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LUCIANO-BELLELLI-Nunca Más Solos 1
LUCIANO-BELLELLI-Nunca Más Solos 1
Bellelli, Luciano
Nunca más solos / Bellelli, Luciano. Editado por Leticia Martin 1ª edición.
Qeja ediciones
www.qejaediciones.com
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 / Derechos reservados / Prohibida su reproducción parcial o total
Impreso en Argentina
Nunca más solos
Luciano Bellelli
Para Deni, como siempre y para siempre.
1991
ELLOS
Se había despertado a las dos de la tarde, como todos los días hábiles.
Desayunaba un café con leche mientras separaba las distintas secciones del
diario. Leyó los títulos de tapa y desechó los suplementos que no le
interesaban apilándolos sobre un banquito. Se sentó contra la barra de la
cocina, sopló el café y abrió el suplemento de economía. Pasó las hojas
hasta las cotizaciones de la bolsa. Repasó la lista, con su uña pintada de rojo
como puntero, hasta llegar al Dow Jones. Había bajado un 2,34%.
Una vez informada de esto, planeó su día. Desenchufó su celular del
cargador y marcó un número.
—Hola, Edu, soy Fiore. ¿Hay algo para hoy? Ajá... buenísimo.
¿Pasás como siempre? Dale, tocame el portero y bajo. Besito.
Cortó. Se asomó a la ventana de la cocina. Era un día nublado, casi
sin sol, perfecto para meterse en un shopping.
Llegó sobre la hora a la plaza de Juramento y mientras cruzaba
Cabildo vio que el colectivo de Unicenter se le iba. Corrió, aunque era
inútil, solo para sentir que hacía el esfuerzo. A una cuadra se veía el humo
negro del caño de escape: había arrancado y se perdía en el horizonte. Igual
trotó, con la mínima esperanza de agarrarlo en el semáforo de Cuba.
Al correr sintió el peso de las tetas nuevas. Todavía no se había
acostumbrado al rebote de las flamantes dimensiones. Sí se había adaptado
a las miradas de los hombres. Notaba cómo en milésimas de segundo los
ojos que venían de frente se desviaban para mirarle los pezones marcados.
Es que ya antes de las prótesis, cuando era una tabla, caminaba fijándose en
las reacciones. Viejos, jóvenes, nenes; tipos que paseaban del brazo de la
novia, tacheros, motoqueros, colectiveros; ninguno podía cruzarla sin
repasarla de arriba abajo. Incluso intuía que se daban vuelta para mirarle el
culo. Y más de una vez, a lo lejos, escuchó alguna novia envidiosa que, por
lo bajo, le decía «miau».
Por eso, cuando salía a la calle trataba de ocultar su belleza, aunque
muchas veces ese intento terminaba en resignación. Fiorella se había
transformado en una mujer todavía más llamativa. Ese viernes, como la
mayoría de los días, intentó tapar sus atributos. Se ató el pelo rubio, largo y
lacio y lo escondió adentro de la gorrita de tenis negra. Se puso una remera
escote en v, unos pescadores también negros, zoquetes y zapatillas grises y
blancas. Arriba: una camperita de jean.
Dejó de correr cuando vio que el colectivo ya se le había ido. Levantó
la cabeza y se vio reflejada en una vidriera. Notó que los pechos le inflaban
groseramente la camperita. Le dio vergüenza. Antes de la operación no
tenía ese problema. Las siliconas le habían dado algo más de qué
preocuparse.
Un motoquero le pasó por al lado mientras empujaba la moto por la
vereda. La miró, previo detenerse en sus rasgos más sobresalientes. Ella lo
estudió: era uno más de los cancheritos que veía por día, con pelo rasta,
anteojos de sol, remera ajustada, barba candado. Le retiró la mirada al
segundo. Trataba de no conectar con desconocidos porque su belleza
provocaba que algunos hombres confundieran curiosidad con seducción y
más de una vez eso le había ocasionado problemas.
—¡Qué tetas, mami! ¿Te querés casar conmigo? Fiorella clavó la
vista al frente y caminó erguida. El motoquero giró para mirarla de atrás.
Meneó la cabeza y se dirigió a un hippie que vendía anillos sobre una manta
negra al borde de la vereda:
—Estas minas se creen que porque están fuertes te pueden ignorar,
¿viste? Las cagaría a trompadas.
El hippie también le miró el culo. Le sonrió al motoquero con
complicidad masculina.
Fiorella temblaba. Aunque sabía que la cantidad de gente que la
rodeaba la protegía odiaba que le hablaran en la calle. Le daba terror
provocar reacciones tan violentas, palabras tan chocantes. No era tonta:
podía ser guarra con sus amigas o en el trabajo, pero por más mal hablada
que fuera no le parecía un lenguaje para usar con un desconocido. Le
resultaban tremendamente agresivos los tipos que le gritaban esas cosas. Si
se lo decían para conquistarla había que ser muy pelotudo para pensar que
esa era la manera correcta de hacerlo.
Lo que sí toleraba eran las frases ingeniosas. Si la hacían reír,
agradecía con una sonrisa pero muchos la corrían confundidos con que
quería algo más y eso arruinaba el momento.
A sus veinticinco años ya estaba curada de espanto: lo había visto
todo. Desde la adolescencia tenía que lidiar con pajeros en todos lados: por
la calle, a la salida del colegio, en el club, en el gimnasio, en la cola del
cine, en la facultad, en los restaurantes.
Llegó hasta la parada del colectivo con ese disco rayado en la cabeza.
Estaba cansada de ser ella. Se sentó en los asientos del refugio. Notó que la
gente que esperaba también la miraba. Pudo sentir la envidia de las mujeres
y la calentura de los hombres. Intentó pensar en otra cosa. Repasó lo que se
quería comprar en el shopping: un par de remeritas, zapatos, una campera
rompeviento para salir a correr.
—Mamita, ¡sacate un pelo de la concha y cagame a latigazos! —gritó
un taxista que buscaba pasajeros. Fiorella pudo verle la cara como si fuera
en cámara lenta. Era gordo, tenía doble papada y bigotes. Al finalizar la
oración, el taxista le sonrió: esperaba, se ve, una respuesta al piropo. Como
no la consiguió, escupió un gargajo asqueroso que quedó colgado del
cordón de la vereda.
Fiorella no pudo evitar ponerse roja de la vergüenza. Clavó la vista
en un punto fijo con el deseo de aislarse, pero escuchó que dos chicos se
reían detrás suyo. De inmediato, le vino un sentimiento común y habitual,
que la atacaba a diario. Era una culpa muy grande. Recordó el origen de ese
sentimiento. Ella sentada en el Ford Sierra crema de Pedro, su exsuegro,
diez años atrás, volviendo de Córdoba, con la zona de la entrepierna todavía
dormida por la anestesia. Desde aquel día creía firmemente que toda
violencia exterior era causada por ella. Sorpresivamente, se largó a llorar. El
llanto fue desconsolado. Estaba cansada de que la vida le siguiera cobrando
ese castigo. Hundió la cabeza en las manos. Los dos flacos de atrás se
quedaron petrificados. Una mujer de unos cincuenta años se le acercó.
—¿Estás bien?
Fiorella la miró. Era una mujer con cara de buena. Tenía una camisa
floreada abierta en un botón y una pollera larga hasta las rodillas. Entre
lágrimas pudo verle los ojos verdes. Algo en la mujer le hizo acordar a
Ofelia. La mujer le estiró un pañuelo de papel. Fiorella se secó, respiró
hondo y se sopló fuerte la nariz.
—Ya está, gracias.
—No te pongas mal. Los hombres son así.
Igual nena, si salís así vestida… El comentario la hundió.
—¿Por qué no se va a la mierda, señora? le dijo.
La mujer se quedó perpleja.
Fiorella manoteó la mochila, se levantó y abandonó el plan de ir al
shopping.
—Puta y maleducada —escuchó decir a la mujer a lo lejos. Pero ya
no le importaba. Lo único que quería era llegar a su casa.
Abrió la puerta del departamento. Seguía nerviosa. Tiró la mochila
sobre el sillón, con cuidado de no tocar los portarretratos: dos fotos de ella
de chiquita con su madre, morocha, con los rulos de la época; una imagen
del casamiento de sus padres y una de su papá solo, condecorado, con el
uniforme policial.
Sacó un paquete de Marlboro Light. Se puso un cigarrillo en la boca
y buscó fósforos en la cocina. Ya no salía con encendedor: cada vez que
quería prender un cigarrillo había un brazo masculino estirado con fuego
antes de que abriera la cartera.
Expulsó la primera bocanada de humo al tiempo que saboreó el olor
del fósforo quemado.
Fue hasta el living, prendió la tele. Tiró el control remoto sobre la
mesa ratona y se dejó caer en el sillón. Fumó otra pitada, soltó el humo de
manera sexy. Pensó en cómo se le había pegado esa forma de fumar tan de
puta, con el cigarrillo en la mano con la muñeca apenas quebrada y con la
boca en «o» para exhalar, como si fuera a practicarle sexo oral a alguien.
Odió haber adquirido esas posturas pero ya era tarde, no podía
desaprenderlas. Se estiró hacia adelante para tirar las cenizas. En vez de
volverse a echar, se paró. Dio dos pitadas finales y lo apagó en el cenicero
sin siquiera haber fumado la mitad. Fue a la habitación. Abrió el placard y
separó algunos sweaters de un estante. Entre ellos encontró la cajita de
marcadores que tenía de toda la vida. La de veinte, roja, con el logo negro
de Sylvapen ya gastado. La dio vuelta, pero no cayó nada de lo que
esperaba.
—La concha de la lora.
Recordó el último porro: el sábado pasado, encerrada con otras
promotoras en la camioneta de Eduardo. Antes de fumarlo había pensado
que tenía que pegarle un llamado al dealer.
Volvió al living, se sentó en el sillón y se prendió otro Marlboro.
Revolvió adentro de su mochila: sacó la billetera, forros, un lápiz labial,
hasta que dio con el celular. Buscó un contacto en la letra c y llamó.
Horas después se preparó para el trabajo. Sacó el uniforme, los
pantalones de cuero ajustados, la remera con el logo de Speed. Apoyó la
ropa sobre la cama, se desvistió y fue en ropa interior al baño. Le pareció
raro verse en el espejo con esa bombacha de algodón blanco tan inocente,
con el corpiño negro que no hacía juego. Se acercó al inodoro y se bajó la
bombacha. Un olor fuerte le llegó desde abajo y le llenó las fosas nasales.
Era un olor violento, invasivo, humillante. Se miró y vio que había
manchado la toallita diaria. Una vez por mes, la sangre menstrual le
recordaba los coágulos que había visto por primera vez diez años atrás,
cuando el efecto de la anestesia se le había pasado y el dolor penetrante la
torturaba. El tiempo había logrado que olvidara cada vez más rápido el
recuerdo del aborto juvenil. Pero esta vez, cuando anotó el comienzo del
ciclo menstrual en la agenda y leyó que había caído justo un 19 de enero, la
depresión le duró mucho más de lo normal.
EVARISTO
«Hoy va a ser un día feliz», se dijo Pedro. Se despertó quince minutos antes
de que sonara el despertador. Eran las 5:45 de la mañana. Estiró la mano y
desactivó la alarma. Se sentó en la cama sin cuidarse de hacer ruido. Su
mujer dormía despatarrada a su lado y él sabía que ni una bomba la podía
levantar antes de tiempo. Miró la fecha, pero no para informarse. Lo hizo
por el placer que le daba comprobar que era ese día particular del mes. Vio
los números del 19 de enero de 2001. Los degustó con placer, tanto que
estuvo no menos de cinco minutos mirándolos. Se calzó sus pantuflas viejas
blancas, salió de la cama y fue al baño. Se duchó con agua fría. Se afeitó y
se peinó los pelos largos y plateados. Agarró una gomita y se hizo la cola de
caballo bien tirante. Después peleó con la pasta de dientes para sacarle la
última porción. El envase estaba aplastado, finito como un papel. Pero a
Pedro le gustaba aprovechar las cosas al máximo. Cada vez que veía a
Ofelia tirando a la basura un envase de mayonesa casi llegaba a darle un
infarto. Ofelia no entendía todavía «las trampas de las marcas y las grandes
empresas para extorsionar a los ignorantes». Y él no era uno de ellos. No
iba a dejar que se aprovecharan tan fácilmente. Tiempo atrás había leído un
libro en donde se desnudaban algunos aciertos del marketing que habían
disparado las ventas de sus productos basándose en la perversidad y
aprovechándose de la ingenuidad de personas como Ofelia. Una marca de
pastas de dientes, justamente, había tenido problemas financieros. Tenían
que incrementar sus ventas un diez por ciento y no sabían cómo. Y lo que
se les ocurrió fue ampliar el diámetro de la boca del envase un diez por
ciento.
A Pedro le parecían todos unos hijos de puta. Pensaba que no había
nadie que protegiera a la gente de esos abusos. Se sentía un superhéroe
solitario en la lucha por la defensa del consumidor.
