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Origen de la oratoria
La oratoria nació en Sicilia y se desarrolló fundamentalmente Grecia,
dónde fue considerada un instrumento para alcanzar prestigio y poder
político. Había unos profesionales llamados logógrafos que se
encargaban de redactar discursos para los tribunales.
El más famoso de estos logógrafos fue Lisias. Sin embargo, Isócrates
creó una famosa escuela de oratoria en Atenas que tenía un concepto
más amplio y patriótico de la misión del orador, que debía ser un
hombre instruido y movido por altos ideales éticos a fin de garantizare
el progreso del estado. En este tipo de oratoria llegó a considerarse el
mejor en su arte Demóstenes.
Características de un buen
orador
Los oradores deben tener buena voz, y duradera. Los oradores que se
cansan de inmediato son como los programas de gobierno. Se agotan
pronto y nadie les hace caso.
La oratoria es un arte muy exigente pues solemos exigir a alguien que
hable, y terminamos deseando exigirle lo contrario. Un discurso
incompleto ha perdido algunas piezas oratorias.
Los oradores deben ser cuidadosos cuando piensan pues una idea
puede matar una improvisación.
Como el Big Bang, algunos oradores anuncian eternidad y casos. Si
consideramos a la vez al orador y al público, notaremos que la oratoria
puede ser crimen y castigo. El orador es una persona muy cortés pues
se niega a decir la última palabra. Cuando un orador pierde la voz, los
tontos se la devuelven.
A veces coinciden los talentos, y, así, como orador y como
gobernante, un mismo personaje es un maestro de la improvisación.
Por su parte, el orador infinito, gárrulo y dolorosamente chistoso
debería cortar-se su vena humorística.
Los discursos excesivos estimulan nuestro amor al prójimo pues nos
hacen desear que el orador sea ya una persona acaudalada para que
tenga dónde caerse muerto.
Cuando un orador empieza por declarar que no ha venido preparado,
es el momento de prepararse.
Las visitas se parecen a los oradores en que comienzan en un mal
momento, no tienen qué decir y tampoco saben cómo terminar.
Más por el sueño que por la admiración, los oradores nos dejan con la
boca abierta. Ciertos discursos solo empiezan cuando terminan las
ideas. La oratoria descosida ha perdido el hilo de sus palabras.
A muchos oradores se les confunden las conjunciones pues ellos
suponen que se los aplaude cuando terminan, pero se les aplaude
porque terminan.
Después de seis horas de oír un discurso ajeno, llega el instante de
ponerse Neruda y exclamar: “Me gusta cuando te callas porqué parece
que ya terminaste!”. Algunas piezas oratorias nos hacen reconsiderar
la idea de que el lenguaje es una característica que distingue a los
humanos de los animales. Los discursos estimulan el turismo pues nos
invitan a viajar a otra parte.
El orador que habla demasiado es una persona que tiene mucho futuro,
pero es el nuestro. El orador desorientado e incesante es el eslabón
perdido de la cadena perpetua.
Cuando Friedrich Nietzche dejaba su filosofía, afirmaba cosas útiles.
Así, en sus dispersos escritos sobre la retórica, Nietzche solía insistir
en que los discursos y los escritos deben ser claros.
“El orador no debe preocuparse solo de que se lo pueda comprender,
sino de que se lo deba comprender”
La claridad es más que cortesía: es la fe en que todas las ideas pueden
comunicarse; es la fe en la democracia de la inteligencia; es la fe en
que todos podemos participar de la cultura.