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Ahora bien, en el capítulo uno y el versículo catorce del Evangelio más corto, Marcos, encontramos estas palabras:

«Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios». Esa es la introducción de Jesús. La primera
aparición de nuestro Salvador en este mundo después que comenzó su ministerio público fue como predicador.
Vino predicando. La palabra «predicar» en este pasaje significa «proclamar», «pregonar»; es la palabra que se usa
para «heraldo», aquel que «pregona en voz alta». Y luego se da aquí más adelante, en este mismo pasaje, el
centro del mensaje de Jesús: «El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios está cerca; ¡arrepentios, y creed al
evangelio!» (Mar. 1:15).

Observe ahora estos hechos acerca de su predicación: Primero, estaba basada en el cumplimiento de la profecía;
segundo, era sobre la inspiración de las Escrituras del Antiguo Testamento; tercero, era un llamado al
arrepentimiento; y cuarto, un llamado a la fe. Estas cuatro cosas se perciben claramente en el texto. La profecía
de tiempo de Daniel 9, la gran profecía de las setenta semanas que todos conocemos, había encontrado parte de
su cumplimiento en el ungimiento de Jesús con el Espíritu Santo en el río Jordán. En Hechos 10:38 leemos que
Jesús fue ungido con el Espíritu Santo y fue sanando a los enfermos y a todos los oprimidos por el diablo: «Porque
Dios estaba con él». Fue ungido allí, en el Jordán con el Espíritu Santo, y llegó a ser el Ungido, específicamente, el
Cristo, en cumplimiento de aquella profecía. E inmediatamente comenzó a predicar: «El tiempo se ha cumplido
[...]. Arrepentios, y creed al evangelio». Vino predicando

ese mensaje. Al comenzar su ministerio, breve pero poderoso, su primera predicación fue un anuncio del
cumplimiento de la profecía. Era una proclamación oficial al mundo de que la profecía se había
cumplido y estaba siendo cumplida, y que él estaba allí para cumplirla.
Observe también que su predicación fue muy precisa. Volvamos a mirar el texto: «El tiempo se ha cumplido». Es
concreto y bíblico. Su predicación fue profética. Jesús basó toda su predicación en las Escrituras del Antiguo
Testamento. Ahora bien, creo que si pudiéramos recordar y seguir estos tres puntos en nuestra predicación sería
suficiente para ayudarnos en toda nuestra predicación. La predicación de Cristo fue: 1. concreta; 2. bíblica; y 3.
profética. No estaba basada en ninguna teoría o argumento filosófico visionario. Estaba basada sobre el hecho de
su presencia. «Estoy aquí. Aquí estoy. Por lo tanto, arrepentios. Creed este mensaje. Se ha cumplido la profecía.
Estoy aquí en cumplimiento de la profecía». El fundamento de su predicación era su presencia, era la profecía que
había sido dada hacía tanto tiempo, y el hecho de que era tiempo para que ocurrieran grandes cosas. Era eficaz.
La verdadera predicación siempre es eficaz; hay un efecto exterior o un cambio interior.

La predicación de Jesús fue la proclamación de un hecho; no podemos recalcar esto demasiado. También fue un
llamamiento a la acción. «Arrepentíos», requirió Jesús. «El reino de Dios está cerca, ¡arrepentíos!». Era también
un mandato de Dios. Porque «Dios, [...] ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan»
(Hech. 17:30). Algunas veces en nuestra predicación le «suplicamos» a la gente a que se arrepienta, y eso está
bien. Les «pedimos» que se arrepientan. Les «aconsejamos» que se arrepientan. Tratamos de «inducirlos» a que
se arrepientan. Les decimos de todo menos «mandarles» que se arrepientan. Dios «ordena» a todos los hombres
en todos los lugares que se arrepientan. Recuerden eso. Debemos tener en nuestra predicación una nota de un
mandato de Dios, una nota de autoridad, un mandato a arrepentirse.

