Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Mozart. El Hijo de La Luz - Christian Jacq 1
Mozart. El Hijo de La Luz - Christian Jacq 1
descubre la aventura espiritual y la vida secreta de uno de los mayores genios de la Historia. A
través de esta obra se nos muestra un fresco de la Europa ilustrada, donde los poderes reales
y eclesiásticos persiguen a los Illuminati y las logias afines, intentando anular, así, sus
avanzadas ideas liberales.
Primero una sinfonía, después una serenata… Mozart no deja de componer, como si de ello
dependiera su existencia. Pero la libertad que manifiesta disgusta profundamente a su
mecenas, el príncipe-arzobispo de Salzburgo, que sólo tolera la obediencia.
El músico, joven y rebelde, decide entonces evadirse definitivamente, y se instala solo en
Viena, donde conocerá por fin a la mujer de su vida, Constance Weber. Se anuncian Las bodas
de Fígaro.
Por su lado, Thamos, el fiel compañero del artista, intenta con algunos amigos formar una
verdadera logia capaz de transmitir los ritos masónicos inspirados en los Grandes Misterios
egipcios a su protegido. Y no lo hace sin peligro, pues al poder instituido no le gusta lo que le
parecen los inicios de una revolución.
Sin embargo, Mozart no renuncia nunca y se convierte en Aprendiz masón a los veintiocho
años. La Luz está en él.
Christian Jacq
ePub r1.2
Titivillus 26.01.15
Título original: Mozart. Le Fils de la Lumière
Christian Jacq, 2006
Traducción: Manuel Serrat Crespo
MOZART
DIONISIO EL AREOPAGITA
1
M iss Pimperl, una hembra de fox-terrier, brincó hacia la puerta del gran apartamento
de los Mozart y comenzó a ladrar como Leopold nunca la había oído.
Un coche acababa de detenerse ante la hermosa mansión burguesa donde la familia de
músicos se había establecido en 1773.
—¡Wolfgang ha regresado! —gritó su hermana Nannerl, una joven de veintisiete años,
austera y que sentía verdadera devoción por su padre.
Leopold abrió, Miss Pimperl bajó la escalera y corrió al encuentro de Wolfgang Mozart,
un hombre bajo de pelo claro y ojos vivos y saltones. Le lamió largo rato las mejillas,
satisfecha al recuperar a su preferido, ausente desde hacía tanto tiempo.
Algunos centenares de caricias más tarde, el joven músico pudo por fin besar a su
padre y a su hermana, que casi derramaba lágrimas.
Para Wolfgang, que pronto cumpliría los veintitrés años, aquel regreso a su ciudad
natal, a la que detestaba, significaba fracaso y encierro. Exigida por su padre, la estancia
en París, tan odioso como Salzburgo y mucho más sucio, había sido una lacerante
desilusión a la que se habían añadido otras desgracias: la muerte de su madre, enterrada
lejos de su país, y la pérdida de su primer gran amor, la cantante Aloysia Weber, con
quien esperaba casarse. Alegando un exilio demasiado largo, lo había despachado de un
modo humillante.
Hoy regresaba al punto de partida, de nuevo un lacayo sometido al yugo del príncipe-
arzobispo de Salzburgo, el conde Jerónimo Colloredo, un tirano sin corazón al que llamaba
«el gran muftí».
¿Se reduciría Wolfgang, ahora, a un mediocre fabricante de música ligera, destinada a
distraer a su eminencia y a la alta sociedad?
No, puesto que viajes y pruebas le habían hecho madurar. Mantenía intacta la
confianza en sus posibilidades creadoras, tras tantas horas pasadas aprendiendo a
dominar todos los estilos y, según su propia expresión, a «meterse en la música». Dolorido,
no bajaría los brazos y probaría su valor.
Y, además, su despierta primita, la Bäsle, pondría alegría en casa de los Mozart, donde
tanto pesaba la ausencia de Anna-Maria. Muy aficionada a los juegos de palabras
escabrosos y a las bromas escatológicas, como la difunta y Wolfgang, lo había acompañado
durante la última parte de su trayecto y pensaba disipar la tristeza que presidiría el
reencuentro.
—Vamos a cagar, a comer y a beber —recomendó—. ¡Y luego volveremos a empezar!
¿Qué ha preparado Thérèse, vuestra cocinera?
—Un capón, uno de los platos preferidos de mi hijo —respondió el dueño de la casa.
Miss Pimperl se relamió.
—He hecho que subieran a tu habitación un viejo clavicordio y un armario nuevo —le
anunció Leopold a su hijo—. Estarás bien ahí, espero, y trabajarás cómodamente. Mañana
mismo, el príncipe-arzobispo te nombrará oficialmente organista de la corte y de la
catedral de Salzburgo, con un salario anual de cuatrocientos cincuenta florines[1].
—Y la librea del criado…
—Es la regla, hijo mío.
—¡Tengo sed! —recordó la Bäsle, decidida a evitar los temas enojosos—. ¿Queréis que
describa a ese gran burgués de Augsburgo, tan hinchado de puro pelo por sus excesos con
la charcutería?
Ni siquiera Nannerl, más bien afectada, pudo contener una ligera sonrisa.
Alrededor del capón y de un vino tinto, bastante fuerte, cada cual disfrutó el calor de
una familia unida, que ahora miraba hacia el futuro.
Gracias a los salarios del padre y del hijo y a los honorarios de la hija, profesora de
piano, al clan Mozart no le faltaría nada.
Sencillamente, había que olvidar los sueños de gloria y ponerse a los pies del gran
muñí sin rechistar.
Pese a su actitud juguetona, el pensamiento de Wolfgang divagaba. Pensaba en su
extraño protector, Thamos el egipcio, que le había prometido no abandonarlo, y en su
proyecto de ópera consagrada a los misterios de los sacerdotes del sol. Pero carecía de
informaciones serias y no iba a obtenerlas en Salzburgo. Sin embargo, deseaba que se
desvanecieran las tinieblas y contemplar la luz brevemente entrevista junto al doctor
Mesmer, chantre del magnetismo, o al barón Otto von Gemmingen, autor de un drama
iniciático, Semíramis, que nació muerto a causa del conflicto provocado por los problemas
de sucesión al trono de Baviera.
A través de Thamos, rey de Egipto, texto que evocaba la cofradía de los iniciados,
Wolfgang se había aproximado al gran secreto. Y nunca renunciaría a descubrirlo.
El día 20, Wolfgang había terminado una sonata para piano y violín[2] para festejar, con
música, el reencuentro de la familia. Al andantino, dulce y nostálgico, púdica evocación de
los sufrimientos recientes, le sucedía un final lleno de buen humor. Y cinco días más
tarde, interpretó con su hermana Nannerl un brillante concierto para dos pianos[3], cuyo
tercer movimiento, de extraordinario dinamismo, rozaba lo trágico sin caer en lo
lacrimoso. Al tiempo que preparaba una serie de ocho minuetos para piano con tríos[4], el
joven celebró alegremente su vigesimotercer aniversario en compañía de su padre, su
hermana, su primita y sus amigos salzburgueses, entre los que se encontraba Antón
Stadler, que poseía un innato sentido de la fiesta.
—¿Y las mozas? —murmuró al oído de Wolfgang—. A fin de cuentas, no vas a limitarte
a esa bribona de Bäsle.
—Sólo estamos bromeando.
—Bueno, pues eso no basta.
—Estuve muy enamorado, Anton.
—¡Cuenta! ¿Cómo se llamaba?
—Aloysia Weber, una maravillosa cantante que va a hacer una buena carrera. Su voz
es capaz de expresar todos los sentimientos.
—Su voz, su voz… ¿Y lo demás?
—Una mujer muy hermosa, seria y decidida.
—¿Por qué la abandonaste, entonces?
—Cuando regresé de París, quise pedirla en matrimonio. Pero me rechazó.
—¡Qué idiota! No sabe lo que se pierde.
—No hables así de Aloysia. Una mujer debe ser libre de elegir, aunque ésta me haya
hecho mucho daño.
—Dicho de otro modo, ¡todavía estás enamorado! Debes retomar el asedio a la
fortaleza.
—No, su decisión es definitiva. Sin duda ama a otro hombre.
—¡Peor para ella! En Salzburgo no faltan las muchachas hermosas. Te presentaré a
algunas jóvenes, muy agradables y simpáticas.
—No me apetece, Antón.
—¡Vamos, Wolfgang, vamos! ¿No pensarás pasar tus días componiendo música
religiosa y diversiones para Colloredo?
—Si es necesario…
—¡Salzburgo no debe convertirse en un penal! Cumpliremos con nuestras obligaciones
y, luego, nos divertiremos.
—¿No piensas en casarte, Antón?
—No hay prisa alguna, me falta experiencia aún. Imagínate que me caso con la mala y
pierdo así la buena.
La Basle levantó su copa en honor de su primo, y la concurrencia le deseó un feliz
aniversario.
2
J oseph Anton, conde de Pergen, era un fiel servidor de la emperatriz María Teresa,
enemiga jurada de la francmasonería. Por orden suya, había creado un servicio
secreto que luchaba contra aquel pulpo, que, desde su punto de vista, atacaba las bases de
la sociedad, de la moral y de la religión, y tenía como objetivo oculto la conquista del
poder.
Anton debía mostrarse extremadamente prudente, pues actuaba sin consultar con el
ministro del Interior. El conde, hombre de expedientes, seguía las huellas de la evolución
de las órdenes y las logias gracias a una organización de confidentes supervisados por su
mano derecha, Geytrand, un ex francmasón. Tras haber traicionado su juramento y a sus
hermanos porque no le concedían un ascenso lo bastante rápido, éste ya sólo pensaba en
destruirlos.
Joseph Anton, que detestaba el verano, la luz y el calor, cerraba las contraventanas de
su despacho, corría las cortinas y trabajaba día y noche a la luz de las lámparas.
Chorreando sudor, con los tobillos hinchados, Geytrand odiaba, también, ese período
del año y aguardaba con impaciencia el regreso del frío.
—Señor conde, tengo ya la certeza de que el duque de Brunswick, Gran Maestre de la
Estricta Observancia templaria, y su ayudante Carlos de Hesse llevan a cabo una nueva
ofensiva.
—¿Contra el duque de Sudermania, el sueco que se ha apoderado de la séptima
provincia de esta orden masónica?
—No, las hostilidades parecen haber cesado. Se trata de una nueva orden masónica,
los Hermanos de Asia, cuyo carácter subversivo me parece innegable.
—¿Quién es su responsable?
—Dos protegidos de Brunswick.
—Intocables, pues —deploró Joseph Anton, que había sufrido ya un penoso fracaso al
atacar directamente a francmasones de alto rango.
En sus filas figuraban numerosos nobles y notables capaces de zurrarle la badana
exigiendo el fin de sus investigaciones. Ciertamente, María Teresa lo protegía, pero ¿acaso
el verdadero dueño del imperio, José II, se mostraría también hostil a la francmasonería?
—Uno de los fundadores de los Hermanos Iniciados de Asia[11], consejero del rey de
Polonia, está muy vinculado a Juan el Evangelista. El otro os sorprenderá. Se llama
Hirschfeld.
—¿Un judío?
—Un especialista en el Talmud y en una enorme obra esotérica, el Zohar o Libro del
esplendor, que revela los secretos de la Cábala judía.
—¿Informaciones fiables?
—Muy fiables, señor conde.
—¿Tus fuentes?
A Geytrand no le gustaba demasiado hablar de ellas, pero no tenía otra opción.
—Uno de los lacayos del duque de Brunswick, especialmente dotado para escuchar
detrás de las puertas y generosamente pagado, y uno de los hermanos de esa nueva orden
masónica. Ve con malos ojos su verdadero objetivo: la reconciliación de judíos y cristianos
en el seno de una misma religión.
—¡Qué locura! Esos francmasones son más perniciosos aún de lo que creía.
—Probablemente se creará en Viena una logia de los Hermanos de Asia.
—Que todos sus miembros sean fichados y vigilados. No permitiremos que destruyan
nuestra sociedad, mi buen Geytrand.
De la biblioteca de su mansión, Thamos sacó una novela del abad Jean Terrasson, titulada
Séthos. Wolfgang la devoró en una sola noche y degustó, así, la atmósfera del Antiguo
Egipto.
Luego, en compañía de su mentor, bogó hasta la ciudad santa de Heliópolis, donde
oficiaban los sacerdotes y las sacerdotisas del sol. El sumo sacerdote, Séthos, se disponía a
coronar faraón al joven Thamos.
—¿Qué significa este nombre que es también el vuestro? —preguntó Wolfgang.
—Thamos es una trasposición de Tutmosis, «El que ha nacido de Thot», el dios de los
sabios y los escribas. Redactó un libro que revelaba la ciencia de la iniciación de la que el
señor de mi monasterio, el abad Hermes, fue el último depositario.
—¿Os la transmitió?
—Si la transmisión se hubiera interrumpido, ¿seguiría levantándose aún el sol?
Volvamos a tu obra, en la que debe figurar, bajo múltiples formas, el número Tres.
—¿Por qué razón?
—La unidad, número de Dios, nos es incomprensible. Cuando nace la dualidad,
matrimonio y separación al mismo tiempo, la creación se desarrolla. La primera forma
perceptible es el triángulo formado por la gran diosa Isis, su esposo Osiris y su hijo Horus.
Cuando un creador actúa según el Tres, asimilándolo a lo más íntimo de su pensamiento,
prolonga la obra primordial.
—Tres bemol, tres acordes, tríos encadenados, tríos vocales… ¡Tengo muchos modos de
dar vida a ese número!
—Sobre todo, que no se trate nunca de una convención o un artificio.
—A veces no soy yo el que hace música, sino que la música me hace a mí. Entonces, la
corriente mana y nada podría detenerla.
—¡Que los dioses te guíen hacia la luz, Wolfgang!
—¿La de Heliópolis?
—La ciudad sagrada corre grave peligro, a causa de una revolución fomentada por el
cruel Ramsés. Ha destronado al sabio faraón Menes, al que todos creen muerto. En
realidad, se oculta bajo el nombre de Séthos, el sumo sacerdote, y debe coronar a Thamos,
hijo de Ramsés.
—El joven es puro, recto y generoso, ¡exactamente lo contrario que su innoble padre!
Desea casarse con una muchacha maravillosa, Sais, enamorada de él. Pero Sais tampoco
es la que se cree. Durante la revolución, según la versión oficial, Tharsis, hija del faraón
Menes, habría perecido en las llamas. En realidad, ha sobrevivido y ha tomado el nombre
de Sais, lo que su padre ignora.
—El pueblo, que añora al prudente Menes, comienza a rugir contra la tiranía y no
aprueba la coronación de Thamos. Si la hermosa Tharsis viviera aún, se convertiría en
reina. La situación parece tanto más comprometida cuanto Mirza, la gran sacerdotisa del
templo, se revela perversa y maléfica. Informada de la verdadera identidad de Sais, confía
el secreto al infame Pheron, un traidor que aparenta ser el mejor amigo de Thamos
mientras prepara su perdición. Mirza, que desea impedir a toda costa la boda de Thamos y
Sais, que formarían una pareja real prendada de la justicia, concibe un espantoso
proyecto: arrojar a Sais en brazos del traidor para que sea coronado en lugar de Thamos.
Wolfgang descubrió la galería de la morada reservada a las vírgenes del sol. Allí,
contempló a la maravillosa Sais y experimentó el profundo amor que Thamos sentía por
ella. Los sentimientos de la muchacha eran igualmente intensos, pero deseaba
consagrarse a la iniciación, al culto de la luz y a la práctica de los misterios.
—Esa actitud se adapta a los designios de la gran sacerdotisa Mirza —observó el
egipcio—. Al permanecer con sus hermanas, Sais no se encontrará con Thamos y el
matrimonio no se celebrará.
—Mirza se atreve a decirle a Thamos que Sais ama al traidor Pheron —se indignó
Wolfgang—. El príncipe, desesperado, da pruebas de una rara nobleza y acepta renunciar
a aquella con la que tanto deseaba casarse. A Sais, como a cualquier otra mujer, le toca
elegir su destino.
—A pesar de su sufrimiento, Thamos incluso acepta consagrar esa unión —precisó el
egipcio—. Sólo cuenta la felicidad de su amada.
Wolfgang entró en el templo de los fieles del sol, donde el traidor Pheron, mancillando la
palabra dada, se atrevía a jurar por la divinidad, ante su «gran amigo» Thamos, que le
sería siempre fiel.
—Traidores, mentirosos y perjuros acaban cometiendo siempre un error fatal —estimó
el egipcio—. El de Pheron consiste en alardear de su éxito ante el sumo sacerdote Séthos,
cuya verdadera identidad ignora. Le comunica, así, a Menes que su hija Tharsis, a la que
creía muerta, quemada viva, sigue viviendo y lleva hoy el nombre de Sais. «Y en mi propia
coronacion —añade Pheron, que se imagina ya faraón—, le revelaré la verdad».
—La gran sacerdotisa Mirza anuncia a Sais que muy pronto reinará. La muchacha se
reserva la opinión para cuando llegue el momento, el poder no la atrae en absoluto. Pero
el traidor Pheron no quiere ni oír hablar de ello. Si, por ventura, Sais se negara a
desposarlo, se apoderaría del trono por la fuerza.
—¿Triunfará de nuevo la violencia?
—Sais implora al alma de su padre, al que cree muerto, que la guíe. Escuchada su
plegaria, decide no reinar en lugar de Thamos y permanecer en el templo con sus
hermanas.
Thamos, rey de Egipto, cuarto acto
F inalmente llovía y la mañana era muy fresca. Gracias a la muerte del estío, Geytrand
renacía, con tanta más fuerza cuanto los últimos informes de sus confidentes eran
como para alegrarles.
—La Estricta Observancia templaria está en mala posición —le anunció a su patrón,
Joseph Anton—. Como suponíais, la encarnizada lucha entre el duque de Brunswick y el
de Sudermania perjudica a toda la orden. Los hermanos caballeros se lamentan y
reprochan al Gran Maestre que no cumpla sus promesas. El último intento de conciliación
ha terminado en fracaso. Cada cual mantiene sus posiciones, no hay contacto alguno entre
suecos y alemanes.
—¿Fernando de Brunswick corre el riesgo de ser derribado?
—No es imposible, señor conde, pero luchará hasta el final. Prudente, congela durante
tres años las iniciaciones en la cumbre para no introducir lobos en el aprisco. Así,
permanece rodeado de fieles y controlará a los dignatarios. Mejor aún: ya no prevé crear
logias en Alemania, y no seguirá armando caballeros en Viena.
—Sin embargo, no debemos bajar la guardia. Puede tratarse de una jugarreta o una
artimaña. El Gran Maestre y su compadre son tozudos. No renunciarán a sus poderes ni a
la expansión de la orden. Que nuestros confidentes no bajen la guardia.
El duque de Brunswick sentía el peso de sus cincuenta y ocho años, tan gravosos frente a
las vigorosas treinta y cinco primaveras de su mano derecha y confidente, Carlos de
Hesse.
—Nos amenaza una escisión, pero me niego a abandonar. Nuestro ideal no puede
desaparecer a causa de las ambiciones de un príncipe sueco.
—Os apruebo sin reservas, Gran Maestre, y tal vez tenga una pista. Parece ser que en
Lyon, la capital de nuestra segunda provincia templaria, hay mucha actividad. El
hermano Willermoz ha hecho largas y pacientes investigaciones que le habrían permitido
obtener la piedra filosofal y el conocimiento de ciertos misterios. Olvidemos Austria y
Alemania y volvámonos hacia la capital de los galos.
«¿Por qué el Superior desconocido, ese tan clarividente egipcio, no regresa a
aconsejarme?», se preguntaba Femando de Brunswick.
Mientras acariciaba a Miss Pimperl, instalada sobre sus rodillas, Wolfgang pensaba en la
desaparición de Fridolin Weber, fallecido el 23 de octubre. Cómo le hubiera gustado
tenerlo por suegro y hacer feliz a su hija. A pesar de los éxitos de Aloysia, el buen hombre
no había soportado un nuevo traslado a Viena.
—Estamos listos —declaró Anton Stadler.
A regañadientes, el fox-terrier tuvo que abandonar su lugar, y Wolfgang se reunió con
su grupo de amigos músicos. Tocaron una sinfonía concertante[16], donde el violín y la
viola ocupaban los primeros papeles. A la espera de la representación de Thamos, rey de
Egipto, esa obra se había impuesto a su espíritu.
Su esplendor sorprendió a sus primeros intérpretes. Desconcertados por tanta
magnitud y audacia expresiva, se sintieron transportados a otro mundo, poblado por
incesantes diálogos entre solistas y entre solistas y orquesta, sin romper la unidad del
discurso. A pesar del sufrimiento que expresaba el movimiento inicial, los múltiples temas
afirmaban esperanza y sed de vivir.
La sabia utilización de los silencios ponía de manifiesto los impulsos melódicos que
conmovieron a Anton Stadler.
—Pero qué has compuesto, Wolfgang… ¡Me asombras! ¿Eres realmente un hombre
normal?
—¿Y si fuéramos a jugar a bolos?
Dadas las graves dificultades que encontraba el Gran Maestre Femando de Brunswick, los
dos rosacruces de oro más activos, Wöllner y Bischoffswerder, decidieron dar un gran
golpe. Durante una Tenida de la logia madre[17] de los Estados prusianos, a la que asistían
Thamos, conde de Tebas, y varios visitantes notables, el venerable Wollner tomó la
palabra en un tono de extrema gravedad.
—Honrados hermanos, la francmasonería vive horas decisivas. Nuestro rito actual, el
de la orden templaria, ya no corresponde a nuestras aspiraciones profundas. Ahora
debemos vinculamos a otra tradición, la de los rosacruces. El rey de Polonia, Estanislao II,
es uno de sus ilustres representantes, y el conde Dietrichstein ha recibido la misión de
constituir varios capítulos rosacruces en Austria, Hungría y Baviera.
Estas informaciones sorprendieron a varios dignatarios, que no sospechaban el grado
de expansión de aquel movimiento masónico subterráneo.
—¿Continuará, sin embargo, esta logia formando parte de la Estricta Observancia? —
preguntó Thamos.
—Imposible —respondió Wöllner—. Nuestra logia madre y todas sus hijas abandonan
la orden templaria y se unen a la Rosacruz de Oro.
El abandono de los francmasones prusianos asestaba un duro golpe a la Estricta
Observancia. En los labios de los jesuitas ocultos tras los delantales, Thamos vio florecer
una leve sonrisa.
Joseph Anton pasaba la Nochevieja solo, limitándose a un vaso de vino tinto y a un pedazo
de pavo frío. El período de fiestas le exasperaba. Puesto que no creía en Dios ni en el
diablo, y menos aún en la bondad humana, no soportaba aquella orgía de religiosidad y los
festejos forzosos durante los que los peores enemigos fingían entenderse mientras duraba
un banquete.
Él seguía trabajando para preservar el modelo austríaco, la armonía de la sociedad y el
respeto por el poder instituido. Cualquier factor de anarquía y desorden debía ser
implacablemente perseguido, comenzando por aquella francmasonería de múltiples
cabezas cuya destrucción requeriría mucho tiempo.
La Estricta Observancia templaria había sido causa de numerosas noches en blanco,
tan peligrosos parecían sus proyectos políticos. Poner en pie una milicia de caballeros
ávidos de reconquista, ¿no suponía querer derribar el trono imperial?
Favoreciendo la entrada en las logias de algunos jesuitas, que se guardaban mucho de
revelar su pertenencia, Anton deseaba, a la vez, recoger el máximo de informaciones y
pervertir el espíritu masónico, orientando a los hermanos hacia un catolicismo teñido de
misticismo y de ceremonias ocultas, dicho de otro modo, hacia la Rosacruz de Oro que
triunfaba hoy en Berlín.
Una hermosa victoria del conde de Pergen, cuya estrategia consistía en dividir y
enfrentar a los movimientos masónicos para impedir una eventual unidad, fuente de un
temible poder.
La guerra estaba muy lejos de haberse ganado, pues, a pesar de sus éxitos, no podía
mostrarse en el proscenio. Oficiosamente alentado por la emperatriz María Teresa, le
inquietaban las tendencias liberales de José II. ¿Sabría reconocer sus méritos y
comprender la importancia de su misión?
Sonaron las doce campanadas de medianoche y comenzó un nuevo año. Mientras los
jaraneros se abrazaban deseándose salud y felicidad, Anton clasificaba sus expedientes.
Ningún francmasón iba a escapar de él, sobre todo en Viena.
7
L a compañía de Böhm, que pasaría aún algunos meses en el principado, ensayaba El rey
Lear de Shakespeare. Wolfgang llamó al director cuando salía del teatro.
—¿No teníais que montar, este mes, Thamos, rey de Egipto?
—En efecto, señor Mozart, en efecto. Pero el proyecto resulta más complejo de lo
previsto y…
—¡No os burléis de mí! El texto y la música están a vuestra disposición, yo estoy
preparado para dirigirla y vuestros actores están acostumbrados a aprender obras más
largas y difíciles.
—Es cierto, pero las condiciones técnicas…
—¡Decidme la verdad, os lo ruego!
Böhm no se atrevió a mirar a Mozart a la cara.
—En Salzburgo sólo somos huéspedes de paso, y debemos tener la aprobación de las
autoridades para montar cualquier obra.
—¿Os la han negado?
—No la he obtenido, y me han desaconsejado insistir.
—¿Por qué razón?
—El drama habría sido representado ya, al menos parcialmente y sin éxito alguno, y
vuestra música no le ha gustado al príncipe-arzobispo. De modo que es mejor no insistir.
—¿Renunciáis a representar Thamos, rey de Egipto?
—No me dejan otra opción —declaró Böhm, desolado—. Me habría gustado tanto
satisfaceros y obtener un gran éxito.
Wolfgang no puso en duda la sinceridad de su interlocutor.
Colloredo… ¡Siempre Colloredo! El gran muftí decidía, juzgaba y prohibía.
Wolfgang, asqueado y cansado, regresó con lentos pasos a su casa, sin sentir el
mordisco del gélido viento. Ya no tenía ganas de componer. ¿Para qué crear obras nuevas
y originales, si nunca iban a ser representadas? Y en cuanto a producir una retahila de
obritas destinadas a contentar al príncipe-arzobispo, ya no sentía valor para hacerlo. Ya
sólo le quedaba cumplir con sus funciones de organista de la catedral.
Lyon, 20 de enero de 1780
Informado de los sinsabores que estaba viviendo la Estricta Observancia templaria, Jean-
Baptiste Willermoz escribió a Femando de Brunswick y a Carlos de Hesse, dos grandes
señores a quienes admiraba por sus títulos y su posición social.
Gracias a su saber oculto, el místico lionés le aseguró a Carlos de Hesse que un ángel
protector permanecía continuamente a su lado y que produciría ruidos sobrenaturales
cuando aprobara su conducta.
Luego precisó: «La francmasonería no tiene esencialmente más objetivo que el
conocimiento del hombre y de la naturaleza; basada en el templo de Salomón, no puede
ser ajena a la ciencia del hombre, puesto que todos los sabios que han existido desde su
fundación han reconocido que el famoso templo sólo existió, a su vez, en el universo para
ser el arquetipo universal del hombre general en sus estados pasado, presente y futuro».
Asestadas estas verdades, Jean-Baptiste Willermoz abrió su círculo de operación,
donde practicaría la magia divina durante tres noches consecutivas, tras haber impuesto a
los adeptos el ayuno y la abstinencia. Les comunicaría la tabla alfabética de los
veinticuatro mil nombres de los Patriarcas, los Apóstoles y los Profetas, el cuadro de las
veintiocho moradas lunares, el compendio de los jeroglíficos que designaban los planetas-
ángeles y la receta de fabricación del óleo de unción.
Muy pronto, los discípulos del comerciante lionés reinarían sobre la francmasonería y
la devolverían a Cristo salvador.
W olfgang esperaba trabajar de nuevo con Thamos, pero fue Johann Andreas
Schachtner, escritor y trompetista de cuarenta y nueve años, quien se presentó en
su casa con un libreto de ópera bajo el brazo.
—Un rico comanditario me ha confiado la adaptación de un texto, siempre que os la
encargue a vos.
Schachtner se había interesado ya por Bastián y Bastiana y había traducido al alemán
La finta giardiniera. Ignoraba que El serrallo[18] derivaba de un relato del francmasón
Lessing, Nathan el Sabio, en el que desarrollaba ideas abordadas en los trabajos de la
logia.
—¿Un vaso de ponche? —propuso Wolfgang.
—¡Con mucho gusto! Me ayudará a olvidar el invierno para transportamos a Oriente, a
casa del sultán Solimán, un implacable tirano. Sin dejar de gemir por su suerte, sus
esclavos parten piedras. Entre ellos, un cristiano, Gomatz. Desesperado, agotado, se
adormece ante los ojos de la hermosa y hosca Zaida, cristiana y futura favorita del
serrallo. La muchacha deposita su retrato junto al durmiente.
