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HERENCIA MALDITA

KAROL MOORE
Copyright © 2023

Karol Moore
Herencia Maldita
Un romance oscuro de alto octanaje

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A Charlotte Evans le va mal en la vida y en el amor. Pero cuando
encuentra a Joseph Hawkworth, un rudo motociclista que podría ser el
hombre de su vida, lo deja ir sin más.
De pronto, recibe una noticia inesperada que podría cambiarle la
vida, solo si logra superar el trato del insufrible Charles Marx, un magnate a
quien solo parece importarle el dinero y el poder.
Suspenso, pasión, intrigas, venganza y traición: una novela de
romance oscuro para leer de una sentada.
CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XII
Capítulo I

Los rayos de luz de un sol intenso y amarillo se colaban por la


ventana. Sentía golpes de martillo en mi cabeza como si un grupo de
albañiles construyeran una catedral dentro de mi cráneo.
Tenía casi un año sin irme de copas, mucho menos un miércoles,
justo en medio de la semana laboral.
Era el cumpleaños de Camila, mi mejor amiga, y no podía faltarle,
la última vez que me había invitado la había dejado plantada porque no me
sentía de ánimos para salir.
“Esta vez no me falles Charlotte. Solo iremos tú y yo”, me había
escrito Camila el día anterior.
No podía fallarle. Fuera de mi entorno laboral Camila era la única
persona con la que yo tenía algún tipo de interacción.
Así que me dije que solamente me bebería una margarita y ya. Y en
efecto solo fue una margarita, pero seguida de dos mojitos, un whiskey y al
menos cinco shots de tequila. Después perdí la cuenta, dejé de contar, y dejé
de saber dónde estaba.
Abrí los ojos, tenía muchísima sed.
Los párpados me pesaban como si fueran de plomo. Con los ojos
entreabiertos pude ver el desorden de mi habitación: pantalones y una
camisa de hombre, mi falda, mi top y mi ropa interior esparcidas en todos
lados, un par de botellas de alcohol a medio beber sobre las repisas. La
pantalla de la tele estaba encendida sin volumen en un canal de películas
eróticas. Vestigios de una noche que prometía ser tranquila y terminó siendo
una especie de montaña rusa, aunque no recordaba qué era lo que había
pasado.
A ciegas, mi mano tanteó frenéticamente la mesa de noche para
tomar mi teléfono y ver la hora.
Eran casi las diez de la mañana. La seguidilla de alarmas que ponía
para despertarme había sido desactivada, pero no recordaba haberlo hecho.
Me sentía desconcertada. Al menos estaba en mi cama, en mi casa.
Revisé los mensajes y tenía uno de Camila dónde me avisaba que
había llegado a casa y me preguntaba si yo también. Había sido enviado a
las 2 de la mañana, pero yo no lo había leído. No tenía mensajes adicionales
de ella, así que asumí que cayó dormida, seguro estaba tan borracha como
yo.
Hice un esfuerzo para levantarme y caminé casi a rastras hasta el
baño: recordé que llegué a mi casa en taxi y que alguien me había cargado
para subir por las escaleras. No creo que haya sido el taxista, ¿o sí?
En ese momento me di cuenta de que había dormido desnuda y que
no llevaba nada de la cintura para abajo. Todo era borroso: las piezas del
rompecabezas de la noche anterior aún se negaban a encajar.
Me detuve frente al espejo y me observé con una expresión de
desconcierto. Tenía el cabello revuelto, el maquillaje corrido y la sombra de
un mordisco en mi cuello. Me veía fatal, pero al mismo tiempo me sentía
muy sensual, a pesar de no haberme depilado la entrepierna. Aquel
triángulo castaño oscuro era mi única vestimenta. Me sentía como si
hubiese tenido una especie de larguísimo sueño húmedo que me dejó plena
y feliz.
Iba tarde para el trabajo, pero la sensación de goce cumplido era
más fuerte que la preocupación… no quería que se esfumara.
Bebí agua del lavabo como si se tratara un oasis recién descubierto
en medio del desierto. Tenía mucha sed y mi mareo se debía a la
deshidratación por tanto alcohol consumido. El cabello me olía
terriblemente a cigarrillo, aunque yo no fumaba, pero era normal que un bar
esos olores se contagiaran. Quizá me besé con alguien en la terraza de
fumadores del lugar. ¿Pero de quién eran esos pantalones de hombre? ¿De
mi ex? ¿En qué momento los descolgué del armario?
Eran muchas preguntas; aunque la más importante sería: ¿por qué
yo guardaba los pantalones de mi ex después de más de un año de haber
terminado con él?
Así de triste era mi vida.
Hoy mismo los boto, me dije con resolución.
El vapor comenzó a llenar el cuarto de baño mientras abría el grifo
de agua caliente. El espejo empezó a empañarse y mi rostro se borró del
cristal, oculto tras la capa de vapor.
Bajo el agua caliente, recuperé un poco de mi compostura. Junto con
la espuma de champú y jabón dejé que mis preocupaciones se deslizaran
por el desagüe. Daba igual llegar una hora más tarde al trabajo, peor sería si
llegaba impresentable. El ingeniero Raúl era muy en cuanto a la apariencia
y la frescura de su personal. Yo me apegaba a las normas y fingía que no
importaba ser solo una cara y un cuerpo bonito.
Mientras me enjabonaba, hice un esfuerzo por reconstruir los
escasos fragmentos de la noche anterior. Había salido con Camila al Volga,
un bar en el centro de Baltimore, eso estaba muy claro. Habíamos bebido un
poco, y luego mucho, eso también estaba claro. Reímos, me contó del final
definitivo de su relación con Emilio. Volvimos a beber otros tragos.
Estábamos en la barra y uno de los bartender muy guapo y amable nos dijo
que pasáramos al área VIP y él nos llevaría lo que pidiéramos. Yo asumí
que Camila era la merecedora de ese coqueteo, era la cumpleañera y
necesitaba aliviar su despecho.
A partir de ahí mis recuerdos se volvían borrosos. ¿Cómo había
llegado a casa? ¿Quién me cargó en brazos hasta mi departamento? ¿Había
venido sola o acompañada?
Un vago destello de memoria sugería que alguien me había ayudado
a llegar a casa en un taxi. ¿Un extraño? ¿Un amigo de Camila? ¿Otro ex
mío que se había aparecido por el bar? No lo sabía. Mi mente parecía haber
decidido hacer una pausa en la grabación de esa parte de la película y
supongo que más tarde, luego de haber comido algo y bebido varios cafés
me acordaría de lo importante.
Sí, un café caliente, cargado, humeante…
El aroma de un café recién preparado me invadió. Así de fuerte eran
las ganas que tenía de beber uno. Me hizo feliz ese aroma familiar que se
sentía tan real que en efecto… era real.
El olor provenía de mi cocina e incluso pude escuchar el chirriar de
la cafetera. No, no estaba sola. Había un intruso… y estaba preparando
café. ¿O sería un invitado?
Terminé la ducha con una sensación agridulce, pues realmente
estaba disfrutando el agua caliente sobre mi piel. Limpié mi cabeza tanto
como mi cuerpo, pero la confusión persistía. Me recogí el cabello con un
moño, me envolví en una toalla y salí.
Cuando abrí la puerta, la nube de vapor que se acumulaba en el baño
se escapó y se dispersó en el interior de mi departamento. Antes de que
llegara al pasillo que conducía a la cocina, un hombre alto, de barba
ligeramente recortada, músculos marcados, ojos claros filosos y
completamente desnudo me cortó el paso.
Me quedé paralizada.
Ni siquiera pude gritar, mi primer instinto fue llevarme las manos a
la boca. En ese momento mi toalla se me cayó y mis redondos senos
desnudos quedaron casi rozando el pecho de ese hombre. El extraño bajó su
mirada y yo también, así que no solo vi la toalla en el piso sino también sus
partes íntimas. Mi mirada se quedó ahí unos segundos más de lo debido.
Se agachó, recogió la toalla y me la puso en los hombros hasta
cubrirme los pechos. Lo hizo con mucha delicadeza, pero ese gesto no fue
suficiente para que se me pasara el miedo, pues todavía mi mente no podía
procesar el porqué de su presencia allí.
La toalla solo me cubría mis hombros y mis pechos, pero como al
menos yo tenía más ropa que él me sentía un poco menos vulnerable.
Di dos pasos hacia atrás, la distancia suficiente para examinarlo. Era
delgado, pero con todos sus músculos muy definidos. Sin duda alguien muy
fuerte físicamente hablando. Los múltiples tatuajes en sus antebrazos y
muslos me hicieron poco a poco recordar que anoche estuvimos en mi
cama. Sí, esos tatuajes se sucedían en mi cabeza como el carrusel de una
película.
Como yo no tenía aún todo claro aún le grité con la voz más firme
que pude:
“¿Quién eres y qué haces en mi casa y... desnudo?”, pregunté, sin
saber si debía sentirme amenazada o simplemente era una mala anfitriona
confundida.
Su única respuesta fue una sonrisa suave seguida de breves palabras:
“Preparé café”, me respondió con una voz potente pero dulce.
No esperaba una respuesta tan confusa, y que al mismo tiempo fuese
tan reconfortante. Sus palabras me transmitieron una calidez enorme y hasta
se podría decir que un sentido de seguridad: “Preparé café”, sonaba tan
delicioso, tan familiar, tan cálido como el aroma de la bebida humeante.
Volví a bajar la mirada.
No pude evitar examinar su esculpido cuerpo mientras me mordía
mis labios inferiores. Lo miraba como si en su piel pudiera encontrar alguna
pista sobre su identidad o intenciones. De algo estaba segura: los ladrones
no solían irrumpir de esta manera, ni desnudos ni haciendo café.
“¿En serio no te acuerdas de lo que pasó anoche? Yo recuerdo con
intensidad cada segundo como si lo estuviera viviendo en este momento”,
me dijo con voz suave al tiempo que me dirigía una profunda mirada de
deseo.
“Anoche, anoche”, murmuré, mientras intentaba retroceder en mi
memoria.
La confusión se instaló en mi rostro mientras luchaba por entender
la situación. ¿Dónde había conocido a este hombre?
“¿Anoche?”, exclamé ahora en voz alta, mientras intentaba recordar
qué había sucedido realmente.
Poco a poco, las piezas del rompecabezas empezaron a encajar. No
lo había soñado. Este hombre, demasiado encantador y apuesto para ser real
había sido mi compañía durante una noche tumultuosa. Con razón yo me
había despertado en tal estado de gracia y satisfacción.
“Si no lo recuerdas podemos revivirlo escena a escena”, me dijo con
una sonrisa traviesa, como si disfrutara del desconcierto que se reflejaba en
mi rostro.
Su voz era muy seductora. Solo fui capaz de tartamudear alguna
frase incoherente.
“Entonces vamos a repetir”, dijo y sin más me cargó poniendo sus
fuertes brazos bajo mis muslos.
Lo abracé para no caerme, pero también porque me sentía atraída
hacia él. Juntamos nuestros cuerpos con lentitud, como cuando un barco se
acerca a un puerto.
Estábamos a punto de entregarnos de nuevo a la pasión, pero de
repente reaccioné y me desprendí de él.
Me volví a cubrir con la toalla que se me había caído de nuevo y le
dije que no podía, que me esperara en la sala. Corrí a mi habitación, estaba
acalorada, en serio que tenía demasiadas ganas otra vez de estar con él, pero
más quería poner mi cabeza en orden.
Mi mente, ya más repuesta retrocedió en la maraña de imágenes
borrosas que se agolpaban como una serie de escenas de películas
inconexas. Entonces, como un destello, recordé todo. Camila y yo salimos
del bar Volga. Éramos las últimas clientas. Estábamos desorientadas,
perdidas, borrachas. El bartender, es decir, el hombre desnudo en mi casa,
salió de su turno y nos vio. Bromeamos. Yo me hice a un lado para
cedérselo a Camila, pero su mirada de fuego estaba dirigida a mí, a pesar de
que Camila estaba mucho más arreglada y lucía mucho más sexy que yo. Él
nos ayudó a pedir un taxi. Camila abordó el suyo primero, porque según
estaba más borracha que yo. En realidad era al revés, solo que yo tengo un
talento para disimular mi borrachera, al menos durante las primeras horas.
Él me abrió la puerta del taxi y me pidió mi número de teléfono. No
se lo di porque lo invité a subir conmigo, él dudó un poco. Le dije que igual
necesitaba un medio de transporte. Sin decirme nada entendí que la
motocicleta negra que estaba a un costado en la acera era la suya. Algún
gesto con mis labios, o quizá mi escote, lo convencieron de que subiera al
auto conmigo.
De las risas pasamos a los besos, primero con timidez y luego tan
subidos de tono que el taxista no podía evitar mirarnos por el espejo. Pensé
en ese entonces que el taxi tomó atajos más largos solo para divertirse más
con nuestro espectáculo.
Cuando llegamos a mi casa me cargó para subir por las escaleras y
luego pasamos una noche espectacular.