Dios podría haber escrito su mensaje en letras de fuego sobre el cielo, pero eso no habría sido predicación. Un
hombre tiene que venir y hablar palabras a otros hombres

Cuando vino Jesús, él era el Hombre ideal, era la auténtica verdad. Era el Hijo del hombre y el Hijo de
Dios. Dice Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Juan 14: 6). Él era la verdad encamada. En su
testimonio ante Pilato, el gobernador romano, Jesús dijo: «"Yo, para esto he nacido, para esto he venido
al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz". Entonces
Pilato le preguntó: "¿Qué cosa es verdad?"» (Juan 18:37,38).
En aquellos días el Imperio Romano estaba saturado de filósofos que buscaban la verdad. Estaban los
platónicos, los aristotélicos, los epicúreos, los estoicos, los cínicos. Había muchos senderos por los que los
hombres caminaban en su búsqueda de la verdad; al menos pensaban que estaban buscando la verdad.
Muchos hombres reflexivos habían llegado al punto de pensar que la verdad era inalcanzable. Y fue esa
desesperación de encontrar alguna vez la verdad, la que indujo a la formación de la escuela de los
cínicos.
«¿Qué cosa es verdad?» preguntó Pilato.

Yo soy el camino, la verdad y la vida». El mundo nunca había visto tal predicación porque nunca había visto a
semejante hombre. Y solamente si nos acercamos a él como Hombre,

creceremos como predicadores que usan su personalidad en la transmisión del mensaje. Jesús comenzó
su predicación citando las Escrituras del Antiguo Testamento y refiriéndose al cumplimiento de la
profecía divina. Si hay una disminución del interés en la predicación cristiana hoy, sería bueno para
nosotros mirar antes de nada nuestra personalidad. ¿Quiénes somos? ¿Qué clase de personas somos?
¿Vivimos y creemos la verdad que predicamos? ¿Está la verdad en nuestros corazones? ¿Somos la
encamación de la verdad? Si no estamos teniendo éxito en nuestra predicación, debemos buscar en
nuestro interior y echar una extensa mirada sobre nosotros mismos.
En segundo lugar, debemos examinar la verdad que estamos predicando, qué es lo que predicamos. ¿Hemos
diluido la verdad? ¿La hemos cubierto completamente con nuestras propias ideas o filosofía humana?

El mensaje de Dios, del Libro de Dios, por el hombre de Dios, en la casa de Dios, en el día de Dios, ¡eso es
predicación!

Pero recibiréis el poder cuando venga sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén,
en toda Ju- dea, en Samaría, y hasta lo último de la tierra» (Hech. 1: 8).
Ahora bien, existe una gran diferencia entre ser un testigo y ser un abogado. Jesús no dijo: «Vosotros sois mis
abogados». Como habrán podido ver, hay cantidad de predicadores que quisieran ser abogados de Dios. He oído a
algunos de ellos que pueden argumentar. ¡Sí señor, pueden realmente argumentar! Pero una de las señales
seguras de un verdadero predicador es que procura ser menos «un abogado» y llega a ser más «un testigo».

Una mañana, cerca de las seis, cuando todavía estaba durmiendo en mi habitación, allí en la Avenida Carroll, un
policía entró derecho a mi dormitorio con una citación para que acudiera a la corte a testificar. Estaba realmente
asustado, porque pensé que me iban a llevar a la cárcel. Pero todo lo que tuve que hacer fue ir y dar mi
testimonio, y aprendí algo en aquella corte. Cuando me llamaron al estrado de los testigos, les dije lo que había
sucedido y cómo lo vi yo. Lo primero que les expuse fue la idea que yo me había hecho de aquel hombre.

El juez me detuvo y me dijo:


—Escuche joven, aquí no importa lo que usted piense. Todo lo que queremos saber es lo que usted vio.
Eso es todo lo que deseamos saber.
Eso es lo que se supone que haga un testigo; se supone que diga lo que vio, lo que conoce, lo que ha
experimentado, ¡no lo que piensa!
La testigo que llamaron después de mí, era una maestra de escuela. Se emocionó mucho y dijo:
—Vea, juez, cuando ese hombre miró hacia afuera por la ventana del tranvía parecía como si fuera él
demonio. Estaba.
El juez dijo:
—¿Cómo sabe usted a qué se parece un demonio? ¿Habia visto usted alguno antes?
Como pueden suponer, no pudo prestar testimonio. Nunca había visto un demonio. Estaba usando su
imaginación, cosa que a veces es perfectamente apropiada, pero no cuando se tiene que testificar.
Por eso, no debemos ser los abogados de Cristo; debemos ser sus testigos. Ustedes saben que la gente no puede
negar lo que se testifica