Peleó en el baño contra el envase de dentífrico. Pero la pasta no
llegaba a salir del pico. Salía un poquito y volvía a meterse.
Necesitaba una tijera.
Bajó desnudo las escaleras del chalet. Atravesó la cocina y se dirigió
hasta las puertas de madera que custodiaban su lugar en el mundo, su
estudio.
Era un lugar majestuoso. Tenía el piso de madera oscura y siempre
brillaba. De las cuatro paredes, tres estaban cubiertas por bibliotecas
repletas de los libros que adoraba: filosofía, historia, sociología, psicología,
algunas novelas. En un estante privilegiado se podían ver los más
importantes y secretos: los libros de Aurelio. Cerca de la ventana que daba
a la calle estaba su gran escritorio de roble con su silla de gerente de cuero
negro y capitoné. Pedro estaba orgulloso de sus muebles porque los había
encontrado de oferta en un mercado de pulgas y los había arreglado con sus
propias manos. El vendedor le había pedido quinientos pesos por ellos pero
él los terminó consiguiendo por la mitad más el flete. Con habilidad y poca
plata, los dejó como nuevos.
En la pared sin estantes, detrás del escritorio y al lado de la ventana,
tenía un gran terrario. Saludó a las hormigas en voz alta. Se sentó en el
sillón, abrió un cajón y agarró la tijera.
Volvió al baño para ganarle la batalla al dentífrico. Cortó el envase
como si fuera un pan para hamburguesas. Agarró el cepillo y raspó los
restos de pasta. Orgulloso, se cepilló los dientes mirándose la dentadura al
espejo.
De vuelta en el dormitorio, abrió el placard. Buscó ropa deportiva.
Agarró un remera blanca vieja que se había ganado en un sorteo, unos
shortcitos blancos sin marca y se puso un par de medias de algodón del
mismo color. Se calzó unas zapatillas de correr (también blancas) y salió a
caminar por la cancha de golf del country.
Estaba prohibido pisar el césped sin los zapatos adecuados y también
hacer otra actividad que no fuera jugar golf, pero Pedro odiaba caminar por
el cemento. Como a esa hora no había nadie levantado aprovechó para
hacer sus ejercicios sin el riesgo de que lo acusaran al concejo del country.
La caminata fue rutinaria. Recorrió hoyo por hoyo paseando y
respirando el aire puro. Cumplió con los treinta minutos de ritmo constante
y elongó en el hoyo 18. Orinó en un árbol y abandonó la cancha antes de
que los primeros jugadores de la mañana lo descubrieran.
Volvió a casa. Para esa hora Ofelia ya se había ido. Entró y gritó su
nombre para comprobarlo. Fue hasta el estudio y se encerró. Hizo la
limpieza diaria. Su lugar era tan privado que no permitía que entrara ni
siquiera la mucama. Puso música clásica en el equipo y pasó la aspiradora
por la alfombra. Después repasó los muebles con una franela y le sacó el
polvo a los libros con un plumero viejo.
Una hora más tarde se sentó a estudiar los libros de Aurelio. Agarró
su preferido, Del Hombre y las Hormigas. Leyó durante una hora y media,
haciendo anotaciones en papelitos usados, cortados a tijera por él. Pegó los
apuntes importantes en la pared, cerca del terrario, como para abrirle su
secreto a las hormigas, las únicas con las que compartía la experiencia de
estar vivo.
Se quedó en el estudio hasta las diez. El corazón se le aceleró: era la
hora en que abría el banco. Ya podía vivir a pleno su día feliz. Cerró el
estudio con llave, agarró la bicicleta y salió. Recorrió las calles del country
sin saludar a ningún conocido. Solo le hizo un gesto desde lejos al guardia
de seguridad.
Agarró la calle de tierra para acortar camino y no toparse con las 4x4
de las «esposas de» que salían rumbo al shopping, las clases de tenis o los
centros de belleza. Entró al pueblo. Miró con sentimientos mezclados las
casas humildes, la gente caminando en ojotas sin sentir el calor, con la piel
llena de polvo: las gordas en calzas llevando bolsas, los viejos sentados en
la vereda, los chicos corriendo descalzos. Ahí se sentía cómodo. Ninguno
de los vecinos del country ponía un pie en ese lugar. Estaban tan cerca y tan
lejos.
Llegó a su destino: el banco. La marquesina y el frente vidriado se
destacaba de los demás negocios, casitas de ladrillo sin pintar con aberturas
carcomidas por el tiempo, llenas de carteles de oferta. El banco era el señor
bien vestido. En esos lugares al banco se lo trataba de usted.
Pedro dejó la bicicleta afuera. La encadenó a un poste de luz. Abrió
la puerta de vidrio y entró.
—¿Qué dice, profesor Pedro? —lo saludó Omar, el seguridad.
—Hola Omar, ¿cómo está usted?
—Sobreviviendo, profesor.
—Como todos, como todos… ¿está libre Vicente?
—Está terminando con un cliente, pero espérelo que ya lo atiende.
—Gracias, Omar.
Omar le contestó «no es nada» con un ademán. Pedro se sentó a
esperar. Vicente atendía a una señora: la ayudaba a firmar una boleta de
extracción. Cuando lo vio a Pedro, lo saludó con la mano. Él respondió con
la cabeza.
La señora se levantó, agradeció y se fue rumbo a las cajas
transportando la boleta como si fuera plutonio. Las ojotas rojas se le
despegaban del talón a cada paso, haciendo un ruido a cachetazo contra el
piso de cerámica gris lustrado. Vicente salió de su cubículo para recibir a
Pedro, que ya se había parado.
Se encontraron en la mitad del pasillo. Vicente le extendió la mano.
Pedro se la apretó con firmeza. Le apoyó la otra mano encima,
afectuosamente.
—Cómo estás, Pedro, ¿ya pasó un mes?
—Así es.
—¡Cómo pasa el tiempo! Vení, sentate que vemos lo tuyo.
Pedro se sentó. Se acomodó en la silla, se cruzó de piernas.
Vicente abrió el primer cajón. Pedro sacó un papel del bolsillo de
adelante de su remera blanca. Estaba doblado en cuatro, así que lo desplegó.
Lo puso sobre la mesa para alisarlo mientras Vicente separaba la otra parte
del plazo fijo, la que correspondía al banco.
—¿Renovás por un mes más?
—No, ¿sabés? Estoy pensando, esta vez, en hacerlo por un año. ¿Da
muchos más intereses, ¿no? Vicente agarró la copia de Pedro medio
arrugada y la colocó cerca de la otra parte del plazo fijo. Estiró la mano y
dio vuelta una hojita del calendario que tenía sobre el escritorio.
—Sí, claro. Es más riesgoso, pero da más tasa.
—Ponelo a un año, con la mejor tasa que tengas.
—Perfecto.
Vicente clavó la vista en la pantalla de la computadora y tecleó
rápidamente. Pedro estaba ansioso por ver el monitor. Incluso se estiró, pero
le dio vergüenza y volvió a apoyar la espalda contra el respaldo de la silla.
Después preguntó con la curiosidad de un chico:
—¿Cuánto me quedaría al vencimiento?
—A ver… —Vicente buscó por la pantalla, usando el dedo índice
como guía—. Te quedarían, al lunes 19 de enero de 2002, doscientos
cincuenta y tres mil cincuenta y cuatro dólares.
—Perfecto.
Vicente tipeó unas veces más en la computadora. La impresora que
tenía detrás hizo un par de sonidos y el empleado giró en la silla para
agarrar el nuevo documento. Pedro aprovechó que Vicente no lo veía y se
guardó la Bic azul con el logo del banco en el bolsillo del pantalón.
—Bueno, listo. Pasá por caja nomás.
—¿Ya está? Muchas gracias, nos vemos recién en un año entonces.
—Sí, sí... nos vemos.
Se dieron la mano. Pedro fue hacia las cajas, pasó por al lado de la
cola que estaba cobrando impuestos y se quedó a esperar a que lo llamaran.
En una esquina la tesorera hablaba por teléfono. Un cartelito decía «Caja
Cerrada». Pedro resopló y pensó «en este país nadie quiere trabajar».
OFELIA
El timbre la asustó. Sin embargo, cuando del otro lado del portero escuchó
«delivery» no pudo contener la alegría. Manoteó el llavero; salió al palier
oscuro. Subió al ascensor, apretó el botón redondo y negro con la «PB»
borroneada. Mientras bajaba se miró en el espejo. Se acomodó la musculosa
blanca para tapar los breteles de silicona y giró para chequear si el jogging
gris que tenía puesto le marcaba demasiado el culo. Ya en la planta baja,
atravesó el hall principal. Vio la espalda del visitante que esperaba del otro
lado de la puerta. Cuando metió la llave computada en la cerradura, el
hombre giró. Fiorella se sorprendió al encontrarse con un desconocido.
—¿Marcela?
—Sí —dijo Fiorella—. ¿Y Claudio?
—¿Puedo pasar?
—Sí, disculpá.
El hombre entró al hall. Ella soltó la puerta.
—Claudio no daba abasto con los clientes y ahora yo me ocupo de
esta zona.
—Ah.
Caminaron hacia el ascensor. Fiorella se sintió incómoda. Era la
misma sensación que la primera vez que subió a su departamento con
Claudio, el mismo miedo, el mismo peligro. Abrió la puerta del ascensor y
aprovechó para mirar al nuevo dealer. Era un chico de unos veinte años.
Tenía una remera musculosa negra, unas bermudas con estampado militar
con muchos bolsillos y sandalias en los pies. En la pantorrilla tenía un
tatuaje y también un piercing en la ceja derecha. Subieron hasta el quinto
piso. Dentro del cubículo la incomodidad fue peor.
—Me llamo Jerónimo —dijo el dealer.
—Ah —dijo Fiorella con timidez.
Llegaron al departamento. Ella abrió y pasó primero.
—Qué lindo depto —dijo él.
—Ah, sí, gracias.
Jerónimo se sacó la mochila. Abrió el cierre y extrajo una bolsa de
polietileno con cierre hermético.
—¿Lo tuyo eran cien pesos, no?
—Sí —dijo ella mientras sacaba el billete plegado que tenía
aprisionado entre su espalda y el elástico del jogging. Se lo alcanzó.
Jerónimo lo desplegó y lo guardó en una billetera con velcro. Le dio la
bolsa a Fiorella.
—Bueno… —dijo ella para concluir, pero él la interrumpió.
—¿Te puedo pedir algo para tomar? Perdón, pero estoy caminando
desde la mañana...
—Claro, disculpame que no te ofrecí antes, bancame que ahí vengo
—Fiorella fue a la cocina, abrió la heladera—. ¿Qué querés? —le gritó—.
¿Coca, cerveza?
—Cerveza.
Destapó dos porrones y los llevó al living. Jerónimo se había sentado
en el sillón y curioseaba entre las revistas que guardaba debajo de la mesa
ratona. Fiorella disimuló la sorpresa y le alcanzó la botellita.
—Gracias, Marce —dijo el dealer. Jerónimo dio un sorbo y suspiró
con placer,
como si estuviera en un comercial de televisión. Fiorella abrió la
bolsa, sacó un cogollo y fue a buscar una tijera y papel para armar. Se puso
a cortarlo con prolijidad mientras el intruso la miraba.
—¿Y vos a qué te dedicás?
—Soy promotora.
—¿Y hoy estás de franco que estás acá a las dos de la tarde?
—No, laburo de noche... en boliches y eso.
—Ah —dijo Jerónimo.
Fiorella soltó la tijera, reunió la marihuana recién picada con una
mano y la arrastró hasta el papel de armar. Lo llenó, lo distribuyó alineado
todo a lo largo e improvisó un filtro con un pedacito de cartón que cortó de
un pack de Marlboro. Jerónimo la miraba.
—Qué prolijidad —dijo.
Ella sonrió. Cerró el cigarro con la lengua y le pasó fuego en la unión
para que no se despegara. Lo encendió. Aspiró con placer. Se llenó la boca
de humo, lo retuvo unos segundos y exhaló apuntando hacia arriba. Con
amabilidad, le alcanzó el porro al dealer. mierda.
—No, gracias.
—¿No te dejan fumar? Jerónimo sonrió.
—No es eso. Es que no me drogo.
—¿Cómo?
—No fumo. Las drogas me parecen una
Hacía más de veinte años que estudiaba los libros de Aurelio. Pero el último
tiempo lo había hecho de manera más profunda: muy pronto le tocaba dar
un seminario. Cuando la Dirección de los Grupos de Estudio Aurelianos te
elegía para dar una charla significaba una clara evolución personal. Pedro
no quería defraudar.
Por eso cada día, dos horas a la mañana, dos horas a la tarde, se
sumergía en los grandes volúmenes que contaban un enfoque distinto sobre
la vida humana. Ese secreto lo compartían los pocos miembros de la
Escuela de Aurelio, los elegidos, aquellos con la suficiente valentía como
para enfrentarse a esa verdad no dicha por nadie. Bastaba con leer un
capítulo para entender que solo los fuertes podrían vivir con esa
información.