Salí de mi habitación y él seguía sin ropa allí parado justo como lo


dejé hacía minutos. Yo me había puesto una franela blanca y unos shorts
rosados.
Le reclamé que por qué no se había vestido y me explicó que su
ropa seguía en mi alcoba.
“Ok, pasa y vístete. Ya recordé. Tú... tú me ayudaste a pedir un taxi
anoche. Eres el bartender del Volga, y te diste cuenta de que mi amiga y yo
estábamos muy borrachas”, murmuré, tratando de recuperar la compostura.
No quería que él pensara que era algo yo que hacía con frecuencia.
“Exacto, soy Joseph”, dijo él con una risa suave.
“Y yo Charlotte. Charlotte Evans”, le dije. No sé por qué me
presenté con tanta formalidad si ya nos conocíamos tan íntimamente.
“Mucho gusto Charlotte Evans. Si te sirve de algo mi apellido es
Hawkworth. Joseph Hawkworth”, bromeó.
No pude evitar mirarlo con una leve sonrisa.
“Bueno, el caso es que cuando llegamos a tu casa, te ofrecí mi ayuda
para subir y tu respuesta fue otro beso… Créeme que no es algo que haga
usualmente”, confesó.
“Pues yo tampoco”, le respondí.
Mis mejillas se encendieron. No estaba segura de si sentirme
agradecida o avergonzada por haber necesitado su ayuda y su cuerpo, pero
parecía que Joseph, se tomaba todo con una naturalidad que me
desconcertaba.
“Y ya que estábamos aquí me arrastraste a tu habitación sin mediar
palabras. Lo hicimos muchas veces anoche. Pasamos un muy buen rato
juntos”, continuó, sus ojos brillaban con complicidad.
Pensé en que deberíamos hacerlo una vez más. Allí mismo en la
sala. Había una atracción química enorme entre nosotros. Recordé la pasión
de la noche anterior, la sensación de liberación que experimenté y cómo
desaté una furia que tenía varios meses reprimida.
“¿Un buen rato?”, repetí, con una sonrisa incipiente jugando en mis
labios.
Él asintió con una expresión cómplice. Me pareció que era un poco
menor que yo. Aún yo no cumplía los treinta años. Él, a pesar de su aspecto
duro, tenía algo inocente. Así que deduje que yo le llevaba al menos unos
cuatro años de edad.
”Bueno… puede que hayamos durado un poco más que un rato”, me
dijo con aire seductor.
“Está bien Joseph. La pasamos bien, no puedo negarlo, pero debo
irme a trabajar. Mi vida sigue y ya el buen rato se acabó”, le dije asumiendo
que aquello era solo una aventura de una noche.
“No tiene por qué terminar acá. Podemos hablar y conocernos un
poco”, me dijo en un tono casi tierno que revelaba algo de su
vulnerabilidad.
Yo me di la vuelta de manera grosera y le dije que no.
A veces actuó así cuando estoy nerviosa.
Joseph asintió aunque sus ojos brillaban con una chispa de desafío.
“Claro, claro. Entiendo. Pero antes de irme, ¿no quieres comer? Te
estaba preparando unos panqueques para el desayuno. ¿Te apetecen?”
Su ofrecimiento me tomó por sorpresa. Aquí estaba, un hombre de
película, desnudo en mi apartamento, ofreciéndome desayuno. Eso nunca
me había pasado, por lo general se marchaban antes de que yo me
despertara.
“No, gracias”, le dije, sintiendo una extraña mezcla de gratitud y
pena por dejarlo ir.
“Está bien, tomaré un baño y me iré. ¿Vale?”
Me vestí completamente mientras él se terminaba de duchar. Probé
un trago del café que había preparado. El shot de cafeína me terminó de
espabilar.
Era el hombre perfecto, pero no era para mí, me dije. Al menos no
estaba lista para nadie. No ahorita. Así que decidí cortarlo de raíz. El
mundo me llamaba de vuelta y me debía apurar para el trabajo. Joseph era
tan solo una distracción de mi día a día, me dije con cierto pesar.
Con Joseph aun ocupando mi baño, decidí que el momento requería
una retirada estratégica hacia la normalidad, o al menos algo que se le
pareciera.
Como me inspiraba confianza le dije que por favor cerrara la puerta
al salir.
Corrí a la parada de autobús con un suspiro de alivio, porque
pensándolo bien el chico encantador pudo no haber sido un galán educado
sino un psicópata de buenas maneras.
Llegué demasiado tarde a la oficina. Creo nunca me había retrasado
tanto en los tres años que llevaba trabajando en la compañía Lark, una
empresa enorme que desarrollaba medicamentos experimentales, piezas de
naves, alimentos, aparatos para el hogar… hacían de todo.
La expresión del ingeniero Raúl cuando me vio llegar era terrible:
“¿Charlotte?”, gruñó, sus ojos disparaban chispas de furia pero
también de lujuria. “¿Qué demonios llevas puesto?”
Me miré en un espejo de la oficina y noté con sorpresa que por el
apuro había olvidado ponerme brassiere y mis pantalones no eran los
ajustados negros de siempre sino unos anchos de colores que usaba para
mis clases de teatro.
Estaba rojo de ira, pero no podía dejarme de ver mis pechos
enormes que se transparentaban. Si hubiese llevado unos pantalones
ajustados no me hubiese dicho nada, estoy segura. Pero como era una
oficina muy formal no podía dejar pasar lo de los pantalones anchos y
además de colores.
Traté de explicarle la situación, tartamudeando algo sobre una noche
complicada y mi dolor de cabeza. Pero mi jefe no estaba de humor para
excusas.
“Lo siento, ingeniero, es solo que...” intenté decir algo, pero me
interrumpió con un gesto de desprecio.
“¡Basta! Hoy había una reunión importante con los japoneses, y tu
ausencia fue inexcusable. Y además vienes vestida como una artista de
circo barato. Estás despedida, y sin paga por indemnización”, me dijo con
dureza, su voz resonó en toda la oficina.
Mi boca se abrió en shock, pero ninguna palabra pudo salir de ella.
Mi mente intentaba procesar lo que acababa de suceder: la pérdida de mi
trabajo a causa de una única noche de excesos.
Daisy, la recepcionista, me lanzó una mirada de lástima mientras el
ingeniero Raúl se encerraba en su oficina. Mis compañeros murmuraban
entre ellos. Así vestida yo me preguntaba si mi vida había decidido
transformarse en una especie de comedia absurda. Los hombres me miraban
de la cintura para arriba y las mujeres hacían mofa de mis pantalones,
aunque también miraban con envidia mis enormes senos naturales que
parecían a punto de estallar a través de la suave tela de la franela blanca de
algodón.
Salí de la oficina en un estado de aturdimiento. Mi vida, que hasta
ayer era un caos sin rumbo, ahora se sumergía en una nueva dimensión de
caótica extravagancia.
Miré mi reflejo en la ventana del autobús que me llevaría de regreso
a casa, preguntándome si algún día podría recuperar la normalidad que
había perdido en pocas horas.
Mientras iba de camino a casa me pregunté si Joseph ya se habría
ido del departamento.
Algo en mi interior deseaba que aún no se hubiese marchado.
Capítulo II

