. No estaban
perfectas, y se sorprendió de que le pareciera bien dejarlas así.
Normalmente, dedicaba entre seis y siete minutos a organizar cada or
cuando preparaba la reunión de los sábados por la noche de la Liga de las
Mujeres Extraordinarias.
¿De verdad había cambiado tanto en la semana y media que llevaban
con las obras de la reforma?
Apoyó una cadera en la encimera de la cocina y repasó los últimos once
días. Estaba hecha un desastre. Tenía las uñas sucias, llevaba un moño
medio deshecho y su ropa estaba cubierta de polvo y manchas de la obra.
En un punto intermedio de esos once días, le había hecho una mamada
a Wes arrodillada en el serrín.
Sí, eso último hizo que los arreglos orales le parecieran un poco menos
apremiantes.
Agradecida por los pocos momentos que le quedaban a solas en la casa,
cerró los ojos y recordó el sabor de la boca de Wes mojada por la lluvia, la
seguridad con la que sus dedos la penetraron. Dios, ¿había pasado casi
una semana entera? ¿Cómo había sobrevivido sin sus caricias desde
entonces? ¿Había empleado psicología inversa al decidir ir despacio?
Porque la simple idea de alargar las cosas la estaba poniendo Cachonda.
Con ce mayúscula.
«Siempre que me dejes darle a este cuerpo lo que necesita, recordaré los
límites mañana».
Sí, desde luego. Límites.
Necesitaban establecerlos.
Aunque ¿hasta qué punto eran rmes esos límites? ¿En qué consistían?
La falta de reglas básicas la ponía más nerviosa que un ramo de rosas
colocado al tuntún. Tal vez le haría una visita a Wes después de la
reunión. Solo para aclarar cuáles eran los límites. Por ninguna otra razón.
Se dio cuenta de que se estaba abanicando y se apartó de la encimera,
desabrochándose otro botón de la blusa mientras hacía la última ronda
por la casa. Los cojines estaban alineados, los aperitivos colocados
estratégicamente, las velas encendidas y la temperatura era agradable.
De pie frente al sofá, empezó a tamborilear con los dedos sobre los
labios. Acto seguido, se hizo con uno de los cojines blancos y lo colocó de
manera que se viera la pequeña etiqueta. Sintió que le picaba el cuello,
pero hizo caso omiso del irritante picor y se alejó victoriosa. «Mírate. Una
rebelde sin causa», pensó.
Ese día dejaba las etiquetas de los cojines a la vista y colocaba las rosas a
la buena de Dios.
En el futuro… ¿Quién sabía? Tal vez renunciaría al maquillaje en la
próxima reunión.
¿A qué se debían esos cambios tan sutiles? ¿Estaba actuando la Reforma
Apocalíptica como una terapia de inmersión radical para perfeccionistas?
¿O más bien era el efecto de Wes?
Pese a la atracción que había sentido por él desde que llegó a Port Je , lo
había convertido en su enemigo porque era el único que veía sus defectos.
A esas alturas…, a esas alturas quería estar más cerca de él por la misma
razón. No tenía sentido.
Nada de lo que estaba pasando con Wes tenía sentido.
Sin embargo…, era la primera vez que consideraba la idea de mantener
una relación sin controlarla.
Dejándola a su aire.
Si conseguía dejar que el destino siguiera su curso, ¿se arrepentiría?
Un coro de voces excitadas llegó hasta ella a través de la puerta antes de
que sonara el timbre. Se alisó el pelo y se aseguró de que los tirantes del
sujetador no se le veían por debajo del vestido ajustado de color plata
metalizado. El atuendo de esa noche era demasiado hasta para ella, pero
lo había elegido sobre todo porque se sentía sensual con él, no tanto
porque quisiera impresionar a todo el mundo. Había sido un cambio muy
agradable deslizar la delgada tela por su piel desnuda recién duchada sin
dejar que le afectaran las preocupaciones por proyectar el equilibrio
perfecto entre la elegancia y la sencillez.
Se había vestido para sí misma.
Abrió la puerta con una sonrisilla que también era solo para ella y dejó
entrar al grupo de mujeres, saludando a cada una de ellas con un beso en
la mejilla y una pregunta sobre su trabajo o su familia. Y, en esa ocasión,
las escuchó de verdad. Sus palabras no se veían opacadas por el zumbido
constante de su cerebro ni por la presión de tener que dar una respuesta
ingeniosa. De hecho, se lo estaba pasando bien. Como hacía tiempo que no
le sucedía.
Rosie llegó pisándoles los talones a las demás, radiante como siempre
desde que su matrimonio se arregló, llevando en un brazo unas cuantas
ambreras empañadas. La velada tenía un ambiente acogedor gracias al
aire otoñal. Todo el mundo hablaba de los disfraces de Halloween y de los
planes para el Día de Acción de Gracias mientras ella servía vino y
champán.
Por una vez, se tomó un momento para saborear lo que había
construido con su hermana y con Rosie. Ese club de mujeres que se
reunían con la única misión de apoyarse mutuamente. De celebrar los
logros y de consolarse unas a otras cuando las cosas salían mal. Fue a ella
a quien se le ocurrió el germen de lo que luego sería la Liga de las Mujeres
Extraordinarias, pero en ese momento de lucidez se preguntó si lo había
hecho por las razones correctas. ¿Esperaba que los problemas de las demás
la distrajeran de lo que iba mal en su propia vida?
A partir de ese momento, se involucraría más en el presente. Dirigiría el
club de forma desinteresada. Salvo quizá por un objetivo concreto. Quería
ser más amable consigo misma. Y eso requeriría tiempo. Aunque tal vez
no tanto como el que necesitaría para hablar de esa esperanza en voz alta
con alguien, si bien la semilla ya estaba germinando y eso era más de lo
que tenía la semana anterior.
La sonrisa de Wes asomó en su mente, y se encontró soltando un
suspiro contra la copa de champán frío. ¿Cómo habría pasado el día?
Había aferrado el móvil varias veces para enviarle un mensaje, pero cada
vez que lo hacía, sus antiguas reglas le impedían pulsar el botón de
«Enviar». Si no mantenía a los hombres a distancia, pensarían que estaba
necesitada. Pero si demostraba demasiado interés, podrían pegarse
demasiado a ella. Y entraba en un círculo vicioso.
—Roma no se construyó en un día —murmuró después de apurar la
copa y dejarla en un posavasos de cuero. Se abrió paso entre las mujeres
congregadas en el salón y se colocó frente a la pizarra—. Poneos cómodas
—dijo mientras destapaba su rotulador preferido—. ¡Que alguien me
cuente algo bueno que haya pasado esta semana!
Trinisha, abogada local y miembro de la Liga de las Mujeres
Extraordinarias desde hacía mucho tiempo, levantó la mano y se oyó el
tintineo de sus pulseras, que relucieron sobre su piel oscura.
—Esta semana me han hecho socia del bufete. Fue una sorpresa total y a
muchos de mis colegas con más antigüedad no les ha hecho ni pizca de
gracia. Empecé a sentirme culpable, como siempre, pero… —sacudió una
mano— me lo he ganado.
Los aplausos fueron entusiastas y todas brindaron por el logro y la
felicitaron.
Una de las integrantes más recientes, una madre soltera con una
melenita negra a la altura del mentón, levantó la mano.
—Me he registrado en una web de citas —dijo, ruborizándose—. Hace
nueve años que no salgo con nadie, pero… he quedado para tomar un café
el lunes por la noche.
De repente, todas empezaron a hacerle preguntas porque querían saber
el nombre del susodicho, su profesión, color de su ojos y su signo del
zodiaco. Bethany escribió en la pizarra con una sonrisa «Cita interesante»
y esperó a que se calmara el alboroto.
—Es increíble. Enhorabuena. —Le guiñó un ojo a la mujer—. Avísame si
quieres que te preste unos zapatos.
—No voy a rechazar esa oferta —replicó ella, todavía con un precioso
sonroso por toda la atención que estaba recibiendo—. Seré la envidia del
club. Todas nos morimos por echarle un vistazo a esa colección.
«¿Y si no es tan increíble como esperan?».
«¿Y si cambian algo de sitio?».
—¿En serio? —Bethany se colocó un mechón de pelo detrás de una oreja
y decidió hacer oídos sordos a la creciente tensión en el abdomen—.
Bueno, pues id a echar un vistazo. Si… si queréis.
En la estancia se hizo un silencio inquietante y después todas salieron
corriendo en estampida. Subieron la escalera antes de que Bethany se
dejara arrastrar por el pánico. Esperó con el rotulador en la mano,
diciéndose a sí misma que era ridículo preocuparse por lo que la gente
pudiera pensar de su colección de zapatos. Aunque en realidad no se
trataba de la colección de zapatos, ¿verdad? Era cualquier extensión de sí
misma. La Reforma Apocalíptica, una merienda formal para niñas, el
zapatero de su vestidor… ¿Cuánto tiempo llevaba basando su valía en su
capacidad para lograr que las cosas parecieran perfectas?
La opresión que sentía en el pecho se alivió al oír los jadeos asombrados
que otaron desde la planta alta. Relajó los hombros por el alivio y solo
entonces se dio cuenta de que Rosie la observaba con preocupación desde
la cocina. Por supuesto, ella no había subido porque ya había visto su
colección varias veces. Y, a ver, no había nada tan e caz como verse
re ejada en los ojos de una amiga.
No podía permitirse estar así para siempre. Después de lograr un
progreso inicial, estaba desesperada por seguir avanzando.
Había llegado el momento de relajarse.
De empezar a saltar más lejos, sin saber dónde aterrizaría.
Y lo haría a partir de esa noche.
Con Wes.
Abrió la boca para llamar a Rosie, pero se interrumpió porque la puerta
principal se abrió de par en par. En el vano apareció Georgie.
Disfrazada de gondolero y con bigote.
—Buongiorno!
Las integrantes de la Liga de las Mujeres Extraordinarias bajaron la
escalera a una velocidad que llevó a Bethany a repasar mentalmente los
detalles de su seguro de hogar mientras su carcajada y la de Rosie
reverberaban en las paredes. Georgie recibió abrazos de todas las mujeres,
como si hubiera estado fuera un año, en vez de dos semanas. Sin embargo,
ella no había terminado todavía de interpretar al gondolero.
Le hizo un gesto despectivo con la mano a Bethany y le exigió un Aperol
Spritz y una selección de quesos con un marcado acento italiano, y todas
estallaron en carcajadas.
—Ven aquí —le dijo Bethany, que tiró de ella para abrazarla—. ¿Cómo te
atreves a hacer que te eche tanto de menos?
—Yo también te he echado de menos —replicó Georgie, que la estrechó
con fuerza durante unos segundos y luego se apartó con un brillo
sospechoso en los ojos—. Estás distinta, pero no sé qué es. ¿Alguien más lo
ha notado?
—Georgette Castle… —Bethany miró a Rosie con severidad por encima
del hombro de su hermana—. ¡Me dijiste que la interceptarías!
—¡Y lo he hecho!
—Venga ya. Ro y yo no tuvimos ni un ápice de privacidad mientras
lidiábamos con nuestras penas sentimentales. ¡Ahora te toca a ti, amiga y
hermana mía!
—¿De qué está hablando? —preguntó Trinisha—. ¿Se re ere al vaquero?
—Pues claro que se re ere el vaquero —contestó alguien—. Como si él le
fuese a ceder el puesto a otro.
En ese momento, se alzó un coro:
—¡Detalles! ¡Detalles! Detalles!
El instinto de Bethany fue sofocar el interés. Acababa de subirse al tren
de las relaciones, pero… quería compartir la ridícula sensación de vértigo
que experimentaba en el estómago. Quería ser ella quien se sonrojara
mientras confesaba, porque lo haría con sinceridad. Una rareza para ella,
pero esperaba que no por mucho tiempo.
Saltos. Se acercaban.
Se encogió de hombros y clavó la mirada en sus uñas.
—El paréntesis con los hombres ha terminado.
El público enloqueció.
20