Año tras año se sumaban nuevos miembros, pero no en cantidades
abrumadoras. Era difícil llegar a Aurelio ya que ni él ni su enseñanza iban
en busca de la gente. El método era un puerto al que se llegaba solo, luego
de una ardua y extensa búsqueda interior. Nadie podía decir con exactitud la
manera en que una persona conocía la obra de Aurelio. Pedro apenas podía
recordarlo.
El punto de partida exacto era imposible de definir. Tenía que ver con
su destino: el lugar de su nacimiento, sus padres y su educación le habían
dado forma al despertar de un espíritu inquieto y melancólico. Su madre
había sido modelo y al quedar embarazada tuvo que abandonar la profesión.
El machismo de la época era muy fuerte y las mujeres con hijos dejaban sus
trabajos para dedicarse a su hogar y a su familia. Pero la madre de Pedro no
se había adaptado a la vida de ama de casa. El modelaje le había hecho
probar el mundo de los elogios y la seducción. Se había vuelto esclava de
las miradas de los hombres, de los halagos y de ser un objeto de deseo. Con
el nacimiento del hijo su vida se había convertido en el extremo opuesto:
pasaba encerrada todo el día y vivía para los demás; ya no le importaba a
nadie si no se bañaba, si no tenía buena ropa o si salía sin maquillaje. El
papá de Pedro era científico y lo único que le interesaba eran las fórmulas y
los números. Trabajaba hasta tarde y ni se fijaba en su mujer, que intentó
llenar el vacío con vodka. Murió de cirrosis cuando Pedro tenía cinco años
y su muerte lo convirtió en un zombie que nunca pudo sentirse cómodo en
sociedad: en el colegio era bastardeado por sus compañeros, no tenía
amigos y sufría en secreto. Que su padre continuara con su vida, se casara y
tuviera otros hijos lo dejó más solo todavía.
Enojado, Pedro llenó su destino con preguntas sin respuestas. En vez
de crecer como un chico normal optó por un camino lateral. Fueron muchos
años de recorrido, sumido en el laberinto de la oscuridad mental, el
pesimismo y la búsqueda de una luz en el infierno, hasta que una sucesión
de hechos lo llevaron a cambiar un libro que le habían regalado por otro que
le había llamado más la atención: Todos somos asesinos, cuyo autor era
Aurelio.
El libro y el autor le cambiaron la vida. La obra le había dado un
sentido a todas sus dudas. Le encantó que los textos carecieran de ficción.
Había crecido sin entender cómo la gente religiosa se creía las historias
fantásticas sobre las que se construían las religiones. De ese libro aprendió
que Dios existía, sí, pero porque el hombre lo había creado. Que las
personas podían creer solamente en dos cosas: lo que veían o lo que creían.
—Todo lo que se inventa, existe —le dijo a Ofelia en su primera cita
—. Los extraterrestres, los zombies, Papá Noel, Jesús, Adán y Eva, Dios,
los vampiros… todos ellos existen porque alguien los imaginó y de esa
forma los inventó. Creer o no en ellos es otra cosa, pero que existen,
existen. En el momento en que alguien pensó en Dios le dio nacimiento.
Dios es una idea. Por eso es cierta como cualquier otra idea del universo, ni
más real ni menos. Quien acepta el concepto, se vuelve creyente. Lo único
que no existe es lo que no tiene nombre. Vivir sin creer es muy difícil, triste
y doloroso, por eso preferimos las mentiras. Nuestra ley principal es el
pacto implícito de no ver demasiado profundo. La vida sin ficción es
insoportable, muy pocos soportamos la verdad al cien por cien.
—¿Y vos conocés esa verdad? —le preguntó ella con ironía.
—Sí, pero nunca te la voy a contar. Prefiero que vivas en esa mentira
que te hace tan feliz.
Ofelia se enamoró de él por eso, porque le pareció que en esa frase
Pedro simbolizaba una vida de sacrificios con tal de cuidarla.
Tuvo tiempo de pasar por la casa para bañarse y vestirse. Puso un cd:
mientras el agua de la ducha golpeaba su espalda, el tema «He’s a rebel», de
The Crystals, sonó a todo volumen. Había desaparecido de su cabeza la
preocupación por la molestia en el testículo y ahora lo único que pensaba
era en pasar una buena noche junto a Valentina.
Buscó en la Guía T de bolsillo la dirección de la chica. Calculó el
tiempo que le llevaría llegar en auto y se propuso salir con cuarenta minutos
de anticipación para estar cubierto por si había mucho tránsito o por si otro
imprevisto lo retrasaba.
Arrancó el Gordini a la hora justa. Bajó apenas la ventanilla y
encendió la radio, sintonizándola en Aspen. Tenía un largo viaje hasta San
Fernando, así que decidió pasear. Su humor era óptimo. Lástima que
cuando se acercaba al destino aparecieron unos calambres en el estómago
que crecían a medida que pasaban las cuadras. Sintió que el intestino se le
inflamaba. El cinturón de seguridad le apretaba cada vez más. Intentó soltar
unos gases pero se dio cuenta de que se arriesgaba a que una diarrea
inoportuna le arruinara la velada. Soportó los embistes del dolor,
comprobando que después de unos segundos de presión abdominal, la
panza se replegaba. Los ruidos sonaban a queja y volvían con más fuerza.
El placer del paseo le había durado poco. Se secó la transpiración de la
frente. Hubo puntadas que lo obligaron a estirarse en el asiento, como si
clavara los frenos. El desodorante que se había echado en las axilas y en el
pecho lo abandonaba. Pensó una vez más en que lo tenía merecido. Que su
destino era el sufrimiento. Después de unas gotas de buen humor, su
polaridad le traía un castigo de neurosis en el momento menos oportuno.
Podía caer del cielo un abismo negro infinito en una milésima de segundo.
Contra ese monstruo luchaba cada día de su vida. Recordó unas palabras de
Filippo. «La mente es un toro en un corral. Si uno quiere domesticarlo y se
mete de repente en la arena, lo más probable es que el toro se enfurezca y lo
mate. Es mejor tener paciencia, ofrecerle pasto desde un lugar seguro, ganar
su confianza de a poco, sin violencia, tolerando equivocarse y sin rendirse
si toca empezar de nuevo». Evaristo pensó en el toro. «¿Por qué estás así?»,
le susurró al animal imaginario adentro del auto. Escuchó la respuesta.
«Hace mucho que no salimos con una chica. Estoy nervioso. No sé si puedo
soportar la presión. No podemos volver a lastimar a una inocente, no
podemos mostrarnos como somos». Masticó la frase. Era verdad que hacía
más de un año que no salía con una mujer. La terapia con Filippo
evidentemente estaba funcionando, porque fue él quien le insistió para que
generara esos encuentros. De hecho, le explicó que la sexualidad debía
practicarse habitualmente para contribuir a un aura sano. Pero el miedo no
era tonto. Evaristo poseía un gran poder maligno y con él podía destruir la
inocencia natural de las chicas con las que salía. Su complicada forma de
ser, su egocentrismo permanente, su pesimismo y su oscuridad recurrente
eran algo que, según él, se contagiaba. En el pasado había arruinado muchas
salidas por explayarse sin límites sobre sus problemas personales. Había
contado sus pensamientos sobre la vida, la muerte, el amor, el sexo, la
religión. La presencia femenina lo atraía más como una fuente de
comprensión que como objeto sexual. Muchos años había pensado que eso
era algo bueno. Que él no mentía ni vendía humo. Odiaba crear un
personaje para conseguir sexo. Era muy crítico con las mujeres que
deseaban o se enamoraban de cualquier charlatán; las tildaba de boludas, de
crédulas y opinaba que esos hombres eran malvados, mentirosos,
aprovechadores. Tenía al sexo femenino en un pedestal. Sin embargo había
aprendido que su visión era equivocada. Que no había inocencia alguna en
las chicas que criticaba. Brigitte le había dicho un día: «tu visión nos
subestima. Por ahí nos hacemos las tontas a propósito». Este
descubrimiento había cambiado su rol en las citas. Había aprendido a no
usar a las mujeres de oreja para sus problemas, mucho menos a una
desconocida que salía con él para ser seducida. Dar lástima, lo había
comprobado, no era sexy. El problema era que su moral no le permitía
tampoco desempeñar el papel del seductor alegre. Su estructura le pedía
saber cómo comportarse y Evaristo no tenía idea. No salir ni desear a nadie
había sido su manera de evitarse ese conflicto interno.
Rompió el ensueño del pensamiento y se encontró en el Gordini,
estacionado con el motor en marcha, frente a la puerta de la casa de
Valentina. No supo cómo llegó hasta ahí ni tampoco recordó haber cruzado
calles o semáforos. Apagó el motor y las luces. Miró a su alrededor: estaba
en una cuadra oscura, rodeado de casas más bien bajas y viejas. No parecía
una zona pobre pero no tenía nada que ver con los barrios que conocía en
San Isidro, La Lucila o Acassuso. La fachada de la casa de Valentina era
colonial. La pintura blanca, con manchas de humedad, se había
descascarado en varias partes. Los marcos de las ventanas llamaban la
atención, pintados de naranja al igual que los zócalos. Leyó por última vez
el papelito en donde se había anotado la dirección del bar al que planeaba
llevarla. Lo memorizó, hizo un bollito y lo guardó. Se bajó del auto.
Caminó nervioso hasta la puerta. Se paró en el umbral y tocó el timbre.
Esperó nervioso a que le abrieran. Trató de recordar la cara y el cuerpo de
Valentina, pero había pasado tan poco tiempo con ella en el casamiento que
no recordaba más que un pelo rubio, unas facciones armónicas e infantiles,
una dulzura en los ojos. Escuchó voces femeninas adentro. Parecía que
alguien peleaba. Miró el Gordini estacionado y especuló con irse. Pasaban
los segundos y no percibía pasos que se aproximaran a abrirle la puerta. Le
dio miedo pensar que Valentina podría vivir con los padres. Si era así lo
mejor sería escapar. La idea de la cita era solamente una aproximación al
sexo femenino. El objetivo inmediato: robar un beso al final, en el auto,
cuando la devolviera a su casa. Quería apostar a una relación; esta vez, a
diferencia de su pasado fantasioso y enamoradizo, iba a intentar dar cada
paso con paciencia, sin forzar nada, sin imaginar los sentimientos sino
esperarlos naturalmente. Tenía que aprender a no endiosar a las mujeres.
Tenía que amarlas como a seres terrenales. Un ruido de llaves lo asustó. La
puerta se abrió sin darle chance a prepararse. Retrocedió apenas un paso.
Frente a él, Valentina, su flequillo rubio, sus facciones aniñadas, sus ojos
dulces.
—Hola —dijo ella.
—Hola. ¿Estás lista?
Valentina entornó la puerta y avanzó un paso. Lo saludó con un beso.
Él la analizó más. Sin el vestido de fiesta, sin el maquillaje, era una mujer
completamente distinta. Estaba vestida con un jean que le quedaba grande,
con un tajo desflecado en la rodilla. En los pies tenía unas botitas rojas.
Arriba, una musculosa blanca. Era una chica de barrio, nada que ver con el
estatus social al que Evaristo se había acostumbrado a tratar desde que
trabajaba en la revista. Lejos de generarle rechazo, la imagen de esa
Valentina clase media baja le gustó.
—Me vas a matar —dijo ella—, pero no podemos salir.
La cara de Evaristo se puso blanca y sintió por dentro que le subía un
calor que conocía de memoria: la frustración constante de que las cosas no
salieran de la manera en que las había imaginado.
—Ah —dijo con desilusión.
—¿Te jode si nos quedamos en casa? Te cocino algo, vemos alguna
peli, no sé, perdón, pero mi vieja se negó a cuidar a Benito y no tengo con
quién dejarlo.
—Sí, no, todo bien. Valentina cerró la puerta.
—Buenísimo. Vení, vamos al video que está acá a dos cuadras.
Caminaron unos metros en silencio. Lo único que se escuchaba eran
las llaves con las que jugaba Valentina y algún que otro auto que pasó sobre
los viejos adoquines de San Fernando. Evaristo pensó un montón de temas
de conversación, sin embargo le salió, de la nada, el único posible.
—¿Quién es Benito?
—Mi bebé.
Dieron más pasos en silencio. Evaristo tragó saliva. Valentina retomó
la charla.
—Perdón que te enteres así de que la minita que te levantaste en la
fiesta del otro día es una madre soltera, pero si de verdad me querés
conocer, bueno, vengo con mochila. ¿Te arrepentiste? Si te querés ir no me
ofendo, estás en tu derecho.
—No, no. Quedamos en comer y ver una peli, no pasa nada —dijo
Evaristo, más por no ser antipático que por otra cosa.
