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Nunca más solos

Bellelli, Luciano
Nunca más solos / Bellelli, Luciano. Editado por Leticia Martin 1ª edición.

Ciudad Autónoma de Buenos Aires Qeja ediciones, 2019


572 páginas 17 x 13 cm
ISBN 978-987-86-0557-9
1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Aborto Clandestino. 3. Amor
I. Martin, Leticia, ed. II. Título. CDD A863

Qeja ediciones

Acuña de Figueroa 156 PB B (1180) Buenos Aires


Tel: 054 11 58676451
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www.qejaediciones.com

Dirección editorial: Nazareno Petrone y Leticia Martin


Edición general: Leticia Martin Diseño de cubierta: Zim Hernández Diseño de interiores: Marivi Urdaneta Fotografía de solapa:
Alejandra Miguez Ilustración: Bárbara Pistoia
Diseño web: Gerardo Montoya

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 / Derechos reservados / Prohibida su reproducción parcial o total
Impreso en Argentina
Nunca más solos
Luciano Bellelli
Para Deni, como siempre y para siempre.
1991
ELLOS

El 19 de enero de 1991 no fue un día común y corriente en la gran casa de


la esquina de 14 de Julio y Uriarte, en el partido de Boulogne. Tampoco lo
fue para la ciudad: una tormenta eléctrica con vientos huracanados inundó
la zona, rompió techos, destrozó autos y quebró árboles desde las diez de la
noche hasta entrada la madrugada. Se había decretado la emergencia
meteorológica en todo el conurbano norte del Gran Buenos Aires. Mientras
la gente se ocupaba de protegerse de la feroz tormenta, cerrando ventanas o
desenchufando electrodomésticos, la familia que ocupaba la casa de la
esquina mantenía las persianas altas y las luces prendidas: había
movimiento en el interior. Cualquier vecino sabía que la única persona de la
casa que solía quedarse hasta esa hora mirando la tele era Ofelia Barroso,
«la pediatra», como se la conocía en la peluquería, en la farmacia, en la
mercería y en el almacén. Tal vez porque su profesión la obligaba a
madrugar, las luces de la casa se apagaban como máximo a las diez de la
noche: primero, una lámpara de pie a la izquierda del sillón; luego, un
velador que estaba sobre la mesa del teléfono y para finalizar, el aplique del
ventilador de techo.
El profesor Pedro, marido de Ofelia, en cambio, solía quedarse
despierto hasta más tarde, pero siempre en el altillo, donde estaba su
estudio. Ahí corregía exámenes, preparaba las materias y —según
comentaban algunos comerciantes de la zona, como el ferretero, el
verdulero y el mecánico— también se dedicaba a estudiar libros esotéricos.
Pedro enseñaba historia en varias escuelas de Capital, pero se había
acomodado los horarios por la mañana de modo de poder dormir una siesta
a media tarde y así proteger las horas en que sus ganas de estudiar eran más
fuertes: entre las nueve y las doce de la noche. Su costumbre era servirse un
whisky después de cenar, despedirse de su familia con un beso y subir al
altillo para perderse en la pantalla de la computadora, el bloc de notas y las
páginas de los libros que colmaban su inmensa biblioteca. La luz del
velador se veía tenue pero constante desde la calle, y no se apagaba nunca
hasta después de la medianoche.
El único movimiento que se podía percibir fuera de la casa a esa hora
era generalmente los fines de semana, cuando Evaristo, el hijo del
matrimonio, salía. Tanto cuando se iba como cuando regresaba a la
madrugada, su comportamiento era formal y sigiloso. El único ruido que se
podía escuchar era el de las llaves en la cerradura. Cuando volvía no
encendía luces y desaparecía enseguida rumbo a su cuarto, que estaba
alejado del de sus padres, en la otra punta de la casa, del lado del fondo con
jardín, más cerca de la cocina que del frente. No siempre regresaba solo.
Hubo momentos en que se lo vio abrazado a su novia Fiorella, una
quinceañera morocha, más baja que él. Esas noches, el vecino que vivía en
la casa lindera, si afinaba el oído, podía oír gemidos ciertamente descarados
provenientes del dormitorio del adolescente. Las vecinas más chusmas del
barrio, incluso, podrían haber comentado que Pedro y Ofelia eran
demasiado permisivos con las libertades sexuales de su hijo, quien no tenía
la edad suficiente para dormir con su novia y mucho menos para hacerlo
bajo el mismo techo que sus padres.
Más allá de ese comportamiento liberal, nadie habría pensado mal de
la familia. Su trato en el barrio era ejemplar. Se comportaban de forma
simpática y amable con la gente. Ofelia se tomaba siempre un tiempo para
saludar a los vecinos que se cruzaba. Pedro conversaba largo rato con los
comerciantes, aunque algunos sospechaban que lo hacía para conseguir
mejores precios o para asegurarse la calidad del pescado, la carne o la fruta.
Aun así, le tenían verdadero cariño y respeto.
Nadie podría haber imaginado lo que sucedía la noche del temporal.
Los movimientos fuera de la rutina podrían haber alertado a alguna vieja
trasnochada o a algún fisgón ocasional. Pero tuvieron suerte. Ni una
persona vio a Pedro salir solo de la casa ni caminar bajo el aguacero
luchando con su paraguas para que el viento no se lo rompiera, con rumbo
al garaje de la otra cuadra. Al sereno no le llamó la atención que el profesor
quisiera sacar su Ford Sierra color crema a esa hora y con ese clima, porque
estaba tan enojado por tener que mover autos para liberarle la salida que la
rabia amortiguó la sorpresa por lo inusual de la situación. Pedro estaba
tranquilo, lo saludó con una sonrisa y hasta le pidió disculpas por hacerle
sacar el auto tarde y durante semejante tormenta sin haberle avisado con
tiempo. Haciendo un gran esfuerzo de la memoria, el sereno podría decir
que Pedro tenía en la mirada un dejo de culpa, pero no habría sabido a qué
atribuirlo.
El Sierra color crema avanzó una cuadra, subiendo agua al cordón a
medida que frenaba en la puerta de la gran casa de la esquina. Permaneció
parado con las luces encendidas y las balizas puestas. Las gruesas gotas de
lluvia golpeaban contra el techo con un sonido metálico, pero el
limpiaparabrisas no se movía, así que nadie que anduviera cerca podría
haber divisado la cara del conductor detrás del vidrio. Lo único que se
escuchaba era el motor y la lluvia. El auto estuvo ahí detenido exactamente
seis minutos. Si no hubiera estado diluviando y la maestra jardinera del 5ºA
del edificio de enfrente hubiera salido a fumar marihuana al balcón antes de
irse a dormir, como hacía habitualmente, habría visto que rondando las
veintitrés la puerta de la casa se abrió y salieron tres personas. Una era
Ofelia, que llevaba un bolso colgado de un brazo. El otro era Evaristo,
vestido con una campera rompeviento y pantalón de jean. Ambos
acompañaban del brazo a Fiorella. La capucha de su piloto amarillo le
tapaba apenas la cara. Madre e hijo marcaban el camino de la adolescente.
Ofelia se detuvo, cerró la puerta principal y los tres, tomados de los brazos,
caminaron por un camino de lajas hasta la puerta enana de madera de la
cerca que delimitaba el jardincito del frente de la casa. Esta vez fue Evaristo
quien se encargó de abrir la puerta. Ofelia, con su paraguas a cuadros gris,
se quedó con la chica mientras su hijo, con un paraguas de American
Express, cerraba con traba la puertita. Los tres llegaron hasta el auto. Pedro
les abrió desde adentro, primero la puerta trasera y después la del copiloto.
Los tres cuerpos que estaban de pie se iluminaban al ritmo intermitente de
las balizas. Ofelia le dio el bolso a Evaristo y ayudó a Fiorella a subirse
atrás. Después cerró la puerta y al mismo tiempo que guardaba el paraguas
se subió al auto, al lado del conductor. Evaristo fue hasta el baúl, lo abrió y
tiró el bolso adentro. Cerró con un golpe, rodeó el vehículo y se sentó junto
a Fiorella. Después se activaron los limpiaparabrisas delanteros y el auto se
alejó lentamente de la esquina.
Más tarde, casi a la una de la madrugada, el Sierra paró en una
estación de servicio de la Ruta
8. Al playero de turno, oriundo de San Antonio de Areco, no le llamó
la atención en absoluto ver el auto frenado pero con el motor en marcha
sobre el pedregullo cercano a la zona de los baños, alejado de los surtidores.
Había dejado de llover y la carrocería color crema tenía marcas de gotas
secas. Se abrieron las dos puertas del flanco izquierdo y bajaron Ofelia y
Fiorella. Ofelia acompañó a Fiorella con paso lento, mirando a su alrededor
constantemente, hacia el teléfono público que estaba cerca de los baños.
Fue incluso la mujer quien marcó el número en el teclado y le alcanzó el
auricular a la adolescente.
—Tranquila, cuidado con lo que decís —le dijo, y se apoyó a un
costado de la cabina mientras la chica, nerviosa, escuchaba cómo sonaba.
Al rato, atendió una mujer: su madre, Eva González de Mozzi. pasó?
—Hola ma, soy yo.
—Hola hija, esperaba tu llamado antes, ¿qué
—No encontrábamos teléfono —Fiorella fingía normalidad en su
tono de voz, cierta alegría falsa—. Llegaremos a Mar del Plata en unas
horas, quedate tranquila que acá no llueve y la ruta está seca. Decile a papá
que los padres de Marianella le mandan un beso. Te llamo cuando
lleguemos, ¿sí?
—Mandales un beso también a ellos y a tu amiga. Portate bien, hacé
todo lo que te digan, eh, no vuelvan muy tarde de bailar, cuidate como si
estuvieras en casa. Mirá que tu padre es la primera vez que deja que te
vayas de vacaciones con tu amiga, no le des motivos para que se arrepienta.
—Ya sé, ma.
—Bueno nena, me voy a dormir que me quedé esperando tu llamado,
la tele decía que con la lluvia la ruta estaba brava.
—Dormí bien. Te quiero.
—Yo también hija. Beso. Fiorella colgó.
—Hacé pis, que falta mucho todavía para llegar a Córdoba —le dijo
Ofelia—. Te espero acá.
La joven abrió la puerta del baño de mujeres y entró. Ofelia, en
cambio, en vez de esperarla, caminó hacia el mercado de la estación de
servicio y compró, según el ticket de caja, dos botellas de agua mineral,
cuatro alfajores y tres revistas. Volvió hacia el auto minutos antes de que
Fiorella saliera del baño. La esperó hojeando una de las revistas. Un rato
después, las dos mujeres se subían al Sierra para seguir viaje.
De nuevo en la ruta, Ofelia repartió los alfajores.
—El postre —dijo.
Los demás pasajeros agarraron las golosinas en silencio. Pedro no lo
abrió. Apenas lo agarró, lo dejó en el portamonedas que había al lado del
freno de mano. Fiorella peló el envoltorio y lo comió más por ansiedad que
por hambre, con los ojos fijos en la nada del paisaje rutero. Evaristo la
imitó, solo que él miraba hacia adelante. Pedro le pidió a su mujer que
abriera la guantera del auto y le pasara un cassette del Puma Rodríguez. El
silencio sepulcral que había adentro del auto pedía un relleno sonoro. La
única que hablaba era Ofelia. Cada tanto le preguntaba a Fiorella si estaba
bien o le pedía que se relajara, que ya iba a pasar todo. Evaristo seguía sin
decir palabra, como lo había hecho durante todo el viaje.
Cuando llegaron a Córdoba, Ofelia sacó un mapa de la guantera y
guio a Pedro por las calles de la ciudad, hasta que veinte minutos más tarde
el Sierra frenó frente a dos grandes puertas de madera, anchas, con dos
manijas imponentes de bronce.
—Es acá —dijo Ofelia.
Bajaron Fiorella, Ofelia y Evaristo. Pedro se quedó en el auto.
Fiorella temblaba. Ofelia le acariciaba la cabeza con ternura. Evaristo
caminaba unos pasos detrás, alejado emocionalmente del problema.
Tocaron timbre y entraron. Quien hacía los abortos en esa dirección había
sido compañero de Ofelia en la facultad de medicina. Apenas se cerraron
las puertas, Pedro se bajó del auto para estirar las piernas mientras silbaba
el estribillo de una canción muy popular que sonaba en el estéreo.
2001
FIORELLA

Se había despertado a las dos de la tarde, como todos los días hábiles.
Desayunaba un café con leche mientras separaba las distintas secciones del
diario. Leyó los títulos de tapa y desechó los suplementos que no le
interesaban apilándolos sobre un banquito. Se sentó contra la barra de la
cocina, sopló el café y abrió el suplemento de economía. Pasó las hojas
hasta las cotizaciones de la bolsa. Repasó la lista, con su uña pintada de rojo
como puntero, hasta llegar al Dow Jones. Había bajado un 2,34%.
Una vez informada de esto, planeó su día. Desenchufó su celular del
cargador y marcó un número.
—Hola, Edu, soy Fiore. ¿Hay algo para hoy? Ajá... buenísimo.
¿Pasás como siempre? Dale, tocame el portero y bajo. Besito.
Cortó. Se asomó a la ventana de la cocina. Era un día nublado, casi
sin sol, perfecto para meterse en un shopping.
Llegó sobre la hora a la plaza de Juramento y mientras cruzaba
Cabildo vio que el colectivo de Unicenter se le iba. Corrió, aunque era
inútil, solo para sentir que hacía el esfuerzo. A una cuadra se veía el humo
negro del caño de escape: había arrancado y se perdía en el horizonte. Igual
trotó, con la mínima esperanza de agarrarlo en el semáforo de Cuba.
Al correr sintió el peso de las tetas nuevas. Todavía no se había
acostumbrado al rebote de las flamantes dimensiones. Sí se había adaptado
a las miradas de los hombres. Notaba cómo en milésimas de segundo los
ojos que venían de frente se desviaban para mirarle los pezones marcados.
Es que ya antes de las prótesis, cuando era una tabla, caminaba fijándose en
las reacciones. Viejos, jóvenes, nenes; tipos que paseaban del brazo de la
novia, tacheros, motoqueros, colectiveros; ninguno podía cruzarla sin
repasarla de arriba abajo. Incluso intuía que se daban vuelta para mirarle el
culo. Y más de una vez, a lo lejos, escuchó alguna novia envidiosa que, por
lo bajo, le decía «miau».
Por eso, cuando salía a la calle trataba de ocultar su belleza, aunque
muchas veces ese intento terminaba en resignación. Fiorella se había
transformado en una mujer todavía más llamativa. Ese viernes, como la
mayoría de los días, intentó tapar sus atributos. Se ató el pelo rubio, largo y
lacio y lo escondió adentro de la gorrita de tenis negra. Se puso una remera
escote en v, unos pescadores también negros, zoquetes y zapatillas grises y
blancas. Arriba: una camperita de jean.
Dejó de correr cuando vio que el colectivo ya se le había ido. Levantó
la cabeza y se vio reflejada en una vidriera. Notó que los pechos le inflaban
groseramente la camperita. Le dio vergüenza. Antes de la operación no
tenía ese problema. Las siliconas le habían dado algo más de qué
preocuparse.
Un motoquero le pasó por al lado mientras empujaba la moto por la
vereda. La miró, previo detenerse en sus rasgos más sobresalientes. Ella lo
estudió: era uno más de los cancheritos que veía por día, con pelo rasta,
anteojos de sol, remera ajustada, barba candado. Le retiró la mirada al
segundo. Trataba de no conectar con desconocidos porque su belleza
provocaba que algunos hombres confundieran curiosidad con seducción y
más de una vez eso le había ocasionado problemas.
—¡Qué tetas, mami! ¿Te querés casar conmigo? Fiorella clavó la
vista al frente y caminó erguida. El motoquero giró para mirarla de atrás.
Meneó la cabeza y se dirigió a un hippie que vendía anillos sobre una manta
negra al borde de la vereda:
—Estas minas se creen que porque están fuertes te pueden ignorar,
¿viste? Las cagaría a trompadas.
El hippie también le miró el culo. Le sonrió al motoquero con
complicidad masculina.
Fiorella temblaba. Aunque sabía que la cantidad de gente que la
rodeaba la protegía odiaba que le hablaran en la calle. Le daba terror
provocar reacciones tan violentas, palabras tan chocantes. No era tonta:
podía ser guarra con sus amigas o en el trabajo, pero por más mal hablada
que fuera no le parecía un lenguaje para usar con un desconocido. Le
resultaban tremendamente agresivos los tipos que le gritaban esas cosas. Si
se lo decían para conquistarla había que ser muy pelotudo para pensar que
esa era la manera correcta de hacerlo.
Lo que sí toleraba eran las frases ingeniosas. Si la hacían reír,
agradecía con una sonrisa pero muchos la corrían confundidos con que
quería algo más y eso arruinaba el momento.
A sus veinticinco años ya estaba curada de espanto: lo había visto
todo. Desde la adolescencia tenía que lidiar con pajeros en todos lados: por
la calle, a la salida del colegio, en el club, en el gimnasio, en la cola del
cine, en la facultad, en los restaurantes.
Llegó hasta la parada del colectivo con ese disco rayado en la cabeza.
Estaba cansada de ser ella. Se sentó en los asientos del refugio. Notó que la
gente que esperaba también la miraba. Pudo sentir la envidia de las mujeres
y la calentura de los hombres. Intentó pensar en otra cosa. Repasó lo que se
quería comprar en el shopping: un par de remeritas, zapatos, una campera
rompeviento para salir a correr.
—Mamita, ¡sacate un pelo de la concha y cagame a latigazos! —gritó
un taxista que buscaba pasajeros. Fiorella pudo verle la cara como si fuera
en cámara lenta. Era gordo, tenía doble papada y bigotes. Al finalizar la
oración, el taxista le sonrió: esperaba, se ve, una respuesta al piropo. Como
no la consiguió, escupió un gargajo asqueroso que quedó colgado del
cordón de la vereda.
Fiorella no pudo evitar ponerse roja de la vergüenza. Clavó la vista
en un punto fijo con el deseo de aislarse, pero escuchó que dos chicos se
reían detrás suyo. De inmediato, le vino un sentimiento común y habitual,
que la atacaba a diario. Era una culpa muy grande. Recordó el origen de ese
sentimiento. Ella sentada en el Ford Sierra crema de Pedro, su exsuegro,
diez años atrás, volviendo de Córdoba, con la zona de la entrepierna todavía
dormida por la anestesia. Desde aquel día creía firmemente que toda
violencia exterior era causada por ella. Sorpresivamente, se largó a llorar. El
llanto fue desconsolado. Estaba cansada de que la vida le siguiera cobrando
ese castigo. Hundió la cabeza en las manos. Los dos flacos de atrás se
quedaron petrificados. Una mujer de unos cincuenta años se le acercó.
—¿Estás bien?
Fiorella la miró. Era una mujer con cara de buena. Tenía una camisa
floreada abierta en un botón y una pollera larga hasta las rodillas. Entre
lágrimas pudo verle los ojos verdes. Algo en la mujer le hizo acordar a
Ofelia. La mujer le estiró un pañuelo de papel. Fiorella se secó, respiró
hondo y se sopló fuerte la nariz.
—Ya está, gracias.
—No te pongas mal. Los hombres son así.
Igual nena, si salís así vestida… El comentario la hundió.
—¿Por qué no se va a la mierda, señora? le dijo.
La mujer se quedó perpleja.
Fiorella manoteó la mochila, se levantó y abandonó el plan de ir al
shopping.
—Puta y maleducada —escuchó decir a la mujer a lo lejos. Pero ya
no le importaba. Lo único que quería era llegar a su casa.
Abrió la puerta del departamento. Seguía nerviosa. Tiró la mochila
sobre el sillón, con cuidado de no tocar los portarretratos: dos fotos de ella
de chiquita con su madre, morocha, con los rulos de la época; una imagen
del casamiento de sus padres y una de su papá solo, condecorado, con el
uniforme policial.
Sacó un paquete de Marlboro Light. Se puso un cigarrillo en la boca
y buscó fósforos en la cocina. Ya no salía con encendedor: cada vez que
quería prender un cigarrillo había un brazo masculino estirado con fuego
antes de que abriera la cartera.
Expulsó la primera bocanada de humo al tiempo que saboreó el olor
del fósforo quemado.
Fue hasta el living, prendió la tele. Tiró el control remoto sobre la
mesa ratona y se dejó caer en el sillón. Fumó otra pitada, soltó el humo de
manera sexy. Pensó en cómo se le había pegado esa forma de fumar tan de
puta, con el cigarrillo en la mano con la muñeca apenas quebrada y con la
boca en «o» para exhalar, como si fuera a practicarle sexo oral a alguien.
Odió haber adquirido esas posturas pero ya era tarde, no podía
desaprenderlas. Se estiró hacia adelante para tirar las cenizas. En vez de
volverse a echar, se paró. Dio dos pitadas finales y lo apagó en el cenicero
sin siquiera haber fumado la mitad. Fue a la habitación. Abrió el placard y
separó algunos sweaters de un estante. Entre ellos encontró la cajita de
marcadores que tenía de toda la vida. La de veinte, roja, con el logo negro
de Sylvapen ya gastado. La dio vuelta, pero no cayó nada de lo que
esperaba.
—La concha de la lora.
Recordó el último porro: el sábado pasado, encerrada con otras
promotoras en la camioneta de Eduardo. Antes de fumarlo había pensado
que tenía que pegarle un llamado al dealer.
Volvió al living, se sentó en el sillón y se prendió otro Marlboro.
Revolvió adentro de su mochila: sacó la billetera, forros, un lápiz labial,
hasta que dio con el celular. Buscó un contacto en la letra c y llamó.
Horas después se preparó para el trabajo. Sacó el uniforme, los
pantalones de cuero ajustados, la remera con el logo de Speed. Apoyó la
ropa sobre la cama, se desvistió y fue en ropa interior al baño. Le pareció
raro verse en el espejo con esa bombacha de algodón blanco tan inocente,
con el corpiño negro que no hacía juego. Se acercó al inodoro y se bajó la
bombacha. Un olor fuerte le llegó desde abajo y le llenó las fosas nasales.
Era un olor violento, invasivo, humillante. Se miró y vio que había
manchado la toallita diaria. Una vez por mes, la sangre menstrual le
recordaba los coágulos que había visto por primera vez diez años atrás,
cuando el efecto de la anestesia se le había pasado y el dolor penetrante la
torturaba. El tiempo había logrado que olvidara cada vez más rápido el
recuerdo del aborto juvenil. Pero esta vez, cuando anotó el comienzo del
ciclo menstrual en la agenda y leyó que había caído justo un 19 de enero, la
depresión le duró mucho más de lo normal.
EVARISTO

El 19 de enero Evaristo entró al baño del salón de fiestas arrastrando los


pies. Abrió la puerta dando un portazo, arriesgándose a que hubiera alguien
del otro lado. No le importó mucho que lo cagaran a trompadas, es más,
sentía que lo necesitaba. Nunca nadie lo había cagado a trompadas. Nunca
le rompieron la nariz, ni tuvo un ojo morado. Aunque lo merecía. El popurrí
de carnaval carioca que venía del salón se escuchó más bajo cuando la
puerta del baño se cerró detrás de él. Adentro había dos borrachos orinando.
Uno de ellos había apoyado la copa de champán arriba del mingitorio. El
otro hacía pis inclinado: se sostenía el pene con las dos manos, apoyado con
la cabeza en los azulejos. El portazo asustó a uno de ellos, que levantó la
cabeza para mirar.
Evaristo no le devolvió la mirada. Se agachó para ver si alguno de los
cubículos estaba libre. Se metió en el de la derecha y trabó.
En el inodoro había una bola de papel higiénico flotando. Tuvo ganas
de vomitar, pero algo hizo que no pudiera sacar la vista. «Qué estoy
mirando», pensó, saliendo rápido de la hipnosis. Bajó la tapa y apretó el
botón. Esperó a escuchar el final del remolino de agua y se sentó sobre la
tapa sin fijarse si había desaparecido todo. Se desabrochó el cinturón de
cuero negro: se había comprado ese traje hacía dos años y le quedaba un
poco chico. Se había pasado el casamiento con dolor de estómago y gases
por culpa de ese pantalón. Se desabotonó, bajó el cierre y liberó la panza.
Y ahí estaba, sentado en un inodoro, con camisa, corbata y saco, con
un pantalón pinzado, mientras afuera la gente se divertía.
Eran las tres de la mañana. Su vida era patética.
En algún lugar del salón estaba Bri. Se llamaba Brigitte, pero era
incapaz de llamar así a alguien salvo que trabajara de prostituta. Era una
vieja amiga con la que había ido a ese casamiento porque les daba
vergüenza tener veinticinco años y no tener algo ni siquiera parecido a una
pareja.
El que se casaba era un amigo en común, Adrián. Los tres eran
retocadores: trabajaban fotos en la computadora, limpiaban las
imperfecciones, corregían los colores y las dejaban listas para publicar. Se
habían hecho amigos en la revista que los empleaba. La vida los había
distanciado un poco, así que Evaristo se alegró de reencontrarse con gente
conocida.
Bri y él estaban en una mesa alejada del salón, junto con otros
excompañeros. Un grupo de invitados se robaba la atención en una de las
mesas principales: se reían fuerte, bailaban, brindaban. Evaristo los miraba
desde lejos. Se sentía incómodo.
Hacía un año que había empezado a renegar de ese ambiente. No la
pasaba bien siendo retocador, ya no. Al principio quería triunfar, ganar
plata, tener éxito. Pero nunca pudo crecer en la revista. Muchos de sus
compañeros, en el transcurso del tiempo, habían renunciado para seguir su
camino como retocadores independientes, pero a él parecía fallarle la
voluntad. Para colmo, su personalidad sumisa y vergonzosa le boicoteaba
los movimientos políticos internos. Su falta de tacto para moverse
empresarialmente lo había dejado atado a un puesto bajo: no se la creía, no
se creía tampoco el trabajo y no se vendía bien a sí mismo. Pero necesitaba
el sueldo a fin de mes.
Conjuntamente con su crisis laboral, y tal vez como consecuencia,
había empezado a tener ganas de escribir: un par de noches de insomnio se
sentó a la computadora y narró un cuento. La idea de transformarse en
escritor le cerraba totalmente con su estilo de vida, bohemio y depresivo.
Una filosofía contraria al glamour que lo rodeaba en la revista.
Mirar a la gente lo deprimió. Las fiestas le parecían tan irreales como
las modelos de tapa que retocaba en el trabajo. Mientras se movían, si se los
observaba bien, los personajes eran falsos: cuerpos que querían demostrar
lo que no eran. Por eso necesitó encerrarse en el baño.
Miró su panza en el inodoro.
Chequeó el reloj. En media hora tenía que salir a buscar a Bri. Habían
pactado que si 3:30 no habían conseguido alguien para pasar la noche, se
besarían. Nunca había pasado nada entre ellos y ninguno de los dos estaba
interesado en que pasara. Fue simplemente un incentivo para soportar la
fiesta. En el fondo, ninguno pensó que Bri estuviera sola a esa hora. Él, en
cambio, ni siquiera había tomado alcohol, lo que dificultaba todavía más el
acercarse a una chica. Sobrio era incapaz de hablarle a una mujer.
Se sacó el cinturón, lo enroscó y lo apoyó en el suelo. Tenía que
frenar la mente. Las ideas de suicidio le llegaban como tromba. Intentó
pensar en positivo pero la cabeza le devolvió pensamientos pesados y
molestos. Vencido, se puso de nuevo el cinturón. Metió panza, se abrochó el
pantalón y se acomodó la camisa. Tiró la cadena de nuevo.
Salió. El baño estaba vacío.
En el salón vio a Bri bailando con un desconocido. Así que enfiló
para una de las barras. Se apoyó en un taburete. El barman limpiaba un vaso
en la otra punta. Lo miró, pero tuvo que esperar a que lo atendiera.
—¿Me das un chupito de tequila, por favor?
—dijo, impaciente, desde la punta de la barra.
El barman se lo sirvió con mala cara. Apoyó el salero y un platito con
limas cortadas al lado. Evaristo agarró el vasito e hizo un fondo blanco,
ignorando el ritual de la sal y el limón.
—¡Otro! —dijo.
Fueron cuatro los chupitos que se tomó en menos de cinco minutos y
no tardó en sentir que el lugar se movía. Un viejo transpirado que se
tambaleaba se ubicó a su lado. Tenía una sonrisa grande y respiraba agitado.
Era pelado, con un bigote canoso frondoso y la camisa afuera del pantalón.
Se apoyó en la banqueta vecina.
—¡Champán! —le gritó al barman, que agarró una de las tantas copas
que ya tenía servidas y se la dio. El viejo, copa en mano, se dio vuelta y se
apoyó contra la barra. Miraba la pista, igual que Evaristo.
—Tengo unas ganas de coger… —le dijo sin mirarlo. Se meneaba
como si estuviera en la proa de un barco —. Mirá lo que está la primita de
Adrián, por favor, la parto como un queso…
Evaristo miró hacia donde señalaba el viejo: la primita de Adrián no
tenía más de doce años.
—¡Y la cuñada! ¡Dios! ¡La más linda de la fiesta!
La cuñada, por suerte, era mayor de edad.
Iba metida en un vestido corto: buenas piernas y buenas tetas, que
rebotaban en cada salto. Era hermosa.
Miró el reloj. Faltaban cuatro minutos para las 3:30. Se dio cuenta de
que la chica le gustaba: bailaba con sensualidad y tenía una sonrisa divina.
Le dio bronca haberse fijado en ella gracias al viejo, que la devoraba con la
mirada. Evaristo se pidió un chupito de whisky, lo liquidó en cinco minutos
y salió decidido a conquistarla.
Caminó hacia el medio del salón, se zambulló en la marea de
bailarines y llegó hasta la chica. El corazón le latía fuerte. Ella le daba la
espalda, todavía no lo había registrado. Bailaba con dos tipos así que
Evaristo pensó que su arrojo tenía valentía. Se acercó y se quedó a un
costado, a la espera de que la chica notara su presencia. Pero no pasó. Por
eso tuvo que tocarle el hombro desnudo y transpirado.
Ella se dio vuelta.
—Hola —le dijo Evaristo, sin nervios.
—Hola —contestó ella con buena onda.
—Me llamo Evaristo —siguió —, Evaristo Meijide, soy amigo de
Adrián, laburábamos juntos en el 99. ¿Te gustaría que hablemos un rato por
ahí?
La primera frase era definitoria. Esa frase podía ser un pasaporte al
éxito o un carnet de socio del club de los perdedores. Se dio cuenta de que
no le había preguntado el nombre, que podía pensar que no le importaban
esos detalles, pero ya era tarde.
—Sí… pero ahora quiero bailar un rato más… ¿Volvés en media
hora?
—Dale, vuelvo en un rato —le dijo con convicción, aunque sintió
vergüenza. Salió del centro del salón y se sentó en la silla libre de una mesa
periférica. Había una cartera negra colgada del respaldo. Miró la mesa:
vacía, con servilletas encima hechas un bollo. En las demás sillas había más
carteras y sacos oscuros. Se quedó mirando bailar a la chica desde ahí.
Esperó a que ella lo buscara con la mirada, que le importara de alguna
forma. No lo hizo. Siguió con lo suyo como si él no existiera. Había
aprendido que el patetismo, al igual que el horizonte y los números, era
infinito. Puso la alarma del reloj para ir a buscarla cuando se cumpliera el
tiempo.
—¿No te da bola?
La pregunta vino desde atrás. Evaristo giró. La mesa de al lado
también estaba vacía salvo por una silla ocupada en el fondo. Le hablaba
una chica de pelo largo y rubio, con flequillo. Tenía la cartera colgada del
hombro y un chal enroscado en el cuello. Parecía lista para irse.
—No —le dijo—, me pidió que vuelva en media hora porque quería
seguir bailando.
—Ah, muy bien —dijo la rubia. Evaristo volvió a mirar a la pista.
—Es linda —dijo de nuevo la rubia.
Los dos miraban el mismo punto del salón. La gente que bailaba era
su espectáculo de payasos. Evaristo asintió.
—¿Te tenés fe?
—Sí, qué sé yo —para no quedar despectivo, se presentó—. Soy
Evaristo. Hola.
—Valentina.
Se hizo un hueco incómodo. Él se acercó y le dio un beso en la
mejilla. Se sentó al lado. Los dos volvieron a mirar hacia la pista.
—¿Venís por Adrián o por Olivia? —preguntó él.
—Por Olivia. Fuimos compañeras de colegio.
—Ah… mirá. ¿Del secundario?
—Ajá.
—¿Qué colegio?
—Esclavas.
Evaristo asintió con la cabeza.
—¿Vos? —preguntó Valentina.
—Yo soy amigo de Adrián, laburamos juntos en Semanario, hace ya
varios años. Soy retocador, hago que las chicas de tapa queden increíbles,
aunque ahora estoy con ganas de dejar, tengo unos proyectos para escribir,
viste, me está gustando más eso, no sé… —dijo. Cuando se presentaba
como escritor sentía confianza, como si ese oficio le aportara un valor
agregado.
—¿Y qué escribís? —preguntó ella.
—Cuentos —dijo él.
Valentina asintió intrigada. La alarma del reloj los interrumpió. La
conversación con la rubia lo había hecho olvidarse de la chica más linda de
la fiesta.
—¿Pasó media hora? —le preguntó Valentina. Evaristo no supo qué
decir.
—Se te va a ir —Valentina cabeceó hacia adelante para señalarle que
su chica se había cansado de bailar y caminaba hacia los baños.
—Me parece que prefiero quedarme acá —dijo él.
No supo si quería eso pero era lo que había que decir. No podía correr
detrás de la cuñada de Adrián y dejar a la rubia sola. Hablaron un buen rato
hasta que unas amigas de ella le hicieron señas desde lejos.
—Llegó mi remís —dijo.
—Escuchá, ¿no querés dejarme tu teléfono y te llamo y hacemos algo
un día de estos?
La propuesta la sorprendió. Lo estudió con la mirada. Torció la boca,
sonrió. Sacó una birome y un ticket de Banelco de la cartera. Él la miró
escribir. Le pasó el papelito con sus datos.
—Gracias, te llamo en la semana.
—Seguro —contestó ella con ironía.
—En serio, mirá que te llamo. Ella sonrió.
—Está bien, te creo.
Valentina se levantó. Le dio un beso. Él permaneció sentado hasta
que la vio salir del salón.
Cuando desapareció evaluó la posibilidad de insistir con la cuñada de
Adrián. Supuestamente no se conocía con Valentina y quería aprovechar
que el éxito reciente le había subido la autoestima. La chica estaba sentada
y ahora sí lo miraba. A su lado vio una silla vacía. «¿Estoy loco o me está
esperando?», pensó.
Caminó hacia ella. Tenía que atravesar todo el salón para llegar a su
mesa. Se coló entre la gente que todavía bailaba y en el camino se cruzó
con Bri.
—¡Ehhh! —festejó ella cuando lo vio. Tenía los ojos vidriosos por el
alcohol. Miró la hora. Eran las cuatro y pico. Acercó la muñeca y le mostró
la hora. Evaristo la agarró de la cintura y la besó. Fue un beso largo,
abrazados, mientras bailaban un lento imaginario, recortados entre la gente
que saltaba transpirada. Transaron varios minutos. Cuando se despegaron,
Evaristo miró hacia la cuñada de Adrián. La silla estaba vacía.
Ambos sintieron una energía especial, aunque siempre habían sido
amigos y jamás se les había cruzado por la cabeza tener sexo. Él notó el
cuerpo caliente de ella y tuvo una erección. No dudó en apoyarla para que
Brigitte fuera consciente de lo que le provocaba. A los pocos minutos no
pudo aguantar más tanta excitación.
—Vení —la agarró de la mano y atravesaron el salón. Entraron al
baño de hombres. Se metieron en un cubículo. Brigitte se puso de espaldas.
Abrió las piernas y apoyó las dos manos, con los brazos estirados, contra
los azulejos. Sacó cola. Evaristo le subió el vestido y le bajó la bombacha
hasta los tobillos. Se abrió la bragueta del pantalón. Ella se dio vuelta con
curiosidad, como si siempre hubiera querido saber el tamaño que calzaba su
amigo. Vio un pedazo grande y duro, venoso.
—Me hubieras dicho antes que tenías todo eso —dijo con pose
putona. Evaristo se escupió la mano y se untó con saliva.
—Pará, pará, ¿no tenés forros?
—Hagámoslo así.
—No, no, ponete un forro.
—Dale, boluda, te quiero sentir bien.
—No, con forro o nada.
—Bueno, bueno —dijo. Metió la mano en el bolsillo. Sacó la
billetera. En uno de los compartimentos encontró un preservativo. Brigitte
miró hacia los azulejos y se preparó para la penetración. Evaristo rompió el
envoltorio e hizo la mímica de ponerse el preservativo, pero se lo guardó en
el bolsillo. Tiró el plástico roto cerca del pie de ella para que lo viera. La
penetró con fuerza. Brigitte dejó escapar un suspiro. Él la agarró de la
cintura y embistió con fuerza. La mente se le puso en blanco. Imaginó un
torbellino de semen que le corría por los testículos y fantaseó que explotaba
dentro de la vagina de su amiga.
—Dámela toda —dijo ella entre suspiros.
Brigitte acabó y dos minutos después Evaristo cumplió su fantasía.
Visualizó el calor líquido que pasaba por el canal seminal. Gritó de placer.
—¡Noo! ¿Qué hacés? ¿Estás loco?
Brigitte también sintió el calor líquido y se apartó. Le cortó la
eyaculación y restos de semen mancharon el piso. Ella se dio vuelta. Lo
empujó contra la puerta y agarró papel higiénico.
—¿Por qué hiciste eso? ¿Sos pelotudo?
—Perdón, te quería sentir...
—Necesito un bidet... ¿No hay un bidet?
—No.
Se secó con papel higiénico, se hizo lugar para abrir la puerta frente a
la pasividad de su amigo y salió del baño. Evaristo la siguió. Vio que
Brigitte se había metido en el baño de damas. La esperó afuera. Se prendió
un cigarrillo, se apoyó contra una pared y fumó. Al rato, salió.
—Vamos a una guardia.
—¿Qué? Pará, no pasa nada...
—¿Cómo sabés que no pasa nada? ¿No entendés que no tomo
pastillas y que puedo estar ovulando?
—Tranquilizate, no pasa nada. No es tan fácil quedar embarazada.
Pero si te quedás más tranquila, vamos a la guardia —le quiso acariciar una
mejilla pero ella le retiró la mano con violencia.
Viajaron en silencio. Ella movía las piernas sin parar y no lo miró en
ningún momento.
—Me parece que estás exagerando, Bri.
—A mí me parece que sos un pelotudo.
Doblá acá.
Llegaron al Cemic de Las Heras. Brigitte se anunció en la ventanilla
de entrada y presentó la credencial de la prepaga. Se sentaron en la sala de
espera. Evaristo clavó la mirada en el televisor que repetía goles del
ascenso. Su amiga reposaba con los ojos cerrados y las dos manos encima
de la cartera. Su nombre sonó en los altoparlantes.
—Ahora vengo.
—¿Querés que entre con vos? Ella sonrió socarronamente.
—No podés —dijo, seca.
Vio cómo Brigitte y la ginecóloga de guardia se saludaban con un
apretón de manos y desaparecían por un pasillo. Volvió la mirada a la tele.
Pensó que tenía ganas de estar acostado en su cama. No daba más del
sueño. Supuso que en pocos minutos podría descansar. Sin embargo los
minutos pasaban y no había noticias de su amiga.
¿Qué le podían estar haciendo?
Al rato apareció. La ginecóloga la despidió con un beso. Brigitte
caminó por delante de él. Tenía un papel en la mano.
—Vamos —dijo con severidad.
Fueron en silencio hasta el auto. Ella le pidió que la llevara a una
farmacia. Él frenó y la esperó con el motor en marcha. Se le caía la cabeza
del sueño. No podía creer cómo había terminado la noche. Ella volvió con
una bolsita.
La llevó hasta su casa. Antes de que se bajara, la agarró de un brazo.
—Perdón —le dijo.
—Ya está, pero sos un boludo.
—Tenés razón. No va a volver a pasar.
Ella sonrió.
—Obvio que no va a volver a pasar —dijo.
Y cerró de un portazo.
PEDRO

«Hoy va a ser un día feliz», se dijo Pedro. Se despertó quince minutos antes
de que sonara el despertador. Eran las 5:45 de la mañana. Estiró la mano y
desactivó la alarma. Se sentó en la cama sin cuidarse de hacer ruido. Su
mujer dormía despatarrada a su lado y él sabía que ni una bomba la podía
levantar antes de tiempo. Miró la fecha, pero no para informarse. Lo hizo
por el placer que le daba comprobar que era ese día particular del mes. Vio
los números del 19 de enero de 2001. Los degustó con placer, tanto que
estuvo no menos de cinco minutos mirándolos. Se calzó sus pantuflas viejas
blancas, salió de la cama y fue al baño. Se duchó con agua fría. Se afeitó y
se peinó los pelos largos y plateados. Agarró una gomita y se hizo la cola de
caballo bien tirante. Después peleó con la pasta de dientes para sacarle la
última porción. El envase estaba aplastado, finito como un papel. Pero a
Pedro le gustaba aprovechar las cosas al máximo. Cada vez que veía a
Ofelia tirando a la basura un envase de mayonesa casi llegaba a darle un
infarto. Ofelia no entendía todavía «las trampas de las marcas y las grandes
empresas para extorsionar a los ignorantes». Y él no era uno de ellos. No
iba a dejar que se aprovecharan tan fácilmente. Tiempo atrás había leído un
libro en donde se desnudaban algunos aciertos del marketing que habían
disparado las ventas de sus productos basándose en la perversidad y
aprovechándose de la ingenuidad de personas como Ofelia. Una marca de
pastas de dientes, justamente, había tenido problemas financieros. Tenían
que incrementar sus ventas un diez por ciento y no sabían cómo. Y lo que
se les ocurrió fue ampliar el diámetro de la boca del envase un diez por
ciento.
A Pedro le parecían todos unos hijos de puta. Pensaba que no había
nadie que protegiera a la gente de esos abusos. Se sentía un superhéroe
solitario en la lucha por la defensa del consumidor.
Peleó en el baño contra el envase de dentífrico. Pero la pasta no
llegaba a salir del pico. Salía un poquito y volvía a meterse.
Necesitaba una tijera.
Bajó desnudo las escaleras del chalet. Atravesó la cocina y se dirigió
hasta las puertas de madera que custodiaban su lugar en el mundo, su
estudio.
Era un lugar majestuoso. Tenía el piso de madera oscura y siempre
brillaba. De las cuatro paredes, tres estaban cubiertas por bibliotecas
repletas de los libros que adoraba: filosofía, historia, sociología, psicología,
algunas novelas. En un estante privilegiado se podían ver los más
importantes y secretos: los libros de Aurelio. Cerca de la ventana que daba
a la calle estaba su gran escritorio de roble con su silla de gerente de cuero
negro y capitoné. Pedro estaba orgulloso de sus muebles porque los había
encontrado de oferta en un mercado de pulgas y los había arreglado con sus
propias manos. El vendedor le había pedido quinientos pesos por ellos pero
él los terminó consiguiendo por la mitad más el flete. Con habilidad y poca
plata, los dejó como nuevos.
En la pared sin estantes, detrás del escritorio y al lado de la ventana,
tenía un gran terrario. Saludó a las hormigas en voz alta. Se sentó en el
sillón, abrió un cajón y agarró la tijera.
Volvió al baño para ganarle la batalla al dentífrico. Cortó el envase
como si fuera un pan para hamburguesas. Agarró el cepillo y raspó los
restos de pasta. Orgulloso, se cepilló los dientes mirándose la dentadura al
espejo.
De vuelta en el dormitorio, abrió el placard. Buscó ropa deportiva.
Agarró un remera blanca vieja que se había ganado en un sorteo, unos
shortcitos blancos sin marca y se puso un par de medias de algodón del
mismo color. Se calzó unas zapatillas de correr (también blancas) y salió a
caminar por la cancha de golf del country.
Estaba prohibido pisar el césped sin los zapatos adecuados y también
hacer otra actividad que no fuera jugar golf, pero Pedro odiaba caminar por
el cemento. Como a esa hora no había nadie levantado aprovechó para
hacer sus ejercicios sin el riesgo de que lo acusaran al concejo del country.
La caminata fue rutinaria. Recorrió hoyo por hoyo paseando y
respirando el aire puro. Cumplió con los treinta minutos de ritmo constante
y elongó en el hoyo 18. Orinó en un árbol y abandonó la cancha antes de
que los primeros jugadores de la mañana lo descubrieran.
Volvió a casa. Para esa hora Ofelia ya se había ido. Entró y gritó su
nombre para comprobarlo. Fue hasta el estudio y se encerró. Hizo la
limpieza diaria. Su lugar era tan privado que no permitía que entrara ni
siquiera la mucama. Puso música clásica en el equipo y pasó la aspiradora
por la alfombra. Después repasó los muebles con una franela y le sacó el
polvo a los libros con un plumero viejo.
Una hora más tarde se sentó a estudiar los libros de Aurelio. Agarró
su preferido, Del Hombre y las Hormigas. Leyó durante una hora y media,
haciendo anotaciones en papelitos usados, cortados a tijera por él. Pegó los
apuntes importantes en la pared, cerca del terrario, como para abrirle su
secreto a las hormigas, las únicas con las que compartía la experiencia de
estar vivo.
Se quedó en el estudio hasta las diez. El corazón se le aceleró: era la
hora en que abría el banco. Ya podía vivir a pleno su día feliz. Cerró el
estudio con llave, agarró la bicicleta y salió. Recorrió las calles del country
sin saludar a ningún conocido. Solo le hizo un gesto desde lejos al guardia
de seguridad.
Agarró la calle de tierra para acortar camino y no toparse con las 4x4
de las «esposas de» que salían rumbo al shopping, las clases de tenis o los
centros de belleza. Entró al pueblo. Miró con sentimientos mezclados las
casas humildes, la gente caminando en ojotas sin sentir el calor, con la piel
llena de polvo: las gordas en calzas llevando bolsas, los viejos sentados en
la vereda, los chicos corriendo descalzos. Ahí se sentía cómodo. Ninguno
de los vecinos del country ponía un pie en ese lugar. Estaban tan cerca y tan
lejos.
Llegó a su destino: el banco. La marquesina y el frente vidriado se
destacaba de los demás negocios, casitas de ladrillo sin pintar con aberturas
carcomidas por el tiempo, llenas de carteles de oferta. El banco era el señor
bien vestido. En esos lugares al banco se lo trataba de usted.
Pedro dejó la bicicleta afuera. La encadenó a un poste de luz. Abrió
la puerta de vidrio y entró.
—¿Qué dice, profesor Pedro? —lo saludó Omar, el seguridad.
—Hola Omar, ¿cómo está usted?
—Sobreviviendo, profesor.
—Como todos, como todos… ¿está libre Vicente?
—Está terminando con un cliente, pero espérelo que ya lo atiende.
—Gracias, Omar.
Omar le contestó «no es nada» con un ademán. Pedro se sentó a
esperar. Vicente atendía a una señora: la ayudaba a firmar una boleta de
extracción. Cuando lo vio a Pedro, lo saludó con la mano. Él respondió con
la cabeza.
La señora se levantó, agradeció y se fue rumbo a las cajas
transportando la boleta como si fuera plutonio. Las ojotas rojas se le
despegaban del talón a cada paso, haciendo un ruido a cachetazo contra el
piso de cerámica gris lustrado. Vicente salió de su cubículo para recibir a
Pedro, que ya se había parado.
Se encontraron en la mitad del pasillo. Vicente le extendió la mano.
Pedro se la apretó con firmeza. Le apoyó la otra mano encima,
afectuosamente.
—Cómo estás, Pedro, ¿ya pasó un mes?
—Así es.
—¡Cómo pasa el tiempo! Vení, sentate que vemos lo tuyo.
Pedro se sentó. Se acomodó en la silla, se cruzó de piernas.
Vicente abrió el primer cajón. Pedro sacó un papel del bolsillo de
adelante de su remera blanca. Estaba doblado en cuatro, así que lo desplegó.
Lo puso sobre la mesa para alisarlo mientras Vicente separaba la otra parte
del plazo fijo, la que correspondía al banco.
—¿Renovás por un mes más?
—No, ¿sabés? Estoy pensando, esta vez, en hacerlo por un año. ¿Da
muchos más intereses, ¿no? Vicente agarró la copia de Pedro medio
arrugada y la colocó cerca de la otra parte del plazo fijo. Estiró la mano y
dio vuelta una hojita del calendario que tenía sobre el escritorio.
—Sí, claro. Es más riesgoso, pero da más tasa.
—Ponelo a un año, con la mejor tasa que tengas.
—Perfecto.
Vicente clavó la vista en la pantalla de la computadora y tecleó
rápidamente. Pedro estaba ansioso por ver el monitor. Incluso se estiró, pero
le dio vergüenza y volvió a apoyar la espalda contra el respaldo de la silla.
Después preguntó con la curiosidad de un chico:
—¿Cuánto me quedaría al vencimiento?
—A ver… —Vicente buscó por la pantalla, usando el dedo índice
como guía—. Te quedarían, al lunes 19 de enero de 2002, doscientos
cincuenta y tres mil cincuenta y cuatro dólares.
—Perfecto.
Vicente tipeó unas veces más en la computadora. La impresora que
tenía detrás hizo un par de sonidos y el empleado giró en la silla para
agarrar el nuevo documento. Pedro aprovechó que Vicente no lo veía y se
guardó la Bic azul con el logo del banco en el bolsillo del pantalón.
—Bueno, listo. Pasá por caja nomás.
—¿Ya está? Muchas gracias, nos vemos recién en un año entonces.
—Sí, sí... nos vemos.
Se dieron la mano. Pedro fue hacia las cajas, pasó por al lado de la
cola que estaba cobrando impuestos y se quedó a esperar a que lo llamaran.
En una esquina la tesorera hablaba por teléfono. Un cartelito decía «Caja
Cerrada». Pedro resopló y pensó «en este país nadie quiere trabajar».
OFELIA

Los sonidos que hizo Pedro al levantarse se repitieron sincronizados. Ofelia


los conocía de memoria y sabía que recién cuando escuchara el último
portazo podría dormir la horita que faltaba para que llegara el momento de
despertarse. Cuando la puerta de entrada se cerró, disfrutó de ese silencio
mudo y pesado. No era que Pedro había dejado de hacer ruido. Era que
Pedro ya no estaba. Entonces se dio vuelta, cruzó el cuerpo en diagonal y
ocupó por completo el colchón. Durante esa hora nada la despertó. A la
noche, como casi todas las madrugadas, había abierto los ojos exaltada. Un
par de veces por las pisadas de los gatos del country en el techo de tejas y
otras por los ronquidos de Pedro o por sus patadas. Con los años Ofelia se
había acostumbrado a la innumerable cantidad de mañas que tenía su
marido. Cantidad que había incrementado ahora que era viejo.
Se quedó profundamente dormida hasta que a las 6:45 sonó el
despertador. Afuera cantaban los primeros pájaros de la mañana. Se paró de
golpe: si no se levantaba de manera radical seguía durmiendo. Se calzó las
pantuflas y se estiró. Caminó hasta el pie de la cama para hacer sus
ejercicios de yoga: se estiró con las piernas abiertas, entrelazando los dedos
de las manos con las palmas mirando hacia arriba. Repitió quince veces el
ejercicio. Después abrió los brazos y giró la cintura hacia un lado y hacia el
otro hasta escuchar el crack de la vértebra que la tenía loca desde los
cuarenta.
Cuando buscó la pasta de dientes en el baño no la encontró. Sin dar
vueltas, abrió el botiquín y sacó una nueva. Aplastó el medio del envase y
untó el cepillo de punta a punta, desperdiciando pasta, sí, pero le gustaba
sentir la boca llena de espuma de menta.
Hizo la cama así nomás y bajó para desayunar. Buscó el diario que la
esperaba sobre el felpudo de la puerta. Puso la pava para el mate, agarró la
lata con las galletitas de agua, sacó la mermelada diet de la heladera.
Arrancó unos tres pedazos del rollo de papel de cocina y los usó como
mantel en una bandeja. Preparó el mate con la yerba y la bombilla mientras
se calentaba el agua. Agarró miel líquida. Juntó todo lo necesario en la
bandeja y la llevó hasta la mesita plegable en donde desayunaba todos los
días.
Se tomó medio termo de mate con miel, comió seis galletitas con
mermelada diet de frambuesa mientras leía los títulos del diario. Tiró todo
en la bacha para que lo lavara después la mucama.
Se puso el ambo verde, aros, el reloj de pulsera. Se maquilló un poco.
Se calzó sus chatitas negras, manoteó la cartera y salió.
Afuera pasó por al lado del Ford Sierra de Pedro. Le dio bronca que
el auto se la pasara ahí, tapado con la funda y sin usarse. Caminó con
paciencia las siete cuadras que había desde su lote hasta la entrada del
country. En el camino se encontró con su vecina Mabel, que salía vestida
con un conjunto de jogging rosa a tono también con las zapatillas.
—¡Ofelia! —gritó Mabel.
Ofelia respondió con un gesto de asombro por el encuentro fortuito.
—¿Cómo estás, nena? —dijo Ofelia.
—Acá, con antidepresivos… me llamó Daniel.
—¿Cuándo?
—Anoche. Me confirmó todo.
Daniel y Mabel eran la única pareja amiga del country. Se habían
juntado varias veces a comer y a jugar dobles al tenis. Daniel era
dramaturgo. Hacía poco había logrado poner en cartel una de sus obras.
Solían pasarla bien los cuatro, sobre todo Ofelia, a quien le encantaba
escuchar las historias que contaba Daniel. Pero dos meses atrás el
dramaturgo había agarrado sus cosas, había cargado el auto y se había ido.
El rumor decía que engañaba a Mabel con una alumna de veinte años, de su
escuela de teatro.
—Están viviendo en San Telmo y quiere que le dé el divorcio porque
la atorranta se quiere casar. ¡Me quiero morir, Ofelia! No sé qué voy a
hacer. Estoy viendo a un psiquiatra, que me empastilla para calmar la
ansiedad y la depresión, siento que me gana la tristeza, quiero tirar a la
mierda toda mi vida. Y lo peor es que ni siquiera le tengo bronca a Dani.
Me da lástima, porque esa pendeja lo único que debe querer es sacarle plata.
¡Veinte años! Cuando ella tenga treinta él va a tener setenta y cuatro,
¿entendés? Comprendo que es una calentura del momento, la chiquita se
está aprovechando y él no se debe haber podido resistir. Sé que en algún
momento tiene que volver. Pero ahora me corre con este delirio del
divorcio, quiere que le conteste ya y que de ahora en más hablen nuestros
abogados. Yo ni tengo abogado, Ofelia, vos me conocés, nunca estuve en un
lío. No puedo vivir sin él, me muero, nada tiene sentido. ¿Sabés lo que es
estar en la casa que construimos juntos, con todos los recuerdos, las fotos?
Y cómo partió a la familia, porque me da vergüenza hasta hablar con los
chicos… me cambió por vieja… es un hijo de puta.
—Mirá, ahora me tengo que ir al hospital, pero más tarde te llamo y
te paso el número del abogado. Vos fuerza, que todo va a salir bien.
—No sé… voy a ver si puedo…
—Podés, Mabel. Ahora olvidate del tema, andá a correr, ocupate el
día, tratá de no pensar. Cualquier cosa me llamás.
Ofelia la agarró del hombro y la abrazó. A Mabel se le escaparon
unas lágrimas.
—No. Llorar por esto, no. Solo se llora la muerte. Y acá no murió
nadie.
—Gracias, Ofelia.
—Después hablamos.
Ofelia siguió su camino hacia la puerta del country con el pecho
inflado de felicidad. Se dio vuelta y vio el culo grande rosado de Mabel
caminando hacia el clubhouse. Si seguía sus consejos iba a estar bien. Le
daba un poco de pena que la gente no fuera tan fuerte como ella y sentía la
responsabilidad de tener que sostener a cualquiera que necesitara su ayuda.
Llegó hasta la entrada.
—Buen día, Rubén.
El guardia le devolvió el saludo.
—Buen día, señora.
—¿Cómo le quedaron las remeras a su hijo?
—Muy bien, señora, toda mi familia está muy agradecida con usted.
Nos gustaría invitarla a almorzar algún día.
—Cuando quiera, Rubén. Que tenga un día tranquilo.
—Lo mismo para usted, señora.
Enfiló hacia la Panamericana mientras las 4x4 le zumbaban por al
lado.

Después de dos colectivos y muchas cuadras caminadas llegó hasta el


hospital. Subió las escaleras de la entrada principal con el poco resto físico
que le quedaba. Estaba transpirada y sintió mucho calor interno, pero sabía
que en pocos minutos se iba a tirar en su silla y podría descansar un rato
antes de que entrara el primer paciente. Saludó a los colegas que se cruzó en
su caminata hacia Pediatría. Atravesó la multitud de gente que esperaba ser
atendida desde temprano. Evitó mirar, porque si algo había aprendido en
tantos años de trabajo era que bastaba con hacer contacto visual con una de
las madres impacientes para que la detuvieran con sus preguntas y súplicas.
Para hacer bien el trabajo había que ser un poco fría. Así que desoyó los
«doctora, doctora» de algunas mamás y se metió rápido en el consultorio 5.
Guardó la cartera bajo llave porque ya se la habían robado dos veces. Se
puso el delantal y se desplomó en la silla. Prendió la computadora. Dio
vuelta la hojita del taco calendario: 19 de enero. «Ya estamos casi en
febrero, qué barbaridad», se dijo. Suspiró y sintió de nuevo un calor
sofocante que le quemaba el cuello y la cara. No fue inmediata la
conciencia de peligro. Ignoró el síntoma, porque supuso que tenía que ver
con las cuadras caminadas, con la grasa quemada en el viaje. Pero a los
pocos segundos de sentirse en el infierno se dio cuenta de qué era lo que le
estaba pasando. Era grave. Y la había tomado por sorpresa.
FIORELLA

El timbre la asustó. Sin embargo, cuando del otro lado del portero escuchó
«delivery» no pudo contener la alegría. Manoteó el llavero; salió al palier
oscuro. Subió al ascensor, apretó el botón redondo y negro con la «PB»
borroneada. Mientras bajaba se miró en el espejo. Se acomodó la musculosa
blanca para tapar los breteles de silicona y giró para chequear si el jogging
gris que tenía puesto le marcaba demasiado el culo. Ya en la planta baja,
atravesó el hall principal. Vio la espalda del visitante que esperaba del otro
lado de la puerta. Cuando metió la llave computada en la cerradura, el
hombre giró. Fiorella se sorprendió al encontrarse con un desconocido.
—¿Marcela?
—Sí —dijo Fiorella—. ¿Y Claudio?
—¿Puedo pasar?
—Sí, disculpá.
El hombre entró al hall. Ella soltó la puerta.
—Claudio no daba abasto con los clientes y ahora yo me ocupo de
esta zona.
—Ah.
Caminaron hacia el ascensor. Fiorella se sintió incómoda. Era la
misma sensación que la primera vez que subió a su departamento con
Claudio, el mismo miedo, el mismo peligro. Abrió la puerta del ascensor y
aprovechó para mirar al nuevo dealer. Era un chico de unos veinte años.
Tenía una remera musculosa negra, unas bermudas con estampado militar
con muchos bolsillos y sandalias en los pies. En la pantorrilla tenía un
tatuaje y también un piercing en la ceja derecha. Subieron hasta el quinto
piso. Dentro del cubículo la incomodidad fue peor.
—Me llamo Jerónimo —dijo el dealer.
—Ah —dijo Fiorella con timidez.
Llegaron al departamento. Ella abrió y pasó primero.
—Qué lindo depto —dijo él.
—Ah, sí, gracias.
Jerónimo se sacó la mochila. Abrió el cierre y extrajo una bolsa de
polietileno con cierre hermético.
—¿Lo tuyo eran cien pesos, no?
—Sí —dijo ella mientras sacaba el billete plegado que tenía
aprisionado entre su espalda y el elástico del jogging. Se lo alcanzó.
Jerónimo lo desplegó y lo guardó en una billetera con velcro. Le dio la
bolsa a Fiorella.
—Bueno… —dijo ella para concluir, pero él la interrumpió.
—¿Te puedo pedir algo para tomar? Perdón, pero estoy caminando
desde la mañana...
—Claro, disculpame que no te ofrecí antes, bancame que ahí vengo
—Fiorella fue a la cocina, abrió la heladera—. ¿Qué querés? —le gritó—.
¿Coca, cerveza?
—Cerveza.
Destapó dos porrones y los llevó al living. Jerónimo se había sentado
en el sillón y curioseaba entre las revistas que guardaba debajo de la mesa
ratona. Fiorella disimuló la sorpresa y le alcanzó la botellita.
—Gracias, Marce —dijo el dealer. Jerónimo dio un sorbo y suspiró
con placer,
como si estuviera en un comercial de televisión. Fiorella abrió la
bolsa, sacó un cogollo y fue a buscar una tijera y papel para armar. Se puso
a cortarlo con prolijidad mientras el intruso la miraba.
—¿Y vos a qué te dedicás?
—Soy promotora.
—¿Y hoy estás de franco que estás acá a las dos de la tarde?
—No, laburo de noche... en boliches y eso.
—Ah —dijo Jerónimo.
Fiorella soltó la tijera, reunió la marihuana recién picada con una
mano y la arrastró hasta el papel de armar. Lo llenó, lo distribuyó alineado
todo a lo largo e improvisó un filtro con un pedacito de cartón que cortó de
un pack de Marlboro. Jerónimo la miraba.
—Qué prolijidad —dijo.
Ella sonrió. Cerró el cigarro con la lengua y le pasó fuego en la unión
para que no se despegara. Lo encendió. Aspiró con placer. Se llenó la boca
de humo, lo retuvo unos segundos y exhaló apuntando hacia arriba. Con
amabilidad, le alcanzó el porro al dealer. mierda.
—No, gracias.
—¿No te dejan fumar? Jerónimo sonrió.
—No es eso. Es que no me drogo.
—¿Cómo?
—No fumo. Las drogas me parecen una

—¿Me estás jodiendo? —Fiorella se rio: se atragantó con el humo y


tosió como una novata.
—No, de verdad. Vendo porque me da guita fácil. Yo toco la guitarra.
Antes que laburar en una oficina prefiero esto que es más rentable y me
deja tiempo para componer y ensayar. Entré hace poco igual, sobre todo
porque Claudio tiene algunos clientes músicos y me prometió que me va a
pasar algunos contactos... Por ahí puedo colar un demo con el tiempo.
—¿Conocidos?
—Varios —Jerónimo tomó otro sorbo de cerveza y Fiorella se dio
cuenta de que no le iba a dar ningún nombre.
—Entonces yo vendría a ser una especie de sponsor en tu carrera... —
dijo ella.
—Una cosa así —dijo él con una sonrisa pícara. Terminó la cerveza y
la apoyó sobre el vidrio de la mesa ratona—. Bueno, a seguir pateando —
dijo. Manoteó la mochila y se paró. Fiorella dejó con cuidado el porro en el
cenicero. Buscó las llaves con la vista, se puso de pie y las agarró. Espió en
un espejo si él le miraba el culo pero se sorprendió al ver que no.
—Gracias por la birra.
—No es nada.
—Tomá —le dijo mientras le alcanzaba una tarjetita personal—,
llamame cuando te quedes corta. Fiorella leyó el pedacito de cartón. Decía:
«Jerónimo Zelaya/Entertainer». Bajó a abrirle y cuando volvió, el
departamento le pareció más grande y silencioso que nunca.
Esa noche, en el camarín del boliche, abrió el pack de Marlboro y
sacó los dos porros.
—Llegó el dealer, chicas —dijo.
Las otras tres promotoras festejaron la noticia.
—¿Cómo conseguiste? El mío está seco desde enero —dijo Eleonora,
la única rubia de nacimiento.
—Contactos —contestó ella, haciéndose la importante—, ahora tengo
porro vip.
—Pasámelo, conchuda —dijo Maite, la pelirroja de rulos.
—Ah, ah, es exclusivo, chicas, sorry.
—Dame que en quince salimos —Loli agarró un porro y lo prendió.
Le dio dos secas y se lo pasó a Maite. El camarín no tardó en llenarse de
humo.
—¡Está rico! Nada que ver con el paraguayo que trajiste la otra vez
—dijo Eleonora en dirección a Maite.
—¡Tenía gusto a meo! —reconoció Fiorella.
Las chicas se rieron. De pronto unos golpes en la puerta anunciaron
que era la hora de salir. Afuera las esperaba uno de los patovicas. Apagaron
el porro. Fiorella lo volvió a guardar en la tapa del pack de cigarrillos. Se
retocaron por última vez en el espejo y salieron en fila. Caminaron
custodiadas a través de la gente que les gritaba y les sacaba fotos.
Escucharon la presentación por los parlantes.
—Atención. Ahora en Sunset... ¡las chicas Speed!
El dj puso AC/DC y las cuatro chicas subieron al escenario. Bailaron
sensualmente. Fiorella miró al salón y flasheó con las luces de los celulares.
Mientras se movía abrazada a Loli vio alguna de las caras de los tipos que
le gritaban barbaridades desde la primera fila. Ahí arriba no le molestaban
las guarangadas. No era ella, se sentía una actriz. Giró y se agachó, apoyó
las manos en las rodillas. El pantalón de cuero ajustado dejaba adivinar la
línea media de la entrepierna. El uniforme estaba diseñado así adrede, para
formar el camel toe. Los hombres deliraban. Maite se acercó y le recorrió la
raya del culo con el dedo. Le dio una nalgada. Fiorella se sintió excitada.
Pensó en Jerónimo, soñó con que tocaba la guitarra para ella sola. Se
recompuso, agarró a Maite del cuello y le dio un beso exagerado. La
compañera respondió con lengua. En un segundo, sus ojos se encontraron.
Loli se sumó al beso; abrazó a las dos por la cintura. Los flashes no paraban
de iluminarlas. Eleonora se puso atrás de Maite e hizo la mímica de cogerla
mientras le daba en el culo con un látigo imaginario. Loli se salió del grupo
y se acercó hasta el borde del escenario. Buscó a algún chico para subirlo a
participar. Los candidatos levantaban la mano con desesperación. La rubia
estiró el brazo y tiró del primero que la sujetó. El elegido levantó los puños
en un festejo futbolístico mientras los demás aplaudían. Lo dejaron paradito
en el medio y se turnaron para bailarle. Loli fue la primera. Lo acarició en
la cara, le acercó la boca sin tocarlo y bajó hasta quedar en cuclillas, con las
piernas abiertas, con el culo de cuero negro brillante apuntando al público.
Maite se puso detrás, le acarició el pecho y amagó con sacarle la remera.
Fiorella se acercó y le comió la boca. Sintió que el chico besaba bien. Fuera
de protocolo, tal vez por el efecto del porro, le metió la mano adentro del
jean. Sin dejar de besarlo, le acarició los testículos. El flaco parecía
desfallecer. En pocos segundos el show terminó. Lo dejaron caliente: se
tapaba la erección con las manos. Las cuatro lo saludaron con un beso en la
mejilla. El chico se rio y se bajó sin chistar: entendía el juego. El
presentador volvió al escenario y las chicas saludaron con las manos,
tiraron besitos al aire y se fueron.
—Boluda, le tocaste los huevos —le dijo Maite a Fiorella de vuelta
en el camarín—. Te vi.
—Este porro me pone hot.
Las cuatro se rieron. Brenda, su jefa, interrumpió el momento.

—Chicas, para el sábado las necesito bien depiladas y con bikini...


Hay evento en Mar del Plata, así que salimos el viernes tempranito.
¿Pueden todas?
—Sí —contestaron tres al unísono.
—Yo no sé, Bren, depende del Dow Jones. Todas se rieron, parecía
un chiste de Fiorella, pero en el fondo ninguna entendió qué quería decir.
Brenda no le dio importancia al comentario.
—La combi pasa a las ocho por lo de Loli
—dijo, y antes de irse, acotó: —Fiore, afuera te está esperando el
flaco al que le tocaste los huevos, ¿qué le digo?
Las chicas explotaron de la risa.
—Pedile a Esteban que me lo saque de encima.
—Sí, señora —Brenda imitó la venia militar, cerró la puerta y llamó
al patovica por el handy.
La noche anterior se armó el carry-on con ropa como para los tres
días en Mar del Plata. Se acostó y mientras llegaba el sueño imaginó el
viaje en combi, tomando mate y fumando porro con sus compañeras
promotoras. Necesitaba un cambio de aire.
Sin embargo, cuando abrió el diario al día siguiente se desayunó con
un incremento del Dow Jones del 3,10%.
—Mierda —dijo.
Prendió el Movicom y se encontró con las predecibles llamadas
perdidas. Desenchufó el cargador y marcó un número al tiempo que
caminaba por la cocina hasta quedar frente a la ventana que daba a la calle.
La atendió una voz masculina.
—Soy yo —dijo Fiorella.
La voz del otro lado la atendió con entusiasmo. Le dijo que la había
estado buscando con desesperación y que estaba con muchas ganas de
festejar. Ella le contó que la noche anterior había trabajado, así que recién
se levantaba. Él se excusó por la insistencia, pero ella lo tranquilizó: el
celular estaba apagado y ni se había enterado de que él la había estado
llamando. Una vez terminada la charla preambular, acordaron una visita. El
plan de la voz masculina era «inventarse algo para las siete de la tarde»,
pero Fiorella le contó sobre el inminente viaje a Mar del Plata. A él le dio
curiosidad el motivo del viaje. Ella le explicó que había una competencia de
surf y que la marca para la cual ella trabajaba, Speed, sponsoreaba el
evento, por lo que las promotoras tenían que hacer presencia en la playa.
Quedaron en que él haría un esfuerzo para adelantar sus horarios pero que si
no lo lograba, pasaría por la casa de Fiorella de todas maneras y se quedaría
menos tiempo.
La persona con quien habló se llamaba Christian Pacheco. En las
facturas telefónicas correspondientes al móvil de Fiorella se pueden
encontrar entre dos y tres llamadas mensuales de Pacheco, la primera de
todas fechada el 10 de agosto de 1991. Se conocieron en El Cielo, el
boliche de la Costanera. Fue la primera vez que Fiorella, en ese entonces de
quince años de edad, fue a bailar sola. Esa noche todas las amigas con las
que solía salir le fallaron y ella no pudo aguantar la angustia de quedarse en
su casa un sábado. Se vistió con una rara sensación: ¿para quién se vestía?
Siempre estaban sus amigas como referencia de vestuario, pero ir sola la
ponía en otro lugar, así que decidió subir un poco el tono de la ropa.
Exploró el placard, hurgó entre las prendas, descartó las que usaba más a
menudo. Se encontró con un pantalón de cuero negro que jamás había
usado. Se lo puso. Se miró al espejo. Era demasiado provocativo, pero esa
noche no le importó: ¿quién la podía juzgar? Se sintió un superhéroe que
preparaba su traje de incógnito para salir a patrullar la ciudad. Agarró sus
únicos zapatos de taco y una musculosa que le marcaba los pezones y
dejaba entrever por los costados el escaso tamaño de sus tetas. En el baño se
pintó los labios y se maquilló los ojos fantaseando con que se dibujaba un
antifaz. Se dejó el pelo suelto, morocho todavía, porque daba una impresión
más salvaje. Parecía mayor.
Se escabulló sin hacer ruido. Sus padres dormían. No les había
avisado que salía. Alcanzó la calle y caminó hasta la avenida, donde se
tomó un taxi que la dejó en la puerta del boliche. Había hecho mil veces la
cola para entrar, rodeada de chicas y chicos mucho más grandes, pero esta
vez la sensación era distinta. Era raro estar ahí sola. No se reconocía a sí
misma. Sintió un cosquilleo nervioso en el estómago y en la garganta. Era
una actriz a punto de salir a escena.
En la pista se movió más libre que nunca. Otras veces tenía que
seguir a sus amigas adonde fueran: ellas elegían dónde instalarse, cuándo ir
al baño, qué pedir en la barra. Funcionaban como un grupo homogéneo y
ninguna se separaba. Si alguna había enganchado a un chico, las otras dos
tenían un manual de comportamiento y esperaban a que su amiga terminara
de franelear en los apartados para irse juntas. Ahora no. Cada decisión ahí
adentro era suya. Eso la atemorizó, pero también la excitó.
Se pidió un daiquiri de frutilla en la barra y en el tiempo que le duró
el trago fue encarada por cinco chicos. A diferencia de cuando estaba en
grupo, se dejó seducir por un rugbier, le dio más chances a otro con pinta de
nerd hasta que lo rechazó y se apretó durante unos minutos a un equis. Tres
daiquiris más tarde, tenía en su haber dos besos de lengua y una apoyada
durante una lambada. Sintió que nada la podía detener: era todopoderosa.
Después de rechazar a un nuevo candidato, encaró hacia un parlante y se
subió. Bailó con una sensualidad desconocida. Abajo, un grupo de hombres
calientes le tocaban los tobillos y aullaban como lobos. Fiorella estaba en la
cima de la felicidad, con todos esos ojos deseándola, babeándose por ella.
De pronto, entre ese tumulto de pajeros, vio acercarse a un hombre distinto.
Era mucho más grande de edad, estaba bronceado, tenía la camisa abierta
en tres botones y destacaba por estar vestido más elegante que el resto. Un
hombre de otra categoría. Ella lo miró fascinada. Sintió una electricidad en
el cuerpo, una sensación inequívoca de que ese hombre venía por ella, a
rescatarla, decidido como ningún otro a llevársela de ahí, subiéndosela al
hombro primitivamente, sacándose de encima a la competencia vulgar
como si fueran moscas inofensivas. Y así fue. El hombre se hizo lugar entre
la masa y quedó parado frente a ella. La miró con otros ojos, no parecía
desearla sino que la esperaba mientras le daba sorbos a un seductor vaso
con whisky.
El hombre era Pacheco. Veintisiete años. Agente de bolsa. Con el
dedo índice la llamó, quería decirle algo. Fiorella, transpirada y excitada,
bajó hasta quedar en cuclillas, en una pose sexual involuntaria. Notó que los
ojos de Pacheco se le iban a la entrepierna. Ella abrió un poco más las
piernas y se estiró apenas hacia él, cosa de quedar su oído cerca de la boca.
Pacheco también se estiró. Ella olió una mezcla de perfume con aroma a
whisky. Sintió el aliento. Él percibió el daiquiri en su transpiración. La oreja
de Fiorella quedó alineada a la boca de Pacheco, que con una voz de timbre
seductor, le dijo:
—¿Cuánto?
Ella pensó que había entendido mal, que la música alta que salía del
parlante de abajo de sus pies había tapado parte de la pregunta. «Me debe
haber querido decir cuántos años tengo, o cuánto falta para que me quiera
ir».
—¿Cómo? —contestó con curiosidad.
Esta vez se concentró más en esa voz áspera y varonil.
—¿Que cuánto me cobrás por irte conmigo?
—dijo Pacheco.
Fiorella se despegó del hombre, indignada, pero el sentimiento le
duró apenas unos segundos.
Lo miró, le pareció lindo, paternal, amable. Los límites del juego se
habían corrido, la desafiaban tal vez a renunciar, pero ella, valiente,
cabezadura, no se iba a bajar ante el primer obstáculo.
—Lo que quieras, ¿eh? Hoy estoy generoso
—Pacheco detectó que Fiorella se alejaba y quiso dejar claro que no
iba a aceptar un «no» como respuesta.
—Cincuenta —dijo Fiorella, sin conocer los precios de mercado. Sin
embargo, para una chica de quince, era plata.
Pacheco sonrió. Tal vez por lo bajo del precio, tal vez por haberse
salido con la suya.
—Trato hecho —dijo.
Fue muy galante y respetuoso al ayudarla a bajar. Le estiró la mano y
Fiorella pudo sentir la seguridad y fuerza de su agarre. Ella bajó una pierna,
se sentó en el parlante para después dar un saltito hacia el salón. Pacheco la
recibió con los brazos abiertos. La escoltó entre la gente hacia el
guardarropas. Los demás lo miraban como si fuera un prócer. Esperó a que
le devolvieran el abrigo y salieron juntos a la calle. Sobre la vereda, en un
estacionamiento improvisado por el boliche, Pacheco le abrió gentilmente
la puerta del acompañante de su BMW negro. Ella subió. Antes de cerrar,
Pacheco se agachó para entrarle un pedazo de tapado para no agarrárselo
con la puerta. Mientras rodeaba el auto, Fiorella tuvo unos segundos para
admirar el lujoso interior: el olor a cuero, los apliques de madera, el tablero
moderno. Al subir, él la miró.
—No me dijiste cómo te llamás —dijo.
—Fiorella. Pacheco sonrió.
—Buen nombre. Ella no entendió.
—Yo soy Christian.
Pacheco arrancó el auto. Durante el viaje le contó que trabajaba en la
bolsa de valores hacía varios años, que su carrera iba muy bien, aunque era
un trabajo muy estresante. Que esa noche festejaba que había comprado a
buen precio acciones de Acindar y que las había vendido a un precio mucho
mayor. En medio de su presentación, Pacheco le preguntó.
—¿Y vos? ¿Cuántos años tenés?
—Dieciocho —mintió Fiorella.
—Ah, bueno, me salvé por poco de no ir preso... ¿Hace cuánto
laburás? ¿A qué edad empezaste?
—Cumplí dieciocho en enero. Arranqué a laburar hace unos meses,
soy bastante nuevita — mintió ella otra vez.
La información pareció dejarlo tranquilo. Manejó en silencio los
minutos restantes hasta llegar a su departamento.
—Este es un bulo que nos pagamos con otros compañeros de laburo.
Mi esposa piensa que estoy en Venezuela en estos momentos.
Pacheco abrió la puerta e invitó a pasar a Fiorella. Ella entró
tímidamente. Él cerró, tiró las llaves sobre una mesita y recorrió el
monoambiente prendiendo las luces. Era como una habitación gigante,
porque en el medio había una cama con colchón de agua, una repisa con un
equipo de audio y una kitchenette.
—¿Querés dejar el abrigo acá? —señalaba un silloncito que estaba en
una esquina. Ella asintió. Él se acercó y la ayudó a sacarse el tapado. Al
verla, se conmovió.
—Sos tan linda... —le dijo. Se acercó para besarla. Le colocó una
mano en la nuca, debajo del pelo y la besó con pasión. Fiorella se dejó
llevar. El beso le pareció delicado. Se dio cuenta de que estaba excitada. El
momento duró varios minutos. Él la acompañó, sin soltarle la boca, hasta el
pie de la cama. Dejó que ambos cayeran sobre el colchón de agua. Pacheco
se colocó de costado. Le levantó apenas la musculosa y la acarició en la
cintura desnuda. Pasó una pierna por encima y le hizo sentir su erección.
Fiorella se relajó por completo: viajó mentalmente a un lugar mágico en
donde no existían los recuerdos ni el dolor. Pacheco calmaba su tristeza, la
contenía, le demostraba el camino de la tranquilidad. De repente,
interrumpió el momento.
—Disculpame, me olvidé de pagarte.
—No importa, me lo das después —dijo ella.
Se desnudaron. Y ahí Pacheco perdió todos los buenos modales. La
trató con desprecio, le dijo cosas que nunca nadie le había dicho durante el
acto sexual. La nalgueó, la besó y le relató las cosas que le iba a hacer. Le
exigió poses, le hizo propuestas denigrantes. Y ella, lejos de sentirse
ofendida, se calentó todavía más. Cuanto más humillante parecía la
relación, más excitación sentía. Antes de acabar, él irguió el torso en la
posición del misionero y rodeó el cuello de Fiorella con ambas manos.
Simuló ahorcarla. No apretó, pero ella sintió que él tenía ganas de hacerlo.
Se movió cada vez más rápido, hasta que aflojó en un orgasmo gritado sin
vergüenza. Ella también sintió que el cosquilleo fluía hacia un fin
placentero. Al terminar, sin beso ni abrazo, él se salió de adentro de ella y
caminó desnudo, con las medias puestas, hasta el bañito. Sin cerrar la
puerta, prendió la luz, se puso en puntas de pie y acomodó el pene en el
lavabo.
Abrió el agua caliente y la dejó correr. Fiorella giró en la cama y lo
miró: estaba todo transpirado, con los pelos revueltos, con el pene
semiflácido.
Pacheco salió renovado del baño: se mojó la cara y caminó en pelotas
hasta la cama. Fiorella seguía acostada. Lo vio buscar el calzoncillo,
ponérselo y después ir hasta donde tenía colgado el saco. Manoteó la
billetera del bolsillo de adentro y sacó un par de billetes.
—Tomá —dijo.
Fiorella los agarró sin ningún tipo de emoción. Pensó en decirle que
no le diera nada, que no hacía falta, pero algo la hizo callarse. Miró los
billetes. Sumaban setenta dólares.
—Habíamos arreglado cincuenta.
—Regalo de la casa.
—Gracias —dijo. Se bajó de la cama, guardó la plata en la cartera y
se vistió. Pacheco hizo lo mismo.
—Escuchame. ¿Tenés una tarjetita con tu teléfono? Me gustaría
volver a usar tus servicios algún otro día.
Ella sintió felicidad. Después se dio cuenta de que no podía darle el
teléfono de la casa de sus padres. Contempló la posibilidad de decirle la
verdad, pero una vez más, sintió que haría añicos la aventura.
—Trabajo más bien por el boliche, no le doy mi teléfono a ningún
cliente.
—Ah, qué cagada. ¿Y cómo puedo hacer para encontrarte? ¿Vas
todos los días al Cielo? ¿Le pregunto por vos a los barman?
—No, voy a veces.
—Se me ocurre una cosa, mirá: yo te voy a querer ubicar solo cuando
suba Acindar, ¿sabés? Porque solo esos días puedo disponer de plata extra
para gastar en sexo. Las cotizaciones salen todos los días en el diario. Fijate
cuando suban y ese día pasá por el boliche que te voy a estar esperando
tomándome algo en la barra, ¿te parece bien?
—Probemos. Puede funcionar —contestó ella.
EVARISTO

El cursor del Word titilaba centrado en medio de la pantalla. Necesitaba un


título para empezar a escribir. Lo que buscaba era una gran novela. Su ópera
prima tenía que ser excepcional. Sabía que se podía hacer. Le había pasado
a varios de los escritores que le gustaban. ¿Por qué no podía pasarle a él?
Había empezado a escribir cuentos nada más que para justificar una
vocación desconocida. Las tramas, las oraciones, las situaciones literarias
habían irrumpido en su cerebro hacía un año, modificando una cabeza
acostumbrada a imaginar cuerpos perfectos para dibujarlos sobre las fotos
reales con el aerógrafo del Photoshop. De pronto dejó de pensar en piernas
sin estrías o colas sin celulitis. Todo eso se esfumó para darle paso a las
historias. Una frase leída en un sobre de azúcar le había dado aliento: no es
poeta quien escribe poemas sino quien los imagina. «Yo no elegí la
literatura, la literatura me eligió a mí», pensó. De la imaginación pasó a la
acción una noche de insomnio y casi en un cliché cinematográfico, se sentó
frente a la computadora a escribir su primer cuento. Los dedos tecleaban
mecánicamente y solo la luz del monitor alumbraba la habitación. Poseído,
transpirado, en cueros y calzoncillos, experimentó por primera vez ese
placer hipnótico. Al día siguiente, cuando se sentó en su silla con rueditas
en la redacción de Gente, donde trabajaba hacía varios años, se dio cuenta
de que el retoque ya no le importaba, que no le hacía ni cosquillas al arte de
contar historias. Había escrito nada más que un cuento, pero su objetivo
final era otro.
Sin embargo, ahí estaba la pantalla en blanco. Ni una palabra escrita
todavía. Lo tentaba el número de Valentina, la chica que había conocido por
casualidad en el casamiento de su amigo Adrián. Estaba pinchado en el
panel de corcho amurado a la pared y no dejaba de distraerlo. Miró por la
ventana. La luna, gigante, alumbraba la ciudad. Subió los pies al escritorio
de madera y se reclinó sobre el sillón de cuero negro de diseño que le había
costado una fortuna. Clavó la vista en el empapelado retro de tonos verdes y
marrones con el que había decorado su estudio, el tercer ambiente diminuto
pero útil de su departamento en Núñez. Repasó la biblioteca repleta de
novelas. En un estante especial reposaban los libros de comics, fotografía y
decoración que había comprado por internet. El ambiente era perfecto para
ponerse a trabajar, sin embargo, sus ideas eran desordenadas y ninguna
merecía ser escrita. Era la cuarta noche consecutiva en la que llegaba de
trabajar alrededor de las diez, cenaba alguna porquería que no requiriera el
uso de cubiertos y se sentaba frente a la computadora con un whisky a
mano. Pero el doble turno laboral perjudicaba su creatividad. Vencido por el
sueño, apagó la máquina a las 2 a.m. Manoteó el libro The Fashion Book,
con desnudos fotográficos. Se masturbó un poco con cada página hasta que
encontró una que le generó la suficiente excitación: en blanco y negro, una
modelo negra estaba acostada en un sillón de cuero, tapándose la
entrepierna pero dejando entrever un poco de vello púbico. Una vez
satisfecho, se fue a dormir.
Lo despertó el teléfono. Miró el reloj: 7:15. Puteó en voz alta y se
tapó la cabeza con la almohada, sin poder evitar que el sonido se le metiera
en los oídos. Faltaban todavía dos horas y media para levantarse. Se destapó
con violencia. Se quedó mirando el techo esperando a que atendiera el
contestador. Las frustradas trasnoches literarias le dejaban poco margen
para dormir y ser despertado antes de tiempo le provocaba una violencia
salvaje. Podía llegar a matar a los obreros que martillaban o agujereaban
desde temprano. Quien llamaba cortó sin dejar mensaje y Evaristo no tuvo
más remedio que levantarse: una vez que abría los ojos no podía volver a
dormir.
Decidió que, después de todo, era una buena oportunidad para hacer
los ejercicios de meditación que le daba Filippo, su guía espiritual. El jefe
de retocadores de la revista, Natalio, se lo había recomendado apenas unos
meses atrás. Natalio era un cheto de cuarenta años, de San Isidro, hijo de un
empresario exitoso, y meditaba sin falta veinte minutos todas las mañanas y
también por las noches antes de acostarse. Evaristo lo hacía una vez por
semana y obligado, no sentía placer alguno. Pero la imagen exitosa de su
jefe, quien decía que la terapia budista tenía mucho que ver con ese éxito, lo
convencía para no rendirse. Todavía dormido, preparó los elementos
necesarios. Buscó en el balcón las siete piedras que le había dado Filippo y
que tenían que absorber la energía solar. Sacó del placard una alfombra con
motivos hindúes y un cd con música zen. Reunió un par de portarretratos
con fotos suyas de chico y los apoyó en un rincón del living, sobre el piso
de madera flotante. Se sentó sobre sus rodillas, cerró los ojos y respiró
mientras visualizaba el aire entrando y saliendo por su nariz. Los sonidos de
agua y cuerdas de la música lo ayudaban a relajarse. Atento a las
instrucciones, se imaginó los mandalas correspondientes a los chakras.
Mentalmente describió el significado de cada componente del chakra uno:
los cuatro pétalos, el color rojo, el cuadrado interior, los elementos
asociados. Repasó uno a uno los siete mandalas. Después se acostó sobre la
alfombra y se colocó las siete piedras distribuidas desde el centro coccígeo
hasta la tapa del cráneo. Durante la sesión de piedras tenía que imaginar que
liberaba la energía en cada punto de su cuerpo. Se concentró entonces en
luces de colores. Visualizó una luz roja que le atravesaba el coxis, una
naranja que circulaba libremente por el vientre, una amarilla que bailaba en
la boca del estómago, una verde que le inflaba el pecho de energía. Pero al
llegar a la luz azul de la garganta sintió que se convertía en un destello
blanco que se abría y cerraba entre las cejas, arriba de la nariz. Era un
vórtex luminoso que se proyectaba hacia el infinito. Quedó hipnotizado
unos segundos. El cerebro disfrutaba de una paz inaudita. Cada tanto, el ojo
de un perro lo miraba desde el centro del espiral lumínico. Se asustó, pero
su inconsciente controlador le avisó que veía por primera vez en su vida el
tercer ojo que tantas veces le había mencionado Filippo. La lógica metió la
cola y el vórtex desapareció, pero Evaristo quiso beber más de esa
sensación, así que logró relajarse de nuevo gracias a la música. Al poco rato
la luz volvió, pero esta vez trajo consigo imágenes:
Una casa chorizo vieja, de principio de siglo. Un pasillo largo, de
cerámica fría.
Un joven, descalzo.
Siente miedo, porque está solo en la casona vacía. puerta.d istrae.
Al fondo del pasillo hay una habitación sin El joven camina temeroso
hacia allá.
En la habitación hay un televisor viejo. En la pantalla, un partido de
fútbol.
El joven se sienta a verlo, pero algo lo

Sobre el televisor caen gotas desde el techo. El joven se acerca.


