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¡Ya está aquí! ¡La historia de Wes y Bethany! Siempre dejo mi pareja
preferida para el nal. Esta vez no ha sido una excepción, pero no
esperaba sentirme tan identi cada con Bethany. Mientras escribía este
libro y hablaba con las lectoras en el proceso, me di cuenta de que muchas
compartimos esa necesidad de Bethany de mantener las apariencias.
Aunque no lo tiene todo controlado ni mucho menos, quiere que los
demás crean que es así. No basta con ser una buena amiga, una buena
hija, la presidenta del club y una decoradora estupenda. Nada es
su ciente…, y creo que todas nos sentimos así algunos días. Podríamos
haber hecho más. Podríamos ser más. Podríamos parecernos, actuar e
irnos de vacaciones como las personas que vemos en internet. La verdad
es que ya lo hacemos bien, todas y cada una de nosotras. Estamos bien tal
y como somos. Somos el pegamento que mantiene unidas a nuestras
familias, somos las que comentamos para dar ánimos en una publicación
de Facebook que tal vez le alegre el día a alguien, somos las que cuya
imaginación hace que las palabras en papel cobren vida… y con eso basta.
Así que vamos a tomárnoslo con calma, ¿de acuerdo?
Gracias, como siempre, a mi familia; a mi editora, Nicole Fischer; a las
gurús del marketing Kayleigh Webb e Imani Gary; a los increíbles
diseñadores de portada que han trabajado en esta serie; y a los lectores
que siguen eligiendo mis historias.
Una mención especial a las enfermeras y auxiliares del colegio de mi
hija: Nora, Sarah y Joanna, que cuidan de mi pequeña que cursa tercero de
primaria y que tiene diabetes tipo 1 (y es una luchadora), para que yo
pueda centrarme en trabajar.
¡Disfruta del libro!
1
Wes dejó el botellín de agua a medio camino de sus labios y levantó las
cejas al ver que Bethany cruzaba la calle. Con semejante paso, esa mujer
era obvio que tenía una misión en mente. Tuvo que detenerse un
momento para admirar la presencia de esa diosa de carne y hueso, que en
cuestión de segundos seguro que iba a desatar un in erno sobre alguien.
«Seguramente sobre mí».
Para él, el enfrentamiento constante entre ellos eran los preliminares.
Así tal cual. Pero cuanto más tiempo pasaba, más empezaba a creer que
Bethany jugaba a otra cosa… que no implicaba un revolcón con él entre las
sábanas. Algo con lo que bien sabía Dios que llevaba fantaseando día y
noche desde el principio.
Según la información que había podido sonsacarle a Travis, que se
enorgullecía de estar al tanto de los cotilleos gracias a su novia, Bethany
no era de las mujeres que tenían aventuras. Hasta hacía poco, le
interesaban las relaciones formales, pero con la creación de la Liga de las
Mujeres Extraordinarias, se había tomado un descanso de los hombres.
Así que aunque él estuviera en Port Je erson para una larga temporada,
había pocas opciones de que sucediera algo.
Sus pocas opciones también podrían deberse al pique adictivo que
tenían, pero era más fácil decidirse a parar que hacerlo en realidad. A esas
alturas, no podía plantarse en su puerta con una docena de rosas de tallo
largo y decirle que era la mujer más increíble que había conocido.
Ella le daría una patada en los huevos.
Estaban a mediados de octubre, pero nadie lo diría por la ropa que
llevaba Bethany. Un top blanco sin tirantes, metido por la cinturilla de una
vaporosa falda con un estampado oral muy femenino. Su pelo, ondulado
y suelto, se agitaba por el viento y resaltaba ese bonito cuello.
—Joder —masculló al tiempo que meneaba la cabeza. Tenía al hermano
de Bethany a menos de dos metros, pero eso no le impedía apreciar el
meneo de sus tetas ni el contoneo de sus caderas, resaltado por la delgada
tela de la falda.
No había nada, absolutamente nada, más bonito que lo estaba viendo
en ese momento. Empezaron a sudarle las manos dentro de los guantes de
trabajo y sintió que la lujuria crecía en sus entrañas hasta convertirse en
una bola. Esa mañana, fue él quien se despertó temprano, no Laura, por la
expectación de ver a Bethany. De estar en su ambiente. A lo mejor de
hablar con ella, de pincharla haciendo una broma sobre su diferencia de
edad, de ponerla colorada o de hacer que relampaguearan esos ojos azules.
Eso lo excitaba más que el peligro de un sábado a la noche de rodeo con
todas las entradas vendidas.
Bethany Castle. La aventura de riesgo por excelencia.
Y verla tan decidida a sacudir su ordenado lugar de trabajo no debería
excitarlo, pero, joder, sí que lo hacía. «Vamos, cariño. No te cortes».
Cuando Bethany llegó a la puerta, él apoyó una cadera en la pared y
puso su expresión más aburrida, aunque, en realidad, tenía los sentidos
en alerta, como un depredador ante su presa.
Bethany entró como si nada por la abertura donde antes estaba la
puerta principal y, de repente, cesó la cacofonía de voces masculinas y
golpes. Su olor, una cara mezcla de té y ores, le llegó a través de la nube
de serrín, provocándole una repentina tensión en el abdomen. Se dio
cuenta de que llevaba un sobre en la mano derecha y captó el levísimo
temblor de sus dedos antes de que cruzara los brazos por delante del
pecho.
—Hola, Beth —la saludó Stephen desde el fondo de la casa, aunque se
acercó a ellos mientras se secaba la sudorosa frente con una muñeca y
añadía—: ¿Necesitas algo? Es un poco pronto para tomar medidas, ¿no?
Acabamos de destripar este sitio. —El hermano mayor de Bethany señaló
los destrozos que le rodeaban las botas de seguridad—. Todavía falta para
que necesitemos sofás.
Wes la oyó tomar una honda bocanada de aire. ¿Se le… había
entrecortado?
Entrecerró los ojos.
Había cierta tensión entre Bethany y Stephen desde que él llegó a Port
Je erson. Sin que se le notase el interés, había conseguido sonsacarle
información a Travis y sabía que Bethany quería alejarse del negocio
familiar y volar en solitario, lo que había provocado un distanciamiento
entre los hermanos. Sin embargo, eso no interfería con sus respectivos
trabajos y como de vez en cuando hasta bromeaban, decidió que en
realidad la cosa no había pasado a mayores.
Dicho lo cual, no tuvo ninguna duda de lo que asomó a los ojos de
Bethany cuando Stephen redujo su trabajo a unos sofás.
Jamás admitiría que prestaba tanta atención, pero había visto una de las
casas reformadas que Brick y Morty había puesto a la venta. Tal vez los
hombres fueran responsables del trabajo pesado, pero fue la decoración de
Bethany lo que garantizó la dichosa venta. Su magia era tal que lograba
convertir cuatro paredes vacías en… un estilo de vida. Dios, qué pedante
sonaba eso, pero era cierto. Lograba crear la versión mejorada de la vida
que los compradores tenían y conseguía que se vieran en ella, como si los
desa ara. Hasta él se vio tentado de mejorar su decoración, así que fue con
Laura a un Target y volvió a casa con una alfombra, dos lámparas nuevas y
una vela con olor a tarta de calabaza.
Eso sí, si le preguntaban, lo negaría aunque cometiera perjurio.
En resumen, que no le gustaba que el hermano de Bethany lo hubiera
rebajado todo a unos sofás. Eran los sofás, el color de la pintura, las
estanterías, la capacidad de almacenamiento, la personalidad. Se mordió
con fuerza el labio inferior para no hablar. Los entresijos de la familia
Castle no eran de su incumbencia. Él era un extra en una película que
continuaría mucho después de que regresara a Texas.
Mientras intentaba hacer caso omiso de la inquietud que sentía en el
pecho, se concentró en Bethany. Ese día estaba rara, y eso lo invitaba a
mostrarse imprudente. La habitual compostura de Bethany seguía
presente, pero a ratos. Aparecía y desaparecía, como si solo pudiera
aferrarse a ella unos segundos antes de que desapareciera.
Solucionado. En ese momento, la vio aferrarse a la con anza, cuando se
cuadró de hombros y fulminó a Stephen con la mirada.
—No voy a necesitar medidas de esta reforma. —Sacó el sobre de debajo
del brazo, donde lo había metido, antes de guardárselo de nuevo a toda
prisa—. Tengo los permisos de obra para el proyecto al otro lado del
pueblo, así que… ya está. Empezaré a trabajar en él la semana que viene.
Stephen levantó una ceja.
—¿Y no puedes hacer las dos cosas?
—No.
—Joder, ¿y por qué no?
—Porque quiero concentrarme por entero en este proyecto. —Encogió un
hombro—. Y si crees que solo es cosa de elegir unos sofás, pídele a Kristin
que lo haga.
El mayor de los Castle se puso un poco blanco. No era de sorprender. Su
mujer estaba un poco chi ada, y hasta ella lo sabía. Si ponían a Kristin a
cargo del interiorismo, seguramente haría un trabajo espantoso a
propósito, para que Stephen tuviera que herir sus sentimientos y ella
disfrutara de la oportunidad de exprimir su sentimiento de culpa
después.
Los hombres, las mujeres y sus jueguecitos. Joder, detestaba esas
ridiculeces y, sin embargo, allí estaba con Bethany. Revoloteando el uno
alrededor del otro con insultos, proclamando a los cuatro vientos que eran
incompatibles cuando era todo lo contrario, bien lo sabía Dios.
A él no podían hablarle de lo que era ser incompatibles. Joder, había
crecido en casas de acogida. Seguramente podría escribir un libro sobre los
métodos de las personas para hacerse infelices unas a las otras. En el
epílogo, les diría a todos que jamás sería una de esas personas.
No, señor, no pensaba ponerse esos grilletes en la vida.
Sin embargo, Stephen parecía disfrutar de los dichosos grilletes y de los
jueguecitos de su mujer. Una anomalía muy desconcertante, desde luego.
—Bethany… —Stephen suspiró—, sé razonable.
Ella puso los ojos en blanco.
—Lo sabes desde principios de otoño. Siento que no me tomaras lo
bastante en serio como para hacer planes en consecuencia.
Stephen soltó el aire por la nariz, y su silencio tras la pulla de Bethany
puso nerviosa a la cuadrilla.
—Te habría tomado en serio, pero te concedieron los permisos hace
semanas.
Bethany dio un respingo y dejó caer el sobre, desperdigando por el suelo
los documentos que contenía. Se agachó para recuperarlos a toda prisa, de
nuevo con dedos temblorosos.
—Vete a la mierda, Stephen —masculló—. No deberías haberles
preguntado por mí a tus colegas de urbanismo.
Wes se percató de que Stephen parecía arrepentirse de lo que había
dicho, pero le preocupaba más Bethany. ¿Qué quería decir Stephen con eso
de que le habían concedido los permisos hacía semanas? ¿Por qué iba a
esperar ella tanto para empezar la reforma? ¿O para decir algo?
Cuando la vio enderezar la espalda con la cara colorada, él apretó los
dientes.
No sabía qué estaba pasando, pero no le hacía gracia. Sí, le gustaba
meterse con ella de vez en cuando, pero Bethany siempre contestaba. No
se alteraba de esa manera.
—Venga ya, Beth. —Stephen suspiró de nuevo—. ¿Dónde vas a conseguir
trabajadores para la semana que viene? Déjame terminar aquí y cambiar
las fechas de la siguiente reforma para echarte una mano.
Ella soltó una carcajada corta.
—Con echarme una mano te re eres a dirigir tú el cotarro.
Stephen no se molestó en negarlo.
—Ya mismo estaremos en invierno. No vas a encontrar a nadie bueno
que busque un trabajo tan corto. Hazme caso. Todos los que merecen la
pena ya están aquí. —Señaló a su hermana—. Tú incluida.
—No me vengas con esas, imbécil —replicó ella—. Ni se te ocurra
retroceder ahora. Estabas bordando lo de ponerte paternalista.
Wes respiró un poquito mejor al oírla responder con un tono más
normal, pero su optimismo cayó en picado cuando la vio apretar el sobre
con fuerza. Bethany le dirigió una miradita y el rubor de sus mejillas
aumentó.
Mierda.
¿Sería posible que hubiera retrasado la reforma porque estaba nerviosa?
Eso no cuadraba, no con lo que sabía de ella y de su carácter de
rompepelotas. Pero los ojos le decían algo muy distinto. En ese preciso
momento, ella estaba expuesta y vulnerable a la cuadrilla, y su garganta
parecía incapaz de hacer otra cosa que no fuera tragar saliva. Muy
parecido a lo que le pasaba a la suya.
Mierda.
—Me voy con ella —dijo Wes mientras se quitaba los guantes.
Alguien dejó caer una maza en la parte trasera de la casa.
—Un momento. ¿Qué? —balbuceó Stephen—. ¿Ahora?
—Ajá. —Por n miró a los ojos a una estupefacta Bethany—. Será mejor
que tracemos un plan juntos y empecemos a comprar material.
Ella parecía incapaz de replicar.
—Yo… Yo…
—¿Tú, qué?
—A ver, esto es muy Renée Zellweger en Jerry Maguire por tu parte,
pero…
Sabía muy bien a qué escena de Jerry Maguire se estaba re riendo:
cuando Tom Cruise deja su elegante agencia de representación deportiva y
Renée es la única que se va con él, aunque se ve reducido a robar el pez de
la o cina; pero Bethany debía tener claro que aceptar su ayuda no
cambiaría nada entre ellos. De lo contrario, podría rechazar su ayuda, y
sintió una punzada muy rara en la garganta al imaginársela sola,
intentando colocar un panel de yeso sin romperse una uña.
—¿Jerry Maguire? No me suena de nada. ¿Es una de esas pelis en blanco
y negro de tu generación o algo así?
La chispa regresó a los ojos de Bethany, y el corazón le dio un vuelco por
el alivio.
—Perdona, debería haber mencionado algo de Fast & Furious 9.
Él contuvo una sonrisa.
—¿Ya estás lista?
En ese momento, ella pareció recordar que todos los miraban y empezó
a morderse el sensual labio inferior.
—Estoy pensando.
—Bethany, ¿de verdad te presentas aquí para robarme uno de mis
mejores hombres…? —terció Stephen.
—Gracias, colega —lo interrumpió Wes, que saludó con un sombrero
invisible.
—¿Qué crees que va a decir papá de esto? —siguió Stephen.
—¿En serio? —preguntó ella—. ¿«Voy a decírselo a papá»? ¿Hemos vuelto
al monovolumen de camino a Hershey Park cuando teníamos ocho años?
Un poco colorado, Stephen miró por encima del hombro a los hombres
que tenía a su espalda.
—Solo digo que va a estresarlo que vayamos cada uno por un lado. Se
supone que somos un equipo.
—Bueno, ya sabes lo que dicen, Stephen —repuso Bethany con soltura—:
Si no te tratan con el debido respeto, mejor sola que mal acompañada.
Wes tosió contra un puño.
Bethany se dio cuenta y esbozó una sonrisilla torcida antes de ponerse
seria.
—Antes de acceder a nada —dijo al tiempo que miraba a su audiencia,
tras lo cual se acercó a él y añadió en voz más baja—: Creo que deberíamos
tener una reunión estratégica. Ya sabes, solo para con rmar que podemos
hacerlo.
A lo que él replicó también en voz baja:
—Estaba pensando lo mismo. Deberíamos hacerlo. Para aligerar tensión.
—Que os estoy oyendo —protestó Stephen.
