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E l arte com o
RACIONALIDAD LIBERADORA

M .a C arm en L ó pez S áenz

U N E D
EDICION ES
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M.« CA RMEN ID PEZ SÁENZ

Nació en Logroño ( 1960). Es licenciada en Filosofía


y en Ciencias Políticas y Sociología. Doctora en Filosofía
por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha sido
in v estigad o ra de dicha u n iversid ad , m iem bro del
departamento de Filosofía de la Universidad de Zaragoza,
profesora en la Universidad de la Rioja y, en la actualidad,
es profesora titular de Filosofía en la UNFD.
S e ha esp ecializado en F ilosofía contem poránea
francesa y alemana (Fenomenología existencial. Escuela
de Frank fu rt. S o c io fe no me no lo g ia y F ilo s o f ía
hermenéutica). Ha participado en varios proyectos de
investigación subvencionados relacionados con estos
temas y ha disfrutado de diversas estancias en el extranjero.
Entre sus trabajos de investigación se cuentan varios
artículos publicados en revistas españolas y extranjeras,
así como las siguientes contribuciones: l.u c rític a Je la
ra c io n a liJ a J tecnológica en II. M arcase (Universidad
Autónoma de Barcelona. 1985), la edición de la obra de
Merleau-Ponty. M.. FJogi Je la F iloso fía I altees assaigs
(Laia. 1990), h i concepción Je la dialéctica en M. M crlcaa-
Ponty (Universidad Autónoma de Barcelona. 1990). -<11.
Marcuse frente a la cositicación del placer», en AA.VV..
C u a tro filo s o fía s contem poráneas (L a R ioja. 1991),
Investigaciones fenom enolágicas sobre el o rig e n J e l
mundo social i Prensas universitarias de Zaragoza. 1994).
«llennenentics Ufe an nnJerstanding and
m isnnderstanJing P hilosophy». en Penas. B. (ed.). The
Pragmatic ofU nderstanding and MisnnderstanJing (PUZ,
1998), « The Sociophenomenology o fA . S c la tl:: lietween
C onstraclivisni and Peal¡sin», Analecta H asserliana T il
(Kluwer. 1998).

l-.n cubierta: Sombra Man (19941. Carmen Lamas (Mencliu)


E L ARTE C O M O RA CIO N A LID A D
LIBERAD O RA
Consideraciones desde Marcuse,
Merleau-Ponty y Gadamer
AULA ABIERTA

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M.a Carmen López Sáenz

EL ARTE COMO RACIONALIDAD


LIBERADORA

Consideraciones desde Marcuse,


Merleau-Ponty y Gadamer

U niversidad N acional de E ducación a distancia

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AULA ABIERTA (36143AA01)
EL ARTE COMO RACIONALIDAD LIBERADORA

Todos los derechos reservados.


Prohibida la reproducción total o parcial
de este libro, por ningún procedimiento electrónico
o mecánico, sin el permiso por escrito del editor.

© UNIVERSIDAD NACIONAL
DE EDUCACION A DISTANCIA - Madrid, 2000

M.* Carmen López Sáenz

Diseño de cubierta: Departamento de dibujo. UNED

ISBN: 84-362-4117-7
Depósito legal: M. 38.482-2000

Primera edición: octubre de 2000

Impreso en España - Printed in Spain


Imprime: Fernández Ciudad, S. L.
Catalina Suárez, 19. 28007 Madrid

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A Santiago, Raúl y Arturo

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ÍNDICE

Presentación.............................. ,............................................................ 13

I. H. MARCUSE: ESTÉTICA Y LIBERA CIÓ N ........................ 17


1. Subversión necesaria de la razón dominante........................ 17
2. El arte y la nueva antropología............................................... 22
3. El resurgimiento de la sensualidad y la imaginación........... 25
4. La realización de la promesa artística................................... 30

II. M. MERLEAU-PONTY: ESTÉTICA Y O N T O L O G ÍA ..... 41


1. La dialéctica como expresión de la razón............................. 41
2. El arte como expresión del significado................................. 47
3. La significación ontológica de la pintura moderna............. 54
4. El dilema del arte: ¿expresión o verdad?.............................. 71

III. H. G. GADAMER: ESTÉTICA E INTERPRETACIÓN...... 79


1. Razón hermenéutica como razón dialógica........................... 79
2. La centralidad de la experiencia del arte en la filosofía
hermenéutica............................................................................. 86
3. El arte como Darstellung de la realidad................................ 97
4. El arte como “juego” ............................................................... 109
5. ¿Una estética de la recepción?............................................... 115
6. La estética dialéctica de Gadamer.......................................... 128

IV. APLICACIO NES AL ARTE A CTU A L.................................... 135

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10 El arte como racionalidad liberadora

V. CONCLUSIÓN: ¿DE QUÉ MODO LIBERA EL ARTE?.... 155


índice onomástico............................................................................... 213
índice de materias................................................................................ 215

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«II n'est pas illégitime qu'un profane, laissant
parler le souvenir de quelques tableaux et de
quelques livres, dise comment la peinture intervient
dans ses réflexíons et consigne le sentiment qu'il a
une discordance profonde, d'une mutation dans les
rapports de l'homme et de l'Étre, quand il confronte
massivement un univers de pensée classique avec les
recherches de la peinture modeme. Sorte d'histoire
par contacte, qui peut-étre ne sort pas des limites
d'une personne, et qui pourtant doit tout á la
fréquentation des autres...»

M erleau-Ponty , M,,
L'Oeil et l'Esprít. p. 63.

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PRESENTACIÓN

En este libro hemos intentado analizar y articular los pensa­


mientos estéticos de tres grandes filósofos contemporáneos: H.
Marcuse, M. Merleau-Ponty y H. G. Gadamer. Nos hemos servi­
do de sus reflexiones para elaborar una personal fundamentación
del arte en dos categorías clásicas de la filosofía de todos los tiem­
pos: la racionalidad y la liberación. Con ellas, no pretendemos
agotar el vasto campo de la reflexión estética, ni siquiera aportar
una explicación novedosa de los fenómenos artísticos. Dudamos
de que lo nuevo sea sin más lo verdadero.
Nuestra reflexión continúa abierta e inacabada, como toda
comprensión hermenéutica. Únicamente deseamos pensar el arte,
ayudándonos de la filosofía y, a la vez, repensar la filosofía de la
mano del arte. En los tiempos que corren, ante la creciente com­
plejidad de todas nuestras relaciones y disciplinas, las investiga­
ciones conjuntas y los estudios transdisciplinares resultan indis­
pensables.
Tomamos como punto de partida a los tres filósofos, antes cita­
dos, porque son los que nos resultan más familiares y porque nos
han incitado a pensar diferentes problemas de actualidad. Aun­
que, a primera vista, pueda parecer que son radicalmente hetero-
génos, mostraremos sus coincidencias en los aspectos que más nos
interesan en este estudio; digamos, por ahora, que todos ellos son
herederos de idénticas tradiciones, han recibido parecida forma­
ción y han vivido en nuestra contemporaneidad.

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14 El arte como racionalidad liberadora

Aclaremos que consideramos íntimamente ligado el arte con la


estética, ya que el carácter fenoménico de la obra de la percepción
estética hace que la conciencia y su objeto se den simultáneamen­
te en cada percepción y que el objeto del arte sólo aparezca en una
experiencia estética. Una obra de arte se convierte en objeto esté­
tico cuando es integrada en una experiencia estética, actualizando
así sus significaciones e incorporándose plenamente al mundo
humano. Como toda experiencia, la experiencia estética contribu­
ye al desarrollo del conocimiento, si bien, como tendremos oca­
sión de ver más adelante, aporta, además, autoconocimiento. En
este sentido, no resulta ilegítimo concederle a esta última, siguien­
do a Gadamer, un estatuto paradigmático con respecto a las cien­
cias del espíritu.
Evidentemente, además de la racionalidad y la voluntad libe­
radora, hay otros muchos aspectos en el arte, pero nos pregunta­
mos si no se derivarán de éstos y no cumplirán una función cog­
noscitiva. Siempre se ha dicho que el arte posee un inusitado
poder de revelación y de iluminación de lo que no apreciamos en
las cosas; eso significa que nos ayuda a comprender lo que nos
rodea y también las potencialidades incumplidas en la realidad
actual. Es cierto que el conocimiento suministrado por el arte no
siempre es un conocimiento lógico, mediato o científico, pero
también hay que tener en cuenta que no todo conocimiento se
reduce a éste.
Marcuse insistirá en la fuerza utópica de la imaginación estéti­
ca y en su capacidad transformadora de la realidad; esta transfor­
mación se ejerce desde el conocimiento de lo real y desde la críti­
ca negativa del mismo a la que nos conduce el arte. Como
veremos, al estudiar la teoría estética de Merleau-Ponty, hay inte­
lección y conocimiento incluso en la percepción y en el arte; espe­
cialmente la pintura es eminentemente perceptiva. Por otra parte,
la capacidad representativa del arte será vinculada, en la obra de
Gadamer, al interés cognoscitivo por el verdadero ser de lo real.
Aunque reconocemos que no hay arte sin imaginación y crea­
ción, aceptamos también que éstas no son autosuficientes y han de
conjugarse con las otras facultades humanas; además, la imagina­
ción artística también es una forma de conocimiento de lo posible
que vive en lo real y posibilita el cambio. La imaginación artística

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P resentación 15

es necesaria para poner en cuestión el orden establecido y abrir la


alternativa de otros mundos más verdaderos que el nuestro. Así es
como el arte ayuda a la liberación: dejando ser lo posible, la bella
promesa, permitiéndonos acceder a mundos más verdaderos (no
porque sean diferentes, sino porque tienen una referencia más
humana, tolerante, global y, por tanto, más real, aunque no sea
actual). El arte confirma que la belleza está a nuestro alcance y
que es posible la transformación si se toma como telos no exclusi­
vo, ya que es razonable aspirar a que los instantes de gozo coti­
dianos perduren y a que la dominación no se convierta en la única
meta de la racionalidad.

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I
H. MARCUSE: ESTÉTICA Y LIBERACIÓN

1. S ubversión necesaria de la razón dominante

En continuidad con los análisis de los teóricos de la escuela de


Frankfurt, H. Marcuse (1898-1979), analizó en sus obras brillante­
mente la situación del hombre contemporáneo y criticó la racio­
nalidad tecnológica, subjetiva que domina las sociedades actuales.
Acusó la creciente unidimensionalidad de los individuos y las
entidades colectivas y la consiguiente reducción de todas las
dimensiones de la existencia a una sola: la del consumo y la de la
distribución masiva de mercancías.
El mayor peligro del hombre unidimensional es que se opone
a todo tipo de cambio, ya que lo único que desea es que no se pon­
gan peor las cosas; a este inmovilismo le es inherente el miedo a la
liberación, a la autonomía y a la reflexión de las que se huye como
si fueran grandes peligros. Este conservadurismo origina un hom­
bre imitativo, carente de rasgos propios, identificado con todo lo
exterior que le rodea, inauténtico -en el sentido heideggeriano-,
porque lo que el hombre unidimensional lleva dentro es el puro
exterior de sí mismo; su autoconciencia es la conciencia del Uno.
L a sociedad y el hombre unidimensionales son antiutópicos por­
que niegan lo que tiene siempre la utopía de crítica al statu quo y

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18 El arte como racionalidad liberadora

ni siquiera añoran la posibilidad de lo otro. Para superar esta pasi­


vidad, sería preciso comenzar distinguiendo la falsa conciencia de
la verdadera, pero esto sólo será posible cuando los individuos
experimenten la necesidad de cambiar su forma de vida, de negar
completamente lo dado.
En estas sociedades, la fe ciega en la ciencia y en la técnica se
presenta como panacea de la racionalidad tecnológica imperante.
Marcuse descubrió que la racionalidad abstracta de la tecnología
se había convertido en la estructura propia de la sociedad y de los
hombres que la componen. La crítica marcusiana de esta raciona­
lidad se basa en el contexto capitalista de su aplicación, pero ade­
más en la denuncia del formalismo cientificista del que nació la
tecnología. Ciencia y tecnología actúan como instrumentos del
capitalismo para dominar la naturaleza exterior e interior: «la tex­
tura de la dominación se ha convertido en la textura de la razón
del universo regido por el principio de realidad: un universo no
contradictorio y no transcendente, controlable por la racionalidad
científica y tecnológica»1. La racionalidad dominante se ha olvi­
dado de su substancia dialéctica y se ha diluido en un huero for­
malismo lejano a la complejidad y contradictoriedad de la diná­
mica de lo real. Aquélla racionalidad se limita a constatar hechos,
sin prestar atención a la historicidad que introduce en ellos la tem­
poralidad humana o a la negación del orden establecido, que defi­
nen el pensamiento y la acción : «Si la lógica dialéctica entiende la
contradicción como una necesidad, lo hace porque ésta pertenece
a la misma naturaleza del objeto del pensamiento, a la realidad
donde razón es todavía sinrazón y donde lo irracional es todavía
lo racional»2. El pensamiento dialéctico negativo era un fiel refle­
jo de la realidad y de su complejidad. Al llevarse a cabo su reduc­
ción en la sociedad unidimensional, se ha limitado también la per­
cepción de la naturaleza, de todo lo que nos rodea y de nosotros
mismos.

1 CASTELLET, J. M., Lectura de Marcuse. Barcelona: Edicions 62, 1969, p.80.


2 MARCUSE, H., One Dimensional Man. Studies in the Ideology o f advanced
Industrial Society. Boston, 1964 (trad. de A. Elorza, El hombre unidimensional.
Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada. Barcelona: Planeta,
1985, p. 170).

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H. M arcuse : E stética y liberación 19

La racionalidad tecnológica actúa como nueva alienación ide­


ológica que legitima al poder administrado y satisface la dignidad
de las masas proveyéndolas de múltiples y variopintas mercancías
que colman su afán de tener a costa de olvidarse de su ser. La
libertad acaba equiparándose con esta burda satisfacción que no
es más que la propia necesidad de perpetuación del sistema que
nos determina, con el poder adquisitivo de cada uno o con la
capacidad de cada cual de maximizar sus beneficios en el merca­
do. La relación entre los sujetos-cosas adopta la forma de la liber­
tad, pero encubre su carácter esencial de mercancía intercambia­
ble como todas las otras. Para alienar a los hombres, ya no es
necesaria la violencia, sino tan sólo la organización administrada,
debido a que la alienación se ha interiorizado (por no decir que ha
desaparecido) bajo la forma de múltiples «libertades».
La meta de la sociedad y del hombre unidimensionales no es
otra que la adaptación, o todavía peor, la mimesis inmediata. La
conciencia feliz, convencida de que todo lo real es racional, acata
esa racionalidad irracional sin percibir siquiera lo está haciendo.
Finalmente, la alienación cultural y artística que era transcenden­
cia consciente de esa existencia mutilada, acaba siendo integrada
también en la única dimensión que la racionalidad tecnológica
conoce: la de su producción y distribución masivas como si se tra­
tara de simples mercancías. La cultura de masas ha extinguido los
elementos transcendentes de la cultura clásica, ha destruido la cul­
tura pluridimensional incorporando los valores culturales al
orden establecido; ha anegado el valor de verdad de las obras cul­
turales en su valor de cambio. De este modo, lo ideal ha sido desu­
blimado represivamente e integrado en la realidad3.
Marcuse considera que la racionalidad tecnológica dominante
anula la substancia del arte, su racionalidad o su poder de nega­
ción. Cuando el arte permanecía separada del universo producti­
vo, conservaba su verdad propia; hoy desaparece ese distancia-
miento y, con él, el Gran Rechazo y la otra dimensión posible. En
la cultura clásica, las verdades racionales podían desarrollarse
libremente porque estaban separadas de la sociedad que las supri­

3 M arcuse , H ., op. cit., p. 88.

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20 E l arte como racionalidad liberadora

mía. El hecho de que en la actualidad se haya masificado esa cul­


tura es positivo, por un lado, porque la saca de su elitismo, pero
es negativo porque dicha cultura acaba remodelando, cuando no
simplemente reproduciendo e introyectando, el contenido de la
sociedad totalitaria a la que sirve y va dirigida.
El desarrollo de la racionalidad tecnológica y unidimensional
se manifiesta como nuevo totalitarismo: armonizando los pluralis­
mos, permite que coexistan pacíficamente, en la más absoluta
indiferencia, las obras y las verdades más contradictorias; socava
así los cimientos de la alienación artística, porque invalida la ver­
dadera sustancia del arte, que es su extrañamiento, su fuerza anta­
gónica y su verdad. Como consecuencia de este proceso, la base
de los juicios estéticos resulta sutilmente pervertida y las imágenes
pre-tecnológicas pierden todo su poder.
A pesar de estas agudas críticas, Marcuse destaca, en el seno de
esta integración, la función cognoscitiva y liberadora del arte y de su
lenguaje, porque nos revela lo ausente y hace vivir en nosotros lo
posible, siempre y cuando no se limite a entretener, sino que preten­
da denunciar y transformar la conciencia de los seres humanos. El
hecho de que el arte esté perdiendo su transcendencia significa,
según Marcuse, que la energía erótica que es la fuente de la actividad
artística y cultural está en vías de desublimación. La sociedad unidi­
mensional culmina su dominio estructurando incluso los instintos de
sus miembros, creando en ellos una segunda naturaleza lejana a su
verdadera imagen, impidiéndoles superar lo dado o percibir siquie­
ra las potencialidades liberadoras que luchan por emerger desde las
profundidades de la sociedad establecida. Sin embargo, las poten­
cialidades de la liberación están presentes y pueden ser reconocidas
como suprimidas; este reconocimiento -aunque no sea mayoritario-
manifíesta la irracionalidad de la sociedad en la que vivimos.
Frente a ella, Marcuse aboga por una razón crítica y liberado­
ra, una razón teleológica cuya meta sea la vida feliz y pacífica: «La
función de la razón converge entonces con la del arte»4 . Aunque
el arte no puede crear por sí sola la existencia pacífica, no carece
de validez para encaminarse a ella. Además la dimensión estética

4 M arcuse , H., op. cit., p. 266.

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H. MARCUSE: ESTÉTICA Y LIBERACIÓN 21

es una de las necesidades inalienables del hombre, en tanto liber­


tad de representar lo todavía no existente.
En Eros y civilización, Marcuse propondrá una alternativa con­
creta para subvertir la racionalidad productiva; se trata de su sus­
titución por una racionalidad gratificante, en la que la imagina­
ción estética alcanza su plenitud. De este modo se resolvía el
círculo vicioso de E l hombre unidimensional', los individuos admi­
nistrados debían liberarse de sus opresores y también de sí mis­
mos. En esta obra, Marcuse afirmaba que el sujeto del cambio
debía ser esencialmente o cualitativamente nuevo5, ya que no
había solución de continuidad entre éste y el hombre unidimen­
sional. Marcuse renunciaba a pensar la liberación dentro del sis­
tema, porque éste integraba las formas de subversión tradiciona­
les; sólo desde el exterior podía ejercerse el Gran Rechazo y
soñarse la transcendencia.
La alternativa que Marcuse ofrecía en Eros y civilización era
más concreta, aunque no menos radical: proponía la sublimación
no represiva. Ésta implica una nueva idea de razón placentera,
puesto que la racionalidad dominante, y su principio de rendi­
miento, han provocado un cambio substancial en el principio de
placer.
Marcuse, frente a Freud, considera que la represión no es pro­
ducto de la naturaleza, sino de la historia; por tanto, no es la con­
dición de la cultura como tal, sino de una forma específica de ésta:
de la cultura que se instaura como poder. Con objeto de superar
la escisión entre razón y sensibilidad, Marcuse proclama la nece­
sidad de su reconciliación en un concepto de racionalidad pleno:
la racionalidad gratificante que hace que el hombre realizándose,
realice, sin violencia, la naturaleza.
Así pues, Marcuse no defiende en ningún momento la des­
trucción de la razón y el triunfo de la naturaleza; ciertamente, con­
sidera que la razón debe negarse, superarse y convertirse en ver­
dad, pero todo esto mediante la razón misma; siguiendo a Kant,
desea afirmar la razón mediante su autocrítica; además, influen­
ciado por Marx, insiste en que la razón debe resolverse en la pra­

5 Cfr. M arcuse , H., op. cit., p. 281.

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22 El arte como racionalidad liberadora

xis. La razón que se rinde a lo positivo es, por definición, irracio­


nal, ya que así se convierte en instrumento y es incapaz de juzgar
el presente; tan sólo una razón utópica tiene el poder de rescatar
lo ausente y hacerlo posible.
La subversión de la racionalidad dominante es importante
porque la razón oprimida contiene el concepto de libertad: los
juicios carecerían de sentido si el hombre no fuera libre para
someter lo existente a la razón. «Razón» es organización de la
vida según la libre decisión del sujeto cognoscente y si esto no es
posible, si la verdad se toma irrealizable dentro del orden exis­
tente, la razón crítica ha de adoptar frente a éste la forma de una
racionalidad utópica. La utopía es necesaria para forzar a la rea­
lidad a que aproveche y cuente con todas las posibilidades que
contiene; en realidad, lo que la sociedad denomina «utopía» es
justamente el remedio contra la irracionalidad que nos presenta
como racionalidad, la adhesión a la verdad aun en contra de toda
evidencia fáctica.

2. E l arte y la nueva antropología

Las críticas de la sociedad y el hombre unidimensionales,


característicos del capitalismo avanzado y de su entronización de
la racionalidad instrumental, conducen a H. Marcuse a buscar un
nuevo orden no represivo en la dimensión estética de nuestra exis­
tencia. Con objeto de ir más allá del principio de rendimiento que
rige estas sociedades, Marcuse toma como símbolos de un nuevo
principio de realidad a Orfeo y a Narciso: el primero transforma
el lenguaje en canción y el trabajo en juego; el segundo vive en la
belleza que tiene como único fin la contemplación. Ellos simboli­
zan la alegría y la paz, la redención del placer, la detención del
tiempo, la actitud erótica, el Gran Rechazo. En suma, Orfeo y
Narciso inauguran la dimensión estética.
El contenido representativo de estas imágenes era la reconci­
liación erótica del hombre y la naturaleza en la actividad estética,
donde el orden es la belleza y el trabajo es juego. Orfeo expresa
el poder orgánicamente vivo del arte; completa la sensación del

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H . M arcuse : E stética y liberación 23

hombre infundiéndole un equilibrio interno y una armonía con el


mundo circundante. Estas figuras anuncian, por tanto, las coor­
denadas de un nuevo orden de existencia; para llegar a él, es pre­
ciso «el Gran Rechazo» y éste exige una nueva antropología, por­
que la negación del orden unidimensional implica la desaparición
de las falsas necesidades creadas y el desarrollo de necesidades
vitales de libertad. Marcuse aboga por una transformación radi­
cal de la naturaleza humana, como etapa necesaria para la trans­
formación cualitativa de la sociedad. Uno de los principales obs­
táculos para este proyecto es la ausencia o la represión de la
necesidad del cambio en los sujetos. Por eso es imprescindible la
transmutación de las tendencias y metas de los individuos, la
desaparición de la lucha por la existencia. Sólo así la vida será fin
en sí misma y no medio para un fin. Para ello, Marcuse propone
la liberación de la conciencia humana y de la sensibilidad como
nuevas formas de transformación6. Considera que una de las
metas básicas del verdadero socialismo debería ser la revaloriza­
ción de la sensibilidad, ya que esto presupone una transmutación
de los valores, en definitiva, una nueva antropología en la que la
racionalidad calculadora perdiera su prioridad y quedara ligada a
las otras facultades. Esta revalorización marcusiana de la sensibi­
lidad y de la imaginación es paralela a su insistencia en la dimen­
sión estética de la realidad y a su utópica sociedad entendida
como obra de arte.
Habermas ha visto en esta alternativa antropológica, una regre­
sión a la naturaleza7. Sin embargo, la nueva antropología marcu­
siana no culmina en la sustitución de la cultura por la naturaleza:
no consiste en la reducción del hombre a sus meras bases biológi­
cas, sino, ante todo, en la denuncia de todas las convenciones y
construcciones perniciosas que se han hecho con el ser humano y
que han querido pasar por naturales. Marcuse reconoce que natu­
raleza y cultura están ligadas y que aquélla ha sido constantemen­
te manipulada para justificar la opresión del hombre; por consi-

6Cfr. MARCUSE, H., La sociedad carnívora. B. Aires: Galerna, 1969, p . 46.


7 Cfr. H abermas ,J.,"Teoría política”, en AA.W., Conversaciones con H.Mar-
cuse. Barcelona: Gedisa, 1980. p. 31.

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24 El arte como racionalidad liberadora

guíente, la naturaleza no es inmutable, sino algo que primero hay


que redefinir y modificar. Marcuse propone una transformación
de la naturaleza que comience por una transformación del hom­
bre mismo, pero ¿qué entiende Marcuse por «hombre nuevo»?
En primer lugar, un hombre radicalmente distinto del hombre
unidimensional; en conceptos freudianos, un hombre cuya estruc­
tura pulsional haya sido modificada, de modo que su energía des­
tructiva se halle subordinada a la energía erótica, hasta que la can­
tidad se transforme en cualidad y las relaciones humanas se abran
a la gratificación.
Hemos de ser pesimistas y reconocer que la racionalidad que
hoy prima ha sido desarrollada, precisamente, para contener estos
anhelos de gratificación y de libertad. Por eso, la búsqueda racional
de estas necesidades ineliminables debe ser completada -en opinión
de Marcuse- con el papel activo de los sentidos; la misma naturale­
za humana está constituida por los «impulsos y sentidos primarios
del hombre como fundamento de su racionalidad y experiencia»8
¿Supone esto, como ha observado Habermas, una «fundamenta-
ción naturalista de la razón»9? En todo caso, Marcuse se refiere
siempre a una naturaleza humanizada, inseparable de la cultura,
pero también irreductible a ella. Como dice él mismo, la razón no
es tan sólo un producto de la cultura, sino que se halla «en el impul­
so de la energía erótica encaminado a detener la destrucción. Esto
exactamente definiría yo como razón: protección de la vida, enri­
quecimiento de la vida, embellecimiento de la vida. Y esto se halla,
según Freud, inscrito ya en la propia naturaleza instintiva»10.
El poder de la razón recrea y supera lo natural. La naturaleza
no queda sometida, sino que es transcendida por la razón. Aque­
llo que unifica y reconcilia los principios por los que se constitu­
ye la estructura instintiva es lo racional y la misma dinámica de
estos principios tiende a la emancipación de Eros, al surgimiento
de una racionalidad más cercana a la felicidad. El problema de lo

8 MARCUSE, H., Countcr-rcvolution and Revolt. Boston: Beacon Press, 1972.


(Trad. cast. A. González de León, Contra-revolución y revuelta. Méjico: J. Mortíz,
1973. p. 70).
9 HABERMAS, J., Respuestas a Marcuse. Barcelona: Anagrama, 1968. p. 38.
10 AA.W., Conversaciones con Herbert Marcuse. p. 40.

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H. MARCUSE: ESTÉTICA Y LIBERACIÓN 25

racional se resume en el debilitamiento de la represión, y esto


implica la potenciación de los sentidos. Se abre, entonces, la nece­
sidad de una nueva sensibilidad, cuyo principio de realidad se
centre en la estética, entendida como «perteneciente a los senti­
dos», e igualmente como «perteneciente al arte», porque «lo esté­
tico es algo más que lo meramente estético. Es la razón de la sen­
sibilidad, la forma impuesta por el espíritu y, como tal, la forma
posible de la existencia humana»11. Esto no significa que el arte
haya ocupado el lugar de la razón, sino que es necesario ampliar
ésta para que adquiera un sentido de totalidad y sea capaz de opo­
nerse a lo dado: «de la misma manera que la teoría y el arte apun­
tan a la misma verdad, también están obligados a la misma razón,
una razón que no es la burguesa»12, porque, para Marcuse, la ver­
dad es aquello que no es y debería ser, aquello que supera lo que
es para afirmarlo como lo que es en verdad.
La nueva antropología marcusiana nos conduce a la dimensión
estética o a la razón de la sensibilidad como alternativa a la racio­
nalidad dominante. Marcuse encuentra en la dimensión estética la
posibilidad de una naturaleza humana anti-represiva. Podríamos
decir, entonces, que el arte es, en él, una cierta manera de preser­
var la racionalidad gratificante, la utopía que se ha perdido, una
forma de lograr la emancipación de la subjetividad alienada en la
racionalidad tecnológica y en la mera sensualidad. La nueva sen­
sualidad será, en definitiva, la expresión política de un cambio
antropológico revolucionario.

3. E L RESURGIMIENTO DE LA SENSUALIDAD
Y LA IMAGINACIÓN

Una nueva «sensualidad» es el requisito previo de una supre­


macía del sujeto. Hay que tener en cuenta que el término alemán
«Sinnlichkeit» connota gratificación instintiva o sensualidad y

11 MARCUSE,H,, “Die Gesellschaft ais Kunstwerk” (Trad. casi. “El futuro del
arte”, Convivium 26 (1968) pp. 78-9).
12 AA.VV., Conversaciones con Herbert Marcuse. p. 60.

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26 El arte como racionalidad liberadora

percepción cognoscitiva de los sentidos (conocimiento sensible);


es decir, que la sensualidad no está reñida ni con el acceso a la ver­
dad ni con la racionalidad. El arte, que representa el orden de la
sensualidad, se opone, eso sí, al principio de razón dominante y a
la represión. De ahí que Marcuse privilegie la forma estética, entre
otras representaciones posibles de la existencia humana. La recep­
tividad de la experiencia estética nos acerca a una nueva sensibili­
dad, a una nueva relación entre el hombre y la naturaleza en sus
dos niveles: «la naturaleza humana y la naturaleza exterior»13, que
nos permitirá, a su vez, conocer las cosas en su verdad y restaurar
su unidad.
La dimensión estética y su experiencia básica es sensual antes
que conceptual, receptiva antes que constructiva, intuición más que
noción. Su peculiar forma de conocimiento consiste en ser afectada
por los objetos. Esta función cognitiva del arte no sustituye a la filo­
sofía en el descubrimiento de lo que debería ser. Lo que las separa
es que el arte permite la apariencia sensible del concepto y, por eso,
experimenta la realidad como algo a transformar en su materiali­
dad; este privilegio se debe al lenguaje artístico, que implica ya una
subversión de la realidad automatizada y hace que surja una dimen­
sión de la realidad que permanecía oculta; a su vez, los seres huma­
nos se emancipan del principio de realidad existente.
En virtud de su relación intrínseca con la sensualidad, la función
estética asume una posición central respecto a las otras facultades.
La percepción estética está acompañada de un placer que deriva de
la forma pura de un objeto. Como imaginación, la percepción esté­
tica es sensualidad y, a la vez, da placer. Siguiendo a Kant, la imagi­
nación estética genera principios válidos universalmente para un
orden no objetivo. La reconciliación estética implica el fortaleci­
miento de la sensualidad contra la razón instrumental y tiende a libe­
rar a aquélla de la dominación represiva de ésta. Lo que Marcuse
propone no es, pues, el olvido de la razón como tal, sino la destruc­
ción de una determinada versión de ésta que amenaza con identifi­
carse con ella y, además, el reino de una sensualidad racional, por­
que el autor está convencido de que la razón es también sensual.

13 MARCUSE, H., Contra-revolución y revuelta, p. 70.

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H. M arcuse : E stética y liberación 27

El término «estético» aspira a preservar la verdad de los sen­


tidos y a reconciliar, en la realidad de la libertad, las facultades
denominadas «inferiores» y «superiores» del hombre: la sensua­
lidad y el intelecto, el placer y la razón. El carácter gratuito de
los valores estéticos remite a la Crítica del Juicio (estético) de
Kant. Según éste, entre la razón teórica, que constituye la natu­
raleza bajo leyes de causalidad, y la razón práctica, que configu­
ra la libertad, está situado el juicio estético que establece la
mediación entre naturaleza y libertad. Este es el sentido en el
que Marcuse entenderá la reconciliación erótica del hombre con
la naturaleza. Asume también de Kant la concepción del placer
estético como ámbito de la sensibilidad y la belleza. N o es extra­
ño, por tanto, que Marcuse confunda constante y consciente­
mente los dos sentidos de la palabra «éstética»: la doctrina de la
sensibilidad y el tratamiento de la belleza; considera que ambas
dimensiones son inseparables, porque el placer estético provie­
ne de la receptividad de la sensibilidad y de la pura forma del
objeto cuya percepción constituye la belleza. La imaginación
estética es también, a la vez, receptiva y creativa. Ella constitu­
ye el objeto como bello, posibilitando su acceso a un nuevo
orden de existencia, cuyas categorías principales son la finalidad
sin fin y la legalidad sin ley; la primera define la belleza y la
segunda la libertad. La percepción estética es subjetiva y uni­
versal, a un tiempo; además provoca placer porque éste deriva
de la percepción de la forma pura de un objeto, independiente­
mente de su materia y sus propósitos. Tal representación es el
juego de la imaginación: «Com o imaginación, la percepción
estética es sensualidad y, al mismo tiempo, algo más que sensua­
lidad (la tercera facultad básica): da placer y es por tanto esen­
cialmente subjetiva; pero en tanto que este placer está constituido
por la forma pura del objeto mismo, acompaña a la percepción
estética universal y necesariamente -para cualquier sujeto que la
p erciba»14.

14 MARCUSE, H., Eros and Civilization. A philosophical Inquiry mto Freud.


Boston, 1953. (Trad. de J. García Ponce, Eros y civilización. Barcelona: Ariel,
19812, p. 168).

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28 El arte como racionalidad liberadora

A pesar de las influencias kantianas, un hecho sustancial sepa­


ra a Marcuse de Kant: el placer estético es, para éste, desinteresa­
do, mientras que, para Marcuse como para Nietzsche, es un pla­
cer sensible que contiene una promesa de felicidad. Marcuse
considera fundamental ejercer la crítica del desinterés y del idea­
lismo estético si se quiere poner fin a la dicotomía existente entre
razón y sentidos.
Aunque sensual y receptiva, la imaginación estética no carece
de intereses, no es pura pasividad, sino que también crea: en una
libre síntesis propia constituye la belleza; genera principios uni­
versalmente válidos para un orden objetivo y no represivo; para­
lelamente, hace que el sujeto y el objeto lleguen a ser libres en un
nuevo sentido: la forma en la que el objeto se revela produce una
nueva cualidad de placer, ya que sugiere una unidad en el seno de
la multiplicidad. Esto se explica porque el orden de la belleza
obedece a determinadas leyes, pero éstas no son impuestas y no
promueven el logro de propósitos específicos, «son la pura forma
de la misma existencia»15: la pura forma de la legalidad y de la
finalidad.
La imaginación es la facultad mediadora entre sensualidad y
razón, aparece como un intento de reconciliar lo que fue separado
por el principio de rendimiento: el deseo y la realidad, la felicidad
y la razón, Eros y Logos. La imaginación, en general, pero más espe­
cíficamente la imaginación estética tiene una función crítica debido
a su rechazo a acomodarse a las limitaciones impuestas por el prin­
cipio de realidad; es un cuestionamiento constante del estado de
hecho en nombre de lo que puede ser. El arte, como una de la más
fecundas realizaciones de la imaginación, ha de manifestarse como
contestación de lo real, contra el principio de rendimiento al que se
opone su propia gratuidad.
En el capítulo VII de Eros y civilización, Marcuse toma de Freud
su invocación de la fantasía como actividad productora de represen­
taciones imaginarias subordinadas sólo al principio de placer. Esta
capacidad imaginativa juega un importante papel en la noción
marcusiana de arte: en ella se funden el inconsciente y la con-

15 M arcuse , H.,op. cit., p. 169.

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H. M arcuse : E stética y liberación 29

ciencia para proteger las imágenes de la libertad. A través del


arte se perfila la imagen del hombre como sujeto libre que -debi­
do a la alienación- sólo puede expresar su libertad negando esta
alienación. Por tanto, la primera función de la imaginación con­
siste en la crítica de lo existente desde la esfera de la anticipación
de la libertad. La máxima marcusiana, «la imaginación al poder»
alcanza así un sentido revolucionario, porque trata de realizar
los valores más avanzados de la imaginación y refleja que la ver­
dad «no sólo se encuentra en la racionalidad, sino que está tam­
bién, y puede ser que todavía con mayor intensidad, en lo ima­
ginario»16.
En este aspecto, Marcuse se halla influido también por Schi-
11er, que anunció la virtud liberadora de la estética17, y la necesi­
dad de incorporar a la razón la sensibilidad. Asimismo conside­
ró que la belleza proporcionaba a la apariencia artística la
impresión de realidad y, por ello, asumía un importante papel en
la liberación del hombre de las condiciones inhumanas de exis­
tencia: el juego y el placer se convertirían en signos de la liber­
tad cuando desapareciese la coacción de la necesidad, cuando
los nuevos modelos de realización individual existentes en la
imaginación, se realizasen; por eso, «educar la facultad sensible
es la más urgente necesidad de nuestro tiem po»18. Schiller pro­
clamaba la reconciliación del instinto sensible y del instinto for­
mal a través del instinto del juego, cuyo objetivo era la belleza y
la libertad; se refería al juego de la vida misma y pensaba que, en
una existencia verdaderamente humana, el juego debía sustituir
al trabajo y a la apariencia a la necesidad. Schiller había acusado
ya a la civilización de subordinar -em pobreciéndola- la sensua­
lidad a la razón' Marcuse tomará de él la idea de la reconciliación

16 MARCUSE, H., Conversaciones sobre la nueva cultura. Barcelona: Kairós,


1975. p. 69 . ,
17 C fr. SCHILLER, F., Über die ásthetiscbe Erziebung des Menschen tn einer
Reihe von Briefen, (Trad. de M. García Morente, La educación estética del hom­
bre. Madrid: Espasa, 1968. p. 15: “Para resolver en la experiencia el problema
político se precisa tomar el camino de lo estético porque a la libertad se llega por
la belleza”).
18 S c h i l l e r , F.,op. cit., p. 40.

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30 El arte como racionalidad liberadora

de ambas a través del juego y la convicción de que el trabajo


debe subordinarse a la actividad humana libre. Gracias al impul­
so de juego la realidad pierde su seriedad, porque la necesidad y
el deseo ya pueden satisfacerse sin trabajo enajenado. Sin embar­
go, para que la función estética gobierne toda la existencia
humana, ha de llegar a ser universal, de ahí que requiera una
revolución total en las formas de la sensibilidad y la sensualidad.
Con este cambio en la experiencia básica, se transforma también
el objeto de la misma: liberada de la dominación, y configurada
por el impulso de juego, la naturaleza será capaz de desplegar
sus formas sin propósito, la vida interior de sus objetos; al
mismo tiempo, cambiará el mundo subjetivo: el hombre dejará
de ser objeto de trabajo y podrá introducirse en el campo de la
libertad, que vive fuera de la lucha por la existencia. La trans­
formación del juego en el principio de la civilización implicará la
total subordinación del trabajo a las potencias libremente desa­
rrolladas del hombre y la naturaleza. La función estética de Schi-
11er, que reconcilia razón y libertad, responde, por tanto, a la
preocupación marcusiana por aunar el principio de realidad y el
de placer. Igualmente existe relación entre el mundo no represi­
vo de Marcuse y la civilización estética de Schiller. El nuevo
principio de civilización de ambos conduce a la revisión de la
ética y de las pulsiones humanas; así el ámbito de la moral se
amplía dejando un puesto a las «zonas inferiores», que habían
sido excluidas de ella.

4. L a realización de la promesa artística

Es evidente que, para Marcuse, el arte posee una función libe­


radora y transformadora del orden (humano y social) existente.
Sin embargo, la estética no puede hacer válido ningún principio
de realidad. El campo de la estética es esencialmente irrealista: en
tanto proceso de desublimación no represiva se ha conservado
libre con respecto al principio de realidad establecido, pero ha
pagado con su carencia de efectividad en la realidad por él domi­
nada. Marcuse intentará mostrar que esa realidad es histórica y

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H. M arcuse : E stética y liberación 31

contingente y que, por tanto, el arte preserva la otra realidad, las


dimensiones no realizadas a causa de la represión de todo lo que
está reñido con el principio del rendimiento.
Según Marcuse, sólo en el arte se acepta la presentación de la
felicidad como una verdad posible. Su fuerza emancipadora radi­
ca en que en ella todavía existe la posibilidad de felicidad y la anti­
cipación de la verdad19, gracias a la anticipación de la imaginación
que se opone a lo fáctico. El arte es uno de los reductos de oposi­
ción al orden establecido, pero su representación de la felicidad
no es un mero ideal, sino un ideal bello, y la belleza es lo que pro­
porciona a la apariencia artística la impresión de realidad.
A diferencia de lo que ocurre con la teoría, que nos muestra la
verdad de la desgracia y del antagonismo de lo real, el arte puede
ofrecernos instantes de placer, porque es «promesa de felicidad».
Podemos hallar un precedente de esta definición de la belleza en
Nietzsche, el cual, polemizando con la idea kantiana de lo bello
como lo que agrada desinteresademente, propone la definición de
Stendhal de la belleza como una promesa de felicidad20.
La íntima conexión entre eros y belleza en la obra de arte deri­
va de la verdad del arte, que para Marcuse radica en el deber de
instaurar la felicidad; éste es la necesidad pulsional y el objeto
natural de Eros. También lo feo puede ser objeto del arte, pero en
la representación estética queda superado, en el sentido de que se
hace partícipe de lo bello. La belleza es, por tanto, una dimensión
distinta del concepto teórico, pero es una dimensión de conoci­
miento. Hay, en Marcuse, una relación dialéctica entre arte y teo­
ría (marxista): aquélla puede evitar que ésta desemboque en la
unidimensionalidad, porque preserva la utopía del marxismo; por
su parte, la teoría demuestra las posibilidades y límites históricos
de la emancipación.
El puesto destacado de la teoría estética en la obra marcusiana
está relacionado con su crítica de la racionalidad dominante y con

19 Cfr. MARCUSE, H., Kultur und Gesellschaft I. Frankfurt am Main, 1965.


(Trad. de E. Garzón y E. Bulygin, Cultura y sociedad. Buenos Aires: Sur, 1968},
p. 67.
20 Cfr. NlETZSCHE, E, Zur Genealogie der M oral. (Trad. de A. Sánchez, La
genealogía de la moral. Madrid: Alianza editorial, 1972, p. 121).

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32 El arte como racionalidad liberadora

su ampliación (no naturalización) del concepto de razón al que nos


hemos referido. El primer paso de este programa es incorporar el
deber a la racionalidad, porque normatividad no sólo es un impe­
rativo de la razón, sino que viene impuesta por la experiencia que
hace posible la obra de arte como órgano de intuición intelectual:
«MARCUSE: Los contenidos normativos estarían fundados en la
naturaleza del Eros, en el hecho de los impulsos, en su dinámica.
Por otro lado, yo no creo en absoluto que el arte vaya a ocupar el
puesto de la razón jubilada, como protectora de las normas. La
razón sobrevivirá a su forma de manifestación burguesa. La teoría
sigue trabajando. Y así como ella y el arte tienen como meta la ver­
dad, de la misma forma también están obligadas a la misma razón,
una razón que no es la burguesa»21. Recuperar la razón en el arte
no significa fundamentar la razón en la esfera privada o condenar­
la al decisionismo, porque siempre es posible la discusión sobre el
arte auténtico, que, para Marcuse, es el que rompe «con el princi­
pio de realidad, en términos de perfección de la forma estética, de
presencia de imágenes de la liberación, etc.»22.
Si en 1937, en Sobre el carácter afirmativo de la cultura, Marcu­
se se planteaba (con precaución) la posibilidad de la superación
del arte, de acuerdo con la máxima surrealista de que el arte, des­
pojada de su apariencia afirmativa, debía penetrar en la vida, en la
última etapa de su obra se subraya cada vez más la distancia entre
arte y realidad, así como el carácter transhistórico del arte (en con­
tra del realismo soviético). Tal cambio se advierte ya en Contra­
rrevolución y revuelta (1972) y culmina en La dimensión estética.
(1977). La razón del mismo hay que buscarla en la convicción
marcusiana de que la cultura del capitalismo tardío vuelve a
reconciliar el arte con la vida, pero lo hace para acabar con la
forma estética. En contra de esa tendencia, Marcuse subraya
ahora la autonomía del arte, su carácter opuesto a lo real; lo que
supone, asimismo, considerar el arte como una segunda realidad
o como una irrealización de la realidad establecida, que implica la

21 ÜABERMAS, J., «Diálogo con Herbert Marcuse, 1977», Perfiles filosófico-


políticos. Madrid: Taurus, 1984, p. 269.
22 HABERMASj., op. cit., p. 271.

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H . M arcuse : E stética y liberación 33

trascendencia consciente de la existencia alienada en la negación


de lo que es. Este distanciamiento artístico de la realidad forma
parte de la esencia del arte, pero ha de ir acompañado de un cri­
ticismo consciente y de la transformación paralela del sujeto y del
mundo. Según Marcuse, la renuncia a la forma estética, ha con­
ducido a las vanguardias radicales o tardías a la abdicación de res­
ponsabilidades; sus productos son anti-arte, la autoderrota por
principio, porque han destruido el carácter crítico-comunicativo
del arte. Ante estas conclusiones, Habermas no duda en afirmar:
«con este tipo de convicciones puede usted quedar arrinconado
en compañía de Gehlen». Marcuse le responde: «no me impor­
ta»23 . De hecho, hoy en día podemos comprobar la actualidad de
La dimensión estética, porque la dispersión y fragmentación del
arte no han conducido ni a su final, ni a la total destrucción de la
cultura humanista.
La promesa artística aún conserva la emergencia de un nuevo
sujeto no dominador; es una promesa de libertad y felicidad, una
anticipación del futuro por obra de la imaginación, la cual es impres­
cindible para «poder mantener como objetivo del presente lo que
aún no es presente»24. Sin embargo, Marcuse ha extraído de aquí
también la consecuencia de que la tensión entre lo que es y lo que
debe ser se transfigura en un conflicto insoluble, en el que la recon­
ciliación se encuentra gracias a la obra de arte como forma pura: la
belleza como promesa de felicidad: «La forma de arte es esencial­
mente distinta de la forma de realidad; el arte es realidad estilizada,
incluso realidad negativa, negada»25. Marcuse reconoce así que el
potencial político del arte se halla en la forma estética o en el hecho
de que el arte es solamente estetización de contenidos; en ella radi­
ca también la autonomía del arte frente a lo dado, su carácter con­
trario y, a la vez, transcendente a lo real; lo que supone, asimismo,
considerar el arte como una segunda realidad. El extrañamiento del
arte respecto del mundo existente implica la trascendencia cons­
ciente de la existencia alienada, la negación de lo que es.

23 H a b e r m a s , J., op. cit., p. 272.


24 Marcuse, H., Cultura y sociedad, p. 93.
25 MARCUSE, H., «El futuro del arte», p. 75.

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34 El arte como racionalidad liberadora

En Contrarrevolución y revuelta, encontramos una definición


más precisa de «forma estética»: «forma estética es el conjunto de
cualidades (armonías, ritmo, contraste) que hacen de la obra un
todo en sí, con una estructura y un orden propios (el estilo)»26' El
arte es tal en virtud de la forma que incorpora y sublima la mate­
ria, que despoja a la substancia de su inmediatez y, así, la trans­
forma cualitativamente. El arte es la forma sublimada de la fanta­
sía y la imaginación, la articulación de necesidades y deseos
reprimidos en el inconsciente y la belleza es la forma universal del
arte. Esta se acerca a otra dimensión de la realidad, debido a que
es expresión sublimada de Eros y de ahí deriva su poder crítico;
además el arte es forma potencial de la realidad, precisamente
porque se constituye como expresión sublimada de los impulsos
eróticos. Con esta teoría, Marcuse profundiza en la noción fun­
cional de forma estableciendo sus bases psicológicas. La destruc­
ción de la obra de arte a causa de la creciente mercantilízación
cultural y de la desublimación represiva de Eros, que incide sin
duda en los contenidos del arte, provoca que la noción de «forma
estética» asuma un carácter cuasi-subversivo. Sin embargo, Mar-
cuse reconoce que este concepto es ambivalente: es afirmativo del
orden existente cuando la belleza aparente transfigura la angustia
y excluye la crítica, pero también es progresista cuando el dolor se
transforma en placer por medio de la forma estética, enraizada en
la imaginación de necesidades Hbidinales y anticipatoria de una
base radicalmente diferente para la organización social.
En torno a este concepto de «forma estética» gira la última
etapa de la obra de Marcuse, en la que el autor subraya la distan­
cia entre arte y realidad, así como el carácter transhistórico del
arte. En La dimensión estética, Marcuse vuelve a Adorno. Ahora
presta menos atención a la transformación estética de la realidad
o a la realización del arte; se ocupa de las tendencias disgregado-
ras de la forma estética en el arte moderno. Como el resto de los
francfortianos, Marcuse critica la industria cultural. Considera
que una obra de arte auténtica se sustrae a la pura reproducción
de lo existente. Acusan a la ciencia positivista de haber introduci-

26 MARCUSE, H ., Contra-revolución y revuelta, p. 93.

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H . M arcuse : E stética y liberación
35

do el arte de la reproducción dócil, de la duplicación ideológica.


La industria cultural no surge espontáneamente de las masas, sino
del orden ideológico creado desde arriba para impedir la forma­
ción de individuos autónomos. A pesar de todos estos temas
comunes, Marcuse no se contenta con afirmar, como Adorno, la
negatividad utópica del arte, su inconcrección práctica, sino que
insiste en que el arte transciende lo dado hacia un universo de
posibilidades concretas, pero reprimidas; el arte contribuye a la
lucha por la liberación concreta definiendo lo que es «real» según
los parámetros de otra razón más enriquecedora.
A pesar de que también con anterioridad Marcuse se hacía ya
eco de la crítica francfortiana de la cultura afirmativa y de la cul­
tura de masas, aunque siempre subrayó el carácter eminentemen­
te negativo del arte, ahora insiste en que «cualquiera que sea su
forma, el arte nunca podrá eliminar su tensión con la realidad»27
porque en la sociedad no-libre «la autonomía del arte refleja la no-
libertad de los individuos»28. Sin transformar al sujeto y su
mundo, el arte sólo conduce «a la conversión del artista en un ser
superfluo, a una abdicación de responsabilidades en la que se
renuncia a la capacidad artística de crear esa otra realidad dentro
de la establecida: el universo de la esperanza»29.
En Contrarrevolución y revuelta, Marcuse piensa que la obra de
arte se ha convertido en reflejo del sujeto autónomo inexistente.
El fundamento último del arte se ha reducido al reflejo de sí
mismo como una totalidad armónica inalcanzada por el hombre.
A pesar de la constatación marcusiana del debilitamiento crítico
del arte moderno, el pensador siguió concediendo prioridad a la
función estética, ya que el potencial político del arte estribaba, en
su opinión, en su propia dimensión estética30; por consiguiente, el

27 M a r c u s e , H.,op. cit., p. 120.


28 MARCUSE, H., Die Permanenz der Kunst. München: C. Hanser, 1977. (Trad.
de J.EIvars, La dimensión estética. Barcelona: Materiales, 1978. p. 121. La alteración
del título original resulta pertinente, ya que Marcuse subraya en esta obra la otra
dimensión anegada por la unidimensionalidad imperante. Puesto que ésta no es
esencial al hombre, sería posible pensar la permanencia del lado de la estética).
29 M a r c u s e , H.,op. cit., p. 117.
30 Cfr. M a r c u s e , H., op. cit., p. 59.

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36 El arte como racionalidad liberadora

arte no debe abandonar su propia dimensión o rendirse ante otras


instancias, porque, aunque esté unido a la revolución, es irreduc­
tible a ella. Arte revolucionario es precisamente el arte indepen­
diente; el arte auténtico es revolucionario en su misma sustancia,
precisamente por hallarse libre de los requerimientos de una espe­
cífica praxis revolucionaria.
A pesar de que es innegable la relación entre política, ética y
arte, ésta no debe subordinarse a aquéllas; de lo contrario, se auto-
destruiría, ya que el arte es sólo imagen de un mundo todavía no
presente. En este sentido, la forma artística coincide con una
belleza utópica (la promesa de felicidad). Esta tesis no nos conde­
na a un cierto elitismo burgués, sino que la idealidad del arte es
justamente el mejor testimonio de la verdad del materialismo dia­
léctico «la permanente no identidad de sujeto y objeto, individuo
e individuo»31. El arte como promesa invoca imágenes de la libe­
ración, manifestaciones aparentes (,Scbein), pero también se ha de
tomar conciencia de que la consecución de esas promesas no se
encuentra en el arte. La visión artística del mundo actúa como
idea reguladora en la lucha desesperada por el cambio: «El arte
representa el objetivo último de todas las revoluciones: la libertad
y la felicidad del individuo»3132. La obra artística exige una esteti-
zación de los contenidos o un despliegue de la forma estética. En
toda su producción, Marcuse sigue manteniendo el papel central
de lo estético en la transformación radical, pero ahora se muestra
algo más pesimista con respecto a las posibilidades de hacer con­
verger el arte y la realidad, ya que, por definición, el arte es trans­
cendencia.
Marcuse encarna la aporía del arte, su carácter de apariencia:
el arte construye mundos utópicos y, al mismo tiempo, depende
miméticamente de lo fáctico. Pero atribuye esta contradicción al
carácter histórico -y, por tanto, superable- de la sociedad unidi­
mensional; en ella, el arte se convierte en una mercancía más, en
un reflejo de los antagonismos sociales y de la unidireccionalidad
de los medios. En la sociedad de consumo, el arte pierde su poder

31 M a r c u s e , H ., o p . cit., p . 92.
32 M a r c u s e , H ., o p . cit., p. 138.

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H. M arcuse : E stética y liberación 37

transcendente -su antagonismo frente a Ja realidad- y parece irre­


conciliable con la técnica. Estas deformaciones del arte en las
sociedades unidimensionales conducen a Marcuse a plantear la
«reducción estética»: «según Hegel, el arte reduce la contingencia
inmediata en la que existe un objeto (o una totalidad de objetos),
a un estado en el que el objeto toma la forma y la cualidad de la
libertad. Esta transformación es una reducción porque la situa­
ción contingente sufre exigencias que son externas y que se inter­
ponen en el camino de su libre realización»33. Mediante esta
reducción, el arte puede transmutar la represión en libertad; lo
hace conquistando la naturaleza, pero sin propósitos de dominio.
De esta manera, el arte reduce la instrumentalidad requerida por
la apariencia externa para autopreservarse; tal reducción de lo
externo hace que éste pueda convertirse en manifestación de la
libertad.
Quizás el arte no puede cambiar el mundo, pero si puede con­
vertir el cambio en una necesidad y contribuir a transformar la con­
ciencia de hombres y mujeres capaces de transformar la realidad;
puede favorecer el surgimiento de la necesidad de libertad en los
individuos, requisito indispensable para la revolución. En La dimen­
sión estética, Marcuse piensa que los factores decisivos para que el
arte pueda llevar a cabo esta tarea son: la impugnación del someti­
miento del arte a la desublimación institucionalizada, la evitación de
la pérdida de su carácter crítico y transcendente, de su «forma» y la
«limitación de la autonomía estética»3334; esto último significa que
Marcuse se opone al esteticismo, en el sentido de que no ha de olvi­
darse el carácter mimético del arte, el cual, transformando los con­
tenidos cotidianos, conduce a aquella desautomatización artística en
la que reina la fuerza subversiva del arte. Esta es la paradoja del arte
que «participa inevitablemente de lo que es y sólo como fragmento
de lo que es se pronuncia contra lo que es»35.
Marcuse ve el arte como una dialéctica sin síntesis entre su
contribución a la configuración de la vida y entre su estatuto artís­

33 MARCUSE, H ., E l hom bre un idim en sion al, p . 2 6 8 .


34 MARCUSE, H ., L a dim ensión estética, p . 103.
35 M a r c u s e , H ., o p . cit., p . 105.

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38 El arte como racionalidad liberadora

tico o su carácter de apariencia. La función del arte es doble y


antagónica: es obra de la imaginación, pero, a la vez, hace apare­
cer la verdad y así puede romper la identificación con la realidad
establecida, pero falsa. Ahora bien, el arte debe cumplir su fun­
ción transformadora sin dejar de ser arte.
El arte no sólo se enfrenta a la realidad, sino que intenta recon­
ciliarse con ella. Esto se revela en el carácter redentor de la catar-
sir36; Marcuse considera la catarsis como un hecho ontológico y no
psicológico, ya que se funda en las cualidades propias de la forma
estética. Gracias a ella, el hombre encuentra en la sociedad un
pequeño fragmento de libertad. Hay en el arte, además, algo de
Hybris, ya que, al no poder realizar sus proyectos, la reconcilia­
ción catártica preserva también lo irreconciliable. Otro elemento
reconciliador es el compromiso del arte con Bros. Gracias a su
potencial subversivo, el arte invoca imágenes liberadoras de la
sumisión a la muerte, representaciones del triunfo de Eros sobre
Thánatos. La mimesis artística no es una simple copia, sino que
hace que lo real persista en la memoria, acerca lo que es a lo que
puede ser y, por eso, el arte se funde con la utopía: «la auténtica
utopía está basada en el recuerdo»37. Por esta capacidad de man­
tener en el recuerdo incluso las utopías, el arte puede servir de
idea reguladora en la encarnizada lucha por la transformación del
mundo38.
La verdad del arte arranca de su característica racionalidad crí­
tica; consiste precisamente en su poder para definir lo que es real
y para hacer que lo dado se adecúe a la esencia de la realidad; su
alejamiento del proceso de producción material le ha permitido
desmitificar la realidad reproducida a lo largo de este proceso y
erigir una ficción más real que la propia realidad. Las verdades del
arte no son, sin embargo, meras creaciones subjetivas, sino que
son universales debido a que son transhistóricas. La función de la
obra de arte consiste, entonces, en configurar «lo otro», aquello
que puede resistir la integración en el sistema. Esta meta no es

36 C fr. M a r c u s e , H ., o p . cit., p . 7 0 .
37 M a r c u s e , H ., o p . cit., p. 141.
38 C fr. M a r c u s e , H .,o p . cit., p . 138.