Mientras subía las escaleras rumbo a mi departamento mi mente se


inundó con el peso abrumador de las preocupaciones financieras… el
dinero, siempre el dinero como protagonista de las vidas de las personas
normales.
Los gastos de alquiler, las deudas, los servicios y hasta la comida ya
me resultaban impagables, tenía las tarjetas de crédito colapsadas.
En mi distante familia materna, los Kaplan, ni pensaban en esos
gastos menudos. Ellos eran parte de esa mínima porción de la población
para quienes el dinero es como el aire, simplemente está ahí, nunca falta,
solo existe y su preocupación es multiplicarlo cada día más.
Pero yo no era como ellos y por eso me había alejado. No soporté lo
que le hicieron a mi madre ni a mi padre, a quienes hicieron sentir parias
hasta que tuvieron que irse.
Entre mis padres triunfó el amor, pero también la pobreza. Ellos
tuvieron una vida llena de privaciones, pero no lamento nada de eso.
Incluso cuanto cumplí mi mayoría de edad nunca quise acercarme a los
Kaplan. Aunque admito que muchas veces sí pensé en que se sentiría bien
pasar una temporada sin preocuparse por cuánto hay en la cuenta bancaria y
en tener que trabajar duro para pagar los gatos del día a día.
Cuando volví a casa Joseph no estaba. Perduraba algo de su olor a
bar: a cocteles, a tabaco, a perfumes diversos, a sudor. Me había dejado una
carta agradeciéndome por el buen rato que pasamos juntos, aclarándome
que era la primera vez que hacía algo así. También me dejó su número de
teléfono.
La carta me causó un poco de ternura, pero yo no estaba para lidiar
con nadie ahorita. No sé por qué me había autoimpuesto la idea de que una
relación implicaba esfuerzo. Sin duda fue a causa de Peter, mi ex. Aunque
lo quería siempre implicaba una lucha el que pudiéramos estar a gusto, era
demasiado celoso y acaso un tanto inseguro. No era mi culpa que voltearan
a verme en la calle.
En todo el tiempo que estuvimos Peter nunca me hizo el amor con
tanta pasión como Joseph. Y nunca ni remotamente me hizo café ni mucho
menos me preparó o me invitó el desayuno.
De solo pensar en Joseph se me dibujaba una sonrisita, pero ahora
tenía más preocupaciones. El dolor de cabeza con el que amanecí me volvió
con más fuerza. Me tomé dos aspirinas y me dormí un par de horas para
reponerme.
A diferencia de esta mañana cuando desperté con dolor de cabeza,
pero una sonrisa en el alma, al final de la tarde me desperté sin dolor de
cabeza, pero con una preocupación por lo que venía. Mis deudas no se van
a poner en pausa, de hecho, van a crecer.
Comencé de inmediato con la búsqueda de un nuevo empleo. Tenía
que admitir que mis habilidades y experiencia laboral no parecían
suficientes para abrirme nuevas puertas. Sé que este trabajo con el ingeniero
lo había conseguido principalmente debido a mi cara bonita y a mi cuerpo y
no por el potencial que yo sabía que tenía. Pero en Baltimore, al igual que
en muchas empresas del país las habilidades profesionales no son la
prioridad, y la verdad habías miles de mujeres tanto o más atractivas que
yo. Y en este mundo nada se mueve sin tener los contactos adecuados.
Hice un inventario mental de todos los rincones de mi hogar,
buscando cosas que pudiera empeñar o vender, pero la realidad era que
poseía pocos objetos de valor.
Lo único material a lo que me aferraba era a una pesada moneda de
oro de mi abuela Margarita, pero me negaba a venderla. Era la única
posesión que tenía de los Kaplan, mi adinerada y despreciable familia, cuyo
emporio empresarial era el único capaz de competir con el de Lark
Company.
Yo había guardado la moneda por una razón sentimental, no porque
la asociara con dinero sino con la única parte buena de ese pasado del que
yo había decidido renegar.
En las aplicaciones de búsqueda de empleo la competencia era feroz
y las ofertas escasas. Al menos que fueras programador, ingeniero en
sistemas o una mujer atractiva dispuesta a todo sin hacer preguntas no había
mucho trabajo disponible estos días.
Mi desesperación se incrementaba con cada respuesta automática
que decía “gracias, pero su perfil no se ajusta a lo que estamos buscando”, o
de plano no había ninguna respuesta en mi bandeja de correo, ninguna
llamada. ¿Cómo iba a salir de este agujero de deudas y cosas por pagar?
Solo quería dormir y despertar en otro lugar.
La única entrevista laboral que tuve fue en un edificio en las afueras
de Baltimore. Camila me había dicho que era muy riesgoso acudir allí, pero
yo estaba desesperada por conseguir un trabajo.
Haciendo caso omiso de la sensata advertencia de Cami me aventuré
una tarde por las angostas calles adoquinadas que llevaban al lugar donde
tendría lugar mi entrevista.
El edificio antiguo, de ventanas clausuradas se alzaba como una
sombra retorcida contra el cielo de la tarde. Me dije que, ante cualquier cosa
turbia, yo tenía mi celular con suficiente batería, verifiqué que tuviera señal
y lo empuñé como si fuera un arma.
Había gente en los alrededores del edificio, eso me dio cierta
confianza para entrar. Pero es sabido que en la desesperación uno no piensa
y es posible ver señales favorables dónde no las hay solo para justificar
acciones desesperadas.
El interior del lugar era un pasillo envuelto en sombras, con luces
titilantes de neón que apenas lograban iluminar el camino. Había humedad
y aunque no las veía, podía escuchar el persistente sonido de goteras. Al
entrar, una sensación de desconfianza se apoderó de mí, pero no retrocedí.
No soy buena haciéndole caso ni a los instintos ni a los consejos. El suelo
crujía bajo mis pasos, como si el edificio mismo estuviera dándome una no
tan cordial bienvenida. Una leve corriente de aire helado parecía emanar
entre las grietas de las paredes descascaradas.
Al fondo del pasillo estaba una mesa de la recepción. Era un
escritorio antiguo de madera, sobre el que reposaba una lámpara de luz
parpadeante. Me acerqué y una voz gutural emergió desde la penumbra:
“Buenas tardes, señorita Evans. Soy el señor Bulky de MC
Corporations, una filial de Lark Company. Estaba esperándola”, dijo la voz.

Así que la antigua empresa para la que trabajaba, el emporio Lark,


estaba detrás de la mayoría de las empresas en el país, y quien sabe si del
planeta.
Deduje que la voz no me mentía porque en la recepción había un
bolígrafo con el logo de Lark Company que yo tanto conocía. A lo mejor
fue por esa razón por la que me llamaron, por mi experiencia previa allí.
El dueño de la voz que me habló, un hombre gordo de carnes
blandas y con apenas cabello emergió de la oscuridad. Su rostro tenía una
sonrisa siniestra e inmóvil que me produjo escalofríos en mi espina dorsal.
Me giré un poco para ver qué tan lejos estaba la salida. Desde dónde yo
estaba se veía la puerta de entrada del edificio. Si quería correr, en menos
de un minuto estaría afuera.
“Me alegra que haya llegado puntual”, dijo con una voz grave y
melosa. “Ya hemos entrevistado a varias candidatas para calificar para el
puesto de asistenta, usted es la última de hoy”.
Su discurso de personal de recursos humanos me devolvió a la
realidad, no solo la realidad de ese momento sino de las últimas semanas:
necesitaba un empleo, o dinero, que era casi lo mismo.
Me relajé un poco.
Mientras no me alejara mucho de la salida estaría todo bien, me dije
para reconfortarme.
“Sígame, por favor”, me dijo y se encaminó hacia unas escaleras.
El escalofrío volvió, pero igual lo seguí, tragando saliva. Miré la
pantalla del teléfono y le compartí mi ubicación a Camila. Ella me escribió
de inmediato preguntándome si todo estaba bien.
Subimos un piso y entramos por una puerta de cristal. Adentro todo
era diferente a la planta baja. La transición fue tan abrupta que, por un
momento, me costó adaptarme a la sorprendente claridad y limpieza del
lugar. La iluminación era brillante y moderna, las computadoras de pantalla
plana zumbaban en los escritorios y las cámaras de seguridad estaban
estratégicamente ubicadas en las esquinas.
El suave murmullo del aire acondicionado llenaba el aire. La tensión
que había experimentado momentos antes empezó a disiparse. En medio de
la oficina, un cómodo sofá de cuero negro invitaba a los visitantes a tomar
asiento.
Para mi sorpresa, dos chicas bien parecidas y más jóvenes que yo se
acercaron con una sonrisa amigable. Eso me trasmitió confianza. Vestían
con elegancia, aunque con faldas tan mínimas que dejaba ver dos pares de
muslos carnosos, torneados y espectaculares. Al menos a primera vista
ambas parecían estar perfectamente a gusto en aquel ambiente. Una de ellas
extendió la mano y se presentó como Ana, mientras la otra, Samy, asentía
con una sonrisa.
Discretamente le texteé a Camila que todo estaba OK.
“Por favor, tome asiento”, indicó el señor Bulky con un gesto
exagerado. Me senté en el cómodo sofá.
“Hablemos de sus habilidades y experiencias”, dijo mientras se
sentaba junto a mí, su sonrisa se ensanchó, y sus ojos brillaron con una
intensidad inquietante.
Las otras chicas sonreían sin decir palabra. Sentía que aquello era
una especie de prueba. Tenía tanto tiempo sin ir a una entrevista de trabajo
que pensé que ahora todas eran así.
Mientras intentaba concentrarme en la entrevista, la presión en la
habitación se hizo más intensa.
Cada respuesta parecía alimentar el brillo graso y torvo que
emanaba de Bulky. Primero sus preguntas eran comunes, sobre mis
habilidades en cosas de oficina y manejo de programas de computadora.
Pero luego empezó a preguntarme cosas privadas y luego cuestiones muy
íntimas.
Mis instintos de autopreservación se activaron, pero tuve que
contener mi incomodidad y seguir con la entrevista, esperando encontrar
una oportunidad para pedir usar el baño y salir discretamente de ese lugar.
La entrevista continuó, y con cada minuto que pasaba, la atmósfera
opresiva se intensificaba. Bulky hizo sentar en sus gordas piernas a una de
las chicas. Entonces comprendí que ellas no eran simplemente empleadas
administrativas, sino que prestaban otro tipo de servicios. Ni siquiera el
ingeniero Raúl, que era tan lascivo, había llegado tan lejos con ninguna de
sus empleadas.
“Quiero que te sientas cómoda desde el primer día, sobre todo
porque la paga es buena y es en efectivo”, dijo en tono amenazante, pero
queriendo sonar condescendiente.
Las chicas sonreían tratando de comunicarme una falsa empatía,
pero sus sonrisas dejaban ver que habían sido forzadas a ese trabajo que
ahora ejecutaban mecánicamente.
Aunque me había vestido sin llamar la atención, Bulky no quitaba la
vista de mis prominentes pechos. Yo me puse de pie, calculando ahora
cuanto me tardaría en llegar hasta la salida. Soy buena corriendo en tacones.
Pero en vez de correr pregunté dónde estaba el sanitario.
“Eso es, póngase cómoda”, me dijo el gordo con aire bonachón.
Yo fingí una sonrisa y Ana, una de las chicas, me dijo que me
acompañaba hasta el sanitario, que para mi mala suerte parecía estar al
fondo de la oficina, lejos de la puerta de entrada.
Ella me tomó fuertemente de la mano. Primero pensé que era para
que no me fuera, pero luego entendí que su señal pretendía comunicarme
algo más.
Nos mirábamos, ella entendió mi cara de terror. Me di cuenta de que
bajo esa sonrisa mecánica había un rostro que había perdido parte de su
vida anterior.
Me dio un apretón más fuerte aún, casi me clava sus uñas y me
soltó. Luego fingió tropezarse para aparatosamente sobre Bulky. Aproveché
el instante para correr hacia la puerta de cristal y bajar las escaleras a toda
prisa. El pasillo hacia la salida se me hizo el triple de largo que cuando
entré. Pero finalmente salí y no paré de correr por la calle hasta que frente a
una cafetería tomé un taxi que me llevó lejos de ese lugar.
Le escribí a Camila que no volvería a desobedecer sus consejos.