—Ya sabes a lo que me re ero —replico Bethany entre dientes, muy tiesa
y guapísima. Tan cerca que casi podía saborear el café caro que había
bebido esa mañana otando entre ellos—. Si podemos tener una reunión
sin arrancarnos la cabeza, nos plantearemos la opción de trabajar juntos.
—Así que vamos a ngir que tienes alternativas, ¿no?
Bethany parpadeó y tomó una honda bocanada de aire.
—¿Vamos a reunirnos o no?
Sintió una punzada en la barriga.
—Sí.
Su respuesta la sorprendió, pero Bethany solo le permitió que viera la
sorpresa un segundo, porque se dio media vuelta al tiempo que se sacudía
el pelo.
—Stephen, como se te ocurra sacar el tema en la cena del ensayo de la
boda y arruines la ocasión, te capo. A vuestros puestos, chicos. —Se detuvo
al llegar a la puerta para mirarlo, y Wes contuvo el aliento—. Nos vemos en
la casa.
3
Estaba en Long Island, no en Texas, pero Wes contaba con que ciertas
cosas eran iguales en todos sitios. Y en Texas, cuando un hombre
necesitaba ayuda, iba a la ferretería local. Por un buen motivo. En una
ferretería, solo se necesitaba una pequeña insinuación sobre un proyecto
de reforma para que empezase a salir gente de los pasillos ofreciendo los
mejores consejos. Era un ritual masculino que evitaba pedir ayuda y, al
mismo tiempo, hacía que los otros hombres se sintieran útiles. Una
especie de moneda de cambio masculina.
Dado que Brick y Morty tenía en nómina a los mejores albañiles de Port
Je erson, Wes fue a por Laura al colegio y condujo hasta el vecino pueblo
de Brookhaven. Se subió a su sobrina a los hombros y así atravesaron la
puerta llena de pegatinas de la tienda, momento que la niña aprovechó
para tocar la campanilla del techo, que de esa forma sonó dos veces.
Wes capó el olor a pintura, a poliuretano y a madera, y atravesó la tienda
despacio. Era mejor no parecer demasiado ansioso por recibir consejos.
Ese tipo de cosas requerían tiempo y una evidente falta de entusiasmo.
—Tío Wes, ¿podemos llevarnos eso?
Aminoró todavía más el paso. Nunca dejaba de asombrarlo que la niña
se re riera a él como «tío Wes». En n, después de un mes despertándolo
a las cinco de la mañana, se había ganado el título, ¿no? Y entre ellos había
lazos de sangre, aunque Becky, la madre de Laura, solo fuera su
hermanastra.
El simple hecho de tener familia lo maravillaba. Becky apareció en la
casa de acogida temporal en San Antonio donde él vivía antes de cumplir
los dieciséis. Era un año más pequeña que él, estaba muy delgada y
descon aba de sus nuevos padres de acogida. Wes también se mostró
receloso. Sobre todo cuando se enteró, a través de su padre de acogida, de
que Becky y él eran hermanos por parte de madre y, por tanto, de que el
estado llevaba mucho tiempo intentando reunirlos.
En aquel entonces, ya había pasado por bastantes familias como para
saber que encariñarse con alguien era ridículo. Así que pasó de Becky
durante un tiempo, hasta que ella empezó a seguirlo como si fuera su
sombra. No hizo falta que le contara nada para saber que lo había pasado
peor que él. La perenne expresión asustada de su cara dejaba claro su
triste historia. Por eso, porque sabía que el sistema podía ser más duro con
las chicas, se saltó su propia regla y empezó a ayudarla cuando no se
despertaba a tiempo para completar sus tareas. Después de que los
trasladaran a casas separadas, Becky siguió llamándolo si necesitaba salir
o cuando tenía miedo y necesitaba un lugar donde dormir, que
normalmente acababa siendo su armario.
Wes se preguntó, no por primera vez en los últimos días, adónde la
habría llevado su «respiro» de la maternidad. ¿De vuelta a Texas? ¿Al
norte de la costa este? A saber. Lo único predecible de su hermana era su
imprevisibilidad. Ya lo había demostrado muchas veces, y la menor de
ellas había sido quedarse embarazada de Laura a los diecisiete años.
—¡Tío Wes!
Volvió al presente y siguió la dirección que le indicaba el dedo
mugriento de Laura —en serio, tenía que empezar a llevar encima toallitas
húmedas o algo— hacia un gnomo de jardín. No tardó mucho en descubrir
que sin importar adónde llevaba a la niña, ya fuera a la o cina de correos
o a dar un dichoso paseo por la calle, siempre encontraba algo a la venta
que necesitaba con desesperación. Un «no» rotundo nunca funcionaba,
porque una negativa siempre iba seguida de como poco setenta y cinco
«¡Por favor, tío Wes!». Así que había empezado a ser creativo y a distraerla
con tonterías.
—¿Un gnomo de jardín? —resopló—. ¿Para qué queremos uno falso
cuando tenemos de verdad?
Laura levantó una rodilla por la sorpresa y lo golpeó en el mentón.
—¿Qué?
Wes se tocó la barbilla.
—Ya me has oído. Tenemos toda una colonia protegiendo la casa. No
salen hasta que tú te duermes, pero los he visto correteando por el jardín
un par de veces.
—Mentira. —Laura guardó silencio, y se la imaginó haciendo un mohín
y con el ceño fruncido mientras pensaba—. ¿Qué hacían?
—Jugar al corro de la patata. Perseguir gatos. Intentar robarme la
camioneta.
Su risilla le arrancó una sonrisa.
—¿Podemos ir a McDonald’s a cenar?
—Depende. ¿Qué tenemos en el calendario de comida esta noche?
—Judías verdes gratinadas.
Wes hizo una mueca.
—Me vendría bien un Big Mac.
—¡Sí! —Laura cruzó las manos sobre su cabeza—. ¿Qué estamos
haciendo aquí?
—Ejercer el machismo. Tú sígueme la corriente.
—¿Qué es el machismo?
—En mi caso, hacer el tonto por una mujer.
Laura suspiró.
—Ah. —Sintió que empezaba a toquetearle el pelo y dedujo que estaba
re exionando—. Creo que mamá le dijo eso una vez a papá.
—¿Le dijo que era un machista?
—Sí —contestó su sobrina con voz triste.
Wes sintió que se le retorcían las tripas.
—¿Se decían muchas cosas?
Laura tardó en contestar.
—Sí. La casa está mucho más tranquila sin ellos. —Guardó silencio un
momento—. ¿Sabes cuándo volverá mamá?
—Pronto, niña —mintió, sintiéndose como un cabrón—. Seguro que ya
no falta nada. —No por primera vez, intentó llegar mentalmente a su
hermana y darle un empujón para que volviera e hiciese lo correcto,
aunque la telepatía no era lo suyo—. Oye, acabo de caer en que esta noche
puedes conseguir el doble de juguetes en McDonald’s.
La alegría hizo que lo golpeara con los talones en el pecho.
—¡Sí!
Crisis evitada. De momento. ¿Cuántas semanas o, joder, cuántos meses
más tendrían que pasar sin tener noticias de Becky?
Mientras intentaba concentrarse en la tarea que tenía entre manos, pasó
como si tal cosa por delante de la caja registradora y solo se detuvo cuando
el hombre más italiano que había visto en la vida apoyó sus carnosos
antebrazos en el mostrador.
—¿Necesitas ayuda con algo?
—Es posible —respondió mientras seguía mirando por la tienda como si
pudiera haber una cuadrilla de albañiles escondida en una de las
estanterías—. Estoy trabajando en una reforma en Port Je .
El hombre levantó las cejas, oscuras y pobladas.
—Una reforma, ¿no?
—Exacto. —Wes se encogió de hombros—. Si conoces a algún lugareño
que esté buscando trabajo, tenemos sitio para unos cuantos más.
Laura le tiró de las orejas.
—El tío Wes es un machitista.
—¿Ah, sí? —replicó el hombre sin pestañear al tiempo que le ofrecía a
Laura una piruleta que sacó de debajo del mostrador, lo que por suerte la
distrajo e impidió que siguiera avergonzándolo mientras él ngía que no
necesitaba ayuda con desesperación. Después de darle la piruleta, el
italiano se encogió de hombros—. Puede que conozca a uno o dos. ¿El
trabajo estará bien pagado?
Wes inclinó la cabeza.
—El trabajo estará bien pagado si se hace bien.
—Mis chicos podrían ayudar. Van a la universidad por la noche…
—¿Son feos?
El hombre retrocedió, sorprendido.
—Vaya, pues no. No son feos. ¿A qué viene esa pregunta?
—¿Conoces a alguien más?
—Tío Wes, ¿podemos llevarnos uno de esos?
En esa ocasión, su sobrina estaba señalando una caja llena de punteros
láser.
—De ninguna manera. No pienso despertarme mañana con eso
apuntándome directamente a los ojos.
Laura se rio.
—¿Cómo lo has adivinado? ¿Puedo tomarme un batido en McDonald’s?
El ritual de la ferretería no iba según lo previsto. Hora de abortar la
misión.
—A ver, ¿se te ocurre alguien más o no?
Por su derecha apareció un hombre con un mono de trabajo que se
estaba limpiando las manos con un trapo grasiento. Teniendo en cuenta
las canas de su bigote, Wes le echó unos sesenta y tantos años, cerca de
setenta.
—No he podido evitar oírte.
Tal vez el ritual siguiera funcionando después de todo.
Mientras sujetaba a Laura por una rodilla, usó la mano libre para
hacerse con un folleto de muestras de pintura de la pila que había cerca de
la caja registradora y empezó a hojear las brillantes páginas con
tranquilidad.
—¿Qué has oído?
—Algo de una reforma, ¿no, muchacho?
—Es posible.
El del mono se levantó la gorra.
—Bueno, pues conozco a unos cuantos tan feos como yo que viven en el
pueblo y que están desocupados.
—Es cierto. Viven en mi tienda. No hay manera de que se vayan.
—Te ayudamos a que esto siga abierto.
—¡Nunca compráis nada!
El del mono pasó del malhumor del dueño de la ferretería y le tendió la
mano a Wes para presentarse.
—Carl Knight. Encantado de conocerte.
—Ollie —dijo alguien detrás de Wes que, al volverse, se encontró con un
hombre negro que llevaba una camiseta que lo declaraba el
, más o menos de la misma edad que Carl—. No soy feo, pero sé
algo de fontanería.
Carl golpeó el mostrador.
—Todavía podemos dar guerra, ¿verdad, Ollie?
—Bastante. Como mínimo, un par de escaramuzas.
Wes esbozó una sonrisa torcida.
—¿Algún problema por trabajar a las órdenes de una mujer?
—Estamos casados —respondieron ambos al unísono.
Wes agarró un bolígrafo del mostrador y anotó la dirección del tirón.
—Nos vemos el miércoles.
Bethany estaba junto a Georgie y Rosie, las tres encorvadas con las manos
sobre las rodillas. En la parte delantera de la sala de aeróbic, Kristin daba
botes con los ojos cerrados al ritmo de una versión remezclada de «Sweet
Dreams» mientras su coleta rubia se balanceaba de derecha a izquierda,
sin darse cuenta de que las demás habían dejado de seguirla.
—Empieza por el principio —le ordenó Rosie, secándose el sudor de la
frente—. Así que entraste en tromba en la obra y…
—Yo no entro en tromba en ningún sitio. Lo hago con elegancia.
—¿Qué llevabas puesto?
Eso se lo preguntó su hermana, que hasta los veintitrés años se había
conformado con llevar ropa usada, pero que a esas alturas ya sabía
distinguir entre la ropa informal y la elegante.
—Una falda de ores hasta los tobillos con mi top blanco sin tirantes.
Rosie le dio un codazo en el costado.
—Oooh. ¿Y el pelo?
—Suelto, ondulado. Estaba genial.
—Como siempre —le aseguró Georgie—. ¿Qué pasó después?
—Le enseñé los documentos y anuncié mi deserción. —Movió un
hombro y siguió a Kristin para dar un par de pasos que, si mal no
recordaba, estaban sacados directamente del videoclip «Womanizer» que
sacó Britney en 2008—. Nada más. No montamos ningún espectáculo ni
nada.
Georgie puso los ojos en blanco.
—Hermanita, que sepas que canta mucho que omitas el momento
Zellweger.
—No lo estoy omitiendo —se apresuró a decir Bethany—. Es que es
algo… intrascendente.
—No sé qué decirte —replicó Rosie, rezumando ironía—. Mi marido
estaba presente cuando Wes se marcó el Zellweger y…
—Chicas, a ver, que no fue nada del otro mundo. ¿Podemos dejar de
hablar de eso?
—Y me dijo que fue un momentazo.
—Supongo que fue un poco impactante —admitió Bethany a
regañadientes, sin reconocer que se le había puesto la piel de gallina al
recordar a Wes quitándose los guantes mientras anunciaba que se iba con
ella. ¿Por qué la excitaba tanto que se quitara los guantes?—. En cuanto
nos vimos en la casa, le dejé clarísimo que nuestra asociación temporal no
incluía incentivos físicos.
—Salvo verlo trabajar sin camiseta, ¿no? —Georgie meneó las caderas—.
Para mí que eso entra en la categoría de incentivo importante.
—Georgie, te casas el domingo. Espera por lo menos a que pase un mes
de la luna de miel para interpretar el papel de mujer casada cachonda.
—¡Uf! ¿Por qué te crees que me caso?
Bethany se rio sin querer.
—Rosie, ayúdame.
—Lo siento, Beth. Ver a Wes descamisado es sin duda un incentivo. —Se
mordió el labio inferior—. ¿Crees que se pondrá las botas de vaquero?
Georgie extendió un brazo por encima de Bethany para chocar los cinco
con Rosie, que contestó:
—Yo me estaba preguntando lo mismo.
—Vuestros maridos deberían preocuparse —murmuró Bethany, aunque
en realidad no lo decía en serio.
Rosie y Georgie habían caído de cabeza a un charco de barro de amor
eterno con sus hombres del que no saldrían en la vida, y no podía
alegrarse más por ellas. Si había dos mujeres que merecían hombres de
lealtad incuestionable que adoraban el suelo que ellas pisaban eran su
hermana y Rosie.
Sin embargo, mentiría si dijera que la idea de que su hermana pequeña
se casara antes que ella no le provocaba cierta… introspección. A veces,
cuando veía a Georgie y a Rosie tan felices dudaba de que ella hubiera
nacido para ser feliz. ¿Sus relaciones con Dominic y Travis, en las que
habían derribado todos los muros? ¿Nunca se habían sentido
aterrorizadas? A ella ni siquiera le gustaba que sus padres supieran que
no tenía las cosas claras, mucho menos que lo supiera alguien de quien
esperaba devoción, delidad y atracción sexual. ¿Cómo se podía ser
natural, completamente sincera y con ar en que tu pareja no acabaría
saliendo por patas precisamente por eso?
Sí, aunque estaba emocionadísima por su hermana y por su mejor
amiga, debía admitir que se sentía un poco desconcertada por el
funcionamiento de la con anza ciega y el amor incondicional. En algún
momento, tal vez llegó a considerarse bien versada en el mundo de los
hombres, pero la verdad…, no tenía ni idea sobre el sexo opuesto y había
tardado todo ese tiempo en admitirlo. Por lo menos para sí misma.
En el instituto y en la universidad, salió con pocos chicos y tampoco
tuvo relaciones muy serias, ya que estaba más concentrada en graduarse
en diseño y en encontrar la manera de dedicarse a largo plazo a lo que le
gustaba. Cuando regresó a Port Je erson después de cuatro años en
Columbia, empezó a ver a los hombres de forma más permanente. Su
primer novio serio fue un agente de bolsa llamado Rivers. Estuvieron
saliendo durante seis meses antes de que descubriera que había vuelto
con su exnovia al mes de empezar con ella. Y así fue como comenzó el
ujo constante de hombres guapos, atractivos y de éxito que siempre
acaban siendo tan insustanciales como el polvo.