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H. M arcuse : E stética y liberación 39

menos real que lo dado, ya que «contiene mayor cantidad de ver­


dad que la realidad cotidiana»39. La fuerza para edificar un
mundo propio es lo que permite al arte superar la contradicción
entre lo que es y lo que puede ser. Así, la forma artística es inse­
parable, en Marcuse, de su potencialidad utópica, coincide con el
lenguaje y la función de la utopía.
Otros muchos pensadores han coincidido en esta dimensión
liberadora de la razón artística. Por el momento, nos ocuparemos
de uno de ellos, M. Merleau-Ponty que, como Marcuse, también
concedió un claro privilegio al arte en el conocimiento transfor­
mador de la realidad.

39 M a r c u s e , H ., o p . cit., p . 120.

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II
M. M E R L E A U P O N T Y :
E S T É T IC A Y O N T O L O G ÍA

1. L a dialéctica como expresión


DE LA RAZÓN

M. Merleau-Ponty (1908-1961) intentó siempre evitar los reduc-


cionismos. Para ello, adopto la dialéctica que define su pensa­
miento filosófico y cobra concreción en cada una de sus obras y
en el planteamiento de cada uno de sus temas. Gracias a la dia­
léctica, expresará el contenido de una concepción dinámica de la
razón, del devenir racional, porque la razón está lejos de ser algo
ya clausurado y se va haciendo constantemente.
La fenomenología genética de Husserl abrió el camino del aná­
lisis de los fenómenos remontándose a sus orígenes y a sus funda­
mentos. Asimismo, la necesidad, proclamada por Husserl y here­
dada por Merleau-Ponty, de volver a la Lebetiswelt> al mundo
pre-reflexivo donador de sentido, plasmaba esta nueva concep­
ción unitaria de la razón en permanente movimiento y en una
reflexión radical sobre lo irreflexivo constitutivamente insepara­
ble de aquél. Cuando la razón se detiene a pensar sus orígenes, se
ve obligada a romper con su definición tradicional, a explorar lo

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42 El arte como racionalidad liberadora

irracional e integrarlo en una razón ampliada1 y ésta es la auténti­


ca tarea de nuestro siglo. Esta filosofía consciente de que el senti­
do siempre aparece acompañado de sinsentido es la única capaz
de reconocer el afán de grandeza de la conciencia unido a sus
constantes aventuras y desventuras, sin renunciar por ello a la
esperanza en una verdad.
La de Merleau-Ponty fue una filosofía reflexiva que no preten­
día rechazar la razón, sino ampliar su campo de acción. La feno­
menología de Merleau-Ponty no nos conduce a la primacía de lo
irracional; su filosofía fue siempre una filosofía reflexiva, en el más
estricto sentido y cuando proclamó la necesidad de volver a la
experiencia vivida, no lo hizo para detenerse en ella. Consideraba
que la conciencia racional surge de la irreflexiva, pero la trans­
ciende. Es cierto que describió la relación dialéctica entre el silen­
cio de los orígenes y el lenguaje, pero también insistió en que el
silencio que sigue al lenguaje no es idéntico al que le precede, es
decir, que la reflexión y la filosofía son imprescindibles para cono­
cer el significado de nuestro ser en el mundo. Estaba convencido
de que la racionalidad del conocimiento se basaba en su universa­
lidad y de que el germen de ésta se hallaba en el diálogo: decía que
los seres humanos son racionales porque se esfuerzan por enten­
derse. Puesto que la racionalidad implica la relación con los otros,
no es una simple racionalidad formal, sino responsable, es decir,
apertura al compromiso y a la correspondencia con los otros.
En Merleau-Ponty la razón ya no será, como en Hegel, identi­
dad, sino diferencia e integración al mismo tiempo. La dialéctica,
como verdadera expresión de esa racionalidad, será intercambio
incesante que no anula ninguno de sus elementos. Frente a la
razón positivista que se rinde a los hechos y también frente a la
razón especulativa, Merleau-Ponty defiende una razón dialéctica
que busca el sentido originario en la experiencia y, con él, el
auténtico poder de la razón, que no se reduce simplemente a la
aprehensión de lo dado.
La dialéctica merleau-pontiana es un pensamiento que desa­
rrolla el modo en que aparece el ser ante el sujeto; sin embargo, es

1 C fr. MERLEAU-PONTY, M ., Sen s et non-setts. P arís: N a g e l, 1948, p. 109.

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H . M erleau P onty : E stética y ontología 43

algo más que puro pensamiento; se enriquece en su curso al entrar


en contacto con las cosas y siempre permanece abierta a ellas y al
posible cambio. Su puesta en práctica no puede estar guiada por
ningún método riguroso, sino que va haciéndose en su propio
decurso, en su intento constante de comprender y expresar la ver­
dad de las cosas que habita en su interior. Merleau-Ponty descu­
brió que la dialéctica y la existencia se auto-refieren: la primera
sólo es tal saliendo de sí y la segunda no es un vacuo juego de con­
ceptos, sino la misma situación de lo real. Merleau-Ponty nos des­
vela, pues, una dialéctica existencial compuesta de inmediatez y
de mediaciones. Su dialéctica es el camino y la aventura de la exis­
tencia que pretende dar cuenta de sí en su tensión hacia los otros
y hacia sí misma.
Gracias a la dialéctica, Merleau-Ponty amplió el contenido de
la razón, añadiéndole todo lo que la precedía y la excedía; así nos
acercó a una razón dialéctica más abarcadora que la científica, a
una razón existencial que va más allá de la reflexión y se constitu­
ye como intercambio incesante, como vida. Detectó que buen
número de racionalistas eran un peligro para la razón viviente2,
porque mistificaban el racionalismo. Criticó así cierta concepción
de la razón, pero no se opuso a la razón como tal. Afirmó la razón
como problema y defendió una razón capaz de afrontar el pro­
blema de sus orígenes y de sus aventuras. La razón merleau-pon-
tiana tiene como tarea primera la de dar razón de sí misma. Sólo
tal razón autoconsciente, conocedora de sus límites progresa sin
necesidad de imponerse sobre todo lo demás o sobre los otros.
Este filósofo consideraba que una ontología que reduce el Ser al
objeto de la ciencia y confunde la Razón con el conocimiento de
la relación causa-efecto era símbolo del «pequeño racionalismo»
cientificista, el cual era una simple degeneración del «gran racio­
nalismo»; a diferencia de aquél, éste no pretende de ningún modo
que el objeto de la ciencia suministre el canon de la ontología3;
por el contrario, admite que el Ser está más allá del objeto y que
la filosofía y la ciencia coexisten cuando se dirigen hacia él. El

2 Cfr. M e r l e a u -P o n t y , M., Sign es. París: Gallimard, 1960, p. 248.


3 Cfr. M e r l e a u -P o n t y , M., op. cit., p. 186.

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44 El arte como racionalidad liberadora

tema del gran racionalismo es desentrañar el acuerdo extraordi­


nario entre lo interior y la exterior. La pregunta teórico-exitencial
que dirige todas sus interrogaciones es ésta: ¿cómo alcanzar lo
universal a partir de lo propio, lo necesario desde lo contingente,
cómo vivir una vida intemporal en el presente?
La razón merleau-pontiana nace con la percepción. La pree­
minencia perceptiva le condujo a afirmar que «el mundo percibi­
do es el fondo siempre presupuesto de toda racionalidad»4. Esto
no significa que la racionalidad se agote en el mundo perceptivo,
sino que tiene su origen en él, que él es el suelo primero. La pri­
macía de la percepción no anula la universalidad; ahora bien,
siguiendo a Husserl, Merleau-Ponty está convencido de que la
universalidad no está dada, sino que hay que buscarla continua­
mente, porque es presuntiva5 y lo mismo ocurre con la racionali­
dad. Esto se debe a que forman parte de la vida y a que ésta no es
un simple objeto para una conciencia; vida es corporalidad o rela­
ción con el mundo por mediación de mi cuerpo.
El eje del pensamiento merleau-pontiano es el cuerpo y su
comportamiento (no la conciencia), el Ineinander, la metamorfo­
sis de la vida en la que habita el espíritu, una suerte de ser doble
que siente y, a la vez, es sensible, que es vidente y se ve. El cuerpo
envuelve una filosofía de la carne como visibilidad de lo invisible
y la pintura no figurativa le sirve a Merleau-Ponty como modelo
de ese ser indiviso; el pintor consigue dar cuenta de él convirtien­
do en visible lo invisible: un invisible que es más real y más pre­
sente que lo visible, que dirige la visión que tenemos de éste.
Puesto que los poderes esenciales del cuerpo para realizar ico­
nos son los ojos y las manos, los cuales prolongan los poderes de
aquél, la pintura se convierte en operación central para definir
nuestro acceso al ser. El mundo del arte y el mundo de nuestros
sentidos están enlazados. De ahí que Merleau-Ponty entienda el
cuerpo humano como simbolismo natural6, como idea que anun­

4 MERLEAU-PONTY, M ., L e p rim al de la perception et ses conséquences pbilo-


sophiques. Grenoble: Cynara, 1989. p. 42
5 C fr. M e r l e a u -P o n t y , M ., o p . cit., p . 80.
6 C fr. M e r l e a u -P o n t y , M ., o p . cit., p . 180.

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H. M erleau P onty : E stética y ontología 45

cia siempre su continuación; este simbolismo tácito de indivisión


acoge en su seno la racionalidad y la verdad y no se abre a ellas
como si fueran objetos exteriores, sino como dimensiones del
mismo. En definitiva, Merleau-Ponty no rechaza la racionalidad
ni lo universal, sino que quiere fundarlos de nuevo, pero no sobre
el dogmatismo cientificista, sino sobre la evidencia precientífica
que nos dice que sólo hay mundo; busca los orígenes en una razón
anterior a la razón que está implicada en nuestra existencia, en
nuestra interrelación con el mundo percibido y con los otros.
Después de esto, podemos comprender que Merleau-Ponty
privilegie la pintura moderna debido a que se halla muy cerca de
la metafísica por la que se interroga: «toda la historia moderna de
la pintura entraña una significación metafísica»7, anticipa y orien­
ta la interrogación filosófica y es esa filosofía, que todavía está por
hacer, la que anima al pintor. Los pintores modernos se han anti­
cipado a los filósofos en el descubrimiento de los contornos de la
ontología primordial; por eso, Merleau-Ponty subraya la relación
de intercambio que existe entre el arte y la filosofía. Al considerar
que la obra de arte es un revelador metafísico, Merleau-Ponty
retorna a Heidegger. Aporta una novedad: que la obra es el pro­
ducto de una acción individual que expresa una percepción glo­
bal (Gestalt) del mundo en un sistema articulado de significacio­
nes (texto literario, lienzo, etc.).
El arte contemporáneo está asociado, pues, a la investigación
filosófica; es una premonición del futuro, penetra en la substancia
de un pensamiento en gestación. Por consiguiente, las reflexiones
estéticas merleau-pontianas están en relación de intercambio, de
fecundación recíproca con la elucidación filosófica. Esto significa
que en su pensamiento, como en el de Marcuse, la estética es inse­
parable de la racionalidad; es más, aquélla es la que ayuda a está a
denunciar sus deformaciones y a ampliarse hasta englobar lo que
la apariencia situaba fuera de ella.
Una vez más, nos encontramos ante esa dialéctica merleau-pon-
tiana que desea aprehender los fenómenos tal y como se manifies­
tan, en su estructura dialéctica anterior a toda división analítica

7 M e r l e a u -P o n t y , M., L'oeil et l'esprit. París: Gallimard, 1964. p. 61.

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46 El arte como racionalidad liberadora

interesada. En efecto, Merleau-Ponty trata de encontrar lo irrefle­


xivo bajo lo reflexivo, lo preobjetivo que subyace a lo objetivo, de
conducir la mirada a la fuente de toda visión y así aprender a ver
el mundo (no a pensarlo como si se tratara de un mero objeto
externo al sujeto). Esto no significa que Merleau-Ponty privilegie
lo irracional, sino que siempre busca el origen de la verdad y de la
razón; sabe que éstas no existen al margen de la adherencia al cuer­
po y al mundo, que no hay razón ajena al lenguaje y al logos silen­
cioso que la precede. Traza una tercera vía entre la doxa originaria
o el fenómeno del mundo y el reino de los universales y de los
transcendentales: una ontología de lo sensible. Su apelación a una
nueva sensibilidad cuyo modelo se encuentra en el arte nos parece
muy importante. Ahora bien, ésta no se opone a la racionalidad o
a la intelección, a la acción o a la pasión, sino que las engloba.
Merleau-Ponty es consciente de que sólo podemos acceder a lo
primordial mediante el rodeo de la reflexión. Es más, en Le Visi­
ble et in visible manifiesta su intención de llegar a la reflexión ori­
ginaria, a la reflexividad de lo sensible y a la idealidad que emer­
ge de la carne. Por eso el filósofo no se contenta con describir
determinados fenómenos artísticos, sino que busca dialécticamen­
te el logos del mundo estético en las profundidades de la natura­
leza que afloran tan sólo en las obras literarias y en los cuadros.
Siguiendo a Husserl, Merleau-Ponty revaloriza la doxa, el
conocimiento opuesto al cientificismo y al objetivismo, que se
enraiza en el mundo de la vida y procede interrogativamente. Sin
embargo, la suya no es una filosofía del sentido común. La doxa
es sólo la forma preliminar de una razón reflexiva universal. A
diferencia de la razón de la ciencia, aquélla no se limita a consta­
tar lo que nos ofrece la experiencia, sino que es reflexión sobre la
misma. Esa razón reflexiva o filosófica es histórica, del mismo
modo que lo es el sentido, ya que éste no está dado, sino que se
cumple actuando, comunicando. Paralelamente, la razón filosófi­
ca no se limita a obedecer leyes sobreimpuestas, sino que las crea.
En suma, la razón merleau-pontiana es activa conjunción de pre­
sencia y ausencia, de lo ordinario y lo extraordinario, de lo visible
y de lo invisible... Así entendida la razón puede parangonarse sin
problemas con la creación artística.

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 47

2. E l arte como expresión del significado

Aunque M. Merleau-Ponty nunca elaboró un discurso propia­


mente estético, sus obras están llenas de reflexiones dispersas que,
una vez ordenadas e interpretadas, nos ofrecen las bases para una
comprensión de la teoría estética contemporánea y, a la vez, para
una mayor profundización en el ser del que formamos parte. El
ser exige que lo creemos, que lo constituyamos activamente, para
que tengamos experiencia de él. Constituir no es otra cosa que dar
sentido, llevar la realidad muda a la expresión.
La preocupación estética merleau-pontiana tiene como marco
general su teoría del significado. Éste se define fenomenológica-
mente como correlato noemático de experiencia, como aquello
que es experimentado y, en consecuencia, como aquello que
intentamos expresar con el comportamiento, con el gesto o con el
lenguaje. El significado no existe previamente a la realidad, pero
tampoco es un mero calco de la misma, sino que apresenta la
experiencia; en otras palabras, nos descubre dimensiones reales
ocultas tras las caras visibles de las cosas.
El arte se sirve de un conjunto de signos para ofrecernos nue­
vos significados no automatizados; es decir, no se limita a ser
mimesis de lo real, sino que proyecta ante nosotros el mundo per­
cibido; ahora bien, hemos de recordar que, en Merleau-Ponty, la
percepción es el modo originario de conocimiento y está impreg­
nada de reflexión. La percepción artística nos demuestra, además,
como ocurría en Marcuse, que la verdad no puede reducirse a lo
dado, sino que está por hacer y hasta por crear: «El gran pintor
añade una dimensión nueva a este mundo demasiado seguro de sí
haciendo vibrar la contingencia8. La realidad pictórica pone,
pues, en cuestión las convicciones positivistas que predominan, a
veces inconscientemente, en nuestra vida cotidiana. El pintor
forma en la percepción el primer esbozo de su obra; pero la suya
es una percepción pictórica.
Husserl entendía la percepción estética como Wahrnehmung
(percepción) y Wertnehmung (valoración), gracias a la cual lo sen-

8 M erleau -Po n ty , M., Signes, p. 63.

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48 El arte como racionalidad liberadora

sorial cobraba sentido y valor. Merleau-Ponty diría que toda per­


cepción (no sólo la estética) incluye valoración, pero ¿cuál sería
entonces el valor específico de la percepción estética? La percep­
ción ordinaria y la artística no viven separadas; el pintor siempre
está anclado en el mundo percibido. La diferencia entre ambas
radica en la distinción merleau-pontiana entre una transcendencia
horizontal (interés activo del hombre práctico por las cosas) y una
transcendencia vertical (interés que el artista manifiesta por lo que
le rodea); la última es la que caracteriza la percepción estética.
Mientras que el hombre corriente toma los objetos como medios
para determinados fines, el artista investiga la esencia de las cosas.
Ambos intereses guardan relación porque emergen de nuestro ser-
en-el-mundo; son momentos del movimiento unitario de la trans­
cendencia. A decir verdad, las dos dimensiones de la transcen­
dencia operan en el mundo y son, por consiguiente, una sola cosa,
aunque diversificada.
En este cometido, Merleau-Ponty concede una clara prioridad
a la pintura porque la entiende como interrogación no conceptual
por el nacimiento de la visibilidad, como una presentación sin
concepto del ser universal9. La conceptualización de la realidad
no desencadena la expresión artística; ésta no es meramente repe­
titiva, sino creativa, en la medida en que aprehende la cosa en el
signo, haciéndola visible y no simplemente reproduciéndola. Esta
expresión productiva no es ni siquiera la traducción de un pensa­
miento, porque la concepción no es previa a la ejecución, sino
simultánea. La significación de un objeto estético no es primera­
mente una idea, puesto que los objetos están organizados por las
necesidades y actitudes de un organismo entero y hasta los senti­
mientos determinan el acto de percibir de esa Gcstalt. La caracte­
rística del arte es que en él el sentido está enteramente compro­
metido con lo sensible y, por tanto, no es resultado tan sólo de la
intelectualización o de la conceptualización. La obra de arte es
portadora de un mensaje; ella es un acto único que introduce una
nueva significación en la cultura humana. Dicho acto origina un
objeto que es percibido al mismo tiempo que el sujeto compren­

9 Cfr. M erleau -Po nty , M., L'Oeil et l'Esprit. p. 71.

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 49

de su significación. Teniendo en cuenta que la significación de una


Gestalt es la organización de sus elementos, esta significación no
puede traducirse en conceptos discursivos, sino que ha de ser per­
cibida para ser comprendida.
Tampoco la filosofía es reflexión sobre una verdad preexisten­
te, sino el acto de introducir la verdad en el ser, tomando con­
ciencia de que ninguna expresión agota el potencial infinito del
ser salvaje. Esta paradoja de la expresión se plasma en el trabajo
paciente y silencioso del deseo, en cada lenta y meditada decisión
que precede en la pintura a una nueva pincelada.
La pintura subvierte el primado metafísico del logos, el logo-
centrismo de la filosofía occidental y nos acerca a la Lebenswelt, al
mundo pre-reflexivo donador de sentido, al mundo en el que toda­
vía no hay distinciones. La pintura moderna posee una nueva sig­
nificación metafísica; consigue comunicar algo sin la ayuda de una
naturaleza preestablecida10. No es, por consiguiente, una mera
reproducción de lo fáctico, pero tampoco la simple expresión de la
subjetividad del pintor, la proyección de su yo inmediato, sino su
estilo o su manera de relacionarse con el mundo. Si la percepción
es recreación y no mera réplica pasiva del objeto, con mayor razón
lo será la percepción del pintor, que imagina lo visible bajo la
forma de la obra de arte. La pintura no pone en el cuadro el sí
inmediato, sino un estilo que mediatiza lo que se manifiesta. El
estilo no es un fin, ni un medio de representar, sino un modo de
acercamiento, una forma de presentar la existencia dándole expre­
sión. Así entendido, el estilo no acaba de conquistarse jamás, no es
una realidad acabada y objetivable, sino un conjunto de ensayos,
errores y tanteos cuya meta es la «deformación coherente» de los
signos sedimentados en nuestra tradición.
En todo cuadro se da un nuevo sistema de equivalencias, se
entabla una relación más verdadera entre las cosas, porque la pin­
tura moderna nos obliga a admitir una verdad que no es el calco
de las cosas, ni simple adecuación entre ellas y nuestros enuncia­
dos, una verdad que no reproduce ningún modelo exterior, que
carece de instrumentos expresivos predeterminados y que, a pesar

10 Cfr. M erleau -Po n ty , M., Signes, p. 65.

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50 El arte como racionalidad liberadora

de todo es verdadera. La deformación coherente origina también


los significados lingüísticos; esto implica que la expresión artística
no es esencialmente diferente a la lingüística, sino que ambas per­
tenecen a la continua historia unitaria de la voluntad de expre­
sión; la percepción misma sería también una plasmación de esta
última. No es extraño, por lo tanto, que la pintura sea tratada por
Merleau-Ponty como un lenguaje11, que celebra la visibilidad y
encierra un contenido perceptivo. El lenguaje del arte es, no obs­
tante, mucho más rico que el lenguaje empleado en la comunica­
ción cotidiana o incluso más que el de la lógica. La dimensión
metafórica es esencial en aquél y origina esa peculiar ambigüedad
literaria o artística que restaura el poder creador del lenguaje,
sugiere y conquista perspectivas múltiples e impensadas. Esto se
debe a que la expresión es, para Merleau-Ponty, existencia actual
abierta e inacabada y no puede estudiarse de manera analítica.
La expresión pictórica tiene, en nuestro filósofo, un fuerte para­
lelismo con el lenguaje hablado: en ambos el vacío tiene tanta
importancia como lo lleno (así como la blancura de la tela es impor­
tante para el color, también las pausas y los intervalos entre las pala­
bras poseen un significado). La expresión no está formada, sin
embargo, por una yuxtaposición de colores o por una suma finita
de signos, sino que tiene la estructura de un campo abierto, de un
horizonte en el que se van tejiendo los significados gracias a la cola­
boración y a la mutua relación de todos los elementos. Si el pintor
logra el equilibrio pictórico combinando colores y espacios en blan­
co, si la pintura habla en silencio, el filósofo lo hace combinando
éste con las palabras; mientras que el pintor dibuja paisajes, el filó­
sofo traza paisajes mentales. Merleau-Ponty se sirve de la pintura
para subrayar la íntima conexión entre percepción y expresión,
entre el origen del significado y el proceso creativo del mismo.
En opinión de Merleau-Ponty, el pintor se mueve en una sig­
nificación tácita y tiene la tarea de canalizar su fuerza expresiva en
sus cuadros; el escritor, por su parte, aporta una significación
nueva a partir de un conjunto de signos de los que ya dispone. Si
el pintor transmuta la visibilidad, el escritor transforma la vida en

11 Cfr. M erleau -Ponty , M., op. cit.p.94.

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M. M erleau P onty ; E stética y ontología 51

la expresión de su verdad. La literatura es, pues, un esfuerzo de


renovada comunicación en la que se explotan todos los medios
expresivos del lenguaje, ya sean actuales o posibles. Si la obra de
arte encarnaba la visibilidad, la obra literaria renueva el acto ori­
ginario del habla y así se instaura como caso paradigmático de la
palabra hablante.
Mientras que, para Sartre, la literatura era compromiso y sólo
la prosa podía consolidarlo, Merleau-Ponty considera que tam­
bién la pintura, la música, la poesía, etc. quieren y defienden la
libertad de manera razonable y eficaz. En «L e langage indirect et
les voix du silence», recogido en Signes, Merleau-Ponty critica la
superficialidad de Sartre al tratar este tema y afirma que tanto las
artes como la literatura participan del fenómeno de la expresión,
en el que se esboza un sentido originario sobre el que se disemi­
nan luego las significaciones. Esto se debe a que el arte y la litera­
tura verdaderas pasan del lenguaje simplemente «significativo» o
denotativo, al lenguaje puro liberándose así de las cosas y del ideal
de una obra de arte ya terminada12. La esencia del lenguaje radi­
ca, según Merleau-Ponty, en la superación de la significación ya
dada, en el logro del verdadero diálogo con las cosas y con los
otros. El lenguaje habitual no puede alcanzar este objetivo porque
se queda en el nivel superficial de comunicación; para que ésta se
radicalice es preciso un desciframiento similar al poético. El len­
guaje capaz de expresar algo nuevo es, por fuerza, poético y posee
una capacidad comunicativa máxima. Este lenguaje es el que
debería constituir en verdad nuestra relación con los otros.
Tanto el objeto natural como el estético son expresivos, la dife­
rencia entre ambos consiste en que en el último la relación con el
significado es inmanente al significante y no remite forzosamente
a un exterior. El auténtico arte no es simplemente expresión, sino
una originalidad que despierta sentimientos a la vez que los expre­
sa; más que aportar un sentido conceptual, el arte conjura una
presencia, porque nos enseña a ver de otro modo.
Si la misión de la poesía fuera sólo significar o expresar unos
hechos, podría reducirse sencillamente a prosa, pero lo cierto es

12 Cfr. M erleau -Po nty , M., Signes, p. 295.

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52 El arte como racionalidad liberadora

que en el arte las ideas y los hechos no son más que materiales que
pueden utilizarse de maneras diversas; en ella, el significado pro­
viene de la disposición espacio-temporal de los elementos y no de
alguna alusión a ideas ya adquiridas. El arte no es, pues, un fenó­
meno puro, un estado de conciencia, sino un estado intencional y
un comportamiento, una significación, un gesto. Cada obra artís­
tica es una recuperación de la totalidad del ser, presenta esa tota­
lidad ante la libertad de los espectadores y ésta es la finalidad del
arte, la cual no habita tan sólo en el artista o en el lienzo, sino que
junta las vidas separadas, habita indivisa en todo espíritu posible,
como una adquisición eterna. La obra de arte no es ni subjetiva ni
objetiva, sino el punto en el que el objeto se suma a la aportación
del ejecutor y también del espectador.
Merleau-Ponty considera que el significado de la existencia
humana se estructura en tomo a la dialéctica del comportamiento
y del cuerpo vivido como sede de éste. Su teoría del arte es, por
tanto, una teoría del significado entendido como praxis, es decir,
como actividad productiva y no simplemente reproductiva. El
arte es praxis porque ofrece nuevos significados al mundo y, de
este modo, contribuye a renovar los sentidos de nuestras acciones
en el mundo y de nuestros pensamientos sobre él.
En opinión de Merleau-Ponty, no basta con que un artista sea
un buen conocedor de la cultura que le ha precedido, sino que
debe asumir dicha cultura desde sus orígenes y fundamentarla de
nuevo, porque su labor no es meramente reproductiva, sino, ante
todo, creadora. Cada obra de arte comunica una existencia perso­
nal que asume una cultura presente en su Lebenswelt, y la modi­
fica precisamente al asumirla; así es la historicidad del sujeto y así
culmina su discurso en una verdadera ontología de lo sensible. La
obra de arte no existe independientemente de su historicidad y de
su tradición, pero sólo se realiza a través de su expresión. El ser
humano se expresa para descubrir lo que él mismo significa, para
autocomprenderse mejor. La separación entre pensamiento y
expresión es un error racionalista; se basa en la falsa presuposi­
ción de que el pensamiento existe en sí antes de su encarnación en
el gesto, signo o lenguaje. Merleau-Ponty piensa, por el contrario,
que la posibilidad de la expresión corporal del significado es con­
dición esencial de la constitución del mismo.

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 53

El artista lanza su obra como si fuera la primera palabra que


adviene al mundo; le mueve, ante todo el afán de expresión, más
que la comunicación de determinados contenidos o seguridades; el
artista se alimenta de la búsqueda incesante del sentido que aún
está por constituir. Como el filósofo, tiene que crear y expresar una
idea, pero también desvelar las experiencias que podrán enraizar-
la en otras conciencias. Filósofo y artista, sirviéndose de distintos
medios, se encaminan a un mismo objetivo: hacer llegar la expre­
sión del sentido a las otras conciencias; tal es el esfuerzo de una
totalidad viviente, de un comportamiento que busca el sentido que
lo une con el Ser. La filosofía y el arte no son una especie de super-
reflexión, sino que están enlazadas con la cosa y con la percepción
bruta y tienen la misión de expresar esa relación, es decir, de dar la
palabra -por paradójico que parezca- á nuestro contacto mudo
con las cosas, cuando aún no se han convertido en cosas dichas.
Evidentemente, la filosofía no puede renunciar al lenguaje, pero
puede volver a las cosas mismas si se asemeja más al arte, es decir,
si trata de dibujar y pintar con y en las palabras, ya que éstas no
sólo recuperan y sobrepasan al mundo sensible, sino que también
se conservan y continúan en él. Ahora bien, mientras que el len­
guaje dice, las voces de la pintura son las voces del silencio y, mien­
tras que todos los hombres hablan (se sienten en su casa en el len­
guaje), no todos pintan, porque no todos son capaces de captar esa
realidad muda, pero tan real como nuestra existencia.
Del mismo modo que nuestro ser-en-el-mundo no es una mera
suma de órganos o de acciones, en el arte la significación no surge
gracias a los elementos que la componen, sino por la disposición
espacial y temporal que el artista lleva a cabo con ellos; de ahí que
una melodía no sea una simple suma de notas, ni un film una suma
de imágenes. El objeto estético no es un mosaico de colores, for­
mas, signos, en definitiva; por consiguiente, su estudio y su valo­
ración no puede ser objeto de una mente exclusivamente analíti­
ca. Tampoco es lícito reducirlas a las intenciones de su creador,
porque las obras de arte, como las personas, no tienen esencia ni
naturaleza que determine lo que tienen que ser. De ahí que no se
las pueda analizar esencialmente, sino sólo de manera existencial,
buscando las estructuras implícitas en su organización y abordán­
dolas como un todo.

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54 El aete como racionalidad liberadora

Observamos, pues, que, también en sus reflexiones estéticas,


Merleau-Ponty insiste en su intención de eliminar las dicotomías
y, así, define la cosa pictórica o el objeto literario como pertene­
ciente al mundo natural prehumano, pero también como legado
de nuestro mundo cultural. La fenomenología genética de Merle­
au-Ponty, su concepción abierta de la racionalidad, su interroga­
ción por los orígenes del sentido explican que su interés por el
proceso de producción de la obra de arte sea superior a su trata­
miento de la obra en tanto que producto. Lo que le importa es la
actividad de pintar y no su resultado, porque en aquélla el mundo
se transforma en su visibilidad y, al mismo tiempo, resulta altera­
da la manera de ver del pintor. Gracias a la transformación de las
cosas en pintura, el pintor aprende a ver de otra manera, crea un
estilo perceptivo nuevo que debería servir como pauta para el
enriquecimiento de nuestra percepción en la vida cotidiana.

3. L a significación ontológica de la pintura


MODERNA

En la pintura moderna es donde puede verse de una manera


más clara la idea de Merleau-Ponty de que la significación surge
por la disposición de los elementos y no por ellos mismos toma­
dos aisladamente. La pintura es el mejor ejemplo de la meditación
constante de Merleau-Ponty sobre los modos de ser de las cosas,
las cuales no son puras presencias para sí, sino que están inten­
cionalmente ligadas a todo lo que les rodea y a nuestra subjetivi­
dad.
Si la psicología científica perdía de vista lo más propio de la
percepción, su ambigüedad, es decir, la constatación de que lo
percibido se deja modelar por su contexto, la pintura moderna,
por el contrario, nos ayuda a comprender este terreno ambiguo.
La apertura y el inacabamiento de la pintura moderna significa
que la expresión objetiva y convincente para los sentidos no es ya
el medio ni el signo de una verdadera obra. La pintura moderna
ha roto su adhesión a la envoltura de las cosas, con objeto de acce­
der a ese ser que busca expresarse, de hacer llegar al espectador

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 55

esa duplicación invisible característica de lo visible. En definitiva,


el problema de la pintura moderna es el de la comunicación, pero
sin tomar como base la simple visión objetiva del universo. De ahí
que los pintores modernos no hablen de la verdad como coheren­
cia de la pintura consigo misma, con lo externo o como la presen­
cia en el cuadro de un principio único que prescriba a cada ele­
mento su significado.
En su artículo, «L a doute de Cézanne» (1945), Merleau-Ponty
prolonga sus reflexiones sobre este pintor presentes en La phétio-
ménologie de la Perception (editada en 1945) y descubre, en la
práctica del pintor, una resolución concreta, aunque siempre pro­
visional, del dilema filosófico del intelectualismo y el empirismo:
la obra de Cézanne encama el penoso equilibrio entre la lógica de
la visión y la naturaleza, entre sensación y pensamiento. El artícu­
lo ilustra el alcance ontológico de la pintura moderna analizando
el proyecto existencial de la obra de este pintor. Muestra que ésta
no puede entenderse como un simple efecto de determinadas
influencias, ya sean la constitución psicológica del autor o la tra­
dición artística en la que se ha inspirado. El artista hace de su obra
la motivación de su proyecto personal y éste implica un acto de
transcendencia con respecto a lo dado o a lo adquirido. Este acto
de transcendencia consiste en una expresión que nunca abandona
su situación de partida, pero, a la vez, no deja de superarla. Es
decir, el artista expresa —como diría Husserl—el hecho de la inma­
nencia en la transcendencia. Este hecho tiene una estructura cir­
cular, al igual que nuestra propia vida, la cual se gesta desde el
pasado hacia el futuro y funda lo venidero en todo lo que le ha
precedido.
La fenomenología es tan laboriosa como la obra de Cézanne y,
a la inversa, la obra de este pintor es una especie de fenomenolo­
gía en imágenes. Como le ocurre al fenomenólogo, Cézanne se
extraña ante el mundo primordial y no puede dejar de pensar en
la riqueza del mismo. Como Merleau-Ponty, Cézanne quiere
adentrarse en la percepción originaria, en el orden naciente que
vive bajo la apariencia inmóvil del mundo, en todo lo que la visión
natural descubre, aunque permanezca obliterado por las adquisi­
ciones culturales. Lo que Cézanne pinta es una trasposición, una
recreación del pequeño mundo en el grande en la que el sentido

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56 El arte como racionalidad liberadora

precede a la existencia o es extraído de ella para transformarla.


Dice que «la expresión estética confiere la existencia en sí a lo que
expresa, lo instala en la naturaleza como una cosa percibida, acce­
sible a todos o, a la inversa, arranca a los signos de la existencia
empírica y los encarna en otro mundo que no es más que lo extra­
ño de éste»13.
El misterio de la expresión consiste en que «aunque ella
requiere un trabajo infinito, por una especie de mimetismo, ofre­
ce la presencia, la plenitud insuperable que define lo real»14. La
expresión no es una imitación o una reproducción analítica de lo
que hay, sino la simple exhibición de una profundidad que habita
en la misma apariencia de las cosas. La libertad creadora del artis­
ta queda a salvo: permanece, eso sí, vinculada necesariamente con
el mundo, con los condicionamientos y con las circunstancias de
la existencia que son superadas una vez que se realizan. Dicho de
otro modo, el artista crea libremente sin desentenderse del
mundo, plasmando lo que en éste sólo está en germen, realizando
sus otras potencialidades escondidas, etc.
Cézanne no se aísla de lo que le rodea. Es cierto que realiza la
epojé husserliana, es decir, la puesta entre paréntesis de todos los
conocimientos sedimentados y de todo lenguaje instituido, pero
su meta no es negarlos, sino volver a las cosas mismas, reunir la
naturaleza tal y como se nos aparece originariamente. Tiene en
común con Merleau-Ponty la preferencia por las interpretaciones
genealógicas, la ininterrumpida búsqueda de los orígenes para
reconstruir el sentido disperso. Cézanne, Klee y, en general, la
pintura moderna, no se limitan a pensar en el origen, sino que
diseñan el magma del mundo tal y como es percibido por nosotros;
para ello, el cuerpo ha de conciliar la motricidad con la visibilidad
y plasmar dicha conciliación en un lienzo que esboce la «Carne»
del mundo, el sintiente-sentido, la reversibilidad, no la síntesis,
ese Ser Vertical producto de nuestras percepciones, pero no
reductible a ellas.

1945 M 2^ EAU' P o n t y ’ Phénoniénologie de la perception. P a rís: G a llim a r d ,

14 M e r l e a u -P o n t y , M ., Sctts et non-sens , p . 2 8 .

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 57

En 1952, siete años después de «L a doute de Cézanne», Mer­


leau-Ponty escribe Le langage indirect et les voix du silence. Aquí
rechaza la radical separación sartriana entre lenguaje y pintura.
Considera que el primero proporciona la ilusión de un mundo de
significaciones autónomas, pero, en realidad, guarda una relación
esencial con el silencio (lo no dicho, las pausas entre palabras,
etc); también la pintura habla, es la voz del silencio y éste no es la
ausencia de lenguaje, sino su otro lado. Lenguaje y pintura hacen
que vivamos de una nueva manera esa articulación del mundo
perceptivo que está en la base de todo fenómeno expresivo, de
todo sentido.
Ya hemos insistido, en el apartado anterior, en que, para Mer-
leau-Ponty, el arte pictórico es una operación expresiva, a dife­
rencia de la mera imitación o de la fabricación de instrumentos;
pero a diferencia de las expresiones logocéntricas, la expresión
pictórica es un grito inarticulado semejante a la voz de la luz. Este
carácter se plasma ejemplarmente en la obra de Cézanne, porque
su objetivo era expresar la naturaleza en su mismo origen, la visi­
bilidad y, para ello, transcendía la mezcla de los colores o las
impresiones en nuestra retina y se servía del lenguaje de la luz. Por
eso, Merleau-Ponty entiende la pintura como una ontología de la
visión en la que el pintor presta su cuerpo al mundo y, así, trans­
forma el mundo en pintura15.
En ésta y en otras afirmaciones, Merleau-Ponty parece pensar
que el cuerpo está ya del lado del arte y, en este sentido, se acer­
caría a Marcuse y a su implicación entre la sensualidad y la sensi­
bilidad, porque el cuerpo no es un objeto físico, sino un sujeto-
objeto, un sintiente-sentido, un gesto, una expresión.
El cuerpo es también vidente-visible. Su estudio lleva a Merle­
au-Ponty a la raíz de la visión, allí donde el sentir y el arte coinci­
den, a la «Carne», a esa dialéctica entre sujeto y objeto que ocupa
el centro de la nueva ontología merleaupontiana. Dicha ontología
se manifiesta nítidamente en la pintura, porque en ella se produ­
ce la fusión (sin confusión) de la percepción del artista con el
objeto percibido, la corporalización de lo mundano y, en definiti­

15 C fr. M e r l e a u -P o n t y , M ., L 'O eiletL'Esprit, p. 16.

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58 El arte como racionalidad liberadora

va la conciliación entre espíritu y naturaleza que conduce a una


imagen más real que la que las cosas mudas ofrecían a nuestra
mirada. El pintor hace que la naturaleza se exprese, no porque le
infunda algún tipo de magia, sino porque es capaz de humanizar­
la, de recuperar la Lebenswelt, el mundo pre-reflexivo carente de
oposiciones, la Carne originaria de la que todo parte. El concep­
to, el análisis reflexivo no pueden retomar a ese magma sin defor­
marlo, sin introducir en él mediaciones y dicotomías; en cambio el
arte y, en especial, la pintura moderna, pueden lograrlo, porque
producen mediación sin conceptos, recurriendo únicamente a la
luz que impregna la reversibilidad entre lo vidente y lo visible.
El pintor recupera el sentido oculto en el mundo, su significa­
ción muda y, de este modo, instaura un logos universal que va más
allá de lo dicho en las palabras. Pero para recuperar el sentido no
basta buscarlo denodadamente en las profundidades, sino que
hay que crearlo; es decir, hay que constituir la realidad, en senti­
do husserliano, dándole sentido, viviéndola como realidad inten­
cional y no simplemente como naturaleza muerta o acabada. La
fenomenología nos enseña que el sentido no se crea desde la nada
o desde la conciencia pura, sino desde la intencionalidad; por eso,
en Merleau-Ponty, creación significa dirigirse al mundo añadien­
do un sentido figurado a otro dado en la naturaleza. De ahí que la
pintura no sólo nos ayude a conocer lo exterior, sino que además
nos presenta las metamorfosis del ser, la pluralidad abierta de sig­
nificados que las cosas nos ofrecen cuando las interrogamos, las
múltiples perspectivas que nos enseñan la complejidad de la rea­
lidad y la inexhaustible de sus sentidos. El arte hace que, además,
nos comprendamos mejor a nosotros mismos: cuando miramos,
artísticamente, el mundo nos damos cuenta de que él también nos
mira, de la reversibilidad sin síntesis que somos los seres-en-el-
mundo.
Cézanne pensaba que las cosas nos miran y guían la mano o el
pincel del artista, porque la visión no es un proceso unilateral,
sino más bien dialéctico, como el cuerpo en el que estamos. La
visión es, algo más que captación de un objeto o sensación visual,
porque siempre es selectiva, intencional, relacional y, en suma,
interpretativa. Ese carácter esencialmente activo forma parte tam­
bién de la visión pictórica y es lo que impide reducir a ésta a una

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 59

mera copia: cuando se representa una cosa en un cuadro no se la


copia, sino que se la constituye, se rehace su sentido. En palabras
de un seguidor de la fenomenología como M. Dufrenne, «El arte
nos enseña a ver, inventando nuevos modos de representación.
Inventa de alguna forma lo real en el momento que cree reprodu­
cirlo (...). Por el arte el ver reencuentra su frescura y su capacidad
de persuasión, el arte nos devuelve al comienzo (...). No copia,
porque no existe lo real dado en una percepción previa, que tuvie­
se que igualar la percepción estética. Casi diríamos que con el arte
es cuando comienza la percepción»16. Estas palabras podrían atri­
buirse completamente a Merleau-Ponty. Podemos sacar la conse­
cuencia de que, para Merleau-Ponty, ver no es captar pasivamen­
te lo dado, sino interpretarlo y aplicarlo activamente. Ver es
siempre «ver como». Como muestra la teoría perceptiva de Mer­
leau-Ponty, la percepción no se reduce a mera sensación, sino que
conlleva selección, atención, contextualización, interpretación y,
en suma, intelección y pensamiento. Obviamente, no se trata de
un pensamiento eminentemente lógico, sino directo e inmediato.
Percibir, imaginar, pensar, etc son actividades intencionales y
dependen de la voluntad, de la racionalidad y de la educación
recibida.
Puesto que la pintura, en Merleau-Ponty, muestra el significa­
do ontológico de la percepción y, en vista de que ésta está impreg­
nada de actividad e intelección, como Husserl, Merleau-Ponty
reconocería voluntariamente que la estética es una disciplina filo­
sófica (fenomenológicamente fundada) y, por consiguiente, que se
desenvuelve sobre el plano del conocimiento y de la reflexión.
Para la fenomenología, en general, el valor estético no se disuelve
en el objeto ni en el sujeto, sino en la significatividad de aquél vivi­
da por éste y esto es lo que nos muestra la teoría merleaupontiana
sobre la pintura moderna.
Esto puede aplicarse a la relación del pintor (sujeto) con su
pasado (objeto): la historia de la pintura nos entrega una tradición;
el pintor la recoge y la funde con sus vivencias, con sus emociones

16 DUFRENNE, M., Phénom énologie de V expérience esthétique II. París: PUF,


1963. p p . 6 6 1 -6 6 2 .

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60 El arte como racionalidad liberadora

y así se genera su medio de interpretar el mundo; su vida y su obra


se interrelacionan, de modo que ninguna determina a la otra. Esto
explica en parte el menosprecio merleaupontiano de los museos,
las bibliotecas, etc. como meros muestrarios de objetos descama­
dos, que se desentienden del oscuro y lento alumbramiento de la
creación, ignoran que está llena de interrogaciones, se desinteresan
del esfuerzo artesanal realizado minuto a minuto por el artista en
la sombra; se olvidan, en definitiva del acto de gestación de la obra
y se acercan a ésta como si se tratara de un objeto autogenerado
que está-ahí dado de una vez para siempre. Merleau-Ponty, por el
contrario, valora la pintura por su relación con el trabajo humano,
porque todo arte es una forma de lenguaje creada por el hombre
como respuesta al diálogo con las cosas visibles cotidianas en las
que reposa y con las que se nutre nuestra visión. El pintor no imita
lo visible; quiere alcanzar un objetivo ontológico, quiere volver al
surgimiento incierto, al estado naciente de lo visible, ver las cosas
tomando forma, aprehender el aparecer más que lo aparecido. Por
eso, nuestro filósofo centra su interés en la actividad artística. Des­
cubre que el cogito del pintor no es un pensamiento representativo
del mundo que le rodea, sino la frecuentación del acto de expresar
el mundo, de nuestra apertura al ser. La pintura no tiene, pues,
como meta asemejarse al objeto, pero indirectamente siempre
remite a él, porque el pintor siempre mira al mundo, aunque lo
haga estéticamente, aunque lo transcienda al mirarlo. Así se expli­
ca que Cézanne buscara la profundidad, la reversibilidad de las
dimensiones, que entendiera el color como lugar en el que nuestro
cerebro se reencuentra con el universo, que se adelantara al cubis­
mo convirtiendo la forma en algo derivado, afirmando la necesidad
de romper la cáscara superficial de los objetos, su forma-receptá­
culo. Cézanne no pretendía cambiar la realidad percibida por otra
figurada; necesitaba encontrarse continuamente con los fenóme­
nos naturales, pero con objeto de solidificar las impresiones huidi­
zas y de aprehender esa solidez bajo la superficialidad. No intenta­
ba desfigurar la naturaleza o violentarla, sino crear un arte en
armonía con ella.
Reproduciendo las intenciones del pintor, Merleau-Ponty
quiere determinar la esencia universal de la pintura, la cual con­
siste en el reenraizamiento en nuestro ser-en-el-mundo corporal,

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 61

en la ampliación de la estructura metafísica de la Carne. La pin­


tura no imita los objetos, pero tampoco simboliza la interioridad
del sujeto y de sus estados anímicos. Pintar es percibir y la per­
cepción es siempre subjetivo-objetiva.
Merleau-Ponty concede una clara preeminencia a la percep­
ción del pintor sobre las otras. Este privilegio se debe a que el pin­
tor no se sitúa frente a las cosas, contemplándolas desde una posi­
ción exterior u objetivándolas, sino que nace con ellas, es parte de
la carne del mundo que lo impregna todo. Esta idea puede apre­
ciarse en todas las consideraciones merleaupontianas acerca del
arte.
Como Klee, Merleau-Ponty cree que la línea no imita lo visi­
ble, sino que hace visible; en la pintura hay una línea latente, un
movimiento por vibración. No es de.extrañar, entonces, que
reduzca todo el proyecto de Cézanne a la desaparición de la línea
por fidelidad a la percepción y a la búsqueda de la modulación
con el solo recurso del color. La línea tiene tanto poder expresi­
vo como la palabra, porque expresa la génesis de las cosas resca­
tada por la mirada pictórica. Con Cézanne el efecto de la mirada
se transforma en procedimiento pictórico autónomo, indepen­
diente de la vista individual que la originó y que debería repre­
sentar. El efecto de la mirada se identifica, por tanto, con la arti­
culación plástica que hace posible la imagen y que revaloriza la
superficie. La línea no es propiedad de las cosas, no es lo que las
circunscribe, sino algo que las cosas demandan, el anteproyecto
de su génesis.
Esta revalorización puede apreciarse también en Klee. Sus
colores nacen lentamente en la tela, emanados de un fondo pri­
mordial que va aflorando a su propio ritmo. Como Cézanne, Klee
no pretende alejarse de lo real, sino acercarse a él paulatinamen­
te; postula la equivalencia entre contenidos formales y objetivos:
los objetos están contenidos potencialmente en las formas y su
diferenciación emana de ellas; llegamos a los contenidos objetivos
lentamente y de la mano de los contenidos formales. Klee sabe,
como Merleau-Ponty, que la magia de la vida no puede compren­
derse exclusivamente a través de la razón, que todo análisis, inclu­
so el artístico, acaba quedándose perplejo ante el ámbito de lo
misterioso. Klee vislumbra la acción creadora armonizando con

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62 E l arte como racionalidad liberadora

las leyes más recónditas de la creación del universo, pero sin que­
dar refrenada por ésta, sino legitimándose en su libre desarrollo.
La pintura busca, por la disposición de los materiales, no suge­
rir, sino presentar el mundo primordial. Por eso Cézanne quería
pintar más allá de la perspectiva geométrica, desde la perspectiva
vivida que ve unidos el cuerpo y el alma, el pensamiento y la
visión; ese mundo contiene cuanto puede decirse, pero nos deja la
tarea de crearlo. Esa tarea (la expresión creadora) no equivale, por
tanto, a representación del mundo desde una sola perspectiva,
sino a una pluralidad de testimonios.
Merleau-Ponty ve en Klee, en Cézanne y en Matisse el mismo
carácter explicitador de latencias, de verdades recónditas y ane­
gadas, sin cuyo concurso no podríamos comprender globalmente
la realidad. Por eso no es de extrañar que estos pintores se hayan
preguntado, al menos en alguna ocasión, si en lugar de ser ellos
quienes observan el mundo, no serán las cosas las que verdadera­
mente los miran a ellos. Esta apreciación supone, también, que los
pintores tienen contacto con el tema central de la ontología mer-
leaupontiana: con el concepto de «Carne», que actúa como bisa­
gra entre el yo y su mundo, que insiste en que no hay dualidad,
sino una única realidad de la que surge todo. No se trata de que
el pintor dude de su apertura al mundo, no se trata de que lo que
veamos no sea el mundo, sino de que «todo lo visible tiene un
doble invisible que se manifiesta como una cierta ausencia»17. Los
pintores captan la metamorfosis de lo vidente en lo visible; tal vez
por eso se representan con frecuencia pintando o a punto de
hacerlo, agregando así a la que ven lo que las cosas y los otros per­
ciben de ellos, como si quisieran dar fe de la existencia de una
visión total en la que ellos también están inmersos. Esto demues­
tra, una vez más, que la pintura no es copia de la realidad prosai­
ca, sino que tiene su esencia en la verdadera duplicidad de la per­
cepción (el ojo que ve y es visto, el pintor que pinta el mundo en
el que está imbricado, que se pinta a sí mismo pintando, etc.) G ra­
cias a que éstos y otros pintores han vuelto a las profundidades, se
recupera en parte ese ocultamiento percibido. La fórmula ontoló-

17 M e r l e a u -P o n t y , M ., L'O cüet l'Esprit p. 85.

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 63

gica de la pintura, tal y como la entiende Merleau-Ponty, podría


entonces expresarse con las palabras grabadas sobre la tumba del
propio Klee: «Yo soy inapresable en la inmanencia».
A pesar sus alusiones a otros pintores y artistas, Cézanne es el
ejemplo preferido por Merleau-Ponty, porque su empresa se iden­
tifica con la fenomenología, es decir, con la necesidad apremiante
de volver a la doxa originaria de la Lebenswelt. Como Cézanne,
Merleau-Ponty intenta escapar de la alternativa entre la cosa y la
percepción, entre la sensibilidad y la inteligencia. Piensa que la
función del arte es desvelar la concreción primigenia de las cosas,
su carácter fenoménico; pero mientras que la fenomenología se
interesa por la percepción originaria, el arte vuelve a la concreción
de nuestra situación y se propone que vivamos esa percepción ori­
ginal. El arte no imita lo natural, sino que lo expresa; su mundo
no coincide exactamente con el mundo natural, pero tampoco es
una fantasía personal, sino un universo intersubjetivo y cultural.
Como Merleau-Ponty, Cézanne se enraiza en el mundo pre­
reflexivo, se abandona a la ciencia oculta del cuerpo18; huye del
realismo y de la pintura de atmósfera que intenta restituir las sen­
saciones tal y como se ofrecen a nuestra retina. Desea encontrar la
densidad de las verdades que pueblan la experiencia originaria,
buscar la realidad sin abandonar por ello la sensación. Esto es lo
que Merleau-Ponty llama «percepción vivida en la experiencia
natural». Pintar es, para éste, percibir y, sólo después, explicar la
percepción; la pintura es, por consiguiente una operación cog­
noscitiva central que contribuye a definir nuestro acceso al Ser
mudo y salvaje. La meta de la pintura moderna es mostrar lo que
hay bajo las cosas, romper su envoltura y reflejar cómo las cosas
llegan a ser, devolver a las cosas su enraizamiento en el ser. La pin­
tura moderna es, para Merleau-Ponty, la génesis suprema de lo
visible. En este sentido decía Cézanne que la naturaleza estaba en
el interior; en el fondo. También él parecía pensar que el arte era
descubrimiento de las esencias, sólo que, en Cézanne y en los tres
filósofos que estamos estudiando, las esencias no están en otro

18 El cuerpo guarda, en Merleau-Ponty, una gran semejanza con la obra de


arte en cuanto a su capacidad expresiva, en cuanto a su unidad.

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64 El arte como racionalidad liberadora

mundo, sino en éste. Cézanne quería esencíalizar, eternizar las


cosas, y, para ello, se alejaba del movimiento y de la fluidez impre­
sionistas.
La visión del pintor es un nacimiento continuo: tiene la misión
de convertir en visible para todos ese visible virtual que podría­
mos denominar «esencia»: « en sus obras de juventud, Cézanne
intentaba pintar la primera expresión y lo hacía porque la echaba
de menos. Aprendió poco a poco que la expresión era el lenguaje
de la cosa misma y nacía en su configuración. Su pintura es un
intento de reunir la fisonomía de las cosas y de los rostros restitu­
yendo íntegramente su configuración sensible. Esto es lo que la
naturaleza hace sin esfuerzo en cada momento. Y por eso los pai­
sajes de Cézanne son los de un premundo en el que no hay toda­
vía hombres»1920. Los cuadros de Cézanne nos ofrecen el espectá­
culo de la aparición del mundo y hacen que nos sintamos como si
aún mantuviéramos la relación primordial con lo que nos rodea.
En esto consiste la dimensión ontológica de la pintura, en ser
reflexión sobre el ser-en-el-mundo y sobre su primigenia realidad,
que no es lingüística, ni cultural, sino, ante todo, expresiva en su
más hondo silencio: «porque está dirigido a tomar conciencia en
el fondo de una experiencia muda y solitaria sobre la que se
cimientan la cultura y el intercambio de ideas, el artista lanza su
obra como un hombre ha lanzado la primera palabra, sin saber si
sera otra cosa que un grito... » .
En la obra de Cézanne, como en la del mismo Merleau-Ponty,
puede observarse un esfuerzo constante en la búsqueda de lo pri­
mordial, un afán ontológico que huye del antropomorfismo como
de cualquier otra forma de reducción: «Vivimos en medio de obje­
tos construidos por los hombres, entre utensilios, dentro de casas,
en calles y ciudades, y la mayor parte del tiempo los vemos sólo a
través de las acciones humanas, como sus puntos de aplicación.
Nos hemos habituado a pensar que todo eso existe necesariamen­
te y es inconmovible. La pintura de Cézanne pone en suspenso
estos hábitos y revela el fondo de la naturaleza inhumana sobre el

19 M e r l e a u -P o n t y , M ., L'O eilet l'Esprit. p. 85.


20 M e r l e a u -P o n t y , M ., Sens et non- Sens, p . 3 2 .

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M. M erleau P onty : E stética y on to lo g La 65

que el hombre se instala»21. Como ha dicho Madison, la semblan­


za que Merleau-ponty nos ofrece de Cézanne encaja plenamente
con su programa de buscar el origen del objeto en el centro de
nuestra experiencia, de rescatar lo originario describiendo el
mundo vivido22.
La creatividad de Cézanne radica en su expresión de lo inex­
presado; pintura, lenguaje y filosofía convergen en este objetivo.
Merleau-Ponty dice que Cézanne escribe en pintura lo no pinta­
do23; su obra tiene el poder de mostrarse a sí misma, de instaurar
un logos, es un movimiento de transcendencia abierto. Ahora
bien, la creación no surge de la nada, no es una invención que no
requiera el concurso de la herencia; se produce en contacto con el
mundo y con las obras que la han precedido. Toda expresión se
enraiza en una intención perceptiva que marca en las cosas las
huellas de la elaboración humana. De ahí que la pintura nunca
esté acabada, sino siempre en movimiento y que cada nueva crea­
ción nunca se libere por completo de su pasado.
Cézanne renuncia a tomar partido entre el pensamiento y la
sensación, porque su objetivo es asistir a la génesis del objeto; por
esta razón, pasa rápidamente por el impresionismo y, a diferencia
del objeto volátil perdido entre sus reflejos, envuelto en la embria­
gante luminosidad impresionista, en la pintura de Cézanne, los
objetos no aparecen perdidos en su relación con el aire, sino que
se presentan como sordamente iluminados desde su interior; la
luz emana de ellos mismos y el resultado es una impresión de soli­
dez, un retorno al objeto entendido de manera no cósica. La pin­
tura de Cézanne es una paradoja: busca la realidad sin abandonar
la sensación. La misma intención guía toda la obra merleau-pon-
tiana, incluso su ontología. Por eso a partir de 1870 Cézanne aban­
dona el dibujo y se entrega al caos de las sensaciones. Su deseo era
unir el arte y la naturaleza (igual que Merleau-Ponty, que preten­
día fundir la naturaleza y la cultura), porque huía de las dicoto­

21 Cfr. MADISON, G., La phénoménologie de Merleau-Ponty. París: Klinck-


sieck, 1973. p. 95.
22 Cfr. M e r l e a u -P o n t y , M., op. cit.p. 32.
23 Cfr. Ibid.