Comprueba que las gotas son de sangre.
Mira al techo y ve una gran mancha de humedad color rojo oscuro.
La sangre se filtra por la terraza. En pleno pánico, llama a la policía.
Pero nadie atiende: están mirando el partido. El joven se da cuenta de
que está solo.

Tiene dos opciones: subir a la terraza o esconderse.


Junta valor.
La curiosidad lo obliga a moverse.
Camina por el pasillo frío hacia la escalera que lleva a la terraza.
Sube.
Abre la última puerta con cautela. Y lo que ve, lo horroriza.
Un niño de diez años come, como si fuera un manjar, las entrañas de
un perro. El joven reconoce en ese animal a su mascota. El perro sangra,
desgarrado. El niño levanta la vista para ver al visitante y sonríe, con la
boca empapada en sangre.

La imagen se esfuma de repente. Evaristo vuelve a la realidad,


asustado, pero al darse cuenta de que todo fue imaginación, siente, de
golpe, una paz profunda. La música zen ya no suena. Se pregunta qué fue lo
que pasó. Supone que se quedó dormido, pero recuerda que Filippo insiste
en que es imposible que eso suceda mientras se medita. Tiene que ser un
mensaje del tercer ojo. El primero que experimenta en su vida. Pero ¿cuál
es ese mensaje?
¿El joven era él? Quiere analizarlo pero no tiene la suficiente
información. Entonces se para, enrolla la alfombra, guarda las fotos, el cd,
las piedras. Apaga el equipo y se prepara para irse a trabajar. En la próxima
sesión con Filippo podrá aclarar las dudas.

Llegó a la revista más temprano de lo habitual. Cruzó la recepción,


saludó con un beso a la recepcionista y caminó hasta su puesto, uno de los
diez lugares enfrentados a lo largo de una gran mesa donde trabajaban los
cinco retocadores fijos de la redacción. Cada uno con su computadora, su
teléfono, sus auriculares y su silla. Colgó su bolso de cuero marrón del
respaldo y miró hacia la isla de vidrio desde donde Natalio ve trabajar al
personal. Lo saludó desde lejos, con un gesto de la mano, pero él hablaba
intensamente por celular y no le devolvió el saludo. Así que prendió la
máquina, abrió el mail y se fue a desayunar a la cocina. Ahí leyó el diario,
comió dos medialunas de grasa y se tomó un café con leche. Cuando volvió
a la mesa de trabajo vio que habían llegado más compañeros: los saludó,
conversaron un rato y se puso a trabajar. A media mañana vio que Natalio
estaba más tranquilo. Se acercó a su despacho y le golpeó la puerta. El jefe
lo invitó a pasar.
—Permiso.
—Pasá, pasá.
Evaristo lo saludó con un beso. Natalio estaba reclinado en el sillón
de cuero, con los pies arriba del escritorio. Le miró los caros zapatos,
comprados en su último viaje a Londres. La camisa italiana contrastaba con
la chomba rayada de Evaristo y marcaba la diferencia social entre jefe y
empleado. Sin embargo su relación era muy amistosa.
—¿Cómo va? —Natalio lo palmeó en la espalda. Evaristo notó que
su jefe tenía el ceño fruncido.
—Bien. Te quería contar algo que me pasó esta mañana.
—Decime.
—Vi el tercer ojo.
—¿En serio?
—Sí, fue impresionante. Se me abrió de golpe.
—¿Viste lo que es esa sensación?
—Sí.
De pronto, fuera de protocolo, Natalio lo atrajo hacia él y lo abrazó
con fuerza.
—Cuánto me alegro, loco, en serio, te merecés estar bien.
Evaristo sintió que el abrazo de su jefe era sentido. Se separaron y
Natalio le dio una cachetadita cariñosa.
—Me pone muy contento. En serio.
—Recién hoy sentí que la terapia de Filippo funcionaba.
—Claro que funciona, a mí me cambió la vida... y mirá que estaba
peor que vos, ¿eh? No estaba ni cerca de tener todo lo que tengo ahora... Mi
vida hizo así (extendió la mano y dio vuelta la palma como un panqueque).
—Bueno, te quería decir eso. Me vuelvo a la compu.
—Dale. Mantené el aura armonizada.
Evaristo dejó la oficina de Natalio. Jamás se hubiera imaginado que
su jefe fuera tan sensible.
El jueves sintió una molestia que no había sentido en toda su vida.
Después de bañarse, al dar los pasos que iban desde la ducha hasta su
habitación, sintió que le pesaban los testículos. No llegaba a ser un dolor
pero le preocupó sentir que algo no andaba bien. La molestia era una
sensación que subía hasta el abdomen y hacía eco en la garganta —como si
los tuviera atragantados— y la sentía de manera más clara cuando
caminaba. Desde su adolescencia había experimentado un excesivo cuidado
por los testículos. Un compañero del secundario tuvo varicocele y de solo
pensar en la posibilidad de una mínima intervención quirúrgica en esa zona
se le ponían los pelos de punta. Las veces que jugando al fútbol había
recibido pelotazos en los huevos lo había invadido un pánico anormal a
perderlos. Y ni hablar del sexo. Cuando una chica se dedicaba a explorar el
área ya sea con la lengua o con las manos, Evaristo tensaba los músculos de
las piernas, tiraba los pies hacia atrás y ponía muecas de sufrimiento al
tiempo que experimentaba dolores inexistentes. En los vestuarios del club
no podía mirar la violencia con la que algunos viejos se secaban las pelotas
y en las películas porno no soportaba que los actores se pusieran anillos o
que las actrices los agarraran fuerte del escroto. En definitiva, la molestia
aparecida era, para él, una tortura china.
El momento era más que inoportuno. Esa noche había quedado en
tomar algo después del trabajo con Valentina. Trató, sin embargo, de
mantener la calma. Llegó a la redacción. Se sentó en su silla y se movió
para buscar una posición en donde no sintiera los testículos aplastados.
Cuando la encontró, se quedó lo más quieto posible. Se concentró en la
pantalla de la computadora y movió apenas el brazo hábil para manejar el
mouse.
A media mañana, su jefe Natalio lo tocó en el hombro. Traía una hoja
impresa en la mano y Evaristo sabía que eso significaba que alguno de sus
retoques había vuelto rebotado por el departamento de Armado.
—Tomá. La mina dice que el bebé da muy gordo.
Evaristo agarró la hoja y la miró. Era la foto de una modelo conocida,
desnuda, de perfil, que sostenía en sus brazos, también desnudo, a un bebito
africano. El titular decía increíblemente
«Quiero adoptar a un bebé de color» y la foto iba a ser la tapa del
próximo número de la revista. Evaristo había trabajado durante más de tres
días para borrarle unos rollitos y unas estrías a la modelo, suavizando con el
airbrush las arrugas de la piel y desapareciendo las imperfecciones de los
contornos. Al bebé no lo había tocado más que en los ajustes de levels,
brillo y color que aplicaba a cualquiera de las fotos que eran para publicar.
—¿Quién lo pidió? Es una locura, Natalio.
—Lo pidió la modelo. Vio las fotos, dice que ella quedó genial pero
que no le gusta que el bebé parezca obeso... No sé qué decirte, tenés razón,
pero hay que hacerlo.
—Hay que recomendarle un psicólogo urgente a esa mina.
—Te lo dejo. Tiene que estar listo mañana a primera.
Evaristo vio cómo su jefe se alejaba y otra vez le llamó la atención su
ropa: era el único que iba de traje importado, demostrando en cada cosa que
hacía que su nivel de vida era más exitoso que el de los demás empleados
de la revista. Pensó en la foto de la modelo: ¿dónde estaba metido? ¿En qué
había terminado? Su profesión no servía más que para estupidizar a la
gente, venderle pescado podrido; nada de su arte perduraba, nada era útil o
importante. Solo servía para que Natalio cambiara el auto todos los años o
para que comiera en los restaurantes más caros de Las Cañitas con los gatos
que se levantaba en Esperanto los jueves a la noche. La moral le dictaba
renunciar, bajarse de ese barco corrupto y mediocre, pero no podía. ¿De qué
iba a vivir? Ni siquiera tenía un talento real para la literatura, ni siquiera
había escrito un libro. Tampoco le interesaba ser jefe o convertirse en
retocador independiente: para eso tenía que tener una personalidad especial
y, en cierta medida, ir en contra de muchos de sus valores. Los trabajos en
donde se podía vivir de los retoques eran las revistas y la publicidad, y en
ambos lados se manipulaban las fotos para que lo que no era tan bueno lo
pareciera. La flamante molestia en los testículos interrumpió su
pensamiento. Sintió de nuevo que tenía los huevos atorados en la garganta.
Asustado, se paró. Caminó con disimulo, no quería llamar la atención de
sus compañeros. Se metió en el baño. Entró a un cubículo, trabó y se bajó
los pantalones y el calzoncillo hasta las rodillas. Se palpó con delicadeza,
usando tres dedos, como si apretara una frágil pelotita de ping-pong,
comprobando que ningún testículo estuviera hinchado o de un color fuera
de lo normal. Transpiraba. Un testículo agrandado significaba cáncer.
Suspiró relajado. Parecía estar todo bien. Volvió a su puesto de trabajo y
decidió que no podía ir a la cita con Valentina con esa preocupación a
cuestas. Llamó a Filippo y le dejó un mensaje.
—Hola Filippo, soy Evaristo. Necesito una sesión de urgencia, si
podés cambiar algún horario llamame porque no me aguanto ni un segundo.
Yo después te cuento. Gracias. Abrazo.
Miró el reloj. Eran menos cuarto. Filippo debía estar en plena sesión.
En quince minutos sonaría su interno.
Y así fue.
—Hola —dijo escueto el guía espiritual, en un tono de voz calmo.
—Hola. Perdón por la urgencia, pero como te dije en el mensaje no
me aguanto. ¿Me podés hacer algún huequito hoy?
—Seis y media viene Natalio.
En varias oportunidades los dos pacientes habían hecho trueques con
las sesiones y el guía le estaba sugiriendo hacer lo mismo ahora.
—Dale, me arreglo con él. Mil gracias, te veo en un rato entonces.
Del otro lado de la línea solo había silencio.
—Gracias. Chau.
Colgó más relajado y caminó hasta el despacho de su jefe. Lo
encontró mirando en internet unas raquetas de squash.
—Hablé recién con Filippo porque necesito verlo hoy urgente y me
dijo que vos tenés hora seis y media... ¿Te jode cambiarme tu sesión y vas a
la mía el sábado al mediodía?
—No hay problema. ¿Estás bien?
—Más o menos, ya se me va a pasar.
—Si te puedo ayudar con algo decime, ¿eh?
—Sí, no te preocupes, con el cambio éste me das una mano enorme.
Gracias.
—Pará… ¿llegás con el retoque del bebé si te vas temprano hoy?
—Sí, relajá. Lo termino en casa a la noche.
—Mirá que mañana cierra el armado.
—Ya sé, ya sé. Mañana lo tenés.
Estacionó el Renault Gordini en la puerta del edificio de la calle
Mendoza diez minutos antes de su hora, como hacía siempre para cubrirse y
así poder tocar el timbre en punto. Era uno de los tantos requisitos que le
imponía Filippo a sus pacientes: la puntualidad era para que el timbre no
interrumpiera el nirvana del paciente anterior. Evaristo se quedó adentro del
auto escuchando la radio, haciendo tiempo, hasta que faltando dos minutos
bajó y tocó timbre en el viejo edificio del Bajo Belgrano. No esperó
respuesta: como Filippo tardaba unos minutos en bajar a abrir se sentó en
un escalón. Al rato escuchó el sonido de las llaves en la cerradura y se paró.
Vio a su guía espiritual, vestido con una larga túnica naranja, despedir con
un beso a su paciente anterior, una chica de unos veintitantos años,
morocha, de cara pálida. A Evaristo le pareció interesante y se preguntó si
sería poco ético invitarla a salir. La chica pasó frente a él y lo saludó con un
tímido «hola», mirándolo a los ojos solamente una milésima de segundo. Él
estuvo tentado de mirarle el culo al irse pero se resistió, ya que en el
contexto budista el sexo era una experiencia enriquecedora y trascendental.
Filippo lo saludó con un apretón de manos. Lo miró por encima de la frente.
—Tenés mal el aura —le dijo.
Subieron al ascensor en silencio. Como de costumbre Filippo le dio la
espalda a su paciente y se puso a jugar con el llavero: lo movía como un
péndulo. Bajaron en el quinto piso. Filippo abrió las viejas puertas del
ascensor y después la de madera del departamento. Evaristo lo siguió.
Pasaron al ambiente y medio decorado estilo japonés-hindú, con una
alfombra que cubría el ochenta por ciento del espacio, rodeada de
almohadones de todos los tamaños y esculturas de Buda doradas. El olor a
incienso separaba el lugar del mundo exterior y la música zen lograba que
Evaristo se relajara apenas entraba. Se sentaron en el piso, enfrentados,
Filippo en posición de loto y Evaristo, como pudo. La nueva posición le
hizo sentir otra puntada en los testículos, así que se balanceó para
acomodarlos mejor. El guía permaneció callado. Evaristo, con una mezcla
de ansiedad y pánico, le contó de manera abrupta sobre sus dolores, incluso
autocontestándose preguntas que se le ocurrían que Filippo se podía estar
haciendo a medida que avanzaba con la descripción de los síntomas.
—Te preguntarás por qué no fui a una guardia... Es que me da cosa
cómo te tocan, termina siendo peor el remedio que la enfermedad. Además
vos me dijiste que todo tiene que ver con los chakras y con la energía, que
lo físico es una repercusión de lo interno, ¿no?
Filippo movió casi imperceptiblemente la cabeza hacia arriba y hacia
abajo.
—Por ahí no tengo nada, por ahí es todo psicológico, pero una
consulta con un médico me podría calmar la mente. ¿Qué me sugerís?
El guía señaló hacia un costado con un movimiento de la mano, con
la palma hacia arriba: una invitación al otro ambiente, separado por un
biombo, donde esperaba la camilla de masajes. Evaristo se sacó la remera y
las zapatillas, como era rutina. Se acostó boca arriba. Cerró los ojos. El guía
puso música, se preparó con unos ejercicios de respiración y se frotó las
manos con una loción. Masajeó los pies de Evaristo, lo tocó en las partes
más sensibles. Después de cinco minutos le pidió que se diera vuelta.
Evaristo obedeció sin abrir los ojos. El tratamiento siguió en la espalda, con
masajes que incluyeron también los brazos. Para terminar, de nuevo boca
arriba, apoyó un cuenco de cobre sobre el estómago del paciente y lo hizo
sonar como si fuera un gong. Manipuló la vibración y el sonido hasta
volverlos armónicos.
—Abrimos los ojos —dijo el guía. Evaristo, que había entrado en un
trance profundo, volvió a la realidad como quien se levanta de un sueño. Se
vistió y fue al ambiente principal, donde Filippo lo esperaba sentado.
—El otro día, mientras meditaba, tuve una visión grosa —le dijo al
recordar de repente el episodio—. Una gotera de sangre. Y un nene de diez
años que le chupaba la sangre al perro que tuve cuando era chico.
Filippo se quedó pensativo, meditaba la interpretación de la imagen
descripta.
—Para que alguien viva, otro tiene que morir
—dijo displicente para después volver a callar.
—Sí, qué se yo, me desperté de la meditación y volví al instante al
reino de la boludez. Siento que tengo que dedicarme a escribir, no sé, hacer
algo de lo que me sienta orgulloso. Para mañana tengo que retocar a un
bebé porque da gordo. ¿No te parece un espanto?
Filippo se tomó un tiempo bastante largo, mirando a su paciente a los
ojos, pensativo.
—Sí —concluyó.
—Yo quiero ser espiritual, quiero escribir para hablar de las cosas
importantes, pero estoy obligado a trabajar por la plata. Quiero dedicarme a
los demás con mis textos. Escribir libros y llenarme de plata con eso. Como
Chopra. ¿Te gusta Chopra? El guía, una vez más, masticó una respuesta.
Hizo un gesto chiquito con la boca. Levantó apenas las cejas.
Mientras el guía no le contestaba, Evaristo se colgó en un pensamiento.
Filippo, evidentemente, podía combinar las dos cosas. Podría seleccionar a
sus pacientes y aceptar a los que tenían más dinero. Sin embargo atendía
muy contento en su ambiente y medio, manejaba un auto chico, modelo 96;
no ambicionaba más de lo que tenía. Incluso aceptaba pacientes a los que
no les cobraba porque sabía que no le podían pagar. También tenía los otros,
los de grandes ingresos, los que habían progresado económicamente gracias
a su terapia, que les había abierto el primer chakra, que los había ayudado a
cambiar la perspectiva y fluir con la energía correcta. A esos, como a
Natalio, Filippo les cobraba incluso más. Pero se conectaba con su trabajo
de una manera centrada y equilibrada. De algo tenía que vivir. Tal vez
Evaristo se tenía que amigar con su trabajo porque el día de mañana le
podía faltar. Había leído una vez un proverbio budista que decía
«tené mucho cuidado con lo que deseás porque se puede cumplir». Si
Evaristo dejaba todo y se dedicaba a escribir solamente estaría bloqueando,
según su corta experiencia en el tema, el chakra uno y desarrollaría
excesivamente el cinco, produciendo un desequilibrio interno.
—Más o menos —dijo Filippo.
Evaristo no entendió enseguida a qué se refería, hasta que recordó su
pregunta sobre si le gustaba Chopra.
—Es la hora —dijo el guía a continuación—.
Que disfrutes tu cita de esta noche.
—Gracias —dijo Evaristo al tiempo que se ponía de pie.
Pagó la sesión y se fue. Comprobó con sorpresa que ya nada quedaba
del dolor testicular.
PEDRO

Hacía más de veinte años que estudiaba los libros de Aurelio. Pero el último
tiempo lo había hecho de manera más profunda: muy pronto le tocaba dar
un seminario. Cuando la Dirección de los Grupos de Estudio Aurelianos te
elegía para dar una charla significaba una clara evolución personal. Pedro
no quería defraudar.
Por eso cada día, dos horas a la mañana, dos horas a la tarde, se
sumergía en los grandes volúmenes que contaban un enfoque distinto sobre
la vida humana. Ese secreto lo compartían los pocos miembros de la
Escuela de Aurelio, los elegidos, aquellos con la suficiente valentía como
para enfrentarse a esa verdad no dicha por nadie. Bastaba con leer un
capítulo para entender que solo los fuertes podrían vivir con esa
información.
Año tras año se sumaban nuevos miembros, pero no en cantidades
abrumadoras. Era difícil llegar a Aurelio ya que ni él ni su enseñanza iban
en busca de la gente. El método era un puerto al que se llegaba solo, luego
de una ardua y extensa búsqueda interior. Nadie podía decir con exactitud la
manera en que una persona conocía la obra de Aurelio. Pedro apenas podía
recordarlo.
El punto de partida exacto era imposible de definir. Tenía que ver con
su destino: el lugar de su nacimiento, sus padres y su educación le habían
dado forma al despertar de un espíritu inquieto y melancólico. Su madre
había sido modelo y al quedar embarazada tuvo que abandonar la profesión.
El machismo de la época era muy fuerte y las mujeres con hijos dejaban sus
trabajos para dedicarse a su hogar y a su familia. Pero la madre de Pedro no
se había adaptado a la vida de ama de casa. El modelaje le había hecho
probar el mundo de los elogios y la seducción. Se había vuelto esclava de
las miradas de los hombres, de los halagos y de ser un objeto de deseo. Con
el nacimiento del hijo su vida se había convertido en el extremo opuesto:
pasaba encerrada todo el día y vivía para los demás; ya no le importaba a
nadie si no se bañaba, si no tenía buena ropa o si salía sin maquillaje. El
papá de Pedro era científico y lo único que le interesaba eran las fórmulas y
los números. Trabajaba hasta tarde y ni se fijaba en su mujer, que intentó
llenar el vacío con vodka. Murió de cirrosis cuando Pedro tenía cinco años
y su muerte lo convirtió en un zombie que nunca pudo sentirse cómodo en
sociedad: en el colegio era bastardeado por sus compañeros, no tenía
amigos y sufría en secreto. Que su padre continuara con su vida, se casara y
tuviera otros hijos lo dejó más solo todavía.
Enojado, Pedro llenó su destino con preguntas sin respuestas. En vez
de crecer como un chico normal optó por un camino lateral. Fueron muchos
años de recorrido, sumido en el laberinto de la oscuridad mental, el
pesimismo y la búsqueda de una luz en el infierno, hasta que una sucesión
de hechos lo llevaron a cambiar un libro que le habían regalado por otro que
le había llamado más la atención: Todos somos asesinos, cuyo autor era
Aurelio.
El libro y el autor le cambiaron la vida. La obra le había dado un
sentido a todas sus dudas. Le encantó que los textos carecieran de ficción.
Había crecido sin entender cómo la gente religiosa se creía las historias
fantásticas sobre las que se construían las religiones. De ese libro aprendió
que Dios existía, sí, pero porque el hombre lo había creado. Que las
personas podían creer solamente en dos cosas: lo que veían o lo que creían.
—Todo lo que se inventa, existe —le dijo a Ofelia en su primera cita
—. Los extraterrestres, los zombies, Papá Noel, Jesús, Adán y Eva, Dios,
los vampiros… todos ellos existen porque alguien los imaginó y de esa
forma los inventó. Creer o no en ellos es otra cosa, pero que existen,
existen. En el momento en que alguien pensó en Dios le dio nacimiento.
Dios es una idea. Por eso es cierta como cualquier otra idea del universo, ni
más real ni menos. Quien acepta el concepto, se vuelve creyente. Lo único
que no existe es lo que no tiene nombre. Vivir sin creer es muy difícil, triste
y doloroso, por eso preferimos las mentiras. Nuestra ley principal es el
pacto implícito de no ver demasiado profundo. La vida sin ficción es
insoportable, muy pocos soportamos la verdad al cien por cien.
—¿Y vos conocés esa verdad? —le preguntó ella con ironía.
—Sí, pero nunca te la voy a contar. Prefiero que vivas en esa mentira
que te hace tan feliz.
Ofelia se enamoró de él por eso, porque le pareció que en esa frase
Pedro simbolizaba una vida de sacrificios con tal de cuidarla.

El seminario venidero ocupaba por completo la cabeza de Pedro. Era


una ocasión tan importante que decidió comprarse un traje. La vestimenta
no le quitaba el sueño pero pararse frente a una audiencia merecía un toque
de elegancia. Así que buscó contactos y revisó revistas barriales para
encontrar avisos que ofrecieran trajes a un buen precio. Seleccionó un par y
los llamó. Les hizo una serie de preguntas a los vendedores: tipos de tela,
mano de obra y tiempos de entrega. Pero no escuchaba con atención las
respuestas. Lo que más le interesaba era el precio. De todos los avisos solo
uno le cerró: le ofrecían lo que él buscaba a $160. Era un traje usado, pero
en buen estado.
Se tomó dos colectivos para ir a Monserrat. Caminó cuatro cuadras
por Humberto Primo hasta llegar al edificio sobre Dean Funes. Sacó un
papelito del bolsillo junto con los anteojos para corroborar que coincidiera
la dirección. Era una construcción antigua y gris. En la puerta había un
volquete con chatarra y una vieja revolvía la basura. La puerta principal era
a dos hojas y con la madera carcomida por la humedad. Uno de los vidrios
rectangulares detrás de las rejas estaba astillado. Levantó la vista en busca
del timbre. Sobre la pared del costado contó doce teclas, cada una separada
de la otra, con números escritos con pintura blanca. Buscó el 9 y tocó. La
cartonera seguía con la separación de basura y elegía qué le servía y qué no.
Sonó la chicharra de la puerta. Tiró y empujó con violencia hasta que logró
abrirla.
Adentro estaba oscuro. Era un edificio de tres pisos, sin ascensor.
Frente a él había una escalera de mármol deteriorada. En la planta baja un
viejo en cueros tomaba mate en el umbral de su departamento mientras un
perro sarnoso dormía a sus pies. Escuchó sonidos: gritos de mujer, una
radio, un bebé que lloraba. Subió dos pisos hasta quedar frente al
departamento 9. El suelo crujía a cada paso. El palier era oscurísimo y se
sentía un claro olor a pis de gato. A falta de timbre, golpeó con timidez.
Escuchó pasos que se acercaban. La puerta se abrió. Quien estaba frente a él
era un hombre bajo, pelado, con facciones de topo: un sastre retirado que
estaba rematando las últimas prendas que le habían quedado en stock.
Vestía una camisa celeste, mojada en las axilas y en el borde del cuello.
—¿Pedro? Pedro asintió.
—Pase, pase.
Se repitieron los crujidos del piso y el sastre cerró la puerta. Adentro,
el departamento no difería mucho del resto del edificio. Había olor a viejo,
muebles antiguos y desorden general. Pedro pasó a una sala de espera
donde había dos sillas con fundas de nylon y un espejo. El ruido del
ventilador de techo llenaba el ambiente.
—Espéreme acá que ya le traigo lo suyo — dijo el sastre.
Pedro se sentó. Observó el lugar. Las paredes estaban cubiertas de
humedad. La alfombra color rosa gastado debía tener como mínimo
cincuenta años y le dio asco imaginar la cantidad de ácaros que vivirían ahí.
La única ventana daba a un pulmón interno. Aunque el vidrio era
esmerilado podía ver siluetas de ropa colgada y cables.
—Bueno, acá está.
El sastre lo sorprendió. Entró con el traje colgado en una percha y
cubierto por un nylon. Pedro se paró. El sastre agarró de la punta de la
percha y retiró la funda con cuidado. Lo exhibió sosteniéndolo en el aire.
Era un traje blanco, de corte algo antiguo y tela un tanto brillosa, pero no
estaba amarilla: el sastre lo había conservado muy bien. A Pedro le pareció
perfecto. Lo iba a usar solamente un par de veces. El sastre lo descolgó de
la percha y se lo dio para que se lo probara.
El pantalón calzó justo. El ambo le quedaba corto a la altura de las
mangas pero no tenía intenciones de volver a hacer un viaje semejante por
cinco centímetros. Se miró al espejo y pensó que con la camisa y corbata
blancas, más los zapatos de cuero engamados, quedaría excelente.
—Bueno, me lo llevo... —dijo.
El sastre esbozó una sonrisa, que se detuvo cuando Pedro agregó:
—...pero pago máximo $145. La felicidad del sastre se apagó.
—El traje está en muy buen precio, la tela está bien conservada y...
—Sí, sí, ya sé, pero no vale más de $145.
No sabía nada sobre trajes, pero nunca había pagado nada al primer
precio que le dijeran.
El sastre lo pensó.
—Se lo dejo por $155.
—$145 es mi última oferta.
—Entonces no hay trato, señor.
—Muy bien —contestó Pedro. Y caminó hacia la puerta. El sastre lo
siguió, con una cara de culo muy marcada. Le abrió la puerta y al ver que el
cliente estaba decidido a irse, dio por perdida la negociación.
—Está bien, está bien.
Volvieron a la sala de espera y cerraron el trato. El sastre miró los
billetes a contraluz para asegurarse de que no fueran falsos.
En el colectivo de regreso Pedro colgó el traje del apoyamanos del
asiento. Miró a la gente, sobre todo a una mujer embarazada que se
agarraba del respaldo de la butaca del conductor. Nadie de los que viajaban
sentados adelante le dejaba el lugar. Apretó una mano sobre la punta de la
percha y se recostó contra la ventanilla. Faltaba todavía una hora y media
para llegar a casa.
Asomó apenas la cabeza por el telón rojo del escenario. El viejo
teatro del centro estaba a medio llenar. Se miró en un espejo. Se acomodó la
corbata blanca y se planchó con las manos las solapas del traje blanco que
estrenaba. Desanudó la gomita que le sostenía el pelo recogido, se peinó
hacia atrás y rehízo la colita, que quedó más tirante. Estaba listo. En el
centro del escenario lo esperaba un atril con un micrófono. Apareció por un
costado. Caminó con paso firme hacia la posición central. El murmullo de
la sala fue cesando hasta convertirse en un silencio casi sepulcral. Si Pedro
estaba nervioso no lo demostró, ya que saludó apenas con el brazo
levantado y juntó las hojas ayuda memoria para dejarlas ordenadas.
Manipuló la base del micrófono y lo ubicó a la altura de su boca. Durante el
ritual hizo un repaso al público. Podía adivinar quiénes de todos ellos eran
los violadores, quiénes los ladrones, quiénes los asesinos y quiénes las
personas comunes.
—Buenos días a todos —arrancó—. Mi nombre es Pedro Meijide.
Fui durante más de treinta años profesor de historia y de teología. Desde
que me jubilé a esta parte, me dedico a difundir y estudiar las enseñanzas de
Aurelio y su Escuela. Hoy trataré de explicar los fundamentos principales
sobre los que se basa esta teoría de vida, aclarándoles desde el vamos que la
intención no es convencerlos de nada, ni hacerles creer que lo que se dice
en los libros de Aurelio es una verdad categórica. Simplemente expondré
una observación particular sobre el mundo y la vida de los humanos,
dejando a libre criterio la confirmación de los puntos expresados. La verdad
no puede ser impuesta. La verdad solo puede ser descubierta. Aclaro
también que la Escuela de Aurelio es una asociación sin fines de lucro, que
no se les pedirá dinero en ninguna de sus formas y que si llegaron hasta esta
instancia es solamente porque tienen la curiosidad necesaria y la valentía
para conocer qué es realmente el ser humano y el mundo en el que habita.
Dicho esto, me gustaría comenzar por el principio. ¿Cómo nació el ser
humano?
¿Descendió de los monos como especuló Darwin o fue creado por un
Dios a su imagen y semejanza? Aurelio, en su libro Orígenes del Hombre,
es muy claro: no importa. A lo largo de la noche hablaremos de nosotros,
los humanos, como una raza más de las que pueblan nuestro planeta y
seremos examinados por el ojo de Aurelio objetivamente. Nuestro primer
error es sentirnos únicos y superiores al resto de los seres vivientes. Más
adelante les demostraré que no lo somos ni remotamente. Pero no me quiero
saltear partes. Lo importante sobre los orígenes es que no sabremos nunca
cómo nacimos, cómo aparecimos sobre La Tierra. Y esto es porque la
naturaleza nos impone leyes y una de ellas, evidentemente, es la de no
habernos dado la facultad para contestar a esa pregunta. Entonces,
potenciales nuevos discípulos, el primer acto de valentía al que nos somete
Aurelio es el de enfrentar ese miedo mayor. Nunca sabremos cómo fuimos
creados. Y no interesa realmente. Los débiles, que no pueden soportar este
miedo a no pertenecer, sembraron las bases para inventar, entonces, a Dios.
Las personas necesitaban explicaciones y la religión, aunque fueran
incoherentes, se las dio. Es tan grande el pánico a lo desconocido que la
gente decidió creer en historias tan mágicas e inverosímiles como Adán y
Eva, tan claramente literarias y fantasiosas como la Biblia, con tal de no
enfrentarse con el verdadero monstruo. Y en su miedo, guay de quien
quisiera poner en tela de juicio esas creencias: ¡a la hoguera! La inquisición
no fue, como dicen muchos, una cacería para proteger el gran negocio de la
religión. En el fondo residía el temor radical al vacío. Si vamos más atrás en
el tiempo, nos encontraremos con la misma estructura de pensamiento para
explicar lo inexplicable, como cuando los hombres primitivos veían dioses
en el fuego, en el agua, en los rayos, en la lluvia... Algo tiene que ocupar el
vacío en la mente porque si no, nos volvemos locos. Pues bien, yo, como
discípulo de Aurelio, resisto la angustia y el miedo porque prefiero la
verdad a la mentira, aunque esta última dé una falsa sensación de felicidad.
Un grupo de tres personas, que para Pedro fueron sombras al final del
salón, se puso de pie. Una de ellas, una mujer obesa, se calzó la cartera al
hombro. Los tres desconocidos se hicieron paso entre la gente sentada y
caminaron sobre la alfombra roja desgastada rumbo a la salida. Al orador
no le molestó. Sabía que el quince por ciento de la gente que asistía a las
charlas se retiraba antes de tiempo. Aprovechó la pausa entonces para tomar
un sorbo de agua: sentía la garganta reseca. Parte de la importancia del
discurso consistía en mantener un tono de voz alto y firme, por lo que
forzaba constantemente las cuerdas vocales.
—Ahora —siguió mientras dejaba el vaso de vidrio apoyado en una
esquina del atril—, como mencioné antes, es elocuente e innegable que
cada ser vivo en este planeta cumple un trabajo específico para con la
naturaleza. Para tal tarea, cada especie fue equipada con algún tipo de
talento.
Un ejemplo es el perro salchicha. Su misión es la de atrapar tejones.
Por eso es más alargado y fino que otros perros y posee una fuerza especial
en los codos para poder meter la mitad de su cuerpo en las cuevas donde se
esconde su presa. Los árboles dependen de los animales que comen sus
frutos para poder moverse sobre el terreno y evolucionar. Como todos
sabrán, las semillas de los frutos son indigestas. De esta forma, cuando un
animal come de un fruto, al momento de defecar está colocando sin saberlo,
sobre la tierra, semillas mezcladas con su excremento, que funciona como
fertilizante. Así cada árbol se asegura el nacimiento de otro miembro de su
especie. Es asombroso también cómo los árboles se adaptan a sus
necesidades y cómo las características de sus frutos tienen que ver con el
animal que quieren que los coma. Hay un árbol que necesita del murciélago
para su evolución. Entonces desarrolla frutos muy feos a la vista pero con
un olor muy penetrante. No necesita de brillo ni lindos colores, ya que el
murciélago es ciego. Con el aroma garantiza que solamente a ese roedor
alado le interese comer de él. Estas misiones de cada ser vivo y sus
respectivos dones fueron la obsesión de Aurelio, que percibió al mundo
como un sistema perfecto, en equilibrio constante e inalterable. No estaba
descubriendo nada nuevo, ya que miles de escritores, científicos y filósofos
habían hablado de esto. Sin embargo, ninguno supuso cuál era realmente la
misión del hombre en este mundo. La mayoría cree que es la de hacer uso
del planeta para satisfacer sus necesidades básicas y complejas. Esto es por
lo que hablé anteriormente: la previa creación de Dios para explicar lo
desconocido desarrolló en la cultura la creencia de que somos una raza
única, distinta y superior. Pero, querida audiencia, nunca estuvimos más
equivocados. Aurelio dice que somos una raza igual a cualquier raza
animal, vegetal o mineral. Tenemos una función específica y la naturaleza
nos regaló un don que sirve solamente para cumplir con nuestro cometido.
Ese don, es el cerebro. Gracias a él, el ser humano multiplica las
necesidades instintivas y es manipulado por la naturaleza para llenar las
expectativas del planeta. Amigos, llegamos a, tal vez, el descubrimiento
más importante en la obra de Aurelio. La misión madre del hombre sobre el
planeta es LA MUERTE.
Pedro hizo el silencio necesario al terminar la frase. Tomó agua de
nuevo mientras trataba de mirar las caras del público. Vio en algunos ojos,
seguramente de violadores o asesinos, destellos de alegría. Sabía el
significado. El mensaje había llegado puro y había sido entendido.
—Todo poder requiere de una gran responsabilidad, es una frase muy
antigua pero no carente de verdad. No vemos en la oscuridad como los
gatos, pero tenemos un cerebro capaz de desarrollar la visión infrarroja. No
corremos a más de cien kilómetros por hora como el guepardo pero
pudimos inventar el auto, el tren, el avión. Sin embargo, ese don tiene un
lado tenebroso: somos la única especie que conoce el concepto de muerte.
No hablo de la tristeza instintiva que siente el perro echado al costado del
cadáver de su dueño. Ese perro solo siente soledad, ya que percibe la falta
de energía vital en el cuerpo que está a su lado. Hablo del concepto de la
muerte, con sus preguntas, con su misterio. Nos fascina la muerte. Estamos
maravillados con semejante interrogante. Por eso no podemos retirar la
vista cuando vemos un accidente. Por eso vemos películas y series donde la
gente muere cada cinco minutos. Por eso compramos los diarios. Señores:
nuestra misión en el mundo es matar y morir. Regulamos la sobrepoblación
de cada una de las especies, incluida la humana. Somos el único habitante
de la Tierra que come absolutamente de todo. ¿Por necesidad? No, señores.
Nuestra antena conectada con la misión nos genera la curiosidad culinaria y
debemos saciar esa curiosidad comiendo cada ser vivo que se nos cruza.
Gracias a nosotros, el planeta no desborda de vacas, chanchos, peces,
plantas, mariscos, raíces, insectos, aves, etcétera. Si no matáramos
indiscriminadamente, el equilibrio se rompería, ya que la abundancia de
cualquier especie que el hombre no mata provocaría un desbalance. Estoy
hablando solamente de una necesidad: el hambre. Multipliquemos ahora,
gracias al inmenso poder del cerebro, estas necesidades. El frío también nos
hace matar animales e incluso plantas para la confección textil. El clima nos
hace matar generaciones de árboles, recolectar arena y minerales para la
construcción de casas. En este sentido, Aurelio dice que nuestro deber se
parece al de las hormigas. Las ciudades que creamos no son más que la
conversión de desechos amontonados. Vamos a buscar de todo para
construir nuestros nidos. Matamos bichos porque nos molestan. Matamos
plantas para transformar en remedios. Hachamos árboles para hacer
muebles y papel. El mundo nos necesita para matar a todos y
completamente todo. Inclusive a nosotros mismos, porque, estimada
audiencia, el hombre también ha sido puesto para regular la sobrepoblación
del hombre. Esta noche, entre nosotros, se encuentran muchos asesinos.
Muchos violadores. Muchos ladrones. Lo sé porque he tenido la mala suerte
de pasar un período de mi vida en la cárcel y poseo la capacidad de
reconocer las caras, las miradas, los tatuajes. Una porción de la humanidad
tiene la misión extra de matar hombres. Es un instinto latente que no se
puede eludir. Claro que otra porción tiene la misión de imponer justicia y no
permitir que esa gente se exceda en la tarea. Este es el juego. Por eso
Aurelio dijo que el asesino debe matar. El violador debe violar. Porque está
en su sangre. A los que todavía creen en Dios, les digo: Dios quiere que los
violadores violen y los asesinos maten. La naturaleza necesita que muramos
y propone infinitas opciones para que eso suceda. Cuenta con muchísima
ayuda de muchos de los humanos que están hoy entre nosotros. No
solamente con los que van a la guerra, sino también con los que la generan.
La infelicidad es el motorcito que nos guía para cumplir con esa misión. El
violador que no viola, sufre. El asesino que no asesina, sufre. El estafador
que no estafa, sufre. Al igual que el justo que no ejerce justicia, o el
generoso que no puede ser solidario. Ese sufrimiento, también, nos hace
suicidarnos de a poco con las drogas y el alcohol, porque además somos
responsables de decidir cuándo vamos a morir nosotros mismos. No nos
damos cuenta, pero con la forma de vida que elegimos nos matamos día a
día. Pero bueno, esto es solamente una charla introductoria a la obra de
Aurelio. Hay montones de libros, cursos y material de estudio y puede
llevar una vida entera comprender su obra. Es un trabajo diario, apasionante
pero, a la vez, terrorífico y triste. El mensaje final es el siguiente: haga cada
uno lo que fue destinado a hacer, sin importar las consecuencias. Violen con
felicidad. Asesinen sin culpa. Y mueran con honor cuando sean ajusticiados
por quienes tienen el deber de hacerlo, porque la vida es muerte.
Un tímido aplauso sonó en el teatro.
—Quien quiera adentrarse en la obra de Aurelio puede anotarse en la
lista del hall para participar de las reuniones de la Escuela. Vuelvo a aclarar
que son totalmente gratuitas. Pueden comprar los libros de Aurelio
solamente en la Escuela pero necesitarán un guía, como yo o cualquier
discípulo, para ayudarles a entender los conceptos que en ellos se detallan.
Lo que escucharon hoy es una breve introducción al concepto madre. Les
pido que no lo divulguen por razones obvias ya que no todo el mundo está
preparado para escuchar estas enseñanzas. Solo quienes tengan la
curiosidad y el hambre de verdad pueden participar, viniendo a estas charlas
introductorias. Dejen vivir en fantasía al resto de los humanos que eligió esa
forma de vida, porque la naturaleza así lo quiere. Gracias por venir. Vivan
en la verdad.
Pedro se terminó el vaso de agua de un saque, recogió los papeles y
abandonó el escenario mientras el auditorio, confundido y en un silencio
plomizo, dejaba las butacas vacías.
OFELIA

Esa noche aprovechó que Pedro ya estaba acostado y miraba atento un


partido de fútbol para encerrarse en el baño con su maletín médico, su
libreta de anotaciones y un volumen del Manual de Medicina Merk. Prendió
la ducha con la mampara abierta y se sentó en el inodoro tapado. Se puso
los anteojos de leer, buscó en el índice el tema que le interesaba y arrancó
con la lectura. La interrumpió solamente para sacar el estetoscopio del
maletín: se lo colocó y midió los latidos cardíacos. Los anotó en la libreta.
Después se bajó la bombacha color piel, manoteó un espejo y se revisó la
vagina: abrió los labios, se pasó la yema del índice y apoyó el dedo gordo
para comprobar, con angustia, la falta de humedad. El sofocante calor
interno había regresado y los sudores fríos la incomodaban. Cerró el libro
con bronca. No era su costumbre autodiagnosticarse, tendría que esperar a
la cita con su ginecóloga, pero le resultaba imposible no hacerlo cuando los
síntomas eran tan claros.
La depresión le provocó un mareo peligroso. Bajó la cabeza y se
sujetó con las manos hasta que se le pasó. La tristeza también podía ser un
síntoma, aunque en este caso le parecía más una consecuencia. Se desnudó
por completo. Se metió en la ducha fría. Experimentó la locura de sentirse
helada por fuera y ardiendo por dentro. Se secó, se puso el camisón, dejó el
maletín y el libro en el living y se metió en la cama. Pedro ya dormía. Cerró
los ojos pero el sueño no venía. Prendió el velador. Sacó del cajón de la
mesa de luz una novela de Almudena Grandes. Miró el reloj: las once y
cuarenta de la noche. Abrió el libro, apoyó el señalador en su regazo y se
metió en la historia. Leyó hipnotizada. Devoraba los párrafos con placer. Ni
siquiera registró los ronquidos de Pedro. En un momento retiró la vista del
texto para tomar agua. Al agarrar el vaso chequeó la hora: eran las cuatro y
veinte de la mañana. Buscó en el cajón de la mesa de luz unas muestras de
Alplax. Tragó una pastilla con dos sorbos de agua, leyó diez páginas más y
se quedó dormida con el libro abierto y el velador encendido.
En el Hospital Italiano le tocó una sala de espera repleta. La puso de
mal humor no poder usar sus privilegios de médica pediatra pero, por otro
lado, atenderse lejos de su hospital le daba una privacidad ideal. Apoyó su
libro sobre las rodillas. Se pasó la mano por la frente. Se secó la
transpiración sofocante mientras se fijaba si alguien de la sala de espera la
miraba. Por suerte, su comportamiento no le llamaba la atención a nadie.
Abrió el libro pero a las pocas palabras se dio cuenta de que tenía
demasiado sueño como para leer. Lo devolvió a sus rodillas. De pronto
sintió una angustia profunda acompañada de la necesidad imperiosa de
llamar a su hijo. Hacía más de una semana que no hablaba con él. Revolvió
la cartera con desesperación mientras soportaba el calor interno. Ahora sí
unas mujeres la miraron. Encontró el celular después de unos segundos.
Marcó el número con dificultad. Mientras sonaba el teléfono notó que
estaba nerviosa. Necesitaba escuchar la voz de su hijo, hablar de cualquier
cosa pero establecer algún tipo de conexión. El tono llamaba, pero Evaristo
no atendía. Pensó que era muy temprano todavía. Así que se conformó con
la voz grabada en el contestador. La escuchó con los ojos cerrados, con
nostalgia. Cuando sonó el bip, cortó sin dejar mensaje.
—¡Barroso! —su apellido de soltera retumbó en la sala. Los médicos
tenían que pegar alaridos para que los pacientes escucharan en ese lugar tan
amplio. Ofelia se quiso parar pero tenía el libro en las rodillas, el celular en
la mano y la cartera desordenada. Apurada, metió cada cosa en su lugar.
—¡Barroso, Ofelia! —volvió a sonar.
—Sí, ya va —gritó ella mientras presionaba el libro para que entrara
en la cartera. Caminó hacia los consultorios al tiempo que decidía qué hacer
con el celular, que se le resbalaba. Finalmente se lo metió en el bolsillo. La
ginecóloga la saludó con un beso.
—¿Cómo estás, Ofelia?
—Hola, Yanina. Bien, bien, ¿vos?
—Y, ya ves —contestó en alusión a la sala de espera llena.
Caminaron unos pasos hasta uno de los consultorios.
—Y lo peor —siguió la doctora— es que hace dos meses que
tenemos días idénticos... No afloja ni un minuto. Estoy podrida de comer
sanguchitos de miga.
Abrió la puerta. Invitó a Ofelia a pasar. Ella entró al consultorio. Con
confianza, colgó la cartera de un perchero y se sentó. Yanina ingresó los
datos de la paciente en la pc y se desplegó en la pantalla la historia clínica.
—Bueno, contame, ¿pasó algo? No estamos en fecha de rutina.
—Me hice vieja —dijo Ofelia con resignación.
Yanina la miró con dulzura. Era una mujer de unos treinta años,
castaña, de pelo lacio. Dos lunares en el cuello impedían mirarla a los ojos
durante mucho tiempo. La ginecóloga estiró las manos y envolvió las de
Ofelia.
—No digas eso. A ver, decime, ¿sofocos?
¿Sudores fríos? ¿Insomnio?
—Todo eso. Latidos cardíacos fuertes también. dora.

Yanina tecleó los síntomas en la computa-

—De ánimo veo que no estás muy bien.


—Estoy un poco triste. No lo vi venir. Te juro que lo venía pensando
hacía unos años, cada velita en la torta sentía que estaba más cerca de este
momento. Pero llegó tan de repente... No sé, siento una angustia... —Ofelia
dejó de hablar. Fijó la vista en la pared. Yanina vio que los ojos se le
llenaban de lágrimas. La doctora volvió a agarrarle las manos.
—Está bien, está bien —la consoló.
Ofelia luchó contra el llanto y lo venció.
Tragó, se sonó la nariz. Respiró hondo.
—Me tengo que hacer igual los exámenes de estradiol, hormona
folículo-estimulante y hormona luteinizante, ¿no?
—Sí. Igual te voy a revisar, eh, no te creas que porque estuviste
estudiando vas a zafar del espéculo.
Ofelia sonrió.
Después de la revisión, volvieron al escritorio. La ginecóloga sacó su
recetario y autorizó los exámenes de sangre y orina.
—Por el momento no voy a tomar hormonas
—dijo Ofelia. Yanina la miró, aseveró, firmó la receta y selló debajo.
—Vamos a esperar primero a los exámenes y después vemos —
sugirió—. ¿Estás como para sacarte sangre hoy?
—Sí —Ofelia metió la mano en la cartera y sacó un paquetito
envuelto con papel y bandas elásticas—, acá tengo la orina y estoy con
ayuno de doce horas.
—Perfecto. Tomá la orden. ¿Nos vemos en unos días entonces?
Ofelia se puso de pie, agarró su cartera y se saludaron con un beso.
—Yo sé que es difícil, Ofelia, pero es el curso natural de la vida...
Tratá de tomártelo más liviano. Se terminan cosas pero empiezan otras.
—Ya lo sé, los cruceros a Piriápolis, el vóley para la tercera edad, el
tute cabrero... Te estoy embromando. Nos vemos.
Bajó hasta la planta baja, se anunció en el mostrador, agarró su turno
y se sentó a esperar a que la llamaran para la extracción de sangre. Por
suerte, esta vez le tocó rápido. Pasó al cuartito, colgó la cartera, se sentó y
se arremangó la camisa. La enfermera con guardapolvo blanco le daba la
espalda mientras ordenaba las muestras de sangre de los pacientes
anteriores. De pronto leyó la orden de la ginecóloga.
—¿Síntomas de menopausia?
La enfermera se dio vuelta y lo primero que vio Ofelia fue una panza
de unos cuatro meses de embarazo.
—Sí —dijo con vergüenza.
Sin acotar nada más, fría como hielo, la enfermera le limpió la zona
del antebrazo con una tórula bañada en alcohol. Parecía de mal humor o, tal
vez, «era una malcogida», pensó Ofelia. La chica separó unas ampollas,
preparó la jeringa sin siquiera tener un gesto de compasión por su problema.
—Apriete el puño hasta que yo le diga.
«Ni por favor dice. Las enfermeras y los médicos deben tener en
cuenta todo el cuadro del paciente, no solo el físico, sino también el
emocional: no somos números de obra social», razonó mientras la aguja le
entraba en la vena con violencia invasiva, «no por nada es una taradita que
no le da la cabeza para ejercer la medicina y tiene que trabajar de esto, que
hasta un mono entrenado puede hacerlo. Y ni siquiera lo hace bien».
—Ahora abra la mano —dijo la enfermera mientras soltaba la
ligadura de goma. Se estiró para agarrar otra tórula. Presionó con ella la
zona inyectada y retiró la aguja. Ubicó el algodón, pellizcó la piel formando
pequeños pliegues y los pegó con un pedazo de tela adhesiva.
—Listo.
Se dio vuelta y se puso a catalogar las ampollas recién utilizadas.
—Chau, gracias —dijo sin resentimiento. Imaginaba lo bien que le
habría hecho mandarla a la mierda. Caminó por el pasillo. Se sostenía fuerte
el antebrazo y presionaba el algodón para evitar la formación de un
hematoma. Salió del hospital. Se metió en el café de la esquina. Se pidió un
té con dos medialunas. A los pocos minutos la bronca desapareció. Le dio
culpa haber pensado mal de la enfermera embarazada. Meditó sobre eso
durante los últimos bocados de medialuna. Especuló con que tal vez había
sido el hambre lo que le había provocado tanta maldad.
Escuchó el llanto de un bebé. Venía de lejos y sonaba casi como el
maullido de un gatito hambriento. Pensó que sería fácil encontrarlo, por lo
que caminó al sur en la amplia salina desierta. Pero a medida que avanzaba
el llanto se hacía más lejano. Cambió rápidamente de dirección. El corazón
le latía más fuerte y le costaba tragar. Aceleró el paso. De nuevo, el sonido
se alejó. Ofelia se desesperó. El bebé tenía hambre, estaba claro. Solo ella
podía encontrarlo porque era el único ser humano visible en los alrededores.
Dejó de caminar. Cerró los ojos y pensó en su hijo. Sin abrirlos, dio pasos
seguros hacia el norte. Fueron cinco, nomás. Abrió los ojos y ahí estaba: un
bebé gordito, rosado, que lloraba con sufrimiento. Ella lo alzó y le dio besos
en la mejilla. Le tomó la fiebre con la mano en la frente y se alivió al notar
que estaba sano. Se abrió el ambo verde y sacó un pecho. Acercó el pezón a
la boca del bebé. Pero no se prendió. Insistió, intentó meterlo por
obligación. Nada. El bebé lo rechazaba. Probó entonces con el otro pecho.
Esta vez, cantó una canción infantil con un tono relajante y entre estrofa y
estrofa alentó al bebé a tomar la teta. Nada. La frustración fue inmensa.
Gritó fuerte y produjo un eco en el desierto blanco.
—¿Qué pasa? —dijo una voz detrás de ella. Se dio vuelta
sobresaltada. Era su marido, vestido de tenista, todo de blanco hasta en el
mínimo detalle.
—Este bebé, que no quiere comer.
—¿Probaste con ravioles?
—No compré. Están muy caros.
—Es verdad, mejor no.
—¿Por qué no te morís? —sugirió ella.
—Ah, bueno —contestó Pedro y se desplomó sobre el piso de sal.
Ofelia, sin soltar al bebé, metió la mano en un bolsillo del ambo y
sacó un bisturí. Se arrodilló al lado del cadáver e hizo una incisión desde el
cuello hasta el ombligo, bien profundo. Metió la mano en el cuerpo. Sintió
el sonido de los órganos y la sangre pero no le dio impresión. Rebuscó en el
interior hasta que se detuvo. Sacó el corazón de Pedro, del tamaño de una
manzana. Se lo acercó a la nariz, lo olió, y luego lo colocó en la boca del
bebé, que lo mordió con placer voraz.
Se despertó sobresaltada y transpirada. Tenía los ojos mojados por las
lágrimas. Miró al costado de la cama y comprobó el espacio vacío y
desordenado que había dejado Pedro al levantarse. La pesadilla se había
repetido las dos noches anteriores y Ofelia especuló con que volvería a
soñar lo mismo hasta que estuvieran los resultados del análisis de sangre.
Agarró el teléfono inalámbrico y marcó el número de la casa de su hijo.
Atendió el contestador, así que cortó sin dejar mensaje.
Viajó al trabajo con un nudo en la garganta. Trató de abstraerse de los
recuerdos del sueño. Le costaba mucho pensar en otra cosa. Miró el paisaje
urbano y clavó los ojos en algunas personas que le parecieron felices. En el
colectivo, se concentró en un hombre de traje que hablaba con susurros por
celular. Tenía el pelo peinado y mojado. Inventó que hablaba con una mujer
con la que había hecho el amor por primera vez la noche anterior, una cita a
ciegas que había salido perfecta. Ella le hablaba todavía desnuda, con su
olor impregnado en el cuello, la panza y el pubis, envuelta en las sábanas
cómplices. Él se había enamorado a primera vista. Se había separado hacía
seis meses de su mujer y, después de un largo tiempo de depresión y
pesimismo, se había permitido cenar con alguien del sexo opuesto. En los
ojos se notaban los destellos de esperanza. Otra mujer, sentada más
adelante, miraba por la ventanilla con una sonrisa en la cara. Era su primer
día de trabajo en una empresa nueva, a la que se había cambiado para tener
más tiempo libre para estar con su familia. En el trabajo anterior la
exprimían y se abusaban de su buena predisposición. Pese a eso, se había
desempeñado sin protestar. Hasta que un día, después de muchas sesiones
de terapia, sintió que era una etapa concluida y comenzó a tirar currículum
en otros
lugares. Por fin, luego de meses de búsqueda, la habían llamado con
la promesa de un buen sueldo en un ambiente laboral ideal.

Ofelia llegó al hospital con la angustia controlada. Pero el pasillo al


aire libre le jugó una mala pasada. En la morgue vio a un matrimonio que
acompañaba un féretro pequeño. El hombre arrastraba a su mujer, que no
podía mantenerse en pie del dolor. Ofelia resistió. Quitó la vista de la
escena pero no pudo cerrar los oídos. Se escondió detrás de una columna y
rompió en llanto. Le dio bronca tanta sensibilidad. Había logrado sobrevivir
a la profesión desarrollando una personalidad fría, manteniéndose al margen
del sentimentalismo y no comprometiéndose con las cosas más que de
forma profesional. Nadie podría resistir, si no, tanta miseria y enfermedad.
Se permitió llorar unos minutos, se sonó la nariz, respiró hondo y se
recompuso. Aceleró el paso, llegó a su sector y se refugió en su consultorio.
Hizo la rutina de apertura, buscó en la computadora el nombre del primer
paciente, abrió la puerta y se asomó a la sala de espera.
—Caputo, María —gritó. Miró a la gente. Entre ellos, vio a un
hombre de traje negro impecable que la saludó con un gesto de cabeza.
Reconoció a uno de los visitadores médicos que solían molestarla un par de
veces al mes y, de manera poco simpática, le devolvió el saludo. Una mujer
con un bebé en brazos se puso de pie.
—¿Caputo?
La mujer asintió. Ofelia vio que la beba tenía, en vez de mano
derecha, unos deditos deformes incompletos, casi un muñón.
«Va a ser un día difícil», pensó, mientras cerraba la puerta detrás
suyo.
La beba tenía solo veinte días de vida.
—Lo que tiene tu bebé se llama focomielia y es ocasionada por tu
Mal de Chagas —le dijo seca—. Le voy a tener que sacar sangre de la
manito para descartar que sea una chagásica congénita,
¿sabés?
La madre dijo que sí, siempre con la cabeza, sin emitir sonido. Ofelia
la acompañó hasta la camilla y procedió a la extracción. El llanto del bebé
se le metió en el cerebro, trayéndole la pesadilla de la salina al instante,
pero la descartó con profesionalismo: en tareas tan peligrosas no podía
permitirse una distracción de ningún tipo. Al terminar, le pidió que esperara
una hora hasta que estuvieran los resultados. Las acompañó hasta la puerta,
miró el reloj y lo invitó a pasar al visitador.
—¿Cómo le va, doctora? —dijo el hombre.
—Bien, bien. Pase. Mire que tengo dos minutos solamente, la sala
está llena.
—Sí, me di cuenta, no se preocupe que no le voy a robar mucho
tiempo.
Entró, dejó su maletín en una silla y se sentó en la otra. Abrió el
portafolios, sacó un cuadernito y una birome.
—Dígame qué le está faltando.
Ofelia le contestó casi de manera automática.
—Deme lo que tenga de ibuprofeno y algo de amoxicilina.
El visitador revisó el maletín, buscando entre los blisters unidos con
bandas elásticas.
—Le puedo dejar Febratic al 4% y Amoxidal Dúo.
—Perfecto. Con eso me arreglo.
—Ah, una cosita más y la dejo atender tranquila, doctora.
—Dígame —dijo Ofelia ya con mala cara.
—Nuestro laboratorio está lanzando un nuevo antiparasitario que está
respondiendo muy bien en los chicos, una droga que solo nosotros tenemos
y que habrá oído nombrar, la nitasoxanida.
—Ajá.
—Le dejo un talón de recetarios —lo agarró y apoyó sobre el
escritorio —para que sus pacientes puedan gozar de un importante
descuento en la farmacia de acá a la vuelta... Fírmeme acá por favor, como
siempre...
Ofelia le firmó la planilla de visita atenta a lo que el visitador le
decía.
—...y bueno, como sabe, por confiar en el laboratorio, muchos
médicos que han recetado esta nueva droga han podido disfrutar de un viaje
a Sudáfrica con un acompañante para, bueno, descansar un poco del stress
de la profesión, ¿no?
—Entiendo —contestó seca Ofelia—, pero usted comprenderá que yo
solo receto lo que es más conveniente para mis pacientes.
—Claro, claro, no digo que no, doctora... no se olvide del sellito, por
favor... —Ofelia abrió el cajón y aclaró la firma con el sello—, le comento
esto porque como nos conocemos hace tanto, con unas fotocopias de las
recetas yo le podría conseguir el viaje, pero siempre si se da naturalmente,
claro está... Fíjese usted, si ve que recetó un número importante de
nitasoxanida me pega un llamadito y yo veo qué hilos puedo mover, ¿le
parece?
—Tengo que atender, por favor—. Ofelia se puso de pie y le señaló la
puerta al visitador. Éste juntó las muestras, cerró el maletín, lo agarró
apurado y dejó el consultorio con excesos de amabilidad. Incluso, tuvo el
atrevimiento de darle un beso.
—Hasta el mes que viene, si Dios quiere, doctora.
—Sí, sí... ¡De Vicente, Carolina!
Vio cómo el visitador atravesaba la sala de espera y desaparecía por
el pasillo para luego cambiar el punto de vista hacia una nueva madre que
se acercaba de la mano de un nene de unos cinco años con una gasa en la
cabeza bañada en sangre.
FIORELLA

Fiorella ya estaba bañada, perfumada y maquillada. El lápiz de labios y el


esmalte de uñas rojos los había comprado con plata de Pacheco y ella los
usaba solamente con él. Lo mismo pasaba con unos diez conjuntos de ropa
interior sexy que guardaba especialmente en una caja adentro del placard.
Para esta ocasión eligió bombacha y corpiño negro. La tanga tenía, atrás,
solamente una tirita de tela vertical que terminaba en un moño. Se miró al
espejo y giró su cuerpo para admirar su propia cola desde todos los ángulos
posibles. Miró el moño de la tanga y pensó, «sí, con Pacheco estoy
regalada». Desde el día en que se conocieron, a sus quince, en aquel
boliche, no habían dejado de verse aunque fuera una vez por mes, siempre y
cuando las acciones hubieran subido y Pacheco estuviera dispuesto a
festejar. Fiorella se había enamorado de él al instante: no hacía dos meses
del traumático aborto y el porte protector de Pacheco la había cautivado. Se
acomodó los pechos en las copas del corpiño, juntándolos
provocativamente. Ensayó algunas poses frente al espejo. Había quedado
poco de aquella adolescente tímida y triste. Sin embargo, cada tanto, una
oleada de depresión la invadía sin avisar. La imagen sexy que le devolvía el
espejo se desvirtuó de pronto. Se vio puta, vacía, cosificada. La cara se le
deformó. Había estado cerca de confesarle su amor muchas veces a
Pacheco, pero nunca se había animado. Tenía miedo: miedo a que él la
rechazara, a que se le riera en la cara, a que no quisiera verla más. Después
de todo para Pacheco ella era una escort de lujo. Fiorella no se había
molestado en aclarar la confusión por miedo a perderlo y ahora, después de
tanto tiempo, parecía demasiado tarde para hacerlo. Ella se sentía todo para
él: su cable a tierra, su cumplidora de fantasías, su psicóloga familiar, su
dadora de placer. ¿Qué necesidad había de estropear las cosas con un «te
amo»? Pero algo no cerraba en su interior y Fiorella no podía entender qué
era.
Menos cinco sonó el timbre. El corazón le latió más fuerte mientras
caminaba hacia el portero eléctrico. Atendió, disimulando la voz nerviosa.
Contempló en el visor la cara hermosa de Pacheco, sus ojos celestes
destacándose por la tez bronceada.
—Subí —dijo. Lo vio empujar la puerta de entrada y corrió al baño
para mirarse por última vez: estaba perfecta, ya vestida como para ir a una
fiesta. Escuchó los golpecitos en la puerta, una clave marca registrada de
Pacheco. Atravesó el living. Los zapatos de taco hicieron ruido contra la
madera del piso flotante. Abrió.
—Traje un champán —Pacheco levantó el brazo derecho para
mostrar la etiqueta azul del Pommery. Entró y saludó con un cariñoso pico a
Fiorella, que cerró detrás de él.
—Más del tres por ciento, ¿eh? —dijo ella.
—Sí, hay que festejar, venimos de dos semanas duras.
—Decímelo a mí —contestó Fiorella y se dio cuenta de que por
suerte su frase sonó materialista en vez de desnudar su soledad del último
tiempo—.
¿Está frío? ¿Lo pongo en la heladera?
—No, vení, vamos a abrirlo... ¿No me dijiste que te tenés que ir ocho
y pico?
—Tenés razón.
Bastaba con que Pacheco pisara su departamento para que ella se
olvidara del tiempo.
Pacheco fue hasta la cocina como si fuera su propia casa. Ella lo
siguió.
—¿Hasta cuándo te quedás en Mardel? — dijo él mientras giraba los
alambres que contenían el corcho.
Ella abrió la alacena y sacó dos copas.
—Volvemos el lunes.
—Y decime, ¿tenés clientes también allá o vas solo a hacer
promociones? —el sonido del descorche pisó la pregunta.
—¿Qué?
—Si tenés clientes allá.
—Tengo algunos —mintió ella. Buscó algún gesto de celos en la cara
de Pacheco. No hubo ninguno. Apoyó entonces las copas en la mesada y él
sirvió el champán. Después Pacheco abrió una puerta y sacó el balde
transparente de Chandón que le había regalado años atrás. Lo llenó con
hielo y encalló la botella. Caminaron hasta el living y se echaron en el
sillón.
—Por nosotros —propuso él.
Ella, sin contradecirlo, chocó su copa y tomaron un sorbo. Él tragó y
la miró.
—Estás cada día más linda, Fiore —le dijo. Le despejó el pelo rubio
lacio de la cara y se lo enganchó detrás de la oreja. Aprovechó el
movimiento para acariciarle el costado del cuello. Fiorella cerró los ojos.
Inclinó la cabeza como si fuera una gata en pleno ronroneo. Pacheco pasó
su mano atrás del cuello y la atrajo hacia él. Ella abrió los ojos. Vio en
cámara lenta los ojos celestes de Pacheco que se acercaban y la miraban
llenos de amor. Se preparó para besarlo. Sintió un cosquilleo nervioso
adentro. Una necesidad de escupir lo que tenía atragantado hacía tanto
tiempo. Moduló incluso el «te amo» en su pensamiento. Todo su cuerpo se
aflojó, entregada. Sí, era el momento ideal para confesar su secreto. Sin
embargo la boca de Pacheco pasó de largo: la mano que la guiaba hacia él
desde el cuello describía otro trayecto. Fiorella escuchó el sonido de la
hebilla del cinturón y el cierre relámpago abriéndose. Su cabeza llegó antes
de tiempo, así que se recostó sobre el estómago viendo cómo Pacheco hacía
malabares para sacar el pene con una sola mano y esperó hasta que lo vio
salir, venoso y erecto. Lo ayudó a sacarse los pantalones. Él se recostó
sobre el sillón y cerró los ojos. Ella se quedó sola con el miembro. Lo
acarició gentilmente y lo besó a lo largo del tronco con el mismo amor con
el que antes hubiera querido besar los labios de Pacheco. Como cada vez
que se encontraban, ella estaba dispuesta a darle todo lo que él necesitara.
Después del sexo se quedaron acostados. Ella lo acariciaba en la sien.
Él hablaba sin dejar de mirar al techo.
—Es un placer que no puedas tener hijos...
Odio coger con forro.
Fiorella sintió el impacto de la violenta frase de Pacheco, pero pensó
que desde el punto de vista de su amante, era un elogio.
—Con lo demás clientes te cuidás, ¿no?
La palabra «cliente» le sonó como un insulto esta vez.
—¿Vos te pensás que soy boluda?
—No, linda, te recuerdo, por la dudas. Yo cojo solo con vos, así que
no hay riesgos de contagiarte nada. A mi mujer ya ni la toco. Y si tuviera
que hacerlo me pondría dos forros, no quiero otro pibe ni que me paguen.
Con tres es más que suficiente. Por eso me encanta estar con vos.
¿Sabés lo diferente que es coger como Dios manda? Es impagable.
No entiendo cómo no me cobrás más, la verdad. Usar forro es una mierda.
Eso no es coger. El SIDA nos cagó. Ustedes sienten lo mismo que si se
meten una zanahoria, así que no hay diferencia. Pero para nosotros...
Cuando cogemos así, a pelo, siento ganas de llorar de la alegría. Si no te
tuviera sería el hombre más infeliz de la Tierra.
Fiorella trataba de ocultar la enorme felicidad que le provocaban sus
palabras.
—No entiendo por qué no te separás si sos tan infeliz con tu mujer —
preguntó, simulando mera curiosidad.
—Cada mañana que me despierto, me miro al espejo y me digo:
«Dejala. Agarrá tus cosas como quien no quiere la cosa y mandate a
mudar». Pero después miro todo lo que conseguí con el esfuerzo de mi
laburo, la casa, las comodidades y siento que no quiero perder la mitad de
mis cosas. Porque son mías, ¿sabés? Ella nunca puso un peso, su familia
está quebrada desde siempre... Miro a los pibes y no me da culpa, más bien
todo lo contrario, siento que tengo que enseñarles a vivir apasionadamente,
sin quedar sometido a los estatutos sociales; ir por todo sin que te detenga la
culpa. Los amo, no son ellos los que me frenan, me van a entender con los
años. Son tres varones, los hombres adultos compartimos el mismo drama:
el del sexo, el de la pasión, el de la curiosidad por las cosas que ofrece este
planeta. Es ella la que me ancla. Ya no la quiero. Hace mucho que dejamos
de compartir la vida. No nos queda nada en común. Ella solo pide y yo solo
doy. Parece que nos acostumbramos a vivir así. Y la verdad es que no la
paso nada mal. Vos me equilibrás. Si no te tuviera se iría todo al carajo.
Pacheco le dio un beso en la mejilla. Cada vez que estaba con él
trataba de disfrutar de las cosas buenas. Había que tomar con pinzas algunas
palabras o algunas apreciaciones de él, que no sabía la verdad absoluta
sobre ella, más bien tenía una imagen construida a la que Fiorella le sacaba
provecho, un provecho más emocional que económico, pese a que él, ahora,
se levantó, abrió la billetera, sacó trescientos dólares y los apoyó en la
mesita del teléfono.
—Los hombres y las putas —siguió Pacheco—. Me encantaría que
algún filósofo o sociólogo explicara esta relación tan necesaria, tan antigua
y tan cuestionada. Sin dudas las putas guardan el gran secreto masculino de
todos los tiempos.
Fiorella agarró la plata.
—Gracias —dijo.
—Valés mucho más para mí —contestó él, ya cambiado. La besó en
la boca y salió del departamento.
—Buen viaje —dijo cuando pasó al palier. Fiorella cerró la puerta. Se
quedó con la oreja pegada a la madera, pendiente de los sonidos del otro
lado: el dedo de Pacheco que apretaba el botón del ascensor, las pisadas de
sus zapatos, la respiración, el papelito del chicle al desenvolverlo; hasta que
llegó el ascensor y se lo llevó, dejándola en la inmensa soledad de su
departamento de cincuenta metros cuadrados.
Se sacó la ropa de puta pero no se bañó. Le gustaba llevar el olor de
Pacheco encima. Se vistió con unas calzas negras de algodón, zoquetes,
zapatillas de correr negras y un canguro blanco con capucha. Llevó el
carry-on al living y escondió una bolsita con una piedra de porro en uno de
los bolsillos. Cuando sonó el timbre, cerró bien todo el departamento y se
subió al ascensor. Ahí se miró al espejo. Tenía ganas de llorar, una angustia
importante en la garganta, cero ganas de subirse a la camioneta y hacer un
viaje de quinientos kilómetros. Prefería tirarse en la cama y dormir cinco
días seguidos, o por lo menos hasta que volvieran a subir las acciones de la
bolsa. Atravesó el palier del edificio, abrió la puerta de vidrio de la entrada
y arrastró los pies hasta la camioneta negra con el logo de Speed ploteado a
lo largo. Saludó con la mano al chofer. Le abrieron la puerta corrediza
lateral. Se subió y le dio un beso a las chicas.
—¡Nos vamos a Mardel! ¡Cómo vamos a descontrolar! —dijo con
una emoción sobreactuada.

El mar venía hacia la orilla con su canción. Mojaba la arena, la


besaba y se quedaba un ratito, histérico. Apenas la arena sentía el confort de
su frescura, nomás descubría que había necesitado del agua toda su vida,
afrontaba desilusionada el dolor de verla partir. Allá se iba la ola, retirando
sus aguas de la orilla. Entonces la arena lloraba. Sentía por primera vez la
experiencia de extrañar a alguien mientras se secaba por el sol sofocante.
«El sol es la soledad», pensó Fiorella, envuelta en los diálogos internos del
abuso de la marihuana. «La soledad te quema, te asfixia, hasta que el amor,
que es el mar, viene en pequeñas dosis para abrazarte un poco, para hacerte
sana-sana-colita-de-rana, te acaricia. Y cuando te querés dar cuenta, se
vistió y se fue».
—¡Qué parecido es el mar a Pacheco! —dijo.
—¿Qué decís, fumada?
Fiorella no se dio cuenta de que su último pensamiento le había
bajado del cerebro y le había salido como un escupitajo por la boca. A su
lado, sus compañeras promotoras estaban ahí paradas, sobre la arena de
Playa Grande, con sus tangas de cuero negro metidas en el culo, sus
musculosas con el logo de Speed, las gorritas y lentes oscuros. Fiorella miró
a Loli, que le había hecho la pregunta. Qué linda que es, pensó, con sus ojos
color miel y su pelo morocho. Por el cuello de la musculosa dos gotas de
transpiración le recorrían el nacimiento de las tetas de silicona.
—Nada, me estoy pegando un viaje...
—Sí, sí, vemos —contestó Loli. Todas las chicas explotaron en una
risa general, que, gracias al porro, duró más de lo normal. Estaban medio
pintadas ahí, miraban el movimiento caótico en el que se desenvolvía la
competición de surf. Vieron pasar un montón de pibes marcados,
musculosos y con ese aura despojado y relajado característico de los
surfers. A Maite, la pelirroja, le calentaban todos, incluso los que pasaban
con el traje de neoprene.
—Miren a ese. ¿Ven cómo el traje les marca el culo? Se lo mordería
todo... Ay... este porro calienta también, ¿eh?
—Vos naciste caliente —dijo Eleonora.
—Mirá quien habla, la gauchita.
Durante la segunda risa extendida vieron que se acercaba un flaco,
pisando la arena con dificultad. Era rubio, con el pelo apenas largo revuelto
por el viento. Tenía una barba candado también rubia, con chiva metalera.
Andaba descalzo. A Fiorella le llamó la atención el tatuaje del tobillo, un
grillete color verde. Los pelos de las piernas también eran dorados. Tenía
una bermuda roja con flores blancas y una musculosa vieja, agujereada, con
una inscripción que decía «Aloha».
—¡Aloha! —dijo Maite. Las chicas se rieron por el tono irónico.
—Aloha —contestó el flaco—, ¿cómo están?
—Aburridas.
—Escuchen, trabajo en Reef y más tarde hacemos un concurso de
colas. Por lo que veo van a robar, no puedo dejar de invitarlas a participar.
Hay mil dólares de premio además de la firma del contrato para ser la
imagen de la marca durante el 2002. ¿Se animan?
—Lo tendríamos que consultar con nuestra jefa, pero no creo que
haya problemas. ¿Vos sos jurado? —preguntó Loli como si se sintiera ya
ganadora.
—No, yo solo convoco.
—Bueno, anotanos a las cuatro —decidió Fiorella—, de última te
avisamos.
—Buenísimo. Díganme nombre y documento. Las chicas le pasaron
sus datos. El flaco era inmune a la belleza erótica de las cuatro promotoras
y Fiorella pensó que debía estar asqueado de tanto culo perfecto y tetas
pomposas por su trabajo de reclutador de Reef. Maite no paraba de tirarle
onda como si no se hubiera dado cuenta de que el flaco estaba en actitud
laboral y despejaba todos los centros de la pelirroja a la tribuna.
—¿Necesitás también mi teléfono? —dijo Maite. El flaco sonrió.
—Con el nombre y el documento es suficiente. Cuando terminó de
completar la lista, agradeció cordialmente y les dio un beso inofensivo a las
cuatro.
—Suerte entonces, nos vemos más tarde, a las siete, antes de la
entrega de premios, allá, ¿ven?
—Quedamos así —contestó Maite, cortante.
—Chau —dijeron las otras tres a destiempo y lo vieron desaparecer
por el mismo lugar por el que había llegado.
—Cómo me gustan los que no me dan bola
—suspiró Maite y las chicas volvieron a reírse con ganas.
Al atardecer las cuatro promotoras estaban nerviosas y excitadas,
formadas en el escenario donde se haría la coronación. Brenda las había
autorizado a participar, aun cuando sabía que tenían que sacarse las gorritas
y musculosas de Speed para reemplazarlas por unas remeras blancas con el
logo de Reef. Pasaron a una carpa improvisada detrás del escenario, donde
un chico las tildó en una lista, les dio una chapa con un número y les ofreció
aceite para resaltar las curvas. Fiorella miró la chapa que le tocó: el 6, un
número que le caía bien. Las chicas se untaron las colas con el aceite. De
reojo miraban los culos de las demás participantes y las criticaban por lo
bajo cuando descubrían arañitas en los cachetes de la 2, celulitis
escandalosa en el culo de la 8, y así con todos excepto los suyos, que en su
opinión le pasaban el trapo a cualquiera.
Todo transcurrió de manera vertiginosa. Escucharon de pronto la voz
amplificada por el micrófono, afuera, de un hombre que daba la bienvenida
al concurso de colas Reef. El chico que las había tildado en la lista les
ordenó a todas ponerse en fila por orden numérico. Les enseñó cómo tenían
que moverse:
—Sale la primera, con el número arriba, lo muestra bien al frente, a la
derecha y a la izquierda. Va hasta el final, da la vuelta, llega hasta el
principio, gira, quiebra la cintura, muestra la cola, tira un beso al público y
deja paso para que entre la que sigue y así, ¿entendieron?
Ellas asintieron y algunas se animaron a decir un sí tímido.
—A ver las colas ahora... —el flaco se acercó a la fila de chicas y con
un sello las marcó como si fueran vacas, con el logo de Reef en el cachete
izquierdo.
Afuera se escuchó la presentación de la número 1, con nombre y
apellido. También se oyeron aplausos.
—Vamos —dijo el flaco. Aprovechó el momento para nalguear el
culo de la participante 1 que ni lo miró ni dijo nada: desapareció por la
entrada de la carpa después de subir unos escalones de madera que la
llevaron al escenario. Fiorella veía los culos desaparecer mientras esperaba
su turno. Estaba acostumbrada a mostrar el físico, así que no era eso lo que
le preocupaba, pero se sentía tan fumada que le daba miedo caerse en la
pasarela. Finalmente se escuchó el nombre de Maite por el micrófono y su
número, el 5. Fiorella le dio un beso, le deseó suerte y la colorada salió.
Afuera se escuchó un estruendo. Fue genial que les tocaran números altos
porque a medida que pasaban los culos dejaban al público cada vez más
caliente y lo mismo pasaba con el jurado, que raras veces votaba a la
primera que salía. A los pocos minutos volvió Maite, toda excitada.
—No sabés cómo están los pibes, te los dejé a punto caramelo.
Fiorella sonrió, dio unos pasos hasta la escalera, subió, abrió la tela
de la carpa y salió. El público se volvió loco. Puso su mejor cara de puta y
caminó como una yegua de exhibición, moviendo los cachetes del culo
barnizados en aceite de acá para allá. La rubia tenía un plus, lo sabía bien, y
a una blonda que demostrara no tener límites no había otra que la igualara,
ya que los hombres no soportaban a las modelitos hermosas que no tenían
actitud o ponían cara de frígidas. Fiorella caminó hasta la punta, levantó el
cartelito con el número y cuando llegó al borde pegó un salto inocente que
hizo que las tetas de silicona rebotaran. Los hombres se mataban para verla
de cerca, algunos sacaban fotos y ella se animó a pasarse la lengua por los
labios, acto que no pudo ver el jurado pero excitó a más de uno. Volvió
sonriente, divertida, orgullosa con su desempeño. Llegó al punto de partida,
se apoyó contra el panel con los logos de Reef, Iguana y America Online
como si estuviera a punto de ser cacheada por la policía. Se agachó
lentamente, con la cintura arqueada. El público deliraba. Se irguió, giró, tiró
un beso y se fue. Entró a la carpa muerta de risa. Adentro se cruzó con Loli:
era su turno.
—¡Cuánto pajero hay en este país! —dijo Fiorella. Se ubicó junto a
Maite a esperar el final.
Minutos después hicieron pasar a todas las chicas juntas y las dejaron
de espaldas al público. El jurado conversaba y discutía. Fiorella miró al
grupo diverso de veinte chicos que formaba el comité y le llamó la atención
un morocho de camisa blanca, quemado, con ojos verdes que reía y
palmeaba a otro de los jurados, un pelado de camisa hawaiana y anteojos de
sol con marco blanco. Finalmente, el presentador se acercó al presidente del
jurado quien le dio un papelito con el número de la ganadora. El hombre se
plantó en el centro de la escena, agradeció al público y a las participantes y
anunció a viva voz que la ganadora era la número 2. Las trece participantes
se dieron vuelta y se escuchó el grito de festejo de la rubia de pelo ondulado
y bikini negra.
—¡Pero si tiene arañitas! —dijo en voz demasiado alta Eleonora.
Fiorella la calló. La ganadora del año anterior subió al escenario. Era una
morocha de pelo muy lacio. Le puso a la nueva campeona una banda que le
cruzó el pecho con la inscripción Miss Reef 2001 y también le ofreció un
cheque gigante por mil dólares. Las cuatro amigas estaban desilusionadas.
Aplaudieron por cortesía mientras especulaban, cuchicheando, sobre cuál
de todos los del jurado se cogía a la número 2.
—¿Nos vamos? —sugirió Fiorella, que no se bancaba perder a nada.
Las demás la siguieron. Desaparecieron del escenario mientras continuaba
la ceremonia de premiación, las fotos y las entrevistas para Crónica.
Adentro de la carpa consiguieron unos porrones de Iguana y se
quedaron sentadas en unas sillas playeras. En poco tiempo la carpa se llenó
con el resto de las participantes. La mayoría estaba tan desilusionada como
ellas.
—¿Sabés qué bien me venía la luquita verde?
—se quejó Eleonora.
—¿Y a mí? ¿Te olvidás que tengo una hija que mantener? —dijo
Maite.
—Bueno chicas, ya fue, estos concursos están más entongados que
qué sé yo, ni se calienten. Esta noche la rompemos en Sobremonte y listo.
—¡Esa es la actitud! —dijo Loli, y las cuatro chocaron los porrones
en un brindis. Después se cambiaron y salieron. Caminaron hasta el
estacionamiento y se quedaron ahí. Tenían que esperar a que pasara Brenda
con la combi. De pronto, alguien le habló a Fiorella por la espalda.
—Yo te voté a vos. Ella se dio vuelta.
—Disculpá, te asusté.
Fiorella vio los ojos verdes del jurado que le había gustado.
—Sí, un poco...
—Perdón, perdón... soy un animal... Rogelio
—se presentó.
—Fiorella.
Se saludaron con un beso.
—Hermoso nombre, no como el que me pusieron a mí los conchudos
de mis viejos.
—No, ¿por qué? Me gusta, es original.
—Te agradezco el gesto, pero a mí me jodió siempre.
—¿Vos eras jurado? —interrumpió Eleonora
—¿Cómo pudieron votar a la gorda esa?
A Rogelio le causó gracia el resentimiento de la promotora y salió del
momento con astucia.
—Sí, bueno, hay mucho pajero que no entiende nada, amateurs. Yo
voté a tu amiga, para mí era la mejor.
—¿Y vos decís que serías como un «profesional del orto»? —se
metió Maite.
Rogelio volvió a reírse. Fiorella se encandiló con su sonrisa y le tiró
una soga.
—Perdón, te las presento: estas locas de mierda son mis amigas,
Maite, Eleonora, Loli. Estamos esperando a que nos pase a buscar la combi.
—¿Ya se van? Esperen, ¿qué hacen esta noche? Maite.
—Pensábamos ir a Sobremonte —contestó
—Uno de los dueños de la marca hace una fiesta en su casa de la
playa, en La Serena. Me gustaría que vinieran... sobre todo vos —dijo
dirigiéndose a Fiorella, que se ruborizó. Maite lo advirtió y desvió la
atención de Rogelio para salvar a su amiga del papelón.
—Lo tendríamos que charlar entre las cuatro, ¿viste? Pero hagamos
así: dame tu celular, lo agendo, nosotras nos vamos al departamento a
bañarnos y a cenar algo. Si nos pinta ir para allá te llamamos y nos decís
cómo llegar, ¿te va?
—Perfecto. Anotá.
Maite escribió el número mientras Fiorella aprovechaba para
recuperar el color natural de su cara.
EVARISTO