La noche que crearon la Liga de las Mujeres Extraordinarias en el
mismo lugar donde se encontraban en ese momento, estaba de bajón
porque el director de teatro con el que estaba saliendo la había dejado por
pastos más verdes, alegando que trabajaba tanto que no tenía tiempo para
él. Muchos de sus novios se habían quejado de lo mismo. Muchos se
habían buscado a otra por ese motivo, cuando en realidad su horario de
trabajo no era tan exigente.
Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba con alguien, más posibilidades
había de que viera sus defectos. Y de que la obligara a aceptar que no le
gustaban las muestras de cariño constantes, ni las relaciones tiernas, que
era un poco… fría en lo referente a los hombres. En lo referente a muchas
cosas, en realidad. Era incapaz de relajarse o de conformarse. Su agenda
siempre incluía alguna actividad movida y huecos para plani car. Si se
detuviera para disfrutar de la vida, para disfrutar de los hombres…, quizá
le resultaría imposible. A lo mejor hasta era incapaz. A lo mejor cuando
algunos de sus ex decían que era fría, llevaban razón.
Así que la solución era sencilla, ¿verdad? Evitar a los hombres.
Evitaba a sus propios novios.
—¿Bethany? —Georgie le dio un golpe con la cadera—. Estás pensando
en los pezones de Wes cubiertos de sudor, ¿verdad?
—¿Qué? —«Bueno, ahora sí», pensó—. No —contestó en voz alta.
—¿Alguien está siguiendo los movimientos? —preguntó Kristin desde el
frente de la clase, observando la sala como si hubiera un centenar de
personas presentes en vez de tres—. No he venido solo para mantener la
línea, ¿sabéis?
—¿Tienes problemas para mantener la línea? —preguntó Georgie a su
vez.
—Oh, cállate, listilla. Ya sabes a lo que me re ero —la regañó su cuñada,
al tiempo que se acariciaba su inexistente barriguita con el ceño fruncido.
Acto seguido, se dio media vuelta con un so sticado movimiento de
hombros y se puso a bailar al ritmo de Katy Perry.
—El embarazo la tiene desatada —comentó Rosie con un
estremecimiento.
—Sí, quizá sea mejor que bailemos —murmuró Georgie, que empezó a
moverse con el paso más básico—. Pero seguid hablando.
—Sí —susurró Rosie que miró a Kristin con recelo, como si pudiera
volverse y empezar a vomitar veneno en cualquier momento—. ¿Qué te
contestó Wes cuando le dijiste que no habría incentivos?
—Nada. No dijo nada —respondió Bethany, aunque lo hizo demasiado
rápido.
—Venga ya —protestó Georgie—. Ese hombre es incapaz de morderse la
lengua.
Bethany suspiró.
—A lo mejor —claudicó mientras agitaba una mano alrededor de su
moño alto— dijo que de todas formas el sexo quedaba descartado.
Georgie dejó de bailar. Y Rosie. La miraron en silencio.
Y se echaron a reír.
Bethany siguió hablando, pasando de sus carcajadas.
—Por supuesto, le dije que nunca había estado sobre la mesa, así que no
tenía sentido siquiera que lo comentase. —Buscó una forma de distraerlas
—. Y, en ese momento, me pasó una rata por encima de un pie.
—¡Puaj! —exclamó Rosie, que la consoló dándole una palmada en un
hombro.
—¡Uf! —Ya seria, Georgie se llevó la mano a la garganta—. Lo siento
mucho.
—Seguro que ahora os sentís mal por haberos reído.
—La verdad es que no —replicó Georgie con seriedad.
Rosie negó con la cabeza.
—Lo siento, yo tampoco.
—Sois lo peor —refunfuñó Bethany—. Entre Wes y yo no hay nada.
Nunca habrá nada. Si superamos esto sin matarnos a palos, me llevaré una
alegría.
Sin embargo, unos minutos después, cuando Kristin les ordenó que
guardaran silencio, Bethany recordó lo que sintió mientras le rodeaba las
caderas con las piernas y se preguntó si lo preocupante realmente era que
acabaran matándose a palos…
5
Wes, que estaba sentado en el puf del rincón del dormitorio de Laura,
observó a Bethany detenerse en la puerta. Su intención había sido la de
observar la merienda desde la seguridad de la cocina, pero, joder, luego se
alegró de haber dejado que Laura lo arrastrara hasta su dormitorio para
esperar a que Bethany llegase y los acompañara al salón, dando así
comienzo al juego.
Ella entró haciendo mucho teatro y se detuvo un instante en silencio
para aumentar la expectación.
—¡Atención! Atención, por favor —les dijo a las tres niñas, que ya
estaban chillando y volviéndose locas solo porque Bethany se estaba
tomando en serio su fantasía, y hablaba con acento británico y todo—.
¿Puedo hablar con la señora de la casa? Tengo una invitación formal de Su
Majestad, la reina.
—¡Soy yo! —exclamó Laura, que casi acabó cayendo de bruces sobre la
alfombra cuando se abalanzó a por la carta que Bethany llevaba en las
manos—. ¡Yo soy la señora de la casa!
—Estupendo. —Bethany le entregó a Laura una página doblada que
habían arrancado del último ejemplar de Sports Illustrated que Wes había
comprado—. La reina requiere su presencia para el té de esta tarde.
Laura ngió leer la invitación real.
—Dice que estamos todas invitadas.
Megan y Danielle vitorearon y se pusieron en pie de un salto, uniéndose
a Laura en una estampida que estuvo a punto de dejar a Bethany sentada
sobre su precioso trasero en el suelo. Lo miró con expresión aturdida.
—Casi me tiran al suelo para llegar a la mesa. No se diferencia mucho de
una reunión de la Liga de las Mujeres Extraordinarias.
Wes se levantó del puf con una risilla.
—Esperemos que los parecidos acaben ahí. Solo nos faltaba que estas
niñas se vayan a casa cantando sobre ovarios.
Bethany lo miró boquiabierta.
—Tendré que obligar a las integrantes a rmar acuerdos de
con dencialidad. Las ltraciones de procedimientos importantes se nos
están yendo de las manos.
—Si te sirve de consuelo, a mí se me quedó grabada después de que
Marjorie me la cantara.
—Me sirve, gracias —replicó ella, dejándolo ver solo un atisbo de su
sonrisa, antes de darse media vuelta para en lar el pasillo y unirse a la
regia merienda—. Bueno, señoras —dijo al tiempo que juntaba las manos
—, si me prestan unos momentos de atención, por favor, me gustaría
presentarles a su mayordomo para esta tarde, Wes Bobonhgam. Va a
tomarse un descanso de sus deberes como bufón de la corte para servir el
té.
El cortés aplauso de las tres niñas apenas duró unos segundos, tras los
cuales empezaron a agitar las tazas en el aire mientras coreaban:
—¡Té! ¿Dónde está mi té, Bobonhgam?
Wes se hizo con la jarra de plástico que estaban usando como tetera y
vertió un poco del líquido tibio en cada una de las tazas mientras miraba a
Bethany con los ojos entrecerrados. Cuando llegó Laura y le llenó la taza,
ni siquiera lo pensó, simplemente se inclinó y la besó en la coronilla. Se
quedó allí unos segundos, preguntándose qué bicho le había picado para
hacer algo tan… paternal. Solo se había acurrucado con él una vez en el
sofá ¿y ya estaba besándola en la coronilla?
Laura echó la cabeza despacio hacia atrás y le sonrió. No era la sonrisa
que tenía cuando él llegó a Port Je erson. Pensándolo bien, hacía una
semana que no la veía. Esa sonrisa transmitía algo que no podía describir.
Sin embargo, no le cabía duda de que era de felicidad. ¿Verdad?
Sí. Su sobrina era feliz.
¿Sería una locura pensar que él había contribuido a que eso sucediera?
La presión empezó en su garganta y descendió en cascada. Casi tuvo que
soltar jarra para palparse el pecho por la emoción que lo invadía, como si
lo estuvieran estrujando.
—¿Y la cena? —preguntó Danielle con una vocecilla alegre, rompiendo el
hechizo—. No podemos comer tarta sin haber cenado antes.
Wes carraspeó. Al darse cuenta de que Bethany lo observaba pensativa,
contestó con voz despreocupada:
—Vamos, niña, que todavía ni has probado el té. ¿Eres una de esas
clientas difíciles? —Mientras hacía un segundo recorrido por la mesa, le
dijo a Bethany con disimulo—: La verdad es que casi es la hora de cenar,
pero dudo mucho que quieran judías verdes gratinadas.
—Ay, por Dios —replicó ella, que escondió la cara detrás del pelo, aunque
no antes de que se diera cuenta de que los estaba observando a Laura y a
él con un brillo curioso en los ojos—. ¿Qué miembro de la Liga de las
Mujeres Extraordinarias lo ha preparado?
—Venga ya. —Desesperado por aligerar el ambiente, le dio a Bethany un
golpecito en la cadera—. Sabes perfectamente que la llamo Judías Verdes
Gratinadas.
Ella resopló, tras recomponerse.
—Lo tuyo es imposible. —Se mordió el labio un momento—. Ve a pedir
unas pizzas y yo las entretengo.
—Ahora mismo.
Wes soltó la jarra de té con fuerza y sacó el móvil, en el que, por
supuesto, tenía el número de la pizzería más cercana en marcación rápida.
Lo dejaron en espera y, con la música sonando en el oído, observó a
Bethany hacer su magia…, porque no podía llamarlo de otra forma.
—Muy bien, señoras, si todas se han bebido el té, ha llegado el momento
de la ceremonia de la princesa.
—¿El qué? —preguntó Laura, hipnotizada.
—La ceremonia de la princesa, por supuesto —repitió Bethany, dando
una palmada—. La reina las ha convocado hoy para convertirlas
o cialmente en princesas.
Wes se sorprendió al comprobar que los chillidos emocionados no
acababan rompiendo el cristal de alguna ventana.
Bethany estaba arrasando. Y lo más descabellado de todo era… que
parecía disfrutar de las reacciones de las niñas unos dos segundos antes
de empezar a preocuparse visiblemente por lo siguiente. ¿No era
consciente de lo mucho que estaba consiguiendo? A rmaba no saber nada
de niños, pero las había conquistado más rápido que cualquier niñera
experimentada. Estaba tan seguro que si pudiera, hasta apostaría dinero.
¿Qué sería lo que le había provocado esa inseguridad? De repente,
recordó que él había contribuido a aumentar sus inseguridades, y fue
como si se hubiera tragado un trozo de plomo.
No había terminado de compensarla. Ni mucho menos.
Cada vez que Bethany entraba en Buena Onda, descubría algo nuevo que
encajaba con el ambiente a la perfección. Rosie quería que el restaurante
fuera una experiencia, y podía decir sin temor a equivocarse que lo había
conseguido.
Esa noche había una guirnalda de luces, una alfombra colocada en
ángulo sobre el suelo de madera, un nuevo cuadro en la pared. Solo un
decorador captaría unos cambios tan sutiles que no alteraban el ambiente.
Seguía siendo cálido y bullicioso. Una ruidosa bienvenida que la acogería
mientras decidía adónde quería que la llevase la carta.
Había hecho bien en ir esa noche al restaurante. Caminó entre las mesas
hacia el fondo de la sala, donde Rosie estaría preparando los pedidos para
llevar y supervisando el servicio, y fue como si el reluciente espacio la
abrazara. Saludó con la mano a Dominic, que estaba sentado en su
reservado mientras bebía cerveza y leía la edición vespertina del Daily
News. Varios clientes la saludaron por su nombre o levantaron su vaso
antes de ponerse a cuchichear en voz no demasiado baja después de verla
pasar.
Nada malicioso, solo los chismes típicos de Port Je . Bien merecidos. Les
había dado varios temas entre los que elegir después de dejar Brick y
Morty, de aceptar aparecer en un reality show y de que la vieran en casa de
Wes después del anochecer. Por no mencionar que había ido a buscar a su
sobrina al colegio, una actividad eminentemente doméstica.
Al recordar la sensación de los pies de Laura en el regazo, la asaltó una
sensación de vacío en la garganta. ¿Qué estarían haciendo Wes y Laura en
ese momento? ¿Comiendo pizza y viendo anuncios? Se asustó un poco por
las ganas que le entraron de repente de darse media vuelta, salir de Buena
Onda y volver a la casa.
En resumidas cuentas, necesitaba ese respiro. Pasaba tanto tiempo con
Wes en la casa que estaban reformando que necesitaba un poco de espacio
y perspectiva. Aquello empezaba a afectarla de una forma que no
esperaba. Que sí, que siempre había sentido una irritante atracción física
por él, incluso después de tacharlo de «imbécil integral». ¿Qué iba a hacer
después de que la verdad hubiera salido a la luz? Wes tenía más capas de
las que creía. Estaba un poco traumatizado por un pasado inestable, era
observador y, Dios, sabía besar. Nunca la habían besado como lo había
hecho él.
Sin embargo, lo más importante era su integridad. Era un hombre de
principios. Por Dios. Esa tarde le había pedido a su hermana la custodia de
su sobrina, aceptando un desafío que asustaría al adulto más
independiente del mundo.
Sí, Wes era valiente, y buena persona y… ella tenía que bajarse de la
nube antes de hacer una tontería, como enamorarse de él.
En ese momento, Rosie atravesó la puerta batiente de la cocina hasta el
aparador del restaurante, un reservado que le había construido su marido
con estantes llenos de cubiertos, utensilios para el café, salsas calientes y
otros condimentos. Se quedó de piedra al ver a Bethany.
—¡Oye, cuánto tiempo! Llevo sin verte desde la boda —dijo Rosie al
tiempo que amontonaba y organizaba lo que parecían tiques de pago con
tarjeta—. ¿Cómo va la reforma?
Bethany se colocó las manos entrelazadas debajo de la barbilla.
—De maravilla, claro. Yo estoy al mando.
Aunque hizo reír a su amiga, no obtuvo tanto placer como de
costumbre. Porque no estaba siendo sincera. Si fuera sincera, diría que era
como ir cuesta abajo y sin frenos. Aunque eso destrozaría la ilusión que se
había esforzado tanto en construir, ¿no? ¿Incluso con su mejor amiga?
En cuestión de segundos, había vuelto a ser la mujer que nunca
demostraba debilidades. La mujer que se ocultaba detrás del estilo y de
esa fachada de falsa seguridad, que jamás admitiría que no tenía ni idea
de cómo iba la reforma. Wes le había dicho que progresaba
adecuadamente y que verían los avances día a día, pero llegar a ese
peligroso caos todas las mañanas aumentaba su estrés y sus dudas. Lo que
hacía al llegar era agachar la cabeza y concentrarse en el proyecto que
hubiera elegido. Ponerse los cascos protectores en las orejas y hacer una
sola cosa la ayudaban, pero ¿en cuanto se distanciaba un poco y se daba
cuenta del tremendo desafío que se había echado a cuestas? Era difícil. No
lo estaba llevando tan bien como aseguraba llevarlo delante de las
cámaras. Lo quería todo perfecto ya. Hasta entonces, el caos inacabado era
un re ejo de su persona.
Se llevó los dedos al cuello, muriéndose de ganas de rascarse el lugar
donde Wes le había puesto la crema esa mañana, pero se obligó a bajar la
mano.
—Veo que estás hasta arriba —le dijo a Rosie mientras meneaba las cejas
—. Un problema estupendo, ¿no? Voy a buscar una mesa y si tienes tiempo
para tomarte algo, vente. ¡Sin agobios!