Al día siguiente llamamos desde teléfonos públicos al número de


aquel lugar dónde fui a la entrevista. En cada llamada el número aparecía
como desconectado.
Incluso acudimos a la ayuda a Ruben, un viejo amigo de Camila que
había sido policía y que ahora trabajaba por su cuenta. Le pedimos que
fuera al lugar a echar un ojo. Fue y nos contó que el edificio estaba
completamente vacío. Nos explicó que seguramente se habían cambiado a
otro lugar.
“El mundo ya no es un lugar seguro. Ya no más”, nos dijo Ruben
con pesadumbre.
Camila me dijo que tuve suerte. Que quien sabe qué tipo de trabajo
ofrecían en ese lugar, pero que sin duda era un servicio que ninguna chica
quería prestar voluntariamente.
Estaba contenta por haber salido sana y salva de ahí, pero mi
preocupación financiera proseguía.
Intentar vender productos por internet era algo que llevaba su
tiempo, y la verdad no me sentía capacitada para las ventas ni para
emprender mi propia empresa, ni para volverme una influencer, ni nada
parecido.
Así que tomé una medida que me dije que nunca llevaría a cabo ni
en los momentos más bajos de desesperación. Fui a una casa de empeño
con la moneda de oro que me había regalado mi abuela Margarita, mi única
herencia de la familia Kaplan.
No acudí a cualquier casa de empeño, sino a una de las que tenía
mejor reputación, no quería malbaratar ese bien familiar. La examinaron
varias veces y dijeron que no la aceptarían como empeño pero que sí la
querían comprar. Por un momento pensé que no valía tanto, pero con el
dinero que me ofrecieron tendría al menos para sostenerme
económicamente durante unos cuatro o cinco meses. A mi pesar acepté la
oferta, a sabiendas de que no recuperaría ese bien tan preciado para mí.
Si mis padres estuvieran vivos lamentarían mi actitud, pero bueno,
uno no escoge la vida que le toca. ¿O sí?
Me propuse estirar el dinero recibido lo más que pudiera.
Aún no había pasado una semana desde que me desprendí del regalo
de mi abuela Margarita, cuando una tarde el sonido insistente del timbre de
mi puerta resonó en mi pequeño apartamento, sumergiéndome en una
repentina ansiedad. ¿Quién podría ser? Aunque ya tenía el dinero para
ponerme al día con el alquiler, las temidas imágenes de una orden de
desalojo se apoderaron de mi mente mientras me dirigía nerviosa hacia la
puerta.
Me asomé por el ojo de pez, pero el pasillo estaba tan oscuro que no
se veía nada salvo una silueta. De nuevo sonó el timbre.
Con cautela, abrí la puerta solo lo suficiente para ver al visitante.
Frente a mí, un hombre sostenía un paquete. Su mirada, oculta tras unas
gafas de sol, se posó en mí con una expresión neutral.
“¿Charlotte Evans Kaplan?”, preguntó él.
Hacía años que nadie me llamaba por mi segundo apellido, Kaplan,
el apellido de mi madre.
Mi corazón latía con fuerza mientras asentía con la cabeza.
“Sí, soy yo. ¿Qué quiere?”, le dije con sequedad.
El cartero extendió el paquete hacia mí, y noté una insignia en su
uniforme que indicaba que trabajaba para un servicio privado de
mensajería. Un alivio momentáneo se apoderó de mí al darme cuenta de que
no estaba enfrentando una orden de desalojo.
“Una entrega especial para usted”, dijo en tono enigmático.
Acepté el paquete, sintiendo su peso. No contenía solamente
papeles.
El cartero me tendió un dispositivo electrónico para firmar la
recepción de la encomienda. Con manos temblorosas, deslicé mi dedo sobre
la pantalla, dejando mi firma digital. Solo firmé como Charlotte Evans. No
escribí el apellido Kaplan, que durante tantos años aprendí a detestar, no por
mi madre, sino por todos los demás.
“Gracias”, dije con aspereza.
El cartero asintió y se alejó, dejándome con el paquete en mis
manos. Cerré la puerta y me dirigí al centro de mi sala de estar, sintiendo la
curiosidad crecer dentro de mí. Con manos temblorosas, desgarré el papel
de embalaje y revelé el contenido del paquete.
La moneda que hace días vendí en la casa de empeño rebotó sobre la
mesa. Su sonido metálico retumbó en el ambiente. Inconfundiblemente era
la misma: la forma como estaba acuñada y el escudo familiar la hacían
inconfundible.
Además de la moneda mis ojos se encontraron con una elegante
carta dentro un sobre laqueado a la antigua. La carta también llevaba mi
nombre y mis dos apellidos: Charlotte Evans Kaplan. Estaba escrita con una
caligrafía cuidadosa. La firmaba mi abuelo Robert Kaplan.
Los primeros párrafos de la carta me explicaban el valor de la
moneda para la familia Kaplan, aclaraban que no era un bien cualquiera
para ser empeñado o vendido como simple joyería. La carta decía que el
dueño de la tienda tenía conexiones con amigos de la familia Kaplan y por
tanto les había enviado la moneda como muestra de cortesía pues era un
bien que debía retornar a su lugar de origen. Y así fue.
El tono de la carta me hacía sentir como una niña de buenas
intenciones aunque irresponsable y algo ignorante de lo que significaba el
escudo de mi familia.
Respiré hondo.
Hice una pausa en la lectura y recordé que ese tipo de discurso era
una de las muchas razones por las que me había alejado voluntariamente de
una vida llena de comodidades, pero también de muchas críticas y falta de
verdadera libertad.
Nunca le había contado a nadie que estaba emparentada con los
Kaplan por mi línea materna, en cierta forma me asumí como una
desheredada voluntaria, y tras la muerte de mis padres nadie me reclamó
por mi aislamiento. De hecho, así era mejor para ellos: que una rebelde no
estuviera inmiscuida en sus asuntos. A la única que quería de corazón era a
mi abuela Margarita, pero hacía tiempo que ella también había partido a
mejor vida.
A pesar de los regaños velados, la carta traía una oportunidad
inesperada que me desconcertó totalmente.

Lamento la distancia que nos ha separado. Todo este dinero y poder


no me ha dejado ni una pizca de felicidad. El hecho de que como tu madre
te hayas alejado de este nido de víboras es comprensible. Al igual que ella,
tú escogiste otro camino, el de la gente mundana pero libre. Nunca lo
entendí, pero ahora lo entiendo con claridad. En mis últimas horas me doy
cuenta de lo mucho que hubiese querido gozar de libertad y de estar
rodeado de personas en las que confiar y que me quisieran de verdad. Pero
no fue así, y ya me queda poco tiempo. Quisiera que la libertad de la que
no gocé la goces tú. Veo que eres libre, aunque pobre, así que no eres
totalmente libre. Me sorprendió cuando mi asistente me trajo una de las
monedas con el escudo familiar. Supe de inmediato (sabiendo lo mucho que
amabas a tu abuela )que era la tuya y deduje que has de estarla pasando
muy mal para deshacerte de ella. Eres diferente al resto: nunca (como otros
parientes dudosos de la familia) has venido acá a pedir un dinero por el
que no has trabajado. A pesar de tu distancia, tu humildad te hace digna de
portar mi legado. Por eso te escribo. Ven acá y dale un vuelco a este
emporio, púrgalo de miserables, hipócritas y lamebotas. Hazte cargo por
un tiempo de mi empresa y de mi casa, y disfruta luego de lo que es tuyo en
total libertad, lejos si quieres. Mi legado ha sido envenenado desde las
raíces y quien sabe si yo también estoy siendo…

En este punto se interrumpía la carta somo si mi abuelo no quisiera


escribir lo que sospechaba y que yo debía deducir. Sus palabas se
reanudaban en la página siguiente.

En lo que a mí respecta eres la única legítima Kaplan que queda en


el mundo, pues la pobre Magdalena, mi sobrina apocada, es un títere sin
voluntad. Entiende Charlotte que no puedo sin más solo dejarte una
herencia de muchos ceros. Necesito que vengas a vivir acá una temporada,
para que bajo mi tutela pongas en orden mis cosas y enseñarte el oficio. Lo
que pasó con esta moneda no es una casualidad, es un llamado para
reunirnos. Sé que lo necesitas tanto como yo. Te espero. Me despido
afectuosamente… tu querido abuelo (o lo que queda de él) Robert M.
Kaplan.

