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Los Hermanos Negros

Todavía a mediados del siglo XIX, niños de doce, trece años eran vendidos en Tesino
(Suiza) para trabajar como deshollinadores en Milán, donde eran mantenidos casi como
esclavos y donde sólo unos pocos sobrevivían al peligroso trabajo. Sin embargo, Giorgio,
un chico de trece años procedente del Valle del Verzasca, conocerá también la amistad y la
solidaridad de Los Hermanos Negros, una asociación secreta de chicos deshollinadores.
Cien años más tarde, Lisa Tetzner escribió sobre la suerte de Giorgio y su peligrosa Los Hermanos Negros
huida. Lo hace conjuntamente con su marido, Kurt Held. Como a él no le está permitido
publicar, la novela juvenil será editada, en dos tomos, únicamente bajo el nombre de Lisa Hannes Binder / Lisa Tetzner
Tetzner en 1941.

H. Binder / L. Tetzner
Más de cincuenta años después, Hannes Binder estudia el lugar de los hechos narrados e
ilustraciones antiguas y no se limita a simples ilustraciones sobre un clásico de la literatura
juvenil alemana: Narra la novela en imágenes.
“Una emocionante novela gráfica que revive la saga juvenil de 1941”. DIE ZEIT
Novela gráfica Lóguez
Premios obtenidos:
– Lista de los Siete (mejores) Libros para jóvenes lectores (Deutschlandfunk y Focus).
– Lista de Honor del Premio Católico al Libro Juvenil (Conferencia Episcopal Alemana).
– Luchs des Monats (Lince del mes) del Semanario “Die Zeit” y “Radio Bremen”.
– Troisdorfer Bilderbuchpreis (Premio de la ciudad de Troisdorf al Libro Ilustrado,
(Alemania).
– Lista escolar “Pilla un libro” de los cursos de 4º, 5º y 7º (Alemania).
– Lista de Honor de la Obra Social Evangélica de Publicaciones (Alemania).
– Lista de Honor del Premio Heinrich-Wolgast, Literatura Juvenil sobre el mundo laboral
(Alemania).
ISBN: 978-84-96646-16-2
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Hannes Binder / Lisa Tetzner


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Esta obra ha sido publicada con una subvención de la


Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura,
para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2
de la Ley de Propiedad Intelectual.

Título del original alemán: Die Schwarzen Brüder


Tradución de Eduardo Martínez

1ª edición: septiembre de 2007

© 2002, Patmos Verlag GmbH & Co. KG


Sauerländer Verlag, Düsseldorf
© para España y el español: Lóguez Ediciones 2007
Ctra. de Madrid, 90. Apdo. 1. Teléf. 923 13 85 41
37900 Santa Marta de Tormes (Salamanca)
ISBN: 978-84-96646-16-2
Depósito Legal: S. 1.285-2007
Printed in Spain
Gráficas Varona, S. A. (Salamanca)
www.loguezediciones.com

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por,
un sistema de recuperación de información, en ninguna forma, ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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Hannes Binder / Lisa Tetzner

Los Hermanos Negros


Novela gráfica

Lóguez
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Una mañana, a finales de verano del año 1838, un hombre desciende por el Valle
del Verzasca. Camina deprisa y no mira ni hacia las rocas ni hacia las truchas que
saltan en el río. Tiene la mirada fija hacia delante, furioso de no ver todavía
Sognono.
Por fin, divisa las primeras casas. Al saberse cerca de la aldea, se sienta a un lado
del camino. Su mirada recorre las escarpadas laderas. Aquí no hay salida, piensa.
Los chicos tendrán que marcharse.
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Giorgio está trabajando junto a su madre


desde hace horas. Son pobres y recogen
hierba y heno en las laderas más escarpadas.
El ascenso resulta fatigoso y, una vez arriba,
tienen que asegurarse sujetándose con sogas.

La mitad de la reducida pradera se encuentra ya segada. Giorgio empuja la hierba


cortada hacia arriba. ¿Cómo avanza la madre?

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Giorgio y su madre no le dan importancia: Aquí, las víboras están por todas partes.
Únicamente, hay que ser más rápido que ellas.
Madre e hijo siegan todavía una hora más, después amontonan la hierba,
la reparten en ambos cestones y descienden; despacio, como ascendieron.
También el hombre llega a la aldea.

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Al anochecer, cuando el padre entra en la cocina, pregunta por las fresas. Giorgio ha
olvidado recoger las fresas silvestres.
“¿Doce años?”, gruñe el padre. “¡Doce años y no sirve para nada!”.
En silencio, comen la sémola a cucharadas. La madre y la abuela ayudan a los
gemelos. El padre es el único en recibir un trozo de queso al final de la cena.

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De pronto, alguien llama desde la cuadra: “¿Roberto? Disculpen…”.