—En cuanto despierta —intervino Wolfgang—, él lo contempla y se enamora de ella.
Juntos, cantan su deseo de evadirse y vivir su amor en libertad. Pero ¿cómo van a
escapar?
—Gracias a Allazim, un servidor del sultán que no aprueba el comportamiento de su
dueño. Conmovido por su valor, los ayuda a salir de la prisión y a llegar a la ribera.
Amanece y los dos jóvenes y su salvador se despiden.
—Ruge la tormenta —precisó el compositor—, y los soldados del sultán capturan de
nuevo a nuestros héroes.
—En efecto —reconoció el trompetista—. Osmin, un mercader de esclavos, los
devuelve a Solimán atados de pies y manos, y éste decide ejecutar al trío de fugitivos.
—Zaida intenta enternecer al monstruo, en balde. Ante tanta crueldad, clama su sed
de libertad y su amor por Gomatz. Morirán con la cabeza bien alta.
—Imposible terminar con semejante tragedia —decidió Schachtner—. Allazim
recuerda a Solimán que, antaño, le salvó la vida. El sultán, agradecido, le concede gracia.
—Allazim no abandonará a su suerte a ambos jóvenes. ¿De qué modo va a salvarlos?
—Revelando que son su hijo y su hija. El sultán les concede la vida y la libertad.
—¡Me gusta el tema!
—¿Acaso no celebra la magnanimidad de un gran señor cuya crueldad parecía
inquebrantable? Perdonando, demuestra su sabiduría.
«Si el gran muftí pudiera inspirarse en Solimán», pensó Wolfgang.
Finalmente, el profesor Adam Weishaupt, de treinta y dos años de edad, veía cumplirse su
sueño. La orden secreta de los Iluminados de Baviera ya no era una utopía, puesto que
hoy contaba con setenta miembros de notable importancia cuya autoridad intelectual
gravitaría sobre la evolución de las mentalidades y de la sociedad.
La mayoría de los Iluminados eran también hermanos de la Estricta Observancia y
comenzaban a convertir a muchos francmasones a su visión del mundo, dominada hasta
ahora por el catolicismo.
El poderoso impulso ideológico que Weishaupt imprimía ya se anunciaba irresistible,
pero se topaba con un importante obstáculo: el contenido de los rituales. Los francmasones
no se contentarían con teorías, por muy innovadoras y seductoras que fuesen. Algunos
deseaban celebrar ceremonias, manejar símbolos y acceder al conocimiento de los
misterios, más allá de la filosofía.
En este terreno, al jurista Adam Weishaupt le faltaba, cruelmente, la competencia. Por
eso se dirigió a un afamado especialista en rituales masónicos, el barón del Imperio Adolfo
von Knigge. Originario de Hannover, desprovisto de tierras y fortuna pese a su pomposo
título, aquel joven de veintiocho años, protestante liberal, era a la vez dramaturgo, poeta
y hombre de negocios.
Iniciado en Cassel[19], pertenecía a la esfera superior de la Estricta Observancia[20],
pero no había sido admitido en los rosacruces de Berlín. De esa humillante experiencia
conservaba una profunda aversión por los místicos cristianos, a los que consideraba
incapaces de acceder a una verdadera iniciación.
Adam Weishaupt se presentó y agradeció al barón Adolfo von Knigge que hubiera
aceptado verle en secreto.
—¿Por qué tanto misterio? —preguntó Von Knigge.
—Porque dirijo una orden masónica, los Iluminados de Baviera, desconocida por las
autoridades y la policía.
—¡Peligrosa iniciativa, profesor!
—Si se desea cambiar el mundo y servir a la humanidad, hay que saber aceptar
riesgos.
—Cambiar el mundo… ¡No os andáis con chiquitas!
—¿Os parece que nuestra sociedad es libre, justa y armoniosa?
Von Knigge hizo una mueca desengañada.
—Sería estúpido pensar eso.
—¿Nuestra querida francmasonería os parece a la altura de las circunstancias?
—No siempre, hermano mío. Sin embargo, es la única vía que me parece digna de
interés, puesto que los sistemas filosóficos ordinarios no me convencen. En religión, floto
entre la fe y la incredulidad, pues las distintas doctrinas están vacías de sentido. Sin
embargo, cualquier revolución brutal sería condenable. No supondría progreso alguno si
los hombres, a causa de sus pasiones, siguen siendo lo que hoy son. Sólo la mejoría
intelectual y moral de la humanidad modificará la situación.
—Algunos jesuitas, infiltrados en las logias, intentan pervertir a los francmasones
llevándolos hacia la Iglesia de modo insidioso.
—Es cierto —reconoció el barón Von Knigge—, especialmente los círculos de la
Rosacruz de Oro.
—Los Iluminados de Baviera quieren detener esta deriva, sin escandalizar a sus
hermanos, aunque proponiéndoles un nuevo camino.
—¿Cómo vais a hacerlo?
—Ofreciendo nuevos rituales más ricos y profundos que los de la Estricta Observancia.
—¿Están ya redactados?
—En esbozo —reconoció Weishaupt—. Pero solo no conseguiré llevar a cabo esa tarea.
Solicito vuestra ayuda y vuestros consejos.
—Sed claro, hermano mío: ¿deseáis que escriba los rituales de la orden de los
Iluminados de Baviera?
—Si aceptáis, barón, haríamos progresar la francmasonería de modo significativo.
—Acepto.
9
L a nueva misa breve[21] de Wolfgang se adecuaba a los límites de tiempo impuestos. Sin
embargo, su Benedictus, que mostraba una revolución muy poco religiosa, no
complació en absoluto al príncipe-arzobispo. Afortunadamente, el Agnus Dei, aunque
cercano al estilo de una ópera[22], presentaba una dulzura tan seductora que la cólera del
dueño de Salzburgo se esfumó.
—De todos modos debería desconfiar —le recomendó Anton Stadler a Wolfgang—.
Colloredo no es del todo estúpido y acabará advirtiendo que tu música manifiesta tus
sentimientos hostiles. Y algunos de nuestros queridos colegas no dejarán de dar la alerta.
A comienzos de una luminosa primavera, Wolfgang olvidó al gran muftí y dio los
últimos retoques a sus Vesperae solemnes de confessore[23], en cuyo corazón brilla un
fragmento excepcional, el Laudate Dominum, para voz de soprano y coro.
Thamos el egipcio no había oído nunca antes un canto tan puro, capaz de expresar la
aspiración del alma a lo divino y el diálogo entre el individuo y la comunidad de las
estrellas.
El Gran Mago se consolidaba día tras día y, esta vez, rozaba lo sublime. Al escuchar
este pasaje, todo el ser era transportado a otro mundo. Y esta alabanza al Señor se
elevaba al nivel de un ritual.
T hamos, que se preguntaba sobre las cualidades iniciáticas y las verdaderas intenciones
de Cagliostro, acudió a la capital de Alsacia para asistir a una Tenida dirigida por el
extraño personaje que alardeaba de haber seducido a uno de los altos dignatarios
franceses, el cardenal de Rohan. El prelado estaba convencido de que Cagliostro sabía
fabricar oro y se lo proporcionaría en caso necesario.
Thamos esperaba, pues, un ritual alquímico inspirado en el Antiguo Egipto y portador
de conocimientos fundamentales, pero asistió a un espectáculo muy distinto.
En medio del local, el mago depositó una copa de agua pura.
Luego ordenó que entrara una joven, Colombe, y un muchachito, Pupille, a quienes
pidió que leyeran el mensaje de los ángeles y los profetas. Entraron luego en contacto con
el alma de los muertos queridos por las personas presentes.
Terminada la sesión, Thamos interrogó a Cagliostro.
—¿Eso es lo esencial de vuestra iniciación?
—A vos, y sólo a vos, puedo deciros la verdad: recojo fondos para desarrollar mi red de
logias. El cardenal de Rohan acaba de concederme, por lo demás, nuevos subsidios. El día
en que revele mis verdaderos secretos, vos estaréis presente y comprenderéis el sentido de
mi Búsqueda.
Hombre de teatro de la cabeza a los pies, Emmanuel Schikaneder era, a la vez, director de
compañía, actor, cantante, director de escena, coreógrafo e, incluso, compositor cuando las
circunstancias lo exigían. Con veintinueve años de edad y aspecto floreciente, ostentaba
una abundante cabellera negra. Su gruesa mandíbula y su mentón con hoyuelo revelaban
una determinación a toda prueba.
En aquel hermoso anochecer de finales de verano, la compañía de Schikaneder actuaba
en el teatro de Salzburgo, donde el actor itinerante pensaba instalarse por algún tiempo.
En el programa figuraban Calderón, Goldoni, Lessing y Shakespeare, pero también
autores menos difíciles e incluso comedias escritas por él con un solo deseo: complacer al
público, divertirlo, sorprenderlo, hechizarlo. Schikaneder, que se entregaba en cuerpo y
alma, velaba por cada detalle y podía representar jóvenes protagonistas, padres nobles o
simples campesinos.
Quería conquistar la ciudad con una obra burlesca, La alegre miseria o los tres
aprendices mendigos, y representaba en ella el primer papel, llorando alegremente por su
suerte.
Como los demás espectadores, Wolfgang sonrió. Y el 1 de octubre asistió a la
representación del Bajel de Ratisbona, patria de Schikaneder, de la que se burlaba por
medio del personaje de un criado que cantaba una melodía «al modo turco». Prendado de
los efectos especiales, que iban de los fuegos artificiales hasta las variaciones de
iluminación, el actor hizo actuar a monos y osos, que se libraron a mil trucos.
Aquella orgía de lo maravilloso encantó a Wolfgang, que no dejó de felicitar al director
de escena.
Entre ambos hombres brotó de inmediato una corriente de simpatía.
—¿Sois actor?
—Músico en la corte. Me llamo Wolfgang Mozart.
—Mozart… ¿El niño prodigio del que habló toda Europa?
—Hoy soy un simple organista al servicio del príncipe-arzobispo Colloredo.
—Entre nosotros, no es que tenga mucho sentido del humor.
—Y ése es el menor de sus defectos…
—¿Hay muchas distracciones en Salzburgo?
—Vos nos traéis una bocanada de aire fresco, señor Schikaneder. ¿Aceptaríais cenar en
mi casa?
—¡Con mucho gusto! Mi esposa Éléonore, una excelente actriz, os contará mil y una
anécdotas.
A pesar de las reservas de Nannerl, a Leopold le gustó el matrimonio Schikaneder.
El jovial actor resultó ser un excelente lanzador de dardos y, encantado con aquella
nueva amistad, regaló unas entradas a la familia Mozart para toda la temporada
salzburguesa.
Karl Theodor, presunto heredero del trono de Baviera, conseguía sus fines. Tras un largo
período de inestabilidad que amenazaba con desembocar en un mortífero conflicto entre
Austria y Prusia, reinaba sobre Munich y pensaba de nuevo en hacer que floreciera la vida
artística, a pesar de las objeciones de su consejero y confesor, el jesuita Frank, que
deseaba verlo más consagrado a la devoción y a la plegaria.
Recibía, pues, a varias personalidades para recoger sugerencias. Aparecía como un
príncipe liberal, deseoso de mejorar la cotidianidad de sus súbditos ofreciéndoles
excelentes espectáculos.
—¡Conde de Tebas! Me satisface recibiros en Baviera.
—Sabiendo hasta qué punto es valioso vuestro tiempo, ¿puedo permitirme exponeros
un proyecto?
—Os lo ruego.
—El próximo período de carnaval podría incluir una ópera de gran calidad que sedujera
a esta magnífica ciudad.
—¿Una obra… seria?
—¿No se adecuaría eso a las circunstancias? Un buen tema, una música amplia y
rigurosa os darían más fama que una farsa o una ópera bufa.
«Ese conde de Tebas no anda equivocado», pensó el príncipe-elector.
—Queda poco tiempo para carnaval. ¿Qué compositor sería capaz de llevar a cabo
semejante proyecto?
—Sólo conozco a uno: Wolfgang Mozart.
Karl Theodor hizo una mueca.
—Un carácter más bien rebelde…
—Hoy es un fiel servidor del príncipe-arzobispo Colloredo y trabajaría con Varesco, un
religioso de la catedral de Salzburgo, para ofreceros una obra adecuada a la moral y a la
religión. Además, Mozart no deja de proclamar su agradecimiento y su estima por vos,
uno de los mayores protectores de la música.
Karl Theodor no fue insensible a las garantías ni al cumplido.
—Vuestra proposición me interesa, señor conde, pero aún debo hacer algunas
consultas. Tomaré mi decisión tan pronto como me sea posible.
Thamos hizo una reverencia.
El príncipe-elector convocó de inmediato a su confesor.
—¿Conocéis a Varesco?
—Un capellán salzburgués digno de estima —respondió el jesuita.
—¿Y a Wolfgang Mozart?
—¿Quién es?
—Un músico de la corte de Colloredo. ¿No hay expediente sobre él, ni rumores
desastrosos?
Frank el confesor era también uno de los confidentes de Geytrand, encargado de hacer
la lista de los francmasones y recoger toda la información posible sobre ellos. Dotado de
una excelente memoria, podía citar sus nombres y grados.
—Ni expediente ni rumores. El tal Mozart no pertenece a ningún movimiento
subversivo.
12
Wolfgang fue recibido por el conde Seeau, confirmado en su puesto de intendente del
teatro y de la música. Aquel perfecto hipócrita, que antaño lo había despedido como a un
don nadie sin porvenir, se mostró sonriente y cortés.
—Encantado de volver a veros, Mozart. Por lo que se dice, dais plena satisfacción al
príncipe-arzobispo Colloredo, cuyos excelentes gustos en materia de música todos conocen.
No os ocultaré cierta inquietud: tenéis muy poco tiempo para componer ese Idomeneo que
nuestra ciudad desea escuchar en el período del carnaval.
—¿Acaso los deseos del príncipe-elector no son órdenes? El tema me gusta, no me
importan los plazos.
—¿Os comprometéis firmemente a respetarlo?
—¿Acaso lo dudáis? Cuando un Mozart da su palabra, no la retira.
—Perfecto, me tranquilizáis.
Era evidente que el conde Seeau sólo pensaba en su propia reputación. Si se producía
un retraso, el príncipe-elector Karl Theodor no dejaría de reprochárselo.
Con ojos risueños, Wolfgang vio alejarse al cortesano, que se pasaría el resto del día
haciendo correr chismes y sembrando otros. Por fortuna, técnicos y decoradores
convertían la Ópera de Munich en una capital musical, donde la partitura de Idomeneo
brillaría con todo su fulgor.
Wolfgang respiraba, lejos de Salzburgo. La víspera, se había encontrado con los
cantantes, cuyo nivel le pareció satisfactorio, a excepción del viejo tenor Raaff, cuyo papel
daba título a la obra. Además, había que modificar varios pasajes del libreto, que cojeaba
aún.
13
El tenor Raaff, tan simpático antaño, no dejaba de importunar a Wolfgang pidiéndole que
modificara su papel y lo adaptara a sus declinantes facultades vocales. Por lo que se
refiere al castrado Del Prato, intérprete de Idamante, el hijo del rey Idomeneo, eran tan
inexperto que el compositor tenía que cantar con él enseñándole cada nota. Totalmente
desprovisto de método, se comportaba como un niño.
¡Afortunadamente, las cantantes eran excelentes!
A pesar de sus ocupaciones, que no le dejaban ni un momento de reposo, Wolfgang
garabateó, para su amigo Schikaneder, una melodía que debía intercalarse en una ópera
de Gozzi titulada «Warum, o Liebe… Zittre, töricht Herz und leide!»[33], que envió de
inmediato a Salzburgo.
A pesar de la fatiga, el joven creador vivía momentos de exaltación. ¿Acaso no se
estaba cumpliendo su sueño, escribir una ópera y hacer que se representara? Disfrutaba,
de nuevo, de la esperanza y de cierta forma de libertad. Y esa felicidad la debía a su
protector, Thamos. Él era, sin duda, quien había convencido a Karl Theodor para que
encargara el Idomeneo. Ciertamente, Wolfgang habría preferido proseguir con su
exploración del universo de los sacerdotes del sol, ¿pero no lo ponía el tema de la obra en
contacto con los dioses?
Joseph Anton, abatido y con un nudo en el estómago, bebió un gran vaso de vino tinto. La
muerte de su protectora, María Teresa, era una catástrofe. Sólo ella financiaba su servicio
secreto cuya existencia ignoraba el jefe de la policía.
El primer discurso de José II no dejaba duda alguna: al afirmarse liberal, el emperador
abría de par en par las puertas a todas las ideas, ¡incluso a la francmasonería!
Anton contempló con amargura las pilas de expedientes pacientemente acumulados.
Tanto trabajo inútil, tantos esfuerzos vanos, tantos descubrimientos condenados a
desaparecer… No se resignaba a quemar las hojas cubiertas de una pequeña y prieta
caligrafía, precisa y sin interrupción. No había rastro de pasión o arrebato, sólo una
meticulosidad científica que excluía la vaguedad y el error.
Sin embargo, era preciso destruir las pruebas de su actividad, ilegal ahora.
—¡Pues no!
Dando un puñetazo en la mesa, decidió tomar la iniciativa. ¿Acaso, al obedecer a la
difunta emperatriz, no había servido a su país?
En vez de sabotearse, defendería su causa explicando al emperador por qué la
francmasonería era tan peligrosa.
14
A l finalizar el primer ensayo del primer acto de Idomeneo, con una orquesta reducida,
la satisfacción fue general. Instrumentistas y cantantes apreciaron la música de
Mozart, que sufría un catarro.
—Mi resfriado y mi bronquitis se agravan —le confesó al tenor Raaff—. Más nos
caldeamos cuando el honor y la reputación están en juego. Nos lanzamos a fondo, aunque
mantengamos la sangre fría.
De hecho, el director de orquesta manifestaba tanto ardor que todos le seguían los
pasos, hasta superar sus límites técnicos. Sólo el viejo Raaff siguió solicitando cambios,
consciente de que apenas podía seguir el ritmo.
—¿Sabes ya la gran noticia? —le preguntó a Wolfgang.
—¿Una guerra?
—¡Afortunadamente, no! La emperatriz María Teresa de Austria acaba de morir.
—¡Un luto oficial, pues!
—Tranquilízate, habrá terminado antes de la primera representación de Idomeneo.
Esa muerte no parece afligirte demasiado.
—Un luto demasiado largo no proporciona tanto provecho al muerto o a la muerta
como perjuicios a un gran número de vivos. El día 8, ensayo de los dos primeros actos.
A causa del retraso atribuible a un copista demasiado lento, el segundo ensayo había sido
aplazado. Aunque resfriado y bronquitis comenzaban a atenuarse, otra calamidad
amenazaba a Wolfgang: ¡el gran muftí! Las seis semanas concedidas por Colloredo
terminarían muy pronto. Ahora bien, el estreno de la ópera se había fijado para el 20 de
enero del año siguiente. Por consiguiente, era imposible regresar a Salzburgo en la fecha
prevista.
—El príncipe-arzobispo y esa puntillosa nobleza me resultan cada día más
insoportables —confió Wolfgang a Raaff, satisfecho por fin con su papel.
—Evita expresar en voz alta ese tipo de opiniones —le recomendó el tenor—. Si deseas
una hermosa carrera, no critiques a los que nos dirigen. Sin ellos, se acabó el teatro, se
acabó la orquesta, se acabaron los cantantes y se acabó, incluso, el trabajo.
Entregado al júbilo de encontrarse lejos de Salzburgo y ver representar su obra,
Wolfgang olvidó al gran muftí y dirigió a los músicos con un dinamismo comunicativo.
—¿Deseabais verme con urgencia, conde de Pergen? —se sorprendió el emperador José II.
—En efecto, majestad —respondió Anton, extremadamente tenso.
—¿Qué es eso tan importante, pues?
—La emperatriz María Teresa me había puesto a la cabeza de un servicio secreto
encargado de vigilar las logias masónicas. Con un abnegado colaborador y una red de
confidentes pacientemente tejida, he conseguido elaborar unos detallados expedientes que
están a la disposición de vuestra majestad.
—María Teresa era muy creyente y detestaba la francmasonería, pues sospechaba que
quería derribar los tronos. Puesto que tanto habéis trabajado, ¿cuáles son vuestras
conclusiones?
—La emperatriz no se equivocaba. Existen varios movimientos masónicos, de diversa
importancia e influencia, cuya lista he establecido y que ofrecen puntos en común: la
afición por el secreto, la defensa de ideales contestatarios, la voluntad de formar una
nueva élite, el estudio de símbolos misteriosos, la práctica de rituales extraños y
ambiciones políticas. Así, la Estricta Observancia templaria intenta resucitar el viejo
orden caballeresco y devolverle su pasado esplendor.
—Simple utopía, ¿no os parece?
—Lo dudo, majestad.
—¿Y esa Estricta Observancia se ha implantado en Viena?
—Afortunadamente, no; pero hay otros peligros, el principal de los cuales me parece la
aparición de una nueva orden que reúne a francmasones e intelectuales, los Iluminados de
Baviera.
El delgado informe que acababa de recibir Anton, justo antes de esa entrevista
decisiva, le había helado la sangre. Esta vez, el peligro se agravaba. Y debía convencer a
José II de no tratarlo a la ligera.
—¿Conocéis los nombres de estos intelectuales?
—Todavía no, majestad. Este movimiento sigue siendo muy hermético. Necesitaría
tiempo y destreza para desvelar todos sus secretos. Lo único cierto es que las logias
masónicas no dejan de conspirar.
—¿Acaso la francmasonería no predica una fraternidad que mucha falta hace a los
humanos? Demasiado autoritarismo e injusticia pueden llevar a la revuelta y al caos.
Escuchemos al pueblo y no cerremos nuestro espíritu a las nuevas ideas.
Joseph Anton se puso lívido.
Era evidente que algunos francmasones bien situados influían en el emperador,
rogándole que no ejerciera contra ellos represión alguna.
El enorme trabajo de Joseph Anton no había servido de nada. Tendría que exiliarse a
provincias y roerse las uñas asistiendo a la decadencia del imperio, minado por las utopías
masónicas.
—Dicho eso —prosiguió José II—, pretendo gobernar sin debilidad y combatir
cualquier ideología que amenace los valores fundamentales sobre los que hemos edificado
nuestra grandeza y nuestra prosperidad. Por eso vais a proseguir vuestras
investigaciones, señor conde, y seguiréis llenando vuestros expedientes con la más
extremada discreción. No toleraré incidente alguno. Dependeréis sólo de mí y guardaréis
absoluto secreto.
—No cometeré ningún error, majestad, y seréis el soberano de Europa mejor
informado sobre los verdaderos objetivos de la francmasonería.
15
M i cabeza y mis manos están tan entregadas a ese tercer acto que nada de milagroso
habría en que yo mismo me transformara en acto tercero —escribió Wolfgang a su
padre—. Me da por sí solo más trabajo que una ópera entera. Pues prácticamente no hay
escena que no sea extremadamente interesante. Nunca me visto antes de las doce y media
del mediodía, porque debo escribir y, por tanto, no puedo salir.
Esa fiebre creadora encadenaba al joven. Por fin estaba dando lo mejor de sí mismo,
con la certeza de que sus esfuerzos desembocarían en la representación de una ópera.
Comprendía mejor, ahora, por qué habían sido necesarios tantos viajes y fracasos
formadores. Dolorosas a veces, esas múltiples experiencias le habían enseñado el tan
difícil arte de la dramaturgia cantada y la necesidad de expresar el carácter de cada
personaje. Ciertamente, los de Idomeneo, ópera seria, al responder a antiguos criterios,
parecían algo rígidos, pero él les insuflaba el máximo de vida.
Y Wolfgang recibió una excelente noticia: dada la muerte de la emperatriz María
Teresa, Colloredo acudía a Viena para presentar sus condolencias al emperador y, sobre
todo, asegurarle su absoluta fidelidad. El gran muftí no quería ser olvidado ni perder una
onza de sus prerrogativas.
Formidable beneficio: ¡Wolfgang no se veía obligado a regresar a Salzburgo! Por lo que
se refiere a su padre y a su hermana, podían abandonar el principado y dirigirse a Munich
para asistir a la primera representación de Idomeneo.
El cepo se aflojaba.
El hermano Johann Joachim Christoph Bode dio un gran golpe al publicar un texto
destinado a ilustrar a los francmasones sobre el modo en cómo los jesuitas pervertían la
iniciación.
A comienzos de siglo, aquellos reyes de la artimaña y la hipocresía habían inventado la
francmasonería llamada «simbólica» para luchar contra el protestantismo que triunfaba
en Inglaterra. Los famosos símbolos eran disfraces religiosos, como los tres golpes para la
Santísima Trinidad, o las letras J y B grabadas en las columnas del templo masónico, es
decir, «Jesuitas» y «Benedictinos».
Sin darse cuenta de ello, los francmasones le hacían el juego a la Iglesia y
reconstituían la orden jesuítica, cuya desaparición era sólo aparente. Peor aún, la Estricta
Observancia templaria, dirigida por fervientes creyentes, quería devolver todo su poder a
la fe católica.
Bode, en cambio, veía claro el turbio juego de Fernando de Brunswick y de su principal
cómplice, Carlos de Hesse. Deseaba despertar a cada hermano, reunir a los lúcidos y a los
valerosos, y no seguir permitiendo a los jesuitas disfrazados de francmasones que
corroyeran la orden desde el interior.
Se iniciaba la gran batalla.
18
—He aquí la lista de los miembros de la nueva logia vienesa, La Verdadera Unión, señor
conde.
Geytrand la entregó a Joseph Anton, que la consultó de inmediato.
Un nombre llamó su atención.
—Ignaz von Born… ¿El mineralogista de la universidad?
—El mismo.
—¡Es un protegido de la difunta emperatriz María Teresa! Qué bien ocultaba su juego.
¡Y he aquí cómo se infiltran en nuestro país los francmasones!
—Según mi informador, muy pronto será una de las figuras principales de esta logia, a
la que piensa poner a trabajar. Su discurso y su actitud han escandalizado a varios
hermanos, poco acostumbrados a estudiar los símbolos y los rituales.
—Parece mejor informado, aún, que de ordinario, Geytrand. ¿Acaso algún hermano
traiciona a esta logia desde su fundación?
—En efecto.
—¿Y su nombre?
—Solimán, el preceptor de varios príncipes.
—¿Por qué se comporta así?
—Es un mulato que ha sufrido muchas humillaciones y sólo piensa en vengarse de la
humanidad entera.
—Y, sin embargo, la francmasonería lo ha admitido en su seno.
—Es cierto, pero sin darle un lugar preponderante. Desde su punto de vista, las logias
no actúan lo suficiente. Él desea una verdadera revolución. Además, es venal y necesita
mucho dinero.
—Vigila a Ignaz von Born sin que él lo advierta —ordenó el conde—. Sobre todo, nada
de meter la pata. Si desconfía, abandona. El emperador no nos perdonaría que
importunáramos a un brillante universitario vienés. He aquí, precisamente, el tipo de
personaje que me hubiera gustado ver lejos, muy lejos. Todos alaban su rigor y su
inteligencia, y goza de reputación a nivel internacional. Si tiene éxito, dará a esta logia un
brillo que atraerá a otros intelectuales.
—Dudo que lo logre —objetó Geytrand—. Numerosos competidores se atravesarán en
su camino y le impedirán concretar sus proyectos. La vanidad, la envidia y la corrupción
no están, afortunadamente, ausentes de la francmasonería. De lo contrario, como las
antiguas cofradías iniciáticas, produciría grandes obras.
19
P rovisto de una recomendación de la familia Mesmer, Wolfgang fue a casa del conde
Franz-Joseph Thun-Hohenstein. El conde, de cuarenta y siete años, francmasón de la
logia La Verdadera Unión y hermano de Thamos, que le había hablado mucho de Mozart,
era un adepto del espiritismo, el magnetismo y todas las ciencias ocultas. Su esposa,
María Wilhelmine, muy cultivada y ex alumna del gran músico Joseph Haydn, tenía un
célebre salón en el palacio Ulfelde, propiedad familiar cercana a la Minoritenkirche.
—¡Señor Mozart! —exclamó Franz-Joseph—. Un sueño premonitorio me ha anunciado
vuestra visita. ¿Cómo un verdadero artista podía escapar a mi querida Wilhelmine? Creéis
en los espíritus, ¿no es así?
—¿Acaso la música no está llena de ellos?
—¡Naturalmente! Venid a visitar el lugar. Al parecer, la acústica es excelente, y los
intérpretes que frecuentan este salón hablan muy bien de él. Luego os presentaré a mi
esposa y pasaremos a la mesa. Creer en los espíritus no quita el apetito.
De buenas a primeras, la condesa Wilhelmine vio en Wolfgang a una personalidad
fuera de lo común. Antes de oír, incluso, una sola nota de aquel joven, supo que sus obras
no se parecerían a nada conocido.
—Esta casa está abierta para vos —le dijo con una agradable sonrisa—. Si lo deseáis,
podéis venir todos los días.