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66 E l arte como racionalidad liberadora

mías y de los reduccionismos. Intentaba pintar la naturaleza auto-


formándose y el orden que se origina de esa organización espon­
tánea. Las investigaciones de Cézanne en el campo de la perspec­
tiva descubren, gracias a su fidelidad a los fenómenos, aquello que
la psicología reciente iba a formular: que la perspectiva vivida,
activa, la de nuestra percepción no es la perspectiva matemática.
Algo similar puede decirse con respecto al contorno de los obje­
tos: si se concibe como un línea que los encierra, no se refleja fiel­
mente el mundo visible, sino la geometría; ahora bien, no señalar
contornos sería privar al objeto de toda identidad. La opción de
Cézanne consiste en seguir con una modulación coloreada los
volúmenes del objeto y marcar con trazos azules varios contornos.
De este modo, la mirada va y viene de uno a otro hasta ver un con­
torno naciente de todos ellos tal y como ocurre en el fenómeno
perceptivo. Cézanne consideraba que el dibujo debía proceder, en
todo caso, del color, ya que el mundo que reflejaba era una masa
sin fisuras. Su principal preocupación era el acceso a los volúme­
nes por mediación de los colores. Por este motivo, meditaba
durante horas antes de posar el pincel en el lienzo, ya que cada
toque de color debía satisfacer una infinidad de condiciones. Su
meta era alcanzar la fisonomía de las cosas que emergía desde el
color y no imponerles unos límites precisos pero artificiales. Así es
como encarna la convicción merleau-pontiana de que el primer
momento artístico es la contemplación en la que se da una fusión
de horizontes; el segundo paso era el dibujo y el tercero la pintu­
ra propiamente dicha. La única ambición de ésta es captar al
vuelo la emergencia de los colores, porque pintor y filósofo saben
que son los colores los que nos permiten vivir en simbiosis con las
cosas, en lugar de permanecer frente a ellas. Esta exaltación del
color en la pintura contemporánea tiene, para Merleau-Ponty, sig­
nificación filosófica. La dimensión del color supera las categorías
habituales de la estética para abrirse al origen del sentido que se
halla en las variaciones producidas por las modulaciones del
color; éstas son portadoras de razones capaces de hacer el mundo
habitable e incitar al espíritu a tomar conciencia de ello restitu­
yendo la luz por sus propios medios. En definitiva, la teoría esté­
tica de Merleau-Ponty, basada en una nueva comprensión de la
percepción, esconde una fuerza liberadora y transformadora de lo

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 67

existente que no está, ni mucho menos, al margen de la racionali­


dad. Pretende, eso sí, respetar los fenómenos evitando conside­
rarlos como simples proyecciones humanas. En esta intención se
deja constancia del compromiso del hombre con el mundo y de la
imperiosa necesidad de ampliar la razón para que explicite en
toda su riqueza dicho compromiso. No es suficiente una razón
dominadora que se imponga sobre lo que nos rodea deformándo­
lo; se requiere una razón estética cuyo objetivo expresivo no se
agote en lo dicho o en lo manifiesto, sino que ahonde también en
lo ausente y que convierta en significativos tanto el sentido como
el sinsentido.
Esta era la concepción de Cézanne de una realidad más real
incluso que la dada. Su pintura -com o las palabras que emplea­
m os- no se parece a lo que designa, pero descubre sus velos y nos
los muestra de la forma más directa posible. El pintor toma y con­
vierte en objeto visible aquello que sin él quedaría encerrado en la
vida aislada de cada conciencia, la vibración de las apariencias que
está en el origen de todas las cosas. Para él sólo es posible una
emoción: la sensación de extrañeza y la existencia siempre reco­
menzada; pero esa extrañeza, lejos de alejar al pintor del mundo,
lo vincula más estrechamente con él, porque vivir en la pintura es
también respirar este mundo, sobre todo para quien lo entiende
como algo digno de ser pintado.
El fruto de esta actividad pictórica, la obra de arte, es expre­
sión de la naturaleza corporal del sujeto, que manifiesta el mundo
con los materiales de su percepción. En el fondo, para Merleau-
Ponty el arte es como el lenguaje auténtico, ya que la obra de arte
existe como una resonancia directa de la compleja unidad de la
existencia. No es un campo limitado que pueda convertirse en
objeto de una ciencia especializada, sino una atención especial a la
unidad de nuestra existencia, una cierta educación estética o un
proceso constante de la intencionalidad de la unidad del fenóme­
no. En este sentido, el arte es ontología, significación primordial
que puede contener en sí todas las figuras del ser y superar, de esta
manera, el dualismo sujeto-objeto que penetra toda la historia de
la metafísica occidental. Merleau-Ponty estudia el arte, porque
éste retiene ese contacto con los orígenes de nuestra vida que la
actividad científica ha perdido. Elige la pintura porque mantiene

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68 E l arte como racionalidad liberadora

el mundo en suspenso, porque carece de propósito, no manipula.


La pintura no es una cosa ni una copia de la misma. Hace ser a la
cosa, la hace visible. La cosa nace en la pintura misma.
Merleau-Ponty ve en el arte un medio de desvelar el ser; en este
sentido, el arte guarda una estrecha relación con la filosofía.
Ambas nos enseñan a ver de nuevo el mundo, a conocerlo, pues­
to que el objeto estético es potencia que no se agota en ninguna
actualización.
En 1961, se edita L 'Oeil et l'Esprit de Merleau-Ponty. Ahora la
percepción se transforma en visión, la corporalidad en carne y el
ser se escribe con mayúscula; estos conceptos se convierten en las
palabras clave de la nueva ontología merleaupontiana. La pintura
deja de entenderse como una función meramente antropocéntrica
o, dicho de otro modo, el hombre pasa a comprenderse como
expresión del Ser, como lugar privilegiado en el que el mundo
retorna sobre sí mismo y se hace vidente-visible. Esta metafísica
de la pintura demuestra que, en el arte, el ojo y el espíritu no se
oponen, sino que ambos me ofrecen la presencia de lo que yo no
soy, de lo que es simple y plenamente. Esta es la evidencia ontoló-
gica del «hay», de la inherencia que excluye toda duda y toda
necesidad de demostración. Ahora bien, como la filosofía, la pin­
tura no es seguridad plena, sino ante todo marcha interrogativa,
circularidad que metamorfosea la transcendencia en inmanencia y
la inmanencia en transcendencia y así nos enseña que el ser es lo
que no está nunca completamente acabado. Por ello, es preciso
seguir dado vueltas a su alrededor con objeto de extraer todo lo
que esté en potencia en él. El arte presta una gran ayuda a este
cometido: contribuye a sustituir la ontología causal en la que nos
hemos formado por una ontología del sentido, del significado de
éste, que nunca está totalmente sedimentado ni adquirido.
Arte y filosofía dejan de ser palabras vacías sobre lo existente y
lo pre-existente y se transforman en voces que hacen presente la
realidad que se va haciendo; nos descubren el espesor que subya­
ce en nuestra mirada plana, la insondable profundidad de los
seres y hasta de los objetos; en suma, nos abren el sentido que
pugna por aparecer en el mundo. Filosofía y pintura piensan
aquello que era impensable para la metafísica tradicional: el cuer­
po como sede de la expresión. Merleau-Ponty siempre se interro-

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 69

gó por ambos y descubrió que el cuerpo es expresión y, como tal,


es comparable a la obra de arte, más que al objeto físico inanima­
do: «Una novela, un poema, un cuadro, una pieza de música son
individuos, es decir, seres en los que no se puede distinguir la
expresión de lo expresado, cuyo sentido no es accesible más que
por un contacto directo, irradian su significación sin abandonar
su lugar temporal y espacial. En este sentido, nuestro cuerpo es
comparable a la obra de arte. Es un nudo de significaciones
vivientes y no la ley de un determinado número de términos cova­
riantes»24.
Nuestro cuerpo no es ni siquiera un espacio expresivo más,
comparable a otros, sino el movimiento mismo de la expresión, lo
que proyecta hacia el exterior las significaciones dándoles un
lugar en el mundo. El cuerpo y la pintura consiguen acceder a esa
capa expresiva primordial vedada para la ciencia. Por eso Mer-
leau-Ponty concede una clara prioridad a la pintura en el descu­
brimiento del sentido, porque pintar es la operación propia del
ser en la que éste se manifiesta y hasta se ve. La pintura moderna
es sensible al misterio de la contingencia de la existencia humana
y del mundo y multiplica los sistemas de equivalencias esperando
alcanzar la universalidad del ser sin tener que absolutizar el
mundo de las ideas. «L os artistas de hoy no creen ni en la finali­
dad ni en la armonía preestablecida, pero son particularmente
sensibles a esa vibración que suscita la forma cuando toma pose­
sión de la materia»25. N o es el reino de los fines lo que determina
la pintura moderna, sino la ebullición de las potencias escondidas
en lo dado. El arte es otro más de los signos que manifiestan las
fronteras del ser escondido, del límite que roza lo invisible. El ser
que buscan los filósofos y los artistas no es otro que el ser vertical,
el ser salvaje, un ser de latencias, polimorfo, m udo...
Merleau-Ponty captó con toda lucidez esta dimensión metafí­
sica de la pintura y vio en ella una respuesta a su constante preo­
cupación ontológica por explicar lo inexplicable: el paso de la
percepción a la intelección. El arte le enseñó que ambas opera-

24 MERLEAU-PONTY, M ., Phénoménologie de la perception, p . 177.


25 D üMAS, J.L., «Les Conférences», La Nef, 4 5 (1948), p . 15.

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70 El arte como racionalidad liberadora

ciones están ahí desde siempre y que es difícil establecer fronteras


precisas entre ellas. Lo importante del arte es que nos enseña a
ver. Por eso el cuadro no es una cosa, sino la esencia carnal de la
misma, un visible en segunda potencia, porque su espadalidad no
es la de la res extensa, ni la de la idea platónica, sino el requisito
de toda visión: no veo el cuadro, sino que veo según él o con él. Si
el cuadro tiene alguna analogía con las cosas es por su relación
con el cuerpo; gracias a él, el cuadro es el dentro del fuera, por­
que da existencia visible a lo que la visión profana cree invisible,
la esencia que se descubre en las cosas. El cuadro es también el
fuera del dentro porque el pintor busca y proyecta lo que ve en sí
mismo y esto posibilita la duplicidad del sentir. De alguna mane­
ra, el pintor inventa lo real cuando cree tan sólo reproducirlo.
A Merleau-Ponty la pintura se le aparece como lugar privile­
giado del ser, porque nos introduce en las profundidades de lo
visible, en la génesis del todo o de la visibilidad. Como el hombre,
el artista se siente llamado por el Ser, pero este Ser no es un tri­
bunal inmutable, sino el devenir del sentido. A tomar conciencia
de dicho sentido se dirigen todas las disciplinas y tareas humanas.
No es de extrañar, entonces, que reflexión estética y pensamiento
filosófico estén ligados en su común aspiración de comprender el
ser: mientras que aquélla anticipa y orienta a éste, la interrogación
filosófica presta a la estética significación metafísica. Ambas refle­
xiones se preguntan por esa ontología primordial que les da sen­
tido. Merleau-Ponty considera que esta relación se ejemplifica en
la paciente obra de Cézanne, en esa suerte de «fenomenología en
imágenes» que es su pintura y en esa mediación de la cosa pictó­
rica, que existe en el entramado de lo prehumano y lo cultural.
La crítica merleau-pontiana de los dualismos y los reduccio-
nismos se traduce en un esfuerzo por anular la diferencia ontoló-
gica entre el ser y los entes y pensar una ontología dialéctica con-
densada en un ser indiviso, en un vidente que, a la vez, es visible
como el cuerpo propio o la reversibilidad que condiciona la visión
y nos abre a lo visible. La pintura no puede resolver este enigma
explicándolo, pero reconoce que la vida arranca de él y lucha por
interpretarlo comprendiéndolo. En el fondo, toda la magia de la
pintura moderna consiste en su revelación de un universo indivi­
so que nunca aparece clausurado. Análogamente, la filosofía mer-

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 71

leaupontiana es abierta e inacabada; estos rasgos no son limitacio­


nes del pensar, sino aspectos positivos porque ninguna pintura (y
lo mismo vale para la filosofía) acaba con la pintura; cada creación
cambia, recrea o crea por anticipado todas las otras26. El arte deja
constancia de la dialéctica necesaria entre la expresividad creado­
ra y la herencia recibida. Ahora bien, ¿toda expresión puede con­
siderarse verdadera o, para serlo tiene que adecuarse a algunos
presupuestos más generales?

4. E l dilema del arte: ¿ expresión o verdad?

Merleau-Ponty acentúa la continuidad entre la percepción (el


verdadero punto de partida de todo conocimiento) y el trabajo de
la pintura; practica una aproximación fenomenológica a la obra
de arte e intenta rescatar el sentido comunicable que vive en ella.
Cuando estudia la obra de arte, cuando analiza la percepción, se
propone recrearlas y sembrar la necesidad de volver a la actitud
natural. El objetivo de Merleau-Ponty no fue desarrollar una teo­
ría estética, sino más bien una metafísica o una teoría de la verdad.
Conocía a fondo la interrelación de todos los elementos que for­
man parte de nuestro mundo, de todos los aspectos que intervie­
nen en la vida y en el pensamiento de todo hombre y sus estudios
sobre el arte forman parte de su filosofía. Como hemos visto, la
reflexión sobre la pintura contribuye a orientar a Merleau-Ponty
hacia el fenómeno de la visión. Esta no es sin más un fenómeno
subjetivo: lo visible releva al mundo y la visibilidad reemplaza a la
presencia; no son puras construcciones de un sujeto que se basta­
ra a sí mismo. Merleau-Ponty no propone ni siquiera una filosofía
de la intuición particular. Lo visible es, en su obra, la otra cara de
lo invisible, implica una latencia y este invisible es el umbral de la
idea, el lugar de la verdad. El arte es signo, pero no se limita a
designar, sino que hace manifiesto el borde del Ser escondido.
Merleau-Ponty privilegia la pintura porque ella capta el Ser mudo

26 C fr. M e r l e a u -P o n t y , M ., L'Oeil etL'Esprit, p p . 9 2 -9 3 .

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72 El arte como racionalidad liberadora

sin arrancarlo de su mutismo, sin imponerle el lenguaje. La pintu­


ra está, en su opinión, más cerca del extrañamiento ante el mundo
primordial (el mundo del silencio) que cualquier otra forma
expresiva, ya que no se sirve de las palabras ni sucede tras el con­
cepto o la reflexión.
En efecto, un pintor no siempre concibe su obra para luego eje­
cutarla, sino que piensa por medio del pincel y descubre sus ideas
con el nacimiento de la propia obra. Merleau-Ponty toma como
paradigma del arte la pintura porque ella contribuye a dialectizar
dos ideas frecuentemente opuestas de la obra de arte: la que la con­
cibe como expresión de los sentimientos e intenciones del artista y
aquella otra que la entiende como expresión autónoma.
Del mismo modo que la teoría de la percepción de Merleau-
Ponty transciende los dualismos conciencia-naturaleza, concepto-
sensación, sujeto-objeto, su idea de la obra de arte quiere ir más
allá de estas dicotomías que reducen el alcance del arte o a una
simple expresión de la subjetividad o a una mera representación
de los objetos. Ambos tipos de reduccionismo desvían su atención
de la obra de arte como tal y de su posible verdad.
Esta es la razón por la que Merleau-Ponty admira a Cézanne:
como él mismo, no quiere separar la sensación del pensamiento,
el caos del orden; Cézanne sabe explicitar el alcance ontológico de
la creación artística, porque, como el resto de la pintura moderna,
nos obliga a admitir una verdad que existe sin modelo exterior y,
a pesar de ello, no se reduce a un voluntarismo arbitrario, sino que
se aproxima al ser polimorfo, a ese ser que es objetivamente per­
cibido al mismo tiempo que el pintor se expresa subjetivamente
en su obra.
Cézanne pinta fenómenos; pinta su visión de las cosas, es decir,
ni las cosas en sí mismas, ni las meras impresiones subjetivas, sino
el encuentro de las cosas con la visión. No se trata, por tanto, de
plasmar la naturaleza inmediata o la sensación bruta, la cual, por
otra parte, no es más que una abstracción analítica. El pintor quie­
re alcanzar lo más propio que es, al mismo tiempo, lo que nos per­
mite alcanzar lo universal; así se define el estilo, que no es ni obje­
tivo ni subjetivo, sino la dialéctica entre ambos. El estilo singular
es lo que el pintor pinta, lo que mira, pero también lo que mira el
observador del cuadro. La expresión tiene lugar cuando la mira­

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 73

da toca las cosas o a a la inversa; estilo es lo que proporciona la


singularidad de una visión en la visibilidad. Este estilo existe ya
como tal en la percepción y, por consiguiente, el arte podría
entenderse -especialmente dada la prioridad que Merleau-Ponty
concede a la pintura- como la continuación de ésta. La diferencia
entre el simple perceptor y el pintor estriba, quizás, en que éste
encuentra en la percepción la necesidad de explicarla a través de
su trabajo.
Esta noción de «estilo» nos permite comprender la apertura de
lo particular a lo universal que caracteriza a toda obra de arte.
Merleau-Ponty dice que, a pesar de sus diferencias, los estilos
remiten a un mismo universal27. Es posible que haya tantos mun­
dos como estilos, pero sólo hay un universo de la pintura, una
unidad de la pintura en la unidad de una historia28. De esta ten­
dencia a la universalidad sin renunciar a las diferencias, nace la
necesidad de pintar, es decir, la exigencia de enriquecer una visión
con otras. Estilo y obra forman una unidad porque ésta se parece
a esa textura imaginaria que prestamos a las cosas a partir de lo
que somos nosotros mismos, SÍ el estilo es dialéctica circular entre
lo particular y lo universal, el arte no ha de contentarse tan sólo
con ser uno más entre los diversos modos de expresión, sino que
además resguarda la verdad de la que todo participa aún sin
saberlo.
Husserl ha empleado la palabra Stiftung (fundación) para refe­
rirse a la fecundidad ilimitada de cada presente singular, contin­
gente, que es, a la vez, universal; la Stiftung designa los productos
de la cultura que continúan teniendo valor después de su apari­
ción y abren un campo de investigaciones en el que continuamen­
te reviven. Merleau-Ponty reinterpreta la noción husserliana sir­
viéndose de la de «estilo». La elevación a lo universal depende de
este concepto que nos remite, a su vez, a la elucidación de una his­
toricidad específica de las obras expresivas. Por tanto, el estilo
artístico nos muestra, una vez más, el error de la dicotomía suje­
to-objeto.

27 Cfr. M e r l e a u -P o n t y , M., Signes, p. 75.


28 Cfr. Ibid.

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74 El arte como racionalidad liberadora

Si todos los estilos coexisten en el mismo universo, esto quiere


decir que pertenecen a una misma historia. Esta no es la historia
empírica que toma las diferentes tentativas pictóricas como puros
acontecimientos que se van sucediendo y encerrando en su propia
singularidad; por el contrario, la historicidad de la pintura ha de
ser comprendida como «historia secreta»29 o historicidad de vida,
porque cada pintor, desde su posición irrepetible, se halla siempre
en relación con los otros. Esta es la historicidad que une a los que
se fijan la misma tarea o se plantean el mismo problema. Gracias
a este movimiento compartido, todas las pinturas se comunican y
entienden el mundo como «mundo por pintar». Cuando el pintor
responde a esta exigencia perceptiva, a la necesidad de pintar la
visión de las cosas, busca una solución a esa exigencia que invita
a todos los pintores a su propia obra. Esta participación en un
trabajo común es lo que funda la unidad de la pintura y la comu­
nicación de los estilos en una historia acumulativa y hasta paradó­
jica, porque su superación es su continuación y cualquier destruc­
ción implica conservación. Tal historicidad bien podría
denominarse «tradición» y haría referencia a la historia de las cre­
aciones y de las intenciones de hacer ver lo que nunca se ha visto,
pero funda la unidad histórica. La tradición no es, en Merleau-
Ponty, la simple supervivencia del pasado como tal (»una supervi­
vencia que es la forma hipócrita del olvido»30), sino la fuerza que
nos hace recomenzar de una nueva manera. Lo que permite al
pintor alcanzar lo universal es, pues, esta virtud propia del acto de
expresión que le invita a tomar parte en una historicidad de acon­
tecimientos cuya unidad es la de una tarea que se reinicia en cada
obra.
El acto expresivo, ejemplificado en la pintura, no se limita, sin
embargo, a elevar lo particular a lo universal; además permite
asegurar el paso de lo temporal a lo intemporal, porque el gesto
expresivo, como acontecimiento que es, no se consume cuando
se efectúa, sino que su inacabamiento invita a su prolongación.
Gracias a esta historicidad secreta de la expresión, nos sentimos

29 M e r l e a u -P o n t y , M .,op . cit., p. 78.


}0 M e r l e a u -P o n t y , M., La prose du monde. París: Gallimard, 1969. p. 96.

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 75

seguros de una verdad capaz de relacionar lo originario y lo leja­


no en un presente abierto; esa verdad, como cada acto expresivo,
posee una fecundidad ilimitada en cada presente. Incluso el arte
abstracto o la metáfora más inverosímil, son formas de acceso a
la verdad.
La superación de la percepción espontánea y del sentido auto­
matizado de las palabras por obra del arte permite al artista y al
escritor abrirse al delirio de la visión y de la expresión y escuchar
las voces del silencio, construyendo con todo ello incesantemente
su estilo, la forma particular de acceso a lo real y a lo verdadero
que estaba ofuscado por sus representaciones utilitarias. El arte es
un medio privilegiado para encaminarse a la verdad; como hemos
visto, no dista demasiado de la filosofía. La búsqueda merleau-
pontiana por diferentes caminos de lo verdadero no anula las dife­
rencias. Los distintos «lenguajes» de los que se sirve la expresión,
lejos de fragmentar el mundo y el sentido, otorgan una continua
referencia a un universo común desde diversas significaciones31.
La expresión es la recuperación de un sentido fenoménico oculto,
de un logos universal, pero esto no quiere decir que alcancemos
significaciones plenamente transparentes; la génesis del sentido
no se acaba nunca. El arte, esa renovada capacidad expresiva, des­
pliega imaginariamente ese contexto de símbolos disponibles que
es el saber y lo hace sin absolutizar ninguna disciplina, ningún
camino de acceso.
La meditación merleau-pontiana sobre la pintura es la prope­
déutica de un pensamiento general de la expresión, entendida
como nueva forma de pensar la verdad. Nunca ningún pintor ha
acabado (realizado) la pintura y esta es la razón por la que su gesto
comunica con todos los gestos de todos los pintores; todas las pin­
turas permanecen unidas en el mismo empeño debido a que son
tentativas incompletas: «L a pintura entera se presenta como un
esfuerzo abortado de decir algo que queda siempre por decir»32.
Por eso una obra no puede nunca anular las otras ni contenerlas
completamente; la historia en la que están insertas es acumulativa,

31 M e r l e a u -P o n t y , M ., L e V isible et ¡In v isib le , p . 2 6 5 .


32 M e r l e a u -P o n t y , M ., o p . cit., p . 120.

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76 El arte como racionalidad liberadora

pero esto no significa que sea una simple yuxtaposición. Con cada
pintura se inicia la tarea toda de pintar, reanudada como el primer
día, por eso es una tarea imposible. Como el arte, la verdad es
tarea inacabada, se va haciendo y siempre vive en movimiento.
Si Cézanne es, en pintura, el modelo privilegiado por Merleau-
Ponty, Proust será su ejemplo preferido para ilustrar la expresión
literaria como experiencia reflexiva y transcendental, porque plas­
ma en su obra la proyección de la conciencia intelectual en la
experiencia vivida y sustituye la representación del mundo por
una auténtica creación. Merleau-Ponty llegará a la conclusión de
que, como todo arte verdadero, el habla literaria dice el mundo,
en base a una experiencia del mismo, (lo expresa) al mismo tiem­
po que lo transforma deshaciéndolo y rehaciéndolo para forzarlo
a dar de sí todo lo que está en él oculto, pero que sigue siendo ver­
dadero. Por tanto, el artista o el escritor no se limitan a expresar
una verdad, sino que al mismo tiempo hacen aflorar las relaciones
vividas en las que esa expresión se ha formado (la vida, la historia,
la acción, etc) y participan del logos universal que siempre ha que­
rido captar la filosofía.
La universalidad de la pintura, su intemporalidad, su necesi­
dad no alcanzan, sin embargo, el fenómeno integral de la verdad,
sencillamente porque no aceptan la idea de una expresión com­
pleta o clausurada. La pintura da cuenta con fidelidad de que la
percepción y la verdad humana no son síntesis acabadas. Nuestra
seguridad de ser en la verdad es idéntica a la de nuestro ser-en-el-
mundo y éste es finito e histórico. La verdad de la expresión com­
parte estas características. Los análisis concretos de la pintura nos
enseñan que lo expresado no preexiste a su expresión, sino que
depende esencialmente de las contingencias perceptivas. La ver­
dad de la expresión es histórica, se va haciendo, es movimiento
hacia la verdad. De esta manera, Merleau-Ponty no niega la trans­
cendencia de lo expresado, la cual es una de las propiedades
indiscutibles de la verdad; muestra, eso sí, que esta transcenden­
cia no supone una preexistencia real. Para ello, describe la expe­
riencia de la verdad en el algoritmo y constata que el ser mate­
mático no nos impone sus propiedades, sino que actúa como
punto de partida convencional a partir del cual desarrollamos
unas consecuencias. Por consiguiente, las verdades «ideales», son

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M. M erleau P onty : E stética y ontología 77

fruto de la convención: somos nosotros quienes construimos con­


juntos matemáticos coherentes esbozados por nuestras definicio­
nes; éstas son elegidas libremente por nosotros con objeto de
deducir de ellas otras propiedades de los objetos. Merleau-Ponty
sitúa el algoritmo dentro del fenómeno más envolvente de la
expresión como movimiento de creación, cuya verdad es una ver­
dad definida por él. Sabemos, por otro lado, que hasta las ideas
matemáticas tienen una historia y esto significa que la eternidad
platónica de las ideas es falsa, que no es preciso elegir entre lo
temporal y lo intemporal, entre el acontecimiento y la eternidad.
Si toda expresión es creación y si el algoritmo no es más que una
forma expresiva, no hay por qué pensar que la integración del
pasado con el presente sea un efecto del pasado mismo. Dice
Merleau-Ponty que «la verdad es otro de los nombres de la sedi­
mentación»35, es la presencia de todos los presentes en el nuestro;
esto quiere decir que ni siquiera la hipotética objetividad del ego
filosófico último explicaría nuestra relación super-objetiva con
todos los tiempos o la luz que va más allá del presente viviente. La
verdad merleau-pontíana se extrae de la historia, pero teniendo
en cuenta que la historia misma no seria nada si no fuera, por su
parte, historia de la verdad.
Explicitando la existencia, Merleau-Ponty descubre un hecho
último que no es principio ni fundamento: el milagro de la expre­
sión. Todos los problemas, incluido el de la verdad, deben ser
comprendidos a partir de esta potencia indefinida y abierta de sig­
nificar que opera ya en las funciones más elementales de nuestro
cuerpo, en los órdenes más integrados y hasta en las verdades ide­
ales. El sujeto último de esta función milagrosa es el cuerpo: el
lugar en el que todo, incluso el fenómeno de la expresión, se
actualiza. Así el misterio dogos) se encarna ; la verdad se liga a la
fecundidad ilimitada del presente que es capaz de incluir en sí
todos los otros presentes.
En definitiva, lo que nos enseña la estética ontológica de Mer­
leau-Ponty, su ejemplificación en la pintura moderna, es que el
dilema entre la expresión y la verdad de la misma es falso, es decir,

33 Ibid.

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78 El arte como racionalidad liberadora

que no hay verdad al margen de las infinitas formas de expresarla


que son inauguradas y presididas siempre por el cuerpo, el lugar
de nuestra intencionalidad.
La estética de Merleau-Ponty es solidaria de su filosofía dia­
léctica inacabada; por eso sólo nos presenta perfiles, ideas inte­
rrumpidas; ahora bien, esto no significa que su contribución en
este campo se vea menguada, sino que «si ninguna pintura acaba
la pintura, si ninguna obra se halla absolutamente acabada, cada
creación cambia, altera, esclarece, profundiza, confirma, exalta,
recrea o crea por anticipado a todas las demás. Las creaciones no
son una adquisición porque, como el resto de las cosas, pasan, y
también porque tienen casi toda su vida ante ellas»73.

7Í M e r l e a u -P o n t y , M ., L V a l et l'E sp rit. p p . 92-93.

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III
H. G. GADAMER: ESTÉTICA
E INTERPRETACIÓN

1. R a z ó n h e r m e n é u t i c a c o m o r a z ó n d i a l ó g i c a

Como la razón marcusiana y la merleaupontiana, la razón her­


menéutica se distingue, tanto del sentido común acrítico como de
la ciencia abstracta-regional, en que es razón crítica, totalizadora
e interdisciplinar. En continuidad con la Escuela de Francfort,
Gadamer reacciona contra la razón instrumental. Sin embargo,
rechaza el pesimismo de los francfortianos y lo considera una falta
de sinceridad, porque nadie puede vivir sin esperanza. Defiende
una razón social, distinta de la técnica, una razón que fundamen­
ta la praxis y los objetivos comunes, las elecciones, etc.
Gadam er reconoce que la idea de una razón absoluta es una
ilusión1. La razón es una respuesta histórica, como puede serlo el
mito, la creencia, etc., en la que el hombre continúa su tarea de
autocomprenderse. La razón hermenéutica vive, pues, de razo­
nes históricas que se van haciendo en el diálogo interpretativo y
en la comprensión que éste lleva implícita siempre. También las

1 Cfr. GADAMER, H.G., Gesammelte Werke. Band VIII. Tübingen: Mohr,


1993. p. 167.

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80 El arte como racionalidad liberadora

obras de arte nos arrastran a la conversación, al intercambio y a


la participación; ellas tienen más que decirnos que lo que noso­
tros podemos decir de ellas. Lo que ellas nos dicen no vale sólo
para nuestro presente, sino para siempre. Esta actualidad hechi­
zante del arte no puede ser un simple objeto de la investigación
histórica (las creaciones artísticas de tiempos pasados nunca
podrán verse con sus propios ojos). Por eso el arte no sólo es un
testimonio de su época o de su autor, sino una declaración de la
verdad.
Esta declaración afecta a nuestra existencia, la cual es funda­
mentalmente interpretación. La obra de arte es un desafio perso­
nal para la interpretación en la medida en que integramos la obra
en nuestra orientación global hacia el mundo. La interpretación,
por su parte, no es una actividad arbitraria que dependa de los
gustos e intereses particulares, sino que se halla dominada por la
racionalidad. Ahora bien, la razón hermenéutica no es reduccio­
nista o dogmática, no tiene como meta la imposición de una forma
de racionalidad, sino que siempre mantiene una distancia respec­
to a su propio razonamiento, dejándose decir algo por los otros,
por los textos para así autocriticarse e interpretarse constante­
mente, sumida en su mundo y asumida por la reflexión.
El más eminente representante de la filosofía hermenéutica, H.
G. Gadamer (1900-), conserva, como Husserl y sus maestros, el
ideal de razón que nació en Grecia. Acusa a Kant de haber frag­
mentado la racionalidad y haberla dividido en la objetivación teó­
rica, por un lado, y en la determinación práctica de sí, por otro.
De este modo, se perdió la concepción de la razón como unidad
de una única visión del mundo2 y se rompió la unidad entre la
ciencia y la razón. Hoy, en la edad de la ciencia, se impone la ten­
dencia a no reconocer ninguna forma de racionalidad excepto la
del método científico. La fe moral o religiosa, las creencias, los
valores, etc. quedan relegados a la irracionalidad de las decisiones
particulares3. Gadamer se opone a este estado de cosas, porque

Lfr. GADAMER, H .G ., «Rationalitiit im ^Va^clcl tlcr Zcitcn», Gcsatntncltc


Werkc IV. Tübingen: Mohr, 1987. p. 29.
3 Cfr. G adam er , H .G ., op. cit., p. 30.

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H . G . G adamer : E stética e interpretación 81

piensa que lo irracional está ligado necesariamente a lo racional,


como se manifiesta, por citar un solo ejemplo, en el descubri­
miento pitagórico de lo irracional en las matemáticas4. Como
Merleau-Ponty, Gadamer experimenta la necesidad de una razón
ampliada que incluya también lo que parece oponerse a ella. Asi­
mismo, describe el mundo al que nos ha conducido esa racionali­
dad calculadora como «un sistema racional de administración
mundial bien equilibrado, capaz de producir el mismo tipo de
hombre requerido, un hombre completamente adaptado al ideal
técnico de administración racional»5. Esta descripción nos retro­
trae a las denuncias idénticas que Marcuse dirigió a la sociedad
contemporánea.
Esto se debe a que, cuando Gadamer habla de la razón, no
hace sino continuar desarrollando el pensamiento filosófico clá­
sico alemán y, en especial, las convicciones del maestro Husserl;
por eso la hermenéutica no olvida la teleología fenomenológica
de la razón, si bien, como Merleau-Ponty, es consciente de que
esa teleología no se desarrolla al margen de nuestra finitud ni de
nuestra historicidad. Esa dependencia, lejos de ser un obstáculo
para la racionalidad humana, es justamente lo que la hace posi­
ble, porque la razón no es monopolio de unos privilegiados, sino
que está ligada a la tradición a la que todos los seres humanos
pertenecemos y permanece abierta a la misma. La tradición no es,
en Gadamer, algo históricamente dado de una vez para siempre,
sino apertura y hasta posibilidad de autocrítica. Esta tradición
nos trasmite una comunidad de sentido que funciona como con­
dición, necesaria pero no suficiente, de posibilidad de todo dis­
curso racional. Sin embargo, Gadamer no absolutiza la tradición;
considera que ella no es una herencia inmutable, sino que inclu­
ye también a la totalidad de sus posibles receptores. La tradición
se impone de forma pacífica y respetando la autonomía de las
sujetos cuando es asumida por ellos a causa de su autoridad. Esta
revalorización gadameriana de la autoridad se basa en el hecho
de que el reconocimiento de la tradición no es pasivo, sino un*3

4 C fr. Ib id .
3 Ib id .

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82 El arte como racionalidad liberadora

acto de libertad y de conocimiento. Así la tradición deja de ser


una fuerza ciega, cobra racionalidad y explica, en cierto modo, su
conservación y su duración.
La revalorización gadameriana de la historia que nos ha prece­
dido y de la tradición, no es sino un elemento más de lo que podrí­
amos llamar el centro de interés de la razón hermenéutica, es
decir, de su deseo de armonizar el mundo de la vida cotidiana
{Lebenswelt) con el espíritu de la ciencia moderna. Gadamer pre­
tende, de este modo, evitar el cientificismo, es decir, la desvirtua-
ción del mundo de la vida desde una perspectiva cientifista y téc­
nica y salvar un etbos cultural y moral fundamentado en el mundo
de la vida, autónomo con respecto a la ciencia, racional, aunque
su racionalidad no pueda diluirse en las normas de la racionalidad
científica. Como hemos visto, esta intención coincide plenamente
con la merleau-pontiana, de raíces también husserlianas, y no se
opone en absoluto a la concepción que Marcuse tiene de la racio­
nalidad y a su crítica del poder tecnológico.
La peculiaridad de la razón gadameriana se explica, no obs­
tante, por su vuelta a Aristóteles y, concretamente, a su concepto
de praxis, entendido como el ejercicio de una racionalidad cons­
ciente y responsable. Aristóteles elevó la praxis humana a una esfe­
ra autónoma del saber; es decir, demostró que el hombre vive
guiándose por la razón y lo expresó con la palabra phronesis o
racionalidad responsable en el intercambio y la construcción de
un mundo común de convecciones. Como él, Gadamer subraya la
racionalidad práctica de las ciencias del espíritu por oposición al
metodologismo de la racionalidad característica de las otras cien­
cias6. Al ideal productivo propio de la ciencia moderna, Gadamer
opone la racionalidad de fines, es decir, el esclarecimiento de las
metas humanas, del papel preeminente que deben desempeñar las
ciencias del espíritu. Piensa que, en éstas, el pensamiento se ejer­
cita sin pretensiones de dominio, sin ansiar la asimilación, enten­
dida como toma de posesión sobre lo diverso, sino subordinán­

6 Cfr. GADAMER, H, G ., Hermeneutik II. Wahrheit uttd Methode. Gesammel-


te Werke II. Tübingen: Mohr, 1986, p. 319. (Traducción de M. Olasagasti, Verdad
y método II. Salamanca: Sígueme, 1992. p. 309).

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H. G . G adamer : E stética e interpretación 83

dose a las exigencias de los textos, las obras, las cosas o los otros
que siempre tienen algo que decimos. Indagando el origen de tal
racionalidad práctica, Gadamer llega al antiguo concepto de
«retórica»; intenta eliminar del mismo las connotaciones peyora­
tivas y devolverle su verdadero alcance: el de «una forma de
comunicación universal basada en la capacidad de hablar y que da
cohesión a la sociedad humana»7. La importancia que Gadamer
concede a la retórica se debe, por tanto, a la prioridad que otorga
a la comunicación y a su convicción de que la razón necesita de
ambas, porque es esencialmente dialógica, porque es una razón
eminentemente práctica que se realiza y se transmite gracias al
diálogo. El lenguaje se convierte, entonces, en pieza clave de la
racionalidad, ya que articula nuestra experiencia del mundo. El
logos hermenéutico es, pues, razón que sé actualiza en la lengua y
sirve como idea regulativa a una comunidad de vida que siempre
está en vías de hacerse. Gadamer insiste en la necesidad de que la
fuerza de la razón incida sobre el plano práctico, es decir, sobre
las decisiones morales, político-sociales, estéticas, etc.
Comprendemos a los hombres en virtud de la racionalidad de
sus pensamientos y acciones y podemos comprender las leyes de
la naturaleza gracias a la racionalidad que le es inmanente; así es
como entendemos también la obra de arte. Por eso es necesario
evitar el monismo metodológico. La racionalidad y el rigor no
excluyen la posibilidad de reivindicar otros modelos de racionali­
dad, diferenciados de la ciencia, como la filosofía práctica aristo­
télica, en la cual la verdad no se puede conocer a priori, sino que
está en la praxis misma. Así en el silogismo práctico de Aristóte­
les, el actuar racional no es una conclusión del saber, sino el pre­
supuesto de la inferencia práctica. Ahora bien, la filosofía prácti­
ca gadameriana no se siente detentadora absoluta de la razón, sino
que asume que siempre debe conquistar su propia racionalidad.
Sus críticas del cientificismo, no significan, sin embargo, que
Gadam er renuncie a la razón instrumental; sólo se opone a la
absolutización de ésta, a su desvinculación de nuestro estar-en-el-
mundo; piensa que el declive de la moral en nuestra cultura tiene

7 G a d a m e r , H.G., op. cit., p. 320. (310).

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El arte como racionalidad liberadora
84

sus raíces en el ideal metódico de la verificabilidad que ha cerra­


do la posibilidad de la exigencia normativa y la del discurso racio­
nal sobre fines y valores de la existencia. Por consiguiente, Gada-
mer cree que sería necesario reivindicar una racionalidad práctica
(en el sentido aristotélico) para poder preservar una cierta univer­
salidad de los valores éticos, sociales y estéticos que actúan inin­
terrumpidamente en nuestra vida. La razón práctica gadameriana
no tiene únicamente un sentido técnico-pragmático (racionalidad
medios-fines), sino que también puede aplicarse a las creencias, a
los valores, y, en definitiva, a la praxis vital. Para conocer ésta, es
preciso que «supongamos siempre, previamente a cualquier expli­
cación teórica, la aceptación por todos de un determinado ideal
de racionalidad»8. La razón práctica aspira a la universalidad y, al
mismo tiempo, se pone en movimiento como concretización de lo
que da sentido a la vida.
Siguiendo a Husserl, al igual que Merleau-Ponty, Gadamer
revaloriza la Lebenswelt olvidada por la ciencia; la entiende como
el mundo vital lleno de presupuestos que laten en todo conoci­
miento, incluso en el científico. Considera que, en la Lebenswelt
no se da todavía la dicotomía teoría-práctica que domina en la era
de la ciencia. A esa dicotomía, Gadamer responde con el concep­
to de praxis. El filósofo confía en la validez del ideal de la filoso­
fía práctica para las ciencias del espíritu e incluso para las ciencias
de la naturaleza, pues la universalidad práctica que reside en el
concepto de racionalidad nos incumbe por completo. Ella puede
otorgar a la ciencia una instancia de la responsabilidad.
La razón presupone la aplicación justa de nuestro saber y de
nuestro poder; esta aplicación está supeditada siempre a fines
comunes que son válidos para todos. La comunidad de dichos
fines abarca a la humanidad entera. La vocación ética de la her­
menéutica se manifiesta en su concepción de la vida social como
razón en acto con un lelos emancipativo.
Ahora bien, la razón gadameriana es consciente de sus límites
porque «lo razonable es conocer la limitación de la propia inteli­
gencia y precisamente de ese modo ser capaz de una mayor com-

8 G adamer , H.G., op. cit., p. 326. (315).

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H. G . G adamer : E stética e interpretación 85

prensión venga de donde venga»9. También la ciencia debería


tomar buena nota de esto. Razón es, en Gadamer además, investi­
gación crítica, cuestionamiento continuo: «L a razón consiste
siempre en no afirmar ciegamente lo tenido por verdadero, sino
en ocuparse de ello críticamente. Su hacer es el de la Ilustración,
pero no como el dogma de una nueva racionalidad absolutamen­
te regulada que todo lo sabe mejor; la razón es también compren­
derse a sí mismo y a nuestra propia relatividad en un auto-reco­
nocimiento perseverante»10 y esta ha sido siempre la tarea de la
filosofía práctica.
Para Gadamer, la filosofía es una ciencia pura de la razón. En
la medida en que la filosofía lucha por la verdad y por lo univer­
sal, su tarea es realizar la razón sobre la base de su fe en ella o de
su certeza de que la razón se va realizando paulatinamente. Esta
fe en el poder universal de la razón es paralela a la fe en el poder
del filósofo que permite a la razón manifestarse tal y como es. La
filosofía ha de recordar que la verdadera ciencia es la que pone en
relación la teoría con la facticidad; no ha de desvincularse de los
otros modos de conocimiento, pero tampoco diluirse en simple
filosofía de la ciencia, ya que ésta deja constantemente insatisfecha
la necesidad última de la razón: la de mantener la unidad en el
todo del ente. La herencia filosófica que se nos ha confiado nos
obliga a plantear incansablemente la cuestión del logos, de la
racionalidad del ser. Sin embargo, en Gadamer la razón no es
patrimonio exclusivo de la filosofía ni de ninguna ciencia especia­
lizada. Es preciso que el filósofo se abra a la ciencia sin renunciar
por ello al carácter específico de su misión. La razón humana se
presenta bajo múltiples formas y todas ellas son objeto del pensa­
miento filosófico, porque éste se abre al Todo y también porque
la razón es universal. El pensamiento filosófico forma parte de
todas las formas de creatividad humana; esto no significa creer
hegelianamente que el sistema conceptual de la filosofía sea supe­
rior, sino tan sólo una forma de reflexión consciente de aquél que

9 GADAMER, H.G., Lob der Theorie. Frankfurt: Suhrkamp, 1983. (Trad. cast.
de A. Poca., Elogio de la teoría. Barcelona: Península, 1993. p. 57).
,0 Ibid.

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86 El arte como racionalidad liberadora

nunca sabrá absolutamente de lo que sabe11. Gadamer parece


defender una necesaria interdisciplinariedad para llegar a la filo­
sofía, porque «por un solo camino no podemos acceder a tan gran
secreto»12. También la estética y el arte pueden enseñamos mucho
acerca de la racionalidad; tanto es así, que Gadamer concede una
clara prioridad a la experiencia artística y la considera como para­
digma de lo que deberían ser las ciencias del espíritu. Esto obe­
dece a la peculiar concepción gadameriana de la obra de arte, en
tanto obra creada por el hombre para el hombre, en tanto obra
que afecta intrínsecamente13. La obra de arte es una declaración
{Aussage)14, una especie de sonido comprensible que percibimos
en medio del ruido que nos rodea, «un sonido que nos dirige ver­
daderamente la palabra»15 tiene su origen en la única excelencia
del hombre, que es la posesión de la razón.

2. L a c e n t r a l id a d d e l a e x p e r ie n c i a d e l a r t e
EN LA FILOSOFÍA HERMENÉUTICA

La experiencia del arte no es tan sólo, en Gadamer, un pro­


ducto más de la racionalidad, sino la manifestación privilegiada de
ella. De ahí que Gadamer dedique a la experiencia artística gran
parte de su obra Verdad y Método.
En la primera parte, aborda conceptos fundamentales de la
estética heideggeriana, delineada en Der Ursprung des Kunst-
werks y de la estética hegeliana, con objeto de demostrar que la
estética forma parte importante de la experiencia hermenéutica.
Gadamer cree que la discusión estética de nuestros días no puede
prescindir del aspecto hermenéutico y, por consiguiente, que «la

11 GADAMER, H .G ., «Rationalitat im Wandel der Zeiten», op. cit., p. 36.


12 GADAMER, H .G ., Elogio de la teoría, p. 57.
15 Cfr. GADAMER, H.G., «Áesthetik und Hermeneutik», Gesammelte Werke
VIII. Tübingen: Mohr, 1993, p.3. (Trad. de A. Gómez Ramos, «Estética y her­
menéutica», Estética y hermenéutica. Madrid; Tecnos, 1996, p. 57).
u GADAMER, H .G ., «W ort und B ild », o p. cit., p. 3 8 8 («P a la b ra e im a g e n », p.
295).
15 GADAMER, H .G ., «R ation alitat im W andel d er Z eiten », o p . cit., p . 36.

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H. G . G adamer : E stética e interpretación 87

estética debe subsumirse en la hermenéutica»16, porque el ser de


la obra de arte es hermenéutico, es decir, acontecimiento de una
verdad que es lenguaje, comunicación de un sentir que hay que
interpretar y comprender; el encuentro con ella es un encuentro
entre dos mundos que necesitan integrarse. La cuestión de la
obra de arte es arrancada, así, del subjetivismo para retomarla
hermenéuticamente. Puesto que toda obra artística es expresión
del mundo del que surge, hay en ella una verdad histórica; si
logramos comprenderla, avanzaremos también en nuestra auto-
comprensión. Ésta no es algo que se sobreañada a aquélla, no es
un método o un instrumento de añálisis, sino la situación misma
del Dasein y también de sus obras más características: «L a expe­
riencia de la obra de arte implica un comprender, por tanto cons­
tituye en sí misma un fenómeno hermenéutico»17. La experiencia
estética es siempre, en Gadamer, experiencia de sentido y, como
tal, es Leistung de la comprensión; por eso la estética brota de la
hermenéutica. Ahora bien, en el verdadero arte no sólo hay inten­
ción de sentido, sino además una verdad de ejecución (Vollzugs-
wahrheit).
La conciencia estética del intérprete es también histórica y
necesita autocomprenderse. Se puede decir, por consiguiente, que
la hermenéutica contiene a la estética, ya que aquélla enlaza los
espíritus y revela la extrañeza de lo otro: «la estética es un impor­
tante elemento de la hermenéutica general»18, porque la tradición
(objeto prioritario de la hermenéutica) exige comprensión. En
definitiva, Gadamer asegura que la experiencia del arte es más
que experiencia estética pura, es un modo de autocomprensión.
Aquí tenemos una nueva versión del círculo hermenéutico: debe­
mos comprender el arte como fuente de verdad y al comprender­
la adecuadamente nos comprendemos a nosotros mismos, pero
esto sólo tiene lugar a través del arte. Dicho con otras palabras, la

16 GADAMER, H.G., Wahrheit und Methode I. Gesammelte Werke I. Tübin-


gen:Mohr, 1986, Auf.5, p. 170 (trad. por A. Agud y R. de Agapito, Verdad y Méto­
do I. Salamanca: Sígueme, 1988, p. 217).
17 G a d a m e r , H.G., o p . cit., p. 106. (142).
18 GADAMER, H.G., «Áesthetik und Hermeneutik», Gesammelte Werke VIII,
p. 7. («Estética y hermenéutica», en Estética y hermenéutica, p. 61).

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88 El arte como racionalidad liberadora

persona que comprende es, a la vez, producto y condición de la


comprensión. Arte y hermenéutica muestran la verdad de la cosa;
además su temporalidad es contemporaneidad, a pesar de que la
obra interpretada pertenezca al pasado. Toda expresión artística
es contemporánea porque lo que nos dice es inagotable, porque la
obra se comunica ella misma. La contemporaneidad de la obra de
arte se halla vinculada a la creatividad productiva de todas sus
interpretaciones, a su poiesis hermenéutica.
Estas consideraciones no son suficientes para decir que
Gadamer proponga una nueva estética, únicamente deja cons­
tancia de su concepción del arte. Se pregunta si es posible enten­
der el arte exclusivamente como arte y llega a la conclusión de
que esto es imposible, ya que incluso la percepción estética está
preñada de significado, implica la construcción de algo como
algo y, por consiguiente, es un modo de comprensión y una
interpretación histórica. La obra es resultado de determinadas
lecturas, es interpretación y la actualidad especial de la obra de
arte consiste, en gran parte, en estar siempre abierta a nuevas
interpretaciones. Sin embargo, aunque la obra de arte nos dice
algo a cada uno de nosotros, no lo hace como si se tratara de un
simple documento histórico, sino como una llamada a cada uno
en particular y como un diálogo simultáneo. Incluso las obras de
arte no lingüísticas son objeto de la comprensión hermenéutica,
ya que deben ser integradas en la comprensión que cada uno
tiene de sí mismo y además su mensaje ha de ser interpretado
lingüísticamente.
Gadamer sitúa en la Modernidad el surgimiento de la concien­
cia estética; así denomina a la conversión del arte en actividad
desinteresada o a la autonomización del reino de lo bello de la rea­
lidad. La conciencia estética atribuye a la subjetividad humana
una función constituyente en el arte. En ese momento, el arte se
entiende como expresión de la subjetividad. En Verdad y método,
Gadamer analiza los elementos de esta conciencia estética, su for­
talecimiento con el concepto renacentista de «genio», su asocia­
ción con la vivencia en el siglo XIX, con la intención del autor y
con la libre arbitrariedad creativa. Siguiendo a Husserl, reacciona
contra la función dominante que ha adquirido la vivencia y contra
su determinación psicológica. Recordemos que Husserl rechazaba

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H. G . G adamer : E stética e interpretación 89

el psicologismo de las vivencias; analizaba las vivencias, pero con


la intención de descubrir sus esencias, sus significados inmutables.
Dichas vivencias no eran pre-reflexivas, sino contenidos de la con­
ciencia resultantes de su actividad intencional. Recordemos tam­
bién que Husserl y, más tarde Merleau-Ponty, consideraban que
en la vida de la conciencia podía detectarse una intencionalidad
operante significativa, previa a su posible articulación lógica; era
una tematización directa e inmediata de la vida que apenas se
podía disociar de ella; por consiguiente, las vivencias, así entendi­
das, no eran reducibles a meros productos individuales o a sim­
ples prejuicios. Siguiendo a estos autores, Gadam er mantiene la
vinculación de la vivencia artística con la verdad y con el conoci­
miento de la misma, porque la verdad no está desvinculada de la
génesis pre-reflexiva del sentido y no puede identificarse tan sólo
con la verdad de la lógica.
Gadamer sigue a Hegel al afirmar que el arte es apariencia sen­
sible de la idea, pero no en el sentido de que sea una mera copia
de esta última. «Apariencia» no es «engaño» u ocultación de la
realidad, sino lo que permite que ésta se manifieste. Así pues, el
arte es una aparición de la verdad. Por otro lado, Gadam er es un
continuador del Hegel que considera inseparables el arte y la his­
toria, del Hegel que sitúa la esencia del arte en su capacidad para
poner al hombre ante sí mismo; rompe con él, cuando descubre
que el arte no es un paso previo para el pensamiento filosófico,
sino que, en sí mismo es ya conocimiento. Ahora bien, éste no está
de ningún modo desvinculado de la tradición. Por tanto, el arte es
histórico y lo es, no tanto por ser un producto de la historia, como
por su esencial apertura, es decir, por el hecho de que una obra
artística nunca se comprende en su totalidad: cuando se la inte­
rroga no se recibe una respuesta definitiva, sino, ante todo, nue­
vas preguntas; por eso una obra de arte no se agota jamás. El
hecho de que escape indefinidamente a toda explicación y opon­
ga una resistencia insuperable a su traducción a la identidad del
concepto, hace que la obra de arte represente un desafío para
nuestra comprensión y demuestra que el ejemplo del arte puede
suministrar el marco en el que se desarrolle una hermenéutica uni­
versal, porque aquélla cumple la función directriz de manifestar la
verdad en la multiplicidad infinita de sus decires19. El comprender
90 El arte como racionalidad liberadora

forma parte del encuentro con la obra de arte y la experiencia de


la misma implica un comprender. De ahí que la pregunta por la
verdad del arte sea siempre una tarea hermenéutica y no una mera
reconstrucción o reproducción de la génesis de una obra o de las
intenciones de su autor.
En este sentido, Gadamer piensa que, bajo las diferentes sen­
saciones que produce la obra, subyace una unidad fundada en la
identidad hermenéutica1920. Si el objeto de la estética hermenéuti­
ca es la comprensión, es preciso identificar o hallar algo que
constituya el sentido de la obra. Pero ¿cuál es el medio por el qué
una obra posee su identidad como tal? ¿Qué es lo que funda su
identidad hermenéutica, es decir, su unidad en el seno de las
interpretaciones? Gadamer sólo responde que dicha unidad con­
siste en que en ella «hay algo que entender»21; esta interpelación,
este desafío arranca de la propia obra y exige una participación
activa por parte del receptor. Gadamer considera, pues, la obra
como punto de identidad del reconocimiento o de la compren­
sión, entendiendo que esa identidad está dialécticamente unida a
la variación y a la diferencia, porque toda obra deja al receptor
un espacio de juego, por exiguo que sea, que él debe rellenar
como co-jugador que es. El arte declara un mensaje; en ella se
conoce y re-conoce algo, pero ese conocimiento o reconocimien­
to va unido a una turbación, a un asombro ante lo declarado de
esta peculiar manera. La identidad de la obra no está garantiza­
da por una determinación ajena a ella misma, sino por el modo
en que nos hacemos cargo de su construcción (Gebilde) como
una tarea. Gadamer prefiere hablar de Gebilde y no de «obra»22,
pues no se interesa por el proceso de surgimiento del fenómeno
(a diferencia de la fenomenología genética de Merleau-Ponty),

19 Cfr. GADAMER, H.G., Gesammelte Werke II. p.8. ( Verdad v Método II d


15). ’ F'
20 Cfr. G a dam er , H.G., Die Aktualitát des Sebones. Stuttgart: Ph. Reclam,
1977 (Trad. cast. de A. Gómez Ramos, luí actualidad de lo bello. Barcelona* Pai-
dós, 1991, p. 71).
21 G a da m er , H .G ., op. cit., p. 73.
Cfr. GADAMER, H .G ., «Das Spiel der Kunst», Gesammelte Werlze VIII.
p.89. («El juego del arte», en Estética y hermenéutica, p. 132).

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H. G . G adamer : E stética e interpretación 91

sino por la conformación de la obra como tal en su propio apa­


recer. La conformación del arte es apariencia verdadera; la obra
no es un simple producto de la subjetividad, sino que habla por
sí misma. No es la subjetividad la que determina lo artístico sino
que es el arte y su experiencia lo que configura la subjetividad.
El arte no se caracteriza por subsumir en conceptos una mani­
festación particular, sino por sacar a la luz la significatividad pro­
pia de la percepción, al margen de su significado para la vida
cotidiana.
Gadamer, siguiendo a Merleau-Ponty, nos recuerda que la
percepción no es recolección de impresiones sensoriales, sino
«Wahrnehmen o tomar algo como verdadero»23. Llega a afirmar
que la experiencia estética es justamente «la no distinción entre
el modo particular de interpretación de la obra y la identidad
que hay tras ella»24. La «no distinción estética» es la participa­
ción en lo común, lo que permite que la solidaridad se haga posi­
ble en todos los comienzos; significa que la comprensión artísti­
ca no atiende al proceso productivo que ha originado la obra,
sino a esa especie de magia por la que una determinada configu­
ración de colores, sonidos, signos, etc. nos colman y son trans­
mitidos y elevados a una presencia más intuitiva. Por eso la obra
habla por lo que es, por ella misma, pero cada vez de manera
especial. Interpretar una obra es indicar la dirección de sus sig­
nos; no se trata de introducir la interpretación en el ente, sino de
sacar a la luz lo que él mismo indica. Gadamer introduce el con­
cepto de la «no distinción estética» con objeto de oponerse a la
conciencia estética dominante en la Modernidad, a aquella
reducción de la experiencia estética al puro placer estético; sin
embargo, nuestro filósofo no renuncia a la autonomía del arte.
Cuando Gadam er emplea el concepto de «no distinción estéti­
ca» se halla muy cerca del de «libre juego de las facultades cog­
noscitivas» del que hablaba Kant. Gadamer insiste con él en la
dialéctica forma-contenido que tiene lugar en la experiencia del
arte.

