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Cátedra de Paciencia

Sebastian Orozco

Sujetando con firmeza el volante, la mano derecha indicando las nueve y la


izquierda quince minutos como había aprendido en el curso de conducción tomado hacía
tiempo en la Fahrschule Mentor en Frankfurt, Cassian Lehrer manejaba por la calle
Mainzer, dejando atrás la universidad de ciencias aplicadas de Köln donde trabajaba en el
programa de maestría en traducción especializada como profesor de estilo y corrección de
estilo en lengua inglesa. Cassian Lehrer era un hombre alto y delgado de treinta y siete
años, su cabello era dorado al igual que su cuadrado bigote, el cual ya estaba adquiriendo
pequeños copos de nieve en las puntas, su piel era blanca como el papel y sus ojos que
siempre lucían cansados tras los enormes marcos dorados de sus lentes, eran azules como
las gemas. Cassian Lehrer siempre lucía impecable, vestido con trajes de paño grises o
chaquetas color caqui que lo hacían ver más viejo de lo que realmente era. Se vestía de
antaño como su viejo profesor de literatura británica solía hacerlo cuando él era estudiante:
con chalecos de rombos y cargando un maletín clásico de cuero.

Una cuadra adelante, siguiendo por la calle Mainzer, el profesor Cassian Lehrer se
detuvo justo en frente de la galería de arte, un pequeño edificio construido en piedra caliza
tallada en forma de grandes ladrillos, con ventanas de madera color caoba, para sacar su
celular del maletín que acostumbraba a dejar recostado en el asiento del copiloto. Biiiiip,
Biiiiip, Biiiiip “Soy Fulvia, en estos momentos me encuentro ocupada, por favor deja tu
mensaje y te llamaré luego. ― “Debe haber salido a comprar algo para la cena o seguro ha
de estar en el baño” ―pensó mientras encendía de nuevo el motor del vehículo. Guardó su
teléfono en el maletín de cuero y encendió la radio; le gustaba escuchar la TH Köln porque
transmitían música clásica, para su mala suerte, sonaba el réquiem de Mozart. A paso lento
siguió conduciendo por la pequeña calle de Mainzer que daba la impresión de ser más
angosta por la cantidad de autos y motocicletas estacionados en frente de los viejos
edificios de corte clasicista.

Al Cruzar la calle, Cassian Lehrer encendió las luces de su automóvil, pues la tarde
se estaba yendo por completo. Volvió a estacionarse, esta vez junto a una señal azul de
parqueo, justo atrás de un mini cooper Club Man y Cabrio modelo 2009 color gris, tomó
entre sus dedos el teléfono y volvió a llamar a Fulvia. ―Biiiiip, Biiiiip, Biiiiip “Soy Fulvia,
en estos momentos me encuentro ocupada, por favor deja tu mensaje y te llamaré luego―.
Con desespero arrojó bruscamente su teléfono contra la silla del copiloto, su cara se puso
roja por un instante, pero luego recobró la palidez de costumbre; le incomodaba no poder
hablar con su esposa y decirle que en poco estaría en casa, y que había salido de trabajar, y
que la clase había estado bien, solo un poco aburrida como siempre. Cassian Lehrer apretó
el acelerador para salir de la somnolienta Mainzer Straβe. Al llegar al round point se sintió
aliviado por un segundo, pero luego recordó que debía continuar un tramo más sobre la
moribunda Mainzer, la cual seguía tranquila a pesar de la cantidad de carros estacionados
junto a la puerta de los edificios. Cassian Lehrer solo podía escuchar el silvido que producía
el viento al chocar con los arboles que separaban los carriles de ida y vuelta en donde los
jóvenes estudiantes parqueaban sus bicicletas.

Al llegar a la esquina en donde la calle Mainzer se conecta con la Alteburger,


Cassian Lehrer giró levemente a la derecha con cuidado para luego avanzar a mayor
velocidad porque la calle se lo permitía, ya esta no es tan angosta como Mainzer. Una
cuadra adelante tomó la calle Schönhauser y al terminarla, dobló por la ruta 51. Allí el
ruido era bastante alto; los vehículos avanzaban a grandes velocidades justo al lado del
carril del tren. Con habilidad, aunque con precaución, Cassian Lehrer dobló esta vez a la
izquierda sin separar las manos del volante como había aprendido en la Fahrschule Mentor
para tomar el puente Rodenkirchener, el cual está suspendido sobre el majestuoso Rin.
Cassian Lehrer cambió la estación del radio, sonaba Moondance, luego bajó un poco más la
ventana del conductor para respirar el aire gélido que corría hacia su cara por la alta
velocidad que llevaba. El olor del viento estaba cargado de humedad y aunque ya estaba
completamente oscuro y la noche bastante fría, Cassian Lehrer aún sentía el sofoco de no
haber podido hablar con su esposa para decirle lo que todas las tardes al salir de la
Universidad de ciencias aplicadas de Köln le decía.