Durante la caminata hacia el videoclub el cerebro de Evaristo se llenó
de preguntas, de dudas. La noche estaba perdida, la iba pasar mal, no tenía
sentido dar ni un paso más; cualquier movimiento futuro no iba a hacer otra
cosa que complicar algo que, si se cortaba de raíz, evitaría que alguien
saliera herido. Pero todo había pasado tan de improviso que no supo cómo
salirse de ahí con dignidad.
El videoclub era un local viejo y sucio, con cajas de vhs apoyadas en
unas bateas precarias.
—Elegí vos, que debés saber de cine más que yo.
Evaristo paseó la vista por los estantes, apurado por la
responsabilidad que le había dado Valentina. Pensó que su decisión iba a
influir en el resto de la noche. Eso era un arma. Podía boicotear todo
fácilmente si elegía una película muy mala, o muy asquerosa, o muy
violenta, dándole a entender a ella que era un nabo sin cultura, sin sentido
estético, pero ¿podría ella darse cuenta de eso? Estaba en territorio enemigo
con una completa desconocida, llevado por un guía espiritual del que
dudaba constantemente, obediente a un deseo interno que lo bloqueaba. Se
quería morir. Optó entonces por el contraataque: elegiría una película
excesivamente culta. Agarró la cajita de La bestia debe morir.
—¿Te gusta Chabrol? —le preguntó mientras caminaban hacia la
caja.
—No sé quién es.
—Un director francés.
—¿Es bueno?
—Muy.
—Confío en vos. Te dije: no sé nada de cine. El empleado tipeó en el
teclado de la computadora, buscó la película en unos estantes que tenía
detrás y metió el cassette en la caja. Evaristo vio que Valentina ni siquiera
amagaba a meter la mano en el bolsillo, así que sacó rápidamente la
billetera.
—¿Cuánto es?
—Tres pesos. La pueden tener hasta el sábado. Evaristo pagó y
salieron.
Durante el camino de vuelta volvieron a hablar de Benito.
—¿Cuánto tiene tu bebé?
—Dos años y medio. Le digo bebé porque es muy chiquito, yo lo
sigo viendo así.
—¿Vos cuántos años tenés? Sos muy chica para ser madre.
—Veinticuatro.
—¿Y el padre?
—Una historia larga. Y turbia. ¿Querés que te la cuente igual? Si ya
estás pensando en no volverme a ver está bueno que te la cuente, porque
una vez que sepas la verdad sobre Benito vas a hacerte el boludo hasta
robarme un beso y después, si te he visto no me acuerdo. Eso es lo que
hacen todos los que me invitan a salir desde que lo tuve a Beni.
Evaristo no supo qué decirle, así que no dijo nada.
—No me mires así y no te preocupes: estoy acostumbrada. Me gustan
estas salidas y no tengo con quién hacerlas. Aprendí a no coparme con
nadie. Disfruto de que me lleven al cine, o a comer, o a tomar algo, la paso
bien, si pinta coger, cojo; si pinta chapar, chapo; hasta que al final de la
noche les tiro la bomba, nombro a mi bebé y veo cómo la cara se les
deforma... como a vos hace unos minutos. Lástima que me cagó la niñera y
nos quedamos sin salida.
La sinceridad de Valentina lo incomodó.
—¿Y? —siguió ella.
—¿Y qué?
—¿Te cuento cómo tuve un nene a los veintiún años o preferís que te
lo cuente más tarde?
—Quiero que me cuentes todo, pero esperá, ¿adónde podemos
comprar un vino?
—Sos inteligente, me gusta. Estás dejando el bajón para más tarde,
me parece muy bien, así mi historia no te saca las ganas de coger.
—No dije lo del vino por eso...
—Sí que lo hiciste y me parece una decisión muy sabia. Tenés razón:
vamos a pasarla bien y si da, después de coger te cuento todo. Hace un
montón que no estoy con un chico, no puedo arruinar la noche.
Festejando interiormente la certeza de una noche de sexo, Evaristo
siguió a Valentina hasta un viejo almacén donde compraron un tinto barato
de marca desconocida que serviría para amenizar la cena.
Entraron a la casa colonial. Evaristo apenas si tuvo tiempo de ver el
living porque Valentina se metió en la cocina y él la siguió obediente. Ella
colgó las llaves de un gancho. Le dio la espalda y se puso a revisar la
heladera. Él se sintió incómodo ahí parado. La seguía con la vista,
chequeaba si tenía buen culo hasta que decidió sentarse a una mesa de
madera redonda con sillas con injertos de mimbre. Apoyó el vino y la
película sobre el mantel de plástico con motivos frutales. Valentina sacó una
Paso de los Toros pomelo, manoteó dos vasos distintos —uno, jade y bajo;
el otro, transparente y largo— y los llenó por la mitad. Le alcanzó uno a
Evaristo. Después abrió la puerta del freezer.
—Hay milanesas y puedo hacer una ensalada,
¿te gusta? Las hace mi vieja, son tremendas.
—Si me las vendés así, entonces bueno.
—Igual no hay otra cosa...
Evaristo pensó y tiró temas para conversar mientras Valentina no
paraba de ir de acá para allá, sacaba condimentos, aceite, un bol, la sartén.
Él pidió un sacacorchos y abrió el vino. Se sirvió en el mismo vaso ya sin
gaseosa y le ofreció también a ella. Improvisaron un brindis.
—¿Por qué brindamos? —preguntó ella.
—Qué sé yo... por que salgan ricas las milanesas.
—Dale.
Chocaron los vasos y tomaron un trago. Evaristo pegó una mirada
general a la cocina. El mobiliario era de madera, sin onda, barato. El bajo
mesada estaba tapado con cortinas. Los grifos, corroídos por el óxido. Los
azulejos eran de un color celeste sucio. Los repasadores, deshilachados,
eran todos feos. Dos tragos de vino después, se puso a pensar en las fotos de
celebridades que salían en la Gente donde mostraban sus casas nuevas y
comparó esos mobiliarios de cocina de madera de cerezo, las campanas de
acero inoxidable importadas de Italia o las islas con hornallas eléctricas y
pensó que si bien era verdad que la de Valentina no era una cocina linda
algo en la realidad del lugar, en lo versátil de la decoración típica de clase
media argentina le gustaba, lo hacía sentirse más partícipe de una realidad
común de muchos y menos snob que ese porcentaje mínimo de la sociedad
que podía hacerse una cocina de diseño y salir en la tapa de las revistas
recostado sobre los electrodomésticos de última generación.
—¿Y? ¿Encontraste la mugre? —preguntó Valentina, de espaldas,
sobre el sonido crispante de las milanesas que se freían.
—¿Qué?
—Tu novela. Me dijiste en la fiesta que querías escribir una novela
que mostrara la mugre que la gente esconde debajo de la alfombra. ¿Te
acordás? ¿O era chamuyo?
—No, sí, es verdad. Es lo que quiero. Pero está difícil. Trabajo nueve,
diez horas por día. Dedicarse a escribir se complica. Me va a llevar tiempo.
—En mi vida siempre hubo mucha mugre. Me vas a tener que
prometer que no la vas a usar en tus libros. No me gustaría que Benito de
grande tenga la posibilidad de averiguar lo que no le quiero contar.
—Te lo prometo —contestó Evaristo, aunque sabía que un escritor
nunca puede tomar semejante compromiso.
Comieron con la tele encendida. Un periodista miraba con cara de
preocupación constante y anunciaba un dólar a cinco pesos para fines de
año. El resto del panel comentaba que el riesgo país subía día a día y que el
fin era inminente.
—Qué barbaridad, me llena de tristeza lo que está pasando.
Evaristo asentía por cordialidad: ignoraba las premoniciones de
catástrofe que mostraban constantemente los noticieros y programas
políticos. Nada de lo que sucedía a su alrededor le llamaba la atención. La
botella de vino bajó hasta quedar completamente seca. Evaristo
aprovechaba para mirar a Valentina cuando estaba distraída. Se sentía
cómodo, como si ya hubieran comido milanesas caseras muchas veces
antes. Lo que más le gustaba de ella eran sus hombros, huesudos,
puntiagudos. Notó también un avance: no tenía ganas de hablar de él, de su
vida, de sus problemas. Esta vez prefería escuchar. Cuando los platos
quedaron vacíos, Valentina los apiló.
—Dejá que te ayudo —dijo él, pero ella lo frenó con el brazo.
—Gracias, yo puedo —contestó Valentina. Llevó los platos a la
cocina. Él se acomodó mejor en el sillón, más relajado, sin soltar el vaso de
vino. Desde ahí le gritó:
—No era porque no pudieras, sino para colaborar... —ella se apareció
en la puerta de la cocina y le hizo un gesto de silencio con el dedo—.
Benito duerme —susurró.
—Perdón.
—No pasa nada, no se despierta fácil, pero por las dudas. —Valentina
se sentó en el sillón, se estiró hacia la mesa para subir el volumen del
babycall y manoteó un paquete de Marlboro. Le ofreció a Evaristo.
—Ahora no, gracias.
Él sonrió. Se miraron. Sintieron atracción. Evaristo le puso la mano
sobre el mentón y antes de que ella pudiera reaccionar, la besó con dulzura,
chupándole la lengua a veces adentro de la boca y otras afuera. Estaba
relajado, tranquilo. Por primera vez hacía las cosas bien. El beso duró sus
buenos minutos. Después, para disimular, volvió a tomar del vaso mientras
ella, ahora sí, prendió el cigarrillo. Aspiró, exhaló el humo. Evaristo
aprovechó el momento de silencio.
—Ahora sí contame de vos —dijo.
Ella dejó el cigarrillo apoyado en el cenicero y se acomodó. Él cruzó
las piernas y se preparó para escuchar.
—A mi viejo lo desaparecieron en el ‘76. Era estudiante de
sociología en la UBA, según mamá era un chico con ideales muy fuertes,
militante, combativo, con una energía de líder muy marcada.
Ella dice que la misma noche que lo vinieron a buscar fue cuando me
concibieron. Hacía semanas que no cogían, porque entre los exámenes y la
militancia papá estaba fundido. Esa noche él había asistido a una reunión
con otros militantes y volvió entusiasmado. Se venía una revolución.
Estaban tan contentos que les pintó coger. Horas después llegó el Falcon,
tiraron abajo la puerta, los despertaron y se lo llevaron. Mi vieja zafó
porque no figuraba en ninguna lista. Al día siguiente hizo la denuncia y lo
buscó desesperada en todos los cuarteles, hospitales y comisarías. Su
nombre no estaba en ningún lado. Movió cielo y tierra para encontrarlo, le
preguntó a sus compañeros y familiares, ellos sabían lo que pasaba. A las
pocas semanas se desmayó. Los médicos le dijeron que estaba embarazada.
Por recomendación de mis abuelos dejó de buscar a papá. Tenían miedo de
que se la agarraran con ella también. Siempre me dice que decidió
protegerme a mí y a mis dos hermanos, que en esa época tenían uno y tres
años. Ya corrían los rumores de que desaparecían también embarazadas y
que a muchas les robaban los hijos. Así que se escondió. Muchos años
después, ya de grande, le reproché su abandono. Me contestó que algo
dentro suyo le decía que no valía la pena, que papá estaba muerto, como lo
estaban los otros chicos que estuvieron en ese encuentro aquella noche. Mi
abuela paterna se unió a las Madres; alguien ya se ocupaba de buscar
justicia, así que mamá se dedicó a sus hijos, que éramos el futuro. Todavía
estamos en juicio con el Estado. Crecí en un hogar quebrado, en casa de mis
abuelos, con mamá generalmente deprimida, perdiendo cada trabajo que
encontraba. Mis abuelos pudieron pagarnos un buen colegio, aunque la
cercanía de Las Esclavas con el Hospital Militar, en mi caso, fue una de las
horribles coincidencias de esta vida irónica de mierda que nunca entendí; en
fin, que tengo que hacerles un homenaje a mis abuelos que se la bancaron
toda y me pude recibir de bachiller —Valentina se estiró hasta el cigarrillo y
se tomó una pausa para dar un par de pitadas. A Evaristo le pareció extraño
que aunque la historia era súper pesada y dolorosa, ella la narraba con cierta
frialdad, como si fuera algo que le pasó a otro.
Mis hermanos, defraudados y resentidos con el país, decidieron
tomarse el palo. Uno, en Brasil, tiene un restaurant en Florianópolis. El otro
compite en Hungría, levanta pesas, un delirio,
¿no te digo que es para escribir una novela? Por suerte ellos le tiraron
guita a mamá siempre porque yo, un buen día, decidí que quería ser
maestra. A la vieja casi le da un infarto. Se pasó tantos años sufriendo por
guita, tratando de que no nos faltara nada a mí y a mis hermanos que pensó
que cuando yo terminara el colegio me pondría a laburar y la ayudaría. Y
voy y elijo una profesión mal paga... se quería morir. Pero se la bancó.