Wes se restregó los ojos en un intento por aclararse la vista y volver a


centrarse en la pantalla del portátil, donde tenía abiertas unas cincuenta
pestañas del navegador. Había pasado de la mesa de la cocina a tumbarse
en la cama y apoyarse en el cabecero, con la esperanza de que la
comodidad lo ayudara a encontrarle sentido a la terminología jurídica que
se le agolpaba en el cerebro. Intercalaba la lectura de los requisitos legales
del estado de Nueva York para obtener la tutela de un menor con
descansos para buscar piso.
Tenía una cantidad decente de dinero en el banco, pero necesitaba un
lugar lo antes posible y no quería apresurarse a la hora de comprar una
casa. Así que un piso. Claro que en Port Je erson había muy pocos. Casi
todos formaban parte de residencias privadas más grandes o estaban
situados sobre locales comerciales. Si estuvieran cerca del comienzo del
verano, quizás habría tenido más suerte, pero en el otoño los pisos
escaseaban. Tendría que llamar a Stephen por la mañana para preguntarle
si sabía de alguna propiedad que todavía no hubiera salido al mercado.
Se apoyó el portátil en un brazo y, en un intento por concentrarse, se
levantó de la cama y empezó a pasearse de un lado para otro a los pies de
la cama. Si no había entendido mal la jerga legal, Becky y él tendrían que
presentar una solicitud de cambio de guardia y custodia que podría ser
aprobada o denegada. Si se aprobaba, designarían a alguien para que
examinara su situación antes de llevarla a un juez para su aprobación
de nitiva, así que tenía que encontrar su sitio para vivir sin pérdida de
tiempo. ¿Cómo iba a explicarle a Laura la repentina mudanza? ¿O el hecho
de que su madre iba a estar fuera… de forma inde nida? Las distracciones
no funcionarían en esa ocasión.
Un suave golpe en la ventana interrumpió sus pensamientos. Bethany
lo miraba desde el otro lado.
Sus pies se movieron por sí solos, llevándolo hacia esa preciosa visión:
Bethany con un ajustado vestido plateado y el pelo rubio ondulado y
suelto.
«Hola», lo saludó ella, articulando la palabra con los labios mientras le
miraba con interés el torso desnudo.
«Muévete, idiota», se ordenó.
Se volvió el tiempo su ciente justo para soltar el portátil abierto en la
cama y corrió a abrir la ventana. Por Dios, sin el cristal entre los dos,
Bethany le robaba el aliento más rápido que un caballo salvaje a punto de
tirarlo al suelo. Se le puso dura tan rápido detrás de la bragueta que estuvo
a punto de marearse.
—Hola, preciosa —la saludó mientras asomaba la cabeza por la ventana
—. ¿Se te ha olvidado dónde está la puerta principal?
—No, es que he visto la luz encendida y no quería despertar a Laura
llamando al timbre. —Se miró los pies. Iba descalza—. ¿Es un mal
momento?
—Nunca es un mal momento para ti. Es que todavía no asimilo que
Bethany Castle aparezca en mi ventana para echar un polvo.
Ella resopló.
—No he venido para echar un polvo.
Por supuesto que había ido para eso, pero le seguiría la corriente.
—Muy bien, entonces. ¿Quieres entrar y hablar un rato?
—Claro —respondió ella muy pudorosa, estirando un brazo para tomarle
la mano. Cuando sus pieles se rozaron, se produjo una descarga eléctrica
que los dejó a ambos sin aliento.
«Señor, ten piedad», suplicó.
Rodear a Bethany con un brazo y entrarla por la ventana para dejarla en
su dormitorio con el aire frío de la noche todavía pegado a su piel y a su
ropa fue uno de los mayores placeres inesperados de su vida. Sintió el roce
de sus dedos descalzos en los pies y se fundieron el uno contra el otro con
sendos suspiros.
—¿Has bebido durante la reunión de esta noche, preciosa?
Bethany le rozó la piel de detrás de la oreja con la nariz y con los labios,
y él la levantó un poco y la estrechó con más fuerza para que le diera más.
—No lo su ciente como para que me nuble el juicio.
Wes captó su imagen en la mitad superior del espejo, se vio a sí mismo
pegado a esa mujer y supo que su vida estaba allí. En esa habitación. En
ese pueblo. Todos los caminos lo habían conducido allí…, a ella.
—¿Cómo has venido? No me digas que andando, ya de noche.
—Me ha traído Rosie. —De repente, se tensó e irguió la espalda—. Le he
contado lo nuestro a la Liga de las Mujeres Extraordinarias.
El corazón le aumentó diez tallas.
¿Lo oiría ella, desa ando los con nes de su caja torácica?
—Si eso te molesta, les diré que he bebido demasiado champán —siguió
—. La gente no para de decir tonterías en las reuniones…
—¿Qué has dicho exactamente?
La oyó tragar saliva.
—Que el paréntesis con los hombres ha terminado.
—No me gusta cómo suena eso.
—¿Ah, no? —susurró ella, mirándolo.
—Me hace pensar en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos
solo para hombres. —Le metió la mano por debajo del vestido y tocó ese
culo tan prieto—. Pero, de ahora en adelante, yo seré el único que compita
en las pruebas.
Ella le introdujo los dedos por la cinturilla de los vaqueros, y tiró lo justo
para que viera pasar su vida por delante de los ojos.
—Bien. Veo que… ya tienes la jabalina preparada. —Le pasó un dedo por
la bragueta y se alejó—. Pero como ya he dicho, no he venido para echar un
polvo.
La siguió como un perro hambriento, y le aferró las caderas para
acercarlas de nuevo a su cuerpo mientras mascullaba contra su cuello:
—Si eso es verdad, es una crueldad que vengas tan guapa.
—No me culpes —murmuró ella, restregando el culo contra la bragueta
—. Eres tú quien se niega a poner el sexo sobre la mesa.
Un momento. ¿Cómo? ¿Qué? Seguramente ya habían superado el
acuerdo inicial que hicieron el primer día de la Reforma Apocalíptica.
Tenía la impresión de que habían pasado diez años desde que le lanzó ese
desafío tan lamentable.
—¿Cuáles eran mis condiciones para ponerlo de nuevo sobre la mesa?
—Que dejara de poner en tela de juicio tus honorables intenciones.
—Bien. —Le recorrió con la boca abierta un lado del cuello—. Porque
pensabas que me había marcado un Zellweger para poder acostarme
contigo.
—Sí —convino ella con voz ronca—. Exacto.
—¿Lo sigues creyendo?
—Esto…, no.
Mientras una arrolladora sensación de victoria le inundaba las venas
—«¡Confía en mí!»—, le levantó el vestido y gimió al ver la erótica imagen
de su culo en tanga presionado contra el bulto de su erección.
—Pues ya está otra vez sobre la mesa, Bethany.
Ella se apartó.
—Me alegro de saberlo —replicó ella, que le arrancó un gruñido de
frustración seguido por su tintineante risa.
Joder, merecía la pena acabar dolorido con tal de disfrutar de esa actitud
tan relajada que ella tenía esa noche, ¿verdad? ¿Quién iba a pensar que
esa mujer tan increíble aparecería en su ventana descalza en plena noche,
preparada para provocarlo y hacerlo suplicar? Él desde luego que no. Y
estaba segurísimo de que no iba a permitir que la frustración sexual —por
grande que fuera— echara por tierra lo lejos que habían llegado. Lo lejos…
que ella había llegado.
Se ajustó el paquete y se sentó en una esquina de la cama.
—¿Qué más has hecho en tu reunión de esta noche?
Ella se colocó delante de él y le enterró por un instante los dedos en el
pelo para sacarlos después. Joder, Bethany era una reina todos los días de
su vida, pero esa noche se había transformado en una diosa, y casi era
imposible describir la con anza sexual que exudaba. La última vez que
habían intimado, ella intentó huir antes de que él pudiera satisfacerla. No
se imaginaba a la mujer que tenía delante intentando hacer lo mismo. No,
parecía dispuesta a saborear lo que viniera.
—He dejado que se viera la etiqueta de un cojín… y que las rosas se
quedaran tal como cayeron. Les dije a las chicas que entraran en el
vestidor sin mí, para asegurarme de no in uir con mi presencia. Seguro
que todo esto te parece muy ridículo.
Le dio un vuelco el corazón.
—Pues no —dijo con rmeza—. Pero quiero saber cómo empezó esto,
preciosa. ¿Qué te hizo pensar que todo lo que tocabas tenía que
convertirse en oro?
Bethany soltó un suspiro.
—Es difícil recordar una época en la que no funcionara así. Stephen era
el heredero del legado, pero cometía errores. Los errores normales de un
niño. Supongo que pensé que en esos detalles insigni cantes, como vestir
de forma impecable, sacar sobresalientes o tener mi habitación
organizada, yo podía destacar donde él no podía. Stephen me superaba en
todo lo demás. En el cariño de mi padre. Era el primogénito de mi madre.
—Hizo una pausa y empezó a retorcerse las manos a la altura de la cintura
—. Siempre fue una competición, pero yo no podía ganar en los deportes,
porque no practico ninguno; ni en construcción, porque mi padre siempre
tenía a Stephen sentado en las rodillas, enseñándole, y a mí nunca me
incluían. Con el tiempo fui compensando más y más, y se me fue de las
manos. Se extendió a todo.
Se la imaginaba de pequeña, estudiando hasta altas horas de la
madrugada, con la esperanza de que una buena nota le reportara más
atención. Estresándose hasta que le devolvían el examen. Era muy fácil
que esa actitud se convirtiera en un patrón si no se corregía.
—Yo hice lo contrario. Me esforzaba por demostrar que no me
interesaba ganarme la atención de mis padres de acogida. Ni de nadie en
general. Podía hacerme con la atención de todo el mundo a lomos de un
toro. Pero eso me dejaba vacío. O me llevaba a Urgencias.
Bethany dejó caer las manos.
—Tengo unos padres estupendos. Tuve mucha suerte. Estoy segura de
que mis lloriqueos te parecen ridículos.
—Bethany, deja de preocuparte por la imagen que das o por cómo
interpreto tus palabras. Lo importante es que siempre seas sincera, nada
más.
—Eso me gusta. Que la gente sepa que siempre vas de cara en todo
momento.
—Conmigo puedes estar segura de eso. —Dejó que lo asimilara—. Y estoy
orgulloso de ti por haber dejado que se viera la etiqueta del cojín.
Ella soltó una carcajada desconcertada.
—Me he dado cuenta de que no has negado lo de los lloriqueos.
—No eres una llorona, nena.
El rosa tiñó sus mejillas y su mirada se desvió hacia el portátil abierto.
—Si estabas viendo porno, eso le va a restar seriedad a esta
conversación.
Wes se acercó al portátil y cerró la tapa, perfectamente consciente de
que sería incapaz de concentrarse en otra cosa que no fuera ella durante el
resto de la noche. Lo deslizó debajo la cama, seguro de que las pestañas de
su navegador estarían listas y esperándolo por la mañana.
—Becky me llamó esta semana. Ha accedido a que sea el tutor de Laura.
Ella se llevó las manos a la cara.
—Wes. ¡Ay, Dios mío! ¡Eso es maravilloso!
Asintió, un poco turbado por la emoción que le retorcía los pulmones.
—Va a ser un proceso largo. Ni siquiera sé si podré hacerlo realidad.
Quiere vender la casa justo cuando necesito demostrar que puedo
ofrecerle a Laura un entorno estable. Es… —comenzó, pero guardó silencio
con un suspiro—. Merece la pena hacerlo por ella.
—Por supuesto que sí. —Frunció el ceño—. ¿Por qué no me dijiste que
Becky había aceptado cederte la tutela?
La verdad era que no quería saturarla en ese momento, cuando la
relación entre ellos acababa de empezar. Pero no se lo dijo tal cual, porque
le preocupaba que dicho motivo pudiera herir sus sentimientos.
—Porque cuando te lo dijera, quería hacerlo dando la impresión de que
sabía de lo que hablaba.
Bethany pareció satisfecha, pero no muy convencida de su explicación.
—Te ayudaré. En todo lo que necesites.
Wes esbozó una sonrisa torcida.
—¿Vas a hacer un Zellweger tú también?
—Me toca, sí. —Se acercó hasta colocarse entre sus muslos extendidos, y
le enterró los dedos en el pelo, arañándole con suavidad el cuero
cabelludo—. Eres un buen hombre, Wes. Cada vez que creo que por n te
valoro como mereces, vas y me sorprendes de nuevo.
Estaba en el paraíso. Allí mismo. Esa mujer acariciándole el pelo, con
esas preciosas tetas al alcance de su boca. Oyéndola decir palabras que
hasta ese momento desconocía que deseaba oír. Aunque había
muchísimas cosas en juego, nunca se había sentido tan pleno. Se inclinó
hacia ella y le besó el canalillo, susurrando:
—¿Qué tengo que hacer para que pases la noche conmigo, Bethany?
Sintió el escalofrío que recorrió su cuerpo.
—Oh, creo que no será difícil convencerme.
Wes le masajeó la parte posterior de los muslos hasta que sus manos
desaparecieron debajo del vestido y le agarró el culo para atraerla hacia él
hasta que se subió a la cama. A horcajadas sobre su regazo. Sus bocas no se
separaron en ningún momento mientras se movían, sin besarse, solo
aceptándose y compartiendo sus alientos hasta que sus sexos se rozaron
de forma agónica y ambos gimieron.
—¿Wes?
En vez de hablar, la estrechó contra él para darle un beso abrasador
mientras la mecía en su regazo con manos temblorosas.
—Pídeme lo que quieras, cariño.
—Quiero un polvo guarrillo y sudoroso. No quiero pensar mientras me
haces el amor.
Apenas había terminado de hablar cuando Wes se volvió con ella en el
regazo y la arrojó sobre la cama con la fuerza su ciente como para
arrancarle un jadeo. ¿Había reaccionado con esa contundencia porque ella
se lo había pedido? ¿O porque oír de sus labios la palabra que empezaba
por a le había provocado una especie de descarga eléctrica? No lo sabía.
Pero el deseo que vio en sus ojos le impidió preguntarle si estaba bien.
Estaba muy bien y quería más.
—Nuestra primera vez siempre iba a ser guarrilla y sudorosa, preciosa.
—Le metió la mano por debajo del vestido y le bajó el tanga por las
piernas, dejándole la falda arrugada alrededor de la cintura, y que el Señor
lo ayudara, porque estuvo a punto de correrse al verle el sexo por primera
vez. Rubio y perfectamente arreglado, como el resto de su persona, tal y
como sabía que sería. Pero lo que más lo excitó fue su evidente humedad
—. Pensaba que, cuando por n llegáramos a este punto, echaríamos un
polvo vengativo, arrastrados por el odio, pero no es eso en absoluto,
¿verdad, nena? —Se lo cubrió con la palma de una mano y apretó,
logrando que ella arqueara la espalda—. Lo que siento por ti no puede
estar más alejado del odio. Aunque a lo mejor te cuesta creerlo cuando te
tengo aquí inmovilizada como si te culpara de la dolorosa erección que
tengo ahora mismo.
Se sacó el cinturón de los vaqueros y lo tiró al suelo; el golpe hizo que a
Bethany se le pusiera la piel de gallina en la cara interna de los muslos y
en el cuello. Una parte de sí mismo deseaba hacerle el amor despacio y
con ternura a esa criatura perfecta, pero ella necesitaba que la abrumaran
hasta dejarle la mente en blanco. Y tenía que dárselo. Necesitaba que ella
supiese que era posible. Porque eso le demostraría que podía ser así
siempre, por muy rápido, lento o guarrillo que lo hicieran.
Se desabrochó los vaqueros, se bajó la cremallera para librarse de la
presión de la tela y se puso boca abajo, aplacando su avidez mientras le
separaba bien los muslos.
—Cada vez que cruzábamos miradas exasperadas o insultos. Cada vez
que discutíamos. Me habría puesto de rodillas para comértelo sin
pensarlo. Una palabra de esta boquita tan insolente y me habrías tenido
jadeando y lamiéndote entre los muslos.
—Wes… —Bethany se bajó el corpiño del vestido y se tocó las tetas,
pellizcándose los pezones, mientras movía las caderas delante de él sobre
el colchón—. Debería abofetearte por hablarme así, pero me encanta. Me
encanta.
Él recorrió su sexo con el pulgar y observó cómo se separaban sus
pliegues.
—Lo sé, nena.
Su risa fue una combinación de incredulidad y deseo.
—Por favor. Por favor…
La silenció con un fuerte y certero lametón, que le arrancó un gemido, lo
que a su vez avivó el deseo de complacerla. Por Dios bendito. El sabor de
esa mujer. La habría perseguido durante cincuenta años más solo para
descubrir que sabía a vainilla caliente y a mujer excitada. Acababa de
enterrarle la lengua y ya estaba preguntándose cuándo podría volver a
hacerlo de nuevo. Joder, esa suavidad iba a torturarlo hasta la próxima vez
que ella lo dejara quitarle las bragas de marca.
Vio con el rabillo de los ojos que ella colocaba las manos en el edredón.
Su objetivo era verla aferrarlo con fuerza. Entonces sabría que había
encontrado el punto correcto, el ritmo correcto, la presión correcta. Pero…
joder. Era un reto mantener los ojos abiertos y estar atento a esas señales,
porque su sabor era adictivo.
Mantuvo sus pliegues separados con los dedos índice y corazón de una
mano, acariciando la entrada de su cuerpo de vez en cuando con el pulgar.
Oh, sí, eso le gustaba. Los suspiros lo con rmaban. Así que bajó la lengua
y se la metió, girando la boca para tocar todas sus terminaciones nerviosas.
Eso era. Bethany se aferró al edredón y se mojó todavía más.
—Sí. Ahí, ahí, ahí. Por favor.
Murmuró para que ella supiera que opinaban igual, le acercó el pulgar al
clítoris y empezó a acariciárselo en círculos mientras seguía penetrándola
con la lengua. «Muy bien, nena». No podía quedarse quieta. Tan pronto le
presionaba la cabeza con los muslos, como los relajaba y los pequeños
espasmos que sentía en la lengua le indicaban que estaba a punto. Si poco
antes dejaba las frases en el aire, a esas alturas solo era capaz de
pronunciar sílabas entrecortadas además de gemir su nombre.
Devoró con la mirada ese cuerpo agitándose sobre la cama, todavía con
el vestido puesto, algo que lo puso todavía más cachondo mientras se lo
comía hasta el punto de que empezó a frotarse contra el borde del
colchón, siguiendo los impulsos de su cuerpo.
«No te corras. No te corras», se dijo.
Era más fácil decirlo que hacerlo, porque Bethany era lo más erótico que
había visto en la vida. El hecho de conocerla, de que ella lo conociera y de
que siguieran sintiéndose atraídos el uno por el otro pese a las peleas, los
defectos y los despidos, hacía que darle placer fuera un privilegio. Además,
el delicioso sabor de su sexo lo estaba llevando al límite de su control. Lo
tenía al borde del orgasmo y eso que ni siquiera se había quitado los
vaqueros.
—Me corro —susurró ella con voz entrecortada y luego más fuerte—.
Dios, me corro.
Wes le metió la lengua más adentro y siguió acariciándole el clítoris con
el pulgar, gimiendo cuando encontró un nuevo sabor. El mejor. El de su
orgasmo. Un sabor que le humedeció la lengua y los labios mientras ella
se agitaba en la cama y apretaba con fuerza el edredón.
Estaba ácida y temblorosa cuando consiguió apartarse de sus muslos.
Se puso de pie para buscar un preservativo en la mesita de noche, tras lo
cual se quitó los vaqueros y se inclinó sobre ella. Apoyó las rodillas en la
cama, entre sus muslos, y se los separó. Volvió a abrirla de piernas, pero en
esa ocasión para penetrarla de verdad.
El cuerpo de Bethany brillaba por el sudor, lo que le confería el aspecto
de una diosa resplandeciente. Eso lo descolocó por completo. Lo doblegó.
Hasta el punto de que casi se abalanzó sobre ella sin protegerse. Sintió el
roce de sus dedos en la parte delantera de los muslos, y la vio mirándolo
con expresión aturdida, entre jadeos.
—Wes —murmuró, tentándolo como una sirena—. Métemela. Fuerte.
Rápido.
Menos mal que a esas alturas ya se había puesto el preservativo, porque
estaba segurísimo de que se la habría metido a pelo. Se abalanzó sobre
ella a la velocidad del sonido, le mordisqueó el cuello y la penetró por
primera vez con una fuerza brutal.
Contuvo su grito en el último segundo con la palma de la mano
izquierda, pero esa fue su última acción sensata. El instinto animal se
apoderó de él, de modo que solo hubo sentimientos, urgencia. Sentirla tan
húmeda mientras se cerraba a su alrededor le habría provocado un
orgasmo inmediato de no haberse puesto el condón. Estaba empapada,
ardiente y palpitante, y el dolor de huevos era ya insoportable. Aquello era
lo mejor que le había pasado en la vida. En esa y en la siguiente, y en la
que hubiera detrás, y todavía no la había penetrado en condiciones.
Había llegado la hora de hacerlo.
Bethany le clavó las uñas en el culo para ordenarle que se moviera, y la
obedeció. Sin pérdida de tiempo.
—Menos mal que esta casa tiene la paredes gruesas —masculló contra su
boca, embistiendo como un poseso—. ¿Eres de las que grita, nena?
—No —susurró ella.
Se colocó sus piernas sobre los hombros y se la metió hasta el fondo.
—Pues ahora vas a hacerlo. —Por Dios. Que encajaran tan bien debería
ser un delito. Siguió penetrándola con fuerza, ansioso por metérsela
entera, pero era imposible. Sin embargo, la dobló un poco tratando de
encontrar más espacio… y allí estaba. Lo acogió entero, tan mojada y
caliente, y se cerró a su alrededor—. Es como si hubiera esperado toda la
vida para penetrarte este coño, nena —jadeó contra su cuello—. Ni te lo
imaginas. Como si estuviera hecho solo para mí, lo sabía.
—Y es para ti. —Sus bocas se encontraron con una serie de besos y
gemidos ardientes—. Es tuyo.
—¿A ti te pasa igual conmigo?
—Sí. Dios, sí.
Un repentino afán posesivo lo llevó a morderle el cuello allí donde le
latía el pulso, tras lo cual le bajó de nuevo las piernas y se las separó sobre
el colchón para empezar a penetrarla como un loco mientras su boca la
recorría. El cuello, los pezones, los labios…
—¿De qué mierda te preocupabas mientras lo hacías con otros? —le dio
un lametón entre las tetas, que no paraban de moverse—. ¿Si el hombre
estaba en lo que tenía que estar? Yo sí lo estoy. Y tú también. Esta luz te
favorece tanto que ahora mismo te comería enterita. Y no tengo perro.
Cuando repitió las palabras que ella le dijo en la boda, esos ojos azules
se iluminaron y vio amor en ellos. Lo vio, joder, y se le enroscó en el pecho,
donde se entrelazó con el amor que sentía por ella. Su increíble peso lo
hizo perder el ritmo durante una fracción de segundo y Bethany
aprovechó para tumbarlo de espaldas sin que sus cuerpos se separaran.
—Me prestas atención cuando hablo —dijo sin aliento—. Verás la que te
espera…
Wes levantó las caderas y observó con asombro que Bethany se quitaba
el vestido, ofreciéndole la que debía de ser la puta imagen del siglo.
Bethany Castle, gloriosamente desnuda, sentada sobre él. Y mirándolo
como si hubiera sido un niño muy bueno. Alguien velaba por él en el
Cielo, no le cabía duda.
—Estoy dispuesto a recibir el castigo. —Levantó la parte baja de la
espalda, haciéndola subir y bajar—. Móntame, preciosa. Haz que nos
corramos.
Ella le apoyó las manos en los hombros y empezó a moverse arriba y
abajo, como si estuviera comprobando el ángulo y la presión, una vez, dos
veces, y… ¡joder! En ese momento, se dejó caer sobre su torso y empezó a
mover las caderas, provocando una presión inconfundible en la base de su
columna vertebral.
—¡Dios! No me queda mucho en este mundo. —Le aferró el culo y
empezó a moverla—. No pares. No pares.
Bethany, siempre dispuesta a dar lo mejor de sí misma, hizo algo que él
solo había visto en las películas porno. Le colocó los pies bajo las corvas
para tomar impulso y empezó a moverse como un palo saltarín, así que no
duró ni diez segundos. Imposible aguantar más con ella haciéndoselo con
la boca abierta, los pechos temblorosos y estremeciéndose a su alrededor
como si fuera a correrse de nuevo…
Y eso fue lo que pasó. Se corrió mientras le clavaba las uñas en el torso,
y siguió moviéndose en busca de la fricción adecuada para exprimir a
fondo el orgasmo. Fue demasiado verla tan desatada, sin pensar,
concentrada tan solo en obtener placer. Con él.
El orgasmo lo catapultó hasta el cielo, aunque era incapaz de ver lo que
lo rodeaba. Solo sabía que estaba envuelto en una inmensidad
interminable y que el bendito alivio se había apoderado de su cuerpo.
Joder. Joder. El placer parecía interminable, le desgarraba los músculos y
la garganta. ¿Era él quien gruñía como un animal?
Sí. Mientras Bethany gemía de forma entrecortada contra su cuello,
sudorosa y agotada encima de él. Había vuelto a la Tierra, pero de alguna
manera seguía en el Paraíso. Porque eso era Bethany.
Se quedaron tumbados así durante un buen rato, con la respiración y los
latidos del corazón sincronizados, mientras sus cuerpos se movían para
adaptarse el uno al otro. Al nal, la responsabilidad llamó a la puerta y
Wes dejó a Bethany de costado mientras le besaba el hombro para ir a
deshacerse del preservativo.
No tardó en volver a la cama y reunirse con ella, preguntándose si ya
habría empezado a analizar la situación, deseoso de ayudarla a dejar de
pensar.
Se la encontró tumbada de costado, tal como la había dejado, mirándolo
con los ojos de par en par, sin pestañear.
—Hola.
Wes se metió en la cama, la atrajo hacia su pecho y le dio un beso
enorme en la frente.
—Has estado increíble. Me has dejado para el arrastre. No me había
corrido tan fuerte en mi puta vida. Por la mañana podrás volver a
analizarlo todo más de la cuenta.
Siguió tensa durante otros seis segundos, pero luego cedió a su abrazo,
dejándose envolver como si él fuera su manta favorita, y se quedó
dormida.
Temeroso de romper la perfección del momento, de la noche, Wes
susurró en la oscuridad:
—Te quiero.
21