23 GADAMER, H.G., La actualidad de lo bello, p. 78.


24 G a d a m e r , H.G., o p . c it., p . 7 9 .

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92 El arte como racionalidad liberadora

La multivocidad de la obra de arte (su carácter hermenéutico)


es, en opinión de Gadamer, lo que posibilita su interpretación;
sólo puede interpretarse lo que es multívoco, aquello cuyo senti­
do no esté clausurado. Pero ¿es posible interpretar lo multívoco
de otro modo que evidenciando su multiplicidad? El arte es una
multiplicidad inagotable y, por eso, requiere interpretación, aun­
que no se pueda traducir completamente al concepto. La cosa
misma de la obra es lo que funda sus plurales interpretaciones,
pero ¿qué ocurre cuándo éstas entran en conflicto? ¿Qué sucede
entonces con esa identidad? ¿Existe la posibilidad de interpretar
erróneamente?¿Cómo averiguar qué interpretación es verdade-
ra?¿Cómo dirimir el conflicto? Gadamer no parece aportar res­
puestas a estos interrogantes; su visión del arte es excesivamente
armonista y conciliadora para plantearse estos problemas. Parece
que asumir nuestra tradición y permanecer abiertos sean las úni­
cas condiciones para apropiamos de todo significado, incluso del
de las obras que aparentemente no nos implican; debemos dejar­
nos educar por ellas. Gadamer llega a decir que «no podemos
mirar a la naturaleza con otros ojos que los de hombres educados
artísticamente»25. La naturaleza humanizada de Marcuse y Merle-
au-Ponty tenían el mismo sentido.
Se produce así una inversión del significado habitual de mime­
sis: comprendemos la belleza natural desde nuestra percepción
artística y no a la inversa. Esto demuestra también que el gusto no
es una respuesta espontánea y subjetiva frente a una obra, sino
que está determinado por la educación que hemos recibido y el
ambiente en el que nos hemos formado. Al estar convencidos de
esto, nuestros autores siguen a Hegel, para el que la belleza natu­
ral no era sino un reflejo de la belleza artística. Hegel aseguraba
que aprendemos a percibir lo bello natural guiados por la crea­
ción y la mirada del artista26. Gadamer apostilla que, «hoy en día,
tendríamos que experimentar lo bello natural casi como un
correctivo para las pretensiones de un mirar educado por el

25 G adam er , H.G., op. cit., pp. 81-82.


26 Cfr. H e g e l , G. W.F., Vorlesungen iiber die Ásthetik (Trad. cast. Lecciones de
estética. Barcelona: Península, 1989. Introducción I, 1).

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H. G . G adamer : E stética e interpretación 93

arte»27. Quiere decir con esto que lo bello natural nos hace recor­
dar que lo que tenemos ante los ojos es significativo precisamente
debido a su indeterminación, a su carácter simbólico.
Se puede decir que la perspectiva hermenéutica es universal,
porque incluye tanto la experiencia de lo bello en la naturaleza,
como en el arte. Este pertenece al proceso íntegro de la vida
humana situada en las tradiciones (éstas no incluyen sólo los tex­
tos, sino también las instituciones y las formas de vida). Ahora
bien, la obra de arte no es tan sólo un legado del pasado, sino que
posee una actualidad particular debido a que está siempre indefi­
nidamente abierta a nuevas integraciones; dicho de otro modo, la
obra de arte posee una presencia conectada a una experiencia del
tiempo completamente diferente de la cotidiana; es más, la obra
de arte escapa al tiempo. A pesar de sus rasgos particulares, la
obra de arte pertenece al dominio de las cuestiones hermenéuticas
que, al decimos algo, nos confrontan con nosotros mismos. Esto
significa que enuncia algo que descubre lo escondido y es, por
tanto, una verdad.
Con objeto de descubrir las características de la verdad propia
del arte, Gadamer emprende una fenomenología de la experien­
cia de la misma. En la primera parte de Verdad y método, intenta
elucidar la cuestión de la verdad desde la experiencia de la obra
de arte. Anuncia que el arte contiene y trasmite la verdad. El sen­
tido del arte no se agota, por tanto, en una visión subjetiva de la
realidad.
Como Hegel, Gadamer piensa que el arte representa la mani­
festación sensible de la idea. Sin embargo, frente a él, Gadamer no
subordina la verdad del arte a otra superior, sino que la considera
arquetípica con respecto a las restantes verdades que se dan en las
ciencias del espíritu. En éstas, lo primario no es el objeto ni el
sujeto, sino la correlación entre ambos y de ella arranca la «obje­
tividad» propia de estas ciencias. Gadamer toma como ejemplo de
las mismas la obra de arte, porque es representación u objetividad
que incluye la mediación de un sujeto; es decir, la obra de arte no
es un simple objeto, sino una experiencia que transforma al que la

27 G a d a m e r , H.G., La actualidad de lo bello, p. 83.

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94 El arte como racionalidad liberadora

experimenta. La representación del arte es doble: por un lado, el


intérprete o espectador representa la obra: por otro, la obra repre­
senta la realidad. La subjetividad que está aquí en juego no es sólo
la del autor, sino también la del receptor, la de la transmisión. Del
mismo modo, hay que buscar la objetividad de las ciencias del
espíritu en la tradición, es decir, en la comunidad de sentido a la
que pertenecemos cuando interpretamos. Gadamer entiende así
la experiencia estética como un tipo de experiencia histórica, ya
que ambas envuelven una mediación de significado con nuestra
propia situación o una fusión del horizonte del pasado ( objeto)
con el del presente (sujeto). Admitir la verdad del arte supone
entender la interpretación como reunión del objeto y del sujeto. Si
toda verdad es interpretación, el arte no necesita demostrar su
verdad, ya que no es la contraposición de un objeto frente a un
sujeto, sino un modo de verdad anterior a la demostración.
Para Gadamer, la conciencia estética no es un simple modo de
conocimiento, sino antes bien una manera de ser; el ser de la obra
de arte se comprende por el significado de los conceptos huma­
nísticos de los que proviene la estética. Ahora bien, en lo bello y
en el arte reside una significatividad que va más allá de lo con­
ceptual. De ahí que la verdad de la obra de arte no consista en la
conformidad con leyes universales, sino en una cognitio sensitiva'
una experiencia sensible particular referida a un universal. Así se
explica que, ante la belleza manifestada individualmente, algo nos
obligue a detenernos y a pensar su verdad como algo comunica­
ble, a pesar de que no se adecúe a la universalidad del concepto o
del entendimiento.
La experiencia del arte se caracteriza porque la obra posee
siempre su propio presente y expresa una verdad irreductible a la
intención de su autor. Además la obra de arte no gusta como si se
tratara de un objeto clausurado, de algo decorativo, sino que se
desarrolla dinámicamente provocando placer o aversión. El arte
es, para Gadamer, una forma interpretativa que tiene su momen­
to histórico; al mismo tiempo, admirar algo como obra de arte es
realizar una abstracción de esos condicionamientos históricos, es
congenialidad o un disfrutar que recrea.
Cuando apreciamos algo en función de su calidad estética nos
distanciamos de lo que nos es familiar; dicha distanciación posibi-

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H. G . G adamer : E stética e interpretación 95

lita el juicio estético y surge cuando nos sustraemos a la llamada


inmediata de lo que reclama nuestra atención. De ahí que G ada­
mer constate la soberanía de la estética que se afirma en la expe­
riencia del arte y conciba la experiencia que nos proporciona el
mensaje artístico como la auténtica realidad. Dicha experiencia
constituye una alienación por distanciación: cuando apreciamos
algo en función de sus cualidades estéticas, se produce un distan-
ciamiento alienante de lo que nos es más íntimamente familiar;
esta distanciación hace posible el juicio estético. Otros modos de
distanciación alienante son la experiencia histórica y el arte, que
nos enseña a criticarnos a nosotros mismos acogiendo los testi­
monios del pasado.
Gadamer se centra, no obstante, en la experiencia del arte por­
que su sentido no se agota en la comprensión conceptual: «La
expresión más adecuada para el concepto de una estética que
quiera ser teoría del arte sería, entonces, cognitio imaginativa»28.
El arte es intuición o visión del mundo. Esto significa que, frente
a la ciencia, el arte posee una verdad propia, en la medida en que
el libre juego de la imaginación se encamina al conocimiento; ade­
más la intuición interior nos muestra la totalidad del ser en el
mundo. La determinación propia del arte no es, obviamente, la
conceptual, sino esa corriente de intuiciones internas en las que se
construye la contemplación a la que nos constriñe toda obra de
arte. Sin embargo, la experiencia del arte no puede comprender­
se contraponiéndola al conocimiento conceptual sin más, porque
no es la pura inmediatez de lo sensiblemente dado, sino el proce­
so de formación de la intuición, la representación de la imagina­
ción. La intuición es también mediación, porque hay que formár­
sela, es un proceso que va de una cosa a otra. El juego libre de la
imaginación no es una mera corriente de asociaciones, sino que
concuerda con el conocimiento en general, con los conceptos del
entendimiento, aunque no esté determinado por ellos. De ahí que
gracias a la imaginación, podamos enjuiciar algo perteneciente a la
naturaleza o al arte.

28 GADAMER, H.G., «Anschauung und Anschaulichkeit», Gesammelte Werkc


VIII, p. 192. («Intuición e intuitividad», en Estética y hermenéutica, p. 157).

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96 El arte como racionalidad liberadora

La experiencia del arte se produce en la unidad y en la conti­


nuidad de nuestra autocomprensión. Esto no quiere decir que la
obra nos presente una copia de la realidad, sino que nos dice lo
que es capturando la realidad en una imagen. Gadamer abandona
las características representacionales de la obra de arte, porque,
aunque reconoce que ésta no es ajena a la verdad, sabe que la ver­
dad no está determinada de una vez por todas y que también el
arte puede contribuir a desvelarla. Por eso, cuando comprende­
mos una obra de arte, no captamos su verdad como una repre­
sentación inmodificable de lo que realmente es el objeto dado,
sino desde nuestro punto de vista. En otras palabras, Gadamer
concibe el arte como transmutación de la experiencia originaria
en la verdad.
Esto parece indicar que Gadamer se inspira en las manifesta­
ciones artísticas clásicas y relega el arte abstracto carente de con­
tenido cognoscitivo a la Erlebniskunst. Sin embargo, Gadamer
nunca ha afirmado esto, es más, ha insistido en que la verdad del
arte no pertenece a la conciencia, sino a la inversa, porque lo ver­
dadero no es una posesión de la conciencia, sino el acontecimien­
to al que pertenecemos. De ahí que diferentes interpretaciones de
una obra puedan ser verdaderas sin por ello desintegrarla. G ada­
mer diría que la incomprensibilidad del arte moderno no se opone
a su teoría estética, sino que refleja la opacidad del mundo actual,
porque el enmudecimiento de la imagen también es una manera
de comunicar la verdad de nuestro mundo desmembrado. En
suma, la renuncia del arte moderno al significado es ella misma
significativa, del mismo modo que la aparente carencia de ideolo­
gía es una nueva construcción ideológica. En la discontinuidad
del arte moderno se asienta la continuidad con nosotros mismos,
la idea de que el acontecer de la verdad en el arte sigue siendo una
tarea de comprensión. Así subraya Gadamer la función integra­
d o s del arte que, en lugar de autocomplacerse consigo misma, se
abre a otras dimensiones de la existencia como son el conoci­
miento, la búsqueda de la verdad, la comprensión de sí y del
mundo. La estrecha relación que Gadamer postula entre la paten­
cia de lo bello y la evidencia de lo comprensible convierte al arte
en modelo donde se transparenta la esencia de la verdad y la
estructura del ser. La inmediatez con que se presenta la experien-

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H. G . G adamer : E stética e interpretación 97

cia de lo bello y el carácter de acontecer de la verdad son estruc­


turas del ser mismo.

3 . E l a r t e c o m o d a r st e l l u n g d e l a r e a l id a d

Para describir la relación entre la obra de arte y la realidad,


Gadam er retoma el concepto de mimesis, abandonado tras el
triunfo de la estética del genio y de la mentalidad científica, para
las que la imitación denotaba falta de originalidad y de exacti­
tud, respectivamente. En Gadamer, por el contrario, la mimesis
define el status ontológico de la obra de arte. Gadamer adopta
el término tal y como es definido por Aristóteles, no como copia
o reproducción de la realidad, sino como transposición de ésta
en su verdad. En la imitación artística, las formas se instituyen
en totalidades de significado y la realidad se manifiesta tal y
como es. Para demostrarlo, Gadamer analiza la problemática de
la pintura original y su copia. Concibe el arte como Darstellung
o presentación y exposición (en el sentido de que el que se
expresa en la obra dice algo porque le pertenece lo que dice y
porque copertenece a lo que dice); Darstellung no es copia, ya
que incluso en las reproducciones se reconoce el original y, por
tanto, a diferencia de la imagen especular, que no tiene ser real,
la imagen estética tiene su ser propio como presentación, es
decir, tiene realidad per se, puesto que cada presentación es un
acontecimiento del ser. Esto significa que hay relación ontológi-
ca entre la imagen originaria y la obra artística. Gadamer afirma
que la manera de ser de esta relación es la representación29.
«Representar» no es reproducir, porque en la reproducción
desaparece el acontecimiento único que distingue a una obra de
arte; «representar» es, para Gadamer, algo similar a lo que la
fenomenología denomina Vergegenwartigen: modo de presenta­
ción del mundo, irreductible a un simple contenido de la con­
ciencia; «representar» no es, por tanto, reproducir algo, sino
presentarlo de una nueva manera, produciendo determinados

29 Cfr. GADAMER, H .G ., Gesammelte Werke I. Tübingen: Mohr, 1986, p . 146.

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98 El arte como racionalidad liberadora

efectos en el original: éste sólo es tal gracias a sus representacio­


nes. Lo presentado gana así una nueva aparición más verdadera
gracias a la imagen. Palabra e imagen son acontecimientos del
ser y en ellas aparece éste de forma plena y con sentido. La pre­
sencia de la imagen no es ni una pura referencia ni una pura sus­
titución. Análogamente, la hermenéutica no es restauración ni
restitución de la vida pasada, sino -como decía Hegel- media­
ción reflexiva de la vida presente.
Mimesis es llevar algo a su representación, de modo que se
haga presente ahí en su plenitud sensible. Por otro lado, la repre­
sentación simbólica que realiza el arte no necesita depender de
cosas previamente dadas, sino que es una tarea de construcción.
Como vimos, Gadamer entiende la obra artística como cons­
trucción (Gebilde): «le conviene el carácter de obra, ergony no
sólo el de energeia» » }0. Gadamer recoge la distinción aristotélica
entre la Praxis, en la que no es distinguible la acción del resulta­
do de la misma, porque el fin de la acción es ella misma y la poie-
sis propia del arte, en la que la acción produce un resultado dis­
tinto de sí, una obra construida, que no se juzga en relación a
alguna entidad externa, sino que tiene en sí misma su verdad e
incluso comporta una transformación de la realidad de la que
parte. Gadamer considera, pues, que la representación artística
es siempre transformadora de la realidad y que esa transforma­
ción «lo es en dirección a lo verdadero»3031, hacia el verdadero ser.
Este se hallaba oculto al conocimiento y el arte consigue desve­
larlo.
El rechazo gadameriano de la verdad como adecuación entre
el intelecto y la cosa o entre el conocimiento y un objeto externo
determinado, su concepción de la verdad como aletheia, como
acontecer, le conduce a rechazar la idea de que el ser anterior a lo
representado sea un modelo a copiar o el patrón de verdad de una
representación. La obra de arte transforma la realidad que repre­
senta y, por consiguiente, tiene su mundo propio, su exclusiva
referencia. Al mismo tiempo, la transformación representativa

30 GADAMER, H .G ., Gesatnmelte Werke I. p. 116. ( Verdad y Método I, p. 154).


J1 G a d a m e r , H .G ., o p . cit., p. 118. (156).

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H. G . G adamer : E stética e interpretación 99

contribuye a incrementar el ser de lo representado32, es decir, lo


muestra en un sentido nuevo iluminando algunos de sus aspectos
que pasaban desapercibidos, interpretándolo. La representación
(ya sea lingüística, pictórica, teatral, etc.) permite que exista ente­
ramente lo que ella representa; su potencia significativa tiene, por
tanto, un alcance óntico.
A diferencia de la representación, el único objetivo de la copia
es el reconocimiento de lo copiado; sólo tiene valor ostensivo, se
limita a remitir a otra cosa sin incrementar el conocimiento de
ésta. Carece, por tanto, de alcance cognoscitivo y también ontoló-
gico.
El cuadro refiere a sí mismo y, en este sentido, se da en él una
unidad originaria entre aquello a lo que refiere (el original) y lo
que refiere (la representación en la que'consiste la imagen). No
hay distinción entre representación y representado. La especifici­
dad de la imagen-cuadro (Bild,) frente a la copia-reproducción
(Abbild) consiste en que el cuadro es autosignificativo. El modo
de ser de la imagen requiere una completa inversión de la relación
platónica entre imagen original y copia. Para comprender ese sen­
tido, Gadamer recurre al concepto de «emanación», porque así se
comprende el carácter positivo de la imagen. Lo que Gadamer
pretende con estas distinciones es establecer un concepto de «ver­
dad» distinto a la mera reproducción, válido para la imagen y para
la poesía. En términos gadamerianos, la Urbild está constituida
como tal por la Bild y sin ésta permanecería incompleta, porque el
original sólo se ilumina en las imágenes que el arte nos da de ella.
Una imagen (Bild) no es -com o pensaría un platónico- una repro­
ducción o una imitación de una idea, sino que la idea se expresa a
sí misma y cobra realidad en la obra de arte. En la imagen el ser
no se apaga y desvanece sino todo lo contrario: accede a una mani­
festación visible y con sentido. Así, por ejemplo, la pintura no
copia el mundo real, sino que es el mismo mundo con un sentido
intensificado. Gadamer piensa que el original (Urbild) puede ser
representado porque es una imagen {Bild). La obra de arte se
refiere a algo, pero no es una copia (Abbild), sino su imagen (Bild)

32 Cfr. G a d a m e r , H.G., op. cit., p. 145 (189).

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100 E l arte como racionalidad liberadora

o, mejor aún, es una conformación (Gebilde), ya que alcanza su


verdadero ser cuando cada espectador la re-conforma a través de
su interpretación. A la obra de arte experimentada como confor­
mación insondable Gadamer le atribuye el «detenerse un momen­
to» (Verweilen), que es justamente la forma temporal de la expe­
riencia artística y que hace que permenezcamos junto a la
conformación artística y que ésta, en cuanto totalidad, se vaya vol­
viendo cada vez más rica.
Una obra de arte, una pintura no es mero reflejo, ya que no
depende de la presencia del original, sino que existe por sí misma
y ella misma significa. La obra de arte mantiene una relación
metafórica con el original; de alguna manera, lo evoca lo hace apa­
recer de múltiples maneras. Al mismo tiempo, ella tiene su propia
identidad y es independiente del original, por su indispensabili­
dad: hay algo en el original que sólo es descubierto mirando la
obra de arte. Es evidente que el original posee posibilidades alter­
nativas de autopresentación y, por eso, es independiente de la
obra; sin embargo, siempre se presenta como algo y, por consi­
guiente, depende de la obra que lo representa. Esta interdepen­
dencia demuestra que el original tiene una existencia más plena,
pero gracias al arte, existe como eso representado, es decir, cobra
vida y concreción.
Podríamos decir que en el arte, el original se auto-representa.
El ser, como el arte, surge cuando el original es fecundado y
emana de él el ser autónomo de la obra de arte, en suma, cuando
el original se constituye como algo. Esto muestra que el arte imita
la naturaleza y ésta no es sino lo que el arte imita. La obra es,
pues, una interpretación del mundo y por el mundo. Ahora bien,
¿cómo pueden los múltiples mundos artísticos convertirse en uno
solo? ¿Acaso esto es siquiera deseable? Gadamer no es partida­
rio de anular la pluralidad o las diferencias; más bien, diría que el
arte tiene una función mediadora entre ellas y que cada nuevo
mundo preserva algo del viejo alterándolo; es decir, prevalece la
dialéctica gadameriana entre la familiaridad y la extrañeza, iden­
tidad y diferencia sin disolver ninguno de los polos que la com­
ponen.
Estas consideraciones ilustran la concepción gadameriana del
arte como Darstellung: La obra no sólo representa la realidad,

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H . G . G a d a m er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 101

sino que. gracias a la ejecución interpretante, la hace presente.


Toda presentación es representación para alguien y a través de
alguien, es un acto interpretativo históricamente determinado y
sólo en la interpretación la obra se revela en su realidad autóno­
ma. Al no darse sino en su ejecución, la obra es temporal porque
está hecha para ser ejecutada; como evento histórico que se
representa mediado por otros eventos que son las distintas eje­
cuciones, goza de infinitud y transciende la conciencia y las
intenciones del autor. Juzgar una obra por las intenciones (mani­
fiestas o hipotéticas) de su autor es reducir la riqueza del signi­
ficado de dicha obra a algo que está fuera de ella. Es obvio que
sin artista no habría obra de arte, pero esto no significa que
podamos reducirla a las intenciones de aquél, las cuales, por otra
parte, se amplían, transmutan y diversifican en la obra y en su
recepción.
La infinitud de la obra consiste justamente en su historicidad y
eventualidad; por ella el autor introduce la obra en un juego que
él no puede controlar y en el que la obra cobra vida propia. Del
mismo modo, la verdad del arte vive en el juego, en el acontecer,
porque es una producción histórica con un significado y una con­
sistencia que, a su vez, se presenta en otros acontecimientos his­
tóricos (las interpretaciones) y que plantea por tanto el problema
de la mediación entre estos mundos distintos, el problema herme-
néutico. Señalamos, de paso, que la esencia del juego, en G ada­
mer, no radica en la distinción serio-lúdico, porque esta dicotomía
implica una devaluación ontológica del juego; en cambio, para
Gadamer, el arte y el juego no poseen menos ser que el mundo
cotidiano de la seriedad y los negocios.
Gadam er no se contenta con afirmar la historicidad y la tem­
poralidad del arte o de la interpretación, sino que además,
siguiendo a Hegel, se pregunta por la verdad que se manifiesta en
las mismas33. No separa la pregunta por el arte de la cuestión de
la verdad, ya que cree fervientemente que el arte es capaz de trans­
mitirnos conocimiento cierto de lo que nos rodea y de nosotros
mismos.

33 C fr. G a d a m e r , H.G., o p . cit., p . 174. (2 2 2 ).

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102
E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

Heidegger era de la misma opinión, entendía la obra de arte


como exposición (Aufstellung) de un mundo y producción (Hers-
tellung) de Ja tierra. Esto significa que la obra de arte tiene la fun­
ción de constituir las líneas que definen un mundo histórico; en
ella se revela la verdad de una época. En la obra, Ja tierra es mate­
ria, en el sentido de que su presencia reclama siempre la atención.
La obra de arte es por obra de la verdad, porque en ella la aper­
tura de un mundo como contexto de mensajes articulados, como
un lenguaje, está referida a la tierra y a su temporalidad. No obs­
tante, la obra no es reductible a lo ya existente, puesto que no se
experimenta a la manera de las cosas puestas en el mundo, sino
que es representación de diferentes posibilidades de existencia y
fundamentación de mundos alternativos.
La experiencia de una obra de arte nos abre un mundo, por­
que el arte no es sólo percepción de lo fáctico, sino también crea­
ción y conocimiento. En realidad, la percepción en Gadamer,
como en Merleau-Ponty, no es una aprehensión pasiva; la mirada
estética es activa porque sintetiza las diversas facetas cuyos trazos
aparecen en la obra de arte y esto es aún más evidente ante la con­
templación de una pintura no objetual. Los objetos cotidianos
aparecen iluminados por una luz nueva cuando son transforma­
dos por el arte. La legitimación del arte no radica, por tanto, úni­
camente en el placer estético que produce, sino en su revelación
del ser escondido. A través de la obra de arte se produce la fusión
de la verdad o del ser representado con la forma y esta fusión es
tan completa que algo nuevo llega, con ella, al ser. En efecto, la
obra nos presenta un nuevo mundo; significa totalmente, no es ni
contenido ni forma que se añadan a algo ya dado.
En la antigüedad se decía que en la obra de arte se producía
una im itatio, que no consistía simplemente en imitar algo ya cono­
cido, sino en llevar algo a su representación de modo que se hicie­
ra presente en su plenitud sensible. En Gadamer, el conocimien­
to propio del arte está relacionado con la rehabilitación de este
concepto de mimesis. La artística no es simple imitación, sino
interpretación de Ja cosa, proceso creativo. Mimesis es, en Gada­
mer conocimiento: la representación artística hace que surja a go
de Ja realidad que antes no era visible y, por tanto, abre su “ c" ‘
cia; en este sentido, mimesises reproducción esencial, un a
H . G . G a d a m er : E st é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 103

cimiento ontológico. Resuenan los ecos de «El origen de la obra


de arte» de Heidegger, su convicción de que, debido a que el arte
es presentación de la esencia general de las cosas, en toda obra de
arte acontece la verdad, no porque copie algo dado, sino porque
en el proceso de manifestación de esa obra, algo auténtico se deso­
culta.
El original no tiene una naturaleza acabada, sino que continúa
deviniendo gracias a sus representaciones. Los originales son de
alguna manera ya, en sí mismos, miméticos. La obra de arte siem­
pre está abierta a nuevas interpretaciones a causa de la situación
histórica de sus intérpretes; cada obra adquiere un nuevo signifi­
cado viviente aquí y ahora, producido por los prejuicios históricos
de aquéllos. Sin la mimesis de la obra, el mundo no estaría ahí, fal­
taría algo importante en él. De ahí que el espectador actual del
arte no sólo observe de otra manera, sino que observa otra cosa.
La verdad de la obra posee realidad propia gracias a la participa­
ción histórica del intérprete. La insistencia gadameriana en el
hecho de que en toda expresión artística se halla inscrito lo expre­
sado mismo, tiene como consecuencia que toda posición herme­
néutica, que vea en la obra el síntoma de algo que no aparece, sea
rechazada. La concepción hermenéutica de Gadamer insiste en
las múltiples posibilidades históricas de los intérpretes y en la vali­
dez temporal de sus interpretaciones. La realidad de la obra de
arte radica en la Sorge de los mismos. Por consiguiente, el estudio
del arte y de la literatura exigen la aproximación de la filosofía
hermenéutica.
Mediante el concepto de mimesis, Gadamer quiere compren­
der los dos momentos fundamentales de la experiencia estética: la
relación de la obra con el original y la relación con sus interpreta­
ciones. Se trata de una doble mimesis. Ahora bien, si en Platón la
obra de arte era imitación de una imitación, en Gadamer es reali­
dad auténtica, porque no es mera copia, sino conocimiento de la
esencia. Gadamer cree que en la representación mimética, la cosa
emerge en su verdadero ser, sin necesidad de reenviar a lo origi­
nario. El filósofo ejemplifica el alcance cognoscitivo de la mimesis
mostrando que hay complementariedad dialéctica entre Bild y Ur-
Bild, ya que éste presenta su verdadero significado en aquél. La
obra de arte es Darstellung en el original, es decir, ejecución, frui-

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104 E l arte como racionalidad liberadora

ción, interpretación, codeterminación y copertenencia. Si toda


representación es un acontecimiento ontológico, porque constitu­
ye el estado ontológico de lo representado y aumenta su ser, la
interpretación constituye necesariamente a la obra o, dicho de
otro modo, la obra nace para ser representada. La interpretación
es una forma de representación; en ella se manifiesta la infinitud
de la obra, que va más allá de las intenciones del autor, porque la
obra de arte no es un en-sí, sino que su identidad es dinámica, se
abre al futuro. Esto no implica que la obra haya de ser sustituida
por sus interpretaciones, sino que todas son contemporáneas
suyas. Dicha contemporaneidad no ha de entenderse como eter­
nidad, sino como plena presencialidad ante la conciencia históri­
ca ¿Cómo concebir la identidad de la obra en sus múltiples inter­
pretaciones históricas? Gadamer responde con la categoría de
«contemporaneidad»; los aspectos que la obra asume en las inter­
pretaciones no se alinean temporalmente, sino que son contem­
poráneos de su identidad.
Al subrayar de esta peculiar manera la mimesis artística y, con
ella, la función cognoscitiva del arte, Gadamer denuncia la esteti-
zación de los conceptos cardinales del humanismo, especialmente
del juicio y del gusto. Cuando a éstos se les negó la función de
conocimiento que siempre habían tenido, se desacreditó el saber
teórico por considerar que no satisfacían los criterios de las cien­
cias exactas. Gadamer acusa a Kant de iniciar este movimiento
que obligó a las ciencias humanas a definir su cientificidad según
el modelo alienante de las ciencias puras. Intenta mostrar que esa
concepción de la conciencia estética es una falsa abstracción que
proviene de la banalización impuesta por la ciencia moderna a
todo aquello que no se corresponde con sus normas de conoci­
miento. En este sentido, Gadamer se opone a la subjetivización
kantiana del juicio estético que ha conducido a entenderlo como
expresión de las preferencias personales y a aislarlo de la verdad.
En efecto, para Kant, los juicios de gusto y de belleza no eran
resultado de actos de reflexión o conceptualización y, por tanto,
los juicios morales no podían basarse en ellos. Tomó como mode­
lo de la belleza la naturaleza que se presentaba de forma inmedia­
ta, sin conceptos, que daba placer por sí misma sin apelar a nues­
tros propósitos y sólo se tenía como fin a sí misma.

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H . G . G a d am er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 105

Kant basaba la universalidad del placer estético en el a priori


de belleza ideal, que era la presencia en forma sensible del libre
juego de la imaginación. Su filosofía del arte lograba la intersub­
jetividad al precio de renunciar a la justificación conceptual.
Según Gadamer, la fundación transcendental kantiana del juicio
estético en el concepto de gusto, sirve para reivindicar la validez
universal y autónoma de éste, pero le priva de todo alcance cog­
noscitivo y de toda pretensión de verdad. Aunque, en Kant, la
obra de arte todavía no incurría en el subjetivismo absoluto, ya
que todavía representaba la unión de la naturaleza con la libertad,
Gadamer observa que esta concepción reduce la obra de arte a
una pura representación exenta de producción. Frente a Kant,
cree que el juicio de gusto es un tipo de conocimiento no metódi­
co ni demostrativo, en el que lo universal es determinado produc­
tivamente por lo particular y tiene un alcance cognoscitivo; no es,
por tanto, meramente subjetivo, sino que expresa el «sensus com-
munis» o la voluntad profunda de una comunidad.
Gadamer reconoce, no obstante, que Kant tuvo el mérito de
haber superado el formalismo del juicio de gusto puro en favor
del punto de vista del genio34. Este tenía su origen en la fuerza de
la naturaleza, en sus favores, de manera que, análogamente a ella,
era capaz de crear algo que parecía hecho según reglas, pero sin
someterse conscientemente a ellas. Eso es el arte: crear algo ejem­
plar sin la ayuda de reglas. A pesar de este reconocimiento, G ada­
mer matiza la importancia del genio kantiano recordándonos que
también hay una cogenialidad del receptor y que en ambos se da
el juego libre de fuerzas creativas35.
En realidad, la intuición kantiana del papel del genio todavía
distanció más al arte de su función cognoscitiva. El genio kantia­
no era capaz de representar el libre juego de las fuerzas naturales,
pero su libertad se hallaba subordinada a una disciplina mediada
por el gusto.
A diferencia de la belleza natural, la belleza artística era, en
Kant, un producto del genio. Este originaba la idea estética, que

34 Cfr. G a d a m e r , H.G., La actualidad de lo bello, p. 63.


35 Cfr. G a d a m e r , H.G., op. cit., p. 64.

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106 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

iba más allá de los límites del concepto poniendo en movimiento


el libre juego de la imaginación y el intelecto. La obra de arte bella
era, entonces, la unión del gusto y del genio. De este modo, Kant
sentaba las bases de la posterior estética idealista. Según Gada-
mer, el concepto kantiano de genio está en la raíz de la doctrina
neokantiana de la vivencia, según la cual la obra de arte muestra
los sentimientos del artista. Gadamer se opone a la alianza entre
vivencia y símbolo, porque aquélla reitera el intento de reducir la
validez del objeto a la subjetividad transcendental. De este modo,
se extiende la concepción del mundo del arte como mundo de la
apariencia contrapuesto al mundo real. La diferenciación estética
surge como fruto de una abstracción por la que la obra asume
existencia autónoma y la conciencia soberana establece lo que ha
de considerarse estético.
La absolutización del concepto de genio se produce, según
Gadamer en la sociedad burguesa del siglo XIX y da nacimiento a la
«bohemia». En opinión de Gadamer, ese concepto se crea en reali­
dad, en el punto de vista del espectador. El concepto de conciencia
abstracta que subyace en el pensamiento estético de Kant supone
que el sujeto mira una obra de arte como si se tratara de un objeto
de estudio. En cambio, Gadamer sostiene que esta distancia es fic­
ticia, pues sujeto y obra se modifican recíprocamente al encontrar­
se. Por eso Gadamer se propone reconducir la creatividad del genio
al encuentro productivo con la obra y con el intérprete.
Cuando Gadamer asegura que en el juego del arte la realidad
se transmuta, en tanto que es aprehendida en su idealidad y per­
fección, por «transmutación» entiende el encuentro del verdade­
ro ser. La obra de arte no está al margen de la existencia ordina­
ria, porque no es la creación arbitraria de un genio, sino la
transmutación de la realidad en su verdad, lejos de las pasiones de
la existencia o de los objetivismos de la ciencia. Por eso, en el
encuentro con la producción artística, se produce la auténtica
liberación y el verdadero cumplimiento. Estos resultados no son
atribuibles al artista, sino al acontecimiento en el que éste partici­
pa, pero que va más allá de él, al encuentro con la obra, a la con­
templación de la belleza.
Lo bello (kalon) no se limita exclusivamente a la estética, sino
que tiene un sentido más amplio; está estrechamente relacionado

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H. G . G a d am er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 107

con la proporción, lo armónico, lo verdadero, lo recto (Richtig-


keit), en sentido moral y extramoral, ya que la belleza se distingue
de lo bueno absolutamente intanginble en que aquélla se presen­
ta desde sí misma, a través de su propio desplegamiento y, en el
curso de éste, se presenta la verdad como desocultamiento. Lo
bello no es, en Gadamer, lo que se adecúa a un determinado ideal
de belleza, sino lo que define al arte como arte; es el erguirse fuera
de todo lo que normalmente está dispuesto según la utilidad, es la
invitación a la pura contemplación (Anschauen). «A esto es a lo
que llamamos una obra (Werk)»}6. Lo bello del arte no remite a
ningún patrón exterior, sino que tiene un significado inherente a
la visión comprensible como tal. La belleza de la obra de arte es
insustituible, no sólo a causa de que encierre un sentido, sino
debido a que el sentido de la obra consiste precisamente en que
ella está ahí, en su Darstellung. El impacto que la obra de arte pro­
duce en nosotros hace que suframos una transformación paralela
a la que sufre el mundo cuando lo contemplamos con los ojos de
la obra de arte. Esta no sólo remite a algo, sino que en ella se cobi­
ja aquello a lo que remite y, por eso, la obra de arte significa siem­
pre crecimiento en el ser, tiene un alcance ontológico y no sim­
plemente comunicativo o expresivo.
Gadamer está de acuerdo con Kant en que el arte es símbolo y,
por tanto, no puede reducirse al concepto; no discute que el arte
sea función de la subjetividad y del juicio estético, pero asegura
que es más que esto, porque el símbolo siempre significa más de
lo que es. Paralelamente, en opinión de Gadamer, aunque el cono­
cimiento estético es diferente del sensorial y del conocimiento
científico, sigue siendo conocimiento, es decir, «mediación de ver­
dad»3637.
Como acabamos de ver, Gadamer acusa a Kant de haberse
dejado llevar por el criterio científico natural y de situar al margen
de éste los juicios reflexivos, a los que pertenecen los juicios esté­
ticos, y de haberlos subjetivado. Antes de Kant, en cambio, el con-

36 GADAMER, H.G., «Anschaung und Anschaulichkeit» Gesammelte Werke


VIII, p. 193. («Intuición e intuitividad», en Estética y hermenéutica, p . 157).
37 VATTIMO, G., Poesía y ontología. Valencia: Mursia, 1993. p. 139

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108 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

cepto de gusto era más moral que estético porque describía un


ideal auténtico de humanidad. Gadamer desea recuperar ese
ideal: la complementariedad de lo bello natural y artístico con lo
bello de la realidad moral. Al separar ambas realidades, Kant
cerró el camino de la verdad para las ciencias del espíritu y con­
tribuyó a la pérdida de la legitimidad de sus peculiaridades meto­
dológicas38. Los conceptos de conocimiento, verdad y método uti­
lizados por Kant están en la base de los actuales postulados
científicos y deben ponerse en tela de juicio si queremos que las
ciencias del espíritu sean consideradas también conocimientos.
La subjetivización kantiana de la estética ha conducido, según
Gadamer, a la estética del genio y a la completa estetización del
arte, lo cual ha significado la disolución del arte mismo y de su
relación con el conocimiento, porque ahora ya no importa si el
objeto del arte es real o no, ni el fin último al que ésta se dirige.
Esto ha desencadenado la crisis de la conciencia estética como
resultado de toda la historia de la estética postkantiana, la cual
disolvió los contenidos ontológicos que, todavía en Kant, limita­
ban el significado subjetivo de la separación establecida en la Crí­
tica del juicio entre el gusto y la facultad cognoscitiva: «Con la
decadencia, por problemática que sea, de toda visión teleológica
de la naturaleza, la autonomía del arte se asemeja cada vez más a
una evanescente experiencia sin raíces ontológicas»39.
Gadamer critica la estetización de todo aquello que se declara
independiente de la ciencia y esto le lleva a cuestionarse la auto­
nomía del arte en nuestras sociedades. El filósofo no está a favor
de dicha autonomía, porque el modo específico de la obra de arte
es corresponder a la representación del ser y no podemos com­
prender el arte tan sólo como objeto o producto de la experiencia
estética, considerándolo solamente como arte. Gadamer rechaza
esta postura, porque no quiere caer en el mito de la diferenciación
estética que restablece las clásicas dicotomías sujeto-objeto,
forma-contenido.

J8 Cfr. GADAMER, H .G ., Gesammelte Werke I, p. 4 6 . (Verdad y Método I. P-


74).
39 V a t tim o , G ., Poesía y ontología. p. 176.

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H . G . G adam er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 109

La progresiva estetización de la experiencia artística culminó


con la crisis del concepto de «genio», entendido como produc­
ción inconsciente, que se desvanece en el siglo X X , perdiéndose
toda la consistencia individual de la obra y transformándola en
mero correlato de Erlebnme discontinuos que constituyen la con­
ciencia estética. Gadamer reacciona contra esta nueva tendencia
transformando la estética en hermenéutica, porque está convenci­
do de que la relación con la obra es encuentro con una verdad
dada como acontecimiento histórico, que exige ser comprendida
en un acto que, a su vez, se autocomprende. En el mundo nos
encontramos con la obra de arte y en ésta nos encontramos con un
mundo. La obra de arte tiene su origen en el tiempo, pero cuan­
do se libera de su creador, se distancia del momento histórico en
el que surgió para instalarse en la intemporalidad y abrirse a múl­
tiples interpretaciones y recepciones. Eso permite comprender la
obra desde la historicidad y, en tanto que inscrita en la intempo­
ralidad, evita que el intérprete deje en suspenso su propio hori­
zonte.

4. E L ARTE COMO «JU EGO »

A pesar de que el libre juego de las facultades marca, en el


ámbito estético, una relación del sentimiento de gusto con el
conocimiento, no cabe duda de que Gadamer tiene razón cuando
interpreta la belleza kantiana como un sentimiento subjetivo y no
como un conocimiento. En contra de Kant, como hemos visto,
Gadam er piensa que la experiencia estética tiene cierta objetivi­
dad y, para confirmar su tesis, adopta el concepto kantiano de
juego, pero reformulándolo.
Gadam er equipara el juego con la representación artística y
con la interpretación hermenéutica. La esencia del juego, como la
del arte mismo, es la representación, aunque jugar es también
jugarse, es decir, arriesgarse, auto-representarse.
Como hemos visto, Gadamer niega que la representación sea
una mera copia y la define como el salir a la luz de la esencia de lo
real. El ser se actualiza en cada representación y no existe al mar-

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110 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

gen de éstas; paralelamente, no hay representación que no desa­


rrolle y vivifique lo representado. Das Spiel es juego y representa­
ción en este sentido: una obra no se interpreta sino que se juega;
Spiel es construcción (Gebilde) significativa en orden a la repre­
sentación. Del mismo modo que la obra de arte es lo que perdura
y no la subjetividad del creador o de quien la experimenta, el
juego tiene una esencia independiente de la conciencia de los
jugadores. El juego se juega a través de ellos y desvela una verdad
que está más allá de los mismos: lo que siempre es. La verdad es
esa cosa misma que vive en el juego de las representaciones o
interpretaciones; en ellas, se nos presenta lo subjetivo referido a lo
objetivo de manera indivisa. El que representa desarrolla dinámi­
camente lo representado, que, por otro lado, sólo es aprehensible
en la representación. Gadamer lleva a cabo una re-evaluación
ontológica del juego subrayando su carácter representativo de lo
verdadero: los mundos «irreales» del arte y del juego son la ver­
dadera realidad, porque tienen más ser que lo real-cotidiano. La
concepción del juego como representación se opone a la contra­
posición neokantiana del fenómeno con la cosa en sí y, en general,
a la contraposición entre ser y pensar propia de toda la filosofía
tradicional. Frente a ella, Gadamer pretende hacer una descrip­
ción fenomenológica de la esencia del juego, en tanto fenómeno
en el que se manifiesta la esencia de la cosa; para ello, se distancia
de la conciencia del jugador que comprende la estructura del
juego sólo a partir de su aparición subjetiva. Considera que el
juego muestra el modo de conocimiento y de verdad propios del
arte, siempre que esté liberado de las connotaciones subjetivas
que tiene en Kant o Schiller. El juego pertenece a la constitución
ontológica del ser humano, no es, por tanto, un fenómeno margi­
nal. Carece de meta última, pero tiene fines, lo que ocurre es que
éstos son inmanentes al juego mismo. Por eso, el hombre que
juega permanece siempre en el presente.
El juego es una función elemental de la vida humana hasta el
punto de que no puede pensarse cabalmente la cultura sin el com­
ponente lúdico. Así, fundamentado antropológicamente como un
exceso, observamos que el juego se caracteriza, como el ser vivo,
por el automovímiento que no tiende a una meta, sino al movi­
miento en cuanto tal. La fundamentación antropológica del juego

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H . G . G a d a m er ; E st é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 111

enlaza con la intención gadameriana de encontrar las bases antro­


pológicas del arte y demuestra que éste no es tan sólo una exte-
riorización de nuestro ser, sino que está íntimamente enraizado en
el mismo.
Al comparar el juego con el arte, podría parecer que Gadamer
adopte el desinterés y la autonomía kantianos de lo estético; ahora
bien, según Gadamer, la satisfacción desinteresada que nos pro­
porciona el arte no desemboca en una estética de la decoración,
porque incluso en Kant (especialmente cuando se refiere al arte
del genio), hay un interés intelectual vinculado al arte. Lo parti­
cular del juego y del arte consiste en que pueden incluir la razón
y darse reglas no finalísticas.
Esa racionalidad y esa normatividad puede observarse en las
distintas características del juego y del arte humanos. En primer
lugar, en el hecho de que juego y arte son comunicación, en el sen­
tido de que no conocen la distancia entre los que juegan y los que
miran el juego; éstos son algo más que meros espectadores; parti­
cipan en el juego porque son parte de él. Por tanto, el juego es un
movimiento que comprende a los que juegan (sujetos) y al juego
mismo (objeto). El juego se impone sobre los jugadores; tiene una
dinámica propia y por eso es incierto, es un riesgo para el que
juega. El juego es pura autopresentación, ya que en él los jugado­
res se identifican completamente con la acción. A pesar de eso, en
él no desaparecen por completo los jugadores; más bien se trans­
forman en el encuentro con los otros. El juego es un intercambio
cuyo resultado es la comprensión, la interacción con algo que es
aceptado como verdad. En el juego, no hay contraposición entre
el jugador y lo jugado, sujeto y objeto, realidad y conciencia.
Como el ser, el juego es movimiento que comprende a ambos y los
hace interdependientes: la conciencia se va formando con la expe­
riencia de lo real y éste es configurado por aquélla.
Gadam er no pretende rehabilitar las teorías estéticas hedonis-
tas que ven en el juego una actividad del sujeto humano. El juego
no es, para nuestro filósofo, la actitud o actividad característica
del hombre, sino, ante todo, la forma del ser de la obra de arte. El
juego -y no nuestra participación en él- es el verdadero sujeto.
Del mismo modo, la obra de arte es algo dinámico que elude la
contraposición clásica entre sujeto y objeto. El verdadero ser de la

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112 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

obra de arte es su conversión en experiencia y, a la vez, su trans­


formación de la experiencia. El único sujeto de esa experiencia es
la obra que permanece a través del tiempo, su acontecer mismo.
Todo jugar es un ser jugado, pues es el juego el que juega y no
nosotros. Si en el juego el ser se revela a sí mismo, en el juego ideal
que la obra de arte instituye se realiza la transformación de la rea­
lidad en su verdad, porque aquélla auto-expone su propio
mundo, la realidad en su realidad, poniendo en juego la plurali­
dad de sus aspectos reales. El juego instaurado por la obra de arte
se evade de la finitud descubriendo una presencia intemporal y
jugar es, como interpretar, tomar parte en la comprensión que
toda obra instituye. Jugar es dejar ser a lo que es, pero dejar ser no
significa sólo repetir lo que ya se sabe, sino comprender el fluir, la
conformación permanente y duradera de las cosas y de nosotros
mismos.
De ahí, que Gadamer denomine a su teoría del arte «ontología
de la obra de arte» y que siga el modelo del juego y el principio de
la primacía de éste sobre la conciencia de los jugadores. El con­
cepto de «juego» deriva en Gadamer del concepto heideggeriano
de «verdad». Antes de Gadamer, otros autores han concedido una
importante relevancia a dicho concepto. Así Schiller manifestaba
que el ser humano era completamente humano sólo cuando juga­
ba40. Con objeto de corregir la inclinación subjetivista de Schiller,
Gadamer relaciona el juego con la experiencia del arte. Como
ésta, el juego no hace referencia ni a la actitud ni al estado del
espíritu del creador, ni al placer ni a la libertad de la subjetividad,
sino al modo de ser de la misma obra. De forma análoga a ésta, el
juego tiene su modo primario de existencia en la presentación; por
otro lado, juego y obra artística transforman a quien los experi­
menta.
Schiller separaba el arte de la realidad; según Gadamer, éste no
es el sentido originario del arte, sino el de completar a la natura­
leza; como ella, el arte no cumple un propósito, porque la natura­
leza misma es un juego que siempre se renueva, sin intención pre­
determinada y, por tanto, es el modelo del arte.

40 Cfr. SCHILLER, E, La educación estética del hombre. Carta 15.

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H . G . G a d am er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 113

La manera de ser del arte es el juego, el cual no es un concep­


to o un conjunto de reglas, sino que sólo existe cuando es jugado.
Del mismo modo, la obra de arte existe, como vimos, en sus repre­
sentaciones y no se diferencia de ellas. Si la obra de arte es esen­
cialmente su propia representación y, puesto que las posibilidades
de representación están siempre abiertas, el sentido de la obra de
arte no estará determinado mientras no lo esté la historia. Con
esto queremos decir que a la esencia de la obra de arte pertenece
constitutivamente la temporalidad. La temporalidad específica
del ser estético consiste en que tiene su ser en el representarse. La
peculiar presencia de la obra de arte es un acceso-a-la-representa­
ción del ser. Gadamer obvia, de este modo, la diferencia entre el
ser y el representarse, porque aquél, si quiere ser algo, ha de
hacerse presente una y otra vez, ha de realizarse o ejecutarse.
La relación de pertenencia del intérprete a la obra de arte
como Sptel, además de ser el modelo de relación de pertenencia
del hombre a la historia, se convierte en el modelo de la relación
misma con el ser, y por eso Gadamer habla, en la parte final de
Verdad y Método de una «ontología hermenéutica». Ahora bien, el
ser del arte no puede determinarse subjetivamente, como si fuera
el objeto de una conciencia estética, porque el comportamiento
estético es más de lo que él sabe de sí mismo; es parte del proce­
so óntico de la representación y pertenece al juego como tal. Éste
no es una respuesta subjetiva, no es la satisfacción de la necesidad
de jugar, sino una construcción, un todo significativo que revela la
actividad lúdica. Ésta es movimiento de vaivén que incluye su pro­
pio fin. El porqué desaparece en el juego, porque su experiencia,
a semejanza de lo que ocurre con la comprensión, es anterior a las
normas y a los métodos. Arte y juego no son objetos controlables
por un sujeto y esta autonomía es, quizás, lo que más nos fascina
de ellos. Para jugar no basta con conocer las reglas o con haber
jugado en otras ocasiones, sino que hay que implicarse en el juego,
porque éste sólo existe en su ejecución.
El concepto de «juego» evidencia la dimensión ontológica de
la estética gadameriana; en él se experimenta la verdadera liber­
tad, el abandono completó a unas reglas independientes del
mundo ordinario, la vida que transciende al jugador. Obviamen­
te, el hecho de que juego y arte compartan tantos rasgos esencia-

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j ^ E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

les no significa que el arte pueda disolverse en el juego; éste sólo


se transmuta en arte cuando se produce la ins Gebil-
de, la transformación de lo real en la verdad acrecentada de su ser,
esta transmutación tiene lugar gracias a la imbricación ontologica
del ser original y del ser que lo representa. L a «transm utación en
forma» indica la transcendencia radical de la obra de arte respec­
to del mundo cotidiano, porque la obra no está subordinada a
algo exterior, sino que se impone por lo que ella misma es; ser
forma quiere decir que la obra ha encontrado en sí misma la p ro ­
pia medida y no se confronta con nada externo. L a obra de arte
supera, además, al mundo no transmutado poniéndolo en su ver­
dad. Transformarse en forma es convertir el acontecimiento que
quiere conservarse en una idealidad. Esta operación, característi­
ca del juego y del arte, manifiesta que am bos no son sólo activi­
dades (energeia) sino también obras (ergon), es decir, que perm a­
necen aun cuando se haya acabado la acción. Q ue el arte sea
forma significa que lo que representa es un todo significativo cuya
unidad ideal se alcanza cuando se representa. En la obra de arte
la experiencia adquiere una configuración ideal en la que todos
pueden reconocerse.
En el juego artístico, a diferencia de los otros juegos de la natu­
raleza, se busca la permanencia en lo fugitivo y esto ocurre gracias
al símbolo. La diferencia entre el juego del arte y los otros juegos
es esta «transmutación en form a». Mediante ella, la obra asum e la
consistencia de un objeto que puede ser siempre jugado de nuevo
con una autonomía de la que carecen otros juegos. En el arte se
produce esta transmutación porque, en ella, la transcendencia del
juego con respecto a los jugadores ha adquirido la consistencia de
un objeto, que se propone ejemplar y eternamente a la fruición, a
ser jugado continuamente pero con una consistencia autónom a
que las simples reglas de los juegos comunes no poseen. L a form a
de la obra de arte es una totalidad significativa, por tanto, no
puede escindirse de sus ejecuciones o interpretaciones.
La obra en tanto Gebilde, realiza también la esencia del juego
que es Selbstdarstellung o autorrepresentación: el juego es Dor
esencia una manifestación de sí en el jugar de los jugadores que
son en cierto modo medios de esa manifestación. L a ^ b r a m ism a
es captada y gozada como realidad. A decir verdad, la diferencia

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H . G . G a d am er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 115

entre obra de arte y realidad sólo estriba en que ésta se nos da en


la experiencia cotidiana y aquélla constituye una totalidad de sig­
nificado más precisa, opuesta al caos de posibilidades no realiza­
das del que está hecha la vida ordinaria.

5. ¿ U n a e s t é t ic a d e l a r e c e p c ió n ?

Al comparar el arte con el juego, al subrayar la disolución de la


subjetividad que se produce en ambos, Gadamer parece destacar
el papel activo de los espectadores y adoptar, en definitiva, algu­
nos de los postulados de la estética de la recepción. La crítica
gadameriana de la estética del genio y de la intención autorial, ha
conducido a la revalorización del mensaje artístico (función de
conocimiento del arte) y del receptor (función de autoconoci-
miento); asimismo, el carácter dialéctico que Gadamer atribuye al
arte lo aproxima al paradigma del diálogo y de la conversación.
Esto indica que Gadamer no concibe una dimensión puramente
estética del arte. Se opone al purismo estético porque piensa que
toda obra de arte es interpretación, mimesis o comprensión de lo
que no es arte, gracias a su representación. Gadamer pone de
manifiesto así el sentido ontológico de la mimesis. En el como si de
la invención artística se hace posible una participación que no es
posible alcanzar en la realidad cotidiana. El arte reproduce, juega
y así nos envuelve a todos como co-jugadores de una misma inten­
ción. Desgraciadamente, el arte como mimesis no ha sido bien
comprendido en la era de la reproductibilidad técnica de la obra,
ya que hoy los jugadores han quedado degradados a meros con­
sumidores de los que no se pretende en absoluto una participa­
ción activa.
Frente a Gadamer, H. R. Jauss rehabilita el gozo artístico y se
opone a la unilateralidad y desvalorización que de él ha hecho la
estética gadameriana41. Sin embargo, ésta no es la verdadera
intención de Gadamer, pues si bien renuncia a la autonomía

41 Cfr. JAUSS, H.R., Negativitat und Identifikation V I . München: Weinrich,


1975, pp. 263-4.

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116 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

intranscendente del arte, al mismo tiempo rechaza la subordina­


ción de ésta a los conceptos filosóficos y, en suma, la heteronomía
de las manifestaciones artísticas. También la estética de la recep­
ción reconoce el carácter parcial o la autonomía relativa del arte.
Por eso contribuye a hacer comprender la relación entre arte y
sociedad o entre producción, consumo y comunicación.
A pesar de sus críticas a Gadamer, Jauss se inscribe en la esté­
tica de la recepción, que sigue, en lo fundamental, las conviccio­
nes estéticas de aquél. Con el nombre de «estética de la recep­
ción» se caracteriza una teoría literaria que tiene como tema
fundamental el análisis de los modos y resultados del encuentro
de la obra con su destinatario. Dentro de esta orientación podría­
mos incluir, además de Jauss, a R. Ingarden, W. Iser, S. Fish, etc.
Como todos ellos, Jauss considera que el sentido de una obra
no está previamente determinado, sino que se constituye en la
recepción de la misma. Este autor se opone a la reducción de la
realidad a un conjunto de esencias pretendidamente eternas.
Reconoce que la historia de la literatura ha caído en este error y
que ha sido generalmente una historia de los autores y obras que
ha obviado al lector, al espectador o al auditorio. Se ha eludido
hablar de la función histórica del destinatario, cuando lo cierto es
que la literatura y el arte se convierten en procesos históricos gra­
cias a él y a su progresiva construcción de una tradición o a la crí­
tica y superación de la misma (papel pasivo y activo respectiva­
mente del destinatario).
La atención que Jauss presta al poder actualizador de las obras
del destinatario puede ponerse en relación con los estudios de
Aristóteles o Kant sobre los efectos del arte en el público. Siguien­
do a Gadamer, Jauss entiende la experiencia estética como poiesis
o posibilidad de que el receptor entienda el mundo no como algo
dado e impuesto, sino producido y, por tanto, abierto a nuevas
conformaciones. Si conocer es, ante todo, construir, el arte nos
sitúa ante la construcción pura que son las obras de arte y que, a
diferencia de las construcciones conceptuales, expresan la liber­
tad del sujeto frente a lo dado. La experiencia estética es además
aisthesis o intuición sensible; frente al concepto, se sirve de la per­
cepción. Es, además, catarsis, porque disuelve los intereses domi­
nantes en la vida práctica y promueve la identificación con otras

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H . G . G a d a m er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 117

conductas conservadas más desapasionadamente que en la vida


real.
Junto a sus indagaciones en la teoría de los efectos del arte,
todavía en la línea del psicologismo, los seguidores de la estética
de la recepción ven en el destinatario la función de discriminar y
reinterpretar las obras recibidas de la tradición. Gadamer se iden­
tificaría en principio con esta intención, pero seguramente se pre­
guntaría si el estudio del destinatario no nos aboca al psicologis­
mo o al sociologismo. La respuesta de Jauss, retornando de nuevo
a Gadamer, sería que la recepción de una obra no se reduce a la
simple sucesión de impresiones subjetivas o colectivas, sino que es
una percepción guiada por los signos del texto. Gadamer añadiría
que, si la experiencia de la obra de arte transciende el horizonte
subjetivo de la interpretación del artista y del perceptor, lo decisi­
vo para comprenderla no será ni la intención de aquél, ni la inter­
pretación de la obra al margen de la historia; no bastará recurrir a
la mens auctoris, ni a la subjetividad de la opinión. El significado
de la obra de arte es compartido por el creador y la audiencia,
porque toda obra de arte incluye cierta participación en su signi­
ficado.
Aunque, como hemos visto, Gadamer se opone a la estética del
genio y a la priorización de la interpretación autorial, no desea
tampoco sustituir el paradigma del autor por el del lector, ya que
éste encubre también una teoría de la creación absoluta y, además,
imposibilita el juicio estético, ya que no establece criterios para
discriminar la verdad de las distintas recepciones: «si una obra de
arte es la interrupción casual de un proceso de configuración que
virtualmente puede continuar, no tiene entonces nada de vincu­
lante. Debe entonces dejarse al receptor que haga lo que quiera
con la obra. Un modo de entender una configuración no es menos
legítimo que otro»42. Gadamer parece olvidar, sin embargo, que
tampoco su teoría estética ofrece criterios para dirimir el posible
conflicto de las interpretaciones estéticas. A decir verdad, lo que

A2 G a d a m e r , H.G., «Zur Fragwürdigkeit des ásthetischen Bewusstseins»,


Gesammelte Werke VIII, p. 15. («Sobre el cuestionable carácter de la conciencia
estética», en Estética y hermenéutica, p. 69).