Apenas me recibo de docente, consigo trabajo en una escuela secundaria
como celadora. Fui haciendo bien mi trabajo, pasé a agarrar un primer año,
un segundo y finalmente, me dejaron fija. A los veintiuno me toca un
reemplazo, geografía de tercero. Eran solamente quince días, por una
licencia que se había tomado la titular. Arranqué bien, tenía mucha onda
con el curso, los chicos se portaban de diez conmigo, tal vez porque no era
una vieja chota. A veces eso me jugaba en contra porque era difícil
mantener la autoridad, pero por suerte eran chicos con los que se podía
conversar y en especial con uno, un morochito de ojos celestes, de piel
tirando a trigueña, que era el líder del grupo: todos hacían lo que él decía,
tendrías que ver el poder que tenía el pendejo, cómo lo obedecían sin
chistar. Cuando yo veía que el curso se enquilombaba recurría a él,
Francisco se llamaba, quince años y con una voz de mando grave y firme.
Le hacía un gesto para que se acercara y le pedía ayuda. Ya le había contado
un poco mi historia, un día que nos colgamos después de clase, así que se
apiadaba de mí. Cuando le pedía algo él salía como un perro ovejero y
arriaba a las ovejas descarriadas. Un día me invitó a tomar algo. Yo sabía el
problema que me estaba comprando. El pendejo era vivo. Entendía que yo
le debía varias y que sería muy descorazonada si le rechazaba la invitación.
Así que dije sí. Me llevó a tomar un helado el muy dulce. Si bien era
adolescente, no lo parecía. Su padre había muerto de cáncer. Tenía tres
hermanitas a las que cuidaba para ayudar a su mamá. La traumática
experiencia lo había hecho crecer de golpe. Francisco tenía el espíritu de un
chico de diecinueve, o veinte. Andá a explicarle eso a una Directora, ¿no?
Igual, yo fui solamente a tomar un helado como profesora buena onda. Nos
sentamos en una mesa en la vereda, me acuerdo. Él me sorprendió con un
montón de cosas filosóficas que pensaba, de ideas que tenía para ayudar a la
gente. Soñaba incluso con un proyecto, que era abrir los estacionamientos
de los shoppings de noche, tirar colchonetas y habilitarlos para que
durmiera la gente sin hogar, decime si no es de una dulzura extrema.
—Me parece una pelotudez...
—No seas malo… Detrás de esa idea inocente hay una búsqueda
social que en ese momento me hizo adorarlo. Se hizo de noche sin darnos
cuenta, de lo hipnotizada que me tenía el pendejo. Cuando me propuso
hacerlo debutar no lo dudé. Estaba enamorada de él, me conectaba como
nunca antes me había conectado con nadie, nos gustaba lo mismo y
teníamos metas en común, aún con la diferencia de edad. Yo venía de tres
relaciones traumáticas, con un mamarracho atrás del otro, gente frívola,
egoísta, que no se mostraba como era: un artista loco, un músico
cocainómano y un hijo de empresario totalmente ególatra y mentiroso.
Francisco era ternura en estado puro. Se había ganado mi corazón. Me llevó
a la terraza de su edificio y lo hicimos ahí.
—Qué incómodo —dijo Evaristo.
—No, para nada. Fue lindo. Lo choto fue que a la semana siguiente,
cuando me tocó de nuevo ese curso, lo sabían todos. Me gastaron y
humillaron. Francisco resultó ser un pillo, un hijo de puta que ya se había
garchado a otras dos pelotudas como yo que se apiadaron de su carita de
ángel y después las dejaba. A una maestra le había sacado fotos en bolas;
los pendejos tenían copias y se pajeaban con ellas. Me asusté, pensé en que
él era menor y si el chisme llegaba a oídos de la Directora me podían abrir
una causa, ir presa, así que renuncié y nunca más supe de él. Cuando me
enteré de que estaba embarazada me quise morir. Mi vieja también.
—No entiendo por qué no te cuidaste. ¿No tenías un forro en la
cartera? ¿Él ni amagó a sacar uno? —dijo Evaristo.
Si bien lo único que quería era tirarse en la cama y dormir durante dos días
seguidos, se obligó a sentarse frente la computadora y se puso a retocar
contrarreloj la tapa de la revista. Los ojos se le cerraban y cada tanto
cabeceaba. Se preparó un café doble: tenía que terminar antes de las nueve,
así que le quedaban un par de horas. Evaristo estaba acostumbrado a
trabajar bajo presión. En su profesión todo era siempre para ya. Con el
tiempo había desarrollado esa rapidez que demostraba ahora: movía el lápiz
digital de la Wacom y apretaba grupos de teclas del teclado, los shortcuts de
la Mac, que lograban que el Photoshop 6.0 volara. La música de AC/DC al
mango le gritaba al oído por intermedio de los auriculares, que usaba para
no despertar al edificio entero. Evaristo estaba concentrado en la tarea.
Realizaba cada acción del programa con seguridad. Elegía el airbrush, abría
layers, modificaba los levels, usaba el sellito... cada pocos minutos le daba
«save» religiosamente.
Ahí se echaba hacia atrás en la silla con rueditas y esperaba a que la
barra del software terminara de cargarse; ojeaba la lucecita verde de la
grabadora de cd comprobando que, efectivamente, se hubiera copiado en el
disco que debía entregar. Cuando el Photoshop volvía a reaccionar y la
barra llegaba al 100%, Evaristo regresaba al escritorio y los movimientos
automáticos volvían de inmediato. Terminó sobre la hora, como el
basquetbolista que tira segundos antes de que suene la chicharra. El tiempo
se congelaba. El plin de la máquina que confirmaba el final del copiado
sonaba en sus oídos como el swash de la pelota de básquet al tocar la red.
Sus trabajos siempre terminaban así. Le llamaba poderosamente la atención
que se repitiera esta modalidad una y otra vez, como si el destino tuviera
alguna participación. Los colegas repetían que ese trabajo era así: a todos
les pasaba lo mismo, nunca un proceso relajado, nunca tiempos holgados
para trabajar tranquilos. Parecía que la neurosis y la ansiedad eran parte
fundamental del oficio.
La máquina escupió el disco de 700 megas con el pesado archivo de
Photoshop listo para ser entregado. Se desvistió, tiró la ropa sucia por toda
la habitación. Pensó en el desorden que era su departamento y calculó los
días que faltaban para que fuera la chica que limpiaba. Desnudo, fue a la
cocina y dejó junto a la pila de platos sucios la taza con los restos de café.
Después se pegó una ducha rápida, se cambió así nomás, se subió al
Gordini y atravesó la ciudad a la máxima velocidad que le permitía el auto
antiguo.
Llegó a la calle Chacabuco, en San Telmo, con el mal humor que le
provocaba el tránsito capitalino. Saludó al guardia del edificio mientras
cruzaba la puerta principal a paso acelerado. Casi choca con unas personas
que salían pero las esquivó hábilmente, pese al sueño. Se coló en el
ascensor antes de que cerrara las puertas. Parado, entre compañeros de
trabajo, no participó en sus charlas sino que prefirió calmar los nervios
haciendo chocar las uñas contra la pared del ascensor. Se bajó en el segundo
piso. Recorrió a paso veloz la alfombra celeste viejo entre los paneles de los
box de la redacción. Cuando se encontraba con alguna cara asomando por
encima de los paneles, saludaba con un pequeño gesto. Llegó finalmente al
salón abierto de los diseñadores y se acercó a la oficina central de vidrio
perteneciente a su jefe. Golpeó la puerta transparente, sin soltar el sobre de
papel madera que contenía el cd con el trabajo. Natalio, adentro, retiró la
mirada de la computadora. Al verlo bajó la vista. Lo invitó a pasar con un
ademán. Evaristo estaba acalorado. Le pareció que Natalio amagaba con
agarrar algo del escritorio. Lo saludó amistosamente, como siempre.
—Amigo Evaristo... Sentate, che. ¿Qué venís, de correr el Ten Key?
Evaristo sonrió. Se sacó la mochila, la apoyó en el piso y se
desplomó sobre la silla importada. Le encantaba sentarse ahí, el diseño
estaba pensado para dar el contrapeso y balance ideales. Incluso se podía
tirar hacia atrás sin temor a caerse. Apoyó los pies sobre el escritorio de su
jefe con confianza, una costumbre que mantenían tanto Natalio como todos
los empleados cada vez que ocupaban esas sillas.
—Traje el retoque...
El jefe manoteó el sobre. Lo abrió, lo dio vuelta y cazó en el aire la
cajita de acrílico con el cd antes de que tocara la superficie del escritorio.
Evaristo sintió satisfacción pero segundos después reemplazó ese
sentimiento por otro. Intuyó que algo andaba mal. Los ojos de Natalio
estaban raros, el aire no era el mismo de siempre. Giró en la silla y vio que
unos diseñadores espiaban cada tanto la oficina central. Natalio se rehusaba
a mirarlo a la cara. Balbuceaba cosas sin sentido mientras se paraba,
caminaba hacia la puerta y cerraba las cortinas, acto que repetía cada vez
que necesitaba máxima privacidad. En la confusión, Evaristo miró
instintivamente hacia el escritorio. Descubrió sobre el vidrio un cromalín
con la tapa de la revista: la modelo que sostenía al bebé negro forzadamente
sin rollos y el titular que pregonaba: «Voy a adoptar un bebé africano». La
presencia de esa prueba de color ya firmada por Natalio sobre la mesa
significaba solamente una cosa: la tapa ya había sido entregada a la
imprenta. Cuando volvió en sí del impacto, Natalio estaba sentado de nuevo
enfrente de él. Vio que Evaristo empezaba a entenderlo todo.
—No me pude arriesgar a demorar la salida, te vi mal, pensé que no
ibas a llegar...
—¿Quién lo hizo?
—Se lo tiré a un freelo. No lo conocés, un flaco que ya nos salvó las
papas otras veces.
Evaristo masticó bronca. No pudo tragarla. De pronto sintió miedo.
No quiso abrir la boca porque iba a decir cosas de las que se podía
arrepentir, así que amagó a pararse. Se inclinó para levantar la mochila del
suelo. Natalio lo frenó.
—Pará. Escuchame un segundo. Mirá. Esto es muy difícil para mí,
porque siento que somos amigos y nos conocemos hace mucho...
Evaristo miró la boca de Natalio. Sabía lo que iba a decir y se
concentró en degustar los segundos que tardaría su jefe en ir al grano. De
hecho, aunque estaba enojado, lo escuchó con curiosidad: era un momento
único, jamás había experimentado lo que estaba por pasar y quiso tener un
registro del momento, como si filmara en vivo la muerte de alguien. Los
labios del jefe se movían. Evaristo se concentró en la cara y trató de
adivinar los sentimientos del interlocutor. Los pómulos estaban sonrojados
por la vergüenza. Los ojos transmitían un vacío culposo. Las manos se
movían acompañando las palabras en un intento por canalizar los nervios,
expulsar la presión y suavizar el mal rato. Muchas veces Natalio entrelazó
sus dedos formando un puño sobre el escritorio y Evaristo pensó que
parecía un rezo, como si pidiera piedad. Durante la observación sonaron en
el aire frases que, si bien a Evaristo no le eran ajenas, lograban que se le
calentara la sangre.
—...tu compromiso con la empresa decayó en estos últimos meses...
parece que tuvieras la cabeza en otro lado... ya no te veo disfrutar del
trabajo como antes... tus problemas personales se están mezclando con tu
profesión... se nota que cumpliste un ciclo y no tomaste la decisión por tu
parte... creo que a la larga esto es lo mejor para todos... sabé que me obligan
a hacer esto, que no fue una idea mía... la vida sigue... quién te dice que en
el futuro nos volvamos a encontrar en otro trabajo... la vida es una mesa
redonda...
Evaristo se divirtió con las oraciones que soltaba Natalio, se notaba a
la legua que lo único que sentía era culpa y que todo lo que decía era para
tranquilizarse él. Comprendía lo difícil que debía ser echar a un empleado.
Pero lo que le molestó fue que para tomar esa decisión Natalio se agarrara
de cosas que sabía por confesiones de Evaristo fuera del ámbito laboral. Él
había confiado en su jefe, habían conversado sobre sentimientos muy
profundos en los que el trabajo quedaba claramente en un segundo plano;
de hecho, Natalio lo había ayudado tanto con la terapia de Filippo que esta
situación tenía olor a traición. ¿Cuántas veces habían hablado de la
depresión, de los chakras, de las virtudes y los defectos de la calidad
humana? Natalio hasta lo había invitado a la casa para mostrarle su altar
budista y le había enseñado a meditar aún antes de que Evaristo conociera a
Filippo. Esas conversaciones habían generado una confianza, una relación
en un plano mucho más profundo que una simple relación jefe– empleado
en una revista de actualidad. Natalio jamás le había hecho una advertencia o
una sugerencia sobre su actitud en la redacción. Nunca le marcó un error o
algo con lo que estuviera descontento.