—El príncipe-arzobispo Colloredo no me concede mucha libertad.
—Tendréis que dar academias[42] para seducir a los vieneses —decretó la condesa—.
Para empezar, podríais intervenir en el espectáculo de beneficencia que organiza la
Sociedad de Músicos. Colloredo no os prohibirá participar en una buena obra.
Puesto que ya no soportaba a sus compañeros de almuerzo, cada vez más groseros,
Wolfgang no había comido nada e iba de un lado a otro por la antecámara del gran muftí,
aguardando su respuesta.
Finalmente, el conde de Arco salió del despacho de su eminencia.
—¿Ha sido aceptada mi petición? —preguntó Wolfgang.
—Rechazada. Estáis al servicio del príncipe-arzobispo y de nadie más.
—Se trata de un concierto caritativo en el que sólo sería un músico entre muchos
otros.
—El príncipe-arzobispo conoce perfectamente la vida artística vienesa. Como doméstico
que pertenece a su séquito, debéis someteros a sus dictados. Que paséis un buen día,
Mozart.
El conde de Arco regresó hacia su augusto patrón.
—He transmitido vuestra decisión, eminencia.
—¿Se doblega el gallito?
—No tiene otra opción.
—Lo haremos pasar por el aro, y seguirá comiendo de mi mano. Sin el salario que le
pago, se convertiría en un mendigo. Su padre no aceptará semejante decadencia y sabrá
convencer a su hijo de que se muestre dócil.
—Aun compartiendo la opinión de vuestra eminencia, quiero informaros de diversas
turbulencias que agitan a la nobleza vienesa.
Colloredo frunció el ceño.
—¿Acaso me conciernen de algún modo?
—Eso temo.
—¡Habla, entonces!
—Muchos melómanos desearían una actitud algo más dúctil de vuestra parte, y
querrían escuchar a algunos de vuestros músicos en algunas academias que permitieran a
los aficionados descubrir la riqueza artística de la corte de Salzburgo.
—¿Mozart, por ejemplo?
—Él y otros. ¿No os parece que así quedaría realzado el prestigio de vuestra
eminencia?
—Ni hablar de ceder en lo del concierto de mañana. Mozart creería que retrocedo.
¿Cuál será la próxima ocasión?
—La academia del 3 de abril.
—Lo pensaré.
Al leer la ordenanza de José II, Joseph Anton no creyó lo que estaba viendo: el emperador
prohibía a cualquier asociación, religiosa o civil, reconocer la autoridad de superiores
extranjeros y pagarles cánones.
Eso concernía a las órdenes monásticas, pero también a las logias de la Estricta
Observancia templaria y del Rito sueco, implantadas aún en Viena.
Quien transgrediera la nueva ley podría ser perseguido penalmente.
El liberalismo demostrado por José II era acompañado por el ejercicio de un fuerte
poder central, decidido a controlarlo todo.
20
—Os hemos echado mucho en falta —le dijo la condesa Thun a Wolfgang—. Como había
prometido, el emperador honró el concierto con su presencia y dio cincuenta ducados a
cada uno de los músicos.
«Cincuenta ducados, la mitad de mi salario en Salzburgo», pensó el compositor, dolido
por haber perdido semejante oportunidad.
—Un generoso gesto por parte de José II —prosiguió la condesa—, pues lleva a cabo
una política de austeridad, incluso en el terreno artístico. Economizar, ésa es su palabra
favorita. A su entender, María Teresa concedía demasiadas pensiones a mucha gente
desprovista de cualquier talento. ¡Incluso los viejos caballos cobraban un retiro! En
adelante, cada florín será controlado, y nadie dilapidará el dinero público.
—Por consiguiente, es inútil pensar en un puesto de músico en la corte.
—En efecto, mi joven amigo. Los titulares se agarrarán a sus prerrogativas y no
dejarán que nadie rompa su estrechísimo círculo. Si deseáis permanecer en Viena,
tendréis que imponeros por vuestros propios méritos.
—El príncipe-arzobispo Colloredo no me lo permitirá.
—¿Malgastaréis mucho tiempo más vuestro talento al servicio de ese tirano?
—Soy un doméstico, condesa, y debo doblar el espinazo.
Ella sonrió.
—Vuestra mirada afirma lo contrario.
—Dos buenas noticias —le anunció Geytrand a Joseph Anton—. En primer lugar, la
ruptura definitiva entre el duque de Sudermania y la Estricta Observancia templaria,
ausente en adelante de todos los Estados austríacos; luego, la extinción de la Orden de los
Arquitectos Africanos, en Berlín.
—¿Debido a la intervención de las autoridades?
—No, a la insuficiencia de los hermanos, incapaces de utilizar los medios puestos a su
disposición.
—Esa orden contaba sólo con un pequeño número de miembros, y los francmasones de
los demás ritos la desdeñaban. El regreso a la nada de esos Arquitectos Africanos no
tendrá ninguna trascendencia. ¿Se prepara el convento de Wilhelmsbad?
—¡Con muchas dificultades! Si el duque de Brunswick no consigue organizarlo, tendrá
que esfumarse.
—Tendrá éxito, pues la Estricta Observancia es su razón de vivir. No infravaloremos
nunca el ideal de un hombre, Geytrand. A veces lo hace capaz de mover montañas.
22
Era imposible decir una palabra —explicó—, la cosa brotaba y estallaba como si de
fuego se tratara. Estoy todavía lleno de cólera, ¡ha puesto mi paciencia a prueba durante
tanto tiempo! Hoy ha sido para mí un día de alegría. Ahora comienza mi felicidad, y
espero que también la vuestra.
Aquella misma noche, Wolfgang fue víctima de una violenta fiebre. La emoción había
sido tan intensa que temblaba como si fuera a expulsar el alma.
En ninguna de las líneas de vuestra carta reconozco a mi padre. ¿Y tendré que hacerme
considerar como un cretino y al arzobispo como un noble señor? Si es una satisfacción
verse liberado de un príncipe que no os paga y os toca constantemente las narices,
entonces, sí, es cierto, estoy satisfecho. Me he visto obligado a dar ese paso decisivo y ahora
no puedo retroceder ni una pizca. Mi honor debe estar por encima de todo.
El profesor Adam Weishaupt se felicitaba por haber reclutado al barón Adolfo von Knigge,
que se consagraba con constante ardor al desarrollo de la orden secreta de los Iluminados
de Baviera.
—Hoy por hoy —declaró el barón—, contamos con más de cien miembros y estamos
implantados, además de en Baviera, en Suabia, Baja Sajonia, en el Alto y el Bajo Rhin,
incluso en Viena. Es sólo el principio, pues muchos francmasones comienzan por fin a
separarse de la Iglesia y a combatir la reptante influencia de los jesuitas. Con razón,
reprochan a los católicos reservar mejor suerte a un asesino, a un libertino o a un
impostor creyente en la transustanciación que al hombre honesto y virtuoso que tiene la
desgracia de no comprender cómo un trozo de pasta puede ser, al mismo tiempo, un trozo
de carne. El tiempo de tales supersticiones ha pasado ya, y nosotros, Iluminados y
francmasones, debemos preparar el nacimiento de una era en la que la luz del
conocimiento reemplace las tinieblas de la creencia. Adam Weishaupt se sentía optimista,
pero deseaba ir mucho más allá.
—¿No crees, hermano mío, que los emperadores y los reyes protegen y alientan ese
oscurantismo?
—Hay que condenar a los malos gobernantes, sean reyes o plebeyos —estimó Von
Knigge—, y sobre todo provocar una evolución de la moral. Esa inmensa tarea tal vez
requiera millones de años. Os lo repito, cualquier revolución violenta llevaría al desastre.
No servirá de nada derribar los regímenes instituidos mientras no cambie el corazón de
los hombres.
Millones de años, una evolución moral… Weishaupt, por su parte, deseaba una acción
política y cortante, pero prefirió callar sus verdaderos designios, puesto que necesitaba a
Adolfo von Knigge y a la francmasonería.
—He levantado la arquitectura de nuestra orden —prosiguió el barón—. Se compondrá
de tres clases: la Cantera, la Francmasonería y los Misterios[46].
Von Knigge ignoraba que Adam Weishaupt controlaba la Orden de los Iluminados de
Baviera con mano de hierro, utilizando el aislamiento, la delación y el espionaje.
Poniendo en marcha la Cantera, ese dominio absoluto se haría más difícil. Sin
embargo, era preciso reclutar y convencer a muchos espíritus brillantes e influyentes para
que se adhirieran a un movimiento espiritual, intelectual y social cuyo objetivo era la
felicidad de la humanidad.
En realidad, Weishaupt deseaba llevar a cabo su proyecto revolucionario, cuya
magnitud ignoraban los francmasones, ingenuos y manipulables. A su pesar, se
convertirían en los vectores de un incendio capaz de asolar Europa. Sin duda, ellos mismos
serían sus víctimas, pero no importaba. Acabar con la Iglesia y la realeza, hacer que
brotara un nuevo poder político, eso era lo importante.
—¿El Gran Maestre de la Estricta Observancia templaria ha respondido a vuestros
comentarios sobre su circular? —le preguntó al barón.
—Su entorno no los ha apreciado demasiado. Nuestros hermanos templarios se
equivocan al imaginarse aptos para resucitar un lejano pasado en vez de interesarse por el
presente. Durante el convento de Wilhelmsbad, intervendremos de forma activa y
orientaremos la francmasonería en la buena dirección.
—Espartaco, Bruto, Filón, Luciano, Avaris… ¿Es una nueva locura masónica? —preguntó
Joseph Anton a Geytrand, que acababa de entregarle una curiosísima lista de hermanos.
—Se trata de los nombres en clave de varios Iluminados de Baviera, tras los que se
ocultan altas personalidades. Se reúnen en Atenas, en Eleusis, en Heliópolis o en Egipto,
también nombres en clave de ciudades de Alemania, de Austria incluso, que no he
conseguido aún descifrar. Todo eso sigue siendo muy misterioso, y sólo tengo algunas
migajas de información. Estos Iluminados forman una sociedad secreta casi hermética. Al
desarrollarse, forzosamente nos proporcionará charlatanes y traidores.
—¿Están esos Iluminados aliados con los francmasones y los templarios?
—La mayoría parecen ser francmasones, y varias logias comienzan a hablar de su
movimiento, que sacaría a los hermanos de su sopor.
—¡Exactamente lo que debe evitarse! ¿Tienen una doctrina precisa?
—Tengo dificultades para definirla, tan enmascarados avanzan los Iluminados; critican
a la Iglesia y reconocen la existencia de un cristianismo esotérico.
—¿Aprueban las reformas del emperador?
—En apariencia.
—¡Eso no me conviene! Si a José II le agradan, me impedirá que les ataque. ¿No hay
ninguna declaración francamente subversiva para hincarle el diente?
—Todavía no, señor conde.
—Sigamos de cerca ese caso, Geytrand. Estos Iluminados me parecen más peligrosos
que los adeptos a la Estricta Observancia templaria. Tal vez algunos no se limiten a
neblinosas teorías intelectuales y extrañas creencias.
24
Tras tan fuertes palabras, esperaba el explícito acuerdo de Leopold que le permitiera
romper por fin sus cadenas. Así pues, acudió confiado al palacio de Colloredo, donde
encontró al conde de Arco.
—¿Habéis cambiado de opinión, Mozart?
—Claro que no.
—He recibido una carta de vuestro padre.
—¡Por fin! Así pues, aceptáis mi dimisión.
—No es eso lo que dice en su misiva. Al contrario: me pide que os haga cambiar de
parecer. Por consiguiente, rechazo vuestra petición.
—Me quedaré en Viena y tendré éxito.
—Conozco bien a los vieneses, Mozart. Son versátiles y sólo les gusta la novedad y el
gusto del día. Sus favores no duran. Tal vez obtengáis un pequeño éxito que os embriague.
Luego, os olvidarán y os sumiréis en la miseria. En Salzburgo, como vuestro padre,
llevaréis una vida honesta y tranquila. Presentad vuestras excusas a su eminencia, y todo
volverá a su lugar.
—¡Ni hablar! Mi padre acabará por aceptar mi voluntad y vos os veréis obligado a
aceptar mi dimisión.
Feliz al saborear por fin la libertad, Wolfgang ignoraría ya para siempre a Colloredo y
al conde de Arco. En un estilo galante, escribió seductoras variaciones sobre melodías
francesas, La Bergére Celimene[47], «Helas, j’ai perdu mon amant»[48] y una marcha de Les
mariages samnites de Grétry[49].
Ciertamente, Thamos criticaría ese regreso a la ligereza, pero ¿acaso no necesitaba
complacer, primero, a los vieneses para asegurarse la independencia económica?
—Recupera el aliento a tu modo —le aconsejó el egipcio, cuando su protegido salía de
un almuerzo en casa de la condesa Thun.
—¿Tengo realmente, a vuestro entender, alguna posibilidad de conseguirlo?
—La gran aventura comienza, Wolfgang. Debes crearte tu propio camino hacia el
templo, moldear tu destino de hombre y de músico.
Cobenzl, 13 de julio de 1781
Al terminar una sonata para piano y violín[50], de tumultuoso comienzo pero de desarrollo
tranquilo, Wolfgang gozaba de un período feliz y apaciguador en casa del conde Cobenzl,
primo de uno de sus alumnos, que lo había invitado a disfrutar de los encantos de la
campiña, al pie del monte Reisenberg, a una hora de Viena.
Durante sus numerosos viajes, Wolfgang no había tenido muy a menudo ocasión de
apreciar la naturaleza. Esta vez, se tomó el tiempo de contemplarla, de recorrer el vasto
jardín, de sentarse a orillas del estanque y meditar en la gruta artificial, donde pensó en
el delicioso rostro de Constance Weber, animado por unos ojos negros llenos de chiribitas.
No tenía la belleza ni la prestancia de su hermana mayor, Aloysia, pero su delicadeza le
encantaba.
Varias veces durante aquel mes de julio, Wolfgang regresó a aquel lugar, «solemne y
muy agradable», como le dijo a su padre. Durante algunas jomadas soleadas, se relajó y ya
no sintió angustia alguna por el porvenir.
Wolfgang compuso dos sonatas para piano y violín[51] más bien febriles y agitadas, en las
que predominaba el sentimiento de una lucha consigo mismo y con el mundo exterior.
Su padre tenía que darle tiempo para instalarse en Viena y arar su surco. El éxito no
llegaría en un día.
Y, sobre todo, ¿por qué sospechar que se había instalado en casa de los Weber para
seducir a una de las tres hijas que vivían con su madre? La mayor, Josepha, le disgustaba;
la menor, Sophie, era sólo una chiquilla; Constance, la del medio, no pensaba en absoluto
en el matrimonio.
Además, Wolfgang no estaba enamorado de ella. Bueno, al menos, no del todo. Fuera
como fuese, no tenía la intención de desposarla. Lo único importante era aquella ópera
alemana cuyo libreto aguardaba.
—He aquí el texto prometido —declaró Gottlieb Stephanie el Joven, imbuido de su función
de inspector del teatro alemán de Viena—. Le he hablado a su majestad de él, y aprueba el
tema: Belmonte y Constanza, o El rapto del serrallo. En pocas palabras, una muchacha
noble, Constanza, es prisionera de un sultán, al igual que su sirvienta inglesa, Rubia, y
Pedrillo, el lacayo del hombre al que ama, Belmonte. Éste intenta liberarlos, pero el tirano
y el guarda del serrallo velan. Dejaré que descubráis los efectos teatrales.
Wolfgang permaneció en silencio.
Constanza… Como Constance Weber y como la alta virtud del Sueño de Escipión,
Constancia, superior a Fortuna.
—¡Parecéis pasmado! ¿Acaso no os gusta la historia?
—¡Oh, no, al contrario! Es un hermoso himno a la libertad.
—Procurad escribir una música que esté a medio camino entre lo serio y la bufonada.
El emperador no desea una gran farsa, pero no le gustaría aburrirse escuchando un
drama sombrío.
—¿Para cuándo se prevé la primera representación?
Stephanie tosió.
—Tendremos la alegría de recibir en Viena al gran duque Pablo de Rusia, hijo de
Catalina II y futuro zar. Con ocasión de su visita, el emperador desea hacerle escuchar
nuevas óperas, entre ellas El rapto del serrallo.
—¿Cuál es la fecha de esa visita? —insistió Wolfgang.
—A mediados de septiembre.
—Falta un mes y medio…
—Es poco, lo sé, pero se dice que escribís muy a prisa.
—¿Y los cantantes?
—La prima donna Caterina Cavalieri cantará el papel de la heroína, Constanza. Pese a
su leve sobrepeso está, a los veintiséis años, en la plenitud de sus facultades, y puede
interpretar con brío las arias más difíciles. A pesar de sus cuarenta y un años, Valentin
Adamberger será un soberbio Belmonte, enamorado y valiente como debe ser. El célebre
Ludwig Fischer se encargará del horrendo Osmin, cómico y odioso a la vez. La hermosa y
vivaracha Theresa Teyberg encamará a Rubia y Johann-Emst Dauer compondrá un
divertido Pedrillo. No podríais encontrar un reparto mejor.
Stephanie no exageraba.
—El 15 de septiembre… Estaré listo.
El compositor tomó el libreto bajo el brazo y corrió a buscar un piano. No tenía un
segundo que perder.
—Pongo a tu disposición un salón y un instrumento —declaró la pausada voz de
Thamos el egipcio.
26
W olfgang tocó al piano la obertura de El rapto del serrallo, el coro del primer acto y
algunas melodías, sin olvidar algo de música «a la turca», un estilo convencional
practicado a menudo en Viena que deseaba olvidar que, en 1683, los turcos habían estado
a punto de tomar la ciudad.
—¡Un milagro! —exclamó el compositor—. Este Rapto se parece tanto a Zaida que ya
tengo muchos fragmentos listos.
—Milagro no es la palabra exacta —rectificó Thamos—. Para lanzar tu carrera en
Viena, se necesitaba una ópera. Por eso me puse en contacto con Stephanie el Joven y lo
orienté hacia el libreto de un tal Christoph Friedrich Bretzner, comerciante en Leipzig.
Éste lo tomó sin tener que realizar un gran trabajo y te impone, a ti, una tarea imposible.
Si fracasas, ya está pensando en usar como recambio uno de sus propios libretos.
Naturalmente, Stephanie ignora que tú vas adelantado.
—La pareja formada por Constanza y Belmonte me encanta —reconoció Wolfgang—.
Juntos afrontan terribles pruebas, incluso la muerte. Ni siquiera las peores amenazas les
asustan, pues su recíproca fidelidad resulta inquebrantable.
—Pedrillo, el criado de Belmonte, lo presentará como a «un hábil arquitecto» —precisó
Thamos, incluyendo ese guiño masónico—. Y el pachá Selim, descrito primero como un
tirano, será un papel por completo hablado. Simple orador, se comportará con ejemplar
bondad, como un monarca capaz de perdonar a sus enemigos y de gobernar con prudencia.
—El público pensará en José II —comentó Wolfgang.
—¿Por qué no? Se le opondrá el guardan del serrallo, Osmin, colérico, obtuso, violento,
esclavo de su propio fanatismo hasta el punto de resultar lamentable.
—Éste es el comienzo de la primera melodía de Belmonte: «Oh, cielo, satisface mis
deseos: ¡devuélveme el reposo! Demasiado he soportado ya los sufrimientos, oh, amor.
Proporcióname la alegría y llévame a mi objetivo».
—Que el cielo os escuche, a ti y a tu héroe —comentó Thamos.
—Belmonte no tiene una tarea fácil. Ciertamente, encuentra el rastro de su prometida
Constanza, de su sierva Rubia y de su servidor Pedrillo, raptados por unos piratas, pero
son encerrados en un serrallo y reducidos a la condición de esclavos. Peor aún, el pachá
Selim quiere convertir a Constanza en su amante.
—Ella merece del todo su nombre —precisó Thamos—, pues se atreve a resistir con
peligro de su vida.
—Constanza… Sí, es un hermoso nombre y una soberbia virtud.
—La infeliz Rubia, nacida en Inglaterra, el país de la libertad, es prometida al
abominable Osmin, pero ella lo rechaza con el mismo vigor que Constanza, a la que Selim
plantea la alternativa: o cede o morirá al día siguiente.
—Tras haber sido presentado al pachá, el gran arquitecto Belmonte consigue
introducirse en el palacio gracias a Pedrillo. Pero Osmin piensa librarse de ese visitante,
al que detesta. ¡Y he aquí nuestro primer acto!
Para Federico Guillermo II, que debía convertirse en rey de Prusia, era la gran noche. Al
permitir a la Rosacruz de Oro conquistar las principales logias alemanas, en detrimento
de la Estricta Observancia templaria, iba a obtener la recompensa tan esperada: ponerse
por fin en contacto con los espíritus.
Los dos patrones de los rosacruces, Wöllner y Bischoffswerder, se presentaron ante el
castillo de Charlottenburg acompañados por un hombrecillo gordo precisamente cuando
estallaba una violenta tempestad. Los relámpagos cruzaron el cielo negro como la tinta.
—Excelente presagio, majestad —consideró Wöllner, orgulloso de dirigir veintiséis
círculos que comprendían más de doscientos miembros—. Las potencias superiores nos
indican así su aprobación: esta noche, podréis interrogarlas.
Tras la iniciación de Federico Guillermo II en los ritos masónicos y cristianos de la
Rosacruz, Wöllner y su acólito le ofrecían un inestimable regalo: la intervención de un
auténtico médium.
El mago, saludado por el resonar de un trueno más violento que los demás, se lanzó a
una serie de hechizos cuyos resultados sobrepasaron las esperanzas del futuro soberano.
¡Los espíritus se manifestaron y le hablaron!
—En cuanto reine —le dijo Federico Guillermo II a Wöllner—, os nombraré ministro
de los Cultos. Bischoffswerder, por su parte, será mi ministro de la Guerra[52].
El día 7, Wolfgang ya había hecho escuchar a la condesa Thun las primeras melodías de
El rapto del serrallo. Aquel día, ella tuvo el privilegio de saborear la totalidad del primer
acto.
—¡Soberbio, Mozart! Es arrobador, alegre y dramático al mismo tiempo. Sin duda
conquistaréis el corazón de los vieneses.
—El 15 de septiembre se acerca y aún tengo que componer dos actos, sin estar
satisfecho con el libreto. Pero me falta tiempo para modificarlo.
—Lo conseguiréis, siempre que no os disperséis y os concentréis en vuestra obra.
—¡Ésa es mi intención, condesa!
—¿Aun asaltado por una pretendiente de la que, al parecer, estáis locamente
enamorado?
Wolfgang se ruborizó.
—No… no os comprendo.
—A mí podéis decírmelo todo.
—¿Quién se permite propagar tales chismes?
—Una tal señorita Auernhammer.
El compositor se golpeó la frente.
—¡Oh, no, ella no!
—¿Acaso no es una persona encantadora? —se inquietó la condesa Thun.
—Simplemente es mi alumna, y no me atrevo a hablar de ella por temor a ser feroz.
Demasiado gorda, embutida en sus ropas de lujo, soltando un chorro de su voz en
cuanto tocaba de prisa, lenta de espíritu, la señorita Auernhammer no era, realmente, el
tipo de Wolfgang.
—Sabed, condesa, que no experimento para con ella sentimiento alguno. Sus inventos
me disgustan sumamente, pues aprecio mucho mi reputación.
—Tenéis razón, Mozart. Pero no sería un pecado que os enamorarais.
27
El local que Thamos había encontrado le gustó mucho a Wolfgang. Varios intelectuales
francmasones se alojaban en el edificio, en especial un judío, Isaac Amstein, especialista
en la Cábala, heredera en parte de las enseñanzas esotéricas del Antiguo Egipto.
El contacto con Wolfgang fue inmediato. Varias veces tuvo ocasión de recoger las
palabras de aquel experto en los números sagrados.
—Al comienzo —reveló el cabalista—, cuando se manifestó la voluntad del Rey, grabó
unos signos en la esfera celeste. Estos signos se convirtieron en potencias creadoras. Para
vos, músico, son las notas y las melodías que permiten llegar hasta el centro de la llama y
encontrar la Sabiduría, el punto primordial[54].
—¿La de los sacerdotes y las sacerdotisas del sol?
—Al buscador de iniciación le incumbe ser siempre, al mismo tiempo, macho y hembra.
Así, la Presencia divina no lo abandona nunca. En el hogar, la mujer hace perdurar esa
Presencia.
El matrimonio era un acto importante, decisivo, y la mujer desempeñaba un papel
esencial en todos los estadios de la vida. ¿Por qué la religión le concedía tan poco lugar,
por qué le prohibía cualquier función sagrada?
—Las estrellas del firmamento son las guardianas del mundo —prosiguió el cabalista
—. Cada objeto tiene una estrella que le está asignada y lo protege. Lleva a cabo la
función de un elixir de vida y nos conduce hacia la sabiduría de Oriente. Al igual que el
vino debe verterse en una jarra para que se conserve, la verdad debe envolverse en una
vestidura exterior, compuesta por fábulas y relatos.
Mientras meditaba las palabras del sabio, Wolfgang fue a almorzar a casa de la
condesa Thun.
—Malas noticias —le anunció ésta sin ambages—. La visita del gran duque Pablo de
Rusia ha sido aplazada hasta noviembre.
—Mucho mejor, así tendré tiempo para modificar el libreto y profundizar en las
situaciones dramáticas.
—Ya están murmurando contra vos —deploró la condesa—. Una gran ópera, en Viena,
compuesta por un artista tan joven…
—Hipócritas, envidiosos, celosos y mezquinos se cruzan en mi camino desde que escribí
la primera nota. Pero esta vez no me impedirán tener éxito.
—Mi marido, mis amigos y yo misma os ayudaremos con todas nuestras fuerzas.
Gracias a semejantes apoyos, Wolfgang se sentía más fuerte que nunca.
Aunque no gozaba de una salud de hierro, Wolfgang disponía de una buena energía que le
había permitido vencer la viruela, un comienzo de neumonía, algunas gripes y bronquitis,
y luchar contra los reumatismos. A diferencia de muchos artistas de costumbres ligeras, a
los que condenaba acerbamente, no sufría enfermedad venérea alguna, llevaba una vida
sana y no escuchaba las insinuaciones de su padre, tan dispuesto a creer las habladurías
referentes al seductor de su hijo.
De modo que le recordó la realidad: «La gente puede escribir hasta que los ojos se les
salgan de las órbitas, y vos podéis escucharlos tanto como queráis. No cambiaré ni un
ápice mi actitud y seguiré siendo, como de costumbre, el más honesto de los muchachos».
Porque había conquistado su independencia, lo acusaban de acostarse con todas las
cantantes para arruinar así su reputación. ¡Un músico libre sólo podía ser un libertino! Y
él, que soñaba con una boda marcada por el sello de una absoluta fidelidad, él, que sólo
había vivido un gran amor desgraciado, él, que colocaba a la mujer en un pedestal y la
respetaba más que nadie, se veía degradado al rango de un miserable mujeriego.
¡Qué difíciles de soportar eran la injusticia y la maledicencia! Por fortuna, estaban los
paseos con la dulce Constance.
Constance, Constanza, la heroína de El rapto del serrallo. Constance, constancia, la
más hermosa de las virtudes. Constanza, que sentía un amor eterno por Belmonte.
—Mi padre no me comprende —deploró Wolfgang—. En el fondo, desaprueba mi lucha
y desea verme regresar en seguida a Salzburgo, donde yo imploraría el perdón del
príncipe-arzobispo.
—¿Es ésa vuestra intención?
—No me echaré atrás, Constance, pues me he jurado tener éxito en Viena y no
traicionarme a mí mismo.
—Sois muy valiente.
—Quiero vivir de mi arte y no lamentar nada, aunque eso no le guste a mi padre.
—El mío era un buen hombre al que añoro mucho. Tanto él como yo nos sentimos muy
afectados por la conducta de Aloysia para con vos.
—El pasado no importa, Constance.
—¿No la detestáis?
—Deseo que sea feliz. Vuestra hermana tiene mucho talento.
—Cuando yo intentaba cantar, a su lado, me sentía ridicula.
—¡Sed vos misma! Cada voz es única, el compositor debe ponerlas de manifiesto.
—¿Realmente pensáis eso?
—No sé mentir.
—¡Un grave defecto, hoy! Sobre todo, no cambiéis.
Como había prometido, Cagliostro invitó a Thamos, conde de Tebas, a vivir el nacimiento
del nuevo Rito egipcio que iba a conquistar la francmasonería.
Esta vez, ni Colombe ni Pupille para descifrar el mensaje de los espíritus en el agua
pura, sólo un calco de los rituales de los Caballeros bienhechores de la Ciudad Santa y de
las invocaciones del místico lionés Jean-Baptiste Willermoz, con el que Cagliostro se
carteaba.
El hombre, obra perfecta de Dios en los orígenes, había abusado de su poder sobre los
ángeles y el conjunto de los seres vivos. De modo que el Señor lo castigaba haciéndolo
mortal. ¿Cómo escapar a esa siniestra suerte, salvo por la iniciación que le devolviera su
perdida dignidad?