Tuvo tiempo de pasar por la casa para bañarse y vestirse. Puso un cd:
mientras el agua de la ducha golpeaba su espalda, el tema «He’s a rebel», de
The Crystals, sonó a todo volumen. Había desaparecido de su cabeza la
preocupación por la molestia en el testículo y ahora lo único que pensaba
era en pasar una buena noche junto a Valentina.
Buscó en la Guía T de bolsillo la dirección de la chica. Calculó el
tiempo que le llevaría llegar en auto y se propuso salir con cuarenta minutos
de anticipación para estar cubierto por si había mucho tránsito o por si otro
imprevisto lo retrasaba.
Arrancó el Gordini a la hora justa. Bajó apenas la ventanilla y
encendió la radio, sintonizándola en Aspen. Tenía un largo viaje hasta San
Fernando, así que decidió pasear. Su humor era óptimo. Lástima que
cuando se acercaba al destino aparecieron unos calambres en el estómago
que crecían a medida que pasaban las cuadras. Sintió que el intestino se le
inflamaba. El cinturón de seguridad le apretaba cada vez más. Intentó soltar
unos gases pero se dio cuenta de que se arriesgaba a que una diarrea
inoportuna le arruinara la velada. Soportó los embistes del dolor,
comprobando que después de unos segundos de presión abdominal, la
panza se replegaba. Los ruidos sonaban a queja y volvían con más fuerza.
El placer del paseo le había durado poco. Se secó la transpiración de la
frente. Hubo puntadas que lo obligaron a estirarse en el asiento, como si
clavara los frenos. El desodorante que se había echado en las axilas y en el
pecho lo abandonaba. Pensó una vez más en que lo tenía merecido. Que su
destino era el sufrimiento. Después de unas gotas de buen humor, su
polaridad le traía un castigo de neurosis en el momento menos oportuno.
Podía caer del cielo un abismo negro infinito en una milésima de segundo.
Contra ese monstruo luchaba cada día de su vida. Recordó unas palabras de
Filippo. «La mente es un toro en un corral. Si uno quiere domesticarlo y se
mete de repente en la arena, lo más probable es que el toro se enfurezca y lo
mate. Es mejor tener paciencia, ofrecerle pasto desde un lugar seguro, ganar
su confianza de a poco, sin violencia, tolerando equivocarse y sin rendirse
si toca empezar de nuevo». Evaristo pensó en el toro. «¿Por qué estás así?»,
le susurró al animal imaginario adentro del auto. Escuchó la respuesta.
«Hace mucho que no salimos con una chica. Estoy nervioso. No sé si puedo
soportar la presión. No podemos volver a lastimar a una inocente, no
podemos mostrarnos como somos». Masticó la frase. Era verdad que hacía
más de un año que no salía con una mujer. La terapia con Filippo
evidentemente estaba funcionando, porque fue él quien le insistió para que
generara esos encuentros. De hecho, le explicó que la sexualidad debía
practicarse habitualmente para contribuir a un aura sano. Pero el miedo no
era tonto. Evaristo poseía un gran poder maligno y con él podía destruir la
inocencia natural de las chicas con las que salía. Su complicada forma de
ser, su egocentrismo permanente, su pesimismo y su oscuridad recurrente
eran algo que, según él, se contagiaba. En el pasado había arruinado muchas
salidas por explayarse sin límites sobre sus problemas personales. Había
contado sus pensamientos sobre la vida, la muerte, el amor, el sexo, la
religión. La presencia femenina lo atraía más como una fuente de
comprensión que como objeto sexual. Muchos años había pensado que eso
era algo bueno. Que él no mentía ni vendía humo. Odiaba crear un
personaje para conseguir sexo. Era muy crítico con las mujeres que
deseaban o se enamoraban de cualquier charlatán; las tildaba de boludas, de
crédulas y opinaba que esos hombres eran malvados, mentirosos,
aprovechadores. Tenía al sexo femenino en un pedestal. Sin embargo había
aprendido que su visión era equivocada. Que no había inocencia alguna en
las chicas que criticaba. Brigitte le había dicho un día: «tu visión nos
subestima. Por ahí nos hacemos las tontas a propósito». Este
descubrimiento había cambiado su rol en las citas. Había aprendido a no
usar a las mujeres de oreja para sus problemas, mucho menos a una
desconocida que salía con él para ser seducida. Dar lástima, lo había
comprobado, no era sexy. El problema era que su moral no le permitía
tampoco desempeñar el papel del seductor alegre. Su estructura le pedía
saber cómo comportarse y Evaristo no tenía idea. No salir ni desear a nadie
había sido su manera de evitarse ese conflicto interno.
Rompió el ensueño del pensamiento y se encontró en el Gordini,
estacionado con el motor en marcha, frente a la puerta de la casa de
Valentina. No supo cómo llegó hasta ahí ni tampoco recordó haber cruzado
calles o semáforos. Apagó el motor y las luces. Miró a su alrededor: estaba
en una cuadra oscura, rodeado de casas más bien bajas y viejas. No parecía
una zona pobre pero no tenía nada que ver con los barrios que conocía en
San Isidro, La Lucila o Acassuso. La fachada de la casa de Valentina era
colonial. La pintura blanca, con manchas de humedad, se había
descascarado en varias partes. Los marcos de las ventanas llamaban la
atención, pintados de naranja al igual que los zócalos. Leyó por última vez
el papelito en donde se había anotado la dirección del bar al que planeaba
llevarla. Lo memorizó, hizo un bollito y lo guardó. Se bajó del auto.
Caminó nervioso hasta la puerta. Se paró en el umbral y tocó el timbre.
Esperó nervioso a que le abrieran. Trató de recordar la cara y el cuerpo de
Valentina, pero había pasado tan poco tiempo con ella en el casamiento que
no recordaba más que un pelo rubio, unas facciones armónicas e infantiles,
una dulzura en los ojos. Escuchó voces femeninas adentro. Parecía que
alguien peleaba. Miró el Gordini estacionado y especuló con irse. Pasaban
los segundos y no percibía pasos que se aproximaran a abrirle la puerta. Le
dio miedo pensar que Valentina podría vivir con los padres. Si era así lo
mejor sería escapar. La idea de la cita era solamente una aproximación al
sexo femenino. El objetivo inmediato: robar un beso al final, en el auto,
cuando la devolviera a su casa. Quería apostar a una relación; esta vez, a
diferencia de su pasado fantasioso y enamoradizo, iba a intentar dar cada
paso con paciencia, sin forzar nada, sin imaginar los sentimientos sino
esperarlos naturalmente. Tenía que aprender a no endiosar a las mujeres.
Tenía que amarlas como a seres terrenales. Un ruido de llaves lo asustó. La
puerta se abrió sin darle chance a prepararse. Retrocedió apenas un paso.
Frente a él, Valentina, su flequillo rubio, sus facciones aniñadas, sus ojos
dulces.
—Hola —dijo ella.
—Hola. ¿Estás lista?
Valentina entornó la puerta y avanzó un paso. Lo saludó con un beso.
Él la analizó más. Sin el vestido de fiesta, sin el maquillaje, era una mujer
completamente distinta. Estaba vestida con un jean que le quedaba grande,
con un tajo desflecado en la rodilla. En los pies tenía unas botitas rojas.
Arriba, una musculosa blanca. Era una chica de barrio, nada que ver con el
estatus social al que Evaristo se había acostumbrado a tratar desde que
trabajaba en la revista. Lejos de generarle rechazo, la imagen de esa
Valentina clase media baja le gustó.
—Me vas a matar —dijo ella—, pero no podemos salir.
La cara de Evaristo se puso blanca y sintió por dentro que le subía un
calor que conocía de memoria: la frustración constante de que las cosas no
salieran de la manera en que las había imaginado.
—Ah —dijo con desilusión.
—¿Te jode si nos quedamos en casa? Te cocino algo, vemos alguna
peli, no sé, perdón, pero mi vieja se negó a cuidar a Benito y no tengo con
quién dejarlo.
—Sí, no, todo bien. Valentina cerró la puerta.
—Buenísimo. Vení, vamos al video que está acá a dos cuadras.
Caminaron unos metros en silencio. Lo único que se escuchaba eran
las llaves con las que jugaba Valentina y algún que otro auto que pasó sobre
los viejos adoquines de San Fernando. Evaristo pensó un montón de temas
de conversación, sin embargo le salió, de la nada, el único posible.
—¿Quién es Benito?
—Mi bebé.
Dieron más pasos en silencio. Evaristo tragó saliva. Valentina retomó
la charla.
—Perdón que te enteres así de que la minita que te levantaste en la
fiesta del otro día es una madre soltera, pero si de verdad me querés
conocer, bueno, vengo con mochila. ¿Te arrepentiste? Si te querés ir no me
ofendo, estás en tu derecho.
—No, no. Quedamos en comer y ver una peli, no pasa nada —dijo
Evaristo, más por no ser antipático que por otra cosa.
Durante la caminata hacia el videoclub el cerebro de Evaristo se llenó
de preguntas, de dudas. La noche estaba perdida, la iba pasar mal, no tenía
sentido dar ni un paso más; cualquier movimiento futuro no iba a hacer otra
cosa que complicar algo que, si se cortaba de raíz, evitaría que alguien
saliera herido. Pero todo había pasado tan de improviso que no supo cómo
salirse de ahí con dignidad.
El videoclub era un local viejo y sucio, con cajas de vhs apoyadas en
unas bateas precarias.
—Elegí vos, que debés saber de cine más que yo.
Evaristo paseó la vista por los estantes, apurado por la
responsabilidad que le había dado Valentina. Pensó que su decisión iba a
influir en el resto de la noche. Eso era un arma. Podía boicotear todo
fácilmente si elegía una película muy mala, o muy asquerosa, o muy
violenta, dándole a entender a ella que era un nabo sin cultura, sin sentido
estético, pero ¿podría ella darse cuenta de eso? Estaba en territorio enemigo
con una completa desconocida, llevado por un guía espiritual del que
dudaba constantemente, obediente a un deseo interno que lo bloqueaba. Se
quería morir. Optó entonces por el contraataque: elegiría una película
excesivamente culta. Agarró la cajita de La bestia debe morir.
—¿Te gusta Chabrol? —le preguntó mientras caminaban hacia la
caja.
—No sé quién es.
—Un director francés.
—¿Es bueno?
—Muy.
—Confío en vos. Te dije: no sé nada de cine. El empleado tipeó en el
teclado de la computadora, buscó la película en unos estantes que tenía
detrás y metió el cassette en la caja. Evaristo vio que Valentina ni siquiera
amagaba a meter la mano en el bolsillo, así que sacó rápidamente la
billetera.
—¿Cuánto es?
—Tres pesos. La pueden tener hasta el sábado. Evaristo pagó y
salieron.
Durante el camino de vuelta volvieron a hablar de Benito.
—¿Cuánto tiene tu bebé?
—Dos años y medio. Le digo bebé porque es muy chiquito, yo lo
sigo viendo así.
—¿Vos cuántos años tenés? Sos muy chica para ser madre.
—Veinticuatro.
—¿Y el padre?
—Una historia larga. Y turbia. ¿Querés que te la cuente igual? Si ya
estás pensando en no volverme a ver está bueno que te la cuente, porque
una vez que sepas la verdad sobre Benito vas a hacerte el boludo hasta
robarme un beso y después, si te he visto no me acuerdo. Eso es lo que
hacen todos los que me invitan a salir desde que lo tuve a Beni.
Evaristo no supo qué decirle, así que no dijo nada.
—No me mires así y no te preocupes: estoy acostumbrada. Me gustan
estas salidas y no tengo con quién hacerlas. Aprendí a no coparme con
nadie. Disfruto de que me lleven al cine, o a comer, o a tomar algo, la paso
bien, si pinta coger, cojo; si pinta chapar, chapo; hasta que al final de la
noche les tiro la bomba, nombro a mi bebé y veo cómo la cara se les
deforma... como a vos hace unos minutos. Lástima que me cagó la niñera y
nos quedamos sin salida.
La sinceridad de Valentina lo incomodó.
—¿Y? —siguió ella.
—¿Y qué?
—¿Te cuento cómo tuve un nene a los veintiún años o preferís que te
lo cuente más tarde?
—Quiero que me cuentes todo, pero esperá, ¿adónde podemos
comprar un vino?
—Sos inteligente, me gusta. Estás dejando el bajón para más tarde,
me parece muy bien, así mi historia no te saca las ganas de coger.
—No dije lo del vino por eso...
—Sí que lo hiciste y me parece una decisión muy sabia. Tenés razón:
vamos a pasarla bien y si da, después de coger te cuento todo. Hace un
montón que no estoy con un chico, no puedo arruinar la noche.
Festejando interiormente la certeza de una noche de sexo, Evaristo
siguió a Valentina hasta un viejo almacén donde compraron un tinto barato
de marca desconocida que serviría para amenizar la cena.
Entraron a la casa colonial. Evaristo apenas si tuvo tiempo de ver el
living porque Valentina se metió en la cocina y él la siguió obediente. Ella
colgó las llaves de un gancho. Le dio la espalda y se puso a revisar la
heladera. Él se sintió incómodo ahí parado. La seguía con la vista,
chequeaba si tenía buen culo hasta que decidió sentarse a una mesa de
madera redonda con sillas con injertos de mimbre. Apoyó el vino y la
película sobre el mantel de plástico con motivos frutales. Valentina sacó una
Paso de los Toros pomelo, manoteó dos vasos distintos —uno, jade y bajo;
el otro, transparente y largo— y los llenó por la mitad. Le alcanzó uno a
Evaristo. Después abrió la puerta del freezer.
—Hay milanesas y puedo hacer una ensalada,
¿te gusta? Las hace mi vieja, son tremendas.
—Si me las vendés así, entonces bueno.
—Igual no hay otra cosa...
Evaristo pensó y tiró temas para conversar mientras Valentina no
paraba de ir de acá para allá, sacaba condimentos, aceite, un bol, la sartén.
Él pidió un sacacorchos y abrió el vino. Se sirvió en el mismo vaso ya sin
gaseosa y le ofreció también a ella. Improvisaron un brindis.
—¿Por qué brindamos? —preguntó ella.
—Qué sé yo... por que salgan ricas las milanesas.
—Dale.
Chocaron los vasos y tomaron un trago. Evaristo pegó una mirada
general a la cocina. El mobiliario era de madera, sin onda, barato. El bajo
mesada estaba tapado con cortinas. Los grifos, corroídos por el óxido. Los
azulejos eran de un color celeste sucio. Los repasadores, deshilachados,
eran todos feos. Dos tragos de vino después, se puso a pensar en las fotos de
celebridades que salían en la Gente donde mostraban sus casas nuevas y
comparó esos mobiliarios de cocina de madera de cerezo, las campanas de
acero inoxidable importadas de Italia o las islas con hornallas eléctricas y
pensó que si bien era verdad que la de Valentina no era una cocina linda
algo en la realidad del lugar, en lo versátil de la decoración típica de clase
media argentina le gustaba, lo hacía sentirse más partícipe de una realidad
común de muchos y menos snob que ese porcentaje mínimo de la sociedad
que podía hacerse una cocina de diseño y salir en la tapa de las revistas
recostado sobre los electrodomésticos de última generación.
—¿Y? ¿Encontraste la mugre? —preguntó Valentina, de espaldas,
sobre el sonido crispante de las milanesas que se freían.
—¿Qué?
—Tu novela. Me dijiste en la fiesta que querías escribir una novela
que mostrara la mugre que la gente esconde debajo de la alfombra. ¿Te
acordás? ¿O era chamuyo?
—No, sí, es verdad. Es lo que quiero. Pero está difícil. Trabajo nueve,
diez horas por día. Dedicarse a escribir se complica. Me va a llevar tiempo.
—En mi vida siempre hubo mucha mugre. Me vas a tener que
prometer que no la vas a usar en tus libros. No me gustaría que Benito de
grande tenga la posibilidad de averiguar lo que no le quiero contar.
—Te lo prometo —contestó Evaristo, aunque sabía que un escritor
nunca puede tomar semejante compromiso.
Comieron con la tele encendida. Un periodista miraba con cara de
preocupación constante y anunciaba un dólar a cinco pesos para fines de
año. El resto del panel comentaba que el riesgo país subía día a día y que el
fin era inminente.
—Qué barbaridad, me llena de tristeza lo que está pasando.
Evaristo asentía por cordialidad: ignoraba las premoniciones de
catástrofe que mostraban constantemente los noticieros y programas
políticos. Nada de lo que sucedía a su alrededor le llamaba la atención. La
botella de vino bajó hasta quedar completamente seca. Evaristo
aprovechaba para mirar a Valentina cuando estaba distraída. Se sentía
cómodo, como si ya hubieran comido milanesas caseras muchas veces
antes. Lo que más le gustaba de ella eran sus hombros, huesudos,
puntiagudos. Notó también un avance: no tenía ganas de hablar de él, de su
vida, de sus problemas. Esta vez prefería escuchar. Cuando los platos
quedaron vacíos, Valentina los apiló.
—Dejá que te ayudo —dijo él, pero ella lo frenó con el brazo.
—Gracias, yo puedo —contestó Valentina. Llevó los platos a la
cocina. Él se acomodó mejor en el sillón, más relajado, sin soltar el vaso de
vino. Desde ahí le gritó:
—No era porque no pudieras, sino para colaborar... —ella se apareció
en la puerta de la cocina y le hizo un gesto de silencio con el dedo—.
Benito duerme —susurró.
—Perdón.
—No pasa nada, no se despierta fácil, pero por las dudas. —Valentina
se sentó en el sillón, se estiró hacia la mesa para subir el volumen del
babycall y manoteó un paquete de Marlboro. Le ofreció a Evaristo.
—Ahora no, gracias.
Él sonrió. Se miraron. Sintieron atracción. Evaristo le puso la mano
sobre el mentón y antes de que ella pudiera reaccionar, la besó con dulzura,
chupándole la lengua a veces adentro de la boca y otras afuera. Estaba
relajado, tranquilo. Por primera vez hacía las cosas bien. El beso duró sus
buenos minutos. Después, para disimular, volvió a tomar del vaso mientras
ella, ahora sí, prendió el cigarrillo. Aspiró, exhaló el humo. Evaristo
aprovechó el momento de silencio.
—Ahora sí contame de vos —dijo.
Ella dejó el cigarrillo apoyado en el cenicero y se acomodó. Él cruzó
las piernas y se preparó para escuchar.
—A mi viejo lo desaparecieron en el ‘76. Era estudiante de
sociología en la UBA, según mamá era un chico con ideales muy fuertes,
militante, combativo, con una energía de líder muy marcada.
Ella dice que la misma noche que lo vinieron a buscar fue cuando me
concibieron. Hacía semanas que no cogían, porque entre los exámenes y la
militancia papá estaba fundido. Esa noche él había asistido a una reunión
con otros militantes y volvió entusiasmado. Se venía una revolución.
Estaban tan contentos que les pintó coger. Horas después llegó el Falcon,
tiraron abajo la puerta, los despertaron y se lo llevaron. Mi vieja zafó
porque no figuraba en ninguna lista. Al día siguiente hizo la denuncia y lo
buscó desesperada en todos los cuarteles, hospitales y comisarías. Su
nombre no estaba en ningún lado. Movió cielo y tierra para encontrarlo, le
preguntó a sus compañeros y familiares, ellos sabían lo que pasaba. A las
pocas semanas se desmayó. Los médicos le dijeron que estaba embarazada.
Por recomendación de mis abuelos dejó de buscar a papá. Tenían miedo de
que se la agarraran con ella también. Siempre me dice que decidió
protegerme a mí y a mis dos hermanos, que en esa época tenían uno y tres
años. Ya corrían los rumores de que desaparecían también embarazadas y
que a muchas les robaban los hijos. Así que se escondió. Muchos años
después, ya de grande, le reproché su abandono. Me contestó que algo
dentro suyo le decía que no valía la pena, que papá estaba muerto, como lo
estaban los otros chicos que estuvieron en ese encuentro aquella noche. Mi
abuela paterna se unió a las Madres; alguien ya se ocupaba de buscar
justicia, así que mamá se dedicó a sus hijos, que éramos el futuro. Todavía
estamos en juicio con el Estado. Crecí en un hogar quebrado, en casa de mis
abuelos, con mamá generalmente deprimida, perdiendo cada trabajo que
encontraba. Mis abuelos pudieron pagarnos un buen colegio, aunque la
cercanía de Las Esclavas con el Hospital Militar, en mi caso, fue una de las
horribles coincidencias de esta vida irónica de mierda que nunca entendí; en
fin, que tengo que hacerles un homenaje a mis abuelos que se la bancaron
toda y me pude recibir de bachiller —Valentina se estiró hasta el cigarrillo y
se tomó una pausa para dar un par de pitadas. A Evaristo le pareció extraño
que aunque la historia era súper pesada y dolorosa, ella la narraba con cierta
frialdad, como si fuera algo que le pasó a otro.
Mis hermanos, defraudados y resentidos con el país, decidieron
tomarse el palo. Uno, en Brasil, tiene un restaurant en Florianópolis. El otro
compite en Hungría, levanta pesas, un delirio,
¿no te digo que es para escribir una novela? Por suerte ellos le tiraron
guita a mamá siempre porque yo, un buen día, decidí que quería ser
maestra. A la vieja casi le da un infarto. Se pasó tantos años sufriendo por
guita, tratando de que no nos faltara nada a mí y a mis hermanos que pensó
que cuando yo terminara el colegio me pondría a laburar y la ayudaría. Y
voy y elijo una profesión mal paga... se quería morir. Pero se la bancó.
Apenas me recibo de docente, consigo trabajo en una escuela secundaria
como celadora. Fui haciendo bien mi trabajo, pasé a agarrar un primer año,
un segundo y finalmente, me dejaron fija. A los veintiuno me toca un
reemplazo, geografía de tercero. Eran solamente quince días, por una
licencia que se había tomado la titular. Arranqué bien, tenía mucha onda
con el curso, los chicos se portaban de diez conmigo, tal vez porque no era
una vieja chota. A veces eso me jugaba en contra porque era difícil
mantener la autoridad, pero por suerte eran chicos con los que se podía
conversar y en especial con uno, un morochito de ojos celestes, de piel
tirando a trigueña, que era el líder del grupo: todos hacían lo que él decía,
tendrías que ver el poder que tenía el pendejo, cómo lo obedecían sin
chistar. Cuando yo veía que el curso se enquilombaba recurría a él,
Francisco se llamaba, quince años y con una voz de mando grave y firme.
Le hacía un gesto para que se acercara y le pedía ayuda. Ya le había contado
un poco mi historia, un día que nos colgamos después de clase, así que se
apiadaba de mí. Cuando le pedía algo él salía como un perro ovejero y
arriaba a las ovejas descarriadas. Un día me invitó a tomar algo. Yo sabía el
problema que me estaba comprando. El pendejo era vivo. Entendía que yo
le debía varias y que sería muy descorazonada si le rechazaba la invitación.
Así que dije sí. Me llevó a tomar un helado el muy dulce. Si bien era
adolescente, no lo parecía. Su padre había muerto de cáncer. Tenía tres
hermanitas a las que cuidaba para ayudar a su mamá. La traumática
experiencia lo había hecho crecer de golpe. Francisco tenía el espíritu de un
chico de diecinueve, o veinte. Andá a explicarle eso a una Directora, ¿no?
Igual, yo fui solamente a tomar un helado como profesora buena onda. Nos
sentamos en una mesa en la vereda, me acuerdo. Él me sorprendió con un
montón de cosas filosóficas que pensaba, de ideas que tenía para ayudar a la
gente. Soñaba incluso con un proyecto, que era abrir los estacionamientos
de los shoppings de noche, tirar colchonetas y habilitarlos para que
durmiera la gente sin hogar, decime si no es de una dulzura extrema.
—Me parece una pelotudez...
—No seas malo… Detrás de esa idea inocente hay una búsqueda
social que en ese momento me hizo adorarlo. Se hizo de noche sin darnos
cuenta, de lo hipnotizada que me tenía el pendejo. Cuando me propuso
hacerlo debutar no lo dudé. Estaba enamorada de él, me conectaba como
nunca antes me había conectado con nadie, nos gustaba lo mismo y
teníamos metas en común, aún con la diferencia de edad. Yo venía de tres
relaciones traumáticas, con un mamarracho atrás del otro, gente frívola,
egoísta, que no se mostraba como era: un artista loco, un músico
cocainómano y un hijo de empresario totalmente ególatra y mentiroso.
Francisco era ternura en estado puro. Se había ganado mi corazón. Me llevó
a la terraza de su edificio y lo hicimos ahí.
—Qué incómodo —dijo Evaristo.
—No, para nada. Fue lindo. Lo choto fue que a la semana siguiente,
cuando me tocó de nuevo ese curso, lo sabían todos. Me gastaron y
humillaron. Francisco resultó ser un pillo, un hijo de puta que ya se había
garchado a otras dos pelotudas como yo que se apiadaron de su carita de
ángel y después las dejaba. A una maestra le había sacado fotos en bolas;
los pendejos tenían copias y se pajeaban con ellas. Me asusté, pensé en que
él era menor y si el chisme llegaba a oídos de la Directora me podían abrir
una causa, ir presa, así que renuncié y nunca más supe de él. Cuando me
enteré de que estaba embarazada me quise morir. Mi vieja también.
—No entiendo por qué no te cuidaste. ¿No tenías un forro en la
cartera? ¿Él ni amagó a sacar uno? —dijo Evaristo.

—No, no pensé en nada. Debió de ser un impulso psicológico,


aunque nunca me preocupé por averiguarlo. Cuando en casa conté que
estaba embarazada mi vieja y mis abuelos me quisieron convencer para que
lo abortara. Yo me puse firme. Me di cuenta de que lo quería tener. El
pendejo no tiene ni idea de que tiene un hijo. Ahora tendrá dieciocho, sigue
siendo un nene de pecho. Supongo que cuando sea más grande tendré que
decírselo, no sé. Por ahora no lo creo necesario, no veo en qué me puede
beneficiar a mí, a Benito y a él mismo. Mi bebé es ahora una fuente de
felicidad increíble, lo único que me importa en el mundo. Esa es mi
historia. Allá tenés la salida.
Evaristo la besó de nuevo.
—Cuando me abriste la puerta te vi hermosa. Te voy a ser sincero: no
estuve en mi vida ni cerca de un chiquito, no sé ni hablarles ni tratarlos. Y
la verdad es que por ahora no me interesa. Ya que fuiste honesta conmigo,
lo voy a ser yo con vos. Yo busco una pareja sexual, alguien con quien
llevarme bien en la cama. A partir de ahí, si la cosa va para adelante, estoy
dispuesto a hacerme cargo de lo que surja, si pinta una relación que nos
haga bien a los dos, bienvenida. Si a vos no te molesta que no le dé bola a
Benito y me mantenés al margen de él, te puedo ofrecer lo que me decís que
necesitás, que es un compañero para salir, para compartir momentos, que
comprenda que tu prioridad es tu nene y se adapte a tus horarios. Creo que
hasta ahí te puedo hacer bien, no quiero tener esas relaciones que duran
quince días y después terminamos todos hechos mierda. Quiero ir de a
poco.
—Sos un racional del orto.
—Sí, bueno, soy así. Pero tu historia no me asusta y además, la
verdad es que me sirve que tengas un hijo, porque yo no quiero tener uno
jamás.
—¿No querés ser papá?
—No.
—¿Nunca?
—No.
—¿Por qué? No sabés lo lindo que es.
—Porque no puedo evitar pensarlo racionalmente. Como ves mi vida
es cien por cien lógica. Creo que tengo una herencia y unos genes de
mierda. Soy el último Meijide varón, la expansión de esta rama del apellido
depende de mis espermatozoides. Y miro a mi viejo y sé a ciencia cierta que
no me tendría que haber tenido. Me dio la peor herencia mental y
sentimental que pueda tener una persona. Él debería haber tenido los
huevos para detener esta diseminación de esta familia de mediocres. No
puedo cargar con esa culpa, no puedo tener un hijo por el placer de tener un
bebito un par de años para que después tenga una vida de mierda. Va a vivir
condicionado por una naturaleza perdedora.
—Me estás asustando.
—Perdón. Dejá. ¿Pongo la peli?
—Sí, mejor —dijo Valentina con una sonrisa piadosa. Se recostaron
en el sillón. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro.
—¿Pongo bajito? —preguntó él apuntando el control remoto a la tele.
—No pasa nada. Benito no se baja de la cama. Si se despierta llora y
lo escuchamos por el babycall. No te preocupes. Dale play.
Iba a ser una noche de seducción y lujuria. Sin embargo, el truco de
Evaristo para parecer extra culto al elegir la película le jugó una mala
pasada. A los diez minutos de escenas en blanco y negro, Evaristo se quedó
dormido, exhausto. Se sorprendió cuando abrió los ojos y la vio a Valentina,
que lo sacudía desde el hombro.
—Ey, levantate. Son las seis.
—¿Eh? ¿Qué pasó?
—Te quedaste dormido, nabo. Me dio cosa despertarte.
—No, está bien.
Se vistió a las apuradas. Valentina lo acompañó a la puerta. Se
saludaron con un beso tierno y antes de meterse en el auto él le echó una
última mirada: la vio hermosa, envuelta en una colcha, mientras lo saludaba
desde el umbral.
—Mañana te llamo —prometió él.
Ella saludó una vez más con la mano y se metió adentro, mientras
Evaristo insistía con el antiguo cebador para arrancar el Gordini. Fue recién
a cuadras de llegar a su casa cuando se acordó de que no había hecho el
retoque de la foto de la modelo con el obeso bebé sudafricano.
PEDRO

Atravesó el hall ya vacío del teatro con la única e incomparable felicidad de


haber realizado con éxito el trabajo para el cual, decía, fue creado. En
boletería le alcanzaron una carpeta con un folio con la lista de los que se
habían interesado en las enseñanzas de Aurelio, su autor y gurú favorito. La
miró con ansiedad. Seis nuevos miembros. No estaba mal: nadie esperaba
un alistamiento masivo, eso sería no entender la filosofía que se enseñaba.
El porcentaje de valientes de la especie humana era muy bajo y la
naturaleza había dispuesto de muy pocos voluntarios para la dura tarea de
entender lo incomprensible. En general, tiraba más la felicidad ilusoria que
la triste verdad. Pedro se calzó la carpeta bajo el brazo, metió las manos en
el saco blanco y caminó hacia a la salida. Cuando llegó hasta las puertas vio
que afuera llovía.
—La puta madre —murmuró.
Abrió una puerta, salió a la porción de vereda techada. Una presencia,
a un costado, le llamó la atención. Era un cura. Pedro lo miró. Era
totalmente pelado y su cara transmitía ternura. En una mano tenía un
paraguas cerrado.
—¿Señor Meijide? —le dijo el cura—. Lo estaba esperando...
A Pedro le chocó el símbolo visual. Era la primera vez que veía a un
religioso en una charla de las enseñanzas de Aurelio. Y además le hablaba.
El cura pareció detectar las dudas de Pedro, porque le dijo de manera muy
amable:
—Perdón, no me presenté, qué poca educación... —dio unos pasos
hacia Pedro—. Yo soy el Padre Juan. Vengo desde Cañada de Gómez a
verlo. ¿Me aceptaría un café? —le extendió la mano para saludarlo.
—Qué tal —dijo Pedro y se la estrechó—.
¿Por qué viene de tan lejos?
—Por la charla. Sé que no son muy habituales y me tomé unos días
para escuchar hablar de Aurelio. Si me acepta el café, me gustaría contarle
todo. Acá parados no vamos a estar muy cómodos.
Pedro miró el reloj.
—Claro que si para usted es muy tarde...
El paraguas y Cañada de Gómez lo convencieron.
—Bueno, tengo unos minutos. ¿Vamos allá?
—El que usted elija está bien.
El cura abrió el paraguas y ofreció compartirlo. Pedro se sintió raro,
pero no quería estropear su traje blanco recién comprado, así que se pegó al
Padre Juan. Cruzaron la calle y caminaron callados hasta el bar. Durante
media cuadra pensó qué tema podía ser tan importante para que ese buen
hombre viajara cuatrocientos kilómetros para conocerlo a él, aunque
tampoco podía confiarse mucho de un desconocido, por más cara de bueno
que tuviera, ya que las enseñanzas de Aurelio podían ofender en extremo a
cualquier mente devota a ciertas religiones. Llegaron al bar. El lugar estaba
semivacío y el cura eligió una mesa alejada de las ventanas. El mozo se
acercó.
—¿Anís? —preguntó el cura a Pedro. Hacía siglos que no escuchaba
a nadie pedir esa bebida.
—Bueno —respondió sin pensarlo mucho, apurado porque el mozo
esperaba el pedido.
—Dos —dijo el cura, numerando también con los dedos índice y
mayor al aire.
Cuando llegaron las copas, el cura mareó el líquido. Miró a Pedro.
—¿Estuvo mucho tiempo preso?
A Pedro lo sorprendió la pregunta, un tanto invasiva para comenzar
una conversación. Reconoció entonces la tipología del alma del hombre con
el que charlaba. Debía andar con cuidado pero, por sobre todas las cosas,
tenía que ser honesto.
—Depende. ¿A usted cuánto le parecería mucho tiempo de encierro?
—No sé...
—Estuve diez días. Que parecieron seis meses.
—¿Es muy atrevido de mi parte preguntarle el motivo?
—La verdad que sí...
La cara del Padre Juan se desvirtuó un poco, al parecer, por la falta de
costumbre a que alguien le pusiera límites. Pedro notó el cambio y temió
ante la mirada ofendida del cura. Vio una maldad escondida bajo la sotana y
el crucifijo. «Honestidad y amabilidad, si me quiero salir con la mía», se
repitió Pedro. Su capacidad para leer las intenciones de la gente era clave en
su supervivencia. Las pocas palabras habladas por el cura y alguno de sus
gestos le habían dado un bosquejo de lo que iba a venir.
—...pero se lo voy a contar igual, si quiere.
¿Lo que diga queda acá?
—Por supuesto.
—Me encerraron por presunto homicidio y asociación ilícita. La
familia de mi mujer pagó la fianza, nunca pudieron probar mi culpabilidad,
y acá estoy.
—¿Fue hace mucho? ¿Ya estudiaba los libros de Aurelio?
—Sí y sí. Pero era joven, novato, inexperto. Muchos años más tarde
entendí por qué hice lo que hice, comprendí lo que la naturaleza necesita de
mí.
—Lo entiendo perfectamente. Mi historia es, en cierto punto,
parecida. Lo que hacemos desde lo más profundo de nuestra verdad es lo
que nos hace ver realmente porqué estamos acá. Pero dígame, ¿qué lo llevó
a tomar esas decisiones?
¿Necesitaba dinero o lo hizo solo por placer?
—Estaba escapando. Huyendo de mi mujer y de mi hijo. Mire: me
casé para darle el gusto a Ofelia, en ese entonces, mi novia. Antes la
sociedad era mucho más cruel con los caminos del amor... Usted y yo
somos de la misma generación, qué le tengo que explicar. Mi mujer
necesitaba salir de su casa paterna y yo le hice el favor casándome con ella.
Si bien no estaba listo ni convencido de lo que hacía, me pareció una buena
demostración de la generosidad... que ciertamente no tengo. O sea, no soy
generoso por naturaleza, más bien lo contrario. Pero el mundo exterior nos
hace sentir culpables por nuestros defectos, nos presiona con el mentiroso
argumento de que debemos cambiarlos, luchar para convertirlos en virtudes
y toda esa sarta de idioteces, ¡como si fuera posible! Si yo hubiera sido un
experto en la enseñanza de Aurelio en ese entonces, mi vida habría sido
otra, pero bueno, la naturaleza me necesitaba así. Lo que pasó fue que
intenté ser bondadoso con Ofelia, darle mi vida sin pensar en mis gustos o
necesidades. Los primeros años salió todo bien, hasta que una nueva parada
en el camino del amor impuesto por la sociedad me puso en una
bifurcación: Ofelia me pidió hijos. La lucha con mi egoísmo, en ese
momento, fue más dura y cruda. Una cosa era una libreta roja, un papel
firmado. Y otra muy distinta, fabricar una criatura que llora, que caga, que
rompe las guindas. Mi experiencia familiar no fue muy buena que digamos
como para desear un bebé de corazón. Claro que no le dije nada de esto a
mi mujer. Callé. Intenté disuadirla con argumentos que no dejaran muy
expuestas mis verdaderas razones y miedos. Y fracasé. Fui guiado a
desgano durante todo el proceso de gestación, obedeciendo como un burro
cansado a las sesiones de penetración en los días de ovulación y meses
después, como un relojito, llegó con la noticia de que estaba embarazada.
Fingí alegría por la buena nueva, fingí interés por los preparativos posparto,
fingí curiosidad por los libros de paternidad. En el fondo, sabía que todo lo
que estaba pasando no me gustaba ni un poco. Temía que mi hijo me robara
libertad y tiempo para hacer lo que me gusta. Evaristo nació pese a mis
inconscientes deseos de que algo interrumpiera el embarazo. Deseé la
muerte del feto muchas veces y sufrí muchísimo por la culpa que me daba
ese pensamiento. Sin embargo, nada pasó y tuvimos un bebé sano y fuerte
de tres kilos quinientos. Lo llamamos Evaristo. Se podrá imaginar, con el
panorama que le di sobre mis pensamientos, que su primer año de vida fue
para mí una tortura. El niño no solo me molestaba con sus gritos, sus
necesidades, sus tiempos, sino que Ofelia se convirtió en una neurótica
sobreprotectora monotemática, solo interesada por esa bola de lágrimas y
caca. Dirigía mi vida entera para meterme en sus prioridades, que eran las
del bebé. Me transformé en el esclavo de la mucama de mi hijo. No le podía
dedicar el tiempo ni la energía que mi profesión de profesor requiere y el
dinero que ganaba se me escabullía de las manos en pañales, leche, y
muebles para bebés. Entonces apareció el Seminario de Historiadores de
San Pedro. Un fin de semana a ciento ochenta kilómetros del caos de
infelicidad que era mi casa. Insistí, me peleé, discutí, hasta que finalmente
conseguí el permiso de Ofelia para asistir. Por alguna razón, le mentí sobre
el lugar y le dije que era en Rosario. Cuando llegué a San Pedro me
encontré con un pueblo tranquilo, habitado mayormente por gente adulta,
simple, pacífica. No me costó mucho darme cuenta de que prefería
renunciar a mi trabajo en la ciudad para quedarme ahí para siempre, abierto
a una nueva vida de irresponsabilidad. Mandé un telegrama de renuncia a
los colegios donde enseñaba y una carta muy breve a Ofelia, donde le decía
que no iba a volver y que por favor no me buscara porque ya había tomado
la decisión de manera terminante. El sobre salió sin remitente, como podrá
suponer. Arranqué entonces la nueva vida en San Pedro, pero al poco
tiempo me encontré con que era realmente complicado conseguir un trabajo
de lo mío. La ansiedad y la opresión me habían hecho apurarme sin siquiera
asegurarme de mi supervivencia básica. Decidí entonces buscar trabajo de
cualquier cosa, lo que fuera para ganarme la vida por el momento. Salí a la
calle una mañana y pregunté en la verdulería si necesitaban un peón; en el
taller, un ayudante; en el bar, un mozo. Pero nada. San Pedro estaba seco.
Sin embargo, vio cómo son las cosas. Preguntando y buscando, se me
presentó el destino mismo en persona. En una panadería me pasaron el dato
de un tal Don Manuel. «Su hijo es un empresario poderoso, dueño de
muchos negocios en la zona. Seguro podrá conseguirle algo, si no en San
Pedro, en los alrededores. Es cliente de acá, vaya a verlo de mi parte», me
dijo la panadera. Y hacia allá fui. El viejo vivía en una gran casa baja, en
pleno centro de San Pedro, pero claramente no había sacado provecho de
los millones del hijo porque era una casa vieja, de pueblo, sin ostentaciones,
más bien básica. Grande pero normal. Ni timbre tenía. Golpeé entonces la
puerta un par de veces. Nadie contestó. Esperé un par de minutos,
insistiendo con los golpes, pero nada. En la casa de al lado, una señora
barría la vereda. Me acerqué y muy amablemente le pregunté si había visto
salir a Don Manuel ese día.
«No», me dijo. «Lo vi entrar hace cosa de media hora. Es medio
sordo: entre nomás que por esa razón deja la puerta sin llave». Agradecí,
volví al umbral de la puerta, golpeé de nuevo por cortesía y al comprobar
que no escuchaba movimiento adentro miré a la vieja, que desde su vereda
me habilitó a entrar por las mías con un gesto de cabeza. Abrí con timidez,
mientras decía «permiso» en voz alta. La luz del día iluminó un living
oscuro: las persianas de toda la casa estaban cerradas. Recordé los clichés
de ciertas películas de terror, el visitante que golpea las puertas de una
mansión embrujada y ve cómo éstas se abren solas dejándolo pasar. Miré el
ambiente: vacío. Busqué el interruptor y prendí la luz. Algo me empujaba
hacia adentro. Cerré la puerta detrás de mí y grité: «Hola, ¿Don Manuel?».
Al final del living vi una puerta abierta de donde venía un poco de sol.
Caminé hacia allá, observando todo lo que había a mi alrededor: muebles
antiguos, olor a humedad. Era evidente que el viejo vivía a su manera, sin
interesarle la plata del hijo empresario. La puerta daba a la cocina. Y ahí me
encontré con Don Manuel. Estaba sentado de espaldas frente a una mesa de
madera redonda, tirado sobre una pila de dinero. Estaba muerto. En la mesa
había un bolso con más fajos de billetes ordenadamente dispuestos. No
había rastros de sangre ni de violencia en el cuerpo del viejo, por lo que
deduje, al ver también billetes de cien tirados por el piso, que le había dado
un infarto contando la plata. Completé la escena al leer una serie de cartas
desplegadas sobre la mesa. Su hijo había sido raptado y sus captores venían
negociando con el viejo hacía semanas. Lo amenazaban con matarlo si no
pagaba un rescate de doscientos cuarenta mil dólares en billetes sin marcar.
Ni hablar de si avisaba a la policía o a los medios. Obviamente el viejo
había acatado las órdenes. Según la última de las cartas habían quedado
para entregar el dinero ese mismo día, apenas tres horas más tarde, en un
campo a cincuenta kilómetros de ahí. Imagine mis sensaciones, ahí parado,
con la vida poniéndome en esa encrucijada. Claro que usted ya sabe lo que
hice. Rodeé el cadáver, como quien examina una obra de arte, sin tocarlo,
acercándome y alejándome según mis dudas. El muerto tenía los ojos
abiertos, duros, salientes... Impresionaban. La boca, con la lengua afuera y
con restos de baba. Me arrodillé y junté los billetes rápidamente. Repetí la
acción con los que estaban desparramados sobre la mesa. Los metí junto
con las cartas adentro del bolso, cerré el cierre y me lo calcé en el hombro.
Abrí la puerta con cuidado y me asomé apenas. La vieja de al lado ya no
estaba. Supuse que tendría problemas si la escena de la muerte de Don
Manuel resultaba sospechosa, pero sin las cartas no habría rastros del dinero
y la autopsia confirmaría un infarto. No había huellas mías sobre el cuerpo.
Hice lo que era mejor. Salí con el bolso hacia la casa de al lado y le toqué el
timbre a la vieja. Me abrió con la misma amabilidad con que me había
invitado a entrar a la casa de Don Manuel antes. «¿Y? ¿Lo encontró?», me
dijo. «Sí, pero muerto», le dije con un tono de sorpresa, «llame a la policía
enseguida», le ordené. La vieja se puso pálida, se tapó la boca con horror y
me obedeció al instante. Ni se dio cuenta del bolso y cuando desapareció
adentro en busca del teléfono, yo aproveché para desaparecer. En casa pasé
el dinero a una valija con combinación y candado. Me fui a la terminal de
ómnibus. Despaché la valija a Villa Gesell en El Rápido Argentino, a
cambio de un ticket con un número. Después quemé el bolso en la ruta
junto con el pedido de rescate, la única prueba de la existencia del dinero.
Volví al pueblo y me senté a esperar. Al día siguiente leí sobre la muerte de
Don Manuel en el diario del pueblo. Los avisos fúnebres llenaban la sección
necrológica. San Pedro se revolucionó con el funeral. Incluso vi pasar por la
ventana la procesión. No escuché nada del secuestro del hijo del viejo por
varias semanas, hasta que un día la radio anunció que un peón había
encontrado un cadáver enterrado en un campo y resultó ser el del
empresario secuestrado. No tardaron mucho en venir a buscarme. La vecina
y la vendedora de la panadería me colocaron en la escena del crimen y me
hicieron sospechoso. Estuve adentro, como ya le conté, diez días. Tuve que
llamar a Ofelia, que llegó a San Pedro con un abogado, pagó la fianza y salí
en libertad. Me procesaron durante cuatro años. Pese a que la autopsia
reveló muerte natural, tardaron ese tiempo en declararme inocente, ya sabe
usted cómo es la justicia en este país. Yo tuve que volver a mi vida de
esclavo al lado de mi mujer, que no me preguntó nada ni quiso saber los
motivos de mi huida, conforme por tenerme junto a ella, sabiendo que le
debía un favor de esos que raramente se pueden pagar. Y no se equivocó,
mire. Estoy a su lado desde entonces, insatisfecho, sí, pero si bien sé que mi
egoísmo es ilimitado, también descubrí que igual de ilimitada es mi
capacidad de agradecer. Fantaseé con escapar de nuevo muchas veces en
todos estos años pero la combatí. Y ya a esta edad, después de tantos años
de casado, siento que la única escapada posible de Ofelia, es la muerte.
—¿Y la valija? —preguntó el cura con la curiosidad de un chico.
—¿Qué valija? —contestó Pedro. Le guiñó un ojo y no pudo contener
una mueca de sonrisa pícara.
El Padre Juan no se inmutó, lo miró sin juzgarlo. Su copa estaba
vacía.
—Supongo que ahora es mi turno —dijo—. Lo traje acá, en realidad,
porque sé que usted recluta gente. —el Padre Juan miraba a Pedro fijo a los
ojos—. La aclaración es en vano, supongo: la expresión de su cara al ver la
sotana me hizo entender todo. Demás está decirle que comprendo que al
haber aceptado esta reunión y sobre todo, al contarme semejantes
infidencias, estoy prácticamente adentro de su consorte. Entonces vamos a
las pruebas. No será difícil convencerlo de que puedo comenzar a vestirme
de blanco en vez de este negro fúnebre. Mi buen señor Pedro: decidí ser
cura como muchos de mis correligionarios, por miedo. ¿Miedo a qué?
Miedo a una energía específica que ya desde muy chico percibí crecía en mi
interior. Muchos, por pudor o culpa, la llamarán «vocación religiosa».
Algunas palabras nos protegen, usted lo sabe muy bien. En fin, que entre
los ocho años de edad y los quince, mis colegas y yo sentimos este cambio
en el alma. En mi caso comenzó a los doce. Cursaba, mire usted cómo son
las cosas, el séptimo grado de internado en un colegio religioso. En ese
entonces, la verdad de las personas aparece en las conversaciones privadas
cuando la luz se apaga en los dormitorios, cuando los curas ordenan dormir.
Bastaba con que escucháramos los pasos alejándose para que empezáramos
a hablar, a veces, durante horas. Sonaban los pedos y las risas y se debatían
los temas íntimos que nos preocupaban a esa edad, que eran,
mayoritariamente, los que tenían que ver con el sexo opuesto. La noche en
que se me presentó súbitamente el destino recuerdo a uno de mis
compañeros, Rolando, contando su experiencia del sábado anterior, en la
casa de sus padres, apenas llegado del internado para pasar con ellos el fin
de semana. Habían contratado a una mucama nueva, una correntina
morocha de veintitrés años, sumisa, tímida. Rolando era el más déspota y
activo de nosotros, por eso no nos sorprendían sus historias. Esa noche se
quedó solo unas horas con la mucama, sus padres habían ido al cine. La
chica se encargó de que Rolando se metiera en la cama con los dientes
lavados. Lo cuidaba y observaba casi sin decir palabra, susurrando apenas
las órdenes. Mi compañero le hace caso en todo pero sus ojos, guiados por
las hormonas en desarrollo, van mirándole el cuello, los pechos, las piernas.
Ella apaga la luz del dormitorio y baja a la planta baja. Rolando se duerme,
pero se despierta a los pocos minutos con una erección.
Al decir esta palabra, el cura baja apenas la voz, aunque nadie de
quienes los rodean en el bar los mira, según comprueba Pedro, que está un
tanto incómodo por el devenir de la historia de Juan.
—Guiado tal vez por su irreverencia — sigue el cura—, baja en
busca desesperada de la mucama. La encuentra en la habitación de servicio,
mirando una película en la televisión. Primero, la espía. La chica está
recostada en la cama. Cuenta que pudo ver un muslo carnoso, con unos
lunares bien distribuidos. Totalmente excitado, Rolando abre la puerta. La
mujer se asusta, pero al ver que es él lo manda a dormir inmediatamente. Al
mismo tiempo Rolando ve que ella se acomoda el uniforme para taparse las
piernas. Entonces mi compañero le dice «Mostrame las tetas y me voy». La
correntina cambia la expresión. «Váyase que le voy a contar a sus padres»,
le dice con tono de voz severo. Pero Rolando era la maldad misma.
«No, el que va a hablar con mis padres voy a ser yo si no me hacés
caso. Y les voy a decir que te vi husmeando en el placard de mamá,
probándote su ropa, viendo qué te podías robar, mirándote al espejo,
poniéndote sus joyas». «No le van a creer», le contesta ella. «¿Querés
probar?», la amenaza él. La chica lo piensa. «Está bien», dice. «Pero una
vez sola y se mete en la cama». Rolando asiente, cerrando el trato. La
mucama desabrocha con timidez y mucha bronca los broches del corpiño.
Libera las tetas unos segundos. «Bueno, ya está», dice después, guardando
los pechos, subiendo los breteles, abrochando la parte superior del
uniforme.
Juan hace una pausa. Toma un sorbo de su vaso y mira a Pedro, quien
siente en esa mirada algo oscuro. Retoma su discurso.
—Rolando y mis compañeros de internado parecían monos de lo
excitados que estaban con la historia. Menos yo. Lo llenaron de preguntas:
«¿Cómo eran los pezones?», «¿Te dieron ganas de chupárselas?». Yo me
quedé callado escuchando a Rolando responder con detalles larguísimos.
Mauro interrumpió el final del cuento prendiendo la luz. Estaba en una de
las camas superiores, así que la iluminación le dio un toque teatral. Nuestras
miradas se clavaron ahora en él. Mauro dijo: «Me salieron pelos» y se bajó
el calzoncillo hasta la mitad del muslo. Los chicos saltaron de su cama,
desde lejos apenas si se veía una sombra encima del pito. Se acercaron y se
pusieron a contar los pelos en voz alta. Pero yo, Pedro, no pude verlos. Mis
ojos se quedaron en la otra cosa que mostraba Maurito. Mientras mis
compañeros se reían y bromeaban yo admiraba en silencio el cuerpo de mi
mejor amigo.
Ahora fue Pedro quien necesitó un par de tragos. Juan lo esperó unos
segundos antes de seguir hablando.
—Esa noche soñé con el pito de Mauro. Lo acariciaba, me lo metía
en la boca y lo chupaba con un placer, Pedro, que no se imagina. Me
desperté sobresaltado. Sentí calor en mi corazón, unas cosquillas. También
humedad y olor rancio. Toqué mis calzoncillos: estaban mojados. Me paré
sin saber qué hacer. Imagíneme en la penumbra de esa gran habitación, con
el jardín azulado y frío que se veía por las ventanas, mi figura recortada de
perfil y el calzón fosforeciendo por la luz de la luna; y en el pecho, una
necesidad de subirme a la cama de Mauro, ponerme encima y frotarme
contra su cuerpo. Era tanto mi deseo que me sentí empujado. Di incluso
unos pasos hacia la cama de mi amigo, en silencio, hasta que una voz en mi
cabeza me gritó «¡No!
¡Volvé a la cama y ni se te ocurra volver a tener esos pensamientos!».
Había tenido mi primera batalla interna, cuando la rebelión de los deseos
copó las calles de mi conciencia para derrocar al gobierno tirano; y éste,
exitosamente, reprimió con gases a los manifestantes de la libertad,
amenazándolos para que no volvieran nunca más a enfrentarse a las leyes
preestablecidas por la moral de cualquier persona común. ¿Pero sabe qué,
Pedro? Los deseos no se acobardaron. Volvieron todos los días, a veces con
más fuerza. Yo estaba repleto de pánico. No le podía decir a nadie lo que
pasaba adentro mío. Jamás le confesé esto a ningún cura. Combatí los
deseos masturbándome, soñando con que besaba a Mauro, lo acariciaba, le
hacía el amor. Le pedí ayuda a Dios, busqué en los textos sagrados una
respuesta a tanto sufrimiento. Y lo único que encontré fue represión, miedo
y más represión. La religión no aceptaba a la gente como yo. Me confinaba
a un destino de oscuridad. Tenía doce años, Pedro. Me tenía que hacer cargo
de mi futuro, debía tomar las primeras decisiones complicadas. Y apareció
la idea. «Voy a ser cura», me dije. Dios va a lograr que mis deseos enfermos
dejen de agobiarme. Las obligaciones del sacerdocio me hacían desviar la
atención del conflicto. Pero las noches, Pedro, las noches siempre fueron
tremendas. Con el tiempo fui cumpliendo mis deberes. Sin embargo los
deseos, cada tanto, me dejaban alguna amenaza, advirtiéndome que nunca
se irían del todo. Le doy un ejemplo: hice varios casamientos hasta que uno
en especial, del que todavía me acuerdo, mire, me quedé clavado en los ojos
celestes del novio y por un momento que pareció una eternidad sentí que
quedaba desnudo frente al gran auditorio. Esa noche me masturbé pensando
en él, los dos vestidos de frac amándonos en un cuarto de hotel mugroso
mientras la novia esperaba en el altar. Después de esas fantasías rezaba con
el doble de las fuerzas y me zambullía más en Dios. Puse en dudas,
entonces, Su existencia, sobre todo después de una noche, en que,
transpirado y con lágrimas en los ojos le pedí una señal que me indicara el
camino. Al día siguiente, como si estuviera guionado, me toca la puerta el
Padre Vicente con una noticia que marcaría un quiebre definitivo en mi
vida. Había quedado una vacante en un hogar de niños huérfanos y
pensaban que yo era el indicado para asumir ese puesto. Acepté sin dudarlo,
más que nada por lo oportuno de la oferta. Tenía que ser Dios quien, de
manera inmediata, se había apiadado de mis esfuerzos y me había tirado un
salvavidas. Junté mis cosas y me mudé al hogar. Estaba feliz, emocionado,
todo iba a salir bien de una vez por todas. La alegría era auténtica. En el
convento me recibieron las monjas. Me explicaron mis funciones y me
condujeron a mi habitación. Guardé mis cosas, acomodé la ropa. Ese
mediodía almorcé con ellas. Me atendieron como a un rey, no me dejaron ni
ayudar a poner la mesa. Comí unos platos deliciosos, con postre y todo. En
la sobremesa me contaron las historias de los chicos, cuántos eran, etcétera.
Todo se estaba dando tal cual lo había imaginado. Dormí una siesta de dos
horas y a eso de las cinco me llevaron a conocer a los chicos. Y ahí, Pedro,
Dios explotó frente a mis ojos. Miré uno por uno a cada chico hasta que mi
semblante se horrorizó. El último de la fila era mi amiguito Mauro. Le juro
que el chico no tenía más de once años, pero era igual igual a él. La misma
mirada, la misma piel, el mismo corte de pelo. Se llamaba Marcos, encima.
Supe que había cruzado el límite de la resistencia. Escuché a mis deseos
reírse. Fue mi preferido desde la hora cero y me encontré seduciéndolo con
mis palabras, cambiando el tono de voz cuando hablaba con él. Hasta que
un día, me lo cogí.
Pedro tuvo que hacer un gran esfuerzo para no demostrar el impacto
de lo que escuchaba. Lo habían entrenado y advertido. Debía ser frío, nada
podía horrorizarlo. Al ver esto, Juan se sintió alivado. Era cierto entonces,
que los discípulos de Aurelio no juzgaban.
—Lo violé durante meses —dijo, bajando la voz—. ¿Qué aprendí?
Bueno, muchas cosas. Abandoné la religión y me convertí en un ferviente
lector de los libros de Aurelio. Corroboré entonces mi destino natural. La
naturaleza me favorecía con la suerte, muchas veces estuve a punto de ser
descubierto y en todas, algún hecho fortuito me hacía zafar de la horca.
Marcos creció y se fue del hogar, pero noté que la cara de mi amigo Mauro
aparecía en los cuerpitos de otros niños, creando un círculo vicioso. Los
violé a todos y los sigo violando. Eso sí, dándoles mucho amor. Lo que me
trae a contárselo es que descubrí la manera de que nunca más haya un cura
pedófilo como yo. La naturaleza se rebeló en mí. Me convertí en un
violador de menores porque en el momento en que tuve que decidir, me
escapé. Gracias a Dios, a la religión y a la hipocresía social, fui presionado
para intentar ser normal, cuando no lo soy, cuando ninguno de nosotros lo
es. Cuando leí el libro de Aurelio La sexualidad de los humanos comprendí
que los homosexuales hemos sido creados por la naturaleza al igual que los
heterosexuales. Nuestra misión: equilibrar la natalidad para que no nos
reproduzcamos tanto. Sin nosotros el mundo rebalsaría de esta raza asesina
que somos los humanos. Debemos estar orgullosos de ser un catalizador
indispensable en el futuro del planeta, y ustedes, los heterosexuales, nos
deben agradecer y aceptar como iguales. Lamentablemente no tomé la
decisión correcta cuando debí hacerlo y la naturaleza me castigó con razón
llevándome todo el tiempo a mis doce años, por eso me gustan los chicos y
no los adultos. Por eso ya no puedo parar de violar niños, aunque
racionalmente lo quiera. Porque le juro que quiero. Pero no puedo. Sin
Aurelio, tal vez seguiría hasta ser descubierto y que las personas con la
misión de matar y encerrar a desviados como nosotros hiciera justicia. Sin
embargo, aprendí a hacerme cargo. Y quiero ser responsable de mi propia
muerte, como usted, como el grupo de suicidas que se está formando. Así
que, Pedro, por favor acépteme. Conozco su misión y la comparto. Le
ofrezco reclutar más curas como yo para que desaparezcamos de este
mundo. Puedo dar testimonio fehaciente del mal de la religión y aportar mi
granito de arena para confirmar la inexistencia de Dios y el poder de la
naturaleza. Solo dígame qué día vamos a suicidarnos.
—El año que viene. El 19 de enero de 2002
—dijo Pedro.
OFELIA

—Bueno, voy a tener que sacarles un poquito de sangre, ¿saben? Es


solamente un pinchacito en el brazo, pasa muy muy muy rápido y así la
doctora puede darse cuenta si están fuertes y sanos, ¿eh? Vamos a empezar
con Johnny. ¿Quién de los dos es Johnny?
Ofelia levantó la cabeza y miró a los dos gemelos de cuatro años que
la miraban con ojos pícaros. A su lado, la madre esperaba en silencio, sin
meterse en la conversación.
—¿Y? ¿Quién es Johnny?
Cada gemelo señaló al otro, como si ya hubieran ensayado el paso de
comedia otras veces. Ofelia quiso evitar la risa para no perder autoridad
pero no lo logró. Miró a la madre, que también reía.
—Hacen lo mismo en el colegio. Hay días que se cambian de salita
haciéndose pasar por el otro. Juegan con los amiguitos del hermano sin que
nadie se dé cuenta.
Los gemelos se mataban de risa y a Ofelia le hicieron recordar a
Harpo, el mudo de los Hermanos Marx.
—Es increíble la naturaleza... tan chiquitos y ya conscientes de las
ventajas de tener un igual—le dijo a la madre, y después, mirando a los
gemelos—. Bueno, como veo que no me van a decir, voy a elegir yo... A
ver, de-tín marín de-dó pin-güé, cúcara mácara títere... ¡fue! Señaló a uno y
el otro, cayendo en la trampa de la doctora, dijo:
—¡Te equivocaste! ¡Él es Carlos!
—Ah, qué tonta la doctora —dijo Ofelia—. Entonces, si él es Carlos,
Johnny vendrías a ser... a ver... ¡vos! —y le pinchó la panza con el dedo
índice, haciéndole cosquillas. La madre de los gemelos ayudó a la doctora a
arremangarle la remerita mientras el hermano miraba sin entender lo que
estaba por pasar. Ofelia le pidió que mirara para otro lado, porque podía
darle un poco de impresión. El nene respondió, ahora sí, obediente. Preparó
la ampolla y le ató la ligadura de goma.
—Ahora, Johnny, nos tenés que mostrar a todos lo valiente que sos,
¿sabés?
A los pocos segundos, el consultorio se llenó de gritos y llantos. La
madre no sabía si abrazar a Johnny que lloraba desconsolado o agarrar a
Carlos que se había bajado de la camilla al escuchar gritar de dolor a su
hermano y buscaba una vía de escape. Ofelia sintió un leve mareo. El casi
constante acaloramiento la hizo transpirar. Se apoyó contra la pared para no
desvanecerse y respiró profundamente. La madre, en medio de su propio
lío, se dio cuenta.
—¿Está bien, doctora?
—Sí, sí, no se preocupe, me debe haber bajado un poquito la
presión... Ya vengo, ¿eh? ¿Me espera un minutito?
El episodio llamó la atención de los gemelos que al ver a Ofelia
tambalear se quedaron quietos y en silencio. Ofelia salió del consultorio,
fue al baño y se mojó con agua helada la nuca y la frente. Se secó con las
toallas de papel. Después se apoyó contra el lavabo hasta que se sintió
repuesta. Volvió al consultorio, despachó a los gemelos y se tomó unos
minutos para disfrutar del silencio. Abrió la agenda: antes de terminar la
semana tendría los resultados de sangre. Estaba ansiosa por ver a su
ginecóloga, ya no soportaba lidiar con los síntomas. Buscó en la
computadora el siguiente turno. El nombre de la paciente la emocionó.
Parecía que el día iba a estar lleno de sorpresas. Abrió la puerta ansiosa y
llamó, al tiempo que buscó con la mirada la cara de una nena rubia de doce.
Esperó la respuesta y de pronto vio levantarse a una adolescente de pelo
largo, con jeans apretados, maquillada y con los labios pintados. Una mujer
de unos treinta años la acompañaba en su caminata rumbo al consultorio.
Ofelia tardó en reconocer la cara de la paciente: la nena se había convertido
en una mujer.
—No... vos no podés ser Camilita, Dios mío, ¡cómo pasó tanto
tiempo!
Ofelia estiró los brazos para abrazar a su paciente, que si bien recibió
el afecto de la doctora, no fue tan efusiva como ella. Sí lo fue la madre,
llamada María Florencia Barrionuevo, según consta en su documento y en
los registros del Hospital Ricardo Gutiérrez.
—¿Vio doctora, el estirón que pegó la nena? Madre y pediatra se
dieron un beso.
—Tremendo, no puedo salir de mi asombro... Pasen, por favor.
Las tres mujeres entraron al consultorio. Ofelia se sentó, quiso hablar,
pero mirar la cara de Camila la sensibilizó. Se mordió el labio, negando
apenas con la cabeza, todavía asombrada por el cambio. Sintió, una vez
más, que la vida era maravillosa. Olvidó el reciente acaloramiento y se
rindió ante otro calor que le surgió adentro, como una oleada. Era felicidad
en estado puro.
—Bueno —dijo reaccionando y con una sonrisa avergonzada—, hay
que volverse profesional.
¿Cómo están?
—Bien, todo muy bien —contestó la madre—. No vinimos por
cuestiones médicas, la queríamos molestar unos minutos nada más para
darle esto...
La madre de Camila metió la mano en la cartera, sacó un sobre y se
lo dio a su hija.
—Tomá, dáselo vos, Cami.
Camila agarró el sobre y lo estiró hacia la doctora.
—¿Qué es esto? —dijo, mirando primero a Camila y después a María
Florencia.
—Abrilo —le dijo Camila.
Ofelia abrió el sobre: era una invitación para el cumpleaños de
quince.
—Falta un montón, pero lo estamos organizando con tiempo —dijo
la madre.
—Ay, Camila —suspiró Ofelia y se largó a llorar. No podía creer que
el bebé que ella había ayudado a nacer esa impactante noche de 1986
estuviera por cumplir quince años. María Florencia había llegado a la
guardia después de haber fracasado en un aborto casero. Era una
adolescente llena de miedo, embarazada por un sinvergüenza que había
desaparecido y la chica había querido deshacerse del feto antes de que se le
notara la panza, utilizando una percha, como era común en las chicas de su
nivel social. En una tarea heroica, Ofelia, en ese momento residente del
hospital de Vicente López, había salvado a la chica y al bebé de la muerte.
Y no solo eso. Cuando la paciente despertó después de la complicada
cirugía, muchas horas después, Ofelia misma la visitó en la habitación.
—Llévesela usted, doctora. Yo no la quiero.
—Si tuviste el valor para parir estando como estabas de nerviosa y
lastimada, cuidar a esta nena hermosa no va a ser un problema. Pasan
muchas madres como vos por acá y te puedo asegurar que vos no tenés cara
de madre abandonadora. Si la naturaleza quiso que seas madre, no podés
evadir la misión. Sos débil, una nena todavía, sí, pero sos totalmente capaz
de criar a este bebé, te lo puedo asegurar. Además tengo que llamar a tus
padres.
—No, a mis padres no. Por favor, doctora, no llame a nadie, déjeme
ir.
María Florencia lloraba. Con la vista buscaba alguna salida e incluso
amagó con bajarse de la cama, pero entre Ofelia y una enfermera se lo
impidieron.
—No entendés —siguió Ofelia—. Tengo que llamar a tus padres y lo
voy a hacer. Es mi obligación. Vos no te podés ir a ningún lado después de
lo que pasó.
La chica pataleó, luchó, gritó. Ofelia y la enfermera la sostenían y la
pediatra, incluso, contempló la posibilidad de buscar una jeringa e
inyectarle un tranquilizante. En el forcejeo golpearon equipos. Los gritos y
los ruidos metálicos despertaron a la bebé, que llenó el ambiente de un
llanto penetrante. Entonces Ofelia pudo ver, debajo de las lágrimas que
magnificaban las pupilas de María Florencia, cómo el timbre de la voz del
bebé sufriente despertaba mágicamente el instinto materno de la
adolescente. Toda la atención pasó entonces a la beba. La paciente dejó de
lado los pataleos, no así el llanto, que ahora, tierno y redentor, era por otro
motivo.
—¿Qué le pasa a la nena, doctora? ¿Está bien?
—Sí, mi amor. Tiene hambre y la asustamos con los gritos.
El llanto de la paciente, ahora, que había escuchado que la bebé
estaba bien, pasó a ser de felicidad. Sus hormonas estaban fuera de control.
La enfermera, rápida y astuta, tomó a la criaturita en brazos y se la acercó a
la madre. Se la apoyó sobre el pecho. La beba hacía movimientos con las
manitos, estaba roja del esfuerzo por exteriorizar su pena y abría la boquita
a la espera del pezón. Ofelia vio en los ojos de María Florencia la conexión
con la nena, suficiente para indicarle que podía quedarse tranquila, el lazo
estaba fijado: se iba a quedar con la criatura.
Había sido un día muy emotivo. Pero pese al cansancio, cuando
volvía a casa decidió pasar por el chalet de Mabel, su vecina. Caminó las
calles del country bajo las luces de los faroles cubiertos de bichos. El olor a
pasto mojado le llenó los pulmones y de vez en cuando, al ver alguno de los
tantos gatos callejeros que poblaban el lugar, los saludaba en voz alta con la
mano, como si fueran humanos. La mayoría de las casas estaba a oscuras,
ya que apenas el doce por ciento de los habitantes del country vivía ahí: el
resto, en verano, llegaba solo los fines de semana y algún que otro feriado.
Ese silencio, esa falta de vida, la hicieron sentirse más sola todavía. Levantó
la vista para mirar el cielo. La noche era más pesada que cuando vivía en la
gran casa de Boulogne. Ahí, uno se sentía más chiquito, más despojado,
más inútil; todo parecía inmenso. Extrañaba la vida de ciudad, donde las
personas se movían a otro ritmo, rodeada siempre de gente, de luces, de
autos que pasaban, de ventanas con la luz encendida y ruido de cubiertos,
con música y televisores con volumen alto. El country le daba una falsa
sensación de comunidad, que existía en muy pocas oportunidades, tal vez
los sábados y domingos a partir del mediodía, cuando pasaba por el Club
House y se encontraba a los vecinos que almorzaban ahí o se juntaba con
alguien a jugar a las cartas. Pero los días de semana a la noche la fantasía se
desvanecía y se mostraba tal cual era: un individuo solo frente al gran
enigma del universo. Pasos antes de llegar a la puerta de la casa de
Mabel vio luces y voces que hablaban en voz alta.
«Está con gente», pensó, y eso la alivió: no se le iba a colgar
hablando de su depresión; estaría distraída y su visita sería un trámite.
Golpeó la moderna puerta de hierro. Escuchó música baja y risas. A los
pocos segundos, su amiga abrió.
—¡Ofelia! ¡Estoy con los chicos! ¿Querés pasar?
Mabel tenía un copón con vino blanco en la mano y vio en su cara
evidencias de que ya le había hecho efecto. Miró hacia adentro y a lo lejos
reconoció a los varones de Mabel, cada uno con sus respectivas novias.
—No, estoy muy cansada, te traje el número del abogado...
Mabel la calló. Entornó la puerta y dio unos pasos lejos del umbral.
Apoyó la mano en el antebrazo de Ofelia y la llevó hacia un costado.
—Perdón, los chicos no saben nada de esto todavía... Hablame bajito.
Ofelia le susurró:
—Que te traje el teléfono de un abogado que conozco que te va a
ayudar con tu tema. Es un mafia, experto en este tipo de conflictos: le va a
poner tantos palos en la rueda al abogado de tu marido que con eso vas a
dilatar el divorcio durante años. Eso te va a dar tranquilidad, ya vas a ver.
—Ay, gracias Ofelia, sos un ángel —Mabel dobló el papelito con el
teléfono y se lo escondió en el bolsillo de atrás del jean—. ¿En serio no
querés pasar? Estamos jugando al Dígalo con mímica y tomando vino.
—Veo —dijo Ofelia con tono moralista—. Estoy hecha bolsa, fue un
día complicado en el consultorio, lo dejamos para otro día, ¿sí?
—Claro.
—No tomés de más, ¿eh?
—Ay, Ofelia, a veces me hablás como si fuera una nena de quince
años.
—¿Por qué será?
Se despidieron con un beso. Mabel abrió la puerta y las risas y gritos
aparecieron otra vez en escena. Ofelia se alejó pensando en lo irresponsable
y peligroso que le parecía que su amiga se evadiera de sus problemas con
alcohol, pero al mismo tiempo sintió un dejo de envidia al haberla visto en
un buen momento con sus hijos.
Giró en la esquina, cruzó la calle sin mirar y entró a su casa. Tiró la
cartera en una silla y descubrió que la lucecita del contestador titilaba.
Escuchó los mensajes. Uno era de su marido, decía que no iría a cenar esa
noche y que volvería tarde.
El otro, de la secretaria de su ginecóloga, que le pedía posponer el
turno porque la doctora tenía un congreso y no atendería esa semana. Por un
momento pensó en que igual no hacía falta ir, que tanto Yanina como ella
sabían lo que tenía. Subió a su cuarto y se puso ropa más cómoda. Se
calentó en el microondas una porción de tarta de verdura, se cortó unos
tomates y pepinos y se armó una buena guarnición. Preparó una jarra con
jugo de manzana y todo eso fue su cena. Comió en silencio, sin prender la
tele, solamente pensando, mirando casi hipnóticamente un punto fijo
cualquiera, una ranurita de luz artificial que asomaba por entre las rendijas
de la persiana.
Al terminar, lavó los platos. Pero cuando pasaba la mano enguantada
para enjuagar el último notó algo áspero que ni el detergente ni la esponjita
habían logrado aflojar. Probó raspando con la uña: la suciedad apenas si se
reducía en tamaño. Agarró la esponja de acero, apoyó el plato contra el piso
de la bacha y le dio con todas sus fuerzas, frenéticamente, hasta pulverizar
los restos de comida pegada. Con placer, comprobó que sus dedos solo
tocaban loza limpia. Puso el plato reluciente en el escurridor. Parecía que la
tarea estaba terminada. Pero una duda asaltó su mente: ¿y si se le habían
pasado por alto otros restos de comida en los platos que ya había lavado?
No podía dejar la cocina así con esa duda. Lavó todo de nuevo, esta vez
utilizando siempre, con fuerza y obsesión, la esponja de acero. Después
secó cada cosa con un repasador limpio. Guardó los platos y vasos en la
alacena y abrió el primer cajón para hacer lo propio con los cubiertos. Al
hacerlo, no le gustó el desorden que había en el cajón: algunas cucharas
estaban en el lugar de los cuchillos, los tenedores con mango de madera
convivían erróneamente con los de mango metálico y las tres bombillas
para mate tenían un óxido asqueroso en la base. Así que vació el cajón en la
bacha. Puso agua con bicarbonato de sodio a hervir y metió adentro las
bombillas. Mientras, lavó meticulosamente cada cubierto, secó todo y,
ahora sí, los guardó ordenadamente. Le pareció que ya que estaba debía
hacer lo mismo con cada cajón, al comprobar, con razón, que el desorden
del primer cajón era una constante en el resto de la cocina. Vio que el tema
del óxido se repetía con cada utensilio metálico, así que llenó de agua y
bicarbonato una olla mucho más grande y echó adentro el rallador de
zanahoria, el pelapapas, el sacacorchos y el abrelatas. Afiló también los
cuchillos. Dobló los repasadores. Lustró la pava hasta dejarla reluciente.
Cada pequeña tarea llevaba a otra y se pasó así más de dos horas y media.
Hasta que algo la salvó del loquero: en el último cajón encontró un
cuaderno y una birome y decidió que quería ponerse a escribir. Arrancó una
hoja rayada con líneas rojas y se sentó en la mesita de la cocina. La
ocurrencia la tomó por sorpresa. Simplemente sintió la necesidad de
hacerlo. No era la primera vez que se comportaba de esa manera. Durante
su adolescencia, por ejemplo, hacía mucho esto de ponerse a escribir de
golpe, sin una motivación previa. Esa costumbre se repitió más seguido
cuando nació su bebé y ella, en determinados momentos tuvo el impulso
impostergable de poner en papel las cosas que pasaban a medida que
Evaristo crecía. Ofelia sacó el capuchón de la birome y escribió.

«Amor mío. Me acaban de diagnosticar una enfermedad tremenda y


terminal. No te asustes, es mi manera exagerada de contarte cuánto te amo.
No me voy a morir, no es una enfermedad sino una condición que debemos
pasar todas las mujeres cuando, como yo, envejecemos. Estoy entrando en
la menopausia. Transpiro. Me deprimo por cualquier cosa. Me sofoco. Me
mareo. Pareciera que ser mujer te condena a estos síntomas en los
momentos clave. Todavía recuerdo las náuseas, los tobillos hinchados, el
cansancio de cuando estaba embarazada de vos. Es una enfermedad
tremenda, escribí arriba, porque es la vida diciéndote que no te queda
mucho tiempo por delante. Es terminal, dije también, porque el mensaje
que recibo de la naturaleza es que ya no puedo tener hijos nunca más, que
mi cuerpo ya no le interesa al mundo para crear nueva vida. Te preguntarás
porqué tanto lío si esa determinación ya la toma una antes, cuando decide
cuántos hijos tener, cuando dice «ya está, con éste me alcanza». Lo que me
pasa, amor, es que cuando uno decide puede contemplar la posibilidad de
arrepentirse y cambiar de opinión. Pero cuando la vida toma la decisión ya
no hay vuelta atrás y eso es lo que me duele. Sin embargo, más que eso, me
duele otra cosa, que es la que me impulsa a escribirte, porque parece que
mis sentimientos no le importan a nadie, porque no puedo hablar de ellos
con tu padre —y no serviría de nada hacerlo— y con vos me resulta muy
difícil comunicarme. Tanto es así, que muchas veces que te llamo, corto,
porque siento que te molesto. Ganas de hablar no me faltan, y si me dejaras
te llamaría muchas veces por día, porque quisiera que me contaras cómo
estás, qué te pasa, no sé, ser una amiga más que una madre. A veces veo la
relación que tienen algunas amigas mías con sus hijos y siento que nosotros
podríamos tener una parecida, más compinche, más gamba. Siento que no
me dejás entrar en tu vida y eso es lo que me duele, mucho más que la
imposibilidad, ahora eterna, de tener un hijo, porque apenas me di cuenta
de lo que me estaba pasando me dije, «Ofelia, vos ya tenés un hijo, para
qué querés tener otro. La vida te está dando la oportunidad de ir a
buscarlo, de resolver lo que sea que nos impide pasar más tiempo juntos».

Entonces se me iluminó el corazón, hijito. Eso es lo único que me


falta para poder irme de este mundo completa. Pude encontrar mi
profesión, por la que luché. Peleé para hacerme un lugar y lo conseguí.
Luché también por tu padre, por el amor que le tengo, y con los años ya
aprendimos a tolerarnos, aunque sabés que es difícil lidiar con él, que tiene
muchos conflictos, que su manera de pensar a veces es muy distinta a la
nuestra y que le cuestan muchas de las cosas cotidianas que a nosotros nos
salen naturalmente. Lo veo sufrir por ellas y lo acepté así porque en el
fondo me da ternura y lástima su humanidad. Después luché también por
vos, para darte una buena educación, me rompí el lomo para que no te falte
nada, para que tengas una infancia mejor que la que tuvimos tu padre y yo;
te di comida, te di salud, te di buenos colegios. Seguro que debo haberme
equivocado y me gustaría que algún día puedas decirme en qué para
remediarlo, para corregirlo, porque el tiempo todavía es nuestro y podemos
trabajar juntos para volver a ser hijo y madre. ¿O a vos te alcanza con
llamarme una vez cada quince días? ¿No te gustaría recuperar el tiempo
perdido? Tu padre insiste en que los hijos son como pajaritos que a cierta
edad deben volar. Pero los hijos de mis amigas se fueron de la casa cuando
se casaron, de grandes, a los veinticinco, algunos más tarde. Los que no se
casaron, también se fueron a vivir solos pisando los treinta. Vos te fuiste a
los diecisiete y yo intuyo que es por mí, por algo malo que te hice y no sé
qué puede ser porque siempre deseé lo mejor para vos, nunca quise hacerte
daño y si lo hice, por favor explicame qué fue, así lo arreglo. Dios nos va a
ayudar, Él quiere lo mejor para nosotros, aunque nos haga sufrir, como está
haciéndolo ahora conmigo, pero al final del camino hay amor, es lo único
que cuenta, y con lo que yo te quiero no tengo dudas de que me vas a
entender, que no te vas a enojar conmigo por esta carta y que vamos a
poder ir a tomar un café más seguido y charlar de nuestros temas, porque
soy tu madre, ¡TU MADRE! Y eso es increíble, es un amor infinito que te
llena el corazón de vida hasta el último suspiro de existencia.
Te amo, nunca te olvides de eso, no importa lo que me hagas te voy a
amar siempre porque sos mi HIJO.
Besos. Mamá.»
Ofelia puso el punto final en la carta, tiró la birome sobre la mesa y
rompió en un llanto furioso.
FIORELLA

Fue la última en levantarse de la siesta. Fiorella abrió los ojos de golpe.


Escuchó las voces de las demás chicas, que hacían un esfuerzo vano por
susurrar la conversación para no despertarla. El departamento que les
habían alquilado era de un solo ambiente. Dormían en dos camas singles,
enfrentadas contra dos paredes. De abajo de cada una salía un cajón con
otra cama. En el centro del departamento estaba la mesa de madera vieja
con cuatro sillas de plástico donde las tres promotoras tomaban mate y
comían unos bizcochitos de grasa, al lado de la cocina diminuta con espacio
para la heladera descascarada y la cocina a garrafa. Fiorella hacía uso de
una de las camas superiores y al despertar se encontró con la nariz pegada a
la húmeda pared blanca. La miró como hipnotizada. De fondo escuchaba las
risas de las chicas, el sonido de la bolsa de bizcochitos, el ruido
característico del mate sin más agua. No le importó saber el tema de la
conversación. Lo único que le importaba era la pared. Sintió un feo gusto en
la boca después de las horas de sueño. Los ojos tardaron unos segundos en
hacer foco. Movió los dedos de los pies, jugaba a subir el pulgar al índice y
a bajarlo después. Algo le impedía moverse, rotar en la cama, mirar a sus
amigas, hablarles, sumarse al tema. Le cayó la ficha de que había perdido el
concurso de colas. No había día en que no soñara con destacarse en algo. Si
bien le molestaba que la miraran por la calle y esas cosas más íntimas,
jamás había ganado nada. Repasó las oportunidades que se le habían
cerrado por perder: los contratos de publicidad, las fotos en las revistas, el
acercamiento de algún famoso, el dinero del premio. Había sido una buena
ocasión de ganar algo por mérito propio, por un talento especial, no le
importaba si era por la banalidad de tener nada más que un buen culo.
Después de todo era una cola a la que le había dedicado muchas horas de
gimnasio, mucha crema anti-celulitis, muchos cuidados intensivos. Era
frívolo, sí, pero no dejaba de ser un don personal. Igual, todos esos
pensamientos no tenían sentido; había perdido. Su culo, al igual que todo su
ser, fracasaba. Le dio vergüenza ser quien era. Una rubia teñida, tonta,
putona. Un pedazo de carne. Qué lejos estaba de que algún tipo importante,
empresario tal vez, o hijo de alguien, se enamorara de ella y la rescatara de
esa vida mediocre. Había jugado sus fichas en Pacheco pero por primera
vez sintió que sus fantasías con él jamás se iban a cumplir. Por mucho que
se quejara de su matrimonio nunca dejaría a su mujer. Y menos por ella,
para él, un gato de lujo. Cómo podría verla con otros ojos cuando se pasó la
vida tirando dólares arriba de la cama. Fiorella hubiera preferido pétalos de
rosa. Una oleada de tristeza la invadió. Tenía que dejarlo. Tenía que
prohibirle la entrada a su departamento. Tal vez debía, por una última vez,
plantarse y contarle la verdad, que ella no era prostituta, que no lo había
sido más que con él, que se había aprovechado de una confusión para
conocerlo y amarlo. «Sí» —pensó— «tengo que hacer algo por mí una vez
en la vida». Se dio vuelta en la cama y miró a sus compañeras.
—Ah, bue... era hora que te levantaras — dijo Maite.
Las demás giraron la cabeza.
—¿Querés un mate? —le ofreció Loli.
—Dale —Fiorella se bajó de la cama, fue al baño, se cepilló los
dientes con desgano, se enjuagó la cara para despabilarse y se sentó junto a
sus compañeras.
—¿Qué hora es?
—Once y cuarto. Dormiste más de dos horas.
—Excelente —contestó Fiorella mientras le echaba una sobrecito de
edulcorante al mate.
—Estábamos discutiendo si ir a Sobremonte o pasar por la fiesta del
Rogelio éste —dijo Loli.
Fiorella dio un sorbo al mate.
—¿No vamos a cenar nada?
—Nosotras nos bajamos el paquete de Don Satur... Por ahí después,
alguna boludez, pero hambre no tengo ahora —dijo Eleonora.
—Yo estoy famélica —dijo Fiorella. Metió la mano en la bolsa de
bizcochitos y comió algunos restos—. A mí me gustaría ir a la fiesta.
—No me digas... —dijo la colorada con tono burlón.
—¿Ustedes prefieren hacer boliche?
—Eleonora y yo sí, pero te bancamos, podemos ir mañana para
despedirnos de Mardel.
—Gracias, chicas. Les prometo un chongo a cada una. ¿Hay
champán?
—Quedó una botella.
—¿La liquidamos?
—Ponele al mate —dijo Loli.
Fiorella se paró, caminó hacia la heladera, sacó la botella helada y la
abrió. El corcho pegó en el techo bajo del departamento y rebotó cerca de la
puerta.
—La puta madre —dijo Maite—, no nos vamos a casar nunca más.
—Por suerte —dijo Eleonora—. Los hombres son todos unos
cagadores.
—La rubia se nos hizo lesbiana —dijo Fiorella entre risas, mientras
servía el champán.
—Yo te reentro —le dijo jodiendo Maite mientras le pellizcó un
pezón a modo de broma—. Yo también, mami —se prendió Loli. Sacó la
lengua y la movió, haciendo la mímica de un cunnilingus.
—¡Salgan! —las rechazó Eleonora tentada de risa. Después, cada una
agarró su copa y las unieron en un brindis.
Conseguir un taxi nunca fue tan fácil. El gordo marplatense que
presionaba la panza contra el volante casi sufre un infarto cuando vio a las
cuatro promotoras insinuantes levantar el brazo pidiendo que parara.
Acercó el auto hasta el cordón y frenó. El tirador de la puerta trasera quedó
exactamente a la altura de la mano de Maite, como si esa demostración de
habilidad pudiera seducir a alguna de las chicas. Incluso giró en el asiento
cubierto por las bolitas masajeadoras de madera y estiró el brazo peludo
para tener el gesto de abrirles desde adentro. Maite entró una pierna, se
sentó y se corrió para hacerle lugar a las demás. El gordo le vio un par de
veces el triangulito de la bombacha las veces que la colorada abrió las
piernas para moverse. Después, como en un sueño, entraron Loli —que se
subió a upa de Maite—, Eleonora y Fiorella, quien cerró de un portazo. En
otro caso, el taxista habría retado al pasajero por el cierre violento. Y
además, no habría dejado viajar a cuatro atrás porque estaba prohibido por
la ley. Pero las chicas gozaban otra vez de las ventajas de ser lindas. El
gordo sonrió. Miró por el espejito, más por vergüenza que por costumbre, y
dijo:
—¿Adónde?
Maite leyó la dirección del papel recortado a mano. El taxista asintió
con la cabeza, puso primera y salió. En el estéreo sonaba Clonazepán y
Circo.
—¿Les molesta la música?
—No —dijo Eleonora.
Las chicas parecían nenas, miraban por la ventanilla, admiradas por
el paisaje marplatense. Fiorella metió la mano en la cartera, sacó la cajita de
marcadores Sylvapen Box ochentosa y de ahí extrajo un cogollo de
marihuana. El taxista no la vio armar el porro. Ella juntó las rodillas, apoyó
la cartera para usarla de base y con la habilidad de una ardilla se puso a
desarmar las hebras en pequeñas porciones. Acomodó el papel, agarró la
marihuana picada, la distribuyó en la palma de la mano; después la tapó con
el papel y con la otra mano. Dio vuelta todo y abrió las manos como una
caja: admiró con satisfacción la calidad del trabajo. Para completar, enrolló
el papel con los pulgares e índices hasta que el contenido se terminó de
acomodar bien. Recién entonces se acercó el canto del papel a los labios y
le pasó la lengua hasta sellarlo. Limpió la cartera, barriéndola con la mano,
quitando los restos de marihuana. Sacó el encendedor, bajó la ventanilla y
lo prendió. El taxista escuchó el sonido del vidrio que bajaba y se dio vuelta
para avisar que tenía puesto el aire, pero al ver a Fiorella con el porro en la
boca se estremeció.
—¿Te molesta? —dijo ella.
Le molestaba. Sin embargo no se animó a quedar como un retrógrado
frente a las chicas.
—No, no… ahí tenés el cenicero —dijo nervioso. Unas gotas de
transpiración le bajaron por la sien y se dio cuenta de que las aureolas ya
húmedas de los sobacos crecían más y más. Apoyó entonces las dos manos
firmes en el volante y decidió manejar sin volver a abrir la boca. Las chicas
ni lo notaron. El taxi bajó por Colón hasta Peralta Ramos y recorrió la
avenida con el mar siempre a la izquierda. Fiorella iba disfrutando de su
porro y del aire puro de la noche. Minutos después pasaron por el Faro de
Punta Mogotes, donde el camino se hizo ruta oscura. Cuando llegaron a la
casona de La Serena el cigarrillo estaba apagado y la cabeza de Fiorella
totalmente sedada. Ya desde lejos se escuchaba la música que venía de la
fiesta. Pagaron, le dieron chance al conductor de verlas por última vez y se
despidieron con un nuevo portazo.
—Ya veo porqué se llama La Serena —dijo Loli. La casa estaba
alejada de la ciudad, al costado de la ruta. Solo del otro lado del asfalto se
veían casitas una al lado de la otra, postes de luz y signos de urbanidad. Las
cuatro promotoras estaban al pie de un sendero penumbroso que llevaba por
un caminito marcado nada más que por la plateada luz de la luna. La casa se
veía al final, sobre una colina.
—Qué buena vista debe tener, ¿no? —dijo Eleonora.
—Vamos que acá me cago de miedo — Maite encabezó la excursión.
Caminaron agarradas de los brazos, atentas a cualquier sonido. Sortearon la
superficie de arena y, a veces, de piedra. Una parte de la casa se veía a
medida que avanzaban: un deck de madera al aire libre que rodeaba todo el
perímetro, lleno de gente acomodada contra las barandas. Eso las
tranquilizó. Ni hablar cuando llegaron al final del camino y se encontraron
con la mansión de veraneo: una casa imponente, con autos tremendos
estacionados en la puerta, casi abandonados por ahí, como si a nadie le
importaran. Se entraba por el mismísimo deck. Se podía pasar a través de la
casa hacia el lado con vista al mar o bien recorrerla por los costados
exteriores. En todos los sectores había gente: chicas de una belleza parecida
a la de ellas y hombres de típico corte empresario o surfers en plan elegante.
Ellas tenían calada a esa clase de personalidades y era con las que, por su
ambiente, terminaban compartiendo ese tipo de eventos. Fiorella entró
apichonada, con esa vergüenza que le daba el mundo real: siguió a sus tres
compañeras, última en la fila, detrás de mamá gallina, Maite, que se
babeaba impunemente con los cuarentones de traje, a veces diciéndoles algo
o directamente comentándole a Loli o a Eleonora lo fuerte que estaba éste o
aquél. Fiorella recorrió el deck paranoica. Chequeaba todo el tiempo si
alguien la observaba pero se relajó al comprobar que los hombres de la
fiesta eran todos tan lindos como ellas y que probablemente deberían estar
acostumbrados a ver buenos culos, piernas largas y pieles doradas.
Llegaron hasta la otra gran terraza de la casa, la de vista al mar y
pileta. Ahí se encontraron con una barra con tres barman que preparaban
tragos. Loli y Eleonora encararon hacia las barandas, donde se apoyaron
para ver el mar. La rubia sintió que era un buen momento para fumarse un
cigarrillo, así que metió la mano en la cartera y sacó el box de Marlboro
Light. Maite y Fiorella, en cambio, se dirigieron a la barra. La pelirroja
miró a las otras dos y les preguntó si querían algo de tomar. Loli asintió, así
que Maite pidió cuatro copas de champán. Mientras esperaron, Fiorella
buscó con la vista a Rogelio. Estaba nerviosa y le costó recordar las
facciones del hombre al que había visto nada más que quince minutos.
Cruzó miradas con varios tipos, también con chicas, celosas o envidiosas,
que la rechazaban como gatas en celo, temerosas de perder en la
competencia por un macho. Conocía esos juicios, pero ella no entraba en el
juego. Le parecía absurdo: ¿cuántas veces la habían despreciado por ser
teñida, por las tetas hechas o por la nariz operada mujeres que también eran
teñidas, operadas y con las tetas hechas? Ignoró entonces las miradas
inquisidoras, agarró su copa de champán y se separó de las chicas para
buscar a Rogelio.
Recorrió primero la terraza. Paseó, disfrutó del aire fresco y de la
noche despejada. Después entró en la casa, donde había más gente en
distintos grupos: uno grande había copado el sector de sillones, otro jugaba
al pool en una mesa de paño con animal print de cebra y los demás, la
mayoría, charlaba en el living y la cocina. Caminó entre la gente.
Observaba cada cara hasta dos veces para no perderse las facciones de
Rogelio o escuchaba las conversaciones por si conseguía alguna referencia
de voz. No lo encontró. Una ola de pesimismo la invadió. Soñaba con
cambiar su vida. Sin embargo había llegado a una meseta en donde el futuro
se hacía difuso. Como si ser una promotora sexy, sin novio, infértil, sin
estudios y sin mucho dinero fuera una estación abandonada de la cual no
salían trenes. Vivía en un presente constante, no por filosofía, sino porque
no le quedaba otra. La vida no le presentaba proyectos: no era una escalera,
no ascendía, no se movía. ¿Le habría pegado mal el champán al mezclarlo
con la marihuana? Cuando se lo preguntó estaba apoyada en la baranda de
la primera terraza de deck, por donde habían entrado hacía media hora, sin
saber cómo había llegado hasta ahí. Abajo, el suelo de arena le pareció
carente de profundidad. Especuló cuánta distancia habría. ¿Cinco metros?
¿Diez? Imaginó su cuerpo aplastado contra el piso en posición suicida, con
la copa rota y los huesos salidos. Flasheó con que la gente de la fiesta corría
hacia donde estaba ahora y se sumaban a ver el espectáculo de la rubia que
se había arrojado al vacío.
—Tenía las tetas hechas —imaginó que decía alguien.
—Qué al pedo se operó la nariz —habría dicho otro.
Desde esa altura cualquier muerte sería un espectáculo. Cuando salió
del ensueño sintió que hacía demasiada fuerza para agarrarse a la baranda.
Apoyó la copa de champán y se balanceó hacia atrás, apenas, como si
histeriqueara con la posibilidad de tomar carrera y saltar. El vacío era una
foto que le daba nostalgia. Sintió alivio, hasta cierto amor por ese espacio
arenoso y rocoso rodeado de árboles silvestres que se veía ahí abajo. Agarró
la copa de champán y se la tomó de un trago cuando una voz la sorprendió.
—¿Fiorella? ¿No tomás nada? Mirá que hay alcohol como para tirar
al techo —dijo Rogelio después de saludarla con un beso.
Ella balbuceó una respuesta. Todavía estaba aturdida por los
pensamientos sobre el vacío. La copa de champán reposaba sin líquido en el
borde. Reaccionó.
—Sí... no... la terminé recién.
—Vení, vamos a buscar más —Rogelio terminó su copa y le estiró la
mano. A Fiorella le pareció raro agarrarlo, pero ya el alcohol le impedía
pensar bien. Sintió la mano grande y peluda mientras atravesaban los
grupos de gente. Algo en él le inspiraba confianza; por ejemplo, notó que la
miraba siempre a los ojos. Ni su imponente belleza ni sus curvas
prominentes parecían hacerle efecto. Lo miró caminar. Tenía una camisa
celeste que por la textura de la tela debía ser carísima. Usaba un pantalón
negro, con cinturón a tono y zapatos muy lustrados con punta cuadrada.
Algo en el look la hizo pensar en Pacheco: ese aire de poder que exudaban
los tipos con plata. Una brisa de perfume masculino le llenó las fosas
nasales. Llegaron a una de las barras que estaban adentro del salón. Rogelio
pidió dos copas nuevas de champán. Fiorella vio lo amable que era con la
camarera y cómo ella lo miraba con una ilusión sin sentido: el sueño de la
clase baja de ser elegida por un hombre de clase alta que la rescatara de la
mierda de los servicios de catering y del trabajo nocturno. Él recibió las
copas y le guiñó un ojo a la camarera, más como agradecimiento que otra
cosa. Giró. Le dio la copa a Fiorella y le propuso un brindis.
—Por el futuro —dijo.
A Fiorella la palabra le sonó muy amplia. Minutos antes pensaba en
tirarse al precipicio y ahora venía un hombre apuesto y generoso a hablarle
de más allá en el tiempo. Un pensamiento positivo la atacó. Intuyó que la
noche podía sorprenderla, que esa fiesta podía ser una bisagra. Algo en
Rogelio la hacía sentirse bien.
—Por el futuro —repitió y chocó apenas la copa.
Tomaron el champán. Ella dio un sorbo más grande que él.
—Bueno… ¿Estás como para que hablemos un poco de negocios? —
dijo él.
—¿Negocios?
—Sí, negocios. Pero no acá. Seguime.
En otra circunstancia quizá lo habría rechazado. La oferta podía ser
un engaño para llevársela a un lugar cerrado. Estuvo a punto de desconfiar.
Pero un impulso la empujaba. El que no arriesga no gana.
Rogelio le marcó el camino. La manejaba desde la cintura, con esa
mano firme y peluda. La llevó hasta una escalera. Ella subió sabiendo que
dos pasos atrás venía él y que con solo levantar un poco la cabeza podría
ver por debajo de la minifalda. No le importó. En lo alto de la escalera él la
pasó.
—Por acá —le dijo. Se adelantó por un pasillo, abrió una puerta y la
invitó a pasar. Ella obedeció. Se encontró en un estudio muy moderno, con
un escritorio, una computadora, fax y montones de papeles y fotos. Por la
ventana se veía el mar, dándole al ambiente un clima mágico. Sobre la
pared vio fotos enmarcadas: Rogelio con Maradona. Rogelio con Rodrigo.
Rogelio con la Mona Giménez.
Rogelio con Caniggia. Rogelio con Cacho Castaña. Rogelio con Julio
Iglesias.
—Sentate, por favor —muy caballero, le corrió la silla. Ella se sentó
elegantemente. Cruzó una pierna por encima de la otra mientras él rodeaba
el escritorio y se sentaba enfrente.
—¿Cómo venís de champán?
Fiorella levantó la copa para mostrarle que estaba vacía.
Rogelio giró en la silla y agarró de un aparador, de entre muchas
botellas iluminadas por una dicroica direccionada, un vodka Absolut
Mandrin.
—Vamos a probar este bebito... —dijo mientras agarraba dos vasos
limpios y los llenaba hasta la mitad. Le acercó el trago a Fiorella, que nunca
había tomado vodka con ese sabor frutal. Se mojó apenas los labios, como
quien toca el agua de una pileta con el dedo gordo del pie. La reacción fue
inmediata: era delicioso.
—Te voy a ser sincero: apenas te vi caminando la pasarela me di
cuenta de que sos única. El jurado se quedó con el culo de la ganadora, que
en definitiva es lo que se estaba votando. Pero por intereses particulares que
tengo, yo te analicé entera. Y sos perfecta. Tenés carisma, no sos una
boludita. Tenés un cuerpo increíble pero algo me dice que sos brava, ¿me
equivoco?
Ya no se sentía tan cómoda. ¿Con quién estaba hablando? Se sintió
frente a un capo mafia; sin embargo le seguía pareciendo atractivo, y la
curiosidad por saber para dónde estaba disparando la cabeza de Rogelio le
impedía hacer una escena y escaparse.
—No sé, qué sé yo si soy brava, no sé muy bien qué significa eso en
el vocabulario masculino. No soy fácil, eso sí.
—Perfecto, me gusta eso. Lo que quiero proponerte es un negocio.
—A ver.
—El tema es así: soy socio en algunos boliches de acá y de Capital.
Se me ocurrió algo, bah, en realidad lo copié de Italia y lo estamos
empezando a usar. No es tampoco algo súper novedoso, nada más que no
estaba institucionalizado. Mirá: al boliche van muchos famosos, pero en
verano, cuando se juega la Copa de Verano, es cuando vienen futbolistas de
los clubes primera. Buscan varias cosas en los boliches: divertirse, que no
les rompan las pelotas los fans, que no los escrachen los periodistas y, sobre
todo, chicas para pasar la noche. Antes les cerrábamos el vip y con eso
alcanzaba. Dejábamos pasar a las lindas, pero no podíamos controlar lo que
sucedía con ellas.
Entonces se me ocurrió formar yo también un equipo. Un equipo de
modelos. Que estén en el vip, tomando algo, paseándose, mirándolos... y
dispuestas a acompañarlos si ellos se lo piden. No me mires así, no estoy
ofreciéndote un trabajo ilegal. Pensá si te lo enganchás. Pensá si uno de
esos jugadores se enamora de vos. Imaginá cómo cambia tu vida si alguno
de esos tipos te quiere solo para él. Desconozco tu situación económica,
pero me imagino que si estás haciendo promociones sabrás que eso es todo,
que no hay nada más arriba. Este sería un paso hacia otra cosa. Incluso
tenés la posibilidad de llegar a la tele y eventualmente, a modelar. Quién te
dice. Yo te ofrezco el primer pasito. Vas a tener un sueldo fijo.
Consumiciones gratis adentro del boliche. Protección de los patovicas. Por
ahora te necesito solo por este mes. El 28 de febrero termina la temporada.
Si todo va bien por ahí seguimos el resto del año en Buenos Aires. ¿Cómo
lo ves?
Fiorella lo pensó. Más tiempo lejos de
Pacheco podía hacerlo escarmentar: ella no iba a estar cada vez que él
quisiera. Le daba la oportunidad de hacerse rogar un poco, poner en orden
su autoestima. Rogelio tenía razón. Las promociones no daban para más.
Dentro de pocos años sería una vieja. Tenía que aprovechar el momento.
Apenas si le alcanzaba el sueldo de promotora. Escuchó la voz de la
conciencia que le decía «sí, sí, sí». Ya la trataban de gato por la calle. La
propuesta solo oficializaba lo que todo el mundo pensaba de ella.
—¿Qué te parece? —dijo él—. ¿Tenemos un trato?
—Tenemos un trato —dijo ella.
Rogelio se puso de pie. Ella lo imitó y se estrecharon las manos.
Después, Fiorella fue hacia la puerta y abrió. Se sentía feliz. Antes de salir,
se dio vuelta. Estaba un poco mareada por el porro y el champán pero eso
no iba a evitar que se olvidara de algo tan importante.
—Gracias. Es una oportunidad increíble.
Rogelio le guiñó el ojo como lo había hecho con la camarera de la
barra. Le dio una tarjetita firmada para que mostrara en Sobremonte y de
paso, mirara un poco el lugar donde cambiaría su vida.