—...entonces no nos queda otra que prescindir de tus servicios, Eva,
es esto en concreto lo que te tengo que decir. Te vas a llevar obviamente
todo lo que te corresponda y te ofrezco libertad total para manejar vos la
información, es más, si preferís decir que renunciaste yo no tengo
problemas en mentir y decir que fue así, nunca queda lindo que te despidan
y te va a servir para buscar laburo en otra revista.
—¿Por qué no te vas un poquito a la concha de tu madre? ¿Te das
cuenta de que sos un traidor?
¿Hace cuánto que sabés todo esto? Lo del retoque me lo diste para
que fallara y tener un motivo para echarme sin pagarme la indemnización,
¿no? Sos un sorete... un sorete de los peores, un sorete disfrazado de
exitoso. Pero sos un mediocre. Nunca pudiste ser un buen diseñador y
llegás a jefe porque te manejás bien con esa política barata de hacerte el
copado y prometer cosas para sacarle a la gente lo que en el fondo te
favorece para escalar más en la montaña de mierda que es esta empresa. La
jugás de buda buena onda porque te sirve para limpiar la conciencia del
pedazo de mierda que sos por dentro. ¿Pero sabés qué? Me hacés un favor
gigante. Así que supongo que te lo tengo que agradecer.
Evaristo se paró, manoteó la mochila, abrió la puerta y la cerró con
violencia. Natalio soportó el embiste calladito, sabía que cualquier cosa que
dijera podía desembocar en algo peor. Lo vio salir y alejarse por entre las
rendijas de las persianas americanas. Después cerró la puerta con llave y se
puso a hablar por teléfono.
Evaristo se sentó en su puesto. Sacó la máquina del sleep. Se le
apareció el fondo de pantalla: un mandala azul que representaba el chakra
cinco. El compañero que se sentaba a su derecha se sacó los auriculares y le
preguntó si estaba bien.
—Sí —dijo Evaristo—. Me acaban de echar.
El compañero pareció sorprendido. Evaristo ni lo miró. Se puso a
reunir toda la información de la computadora que se quería llevar. Notó
cómo lentamente, ante el corte de rostro, su vecino volvía a ponerse los
auriculares y continuaba con su trabajo. Segundos después, sonó su interno.
—Hola, Evaristo.
La voz, clara y templada, era de Filippo. Natalio debía haberlo
llamado apenas salió de su oficina. O, tal vez, pensó, tenían todo
cronometrado.
—Vos también lo sabías hace tiempo, ¿no?
—Sí —confesó el gurú.
Le dio bronca la liviandad con la que Filippo confesaba su parte y
también que él y Natalio hubieran hablado a sus espaldas de un tema tan
crucial para su futuro. Pensó en las veces que había conversado con ellos
sabiendo Natalio o Filippo que sus minutos en la revista estaban contados.
Quiso atender también al gurú: mandarlo a la mierda, decirle que su terapia
era falsa, que no tenía nada de buena persona ni de nobles intenciones y que
había jugado con él como un gato con un ratón. Pero no pudo. La energía
que transmitía Filippo lograba que toda comunicación con él se produjera
en un tono de voz y una predisposición espiritual tranquila.
—Contame cómo estás —dijo el gurú.
—No sé... confundido —contestó Evaristo.
—Yo no podía decirte nada porque el secreto profesional me prohíbe
que le cuente cosas de un paciente a otro. Jamás le hablé de vos a Natalio y
al revés tampoco. Lo que sí hice, igualmente, desde que supe que esto iba a
pasar, fue trabajar mucho en tu chakra uno. ¿Te acordás que incluso te
indiqué meditaciones para fortalecer la supervivencia y el trabajo? Quedate
tranquilo que vamos a darle duro y todo va a salir bien.
A Evaristo le pareció escuchar en la voz de Filippo las palabras de
Natalio. ¿Podía mantener la confianza en el guía? No tenía muchas
alternativas. Sin él se quedaba completamente solo con su alma. Así que
decidió descorrer inmediatamente el velo de la desconfianza y bajar la
guardia.
—Está todo bien, Filippo.
—Si necesitás adelantar la próxima sesión no tengo inconvenientes
en cambiarte de horario con algún otro paciente, debés estar muy
desarmonizado y desequilibrado, no te vendría mal venir hoy.
—No, me parece mucho, ya fui ayer, prefiero dejar todo como está y
no darle tanta importancia. Nos vemos en nuestro horario habitual. Gracias
igual.
—Cualquier cosa, de todas maneras, ya sabés.
Me llamás a cualquier hora, no importa, ¿sabés?
—Dale. Gracias.
—Y yo voy a meditar para que no sea tan doloroso este proceso para
vos. Te recomiendo seguir más que nunca con los ejercicios, sumar
respiración para dormir despejado, las piedras quince minutitos por día...
¿sí?
—Sí.
—Te espero el otro sábado entonces. Cuidate.
—Nos vemos.
Al cortar el teléfono se dio cuenta de que estaba más sereno. Miró el
salón. Cada persona en la suya, con los headphones puestos, estupidizados
con las computadoras, insensibles a lo que le pasaba. Pensó en lo
equivocado que estaba cuando pensaba que esa gente era su familia. Había
sido sincero con todos, aprovechando cada cruce en la hora del almuerzo o
en la máquina de café para hablar de la vida, sin caretas, sin hipocresía,
mostrándose tal cual era, desnudando su alma frente a cada compañero que
quisiera interacción. Recorrió con la mirada sus caras. Con todos tenía una
historia profunda. Conocía el miedo a la muerte que tenía Roberto, que le
costaba dormirse a la noche por esa causa y se quedaba muchas veces
despierto con el History Channel toda la noche. Con Sara había cogido
hacía unos años y en las conversaciones poscama ella le había confesado
que la madre lidiaba con un cáncer de mama. Mario, allá en la punta, había
aceptado que en su top five de miedos más grandes estaba quedar
parapléjico y que por esa causa nunca jamás se había tirado de cabeza al
agua. Evaristo pensaba que solamente después de saber esos detalles de las
personas uno podía llamar amigo a otro. Sin esas conversaciones profundas,
la gente era solamente un conocido. Esa filosofía le daba seguridad, ya que,
pensaba, después de entablar una relación de ese tipo con cualquiera, no
había lugar para la decepción o la falsa imagen. Los personajes se
convertían al instante en personas. Y era ahí donde Evaristo prefería vivir.
Meditó sobre cuáles serían sus próximos pasos. Miró hacia la oficina
de Natalio: vio que las cortinas seguían bajas. Se estiró hacia la repisa y
agarró un paquete cerrado con cd’s vírgenes. La abrió con bronca, sacó diez
discos y se puso a hacer un back-up completo de la computadora, grabando
desde originales hasta la tipografía más insulsa. De pronto, una puntada en
la zona testicular lo obligó a agarrarse la ingle y a fruncir el ceño de dolor.
Asustado, se quedó sentado perfectamente erguido, respirando hondo,
rogando para que no fuera más que un susto. Su sensación: Dios lo tenía
agarrado de los huevos.
Sus primeros días como desempleado experimentó el cambio en toda
su plenitud. El aire era distinto. La atmósfera de su vida, repleta de stress y
preocupaciones, mutaba hacia un paisaje diferente. El síntoma más notorio
era la ausencia de futuro. La estructura del trabajo le daba información
sobre el mañana. La rutina le permitía tener la mente siempre ocupada en
entregar a tiempo algún retoque o suponiendo dónde iba a estar a tal hora y
no había lugar para pensar más allá del presente. Ahora esas predicciones
habían desaparecido. El futuro era un gran signo de pregunta y el tiempo
parecía estirarse como un chicle. Se sentía mucho más liviano. Las horas se
multiplicaban y la realidad pasaba lentamente, sin apuro, una sobremesa
eterna. Dormía doce o más horas de corrido, porque una cosa era irse a
dormir a la una de la mañana con la mente cargada de pensamientos, y otra
cerrar los ojos con el inconsciente vacío de obligaciones. Se levantaba no
antes del mediodía, con los párpados pegados, con un dolor de cabeza que
le duraba hasta pasado el desayuno, consecuencia del abuso de sueño. No
hacía falta bañarse inmediatamente y podía elegir los momentos para hacer
todas esas cosas simples que antes se regían por los horarios rutinarios.
Hubo días en que reemplazó la colación matutina por el almuerzo; días en
que no salió de su casa y ni siquiera se sacó el pijama; días en que no se
masturbó ni una sola vez pero otros que lo hizo tantas que se le inflamaron
los ganglios de la ingle.
Su sorpresa más grata fue darse cuenta de que su personalidad
encajaba perfectamente con ese nuevo estilo de vida. No se aburría ni un
poco y pasarse el tiempo encerrado en su casa le caía bien. Encontró
momentos de placer inéditos. El sol de las dos de la tarde entrando por la
ventana, desnudando partículas de polvo que flotaban en el ambiente. Los
pájaros cantando. Los martillazos lejanos de las obras en construcción. Los
programas de chimentos. El jogging por los bosques de Palermo en horarios
en que el grueso de la gente estaba encerrada en la oficina.
Y Valentina. Tenía para ella todo el tiempo del mundo. Alejada de
por vida de su vocación, trabajaba en un local de ropa en Unicenter, medio
turno. Así salía a las tres de la tarde y podía pasar a buscar a Benito por el
jardín. A Evaristo las limitaciones en la vida de Valentina le venían
perfecto. Las veces que tenía ganas de verla pasaba por el shopping. Subía
al tercer piso, compraba medialunas recién hechas y bajaba con la bolsa
hasta el local 1149. Le hacía un rato de compañía a Valentina, tomaban
mate, charlaban, protegidos por la escasez de clientela de los días hábiles a
la mañana. Cuando la cosa se ponía caliente, Valentina ponía un cartelito,
cerraba con seguro y se metían en un probador. Cogían de parado o
sentados en un banco. De atrás y de adelante. Ella arqueaba la cintura y se
agarraba con ambas manos del gancho para colgar la ropa. O se dejaba
sostener contra la pared empapelada. Él se miraba al espejo. Se sentía un
actor porno. Ella lo miraba a él mirándola. Después, parte por perversidad y
parte por practicidad, le acababa en la boca. Ella se tragaba el semen y
limpiaba con lengua y saliva el pene de Evaristo, ya que era un local sin
baño ni instalación de agua corriente (para ir al baño usaban los del
shopping). Una vez limpio, Evaristo se vestía mientras ella se acomodaba
en el banco de madera.
Abría las piernas. Él se arrodillaba y la limpiaba a ella. Ya frescos y
renovados, volvían al mostrador a terminar el termo de agua caliente hasta
que los cosquilleos en el abdomen los obligaban a repetir el ritual del
probador.
Durante las conversaciones y el sexo Evaristo iba sacando el perfil de
Valentina. Lo que más le gustaba es que detrás de esos ojos llenos de
tristeza y resignación, había una furia retenida que soltaba cuando cogían.
Ese cambio, de dulce a perverso, le llenaba el cuerpo de adrenalina. Incluso
era la primera mujer que se dejaba penetrar sin forro, su obsesión,
confiando en que él sabría manejar el coito interrumpido para evitar el
embarazo. El riesgo al sida parecía no molestarlos más que la falta de
placer.
Dejando de lado lo físico, en cambio, sus temas de conversación
oscilaban entre la maternidad prematura y la política de izquierda. Evaristo
fingía escuchar con atención y curiosidad cada vez que ella mencionaba a
Benito. Todo lo que pasaba a su alrededor tenía algo que ver con el hijo. Si
uno hacía ruido con el mate, era el mismo ruido que hizo Benito el primer
día que probó. Si una clienta estornudaba, sacaba a la luz un día que Benito
había estornudado y ella tuvo que salir corriendo a la guardia por si era algo
grave. También le contaba sobre deposiciones fecales, orina, vómito y cada
pequeña cosa escatológica que hubiera hecho el nene ese día. No se cansaba
de mencionarle las primeras palabras que aprendía, la innumerable cantidad
de cosas originales que marcaban un futuro de niño genio, como por
ejemplo la vez que lo descubrió moviendo el pie al compás del bajo de
«Every breath you take». Tampoco era que todos fueran datos de color.
Valentina se quejaba bastante de cómo su madre trataba al chico. Como era
jubilada pasaba mucho tiempo a solas con Benito. Sus quejas no eran
originales: la abuela lo malcriaba. Cualquier capricho era consentido por la
señora. El último verano le habían armado una pileta con agua en el fondo
de la casa. Benito se divertía, hasta que vio una mosca que flotaba muerta
sobre la superficie. Se puso a gritar como si fuera el fin del mundo. Ella
quiso dejarlo, que se acostumbre, que le pierda el miedo a las cosas. Pero la
abuela no lo soportó. Pasó por encima de la autoridad de la madre, retiró el
cadáver del insecto y levantó en brazos a su nieto sobreactuando un peligro
inexistente. Y de esas, había mil. Le hacía la leche mientras Benito miraba
los dibujitos y él le rechazaba groseramente la mamadera si la notaba
apenas tibia. La abuela, cual sirvienta, corría a calentarla mientras le pedía
mil perdones por el descuido. En esas cosas era cuando Valentina notaba la
ausencia de padre en la vida del hijo.