El Rito de Cagliostro pretendía regenerar a los iniciados haciendo que absorbieran un
elixir y unas gotas blancas a las que añadía un bálsamo. Luego, aprendían la ciencia de los
Números, heredada de Pitágoras.
—¿Satisfecho? —le preguntó el mago a Thamos.
—No he aprendido nada.
—Mi revelación debe ser progresiva, ya que la mayoría de los seres son esclavos del
materialismo.
—Aguardo, pues, la próxima etapa.
—Quedaréis asombrado.
28
—Los asuntos del duque de Brunswick siguen sin funcionar —anunció Geytrand a Joseph
Anton—. Ahora le discuten incluso en Brunswick, en sus propias tierras.
—¿Se trata de una revuelta seria?
—Tan seria que transfiere el gobierno de su provincia templaria a Weimar, donde tiene
apoyos sólidos. El Gran Maestre vacila y, con él, toda la orden.
—El convento podría devolverle fuerza y vigor.
Geytrand le dirigió una mirada de asombro.
—Con todos los respetos, señor conde, acabáis de utilizar una expresión masónica.
—A fuerza de leer sus rituales… ¿Hay noticias precisas de este convento?
—Las respuestas de las logias tardan en llegar al Gran Maestre, y nada parece
decidido aún.
—¿Está ya alerta tu red de confidentes en Weimar?
—Naturalmente, pero no estoy satisfecho con ella. Las informaciones me llegan con
cuentagotas y me parecen dudosas. Debo reforzar la organización y hacerla fiable.
—Brunswick es una gran fiera herida y, por tanto, muy peligrosa. Quiero saberlo todo
sobre sus reales proyectos. Y no olvidemos a su comparsa, Carlos de Hesse. De momento,
permanece en la sombra aguardando su hora. Si su queridísimo hermano Femando
acabara cayendo, él tomaría el relevo.
—Según mis informaciones —precisó Geytrand—, Carlos de Hesse sería un verdadero
místico que querría hacer de la Estricta Observancia la nueva iglesia, fiel al mensaje de
Cristo.
—En este caso, le espera un buen trabajo y nosotros corremos el riesgo de tener que
enfrentamos con un temible fanático. La única iglesia buena es la de los creyentes
ordinarios que no se hacen pregunta alguna, respetan las costumbres y sólo se preocupan
de su salud.
29
E n los aposentos de la gran duquesa, esposa de Pablo de Rusia, Joseph Haydn[58] hizo
escuchar sus últimos cuartetos de cuerda. Entre la concurrencia se hallaban Thamos
y Mozart, que estaba admirado. Haydn, que se acercaba a los cincuenta, estaba en plena
posesión de su arte.
Aquella noche, Wolfgang no se atrevió a abordarlo. Dejó que descansara en él aquella
música que integró en su propia creación.
El egipcio le mostró un extraño documento.
—Ya es hora de que te conozcas bien a ti mismo gracias a una antiquísima ciencia, la
astrología. He aquí tu carta astral.
Ante una botella de tokay, Thamos le reveló al músico las fuerzas y las debilidades que
los dioses habían decidido para él.
—Tres puntos esenciales deben subrayarse: un signo del zodíaco dominante, tu
ascendente y el que preside tu tema.
—¿De dónde procede vuestro saber?
—Del abad Hermes, que lo recibió de los sabios egipcios. Permite a cada ser
descubrirse, no en los estrechos límites de su individualidad, sino en función de sus
relaciones con las potencias celestes. El Gran Arquitecto del Universo se compone de doce
signos del zodíaco y simboliza así la perfecta armonía. Nosotros, los humanos, sólo somos
una expresión parcial, más o menos discordante.
—¿Mi propia expresión es acaso negativa? —se inquietó Wolfgang.
—Negativo o positivo, no significa nada. El cielo te ofrece un material cuya naturaleza
debes percibir para utilizarlo del mejor modo. El Sol, Mercurio, Venus y Saturno habitan
en Acuario, ¡es decir, cuatro planetas! Un verdadero revoltijo que te convierte en un
soberbio representante de este signo.
—¿Qué significa eso?
—El sentido de los ritmos, de las resonancias y del flujo creador brotan de las dos
vasijas del dios Hapu, el genio de la crecida del Nilo. Aporta abundancia y prosperidad.
Nunca te faltará la fuente de vida, nunca carecerás de inspiración, siempre que consumas
la unidad de tu ser, sin concesiones, y permanezcas en la vía donde te construyes
alrededor de un eje.
—¡La música! —exclamó Wolfgang—. He aquí mi unidad y mi eje.
—A partir de ella se organiza tu existencia, a partir de la unidad de tu creación se
manifiesta la multiplicidad de tus obras, de la más divertida a la más profunda. Piensas el
mundo y tu propia vida a través de la arquitectura de tu música. En ella y por ella,
disciernes una energía sutil que sólo tú puedes hacer audible. Ahí reside tu deber
supremo. Debes desarrollar una inteligencia sensible para abrirte a las vibraciones del
universo. Esta andadura te arrastrará lejos de la realidad ordinaria. Entonces, tu obra no
será de época alguna. Pero ¿sabrás ir más allá de la letra de semejante ideal, no confundir
pureza y rigidez? Integrarte en la sociedad actual presenta numerosas dificultades, pues
prefieres la autenticidad a la doblez y a la mentira. Sin embargo, sientes una necesidad
visceral del otro y sueñas con pertenecer a una comunidad cuyos miembros sean, todos
ellos, fieles a sus compromisos.
—¿La de los sacerdotes del sol?
Thamos sonrió.
—Pero es necesario llegar hasta el final de tu Búsqueda y adaptarte a las
constricciones sin perder tu espontaneidad.
—¡Eso supone caminar por el filo de una espada!
—La insolencia, la cólera y las pasiones te condenarían al abismo, si tu energía
estuviera mal controlada. Pero el signo de tu ascendente, Virgo, punto del zodíaco situado
en el horizonte a la hora de tu nacimiento, te procura una notable ayuda, a costa de una
empecinada labor. No tendrás un minuto de descanso hasta tu último aliento y no te
extraviarás por caminos transversales. La precisión y el sentido del trabajo bien hecho te
convierten en lo contrario de un soñador. Nada de vaguedad, partituras tiradas a cordel
en las que cada nota está en su justo lugar. No soportas la imperfección, hasta el punto de
herirte a ti mismo. Procura no ser susceptible, aunque la crítica, tan a menudo estúpida y
ciega, hiera tu sensibilidad. Los celosos y los estériles no dejarán de atacarte, olvídalos y
prosigue tu camino.
T enéis que reconciliaros con vuestra madre, hija mía —le aconsejó la baronesa
Waldstätten a Constance Weber—. Semejante situación no puede durar para
siempre.
—¡Me pegará!
—Si lo hiciera, avisadme de inmediato.
—¡Me encerrará!
—Mozart irá a veros regularmente. Si vuestra madre le cerrara la puerta, yo
intervendría. ¿Estáis ya un poco más tranquila?
—Un poco, sí…
—Él os acompañará a vuestra casa y calmará el fuego. ¿Qué madre no sería feliz
volviendo a ver a su hija?
—¡Yo quiero casarme!
—Vuestro prometido desea la conformidad de su padre, y yo le doy la razón. Si debéis
planificar una vida en común, será mejor que vuestras familias respectivas lo aprueben y
se entiendan. Además, un poco más de espera os permitirá hacer más profundos vuestros
sentimientos.
La gestión de Wolfgang y Constance se vio coronada por el éxito. Pese a su aire gruñón
y a una palabra dificultada por el abuso del alcohol, la viuda Weber pareció contenta de
recibir a su hija y aceptó besarla.
—Deseamos convertirnos en marido y mujer —declaró el músico—. En cuanto mi
padre haya formulado su consentimiento por escrito, prepararemos la ceremonia.
—Entretanto, trabajad y ganad dinero. No entregaré mi hija a un harapiento.
—Wolfgang es ya bastante conocido —protestó Constance.
—Es posible, pero es preciso que eso dé dinero.
—Hasta muy pronto —le dijo el joven a su amada.
Por dieciocho ducados al mes, Wolfgang daba clases a tres alumnos, tarea que le parecía
especialmente penosa pero que le permitía subsistir. Un mal menor, pues detestaba
enseñar.
Puesto que la señora Weber no le cerraba su puerta, veía a menudo a Constance y
comprobaba así la solidez de sus sentimientos. ¿Por qué se mostraba tan intransigente
Leopold? Wolfgang no quería casarse con la familia Weber, sino con Constance, muy
distinta de su madre y sus hermanas.
Convencido de que obtendría el consentimiento de su padre, destinaba esa espera a
seguir distintas opciones, una de las cuales lo llevaría, forzosamente, al éxito: preparar
conciertos públicos, cumplir los encargos, tocar en los salones donde deseaban oírlo y,
sobre todo, entrar al servicio de un patrón liberal que atribuyera su justo lugar a un
músico.
Prioritariamente, Wolfgang apuntaba a la corte del emperador José II. Pensaba
también en las del príncipe de Liechtenstein y del archiduque Maximiliano Franz, futuro
príncipe-elector de Colonia.
Provisto de mucha energía, sólo tenía una traba: la enfermedad.
33
W olfgang, que había sido invitado junto con Thamos a cenar en casa de su amigo judío,
sintió de buenas a primeras que la velada iba a ser enriquecedora. El cabalista puso
una vela en el centro de una mesa baja y le preguntó al músico con voz apacible:
—¿Has sido el aliado o el enemigo del día que acabas de vivir?
—He… he intentado vivirlo del mejor modo, sin perder mi tiempo.
—Si el hombre adopta la rectitud, la jomada llega a su justo lugar. De lo contrario, se
une a la dispersión exterior y lo acosa. Si el hombre se revela justo, la jomada es su buena
compañera. De lo contrario, se convierte en su adversario y faltará en el número total de
los días cuando comparezca ante el Omnipotente. ¡Ay del hombre que no haya conservado
los días necesarios para ser coronado en el otro mundo![61].
Wolfgang, impresionado, miraba la extraña llama que cambiaba sin cesar de color y
adoptaba formas de una fascinante belleza.
—Al contemplar ese aspecto del fuego secreto, sientes el mundo inefable donde la
Causa de las causas engendra la vida —indicó el cabalista—. Su fuente, la Corona, es un
manantial de luz que nunca se agota. ¿Acaso no fuimos creados para servirla?
Aquella noche, Wolfgang recibió la mejor parte de la enseñanza de los Hermanos
Iniciados de Asia, sin sospechar que la percibía más que muchos adeptos.
—El día de tu aniversario estamos citados en casa de Van Swieten —dijo Thamos—. Te
ha reservado un regalo excepcional.
El barón Gottfried van Swieten habló en voz baja con su hermano Thamos.
—El emperador deposita en mí toda su confianza y no parece decidido a tomar medidas
radicales contra la francmasonería, a condición de que ésta apruebe sus reformas y no
turbe en modo alguno el orden público. Sin embargo, desconfía de ciertas corrientes, como
los Iluminados de Baviera o la Estricta Observancia templaria.
—¿Ha confirmado la existencia de un servicio secreto encargado de vigilar a los
francmasones?
—No, pero por muy liberal y reformista que sea, el emperador es un verdadero jefe de
Estado y no hay nada que escape a su control. No dejaría que se desarrollara una
francmasonería cuyos objetivos él ignorase.
—¿Ninguna hipótesis sobre la identidad del hombre puesto a la cabeza de ese ejército
en la sombra?
—Ninguna. Ni la menor indiscreción, ni el menor chisme.
—Sorprendente e inquietante —consideró el egipcio.
—Sigo buscando —aseguró Van Swieten, a quien su mayordomo anunció la llegada de
Mozart.
Wolfgang expuso a su hermana Nannerl su diario empleo del tiempo. Así, ella intercedería
ante su padre y le explicaría que su hijo trabajaba hasta deslomarse para lograr una plaza
en Viena.
Se levantaba a las seis. A las siete, completamente vestido, Wolfgang escribía hasta las
nueve, luego enseñaba hasta la una. Almorzaba solo en su casa o acudía a una de las
numerosas invitaciones que le dirigían. En función de las circunstancias, se sentaba a la
mesa hacia las dos o las tres. Si no daba ningún concierto, componía de las cinco a las
nueve, luego se dirigía a casa de los Weber para hablar con Constance, antes de regresar
al trabajo, de las once a la una de la madrugada.
Ese ritmo infernal le confería un perfecto equilibrio. Sintiéndose recto, esperaba que
esas jomadas le fueran contabilizadas como benevolentes por el Altísimo.
Aquella noche, la señora Weber tardó en abrirle la puerta. Tuvo que llamar con fuerza
para que apareciese, por fin, una cara rojiza, visiblemente achispada.
—¿Qué quieres?
—Ver a Constance.
—¡Constance, siempre Constance!
—Es mi prometida, señora Weber.
—¡Prometida, y un cuerno! ¿Cuánto has ganado este mes?
—Lo bastante.
—Con todos los gastos que tenemos, nunca se gana bastante. ¡Yo tengo que cuidar a
tres hijas!
—¿Puedo ver a Constance?
—Está enferma.
—¿Qué tiene?
—Una enfermedad.
—¿Quién la cuida?
—Nos las arreglamos.
—Realmente me gustaría verla, señora Weber.
—¿Quieres ponerte enfermo tú también?
—¿Estáis cerrándome vuestra puerta?
La borracha vaciló.
—Entra, pero no te quedes mucho tiempo. La fatigarías.
Constance se secaba las lágrimas, Wolfgang consiguió consolarla.
—La existencia se me hace imposible —reconoció ella—. Mi madre bebe demasiado.
Cuando está ebria, monta en cólera y dice barbaridades. Luego vuelve a ser amable, casi
dulce. La amo y la detesto al mismo tiempo. Desde la muerte de mi padre, su estado ha
empeorado.
—Sé valiente, amor mío. Te sacaré de aquí.
—¿Has obtenido el consentimiento de tu padre?
—Lamentablemente, todavía no.
—Mi madre no te aprecia demasiado, Wolfgang. Quiere casarme con otro.
—Sus proyectos fracasarán, ¡te lo juro!
—¿Cuánto tiempo tendré que aguantarla aún?
—Sé paciente, te lo suplico. Conseguiré convencer a mi padre. Si la situación empeora,
refúgiate en casa de la baronesa Waldstätten.
Tras haber Compuesto una melodía para soprano, Der Liebe himmlisches Gefühl[63],
Wolfgang pasó por casa de la baronesa Waldstätten, que, fiel a su reputación de buena
persona, había acogido a la joven Auernhammer, cuyo padre acababa de morir.
Desamparada, la alumna de Mozart, todavía enamorada de su profesor, estaba falta de
afecto.
—¿Cómo se encuentra? —se preocupó Wolfgang.
—Le he dado un somnífero, ahora duerme. La pobre pequeña no se recuperará
fácilmente. ¿Y vuestra Constance?
—Aguanta, pero la atmósfera en la casa Weber es irrespirable.
—En caso de necesidad, mi morada está abierta para ella.
—No sé cómo agradecéroslo, baronesa.
—Teniendo éxito en vuestro concierto de esta noche y seduciendo a toda Viena. ¿Qué
tocaréis?
—Un concierto para piano en re mayor, escrito en 1773[64] y cuyos dos primeros
movimientos he conservado. El tercero me parecía demasiado complejo, así que lo he
sustituido por un rondó[65] muy vivo en el que intento unir el humor con el virtuosismo.
Wolfgang no se equivocaba.
El público del Burgtheater aplaudió calurosamente el programa, compuesto por
extractos de Idomeneo, rey de Creta, una improvisación y el concierto cuyo rondó final
encantó a los más hastiados. Los vieneses descubrieron a un sorprendente pianista de
desarmante sencillez. Sin buscar efecto alguno, se movía poco, mantenía una calma
perfecta y no se entregaba a los movimientos extravagantes ni a las contorsiones de sus
colegas. El intérprete no exteriorizaba sus sentimientos y dejaba que hablara la música.
—Las cosas se mueven —le anunció Geytrand a Joseph Anton—. En Weimar, Goethe ha
ascendido en grado y figura entre los dirigentes de la logia Amalia, que viene de iniciar al
duque Carlos Augusto.
—¡Otro dignatario de primer orden! —se lamentó Anton—. La francmasonería gana
terreno día tras día.
—Sí y no —lo tranquilizó Geytrand—, pues esa logia es presa de unos sobresaltos que
podrían desembocar en una especie de explosión. La violencia de Bode disgusta a muchos
hermanos, cansados de su grosería y de sus incesantes ataques contra los jesuitas. Aunque
esté destinado a la dirección de la más antigua logia de Alemania[66], el tal Bode parece
muy dotado para sembrar la discordia.
—¡Deseémosle buena suerte! ¿Hay algo más?
—Según el hermano Angelo Soliman, que sigue tan venal, el mineralogista Ignaz von
Born será Venerable de la logia La Verdadera Unión. Como estaba previsto, su ascenso ha
sido muy rápido y llevará a cabo su programa: poner a trabajar a los hermanos, hacerles
redescubrir el sentido de lo simbólico y edificar una verdadera iniciación.
—Desgraciadamente, Ignaz von Born goza de una excelente reputación, y el
emperador lo aprecia. Este mineralogista dará buena imagen de la francmasonería
vienesa y favorecerá su expansión. ¿Qué podría reprochársele?
—No circula chisme alguno sobre él —deploró Geytrand—. Moralidad impecable,
trabajador infatigable, científico estimado por sus colegas… Se le respeta, se le admira y
se le teme.
—Von Born no se limitará a dirigir una logia vienesa —profetizó Joseph Anton—. Tal
vez se convierta en nuestro principal enemigo.
35
Tras abandonar el lecho de una hermosa mujer, Von Haugwitz había pasado por un
confesonario antes de asistir a la convocatoria de los dos dirigentes de la Estricta
Observancia. Si obtenía el perdón de sus pecados, podría entregarse de nuevo a los
placeres de la carne sin dejar de alabar al Señor.
—Acabamos de responder a Willermoz precisando nuestra línea de conducta —declaró
Carlos de Hesse—: comprometer definitivamente la orden templaria en la vía de Cristo.
—Perfecto —aprobó Von Haugwitz.
—Sin embargo, no deseamos renunciar a las experiencias alquímicas, pues el propio
Cristo simboliza el oro supremo.
—Mis discípulos[68] son hostiles a esas prácticas ocultas —se indignó Von Haugwitz—.
Sólo la devoción permite obtener los favores del Omnipotente.
—Para que permanezcamos unidos en el seno de la misma orden —prosiguió Carlos de
Hesse—, he propuesto a Willermoz un acuerdo secreto entre él mismo y nosotros tres,
aquí presentes. Así, orientaremos el próximo convento masónico en la buena dirección.
El rostro del barón Von Haugwitz enrojeció.
—¿Cómo habéis osado? Yo no me someteré a nadie, ¿me oís?, ¡a nadie! Cristo es mi
único maestro, sólo de él recibo órdenes. A partir de este instante, abandono esta
francmasonería subversiva y peligrosa. En adelante, la combatiré sin descanso.
Von Haugwitz cerró el gran salón dando un portazo.
—Esta deserción no cuestiona nuestra estrategia —estimó Femando de Brunswick—.
Una alianza secreta con Willermoz es el único medio de salvar la Estricta Observancia.
Ante la nueva carta de su padre, que le recomendaba hacerse contratar por la corte de
Viena fueran cuales fuesen las condiciones, Wolfgang respondió: «Es preciso que José II
me pague, pues sólo la felicidad de ser suyo no me basta. Si el emperador me da mil
florines y un conde dos mil, presentaré mis cumplidos e iré a casa del conde sin lugar a
dudas».
El emperador concedía más consideración a Gluck y a Salieri que al joven Mozart,
notable pianista y agradable compositor, aunque sin mucha notoriedad pública.
Llamaron a la puerta.
—¡Aloysia!
—Parto hacia una larga gira por el extranjero. ¿Aceptas ofrecerme una brillante
melodía que realce mi voz?
—¡Por supuesto!
«Nehmt meinen Dank»[69] gustó mucho a la cantante. Besó a Wolfgang en las mejillas y
huyó con la partitura.
Le sucedió el cartero, que traía una triste noticia: el 1 de enero, Johann Cristian Bach
había muerto en Londres. «Una desgracia para el mundo musical», murmuró Wolfgang.
Nunca olvidaría la amistad y el aliento del hijo de Johann Sebastian, cuyo genio
iluminaba ahora su búsqueda.
Viena, 20 de abril de 1782
Al salir de Viena, el papa Pío VI rumiaba su fracaso total. A pesar de varias entrevistas y
múltiples advertencias, el emperador José II no había cedido ni una sola pulgada de
terreno. E incluso susurró al oído de Su Santidad que, al contrario que la llorada
emperatriz María Teresa, el nuevo dueño del Imperio austríaco permitía prosperar logias
masónicas en las que se emitían críticas, apenas veladas, contra Roma y el sucesor de
Pedro. ¿Acaso algunos hermanos no evocaban la necesidad de resucitar la Iglesia de Juan,
fiel a la enseñanza iniciática de Cristo, muy alejada de la doctrina católica oficial?
Sin duda, José II no tardaría en enfrentarse a dificultades que lo harían menos liberal
y lo convencerían para que diera marcha atrás.
Entretanto, Pío VI estaba de muy mal humor, y el exagerado homenaje del príncipe-
arzobispo Colloredo, con quien se cruzó en Baviera, el 25 de abril, no lo calmó. Adepto de
Rousseau y de Voltaire, partidario de las reformas de José II, aquel prelado tan satisfecho
de sí mismo jugaba con varias barajas.
37
Puesto que el cielo lo permitía, Wolfgang y los demás invitados almorzaron en el jardín de
la condesa Thun. Por la noche se celebró el ensayo para el gran concierto del día siguiente,
que, gracias a la intervención de Thamos y del francmasón Adamberger, futuro intérprete
de Belmonte, sería organizado por Martin, un buen profesional.
Colocada bajo la égida del Concierto de los Diletantes, una asociación de músicos en la
que predominaban los francmasones, aquella academia al aire libre permitiría a Wolfgang
ser escuchado por un vasto público, culto y popular a la vez.
—Los espíritus os son muy favorables —reveló el conde Franz-Joseph—. Hará buen
tiempo, el público será numeroso y estaréis en una excelente forma.
—¡Hace varias semanas que me preparo! Un fracaso me condenaría.
—Creed en los espíritus, Mozart. A mí no me decepcionan nunca. Ya veréis, todo irá
bien.
—Todo está listo por fin —confirmó Adamberger—. Los músicos son de calidad, los
instrumentos han sido probados.
Wolfgang pensó en los momentos felices vividos en Mannheim, en compañía de los
miembros de una orquesta excepcional. En Viena, el nivel era también alto; pero, esta vez,
pesadas responsabilidades gravitaban sobre los hombros del compositor.
—Será un paso decisivo —estimó Adamberger—. Luego pensaremos en la primera
representación de El rapto del serrallo.
—¿Se producirá realmente? —se preocupó Wolfgang.
—Sin duda alguna, puesto que el emperador sigue siendo favorable a ello. Sobre todo,
no cedáis en vuestros esfuerzos.
Era un consejo que Mozart había oído ya antes.
En la puerta de acceso al jardín del Augarten, abierto al público en 1775, José II había
hecho grabar una fórmula: «A todos los hombres, por sus protectores». Allí había un
pabellón donde se daban conciertos.
—Por fin —confió Wolfgang a Thamos— salgo de los salones y voy al encuentro de la
gente modesta.
En el programa figuraban una sinfonía del barón Van Swieten, la elegante y fácil
Sinfonía parisina[74], y un concierto para dos pianos[75], alegre y brillante, que tocaría en
compañía de Josepha Auernhammer, su enamorada alumna.
La presencia de Constance disipaba las esperanzas de la infeliz, que respetó
escrupulosamente las indicaciones de su profesor.
Una organización perfecta, unos músicos excelentes y un público arrobado: aquella
academia al aire libre fue un éxito total, y el nombre de Mozart comenzó a correr de boca
en boca.
38
P or fin el tercer acto de El rapto del serrallo —exclamó la condesa Thun, encantada de
recibir a Wolfgang y a Constance, siempre tan enamorados—. Estoy impaciente por
saber cómo terminará esta historia. ¿Las dos parejas, Constanza y Belmonte, Rubia y
Pedrillo, escapan a la muerte?
—Creen haberlo conseguido, pero Osmin, el guardián del serrallo, los alcanza y los
devuelve al pachá Selim.
—¿Qué castigo les reserva?
—La horca. Entonces, Belmonte revela que su padre, un grande de España llamado
Lostados, pagará un enorme rescate para liberarlo.
—¿Y el pachá acepta?
—Lamentablemente, el tal Lostados es el peor enemigo de Selim. Lo persiguió con
injusto odio, raptó a su mujer y lo obligó a convertirse en un fugitivo y un renegado.
—¡Qué soberbia ocasión de vengarse, matando a su hijo y a su amada! —apuntó la
condesa.
—Constanza no teme el fatal desenlace —afirmó Wolfgang—, puesto que Belmonte
está a su lado. «¿Qué es la muerte?», se pregunta. «El camino del reposo. A tu lado, amado
mío, es el preludio de la felicidad».
—Vuestra Constanza es una mujer maravillosa, Mozart. Conmoverá a muchos
corazones. ¡Salvadla, os lo ruego!
—Deberá su salvación al amor que el pachá siente por ella y al que renuncia cuando
admite que Constanza y Belmonte están unidos para siempre. De modo que afirma: «Es
un placer mucho mayor responder a una injusticia que se ha sufrido con un beneficio, más
que devolver vicio por vicio». Y los cuatro supervivientes concluyen: «Nada es más vil que
la venganza. En cambio, ser humano y bueno, perdonar de modo desinteresado, sin
resentimiento, en eso es en lo que se reconocen las grandes almas. Quien no lo acepta sólo
merece el desprecio».
—Tenéis un corazón puro, Mozart —consideró la condesa Thun—. Que el destino lo
preserve de heridas demasiado graves.
—El rapto del serrallo está terminado —indicó Constance—, y me sé de memoria las
principales melodías. ¿Cuándo la veremos por fin en un escenario?
—Entre bastidores corren los peores rumores sobre vuestra prometida —reveló la
condesa—. Pero el emperador está tan contento de tener por fin una obra alemana,
hablada y cantada a la vez, que los ensayos no tardarán en comenzar. Incluso puedo daros
una fecha concreta: el 3 de junio, en el Burgtheater.
—La logia Amalia de Weimar acaba de cerrarse —anunció Geytrand a Joseph Anton—.
No se ha fijado fecha de reapertura.
—¿Cuál es la causa de este seísmo?
—Las incendiarias declaraciones de Bode.
—¡Ese excitado es un verdadero Atila! Deseemos que visite el máximo de logias.
Después de su paso, ya sólo quedarán ruinas.
—Todos los francmasones esperan con impaciencia el convento de Wilhelmsbad —
precisó Geytrand—. Los participantes tendrán que definir la naturaleza y los objetivos de
su orden.
—Fernando de Brunswick quiere restaurar el Temple, que se agrieta por todas partes.
A mi entender, no se tratará de una reunión más, sino de un verdadero cambio.
Viena, 1 de julio de 1782
—Tú, querida Constance, cantarás la parte de soprano; tú, amigo Jacquin, la de bajo, y
yo, la de tenor.
El trío interpretó la obra burlesca de Wolfgang, La pequeña cinta[77], que evocaba un
pedazo de tela perdido que dos esposos buscaban explicando su doloroso problema a un
amigo comerciante, que podía procurarles tanta como quisieran. Afortunadamente, los
enamorados encontraban su valioso bien.
Cuando terminaron, los tres intérpretes rompieron a reír.
Thamos el egipcio había encargado a su hermano Jacquin que distrajera a Wolfgang,
que tenía los nervios a flor de piel. Aun convencido de haber escrito una ópera agradable y
seria, a la vez, ¿cómo reaccionarían los melómanos y la crítica?
Otra preocupación obsesionaba al compositor: su boda. Leopold seguía negándose a
enviarle su consentimiento y Constance, con admirable firmeza de ánimo, seguía
soportando el mal carácter de su madre.
Cuando Jacquin se fue, Wolfgang abrazó a su prometida.
—Si tu padre me rechaza —murmuró ella—, ¿renunciarás a nuestra boda?
—¡Claro que no! Antes de fin de año, estaremos unidos ante Dios.
La hermosa sonrisa de Constance conmovió a Wolfgang.
—¿Prescindirás de su consentimiento?
—Si se obstina, sí. Y pronuncio un solemne voto: si Leopold nos recibe en Salzburgo
como marido y mujer, haré que se cante allí una misa en tu honor.
39
M ientras proseguían los ensayos de El rapto del serrallo, uno de los admiradores de
Mozart, Johann Valentín Günther, lo invitó a cenar en compañía del tenor
Adamberger y del libretista Stephanie.