Rosie sonrió.
—De acuerdo. —Estiró el cuello para mirar detrás de Bethany—. Siéntate
a la mesa para dos junto a la ventana. Ahora te mando a la camarera.
—Mírate, estás en tu salsa.
Meneó las caderas antes de regresar a la parte delantera de Buena Onda,
guiñándoles un ojo a las personas que sospechaba que estaban hablando
de ella. Mantuvo la sonrisa en los labios, pero en realidad tenía un millón
de pensamientos rebotándole en la cabeza. ¿Qué probabilidades había de
que su hermano ganara Enfrentados por las reformas? ¿La estarían tildando
de «asaltacunas» por pasar tiempo con un chico de veintitrés años? ¿Se
darían cuenta de que no tenía la manicura hecha por culpa de su nuevo
trabajo?
Se clavó las uñas en las palmas y se sentó a la mesa indicada, tras lo cual
le dio las gracias a la camarera que le entregó la carta. Aunque estaba
segura de que proyectaba una imagen tranquila, se sentía un poco
nerviosa por estar sola, sobre todo con todos los susurros, así que sacó el
móvil… y se encontró con un mensaje de texto de Wes. Se le escapó una
carcajada antes de poder contenerla.
Era una foto suya soplando la tarjeta de crédito con el anuncio de un
broche de diamantes en el QVC de fondo. Pero lo mejor era la cara de
Laura a medio grito, porque su alegría era evidente.
Bethany apretó los sonrientes labios y le contestó.
Bethany:
Siempre pide los diamantes. Es lista la niña.
Wes:
Vamos mal. Ya no acepta Cheerios como soborno. Como acabe
prometiéndole joyas para conseguir 5 minutos más de sueño
mañana, te vas a enterar
Bethany:
¿Yo? No es mi tarjeta.
Wes:
Tendrás a un capataz enfurruñado entre manos.
Bethany:
Oooh. No te enfurruñes.
Wes:
¿Cómo vas a contentarme?
Bethany:
Pues aliviando ese dolor de huevos, claro.
Wes:
Bethany:
Puedo ir a la farmacia a comprarte algo para la in amación.
Wes:
Si estuvieras aquí, te llevarías unos cuantos azotes.
Wes hizo lo que cualquier vaquero que se preciara hacía cuando tenía
problemas con una mujer.
Ahogó sus penas en una botella de cerveza.
Tono de Forastera se había ofrecido a cuidar a Laura esa noche dado que
no había podido ir a buscarla al colegio el día anterior, y él había aceptado
el ofrecimiento sin dudar. Estaba de un humor de perros y no quería que
eso afectara a su sobrina.
—¿Quieres otra? —le preguntó el camarero mientras iba a cobrar una
ronda.
Miró el botellín vacío de Bud, sopesó los pros del olvido y los contras de
que lo despertasen a las seis de la mañana con resaca. ¿Eso era la
paternidad? ¿Tener que decidir a todas horas si merecía la pena la resaca?
No solo eso, también estaba ese insistente sentimiento de culpa por haber
salido, que lo instaba a rechazar una segunda cerveza. ¿Por qué se sentía
culpable cuando esa era la primera noche que salía desde hacía un mes?
Joder, ni siquiera eran las nueve y media.
—Sí —masculló al tiempo que le acercaba el botellín vacío al camarero—.
Gracias.
La verdad, preferiría estar en casa leyéndole a Laura un cuento para
dormir a estar ocupando un taburete en el Grumpy Tom’s, pero a veces un
hombre necesitaba espacio para pensar. Esa noche era más cierto que
nunca.
¿Cómo se había ido todo a la mierda tan rápido?
Todavía no lo entendía.
Tres días antes de que lo despidiera, habían estado a punto de algo más.
Dios, y él estaba ansioso por llegar a eso. Bethany había estado a un pelo
de ceder y decirle que sí. Iba a invitarla a salir, a abrirle la puerta allá
donde fueran, a tratarla como a una reina y a llevarla al cielo en la cama.
A esas alturas, había perdido su oportunidad y el trabajo.
El mundo se había puesto patas arriba más deprisa de lo que un toro era
capaz de tirarlo al suelo… y en ese momento necesitaba tener la vida bien
atada. Cuando le comentó a su hermana la posibilidad de convertirse en el
tutor legal de Laura, lo dijo en serio, siempre y cuando Becky accediera. No
quería mantenerla alejada de su hija para siempre, pero mientras él fuera
su cuidador, quería ofrecerle estabilidad a la niña. No quería que se
despertara por las mañanas preguntándose si ese era el día que se
marcharían de Port Je erson.
Lo que lo llevaba a su problema más inmediato: la estabilidad para
Laura implicaba un sueldo jo…, y desde esa tarde eso era algo que ya no
tenía.
Tampoco podía culpar a Bethany. Llevaba todo el día repasando la
escena del jardín. Dios, se había comportado como un idiota. Bethany
deseaba dirigir esa reforma solo era para demostrar que podía hacerlo. Y
él había intentado privarla de una oportunidad para aumentar la
con anza que sentía en sí misma. Mierda, era tan malo como Stephen.
Como si le hubiera lanzado una batseñal a Stephen, lo vio entrar en el
bar unos minutos más tarde, con otra nota en la mano. Concentrado como
estaba, el hermano de Bethany casi pasó por su lado sin darse cuenta, pero
acabó parándose en seco con un traspiés.
—Wes, ¿qué haces aquí?
—¿A ti qué te parece?
Stephen se sentó en el taburete que tenía al lado y pidió una Coca-Cola
al tiempo que alisaba la arrugada nota sobre la barra mientras esperaba.
—¿Mi hermana te está dando quebraderos de cabeza?
Wes levantó una mano.
—Te voy a cortar ahora mismo. No he venido a chismorrear como un
adolescente.
—Bah, eres un agua estas.
—Eso lo dice un hombre que se pide un refresco en un bar —replicó Wes
con sorna y el botellín pegado a los labios—. Ya veo que tienes otra nota
misteriosa de Kristin. ¿Qué dice esta?
—«Después de la tormenta, sale el arcoíris».
Dios, esa mujer estaba para que la encerrasen.
—Colega, deja que te pregunte una cosa: ¿no se te ha ocurrido
preguntarle sin más qué signi can las notas?
—No puedo hacerlo. —Stephen lo miró boquiabierto, como si acabara de
sugerir que robasen un coche de policía y se comieran unos dónuts en la
plaza del pueblo—. Se llevará una decepción si no consigo averiguarlo yo
solo.
—Pero es que no vas a conseguirlo.
Stephen se volvió para mirar a Wes.
—Un año, Kristin me tejió unos calcetines para Navidad y yo no
reaccioné con el aprecio debido. A ver, que eran calcetines. Pero me dejó de
hablar hasta después de Año Nuevo. —Metió una pajita en la Coca-Cola—.
Al nal adiviné qué pasaba. Resulta que eran unas réplicas exactas de los
patucos que llevé cuando me bautizaron, hasta en las crucecitas rojas de
los tobillos.
Wes sabía que su cara debía de ser un poema. Porque no daba crédito.
—¿Y se puede saber cómo lo averiguaste?
—Mi madre vino a cenar y los vio. Kristin los había dejado en la repisa
de la chimenea, pero yo era demasiado inocente para darme cuenta de
que intentaba darme una pista. —Asintió con la cabeza como si esa
explicación fuera normal—. En n, que mi madre lo vio de inmediato y
comentó el parecido con los patucos. Y Kristin los tiró al fuego.
—¿Qué?
Stephen se inclinó hacia él.
—¡Quería que yo lo averiguase!
¿Estaba en Long Island o en Marte?
—Eso me ha parecido sacado de una peli de terror, pero gracias, supongo.
—¿Gracias?
—Sí —replicó Wes antes de beber un sorbo de cerveza—. Ahora mis
problemas de mujeres no parecen tan malos.
—Lo sabía. —Stephen sorbió de la pajita con una sonrisa ufana—.
Bethany ha pasado de ti, ¿verdad? No sabía cómo pensaba hacerlo, porque
trabajáis juntos, pero mi hermana es creativa.
Mierda. ¿Por qué había hablado de problemas? Lo último que le
apetecía era oír a Stephen soltar un montón de tonterías sobre Bethany.
Pero se había bebido una cerveza, tenía el corazón partido y estaba
desconcertado por lo que había pasado entre ellos. Lo había encontrado
en un momento de debilidad.
—¿Qué quieres decir con eso de que ha pasado de mí?
—Es su rollo. Lanza el señuelo al agua. —Stephen apartó la Coca-Cola
para imitar el gesto, como si estuviera pescando con caña—. El hombre
pica. Y después ella tira la caña de pescar al mar mientras el pobre sigue
enganchado.
Wes sintió un cosquilleo en la nuca, pero resopló.
—¿Cuánto tiempo llevas dándole vueltas a esa metáfora?
—La verdad es que es de mi madre, y hay más —respondió Stephen
mientras miraba la nota con los ojos entrecerrados—. La cosa es que ahí
está la caña otando en el mar, el hombre está enganchado y Bethany se
pone de pie en la barca y culpa al pez.
Él llevaba toda la vida evitando cualquier relación a largo plazo. Ahí
estaba el motivo. Era evidente que Stephen había perdido la maldita
cabeza y ¿quién tenía la culpa?
El amor.
El matrimonio.
A ver, que sí, que la mujer de Stephen estaba como una cabra, pero unos
meses antes se habría reído de semejante conversación. Habría
ridiculizado a Stephen por dejarse mangonear de esa manera. A esas
alturas, ya no le parecía tan gracioso. Porque él era el pez que había picado
el anzuelo y, si cerraba los ojos, veía a Bethany de pie en la barca,
observando mientras él se hundía.
Sí, lo había atrapado, eso estaba clarísimo. Tampoco se había imaginado
lo mucho que le gustaría tener un anzuelo clavado en el labio. Pero esa
mujer… Esa mujer había hecho que se ganara su con anza, su respeto, su
risa. Cada uno de esos logros hacía que se sintiera más capaz como
hombre. Un posible compañero para ella. Alguien que no solo podría
mantener una relación a largo plazo, sino hacerlo bien.
¿Iba a alejarse nadando sin más cuando habían llegado tan lejos?
No. Iba a subirse a esa dichosa barca y a tirarle la caña a los pies. Le
haría saber que no pensaba irse a ninguna parte. Había atrapado a un
tejano y se negaba a hundirse como los inútiles con los que había salido
antes. Y lo más importante de todo: iba a averiguar por qué ella insistía en
deshacerse del pez una vez que mordía el anzuelo.
Se oyó un trueno en el exterior, como si el cielo aprobase su nuevo plan
de acción, y la lluvia empezó a golpear las ventanas del Grumpy Tom’s. El
chaparrón hizo que los fumadores corrieran a refugiarse al interior,
cubriéndose con las chaquetas.
Mierda.
No había previsión de lluvia. Lo había comprobado esa misma mañana
para asegurarse de que no había mal tiempo que pudiera retrasarlos.
Cuando todavía era el capataz y le pagaban por tener un plan de
contingencia, claro. Tendría que pasarse por la obra y cubrir el tejado con
lonas.
Se sacó la cartera con un suspiro y le hizo una señal al camarero para
que le preparase la cuenta.
—Tengo que ir a la obra —le dijo a Stephen—. Despedido o no, no puedo
dejar que todo ese trabajo se vaya al cuerno.
Stephen espurreó Coca-Cola sobre la barra, ganándose una mirada dura
del adormilado camarero.
—¿Te ha despedido?
—Ajá.
—En primer lugar, bienvenido de nuevo al equipo ganador —dijo
Stephen con gesto magnánimo—. En segundo lugar, no sé por qué me
sorprende. Es típico de Bethany.
Wes agitó una mano, irritado, de modo que el billete de veinte otó
hasta caer a la barra.
—¿Alguna vez le has preguntado a Bethany por qué aleja a los demás o
te limitas a despotricar y a ponerla verde a sus espaldas? A lo mejor tiene
un buen motivo para hacerlo. ¿Se te ha ocurrido?
—¿La estás defendiendo? —le preguntó Stephen sin dar crédito—. ¡Te ha
despedido!
—La provoqué. Es culpa mía. Y no quiero volver a tu equipo.
Stephen se quedó callado un momento.
—Debe de haber algo entre vosotros dos, porque de lo contrario no
habría sacado el paracaídas.
La ira le puso los nervios de punta.
—Mira, a la mierda tus metáforas. ¿Se puede saber que os pasa a todos
en este pueblo? ¿Es que nadie es capaz de decir claramente lo que piensa?
—Wes se hizo con la nota y la lanzó al aire—. Tu mujer está embarazada,
imbécil.
—¿Ah, sí?
—Sí. Y seguro que el niño o la niña crecerá totalmente equilibrado.
Para sorpresa y espanto de Wes, Stephen se levantó de un salto del
taburete y le rodeó los hombros con los brazos mientras lloraba y reía.
—Voy a ser papá.
Wes suspiró y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Enhorabuena.
Stephen acabó apartándose de él con los ojos llenos de lágrimas porque
se oyó el fuerte pitido de su móvil, que se sacó del bolsillo delantero de la
camisa, de modo que su cara de felicidad se transformó en exasperación.
—Acaba de llegarme un mensaje de Bethany. Quiere saber si las
grapadoras neumáticas son a prueba de agua. —Miró a Wes un momento
—. Parece que te ha tomado la delantera con lo del tejado. Será mejor que
te vayas.
El corazón de Wes se montó en un ascensor para subírsele a la garganta.
—¿Qué? Contéstale. Dile que me espere…
El teléfono pitó de nuevo.
—«Da igual, lo he googleado» —leyó Stephen en voz alta.
Wes salió del bar al lluvioso exterior mientras las imágenes de Bethany
resbalándose y cayendo del tejado le helaba la sangre en las venas.
Al parecer, iban a tener otra discusión antes de que la recuperara.
Aunque, ¿había sido suya para empezar?
18
Bethany escupió agua de lluvia e hizo todo lo posible por desplegar la lona
a ciegas. Daba igual la postura que adoptase en el tejado, parecía que la
lluvia le golpeaba la cara directamente, de modo que separó las piernas y
plantó los pies con rmeza mientras le agradecía con sorna a la Madre
Naturaleza su maravilloso sentido de la oportunidad.
No era tan orgullosa como para no admitir que su sitio estaba en
cualquier parte menos en un tejado resbaladizo durante una tormenta. De
hecho, le habría encargado el trabajo a Wes de no haberlo despedido en el
arrebato más estúpido del siglo. Pero se había pasado seis horas en el
tejado esa tarde, tenía las manos destrozadas, le dolía la espalda y la
embargaba la sensación de que algo se le había roto por dentro. Así que
iba a proteger su duro trabajo, joder, y de paso también todo lo que estaba
en juego debajo de las goteras.
Se le escurrió un poco la bota derecha, pero corrigió la postura a tiempo
para abrir la lona. Se puso a gatas, desplegó la lona azul y la grapó lo más
cerca que pudo al borde del tejado. El viento y la fuerte lluvia la
mantenían casi a ciegas, pero sin duda pronto pasaría lo peor, ¿no? La
previsión del tiempo aseguraba que estaría nublado hasta el día siguiente.
¡Les habían mentido a todos! ¿Quién asumiría la responsabilidad?
Sabía que estaba exagerando las cosas, pero le daba igual. Estaba
empapada en un tejado bajo la luna llena y en su interior había
turbulencias que no dejaban de sacudirla desde esa tarde. Incluso antes de
que empezara a llover ya estaba paseándose de un lado para otro de su
salón, incapaz de quedarse quieta. Aquello no le gustaba. Ningún hombre
debería provocarle esta sensación tan horrible en la boca del estómago.