Las líneas de la carta resonaron en mi corazón, revelando una


verdad que, de alguna manera, siempre había sentido. Mi abuelo Robert
había vivido rodeado de falsedades y máscaras. Y en las postrimerías de su
vida me invitaba a darle un vuelco a ese sistema. A mí, a la renegada.
Aquel llamado era algo más que una oferta de dinero, era la
oportunidad de reivindicar un apellido del que siempre había huido y del
que no quería saber nada.
Por primera vez en muchos años me imaginé que podía pasearme
por la mansión Kaplan y por cualquiera de sus propiedades con la frente en
alto y con la posibilidad de decirles sus verdades a esa sarta de aduladores y
sanguijuelas hipócritas que nunca han trabajado en su vida. Tenía la
invitación de mi abuelo, así que me sentía como en una misión.
Después de esas reflexiones iniciales no tuve que pensarlo mucho.
Empaqué mis pocas pertenencias, entregué el departamento que
alquilaba, y decidí lanzarme a esa aventura.
Capítulo III

Un día antes de emprender mi camino a la mansión Kaplan en


Cannon Creek leí en las noticias el obituario de mi abuelo.
La alta sociedad estaba conmocionada. A pesar de que tenía más de
ochenta años, su estado de salud, su lucidez y su energía siempre habían
sido envidiables Había fallecido en la madrugada de ese día y su funeral
sería efectuado en secreto solo para la familia, sin prensa y sin invitados
indeseables.
Intenté saber dónde tendría lugar la ceremonia para ir directo, pero
me fue imposible obtener ningún dato.
Le conté a Camila todo. Ni siquiera ella conocía mi apellido
materno. Luego de su sorpresa inicial y una queja de decepción por haberle
ocultado ese secreto durante tanto tiempo, se mostró comprensiva y me
impulsó para que fuera a Cannon Creek a cumplir la voluntad de mi abuelo
y a reclamar lo que me correspondía por derecho.
Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras absorbía la realidad de la
situación. Aunque mi abuelo ya no estaba presente físicamente, su voz
resonaba en cada palabra escrita, y su última voluntad era algo más que una
herencia. Lloraba por él, por su partida, pero también lloraba porque sentía
que su llamado era una especie de grito de auxilio de último momento.
“No puedes echarte para atrás… y menos ahora”, me dijo Camila
mientras me abrazaba.
La sorpresa, la tristeza y la gratitud se entrelazaban mientras
procesaba la muerte de mi abuelo Robert. No pensé que me dolería tanto su
partida.
Yo nunca me había sentido cómoda pidiendo ayuda, incluso en mis
peores momentos. No era la mujer más inteligente del mundo, pero aprendí
a valerme por mí misma, a gozar de mi tiempo y de mi cuerpo sin que nadie
se entrometiera en mis decisiones. La independencia era una armadura que
llevaba conmigo, y no iba a ceder en eso.
Sin que yo hubiese buscado su ayuda, mi abuelo extendía su mano,
pero ahora desde el más allá. Yo solo tenía que cumplir mi parte del trato
sin traicionarme a mí misma.
Mientras iba en el taxi a la mansión Kaplan en la exclusiva zona de
Cannon Creek al norte de Virginia, intuí que el propósito de mi estadía allí
era mucho más profundo y oscuro. Por más confianza que tenía en mí, algo
me decía que aquello no sería nada fácil.
Aunque la carta no lo expresaba de esa manera yo me imaginaba a
mi abuelo diciéndome:
“Debes depurar a la familia Kaplan de traidores, estafadores y hasta
de posibles asesinos”.
Palabras similares a esas resonaban en mi mente, y la idea de ser la
ejecutora de esta tarea monumental me abrumaba.
No había espacio para la ambigüedad. Mi abuelo Robert esperaba
que conviviera con los socios cercanos de la familia, desentrañando los
secretos que podrían haber envenenado el legado de su empresa y la
nobleza de un apellido que en el siglo pasado era sinónimo de abundancia,
trabajo y buenas costumbres. La responsabilidad caía sobre mis hombros, y
la gravedad de la encomienda me envolvía como una pesada capa.
La mansión Kaplan se erguía como un escenario de intrigas y
secretos, y yo, de alguna manera, me convertía de repente en la protagonista
de esta trama. ¿Quiénes eran los traidores que él sospechaba dentro de la
familia? ¿Había alguien en la empresa que había contribuido a su repentino
deterioro físico?
Claro que yo podía decir que no, negarme a participar en esa misión,
pero mi vida tal como la conocía estaba en un callejón sin salida.
Llevaba la carta entre mis manos, y de tanto manosearla ya la había
arrugado un poco. Ese pedazo de papel laqueado me enfrentaba no solo a la
responsabilidad y al gozo de una herencia, sino a un intrincado
rompecabezas de lealtades fracturadas y oscuros secretos. La sombra de la
incertidumbre se extendía sobre mi futuro como una oscura nube. En efecto
el cielo mismo se puso de repente de color gris plomo y una pesada lluvia
empezó a martillar el techo del automóvil en que yo viajaba.
La mansión Kaplan se alzaba majestuosa como un testimonio de la
riqueza y el esplendor que había definido generaciones de esa familia, de la
que hasta el momento yo no me sentía parte.
Estaba formada por un conjunto de imponentes edificios que se
erguían con altivez, con tejados de pizarra salpicados de picos y crestas. Las
tejas relucían como gemas incrustadas en la corona de esta obra maestra
arquitectónica.
El complejo de Cannon Creek tenía una suerte de una elegancia
atemporal. La opulencia se manifestaba en cada rincón de su arquitectura,
desde las columnas majestuosas hasta los intrincados detalles ornamentales.
Las fachadas estaban revestidas de mármol blanco. Las ventanas,
grandes y enmarcadas con elaboradas molduras, ofrecían vistas
panorámicas de los vastos jardines y paisajes circundantes.
Los patios interiores, protegidos por celosías ornamentadas, ofrecían
un oasis de serenidad y privacidad, mientras que las numerosas terrazas
permitían contemplar la grandeza de la propiedad.
Los jardines eran toda una obra maestra, se extendían hasta dónde se
perdía la vista. Parterres meticulosamente cuidados, adornados con
esculturas clásicas, se intercalaban con senderos sinuosos rodeados de setos
perfectamente recortados. Fuentes ornamentales esparcían su melodía suave
en plazas pavimentadas con mármol blanco, creando espacios donde la
majestuosidad se fusionaba con la serenidad. Y más allá había un bosque y
un lago que no se llegaba a ver, pero que recordaba de mis días de infancia,
antes de que mi madre me sacara de aquel lugar.
La mansión Kaplan era mucho más que una propiedad; era un
testamento viviente a la belleza, a la grandeza, al poder y a la sofisticación.
Sin embargo, a medida que me adentraba en aquel lujoso enclave,
una sensación incómoda se apoderaba de mí como si toda esa belleza
arquitectónica estuviese podrida por adentro. Era difícil explicar si aquella
sensación era real o se debía a mis prejuicios heredados de mi madre.
Mis pasos resonaron en el camino empedrado mientras me acercaba
a la entrada principal. Fui recibida por un caballero apuesto elegante y frío
que exudaba una actitud déspota.
“Charles Marx, socio mayoritario del emporio Kaplan y mano
derecha de Robert”, así se presentó, tuteando a mi abuelo.
Tenía una sonrisa prefabricada que desdibujaba cualquier atisbo de
cordialidad.
“Es un placer tenerle aquí, señorita Evans”, dijo con un tono que
dejaba entrever su desprecio mal disfrazado de amabilidad. Por supuesto no
usó mis dos apellidos, era su manera de marcar distancia. Para él yo no era
una Kaplan.
La formalidad en sus modales se mezclaba con una arrogancia
palpable, y no pasó mucho tiempo antes de que ante sus gustos exquisitos
mi falta de refinamiento social se hiciera evidente. Mi propia persona era un
absoluto contraste con todo el lugar.
Charles me escoltó por los opulentos pasillos de la mansión, cada
rincón estaba lleno de tapetes, jarrones y esculturas que susurraban historias
de privilegio y extravagancia. Él no perdía la oportunidad de destacar los
detalles finos y costosos, como si disfrutara haciéndome sentir como una
intrusa en su mundo de exquisitez y riqueza. Con una mano en el bolsillo,
yo me aferraba a la arrugada carta de mi abuelo como si fuera un talismán
protector.
En la sala de estar, rodeada de muebles de madera antigua finamente
tallados y de tapices suntuosos con motivos griegos y romanos, la brecha
entre mi realidad en la ciudad y la opulencia de la familia Kaplan se hacía
más evidente. Hasta me daba pena pisar con mis pies esos tapetes, me sentía
como cuando uno está en un museo y te advierten que no debes tocar nada y
debes mantener una distancia prudencial de las piezas de arte.

La cena de ese día fue un banquete elaborado donde cada platillo


llevaba consigo la etiqueta de la exclusividad. Luego descubrí que no era
una cena de bienvenida para mí, sino que así solían cenar en ese lugar.
El único asiento vacío era el de mi abuelo. En la cabecera opuesta
estaba sentado Charles, y yo a su costado.
Mientras me esforzaba por seguir las normas de etiqueta, Charles se
deleitaba en señalar cualquier desliz o error, mientras el selecto grupo de
comensales sonreían discretamente con la boca cubierta por sus servilletas
de seda.
“Es fascinante observar cómo algunos miembros de la especie
humana aún no han aprendido las sutilezas de la etiqueta y desconocen el
uso de los ocho tenedores reglamentarios”, comentaba con sarcasmo,
dirigiendo la atención del grupo hacia mí.
Los demás asentían con gestos de complicidad, alimentando el aire
de superioridad que flotaba en el comedor.
Cada corrección a mis modales era una afrenta discreta. La
sensación de no pertenecer a aquel mundo alcanzaba su punto álgido.
Aunque la mesa era enorme, solo éramos unos pocos comensales
allí sentados. No eran muchos pares de ojos, pero cada uno de mis bocados
estaba aderezado con comentarios mordaces que me costaba entender y
miradas que me juzgaban.
Magdalena, la sobrina tímida y asustadiza, parecía ser la única que
aparentemente comprendía mi posición. Su mirada y su actitud sumisa
reflejaban la misma sensación de sentirse fuera de lugar en aquel ambiente
sofisticado.
Tania, la prima de Robert, practicaba una suerte dulzura superficial.
Bajo su piel arrugada, su voz melosa y su sonrisa constante no lograba
ocultar la mirada de serpiente que se asomaba en sus ojos. Cada gesto suyo
de aparente amabilidad entrañaba cierta hostilidad.