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118 E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

pretende con sus objeciones a la estética de la recepción es tan


sólo determinar el carácter hermenéuticamente vinculante de la
obra de arte, en tanto experiencia de sentido. Para juzgar dicho
sentido, no hay en Gadamer criterios permanentes, pero tampoco
hay en la obra nada de arbitrario43 que justifique la completa remi­
sión de su sentido a la recepción del mismo.
Jauss incorpora la fusión de horizontes gadameriana a su teo­
ría estética, pero la aplica al receptor: el público asume el papel de
mediador en el plano sincrónico (hace de intermediario entre vida
y literatura) y en el plano diacrónico (encadena textos antiguos y
nuevos). En definitiva, la estética de Jauss analiza la relación entre
producción, representación y recepción y considera que toda
reproducción del pasado artístico es parcial; por consiguiente,
ninguna agota las demás, sino que todas ellas se necesitan. Lo que
persigue, en suma, es devolver al arte actual la función comunica­
tiva que prácticamente ha perdido44. Su objeto, pues, se identifica
con el de Gadamer, ya que éste estudia la obra de arte como lugar
de la verdad y ésta es irreductible a la oposición entre sujeto y
objeto y aprehensible tan sólo de manera comprensiva y dialógi-
ca. Sin embargo, Gadamer no concede prioridad a la misión
comunicativa o expresiva del arte, sino más bien a su función
ontológica: el arte desoculta los caracteres esenciales de lo real y,
en este sentido, le da más ser.
Jauss se vincula explícitamente a Gadamer en otro aspecto: en
su defensa de una refúndación hermenéutica de la historia de la lite­
ratura. Este autor subordina el concepto de historia de la recepción
al de historia de los efectos, entendiendo el efecto de una obra en
dependencia de la participación activa del receptor. Comprender
no es, para él, insertarse en el acontecer de la tradición -como ase­
gura Gadamer-, sino apropiarse activamente de la obra por medio
de las aproximaciones anteriores que constituyen la historia de su
recepción. Gadamer y Jauss están de acuerdo en que en el arte
opera la tradición, pero no como un proceso autónomo, ya que

45 Cfr. Ibid.
44 Cfr. JAUSS, H.R., Kleinc Apologie der asthetischen Erfahrung. Konstanz:
Verlagsanstalt, 1972. (Trad. de C. Maillard, Pour une estkétique de la réception.
París: Gallimard, 1994. p. 262).

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H . G . G a d a m er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 119

implica una selección por la que los efectos del arte pasado se hacen
reconocibles en la recepción presente. La estética de la recepción
reivindica la prioridad hermenéutica del arte frente a la función
productiva y a la representativa. Con el interés por el efecto y la aco­
gida de la obra, se considera superadora de las formas tradicionales
de la estética de la producción y de la descripción, acusadas de sus-
tancialismo. Así pretende promover un diálogo sobre la cuestión de
si el arte puede y cómo recuperar la función comunicativa, casi per­
dida. Esta estética no toma al lector como individuo aislado, sino
como un participante en el proceso de comunicación en el que las
ficciones artísticas también intervienen en la génesis y transmisión
del comportamiento social. Por eso creemos que la estética de la
recepción debería estudiar la función de creación social del arte y
formularla en un sistema de normas y horizontes de expectativas, ya
que, a diferencia de la generalidad del concepto gadameriano de
«horizonte», el término de Jauss de «horizonte de expectativas» se
resiente de haber sido desarrollado tan sólo en el campo de la lite­
ratura. Como Gadamer nos enseña, el receptor no es sólo el que
recibe la información, sino el que está dispuesto a dejarse decir algo
por otro. Sólo así la palabra deviene vinculante y se produce una
conversación real. Por tanto, el receptor no es alguien dado, sino
que se ha de construir y formar en el arte del diálogo.
Por su parte, Jauss cree que para superar el sustancialismo de la
hermenéutica, es necesario un método. Como Gadamer, critica el
ideal metodológico del objetivismo, pero desarrolla en su concepto
de «horizonte de expectativa» métodos de objetivación y de recons­
trucción con alcance empírico y analítico; así pretende describir sis­
temáticamente los fenómenos de recepción. Como Habermas, cree
que la crítica gadameriana de una comprensión falsamente objetiva
no debe sin embargo conducir a la suspensión del distanciamiento
metódico del objeto, porque éste es lo que distingue la compren­
sión reflexiva de la experiencia comunicativa diaria.
Ni Gadam er ni Jauss pretenden justificar cualquier recepción
como despliegue de un potencial de sentido ya dado y, por tanto,
hay que confiar, con Gadamer, en la fuerza de la palabra de la
obra y en la correcta escucha del receptor o bien, contra G ada­
mer, hay que hablar no de una fusión controlada de horizontes,
sino de fusiones concretas de horizontes y de análisis objetivos de

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120 E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

los mismos. El «horizonte de expectativas» de Jauss anuncia esta


última consecuencia. Se trata de una interacción entre el horizon­
te fijo (el de la obra) y un horizonte variable (el del lector): cuan­
do éste entiende el texto, actualiza su significado potencial, a con­
dición de que sea capaz de introducir su comprensión previa del
mundo en el marco del texto. El concepto de «horizonte de
expectativas» subsume los sistemas codificados en la misma obra
(fijos) con los horizontes mundanos de expectativas de la praxis
vital de los lectores (variables).
A la fusión diacrónica de horizontes gadameriana, Jauss añade
una fusión sincrónica y la reformula en lo que él llama «horizonte
de expectativas» u horizonte de reglas de los textos que le han
precedido; un horizonte que será modificado o simplemente
reproducido tras la lectura y el reconocimiento de ese marco
trans-subjetivo de comprensión que condiciona el efecto del
texto. Jauss se está refiriendo (prioritariamente, aunque no exclu­
sivamente) a la experiencia directa del lector «ordinario» que pre­
cede a la experiencia reflexiva posterior. El «horizonte de expec­
tativas», muy cercano a la rehabilitación gadameriana del
prejuicio y de la precomprensión, juega un papel central en la
estética de la recepción; con él, Jauss ejemplifica el principio gada-
meriano de que el progreso hermenéutico depende de una tensión
constante entre el horizonte presente y el texto o la obra del pasa­
do. Como en Gadamer, en Jauss el horizonte del presente está
siempre en formación en la medida en que es preciso constante­
mente poner a prueba en él nuestros prejuicios. Este poner a
prueba revela la importancia del encuentro con la tradición de la
que formamos parte activa.
Siguiendo siempre a Gadamer, Jauss entiende la comprensión
como fusión de horizontes en la distancia temporal. Ahora bien,
Gadamer piensa que para comprender las obras clásicas no es
necesario superar esa distancia temporal que nos separa de ellas,
porque ejercen por si mismas y constantemente la mediación por
la que se supera dicha distancia45. Jauss considera que esta tesis

•*5 C fr GADAMER, H.G., Gesatnmelte Werke /. p . 295. (V e rd a d y Método I, p.


359)
H . G . G adam er : E st é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 121

olvida la relación entre pregunta y respuesta a partir de la cual se


constituye toda tradición histórica y relega al receptor a la pasivi­
dad. Frente a Gadamer, opina que el clasicismo de una obra no es
innato, sino que se pone a prueba en cada momento y, por tanto,
debe ser capaz, también él, de mantener la lógica de la pregunta y
la respuesta en el presente.
Gadamer cree, en efecto, que el texto clásico habla a cada
época como si se dirigiera a ella en particular y que, gracias a su
carácter clásico, la obra se significa e interpreta a sí misma46. Jauss
le reprocha este concepto de clasicismo, heredado de Hegel, por­
que contradice el principio gadameriano de la historia eficiente,
según el cual comprender no es una simple actividad reproducti­
va, sino también productiva.
Gadamer no niega que toda interpretación sea recreación; es
consciente, eso sí, de que este recrear no sigue a un acto previo de
creación, sino a la obra creada. Esto es lo que ocurre con lo clási­
co; según Gadamer, podemos denominarlo así, precisamente por­
que es un concepto histórico que se sustrae a los cambios tempo­
rales, porque es transcontextual o eterno, no en el sentido de que
sea suprahistórico, sino en el de que es contemporáneo de todo
presente; clásico es lo que se conserva del pasado como no pasa­
do, lo que se mantiene frente a las críticas, lo que posibilita el
conocimiento histórico. En realidad, lo clásico no es, en Gadamer,
una cualidad, sino una relación hermenéutica, la preferencia de la
conservación {Vorzug der Bewabrung47). Lo que merece ser con­
servado no equivale sin más al estilo ideal del clasicismo, sino más
bien a lo que entendemos por «clásico» en el uso común del len­
guaje: «lo que siempre será correcto y tendrá valoD>.
Jau ss piensa, por el contrario, que ni siquiera lo clásico puede
prescindir de la distancia histórica, ya que es necesario interpre­
tarlo salvando la tensión de su enfrentamiento con nosotros mis­
mos. Opina que la concepción gadameriana de lo clásico es fruto
de una herencia platonizante y sustancialista, según la cual, gra­
cias al poder mimético de la obra clásica, los hombres serían

46 C fr. G a d a m e r , H.G., op. cit, p.294 (359)


47 G a d a m e r , H.G., op.cit., p. 292 (356).

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12 2 El a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

capaces en cualquier tiempo de reconocerse en ella. Jauss acusa


así a Gadamer de entender la mimesis como reconocimiento y de
seguir el esquema platónico en su concepción del valor cogniti-
vo del arte. Esta interpretación es equivocada, porque, como ya
vimos, Gadamer no adopta el significado platónico de la mime­
sis, no considera que el arte sea una copia de las apariencias sen­
sibles de las Ideas. A pesar de la claridad gadameriana, se ha
dicho que el filósofo recae en un platonismo que ha sido supe­
rado por la concepción moderna del arte. Sin embargo, la teoría
del reconocimiento, en la que se basa toda representación mimé-
tica, no es, en Gadamer, sinónimo de platonismo, sino tan sólo
una señal para entender correctamente la exigencia del ser de la
representación artística, su alcance ontológico. Debemos recor­
dar que la estética ontológica de Gadamer está influida por Aris­
tóteles y, por ello, no se orienta únicamente a la representación
de lo verdadero (ya nos hemos referido a la peculiar concepción
gadameriana de la «representación», artística), a la repetición,
sino a la presentación de lo esencial de eso que está ante noso­
tros y, por tanto, también se dirige a la dimensión de lo posible
y a la crítica de lo real cuando éste distorsiona o encubre lo ver­
dadero.
Aclarado este error interpretativo, sigamos observando las
similitudes de la estética de la recepción con la obra de Gadamer.
Como éste, Jauss analiza en la historia del arte y en la literatura la
dialéctica de la pregunta y la respuesta que da nacimiento a la tra­
dición. Considera, de nuevo como Gadamer, que la interpretación
no se reduce a una respuesta que dependa del intérprete, porque
la tradición literaria es algo más que una serie de proyecciones
subjetivas sobre las obras. En la historia de la interpretación de
una obra están implícitas la respuesta y la pregunta; es decir, hay
un diálogo entre efecto y recepción, entre sujeto del presente y
discurso del pasado y, otra vez en el tono de Gadamer, Jauss afir­
ma que la obra dice algo cuando el sujeto actual descubre la res­
puesta contenida implícitamente en el discurso pasado y la perci­
be como respuesta a una pregunta que él mismo se formula. Por
tanto, la historia no dice nada, únicamente responde. La recep­
ción implica una interrogación que va del lector al texto; no tie­
nen, pues, sentido las posiciones sustancialistas, porque en el arte

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H . G . G a d a m er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 123

no hay cuestiones eternas cuya validez sea intemporal, ya que el


arte implica la virtualidad del sentido. Para la estética de la recep­
ción, la interpretación configura el valor artístico de una obra y
cuantas más interpretaciones sugiera, mayor será su valor artísti­
co. Un texto literario u obra de arte sólo pueden considerarse
como tales cuando encuentran lectores, pues de lo contrario se
convierten en algo muerto. La estética de la recepción no procla­
ma, sin embargo, que todos los textos ofrezcan posibilidades ili­
mitadas de interpretación, sino que supone que nuestra compren­
sión actual del arte evoluciona en el interior de ciertos límites que
se pueden conocer, a condición de aclarar primero nuestras pre­
comprensiones.
Jauss piensa que el arte no es sólo conocimiento reproductivo
de la realidad, sino también prefiguración de experiencias futuras
o acciones aún no experimentadas. En su opinión, Gadamer igno­
ra esta dimensión virtual del sentido e hipostasia la tradición, aun­
que nosotros hemos mostrado que esta apreciación no es correc­
ta, porque la mimesis artística no se reduce, desde su perspectiva,
a mera reproducción y porque Gadamer en ningún momento pro­
clama que debamos rendirnos ciegamente ante el pasado que nos
ha precedido, a pesar de que así lo interprete Jauss48.
Las críticas de Jauss tienen como objeto probar que Gadamer
reduce el factor de creatividad del acto de comprender y, consi­
guientemente, sacrifica el aspecto dialéctico de la relación entre
producción y recepción y la sucesión, siempre inacabada, de los
lectores. Jau ss está convencido de que una obra no sobrevive a
la tradición ni por las cuestiones eternas ni por las respuestas
permanentes, sino en razón de la tensión abierta entre pregunta
y respuesta que puede apelar a una comprehensión nueva y a un
fructífero diálogo del presente con el pasado49. Jauss no ha com­
prendido que Gadam er no pretende eternizar lo efímero, sino
que se pregunta, siguiendo la antigua práctica fenomenológica,
qué es lo que hace que el arte sea arte hoy y mañana, cómo la
obra de arte conquista su vida entre el creador y el receptor. De

48 Cfr. JAUSS, H.R., Pour une esthétique de la réception. p. 62.


49 Cfr. JAUSS, H.R., op. cit., p. 114.

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124 E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

esta manera, Gadamer desvirtúa la falsa alternativa entre pro­


ducción y recepción, entre estética de la producción y estética
de la recepción; producción y recepción son sólo anticipaciones,
pero la verdadera realidad es la obra. La obra de arte dice algo
más de lo que el autor sabe y también algo más de lo que los
otros pueden decir de ella; como en Heidegger, la obra de arte
es en su esencia un origen: un modo destacado de verdad acae­
cida.
La estética de la recepción, siguiendo a Gadamer, considera
que la significación buscada en la lectura está condicionada por el
texto, pero en forma tal que permite que sea el lector quien la pro­
duzca. La semiótica nos enseña que la falta de un elemento en un
sistema es significativa; el hecho de que la intención de los textos
literarios no se formule expresamente, su indeterminación, per­
mite que la intención del texto se halle en el lector. Puesto que el
texto literario no tiene su realidad en el mundo de los objetos,
sino en la imaginación de los lectores, tiene la ventaja de que
puede contradecir su historicidad, es decir, permitir al lector
insertarse ilimitadamente en los acontecimientos que narra. La
indeterminación del texto posibilita que el lector convierta la
experiencia ajena en propia y esto sucede gracias a la generación
de significados en el acto de la lectura. Ahora bien, puesto que en
Gadamer, el texto eminente o literario es el texto escrito (sea his­
tórico, de ficción, literario, científico, etc) su característica princi­
pal no será esa indeterminación o esos lugares vacíos, sino la exi­
gencia de interpretación reflexiva.
Gadamer valora la función del receptor e incluso la del lector,
porque piensa que la lectura es ya una forma de interpretación; en
este sentido, es innegable que la estética gadameriana ha sido la ins­
piradora de la estética de la recepción, sin menospreciar, por ello,
sus diferencias. Sin embargo, el objetivo de Gadamer no es la his­
toria de la literatura o la crítica literaria, sino la reflexión sobre el
arte en general. Ahora bien, así como Merleau-Ponty mostraba una
clara preferencia por la pintura, Gadamer elogia especialmente la
poesía: «La lectura es hasta la fecha la forma auténtica y represen­
tativa en que es palpable la participación del receptor en el arte. En
realidad ocurre lo mismo en todas las artes, que sólo en el recono­
cimiento encuentran su realización plena, pero esto se manifiesta

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H . G . G a d am er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 125

en la poesía con una diferenciación peculiar»50. La construcción


poética disuelve los valores positivos convencionales y crea nuevo
sentido. En ella, la palabra no actúa como simple elemento del
mundo que se acomoda a un nuevo orden, como pudieran serlo los
colores o las formas; cada palabra es potencialmente el orden todo:
«A través de la lengua se produce la presencia del todo»51. Un
poema no puede ser parafraseado, porque su sentido no puede ser
traducido. Lo mismo ocurre con la obra de arte y la causa de esa
intraducibilidad consiste en que el ser de la obra de arte está en ella
misma, acontece y nos golpea. «La palabra se llena en la palabra
poética y entra en el pensar del que piensa»52. Como podemos
apreciar, es la convicción gadameriana de la universalidad herme­
néutica (basada en la universalidad del lenguaje) la que le lleva a
considerar el lenguaje poético como la palabra privilegiada
Filosofía y poesía son dos discursos que no pueden ser falsos,
porque no hay un criterio exterior con el que medirlos. Sin embar­
go, no son discursos arbitrarios; pueden engañar y engañarse
dejando vacías sus palabras, remitiendo a otras palabras en el caso
de la poesía) o reduciéndose a puros formalismos (en el caso de la
filosofía). A semejanza de lo que ocurre en la filosofía, que es el
esfuerzo infinito del concepto y no se colma en la palabra, la pala­
bra poética no es mera indicación de otra cosa, sino que como la
moneda de oro, es lo que representa. La poesía es lenguaje en un
sentido eminente: «L o que distingue a la lengua poética es el
supremo cumplimiento del «hacer manifiesto» (delouti) que es el
logro general del hablar»53.
Siguiendo a Husserl, Gadamer entiende la poesía y el arte, en
general, como una reducción estética que se cumple de modo

Das Erbe Europas. Frankfurt: Suhrkamp, 1989. (Trad. de


50 G a d a m e r , H .G .,
P. Giralt, La herencia de Europa. Barcelona: Península, 1990. p. 80).
51 GADAMER, H.G., «Von der Wahrheit des Wortes», Gesammelte Werke
VIII, p. 54.
52 G a d a m e r , H .G ., o p . cit., p . 5 7 .
5} GadAMER, H.G., «Über den Beitrag der Dichtkunst bei der Suche der
Wahrheit», Gesammelte Werke VIII. p. 76. (Trad. de A. Gómez, «De la con­
tribución de la poesía a la búsqueda de la verdad», en Estética y hermenéutica.
p. 117).

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126 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

espontáneo54, es decir, como una construcción de universales en


la particularidad del artista o del receptor que se da como cum­
plimiento de la intención. En este sentido, el arte es verdadero
porque descubre (no sólo describe) lo dado o ejecuta su propio
cumplimiento dejando entre paréntesis lo puesto. Allí donde tiene
lugar la experiencia del arte siempre ocurre la puesta entre parén­
tesis de la posición de realidad y la Aufhebung de la misma; el arte
desconecta el mundo para indagar sus estructuras universales pro­
fundas y luego volver a él y a su verdadero sentido constituido. La
palabra, por ejemplo, no sólo nombra para indicar los objetos
mundanos, sino que además llama a la presencia, evoca intuicio­
nes y visiones. Pero el lenguaje es un misterio que descubre y
encubre al mismo tiempo. De ahí que filosofía y poesía estén tan
cerca la una de la otra: sus discursos no pueden ser falsos porque
no hay nada exterior a ellos con lo que medirlos; esto no implica
tampoco que sean arbitrarios o que sus palabras sean vacías.
Si en ocasiones así lo parece es porque el escritor, el artista
actual tiene que luchar contra la marea que embota la sensibilidad
y, por eso, ofrece, a veces, excentricidades para que su obra nos
persuada. Gadamer comprende, de este modo, que el pluralismo
de la experimentación es inevitable en la actualidad, porque hay
que incorporar el arte a la existencia fragmentada y, mientras los
seres humanos sean tales, seguirán haciéndolo y así no se produ­
cirá el tan cacareado fin del arte. Gadamer opina que la formula­
ción hegelíana del fin del arte es errónea, porque supondría tam­
bién el fin de los sueños incansables y de los deseos de la voluntad
humana y esto es inimaginable mientras los hombres sigan con­
formando su propia vida: «Cada fin del arte será el comienzo de
un nuevo arte»55.
A pesar de sus puntualizaciones a Gadamer, Jauss aprueba la
mayor parte de los presupuestos de su hermenéutica: su crítica del
objetivismo y de la metodología, la lógica hermenéutica de la cues­
tión y la respuesta, el carácter interpretativo de la obra de arte
(tanto en lo que respecta a su elaboración, como en lo que se refie-

54 Cfr. G adamer, H.G., op. cit., p. 76 (118).


55 GADAMER, H.G., «Ende der Kunst», Gesammelte Werke. V III. p. 220.

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H . G . G a d am er : E st é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 127

re a su lectura), la actividad productiva (no sólo reproductiva) del


intérprete, etc. No obstante, Jauss considera que el concepto
gadameriano deWirkungsgeschichte incluye un contrasentido, ya
que aprehende el efecto de la obra de arte como si se constituye­
ra unilateralmente en ella misma. Para evitar esto, Jauss distingue
entre el efecto de la tradición (Wirkung) determinado por la obra,
y la recepción dependiente del destinatario activo y libre que
juzga según las normas estéticas de su tiempo y modifica los tér­
minos del diálogo56. Si el efecto es el elemento determinado por el
texto, recepción es el elemento determinado por el destinatario en
la concreción o formación de la tradición. Ambos se articulan en
un diálogo entre un sujeto presente y un discurso pasado. La esté­
tica hermenéutica no reduce la estructura de la obra de arte a un
simple efecto de su recepción, ya que. la considera como una
estructura dinámica que sólo puede ser captada en sus concrecio­
nes históricas sucesivas.
P. Ricoeur también ha recibido la influencia de la estética gada-
meriana, por un lado, y de la estética de la recepción, por otro.
Considera que la característica principal de una obra literaria es la
suspensión de la referencia, en el sentido definido por las normas
del discurso descriptivo y la consiguiente instauración de un modo
más fundamental de referencia, la referencia metafórica57. Influen­
ciado por Jauss y la Escuela de Constanza, en Tiempo y narración
III Ricoeur renuncia al vocabulario de la referencia por considerar
que atribuye al dinamismo interno de la obra misma la capacidad
de iluminar el mundo real proyectando en él nuevas significacio­
nes. A partir de ahora, privilegiará la lectura, porque sólo en ella se
explicitan y actualizan todas las disposiciones significativas de una
obra. En la lectura se produce la intersección (Gadamer hablaría
de «fusión de horizontes») del mundo de la obra y del del lector.
Aquél es un mundo ficcional que, gracias a la lectura, se aplica a lo
real, ofreciéndole nuevas posibilidades de sentido.
La riqueza de todos estos autores demuestra los frutos que
puede ofrecer una estética hermenéutica, pero, principalmente,

56 Cfr. JAUSS, H.R., Pour une esthétique de la réception. pp. 246 y 259.
57 Cfr. RICOEUR, R, La métaphore vivant. París: Seuil, 1975. p. 279.

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128 E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

corrobora nuestra tesis de que el arte es capaz de reformular la


realidad de manera que ésta se adecúe a una nueva racionalidad
más gratificante, liberadora y creativa que la racionalidad que
domina nuestro mundo tecnificado. SÍ en éste nos sentimos redu­
cidos a simples instrumentos manipulables, como «receptores»
del mundo artístico ejercemos activamente nuestras interpretacio­
nes o nos instalamos en mundos más humanizados, que auguran
la felicidad que en éste se nos escapa, mundos cuya realidad y
vigencia es destapada por el arte sin el temor de descubrir una
verdad frustrada.

6. L a e s t é t ic a d ia l é c t ic a d e G adam er

La estética gadameriana no es ni una estética de la recepción


sin más, ni una estética simplemente fenomenológica. En realidad,
la concepción hermenéutica del arte es más englobante, más dia­
léctica que estas teorías tomadas aisladamente.
Aunque Gadamer se ocupa del arte, en general, como hemos
visto, muestra una clara preferencia por la literatura y, especial­
mente, por la poesía. Cree que el lugar por excelencia de la her­
menéutica es el juego del lenguaje y del arte. Ve la prolongación
de sus pensamientos acerca de la práctica hermenéutica en la teo­
ría de la literatura. La literatura y el arte en general, según G ada­
mer, sólo pueden comprenderse ontológicamente, como procesos
en los que algo viene a ser en la representación y no como la expe­
riencia estética del lector, ya que la obra no es una conciencia, sino
un mundo, por eso, porque abren mundos, la literatura el arte y la
filosofía se entrecruzan constantemente. Entre todas las manifes­
taciones del lenguaje, la obra de arte literaria es, según Gadamer,
la que posee una relación privilegiada con la interpretación y, en
ese sentido, la que más se acerca a la filosofía.
Con el concepto de Weltliteratur, es decir, con la consideración
de toda tradición lingüística como obra de arte literaria, la estéti­
ca de Gadamer se extiende a toda posible manifestación lingüísti­
ca de la existencia. Por tanto, el presupuesto de fondo de todo el
discurso gadameriano es la omnipresencia y omnipotencia del len­
guaje. El lenguaje se aprende como un juego de intercambios y

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H . G . G a d am er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 129

como dialéctica pregunta-respuesta. Ahora bien, lo constitutivo


del lenguaje del arte es que la obra de arte habla en la compre­
hensión propia que, gracias a la presencia, cada uno tiene de sí
mismo. La presencia hace que la obra de arte se transforme en len­
guaje.
Hemos visto de qué modo Gadamer resalta la función ontoló-
gica del arte, pero todavía va más allá al decir que lo que nos des­
cubre la obra de arte no es solamente el ser, sino también el deber
ser, la necesidad de cambiar nuestra vida: «L a familiaridad con la
que una obra de arte nos afecta es, al mismo tiempo, de manera
enigmática, el estremecimiento y el derrumbamiento de lo habi­
tual. No sólo nos descubre el «Tú eres esto», sino que también
nos muestra un pavor gozoso y terrible, nos dice también, «Tú
debes cambiar tu vida»58.
Mientras que la literatura, justamente por su libertad imagina­
tiva frente a lo fáctico, no está obligada a rendirse ante él y eleva
el ser a la verdad, las ciencias empíricas se atan a lo dado, ya que
por su naturaleza están destinadas al dominio técnico de lo que se
presenta intramundanamente y fracasan cuando intentan explicar
el ser de cualquier fenómeno o se niegan conscientemente a inten­
tarlo siquiera. El arte, en cambio, reposa en la representación de
la imaginación y no en la inmediatez de lo sensible dado; preten­
de una verdad propia, en la medida en que el libre juego de la
imaginación no está, en absoluto, reñido con el conocimiento. En
el arte, la imaginación libre no es la imaginación transcendental
subordinada al concepto, pero esto no significa que sea incapaz de
iluminarnos o de enseñamos cómo es y cómo debería ser verda­
deramente la realidad.
La interpretación gadameriana del arte es, como todas sus
interpretaciones, dialéctica, en el sentido de que no se conforma
ni con una estética de la producción ni con una estética de la
recepción. Observa que el artista mira el resultado de sus esfuer­
zos como cumplimiento de una esperanza, en tanto que el recep­
tor atribuye a la obra o al artista una intención o idea. Estas anti-

58 Cfr. G a d a m e r , H.G., Gesammelte Werke VIII, p. 8. («Estética y herme­


néutica», en Estética y hermenéutica, p. 62).

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130 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

cipaciones difieren, sin embargo, de la realidad verdadera. La


obra es algo logrado y bien terminado, pero no es la simple con­
secución de un resultado planeado, ni tampoco la idea que el
receptor reivindica como propia. La obra es como un juego o un
diálogo auténtico en el que interviene lo imprevisto a la hora de
dirigir el progreso de la acción o la conversación. Es lógico que así
sea porque el arte es símbolo y la esencia de éste consiste, como el
juego, en no estar referido a un fin con un significado intelectual,
sino en detentar en sí mismo su significado.
El juego es siempre autorrepresentación; del mismo modo, al
representarse en el arte, todo ente experimenta un crecimiento en
el ser. Todo arte exige un trabajo de reconstrucción, pero esto no
basta. Como supo ver Hegel, la esencia del espíritu histórico no
consiste en la restitución del pasado, sino en la mediación del pen­
samiento con la vida actual. Esta mediación del pensar no es una
relación externa y posterior al mismo; preserva las diferencias y
hace que el pasado exista sólo como presente y como representa­
do; accedemos a él a través de nuestras representaciones; éstas
confirman la distancia y la propia diferencia del pasado que noso­
tros repetimos y continuamos.
Es evidente que, para Gadamer, la obra de arte está ligada a la
tradición. Sin embargo, frente algunos de sus críticos como
Habermas o el mismo Jauss, es preciso recordar que la tradición a
la que hace referencia Gadamer no excluye la crítica y que ésta
pertenece también a una tradición. Por otra parte, en compara­
ción con otros tipos de tradición, la obra de arte es una presencia
absoluta para todo presente y, a la vez, guarda su palabra a dispo­
sición de todo futuro. Y todo esto lo hace sin servirse de una refe­
rencia, sin consumirse en la simple función denotativa. La expe­
riencia artística, como la experiencia de lo bello, no se limitan a
indicar algo que está fuera de ellas, sino que producen una inten­
sificación de nuestro sentimiento conjunto de la vida: en la obra
de arte no sólo se remite a algo, sino que en ella está propiamen­
te aquello a lo que se remite. Con otras palabras, el poder simbó­
lico de la obra de arte no se agota en su referencia a algo trans­
cendente, sino que lleva implícito un aumento del ser. Esto es lo
que la distingue de todas las realizaciones productivas humanas en
la artesanía y en la técnica, en las cuales se desarrollan los apara-

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H . G . G ad am er : E s t é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 131

tos y las instalaciones de nuestra vida económica práctica. Lo pro­


pio de ellos es, claramente, que cada pieza que hacemos sirve úni­
camente como medio y como herramienta. Al adquirir un objeto
doméstico práctico no decimos de él que es una «obra». Tan sólo
entendemos que es un utensilio que podemos reproducir y copiar
o sustituir por otro en la función para la que está pensado. Por el
contrario la obra de arte es irremplazable y lo sigue siendo en la
época de su reproductibilidad técnica»59. Esto se debe a que la
esencia de lo bello es la indiferencia entre lo representado y lo que
se representa; análogamente, el sentimiento de lo bello es la evo­
cación de un orden íntegro posible, la experiencia utópica y esto
se produce cuando el hombre juega. En el juego, como en la belle­
za, se cancelan las diferencias entre el ser y sus manifestaciones, es
decir, su ser se identifica con el movimiento por el que se mani­
fiesta en lo sensible, no supone separación entre éste y aquél, entre
sujeto y objeto.
El principal efecto que la hermenéutica filosófica ha produci­
do en la estética ha sido esta superación de los dualismos clásicos
y, con ella, la recuperación del alcance global de la verdad del
arte. Si la hermenéutica nos enseña que el conocimiento es un
momento del ser mismo y no una actividad del sujeto, el arte ya
no puede entenderse como actividad humana sublimada represi­
vamente, ni tan siquiera como esa «promesa de felicidad» de la
que hablaba Marcuse traduciendo su idea de una sublimación
liberadora, que preserva lo sublimado. Gadamer desea hacernos
ver el juego del arte justamente como la verdadera actividad del
hombre, como la forma de reconocimiento que profundiza en
nuestro autoconocimiento y en nuestro conocimiento del mundo;
además subraya su función crítica, porque el arte no se conforma
con la existencia ordinaria, exige que cambiemos nuestra vida. Si
la representación es evento en el que se manifiesta el ser, todo arte
será la verdad de lo real transmutado en forma, en cuyo conoci­
miento participamos.
Gadam er ha anunciado así reiteradamente que la estética ya no
puede ser reflexión sobre las puras condiciones transcendentales

59 G a d a m er , H.G., La actualidad de lo bello, pp. 91-92.


132 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

de posibilidad de la experiencia del arte y de la belleza, sino que


ha de ser escucha de la verdad que se abre en las obras. Pero,
¿cómo escucharla? No se trata de extraer verdades enunciativas,
sino más bien de transformar a quien está implicado en la expe­
riencia artística. Lo que Gadamer no ha concretado es el carácter
que debe tener esta transformación y, por eso, parece que toda,
modificación, por el simple hecho de suponer un cambio, sea
aceptable.
Se ha dicho que Gadamer no ofrece criterios para discriminar
las obras de arte que aumentan nuestra comprensión de las que no
lo hacen, pero sus concepciones estéticas sugieren que una obra
de arte falsa, Kitsch, es aquélla que pretende ser completa conci­
liación de contenido y forma, modelo acabado. El Kitsch no es
capaz de verdad, porque no está legitimado por intereses artísti­
cos60. Lo que cuenta, para Gadamer, no es que la obra sea verda­
dera, sino que sea una totalidad de significado, independiente­
mente de que la encontremos en el escenario o en la vida
cotidiana; lo importante es que no se rinda ante las órdenes exter­
nas, que no se adapte a lo dado.
La carencia de normas estéticas en Gadamer puede llevar, no
obstante, a la comprensión de la obra de arte como testimonio his­
tórico, parangonable a otros. A pesar de ese riesgo, Gadamer
insiste en sus obras constantemente en el carácter ejemplar del
acontecimiento artístico. Sus tesis chocan con el énfasis moderno
en el arte y en el artista, que ha desembocado en una estética para
minorías (cuasiafásica) y en una paralela estética del Kitsch para
las masas. Contrariamente, la estética inspirada en la hermenéuti­
ca presta más atención a la existencia social del arte y a la recep­
ción de ésta.
La crítica de la idea de verdad como conformidad lleva a la
hermenéutica a concebir la verdad con el modelo del habitar y de
la experiencia estética, pero dicha experiencia tiende a ser pre­
sentada por Gadamer con la imagen de la integración armoniosa
y de la validez de toda obra y de toda interpretación estética; esta

60 Cfr. GADAMER, H .G ., «Anschauung und Anschaulichkeit», Gesammelte


Wcrkc. VIII, p. 192 («Intuición c intuitividad», Estética y hermenéutica, p. 157).

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H . G . G adam er : E st é t ic a e in t e r p r e t a c ió n 133

tendencia puede acabar en un fundamentalismo que identifique la


apertura con la bruta factualidad de una forma de vida indiscuti­
ble, que sólo se muestra en su vigencia como horizonte de todo
posible juicio. Sin embargo, también puede conducir a otras alter­
nativas distintas, concretamente a un distancíamiento del énfasis
que la Modernidad ha puesto en la certeza y en la subjetivación de
la verdad. La hermenéutica nos invita, por tanto, una vez, más, a
elegir.
Lo importante es que Gadamer demuestra que la estética ya no
puede ser reflexión sobre las condiciones transcendentales de
posibilidad de la experiencia del arte y de lo bello, sino que ha de
ser escucha de la verdad que se abre en las obras. Pero nosotros
seguimos pensando que escuchar por escuchar vale lo mismo que
hablar por hablar; es decir, creemos que la actitud atenta ante las
palabras del otro es importante, pero que no basta para llegar a la
verdad. Gadamer identifica la escucha con la participación en el
mensaje de la obra, en la recepción de la interpretación como un
incremento del ser, es decir, una perturbación de ese sentimiento
de compatibilidad con la vida. Esto significa que la obra de arte
nos transforma, pero no dice de qué modo o en qué dirección. El
nos anima a leer la obra de arte como testimonio histórico de
nuestro tiempo y, a la vez, como, mensaje que debe ser aplicado a
cada situación, a cada presente. El hecho de que Gadamer le otor­
gue tal importancia confirma que el arte no es tan sólo lo que
queda del pasado, sino un modo de interpretación privilegiado,
porque plasma la verdad hacia la que debemos tender, la aplica­
ción en el presente de la llamada que proviene del pasado.

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IV
A P LIC A C IO N E S A L ARTE A CTU AL

Cabe ahora preguntarse si las concepciones estéticas de las que


nos hemos ocupado tienen todavía alguna relevancia en la actua­
lidad. Por lo pronto, recordemos que todas ellas otorgan un gran
valor a la subjetividad activa y, por consiguiente, se alejan del posi­
tivismo, de las teorías de la muerte del sujeto y del artista, de la
mera constitución de los objetos en base a las impresiones parti­
culares, etc. Ninguno de los tres autores aquí estudiados apoyaría
los movimientos que defienden el arte por el arte, pero todos ellos
le dan una extraordinaria importancia a la experiencia artística.
En ningún caso se opondrían abiertamente a las tendencias artís­
ticas contemporáneas.
Siguiendo a Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer, sería preciso
decir que incluso el arte abstracto tiene un significado que hay
que interpretar para hacer comunicable y para que produzca
conocimiento. El arte abstracto también posee una referencia:
refleja al sujeto escindido y fragmentado que predomina en nues­
tra sociedad y en nuestro universo cultural. Por tanto, estas ten­
dencias, lejos de anunciar la muerte del sujeto, el debilitamiento
del pensamiento, el declive de la verdad o incluso el fin del arte,
representan, una vez más, la situación de la subjetividad y de la

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136 El a r t e co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

objetividad en el momento presente1. Como ha señalado R.


Gabás, lejos de refugiarse en el formalismo para huir del compro­
miso o de la realidad, algunas de estas tendencias se declaran for­
malistas, porque pretenden «que la forma, sin referencia a ningún
otro contenido, sea en sí misma la obra de arte, sea significativa
por sí misma. Pero quizá se esconda en tal pretensión el estado de
la sociedad contemporánea, que, carente del impulso espirituali­
zante por el que nace la forma, sucumbe a la inmediatez de la
materia y de los objetos sensibles, concediéndoles un valor substi­
tutivo de la forma ausente»2.
En efecto, el materialismo grosero y el pragmatismo de la
sociedad en la que vivimos se refleja en todas sus producciones,
incluso en aquéllas que creen tomar partido por la forma. Con
esto no queremos decir que el arte sea una mera copia de lo exis­
tente; como ya vimos el concepto de mimesis artística va más allá
de esta idea de copia. Lo que es indiscutible es que el arte es obra
del ser humano y que éste es histórico y deja su impronta en todas
sus producciones.
Evidentemente los tres pensamientos estéticos que hemos
desarrollado no pueden considerarse teorías formalistas. Es cierto
que los tres conceden importancia a la forma artística, pero siem­
pre asociada a la materia, porque, en el fondo, no es más que el
principio organizador de la misma y porque no hay absoluto que
se baste a sí mismo. En el arte, la forma es inseparable de la mate­
ria a la que in-forma, de los contenidos críticos que incorpora y
produce, del potencial expresivo y comunicativo y de las inter­
pretaciones que suscita. Esto se debe a que los tres autores de los
que nos ocupamos intentan preservar en el arte la dialéctica entre
la subjetividad y la objetividad; por consiguiente, tienen en cuen­
ta que la forma no nace ex nihilo, sino del encuentro del poder
subjetivo con el elemento objetivo adecuado. Si desaparece algu­
no de estos poderes, se pierde el contenido del arte, pero también

1 «Jcdes vermeimliche Ende der Kunst wird Anfang neuer Kunst sein»
(«Todo pretendido fin del arte será el comienzo de un nuevo arte»). G a d a m e r ,
H.G., Das Erbe Europas. Frankfurt: Suhrkamp, 1989, p. 86.
2 GABAS, R., Estética. El arte corno fundamento de la sociedad. Barcelona:
Humanitas, 1984. p. 115.

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A p l ic a c io n e s a l a r t e a c t u a l 137

la forma artística como tal. Si se destruye el factor comunicativo


de la obra, la intersubjetividad de las vivencias del artista y de los
receptores, se extingue la obra de arte y sólo queda de ella un
mero tecnicismo o un objeto que se agota en su función (un útil),
una simple materia carente de intencionalidad y de posibles reso­
nancias intersubjetivas.
No cabe duda de que el hombre está interesado en forjarse una
subjetividad lo más rica posible, porque todos sus otros intereses
dependen de éste, toda forma de estar en el mundo se nutre de la
subjetividad; asimismo, toda subjetividad lo es por reunir una
serie de estructuras universales y válidas para todo sujeto; como
nos enseñó Husserl, la subjetividad transcendental es, en el fondo,
intersubjetividad. También la obra de arte incorpora este descu­
brimiento, ya que en ella está el signo de lo subjetivo y provoca la
traducción de ese signo al lenguaje de cualquier otro sujeto. Las
obras de arte son producciones ideales de la intersubjetividad his­
tórica y es en el interior de la comunidad donde adquieren signi­
ficado.
En nuestra época, sin embargo, no sólo se habla de la muerte
del sujeto o de su debilidad, sino que además el arte ha llegado a
proclamar su propia muerte (dadaísmo, ciertos constructivismos,
etc) y su final dialéctico en la disociación cada más profunda entre
la forma y el contenido o en la descomposición de la noción tra­
dicional de «obra artística» (desde el principio del collage y el
montaje hasta las diversas modalidades del arte no objetual). La
muerte del arte sería impensable desde un punto de vista crítico,
como el que hemos plasmado aquí.
Marcuse parece considerar las obras de las vanguardias radica­
les (Duchamp) o tardías (Warhol) como antiarte, debido a que
claudican a su propia derrota y renuncian a la forma estética sim­
plemente para escapar de las responsabilidades. Con estas ideas,
no es extraño que Marcuse se haya quedado arrinconado o, mejor,
haya pasado de moda; algo que a él, desde luego, no le importaba
demasiado.
En nuestra opinión, Die Permanenz der Kunst ha cobrado
renovada actualidad, porque la dispersión actual del arte no ha
servido para compensar la destrucción general de la cultura
humanista. Éste es el precio que el arte ha tenido que pagar a

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138 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

cambio de erigir en canon su (tal vez exigua) autonomía. Esto no


ha originado, sin embargo, un arte vacío de reflexión, alejado de
la racionalidad, sino que, por el contrario, el arte actual no ha
dejado de pensar, al menos, en sí mismo y en la actividad que lo
produce: «el arte contemporáneo, en general, podría llegar a defi­
nirse como un arte de reflexión sobre sus propios datos. Cada ten­
dencia ha intentado explorar una parcela peculiar, una definición
de los datos formales específicos de cada género»3. Quizás este
arte podría ser acusado de tautológico, de erigirse en un contexto
autónomo, de considerarse función en sí mismo, de ser intrans­
cendente, pero no de carecer de autojustificación o de estar exen­
to de sentido. Las tendencias artísticas actuales han comprendido
que el arte sólo existe en el contexto del arte, gracias a su propia
búsqueda.
Esta auto-reflexión estética convive, en la Modernidad, con las
proclamas de la muerte o la debilidad del arte y de la estética, lo
cual prueba su fuerza y su inagotabilidad. La concepción del arte
como reflexión se ha ido percatando cada vez más de la impor­
tancia de los medios expresivos con los que cuenta. La obra artís­
tica ya no se entiende, en nuestros días, como el producto de un
genio o como un simple objeto pasivo, sino que se eleva a centro
activo de la reflexión creadora, como podemos ver claramente en
los tres paradigmas de los que nos hemos ocupado.
La potencia reflexiva del arte explica también el surgimiento
del arte conceptual. El hecho de que éste, poco a poco, haya deja­
do de entenderse como fuerza productiva pura y se haya dirigido
hacia lo social, prueba que la autorreflexión no encuentra satis­
facción en la tautología. En el arte del concepto, la reflexión se
ocupa de las propias condiciones productivas, de sus consecuen­
cias en el proceso de apropiación y configuración transformadora
activa del mundo desde el terreno específico de la actividad artís­
tica. Lo que nos interesa especialmente es que el arte conceptual
recupera la concepción del arte como conocimiento de distinta
naturaleza que el discursivo, un conocimiento ligado a la percep-

3 MARCHAN FlZ, S ., D el arte objetual a l arte del concepto. M ad rid : A kal, 1986.
p. 249.

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A p l ic a c io n e s a l a r t e a c t u a l 139

ción (he aquí la influencia de la estética merleau-pontiana) o des­


vinculado de la misma como propugna la tendencia lingüística.
Esta estrecha relación entre arte y conocimiento hace que la
actividad artística se convierta en uno de los modos específicos,
tan legítimo como cualquier otro, de la apropiación práctica de la
realidad. Como propuesta para estas recientes tendencias, Mar­
chan Fiz sugiere que «la superación de la tautología podría orien­
tarse en una doble dirección: prestando atención y profundizando
en el comportamiento objetivo de los órganos perceptivos y cog­
noscitivos humanos y, en segundo lugar, centrándose en el com­
portamiento con relación al objeto de apropiación»4. Esto es lo
que ha dirigido el interés de la filosofía de todos los tiempos y, más
concretamente, de los tres filósofos de los que aquí nos ocupamos.
Con ello, Marchan Fiz quiere decir que hasta el arte conceptual
puede entenderse como subversión del orden establecido y que,
por consiguiente, el arte contemporáneo no ha perdido su función
eminentemente crítica, sino que ha evolucionado precisamente
con objeto de ejercer un nuevo criticismo.
También nosotros pensamos que el arte actual debería aprove­
char el potencial inexplorado de estas prácticas autorreflexivas
superando, al mismo tiempo, los planteamientos del «arte como
idea» y los neopositivismos; debería profundizar en los nuevos
modos de activar la conciencia de los individuos (demasiado adap­
tada al orden dominante, demasiado carente de valores y criterios
de gusto, demasiado pasiva), el comportamiento o la percepción;
sólo con esa pretensión transformadora, el arte transgrediría la
estructura pasiva y conformista de nuestro comportamiento frente
a la realidad, tan determinada por el conductismo al que nos impe­
len los mass media, las pautas sociales y hasta algunas ciencias del
hombre. La práctica artística, así entendida, intenta sintonizar con
una instancia antropológica de la praxis experimental, como base
para una teoría emancipatoria enfrentada a los comportamientos
configurados por las actuales prácticas dominantes en la sociedad.
Para conseguir esa emancipación liberadora, resultan insufi­
cientes los modelos contenidistas del realismo crítico tradicional,

4 M a r c h a n F iz , S., op. cit., p. 269.

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140 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

a pesar de que aún conservan su validez. El contenido ha de vivir


enlazado dialécticamente con la forma para que podamos hablar
de arte y no de doctrina. Frente al conformismo reinante, el arte
debería oponer un comportamiento perceptivo-cognoscitivo y
creativo, tanto a nivel individual y social como sobre la realidad.
Para ello, el arte no puede dejar de autointerpretarse y de autoe-
xaminarse, para lo cual necesita las aportaciones de la filosofía que
se ocupa de ella. No estamos propugnando hegelianamente una
subordinación del arte a la filosofía, sino un trabajo conjunto que
enriquezca a ambas disciplinas y cuya meta principal sea la libera­
ción de las constricciones.
Es cierto que el arte actual se centra en el mismo acto y com­
portamiento artísticos, y no tanto en los posibles objetos referen-
ciales, intencionales de éstos. Sin embargo, creemos que no debe­
ría desvincularse de ellos, porque vivimos en una sociedad
capitalista avanzada, bajo cuya aparente neutralidad, la estructura
y la organización de los mensajes como controladores y condicio­
nantes de la conducta tiende a ser tan decisiva como los propios
contenidos. En esta situación, la ideología continúa imponiéndo­
se, ahora ya no tanto a través del mensaje transmitido, sino más
bien a través de complejos mecanismos de selección, combinación
y percepción.
Una primera lectura ideológica a este nivel consiste en descu­
brir la organización no manifiesta de los mensajes o la informa­
ción sublimínal que éstos transmiten. Si en los medios de comu­
nicación la función aparente es referencial o descriptiva, la
función real e implícita es normativa; de ahí que el «conceptualis­
mo ideológico» se oriente en la dirección desenmascaradora antes
descrita. No obstante, en la práctica, se producen disociaciones
entre las pretensiones y las experiencias concretas y la causa de
ello bien pudiera ser la falta de un marco teórico bien desarrolla­
do y de una profunda reflexión sobre las prácticas artísticas y el
sentido del arte.
En La actualidad de lo bello, Gadamer critica dos puntos de
vista unilaterales en nuestra relación con el arte: La «ilusión his­
tórica» y «la ilusión progresiva», porque la primera minusvalora lo
antiguo y la segunda lo nuevo. Gadamer opina que el uno no
puede existir sin el otro; de ahí que, si se quiere hacer justicia del

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A p l ic a c io n e s a l a r t e a c t u a l 141

arte presente, no baste describir la producción contemporánea,


sino que debe plantearse el sincronismo de lo antiguo y lo nuevo
porque aquél interviene en la producción de éste. Una vez más,
Gadamer pone de manifiesto que la experiencia del arte es una
experiencia de sentido, y como tal proviene de la comprensión.
Ese afán comprensivo se extiende al arte no objetual moder­
no, a ese arte que no se deja interpretar de manera tradicional.
Gadamer considera que, para explorar sus significados, no hay
que tomar demasiado en serio -aunque tampoco haya que renun­
ciar a ella- la interpretación que el artista hace de sí, porque lo
artístico no se agota en sus palabras: éstas no determinan com­
pletamente su producción posterior, ni explican totalmente la
obra una vez acabada. Evidentemente, el artista sigue necesitan­
do comunicarse y autointerpretarse. Depende, para ello, de sus
obras y de los hermeneutas, que bien pueden ser también sus
receptores. Como dice el mismo Gadamer, lo que domina el arte
actual es la tentación de interpretar más que la de crear5. Se diría
que ha transcurrido mucho tiempo, mucha historia, que han des­
filado tantos genios, que el terreno de la creación casi se ha ago­
tado; parece, en suma, que ya está todo dicho y descubierto, que
lo único que resta por hacer -incluso en un dominio como el
artístico, tan determinado por la inspiración- son nuevas lecturas,
aprender a mirar de otro modo. Aún suponiendo que así fuera, la
tarea sería ardua, teniendo en cuenta los largos años que dura
nuestra educación en la transmisión pasiva y unidireccional de
datos, en la adaptación al sistema establecido, en el respeto al
orden, al trabajo, etc.
El arte actual descubre la enorme riqueza de todo lo humano
y de lo que rodea al hombre y, antes de intentar pensar lo otro, nos
ofrece lo que hay, eso que siempre ha estado ahí y ha pasado desa­
percibido a la mirada utilitarista. Que el arte actual se interese por
interpretar todo eso que aguardaba en silencio no es tarea senci­
lla, porque, para Gadamer, como hemos estado viendo, interpre-

5 Cfr. GADAMER, H.G., «Kunst und Nachahmung», Gesammelte Werke VIII,


p. 26. (Trad. por A. Gómez, «Arte e imitación», en Estética y hermenéutica, p.
82).

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E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a
142

tar no es sólo repetir, reproducir o copiar, sino comprender y


autocomprenderse en el mismo movimiento. La perplejidaz e
que nos instala la contemplación estética nos impele a interpretar
las obras para comprenderlas y comprendernos mejor; esto signi­
fica que incluso la comprensión de la experiencia estética no es
inmediata como tampoco lo es la percepción: todo ver es un ver-
como que deja tras de sí un fondo de invisibilidad del que surge.
El talante dialéctico de Gadamer le lleva a comprender la pin­
tura conceptual sin recurrir a explicaciones rupturistas con el arte
objetual; ya vimos cómo huye de los reduccionismos. Reconoce
que la pintura conceptual origina también algún tipo de emoción
e indaga los motivos de ésta. Si esta pintura es un hecho, interesa
saber, para comprenderla, a qué obedece. La imitación no la
explica; el genio tampoco: «estructurar la estética sobre el con­
cepto de genio fue siempre una unilateralidad para con la realidad
de la capacidad artística»6. No basta con apoyarse en la firma
como si el arte fuera un don innato a la misma, que le pertenecie­
ra por siempre. Configurar artísticamente la realidad no es tan
sólo el patrimonio de una casta elegida.
Se ha dicho que el arte conceptual manifiesta la creciente
racionalidad de las obras de arte. Sin embargo, el comportamien­
to estético, desde siempre y no sólo ahora, ha sido reflexivo y
racional. La reflexión no está en absoluto reñida con el placer
estético y esto puede constatarse en el arte de todos los tiempos,
no tan sólo en el arte contemporáneo. La construcción racional
domina nuestra vida y, por consiguiente, nuestra existencia estéti­
ca. Ahora bien, la razón también se desvía y se fragmenta; se llega
a denominar «racional» incluso a lo que, bien mirado, es lo más
irracional que nos ha sucedido.
El cuadro moderno, por citar un ejemplo, parece encarnar la
máxima irracionalidad, pero tiene su lógica interna; ya no trata de
imitar la naturaleza y, sin embargo, tiene su propia naturaleza, «no
quiere expresar ninguna interioridad, no exige ninguna emnatía
con el estado psicológico del artista: es necesario en sí y eTtá ahí

6 G adamer , H.G., «Bcgriffenc Malerei?


», op. cit., p. 306. («Pintura concep-
tu alizad a», Estética y hermenéutica, p. 2 2 4 ).

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A p l ic a c io n e s a l a r t e a c t u a l 143

como desde siempre»7. Ha tomado conciencia del valor de su


autonomía y no quiere renunciar a la libertad artística a cambio de
algún tipo de reconocimiento que le exija sumisión. Decepciona­
do por la razón productiva dominante, decide instaurar en patrón
la suya propia, mucho más desinteresada y tolerante.
Con objeto de interpretar el arte actual, Gadamer recurre a los
conceptos estéticos que dominan la conciencia general como algo
obvio y común a todos; el primero de ellos es el concepto de «imi­
tación», pero concebido de modo tan amplio que contiene siem­
pre una verdad y no solamente una reproducción de la misma8.
Toda práctica artística contiene una legítima expectativa de vero­
similitud, una creencia de que en la obra de arte se configura la
naturaleza en su más pura manifestación o una convicción de la
fuerza idealizante del arte, que le ofrece a la naturaleza la verda­
dera perfección.
Estas expectativas se legitiman en la mimesis artística, que es
una representación en la cual sólo está a la vista el qué, el conte­
nido de lo representado, lo que se tiene ante sí y se conoce»9. El
artista no imita la corteza externa de las cosas, sino lo que éstas
quieren decir a quien las contempla; pensemos, por ejemplo, en el
caso de Cézanne, que pretendía penetrar la superficie visible de
las cosas hasta encontrar sus dimensiones ocultas, pero, no por
ello, menos verdaderas. Recordemos también que, para Gadamer,
la mimesis no es una mera copia, sino una relación originaria en la
que se produce una transformación de lo «imitado».
Gadam er es consciente, sin embargo, de que el concepto de
mimesis no es suficiente para aplicarlo a la Modernidad. Por eso
añade el de «expresión», es decir, el de la fuerza y la autenticidad
expresiva de la obra. Este segundo concepto no explica, sin
embargo, la inautenticidad del expresivo Kitsch. Lo que diría
Gadamer al respecto es que éste cree expresar completamente

7 GADAMER, H.G., «Vom Verstummen des Bildes», op. cit., p. 322. ( «Del
enmudecer del cuadro», Estética y hermenéutica, p. 243).
8 C fr. G a d a m e r , H .G ., » K u n s t u n d N a c h a h m u n g » , o p . cit., p .2 7 . («A r te e
im ita c ió n » , Estética y hermenéutica, p. 83.
9 G a d a m e r , H.G., «Dichtung und Mimesis», op. cit., p. 83. («Poesía y mime­
sis», Estética y hermenéutica, p. 126).

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E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a
144

algo, cuando en realidad sólo muestra superficialidades y yuxta­


pone elementos que no dan cuenta de la profundidad de nuestros
sentimientos o emociones.
El tercer concepto del que hace uso nuestro filósofo es el de
signo o lenguaje sígnico. No es necesario insistir demasiado en el
hecho de que la obra de arte es simbólica y de que, incluso aque­
lla que no es lingüística, requiere una interpretación que se realiza
merced al lenguaje. Ahora bien, ¿qué clase de lengua habla el arte
moderno?¿Cómo podemos traducirla para hacerla comprensible?
En primer lugar, su lengua es cualitativamente distinta a la cotidia­
na; está desautomatizada y, por eso, subvierte el lenguaje standard.
Es una lengua en la que la comprensión y la incomprensión van tan
unidas como el sentido y el sinsentido. Esto se debe a que el arte
moderno ya no representa mímeticamente la familiaridad que, en
realidad, también se está extinguiendo, sino la extrañeza y la admi­
ración ante lo que somos y lo que nos rodea. Gadamer diría que el
arte moderno es el reflejo fiel de nuestra no autocomprensión.
Ciertamente la referencia artística se ha fragmentado debido a
que no hay un mundo unívoco evidente, sino una diversidad de
mundos y estilos, pero estos no significa que el arte sea incapaz de
transcender las experiencias individuales del artista; también éste
intenta establecer una relación con la verdad y el ser a través de su
obra. Vivimos en un mundo de extrañezas, de indeterminaciones
y esto es lo que, a su manera, expresa e imita también el arte. Pero
hasta en el arte moderno se deja reconocer una energía que orde­
na el caos cotidiano, que emana sentidos. Esto se debe, en gran
parte, a que en las obras de arte actuales sigue actuando la tradi­
ción a la que pertenecen incluso cuando intentan subvertirla. A
Gadamer no le preocupa averiguar si una obra es objetual o no lo
es, clasificarla dentro de una corriente o fuera de ella; lo único que
le importa es buscar en las obras esa energía de un orden espiri­
tual10, sea éste nuevo o viejo, rompa o no los cánones establecidos
mientras una obra eleve a una nueva conformación o unidad
aquello que representa será artística.