Una noche un hombre estaba predicando el evangelio allí, en el Hyde Park, y alrededor de él había varios
creyentes. Entre los que escuchaban había una persona que en cierta medida era escéptico o incrédulo,
que argumentaba constantemente, tratando de interrumpir todo lo que podía, y le causaba problemas al
que hablaba. Uno de los creyentes que había venido con el predicador había encontrado a Cristo
recientemente. Había sido un borracho consuetudinario y su familia había estado desamparada debido a
su vicio por la bebida. Pero ahora, Cristo había cambiado toda su vida.
Cuando el incrédulo no pudo conseguir que el predicador se enzarzara en una discusión, se acercó a este
hombre y le dijo:
—De todos modos, ¿qué sabe usted sobre cristianismo?
—No mucho, señor. No soy una persona preparada —respondió el hombre.

—¿Cuándo nació Cristo? —preguntó el escéptico.


—No sé cuando nació.
—¿Cuándo murió?
—No sé exactamente cuando murió.
—¿Dónde nació?
—No lo sé exactamente.
—Usted no sabe mucho sobre Cristo, ¿verdad? —se burló el incrédulo.
—No —dijo el creyente—. No sé mucho sobre esas cosas, pero sé que Jesús hizo algo por mí. Lo sé. Hace
unos pocos meses mi hogar era un manicomio, un infierno sobre la tierra. Mis hijos corrían y se
escondían cuando yo llegaba a casa. Mi pobre esposa se vestía de harapos, y se pasaba el día llorando. Yo
la golpeaba, y golpeaba a mis hijos. Maldecía y juraba. Gastaba todo el dinero en la bebida. La vida era
un infierno sobre la tierra para ellos, y para mí; pero Jesús entró en mi corazón. Escuché la predicación
de este hombre y cambió toda mi vida. Ahora en mi casa hay comida de sobra. Mi esposa es feliz y canta
todo el día, y tiene buena ropa para ponerse. Cuando llego al hogar, los niños corren para encontrarme y
me abrazan, diciendo: «¡Papá ya llegaste a casa!». Jesús hizo eso por mí. Yo sé eso.
¿Qué podría decirle alguien a semejante testigo? ¿Qué argumento puede haber contra eso? «Vosotros
sois mis testigos» (Isa. 43:10).
Y amigos míos, esa es la primera parte de la predicación. Ustedes y yo nunca seremos predicadores hasta
que seamos testigos, hasta que Cristo haya hecho algo por nosotros. Necesitamos decir: «He visto,
conozco, he experimentado, he gustado, ¡y es bueno!»
Predicar no es argumentar sobre algo, comentar sobre alguna cosa, filosofar alrededor de alguna idea o entretejer
un discurso en un bello tapiz sonoro.

No debemos paramos ante el pueblo como conferenciantes, sino como predicadores. Somos mensajeros de Dios,
pero por encima de todo, somos cristianos, hijos de Dios en medio de una generación malvada. Ese es el primer
distintivo de un verdadero predicador: es un hombre de Dios.

Muchas buenas cosas han sido puestas en su lugar, pero ninguna de ellas ha funcionado nunca. Toda la
formulación de planes y de ideas, ya sea de juegos, ejercicios atléticos, clubes, organizaciones sociales, o
trabajo cristiano de todo tipo, nunca ha tomado y nunca tomará el lugar de la predicación del evangelio,
que fue ordenada, mandada y bendecida por Jesucristo mismo.
Amigos, existe un anhelo en el corazón humano que únicamente puede satisfacerlo la predicación. La
verdadera predicación es testificación por Cristo. «Vosotros sois mis testigos». Y tenemos que predicar lo
que él enseñó y ordenó que se predicara. «Id por todo el mundo, y predicad el evangelio a toda criatura»
(Mar. 16:15). ¡Esa fue su orden!
El «levantar» a Cristo es el tema central de toda predicación. «Y cuando yo sea levantado [...] a todos atraeré
hacia mí» (Juan 12:32). Ese es el magnetismo de la cruz.

