En la tarde, al llegar a mi nueva casa cerca del mar,
sentí la fruición de las cosas bien logradas: el jardín, que recibimos en desorden salvaje, iba definiendo formas; las enredaderas iban subiendo decididas; los rosales habían encogido su exuberancia de ramas dispares; en los naranjos se afianzaban las orquídeas familiares de las Antillas, la mariposa y la flor de lazo, que allí no se siente vanidosa y envanecedora como en climas extraños. Pero en la galería encontré al perro desconocido. Echado, en actitud vigilante. Me miró; lo miré; no se inmutó. Mediano de tamaño; afilado de hocico; piel negra con manchas claras. Nada extraño que hubiera atravesado el jardín y se hubiera plantado en la galería: en la feliz confianza de las tierras tropicales no hay verjas cerradas. En otro tiempo, ni siquiera puertas cerradas. Pero ahora las puertas se cierran y yo cerré la mía. Por la noche, a altas horas, llamaron en la casa. Abrí una ventana de la galería, y mi cara estuvo a punto de chocar con otra cara, grande, envejecida, de cochero, -Aquí traigo al señor. -¿A qué señor? -Al inglés que vive aquí. -Aquí no vive ningún inglés. -Pero si yo lo he traído muchas veces... -Habrá vivido aquí antes que nosotros. -¿Y no sabe dónde vive ahora? Ha bebido mucho y no le entiendo lo que dice. -No lo conozco y no sé dónde vive. Lo siento mucho. -¡Adónde lo llevaré! Al dormirme, en la flojedad aprensiva de la somnolencia, sentía deshecha la felicidad de la tarde y envuelta la casa en aura de persecución: perros desconocidos... ingleses ebrios... Al día siguiente, al caer la tarde, el perro estaba de nuevo echado en la galería. Me miró: lo miré; se levantó del suelo, con los ojos fijos en mí. Entré, cerré la puerta, y no hubo más. A la tercera tarde, el perro estaba allí otra vez. Al verme, se levantó del suelo gruñendo. Lo amenacé con el bastón y huyó. No volvió a echarse en la galería. Pero noches después divisé en la calle la sombra negra con manchas claras. Se lo mostré a mis hijos, salieron a mirarlo, y hablaron de él con niños del vecindario: supieron que había vivido en la casa y que su amo era inglés; al inglés lo pintaban ebrio, rojo, malhumorado. -¿No será que el amo lo trata mal y que quiere venir a vivir aquí? ¿Quieres que lo dejemos? Estará mejor que con el inglés. Sí quisiera... Pero de seguro está enojado porque vivimos en esta casa: él cree que es suya. Si volviera y no nos amenazara... El animal volvió, pero en actitud de amenaza. No entró en la galería delantera, como antes: se escurrió por el camino lateral hacia la cochera, en el fondo del terreno, y se instaló en la cocina, separada del cuerpo principal de la casa. Allí, al caer la tarde, recibió con gruñidos a la cocinera. La excelente Celicia (¡qué tortugas! ¡Qué langostas! [Qué camiguamas!) No tuvo valor para afrontarlo y me pidió socorro. Afortunadamente, la cocina tenía ventanas, y amenazando al perro desde una de ellas, bastón en mano, pude hacerlo huir. Se escapó, con ladridos cortos de despecho, de rabia contra los intrusos que le vedaban su hogar. Semanas después, cuando íbamos olvidándonos de él, lo encontramos inesperadamente en una confitería vecina, adonde acompañé a mis hijos en busca de caramelos y piñonates. Me miró fijamente, con ojos de conocido, sin aire de rencor. -Lo conozco bien- me dijo el dueño de la confitería-o Sus amos vivían donde viven ustedes ahora. Ahí murió su ama, que era inglesa; el inglés se mudó en seguida. -¡Ah! ¿Pero la señora murió ahí? No sabíamos. -Sí. Se ve que el perro no sabe qué hacerse sin ella: al caer la tarde viene siempre a este barrio y ronda la casa. - Entonces... tendrá ganas de irse con nosotros. Si quiere, nos lo llevaremos. Miré al animal: me devolvió la mirada sin temor y sin ira. Lo llamé y se acercó, manso, amistoso: al fin comprendíamos sus deseos. Le hicimos señas para que nos acompañara y se puso en camino con nosotros. Mis hijos iban delante saltando. -¡Qué bueno! ¿No se peleará con el gatito? -Verás que no: él es grande ya: el gato es muy chico; yo creo que le hará gracia. Apenas abrimos la puerta de la casa, el perro corrió ansioso al aposento principal. Allí observó, buscó, olfateó... De cuando en cuando nos miraba: vimos al finen sus ojos el desconsuelo del vacío, Después, pausadamente, como quien cumple el deber sin la urgencia de la esperanza, recorrió todas las demás habitaciones. Y entonces, cabizbajo, sin mirarnos siquiera, salió de la casa, y nunca lo volvimos a ver.