10 Cfr. G a d a m er , H .G ., «Kunst und Nachahmung», Gesammelte Werke VIIIt


p. 36. («Arte c imitación», Estética y hermenéutica, p. 92).

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A p l ic a c io n e s a l a r t e a c t u a l 145

Gadamer va todavía más lejos y reúne en uno solo los tres con­
ceptos antes aludidos: se trata de la noción de mimesis, en el sen­
tido de presentación (Darstellung) de orden espiritual, de mundo
que constituye la realidad de nuestra vida. En medio de las ruinas
del mundo habitual, la obra de arte preserva, ordena lo que se
desmorona. Toda obra de arte contiene, por tanto, una expectati­
va de sentido.
Gadamer ha comprendido con acierto que la filosofía del arte
posthegeliana se inscribe en un fenómeno más global que el mera­
mente artístico: en el retorno al lenguaje y a las ciencias que se
ocupan de éste. Esto se debe a que el problema del lenguaje ha
invadido la teoría del conocimiento actual y ha desembocado en
el convencimiento de que pensamiento y lenguaje se hallan ínti­
mamente conectados. La secuela más .visible de este retorno al
lenguaje se manifiesta en la conversión de éste en un objeto del
conocimiento de las distintas ciencias que se ocupan de él prefe­
rentemente, aunque esta postura será considerada pronto excesi­
vamente reduccionista y cientificista y será sustituida pronto por
la presencia lingüística en el ámbito abierto y multívoco de la
interpretación. De este modo, la filosofía hermenéutica se conver­
tirá en clave de toda aproximación interdisciplinar al fenómeno
de la significación, de cualquier tipo que ésta sea.
La estética gadameríana es pionera de la conversión lingüística
de la que estábamos hablando; siguiendo a Humdbolt, se inspira
en la unidad lenguaje-pensamiento y, por consiguiente, en la supe­
ración de la idea de que el lenguaje sea un mero juego de signos o
un simple instrumento del que podamos prescindir tras alcanzar
el significado.
Cézanne y también Merleau-Ponty, a pesar de reconocer que
sólo el lenguaje puede hablar de las cosas y decir cómo son, cons­
tatan que sólo puede hacerlo diciéndolas, esto es, sometiéndolas a
su mediación. Buscaron en el arte un lenguaje que se ocultara a sí
mismo, que prescindiera de todos aquellos rasgos que introducí­
an singularidad e interpretaciones mediatizadas; deseaban elimi­
nar el lenguaje, al menos el convencionalmente establecido, para
alcanzar la cosa misma que no es lingüística, el ser salvaje que exis­
te antes de las distinciones, que es pre-reflexivo y pre-temático,
por tanto, pre-lingüístico y que posibilita todo lenguaje, del

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E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a
146

mismo modo que el silencio, las ausencias o los intervalos entre las
palabras, significan y hacen que el lenguaje tenga sentido. Este no
se agota en lo dicho, se alimenta de lo que está por decir, de lo no
pronunciado que contribuye a poder decir lo proferido. El mismo
Gadamer, a pesar de proclamar la universalidad de la hermenéu­
tica en base a la universalidad del lenguaje, reconocerá que éste no
es autosuficiente, que no se basta a sí mismo.
Hoy las palabras ya no sirven meramente como vehículos de la
comunicación; en ellas están encerradas ideas que es preciso sacar
a la superficie en toda su dimensionalidad. Este ser imperioso de
las palabras que fuerzan por sacar a la luz todo lo que encierran se
ejemplifica en la palabra literaria, la cual es una variable del modo
de ser moderno del lenguaje, como no lo será menos el grito sal­
vaje de los colores, la arbitrariedad de la línea, el juego de las
masas y los volúmenes, la libertad del sonido, y todos los demás
recursos artísticos cuyo objetivo es impactar al receptor para lla­
mar su atención sobre la hondura de los significados. Todos estos
recursos serán decisivos para la reestructuración de los saberes
estéticos en nuestro siglo. Para que tomáramos conciencia de ello
ha sido necesario que la palabra se separase del concepto, que la
imagen artística se desconectara de las funciones naturalistas, que
se pusieran en cuestión la verdad, la referencia, la realidad y la
racionalidad tal y como eran convencionalmente admitidas, que
todo se convirtiera en manifestación de un lenguaje afirmativo de
su propia existencia, en el decir de su propia forma. Así el rasgo
común a las artes en la Modernidad será su repliegue sobre la
inmanencia del signo, sobre su propia estructura interna. La poe­
sía, la pintura, la escultura ... ya no se entienden como una acu­
mulación de imágenes, transformaciones y sublimaciones de un
material preexistente, sino como una suma de efectos estéticos,
comprometidos obviamente con las virtualidades de la propia
materia, pero sin depender exclusivamente de ella; esto puede
apreciarse claramente en la poesía pura, en el verso que pretende
cantar y no tanto decir algo determinado, en la pintura o escultu­
ras puras o en la muerte del ornamento en arquitectura.
La irrelevancia creciente de la dimensión semántica del arte ha
legitimado los procedimientos creativos más dispares y las utopí­
as de un significado potencial que se proyecta en las interpreta-

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A p l ic a c io n e s a l a r t e a c t u a l 147

dones estéticas. Nosotros, siguiendo a los pensadores escogidos,


diríamos que este fenómeno no quiere decir que se hayan ente­
rrado los significados y los contenidos del arte para siempre; lo
que estas tendencias reflejan es, más bien, como decía Gadamer,
la inconsistencia del mundo en el que estamos cómodamente ins­
talados, la carencia de profundidad del pensamiento débil, el des­
gaste progresivo de los temas y de los argumentos, el aburrimien­
to que origina la repetición.
La estética se ha visto arrastrada por la conversión de la filoso­
fía en crítica del lenguaje, proclamada ya por Wittgenstein y se
debate, en el siglo X X , entre la formalización y la interpretación. Si
hasta años recientes ha dominado la primera, el fracaso de sus
promesas y el desencantamiento al que ha dado lugar, hacen que
hoy se imponga la segunda; ésta insiste en la metaforicidad esen­
cial de todo lenguaje y, por tanto, también en la metaforicidad del
lenguaje artístico.
La metáfora cancela toda correspondencia directa entre intui­
ción y concepto y, gracias a ello, despierta de su sueño a la per­
cepción y al pensamiento. Los estudios más recientes interesados
en la metáfora han reformulado su sentido y la han contextualiza-
do, de modo que ya no se entiende como una mera transposición
del significado de dos objetos a través de dos palabras, como una
sustitución, sino como un nuevo procedimiento de significar en el
que la diferencia es tan importante como la similitud que propo­
ne. La figura metafórica no es un término aislado, sino el produc­
to de un contexto de interacción; de ahí la imposibilidad de susti­
tuirla por otra palabra y la pérdida que se experimenta siempre al
traducirla. La metáfora enriquece la percepción y reeduca nuestro
conocimiento modificando los hábitos comprensivos. De aquí se
sigue que la metáfora posee poderes cognitivos, porque la crea­
ción de figuras renueva e incluso inaugura el mundo sugiriendo
nuevas combinaciones de partes y todos. La metáfora es capaz de
demostrar una verdad pre-existente de una manera diferente a la
habitual. Mientras que las concepciones monistas de la verdad
dejan poco espacio para la innovación semántica, las concepcio­
nes pluralistas reconocen la perpetua posibilidad de cambio a tra­
vés de la innovación semántica. Una palabra no es metafórica por­
que incorpore tropos desgastados por el uso indiscriminado, sino

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E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a
148

porque es usada con un nuevo propósito o intención. Las «metá­


foras muertas» demuestran que tomamos las figuras como verda­
deras cuando amplían nuestra comprensión interpretativa. Esta­
mos condenados a las metáforas porque no podemos evitar
percibir la realidad desde algún punto de vista, porque somos
seres humanos finitos con posibilidades infinitas.
La importancia de la metaforicidad nos ayuda a comprender
que el modelo de estética que da cuenta de la verdad del arte del
siglo XX es un modelo basado en la ruptura, en la pluralidad de
perspectivas, inquietud, etc, porque la verdad ha de entenderse
siempre como figura que surge sobre un fondo determinado.
La evolución del arte ha ido mostrando la necesidad de que
filosofía y arte colaboren entre sí estrechamente. Es indudable que
la filosofía otorga al arte una reflexión de la que no puede pres­
cindir si quiere ser autoconsciente. Por otro lado, el arte enseña a
la filosofía que, si quiere ser un estudio que vaya más allá de los
significados sedimentados, si desea clarificar la experiencia cam­
biante, debe desarrollarse metafórica y creativamente. La Racio­
nalidad y la Liberación son las dos grandes metas, tanto del arte
como de la filosofía y, por este motivo, pensamos que deben cola­
borar mutuamente y no hacerlo tan sólo de manera puntual.
Lo cierto es que esta unidad no se ha producido y que, poco a
poco, se van implantando dos disciplinas distintas: la estética, dedi­
cada a la reflexión especulativa sobre los fenómenos de la belleza y
del gusto, y la ciencia general del arte, preocupada por justificarlo y
explicarlo en todas sus manifestaciones pasadas y presentes. Así
separadas, la estética y la filosofía del arte, la última parece reducir­
se a un mero descriptivismo exento de normas, a una mera teoría
legitimadora de todos los fenómenos, al desinterés por lo que real­
mente significa «arte» y a la demarcación de lo que no lo es; la filo­
sofía del arte, así concebida, queda reducida a mero estímulo para
una metodología historiográfica de las artes del pasado.
Por otro lado, la fobia antiespeculativa que nos invade impul­
sa la búsqueda de diferencias y peculiaridades de cada una de las
artes, es decir, la especificidad, y renuncia a aspirar siquiera a la
universalidad. Sin embargo, estas pretensiones no carecen de con­
tradicciones como, por ejemplo, la proclividad a imponer nuevas
normas estéticas, a ocultar las diferencias entre las obras singula-

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A p l ic a c io n e s a l a r t e a c t u a l 149

res, la excesiva connivencia con los hechos y con la sociedad de


consumo en la que vivimos y hasta la atadura a ellos.
La aplicación indiscriminada de los modelos lingüísticos
estructurales al mundo artístico provocó un imperialismo de la
lingüística sobre la teoría estética, así como la tendencia a diluir lo
artístico en el lenguaje. La situación se agudizó cuando la lingüís­
tica entró en contacto con la teoría de la información o cibernéti­
ca; con ella, la formalización de los modelos físico-matemáticos se
ofrecía como paradigma sobre el que reposaban los sistemas artís­
ticos. Una vez más, se demostraba que lo que ocurre en el terreno
del arte no está libre por completo de las determinaciones que tie­
nen lugar en el ámbito mundano y que, en ocasiones, ciertas ten­
dencias artísticas también acaban rindiéndose ante la dominación
indiscrimada, en lugar de hacer valer su propia autonomía.
En torno a 1970 las tendencias estructuralistas fueron objeto de
múltiples críticas. Se les acusó de llevar implícita una ideología
tecnocrática, de subordinarse a las exigencias cientificistas e inclu­
so de ser cómplices de los intereses capitalistas. Sin embargo, ya
antes, el propio Lévi-Strauss situaba el arte en las coordenadas del
símbolo y de la percepción estéticas, al margen del conocimiento
científico y sostenía que el arte debía ser el pozo casi insondable
del «significante flotante»11, es decir, de esa sobreabundancia que
se escapa a los análisis definitivos, a las formalizaciones, ya que en
la obra artística el significante y el significado son asimétricos, es
decir, no se relacionan entre sí de modo lineal o unívoco.
La misma semiótica estética parece propiciar este cambio de
rumbo. Así, por ejemplo, U. Eco añora aún la formalización y el
símil con la lengua, pero reconoce paralelamente que el rasgo más
destacado del texto artístico es la asemiosis, es decir, la no univo­
cidad entre la obra y sus contenidos. El arte es, por tanto, consi­
derado como un proceso no estructurado de interacción comuni­
cativa que necesita al espectador para que aprehenda y active las
lecturas de su obra (nueva remisión a las conclusiones de la esté­
tica de la recepción).

11 LEVI-STRAUSS, « I n tr o d u c c ió n á l'o e u v re d e M .M a u s s » , en M a ü SS, M .,


Sociologie et antropologie, París: PUF, 1950.

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E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a
150

Más incisiva será la tendencia que considera el texto artístico


(y estas consideraciones son aplicables a la obra de arte, en gene­
ral) como productividad o producción de sentido, siguiendo las
propuestas del grupo en tomo a la revista Tcl Qucl. Lo curioso es
que desde finales de la década de los setenta, la estética estructu-
ralista y semiótica de inspiración positivista entra en crisis, se
abandona su obsesión por codificar las obras artísticas como si
fueran sistemas lingüísticos o comunicacionales, se vuelve a recu­
perar el protagonismo del artista y del espectador como produc­
tor o activador del sentido, respectivamente.
A estas tentativas se las ha denominado «estéticas de la textua-
lidad». Se detienen en las obras artísticas, pero las consideran
como formas que la historia llena de contenido e interpretación.
Esta tendencia también arranca de la estética hermenéutica que
reivindica el arte como verdad y explora la obra como juego en el
que se sumergen los sujetos sin finalidad extrínseca o intereses uti­
litarios. La hermenéutica estética, como hemos estado viendo,
concede prioridad al enraizamiento contextual, a la fusión del
horizonte propio con el de las obras (y a la inversa), a la búsque­
da de significados ocultos, de los orígenes y de los fundamentos;
insiste en la irreductibilidad de las plurales interpretaciones y en
que la plenitud de la obra artística se logra cuando es activada por
la lectura y la recepción. Las estéticas de la interpretación son
deudoras de la filosofía del lenguaje y del giro lingüístico, pero
también de la crítica de éstos; aquéllas abandonan la obsesión por
formalizar todos los sentidos posibles de las obras y se contentan
sencillamente con explorarlas.
Si las estéticas semióticas tardías consideran que la sede de los
diversos juegos interpretativos, sobre la que existe un cierto con­
senso, no tiene por qué descartar un análisis científico de la cade­
na de significantes, de las evidencias entre el significante, la obra
artística y sus significados, etc., las estéticas de la interpretación
entienden lo artístico como un dominio que transciende el estre­
cho marco de los signos, como el lugar privilegiado del sentido, un
sentido irreductible a los sistemas del lenguaje constituidos, a la
comunicación cotidiana o a la función denotativa.
Podemos decir, en definitiva que, en el momento actual, la
estética se mueve en un marco fragmentario, adecuado a la cuítu-

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A p l ic a c io n e s a l a r t e a c t u a l 151

ra mosaico que nos envuelve, con ese conjunto de fragmentos


yuxtapuestos donde nada es universal. Lógicamente, en estas cir­
cunstancias, se tiende a renunciar a la ilusión de una teoría estéti­
ca unificada, pero esto no significa que quede desterrada su año­
ranza, sino todo lo contrario.
En nuestro siglo, los paradigmas artísticos parecen articularse
en torno a tres vectores: el fenomenológico, el hegeliano marxista
y el hermenéutico (todavía insuficientemente explorado), ya sea
de tendencia ontológica, psicoanalítica o histórica. Los tres pen­
sadores de los que aquí nos hemos ocupado adoptan alguna o
varias de estas posiciones que, por otro lado, no carecen de con­
fluencias y permiten fructíferos cruces entre ellas para favorecer
más la frondosidad del pensamiento estético. Estos movimientos
son herederos de la estética antropológica de finales del siglo XVIII
y reaparecen en variantes de la estética utópica que está lejos de
caer en el olvido, como hemos podido ver al referirnos a nuestros
autores.
Lo cierto es que la dimensión estética y el arte continúan pre­
servando el dominio de lo otro posible, de la oposición al orden
establecido y siguen siendo asumidas en su espesor, a pesar de que
hemos tomado conciencia de los obstáculos que pueden encon­
trar en su camino y de que también nos invitan a usufructuar en
el presente los goces que nos deparan: «nuestra condición ya no
se abandona a un aplazamiento imprevisible que sacrifica el pre­
sente a unas expectativas sobre las que nadie garantiza su consu­
mación. Todavía deambulamos entre las ruinas de la utopía y es
posible que las ambivalencias que nos desdoblan auguren una
reverberación de las bondades de aquella lejana «Ilustración insa­
tisfecha». Pero, al menos, de momento, hemos dejado de confiar­
lo todo a la superación última de unas contradicciones a cuya
resolución no asistiremos. Tal vez en ello estribe el motivo de que
lo estético sea contemplado, ya en el presente, como una de nues­
tras necesidades radicales y se persiga allí donde se tropiece con
sus bondades»12.

12 M a r c h a n F iz, S., La estética en la cultura moderna. Madrid: Alianza edito­


rial, 1987. p. 248.

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152 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

Estamos de acuerdo con estas declaraciones, aunque creemos


que es necesario añorar el futuro como promesa insaciable con los
gozos momentáneos. La cultura del disfrute en el presente ha con­
ducido a reprimir con sutileza algunas de nuestras situaciones más
íntimas y esenciales sólo porque suscitan tristeza o angustia.
Habría que recordar, con Heidegger, que la experiencia de la
angustia es necesaria para experimentar el ser. Si el arte es pro­
mesa de una racionalidad liberadora, su cumplimiento no puede
ser inmediato y puntual, sino progresivo. Alentar la idea de que
esa promesa es vana o que hay que sustituirla por «hechos», por
ofertas en el presente, puede llevarnos a la falsa convicción de que
el placer estético se compra y se vende en dosis como cualquier
otra mercancía, puede desvirtuar el carácter del placer estético,
confundirlo con el pseudoplacer que provoca el consumo indis­
criminado de objetos.
Hoy que asistimos a otro final cacareado, al final de la utopía,
resulta cómodo desmarcar al arte de ella, sobre todo sí nos desen­
tendemos de su esencia y nos interesamos sólo por sus efectos. Pero
nuestra reflexión no cae en este error y no renuncia, como hemos
visto, a pensar en las características esenciales del arte. Por otro
lado, deberíamos recordar el significado original que «el final de la
utopía» tenía para Marcuse: el paradójico hecho de que en nuestra
era se den todas las condiciones materiales que posibilitan el fin, o
sea, la realización de todas las utopías y, sin embargo, se impida por
diferentes medios que esas promesas cobren concreción. Cuando,
como ha ocurrido hoy, se vende la «utopía» embotellada en forma
de refresco, aquél que reflexiona mínimamente es capaz de com­
prender que la verdadera utopía sigue viviendo, en pequeños espa­
cios no domeñados, pero con su antigua fuerza inconformista y con
toda la indeterminación que le permite continuar siendo una meta
inconfundible con sus realizaciones inmediatas.
Alimentada tal vez por esa promesa utópica, por esa secular
contradicción entre la realidad y el deseo, aún pervive la razona­
ble pretensión de la redención estética, de la liberación por el arte
e incluso de su vinculación con el conocimiento y con la verdad
de nuestro ser.
La utopía estética de un pensador como Marcuse inscribe al
arte en un ambicioso proyecto de emancipación humana, cuya

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A p l ic a c io n e s a l a r t e a c t u a l 153

tarea consiste en conjurar las amenazas psicológicas y técnicas cre­


cientes con objeto de reinstaurar la armonía interior rota por la
razón instrumental o estratégica que transforma todo en medio
para ejercer su dominio. En el paraje idílico de lo utópico, el arte
se erige en dominio ideal en el que se reconquista, sin aplaza­
mientos, la totalidad perdida y siempre añorada del humanismo
clásico. Aunque el arte actual no abandona por completo este
sueño, intenta salvar la distancia entre el sujeto transcendental
abstracto y el sujeto concreto y común; el peligro que corre es
sucumbir ante este último. En este clima, quienes no se resignan a
mantener la tensión entre lo transcendental y lo contingente, pro-
mocionan dos principios artísticos que tienen su base en la idea de
utopía: lo estético como único principio de la realidad desde el
cual cobran legitimidad el mundo y nuestra existencia o lo estéti­
co como configurador de la realidad cotidiana en la que nos
desenvolvemos. Más adelante, al darse cuenta de que el arte no es
capaz de vencer la realidad establecida, se duda de los poderes
absolutos del esteticismo; paralelamente, el paisaje idílico de la
utopía se va contaminando por sus plasmaciones concretas en la
historia, en la realidad capitalista y socialista. El desencanto no
debería, sin embargo, provocar la rendición. El arte, en su auten­
ticidad, debería animar a los individuos a intentarlo de nuevo, a
no ver el pasado como abono de las frustraciones del presente y
de la inacción que nos invade. Sólo el arte que renuncie a su
intranscendencia, que pretenda ser algo más que entretenimiento,
un arte que piense en sí mismo, en lo que lo hace arte, podrá
seguir ofreciéndonos alguna promesa. Tal vez sea bien poca cosa,
pero una promesa es una declaración que compromete, una forma
de diálogo, una apelación ante la que la pasividad no tiene ningún
valor.

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V
C O N C L U SIÓ N : ¿D E Q U É M O D O
LIBER A E L ARTE?

Que la racionalidad imperante destruya el poder subversivo


del arte, no significa que éste tenga que buscar refugio en la esfe­
ra de lo irracional o del esteticismo puro. Esteticismo significaría
no tomar en serio el compromiso personal e histórico, la partici­
pación activa en la historicidad y trasponer al espectador a un
mundo imaginario. Esteticista sería considerar las aperturas de la
verdad histórica como puras obras de contemplación, cuando lo
cierto es que estamos abiertos a la verdad y cada apertura tiene su
verdad que no es completamente estética.
La historia del arte no siempre nos muestra esta tendencia esteti­
cista; en tanto obra humana, el arte es también obra de la racionali­
dad. Ahora bien, la razón ha sufrido muchas desventuras y se ha frac­
cionado de tal modo que, en ocasiones, se ha rendido sin oponer
resistencia al poder y ha consentido en servirlo y en renunciar a su
autonomía. El filósofo del arte y el artista se enfrentan con frecuencia
a un dilema idéntico: o desenmascaran la ausencia de la razón y de
libertad o claudican ante ella y se adaptan a una situación distorsio­
nada, pero ventajosa. Sólo cuando reina la convicción de que no hay
libertad sin comportamiento autónomo y, por consiguiente, racional,
sólo cuando vuelva a imponerse en los individuos esa necesidad de
libertad, comenzarán a vislumbrarse posibilidades de cambio.

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156 E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

El arte consciente de las deformaciones de la razón en nuestras


sociedades mercantiles, no renuncia a la racionalidad como tal. Ni
siquiera se comporta de ese modo el arte contemporáneo, supues­
tamente vinculado a la problemática «postmodemidad». Tan sólo
renuncia a determinadas concreciones de la razón que han acaba­
do eliminando incluso el deseo de liberación en el hombre. El arte
quedaría anulado si desapareciera en él el razonable anhelo de
libertad basado en la potencialidad creadora. Desde tiempos
inmemoriales, esa libertad ha ido de la mano de la racionalidad.
Hoy parece haberse diluido dicha relación; la libertad se confun­
de con las posibilidades de elegir entre diferentes productos y, en
definitiva, con el poder de mercado de los sujetos. Da la impre­
sión, entonces, de que la libertad es un logro puramente particu­
lar, reservado a los elegidos y que no tiene nada que ver con la
razón, sino tan sólo con las posibilidades de compra y con los gus­
tos particulares. De ese modo, la libertad, como tantos otros valo­
res antes incontrovertibles, sucumbe al decisionismo. Sin embar­
go, la razón nos sigue enseñando que las cosas no son lo que
aparentan ser. Esa libertad, así entendida, se vende al precio de la
carencia de una verdadera autonomía y a costa del control de pre­
ferencias y ambiciones de las masas. Cuando desaparecen la
Racionalidad y la Libertad, los hombres dejan de ser individuos
irrepetibles y se transforman en masas homogéneas mucho más
fáciles de manipular. El adoctrinamiento se vive como ausencia
del mismo y el tiempo parece libre cuando es administrado inclu­
so fuera del trabajo o de la vida pública. Por otra parte, la incons­
ciencia generalizada de la oposición a la Razón como tal y la des­
vinculación de la misma de los fines humanos acaba sirviendo de
apoyo a la racionalidad instrumental imperante que parece garan­
tizar el éxito fácil en la sociedad administrada. El totalitarismo y
la sinrazón se encubren hasta el punto de pasar por las verdade­
ras libertades y razones, respectivamente.
En este contexto, el arte no debe sucumbir, porque dejaría de
ser arte, cesaría de aspirar a la liberación y perdería su sentido al
transformarse en mera copia de lo que hay. En vista de que el arte
se halla inextricablemente unida a la Razón, debe salvaguardarla
sin menoscabo de su denuncia. Si pierde incluso la capacidad de
comprender y expresar la supresión de libertad, no se hará eco de

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C o n c l u s ió n : ¿D e q u é m o d o l ib e r a el arte ? 157

la irracionalidad dominante; entonces, obviamente, ya no podrá


representar lo aún no existente. Las «obras de arte» no serán sino
simulacros de la desintegración que nos rodea. La razón, identifi­
cada con lo dado, será, por definición, irracional; análogamente,
el arte inconsciente de la inexistencia de libertad y de racionalidad
dejará de ser verdadero arte.
El arte aboga por una racionalidad englobante que no esté
reñida con la sensibilidad, sino que se nutra de ella y la desarrolle.
De ahí que Marcuse nos presente la alternativa de la dimensión
estética como la nueva razón de la sensibilidad capaz de renunciar
y sustituir a la racionalidad estratégica que ha mutilado al hombre
y ha reprimido sus potencias más humanas.
De la inseparabilidad de la razón y la sensualidad da cuenta la
imaginación, la cual media entre ambas y, a la vez, conserva la pro­
mesa de felicidad y liberación que define al arte, así como su
insustituible función crítica. La facultad mental que ejerce la liber­
tad de ser lo que se debe ser es la imaginación.
El arte no sólo exige la libertad para poder ser arte, sino que
además contribuye a la liberación gracias a su capacidad de pre­
servar la utopía de la razón y de definir la realidad por su adecua­
ción con esta última. Aunque el arte, por sí solo, no sea capaz de
transformar radicalmente el mundo, si que puede ayudar a recu­
perar la necesidad de libertad, ineliminable de la dimensión esté­
tica. Es función del arte sumergirse en el mundo apariencial hasta
encontrar su esencia. Gracias al arte, podemos conocer las esen­
cias; negar al arte la capacidad de decir lo esencial de lo real sería
ratificar el positivismo y, al mismo tiempo, encerrar el arte y la lite­
ratura en sí mismas, eliminando su capacidad subversiva respecto
al orden establecido (el cual, siguiendo a Marcuse, no es sino
desorden establecido). Si el arte es transmutación de la realidad
en su verdad, en el encuentro con las obras artísticas es donde se
produce la auténtica liberación de lo accesorio o de lo impuesto
arbitrariamente. Al tomar parte en el acontecimiento artístico,
participamos también en el acaecer de la verdad, sin imponer
nuestras subjetividades, sin abandonarnos al objeto, en un movi­
miento que nos involucra conjuntamente.
La racionalidad crítica que caracteriza al arte no se conforma
con oponerse a lo dado, sino que además expresa la necesidad

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158 E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

razonable de subvertirlo con objeto de hacer que se imponga lo


verdadero sobre la falsedad en la que discurren nuestras vidas.
Esto es posible debido a que el arte es racionalidad que preserva
en la memoria la utopía y la imagen de la libertad.
Si la crítica de la razón instrumental y la alternativa de una razón
ampliada, gratificante, inspiran la teoría marcusiana de la dimen­
sión estética, la razón dialéctica merleau-pontiana origina, del
mismo modo, una revisión de los postulados de la estética clásica.
Frente al reduccionismo de la razón, operado por el cientifi­
cismo, Merleau-Ponty descubre que la razón está en continuo
movimiento; es única y comprende incluso el nivel de lo pre-refle-
xivo en el que se enraízan todos nuestros conocimientos y com­
portamientos. La razón tiene su origen en lo irreflexivo (Lebens-
welt) , pero va más allá de él. Incluye la identidad y las diferencias.
De ahí que su plasmación más fidedigna sea el diálogo. La de
Merleau-Ponty es una razón que se va haciendo a la vez que la
existencia. No es, por tanto, puramente especulativa, sino que
implica continuamente la percepción y el mundo percibido. Estos
no sólo no son irracionales, sino que actúan como fondo del que
emerge la figura de la racionalidad, la cual, por su parte, es siem­
pre corporal o comportamental. Por consiguiente, no procede dis­
tanciándose de sus objetos de estudio; siempre está implicada en
el sujeto y en su trato con las cosas; es como la visibilidad que se
manifiesta y envuelve a todo visible.
Asimismo la razón está imbricada en el lenguaje, como el logos
ancestral en el que ambos eran realidades indistintas. Pero hay
también un logos del silencio anterior a ellos. La razón merleau-
pontiana es dialéctica entre presencia y ausencia, tradición sedi­
mentada y creación. Por tanto, nos suministra el hilo conductor
que lleva a la experiencia estética.
La preocupación estética merleau-pontiana se enmarca en su
teoría del significado y en su nueva ontología. El arte crea signifi­
cados que contribuyen a la constitución activa del ser. Percepción,
conocimiento y racionalidad no nos vienen dados de una vez para
siempre, sino que están por hacer en una continua génesis del sen­
tido que nos envuelve constantemente. El arte no es un añadido a
la realidad, sino una cierta epojé de la misma, que se inicia con el
asombro ante las cosas que habitualmente damos por descontado

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C o n c l u s ió n : ¿D e q u é m o d o l ib e r a el arte ? 159

y culmina en la implementación del sentido de éstas. La mirada


del artista es, por tanto, una puesta entre paréntesis que nunca se
desvincula de la realidad, ya que esto es imposible; permanece
siempre en el mundo re-significándolo. La percepción habitual y
la artística no están alejadas, ya que ambas se producen en el
mundo percibido en el que siempre estamos. Ahora bien, mien­
tras que el hombre corriente ordena lo que le rodea de acuerdo
con determinados fines y lo convierte en un medio, el artista desea
penetrar en la esencia de las cosas. Su intención, por tanto, es la
misma que la del filósofo1. Lo que varía es el procedimiento para
alcanzar este objetivo: el arte no se sirve de conceptos. Su misión
no es la simple aprehensión de la realidad, sino la creación de la
misma. El arte no reproduce, sino que hace visible; no es la sim­
ple transcripción plástica de un pensamiento previo, porque con­
cepción y plasmación son, en el arte, operaciones simultáneas. El
arte no es tampoco creación «ex nihilo»; ni siquiera la expresión
artística agota las potencialidades infinitas de significación que
posee el ser vertical, la carne o la reversibilidad de la visión.
Merleau-Ponty toma como paradigma del arte la pintura
moderna, porque ella se opone al subjetivismo y al logocentrismo
propios de la modernidad, supera el dualismo sujeto-objeto2 y nos
acerca a la Lebenswelt, la pintura moderna es metafísica, en el sen­
tido de que no necesita recurrir a una naturaleza previamente
dada. Gracias a la «deformación coherente» de todas nuestras
herencias culturales, la pintura moderna descubre una verdad que
no es mera adecuación con las cosas, que no está fuera, sino en la
relación entre lo interior y lo exterior, en esa realidad dialéctica
que somos. La pintura completa la visión o la realiza en términos
de auto-revelación.

1 Recordemos que Merleau-Ponty se inscribe en la fenomenología y que ésta


era, en Husserl, ciencia eidética de la conciencia, es decir, su objeto consistía en
penetrar en las hechos para dar con sus esencias invariantes.
2 «La peinture est la subjectivité sentante, elle se définit par le parti-pris de
renoncer á la troisiéme dimensión; par elle 1' oeuvre d'art n est plus quclque
chose qui existe en soi á la fa^on de la statue; le contenu du tableau n existe que
pour le sujet, pour le spectateur. On dirait que le spectateur est la des le début...»
(MERLEAU-PONTY, M ., Merleau-Ponty a la Sorbonne. Résumé de cours 1949-1952.
París: Cynara, 1988, p. 547).

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160 E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

Merleau-Ponty toma como modelo del arte la pintura porque


en ella se manifiesta la íntima conexión de la percepción con la
expresión y la relación entre significados sedimentados y creados.
Como Gadamer, subraya así la idea de que el arte no es copia de
la realidad, sino praxis, es decir, transformación de lo dado con
vistas a la creación de una obra. Para ambos, el arte es fusión de
horizontes, es decir, aplicación de la cultura y la tradición a la que
se pertenece a la situación presente del artista. La capacidad
expresiva de la obra es lo que importa, pero no se da al margen de
la historicidad. En el arte hay dialéctica entre necesidad y contin­
gencia, entre determinación y libertad. La obra es expresión antes
que comunicación, ya que lo que impele al artista a crear es la
inflación del significado que le envuelve y, al mismo tiempo, la
potencia de significado que aún está por constituir.
Gadamer ha sabido apreciar que ni siquiera el arte moderno
puede contraponerse al arte tradicional, sino que extrae de él su
fuerza3, porque ambos son arte y, por consiguiente, deben ser con­
siderados conjuntamente. Además es preciso tener presente que
ningún artista de hoy podría haber desarrollado su obra sin estar
familiarizado con la tradición; por otro lado, el receptor de la obra
de arte está continuamente inmerso en la simultaneidad de pasado
y presente y esto no sólo cuando va a un museo y pasa de una sala
a otra, sino constantemente, ya que su horizonte de futuro está
siempre abierto al presente y a su horizonte de pasado irrepetible.
Gadamer destaca, una vez más, la armonía de la historia del
arte, la conciliación en la unidad de lo que ha sido y de lo que es
hoy. Considera falsa la contraposición entre el arte del pasado,
cuyo objeto sería el deleite, y el arte contemporáneo, cuyo fin con­
sistiría en la participación en la creación4. La identidad herme­
néutica de la obra de arte se funda en la idea de la verdad como
alétheia:. La obra artística nos permite acceder a un mundo no
contaminado; su contemporaneidad, su rectitud, su unicidad, su
irremplazabilidad le otorgan una transcendencia, la convierten en
una bella promesa de totalidad e incorruptibilidad.

3 C fr., G a d a m e r , H .G ., L a actualidad de lo bello, p. 41.


4 C fr. G a d a m e r , H .G ., o p . cit., p. 76.

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C o n c l u s ió n : ¿D e q u é m o d o l ib e r a el a rte ? 161

Como hemos visto, en el juego todos somos co-jugadores y, por


tanto, en el juego del arte no hay separación de principio entre la
propia confirmación de la obra y el que la experimenta. Por eso es
preciso aprender a leer las obras de arte, es decir, a ejecutar per­
manentemente el movimiento hermenéutico que gobierna la
expectativa del sentido del todo y que, al final, se cumple desde el
individuo en la realidad de sentido del todo. Es necesario que nos
abramos a la pretensión de verdad de los otros -en este caso de la
obra de arte- que siempre tiene algo que decimos; es preciso que
confiemos en que es portadora de un sentido que debemos inda­
gar con nuestro esfuerzo e interrogación, porque de lo contrario
la obra no nos dirá nada.
Gadamer nos recuerda que, como seres finitos que somos,
estamos en tradiciones, aunque no las conozcamos, aunque no
seamos conscientes de ellas o aunque queramos negarlas. Ahora
bien, «tradición no quiere decir mera conservación, sino trans­
misión»5 y ésta no implica dejar intacto lo antiguo, limitarse a
conservarlo, sino aprender a concebirlo y decirlo de nuevo. La
concepción gadameriana de la verdad (dejar ser a lo que es)
podría traducirse, en este caso, como aceptar la tradición a la que
pertenecemos, teniendo en cuenta que «dejar ser a lo que es no
significa sólo repetir lo que ya se sabe»6, porque esto no es un
encuentro verdadero; para serlo, habría que dejar de ser como
antes se era.
Merleau-Ponty tampoco rechaza nuestra herencia, sino que
intenta reformularla. Considera que el artista tiene que acceder a
lo originario, a los significados mudos y tiene que forzarlos a
expresarse. La máxima husserliana de la «vuelta a las cosas mis­
m as» es interpretada por él como retorno a los orígenes. La filo­
sofía, ayudada por el arte, puede realizar esta tarea que estaría
vedada a una ciencia puramente reflexiva. Merleau-Ponty com­
prende que la reflexión es insuficiente porque no nos saca de una
filosofía de la conciencia, por tanto, la reflexión ha de aunarse con
la interpretación y la expresión, porque lo que hay no es un ego

5 G a d a m e r , H.G., op. cit., p. 116.


6 G a d a m e r , H.g., op. cit., p. 117.

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162 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

solitario, sino un tejido de relaciones y es preciso que el pensa­


miento se ejerza sobre todo aquello que la da sentido.
Si Merleau-Ponty prioriza la expresión sobre la comunicación
es porque piensa que el lenguaje más rico es el poético y que todas
las relaciones intersubjetivas deberían observarlo como pauta
para evitar la cosificación de nuestras relaciones sociales. Esta
sobrevaloración del lenguaje creativo está en la línea de la insis­
tencia gadameriana en la riqueza del lenguaje metafórico y en el
reduccionismo significativo de los lenguajes artificiales. Ambos
privilegian la palabra poética (y esto podría hacerse extensivo al
lenguaje artístico, en general), porque hace manifiesto lo que dice.
Marcuse también se suma a este privilegio, amparado en la tam­
bién común idea del poder cognitivo del arte, que es capaz de
mostrar, incluso, lo ausente, en virtud de su ineludible compro­
miso con la negación de lo dado: «Creado y puesto en movimien­
to en un medio que presenta lo ausente, el lenguaje poético es un
lenguaje de conocimiento; pero de un conocimiento que subvier­
te lo positivo en su función cognoscitiva, la poesía realiza la gran
tarea del pensamiento: «el trabajo que hace vivir en nosotros aque­
llo que no existe”»7.
La poesía y el arte, en general, no sólo producen un conoci­
miento crítico, sino además un conocimiento de lo posible. A éste
papel gnoseológico, hay que añadir el alcance ontológico del arte,
el cual capta el modo de ser real de las cosas. Éste es dialéctico, en
la medida en que se da una relación ininterrumpida entre cada
cosa y su contexto.
La pintura moderna penetra en el interior de lo real con obje­
to de llegar al doble invisible de todo lo visible. Así pues, la pin­
tura ha de entenderse como proyecto existencial. Parte de una tra­
dición, pero para transcenderla. Pintor y fenomenólogo desean
descubrir el sentido originario de la existencia; la libertad de
ambos se afirma en el compromiso con el mundo y en el retorno
a los orígenes, a la carne primordial, que se articula en toda per-

7 MARCUSE, H., El hombre unidimensional, p.p. 97-98. La cita que recoge es


de Valery, P., «Poésie et pensée abstraite», en Oeuvres. París: Gallimard, 1957,
p.1333.

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C o n c l u s ió n : ¿D e q u é m o d o l ib e r a e l a r t e ? 163

cepción y está en la base del sentido. La pintura es, para Merleau-


Ponty, una ontología de la carne y de la visión, las cuales son, ante
todo, reversibilidad que no puede ser aprehendida conceptual­
mente; sólo a través del arte (mediación sin conceptos) podemos
acercarnos a ella. La pintura no sólo nos permite conocer mejor el
mundo, sino que además nos enseña a interrogarlo y a tomar con­
ciencia de la pluralidad de sus sentidos. Así nos autocomprende-
mos mejor.
Sin embargo, el arte no es tal únicamente por su vinculación
con el hombre, no es meramente antropológica. El artista no remi­
te únicamente a sí mismo y a su creatividad; vive dialécticamente
relacionado con su obra y con la tradición precedente. Esto es lo
que Gadam er llama «fusión de horizontes». El arte no puede
prescindir del mundo, aunque no se limita a copiarlo; para ser
arte, ha de transcenderlo. Para ello, no le impone una esencia al
mundo, ni tampoco lo desfigura por completo, sino que crea en
armonía con él, pensándolo hasta dar con toda su desnudez sin
destruir su extraordinaria riqueza.
La pintura moderna presenta el mundo primordial en el que el
pensamiento y la visión , el mundo de la identidad y el de las dife­
rencias confluyen. El arte saca a la luz también lo escondido y lo
latente; por tanto, nos permite comprender la realidad en todas
sus dimensiones. Esta multiplicidad brota de la carne de la per­
cepción original. No hay modelo exterior de esta primera verdad,
pero la pintura consigue mostrar su génesis y sustituir la ontología
causal por otra de la imbricación en el sentido y de la ininterrum­
pida creación del mismo. Conceptos claves de esa nueva ontolo­
gía, necesaria para redefinir la racionalidad y la libertad, serían, a
nuestro modo de ver, la verdad como aletheia, la visibilidad, la
carne, etc. en tanto incorporan la reversibilidad de las relaciones
y de las falsas identidades, sin desembocar por ello en un comple­
to subjetivismo.
Toda obra de arte, evade este peligro, porque, para ser tal, ha
de ser apertura de lo particular a lo universal. A diferencia de la
ciencia que sólo se interesa por la univerdalidad, y de la historia,
que sólo se percata de lo individual, el arte no renuncia ni a la una
ni a la otra: nos muestra particularidades que dan vida a algo gene­
ral de lo que todos participamos e ilumina otras posibilidades de

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164 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

ser en las que podemos situarnos. Por consiguiente, no es tan sólo


un fenómeno que se limite a expresar emociones singulares, sino
que, además, es inseparable de la verdad. El arte no es mero ins­
trumento para expresar sentimientos, sean éstos individuales o
colectivos; tampoco es simple percepción sentimental de lo real,
puesto que instaura conocimientos. Por eso puedo decir que
aprendo a conocer la naturaleza contemplando cuadros o pintan­
do, como estudiando geografía; ésta la objetiva, mientras que el
arte se aproxima a ella preservando la dialéctica entre subjetividad
y objetividad que está presente en cualquiera de las ciencias
humanas.
Vincular la verdad al arte no es entender a ésta como una sim­
ple forma transmisora de contenidos que le son ajenos; la verdad
acontece en ella de manera paradigmática, porque en el arte se
funden el sujeto y el objeto y cada obra artística revela las pro­
fundidades del ser. La verdad del arte no establece una relación
de correspondencia o adecuación con la realidad, porque el arte
no la reproduce tal y como es; incluso cuando el arte es repre­
sentativo, la representación de lo real no es, en ella, un fin sino
el medio del que se sirve para lograr el extrañamiento que con­
duce a la ampliación de nuestra comprensión y de la realidad
misma.
Como en Gadamer, en Merleau-Ponty la verdad y la universa­
lidad se alcanzan gracias a la fusión del horizonte de la tradición
y del de la situación particular, fusión de pasado y presente, de
expresión singular e historicidad; esta fusión es la que determina
el estilo. Gracias a sus poderes, el arte se acerca a una verdad que
permanecía oculta a la mirada utilitarista; el conocimiento que nos
proporciona hace posible, además, descubrir la esencia de las
cosas, sus relaciones inusuales, sus aspectos escondidos, etc. En
esa peculiar búsqueda de la verdad que es el arte las diferencias
no quedan subordinadas a la identidad; una vez más, ambas coe­
xisten enriqueciéndose mutuamente. La fuerza expresiva del arte
descansa en la experiencia del mundo y en su transformación,
porque es preciso llevar a la experiencia lo oculto, las potencias -
también reales- de lo que hay. El dilema entre las expresiones y la
posible verdad de las mismas es falso, porque no hay verdad ais­
lada de las plurales formas de decirla e interpretarla.

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C o n c l u s ió n : ¿D e q u é m o d o l ib e r a e l a r t e ? 165

Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer apuestan por una forma


de razón distinta de la que se ha impuesto en la era de la ciencia.
Critican la racionalidad instrumental y el objetivismo cientificista,
ya puesto en cuestión por el Husserl de La Crisis: todos ellos pien­
san que incluso un método científico perfecto no sería de ningu­
na manera garantía de la verdad. Rechazan el dogmatismo cienti­
ficista y abogan por una racionalidad enraizada en la Lebenswelt
y en la praxis de los sujetos.
La razón hermenéutica de Gadamer se define como razón
interpretativa, cuyo cometido es constatar la finitud de la razón
humana y aceptar su historicidad. Gadamer piensa que el prototi­
po de esa nueva forma de racionalidad puede encontrarse en la
experiencia artística, porque la obra de arte, tal y como es enten­
dida por Gadamer, es diálogo con la tradición a la que pertenece­
mos. La experiencia artística enriquece la comprensión del
mundo y de los otros, así como el conocimiento que tenemos de
nosotros mismos. De este modo, la racionalidad artística supera la
clásica escisión occidental entre el sujeto de la reflexión y el obje­
to del conocimiento.
El arte es, ante todo experiencia, es decir, una manera de
entender la realidad. También son experiencias las que hacen el
resto de las ciencias, pero el arte es paradigmática con respecto a
ellas debido a su constancia y a su duración; el arte demuestra que
las ciencias del hombre llegan a todos, en contraposición a la espe-
cialización y a la creciente complejidad de la ciencia experimental.
Si la experiencia del arte es el modo privilegiado de la raciona­
lidad humana, la estética ocupa un lugar prioritario en la expe­
riencia hermenéutica, debido a que el ser mismo de las obras artís­
ticas es hermenéutico. En la línea de la fenomenología, Gadamer
considera que el arte está estrechamente vinculado con la verdad,
aunque no coincide con el objetivismo de la ciencia. La experien­
cia artística no se reduce a una simple vivencia psicológica y tam­
poco es explicable recurriendo a los gustos particulares. La obra
de arte no es ni un objeto arrojado al mundo, ni un simple pro­
ducto de la subjetividad. L a multivocidad de la misma es lo que
permite su interpretación. Lo que Gadamer no aclara es si todas
las interpretaciones de una obra de arte son verdaderas; no expli­
ca por qué se produce, en ocasiones, un conflicto de las interpre-

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166 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

taciones o por qué éstas llegan a ser antagónicas. Dice que es pre­
ciso abrirse a la obra, a la tradición para apropiarnos de sus signi­
ficados.
El arte no nos transmite una visión estilizada y subjetiva de la
realidad, sino su verdad. Esta es la tesis que Gadamer comparte
con Marcuse y con Merleau-Ponty. Pero, además, considera que
la verdad del arte es arquetípica con respecto a las otras verdades
que se dan en las ciencias del espíritu, en las que la objetividad
consiste en la dialéctica entre el sujeto y el objeto.
Aunque la universidalidad del arte no es de tipo conceptual,
no está al margen del conocimiento ni de la verdad; el arte es,
como ya vimos, cognitio sensitiva; como Marcuse, Gadamer
subraya el papel de la imaginación en el arte sin desvincularlo de
su función cognoscitiva. La verdad del arte no es meramente his­
tórica, no se reduce a la expresada por su autor en su época. Pre­
cisamente lo que caracteriza a la obra de arte es la intemporalidad,
es decir, el hecho de que continúa hablando para nuestro presen­
te. Esto quiere decir que la obra siempre está en movimiento y,
por eso, no es un simple objeto ornamental.
Como para Marcuse y Merleau-Ponty, para Gadamer la expe­
riencia estética nos hace ver en el arte la auténtica realidad, debi­
do a que exige una distanciación, un extrañamiento de lo que
habitualmente damos por descontado, con objeto de recuperar
después toda su riqueza que permanecía oculta. El arte contribu­
ye a desvelar verdades escondidas en la realidad, pero éstas no se
conciben como una posesión del sujeto, sino como el acontecer al
que pertenecemos. El acontecimiento de la verdad en el arte es
una tarea ininterrumpida de comprensión y ésta es el modo de
acceder a la verdad y de lograr conocimiento creativo y no mera­
mente reproductivo.
Tanto para Marcuse, como para Merleau-Ponty y Gadamer, el
arte es mimesis en el sentido de que ella manifiesta la verdad de lo
real. Hay que evitar, sin embargo, entender la mimesis artística en
sentido platónico; el arte no es, en Gadamer, un ser degradado,
sino todo lo contrario: la presentación del ser verdadero de las
cosas. Cuando Gadamer dice que el arte representa la realidad, no
está adoptando el punto de vista de Platón, sino expresando que
el arte hace presente la realidad de una nueva manera e incluso la

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C o n clusió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 167

modifica. Así pues, el arte tiene una función transformadora y


activa. De ahí que la verdad de una obra de arte no pueda juzgar­
se apelando a un modelo externo como si fuera su copia. La obra
de arte tiene su propia verdad.
Como en Marcuse, en Gadamer el arte nos libera de las apa­
riencias y tiene una alcance revolucionario, porque produce el
cambio de lo dado en dirección hacia lo verdadero. La obra de
arte tiene su mundo propio, no copia el existente; tampoco está
completamente al margen de éste: en Gadamer, el arte tiene sen­
tido ontológico, es decir, contribuye a completar el ser de los
entes que representa. Asimismo, ayuda a conocer mejor lo que
nos rodea, ya que desvela aspectos desapercibidos de la realidad.
N o habría realidad originaria si no fuera constantemente repre­
sentada e interpretada, si el arte no intensificara continuamente
su sentido.
Esto es lo que Gadamer quiere mostrar cuando afirma que el
arte es conformación (Gebilde) y no reproducción pasiva; eso
mismo es lo que nos enseña la estética merleaupontiana e incluso
su teoría perceptiva: el arte -diría Merleau-Ponty- y, más concre­
tamente, la pintura, es percepción originaria y, como tal, no se
limita a captar pasivamente impresiones, sino que las conforma
dando lugar a la unidad del ser-en-el-mundo. El arte, como el
conocimiento, es construcción o constitución; lo que lo diferencia
de aquél es que las construcciones artísticas manifiestan la liber­
tad del sujeto frente a lo dado. Nosotros pensamos que también
en el conocimiento puede haber espacio para esta posibilidad y
que esa libertad explica la capacidad crítica y hasta transformado­
ra de algunos tipos de conocimiento. Hay que reconocer que la
experiencia estética es aisthesis, que se sirve de la percepción,
pero debemos recordar, como Merleau-Ponty, que ésta no es sen­
sación pura, no es pasividad, sino que también incluye aspectos
intelectuales, ideales, atencionales, lingüísticos, etc.
El lenguaje artístico es cualitativamente distinto del lenguaje
que habitualmente empleamos para comunicarnos, pero incorpo­
ra la universalidad que caracteriza al lenguaje. El lenguaje del arte
va más allá de la singularidad de cada obra; para experimentarla
necesitamos un pensamiento dialéctico (no clausurado o dogmá­
tico). Como el pensamiento y el lenguaje gozan de cierta univer-

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168 El arte como racionalidad liberadora

salidad, toda reflexión nacida de la obra de arte será, por un lado,


exterior a la misma, pero, por otro, también alumbrará el interior
de la obra. Cada obra de arte se pregunta cómo es posible algo
singular bajo el dominio de lo universal. Esto obligará a la estéti­
ca, que no puede establecer subsunciones bajo conceptos abstrac­
tos, a usar otros cuyo fin sea lo singular. Para ello, evitará imponer
a la obra, desde fuera, lo universal y lo buscará en ella misma. Esto
explica que, incluso cuando el arte moderno cree haber elimina­
do lo universal, éste permanece en él por medio de su negación.
Como en todo lenguaje, en el lenguaje del arte hay un elemen­
to de restitución, que completa a la creación; sin embargo, esta
restitución no conduce a lo que habitualmente vemos o a lo que
acontece de ordinario, sino a lo que no vemos y debería ser visto,
a lo que no acontece, pero debería suceder. Este «hacer ver» de la
pintura proporciona expresión a lo que nos presenta; ahora bien,
esa expresión no es la traducción de un pensamiento que ya esté
clarificado.
Gadamer nos enseña que entre la representación y lo repre­
sentado por ésta hay interdependencia y que el arte no sólo es apa­
riencia, sino que contribuye a configurar el ser, lo originario. La
obra de arte no es un añadido o un complemento de éste; su sig­
nificación es total y autónoma, ya que nos presenta un nuevo
mundo. En la medida en que el arte saca a la luz nuevos sentidos
y nuevos mundos, suspende nuestro modo habitual de vivir y pen­
sar y en esto radica su fuerza y autenticidad. Lo novedoso que el
arte nos ofrece convoca al pensar lo que hasta ahora había estado
impensado; lo nuevo no es lo original, lo totalmente distinto, sino
lo originario que se mantenía oculto en el fondo del ser.
El arte es mimesis en estos dos sentidos: en el de interpretación
y en el de creación del ser. Acostumbramos a traducir mimesis por
«imitación» y no por «representación»; esta acepción es más pre­
cisa porque refleja que la realidad representada artísticamente es,
a la vez, reconocida y construida, descubierta e inventada y que la
mimesis artística incorpora una referencia productora. La noción
de mimesis que hemos defendido aquí implica creación, pues las
formas no se copian del mundo como aparecen ante nosotros,
sino que más bien son intuidas, descubiertas y estilizadas por el
artista creador. Tener esta visión que posee el artista es tan difícil

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C o n clu sió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 169

de lograr como raro, porque no es sencillo ni habitual ser el pri­


mero en mirar el mundo con nuevos ojos, sumergirse en el deve­
nir para extraer de él una nueva forma, que una vez fijada en algún
medio o material, pueda ser comunicada a los otros.
Si hemos subrayado el valor mimético del arte, ha sido, por
tanto, en el sentido aristotélico y lukacsiano: el arte representa las
esencias de las cosas; depende tanto del saber, como del ver y
ambos son inseparables como muestra la teoría estética de Merle-
au-Ponty y su intento de describir la visibilidad total. La mimesis
es un valor artístico porque enriquece la obra mediante relaciones
auténticas con el mundo externo y, además, es un valor cognosci­
tivo porque enriquece la realidad con su representación artística.
La mimesis artística no es mera copia o ficción. La mimesis tiene
una función denotativa, tendrá status artístico si se une a la expre­
sividad de la forma. La mimesis hace que la obra de arte esté liga­
da a su contenido simbólico y a su significado. El ser representa­
tivo del arte, más que copiar el ser, le confiere su capacidad de
manifestarse.
El arte es representación, pero no toda representación es arte.
La representación artística tiene carácter simbólico. El arte no es
un signo, ya que no se limita a apuntar a algo exterior. La repre­
sentación artística es simbólica porque está en lugar de lo que no
es arte; el arte llama la atención sobre sí mismo. El símbolo artís­
tico no remite a algo sino que lo representa, hace que adquiera
presencia inmediata. Gracias a la función simbólica del arte se rea­
liza la alianza de lo visible y lo invisible, el signo y el significado,
la imagen y la significación; el símbolo, como el arte, revela velan­
do y así se explica que la revelación artística se produzca por
mediación de su materialidad. En realidad, los símbolos apenas
nos dicen nada de lo simbolizado; en cambio el arte es la expe­
riencia de ese exceso de significado que adquiere en él el original.
La representación incrementa el ser del sentido, no solamente el
conocimiento que podamos tener del mismo.
L a esencia del arte, como la del juego, es la representación.
Gadam er está convencido de que los mundos abiertos por el
juego y por el arte son la verdadera realidad, ya que tienen más ser
que el de la vida cotidiana. La imagen del juego muestra el modo
de racionalidad y verdad del arte, porque el juego es continuo

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170 El arte como racionalidad liberadora

movimiento sin un fin concreto. El juego es la manera de ser de la


obra de arte. Arte y juego son Darstellung, es decir, tienen su ser
en sus representaciones, por múltiples y variadas que éstas sean.
El arte sigue el modelo dialéctico del juego y del diálogo: no se
agota en sí mismo, no es su propia referencia, sino que posibilita
que comprendamos mejor lo que no es arte, porque, al represen­
tarlo, de alguna manera, lo sublima. Esa sublimación no alienante
ni represiva, siguiendo a Marcuse, ofrece como resultado un enri­
quecimiento de la realidad plasmada artísticamente; atrae la aten­
ción sobre lo representado que, en la vida ordinaria, pasa desa­
percibido o es reducido a sus funciones utilitarias.
Al revalorizar, como Merleau-Ponty, la función ontológica del
arte, Gadamer da un nuevo impulso a la función cognoscitiva del
arte. No lo hace situando la verdad de la obra de arte en el sujeto,
sino en la cosa o en el mensaje que ésta nos comunica intempo­
ralmente y que pone en movimiento nuestras interpretaciones. Ha
subrayado, además, la función de autoconocimiento del arte y ha
enlazado así con la estética de la recepción.
Sin embargo, en su línea dialéctica y antirreduccionista, G ada­
mer se desmarca, tanto de la estética del genio o de la producción,
como de la estética de la recepción, debido a que la centralidad
que, para él, adquiere la obra.
El arte no es reflejo, sino Aufhebutig de la realidad. A dife­
rencia de las ciencias empíricas, el arte no está constreñida por
la facticidad; se libera frente a ella y nos libera, pero no porque
huya de lo dado, sino porque desea elevarlo a su verdad. La ima­
ginación artística explica ese constante inconformismo que, lejos
de ser puramente destructivo, aspira a transformar positivamen­
te aquello en lo que recae. Como Marcuse, Gadamer considera
que el arte y la belleza evocan el sentimiento de un orden ínte­
gro posible, a pesar del triunfo fáctico de lo fragmentario y de la
cultura mosaico. La experiencia artística es, por este motivo,
utópica. Utopía y arte son fruto de otra racionalidad distinta de
la establecida, pero no proceden de la irracionalidad que, a
veces, parece dominar el resto de nuestras actividades cotidianas
en el seno de la vida productiva. No es tan difícil comprender
que hay que invertir los órdenes y pensar que la libertad y la
razón se realizan más en el juego que en las otras facetas de núes-

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C o n clu sió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 171

tra vida. Por eso, para Gadamer, el juego artístico no es un


sueño, sino la actividad humana más verdadera, la escucha de la
verdad de la obra, el conocimiento que es, a la vez, autoconoci-
miento y transformación.
El conocimiento artístico tiene estos rasgos esenciales porque
no es un testimonio histórico más, sino un modo privilegiado de
comprensión y de racionalidad, respetuosa con la tradición a la
que pertenece, pero despierta y crítica con respecto a las perver­
siones que han tenido lugar en ella, dispuesta a luchar por una
verdad sin modelos exteriores que pueda acabar con el objetivis­
mo que nos domina.
Los tres autores de los que nos hemos ocupado explicarían, sin
duda, las tendencias artísticas actuales como fenómenos que nos
ayudan a conocer las características del hombre y del mundo con­
temporáneos, en los que los significados se ocultan bajo un caos
de informaciones y en los que el sentido se desarrolla ligado al sin­
sentido. La principal característica del arte contemporáneo es su
autonomía y, como sabemos, ésta es también el rasgo principal de
la razón.
El arte no es irracional ni irreflexivo, no es el resultado de tan­
teos inconscientes e inconsistentes. Siguiendo a Marcuse, Merle-
au-Ponty y Gadamer, no eliminamos del arte y de la interpretación
estética la expresión inconsciente, pero nos inclinamos a pensar
que la creación un proceso controlado racionalmente, aunque esta
razón sea cualitativamente distinta a la establecida. La interrela­
ción del inconsciente del artista y la obra puede ser reveladora
para la explicación psicológica de la personalidad creativa, pero
mucho menos si lo que nos interesa es interpretar la obra de arte,
la cual actúa como mediadora entre el artista y el público.
La voluntad reflexiva explica el arte, sea éste objetivo o con­
ceptual, porque éste también está ligado al conocimiento de sí y
de lo otro. El arte actual debería, quizás, orientar ese potencial de
auto-reflexión hacia la transformación de las conciencias adapta­
das y hacia la transformación del mundo, porque la reflexión y la
racionalidad son condiciones necesarias (aunque tal vez no del
todo suficientes) de la liberación. En primer lugar, hay que tomar
conciencia de la falta de libertad; en segundo lugar, es preciso
experimentar la necesidad urgente de ella y finalmente hay que ser

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172 El arte como racionalidad liberadora

capaz de imaginar otros mundos posibles alternativos a éste. Todo


esto puede venir favorecido por un arte no mercantiizado, que no
se olvide de preservar la racionalidad emancipatoria.
Para explicar algunas nuevas tendencias artísticas contemporá­
neas, no es necesario crear nuevos conceptos de la nada, sino
reformular aquéllos que siempre han sido presupuestos por el
sentido común y que, con el paso del tiempo, han ido perdiendo
significado. Nos referimos a las nociones de mimesis, «verdad»,
«racionalidad», «transmutación», «percepción», «libertad»,
«autonomía», «expresión», «símbolo», etc.
El arte de hoy no hace sino representar, como siempre, la no
familiaridad en la que vivimos y que hoy se ha agudizado. Frente
a un mundo cada vez más dividido, la obra de arte, a la vez que
preserva las diferencias y el inconformismo, les presta unidad y
cohesión, mostrando así que aún hay espacio para la conciliación,
que aún existen alternativas al caos que diariamente experimenta­
mos. Por eso, ante la contemplación de una obra de arte, nuestro
espíritu se apacigua como si huyera del ruido mundanal y, por un
instante, nos sintiéramos reconciliados con nosotros mismos.
Mirada filosóficamente la obra de arte nos ofrece, además, la
oportunidad de pensar con coherencia que ese instante podría ser
eterno si el mundo y nosotros mismos asimiláramos una parte de
la luz y de la verdad que anidan en el arte. Las expectativas, que
ésta contiene y transmite, no siempre son vanas y vagas ilusiones
(recordemos la idea marcusiana del arte como bella promesa de
liberación).
La reivindicación marcusiana de una razón gratificante y de un
cierto hedonismo necesario, no es tan utópica como a primera
vista pueda parecer a los individuos integrados; la prueba de ello
es que esa nueva racionalidad ha hecho mella en algunos movi­
mientos sociales actuales que exaltan la vida privada, la naturale­
za, el mundo de la vida, la racionalidad comunicativa como base
de toda racionalidad, etc. Lentamente, vamos comprendiendo la
razón de muchas de nuestras inquietudes: este mundo colonizado
por la razón estratégica y por esa cuestionable noción de progre­
so técnico-económico que heredamos de la Ilustración, que se
erige como panacea de nuestras modernas sociedades avanzadas,
no es la única meta posible de la existencia.