Fiorella bajó la escalera al trote. En los últimos escalones evitó un


traspié que habría hecho que se arruinara un poco la felicidad que sentía.
Intentó bajar los decibeles para que no se le notara tanto: no le diría nada a
las chicas hasta que no estampara su firma en un contrato, momento en que
debería confesarles que no volvería a Capital con ellas. Su alegría era tal
que quiso celebrar en secreto. Encaró sola hacia una de las barras.
—¿Tenés Absolut Mandrin?
El barman dijo que no con la cabeza. Estaba harta del champán, el
vino blanco no le parecía una bebida de festejo y la cerveza era muy
inocente.
—Un margarita entonces.
—Va —dijo el barman, y se dio vuelta para preparar el trago. Agarró
dos botellas: triple sec y tequila. Exprimió los limones, azucaró el borde de
la copa, vertió los líquidos en una coctelera con hielo y arrancó con su
show. Le estiró el trago terminado a Fiorella: la copa era un espectáculo.
Ella agradeció y giró hasta quedar de frente a la fiesta, apoyada contra la
barra.
—Por el futuro —se dijo en voz baja, brindó en el aire contra nadie y
se bajó el margarita.
Buscó a sus amigas y las encontró en el mismo lugar donde las había
dejado.
—Nos vamos —les dijo.
—¿Adónde estabas, boluda? —la increpó Maite.

—Después les cuento.


Media hora más tarde entraban como estrellas de cine a Sobremonte.
—¿Rogelio es dueño de esto? —preguntó Eleonora mirando el lugar.
—Uno de los socios —contestó Fiorella.
El lugar explotaba. Las cuatro chicas pasaron primero por el baño,
donde las tres amigas insistieron para que Fiorella soltara algo de lo que
había pasado con Rogelio. Ella pateó hábilmente las respuestas para más
adelante, con datos vagos, evitando los detalles de la negociación. Les
mintió inventando que habían histeriqueado un poco. Del baño fueron a la
barra. Presentaron la tarjetita para consumiciones gratis firmada por
Rogelio. Las cuatro estaban excitadas, se sentían especiales, como quien
está invitado a una noche de hotel y se tira encima del frigobar para
consumir lo que después no está obligado a pagar. Llegaron las caipirinhas
(muchas) y se pusieron a bailar en un sector protagónico de la pista. Hacía
mucho que no estaban en un boliche sin estar trabajando.
No pararon de moverse. Estaban transpiradas, excitadas. Libres,
porque al día siguiente tenían franco. El mareo de Fiorella crecía, aunque
no la detenía. Se abrazaba a sus amigas, participándolas de su felicidad sin
que supieran los motivos. Estaba en la cima del mundo. Ya no se juzgaba,
no se creía una mala persona, sino todo lo contrario: esa noche era buena,
generosa, magnética. Podía convidar al resto con su energía positiva. Sin
embargo, ese estado ideal le jugó una mala pasada. A medida que el efecto
del alcohol subía, lograba engañar a su inconsciente con más facilidad.
Alegre y saltarina, decidió ir al baño sola. Pasó antes por la barra, se pidió
otra caipirinha. Al llegar al sector, le llamó la atención un hombre solo,
apoyado contra la pared. Pese al calor llevaba puesto un gorro de lana, y el
detalle le pareció lo suficientemente excéntrico como para gastarlo.
—Qué frío que hace, ¿no? —le dijo.
El hombre sonrió.
—Sos vos que me dejaste helado —contestó.
Fiorella, borracha, se rio.
—¡Malíiiiiiiiiisimo! —dijo, y le apoyó una mano en el hombro
mientras se fue contra su cuerpo. Él la agarró de la cintura, temeroso de que
se le cayera encima.
—Estoy bien, estoy bien —dijo ella, aunque le derramó caipirinha
sobre la mano.
—Uy, perdoná —dijo. Para secarlo, lo tomó de la muñeca y lamió
como una gatita la parte superior del pulgar. Cuando Fiorella se aproximaba
a la uña, el hombre le metió el dedo adentro de la boca. Ella se lo chupó,
levantando la cabeza y mirándolo con ojos de puta, como actuaba con
Pacheco en la intimidad de su departamento. El inconsciente se dio cuenta
de que era hora de tomar las riendas. Envió al cerebro varios mensajes. «No
te merecés estar mejor». «Siempre vas a fracasar».
«Nunca te vas a olvidar de lo que hiciste». Mientras la mente
procesaba esas sentencias, lo que salió de la boca de Fiorella, junto con el
pulgar del hombre, fue:
—Llevame al pija y te chupo la baño.
Bastó con escucharse mezclar las palabras para que explotara en una
risa. Se tapó la boca mientras veía como el otro la agarraba del brazo y la
entraba al baño de hombres. Pasaron a través de un par de pibes que
miraron la situación con envidia, sin sorprenderse de ver a una mujer ahí
adentro. Se metieron en un cubículo vacío. Por el mareo, ella prefirió
sentarse en el inodoro con la tapa baja y sorbió más de su trago. Él se bajó
jean y calzoncillo. Ella le agarró el pene, que ya estaba duro. Vio la cabeza
hinchada, violácea, imponente. La acarició un poco, sintiendo las venas.
Después, con risas, acercó el vaso y sumergió el miembro en la caipirinha.
—Está helada —se quejó él. Ella vio que el hielo hacía recular
rápidamente la erección, así que antes de que desapareciera por completo se
la metió en la boca. Chupó y relamió, entrándola hasta el punto límite de la
arcada, y cada tanto acompañaba el movimiento masturbándolo. Cerró los
ojos y se propuso darle al desconocido la mamada de su vida. Debía repartir
su felicidad con los demás.
Pero cerrar los ojos fue una mala idea. El mundo le daba vueltas. La
cabeza se le iba. Y se desvaneció.
—¿Qué hacés? ¡Seguí! —dijo el flaco, sin darse cuenta de que
Fiorella estaba desmayada. Primero se asustó. Le tocó la carótida para ver si
estaba muerta. La escuchó roncar. La miró con detenimiento: las piernas
doradas, hermosas, desparramadas antiestéticamente. Las tetas de silicona a
punto de reventar el corpiño. Le tocó los labios y notó que ella ni se
percataba. Jugó con ellos mientras volvía la erección. Decidió entonces no
irse con las manos vacías. Le abrió la boca dormida. Ella entreabrió los ojos
desorbitados, refunfuñó y volvió a desvanecerse. Él la agarró del mentón, le
oprimió las mejillas. Se masturbó en su boca, mientras con la otra mano le
manoseaba los pechos. Cuando no aguantó más le acabó los labios primero,
después el cuello y las tetas. Ya satisfecho, abrió apenas la puerta. Esperó a
que un flaco que se peinaba abandonara el baño y salió rápidamente. En el
salón buscó a dos amigos y les contó lo que había pasado. Los amigos
corrieron hasta el baño. Bloquearon la entrada. Pasaron de a uno. Los dos
también se masturbaron en la cara de Fiorella, la penetraron oralmente y la
manosearon. Cada tanto ella despertaba y chupaba lo que le ponían en la
boca como si continuara con una actividad que nunca había detenido. Al
rato de nuevo perdía el conocimiento. El abuso terminó media hora más
tarde por dos motivos. Uno, porque el último flaco se pasó en el embiste y
Fiorella lo vomitó todo. Asqueado y asustado, el hombre salió corriendo. Y
dos, porque los que custodiaban la puerta del baño vieron pasar a las tres
amigas de Fiorella, buscándola y preguntando si alguien la había visto. Al
escuchar esto, uno anunció la retirada. Maite había mirado con sospechas a
los tipos que bloqueaban la entrada al baño de hombres y el contacto visual
le dio un indicio de peligro. Las chicas decidieron meterse. Loli fue la
primera que la vio. Fiorella tenía todo el maquillaje corrido por las lágrimas
que le produjo el vómito y olía a semen. Maite le pedía a los gritos al
patovica que buscara a los que habían violado a su amiga, mientras
Eleonora y Loli le lavaban la cara con agua fría. Entre balbuceos, Fiorella
interrumpió los gritos de Maite.
—Dejá, vamos.
—No sé ni cómo son —le dijo el patovica a Maite.
—¿Vos entendés que conocemos al dueño?
¡Andá a buscar a esos hijos de puta ya!
—Basta, Maite —siguió Fiorella—. Vamos.
—¿Qué hago? —dijo el patova.
—Dejalo. Andá, andá —insistió Fiorella, dándole palmaditas en el
hombro. El tipo miró a Maite, levantó los hombros y se fue.
—Hijo de puta —gritó Loli, pero el portazo le tapó la voz.
EVARISTO

Si bien lo único que quería era tirarse en la cama y dormir durante dos días
seguidos, se obligó a sentarse frente la computadora y se puso a retocar
contrarreloj la tapa de la revista. Los ojos se le cerraban y cada tanto
cabeceaba. Se preparó un café doble: tenía que terminar antes de las nueve,
así que le quedaban un par de horas. Evaristo estaba acostumbrado a
trabajar bajo presión. En su profesión todo era siempre para ya. Con el
tiempo había desarrollado esa rapidez que demostraba ahora: movía el lápiz
digital de la Wacom y apretaba grupos de teclas del teclado, los shortcuts de
la Mac, que lograban que el Photoshop 6.0 volara. La música de AC/DC al
mango le gritaba al oído por intermedio de los auriculares, que usaba para
no despertar al edificio entero. Evaristo estaba concentrado en la tarea.
Realizaba cada acción del programa con seguridad. Elegía el airbrush, abría
layers, modificaba los levels, usaba el sellito... cada pocos minutos le daba
«save» religiosamente.
Ahí se echaba hacia atrás en la silla con rueditas y esperaba a que la
barra del software terminara de cargarse; ojeaba la lucecita verde de la
grabadora de cd comprobando que, efectivamente, se hubiera copiado en el
disco que debía entregar. Cuando el Photoshop volvía a reaccionar y la
barra llegaba al 100%, Evaristo regresaba al escritorio y los movimientos
automáticos volvían de inmediato. Terminó sobre la hora, como el
basquetbolista que tira segundos antes de que suene la chicharra. El tiempo
se congelaba. El plin de la máquina que confirmaba el final del copiado
sonaba en sus oídos como el swash de la pelota de básquet al tocar la red.
Sus trabajos siempre terminaban así. Le llamaba poderosamente la atención
que se repitiera esta modalidad una y otra vez, como si el destino tuviera
alguna participación. Los colegas repetían que ese trabajo era así: a todos
les pasaba lo mismo, nunca un proceso relajado, nunca tiempos holgados
para trabajar tranquilos. Parecía que la neurosis y la ansiedad eran parte
fundamental del oficio.
La máquina escupió el disco de 700 megas con el pesado archivo de
Photoshop listo para ser entregado. Se desvistió, tiró la ropa sucia por toda
la habitación. Pensó en el desorden que era su departamento y calculó los
días que faltaban para que fuera la chica que limpiaba. Desnudo, fue a la
cocina y dejó junto a la pila de platos sucios la taza con los restos de café.
Después se pegó una ducha rápida, se cambió así nomás, se subió al
Gordini y atravesó la ciudad a la máxima velocidad que le permitía el auto
antiguo.
Llegó a la calle Chacabuco, en San Telmo, con el mal humor que le
provocaba el tránsito capitalino. Saludó al guardia del edificio mientras
cruzaba la puerta principal a paso acelerado. Casi choca con unas personas
que salían pero las esquivó hábilmente, pese al sueño. Se coló en el
ascensor antes de que cerrara las puertas. Parado, entre compañeros de
trabajo, no participó en sus charlas sino que prefirió calmar los nervios
haciendo chocar las uñas contra la pared del ascensor. Se bajó en el segundo
piso. Recorrió a paso veloz la alfombra celeste viejo entre los paneles de los
box de la redacción. Cuando se encontraba con alguna cara asomando por
encima de los paneles, saludaba con un pequeño gesto. Llegó finalmente al
salón abierto de los diseñadores y se acercó a la oficina central de vidrio
perteneciente a su jefe. Golpeó la puerta transparente, sin soltar el sobre de
papel madera que contenía el cd con el trabajo. Natalio, adentro, retiró la
mirada de la computadora. Al verlo bajó la vista. Lo invitó a pasar con un
ademán. Evaristo estaba acalorado. Le pareció que Natalio amagaba con
agarrar algo del escritorio. Lo saludó amistosamente, como siempre.
—Amigo Evaristo... Sentate, che. ¿Qué venís, de correr el Ten Key?
Evaristo sonrió. Se sacó la mochila, la apoyó en el piso y se
desplomó sobre la silla importada. Le encantaba sentarse ahí, el diseño
estaba pensado para dar el contrapeso y balance ideales. Incluso se podía
tirar hacia atrás sin temor a caerse. Apoyó los pies sobre el escritorio de su
jefe con confianza, una costumbre que mantenían tanto Natalio como todos
los empleados cada vez que ocupaban esas sillas.
—Traje el retoque...
El jefe manoteó el sobre. Lo abrió, lo dio vuelta y cazó en el aire la
cajita de acrílico con el cd antes de que tocara la superficie del escritorio.
Evaristo sintió satisfacción pero segundos después reemplazó ese
sentimiento por otro. Intuyó que algo andaba mal. Los ojos de Natalio
estaban raros, el aire no era el mismo de siempre. Giró en la silla y vio que
unos diseñadores espiaban cada tanto la oficina central. Natalio se rehusaba
a mirarlo a la cara. Balbuceaba cosas sin sentido mientras se paraba,
caminaba hacia la puerta y cerraba las cortinas, acto que repetía cada vez
que necesitaba máxima privacidad. En la confusión, Evaristo miró
instintivamente hacia el escritorio. Descubrió sobre el vidrio un cromalín
con la tapa de la revista: la modelo que sostenía al bebé negro forzadamente
sin rollos y el titular que pregonaba: «Voy a adoptar un bebé africano». La
presencia de esa prueba de color ya firmada por Natalio sobre la mesa
significaba solamente una cosa: la tapa ya había sido entregada a la
imprenta. Cuando volvió en sí del impacto, Natalio estaba sentado de nuevo
enfrente de él. Vio que Evaristo empezaba a entenderlo todo.
—No me pude arriesgar a demorar la salida, te vi mal, pensé que no
ibas a llegar...
—¿Quién lo hizo?
—Se lo tiré a un freelo. No lo conocés, un flaco que ya nos salvó las
papas otras veces.
Evaristo masticó bronca. No pudo tragarla. De pronto sintió miedo.
No quiso abrir la boca porque iba a decir cosas de las que se podía
arrepentir, así que amagó a pararse. Se inclinó para levantar la mochila del
suelo. Natalio lo frenó.
—Pará. Escuchame un segundo. Mirá. Esto es muy difícil para mí,
porque siento que somos amigos y nos conocemos hace mucho...
Evaristo miró la boca de Natalio. Sabía lo que iba a decir y se
concentró en degustar los segundos que tardaría su jefe en ir al grano. De
hecho, aunque estaba enojado, lo escuchó con curiosidad: era un momento
único, jamás había experimentado lo que estaba por pasar y quiso tener un
registro del momento, como si filmara en vivo la muerte de alguien. Los
labios del jefe se movían. Evaristo se concentró en la cara y trató de
adivinar los sentimientos del interlocutor. Los pómulos estaban sonrojados
por la vergüenza. Los ojos transmitían un vacío culposo. Las manos se
movían acompañando las palabras en un intento por canalizar los nervios,
expulsar la presión y suavizar el mal rato. Muchas veces Natalio entrelazó
sus dedos formando un puño sobre el escritorio y Evaristo pensó que
parecía un rezo, como si pidiera piedad. Durante la observación sonaron en
el aire frases que, si bien a Evaristo no le eran ajenas, lograban que se le
calentara la sangre.
—...tu compromiso con la empresa decayó en estos últimos meses...
parece que tuvieras la cabeza en otro lado... ya no te veo disfrutar del
trabajo como antes... tus problemas personales se están mezclando con tu
profesión... se nota que cumpliste un ciclo y no tomaste la decisión por tu
parte... creo que a la larga esto es lo mejor para todos... sabé que me obligan
a hacer esto, que no fue una idea mía... la vida sigue... quién te dice que en
el futuro nos volvamos a encontrar en otro trabajo... la vida es una mesa
redonda...
Evaristo se divirtió con las oraciones que soltaba Natalio, se notaba a
la legua que lo único que sentía era culpa y que todo lo que decía era para
tranquilizarse él. Comprendía lo difícil que debía ser echar a un empleado.
Pero lo que le molestó fue que para tomar esa decisión Natalio se agarrara
de cosas que sabía por confesiones de Evaristo fuera del ámbito laboral. Él
había confiado en su jefe, habían conversado sobre sentimientos muy
profundos en los que el trabajo quedaba claramente en un segundo plano;
de hecho, Natalio lo había ayudado tanto con la terapia de Filippo que esta
situación tenía olor a traición. ¿Cuántas veces habían hablado de la
depresión, de los chakras, de las virtudes y los defectos de la calidad
humana? Natalio hasta lo había invitado a la casa para mostrarle su altar
budista y le había enseñado a meditar aún antes de que Evaristo conociera a
Filippo. Esas conversaciones habían generado una confianza, una relación
en un plano mucho más profundo que una simple relación jefe– empleado
en una revista de actualidad. Natalio jamás le había hecho una advertencia o
una sugerencia sobre su actitud en la redacción. Nunca le marcó un error o
algo con lo que estuviera descontento.
—...entonces no nos queda otra que prescindir de tus servicios, Eva,
es esto en concreto lo que te tengo que decir. Te vas a llevar obviamente
todo lo que te corresponda y te ofrezco libertad total para manejar vos la
información, es más, si preferís decir que renunciaste yo no tengo
problemas en mentir y decir que fue así, nunca queda lindo que te despidan
y te va a servir para buscar laburo en otra revista.
—¿Por qué no te vas un poquito a la concha de tu madre? ¿Te das
cuenta de que sos un traidor?
¿Hace cuánto que sabés todo esto? Lo del retoque me lo diste para
que fallara y tener un motivo para echarme sin pagarme la indemnización,
¿no? Sos un sorete... un sorete de los peores, un sorete disfrazado de
exitoso. Pero sos un mediocre. Nunca pudiste ser un buen diseñador y
llegás a jefe porque te manejás bien con esa política barata de hacerte el
copado y prometer cosas para sacarle a la gente lo que en el fondo te
favorece para escalar más en la montaña de mierda que es esta empresa. La
jugás de buda buena onda porque te sirve para limpiar la conciencia del
pedazo de mierda que sos por dentro. ¿Pero sabés qué? Me hacés un favor
gigante. Así que supongo que te lo tengo que agradecer.
Evaristo se paró, manoteó la mochila, abrió la puerta y la cerró con
violencia. Natalio soportó el embiste calladito, sabía que cualquier cosa que
dijera podía desembocar en algo peor. Lo vio salir y alejarse por entre las
rendijas de las persianas americanas. Después cerró la puerta con llave y se
puso a hablar por teléfono.
Evaristo se sentó en su puesto. Sacó la máquina del sleep. Se le
apareció el fondo de pantalla: un mandala azul que representaba el chakra
cinco. El compañero que se sentaba a su derecha se sacó los auriculares y le
preguntó si estaba bien.
—Sí —dijo Evaristo—. Me acaban de echar.
El compañero pareció sorprendido. Evaristo ni lo miró. Se puso a
reunir toda la información de la computadora que se quería llevar. Notó
cómo lentamente, ante el corte de rostro, su vecino volvía a ponerse los
auriculares y continuaba con su trabajo. Segundos después, sonó su interno.
—Hola, Evaristo.
La voz, clara y templada, era de Filippo. Natalio debía haberlo
llamado apenas salió de su oficina. O, tal vez, pensó, tenían todo
cronometrado.
—Vos también lo sabías hace tiempo, ¿no?
—Sí —confesó el gurú.
Le dio bronca la liviandad con la que Filippo confesaba su parte y
también que él y Natalio hubieran hablado a sus espaldas de un tema tan
crucial para su futuro. Pensó en las veces que había conversado con ellos
sabiendo Natalio o Filippo que sus minutos en la revista estaban contados.
Quiso atender también al gurú: mandarlo a la mierda, decirle que su terapia
era falsa, que no tenía nada de buena persona ni de nobles intenciones y que
había jugado con él como un gato con un ratón. Pero no pudo. La energía
que transmitía Filippo lograba que toda comunicación con él se produjera
en un tono de voz y una predisposición espiritual tranquila.
—Contame cómo estás —dijo el gurú.
—No sé... confundido —contestó Evaristo.
—Yo no podía decirte nada porque el secreto profesional me prohíbe
que le cuente cosas de un paciente a otro. Jamás le hablé de vos a Natalio y
al revés tampoco. Lo que sí hice, igualmente, desde que supe que esto iba a
pasar, fue trabajar mucho en tu chakra uno. ¿Te acordás que incluso te
indiqué meditaciones para fortalecer la supervivencia y el trabajo? Quedate
tranquilo que vamos a darle duro y todo va a salir bien.
A Evaristo le pareció escuchar en la voz de Filippo las palabras de
Natalio. ¿Podía mantener la confianza en el guía? No tenía muchas
alternativas. Sin él se quedaba completamente solo con su alma. Así que
decidió descorrer inmediatamente el velo de la desconfianza y bajar la
guardia.
—Está todo bien, Filippo.
—Si necesitás adelantar la próxima sesión no tengo inconvenientes
en cambiarte de horario con algún otro paciente, debés estar muy
desarmonizado y desequilibrado, no te vendría mal venir hoy.
—No, me parece mucho, ya fui ayer, prefiero dejar todo como está y
no darle tanta importancia. Nos vemos en nuestro horario habitual. Gracias
igual.
—Cualquier cosa, de todas maneras, ya sabés.
Me llamás a cualquier hora, no importa, ¿sabés?
—Dale. Gracias.
—Y yo voy a meditar para que no sea tan doloroso este proceso para
vos. Te recomiendo seguir más que nunca con los ejercicios, sumar
respiración para dormir despejado, las piedras quince minutitos por día...
¿sí?
—Sí.
—Te espero el otro sábado entonces. Cuidate.
—Nos vemos.
Al cortar el teléfono se dio cuenta de que estaba más sereno. Miró el
salón. Cada persona en la suya, con los headphones puestos, estupidizados
con las computadoras, insensibles a lo que le pasaba. Pensó en lo
equivocado que estaba cuando pensaba que esa gente era su familia. Había
sido sincero con todos, aprovechando cada cruce en la hora del almuerzo o
en la máquina de café para hablar de la vida, sin caretas, sin hipocresía,
mostrándose tal cual era, desnudando su alma frente a cada compañero que
quisiera interacción. Recorrió con la mirada sus caras. Con todos tenía una
historia profunda. Conocía el miedo a la muerte que tenía Roberto, que le
costaba dormirse a la noche por esa causa y se quedaba muchas veces
despierto con el History Channel toda la noche. Con Sara había cogido
hacía unos años y en las conversaciones poscama ella le había confesado
que la madre lidiaba con un cáncer de mama. Mario, allá en la punta, había
aceptado que en su top five de miedos más grandes estaba quedar
parapléjico y que por esa causa nunca jamás se había tirado de cabeza al
agua. Evaristo pensaba que solamente después de saber esos detalles de las
personas uno podía llamar amigo a otro. Sin esas conversaciones profundas,
la gente era solamente un conocido. Esa filosofía le daba seguridad, ya que,
pensaba, después de entablar una relación de ese tipo con cualquiera, no
había lugar para la decepción o la falsa imagen. Los personajes se
convertían al instante en personas. Y era ahí donde Evaristo prefería vivir.
Meditó sobre cuáles serían sus próximos pasos. Miró hacia la oficina
de Natalio: vio que las cortinas seguían bajas. Se estiró hacia la repisa y
agarró un paquete cerrado con cd’s vírgenes. La abrió con bronca, sacó diez
discos y se puso a hacer un back-up completo de la computadora, grabando
desde originales hasta la tipografía más insulsa. De pronto, una puntada en
la zona testicular lo obligó a agarrarse la ingle y a fruncir el ceño de dolor.
Asustado, se quedó sentado perfectamente erguido, respirando hondo,
rogando para que no fuera más que un susto. Su sensación: Dios lo tenía
agarrado de los huevos.
Sus primeros días como desempleado experimentó el cambio en toda
su plenitud. El aire era distinto. La atmósfera de su vida, repleta de stress y
preocupaciones, mutaba hacia un paisaje diferente. El síntoma más notorio
era la ausencia de futuro. La estructura del trabajo le daba información
sobre el mañana. La rutina le permitía tener la mente siempre ocupada en
entregar a tiempo algún retoque o suponiendo dónde iba a estar a tal hora y
no había lugar para pensar más allá del presente. Ahora esas predicciones
habían desaparecido. El futuro era un gran signo de pregunta y el tiempo
parecía estirarse como un chicle. Se sentía mucho más liviano. Las horas se
multiplicaban y la realidad pasaba lentamente, sin apuro, una sobremesa
eterna. Dormía doce o más horas de corrido, porque una cosa era irse a
dormir a la una de la mañana con la mente cargada de pensamientos, y otra
cerrar los ojos con el inconsciente vacío de obligaciones. Se levantaba no
antes del mediodía, con los párpados pegados, con un dolor de cabeza que
le duraba hasta pasado el desayuno, consecuencia del abuso de sueño. No
hacía falta bañarse inmediatamente y podía elegir los momentos para hacer
todas esas cosas simples que antes se regían por los horarios rutinarios.
Hubo días en que reemplazó la colación matutina por el almuerzo; días en
que no salió de su casa y ni siquiera se sacó el pijama; días en que no se
masturbó ni una sola vez pero otros que lo hizo tantas que se le inflamaron
los ganglios de la ingle.
Su sorpresa más grata fue darse cuenta de que su personalidad
encajaba perfectamente con ese nuevo estilo de vida. No se aburría ni un
poco y pasarse el tiempo encerrado en su casa le caía bien. Encontró
momentos de placer inéditos. El sol de las dos de la tarde entrando por la
ventana, desnudando partículas de polvo que flotaban en el ambiente. Los
pájaros cantando. Los martillazos lejanos de las obras en construcción. Los
programas de chimentos. El jogging por los bosques de Palermo en horarios
en que el grueso de la gente estaba encerrada en la oficina.
Y Valentina. Tenía para ella todo el tiempo del mundo. Alejada de
por vida de su vocación, trabajaba en un local de ropa en Unicenter, medio
turno. Así salía a las tres de la tarde y podía pasar a buscar a Benito por el
jardín. A Evaristo las limitaciones en la vida de Valentina le venían
perfecto. Las veces que tenía ganas de verla pasaba por el shopping. Subía
al tercer piso, compraba medialunas recién hechas y bajaba con la bolsa
hasta el local 1149. Le hacía un rato de compañía a Valentina, tomaban
mate, charlaban, protegidos por la escasez de clientela de los días hábiles a
la mañana. Cuando la cosa se ponía caliente, Valentina ponía un cartelito,
cerraba con seguro y se metían en un probador. Cogían de parado o
sentados en un banco. De atrás y de adelante. Ella arqueaba la cintura y se
agarraba con ambas manos del gancho para colgar la ropa. O se dejaba
sostener contra la pared empapelada. Él se miraba al espejo. Se sentía un
actor porno. Ella lo miraba a él mirándola. Después, parte por perversidad y
parte por practicidad, le acababa en la boca. Ella se tragaba el semen y
limpiaba con lengua y saliva el pene de Evaristo, ya que era un local sin
baño ni instalación de agua corriente (para ir al baño usaban los del
shopping). Una vez limpio, Evaristo se vestía mientras ella se acomodaba
en el banco de madera.
Abría las piernas. Él se arrodillaba y la limpiaba a ella. Ya frescos y
renovados, volvían al mostrador a terminar el termo de agua caliente hasta
que los cosquilleos en el abdomen los obligaban a repetir el ritual del
probador.
Durante las conversaciones y el sexo Evaristo iba sacando el perfil de
Valentina. Lo que más le gustaba es que detrás de esos ojos llenos de
tristeza y resignación, había una furia retenida que soltaba cuando cogían.
Ese cambio, de dulce a perverso, le llenaba el cuerpo de adrenalina. Incluso
era la primera mujer que se dejaba penetrar sin forro, su obsesión,
confiando en que él sabría manejar el coito interrumpido para evitar el
embarazo. El riesgo al sida parecía no molestarlos más que la falta de
placer.
Dejando de lado lo físico, en cambio, sus temas de conversación
oscilaban entre la maternidad prematura y la política de izquierda. Evaristo
fingía escuchar con atención y curiosidad cada vez que ella mencionaba a
Benito. Todo lo que pasaba a su alrededor tenía algo que ver con el hijo. Si
uno hacía ruido con el mate, era el mismo ruido que hizo Benito el primer
día que probó. Si una clienta estornudaba, sacaba a la luz un día que Benito
había estornudado y ella tuvo que salir corriendo a la guardia por si era algo
grave. También le contaba sobre deposiciones fecales, orina, vómito y cada
pequeña cosa escatológica que hubiera hecho el nene ese día. No se cansaba
de mencionarle las primeras palabras que aprendía, la innumerable cantidad
de cosas originales que marcaban un futuro de niño genio, como por
ejemplo la vez que lo descubrió moviendo el pie al compás del bajo de
«Every breath you take». Tampoco era que todos fueran datos de color.
Valentina se quejaba bastante de cómo su madre trataba al chico. Como era
jubilada pasaba mucho tiempo a solas con Benito. Sus quejas no eran
originales: la abuela lo malcriaba. Cualquier capricho era consentido por la
señora. El último verano le habían armado una pileta con agua en el fondo
de la casa. Benito se divertía, hasta que vio una mosca que flotaba muerta
sobre la superficie. Se puso a gritar como si fuera el fin del mundo. Ella
quiso dejarlo, que se acostumbre, que le pierda el miedo a las cosas. Pero la
abuela no lo soportó. Pasó por encima de la autoridad de la madre, retiró el
cadáver del insecto y levantó en brazos a su nieto sobreactuando un peligro
inexistente. Y de esas, había mil. Le hacía la leche mientras Benito miraba
los dibujitos y él le rechazaba groseramente la mamadera si la notaba
apenas tibia. La abuela, cual sirvienta, corría a calentarla mientras le pedía
mil perdones por el descuido. En esas cosas era cuando Valentina notaba la
ausencia de padre en la vida del hijo.
—Me imagino que un padre impone más autoridad, más protección
que el mundo femenino. Cuando estoy en casa puedo pelearme con mi vieja
para que no lo consienta, pero cuando yo no estoy andá a saber cómo lo
malcría. Yo quiero que crezca preparado para enfrentar la vida, no que sea
un boludito que le tiene miedo a todo.
Esa frase hizo pensar a Evaristo. Él había tenido esa educación. Su
madre lo había protegido siempre como a una copa de cristal. Lo había
criado para un mundo y una vida que no existían, una vida rosa. Su madre
también lo malcriaba. Él le pedía algo y ella corría para satisfacer sus
deseos, por más incoherentes o dictatoriales que fueran. No comía uvas si
no estaban peladas y sin semillas. Entonces no era raro ver a la madre, con
la paciencia de un japonés, quitando la piel del fruto, clavar la uña para
abrirla en dos y retirar las semillas amargas. El niño Evaristo esperaba el
manjar acostado en la cama, cruzado de piernas, en una pose no voluntaria
pero cómoda por naturaleza, la del ser que aprende que sus deseos son
órdenes, que tiene el increíble poder de manipular a un adulto a piacere.
Venía entonces Ofelia con el plato de uvas peladas, o con el pochoclo sin el
maíz duro, o las galletitas Variedades sin los anillitos de vainilla, o el pan
lactal sin corteza. Después, satisfecho, dejaba el plato o el vaso vacíos para
que su sirviente madre pasara a retirarlo. Ya de grande Evaristo había
podido formarse una idea de las consecuencias de ser un consentido. Había
aprendido a ser un rey, pero al salir a la realidad del mundo se había
encontrado con todo lo contrario: su poder no tenía el mismo efecto en el
resto de las personas y era incapaz de conseguir algo de alguien sin
ganárselo con el sudor de su frente. Nadie te regalaba nada. Y él no contaba
con las armas para desenvolverse exitosamente en ese ámbito porque nadie
se lo había enseñado. Lo habían preparado para rey y era un peón de lo más
bajo. Le tenía miedo a todo y a todos. Las cosas esenciales de la vida eran
un problema mayor: ir al supermercado le daba vergüenza; comprarse ropa
era una tarea heroica, ya que temía a las mentiras de los vendedores o
desconfiaba de su propia capacidad de elección (generalmente terminaba
cambiando siempre las cosas, porque no le entraban o porque encontraba
algún defecto evidente que en el probador se le había pasado por alto). El
trato con los mozos era tímido. En los trámites públicos transpiraba como si
jugara la final del mundial y ni hablar de cuando tenía que ir al banco y le
daban para llenar un formulario. Sus mayores dificultades, sin embargo, las
había tenido con las mujeres. Le tenía pánico al rechazo. Le costaba
hablarles, acercarse, decir algo oportuno. Solo podía conseguirlo si estaba
en un grado de borrachera perfecto. El resultado estaba a la vista. Se
imaginó a Benito y lo que le esperaba si la abuela seguía comportándose
con él como Ofelia. Le dio lástima. Si fuera su hijo tendría la misión de
revertir ese destino, pero no era nada para él. Ni quería conocerlo, eso
también le daba miedo. Con Valentina quería coger y nada más. Recién se
conocían y el sexo ya se había mostrado como el guía de la relación. Y esto
quedó demostrado cuando la escuchó hablando del Che o de Cuba. Él tenía
una opinión formada sobre lo que ella le repetía con pasión fanática.
Evaristo no tenía ideología política, no le interesaba nada de todo eso, pero
sí le fascinaba la filosofía y, sobre todo, el análisis del comportamiento
humano. Ella hablaba del aparato, de lo que la gente necesitaba y el
gobierno no le daba. Él, en cambio, sostenía que no siempre lo que la gente
quiere es lo correcto, que incluso él no tenía idea de qué era lo que quería y
que muchas veces las masas querían cosas que en el fondo no eran
saludables. Valentina escuchaba hablar a un gorila. Pero Evaristo no
hablaba desde ese lugar, sino desde la experiencia del análisis de los
defectos humanos, empezando por los suyos.
—Yo trabajaba en una revista —le explicó a una Valentina
decepcionada, que comenzaba a creer que se estaba cogiendo al General
Massera—. Cada número se agota en el kiosco: la gente, sobre todo las
mujeres, se tiran encima cada vez que ven la tapa. El que tuvo la idea de
hacer una revista como esta, un yanqui, seguro, se dio cuenta de que podía
vender un montón de ejemplares si los temas que trataba y las fotos que
mostraba generaban en el lector principalmente envidia e insatisfacción.
Vos agarrás la revista y te sentís menos. Sentís que no existís, que no tenés
lo que hay que tener para ser feliz y exitoso. Y cada dos o tres páginas, hay
avisos de productos que te dicen que si tomás tal whisky o te ponés tal
marca de ropa, vas a ser feliz. La fórmula que se genera en el cerebro no es
muy difícil. La señora que está en la peluquería mirando las fotos de las
modelos o personalidades, casadas con adonis, con hijos rubios rubios, dice:
ellos son felices. Yo no. Los avisos dicen que yo puedo ser feliz si tomo tres
litros de Villavicencio por día. Entonces recién ahí voy a pertenecer al
grupo de gente feliz que sale en esta revista. Y sale la gorda, con la billetera
llena, a comprarse todo lo que le vendieron. Ahora, vos decís que la culpa
es del gobierno. De los empresarios que viven de la pobre gorda infeliz.
Que un gobierno popular que le dé al pueblo lo que el pueblo pide es lo que
nos va a salvar. Bueno. Yo lo que te quiero decir es otra cosa.
Y es que la revista de mierda en donde trabajaba no tiene la culpa de
nada. Como las putas no tienen la culpa de la prostitución. Como el alcohol
no tiene la culpa de los borrachos. La culpa la tenemos nosotros, que no
sabemos cómo ser felices y nos creemos que es tan fácil como tomar una
CocaCola. Eso es lo que te digo. Y eso no hay gobierno que pueda
modificarlo. Por eso no creo en las soluciones masivas. Creo que el único
cambio es individual y privado. Hasta que un tipo no decida que es mejor
decir la verdad que mentir; hasta que no aprendamos que todos somos
imperfectos y que eso no tiene solución; hasta que otro no se dé cuenta de
que a veces hay que joderse uno para que le vaya bien a otro que estuvo
siempre peor, no va a haber salvación. Los cambios generales, para mí,
dependen solamente de los cambios individuales. Ninguna solución a un
problema es la más simple ni la primera que se te ocurre. Hacer eso es
menospreciar la inteligencia de los problemas. Es como decir que la
solución para el crimen y la violencia es la cárcel en vez de averiguar por
qué la gente se vuelve criminal o violenta.
Pero Valentina no entendía ni una palabra de lo que le decía Evaristo.
Para ella todo era más básico. Si no pensaba como ella, era un insensible de
derecha.
—¿Y si lo resolvemos cogiendo? —dijo él con una sonrisa pícara.
Se volvieron a encerrar en un probador y se entregaron al tremendo
placer que les provocaba reconocerse iguales en el sexo. Ahí pensaban igual
y querían exactamente lo mismo.
Y así fueron avanzando en la relación, entre diferencias ideológicas y
acuerdos sexuales. Un par de días Valentina le pidió a su madre que la
remplazara para buscar al nene. Evaristo aprovechó para llevarla al cine, en
el tercer piso. Otros días, mientras ella se iba al jardín de infantes, él se
quedaba tomando un café en el shopping, leyendo algún libro o anotando
ideas para novelas en una libreta personal.
Hasta que un día la relación pegó de golpe un salto hacia adelante. Se
habían despedido media hora antes de que Valentina tuviera que salir para
el jardín. Él se sentó en una de las mesas ubicadas en el medio del hall y se
pidió un cortado. Estaba terminando un párrafo de La conjura de los necios
cuando escuchó la voz de Valentina. Estaba preocupada, agitada por el
stress de tener que encontrarlo rápido. Hablaba frenéticamente. «Me tenés
que hacer un favor urgente», le dijo, más como orden que como pedido.
Evaristo bajó el libro, derrotado. Ella le dijo que la chica que la cubría
estaba enferma y que la madre no contestaba el celular. Nadie podía pasar a
buscar a Benito y ella no podía abandonar el local. Él se ofreció a ocupar su
puesto durante el tiempo que le llevara ir y volver, pero no era eso lo que la
chica le estaba pidiendo. Necesitaba que fuera él, en su auto,
inmediatamente hacia el jardín de infantes. Ella le daría una autorización
firmada y llamaría al colegio para avisar que sería él quien retirara al nene.
Evaristo no tenía muchas opciones. No quería, no sentía las más mínimas
ganas de hacerle semejante favor, pero le resultaba muy difícil decir que no.
Así que pidió la cuenta, guardó el libro, pagó, le dio un beso tierno a
Valentina y se fue para conocer a Benito, su hijo.
PEDRO

Ni siquiera para volver se permitió tomarse un remís. No le importó saber


que desde el café de la Avenida Corrientes tendría que cruzar toda la
ciudad, agarrar Panamericana y hacer los veintipico de kilómetros hasta el
country. Con paciencia temeraria caminó hacia la parada del colectivo, lo
esperó tranquilo durante más de veinte minutos y se bajó, media hora
después, en Puente Saavedra, donde tuvo que hacer otros quince minutos de
tiempo hasta que llegara el 60 Ramal Tigre que lo dejaría en la bajada de
Panamericana en cuarenta minutos más. Bajó del colectivo a las 2:17 de la
madrugada. Eran horas a las que no estaba acostumbrado. Recordó cuando,
hacía diez años, se quedaba hasta tarde en su querido altillo de la casa de
Boulogne escribiendo sus experimentos aurelianos: agarraba párrafos que le
llamaban la atención, los copiaba en una hoja y debajo escribía los análisis
y razonamientos para poner a prueba las ideas de Aurelio. En ese entonces
su estudio estaba repleto de anotaciones obsesivas por todos lados, en
papelitos pegados con cinta scotch. Era el único lugar en el mundo donde se
sentía a gusto. Los textos que transcribía lo hacían sentirse acompañado.
Nunca logró algo parecido con una persona, ni siquiera con su mujer que,
según él, aceptaba su misantropía pero era completamente incapaz de
comprenderlo. Según Ofelia, él podía ser una persona mejor si se esforzaba.
Pedro miró la Panamericana desierta, con los autos que pasaban
esporádicamente y rompían el viento a velocidades mucho más altas que en
los horarios matutinos, cuando funcionaban los radares. Sintió la desolación
del Gran Buenos Aires de madrugada y se dispuso a caminar en la soledad
aplastante del camino de tierra que llevaba hasta las puertas del country. El
paisaje daba miedo: maleza y baldíos a los costados, el extraños sonido que
producía el viento al mover las hojas de los árboles, los ladridos de los
perros guardianes que sentían sus pasos, los bichos y hasta culebras que
deambulaban por la zona cuando ya no había más sol. Sin embargo Pedro
no le tenía miedo a nada. Ya no. Dio los primeros pasos con seguridad,
como si el mundo fuera suyo. Miró el cielo estrellado sobre su cabeza: no se
sentía pequeño ante el universo ni asombrado por esas luces intermitentes.
Llegó como a las 2:40 a la puerta de su casa. Abrió sin hacer ruido.
Se desvistió en el living para no despertar a Ofelia. Entró a la habitación, se
metió en la cama con sigilo. Ella rezongó entre sueños. Cambió de
posición: le dio la espalda. Pedro cerró los ojos. Pensó en que ya estaba
cerca de cumplir su objetivo. Le había dedicado tantos años que parecía
mentira que el final estuviera tan próximo. Ahora venían los últimos
preparativos: lo mantendrían ocupado hasta que todo estuviera arreglado.
Para dormirse volvió a pensar en su antiguo estudio. Ese lugar representaba
a la perfección lo que era su vida. Su cerebro era igualito a ese cuarto de
dos por dos, rodeado de pensamientos e ideas sobre la muerte, la vida, el
sexo, el ser humano, las virtudes, los defectos. Ahí vivía todos los días,
repasaba rutinariamente los argumentos de porqué valía la pena levantarse a
la mañana, intentaba entender las fórmulas de lo que lo rodeaba. Así como
había un montón de gente que dedicaba su vida entera a explicar hasta el
comportamiento de la más mínima partícula de existencia, él era el
científico de la propia. Nada lo entusiasmaba más. Como algunos que
dedican sus días a estudiar la baba del caracol, la sexualidad de las avispas
o la composición de la arena. Esos eran tipos que habían escuchado la
llamada de la naturaleza. ¿De qué otra manera se podía entender una
obstinación semejante por una cosa tan específica? Desde chiquito se
preguntaba cómo alguien podía vivir sin aburrirse de hacer lo mismo día
tras día. Gracias a Aurelio había encontrado por fin la respuesta: la misión
es más fuerte que cualquier otra energía. Miró una vez más a su mujer, que
ahora roncaba como un trombón. Finalmente ella iba a poder entenderlo.
Cuando estuviera terminada su obra, Ofelia comprendería que estaba
equivocada, que él no podía mejorar ni ser «una mejor persona». Detrás de
su dolor, cuando su lógica, forzada por el acto inexplicable de la muerte, se
pusiera en movimiento, no tendría otra opción que unir los puntos que
llevaron a su marido a tomar esa determinación. Toda muerte deja pistas. Y
las de él estaban claramente escritas. Ahí sí el tan venerado comportamiento
de Ofelia necesitaría una explicación. Le sería en vano repetir lo aprendido
cada vez que las noticias no le gustaban; la fantasía optimista de la que
abusaba, como la vez en que su hijo adolescente bajó a desayunar con una
incipiente barba candado que le quedaba horrible y ella, en vez de
confrontarlo, le dijo: «está bien, así la piel descansa un par de días del
afeitado». En el momento de su muerte, por desgracia, de manera violenta,
Ofelia tendrá que salirse de su mundo fantasioso, feliz y perfecto, para
entender que su marido no podría haber cambiado nunca, porque su
misantropía era necesaria, su avaricia era imprescindible, su egoísmo, su
lógica descarnada y fría, su personalidad calculadora y especulativa, todo lo
que la sociedad señala con el dedo bajo el nombre de «defectos», se
convertirán en milésimas de segundo en hermosísimas virtudes
indispensables para llevar a cabo el acto más generoso del que puede ser
capaz un ser humano: cumplir finalmente con su obligación para con la
naturaleza, su propia muerte. El padre Juan era el número diecisiete del
grupo de veinte personas que Pedro necesitaba para el gran final de su
enseñanza aureliana. Ya había reunido a dos violadores, un pedófilo, tres
estafadores, dos asesinos, tres alcohólicos, tres drogadictos y dos políticos.
Todos ellos dispuestos a morir convencidos por él. Su misión era la del
pastor verdadero, el que reúne el rebaño de la peor calaña, gente elegida por
la naturaleza para matar, para violar, para robar, para destruir; gente que
entendió que su trabajo ya estaba hecho y tenía que desaparecer por mano
propia antes de ser alcanzados por los humanos con la misión de impartir
justicia. Al final, en un punto, los había engañado, porque él mismo había
resultado ser un impartidor de justicia de los más vivos, esos por los que
nadie da un peso. Pedro se iba a ir de este mundo llevándose consigo a
veinte hijos de puta como él y ese era el mejor regalo que les podía hacer a
Ofelia y a Evaristo.
Claro que muy pocos comprenderían su grandeza. Los diarios lo
tratarían como a un loco suicida. No entenderían nada. Solamente los
estudiosos de Aurelio tendrían la capacidad para enmarcar el caso como un
gesto maravilloso. «La sociedad es injusta e incoherente», pensó. Una ola
de insensatez inmediata dictamina quién es ídolo y quién diablo, a veces
incluso cuando no haya diferencias entre los opuestos. ¿Por qué Hitler es en
la era moderna el estereotipo de la maldad y no Jesús? En términos
numéricos, los fanáticos de Cristo habían matado a lo largo de la historia
muchísima más gente que Hitler. Sin embargo, no eran vistos de igual
manera. Jesús, según la doctrina que lo idolatra, fue torturado y asesinado
en una cruz, y hasta hoy sus admiradores se pasean con el símbolo de su
tortura colgando del cuello o tatuado en el cuerpo. Basta con pintar una
esvástica para advertir en qué pocos segundos se causa un revuelo
gigantesco. Hitler, Jesús, Bush, Osama Bin Laden, Saddam, Atila... no
fueron otra cosa que gente destinada por la naturaleza para detener
masivamente la superpoblación. Como un terremoto, como un tsunami. Y
ni siquiera lo hicieron solos. ¿Por qué Hitler es el único culpable de la
masacre si su camino le fue allanado por la clase media alemana que le dio
el poder? ¿Por qué los militares argentinos y chilenos que desaparecieron a
tanta gente, asesinando y torturando cruelmente, son los únicos
responsables cuando a esos personajes espantosos les fue dada esa misión
— no directamente, pero si uno le da una navaja a un mono, ¿qué espera?—
por otro grupo de gente que opera en la oscuridad y va transando con el
poder de turno, manteniéndose impoluta de los crímenes de lesa
humanidad? Ídolos y diablos. La naturaleza nos quiere bien muertos. Basta
con observar qué sucede si no cuando surge una corriente de pensamiento a
favor de la vida. Gandhi, Martin Luther King, Kennedy, Lennon, Milk:
asesinados de inmediato. Todos sus homicidas declararon haber escuchado
una orden superior que les dictaba el asesinato de esas personalidades. Fue
la naturaleza transmitiendo la misión. El planeta está a favor de la libertad
del hombre pero hasta ahí nomás. No nos pasemos, porque si el hombre se
declarara completamente libre, el sistema colapsaría. Si dejáramos de
matarnos los unos a los otros, si un alto porcentaje no se suicidara con el
deterioro de las adicciones, ahí sí, la metáfora religiosa del Apocalipsis se
transformaría en realidad, porque la naturaleza, al ver la desaparición de su
maquinaria de la muerte, se vería obligada a apretar su botón rojo natural y
el planeta entero se sacudiría como un toro por el deber de hacer ella misma
el trabajo que le corresponde al hombre. Pero claro, antes de arremangarse
y rebajarse, probablemente agote la última posibilidad de instalar en algún
dirigente fanático la curiosidad por tirar alguna bombita de destrucción
masiva por algún lado.
Pedro abrió los ojos de repente, abrumado por tanto pensamiento.
Miró el techo de la habitación a oscuras. Era tanta la excitación que tenía
que le resultaba imposible quedarse dormido, pese al cansancio natural del
cuerpo; la mente trabajaba horas extras. Todo por una sensación nueva: la
satisfacción de estar cerca de lograr por fin un objetivo valioso.
A la mañana siguiente se despertó tempranísimo, como siempre.
Miró a su mujer y sintió que la amaba más que nunca. Bajó a la cocina, le
preparó el desayuno con exactamente todas las cosas que a ella le gustaban.
Esos gestos a Ofelia la confundían. Se podía comportar como un loco
durante meses pero un día se aparecía con un regalo fuera de lo común y le
daba una luz de esperanza. Si bien él sufría la relación con su esposa más de
lo que la disfrutaba, le parecía tremendamente burocrático gestionar un
divorcio. Ni se le pasaba por la cabeza el stress de sentarse a comunicarle la
decisión. Así que lo que hacía era huir de ella y compartir lo mínimo
posible. Se acostumbró a levantarse mucho antes, salir a caminar, estirar los
tiempos para que a la vuelta Ofelia ya se hubiera ido. Su aburrimiento por la
vida social lo eximía de cualquier tipo de salidas, a las que Ofelia asistía
sola, una negociación dura que se dio después de años de peleas cuando ella
le recriminaba su falta de compañía. El planteo lo heredó su hijo Evaristo
que también le reclamaba habitualmente la poca presencia paterna. Durante
mucho tiempo él se forzó a acompañarlos, pero la pasaba realmente mal y
un buen día decidió plantarse, explicarles que no tenía sentido que lo
llevaran de rehén a lugares donde se aburría de muerte. Ya pasadas las
bodas de plata acordaron que cada uno hiciera lo que quisiera. Estas
conductas lograban que se cruzaran no más de dos o tres horas por día.
Pedro había descubierto que con esa metodología de pareja era feliz. No
necesitaba de otra persona en el universo más que en esos ratos de
compañía no demandante. La suma de muchos de esos momentos de
libertad lograban esos gestos que a Ofelia tanto le gustaban de vez en
cuando. Así que Pedro manoteó una bandeja, puso el pan para las tostadas,
la mermelada, el té con leche y una notita que decía que la amaba. Salió a
caminar por el golf y cuando volvió se encerró en su estudio: tenía muchas
cosas por hacer.
Noches después, Pedro y el Padre Juan tomaban un café en la barra
de una Shell del kilómetro 50 de la Ruta 8, lugar al que se había arrimado el
cura desde su parroquia para compartir con Pedro sus ideas sobre los
candidatos para el suicidio masivo. Arriba de la barra con vista a los
surtidores de nafta, entre vasitos de telgopor vacíos, había pedazos de papel
con nombres y argumentos de fieles que se confesaban habitualmente con el
cura.
—¿Y ésta? —dijo el Padre Juan —. Casada, cuatro hijos, el marido
es albañil y trabaja de seis a seis.
—¿Qué hace? —dijo Pedro.
—Limpia casas. De lunes a viernes recorre cinco zonas diferentes.
Tiene un amante en cada zona.
—Quién pudiera...
—Los lunes pasa el de la garita de la esquina que cuida la cuadra y le
hace el service completito. En la cama de los dueños.
—No...
—Espere, hay más: con la lencería sucia de la dueña, una abogada de
buen pasar. El de la garita le practica sexo oral con la bombacha puesta,
para mezclar sabores. Los martes, un ayudante de mecánico del taller
vecino. Le pide que no se lave las manos, que le palmee el culo con grasa y
aceite de auto.
—Sucia.
—Después se bañan juntos en el baño principal. Los miércoles
descansa. Los jueves le toca al verdulero. Se toma un recreo largo cuando
va a comprar las verduras.
—Seguro.
—Se dejó meter lo que se le ocurra, hasta las frutas y verduras que a
primera vista serían inútiles en materia sexual. Los viernes el amante no es
humano.
—¿Cómo es eso?
—Ella limpia el departamento de una profesora de castellano que no
la trata muy bien. Pero sí lo hace su cocker spaniel beige, al que lo vuelve
loco la mermelada de frutilla, no sé si me entiende.
—No es ningún crimen lo que hace, no sirve.
Miente y es adicta al placer sexual. Nada grave.
—Salvo que sus adicciones la empujen de la autodestrucción a la
destrucción de los demás.
—Ah, ahí sí me sirve. El cocainómano que mata para robar plata para
más droga, el corrupto que por ambición toma decisiones que provocan la
muerte de personas inocentes, el violador que fuerza la voluntad de otra
persona… bueno, usted sabe.
—No sé si me siento identificado con su definición de violador. Yo
amo a mis amantes.
—Claro, abusa de su poder como cura, utiliza la confianza e
inocencia que le da su investidura religiosa aprovechándose de su trabajo de
protector y provoca en la víctima la duda sobre si es el precio que tiene que
pagar por todo lo que usted le da en materia de protección económica,
social y espiritual. Si viera los daños permanentes de esos niños cuando
crecen.
—Es verdad, a veces me arrepiento. Ojalá pudiera detenerme, pero...
es más fuerte que yo.
—Ya lo sé, no lo estoy juzgando.
Mientras hablaba, el cura luchaba por abrir el envoltorio de un pebete
de jamón y queso típico de estación de servicio. Estaba cerrado
herméticamente, y adentro se veía el sobrecito de mayonesa. Probó con las
uñas, después con los dientes. Pedro vio esta situación y no la soportó. Le
quitó el paquete y lo abrió él, de una. El cura agradeció con un gesto y le
dio un mordisco al sándwich. Pedro retomó el tema.
—Que usted haya fracasado no lo transforma en un monstruo en cada
cosa de su vida. Lo que sucede, y debe entenderlo de esta forma, es que
para la sociedad y para la opinión pública alcanza con encontrar un defecto
que se pase de la raya de todos los defectos comunes para que el castigo
hipócrita se lleve a cabo. Mire. Hace un tiempo leí un libro sobre
argumentos para ganar discusiones. Hablaba de una falacia muy común
para argumentar en contra de otro, que consistía en comparar algo malo con
Hitler. La falacia radica en que porque Hitler haya demostrado una maldad
extrema e innegable no significa que todo lo que haya hecho en su vida
fuera malvado o que su comportamiento en otros terrenos tenga que ver con
su tarea diabólica. ¿Qué significa esto? Que si usted está charlando con otra
persona y ésta le dice que, no sé, el pensamiento que usted expone es
similar al de Hitler para simbolizar la maldad absoluta, no es válido, digo,
que Hitler hizo algunas cosas buenas y otras terriblemente malas, pero una
cosa no anula a la otra. Usted, sin ir más lejos, le hace mucho bien a mucha
gente con miedos, con carencias, con necesidades. Les da esperanza, les da
fuerza, les da razones para vivir a personas que no las tienen. Juan, su
pedofilia es terrible, insoportable, imperdonable, aunque en el fondo
sepamos que también es víctima de un sistema perverso; aun así, merece la
muerte. Es solamente que sus obras de bien no llegan a equilibrar sus obras
de mal —dijo.
—Me hace sentir humano.
—Volvamos a lo nuestro, ¿qué más tiene?
El Padre Juan levantó los papeles y los revisó alternándolos frente a
sus ojos.
—Acá tengo a un travesti...
—No sea retrógrado, padre. Los travestis son parte de la naturaleza
del hombre. ¿Cuánto tiempo vamos a tardar en aceptar esto? Durante siglos
sufrieron más que Jesús, siendo atacados, perseguidos, encarcelados,
asesinados por ser distintos y sin embargo no se fundó ninguna iglesia
dedicada a su género. Me extraña de usted, que siendo también homosexual
discrimine a los travestis.
—No lo decía por eso, no me dejó terminar.
Es un travesti que vende drogas en el pueblo.
—Ah, las drogas. Otro tema complicado para juzgar culpabilidad.
Tendríamos que ver a quiénes les vende y por qué. Aurelio está a favor del
consumo de ciertas drogas de manera experimental y con fines de apertura
de conciencia inmediata. Lo que está mal, como en todo, es el abuso, la
perdición, la frivolidad de su uso o utilizarlas para destacarse socialmente,
para soportar la soledad o el aburrimiento. Pero tampoco merece la muerte.
De pronto, los ojos de Pedro dejaron de enfocar la cara del cura. Le
llamó la atención algo que sucedía en la playa de la estación de servicio. Un
patrullero con las sirenas apagadas frenaba frente a un surtidor de nafta. En
él viajaban dos policías de la bonaerense, con un menor de unos diecisiete
años en el asiento de atrás. Pedro estaba quieto, mirando a través de la
ventana. Recordó un día de su juventud. Había viajado solo, de mochilero,
colándose en trenes y suplicándoles a los camioneros que lo acercaran hasta
la frontera con Uruguay. Fue su primer viaje espiritual, con el objetivo de
encontrarse a sí mismo, buscando la solución a esa soledad crónica y el
desprecio por la vida. El destino lo llevó a Montevideo, donde escuchó
hablar de una colonia hippie que se desarrollaba desde principios de los
sesenta en Cabo Polonio, a más de 250 kilómetros de la capital uruguaya.
Un lugar sin luz eléctrica, habitado por artesanos y pescadores en su
mayoría, con una energía espiritual particular.
«Una playa adonde va la gente que se quiere bajar del mundo», le
habían dicho. El joven Pedro no lo dudó ni un segundo. Tenía que
conocerlo. Cargado con su mochila volvió a la ruta, donde camioneros y
automovilistas lo acercaron. Debía seguir a pie un largo camino ya que no
había pavimento que llegara lo suficientemente cerca. Tardó mucho en
llegar, paraba en ranchos para dormir, pedía alojamiento a familias
campestres que lo recibieron con la gentileza uruguaya. Los últimos
kilómetros tuvo que hacerlos entre dunas interminables, sin otro horizonte
que la arena, haciéndole sentir que estaba en un desierto infinito y que
probablemente moriría en el intento. Sin embargo, durante la escalada a una
de esas dunas apareció un faro en el paisaje. A medida que ascendía
descubría por fin el mar, que bañaba una comunidad mínima de ranchitos en
su costa. El aire marino le llenó los pulmones de paz, dándole la fuerza
necesaria para recorrer el último tramo.
Llegó exhausto pero fue recibido con cordialidad. Se acercaron
hombres, mujeres y niños, le dieron agua, le ofrecieron hospedaje e incluso
trabajos temporarios. Una mañana, ya instalado, decidió salir a bordear la
costa a pie, para despejar de la mente la mugre que traía desde Buenos
Aires. El artesano que le alquilaba el cuarto lo interceptó antes de que
saliera.
—Gurí, venga. Le recomiendo lo siguiente: súbase a la duna más
alejada y siéntese. No haga nada, solo quédese quieto. Va a cometer el error
de pensar que como uno está inerte, el mundo también lo está. Sus ojos no
lo dejarán ver al principio, pero lentamente, la verdad se le presentará de tal
manera que no podrá olvidarse nunca más.
El joven Pedro decidió seguir el consejo. Caminó varios kilómetros,
descalzo sobre el suelo de arena mojada. El cielo estaba gris. La bahía era
tan chica y el horizonte tan amplio que sintió por primera vez la grandeza
del planeta y la pequeñez de la humanidad. Al llegar a la duna, la trepó sin
dificultad. Se sentó, alzando las rodillas y rodeándolas con los brazos. Se
quedó así, quieto. Lo único que se movía eran las olas. El resto, tan
paralizado como él. Pensó que su viaje había sido en vano, que tal vez todo
fuera un chiste del artesano, que lo cargaría por haberle hecho caso. Sin
embargo, después de unos segundos, los ojos le hicieron foco. Primero
percibió un movimiento. Eran hormigas que realizaban una procesión
transportando ramitas y hojas masivamente. Solo vio eso, al principio. Se
quedó maravillado por su orden y fue la primera vez que deseó un terrario
para observarlas cuando quisiera. Luego se le sumó otra visión. La arena
también se transportaba de un lugar a otro cada vez que soplaba un poco de
viento. Descubrió, en su quietud, que alrededor suyo se movían muchas
cosas en simultáneo. Él estaba detenido pero a la naturaleza le importaba
poco eso y cada elemento continuaba con su desarrollo. Un escarabajo salía
a la superficie. Una mosca se posaba sobre el cadáver de un cangrejo
putrefacto. Una gaviota patrullaba la orilla en busca de comida. Una avispa
peleaba contra la fuerza del viento para volar hacia su destino.
—Juan… mire —dijo Pedro en la estación de servicio.
Había sentido ese poder de observación que se realiza no con los
ojos, sino con el alma. Estaba quieto, buscaba candidatos con su ahora
amigo Padre Juan pero su objetivo se movía en coordenadas vecinas a las
suyas y llegaba a él por caminos laterales. El cura miró pero no poseía ni la
sensibilidad ni la visión de Pedro.
—¿Qué hay?
—Uno de esos es lo que necesitamos. Una figurita difícil, esa gente
no se arrepiente nunca de nada. Espere y va a ver. Páseme el crucifijo por
favor.
El Padre Juan obedeció sin entender. Se quitó la cruz y se la dio. Vio
que Pedro sacaba una navaja suiza del bolsillo.
—Espero que no le moleste.
—No se preocupe, tengo mil.
Los dos miraron a los policías. El que manejaba se bajó del auto. Se
acomodó el pantalón del uniforme y se dispuso a esperar al playero.
Caminó hasta el tanque de nafta, lo abrió, metió la llave en la cerradura y
sacó la tapa, dejándola encima del techo. Cuando llegó el playero, el policía
le extendió la mano. El empleado de la estación se comportaba con una
obsecuencia evidente. Pedro pasó a interesarse en el policía que quedó
adentro del patrullero. Señalaba algo y movía la boca. Le hablaba al espejo
retrovisor.
—Le está marcando al pibe lo que tiene que hacer. Son una mierda.
Tenemos que conseguir uno de estos, Juan, no sé cómo vamos a hacer, pero
me moriría feliz de la vida si nos llevamos a uno de estos hijos de puta.
Juan lo miraba todavía confundido.
—¡Mire! ¡Ahora!
Juan vio que el policía sentado en el asiento del acompañante, sin
dejar de mirar hacia adelante, metía la mano en la guantera del auto, sacaba
un arma de fuego y se la pasaba al chico de atrás. El pibe agarró el arma
con ambas manos: estaba esposado. El otro policía hablaba con el playero,
lo distraía. Al terminar de cargar el tanque, el playero retiró la manguera y
la colgó del surtidor. El policía amagó con buscar la billetera, pero no hacía
falta; sonrió y palmeó el hombro del playero, que se retiró. El oficial se
metió en el auto, cerró la puerta, puso primera y salió.
—Ahora solo queda esperar —dijo Pedro. Para hacer tiempo dio
vuelta el crucifijo y se puso a grabar algo en la madera con la punta de la
navaja. Media hora después, la premonición de
Pedro se cumplió. El cura y él vieron venir hacia el interior de la
estación al chico con la cara semitapada por un gorrita con visera. Tenía un
pantalón Adidas con el logo de la Selección Argentina, un buzo Nike y
zapatillas blancas de básquet. Caminaba con paso acelerado y al pasar a
través de la playa de surtidores hizo como que se acomodaba la gorra para
disimular. Las puertas automáticas del salón se abrieron y el chico, sin
dudarlo un segundo, se levantó el buzo, sacó el arma y la agitó en el aire,
medio de costado, con típico gesto villero.
—A ver, vieja, dame la guita, rápido porque te quemo… —miró
alrededor y le molestó ver al cura y a Pedro sentados en la barra. Se puso
nervioso: no podía estar atento a sus movimientos y al de la cajera al mismo
tiempo. La chica que atendía el mostrador parecía acostumbrada; abrió la
caja, manoteó los billetes y se los alcanzó al chico. Éste la agarró con
velocidad, tuvo la inocencia de manotear al voleo unas golosinas del
exhibidor y corrió hacia la puerta. Pero Pedro le chistó.
El llamado era tan absurdo y desubicado que el chico frenó y lo miró,
no entendiendo si el viejo de pelo largo canoso y vestido todo de blanco era
estúpido o tenía ganas de morir. Pedro tenía una mirada penetrante y segura.
El chico, miedo.
—¿Qué, viejo? —dijo desde la puerta y lo apuntó con el revólver.
—Esto es para el cana que te trajo —gritó Pedro y levantó el crucifijo
para no asustar al ladrón. Se bajó de la banqueta con cuidado, se agachó,
apoyó el rosario en el piso y lo pateó. El símbolo religioso patinó sobre el
piso lustrado. El chico lo frenó con el pie. Se acuclilló sin quitarles la vista,
lo agarró y le llamó la atención ver el mensaje tallado:
«Sé lo que hacés. Vi todo». Confundido, los miró a ellos y después a
la cajera, que seguía con los brazos en alto, con los sobacos de la chomba
del uniforme empapados. Y salió corriendo.
OFELIA

La bandeja con el desayuno la puso de buen humor. Había pasado


una noche difícil y solitaria y el gesto fue como una caricia reconfortante.
La ocurrencia la tomó por sorpresa, tanto, que desayunó con una sonrisa
que le duró hasta que llegó al hospital. Lo vivía como un chiste del espíritu
de Pedro. Tan reacio a esas demostraciones de afecto, las muestras
esporádicas de interés por el otro parecían una humorada de un destino
irónico, «como el militar de Belleza Americana, que al final era
homosexual», pensó, y se sonrojó al descubrirse riendo en voz alta adentro
de la combi que la llevaba al trabajo. Dos mujeres la miraron y ella giró la
cabeza hacia la ventanilla. Pero sin abandonar la risa: estaba tentada.
La felicidad se le borró cuando en la sala de espera vio al visitador
médico que, apenas la notó, se puso de pie con una sonrisa falsísima y
caminó a su lado. Ella, cortante, le dijo:
—No pasó un mes todavía...
—Je, cómo se acuerda, tiene buena memoria, doctora... Le tengo que
comentar algo en privado, si me permite unos minutitos de su tiempo.
—Si me deja llegar, abro el consultorio y lo llamo, así me lo saco de
encima rápido.
El visitador se rio sin hacer caso al sarcasmo, disimulando haber
entendido el comentario lisa y llanamente como un chiste.
—Está muy bien, la espero sentadito por acá, doctora, no tengo
apuro.
Ofelia entró en su consultorio, cerró la puerta y se instaló. Lo primero
que hizo fue abrir su agenda. Llamó a la secretaria de la ginecóloga Yanina
y pidió un nuevo turno. Consiguió uno para principios de la semana
siguiente. Entre las hojas de la agenda vio intercalada la carta que le había
escrito a su hijo. La agarró, jugó con el sobre y lo volvió a dejar en su lugar.
Llamó a una de sus asistentes y le preguntó si la podía reemplazar en el
turno de la tarde porque ella se iba a tener que retirar para hacer unos
trámites personales. Una vez lista para arrancar con el trabajo, abrió la
puerta y llamó al visitador.
—Dígame —le dijo, seca.
—Nada, una tontería. Andaba por acá y no quise dejar de comentarle
que toqué un par de timbres por el temita del viaje a Sudáfrica ese que le
conté, así que bueno, lo que le dije de las recetas está confirmado. Quería
que lo tuviera muy en cuenta.
—Le agradezco que se haya molestado en venir hasta acá para darme
esa información, no hacía falta, me quedó clarísimo.
—No es nada, vivo en estos pasillos, no me cuesta pasar.
—Lo saludo que estoy retrasadísima, si me disculpa —lo cortó
Ofelia.
—Sí, cómo no, doctora. Gracias por la atención. Y ya sabe.
—Adiós, adiós.
Ofelia lo vio irse. «Qué mala manera de arrancar el día», pensó. No
hay nada peor en la rutina de un médico que un visitador pesado.
Al mediodía salió a almorzar y ya no volvió al consultorio. Se tomó
un colectivo. Soportó de pie los cuarenta minutos que tardó en llegar desde
el centro hasta el departamento de su hijo. Abrió la puerta principal del
edificio con la copia del llavero que Evaristo le había hecho por seguridad,
en caso de que él perdiera sus llaves o por cualquier emergencia que se
presentara. Ofelia sabía que este abuso no le gustaría nada a su hijo y que
seguramente la llamaría enseguida cuando se enterara de que ella se había
metido en su casa sin permiso. Otras veces Ofelia había reprimido el
impulso, pero esta vez no. El último tiempo su hijo se había alejado como
nunca de ella y ya no podía soportarlo. No le importaba si se enojaba, no le
tenía miedo. Si la relación no se daba de manera cordial, era mejor que se
conectaran desde el odio: la indiferencia le resultaba intolerable. Evaristo
tenía que comprender que es imposible la vida de una madre sin saber del
hijo.
En el ascensor se miró en el espejo y se peinó el flequillo. Se sentía
en el medio de una aventura. Notó que la excitación le había formado en los
cachetes un simpático tono rosado. El ascensor llegó al piso 8. Manipuló el
llavero hasta dar con la llave correcta. Abrió primero la cerradura de arriba
y le bastó después un pequeño giro en la del medio para abrir la puerta de
hierro plomizo moderna que, además de proteger el departamento, lo
decoraba. Pasó a la cocina, cerró de un portazo. Dejó el sobre encima de la
mesita plegable donde Evaristo desayunaba. No conforme con haber hecho
un viaje tan largo para dejar un papel sobre una mesa, decidió aprovechar la
ausencia del hijo para darle una mano con el aseo. Ya que estaba, podría
investigar a ver si encontraba indicios sobre la vida de Evaristo. Primero dio
un paseo por el departamento. Abrió persianas y ventanas. En el dormitorio
olió las sábanas y como le parecieron sucias, las sacó y las metió en el
lavarropas. El olor rancio a cuerpo masculino le hizo recordar cuando su
hijo era adolescente y ella se encargaba de su habitación. Unas cosquillas
melancólicas la sacudieron. Pero ahí estaba, jugando a que viajaba al
pasado. Levantó el colchón y lo empujó con esfuerzo hasta el balcón. Lo
apoyó contra una pared y lo palmeó con fuerza un par de veces. Lavó la pila
de platos sucios que descansaban hacía días en la bacha de la cocina.
Después secó y guardó platos, vasos y utensilios; repasó también las
hornallas y la mesada de granito. Al terminar, cambió de ambiente. Buscó la
aspiradora. Aspiró cada pelusa del piso de madera flotante del living y la
carpeta de alfombra de pelo alto. Pasó el plumero por los muebles y hasta se
le animó a los pesados libros de fotografía y diseño de la biblioteca: les
sacó el polvo acumulado en los lomos y las tapas con un trapo húmedo.
Volvió al dormitorio. Separó la ropa sucia y la metió en un tacho. Las
prendas que estaban tiradas por ahí pero limpias, las colgó en el placard.
Aprovechó para inspeccionar cada cajón y estante. Buscó vestimenta
femenina para deducir si su hijo estaba con alguna chica. Hurgó en los
rincones a la caza de pornografía o preservativos.
No quería perderse ningún detalle. Era un detective. Un asesino que
no dejaba huellas. En medio del allanamiento encontró dos elementos
extraños. Un grupo de siete piedras y una alfombra con motivos hindúes
enrollada al fondo del piso del placard. ¿En qué andaba Evaristo? ¿En qué
se había metido? De golpe creyó entender todo. Un brujo. Su hijo había
caído en una secta que lo separaba de sus seres queridos. Entonces recordó
un episodio que la había marcado muchos años atrás.
Había sido antes de que Evaristo se fuera de casa, cuando él tenía
apenas dieciséis años. Pese a que era muy hermético con respecto a sus
sentimientos, le había hablado en privado una noche en que Pedro, su padre,
estaba encerrado escribiendo, como siempre, en su altillo. Ella cosía unas
medias cuando lo escuchó entrar a la cocina.
—Ma...
—¿Qué, hijo?
—Necesito que hablemos un segundo.
El sector del cerebro que detectaba el placer se activó en Ofelia. Que
Evaristo la buscara para conversar de cosas íntimas era el súmmum.
Siempre había querido ser su confidente, su amiga, su modelo, su consejera.
No lo había logrado ni por asomo. Su hijo era una caja fuerte emocional. El
último tiempo se encerraba en su habitación y no salía. Así que notó que se
le presentaba una oportunidad de contacto importante. Abandonó las
medias, se sacó el dedal e invitó a Evaristo a ubicarse en la silla de enfrente.
—¿Qué pasa? ¿Algo grave?
—No. Bah, no sé. En realidad no es que pase algo pero hace un
tiempo que no me siento bien.
—¿Mal de amores?
La madre pensaba en lo que ella suponía serían los problemas de un
adolescente común y corriente. Pero a esas alturas, Evaristo ya no era un
chico normal. En su necesidad de sentirse cerca, Ofelia pasaba por alto que
su joven hijo había sufrido el aborto de su novia Fiorella apenas diez meses
atrás. Los problemas típicos de la adolescencia eran nada para él comparado
con la reciente experiencia traumática.
—No es eso.
—¿Problemas en el cole?
Evaristo movió la cabeza con desilusión.
Ofelia lo estaba perdiendo.
—Te digo que no es algo específico —dijo levantando el tono. La
frustración lo violentaba.
—Está bien, está bien. Perdón. Contame vos, como te salga. ¿Cómo
te puedo ayudar?
—Quiero ir a un psicólogo —dijo Evaristo.
La frase sonó en Ofelia como un florero partiéndose en mil pedazos.
Lo único que le pedía su hijo era dinero. Sin embargo, ella era distinta a él y
no iba a permitir que la bronca que le había nacido adentro se notara. Ofelia
nunca se violentaba. Escondía muy bien sus defectos. Así que simuló
indiferencia.
—¿Cómo un psicólogo? ¿Tan mal te sentís?
¿Por qué no me contás a mí? Con el carácter de tu padre tengo un
máster yo en cosas de la vida.
—La mejor ayuda que me podés dar es bancarme la terapia.
El hijo se cerraba otra vez. A Ofelia le dolía la falta de confianza en
ella. Además, en esa época el psicoanálisis no estaba del todo incorporado a
la sociedad y que alguien tuviera que acudir a uno era, para la mayoría de la
gente, un síntoma de locura. En el inconsciente colectivo solo las personas
con problemas muy graves hacían terapia. Ofelia pensó sus opciones. No
era el pedido de ayuda que deseaba, pero Evaristo había acudido a ella. Si le
negaba el dinero, cortaba la soga que el hijo había tirado. Darle vuelta la
cara no era una buena estrategia en su objetivo por recuperar su amor. Le
quedó muy claro que debía decirle que sí. Pero tampoco iba a permitir que
lo atendiera un desconocido. Tenía que negociar. Temía que el psicólogo
manipulara su joven mente y lo condujera a un abismo. Que lo apartara de
la familia, que le echara la culpa a los padres de todo lo que le pasaba. Así
que pensó que lo mejor sería que la persona que analizara a su hijo fuera
alguien de absoluta confianza; alguien que le jugara a favor.
—¿Tenés a algún profesional visto?
—Todavía no. Tengo que buscar.
—En el hospital hay una chica que es muy buena. Si querés le puedo
preguntar si atiende de manera particular.
La psicóloga a la que se refería Ofelia era una recién recibida que
realizaba una pasantía en su hospital. No tenía más de veintiséis años, era
muy tímida y, según ella, fácil de manejar. Aparecía tomando notas cerca
del psicólogo al que los pediatras estaban obligados a llamar cuando
llegaban pacientes que habían intentado suicidarse o que mostraban signos
de haber sido abusados sexualmente. La cara de la chica había aparecido en
el pensamiento de Ofelia de inmediato.
—Me da lo mismo. Lo que quiero es empezar cuanto antes.
—Mañana apenas llego le pregunto. ¿Te sirve?
—Sí, gracias ma.
El semblante defensivo y ofuscado de Evaristo había cambiado.
Ofelia pudo percibir en los ojos del hijo un dejo de esperanza. El
adolescente arisco se levantó, se acercó a la madre y la abrazó, cosa tan
inusual en él que ella se sintió sorprendida. Era un poquito de placer
materno, una muestra gratis. No era lo que Ofelia soñaba, pero algo es algo.
Al día siguiente, sin falta, buscó el número de la psicóloga y le pidió
tener una conversación en privado en su consultorio. La chica, obediente,
no tardó en golpear la puerta de la pediatra. Ofelia actuó con desmedida
cordialidad. Quería caerle bien, que la psicóloga sintiera que las dos estaban
del mismo lado. Le ofreció pedirle un café al buffet, pero la chica dijo que
no, que gracias.
—Te quería hablar de mi hijo Evaristo, Elisa
—dijo Ofelia—. Anoche me pidió una mano. Yo veo que transita las
típicas angustias de la adolescencia,
¿viste? Se encierra todo el día, está desganado, no habla; lo normal a
su edad. Nosotros somos una familia muy unida, nos queremos mucho y
siempre nos ayudamos, así que se me ocurrió preguntarte si vos atendés
pacientes fuera del hospital para tener una entrevista con él. Seguramente
no sea nada y podés calmarlo y decirle que lo que le pasa no es grave. Para
mí no necesita terapia, necesita un incentivo, algo que lo apasione. Es
igualito al padre.
Pero a mí no me hace caso. Va a ser mejor si se lo decís vos.
—Sí, por supuesto, Ofelia, no tengo problemas. Decile que me llame
y arreglo con él, ¿te parece? —dijo Elisa.
—Dale, sí. Decime tu teléfono.
Ofelia no se había equivocado. Elisa era ideal para esa situación.
Tenía un carácter simple y, por su edad y posición en el hospital, estaba
obligada a responder a cada pedido con buena predisposición. Cuando
volvió a la casa fue directo a la habitación de Evaristo. Golpeó la puerta con
seguridad. Antes sentía que cada vez que buscaba contacto con el hijo lo
molestaba. Ahora tenían algo en común, algo que los unía.
—¿Qué? —preguntó Evaristo desde adentro con un grito hostil.
—Tengo noticias de lo que me pediste — dijo la madre. Notó el
poder que le daba tener algo que su hijo necesitaba cuando escuchó
movimiento, pasos y las dos vueltas de llave que le liberaban la entrada.
Evaristo estaba todavía con el uniforme puesto. De la habitación venía un
tufo a encierro tremendo. La computadora tenía en la pantalla un jueguito
electrónico y se escuchaban de fondo los Guns & Roses.
—Tomá. Doctora Cordone, se llama —dijo Ofelia mientras le
estiraba el papelito con el número y nombre de la psicóloga—. Es divina.
Después contame cómo te fue.
El hijo recibió el papel, agradeció y volvió a cerrar la puerta con
llave.
Dos semanas después, al comprobar que ni Evaristo en casa ni Elisa
en el hospital habían ido a contarle nada, decidió encarar al hijo. Aprovechó
que tenía que guardar ropa recién planchada en su placard, así que mientras
ubicaba las remeras tiró el anzuelo.
—¿Viste que es amorosa Elisa? ¿Quedaste contento con ella? —dijo.
No tenía idea de si Evaristo y la psicóloga habían tenido la entrevista, pero
había notado durante las cenas que su hijo no estaba tan callado o cabizbajo
como en el último tiempo. El adolescente puso pausa en el juego de
computadora y apoyó el joystick al lado del teclado de la Commodore 64.
—La verdad que sí —dijo Evaristo. Se mostraba conversador, lo cual
sorprendió a Ofelia. Nada quedaba de su carácter hosco—. Es una copada.
La madre reparó primero en unos destellos de emoción en los ojos
del hijo. Sintió el alivio de haber cumplido con lo esperado. Pero
inmediatamente después de ese sentimiento positivo, unas chispas de
envidia y celos amenazaron con encender un fuego interior. Ofelia ya había
guardado la ropa, podía irse. Evaristo quiso seguir hablando.
—Pegamos onda de entrada. Eli dice que no es fácil sentirse cómodo
con un terapeuta («¿Eli?»). Es una genia.
Ahí sí la madre paró las antenas. El hijo hablaba como enamorado de
la terapeuta y Ofelia sintió que algo estaba saliendo mal. Además habían
quedado en que Elisa escucharía los problemas de Evaristo y lo
despacharía; al parecer, ya se habían visto más de una vez.
—¿Pero entonces fuiste dos veces?
—Tres. Me hizo un diagnóstico. Me escribió una carta muy
impresionante. Le pegó en todo. Tengo que hacer un tratamiento con ella.
—Ah, qué bien —dijo Ofelia, pero lo que pensaba era: «voy a tener
que hablar urgente con esa mocosa».
No lo hizo. Ofelia esperó. Pasaron los meses y cada tanto se acercaba
con algún pretexto a la habitación de Evaristo y forzaba conversaciones
para sacarle información sobre Elisa. Y lo mismo hacía con la psicóloga.
Cuando se la cruzaba en los pasillos del hospital Ofelia ponía su mejor
sonrisa e intentaba hacerle pisar el palito para que soltara datos sobre la
terapia de su hijo. La estrategia era fácil en casa, pero imposible en la
clínica. Elisa era viva. Daba vueltas, ponía carita de pelotuda y nunca decía
nada. De manera muy cordial, repetía de memoria:
—Ofelia, vos sabés que no puedo romper el secreto profesional.
«No es un paciente. Es mi hijo», pensaba la pediatra. Pero por el
momento no decía nada. Especulaba. Miraba. Notaba en Elisa cierta
admiración desmedida por Evaristo. Esto se estaba yendo a un lugar
peligroso. Sin embargo, cada fin de mes Ofelia soltaba el cheque con los
honorarios de Elisa sin chistar. Hasta que un día, Evaristo apareció con su
impostada carita de ángel. Sentó a la madre en el sillón del living. Estaban
solos. Se venía otra conversación privada. Evaristo le hizo un resumen de lo
bien que le estaba haciendo Elisa. El destello en los ojos había crecido y
Ofelia notó que el chico estaba decididamente enamorado de la psicóloga.
Hasta podía percibir un discurso premeditado, como si le hubieran lavado el
cerebro. No era su hijo quien hablaba, sino la traidora de Elisa. Esto quedó
completamente en evidencia cuando Evaristo concluyó con su parlamento
manipulador con la siguiente sentencia:
—Eli dice que lo mejor sería que fuera dos veces por semana.
Lo que sucedía era un escándalo. Elisa se abusaba de un paciente
menor de edad, lo seducía con trucos para sacarle todo el dinero posible.
Jugaba con su cerebro, lo hacía decir y hacer cosas en contra de su familia.
Evaristo ya no tenía autonomía. Lo manejaban como a un títere. Entonces la
madre decidió que era hora de jugar fuerte.
—Mirá, mi amor. Me viene justo esto que me contás porque yo
también tenía que hablar con vos... No solo no puedo pagarte una sesión
más sino que tenemos que suspender la terapia entera.
—¿Qué? —la cara de Evaristo se desfiguró. Su voz estaba llena de
indignación—. ¿Por qué me hacés esto? ¿No querés que esté mejor?
—No es eso. No tengo plata, Eva. No lo puedo pagar.
—¡Pero yo la necesito! Es mentira que no tenés plata, lo que pasa es
que te da bronca que esté contento, eso es lo que pasa.
—Pensá lo que quieras. Soy tu madre y se acabó —dijo Ofelia,
ofendida. Evaristo se levantó de golpe, la insultó, se metió en su cuarto y
cerró de un portazo. Ofelia, sin embargo, estaba satisfecha.
Como por cada acción hay una reacción, Elisa se le apareció a los
días por el consultorio. Golpeó apenas la puerta abierta, aprovechando que
Ofelia no tenía pacientes.
—¿Podemos hablar un minuto? —dijo la psicóloga.
—Claro —dijo Ofelia con autoridad en la voz. Ya no era necesario
disimular. Le dio gracia ver cómo bastaba con cortar el chorro de dinero
para que Elisa viniera solita al pie. «Son todas iguales estas mosquitas
muertas», pensó. La psicóloga le explicó los avances que había detectado en
Evaristo y lo bien que le estaba funcionando la terapia. Que había conocido
pocos pacientes que se abrieran tan fácilmente y que ella no tenía idea del
mal que le estaba ocasionando cortándole las sesiones. Que si era un tema
económico, ella no tenía problemas en coordinar una forma conveniente
para ambos. Cuando terminó de hablar, Ofelia, que prácticamente no había
escuchado nada de lo que la chica decía, tomó la posta.
—Lo que estás haciendo me parece repugnante. Te recomiendo que
te levantes, te vayas, y no se hable más del tema—. Ofelia dijo esto con una
convicción y una autoridad que la dejaron más que orgullosa de sí misma.
La consecuencia de sus palabras debía hacer que la chiquita se levantara sin
chistar y abandonara el consultorio con la cola entre las patas. Sin embargo,
para sorpresa y bronca de Ofelia, la psicóloga sonrió tentada para sus
adentros, como si la estuviera burlando pero con disimulo.
—¿Qué es lo que estoy haciendo, si se puede saber? —dijo Elisa.
—Me parece que las dos sabemos lo que está pasando acá; no es
necesario que lo diga en voz alta. Podés retirarte, te dije.
—No si antes no me decís de qué se me está acusando, porque lo
único que sé es que estoy ayudando mucho a Evaristo, que es lo que
habíamos pactado.
—¡Ni me hablés de lo que habíamos pactado! Y ayudando no es la
palabra. Lo estás seduciendo.
Ahora sí Elisa dejó escapar una risa. Ofelia se desconcertó por esto y
se puso todavía más a la defensiva.
—¿De qué te reís? —dijo indignada.
—Perdón. Pero me parece que tenés una confusión y me gustaría
explicarte que yo no estoy seduciendo a nadie. Que lo que pasa entre
Evaristo y yo se llama transferencia, que lo podés buscar en cualquier libro
de psicología y que es solamente una empatía entre paciente y profesional y
nada más que eso.
—Transferencia las pelotas. Tomátelas de acá antes que te rompa la
cabeza —dijo Ofelia. Agarró incluso una lámpara del escritorio y la alzó
unos centímetros de manera amenazante. El desdén con el que la psicóloga
la había tratado de ignorante no dejaba más lugar al diálogo—. ¡Tomátelas
te dije!
La psicóloga puso cara de indignación, se paró, se mordió el labio al
tiempo que negaba con la cabeza y comenzó la retirada.
—¿Qué te mordés el labio? ¡Te voy a hacer echar, pendeja
maleducada! ¡Pendeja de mierda!
—Ofelia soltó la lámpara. Rodeó el escritorio con intenciones claras
de atacar a Elisa físicamente. Pero ésta desapareció de inmediato por el
pasillo concurrido del hospital. Ofelia sintió que el cuello le latía.
Transpiraba como un animal. Respiraba con dificultad. Pacientes y médicos
la miraban desconcertados—. ¿Y ustedes qué miran? —gritó. Entonces
todos retiraron la mirada y siguieron con sus vidas.
La victoria no le salió barata. Evaristo estuvo mucho tiempo sin
hablarle. Ofelia, en pose mártir, sentía que si ese era el precio por defender
a su familia de los peligros externos, bien estaba invertido el dinero. Su
orgullo era tan fuerte que resistió incluso el descubrimiento, muchos meses
después, de que su hijo seguía haciendo terapia con Elisa, que se había
buscado un trabajo para pagar las sesiones y que la psicóloga le hacía un
precio especial.
«Ahora me las tengo que ver con otro de esos chantas», pensó cuando
salió del recuerdo, mientras colgaba las sábanas mojadas en el
departamento de Evaristo. Abandonó la limpieza, comprobó haber dejado
todo en su lugar y se fue. En el espejo del ascensor volvió a acomodarse el
flequillo. El rosado de sus pómulos había desaparecido.