Nunca le había pasado.
En el peor de los casos, cuando decidía que su relación con un hombre
había llegado a su n, se sentía un poco molesta si el hombre en cuestión
no intentaba congraciarse de nuevo con ella. Claro que nunca se lo
permitía. Pero la posibilidad de que Wes decidiera que ella era demasiado
engorro… la asustaba de verdad.
Él había aguantado un sinfín de insultos y de discusiones. Había
presenciado un principio de ataque de ansiedad en la boda de Georgie. Ni
siquiera había pestañeado al verle la fea marca del cuello. ¿El golpe que le
había dado a su ego sería la gota que colmaba el vaso?
No había querido despedirlo.
Había hecho un Zellweger a su momento Tom Cruise.
Había sentimientos. Ella tenía sentimientos.
Se ajustó la capucha del impermeable para que la lluvia dejara de
metérsele en los ojos y empezó a desplegar la segunda lona. Grapó una
esquina y después gateó despacio hacia el extremo opuesto del tejado
mientras la lona azul se agitaba por el viento. El áspero material de las
tejas se le clavaba en las rodillas a través de los vaqueros, pero agradeció el
dolor, porque la distraía.
Había algo que la asustó de verdad esa tarde cuando Wes se marchó sin
mirar atrás. El golpe de la puerta de la camioneta al cerrarse resonó como
si fuera irrevocable. Era la suma de todos sus miedos, ¿no? Que un hombre
por n conociera todos sus aspectos negativos y se fuera. ¿No era lo que
llevaba evitando tanto tiempo?
La prueba de que era imperfecta.
Tragó saliva con fuerza y empezó a gatear más deprisa. Tras cruzar el
tejado, puso la última grapa. Ya estaba. Hecho.
Aun así…, a lo mejor debería comprobar que no hubiera aberturas sin
asegurar. Ese día había perdido a Wes. No pensaba sacri car todo el
trabajo duro que habían hecho juntos en la casa. Ese golpe añadido sería
insoportable. Solo unos minutos más y todo estaría perfecto…
—¡Joder, Bethany!
¿Wes?
Se volvió hacia el sonido de su voz, aunque no sabía muy bien de dónde
procedía porque el viento soplaba con fuerza. En cuanto movió la cabeza,
la lluvia le golpeó la cara y se estremeció al tiempo que soltaba la
grapadora. Tanteó a ciegas para recuperarla, pero no la encontró y perdió
el equilibrio.
Se deslizó con un grito por la parte del tejado que todavía no tenía tejas.
Durante un perturbador momento, lo vio todo claro y se dio cuenta de que
la muerte la esperaba, justo antes de que su cuerpo rodara por el borde.
Con un último arrebato, el instinto de supervivencia hizo que sus dedos se
aferraran al antiguo canalón, pero como todo lo demás de la casa, era
demasiado viejo como para servir de algo y un crujido fue el único aviso
que le dio antes de dejarla colgando del borde.
—¡Wes!
—Estoy aquí. Confía en mí, nena. Suéltate.
—No puedo. ¿Estás loco?
—No dejaré que toques el suelo y lo sabes. —Su voz era más potente que
la tormenta y se le coló en el interior, echando raíces—. Vamos. Confía en
mí.
Fue el mayor salto de fe que había dado nunca. Tal vez nunca se habría
dado cuenta de que, en realidad, con aba en Wes —quizá más que en
ninguna otra persona— de no estar colgada del tejado como un mono
empapado. Pero con aba de todo corazón en que la atraparía, así que se
soltó con un chillido. Sus brazos la rodearon un segundo después,
chocando con su duro cuerpo, y Wes se tambaleó un paso hacia atrás. Acto
seguido, se la colocó mejor contra el pecho y echó a andar.
No podía verle la cara por la capucha del impermeable, pero vio que
extendía una pierna y que abría la puerta de la casa de una patada. Entró
deprisa y la dejó en el suelo con cuidado en medio de la más absoluta
oscuridad, tiritando y poniendo el suelo perdido. Un segundo después,
una de las luces del techo se encendió, iluminando a Wes… y, uf, estaba
cabreadísimo.
Esas facciones masculinas quedaban iluminadas por un lado y en
sombras por el otro. Respiraba entre jadeos, que se unían a la insistente
lluvia y eran los únicos sonidos de la habitación. Además de los latidos de
su propio corazón, claro. Su imagen era tan maravillosa que el corazón
pareció latirle incluso con más fuerza que cuando estaba colgada del
canalón. Abrió la boca para decir algo, pero no le salió nada. ¿Qué podía
decir? Lo que llevaba dentro era muy raro y doloroso. No sabía qué
palabras iba a pronunciar.
A Wes no le costó encontrar algo que decir.
Se quitó el sombrero empapado y lo lanzó al otro extremo de la
habitación, donde rebotó contra una de las paredes recién acabadas.
—Joder, Bethany. Mira que podías hacer tonterías… —Se llevó un puño a
la frente y empezó a respirar más despacio—. Estoy contratado de nuevo.
Así de sencillo. Aunque solo sea para evitar que te mates por ser más terca
que una mula. Y es permanente. Puedes despedirme todas las veces que te
dé la gana, nena, que yo me presentaré aquí por la mañana como si nada.
Así que asimílalo.
Una cálida manta de alivio le cayó sobre los hombros, envolviéndola con
fuerza. La seguridad de que volvería, aunque discutieran, aunque a ella se
le cruzaran los cables e hiciera algo de lo que se arrepentía… Dios, ya
podía respirar mejor. Como si hubiera tenido un saco de arena
apretándole los pulmones hasta ese momento. Empezaron a temblarle las
rodillas, pero no por la debilidad, sino por la necesidad de acercarse a Wes.
No puso en duda el impulso; no le quedaba fuerza de voluntad para
resistirse. No después de que él hubiera ido a la casa, no después de que la
hubiera atrapado en el aire, no después de que lo hubiera echado tanto de
menos.
Fue directamente hacia el tenso cuerpo de Wes y le echó los brazos al
cuello. Agradeció que la lluvia todavía le empapase la cara, porque
ocultaba las cálidas y saladas lágrimas que brotaban de sus ojos.
En cuanto él la estrechó con fuerza entre sus brazos, las rodillas dejaron
de temblarle.
—¿Por qué has venido? —le preguntó mientras le apoyaba la mejilla en
el pectoral derecho.
—Para poner la lona, lo mismo que tú —contestó él con voz gruñona.
—¿Aunque te había despedido?
Wes gruñó y la abrazó con más fuerza.
—No querías despedirme.
Bethany negó la cabeza, y se le escaparon más lágrimas.
—No.
—Eso ya es agua pasada —le aseguró él mientras la mecía de un lado a
otro—. Y si te vuelves a cabrear conmigo dentro de un par de días y
discutimos, o si nos vamos cabreados para lamernos las heridas, también
será agua pasada.
—¿Cuántas veces vas a ser capaz de superar las cosas… antes de que se
acumulen y no dejen espacio para que puedas pasar?
—Trabajamos en la construcción, preciosa. Construiremos un añadido
para que quepan todas.
Al oírlo, el mundo de Bethany se puso patas arriba y se enamoró
perdidamente de Wes. No solo porque creía lo que había dicho y eso hacía
que se sintiera segura, tal vez por primera vez en la vida. Sino porque
había hablado en plural.
«Trabajamos en la construcción».
Wes le alzó la barbilla y se quedó destrozado al ver sus lágrimas.
—Ay, Bethany. —Se las secó—. No llores, por favor. No lo soporto.
—Solo es lluvia —le aseguró ella con la voz entrecortada.
—Claro, te seguiré la corriente. —Le deslizó los dedos hasta los labios, y
el deseo le oscureció los ojos—. Vamos a darle una oportunidad, a lo
nuestro.
—¿Me lo estás preguntando o me lo estás diciendo?
Una expresión guasona asomó a los labios de Wes.
—Muy bien, te lo estoy pidiendo.
Bethany titubeó ante lo desconocido. Nunca había mantenido una
relación con alguien que le provocaba tantos sentimientos. Aunque había
empezado a con ar en él, el problema era que no con aba en sí misma. Su
comportamiento con los hombres nunca había sido más evidente que
cuando intentó reproducirlo con Wes. Alguien a quien… Ay, Dios, ¿amaba?
Si metía la pata —y era muy probable que lo hiciera—, sentiría lo mismo
que ese día, pero hasta el n de los tiempos.
Lo peor de todo era que se arriesgaba a hacerle daño a Wes. En ese
preciso momento, eso le parecía muchísimo peor que comportarse como
su peor enemiga.
Wes la vio titubear y cambió de táctica.
—Podemos ir despacio, ¿de acuerdo? —Asintió con la cabeza por ella y la
agachó hasta que su boca quedó a un centímetro de la suya—. Pero no vas
a evitarme. No voy a quedarme donde me pongas a la espera de que me
prestes atención.
—¿No? —consiguió replicar antes de humedecerse los labios para el beso
que sin duda tendría lugar en cuestión de segundos. Lo necesitaba como
el respirar.
—De eso nada. Cuando quiera atención, te lo haré saber.
—¿Cómo?
Wes le había estado desabrochando despacio los botones del
impermeable con una mano. Le abrió la prenda y pegó su cuerpo seco
contra él, empapado como estaba, al tiempo que levantaba las caderas y le
echaba el aliento contra la boca al mismo tiempo.
—¿Qué te parece esto?
Una lluvia de echas cargadas de deseo se clavaron en su objetivo por
debajo de su ombligo, atravesándola con placer y frustración sexual. Dios,
había intentado pasar de lo mucho que la excitaba ese hombre durante
demasiado tiempo. Pero en cuanto se dio permiso para disfrutar de lo que
le hacía a su cuerpo, la necesidad resultó mayor de lo que creía. Se frotó
contra el bulto de la bragueta de Wes y se mordió el labio cuando él gimió.
—¿Esta es tu manera de demostrarme que estás dispuesto a ir despacio?
—Lo digo en serio —gruñó él al tiempo que le sujetaba las caderas con
desesperación—. Bethany Castle, la tengo dura desde que te vi la primera
mañana bajarte de tu Mercedes en aquella obra. Tan seria, sin tiempo para
que nadie se pasara de la raya, sobre todo yo. —Le lamió los labios, pero no
la besó, y la dulce fricción de su lengua le provocó una sensación ardiente
entre los muslos—. Llevo queriendo demostrarte que te equivocas desde
entonces. Te encantará hacerme un hueco cada vez que yo quiera pasarme
de la raya. Pero soy lo bastante listo como para saber que la espera habrá
merecido la pena cuando por n te tenga desnuda y abierta de piernas
debajo de mí.
Uf, madre mía. Presa de una ola de lujuria totalmente desconocida para
ella, se puso de puntillas y lo besó. Sus músculos internos se tensaron con
fuerza cuando él la levantó más con un brazo mientras le quitaba el
impermeable con la mano libre, tras lo cual le agarró el culo y empezó a
magreárselo, con caricias lentas y posesivas.
—¿Hasta dónde lo podemos llevar y seguir yendo despacio? —preguntó
entre jadeos mientras echaba la cabeza hacia atrás para que él pudiera
mordisquearle el cuello.
—Siempre que me dejes darle a este cuerpo lo que necesita, recordaré
los límites mañana —masculló él contra su pelo.
«¿Y si mi cuerpo lo necesita todo? ¿Ahora mismo?».
Y era verdad. Sus partes femeninas estaban al rojo vivo, y le estaba
costando la misma vida no rodearle las caderas con las piernas y frotarse
contra él hasta alcanzar la cima. Aunque, por increíble que pareciera…, las
ganas de darle placer a él eran mucho mayores. Tal como él había hecho
en su patio trasero, sin recibir nada a cambio. Saber que llevaba tanto
tiempo deseándola hacía que estuviera desesperada por llevarlo al clímax.
Tal vez incluso una parte de ella quisiera disculparse por haberlo asustado
en el tejado. Fuera o no una mentalidad correcta, lo cierto era que avivaba
las llamas que ya ardían en su interior.
Antes de que pudiera echarse atrás, agarró las solapas de su camisa de
franela y lo obligó a retroceder. Él puso n al voraz beso, con un brillo
expectante en los ojos. Estaba claro que no se creía la suerte que tenía y
dejó que ella viera su gratitud. Su asombro. Su disposición.
Llegaron a un montón de sacos de cemento y Bethany le mordisqueó los
labios mientras le desabrochaba el cinturón y le bajaba la cremallera. Oía
la rápida respiración de Wes por encima de la tormenta, y el sonido
resonaba en sus oídos como una banda sonora muy sensual. Le metió la
mano en los calzoncillos y se la aferró con una mano, deleitándose con el
gemido estrangulado que brotó de sus labios mientras se la acariciaba con
fuerza y le mordisqueaba el mentón, áspero por la barba.
—La tienes demasiado grande para estos vaqueros tan ceñidos, Wes.
Él observaba el movimiento de su manos, con un tic en la mejilla.
—¿Crees que debería cambiar de modelo?
—No. —Empezó a acariciársela más deprisa—. No he dicho que no me
gusten.
—Nena, nena, nena. —Le atrapó la muñeca y consiguió decir entre
dientes—: Me quedan diez segundos como sigas así.
Los latidos del corazón empezaron a atronarle los oídos. Estaba total y
absolutamente entregada al momento, y a la mierda con el mundo
exterior y sus inseguridades. La lluvia le había quitado el maquillaje, tenía
el pelo hecho un desastre… y ni le importaba. Nada de eso importaba
cuando la tocaba ese hombre. ¿Cómo era posible semejante revelación? Tal
vez la pusiera un pelín nerviosa no estar a la altura de sus expectativas,
pero era un susurro en comparación con lo que habitualmente era un
rugido.
Se soltó de la mano de Wes y le bajó los vaqueros hasta dejárselos en las
rodillas. Oh. Madre del amor hermoso, los muslos. Nunca le había visto los
muslos desnudos, y eran duros, musculosos. Deberían estar rodeando los
ancos de un caballo o en uno de esos polvorientos anuncios de Wrangler.
Las nueces se quedaban pequeñas, esos muslos serían capaces de partir
un tronco por la mitad. Tenían su ciente vello para ponerla colorada, para
que se le a ojaran las rodillas al pensar que le rozaría la cara. Y con esa
perversa imagen en la cabeza, se arrodilló.
—Ay, Dios, que vas a hacerlo —masculló Wes al tiempo que se enrollaba
la camiseta en un puño para facilitarle el acceso… ¿Por qué la ponía eso
tan cachonda?—. No debería dejar que pasara, pero esa boca tuya, Bethany.
Esa puta boca. Podría dibujarla de memoria. Moriría por verla mientras
me la chupas.
Sus palabras echaron más leña al incendio de su interior, y la admisión
eliminó el poco nerviosismo que le quedaba. ¿Cómo podía sentirse
cohibida cuando él la deseaba con tanta desesperación, cuando daba la
impresión de que le dolía?
Esos muslos la llamaban, de modo que se tomó su tiempo besando la
cara interna, rozándolos con los labios y calmando la zona con largos
lametones. Al cambiar al otro muslo, se la agarró con una mano y empezó
a acariciársela despacio, porque quería que Wes saborease la experiencia
tanto como ella.
Al nal, llegó a la parte superior del sendero que estaba recorriendo con
los dientes y le regaló una mirada ardiente durante un segundo tras lo
cual le lamió la base y comenzó a subir para meterse la punta en la boca.