Günther, secretario del gabinete secreto del emperador para asuntos de la Guerra, era
uno de sus amigos íntimos. Su apoyo ayudaría a Wolfgang a imponerse.
—¿Satisfecho con vuestros cantantes? —preguntó.
—¡En presencia del futuro héroe, Belmonte, no podría desear nada mejor! Trabajamos
en un ambiente excelente, nadie quiere pisar a los demás.
—Una especie de milagro —observó Adamberger—. Por lo general, las divas se tiran
del moño. La música de Mozart apacigua las tensiones y nos da ganas de celebrarla
superando nuestras mezquindades.
En ese instante llamaron con violencia a la puerta del apartamento.
Apenas la abrió un criado cuando varios policías entraron en la casa; su jefe se plantó
ante Günther.
—Consideraos prisionero, señor secretario.
—¿De qué se me acusa?
—De espionaje en favor de Prusia.
—¡Menuda estupidez!
—Vuestra amante, Eleonora Eskeles, hija del gran rabino de Bohemia y de Moravia, os
ha arrancado informaciones ultraconfidenciales. Demostrada vuestra complicidad, el
emperador os pone en arresto domiciliario.
—¡Quiero hablar con su majestad!
—Ni soñarlo.
—¡Soy inocente y protesto vigorosamente contra semejante injusticia! Los policías
obligaron a Mozart, a Adamberger y a Stephanie a salir del apartamento.
—Nuestro amigo Günther ha sido imprudente —juzgó Stephanie—. ¡La seductora lo
ha llevado al desastre!
Viena, 5 de julio de 1782
—Uno de los íntimos del emperador fue detenido anoche —le comunicó Geytrand a Joseph
Anton.
—¿Por qué ha llamado tu atención ese incidente?
—Porque el francmasón Günther cenaba en compañía de dos hermanos, el cantante
Adamberger y el libretista Stephanie el Joven.
—¿Otros invitados?
—Mozart, un joven compositor.
—¿Francmasón, también?
—No.
—Mozart… El nombre ha aparecido ya en mis expedientes.
—Trabaja en una ópera con Stephanie.
Por lo que pudiera ser, Joseph Anton abrió una nueva carpeta con el nombre de
Mozart.
Wolfgang había tomado tintura de ruibarbo con alcohol de éter para los espasmos. Pero
dicho remedio no evitó que dejara caer la partitura del primer acto de El rapto del serrallo
en un charco de lodo, cuando acudía al Burgtheater para dirigir la primera representación
de su ópera[78].
El compositor no pensaba en los valiosos cien ducados que la obra iba a suponerle, sino
en las múltiples conspiraciones que pretendían derribarlo. El propio emperador había
tenido que calmar a ciertos oponentes. Cuando el hombrecillo, pálido y enclenque, de ojos
brillantes y nariz larga y fuerte, hizo resonar los primeros compases de El rapto del
serrallo, se zambulló en la música.
Aquella noche se jugaba la carrera y, más allá del éxito, su libertad de creador.
Echaba en falta a Thamos el egipcio. En aquellos momentos decisivos, su presencia le
habría reconfortado. Pero ¿acaso el destino no le imponía enfrentarse solo a las principales
pruebas de su existencia?
Mediado el primer acto se oyeron algunos silbidos; discretos primero, fueron
aumentando. Pero finalmente brotaron los bravos y acabaron prevaleciendo.
—Demasiado hermoso para nuestros oídos, mi querido Mozart, y demasiadas notas —
comentó José II, que honraba la velada con su presencia.
—Sólo las necesarias, majestad.
El emperador soltó una sonrisita. Decididamente, el músico tenía carácter.
Todos aguardaban con impaciencia la opinión de los críticos que el conde Karl
Zinzendorf, observador de la vida cultural vienesa, resumió en una frase: «Esta música es
un revoltijo de cosas robadas». ¿Mozart? Un desvalijador cuya ópera era una lamentable
imitación de estimables composiciones, como las de Gluck.
El día 2 volvió a representarse el Rapto, que fue muy aplaudido. Wolfgang y su prometida
recibieron la comunión en los teatinos[82], tras haberse confesado. El 3, Mozart mandó a
su padre el final de la sinfonía Haffner y firmó su contrato de matrimonio. El 4, la pareja
entró en la catedral de San Esteban para celebrar allí su unión ante Dios.
—¿Has recibido el consentimiento de tu padre? —se preocupó Constance.
—Por desgracia, no.
—¿Y no corres el riesgo de pelearte con él?
—Piensa sólo en nuestra alegría, querida. Estamos hechos el uno para el otro y Dios,
que lo ordena todo y, por consiguiente, también esto, no nos abandonará.
Constance, Wolfgang y sus testigos no pudieron contener las lágrimas. Ambos esposos
eran conscientes de comprometerse a formar una familia.
—Yo os ofrezco la comida de boda —declaró la baronesa Waldstätten.
El ágape fue acompañado por un inesperado regalo: la sublime serenata en si bemol[83]
de Mozart para doce instrumentos de viento y un contrabajo, la obra que tanto había
conmovido a Thamos.
¿Dónde estaba éste en momentos tan importantes? Wolfgang lo habría elegido, de
buena gana, como testigo, pero sin duda el egipcio tenía algo más importante que hacer.
¿Conversaba con los sacerdotes del sol, contribuía a moldear una sabiduría sin la que el
mundo sería inhabitable?
Constance era feliz. Sus hermosos ojos negros expresaban una confianza y una ternura
que Wolfgang jamás traicionaría. Gracias a ella, llevaría una vida tranquila y armoniosa,
lejos de los excesos de la pasión, tan perjudicial para la verdadera creación. Trabajar con
ahínco resultaba indispensable, el exceso y los tormentos no llevaban a ninguna parte.
¿Sabría unir su canto interior al rigor de Johann Sebastian Bach, el impulso hacia la
luz al dominio de cada nota? Constance comprendía su ideal y lo compartía. Ponderada,
razonable, le concedía un inestimable presente: la paz del alma y del corazón,
indispensable para el equilibrio gracias al cual edificaría su obra.
42
La sinfonía Haffner sorprendió a Leopold, que esperaba una obra galante y absolutamente
divertida. Pero su hijo había cambiado mucho. En numerosas ocasiones, la obra rompía el
yugo de las convenciones.
Aquí y allá, algunos accesos de revuelta contra aquel detestado Salzburgo y sus bien
pensantes, tan aferrados a su rutina. El andante parecía casi apacible, pero el presto
recuperaba el canto de victoria del guardián del serrallo, Osmin, perfecta encamación del
gran muftí Colloredo. Ilusoria victoria, puesto que al final era derribado y ridiculizado.
—Tu hermano no es ya el mismo —le dijo Leopold a Nannerl—. Espero que consiga
controlarse y se introduzca en la buena sociedad.
—Esa Constance ejerce sobre él una mala influencia. Nunca deberíais haberles dado
vuestro consentimiento. Wolfgang habría renunciado a ese desastroso matrimonio.
—No, estaba firmemente decidido, y la vigilancia de la baronesa Waldstätten me
tranquiliza.
—Pues a mí no —lo interrumpió Nannerl—. Mi hermano es un ser fantasioso que no
tiene sentido de la realidad. Esa unión no durará mucho tiempo, Wolfgang fracasará en
Viena y volverá aquí, con la cabeza gacha.
Wolfgang se levantó sin hacer el menor ruido y redactó una nota que colocó junto al lecho:
«¡Buenos días, mujercita mía! Deseo que hayas dormido bien, que nada te haya molestado,
que no te cueste levantarte, que no te resfríes, que no debas enfadarte con los criados.
Reserva los enojos para cuando yo regrese».
Qué felicidad dar un paseo a caballo hasta los arrabales de Viena a las cinco de la
madrugada. Wolfgang aprovechaba aquel estío encantador y el inmenso espacio de
creación que se abría ante él. El reconocimiento de Gluck lo entronizaba como un
auténtico compositor, y sus detractores ya no levantaban la voz, a excepción de la crítica
«autorizada». Tendría que aprender a soportar la envidia, la maldad y la estupidez de
individuos estériles cuya única ocupación consistía en denigrar la obra de los demás.
Lo verdaderamente importante era expresar con música las armonías celestiales que
evocaba la Cábala y que los iniciados a los Grandes Misterios conocían.
Cuando se abrió la nueva sesión del convento, todos supieron que la decisión principal se
había tomado: la reforma de los místicos lioneses sería, en adelante, la referencia
impuesta a todos.
Puesto que el Superior desconocido, Thamos el egipcio, no había emitido objeción
alguna, Femando de Brunswick siguió adelante. Encargó a cuatro hermanos que
redactaran un proyecto de «Código general de la orden» y les concedió un año de plazo. Y
Willermoz escribiría los textos de las nuevas ceremonias celebradas en las logias de la
Estricta Observancia.
—No tengo nada en común con ese hatajo de creyentes cuya cabeza ha sido deformada
por los chismes de los jesuitas —le dijo Bode a Thamos—. No van a preparar rituales
masónicos, sino parodias de misa. Créeme, hermano, sólo los Iluminados nos sacarán del
agujero.
Jean-Baptiste Willermoz triunfaba. Prudente, aguardaba sin embargo el fin del
convento para estar seguro de su victoria total.
C uando acababa de representarse, otra vez, El rapto del serrallo el día 27, con un
constante éxito, Wolfgang esbozó tres sonatas para violín y piano[85] —la segunda
dedicada a su «queridísima esposa»— y un adagio para los mismos instrumentos[86].
Sin embargo, no concluyó ninguna de esas obras, pues se trataba de experimentos de
laboratorio destinados a dominar la técnica del contrapunto que Johann Sebastian Bach
había llevado a la perfección.
A Constance le gustaban aquellos ensayos de estilo arcaizante, áspero incluso.
—Difícil tarea —confesó su marido—. Bach no se deja asimilar como un alimento
vulgar. Pero lo conseguiré.
Su amigo, el cornista Leutgeb, vividor de espíritu vulgar, interrumpió sus
investigaciones. Necesitaba partituras urgentemente.
—De acuerdo —dijo Wolfgang—, pero a condición de que reunamos a nuestros amigos
y hagamos una excelente comida.
Leutgeb comprendía muy bien aquel lenguaje. Copiosamente regada, la noche fue muy
divertida. De ella salió un quinteto para corno y cuerda[87] y un concierto[88] que el
instrumentista interpretaría sin dificultad alguna.
A Constance le gustaba ver cómo Wolfgang se divertía y propagaba una franca alegría,
sin dejar de pensar en una obra rigurosa inspirada en Johann Sebastian Bach. Estaba, a
la vez, aquí y allá; era terrestre y celestial.
—¡Una verdadera explosión! —se felicitó Joseph Anton ante los informes de sus
confidentes sobre el convento de Wilhelmsbad—. La Estricta Observancia templaria está
muriéndose. Aunque su agonía dure largos años, aunque Femando de Brunswick y Carlos
de Hesse se aferren a sus prerrogativas, la orden ya sólo es una cáscara vacía donde se
agitan algunas marionetas. Ellos mismos han saboteado su barco cortando cualquier
amarra con la tradición templaria y confiando al francés Willermoz el cuidado de preparar
un nuevo rito fuertemente teñido de cristianismo.
—¿Es peligroso el tal Willermoz?
—Es un rico comerciante, un místico que muestra sus acciones caritativas pero que no
desdeña a las mujeres, imbuido de la superioridad que le confieren sus contactos
privilegiados con Dios, orgulloso de tratar con los nobles y muy turbado ante su aparente
victoria.
—¿Dimitirá Femando de Brunswick?
—No lo creo, está muy aferrado a su título de Serenísimo Gran Maestre. Pero me
parece roto y cederá la dirección de los jirones de la orden a Carlos de Hesse, más joven y
más dinámico. Éste tiene la convicción de que la francmasonería es un camino privilegiado
hacia Cristo.
—Eso son, más bien, buenas noticias —reconoció Anton—. ¿Y las malas?
—Los Iluminados de Baviera no seguirán a Willermoz ni al Gran Maestre, a quienes
consideran como secuaces de la Iglesia. Ellos desean una revolución y utilizan las logias
como instrumentos de conquista.
—Lo más duro está aún por hacer, por tanto —advirtió Joseph Anton—. Erradicar la
francmasonería no va a resultar fácil, pues los elementos más temibles avanzan
enmascarados, como el tal Johann Valentin Günther, a quien el emperador ha desterrado,
mientras su amante, la judía Eskeles, es extraditada a Berlín.
—¿No defienden ambos vigorosamente su inocencia?
—José II apreciaba mucho al secretario de su gabinete secreto. De modo que está
haciendo una profunda investigación. Pero me siento intrigado, Geytrand. Justo antes de
su arresto, el francmasón Günther había invitado a sus hermanos Adamberger, el
cantante, y Stephanie, el libretista. El cuarto comensal era Mozart, el compositor, del que
sabemos que no pertenece a la cofradía. De todos modos, su presencia en esta curiosa cena
me parece sospechosa.
—Lo he verificado de nuevo, señor conde. Ese joven no tiene nada de conspirador. Su
único deseo consiste en imponerse en Viena gracias a algunos aristócratas influyentes.
—Esperémoslo así.
45
Q uisiera poseer todo lo bueno, lo puro y lo hermoso —exclamó Wolfgang antes de besar
apasionadamente a Constance.
El 6 y el 20 de septiembre, dos nuevas representaciones de El rapto del serrallo en el
Burgtheater. El 24, el emperador José II había escuchado en privado la ópera,
demostrando así su admiración. Y el 25, la corte de Praga había ofrecido a Mozart cien
ducados por una copia de la obra.
—Tu Rapto será representado en toda Europa —predijo su esposa—. Ganaremos
mucho dinero y nos instalaremos en un apartamento mayor.
—Hoy recibimos a una multitud de amigos y festejamos nuestra felicidad. ¿Hay en el
menú trucha de los Alpes ahumada?
—Sé perfectamente cuál es tu manjar preferido, querido.
La comida fue pantagruélica y el vino corrió a chorros. Como no existía festejo sin
música, Wolfgang compuso varios cánones, comenzando por «Bei der Hitz»[90] y acabando
por uno de los textos que estaban de moda en Viena, «Leck mir am Arsch fein recht»[91],
que los comensales cantaron a coro hasta desgañitarse.
Al examinar sus cuentas, el matrimonio Mozart advirtió, no sin amargura, que el autor de
un éxito musical recibía muy poco dinero. En catorce días, el teatro ganaba cuatro veces
más que el compositor de una ópera aplaudida por un público numeroso.
—No hay que estar dando la lata —estimó Wolfgang—, pero tampoco debo parecer un
tonto que deja que los demás saquen provecho de mi trabajo, que me ha costado muchas
fatigas y pesadumbres, y renunciar a todos mis futuros derechos.
—¿Cómo mejorar la situación?
—Negociando mejor los contratos, obteniendo remuneraciones más justas por parte de
los editores y asegurando la posteridad de la obra. El combate será duro y difícil, pero lo
ganaré.
A Wolfgang le había decepcionado la última decisión de José II: nombrar al mediocre
Summer profesor de piano de la princesa Elisabeth, un cargo que él esperaba. Para el
emperador, aquel desconocido presentaba una enorme ventaja: ¡su escaso salario!
¿No estaba Leopold, por fin, orgulloso de su hijo, que el 8 de octubre había dirigido una
versión de El rapto del serrallo para clarinete en honor del gran duque Pablo de Rusia y
de su esposa? Además, acababa de componer unos conciertos para piano[92] que se
mantenían en el centro, entre lo demasiado difícil y lo demasiado fácil, para domesticar al
público vienés con la ayuda de una pequeña orquesta o, incluso, un simple cuarteto de
cuerda que respondiera al solista.
En su carta, Wolfgang se alegraba también de cómo había terminado la batalla de
Gibraltar. «He sabido, y realmente con gran alegría (pues bien sabéis que soy archiinglés),
la victoria de los ingleses sobre los españoles».
Desgraciadamente, Wolfgang debía retrasar más aún su viaje a Salzburgo, pues la
temporada musical comenzaba en Viena. En pleno ascenso, no podía permitirse el lujo de
una ausencia. Aunque aquella justificación tuviera gran parte de verdad, el compositor
seguía temiendo ser detenido por los esbirros de Colloredo, capaz de destruir su carrera.
Sin embargo, quería ver de nuevo a su padre y a su hermana, presentarles a la
maravillosa Constance y añadir aquella felicidad familiar a todas aquellas de las que ya
gozaba desde hacía unos meses. ¡Qué razón había tenido abandonando Salzburgo y
probando suerte en Viena!
Pero debía reanudar aquellos vínculos y enfrentarse de nuevo a su ciudad natal, en
cuanto se sintiera capaz de hacerlo.
¿Qué le habría aconsejado Thamos, ausente desde hacía tanto tiempo? Por un instante,
Wolfgang pensó que desaprobaba su conducta, demasiado mundana a su entender, luego
volvió a componer hermosa música para los oídos vieneses. Sobre todo, no aflojar y seguir
conquistándolos.
El Venerable Maestro Ignaz von Born tomó una decisión revolucionaria: reunir todos los
meses a los Maestros Masones que realmente deseaban conocer los secretos de la
iniciación poniendo manos a la obra.
Los candidatos fueron escasos, pues no todos, ni mucho menos, deseaban llevar a cabo
una investigación profunda sobre los símbolos que los rodeaban sin que percibieran su
significado. La mayoría de los francmasones no iban a la logia para realizar prolongados
esfuerzos. La paciencia de Von Born se vio recompensada, sin embargo, puesto que una
élite comenzó a asumir sus deberes.
Aquella noche, cada hermano leyó su trabajo, que el resto de los Maestros escucharon
con atención. Thamos estableció una síntesis, añadiendo elementos esenciales en los que
nadie había pensado. Un redactor se encargó de preservar las ideas que servirían de base
para la próxima Tenida.
Aquel método inédito conquistó algunos espíritus, aptos para progresar, y alejó a los
conformistas satisfechos con lo ordinario de las logias, donde se entablaban relaciones
participando en banquetes.
—Existe un núcleo de iniciables —confió Ignaz von Born a Thamos—. No importa su
pequeño número. Lo importante es su compromiso, su rigor y su solidez. ¿Qué ha
producido el convento de Wilhelmsbad?
—Un desastre. En adelante, nuestra única oportunidad de iniciar al Gran Mago
consiste en edificar una o varias logias vienesas dignas de ese nombre.
—Tengo esperanzas de conseguirlo. Los meses venideros serán decisivos. Si el
emperador no cambia de actitud y sigue abogando por la tolerancia, alcanzaremos un
comienzo de coherencia. Según Gottfried van Swieten, el servicio secreto que tanto
tememos sólo sería un espejismo.
—Aun deseando equivocarme, no comparto su optimismo. Mantengámonos ojo avizor.
—Mozart ha logrado un buen éxito. Anoche, daba un concierto en el teatro de la
Puerta de Carintia y sigue cosechando los favores del público vienés.
—Ésa es su nueva prueba —indicó el egipcio—. Si esta gloria lo embriaga, lo alejará
del templo y se reunirá con la cohorte de marionetas que se alimentan de su propia
vanidad.
46
I gnaz von Born toma inquietantes iniciativas —le reveló Geytrand a Joseph Anton—.
Según mi informador, el hermano Angelo Soliman está reuniendo a un pequeño
número de maestros incitándolos a descifrar el lenguaje de los símbolos.
—¿No ocultará ambiciones políticas, esa cortina de humo?
—¡De ningún modo, señor conde! Von Born es un idealista que cree realmente en la
dimensión espiritual de la francmasonería, más allá de ideologías y doctrinas.
—Si este grupúsculo se consagra a la búsqueda esotérica, ¿por qué amenaza al poder
establecido? Ignaz von Born me tranquiliza, y le deseo un éxito pleno y total. Sobre todo,
que confine a los francmasones en sus logias y los ate a sus símbolos.
—No creo que este paso sea insustancial. Podría formar espíritus fuertes, rebeldes a
cualquier autoridad.
Joseph Anton no desdeñó la observación de Geytrand, que no podía confesarle hasta
qué punto lamentaba no participar en semejante aventura. Y su amargura le dictaba
aquella conducta: destruir las logias deseosas de vivir los grandes misterios.
—Sigue al tal Ignaz von Born pisándole los talones —ordenó Anton—. Si da un paso en
falso, avisaré al emperador.
Tras el cierre de la famosa logia Amalia, ¿cómo iban a reaccionar sus ilustres miembros,
como Goethe, tan orgulloso por haber sido ennoblecido el 10 de abril y tratar con la
aristocracia, o como Bode, una de las figuras punteras de la Estricta Observancia
templaria, moribunda tras el convento de Wilhelmsbad?
Thamos esperaba que algunos hermanos aprovecharan aquella peripecia para
reconstruir el templo librándose de las escorias del pasado.
Se desilusionó.
En vez de elegir la investigación simbólica, los francmasones de Weimar accedieron a
lo que subsistía de la «Orden interior» de la Estricta Observancia y se complacieron
celebrando ceremonias tan pomposas como vacías. Sólo contaban el aparato, el decoro, los
ropajes suntuosos y los títulos rimbombantes.
Femando de Brunswick y Carlos de Hesse no tenían ni el valor ni el deseo necesarios
para invertir la tendencia. Conservadores empantanados en sus anticuadas prerrogativas,
los francmasones de obediencia templaria se limitaban a su sueño roto.
«Para obtener el éxito —afirmó Wolfgang en una carta dirigida a su padre—, hay que
escribir cosas tan comprensibles que un cochero podría luego cantarlas, o tan
incomprensibles que gusten precisamente porque ninguna criatura razonable puede
comprenderlas», y se mantuvo en la línea de conducta ya expresada: no preocuparse por la
alabanza ni la condena de nadie, y confiar sólo en sus sentimientos. Le habría gustado
escribir, pero no con su nombre, un librito de crítica musical con algunos ejemplos. Pero
no, ¡tenía una idea mejor!
Con un nuevo concierto para piano[93] terminado ya, Wolfgang volvió a pensar en su
última entrevista con Thamos. Basta ya de brillo, basta ya de seducción. Como nueve años
antes, confió sus exigencias al cuarteto de cuerda[94], eligiendo la tonalidad de sol mayor,
que lo hizo muy sombrío. En Salzburgo, había descartado ese género musical. Escuchar
las recientes obras de Haydn le había incitado a regresar a él, con su propio lenguaje que
había madurado ya.
Desde el comienzo, Wolfgang divisó un largo y laborioso esfuerzo. Detalle insólito,
tachó mucho, se corrigió, volvió hacia atrás y alimentó su música con sus propios
interrogantes.
¿De qué le servirían el éxito y la fortuna si Thamos no le abría la puerta del templo?
¿Conseguiría hacer de su obra, de su vida y de su búsqueda espiritual una verdadera
unidad?
Pese a previsibles dificultades, el compositor decidió modelar una serie de seis
cuartetos que dedicaría a Joseph Haydn. Puesto que no se trataba de un encargo y quería
explorar múltiples senderos, Wolfgang se tomaría el tiempo necesario. A lo largo de los
siguientes meses, el arte del cuarteto le serviría de guía hacia un nuevo horizonte,
desprovisto de concesiones.
47
E l embarazo de Constance iba a las mil maravillas. Feliz porque iba a dar la vida muy
pronto, la joven se alegraba de los éxitos de su marido, que ahora tenía cuatro
alumnos ricos.
La víspera, una nueva representación de El rapto del serrallo, que había sido incluida
ya en el repertorio. Y Wolfgang preparaba una suscripción referente a sus tres últimos
conciertos para piano, con la esperanza de obtener una hermosa suma.
Mozart alcanzaba todos sus objetivos: una creciente notoriedad, la independencia
financiera y crear a su antojo. Sin embargo, parecía atormentado.
—¿Qué te preocupa?
—¡Salzburgo, siempre Salzburgo! Aún no estoy preparado para regresar. He aquí lo
que Le he escrito a mi padre para tranquilizarle sobre mi determinación y mi compromiso
de ofrecerte una obra que se interprete durante nuestra estancia allí: «Verdaderamente he
hecho en mi corazón esta promesa y espero, verdaderamente, cumplirla. Cuando la hice,
mi mujer estaba enferma aún, pero puesto que yo estaba firmemente dispuesto a
desposarla en cuanto hubiese sanado, podía fácilmente prometerlo. Como prueba de la
realidad de mi voto, tengo a medias la partitura de una misa».
Luego Wolfgang volvió al trabajo y compuso una melodía dramática[95]: «Mia speranza
adorata! Ah, non sai; qual pena sia».
—¿A quién está destinada? —preguntó Constance.
—A tu hermana Aloysia, que ha regresado a Viena. La cantará el día 11 en la
Mehlgrube, el casino de la harinera.
—¿No es algo… ambiguo el texto?
—¡Oh, no! —exclamó Wolfgang—. Yo te amo a ti y a nadie más. Aloysia me hizo sufrir
mucho y ya no siento nada por ella, ni afecto ni odio, sólo estima por una excelente
cantante capaz de interpretar correctamente melodías difíciles.
—Afortunadamente, no sabes mentir —declaró Constance.
Munich, 11 de enero de 1783
El día que cumplió sus veintisiete años, Wolfgang siguió trabajando en el primero de los
seis cuartetos que había decidido componer para sí mismo, sin saber que algún día serían
interpretados en público. No le importaba, pues quería explorar un nuevo paisaje sin
preocuparse por las reacciones de un auditorio.
Más allá de la felicidad y la desgracia, de la alegría y de la pena, el andante cantabile
del cuarteto en sol mayor[99] evocaba un universo que Wolfgang aún no conocía, pero al
que se acercaba a grandes pasos. Aquella música lo llevaba hacia el templo y le hacía
superar obstáculos y atravesar puertas. Tal vez, incluso, todo el cuarteto se presentaba
como un vasto portal cuyos contornos conseguía por fin dibujar.
Haciéndolo visible por medio de las notas, divisaba su solemnidad y su importancia.
Incluso en la alegría del final[100], sintió una presencia. Su voz, lejana, se hacía casi
audible.
L a jornada había comenzado muy mal, puesto que Johann Thomas Trattner, impresor-
librero y marido de una de las alumnas de Mozart, exigía que le devolviera un
préstamo. Como sufría un pequeño apuro financiero debido al coste de la copia de sus tres
conciertos para piano, cuya suscripción, de tarifa demasiado elevada, era un fracaso,
Wolfgang fue a casa de la baronesa Waldstätten, que le concedió de inmediato su ayuda.
De regreso en su casa, fue abordado por el barón Wetzlar, su propietario.
—Necesito recuperar mi apartamento y os he encontrado otro alojamiento: La Salud
del Ángel[104]. Es más pequeño, pero cómodo y bien situado. Yo os pagaré el traslado y tres
meses de alquiler.
Ante tanta buena voluntad, Wolfgang aceptó. Se trasladaría a la mañana siguiente,
día en que el Burgtheater volvía a representar El rapto del serrallo.
Pese a la fatiga y las preocupaciones debidas al cambio de domicilio, Wolfgang escribió
a su padre para pedirle la partitura de Thamos, rey de Egipto, con la que había soñado
toda la noche: «Me enoja mucho no poder utilizar la música que escribí para Thamos. La
obra, puesto que no tuvo éxito, ha quedado relegada entre las desacreditadas. ¡Realmente
es una lástima!».
Tal vez la cofradía de los sacerdotes y sacerdotisas del sol le abrirían, pronto, una
nueva puerta. Como el egipcio le había predicho, ninguna de sus obras pasadas sería
inútil. Poco a poco, el trabajo realizado iba tomando sentido.
Johann Joachim Christoph Bode triunfaba. No sólo implantaba en Weimar una pequeña
«colonia» de Iluminados, sino que reclutaba también a dos ilustres adeptos, el duque
Carlos Augusto en persona y su ministro escritor, Goethe. El primero se llamaba Esquilo y
el segundo Abaris. Naturalmente, Bode les prometió que accederían rápidamente a los
grados superiores, y se lanzó a un discurso que exaltaba la grandeza del hombre libre y la
necesidad de modificar las mentalidades acabando con las esclerosis del pasado.
Goethe y el duque Carlos Augusto aceptaban la crítica de cierta iglesia y de cierta
aristocracia descarriada. Luchar contra la ignorancia, combatir la corrupción y la
incompetencia les parecía necesario, siempre que el combate se librara en el terreno de las
ideas y que no se utilizara la violencia.
Bode no deseaba nada más. Fascinado por la personalidad de sus augustos
interlocutores, les aseguró que ése era el pensamiento de Adam Weishaupt, el fundador de
la Orden de los Iluminados, a quien esperaba un brillante porvenir.
Carlos de Hesse decidió hacer una peregrinación a Ingolstadt para hablar con el profesor
Adam Weishaupt, cuyas cualidades alababan algunos francmasones. Según sus
informadores, el fundador de esta nueva rama masónica no se oponía al cristianismo.
Si los Iluminados, en pleno desarrollo, querían aliarse con la Estricta Observancia,
Carlos de Hesse contemplaría ciertas concesiones sin alterar la vía mística que llevaba a
Jesucristo.