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C o n clusió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 173

Así lo comprendieron los filósofos en los que nos hemos dete­


nido, herederos de la tradición romántica, que nos enseña que el
mito tiene su verdad y que la razón también sufre desventuras:
«Con todo esto, la conciencia romántica, que critica las ilusiones
de la razón ilustrada, adquiere positivamente un nuevo derecho.
Unido a aquel impulso ilustrado hay también un movimiento con­
trario de la vida que tiene fe en sí misma, un movimiento de pro­
tección y conservación del encanto mítico en la misma conciencia;
hay, sin duda, el reconocimiento de su verdad»8.
Con estas palabras, como ya hicieran Marcuse y Merleau-
Ponty, Gadamer está diciendo que hay verdad y racionalidad en
lo recóndito, en las potencias incumplidas, en lo posible, en la
imaginación y, en definitiva, en el arte: «¿Q ué otra cosa podría
ser la poesía sino esa representación de un mundo en que se
anuncia algo verdadero, pero no mundano?»9. Esta verdad no es
algo fáctico, no se adecúa a la realidad instaurada, pero es inclu­
so más razonable que ella. Resuena aquí, tanto la razón ampliada
a la vida perceptiva y a la Carne (Merleau-Ponty), como la rei­
vindicación marcusiana de una razón placentera, enriquecedora
de la vida y de la cultura.
Ahora bien, la defensa marcusiana del mundo de la vida, de las
pulsiones básicas y, en general, de la naturaleza no es una simple
regresión romántica, como a veces se ha dicho. Marcuse nunca
propone el retorno del desnudo pasado. Denuncia las construc­
ciones sociales que pasan por naturales y piensa en una naturale­
za humanizada. La estética de Marcuse, a semejanza de la de
Adorno y de la de Merleau-Ponty, es una estética de la naturaleza,
pero ésta se entiende siempre en relación con el ser humano y a la
inversa.
Marcuse distingue entre naturaleza exterior y naturaleza
humana. Se enfrenta a los que privilegian la noción de naturale­
za con objeto de mantener el status quo, incluso somete la natu­
raleza humana a la historia y a la razón, entendida como poder
cognitivo y transformador capaz de liberar a la naturaleza de su

8 GADAMER, H.G., «Mythos und Vernunft», Gesammelte Werke VIII. T'übin-


gen: Mohr, 1993, p. 168.
9 G a d a m e r , H.G., op. cit. p. 169.

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174 El arte como racionalidad liberadora

brutalidad. En la realidad humana, la cultura es inherente a la


naturaleza y la naturaleza pura no es más que una especie de
punto virtual.
Estamos, por tanto, de acuerdo con P. Masset en que la filo­
sofía de Marcuse es una antropología y no una filosofía de la
naturaleza, ni una filosofía del pensamiento, sino una filosofía del
hombre inmerso en la sociedad10, bien entendido que el hombre
no es, para Marcuse, un simple objeto de estudio; su antropolo­
gía no es positivista, sino que apunta al hombre nuevo, a lo que
el hombre debe ser. Esta utopía humanista tiene en el arte uno de
sus fundamentos. Marcuse concede al arte, como hemos visto,
una función central en la resistencia contra la alienación en el
capitalismo tardío, como promesa de la libertad y realización de
la utopía. Por un lado, acepta la idea marxiana del arte como ide­
ología y falso consuelo frente a la realidad escindida, pero, por
otro, ve en ella la expresión de la insatisfacción ante esa misma
situación y el despertar de la necesidad de felicidad individual y
social.
Si Hegel entendía la libertad como un atributo del espíritu y la
necesidad como la ley de la voluntad natural11, y situaba el reino
del arte en el de la libertad, Marcuse comprende que la ausencia
actual planificada de la libertad domina en nuestra civilización
hasta el punto de imponer necesidades artificiales como si fueran
naturales y desvirtuar la misma naturaleza. La estética marcusiana
denuncia este hecho e instaura un verdadero reino de la libertad
reconciliado con la naturaleza.
La confianza marcusiana en el poder de Eros, le ha impedido
comprender que éste puede convertirse también en una fuerza
ciega, que no se piensa a sí misma, sino que se acepta simplemen­
te como hecho positivo y que somete al individuo a las fuerzas de
sus pulsiones. Sin embargo, teniendo en cuenta la represión que
en las sociedades opulentas se ejerce sobre la vida instintiva, su
canalización hacia funciones productivas, su reducción a impulsos
parciales y especializados, considerando, en definitiva, que hoy se

Cff. MASSET, R, La pensée de Marcuse. Toulouse: Privat, 1969. pp. 159-160.


Cfr. H e g e l , G.W.F., Introducción a la estética. Barcelona: Edicions 62,1985.

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C o n clusión : ¿D e qué modo libera el arte ? 175

controla de modo eficaz y anónimo la sexualidad y la sensibilidad,


la defensa marcusiana de Eros resulta necesaria para restituir la
verdadera naturaleza. Que, después, el poder de Eros se tome
también totalitario es algo difícil de predecir y hasta de pensar,
pues su esencia es la libertad y la creación. Además Marcuse no
excluye la posibilidad de dirigir las pulsiones; lo que rechaza es la
dirección que se les ha dado en nuestra época y sus nefastas con­
secuencias. El hecho de que no desvincule la racionalidad de la
sensibilidad y de la sensualidad, su concepción de la naturaleza
vinculada a la transformación cultural humana, demuestra que su
utopía no consiste en un ciego e indiscriminado desarrollo instin­
tivo.
Marcuse, como Gadamer, hereda la idea heideggeriana de que
una obra de arte verdadera es la obra auténtica, que permanece
constante a través del tiempo12. Sin embargo, no especifican cuá­
les son las normas o criterios que cumplen esas obras y justifican
su persistencia. Sin embargo, de la atenta lectura de Marcuse,
podemos inferir que el arte auténtico es el revolucionario y que
éste es, en sentido estricto, el que «representa un cambio radical
en estilo y técnica»13. Ahora bien, ¿sólo por esa radical novedad u
originalidad de estilo podemos juzgar una obra de arte? Marcuse
no defiende una concepción exclusivamente técnica del arte, sino,
ante todo, la vinculación de la obra con la autenticidad y la ver­
dad.
Obra de arte verdadera es la obra revolucionaria, en el sentido
de que es la opuesta a lo establecido y preservadora de posibili­
dades incumplidas de la realidad. La técnica puede ayudar al arte
a subvertir la percepción y la comprensión automatizadas, pero
no debe desvincularse de los contenidos, del mensaje que mani­
fiesta la imagen de la liberación del orden establecido. La verdad
del arte no consiste en la imitación de ésta, sino que reside en la
propia obra, en la realidad que ella impone, porque «el mundo
realmente es como aparece en la obra de arte»14.

12 C fr. MARCUSE, H ., L a dim ensión estética, p . 5 6 .


13 M a r c u s e , H ., o p . cit., p . 5 7 .
14 M a r c u s e , H ., o p . cit., p . 5 9 .

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El arte como racionalidad liberadora
176

También nosotros, como Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer,


entendemos así la imagen artística, la cual no es un mero índice de
lo que representa, sino que explica lo desconocido (lo posible) a
través de lo conocido (lo dado). Una imagen artística no solo es el
recordatorio de determinados objetos, sino que contribuye a
construirlos para percibirlos de una nueva manera. Si en la visión
cotidiana tenemos una percepción automatizada de los objetos, es
decir, captamos de ellos tan sólo los rasgos necesarios para nues­
tros propósitos concretos, el arte nos hace percatamos de toda su
riqueza y de sus múltiples dimensiones; a la vez, nos enseña a per­
cibir los objetos como realidades singulares e irrepetibles. Pero,
además de remitir así a lo externo, la imagen artística concentra la
atención sobre sí misma; el mejor ejemplo de esta autorreflexivi-
dad es el lenguaje poético. La autorreferencialidad de algunas
obras o géneros artísticos no es, sin embargo, un completo aleja­
miento de los objetos, sino un intento de transmitir la fuerza de
los mismos que, en este mundo utilitario, pasa frecuentemente
desapercibida. Así, el arte contemporáneo contribuye a transmu­
tar la noción de «referencia». Que el objetivo inmediato de este
arte sea la expresividad, no significa que esté exento de capacidad
comunicativa o de referencia. Recordando a Husserl, todas las
formas de expresión simbólica (y el arte es una de ellas) están mar­
cadas por su estructura apresentacional15, la cual se corresponde
con lo que en otras teorías se denomina «referencia»: las caras que
las cosas nos presentan, apresentan, a su vez, otras que permane­
cen escondidas desde nuestra perspectiva finita. Por consiguiente,
lo apresentado no es lo que permanece recóndito, sino el otro lado
de lo que se nos da situacionalmente.
Los tres autores de los que aquí nos hemos ocupado reformu­
lan esa clásica noción de «referencia». En ningún momento nie­
gan la posibilidad de la verdad en y a través del arte, sino todo lo
contrario: el arte es portadora de una racionalidad propia y de una
verdad arquetípica y, por eso, el conocimiento y la realidad misma
deben tomarla como modelo. Ahora bien, nuestros filósofos

La teoría husserliana de la apresentación puede analizarse detenidamente


en sus Logtsche Untersuchungen VI, secciones 14, 15 y 26; Ideen I, 43 y Cortesía--
nuche Meditationen (V, secciones 49-54). 3

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C o n clu sió n : ¿D e qué modo libera e l arte ? 177

rechazan la idea de la verdad como adecuación. Consideran que


la teoría de la verdad como adaequatio rei et intellectus no sirve
cuando lo que se dice no es únicamente la expresión de algo, sino
un Dasein en sí mismo, una legítima pretensión de ser. Por eso
Gadamer insiste en que la verdad (aletheia ) tiene un significado
ontológico, es decir, no caracteriza el comportamiento de alguien,
sino su ser y es en la obra de arte donde se revela y hasta se pro­
duce el verdadero ser de las cosas.
La obra de arte no es un objeto más del mundo, sino que encie­
rra su propio mundo y abre su ser. Por eso la verdad de la obra de
arte no se halla en la verdad del concepto filosófico (como creía
Hegel), sino que en ella misma acontece una manifestación singu­
lar (y, al mismo tiempo, ejemplar) de la verdad.
Sin duda la verdad que conviene al arte y a las ciencias del ser
humano es más la aletheia que la adecuación. Aletheia es esa ver­
dad originaria que hace posible que los mismos enunciados sean
verdaderos, la condición de posibilidad de cualquier horizonte de
sentido. Esta verdad es ante-predicativa, como la Lebenswelt en la
que estamos instalados y desde la que comprendemos, incluso
antes de que se de el juicio predicativo. Aletheia y Licktung sirven
para entender que en el arte hay verdad, porque ilumina un claro
de sentido que permite comprender dejando ser al ente, sin obje­
tivarlo; la luz que emana de la obra artística abre horizontes de
sentido que actúan como coordenadas de nuestro mundo y gra­
cias a ellas comprendemos y nos situamos. Además de enriquecer
con sus efectos nuestra vida, el arte es verdadero porque produce
algo nuevo, hace ser, crea una nueva referencia y enriquece el
mundo (ya sea el mundo actual o el posible).
Así pues, la verdad del arte no es la de la adecuación del enun­
ciado con la realidad, sino su propia presencia; no tiene como
norma el ser dado. Hace manifiesto por primera vez lo que nom­
bra dándole una presencia sensible. Esto significa que el arte es,
incluso, más verdadero que el orden existente y es éste el que
debería adecuarse a aquél para contribuir a la transformación de
la naturaleza humanizada y, posteriormente, a la liberación. El
arte no debe subordinarse, entonces, ni a la lucha de clases, ni a
los designios del mercado, ni a otros tantos objetivos heteróno-
mos; no debe reducir su extrañamiento y sus objetivos radicales y

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178 E l arte como racionalidad liberadora

transcendentes de cambio, pues «sólo será revolucionaria en rela­


ción a sí misma, como contenido convertido en form a»16. La obra
de arte es esencialmente revolucionaria y liberadora, si no hipote­
ca su autonomía.
También Merleau-Ponty insistía en la misión transformadora y
liberadora del arte. Como Marcuse y Gadamer, éste consideraba
al arte superior a la ciencia, porque, a diferencia de esta última, el
arte nos afincaba en el mundo de la vida originario del que deriva
todo, incluso el conocimiento científico. Para ello, el arte no nece­
sita servirse de procedimientos sofisticados, sino únicamente pro­
fundizar en la génesis de las cosas, dejarse decir por la percepción,
que arranca del cuerpo. «Toda técnica -dice Merleau-Ponty- es
técnica del cuerpo»17. Lo único que hace el pintor es aportar su
cuerpo y su gesticulación creadora y transponer así su ser-en-el-
mundo.
Como Marcuse y Gadamer, Merleau-Ponty diría que el arte, de
algún modo, imita la naturaleza y lo hace sin desnaturalizarla, pro­
longándola con su particular estilo, reinscriendo esa expresión
primordial que siempre está ahí, incluso en el que no es artista,
porque «E l estilo vive en cada pintor como la pulsación de su
corazón»18. Esta anterioridad viviente e inmediata, compartida
por todo habitante de la Lebenswelt, es la que hace inteligible el
trabajo del artista, su lenta conquista del estilo.
Ya en La estructura del comportamiento, Merleau-Ponty suge­
ría que, a través del arte, podemos comprender la transcendencia
humana, nuestra manera de ser en el mundo. El origen del arte se
halla, según este filósofo, en la expresión primordial, en la activi­
dad espontanea y estructurante de la percepción y del ser en el
mundo corporal. La tarea de pintor consiste en revelar y rehacer
la proeza de la percepción visual, que se produce inconsciente­
mente en nuestra vida cotidiana. Pintar no es otra cosa que con­
centrar el sentido esparcido en la percepción, «hacerlo existir
expresamente»19. En el acto de la visión encontramos un mundo

16 Marcuse, H., La dimensión estética, p. 59.


17 M erleau-Ponty , M., L 'O e ile t I'Esprit. p. 69.
18 M erleau-Ponty , M., Signes, p. 78.
19Ibid.

178 of 226 m ► D ED □□ ^
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C o n clu sió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 179

que no se nos enfrenta como un objeto, sino que nos envuelve. No


es la actividad del genio la que descubre esto, que constituye el
marco general de toda nuestra vida (artística o no), sino una mira­
da intencional más nítida y reflexiva que la que acostumbramos a
dirigir en nuestra existencia común.
Que el arte sea una expresión individual de verdades universa­
les no significa que sea puramente original por obedecer al genio.
La base de su originalidad estriba en una manera diferente de ver
el mundo y ésta no nace con el artista, sino que resulta del encuen­
tro de la obra de arte con el espectador de la misma. Por tanto, la
originalidad no depende exclusivamente del genio creador.
Como nos enseñó Merleau-Ponty, el ojo del artista no difiere
demasiado del del espectador; el artista es un espectador de su
propio trabajo, es mirado por las cosas que pinta y es capaz de
percibir el valor de la obra de otros artistas. Hay una honda
conexión entre la visión imaginativa del artista y la del especta­
dor. Así Merleau-Ponty eliminaba la actitud meramente contem­
plativa frente a la obra de arte y colocaba en su lugar elementos
netamente corporales. El artista es un hombre interesado que
impone una nueva organización a las cosas basada en su percep­
ción activa y personal. La visión artística no es, en Merleau-
Ponty, pura receptividad, pura pasividad, sino una percepción
activa: sólo vemos aquello a lo que miramos; nuestro ver esta
limitado por el movimiento de nuestros ojos, pero no es un mero
registro de lo que está ante ellos. La mano del pintor sigue acti­
vamente al ojo. La pintura moderna es, en cierto modo, auto-
figurativa, es decir, no se refiere directamente a lo externo, sino
que va surgiendo en el movimiento del artista. Este no proyecta
sus sentimientos sobre la imagen, sino que la deja ser para que
sea presente; por tanto, no la subjetiviza, sino que nos la ofrece
levantando el velo que habitualmente la cubre y sume en la igno­
rancia sus facetas más liberadoras. Así pues, la función del artis­
ta se acerca a de la aletheia, a la verdad como desocultamiento
que no pretende manipular su objeto para que satisfaga nuestros
fines a corto plazo, pero, más que el creador de la obra, es la
peculiar mimesis artística la que nos habla de la verdad de la
obra de arte, que no es la del enunciado o la de la ciencia, sino
una verdad, indirecta, abierta, una verdad alecéica que no defor-

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180 El arte como racionalidad liberadora

ma ni manipula lo real, sino que se va haciendo históricamente e


interpretativamente y que consiste en el desocultamiento de la
esencia.
Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer, se oponen a la teoría del
genio: el genio de un artista es nada más y nada menos que su
obra. Los tres filósofos de los que nos hemos ocupado rechazan la
absolutización del acto de creación; piensan que éste ha de com­
pletarse con la experiencia sedimentada, con el juicio y con la
interpretación estética.
Como han señalado Merleau-Ponty y Gadamer, el arte es una
forma no reduccionista de visibilidad, el desocultamiento de todas
las potencias de ésta; de ahí que el artista, sea creativo en el senti­
do de que descubre lo no visto. Esa especial atención a la percep­
ción, a la visión y a la visibilidad es lo que define un estilo, el cual
no es una mera destreza instrumental. En nuestra opinión, el esti­
lo, así entendido, encarna la racionalidad característica del arte,
que no es obviamente estratégica, sino una racionalidad práctica,
cercana a la phronesis aristotélica, recuperada por Gadamer, que
guía nuestras acciones sin subsumirlas en reglas universales; lo
universal sólo sirve de orientación para la comprensión de lo par­
ticular.
Como el esquema corporal, el estilo es un sistema de equiva­
lencias que el artista construye; en la percepción, en cambio, ese
sistema de equivalencias está siempre ya constituido, aunque no
siempre desvelado temáticamente. Esta peculiar concepción esté­
tica no desemboca, como hemos visto, en un tecnicismo, pero
tampoco en un naturalismo, porque el arte no preexiste en la mera
percepción, porque el sistema de equivalencias del artista no imita
el mundo, sino que lo inviste de nuevo en sus colores, en un cuasi-
espacío, sobre una tela»20. Además, como para Marcuse y para
Gadamer, también para Merleau-Ponty la naturaleza (lo mismo
que la percepción) no es algo meramente dado de una vez para
siempre y expuesto tan sólo a la pura contemplación del especta­
dor; la naturaleza está imbricada con la cultura de modo que,
ambas resultan ya inseparables.

20 M erlea u -P o n t y , M., op. cit., p. 69.

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C o n clusió n : ¿D e q u é modo libera el arte ? 181

A pesar de la atención que Merleau-Ponty dirige a los colores,


no se detiene, sin embargo, en la resonancia afectiva de los mis­
mos. Ciertamente, no ignora que cada gesto de expresión está
inserto en un itinerario, en una tradición, en una historia sedi­
mentada, pero sabe que la determinación de ésta no es absoluta,
sino que coexiste con la contingencia.
Merleau-Ponty constata la multiplicidad de estilos artísticos,
pero cree en la unidad de las artes, en la identidad de su origen: el
mundo percibido y el fondo común de la carne. Esto se debe en
gran parte a que, en lugar de colocarse en el punto de vista del artis­
ta, se sitúa en el del espectador, porque parece estar convencido de
que no es posible analizar cómo se hace un cuadro si no somos
capaces de entender cómo está hecho, como se produce en su pre­
sentación. Ahora bien, el filósofo no proclama, en ningún momen­
to la muerte o la desaparición del artista o del autor; éste es el cre­
ador de la obra y en ella se manifiesta el arte. La tendencia dialéctica
de Merleau-Ponty es evidente. Con él asistimos, en suma, a una ree­
laboración de la aisthesis a través de las nociones de reversibilidad,
implicación, sistema de intercambios... Así pretende que tome
forma ante nosotros un esbozo del logos del mundo sensible.
Gadamer, por su parte, nos enseña también que la experiencia
del arte no produce una experiencia estética pura, sino un modo
de autocomprensión. El arte es una forma de conocimiento y, por
tanto, la pregunta por él no puede desvincularse de la interroga­
ción por la verdad. Ahora bien, ésta no existe en el mundo de los
inteligibles puros, no es una Idea a la que deban adecuarse sus
apariciones, sino que es fruto de la historia. La verdad del arte está
más allá del concepto y no se opone a la pluralidad de la expre­
sión o de la interpretación.
Toda obra de arte, incluso la que pretende estar vacía de sentido,
se asemeja al lenguaje y, por tanto, puede ser legítimamente objeto de
interpretación. Hasta la falta de sentido dice algo y, por tanto, posee
sentido; no es un sinsentido, sino que tiene un contenido que brota
de la ausencia de sentido. Sólo así se explica su espesor y su unidad.
El arte auténtico acepta consecuentemente la crisis del sentido de lo
circundante. Como dice Adorno, una obra de arte auténtica es aqué­
lla en la que hasta la negación del sentido tiene un sentido inmanen­
te y no se queda simplemente en la adaptación a lo dado.

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182 E l arte como racionalidad liberadora

Además, la verdad del arte es, en cierta manera, algo que per­
manece, ya que escapa al tiempo, porque se dirige a cada sujeto
como sí fuera único, porque concilia lo particular con lo univer­
sal. De ahí que su verdad sea, según Gadamer, el paradigma de las
ciencias del espíritu. El arte no se agota en la mera contemplación
de un objeto, sino que nos reconcilia con nosotros mismos aumen­
tando nuestro autoconocimiento. El arte transfigura la verdad de
la experiencia cotidiana; no la enmascara, ya que no es una ideo­
logía, sino que, en virtud del extrañamiento y de la distanciación
de lo ordinario, nos hace tomar conciencia del acontecer. Para
ello, el arte se sirve, como en Marcuse, de la imaginación, la cual
no está reñida con el conocimiento: «el conocimiento es el crite­
rio fundamental de la representación artística. De acuerdo con
ello, reconocemos el papel imprescindible de la imaginación, pero
situándola en orden al conocimiento. Así, la imaginación es en la
representación artística el órgano -o uno de los órganos- del cono­
cimiento»21. Estamos plenamente de acuerdo con García Leal en
la necesidad de que una obra de arte despierte nuevos conoci­
mientos para merecer con propiedad ese nombre. Aunque pensa­
mos como él que el conocimiento artístico no es acumulación de
constataciones sobre hechos, sino que contribuye al desarrollo de
nuestras facultades y a nuestro autoconocimiento, nosotros insis­
timos en que éstos sólo se producen en contacto con los objetos;
ese conocimiento enriquece también a éstos porque aumenta su
ser, que no es puramente objetivo.
Podríamos ir todavía más lejos que este autor diciendo que es
preciso que la obra encarne la racionalidad liberadora caracterís­
tica del arte y opuesta a la racionalidad técnica dominante. Por
otro lado, pensamos que el autor de esta sugerente obra realiza
una buena reflexión sobre algunos conceptos fundamentales de la
estética, sin embargo no profundiza demasiado en el significado
de otros conceptos-claves para el desarrollo de su tesis como, por
ejemplo, «razón», «percepción», «reversibilidad», «verdad», etc.

21 G arcía L e a l , J., Arte y conoámiento. Universidad de Granada, 1995. p.


139. Como su título indica, toda la obra intenta demostrar la tesis de que el arte
es, ante todo, conocimiento y el enriquecimiento de éste será el criterio principal
para juzgar una obra de arte.

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C o n clusió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 183

En la obra de García Leal no queda suficientemente explicitada la


diferencia entre el conocimiento propio del arte y otros tipos de
conocimientos, especialmente el conocimiento científico. En cam­
bio, las aportaciones estéticas de los tres pensadores de los que
aquí nos hemos ocupado están fundamentadas en sus respectivos
pensamientos filosóficos y ocupan un lugar central en los mismos.
Ninguno de ellos desvincula la ontología de la gnoseología y, por
consiguiente, conceden al arte un estatuto, no solamente gnoseo-
lógico, sino también ontológico.
Como tuvimos ocasión de ver, Marcuse identifica el verdadero
conocimiento con la penetración crítico-negativa en la realidad
dada conducente a la transformación de la misma. En su opinión,
la dimensión estética, gracias a su rechazo de la razón instrumen­
tal dominante, preserva las potencialidades incumplidas de la rea­
lidad y la imaginación utópica, que lucha por plasmarlas en ella.
El arte nos ofrece, por tanto, conocimiento adecuado de lo otro
posible, que también forma parte de la realidad, a pesar de que
sea constantemente reprimido.
Por su parte, Merleau-Ponty se enfrenta a una concepción
reduccionista de la realidad y del conocimiento de la misma,
demostrando que la percepción es el origen de todo sentido y que
ésta no es una operación meramente receptiva y pasiva, sino que
está relacionada dialécticamente con todas las otras capacidades.
Los acertados comentarios estéticos de Merleau-Ponty tienen la
intención de profundizar en la complejidad y el carácter relacio-
nal del comportamiento del ser-en-el-mundo y en el fenómeno de
la visión que lo envuelve.
Finalmente, la teoría estética de Gadamer se opone al predo­
minio moderno del método y del objetivismo cientificista y se
erige en paradigma del conocimiento comprensivo que caracteri­
za a las llamadas ciencias del espíritu. El conocimiento defendido
por Gadamer es subjetivo-objetivo, no pierde de vista sus fines o
la investigación de la verdad de su objeto y tiene como meta una
mayor comprensión del mundo y del hombre mismo. El arte es,
para él, la encarnación viva de este conocimiento que origina, a la
vez, autoconocimiento transformador.
Destacar la relación del arte con la razón y con el conocimien­
to no implica, sin embargo, limitarse a dar explicaciones socioló-

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E l arte como racionalidad liberadora
184
o psicológicas del fenómeno artístico N o negam os el m teres
gicas
l a nero nensamos que no puede hablarse del arte y de
de las mismas, pero pensamos que , accesorio- es
un conocimiento sobreañadido a la misma de m odo acceson o es
decir el conocimiento que aporta el arte no es reductible al que
pueda brindamos en tanto documento del pasado o en tanto alg
externo a ella. N os interesamos por el conocimiento propio del
arte mismo, un conocimiento que no es un medio, sino tin en si y
que no está constreñido por su posible utilidad o por su contri­
bución a la adaptación a lo dado.
Indudablemente el arte aporta conocimientos sobre si m ism a,
sobre el mundo de la vida, el ser-en-el-mundo, las relaciones inter­
subjetivas, los sentimientos y emociones, y, sobre todo, conoci­
miento de lo posible, de cómo podrían ser las cosas y los hom bres.
Este conocimiento ha de estar en la obra misma y él es el que le
da sentido. Pensamos que una obra será tanto más artística cuan­
to más contribuya a aumentar este tipo de conocim iento, cuanto
mejor logre implantar su propia racionalidad liberadora, opu esta
a la dominante, cuanto más contribuya a nuestra propia autocom -
prensión. La obra de arte tiene el poder de refigurar nuestra iden­
tidad; por eso, cuando nos reconocemos en la contem plación de
la obra, nos comprendemos mejor.
La obra de arte, en Gadamer, aporta conocim iento porqu e es
Darstellung, presentación del ser y, por tanto, tiene su verdad en
sí misma y no sólo como imitación de algo que estuviera fuera de
ella. Mimesis y conocimiento parecen dos nociones relacionadas
en las distintas teorías estéticas. L o novedoso de la estética her-
menéutica no es, pues, el empleo de am bos conceptos, sino la
redefinición de su significado.
Gracias a las aportaciones de dicha estética sabem os que el
c° n cepto de mimesis es más amplio que el de realism o y no es
re ucible a la simple imitación. L a mimesis artística es peculiar
porque no copia la realidad, sino que la muestra intensificando su
sentido; por este motivo, la obra de arte raramente se correspon-
de con un original concreto, ya que más que reproducir la reaÜ-
; V ranS OrT ' h mímesh a n d i d a como transmu,actón

v io , ~

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C o n clusió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 185

valor cognoscitivo no es exclusivo de las obras miméticas, sino


que se halla en todo arte que pretenda la comunicación, interpre­
tación incluso la transformación del mundo. Para captar los valo­
res miméticos, debemos recordar que la cultura está imbricada
con la naturaleza y no es algo ajeno a ella o una copia de la misma.
La depreciación o revalorización de los valores miméticos es un
indicio de la intención de rebasar los paradigmas existentes, pero
no siempre un rechazo o una aceptación acrítica de los mismos.
Una obra de arte no se limita a reproducir la realidad, sino que la
trae a la presencia, la ejecuta o interpreta. El conocimiento artísti­
co se funda en la mimesis y evoca la experiencia de una suspen­
sión de nuestras seguridades en el encuentro con una realidad
transformada creativamente.
De forma parecida, el arte es en Marcuse, mimesis transforma­
dora, cuya imagen de liberación queda rota por la realidad, pero
continúa siendo verdadera. El auténtico artista sabe que el reino
de la libertad se halla más allá de la simple repetición de lo que
hay.
En Merleau-Ponty el arte es mimético porque tiene el poder de
estilizar el objeto; no depende tanto de éste, como de lo que vir­
tual que hay en él. Todos estos filósofos fuerzan el concepto de
mimesis para que signifique también «producción», apertura de
mundos posibles no realizados todavía.
Por consiguiente, cuando subrayan el poder cognitivo del arte,
lo hacen transformando la noción misma de conocimiento e insis­
tiendo en que éste es inseparable de la autonomía artística, por­
que, cuando el arte abandona su autonomía, sucumbe ante la rea­
lidad que trata de aprehender, denunciar o ampliar. Creen
fervientemente que la verdad del mundo artístico está en sí mismo
y no en la correspondencia con la realidad dada. La libertad que
ofrece el arte radica precisamente en su autonomía: al no ser mero
reflejo de la realidad, no puede claudicar y adaptarse a ella. Por
eso nuestros pensadores rechazan el anti-arte, en tanto mera imi­
tación sin transformación, en tanto renuncia a la forma estética sin
suprimir la diferencia entre arte y vida, pero sí la diferencia entre
esencia y apariencia y, por tanto, la verdad del arte.
Aunque Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer rescatan el con­
cepto de mimesis artística, reconocen que el arte no se reduce a lo

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186 El arte como racionalidad liberadora

meramente existente (de lo contrario, la obra de arte no diferiría


de las cosas), sino que representa otros modos posibles (pero rea­
les) de ser. El carácter paradigmático de la verdad artística y las
peculiaridades de ésta posibilitan que los mundos utópicos, el pla­
cer prometido y la superación creativa del orden establecido sigan
teniendo un lugar en las ciencias humanas, las cuales deben tener
estas posibilidades presentes si no quieren ser simples ciencias
positivas.
En ningún caso el arte puede ser tan sólo mimesis; por defini­
ción, es polaridad o dialéctica entre lo mimético y lo constructivo;
ambos polos son, en el arte, ineliminables; es más, lo constructivo
no surge de una hipotética creación pura exenta de cualquier tipo
de nostalgia mimética, sino que se origina al reinterpretar la tradi­
ción a la que se pertenece incluso cuando la meta es la crítica de
la misma: «el factor constructivo no es una corrección ni una obje­
tivante fijación de la expresión, sino que ha de articularse a partir
de los impulsos imitadores que avanzan sin plan»22. La rebeldía
contra la tradición estética, los deseos de transformación de la
misma no consisten simplemente en abandonar los instrumentos
racionales con los que se cuenta, sino más bien en tomar concien­
cia de las perversiones que ha sufrido la razón, analizar sus causas
e intentar restaurarla en toda su amplitud.
Los tres autores estudiados son conscientes de que nuestra
definición es la racionalidad, una nueva racionalidad opuesta a la
establecida, de algún modo, teleológica, que mantenga su vincu­
lación con los fines esenciales de la humanidad, pero una razón
cuya teleología no se desarrolle al margen de nuestra finitud y de
nuestra historicidad.
La tradición fenomenológica, a la que se vinculan los tres
autores aquí estudiados, proclama la necesidad de volver a los
orígenes, pero no lo hace motivada por la nostalgia de la presen­
cia o del pasado, sino por el interés de realizar las potencias de lo
real y constituir así de una nueva manera el futuro. Así es como
debemos entender también la reivindicación del arte como repre-

22 A d o r n o , Th.W., Ásthetische Theorie. Frankfurt: Suhrkamp, 1970 (Trad.


Teoría estética. Madrid: Taurus, 1980. p. 65).

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C o n clusió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 187

sentación a la que nos hemos estado refiriendo. Esta es la razón


por la que en Gadamer, Marcuse y Merleau-Ponty el arte sub­
vierte tanto la aceptación ciega del pasado cuanto el rechazo del
mismo. El arte nos habla en términos presentes, creando un pasa­
je que va de nuestra situación a la de los otros y al ser. Así es
como Merleau-Ponty entiende la historia acumulativa de la pin­
tura que instaura una tradición y enriquece nuestra percepción
del mundo.
Este fenomenólogo se interesa más por el proceso productivo
del arte que por su resultado (la obra). De hecho, cuando analiza
alguna obra concreta lo hace con la pretensión de ejemplificar
aspectos de las operaciones por las que se ha gestado. La razón de
esta preferencia no es otra que su interés por la visibilidad: la pin­
tura transforma el mundo en visibilidad al mismo tiempo que
revoluciona nuestra manera de verlo. Ella tiene, por tanto, la vir­
tud de llevarnos al principio en el que aún no existe la dicotomía
entre los sujetos y los objetos.
Gracias a la pintura, la visibilidad se encama, se transubstan-
cia en cultura y nos enseña cómo ver y cómo hacernos más cons­
cientes de nuestra propia situación y de la de los demás; esto no
solamente tiene lugar en el arte no objetual, sino incluso en el arte
representativo, cuya verdadera comprensión, por cierto, habla
como obra y no sólo como aquello que es representado. Ahora
bien, lo que posibilita una historia de la pintura es la respuesta del
pintor a la exigencia del mundo percibido que clama por trans­
formarse en significado. En el fondo, el pintor desarrolla la misma
dialéctica instituida por la cultura: crea relaciones significativas
entre los hombres humanizando la naturaleza y naturalizando al
hombre. Estas relaciones podrían denominarse, sin miedo a caer
en nuevos reduccionismos, «dialécticas».
La dialéctica no es, en nuestra opinión, un método más para
tratar sobre el arte, sino que le es inmanente, porque, como dice
Adom o, es «la fuerza reflexiva del juicio, que no puede partir de
conceptos superiores universales, ya que ésta nunca es dada, y que
tiene que seguir los elementos singulares y superiores por la
misma carencia que hay en ellos, esta fuerza es la que imita en el
plano subjetivo el movimiento de las obras de arte en sí mismas.
Gracias a su dialéctica, las obras de arte se levantan sobre el mito,

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188 El arte como racionalidad liberadora

sobre las conexiones naturales que dominan de forma ciega y abs­


tracta»23.
La experiencia estética supone siempre tensión. Se nutre del
conocimiento sedimentado y, además, lo enriquece, aumenta
nuestra comprensión del mundo y, con ello, nuestra autocom-
prensión. Esta tensión es el centro de la dialéctica.
Como los tres filósofos objeto de nuestro estudio, Adorno
sostuvo que el arte auténtico, aun siendo producto de la técnica,
ejemplificaba un tipo de racionalidad distinta, la racionalidad
estética o mimética: una razón no instrumental o dominadora,
sino respetuosa con la identidad y la diferencia. La obra de arte
era, en opinión de Adorno, síntesis de mimesis y racionalidad
instrumental, es decir, participaba del mundo contra el que se
resistía y esta contradicción era precisamente el motor de su
fuerza.
Adorno definía la mimesis como una afinidad analógica, difí­
cilmente conceptualizable, entre lo perteneciente a la subjetividad
y lo que está más allá de ella. Así entendida la mimesis, hay que
decir que el conocimiento producido por el arte sobrepasa la ver­
dad enunciativa o la verdad entendida como adecuación plena
con la realidad establecida.
Al igual que los autores que hemos estudiado, Adorno procla­
maba que el arte debía radicalizar su autonomía para evitar inte­
grarse en el orden dominante, pero ni Marcuse, ni Merleau-Ponty,
ni Gadamer caen en un esteticismo puro, porque piensan que no
se comprende verdaderamente el arte si se lo considera sólo como
arte, si se olvidan sus raíces antropológicas, sus funciones libera­
doras, transformadoras, cognoscitivas, comunicativas, etc. Como
dice Félix de Azúa, la verdad del arte «es siempre una presenta­
ción de la más honda y oscura y cruel y casi insoporable verdad de
nuestra residencia en la tierra»24. El arte verdadero es el que nos
dice algo que nos concierne y afecta a nuestra vida en el mundo,
aquél que plasma la imagen de una humanidad liberada, el que
anuncia la utopía o lo no existente todavía.

2) A d o r n o , Th., op. cit., p. 187.


24 A z ú a , de E, Diccionario de las artes. Barcelona: Planeta, 1995, p. 302.

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C o n clu sió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 189

Adorno, en cambio, deseaba preservar el estatuto separado del


arte, su carácter enigmático: «la estética no ha de entender las
obras de arte como objetos hermenéuticos; tendría que entender
más bien, en el estado actual, su imposibilidad de ser comprendi­
das»25. Observemos, no obstante, que Adorno hace valer esa idea
tan sólo para «el estado actual» del arte. La justificación es clara:
en la era de la reproductibilidad técnica de la obra de arte, ésta
sólo puede preservar su autonomía y su contestación evitando ser
traducida en los términos de la sociedad de mercado e integrada
en ella.
Lejos de erigir un abismo entre arte y realidad, los tres autores
que hemos tratado aproximan ambas dimensiones sin confundir­
las, concediendo prioridad al arte como modo de conocimiento
privilegiado del mundo, debido a que se distancia de la existencia
cotidiana y de los significados vacíos o automatizados y preserva
la verdad de otros mundos posibles que no están en éste todavía.
El arte se entiende como una nueva forma cognoscitiva, como
representación de la verdad o búsqueda de la esencia no cumpli­
da ni agotada en la realidad.
Frente a Adorno, Marcuse nos enseña que el arte es mimesis de
esa sociedad, de su realidad escindida y que también preserva las
posibilidades no cumplidas de esa realidad; en otras palabras, el
arte nos ayuda a conocer, a redefinir la realidad y a transformar su
orden de prioridades. Merleau-Ponty, a su vez, insiste en esa cer­
canía del arte; descubre que forma parte de la visibilidad a la que
pertenecemos y nos ayuda a comprender lo real en su gestación.
Por último, Gadamer entiende el arte como Darstellungy porque
es mimesis y ésta es creación, presentación de lo esencial. La
mimesis posee significado cognoscitivo y produce activamente
algo con significado comunicable. Si el arte es comunicación y
conocimiento, es también mediación o participación en la verdad.
Pero al entender la verdad de manera heideggeriana, es decir,
como desocultamiento que, a la vez, oculta, como presencia-
ausencia, la obra de arte, en Gadamer, ¿no acompañará lo que
dice con lo que oculta? ¿N o quedará así clausurado el mensaje

25 A d o r n o , T h ., o p . cit., p . 159.

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190 El a r t e co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

artístico y reservado alguna élite? O, en todo caso, ¿no permane­


cerá el significado de la obra perpetuamente diferido?
Estos problemas derivan, en el fondo, de la misma ambigüe­
dad de la noción de la «verdad» como alétheia y son un fiel refle­
jo de sus insuficiencias. La estética gadameriana goza o adolece de
las mismas atribuciones que su concepción de la verdad: es esen­
cialmente interpretativa, histórica, finita, abierta, no dogmática,
relativa, etc. No es el momento de exponer aquí la noción gada­
meriana de la verdad y los problemas que conlleva. En lo que sí
debemos insistir es en que la verdad del arte no es, para Gadamer,
una más entre muchas e iguales, sino que es modélica porque,
como ocurre en el juego, el arte deja ser a lo que es sin manipu­
larlo o deformarlo para someterlo a fines extrínsecos; esto es lo
que diferencia al arte de la ciencia moderna: mientras que aquél se
interesa por la verdad, ésta la sustituye por el interés metodológi­
co. En todo juego, nos jugamos algo, pero en el de Gadamer lo
que está en juego es nuestro ser. A diferencia de los otros juegos,
el del arte es Verwandlung ins Gebilde , es decir, transformación
de lo real en una obra, cuya verdad aumenta el ser.
Hemos tenido ocasión de ver cómo la estética marcusiana y la
gadameriana se desarrollan en base al concepto de «juego». G ra­
cias al juego, implícito siempre en el arte, la función denotativa de
las obras queda suspendida y el significante liberado deja entrever
las condiciones en las que podría concebirse lo que aún no existe.
La obra de arte actúa como mediación entre la realidad y la ima­
ginación sin negar ninguna de ellas y el juego es su medio y la
ejemplificación de la situación artística, en la que sujeto y objeto,
pasado y presente, autor y receptor dejan de entenderse como ins­
tancias separadas, se dialectizan. Ahora bien, la dialéctica, a la que
se refieren en diversas situaciones nuestros tres pensadores, no es
idéntica a la de la marxista ortodoxa, porque carece de síntesis
acabada o de consumación histórica perfecta; no conduce, por
tanto, al conocimiento absoluto; se conforma con alcanzar un
conocimiento más verdadero, cuya tendencia a la objetividad (no
al objetivismo) no excluya a los sujetos.
Nuestros filósofos se proponen preservar la subjetividad, sin
absolutizarla ni identificarla con la existencia social de los indivi­
duos; sin exaltarla rindiendo culto al héroe o al genio, ni borrarla

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C o n clusió n : ¿D e q u é modo libera el arte ? 191

en el anonimato de las masas. Para hacer frente a la tendencia


social creciente hacia esta última dirección, ellos recuperan al
individuo. Merleau-Ponty, concretamente, insiste en la necesidad
de mayor privacidad para frenar el impulso de una sociedad admi­
nistrada: «la insistencia en la verdad y el derecho a la intimidad no
constituyen en realidad valores burgueses, ya que hoy en día se
han convertido en valores políticos universales que se oponen a la
socialización agresiva dominante»26. La proximidad con Marcuse
resulta palmaria; éste analizó cómo, bajo el dominio de la socie­
dad unidimensional, la realidad dada se sublima, es decir, se
remodela de acuerdo con las necesidades de la forma artística, que
requiere, incluso, que la representación del dolor y la muerte invo­
quen la necesidad de esperanza enraizada en la nueva conciencia
incorporada a la obra de arte. Al transcender lo dado, el arte
disuelve la alienación de las relaciones sociales establecidas y abre
una nueva dimensión de la experiencia: la de la subjetividad cons­
ciente que se rebela. La sublimación estética posibilita, entonces,
una desublimación de la percepción de los individuos, a la vez que
un rechazo de los valores y de las falsas necesidades dominantes.
Por su parte, Gadamer opina que, en nuestra época de aliena­
ción y fragmentación, las respuestas artísticas tienen que frenar las
fuerzas alienantes que nos dominan; esto lo consigue el arte en su
forma negativa actual, en la que hasta podemos encontrar una
cierta seguridad.
Queda patente, pues, la fuerza transformadora que la estética
detenta en el pensamiento de estos tres filósofos; el objeto de
dicha transformación es, principalmente, revelar la esencia de la
realidad en su apariencia; para ello se sirve la mimesis, a la vez
que del distanciamiento crítico: «L a obra de arte por consi­
guiente re-presenta la realidad que denuncia»27; es decir, la
forma artística transciende la actual negación de lo que es pro­
metiéndonos la liberación de las constricciones. La función críti­
ca del arte contribuye a esta liberación, porque sólo cuando se
conocen las deformaciones de lo real, puede experimentarse la

26 M e r l e a u -P o n t y , M., Signes, p. 64.


27 M e r l e a u -P o n t y , M ., op . cit., p. 68.

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192 E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

necesidad de corregirlas en otra dirección. Por tanto, la forma


estética define la autonomía del arte frente a lo dado; ella no da
lugar a una falsa conciencia que huya de la realidad, sino a la
contraconciencia. Así resulta patente que el arte no es una cons­
trucción ideológica más, un enmascaramiento de la situación,
sino todo lo contrario.
Ahora bien, aunque la forma artística es parte ineludible de
una obra de arte, es preciso articularla con el contenido y no per­
der de vista la dialéctica necesaria entre ambos, porque no se
puede prescindir ni del contenido ni de la forma para poder
hablar de una obra de arte. La forma artística es algo esencial, la
mediación hacia el contenido del arte, «es la concordancia de las
obras, sean cuales sean sus antagonismos y rupturas, mediante las
cuales toda obra conseguida se separa de lo meramente existen­
te»28. No obstante, la forma no ha de violentar el contenido que
conforma, sino elevarse a partir de él; a su vez, el contenido no es
externo a la forma, sino que consiste en los impulsos miméticos a
los que arrastra el contenido hacia ese mundo de imágenes que es
la forma.
En palabras de Adorno, una obra de arte puede decirse verda­
dera por «el contenido convertido en forma»29, por su capacidad
de preservar la dialéctica entre ambos. Este criterio nos parece
vago. Siguiendo a Heidegger y a Merleau-Ponty, Gadamer lo com­
pletará entendiendo la obra de arte como acontecimiento de la
verdad que nos enseña lo que es en verdad la verdad, donde la
verdad se da tal y como es, como desvelamiento o aletheia. El arte
se sitúa, según Gadamer, en el horizonte de la interpretación de la
verdad y, por eso, las obras de arte no se inscriben tan sólo en una
historia del arte, sino también en la historia de la filosofía. Así
pues, la verdad no aparece en la obra en virtud de su estructura o
de sus articulaciones contenido-forma, sino esencialmente; es
decir, la verdad no es un patrón que exista en alguna parte y se le
pueda superponer al arte, sino que reside en ella misma y por ese
motivo la obra de arte es el paradigma de la verdad.

28 A d o r n o , Th.W., Teoría estética. p. 189.


29 A d o r n o , Th., op. cit., p. 69.

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C o n clusión : ¿D e qué modo libera el arte ? 193

El problema que vislumbramos en esta concepción es que da la


impresión de que todas las obras de arte sean verdaderas y de que
no sea necesario, entonces, fijar criterios para dilucidar cuándo una
obra artística es tal y cuándo no lo es. A diferencia de Marcuse,
Gadamer ni siquiera suscribe explícitamente el requisito de la críti­
ca o de la capacidad revolucionaria; únicamente apunta que una
obra de arte falsa, Kitsch, es aquélla que se cree perfecta conciliación
entre contenido y forma30. Repárese aquí en las palabras «que se
cree». Gadamer no rechaza el criterio de Adorno de la adecuación
contenido-forma; lo que presupone es que la obra de arte siempre
permanece abierta a la interpretación y a la comprensión; por con­
siguiente, Kitsch no es obra de arte, debido a que cierra la posibili­
dad de la apertura artística, dado que se pretende acabada.
Aunque, como decíamos, Gadamer no dice manifiestamente
que el arte deba ser crítico y liberador, sin embargo, comparte con
Marcuse la convicción de que la verdad del arte descansa en su
poder para definir lo que es real al margen de lo fáctico. Por esta
razón, no es de extrañar que ambos hayan reflexionado tanto
sobre la experiencia estética y hayan llegado a la conclusión de
que la verdad del arte es arquetípica con respecto a las restantes
verdades, es decir, que en el universo artístico podemos encontrar
la verdadera realidad.
Marcuse y Gadamer consideran que el arte informa de verda­
des no comunicables en otro lenguaje. El primero pensaba que
esto se debía a que el mundo del arte es el de otro principio de
realidad, el de la enajenación consciente. No ignoraba, sin embar­
go, que en el arte coexisten las tendencias que incitan a la rebel­
día con las que afirman la realidad establecida, que el arte prome-

30 En otro lugar, Gadamer, siguiendo a Aristóteles, declara que «una obra


recta es aquélla en la que nada falta y nada es demasiado, a la que no se puede
añadir nada y a la que no se le debe quitar nada. Una medida simple y difícil»
(GADAMER, H.G., « Vom Verstummen des Bildes», Gesammelte Werke VIII, p.
323). La diferencia entre la obra de arte verdadera y el kitsch radicaría, pues, en
que éste se cierra a toda interpretación y a todo perfeccionamiento. Nos pregun­
tamos, no obstante, quién y desde dónde establecerá la «medida simple y difícil»
de una obra de arte verdadera. La hermenéutica no aclara este problema y, por
tanto, corre el riesgo de aceptar como verdadera toda manifestación que pase por
ser artística.

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194 E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

te libertad en el reino de la no-libertad, pero Marcuse, siguiendo


a Adorno, confiaba plenamente en el hecho de que «en las obras
auténticas, la afirmación no cancela la denuncia: la reconciliación
y la esperanza todavía preserva la memoria de las cosas pasa­
das»31.
Siguiendo a Hegel32, Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer ase­
guran que el arte nos aproxima a la verdadera realidad. Para ellos,
el arte representa la esencia de lo real; es más, la realidad es la
materia prima del arte y éste debe transformarla para re-presentar
su esencia tal y como la imagina el arte33.
Podría decirse, con Gadamer, que el arte no es sólo represen­
tación, sino presentación de la realidad misma. Frente a Hegel,
Gadamer considera que la verdad de la obra de arte no está
subordinada a otra superior: el arte no es, como decía Hegel, un
medio del que sirva el hombre para tomar conciencia de las ideas
e intereses más sublimes de su espíritu34. El problema de la ver­
dad del arte radica en la aparición de algo no existente, como si
existiera, en su promesa de lo que no existe a la que va unida siem­
pre la exigencia, por precaria que sea, de que eso, por el simple
hecho de ocupar un espacio en tantas conciencias, tiene que ser
posible. El arte se mueve entre la realidad y la utopía; así es su
dinámica dialéctica que huye tanto de la identificación plena
como de la promesa vaga.
Los tres pensadores aquí estudiados rechazarían la subordina­
ción hegeliana del arte a la filosofía, a pesar de que todos ellos son
filósofos y no niegan en absoluto la necesidad de colaboración
entre ambas. Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer no creen que
las explicaciones filosóficas (y lo mismo vale para las sociológicas,
psicológicas, etc.) del arte sean erróneas; sólo opinan que son
insuficientes y reduccionistas. Frente a ellas, nuestros autores

31 Adorno, Th. W., Teoría estética, p. 71.


32 Cfr. HEGEL, G.W.F., Introducción a la estética, p. 34: «Lejos de estar en rela­
ción con la realidad corriente, de simples apariencias e ilusiones, las manifesta­
ciones del arte poseen una realidad más elevada y una existencia más verdadera
(...) lo que buscamos en el arte, lo mismo que en el pensamiento es la verdad».
C fr. MARCUSE, H ., La dimensión estética, p. 109.
34 C fr. H e g e l , G .W .F., Introducción a la estética, p. 95.

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C o n clusió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 195

quieren salvaguardar la autonomía del arte porque albergan la


convicción de que éste no se limita a testimoniar lo que ha sido;
están convencidos de que las cosas deben cambiar y el arte puede
contribuir a ello.
Sólo desde esa autonomía artística puede explicarse la perdu­
rabilidad de ciertas categorías a través de los tiempos y, con ella,
la universalidad del arte. En virtud de esa universalidad, el arte
apela a la conciencia de los seres humanos como tal, desarrollan­
do el conjunto de sus facultades y contribuyendo a la autocom-
prensión de todos y cada uno de ellos.
El arte verdadero ya no es el de determinada clase social, sino
que está por encima de las diferencias y, aunque no las suprime,
aspira a la liberación universal: «si el arte está a favor de alguna
conciencia colectiva, ésta será la de los individuos unidos en el
reconocimiento de la necesidad universal de liberación»35.
Aunque Gadamer y Marcuse se declaran partidarios de la
autonomía del arte, no piensan que ésta sea absoluta. La obra de
arte no puede reducirse a un sistema sin relación alguna con la
realidad interna o externa. Como dice Marcuse, «el arte participa
inevitablemente de lo que es y sólo como fragmento de lo que es
se pronuncia contra lo que es»36. Esta paradoja se plasma en la
«forma estética», que enajena los contenidos familiares. En efec­
to, toda obra de arte, en cuanto quiere oponerse a la enajenación
y a la cosificación imperantes, intenta, con su mera existencia,
negar lo dado y, sin embargo, no puede dejar de imitarlo de algu­
na manera y de extraer de él su materia. Esta es la contradicción
que se instala continuamente en el arte abocándola a una lucha
constante entre afirmación y negación, integración y subversión,
realidad y deseo. Ahora bien, esta contradicción es tan imposible
de eliminar como necesaria para el arte; ella da vida y movimien­
to a la realidad artística precisamente porque así es la dinámica de
nuestra existencia; por tanto, el arte sólo puede sostenerse sopor­
tando esta contradicción, no allanándola37. N o sirven las falsas

35 MARCUSE, H., L a dim ensión estética, p . 9 5 .


36 M a r c u s e , H ., o p . cit., p. 105.
37 C fr. M a r c u s e , H., o p . cit., p . 114.

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E
196 l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

conciliaciones supuestamente acabadas; la única actitud coheren­


te es la de entender la obra de arte, a la manera merleaupontiana,
como una «síntesis de transición» y no como la síntesis clausura­
da de Hegel que producía una reducción de la enorme riqueza de
lo real.
El principio de realidad y su contrario (el principio de placer)
conviven en el arte. A su vez, el arte corrige la razón autoafirma-
tiva y esto significa que posee su propia racionalidad, ya que no se
limita a negar la establecida, sino que sirve como reconciliación de
los diferentes momentos de la racionalidad. El arte es racionali­
dad, aunque sólo lo sea en la forma de esa experiencia estética que
se hace presente en nuestras estimaciones de gusto.
La razón del arte no es otra razón, sino la dimensión funda­
mental de la razón, olvidada por la ciencia. La racionalidad no es
un invento de ésta, sino la sedimentación del mundo de la vida del
que la ciencia no es sino una derivación secundaria. De ahí se
sigue que el arte tiene un rendimiento cognoscitivo, ya que nos
presenta al hombre de manera inédita y, al mismo tiempo, fami­
liar, pues todos somos capaces de entender el dolor o el gozo: «el
mundo del arte permite enriquecer las experiencias sin que dejen
de ser nuestras. Por eso puede contribuir a que deje de ser nece­
sario adquirir competencia técnica a cambio de rudimentarismo
cultural o pagar con un analfabetismo tecnológico la privacidad
llena de sentido»38. La filosofía -como dice Gadamer- tiene el
mismo género de lejanía inalcanzable y a la vez la actualidad abso­
luta, que todos le atribuimos al panteón del arte: «ni en la filoso­
fía ni en el arte hay progreso. En ambos y frente a ambos, se trata
de otra cosa: ganar participación»39.
No cabe duda de que el arte es expresión y de que la expresión
artística es específica con respecto a otras formas de expresión;
por tanto, es un fenómeno comunicativo peculiar que puede ser­
vir como modelo de otra nueva intención comunicativa, es decir,
de una comunicación intersubjetiva cuyo objeto no sea la mera

58 I nnerarity , D., La filosofía como una de las bellas artes. Barcelona Ariel,
1995. p. 55.
G adam er , H.G., «Philosophie und Literatur», Gesammelte Werke VIH,
p. 257.