Entra la criada de la taberna: “Hay uno que pregunta por usted”.
“¿Quién?”. “Tiene que comprobarlo usted mismo. Tiene una cicatriz en la cara”.
El padre se levanta y echa mano de su capa. “Bueno, entonces iré”.

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Roberto se acerca. “¿Quiere usted hablarme?”.


El hombre empuja una silla y un vaso de vino hacia él. “Primero bebe”.

Ambos beben y se miran en silencio. Al padre de Giorgio no le gusta el hombre. Mira


duro y atravesado. Y, además, esa cicatriz.
Quiere preguntarle de qué la tiene, pero el Cicatriz se adelanta: “¿Vosotros tenéis un
hijo?”.
“Sí”, el padre de Giorgio bebe un trago.
“¿Tiene trece años?”.
“Cumplirá trece”.
“Busco ese tipo de muchachos”.
“Ya”. Roberto bebe otro trago.

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“Me los llevo por medio año a Milán”, continúa el hombre.


“Allí les encuentro trabajo. El padre recibe treinta francos por el hijo”.
“Yo no vendería a mi hijo ni por mil francos”.
“¡Ah!”, indica solamente el hombre.
“No”, dice Roberto más alto, “mientras tengamos para comer y beber, antes prefiero
vender mi última camisa que a mis hijos”.
El hombre de la cicatriz levanta la mirada. “Eso me lo ha dicho ya más de uno y, de
pronto, se encontraron con que el último pan y el último vino había desaparecido de
su mesa”.
“Todavía tenemos suficiente de ambas cosas”, contesta rudo Roberto.
“Lo creo”, quita importancia el hombre. “Volveré el próximo año”.

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Roberto se levanta. “Bien”, dice y mira fugazmente al hombre, “entonces,


podremos hablar de nuevo”.
“Estad seguro”. La cara del hombre se contrae extrañamente. “Volveré y,
probablemente, entonces me entregaréis con alegría a vuestro muchacho para
llevarlo a Milán”.
“Nunca con alegría”, contesta Roberto. Retira hacia un lado el vaso vacío y se marcha.

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Cuando el padre regresa, la familia continúa sentada alrededor de la chimenea.


“¿Qué fue?”, pregunta la madre.
“Era cierto. Un hombre con una cicatriz quería hablarme”.
“¿Y qué quería?”.
“Compra niños”.
“¿Niños?”, la madre y la abuela exclaman a la vez. También Giorgio, que ha entrado
con el padre, mira asustado hacia él.
“El hombre quiere darme treinta francos”. El padre señala hacia Giorgio. “Por ése,
si lo dejo ir con él a Milán por un invierno”.
“¿Treinta francos?”, repite la madre. “¿Y qué tiene que hacer allí?”.
“Trabajar”, indica el padre.
“¿Y qué le has dicho tú?”, la madre lo mira interrogante.
El padre aprieta los ojos. “Treinta francos son demasiado poco para mí por un chico
tan mayor. ¡Vale ya sesenta!”.
“¡Oh, mal padre!”, grita la abuela y arroja un trozo de leña delante de los pies del padre.
“¿Es también poco?”. El padre la mira conteniendo la risa. “Ha dicho que el próximo
año volverá por aquí”.
“¿Por qué?”.
“Dice que entonces le entregaré a mi hijo incluso con alegría por treinta francos”.
“¡Ese diablo!”, exclama la madre.
El padre se ríe de nuevo. “Sí, eso parecía”.

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A la mañana siguiente, Giorgio se levanta temprano. Acecha al hombre de


la cicatriz a la salida de la aldea. Pero lo piensa y deja que se aleje.
Giorgio está lleno de preguntas. Sin embargo, la madre no
quiere hablar de ello.
Y mucho menos la abuela.

También el padre quiere olvidar lo que ha dicho el hombre.


“Volveré el próximo año”.
En la cabeza del padre, la frase es como una amenaza.

Todos piensan en esas palabras cuando sucede algo malo.


Y en ese año, las malas noticias se suceden.
Al helado invierno, le sigue una primavera seca y el verano trae sequía. Cada vez
escasea más el verde para el ganado. Hace tiempo que los animales tienen que
alimentarse de forraje.
Por la tarde, la madre ha subido a una escarpada pendiente a cortar ramas.
Al anochecer, aún no ha regresado a casa y Giorgio va en su búsqueda.

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La encuentra inconsciente en el suelo. Parece tener un pie roto. ¿Y ahora? ¿Cómo van
a pagar a un médico?