Al principio, el príncipe creyó que el ritual iba en esta dirección. Luego, cuando le
fueron comunicados los «Pequeños Misterios», comprendió que el verdadero objetivo de
Weishaupt era la destrucción de la Iglesia.
Furioso, apostrofó al fundador de los Iluminados:
—¡Sois un hombre peligroso y perverso!
—Hermano mío…
—Sobre todo, no me llaméis así, pues nada tenemos en común. Yo soy discípulo del
Señor y conduzco hacia Él una orden que respeta sus mandamientos. ¡Vos sois secuaz de
Satán! La Estricta Observancia combatirá con todas sus fuerzas a los Iluminados.
A Weishaupt no le alegraba ese fracaso. Le habría gustado hacer de Carlos de Hesse
uno de sus aliados privilegiados, su portavoz incluso. Consumada la ruptura, tendría que
resignarse a presenciar la agonía de la francmasonería templaria, anticuada y corroída
por las creencias cristianas.
Wolfgang tuvo por fin ocasión de hablar largo y tendido con Joseph Haydn, que acababa
de superar los cincuenta pero seguía siendo un músico-lacayo al servicio del príncipe
Esterházy.
—Os felicito por vuestro valor, Mozart. Ser independiente siempre me ha parecido
imposible.
—Vos tenéis la suerte de servir a un buen dueño que os concede muchas libertades. Yo
era esclavo de un tirano. Si no hubiera roto mis cadenas, habría muerto para la música.
—Lo que he oído de vos me complace infinitamente.
Procediendo de Haydn, semejante cumplido ruborizó a Wolfgang.
—Vuestros últimos cuartetos me han conmovido —reconoció—, y los estudio para
perfeccionarme.
—Sobre todo, no os subestiméis, Mozart. Pese a vuestra juventud, vuestro profundo
conocimiento de múltiples formas musicales es del todo sorprendente. Espero que estéis
preparando una nueva ópera. El autor de El rapto del serrallo no debe detenerse en tan
buen camino.
Wolfgang habló de sus proyectos, a excepción de los seis cuartetos que iba a dedicar a
Joseph Haydn. Los dos músicos almorzaron juntos, bebieron un excelente vino blanco en
perfecta armonía con una trucha de los Alpes ahumada y bromearon al evocar a los
hipócritas cortesanos y a los intérpretes ineptos.
Entre ellos nació una amistad profunda, basada en la recíproca estima y el amor por
una música capaz de elevar el alma. Sentían las mismas exigencias creadoras y el mismo
deseo de modelar obras rigurosas y cinceladas, al modo de un artesano que conseguía unir
el espíritu y la mano.
Las cabezas pensantes de la Orden de los Iluminados de Baviera querían conocer a varios
maestros de las logias de la ciudad de Frankfurt, que respetaban hasta entonces los ritos y
los reglamentos ingleses.
Acompañado por el barón de Imperio Adolfo von Knigge, por el profesor Joseph von
Sonnenfels y por el tribuno Bode, Adam Weishaupt presentó a los hermanos un proyecto
de futuro, indispensable para el desarrollo de la francmasonería. ¿Acaso un pensador y un
político de la importancia de Goethe no acababa de ser iniciado a los ritos de los
Iluminados, sin los que las logias se encerraban en un pasado ya muerto?
Las logias de Frankfurt, último bastión sometido a la influencia inglesa, aceptaron
fundar la «Alianza ecléctica», que preservaba su independencia y les permitía, sin
embargo, adoptar la jerarquía secreta de los Iluminados.
Weishaupt se encontraba ahora en pleno corazón de la francmasonería. ¡Cuánto
camino recorrido, desde el nacimiento de su orden, reducida durante mucho tiempo a unos
pocos miembros! Ningún hermano ignoraba ya la poderosa corriente de ideas que él
encamaba. Pero aún era preciso cortar las ramas muertas para fortalecer el árbol
masónico y que éste volviera a florecer.
Mañana, los Iluminados reinarían en Europa. A partir de las logias se preparaba una
toma del poder de la que Weishaupt esperaba que no fuera acompañada por efusión de
sangre. Pero los príncipes y los arzobispos, expulsados muy pronto de sus palacios,
¿sabrían abdicar evitando la violencia?
—¡Se han iniciado las hostilidades! —anunció Geytrand a Joseph Anton—. Me preguntaba
cuánto tiempo permanecerían los francmasones inertes ante las conquistas de los
Iluminados de Baviera. Los rosacruces de Berlín han lanzado la ofensiva, con la ayuda de
uno de los suyos, el propio Federico Guillermo II.
—¿Es una simple escaramuza o un ataque real?
—Los rosacruces denuncian la doblez de los Iluminados y pretenden revelar sus
objetivos reales publicando circulares que los acusan de apoyar las teorías de Voltaire y de
Helvetius, de exigir una ilusoria libertad para todos, de socavar los fundamentos de la
religión cristiana y abogar por el advenimiento de una francmasonería universal cuyo
centro operacional estaría en Austria. Al finalizar este proceso, los Iluminados
proclamarán la unidad de la nación alemana y la gobernarán a su antojo.
Los peores temores de Joseph Anton se confirmaban. Los Iluminados transformaban la
francmasonería en una máquina de guerra, destinada a derribar los tronos.
—Interesante detalle —precisó Geytrand—. El jefe de los Iluminados parece residir en
Viena.
—¿Cómo se llama?
—Joseph von Sonnenfels.
—¿El profesor de ciencias políticas de la universidad?
—El mismo.
Anton consultó el expediente del sospechoso.
—Francmasón y jurista de primera línea, muy escuchado por el emperador. Intocable,
pues. Obtuvo la abolición de la tortura en 1776, devolvió su vigor al Burgtheater
desdeñando las burdas farsas del escenario y defendió, en sus publicaciones, las tesis de la
filosofía de las Luces. Intocable y temible.
—Tal vez no goce siempre de tan altas protecciones —aventuró Geytrand.
—Vigílalo, pero con mucha discreción. Si armara un escándalo, nuestro servicio se
vería desmantelado.
—Esos Iluminados van demasiado lejos. Obligados a avanzar al descubierto, cometerán
errores fatales.
—Pero sería necesario descubrir quién está detrás de su pseudónimo.
Geytrand esbozó una sonrisa.
—Gracias a nuestro gran amigo Soliman, tenemos cuatro importantes identificaciones:
Espartaco es Adam Weishaupt, el fundador de la orden; Filón, el barón Von Knigge; Fabio,
Von Sonnenfels; Abaris, Goethe.
—Espartaco… El jefe de los Iluminados no oculta, al menos, sus intenciones belicosas.
Y he aquí que sale, por fin, de la sombra afirmando su intención de derribar Roma, es
decir, el poder instituido. Tienes razón, Geytrand, sus fieles estarán menos cómodos
cuando ocupen el proscenio. Puesto que no pueden desempeñar eternamente el papel de
eminencias grises, revelarán sus verdaderos proyectos, que no dejarán de escandalizar al
emperador.
—¿Reaccionará a tiempo?
—Le entregaré varios informes de tono muy moderado, para que no me acuse de
excesivas sospechas. Poco a poco, irá desconfiando de esos intelectuales demasiado
influyentes y del ejército que pretenden reunir.
51
—He hojeado cien libretos, si no más —le confesó Wolfgang a Thamos—, pero no he
encontrado ni uno solo digno de interés. Estoy tan desesperado que le he pedido a mi
padre que se dirija al mediocre Varesco. Si se produce un milagro, tal vez se le ocurra una
idea.
—Vamos a organizar ese milagro —decretó el egipcio.
—Os recuerdo que el emperador ya no quiere Singspiel, sino una ópera italiana. Ha
caído bajo la influencia de Antonio Salieri, cortesano perfecto y compositor banal.
—He oído hablar de un poeta hábil.
—¿De quién se trata?
—El abad Lorenzo da Ponte será nombrado libretista de los teatros imperiales. «Noble
figura, buen aire, órgano dulce y suave, poco fasto, sencillo», dice de él el emperador.
Completamente conquistado, al igual que Salieri.
—En ese caso, Da Ponte se negará a proporcionarme un libreto.
—Hay que probar suerte. Mañana se celebrará una cena en casa del barón Wetzlar.
Allí conocerás a ese curioso abad, capaz de hechizar a los grandes de este mundo. El
emperador y Salieri ignoran la verdadera personalidad de Da Ponte. Pese a su título y sus
buenas maneras, es un aventurero, un mentiroso y un mujeriego que estuvo a punto de
ser encarcelado en Venecia, a causa de sus calaveradas y su crítica del orden social. No
tiene genio alguno, pero no carece de talento y tiene sentido del drama musical.
—Suponiendo que convengamos un tema, ¿será maleable y aceptará mis exigencias?
—No hay nadie más maleable que el abad Da Ponte.
El editor Artaria acababa de publicar dos sonatas para piano a cuatro manos[114], pero la
pequeña alegría no ahogaba la inquietud que Wolfgang sentía ante la idea de dirigirse a
Salzburgo. En primer lugar, había que esperar el parto de Constance, ya muy cercano;
luego, como le escribió a su padre, seguía temiendo ser detenido por orden del gran muftí
Colloredo, pues «un meapilas es capaz de todo».
Fue entonces cuando el patán Joseph Leutgeb, afamado cornista de cincuenta y un
años y propietario de una quesería en Viena, irrumpió en casa de los Mozart.
—Escucha, necesito rápidamente un concierto divertido y fácil.
—Estoy resfriado —deploró Wolfgang—. Hoy no tengo ánimos para trabajar.
—¡Vamos, no se lo niegues a un viejo amigo! Estoy seguro de que encontrarás en tu
cabeza una pequeña joya, hoy mismo. Luego iremos a tomar un trago a tu salud. Cuando
se está enfermo, no hay que abandonarse, sobre todo.
Sabiendo que aquel tipo truculento no lo dejaría en paz, Wolfgang se encerró en su
habitación y le pidió que esperara sin hacer ruido.
Unas horas más tarde, el concierto para corno[115] estaba terminado. Algunos acentos
heroicos para poner de manifiesto al intérprete, vigor, pero también una seductora línea
melódica.
Wolfgang cogió unos lápices de color azul, rojo y verde y escribió la dedicatoria:
«Mozart se ha compadecido de Leutgeb, asno, buey y tonto».
52
A las dos de la madrugada, Constance sintió los primeros dolores del parto. A las
cuatro, Wolfgang mandó a buscar a su suegra y a una comadrona.
Durante el alumbramiento, compuso el minueto del cuarteto en re menor[116], el
segundo de la serie de seis que pensaba dedicar a Joseph Haydn, con la esperanza de que
la magia de la música les permitiera, a la madre y al niño, salir airosos de aquella difícil
prueba.
La obra le habitaba: sombría, violenta, febril a veces, expresaba una encarnizada lucha
contra la ansiedad y las tinieblas, revelaba un deseo de libertad, sin la certeza de
obtenerla.
Wolfgang no hablaba con nadie, ni siquiera con su padre, de aquellos dos primeros
cuartetos de un conjunto que, tal vez, lo llevaba hacia el templo. Sólo Thamos conocía su
existencia y lo alentaba a proseguir.
—¡Es un varón! —anunció la comadrona a las seis y media—. Es grande y la mamá se
encuentra bien.
La señora Weber, conmovida, besó a su yerno, que acudió a la cabecera de su esposa,
feliz y relajada.
—¿Cómo lo llamaremos? —preguntó.
—Te propongo un homenaje a nuestro abuelo Reimund, al que añadiremos Leopold,
puesto que mi padre quiere ser el padrino.
Aquel mismo día, Reimund Leopold fue llevado a la iglesia para ser bautizado, y la
joven pareja agradeció a Dios que le concediera su bendición.
A un lado, Wolfgang y Constance. Al otro, Leopold y Nannerl. El hielo era tan grueso que
nadie se aventuraba a romperlo. El odio y el despreció de Nannerl impedían a Constance
pronunciar la más mínima palabra. Los mudos reproches de Leopold obligaban a su hijo a
callarse.
La vieja Miss Pimperl, que dormía veinte horas al día, desbloqueó la situación. En el
colmo de la felicidad, la hembra de fox-terrier saltó a los brazos de Wolfgang para
explorar los bolsillos de su levita, buscando tabaco español.
Sonrieron por fin y se dijeron unas palabras de bienvenida.
—Papá —dijo Wolfgang con voz temblorosa—, ésta es mi esposa. Soñaba con besaros,
y también a mi queridísima hermana.
La atmósfera se relajó un poco. Sólo Nannerl siguió mostrándose marmórea.
—No os aburriréis en Salzburgo —prometió Leopold—. Comenzaremos celebrando el
santo de mi hija y bebiendo un buen vaso de ponche, luego cenaremos con nuestros amigos
músicos, jugaremos a los dardos y pasearemos por el campo.
Finalmente, padre e hijo se dieron un largo abrazo, contentos de volver a verse. Luego,
Leopold aceptó besar a su nuera, mientras Nannerl permanecía distante, decidida a no
dirigir nunca la palabra a aquella intrigante. ¿Acaso el principal culpable de aquella mala
boda, que mancillaba el nombre de los Mozart, no era su propio hermano?
53
L eopold estaba muy orgulloso de haber organizado una reunión de trabajo con su hijo y
el capellán Varesco, el libretista de Idomeneo, rey de Creta.
—Wolfgang se ha convertido en un compositor aguerrido, muy apreciado por los
vieneses. Tras el éxito de El rapto del serrallo, busca una buena historia para ponerle
música.
—Yo tengo una —afirmó el religioso salzburgués.
Wolfgang se temió lo peor, y no quedó decepcionado.
—El título resume ya mi obra —precisó Varesco—: La oca de El Cairo. Sorprendente,
¿no?
Ni Leopold ni su hijo reaccionaron.
—He aquí el drama que obtendrá, sin duda alguna, el favor de un amplio público: el
marqués don Pippo, viudo, encierra en la torre de su castillo a su soberbia hija Celidora,
muy deseada, y a su servidora Lavina, con quien el aristócrata piensa casarse y a la que
pone así al abrigo de las tentaciones. Buen comienzo, ¿no?
—Si vos lo decís —concedió Wolfgang.
—Pues aguardad, no se han terminado las sorpresas. Don Pippo ha firmado un
contrato con Biondello, enamorado de su hija Celidora. Sólo será suya si consigue penetrar
en la torre en el plazo de un año. Fabuloso, ¿no?
El rostro de Leopold permanecía huraño.
—¿Pensáis que es imposible? Pues bien, os equivocáis. Biondello es amigo de
Calandrino, enamorado de Lavina, y dispone del apoyo de la pareja de criados al servicio
del marqués, sin olvidar la ayuda de una misteriosa gitana, llegada de Egipto y que conoce
al dedillo la magia. Con semejante equipo, está convencido de que lo logrará. Para darle
más fuerza a la cosa, toda la obra se desarrolla el último día antes de que expire el plazo.
Así se mantendrá al público constantemente sin aliento.
—¿Cuántos actos? —preguntó Wolfgang.
—Dos —respondió Varesco—. El primero evoca el fracasado intento del héroe de
introducirse en la torre. En el segundo, ¡golpe teatral! El artero Calandrino fabrica una
enorme oca donde se oculta Biondello. Y la gitana la ofrece al marqués alabando el mérito
de aquella obra maestra procedente de El Cairo. Pasmoso, ¿no? Generoso, don Pippo hace
que suban la oca a la torre para distraer a las dos prisioneras.
—Biondello sale de ella, gana la apuesta y se casa con la hija del marqués —afirmó
Wolfgang.
—¿Cómo lo habéis adivinado? —se extrañó Varesco.
—Pura intuición.
—Nuevo golpe de teatro: la gitana revela su verdadera identidad. En realidad, es la
esposa de don Pippo, a la que creía muerta. Fabuloso, ¿no? Y todo termina bien, porque
Biondello se casa con Celidora y Calandrino con Lavina.
Leopold permaneció mudo.
—Serán necesarias numerosas transformaciones —afirmó Wolfgang.
—Ni hablar —objetó Varesco—. Mi libreto me parece perfecto.
—Desde el punto de vista musical, exige varias adaptaciones.
—¡Me niego!
—Sed comprensivo —pidió Leopold—. Una ópera de éxito descansa en la colaboración
del compositor y el libretista.
—Tal vez volvamos a hablar de eso —decidió Varesco, ofendido—. Os dejo.
Consternados, padre e hijo se miraron.
—Esa Oca de El Cairo… ¡Es una verdadera tontería! Ni un solo espectador va a
creérselo.
—No te muestres demasiado intransigente, Wolfgang. Mejorando la intriga, sin duda
podrás sacar algo de ahí.
—¡Es imposible trabajar con ese mediocre!
—Yo le haré entrar en razón.
El compositor Michael Haydn, uno de los buenos amigos salzburgueses de Mozart, tenía
mala cara. Lívido, encorvado, enfebrecido, había perdido toda su alegría de vivir.
—¿Qué te sucede? —se preocupó Wolfgang.
—Tenía que entregar al príncipe-arzobispo seis dúos para violín y viola. Terminé
cuatro antes de ponerme enfermo. Le presenté mis excusas de inmediato, rogándole que
me concediera un plazo.
—¿Y se ha negado, el tirano?
—Ha exigido la entrega inmediata de los otros dos, pero soy incapaz de
proporcionárselos. De modo que ha suspendido mis honorarios y ahora estoy sin un
céntimo.
Decididamente, el gran muftí no cambiaba. Cruel, despótico, implacable, seguía
martirizando a los músicos que no tenían ni el valor ni la posibilidad de abandonar
Salzburgo.
—Estoy acabado, Wolfgang. El príncipe-arzobispo va a despedirme.
—De ningún modo, puesto que le entregarás hoy mismo las obras prometidas.
—No tengo fuerzas para componerlas, ¡te lo aseguro!
—Yo me encargaré de eso.
—¿Lo… lo harías?
—No puedo soportar ver a un amigo angustiado.
Utilizando un lenguaje de fuga donde afloraba la ciencia de Johann Sebastian Bach,
aun respetando el estilo ligero que tanto apreciaba Colloredo, Wolfgang escribió los dos
dúos para violín y viola[120] que Michael Haydn llevó al palacio del príncipe-arzobispo.
54
A Wolfgang le encantó conocer al profesor Joseph von Sonnenfels y discutir largo rato con
él. Hablaron primero del Burgtheater, que se había convertido en una hermosa sala de
teatro donde se representaban obras de calidad. Abordaron luego la política liberal del
emperador José II, que ambos aprobaban sin reserva alguna.
Puesto que Mozart permanecería aún cierto tiempo en Salzburgo, el profesor de
ciencias políticas le presentó a algunos amigos, sin indicarle que pertenecían a una logia
de los Iluminados[121].
—En el mayor secreto —reveló—, reflexionamos juntos sobre los problemas de nuestra
época y nos indicamos, unos a otros, los libros importantes, como los de Herder, Wieland o
Lessing.
—¿Os interesáis también por los misterios egipcios?
—Por supuesto. Entre nuestras obras de referencia figuran el Sethos del abad
Terrasson y el opúsculo consagrado a los sacerdotes del Antiguo Egipto, Crata Repoa, sin
olvidar El asno de oro de Apuleyo, que evoca la iniciación a los misterios de Isis.
Llamamos a nuestra asamblea la Cantera. Dados vuestros conocimientos, Mozart, vos ya
no sois un Novicio, sino un Minerval, a quienes simbolizamos con un pájaro con cabeza de
hombre[122]. A nuestro modo de ver, lo importante es salir de las tinieblas de la ignorancia
y propagar la luz del saber, aunque eso tope con el poder instituido, con la aristocracia
imbuida de sus privilegios y con la Iglesia, aferrada a sus dogmas.
Wolfgang avanzaba por terreno conocido y no lamentaba en absoluto aquella estancia
en Salzburgo. En cuanto tuviera un momento libre y pudiera ausentarse discretamente,
iría a conversar con aquellos pensadores.
Aunque no apareciese, Thamos el egipcio sin duda estaba en la base de aquella nueva
etapa de su Búsqueda. Indirectamente, le procuraba los alimentos intelectuales que
necesitaba para descubrir el camino del templo.
Aquel día había muchísima gente en la iglesia de San Pedro, donde iban a tocar la Gran
misa en do menor[123] de Mozart. No se parecía a nada de lo conocido y tal vez no podría
haber sido interpretada en la catedral, feudo de Colloredo.
Wolfgang había descartado algunas partes de la misa tradicional, especialmente el
Credo, cuyas palabras ya no correspondían a su andadura espiritual[124].
Antes de entrar en la iglesia, pensó en su última entrevista con sus nuevos amigos del
Minerval, que, amenazados por las investigaciones policíacas, pronto abandonarían
Salzburgo. Como él, se felicitaban por las decisiones de José II: abolir el trabajo forzoso en
los dominios agrícolas, establecer el matrimonio civil facilitando divorcios y nuevos
matrimonios. Además, el 3 de septiembre, el Tratado de Versalles había puesto fin a la
guerra de Independencia americana. Reconociendo la existencia de los Estados Unidos,
Inglaterra consagraba un impulso hacia la libertad en el que participaban muchos
idealistas próximos al Minerval.
—Tengo miedo —le confesó Constance a su marido.
—No temas, todo irá bien. Ya ves, he cumplido mi promesa: nos hemos casado y he
compuesto para ti esta misa, cuya parte para soprano cantarás tú, aquí, en Salzburgo, mi
antigua prisión.
Cuando Constance interpretó el Et incarnatus est con todo su corazón, Wolfgang se
estremeció. Lo que se encarnaba, en aquel instante, era un momento de frágil felicidad,
tan frágil que era preciso percibir su menor vibración y no olvidarla jamás.
Muchos oyentes, entre ellos Nannerl, se sintieron escandalizados por el carácter muy
poco religioso de la obra, que se desmarcaba excesivamente de las reglas habituales. A
causa de esa tal Constance, a la que seguía sin dirigir la palabra, Wolfgang iba por el mal
camino.
La vieja Miss Pimperl gemía de tristeza. ¿Por qué Wolfgang, su preferido, volvía a
marcharse? Durante su breve estancia en Salzburgo la había acariciado a menudo, y ella
había vuelto a jugar incluso.
A las nueve y media, Wolfgang y Constance se despidieron de Leopold y de Nannerl. El
músico tomó por última vez al fox-terrier en sus brazos, temiendo que no podría mimar
más a aquella amiga tan fiel, cuya salud se degradaba. No obstante, ignoraba que no
tendría ocasión de volver a ver a su hermana, que seguía mostrándose gélida con
Constance.
—Sigue trabajando duro —le exigió Leopold.
—Os lo prometo.
La joven pareja llegó a Linz, donde los aguardaba el viejo conde Thun, que los invitó a
alojarse en su palacio. El 30 de octubre anunció a Mozart que organizaba un concierto
para el 4 de noviembre, cuyo ensayo tendría lugar el día 3 por la noche.
—¿Cuál será el programa? —preguntó el músico.
—Me gustaría mucho una sinfonía inédita.
—¿En tan poco tiempo?
—¿No sois capaz de hacerlo?
—Probémoslo.
Irritado por los aduladores salzburgueses, tan dispuestos a incensar cualquier nueva
bobada vienesa, Wolfgang le escribió a su padre para indicarle que detestaba el halago en
todas sus formas: «Las golosinas y los lametones no son siempre agradables. Sólo a los
tontos y a los asnos puedes imponerte de ese modo. Yo soportaría mejor a un patán que no
se ruborizara aliviándose ante mí que dejarme atrapar por tan falsos arrumacos».
Luego, comenzó a trabajar día y noche, y creó una obra grave, meditativa y altiva, no
desprovista de optimismo, en la que pasaba revista a ese extraño período que le parecía
una puerta entre dos mundos. Así nació la sinfonía Linz[125], de unos cuarenta minutos de
duración.
Ante la gran satisfacción del conde Thun, fue interpretada el 4 de noviembre. ¿Cómo
había conseguido Mozart, en tan poco tiempo, componer una obra maestra tan larga y
sólida?
—Sois un mago —reconoció—. Podemos escucharos, no comprenderos. Este
inestimable presente ilumina mi vejez.
55
Ignaz von Born, autor de una feroz sátira[126] contra la religión oficial, donde definía a los
monjes obtusos como una especie a mitad de camino entre el mono y el hombre, acudió a
Praga para entrevistarse allí, en secreto, con algunos hermanos deseosos de fundar una
nueva logia de investigación.
Las entrevistas tuvieron lugar en una de las casitas construidas para los alquimistas,
detrás del palacio de Hradschin, por orden del emperador Rodolfo II.
Aunque el barón Van Swieten no hubiera obtenido prueba alguna de la existencia de
un servicio secreto encargado de espiar a los francmasones, Von Born seguía mostrándose
muy desconfiado. Y se hacía constantemente una terrible pregunta: ¿existían confidentes
en el propio seno de las logias?
De todos modos, Viena no escaparía a los controles de la policía del emperador. Si José
II seguía en la vía del liberalismo, entretanto, Von Born seguiría preparando el
recibimiento del Gran Mago. No obstante, era mejor tener en Praga una posición de
repliegue.
—Un extraño tipo pregunta por ti —le anunció Constance a Wolfgang—. Al parecer, es
grave.
—Voy a ver.
Aquel hombrecillo gris no debía de sonreír a menudo.
—¿Sois Wolfgang Mozart, maestro de capilla?
—Exacto.
—Soy el emisario del banquero Ochser.
—No conozco a ese caballero.
—Él sí os conoce. Durante vuestra estancia en París, el mes de octubre de 1778,
contrajisteis, a través de nuestro banco, una deuda de doce luises de oro.
—No lo recuerdo —confesó Wolfgang.
—Nosotros lo recordamos. He tardado mucho tiempo en encontraros y exijo, hoy, el
pago de esa deuda, so pena de iniciar diligencias.
—Tanto tiempo después… ¡Qué memoria!
—¿Qué me respondéis, señor Mozart?
—En realidad, yo no era responsable de ese viaje. Debéis dirigiros, pues, a mi padre,
Leopold Mozart, vicemaestro de capilla del príncipe-arzobispo Colloredo, en Salzburgo.
—¿Es solvente?
—¡No insultéis a nuestra familia!
Wolfgang le escribió de inmediato a su padre rogándole que interviniera y acabara con
el ridículo asunto, luego volvió a su trabajo en curso sobre La oca de El Cairo. Los tres
primeros fragmentos compuestos[128] no le disgustaban, pero no podía seguir adelante con
semejante libreto. De modo que exigió numerosas modificaciones, que Varesco, a pesar de
su susceptibilidad, tendría que admitir.
C ara a cara, junto a una gran chimenea que dispensaba un agradable calor, el Gran
Maestre Femando de Brunswick y su adjunto Carlos de Hesse vivían las últimas
horas de un año horrible.
—¿Siguen siendo tan malas las noticias? —preguntó el Gran Maestre, envejecido y
fatigado.
—Las logias no dejan de abandonar la Estricta Observancia —reconoció Carlos de
Hesse, cuyo ángel custodio no hacía ya ruido alguno—, y nos han llegado muy pocas
aportaciones.
—Pronto estaremos arruinados, hermano mío. He consagrado buena parte de mi
fortuna, como vos mismo, al desarrollo de nuestra orden, y hemos fracasado.
—La tradición templaria ha muerto, lo admito, pero la aportación de Willermoz aún
puede permitimos salvar la Estricta Observancia.
—Tengo la sensación de que no digiere su victoria y de que sus Caballeros
bienhechores de la Ciudad Santa forman un mediocre ejército. ¿Por qué no se apresuran a
enviarnos unos rituales convincentes?
—Esa tarea es larga y difícil; exige mucha reflexión. No perdamos la esperanza.
A las siete, Wolfgang había terminado de arreglarse. Para su vigésimo octavo aniversario,
en vez de hacer que le empolvaran simplemente los cabellos, había pedido al peluquero
que se los rizara, los peinara hacia atrás y los recogiera en una coleta.
Desde una de las ventanas de su nuevo apartamento, observaba el Graben, la plaza
principal de Viena, siempre animada. Cuatro mil carrozas y coches de tamaños diversos
pasaban todos los días por allí.
Vivir en el tercer piso de aquella vasta mansión[132] representaba una gran
satisfacción, tanto más cuanto el propietario, Thomas von Trattner, librero-editor, había
aceptado rebajar el alquiler semestral de setenta y cinco a sesenta y cinco florines.
Aspecto fundamental, el edificio contaba con una sala en la que Wolfgang pensaba dar
conciertos privados y de pago, que le permitieran asumir sin dificultades sus cargas. Y, en
su pianoforte construido por Anton Walter, compondría por la tarde y por la noche, tras
las lecciones y las interpretaciones públicas que le imponía su condición de músico
independiente.
Constance apoyó de manera suave la cabeza en el hombro de su marido.
—Feliz aniversario, querido. ¿No descansas un poco hoy?
—Lamentablemente, la jomada se anuncia tan intensa como todas las demás.