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C onclusión : ¿D e qué modo libera el arte ? 197

transmisión con finalidades manipuladoras, sino la participación


en la verdad que acontece en ella.
En una época como la nuestra en la que las personas se apar­
tan de la vida pública a causa de la complejidad estratégica de ésta
y de su carencia de valores, a causa de la profesionalización de la
política y del desencanto político de una gran parte de insatisfe­
chos, en una época en la que tampoco se fomenta la formación de
la opinión pública, ni la participación real (no sólo formal) de los
ciudadanos, el arte aparece como otro modo de ser más verdade­
ro, que mantiene la singularidad junto a la universalidad sin negar
ninguna, que preserva al sujeto y al objeto, huye de la considera­
ción cuantitativa de los seres humanos y acoge nuestras preocu­
paciones más hondas.
Este estado de cosas ocasiona, también, perjuicios para el arte.
Hoy que parece que todo puede ser arte, que no existe ningún
ámbito artístico delimitable a priori, sino un concepto de arte con­
venido que se transmite en el diálogo entre el productor y el recep­
tor, las obras de arte parecen no ofrecer ya ninguna afirmación, sino
tan sólo proponer posibles experiencias y situaciones abiertas a la
elección. Así se difuminan los límites entre lo que es arte y lo que
no lo es; la autoridad del artista cede a la participación del público.
Sin embargo, esta participación sólo será auténtica si es capaz de
desarrollar modelos de libertad y decisión, si ha sido consciente­
mente formada y no se limita a rendirse al decisionismo o a la
intranscendencia de los marcos estéticos con tintes de museo o a las
modas y a los gustos determinados sigilosamente desde el mercado
o impuestos por el carisma de las firmas. Si carece de autonomía y
de racionalidad, la participación estética ni siquiera podrá mereci­
damente recibir el nombre de «recepción», porque se limitará a
reproducir, incluso sin tener consciencia de ello, los modelos esta­
blecidos y así a hacer lo que se espera de ella. Verdaderamente la
experiencia de la audiencia completa el acto de la comunicación
creativa, pero esto no se debe tanto a la formación y disposición de
los receptores, como a la obra que está ahí para que se la perciba.
De ahí que la experiencia del espectador deba estar abierta a lo que
el artista ha puesto en su obra y a lo que aparece en ella misma.
Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer saben de que el mundo
del arte no coincide con la realidad cotidiana, pero también que

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198 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

no es un reino puramente ilusorio; es irreal, en el sentido de que


no equivale a lo real, sino que es más que la realidad dada, con­
tiene más verdad, porque no está cosificado como ella, porque
transciende la mera coseidad y vincula el ser con el deber ser.
No es del todo cierto que el arte no se ocupe de lo que hay; ella
desoculta lo que hay tras lo fáctico y así contribuye a transfor­
marlo; por tanto, guarda una clara relación con lo real, aunque
sólo sea para transgredirlo. La irrealidad del arte no es lo mismo
que la ficción, sino que alude al reverso de lo real, a las posibili­
dades no realizadas en la existencia, pero contenidas potencial­
mente en ella. Es misión del arte liberar esas potencialidades, en
el sentido de quitarles el velo que las cubre y arrojar luz sobre
ellas.
El arte tiene, pues, sus pies asentados en tierra firme; no es un
mero ideal que se agote en sí mismo, ya que su realización se sitúa
fuera de él. De ahí que lo bello, en Marcuse, aparezca como una
dimensión de la reconstrucción de la naturaleza y de la sociedad;
este potencial se debe a la peculiaridad erótica de lo bello que se
enfrenta al principio de realidad dominante. El placer es la subs­
tancia de lo bello y queda resguardado gracias a la sublimación
estética, que produce la autonomía artística y su poder cognitivo
y emancipador. Lo bello mantiene viva la memoria de la felicidad
que fue y que promete regresar, pero también el recuerdo del mal
irreparable; da testimonio de la necesidad de liberación e igual­
mente de sus limitaciones.
Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer creen que el arte no es
una simple imitación de lo visible, sino de su esencia, de la estruc­
tura originaria de las cosas que incluye también el ámbito infinito
de sus posibilidades no realizadas. De alguna forma, piensan que
el arte es siempre englobante, que supera el carácter fragmentario
de la naturaleza, que la humaniza y nos acerca a la totalidad de la
que surge la pluralidad, que contribuye a la configuración de un
mundo con sentido. Consideran el arte como una vía de anti­
cipación de la verdad y de la felicidad -objetivos humanos univer­
salmente válidos-. Esto hace que, implícita o explícitamente, rei­
vindiquen la dimensión emancipatoria del arte en contra de la
teoría kantiana del desinterés estético. La crítica de éste es impor­
tante para terminar con la separación de la razón y los sentidos,

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C o n clusió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 199

para recobrar, en suma, la unidad de la razón, proclamada por


Husserl.
La realización de la verdad del arte no sólo es necesaria, para
estos pensadores, sino también posible, pero no a costa de subor­
dinarla a los intereses políticos o sociales. El arte no sólo puede
contribuir a crear nuevas necesidades (más verdaderas que algu­
nas de las que se nos imponen), sino también a inspirar nuevos
intereses emancipadores, a transmitir sus propios intereses.
De los tres teóricos, Marcuse es el que más a menudo subraya
la función artística de oposición al orden establecido y, a la vez, la
fuerza reconciliadora de la imaginación. Su énfasis en la forma
artística es inseparable de la potencialidad utópica de ésta, ya que
la forma se convierte en el lenguaje capaz de expresar los conte­
nidos de una sociedad no represiva.
Arte y liberación están íntimamente relacionados, pero aquél
no nos da la seguridad de ésta, que sigue siendo una cuestión de
la praxis. Ahora bien, puesto que es la piedra angular de la revo­
lución antropológica marcusiana, la transformación estética es
algo más que una bella promesa, ya que sólo los hombres y muje­
res así transmutados emprenderán acciones cualitativamente dis­
tintas y las llenarán de un nuevo sentido. Nada puede garantizar
que el arte cumpla su promesa objetiva, que lo razonable y lo
deseado se impongan en la realidad algún día. Por tanto, cual­
quier teoría del arte tiene que ser también su crítica. Esta es la dia­
léctica del arte, la plasmación de esa aporía constitutiva que la
define y le da sentido, esa dialéctica es justamente la que justifica
su ser.
Sin embargo, la utopía marcusiana de la «sociedad como obra
de arte»41, la convergencia entre técnica y arte, trabajo y juego, la
idea de una posible configuración artística del medio ambiente,
aún siguen siendo un bello sueño, porque estamos lejos del cam­
bio radical de la totalidad social y de su razón.
Marcuse insiste en que «la idea utópica de una realidad estéti­
ca debe ser mantenida a pesar de la burla, que hasta ahora irre­
mediablemente la acompaña, pues, quizás, es justamente en ella04

40 Cfr. MARCUSE, H., «El futuro del arte», p. 78.

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200 El arte como racionalidad liberadora

donde se manifiesta la diferencia cualitativa entre la libertad y el


orden establecido»42. Esta insistencia no es vana, porque parte de
unos presupuestos razonables, de una concepción de la belleza
como forma de vida universal que, aunque lejana a la realidad
actual, al menos es una posibilidad que clama por la liberación y
aspira a la felicidad; en suma a la aceptación de una vida auténti­
camente humana para todos, no solamente para algunos indivi­
duos escogidos o para su reclusión en las paredes de un museo. El
arte es vía privilegiada de orientación hacia la autenticidad, hacia
la personalización de la existencia, hacia la superación de la alie­
nación.
Aunque la idea marcusiana del homo aestheticus siga parecien­
do utópica, no lo es menos su antítesis. El arte sigue produciendo
efectos catárticos debido a su relativa autonomía; dichos efectos
no tienen por qué dar como fruto satisfacciones ilusorias, sino que
pueden influir en la intensificación y remodelación de los valores
vitales humanos. El arte puede contribuir a la preparación de un
mundo no alienado, ya que es una modalidad auténtica de la liber­
tad; representa al hombre consciente de sus verdaderas necesida­
des y de la realidad externa.
Si, como hemos visto, la verdad, el momento cognoscitivo es
esencial a la obra de arte, también es esencial al acercamiento a la
misma. El conocimiento de la obra de arte no es algo sobreim­
puesto, sino consecuencia de su propia estructura cognoscente.
Además el conocimiento propio del arte se diferencia del conoci­
miento de un objeto externo en que la obra de arte es evidencia
de lo inevidente, comprensión de lo incomprensible. La estética
no tiene como misión traducir esa incomprensibilidad esencial,
sino entender la obra de arte en su propia dialéctica, sin preten­
der nunca explicarla por completo, sino con la conciencia de que
toda presencia vela una ausencia y de que todas las cosas tienen
una dimensión enigmática que no hay que profanar. Ese misterio
es lo que hace que las obras de arte nunca se agoten, que siempre
continúen diciéndonos algo nuevo y necesiten constantemente
una interpretación; la dimensión enigmática de las obras de arte

42
Ibid.

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C o n clu sió n : ¿ D e qué modo libera el arte ? 201

explica asimismo su multivocidad. El conocimiento también pro­


duce placer y no sólo porque reduzca la extrañeza, sino porque su
búsqueda resulta estimulante y porque es placentero salir de sí y
entrar en contacto con lo otro.
Marcuse, Merleau-Ponty y Gadamer vinculan la función cog­
noscitiva del arte con el placer desinteresado que provoca. Mues­
tran que el placer estético no es tan sólo el fruto de la Einfühlutig
o de la proyección de la subjetividad, ni tampoco resultado de la
pura contemplación del objeto, sino una conjunción de ambos,
una dialéctica entre actividad y receptividad. Como ha señalado
J.Jiménez, «en un mundo dominado por la productividad des­
tructiva del macho, el reencuentro de la receptividad estética
supone, también, la afirmación creciente de los valores «femeni­
nos», de una sociedad «hembra», en la medida en que está encar­
nada en las mujeres la promesa de la paz, del goce, del fin de la
violencia»43.
Al margen de esas asociaciones discutibles, aparentemente
naturales o esenciales entre las diferencias de género y el cono­
cimiento, asentimos en que la experiencia estética es primera­
mente experiencia contemplativa, pero se opone a la inercia, a la
respuesta automática que nos insensibiliza o a la aceptación de
todo lo que se ofrece. Por otra parte, el placer que provoca la
obra de arte no es el de la pura contemplación o el del disfrute
pasivo, sino una llamada a que el espectador termine la obra con
su acción de ver.
No insistiremos en la vinculación del arte con la praxis y la crí­
tica; añadamos, que su efecto es refrescar, vivificar nuestro
encuentro con el mundo, además de ofrecernos otros posibles.
Para ello, el arte intensifica las realidades cotidianas sacándolas de
sus contextos habituales, en los que nos resultan tan familiares
que ya no les prestamos atención; sustituye la comunicación lite­
ral por una conmoción, o bien traspone elementos fantásticos al
contexto cotidiano a fin de evocar la idea de que los límites de
nuestra realidad son fluidos y pueden transcenderse.

43 JIMÉNEZ, J ., La estética como utopía antropológica. Bloch y Marcuse. M adrid:


T e c n o s, 1983. p . 151.

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202 El arte como racionalidad liberadora

Sumándonos a nuestros autores, caracterizaremos el arte como


dialéctica pasividad-actividad, como interpretación de la realidad
(no como mera reproducción de la misma), como creación de sen­
tidos. Dicha creación no es un proceso ex nihilo, sino que empie­
za y termina en la experiencia humana, que también es artística.
El pasado del arte nos entrega una tradición que debemos recoger
y fundir con nuestras vivencias; así se genera toda interpretación
del mundo, pero la interpretación estética es específica y le hemos
concedido una clara prioridad sobre otras interpretaciones. La
justificación de este privilegio consiste en que la interpretación a
la que está orientada el arte consiste menos en suprimir la ambi­
güedad de los contenidos que en comprenderlos y explicarlos sin
perder de vista toda su riqueza.
Todas las artes poseen el potencial necesario para llegar al
núcleo central de la realidad, ese que no siempre aflora en sus
manifestaciones cotidianas. El arte es capaz precisamente de
desautomatizar los hábitos adquiridos en nuestro trato con las
cosas y las personas y así lograr el extrañamiento necesario para
enjuiciarlas desde otras perspectivas menos usuales y, tal vez, más
verdaderas. Nuestros filósofos nos anuncian que el arte nos reve­
la una realidad posible y, además, un aspecto de lo pre-real que
fundamenta toda realidad y reactiva en nosotros la fuerza de la
imaginación y del deseo.
Como Dufrenne, pensamos que la obra de arte comunica la
verdad del mundo, esto no implica que lo haga de manera supues­
tamente neutra, rechazando los valores auténticos. Es cierto que
el arte presta unidad a la realidad, que no reproduce el mundo,
sino que lo produce en relación con un proyecto existencial, pero
el arte no es sólo obra de la subjetividad, sino de la relación inten­
cional de ésta con el mundo. Esta relación tiene como base el
conocimiento y éste es resultado de la dialéctica sujeto-objeto, de
la donación de sentido al mundo. Así ha de entenderse la consti­
tución fenomenológica: no como una creación ex-nihilo, sino
como vuelta a las cosas mimas.
No hay que desvincular, por tanto, la expresión de la mimesis
como si se tratara de dos realidades contrapuestas. Si la estética
marxista considera, en general, la mimesis y la expresión como
fenómenos intercambiables, los tres autores que nosotros hemos

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C o n clusió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 203

estudiado disocian ambos conceptos sin eliminarlos, es decir, les


prestan un alcance mayor puesto que entienden la obra de arte
como expresión dialógica de las potencias de la realidad no reali­
zadas. De este modo, se entiende que las obras abstractas sean
también incuestionablemente expresivas. Frente a la afirmación
de Garcia Leal de que la validez artística no se justifica dialógica
ni discursivamente «pues esto conlleva unos patrones de raciona­
lidad que le son ajenos»44, diríamos que, en nuestra opinión, la
racionalidad dialógica no es exclusivamente discursiva, ya que
estamos convencidos de que todo saber, toda experiencia y toda
verdad (incluso toda creatividad imaginativa) son resultado de un
saber interrogativo en el que la pregunta antece a cualquier enun­
ciación. Partiendo de esta convicción, pensamos que, tanto la
racionalidad dialógica como la verdad que de ella deriva, están
encarnadas en la obra de arte y no sólo porque «es posible dialo­
gar con una obra artística, pero para actualizar y aplicar herme-
néuticamente la verdad que en sí misma contiene»45, sino también
porque el arte responde al modelo del verdadero diálogo (tal y
como Gadamer lo concibe) que se plasma en el juego artístico por
antonomasia.
Esta defensa de la verdad artística choca, evidentemente, con
la idea barthesiana, y otras similares, de que la crítica literaria-
artística es exclusivamente un metalenguaje indiferente al estable­
cimiento de cualquier tipo de verdades.
Por el contrario, los tres autores, aquí abordados, insisten
-cada uno de forma diversa pero con la misma intensidad- en que
el arte no produce únicamente placer sensible, sino también cono­
cimiento y verdad. Aunque éstos no sean principalmente de carác­
ter conceptual, si que se relacionan con algún conocimiento y con
alguna verdad filosóficos. Siguiendo a Adorno, estos autores pare­
cen confiar en que al contenido de verdad de las obras de arte se
llega gracias a la reflexión, aunque no sólomente por ella; esta cre­
encia compartida justifica la incursión de la filosofía en el arte.

44 G arcía L eal, «Verdad en el arte», en N icolás, J.A /F rapolli, M.J., Ver-


dad y experiencia. Granada: Comarcs, 1998, p.
” Ibid.

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204 El arte como racionalidad liberadora

Aunque la obra de arte no puede disolverse en sus notas racio-


nalizadoras ni en los juicios vertidos sobre ella, su carácter enig­
mático reclama necesariamente una razón que la interprete: «la
experiencia estética es experiencia de algo que el espíritu no
podría extraer ni del mundo ni de sí mismo, es la posibilidad pro­
metida por la imposibilidad. El arte es promesa de felicidad, pero
promesa quebrada»46 y no puede dejar de ser siempre promesa,
utopía, si no es a costa de disolverse como arte.
La anticipación del cumplimiento de la promesa artística puede
vislumbrearse en la mimesis. Ésta es un rasgo del arte en cuanto es
conocimiento y racionalidad47 -aunque la del arte, como hemos
visto, sea una racionalidad cualitativamente distinta de la domi­
nante-. Es evidente que la racionalidad artística tiene sus peculia­
ridades, entre las cuales la más señalada es la de ser siempre racio­
nalidad crítica; con esto queremos .decir que el arte no es el
dominio de lo prerracional o de lo irracional, porque el arte opues­
to a la razón tecnológica no es sin más irracional. Del mismo modo,
la verdad como adecuación de lo enjuiciado y la cosa no agota la
verdad del arte. Hemos visto en reiteradas ocasiones que ésta se
acerca más a la verdad alecéica de Heidegger y Gadamer, a la ver­
dad merleau-pontiana que se va haciendo históricamente, a la ver­
dad marcusiana que reúne la interpretación y la transformación,
que lucha por realizar las posibilidades incumplidas, la esencia ver­
dadera del hombre que es reprimida por nuestra sociedad.
Racionalidad y verdad abren el camino a la liberación de los
seres humanos. Ambas se hallan paradigmáticamente en el arte;
de ahí que éste sea una de las condiciones necesarias, aunque no
suficientes, para que el hombre se comprenda a sí mismo y, a la
vez, una de las realidades más humanas. Sin embargo, somos
conscientes de que, en nuestra época del cientificismo y de la
especialización rampante, no se ve especialmente favorecido este
ideal del ser humano estético; tal hecho no obsta para que éste
siga actuando como negación crítica y como idea regulativa. El

46 ADORNO, Th.W., Teoría estética, p. 181.


47 Decía Adorno que «la conducta imitativa tiende al conocimiento, a la ver­
dad y a la comprensión interpretativa del hombre y del mundo. (Cfr. op. rit.,
supr. p. 77.)

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C o n clusió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 205

aumento del tiempo libre abre la posibilidad de desarrollo de la


sensibilidad estética, siempre y cuando el hombre tome concien­
cia de que ese tiempo también puede ser dirigido y alienado.
Esta necesidad del arte no parece ser comprendida por quie­
nes proclaman su muerte. Es demasiado arriesgado emitir estas
proclamas sólo en razón del creciente intelectualismo de algunas
manifestaciones artísticas; estas tendencias coexisten, en nuestro
presente, con otras creaciones espontáneas.
Los filósofos de los que nos hemos ocupado, no se hacen eco,
en ningún momento, de la muerte del arte; lo que proclaman, jus­
tamente, es lo contrario: la permanencia transhistórica de su ver­
dad. La toman incluso como verdad arquetípica, como verdad ori­
ginaria que no se subordina a otra, ya que es presentación no
conceptual de la universalidad.
Nuestra conclusión es que el arte se nutre de una racionalidad
específica y se dirige a una verdad. Lo que ocurre es que el arte
actual parece no querer entregarse a aplazamientos imprevisibles
cuya consumación no esté garantizada. De ahí que se anuncie la
muerte del arte, incluso como paradoja de su liberación.
Es posible que el arte haya sustituido la lógica del proyecto
social por la de la realidad individual, que las expectativas eman­
cipadoras hayan abandonado al inexistente sujeto revolucionario
y se hayan recluido en nuestros mundos privados. Este fenómeno
puede interpretarse como una privatización reaccionaria del arte
o como un triunfo de la razón cínica, pero también puede enten­
derse como una búsqueda de necesidades radicales ancladas en el
presente y como una reivindicación de las particularidades y de las
diferencias. Desde esta perspectiva, todo arte puede ser un poder
liberador si opera contra la tendencia que tienen las convenciones
establecidas a cerrar el mundo y, haciéndolo, nos desafía a mante­
ner abiertos nuestros horizontes cognitivos.
Se ha dicho que hoy el arte ya no encierra la verdad, sino que
se abre a múltiples interpretaciones cuya finalidad no es la equi­
valencia definitiva entre el significante artístico y los significa­
dos48. El presunto triunfo del paradigma plural de la interpreta­

48 Cfr. Marchan Fiz, S., Del arte objetual al arte del concepto, p. 314.

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206 El a r t e co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

ción habría producido —según este autor—la desintegración de la


magna aesthetica y el desarrollo de la fragmentación característica
de nuestra cultura mosaico. De ahí que se haya hablado también
del final de la estética.
Esta conclusión parece rechazar precipitadamente la filosofía
hermenéutica de la que arranca la estética de la interpretación.
Como hemos visto, la filosofía hermenéutica de H.G.Gadamer
contiene una teoría estética lo suficientemente sólida como para
cuestionar las identificaciones de la interpretación con la mera
pluralidad, en orden a disolver algunas de las clásicas característi­
cas del arte.
Hemos insistido reiteradamente en que el arte no es tan sólo
la expresión de los sentimientos individuales del autor, ni siquie­
ra las de una época determinada, sino de lo más universal, por­
que se dirige a las esencias, a las formas de las que participan los
singulares y que nuestra relación cotidiana y pragmática con las
cosas nos impide aprehender; el arte tiene como objeto lo ideal
inmerso en lo real, lo transcendente -en sentido kantiano- que
actúa como condición de posibilidad de todo lo que hay y de
todo lo que podemos conocer: «El arte imaginativo en su forma
más elevada, es decir la poesía, es expresión del elemento uni­
versal de la vida humana (...). El arte bello elimina lo que es
transitorio y particular y revela las características permanentes y
esenciales del original. Descubre la forma (eidos) hacia la cual
tiende un objeto, el resultado que la naturaleza se esfuerza por
alcanzar, pero que raramente o nunca puede lograr. Debajo de lo
individual encuentra lo universal. Traspasa la realidad desnuda
proporcionada por la naturaleza, y expresa una forma purifica­
da de realidad desligada del accidente y liberada de condiciones
que impiden su desarrollo. Lo real y lo ideal desde este punto de
vista no son opuestos, como a veces se piensa. Lo ideal es lo real,
pero desprovisto de contradicciones, desplegándose de acuerdo
con las leyes de su propio ser, apartado de influencias extrañas y
de las perturbaciones del azaD>49. La obra de arte nos hace tomar
conciencia de lo universal que late en lo singular, de lo que pro­

49 BRITTON, K., Communicatiott. London: Trubner, 1939. p. 275.

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C o n clu sió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 207

duce la coherencia del ente y es ocultado por sus apareceres,


pero no debe disimular, gracias a su singularidad, la universa­
lidad y la homogeneización dominantes en el mundo adminis­
trado.
Su vinculación con lo universal, sin menosprecio de lo singu­
lar, da forma a la verdad del arte, la cual va más allá de la inten­
ción del artista o de la interpretación del receptor; sobrepasa a la
conciencia subjetiva de ambos. La experiencia de la obra de arte
desoculta algo objetivo-subjetivo que, a la vez, se esconde en cada
obra; es decir, retiene lo que brinda y ésta es una razón de la
intemporalidad de sus manifestaciones.
Esta es otra razón por la que la verdad del arte no coincide con
la de la ciencia. No es preciso insistir en que acumulamos más ver­
dad respecto a la realidad humana, a partir de las grandes obras
de arte y de la literatura que gracias a los manuales de psicología,
biología, medicina, etc. Estos sirven para el científico e incluso
para la vida cotidiana, rutinaria, a lo largo de la cual sólo busca­
mos «etiquetas» y pensamos que éstas están situadas en los obje­
tos que nos rodean sin ocuparnos de más. Esto se debe a que las
necesidades de nuestra vida diaria son tan imperativas que hemos
especializado hasta nuestro sentido de la visión con objeto de
satisfacerlas de manera casi automática; aprendemos a ver tan sólo
aquello que es necesario para nuestros fines a corto plazo y, una
vez que nos ha prestado este servicio, nos olvidamos de lo que
vimos. Esta especialización de la visión va tan lejos que normal­
mente las personas casi no tienen idea del aspecto real de las
cosas. Sólo cuando los objetos y los otros existen simplemente
para ser contemplados, nos fijamos detenida y largamente en ellos
y, entonces, adoptamos la actitud artística de la pura visión abs­
traída de la necesidad imperiosa. En este sentido, el arte reeduca
nuestras percepciones y nos da a conocer nuestro mundo por pri­
mera vez, nos enseña a verlo con los ojos del niño ante el cual
nace, junto con él, el universo.
El arte, en concreto la pintura, no sólo nos retrotrae al origen
o nos revela las esencias, sino que también nos da esas visiones
internas de lo visible que son tan generales y penetrantes que ape­
nas podríamos pensar en ellas en este sentido. Nos referimos a
fenómenos como la luz, el espacio, el volumen, el color, la solidez,

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208 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

la profundidad, etc. Ninguna de ellas se capta fotográficamente;


para aprehenderlas necesitamos una cierta deformación coheren­
te que revele las verdades interiores de los objetos, la cara invisi­
ble que sólo se a-presenta en lo visible. Si Kant anunciaba que el
pensamiento discursivo tenía que renunciar a llegar al interior de
las cosas, las obras de arte son los objetos cuya verdad sólo existe
como la de su interior: «la imitación es el camino que conduce a
• ♦50
ese interior» .
La pintura de Cézanne es un ejemplo de esta intención. Sus
figuras no son inertes, sino activas, debido a que incorporan for­
mas universales e intenta comunicarlas, a pesar de que el mundo
externo no guarda una analogía con las mismas y las distintas
representaciones tan sólo contribuyen a distraer la atención del
observador por asociaciones poco importantes.
Cézanne deforma los paisajes y las disposiciones espaciales
con el fin de presentar esencias como la solidez o la profundidad
en el espacio. Su meta consiste en plasmar el devenir cosa, la rea­
lidad llevada hasta lo indestructible a través de su propia expe­
riencia del objeto. Naturalmente, la cosa no está ahí dada, sino
que hay que hacerla precisamente en su contundencia y en el
medio preciso que para ello se ha elegido y que, en Cézanne, es
la pintura.
De ese constructivismo, arranca la superación de Cézanne del
impresionismo: el objetivo del pintor es llegar a las cosas, no ya a
las impresiones cambiantes de las mismas. Esta es también la
máxima de la fenomenología: ir a las cosas mismas, a la Lebens-
welt a través del rodeo de la epojé y la reducción a la subjetividad
transcendental donadora de sentido.
Cézanne juega con la tensión entre el mirar y el ser de las
cosas (su obstinada presencia). La tensión es más aguda si se
tiene en cuenta que ha de resolverse en el medio de la visuali­
dad, (el medio de la pintura) no en el del concepto. La entidad
de la cosa de la que habla Cézanne es una entidad visual, que
debe darse en la mirada aunque no depende de ella para existir,
no se fundamenta en lo subjetivo de nuestra aprehensión o en50

50 A d o r n o , Th.W., Teoría estética, p. 169.

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C o n clusió n : ¿D e qué modo libera el arte ? 209

nuestro punto de vista; en realidad, la subjetividad no es algo


dado de antemano desde donde mirar e interpretar las cosas,
sino, al contrario, una subjetividad que se hace en la presenta­
ción de la cosa misma y sólo en su referencia. La intención de
Cézanne coincide, por tanto, con la dialéctica merleaupontiana
entre subjetividad y objetividad que es la auténtica definición
de la realidad.
En Marcuse, como en Merleau-Ponty, como en Gadamer, el
arte es superior a la ciencia, porque su lenguaje es Sinntráger , es
decir, portador de su propio sentido, ya que el arte tiene el poder
de captar y de conservar la frescura original de las acciones huma­
nas, de los gestos y hasta de los deseos silenciados por la razón
estratégica que nos impele a convertir la vida en un simple medio,
el individuo en un mero número de la maquinaria que nos deter­
mina. La ciencia ocupa, para todos éllos, un lugar secundario,
derivado, aunque no esté escindida del arte, porque ambas for­
man una unidad significativa en la que el arte es capaz de fundar
y englobar incluso a la ciencia. El problema es que el cientificismo
imperante no ha querido comprender esta relación y ha entroni­
zado la ciencia y la técnica hasta absolutizarlas, condenando todos
los otros modos de conocer la realidad al decisionismo más per­
nicioso: «L a verdad más elevada sobre las cosas debe ser el cono­
cimiento de las mismas con toda su riqueza y todo su significado
para la mente humana, y no de sus causas y efectos, que es la sus­
titución que proponen los científicos para la explicación de los
acontecimientos futuros (...) Es la ciencia la que oscurece las cosas
reales que queremos conocer y atrae nuestra atención a lo que la
cosa no es (...). Todo lo que la ciencia puede enseñamos sobre el
objeto X es simplemente cómo fue originado por L, M y N y cómo
producirá el efecto P; pero X sigue siendo siempre X: no pode­
mos penetrar en él, no podemos obtener más de él que saber que
es X , y si lo rompemos en trozos para mostrar sus partes será un
grupo formado por P y R, pero ya no será X (...). ¿Qué es lo que
de hecho veo? El agua misma debe dar la contestación. Dejemos
que se exprese a sí misma, démosle también una oportunidad de
comunicamos todo (...). En esta emoción habremos captado la
cosa misma como realmente es en su más amplia verdad. Sólo el
pintor puede tener éxito al fijar esta ola con su maravilloso balan­

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210 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

ceo en el lienzo, y su marco dorado puede separar esa ola pintada


para siempre del resto del universo»51.
El poder del pintor consiste en que es capaz de traducir lo uni­
versal o la esencia a lo irrepetible, a lo único, al instante de su con­
creción y no a lo experimentable y repetible, como hace la ciencia.
Generalizando estos resultados, podemos decir que el arte enrique­
ce la propia experiencia y, por consiguiente, también el conoci­
miento que poseemos de la realidad y lo hace sin manipularla, sin
subordinarla a nuestros fines prácticos, a la utilidad que guía nues­
tra vida cotidiana. Así pues, el arte no es sólo expresión y comuni­
cación, sino también conocimiento emancipativo. Por su parte,
Merleau-Ponty nos dice que en el desarrollo de la pintura no inter­
viene únicamente el azar, sino también la racionalidad52; ella es
patrimonio de todos los integrantes del mundo pictórico y los pin­
tores la reflejan en sus cuadros como problema no explicitado.
Así pues, la racionalidad y la sensibilidad se interpenetran y el
mejor ejemplo de ello es el arte. Esta convicción viene avalada por
N. Goodman, el cual, en Los lenguajes del arte, reacciona contra
las dicotomías generadas en todos los ámbitos del saber y, en con­
creto, contra aquélla que separa radicalmente lo emotivo de lo
cognoscitivo. Estamos de acuerdo con él cuando afirma que el
arte no sólo ayuda a conocer las emociones, sino que, además, en
el arte las emociones funcionan cognoscitivamente53.
El arte es plasmación sensible de conceptos, pero también
expresa emociones y sentimientos, no en tanto instrumento idó­
neo para transmitirlas, sino gracias a ciertas cualidades constituti­
vas de la obra misma (si una obra de arte expresa alegría es por­
que ella misma es alegre, aunque sólo lo sea metafóricamente). En
el arte se mezclan, pues, aspectos cognitivos, afectivos, normati­
vos, prácticos y hasta teóricos.
Otra puntualización interesante de Goodman es la que asegura
que el realismo pictórico está lleno de convencionalismo. Goodman

51 M ü NSTENBERG, H., The Principies of Art Education. New York: Prang Edu-
cational. pp. 365-370.
52 M er lea u -P o n t y , M ., Merleau-Ponty a la Sorbonne, p. 545.
5J Cfr. GOODMAN, N., Los lenguajes del arte. Barcelona: Seix Barral, 1976. pp.
249-250.

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C o n c l u s ió n : ¿D e qué m o d o l ib e r a e l arte? 211

sitúa el realismo en «la relación entre el sistema de representación


empleado en el cuadro y el sistema normativo»54 que prevalece en
una cultura y época determinadas y se convierte en un hábito para
quienes pertenecen a ellas. Esto significa que el realismo es relativo a
la historia y evoluciona con ella. La tesis de Goodman es compatible
con la convicción de la sociofenomenología de Schütz y sus seguido­
res de que a realidad es construida socialmente. Goodman diría que
el realismo existe dentro de un determinado paradigma cultural.
Merleau-Ponty estaría plenamente de acuerdo con esta tesis, que no
es sino una derivación de la idea de que realidad y convención, natu­
raleza y cultura se funde en el hombre y en sus obras.
Cuando hablamos de «convención» no pretendemos en absolu­
to identificarla con la arbitrariedad. Lo que queremos dar a enten­
der es que la semejanza entre un cuadro y lo que éste representa no
es una simple relación de adecuación, sino algo que hay que apren­
der a percibir (piénsese por ejemplo, en la disparidad de parecidos
que los observadores establecen entre los hijos y sus progenitores,
etc). La tesis de Goodman apoya nuestra convicción de que la mime­
sis artística no es tan sólo una copia, sino también una construcción
o una nueva conformación de lo dado ante nosotros.
Lo verdaderamente importante es que el conocimiento carac­
terístico del arte no es dogmático, no pretende tener validez abso­
luta, y, sobre todo, nunca se da por concluido. El mensaje artísti­
co aporta conocimientos que aumentan nuestra familiaridad con
el mundo, pero, a la vez, transmite la ausencia de conocimiento,
los enigmas mundanos que suscitan extrañeza y asombro ante lo
otro y ante nosotros mismos. Esa dialéctica preserva el encanto
del mundo que, según M.Weber, se perdió con la Modernidad sin
ser sustituido por otra visión del mundo.
El encantamiento artístico tiene múltiples y variadas formas,
pero su efecto iluminador de lo real es el mismo: «Existe el res­
plandecer de lo bello como el encanto del arte, ya sea en el ver, ya
sea en el oír, en las artes plásticas, en la poesía o en la música»55.

54 Cfr. G o o d m an , N., op. cit., p. 53.


55 GADAMER, H.G., «Wort und Bild. So wahr, so seiend», Gesammelte Werke
VIII, pp. 373-399. (Trad. de A. Gómez, « Palabra e imagen. Tan verdadero, tan
siendo», en Estética y hermenéutica, p. 298).
212 El a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

Frente al mundo desencantado del que somos,querámoslo o no,


herederos, el arte se erige en protectora del hechizo y del asombro
ante lo inesperado; prepara su advenimiento y corrige las desvia­
ciones del logos que han tenido lugar. No es un refugio, sino una
dimensión razonable de nuestra existencia que difícilmente puede
reconciliarse con la racionalidad estratégica y unidimensional que
se nos ha legado. Desde el horizonte del arte, es posible evaluar
nuestra situación sin intégranos en ellas; además, nos abre el reino
de lo otro -posible- irrealizado. La liberación que nos ofrece no es
ilusoria, porque se abre desde la racionalidad humana, en tanto
razón finita que incorpora la sensibilidad y el sentido común.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Adorno: 34, 35, 173, 181, 186, Gehlen, A.: 33.


187, 188, 189,192,193,194, Goodman, N.: 210, 211.
203, 204, 208. Grecia: 80.
Aristóteles: 82, 83, 97, 116, Habermas, J.: 23, 24, 32, 33,
122, 193. 119.
Azúa, E : 188. Hegel: 37, 42, 89, 92, 93, 98,
Castellet, J.M .: 18. 101,121, 130,174,177,194,
Cézanne: 55-67, 70, 72, 76, 196.
1432, 145,208-210. Heidegger, M.: 45, 102, 103,
Dufrenne: 59, 202. 124, 152, 192,204.
Dumas, J.L : 69. Humdbolt: 145.
Eros: 21, 24, 28, 31, 34, 38, Husserl, E.: 41, 44, 46, 47, 55,
174. 59, 73, 80, 81, 84, 88, 89,
Escuela de Constanza: 127. 125,137,159,165,176,199.
Escuela de Francfort: 17, 79. Innerarity, D .,; 196.
Fish, S: 116. Iser, W.: 116.
Freud, S.: 3, 21, 24, 28. Ivars, JF.: 35.
Gabás, R.: 136. Jauss, H .R : 115-123, 126, 127,
Gadamer, G.H .: 13, 14, 80- 130.
133, 135, 140-147, 160-168, Jiménez, J.: 201.
1 7 0,171,173,176,177,178, Kant, I.: 21, 26-28, 31, 80, 91,
180-198, 201,203,206, 209. 104-111, 116, 208.
García Leal, J.: 182, 183,203. Klee: 56,61-63.

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E l arte co m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a
214

Lévi-Strauss: 149. Modernidad: 88, 91, 133, 138,


Madison, G.: 65. 143, 146, 159, 161-165,
Marcuse, H.: 13-14, 17-39, 45, 211 .
47, 57, 81-82, 92, 131, 135, Münsterberg, H.: 210.
137, 152, 157, 165-167, 170, Narciso: 22.
171,173,174, 176,178,180, Nietzsche, F.: 28, 31.
182-183, 185, 187-189, 191, Orfeo: 22.
193-195, 197-201,209. Platón: 103, 166.
Marchán Fiz, S.: 138-139, 151, Proust, M.: 76.
205. Ricoeur, P.: 127.
Marx, K.: 21. Sartre, JR : 51, 57.
Masset, P.: 174. Schiller: 2 9 ,3 0 , 110, 112.
Matisse: 62. Schütz, A.: 211.
Merleau-Ponty, M.: 11, 13-14, Stendhal: 31.
39-78, 81, 84, 89, 91-2, 135, Thanatos: 38 .
145, 158-160, 167, 169-171, Valen, P.: 162.
173, 176, 178-183, 185, 187- Vattimo, G.: 107.
189, 191-2, 194, 197-8, 201, Weber, M., 211.
209-211. Wittgenstein: 147.

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ÍNDICE DE MATERIAS

Abbild: 99. Aufhebtmg: 136, 170.


actitud natural: 71. autocomprensión: 52, 58, 87,
aisthesis: 167, 181. 96, 109, 142, 144, 163, 181,
aletkeia: 98, 160,163,177,179, 184, 195.
190, 192. autoconocimiento: 131, 170-
alienación: 19-20, 29, 33, 93, 171, 182.
174, 191,200. autonomía: 17, 32-33, 35, 37,
antropología, antropológico: 91, 108, 113-115, 138, 143,
22-23,25,111, 163,174. 149, 156, 178, 185, 188-189,
apariencia: 29, 31, 36, 38-39, 192, 195, 197, 200.
106, 168. belleza: 22, 27-29, 31, 33-34,
arte: 13-15, 20, 25-26, 28-39, 36,92-94, 105-107,131-132,
45-48, 51-53 , 57-61, 63 , 66- 148,170, 198, 200.
73, 75-76, 80, 86-89, 91-98, Bild: 92, 99, 103.
100-101, 103, 105-106, 108- capitalismo: 18, 22, 140, 174.
119, 122-124, 126-129, 131, carne: 46, 56, 58, 61-62, 68,
133, 135-137, 139-141, 144- 159,163,173,181.
153, 155-161, 163-164, 166- catarsis: 38, 116, 200.
167, 170-174, 176, 178-179, ciencia: 18, 34, 43, 69, 80, 82,
181-192, 194-195, 197-200, 84-85, 95, 104, 108, 165,
202, 204-205, 207, 209-212. 170, 190,196, 207, 209-210.
arte conceptual: 138-139, 142, ciencias del espíritu: 14, 82, 84,
171. 86, 93-94, 98, 166, 182-183.

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216 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

cientificismo: 46, 82-83, 158, cultura: 20-21, 24, 32-33, 48,


204, 209. 52, 65, 73, 110, 152, 160,
círculo hermenéutico: 87. 173,180, 185, 187,206,211.
civilización: 21, 30, 174. cultura clásica: 19, 83.
clásico: 121. cultura de masas: 19, 35.
cognitio sensitiva: 94-95, 166. Darstellung: 97, 100, 103, 107,
comprensión: 87-89, 91, 96, 114, 145, 170, 184, 189.
111,115, 119,132, 141, 144, decisionismo: 32, 156, 197,
164,171,175,180,183,187, 209.
193,200. deformación coherente: 49-50,
comprensión hermenéutica: 159,208.
13, 88, 90. desinterés estético: 28, 198.
comunicación: 51, 53, 55, 74, desublimación: 19-20, 30, 34,
82, 87, 116, 118-119, 140, 37, 191.
146, 162,185, 196-197, 210. dialéctica: 18,31,37,41-43,45,
concepto: 26, 58, 72, 89, 91-2, 52, 58, 71, 73, 78, 91, 100,
94-6, 116, 125, 146-7, 159, 115, 128-129, 160, 162, 164,
163, 168, 172,181-2, 197. 166-7, 170, 181, 187-8, 190,
conocimiento: 14, 26, 31, 39, 192, 194, 199, 200-1, 202,
46, 59,71,82,85, 88-9, 101- 209,211.
2, 104-5, 107-9, 115, 129, diálogo: 42, 60, 82, 115, 119,
131, 135, 138-9, 145, 152, 123,127, 130,158, 165,197,
162, 164-165, 169, 171, 176, 203.
178, 181-5, 187-190, 200- diferenciación estética: 106,
201, 103-204,210-211. 108.
contemporaneidad: 13, 88, dimensión estética: 20, 22, 26,
104, 160. 33-35,37, 151, 157-8, 183.
creación: 46, 58, 60-2, 65, 76, distanciación, dístanciamiento:
78, 92, 102, 119, 158, 159- 19, 33, 94, 119, 166, 182,
160,163,168,171,175,180, 191.
186, 202. dominación: 15.
crítica: 20, 29, 34, 38, 70, 108, doxa: 46, 63.
115-116, 122, 130-2, 147, efectos: 117-120,127,131,146,
157-8, 167, 171, 191, 193, 152.
198-9,201,203-4. energeia: 98, 114.
cuerpo: 44,46,52,56,58,62-3, energía erótica: 20, 24.
68-70, 77-78, 178. epoje: 56, 158.

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Ín d ic e d e m a t e r ia s

217
ergon: 98, 114.
extrañamiento: 20, 33, 72, 164,
esencia: 60, 63-4, 89, 96, 103
166, 177, 182, 202.
109-110, 113, 116, 130, 152, falsa conciencia: 18.
157, 159, 163-4, 169, 175, felicidad: 24, 28, 31, 33, 157,
189, 1 9 1 ,1 9 4 ,1 9 8 ,2 0 4 ,2 0 6 ,174, 198, 204.
210 .
fenomenología: 41-2, 54-5, 58-
estética: 13-14, 17, 25, 29-30, 9, 63 , 70, 91, 93 , 97, 123,
41, 47, 59, 66, 70, 77-9, 86- 128, 159, 164-5, 186.
8, 90, 94, 96, 105-6, 108-9, fenómeno: 45-6,57, 66-7, 71-2,
115-120, 122-4, 127-9, 131- 87, 91, 110, 129, 145, 147,
133, 139, 145, 147-151, 158, 183-4, 205.
167-8, 170, 173, 182-4, 186, filosofía: 13, 26, 42-3, 45-6, 49,
189-191, 197, 199, 200-1, 53; 65, 68, 70-1, 75-6, 78, 83,
206. 85, 103, 105, 110, 125-6, 128,
esteticismo: 37, 153, 155, 188. 139-140, 145, 147-8, 161,
estilo: 34, 49, 72-74, 144, 164, 174,192,194, 196,203,206.
175, 180. filosofía hermenéutica: 80, 84,
ethos: 82. 86 .
ética: 30, 36, 84. filosofía práctica: 85.
existencia: 25-6, 28-30, 32, 43, forma estética: 26, 32-34, 36,
45, 49, 52-53, 56, 67, 69-70, 39, 114, 136-7, 185, 191-2,
77, 80, 83, 93 , 96, 102, 128, 195, 199.
146, 153,158, 162,172,189, formalismo: 136.
190, 195, 198, 200,211. función cognoscitiva: 14, 20,
experiencia: 32, 42, 46-7, 55-6, 26, 104, 166, 170, 185, 188,
63, 87, 114, 123, 148, 164-5, 201, 210.
2 0 3 ,2 1 0 . fusión de horizontes: 66, 94,
experiencia estética: 14, 26, 86- 119-120, 160, 163-4.
7, 90-1, 93-97,100,103,109, Gebilde: 90, 98, 100, 110, 114,
112, 116, 126, 128, 132-3, 167, 190.
135, 141-2, 158, 165-7, 170, genio: 88, 97, 105-6, 108-9,
188, 193, 196, 201-2, 204, 111,115,117,142,170,179-
180, 190.
207.
expresión artística: 47-50, 62, feta//.- 45, 48-49.
71-72, 88, 102-3, 159-60, Gran rechazo: 19, 21-23.
gusto: 92, 104-106, 108-9, 148,
164, 178, 181, 196, 202.
expresión corporal: 57, 69. 196.

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218 El a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

hermenéutica: 87-9, 98, 109, 109-115, 128-131, 146, 150,


118-9, 125-6, 128, 131-3, 161, 169-171, 180, 190, 203.
145- 6, 150, 165, 184, 193, juicio estético: 27, 95, 104-5,
206. 107.
historia: 11, 45, 50, 59, 73-7, Kitscb: 132, 143, 193.
89, 94-5, 113, 116, 118, 122, Lebenswelt: 41, 49, 52, 58, 63,
155,160,163,173,181,187, 72, 84, 158, 165, 177-8.
211. lenguaje: 42, 46-7,50,52-3, 57,
historicidad: 18,52,73-4, 81-2, 60, 64-5 , 67, 75, 83, 125-6,
101, 124,155, 160, 164-5. 129, 137, 144-7, 149-150,
hombre nuevo: 21, 24. 168,176,184,193,199,209.
hombre unidimensional: 17, lenguaje artístico: 26, 50-1, 72,
24,37. 87, 128, 147, 162, 167-8.
horizonte de expectativas: 119, liberación: 13, 15, 17, 21, 23,
120. 29, 32, 35-6, 140, 148, 152,
bybris: 38. 156-7, 182, 184-5, 191, 195,
idealismo: 28. 198-200, 204-5,212.
imaginación: 14, 21, 23, 25-9, libertad: 19-20, 22, 24, 29, 33,
33-4,38,95,105-6,129,157, 35-38, 82, 105, 112-3, 116,
166, 170, 182-3, 199, 202. 129, 143, 155-8, 160, 162-3,
industria cultural: 34-5. 167, 170-1, 174, 185, 194,
integración: 19-20. 197, 200.
intencionalidad: 58, 67, 78, 89, literatura: 51, 76, 103, 116,
137. 118, 122,128-9, 157.
interpretación: 59, 79-80, 88, logos: 28, 46, 49, 58, 65, 75-7,
90-4, 99-102, 104, 109, 115, 83,85, 158, 181,211.
117, 121-124, 128-9, 132-3, materialismo: 36, 136.
146- 7, 150, 161, 165, 168, metafísica: 45, 49, 61, 67-9, 71,
170-1, 175, 192-3, 302, 304- 159.
7. metáfora: 50, 75, 100, 147-8,
intersubjetividad: 63, 105, 137, 162.
184. método: 443, 87,108,119,165,
invisible: 44, 46, 62, 69, 142. 183, 187.
irracionalidad: 20, 42, 170, mimesis: 19, 38, 47, 92, 97-8,
204. 102-4, 115, 122, 143, 145,
irrealización: 32. 166, 169, 172,189, 191.
juego: 22, 29, 30, 39, 91, 95-6, mimesis artística: 97, 102, 123,

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Ín d ic e d e m a t e r ia s 219

136, 166, 168, 179, 184-6, 146, 159-160, 162-3, 168-9,


188-9,211. 187,207-8,210.
moral: 30, 80, 82, 107-8. placer estético: 27-9, 94, 102,
naturaleza: 18,21, 23-4,27, 30, 105, 142, 152, 198, 201.
37,46,49,55-8, 60, 63-5,72, poesía: 51, 99, 124, 126, 128,
92-3, 95, 100, 104-5, 112, 162, 173, 176, 206,211.
142, 159, 173-5, 178, 185, poiesis: 88, 98, 116.
198,211. política: 25,33,36, 197.
negación: 19, 32-3, 35, 168. praxis: 36,52,79,82-4, 98,120,
objetivismo: 46, 106, 119, 126, 139, 160, 165, 199,201.
165, 171, 183, 190. principio de placer: 21, 28, 30,
obra de arte: 23, 32-5, 38, 45, 196.
48-9,51-2,54,60, 63,67,69, principio de relidad: 25-6, 28,
71-3, 75, 80, 83, 86-98, 100- 30, 32, 196.
114, 116-118, 121, 123-125, principio de rendimiento: 22,
128-130, 132-133, 137-138, 28,31.
143-145, 149-150, 157, 160- prejuicio: 89, 120.
161, 163, 165, 167-8, 170- promesal5, 30, 33, 36, 131,
172, 175, 177-9, 181-2, 184- 153,157,160,172,174,194,
188, 190-1, 194-7, 200-4, 199, 204.
206. racionalidad: 13, 15, 19,26,29,
ontología: 41, 43, 46, 52, 54, 42, 44-46, 54, 67, 80-3, 86,
57 , 62 , 64-5, 67-8, 70, 97, 138, 142,146,148,156,158,
103-4, 107, 110, 112-3, 118, 169, 171-2, 175-6, 196, 204-
129, 151, 158, 162-3, 170, 5 , 210, 212 .
177, 183. racionalidad científica: 82.
percepción: 14, 44-5, 47-8, 50, racionalidad formal: 42.
53-5, 59, 61-3, 66-8, 71-3, racionalidad liberadora: 152.
75-6, 91, 102, 139, 142, 147, racionalidad práctica: 82-3,
158- 9, 162-4, 167, 175-6, 180.
178-180, 182-3, 191. racionalidad tecnológica: 17-
percepción estética: 14, 26-7, 20, 25, 27, 204.
47-9, 57, 69, 88, 92, 149, racionalismo: 43-44.
159- 160. razón: 18, 20-22, 24-26, 28-29,
ph roñesis: 82, 180. 32,35,41-45,67,80-1,85-6,
pintura: 11, 44-5, 48-51, 54-5, 111, 155-8, 165, 182, 186,
57-78, 97, 100, 102, 124, 196, 198-9, 204.
220 E l a r t e c o m o r a c io n a l id a d l ib e r a d o r a

razón absoluta: 79. 30, 57, 63, 126, 157, 174,


razón dialógica: 79, 82, 203. 205,210,212.
razón dominante: 17, 21-2, 25, sensualidad: 25-8, 30, 57, 175.
26, 31, 67, 143, 155, 182, sensus communis: 105.
204. ser: 14, 42-3, 52-3, 58, 67-71,
razón estética: 67, 165, 188, 94-6, 98-9, 102, 104, 106,
204. 109, 111, 113-4, 118, 129-
razón existencial: 43. 131,133, 144, 152,158,162,
razón gratificante: 21, 25, 128, 164-5, 167-170, 177, 184,
172-3. 186-7, 190, 198.
razón hermenéutica: 79-80, 82, ser salvaje: 49, 63, 69, 145.
165. ser vertical: 56, 69, 159.
razón instrumental: 26, 79, 83, significación: 48-9, 51-2, 57, 67,
153,156, 158, 165,183,188. 69,75,124,127,159,168.
recepción: 90, 94, 105, 115- significado: 47, 50, 52, 88-9,
120, 122-124, 127, 129, 132- 91-2, 94, 97, 103, 107, 117,
3, 149-150, 170, 197. 120, 130, 132, 145-7, 150,
receptividad: 26-7, 201. 160, 166, 184, 189, 190.
reducción estética: 37, 125. símbolo: 44-5, 75, 93, 98, 106-
referencia: 98, 127, 135, 144, 7, 114, 130, 149, 169.
146, 170, 176-7, 209. Sinnlichkeit: 25.
reflexión: 13, 17, 41-3, 46-7, sociedad unidimensional: 19-
49, 59, 64, 70-2, 80, 104, 20, 22, 36-7.
133, 138, 140, 142,148, 152, socialismo: 23.
161, 165, 168, 203. solidaridad: 91.
representación: 27, 31, 59, 62, Stiftung: 73.
72, 76, 94-99, 101-105, 108- sublimación: 21, 131, 170, 191,
110,113,115,118,122, 128- 198.
130, 143, 164, 168-170, 173, subversión: 17,21-2, 157.
182, 189, 191, 194,211. técnica: 18, 37, 115, 131, 175,
represión: 21,25-6,31,37, 174. 178, 188-9, 196, 209.
retórica: 82. teleología: 81.
reversibilidad: 56, 58, 60, 70, temporalidad: 18, 101-2, 113.
159, 163, 181-2. texto: 45, 80, 82, 117, 120-1,
revolución: 36-7, 199. 123-4, 149-150.
sedimentación: 77, 196. tradición: 59, 74, 81-2, 87, 89,
sensibilidad: 21, 23-5, 27, 29- 92, 94, 116-8, 120-3, 127,

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Ín d ic e d e m a t e r ia s
221

130, 144, 158, 160-1, 164-6, verdad: 20, 22, 25-6, 29, 31-2,
171, 181, 186-7,202. 38-9,42,45-6,49,51,55,71-
transcendencia: 20-1, 33, 48, 3,75-8, 80, 85, 87-90, 93-99,
55, 65, 68, 114, 160. 101-108, 110-112, 114, 117-
transm utación: 23, 96, 106, 8, 124, 129, 131-3, 135, 143-
114,157. 4, 146-8, 150, 155, 157, 159,
unidimensionalidad: 17, 31. 161, 164-7, 169, 170, 172-3,
universalidad: 42, 44, 48, 69, 175-7, 179, 181-2, 184-6,
73-4, 76, 83-4, 94, 105, 124, 188-194, 197, 192-200, 202-
146, 163-4, 166-7, 195, 197, 205, 207, 209.
205, 207, 210. violencia: 19, 21.
Urbild: 99, 103. visibilidad, visible, visión: 44,
utopía: 14, 17, 22, 25, 31, 36, 46, 48,50,54-8,60,62-4,68,
38-9, 146, 151-3, 157-8, 170, 70-2, 158-9, 162-3, 169, 178,
174-5, 188, 194. 180, 183, 187-9, 198, 208.
vanguardia: 33, 137. Wirkungsgeschichte: 121, 127.

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Esta obra analiza las ideas más relevantes de tres grandes filósofos
contemporáneos: H. Marcuse (1898-1979). M. Merleau-Ponty (1908-
1961) y H. G. Gadamer (1900). con objeto de articularlas en torno
a un núcleo central ampliamente compartido, aunque escasamente
sistematizado por ellos mismos, que estaría constituido por sus
reflexiones estéticas.
De ellas arranca la autora para elaborar una personal
fundamentación del arte en dos categorías intemporales de la filosofía:
la racionalidad y la liberación. Esta vinculación se debe, por un lado,
al hecho de que el arte ayuda a la liberación dejando ser lo posible,
la bella promesa, permitiéndonos acceder a mundos más verdaderos:
por otro lado, el arte conlleva la necesidad de la transformación de
lo dado. Puesto que es razonable aspirar a enbellecer y enriquecer la
vida y el conocimiento, anhelar que la dominación no se convierta
en la única meta de la racionalidad y de la existencia misma, también
lo es reivindicar la verdad y la racionalidad características del arte
para ampliar el estrecho concepto de razón que nos ha sido impuesto,
y desear que contenga incluso lo que ha sido considerado irracional.
Sólo si la (ii\tlics¡\. en su doble sentido, se hace solidaria de la razón,
dejará de ser utópica la emancipación de la racionalidad estratégica,
meramente adaptad va.
La progresiva clarificación de estos conceptos desde otra
perspectiva, desde la dimensión estética, pretende demostrar finalmente
la conveniencia de pensar el arte con la ayuda de la tiloso!ía y de
repensar la filosofía de la mano del arte. Esta intención puede ser\ ir
de paradigma a los estudios transdisciplinares en el ámbito de las
ciencias humanas.


co
o
= en■
= X
O
84- 362- 4117-7
= = Q
361 43 — có
UNIVERSIDAD CL
NACIONAL —

DE EDUCACIÓN
A DISTANCIA 9 788436 241174 =

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