Wes se dejó caer sobre el montón de sacos de cemento y le enterró los
dedos de la mano derecha en el pelo.
—Bethany. Por Dios bendito. ¿Qué me estás haciendo con esa boquita?
—Ella repitió el movimiento, y él tensó el abdomen—. Aaah, joder. Intento
contenerme, nena, pero duele.
Menudo subidón de poder. ¿Quién iba a decir que era posible sentirse
venerada mientras se estaba de rodillas? Pero eso era justo lo que estaba
sintiendo. En vez de hacerle un favor, Wes le estaba rindiendo homenaje a
su boca. Y eso que solo acababa de empezar.
Se la agarró con más fuerza y se la acarició con el puño mientras le
lamía la sensible punta. Cuando él levantó las caderas de los sacos de
cemento, y su grito estrangulado resonó en la casa vacía, se la metió en la
boca todo lo que pudo, hasta sentirla en la garganta, y después se la chupó
al tiempo que se la sacaba… con fuerza.
Wes jadeó su nombre una vez, dos, vio que sacudía el pecho, y se corrió
en su boca. Por Dios, fue el momento más sensual de toda su vida: el ruido
de las botas de Wes en el suelo mientras intentaba mantenerse en pie, el
fervor con el que se aferraba a su pelo y la tensión de sus muslos. Si había
alguna posibilidad de que se corriera sin tocarse siquiera, era ese
momento. Wes era el orgasmo.
—Dios —dijo él entre fuertes jadeos—. Dios de mi vida. —Bethany chilló
cuando tiró de ella para colocársela de costado en el regazo—. Todo este
tiempo estaba muy con ado sabiendo que voy a poner tu mundo patas
arriba y tú acabas de hacérmelo a mí. Y sin avisar antes siquiera.
Una mariposilla le revoloteó en el estómago.
—¿Esperas que me disculpe?
—Joder, no. —Le acarició la cabeza con una mano y le tomó la cara, con
un brillo desconocido en los ojos que se la comían con la mirada—. Espero
despertarme.
La intimidad, ese momento de mirar a la cara a otra persona y
experimentar una autenticidad descarnada, era terreno desconocido para
ella. Era una habilidad que nunca había dominado, de modo que empezó
a dar palos de ciego.
—En n —dijo al tiempo que se enderezaba y le daba un beso rápido en
la mejilla antes de hacer ademán de levantarse—, no creas que mañana
vas a recibir un trato de favor en el trabajo…
Wes tiró de ella para sentarla de nuevo en su regazo.
—¿A dónde crees que vas?
—Pues… a casa —consiguió contestar.
—¿En serio? —le preguntó Wes con sorna.
—Mmm.
—No.
—¿No?
Wes le deslizó la palma de la mano por el muslo y se detuvo cuando
llegó a la unión de sus piernas, donde colocó dos dedos sobre la costura
empapada de sus vaqueros y empezó a frotar. Con rmeza. Con seguridad.
El oxígeno abandonó de golpe sus pulmones, y la lujuria apareció
doblando la esquina a dos ruedas para avanzar por la avenida a toda
velocidad. Solo atinó a cerrar los ojos y a dejar que Wes le desabrochase
los pantalones para meterle la mano por debajo de los vaqueros, y
también de las bragas.
Cuando esos dedos entraron en contacto son su humedad, levantó las
caderas con un gemido, y el deseo ardió en los ojos de Wes.
—¿Todavía te quieres ir?
—No.
Él meneó la cabeza.
—No, claro que no. No quieres perderme de vista cuando estás a punto
de caramelo. —Le separó los labios con el corazón y el índice, y le rozó el
clítoris con movimientos circulares—. No cuando yo puedo hacerte sentir
mucho mejor.
Se le fundió un fusible y la cabeza se le cayó hacia atrás. Wes dejó de
acariciarla un segundo para quitarle los vaqueros y las bragas, y después
se encontró desnuda de cintura para abajo, sobre su regazo, en mitad de la
obra. Claro que tampoco le funcionaban las neuronas necesarias para que
le importase en ese momento. Lo que le estaba haciendo con los dedos…,
era como si fuera capaz de leer sus reacciones e interpretarlas de forma
que pudiera proporcionarle más placer. Que ese era el objetivo del sexo,
pero ese hombre lo conseguía, y esa perspicacia, sumada a la increíble
atracción que ya sentía por él, la puso tan cachonda que seguramente la
piel le quemaría al tacto.
—Bethany… Dios, mírate. ¿Cómo puedes ser tan preciosa, joder?
Pellizcó ese punto tan sensible entre dos nudillos y soltó una carcajada
cuando ella arqueó la espalda. Sin embargo, dejó de reírse al agachar la
cabeza y lamerle los pechos por encima de la camiseta. Y después… Uf,
después le dio un mordisco en un pezón y la penetró con el dedo corazón.
Al mismo tiempo.
Hasta el fondo.
—Sigue haciendo eso —le pidió con voz ronca—. Sigue ha-haciendo eso.
—Haré todo lo que necesites —gimió él a la vez que le metía otro dedo y
que le acariciaba el sensible pezón con los dientes—. ¿Quieres correrte con
mis dedos, preciosa? Mueve las caderas. Muévelas y siente lo dura que me
la has puesto otra vez.
Su cuerpo siguió esas órdenes antes de que su cabeza tuviera la
oportunidad de procesarlas, y empezó a mover el culo sobre él, encantada
al sentir su erección. Despacio. Disfrutando de la sensualidad. Hasta que
sintió la necesidad de que sus dedos la acariciaran más adentro. Con el
pulso disparado por todo el cuerpo, Bethany movió las caderas al ritmo de
sus gruesos dedos. Salían y entraban en ella, cada vez más deprisa, hasta
que casi no pudo soportar la inminente presión del orgasmo. El placer fue
rodeándola y aumentando, como una orquesta durante el crescendo de una
pieza musical.
—Wes —jadeó al tiempo que se aferraba a la pechera de su camisa—. Voy
a… Sí. Sí.
El orgasmo empezó en su interior y le tensó los músculos, prendió fuego
a sus nervios hasta que habría jurado que estaba en llamas. Wes presionó
un punto secreto en su interior y se lo frotó con movimientos rmes y
rápidos, haciendo que un grito se le atascase en la garganta.
—Vamos, grita. Joder, grita si eso es lo que quieres hacer.
Lo hizo, y la libertad que le provocó consiguió que su orgasmo fuera
luminoso y expansivo, como si pudiera zambullirse en él y desaparecer.
Quizá lo hiciera unos segundos, porque cuando abrió los ojos, solo
percibía el olor del cuello de Wes, la sensación de sus brazos alrededor de
su cuerpo, aunque no recordaba que él la hubiera abrazado.
—Muy bien… —empezó él con voz ronca—. A partir de ahora, vamos a ir
despacio.
Bethany se echó a reír, una carcajada espontánea que no se parecía en
nada a sus carcajadas habituales. No era comedida ni se amoldaba a lo que
ella creía que era una risa bonita y, como resultado, liberó algo que había
tenido atascado en su interior sin saberlo. La expresión de Wes se suavizó
al oírla, y ella se sintió más… ligera.
Sin previo aviso, él se puso en pie, todavía llevándola en brazos.
—Es culpa tuya por ser tan irresistible —dijo, y procedió a hacerle una
pedorreta en el cuello. Bethany seguía boquiabierta cuando la dejó en el
suelo y le dio un azote juguetón en el culo desnudo—. Me has convencido
de que te perdone por caerte del tejado.
Se apresuró a vestirse mientras intentaba no comerse el rme trasero de
Wes con los ojos antes de que desapareciera de su vista, de vuelta a su
vivienda vaquera.
—Bueno, tal vez deberíamos…, esto…, establecer algunas reglas básicas.
—De eso nada.
Ella parpadeó.
—¿Perdona?
—Que nada de reglas básicas. Intentaré no meterte mano en el trabajo,
pero después de char… —La miró jamente unos segundos—. Después
haremos lo que nos salga de forma natural.
—No sé qué sale de forma natural —susurró, y empezaron a
hormiguearle los dedos.
Wes se acercó a ella y le dio un beso tierno en los labios.
—Descúbrelo conmigo.
19
Por primera vez desde que era adulta, Bethany se despertó con la voz de
una niña. Al principio era lejana, parecía algo amortiguada, y después la
oyó muy fuerte y justo en su oído.
—¡Elsa! —chilló la niña—. Tío Wes, ¿habéis hecho una esta de pijamas?
«Ay, Dios».
«¡Ay, Dios!».
Bethany abrió los ojos de golpe, y los rayos del sol que iluminaban la
pared le con rmaron que eran más de las seis de la mañana, su hora
habitual de despertarse. Se había saltado el yoga matinal. La noche
anterior se quedó dormida en la cama de Wes. No, un momento. ¿Qué era
eso? Un brazo sobre su cadera. ¿Su cadera… desnuda? Unos dedos que
estaban cerquísima de la Tierra Prometida y había una niña en la
habitación. La sobrina de Wes. ¿Cómo se lo iban a explicar? ¿Cómo se lo
iba a explicar a sí misma?
Wes soltó una carcajada muy sensual en su oído y, de repente, el
tornado que se estaba formando en su interior se desintegró sin tocar
tierra. Se permitió sentir las sábanas de franela —una elección muy
masculina— contra la piel. Se permitió disfrutar de la sensación de
seguridad que le provocaba ese torso pegado a su espalda y de la oleada de
placer que le recorrió la columna vertebral cuando le rozó el abdomen con
las yemas de los dedos. Uno a uno, sus músculos se relajaron y su pulso se
ralentizó.
—Antes de que te des media vuelta —le susurró él al oído—, no me
importa que se te haya corrido el rímel ni que te huela mal el aliento.
Apenas había empezado a esbozar una sonrisa cuando Laura exigió que
reconocieran su presencia saltando al borde de la cama.
—Tío Wes, ¿podemos tener un gato? Megan y Danielle tienen dos gatos,
y nosotros no tenemos ninguno. ¿Qué vamos a hacer hoy? ¿Qué hicisteis
en la esta de pijamas?
El cuerpo de Wes vibró contra el suyo y su risa matutina, grave y áspera,
se convirtió al instante en una de las cosas que más le gustaban de él. Algo
que nunca habría descubierto si no hubiera dado ese gran salto.
—Niña, ¿puedes hacerme un favor? Hay una piruleta en el cajón de los
trastos de la cocina. Si la encuentras, es para ti.
Laura echó a correr por el pasillo al instante.
Bethany se puso boca arriba y tuvo su primera imagen de Wes nada más
despertarse. ¡Guau! De nitivamente había merecido la pena saltarse el
yoga. Todo un festín para sus sentidos femeninos. La luz del sol per laba
ese cuerpo fuerte y esbelto, dejándole la cara en sombras, pero resaltando
sus musculosos hombros y su tríceps, así como el pelo alborotado. En una
palabra, estaba increíble. Quizá lo mejor de todo fuese que él también la
estaba catalogando a ella.
—¿Piruletas para desayunar? —consiguió decir.
Él le besó el hombro y sintió el maravilloso roce de su barba.
—No quiero meterte prisa, preciosa, pero tenemos unos cuarenta y cinco
segundos para vestirnos antes de que vuelva.
Ambos salieron de la cama de un salto y empezaron a vestirse
guardando el equilibrio en un solo pie mientras intentaban meter brazos
y piernas por los agujeros adecuados de las prendas. Sus miradas se
encontraron por encima de la cama y se echaron a reír. Todavía se estaban
riendo cuando Laura regresó al dormitorio con la piruleta metida en la
boca, y el palito entre los labios.
—¿Qué?
Wes suspiró.
—Bethany se ha tirado un pedo.
—¡Eso es mentira! —protestó Bethany.
—¿Qué dice la regla, Laura?
—Si lo niegas, te lo has tirado —contestó, riéndose con la piruleta en la
boca—. Elsa se ha tirado un pedo. —De repente, se puso seria y murmuró
—. ¿Ha salido un cubito de hielo?
Wes se desplomó de espaldas sobre la cama, muerto de la risa, y su
sobrina aprovechó la ocasión para subirse a su cuerpo tembloroso. Él le
dio la vuelta a la tortilla de inmediato, colocando a la niña de costado para
hacerle cosquillas en la cintura hasta que empezó a chillar.
¿En serio estaba sonriendo después de que la acusaran de haberse
tirado un pedo?, pensaba Bethany. De pequeña, la acusación de haberse
tirado un pedo era un motivo de agresión entre sus hermanos. Jamás la
habían acusado de algo así siendo adulta. Pero, en ese momento, no podía
controlar las carcajadas. Su vanidad debía de estar en el sofá al borde del
desmayo, pidiendo las sales, pero no le importaba.
—¿La dejamos que coma tortitas de todas formas? —le preguntó Wes a
Laura.
—¡Tortitas! —gritó la niña, que corrió de nuevo por el pasillo en
dirección a la cocina.
En cuanto volvieron a quedarse a solas, Wes se levantó de la cama y se
acercó a ella sin más ropa que los vaqueros y la luz del sol, y de repente le
cruzó por la cabeza un erótico torrente de imágenes de todo tipo de la
noche anterior. ¿El mejor sexo de su vida? Por decirlo suavemente, tal vez.
Si sus ideas sobre el sexo fuesen pelotas de béisbol, Wes las habría sacado
del estadio la noche anterior y las habría enviado hasta el aparcamiento,
donde habrían destrozado varios parabrisas.
Jamás había tenido un orgasmo con un cunnilingus. Hasta la noche
anterior, ni siquiera le gustaba. «No es para mí», solía decir encogiéndose
de hombros mentalmente. ¿Y qué?
Tal como lo hizo Wes, con tanta con anza y entusiasmo, como si
hubiera estado deseando que se le presentara la oportunidad de
devolverle el favor sexual…, solo eso ya la excitó al máximo. Y después…,
¡por Dios! Lo que hizo con la lengua. En su interior…
—Bethany.
Y luego con el pene.
—Bethany —repitió Wes, que se agachó hasta dejar los ojos a la altura de
los suyos—. No sé si te has dado cuenta, pero tenemos una niña de cinco
años suelta. Controla ese rubor antes de que me eche a llorar.
—Entendido —susurró ella antes de aceptar un beso tierno en la boca,
en la frente y junto a la barbilla—. ¿Tienes pepitas de chocolate para esas
tortitas?
—Pues claro. —La tomó de la mano y la sacó del dormitorio, como si lo
hubieran hecho un millón de veces—. Pero prepárate para las
consecuencias.
Y las hubo, no solo del exceso de azúcar del desayuno, sino también de
la noche que habían pasado juntos. Y fue… la felicidad. Era como probarse
unos zapatos nuevos en una tienda. Le resultaban cómodos y le parecían
preciosos, pero en el fondo de la mente no podía dejar de preocuparse por
la posibilidad de que en cuanto se los pusiera para ir a trabajar, le saldría
una ampolla en un lugar inesperado. ¿Y qué pasaría entonces? Que
acabaría cojeando con un par de zapatos engañosos y con una ampolla
sangrante.
De todas formas, estar con Wes en su cocina hacía que se sintiera
fenomenal. Se rieron por tonterías y se les ocurrieron nuevas ideas para la
siguiente merienda formal de las niñas. Después de que Laura acabase
dormida en el sofá tras la histeria provocada por el azúcar, Bethany se
sentó en el regazo de Wes en el patio trasero, envuelta en una manta, y
hablaron de las ideas para la fase nal de la Reforma Apocalíptica.
