nieve y hielo bajo el cielo gris, Mario y Luisita van al molino, llevando cada uno un saquito de trigo para moler.
Los dos hermanitos tienen mucho
frío. Como los sacos pesan bastante, el trabajo de llevarlos sirve para hacerlos reaccionar, y otro poco los calienta el andar a paso vivo; pero al llegar a cierto punto, el camino aparece helado y deben caminar despacio, poniendo mucho cuidado en no resbalar.
Cuando llegaron al molino, Luisita
se detuvo en el patio para mirar a unos pajaritos extraviados que parecían buscar alguna comida en el liso tapiz de la nieve. Como nada encuentran sobre el helado sueldo, lanzan de cuando en cuando un breve piar que es su lamento: miran alrededor asustados y vuelven a buscar en vano.
Luisita se compadeció de ellos:
—¡Pobrecitos! ¡Ay, Mario, qué
lastima me dan!
Y sin pensarlo más, abrió su saquito
y arrojó sobre la nieve un puñado de trigo.
—¿Qué haces? —le dijo Mario— ¿y
nuestra harina?
Pero Luisita miraba consolada a los
pajarillos que picoteaban el grano, rápidos, contentos, piando alegría. Satisfecha de haber hecho un bien a las criaturillas de Dios, Luisita entregó el trigo al molinero, resignándose con el pensamiento de que su saco de harina será más pequeño que el de su hermanito. Pero ¿cómo es que, más tarde, cuando el molinero devuelve a los niños sus sacos, el de Luisita resulta ser bastante mayor que el de su hermano? El molinero explica:
—No, no me he equivocado. Ése es tu saco. Esta mañana has dado un
poco de trigo a los pajaritos. ¿No puedo yo también regalar un poco de harina a una niña de gran corazón? Por mediación mía, el buen Dios te hace a ti el regalo que tú le hiciste a sus hambrientas criaturas.