Por primera vez desde que era adulta, Bethany se despertó con la voz de
una niña. Al principio era lejana, parecía algo amortiguada, y después la
oyó muy fuerte y justo en su oído.
—¡Elsa! —chilló la niña—. Tío Wes, ¿habéis hecho una esta de pijamas?
«Ay, Dios».
«¡Ay, Dios!».
Bethany abrió los ojos de golpe, y los rayos del sol que iluminaban la
pared le con rmaron que eran más de las seis de la mañana, su hora
habitual de despertarse. Se había saltado el yoga matinal. La noche
anterior se quedó dormida en la cama de Wes. No, un momento. ¿Qué era
eso? Un brazo sobre su cadera. ¿Su cadera… desnuda? Unos dedos que
estaban cerquísima de la Tierra Prometida y había una niña en la
habitación. La sobrina de Wes. ¿Cómo se lo iban a explicar? ¿Cómo se lo
iba a explicar a sí misma?
Wes soltó una carcajada muy sensual en su oído y, de repente, el
tornado que se estaba formando en su interior se desintegró sin tocar
tierra. Se permitió sentir las sábanas de franela —una elección muy
masculina— contra la piel. Se permitió disfrutar de la sensación de
seguridad que le provocaba ese torso pegado a su espalda y de la oleada de
placer que le recorrió la columna vertebral cuando le rozó el abdomen con
las yemas de los dedos. Uno a uno, sus músculos se relajaron y su pulso se
ralentizó.
—Antes de que te des media vuelta —le susurró él al oído—, no me
importa que se te haya corrido el rímel ni que te huela mal el aliento.
Apenas había empezado a esbozar una sonrisa cuando Laura exigió que
reconocieran su presencia saltando al borde de la cama.
—Tío Wes, ¿podemos tener un gato? Megan y Danielle tienen dos gatos,
y nosotros no tenemos ninguno. ¿Qué vamos a hacer hoy? ¿Qué hicisteis
en la esta de pijamas?
El cuerpo de Wes vibró contra el suyo y su risa matutina, grave y áspera,
se convirtió al instante en una de las cosas que más le gustaban de él. Algo
que nunca habría descubierto si no hubiera dado ese gran salto.
—Niña, ¿puedes hacerme un favor? Hay una piruleta en el cajón de los
trastos de la cocina. Si la encuentras, es para ti.
Laura echó a correr por el pasillo al instante.
Bethany se puso boca arriba y tuvo su primera imagen de Wes nada más
despertarse. ¡Guau! De nitivamente había merecido la pena saltarse el
yoga. Todo un festín para sus sentidos femeninos. La luz del sol per laba
ese cuerpo fuerte y esbelto, dejándole la cara en sombras, pero resaltando
sus musculosos hombros y su tríceps, así como el pelo alborotado. En una
palabra, estaba increíble. Quizá lo mejor de todo fuese que él también la
estaba catalogando a ella.
—¿Piruletas para desayunar? —consiguió decir.
Él le besó el hombro y sintió el maravilloso roce de su barba.
—No quiero meterte prisa, preciosa, pero tenemos unos cuarenta y cinco
segundos para vestirnos antes de que vuelva.
Ambos salieron de la cama de un salto y empezaron a vestirse
guardando el equilibrio en un solo pie mientras intentaban meter brazos
y piernas por los agujeros adecuados de las prendas. Sus miradas se
encontraron por encima de la cama y se echaron a reír. Todavía se estaban
riendo cuando Laura regresó al dormitorio con la piruleta metida en la
boca, y el palito entre los labios.
—¿Qué?
Wes suspiró.
—Bethany se ha tirado un pedo.
—¡Eso es mentira! —protestó Bethany.
—¿Qué dice la regla, Laura?
—Si lo niegas, te lo has tirado —contestó, riéndose con la piruleta en la
boca—. Elsa se ha tirado un pedo. —De repente, se puso seria y murmuró
—. ¿Ha salido un cubito de hielo?
Wes se desplomó de espaldas sobre la cama, muerto de la risa, y su
sobrina aprovechó la ocasión para subirse a su cuerpo tembloroso. Él le
dio la vuelta a la tortilla de inmediato, colocando a la niña de costado para
hacerle cosquillas en la cintura hasta que empezó a chillar.
¿En serio estaba sonriendo después de que la acusaran de haberse
tirado un pedo?, pensaba Bethany. De pequeña, la acusación de haberse
tirado un pedo era un motivo de agresión entre sus hermanos. Jamás la
habían acusado de algo así siendo adulta. Pero, en ese momento, no podía
controlar las carcajadas. Su vanidad debía de estar en el sofá al borde del
desmayo, pidiendo las sales, pero no le importaba.
—¿La dejamos que coma tortitas de todas formas? —le preguntó Wes a
Laura.
—¡Tortitas! —gritó la niña, que corrió de nuevo por el pasillo en
dirección a la cocina.
En cuanto volvieron a quedarse a solas, Wes se levantó de la cama y se
acercó a ella sin más ropa que los vaqueros y la luz del sol, y de repente le
cruzó por la cabeza un erótico torrente de imágenes de todo tipo de la
noche anterior. ¿El mejor sexo de su vida? Por decirlo suavemente, tal vez.
Si sus ideas sobre el sexo fuesen pelotas de béisbol, Wes las habría sacado
del estadio la noche anterior y las habría enviado hasta el aparcamiento,
donde habrían destrozado varios parabrisas.
Jamás había tenido un orgasmo con un cunnilingus. Hasta la noche
anterior, ni siquiera le gustaba. «No es para mí», solía decir encogiéndose
de hombros mentalmente. ¿Y qué?
Tal como lo hizo Wes, con tanta con anza y entusiasmo, como si
hubiera estado deseando que se le presentara la oportunidad de
devolverle el favor sexual…, solo eso ya la excitó al máximo. Y después…,
¡por Dios! Lo que hizo con la lengua. En su interior…
—Bethany.
Y luego con el pene.
—Bethany —repitió Wes, que se agachó hasta dejar los ojos a la altura de
los suyos—. No sé si te has dado cuenta, pero tenemos una niña de cinco
años suelta. Controla ese rubor antes de que me eche a llorar.
—Entendido —susurró ella antes de aceptar un beso tierno en la boca,
en la frente y junto a la barbilla—. ¿Tienes pepitas de chocolate para esas
tortitas?
—Pues claro. —La tomó de la mano y la sacó del dormitorio, como si lo
hubieran hecho un millón de veces—. Pero prepárate para las
consecuencias.
Y las hubo, no solo del exceso de azúcar del desayuno, sino también de
la noche que habían pasado juntos. Y fue… la felicidad. Era como probarse
unos zapatos nuevos en una tienda. Le resultaban cómodos y le parecían
preciosos, pero en el fondo de la mente no podía dejar de preocuparse por
la posibilidad de que en cuanto se los pusiera para ir a trabajar, le saldría
una ampolla en un lugar inesperado. ¿Y qué pasaría entonces? Que
acabaría cojeando con un par de zapatos engañosos y con una ampolla
sangrante.
De todas formas, estar con Wes en su cocina hacía que se sintiera
fenomenal. Se rieron por tonterías y se les ocurrieron nuevas ideas para la
siguiente merienda formal de las niñas. Después de que Laura acabase
dormida en el sofá tras la histeria provocada por el azúcar, Bethany se
sentó en el regazo de Wes en el patio trasero, envuelta en una manta, y
hablaron de las ideas para la fase nal de la Reforma Apocalíptica.
Una vez que la planta de la casa había cobrado forma con la nueva
distribución, quería un banco corrido en una lateral de la cocina y una
claraboya en el oscuro pasillo. Estaba segura de lo que quería y hablar con
Wes de sus ideas le resultó muy fácil. Él no descartó nada de lo que decía,
pero tampoco le dijo a todo que sí para contentarla. Era auténtico y
perspicaz, y estaban saliendo.
Ni más ni menos.
Su antiguo enemigo estaba a punto de ser su novio.
En realidad, parecía más que eso. En cierto modo, «novio» sonaba trivial
comparado con la sensación que experimentaba allí acurrucada contra su
pecho en el patio trasero o aceptando un trozo de tortita apoyada en la
encimera de la cocina. El beso que le dio cuando se despidieron el
domingo por la tarde fue tan posesivo que todavía no se había recuperado.
A esas alturas, el lunes por la mañana, Bethany estaba en el patio trasero
de la Reforma Apocalíptica, viendo a Slade grabar distintas escenas de
promoción en el vano donde instalarían una enorme puerta corredera de
cristal que daría acceso al exterior. A su alrededor, los paisajistas
trabajaban lo más rápido que podían, separando parterres y colocando las
planchas de césped. Llegaron el n de semana para retirar lo que parecían
las ramas y las hojas secas de todo un bosque, y el resultado era
asombroso. ¿Quién iba a decir que encontrarían un jardín de verdad
debajo de todo ese exceso de naturaleza?
Para que el trabajo resultara rentable, Bethany había elegido hormigón
impreso para el patio trasero, que acababan de verter. Dos hombres
estaban alisándolo con unas herramientas metálicas alargadas. Ollie
caminaba por el jardín detrás de uno de los jardineros, hablando con su
mujer con el altavoz activado para que pudiera darle al hombre lo que
parecía un montón de consejos no solicitados sobre cómo plantar azaleas.
Carl, como de costumbre, estaba dando buena cuenta de la comida que
habían servido en la mesa.
El trabajo avanzaba a un ritmo vertiginoso. El sábado anunciarían el
ganador de Enfrentados por las reformas. No sabía si serían ellos. No tenía
ni idea. Pero poco a poco había dejado de sentirse como una farsante.
—Hola, preciosa —murmuró Wes, que se acercó a ella desde un lado de
la casa donde había estado serrando madera para el banco corrido que ella
quería. La miró de arriba abajo de tal forma que hizo que se le
endurecieran los pezones debajo de la camiseta de tirantes—. Dios, casi se
me olvida lo bonita que eres. ¿Qué opinas sobre los besos delante de las
cámaras?
—Ya te lo he dicho —susurró ella, retrocediendo.
Wes siguió acercándose hasta que las puntas de sus botas de trabajo se
rozaron.
—Se me ha olvidado.
—Mis padres van a ver el programa. Lo verán todos. Y no me tomarán en
serio si me estás sobeteando cuando deberíamos estar trabajando. Me los
imagino a todos si perdemos. «En n, si no hubieran estado tan distraídos,
podrían haber ganado».
—Ganaríamos de todas formas —replicó él en voz baja, mirándola como
si estuviera memorizando sus rasgos—. ¿Qué haces aquí, por cierto?
Ella señaló la casa con la punta de un pie.
—Me han echado para que Slade pueda grabar su parte. Espero que
termine pronto, porque tengo que lijar de nuevo las paredes del
dormitorio principal.
Wes refunfuñó un poco con ngida irritación hasta que ella le dio un
codazo en las costillas para que lo dejara.
Tras colocarse de espaldas a la casa, se inclinó hacia ella y le dijo con
brusquedad al oído:
—Necesito estar a solas contigo, Bethany. Necesito tenerte debajo de mí.
Es increíble que solo te la haya metido una vez.
La cuerda que unía todas sus zonas erógenas se tensó como nunca lo
había hecho. Se había excitado muchas veces en la vida. Bien sabía Dios
que había llegado a lo más bajo de la pornografía en Internet durante el
paréntesis que se había autoimpuesto. Aquello era diferente. Tenía el
cuerpo tan despierto y tan ávido que le parecía imposible volver a decirle
que no a ese hombre.
Su piel ansiaba empaparse de su calor, sentir sus mordiscos, su peso y
su voracidad. Con él tan cerca, revolucionándole las terminaciones
nerviosas, lo que quería era que ese hombre en quien con aba amara su
cuerpo sin restricciones, ni reglas pactadas, ni límites de tiempo.
Sin límites de tiempo. Eso la habría aterrorizado antes.
Todavía sentía cierta aprensión recorriéndole la columna vertebral,
diciéndole que sus peores defectos saldrían a la luz con el paso del tiempo,
pero la silenció.
Wes la miró a la cara y pareció que estaba a punto de decirle algo más,
pero oyeron que Slade se acercaba y cerró la boca. En sus ojos apareció un
brillo travieso, que la lujuria no logró erradicar del todo.
—¿Quieres que nos riamos de él un rato?
La alegría se extendió por su pecho.
—¿Cómo?
Wes le guiñó un ojo y se agachó para hacerse con un palito que había en
el césped. Echó un vistazo para comprobar que el hombre encargado de
alisar el hormigón estaba de espaldas.
Acto seguido, dibujó un pene gigante en el hormigón, con una carita
sonriente.
—Wes —susurró ella entre dientes—, no me puedo creer que hayas
hecho eso.
Él se enderezó, tiró el palo y le rodeó la cintura con un brazo al instante
para acercarla a su cuerpo. Echó a andar hacia el lateral de la casa
llevándola consigo y se detuvo detrás de un pino.
—Venga ya. Sí que puedes.
Intentando no reírse, Bethany le enterró la cara en un hombro. Slade y
el equipo de cámaras se acercaban despacio al patio trasero. En cuestión
de segundos, descubrirían la obra de Wes. Como mucho.
—Ay, Dios. Ay, Dios. Van a verlo. Bórralo. Haz algo…
—Si recordáis, cuando llegamos a la Reforma Apocalíptica, el patio
trasero parecía más bien una jungla —dijo Slade, que se detuvo justo
delante de donde estaría la entrada del dormitorio. Bethany se agarró a la
parte delantera de la camiseta de Wes y esperó, con una carcajada atascada
en la garganta—. Gracias al trabajo exhaustivo de los paisajistas y de la
decisión de Bethany de ahorrar dinero recurriendo al hormigón impreso,
el patio trasero empieza a cobrar forma. Me imagino a los nuevos
propietarios disfrutando de muchos margaritas… —Slade se interrumpió
—. Ah. Estooo… Eso… no forma parte del diseño.
Bethany resopló y Wes la mandó callar, aunque a él también le
temblaban los hombros por la risa.
—Muy bien —gritó el director—. ¿Quién ha sido el gracioso?
Bethany perdió el control, tropezó contra Wes y acabó estampándolo
contra el lateral de la casa. Él la sujeto, incapaces ambos de dejar de reír.
En un momento dado, se les pasó y se quedaron mirándose jamente, con
las sonrisas congeladas en la cara. El anhelo la invadió como la espuma
del océano calentada por el sol, y no era el tipo de deseo que pudiera
retrasarse o moderarse. No. Era grande, abrumador y glorioso.
—Te necesito —murmuró—. Ahora mismo.
Wes entornó los párpados un instante.
—Gracias a Dios. —Se mordió el labio y pareció sopesar sus opciones—.
¿Confías en mí?
—Sí —contestó ella sin titubear.
Lo vio esbozar una sonrisa torcida mientras le acariciaba la cara con una
cálida mano.
—Bien. —Bajó la mano hasta la muñeca y tiró de ella hacia el patio
trasero, internándose en la multitud de becarios y cámaras (además de
Slade) que contemplaban el pene dibujado en el hormigón—. Vaya —dijo
Wes, pisando el hormigón húmedo en dirección a la escalera que conducía
al dormitorio, con Bethany detrás—. Veo que hacéis cualquier cosa por la
audiencia.
El director lo fulminó con la mirada.
—Todo el mundo a comer —murmuró el hombre—. Y que alguien borre
ese pene, por favor.
En laron el pasillo a la carrera, doblados por la risa contenida. Cuando
llegaron al cuarto de baño, Wes tiró de ella para que entrara y cerró la
puerta. Todavía no habían instalado los nuevos accesorios, así que la
única luz en la reducida estancia procedía de la rendija de debajo la
puerta. Una lástima, porque ella quería verlo. No quería cerrar los ojos y
dejarse llevar, quería deleitarse en el momento, con él. Sin aliento,
cachonda y desinhibida por completo.
Wes no perdió el tiempo y la inmovilizó contra la pared, y ambos se
golpearon las manos con las prisas por desabrocharle los pantalones. Al
ver que él tenía esa parte bajo control, Bethany le recorrió los abdominales
con las palmas de las manos y desde allí descendió para acariciárselo por
encima de los vaqueros.
—Ay, madre.
—¿Qué? —masculló él, que se agachó lo justo para quitarle las mallas y
las bragas y arrojarlas a la oscuridad.
Se oyó que rasgaba el envoltorio del condón, y después el sonido del
látex al desenrollarse. Iba a ocurrir. Iban a hacerlo de verdad. Iban a echar
un polvo en una casa llena de gente.
Lo ilícito del asunto solo sirvió para avivar su urgencia.
¿En quién se había convertido?
—Es que… —comenzó antes de dejar la frase en el aire porque él la
silenció con un beso apremiante y luego añadió con descarada sinceridad
—: Te empalmas muy rápido.
Wes soltó un gemido ahogado y la estampó contra la pared. En cuanto le
rodeó las caderas con las piernas, él le tapó la boca con una mano y la
penetró con su gruesa erección. Sin la menor delicadeza. El placer que le
provocó la brusca invasión hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
Aquello era maravilloso. Increíble. Estaba más que preparada para él y le
encantó que no la hubiera hecho esperar. Nada de juegos. Solo dar y
recibir.
—Repítelo —le dijo Wes al oído, retirando despacio la mano de su boca.
—Te empalmas muy rápido —se apresuró a decir ella y se mordió el
labio inferior para contener un gemido, porque él había empezado a
moverse y moverse, como una máquina bien engrasada.
—Pues sí —replicó Wes mientras movía las manos para aferrarle el culo,
interponiéndolas entre ella y la pared, frotándose contra ella mientras se
la metía hasta el fondo—. Ya no te quejas de mi edad, ¿verdad, preciosa?
—No —susurró ella.
—No —repitió él con un gemido mientras se retiraba y se hundía de
nuevo en ella al tiempo que le mordía el labio superior—. Lo que
necesites, Bethany.
De repente sintió un estremecimiento y sus músculos internos se
tensaron en torno a él. Con la fuerza su ciente como para que contuviera
la respiración de forma entrecortada.
—No pares —le dijo rodeándolo con más fuerza con las piernas mientras
él seguía moviéndose—. Por favor. Por favor. No he estado tan mojada en
la vida.
Wes gruñó con la cara enterrada en su cuello y pareció enloquecer.
—Joder. No me digas eso. Voy a correrme ya, nena. Córrete. Córrete ya.
Saber que Wes estaba al borde del orgasmo igual que ella era
embriagador. Casi no podía soportar la presión que iba aumentando entre
sus muslos, la dureza de su miembro cada vez que la penetraba.
Preparado para correrse. Eran dos cuerpos tensos y desnudos en la
oscuridad, desesperados por encontrar la liberación.
Le arañó el cuello, le tiró del pelo y le clavó los talones en el culo. No
podía quedarse quieta cuando le estaba rozando el clítoris sin descanso al
mismo tiempo que le acariciaba el ano —donde nadie la había tocado
nunca— con un dedo, torturándola, incitándola. Dios. Por Dios.
Se oyeron voces en el pasillo, el crujido del suelo. El pomo de la puerta
del cuarto de baño chirrió como si alguien intentara girarlo, pero Wes no
se detuvo. Unió sus bocas y la besó como si fuera su última oportunidad
de hacerlo. Empezó a mover la lengua al compás de la parte inferior de su
cuerpo y fue demasiado. Una sobrecarga sensorial.
El ritmo de sus embestidas se volvió frenético y a ella empezaron a
temblarle los muslos alrededor de sus caderas.
—Me corro —susurró, aferrándose a sus hombros como una estrella de
mar a una roca—. Me… Oooh. ¡Ya, ya, ya!
—Dios, menos mal, joder —replicó él con voz ronca, penetrándola una y
otra vez sin descanso—. Me estás matando con este coño, nena. No
aguanto más.
—Dame fuerte —susurró ella, que le enterró los dedos en el pelo y lo
atrajo para besarlo en la boca, encantada al recibir sus feroces besos. Los
estremecimientos que la sacudían anunciaban un orgasmo inminente—.
Métemela fuerte.
—Dios. Cierra esa boca tan bonita, Bethany. Estoy intentando no romper
el puto condón —masculló él, aunque empezó a moverse con más fuerza y
más rápido al tiempo que la besaba, saboreándola y lamiéndole la lengua.
La sujetó por el culo con brutalidad y empezó a moverla en contrapunto a
sus embestidas. Semejante frenesí activó un interruptor dentro de
Bethany, y el placer se extendió por la parte inferior de su cuerpo,
inundándola por completo hasta un punto doloroso antes de implosionar
—. Joder —susurró Wes, empujándola contra la pared con las caderas,
mientras su fuerte cuerpo se estremecía con violencia—. Dios, nena —
siguió, apretando los dientes y sin aliento—. Eres preciosa. Preciosa, ¿lo
sabes? En la vida me he corrido tan fuerte.
Podría decirse que se fundieron contra la pared. Wes siguió rodeándola
con los brazos mientras sus jadeos le rozaban la sien, agitándole el pelo.
En cuanto salió de su cuerpo, añoró esa unión, pero se calmó porque él
empezó a acariciarle la base del cuello con el pulgar trazando círculos
mientras la besaba en el nacimiento del pelo. Con reverencia.
Anticipándose a su necesidad de consuelo antes incluso de que
apareciera. Y esa consideración, ese cuidado, hizo que el amor que llevaba
dentro brotara como un géiser.
Y que la sacudiera con su fuerza.
«Dilo. Di que lo amas».
Seguro que era demasiado pronto para decir esas palabras. Sería como
adelantarse unos cuantos eones. Apenas se habían hecho a la idea de que
iban a salir de forma exclusiva. ¿Y si sentía más por él de lo que él sentía
por ella?
No, era mejor ir despacio.
Mantenerse anclada a la realidad y asegurarse de que Wes sentía lo
mismo por ella antes de revelar sus sentimientos. Sin embargo…
El corazón la instaba a hacer algo con una intensidad dolorosa. A
expresar el salvaje sentimiento que llevaba dentro.
Parecía incapaz de reprimirlo.
—¿Bethany?
—¿Y si Laura y tú os mudáis a mi casa? —Le dio gracias a Dios por la
oscuridad. En cuanto esas palabras salieron de su boca, sintió su
magnitud y el pánico se le atascó en la garganta como si fuera un puño.
Seguro que la estaba mirando espantado. Ni siquiera podía oírlo respirar.
¿Estaba muerto? Sí, seguramente por el shock y por el temor a que
estuviera loca y acabara echando alguna mascota a una olla, como Glenn
Close en Atracción Fatal—. Me re ero a… como una especie de contrato.
Necesitáis un lugar para vivir y, en n, dijiste que el juez tiene que
con rmar que Laura vive en un entorno estable y he pensado, en n, que
mi casa se ajusta perfectamente. Además, tengo dos dormitorios vacíos
que no uso. Creo que, en n, no sé…
—Una especie de contrato —repitió él despacio.
Agradecida al oírlo hablar, Bethany se apresuró a añadir:
—Claro, por supuesto. Quiero decir, no vamos a irnos a vivir juntos. Eso
sería una locura. Tan pronto…
Wes guardó silencio durante un buen rato.
—Bethany, necesito verte la cara mientras mantenemos esta
conversación.
¿Eso era un no?
La posibilidad del rechazo le atenazó la tráquea.
Ay, Dios, se estaba mareando.
Se deslizó por la pared y tanteó el suelo en busca de las bragas y de las
mallas, mientras oía los ruidos de Wes, que se subió la cremallera después
de quitarse el condón. El silencio era sofocante hasta que lo llenó el rugido
que invadió sus oídos. En cuanto se abriera la puerta, se inventaría una
excusa y se iría a pasar la tarde escondida en su vestidor con una botella
de tequila. ¿Se podía saber qué bicho le había picado?
Wes se le adelantó abriendo la puerta y la miró sorprendido al ver lo
que fuera que ella transmitía con la cara.
—Ay, Dios —dijo entre carcajadas y la sujetó por la cintura antes de que
pudiera huir—. No. Te quedas aquí.
—Tengo que irme…
—Podrías hacerlo, pero yo te perseguiría.
Bethany apretó los labios y clavó la mirada en uno de sus hombros,
deseando que el corazón dejara de darle vuelcos.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—¿Que qué pasa? —Wes le levantó la barbilla para que fuera testigo de
su incredulidad—. Me has pedido que me vaya a vivir contigo y después
has dicho que como si fuera una especie de contrato. Unos treinta
segundos después del polvo del siglo. Creo que es normal que no entienda
dónde estamos ahora mismo, lo siento.
—Solo sé que quiero ayudar —susurró ella.
Wes la miró jamente.
—¿Esa es la única razón por la que me quieres en tu casa?
Por supuesto que no. No solo amaba a ese hombre, también adoraba a
su sobrina. Pero dado que se sentía expuesta y vulnerable, solo atinó a
hacer un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
Debió de ser su ciente, porque el afecto iluminó los ojos de Wes, que se
inclinó y la besó en la frente, diciendo:
—Eso me sirve.
22