—Yo me veré obligada a hacer la siesta y a evitar los penosos esfuerzos.
—Quieres decir que…
—Estoy encinta.
La pareja se besó apasionadamente.
—¡Será un barón y vivirá hasta la vejez! —prometió Constance.
Imbuido de la alegría que le procuraba la maravillosa noticia, completada por la
próxima representación de El rapto del serrallo en el Burgtheater, Wolfgang dejaba que
su energía creadora se orientase en dos direcciones distintas.
Una tomó la forma de un elegante concierto para corno[133], cuyo movimiento lento era
una apacible romanza; la otra, la del tercer cuarteto[134] de la serie de seis, que quería
dedicar a Joseph Haydn.
Pese a profundas meditaciones, casi ansiosas, la obra afirmaba una esperanza, como si
el alma, tras haber dudado largo tiempo, cruzara por fin el umbral de un mundo nuevo. A
diferencia de los dos primeros cuartetos, éste tenía un verdadero final, con acordes
marcados.
Un concierto agradable por un lado, su música interior por el otro, en busca de la
Luz… El compositor no se sentía por ello desgarrado. Esta diversidad vibraba en él, se
sabía capaz de conciliar los contrarios a condición de no traicionar nunca su sentido de lo
auténtico.
Durante una recepción que dio el príncipe Dimitri Galitzin, Thamos tuvo ocasión de
hablar con Gottfried van Swieten.
—He multiplicado las investigaciones —reveló el barón—. Ninguna ha tenido éxito.
Ciertamente, la policía vigila con discreción a algunos francmasones, pero también a los
agitadores de ideas que no pertenecen a la orden. Según recientes informaciones, el
emperador ve más bien con buenos ojos a la francmasonería, en la medida en que las
logias vienesas aprueban su reforma.
—¿No desconfía de los Iluminados de Baviera?
—No cree que sean peligrosos ni que se opongan a su política.
—¿Por qué, entonces, confiar la vigilancia de las logias a un servicio secreto?
—Porque José II, como buen jefe de Estado, tiene siempre a mano varias barajas.
—¿Creéis, pues, en la existencia de un hombre en la sombra, directamente en contacto
con el emperador… y que al parecer no comete imprudencia alguna, como si nunca saliera
de su despacho?
—Si ha tejido una red de confidentes, está llenando carpetas, permanece agazapado en
las tinieblas y sólo actúa sobre seguro.
—Confidentes… ¿En el exterior y en el interior de las logias?
—Eso me temo.
W olfgang se preguntó si podría aguantar mucho tiempo el ritmo infernal que había
adoptado desde el comienzo de la cuaresma. El 1 de marzo, el 5, el 8, el 12 y el 15,
conciertos en casa del conde Esterházy; el 4, el 11, el 18 y el 19, en casa del príncipe
Galitzin, sin olvidar, el 17, su primera academia por suscripción en la sala Trattner. Todas
las veces, un público entusiasta y una buena entrada de dinero. «De este modo —le
confiaba a Constance—, no me oxidaré».
A pesar de esa intensa actividad como intérprete, Wolfgang no dejaba de componer,
pues los oyentes reclamaban algo nuevo. Así, el 15 de marzo, había tocado un
concierto[138] «que te dejaba empapado», tal era el virtuosismo que exigía. El solista,
orgulloso y conquistador, daba una vigorosa réplica a una poblada orquesta.
Aquella noche, en casa del conde Esterházy, que estrenaba un concierto en re
mayor[139] que provocaba, también, chorros de sudor. La misma conquistadora alegría que
en la obra precedente, con el mismo ardor. El compositor y el intérprete se ganaban los
corazones, Wolfgang se embriagaba con su éxito.
—¿Por qué no tocáis más de prisa aún? —le preguntó uno de aquellos críticos hastiados
y desdeñosos que no se asombraban ante nada.
—Los acróbatas creen que la velocidad produce fuego. Pues bien, cuando no hay fuego
en una composición no vas a hacer que surja aunque la toques al galope. Es mucho más
fácil tocar con rapidez que lentamente. En los pasajes arduos, puedes dejarte algunas
notas sin que nadie lo advierta. Pero ¿es eso música hermosa?
—¡Una opinión demasiado tajante, Mozart!
—¿No vale tanto como la vuestra?
—¡Yo suelo juzgar a los músicos!
—¿Habéis compuesto algo ya?
El crítico se apartó, furioso. Wolfgang se había ganado un nuevo enemigo.
El 24 de marzo, Wolfgang había dado su segunda academia por suscripción con, como
momento principal, el concierto en re[141]; el 25, concierto en casa de Galitzin; el 26, en
casa de Esterházy; el 27, en la sala Trattner, participación en la academia del pianista
Richter; el 29, concierto en casa de Esterházy; el 31, tercer y último concierto por
suscripción; y aquella noche, un enorme programa en el Burgtheater, donde dirigiría las
sinfonías Haffner y Linz y tocaría el concierto en re mayor, sin olvidar varias arias y un
quinteto para piano, oboe, clarinete, corno y fagot[142], estrenado la víspera.
—Es lo mejor que he hecho en mi vida —le confió a Constance.
La ciencia de los timbres y las combinaciones instrumentales rozaba la perfección.
Wolfgang no volvería nunca más a semejante conjunto, pues aquel milagro no se
reproduciría. ¿Era una culminación o un falso límite que debía superarse?
El músico había soñado con el éxito y la gloria, sobre todo para asegurar su
independencia. Alcanzado el objetivo, no se limitaba a ello, puesto que aquel éxito no le
abría las puertas del templo. Finalmente, aquel enloquecido período concluía. Un último
concierto en casa del conde Palffy, el 9 de abril, y el compositor podría descansar.
Los dos primeros movimientos del concierto en sol mayor[143] estaban terminados cuando
Wolfgang pasó ante una pajarería y oyó un jilguero[144] que cantaba una melodía que
grabó en su memoria, exclamando: «¡Qué hermoso es!».
En cuanto regresó a casa, anotó los cinco primeros compases de un rondó con
variaciones muy impulsivo que coronó su nueva obra, en la que la alegría alternaba con
pasajes casi melancólicos.
Sin embargo, como habría asegurado la sabiduría popular, ¿acaso no lo tenía todo para
ser feliz? Incluso un pájaro le ofrecía algo con lo que alimentar su inspiración, a él, al
músico de moda del que Viena no quería prescindir.
Pero la sabiduría popular se equivocaba, pues le faltaba lo esencial: el conocimiento de
los misterios en los que eran iniciados los sacerdotes del sol.
58
Tras las últimas entrevistas con algunos hermanos muy bien situados, el emperador
proclamó el nacimiento de una Gran Logia de Austria cuya Gran Maestría confió a un
dignatario inofensivo, el conde Johann Carl von Dietrichstein-Proskau, de cincuenta y seis
años de edad, y la Gran Secretaría al mineralogista Ignaz von Born. Ambas
personalidades, honorablemente conocidas, sabrían dirigir apaciblemente esa nueva
institución, que contaba con siete provincias. Austria contaba con diecisiete logias, ocho de
ellas en Viena; Bohemia, con siete; Galitzia, con cuatro; la Lombardía austríaca, con dos;
Transilvania, con tres; Hungría, con doce, y los Países Bajos austríacos, con diecisiete.
—Bonita jugarreta —apreció Joseph Anton—, muy bonita. He aquí a los hermanos
enmarcados en la «Orden Real de la Francmasonería». Este reconocimiento oficial es un
verdadero cepo del que no serían conscientes de inmediato. Y el emperador les reserva
otras sorpresas.
—Ya no servimos para nada —gimió Geytrand.
—¡Al contrario, mi buen amigo, al contrario! Cuando los hermanos más peligrosos
descubran que ya no disponen de ninguna libertad de maniobra, intentarán formar logias
disidentes. Así pues, deberemos aumentar la vigilancia.
Thamos e Ignaz von Born aguardaban las explicaciones de su hermano Tobias Philippe
von Gebler.
Acusando el fardo de sus cincuenta y ocho años, el vicecanciller se sentó pesadamente
en un sillón.
—Reconozco haber influenciado mucho al emperador. La creación de esta Gran Logia
de Austria me parecía indispensable.
—¿Por qué razón? —preguntó Von Born.
—Nos dirigíamos a la catástrofe —explicó el autor de Thamos, rey de Egipto—. El
arzobispo de Viena, Anton Migazzi, enemigo jurado de la francmasonería, ha introducido
varios espías en las logias. Los émulos de los rosacruces sueñan con llevamos hacia el
cristianismo, y los nostálgicos de la Estricta Observancia querrían despertar de nuevo el
espíritu templario. ¡En resumen, un follón! Gracias a esta nueva institución, veremos las
cosas más claras. El Gran Maestre es un hombre de paja que se limitará a ostentar su
rimbombante título. Para todo el mundo, el verdadero jefe de nuestra orden será nuestro
hermano Von Born, a quien he conseguido imponer sin dificultad alguna.
—¿Qué exige el emperador? —preguntó Thamos.
—El estricto respeto de la carta fundacional de la Gran Logia de Austria y la puesta a
punto de un reglamento interior que se imponga al conjunto de las logias. Naturalmente,
le será comunicado.
—El verdadero Gran Maestre es José II —rectificó Von Born.
—Ahora, al menos, la situación mejora, y trazaremos con seguridad nuestro camino,
lejos de las tendencias místicas y ocultistas. Esta misma noche, en la reunión de los
Venerables, examinaremos esta carta.
Ignaz von Born no ocultó su escepticismo.
—El emperador quiere controlarlo todo —estimó—. Ya no nos dejará en paz y tomará
otras medidas que reducirán nuestra libertad hasta aniquilarla.
—Sigamos preparando la iniciación del Gran Mago —abogó Thamos—.
Afortunadamente, se acerca el momento.
59
Tras la academia que él mismo había organizado el 8 de mayo en casa de los Trattner, sus
propietarios, Wolfgang recuperó por fin el aliento. Seguía levantándose, sin embargo,
entre las cinco y las seis, y mantenía su ritmo de trabajo aun concediéndose, todas las
mañanas, un delicioso paseo con Constance por el jardín del Augarten.
El embarazo iba bien, y su amor, tierno y cómplice, florecía al hilo de los días.
—Una seria dificultad nos envenena la existencia —dijo ella.
—Apuesto a que sé de qué se trata: nuestra criada salzburguesa, Liser Schwemmer.
—No sabe preparar el fuego ni hacer café. Su única tarea consiste en poner los platos
en la mesa del comedor. Cuando me ayuda a ponerme un vestido o a quitármelo, se queja
de exceso de trabajo. Se gasta todo el salario en comprar vino y cerveza. Ayer, la encontré
borracha como una cuba en su cama. Había vomitado tanto que tuve que cambiar las
sábanas y el colchón. ¡Esto no puede seguir así! Despidámosla y sustituyámosla por otra.
—Tienes razón, querida, pero…
—¿Pero?
—Si yo fuera un hombre al que le gustara hacer infeliz a la gente, la despediría de
inmediato. Seamos benevolentes conservándola tanto tiempo como sea posible.
Pensándolo bien, Wolfgang se había mostrado ingrato y lo lamentaba. De modo que acudió
a la pajarería con la esperanza de que el creador de los primeros compases del rondó del
concierto en sol mayor[146] no hubiera encontrado comprador.
Por suerte, el jilguero estaba aún allí.
En cuanto divisó a Mozart, entonó su melodía favorita.
—¿Cuánto quiere usted por él? —preguntó el músico al pajarero.
—Treinta y cuatro kreutzers.
Wolfgang no discutió.
—Seremos buenos amigos —le prometió a su nuevo compañero—. ¿Cómo voy a
llamarte…? ¡Ah, ya lo tengo: Star! ¿No eres acaso una estrella que ilumina nuestros días
gracias a tu notable talento?
Star saludó su bautismo cantando forte y allegro.
60
—¿A qué viene esa cólera, hermano? —preguntó Bischoffswerder, uno de los jefes de la
Rosacruz de Oro, tan bien situados que influían en las más altas autoridades.
—Los Iluminados de Baviera, a los que pertenezco, quieren destruir los poderes
establecidos y la sociedad —respondió Utzschneider—. Hay que impedirles hacer daño.
El traidor omitió añadir que deseaba vengarse porque acababan de negarle un ascenso.
—¿Tienes pruebas de lo que dices?
—He tomado notas con toda discreción —reveló Utzschneider—. Os entrego un
expediente explosivo que contiene las declaraciones de varios dignatarios y revela las
verdaderas intenciones de los Iluminados. Os toca actuar de prisa y con fuerza.
—Cuenta conmigo, queridísimo hermano.
¡Los rosacruces de oro de Berlín no podían esperar semejante regalo! El documento fue
transmitido de inmediato a su principal apoyo, Federico Guillermo II. Pero éste,
negándose a intervenir en su territorio y a ponerse en evidencia, confió el trabajo sucio al
príncipe-elector de Baviera, Karl Theodor.
El jesuita Frank, consejero político y confesor de Karl Theodor, se frotaba las manos.
Gracias al expediente de Utzschneider y a los complementos de los rosacruces de oro de
Berlín, había convencido a su ilustre patrón de que tomase una decisión tan radical como
explosiva.
El edicto de Karl Theodor prohibía formalmente cualquier sociedad secreta en los
Estados sometidos a su jurisdicción. Considerándose investido de una misión sagrada
consistente en salvar a la Iglesia, el príncipe-elector ponía fin a las actividades de sectas
subversivas y temibles, a la cabeza de las cuales figuraban los Iluminados de Baviera y las
logias masónicas, sin nombrarlos por ello.
Frank esperaba una reacción violenta, sobre todo por parte de los Iluminados. Lo que
llevaría a Karl Theodor a utilizar la fuerza e incitaría a los tribunales a dictar penas de
cárcel.
Fuera como fuese, aquel decreto los hacía pasar por el aro y detenía en seco su
crecimiento. La Iglesia podía felicitarse por aquel éxito, que sería seguido por muchos
otros si el emperador José II, a su vez, percibía el peligro y adoptaba las medidas
necesarias.
—Mi amigo Frank ha actuado de un modo magnífico —estimó Geytrand—. He aquí que
los Iluminados han sido heridos en pleno corazón, y además, en su propio feudo, Baviera.
—Lamentablemente, el decreto del príncipe-elector Karl Theodor es demasiado vago —
deploró Joseph Anton—. No designa explícitamente a los Iluminados y los francmasones.
—¡Nadie va a engañarse!
—Las altas personalidades, incluso los magistrados, que pertenecen a la orden,
retardarán o bloquearán la aplicación de esta ley afirmando que la francmasonería no
lleva a cabo acción ilegal alguna y no amenaza ningún trono.
—Puesto que es, efectivamente, una sociedad secreta, los tribunales la prohibirán.
—Sería demasiado sencillo, mi buen Geytrand. Los francmasones encontrarán mil y
una maneras de escapar a la sanción.
—Frank quiere acabar con ellos y Karl Theodor sigue ciegamente sus directrices.
—En pleno ascenso, los Iluminados no renunciarán a imponerse. Sin duda fingirán que
se doblegan para contraatacar mejor. La guerra no ha hecho más que empezar.
61
T ras su paseo a caballo, hacia las siete, Wolfgang dividía su tiempo entre las
composiciones y las lecciones. Para descansar, le gustaba jugar al billar mientras
discutía con Constance. Había comprado una hermosa mesa cubierta de un soberbio
tapete verde, doce tacos y cinco bolas. Una linterna y cinco candelabros iluminaban la
superficie de juego.
Aquella noche, el matrimonio Mozart recibió a varios cantantes, entre ellos Michael
O’Kelly y la joven soprano, de diecinueve años, Nancy Storace, acompañados por su
enamorado Stephen, un violinista impetuoso y celoso. Le preguntaron a Constance por su
salud antes de alabar los méritos de Inglaterra y jugar una partida de billar, vaciando
algunas botellas.
El pájaro Star saludó aquellas diversiones cantando una hermosa melodía que Nancy
Storace repitió.
—Tu voz es espléndida —estimó Wolfgang.
—¿Me elegirás como intérprete para tu próxima ópera?
—Si consigo encontrar un buen libreto, sin duda.
—¿Tan difícil es?
—Sólo he leído historias estúpidas y sin interés. Pero no pierdo la esperanza.
Geytrand puso en la mesa de Joseph Anton la edición, en Torricella, de dos sonatas para
piano[152] y una sonata para piano y violín de Mozart[153].
—¿Estás aficionándote a la música de moda?
—Mirad bien la página de créditos, señor conde.
El examen de Anton fue revelador.
—Varios emblemas masónicos… ¿Qué significa eso?
—O Mozart se afirma como francmasón o el editor muestra sus convicciones y su
simpatía.
Joseph Anton consultó las listas.
Mozart no figuraba en ellas. La segunda hipótesis era, pues, la cierta.
—Es extraño —dijo Geytrand—. ¿Se habrá permitido el editor esta audacia sin el
explícito acuerdo del autor?
—Claro, puesto que puede incluso modificar la partitura.
—Dicho de otro modo, no hay nada que pruebe que Mozart esté vinculado de un modo
u otro a la francmasonería.
—Nada —concluyó Anton—. Sin embargo, su nombre aparece con demasiada
frecuencia. Así pues, me interesaré más por él.
En Perú, un arqueólogo descubría los restos del reino de las amazonas. Mientras un
meteorólogo proseguía con sus investigaciones, un enamorado perdido sólo pensaba en su
amada.
Sobre las bases más bien flojas de ese libreto de Petrosellini, Wolfgang comenzó una
ópera[154].
Aburriéndose a sí mismo, al escribir una música vacía de sentido, lo dejó muy pronto.
—El abad Da Ponte desea verte —le avisó Constance.
Wolfgang no esperaba ya aquella visita. Nombrado poeta oficial de la corte con un
salario de seiscientos florines gracias a la ayuda de su protector, Salieri, el libretista le
explicaría probablemente que estaba desbordado.
—¡Querido Mozart, he ahondado en mi idea! Y ese Marido decepcionado me gusta
mucho. Emilia, una joven y noble romana, ama a Aníbal. Al enterarse de su muerte,
escucha a su tutor, que le aconseja casarse con un viejo chocho. Golpe de teatro: Aníbal
reaparece, vivito y coleando, aunque deseado por otras dos mujeres locamente
enamoradas, ¡una de ellas, cantante! Un solo hombre expuesto a la rivalidad de tres
aspirantes: ya podéis imaginar las complicaciones y las repercusiones. Todo acaba
arreglándose y Aníbal se casa con Emilia. Trabajad, pues, con eso, Mozart.
Presuroso, Da Ponte se esfumó.
Wolfgang recorrió el libreto y no sintió entusiasmo alguno. Decir que sí a Da Ponte era
tener la seguridad de que la obra se representaría. Pero aceptar la historia tal cual…
Tenía que pensarlo.
El marido no era el único que se sentía decepcionado. Tras haber compuesto una obertura,
dos coros y dos melodías para Lo sposo deluso[155], Wolfgang, irritado, lo dejó.
¡Lamentable libreto! ¿Cómo tratar semejante tema en estilo bufo y hacer divertida a
una heroína ofendida e infeliz? Ennegrecer así a los personajes femeninos le disgustaba
sobremanera. Y ninguno tenía carácter suficiente.
Desde sus contactos con los Iluminados de Salzburgo y sus lecturas de obras esotéricas,
Wolfgang necesitaba profundidad, no las diversiones irrisorias del abate Da Ponte.
Abandonó, pues, aquel pobre proyecto, convencido de que no seguiría tratando con aquel
taimado cortesano, demasiado próximo al mediocre Salieri.
Una triste noticia, procedente de Salzburgo, se añadió a aquella decepción: Miss
Pimperl, la hembra de fox-terrier, acababa de morir. ¡Cómo le habría gustado mimarla
hasta el último instante, evocando sus mil y un recuerdos! Wolfgang era su preferido,
percibía la menor emoción de Miss Pimperl, y su complicidad les ofrecía maravillosos
momentos de felicidad.
Tras la muerte de su amada perra, la juventud de Mozart se desvanecía.
62
Dirigiéndose con Constance a casa del barón Van Swieten, como todos los domingos,
esperaba descubrir nuevas obras de Johann Sebastian Bach.
La víspera, el barón había creído descubrir por fin unas pistas serias que lo condujeran
al cazador de francmasones. Tras la verificación, se trataba sólo de un policía encargado
de llevar expedientes referentes a los cortesanos relacionados con el Ministerio de la
Guerra.
Junto al clavecín estaba Thamos, más impresionante aún que de costumbre. Van
Swieten presentó a Constance a los demás invitados, dejando al egipcio cara a cara con el
músico.
—¿Estás satisfecho con tu nuevo apartamento?
—¡Es una maravilla! Joseph Haydn y algunos colegas vendrán muy pronto para tocar
música de cámara. Vos estáis permanentemente invitado, por supuesto.
—Tengo que transmitirte otra invitación.
La seriedad de su tono hizo que el compositor se estremeciera.
—Tras todos estos años de búsqueda, de éxitos y fracasos, tras tus contactos con
francmasones de diversas tendencias, tras numerosas lecturas, ¿deseas proseguir solo tu
camino o intentar cruzar la puerta del templo?
Por un instante, Wolfgang cerró los ojos.
—¡Esperaba esa pregunta desde hacía tanto tiempo!
—¿Qué respondes?
—Cruzar esa puerta es mi más caro deseo.
—Antes deberás superar una última prueba. Si fracasas, no volveremos a vernos.
63
U
silla.
n hombre de edad al que no conocía vendó los ojos de Wolfgang, lo cogió de la mano,
lo introdujo en una sala que le pareció muy amplia y lo ayudó a sentarse en una
—Profano —dijo una voz severa—, os acoge un templo. Aquí están reunidos algunos
hermanos en busca de la Luz y el conocimiento. Quieren sondear vuestro corazón y
vuestro espíritu para saber si realmente deseáis compartir su Búsqueda. Os ruego, pues,
que les respondáis sinceramente. Tras esta prueba, adoptaremos una decisión por
unanimidad. O nuestros caminos se separarán o seréis admitido entre nosotros. Y ese
juicio será inapelable. He aquí la primera pregunta: ¿qué es la iniciación?
Wolfgang tuvo la impresión de hacerse un lamentable embrollo. No encontraba las
palabras, mezclaba las ideas y no se expresaba como habría deseado. Sin embargo, gracias
a la venda, miraba en su interior y permanecía concentrado.
A pesar de la intensidad de aquellos instantes, a pesar del miedo a fracasar y de la
necesidad de responder a numerosas y variadas preguntas sobre su pensamiento, su
existencia, sus gustos, su concepción de la música, sus cualidades, sus defectos y muchos
otros temas, sintió cierto desapego, como si aquello no le concerniera de modo directo.
A su alrededor, ninguna energía negativa, sólo seres que lo escuchaban con atención y,
lejos de juzgarlo, intentaban comprenderlo y saber si lograría seguir la senda iniciática.
—Os agradecemos que hayáis aceptado hablar sin ambages —concluyó la voz grave—.
Vamos a acompañaros hasta el exterior. Dentro de algún tiempo os haremos saber el
resultado de nuestra votación.
Ayudaron a Wolfgang a levantarse y a salir de la sala. Luego, el mismo hombre de
edad le quitó la venda y, sin decirle una sola palabra, le abrió la puerta de la morada en la
que había sido convocado.
Llovía.
Wolfgang no regresó directamente a casa, pues sentía ganas de vagabundear por las
calles de Viena.
Ahora, su destino estaba sellado. Si la logia rechazaba su candidatura, no cruzaría el
umbral del templo y nunca más vería a Thamos el egipcio. Si los hermanos lo acogían
entre ellos, una nueva vida comenzaría, una vida que iba a dar sentido a todas sus
experiencias pasadas y le desvelaría nuevos horizontes cuya presencia percibía sin
distinguirlos claramente.
Su destino quedaba sellado, y él ignoraba la decisión. ¿Cómo conciliar el sueño en esas
condiciones?
—¡Tienes los ojos enrojecidos, pero estás muy pálido! —advirtió Constance, inquieta—. ¿Te
encuentras mal?
—No, simplemente he dormido mal.
—¿Por lo de tu extraña velada?
—¡No puedes imaginar el peso de la incertidumbre! Ser el último en saber es una
verdadera prueba.
Wolfgang improvisó al clavecín. Seducido por una melodía, el pájaro Star la cantó.
—¿Una buena señal?
—Voy a pasear.
Puesto que no lograba concentrarse y no podía estarse quieto, el compositor pensaba
caminar hasta agotarse.
Ante la catedral de San Esteban estaba Thamos.
—Hermoso día —estimó el egipcio—. Un sol generoso, una temperatura adecuada.
Wolfgang fue incapaz de contener la pregunta que le abrasaba los labios.
—¿Tenéis… el veredicto?
—Claro, puesto que estaba presente.
—¿Queréis… comunicármelo?
—Querer no es el término exacto.
—¿Cuál debo utilizar?
—En realidad, Wolfgang, mis hermanos me han confiado el deber de anunciarte el
resultado de sus deliberaciones.
Puesto que el rostro de Thamos permanecía indescifrable, el compositor temió lo peor.
No, imposible… ¡Su sueño no iba a derrumbarse así, en un segundo!
Thamos posó la mano en el hombro del Gran Mago.
—La logia La Beneficencia ha decidido iniciarte.
Wolfgang era incapaz de expresar lo que sentía. Se trataba de una alegría desconocida,
tan poderosa que tenía la impresión de emprender el vuelo por encima de las montañas.
—Es el comienzo de un inmenso viaje, y no su final —precisó Thamos.
—Si supierais…
—Lo sé, Wolfgang. También yo he vivido este momento. No olvides nunca su sabor.
Aunque los iniciados sean a menudo decepcionantes, la iniciación, en cambio, no te
decepcionará nunca. Ahora queda por cumplir una última formalidad: tu carta de
candidatura.
—¿Cuándo seré iniciado?
—La logia elegirá la fecha.
—¿No será demasiado lejana?
Thamos sonrió.
—Espero que pases la más hermosa de tus Navidades.
W olfgang compuso el cuarto[160] de los seis cuartetos que pensaba dedicar a Haydn,
mientras aguardaba la fecha de su iniciación. Afirmando su voluntad de conquista y
descubrimiento en el movimiento inicial, consagró el adagio a una meditación sobre la
profunda transformación de su existencia. ¿Acaso no se trataba de una especie de muerte
benéfica, del paso de un mundo tenebroso a un universo cuya luz era inaccesible a la
mirada del profano? Con un ritmo de danza, el final expresaba la intensa alegría de quien
muy pronto cruzaría la puerta del templo tras haber temido que se cerrara
definitivamente.
El 17 de noviembre, El rapto del serrallo sería representado por primera vez en
Salzburgo. Wolfgang sentía aquel acontecimiento como un exorcismo, una victoria
definitiva sobre Colloredo y la tiranía cuyas cadenas había roto. No creyendo en el azar
sino en la organización de lo real por un arquitecto divino, el compositor vinculaba aquel
pequeño placer suplementario a la inmensa felicidad que viviría dentro de poco.
—La situación de los Iluminados no mejora —estimó Geytrand—. Según mis últimas
informaciones, Berlín se alinea con Munich y les declara la guerra. Los rosacruces de oro
los acusan de injuriar a los príncipes y atacar la religión. A causa de sus posiciones
filosóficas y políticas, toda la francmasonería corre el riesgo de ser considerada como una
secta revolucionaria, especialmente peligrosa.
—¿Y cuál es la reacción de sus dirigentes? —preguntó Joseph Anton.
—Silencio absoluto.
—¡Muy inquietante! Habría preferido una lucha abierta, apasionadas querellas y
vencidos de ambos lados.
—Los rosacruces de oro no son tan nocivos como los Iluminados —consideró Geytrand
—. Su misticismo cristiano socava los fundamentos de la francmasonería.
—Esperémoslo así. En todo caso, los Iluminados regresan a sus cubiles. Los
empecinados no abandonarán sus opiniones ni sus proyectos. Resultarán por ello más
perniciosos.
¡Qué breve había sido aquella meditación! A Wolfgang le habría gustado pasar largas
horas en aquel lugar e impregnarse más aún de aquella Tierra matricial donde se
preparaba el renacimiento.
—Novicio, ¿deseas proseguir el camino? —preguntó Thamos.
—Lo deseo.
—Tendrás que afrontar temibles pruebas. Plenamente consciente del peligro, ¿deseas
sin embargo proseguir?
—Lo deseo.
—Sopesa bien tu decisión, Novicio. Aún puedes retirarte.
—Acepto las pruebas.
—Puesto que así es, vamos a despojarte de tus metales y a ponerte, ritualmente, en
condiciones de recibir las demás purificaciones.
Wolfgang comprendió que sus «metales» no se limitaban a un reloj, una petaca, joyas o
demás objetos metálicos. Se le arrebataban sus rigideces, sus prejuicios y sus trabas para
volver a crear un ser nuevo, liberado de sus cargas. Pero aquella ausencia de armadura lo
hacía frágil y lo exponía a las agresiones exteriores. ¿Tendría fuerzas para resistirlo?