Una semana después llegó el día del esperado turno con la


ginecóloga. Entró al consultorio sin nervios ni ansiedad. Había pasado tanto
tiempo desde los primeros síntomas que visitar a Yanina se había convertido
en un trámite. La secretaria la saludó, le pidió la credencial de la prepaga, la
hizo firmar una planilla y la invitó a sentarse. Ofelia caminó hasta la sala de
espera. Se sentó. Sacó el celular y se fijó si tenía algún mensaje de Evaristo.
Nada. Le pareció extraño que su carta no hubiera generado ninguna
reacción, ni buena, ni mala, después de casi una semana de su irrupción en
el departamento. Antes bastaba con que ella le llenara la heladera para que
él la llamara a los pocos segundos para reclamarle su actitud invasiva.
Evaristo parecía haber desaparecido del planeta, como si estuviera
enojado, ¿pero por qué? En su cabeza cabían dos hipótesis. La primera era
el misterio de las piedras y la alfombra hindú. Tenía que ver la manera de
averiguar quién era el mago o la bruja que le llenaba la cabeza de
supersticiones. Imaginó a su hijo débil, convencido por extraños personajes
que le sacaban el dinero vendiéndole espejitos de colores. Pero eso no era a
lo que más miedo le tenía. Lo verdaderamente más peligroso eran las
mujeres. Esa era otra de las posibilidades por las que Evaristo no contestaba
el teléfono. Si había conocido una chica nueva sería una terrible noticia. Las
novias manipulaban a su hijo e intentaban también separarlo del seno
familiar. Se le había hecho carne una que Evaristo había conocido en un
viaje a México, años atrás, y cada vez que él, enamorado perdidamente, le
comentaba la posibilidad de encontrar un trabajo en el D.F. y mudarse para
poder estar con su chica, Ofelia sentía un dolor en el pecho que anunciaba
un posible y deseado infarto el día que se confirmara el viaje. Luchó contra
la mejicana, sin conocerla ni por fotos, pero sembrando dudas en su hijo
cada vez que podía. Al final, su relación a distancia terminó y Ofelia se
relamió con el sabor de la victoria.
Yanina no había salido del consultorio todavía, así que Ofelia se paró
y se acercó a la mesa redonda donde estaban las revistas. Revisó las tapas
de Caras, Para Ti, Gente, Semanario, Noticias, Viva y La Nación. De
pronto, del abanico de opciones, una foto le saltó a la vista. En la tapa de
Gente, Nicole Neumann, desnuda, sostenía a un bebé negro
extremadamente flaco. El título decía «Voy a adoptar un bebé africano».
Ofelia se sentó y pasó las hojas sin detenerse en los textos, miraba las fotos
nada más, envidiaba el cuerpo de esta y el living de la otra. De eso se
trataba esa actividad, de poder criticar descarnadamente a quienes
ostentaban su dinero, belleza o fama. Sin embargo Ofelia no estaba para ese
tipo de lecturas. Su atención se direccionó a la nota de tapa, no por la
envidia del cuerpo de Nicole, ni por la tremenda estupidez de su
comentario. Ofelia se sintió seducida por el bebé. En cada foto se conectó
con sus ojitos. Vio en ellos una necesidad imperiosa de ser amado por
alguien. Sabía que a Nicole no le importaban los negritos más que para ser
chic. Como pediatra se sintió ofendida por la frivolidad con que se trataba
un tema tan serio como la adopción. No hacía falta irse tan lejos para
cambiarle la vida a un chico, ella trabajaba cuidando a montones de niños
con necesidades y les daba su amor.
Yanina la sacó de la burbuja mental. La ginecóloga despidió a una
paciente, se acercó al escritorio de la recepcionista, agarró un papel, miró a
la sala y llamó a Ofelia por su nombre de pila. Se saludaron con un beso.
Pasaron al consultorio.
—¿Cómo andamos? ¿Algún cambio? —dijo mientras se sentaban.
—Todo igual. Te traje los estudios. Está confirmado.
—A ver —Yanina estiró la mano. Ofelia le alcanzó el sobre. La
doctora leyó los resultados.
—Bueno, tenías razón. Entraste en la menopausia.
—Así parece —dijo, y de pronto se largó a llorar. Yanina se
conmovió. Ofelia sonrió entre lágrimas, levantó apenas una mano para
indicarle que estaba bien y buscó en su cartera, sin éxito, un pañuelo de
papel. Yanina le habló con un tono parecido al que usaba Ofelia al dirigirse
a los chicos.
—Es nada más que otra etapa, Ofelia. Duele, molesta, pero con el
tiempo vas a aprender a encontrarle lo bueno.
Ofelia aseveró con la cabeza mientras el llanto disminuía.
—Ahora juntas vamos a decidir qué tratamiento es mejor. No creo
necesarias las hormonas ni los antidepresivos. Sería bueno que los primeros
meses
veas a un psicólogo. Lo prefiero antes que medicarte. Después es
importante que adaptes tu estilo de vida... Tratá de evitar el café, el alcohol
y los picantes; vestite con ropa liviana… y hay unos ejercicios de
respiración que te voy a dar que alivian mucho tanto el cuerpo como la
mente.
—Sí, ni loca hago hormonoterapia. Soy fuerte, pasé cosas peores, no
te preocupes. No creo en los psicólogos, le voy a poner el pecho yo solita,
como siempre.
—Tampoco hagas de esto una batalla solitaria…
—Soy de otra generación, Yanina, no te ofendas, pero la nuestra
aprendió a resistir. Todo dolía más, el parto, la menstruación, la limpieza de
la casa, el amor… Crecí así y voy a morir así.
—Es tu decisión.
—Sí. Gracias.
Se despidieron con un abrazo afectuoso. Ofelia se fue en piloto
automático, liberada por el llanto, concentrada en que cada problema tiene
una solución y ella la encontraría por más que el universo le dijera que ya
no servía para procrear. No iba a bajar los brazos ahora ni nunca.
Cuando llegó al hospital, se metió en su consultorio. Abrió el primer
cajón y se encontró con el recetario que le había dejado el visitador médico
pesado y corrupto. Lo sacó y lo apoyó al lado del lapicero, cosa de tenerlo
bien a mano.
YO, FIORELLA

La primera noche en mi nuevo trabajo descubrí que había entendido


mal la oferta de Rogelio. O él me había mentido. Me presenté en
Sobremonte y el mismo patovica con el que se había agarrado Maite el
finde anterior me mostró el sector de las chicas vip. Yo caí con una sonrisa.
Pensaba que como eran todas nuevas estarían retímidas. Ni ahí. Estaban
dale que dale conversando lo más bien. Muertas de risa, chupaban champán
y qué sé yo. No era su primera vez. El equipo ya estaba formado y mami
caía en paracaídas a un grupo de bichas. Odio ser la nueva. Tener que
remarla de cero. Tejer las alianzas. Descubrir quién juega para vos y quién
no. Paja. Apenas me acerqué arrancaron con el escáner visual. Dejaron de
hablar y clavaron la mirada en mí. Mis botas. Mis tetas. Mis uñas. Mis aros.
Mis prendas, etcétera. Fue incómodo. Nadie hablaba. Me miraban con la
nariz arrugada, como las chetas. Como si les diera asco todo. Yo hice un
paneo tímido. Era un harén. Conté diez gatos de todas las razas. Había
rubias (teñidas todas, obvio), morochas, pelirrojas, tetonas, vetes... Una de
ellas me avanzó. «¿Vos sos la que viene a reemplazar a Vicky?», me tiró. Ni
hola, ni nada. «Yo no vengo a reemplazar a nadie, mi amor», pensé en
decirle. Pero preferí no entrarle así de golpe. «Sí», le tiré con tono de
boluda. Es lo que más les gusta a las minas cuando olfatean a una
desconocida. Eso les da humilde. A las chicas con personalidad fuerte las
destruyen. Entonces te hacen la vida imposible. Así que actué un poquito.
Me hice la tonta. «Zi, zoy la nueva», tiré. Funcionó. Una indocumentada me
dijo. «Sos más linda que Vicky». «Grazias», le tiré yo. Después, para evitar
ese silencio terrible, acoté:
«¿Qué pasó con Vicky? ¿La echaron?». «Ojalá», tiró otra y las demás
se rieron. Yo también reí. No quería quedarme afuera. Entonces una rompió
filas. Me calzó un trago en la mano. Y arrancó con la historia que me había
perdido. «Vicky tuvo el culo más grande del mundo. Se vino de Misiones
porque allá se había bajado a todos y no era más novedad. Muy guacha,
hacía todo para ella. Cuando te podía cagar te cagaba. Le contaba mentiras
de nosotras al jefe. Hablaba por atrás. De frente, nunca. Se nos hacía la
amiguita. Se enganchó a uno de Vélez que lo vendieron a Turquía. Ahora
anda por ahí haciéndose la señora bien. Si el tipo supiera las pijas que la vi
comerse acá, la sube en un avión de una patada en el orto. Pero bueno.
Estamos acá para eso. Lo choto es que ahora nos destrata,
¿viste? Eso es lo que da bronca, que porque se salvó se crea distinta.
Espero que vos no seas así», me tiró. Me aclaró que se llamaba Ana y me
presentó al resto de las chicas. Una con un lunar era María José y otra,
Sofía, me acuerdo porque tenía una camperita que yo también tengo. De las
demás, ni la inicial. Ya iba a tener tiempo de conocerlas. Me tomé el trago.
Me puse última en el semicírculo. Quería demostrar que entiendo del
derecho de piso. El boliche todavía estaba vacío. Pero ya desde temprano
(eran las doce) teníamos que ponernos en pose putona, sacar culo y esperar.
Nada más. La gente entraba y lo primero que hacía era mirarnos. Después
se dispersaba. Sobremonte al final se llenó. Fue copado ver ese proceso. En
mi trabajo anterior salíamos cuando el boliche explotaba. Los pibes ya
estaban re en pedo. Nos daban el pie para entrar y treparnos al caño, o
besarnos, o tocarnos. A mí no me gusta que me miren. Me pone mal. Las
tetas me las hice para mí y por el laburo. Pensé que me iban a abrir puertas.
No me equivoqué. Pero eso no es un permiso para que cualquier pajero me
diga barbaridades. O me devore con la mirada cuando estoy abajo del
escenario. Ahí es otra cosa. El show erótico de Speed era solo unos
minutos. Y entre amigas. Chapar con lengua o tocarles la concha a las
chicas era todo acting. Cuando se cortaba, volvía a ser yo. Pero esto era
nuevo. Me sentía en un zoológico. Lo que más asco me dio fue ver a esos
que van con las novias. Cuando su mina se distrae nos devoran con los ojos.
Dan ganas de vomitar. Después, esa cornuda en potencia te pasa por al lado
y te mira con desprecio. O ni te registra. Como si no fuéramos iguales.
Como si ellas fueran superiores porque no tienen que laburar de lo nuestro.
¡Si no les da el cuerpo! Frígidas y cornudas. Eso es lo que son.
La espera fue insoportable. Se me cansaron las piernas de estar
parada. Algunas no dejaban de mandar mensajitos por el celular. Otras
conversaban o le sacaban el cuero a la gente. Yo quería registrar mi rutina
laboral. A las pocas horas ya tenía ganas de renunciar. Lo mismo me había
pasado en Speed, así que decidí soportar la incomodidad y darle al menos
un mes al laburo. Me pedí otro trago. «El último», me dijo el barman. Le
habían bajado línea sobre la cantidad de alcohol que nos podía dar. Rogelio
no nos quería en pedo. Recibí el vaso y giré. Entonces vi que un pibito me
miraba. Tenía una camisa abierta tres botones. El pelito medio largo. Un
arito en la oreja derecha. Se hacía el lindo. Desde lejos me señaló con el
índice, como diciendo
«vos, sí, vos». Me puse nerviosa. Hasta ahí la noche venía tranqui. El
tipo se acercaba más y más. Yo enseguida le retiré la mirada. Que no se
creyera que me interesaba. Tomé del trago y espié: estaba cada vez más
cerca. «Paja», pensé, «arranca el laburo». Apoyé el vaso sobre la barra.
Seguro que cuando volviera a girar ya lo tendría encima. Pero no. Uno de
los patovicas lo había frenado. El flaco quiso convencerlo, pero el de
seguridad levantó el brazo y lo echó como a un perro: «fuira, fuiiira». El
chico se fue derrotado. Entendí que había una barrera imaginaria entre
nosotras y los no-futbolistas. Me acordé de las palabras de Rogelio cuando
me contaba el laburo. Nosotras éramos un lujo para pocos.
Horas después pasó lo mismo. El que me miraba de lejos era un
morocho, bah, un negro, de pelo largo atado en trenza, arito en la ceja,
remera escote en v, jean roto, zapatillas blancas. Caminaba seguro hacia el
límite imaginario. «Si sacaron al otro, a éste le tiran con gas mostaza»,
pensé. Atrás mío las chicas cuchicheaban. Me quedé viendo al tipo con
curiosidad. Esta vez no me importó clavarle la vista. Estaba fascinada con
ser exclusiva. Con estar en una cajita de cristal y que nadie me pudiera
tocar.
Un recuerdo de la adolescencia me invadió: qué bueno hubiera sido
esa cajita a mis quince, que me cuidara de toda la maldad que me rodeaba
entonces. Ahora me sentía protegida. El negro se acercaba. Miré
instintivamente hacia el patovica. Nuestras miradas se cruzaron. Y él me
guiñó un ojo. Así que el negro era mi primer cliente. Por eso parecía tan
seguro. Cruzó retranqui el cerco imaginario. Estaba adentro. Sonaron mis
alarmas. Los nervios volvieron. Una de las chicas —ni idea el nombre— se
me acercó por atrás y me dijo al oído: «Estuvo acá todo el verano. Se queda
hasta marzo. Juega en España, en un equipo de Mallorca. Creo que el club
se llama igual. Si te elige no lo desperdicies. Y si no lo querés, avisá que me
lo agarro yo». La que me hablaba era una de las más lindas del grupo.
Pensé: «ésta me lo vas a sacar». «¿Qué hago si me encara?», le pregunté al
oído. «¿Cómo qué hacés? Lo que te pinte, nena. Para eso estamos. Pensá
que tu primer día de laburo puede ser el último. Quién te dice que en marzo
te estás tomando un avión y nos mandas una foto en tetas desde una playa
de Europa. Me muero de envidia». Al rato tenía al tipo respirándome en el
cuello. Tengo un poder especial para atraer a todo aquél que no me interesa.
Una de las chicas me vio conversando con el negro y me alentó con los
pulgares levantados. «Sos nueva», me tiró el tipo. «Ajá», tiré yo, con un
nivel de simpatía intermedio. No quería quedar entregada. Quería
histeriquear. Si me pintaba bajármelo, él tenía que pensar que me había
conquistado. Mi estrategia era mezclar rubia tonta, nena inexperta y puta
reprimida con histérica mal cogida. Un cóctel irresistible para cualquier
hombre. «¿Cómo te llamás?», tiró.
«Fiorella», contesté. «Yo soy El Mágico», tiró. Y me dio un beso.
«¿Qué te invito?», tiró. «Vodka con naranja», tiré. El Mágico me abandonó
por un rato. Se fue a la barra y pidió mi trago. Me lo trajo al toque. Tomé un
sorbo. «¿Vos no tomás?», pregunté. Tenía las manos vacías. «No tomo ni
fumo», tiró.
«No puedo... soy futbolista, ¿sabés?». «Nooo», tiré yo fingiendo
asombro. «No sabía... ¿Sos bueno?».
«Digamos que le hago honor a mi apodo», me contestó haciéndose el
canchero. «Ah», tiré yo.
«¿Vos sos de acá?», preguntó él. «No, de Capital».
«Ah», tiró. «No sabés lo que te perdés... Vivir en una ciudad con
playa es lo más, deberías probarlo alguna vez». Ya había arrancado con el
verso. En pocos minutos me iba a estar prometiendo de todo.
«Sos hermosa, ¿te lo dijeron?» tiró, predecible, el hombre. «No»,
contesté. «Tenés unos ojos divinos. Y una mirada que derrite». ¿Y qué más?
«Me encanta el hoyuelo que se te hace cuando sonreís».
¿Y qué más? «Me quedaría a vivir en tus pechos».
Ajá. Arrancamos. No tardó nada en ponerse hot. Me hablaba muy
cerca del oído. Después, como estrategia de seducción, me miraba para
escuchar la respuesta con su boca demasiado cerca de la mía. Tanto, que me
fumé su aliento. No era feo. Tenía olor a Beldent de menta. Fue el turno de
hablar de sí mismo. Me hizo todo el verso de lo que era hacer el amor con
un futbolista. Que el cuerpo del atleta, que la resistencia aeróbica, que los
músculos de las piernas, que antes de decirle Mágico lo habían apodado
Anguila... Se creía que por ser jugador de fútbol una chica como yo no se
podía resistir. Y tenía algo de razón. No me podía resistir porque mi trabajo
era que el tipo pasara una noche inolvidable. Así volvía con compañeros.
Las chicas teníamos que volverlo loco para que después, cuando fuera a
entrenar, contara sus aventuras sexuales con nosotras y despertara el interés
de todo el plantel. Sobremonte les daba una cuenta corriente. No tenían que
pagar las consumiciones en el momento. Los protegían de la prensa y los
trataban como reyes. Miré al negro más detenidamente. No era un mal
partido. Pensé en Europa. Por ahí la distancia eliminaba los malos recuerdos
de mi vida en Argentina. Por ahí una nueva etapa de comodidades lejos de
mi pasado daba para arrancar una historia de felicidad. Solo tenía que vivir
para otro. Cumplir un rol que no era muy distinto al que jugaba con
Pacheco una vez al mes. ¿Qué sería de mí si tuviera lo económico resuelto?
Tendría que casarme rápido y no develar que soy estéril para asegurarme de
que si me divorcio por no tener hijos mi futuro ya esté abrochado. «¿No te
gustaría que nos fuéramos a un lugar más privado?», dijo él al final. La
frase era un contrato. No pude evitar soñar con ese futuro brillante. Tenía
que volarle la cabeza para no ser solo un polvo. Que pensara que el sexo
había sido una consecuencia de su carisma y seducción. Que era la primera
vez que lo hacía con un jugador (era verdad). Que no era un gato, sino una
chica de hogar que cayó en ese boliche de pedo y no se pudo resistir ante
semejante masculinidad. Mi duda era si podría aguantar. Jamás había hecho
una cosa así. Con Pacheco jugaba, pero siempre me sentí su mujer. Casarme
con un tipo que no amo sería un colmo. Pensé en la cantidad de minas que
se ponen en esa situación. Yo no soy así, no sé si podría. Pero bueno. Era
cuestión de probar. De última descubriría de qué soy capaz para estar mejor.
«Vamos», le tiré entonces, estampando mi firma al pie de página.
Nos tomamos un taxi. Él, muy caballero, me dejó pasar primero.
Apenas apoyó el culo sobre el asiento y cerró la puerta, el tachero lo
reconoció.

«¡Mágico! ¡Qué grande que sos!», le tiró. El Mágico agradeció. Vi en


su mirada una humildad real.
«¿No me firmás un autógrafo para mi pibe?», le pidió el taxista. El
Mágico accedió con muy buena onda. Durante todo el viaje el tachero no
paró de hacerle preguntas de fútbol. Nombró apellidos que nunca escuché y
equipos igual de desconocidos. El Mágico me apoyó una mano en el muslo.
Me pareció raro, pero no desubicado. Como si me pidiera perdón por su
fama sin dejar de ser sexual. Mientras los dos hablaban miré por la
ventanilla. Estaba realmente confundida. La mente llena de preguntas.
¿Corromperme era la única manera de dar un giro en mi vida? El futuro
siempre me pareció oscuro. No había esperanza. Siempre viví al día. Las
promociones eran un trabajo sin nada por delante. Trabajar con el cuerpo:
un cheque con vencimiento. El paso del tiempo me pisaba los talones. Solo
yo sabía lo baqueteada que estaba. Las arañitas. Los rollitos. Las estrías que
aparecían por todas partes. Los hombres no veían eso ni siquiera cuando
estaba en bolas. Es porque los deslumbraba con mi apariencia de bomba
sexual, mi pelo rubio, mis tetotas, mi actitud. Pero cuando el maquillaje se
iba, me miraba al espejo. Y solo veía mis defectos aumentando día tras día.
En ese taxi, esa noche de verano, me di cuenta de que tenía realmente la
soga al cuello. El Mágico se me presentaba como una puerta nueva,
aparecida gracias a Rogelio. Antes de eso, no había nada.
Confieso que después de esos minutos de pensamiento, me apreté al
Mágico con ganas. Nos habíamos bajado del taxi frente a una típica casa
marplatense. Fachada de lajas. Puerta de madera. Picaporte de hierro. Cerró
de un portazo y desactivó la alarma. Me abalancé contra él y le comí la
boca. Todo lo contrario a lo que había planeado. Quedaba como una trola,
pero repito: tuve ganas posta. Me pareció una boludez reprimirme. Y el
Mágico era un macho impresionante. Tenía ese sex appeal que tienen los
villeros. Era rudo, animal... Nada que ver con Pacheco y su perfume caro.
Sus trajes pulcros. Sus zapatos lustrados. Sus problemas de clase alta. El
Mágico impuso su masculinidad natural. Y me la dio fuerte. Y me gustó.
Me gustó mucho. Tenía una pijota digna del apodo anterior. Se la chupé
tanto que pensé que se la había gastado. Me cogió tres veces, con media
hora de descanso en el medio. Al final, el mito de cogerse un atleta era
cierto. Cada cosa que me había dicho para cancherear era posta. Tenía un
culo envidiable, daban ganas de chupárselo todo. Cumplió todas sus
promesas. Cuando ya estábamos los dos satisfechos, nos tiramos en la
cama. Juro que me sentí abierta como una flor. Y no solamente por el sexo.
Tuve ganas de intimar con él. De entregarme. El sexo había sido perfecto y
ahora estábamos en ese momento de adrenalina, cuando el corazón todavía
late fuerte. Cuando parece que encontramos la felicidad máxima. Él estaba
acostado de canto: me miraba. Me corrió un mechón de la frente. Lo miré.
Estábamos muy cerca. Tenía unos ojos marrones preciosos. Me encantaba.
«Me cogiste toda, negro asqueroso», le tiré. Él sonrió. «Yo te avisé»,
tiró. «Nunca me había curtido a un jugador antes», le aclaré. Me dio un
beso tierno en los labios. Entonces pensé que podía contarle mis cosas. Que
no lo conocía. Eso me protegía. Quise decirle que el sexo me había
arruinado el futuro ya de chiquita. Que si no hubiera hecho lo que hice,
ahora sería madre de un adolescente. Abrí la boca para empezar. Pero él me
ganó de mano.
«No te enojes, pero tengo que dormir. Mañana tengo entrenamiento
muy temprano. ¿Te pido un auto?». «¿Cómo entrenamiento?». «Estamos
haciendo la pretemporada. El profe nos mata corriendo... Me duelen todos
los músculos y vos no ayudaste mucho», tiró con una sonrisa, que ahora, en
plena confusión, me cayó para el orto. «¿De qué me estás hablando?», tiré
mientras mentalmente construía un rompecabezas que no me gustaba nada.
«¿Cómo de qué te estoy hablando? No entiendo tu pregunta». «No entiendo
por qué entrenás acá si jugás en España», tiré como una flor de boluda.
«Ojalá jugara en España», tiró, y todo mi futuro se desmoronó. «¿No jugás
en Mallorca? ¿No vivís cerca de la playa?». «Sí... en esta casa, a dos
cuadras de Punta Mogotes. Juego en Kimberley. ¿Quién te dijo que juego
afuera?». Mi cara de desilusión fue inevitable. Entendí que las chicas me
habían hecho pagar el derecho de piso con una joda. Él lo entendió también.
Ya no me gustaba El Mágico. Me paré. Me cambié mientras él me miraba
confundido. Me preguntó si estaba enojada. Si había hecho algo que me
había molestado. «Son doscientos dólares», le tiré, seca. Ahora la cara de
desilusión la tenía él. Sin chistar, abrió el placard. Sacó una cajita. Me dio
ciento cincuenta pesos argentinos. Me estaba negociando la guita. Podría
haberle aceptado. Pero me puse firme. «Doscientos», insistí. Si iba a ser
gato era mejor ser uno caro.
A la noche siguiente entré con una cara de culo importante. No quería
demostrarles debilidad a mis compañeras. Estuve todo el día pensando que
tenía que llegar al boliche con una sonrisa enorme; acá no ha pasado nada.
Pero los sentimientos me traicionaron. Me acerqué al grupete y una —
tampoco me acuerdo el nombre— se me acercó amistosamente. Me saludó
con un beso al aire, sin que nuestras mejillas se tocaran. Me molestó el
chuik que hizo con los labios. Me pasó un brazo por detrás del cuello y me
agarró del hombro. Las demás aplaudieron al verme. Algunas se reían.
Otras nada más sonreían. «Ya estás bautizada», me tiró la que me abrazaba.
«El Mágico es el rito de iniciación de todas. Ahora ya sos de las nuestras.
Espero que te lo tomes con humor». Otra de las chicas se me acercó. «Yo
me lo cogí la semana pasada. No te calientes. ¿Viste el pedazo que tiene?
Decime si no coge bien el negro ese», me tiró. La frivolidad de ésta me
aflojó un poco. La verdad era que me había echado unos buenos polvos y lo
había disfrutado.
«Es un animal», tiré yo, y no pude evitar sonreír.
«Peor hubiera sido un nabo con micropene», tiró ella. «Total», tiré
yo. Y sentí que en ese breve diálogo nos habíamos hecho amigas.
Logré destacarme en el trabajo en Mar del Plata. Llegó marzo. Volví
a Buenos Aires. Me contrataron para el resto del año. Teníamos que hacer
lo mismo, pero en Shampoo. Me fui de Mardel con un promedio de dos
jugadores por semana. De Racing, San Lorenzo, River y el arquero suplente
de Independiente, que estaba bueno. La pasé bien ese verano. Con un par de
jugadores hasta reincidí. Otros se me enamoraron. Pero estaban casados,
con hijos. No iban a dejar a la mujer por mí. Harta estaba de esos. Los
terminé cortando por lo sano. La última noche, antes de subirme al micro, el
pibe que pagaba los sueldos apareció con mi cheque. Ese fue un momento
bisagra. Si la cifra me hubiera desilusionado, la movida esa se habría
esfumado para siempre. Habría vuelto a los shows eróticos y a las
promociones. Pero arriba a la derecha, en birome azul, me dilató las pupilas
un $15000 afrodisíaco.
Es impresionante cómo la plata te abre los ojos. Antes solo me fijaba
en alguna ropita en las vidrieras o promos baratas de cuatro noches y cinco
días en La Cumbre. Ahora, mientras iba al banco con el cheque en el
bolsillo, cosas inimaginables se me fosforecían y se transformaban en
deseos. Miraba objetos a los que jamás les había prestado atención. Como
los autos: ¿qué clase de chica era yo? No iban conmigo los Corsa, los Fiesta
o los Gol. Los veía y no me pasaba nada. Hasta que pasó un New Beetle
color manzana y dije: ¡ése! Cuando salí del banco, me di cuenta de que
estaba toda excitada. Era una sensación desconocida. Una alegría que hacía
cosquillas. Estaba orgullosa. Mal que mal, yo había generado con mi cuerpo
esos numeritos que el ticket bancario decía que tendría en 72 horas. Llegué
a casa con ganas de festejar. Pensé en Pacheco. ¿Iba a estar orgulloso
también él de mí si le contaba mis logros? Podía pedirle consejos para
invertir la plata en la bolsa. En un par de años estaría cubierta y no
necesitaría trabajar más de gato. Por ahí Pacheco veía talento en mí y se
enamoraba de eso; por ahí dejaba por fin a su mujer y se mudaba con mami.
Agarré el celular y, por primera vez, lo llamé yo. Me atendió el contestador.
No me quedaba otra que festejar sola. No había nadie más en el mundo
cerca mío. Eso nubló un toque mi felicidad. Me sentí responsable por no
tener amigos o por separarme de mi familia. No hablaba con ellos hacía
años. Tuve unas ganas mortales de fumarme un porro gigante. Como estaba
seca, llamé a mi dealer. «Necesito verte», le tiré en clave. «Paso hoy a
última», contestó. Corté. Me quedé pensando en la frase que dije. Era un
código para pedir marihuana, pero también la cosa más cierta del mundo.
Jerónimo llegó a casa a eso de las ocho y media de la noche. Cuando
le abrí la puerta del departamento lo vi como con un aura de energía
positiva. No estaba vestido como la última vez. Ahora tenía un jean. Una
remera negra que decía Joy Division. Zapatillas de skate. Espié en un
espejo si al pasar me miraba el culo. Pero no. Parecía inmune a mis curvas.
¿Era puto? Seguro, pensé. No había otra explicación. Le ofrecí algo para
tomar. «¿Cerveza? ¿Whisky? ¿Vodka?». «Agua», tiró. Como no tenía agua
mineral le serví un vaso de la canilla. Se lo di. Él estaba despatarrado en mi
sillón. Hojeaba una Pronto que había encontrado por ahí. «Gracias» tiró. Se
bajó el agua de una. «¿Querés más?», tiré. «No, no, estoy bien. Tomá lo
tuyo», contestó. Metió la mano en la mochila. Sacó dos bolsas de porro. El
olor era delicioso, mucho más aromático que la compra anterior. Le pedí
que me bancara a que lo probara.
«Seguro», tiró. Y retomó la revista donde la había dejado. Abrí una
de las bolsas. Saqué un cogollo. Lo piqué. Me armé el porro. Lo prendí.
Aspiré como si fuera la última bocanada de aire. Estaba riquísimo. El efecto
me llegó como trompada. Le ofrecí una seca. Sabía que me iba a decir que
no
—no consumía—. Me lo rechazó. «¿Y?», preguntó.
«Exquisito», tiré. Entonces cerró la revista. La tiró sobre la mesa
ratona. Se paró y se calzó la mochila al hombro. «Pará», tiré desesperada al
ver que se quería ir. No quería quedarme sola. Sola y con quince lucas en el
banco. La plata me tenía que traer éxito y compañía, no lo contrario. Así
que le tiré: «¿Hacés algo esta noche?». Me dio vergüenza preguntarle eso.
Una mina como yo mendigando cariño era raro. A él no le sorprendió la
pregunta ni puso cara de haber escuchado mal. «No, nada», tiró, seco. Creo
que no entendió mi necesidad. Porque no se quedó a esperar más: siguió
acomodándose la mochila y preparándose para irse. Yo me trabé. Me
costaba que las palabras salieran de mi boca. Hubiera sido mejor que él me
diera un pie, que me preguntara «¿Por? ¿Querés invitarme a algún lado?».
Pero no. El tipo seguía como si nada. No tuve más opción que inmolarme.
«Te invito a cenar afuera,
¿qué decís?», tiré, roja de vergüenza. Qué boluda. Era una invitación
de lo más inocente. Qué ganas de pasar papelones. Sentí un cosquilleo
tremendo en el pecho. Sentía que estaba desarmando una bomba. A veces
soy muy naba. Él me contestó corto de nuevo. «Bueno» tiró.
Yo quería que la cena me costara una fortuna. Era mi manera de
sentir que había subido de escala social. Elegí Rond Puan, ahí cerca de
ATC. Me vestí para matar: vestido cortito rojo. Zapatos de taco negros. Una
camperita de cuero finita. Las tetas se me salían por el escote. Nunca me vi
tan linda en el espejo. Al maître se le iban los ojos cuando nos abrió las
puertas del restaurant. Vi que lo miraba raro a Jerónimo: era mucho más
chico que yo y no tenía pinta de merecerme. El tipo nos acompañó hasta
una mesa. Me corrió la silla. Nos dejó las cartas. Jerónimo se tiró encima de
la panera. Se devoró unos panes de pizza con salsa de tomate. Yo le cambié
la carta. La mía no tenía los precios. Este mundo machista presupone que
siempre el que paga es el hombre. Enseguida llegó el mozo con dos Bellini.
«¿Quiere que le lleve la mochila al guardarropas?», le tiró el mozo a
mi dealer. Yo me asusté un poco. Salía olor a porro de abajo de la mesa.
Pero Jerónimo le tiró «No, está bien así, gracias», como si no llevara
encima nada ilegal. Recién ahí fui consciente de la cantidad de bolsas con
porro que debía tener ahí abajo. ¿Qué pasaba si nos agarraba la cana?
¿Cómo lo convencés de que no estás traficando? «Estoy reloca, ¿qué estoy
haciendo?», pensé. El otro le daba al pan sin preocuparse por nada. «¿Y?»,
tiró, «¿Qué pedimos?». Repasé la carta por los precios. Elegí lo más caro
por sección. Pedí un carpaccio de pulpo de entrada. Salmón para mí. Lomo
a la pimienta para él. Y una botella de Rutini Malbec. Mientras
esperábamos que llegara la comida, Jerónimo miraba obsesivamente hacia
una dirección. Intentaba al pedo que yo no me diera cuenta. A mami esas
cosas no se le escapan. Le tiré un par de temas como para generar
conversación: si le gustaba el lugar, si tenía mucho laburo... Él contestaba
cada pregunta pero no daba pie para entablar diálogo. Sacó el celular y se
puso a mirar los mensajes. Aproveché para averiguar adónde miraba todo el
tiempo. Vi una mesa redonda, repleta de gente. Eran doce. Una familia.
Padre, madre, hijos grandes con sus novias.
Debían estar festejando un cumpleaños. O algo así. Quien quedaba de
frente a él era una de esas novias. Una pibita de lo más sencilla. Castaña de
pelo hasta los hombros. Casi sin tetas. Simplona. Nada guau. Lindita, sí,
pero nada más. ¿No era puto entonces? ¿Qué onda? ¿Le llama la atención
esa mina y yo no? La piba se paró para ir al baño y pasó por adelante de
nuestra vista. Jerónimo largó el teléfono. Acompañó con la mirada todo el
recorrido de la chica. Hasta tuvo el tupé de girar medio cuerpo para mirarle
el culo. Un culo grande para mí. Nada digno de observación. «¿La
conocés?», le tiré haciéndome la boluda. «No», tiró. «¿No podés ser más
expresivo, la puta madre?», pensé. Me estaba creciendo una bronca... Qué
pibe raro. Comimos en silencio. Todos los tipos del restaurant me miraban.
Algunos aprovechaban alguna distracción de su pareja. Otros, los más
zarpados, me clavaban los ojos mientras iban al baño. Hasta me invitaban a
seguirlos con un cabeceo disimulado. Era común eso para mí en lugares
públicos. Después volvían y me miraban con desilusión cuando veían que
yo no había movido el culo de la silla. ¿Qué se pensarán?
¿Que la vida es como en las películas? Terminamos el postre y nos
mudamos a la barra. Pedí un Don Perignon. Las burbujas me hacían efecto
de a poco, sumándose al vino y al porro. Pensé en Jerónimo.
No se daba cuenta de su suerte. Estaba conmigo, una bomba. Todos
querrían estar en su lugar. Y él ni se entera. No se hace el canchero. No saca
pecho orgulloso ni se agranda ante los demás. Ni le molesta que me miren o
me tiren onda desde lejos. Después de la tercera copa de champán, acerqué
con dificultad mi taburete hacia el suyo. Abrí apenas las piernas. La rodilla
derecha me quedó cerca de su entrepierna. Evalué tocarlo. Pero por algo
que desconozco me puse nerviosa y no avancé más de eso. Sentí un vientito
en los muslos que indicaba que si Jerónimo miraba me iba a ver la
bombacha. No lo hizo. Seguía concentrado en la pantallita del celular. «¿Te
aburrís?», le tiré. «No», contestó. Me miró. Entonces sentí que lo quería
complacer. Que podía convertirlo en un afortunado. ¿Qué pibe de su edad
podía darse el lujo de estar con una chica como yo? Le iba a hacer cosas
que después podía contarle a sus amigos con lujo de detalle. Iba a ser héroe
para siempre. Yo sería su mami porno. Le daría para que me chupe las tetas
con cariño maternal. Quería que fuera mi bebito hermoso. Le miré los
labios. Me hipnoticé. Clavé los ojos en los suyos. Acerqué la cara. Me
mandé a comerle la boca.
«Pará, ¿qué hacés?», me tiró corriendo la cara. Qué indignación.
¿Cómo me va a cortar el rostro este pendejo? «Pensé que me invitabas de
onda», me tira encima el pelotudo. «¿Qué pasa? ¿Sos puto?», le tiré yo,
llena de bronca. El barman nos miró. Como vio que nos dimos cuenta se
hizo el boludo y se puso a secar unas copas. Jerónimo clavó los ojos de
nuevo en el celular. No me contestaba. «¿Es eso?
¿Sos puto?», pregunté de nuevo. Nada. Silencio. Toda su cara puesta
en la pantallita esa de mierda.
«¿Sos puto?», insistí. Como no obtuve respuesta, le manoteé el
celular. No se lo iba a devolver hasta que me confesara su homosexualidad.
Me miró con resignación. Para mí se dio cuenta de que no le quedaba otra
que reaccionar. «¿Y? ¿Y? ¿Sos puto?» lo pinché quemándole la cabeza para
que dijera algo. Entonces, en un arrebato subido de tono, me lo escupió.
«No me gustan las putas», tiró.
Estuve un día entero encerrada en casa por el bajón. Ni me saqué el
jogging. De pedo si me bañé. En el espejo me vi fea, así al natural. Mi pelo
ahora es rubio. Pero yo reconocía mi morocho original. Donde antes veía
dos tetas gigantes ahora registraba dos pelotas de plástico. Las uñas, sin
esmalte, eran las de un ama de casa resignada. Unos pelos habían empezado
a crecer alrededor de la concha. Lo sexy no dura nada. Me sentí un
monstruo. Me acordé de la primera vez que estuve bajoneada. Había vuelto
de hacerme un aborto, tenía quince años: una nena.
No podía volver a casa. Si mi viejo se enteraba me mataba a mí
primero y después a mi novio. Así que la familia de él buscó un hotel en
Córdoba y nos quedamos ahí hasta que yo me recuperara. Ellos
aprovecharon el viaje. Pedro, sobre todo. Salía temprano a caminar durante
horas por el cerro. A la noche no se perdía el casino. Evaristo no me dio
bola tampoco. Fue un error pensar que se iba a quedar al lado mío. La
verdad era que habíamos cortado hacía tiempo. Quedé embarazada en un
revival, en un intento por reconquistarlo. Lo dejé que me la metiera sin
forro porque quería darle un gusto. Era pendeja. Inocente. Inexperta. La que
se quedó conmigo fue Ofelia, la madre de Evaristo. Pero cuando podía se
iba a pasear por el centro. Yo me quedaba sola. Como ahora. Encerrada en
una habitación. En ese momento me dolía todo, tenía que hacer reposo.
Ahora, lo que me dolía era el alma. En los dos casos, estaba convaleciente.
A la mañana siguiente ya me sentía mejor. Prendí el celular. Me
encontré con cinco llamadas perdidas de Jerónimo. Los mensajes eran
calcados. Me pedía perdón de todas las maneras posibles. Como un novio
que se mandó una cagada. Hasta me mandó flores con una tarjetita que me
hizo reír: «vale por una bolsa gratis», decía. Ya está. Había que seguir
adelante. Mi sistema siempre se recupera después del reposo. Las cosas
tristes me apagan como un aparato eléctrico. Pero a la larga salgo a flote
restarteada. Esta vez no fue distinto. Arranqué a laburar en Shampoo con
toda la fuerza. Me quería comer el mundo. Como tenía la experiencia de los
meses en Mardel las cosas fueron más fáciles. El lugar estaba bueno. La
gente (los barman, el encargado, los patovicas) era divina. Me hice amiga
de uno de los barman. Él conocía taxistas que traían clientes. Cobraban
comisión. El barman también mordía de ahí. Hacían que el flujo de tipos
fuera constante. Además, traían más que nada extranjeros, que pagaban en
dólares. Y se adaptaban a mis reglas. Los futbolistas te pedían el culo.
Acabarte en la boca. Que les pidas la lechita... Estos no. Se la chupabas un
poco, te la metían y a otra cosa.
Hasta que de repente me apareció otra bisagra del destino. Yo estaba
recontra informada (ahora, en vez de la sección de economía del diario leía
el Olé todas las mañanas), pero nunca me imaginé lo que iba a pasar. La
selección italiana de fútbol estaba acá para jugar un amistoso en River. Esa
noche, cuando llego a Shampoo, el patova de la puerta me tira que el
boliche estaba cerrado para una fiesta privada. Me había parecido raro no
ver gente afuera como todas las noches. Adentro, las chicas no paraban de
hablar. Los tanos habían pedido cerrar el lugar para el plantel. Entraron de a
poco y todas casi que nos caemos de culo. Era uno más potro que el otro.
¡Y vestidos recontra elegantes! Toda ropa de primera. Armani. O
Ermenegildo Zegna. O zapatos de Salvatore Ferragamo. Yo me quería coger
la ropa. Me quería meter un zapato en la concha. Chaparme una camisa de
Gucci... Y eso que recién arrancaba. Pensé que las putas parecían ellos. Iban
a la barra a pedirse una copa de vino blanco o un spritz, que los barman no
tenían idea qué era. Nosotras no les sacábamos los ojos de encima.
Estábamos calientes. No sé si por la ropa, porque estaban refuertes o porque
traían euros. Algunas corrieron al baño para cambiarse el Carefree. De a
poco, gracias a la música y el alcohol, se fueron acercando a nosotras.
Aunque el italiano es muy parecido en algunas palabras a nuestro idioma,
cuando hablaban rápido no se les entendía un carajo. Repetían mucho
«ciao, bella», eso sí se les entendía. Nosotras les tirábamos todo el tiempo
«piano, piano» para que hablaran más lento y para que nos saquen la mano
del culo y nos dejen, aunque fuera, mostrarles el histeriqueo argentino. La
noche pasaba más rápido que las demás. Había mucho roce, mucho besito
acá y allá. Todas queríamos estar con todos y al revés. El plantel

de chicas era muy pero muy vip. Me sentí honrada por pertenecer al
grupo. Un par de compañeras se tuvieron que quedar en su casa: nos habían
elegido por casting fotográfico. Anduve calentando italianos toda la
noche.Tomamos los mejores champanes, nos frotamos contra las mejores
telas del mundo. Los tanos amaban el franeleo: nos apoyaban pero ninguno
tomaba la decisión de irse con alguna. Metían mano. Probaban la
mercadería. Nos ponían los dedos en la boca. Hasta que en un momento vi
venir a tres bombones. «Ciao, bella», tiró el primero. Era conocido. Lo
había visto en la tele durante el mundial ‘98. Un Adonis, el tano. Los de
atrás también eran conocidos y facheros. Estaban todos tuneados. Uno tenía
el pelo hacia atrás y barba finita recortada. El otro, pelo corto y chivita
debajo del labio. El que me hablaba por los tres, el más carismático,
también tenía el pelo corto, morocho y con patillas largas. Me besaron los
tres, para presentarse. Dos besos, uno en cada cachete. No dijeron sus
nombres. El primero tiró algo así:
«Vogliamo andare al letto tutti e tre con te». Se señaló a él mismo,
después a los otros dos y último a mí. Yo nunca me había enfiestado. Los
miré: me sonrieron pícaros. Era imposible decirles que no. Les pedí que me
esperaran un toque, busqué mi cartera y le pedí al barman que llamara a un
taxi. «De los discretos», le tiré. Shampoo le ofrecía a las celebridades un
servicio de traslados selecto, además de una entrada y salida libre de prensa.
Nos fuimos los cuatro por esa puerta especial. Nos subimos al taxi. El único
de los tres que era romano se sentó adelante. Yo fui al medio de los otros.
Eran compañeros de equipo. El más arregladito jodía con el de adelante. El
otro me daba charla a mí. Resultó ser reamable y cordial. Me hablaba lento
para que pudiera entenderlo. Era el único que no parecía estar de joda.
Tenía un tono de voz melanco. Me contó que se habían tomado un tiempo
con su novia hacía menos de un mes (fidanzata, un mese). El tema lo tenía
bastante triste (abbastanza). Yo no sé por qué le conté que estaba
enamorada de un hombre hacía diez años. Que era casado. Que no quería
dejar a la mujer. Que pensaba que yo era puta, cuando en realidad no lo soy.
Me miró confundido. Me di cuenta de que el tano me estaba interesando en
serio. A Pacheco le había hecho creer que era puta cuando no lo era. A éste,
lo contrario. Conversamos rebuena onda durante todo el viaje. Nos reímos
de las confusiones idiomáticas. Le señalé puntos de interés de Buenos
Aires. Le conté algunas cosas que sabía de fútbol. El taxi nos dejó en el
Sheraton de Pilar. Era un lugar genial para la trampa. Estaba semivacío y la
zona, alejada del centro. El romano y el otro caminaban adelante. Yo iba
atrás, acompañada de mi favorito.
Me cuesta contar la historia sin nombrarlo. Pero no quiero mandarlo
al frente aunque se sepa quién es. Entramos a la «stanza». El romano se
zambulló en la cama. El otro vaciaba el alcohol del minibar.
Me fui con el mío hasta la ventana. Nos quedamos mirando la noche.
Le conté qué era Pilar. No sé si entendió, pero de golpe apoyó la mano
sobre la mía. Hicimos contacto. Lo miré. Me perdí en sus ojos. Mi energía
decía que sí sin filtro. Él decidió chaparme. Fue un beso tierno. Sentí
calentura. Y su pija dura contra mi muslo. Me agarró de la cintura. Me
atrajo hacia él. Lo sentí mucho más. El beso ahora era de lengua. Los otros
pensaron que habíamos arrancado con la fiesta. Se pusieron locos. Se
acercaron con el alcohol. Nos separaron. No me gustó nada eso. Y a él
tampoco. Nos dieron una copa de champán a cada uno. Me excusé y me fui
al baño. Hice pis. Me retoqué el maquillaje. Me enjuagué un poco.
Entonces una voz subida de tono me asustó. Afuera, en la habitación,
discutían, con esa música particular que tienen los tanos para gritarse.
Comprendí palabras sueltas: «stronzo»,
«troia» y la más clara: «puttana». Hablaban de mí. Escuché pasos.
Ruidos. Amenazas. De golpe, un portazo. Cuando salí del baño, el romano
y el otro ya no estaban. El tano lindo me quería solo para él.
Cogimos, obvio. Pero fue un garche distinto a todos. Nos habíamos
enamorado. El sexo estuvo bien, pero mejor me hizo sentir la conversación
de después. Tomamos champán en la cama. Nos reímos. Nos hicimos
compañía. La noche pasó a una velocidad increíble. Cuando el sol apareció
por la ventana y nos dio directo en los ojos ninguno de los dos lo pudo
creer. Me dijo que esa tarde se volvía para Roma. Que no quería despedirse
de mí. Me pidió mis datos. Prometió que me iba a llamar apenas tocara
tierra italiana. Juró que nos volveríamos a ver. Ni se me pasó por la cabeza
cobrarle. Él tampoco lo propuso. Me fui del hotel a las ocho. Caminé en
medias, con los tacos en la mano. El vestido con olor a tano transpirado. Un
aroma hermoso. Más rico que un perfume francés. Sentía en las plantas de
los pies los pelos suaves de la alfombra de los pasillos. Algunas mucamas
ya arreglaban habitaciones. Aproveché para robarme unas cremitas de los
carros. Bajé en el ascensor. Me calcé. Atravesé el hall principal. Los
huéspedes más madrugadores me vieron pasar. Hacían, seguro, juicios de
valor mientras me deseaban. Un empleado del hotel se me acercó. No supe
si para echarme con estilo o porque me tenía ganas. Me señaló la puerta.
Me acompañó. Me abrió de manera muy gentil. Me invitó a salir con un
ademán: «Señora...», tiró. Puse un pie en el exterior. En la calle me
esperaba un taxi. Giré. Miré al empleado. Y le contesté con una sonrisa:
«¡Signorina!».

Estuve todo el día hecha una pelotuda. Sentí todos los clichés. Las
mariposas en la panza. Los olvidos. El corazón que latía fuerte. Me dolía
saber que lo que había pasado la noche anterior no era cierto. Todos me
hablaban de amor después de coger. Muchos, también, como el tano, me
habían hecho sentir que lo decían en serio. El cambio radical de esta vez
pasaba por lo que sentía yo. Me fui de esa habitación sin querer sacar
ningún tipo de provecho. Lo quería a él y punto. Daba la casualidad que era
uno de los mejores jugadores italianos del momento y una celebridad
mundial; poderoso y podrido en guita. Pero si me hubieran puesto a un
remisero en su lugar me habría enamorado lo mismo.
Sabía que no lo iba a volver a ver. Igual me gustó sentir amor por
alguien. Me lo tomé como un juego. Le quité expectativas. Me propuse
disfrutar de esas cosquillas que me alegraban el día. Me fui a dormir con
una sonrisa. Cuando me levanté, tipo cuatro de la tarde, el sentimiento
seguía ahí. Hice toda mi rutina con el tano en mente. Me acordaba pasajes
de la noche anterior. Palabras. Miradas.
Gestos. Cada pequeña tarea era mejor acompañada de la fantasía.
Más tarde me preparé como siempre para ir a laburar. Me vestí. Manoteé el
celu. Me sorprendió ver un mensajito del tano. Se estaba por subir al avión
y me extrañaba. Así iba ser difícil volver a la realidad. Otro dato de que el
tano me gustaba: no se lo conté a las chicas. Silenzio stampa. Obvio que me
preguntaron. Ellas también se habían bajado a los italianos. Un par
sospechaba algo. El romano y el otro se habían ido recalientes de la
habitación de mi tano y llamaron al organizador. Le pidieron cuatro chicas
más. Yo negué todo. Me banqué su insistencia y curiosidad. Terminaron
cansándose y todo siguió normal.
Me costó muchísimo el trabajo esa noche. Tenía la cabeza en otro
planeta. Mi corazón estaba tan lleno de felicidad, que el histeriqueo con los
flacos que se me acercaban me aburría. Tuve que sacar la profesional de
adentro. Si le hacía caso a mi voluntad, renunciaba ahí mismo. Encima fue
una noche movidita. Vinieron varios jugadores de Boca, Vélez y Lanús.
Para colmo, tipo tres, mientras me tomaba una copita de champán, veo una
cabeza que se asoma entre la gente. Los ojos hacen contacto inmediato con
los míos. El cuerpo avanza decidido abriéndose camino. Era Pacheco. No
tengo la más puta idea de qué hacía ahí. Las fantasías del tano y la noche
anterior se me apagaron. Como quien sopla una vela. La sorpresa me puso
nerviosa. Me sentí sucia. Una boludez. Pacheco y yo no éramos nada. Él me
saludó con el brazo alzado, desde lejos. Entonces, la culpa hizo que tomara
una decisión radical. Lo ignoré. Me hice la que no estaba mirando. Giré el
cuerpo, quedando de costado. Fingí que bailaba con una de mis
compañeras. Espié. Se acercaba más y más. Escuché un chiflido, bajito,
imperceptible por la música electrónica. Volví a ignorar el nuevo llamado.
La silueta estaba más cerca. Mi baile era forzado y nervioso. Vi con el
rabillo del ojo que la mancha frenaba. Ahí sí no pude evitar mirar. A
Pacheco lo había interceptado el patovica. Adiviné lo que le decía al oído.
Que éramos chicas vip. Que él no podía pasar sin autorización. Pacheco
sonrió. Acercó la boca al oído del patovica. Sus gestos tenían la seguridad
del que cree que hubo un malentendido. Supuse que le explicaba que me
conocía. Que él mismo me había levantado de un boliche como ese hacía
más de diez años. Que había sido uno de mis primeros clientes. Que cada
vez que sube Acindar él me llama. Que soy su puta preferida. Su
confidente. La que conoce todas sus miserias. Por la que si pudiera, deja a
su esposa y se muda conmigo. Pobre Pacheco. El de seguridad levantó los
hombros: «¿qué querés que le haga?». Pacheco insistió. Le habló de nuevo
al oído. El patovica no lo miraba: negaba con la cabeza. Pacheco metió la
mano en el bolsillo. Sacó un billete. Fingió que lo quería saludar dándole la
mano. Estiró el brazo. El patovica ignoró el intento. Pacheco lo agarró del
puño. Pensaba que el tipo no entendía la indirecta. Entonces se pudrió todo.
El de seguridad abrió los brazos de forma amenazante. Pacheco alzó los
brazos con las palmas abiertas hacia abajo. Pedía calma. El otro manoteó el
intercomunicador. Y fue ahí que Pacheco vio que yo lo miraba. Nervioso y
apurado, le señaló al patovica hacia mi dirección. Era obvio que solo yo
podía salvarlo de que lo caguen a trompadas. El patovica giró y me miró.
Me hizo un gesto con la cabeza: «¿lo dejo pasar?». Toda la presión recayó
sobre mí. Mis sentimientos eran un quilombo. La noche con el tano. El
nuevo trabajo. Las quince lucas. Pacheco había cumplido un ciclo. Tenía
que cerrar esa puerta de una vez. Lamenté que tuviera que ser así, tan
terminante. ¿Pero no dicen que así duele menos? Dije no con la cabeza. Me
di vuelta y volví a fingir que bailaba. Pude ver en los ojos del hombre al que
había amado durante una década, en una milésima de segundo, la
transformación de la esperanza en desilusión. Lo había traicionado. Le bajé
el pulgar y se lo iban a comer los leones. Se escucharon gritos. Revuelo.
Golpes. Las chicas a mi alrededor dejaron de bailar. Querían distinguir lo
que pasaba. Yo seguí bailando. No había nada más para ver.
Al día siguiente tenía un montón de llamadas perdidas de Pacheco.
Me quedé mirando el celular, indecisa. Escuché todos los mensajes. Había
odio y desilusión en su voz. Se sentía traicionado. «Acá tengo una costilla
rota que te manda saludos», tiró al final. Rocé varias veces el botón verde
con el pulgar. Decidí llamarlo. Pedirle perdón. Visitarlo en su
convalecencia. El display decía «llamando», cuando la entrada de un
mensaje de texto nuevo la interrumpió. Apreté el botón rojo. Era del tano.
Un mensaje del mismísimo destino. Me iluminaba una salida. Yo estaba por
agarrar el mismo camino de siempre. Ese que termina en una montaña de
mierda. Leí el mensaje. El tano había llegado a Roma. Se iba a quedar ahí
unos días y después se iba a Turín. Me preguntó cuál era el mejor horario
para llamarme. Había cinco horas de diferencia con Italia. No quería
molestarme. El mensaje estaba escrito en un castellano imperfecto. Seguro
que le pidió a alguien que le tradujera lo que quería decir. Era un caballero.
Demostraba que se preocupaba por mí. Contesté su mensaje como me salió.
Tipeé y borré un millón de veces. Si era muy directa lo iba a asustar. Si era
demasiado conservadora, iba a quedar como una boluda. Decidí ser
totalmente honesta. Le puse que lo extrañaba. Que había pasado una noche
genial. Que me podía llamar cuando quisiera.
Arrancamos una relación a distancia. Durante dos meses y medio
hablamos todos los días. Él no me dejaba gastar ni un peso en teléfono. Nos
pasábamos horas conversando. Me contó que en su equipo jugaban dos
uruguayos y lo ayudaban con el castellano. Yo me inscribí en un curso
acelerado de italiano. Me preparé para una vida en Italia. Así de rápida iba
la relación. Y así de sólida. Él me llamaba de distintas ciudades italianas y
del resto de Europa, según donde le tocara jugar. Me dijo que en cada lugar
me compraba un regalo. Los guardaba para cuando yo pudiera estar con él.
Me lo quería comer.
Un día el portero me tiró unos sobres por debajo de la puerta. Había
impuestos. Folletos. Volantes. Y uno extraño de Aerolíneas Argentinas. Era
un pasaje para Bahía Blanca. La mañana siguiente, cuando hablé con el
tano, me tiró que se había desgarrado el último domingo. Tenía para cuatro
semanas de reposo. «¡Eso es malo!», le tiré preocupada por su salud. «¡E
buonissimo!», tiró él.
«Voy a podere verte». Había pedido permiso para venirse a la
Argentina, a la casa de un amigo y excompañero de selección que se había
comprado una estancia al sur de la provincia. El corazón casi se me sale por
la boca. Tenía unas ganas de verlo que me moría. «No hacía falta el pasaje,
amor. Son solo 600 kilómetros. Puedo ir en micro», tiré. «Ni en pedo», tiró
en perfecto argentino pero con la tonada italiana. Me hizo reír. «Tu sei la
mia reina».
Pedí licencia en el trabajo. El gordo que administraba el personal me
la negó. «Cuatro semanas es mucho», tiró. Evalué la posibilidad de
renunciar. Pero mi instinto de supervivencia me dijo «bancá, Fiore, falta
poco, no te apresures». Insistí. Prometí recuperar horas a la vuelta. Trabajar
los francos... «por favor», rogué. El gordo ese no era como Rogelio.
«¿Harías cualquier cosa por ese permiso?», me tiró. Hijo de puta. Su
indirecta me empujó a la realidad más cruda. Me hizo acordar que siempre
tuve que pagar por ser linda. Para los demás soy solo un depósito de semen.
Tres agujeros predispuestos. Dos tetas de uso público. Estaba en un
quilombo. De un lado veía mi sueño que me llamaba con el dedo: un mes
con el amor de mi vida susurrándome en italiano. Del otro, la pija de un
gordo mafia que asomaba por la bragueta del jean. Soñaba con ser Mónica
Bellucci. Pero antes tenía obligaciones de Cicciolina. «Te hago un pete si
querés», le ofrecí. «¿Vos sabés lo que estamos negociando acá?», me tiró.
«Nadie tiene un mes de licencia. Yo después me tengo que bancar a las
demás pidiendo lo mismo». No podía creer lo que pasaba. El sexo era
moneda nacional. No me quedaba otra que tomármelo como una inversión.
Tenía que jugar un pleno y rezar para que saliera. Si se me daba, iba a ser la
última vez que tuviera que hacer algo que no quisiera. Se me vino encima
un compilado de imágenes del futuro. Paisajes italianos. Mansiones.
Ferraris. Vestidos de Versace. Mi tano en bata con un balde con Don
Perignon. Si lograba pasar por encima de semejante obstáculo, al final del
horizonte me esperaba la libertad absoluta.

Hacía mucho que no me tomaba un avión. Estaba nerviosa. Me da


terror volar. Llevaba un Alplax en el bolsillo. Me lo pensaba tomar apenas
apoyara el culo en el asiento. Atravesé el hall de Aeroparque. Una parte de
mí no quería subirse.
«Típico que justo cuando estoy cerca de la felicidad el avión se cae
de punta», pensé. El destino siempre me planteó el mismo juego. Tengo un
deseo, me acerco lentamente a él, siento que si estiro la mano lo puedo
tocar con la punta de los dedos, puedo arañarlo. Un estironcito más y lo
agarro para apretarlo contra mi pecho. Pero doy el último paso y veo con
desilusión cómo el objeto de deseo desaparece de mi vista. No quería que
este viaje fuera un capítulo más de esa rutina de frustración.
¿Cómo podía hacer para evitarlo? ¿Cómo torcer la mala suerte? La
gente giraba el cuello para mirarme. Estaba despampanante. Mis tacos
hacían ruido contra el piso. Me vestí para ese avión como si fuera una
salida. Jeans. Tacos. Remerita hasta el ombligo. Campera de jean corta.
Llevaba varios cambios de ropa. Zapatos. Maquillaje. Ropa interior sexy. El
del escáner se iba a volver loco... Llegué hasta la cola del check-in. Muy
poca gente, por suerte. Me tocó rápido el turno. La empleada me atendió
con amabilidad. Al lado, otro empleado chequeaba datos de pasajeros y
cada tanto me espiaba. Despaché la valija. Agarré la tarjeta de embarque y
fui hasta la puerta correspondiente. Pasé por el kiosco. Me compré la Gente.
En la tapa, Nicole Neumann sostenía un bebito negro en brazos y decía que
iba a adoptar uno. La imagen me sacudió. Me acordé de mi embarazo. Me
senté en la sala de espera. Un sentimiento confuso me obligó a saltearme
páginas de la revista. Busqué la nota de tapa. Percibí una boluda empatía
maternal. Nunca tuve ese instinto. Siendo estéril no tenía sentido. Era un
secreto que tenía que esconderle al tano. Me dio miedo pensar que eso
podía romper nuestra relación. Ya habría tiempo para decírselo cuando
estuviéramos casados. Cuando él quisiera buscar un bebé. Después de
meses de intentos frustrados, iríamos juntos al médico que diagnosticaría mi
infertilidad. Yo actuaría sorpresa y tristeza. El tano me abrazaría con
compasión. Ojeé las fotos de la revista. Me provocaban un dolor extraño,
por momentos me daban placer; por momentos, envidia. Mi mente maldita
me jugó una mala pasada. Me vi en el lugar de Nicole: tenía mi cara, mis
tetas, mis piernas. El bebé no era negro sino que tenía mi piel. También mis
facciones. Me vino entonces un recuerdo muy íntimo de mi adolescencia,
que nadie conoció nunca, ni siquiera Evaristo. Yo había vuelto del colegio.
Mi papá, recién retirado de la policía, estaba sentado en una silla, afuera, en
el balcón, erguido, petrificado, con la vista perdida. Saludé sin esperar una
respuesta. Entré en mi habitación. Cerré sin hacer ruido. En casa estaba
prohibido que tuviera privacidad. Las ventanas de mi pieza daban a un
pulmón de manzana deprimente. Bajé las cortinas. Me saqué la ropa. Quedé
en tetas y bombacha. Me tiré en la cama. Se me había empezado a notar la
panza. Faltaba poco para el viaje a Córdoba. El aborto ya estaba
programado. La decisión era inapelable y mía. Nada más que mía. Papá le
habría volado los sesos de un tiro a Evaristo si se enteraba. Para él todavía
era virgen. Nunca se hubiera imaginado que mi novio y yo garchábamos en
las escaleras del edificio. O en la terraza. O en las galerías de Santa Fe. Por
eso decidí abortar. Para cuidar a Evaristo. Y para no dejar al descubierto
que cogía. Me miré la panza, maravillada por el cambio físico. Las tetas me
dolían. Las sentía más grandes. No sé por qué fantaseé con el bebé. Jugué a
ponerle un nombre.
«Matías, no. Emilio, tampoco. Benito. Ese me gusta». Puse mis
manos en mi vientre. Lo acaricié.
«Hola Benito, soy tu mamá», susurré. «Quiero que sepas que lo que
voy a hacer no es porque no te quiera, es que no es el momento de tenerte
todavía. Más adelante, cuando me haya recibido, cuando tenga la edad
suficiente como para poder criarte y amarte, no voy a dudarlo. Pero ahora
no se puede. Todavía no terminé el secundario. Te juro que no es nada
personal, vos no hiciste nada malo. Ofelia, tu abuela, dice que todavía no
sos una persona, que el espíritu se forma recién después de los cuatro
meses. Ella es pediatra, así que sabe. Sos un fetito en desarrollo nomás. Te
pido que me esperes, que el tiempo nos va a volver a juntar cuando esté más
preparada». De pronto sentí que las manos me temblaban. En el aeropuerto
volví a la realidad: estaba rompiendo las hojas de la revista. No había
podido cumplir mi promesa. Los abortos clandestinos son riesgosos. El
cirujano me advirtió que podía quedar estéril. También podía morir en el
quirófano. Las estadísticas eran preocupantes. Ofelia me dijo que querían
asustarme. Que me quedara tranquila. Que el médico era de confianza. Tres
lágrimas habían transparentado parte de la foto. Cerré la revista como si
fuera un libro prohibido. La tiré a la basura. ¡Qué manera de cagarme los
momentos de felicidad, la puta madre! Sacudí la cabeza. Resoplé.
«Universo: cancelo», me dije. Me sequé los ojos. Puse música brasileña en
el discman. Al rato me tocó el turno, la mina cortó mi tarjeta de embarque
me dijo algo que no escuché. Ni me molesté en sacarme los headphones.
Caminé por la manga hasta el avión. Una azafata me saludó con cordialidad
obligada. «Primera por acá». ¿Cómo primera, pensé, si había subido
última? Qué boluda. Se refería a mi ubicación. El tano no solo me había
regalado el pasaje. Me había sacado en primera. Me senté. Me clavé el
Alplax. A los pocos minutos quedé muerta.
El tano me esperaba. Apenas lo distinguí, solté la valija y corrí hacia
él. Me le tiré encima. Lo abracé. Me colgué de su cuello. Nos dimos un
beso zarpado. Atrás nos esperaba el otro italiano. Mientras viajábamos en
su camioneta me contó que se había retirado del fútbol hacía unos años.
Cada tanto venía a descansar a la Argentina. Cazaba y disfrutaba de la paz
del campo. Me pareció simpático. Era lindo. Aunque el pelo enrulado me
pareció grasa. En pocos minutos estábamos frente a la tranquera de la
estancia. Era enoooorme. Avanzamos por un camino de tierra custodiado
por árboles altísimos. Se notaba que recontra cuidaban todo. El paisaje era
hermoso. Llegamos al casco de la estancia. Vinieron a recibirnos tres perros
divinos. Me explicaron que eran de caza. Weimaraner. Eran muy cariñosos.
Me agaché y los acaricié. Uno me lengüeteó la cara. «Tutti campioni», tiró
el dueño de la estancia. También quiero preservar su identidad. Me hicieron
dejar la valija en la planta baja y me llevaron a recorrer la casa. Era gigante,
llena de habitaciones de estilo colonial. La decoración era rústica. El living
tenía un hogar a leña encendido. El personal doméstico no bajaba de diez
personas. El comedor daba a la pileta. Más allá se podía ver el establo y el
horizonte. Eran kilómetros de campo. Subimos a la planta alta por una
robusta escalera de roble. Mi tano llevaba mi valija. La habitación que me
habían preparado era más grande que mi departamento. Sobre la cama había
pétalos de rosa. La vista era espectacular. Mi chico percibió desilusión en
mi cara. «Che c’è, amore?», tiró. Lo sorprendí con lo que había aprendido
en los cursos de italiano: «Volevo dormire junto a te». Entonces le pasó mi
valija al otro y me alzó en brazos como los recién casados. Fuimos así hasta
su habitación, que estaba al lado. Me chocó el desorden que había ahí
adentro. Él se dio cuenta enseguida. Pedía perdón mientras acomodaba
como podía la ropa tirada. «Dejá», le tiré, «no pasa nada, yo también soy
desordenada. Ayudame a subir la valija al letto». Mi tano paró con el orden.
Entre los dos subimos la valija a la cama. La abrí. Acomodé mi ropa en el
armario, junto a la suya. No sé si estaba marcando territorio. Me sentía
cómoda actuando como la mujer de. Pensaba pasar esos días como si
estuviéramos juntos de toda la vida.
Esa misma tarde me llevaron a conocer el perímetro del campo.
Fuimos hasta el establo, donde el otro guardaba ocho caballos. Tenía cuatro
marrones, dos blancos y dos negros. El dueño de casa le pidió a uno de los
pibitos que estaba a cargo que me diera el más mansito, que yo no tenía
experiencia montando. Me reí al escuchar la frase. No permití que se me
notara. Si hubiera estado con las chicas de Speed nos hubiéramos matado de
la risa. Mi tano, mientras nos preparaban los caballos, me contó que por
contrato no podía cabalgar, ni andar en moto ni hacer nada que arriesgara su
físico. Sus piernas tenían un seguro de un millón de euros. Inmediatamente
después me demostró que se pasaba ese contrato por el culo, porque se
subió a uno de los más bravos. El otro nos esperaba adelante, con las
riendas bien sujetas. Mi tano le dijo algo al cuidador. Le decía que deje, que
yo iría con él subida atrás. Me ayudó a trepar a su caballo. Me agarré de su
cintura y salimos. Nos llevó horas recorrer la estancia. Todo lo que se veía
era maravilloso. A la vuelta, me pegué una ducha. Los peones nos
prepararon un asado tremendo. Después pasamos al living. Los chicos me
mostraron videos de cuando jugaban juntos en la selección y un compilado
de goles de cada uno. Los leños crepitaban en el hogar. Tomamos whisky,
ellos fumaban habanos. Yo era totalmente feliz.
Pasé un mes inolvidable en el campo. Dormimos hasta tarde.
Desayunamos con pan, manteca y mermelada caseras. Comimos mil
asados. Acompañé a los chicos a cazar conejos y perdices. Jugamos a las
cartas. Nos pusimos en pedo. Bailamos. Tomamos sol en pelotas. Algunas
noches salimos solos a pasear por la ciudad. Fuimos al cine. Tomamos
helados. Me llevó a los mejores restaurantes. Obvio que cogimos todas las
noches. Fue espectacular. Nos amábamos.
Días antes del final de las vacaciones me llevó a caballo hasta el
límite norte de la estancia.
Calculó el tiempo perfecto para que viéramos el atardecer. Antes de
que se fuera la luz me pidió casamiento. No tenía anillo ni nada que pudiera
representar el compromiso, pero qué importaba. Éramos el uno para el otro.
Le dije que sí. Nos besamos apasionadamente arriba del caballo, con la bola
naranja del sol a lo lejos. No podía ser más romántico.
—No quiero que nos separemo piú —le tiré—.
Me voglio andare ya con vos a Italia.
—Ma le tue cose?
—No me importan le mie cose, después vedere qué fatto.
—Vuoi venire adesso da me? Tu sei loca, ma io ti amo. Domani ti
prendo il biglietto. Non ci separeremo mai piú, te lo giuro.
Nos besamos de nuevo, sellando el trato. Me chupaba un huevo irme
con lo puesto, no dejaba gran cosa en Buenos Aires. Apostaba todo al
amore eterno.
Al día siguiente giré para abrazar al tano. No encontré su cuerpo al
otro lado de la cama. Debía ser entrada la mañana. El sol asomaba furioso
por las rendijas de las persianas de madera. El corazón se me detuvo unos
segundos. La puerta se abrió al rato. Como si un sexto sentido le hubiera
hecho saber que me había despertado. Traía una bandeja con el desayuno.
Jugo de naranja. Café con leche. Tostadas. Manteca. Mermelada. Me
acomodé en la cama. Apoyé bien la espalda contra el respaldo. Me ubicó la
bandeja sobre las piernas. Me dio un beso en la boca.
—Ho una brutta notizia —tiró enseguida.
El susto volvió de repente. Yo sentía que lo que estaba pasando entre
nosotros era frágil como un jarrón chino. Era experta en mi vida. Todo se
podía romper fácilmente. El tano me tranquilizó. Dijo que no era grave. Lo
habían llamado del club. Se había lesionado su reemplazo. Tenían que
apurar su regreso. Jugaban en Rusia por la Champions. Lo obligaban a
tomarse un avión a Moscú. Tenía solo unos días para ponerse a punto. El
miércoles tenía que jugar sí o sí. Era un partido importante. Ya había
armado los bolsos. Me pidió perdón por el cambio de planes. Me prometió
mandarme el pasaje a Italia apenas yo llegara a casa. No cambiaba nuestro
futuro. Lo dilataba. Nada más. Tomamos juntos el desayuno. Yo quería que
los minutos pasaran más lento.
Estaba desesperada. Sabía que mi tano cumplía todas sus promesas.
El alma me volvió al cuerpo. Encontré, otra vez, un sobre de Aerolíneas. Lo
abrí. Me alegré al ver el pasaje. Me llamó la atención una sola cosa. La
fecha era para dentro de unos meses. Hablé por teléfono con el tano la
mañana siguiente. Me dijo que estaban en etapa de definiciones en la
Champions. Que estaría poco tiempo en Turín. Tenían que jugar en Francia.
En Turquía. Viajar a Catania. A Nápoles. El pasaje estaba abierto por un
año. Solo nos quedaba esperar. Yo pensé bien en todo. Decidí que lo mejor
era guardarme. Renuncié al laburo. No podía quedar expuesta. La noche.
Los jugadores. El erotismo. Tenía que dejar atrás ese pasado. Me tenía que
comportar como una lady. Y eso fue lo que hice.
Casi una semana después me despertaron unos timbrazos. Atendí el
portero con mal humor. Suponía que el que molestaba era un afilador. O un
evangelista. O un vendedor de repasadores. Pero del otro lado me decían:
«¿Fiorella?». Lo primero que se me vino a la cabeza fue que era el correo
con una nueva sorpresa de mi amore. La voz del otro lado aclaró mis dudas
al toque: «Somos de Plus Satelital y nos gustaría hacerte una nota.
¿Podríamos subir?». «¿Qué?», tiré, no porque no hubiera escuchado
bien sino porque no entendía qué carajo querían. Me repitieron la
invitación. Los corté antes de que terminaran la frase. «No. Y no toquen
más el timbre, por favor», tiré. Caminé hasta la cama. Me desplomé de
nuevo sobre el colchón. Quise seguir durmiendo. Fue imposible. Había
quedado mal por lo extraño de que un periodista pidiera por mí. Los muy
hijos de puta no me hicieron caso y volvieron a joder con el timbre. Yo no
quería mandarlos a la mierda. No sabía por qué estaban acá, qué querían de
mí. Me levanté. Me hice el desayuno y viví mi día como cualquier otro. Lo
único que cada treinta segundos... riiiinggg. Por suerte se terminaron
cansando.
Esa noche rompí mi promesa de esquivar la noche y la joda. Estaba
inquieta. Picante. No soportaba más el encierro. Me fumé un porro gigante
y decidí pasar a visitar a las chicas de Shampoo. Ver cómo seguía todo sin
mí. Pero apenas pisé el boliche todas mis compañeras se me vinieron al
humo. Me felicitaban, decían frases tan cursis y falsas como
«estoy recontenta por vos», «lo que te pasa es un sueño», «me da
envidia sana»... Una me pidió que le firmara un autógrafo y me estiró una
revista. Era la nueva Caras. En la tapa estaba yo del brazo de mi tano. El
titular decía «La novia argentina de (y su apellido)». Nos habían robado la
foto desde lejos. Jamás nos dimos cuenta de que había un fotógrafo. Fue
una de esas noches en que fuimos a la ciudad. Ahí, rodeada de mis
excompañeras, no tuve reacción. El gallinero estaba revuelto. No paraban
de preguntarme cosas. Querían que les contara todo. Yo, la verdad, que
relajé. En poco tiempo me estaría tomando el palo para Italia. Esto no se los
conté, pero sí les detallé la noche que nos conocimos. El pasaje de avión
que me regaló. Que hablábamos todos los días por teléfono. Las semanas en
el campo. Cuando las chicas quedaron satisfechas, aproveché para
encerrarme en el baño. Lo llamé desde el celular. Estaba muerta de miedo.
Me atendió. Le hablé tan rápido que no me entendía nada de lo que le decía,
pobre. Le vomité todo. Él me tranquilizó. Tenía experiencia con la prensa.
Me contó que los paparazzi lo habían vuelto loco toda la vida. Recién ahora
se había acostumbrado a ellos. Me dijo que no me preocupara. Tenía que ser
inteligente. Que fuera cordial. Que dijera que sí a todo pero que no diera
demasiada información. Que me hiciera la misteriosa. Que no revelara
datos íntimos. Seguí al pie de la letra sus recomendaciones. Di reportajes en
el medio de la calle a noteros de canales menores. Contesté preguntas de
blogs de chismes. De revistas. De la sección espectáculos de algunos
diarios. Acepté sacarme fotos en tanga para Crónica, en pose putona, a
cambio de una buena cantidad de plata. No quería que se supiera que había
sido botinera, una palabra nueva que definía al grupo de chicas que
buscábamos enganchar a un futbolista. Yo no lo hacía por eso. Me había
enamorado en serio, pero ¿quién me iba a creer? Las chicas del boliche
seguro se iban a enojar conmigo.
¡Qué me importaba! En pocos meses todo eso iba a quedar atrás. Fui
muy correcta con todos los que me buscaban. Pedí todo por favor, dije
siempre gracias. Obedecí a los fotógrafos. Los iluminadores. Las
maquilladoras... Mi aparición en la tele y medios gráficos duró unas buenas
e incómodas semanas. No salía todos los días. Pero cada tanto, había algo
de mí por ahí. El laburo me cambió. Ahora cobraba por las fotos casi tanto
como un mes de trabajo en el boliche. Además, apareció un curro nuevo:
unos tipos me ofrecieron que hiciera presencias en boliches. Volví a pisar
los lugares donde trabajaba antes, pero esta vez regresaba como hija
pródiga. Era conocida. La que salía en la tele y las revistas. Me pagaban una
bocha de plata por pasearme quince minutos por una pasarela. Por mostrar
el culo y tirar besitos a los pajeros. Llegamos a hacer siete boliches por fin
de semana y a juntar muchísimos pesos. Me iba realmente bien. Haber
aparecido en la tapa de Caras prendió la mecha. Cada día que pasaba
descubría posibilidades de trabajo que no tenía idea que existían.
Hasta que un feriado puse a Rial en la tele. Estaba con un video en la
mano. Amenazaba con contar un secreto. Mencionó que tenía que ver con
una botinera. Los pelos de la nuca se me erizaron. Tuve miedo. No me pude
despegar de la pantalla. El hijo de puta estiraba y estiraba para mantener al
espectador atrapado. Yo intuía lo peor. Casi me caigo de orto cuando lo
escuché decir lo que dijo. No mostró el video. Era puro bluff. Dijo que las
imágenes eran tan fuertes que no podían mostrarse en la tele. Pero tiró que
Fiorella Mozzi, la novia argentina del famoso jugador de la Selección
Italiana y figura indiscutible de la Juventus, trabaja de escort de lujo hace
más de diez años. Que ofrece servicios de prostitución desde los dieciocho.
Que se compró un departamento gracias a las altas sumas de dólares que
cobra por sexo. Que sus clientes suelen ser exitosos agentes de bolsa que
festejan con ella la suba de las acciones. Y que cobra más porque es infértil
y el sexo sin protección es un diferencial en la profesión más antigua del
mundo. Mi teléfono empezó a sonar sin parar. Las manos me temblaban.
Me costó prender el porro tamaño misil que necesitaba. El traidor de
Pacheco me había destrozado. Seguro había negociado con el canal. Les
había entregado una historia con la que podrían ocupar horas de televisión.
Hojas y hojas de revistas. Me iban a llamar para que me defendiera. Iban a
querer generar quilombo. Así alimentaban el circo. No sabían que yo tenía
mi pasaje para dentro de menos de diez días. De mi silencio dependía todo
mi futuro. Así que callé. No contesté preguntas. No acepté ningún tipo de
invitación. Dejé las presencias en los boliches y me perdí de ganar un
montón de plata. Me encerré. Solo salí para ir al supermercado. Tuve que
tolerar el desfile de traidoras que apareció en la tele para hablar de mi
pasado. No me dolió lo de algunas compañeras de Shampoo. Eran
envidiosas. Conchudas. Lo que me partió en dos fue ver a mi vieja amiga
Maite sentada ahí, hablando mierda de mí. Siempre estuvo desesperada por
arañar plata para su hija. El padre no le pasaba un mango. Pero de ahí a
traicionar a una amiga... La taché de inmediato. A Pacheco lo entendí. Lo
había herido de muerte. Igual me dolió muchísimo. Eran diez años de estar
enamorada de él contra una sola noche de confusión y vergüenza. No le
había podido decir en la cara que nuestro tiempo se había terminado. El
castigo me parecía exagerado. En fin, chau Pacheco también. Me despedí
de mucha gente. Solo me quedaba esperar. Las conversaciones con mi tano
no habían sufrido ningún cambio. No había forma de que él se enterara de
lo que pasaba acá.
A los pocos días ya nadie se acordaba de mí. No haber contestado a
las provocaciones me sacó de la pantalla. Si no alimentabas el fuego, se
apagaba. La política ocupaba cada vez más terreno en la tele. Los noticieros
y los periodistas denunciaban que el gobierno estaba dormido frente a las
alarmas económicas y sociales que sonaban por todas partes. Puedo decir
que yo era una de las pocas personas que se beneficiaban con esto. La
situación del país era angustiante. Y un día, también fue angustiante la mía.
Recuerdo ese momento como el más triste de mi vida. Fue la primera vez
que el tano no me atendió el teléfono. Presentí una tragedia. En la tele
anunciaban que el país se podía ir a la mierda en cualquier momento. Las
horas pasaban y el teléfono no sonaba. Noche tras noche el periodismo
decía que todo estaba peor que ayer. Yo sentía lo mismo. Habían pasado
setenta y dos horas sin saber de él. Por ahí le había pasado algo. O estaba
jugando en Turquía. O en Ucrania. O en Grecia. O lo tenían incomunicado.
Leía a cada rato los diarios deportivos italianos en internet, buscando
noticias sobre él. Si aparecía algún titular con su nombre era porque había
sido la figura de la cancha el domingo o había hecho un gol.
Los días pasaron. Explotó la crisis en el país y también la mía. Era
obvio que se había enterado de todo. Yo no podía entender cómo. Tal vez su
amigo de la estancia me había visto en la tele y le había contado todo.
También sospeché de sus compañeros uruguayos. Y de los argentinos que
jugaban allá. Igual armé las valijas. Esperaba que el pasaje a Roma
estuviera vigente. Se me había ocurrido aparecérmele de golpe. No sabía
dónde vivía ni nada. Me bastaba con conocer el club donde jugaba.
Empaqué como para no volver. Pedí un remís con baúl grande y me fui a
Ezeiza. Hice la cola del check-in. Estaba recagada. Me comí las uñas. Me
aguanté el pis. Me mordí los labios. Me costaba empujar las valijas. Pensé
qué vería la gente en mí. Algunos me reconocían. Otros me miraban por la
misma razón de siempre, porque estoy fuerte, por tengo buenas tetas.
Adentro de esas valijas estaban todos mis sueños. La empleada del
mostrador me llamó. Su mirada era la de un verdugo. Me pidió el pasaporte
y la reserva. «¿Pongo las valijas en la cinta?», tiré. Estaba impaciente por
cruzar esa línea entre optimismo y depresión. «Ahora te aviso», tiró ella con
una sonrisa amable. Tecleó mucho en la computadora. Miró con gestos
interrogativos la pantalla. Me espió con desconfianza. Todo estaba saliendo
como yo sabía que iba a salir. El destino me había confundido. Había
encontrado la manera de burlarse de mí. Me había hecho creer que todo
podía ser diferente. Escuché clarito cuando la chica me dijo «La reserva fue
cancelada». Mientras sentía un mareo que me empujaba hacia un precipicio,
me acuerdo que reí. Me cagué de risa como si me hubieran contado un
chiste que yo ya sabía cómo terminaba pero que igual no podía evitar que
me causara mucha gracia.
YO, EVARISTO