La o cina del secretario del condado de Su olk parecía tranquila el


martes por la tarde. Wes estaba fuera, dándole vueltas al sombrero entre
las manos mientras buscaba a su hermana en el aparcamiento. Se había
ofrecido a ir a buscarla a la estación de tren, pero ella decidió llegar por sus
propios medios, algo que lo ponía de los nervios. Había accedido a
reunirse con él para presentar la petición del cambio de guardia y
custodia, pero no se podía con ar en ella ni teniendo un buen día.
«Vamos, Becky. Aparece aunque solo sea por esta vez».
Cuando se fue, Bethany estaba enfrascada en la Reforma Apocalíptica
alicatando el baño, y solo le había dicho al productor que iba a comprar
algo para comer. No le sentó bien marcharse sin decirle a Bethany adónde
iba. Joder, quería que estuviera a su lado en ese momento. Se moría por
tenerla allí. Pero ya estaba patidifusa, como un ciervo petri cado por los
faros de un coche, después de su sorprendente ofrecimiento del día
anterior de que se mudaran a su casa, así que se estaba obligando a darle
un poco de espacio. Lo bastante como para que se relajara, pero no tanto
como para que temiera que iba a largarse.
Sí. Bethany Castle hacía que tuviera que ir con pies de plomo, no había
duda.
Menos mal que le encantaba que fuera así.
Porque la llevaba en las venas. La comprendía un poco mejor cada vez
que ella bajaba la guardia, algo que sucedía cada vez más a menudo. Tenía
la sensación de que la aterrorizaba y la hipnotizaba a partes iguales. Lo
mismo que le pasaba a él, la verdad.
El amor era una operación a corazón abierto sin anestesia.
Sin embargo, no podía seguir vivo a menos que ella le trasplantara un
corazón nuevo y reluciente. Uno más grande y resistente porque contenía
el amor de Bethany. Hasta entonces, estaría luchando por su vida en el
quirófano.
Empezó a pasearse de un lado para otro en la acera, haciendo girar el
sombrero con el índice sin parar. Pensó en Bethany tal como la había
dejado, cubierta de mezcla, con el ceño fruncido por la concentración y ese
precioso culo en pompa.
Muy bien, el amor no era solo una operación impredecible.
También estaba el sexo en plan revelación celestial.
Y el hecho de que se estaba convirtiendo en su mejor amiga. En su
con dente.
Con tal de oír esa risilla que soltaba para él —solo para él—, estaba
dispuesto a sufrir la preocupación de que ella pudiera cambiar de idea. De
que les abriera a Laura y a él las puertas de su casa y después se hartara de
él. Intentaba por todos los medios no pensar en la casa de Bethany como
en la decimoquinta casa a la que se había mudado, pero eso era. A la duda
que tenía en el estómago le daba igual que la mujer que amaba viviera allí.
Lo que quería era seguir susurrándole al oído que vivir con ella sería
temporal, como todo lo demás.
Sin embargo, su corazón le decía que con ara en ella. «Confía en lo que
sientes».
Bien sabía Dios que si hubiera un piso libre en Port Je erson, se
pensaría alquilarlo con la idea de darle a Bethany más tiempo para
acostumbrarse a él. A su intención de quedarse. No solo como tutor legal
de Laura o como residente de Port Je erson, sino también como su pareja.
«Soy su pareja». Lo suyo iba muy deprisa, y al cabrón posesivo que llevaba
dentro le gustaba, porque cuanto antes comprendiera todo el mundo que
estaban juntos, antes se acabarían las pesadillas en las que ella lo dejaba
por un hombre de edad adecuada con un saldo de siete cifras en el banco.
Sintió que un gruñido le brotaba de la garganta.
Se plantó el sombrero en la cabeza y se sacó el móvil del bolsillo de los
vaqueros para marcar el número de Bethany de la lista de favoritos. Ella
contestó al segundo tono, con el ruido de las taladradoras de fondo.
—Hola.
Joder, qué voz más dulce. ¿Lo echaba de menos? Llevaba fuera casi
cuarenta minutos, incluyendo el trayecto en coche y la espera.
«Dios. Pero mírate. Lo tuyo no tiene remedio».
—Hola —contestó mientras intentaba hablar con voz rme—, ¿sigue en
pie el ofrecimiento de irnos a vivir contigo?
—Sí, claro.
Su corazón tomó carrerilla y le hizo un placaje a sus pulmones.
—Bien. Pero vamos a dejar una cosa clara, preciosa. No voy a dormir en
la habitación de invitados de mi novia. Me vas a tener en tu casa y en tu
cama, o en ninguna parte.
Bethany se quedó callada tiempo de sobra para que empezara a sudar.
—Creo que puedo aceptar esas condiciones.
¿Lo que oía en su voz era un deje risueño?
El peso que tenía sobre los hombros se esfumó.
—Pues muy bien.
—¿Wes?
—Dime, nena.
—¿Y si hubiera descubierto tu farol?
La admiración se extendió como si fuera mantequilla por su pecho y
esbozó una sonrisa lenta.
—Me habría mudado de todas formas y te habría seducido.
Y ahí estaba esa preciosa risilla.
—¿En serio? ¿Cómo?
—Habría discutido contigo hasta que te dieras cuenta de que estabas
loca por mí —contestó despacio—. Ese método parece funcionar contigo a
las mil maravillas.
—Puede que tengas razón —susurró ella al cabo de unos segundos—. He
pensado que podrías traer algunas cosas mañana por la noche después del
trabajo. Ya debería tener las habitaciones listas para entonces.
—La habitación, Bethany. En singular.
—Aaah, es verdad. Casi se me olvida.
Se relajó al oír la sorna en su voz.
—Cierra la puerta del baño hasta que vuelva. Tu culo está de infarto con
esas mallas.
—Machista.
—Lo mío es mío.
Ella gimió, pero oyó que cerraba la puerta.
—Lo tuyo es tuyo también, Bethany. ¿Vas a aferrarte a mí?
Y colgó antes de que pudiera contestarle. Temía oír la más mínima
inseguridad, porque le preocupaba lo que eso le haría. Claro que colgar sin
despedirse también le sentaba mal, de modo que hizo ademán de llamarla
de nuevo…, pero en ese momento una sombra cayó sobre sus zapatos, y
cuando levantó la cabeza, se encontró con su hermana.
Guardó despacio el móvil.
—¿Estás lista?
—Sí. —Ella asintió con un gesto seco de la cabeza, pero vio en sus ojos
que estaba convencida de que dejarlo ser el tutor legal de Laura hasta que
ella se organizara era lo correcto—. Sí, estoy lista.
Poco después, cuando rmó los documentos, puso la dirección de
Bethany como la residencia permanente de Laura y no le hizo ni caso a la
sensación de que acaba de tirarse de un avión sin paracaídas.

El miércoles no fue un día de mudanza en sí para Wes y Laura,


simplemente metieron unas mochilas en la parte trasera de su camioneta.
Casi todas las cosas de la casa eran de su hermana y, en algún momento,
seguramente tendría que ayudarla a sacarlas, pero ¿en lo referente a sus
efectos personales? No tenía muchos. Había llegado a Port Je erson con la
cartera, algo de ropa y un sombrero de vaquero. No había acumulado
mucho desde entonces.
La noche anterior volvió a casa después de presentar la documentación
en la o cina del secretario del condado y le dijo a Laura que se mudaban
al castillo de hielo de Elsa, pero que habían usado magia para que
pareciera una casa normal porque querían mantener en secreto sus
poderes. En aquel momento, la niña se echó a reír y pareció emocionada.
Sin embargo, una vez en marcha, vio que aferraba su osito de peluche con
más fuerza de la cuenta, de modo que en vez de ir derecho a casa de
Bethany, puso rumbo a Main Street y aparcó delante de la heladería.
Sacó a Laura de la silla y la llevó de la mano al interior, donde le
permitió que se pidiera una bola extra con virutas de colores y gominolas.
Se sentaron junto a la ventana en silencio unos minutos, mientras se
devanaba los sesos en busca de la forma de sacar el tema de su evidente
estrés.
Esas dos féminas y sus complicadas mentes iban a matarlo.
Lo sabía.
—Oye —dijo al tiempo que le acercaba el helado de vainilla y chocolate
por encima de la mesa—, ¿quieres probar el mío?
—No.
Wes se echó hacia atrás. Le dio dos bocados más al helado.
—¿En qué estás pensando?
—En nada.
Suspiró para sus adentros. Parecía que iba a tener que exponerse un
poquito para sonsacarle la verdad. Con ar en las personas era algo que
había evitado a toda costa en otra época. ¿A quién le gustaba que los
demás conocieran sus puntos débiles y sus defectos? Sin embargo, conocer
a Bethany, a Stephen, a Travis y a Dominic había hecho que se diera
cuenta de que… todos tenían defectos. Solo que adoptaban diferentes
formas. Quizá pudiera enseñarle eso a su sobrina.
—Que sepas que va a ser la decimoquinta casa en la que voy a vivir.
Eso hizo que casi se le cayera la cucharilla.
—¿De verdad?
—Ajá.
—¿En cuántas he vivido yo?
—Creo que será la tercera o la cuarta, niña. Pero ¿sabes lo bueno? Nunca
podrás alcanzarme. Al menos, no hasta que ya seas vieja y vayas con
bastón. Puede que ni siquiera entonces, porque no voy a permitir que
pase. —Hizo una pausa mientras buscaba las palabras adecuadas—. Sé que
cuando llegué al pueblo, parecía que me iba a ir pronto, porque eso era a lo
que estaba acostumbrado. Pero resulta que eres una niña maravillosa. Así
que mis planes han cambiado y ahora te incluyen a ti.
Una llamita de felicidad iluminó los ojos de la niña, pero se apagó poco
a poco mientras golpeaba la cima de su montaña de helado con la
cucharilla.
—Quiero mudarme. Me alegro de que vayamos a vivir con Elsa.
Wes frunció el ceño. Eso no se lo esperaba.
—Pues dime a qué viene el puchero.
—¡No estoy haciendo un puchero! —exclamó ella al tiempo que se
echaba hacia atrás.
Levantó las manos al oírla.
—Fallo mío.
Se dedicaron a comer en silencio un rato, pero Wes era consciente de
que su sobrina estaba dándole vueltas a lo que quería decir.
—Esto quiere decir que mamá no va a volver.
Wes dejó la cuchara a medio camino de la boca.
—Quiere volver, Laura. Esto solo quiere decir que necesita más tiempo
para hacerlo.
La niña soltó despacio la cucharilla y clavó la mirada en la mesa.
—Pero no está bien que yo sea feliz.
Tardó un segundo en descifrarlo, pero por n se le encendió la bombilla.
—Ah, entiendo. —Tragó saliva—. Te sientes culpable por no querer que
tu madre vuelva a casa.
Laura encogió sus delgados hombros.
—Es que ahora es mejor. Contigo.
Wes eligió las palabras con tiento. Si había aprendido algo de Bethany
era que las mujeres no siempre necesitaban una solución, solo
necesitaban desahogarse. A su sobrina no le hacía falta ni mucho menos
que le dijera que se equivocaba al pensar de cierta manera, pero quería
ayudarla a superar el sentimiento de culpa tan natural que sentía.
—Oye.
Laura levantó la cabeza.
—¿Qué?
—¿Sabes que solo las buenas personas se sienten culpables?
Ella levantó una ceja con gesto escéptico, pero había conseguido que le
prestara atención.
—Es verdad. Piénsalo. Te sientes culpable porque crees que tus
sentimientos van a hacerle daño a tu madre si se entera. —Esperó a que
ella asintiera con la cabeza a regañadientes—. Si fueras una mala persona,
te daría igual si le haces daño a alguien.
—Ah —murmuró ella—, pero le haría daño igual.
—Puede. Sí. Pero no es tu deber hacer que los demás se sientan felices,
niña. Sobre todo a las personas que se supone que deben hacerte feliz a ti.
—Se echó hacia atrás en la silla y la miró con los ojos entrecerrados—. A
menos que quieras dejar que alguien duerma hasta después de las seis de
la mañana de vez en cuando. Eso sería totalmente aceptable.
Por n vio el asomo de una sonrisa en sus labios, pero la expresión
preocupada no abandonó sus ojos.
—Mira, vamos a hacer una cosa —siguió él—. Creo que no pasa nada si te
alegras por mudarnos con Bethany. ¿Por qué no te permites ser feliz ahora
siempre y cuando le des a tu mamá una oportunidad cuando pueda
volver? ¿Te parece justo?
—De todas formas no voy a querer que vuelva. Porque… si ella vuelve, tú
te irás.
—No. —Meneó la cabeza, más para sí mismo, por no haber visto antes la
raíz del problema. No se había dado cuenta de que Laura temía que se
fuera porque antes nadie se había preocupado nunca por eso—. Voy a
quedarme pase lo que pase, Laura. Este es mi hogar ahora. Contigo.
A la niña se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Y con Elsa?
—Sí. —Le salió la voz un poco más aguda—. Y con Elsa.
«Con suerte».
Laura se puso en pie de un salto y rodeó la mesa corriendo hacia él para
echarle los brazos al cuello.
—Te quiero.
Se le formó un nudo en la garganta al oírla.
—Yo también te quiero.
—¿Podemos irnos ya al castillo de hielo?
Se echó a reír mientras intentaba secarse los ojos sin que ella se diera
cuenta.
—Será mejor que lo hagamos. Es de mala educación hacer esperar a las
princesas.

Se suponía que no era él quien iba a estar nervioso.


Bastante nerviosa estaría Bethany ya por los dos. Además, debería
mostrar una actitud segura por su sobrina. No quería un espejismo de
estabilidad para el tribunal; necesitaba que fuera verdad.
Sin embargo, seguramente debería haber ido a casa de Bethany antes de
mudarse porque no estaba preparado. Fue como entrar en las páginas
centrales de la revista de decoración House Beautiful. Había un plato con
galletas de chocolate recién horneadas en la consola de la entrada,
colocadas en montoncitos perfectos y decoradas con pétalos morados. La
luz de las velas parpadeaba desde enormes globos de cristal situados en
los estantes y las inmaculadas encimeras.
La alfombra, los muebles y casi todas las dichosas super cies eran de un
blanco níveo.
¿Allí iba a meter a una niña de cinco años?
Bethany se hizo a un lado para dejarlos pasar y en ese momento estaba
agachada, ofreciéndole a Laura una galleta como una despampanante
diosa doméstica, pero su sobrina estaba demasiado asombrada por lo que
la rodeaba como para aceptar esas galletas perfectas y redondas.
—Es un palacio de hielo —susurró Laura.
La sonrisa de Bethany aqueó un poco y al incorporarse casi se le cayó
el plato de galletas, pero Wes lo evitó al agarrarla del codo.
—Oye —dijo al tiempo que se inclinaba para darle un beso en los labios
—, se ve todo alucinante.
Bethany se tranquilizó bastante y él, a su vez, también. Ser capaz de
identi car sus inseguridades y conseguir calmarlas con palabras lo
convenció de que podían hacerlo.
Lo que no podía hacer era mantener ese sitio impoluto para siempre.
Atrapó a Laura por la capucha antes de que la niña pudiera poner un
zapato sucio en la alfombra.
—Zapatos fuera, niña. —Él se quitó las botas con los pies—. Mira, yo
también me los quito.
—¿Tenéis hambre? —preguntó Bethany con voz cantarina mientras
echaba a andar hacia la cocina—. He preparado espaguetis con salsa…, solo
tengo que calentarlos. Se me ha ocurrido que podríamos ir a ver la
habitación de Laura primero y después comer…
Dios, pobrecilla. El corazón debía de latirle a mil por hora.
—Parece estupendo, preciosa.
—Perfecto. —Ella se dio media vuelta y les hizo un gesto para que la
siguieran por el pasillo—. Muy bien, todavía no está decorada para una
jovencita, Laura, pero he pensado que podríamos hablarlo y así crear tu
propio diseño. O a lo mejor quieres decorar con un tema concreto…
Abrió la puerta para que vieran un dormitorio que bien podría estar en
un palacio de verdad.
Más velas parpadeantes. Un nórdico de color crema.
Una montaña de cuadrantes con pedrería bordada.
Gruesas cortinas granates.
Una araña de cristal en el techo.
—¿Esta es mi habitación?
Wes contuvo el aliento y solo lo soltó cuando su sobrina chilló,
encantada, y salió disparada hacia el centro de la cama. Bethany se dejó
caer contra el marco de la puerta y cerró los ojos un segundo, y sin
necesidad de pensarlo, extendió una mano y entrelazó sus dedos para
llevarse su mano a la boca y apoyar los labios sobre su pulso disparado.
Para que se tranquilizara.
Sin embargo, se le disparó de nuevo cuando su sobrina se dio media
vuelta en la cama y se incorporó con todo el pelo de punta.
—¿Tú dónde vas a dormir, tío Wes?
Bethany cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.
—Bueno, esto…
Laura fue dando saltitos con el culo hasta el borde de la cama y se bajó,
tras lo cual echó a correr y salió del dormitorio pasando entre ellos dos.
Había una puerta abierta justo enfrente, al otro lado del pasillo, y entró
aunque estaba a oscuras. Wes la siguió y pulsó el interruptor de la luz para
descubrir un dormitorio muy parecido al de Laura, solo que decorado con
tonos verde bosque.
—¡Vas a estar justo enfrente!
Bethany lo miró con expresión desconcertada.
—Sí, ¿no es maravilloso?
—Supongo que mejor vamos poco a poco con esto —masculló él.
—Te echaré de menos esta noche —susurró ella mientras salía por la
puerta.
—Que te crees tú que voy a darte la oportunidad —le dijo Wes a su
espalda.
En cuanto Bethany desapareció de su vista, Wes soltó el aire y se apoyó
en la pared del dormitorio. Si las dos estaban contentas, tildaría de éxito la
mudanza. Tal vez tuviera el resquemor de que su sitio no estaba en esa
casa de revista —joder, una vez estuvo durmiendo una semana en la
furgoneta de un colega mientras encontraba otro sitio donde quedarse, y
de eso solo había pasado un año—, pero necesitaba olvidarse de sus
inseguridades y concentrarse en fortalecer su relación.
Valía la pena aguantar las dudas con tal de tener a Bethany en su vida.
Por ella soportaría cualquier cosa. Y en cuanto a la estabilidad, no podía
pedir un mejor arreglo para su sobrina. Así que si se sentía totalmente
fuera de lugar y sus viejos miedos de ser solo una parada temporal para
otra persona empezaban a salir a la super cie, tendría que aguantarse y
pasar de ellos.
23