¿Y que es el evangelio?

Debemos conocer por experiencia, así como por las Sagradas Escrituras, que Jesucristo es un Salvador personal;
que es el Hijo del hombre y el Hijo de Dios; que se dio a sí mismo por nosotros y que

murió en nuestro lugar; que fue tratado como merecemos a fin de que seamos tratados como él merece; que su
sangre es un sacrificio expiatorio por nuestros pecados; que fue resucitado de entre los muertos conforme a las
Escrituras y ascendió al cielo; que ahora es nuestro Sumo Sacerdote en los lugares celestiales, ofreciendo su
sangre en nuestro favor; que vendrá por segunda vez, el mismo Señor, para resucitar a los muertos y trasladar a
los que vivan, y llevarnos para estar con él para siempre; que ha prometido darnos la inmortalidad; que su bendito
evangelio es nuestra esperanza y debe compartirse con todo el mundo y ser predicado en todas las naciones. Esta
es la única esperanza de un mundo perdido y pecador; es una esperanza gloriosa y suficiente. Este es el evangelio,
y eso es lo que tenemos que predicar.

«En ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser
salvos» (Hech. 4: 12). Hemos de creerlo mis amigos, o será mejor que dejemos de predicar. Hemos de creerlo con
todo nuestro corazón. Y también es necesario que creamos que los hombres están perdidos. Hasta que no
lleguemos al punto de creer que todo ser humano es un pecador que merece el infierno, nunca predicaremos con
fuego. A menos que crea que yo y cualquier otro ser humano estamos descritos en el tercer capítulo de la Epístola
a los Romanos: Que nuestros ojos, nuestra boca, nuestra lengua, nuestra garganta, nuestros pies, cada parte
nuestra está condenada, y condenada justamente delante de Dios, y merecemos el fuego del infierno. Si no
creemos esto, ¿cómo podemos predicar?

De todo ello se concluye que la verdadera predicación evangélica no existe cuando el hombre habla de cualquier
cosa menos de la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios. No existe predicación verdadera si alguien expone
cualquier otro tema pero no la Palabra de Dios. Puede ser un buen conferenciante, pero no es un predicador a
menos que predique la Palabra de Dios. Debe exponer la Escritura, debe hacerla comprensible, debe proclamarla,
debe llevarla como un consuelo a los santos y como un llamamiento a los pecadores para que lleguen a ser santos
de Dios

Fueron ordenados para enseñar al pueblo todas las cosas que les había enseñado. Tenían que enseñar lo
que Cristo había enseñado. El Deseado de todas las gentes, página 766, dice: «Los discípulos habían de
enseñar lo que Cristo había enseñado. Ello incluye lo que él había dicho, no solamente en persona sino
por todos los profetas y maestros del Antiguo Testamento. Excluye la enseñanza humana [cuanto más
pronto aprendamos eso, más pronto seremos buenos predicadores]. No hay lugar para la tradición, para
las teorías y conclusiones humanas, ni para la legisla

ción eclesiástica [no debemos predicar eso]. Ninguna ley ordenada por la autoridad eclesiástica está incluida en el
mandato [usted no está predicando cuando está hablando de esas cosas]. Ninguna de estas cosas han de enseñar
los siervos de Cristo. [...] El evangelio no ha de ser presentado como una teoría sin vida, sino como una fuerza viva
para cambiar la vida». Eso es bastante fuerte, ¿verdad?

El deber del predicador no es meramente producir un buen sermón de acuerdo a todas las reglas de
homilé- tica que como estudiante ha aprendido de sus excelentes profesores y de los libros que ha leído.
Ese no es su objetivo al predicar, no su objetivo principal. Su gran tarea es «producir» flores para el
jardín celestial, tener una cosecha para presentarla ante el Rey. Su conoci-
miento de la Escritura, de la historia, de la naturaleza humana, todas esas cosas, son sencillamente herramientas
para usar. Les tiene que decir a sus oyentes: «Haz esto, y vivirás» (Luc. 10: 28).