Fuera la hermosa ropa, abandonadas las elegantes vestiduras que tan bien ocultaban el
cuerpo y el alma, permitiendo disfrazarse y presumir en la sociedad donde reinaban la
hipocresía y las convenciones.
Thamos le dejó la camisa, pero la abrió de modo que dejara al descubierto el corazón.
Desnudó también la rodilla derecha, revelando así el ángulo de Pitágoras, y el pie
izquierdo; luego le ató la pierna para obligarlo a cojear. Finalmente, le puso una cuerda
alrededor del cuello y le vendó los ojos.
Del orgulloso Mozart ya sólo quedaba un individuo deforme y ciego.
Thamos lo tomó de la mano.
—Solo, eres incapaz de avanzar. Si tu corazón es puro, si deseas actuar y no
reaccionar, deposita tu confianza en tu guía. Gracias a esta venda, aprende a ver más allá
de lo visible. ¿Seguimos adelante?
Wolfgang asintió con la cabeza.
67
L lamaron tres veces a una puerta, que se abrió con estruendo. Apretando con fuerza la
mano de Thamos, Wolfgang fue obligado a avanzar. De pronto, la punta de un objeto
metálico tocó su pecho.
—¡Retirad esa espada! —ordenó el egipcio—. Este Novicio no amenaza la existencia de
esta respetable logia.
—¿Te comprometes a guiarlo? —preguntó una voz severa.
—Yo respondo por Wolfgang Mozart.
—¿Qué desea?
—Ver la Luz, ser iniciado en nuestros misterios y participar en nuestro trabajo.
—¿Es libre y de buenas costumbres?
—¡Lo soy! —afirmó Wolfgang.
Había conquistado su libertad. Y, ante Dios, podía jurar que su conducta era
irreprochable.
—Si traicionáis nuestra cofradía —prosiguió la voz severa—, la espada os atravesará el
pecho. ¿Solicitáis la iniciación con toda libertad y por voluntad propia?
—¡Con toda libertad y por voluntad propia!
—Pensad bien en la gravedad de vuestra andadura. Os exige valor y voluntad. ¿Seréis
capaz de hacerlo?
—Lo seré.
—Que el Soberano Arquitecto de los mundos os sostenga y os procure su ayuda
durante vuestros viajes. Es Uno, pero se revela en todas las cosas. Que se digne proteger a
los hermanos reunidos en este templo y que abra el camino a este Novicio deseoso de
conocer los misterios. Aquí sólo tenemos deberes: trabajar constantemente en la búsqueda
de la sabiduría, luchar contra la ignorancia y los prejuicios, practicar la fraternidad y
guardar silencio sobre nuestros trabajos. Novicio, ¿os comprometéis a cumplirlos?
—Me comprometo a ello.
—Sois aún libre de retiraros. Pronto no podréis hacerlo. ¿Persistís?
—Persisto.
—Que se efectúe el primer viaje durante el que el Novicio sufrirá la prueba del aire.
Se produjo un gran tumulto. Para el oído del músico, una abominable cacofonía de la
que acabó emergiendo la potencia del viento. ¿No evocaba aquel huracán los tumultos
interiores que era preciso vencer cotidianamente?
Un velo se desgarró y se abrieron las puertas celestiales. Una ráfaga arrastró el
pensamiento de Wolfgang hacia los cuatro Orientes, respiró un aire nuevo, principio de las
mutaciones que vivía un iniciado. Gracias a él, la energía creadora se hacía consciente.
El camino fue largo y penoso. Gracias a su guía, el neófito sorteó muchos obstáculos. Y
cuando la tormenta se apaciguó, tuvo la sensación de disponer de una nueva fuerza.
Siguió un segundo viaje, correspondiente a la prueba del agua. Nada de tormentas ya,
nada de violencia, sólo ruidos extraños que se deslizaban por las olas y liberaban el alma
de sus cargas profanas. El progreso fue menos difícil, a pesar de las trampas de las que
escapó el viajero gracias a la vigilancia de su guía. El Novicio ya no era esclavo de un
mundo inmóvil. Se movía en el seno de profundos remolinos, nadaba en un océano sin
límites, en el origen de toda vida.
Wolfgang percibió el momento en que la luz nacía en el corazón del agua primordial y
animaba las múltiples formas de vida.
Quedaba un último viaje, que correspondía a la prueba del fuego. Aunque el recorrido
pareciera desprovisto de obstáculos, Wolfgang sintió el peligro. Danzando por los caminos
del viento, una llama consumía el aire y el agua, llenando el espacio con su pensamiento.
Llevaba al Novicio hacia las puertas de la región de luz donde los iniciados que habían
pasado al Oriente eterno permanecían en compañía de los dioses.
Aquella llama devoraba al curioso y al indigno, pero hacía crecer el deseo de iniciación.
Wolfgang supo que iba a superar una etapa decisiva. O se consumía o intentaba cruzar un
río de fuego para descubrir allí la fuente de la creación.
Apretando con más fuerza aún la mano de Thamos, pasó por las llamas purificadoras.
La puerta del Oriente se abrió.
—Pronto os exigiremos el juramento que os unirá a la sagrada orden de la
francmasonería —anunció una voz firme—. A partir de entonces, ya no os perteneceréis.
Tal vez algún día será necesario que derraméis hasta la última gota de sangre por la
defensa de esta orden. ¿Tendréis valor para hacerlo, si el sacrificio se impone?
Wolfgang no podía comprometerse a la ligera. Si aceptaba, entraba en una familia de
espíritus, en una cofradía iniciática cuya perennidad, en su nivel, tendría que asegurar.
—Tendré ese valor —afirmó, consciente del alcance de esa promesa.
—Puesto que es así, pronunciad las palabras del juramento.
Thamos llevó al Gran Mago hasta el altar del Oriente. Le hizo hincar en el suelo la
rodilla izquierda y puso su mano derecha sobre las Tres Grandes Luces de la
francmasonería iniciática, la Regla, la Escuadra y el Compás.
Luego, el egipcio colocó en la mano izquierda del Novicio un compás abierto y apoyó
una de sus puntas en su corazón.
Y Wolfgang, frase tras frase, pronunció el solemne juramento: «Yo, Mozart, por mi
libre voluntad, en presencia del Gran Arquitecto del Universo y de esta respetable logia de
francmasones, juro no revelar jamás los Misterios que me son transmitidos. Prometo
amar a mis hermanos y socorrerlos si es necesario. Preferiría ser degollado antes que
romper este juramento. Que el Gran Arquitecto del Universo me ayude y me preserve del
perjurio».
—Puesto que el Novicio es considerado digno de ser admitido entre nosotros —ordenó
la voz firme—, que le quiten la venda, que vea y medite.
68
Joseph Anton estaba muy inquieto. Sin embargo, la vigorosa cruzada llevada a cabo
contra la francmasonería por el arzobispo de Viena, Anton Migazzi, debería haberle
alegrado. ¡Finalmente, la Iglesia tomaba conciencia del peligro! Los espías que el prelado
había introducido en las logias le indicaban las violentas críticas de los francmasones a su
persona, pero también a los sacerdotes, a los monjes de corto entendimiento y a las
creencias ciegas.
Por desgracia, Migazzi topaba con la política liberal y progresista del emperador. Y
José II no perdonaba que el arzobispo hubiera hecho que el papa fuera a Viena para
intentar que el soberano se mostrara más a favor de la Iglesia católica.
El emperador y el Santo Padre, que no habían obtenido nada, se habían detestado
cordialmente, y José II seguía cerrando conventos y transformándolos en instituciones
caritativas.
El arzobispo Migazzi, furioso, no dudaba en inspirar y financiar folletos que
estigmatizaban la actitud del soberano, muy descontento con estas críticas. El prelado
provocaba, así, una reacción muy temida por Joseph Anton: el emperador se apoyaba en
los francmasones para contrarrestar a la Iglesia, poner de manifiesto sus prejuicios
reaccionarios, su negativa a educar a la población y su tozudez en propagar la ignorancia.
Combatiendo abiertamente a José II y la francmasonería, el prelado los convertía en
aliados. El primero utilizaba a la segunda, ésta se desarrollaba y adoptaba un aspecto
oficial.
Una verdadera catástrofe.
¿Acaso el emperador no fabricaba un monstruo que sería muy pronto incontrolable,
pese a la fundación de la Gran Logia de Austria, aparentemente fiel y obediente?
Sintiéndose alentado, ¿no invadirían los hermanos, más aún, el campo político para
sembrar allí sus devastadoras ideas? Geytrand mostraba un rostro más siniestro todavía
que de ordinario.
—Mala noticia, señor conde. He aquí la publicación que he conseguido obtener.
Joseph Anton descubrió el Diario para los francmasones, reservado a los hermanos
pero cuya influencia se extendía más allá de las logias.
—¿Quién es el responsable de esta iniciativa?
—Ignaz von Born, ayudado por el profesor Joseph von Sonnenfels. Ha confiado la
dirección del diario a un poeta, Blumauer. Tirada: mil ejemplares. Los temas que se
tratan proceden de los trabajos efectuados en la logia de Maestros que anima el
mineralogista.
—¡Von Born, siempre Von Born!
—Intocable —deploró Geytrand.
—Nadie lo es eternamente —masculló Anton, hojeando la publicación que trataba de la
importancia del juramento, de la fe y del fanatismo, de la necesidad de los rituales.
Se demoró en un largo estudio firmado por Ignaz von Born y consagrado a los
misterios egipcios. El autor afirmaba allí el origen egipcio de la francmasonería y,
retomando elementos del Libro de Thot que le había entregado Thamos, trataba del saber
y de los deberes de los antiguos iniciados que habían inscrito su sabiduría en monumentos
como las pirámides.
—Henos aquí, muy lejos de la política y del humanismo —observó Geytrand.
—¡Al contrario, amigo mío, al contrario! El verdadero maestro espiritual de la
francmasonería vienesa se introduce en el terreno de las ideas esenciales para despertar a
sus hermanos arrancándolos de su sopor. Esta referencia a Egipto es decisiva. Orienta la
francmasonería hacia el conocimiento de los Misterios y pone de manifiesto la pobreza de
nuestras ideologías.
Geytrand compartía el análisis de su superior y lamentaba así mucho más haber
abandonado una francmasonería en la que aparecían semejantes perspectivas. Destruiría
lo que ya no podía poseer.
—El director del diario, Blumauer —precisó—, es un amigo de Mozart.
—¿El músico al que le abrí un expediente?
—Irá llenándose, señor conde, pues Wolfgang Mozart acaba de ser nombrado Aprendiz
francmasón en la pequeña logia La Beneficencia.
70
Con ocasión de una breve estancia de Joseph Haydn en Viena, Wolfgang no pudo evitar
hablarle de lo esencial.
—Acabo de vivir momentos extraordinarios.
—Parecéis trastornado, en efecto. ¿Nada grave?
—Al contrario, ¡una fabulosa felicidad!
—Dejad que lo adivine: ¿el emperador os ha encargado una ópera alemana?
—¡Mejor aún!
Haydn buscó en vano.
—Soy Aprendiz francmasón —declaró Mozart.
El maestro quedó intrigado.
—En Viena se habla mucho de esa sociedad secreta. Según distintos rumores, es
probable que el emperador apruebe su existencia ya que se muestra favorable a su política
liberal y no ahorra críticas contra una Iglesia cerrada a cualquier progreso.
—La iniciación va mucho más allá de esos problemas temporales —afirmó Wolfgang—.
Lleva hacia la luz y hacia el conocimiento, abre el espíritu a realidades insospechadas.
—El mundo que describís me parece demasiado maravilloso.
—Se convierte en eso, si dejas de ser ciego para contemplar el universo de los símbolos
y hablar el lenguaje de la fraternidad.
—La fraternidad… ¿No se trata de una utopía?
—Sin la iniciación, ciertamente. Incluso con ella es un ideal difícil de alcanzar. Pero la
logia nos despoja de nuestros artificios y nuestros disfraces. ¿No es un músico, también,
un constructor al servicio del Gran Arquitecto del Universo?
—¿Realmente esa iniciación os permitirá profundizar en vuestro arte?
—Estoy convencido de ello. Y me satisfaría contaros entre mis hermanos.
El aspecto directo de la invitación, característico de Mozart, no escandalizó a Joseph
Haydn, que detestaba, también, los sobreentendidos y los rodeos.
—Si lo he entendido bien, abogaréis en mi favor.
—Será tarea fácil, pues todos os aprecian y os admiran. Os bastará con presentar la
candidatura.
—¿Y someterme a ciertos rituales?
—No es una sumisión, sino una elevación. En vez de encadenamos al modo de los
prejuicios, las creencias y las convenciones, los ritos nos liberan.
—¡Qué satisfacción para un músico-lacayo, que es lo que he sido toda mi existencia!
¿Habéis conocido a los grandes de este mundo?
—¡A nobles de todo tamaño! —exclamó Wolfgang.
—¿Siguen siendo tan pretenciosos?
—Príncipes, barones y condes aprenden a convertirse en hermanos.
—¿Y los eclesiásticos?
—Son escasos y buscan un acercamiento a lo divino que amplíe su alma.
—¿Una logia está sólo compuesta por individuos perfectos?
—Al contrario, puesto que son conscientes de su imperfección y se reúnen,
precisamente, para combatir juntos. Pero todo eso es una nadería ante la iniciación y las
inmensas perspectivas que nos abren.
—Me intrigáis, Mozart.
—He tenido la suerte de conocer a seres excepcionales y de poder actuar, ahora, con
ellos, fraternalmente. ¡Este año me ha procurado tanta felicidad! De vez en cuando, siento
vértigo.
—Lo merecéis, y el destino os concederá más aún.
Bruscamente, el rostro de Joseph Haydn se ensombreció.
—Mi lugar de trabajo está lejos de Viena… ¿Son frecuentes las reuniones?
—Cada logia fija su calendario de lo que se denominan Tenidas.
—¿Cuál me aconsejáis?
—La Verdadera Unión. Cuenta con un buen número de músicos y os gustará.
—¡Debo pensarlo! Gracias por vuestra confianza y vuestra amistad, Mozart. Me llegan
al corazón.
Su padre y Joseph Haydn. Wolfgang no lamentaba haberse confiado a esos dos seres a
quienes quería.
72
Joseph Anton no lo celebraba. Detestaba los festejos obligatorios y los abrazos forzosos,
por lo que prefería clasificar sus fichas y poner al día sus expedientes. Sólo aquel trabajo
constante le permitía explotar del mejor modo los informes acumulados sobre la
francmasonería.
Poco antes de medianoche, la visita de Geytrand le sorprendió.
—¿Tampoco vos lo celebráis?
—Señor conde, creo que nuestro servicio está amenazado.
—¿Los francmasones?
—No, el emperador.
—¿Cómo puedes estar seguro de eso?
—Un espía nos vigilaba. Lo he seguido hasta la sede de la policía, donde ha informado
de su misión. ¿No deberíamos trasladarnos inmediatamente? Esta noche, nadie lo
advertirá.
Ambos hombres transportaron los archivos hasta una de las mansiones del conde de
Pergen que éste dejaba sin ocupar en previsión de un incidente de ese tipo.
Sólo se cruzaron con dos borrachos que les desearon un feliz año nuevo. Al amanecer,
tras varias idas y venidas, los esenciales documentos estaban seguros.
—Prepáranos un café muy cargado —le ordenó Anton a su mano derecha—.
Añadiremos unas gotas de un excelente aguardiente de ciruelas para calentamos.
—¿Acaso es el final de nuestra misión?
—Lo ignoro.
—Es evidente que el emperador nos abandona.
—Tal vez se trate de un concurso de circunstancias o de una investigación rutinaria.
—¡Ni vos ni yo lo creemos! El poder se inclina ante los francmasones, que exigen
nuestra cabeza.
—Lo aclararé hoy mismo.
73
Las comidas festivas habían hecho aumentar de modo visible la panza del barón Gottfried
van Swieten, que no tardaría en seguir un régimen. Al saber la iniciación de Mozart, se
había felicitado por el largo trabajo llevado a cabo por Thamos y Von Born para conducir
al Gran Mago hasta el templo donde descubriría las claves de un nuevo florecimiento.
El barón seguía preguntándose por las verdaderas intenciones del emperador. Si su
hostilidad al arzobispo de Viena, a la Iglesia esclerotizada y a los monasterios inútiles
seguía siendo resuelta, su posición con respecto a la francmasonería permanecía en la
ambigüedad. ¿Le era realmente favorable o se limitaba a utilizarla como uno de los
instrumentos de su política del que se libraría después de usarlo?
Durante el almuerzo con un alto funcionario, Van Swieten obtuvo unas inesperadas
confidencias.
—El jefe de policía acaba de recibir una palmada en los dedos.
—¿Por qué razón?
—Una desafortunada investigación que no le ha gustado al emperador. Se sospechaba
que un conde dirigía una especie de servicio secreto, más o menos oficial, encargado de
espiar a nuestros buenos francmasones. Inverosímil, ¿no?
—Del todo grotesco.
—¡Imaginad el escándalo, si fuera cierto! Muchos notables pertenecen a esta honorable
sociedad y no les gustaría ser sospechosos de no sé qué fechorías.
—¿Y el jefe de la policía creía en la existencia de ese servicio secreto?
—Una investigación rutinaria despertó su atención.
—¿Y a quién acusó?
—Al conde de Pergen, un aristócrata de indiscutible honestidad que goza de una
excelente reputación. Tras haber servido fielmente a la difunta emperatriz, muestra una
lealtad absoluta para con el emperador y no tiene el perfil de un espía de tortuoso espíritu.
—¿No se ha hablado de nadie más? —preguntó el barón Van Swieten.
—¡Afortunadamente! Como os estaba diciendo, el jefe de policía ha sido llamado al
orden para que cesen esas ridiculas investigaciones. Los francmasones aprueban sin
reservas la política de José II y lo ayudan a luchar contra todos los oscurantismos.
¡Perseguirlos sería un error trágico!
Van Swieten procuró pasar a otros temas, como si aquel incidente no le interesara en
absoluto.
En cuanto terminó el almuerzo, se dirigió a la corte para recoger el máximo de
informaciones sobre el tal Pergen.
¿Acababa de identificar el barón al alma maldita que, agazapado en las tinieblas,
espiaba a la francmasonería y deseaba su destrucción?
74
El barón Gottfried van Swieten no debía dar ningún paso en falso. Primero, examinó el
conjunto de publicaciones sometidas a la censura con la esperanza de encontrar algún
texto antimasónico firmado por el conde de Pergen.
En balde.
Luego se dirigió a casa de la condesa Thun.
—¿Pergen? El nombre me dice algo… Un alto funcionario sin mucha personalidad,
íntimo de la difunta emperatriz. Desde la muerte de María Teresa, ha desaparecido.
—¿Estaba vinculado a la policía?
—Lo ignoro, barón.
Van Swieten avanzaba. María Teresa detestaba a los francmasones y empleaba, sin
duda, hombres en la sombra, con el encargo de informarla sobre este creciente peligro. Sin
ocupar funciones oficiales, el conde de Pergen proseguía, probablemente, su oscura tarea
al servicio del emperador.
Interrogar directamente al jefe de la policía era demasiado arriesgado. La condesa
Thun aconsejó a Van Swieten que consultara con un viejo chambelán de la corte que
alardeaba de conocer a la perfección los usos y las costumbres de la aristocracia vienesa.
El tipo proporcionaba, a veces, sabrosas informaciones.
El chambelán recibió muy amablemente al barón y le ofreció un excelente café.
Hablaron del tiempo, de las dificultades de circular por la capital, de las indispensables
medidas de economía y de algunas figuras del Estado.
—Hace ya mucho tiempo que no he visto al querido conde de Pergen —soltó Gottfried
van Swieten—. Al parecer, ya no tiene función oficial.
—¡Desengañaos, barón! Tras una larga travesía del desierto, acaba de ser nombrado
presidente del gobierno de la Baja Austria. Volveremos a verlo, pues, en la corte cuando su
pesado trabajo administrativo se lo permita. Es un alto funcionario perfecto, que
obedecerá sin discutir las órdenes del emperador, gozará de una vida apacible y de
apreciables ventajas materiales, luego se retirará a sus tierras, satisfecho del deber
cumplido.
La pista seguida por Van Swieten terminaba. Un personaje tan a la vista no podía ser
el patrón de un servicio secreto que actuara en la sombra. En el fondo, el emperador
manipulaba a la francmasonería con mucha habilidad y su policía le procuraba las
informaciones que deseaba. Relajado, el barón tranquilizaría a Ignaz von Born y a
Thamos el egipcio. No existían demonios ocultos en las tinieblas que se empecinaran en
destruir la francmasonería.
75
—Sean cuales sean los inconvenientes de la oficial Gran Logia de Austria —dijo el barón
Gottfried van Swieten a Thamos y a Von Born—, hay una cosa clara: no existe servicio
secreto encargado de espiar a los francmasones.
—La policía no permanece de brazos cruzados —recordó Thamos.
—Sus investigaciones resultan limitadas, puesto que el emperador ve con buenos ojos
la evolución de las logias vienesas. ¿Acaso no se han separado de las corrientes místicas y
templarías?
—No comparto ese optimismo —intervino Ignaz von Born—. Nuestros vínculos con los
Iluminados son bien conocidos, y éstos acaban de ser condenados por el príncipe-elector
Karl Theodor.
—Una condena teórica —estimó Van Swieten—. Siguen reuniéndose e incluso han
formado sociedades de lectura abiertas a todo el mundo. Nadie acabará con un
movimiento de semejante magnitud.
—Desde la ruptura entre Weishaupt y Von Knigge, se agrieta desde el interior —
recordó Thamos—. El jefe de los Iluminados es un intelectual y un político, no un iniciado.
Separándose de cualquier espiritualidad, se desecará y sufrirá los rayos del poder.
Esta predicción conmovió al barón Van Swieten.
—¿Acaso teméis un cambio de José II en relación con la francmasonería?
—Como no la conoce desde el interior —consideró Von Born—, no puede tener una
visión exacta de ella. Temo la intervención de hermanos oportunistas cuyo único objetivo
sea ascender en grado y ejercer una miserable autoridad.
—No olvidemos a los charlatanes y a los traidores —recomendó Thamos—. En todas
las épocas y en todos los lugares, los ambiciosos, los amargados y los decepcionados
intentan destruir lo que adoraron. Los peligros internos no son menos temibles que los
ataques procedentes del exterior. Eso sí, queda fuera de toda duda la interrupción del
proceso referente al Gran Mago.
—¿Cómo vivió su iniciación? —preguntó el barón.
—Con un recogimiento y una intensidad extraordinarios. Su capacidad de percepción
es tal que ha recorrido ya un trecho del camino que él mismo no es capaz de evaluar.
—Sólo nuestros hermanos nos reconocen como tales —recordó Von Born—. Dada la
situación y la personalidad de Mozart, pronto pasaremos a la próxima etapa.
E l Aprendiz Mozart saboreaba la solemne Tenida con los ojos muy abiertos y aguzando
el oído. Sentado entre Ignaz de Luca, futuro biógrafo de Joseph Haydn, y el escritor
Johann Caspar Riesbeck, que criticaba la miseria reinante en Hungría, vivió la Apertura
de los Trabajos de la logia como un nuevo nacimiento.
Por encima de los hermanos, la bóveda celeste con su geometría de constelaciones
donde resonaba la música de las esferas. Actuaban, sin embargo, «a cubierto», pues el
templo estaba herméticamente cerrado después de que los metales hubieron sido
despojados y purificados. Al no residir ya en el mundo profano, los iniciados se convertían
en la tripulación de una barca comunitaria que navegaba más allá de lo visible.
Por lo alto de los muros corría una cuerda que formaba, en varios lugares, unos nudos
llamados «lagos de amor». Focalizando la energía celestial, evocaban la medición de una
tierra que la práctica de los ritos había hecho sagrada y la eterna unión de las palabras de
luz. Aquella cuerda no ataba, sino que liberaba.
Al contemplar los símbolos, Wolfgang comprendió que su riqueza era inagotable.
Con los demás aprendices, Wolfgang se sentaba en la columna del Norte. El Norte, la
región menos iluminada del espacio sagrado. ¿No había que buscar allí la luz secreta, base
y materia prima de la Gran Obra alquímica?
En el Oriente, el Delta animaba la logia haciendo que brillara el pensamiento del Gran
Arquitecto del Universo.
Para el músico, un descubrimiento esencial. Edificar una obra no consistía en divulgar
las propias pasiones, muy limitadas, en intentar prolongar la creación del constructor de
mundos, actuando a cada instante. Explotarse a sí mismo, ponerse sin cesar en primer
plano y preocuparse sólo de la mejora personal suponía traicionar la iniciación e
internarse en un callejón sin salida.
Wolfgang, ritualmente vestido, no era ya sólo un hombre y un individuo, sino también
un hermano, un ser único e irremplazable asimilado a una de las piedras vivientes del
templo en perpetua construcción.
En la Tenida, como el término indicaba, cada hermano debía tener un comportamiento
impecable. El delantal le recordaba su función de operario, el cinturón lo mantenía en la
rectitud, los signos distintivos de la logia lo unían a un gran cuerpo del que se convertía en
una de las funciones. Al Oriente, en la bandeja del Venerable, brillaba una eterna estrella.
Participar en un ritual daba una energía tan potente que hacía desaparecer la fatiga y
las preocupaciones. Tras el banquete, Thamos y Wolfgang dieron un paseo. Cielo
despejado, temperatura gélida.
—¿Por qué he sido iniciado tan tarde?
—Porque era preciso estar listo, tanto por tu parte como por la nuestra. Tu precocidad
musical era, al mismo tiempo, una ventaja y un inconveniente. Vas tan de prisa que
convenía formarte lentamente. Por lo que se refiere a la francmasonería europea, es un
edificio frágil. Ya se han cometido muchos errores.
—¿Podría desaparecer la iniciación?
—Vida luminosa y transfigurada, se engendra a sí misma a cada instante. El hombre
iniciable, en cambio, es una especie muy amenazada, sin duda, en vías de extinción. Con
respecto a lo que crearon los antiguos egipcios, nuestro mundo, tanto en Oriente como en
Occidente, me parece muy mediocre. Pero pensemos sólo en la próxima etapa de tu
recorrido.
Wolfgang se detuvo: no osaba comprenderlo.
—Tras el Aprendizaje vienen el Compañerismo y la Maestría —precisó Thamos—. Una
de las mayores faltas de la francmasonería actual consiste en precipitar los pasos de
grados. En una logia de antaño, habrías seguido siendo Aprendiz al menos durante siete
años. Pero tu camino es único. Por eso serás, muy pronto, Compañero. La enseñanza que
se dispensa en ese grado desempeñará un papel capital en tu modo de concebir la música y
de expresarla.
—¿Seguiréis ayudándome? —se inquietó Wolfgang.
—Tienes mi palabra —prometió el egipcio, abrazando a su joven hermano.
BIBLIOGRAFÍA
L as cartas de Wolfgang y de Leopold, de las que se conserva una parte, son una fuente
de información que hemos utilizado muchísimo, especialmente para poner en boca del
músico palabras que aparecen en estos escritos.
Existen varias ediciones parciales de esta correspondencia y una edición completa,
Mozart: Briefe und Aufzeichnungen (edición de W. A. Bauer y O. E. Deutsch), de la que G.
Geffray ha traducido al francés para Flammarion lo más interesante en una edición de 7
volúmenes. Para este primer volumen he consultado sobre todo Correspondance, I, 1756-
1776, París, 1986; Correspondance, II, 1777-1778, París, 1987, y Correspondance, III,
1778-1781, París, 1989. En castellano existen varias antologías, como la de Miguel Saenz
para El Aleph Ediciones, la de Jesús Dini para Muchnik Editores, o la de Michael Rose y
Peter Washington para Acento Editorial.
También hemos consultado las siguientes obras:
J. B. Livngstone - Série «Les Dossiers de Scotland Yard», (44 libros). En 2011 inició la serie
«Les Enquêtes de l’inspecteur Higgins», (9 libros), firmada ya con su nombre en la que existen
reediciones de la serie anterior y obras inéditas.
Preocupado por la supervivencia de la civilización egipcia, fundó, junto con su esposa, el Instituto
Ramsés, dedicado a publicar transcripciones de textos egipcios (Textos de las Pirámides, Textos de los
Sarcófagos, El Libro de los Muertos, etc.) y especialmente a la creación de una descripción fotográfica
de Egipto para la preservación de sitios arqueológicos en peligro de extinción. Actualmente cuenta con la
mayor colección de fotografías sobre la antigüedad egipcia, unas quince mil placas, pero tiene el
proyecto de reunir más de cien mil.
Debido a su éxito comercial, Jacq decide dejar París y trasladarse con su mujer a Ginebra (Suiza), a un
tipo de casa-biblioteca colmada de millares de libros, dónde dedicarse a crear ambiciosas obras en
varios volúmenes.
Bibliografía