Los demás comensales eran parientes lejanos y amigos de la familia,


figuras borrosas que seguían el juego de la farsa con una habilidad
sorprendente, cultivada durante décadas de practicar la hipocresía. Sus
sonrisas forzadas y comentarios cuidadosamente calculados se deslizaban
por la mesa como una coreografía del engaño. Contaban historias burlonas
de personajes similares a mí, mujeres solteras que debían trabajar para
ganarse la vida. Incluso me pareció que algunos comentarios estaban
destinados a ridiculizar la memoria de mi recién fallecido abuelo.
Cuando mi incomodidad era evidente y amagué con ponerme de pie,
Charles me puso su pesada mano de uñas muy cuidadas sobre la mía. Sentí
un golpe eléctrico y aunque quise retirar mi mano, tal era el magnetismo
que ejercía él sobre mí que tuve que esperar a que fuera él quien quitara la
suya.
Me quedé sentada y me dio rabia sentirme dominada de esa manera.
Magdalena parecía querer desaparecer en su silla, buscando refugio
en su plato que apenas había tocado. Tania, con su sonrisa perpetua, se
esforzaba por mantener la fachada de cordialidad.
La cena siguió su curso, pero luego las conversaciones derivaron a
temas que escapaban de mi conocimiento. Hablaban de compra y venta de
acciones, de las caídas de la bolsa, de viajes a lugares que yo nunca había
oído nombrar.
Al final de la velada, cuando me retiré a mi habitación asignada, la
mansión de me pareció un laberinto. Hacía años que yo no la visitaba y me
parecía más grande que en mis días de niñez.
Decenas de habitaciones pero todas vacías, pues en el lugar
solamente vivíamos la servidumbre, Magdalena, Tania y ahora yo.
Capítulo IV

Desde la soledad de mi habitación, las noches transcurrían con algo


de inquietud. Los cuchicheos malévolos y risas sibilinas se filtraban a través
de las gruesas paredes. El sonido de platos y copas rotas resonaba como un
eco amenazante, y una sensación de vulnerabilidad se apoderaba de mí.
Nadie parecía dormir en aquella casa, pues siempre había ruido y
actividad. Y casi todos los días Charles estaba allí, haciendo cosas, dando
órdenes, orquestado reuniones en el despacho que tenía asignado para sí,
como si fuera el amo de la casa.
El murmullo de voces y ruidos nocturnos se mezclaba con el crujir
de las maderas del antiguo edificio. ¿Había subestimado la complejidad de
la tarea encomendada por mi abuelo?
Yo le escribía mensajitos de texto a Camila, pero me costaba poner
en palabras lo que realmente sentía. Eran sensaciones poco agradables,
inquietantes y hasta amenazadoras, pero no tenía nada concreto para
demostrarle lo mal que me sentía allí.
También quise escribirle a Joseph, no para contarle los detalles de
esta aventura sino solo para saber de él. Había comenzado a extrañarlo y me
sentía culpable de haberlo tratado tan mal la vez que nos conocimos.
Aunque estaba segura de que yo había traído su carta con su número
telefónico anotado ya no estaba entre mis cosas. La duda de si alguien había
husmeado entre mis pertenencias me inquietó, pero luego me olvidé de eso.
Varias noches me levantaba con un calor inmenso, como si hubiesen
puesto la calefacción a máxima potencia, aunque era primavera. Debía
entonces abrir el ventanal y dejar que el aire refrescara la temperatura.
Pero cada nuevo día siempre amanecía y la luz del sol me daba
nuevos bríos. No debía perder el ánimo.
A diario intentaba que el personal de confianza de mi abuelo me
ayudara a reunir los papeles que yo debía revisar con Lucas Montes, el
abogado de la familia, quien estaba instruido por mi abuelo para darme la
bienvenida formal en términos legales.
Pero siempre había una excusa, una sutil negativa. Quizá mi abuelo
Robert no contó con que su partida precediera a mi llegada. Así que me
sería más cuesta arriba tomar el timón.
Tania incluso llegó a reclamarme por mi insistencia en ese tema.
“Por lo menos deja que se enfríe el cadáver de tu abuelo”, me dijo
un día en un tono nada cordial.
“Ya han pasado un par de semanas desde que…”, pero se me trabó
la lengua y no pude terminar la frase.
Ante mi titubeo, ella aprovechó para embestirme con toda su furia.
“Ay, ustedes los que no conocen el dinero, creen que es lo único
importante en esta vida”, me dijo.
No me había equivocado al juzgarla el primer día que la conocí. Su
lengua de serpiente estaba allí esperando el momento de atacar.
Al teléfono, Camila me decía que toda esa postergación era falsa, y
que eran las típicas excusas para ganar tiempo y alterar estados de cuenta,
vender acciones y cuestiones similares de las que ni mi amiga ni yo
entendíamos mucho.
Una mañana, la majestuosa mansión parecía estar sumida en un
silencio inusual. El eco de mis pasos resonaba en los pasillos desiertos, y
solo la servidumbre -un grupo de criados que se negaba a dirigirme la
palabra- se movía en las sombras con una eficiencia silenciosa, como si
hubiese mucho que hacer, pero en realidad no hacían nada. Iban y venían,
ignorándome, haciéndome sentir como un fantasma. Quizá esa era su
misión.
Decidí centrar mi atención en Magdalena. No habíamos hablado
mucho desde la primera cena.
Esa mañana de silencios, dónde no se escuchaban ni risas ni vidrios
rotos, la encontré acostada en el jardín, rodeada por la naturaleza que
contrastaba con la tensión de la casa.
Me acerqué con cuidado para no asustarla. Magdalena, con su figura
delicada y cabello dorado, yacía como una delicada rosa en un campo de
espinas. Su semblante reflejaba fragilidad, una inocencia mimada por la
comodidad y la riqueza, pero al mismo tiempo una falta de libertad y de
juicio propio.
Decidí romper el hielo y me senté a su lado sobre la yerba.
“Hola, Magdalena”, le dije con suavidad.
Sus ojos se enfocaron en mí con curiosidad, como si a ella le
resultara extraño que alguien le dirigiera la palabra con tal cortesía.
La conversación empezó de manera lenta, con sus respuestas apenas
susurradas, como si temiera que alguien nos escuchara.
A medida que hablábamos, me di cuenta de que, aunque era una
niña consentida por su posición privilegiada, Magdalena era un alma
inocente, una flor que había crecido en la opulencia sin conocer el mundo
real fuera de esas paredes de oro. Por eso era tan temerosa de ser expulsada
de ese recinto. Aunque ciertamente aquello no hubiese sido fácil, pues por
sus venas también corría la sangre Kaplan.
Nuestro diálogo se tornó de inmediato amistoso y confidente. Al
parecer ella necesitaba, tanto como yo, alguien sincero con quien hablar.
Magdalena, a pesar de tenerlo todo en términos económicos,
anhelaba algo más. Sus palabras delataban una soledad y un confinamiento
que ninguna cantidad de lujos podía mitigar. Era una mariposa atrapada en
una jaula dorada, y sus alas ansiaban el vuelo hacia un mundo más
auténtico, más libre, dónde pudiera desplegar todo su potencial.
Sin embargo, lo que más me sorprendió fue descubrir uno de sus
secretos:
“Es que lo amo con locura, me encanta ese hombre”, me dijo casi a
gritos.
Su corazón latía por Charles Marx.
Pese a que él la trataba con desdén, la poca atención que le dedicaba
era suficiente para cautivarla.
Suspiró su nombre con una mezcla de añoranza y dolor. Charles era
muy atractivo, pero para mí eso no compensaba su trato áspero.
“¿Pero ¿qué es lo que le ves a ese hombre? Por más apuesto y
sofisticado que sea es un patán”, le dije casi airada.
“Lo tiene todo. Es alto, seguro de sí mismo, cabello oscuro brillante
y siempre bien peinado, ojos profundos, mandíbula fuerte y definida,
sonrisa magnética, vestimenta elegante, estilo impecable, cuerpo torneado,
gestos masculinos, además es muy culto y refinado. Siento que es alguien
que puede protegerme como me merezco”, me respondió Magdalena.
La enumeración de los rasgos de su amor platónico me produjo algo
de compasión.
Pero la verdad yo no era quien para juzgarla. Después de mi
encuentro apasionado con Joseph, y el haberlo despachado de mi vida sin
más, yo no era la mejor persona para hablar con sabiduría de temas de
amor.
Durante los días siguiente me dediqué a detallar un poco más
Charles y a Magdalena para ver cómo eran sus interacciones.
Cada frase de él hacia ella dejaba entrever las garras venenosas de
Charles Marx, un intruso en la familia que, sin embargo, ejercía un poder
destructivo sobre la sobrina de mi abuelo Robert, la más vulnerable de la
familia. Él no perdía la oportunidad de ridiculizar a Magdalena.
Comentarios mordaces sobre su vestimenta o su físico eran moneda
corriente.
En su cabeza ella parecía entender lo opuesto, pues cada vez que él
le hablaba ella lo miraba embobada.
Aquello no era amor, era embrujo.
A través de esos sutiles juegos mentales de manipulación, Charles
lograba controlar los movimientos y decisiones de Magdalena. Desde
decidir sus actividades diarias hasta influir en sus elecciones más
personales, creaba una maraña de órdenes veladas que la atrapaba en una
red de dependencia psicológica hacia él, que ni siquiera llevaba el apellido
Kaplan.
Entendí que la estrategia de Charles consistió a lo largo de los años
en aislar a Magdalena de sus amigos y seres queridos. A través de
comentarios despectivos y críticas constantes, sembraba dudas sobre las
intenciones de quienes se acercaban a ella, creando un círculo de soledad
que solo fortalecía su control.
En medio de esa soledad, salpicaba sus frases hirientes con otras que
le daban a ella esperanzas de que ambos podrían tener una relación.
Charles no temía recurrir a amenazas sutiles para mantener su
dominio.
Insinuaciones sobre posibles consecuencias negativas si ella se
atrevía a desafiarlo, creaban un clima de temor constante, convirtiendo a
Cannon Creek en un campo de batalla emocional. Y al otro día Charles la
trataba como una princesa, para equilibrar la balanza y confundirla aún más.
De manera que Magdalena terminaba aceptando todo lo que él le dijera,
fuera bueno o malo. Estaba a su merced como una marioneta sin alma.
Si yo quería conservar a Magdalena como confidente y aliada no
podía hablar mal de Charles. Ella estaba loca por él y sé que se inclinaría a
defenderlo.
Así que me mantuve al margen de opinar sobre él hasta que se me
ocurriera una forma mejor de protegerla de su malévola influencia y que
abriera los ojos. Juntas seríamos más fuertes.
Yo tenía que admitir para mí misma que Charles Marx era un
hombre apuesto y varonil. Tenía un atractivo distinto al de Joseph quien era
más desaliñado. A Charles nunca lo podría imaginar con una chaqueta
negra de cuero, con barba y en motocicleta, como Joseph.
Charles siempre estaba impecable y bien peinado, aunque hubiese
terminado de jugar un partido de tenis. Parecía un actor de cine. Su
presencia atraía todas las miradas. Su estatura imponente y sus gestos
seguros transmitían una confianza innata. Cada uno de sus calculados
movimientos estaba impregnado de una masculinidad profunda.
Es decir, con el paso de los días pude entender un poco la fijación de
Magdalena hacia él.
Pero todo lo que vi en Charles era solo en su aspecto exterior. En el
fondo no era una buena persona. Así que yo debía seguir firme en mi
propósito de hacerlo sutilmente a un lado y disminuir su poder influencia
entre los Kaplan.
Capítulo V