Piense por un momento en el tiempo que dedica a preparar un sermón, a pensar sobre él, a orar por él. Y
también piense en el tiempo que otros dedicarán oyendo el sermón. Suponga qué tiene solamente
doscientas personas en su congregación y les predica durante media hora cada semana. Le han dedicado
cien horas de su tiempo. Eso es tanto como doce días enteros de ocho horas por persona. Piense en los
latidos que hay en cien horas de la vida de un ser humano. Piense en la cantidad de vida humana que
usted ha exigido de la gente para que se sentara y lo escuchara a usted. «¿Amas la vida?», preguntó
Benjamín Franklin. «Entonces no desperdicies el tiempo, porque ese es el material del cual está hecha la
vida». ¿Hay suficiente material en aquel sermón, de tanta importancia que justifique que usted vaya a
cualquier hombre o mujer en la congregación y le diga: «Me gustaría tener dos semanas completas de su
tiempo para presentarle ciertas verdades y bendiciones que tengo aquí en mi corazón?» Lo que tengo
que decirle debería ser muy importante si hago un pedido como ese. Piense en la responsabilidad que
ese predicador lleva encima si tiene ¡quinientas personas o mil en su congregación! Bueno, a pesar de
todo esto, algunos de nosotros, y estoy con ustedes predicadores amigos, en muchas ocasiones llenamos
media hora con una gran cantidad de piadosos lugares comunes. Usted sabe que lo hacemos. Y esa es la
palabra para eso. Una cantidad de dichos graciosos sin importancia, una cantidad de invenciones
humanas poco convincentes, insulsas, ineficaces, sin esperanza. Ciertamente, cuando un hombre me ha
dado parte de su vida debería usarla para llevarle las grandes verdades de la ley de Dios, las
revelaciones poderosas de su Palabra, las promesas eternas del santo evangelio.
Vamos a ponerlo de esta manera: ¿Iría usted a alguien y le diría: «Permítame tomarle dos semanas de su vida», y
después sencillamente contar chistes, reírse y hacer el gracioso todo ese tiempo? Lo que le dijo a la congregación,
¿es lo suficientemente importante como para tomar a cada persona y retenerla para conversar y decirle: «Señor,
señora, tengo algo que decirle»?

Si por alguna clase de rayos X espirituales usted y yo pudiéramos investigar el corazón de cada persona en nuestro
auditorio cuando nos levantamos para hablar, ¿no cambiaría eso nuestra predicación? ¿No nos daría más
entusiasmo, más seriedad, más prudencia, más compasión? ¿No nos haría eso avergonzamos de nuestra apatía,
nuestra flojedad, nuestro formalismo rutinario? Supóngase que pudiera ver que mañana, la semana próxima,
alguno de sus oyentes va a morir y está escuchando hoy su último sermón, pero no lo sabe. Suponga que hay
alguien ahí a quien la sombra de una gran tristeza está a punto de apoderarse de él, y él no lo sabe. Hay un
hombre que va a perder a su esposa antes de que se acabe la semana. Hay un niño que va a quedar huérfano de
madre antes del próximo sábado. Hay una mujer que tal vez descubra la infidelidad de su esposo antes de que
usted tenga una oportunidad de volver a hablarle y toda su vida se desplomará como un castillo de naipes; el
futuro será desolador. ¿Qué tiene usted que decirle a esa gente?

Oh, mis amigos, prediquen lós grandes temas de la Escritura. No pierdan el tiempo en detalles sin llegar al meollo
del asunto. Prediquen las grandes verdades.

Muchas decisiones eternas, para el bien o para el mal, para vida o para muerte, están en nuestras manos

Dondequiera que surgía la predicación, también surgía el bienestar de la iglesia. Dondequiera que había
descendido la predicación, la iglesia había descendido.