Todavía me queda algo del sueño que ocupaba mi cabeza en esos


días. No entiendo muy bien el origen del deseo, cómo se produce. Y sobre
todo, si ese mensaje misterioso conduce a un camino mejor, o a uno peor.
Podría haber sido un retocador de la concha de la lora. Al menos, cuando
arranqué tenía talento. Me iba bien, logré entrar en Gente, que era una meta
para muchísimos de los compañeros que estudiaron conmigo. Algunos
terminaron en profesiones diferentes; otros, retocando fotos de folletos o
trabajando en revistas especializadas en cosas aburridas, como Corsa,
Chacra o la revista de Disco. Entré a Gente después de una búsqueda de
más de cien profesionales. No había cumplido todavía los diecinueve. Mi
vida, digamos, estaba bastante encaminada. Ganaba buena guita, podía
imaginarme un futuro venturoso en la revista. Incluso un jefe me dijo una
vez: «vos vas a llegar lejos acá adentro, tenés pasta». Yo le había creído.
Bastaba con observar mi trabajo para comprobar que me iba genial.
Entonces apareció este deseo por escribir. Nunca supe cómo nació y mucho
menos por qué un buen día me senté a tipear cuando hasta ese momento lo
mío era solamente agarrar el lápiz óptico de la Wacom. En paralelo noté
cómo se me arruinaba ese entusiasmo por el retoque; fue tan así que, poco a
poco, desapareció por completo. Por esa razón cuando me echaron no me
importó. El destino favorecía el objetivo de convertirme en escritor. Muchas
veces, en casa, ya desempleado, miraba la biblioteca y soñaba con ver mi
nombre impreso en uno de esos lomos. Me imaginaba ya publicado,
encerrado en una cabaña en el sur, aislado de la sociedad, recibiendo
llamados esporádicos de mi editor, rogándome que terminara de una vez por
todas mi próxima novela en el plazo que le había prometido,
amenazándome con retirarme el adelanto de diez mil dólares que ya me
habría gastado en putas, whisky y drogas. Solo me separaban de ese sueño
cien mil palabras.
Lo primero que conseguí escribir fueron algunos cuentos, aunque,
para ser sincero, los usaba para poder chapear con que era escritor cuando
me acercaba a una chica. También me lo tomaba como precalentamiento
hasta que me lanzara a escribir mi primera novela. Algo funcionó, porque
gracias a los cuentos creo que seduje a Valentina, la madre de Benito, a la
que le conté mis objetivos borracho en el casamiento de un amigo.
Pensaba que la aparición de estas ganas de escribir vendría con viento
a favor. Filippo, mi guía espiritual, se ocupaba de armonizar mi energía y yo
depositaba en su terapia no solo un buen porcentaje de mi sueldo (de mi
indemnización después), sino también muchas esperanzas. «Escuchá a tu
corazón», leí en un libro que él me había recomendado sobre el cuidado del
alma y no sé qué mierda más, y ahora me doy cuenta de que no valía la
pena leerme esas trescientas páginas para aprender esa mentira que ya había
cantado Roxette en los noventa. Pero me sentía deprimido, inútil. Y la
posibilidad de enderezar mi vida que me ofrecía el gurú me daba ánimos
para levantarme a la mañana.
Los días como desempleado fueron provechosos. La veía a Valentina
a diario, al menos un rato, y teníamos muy buen sexo. Que fuera madre me
servía para no estar más de lo justo en su compañía y poder dedicar el
tiempo restante a sentarme frente a la computadora.
Pero esa etapa duró apenas un mes y pico. Porque un día cualquiera,
pese a haberle advertido a mi hermosa novia que no tenía planeado ni me
interesaba ningún contacto con su hijo, ella me llamó toda preocupada,
interrumpiéndome mientras leía tranquilo un libro en el café del Unicenter,
para rogarme que le fuera a buscar al pendejo al jardín porque tenía no sé
qué quilombo y no llegaba. Su desesperación me obligó a actuar sin pensar,
por lo que atiné a meter la mano en el bolsillo para pagar la cuenta,
manotear las llaves del auto y salir cagando del estacionamiento rumbo a
San Fernando, donde quedaba el colegio. Recién pude arrepentirme cuando
ya estaba en camino. ¿Por qué no había mandado un remís? Ya habíamos
tenido conflictos por cosas así. Un día pasábamos la tarde solos en su casa,
la madre se había ido y Benito todavía estaba en el jardín. Ella tenía franco.
Después de una sesión de sexo agotador decidimos tomar la merienda, pero
no había Cindor y estábamos antojados. En el chino más cercano
manoteamos un pack de chocolatada y Valentina sumó a la compra una
esponja Mortimer, un sachet de Vivere y un pack de cuatro pilas triple A.
La cajera pasó los productos y nos miró esperando el efectivo. Miré a
Valentina, que estaba con la vista perdida en los medallones de menta
Águila que tenía al lado. Metí la mano en el bolsillo sin poder creerlo.
Pagué, manoteé la bolsa y salimos. Durante las cuadras de vuelta me la pasé
tratando de entender. ¿Tenía que decirle que me estaba saliendo demasiado
caro un vaso de Cindor?
¿Por qué tenía que pagar yo las demás cosas, si eran para ella? Toqué
el tema como quién no quiere la cosa. «Dame treinta, si querés, y yo pago la
Cindor». El escándalo que se armó. Me hizo una escena, que qué me creía,
que ella no me estaba viviendo, que yo era un rata que le cobraba una
compra —según ella— conjunta, que era un egoísta. No solo no me pagó
sus pilas del orto y lo demás, sino que esa pelea se repitió durante toda la
relación y ya no fueron treinta pesos lo que estuvo en juego.
El rata egoísta, ahora, estaba arriba del auto calculando cuánta guita
en nafta se le iba a ir gracias a esta nueva gauchada que le estaba haciendo.
Me daba manija con la posibilidad de que Valentina me estuviera viviendo,
aprovechándose del magnífico sexo que solíamos tener sumado a su
ajustada forma de vida: cobraba apenas quinientos pesos más comisión por
trabajar medio día y no proyectaba un trabajo de tiempo completo porque
no tenía sentido ser mamá si no pasaba la mayor parte del día con su hijo.
Su madre ayudaba con la jubilación y con eso les alcanzaba, decía. Recién
cuando estacioné frente al colegio me di cuenta de que no tenía idea cómo
era Benito ni qué tenía que hacer para retirarlo. No estaba nervioso: era
como pasar a buscar una caja. Puse las balizas y me bajé. Enseguida
apareció una maestra con un rubiecito de la mano. La chica me sonrió.
—¿Evaristo?
—Sí, soy yo.
—Hola, soy Marina, la maestra de Benito
—me dio un beso—. Bueno, te lo dejo —dijo, y estiró la mano que
tenía agarrada a la del chico para hacer el cambiazo. Recién ahí noté al
nene: una frente amplia, un pelo rubio demasiado largo y ojos gigantes,
como los dibujitos manga. Era claramente mudo. No me miró, tenía la vista
clavada en la vereda. Lo agarré de la manito, que sentí húmeda. Caminé
hacia el auto pero tuve que cambiar el ritmo porque casi lo tiro al piso. La
marcha pasó a ser estúpida, a dos por hora.
—¿Quiénes son estos que están en tu mochila? —le dije para romper
la incomodidad.
Silencio. Ni una mirada, ni una palabra. Nada.
«Bueno», pensé, «esto va a ser durísimo». Le abrí la puerta de
adelante. Lo ayudé a subir y tiré la mochila por sobre el apoyacabezas del
asiento delantero. Cerré la puerta. Rodeé el auto y me subí. Puse el motor
en marcha cuando vi a la maestra que me hacía gestos y corría hasta
nosotros. Me estiré por sobre el cuerpito del nene para bajar la ventanilla.
La miré con una sonrisa, fingiendo curiosidad.
—No lo podés llevar adelante y sin cinturón… Confundido, le dije
«Ah, perdón, ni idea».
—Y tenés que bajar el piquito, ¡por Dios!
¡Mirá si se te cae andando!
«Bue», pensé, «qué exagerada». Sin embargo dejé que me instruyera
sobre seguridad vial infantil. Bajó a Benito sin soltarlo de la mano. Con la
otra abrió la puerta trasera: volvió a subirlo. Después de buscar un buen
rato, me preguntó:
—¿No tiene cinturón de seguridad atrás, esto?
—Ni idea... creo que no, es un auto viejo. Me miró con un gesto de
indignación.
—No te puedo dejar ir en estas condiciones, es muy peligroso —dijo
metida medio cuerpo adentro del auto.
Me quise morir. Había hecho todo un viaje para encontrarme con esta
loca paranoica.
—No sé —le dije—, llamala a la madre, yo solo vine a buscarlo.
Le pareció una buena idea. Entró al colegio. Pensé en huir, ya tenía el
auto en marcha, pero imaginé que la loca era capaz de llamar a la policía,
así que apagué el motor, puse música y me dediqué a esperar. Cada tanto
ojeaba por el espejito a ver en qué andaba Benito. Parecía autista, mirando
por la ventanilla, callado, tremendamente quieto. «Por lo menos se porta
bien», pensé.
Al rato reapareció la loca.
—Ya hablé. Por hoy hacemos una excepción.
Vayan.
Prendí el auto de nuevo y aceleré, haciendo chillar las gomas.
Pensé temeroso que ese contacto con Benito habilitaría a mi novia a
meterlo en nuestra vida de pareja. Por suerte me equivoqué. El resto de la
semana transcurrió normalmente. Feliz por haber derribado mi prejuicio
sobre la necesidad de Valentina de enganchar a un boludo que le jugara de
padre al hijo, la invité al cine. Pasé a buscarla por su trabajo en Unicenter y,
para demostrarle que pensaba en ella, no fuimos a los cines del shopping
sino que me la llevé lejos, al complejo de Monroe. Elegí Billy Elliot, me
parecía una buena opción para un viernes. Mientras manejaba, tenso por la
velocidad a la que me pasaban los autos por Panamericana, vi que Valentina
buscaba algo en su cartera y me miraba con cara pícara. «Hoy vamos a
hacer una cosa que nunca hicimos juntos», me dijo. Mi menté imaginó sexo
innovador. Pero era difícil que ese tipo de sorpresa estuviera guardada en la
cartera. De golpe encontró lo que buscaba. Sacó una Ziploc con un porro
perfectamente armado.
«Me lo dejó la del turno de la tarde, un amor». Oprimió el botón del
encendedor del auto y después de esperar un rato, prendió el cigarrillo. Bajó
la ventanilla. Me lo pasó. En la radio pasaban «Who’s gonna ride your wild
horses». Nos pusimos a cantar divertidos, sobre todo el coro que decía
«ehhh ehhh shalalá ehhh ehhh shalalá». Ya en el cine, le compré un balde
de pochoclo y una Pepsi. Estaba radiante. Me besó sensualmente, con el
gusto dulce del maíz en los labios mezclado con el de la marihuana.
Entramos abrazados a ver la película. Fue tal vez a la media hora cuando
sentí el pinchazo en un huevo. El derecho, para ser más exacto. No quise
darle importancia: estábamos sentados en la mitad de la fila: salir era un
quilombo. Me moví un poco en el asiento, me toqué la ingle intentando
calmar el dolor. Pareció funcionar, hasta que de pronto, otra puntada. Miré a
Valentina: comía pochoclo y miraba fascinada la pantalla. Traté de
calmarme.
«No pasa nada, es la droga», me repetí. El dolor pasó a ser constante
y más profundo. Me costaba darme ánimos, hasta el punto de que no solo
me dolía el huevo sino que comencé a imaginarme — de manera
incomprensible—, todo el mecanismo del aparato genital y el porqué de lo
que estaba sintiendo. La película ya no me importaba, no podía
concentrarme en la historia ni en nada. Visualicé el huevo, calcáreo, dentro
del escroto, como visto por rayos x. Colgaba de un cablecito que se retorcía,
girando sobre su eje, asfixiándolo, ahogándolo, matándolo. Transpiraba.
Respiraba agitado. Miré a Valentina. ¿Le tenía que decir? No quería
arruinarle el momento. Giró la cabeza, me vio, sonrió. Le devolví la sonrisa
con mucho esfuerzo. El cablecito testicular ahorcaba con más saña al
huevo. Me puse la mano en la ingle, justo encima del escroto y me apreté
fuerte. El dolor era una puntada que desaparecía, volviendo con todo en
pocos segundos. El tiempo se detuvo. La gente del cine parecía maniquíes.
El cartel fluorescente de
«salida» llegaba a mis ojos como un aire liberador. Había escuchado
sobre la torsión testicular. Si te pasaba —y podía pasarte en cualquier
momento, en cualquier lugar— tenías que correr a una guardia para que un
cirujano te operara de urgencia. Si no, podías quedar infértil. No es que a mí
me preocupara eso en especial, de hecho no estaba en mis planes tener
hijos, pero el dolor y la impresión me estaban matando. Enmascarando mi
paranoia, le dije a Valentina:
—Ahí vengo.
Me paré y atravesé la fila molestando a la gente a cada paso. Pisé
cada escalón con precaución, tratando de determinar si me dolía más o no.
El dolor no variaba. Salí del salón, me metí en el baño. Encaré hacia el
primer habitáculo vacío, me desabroché el cinturón y dejé caer el pantalón
sin importarme que las botamangas tocaran el piso. Me incliné para
mirarme los huevos: los toqué, los roté, los tanteé. No estaban hinchados ni
de otro color. Sin embargo me pareció que las venitas azules eran muchas,
nuevas y horrendas. ¿Y si la hinchazón era síntoma de cáncer y no de
torsión? Me di cuenta, entonces, de que tenía que irme a una guardia. Antes,
claro, tenía que entrar al cine y buscar a Valentina. Me subí con cuidado el
pantalón y salí. Me metí de nuevo en el salón oscuro, haciendo un esfuerzo
increíble para recordar dónde estábamos sentados. Algo positivo pasó
entonces. Mientras estaba concentrado en buscarla el dolor desaparecía.
«Es por el porro», me dije, pero inmediatamente, al refrescar el tema
que me tenía en vilo, la punzada se hizo más fuerte, tanto, que me doblé del
dolor. Estuve diez minutos apelando a mi memoria hasta que finalmente di
con mi novia. Volví a molestar a la gente y me desplomé en el asiento.
«¿Estás bien? ¿Qué pasó que tardaste tanto?», me susurró.
«Nada», contesté, dispuesto a aguantar el dolor una vez más. Me
concentré en la película, rezando para zafar de la pesadilla que estaba
viviendo. Pero otro pinchazo me hizo exclamar «¡ay!» en voz alta.
Valentina me miró extrañada. «¿Qué te pasó?». No daba para más.
—No te asustes, pero me tenés que llevar de urgencia a una guardia
porque se me está ahorcando un huevo.
—¿Qué?
—Shhh... Eso, que se me dio vuelta un huevo y duele como la puta
madre... Me tenés que llevar a una guardia urgente.
—Tranquilo, estás paranoico por el porro.
—No es eso. Me tenés que llevar. Por favor.
El Pirovano no es el hospital más lujoso del mundo ni mucho menos.
Valentina sabía cómo manejar un auto aunque no lo había hecho nunca, así
que el viaje fue tremendamente lento y peligroso. Al llegar vimos cómo de
una ambulancia bajaban sin parar camillas con personas lastimadas. Una
señora nos explicó que se habían agarrado entre barras de River. «Chau» —
pensé— «de acá no nos vamos más». Pasamos a la recepción. Cuando le
describí mi dolor a la chica del mostrador, me dijo que un cirujano me vería
enseguida. Eso fue una hora y media. Valentina se quedó dormida sobre mis
piernas, dándome un poco de calor en la zona. Sentir su cara ahí me produjo
erecciones y alterné entre fantasías sexuales y procedimientos médicos
espantosos. Seguía suponiendo que todo era por el porro, pero no había
forma de comprobarlo. Además habían pasado horas desde que habíamos
fumado y el dolor no mermaba. No podía durar tanto, era una locura. Saqué
el celular para llamar a mi guía espiritual. Por ahí Filippo podía
armonizarme a distancia. Lamentablemente no me servía para urgencias:
nunca atendía y había que dejar un mensaje para que te devolviera la
llamada.
Por fin un médico gritó mi apellido. Levanté la mano, desperté a
Valentina y fui hacia él. Resultó no ser un cirujano —me explicó sobre la
falta de personal— pero era urólogo y podía revisarme mientras. Qué pocas
ganas tenía de pasar por eso.
«Vení, seguime», me dijo. Me miró a los ojos durante mucho tiempo
y eso me pareció sospechoso. La paranoia entonces mutó: ¿podría un
médico descubrir si un paciente estaba drogado? ¿Tendría yo las pupilas
dilatadas? Lo seguí con desconfianza. Entramos en un consultorio donde
otro médico, sentado frente a una pantalla, me indicó acostarme en una
camilla.
—Bajate el pantalón y el calzón —dijo.
Obedecí. Apenas apoyé la cabeza en la camilla noté que el dolor
cambiaba de huevo, por más inverosímil que suene. El mismo pinchazo, la
misma sensación del cordón girando ahora pasaba al testículo izquierdo.
Levanté la cabeza buscando la mirada del urólogo: se estaba poniendo
guantes de látex.
—¿Puede ser que ahora me duela el otro?
—dije con inocencia.
—Ahora lo vemos —contestó el joven doctor. Percibí sorna en su
voz. Deduje que debía ser un recién recibido—. Vos relajate —dijo. Me
tocó los huevos de una manera muy molesta. Me dolía todo, en todos lados,
pero creo que era más por sus dedos que por el dolor en sí.
—¿Ahí duele?
—Sí.
—¿Ahí?
—Sí.
—¿Ahora?
—También.
—Hmmm.
—¿Qué es? ¿Qué pasa?
El médico miró al otro, al operador sentado frente a la pantalla.
—Hagámosle igual una ecografía —dijo.
El otro puso cara de desilusión. Agarró un frasco plástico con gel y se
lo untó al escáner. Me lo pasó por las pelotas, frenando, hundiéndolo o
llevándolo para el otro lado. Llamó al urólogo y le mostró algo en la
pantalla. El joven urólogo repetía siempre
«hmmm». Después de unos buenos minutos dijo:
«ya vengo». Me quedé ahí, en pelotas, con los pelos mojados y fríos,
con el operador, que se puso a hacer unas anotaciones en silencio. Yo
miraba el techo, tratando de visualizar el tercer ojo para pedirle que me
sacara sano y salvo de ese hospital. Otra curiosidad: la sensación de
humedad en los huevos había desplazado al dolor. Después de un rato que
pareció eterno, el joven urólogo volvió con otros dos médicos. Eran tan
jóvenes como él. Ambos me miraron a los ojos. Ninguno me revisó los
huevos. Miraron la pantalla, se tomaron la pera y pusieron cara de
preocupación. «Ya está, saben que estoy drogado y me están delirando»,
pensé. Estuvieron un rato hablando, discutiendo y mirando los resultados de
la ecografía. «Ahora volvemos», repitió el urólogo, desapareciendo una vez
más. Al regresar me dijo:
—Los estudios dan todos bien, cambiate que no tenés nada.
—Pero... ¿y el dolor? —dije mientras me secaba el gel con una bola
de toallitas de papel.
—No sé. Por ahí hiciste un mal movimiento, o te golpeaste. O es
algún tipo de ataque de pánico leve por estrés.
El miedo no se me había ido, sin embargo me vestí, agradecí y me
reencontré con Valentina en la sala de espera.
—¿Y? —preguntó.
—Parece que nada.
—¿Viste, boludo? Te dije que era paranoia. La irrupción de Valentina
en mi vida no había conseguido, de momento, aplacar una depresión
crónica. La felicidad, para mí, era una muestra gratis que se evaporaba
rápidamente. Esas ráfagas habían sido, en tiempos de adolescente, producto
de algún hecho deportivo de Argentinos, como la Libertadores del ‘85 o los
campeonatos del equipazo de Batista, el «Bichi» Borghi, el «Panza» Videla,
Olguín y Ereros. Esos shots de euforia duraban lo que un pedo en una
canasta y después pasaba a extrañarlos con una nostalgia que me
derrumbaba. Estaba acostumbrado a caminar cabizbajo, a desconectarme de
las cosas que me gustaban, a encerrarme en mis pensamientos pesimistas.
Después, más de grande, esas alegrías me las daba enamorarme. Ahí todo
parecía diferente, había una luz de salvación al final del camino.
Lamentablemente esos momentos también tenían vencimiento y volvía, esta
vez con un sufrimiento tremendamente más fuerte e incómodo, a
sumergirme en la nostalgia y la melancolía profunda. Por sugerencia de
Filippo, acostumbraba a «enterrar» cada relación rota, intentando en esa
simple ceremonia aportar algo de salud al corazón destrozado. Solía
pedirles a mis chicas una foto carnet para poner en la billetera. Esa foto, una
vez terminada la pareja, iba a una maceta con tierra. La tapaba bien. Con
palitos de helado hacía una cruz, a la que le inscribía, con tinta china, el
nombre de mi nueva ex y el período en el que habíamos salido. Esas
macetas decoraban un estante de mi habitación, un cementerio de relaciones
rotas. Hacía esto porque las mujeres que pasaban por mi vida eran lo más
cerca que había estado de conectar con una persona en este mundo. A los
quince, algo se rompió en mi hogar. Mis padres me defraudaron, me
mintieron, me abandonaron. En papá siempre preponderaba su inútil
investigación sobre el comportamiento humano, sin darse cuenta de la
incoherencia entre sus palabras y sus hechos. Siempre transmitió que nunca
había querido tenerme; que no fui más que una carga económica en su vida,
una molestia, un ancla que le impedía moverse. Recuerdo muchas de sus
palabras. Un día, cuando yo tenía diez años, me dijo: «no veo la hora en que
cumplas dieciocho así salís a trabajar». Mi madre no me ayudó mucho
tampoco. Ante la ausencia paterna ella respondió con excesiva
sobreprotección. Sus frases siempre fueron delirantes: «yo nunca me voy a
morir y vos tampoco porque Dios nos ama y nos tiene reservado lo mejor».
Mi madre veía en mí superpoderes, talento y una genialidad que nunca
salieron a la luz. Estaba solo. Tenía que taparme los oídos, no escuchar los
susurros que se pronunciaban en mi hogar y escaparme de ahí lo más rápido
que pudiera. Hablé mucho con Filippo sobre mi familia disfuncional, sobre
mis constantes ganas de vivir en la cima de una montaña, dejarme la barba
larga, apartado de la sociedad que me defraudaba constantemente.
Comprendía que debía llevarme bien con mis padres, aceptarlos como eran,
con sus cosas, sus defectos, quererlos igual. Se me hacía imposible cada vez
que lo intentaba. No sabía si algo se había roto para siempre o si se había
hecho añicos desde el momento en que asomé la cabeza al mundo. Mi viejo
era desprecio. Mi vieja, entusiasmo desmedido.
Pensaba que tal vez desarrollar ese conflicto sería una buena
oportunidad para escribir una novela. Poniéndolo en papel podía entender
algo de lo que nos había pasado. En esto estaba cuando sonó el portero.
Sentado en mi sillón de escribir, solo en mi estudio con mis pensamientos,
se me habían pasado las horas y me había olvidado de que Valentina estaba
por llegar. Era una noche importante para nosotros, la primera vez que se
quedaba a dormir. Yo había planeado un par de cosas para que la velada
fuera inolvidable. Busqué vinos en blogs especializados: elegí un Fond de
Cave Malbec 2001 Reserva que conseguí a muy buen precio en el chino de
la vuelta. Que el nombre fuera en francés le daba glamour. Me bajé una
receta y preparé un rissotto con hongos. La mesa y la habitación estaban
decoradas con velas que había comprado en Palermo.
Apenas salí del ascensor en planta baja la noche se me cayó de
bocho. Detrás de la puerta de vidrio, Valentina estaba esperando pero con
Benito agarrado de la mano. «¿Qué hace el pendejo acá?», me pregunté al
tiempo que llegaba hasta la cerradura, metía la llave y abría la puerta con
una sonrisa fingida. «Holaaa», dije, mirando cómplice a Valentina,
buscando una explicación. La quise saludar con un beso en la boca; ella
giró la cara como para que me topara con su mejilla. Soltó a Benito, que sin
siquiera saludarme, me pasó por al lado y corrió hasta el ascensor. «Quieto
ahí», dijo ella, severa, dando una orden de cuidador de perros. Benito se
quedó. «Mamá me cagó. Se fue al bingo. Estoy recaliente». Caminé detrás
de ella. Noté que traía un montón de cosas. Una mochila que parecía pesada
y algo que colgaba de un cordón, enroscado en el hombro. «¿Te llevo
algo?», pregunté. Ella soltó la mochila. Nos metimos los tres en el ascensor.
Benito quiso tocar el botón, así que Valentina lo alzó. Las puertas
automáticas se cerraron. Fingí otra sonrisa, no quería que se notara mi
malestar. Llegamos al 8. Benito entró corriendo como si conociera y fue
directo a un estante donde encontró unos autitos de juguete que yo tenía en
una esquina, junto con fotos de cuando era chico y otros elementos que
Filippo me había pedido que reuniera para meditar. El nene se tiró sobre el
piso de madera y lo rayaba haciendo andar los autitos. Mi novia se dedicó a
desensillar. Entonces vio las velas. «Uy, te corté el mambo, ¿no?». Se
acercó a mí. Miró a su hijo y como estaba distraído con su juego me dio un
tremendo beso de lengua. «Te lo voy a recompensar después», me susurró,
provocándome una erección. «También hice rissotto… ¿come eso él?», dije
yo. «No, le traje milanesas en un tupper», contestó abandonándome para
buscar el recipiente plástico en la mochila. Fue a la cocina. Agarró un plato
de la alacena, volcó los cuadraditos de milanesa cortada y los metió menos
de un minuto en el microondas. Mientras, abrió la heladera, agarró la jarra
con agua y llenó un vasito verde con pico para bebés, con unos dibujitos
pedorros en amarillo. Yo la veía desde la puerta. Me pasó por al lado, como
si yo no existiera: «¿querés agua, mi amor?», le dijo al chico. Benito asintió
con un gesto. Ella se acercó y le estiró el vaso infantil. Él lo agarró y
empinó el codo, haciendo un fondo blanco. Después se lo devolvió a la
madre con desprecio, al tiempo que sonó el microondas: la comida estaba
lista. «Bueno, pará un poquito con eso que vamos a comer». Benito fue
obediente. Jugar de visitante debía haberlo amedrentado porque la madre no
contaba más que conflictos permanentes con la crianza del chico, que
pataleaba, que era un malcriado y que la desobedecía muchas veces. Sin
embargo lo que observaba en casa no era más que una escena pacífica de
una familia perfecta. «¿Tenés algún individual que se pueda manchar?»,
preguntó Valentina. Se lo di. Pusimos la mesa. A Benito le divirtió subirse a
la silla. Sin soltar uno de los autitos que ahora usaba para rayarme la mesa
de madera de Natan, recibía sin protestar cada bocado que la madre le
alcanzaba. Propuse ponerle los dibus —me encontré diciendo eso, dibus—.
El chico festejó. La madre me puso cara de «¿era necesario?». Prendí la
tele. «¿Qué canal te gusta?», dije, dándome cuenta de que esa era, quizás, la
primera interacción que tenía con él.
«¡Clifford!», gritó. Tuve que esperar a que la madre me dijera «Canal
23». Crucé toda la programación, adentrándome en terrenos jamás
explorados por mi control remoto. Paré donde un perro gigante de color
rojo hacía pelotudeces. Benito se reía con cosas que no causaban gracia.
Pasamos así un rato, en silencio, embobados los tres con la tele, hasta que
llegamos a la pelea por los últimos tres bocados de milanesa que quedaban
en el plato. El chico no quería más, la madre negociaba que con dos era
suficiente, el chico ofreció uno a cambio y llegaron a un trato. Yo me comí
los dos restantes, provocando en Benito una risa que, debo admitir, me
conmovió. Llegó el turno de la manzana, que tampoco comió en su
totalidad. Cuando el nene terminó, Valentina lo llevó en brazos y lo dejó
sentado cerca nuestro. Ahora era ella la que esperaba sentada a la mesa y yo
quien llevaba las copas con el vino y la comida en los platos. La presencia
de Benito no impidió la cena romántica: hipnotizado por la tele ni se dio
vuelta para mirarnos. Terminamos de comer y Valentina lavó los platos,
cosa que me gustó. Tenía algo de barrio que me seducía. Me hacía sentir
que el falso glamour al que estaba acostumbrado por mi ambiente de clase
media malcriada me daba poder sobre ella. Valentina solo tenía estudios
secundarios y una escala social no muy favorecida, sin llegar a ser pobre.
Conservaba la cultura machista de limpiar la casa, cuidar a los hijos o hacer
las compras y la comida. Yo no estaba acostumbrado a esa clase de novias.
Admito que me gustaba: probar un poco la vida del hombre que es atendido
por su mujer no estaba mal.
Cuando terminó con los platos volvió al living.
—Beniiii... —dijo con un cantito—, ¿a que no adivinás lo que vamos
a hacer ahora?
—¡Inflar la cama! —contestó el hijo sin dudarlo.
Entendí entonces lo que traía en la funda.
—Me la prestó un amigo—, me contó mientras sacaba el colchón
inflable y un inflador. Se puso en cuchillas. El nene quería colaborar y no
hacía más que molestar. Ella me «ofreció» «ayudarla» a inflar, por lo que
me tuve que hacer cargo de la tarea. No me hiperventilé de pedo. Al final
logré que el colchón quedara firme. Ella sacó de la mochila la ropa de
cama. Desvistió a Benito ahí mismo, le puso un pijama. Aparecieron
también una almohada y un osito de peluche. Benito se incorporó al
colchón.
«Sin saltar, eh», ordenó la madre. Lo tapó, le dio el osito. «Andá que
ahora voy», me dijo. Se sentó al lado del hijo. Le susurraba cosas al oído y
lo acariciaba. Me fui a mi habitación. La situación era bizarra. ¿Podría tener
sexo estando Benito dormido a metros de ahí? Si se daba, ¿no era Valentina
una madre horrible, llevando al hijo al departamento del pibe que se cogía,
tan chiquito, sacándolo de su habitación, de su cama? Pero también: ¿no lo
hacía por mí, por las ganas de verme? Mi cabeza era un quilombo, nunca
me había pasado algo por el estilo y ese cambio de rutina creo que me
gustaba un poco. Al rato la madre entró en medias, con las All Star en la
mano. Sonreía pícara.
—Estaba fundido... se durmió enseguida —dijo.
Apoyó las zapatillas en el suelo y se empezó a desabrochar el botón
del jean. Se lo sacó. Se dio vuelta y cerró la puerta con doble llave,
mostrándome el culo entangado, divino. Giró. Me miró con los ojos llenos
de deseo. Movió el culo al ritmo de una canción que no sonaba. Bajaba y
subía el cuerpo, se meneaba. El strip-tease continuó con la remerita, que me
tiró a la cara. El corpiño tuvo el mismo destino. Gateó hasta la cama en
bombacha. Se subió. Se acostó sobre mí. Sentí las tetas contra mi pecho y el
monte de su pubis apretando mi erección. Me dio un beso puro sexo, sin
nada de amor, solo tentación y deseo. Después bajó, desparramando su pelo
largo rubio. Me besó el ombligo. Desabrochó el botón de mi jean y me lo
sacó tirando de las botamangas. Me extirpó también el calzoncillo. La pija
saltó como un resorte; eso nos hizo reír. La agarró con la mano. Cerré los
ojos. Gemí disfrutando de su talento, imaginando lo que me hacía, tratando
de estirar el placer lo más posible. Hasta que un «¡shhh!» me cayó. La
humedad, el calor y la saliva se detuvieron. Abrí los ojos. La luz de la vela
iluminaba la habitación. Miré a Valentina. Estaba sobre sus pantorrillas, con
mi pija en la mano y cara de alerta.
—¿Qué pasa? —dije.
—¿Escuchaste?
—No, ¿qué?
—Shhhh. Me callé.
—Me pareció que me llamaba Benito.
Levanté los hombros. Me estaba empezando a aburrir. Estábamos los
dos atentos. Al rato, negó con la cabeza, se metió la pija en la boca como
quien se manda un chicle antes de que llegue el bondi y siguió con lo que
había empezado. Volví a cerrar los ojos. Volví a gemir. Hasta que ahora sí,
una voz a lo lejos gritaba «mamá» con claridad.
—Perdón —me susurró y después le gritó a Benito—. ¡Ya voy, mi
amor!
Vi que se ponía la remerita, se calzaba el jean y salía de la habitación.
Dejó la puerta entreabierta. Yo estaba en bolas, con la pija parada, inmóvil.
Expectante, ridículo, aburrido. Escuché susurros. La pija, triste y
decepcionada, comenzaba la retirada. Incómodo, me tapé con la sábana, por
las dudas de que volviera con el chico en brazos. Esperé. No venía. Evalué
vestirme e ir a ver qué pasaba, pero no me pareció lo indicado. Agarré
entonces el único libro que tenía en la mesita de luz: el manual de usuario
del recién salido Photoshop
7.0. Saqué el señalador y me puse a leer.
Valentina volvió cuarenta y cinco minutos más tarde.
—Perdón —repitió—, tuvo pesadillas y no se podía dormir, mi
chiquito.
Lo dijo como si yo tuviera que entender o sentir lástima cuando lo
que tenía era una frustración de la San Puta. Claro que tuve que ocultar mi
fastidio, no fuera cosa que le reprochara a una madre que cuidara a su hijo.
Me tenía que pasar por el culo mis necesidades y obviamente —no sé por
qué obviamente— las necesidades de ese niño eran más importantes que las
de este adulto. Yo no había pedido que Benito viniera a dormir a casa el día
en que quería romperle el culo a la madre, ni era yo quien sugirió que
durmiera solito en el living mientras la madre se entretenía chupándome la
pija. Yo era el boludo que estaba en tarlipes leyendo cómo utilizar la nueva
herramienta Healing Brush. Hice entonces lo que debía. Fingí comprender,
falsifiqué un temperamento templado.
—No pasa nada, pobrecito, ¿no? ¿Qué habrá soñado?
Para qué. Le di pie a que me contara sobre otros sueños del nene,
sueños «horribles» para un bebito de tres años, en fin, que estuvimos otros
veinte minutos hablando de niños hasta que se decidió a desnudarse, esta
vez como quien se va a probar ropa.
Antes de dormirme, planeé mi día siguiente: me encadenaría a la
computadora hasta que me saliera al menos un título para mi novela.
Aunque fuera choto no importaba. Necesitaba imperiosamente dejar
plantada esa frase en el Word para arrancar con el primer párrafo. Valentina
se había quedado dormida. Puse la alarma a las 11:00. Lo que pasó, en
cambio, fue que otro sonido me despertó muchísimo antes. A las 7:15 un
llanto me sacó a las trompadas del sueño. Abrí los ojos. El lamento que
venía del living era constante. El presente me vino de golpe. Recordé la
noche anterior, a Benito con la tele, a Benito con la milanesa, a Benito con
los autitos de juguete. Valentina dormía como un tronco. La sacudí. Se
despertó sobresaltada.
—¿Eh? —dijo con voz ronca.
No tuve que decir nada, porque el llanto volvió a llenar la habitación.
—¡Ya voy, bebé! —gritó, alterando mi silencio matinal. Saltó de la
cama, abrió la puerta y desapareció. «Bueno», pensé, «sigo durmiendo un
rato más, les doy tiempo para que se vayan y recién ahí me levanto». Lo
cual me salió bien durante media hora nada más porque los ojos se me
abrieron solos a las 8. Me arrastré hasta el baño. Cruzando el pasillo me
pareció ver gente. También creí escuchar voces mientras me cepillaba los
dientes. Al salir confirmé mis miedos.
—Hola dormilón —dijo Valentina.
Sobre la mesa había vasos y un plato con migas. Mi novia me
esperaba con mate mientras Benito miraba los dibujitos. La besé y como no
supe bien qué hacer con el chico, exclamé un «hola Benito» al aire que
jamás fue contestado. Valentina terminó su mate, lo cebó y me lo pasó.
Tomé escuchando la voz de mi novia que hablaba excitada y despierta, sin
parar.
—Hoy podemos ir a los Bosques de Palermo, que siempre le digo a
Beni que lo voy a llevar a ver a los patos.
Mi plan de escribir se esfumó. A los pocos minutos armábamos
sánguches con pan lactal, jamón, queso y mayonesa, los envolvíamos en
servilletas de papel y los metíamos en un tupper. Valentina estaba súper
activa. En el ambiente se respiraba un aire familiar inquietante.

Horas después veíamos sentados en el pasto cómo Benito se divertía


tirándoles migas de pan a los patos. Valentina me contaba sobre la adicción
de su madre.
—El bingo nos está dejando sin nada. Yo ya no sé qué hacer, nos
peleamos todo el tiempo por eso. No puedo estar atrás de ella controlando
adónde va. Trabajo, tengo que cuidarlo a Benito, sacarlo a pasear, darle de
comer... Para mí es imposible hacer de detective. Es grande, aparte, y
encima es su plata. Estoy viviendo con mi hijo en su casa, sin pagar luz ni
gas ni nada... No me da para reprocharle nada. Me mata que Benito se críe
en un hogar enfermo. Cada vez que se lo dejo a mi vieja me da un miedo...
Te juro que ya no sé qué hacer.
Traté de buscar alguna idea que le facilitara la vida. Todo era muy
complicado. Cada cosa que le sugería me la rebatía con un problema nuevo.
Me hubiera gustado poder retocar sus conflictos con el Photoshop,
eliminarle lo feo, subirle el color, limpiar el ruido. Era una chica muy linda
y su tristeza era afrodisíaca. Quería ayudarla, aunque no sabía cómo.
Después de esa charla llegué a la conclusión de que por lo menos podía
dejar de enojarme porque no pagara nada.

—Hmmm —Filippo se tomó el mentón con el índice y el pulgar


cuando le conté—. Interactuar con un chico es siempre provechoso —dijo.
—A mí me parece lo mismo.
Filippo apoyó el índice en la mitad del párpado inferior del ojo
derecho y tiró hacia abajo:
«ojo», contestó.
Me quedé pensando qué me quería decir.
—¿Vos decís que está mal pagarle todo? Filippo movió la cabeza,
negando.
—¿Que le cobre algunas cosas? ¿Que le dé para gastos chicos?
Su silencio a veces era desconcertante. Su cara no expresaba
sentimientos y no sabía si pensaba que yo era un boludo o si simplemente
masticaba las respuestas. De pronto, habló:
—Un aldeano se presenta en la casa de un sabio. «Maestro, necesito
dinero para comprar una gallina y no tengo», le dijo. El maestro caminó
hacia una mesa, abrió una cajita y sacó dos monedas.
«Toma», dijo, y le alcanzó el dinero. «Gracias, gracias maestro», lo
sobó el aldeano y se fue. Meses después, el aldeano volvió a tocar a su
puerta.
«Maestro, necesito dinero para comprar una cabra y no tengo», dijo.
El maestro, como la vez anterior, buscó en la cajita cuatro monedas y se las
dio.
«Gracias, gracias maestro», lo sobó el aldeano y se fue. Un año
después, el aldeano regresó. «Maestro, necesito dinero para ser feliz y no
tengo», dijo. El Maestro caminó hacia la mesa, abrió la caja, pero lo que
sacó fue un frasquito con cianuro y se lo dio al aldeano. Éste se lo quedó
mirando un instante, se dio vuelta y desapareció sin saludar. Nunca más
volvió a pedirle nada al maestro.
Filippo terminó su cuento y se me quedó mirando. «¿Qué?», pensaba
yo, «¿Y esto qué tiene que ver con lo que estoy hablando?». Cada vez que
el gurú decía algo era como si me tomara lección. No podía quedarme
callado. Me obligaba a contestar cualquier cosa que demostrara que lo
entendía.
—Quien necesita todo de los demás está condenado a la muerte... —
me sorprendí diciendo. Filippo sonrió un poquito. Se mordió los labios y
aseveró apenas con la cabeza—. Me querés decir que lo que estoy haciendo
con Valentina me deja más tranquilo pero estoy pateando el problema para
más adelante. Que en el fondo, estoy alimentando mi ego, me hago
imprescindible para ella con el objetivo de que me necesite y no le sea tan
fácil dejarme por otro.
Filippo dijo «sí», otra vez con un gesto mínimo.
—No sé, Filippo —seguí yo—, recién arranco una relación, hay
cosas que no me gustan mucho y quiero hacerme cargo... solucionarlas.
Estoy cansado de fracasar con las mujeres. Lo más fácil ¿qué sería? Dejarla,
seguir hasta la eternidad en busca de ese ser perfecto que no existe y
morirme solo, ¿no?
—Es hora de la camilla —dijo, seco, Filippo, invitándome a pasar al
ambiente contiguo.
A tal punto los problemas de Valentina se entrometían entre nosotros
que de ahí en adelante no volvimos a estar solos más que unos pocos
minutos, cuando Benito se quedaba dormido a la hora de la siesta, y
aprovechábamos para tocarnos un poco en silencio. Lo que más me gustaba
hacer con ella era coger y cada vez lo hacíamos menos, más apurados y más
preocupados. Las salidas típicas de novios se esfumaron. Dejamos de ir al
cine, dejamos de ir a charlar a un bar o a cenar de noche en algún
restaurant. Ahora Benito estaba con nosotros cada vez que nos veíamos y el
tiempo juntos pasó a ser en plazas, peloteros o restaurantes con juegos
infantiles, a plena luz del día.
Una de esas salidas tuve mis primeras experiencias complicadas con
Benito. Lo habíamos ido a buscar al colegio y nos fuimos con el auto al
Tigre. Lo estábamos pasando muy bien. El nene había aprendido a confiar
en mí. Lo cargaba a upa. Benito me rodeaba el cuello con sus bracitos. Por
primera vez sentí que me quería, que la pasaba bien conmigo. Para no
pesarme, apoyaba su cabeza sobre mi hombro y yo podía sentir su olor a
bebé, el calor de su cuerpito. Algo en el corazón me cosquilleaba
inexplicablemente, un magnetismo alimentado vaya uno a saber por qué.
Así paseamos por el Puerto de Frutos, entrando a cualquier negocio, con
Valentina mirando mantas, muebles, velas y otras cosas que no tenía dinero
para comprar. Comimos churros, helado, garrapiñada. Descansamos en un
banco, mirando el agua, hasta que el sol empezó a bajar. Ella me miró con
admiración. Benito me hablaba sin parar, corría a mi alrededor como un
satélite, reía con mis chistes y algo de natural en nuestra relación
demostraba que habíamos encontrado un código para comunicarnos.
Valentina me agarró la cara con la mano, giró mi cabeza y me besó. «Te
amo», me susurró. «Yo también», confesé. Estábamos en la misma sintonía.
Todo iba de maravillas. «¿Vamos a casa?», le dije mirándola a los ojos con
lujuria. «Beni, nos vamos», dijo, y estiró los brazos para subirlo a upa.
«No», dijo Benito, «quiero seguir con Eva». Caminamos hacia el auto
estacionado disfrutando del paisaje. Valentina me hablaba, me señalaba
cosas. Benito también quería llamar mi atención; me decía algo que no
entendía con esa voz finita, sin parar ni un segundo. Yo era el centro de sus
vidas. Me sentía lleno de amor. Pero en uno de esos intentos para que lo
mirara, Benito no tuvo mejor idea que colgarse prácticamente de una de mis
patillas.
—Ay, ¡¡ hijo de puta!! —grité con dolor, al cielo.
—¿Qué le dijiste? —Valentina me miró con ojos desencajados. Yo ya
no era la persona a la que momentos antes le había confesado que lo amaba;
no, su tono era el que podía emplear con un perfecto extraño—. ¿Le dijiste
«hijo de puta» a mi hijo?
¿Estás loco?—. Benito me miraba sin entender y yo le devolvía la
mirada como diciéndole «yo tampoco entiendo un carajo». Valentina me
arrancó al nene de los brazos y aceleró el paso, alejándose de mí. Me
gritaba barbaridades sin importarle que la gente nos mirara. Bah, nos
miraba: me miraban a mí. Apuré el paso yo también, al punto de
alcanzarlos.
—Pará, Valentina, frená un segundo, no lo puteé a él, dejame
explicarte...
Se frenó en seco.
—Escuché muy bien que le gritaste «hijo de puta». ¿Me lo vas a
negar?
—Grité porque me tiró del pelo y me dolió. Fue una reacción natural.
No le grité a él, grité al aire. Es una reacción. Como cuando te martillás un
dedo. Puteás.
Benito empezó a llorar.
—¡Mirá! ¡Lo hiciste llorar! Ya está mi amor, ya está —dijo ella.
Yo sabía que Benito lloraba porque Valentina estaba siendo injusta
conmigo. Sabía que lloraba porque él me había tirado del pelo; porque se
había dado cuenta, por mi tono de voz, de que me había dolido y porque por
culpa suya me estaba comiendo un escándalo sin merecerlo. Yo, que había
pegado buena onda con él y lo habíamos pasado súper bien juntos durante
toda la tarde. La madre volvió a apurar el paso. Se venía un viaje tenso en el
auto. Me sentí injustamente acorralado. Y creo que actué en concordancia.
Aceleré otra vez el paso hasta llegar a ellos y le tiré del pelo a Valentina,
apenitas fuerte.
—Ay, ¿qué hacés pelotudo?
—¿Ves? ¿Ves? Vos también puteás si te tiran del pelo.
—¡¿Cómo me vas a agredir así?!
—Bue, fue un tironcito, para demostrarte que...
—¡No puedo creer que seas un maltratador!
¡Te voy a meter una denuncia, hijo de puta. A mí no me vas a poner
un dedo encima, ¿me escuchás? Conmigo no, ¿eh? ¿Está claro? ¿ESTÁ
CLARO?
No podía creer lo que pasaba. En mi vida le había pegado a alguien:
siempre fui pacífico, o cagón, de última, pero siempre evité cualquier
situación de violencia. Había querido demostrarle un punto y me salió peor.
—Te estás confundiendo, pero si tenés ganas de hacer de esto un
drama y arruinar la tarde que pasamos los tres...
—¡Vos la arruinaste con tu violencia!
Bajé la cabeza, caminé lento. Ella volvió a adelantarse. Mi energía
era derrotista; la suya estaba en ebullición. Llevaba a Benito en brazos,
protegiéndolo del supuesto monstruo que era yo. Actuaba como una madre
a la que le tocaron a la cría. Loca. Pero completamente madre.
Llegué al auto pateando piedritas, muy triste por todo. No me
gustaban las confusiones. Menos las de ese tipo. Odiaba que la gente
pensara mal de mí, no toleraba la imagen de mala persona. Muy en el fondo
yo sabía que lo era. Algunos recuerdos del pasado volvían recordándome
que tal vez sí me merecía esos dichos, que tal vez, a mi pesar, fuera un hijo
de puta. Quería hacer el bien. Pero por ahí eso estaba lejos de mis
posibilidades. Valentina sentó a Benito sobre el capó y le secaba las
lágrimas de los ojos con una Carilina, haciendo tiempo hasta que yo llegara
para abrirles el auto. No tenía nada de ganas de llevarlos hasta su casa, por
más cerca que estuviéramos. Abrí la puerta del acompañante. Al pasar cerca
de Valentina percibí una energía horrible. Sentí vergüenza y sumisión.
Pensé: «si soy tan hijo de puta debería tomarse un taxi, ¿cómo va a permitir
que un maltratador la alcance en auto?». Obvio que callé. Me subí. Puse el
auto en marcha en silencio y esperé a que ella acomodara a Benito atrás.
Viajamos sin decirnos una palabra.
Frené frente a la fachada de su casa. Miré
por el espejito: Benito se había quedado dormido. Ella fue la primera
en bajar. Para demostrar buena predisposición abrí la puerta trasera e intenté
agarrar a Benito en brazos, sin despertarlo.
—Dejá —me dijo con restos de agresividad—.
Vos agarrá mi cartera que yo lo entro. Obedecí. Abrí incluso la puerta
de la casa facilitándole la entrada: llevaba en sus brazos al nene acostado,
con la cabeza colgándole. Ella se fue directo al cuarto del chico, dejándome
en el living. Apoyé la cartera en el sillón. Busqué a la madre pero todo
estaba en semipenumbra y no se percibía que estuviera en casa. Decidí irme
sin despedirme. Subí al auto. Arranqué. Puse primera. Pero antes de
acelerar noté que Valentina estaba parada en la puerta, con cara de
interrogación. Bajé la ventanilla.
—¿Encima te vas? —me dijo.
—Si pensás que soy un maltratador... ¿Para qué me voy a quedar?
—¿No te parece que deberíamos hablar por lo menos?
Apagué el motor. Caminé hacia la casa como el reo al que le están
por cortar la cabeza. Fuimos a la cocina. Me senté y la miré preparar mate.
La seguí con la vista, expectante. Al rato, llegó a la mesa. Se sentó, me cebó
un mate y me lo dio. Ella fue la que arrancó. Repitió su punto de vista,
convencida de que yo había puteado a su hijo, aclarando que no podía
permitirlo y remarcando que yo era un violento y que tal vez debiera buscar
ayuda con un especialista. Yo también repetí mi defensa, tratando de aclarar
una vez más el malentendido. La discusión se produjo en esos términos. No
lográbamos que el otro comprendiera. Fui yo quien, cansado, decidió
romper el patrón. Ignoré mi orgullo, me paré, me arrodillé en el piso y le
besé las manos. Al principio se mostró reacia. Insistí, esta vez tocándola.
Al rato estábamos cogiendo, ella dándome la espalda, con los jeans
en los tobillos y yo dándole de atrás mientras le mordía el cuello. Después
nos fumamos un cigarrillo. Ella, sentada sobre la mesada, me aprisionaba
haciendo un candado con sus piernas.
—Mi vieja se fue otra vez al bingo. Me dejó una notita en la mesita
de luz de Benito.
Entonces tuve una idea, una manera de resolver varios de nuestros
problemas.
—¿Por qué no viven conmigo y nos olvidamos de tu vieja y de todos
los quilombos que nos separan? —dije.
Era una locura. No hacía ni tres meses que estábamos juntos.
Acabábamos de pelearnos casi hasta cortar, nos habíamos puteado y no
lográbamos entendernos salvo cuando el código era sexual.
—Podemos probar —dijo ella, más loca que yo, sin dudarlo.

Siempre tuve la virtud de oír con claridad lo que me dicta el


inconsciente. Y también un gran pero gran defecto: oírlo cuando ya es muy
tarde. Mientras caminaba cargado con bolsos y juguetes y llenaba mi auto
con la intención de hacer la mínima cantidad de viajes de San Fernando a
casa, pude identificar mis verdaderas intenciones detrás de la propuesta de
vivir juntos. Primero, había sometido a Valentina al más riguroso examen
de sexualidad. Con el check-list aprobado, que estuviera cerca mío me
garantizaba placer diario, incrementado por la cantidad de tiempo libre por
mi flamante despido. Segundo, tener a Benito cerca me daba el control para
que no se interpusiera entre mis ganas de coger y mi novia, esto es, ya no
dependíamos de si la madre lo podía cuidar o no para acostarnos, sino que
mandándolo a dormir la siesta o metiéndolo en la cama bien temprano a la
noche iba a poder generar yo los espacios para el sexo. Cerré el baúl,
ocupado por cuatro bolsos grandes con ropa. Estaba manipulando mi
realidad y la de otras dos personas para un fin muy ruin. Pero también
estaba invirtiendo mucho de mi capital en ese negocio: consideraba bastante
bondadoso de mi parte cambiarles la vida a Valentina y Benito, haciéndome
cargo de todos los problemas que su situación les ocasionaba.

Mi departamento sufrió variaciones. Mi esttudio, que tanto amaba,


desapareció para convertirse en la habitación del nene. No accedí a que el
cambio fuera completo —el proyecto podría fracasar en cualquier momento
— por lo que me negué a pintar o empapelar con motivos infantiles. Sí
permití lo que pudiera desaparecer fácilmente: una pequeña alfombra de
colores, una lámpara de techo, una cómoda, estrellas fluorescentes
autoadhesivas en el vidrio de la ventana. Valentina quería correr mis límites
al máximo. En cada una de estas negociaciones había un peligro latente de
pelea, pero como eran los primeros días de convivencia había una tregua
implícita que, hasta ese entonces, respetábamos. Terminamos con la
habitación de Benito: quedó muchísimo mejor que dormir en la misma
cama de la madre, muchísimo mejor que vivir en San Fernando, muchísimo
mejor que convivir con muebles de principio de siglo.
Mudé mi escritorio con la computadora a una esquina apartada del
living, junto con la biblioteca con mis libros y mis cosas. No era un lugar
íntimo, pero era el único posible. En el dormitorio debo reconocer que zafé
bastante. Valentina tenía muy poca ropa, apenas seis mudas de bombachas y
corpiños viejos y deteriorados, ocho pares de medias, cinco musculosas de
varios colores, un jean rotoso, un par de zapatillas, ojotas, un pulóver con
cuello, una campera rompeviento y no mucho más.
«Con el delantal blanco del colegio no importaba mucho lo que
tuviera debajo», decía. Tenía una vida simple y no parecía querer más. A
veces me daban ganas de regalarle cosas. Me sentí tan feliz apenas
terminamos con la mudanza que sin que ella lo supiera me fui solo a
Walmart y le compré ropa interior para reemplazar su vieja lencería.
Una noche, no mucho después de la mudanza, me desperté exaltado.
Un sonido se había mezclado con el sueño. Todavía en la nebulosa entre lo
onírico y la realidad, volví a escucharlo a lo lejos. Era Benito, que lloraba y
llamaba a la madre. Codeé a Valentina, pero no se despertó. Decidí ir yo.
Abrí la puerta de la habitación. Un poco en penumbras, alumbrado
solamente por una luz de noche roja, lo encontré sentado en la cama,
temblando, con el pelo mojado por la transpiración. Me senté a su lado.
—¿Qué pasó, Beni? ¿Una pesadilla?
Asintió e hizo un movimiento que me sorprendió por completo, una
acción a traición: desesperado por el miedo, me abrazó. Afuera había
truenos y las gotas de lluvia pegaban como balas contra la ventana.
—No te vayas —me dijo.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Inmediatamente después me
invadió un sentimiento de amor y protección imposible de definir con
palabras. Ningún encuentro sexual, ninguna mirada de mujer, ninguna
pasión podía superar lo que yo sentí en ese momento. Me asusté, pero no
me despegué de ese nene temeroso. Recordé las noches de pánico que había
vivido cuando era chico y dormía en la casa de mis padres en Boulogne.
Lejos de que mis padres acudieran a mí, tal vez porque dormía muy
apartado de ellos, tal vez porque ya me consideraban mayor, tal vez porque
estuvieran muy cansados por el trabajo o tal vez porque sí solamente, era yo
quien tenía que trasladarme hasta su cuarto, no sin menos miedo,
atravesando la oscuridad de los pasillos de esa casona de provincia, y
colarme entre sus brazos, mendigando protección. La necesidad de Benito
me perforó la piel. Conecté mágicamente con él: fui acaparado por su
energía y todas sus carencias se hicieron carne en mí. Sentí como una
estocada su falta de imagen paterna. Su necesidad de protección me perforó
de inmediato.
—¿Te da miedo la lluvia? —pregunté sin dejar de estrecharlo contra
mí. Tenía ganas de llorar. Yo. Me había sensibilizado hasta un punto
inimaginable. Contestó que sí. Lo alcé y caminé con él hasta la ventana.
Con una mano subí la persiana.
Buenos Aires se veía luminosa pese al gris del cielo.
—No hay que tenerle miedo a los truenos, Beni, mirá: yo te voy a
explicar los sonidos. Los ruiditos estos plic plic plic son las gotas. Los
truenos son por los rayos que tira el cielo. Como cuando te tirás un pedito.
Los truenos vendrían a ser los pedos del cielo. Si estás dormido y escuchás
un pedito del cielo, podés decirle al cielo «¡asqueroso!» y te volvés a
dormir.
La explicación le generó una sonrisa ancha, distrayéndolo del miedo
por un rato. Volvimos a la cama y lo acosté.
—Quiero que te quedes —pidió.
Entonces me acosté como pude a su lado, dejando mis pies afuera de
la corta cama. Benito me cruzó una mano por encima del pecho y así nos
quedamos dormidos. En la mitad de la noche me desperté. Benito se movía
y en cada movimiento me pegaba piñas o patadas. Era imposible dormir así.
Comprobé que estuviera profundamente dormido. Lo tapé y volví a la cama
con Valentina.
Apenas abrí los ojos la mañana siguiente comprendí que tenía un
objetivo inmenso. También una responsabilidad. Tenía que proteger a
Benito de todas esas cosas de las que no me habían protegido a mí cuando
era chico. Esa meta me hacía tremendamente feliz. A los cambios en mi
departamento, entonces, se sumaron muchos otros en mi rutina. Las
mañanas, en vez de dormirlas hasta las doce, lo hacía hasta las ocho, hora
en que Benito lloraba. Nunca se bajaba de la cama si Valentina o yo no
íbamos a buscarlo. Los días de semana era yo quien lo acompañaba a
lavarse los dientes, lo vestía y lo llevaba al colegio. Los sábados y
domingos ocupábamos ese tiempo haciendo lucha libre sobre la cama
matrimonial, una verdadera puesta en escena que conectaba a Benito con lo
masculino. Éramos dos perros jugando a pelear. No lo dejaba ganar
siempre: que no se acostumbrara a las cosas fáciles. También quería
demostrarle que por más buena onda que tuviera era yo quien mandaba.
Valentina nos miraba. A veces nos pedía parar, a veces se sumaba a la pelea,
poniendo en riesgo la estabilidad de la moderna cama de Vivendi.
A los pocos meses la indemnización me estaba quedando corta. Una
cosa era planear una vida gasolera para mí solo y otra muy distinta con
Valentina y Benito en casa. Yo podía comer arroz y polenta para siempre,
no comprarme ropa, no aspirar a lujo alguno. Pero mantener a tres era
imposible. Además Valentina volvía de muy mal humor del trabajo, me
decía que le daba vergüenza ser vendedora de un local de ropa a su edad,
que le gustaría volver a enseñar y que para eso necesitaba tiempo libre para
deambular por los colegios y pedir entrevistas. También me deslizó su
deseo de poner a Benito en un colegio privado. Decía que si bien ella estaba
a favor de la educación pública, nos quedaba lejísimos de casa. Quería que
Benito aprendiera inglés, tuviera actividades extraescolares y pudiera
hacerse un grupo de amigos hasta el final de la primaria. Yo, como dije,
amaba a Benito y también quería lo mejor para él. Dudaba sobre si me
correspondía ocupar ese rol, pero se sentía como una obra de bien.
—¿Eso te haría realmente feliz? —le pregunté.
—Sí —dijo, con un brillo irresistible en los ojos. Le pedí a mi viejo
el resto de mis ahorros.
Pero me dijo que su amigo lo había invertido en unas acciones que,
de retirarlo ahora, me perdería una ganancia monumental, que por favor
esperara un poco más. Decidí entonces volver a trabajar. Moví el CV por
mail y leí en webs especializadas cada clasificado que buscara retocador. Al
tiempo me llamó un excompañero de Gente que había renunciado y andaba
llenándose de plata con un proyecto personal. Me citó en un bar de
Libertador, cerca del túnel. Estaba igual que siempre: una melena de pelo
blanco, bigote negro, remera y saco. Me esperaba tomándose un Gin Tonic.
Sobre la mesa reposaba una carpeta tamaño oficio.
Hablamos durante un largo rato sobre la revista, los chismes, el cada
vez mayor éxito de Natalio, sus viajes, sus trajes, su plata. Me preguntó
sobre mi vida y le hice un rápido raconto sobre Valentina, Benito, mis ganas
de escribir y mi necesidad de volver a facturar. Eso dio lugar a que me
contara su proyecto.
—Cada vez más gente está comprando o adquiriendo servicios por
Internet. Junto a unos socios nos surgió la posibilidad de gestionar esta idea:
putas en la web. El rubro 59 va a desaparecer. Los puteríos están buenos
pero las minas son cada vez peores. Internet te permite elegir la chica que
más te gusta, mirás sus fotos certificadas, con la seguridad de quedar con
ella donde a vos más te convenga: un telo, tu derpa, un bulo o en el privado
de la chica. Mirá —abrió la carpeta—. www.pelw.com. Putas en la web
punto com. Le brindamos a las escorts un lugar para mostrarse, para
venderse, con un estudio de fotografía in-house, con material de primera.
Son chicas con buen poder adquisitivo y, ciertamente, la publicidad, la
buena publicidad, es una mina de oro para ellas, les aumenta el gift, ¿me
entendés?
—¿Qué es eso?
—Ah, perdón... así se le dice a lo que cobran. Nuestra web la van a
visitar millones de clientes. Es un negocio en el que ganamos todos.
El fotógrafo que tenemos es bueno pero tu mano puede levantar el
producto final. Sin mentir, claro, pero la idea es retocar un poco las fotos de
las chicas para que se asemejen más a las modelos de las revistas. Tenemos
un diseñador también muy bueno. Te estoy hablando de siete lucas por mes,
todo en blanco. ¿Qué me decís?
El sueldo estaba muy bien. Las putas no me atraían, me lo tomaba
como un buen trabajo y nada más. ¿Tenía que contarle a Valentina de qué
iba la cosa o le daría inseguridad y pondría en peligro nuestra pareja?
—¿Tendría que trabajar dónde? —pregunté.
—Tenemos una oficina en Saavedra, en el estudio de fotografía. Con
vos serían ocho personas: la recepcionista, el fotógrafo, dos productores, un
director de arte, el diseñador web y un contable, una estructura chiquita
pero efectiva.
—Bueno, dale —me decidí—, probemos a ver cómo sale.
¿Fue un error haberle contado a mi novia apenas llegué a casa? No
me servía una relación basada en mentiras y suponía que blanquear las
cosas debía darle más confianza en mí. «Jamás me cogería una puta», le
dije, «son patéticas». En medio de la pelea y su crisis de celos nos
enroscamos en una discusión filosófica y social sobre la prostitución, con
Valentina argumentando que las «chicas que trabajan» son víctimas de una
sociedad que no les da oportunidades para hacer otra cosa. Yo, por mi parte,
le decía que la mayoría elige esa ocupación porque es un camino fácil, que
se llenan de plata y que encima no pagan ningún tipo de impuesto, así que
tan mal no les iba. Se horrorizó con mi pensamiento, me tildó de frívolo,
gorila, materialista y machista, volviendo la discusión al tema original: que,
supuestamente, iba a trabajar rodeado de putas y que le sería infiel a cada
rato.
—Escuchame. Soy retocador. A las minas las veo solamente en fotos.
Voy a estar en una oficina encerrado con mi Wacom y la compu. Nada más.
¿De qué rodeado de putas me hablás? —le expliqué.
—Entonces supongo que no vas a tener problemas con llevarme a
conocer tu nuevo laburo...
—¿Me querés dejar como un pelotudo adelante de mis compañeros
nuevos, que ni los conozco todavía?
—¿Ves? Sos un mentiroso, como todos los tipos.
Intenté apelar una vez más al sentido común, salida inútil cuando las
emociones son las que hablan. Echando sin querer más leña al fuego con mi
verdad, le dije que si su miedo era que la cagara, siempre cabría la
posibilidad de serle infiel; no necesitaba trabajar rodeado de putas para
lograr ese cometido si era lo que yo quería. Quise desmitificar su visión de
los hombres, impidiendo que me viera a mí o a cualquiera de los de mi
género como un príncipe azul. Intenté que me conociera con mis miserias y
me aceptara igual. Le dije que el sexo nunca podía ser más importante que
una relación. Que si me cogía a una chica que me gustaba no tenía nada que
ver con mis sentimientos para con ella, que sería sexo y nada más, que
nuestra sexualidad va por caminos distintos al amor y que no se podía
reprimir ninguno de los dos. Al pedo le dije todo eso; tal vez le estaba
dando la impresión de ser un infiel compulsivo, incluso la de un tipo que
consigue chicas fácilmente o que tiene un poder de seducción que
claramente yo no tenía. Lo que quería explicarle era que si la cagaba o no la
cagaba era algo que ella no podía manejar, y que por eso pasarla mal,
perseguirme con celos o coartarme una posibilidad de un laburo era inútil.
Todas esas verdades debían servirle como garantía de que pasara lo que
pasase, siempre se lo contaría: quería tener una relación real. La pelea fue
larguísima, con gritos, puteadas, llanto. Terminó, como siempre, en una
sesión de sexo desenfrenado sobre la mesada de la cocina mientras Benito
dormía en su habitación. Para demostrar buena voluntad y sensibilidad por
sus problemas, le sugerí una idea para mejorar su presente: buscaríamos un
colegio privado para Benito y lo pagaría yo con mi nuevo sueldo, a cambio
de que ella no me rompiera los huevos y estuviera más feliz.
Me costó volver a insertarme en el ambiente laboral. Me había
acostumbrado a la libertad, a no tener horarios, a disfrutar de las tardes al
pedo, al siestero, al mañanero, al de las tres de la madrugada. La primera
semana en Saavedra sentí que estaba preso en Devoto. Los minutos no
pasaban y los días se estiraban como un chicle. Por suerte pegué onda con
los de ahí y me hice parte del grupo muy rápido. El problema era en casa,
donde el plan que había diagramado hacía agua por todas partes. Después
de mucho buscar, conseguimos el colegio ideal para Benito. Valentina
seleccionaba las opciones como si fuera la esposa de un magnate árabe.
Pasamos por el Washington, el Lincoln, el Aula XXI, Obras, incluso estuvo
a punto de convencerme para que aceptara desembolsar lo que salía la
educación innovadora y con orientación artística del Piaget, que ni siquiera
quedaba cerca de casa. Peleas después «nos» decidimos por un colegio
inglés que no me fajaba con la cuota y Benito podía tener las mismas
actividades que en los de más renombre.

Hubiera necesitado más sesiones con Filippo para que me ayudara a


asimilar estos cambios tan grandes que habían surgido de repente. Por el
nuevo colegio de Benito tuve incluso que pedirle a mi gurú reducir mis
sesiones. Al principio se retobó y amenazó con cortarme el chorro
energético.
—No.
—No me alcanza la plata, Filippo. ¿Qué querés que haga?
—Debo consultarlo con mi tercer ojo.
—Consultalo, por favor, yo quiero seguir viniendo, pero ya no puedo
gastar lo mismo.
Las sesiones de Filippo habían subido considerablemente de precio,
sumado a que de un día para el otro se había mudado de su departamento de
un ambiente y medio a un chalet de doscientos metros cuadrados en la
Melián empedrada del mejor Belgrano R. Los autos de los pacientes que
estacionaban frente a su nuevo consultorio antes y después de mi sesión ya
no bajaban de 4x4, Mercedes, BM o Audi. El gurú decía que esta nueva
casa le daba a los pacientes un espacio más amplio para desarrollar su
energía, que la suba de precios en sus sesiones servía para que gente muy
pobre pudiera ser atendida por él gratis y una suma de otros argumentos
igual de sospechosos. Además, las últimas veces me dijo que arrancaba con
sus pacientes una etapa de desaprensión de lo material, de confianza ciega
en el guía y que el ejercicio de esto llevaba lentamente al conocimiento
espiritual. La poca fe que siempre le había tenido a Filippo decaía aún más.
Aceptó atenderme una vez cada quince días. Era verdad que no me daba el
tiempo para contarle todo lo que se me enredaba en la cabeza durante mi
vida con Valentina, Benito y el trabajo en Putas en la Web.
Pese a mis nuevas obligaciones, mi rol en casa no cambió. Seguí
siendo yo quien debía levantarse varias veces a la madrugada para consolar
a Benito por sus pesadillas. Lo que en un principio me resultaba hasta
placentero, con el stress y el cansancio de las jornadas laborales se fue
convirtiendo en una verdadera tortura. Pasé de la alegría de aportarle algo a
esa criatura a maldecir al pendejo que no podía dormir de corrido ni una
sola noche. A eso debía sumarle que como no estaba en todo el día los
horarios que elegía Valentina para pelear eran siempre a partir de que
Benito se quedaba dormido, o sea, la medianoche, y muchas veces
terminaba acostándome recién a las dos o tres, con la vena hinchada por la
violencia de las discusiones que giraban siempre en torno a los celos. El
sexo pasó de diario a semanal. El cansancio me pedía horas de sueño pero
Valentina interpretaba mis ganas de dormir como un signo inequívoco de
que saciaba mis necesidades sexuales con las putas y que por eso no quería
«atenderla» a la noche. Para descomprimir, le sugerí que persiguiera su
sueño de recuperar su trabajo como maestra. Le propuse que trabajara
menos horas y que se tomara ese tiempo para buscar algún puesto en un
colegio. No pasaba nada si cobraba menos: yo ya estaba manteniendo
nuestra familia por completo y los pocos pesos que cobraba ella como
vendedora volaban en pocos días. Pero Valentina en vez de patear la calle o
gastarse el dedo con el teléfono, decidió quedarse más horas en casa con el
nene. Tiró un par de currículums y eso fue todo. Decía que el país estaba
para atrás, que no había laburo, que nadie la tomaría después de tanto
tiempo fuera del sistema y que su pasado sexual con un alumno le
complicaba la aparición de oportunidades. Ahora no solo no había
conseguido sentirse feliz con más horas libres sino que le sumó a su
comportamiento lunático la desazón por el fracaso en su búsqueda laboral,
ya que sus deseos por retomar su vocación se vieron truncados por un par
de «si sale algo te llamamos» o evasivas similares. Se pasaba el día
maquinándose con su vida desgraciada y sin sentido. No hacía nada; no
limpiaba, no cocinaba, no arreglaba lo roto, porque, decía, no era mi
sirvienta. Le era imposible decir gracias, por favor y perdón, tanto de
palabra como en acciones. Su neurosis no solo influía en nuestra relación,
sino que también complicaba su rol de madre. Le gritaba a Benito por
cualquier cosa; a veces, incluso, lo zamarreaba o era demasiado dura con
los castigos. Cualquier boludez que el chico hiciera le hacía saltar la
térmica. Yo estaba en desacuerdo, pero me la comía callado y opinaba
recién cuando nos acostábamos. Y ahí, otra vez la batalla. «¿Vos me vas a
enseñar a mí a ser madre? ¡Te recuerdo que Benito es hijo mío!». «Ah, ¿así
que es hijo tuyo? Entonces por qué soy yo el que lo viste, el que se
despierta de noche, el que le pone los límites, el que le paga el colegio…».
Ella aprovechaba la puerta que yo le abría. «¿Ves? ¡Si te molesta no pagues
más nada! ¡No necesitamos tu plata! ¡Siempre con la plata, sos un
egoísta!». «¿Soy un egoísta? ¡¿Soy un egoísta?! ¡Están viviendo los dos de
arriba y me decís egoísta! ¿Porque no te vas de esta casa y me dejás en paz,
entonces? Al final sos peor que las putas». Cuando la ofendía tan
gravemente, me amenazaba con irse, pero siempre nos amigábamos y se
terminaba quedando. Después de muchos meses dos cosas me hacían pensar
en el fin de la relación: nunca llegamos a estar una semana entera sin
pelearnos y Benito nos escuchaba discutir a los gritos e insultarnos y se
había puesto a llorar del miedo. Y eso, para mí, era intolerable. Estaba
generando en el chico exactamente lo opuesto de lo que quería. Una más de
esas y cortaba con todo.
Intenté salvar la relación —sobre todo por Benito— y le pedí
encarecidamente a Filippo que nos atendiera a Valentina y a mí como
pareja. Tuve que convencerlo porque él no se dedicaba a eso y le parecía
que una sesión sola tampoco serviría. Mi novia despreciaba mi terapia, la
criticaba todo el tiempo diciendo que podía usar ese dinero para comprarle
ropa al nene en vez de regalársela «al chanta ese». O que podía regalarle
sweaters a ella, que tenía uno solo, o una campera con capucha. Yo no veía
otra alternativa. Si me bajaba de esa relación rompía mi contrato implícito
con Benito y lo dejaba a la buena de Dios con la loca de su madre. Si eso
ocurría no me lo iba a perdonar nunca. Tenía experiencia en el tema. Mi
viejo jamás me protegió de la locura de mi madre, que se metía demasiado
en mi vida, molestando, gritándome y defraudándome constantemente.
Valentina se había convertido en una hija también. Ya dependía totalmente
de mí para subsistir.
Así que finalmente me aparecí en la nueva casa de Filippo, con
Valentina unos pasos detrás de mí. Los presenté. Mi novia ocultó todo su
escepticismo y lo saludó con una sonrisa. Filippo abrió la charla aclarándole
que no debía sentir que jugaba de visitante, ya que su trabajo consistía en
buscar la verdad objetiva. Claro que era muy importante para que la cosa
funcionara que Valentina, primero, le abriera su corazón para darse a
conocer lo más rápido posible, sin esconder nada, sin omitir ningún detalle
ya que todo lo que ella eligiera decir sería tremendamente importante. Lejos
de avergonzarse, entonces, durante más de cuarenta minutos estuve cruzado
de piernas escuchando el discurso repetitivo de Valentina. Las palabras
brotaban de su boca y yo las conocía todas. Pensé: «evidentemente todos
tenemos un cassette con el que nos presentamos a los demás. Aprendemos
ese plot-line y lo repetimos día tras día, de memoria; lo tallamos sobre
piedra, lo convertimos en una verdad irrefutable. Hay que tener mucho
cuidado con la manera en la que nos definimos porque de esos párrafos
depende nuestro comportamiento, nuestras felicidades y angustias, por el
resto de nuestra existencia». Valentina narró cada capítulo de su dramática
novela. Filippo la escuchó sin demostrar lástima, sin apiadarse. Era un
profesional. Cuando mi novia terminó, él me sorprendió con un choclo
explicativo inédito en su conducta seca habitual.
—Lo importante de todo esto, Valentina, permitime decirte, es qué
hacés vos con lo que te pasó. Yo escucho a un montón de gente por día,
contándome a veces dramas mucho peores que los tuyos, a veces mucho
más leves; pero la intensidad con la que cada uno vive esos problemas no
depende del tipo de drama. Hay gente a la que seguramente le cambiarías tu
vida sin dudarlo, sin embargo, ellos son tremendamente más infelices.
Otros, pese a tener una vida llena de muertes y catástrofes, son más alegres,
optimistas y tranquilos. Entonces, el primer punto a tener en cuenta, es que
no importa qué te haya pasado; es qué hacés con eso. Segundo, tu rol de
madre, los abandonos que sufriste durante todo este tiempo, las traiciones,
creo que te hicieron una persona desconfiada. Aparece Evaristo en tu vida,
te da un hogar, te da compañía, te ayuda en la crianza de tu hijo… yo te
puedo asegurar que él ama a Benito como si fuera suyo, me doy cuenta al
verle el aura, al mirarlo a los ojos cuando habla de él, escuchándole el tono
de voz cuando cuenta la relación que tienen, el compromiso que siente al
averiguar cuáles son las conductas que debe emplear para criarlo como un
hombre sano y justo… Yo te garantizo que sus intenciones son nobles y que
los errores que pueda llegar a cometer no provienen de su maldad, sino de
su inexperiencia y de su neurosis. Aprovechalo, es una buena persona.
Apenas escuché a Filippo describir su impresión sobre mis
sentimientos por Benito me lancé a llorar como una nena. Fue algo
espontáneo, no me dio tiempo ni siquiera a pensar qué me estaba pasando.
Valentina me miró desconcertada pero enseguida volvió a mirar a Filippo
con atención. Él había puesto en palabras cosas que yo ni siquiera me había
dado cuenta. Todo era mucho más difícil: amaba a Benito como si fuera mi
hijo, era exactamente así. Quería lo mejor para él, no fallarle, educarlo para
que no cometiera los mismos errores que había cometido yo, cuidarlo de lo
malo, ayudarlo a construir lo que, para mí, sería el mejor regalo que podía
darle: su autoestima. Sin límites no es posible sentirse valioso. Darle todos
los gustos, dejarlo hacer lo que se le ocurra le garantizaba una vida de baja
autoestima y desprecio. Al pedir límites, el hijo va vislumbrando qué tan
importante es para sus padres, cuán valioso es para ellos. Benito venía de un
hogar roto: necesitaba una voz de autoridad que le pusiera esos límites con
mucho amor, dedicación y cariño. Yo era esa persona. Mierda. Yo era esa
persona. Podía cumplir ese trabajo a la perfección.
Escuché entre lágrimas la última sentencia de Filippo. Una sola
sesión no servía ni arreglaba nada. Le recomendaba a Valentina, en lo
posible, que acudiera a un psicólogo. Él no podía atenderla individualmente
porque era mi gurú y la ética se lo impedía. Ni novia dijo que conocía a
uno, había ido un par de veces hacía un tiempo: tal vez regresar sería una
buena idea. Terminamos la sesión y Filippo le pidió a Valentina que me
esperara afuera unos minutos, que él tenía que arreglar unas cosas a solas
conmigo. Ella salió sin protestar. Me quedé solo con mi gurú.
—Tiene el aura dañada. Es irreparable —dijo.
Era distinto a mi caso, mi daño al parecer no era definitivo ni tan
profundo y con paciencia y mucho trabajo se podía reparar hasta volver a
ser la persona luminosa que fui en mi infancia. Ella no. Su dolor le había
destrozado el campo energético y su destino era oscuro: no iba a mejorar.
Entendí que Filippo no me decía que debía cortar la relación. A su manera,
me aconsejaba no esperar a que ella cambiara para quererla. Tenía que
tomar una decisión y bancármela. Mi vida con ella sería siempre así: la
pregunta que me debía hacer era: ¿estoy dispuesto a vivir de esta forma o
no la quiero tanto como para soportar su conducta, típica de un
discapacitado emocional? Ella no iba a cambiar: no porque no quisiera, sino
porque no podía.
Salí del cuarto disimulando la preocupación.
Valentina me esperaba en la recepción de la casa, se miraba las uñas
como ida. Saludamos al gurú y caminamos lento hacia el auto, tomados
tímidamente de la mano. El cielo estaba oscuro y una cortina de llovizna
bañaba las calles.
Hablamos mucho esa noche, cuando Benito ya dormía. Ella fumaba
sentada sobre el mármol de la cocina: un lugar que se había tornado
habitual para ese tipo de conversaciones. Yo la escuchaba calmado.
Valentina no estaba bajo el típico ataque neurótico. Pitaba, saboreaba el
humo y tiraba las cenizas directamente en la bacha de acero inoxidable. No
había signos del virus que nos atacaba por separado y producía peleas
interminables, violentas y cansadoras. Lejos de lo que me temía —que ella
desacreditara la opinión de Filippo— dijo que no quería seguir más con esa
vida: tenía sueños que no podía cumplir. Me contó uno: ella y yo sentados
en la punta de un muelle de madera de una casa en el Tigre. Benito jugando
con un hermanito, ambos corriendo a nuestro perro sobre el pasto mojado
por el rocío, en pleno contacto con la naturaleza. Mi computadora con el
cursor titilando adentro de la casa, esperando las tres últimas palabras antes
del «fin» que concluiría mi novela. Ella descansando de las jornadas de
escuela pública para los chicos de Victoria. ¿Estábamos tan alejados de ese
sueño? Mientras lo narraba yo pensaba en los mosquitos del Tigre y en el
molesto llanto de los bebés. Nuestra conversación concluyó con una
decisión: mi novia accedía a comenzar una terapia psicoanalítica, al menos,
por un tiempo. Me puse contento por ella. Y también por mí. Supuse que
hablar de sus problemas con un profesional me quitaría la presión de ser yo
quien escuchara tanto drama. Descomprimiría nuestra relación y además
lograría que ella desarrollara un poco de autocrítica, cosa de la que carecía
por completo. Desoyendo los consejos de Filippo me dejé llevar por el
muelle ficticio y la sonrisa que Valentina tenía en ese mundo de ensueño.
Me aferré a la esperanza de que nuestra relación pudiera ser un poco menos
sofocante y, en definitiva, mejor. Arrancó con dos sesiones por semana. El
psicólogo era un viejo que atendía por prepaga, así que fue más conveniente
para mí asociarla al plan joven del Hospital Alemán. Consulté en el trabajo
sobre la posibilidad de sumarla al plan de salud que me daban ellos pero
debía hacer la unión civil y era un paso similar a casarse. Yo no estaba
todavía para un compromiso de ese tipo. Valentina me pidió que le sacara el
plan de salud también a Benito. Yo le expliqué que siendo mi madre
pediatra, él tenía médico gratis por el resto de su vida. Pero claro, Valentina
pensaba en cosas peores, en internaciones, operaciones, estudios complejos.
Así que Benito adquirió su carnet. La primera semana con mi novia en
terapia fue muy buena para mí. Por primera vez pude disfrutar del nuevo
trabajo sin que ella me peleara por teléfono o cuando llegaba a casa.
Como consecuencia de su carácter ahora psicoanalizado, el destino
nos trajo una buena noticia: consiguió trabajo en una escuela nocturna.
Cuando me contó sus nuevos horarios, no dudé en darle mi visto bueno,
pese a que eso significaba encargarme de Benito todas las noches de la
semana: cena, compañía, higiene personal, meterlo en la cama y esperar a
que se durmiera. Pero también pensé en otras cosas. Valentina iba a estar
ocupada con algo que le daba placer y dejaría de pelearme hasta altas horas
de la madrugada. Tendría algo de dinero para sus cosas y para su hijo. Nos
íbamos a cruzar solamente media hora por día. Supuse que nos
extrañaríamos más y que por eso aprovecharíamos a full los fines de
semana en vez de desperdiciarlos con peleas. Valentina me pidió un
préstamo para comprarse ropa adecuada, un par de anteojos, un maletín y
útiles. Me devolvería la plata cuando cobrara su primer sueldo.
La rutina sufrió modificaciones. Las mañanas sonaba mi despertador
solamente. Abría los ojos y veía a mi novia tapada hasta las orejas,
roncando como un esquimal. Yo salía de la habitación en silencio, caminaba
en puntas de pie y cerraba la puerta con suavidad. Despertaba con caricias,
besos y susurros a Benito. Lo acompañaba al baño, lo vestía con el
uniforme y desayunábamos juntos. Caminábamos de la mano por las
veredas del barrio rumbo al colegio, hablando de cosas banales a veces,
disfrutando del silencio, otras. Benito me preguntaba quién había inventado
los árboles, dónde vivían sus tíos, qué era un país... Me divertía mucho su
imaginación y trataba de contestarle de manera simple pero adulta, sin faltar
nunca a la verdad. Se complicaba cuando sus preguntas eran sobre Dios, la
muerte o los bebés, sin embargo sabía que era mi responsabilidad instruirlo
en esos temas. De alguna forma, siempre se quedaba conforme con mis
explicaciones. Al llegar al colegio le daba un beso y un abrazo, le deseaba
un buen día y se lo entregaba en mano a la maestra jardinera. Volvíamos a
encontrarnos en casa recién a las siete y media de la tarde. Era un momento
de transición, donde Valentina y yo aprovechábamos para contarnos cómo
había sido nuestro día/noche y nos pasábamos información urgente e
indispensable para el mantenimiento del hogar. Ella me comunicaba qué
nos había dejado para cenar, a qué hora debía acostar al nene o cómo lo
tenía que vestir la mañana siguiente. Yo le preguntaba sobre la noche
anterior, si estaba contenta, si podía con todo o necesitaba mi ayuda. Ella
dejaba indicios de que mi visión del futuro era un tanto equivocada. Tener
trabajo la alegraba pero también la ponían neurótica cosas nuevas, como su
desempeño, su relación con los demás profesores o con algunos alumnos. O
sea, que su neurosis permanecía intacta, lo único que había cambiado en
ella era el contexto que la generaba.
Apenas Valentina se iba a trabajar, el departamento se cargaba de una
nueva energía, más sana, más armónica. Benito y yo nos tirábamos en el
sillón a mirar dibujitos. A veces se acostaba encima mío y yo podía sentir el
calor de su cuerpo, su olor característico a bebé, su respiración rítmica
combinando con la mía. Estaba enamorado de él, de su confianza en mí.
Rara vez nos peleábamos; en general eran pujas por la imposición de
límites. A diferencia de cuando estaba la madre, las cosas entre nosotros
quedaban claras de entrada y no era necesario gritar o levantar la voz.
Cuando estábamos solos se hacía lo que yo decía y punto. Pasábamos la
mayor parte del tiempo en el sillón. A veces nos quedábamos dormidos así
unos minutos. Yo me despertaba sobresaltado y lo sacudía. Una siesta tan
tarde podía alterar su horario de dormir y eso era una tragedia. Más tarde
me encargaba de la cena mientras él jugaba con sus autitos y robots tirado a
mi lado sobre el piso de cerámicas blanco y negro de la cocina. Cuando
estaba todo listo bastaba con que yo anunciara «a la mesa» para que me
obedeciera, incluso llevaba algún vaso o la botella de gaseosa. Durante la
cena hablábamos del jardín. Trataba de contextualizar sus respuestas, quería
saber sus sentimientos verdaderos frente al mundo que lo rodeaba. Indagaba
sobre sus amiguitos, el trato con sus maestras o su relación con las tareas
que le asignaban. Después del postre lo ayudaba a lavarse los dientes y nos
acostábamos en su camita. Le leía un cuento. Como lo habíamos leído mil
veces, él completaba la narración y yo le festejaba los aciertos. Una vez que
se dormía me quedaban un par de horas para hacer las cosas que no podía
hacer con Valentina, como por ejemplo leer. Retomaba entonces mis libros
hasta que el sueño se apoderaba de mí. También aprovechaba para ver un
poco de porno, bajaba videos de internet con las cosas que solíamos hacer
todos los días con Valentina y que ahora se postergaban para los fines de
semana. Me masturbaba con esas imágenes mezcladas con las propias de mi
memoria. Le guardaba a Valentina los videos preferidos en una carpeta con
clave en el desktop para que ella pudiera hacer lo mismo cuando se quedaba
sola a la mañana. Ella me llamaba al trabajo para agradecerme sus pajas. Un
tipo extraño de romanticismo se había apoderado de nuestras vidas.
Esa felicidad, en cambio, era la que podía sentir un estudiante de
malabarismo los escasos segundos en que las tres bolas vuelan
armoniosamente antes de caer. Un martes nos cruzamos con Valentina a la
hora de siempre. Me llamó aparte, mientras Benito tomaba su Nesquik frío,
hipnotizado con la tele. Fuimos a nuestra habitación. Ella llevaba en la
mano un cuaderno misterioso.
—Mirá —dijo mientras me daba una hoja Rivadavia arrancada.
La agarré. Era un dibujo infantil hecho por Benito. En el dibujo
estábamos los tres. Yo en una punta, más grande y deforme. Él, chiquito, en
el medio. Valentina en la otra punta. Los tres nos teníamos agarrados de las
manos. Debajo de ella estaba escrito «mamá». Debajo de él, «Beni».
Debajo de mí, el horror: «papá». Entiendo por qué mi novia esperaba de mí
un gesto de sorpresa y emoción. Sin embargo, lo que sentí y dije sin filtrar
fue:
—Tenés que explicarle urgente quién es el verdadero padre.
—Ah, vos sos un forro... —contestó ella. Me arrebató el papel de la
mano con violencia y lo dobló—. Deberías estar orgulloso. Benito sabe
perfectamente quién es el padre. Este dibujo dice que para él sos tan
importante como su padre y que ocupás ese lugar en su corazón. ¿Qué te
pasa?
¿Cómo podés ser así?
—No quiero que se confunda y piense algo que no es. Lo amo un
montón. Pero nunca voy a ser el padre.
Ni cerca estuvo de entender mi punto de vista y si bien se encargó de
comunicarme su posición en un tono de voz elevado jamás comprendí en
qué me había equivocado.
Pero no fue por eso por lo que la relación se terminó. Tampoco fue
porque me negué a casarme con ella el día que me lo propuso o porque no
quise tener un hermanito para Benito. No. Toleró esas cosas. La debacle se
produjo cuando la dinámica de nuestra relación recuperó las peleas y la
violencia que, creímos, habíamos dejado de lado. Poco a poco, como un
asesino sigiloso, la energía que nos separaba constantemente fue creciendo
cada fin de semana. Los únicos días que estábamos plenamente juntos se
llenaban de discrepancias. No me equivoco al decir que las broncas que
antes repartíamos durante la semana, ahora las encontrábamos compactadas
los sábados y domingos, duplicando o triplicando tanto la violencia como la
duración. Ella era tremendamente infeliz. Ahora resultaba que el sueldo era
poco para lo que ella pretendía. Que los alumnos no la escuchaban, la
interrumpían, la boludeaban o la cargaban. Que dos de los otros profesores
habían escuchado rumores sobre su pasado y la trataban como a una
pedófila. Que nada salía bien, que todo se pudría y se destruía. Y yo, que
quería descansar, estar tirado todo el día mirando la tele, salir a comer o
mirar una película, me tenía que fumar sus quejas, de las que nunca salía
inmune. Todo terminaba en que yo era un inútil para hacerla feliz, que no
colaboraba en nada, que no le decía las cosas correctas. Ella nunca estaba
de acuerdo con las soluciones que le sugería ante cada uno de sus
problemas.
Una noche, mientras Valentina trabajaba, sonó el teléfono. Benito y
yo cenábamos mirando los mismos dibujitos de todos los días. El llamado
era de mi laburo: Darío, el fotógrafo. Cinco putas se habían quejado de que
las fotos publicadas en la web eran demasiado irreales y hasta una había
perdido un cliente que se había sentido estafado al comparar la imagen con
la realidad. Era muy mala publicidad para nosotros. Había que retocar todo
de nuevo ya. Era viernes. Las chicas no se podían dar el lujo de no
publicitarse un fin de semana entero. Yo estaba atado de pies y manos. No
podía dejar a Benito con nadie. Puse mil excusas, traté de zafar de mil
maneras. Pero Darío fue contundente.
—Tenés que venir ya. Si no, voy a tener que llamar al jefe para que
me autorice tercerizarlo.
Para Benito fue una aventura. Eran las ocho, habitualmente
cenábamos y a la cama. Le expliqué que tenía que trabajar, que él venía
conmigo y que por favor se portara bien. Era un ratito nada más. Toqué
timbre y me abrió el fotógrafo. Estaba apurado, con el fotómetro colgando
del cuello.
—Qué hacés, pasá, pasá... —dijo mientras me saludó con un beso
rápido. Dejó pasar a Benito sin prestarle atención alguna, cerró la puerta,
trabó y corrió para desaparecer en su estudio. Yo fui a mi oficina. Senté a
Benito en mi escritorio. Le di unas hojas con marcadores para que dibujara.
Lo ubiqué como para que le fuera imposible ver la pantalla de mi
computadora. Abrí los archivos y arranqué con las correcciones. Ambos
quedamos sumergidos en nuestras propias ocupaciones. Él rayaba
apasionado las hojas. Yo comprobaba que, efectivamente, se me había ido
la mano con el brillo y las pieles parecían las de una Barbie. De pronto un
ruido me distrajo. Giré con mi silla, pensando que Darío me quería decir
algo. Pero no. Era una chica. Bah, un avión era. Una morocha
impresionante. Hasta el momento solo las había visto en las fotos. Casi se
me vuelca el café. Percibí ese halo, ese campo magnético que te obliga a
notar su presencia. La chica vestía un jean jaspeado roto en las rodillas. El
ombligo al aire por una remera con la inscripción «Take me home». Hasta le
quedaban geniales las All Star. Los ojos eran de un celeste penetrante:
lentes de contacto. La miré todo lo que mi pudor me permitió, que fueron
apenas segundos. Miré a Benito. Ni había levantado la cabeza del papel. La
chica pasó como una oleada y no la vi más. Retomé mi trabajo, perturbado
por la imagen erótica. Media hora después descubrí de casualidad que parte
del problema de las fotos tenía que ver con el formato en que estaban
sacadas con la cámara digital. Necesitaba que Darío corrigiera eso, porque
si no no había magia que yo pudiera hacer para que quedaran mejor. Era
tarde y me quería ir. Le dije a Benito que me esperara, que ahora volvía.
Abrí las puertas del estudio y me mandé, sin darme cuenta de que el
fotógrafo estaba con la morocha. La chica estaba en tetas, con una tanga
hilo dental, subida a un fardo de paja y tirándose leche encima.
Ni el fotógrafo ni ella se dieron cuenta de mi presencia. Verla así me
excitó. Me quedé parado, en silencio, fisgoneando. Se escuchaban los «clic
clic» de la cámara. El fotógrafo pedía cosas y se movía de lado a lado,
apuntando, disparando.
—Mostrame el orto... así... muy bien... abrí las piernas... arqueá la
cintura... poné carita de que te querés comer una pija... así... bien... tomá
leche de las manos como si fueras un gatito... así...
Fuera del set vi un perchero con ropa: un sombrero de cowboy, botas
de cuero de vaca, ligas y lencería erótica. Después yo tendría que limpiar el
ruido de la foto, alisar las imperfecciones de la piel, disimular los rollitos y
arrugas, mejorar el color, el contraste... El programador web armaba la
página donde figuraba el nombre de la chica, el teléfono de contacto, sus
«servicios» recomendados, si atendía a parejas, si viajaba, si hablaba
idiomas. Por todo eso la chica nos pagaba hasta tres mil pesos. Sólo el diez
por ciento de lo que le volvería publicando su aviso con nosotros.
De golpe, la puta miró hacia donde estaba yo. Asustada, se tapó las
tetas con un brazo. Al pedo: se le salían por todos lados.
—¿Y ese?
Yo reaccioné, porque estaba quedando como un pajero.
—Perdón, le tengo que decir algo a Darío...
—dije.
—Vos no... el nene.
Me quise morir. Ahí estaba Benito. Desobediente,
había corrido detrás de mí cuando salí de la oficina. Tenía los ojos
más grandes que nunca. Recordé que le daba miedo quedarse solo de noche.
No me podía enojar con él.
—¿Cómo te llamás, bebé? —dijo la morocha caminando hacia
nosotros. Era la mujer más exuberante que vi en mi vida.
—Benito —contestó Benito.
—Hola Benito. Yo soy Ámbar.
Cuando lo acosté en la cama esa noche le pedí que guardara el
secreto de lo que habíamos visto. Le expliqué que Valentina se iba a enojar
mucho conmigo si se enteraba de que lo había llevado al trabajo tan tarde.
De pronto, se puso a llorar. Pensé que le estaba metiendo mucha presión,
pero me contestó que le dolía el pito. «A ver», dije. Benito se bajó el
pantalón y comprobé, con cierta ternura, que tenía una erección, tal vez su
primera.
«Me duele y está duro», me dijo con miedo. «Ya va a pasar, es
normal», lo calmé. Me hizo un montón de preguntas. Quería saber por qué
la chica estaba desnuda, por qué le sacaban fotos, por qué se tiraba leche
encima, si era que estaba loca. Contesté a todo con la máxima sinceridad
posible. Cuando se quedó sin preguntas, se dio media vuelta y se quedó
dormido.
A la mañana siguiente Valentina se despertó temprano para desayunar
con nosotros. Preparó el desayuno, mientras Benito jugaba en la mesa con
un muñequito y yo leía el diario. Llegó con el mate y tostadas para nosotros
y el vaso infantil con leche para él. Nos pusimos a hablar de boludeces
hasta que de pronto vimos que Benito hacía algo raro: volcaba el vaso sobre
su mano y lo agitaba, haciendo un charco en el hueco formado en la palma.
El extraño movimiento nos llamó la atención y ambos nos lo quedamos
mirando. Benito, entonces, sacó la lengua y tomó la leche como un gato.
Temí lo peor. Valentina le preguntó qué estaba haciendo.
—Tomo leche como la chica desnuda de ayer —dijo, e
inmediatamente después me miró y se tapó la boca con la misma mano
enlechada, recordando que era un secreto. Valentina clavó sus ojos en los
míos. Sentí un escalofrío. «Qué pendejo buchón», pensé. Una vez más, el
momento de tranquilidad se había evaporado.
Le expliqué a Valentina de mil maneras la situación. La urgencia
laboral, la desesperación por no saber con quién dejar a Benito y, lo más
importante, que era la primera vez que veía una puta en mi lugar de trabajo.
No me creyó. Hay verdades que cuanto más ciertas son más mentira
parecen. Así que callé. Sus gritos arruinaron la paz del comedor. Benito
estaba avergonzado, culposo de haberme mandado al frente. Yo no podía
decirle nada: era peor si encima la madre se enteraba de que había intentado
hacerlo cómplice. La neurosis estaba en marcha y entendí que había una
sola manera de parar con esa locura.
—Vení mañana conmigo al trabajo, así ves que lo que pasó anoche
fue una excepción.
Por supuesto que no esperó al día siguiente. Decía que si le estaba
mintiendo, podía tranquilamente organizar todo como para preparar el
terreno para su visita. Así que dijo:
—Si no tenés nada que esconder, vamos hoy. No tenía nada que
esconder. Así que dejamos juntos a Benito en el colegio y fuimos.
Llegamos tarde. El cambio de planes nos había retrasado. Toqué timbre y
sonó la chicharra del portero. Abrí la puerta. Nos encontramos con un
montón de gente que iba y venía por los pasillos. La recepcionista atendía
teléfonos a dos manos. Darío, el fotógrafo, pasaba con sobres de papel
madera, siempre con el fotómetro colgando del cuello. Aproveché el caos
para pasar desapercibido. Le mostré a Valentina cada parte de la empresa:
«esta es la recepción; acá está el estudio, donde solo entran el fotógrafo y el
productor; acá está vestuario y maquillaje; acá prensa y web; y por acá, mi
oficina». Ella miraba hacia todas partes, buscando, creo yo, que la cantidad
de puertas coincidiera con mi relato, para asegurarse de que no le estuviera
omitiendo información. Pasó la maquilladora y pude adivinar a Valentina
queriendo confirmar que se trataba efectivamente de una persona común y
corriente y no de una prostituta.
—¿Viste? Una oficina como cualquier otra
—dije, con la intención de dejarla como psicótica. Entramos a mi
lugar. Cerré la puerta.
—¿Ni una ventana te dan?
—Si hubiera ventana pediría un black out. Necesito oscuridad para
ver bien los colores en el monitor. La luz los distorsiona.
Le dio lástima reconocer cuál era mi laburo. Mi oficina era un
cuadrado de dos por dos, con nada más que un escritorio, dos sillas y la
Mac. Se sentó en la misma silla que Benito la noche anterior. Se puso a
inspeccionar los juguetes con los que adornaba un poco el escritorio. Giré el
monitor disimuladamente, para que ella tampoco viera la pantalla. Sin
embargo, al rato, como se aburría, vino a ver en qué estaba trabajando. Yo
le bajaba un poco el contraste a los pezones de una morocha para que no
quedaran tan parecidos a un Paty quemado.
—Me gustaría hacer un trío alguna vez —dijo.
Solté el lápiz óptico de la Wacom. La miré y reí, como descreyendo
lo que había escuchado.
—¿Qué? —dijo levantando los hombros—.
Me da curiosidad estar con otra mina.
Seguí con mi trabajo. Ella se puso a caminar en círculos. Miraba los
cuadros de la pared, tocaba los juguetes. No tardó mucho en aburrirse por
completo.
—Me parece que me voy a ir —dijo.
Pensé en reclamarle un pedido de disculpas. Pero no era esa su forma
de actuar. Nunca me había pedido perdón por nada. Así que dije «bueno, te
acompaño a la puerta». Apreté «manzanita S» para salvar el archivo,
banqué los segundos que el Photoshop tardó en guardar y le abrí la puerta.
Caminamos por el pasillo, doblamos en lo que sería la recta final hacia la
salida. De fondo se veía solo el sillón de la sala de espera. Me desconcertó
ver, sentada ahí, a la recepcionista leyendo una revista. Había mucho ruido,
más de lo normal. Mis pies sintieron el peligro. Valentina todo lo contrario.
Se apuró. Pisaba firme, curiosa. Como el mosquito que va hacia la luz
violeta. A medida que nos acercábamos, iban apareciendo más elementos
en la imagen. Vi los talones de Darío, que estaba arrodillado sobre la
alfombra. Entró en cuadro también la vestuarista. Y la maquilladora.
—¿Qué carajo es esto? —gritó Valentina.
Sobre el mostrador de la recepción, una rubia desnuda estaba con las
piernas abiertas. Chupaba un consolador negro de goma. Una pelirroja con
antifaz de terciopelo le chupaba la concha depilada mientras le metía dos
dedos en el culo.
—¡Me mentiste, hijo de puta! —me dijo.
La recepcionista bajó la revista. Todos quedaron congelados,
atónitos, mirando el papelón que hacía mi novia. Incluso las dos putas se
quedaron quietas; la rubia con la boca llena con el consolador y los dos
dedos en el culo. La imagen era bizarra. Imaginé publicar esa foto en la
web. Imaginé porno de payasos. Comedias porno. Chistes porno filmados.
Valentina cruzó el set improvisado, abrió la puerta, salió y cerró de un
portazo.