Bethany estaba sentada a los pies de la cama mientras se cepillaba


despacio el pelo.
Había encendido el fuego de la chimenea por primera vez ese otoño y lo
miraba con una sonrisa, ya que el calorcito que desprendía se parecía al
que ella sentía por dentro. La sensación del abrazo que le había dado
Laura antes de acostarse no la había abandonado, como tampoco lo había
hecho el prometedor beso que Wes le había dado antes de que ella subiera
para acostarse… Y como siguiera pensando en ese beso, no iba a necesitar
el fuego para mantenerse caliente.
Se tumbó de espaldas en la cama y dejó que el cepillo cayera a la
alfombra, sin molestarse en ponerlo en su sitio. Ya lo haría cuando tuviera
ganas. Esos momentitos rebeldes contra su naturaleza perfeccionista
empezaban a resultarle cada vez más fáciles. Aunque a partir de ese
momento serían una necesidad, con una niña en casa. Iba a haber
manchas, restos de comida y barro por el suelo… ¿y qué?
¿Si a cambio recibía esa felicidad? Merecía la pena.
La merecía un millón de veces.
Esa noche, después de comerse los espaguetis y oír las anécdotas del
colegio de Laura, Wes la había ayudado a limpiar la cocina mientras su
sobrina se tiraba en plancha, literalmente, en el sofá. El corazón le dio un
vuelco cuando los cojines salieron volando, y desde luego que Laura no se
había lavado la salsa marinara de la cara y de las manos, pero no era nada
que un poquito de quitamanchas no pudiera limpiar. ¡Y a lo mejor ya era
hora de comprar sofás nuevos! Algo con color que no dejara ver hasta la
última mota de polvo que le caía encima.
Quizá Wes podía ayudarla a elegirlos.
Uf, solo pensar en su nombre hacía que el conjunto de lencería de seda
pareciera más sensual contra su piel. Había apagado las luces, de modo
que el dormitorio estaba bañado por la luz del fuego, cuyas cambiantes
llamas se movían por las paredes y por su piel expuesta, recordándole a
unas manos. Las de Wes.
Aunque le encantaba su ritual de leerle a Laura todas las noches, estaba
deseando que subiera. No solo porque ansiaba sus caricias, tan seguras,
posesivas y anhelantes, sino porque quería hablar con él. No era la única
que estaba lidiando con unos cambios enormes. En cuestión de una
semana, él había solicitado convertirse en el tutor legal de una niña y se
había mudado con su… novia.
Era la novia de Wes.
La sonrisa que apareció en su boca era casi delirante… y seguía con ella
cuando llamaron a la puerta. Se incorporó tan deprisa que la cabeza
empezó a darle vueltas, pero consiguió colocarse de costado con una pose
seductora sin caerse de la cama.
—Adelante —dijo.
La puerta se abrió despacio y allí estaba Wes, demostrando que eran
polos totalmente opuesto al aparecer descamisado con pantalones de
deporte, mientras que ella se había encremado de los pies a la cabeza y
llevaba un salto de cama de seda.
—Creo que llevo más ropa de la cuenta —dijo.
—Estoy de acuerdo —repuso él despacio mientras entraba con paso
rme, exudando insolencia, antes de cerrar la puerta con el pie—. No te
preocupes, tengo pensado corregirlo.
—Ah, ¿en serio…?
Dejó la frase en el aire con un gritito cuando Wes la agarró de un tobillo
y le dio un tirón. Acabó de espaldas de nuevo y pegada al borde del
colchón, con el salto de cama y el camisón cada vez más subidos, hasta
que los tuvo enrollados debajo del pecho. Wes se inclinó mientras le
guiñaba un ojo de forma peligrosa y sintió el roce ardiente de su aliento en
el ombligo.
—Bueno, ahora tienes las bragas a la vista. —Le dio un mordisquito al
elástico con los dientes, y Bethany sintió que su piel cantaba como si fuera
un coro de ángeles—. Qué preciosidad, ¿no? —Rozó la seda con la punta de
la lengua—. A ver qué esconde.
—Espera. —Soltó una carcajada pese a la oleada de deseo—. Espera…
¿Estaba viendo fantasmas o Wes se comportaba con más agresividad
que de costumbre? Bien sabía Dios que no le importaba —se moría por
tenerlo encima—, pero era como si le estuvieran susurrando al oído que
algo iba mal. Acababan de dar el enorme paso de vivir juntos y deberían
hablar. ¿Cómo lo estaba llevando él todo? ¿Cómo había sacado el tema de
la mudanza con su sobrina y qué había dicho ella? ¿Le gustaba su casa o
creía que parecía un palacio de hielo?
Wes le apoyó la frente en el abdomen.
—Deja de pensar, Bethany.
¿Eso que oía era un deje raro en su voz?
—Es que pensaba que podríamos hablar un rato —dijo mientras se salía
de debajo de él y se levantaba de la cama, con el calor del fuego
calentándole las pantorrillas y los muslos—. Tenemos toda la noche por
delante, ¿no? Tenemos todas las noches.
Cuando sus miradas se encontraron, los ojos de Wes se habían
suavizado un poco. ¿Eso quería decir que antes estaban demasiado serios?
—Pues claro que sí. —Él acortó la distancia que los separaba y tiró del
cinturón del salto de cama para que acabara entre sus brazos antes de
apoyarle la cara en la coronilla—. ¿Qué te ronda la cabeza, nena?
—Tú.
Wes se tensó un poco.
—¿Yo?
Echó la cabeza hacia atrás para mirarlo.
—Mmm, sí. Tú, Wes. Has aceptado toda esta responsabilidad cuando no
pensabas quedarte en el pueblo…
—Pero ahora me voy a quedar —la interrumpió para desabrocharle el
salto de cama y quitárselo de los hombros—. Así de sencillo.
¿Qué le pasaba?
—Es un paso enorme.
—¿Por qué no me dices qué te preocupa? —preguntó él con calma.
¿Demasiada calma?
—No me preocupa nada —contestó en voz baja—. Quiero saber si algo te
preocupa a ti.
—Nada en absoluto —le aseguró él con voz rme al tiempo que le
levantaba la barbilla para que lo mirase a los ojos—. Soy rme como una
roca, Bethany. ¿De acuerdo? Confía en mí. Estoy aquí contigo porque has
sido mi mujer desde el principio, incluso desde antes de que te dieras
cuenta o lo aceptases. Estoy aquí mismo y aquí mismo es donde me voy a
quedar. Nada que tú o que cualquier otra persona pueda hacer me hará
querer estar en otro sitio donde no pueda abrazarte.
Eso la dejó sin palabras mientras el corazón le atronaba los oídos. ¿Qué
podía contestar a algo tan bonito? Que lo quería, sí. Pero, Dios, llevaban
dos horas viviendo juntos; había tiempo de sobra para eso.
—Wes —susurró mientras le subía las manos por el pecho y le enterraba
los dedos en el pelo—, te necesito.
Eso no era lo que tenía en el corazón. Pero de todas maneras lo dijo de
un modo que trascendía la necesidad física. Necesitaba su presencia, su
amor, su corazón, su personalidad, su sentido del humor, su altruismo, su
lealtad y su carácter tejano. Lo necesitaba todo. Y quería explicárselo, pero
Wes dijo:
—Joder, yo también te necesito, nena. —Al instante, le recorrió el cuello
con los labios y subió por el otro lado hasta llegarle al pelo, que le alborotó
sin que pareciera guiarlo el pensamiento racional o el autocontrol.
Unas manos ávidas le bajaron los tirantes del camisón hasta que lo tuvo
enrollado en la cintura para poder besarle los pechos. En cuanto la seda
cayó al suelo, dejándola solo con las bragas, él la tomó del trasero y la
levantó de puntillas para chuparle los pezones, metiéndoselos en la
calidez de su boca con gemidos roncos y torturándola con lametones.
En las dos ocasiones en las que habían hecho el amor, hubo un frenesí
incontrolable, pero esa noche Bethany percibía un cambio en él. Estaba
distinto. Como si lo moviera la desesperación por abrumar sus sentidos y,
por suerte —o por desgracia—, estaba funcionando. A la perfección. No la
dejó recuperar el aliento en ningún momento, y mientras su boca hacía
magia con sus pechos, le metió los dedos por debajo del elástico de las
bragas y se las bajó hasta los tobillos. Consiguió mantener el equilibrio a
duras penas.
—Soy rme como una roca —repitió él mientras buscaba su boca de
nuevo y se apoderaba de ella con esa lengua voraz y abrasadora—. Esta
noche no solo voy a darte las palabras. También vas a sentirlo. —Le dio
una palmada en el culo, lo bastante fuerte como para que la sintiera, para
que se le erizara todo el vello del cuerpo y la dejara sin aliento—. Lo
sentirás mejor a gatas. ¿Te pones así para mí?
—Sí —contestó con voz ronca y temblorosa. A ver, ni que pudiera decir
que no… Estaba mojada en su honor y sentía un deseo palpitante por
sentir su dura invasión. Ninguno de sus antiguos novios se había atrevido
a azotarla, y que un hombre en quien con aba lo hiciera le permitió
disfrutar de la euforia que dejó a su paso… y vaya si lo disfrutó. Quería
ponerse a gatas para él y ser el objeto de su regocijo.
Se dio media vuelta, apoyó la espalda en el torso de Wes y movió el culo
de un lado a otro contra su regazo, arrancándole un gemido frustrado,
antes de ponerse de rodillas y de apoyarse en las manos. La luz del fuego
le permitió ver la silueta de su cuerpo desnudo en la pared opuesta, y
soltó un gemido ronco. Un gemido que se convirtió en un grito de «Ya, ya,
ya» cuando Wes se colocó tras ella y se puso el preservativo antes de
levantarle más las caderas con un brazo.
—Siente esto, nena. —La penetró hasta el fondo (Dios, qué sensación,
maravillosa), provocándole un temblor muy erótico en los muslos—. ¿Te
parece que un hombre que no sabe exactamente lo que quiere haría esto?
—No —susurró cuando él empezó a moverse—. Wes…
—¿Y esto? —Se dejó caer sobre ella, sin dejar que su peso la aplastara
contra el suelo y manteniéndole las caderas levantadas con un brazo en
todo momento, mientras hacía chocar sus cuerpos una y otra vez, sin
descanso, penetrándola con embestidas certeras y seguras—. ¿Te parece
que podría vivir sin ti un puto segundo, Bethany?
La recorrió un intenso escalofrío, que se detuvo en su corazón,
electrizándolo. Dios, amaba a ese hombre. Era capaz de anclarla a la tierra
y hacerla volar a la vez.
—No —consiguió decir con voz trémula—, no podrías.
—No, claro que no podría —masculló él contra su cuello, aumentando la
fuerza de sus embestidas—. Joder. Así estás más estrecha todavía. Noto
que estás a punto de correrte, pero vas a quedarte conmigo un poco más.
Me la aprietas tan bien cuando estás a punto de caramelo… Guarrillo y
fuerte, ¿no?
Ella asintió con la cabeza para no tener que decirle con palabras que iba
a retrasar su orgasmo. Se la estaba metiendo en un ángulo que la hizo
apreciar mejor las matemáticas, porque no dejaba de rozarle el clítoris y el
punto G hasta que estuvo jadeando sobre la alfombra mientras rezaba
para que Wes no cambiara el ritmo ni las embestidas. «No cambies. No
cambies nunca». Madre del amor hermoso, estaba soltando frases que
parecían sacadas de un anuario horrible.
—No cambies tú —masculló Wes con voz ronca contra su pelo—. Eres
perfecta.
Un momento. ¿Estaba hablando en voz alta? Quién lo iba a decir. ¿Y a
quién le importaba?
—Más. Por favor.
—Estoy aquí para darte todo lo que quieras —gruñó él al tiempo que se
inclinaba más hacia delante, hasta que ella pegó la mejilla a la alfombra,
con el culo en pompa mientras sus caderas la golpeaban sin descanso—.
No me voy a ninguna parte. No… me dejes ir. A ninguna parte.
—No lo haré. No lo haré.
Sus voces sonaban distantes, y Bethany supo que debía recordar algo.
¿Qué quería decir con eso de que no lo dejara irse? Sin embargo, el brazo
que le sujetaba las caderas cambió de posición y sus dedos se unieron al
sensual ataque contra su clítoris… y se acabó. Separó los muslos para
permitirle que la penetrara todavía más, y el placer la embargó como el
caramelo caliente. Su orgasmo fue tan maravilloso que rayó en el dolor. Y
no tenía n. Sin embargo, cuando Wes gimió su nombre por encima de su
cabeza y la embistió esa última vez, con el cuerpo temblando, alcanzó
nuevas cotas.
Porque habían llegado juntos.
Unos segundos después, él estrechó su cuerpo desnudo entre los brazos
y la llevó a la cama. La dejó con mucho cuidado en el colchón, de costado,
y se tumbó a su lado, amoldándose a su espalda. Abrazándola con fuerza a
la luz del fuego.
Justo antes de quedarse dormida, la asaltó la preocupación de que algo
tan bueno no podía durar para siempre, pero se esfumó junto con su
conciencia antes de que pudiera darle muchas vueltas.
24

Era viernes por la mañana, el último día de trabajo en la Reforma


Apocalíptica, y reinaba un caos absoluto. Ollie y Carl estaban en el pasillo
y en el segundo dormitorio dando una última capa de pintura. Bethany
estaba colocando lámparas y apliques subida a una escalera mientras les
daba órdenes a los que iban llegando con los muebles que había elegido.
Wes estaba rematando la estantería a medida, y hacía bastante rato que
había tirado al suelo el sombrero de vaquero. Incluso los becarios de la
productora estaban echando una mano para dirigir a los fontaneros y a los
inspectores del ayuntamiento que estaban haciendo una última
inspección para aprobar los cambios.
Tenían hasta el día siguiente por la mañana para hacer arreglos de
última hora, antes de que llegaran los jueces para grabar el último
segmento y declarar el ganador.
Ella seguramente se pasaría toda la noche colocándolo todo con el
objetivo de que la casa estuviera lista para las cámaras. Aunque en esa
ocasión sería distinto. Había participado en todos los detalles de la casa,
desde la elección de la veta de la madera del suelo hasta los azulejos de la
cocina. Tenía mezcla debajo de las uñas por haber alicatado el cuarto de
baño y el cuello dolorido por haber pintado el techo. Aunque estuvo a
punto de matarse en el tejado, había vuelto a subir para terminar el
trabajo, con Wes vigilándola en todo momento, molesto. Pero lo había
hecho.
Cuando le lanzó el guante a Stephen en la boda, creyó que toda la
experiencia se resumiría en derrota o victoria. Pero no era cierto. Ya había
ganado.
O, mejor dicho, iba a ganar.
No se convertiría en otra persona de la noche a la mañana, pero se
estaban produciendo cambios en su interior. Cambios positivos. Ya no
tenía que ocultar la marca del cuello porque había desaparecido. Cuando
se plantaba delante del vestidor por la mañana, ya no repasaba
mentalmente todas las personas que la verían ese día para vestirse según
fuera más idóneo. No tenía que hacer ejercicios de respiración antes de
poner un pie en la obra. No tenía que pasar cada minuto del día
intentando hacer que el siguiente minuto fuera perfecto. Y esa mañana,
mientras llevaba a Laura al colegio, dijo: «Yo también te quiero», cuando el
guardia de trá co le dio los buenos días, y solo estuvo dándole vueltas
unos diez minutos, nada más.
Sintió un ramalazo en la columna y dejó lo que estaba haciendo, que era
colocar una bombilla de bajo consumo, para mirar al otro lado de la
habitación, desde donde Wes la estaba observando. La estaba observando
y comiéndosela con los ojos como si no hubiera dos cámaras captando
todos sus movimientos. Lo vio lamerse el labio inferior y guiñarle un ojo.
En otra época, habría puesto los ojos en blanco o lo habría mandado a
tomar viento fresco, pero ¿en ese momento? En n, la primavera pareció
brotar en su estómago de repente. Las ores se abrieron, los pájaros
trinaron y el sol brilló.
Bethany Castle vivía con su novio.
¿Quién lo iba a decir?
Ella no, hasta hacía dos semanas.
Aun así, el escepticismo hacía acto de aparición de vez en cuando con
unos diminutos tentáculos en el mar de su subconsciente. Si Wes no
hubiera necesitado una residencia estable para Laura…, ¿se habría ido a
vivir con ella alguna vez? ¿Se habría hartado de ella y se habría buscado a
otra menos neurótica?
Desde el otro lado de la habitación, Wes la miró meneando la cabeza, y
ella se apresuró a ocultar sus pensamientos con una sonrisa. Por el amor
de Dios, ¿por qué estaba buscando problemas? Tenía un novio que la
abrazaba durante toda la noche como si estuvieran enfrentándose a un
vendaval… y lo quería. Con una niña en la casa su vida de repente se
había convertido en una caja de Pandora llena de trozos de ceras de
colores y manchas de chocolate, pero eran cosas que le estaban enseñando
poco a poco lo sobrevalorada que estaba la perfección. ¿A quién le
importaba el desorden mientras todos se rieran?
Y bien que se reían. Esa mañana, Laura la había esperado fuera del
cuarto de baño para darle un susto de muerte. El sobresalto la hizo mover
los brazos como uno de esos muñecos hinchables de los concesionarios de
vehículos de segunda mano hasta que tiró un marco de la pared y se cayó
de culo al suelo, envuelta en la toalla. Wes subió corriendo la escalera para
ayudarla, y su cara de espanto le ayudó a verle toda la gracia a la situación.
Si no tuvieran que acabar la reforma para el día siguiente, tal vez seguiría
tirada en el suelo, riéndose boca abajo sobre la moqueta con Laura subida
a su espalda mientras le pedía a gritos que diera brincos como un caballo
salvaje.
¿Cómo habría pasado la mañana en otra época?
¿Comiéndose la cabeza por los ramos de ores y por el té que se iba a
beber?
En n, todavía se comía la cabeza por muchas cosas. Su madre se había
enterado de su nueva situación y le había dejado unos diecisiete mensajes
pasivo-agresivos en el buzón de voz. Claro que tampoco podía culparla. Ya
iba haciendo falta una cena familiar. Wes y Laura formaban parte de su
vida y debía dejar de temer que fuera a pasar algo malo.
—Oye —le dijo a Wes.
¿Le brillaban los ojos cuando se acercó a ella? ¿Era mágico? ¿Cómo había
podido pasar un solo segundo negando la atracción que sentía por él?
—Dime, preciosa…
—A ver, que estaba pensando… Mañana, cuando todo se calme,
podríamos invitar…
El móvil de Wes sonó, interrumpiéndola.
—Sigue —dijo él, pasando de la llamada.
—No, podría ser algo de Laura. Deberías contestar.
La miró un momento antes de hacerlo.
—¿Diga? —Después de unos segundos en los que estuvo escuchando, su
actitud cambió por completo—. Sí, soy Wes Daniels. —Cubrió el altavoz—.
Es del juzgado de familia.
Bethany no tuvo tiempo de reaccionar. Sin cortar la llamada, Wes le
rodeó los muslos con un brazo y la bajó de la escalera para sacarla de la
casa. Dejaron mucha confusión y risas a su paso, pero a ella le interesaba
más la llamada y el hecho de que Wes la quería a su lado mientras
hablaba.
—Sí —dijo él mientras la soltaba, cerraba la puerta tras ellos y les hacía
un gesto a todas las personas del jardín para que se callaran—. ¿Quiere
venir a la casa esta tarde? —Wes dio una vuelta completa mientras se
pasaba una mano por el pelo, y Bethany supo lo que estaba
contemplando: las horas de trabajo que todavía les quedaban por delante
—. Esta tarde va a estar difícil. ¿Hay posibilidad de que podamos…?
Bethany agitó las manos en su dirección.
—Acepta —susurró—. Acepta, ya nos las apañaremos.
Él le preguntó en silencio si estaba segura, y ella asintió con gesto
vehemente.
—Esto… Sí, esta tarde nos viene bien. —Carraspeó—. A las seis en punto.
Hasta luego.
Wes colgó y extendió los brazos hacia ella, que ya se estaba moviendo
hacia él. La abrazó con fuerza y se quedaron así un buen rato, meciéndose
de un lado a otro.
—Dice que seguramente aprueben la tutela temporal si esta tarde la
visita sale bien —le dijo.
—Saldrá bien —repuso Bethany—. Pues claro que saldrá bien.
Si algo se le daba bien, era irradiar encanto. Podría haberse graduado en
dorar la píldora en la universidad, con un máster en engatusar a personas
con portapapeles. Estaba hecho. Wes y Laura contaban con ella, y no iba a
dejarlos en la estacada.