Entretanto, las noches en la mansión eran cada vez más inquietantes.


Extraños ruidos de origen incierto resonaban en mi habitación,
interrumpiendo mi sueño y sembrando un constante estado de alerta que no
me dejaba descansar apropiadamente.
Golpes, susurros y pasos parecían emerger de la oscuridad, pero
cada vez que me aventuraba a investigar, cesaban de repente y un silencio
absoluto se apoderaba del lugar.
La sensación de incomodidad se intensificaba con la presencia
repentina de insectos de toda clase en mi habitación. Volaban, se
arrastraban, saltaban. Pedí varias veces que fumigaran y la servidumbre
decía que lo harían, pero sé que primero consultaban con Tania.
“Tienes que entender que estamos casi en medio de la naturaleza,
chica citadina. En Baltimore no hay insectos, pero seguro está repleto de
ratas”, me decía ella ante mis quejas.
En varias ocasiones, experimenté problemas gastrointestinales
después de comer los alimentos preparados para mí. Aunque no tenía
pruebas sólidas de que se tratara de una acción intencional, la repetición de
esta coincidencia despertaba mis sospechas de que nada era casualidad.
Además de la desaparición de la carta de Joseph con su número
telefónico y de la moneda heredada de mi abuela Margarita, otros objetos
personales míos desaparecían y reaparecían misteriosamente en lugares
inesperados, a veces rotos.
Todo este juego psicológico minaba mi sensación de seguridad y
contribuía a mi creciente deseo de abandonar la mansión.
Yo estaba convencida de que la vieja Tania estaba detrás de estos
eventos. Ella se mostraba preocupada por mí, no por lo que yo contaba que
me ocurría, sino por mi estado mental, como sugiriendo que yo inventaba
todo eso.
“Han sido muchas emociones y cambios juntos. Descansa y ya todo
pasará”, me decía como si yo fuera una niña asustadiza.
Quizá eso funcionaba con Magdalena, pero conmigo no. Ya verían
de qué pasta yo estaba hecha.
Una mañana, mientras paseaba por los vastos jardines de la
mansión, noté la ausencia de Magdalena, quien siempre merodeaba por ahí.
Los jardines se habían convertido en nuestro lugar de encuentros para
charlar y conocernos más. Ese día parecía más silencioso que nunca, como
si hasta los pájaros y el viento hubiesen decidido callarse.
Al acudir a la habitación de Magdalena para buscarla, noté que la
puerta estaba entreabierta, y no sé por qué un nudo de preocupación se
formó en mi estómago. Entré con cautela y encontré la habitación desierta,
como si Magdalena nunca hubiera estado allí, es decir, no estaba ni su
cama, ni su mesa de noche, ni sus pertenencias, nada. Un cuarto
absolutamente vacío.
Busqué respuestas entre los sirvientes, pero su mutismo persistente
no hizo más que aumentar mi inquietud. Era como si yo hablara otro idioma
o como si mi voz no resultara audible para ellos.
Finalmente, un criado nervioso me reveló que Magdalena había
partido de emergencia al extranjero, él no conocía su destino y dijo que era
lo único que sabía. Dicho esto, se alejó y continuó con sus labores de
limpieza.
La noticia me golpeó como una ráfaga de viento helado. ¿Por qué
Magdalena se había ido tan repentinamente? ¿Qué emergencia la obligó a
abandonar la ciudad? ¿Por qué no me avisó?
Con su partida abrupta, me encontré sin mi única aliada en ese
complicado juego del que aún no conocía las reglas. Debido a que nos
veíamos a diario no se me había ocurrido pedirle su número de teléfono.
Hasta había dudado que tuviera uno.
Ahora éramos solo Tania y yo.
¿Había sido Magdalena víctima de algún plan tramado por los
Kaplan? ¿Había sido Tania la artífice de su partida? Mi intuición me decía
que sí, y que lo había hecho para romper nuestra alianza y dejarme
desvalida.
Me dirigí hacia la sala de estar, donde las sombras producidas por
las lámparas de luz danzaban en las paredes.
Allí enfrenté a Tania y a Charles, yendo directo al grano.
Tania, con su mirada serena, respondió con fingida sorpresa:
“¿Magdalena se fue? Pero, ¿a dónde?, si aquí se está tan a gusto”.
Me dio rabia su expresión impasible, ensayada durante tantos años
de mentiras.
“No tengo la menor idea, querida. No he oído nada al respecto”, dijo
Charles en un tono inédito en él, sonaba paternal, caballeroso y ligeramente
seductor.
Pero yo no era ninguna tonta, sabía perfectamente que sus palabras
calculadas eran una tela de araña sutil, hábilmente tejida para ocultar su
lado detestable.
Decidí jugar mi carta con cautela.
“¿Cómo puede ser que Magdalena haya salido tan repentinamente y
ustedes que controlan todo en esta casa no sepan nada? Algo no cuadra”, les
recriminé.
Tania suspiró con un gesto teatral.
“Querida, a veces la vida nos sorprende. Tal vez Magdalena tenía
asuntos personales urgentes que atender. No siempre compartimos todos los
detalles de nuestras vidas, ¿verdad mi querido Charles? Además ella ya es
mayor de edad aunque parezca una adolescente irresponsable que no sabe
valerse por sí misma”, me respondió sin parpadear ni una sola vez.
Charles asintió, pero esta vez su expresión no emanaba soberbia.
“Exacto. A veces, incluso las personas más cercanas guardan
secretos. No deberías angustiarte demasiado. Seguro que ella tiene sus
razones. Y créeme que me duele que se haya ido sin avisar”, dijo con una
entonación ligeramente triste.
“¿Y por qué está todo recogido, su cama, sus cosas? Nadie se va de
viaje con todo eso”, inquirí.
“Eso tendrás que preguntárselo a ella. Pensé que ustedes eran
buenas amigas”, dijo Tania con una risita velada.
Aunque sus palabras pretendían ser reconfortantes, algo en sus
miradas y gestos me hacía dudar.
La mansión Kaplan se convirtió en un enigma aún más intrincado, y
mi búsqueda de respuestas se volvía cada vez más esquiva.
En ese momento, con la confusión nublando mi juicio, me sentí
como un peón en un juego donde las piezas enemigas se movían con astucia
y rompiendo las reglas.
La única certeza era que algo oscuro se escondía tras la partida
repentina de Magdalena.
A partir de ese día, Charles depuso su actitud altiva. Era como si le
hubiese dolido la ida de mi amiga. Pero mi expresión de disgusto
demostraba que no creía nada de lo que él decía.
Una tarde se acercó a mí con lentitud y con un gesto aparentemente
compasivo.
“Charlotte, lamento mucho si Magdalena se fue sin decirte nada
tampoco a ti. Usualmente ella se desaparece así. Se va de fiestas locas las
Bahamas o a México y vuelve hasta pasadas semanas. Llega bronceada y
totalmente intoxicada de alcohol, pastillas y quien sabe qué más. Por eso
después le dan esos bajones emocionales y parece ida de este mundo. Ni tu
abuelo era capaz de controlarla. Pero estoy aquí, para apoyarte en lo que
necesites”, me dijo con una voz que en nada se parecía al tono arrogante
con el que me dio la bienvenida tras mi llegada a Cannon Creek.
No le creí, pero logró infiltrar en mi imaginación la idea de una
Magdalena entregada a la fiesta y la locura, como las chicas de los reality
shows de Jersey Shore y Acapulco Shore.
De pronto, Charles puso su mano en mi hombro, pesaba como la
primera vez que me la colocó sobre mis manos.
Sentí el mismo choque eléctrico pero esta vez acompañado de una
calidez que me transmitía su mirada penetrante. Era difícil escapar a esos
ojos y a esa manera de mirar. Así de solitaria yo me sentía como para caer
en ese juego.
Me fui a mi habitación y durante las horas siguientes su olor
permaneció cerca de mí. No era el aroma de un perfume sino su olor de
hombre.
Tuve que admitir, a mi pesar, que estaba un poco hipnotizada por
Charles. Una parte de mí sabía que su actitud no era más que una estrategia
seductora, pero otra parte dudaba de si era una atracción legítima y Charles
me estaba mostrando un lado de él que yo no conocía todavía.
Los días que siguieron a la misteriosa partida de Magdalena se
volvieron aún más desconcertantes con la presencia constante de Charles en
mi vida.
Cada día, como si fuera un ritual, tocaba a mi puerta muy temprano
con una sonrisa amable y una propuesta para compartir un momento con
una animada charla.
Al principio, me resistí a la idea de pasar tiempo con él, recordando
sus comentarios sarcásticos y despectivos. Sin embargo, su comportamiento
había experimentado un giro total. Ahora, se presentaba como un
compañero atento y hasta se disculpó abiertamente por su actitud inicial.
“Me es difícil justificar mi comportamiento cuando aún no me
conocen bien”, comenzó a decir Charles una tarde mientras paseábamos por
los extensos jardines de Cannon Creek.
“Las personas son como son”, le repliqué yo con un aire de
soberbia.
“Entiende que fui criado en un entorno donde la competencia y la
