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Pasa que, cuando anochece y te quedas quieto, realmente quieto, sintiendo el tarareo de la

estepa cubrir las nucas de las montañas, desconoces si éste es el hogar donde siempre viviste.
Si éste tal vez, no es ya un lugar distinto del de las anécdotas y esto otro un cuerpo diferente al
del espejo. Como si en algún momento, sin haberte dado cuenta, hubieses despertado en una
cama distinta, con un somier ajeno por el que has ido dando tus sueños a cambio de un
afrodisíaco, y no hayas sentido esa extrañeza hasta este momento. Este instante en que no se
desliza por el colchón nadie más que un caudal de serpientes, moviéndose con las mismas
caricias con las que las larvas refriegan el viento de la noche.

Y hay veces, veces contadas, en las que amanezco con la piel recién tatuada. Con mucha tierra
entre tus lorzas y todavía fresca por el baño de luna. Con mucho frío en las yemas y un verde
agave que viene a endulzar los oídos, que viene a decirme que los ruidos que nacen bajo la
cama no son de unos rostros desconocidos, sino de un goteo que procede de la médula
descubierta por los edredones. Esas veces, siento que vienes a contarme de nuevo las cosas
que hice, como explicándoselas a un niño pequeño, o a una anciana de edad muy avanzada,
narrándolo todo de una manera para que lo entienda. Y ciertamente se comprende de punta a
punta, pero a su vez, las tiras y bordes de la piel se sienten como de una lengua inexperta.
Como si la piel fuese extranjera. Como si las costuras que se zigzaguean en el dorso
perteneciesen a un aspirante, a alguien que todavía no ha alcanzado la técnica precisa y ha
bordado en la espalda poco más que bocetos y señas de colores. Y tal vez, alguien quisiera
encontrar una palabra propia de la que estirar hasta dejar la piel deshilvanada, a la intemperie.
Estirar de una marca mía pero que ya no es de alguien. Marcarla en otra parte.

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