—Me imagino que un padre impone más autoridad, más protección
que el mundo femenino. Cuando estoy en casa puedo pelearme con mi vieja
para que no lo consienta, pero cuando yo no estoy andá a saber cómo lo
malcría. Yo quiero que crezca preparado para enfrentar la vida, no que sea
un boludito que le tiene miedo a todo.
Esa frase hizo pensar a Evaristo. Él había tenido esa educación. Su
madre lo había protegido siempre como a una copa de cristal. Lo había
criado para un mundo y una vida que no existían, una vida rosa. Su madre
también lo malcriaba. Él le pedía algo y ella corría para satisfacer sus
deseos, por más incoherentes o dictatoriales que fueran. No comía uvas si
no estaban peladas y sin semillas. Entonces no era raro ver a la madre, con
la paciencia de un japonés, quitando la piel del fruto, clavar la uña para
abrirla en dos y retirar las semillas amargas. El niño Evaristo esperaba el
manjar acostado en la cama, cruzado de piernas, en una pose no voluntaria
pero cómoda por naturaleza, la del ser que aprende que sus deseos son
órdenes, que tiene el increíble poder de manipular a un adulto a piacere.
Venía entonces Ofelia con el plato de uvas peladas, o con el pochoclo sin el
maíz duro, o las galletitas Variedades sin los anillitos de vainilla, o el pan
lactal sin corteza. Después, satisfecho, dejaba el plato o el vaso vacíos para
que su sirviente madre pasara a retirarlo. Ya de grande Evaristo había
podido formarse una idea de las consecuencias de ser un consentido. Había
aprendido a ser un rey, pero al salir a la realidad del mundo se había
encontrado con todo lo contrario: su poder no tenía el mismo efecto en el
resto de las personas y era incapaz de conseguir algo de alguien sin
ganárselo con el sudor de su frente. Nadie te regalaba nada. Y él no contaba
con las armas para desenvolverse exitosamente en ese ámbito porque nadie
se lo había enseñado. Lo habían preparado para rey y era un peón de lo más
bajo. Le tenía miedo a todo y a todos. Las cosas esenciales de la vida eran
un problema mayor: ir al supermercado le daba vergüenza; comprarse ropa
era una tarea heroica, ya que temía a las mentiras de los vendedores o
desconfiaba de su propia capacidad de elección (generalmente terminaba
cambiando siempre las cosas, porque no le entraban o porque encontraba
algún defecto evidente que en el probador se le había pasado por alto). El
trato con los mozos era tímido. En los trámites públicos transpiraba como si
jugara la final del mundial y ni hablar de cuando tenía que ir al banco y le
daban para llenar un formulario. Sus mayores dificultades, sin embargo, las
había tenido con las mujeres. Le tenía pánico al rechazo. Le costaba
hablarles, acercarse, decir algo oportuno. Solo podía conseguirlo si estaba
en un grado de borrachera perfecto. El resultado estaba a la vista. Se
imaginó a Benito y lo que le esperaba si la abuela seguía comportándose
con él como Ofelia. Le dio lástima. Si fuera su hijo tendría la misión de
revertir ese destino, pero no era nada para él. Ni quería conocerlo, eso
también le daba miedo. Con Valentina quería coger y nada más. Recién se
conocían y el sexo ya se había mostrado como el guía de la relación. Y esto
quedó demostrado cuando la escuchó hablando del Che o de Cuba. Él tenía
una opinión formada sobre lo que ella le repetía con pasión fanática.
Evaristo no tenía ideología política, no le interesaba nada de todo eso, pero
sí le fascinaba la filosofía y, sobre todo, el análisis del comportamiento
humano. Ella hablaba del aparato, de lo que la gente necesitaba y el
gobierno no le daba. Él, en cambio, sostenía que no siempre lo que la gente
quiere es lo correcto, que incluso él no tenía idea de qué era lo que quería y
que muchas veces las masas querían cosas que en el fondo no eran
saludables. Valentina escuchaba hablar a un gorila. Pero Evaristo no
hablaba desde ese lugar, sino desde la experiencia del análisis de los
defectos humanos, empezando por los suyos.
—Yo trabajaba en una revista —le explicó a una Valentina
decepcionada, que comenzaba a creer que se estaba cogiendo al General
Massera—. Cada número se agota en el kiosco: la gente, sobre todo las
mujeres, se tiran encima cada vez que ven la tapa. El que tuvo la idea de
hacer una revista como esta, un yanqui, seguro, se dio cuenta de que podía
vender un montón de ejemplares si los temas que trataba y las fotos que
mostraba generaban en el lector principalmente envidia e insatisfacción.
Vos agarrás la revista y te sentís menos. Sentís que no existís, que no tenés
lo que hay que tener para ser feliz y exitoso. Y cada dos o tres páginas, hay
avisos de productos que te dicen que si tomás tal whisky o te ponés tal
marca de ropa, vas a ser feliz. La fórmula que se genera en el cerebro no es
muy difícil. La señora que está en la peluquería mirando las fotos de las
modelos o personalidades, casadas con adonis, con hijos rubios rubios, dice:
ellos son felices. Yo no. Los avisos dicen que yo puedo ser feliz si tomo tres
litros de Villavicencio por día. Entonces recién ahí voy a pertenecer al
grupo de gente feliz que sale en esta revista. Y sale la gorda, con la billetera
llena, a comprarse todo lo que le vendieron. Ahora, vos decís que la culpa
es del gobierno. De los empresarios que viven de la pobre gorda infeliz.
Que un gobierno popular que le dé al pueblo lo que el pueblo pide es lo que
nos va a salvar. Bueno. Yo lo que te quiero decir es otra cosa.
Y es que la revista de mierda en donde trabajaba no tiene la culpa de
nada. Como las putas no tienen la culpa de la prostitución. Como el alcohol
no tiene la culpa de los borrachos. La culpa la tenemos nosotros, que no
sabemos cómo ser felices y nos creemos que es tan fácil como tomar una
CocaCola. Eso es lo que te digo. Y eso no hay gobierno que pueda
modificarlo. Por eso no creo en las soluciones masivas. Creo que el único
cambio es individual y privado. Hasta que un tipo no decida que es mejor
decir la verdad que mentir; hasta que no aprendamos que todos somos
imperfectos y que eso no tiene solución; hasta que otro no se dé cuenta de
que a veces hay que joderse uno para que le vaya bien a otro que estuvo
siempre peor, no va a haber salvación. Los cambios generales, para mí,
dependen solamente de los cambios individuales. Ninguna solución a un
problema es la más simple ni la primera que se te ocurre. Hacer eso es
menospreciar la inteligencia de los problemas. Es como decir que la
solución para el crimen y la violencia es la cárcel en vez de averiguar por
qué la gente se vuelve criminal o violenta.
Pero Valentina no entendía ni una palabra de lo que le decía Evaristo.
Para ella todo era más básico. Si no pensaba como ella, era un insensible de
derecha.
—¿Y si lo resolvemos cogiendo? —dijo él con una sonrisa pícara.
Se volvieron a encerrar en un probador y se entregaron al tremendo
placer que les provocaba reconocerse iguales en el sexo. Ahí pensaban igual
y querían exactamente lo mismo.
Y así fueron avanzando en la relación, entre diferencias ideológicas y
acuerdos sexuales. Un par de días Valentina le pidió a su madre que la
remplazara para buscar al nene. Evaristo aprovechó para llevarla al cine, en
el tercer piso. Otros días, mientras ella se iba al jardín de infantes, él se
quedaba tomando un café en el shopping, leyendo algún libro o anotando
ideas para novelas en una libreta personal.
Hasta que un día la relación pegó de golpe un salto hacia adelante. Se
habían despedido media hora antes de que Valentina tuviera que salir para
el jardín. Él se sentó en una de las mesas ubicadas en el medio del hall y se
pidió un cortado. Estaba terminando un párrafo de La conjura de los necios
cuando escuchó la voz de Valentina. Estaba preocupada, agitada por el
stress de tener que encontrarlo rápido. Hablaba frenéticamente. «Me tenés
que hacer un favor urgente», le dijo, más como orden que como pedido.
Evaristo bajó el libro, derrotado. Ella le dijo que la chica que la cubría
estaba enferma y que la madre no contestaba el celular. Nadie podía pasar a
buscar a Benito y ella no podía abandonar el local. Él se ofreció a ocupar su
puesto durante el tiempo que le llevara ir y volver, pero no era eso lo que la
chica le estaba pidiendo. Necesitaba que fuera él, en su auto,
inmediatamente hacia el jardín de infantes. Ella le daría una autorización
firmada y llamaría al colegio para avisar que sería él quien retirara al nene.
Evaristo no tenía muchas opciones. No quería, no sentía las más mínimas
ganas de hacerle semejante favor, pero le resultaba muy difícil decir que no.
Así que pidió la cuenta, guardó el libro, pagó, le dio un beso tierno a
Valentina y se fue para conocer a Benito, su hijo.
PEDRO
de chicas era muy pero muy vip. Me sentí honrada por pertenecer al
grupo. Un par de compañeras se tuvieron que quedar en su casa: nos habían
elegido por casting fotográfico. Anduve calentando italianos toda la
noche.Tomamos los mejores champanes, nos frotamos contra las mejores
telas del mundo. Los tanos amaban el franeleo: nos apoyaban pero ninguno
tomaba la decisión de irse con alguna. Metían mano. Probaban la
mercadería. Nos ponían los dedos en la boca. Hasta que en un momento vi
venir a tres bombones. «Ciao, bella», tiró el primero. Era conocido. Lo
había visto en la tele durante el mundial ‘98. Un Adonis, el tano. Los de
atrás también eran conocidos y facheros. Estaban todos tuneados. Uno tenía
el pelo hacia atrás y barba finita recortada. El otro, pelo corto y chivita
debajo del labio. El que me hablaba por los tres, el más carismático,
también tenía el pelo corto, morocho y con patillas largas. Me besaron los
tres, para presentarse. Dos besos, uno en cada cachete. No dijeron sus
nombres. El primero tiró algo así:
«Vogliamo andare al letto tutti e tre con te». Se señaló a él mismo,
después a los otros dos y último a mí. Yo nunca me había enfiestado. Los
miré: me sonrieron pícaros. Era imposible decirles que no. Les pedí que me
esperaran un toque, busqué mi cartera y le pedí al barman que llamara a un
taxi. «De los discretos», le tiré. Shampoo le ofrecía a las celebridades un
servicio de traslados selecto, además de una entrada y salida libre de prensa.
Nos fuimos los cuatro por esa puerta especial. Nos subimos al taxi. El único
de los tres que era romano se sentó adelante. Yo fui al medio de los otros.
Eran compañeros de equipo. El más arregladito jodía con el de adelante. El
otro me daba charla a mí. Resultó ser reamable y cordial. Me hablaba lento
para que pudiera entenderlo. Era el único que no parecía estar de joda.
Tenía un tono de voz melanco. Me contó que se habían tomado un tiempo
con su novia hacía menos de un mes (fidanzata, un mese). El tema lo tenía
bastante triste (abbastanza). Yo no sé por qué le conté que estaba
enamorada de un hombre hacía diez años. Que era casado. Que no quería
dejar a la mujer. Que pensaba que yo era puta, cuando en realidad no lo soy.
Me miró confundido. Me di cuenta de que el tano me estaba interesando en
serio. A Pacheco le había hecho creer que era puta cuando no lo era. A éste,
lo contrario. Conversamos rebuena onda durante todo el viaje. Nos reímos
de las confusiones idiomáticas. Le señalé puntos de interés de Buenos
Aires. Le conté algunas cosas que sabía de fútbol. El taxi nos dejó en el
Sheraton de Pilar. Era un lugar genial para la trampa. Estaba semivacío y la
zona, alejada del centro. El romano y el otro caminaban adelante. Yo iba
atrás, acompañada de mi favorito.
Me cuesta contar la historia sin nombrarlo. Pero no quiero mandarlo
al frente aunque se sepa quién es. Entramos a la «stanza». El romano se
zambulló en la cama. El otro vaciaba el alcohol del minibar.
Me fui con el mío hasta la ventana. Nos quedamos mirando la noche.
Le conté qué era Pilar. No sé si entendió, pero de golpe apoyó la mano
sobre la mía. Hicimos contacto. Lo miré. Me perdí en sus ojos. Mi energía
decía que sí sin filtro. Él decidió chaparme. Fue un beso tierno. Sentí
calentura. Y su pija dura contra mi muslo. Me agarró de la cintura. Me
atrajo hacia él. Lo sentí mucho más. El beso ahora era de lengua. Los otros
pensaron que habíamos arrancado con la fiesta. Se pusieron locos. Se
acercaron con el alcohol. Nos separaron. No me gustó nada eso. Y a él
tampoco. Nos dieron una copa de champán a cada uno. Me excusé y me fui
al baño. Hice pis. Me retoqué el maquillaje. Me enjuagué un poco.