Hay muchos charlatanes hoy en día, pero no están todos en el campo de la medicina. Algunos de ellos están en el
campo de la religión. Se ha indicado toda clase de remedios y paliativos para curar los males y las enfermedades
de la iglesia. Nos dicen que debemos tener una maquinaria más fina, edificios más hermosos, música más
elevadora y nuevos programas que estén al día. Puede existir valor en algunas de estas cosas, pero nunca harán
que una iglesia enferma se sane o que una iglesia débil se fortalezca. Lo que necesita una iglesia es doctrina, no
recetas de doctores. Eficiencia parece ser la

Hay muchos charlatanes hoy en día, pero no están todos en el campo de la medicina. Algunos de ellos
están en el campo de la religión. Se ha indicado toda clase de remedios y paliativos para curar los males
y las enfermedades de la iglesia. Nos dicen que debemos tener una maquinaria más fina, edificios más
hermosos, música más elevadora y nuevos programas que estén al día. Puede existir valor en algunas de
estas cosas, pero nunca harán que una iglesia enferma se sane o que una iglesia débil se fortalezca. Lo que
necesita una iglesia es doctrina, no recetas de doctores. Eficiencia parece ser la

Algunos predicadores han sido conocidos porque predican sermones hechos en gran parte de relatos
conmovedores, incluso de relatos graciosos; comentarios de acontecimientos mundiales, sobre los cuales
generalmente la gente conoce tanto como el predicador; o de otros temas de los cuales nadie sabe nada. Hay
sermones sobre temas desde platillos voladores hasta la ficción electrónica, y a veces se usan los textos como
pretextos. Una razón para esto es que parece ser lo que le gusta a mucha gente, pero algunas veces necesitan
cosas que no les gustan. Bueno, si les diéramos a nuestros hijos solamente las cosas que les gustan, y nunca le
damos nada que no les guste, no sé lo que sucedería. Una cosa es segura: crecerían física y mentalmente
desnutridos.

Si estuviera en una sala de justicia para defender su vida y se levantara su abogado, ¿cómo quisiera que
le hablara al jurado? ¿Para conseguir una acción o para conseguir una sensación meramente estética?
Usted desearía que hablara a aquel jurado para obtener una decisión, no que hablara de cualquier modo,
así, a la buena de Dios, porque su vida dependería de la decisión. ¿Qué decir sobre la vida eterna de ese
hombre que está entre sus oyentes

El renombrado predicador Charles Haddon Spurgeon dijo:


«No tengo interés por la predicación que rebaja la verdad de Dios a un caballito de juguete que carga su propio
pensamiento y que solo usa la Escritura como excusa para presentar sus propias opiniones. ¡Que Dios borre todo
lo que he dicho! si he ido más allá de lo que enseña el Libro. Les ruego que nunca me crean si voy un ápice más
allá de lo que está claramente enseñado en él. Estoy contento de vivir y morir como el humilde repetidor de la
enseñanza de la Escritura; como alguien que no ha inventado ni ha descubierto nada nuevo; como uno que nunca
pensó que eso fuera una parte de su llamamiento; sino que resolvió que iba a tomar el mensaje de los labios de
Dios, en la medida de sus posibilidades y ser sencillamente un vocero de Dios para la gente, lamentando mucho
que algo de mi propio pensamiento se interpusiera, pero nunca pensando en algo para refinar ese mensaje, para
adaptarlo al brillo de este siglo maravilloso, y entonces entregarlo como algo propio para que pudiera compartir
su gloria. No, no, no aspiraba yo a nada de eso. "No encubrí tu justicia dentro de mi corazón. Publiqué tu fidelidad
y tu salvación. No oculté tu amor y tu verdad en la gran asamblea" (Sal. 40:10). Nada de lo que predicamos es
nuestro. Si ha habido algo mío, con lágrimas retiro esas palabras y me las trago, y me arrepiento de que alguna
vez haya sido culpable de semejante pecado y locura

«El Señor desea que sus siervos hoy en día prediquen la antigua doctrina evangélica: dolor por el pecado,
arrepentimiento y confesión. Necesitamos sermones de cuño antiguo, costumbres de cuño antiguo, padres y
madres en Israel de cuño antiguo. Debe trabajarse con el pecador con perseverancia, con fervor, sabiamente,
hasta que él vea que es un trasgresor de la ley de Dios, y manifieste arrepentimiento hacia Dios y fe hacia el Señor
Jesucristo» (El evangelismo, p. 135