Algo carcomía por dentro a Wes, pero no terminaba de identi car de qué
se trataba.
Estaba sentado en el sofá con Laura a su lado mientras intentaba
concentrarse leyéndole una de las aventuras de Judy Moody, pero Bethany
no dejaba de llamar su atención hacia donde se encontraba, revoloteando
en la cocina de un lado para otro.
Estaba en su salsa, colocando bombones en un plato y encendiendo
velas. Se había recogido el pelo y se había puesto unos relucientes
pendientes de diamantes en las orejas. Llevaba una especie de vestido
ajustado y negro con un hombro al aire que le resaltaba las piernas. Había
desaparecido la mujer salpicada de pintura con unas mallas insalvables.
Estaba tan guapa que casi no oía el sonido de su propia voz por encima de
los latidos del corazón. Aunque era evidente que ella también estaba un
poco nerviosa, algo imposible de pasar por alto.
Había investigado lo su ciente para saber que si el funcionario del
juzgado no encontraba adecuada la casa para Laura, podrían apelar la
decisión e intentarlo de nuevo. De una manera o de otra, conseguiría la
tutela. Eso no era lo que lo preocupaba. Era Bethany. Su relación era
demasiado nueva y aunque se había relajado y se sentía más cómoda
consigo misma, a veces era consciente de que el pánico la atenazaba
cuando la novedad de su vida en común la hacía sentirse como un pez
fuera del agua.
Sí, se preocupaba cada vez menos por ser perfecta, pero la intensidad
obsesiva que estaba demostrando esa tarde le recordaba a la Bethany de
antes. Y temía que sus viejas inseguridades regresaran con fuerza si
fracasaban esa tarde.
Los nervios le habían provocado un nudo en el estómago que le decía
que la decisión de esa tarde podría agrietar el centro de lo que habían
construido. ¿La había cargado con demasiado presión? Fue él quien dijo
que deberían ir despacio. ¿Debería haberse esforzado más en buscar un
piso para Laura y para él mientras su relación con Bethany se fortalecía?
Sin embargo, iba aplastando todas esas preocupaciones según
asomaban a la super cie. Solo había espacio para una persona nerviosa en
la casa, y ya había decidido que no podía ser él. Necesitaba proyectar una
imagen de absoluta seguridad hasta que Bethany estuviera convencida de
que no se iba a ir. Hasta entonces y mientras ella lo necesitara, sería un
pilar sin una sola grieta. Sólido.
Sonó el timbre, y Laura levantó la cabeza.
—¿Son ellos?
La explicación que le había dado a Laura había sido más o menos así: en
el pueblo empezaban a sospechar que la casa de Bethany era de verdad un
palacio de hielo camu ado por un hechizo mágico. Así que alguien tenía
que ir para con rmar que no estaban haciendo nada raro.
—Sí, son ellos. —Se levantó del sofá e hizo que su sobrina se pusiera en
pie—. ¿Por qué no vas a por uno de los bombones que ha preparado
Bethany? Lávate las manos después.
—¡Muy bien!
Laura se fue corriendo y Wes soltó un largo suspiro antes de acercarse a
la puerta, donde se reunió con Bethany. Ella le dio un apretón en la mano
y retrocedió para que él pudiera abrir, momento en el que vieron a una
mujer delgada de sesenta y tantos años, con los brazos cruzados por
delante del pecho y expresión muy seria. El mal presentimiento de Wes
aumentó.
—¿Es la residencia de Daniels y Castle?
—Sí —contestó Bethany con voz alegre—, pase, por favor.
La mujer entró en la casa sin más, y fue como si sus ojos lo vieran todo a
la vez.
—Me llamo Paula. —Sacó una tarjeta de visita del bolsillo de la chaqueta
y se la dio a Wes—. Por favor, sigan con lo que hacen normalmente. No
necesito que nadie me enseñe la casa. Ya echo un vistazo por mi cuenta.
—Ah, muy bien —repuso Bethany con voz entrecortada—. ¿Le apetece
beber algo? ¿Un café?
—No, gracias —contestó Paula, que ya se estaba alejando de ellos.
Wes se acercó a Bethany y la tomó de la mano, pero en ese momento la
tenía húmeda y no cálida como antes.
—Oye, vente a leer con nosotros. Todo saldrá bien.
A Bethany le falló la sonrisa.
—Todo saldrá bien. Lo sé.
No asimiló ni una sola palabra del cuento que le leyó a Laura durante el
siguiente cuarto de hora. Solo fue consciente de los metódicos pasos que
se oían por la casa, entrando y saliendo de las habitaciones. Laura
encontró una postura cómoda bajo el brazo de Bethany y empezó a dar
cabezadas, y parecía que nada podía salir mal. ¿Cómo iba a pasar algo
malo cuando su sobrina estaba más relajada de lo que nunca la había
visto? Bethany se había estado transformando delante de él, sin prisa,
pero sin pausa, en alguien que era capaz de reírse cuando se caía la masa
de las tortitas al suelo y a quien no le importaba que se pusieran dibujos
animados a todo volumen. Era una puta maravilla, la clase de mujer que a
Laura le bene ciaría mucho tener en su vida, antes y después de que su
madre regresara…, y él esperaba que su hermana pudiera regresar.
No había un sitio mejor para su sobrina y bien sabía Dios que no había
ningún otro sitio donde él quisiera estar que no fuera junto a esa mujer a
la que le había entregado el corazón.
Así que ¿por qué no dejaba de atronarle el corazón los oídos?
Lo descubrió cuando Paula volvió de su recorrido por la planta alta. Le
bastó una mirada a su cara ceñuda para saberlo.
—¿Puedo hablar con ustedes fuera, por favor?
Bethany se puso en pie tan deprisa que casi perdió el equilibrio, pero
Wes le atrapó la mano a tiempo y rodeó con ella el sofá hacia la puerta de
entrada. Agradeció los leves ronquidos de Laura, porque no quería que
oyera las malas noticias que sin duda iban a recibir. Ya lo estaban
golpeando como un bate en el estómago, y el impacto hacía que se le
entumeciera el cuerpo poco a poco, como en oleadas. ¿Cómo había
pasado?
—Siento tener que hacerlo —dijo Paula con voz titubeante—. No quiero
que crean que es una crítica negativa de ustedes o de su casa, pero después
de examinar el ambiente de Laura, no puedo recomendar este sitio como
un lugar apropiado para una niña de su edad. O acaba de mudarse, o no se
han hecho las modi caciones necesarias para acomodar a un niño. Parece
la sala de exposición de un decorador. La verdad, la casa me parece… fría.
—Al oír eso, Bethany dio un respingo y Wes cerró los ojos—. Tendrán la
oportunidad de apelar la decisión y puede que me manden de nuevo a
realizar otra visita, pero de momento… mi recomendación es que no se
conceda la guardia y custodia temporal…
Wes no escuchó el resto porque estaba demasiado ocupado observando
la cara de Bethany al tiempo que experimentaba una lenta erosión en el
pecho. Y fue incapaz de controlar las ganas de agarrar a Bethany y
sacudirla por los hombros. «No te cierres en banda ahora que te necesito,
joder». Pera ya era demasiado tarde. Lo veía claramente. Había esbozado
la sonrisa vacía y su expresión era distante, la fachada que usaba para
ocultar lo que sentía de verdad por ese fracaso.
No, no era un fracaso. Era un contratiempo.
¿Cabía la posibilidad de lograr que ella lo viese de esa manera? ¿Tenía
las fuerzas necesarias para intentarlo cuando la decepción que él mismo
sentía amenazaba con ahogarlo?

—Gracias —dijo Bethany con voz apagada antes de cerrar la puerta cuando
Paula se fue. Los dos se quedaron allí plantados, pero era incapaz de mirar
siquiera a Wes.
La humillación le quemaba la piel como si fueran hormigas rojas.
«La verdad, la casa me parece… fría».
Eso mismo le habían dicho los hombres a los que dejaba colgados
cuando intentaban acercarse demasiado. Y todo porque le daba miedo
dejarlos entrar hasta el fondo y llegar a esa conclusión cuando conocieran
a la verdadera Bethany. Que solo era un bonito paquete.
Esa casa era una extensión de su persona, ¿no? Había puesto el alma y el
corazón en cada detalle, del suelo al techo. Y la habían tachado de fría.
En ese momento solo atinaba a pensar en minimizar el dolor de ese
estrepitoso fracaso. Había engañado a Wes y a Laura para que creyeran
que era una persona cálida, de las que sentaban cabeza. Pero las palabras
de la funcionaria debían de demostrar lo que había temido desde el
principio: que no era el paquete completo. Que solo era una caja vacía
envuelta en papel de regalo.
—No lo hagas, Bethany. —Casi ni oyó la súplica jadeante de Wes por el
ruido que le atronaba los oídos—. Por favor.
—¿Que no haga el qué? —preguntó, atontada.
—Lo primero, mírame, joder.
Lo miró, por Dios. Miró a ese hombre al que quería y vio que parecía
derrotadísimo. Nunca lo había visto así, ni siquiera cuando lo despidió.
Era culpa suya. Habían improvisado la desquiciada idea de que podían ser
una familia instantánea y ella no había estado a la altura. ¿Qué sentido
tenía ser perfeccionista si no podía ser perfecta cuando de verdad
importaba?
—Oye, apelaremos…
—No, yo… A ver, aquí de nuevo no. Es evidente que traerla a vivir aquí…,
y que tú te vengas, ha sido una mala idea. —Agitó una mano temblorosa
para abarcar la casa—. No es para niños. Cualquiera se daría cuenta. Todo
esto ha sido una locura. Una locura.
—No ha sido una locura. Deja de decir eso. —Wes se pellizcó el puente
de la nariz—. No eres la única a la que le han dado un mazazo. Puedo ser
fuerte por los dos, pero a veces necesito ayuda. Así que necesito que
mantengas la calma para mí ahora mismo.
—Estoy muy calmada —le aseguró mientras echaba a andar hacia la
cocina con piernas temblorosas. Sacó una botella de agua del frigorí co, la
abrió y bebió a toda prisa en un desesperado intento por controlar el caos
que eran sus pensamientos. El agua fresca que le cayó por la garganta no
sirvió para aliviar la punzada de derrota.
—Bethany…
—No pasa nada. Intentamos engañarlos para que creyeran que yo era
una madre o… una mujer capaz de hacer un hogar feliz, pero no lo soy. No
soy agradable ni cálida. Nunca lo seré. Ni siquiera sé si lo quiero ser. —
Hablaba tan deprisa que casi ni acababa de pronunciar las palabras—. Y
ahora tienes que adaptarte.
—Tengo que adaptarme… Yo solo. Como si no fuéramos una pareja.
—Ajá. —Lo dijo con sorna—. Te habría ido mejor con cualquier otra.
Wes soltó una carcajada ronca y carente de humor.
—No puedo decir que me sorprenda.
Bethany soltó despacio la botella de agua mientras un mal
presentimiento le provocaba un hormigueo en la punta de los dedos.
—¿Qué signi ca eso?
—Signi ca que has estado buscando un defecto en nuestra relación. Un
defecto en ti. Un defecto en nosotros. Y ya lo has encontrado, Bethany. Ya
tienes la excusa para salir huyendo.
—No estaba buscando una excusa…
—Y una mierda que no. —Golpeó la isla de la cocina con un puño—. Me
estás apartando de tu lado para minimizar tu dolor. Y no siempre podré
convencerte de que te alejes del precipicio. A veces, yo también estoy al
borde de uno.
—Lo siento —susurró, descompuesta—, es que creo que las expectativas
con esta relación se nos fueron de las manos demasiado deprisa, y esto lo
demuestra. —Dios, se odiaba por cada palabra que salía de su boca, pero lo
único que podía hacer era seguir insistiendo hasta que él por n la dejara
sola y así poder avergonzarse de su fracaso en paz. «Esa mujer me ha
calado y ha visto que soy una farsante»—. Tendrás más posibilidades sin
mí.
Tuvo la impresión de que Wes trataba de mostrarse paciente, pero
saltaba a la vista que no lo logró. Se pasó una mano por el pelo, abrió la
boca para decir algo y la volvió a cerrar. Ella casi se postró de rodillas para
pedirle perdón por todas y cada una de las palabras que acababa de
pronunciar. Casi le suplicó que ngiera que los últimos cinco minutos no
habían pasado. Al n y al cabo, podían arreglar la casa y lograr que fuera
más acogedora para Laura. Dado que había leído mucho por encima del
hombro de Wes durante la última semana, sabía que a menos que la niña
corriera peligro en la casa, las autoridades no se la llevarían, así que
podían solucionar el problema. Apelar la decisión.
Sin embargo, en ese momento se estaba preguntando muy en serio si a
Wes le iría mejor solo. Todos sus esfuerzos por convertir la casa en un
hogar habían caído en saco roto, y era imposible no darse cuenta.
Acababan de con rmárselo.
—Te dejaremos tranquila lo antes posible —dijo Wes antes de darse
media vuelta y salir de la cocina.
Bethany sintió una pesa de media tonelada en el estómago.
—Espera —se apresuró a decir mientras tiraba la botella al suelo. ¿Todo a
la vez? ¿Todo iba a suceder a la vez? Había reaccionado sin pensar en las
consecuencias. Se suponía que Wes iba a impedir que perdiera los nervios,
¿no? ¿Cómo era posible que las cosas hubieran llegado tan lejos?—. No, no
es necesario que os vayáis.
Wes levantó en brazos a su sobrina dormida del sofá y se detuvo antes
de en lar el pasillo.
—Sí, creo que sí es necesario que lo hagamos. —Miró a Laura—. La dejaré
dormir, pero nos iremos por la mañana.
25

El pasillo de la Reforma Apocalíptica crujió bajo los pies de Bethany


mientras lo recorría, acariciando la pared con las yemas de los dedos. Era
como si la casa y ella hubieran intercambiado los papeles. Esa mañana, la
casa era un espacio vacío, y ella estaba llena de vida y esperanza. En ese
momento, quien estaba vacía era ella mientras que la casa se encontraba
llena de muebles a la espera de que los colocaran.
Después de que Wes se encerrara en su habitación, regresó sola,
desprovista por primera vez de la emoción habitual que experimentaba al
llegar a la fase nal de una reforma. Los muebles estaban envueltos en
plástico, colocados en sus correspondientes habitaciones, pero sus
extremidades eran pesos muertos, así que no sabía cómo iba a conseguir
colocarlos en su lugar, en el ángulo correcto.
Soltó el aire y con él, perdió la energía que le quedaba en el cuerpo, de
manera que se dejó caer de costado por la pared del pasillo hasta acabar
en el suelo, débil.
«¿Qué has hecho?».
Se había repetido la misma pregunta noventa veces desde que salió de
casa andando con paso inseguro y condujo como una zombi por el pueblo.
La respuesta seguía eludiéndola, oculta en algún lugar fuera del alcance
de su conciencia, sobre todo porque era incapaz de pensar en otra cosa
que no fuera el dolor de haber perdido a Wes.
Sintió una nueva oleada de tristeza y se estremeció.
Por Dios. Había perdido a Wes.
El asunto era ¿cómo?
¿Cómo?
Su relación estaba en los comienzos, pero era sólida. Cada vez que la
preocupación provocaba una burbuja que subía a la super cie, él
encontraba la manera de explotarla. Encontraba la manera de que ella
olvidara incluso que dicha burbuja había existido. La ayudaba a olvidar
sus miedos y a pensar en lo bueno. No, no solo eso; en realidad, había
conseguido que sintiera todo lo que era bueno, que no tuviera que seguir
buscándolo.
Wes había luchado con valentía contra sus dragones.
Y ella…
No paraba de liberar dichos dragones, con la esperanza de que él saliera
a escena con su armadura y la espada preparadas. ¿Era posible que
hubiera eludido más de la cuenta sus batallas mentales para que fuese él
quien las librara?
Sí.
Sí, desde luego. Y todo lo que le había dicho en la cocina esa noche era
cierto. Había estado buscando puntos débiles en los cimientos que
estaban construyendo juntos. Había retomado sus antiguos trucos de
buscar una salida para no tener que enfrentarse a sus imperfecciones.
Dios, si Wes hubiera demostrado la misma reticencia que había
exhibido ella, la habría matado. En cambio, se había mostrado rme y no
había permitido que sintiera la más mínima inseguridad. Sí, ella había
estado trabajando consigo misma, pero no con la su ciente rapidez. Había
sido incapaz de soportar el golpe de que consideraran su casa inadecuada,
y todo se había derrumbado en un abrir y cerrar de ojos.
Y todo era culpa suya. Solo suya.
Se había doblado como una hamaca plegable barata y le había hecho
daño al hombre que amaba. No le cabía la menor duda. Porque él
prácticamente le había suplicado con los ojos que no lo apartara. Así que
había perdido a la única persona que le había echado un vistazo a su lista
de demonios y se había subido al carro de todos modos.
Se llevó las manos a la cara y dejó que las lágrimas saladas se deslizaran
por sus palmas hasta los labios y le mojaran la camisa. Había metido la
pata hasta el fondo. Era muy posible que se hubiera mostrado más
vulnerable con Wes de lo que nunca se había mostrado con un ser
humano, pero a la hora de la verdad le había exigido mucho sin darle a
cambio lo su ciente. Era caprichosa, voluble e indigna de alguien con un
corazón tan grande.
Se enjugó las lágrimas y miró a un lado y a otro del pasillo. Era
medianoche, así que su única compañía era el polvo persistente y el olor a
madera recién cortada. Eso era lo que merecía: estar sola.
La Bethany que era antes de Wes habría preferido la soledad.
¿Lo prefería en ese momento?
No. Por Dios, no. Así no se conseguía nada.
Se sentó más erguida.
Al inicio de ese proyecto, se propuso demostrar que era capaz de
reformar y vender una casa sola y de hacerlo mejor que su hermano. Que
era capaz de hacer el trabajo mejor que nadie. Pero eso no era lo que había
descubierto y aprendido. Había aprendido a aceptar ayuda y a agradecerla.
Había aprendido que para tener éxito debía bajar la guardia y admitir que
había cometido un error, como despedir a Wes, o pedir baldosas del
tamaño equivocado para el cuarto de baño, o un millón de cosas más que
había hecho por el camino. La perfección no era el éxito. Era imposible y,
la verdad, era aburrida.
El esfuerzo dedicado al proyecto era lo que la hacía sentirse orgullosa.
No el resultado.
Ojalá se hubiera esforzado tanto con Wes.
Se levantó del suelo y echó a andar hacia el salón, donde levantó con
una uña un trozo de cinta adhesiva del plástico que envolvía el sofá. ¿Iba a
aprender algo de la lección? ¿O iba a ngir que las últimas dos semanas y
media no habían sucedido y se iba a limitar a lamerse las heridas?
La verdad, lo último era lo que más la atraía. Tenía las rodillas de goma
y los ojos llenos de lágrimas. Quería sentir la presencia de unos brazos
fuertes a su alrededor, y saber que no los merecía era lo más doloroso de
todo.
De todas formas, se sacó el móvil del bolsillo y llamó a su hermana,
decidida a no caer en los mismos errores que la habían conducido a ese
páramo solitario y frío, sin el hombre que había estado a su lado a pesar
de no merecerlo.
—¿Qué pasa? —le preguntó Georgie, que parecía asustada.
—Nada —se apresuró a responderle ella—. Siento llamarte así tan tarde.
Es que… necesito ayuda. —Tragó saliva—. Necesito que me ayudes a
preparar la casa para mañana. No puedo hacerlo sola.
Una larga pausa.
—Un momento. ¿Eres Bethany? ¿Mi hermana Bethany?
Esbozó una sonrisa apagada.
—Sí, soy yo.
—De acuerdo —dijo Georgie despacio—. Dejaré a Travis durmiendo y
voy enseguida.
Travis se oyó de fondo:
—Y una mierda.
—Necesita ayuda para preparar la casa. —Oyó la voz amortiguada de su
hermana.
—¿Bethany necesita ayuda?
—¡Sí!
—¿Estás segura de que es ella?
Sus voces dejaron de oírse unos instantes por el frufrú del nórdico y
luego oyó que Georgie decía:
—Travis viene conmigo. No cree que pueda enfrentarme sola a las calles
de Port Je erson.
—Cuantos más, mejor. Hasta ahora.
Georgie no fue sola. Apareció con la mitad de las integrantes de la Liga
de las Mujeres Extraordinarias, entre las que estaba una Rosie de ojos
soñolientos con Dominic a remolque, tan estoico y protegiendo a su
esposa como de costumbre. Abrió la puerta de la casa y se sorprendió
tanto por ese mar de caras sonrientes que la miraban que se apartó
tambaleándose. Los recién llegados no esperaron a que los saludara ni le
pidieron explicaciones; simplemente pasaron a su lado de uno en uno,
aunque un par de señoras mayores le dieron una palmada en el hombro.
La casa pasó de un silencio espeluznante a un ruido ensordecedor
mientras rasgaban plásticos con cúteres, rompían cajas y arrastraban
muebles por el suelo. Ella contempló el caos con lágrimas de
agradecimiento en los ojos hasta que sus genes dominantes no pudieron
soportarlo más y se unió al esfuerzo.
Tuvo que esperar hasta el amanecer y dar muchas órdenes con voz
ronca hasta ver la casa como la había imaginado. Sin embargo, no
experimentó la satisfacción habitual, porque la persona con la que más
deseaba compartir esa alegría no estaba allí. Iba a dejarla, y con razón.
Su improvisado comité de decoración empezó a marcharse, y ella se
quedó en la puerta dándoles las gracias a todas y cada una de esas
personas hasta que se marcharon para empezar el día, sin duda agotadas.
Travis, Georgie, Rosie y Dominic se demoraron un poco más para ayudarla
a limpiar los plásticos y las cajas que quedaban después de haberlo
desembalado todo.
Georgie se acercó a ella y le apoyó la cabeza en un hombro.
—Está increíble. Deberías estar muy orgullosa.
—Apenas la reconozco —añadió Travis, que dio una vuelta completa
para contemplar la que fuera la casa de su infancia—. Y me alegro mucho.
Bien hecho, Bethany.
—Gracias. —El corazón le latía con fuerza en el pecho—. No lo he hecho
sola.
Rosie le entregó uno de los cafés que Dominic había ido a comprar a la
gasolinera y dijo con mucho tiento:
—Supongo que Wes está en casa con Laura.
Bethany captó la curiosidad en el tono de su amiga. Como era obvio, se
había dado cuenta de que algo iba mal.
—Están en mi casa. Se han mudado a mi casa.
Cuatro pares de cejas se levantaron.
—No sé cuánto tiempo van a estar allí —añadió con aspereza—. Lo he
estropeado todo.
—¿Qué es… todo? Si no te importa que pregunte. —Travis miró a su
mujer—. Se supone que debes mantenerme al tanto de los chismes.
—Yo tampoco lo sabía —murmuró Georgie, que la miraba jamente—.
Sea lo que sea lo que crees que has estropeado, tiene arreglo. Te
ayudaremos.
—Te agradezco el ofrecimiento. —Pensó en la última vez que vio a Wes y
meneó la cabeza. Estaba hecho polvo por la decisión de Paula y ella lo
había dejado en la estacada. Había cortado por lo sano y había salido
corriendo emocionalmente, tal como él había sugerido. Lo había
abandonado con frialdad cuando más la necesitaba. ¿Cómo iba a con ar
en ella de nuevo?
No lo haría.
Sin embargo, había aprendido durante su búsqueda de un terreno en
común con Wes y no iba a darle la espalda a todo eso tal como había
hecho con él en su momento de necesidad.
—Tengo que deciros una cosa. —Se alejó del grupo para mirar por la
ventana—. Me paso el día hecha un mar de dudas. Pienso cada palabra y
cada decisión de forma minuciosa y mantengo alejada a la gente para que
nadie descubra que, en realidad, soy un desastre. No lo tengo todo
controlado. Solo njo ser… la criatura hermosa y dinámica que tenéis
delante. Todo el tiempo.
Todos guardaron silencio durante unos segundos.
—Gracias a Dios —susurró Georgie al tiempo que tiraba de ella—.
Felicidades, Bethany, eres humana. En esta habitación nadie es perfecto.
—Ni siquiera yo —dijo Travis, guiñando un ojo.
Georgie le dio un golpe en la cadera.
—Si te hemos hecho sentir que debías ser impecable, lo sentimos —se
disculpó Rosie, que se acercó a ella—. Haces que todo parezca tan fácil que
cuesta imaginarte pasando un mal rato para conseguir algo, como nos
pasa a los demás.
—Aunque esta noche has pedido ayuda. —Dominic tosió, claramente
incómodo por convertirse en el centro de atención aunque fuera por un
segundo—. Seguro que no ha sido fácil. Tampoco habría sido fácil para mí.
—Miró a su mujer—. Antes.
—Y ahora estás hablando con nosotros —añadió Georgie—. Reconocer el
problema en voz alta es la mitad de la batalla. Como cuando te dije que
estaba enamorada de Travis en la clase de zumba.
—No nos re ramos a eso como un problema —protestó Travis.
—Lo fue en su momento —reconoció Georgie, que extendió un brazo
para tomar a su marido de la mano—. Pero luego se convirtió en algo
precioso. Los problemas no tienen por qué desaparecer, pueden cambiar
de forma o puedes hacer que te resulten útiles a la larga.
—Tiene razón —terció Rosie con una sonrisa dulce—. No es necesario
que hagas un cambio radical. A veces, basta con añadir un poco de
sinceridad.
¿Tenía razón Rosie? Eso parecía. Allí estaba, delante de sus amigos más
íntimos y de su familia sintiéndose expuesta, sí, pero también más ligera.
Más ella misma que nunca. ¿Por qué tenía que llegar esa lección tan tarde?
El día anterior podría haber sido muy diferente. En vez de intentar alejar a
Wes, podría haberle dicho la verdad. Que estaba avergonzada por el
fracaso y horrorizada por haberlo decepcionado. Podrían haberlo hablado
y haber seguido adelante juntos. Y lo más importante, podría haber
averiguado cómo se sentía él después de oír que su casa no era la
adecuada para conseguir la tutela de Laura.
A esas alturas, había perdido ese privilegio, ¿verdad?
Seguro que no volvía a arriesgarse con una egocéntrica inestable como
ella.
—Gracias, chicos —dijo antes de carraspear para librarse del nudo que
tenía en la garganta—. Y gracias por venir en plena noche a ayudarme. No
habría podido hacerlo sola. —Dio una vuelta completa para observar la
casa, decorada al estilo Cape Cod, en todo su esplendor—. ¿Será su ciente
para ganarle a Stephen?
Se le encogió el estómago al comprender que ganar Enfrentados por las
reformas ya no era importante. No cuando había perdido lo que más le
importaba.