Entonces una voz subida de tono me asustó. Afuera, en la habitación,
discutían, con esa música particular que tienen los tanos para gritarse.
Comprendí palabras sueltas: «stronzo»,
«troia» y la más clara: «puttana». Hablaban de mí. Escuché pasos.
Ruidos. Amenazas. De golpe, un portazo. Cuando salí del baño, el romano
y el otro ya no estaban. El tano lindo me quería solo para él.
Cogimos, obvio. Pero fue un garche distinto a todos. Nos habíamos
enamorado. El sexo estuvo bien, pero mejor me hizo sentir la conversación
de después. Tomamos champán en la cama. Nos reímos. Nos hicimos
compañía. La noche pasó a una velocidad increíble. Cuando el sol apareció
por la ventana y nos dio directo en los ojos ninguno de los dos lo pudo
creer. Me dijo que esa tarde se volvía para Roma. Que no quería despedirse
de mí. Me pidió mis datos. Prometió que me iba a llamar apenas tocara
tierra italiana. Juró que nos volveríamos a ver. Ni se me pasó por la cabeza
cobrarle. Él tampoco lo propuso. Me fui del hotel a las ocho. Caminé en
medias, con los tacos en la mano. El vestido con olor a tano transpirado. Un
aroma hermoso. Más rico que un perfume francés. Sentía en las plantas de
los pies los pelos suaves de la alfombra de los pasillos. Algunas mucamas
ya arreglaban habitaciones. Aproveché para robarme unas cremitas de los
carros. Bajé en el ascensor. Me calcé. Atravesé el hall principal. Los
huéspedes más madrugadores me vieron pasar. Hacían, seguro, juicios de
valor mientras me deseaban. Un empleado del hotel se me acercó. No supe
si para echarme con estilo o porque me tenía ganas. Me señaló la puerta.
Me acompañó. Me abrió de manera muy gentil. Me invitó a salir con un
ademán: «Señora...», tiró. Puse un pie en el exterior. En la calle me
esperaba un taxi. Giré. Miré al empleado. Y le contesté con una sonrisa:
«¡Signorina!».
Estuve todo el día hecha una pelotuda. Sentí todos los clichés. Las
mariposas en la panza. Los olvidos. El corazón que latía fuerte. Me dolía
saber que lo que había pasado la noche anterior no era cierto. Todos me
hablaban de amor después de coger. Muchos, también, como el tano, me
habían hecho sentir que lo decían en serio. El cambio radical de esta vez
pasaba por lo que sentía yo. Me fui de esa habitación sin querer sacar
ningún tipo de provecho. Lo quería a él y punto. Daba la casualidad que era
uno de los mejores jugadores italianos del momento y una celebridad
mundial; poderoso y podrido en guita. Pero si me hubieran puesto a un
remisero en su lugar me habría enamorado lo mismo.
Sabía que no lo iba a volver a ver. Igual me gustó sentir amor por
alguien. Me lo tomé como un juego. Le quité expectativas. Me propuse
disfrutar de esas cosquillas que me alegraban el día. Me fui a dormir con
una sonrisa. Cuando me levanté, tipo cuatro de la tarde, el sentimiento
seguía ahí. Hice toda mi rutina con el tano en mente. Me acordaba pasajes
de la noche anterior. Palabras. Miradas.
Gestos. Cada pequeña tarea era mejor acompañada de la fantasía.
Más tarde me preparé como siempre para ir a laburar. Me vestí. Manoteé el
celu. Me sorprendió ver un mensajito del tano. Se estaba por subir al avión
y me extrañaba. Así iba ser difícil volver a la realidad. Otro dato de que el
tano me gustaba: no se lo conté a las chicas. Silenzio stampa. Obvio que me
preguntaron. Ellas también se habían bajado a los italianos. Un par
sospechaba algo. El romano y el otro se habían ido recalientes de la
habitación de mi tano y llamaron al organizador. Le pidieron cuatro chicas
más. Yo negué todo. Me banqué su insistencia y curiosidad. Terminaron
cansándose y todo siguió normal.
Me costó muchísimo el trabajo esa noche. Tenía la cabeza en otro
planeta. Mi corazón estaba tan lleno de felicidad, que el histeriqueo con los
flacos que se me acercaban me aburría. Tuve que sacar la profesional de
adentro. Si le hacía caso a mi voluntad, renunciaba ahí mismo. Encima fue
una noche movidita. Vinieron varios jugadores de Boca, Vélez y Lanús.
Para colmo, tipo tres, mientras me tomaba una copita de champán, veo una
cabeza que se asoma entre la gente. Los ojos hacen contacto inmediato con
los míos. El cuerpo avanza decidido abriéndose camino. Era Pacheco. No
tengo la más puta idea de qué hacía ahí. Las fantasías del tano y la noche
anterior se me apagaron. Como quien sopla una vela. La sorpresa me puso
nerviosa. Me sentí sucia. Una boludez. Pacheco y yo no éramos nada. Él me
saludó con el brazo alzado, desde lejos. Entonces, la culpa hizo que tomara
una decisión radical. Lo ignoré. Me hice la que no estaba mirando. Giré el
cuerpo, quedando de costado. Fingí que bailaba con una de mis
compañeras. Espié. Se acercaba más y más. Escuché un chiflido, bajito,
imperceptible por la música electrónica. Volví a ignorar el nuevo llamado.
La silueta estaba más cerca. Mi baile era forzado y nervioso. Vi con el
rabillo del ojo que la mancha frenaba. Ahí sí no pude evitar mirar. A
Pacheco lo había interceptado el patovica. Adiviné lo que le decía al oído.
Que éramos chicas vip. Que él no podía pasar sin autorización. Pacheco
sonrió. Acercó la boca al oído del patovica. Sus gestos tenían la seguridad
del que cree que hubo un malentendido. Supuse que le explicaba que me
conocía. Que él mismo me había levantado de un boliche como ese hacía
más de diez años. Que había sido uno de mis primeros clientes. Que cada
vez que sube Acindar él me llama. Que soy su puta preferida. Su
confidente. La que conoce todas sus miserias. Por la que si pudiera, deja a
su esposa y se muda conmigo. Pobre Pacheco. El de seguridad levantó los
hombros: «¿qué querés que le haga?». Pacheco insistió. Le habló de nuevo
al oído. El patovica no lo miraba: negaba con la cabeza. Pacheco metió la
mano en el bolsillo. Sacó un billete. Fingió que lo quería saludar dándole la
mano. Estiró el brazo. El patovica ignoró el intento. Pacheco lo agarró del
puño. Pensaba que el tipo no entendía la indirecta. Entonces se pudrió todo.
El de seguridad abrió los brazos de forma amenazante. Pacheco alzó los
brazos con las palmas abiertas hacia abajo. Pedía calma. El otro manoteó el
intercomunicador. Y fue ahí que Pacheco vio que yo lo miraba. Nervioso y
apurado, le señaló al patovica hacia mi dirección. Era obvio que solo yo
podía salvarlo de que lo caguen a trompadas. El patovica giró y me miró.
Me hizo un gesto con la cabeza: «¿lo dejo pasar?». Toda la presión recayó
sobre mí. Mis sentimientos eran un quilombo. La noche con el tano. El
nuevo trabajo. Las quince lucas. Pacheco había cumplido un ciclo. Tenía
que cerrar esa puerta de una vez. Lamenté que tuviera que ser así, tan
terminante. ¿Pero no dicen que así duele menos? Dije no con la cabeza. Me
di vuelta y volví a fingir que bailaba. Pude ver en los ojos del hombre al que
había amado durante una década, en una milésima de segundo, la
transformación de la esperanza en desilusión. Lo había traicionado. Le bajé
el pulgar y se lo iban a comer los leones. Se escucharon gritos. Revuelo.
Golpes. Las chicas a mi alrededor dejaron de bailar. Querían distinguir lo
que pasaba. Yo seguí bailando. No había nada más para ver.
Al día siguiente tenía un montón de llamadas perdidas de Pacheco.
Me quedé mirando el celular, indecisa. Escuché todos los mensajes. Había
odio y desilusión en su voz. Se sentía traicionado. «Acá tengo una costilla
rota que te manda saludos», tiró al final. Rocé varias veces el botón verde
con el pulgar. Decidí llamarlo. Pedirle perdón. Visitarlo en su
convalecencia. El display decía «llamando», cuando la entrada de un
mensaje de texto nuevo la interrumpió. Apreté el botón rojo. Era del tano.
Un mensaje del mismísimo destino. Me iluminaba una salida. Yo estaba por
agarrar el mismo camino de siempre. Ese que termina en una montaña de
mierda. Leí el mensaje. El tano había llegado a Roma. Se iba a quedar ahí
unos días y después se iba a Turín. Me preguntó cuál era el mejor horario
para llamarme. Había cinco horas de diferencia con Italia. No quería
molestarme. El mensaje estaba escrito en un castellano imperfecto. Seguro
que le pidió a alguien que le tradujera lo que quería decir. Era un caballero.
Demostraba que se preocupaba por mí. Contesté su mensaje como me salió.
Tipeé y borré un millón de veces. Si era muy directa lo iba a asustar. Si era
demasiado conservadora, iba a quedar como una boluda. Decidí ser
totalmente honesta. Le puse que lo extrañaba. Que había pasado una noche
genial. Que me podía llamar cuando quisiera.
Arrancamos una relación a distancia. Durante dos meses y medio
hablamos todos los días. Él no me dejaba gastar ni un peso en teléfono. Nos
pasábamos horas conversando. Me contó que en su equipo jugaban dos
uruguayos y lo ayudaban con el castellano. Yo me inscribí en un curso
acelerado de italiano. Me preparé para una vida en Italia. Así de rápida iba
la relación. Y así de sólida. Él me llamaba de distintas ciudades italianas y
del resto de Europa, según donde le tocara jugar. Me dijo que en cada lugar
me compraba un regalo. Los guardaba para cuando yo pudiera estar con él.
Me lo quería comer.
Un día el portero me tiró unos sobres por debajo de la puerta. Había
impuestos. Folletos. Volantes. Y uno extraño de Aerolíneas Argentinas. Era
un pasaje para Bahía Blanca. La mañana siguiente, cuando hablé con el
tano, me tiró que se había desgarrado el último domingo. Tenía para cuatro
semanas de reposo. «¡Eso es malo!», le tiré preocupada por su salud. «¡E
buonissimo!», tiró él.
«Voy a podere verte». Había pedido permiso para venirse a la
Argentina, a la casa de un amigo y excompañero de selección que se había
comprado una estancia al sur de la provincia. El corazón casi se me sale por
la boca. Tenía unas ganas de verlo que me moría. «No hacía falta el pasaje,
amor. Son solo 600 kilómetros. Puedo ir en micro», tiré. «Ni en pedo», tiró
en perfecto argentino pero con la tonada italiana. Me hizo reír. «Tu sei la
mia reina».
Pedí licencia en el trabajo. El gordo que administraba el personal me
la negó. «Cuatro semanas es mucho», tiró. Evalué la posibilidad de
renunciar. Pero mi instinto de supervivencia me dijo «bancá, Fiore, falta
poco, no te apresures». Insistí. Prometí recuperar horas a la vuelta. Trabajar
los francos... «por favor», rogué. El gordo ese no era como Rogelio.
«¿Harías cualquier cosa por ese permiso?», me tiró. Hijo de puta. Su
indirecta me empujó a la realidad más cruda. Me hizo acordar que siempre
tuve que pagar por ser linda. Para los demás soy solo un depósito de semen.
Tres agujeros predispuestos. Dos tetas de uso público. Estaba en un
quilombo. De un lado veía mi sueño que me llamaba con el dedo: un mes
con el amor de mi vida susurrándome en italiano. Del otro, la pija de un
gordo mafia que asomaba por la bragueta del jean. Soñaba con ser Mónica
Bellucci. Pero antes tenía obligaciones de Cicciolina. «Te hago un pete si
querés», le ofrecí. «¿Vos sabés lo que estamos negociando acá?», me tiró.
«Nadie tiene un mes de licencia. Yo después me tengo que bancar a las
demás pidiendo lo mismo». No podía creer lo que pasaba. El sexo era
moneda nacional. No me quedaba otra que tomármelo como una inversión.
Tenía que jugar un pleno y rezar para que saliera. Si se me daba, iba a ser la
última vez que tuviera que hacer algo que no quisiera. Se me vino encima
un compilado de imágenes del futuro. Paisajes italianos. Mansiones.
Ferraris. Vestidos de Versace. Mi tano en bata con un balde con Don
Perignon. Si lograba pasar por encima de semejante obstáculo, al final del
horizonte me esperaba la libertad absoluta.
en www.qejaediciones.com/gratisllameya
Este libro se terminó de imprimir en Buenos Aires, Argentina, durante el mes de mayo de 2019.