Cuando volví a casa nos insultamos descontroladamente, sin medir


las palabras. Los dos estábamos hartos del otro. Yo ya no bancaba sus celos.
Ella decía que yo era un perverso, que disfrutaba vendiéndole una familia,
un hogar, pero que mi plan era aprovecharme de ella y de Benito, usarlos
como pantalla para una doble vida. Ofendido y enojado, giré y le di una
piña a la pared de azulejos de la cocina, rompiéndome los dedos. Ella se
abalanzó sobre mí. Me rasguñó la cara y corrió hasta mi habitación. Yo
hervía. Corrí detrás de ella, puteándola de arriba abajo. Entré a mi cuarto
dando una patada a la puerta. Me la encontré sentada en la cama,
amenazante, con un Tramontina en la mano y abrazada a Benito, que
lloraba desconsoladamente, confundido, perdido, desprotegido. Valentina
me toreaba.
—Vení, hijo de puta, dale, vení, acercate si tenés huevos —y me
escupió repetidas veces. Todo mi enojo se desvaneció. La niebla de bronca
se disipó. Observé lo patético de la situación. Nunca había llegado a eso en
toda mi vida. Estaba ocupando un rol conocido, lo había visto en películas,
en diarios, en la tele. Era el típico marido violento, maltratador. No era yo,
no me pertenecía ese rótulo. No quería ser cómplice de semejante escena.
Benito era para mí un diamante en bruto. Quería hacerle bien, educarlo,
darle amor. Me estaba saliendo lo contrario. No podía estar ahí ni un
segundo más. Me tenía que rendir por él, por su bien. Tenía que plantar
bandera, darme por vencido. Había fracasado y los caminos se cerraban
ante una sola salida. Valentina era la madre. Yo no podía hacer nada por
salvarlo. Solo podía retirarme, rechazar las invitaciones a la tragedia que
planteaba constantemente el cerebro de Valentina. Ella necesitaba alguien
para pelear. Yo me había enganchado en esa dinámica, me había deleitado
con el increíble sexo que decantaba esa relación enferma. Ya era suficiente.
Todo había terminado.
No dije nada. Me di vuelta, cerré la puerta. Fui hasta el living y
escribí una nota para Valentina:
«Tenés hasta mañana para irte. No te quiero más en mi casa».
Armé un bolso y me fui a dormir a un hotel.
Era un dos estrellas, pero yo sentía que era el Sheraton. Tenía el
alivio de una enfermedad curada. Podía oler la libertad. Dejé las cosas en la
habitación. Me pegué una buena ducha. Me perfumé con un frasquito que el
hotel dejaba en el baño como cortesía. Me vestí con lo mejor que me había
llevado y bajé al bar. En la barra me pedí un Bloody Mary. Inspeccioné el
lugar. Era decadente. No había una sola mujer. Me había imaginado alguna
ejecutiva de trajecito, comependejos, en busca de sexo. En su lugar, un
gordo borracho pedía su quinto chupito de whisky. Perdí una media hora
con mi trago. Al ver que todo estaba muerto, busqué por la recepción
alguna empleada potable. Eran todos pibes. Me acerqué a uno, haciéndome
el canchero. Pedí el book.
—No tenemos eso acá, señor —me dijo uno de los empleados. Rojo
de la vergüenza, pregunté por la sala de computación. Bajé una escalera
hasta un cuarto abandonado y mugroso, donde había una patética mesa de
ping pong despintada, con la red agujereada. A un costado, una pc del año
del culo, con la conexión a internet más lenta del mundo. Tardé veinte
minutos en conseguir lo que estaba buscando. Volví a mi habitación, levanté
el tubo del teléfono y marqué un número. Me atendió una voz femenina.
—¿Ámbar? —dije.

La mañana siguiente me desperté exaltado. El corazón me latía con


fuerza. Agarré el teléfono y llamé a casa. Sonó y sonó. Una y otra vez
atendió el contestador. Dejé un montón de mensajes: «Valentina, soy yo».
Estaba insoportablemente ansioso. Tanto que no pude evitar abandonar la
habitación apurado. Hice el check-out como quien huye de la policía y corrí
hacia mi casa. El viento me pegaba en la cara mientras esquivaba
transeúntes que me miraban extrañados, pensando, tal vez, que acababa de
robar algo. El hotel estaba a diez cuadras de mi departamento. Llegué
transpirado y agitado. Subí los ocho pisos por escalera: permanecer quieto
en ese estado, dependiendo de la velocidad del ascensor me pareció una
tarea imposible. Abrí la puerta nervioso. El corazón se me salía de la boca.
Me quedé parado con las piernas apenas separadas, temeroso, impotente. El
silencio era profundo. Al fondo, las persianas del balcón estaban bajas, el
departamento descansaba en una penumbra. Algunos rayos de sol se
colaban por la ventana. El living estaba limpio, todo ordenado. Se habían
ido. Dejé las llaves sobre la mesa. Se podía sentir la ausencia, un olor
peculiar a soledad. Como un gato obsesivo analicé la ubicación de las
cosas. Hice un inventario mental de lo que faltaba en el living comedor, en
la cocina, en el baño. Entré a mi habitación. El placard estaba viudo de ropa
de mujer. Su mesita de luz, despejada, vacía. Sus cajones, sin pertenencias,
salidos, evidenciando su partida. Me faltaba solo una habitación por revisar,
la más terrible, la más temida. Arrastré los pies hasta mi estudio. La puerta
estaba cerrada. Abrí y pasé. Era el ambiente de un departamento en venta:
vacío, sin muebles, sin luz, sin vida. Subí la persiana y prendí la luz.
Siempre pensé que lo que me pasó a continuación era una exageración de
las películas, sin embargo, sentí que las rodillas no me podían sostener. Se
me doblaron y caí arrodillado al piso. Vencido, escondí mi cara entre las
manos. Los mocos y las lágrimas habían tomado por la fuerza mi cuerpo
entero.
YO, PEDRO

Conocí a Benito como todo en mi familia: por obligación. Recuerdo que


estaba encerrado en mi estudio, con mis libros de Aurelio, cuando mi mujer,
Ofelia, faltando a mi pedido de no molestar, golpeó tres veces a la puerta.
Al principio no contesté, pensaba que comprendería que estaba ocupado y
que no tenía tiempo para distracciones. Pero insistió. Siempre se sale con la
suya. Cosa que me levanto de mala gana y le abro. Estaba rozagante, con
los pómulos colorados. «¿Estás bien?», le pregunté. «Viene a comer», me
contestó con una excitación que se le salía del cuerpo. Se refería a mi hijo,
Evaristo, que hacía más de tres meses que no veíamos. Él trabaja… —
perdón, después de ese almuerzo nos enteramos de que lo habían echado—
trabajaba en la revista Gente, era el encargado del fotomontaje o ¿cómo es
que lo llama él? ¡Retoque! Eso, era «retocador». Parece que las actrices y
las modelos no son como salen en las fotos. Él les cuidaba la imagen. Las
hacía más flacas, les sacaba las várices, las arrugas. Un día me explicó
cómo hacía, incluso nos mostró una foto de esta actriz, González, antes y
después de retocada y tal cual, nada que ver con la que vemos en la
televisión o en los carteles de la Panamericana. Estaba irreconocible, con
las venitas azules esas que les salen a las mujeres en la piel. Evaristo
siempre nos hablaba de su trabajo con orgullo. La madre, tan cholula, lo
llenó de preguntas sobre si había hablado con ésta o aquélla, si tal era
simpática o si cual otra era descocada como decían en la peluquería. A mí,
la verdad, es que me dio un poco de lástima. Mi hijo era un militante de la
mentira. Ninguno de los dos se daba cuenta. Ofelia, que se pasó la vida
criticándome, admiraba el «talento» de su hijo sin ningún tipo de análisis
crítico. Yo no dije nada, me limité a sonreír para no herirlo, pero en el fondo
sentía una profunda desilusión. Esos eran los genes de mi mujer que habían
prevalecido por sobre los míos, definitivamente. ¡Las revistas! Culpables de
la insatisfacción crónica de la sociedad. Cómplices del lavado de cerebro
junto con la televisión y la pornografía. Mostrándonos lo poca cosa que
somos comparados con la gente que, según los estatutos populares, logró
superarse. ¡Qué farsa más inmunda y cobarde! Y mi hijo era un soldado de
ese ejército, cobrando un sueldo que provenía de lo más vulgar y mediocre
de la naturaleza humana. Hubiera preferido un vástago que luchara por la
verdad, como su padre. En fin, si su felicidad era un departamento y un
auto, allá él. Por lo menos no me jodía, como cuando era más chico y tenía
que salir a cubrir las cagadas que se mandaba. Por suerte se independizó, a
costa de la tristeza de mi mujer que lo lloró de por vida, que nunca pudo
tolerar el terrible abandono que sintió cuando lo vio cruzar la puerta con los
bolsos y, encima, con una sonrisa en la cara. El síndrome del nido vacío, le
dicen los psicólogos. Yo estaba feliz. Una boca menos que alimentar. Ya no
tenía que pagarle nada. ¡Era como si me aumentaran el sueldo! Al día
siguiente ya me había hecho un gimnasio en su exhabitación. Ella sufría,
como siempre. Yo no: había esperado ese momento más de veinte años,
contando los días como un preso.
En fin, que tampoco me perturbó que mi hijo se pasara tres meses sin
llamar. Para Ofelia era una catástrofe. Es que las mujeres se vuelven bobas
cuando son madres. Pierden todo tipo de razonamiento lógico. Todo es el
hijo. Para mi mujer, Evaristo es una especie de superhéroe. Cada vez que
habla de él parece que hablara del mismísimo San Martín. Le dije mil veces
«hacete ver por un psicólogo, la manera en que ves a tu hijo no es normal».
Ella, nada. Siempre en el mundo de la fantasía, pensando que ese peludo de
veinticinco sigue siendo su bebito de un año que la necesita imperiosamente
porque sin su cuidado, se muere. Como ya dije, hacía tres meses que Ofelia
no me hinchaba más que para llorarme que no sabía nada de Evaristo, que
por ahí le había pasado algo. Yo prefería eso a verla insoportablemente
ansiosa como ahora. «Dijo que nos va a presentar a una chica nueva»,
concluyó. Y yo me la vi venir.
El domingo la casa estaba decorada como para Navidad. La tuve que
ayudar a lavar y secar la vajilla para grandes ocasiones y me transformé en
un ayudante de cocina, esos que los chefs tienen para el cachetazo. Tuve
que sacarle la funda al Sierra y me hizo gastar en nafta solamente para ir al
supermercado para llenar el baúl de bolsas. «¿No podías llamar y que lo
manden?», le reproché. «Vos sabés el lío que es la autorización para entrar
al country, mejor vamos en el auto y chau». Hasta me lo hizo lavar, al
coche. «Qué va a pensar la chica si ve que tenés el auto todo mugriento,
llevalo al lavadero mientras yo compro en el súper», me dijo.
«Claro», le contesté, «le voy a pagar diez pesos a un tipo para que le
tire un poco de agua… lo voy a lavar yo, que aparte te lo rayan todo, total
qué les importa, si son peones que cobran dos mangos, no se van a poner a
cuidarte el coche». Así que en vez de levantarme el domingo y hacer mi
rutina mientras ella duerme, tuvimos que saltar de la cama al mismo
tiempo. En vez de caminar, no me quedó otra que manguerear el Sierra. En
vez de encerrarme a estudiar, me tuve que poner a secar platos. La historia
de mi vida. Fuimos al súper. Llenamos el baúl. Trajimos las bolsas.
Lavamos la vajilla. Pusimos la mesa. Cocinamos para un ejército.
Reconozco que ella también hizo esfuerzos. Limpió las ventanas, baldeó los
pisos, fue a la peluquería y no se compró ropa nueva porque se lo impedí,
que si no, también hacía esa locura. Por supuesto que no me dejaba decir ni
mu. Para ella Evaristo se iba a fijar en todo. ¡Mentira! Si ese malagradecido
jamás notó los esfuerzos que hicimos por él, nunca nos agradeció haberlo
mandando a un colegio privado; nunca colaboró con los gastos, ni siquiera
cuando trabajaba y cobraba un buen sueldo. ¡Lo ahorraba para tomárselas!
Mirá si se iba a fijar en las servilletas con mariposas y los cubiertos
brillantes. Su hijo es un déspota y ella tiene el Síndrome de Estocolmo. Está
ciega. Por él sale corriendo por cualquier motivo. Ahora, le pido algo yo y
es un trámite municipal.
Los chicos llegaron en punto, eso se lo tengo que reconocer. La chica
venía atrás, medio tímida, aunque me pareció muy linda para él. De pronto,
en mi campo visual apareció, escondido como un cachorro detrás de las
piernas de la madre, un niño. Noté los ojos desencajados de mi mujer que,
evidentemente, desconocía el dato. Sé que debe haber pensado que era un
hijo de Evaristo, porque todo en su pensamiento es novelesco y dramático.
Un ejemplo más de su ceguera: bastaba mirarlo para darse cuenta de que no
se parecía en nada, ni en los ojos, ni en el color del pelo, ni en la tez, ni en
la forma de caminar. No era un Meijide. «¡Hola!
¡Bienvenidos!.. ¿Y este nene tan lindo? ¿Quién es?», dijo
disimulando y queriendo que le disipen la duda lo más rápido posible. «Es
Benito, el hijo de Valentina», aclaró Evaristo. «Hola Ofelia. Pedro, mucho
gusto», dijo la chica y nos dio un beso. Después subió al nene a upa, quien
miró a mi mujer un segundo y giró cuerpo y cabeza cosa de poder
esconderse contra el cuello de la madre. «Parece que estamos tímidos», dijo
sonriendo mi mujer con habilidades pediátricas. «Menos mal», siguió, «si
hay algo que odio es que los nenes chiquitos me den un beso». «Qué suerte
entonces, Ofelia, los besos de Benito son horribles», dijo la madre
sumándose al estúpido juego. El nene —¡más bobo!— se comió toda la
actuación y entró como un caballo, intentando darle un beso a mi esposa
mientras ella fingía que le daba asco. Yo preferí darle un abrazo a mi hijo y
lo acompañé adentro, así comíamos y se iban rápido. Minutos después
observé la obra de teatro típica de este tipo de reuniones. La chiquita de
turno, que se hace la que quiere colaborar, viaja mil veces a la cocina para
volver con fuentes, vasos o lo que sea. Mi mujer mostrándole la casa como
si fuera un agente inmobiliario. Evaristo llevaba al nene de la mano,
inventaba juegos para divertirlo y yo, sentado en la cabecera de la mesa,
miraba el reloj sin poder creer la deformación de mi domingo.
Una vez sentados, la otra farsa. Mi mujer ofreciendo la comida con
modales que no tiene conmigo, «Valentina, ¿gustarías ensalada de zanahoria
y huevo?». Evaristo, que en su vida colaboró en familia, ¡cortándole la
comida al niño y ofreciéndose para buscar hielo al freezer! «¿Qué es esta
parodia», pensé. «Parecemos una propaganda de Coca-Cola». Tenía que
hacer una de las mías para compensar tanta falsedad, así que, sabiendo la
que se me venía después, me propuse dejar en claro que las tonterías no
iban conmigo. «Contame Valentina, ¿y el padre del chico? ¿Quién es?»,
pregunté con toda la inocencia fingida del mundo. Jajaja… tendrían que
haber visto cómo los ruidos de cubiertos frenaron al mismo tiempo… Ofelia
la quiso pilotear, hablándome como si yo tuviera la misma edad de Benito.
«Ay, Pedro, eso no se pregunta», y después, mirando a Valentina:
«Perdonalo, mi marido carece de tacto». La piba no se achicó. Volvió a
cortar el pedazo de carne, me miró y eludió la respuesta diciéndome:
«es una historia larga, otro día te la cuento bien». Evaristo me miraba
con odio desde la otra punta. No sé por qué tanto escándalo. Benito estaba
entretenido jugando con una bola de miga de pan, ni escuchó lo que dije ni
nada. Es mi mujer, que es una exagerada. «Perdón si te incomodé… no fue
con mala intención», corregí poniendo mi mejor cara de viejo gagá,
personaje con el que saco muchos beneficios en distintas situaciones. «No
hay problema, Pedro, no te preocupes», dijo la chica. Y el almuerzo siguió
en paz. Durante el postre Evaristo contó su despido de la revista. A Ofelia
casi le da un infarto y yo, la verdad, me preocupé de que me pidiera dinero
o quisiera que lo mantuviera hasta que encontrara trabajo de nuevo. Sabía
que apenas se fueran, Ofelia me iba a venir con que teníamos que estar para
sostenerlo económicamente si no lograba recuperarse. Sin embargo me
tranquilizó verlo firme y decidido. Sin miedo. Dijo que estaba escribiendo,
que le gustaba eso. Le pregunté qué pensaba sobre la nula entrada de dinero
que daba la literatura. «Preguntale a Stephen King si gana poco», me
contestó, preocupándome con su fantasía de que podía ser como el Rey del
Suspenso, pero enseguida me tranquilizó: «Siempre puedo hacer trabajos de
retoque freelance, para la misma revista que me echó, para otras o para
publicidad, de última». Más tarde lo agarré de un brazo y me lo llevé a la
cocina. En secreto le pregunté si lo habían indemnizado bien. «Poco más de
quince mil». «Muy bueno», me alegré, pero enseguida le aconsejé que se
guardara una parte para los gastos del día a día y que la otra la pasara a
dólares. «Dámelos a mí, que tengo un amigo que labura en una mesa de
dinero, así le sacamos una renta», mentí. «Estaría bien», me dijo, «en la
semana te lo traigo». Me quedé tranquilo: era mi deber protegerle esa suma
para que no se la patine ni se la coma su nueva novia con el niño.
Volvimos al living. Ofelia la estaba internando a la pobre piba
mientras tomaban té. Hablaban de bebés, de pediatría, de enfermedades
típicas. Evaristo corrió como un pollerudo y se sentó al lado de la novia
mientras yo me percaté de que el niño no estaba a la vista. La madre no
parecía consciente de la ausencia del vástago, lo cual me preocupó, porque
todo lo que entra a mi casa me perjudica exclusivamente a mí. Un día
Ofelia vino con un gato con la loca idea de quedárselo —lo había
encontrado en la calle—. Ni medio día duró. Al rato de apoyarlo en el piso
ya estaba afilándose las uñas en la puerta de mi estudio, así que lo saqué de
una patada con la prohibición de por vida de que vuelva a entrar un bicho.
Ahora había metido uno humano. Aproveché para desaparecer, con
curiosidad sobre el paradero del niño este. Dicho y hecho. Cuando llegué a
mi escritorio ahí lo vi, paradito, mirando como hipnotizado mi terrario de
hormigas. Agradecí que no me hubiera destruido los libros o se hubiera
puesto a jugar con mis cosas. Pensé en agarrarlo del brazo y sacarlo con
violencia, sin embargo tuve la cortesía de acercarme tranquilo. No se asustó
al verme. Intenté marcar el territorio, que entienda que conmigo no se
juega. «Este no es un lugar para un niño», le dije con autoridad. Él ignoró el
tono. Con voz aguda, imperfecta, me señaló el terrario. «Omigas», dijo.
«Ni hablar sabe», pensé, pero en cambio contesté
«sí, sí, hormigas… son mis amigas». «Pisar», dijo él, y con el piecito
hizo la mímica de aplastar contra el suelo. Comprendí entonces lo mal
educado que estaba. «No. Las hormigas son buenas, no se matan. Son como
nosotros. Me gustan porque me recuerdan cuál es nuestra naturaleza.
¿Sabés lo que es la naturaleza?». El niño me miró. «Árboles», le dije.
«Plantas». «Hormigas». «Naturaleza». «Hombre asesino». No dijo más
nada; sin embargo le llamó la atención mi cola de caballo de pelo blanco y
la señaló. Bajé la cabeza para que la viera de cerca. Error. Se puso a jugar
tirándome del pelo como si fuera un juguete. Entonces lo paré. «A Pedro no
se lo toca», le dije con energía. «Pedo», repitió.
«No, no. Con erre. Ped-rrrrro». «Pedo», insistió.
«Bueno, Pedo», dije mientras lo agarré de la mano y caminamos
lento hacia el living. «Se perdió un niño» le dije a la madre. Se lo alcancé.
Me senté en la rondita de sillas y me tomé un café que mi mujer se dignó a
prepararme. No pasó nada excepcional de ahí en adelante hasta que por
suerte los vi ponerse de pie y decir «Bueno, nosotros nos vamos». Ofelia
insistió con que se quedaran un poco más, que no había tenido tiempo de
jugar con Benito. La chica le dijo que otro día se lo traía, que no iba a faltar
oportunidad. «Dale un besito a Ofelia», le ordenó al niño, que esta vez sí
respondió. Cuando me tocó mi turno lo quise saludar dándole una palmadita
en la cabeza pero el niño me tiró un abrazo con esos dos brazos de enano,
sorprendiéndome. Sentí que me ponía colorado, mientras la madre lo
festejaba: «Ay, qué abrazo cariñoso». Ofelia se reía, me gastaba. Apenas el
auto arrancó me encerré a estudiar para eludir la depresión posparto de mi
mujer cada vez que el hijo se alejaba de su ala.
Luego de ese almuerzo, Evaristo volvió a ausentarse durante
semanas. Pese a ser su comportamiento común, Ofelia seguía hinchando
con que seguro le había pasado algo. «Ya nos habríamos enterado, Ofelia, él
es así, si ya lo sabés,
¿por qué te hacés problema?», le repetía como un loro cada vez que
tocaba el tema. «Por ahí se peleó con la chica y está deprimido»,
contestaba. «Puede ser, pero qué le vamos a hacer, más que llamar y dejar
un mensaje no podés, no lo vas a obligar a que te cuente lo que le pasa si no
quiere». «Todo esto es porque lo dejaste irse de casa, tan chiquito», repetía.
Siempre volvía con esa. Yo era el culpable de todo. Ni le discutía ya sus
argumentos, sabiendo que carecían de todo sentido lógico. Lo que hablaba
no era su boca, sino su deber de madre herido. «¿Vos te escuchás lo que
decís?», decía yo, pero ella rebufaba y aumentaba su enojo. Según su
criterio, el día que Evaristo decidió hacer sus bolsos y dejar el hogar yo
debería habérselo prohibido. Supuestamente la falla fue mía por no haber
impuesto mi autoridad paterna. Ella olvida dos cosas. La primera, que la
filosofía de libertad total con que lo criamos fue consensuada por ambos. Y
el resultado de esa libertad es también soportar el dolor de verlo volar. Yo
entiendo, ella pensaba que esa forma tan liberal de educarlo era como un
cheque: que él valoraría ese regalo y quedaría agradecido a nosotros para
siempre, o a ella sobre todo, y que ese amor se transformaría en eterno,
quedando, incoherentemente, preso de esa relación con su madre. Así
piensa en el fondo mi mujer. Siempre quiso a su hijo atado a su lado, pero
sin la soga. Ya intenté explicarle que los hijos son pájaros a los que uno les
enseña a volar para soltarlos. Pero no entiende. No quiere entender, mejor
dicho. A esta altura, que se jorobe. Cada uno cree en lo que quiere creer. Un
ejemplo más de la mentira elegida con un fin. Se compró la novela de la
madre abandonada. Toda su vida se rige por ese dolor: unos días más, otros
días menos, pero siempre con ese sentimiento constante, crónico. Estoy
seguro de que si lo dejara ir, Evaristo se acercaría más a ella. Lo presiona
tanto, incluso sin hablar, demostrando hasta con la transpiración que su
intención es poseerlo obsesivamente, que es lógico que él huya
despavorido. En eso, sale al padre. Además, siendo honesto, esa educación
a mí me sirvió para no tener que involucrarme, eso también es cierto. ¡Las
cosas que me evité enarbolando esa bandera! Pero yo creo que, partiendo de
la base de que le hice un favor a mi mujer dándole un hijo, era justo que ya
que lo deseaba tanto se encargara ella de su crianza. Para mí fue como
regalarle un cachorrito. Yo lo pago, está todo bien, pero es tuyo, y te
corresponde a vos alimentarlo, sacarlo a pasear, limpiar sus necesidades. Yo
puedo jugar de vez en cuando, tirarle un hueso, pero nada más. Tampoco lo
entiende. Me pasa siempre factura de que ella hizo de madre y de padre al
mismo tiempo, que yo solo aparecía cuando me convenía. En esos
momentos me gustaría recordarle quién ponía el dinero. Y la que me comió
Evaristo. El colegio, los juguetes, las vacaciones. Fue la peor inversión de
mi vida. «Apenas cumplas los dieciocho tenés que trabajar», le dije un día
cuando él tenía, no sé, diez. No lo cumplió hasta que se fue de casa, ¿cómo
iba a ponerme firme y prohibírselo, si era lo que yo más quería?

Un día mi hijo volvió a aparecer sin previo aviso. Ofelia estaba en el


trabajo y especulé lo que se iba a enojar cuando se enterara de que el hijo se
había presentado en su ausencia. Me llamaron desde la puerta del country
pidiendo permiso para dejarlo pasar. Tuve que abandonar mis tareas para
recibirlo. Recuerdo que por ese tiempo estaba como loco buscando, por un
lado, un vehículo grande, un carromato o un bus para alquilar. Lo
necesitaba para el Gran Día: debía transportar alrededor de veinte personas
hacia Villa Gesell. Además, tenía que encontrar la forma de conseguir a un
policía corrupto para cerrar con moño el cupo de mi grupo suicida. Cerré
libros y guardé papeles. Apenas salí, él llegaba. Entró el auto al garaje. Noté
que estaba solo. Se bajó, me saludó levantando un brazo pero en vez de
venir hacia mí, abrió la puerta trasera y recién ahí me di cuenta de que había
un pedazo de frente que no había visto. Benito estaba atrás. Lo bajó y
caminaron hacia mí. El niño le soltó la mano a mi hijo y vino corriendo,
estirando los brazos al grito de «¡Pedo!». Me abrazó las piernas mientras yo
le decía «Ped-rrrro». Detrás llegó mi hijo, con quien nos dimos un abrazo.
«Te traje la guita». «Perfecto», le dije. «Y vas a tener que bancarte a Benito
un rato, porque vino todo el viaje diciendo que tenía que saludar a tus
hormigas». «¿Y la chica?», pregunté, más que nada para pasarle después la
información a mi mujer. «Bien, hoy laburaba, así que nos quedamos los
hombres solos, ¿no, Beni?». «Sí», dijo escueto el niño. Lo vi más grande,
con el pelo más largo.
¿Crecen tan rápido los chicos? Parece que sí. Junté un poco de
paciencia y caminamos hasta el estudio.
«Ahí las tenés», le dije señalando el terrario. «¡Hola, omigas!» dijo
moviendo la mano como un otario, como si los insectos pudieran entender
su presencia. Evaristo se puso a su lado y le preguntó cómo se llamaban.
Estuvo bien, porque el niño señalaba cualquiera y él le inventaba un
nombre. Nosotros aprovechamos para hablar de lo nuestro. Abrió su
mochila y sacó fajos de billetes de dólar. Recibí el dinero, no pudiendo
evitar los cálculos que me aparecieron en la cabeza. Sentí que volvía algo
de lo que había gastado en su alimentación y educación. De fondo se
escuchaba a Benito enunciando una batería de nombres. Evaristo le daba un
poco de bola, asentía con la cabeza o preguntaba «¿Así que esa hormiguita
se llama María? ¿Como la maestra del jardín?». Conté diez mil dólares
exactos. «Con el resto tiro como seis meses sin laburar», me dijo.
«Ojo con la chica, ¿eh? No dejes que te coma el dinero. El niño no es
tuyo», le dije. «Ya sé, viejo, no te preocupes», contestó. «Bueno, le doy esto
a mi amigo, así la ponemos a laburar. Si la necesitás me la pedís con un día
de anticipación». «Genial, gracias, pa. ¿Vamos a buscar a mamá, Beni?»,
dijo después mirando al niño. Pero Benito no se quería ir. «Me faltan
nombres», dijo, y noté que su vocabulario había crecido. «Otro día venimos
y les ponemos los nombres a las que faltan, ¿querés?». «Bueno», dijo
resignado. Salimos del estudio, caminamos hasta la puerta. «¿Cuántos años
tiene», le pregunté a Evaristo.
«Está por cumplir tres», me contestó. «A esa edad te llevé a la cancha
por primera vez. Tenemos que bautizarlo, ¿no te parece?». «Hay que ver si
la madre nos deja. Pero, sí, tenemos que llevarlo. Por ahí para el
campeonato que viene». Asentí. Los saludé, se metieron en el auto y se
fueron.

Luego de mucho buscar conseguí el vehículo perfecto para mis


planes. Encontré un aviso en Segunda Mano donde un señor de Santa Fe
alquilaba una joyita: un micro escolar Mercedes Benz, año
´84, todos los papeles en regla, dos neumáticos nuevos, batería recién
repuesta, perfecto estado de chapa y mecánica. Corté el aviso desesperado.
Me comuniqué enseguida con el anunciante. Fingí desinterés durante toda
la conversación. Negocié que si algo del aviso no coincidía con la
descripción, compartiéramos los gastos de mi viaje hacia la provincia. Me
gustó su respuesta. Me aseguró que nada era falso y que apenas viera el
estado del micro no dudaría en llevármelo. Armé un bolso, me presenté en
Retiro y me tomé un Rápido Argentino solo ida, de lo confiado que estaba
de que regresaría manejando el escolar por la Ruta 9. El viaje me recordó a
otro que hice a San Pedro, escapando de unos fantasmas que me perseguían.
Una historia larga que no tengo intenciones de contar, solo que el
sentimiento de desarraigo fue parecido. Algo me cosquilleaba adentro. En
aquel momento era una sensación de libertad, de un futuro más liviano. Y
creo que un poco de eso se repetía ahora, si bien ese futuro era distinto, los
nervios respondían a que si el micro me gustaba estaría muchísimo más
cerca de mi objetivo, de ese final soñado. Aurelio crea personas valientes,
de eso no hay duda. ¿Cuántos tienen el coraje, como yo, de tomar total
responsabilidad de la vida que llevé y darme incluso el lujo de elegir mi
propia muerte? La gente está asustada de todo y ese miedo la controla.
Gracias a la escuela aureliana ese había dejado de ser mi caso. Pese a los
nervios, dormí todo el viaje. Me desperté al escuchar las pastillas de freno
del micro y el aire neumático de las puertas al abrirse. La gente se paró,
agarrando sus bártulos con apuro y empujándose en el angosto pasillo del
vehículo. Esperé a que el paso se liberara. Recuperé mi bolso y bajé con
tranquilidad. Compré un mapa en un kiosco y busqué la dirección.
Tomarme un taxi era lo más simple, pero no iba a gastar de más, por lo que
caminé hasta la parada de colectivo más cercana y así llegué por monedas a
la casa del anunciante. El micro estaba estacionado enfrente. Antes de tocar
timbre lo inspeccioné, buscando algún bollito que justificara una baja en el
precio. Como no encontré nada, saqué una llave y lo rayé en el
guardabarros trasero. Hundí la uña en el rayón para asegurarme de que
debía repintarse y que no podía sacarse con Autopolish. Soplé para quitar
los restos de pintura. Crucé y ahora sí toqué timbre. Me atendió un hombre
muy afable, típica personalidad campechana de provincia. No dije que era
porteño, para no generar antipatía en el hombre y para poder ablandarlo en
la negociación sin que su odio por los oriundos de Capital lo pusiera duro.
Me hizo un tour alrededor del micro. Abrió el motor, me mostró las
reparaciones con repuestos originales. Después subimos. Estaba impecable.
El volante tenía el forro característico y brillante de los viejos colectivos de
la línea 60, al igual que los accesorios que cubrían la palanca de cambios y
los dados de felpa a los costados del capó, que permitían calcular el ancho
del ómnibus cuando había que pasarlo por algún lugar estrecho. Los
asientos de cuerina estaban impecables, nada de gomaespuma saltando a la
vista. Me mostró el funcionamiento de las puertas mientras me contaba que
el micro tenía dirección hidráulica y que, por supuesto, cargaba diesel, dato
que me encantó. Bajamos. Mantuve la cara de póker con los pequeños
gestos de desinterés que uso siempre que tengo que negociar algo. El
ómnibus era perfecto, me lo tenía que llevar sí o sí. Caminé alrededor del
bus, pateando las ruedas y pasándole la mano por encima del dibujo. «Estas
son nuevas», dijo. Asentí. Llegando a la cola,
«descubrí» el rayón. El tipo se agarró la cabeza, me juró que la chapa
estaba intacta, que debía de haber sido un accidente muy reciente, que
perdón, que igual se podía retocar con un poco de pintura, que él tenía un
frasquito que le había sobrado del último repintado. Yo me planté. Me
enojé, diciéndole que si hubiera aclarado por teléfono que había que
repintar una zona ni me habría tomado la molestia de viajar, que no podía
ser, que incluso lo habíamos discutido, en fin, que me aproveché de la
honestidad del hombre y quedamos en descontar la mitad de lo que me
había salido el pasaje de micro y me rebajó un poco el importe del alquiler.
Negocio redondo. Volví manejando el escolar naranja tal cual lo había
soñado. Una demostración de que cuando uno camina hacia la dirección
correcta todo sale como debe ser. Otra de las verdades de Aurelio puesta en
práctica. Llegando a Panamericana se me presentó una duda. ¿Dónde iba a
guardar el micro? No quería que Ofelia lo viera, no podía explicarle nada de
lo que pasaba. En vez de seguir hasta el country me adentré en el pueblo en
busca de algún garaje barato o galpón, pero no encontré nada. Así que lo
tiré por ahí. Lo estacioné cerca de la plaza y volví caminando a mi casa.
La idea apareció casi como un sueño. De pronto, las cosas que me
estaban pasando en ese momento —la organización del suicidio masivo, la
preocupación por encontrar la manera de atraer al policía corrupto a nuestra
doctrina, la reciente aparición de Benito interrumpiendo mi tranquilidad—
se mezclaron en mi cabeza y escupieron la solución al enigma. Me sentí un
tonto por no haberlo visto antes, estaba tan claro, tan a la vista. Atrapar a
esa escoria de la sociedad era ciertamente un desafío gigante para mí, la
frutilla del postre. ¿Qué me preocupaba? Que no se trataba de hacerlo
desaparecer. Tenía que generar en él un interés por los libros de Aurelio, por
nuestra filosofía. Debía llegarle muy profundo para tocarlo en lo más
íntimo, lograr que sintiera el deseo moral de matarse. Lo difícil era que las
personas de su calaña carecen de culpa. Piensan que tienen derecho a
extorsionar, a abusarse del poder que esa institución ridícula les da, porque
nosotros, los miembros de la sociedad consumista les creamos esos trabajos
apestosos para que nos defiendan de la mierda pero les pagamos muy poco.
Entonces ellos, tal vez con algo de razón, se cagan en nosotros, los débiles
burgueses, y se encargan de conseguir el dinero extra que sienten que les
corresponde exprimiendo la misma mierda que se supone deben combatir.
Para colmo les cagamos la cabeza, los sumergimos en toneladas de basura,
en el inframundo de los delincuentes, los violadores, los ladrones, los
drogadictos. Los hacemos interactuar con el miedo, con esa gente que no
tiene nada para perder, con los desquiciados que encima aprendieron a
odiarlos. Los tiramos a los leones por dos pesos, pretendiendo que, como
robots, sin sentirse esclavos de un sistema perverso, respondan a su función
con excelencia, disfrazando nuestro desprecio con el nombre de
«vocación». Tenía que hacerlo pensar en todas estas cosas. Leerle en voz
alta sus propios pensamientos. Sacárselos a la luz. Hacerlo entender…
hacerlo entender. Sentado en mi estudio, pensando la mejor manera de
entrarle, se me apareció el Padre Juan en fantasías. Lo vi en la oscuridad de
su iglesia rodeado de niños desnudos. Los acariciaba. Entonces visualicé a
Benito entre esos niños y la idea cerró con un imaginario clic. Un llamado
anónimo al policía lo haría acudir a la iglesia. El impacto de ver esa imagen
sería contundente. Ahí entraría entonces el poder oratorio del padre Juan.
Le explicaría que su naturaleza es pedófila, que no puede luchar contra eso.
Engancharía después con el ejemplo de la policía, también corrupta por
naturaleza. Le enseñaría los conceptos básicos de la filosofía de Aurelio, un
resumen rápido pero emocionante de mi charla introductoria del día en que
lo conocí. Jugaría con los sentimientos del policía, provocándolos con cada
frase. El cura debía llevarlo a sentir la necesidad de matarse para terminar
con tanta porquería. Eso era lo que debíamos hacer.
A partir de entonces dediqué mis días a investigar. Como un ladrón
de bancos, me instalé en un café con vista a la comisaría y anoté los
horarios de entrada y salida de nuestro vigilante hasta dar con un patrón que
me indicara sus movimientos. Admito que la actividad de espionaje me
separó bastante de mi mujer, prácticamente ni estaba en casa. También me
sacó de mi rutina de estudio y el planeamiento del suicidio entró en una
etapa de transición. Igualmente no me pareció un problema, ya que al tener
el micro alquilado, una vez que consiguiera a nuestro último pasajero solo
me quedaba conseguir las garrafas de gas natural y los burletes para impedir
la entrada de aire. Debíamos morir mirando el atardecer desde el mejor
lugar que yo conocía, el balneario más alejado de Villa Gesell, rodeados de
esas dunas impresionantes, ofreciendo nuestros últimos suspiros a la
naturaleza. Durante ese tiempo me encargué de hablar bastante con mi hijo,
por una razón interesada pero necesaria. Ganarme su confianza no era
difícil: soy el padre.
Lo que debía conseguir era convencer a la madre de Benito en mi
papel de abuelo y así lograr que me dejaran hacer planes con el niño a solas.
Era un trabajo de «omiga».
El primer paso fue llevarlo a la cancha. Llamé a Evaristo fingiendo
entusiasmo y me ofrecí para comprar las cuatro entradas (el gesto no-
machista le iba a gustar a Valentina). Dos días después me dio luz verde.
Nos tocó jugar un domingo. Los tres vinieron a almorzar a casa. Ofelia tuvo
un tiempo para disfrutar de su hijo y jugar con su especie de nieto. Después
del café me escabullí, entré sin que me vieran en mi estudio, abrí uno de los
cajones que tenía cerrado bajo llave y saqué una camisetita de Argentinos
Juniors con el nueve del Tanque Yaqué. Cuando entré al comedor estaba
cada uno en la suya: Ofelia jugando con Benito, Evaristo leyendo la Viva
con Valentina apoyada sobre su hombro. Llamé la atención de todos con un
misterioso «miren lo que tengo acá…» Cada uno levantó la cabeza, menos
Benito, que intentaba encajar inútilmente dos piezas de un rompecabezas
bastante facilongo. «Ey, Benito» —dije—, «tengo un regalo para vos». Ahí
sí el niño materialista me miró. Yo tenía la camisetita escondida detrás de la
espalda. Hice con la boca un redoble de tambores. Debo confesar que sentí
cierto placer en estirar el misterio, jugando con la ansiedad de Benito, que
se salía de la vaina por ver el regalo. Cuando se estaba volviendo aburrido
tanto redoble, saqué la bolsa al grito de «¡Tatán!». El nene agarró la bolsa
extrañado, no comprendiendo qué era. Evaristo se acercó y lo ayudó a
desenvolver el paquete. Dio con la camiseta y mi hijo la extendió para que
todos pudieran verla bien. «¡Qué grosso, Beni, la gloriosa camiseta de
Argentinos!», dijo. Benito se sonrojó y miró a la madre, creo yo, pidiendo
permiso para ponerse contento, ya que desconocía hasta ese momento el
valor emocional de semejante regalo.
«Vení, vamos a ver cómo te queda», dijo la chica. Entre los dos le
movieron los brazos al niño, como a una marioneta. El cuello de la camiseta
casi no le pasa por la saviola. Pero al final, ante mis ojos, lo vi ahí parado,
feliz, como cualquier bichito colorado, con la casaca del Campeón de
América abultada sobre los dos polar que la madre le había puesto para que
no tuviera frío en la cancha. Recordé como en un flash la primera vez que
me calcé esos colores y me arrebataron unas ganas de llorar que tuve que
esforzarme por controlar. Miré a mi hijo y noté en sus ojos el mismo
orgullo. Evaristo lo alzó en hombros y empezó a cantar «¡Soooy, del
bicho… soooy del bicho… del bicho… yo soy!». Me descubrí sumándome
con real excitación al canto y comprendí que iba a vivir uno de los mejores
domingos de mi vida. Me lo tomaría como la primera despedida de las
cosas que me gustaron de este mundo. Entendí que ya que moriría dentro de
unos meses, estaba delegando mi pasión por Argentinos, por el ritual de ir a
la cancha con mi hijo —que había desaparecido cuando comenzaron a
televisar los partidos y subieron tanto el precio de las entradas— en Benito,
sembrando esa semillita de pasión que perduraría cuando mi cuerpo y alma
ya no estuvieran. Entonces no pude controlar las lágrimas y rompí en un
llanto angustiante. Ofelia se me quedó mirando sin entender y tuve que huir
de ahí para no asustar al niño. Dije «voy al baño». Me senté en el inodoro
con la tabla baja y descargué una tristeza que no sabía que tenía. Fueron dos
minutos, no más. Después, con la misma rapidez con que deja de llover, mi
cara dejó de expulsar lágrimas y volvió a su rictus normal. Me tomé unos
minutos para lavarme la cara con agua fría, me saqué la gomita del pelo,
peiné mis pelos largos y blancos, rearmé la cola de caballo, me acomodé la
camperita de tenis blanca y salí como si nada hubiera pasado. Ofelia me
preguntó si estaba bien, mientras Evaristo y Valentina, incómodos,
disimulaban poniéndole la campera inflable con capucha a Benito,
preparándolo para el Polo Norte.
Me saqué de encima a mi mujer, me puse una bufanda blanca, boina
blanca y la camperota del mismo color y nos subimos al auto. Valentina fue
muy amable en dejarme el lugar del copiloto. Ató a Benito en el asiento de
atrás y salimos para Caballito.
¡La cara que tenía el niño! Se salía de la vaina. Súper excitado, no
paraba de hablar, saltar y moverse. Cuando llegamos tiramos el auto donde
pudimos. Evaristo le quiso pagar al trapito que pedía ¡diez pesos! para
cuidarlo. Caminamos entre la gente con banderas y camisetas rojas. Benito
estaba agarrado de las manos de Valentina y mi hijo y se balanceaba hacia
adelante como si estuviera en un columpio. Yo apuraba el paso porque ya
tenía ganas de entrar y sentarme. De pronto vi una cámara de TyC. Giré,
agarré a Benito en brazos y encaré al cameraman.
«Mirá, filmalo…», dije, «…es el primer partido de su vida, tiene tres
años». El tipo de la cámara nos apuntó pero a Benito le dio vergüenza y no
dijo ni mu, pese a que Evaristo y yo tratamos por todos los medios que
dijera aunque fuera «Vamos Bicho». Una vez adentro le compré una Coca y
un pancho. Gran error, porque se manchó el cuello de la gloriosa casaca con
mayonesa. El partido empezó. Me puse los auriculares de mi radio para
escuchar el relato, abstraído de lo que sucedía a mi alrededor, pero la treta
me duró apenas unos minutos. Evaristo me tocó el hombro y tuve que
liberar uno de mis oídos.
«Pa, Benito quiere ir con vos», me dijo. Como parte de mi plan se
estaba cumpliendo, acepté. El niño pasó entre las rodillas de Valentina,
pasando de mano en mano hasta llegar a mí. Lo subí a upa, quedando sus
dos piernitas colgando a ambos lados de mi muslo. Se quedó quietito,
sorbiendo de vez en cuando de la pajita de la Coca, cuando en un momento
noté algo particular. Tenía el vaso de telgopor agarrado con las muñecas y
como podía, aplaudía con las manitos acompañando el ritmo de los bombos
que sonaban en la popular. Volví a sentir una emoción traicionera: recordé a
mi viejo llevándome a la vieja cancha de La Paternal, cuando me enseñaba
con paciencia algunos nombres de los jugadores más importantes o
caminaba de la mano ralentando el paso por mí, mientras disfrutaba en
silencio del momento. Miré hacia un costado para disimular las lágrimas y
me recompuse. Fue un muy buen domingo. Gritamos todos juntos el gol de
Yaqué y volvimos felices a casa.

Hacía muchísimos años que me había preparado para el momento en


que aparecieran los miedos. Sin embargo, pese a tanto estudio y
conocimiento de la vida, me sorprendió una madrugada el temor a la
muerte. Me levanté de golpe de una pesadilla. Me quedé sentado en la
cama. Miré a mi mujer, que dormía como un tronco. Observé la habitación
en penumbras. Quise volver a dormir pero fue imposible. Así que me
levanté y me fui al estudio, donde me quedé teniendo un ataque de pánico
en soledad. Podía palpar la cercanía de la muerte. Faltaban meses apenas
para dejar de respirar. Imaginé mis últimos minutos. Luché con la culpa que
me provocaba abandonar a la mujer y el hijo que nunca quise tener, que se
entrometieron en mi destino solitario; porque para eso fui creado por esta
naturaleza, para encerrarme en una cabaña en medio de la montaña. El error
más grande que cometí fue haberme dejado encontrar en San Pedro, la falta
de agallas para decirle a Ofelia que no quería ser padre, que no quería ser
esposo, que no estaba en mí ser así. Mi muerte estaba justificada, había
vivido una vida obligada, llena de responsabilidades que no me importaban,
agnóstico de todo, sin conexión con el placer, ni con el éxito, ni con el
amor… impermeable a los sentimientos afines al resto de la humanidad. Sin
embargo, el miedo a morir era también natural y debía pelearlo. Me puse a
releer el libro de Aurelio, Muerte, para encontrar en él argumentos que
detuvieran el pánico a desaparecer. Solo el padre Juan sabía de mis planes.
Era mucha presión vivir al lado de Evaristo y Ofelia sabiendo que
desconocían mi futuro inmediato. Leer me hacía sentir que hablaba con
alguien. Noté la reacción natural de pensar en un Dios, me encontré
dialogando con un ser superior, pidiéndole no sufrir tanto cuando no haya
más aire que respirar. Comprendí entonces la fantasía religiosa. Era
imposible sufrir por sufrir, sin otro motivo. Dios le agregaba una razón al
dolor, se sufría para él. Mientras leía llegué a la conclusión de que debía
hacer una última obra de bien dejando como herencia a alguien que lo
mereciera el dinero que tenía ahorrado desde mi viaje a San Pedro. Sabía
desde siempre que no sería para mi familia, que no quería mancharlos con
dinero mal habido. Entonces, tal vez por el buen domingo que habíamos
pasado juntos, me vino Benito a la cabeza, tan chiquito, tan inocente, tan
poco preparado para el mundo de porquería que se le vendría encima.
Increíblemente, el pánico se evaporó.
Es ridícula la cantidad de trámites que hay que hacer antes de morir.
En mis recreos de la vigilancia a la comisaría, cuando ya había logrado un
informe definitivo sobre los horarios del policía, hice viajes al centro para
definir todos los temas de papeles. Sin dudarlo un minuto, me junté con un
escribano y cambié mi testamento. Me costó poner la firma. Aun sabiendo
que no iba a necesitar del dinero nunca más, me costaba mucho despedirme
de lo único que tenía, que era ese papelito de plazo fijo que había cosechado
durante tantos años. También aproveché para juntarme con el padre Juan.
Nos citamos en el café de siempre, en una mesa apartada para que nadie
pudiera escuchar nuestros planes. Intercambiamos la información. Lo puse
al tanto de mi investigación, le di copia de mis anotaciones y él me dio la
gran noticia de que había conseguido la iglesia más cercana a la comisaría.
Tuvimos que cometear al cura que administraba el lugar para disponer
durante tres horas de una habitación para nuestros planes. El precio era alto,
pero lo liquidé con la indemnización de mi hijo. Repasamos el plan:
coordinamos relojes, horarios, lugares. Estábamos listos.

Fui muy inteligente con Evaristo. Para realizar un simulacro de lo que


haríamos el día de la trampa al policía, le propuse una salida que hacía a
veces con él cuando era chiquito. Apelé a su memoria emocional para que
dijera que sí. Me ofrecí a pasar a buscar a Benito por el jardín de infantes.
Después lo llevaría a los bosques de Palermo, a dar un par de vueltas en la
vieja calesita, a los juegos y si estaba el señor de los ponis, a pasear arriba
de los caballitos alrededor de la plaza. Odiaba hacer eso con mi hijo.
Detestaba el tiempo muerto sentado mientras la calesita giraba, rodeado de
madres inútiles que les sacaban fotos a sus hijos como si estuvieran
descubriendo América en vez de estar agarrados de un caño oxidado
manteniendo apenas el equilibrio. Evaristo me hinchaba las guindas para
que me subiera con él y la verdad es que la imagen de un tipo de cuarenta y
tantos queriendo meter el trasero en esos carritos me parecía fuera de lugar.
¿Por qué tenía que participar más de la cuenta? A él le gustaban esas
salidas, siempre volvía contento. Gracias a mi estrategia, Evaristo aceptó
tomarse el viernes para estar con su novia y me dejaron llevarme a Benito.
Prometí devolverlo antes de la cena. Quería tener tiempo para cronometrar
cuánto me llevaría ir de Palermo a la iglesia y de ahí, devolverlo a la casa el
día que pusiéramos en marcha el plan.
Llegué puntual al jardín. Tuve que mostrar mi documento. Una
empleada buscó la autorización de la madre y recién cuando comprobó mi
identidad me dejó irme con Benito. El niño, perfectamente entrenado, me
agarró de la mano con resignación, como si le diera lo mismo cuál de todos
los adultos cumplía el trabajo de trasladarlo. Caminamos en silencio hacia
el coche. Me sentí incómodo al apretar su manito y un poco culpable en que
sintiera conmigo esa confianza. Le abrí la puerta del acompañante. Él se
quedó paradito, como desconcertado. «¿Qué pasa?», le dije. «Los nenes van
atrás», me respondió.
«Pero ahora estás conmigo, y si querés ir adelante, podés», le dije.
Me miró con ojos pícaros. Le gustaba romper las reglas. Eso era muy
Meijide. Trepó en el asiento sin sacarse la mochila y se ubicó. Salimos para
el lago y me sorprendió para bien que no dijo una sola palabra durante todo
el viaje. Se portó como un señorito inglés la tarde entera. Se subió a la
calesita con resignación y daba las vueltas sin el menor signo de excitación.
Lo vi pasar una y mil veces mirando aburrido hacia adelante, como si su
trabajo de ser niño consistiera en pasar por esa para no herir mis
sentimientos. «Te aburrió la calesita», le dije cuando bajó, viendo que
también había ignorado por completo al calesitero cuando le acercó la
sortija. «Me gustó», dijo sin sonreír siquiera. Lo mismo pasó con los
juegos. Lo subí al helicóptero, al tren, al avión, juegos bastante básicos, la
verdad, que apenas si se movían hacia adelante y hacia atrás. Benito, con
cara de nada, dejaba que el tiempo pasara. Cuando sonaba la chicharra y el
aparato se detenía, él se bajaba, caminaba hacia el de al lado, esperaba que
yo pusiera la ficha, se agarraba y nada más. Un genio. La tarde se me pasó
rápido.
Llegamos a tiempo a la casa de mi hijo. Toqué el portero. Evaristo y
Valentina aparecieron. Me saludaron. «¿Y Benito?», preguntó la madre,
asustada al verme solo. «Ahí. Duerme», contesté. Evaristo miró hacia el
cielo, como tragando un insulto. «¿No le dijiste?», le dijo la chica a mi hijo,
cambiando el tono de voz cordial por uno de reproche. Valentina abrió la
puerta del auto. Le hizo cosquillas a Benito en el cachete, mientras le
susurraba, en forma de canto, su nombre al oído:
«Beniii, hay que levantarseeee, Beniiii». «¿Hice mal?» le pregunté a
mi hijo en voz baja. «No lo deja dormir la siesta porque después no se
duerme más… me olvidé de avisarte, no te preocupes». El niño abrió los
ojos y lloró con fastidio. Debió haber dormido fácil media hora. Valentina
pasó con él en brazos, repiqueteando contra el piso en su andar, marcando
su malestar. Le echó una mirada de odio a Evaristo y se metió en el
ascensor sin saludarme. Mi hijo la vio irse. Yo no tenía por qué pedir
perdón. «¿Es siempre así?», le pregunté a Evaristo.
«A veces», contestó. «Ojo con estas», le advertí. «No le des todo lo
que te pide porque te vas a quedar en la calle… no me dijo ni gracias». «Te
lo digo yo: gracias», dijo él. «En serio te digo, no se te ocurra mantenerla,
¿eh?». Evaristo bajó la vista. Entonces supe que era tarde, que la chica ya lo
había domado.
Pensé en la herencia. «Está bien que la ayudes, pero plantate y dejá
bien claros los límites. Haceme caso, sé que muy pocas veces te di
consejos… esta vez escuchame. Si no le das nada y te trata así, está muy
bien, tiene su derecho. Pero si está comiendo de tu mano, si le cuidás al
hijo, le das comida y abrigo, entonces que te respete, ¿me entendés? Que
sepa que si no te trata como corresponde le cortás el chorro». «Yo sé cómo
manejarlo, pa», me contestó. Lejos de quedarme tranquilo, lo besé en la
frente, como hacía cuando era chiquito.
El jueves siguiente recibí un sorpresivo llamado de mi hijo
pidiéndome repetir el paseo con Benito del viernes pasado. Me dijo que el
niño había estado insistiendo con que quería volver a la calesita. Evaristo
insistió, diciéndome que no podía defraudarlo, así que acepté volver a verlo.
Esta vez, para cambiar un poco, fuimos a comer una hamburguesa con
papas a Pepino y aproveché para tomarme un café. Benito se portó
excelente. Mientras me ocupaba de mis asuntos, él jugaba con las papas
fritas y los escarbadientes, con el salero y el servilletero. En el viaje de
vuelta, antes de quedarse dormido, me hizo una pregunta que me descolocó:
—Pedro… ¿por qué te vestís de blanco?
Le acaricié el pelo, no pudiendo evitar una sonrisa de incomodidad.
Le contesté que porque me gustaba. La respuesta pareció conformarlo.
Me sorprendió la facilidad con que me había ganado la confianza de
Valentina. El día después del reproche por la siesta del niño, estuve bien en
pasarme por su casa con un ramo de rosas para pedirle disculpas. La chica
recibió el presente de muy buena gana. Es más, me aclaró que no era
conmigo con quien estaba enojada. Me contó que Benito hablaba de mí
todo el tiempo. Que la había pasado muy bien en la calesita, en los juegos,
con los ponis... Mi plan había tenido éxito. Ya tenía el visto bueno de la
madre y las salidas con Benito a solas se volvieron regulares. Aceleré el
tema de la iglesia con el Padre Juan. Reservamos el lugar para el viernes
próximo. Ya estábamos jugados.
La Panamericana estaba con un tráfico terrible. Fue un viaje más
largo de lo esperado. Me puso nervioso que algo no saliera como lo
planeado por ese imprevisto. Diez minutos más tarde de lo acordado, frené
en la puerta de la parroquia. Benito dormía en el asiento de atrás. Le había
colado unas gotitas en un juguito de manzana para dormirlo y que estuviera
atontado cuando hiciera de señuelo.
Con suerte al día siguiente no recordaría nada. Miré el edificio. Había
imaginado una parroquia chica, que pasara desapercibida, habitada por un
cura borracho. Sin embargo, ante mis ojos había una tremenda iglesia
renacentista, con grandes puertas de madera y la mar en coche. Digo más:
adentro se estaba celebrando una misa multitudinaria. Esto no podía
funcionar. Imaginé las consecuencias si no lográbamos convencer al policía
y procedía a sacar detenido a Juan: sería un escándalo, con las cámaras de
Crónica metidas en la iglesia. Miré a Benito. Me dio ternura verlo dormido.
Me estiré por sobre su cuerpo y bajé apenas la ventanilla, dejando una
ranurita para que entrara aire. Bajé del auto, cerré las trabas. Observé el
paisaje. Había movimiento típico de un viernes a la tarde. Entré sin llamar
la atención de los cristianos que, arrodillados, escuchaban al cura hablar de
Jesucristo y el Espíritu Santo. Adelanté por un costado, confundido,
tratando de no hacer ruido con mis zapatillas blancas sobre el piso. Todo
retumbaba. Noté de pronto que el cura me miró y con un gesto apenas
perceptible
—índice y mayor pegados, sutil giro de muñeca, como si fuera una
azafata— me indicó el camino. Asentí con la cabeza. Pasé un par de
columnas romanas y un confesionario, giré apenas hacia la derecha y
descubrí una puerta de madera. Entré a un pasillo, en el cual aparecían
varias aberturas tanto a la izquierda como a la derecha. Dejé atrás un
despacho, una cocina en donde trabajaban unas monjas que ni me vieron
hasta que en la última habitación encontré al padre Juan sentado en un
catre.
—Diez minutos tarde —me dijo con claro fastidio—. Me van a matar
los nervios, Pedro…. ¿Y el nene? ¿Dónde está el nene?
—Dormido en el auto…
—¡Y tráigalo, Pedro! ¡Se nos hace tarde!
Sentí que algo no iba bien. Debo reconocer que de la idea a la
realidad había muchos cabos sueltos que se me habían escapado. Me
apareció un dejo de moral que nunca había sentido. Un desconocido
cosquilleo me decía que estaban pasando cosas malas y a diferencia de otras
veces, no me hacía sentir cómodo.
—Juan, esta iglesia es muy grande, es un lío de gente. Llega a entrar
un policía acá y se va a armar la gorda.
—No se deje atemorizar por el ambiente, Pedro. Está siendo víctima
del miedo que impone la iglesia, ¿no se da cuenta? Acá somos impunes.
Cuando usted haga la denuncia anónima, debe decir mi nombre. El policía
no vendrá a tirar la iglesia abajo. Entrará agazapado, con el cuidado de un
gato, sabiendo que no puede cometer un error por lo delicado del tema: una
mínima equivocación y el clero entero se le vendrá encima. Y ni hablar de
Dios, Jesús y la Virgen María. ¡Mi miedo es que no se atreva a entrar!
Quédese tranquilo que acá juego de local, Pedro, yo sé cómo se manejan
estas cosas. Es como la carta robada de Poe. Cuanto más evidente sea,
menos voluntad de ver hay. Tráigame al nene, dele, que en poco termina la
misa y nos queda el terreno libre. Éntrelo por el jardín, así no se cruza con
nadie. Tiene que rodear la iglesia rumbo norte.
El padre Juan me hablaba ya no desde la humildad del discípulo.
Quien hablaba tenía en su voz la seguridad del perverso. No sé si se daba
cuenta pero su comportamiento asustaba. Lo miré a los ojos. Vi ansiedad.
Era un gordo esperando la comida. «Lo busco y vengo», dije. Di media
vuelta. Atravesé el salón a paso redoblado, mirando de vez en cuando al
ejército de fanáticos hacer lo que su pequeño manual de usos y costumbres
les indica. Se daban besos unos a otros coreográficamente, se hacían la cruz
imaginaria, decían amén con sincronismo. Era como bailar La Macarena
pero en otro contexto. Me agité. Un coro cantó el Ave María. El corazón se
me aceleró más. Caminé los últimos pasos hasta la puerta sintiendo que las
enormes estatuas de mármol de vírgenes me miraban acusadoramente.
Salí y aspiré bien hondo, cosa de llenarme los pulmones. La música
de órgano se esfumó. Bajé la escalinata, entré al auto. Benito todavía
dormía. Lo desperté con cariño, de la misma forma en que vi lo despertaba
la madre. Abrió los ojos, medio atontado. Extendió los brazos para que lo
ayudara a salir. Caminamos agarrados de la mano hacia la entrada trasera de
la iglesia. Abrí una reja negra despintada y pasamos a un jardín tenebroso.
Fuimos por un caminito de piedra que terminaba en la puerta donde nos
esperaba el padre Juan. Benito no estaba del todo despierto. Estaba bobo,
supuse que porque me había pasado con la dosis de gotitas que le había
colado en el jugo. Llegamos a la habitación. Entramos. Alcé a Benito y lo
senté en una silla, enfrentado al Padre Juan. Le pedí que se quedara quietito,
que yo tenía que ir a hacer algo y volvía enseguida a buscarlo. Dopado era
muchísimo más obediente de lo normal.
«Bueno. Me voy al teléfono. Si todo va bien, en media hora tiene que
llegar el patrullero», le dije a Juan. Me contestó con un gesto: el pulgar
hacia arriba. Giré y salí. Caminé en sentido inverso por el mismo caminito
de piedra tétrico en medio de la profunda oscuridad del jardín. Pero a los
pocos pasos frené. Volví apurando el paso, agitado. Abrí la puerta de golpe.
La imagen que me encontré era, efectivamente, impactante. Benito estaba
ya sentado sobre el muslo del Padre Juan, con las piernitas colgando para
un lado y para el otro. Juan tenía su mano derecha por adentro de la
remerita y le acariciaba la espalda desnuda, mientras jugaba a que era una
especie de ventrílocuo. Con una voz aguda en falsete, decía: «soy un
muñequito... Soy el muñequito Benito y voy a hacer lo que me diga mi
amo». Me paralicé. Benito me miraba drogado, con los ojos raros.
—Juan—dije, fingiendo despreocupación—. Me olvidé de decirle
algo importante a Benito. ¿Me lo presta un segundo?
El cura asintió con la cabeza. Tenía la paciencia del delincuente. Bajó
al nene. Yo acorté distancias, lo agarré de la manito. Vi que algo puntiagudo
deformaba la sotana a la altura de la entrepierna de Juan.
—Ya se lo traigo —dije.
Salí al umbral de esa habitación del fondo, cerré la puerta, alcé a
Benito, me lo calcé al hombro como una bolsa de papas y salí corriendo
hacia la calle, asustado, culposo. Lo metí en el auto, arranqué y aceleré
hacia la Capital sin dejar de imaginar la furia de Juan creciendo a medida
que pasaban los minutos.
YO, OFELIA