Déjenme decirles, jóvenes que se preparan para el ministerio: Proclamen el evangelio eterno. Este no es
momento de aflojar en nuestra predicación de la doctrina de Cristo. Este no es momento para dejar de
insistir en las doctrinas distintivas de los adventistas del séptimo día. Llegarán a ser cada vez más
urgentes a medida que el tiempo pasa. El mensaje de la hora del juicio no es anticuado. Es más urgente
ahora que al principio. La ofrenda del sacrificio expiatorio de Cristo sobre la cruz no es algo anticuado.
Es cada vez más importante y debería ser predicado más y más mientras las tendencias modernistas en
las iglesias populares repudian la expiación.
La obra sacerdotal de nuestro Salvador en el cielo no está anticuada. Cobra cada vez más importancia a medida
que esa obra se acerca a su terminación. La pisoteada ley de Dios no está obsoleta. Debería ser exaltada como una
norma de justicia. El sábado, predicado más plenamente, no es algo anticuado. La amonestación contra la bestia y
su imagen no está pasada de moda. Debe ser proclamada más plenamente mientras se agudiza la apostasía. El
mensaje que dice: «Salid de ella, pueblo mío, para que no participéis de sus pecados, y no recibáis de sus plagas»
(Apoc. 18:4), ciertamente no es anticuado, porque aun no ha alcanzado su plenitud.

en un mundo que por una parte está sin esperanza, pero por otra tiene esperanza gloriosamente
suficiente. No estamos sencillamente para convertir a la gente de la observancia del domingo a la
observancia del séptimo día de la semana, de creer y sostener conceptos equivocados sobre el estado de
los muertos a sostener conceptos correctos, de creer que Jesús va a venir en algún futuro remoto
inmensamente lejano a creer que su venida está cercana. Todas estas cosas son importantes, ¡pero no son
el evangelio!
«Muchos de nuestros hombres sienten que su única responsabilidad está en dar un conjunto de conferencias
doctrinales y exposiciones proféticas, y en llevarlos tan rápidamente como sea posible hacia el sábado y su
aceptación, y después, al bautisterio. Pero las vidas pobres, arruinadas por el pecado, buscando la salvación de la
culpa y poder del pecado necesitan toda ayuda posible para entender el poder de la vida cristiana y los elevados
privilegios de la vida cristiana por medio de la gracia de nuestro Salvador.

Si no predicamos ante todo a Cristo, no somos en realidad predicadores; sino meros conferenciantes. Si no
tenemos un evangelio de esperanza y salvación, estamos sencillamente cometiendo el error más grande en este
mundo. Estamos consiguiendo una cantidad de observadores del sábado y de «doctrinarios» no salvos, en vez de
creyentes redimidos en Cristo siguiendo la verdad de Dios para estos días.

Hay muchas cosas que necesitan hacerse y que se están haciendo, pero no pueden tomar el lugar de la
predicación. Jesús dijo: «Id por todo el mundo, y predicad el evangelio a toda criatura» (Mar. 16:15). Organizamos
asociaciones e iglesias, y eso es una cosa buena, pero eso no es predicar. Podemos supervisarlas e iniciar nuevos
planes e ideas, unir, dividir, financiar, pero eso no es predicación. Podemos conseguir dinero y poner en marcha
muchas campañas y programas dignos, mantener institutos, concilios, congresos, pero eso no es predicación.
Podemos fortalecer un sistema mundial de relaciones públicas y de publicidad favorable, podemos hacer circular
libros, folletos, revistas, tratados, por millones; esto debería hacerse;

debe hacerse; se hará, pero todo esto no es predicación. La predicación va primero, continúa y pondrá fin a la
escena. Algunos de nosotros estamos inclinados a hacer un caballo de carga de la gran comisión. Jesús no dijo: «Id
por todo el mundo y construid sanatorios, organizad y edificad oficinas para asociaciones y oficinas para las
uniones, construid editoriales y escuelas, estableced almacenes, instituciones comerciales, y así sucesivamente».
Él no dijo eso. Todo eso son los frutos legítimos que brotan de la actividad cristiana, supongo, pero no son el
fundamento. La Escritura dice: «Id por todo el mundo y predicad». Algunas veces olvidamos la comisión y
hacemos primero lo otro.

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