El hombre de la cicatriz ya está informado de lo sucedido cuando, dos días más


tarde, se encuentra sentado en la taberna.
“Terminó el plazo. Este año, sois vosotros los que me necesitáis. Veinte francos”.
“¡Maldito usurero!…”.
“Cinco francos menos por cada maldición”.
“Roberto”, advierte el tabernero, “piensa en tu mujer”.
El padre da un paso hacia la puerta: “¿Cuándo tiene que irse?”.
“Tiene que estar pasado mañana en Locarno. Ha de presentarse en “Pan Perdu”,
la taberna junto al lago. Desde allí, vamos directamente en barca hasta Milán. Y tened
en cuenta algo: El dinero os lo pagará el tabernero. Pero sólo cuando él tenga
noticias de que vuestro hijo ha llegado a Locarno”.

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Todavía es de noche y está lloviendo. Giorgio es despertado por la abuela y mira


hacia fuera. Cientos de pequeños regatos fluyen desde las laderas. Escucha el
bramido del Verzasca precipitándose desde lo alto de la quebrada.
La madre se encuentra en la cama con fiebre y se queja con cada movimiento que
hace.
“El tiempo, ¿no irás a Locarno?”.
“Claro que sí”, contesta Giorgio, consciente de que precisamente esa noche es
esperado por el hombre de la cicatriz en la taberna “Pan Perdu”.
“Adiós, madre, y no se mueva. Seguro que mañana viene el médico y se le pasarán
todos los dolores”.
La abuela ha metido en un saco tortas de polenta, un trozo de queso de cabra, algo
de pan y unas cuantas uvas.
“Cuídate”, dice y le besa en la frente.
“Adiós”. Le da la mano, coge su saco y va hacia la cuadra.

El padre se encuentra en medio de la lluvia y se ríe. Giorgio puede ver perfectamente


cómo sus hombros suben y bajan y su cabeza se agita con las carcajadas.
“Me voy, padre”.
De pronto, la cara del padre se desfigura y su risa desaparece. Debido a la alegría
por la lluvia, Roberto casi había olvidado que su hijo tiene que marcharse hoy.
“¿Estás enfadado conmigo, Giorgio?”.
“No, padre. Siempre y cuando recibáis el dinero para madre. De todas formas, el año
que viene tendría que entrar a trabajar en alguna parte”.
“Ya lo sabía, Giorgio, trece años y valiente. Es sólo por unos meses”.
Giorgio se siente muy mal. ¿Debe decirle al padre lo que cuenta Anita? Ella ha oído
que muchos chicos deshollinadores mueren en el trabajo.
“Por lo demás, ¿has dejado todo ordenado?”, pregunta todavía el padre.
“Anita vendrá por la tarde a buscar mi picapinos, los carboneros y el mochuelo. Los
conejos son para los gemelos”.
“Adiós”. Se dan la mano. “Adiós”.

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Giorgio entra por última vez en la iglesia. Quiere, como todos los días, tocar las
campanas anunciando la llegada del día. Un par de mujeres están ya arrodilladas en
los primeros bancos. Rezan dando las gracias por la lluvia.
Giorgio toca las campanas, saluda a los mochuelos y abandona la iglesia por la
puerta de atrás. En realidad, ahora debería silbar delante de la casa de Anita, como
siempre hace, pero la evita rodeándola. No tardando mucho, ella averiguará que se
ha ido a Milán.

De pronto, la descubre. Se encuentra exactamente en el lugar donde él, hace un año,


había acechado al hombre de la cicatriz. Viene hacia él.
“¿Así que te vas? Me habías prometido quedarte”.
Él niega con la cabeza. “Yo no te he prometido nada”.
“Claro que sí”.
“Y aunque así fuera… El padre necesita el dinero para madre. Y yo tengo que avisar al
médico en Locarno”.
“Ah”, dice Anita y se acerca un paso más, “tengo tanto miedo por ti”.
Él intenta reírse. “Solamente me quedo medio año. El próximo año, por esta época,
estaré de nuevo aquí, contigo”.
“Si fuera verdad”.

Giorgio camina rápido, a pesar de que sigue lloviendo y el agua le resbala, en finos
hilos, desde su cabeza hasta el cuello y por todo el cuerpo. A veces, tiene que pisar
en medio de los torrentosos regatos, con el agua que le llega hasta las rodillas.
Hombres y mujeres de los valles se encuentran de camino. Es día de mercado en
Locarno.
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A los campesinos que adelanta, Giorgio les cuenta que va al médico por lo de su
madre. “Ah, entonces tú eres el hijo de Roberto. No tan deprisa, no tan deprisa. Es
bueno si se tiene compañía. Puedes quedarte junto al animal, eso lo tranquiliza si
tenemos que atravesar arroyos”.
El mayor de los hombres guía a un asno, cargado de fardos con telas de lino blanco
y oscuro y también de otros colores. El segundo hombre lleva un serón de piel,
en el que se encuentran huevos y trozos de mantequilla.

Sale el sol, aunque las nubes siguen pendiendo sobre los valles y, desde sus
laderas, retumba el ruido de los crecidos arroyos.

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