Luego de haber atravesado el Rodenkirchener, unas calles hacia arriba, divisó su


casa, justo en frente de la estación de gasolina Access Tankelle. Esta se encontraba
completamente oscura; detuvo el auto en frente de uno de los dos compartimentos cafés del
garaje, cerró la puerta no sin antes arrancar las llaves del encendido para echarlas en el
bolsillo de su chaqueta. “¿En dónde carajos está Fulvia?” ―, se interrogaba a sí mismo con
ganas de maldecir, pero sus largos años como profesor le habían arrebatado ese lujo de
liberar la presión diciendo una que otra palabrota. La frustración le quemaba en la garganta,
el no haber visto a su esposa en la entrada con las luces encendidas esperándolo a que
parqueara el auto para recibirle el maletín de cuero y volverle a preguntar, ¿qué tal estuvo
tu día? ¿cómo estuvo el viaje de regreso a casa? Lo tenía sensible, con nudo en la garganta,
a punto de llorar. Sacó la llave de la casa, esta estaba unida a una tablita de madera pintada
de distintos tonos de azul y blanco, con un letrero repujado en negro y lacado que decía
lago de Inisfree, el cual había comprado en su visita a Irlanda. Metió la llave en la cerradura
y notó que esta no tenía ningún pasador, apenas estaba ajustada. en la sala aún ardía
tenuemente unos trocitos de carbón en la chimenea, pasó por el comedor, allí encontró un
par de copas de vino, una botella de Chanti clásico Sangiovese junto con su tirabuzón de
dos tiempos. Luego, subió por las escaleras de jatoba color cereza, de barandas finamente
torneadas y pasamanos decorado con una brillante bola de madera al comienzo y al final. El
segundo nivel de la casa permanecía sumido en las penumbras al igual que el primero. Sin
decir una palabra, Cassian Lehrer entró por las habitaciones sin hallar rastros de Fulvia. Al
toparse con su estudio, la puerta estaba entreabierta, asomó su cara por el espacio y vio que
la habitación estaba desordenada: había cosas sobre su escritorio color cereza, sus libros
estaban desperdigados por todo el piso de roble eslavonia, sobre su delgada lampara de
lectura, algo similar a una blusa colgaba, su computador yacía moribundo en el suelo. De
repente no quiso mirar más; algo le hizo apartar la mirada del lugar en el que pasaba horas
calificando los trabajos vacíos de sus estudiantes de maestría. Cassian Lehrer devolvió sus
pasos, metió la mano en su chaqueta, tomó las llaves de su auto, un Volvo 240 combi beige,
lo encendió dejando abierta de par en par la puerta de su casa.

El cielo negro se ensombreció y unas goticas diminutas se deslizaron para caer


sobre Köln, luego unas gotas robustas como cascajos golpearon los tejados, la nausea y el
panorámico de Cassian Lehrer, que conducía frenético su Volvo beige. No existía la más
remota posibilidad de que Cassian Lehrer diera vuelta y se acostará en su fría cama, así que
decidió conducir hasta el Hotel Novotel Köln City, que queda a escasos edificios de la
escuela técnica superior de Köln. Tampoco quiso consultar ni su teléfono ni su reloj por
miedo a que la hora le confirmara que era muy tarde para pedir una habitación. Ring, Ring,
Ring, ―, sonó su teléfono, era Fulvia, al tomarlo sintió ir y venir corrientazos desde su
muñeca hasta su pecho, los dedos de la mano le hormigueaban y su brazo se puso tan
pesado como el plomo, el rostro le zumbaba; se miró al espejo retrovisor y en efecto, estaba
colorado, unas gordas gotas de sudor rodaban de su frente hasta el cuello holgado de su
camisa. Intentó bajar la ventanilla del conductor para recibir un poco de la lluvia que caía,
con esfuerzo arrastro el brazo de plomo por la perilla para dar paso al aguacero que en
instantes lavó su roja y sudorosa cara. Tomó el volante con ambas manos, pero estaban
resbalosas para adherirse a la cabrilla, así que soltó el timón por un instante para secarlas
contra su pantalón; enseguida hizo rugir el motor de su Volvo; de no hacerlo así, no llegaría
a ningún lado…

Cintas blancas con rojo acordonaban la zona, varios coches de policía estacionados
en fila y un guardia de tránsito vestido con su poncho de lluvia y una paleta de alto en su
mano le indicaban a los curiosos y a los vehículos que se acercaban a la zona del puente
Rodenkirchener dar vuelta en su marcha. ― ¡avancen por favor señores, no hay nada que
ver―, insistía el guardia mientras utilizaba su silbato y muy enérgicamente la mano en la
que sujetaba la paleta, mientras los autos hacían sonar su bocina y los curiosos se agolpaban
como moscas contra las barandas del puente para ver la escena: una barra de contención de
cemento destrozada y el metal retorcido como una boca que acaba de escupir. En las aguas
verdosas del Rin, la parte trasera de un coche luchaba por mantenerse a flote, burbujas
salían con fuerza del agua, mientras un ruido ronco se extinguía poco a poco, perdiendo la
batalla por mantenerse en la superficie del río. Los salvavidas agudizaban el oído esperando
alguna respuesta del ocupante del vehículo, pero sólo encontraron silencio, silencio que fue
tragado por las poderosas aguas del Rin junto con el mudo rugido del auto ya en la claridad
de la madrugada.

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