A la mañana siguiente, Wes descubrió el verdadero signi cado de ser


padre. Sí, había que comprar vestidos y levantarse a las cinco de la
mañana, pero sobre todo había que sonreír y seguir estando presente en
los momentos malos. Cuando se levantó de la cama el sábado por la
mañana, después de haber dormido unos veinte minutos durante toda la
noche, la casa estaba vacía. Bethany debía de haberse ido para colocar los
muebles de la Reforma Apocalíptica, y que lo estuviera haciendo sola no le
gustaba. En absoluto. Habían empezado el proyecto juntos y deberían
terminarlo juntos.
Se apoyó en el marco de la puerta para observar a Laura mientras ella se
lavaba los dientes y deseó poder retroceder en el tiempo y enfrentarse de
otra manera a la discusión con Bethany. Dios, ojalá pudiera hacerlo.
¿De qué le había servido ser la presencia estabilizadora que la ayudara a
superar tonterías como la marca del cuello? ¿O tranquilizarla diciéndole
que no le importaba su mal aliento matutino? Si no podía ser fuerte
cuando ella sufría una crisis importante, lo demás no signi caba nada.
El día anterior podría haberla abrazado, haberla besado y haberle dicho
«Hemos recibido malas noticias, nena. Lo consultaremos con la almohada
esta noche y mañana lo analizaremos mejor». ¿Y si solo hubiera
necesitado eso para convencerla?
En cambio, lo había dejado hecho una furia, cabreado y dolido.
Joder, todavía le dolía. Ella le echó sal en la herida y, en aquel momento,
no fue capaz de afrontarlo. Pero a esas alturas, solo podía pensar en
Bethany. ¿Se sentiría tan mal como él?
Quizá nunca lo supiera. Seguro que no quería verlo ni en pintura. Un
hombre incapaz de ser rme en sus momentos de bajón no la merecía en
absoluto.
Al nal, tendría que encontrar un plan para él y Laura. Si Bethany no
los quería viviendo allí, lo respetaría, aunque no tenía claro que ese fuera
el caso. Bethany quería a Laura. Estaba claro por su forma de mirarla. Por
la expresión que ponía cada vez que la niña decía su nombre o se sentaba
en su regazo. De todas formas, no podía esperar a que Bethany se
recuperara para presentar el recurso de apelación. Debía hacerlo cuanto
antes, y tampoco quería volver a presionarla tan pronto.
—El lunes tenemos que llevar algo al colegio para explicar qué es —dijo
Laura sin sacarse el cepillo de dientes de la boca.
—¿Ah, sí? —Wes se frotó un ojo con tanta fuerza que casi se lo enterró en
el cerebro—. ¿Qué vas a llevar tú?
—La vela con olor a magnolia de Bethany. Ya la he guardado en la
mochila.
—¿Por qué la vela?
Laura escupió en el lavabo.
—Porque huele como ella.
Le dio un vuelco el corazón.
—Sí. Es verdad.
—Me gusta cómo huele. Me gusta todo de ella.
—A mí también me gusta todo de ella. —Hasta las partes más
desquiciadas. La tarde anterior, en la cocina, no dejó de quererla pese a la
discusión. Y, en ese momento, la quería tanto que le dolían las manos por
el deseo de tocarle la cara y acariciarle el pelo. Debía de estar trabajando a
marchas forzadas para preparar la casa, y él no estaba allí para decirle que
era extraordinaria. Que era capaz de hacer cualquier cosa.
—¿Tío Wes?
—¿Qué?
Laura levantó una ceja.
—En realidad, no has estado durmiendo mucho en el dormitorio del
otro lado del pasillo, ¿verdad?
Le dolió sonreír, pero no pudo evitarlo.
—No, niña. La verdad es que no.
—Danielle me ha contado lo que Bethany y tú hacéis en las estas de
pijamas.
Eso lo dejó petri cado.
—¿Ah, sí? ¿Qué te ha dicho Danielle?
Laura bajó de un salto del taburete que Bethany había colocado delante
del lavabo para que pudiera mirarse en el espejo. ¿Se habría jado la
funcionaria del juzgado en ese detalle? ¿En todos los detallitos que
Bethany había añadido, como el tarro de Cheerios en la cocina o el
champú de princesa Disney en la ducha? Él ni siquiera le había pedido
que lo hiciera.
—Que cuando ellas se quedan a dormir fuera de casa, su madre y su
padre —contestó su sobrina, sacándolo de sus pensamientos— renovan sus
votos matrimoniales.
Por Dios. No estaba mentalmente preparado para esa conversación dado
el estado de su cabeza.
—¿Que los renovan? ¿Te re eres a que los… renuevan?
—Sí, eso. —Sonrió alegremente.
Wes se quedó muy quieto, con la esperanza de que su inmovilidad
funcionara como si quisiera evitar el ataque de un oso.
—Bueno. Eso está bien, supongo.
—Sí, pero Bethany y tú no estáis casados.
Había llegado el momento. Iba a despedazarlo un oso. Nunca había
deseado tanto la presencia de Bethany a su lado. Ella tampoco sabría qué
decir, pero eso era lo bonito de la relación. Ya se tratara de una
improvisada merienda formal infantil o de un dedo sangrante, salían del
atolladero juntos. Joder, había metido la pata hasta el fondo con ella. Su
primera y única vez en el amor, y la había defraudado casi antes de echar a
andar.
Y también había defraudado a Laura.
«Mira qué contenta está. ¿Cómo va a reaccionar a una nueva
mudanza?».
—No —convino—, Bethany y yo no estamos casados.
—Entonces, ¿qué votos renováis? ¿La gente que no está casada puede
renovar los votos? —Lo apartó de un empujón, y él la siguió por el pasillo,
hasta su dormitorio. Y menos que mal que Laura no podía verlo, porque
seguramente se había quedado blanco.
—Sí, claro —contestó, pensando en las palabras que le había dicho a
Bethany en la oscuridad.
«Soy rme como una roca, Bethany. ¿De acuerdo? Confía en mí. Estoy
aquí contigo porque has sido mi mujer desde el principio, incluso desde
antes de que te dieras cuenta o lo aceptases. Estoy aquí mismo y aquí
mismo es donde me voy a quedar. No hay nada que tú o que ninguna otra
persona pueda hacer que me haga querer estar en otro sitio donde no
pueda abrazarte».
Sintió que algo cortante se le atascaba en la garganta. Le había dicho eso
a Bethany.
Y lo dijo en serio. ¿Cómo se le había ocurrido decir que se iban?
¿Volvería ella alguna vez a con ar en algo de lo que le dijese?
—Sí, la gente que no está casada puede renovar los votos —siguió,
dejándose caer en el borde de la cama de Laura y enterrando la cabeza
entre las manos, víctima de un dolor palpitante.
—Ah —replicó Laura, que parecía decepcionada—. Pero todavía podéis
hacer los votos de casados, ¿no?
—¿Por qué?
Levantó la cabeza y vio a su sobrina tumbada en la cama a su lado. Le
sorprendió comprobar lo cómoda que se sentía en esa habitación, sin
importar cómo estuviera decorada. El aspecto daba igual, lo importante
era lo que sentía estando allí. Estando en esa casa.
¿Cómo era posible que alguien pudiera pensar que la casa de Bethany
no era adecuada?
Laura volvió a hablar, desviando su ira.
—No sé. Ya tengo una madre. Pero podría tener dos. ¿Verdad?
Fue como si le pasaran un rastrillo por las entrañas.
—¿Quieres que Bethany sea tu madre? —le preguntó y juraría que hasta
vio estrellitas en los ojos de Laura cuando contestó:
—Sí. ¿Y tú?
—No, no quiero que sea mi madre.
La niña soltó una risilla, y él esbozó una sonrisa pese a la desolación
que le ardía en el pecho. De repente, toda esa situación le parecía injusta.
Sí, sabía perfectamente que las autoridades debían asegurarse de que los
niños estuvieran en un hogar seguro pero, ¡Dios!, lo que habría dado él en
su día por encontrar a alguien que lo cuidara como Bethany cuidaba a
Laura. Había dejado a un lado sus inseguridades y se había convertido en
un elemento jo en la vida de su sobrina: iba a buscarla al colegio, la había
protegido del dolor potencial que podría haberle provocado la repentina
visita de Becky, le había dado un hogar. Un hogar acogedor, y al cuerno
con la opinión de esa mujer. El problema radicaba en que toda esa
situación era nueva para ellos.
Sin embargo, no quería hacer nada nuevo sin Bethany.
La necesitaba.
Laura también la necesitaba. Y él había fracasado a la hora de
asegurárselo a Bethany cuando más necesitaba oírlo. Ella le había ofrecido
una salida porque estaba asustada, y le daban ganas de darse un puñetazo
en la cara por haberla aceptado.
Necesitaba saber que él nunca, jamás, aceptaría una salida.
Que nunca pensaría en dejarla.
—¿Te importaría pasar unas horas con Vamos a Colorear, niña? Tengo
trabajo que hacer.
26

