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Sebastian Orozco
Una cuadra adelante, siguiendo por la calle Mainzer, el profesor Cassian Lehrer se
detuvo justo en frente de la galería de arte, un pequeño edificio construido en piedra caliza
tallada en forma de grandes ladrillos, con ventanas de madera color caoba, para sacar su
celular del maletín que acostumbraba a dejar recostado en el asiento del copiloto. Biiiiip,
Biiiiip, Biiiiip “Soy Fulvia, en estos momentos me encuentro ocupada, por favor deja tu
mensaje y te llamaré luego. ― “Debe haber salido a comprar algo para la cena o seguro ha
de estar en el baño” ―pensó mientras encendía de nuevo el motor del vehículo. Guardó su
teléfono en el maletín de cuero y encendió la radio; le gustaba escuchar la TH Köln porque
transmitían música clásica, para su mala suerte, sonaba el réquiem de Mozart. A paso lento
siguió conduciendo por la pequeña calle de Mainzer que daba la impresión de ser más
angosta por la cantidad de autos y motocicletas estacionados en frente de los viejos
edificios de corte clasicista.
Al Cruzar la calle, Cassian Lehrer encendió las luces de su automóvil, pues la tarde
se estaba yendo por completo. Volvió a estacionarse, esta vez junto a una señal azul de
parqueo, justo atrás de un mini cooper Club Man y Cabrio modelo 2009 color gris, tomó
entre sus dedos el teléfono y volvió a llamar a Fulvia. ―Biiiiip, Biiiiip, Biiiiip “Soy Fulvia,
en estos momentos me encuentro ocupada, por favor deja tu mensaje y te llamaré luego―.
Con desespero arrojó bruscamente su teléfono contra la silla del copiloto, su cara se puso
roja por un instante, pero luego recobró la palidez de costumbre; le incomodaba no poder
hablar con su esposa y decirle que en poco estaría en casa, y que había salido de trabajar, y
que la clase había estado bien, solo un poco aburrida como siempre. Cassian Lehrer apretó
el acelerador para salir de la somnolienta Mainzer Straβe. Al llegar al round point se sintió
aliviado por un segundo, pero luego recordó que debía continuar un tramo más sobre la
moribunda Mainzer, la cual seguía tranquila a pesar de la cantidad de carros estacionados
junto a la puerta de los edificios. Cassian Lehrer solo podía escuchar el silvido que producía
el viento al chocar con los arboles que separaban los carriles de ida y vuelta en donde los
jóvenes estudiantes parqueaban sus bicicletas.
Cintas blancas con rojo acordonaban la zona, varios coches de policía estacionados
en fila y un guardia de tránsito vestido con su poncho de lluvia y una paleta de alto en su
mano le indicaban a los curiosos y a los vehículos que se acercaban a la zona del puente
Rodenkirchener dar vuelta en su marcha. ― ¡avancen por favor señores, no hay nada que
ver―, insistía el guardia mientras utilizaba su silbato y muy enérgicamente la mano en la
que sujetaba la paleta, mientras los autos hacían sonar su bocina y los curiosos se agolpaban
como moscas contra las barandas del puente para ver la escena: una barra de contención de
cemento destrozada y el metal retorcido como una boca que acaba de escupir. En las aguas
verdosas del Rin, la parte trasera de un coche luchaba por mantenerse a flote, burbujas
salían con fuerza del agua, mientras un ruido ronco se extinguía poco a poco, perdiendo la
batalla por mantenerse en la superficie del río. Los salvavidas agudizaban el oído esperando
alguna respuesta del ocupante del vehículo, pero sólo encontraron silencio, silencio que fue
tragado por las poderosas aguas del Rin junto con el mudo rugido del auto ya en la claridad
de la madrugada.