A mí me gusta mucho ayudar. No creo que seamos personas


individuales sin injerencia en los asuntos de los demás. Ese puede ser un
pensamiento de mi marido, pero nunca mío. Mi hijo Evaristo muchas veces
se comporta como él. Se convierte prácticamente en una isla, ajeno a todo.
El tema es que se fue de mi casa, porque antes, cuando vivíamos todos
juntos, yo podía hacer cosas para sacarlo del encierro. Desde que vive solo,
no. Yo no sé qué hace, si está bien, si está mal, si es feliz. Esa incertidumbre
me pone muy triste. A mí me gustaría ser más compinche: juntarnos cada
tanto, ir a tomar un café y que me ponga al corriente de cómo va su vida.
Con Pedro, por ejemplo, hice milagros con la ayuda de Dios. Cuando lo
conocí me di cuenta enseguida de que era una persona complicada,
pesimista, oscura. ¿Qué me gustó de él? Que tenía un gran potencial para
liberar. Y yo podía ayudarlo. Basta escucharlo hablar para darse cuenta del
lío que tiene con la vida. Tiene la mente infectada con un sinfín de teorías
ateas sobre el mundo y las cosas. Yo me imagino lo difícil que debe ser
vivir con esa filosofía. Por suerte a mí siempre me respetó: nunca pretendió
inculcarme su especie de religión. Yo no soy como él. Creo que el mundo es
hermoso, que basta con abrir los ojos para maravillarse con las invenciones
de Dios. Que todo lo malo da lugar indefectiblemente a algo bueno. Y eso
que yo soy pediatra en un hospital público. Ahí sí que una ve cosas feas,
situaciones duras. Una vez tuve que atender de urgencia a una nena de once
años que se había caído de un noveno piso. Muchas de mis colegas dicen
que es muy difícil creer en un ser superior cuando se encuentran con esos
cuadros. Se mueren bebés en nuestras manos. Vemos chiquitos con cáncer,
angelitos que no tienen la culpa de nada. Yo digo que son los caminos de
Dios. No hay que esforzarse en comprenderlo. Él tendrá sus razones. La
nena del balcón sobrevivió. Llegó con todos los huesos rotos. Él nos puso
en su camino para que la salváramos.
El día que Evaristo me llamó después de tanto tiempo, ignorando
incluso una carta muy sentida que yo le dejé en su departamento, yo ya
sabía que venía con sorpresa. Tenía dos cosas en la cabeza: averiguar en qué
andaba —porque había descubierto que mi hijo asistía periódicamente a un
manochanta— y recetar lo más posible un medicamento para ganarme un
viaje a Sudáfrica que sorteaba el laboratorio —para cumplir mi sueño de
adoptar un chiquito negro—.
Me tomé un martes para jugar al detective. Me fui tempranito a un
café desde donde se ve el edificio de mi hijo. Salía hacia el trabajo
alrededor de nueve y media. Me senté en una mesa con ventana, me pedí un
té con leche con medialunas y me acomodé para vigilar cada movimiento.
Mi hijo no salió hasta las once. Recién ahí vi que el portón del garaje se
abría y reconocí su auto. En vez de cerrar el portón paró en la bajada de
cordón. No estaba solo: salió por la puerta del edificio una chica, que más
tarde conocería como su novia Valentina, con una criatura a upa. Por poco
me atraganto. ¿Qué hacía mi hijo con un chiquito? La madre abrió la puerta
trasera y subió al nene atrás. Después se sentó adelante, le dio un beso a mi
hijo y recién ahí se fueron. Pedí la cuenta. Crucé y entré con mi copia de la
llave. No era la primera vez que irrumpía en su departamento. A veces una
madre tiene que hacer estas cosas. Cuando mi hijo se hizo adolescente yo
husmeaba en su dormitorio para ver si encontraba drogas, pornografía o
alguna de todas esas amenazas que aparecen en la vida de los desprotegidos
quién sabe cómo. A diferencia de otras oportunidades, el departamento de
mi hijo mostraba varias diferencias. Encontré juguetes tirados. También
descubrí portarretratos con fotos de Valentina y su nenito solos o junto a mi
hijo. Mi objetivo no era, por el momento, la chica esta. Quería encontrar
algún dato sobre el chanta ese que le llenaba la cabeza a mi hijo para
alejarlo de mí. Encontré su agenda. Me leí absolutamente todos los
nombres, buscando alguna anotación entre paréntesis que dijera «analista»
o algo así, pero solo encontré «pintor», «mecánico», «clínico» y cosas por
el estilo. Revolví también cuanto cajón me crucé. En su estudio había un
pilón de tarjetitas personales de todo tipo. Me senté en postura india sobre
la alfombra y las dispersé. Miré atentamente cada una, hasta que di con una
sospechosa. Decía
«Filippo Rossi», un teléfono, una dirección, pero sobre una trama de
elefantitos y símbolos hindúes parecidos a una manta que le descubrí a mi
hijo en el placard. Me anoté los datos y guardé todo en su lugar. Con eso me
alcanzaba.
Puedo decir que ese fue el día en que conocí a Benito, de lejos y en
fotos. Por eso el domingo que vinieron a comer a mi casa por primera vez
tuve que fingir asombro. Ver a mi hijo como padre de familia me había
impactado y estuve varios días tratando de digerir la noticia. ¿Por qué no
me había contado nada? ¡Soy la madre, caramba! La mayor parte de su vida
se la pasa escondiéndome las cosas. Me obliga a humillarme mendigando
información. Fue entonces cuando decidí que tal vez lo más adulto sería
olvidarme de él. Ignorarlo. Pagarle con la misma moneda. Pasé todo el
almuerzo ese domingo haciéndome la que nada me afectaba, hablándole a
la chica con naturalidad, disimulando lo ofendida que me sentía. Estaba
atravesando la triste menopausia, no podría ser madre de forma natural
nunca más. Pero eso no me iba a detener. Tenía mi secreto: la adopción. Si
me ganaba el viaje iba a volverme con un bebito negro en brazos. La idea
me abría un horizonte infinito en busca de mis necesidades de dar amor. No
podía decirle nada ni siquiera a mi marido, siempre tan malhumorado en lo
concerniente a mis deseos. Por lo menos no hasta que todo estuviera
encauzado. No quería que me cortara el sueño de raíz. Cuando avanzara con
los trámites, cuando el viaje estuviera firme, se lo plantearía y ahí sí
lucharía contra todo para salirme con la mía. Ni necesitaba que él hiciera de
padre. Como a nadie de mi familia le interesa el amor que tengo para dar,
tenía que ponerlo en otro lado.
Siempre hay alguien pidiendo amor. Pensar así me hace sentir
afortunada. Estaba tan entusiasmada que la rutina de levantarme para ir al
hospital se transformó en felicidad. Apenas escuchaba que la puerta de
entrada se cerraba, saltaba del colchón ansiosa. Ojo: yo no soy una corrupta,
no le receté a nadie ese remedio si no lo necesitaba, como hacen otros
colegas. Hice pruebas y averiguaciones antes, por mi lado, para saber que se
trataba de un buen producto, tampoco soy cruel ni cínica. Si el remedio era
bueno, ¿qué tenía de malo que yo recetara esa marca en vez de otra? No
perjudicaba a nadie. Tal vez solamente al otro laboratorio, pero esos son
todos unos tránsfugas, así que no me importaba en lo más mínimo. Tenía un
objetivo por delante. Un número al que debía llegar. Y créase o no, con eso
me bastaba para ponerle un poco de picante a mi vida.
Parece que mi indiferencia caló hondo en mi hijo. Un día, en el
hospital, me sorprendió una colega, interrumpiendo unos minutos que me
había tomado para dormir un poco, diciéndome que un joven preguntaba
por mí. Ni me imaginé que fuera Evaristito. ¡Mi emoción cuando lo vi ahí
sentado en mi lugar de trabajo! Me hizo acordar a esos días en que era
chiquito y me lo traía al hospital cuando me faltaba la chica que lo cuidaba.
Me invadieron esos recuerdos: él jugando con el estetoscopio, dibujando en
el recetario. Qué feliz me sentía. Yo era joven, tenía toda la vida por delante
y mi hijo me amaba e idolatraba. Y ahora estaba enfrente mío, un grandulón
con un nenito en brazos. Ver a Benito me rompió la burbuja de ensueño. No
estaba ahí por mí. O no exactamente. Me acerqué. Me dio un beso y lo
primero que me dijo fue:
—Está con mucha fiebre, estamos un poco asustados.
Detrás venía Valentina. Estaba pálida del susto. Le toqué la frentecita
a Benito y le di un beso. Hervía. En los ojos se le veía el malestar. Estaba
hecho un trapito, pobre. El amor maternal dejó paso a la profesional y mi
hijo y su nueva familia se convirtieron en pacientes. Los hice pasar al
consultorio y les hablé como hago con todos los padres que me toca ver por
día. Revisé a Benito: mucho moco en el pechito y una tos de perro
insoportable. El termómetro marcaba 39. Le sacamos una placa: tenía los
pulmones tomados.
—Es un virus, en esta época ellos son los primeros que caen,
pobrecitos. Con esto dos veces por día vas a ver que va a mejorar. En unas
horas tiene que volver a estar activo. Por más que notes que sigue un poco
afiebrado, dejalo si está movedizo, ¿sabés? No lo obligues a quedarse
quieto. Lo preocupante en los chicos es eso, si están caídos como está
ahora. Estaría bueno hacerle un par de nebulizaciones con solución salina
cuatro veces por día, así expectora todo ese moco que tiene en los
pulmones.
—Le puse unas compresas con agua helada, pero mucho no se
dejaba, lloraba y se las sacaba — dijo mi hijo.
—No, hijito. ¿Cómo no va a llorar? Tienen que ser con agua tibia, no
fría, porque cuando tenés fiebre sentís muchísimo más el frío. Lo estás
torturando con eso.
—Pero si vos me ponías esos pañuelos con agua y hielo cuando yo
tenía fiebre —me pasó factura él.
—Eran otras épocas, no se sabía tanto… Eran costumbres de tu
abuela, no te lo hacía a propósito.
—No dije que lo hicieras a propósito. Digo que pensé que como vos
me lo hacías a mí estaba bien.
No quise seguir discutiendo, porque de pronto sentí que me estaba
reprochando la manera en que lo cuidé, como hace siempre, sin tomar
conciencia de que yo trabajaba y estudiaba cuando lo tuve, que mi marido
no hacía nada, que aunque estaba mucho tiempo en casa no quería cuidarlos
y que por eso lo criaron chicas con cama adentro. Pero él no, en vez de ser
agradecido y amarme me enrostra siempre lo malo. Sentí un dolorcito en el
pecho: pena. Mucha pena. Dejé pasar su agresión.
—Bueno, cualquier cosa me avisan —dije yo al tiempo que arranqué
la hojita del recetario y se la di a la madre. Benito me preguntó algo sobre
las hormigas de Pedro, que no llegué a entender. Valentina me contó que
estaba obsesionado con el terrario del estudio, que les había puesto nombre
a los insectos y que se acordaba seguido de ellos. La chica quería hacer
migas conmigo. Eso me dio la pauta de que estaba realmente interesada en
mi hijo. Los vi dejar el consultorio, con Benito recostado sobre el hombro
de Evaristo, Valentina agarrándolo de la mano con cariño. No solo se había
ido de mi casa. Se había conseguido otra familia.
Mi siguiente guardia fue frente a la dirección impresa en la tarjeta del
tal Filippo Rossi. No había un bar cercano con vista, por lo que tuve que
sentarme enfrente, en los escalones de un edificio. Estuve mirando tres
horas, viendo cómo, en punto, tres pacientes llegaban, tocaban el portero,
esperaban unos minutos y un hombre raro, vestido con túnica, abría la
puerta, dejando salir al paciente anterior y dando la bienvenida al próximo.
«Así que el chanta éste es el que le lava el cerebro a mi hijo». Medité bien
qué hacer. Mi hijo estaba en peligro, así que decidí obrar con valentía. Vi
llegar una camioneta negra, lujosa. Estacionó casi en la puerta. Se bajó un
hombre vestido con un traje de corte muy moderno, zapatos relucientes:
parecía uno de esos modelos masculinos de las revistas de moda
importadas. Guardé mi libro, con el que paliaba la hora de espera entre que
entraba uno y salía el otro, cerré la cartera y crucé la calle apurada. El
hombre tocó el portero, dijo su nombre y se dispuso a esperar. Se miraba,
coqueto, en el reflejo de los vidrios de la entrada. Yo me quedé cerca, sin
que notara mi presencia, paradita al lado de la fachada. Cuando escuché el
sonido de las llaves, di unos pasos y entré en escena. Salió una chica, que
saludó cortésmente al hombre de traje fino. El que debía ser Filippo saludó
a su vez al hombre y al verme a mí me preguntó si pasaba, sosteniendo la
puerta abierta, confundiéndome tal vez con una vecina del edificio.
Entonces yo le dije: «No, sí, perdón, ¿usted es Filippo?». Confundido, me
contestó que sí. El hombre de traje ya esperaba en el ascensor.
«Yo estoy interesada en su terapia, quería saber cómo hacer para
pedir un turno». Mi irrupción no pareció caerle bien. La cara se le
desencajó. «¿Cómo consiguió mi nombre y mi dirección?», preguntó.
«Por intermedio de una amiga de una expaciente suya», improvisé.
Me miró, sosteniendo la mirada, buscando la mentira en mis ojos. No la
encontró.
«¿Le dieron mi teléfono?». «Sí», dije yo. «Bueno, tiene que llamar
ahí. La va a atender un contestador. Deje un mensaje con su nombre y
número de teléfono. Por el timbre de su voz yo sé si necesita de mí o no. Si
considero que sí, me comunicaré con usted». Yo no me imaginé que fuera
tan difícil. «Que tenga un buen día», dijo antes de cerrar la puerta. Me
quedé ahí parada, viendo cómo se metía en el ascensor.
Un día que estaba sola en mi casa me puse a ordenar cajas y papeles.
Todavía no había averiguado los requisitos para adoptar, pero quería ir
juntando las partidas de nacimiento, los certificados de defunción de mis
padres y mi libreta de matrimonio, que seguro me los pedirían. Mi marido
no estaba en casa, para variar. El tiempo era mío. Así que me puse un
jogging cómodo, una remera vieja y bajé cajas y cajas de un armario lleno
de cosas en el cuarto del fondo. Buscando los papeles descubrí una etiqueta
que decía «juguetes». La sorpresa me hizo olvidar mi búsqueda inicial y
abrí la tapa. Adentro estaba repleto de todo tipo de juguetes, los que usaba
mi hijo cuando era chiquito. Había autitos, Playmobils, Rastis, un par de
jueguitos electrónicos viejos (según leí, el Donsy Con II y el Güester Bar).
Había también un reloj de pulsera con calculadora, soldaditos de plástico
(algunos decapitados), otros autos de carrera para playa (de plástico), una
bolsa con bolitas de vidrio… Mi marido guarda todo porque piensa que en
algún momento va a recuperar el dinero invertido. Si hasta corta el
dentífrico con tijeras y raspa hasta que no queda nada. Al ver los juguetes
una nostalgia tremenda se apoderó de mí. Me acordaba de cada cosa que le
había comprado a mi hijo, su cara abriendo los regalos, o eligiendo el
juguete en la juguetería. Seguí revolviendo, esta vez, con lágrimas
cayéndome por mis mejillas. Agarré mi diario secreto, un libro donde
describía todo lo que hacía mi hijo desde que nació y hasta el último día que
vivió en mi casa. Ahí tenía pegado su cordón umbilical, cabellos de cuando
le afeitamos la cabecita, la manijita de su primer chupete, la pulserita que le
pusieron en la maternidad, fotos de todos sus cumpleaños: en fin, cosas de
madre. ¿Cómo había pasado tan rápido todo ese tiempo? ¿Cómo podía ser
que esa etapa hubiera desaparecido, pasando a él agarrando un bolso con
todas sus cosas y escapándose de mí? Lo protegí más de veinte años y me
paga así. Qué desagradecido. Solo yo sé todo lo que hice por él. Mi marido
no estuvo muy dispuesto a ser padre, lo noté en el último tramo de mi
embarazo. Su conducta dejaba muy en claro que no le interesaba en lo más
mínimo lo que estábamos viviendo. Prácticamente ni me acompañaba al
médico, no me cumplía los antojos, no me llevaba y traía con el auto. Me
sentí una madre soltera los nueve meses. Incluso intentó huir de mí. Esa no
la sabe nadie. Mi hijo ni sospecha que su querido padre hizo un viaje de
negocios y no volvió nunca más. Tuve que pagar un detective que lo
encontrara, ir a buscarlo y traerlo de las mechas, porque si era por él, nos
abandonaba sin culpa. Lo único que le importaban eran sus libros, su
filosofía agnóstica y que nadie lo molestara. No quería estar con gente.
Odiaba a mi familia, no quería ver más a nuestros amigos y no estaba
dispuesto a sacrificar nada por el bebé. Yo sé cómo tratarlo. Esa es la clave
de nuestro matrimonio. Sé hablarle de tal forma que, a la larga y después de
mucho insistir, termina entrando en razón. Así que llegamos a un acuerdo.
Yo me encargaría de todo. Él solo tenía que fingir interés. No le iba a
recriminar nada más. Por eso creo que mi hijo me debe todo lo que tiene.
Yo lo eduqué, yo lo crie. Yo me metí en el fango: le enseñé a nadar, a andar
en bicicleta, a manejar. Hasta le tuve que dar las primeras charlas de sexo.
Y no es que yo estaba todo el día en casa, porque en paralelo trabajaba en el
hospital, con mis guardias, mis pasantías, mi internado. Y sin chistar. Nunca
me quejé.
No fue fácil. Mi hijo estaba contaminado con los genes de mi marido.
Lo noté a los pocos años. Supe de entrada que tenía que estar muy atenta
para que la personalidad de Pedro no predominara en el cuerpito de mi
bebé. Así que lo observaba y anotaba. Ningún aspecto se me pasaba por
alto. Lo físico era una pavada: los ojos, la nariz, el dedo gordo... Ciertos
gestos iban en la columna del «haber» del padre. Lo que a mí más me
interesaba era registrar los defectos. El «debe». Durante los nueve meses
recé para que sacara mi optimismo, mi voluntad, mi alegría. Pero la
naturaleza me hizo un chiste de mal gusto.
Pedro no podía vivir sin mí. Los primeros años de noviazgo me hacía
caso en todo. Me necesitaba. Creo que por eso me enamoré de él: me hacía
sentir un ángel salvador. Me hablaba de su filosofía extraña y yo, con
mucha pena, fingía que estaba de acuerdo con sus locuras o que le prestaba
atención, y luego, con mucho tacto, trataba de manipularlo para inculcarle
la mía, el placer por la vida más allá de la lógica. Pero cuando me casé todo
cambió. Ya no me daba tanta bolilla: se retobaba. Mi embarazo terminó de
alejarlo. Hoy las cosas son distintas, pero en esa época a mí me daba mucha
vergüenza separarme. No quise que mi hijo creciera sin una figura paterna.
Era mejor que tuviera un padre cerca, aunque fuera solamente una imagen.
Cuando nació entendí que yo me tenía que dedicar por completo a él. Puede
ser que le haya soltado un poco la mano a Pedro, pero creo que eso
hacemos por instinto las madres: una vez que nace el bebé, el marido ya no
importa tanto. Hay una cosita regordeta que nos necesita para todo. ¿Cuán
maravilloso es eso? No hay nada más satisfactorio en el mundo que esa
sensación. Yo experimenté lo mismo que con Pedro pero elevado a la
décima potencia. Pedro me necesitaba, sí, pero comía, se bañaba, se vestía,
trabajaba por sí solo. Mi bebé no. Apenas si respiraba. Eso me provocaba
un placer absoluto. Era lógico que mi marido me dejara de importar. A la
distancia pienso, «mala suerte, vos te quisiste ir, después me terminé yendo
yo». Así es la vida. Da y quita. Y es justa. Aunque no nos demos cuenta. Es
justa. Ahí estaba, con mi bebé carente de todo y yo con tanto para dar.
Fueron los años más felices de mi vida. Supe enseguida que no podía dejar
que el carácter de mi marido prevaleciera en ese nuevo ser, virgen, libre de
pecados.
Ahora, frente a mí, estaban los papeles y las cajas desparramadas por
el piso del cuartito del fondo, con la lista escrita hacía tantos años, con la
separación genética precisa de la humanidad de mi bebito. Recordé los
momentos en que había escrito cada cosa. Disfrutaba inmensamente de
observar a Evaristito. Me sentaba con mi cuaderno y lo miraba jugar,
dormir, gatear. Mi primera preocupación fue cuando vi cómo manejaba la
frustración. Ante el primer obstáculo se ponía a llorar. Típico de mi marido.
Mis genes habrían insistido hasta salirse con la suya. Leí en la columna que
decía Genes de Pedro: Rendición. Egoísmo. Pesimismo. Amargura. Pereza.
Inercia. Año tras año me había arremangado, metiendo mano para que no
desarrollara esos defectos. Moría por inculcarle mi herencia. Cuando
detectaba un comportamiento egoísta lo castigaba, poniéndole de ejemplo
los beneficios de compartir. Le enseñaba a no quedarse de brazos cruzados
frente a un obstáculo. Le dediqué muchas horas a bailar con él, a disfrutar, a
encontrar lo bueno de las cosas. Y me funcionó durante su infancia. Lidié
con más de un berrinche, notando la guerra de caracteres que se libraba en
su interior. La naturaleza de Evaristo se retorcía para librarse de mis
enseñanzas, pero al final del día ambos comprobábamos con alegría el éxito
de mi plan. Tener a Pedro alejado de su educación me facilitaba las cosas,
ya que si hubieran tenido una relación estrecha, todos los defectos de mi
marido hubieran sido fáciles de imitar por mi nene. Mi yo prevalecía en él y
no podía estar más feliz. Pero su adolescencia me arruinó todo. Fue como si
el destino se riera de mí. De la misma forma que el casamiento rebeló a mi
marido, esa etapa alejó a mi hijo del terreno del aprendizaje. Empezó a
recluirse en su habitación, cerrándola con llave contra mi voluntad. El
diablo había metido la cola y negociaba con él en las sombras. Digo el
diablo y digo Pedro. Mi hijo había descubierto que podía encontrar en su
padre permisos para evitarme. Sabía que si me pedía cerradura con llave en
su habitación jamás se la daría, entonces se complotó con mi marido para
conseguirla. Pedro, culposo por su ausencia paterna o tal vez apelando a la
camaradería que tienen los hombres con los de su sexo, no dudó en darle el
gusto. Una puerta se interpuso entre el objetivo de mi vida y yo. Al
principio traté de confiar: había apuntalado el tronco para que creciera
derecho. El camino estaba marcado, no había de qué preocuparse. Pero
lentamente, con el paso de los meses, me di cuenta de lo equivocada que
estaba. Un sábado, a sus trece, mientras mi hijo dormía, busqué por toda su
habitación el escondite de la llave. La encontré y corrí a la ferretería del
barrio para hacer una copia. Encontré cosas de las que prefiero no hablar.
Fueron la evidencia de que, contra mis pronósticos, el tronco se torcía. Ni
comía con nosotros, en familia, como la gente normal. Se encerraba apenas
volvía del colegio, a veces con amigos, a veces con chicas. Pasaba tardes
enteras con la computadora o la tele. Ponía música fuerte, sin importarle los
demás habitantes de la casa ni los vecinos. Intenté primero con la palabra.
Cuando me lo permitía, le hablaba de Dios, de las cosas importantes, del
autocontrol. Todo le entraba por un oído y le salía por el otro. El siguiente
paso fue imponer mi autoridad. Ahora pienso si no fue ahí cuando me
equivoqué, pero no tenía otra alternativa. Lo obligué a comer en la mesa, lo
castigué sacando la tele de su cuarto, o escondiéndole el chostic. Negocié
cada permiso, consiguiendo mi cometido pero a base de batallas campales
de gritos e insultos. Ahí sí por ahí hubiera necesitado la intromisión de
Pedro, con su voz más grave y el respeto paterno. Pero no se metía. Se
mantenía imparcial hasta que un grito más fuerte o un insulto lo hacían
reaccionar, no por nosotros, sino porque no podía leer sus libros con la
pelea de fondo. Entonces mi hijo cerraba la puerta de un portazo, ponía
doble llave y de vuelta a frustrarme. Yo cambié la estrategia por el doble
discurso. Entendí que confrontándolo directamente, sin el apoyo de Pedro,
no iba a conseguir mucho. Muté radicalmente, sometiéndome a todos sus
deseos. Le dejaba la bandeja con comida para que comiera en su cama, con
la tele embobándolo a todo volumen. Lo dejé faltar al colegio cuando tenía
sueño o no se le cantaba levantarse. Jamás le dije nada de sus notas ni opiné
de las chicas que traía a casa. Le permitía encerrarse con las persianas bajas,
haciéndome la madre pata, para que no tuviera que andar por ahí buscando
lugares para intimar con amiguitas. Supuse que con mi nueva actitud
lograría distraerlo. Cada tanto, le insistía con que tenía que ser activo, ir por
lo que quería, no bajar los brazos, disfrutar de todo lo bueno que Dios tenía
pensado para él. Le di libertad absoluta. Las cosas se encaminaron, nos
llevamos mejor durante ese tiempo. Hasta que me traicionó. Yo jamás me
imaginé que me fuera a abandonar. Pensé que se iría de mi casa cuando
encontrara una buena chica para casarse. Tan jovencito, sin experiencia, me
desairaba, clavándome un puñal en el pecho a mí, a su madre, quien le dio
la vida, quien soportó un parto doloroso, quien sudó la gota gorda,
limpiándole el culo, despertándose a cualquier hora apenas lloraba,
aguantando el dolor de pechos al amamantarlo. Nada de eso pareció
importarle. Se fue. Hay una pérdida que no tiene nombre.
Las visitas de mi hijo, su novia y Benito al hospital se repitieron a
partir de entonces. El nene se agarraba todo lo que daba vueltas, siempre
pasa con los que arrancan el jardín de infantes. Los virus se pasean de chico
en chico y esos ámbitos son un criadero de enfermedades. Nada era tan
urgente ni peligroso como para que me lo trajeran inmediatamente, con esa
cara de susto que traían cada vez que yo salía del consultorio y los veía en
la sala de espera. Pero los comprendía. Ser padres es una actividad repleta
de miedos y es imposible confiar en el sentido común: los niños parecen de
cristal y cualquier error puede terminar en tragedia. Y que le pase algo a tu
hijo es el drama más grande que existe en este mundo. Así que yo los
tranquilicé todas las veces, revisé a Benito obsesivamente para descartar
cualquier enfermedad grave, concluyendo siempre en que lo que tenía eran
cosas normales para su edad. Una de esas visitas Benito me preguntó por
qué no me gustaba andar en pony. No entendí qué quiso decir. Sin embargo
noté su preocupación por comunicarse conmigo. Miré a la madre para que
me aclarara y ahí me contó que mi marido lo había llevado a la calesita y a
andar en pony. Casi me desmayo. Me debo haber puesto roja, porque sentí
un calor adentro que me subió hasta la garganta. ¿Le habían dejado el nene
a Pedro? ¿¡A Pedro!? Disimulé mi sorpresa, haciéndome la que no me
importaba mucho y pregunté qué, cómo, cuándo. Valentina me dijo que
Benito la pasaba muy bien con Pedro, que cada vez que volvía después de
una salida con él no paraba de contar, excitado, todas las cosas que
hablaban y hacían. Me pareció extraño, pero por otro lado, dejando de lado
mi envidia, me puse contenta por mi marido. Por ahí le hacía bien
conectarse con el nene, un ser cien por cien emocional. Pedro debía rendirse
ante las necesidades del enano y estaría obligado a relajar su mente
atormentada. «Bueno, cuando quieran pueden dejármelo a mí también»,
ofrecí. Confieso que había entendido que el nene era una puerta de entrada
para el regreso de mi hijo a mi lado. Ahora podría verlo todas las semanas
cuando pasara por mi casa para dejar a Benito o para venirlo a buscar. Noté
en la cara de Valentina una mirada de incomodidad. «Sí, claro, cuando
quieras», respondió con dudas en su tono de voz, mirando a mi hijo como
buscando aprobación. «No queremos cansarte, estás todo el día con chicos
para encima tener que bancártelo al quilombero éste», intermedió mi hijo
mientras lo acariciaba a Benito, despeinándolo. En mi visión psicológica
noté que mi rival no era la chica. Me había confundido. Ella era tan neutral
como Suiza en la Segunda Guerra.
Era inofensiva, no tenía intención de meterse en el medio de nuestra
relación. Corregí entonces el objetivo de los cañones. Sin perder la sonrisa,
sin mostrar los dientes, ocultando todo vislumbre de resentimiento. «No es
molestia, mi amor, si Benito es un santo. ¿No, Beni? ¿No que sos un
santo?», dije yo, haciéndole cosquillas en la pancita. El nene se contorsionó
y soltó unas risas agudas que nos hicieron reír a los tres. Yo había empezado
a jugar fuerte. «Acá es un santo, tiene sus momentos, ¿no, gorda?», dijo mi
hijo mirando a su novia, buscando un salvavidas. La madre dudó. Evaristo
le pedía complicidad. Ella lo miró. Pensó. Y dijo: «Bueno, no tanto, es
verdad que es un santo mi nene». Evaristo la fulminó con la mirada. «Me
gustaría pasar más tiempo con él…», dije yo rápido, «…¿sabés qué
encontré en casa el otro día, Benito?». «¿Qué?», dijo curioso. «Una caja
enoooorme llena de juguetes de Evaristo». Benito se tentó. Puso cara de
sospecha, miró a la madre, que actuaba un «uuuh» de emoción fingida y me
dijo a mí, casi riendo: «Si Evaristo es grande… no juega con juguetes».
«Pero Evaristo en algún momento fue chiquito, como vos». Ahí sí se partió
de risa. Su cabecita no entendía el proceso de crecimiento, creyendo que los
adultos que lo rodeaban habíamos nacido ya así. Mi hijo se acercó y le
explicó que sí, que él también había sido chico y también hacía un montón
de cosas similares a él, como mirar los dibus en la tele, tomar Nesquik o
jugar con autitos. «Si querés, un día que vengas a casa, te muestro todas las
fotos de Evaristo cuando era chiquito, ¿te gustaría?», le ofrecí yo. «¡Sí!»,
festejó el nene, entusiasmadísimo con la idea. Mi hijo hizo una mueca de
fracaso que solamente yo, que lo conozco desde la panza, podía interpretar.
Ese gesto estaba en la lista de cosas heredadas de mi marido. Significaba
que se daba por vencido, que iba a dejar de patalear. Yo había ganado. Abrí
entonces el armario donde guardo las muestras gratis y le di a Valentina
unos jarabes para que tuvieran en casa. Evaristo subió a upa a Benito, me
dio un beso, inclinó al nene para que también me besara y salieron.
Valentina guardaba los remedios gratuitos en la cartera, demorándose.
Aproveché para decirle en privado que me lo podían traer en la semana.
«Así tienen tiempo para estar un poco solos… en las parejas es
fundamental conectarse, ¿sabés?». Valentina asintió. Quedó en confirmarme
por teléfono en breve. Yo saqué una tarjetita del primer cajón del escritorio.
«Llamame acá. Arreglémonos entre nosotras, creo que nos podemos
aprovechar mutuamente, ¿no te parece?». Vi en sus ojos nuevamente la
incomodidad. ¿Había sido demasiado directa? Me había arriesgado, pero
había visto una oportunidad y no podía desperdiciarla. Tal vez debía
ofrecerle algo para cerrar el negocio, ella tenía ventaja por sobre mí. Noté
que era una chica de pocos recursos económicos. Tenía calada esa clase de
madre soltera empobrecida, esas chiquitas que se convirtieron en madres
por accidente, por ahí por una noche de pasión con un cualquiera, un filo
del momento, un hombre sin cara, sin pasado, sin confianza, sin nombre.
Días después, cuando la regla no viene, deciden tener al bebé aun cuando
las cuentas en casa no cierran. Son chiquitas que suelen no tener padre: su
madre es viuda, o fue abandonada durante el embarazo y sus únicas hijas
parecen continuar esa vida de maternidad y paternidad al mismo tiempo.
Tenía montones de pacientes así en el hospital. «Cuando vengas a casa te
voy a mostrar unas pulseras, carteras y ropa que te pueden gustar… ¿viste
que hay cosas de mi época que ahora se están volviendo a usar… por ahí te
interesa algo», le dije. Los ojos se le dilataron. Nunca se dio cuenta del
chantaje. Inocentemente me dijo, «Buenísimo. Te aviso cuando vayamos»,
concluyó.
Los vi partir. La envidia se me había ido y no sentía más que
satisfacción. Volví al consultorio y cerré la puerta con llave. Abrí el cajón y
saqué mi cuaderno de tapa dura donde anotaba las recetas que había hecho
de nitasoxanida. Conté los palotes, crucé una línea y marqué un subtotal.
Había recetado doscientas cuatro cajas de doce unidades hasta el momento.
Tenía que seguir, porque cuantas más fueran, más chances tenía de ganarme
el bendito viaje, que cada vez necesitaba con más fuerza.
Una noche me sorprendieron unos golpecitos en la puerta. Yo miraba
una película vieja en Volver, con el sonido bajito porque mi marido se había
ido a dormir temprano. Una de las cosas buenas de vivir en un country es
que nadie se sobresalta o piensa algo malo si llaman a la puerta a cualquier
hora. La persona que golpeaba había visto desde afuera la luz del televisor y
por eso sabía que yo estaba despierta.
«Voy», dije mientras me levantaba del sillón. Al abrir me encontré
con mi amiga Mabel. Tenía la cara destruida. Adiviné que había estado
llorando.
«Perdón por la hora», dijo, mientras se acercó para darme un beso.
«No importa, ¿querés pasar? Estaba mirando una película de Lolita Torres»,
le dije. «No, no te quiero molestar…». Cruzamos todas esas frases
ceremoniales hasta que finalmente la convencí para que entrara. La invité a
sentarse. Busqué el control remoto y bajé el volumen a cero para poder
conversar sin que nos distrajera la tele. «Te estoy arruinando la película»,
me dijo. «¿Sabés cuántas veces vi esta película?», contesté yo restándole
importancia. «¿Qué te ofrezco de tomar?» Me pidió un coñac, «si no es
molestia». Tuve que hurgar en la mesita de los aperitivos para ver si
encontraba la botella. Lavé una copa vieja que guardaba desde que me casé.
Se la di tres cuartos llena. «Contame qué te pasa, ¿estuviste llorando?», le
dije. Mabel tomó un buen sorbo. Sacudió apenas la cabeza —por el ardor en
la garganta— y lanzó su perorata dolorosa.
«Hablé con Daniel esta tarde», me dijo. «Te hice caso y llamé al
abogado, que se comunicó con el abogado de Daniel y se ve que eso logró
el efecto que buscaba: que me viera, que se diera cuenta de que divorciarse
es una locura. Le dije que entendía que era hombre, que tenía ciertas
necesidades que por ahí yo, por mi edad, ya no le podía dar. Me humillé
hasta lo más bajo, Ofelia, diciéndole que vuelva a casa, que yo lo iba a
cuidar, que podía acostarse con todas las chiquitas que quisiera, que yo no
lo quería para eso, lo quería para acompañarlo. Estoy vieja, le dije, yo sé
que tengo las tetas caídas, que la celulitis es un asco, que los pliegues de los
brazos deserotizan, que no tengo defensas para el paso del tiempo. Que si
para él era muy importante me podía operar, no sé, ponerme lolas o
estirarme la cara, que lo único que me interesaba en la vida era que
estuviera a mi lado. ¿Y sabés lo que me contesta?». Hizo el silencio
necesario para obligarme a preguntarle «¿Qué?». «Que Connie, así le dice a
la pendeja esa, está embarazada de siete meses. Que no me lo quiso decir
antes para no lastimarme pero que ya que puse un abogado no había más
razones para conservar la delicadeza. Y que si lo quiero hacer más difícil,
bueno, que él está preparado para pelear por su nueva familia. Así lo dijo,
nueva familia. Me quiero morir. No paré de llorar en toda la tarde. No sé
qué hacer, no tengo más ganas de vivir». El labio inferior le temblaba.
Tomó un sorbo más de su coñac. Era mi turno de hablar y no sabía muy
bien qué decirle. Lo primero que pensé fue «está acabada». Pero no podía
ser tan sincera. «Mabel. Es un momento muy importante. Tal vez no lo
puedas ver, porque el dolor que sentís debe ser muy fuerte y estás en un
estado que no te deja ver bien. Tenés que reposar, tratar de no tomar
ninguna determinación. Solamente soportá, distraete, dedicate a tus
obligaciones y hacé lo posible para no pensar en esto. Me pongo en tu lugar
y a mí también me destrozaría si Pedro me hace lo mismo. ¿Pero sabés qué?
Ahí está el primer error. Pensar que te lo hace a vos, que lo hace a
propósito, con malicia. Estás ingresando en una nueva etapa natural que
debemos soportar algunas de nosotras. Y dejame ser dura, pero sabés que
yo siempre te voy a decir lo que pienso. La culpa es tuya. ¿Sabés por qué?
Porque elegiste de pareja a un tipo inseguro, que no se banca la vejez, que
no acepta la realidad y la quiere combatir con fantasías de juventud. Esa
fantasía es la que lo separa de vos y ya va a pagar su precio; quedate
tranquila que si sé algo de la vida es que siempre se paga un precio por todo
lo que hacemos. Él ahora se siente joven, fuerte, macho, embarazó a una
pendeja, se debe regodear con sus amigos sobre su potencia viril... Vos
haceme caso, esperá. Nadie puede vencer al paso del tiempo. Daniel no está
eludiendo a la naturaleza, se está mintiendo. Como lo está haciendo esa
Connie que me contás, buscando a un padre como pareja porque
seguramente el suyo murió, o la abandonó o no le daba pelota, caso de
manual. Esa irrealidad enferma que los une va a mostrar la hilacha. La
chiquita se va a despertar de ese ensueño y se va a dar cuenta de que tiene
un tipo al lado al que no le quedan muchos años más de vida, que la va a
dejar a pata en diez o quince años y que se va a quedar atada a un hijo,
haciendo más difícil la búsqueda de una nueva pareja. Vas a ver que lo va a
dejar antes, le va a romper el corazón y la ilusión en mil pedazos. ¿Y vos
dónde vas a estar en ese momento? No llores, escuchame. Vos vas a haber
pasado este tremendo dolor con hidalguía, soportando los embistes más
duros del destino sabiendo que al final ese dolor se transforma, si se lo
comprende, en madurez. Cuando esa nena lo deje abandonado como el
viejo choto que es, vos vas a estar fuerte, bien plantada. Él no va a tener la
fuerza ni las armas para combatir ese dolor. ¿Entendés algo de lo que te
digo?». «Más o menos», me contestó, e inmediatamente volvió a la carga
con sus quejas superficiales sobre el amor incondicional que todavía siente
por Daniel, que es muy duro ser cambiada por unas lolas sin estrías y una
cola parada, etcétera, etcétera. Yo no sé para qué gasto palabras hablando, a
veces. Se me venía una noche larga. No me quedaba otra que escucharla
quejarse, porque no le iba a decir lo que ella quería escuchar, que era decirle
que seguro Daniel dejaría inmediatamente a esta Connie y volvería a sus
brazos apenas descubriera cuánto la seguía amando y todas esas fantasías
que cree la mayoría de las mujeres de cualquier edad, religión y credo
cuando no pueden enfrentar la realidad. En consecuencia me paré, busqué
otra copa de coñac y serví una medida para mí. A los pocos minutos,
desacostumbrada al consumo de alcohol, tenía un mareo importante. En un
acto que consideré milagroso, Mabel dijo
«Uy, qué tarde se hizo, vos mañana tenés hospital temprano… gracias
por escucharme, te dejo dormir». Le abrí y la vi partir cabizbaja rumbo a su
casa. Pensé en todo el sufrimiento que se le venía, pobre ignorante. Yo no
podía hacer nada por ella. Entré, cerré la puerta, levanté las copas y la
botella semivacía de coñac y llevé todo a la cocina. Me puse a lavar, más
que nada para olvidar lo hablado con Mabel, cuando una angustia me
sorprendió. Sentí un nudo en la garganta, ganas de llorar. Imaginé que
Pedro me abandonaba por una pendeja. Visualicé el momento como si fuera
real. Lo vi a él diciéndomelo, armando las valijas, juntando sus cosas. En la
imagen yo no estaba triste, más bien aliviada. Lo veía irse, abrazada a mi
hijito sudafricano, despidiendo a mi marido. Dejé las copas lavadas en el
escurridor. Me sequé las manos en el delantal, me lo saqué y lo colgué.
Apagué las luces como para ir a dormir cuando vi apoyada la tarjetita del
terapeuta de mi hijo. Tenía que desenmascarar al chanta y todavía no había
juntado valor para hacer la llamada. Él decía que seleccionaba a los
pacientes según el mensaje. Iba a ser difícil que me tomara, yo transmito en
mi voz siempre mucha autoridad, confianza en mí misma... paz. Sea como
fuere, el momento era ideal. Estaba envalentonada por el coñac, Pedro
dormía profundamente. Agarré el inalámbrico y marqué el número. Qué
importaba la hora, si era un consultorio. Sonó un par de veces. Saltó el
contestador. Escuché una música tranquila y seguido un bip: ni mensaje, ni
voz, ni nada. «Para entendidos», pensé. Dije un nombre falso —sin apellido
—, mi teléfono y «quedo a la espera de su llamado.»
La embajada de Sudáfrica queda cerca de Plaza San Martín. Así que
un mediodía, en vez de almorzar en frente del hospital como todos los días,
me comí rápido un yogur con cereales y me tomé el tren a Retiro. Hacía
días que estaba nerviosa. No quería esperar para poner en marcha mi sueño
de adopción. Así que me mandé, sin meditarlo mucho, obedeciendo a mi
instinto. Juro que sabía que ganaría ese concurso del laboratorio. Yo creo en
esas cosas. Eso de que cuando uno se concentra en algo y dirige toda su
energía en pos de un objetivo, el universo se alinea para hacerlo posible.
Con ese convencimiento completé cada receta, llena de esperanza por
revertir esa angustia que me había provocado la menopausia.
Caminé hasta llegar a la esquina donde, en vez de una gran casona
con rejas y guardia, que era lo que me esperaba, me encontré con un
edificio de nueve pisos, gris, sucio y húmedo. No había ni siquiera una
bandera de Sudáfrica a la vista. Pensé:
«¿nueve pisos para una embajada?». Entré. Ahí mismo se respondió
mi pregunta, ya que en un cartel en la recepción estaba la lista de empresas
y organismos que operaban en esa dirección. El consulado sudafricano
estaba en el octavo piso. Me tomaron los datos, donde tuve que mostrar mi
libreta cívica. Me dieron un papelito que debía hacer firmar arriba para
poder salir después. El guardia, un hombre muy amable, me señaló el
ascensor. Subí junto con un montón de gente: motoqueros y personas de
traje. Contra un rincón vi a un negro, con un gorrito verde, amarillo y rojo.
Era grandote y estaba vestido muy elegantemente, aunque a mí no dejó de
resultarme exótico. Me lo quedé mirando como hipnotizada. Y eso que me
decía a mí misma,
«Ofelia, no te lo quedes mirando así, por favor». Alejé la vista un par
de veces pero magnéticamente volvía a clavar mis ojos en él. El ascensor
paró en un par de pisos y se fue liberando el habitáculo, hasta que me quedé
sola con el negro. Se cerraron las puertas y él me miró. Sonrió levemente.
Yo le respondí el saludo. Tenía calor —maldita menopausia—, y tuve
mucho miedo de que pensara que me ponía colorada. Un sonido me salvó
de la incomodidad: habíamos llegado al octavo. Con un ademán muy gentil,
el negro me ofreció pasar primero. En el lobby había una puerta de vidrio,
la cual me abrió también. Yo le debo haber agradecido como mil veces cada
uno de sus actos. Él pasó detrás de mí.
Adentro me encontré con un mostrador donde una rubia colgó el
teléfono y me preguntó qué deseaba. Noté que mi compañero de ascensor
pasó, saludó a la chica y desapareció por un pasillo. Ahora sí había
banderas. En la sala de espera vi dos mástiles. También había cuadros con
paisajes sudafricanos. Lo mismo en la recepción: detrás de la rubiecita me
robó la atención una foto de Mandela, una de unos muchachos de verde que
supuse serían jugadores de rugby y una lámina de una sabana con leones
tirados a la sombra de un árbol. Sobre el mostrador había banderitas
chiquitas. En mi recorrido visual también vi dos relojes con la hora de
Buenos Aires y Ciudad del Cabo. «¿A quién viene a ver?», me dijo la
chiquita de la recepción. «no, sí, en realidad a nadie, vengo a averiguar
sobre adopción», dije yo.
«Tome asiento que en unos minutos la llaman», me dijo. Pasé
entonces a la sala de espera mientras ella levantaba el tubo del teléfono y
preguntaba por alguien. Me senté. A mi derecha había una mesa con una
lámpara exótica y un pilón de revistas. Eran todas de turismo, así que
manoteé la de arriba de todo y me puse a mirar las fotos de paisajes, de
safaris, de comida y de rugby. Las manos me temblaban. Entonces sonó
bien fuerte mi nombre. Me exalté. Oprimí la cartera contra mi pecho y me
paré. «Sí», dije tímida, «soy yo». La señorita que me había llamado era una
negra hermosa, alta, flaca, vestida con unos pantalones caqui de ejecutiva,
una camisa blanca con volados y el cabello morocho acomodado con una
bandana. Caminé hacia ella y estreché la mano que me había extendido.
«Por acá, por favor», me dijo señalándome la puerta de su despacho. Su
oficina también estaba llena de referencias a Sudáfrica: afiches, banderitas
y, sobre el escritorio, pilas de folletos. De fondo, anteponiéndose al paisaje
interior, se veía a través de la ventana el peor gris de Buenos Aires. Me
ofreció asiento. Yo obedecí. Sin quererlo, mantuve mi cartera oprimida
contra el pecho como una tonta. La chica se sentó, miró la pantalla de la
computadora y movió el mouse para quitar el protector de pantalla.
«Dígame», me dijo con una sonrisa. Pensé en contarle de mi menopausia.
Del desinterés de mi hijo por ser, justamente, mi hijo. De cómo él me
ofende permitiendo que mi marido cuide a Benito. Que a mí solo me echa
en cara que no está de acuerdo con la influencia que puedo tener hacia el
nene. Sin embargo, lo que salió de mi boca fue: «Quiero adoptar a un
negrito». ¡Qué idiota, qué idiota! La cara de la chica se desfiguró y me
apuré por desdecirme, tratando de corregir lo dicho, explicando que no soy
racista y metiendo la pata cada vez más. Se me subieron los calores
enseguida. Respiré hondo. Le pedí con un gesto que me esperara. Me
recompuse y dije: «Vamos de vuelta. Tengo mucho amor para dar, la vida
me está privando de la posibilidad de volver a ser madre, por lo que decidí
adoptar. Vi en una revista que hay muchos niños necesitados en África y esa
opción me pareció la correcta». Sonreí con una mueca. Ella me devolvió el
gesto. Pero dijo «No va a ser posible, lamentablemente». Recibí el impacto,
pero como ya dije y demostré, no soy de rendirme fácilmente.
«Mire, señorita. Estoy acá por un sueño. Estos niños —manoteé un
folleto del escritorio donde predominaba la foto de unos negritos sonriendo
— son mi prioridad. Afortunadamente tengo un montón de cosas en mi
vida, cosas que me gané con el sudor de mi frente, porque le puedo asegurar
que nadie me regaló nunca nada. Cometí errores, sí, como cualquier ser
humano, ¿o acaso usted es perfecta, señorita? Pero aprendí de cada uno de
ellos, lo que me convierte en un hermoso ser, con la sabiduría suficiente
como para enderezar la vida de una criaturita necesitada. Así que le pido
por favor que no me juzgue por un exabrupto. No es lo que pienso. Nunca
digo esa palabra. Se me escapó, es algo cultural, como cuando uno dice
«voy a comprar algo al chino» y el chino no es chino, es de Laos, o Corea,
¿me entiende? No le quite la posibilidad a un niñito solamente por un error
gramatical». Terminé agitada mi descarga. Lagrimeé incluso un poco, lo
que me sirvió para ocuparme en buscar una Carilina en la cartera. Mientras
me secaba las lágrimas, la señorita me dijo:
—Me entendió mal, señora. Lamentablemente no es posible para
usted la adopción por una cuestión de edad. Solo tienen permitido adoptar
en Sudáfrica las personas menores de cuarenta y cinco años. Hay un
proyecto de ley para eliminar esas restricciones, se viene tratando hace años
pero mientras eso no salga, no va a poder ser. Lo siento mucho.
Busqué algún indicio de placer en su mirada pero lo único que
encontré fue una auténtica pena. La negra había entendido que mi sueño era
real y me había comunicado la mala noticia con dolor auténtico.
Confundida y desilusionada, me detuve sin querer en un portarretratos
donde se la veía a la negra con una negrita y un negrito en un paisaje al aire
libre, los tres sonriendo. Sus hijos. La angustia me subió a la garganta. Sentí
arcadas. Respiré hondo y tragué con fuerza. «¿Está bien?», me preguntó
cordialmente. «¿Quiere un vaso de agua?». «No, no, gracias», dije mientras
me ponía de pie. Retrocedí unos pasos. «¿Y esta restricción es solo en
Sudáfrica o hay otros países más flexibles?», insistí más para llenar el
insoportable silencio que por otra cosa.
Ella negó con la cabeza, poniendo la misma cara de «pobre viejita»
que antes me había parecido dulce y ahora me daba una bronca bárbara.
Apreté el puño. Agarré la cartera con fuerza. La negra se paró y amagó con
acompañarme. «Está bien, puedo sola», le dije, frenándola con un gesto. Me
quedaba todavía algo de dignidad. Salí a paso redoblado y recién pude
llorar en el ascensor. Tengo que decir que los ocho pisos no me alcanzaron.
Los días siguientes me acompañó una profunda tristeza. Si bien fue
un golpe duro, supongo que la hipersensibilidad de la menopausia
magnificaba el dolor. Trabajé a desgano, tratando de hablar con los
pacientes solo lo imprescindible. Las recetas para ganar el viaje
descansaban en el fondo de mi primer cajón. Me sentía una piltrafa. Me
había convertido en una vieja chota.
Volviendo a casa, una noche, cruzando una barrera baja, recorrí el
paso peatonal y al ver que venía el tren a lo lejos, decidí esperar a que
pasara. Miré la formación con cierta nostalgia, pensando qué cerca estamos
a veces los seres humanos de terminar con el dolor. A lo lejos escuché una
voz ronca que gritaba. Tardé en distinguir que era un llamado para mí. Yo
miraba hacia mi derecha, las luces del tren allá lejos, aproximándose. Fue
solo una reflexión, no era que estuviera pensando en suicidarme ni mucho
menos, jamás se me ocurriría hacer algo así. Estaba fantaseando con un fin
mágico del dolor, inmediato, pero nada más. La voz ronca, después de
varios intentos, logró llamar mi atención. Tirado escaleras arriba, cerca de
la fila de asientos, envuelto en mantas y apoyado contra un alambrado,
había un mendigo. Gritaba: «¡Señora, señora!» de manera desesperada. Me
asustó su voz y al mirarlo me arrepentí. Pensé primero que estaría borracho,
prejuzgué que era peligroso hacer contacto visual, que tal vez quisiera
robarme o violarme. Noté que señalaba con el índice algo y que su
desesperación era cada vez mayor. Avergonzada, retiré la vista de mi
derecha y miré a la dirección contraria. Ahí entendí la situación. Embobada
en el tren que venía por la derecha de la mano de enfrente, detenida en mis
pensamientos nostálgicos de autodestrucción, me había parado sobre las
vías, sin ver que del lado izquierdo venía otro tren, que estaba mucho más
cerca de mí. Tuve pocos segundos para reaccionar. No voy a decir que tuve
que apartarme de un salto pero sí que las advertencias del mendigo llegaron
en el momento justo y que si no fuera por él, ahora no la estaría contando.
Di unos pasos hacia atrás y al rato el ruido de las ruedas me aceleraron el
corazón y el viento me despeinó el flequillo.
No dije nada del episodio en casa y mucho menos a mi hijo cuando el
domingo siguiente vino con Valentina y Benito a comer. No pude disimular
la tristeza, tanto es así que hasta él, que nunca se fija en mí, me preguntó si
estaba bien.
«Sí, sí, un poco cansada, nada más», mentí, y así de fácil lo
tranquilicé. Valentina me ayudó a lavar los platos aunque yo le dije que no
era necesario (lo era) y que esa tarea no me representaba un fastidio (lo
representa). Juntas liquidamos todo en quince minutos. Mi marido avisó
que quería dormir la siesta, por lo que desapareció enseguida, encerrándose
en nuestro cuarto. Los chicos se pusieron a leer los diarios: ella la revista,
mi hijo la sección de deportes y espectáculos, cuando escuché que decían
algo del cine. «Si quieren ver una película ustedes solos me pueden dejar al
nene», dije más para hacerme la compinche que por otra cosa. Los vi
discutir divertidos, peleándose en broma, hasta que llegaron a un acuerdo.
Agarraron el auto y yo, con Benito subido a upa, los despedí desde la
puerta. Apenas doblaron en la esquina lo bajé. «Bueno, nos quedamos
solos. ¿Ahora qué hacemos?», le dije. «Omigas», me contestó. «No, las
hormigas son de Pedro, no tenemos permiso para verlas… ¡pero ya sé! Te
puedo mostrar un montón de autitos de Evaristo, ¿te parece?». Benito dijo
que sí, entusiasmado. Me siguió sigiloso hasta el garaje, donde había dejado
las cajas. Había no menos de cincuenta autitos, viejos, despintados, algunos
sin ruedas, pero a Benito no pareció importarle. Metió la mano, sacó dos al
azar. «Esperá, vamos a llevarlos al living». Agarré la caja, nos tiramos en el
piso entre los sillones y volqué el contenido. Cayó un mar de metal y
ruedas. Lo maravilloso fue lo rápido que se me pasó el tiempo jugando con
ese nene. Me obligaba a participar, dándome órdenes del estilo «vos sos la
policía y me tenés que perseguir», o «tomá el camión de bomberos» o
incluso cosas que escapaban a la lógica porque agarraba un auto y lo hacía
volar por el aire y me indicaba que yo tenía que perseguirlo con otro hasta
la Luna. ¿No digo que ni me di cuenta de que me había saltado la merienda,
yo, que nunca me pierdo el mate con galletitas de las cinco y que, para peor,
el chico se me iba a morir de desnutrición sin su Nesquik? Nos interrumpió
el sonido del motor del auto de Evaristo y salí corriendo a la cocina como
una loca para disimular que le estaba preparando la leche al nene. Escuché
la puerta abrirse y los chicos entrando. Hablaban con Benito. «Uy, Beni,
¿qué son todos esos autitos?», dijo Valentina. «¡Me reacuerdo de éste,
qué increíble!», dijo mi hijo. «Qué geniales», siguió la chica y Benito, todo
excitado, les relató cómo habían sido nuestras horas de soledad sin que los
presentes pudieran entender un pepino pero yo, que había estado con él y
escuchaba desde la cocina me mataba de risa descubriendo cómo
funcionaba su cabecita. Hice mi entrada con el vaso con chocolatada. «Se
nos pasó un poco la hora de la leche», le dije a Valentina, anticipándome a
algún reproche. Le di el vaso a Benito, que lo agarró, se paró, se tiró en el
sillón y se lo puso en la boca como si fuera una mamadera. «¿Te pongo los
dibus?», le propuso mi hijo. Benito asintió. Mi hijo puso un canal para
chicos. «¿Ustedes comieron o les hago un café con tostadas?», dije.
Aceptaron. Me pasé un rato más en la cocina mientras los dos adultos y el
chico miraban la tele embobados. Apoyé la bandeja en la mesa del
comedor. Valentina y Evaristo se sentaron, dejando al nene ahí tranquilito.
Me senté con ellos y me contaron un poco de la película que habían visto y
otras cosas. Pasamos un lindo rato, la verdad. Cuando se fueron no sentí
tristeza, sino cansancio. Las horas con Benito me habían quitado toda la
energía.
Al día siguiente vi de casualidad la lucecita roja del contestador
automático titilando. Escuché:
«Este es un mensaje para Elsa. Mi nombre es Filippo, estoy
devolviendo su llamada. Tengo un turno libre para el miércoles a las
diecinueve, por favor, de no poder asistir, dejar un recado en mi contestador,
de no haber mensaje, consideraré tomado el turno y espero su presencia
rigurosamente puntual. Gracias». ¡La alegría que me dio! Aplaudí como
una boba, sola en casa, feliz de que el chanta había mordido el anzuelo.
Agendé la fecha y la hora. Abroché en una esquina de la hoja la tarjetita con
la dirección y me puse a pensar un apellido de ficción y a practicar un poco
lo que le diría. Mi plan era el siguiente: me haría pasar por una paciente.
Después, una vez que comprendiera cómo se movía y de qué manera
estafaba a sus clientes, le mandaría a la DGI para que investigara todos sus
números, su matrícula y su título —que seguro no tenía—. También pensé
en denunciarlo por mala praxis o al Ministerio de Salud, pero en ese caso
tendría que dar la cara; tenía que hacerle algo que terminara con la clausura
de su consultorio sin que yo sufriera consecuencias.
Ese miércoles me salía de la vaina para llegar y cantarle las cuarenta.
Iba a conocer lo que era meterse con una madre enojada. Me bajé en la
parada con tiempo de sobra. Caminé las tres cuadras a paso lento para no
llegar demasiado temprano. Esperé ansiosa en la puerta del edificio a que se
hicieran las siete y toqué el timbre.
«Bajo», dijo. Tuve que esperar de nuevo, esta vez, cinco minutos,
hasta que finalmente escuché las puertas del ascensor y lo vi caminar
escoltando a un cuarentón, flaco, canoso. Abrió la puerta del edificio. El
señor me saludó cortésmente. El tal Filippo no me sonrió, apenas si
extendió su mano para saludarme. Se la estreché. «Mucho gusto», dije, «soy
Elsa». «Sí, sígame, por favor». Me condujo al ascensor. El habitáculo era
diminuto. Él jugaba con el llavero, haciéndolo girar en uno de sus dedos.
«Va a llover», me dijo. «Eso parece», contesté yo.
«No. Va a llover», repitió. Ese fue el único diálogo que tuvimos ahí
adentro. Llegamos a su piso. Me dejó pasar. Entré a un ambiente decorado
raro, con cosas de la India, otras orientales, con una alfombra enorme
rodeada de almohadones y almohadoncitos y esculturas de Buda doradas. El
olor a incienso era tranquilizante y de fondo se escuchaba una musiquita
relajada. La luz era tenue. Me asustó un poco, debo ser franca, pero también
percibí, más allá de todo, una buena energía. Filippo me dijo que me sacara
los zapatos y después me ofreció sentarme sobre uno de los almohadones
más grandes. Él me rodeó, también descalzo, y se sentó enfrente mío. Yo
estaba nerviosa. Se me quedó mirando profundamente, sin hablar. No supe
bien qué hacer, si así era todo. Lo creía chanta pero no tanto como para
quedarse sin decir nada la hora completa. «Bueno», dije, «soy Elsa
Estévez», mentí,
«y me habían hablado de usted y quise…» Me frenó en seco con un
gesto. Me callé al instante. Volvió a mirarme, no a los ojos, sino como
alrededor de mi silueta. Ahí sí me sentí mal, como desnuda. Me empezaron
a subir los calores. Cuando ya la situación era insostenible, habló: «está
pasando un momento muy malo. Muchísima nostalgia. Ya no puede tener
hijos. El chakra cinco, completamente bloqueado. ¿Siente como un nudo en
la garganta?». Iba de decir «sí», pero leyó mi intención enseguida y volvió a
aplicarme un gesto para que lo dejara terminar. «Veo muy abierto el chakra
del corazón, una capacidad de amar muy fuerte. También fluye
naturalmente el chakra uno: el trabajo está bien». Asentí. Me estaba
sorprendiendo el señor éste, sabía tanto de mí sin que yo hubiera abierto la
boca.
«Esta terapia armoniza los chakras bloqueados... Lástima que usted
sea tan mentirosa y deshonesta como para presentarse acá con un nombre
falso y con la intención de hacer el mal», dijo después, sorprendiéndome.
—¿¡Perdón!? —contesté indignada—. ¿Cómo se atreve a hablarme
así? Me puse roja de vergüenza, me había desenmascarado. Sentí la frente
transpirada. «Vergüenza...», dijo sin subir la voz, «Me parece perfecto que
sienta vergüenza, así aprende a no molestar a la gente honesta». Quise
contestar, ya decididamente ofendida por su agresividad, pero no me dejó.
«Váyase, por favor». Me señaló la puerta. Estaba sentado en posición de
loto con el brazo extendido, esperando a que me fuera. Ahí, sentada en ese
almohadón gigante, me sentí más humillada todavía. Noté su ceño fruncido
y una mirada de odio que desnudaba su falsedad. «Si es tan espiritual tiene
que saber manejar la bronca», me acuerdo que pensé. Se podía respirar su
furia. Manoteé la cartera y me quise parar. Pero el almohadón me jugó una
mala pasada y después de varios intentos tuve que tolerar que el tipo me
agarrara del brazo para ayudarme a ponerme de pie, arrugándome la ropa y
apretándome hasta hacerme doler. Ya parada, me solté de su mano. Lo miré
tímidamente a los ojos.
—No son formas de tratar a una mujer de mi edad... ni de cualquier
edad, qué caramba —dije con orgullo. En vez de pedir disculpas, me
contestó
«la plata». «¿Eh?», dije yo. «Me tiene que pagar la sesión, ¿o piensa
que el tiempo que me hizo perder es gratis?». Qué tupé este hombre. «Ma’
sí», me dije, ya harta. Saqué la billetera y le di un billete de cincuenta.
«Ciento veinte», me dijo el caradura. Me lo quedé mirando indignada. Le di
el dinero rechistando. A partir de ahí dejó de hablarme, claro, ya tenía sus
billetes. Me dirigí hacia la puerta. Sentí sus pasos detrás. Estiró la mano,
giró la llave, abrió. Salí rápido hacia el ascensor cuando me di cuenta de
que me tenía que bajar a abrir. ¡Qué momento incómodo! El ambiente se
cortaba con cuchillo. Esperamos en silencio la llegada del ascensor. Abrió
la puerta, me dejó pasar y bajamos sin mirarnos siquiera. Abajo se repitió la
escena. Llegó él primero hasta la puerta principal, abrió y salí. La puerta de
vidrio se cerró de un portazo a mis espaldas.
Nunca supe si el chanta le contó a mi hijo. Esa y muchas noches me
puse a pensar cómo había adivinado quién era yo. Incluso, en momentos de
desesperación, llegué a imaginar que tal vez sí tenía poderes y había leído
mi pensamiento. Meses después mi marido me contó que mi hijo se había
separado de la chica, no sé por qué él tenía ese dato antes que yo. Llamé a
Evaristo para que me contara todo, para ver cómo estaba. Pero cada
llamado terminaba en el contestador. Nuestra relación recuperó la misma
rutina de antes. Pobre mi hijo. No era una chica para él. Ella necesitaba un
padre para Benito. Cualquiera le vendría bien. El nene sí me daba lástima.
Era inocente. Con estas chiquitas es así, lo veo mucho en el hospital. Le
dejé grabado un mensaje en su contestador de porquería: «Hola mi amor.
Papá me contó todo. Ya va a pasar, vas a ver. Pronto vas a encontrar una
chica mejor. Si necesitás podés venirte a vivir unos días acá, así te puedo
mimar, hacerte de comer, lavarte la ropa... para que pases este momento con
la gente que te quiere. Hasta que te repongas, nomás. Es la ayuda que te
puedo dar».
9 MESES DESPUÉS
ELLOS

Los libros de Aurelio, junto a la gran cantidad de tomos de historia,


filosofía y religión que antes ocupaban la inmensa biblioteca del estudio
de Pedro, ahora se encontraban dispuestos ordenadamente sobre el
asiento trasero del micro escolar estacionado en el pueblo. Si alguna
persona hubiera subido, podría haber declarado que se trataba de
trescientos veintidós volúmenes de tapa dura, separados por autor de
manera alfabética. Sin embargo, nadie subió nunca. Salvo Pedro, el
profesor, que dormía en el piso de goma tapado con una colcha vieja. La
oscuridad dentro del habitáculo era casi total. Las cortinas azules,
anilladas a un cable de acero, tapaban todas las ventanas laterales. Toallas
y sábanas viejas improvisadas hacían lo propio con el parabrisas y las
puertas. No había despertador digital que anunciara, apenas entrada la
mañana, que era la hora de despertarse. Pero Pedro tenía, sin quererlo,
una forma de levantarse de lunes a viernes. Los golpes repetidos y
multitudinarios contra la chapa del micro lo hacían abrir los ojos de
repente, inyectados en odio. No había forma de acostumbrarse a
semejante rutina. Afuera, un grupo de siete estudiantes de primer año del
secundario, uniformados, con mochilas en las espaldas, castigaban con las
palmas de las manos los laterales del bus. Pedro se destapó. Se paró. Los
largos pelos blancos, revueltos, parecían los de Einstein. O los de Emett
Brown. La larga barba canosa, la de Osama Bin Laden. Corrió por el
pasillo del micro y abrió la puerta delantera. Bajó los dos escalones y pisó
con los pies descalzos el pavimento. Vio las espaldas de los adolescentes
que huían despavoridos y riendo a carcajadas.
—¡Pendejos de mierda! ¡Los voy a matar!
¡Hijos de puta! ¡No corran, malandras! —gritó.
Uno de los chicos se dio vuelta sin dejar de correr y se agarró los
genitales. Otro levantó un brazo y movió la palma de la mano amenazante,
como diciendo «vas a cobrar». Un tercero se rozaba el mentón con una L
formada por los dedos índice y pulgar («careta»). El que corría más rápido
frenó un segundo, ahuecó las manos junto a la boca y gritó:
—¡Viejo puto!
Pedro se quedó insultando a los gritos incluso cuando la banda de
escolares ya estaba fuera de vista. Entonces subió de nuevo al micro. Orinó en
una botella de plástico que ya tenía pis hasta la mitad. Abrió una ventanilla y
la arrojó hacia afuera, al terreno abandonado. Después agarró un recipiente
vacío de Ayudín sin etiqueta. Se calzó, se vistió y bajó del micro. Enfrente, el
banco donde solía tener su plazo fijo millonario estaba con las cortinas
metálicas bajas y los candados puestos. Caminó hacia la carnicería, el único
negocio de la cuadra que tenía una canilla a la calle. Ubicó el envase plástico
y lo llenó con agua. Regresó al micro. Agarró un bolsito y se adentró en el
terreno baldío. Se escondió detrás de su arbusto. Se cepilló los dientes,
haciendo buches con el agua que tomaba del bidón. Hizo el resto de sus
necesidades, se limpió bien y escondió su mierda con tierra y hojas. Se lavó la
cara, se tiró agua en el pelo, lo peinó y se puso la gomita tirante. Mojó una
toalla de mano y se lavó las partes más olorosas del cuerpo. Cuando ya estaba
listo, volvió al micro, dejó sus cosas y se puso a leer hasta que se hicieron las
diez. Había recuperado su placer por la escuela aureliana apenas tres días
antes. En diciembre el país había explotado y los bancos, amparados por el
Estado, habían estafado a todo el pueblo impidiendo el retiro de divisas y
convirtiendo los depósitos en dólares en impredecibles acciones a pagar
dentro de diez años. El banco que ahora veía obsesivamente desde las
ventanillas del micro le había secuestrado su plazo fijo de más de doscientos
cincuenta mil dólares. Esta usurpación le había salvado la vida, en cierta
forma. No podía morirse sabiendo que su plan de dejarle todo a Benito
quedaría en manos del Estado. Además, le sirvió para mentirle a su hijo
Evaristo, al que le dijo que le habían retenido también sus ahorros cuando la
verdad era que se había gastado todo. El episodio de la iglesia lo había alejado
del Padre Juan y no había vuelto a verlo. Sabía que el cura debía estar
buscándolo todavía. Al igual que el tipo que le había alquilado el micro
escolar y que Pedro jamás devolvió. Y esos eran solo dos de la lista. Asustado
por la cantidad de delincuentes suicidas que seguramente se sentían estafados
por él, decidió abandonar su hogar con Ofelia. Sin decirle nada, juntó algunas
de sus cosas cuando ella no estaba, llenó el micro y se fue a vivir no muy lejos
de ahí. Pero Ofelia nunca iba por el pueblo. Decía que tenía suficiente
contacto con la gente pobre en el hospital, así que se quedaba adentro de los
límites del country cuando estaba en casa. Fueron unos meses de depresión
para Pedro. No por su nuevo estilo de vida: le fascinaba vivir así. Su actual
miseria no distaba mucho de la que siempre había tenido adentro. Lo que le
molestaba era la frustración de no haber podido cumplir con su misión. El día
en que se suponía debía haber muerto fue muy duro para él. Consideró la
posibilidad de suicidarse en soledad. Pero si no se llevaba a un hijo de puta
con él, mínimo uno, no tenía sentido. No poder hacerse cargo de su esencia lo
estaba corroyendo por dentro. Para paliar la tristeza se impuso una rutina:
cruzar al banco todos los días y preguntar por su dinero. Siempre le decían lo
mismo, pero nadie le podía prohibir molestar a los empleados con preguntas.
De pronto percibió movimiento enfrente. Bajó el libro que estaba
leyendo y vio a través de la cortina azul que Omar, el vigilante de la garita,
abría las puertas del banco. Terminó el párrafo y abandonó la lectura. Cruzó a
la vereda de enfrente. Entró. Le gustaba percibir las caras de fastidio en los
empleados que lo veían. Esas pequeñas cosas eran su infantil forma de
cobrarse el robo a mano armada que le habían hecho. Sacó número frente al
box de atención de siempre. Vicente, el administrativo que solía saludarlo tan
amistosamente cuando Pedro era millonario, ahora lo miraba con odio: lo
trataba como a un vagabundo. Sin embargo, tenía la obligación de atenderlo.
Pedro seguía siendo cliente: su número de cuenta ahora estaba en la caja de
valores en custodia, donde retenían sus bonos BODEN2013. Llegó su turno.
Pedro saludó cordialmente. Vicente no quitó la vista del teclado. Le parecía
injusto pagar los platos rotos de una decisión comercial de las altas cumbres
del banco. Se lo había aclarado a Pedro los primeros días: «yo solo soy un
tornillo de esta maquinaria perversa, no me culpe a mí por lo que pasó». Pero
a Pedro no le importaban las excusas. Ahí estaba, repitiendo la misma
pregunta de todos los días desde hacía seis meses.
—¿Cuándo me van a devolver mi dinero, ladrones?
Vicente ya no le contestaba. Lo ignoraba por completo. Seguía
tecleando en su computadora, retiraba papeles de los cajones, sellaba tickets,
agarraba formularios de la impresora o se paraba y hacía viajes a la gerencia.
Pedro aprovechaba entonces para robarse cosas del escritorio: una birome,
una abrochadora, sellos... En esos pequeños hurtos Pedro sentía que hacía un
poco de justicia. Pero ese día, después de meterse en el bolsillo el mouse de la
computadora, escuchó a una señora de cuarenta años quejándose en el
mostrador.
—¿Vos entendés lo que te estoy diciendo?
—dijo la mujer levantando la voz—. Mi papá se va a morir si no lo
operan y ustedes se quedaron con todo su dinero. ¿Vamos a dejar que se
muera?
¿Pueden ser tan perversos?
Entonces Pedro volvió a entender todo. Como la vez que se le había
ocurrido cómo atrapar al policía corrupto, los pensamientos se le alinearon y
toda la información que tenía en la cabeza se transformó en
unaideasuperadora. Se había deprimido por no haber podido cumplir su
misión de llevarse del mundo a veinte hijos de puta. Había pensado en
matarse, incluso, por semejante frustración. Muy focalizado en su derrota, no
se había dado cuenta de que la solución estaba a la vista. La mujer que se
quejaba en el mostrador era una de las tantas historias de gente perjudicada
por el Corralito. Había un hijo de puta más hijo de puta que los veinte hijos de
puta que Pedro se había querido llevar: el exministro de economía y mayor
responsable de la estafa del Estado, Domingo Felipe Cavallo. Tenía que cazar
a ese demonio. No importaba si le llevaba dos, diez o veinte años. Sería su
nueva misión. Juntaría historias terribles de la gente que había sido
perjudicada por este personaje. Las reuniría en un libro, intercalando siempre
la filosofía de Aurelio. Encubriría en esos textos el concepto que daba en las
conferencias, direccionando el mensaje subliminal hacia el exministro.
Jugaría con su culpa. Cavallo no podría resistirse a leer un libro que tuviera su
apellido en la tapa. A través de las páginas, si lo hacía bien, lo convencería de
que su misión de hacer el mal ya estaba cumplida y que no le quedaba otra
que tener la dignidad de suicidarse.
Ofelia llegó en un remís al cumpleaños de quince de Camila, la hija de
María Florencia, la paciente a la que había salvado de un aborto fallido.
Extrañó la ausencia de alguien que le protestara por haber gastado tanto
dinero en ese medio de transporte cuando se podía llegar en tren o
combinando colectivos. Pero no estar más al lado de Pedro también tenía sus
ventajas: se podía quedar en la fiesta hasta tarde sin que su marido comenzara
a decirle que se quería ir a la media hora de haber llegado. En la puerta del
salón de fiestas, un hombre de traje la tildó en una lista y la dejó pasar. Entró
en la recepción. Se encontró con una imagen que le pareció tierna. A un
costado, un grupo de diez o doce adolescentes de traje hacían causa común,
en ronda. Se los notaba incómodos y raros vestidos de esa manera. Las chicas
también estaban todas juntas, en la otra punta. Pero a ellas no les quedaba tan
mal la vestimenta de gala. Todas pintadas, algunas demasiado provocativas,
comenzaban a entender los trucos de las mujeres para sobresalir en eventos
sociales. Un mozo se le acercó con una bandeja con bebidas.
—¿Qué es? —preguntó.
—Coca, Sprite, Fanta, vino tinto, vino blanco.
—No le estará ofreciendo alcohol a los chicos, ¿no? —dijo Ofelia con
tono de maestra.
El mozo era un chico de unos veinte años. El uniforme le quedaba tan
ridículo como a los quinceañeros el traje.
—Por supuesto que no —dijo.
—Muy bien... a ver... —siempre habría manoteado el vaso de Sprite sin
dudarlo. Esta vez agarró el de vino blanco—. Gracias.
Se quedó ahí parada, observando todo. La inercia la hacía tomar
traguitos de vino sin darse cuenta, a tal punto que en pocos minutos estaba
apoyando el vaso en una bandeja con vasos vacíos y agarrando uno nuevo,
lleno. María Florencia apareció entre la gente, con Camila atrás, de la mano.
—¡Qué bueno que pudo venir, doctora! — dijo la madre.
—Cómo no voy a venir... ¡Ay, pero qué linda que estás, Camilita! —
dijo Ofelia al ver el vestido largo color violeta de la chica. Parecía una
princesa, con brillos por todos lados, maquillada a tope, perfumada. Camila
puso su mejor sonrisa, le dio un beso a la doctora y agradeció, tímida, el
cumplido. Ofelia recordó algo. Abrió la cartera y sacó un sobre blanco. Se lo
dio a la madre pero les habló a la dos.
—Este es mi regalo. Sé que organizar una fiesta así cuesta plata, espero
con esto poder colaborar.
María Florencia recibió el sobre y agradeció. Camila seguía con su
sonrisa tímida y sin decir una sola palabra. Ninguna rompió el papel para ver
cuánto había adentro. En el sobre Ofelia había puesto $2400. Era una
barbaridad de plata para un regalo de cumpleaños.
Pasaron al salón. Ofelia buscó el número de su mesa. Se sentó primera
y saludó con simpatía a quienes iban completando los lugares. Una manga
(porque nunca vio más del mozo), le llenaba una copa con vino blanco cada
vez que el líquido bajaba. En pocos minutos la lengua ya le patinaba, se sentía
mareada y muy alegre. De pronto, dos animadores aparecieron en el salón. Un
hombre de traje. Una mujer de vestido largo. Ambos tenían micrófonos. Una
máquina de humo se activó y bajo sus pies, una nube gris se apoderó del piso.
El hombre dijo:
—Hoy estamos acá porque una persona muy querida por todos nosotros
se convierte en mujercita.
La mujer empalmó su discurso.
—Así que les vamos a pedir que para demostrarle nuestro amor a
Camila, la recibamos con un fuerte, fuerte aplauso.
Comenzó a sonar en un volumen altísimo el tema «Time of your life»,
banda de sonido de la película Dirty dancing. Las luces se enfocaron en una
puerta y desde ahí, tomada del brazo por su padre, en yaqué, apareció la
quinceañera. Todo el salón se puso de pie. Las más amigas, en primera fila,
dejaban escapar lágrimas de emoción. Ofelia aplaudía fuerte y también se
puso las manos al costado de la boca y gritó «uuuuuuuuh». María Florencia se
levantó de la mesa principal. Padre e hija se unieron en el centro de la pista
con un abrazo muy emotivo. Ofelia dejó su lugar y se acercó unos pasos
adonde estaba puesta toda la atención. «Bravo», gritó, pero la música tapó su
voz. Camila lloraba. Los padres la soltaron y la chica corrió hasta donde
estaban sus amigas y repitieron el abrazo entre llantos. Todos miraban hacia
allá cuando un acople del sonido los distrajo. Ofelia le había arrebatado el
micrófono al animador y se había ubicado muy cerca del centro de la pista.
—Bueno, Camilita...
Camila, tan confundida como el resto de los invitados, buscó la
proveniencia de la voz femenina. Solo María Florencia y su marido sabían
que lo que estaba pasando no estaba previamente armado.
—No puedo creer que ya hayan pasado quince años del día en que te vi
nacer... Yo estaba de guardia en el Vicente López y tu mami llegó
desesperada... ¿Te acordás de esa noche, María Florencia? ¡Cómo no te vas a
acordar! Fue una noche brava... pero lo logramos. Tu mami y yo lo logramos.
Y acá estás, tan grande ya. Te quiero desear toda la felicidad del mundo, que
se cumplan tus deseos y que te conviertas en una mujer de bien.
Un tímido aplauso para tapar la incomodidad dio lugar a que otros se
sumaran. Ofelia caminó dramáticamente hacia donde estaba Camila e imitó
los afectuosos abrazos que le habían dado antes. La única diferencia estuvo en
que la quinceañera, desconcertada, en vez de apretar fuerte la espalda de
Ofelia le dio apenas unas palmadas de consuelo. El animador recuperó el
micrófono y anunció una de las primeras sorpresas de la noche. Ofelia se
retiró de escena. Se mezcló entre la gente pero sentía que un seguidor de luz
teatral la iluminaba constantemente. El animador agarró una silla. La clavó en
mitad de la pista. Estiró su mano para invitar a Camila a sentarse. La música
cambió: sonó el tema de Misión Imposible. Un chico y dos chicas entraron al
salón. Vestían impermeables negros y lentes de sol. Parecían salidos de
Matrix.
La animadora dijo:
—Charlie, La Negra y Samantha se enfrentan esta noche a lo que
parece una misión imposible:
¡aburrirse!
Los tres personajes abrieron sus impermeables de un tirón. El chico
estaba en cueros. Tenía todos los músculos marcados. Las chicas vestían
calzas blancas y corpiños rojos. La cumbia villera copó el lugar. El hombre se
acercó a Camila. Realizó un baile lascivo, meneando la cadera hacia atrás y
adelante mientras la tomaba de las manos y se hacía acariciar los
abdominales. Las bailarinas invitaban a bailar a los chicos y en poco tiempo la
pista se llenó de gente. Ofelia, a un costado, movía la cabeza al compás de la
música mientras observaba la fiesta.
Unas cuatro horas después, cuando ya habían pasado tres videos, el
plato principal, el postre y el carnaval carioca, Ofelia sintió unas insoportables
ganas de orinar. Recién ahí se dio cuenta de que desde que había llegado no
había parado de tomar vino y la diversión la había hecho olvidarse de ir al
baño. Había retenido tanto líquido que la necesidad ahora era impostergable.
Deambuló por el salón buscando el baño. Vio un pasillo que aparecía en un
costado: tenía que ser la dirección correcta. Entró al pasillo y vio una puerta
que decía «Privado». En su borrachera y urgencia, no decodificó el cartel y
pensó que, efectivamente, ese era el baño. Abrió la puerta de golpe. No era el
baño. Se encontró con una habitación chica con suplementos de limpieza,
estantes con productos, escobas, palitas. Contra la estantería estaba el chico
musculoso del impermeable. Tenía los pantalones bajos. Camila, arrodillada,
tenía el miembro del muchacho en la boca. Suspiró del susto y solo atinó a
pedir perdón. Cerró de un portazo. ¿Qué debía hacer? Había descubierto a una
menor de edad siendo abusada por un mayor. ¿Tenía que decirle a María
Florencia? Salió del pasillo y al otro lado del salón vio el cartelito luminoso
que había omitido antes y que decía «Toilettes». Pasó por al lado de la mesa
principal y vio que la madre de Camila se divertía con sus familiares. Se
metió en el baño. Entró a un cubículo y cerró con traba. Orinó y apretó el
botón mientras todavía se secaba con un pedacito de papel. Escuchó el abrirse
de la puerta e inmediatamente después, la voz de Camila, pasos varios, algo
de música proveniente del salón. En un instinto extraño, subió los pies al
inodoro para no ser descubierta.
—¿Y qué hacía la tipa ahí? —dijo una chica.
—¿Qué sé yo boluda? Me agarró con la pija en la boca. Si le cuenta a
mi vieja me pego un tiro
—dijo Camila.
Ofelia escuchó el sonido de un cierre, un papel abriéndose, unos
golpecitos contra el mármol del lavamanos. Después, cuatro claras
aspiraciones nasales.
—Uf, boluda —dijo la chica.
—Alucinante —dijo Camila.
—¿Quién es la mina esa?
—Mi pediatra de cuando era chiquita.
—Qué pelotuda el papelón que hizo.
—Una desubicada, no sé quién se cree que es. Y encima me agarra
peteando. Espero que no me arruine la fiesta.
La información escuchada indignó a Ofelia. Ofendida, destrabó la
puerta y se les apareció a las dos chicas, que se pegaron un susto tremendo.
No la podían creer.
—Tu mamá te quiso abortar —dijo Ofelia con crueldad consciente—.
Se metió una percha en la concha... Sí, en la CONCHA. Casi muere en el
intento. Me pidió a gritos que terminara lo que había empezado. La revisé y
me encontré con una de las cosas más impactantes que vi en mi carrera como
pediatra: de la vagina le asomaba un pedazo de bracito. Ese brazo con el que
ahora picás cocaína. La convencí para que te diera a luz. Si no fuera por mí,
ahora no existirías. Así que un poco de respeto. Yo te salvé la vida.
Las chicas quedaron estupefactas. Ofelia salió del baño, agarró su
abrigo de la mesa vacía y abandonó la fiesta sin saludar a nadie. Afuera, una
vez más, la esperaba la soledad de la noche.

Evaristo despertó de una pesadilla a las 5:35 de la mañana. Recordaba


que en el sueño lloraba y pudo comprobar, luego de tocarse los ojos, que
también lo había hecho en la realidad. La pesadilla era recurrente y lo había
atacado unas siete veces desde que Valentina se había ido. Soñaba con Benito.
Lo veía sufriendo y eso era lo que le provocaba ese llanto bidimensional tan
angustiante. Filippo le había explicado que había que prestar mucha atención
a esos sueños, los que eran tan perturbadores como para despertarte. Había en
ellos, según él, un mensaje importante.
Pero Evaristo ya no podía pedirle a Filippo que le analizara los
símbolos de sus sueños. El gurú se había ido de vacaciones como todos los
años, avisándole que lo llamaría apenas regresara para retomar la terapia.
Evaristo lo había notado fastidioso desde que cambiaron la periodicidad de
sus sesiones. Sospechaba que el gurú se sentía traicionado por su paciente,
que le había dejado dos vacíos en su agenda y que no había podido llenarlos
(era difícil encontrar otro paciente que solo quisiera ir una vez cada quince
días). El hueco también se lo había generado en la billetera. Todos los años, el
gurú se iba a un retiro espiritual. No decía adónde y no contestaba el teléfono
ni siquiera para urgencias. Desaparecía totalmente del planeta. En esos retiros,
durante las meditaciones, le preguntaba a su tercer ojo por sus pacientes.
Hacía balances de crecimiento y empatía con el tratamiento. Había veces en
que el tercer ojo le decía que tal o cual paciente ya no era permeable a su
terapia y que no tenía sentido seguir insistiendo. Evaristo esperó el llamado de
su guía para retomar sus sesiones pero Filippo nunca volvió a ponerse en
contacto con él.
No podía creer que hubiera fracasado en eso también. Pensar que el
único ser en la tierra que tenía como misión cuidar su alma decidía no
continuar brindándole ayuda era motivo suficiente para suicidarse. ¿Qué
quedaba para después? Especuló con que la renuncia del gurú tenía más que
ver con sus nuevos pacientes millonarios, con la nueva mansión en Belgrano
R y con los autos de alta gama que estacionaban en la puerta. Era más fácil
vivir con eso. Por otro lado, sabía que merecía todos los dolorosos abandonos
que había sufrido en la vida. Se había portado muy mal diez años atrás. Él y
su familia. Pensó en ese episodio, el aborto de Fiorella, su novia adolescente.
Nunca se había atrevido a contarle esto al gurú. Tal vez, el cursor del Word
que seguía titilando sin recibir palabra alguna del teclado esperaba que
Evaristo se decidiera a hacer lo que se había propuesto hacía unos años: abrir
su conciencia y desnudarse a través del texto. Haber perdido a Benito lo había
hecho pensar mucho en el embarazo interrumpido. Notaba una relación entre
los dos episodios. Como si el destino insistiera en demostrarle que no se podía
olvidar por completo del tema. Que el duro momento que había pasado siendo
tan joven no había sido procesado de la manera correcta y que por eso,
volvería y volvería hasta que tomara conciencia. A los quince años el sexo era
un juego inocente. A esa edad no se piensa en las consecuencias. La mente se
ríe de las responsabilidades. La noticia del embarazo, la decisión del aborto,
el pedido a sus padres para que no solo pagaran la cirugía sino también para
que se encargaran de todo el asunto, el viaje familiar en el Ford Sierra, las
horas en la sala de espera en la clínica clandestina... Nada de eso le había
hecho cosquillas. La realidad le había pasado por el costado. Ya no quería a la
chiquita que estaba anestesiada, con las piernas abiertas y la manguera
adentro extirpándole el feto. No sentía compasión, ni cariño ni nostalgia.
Tampoco la odiaba. Estaba ido. Ausente. Evadido. La había visto salir todavía
semidormida. Ofelia la llevaba del brazo. Fiorella caminaba con mucha
dificultad, como un cowboy. Como un viejo. Como un nene paspado. Las
partes le dolieron durante semanas. Pero a Evaristo parecía no importarle.
Ahora soñaba con niños y despertaba llorando. La nostalgia lo
convenció de hablar con Benito. Hacía meses que se debatía en llamarlo.
Siempre, a último momento, le parecía que no era conveniente y cortaba. Esta
vez marcó el número de la casa de la madre de Valentina con convicción.
Sonó unas cuatro veces y, para su sorpresa, la voz aguda del nene dijo «hola».
Evaristo sintió un cosquilleo nervioso que le recorría la espina dorsal. Todo el
pasado se le vino encima de golpe. Había tenido conversaciones con Benito
en su imaginación: le preguntaba cosas, imaginaba las respuestas copiando el
tono finito. Ahí estaba ahora, enfrentado a la realidad.
—Hola Beni, ¿cómo estás?
—¿Quién habla? —dijo Benito, confundido.
—Soy Evaristo.
Se hizo un silencio incómodo.
—Pará. Chau —dijo el nene de manera acelerada. Se escucharon ruidos
y al rato Valentina se hizo cargo de la conversación.
—¿Qué querés?
—Nada, saber cómo estaban...
—Estamos bien —dijo Valentina, cortante.
—¿Benito? ¿Crece?
—Sí.
—¿Le va bien en el cole?
—Sí. ¿Para qué llamás, Evaristo?
—Ya te dije, quería saber cómo estaban.
—Y yo ya te contesté que estamos bien.
¿Algo más?
Pensó en decirle que los extrañaba.
—No —dijo. Escuchó que Valentina, del otro lado, le cortó el teléfono.
El diálogo lo deprimió un poco. Se preparó un mate y caminó hacia la
computadora. El teléfono sonó. Atendió.
—¿Evaristo? —preguntó una voz femenina con arrugas.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Soy la mamá de Valentina.
La información se le vino encima. Recordó bingos, peleas, cómo
malcriaba a Benito.
—Acabo de escuchar todo lo que pasó. Te hablo rápido porque no
quiero que mi hija me escuche. Sé que tenías una relación hermosa con
Benito. Él te quiere mucho. Te nombra siempre. Soy consciente de todo lo
que hiciste por ella y por el nene. Cuando se separaron le dijo que no podía
hablar nunca más con vos. Que eras malo. Benito ahora te tiene miedo.
—Gracias, señora. Cuando pueda, si quiere y no le ocasiona ningún
problema, dígale que siempre lo voy a querer —dijo Evaristo.

Las recurrentes puntadas testiculares volvieron con más fuerza.


Aparecían de golpe. A veces, mientras caminaba, Evaristo tenía que frenar su
marcha, apretarse bien fuerte el abdomen y esperar a que aflojara el dolor.
Otras, mientras retocaba fotos de prostitutas en su lugar de trabajo, tenía que
soltar el lápiz óptico, levantarse con cuidado, dar unos pasos firmes y
aguantar hasta que la puntada cesara. Un día se cruzó con Ámbar en el estudio
de fotografía. La llevó al baño, se bajó los pantalones y le pidió que lo
revisara.
—Pero yo no soy médica. Tenés que ir a un urólogo.
—Ya sé, pero viste tantas que seguro te das cuenta de si hay algo que
anda mal.
La prostituta le palpó los testículos con mucho más amor que un
matriculado. Tocó por todos lados, inspeccionó cada centímetro de piel. Para
finalizar, le dio un besito en el escroto.
—Ni se te para del cagazo que tenés. Andá a un urólogo, en serio.
Terminó haciéndole caso. Buscó en la cartilla y decidió sacar un turno
en el Hospital Alemán para atenderse con el Jefe de Urología. Un mes
después se presentó en el consultorio. Estaba sumamente nervioso. Lo recibió
un hombre afable. Lo invitó a pasar. El relato de Evaristo fue largo y tedioso.
Cuando terminó, se acostó sobre la camilla. El doctor se puso guantes de látex
mientras le pedía que se bajara los pantalones y el calzoncillo hasta las
rodillas. Lo tocó de maneras horribles: apretó los testículos con violencia,
clavó la punta de los dedos en zonas incómodas.
—¿Duele? —preguntaba a cada rato.
No dolía. Lo mandó a hacerse una ecografía, un análisis de sangre y un
espermograma. Cuando una semana después Evaristo regresó con los
estudios, el médico le dijo.
—Tenés una pequeña hernia acá atrás, ¿vez esa colita que asoma por
ahí? Bueno, hay veces que se te sale un poco más y es cuando te duele. Se
puede operar, pero si no te jode mucho no es realmente necesario.
Evaristo suspiró. Sonrió y le agradeció al médico con efusión.
—Esperá. Hay algo más. ¿Te diagnosticaron alguna vez esterilidad?
La cara de Evaristo perdió la alegría de inmediato.
—¿Qué? No, nunca. ¿Soy estéril?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—No se puede saber. Puede ser genético.
O... ¿tuviste paperas de chico?
—Sí. A los once.
—Probablemente haya sido una consecuencia de eso...
Evaristo recibió la información como si fuera un dato frío. Pero
enseguida el pasado se le vino encima. Por suerte estaba sentado.
Para Fiorella, trabajar en la YPF de Avenida Balbín era estar en el
infierno. Si bien ya no tenía el pelo rubio furioso que la había hecho
destacarse en su época de botinera, el negro azabache del teñido y las
ajustadísimas calzas blancas que transparentaban la tanga mínima lograban el
mismo efecto. El nuevo color había camuflado su fama efímera. Nadie la
reconocía como la chica de la tele. Su paso había sido fugaz y el mundo se
había olvidado rápidamente de ella.
Su día a día era aburrido y triste. En invierno, se moría de frío en la
amplia y ventosa playa de surtido de nafta. En verano, el calor junto a los
autos, caños de escapes y motores era insoportable. Los clientes la acosaban,
le decían las mismas barbaridades que odiaba escuchar por la calle. Lo peor
era que ahora no podía huir y esconderse en su casa con un porro gigante.
Tenía que conservar el único trabajo que había logrado conseguir. Así que
tragaba su bronca, fingía una sonrisa de compromiso y cambiaba de tema
enseguida.
—¿Sin plomo?
El sueldo no le alcanzaba, y muchos días por semana se ofrecía para
hacer doble horario. Las madrugadas eran bravas. Si le tocaba algún jueves o
viernes, tenía que enfrentarse con envidia a los autos repletos de jóvenes
salidores. Uno tras otro, entraban Corsas, Unos, Gols y Kas con amigas
borrachas, chicos descontrolados o parejitas que compraban preservativos en
el market. También reconocía los BMs o Mercedes que caían con damas de
compañía: las rubias exuberantes, las morochas pulposas, las pelirrojas
fogosas. Esas imágenes eran para ella todavía más dolorosas. Recordaba todo
lo que había tenido alguna vez. Les miraba los relojes, los tapados, los
vestidos. En su infierno, Fiorella veía las opciones de vida que había dejado
pasar. A veces se veía a sí misma en algún Gol con sus compañeras de Speed,
riendo, fumando porro con las ventanillas bajas, disfrutando de tener un grupo
de amigas. Muchas otras se metió en fantasías en algún BMW e imaginó que
quien bajaba para llenar el tanque era Pacheco. Con las Hilux, las Cherokee,
las CR-V se acordaba de sus futbolistas medio pelo, los de Mar del Plata, sus
comienzos como escort de lujo, como también su memoria le jugaba una mala
pasada cuando algún señor elegante y canchero bajaba de un Audi TT y ella
se alegraba por un segundo hasta que se daba cuenta de que no era Rogelio
quien le alcanzaba la llave y pedía que le limpiara el parabrisas. Pero de todos
los vehículos que pasaban a diario, había uno al que le tenía pánico. Las Ford
Rangers le recordaban al amigo de su tano, al viaje a Bahía Blanca, a los
perros de caza, al pedido de casamiento ante la puesta de sol. Cuando entraba
una, ella corría al market y le pedía a cualquier compañero que le hiciera el
favor de atender el surtidor.
Las madrugadas de lunes, martes o miércoles, en cambio, el lugar era
un desierto. Los pocos autos que pasaban eran, en general, de conductores
solitarios, remiseros o taxistas. La incomodidad de Fiorella esos días tenía
más que ver con sus compañeros. Tenían muchos ratos libres y dos de ellos
insistían en filmar un video porno casero en el baño de la estación. Ella decía
que no, pero se reía con la idea, lo que ocasionaba una insistencia constante.
Le divertían los argumentos que los dos pajeros utilizaban para convencerla:
que uno quería estudiar cine, que no se lo iban a mostrar a nadie, que otro se
había traído una cámara nueva de Miami y quería probarla… Eran patéticos.
En uno de esos dobles turnos, un Corsa familiar verde estacionó al lado
de un surtidor diesel. Fiorella ordenaba yogures en el market cuando vio que
ninguno de sus compañeros estaba cerca. Cerró la puerta de la heladera y
aceleró el paso rumbo al surtidor. El conductor se bajó y esperó a ser
atendido. Ella no se dio cuenta al principio, pero a medida que se acercaba, la
cara del cliente se volvía cada vez más conocida.
El 20 de noviembre de 1990, diez adolescentes podrían haber
atestiguado que jugaron un partido de fútbol 5 en las canchitas de Márquez.
Fiorella fue a ver a su pareja, Evaristo. Sin embargo a quien realmente miraba
era al número 2, Federico González Nieto, amigo del barrio del novio.
Después de terminado el partido, le coló disimuladamente un pedazo de papel
con su número de teléfono. Federico la llamó al día siguiente. Fueron
directamente a un hotel alojamiento de Vicente López, bien lejos de la casa de
Evaristo.
—Hola —dijo Federico al verla en la estación de servicio.
—Hola —dijo ella con sorpresa.
—Lleno, por favor.
No la había reconocido. Fiorella caminó hacia el surtidor, agarró la
manguera, rodeó el auto (sintió que Federico le miraba el culo en esas
tremendas calzas blancas), abrió la puertita del tanque y enganchó el pico en
el orificio. Vio una cabeza con pelo largo ondulado en el asiento del
acompañante. «La mujer, tal vez», pensó. Se quedó ahí, agarrada a la
manguera. Federico entró el cuerpo al auto y le dio un pico a la chica. Al rato
se escuchó el sonido del corte de suministro. El tanque estaba lleno. Fiorella
devolvió la manguera a su lugar. Federico sacaba la tarjeta de débito.
—¿Me acompañás? —dijo Fiorella, dándole a entender que para cobrar
con tarjeta debían ir a otro puesto más allá. Caminaron en silencio. Fiorella
pasó la tarjeta por el posnet. Mientras se imprimía el ticket, aprovechando que
la mujer de Federico se miraba al espejito del auto y no reparaba en ellos, le
dijo.
—No te acordás de mí...
—¿Perdón?
—Vos sos Federico, eras amigo de mi novio, Evaristo Meijide.
Federico corrigió la mirada. La recorrió con la vista, aprovechando para
admirar ese cuerpo tremendo.
—Soy Fiorella.
Los ojos de Federico cambiaron la expresión, como si se hubieran
iluminado. Su primera reacción fue mirar hacia el auto. Al ver que su chica no
los miraba, reaccionó.
—¡¿Qué hacés?! Estás recambiada, perdón, no te reconocí.
Ella lo notó incómodo. Lo único que los conectaba era una tarde de
sexo brutal, una infidelidad (ella a su novio, él a su amigo).
—¿Cambiada para bien? —preguntó Fiorella, coqueteando.
—Sí, bah, no sé —dijo él—. ¿Te firmo?
Fiorella sabía que no tenía mucho tiempo. La ticketera había dejado de
sonar hacía unos minutos. Cortó el ticket, lo enganchó sobre una base acrílica
y se lo alcanzó junto a la tarjeta.
—¿Necesitás factura A?
—No —dijo Federico mientras firmaba el ticket—. Bueno, que sigas
bien, ¿eh?
Ella sonrió, entendiendo las ganas de huir de Federico. Él giró, guardó
su copia del ticket en el bolsillo trasero del jean y caminó hacia el auto. Ella
lo siguió pasos atrás. Sintió que era el momento de decir todo. Escupir su
secreto mejor guardado. Una vez más, el destino se le presentaba cara a cara.
Cada paso que daba Federico eran segundos valiosos que se perdía para
hablar con él, para que supiera la verdad. Entonces vio que del asiento de
atrás del Gol familiar bajó un nene de pelo ondulado y cara de dormido.
Debía tener seis años.
—Quiere hacer pis —gritó la mujer desde adentro del auto.
Al ver que Federico tenía un hijo, Fiorella se paralizó. Inmediatamente
después, cambió de dirección y se metió en el mercado. Se encerró en el baño
de empleados. Se puso a llorar el tiempo suficiente como para que cuando
saliera Federico ya se hubiera ido. Después se lavó la cara y salió. En el salón,
sus dos compañeros hablaban cerca de la caja. Fiorella se acercó.
—¿Trajeron la cámara? —dijo.
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Este libro se terminó de imprimir en Buenos Aires, Argentina, durante el mes de mayo de 2019.

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