Una vez que la planta de la casa había cobrado forma con la nueva
distribución, quería un banco corrido en una lateral de la cocina y una
claraboya en el oscuro pasillo. Estaba segura de lo que quería y hablar con
Wes de sus ideas le resultó muy fácil. Él no descartó nada de lo que decía,
pero tampoco le dijo a todo que sí para contentarla. Era auténtico y
perspicaz, y estaban saliendo.
Ni más ni menos.
Su antiguo enemigo estaba a punto de ser su novio.
En realidad, parecía más que eso. En cierto modo, «novio» sonaba trivial
comparado con la sensación que experimentaba allí acurrucada contra su
pecho en el patio trasero o aceptando un trozo de tortita apoyada en la
encimera de la cocina. El beso que le dio cuando se despidieron el
domingo por la tarde fue tan posesivo que todavía no se había recuperado.
A esas alturas, el lunes por la mañana, Bethany estaba en el patio trasero
de la Reforma Apocalíptica, viendo a Slade grabar distintas escenas de
promoción en el vano donde instalarían una enorme puerta corredera de
cristal que daría acceso al exterior. A su alrededor, los paisajistas
trabajaban lo más rápido que podían, separando parterres y colocando las
planchas de césped. Llegaron el n de semana para retirar lo que parecían
las ramas y las hojas secas de todo un bosque, y el resultado era
asombroso. ¿Quién iba a decir que encontrarían un jardín de verdad
debajo de todo ese exceso de naturaleza?
Para que el trabajo resultara rentable, Bethany había elegido hormigón
impreso para el patio trasero, que acababan de verter. Dos hombres
estaban alisándolo con unas herramientas metálicas alargadas. Ollie
caminaba por el jardín detrás de uno de los jardineros, hablando con su
mujer con el altavoz activado para que pudiera darle al hombre lo que
parecía un montón de consejos no solicitados sobre cómo plantar azaleas.
Carl, como de costumbre, estaba dando buena cuenta de la comida que
habían servido en la mesa.
El trabajo avanzaba a un ritmo vertiginoso. El sábado anunciarían el
ganador de Enfrentados por las reformas. No sabía si serían ellos. No tenía
ni idea. Pero poco a poco había dejado de sentirse como una farsante.
—Hola, preciosa —murmuró Wes, que se acercó a ella desde un lado de
la casa donde había estado serrando madera para el banco corrido que ella
quería. La miró de arriba abajo de tal forma que hizo que se le
endurecieran los pezones debajo de la camiseta de tirantes—. Dios, casi se
me olvida lo bonita que eres. ¿Qué opinas sobre los besos delante de las
cámaras?
—Ya te lo he dicho —susurró ella, retrocediendo.
Wes siguió acercándose hasta que las puntas de sus botas de trabajo se
rozaron.
—Se me ha olvidado.
—Mis padres van a ver el programa. Lo verán todos. Y no me tomarán en
serio si me estás sobeteando cuando deberíamos estar trabajando. Me los
imagino a todos si perdemos. «En n, si no hubieran estado tan distraídos,
podrían haber ganado».
—Ganaríamos de todas formas —replicó él en voz baja, mirándola como
si estuviera memorizando sus rasgos—. ¿Qué haces aquí, por cierto?
Ella señaló la casa con la punta de un pie.
—Me han echado para que Slade pueda grabar su parte. Espero que
termine pronto, porque tengo que lijar de nuevo las paredes del
dormitorio principal.
Wes refunfuñó un poco con ngida irritación hasta que ella le dio un
codazo en las costillas para que lo dejara.
Tras colocarse de espaldas a la casa, se inclinó hacia ella y le dijo con
brusquedad al oído:
—Necesito estar a solas contigo, Bethany. Necesito tenerte debajo de mí.
Es increíble que solo te la haya metido una vez.
La cuerda que unía todas sus zonas erógenas se tensó como nunca lo
había hecho. Se había excitado muchas veces en la vida. Bien sabía Dios
que había llegado a lo más bajo de la pornografía en Internet durante el
paréntesis que se había autoimpuesto. Aquello era diferente. Tenía el
cuerpo tan despierto y tan ávido que le parecía imposible volver a decirle
que no a ese hombre.
Su piel ansiaba empaparse de su calor, sentir sus mordiscos, su peso y
su voracidad. Con él tan cerca, revolucionándole las terminaciones
nerviosas, lo que quería era que ese hombre en quien con aba amara su
cuerpo sin restricciones, ni reglas pactadas, ni límites de tiempo.
Sin límites de tiempo. Eso la habría aterrorizado antes.
Todavía sentía cierta aprensión recorriéndole la columna vertebral,
diciéndole que sus peores defectos saldrían a la luz con el paso del tiempo,
pero la silenció.
Wes la miró a la cara y pareció que estaba a punto de decirle algo más,
pero oyeron que Slade se acercaba y cerró la boca. En sus ojos apareció un
brillo travieso, que la lujuria no logró erradicar del todo.
—¿Quieres que nos riamos de él un rato?
La alegría se extendió por su pecho.
—¿Cómo?
Wes le guiñó un ojo y se agachó para hacerse con un palito que había en
el césped. Echó un vistazo para comprobar que el hombre encargado de
alisar el hormigón estaba de espaldas.
Acto seguido, dibujó un pene gigante en el hormigón, con una carita
sonriente.
—Wes —susurró ella entre dientes—, no me puedo creer que hayas
hecho eso.
Él se enderezó, tiró el palo y le rodeó la cintura con un brazo al instante
para acercarla a su cuerpo. Echó a andar hacia el lateral de la casa
llevándola consigo y se detuvo detrás de un pino.
—Venga ya. Sí que puedes.
Intentando no reírse, Bethany le enterró la cara en un hombro. Slade y
el equipo de cámaras se acercaban despacio al patio trasero. En cuestión
de segundos, descubrirían la obra de Wes. Como mucho.
—Ay, Dios. Ay, Dios. Van a verlo. Bórralo. Haz algo…
—Si recordáis, cuando llegamos a la Reforma Apocalíptica, el patio
trasero parecía más bien una jungla —dijo Slade, que se detuvo justo
delante de donde estaría la entrada del dormitorio. Bethany se agarró a la
parte delantera de la camiseta de Wes y esperó, con una carcajada atascada
en la garganta—. Gracias al trabajo exhaustivo de los paisajistas y de la
decisión de Bethany de ahorrar dinero recurriendo al hormigón impreso,
el patio trasero empieza a cobrar forma. Me imagino a los nuevos
propietarios disfrutando de muchos margaritas… —Slade se interrumpió
—. Ah. Estooo… Eso… no forma parte del diseño.
Bethany resopló y Wes la mandó callar, aunque a él también le
temblaban los hombros por la risa.
—Muy bien —gritó el director—. ¿Quién ha sido el gracioso?
Bethany perdió el control, tropezó contra Wes y acabó estampándolo
contra el lateral de la casa. Él la sujeto, incapaces ambos de dejar de reír.
En un momento dado, se les pasó y se quedaron mirándose jamente, con
las sonrisas congeladas en la cara. El anhelo la invadió como la espuma
del océano calentada por el sol, y no era el tipo de deseo que pudiera
retrasarse o moderarse. No. Era grande, abrumador y glorioso.
—Te necesito —murmuró—. Ahora mismo.
Wes entornó los párpados un instante.
—Gracias a Dios. —Se mordió el labio y pareció sopesar sus opciones—.
¿Confías en mí?
—Sí —contestó ella sin titubear.
Lo vio esbozar una sonrisa torcida mientras le acariciaba la cara con una
cálida mano.
—Bien. —Bajó la mano hasta la muñeca y tiró de ella hacia el patio
trasero, internándose en la multitud de becarios y cámaras (además de
Slade) que contemplaban el pene dibujado en el hormigón—. Vaya —dijo
Wes, pisando el hormigón húmedo en dirección a la escalera que conducía
al dormitorio, con Bethany detrás—. Veo que hacéis cualquier cosa por la
audiencia.
El director lo fulminó con la mirada.
—Todo el mundo a comer —murmuró el hombre—. Y que alguien borre
ese pene, por favor.
En laron el pasillo a la carrera, doblados por la risa contenida. Cuando
llegaron al cuarto de baño, Wes tiró de ella para que entrara y cerró la
puerta. Todavía no habían instalado los nuevos accesorios, así que la
única luz en la reducida estancia procedía de la rendija de debajo la
puerta. Una lástima, porque ella quería verlo. No quería cerrar los ojos y
dejarse llevar, quería deleitarse en el momento, con él. Sin aliento,
cachonda y desinhibida por completo.
Wes no perdió el tiempo y la inmovilizó contra la pared, y ambos se
golpearon las manos con las prisas por desabrocharle los pantalones. Al
ver que él tenía esa parte bajo control, Bethany le recorrió los abdominales
con las palmas de las manos y desde allí descendió para acariciárselo por
encima de los vaqueros.
—Ay, madre.
—¿Qué? —masculló él, que se agachó lo justo para quitarle las mallas y
las bragas y arrojarlas a la oscuridad.
Se oyó que rasgaba el envoltorio del condón, y después el sonido del
látex al desenrollarse. Iba a ocurrir. Iban a hacerlo de verdad. Iban a echar
un polvo en una casa llena de gente.
Lo ilícito del asunto solo sirvió para avivar su urgencia.
¿En quién se había convertido?
—Es que… —comenzó antes de dejar la frase en el aire porque él la
silenció con un beso apremiante y luego añadió con descarada sinceridad
—: Te empalmas muy rápido.
Wes soltó un gemido ahogado y la estampó contra la pared. En cuanto le
rodeó las caderas con las piernas, él le tapó la boca con una mano y la
penetró con su gruesa erección. Sin la menor delicadeza. El placer que le
provocó la brusca invasión hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
Aquello era maravilloso. Increíble. Estaba más que preparada para él y le
encantó que no la hubiera hecho esperar. Nada de juegos. Solo dar y
recibir.
—Repítelo —le dijo Wes al oído, retirando despacio la mano de su boca.
—Te empalmas muy rápido —se apresuró a decir ella y se mordió el
labio inferior para contener un gemido, porque él había empezado a
moverse y moverse, como una máquina bien engrasada.
—Pues sí —replicó Wes mientras movía las manos para aferrarle el culo,
interponiéndolas entre ella y la pared, frotándose contra ella mientras se
la metía hasta el fondo—. Ya no te quejas de mi edad, ¿verdad, preciosa?
—No —susurró ella.
—No —repitió él con un gemido mientras se retiraba y se hundía de
nuevo en ella al tiempo que le mordía el labio superior—. Lo que
necesites, Bethany.
De repente sintió un estremecimiento y sus músculos internos se
tensaron en torno a él. Con la fuerza su ciente como para que contuviera
la respiración de forma entrecortada.
—No pares —le dijo rodeándolo con más fuerza con las piernas mientras
él seguía moviéndose—. Por favor. Por favor. No he estado tan mojada en
la vida.
Wes gruñó con la cara enterrada en su cuello y pareció enloquecer.
—Joder. No me digas eso. Voy a correrme ya, nena. Córrete. Córrete ya.
Saber que Wes estaba al borde del orgasmo igual que ella era
embriagador. Casi no podía soportar la presión que iba aumentando entre
sus muslos, la dureza de su miembro cada vez que la penetraba.
Preparado para correrse. Eran dos cuerpos tensos y desnudos en la
oscuridad, desesperados por encontrar la liberación.
Le arañó el cuello, le tiró del pelo y le clavó los talones en el culo. No
podía quedarse quieta cuando le estaba rozando el clítoris sin descanso al
mismo tiempo que le acariciaba el ano —donde nadie la había tocado
nunca— con un dedo, torturándola, incitándola. Dios. Por Dios.
Se oyeron voces en el pasillo, el crujido del suelo. El pomo de la puerta
del cuarto de baño chirrió como si alguien intentara girarlo, pero Wes no
se detuvo. Unió sus bocas y la besó como si fuera su última oportunidad
de hacerlo. Empezó a mover la lengua al compás de la parte inferior de su
cuerpo y fue demasiado. Una sobrecarga sensorial.
El ritmo de sus embestidas se volvió frenético y a ella empezaron a
temblarle los muslos alrededor de sus caderas.
—Me corro —susurró, aferrándose a sus hombros como una estrella de
mar a una roca—. Me… Oooh. ¡Ya, ya, ya!
—Dios, menos mal, joder —replicó él con voz ronca, penetrándola una y
otra vez sin descanso—. Me estás matando con este coño, nena. No
aguanto más.
—Dame fuerte —susurró ella, que le enterró los dedos en el pelo y lo
atrajo para besarlo en la boca, encantada al recibir sus feroces besos. Los
estremecimientos que la sacudían anunciaban un orgasmo inminente—.
Métemela fuerte.
—Dios. Cierra esa boca tan bonita, Bethany. Estoy intentando no romper
el puto condón —masculló él, aunque empezó a moverse con más fuerza y
más rápido al tiempo que la besaba, saboreándola y lamiéndole la lengua.
La sujetó por el culo con brutalidad y empezó a moverla en contrapunto a
sus embestidas. Semejante frenesí activó un interruptor dentro de
Bethany, y el placer se extendió por la parte inferior de su cuerpo,
inundándola por completo hasta un punto doloroso antes de implosionar
—. Joder —susurró Wes, empujándola contra la pared con las caderas,
mientras su fuerte cuerpo se estremecía con violencia—. Dios, nena —
siguió, apretando los dientes y sin aliento—. Eres preciosa. Preciosa, ¿lo
sabes? En la vida me he corrido tan fuerte.
Podría decirse que se fundieron contra la pared. Wes siguió rodeándola
con los brazos mientras sus jadeos le rozaban la sien, agitándole el pelo.
En cuanto salió de su cuerpo, añoró esa unión, pero se calmó porque él
empezó a acariciarle la base del cuello con el pulgar trazando círculos
mientras la besaba en el nacimiento del pelo. Con reverencia.
Anticipándose a su necesidad de consuelo antes incluso de que
apareciera. Y esa consideración, ese cuidado, hizo que el amor que llevaba
dentro brotara como un géiser.
Y que la sacudiera con su fuerza.
«Dilo. Di que lo amas».
Seguro que era demasiado pronto para decir esas palabras. Sería como
adelantarse unos cuantos eones. Apenas se habían hecho a la idea de que
iban a salir de forma exclusiva. ¿Y si sentía más por él de lo que él sentía
por ella?
No, era mejor ir despacio.
Mantenerse anclada a la realidad y asegurarse de que Wes sentía lo
mismo por ella antes de revelar sus sentimientos. Sin embargo…
El corazón la instaba a hacer algo con una intensidad dolorosa. A
expresar el salvaje sentimiento que llevaba dentro.
Parecía incapaz de reprimirlo.
—¿Bethany?
—¿Y si Laura y tú os mudáis a mi casa? —Le dio gracias a Dios por la
oscuridad. En cuanto esas palabras salieron de su boca, sintió su
magnitud y el pánico se le atascó en la garganta como si fuera un puño.
Seguro que la estaba mirando espantado. Ni siquiera podía oírlo respirar.
¿Estaba muerto? Sí, seguramente por el shock y por el temor a que
estuviera loca y acabara echando alguna mascota a una olla, como Glenn
Close en Atracción Fatal—. Me re ero a… como una especie de contrato.
Necesitáis un lugar para vivir y, en n, dijiste que el juez tiene que
con rmar que Laura vive en un entorno estable y he pensado, en n, que
mi casa se ajusta perfectamente. Además, tengo dos dormitorios vacíos
que no uso. Creo que, en n, no sé…
—Una especie de contrato —repitió él despacio.
Agradecida al oírlo hablar, Bethany se apresuró a añadir:
—Claro, por supuesto. Quiero decir, no vamos a irnos a vivir juntos. Eso
sería una locura. Tan pronto…
Wes guardó silencio durante un buen rato.