En un esfuerzo por exprimir al máximo el dramatismo del concurso, la


productora envió a Bethany al otro lado del pueblo con el equipo de
cámaras —y con Slade— para que le echase un vistazo a la casa de Stephen
antes de que se anunciara el ganador. Cuando aparcaron en la acera, la
camioneta de Wes ya no estaba aparcada en su propia casa. ¿Se habrían
ido él y Laura para siempre?, pensó.
Se le revolvió el estómago al pensarlo.
«Aguanta hasta que acabe la mañana».
Era más fácil pensarlo que hacerlo. Casi se le doblaron las rodillas al
cruzar el umbral de la casa que había reformado su hermano. A primera
vista, el efecto era espectacular. Había agrandado el vestíbulo e incluso
había instalado en una de las paredes una zona para colocar los abrigos,
los zapatos y demás. El sol se re ejaba en la lámpara colgante del techo,
que proyectaba fragmentos del arcoíris sobre las paredes pintadas de color
amarillo pastel. El suelo de roble la invitaba a avanzar hacia el interior de
la planta diáfana, y los cambios la dejaron boquiabierta. Era muy
consciente de que las cámaras estaban grabando todas y cada una de sus
reacciones, pero a esas alturas le daba exactamente igual.
Justo en ese lugar, hacía poco menos de tres semanas, Wes había hecho
un Zellweger para ella. Recordaba el momento a la perfección:
—Si podemos tener una reunión sin arrancarnos la cabeza, nos
plantearemos la opción de trabajar juntos.
—Así que vamos a ngir que tienes alternativas, ¿no?
—¿Vamos a reunirnos o no?
—Sí.
Ya en aquel entonces Wes luchaba por superar las inseguridades que
presentía en ella, como si avanzara por un laberinto. ¿Por qué había
tardado tanto en darse cuenta de que Wes era un héroe disfrazado?
—¿Qué posibilidades crees que tienes de ganar? —le preguntó Slade,
devolviéndola al presente cuando se puso a su lado con la clásica postura
de los brazos cruzados delante del pecho y las piernas separadas—. ¿Te
sorprende lo que ha conseguido tu hermano sin ti?
—Sí, la verdad. Mucho. —Soltó un largo suspiro y avanzó hacia el salón,
sorprendida de nuevo por el buen gusto y la elegancia—. Parece que no
soy la única interiorista de la familia. Ni yo misma podría haberlo hecho
mejor.
Slade esbozó una sonrisa torcida.
—Pareces preocupada.
Su tono persuasivo, junto con la brillante luz de las cámaras,
aumentaron su dolor de cabeza.
—Podemos perder. Pero perder no hará que me sienta menos orgullosa
de nuestra casa.
—Por cierto, ya que hablas en plural, ¿dónde está tu capataz?
La sorprendió la dolorosa punzada que sintió en el esternón.
—No lo sé.
A su alrededor, los operadores de cámara se movieron como si les
entusiasmara el tema de Wes y quisieran conseguir un ángulo mejor.
—¿Te arrepientes de haberle con ado tanta responsabilidad?
—No. No, me arrepiento de muchas cosas, pero jamás me arrepentiré de
haber con ado en Wes. No estoy segura de que él pueda decir lo mismo de
mí. —Sintió la ardiente presión de las lágrimas en la parte posterior de los
ojos y echó a andar hacia la puerta, dejando plantados a Slade y a las
cámaras.
Tras sentarse en el asiento central de la furgoneta de la productora,
respiró hondo para calmarse. Acto seguido, el vehículo se puso en marcha,
y oyó que Slade y el director hablaban con tranquilidad en el asiento
delantero sobre la posibilidad de que se cambiara de ropa para el gran
anuncio. Eso hizo que deseara con todas sus fuerzas la presencia de Wes.
Que deseara verlo poner los ojos en blanco o que le dijera algo al oído.
En la Reforma Apocalíptica reinaba el caos. Los becarios iban corriendo
de las camionetas a la casa; los paisajistas ayudaban a preparar las tomas
del exterior; Ollie y Carl, ambos de esmoquin —algo que la habría hecho
reír a carcajadas si no llevara a rastras el corazón como si fuera una ristra
de latas de conserva— estaban contestando las preguntas nales que les
hacían los del equipo.
La puerta derecha de la furgoneta se abrió, distrayendo a Bethany.
—Tres agentes inmobiliarios imparciales han visitado ambas casas y
han hecho una tasación no o cial. Tu hermano está dentro, echándole un
vistazo a la Reforma Apocalíptica para que podamos grabar sus reacciones.
Cuando termine, os sacaremos a los dos al jardín y anunciaremos el
ganador. Ya están colocando a tus amigos y familiares para grabar la toma.
—Oh. —Efectivamente, a lo lejos veía a todas las personas de su lista de
favoritos, incluidos sus padres. Su madre llevaba el vestido que se había
puesto para la boda de Georgie y no paraba de pintarse los labios con una
barra de color coral—. Estupendo.
Mientras la acompañaban desde la furgoneta hasta la zona donde iban a
grabar las últimas tomas, sintió mariposas en el estómago, algo que la
sorprendió. Durante toda la mañana se había sentido vacía y tranquila —
los efectos de tener el corazón destrozado, para ser sincera—, pero en ese
momento… quería ganar. Necesitaba ganar. No por sí misma, sino por Wes
y por su relación. Necesitaba con desesperación que saliera algo positivo
de ella. Sí, había sido tan corta que hasta dolía, pero nada la había
impactado tanto en su vida. El tiempo que habían estado juntos bien
podría haber sido toda una década, y necesitaba algo que lo demostrara.
Que demostrara los cambios que él la había ayudado a hacer, el apoyo
incondicional que le había ofrecido.
Llegó hasta la multitud de familiares y amigos, y aunque todos le
hablaron a la vez, no escuchó nada de lo que decían. Stephen salió de la
casa, y eso sí le llamó la atención. Porque llevaba una camiseta que rezaba:
« » sin demostrar ni un ápice
de vergüenza. Solo atinó a menear la cabeza mientras lo miraba.
—Vas a llevar eso para salir por la tele.
—Kristin también tiene una para ti.
—¿Alguno de los dos necesita una botella de agua? —preguntó un
becario que parecía agobiado.
—No, gracias —respondió Stephen por los dos, y el chico se escabulló
hacia la creciente multitud—. Tranquila, Bethany, no tienes que darme la
enhorabuena por el embarazo. Felicitarme dos veces en un día sería
demasiado.
—Oooh, deberías haberte guardado ese comentario hasta que las
cámaras estén grabando.
Su hermano se encogió de hombros.
—Tengo muchos.
—¡A ver, atención todo el mundo! —gritó el director, levantando una
mano—. Me gusta la energía que hay aquí. Sigamos así, para poder hacer
un plano panorámico del público. Cuando yo dé la señal, aplaudís como
locos. Como si estuvierais a las puertas de un Best Buy el Black Friday, o lo
que sea que emocione a los pueblerinos.
—Menudo imbécil —murmuró Bethany.
—En eso estamos de acuerdo —replicó Stephen, hablando con disimulo
—. Bueno, ¿quién va a ceder antes y a pedirle opinión al otro de su
reforma?
—Yo no.
Stephen soltó un taco.
—¡Muy bien! ¡Allá vamos! ¡Como si fuera el Black Friday! —gritó el
director, con las manos apoyadas en las rodillas—. ¡Acción!
Detrás de Stephen y Bethany se alzó un coro de aplausos y silbidos que
resaltó todavía más la soledad que sentía. Aquello no estaba bien. No
debería estar allí sola.
Slade interrumpió sus pensamientos al colocarse entre ella y su
hermano mientras se frotaba las manos.
—Dos reformas en un pueblo pequeño que se han llevado a cabo en tres
semanas. Hermano contra hermana. ¿Quién se ha ganado el derecho a
presumir de ser el mejor? —Pausa dramática—. Debo decir que ambos han
superado todas nuestras expectativas. Pero ¿quién es el ganador? —
Apuntó a la cámara con un dedo, como si fuera una pistola—. No os vayáis.
Anunciaremos al ganador después de la pausa.
—¡Corten! Perfecto, Slade —dijo el director—. Y ahora vamos
directamente al anuncio. Dale emoción. Alarga el momento. Amigos, a mi
señal, aplaudid y animad. ¿Cámaras listas? —Esperó a que el cámara
asintiera—. Y… estamos rodando.
Los aplausos y los vítores volvieron a inundar los oídos de Bethany y las
luces brillantes la cegaron de manera que solo veía siluetas borrosas de
personas y manchas de colores.
La voz de Slade se oyó sobre la algarabía como si fuera una sierra.
—¡Vuelve Enfrentados por las reformas desde Port Je erson en Long
Island! Si acabas de unirte a nosotros, estamos preparados para anunciar
al vencedor de una competición épica entre hermano y hermana. ¿Cómo
te sientes, Stephen? ¿Con ado?
Su hermano sacó pecho.
—Siempre.
—¿Bethany? ¿Y tú?
—Nerviosa —susurró y comprobó que empezaba a resultarle más fácil
ser sincera.
Solo alcanzó a ver el ceño fruncido de Stephen antes de que Slade le
bloqueara la vista.
—Nuestros jueces han inspeccionado de forma minuciosa ambas casas,
y aunque los dos habéis hecho un trabajo increíble, solo puede haber un
ganador. Sin más preámbulos…, vamos a anunciar quién les ha
impresionado más. El ganador de Enfrentados por las reformas es… —El
silencio fue tan largo que Bethany estuvo a punto de darle un pellizco
para ver si seguía vivo—, ¡Stephen! Felicidades, colega.
Bethany sintió que todas las cámaras le enfocaban la cara y sabía que
debía sonreír y aguantar la noticia, pero no lo consiguió. Se sentía
insultada además de dolida. Había perdido a Wes, y la casa en la que
habían trabajado incansablemente durante semanas había acabado
siendo la perdedora, al igual que su relación. Esa era la dolorosa gota que
colmaba el vaso.
De todas formas, rodeó a Slade, preparada para estrecharle la mano a su
hermano.
—Oye, felicidades. Es una victoria muy merecida.
—Espera un segundo —soltó Stephen, que no aceptó su mano—. ¿Cuál
ha sido exactamente el criterio de los jueces? Porque mi hermana empezó
con una casa que era una pesadilla y no se tenía en pie, y yo con una casa
que solo necesitaba modernizarse un poco. Además, ella tenía poca o
ninguna experiencia. —Empezaba a ponerse colorado—. Acabo de venir de
allí y… Bethany, es perfecta. Vas a vender la casa en nada de tiempo con
todos esos detalles que has añadido. El alicatado tipo mosaico de la cocina,
las estanterías empotradas y la moldura ornamental que has colocado a
media altura en las paredes del dormitorio. ¿Se puede saber qué han
mirado los jueces? —Señaló con el dedo a Slade—. Mi hermana es la
ganadora. Así que ya puedes anunciarlo.
En algún lugar a lo lejos, Bethany oyó que su madre rompía a llorar.
—Mis hijos se quieren.
—Stephen —dijo ella con voz ronca—, esto no es necesario.
—Estoy hablando en serio, Bethany. Has ganado tú.
—Tu casa es preciosa. La decoración es perfecta.
—¿Sabes por qué? Porque he buscado lo que compraste en una de las
reformas que hemos hecho juntos y he vuelto a pedirlo todo para
colocarlo tal cual tú lo pusiste. —Levantó las manos—. Me he limitado a
copiar tu trabajo.
La multitud lanzó un grito ahogado.
—Ahora que lo pienso, me resultaba muy familiar —murmuró para sí.
—Los giros y sorpresas se suceden en Enfrentados por las reformas —dijo
Slade.
Bethany se secó las lágrimas de los ojos.
—¿Sabes qué? Quería ganar. Quería tener algo positivo a lo que
aferrarme con todo el lío que he montado, pero…
—Pero ¿qué? —preguntó el presentador.
Bethany miró jamente a la marea de gente que había detrás de las
cámaras.
—No me siento bien aceptando la victoria sin que esté aquí Wes. Mi
capataz. Mi… ¿exnovio, supongo?
Su madre estaba al borde del soponcio.
—Pero ¿desde cuándo tenía novio?
—Wes ha visto todas mis facetas mientras reformábamos esta casa. La
Bethany testaruda. La Bethany asustada, estresada y tonta. Y siguió a mi
lado. Fue paciente. Más paciente de lo que yo merecía. Me habría vuelto
loca muchas veces si no hubiera estado a mi lado, haciendo que me
enamorara de él. —Prácticamente sentía el zoom de las cámaras en la cara,
pero solo oía los rápidos latidos de su corazón—. Así que, tal vez… ojalá
dentro de seis u ocho meses vea este programa en su sofá y se entere de
que me ha cambiado la vida. Wes, para mí siempre has sido mucho más
que una parada en boxes. Eras la meta. El problema es que me he perdido
durante el camino demasiadas veces…
Wes se apartó de la multitud, quitándose despacio el sombrero de
vaquero.
Se miraron jamente, a metro y medio de distancia, y la algarabía que se
había alzado a su alrededor se detuvo al instante.
—Estás aquí —susurró, clavada en el sitio por el placer abrumador de
estar cerca de él, de verlo, de absorber su presencia. ¿Cómo había podido
pasar un día sin él? ¿Cómo podría hacerlo en el futuro?
—Estoy aquí —repitió él, acercándose un paso—. Y voy a quedarme.
¿Qué parte no entendiste de que soy rme como una roca?
Bethany empezó a temblar. ¿La estaba perdonando? ¿Estaba soñando?
—He llegado tarde porque estaba presentando el recurso de apelación
en el juzgado. Quería tener un objetivo en el horizonte cuando nos
viéramos. No vamos a renunciar a nada, Bethany. Saldremos de esto
juntos. Estamos juntos en todo. En todo.
Sus pulmones liberaron el aire de golpe.
—Te quiero muchísimo.
Los ojos de Wes adquirieron un brillo sospechoso.
—Lo he oído.
Ninguno de los dos se movió para acortar la distancia que los separaba.
—Te prometo que seré rme como una roca para ti. —Un sollozo fue
subiendo por su pecho, y le resultó imposible contenerlo—. Lo siento
mucho…
Wes corrió hacia ella y soltó el sombrero, que cayó a sus pies mientras le
tomaba la cara entre las manos. La miró un segundo a los ojos antes de
apoderarse de sus labios con ansiosa precisión y le enterró los dedos en el
pelo mientras le acariciaba la lengua con la suya, con ternura y avidez a
partes iguales.
—Eres mi primer hogar, Bethany, y el último —susurró contra sus labios
—. Y yo soy el tuyo. A veces, crujirá una tabla del suelo o habrá que
arreglar la luz del porche. Pero lo repararemos y quedará como nuevo. Eso
es el amor. Y no habría sabido lo que es el amor sin las meriendas
formales de las niñas. O si no hubiera aparecido una mujer preciosa en mi
ventana a medianoche. O sin que esa misma mujer me abriera las puertas
de su casa aunque le diera miedo. —Besó las lágrimas de sus mejillas—. Yo
soy tu meta. Y no te has perdido en el camino, solo le has dado una vuelta
más a la manzana. Así que aparca el dichoso coche, cariño, entra y dime
otra vez que me quieres.
Su risa fue alegre y lacrimógena. Ese hombre era una maravilla. Su
maravilla. Además de su futuro.
—Te quiero.
Wes la estrechó con fuerza entre sus brazos y le besó la frente.
—Yo también te quiero, Bethany.
—Odio interrumpir —dijo Slade, arrancándole un gruñido a Wes—, pero
no creo que os moleste lo que tengo que deciros. El premio de esta
competición es muy real. Algo mejor que el derecho a presumir de ser el
mejor.
—Ya puede ser bueno, Slade —replicó Wes, sin apartar los ojos de ella—.
Necesito besar a esta mujer hasta borrar de sus labios la palabra
«exnovio».
Slade se rio.
—Stephen ha concedido o cialmente la victoria a su hermana,
convirtiendo a Bethany y a Wes en los ganadores de Enfrentados por la
reforma —anunció al tiempo que les colocaba unas llaves delante de la cara
—. Habéis aumentado el valor de tasación de la casa, así que recibiréis un
cheque con la diferencia, más el importe de todos los impuestos de la
propiedad correspondientes a un año. ¿Qué os parece?
Bethany y Wes se volvieron el uno hacia el otro con idéntica expresión
de asombro. Wes se recuperó primero y la levantó en brazos, tras lo cual se
internó en el mar que conformaban todos los integrantes del equipo
técnico del programa mientras echaba a andar hacia la casa y cruzaba el
umbral.
—¿Qué te parece? —le preguntó Bethany con una sonrisa y la cara
enterrada en su cuello—. ¿Deberíamos seguir reformando casas para
venderlas luego? Hacemos un buen equipo.
—Somos los mejores. —Dejó a Bethany en el suelo y la pegó a la pared
más cercana, para besarla en la boca lentamente y con adoración—. Pero
mantente alejada de los tejados durante las tormentas.
—Trato hecho.
Se rieron a la vez y luego se quedaron serios.
—Hay otra razón por la que he llegado tarde esta mañana, Bethany. —Se
metió la mano en un bolsillo y sacó una cajita que levantó entre ambos
mientras ella soltaba un grito ahogado—. Podemos esperar una semana o
diez años, pero quiero que sepas que pienso amarte por los siglos de los
siglos.
¿Cuánta felicidad podía soportar un corazón?
—Y yo a ti, Wes. Con ferocidad. Incluso cuando nos peleemos. Sobre
todo cuando peleemos —le prometió con voz temblorosa—. Y será un
honor ser tu esposa.
Lo vio esbozar una sonrisa torcida.
—¿No quieres ver el anillo?
—No. Solo necesito verte a ti.
Epílogo

Ocho meses después

Eran el azote de la ceremonia del colegio.


El contingente Castle-Daniels ocupó una la entera para animar a Laura
mientras aceptaba su diploma. Bethany torció el gesto, disgustada por las
miradas desagradables que estaban recibiendo de los demás padres, pero
¿qué podía decir? Había llegado una hora antes para tener los asientos de
la primera la. A quien madruga, Dios lo ayuda.
Allí sentados en el auditorio del colegio estaban sus padres, Georgie,
Travis, Dominic y Rosie. Kristin y Stephen también habían ido, y se
comportaban como si Kristin llevara al futuro rey de Inglaterra pegado al
pecho, mirando con expresión asesina a cualquiera que estornudara o
hablara demasiado alto en las proximidades.
Bethany les daba la razón en una cosa: su sobrino era estupendo. Laura,
Wes y ella habían acordado en secreto exponer al niño a tanta normalidad
como fuera posible, con la esperanza de que no acabara tan chi ado como
sus padres. Aunque, para ser justos, su hermano y ella se habían unido
mucho desde la competición. Incluso lo había dejado asistir a una reunión
de la Liga de las Mujeres Extraordinarias cuando Kristin estaba a punto de
salir de cuentas, porque dejarla sola lo tenía como un paranoico perdido.
Acabó borracho por el tequila y uniéndose a un abrazo grupal, llorando
a lágrima viva y prometiendo que sería el mejor amigo de las mujeres.
Todavía seguía traumatizada.
De todas formas, quería a su hermano mayor. En n…
El día que le concedió la victoria en Enfrentados por las reformas, supo
que Stephen lo hacía de corazón. Y a eso se sumó el crecimiento personal
que había experimentado durante esas tres semanas tan brutales, así que
empezó a con ar de verdad en sí misma. A creer en sí misma. A esas
alturas, ya nunca cuestionaba su capacidad para amar o ser amada.
El amor no era perfecto.
Bueno, algunos días lo era. Otros, había que tirar para adelante como
fuera y desgarrarse la camiseta para vendarse una herida. Y otros se
resfriaban al mismo tiempo y Laura, Wes y ella acababan juntos como tres
zombis en su cama, la que antes siempre estaba impecable, hasta que
mejoraban.
Solucionaban las cosas como les parecía mejor, y el resultado era una
felicidad salvaje, caótica y preciosa.
Bethany estiró el cuello para ver si Wes había llegado ya. Estaba
reservando los asientos de al lado, los que daban al pasillo, para que Laura
pudiera verlos. A él y a su invitada especial, si podía acudir.
La directora del colegio golpeó con suavidad el micrófono para
comprobar que funcionaba y les dio la bienvenida a todos a la ceremonia
de graduación, aunque Bethany solo estaba escuchando a medias. Por un
lado, le preocupaba que Wes no llegara a tiempo. Y por el otro, no podía
evitar re exionar sobre lo mucho que habían cambiado las cosas en los
últimos ocho meses.
Para empezar, se había casado con Wes.
¿Fue una boda grande y perfecta?
No, habían invitado a todo el mundo a su nueva casa, antes conocida
como Reforma Apocalíptica, y les habían tendido una emboscada con una
boda sorpresa, allí mismo, en el salón. Un salón manchado de pintura de
dedos, lleno de fotos enmarcadas y con polvo en la repisa de la chimenea.
Efectivamente, Bethany Castle se casó descalza en una casa desordenada y
sin una sola pincelada de maquillaje profesional. Y no se le ocurría nada
mejor.
No abandonaron su antigua casa por una supuesta falta de calidez o
porque no fuera hogareña. Solo quisieron crear su propio espacio, en
familia. El día de la boda en el salón, sonrió de oreja a oreja. ¿Por qué no
iba a sonreír si estaba a punto de casarse con el hombre más increíble, leal
y rme de todo el planeta y, de paso, iba a conseguir el equivalente a una
hija?
En ese momento, meses más tarde, todas las personas sentadas en la
primera la se habían enamorado de Laura. No tenía una sola casa, sino
varias, y más o menos dentro de diez años sería la niñera más ocupada de
la ciudad, porque Rosie y Dominic esperaban gemelos; Travis y Georgie
tenían una niña en camino; y, para no ser menos, Stephen y Kristin ya
estaban intentando aumentar la familia.
¿En cuanto a ellos?
Tenían a Laura, y era más de lo que podían desear.
Y eso le recordaba que la niña, apellidada Daniels, estaría entre el
primer grupo de niños que saldría al escenario. ¿Dónde estaba Wes?
Antes de que concluyera ese pensamiento, su marido apareció en la
entrada del auditorio, con su característico sombrero y unos pantalones
vaqueros demasiado ajustados. El alivio se re ejó en su cara al ver que la
ceremonia todavía no había comenzado, y Bethany le hizo señas para que
se acercara a la primera la. Wes esbozó una sonrisa al verla y meneó un
poco la cabeza, como diciendo: «Pues claro que te has colocado en primera
la». Y además: «Te quiero».
Su expresión también le decía eso. Siempre.
Bethany se extrañó al verlo salir del auditorio. Pero no tardó en volver
con su hermanastra al lado.
Respiró aliviada. Lo había conseguido.
Después de que Wes presentara el recurso de apelación en el juzgado
para obtener la guardia y custodia temporal de Laura, Becky no dio
señales de vida durante varios meses. Además, ellos estuvieron muy
ocupados mudándose a su nueva casa y el tiempo pasó tan rápido que
Bethany se quedó de piedra cuando una tarde abrió la puerta de su casa y
se encontró a Becky.
La suerte quiso que esa noche hubiera una reunión de la Liga de las
Mujeres Extraordinarias. Becky se quedó. Y se presentó a la siguiente, y a
la siguiente. Todavía no se había sincerado sobre su pasado, pero era
imposible no ver que la positividad del grupo iba surtiendo efecto poco a
poco. Con su ayuda y la de Wes, Becky había terminado la rehabilitación y,
a esas alturas, estaba limpia y vivía en Freeport.
Con la ampliación de Brick y Morty a dos equipos en vez de uno —Wes y
ella formaban el equipo adicional—, Bethany necesitaba una nueva
interiorista. Y estaba formando a Becky para el puesto.
Su marido y su cuñada se acomodaron en sus asientos, justo cuando la
directora empezaba a llamar a los niños.
—¡Hola! —susurró Bethany, que extendió la mano para darle un apretón
a la de Becky mientras Wes la besaba en la frente—. Me alegro de que
hayas venido.
«Y yo», dijo Becky articulando las palabras con los labios, al parecer un
poco incómoda en su entorno. Sin embargo, en comparación con la
función navideña de Laura, Becky parecía estar cada vez más relajada en
la situaciones familiares. Por el bien de la niña, Bethany no podía estar
más contenta. Laura se había mostrado distante con su madre durante las
primeras visitas, pero cuanto más entregada se mostraba Becky, más se
ablandaba Laura…, y ella con aba en que la situación seguiría mejorando.
La directora pronunció el nombre de Laura y la primera la estalló en
aplausos, haciendo que se oyera su risilla alegre y clara en el escenario. La
niña saludó a la primera la y levantó su diploma como si fuera el
martillo de or. Ah, sí, había terminado con las princesas.
A esas alturas, todo giraba en torno a los superhéroes.
Wes entrelazó los dedos de la mano con los suyos y le dio un apretón
para que lo mirara. Se sorprendió al ver que la emoción brillaba en los
ojos de su marido.
Tras echar un vistazo hacia la la de amigos y familiares, volvió a
mirarla a ella.
—Mira lo que tenemos, nena —dijo en voz baja, llevándose su mano a
los labios para besar la alianza—. Lo tenemos todo.
—Todo —susurró.
Se inclinó hacia ella y la besó en los labios, demorándose un instante
antes de repetir el voto que había hecho el día de su boda y todos los días
desde entonces.
—Tú y yo. Siempre juntos en todo.
—Por los siglos de los siglos.

Fin
Acerca de la autora

TESSA BAILEY es originaria de Carlsbad, en California. Un día después de


graduarse en el instituto, metió en la maleta su anuario, sus vaqueros
rotos y su ordenador portátil y atravesó en coche todo el país en dirección
a la ciudad de Nueva York, adonde llegó en menos de cuatro días. Sus
experiencias vitales más valiosas las aprendió a partir de entonces
mientras trabajaba de camarera en el K-Dees, un pub de Manhattan
propiedad de su tío. Entre esas cuatro paredes, conoció a su marido y a su
mejor amiga, descubrió la magia del rock clásico, y se las arregló para
estudiar al mismo tiempo en el Kingsborough Community College y en la
Universidad Pace. Hizo varios intentos, todos frustrados, por entrar en el
mundo laboral como periodista, pero la novela romántica la llamaba.
Ahora vive en Long Island, Nueva York, con su marido y su hija. Aunque
arrastra una increíble falta de sueño, está contentísima por haber
conseguido que su sueño de escribir sobre gente que se enamora se haga
realidad.

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