—Bethany, necesito verte la cara mientras mantenemos esta
conversación.
¿Eso era un no?
La posibilidad del rechazo le atenazó la tráquea.
Ay, Dios, se estaba mareando.
Se deslizó por la pared y tanteó el suelo en busca de las bragas y de las
mallas, mientras oía los ruidos de Wes, que se subió la cremallera después
de quitarse el condón. El silencio era sofocante hasta que lo llenó el rugido
que invadió sus oídos. En cuanto se abriera la puerta, se inventaría una
excusa y se iría a pasar la tarde escondida en su vestidor con una botella
de tequila. ¿Se podía saber qué bicho le había picado?
Wes se le adelantó abriendo la puerta y la miró sorprendido al ver lo
que fuera que ella transmitía con la cara.
—Ay, Dios —dijo entre carcajadas y la sujetó por la cintura antes de que
pudiera huir—. No. Te quedas aquí.
—Tengo que irme…
—Podrías hacerlo, pero yo te perseguiría.
Bethany apretó los labios y clavó la mirada en uno de sus hombros,
deseando que el corazón dejara de darle vuelcos.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—¿Que qué pasa? —Wes le levantó la barbilla para que fuera testigo de
su incredulidad—. Me has pedido que me vaya a vivir contigo y después
has dicho que como si fuera una especie de contrato. Unos treinta
segundos después del polvo del siglo. Creo que es normal que no entienda
dónde estamos ahora mismo, lo siento.
—Solo sé que quiero ayudar —susurró ella.
Wes la miró jamente.
—¿Esa es la única razón por la que me quieres en tu casa?
Por supuesto que no. No solo amaba a ese hombre, también adoraba a
su sobrina. Pero dado que se sentía expuesta y vulnerable, solo atinó a
hacer un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
Debió de ser su ciente, porque el afecto iluminó los ojos de Wes, que se
inclinó y la besó en la frente, diciendo:
—Eso me sirve.
22
Algo carcomía por dentro a Wes, pero no terminaba de identi car de qué
se trataba.
Estaba sentado en el sofá con Laura a su lado mientras intentaba
concentrarse leyéndole una de las aventuras de Judy Moody, pero Bethany
no dejaba de llamar su atención hacia donde se encontraba, revoloteando
en la cocina de un lado para otro.
Estaba en su salsa, colocando bombones en un plato y encendiendo
velas. Se había recogido el pelo y se había puesto unos relucientes
pendientes de diamantes en las orejas. Llevaba una especie de vestido
ajustado y negro con un hombro al aire que le resaltaba las piernas. Había
desaparecido la mujer salpicada de pintura con unas mallas insalvables.
Estaba tan guapa que casi no oía el sonido de su propia voz por encima de
los latidos del corazón. Aunque era evidente que ella también estaba un
poco nerviosa, algo imposible de pasar por alto.
Había investigado lo su ciente para saber que si el funcionario del
juzgado no encontraba adecuada la casa para Laura, podrían apelar la
decisión e intentarlo de nuevo. De una manera o de otra, conseguiría la
tutela. Eso no era lo que lo preocupaba. Era Bethany. Su relación era
demasiado nueva y aunque se había relajado y se sentía más cómoda
consigo misma, a veces era consciente de que el pánico la atenazaba
cuando la novedad de su vida en común la hacía sentirse como un pez
fuera del agua.
Sí, se preocupaba cada vez menos por ser perfecta, pero la intensidad
obsesiva que estaba demostrando esa tarde le recordaba a la Bethany de
antes. Y temía que sus viejas inseguridades regresaran con fuerza si
fracasaban esa tarde.
Los nervios le habían provocado un nudo en el estómago que le decía
que la decisión de esa tarde podría agrietar el centro de lo que habían
construido. ¿La había cargado con demasiado presión? Fue él quien dijo
que deberían ir despacio. ¿Debería haberse esforzado más en buscar un
piso para Laura y para él mientras su relación con Bethany se fortalecía?
Sin embargo, iba aplastando todas esas preocupaciones según
asomaban a la super cie. Solo había espacio para una persona nerviosa en
la casa, y ya había decidido que no podía ser él. Necesitaba proyectar una
imagen de absoluta seguridad hasta que Bethany estuviera convencida de
que no se iba a ir. Hasta entonces y mientras ella lo necesitara, sería un
pilar sin una sola grieta. Sólido.
Sonó el timbre, y Laura levantó la cabeza.
—¿Son ellos?
La explicación que le había dado a Laura había sido más o menos así: en
el pueblo empezaban a sospechar que la casa de Bethany era de verdad un
palacio de hielo camu ado por un hechizo mágico. Así que alguien tenía
que ir para con rmar que no estaban haciendo nada raro.
—Sí, son ellos. —Se levantó del sofá e hizo que su sobrina se pusiera en
pie—. ¿Por qué no vas a por uno de los bombones que ha preparado
Bethany? Lávate las manos después.
—¡Muy bien!
Laura se fue corriendo y Wes soltó un largo suspiro antes de acercarse a
la puerta, donde se reunió con Bethany. Ella le dio un apretón en la mano
y retrocedió para que él pudiera abrir, momento en el que vieron a una
mujer delgada de sesenta y tantos años, con los brazos cruzados por
delante del pecho y expresión muy seria. El mal presentimiento de Wes
aumentó.
—¿Es la residencia de Daniels y Castle?
—Sí —contestó Bethany con voz alegre—, pase, por favor.
La mujer entró en la casa sin más, y fue como si sus ojos lo vieran todo a
la vez.
—Me llamo Paula. —Sacó una tarjeta de visita del bolsillo de la chaqueta
y se la dio a Wes—. Por favor, sigan con lo que hacen normalmente. No
necesito que nadie me enseñe la casa. Ya echo un vistazo por mi cuenta.
—Ah, muy bien —repuso Bethany con voz entrecortada—. ¿Le apetece
beber algo? ¿Un café?
—No, gracias —contestó Paula, que ya se estaba alejando de ellos.
Wes se acercó a Bethany y la tomó de la mano, pero en ese momento la
tenía húmeda y no cálida como antes.
—Oye, vente a leer con nosotros. Todo saldrá bien.
A Bethany le falló la sonrisa.
—Todo saldrá bien. Lo sé.
No asimiló ni una sola palabra del cuento que le leyó a Laura durante el
siguiente cuarto de hora. Solo fue consciente de los metódicos pasos que
se oían por la casa, entrando y saliendo de las habitaciones. Laura
encontró una postura cómoda bajo el brazo de Bethany y empezó a dar
cabezadas, y parecía que nada podía salir mal. ¿Cómo iba a pasar algo
malo cuando su sobrina estaba más relajada de lo que nunca la había
visto? Bethany se había estado transformando delante de él, sin prisa,
pero sin pausa, en alguien que era capaz de reírse cuando se caía la masa
de las tortitas al suelo y a quien no le importaba que se pusieran dibujos
animados a todo volumen. Era una puta maravilla, la clase de mujer que a
Laura le bene ciaría mucho tener en su vida, antes y después de que su
madre regresara…, y él esperaba que su hermana pudiera regresar.
No había un sitio mejor para su sobrina y bien sabía Dios que no había
ningún otro sitio donde él quisiera estar que no fuera junto a esa mujer a
la que le había entregado el corazón.
Así que ¿por qué no dejaba de atronarle el corazón los oídos?
Lo descubrió cuando Paula volvió de su recorrido por la planta alta. Le
bastó una mirada a su cara ceñuda para saberlo.
—¿Puedo hablar con ustedes fuera, por favor?
Bethany se puso en pie tan deprisa que casi perdió el equilibrio, pero
Wes le atrapó la mano a tiempo y rodeó con ella el sofá hacia la puerta de
entrada. Agradeció los leves ronquidos de Laura, porque no quería que
oyera las malas noticias que sin duda iban a recibir. Ya lo estaban
golpeando como un bate en el estómago, y el impacto hacía que se le
entumeciera el cuerpo poco a poco, como en oleadas. ¿Cómo había
pasado?
—Siento tener que hacerlo —dijo Paula con voz titubeante—. No quiero
que crean que es una crítica negativa de ustedes o de su casa, pero después
de examinar el ambiente de Laura, no puedo recomendar este sitio como
un lugar apropiado para una niña de su edad. O acaba de mudarse, o no se
han hecho las modi caciones necesarias para acomodar a un niño. Parece
la sala de exposición de un decorador. La verdad, la casa me parece… fría.
—Al oír eso, Bethany dio un respingo y Wes cerró los ojos—. Tendrán la
oportunidad de apelar la decisión y puede que me manden de nuevo a
realizar otra visita, pero de momento… mi recomendación es que no se
conceda la guardia y custodia temporal…
Wes no escuchó el resto porque estaba demasiado ocupado observando
la cara de Bethany al tiempo que experimentaba una lenta erosión en el
pecho. Y fue incapaz de controlar las ganas de agarrar a Bethany y
sacudirla por los hombros. «No te cierres en banda ahora que te necesito,
joder». Pera ya era demasiado tarde. Lo veía claramente. Había esbozado
la sonrisa vacía y su expresión era distante, la fachada que usaba para
ocultar lo que sentía de verdad por ese fracaso.
No, no era un fracaso. Era un contratiempo.
¿Cabía la posibilidad de lograr que ella lo viese de esa manera? ¿Tenía
las fuerzas necesarias para intentarlo cuando la decepción que él mismo
sentía amenazaba con ahogarlo?
—Gracias —dijo Bethany con voz apagada antes de cerrar la puerta cuando
Paula se fue. Los dos se quedaron allí plantados, pero era incapaz de mirar
siquiera a Wes.
La humillación le quemaba la piel como si fueran hormigas rojas.
«La verdad, la casa me parece… fría».
Eso mismo le habían dicho los hombres a los que dejaba colgados
cuando intentaban acercarse demasiado. Y todo porque le daba miedo
dejarlos entrar hasta el fondo y llegar a esa conclusión cuando conocieran
a la verdadera Bethany. Que solo era un bonito paquete.
Esa casa era una extensión de su persona, ¿no? Había puesto el alma y el
corazón en cada detalle, del suelo al techo. Y la habían tachado de fría.
En ese momento solo atinaba a pensar en minimizar el dolor de ese
estrepitoso fracaso. Había engañado a Wes y a Laura para que creyeran
que era una persona cálida, de las que sentaban cabeza. Pero las palabras
de la funcionaria debían de demostrar lo que había temido desde el
principio: que no era el paquete completo. Que solo era una caja vacía
envuelta en papel de regalo.
—No lo hagas, Bethany. —Casi ni oyó la súplica jadeante de Wes por el
ruido que le atronaba los oídos—. Por favor.
—¿Que no haga el qué? —preguntó, atontada.
—Lo primero, mírame, joder.
Lo miró, por Dios. Miró a ese hombre al que quería y vio que parecía
derrotadísimo. Nunca lo había visto así, ni siquiera cuando lo despidió.
Era culpa suya. Habían improvisado la desquiciada idea de que podían ser
una familia instantánea y ella no había estado a la altura. ¿Qué sentido
tenía ser perfeccionista si no podía ser perfecta cuando de verdad
importaba?
—Oye, apelaremos…
—No, yo… A ver, aquí de nuevo no. Es evidente que traerla a vivir aquí…,
y que tú te vengas, ha sido una mala idea. —Agitó una mano temblorosa
para abarcar la casa—. No es para niños. Cualquiera se daría cuenta. Todo
esto ha sido una locura. Una locura.
—No ha sido una locura. Deja de decir eso. —Wes se pellizcó el puente
de la nariz—. No eres la única a la que le han dado un mazazo. Puedo ser
fuerte por los dos, pero a veces necesito ayuda. Así que necesito que
mantengas la calma para mí ahora mismo.
—Estoy muy calmada —le aseguró mientras echaba a andar hacia la
cocina con piernas temblorosas. Sacó una botella de agua del frigorí co, la
abrió y bebió a toda prisa en un desesperado intento por controlar el caos
que eran sus pensamientos. El agua fresca que le cayó por la garganta no
sirvió para aliviar la punzada de derrota.
—Bethany…
—No pasa nada. Intentamos engañarlos para que creyeran que yo era
una madre o… una mujer capaz de hacer un hogar feliz, pero no lo soy. No
soy agradable ni cálida. Nunca lo seré. Ni siquiera sé si lo quiero ser. —
Hablaba tan deprisa que casi ni acababa de pronunciar las palabras—. Y
ahora tienes que adaptarte.
—Tengo que adaptarme… Yo solo. Como si no fuéramos una pareja.
—Ajá. —Lo dijo con sorna—. Te habría ido mejor con cualquier otra.
Wes soltó una carcajada ronca y carente de humor.
—No puedo decir que me sorprenda.
Bethany soltó despacio la botella de agua mientras un mal
presentimiento le provocaba un hormigueo en la punta de los dedos.
—¿Qué signi ca eso?
—Signi ca que has estado buscando un defecto en nuestra relación. Un
defecto en ti. Un defecto en nosotros. Y ya lo has encontrado, Bethany. Ya
tienes la excusa para salir huyendo.
—No estaba buscando una excusa…
—Y una mierda que no. —Golpeó la isla de la cocina con un puño—. Me
estás apartando de tu lado para minimizar tu dolor. Y no siempre podré
convencerte de que te alejes del precipicio. A veces, yo también estoy al
borde de uno.
—Lo siento —susurró, descompuesta—, es que creo que las expectativas
con esta relación se nos fueron de las manos demasiado deprisa, y esto lo
demuestra. —Dios, se odiaba por cada palabra que salía de su boca, pero lo
único que podía hacer era seguir insistiendo hasta que él por n la dejara
sola y así poder avergonzarse de su fracaso en paz. «Esa mujer me ha
calado y ha visto que soy una farsante»—. Tendrás más posibilidades sin
mí.
Tuvo la impresión de que Wes trataba de mostrarse paciente, pero
saltaba a la vista que no lo logró. Se pasó una mano por el pelo, abrió la
boca para decir algo y la volvió a cerrar. Ella casi se postró de rodillas para
pedirle perdón por todas y cada una de las palabras que acababa de
pronunciar. Casi le suplicó que ngiera que los últimos cinco minutos no
habían pasado. Al n y al cabo, podían arreglar la casa y lograr que fuera
más acogedora para Laura. Dado que había leído mucho por encima del
hombro de Wes durante la última semana, sabía que a menos que la niña
corriera peligro en la casa, las autoridades no se la llevarían, así que
podían solucionar el problema. Apelar la decisión.
Sin embargo, en ese momento se estaba preguntando muy en serio si a
Wes le iría mejor solo. Todos sus esfuerzos por convertir la casa en un
hogar habían caído en saco roto, y era imposible no darse cuenta.
Acababan de con rmárselo.
—Te dejaremos tranquila lo antes posible —dijo Wes antes de darse
media vuelta y salir de la cocina.
Bethany sintió una pesa de media tonelada en el estómago.
—Espera —se apresuró a decir mientras tiraba la botella al suelo. ¿Todo a
la vez? ¿Todo iba a suceder a la vez? Había reaccionado sin pensar en las
consecuencias. Se suponía que Wes iba a impedir que perdiera los nervios,
¿no? ¿Cómo era posible que las cosas hubieran llegado tan lejos?—. No, no
es necesario que os vayáis.
Wes levantó en brazos a su sobrina dormida del sofá y se detuvo antes
de en lar el pasillo.
—Sí, creo que sí es necesario que lo hagamos. —Miró a Laura—. La dejaré
dormir, pero nos iremos por la mañana.
25
Fin
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