desconfianza son parte del día a día. A veces, eso se refleja en mi actitud,
pero estoy tratando de cambiar, o al menos de no ser tan insoportable con
todo el mundo”, prosiguió.
Me miró con una expresión sincera, como si realmente quisiera ser
comprendido y perdonado.
Mis dudas persistían, pero decidí darle una oportunidad.
“Todos llevamos nuestras propias cargas, supongo”, le dije con
cautela.
A medida que compartíamos más tiempo, Charles revelaba aspectos
de su vida que yo no había imaginado. Me habló de su infancia, marcada
por las expectativas familiares y la presión constante de ser el mejor en
todo. Y más adelante, el mundo de los negocios a los que pertenecía estaba
marcado por lo que él mismo tildó de masculinidad tóxica, destinada a
pisotear las emociones profundas y cualquier muestra de sensibilidad.
Parecía muy vulnerable al expresar cómo su contexto había
moldeado su personalidad, que a menudo era malinterpretada como
machismo y arrogancia.
No pude evitar sentir una mezcla de compasión y escepticismo. La
aparente sinceridad de Charles parecía auténtica, pero la sombra de la
desconfianza aún se cernía sobre mí.
¿Era tan buen actor?
¿O era un alma necesitada de comprensión y consuelo?
A pesar de sus disculpas y gestos cordiales, la súbita partida de
Magdalena continuaba siendo un turbio enigma para mí. Hasta que no
estuviera claro qué había sido de ella, no podría abrirle totalmente mi
confianza a Charles y darle el beneficio de la duda.
Igual acepté su compañía que se convirtió en adictiva para mí.
Juntos exploramos diferentes rincones de la mansión, salíamos a dar una
vuelta a la ciudad a comer en los mejores restaurantes dónde antes ni se me
ocurría pensar que yo podía trabajar como mesonera, íbamos al teatro, a la
ópera, al cine. Me mostró parte de su mundo, un mundo de lujos en el que
me sentía una princesa. Charles buscaba construir una conexión genuina, y
yo aceptaba sus invitaciones, pero también a me mantenía alerta ante
cualquier indicio de falsedad.
La mansión de los Kaplan, antes una especie de tenso campo de
batalla se fue transformando en un escenario ambiguo donde las líneas entre
aliados y adversarios se volvían borrosas. Quizá es que yo estaba
volviéndome una Kaplan más, me estaba adaptando y ya no sentía la
hostilidad de su parte.
Con cada día que pasaba, Charles se volvía más cálido y afectuoso.
Sentí que yo finalmente había ganado la batalla y que ahora él, Tania y el
cortejo de visitantes y supuestos amigos de la familia me veían como una
Kaplan y me daban el trato que merecía.
En la mayoría de ellos sentía que había adulación y dobles
intenciones. Charles, en cambio, solo parecía querer prodigarme con esa
pasión auténtica que los hombres experimentan por una mujer.
Noté cómo sus ojos, una vez llenos de altivez, ahora reflejaban una
chispa de sinceridad y deseo.
Yo misma había madurado mis modales y ahora me vestía como
toda una chica de la alta sociedad. Sentía que este mundo que tanto había
rechazado durante años estaba hecho a mi medida, solo tenía que saber
cómo moldearlo.
Charles se esforzaba por mostrarse amable y atento, y su trato hacia
mí adquirió sutiles matices coquetos y románticos.
Lo hacía sin esperar nada a cambio, aunque su acercamiento cada
vez era más físico. A veces como al descuido para ayudarme me tomaba de
la cintura, de los hombros, de los antebrazos. Descubrió que mis codos eran
una zona demasiado sensible y erógena, así que los solía palpar.
Realizábamos paseos por los inmensos jardines de Cannon Creek,
compartíamos conversaciones profundas sobre las cosas que nos gustaban.
En una ocasión me recitó de memoria un poema medio romántico y medio
erótico que parecía describirme a mí. Hasta pensé que lo había inventado, y
si así fue era mucho más loable.
Su habilidad para abrirse camino sobre mi coraza emocional
comenzó a hacer mella, y empecé a vislumbrar la posibilidad real de que
detrás de su fachada altiva y de hombre guapo pudiera existir un hombre
bueno y sincero.
Las tensiones que rodeaban la misteriosa partida de Magdalena
parecían desvanecerse temporalmente ante la compañía de Charles.
Sin darme cuenta, asumí como cierta la historia de que Magdalena
era una chica veleidosa que se iba de fiesta cuando quería sin darle
explicaciones a nadie. Me dije que su amistad fue bonita pero no podía ser
duradera, nos llevábamos años de diferencia. En el fondo yo tenía celos de
ella con respecto a Charles.
Un día no pude evitar preguntarle si él sentía algo por ella.
Hubo un silencio modelado por el viento que nos acariciaba el rostro
y hacía batir mi cabellera suelta.
Charles se río con su risa amplia y afable, de impecables dientes.
Mientras me relataba que no sentía ningún interés en Magdalena,
explicó que su actitud aparentemente fría y las mofas hacia ella eran una
respuesta a lo que él percibía como un acoso persistente por parte de la
jovencita millonaria.
Según él, Magdalena creía erróneamente que podía comprar la
voluntad de las personas a su antojo, pero Charles le dijo varias veces que él
no estaba a la venta.
“Nunca quise ser rudo con ella, pero la verdad no sabía cómo
sacármela de encima”, me confesó.
Mientras escuchaba su explicación, una mezcla de sorpresa y
escepticismo se apoderó de mí. Traté de reconciliar la imagen de la
confidente y amigable Magdalena con la versión que Charles presentaba de
una acosadora caprichosa.
Fue un día soleado cuando él y yo decidimos aventurarnos en el
lago más allá del bosque de la mansión. Era mucho más lejos de lo que
recordaba en mi infancia. Pero también era mucho más enorme, el nombre
de Cannon Creek no le hacía justicia al lugar, no era un simple arroyo, era
un lago tan grande como un mar.
El reflejo del sol bailaba sobre el agua azul, creando destellos que
titilaban con cada suave movimiento de las suaves olas, como si fuesen
pequeños animalitos hechos de luz.
“¿Quieres navegar?”, me preguntó de súbito.
Pensé que me hablaba en sentido figurado, pero no, se refería a
navegar las aguas del lago en uno de los botes anclados en el muelle.
“Soy un excelente marinero”, dijo con presunción.
Nos aventuramos en un pequeño bote que él maniobró hábilmente
con un par de remos. Para ello se quitó la camisa quedándose con tan solo
una apretada franela que dejaba al descubierto sus poderosos brazos. Con
cada movimiento de los remos su amplio pecho se magnificaba como si
fuese un marinero turco.
El agua mansa del inmenso lago se extendía ante nosotros, serena y
acogedora. Nuestras risas resonaban en el aire mientras charlábamos
animadamente, disfrutando de la compañía y la paz que el lago ofrecía. De
repente, un ave enorme se abalanzó contra nosotros. Era un pájaro gris que
me pareció gigante y amenazador, así que me puse nerviosa y me cubrí
como pude. Charles maniobró para espantar al animal, pero ese inesperado
y brusco movimiento desequilibró el bote y terminé cayendo al agua.
A pesar de saber nadar, un calambre repentino me tomó por
sorpresa. Mis brazos se volvieron rígidos, y mis piernas parecían no querer
responder.
Durante un segundo dudé de nuevo de Charles. Su enorme cuerpo
de pie en el bote y a contraluz me pareció amenazante. Pensé que era mi fin.
Pero de inmediato mis dudas mezquinas se desvanecieron.
Sin titubear, él se quitó la franela y se lanzó al agua como un rayo.
Sus brazos fuertes me rodearon, proporcionando un apoyo firme que disipó
mi pánico. Me sentía segura y a salvo. Nos encontramos cara a cara, ambos
mojados y con mi corazón latiendo rápidamente. Reconocí que eso era lo
que yo quería desde el primer momento que lo vi: estar así envuelta en sus
brazos, que me enseñara los secretos del poder y de la sofisticación.
Nos miramos con una mezcla de alivio y asombro. En ese momento,
en la quietud del lago, la pregunta flotó en el aire, o al menos dentro de mi
cabeza ¿era eso amor?
Es verdad que él me atraía sexualmente, su cuerpo, sus gestos, pero
en ese momento sentí algo más, esa sensación de que podía quedarme así
arropada bajo su cobijo toda la vida.
El lago, testigo mudo de nuestra pequeña aventura, se convirtió en el
escenario de una experiencia compartida que trascendía las palabras. La
nuestra era una historia por escribir, nacida en el agua.
Charles me ayudó a subir a la barca y luego se subió él. Me envolvió
con cuidado con una manta que había en el bote, asegurándose de que yo
estuviera cómoda y recuperada del susto.
No se volvió a poner la franela. La luz del sol resaltaba sus brazos,
pectorales y abdominales bien formados. Temblando todavía un poco, yo lo
miraba sin rastro de pudor.
Sus ojos se posaban en mi camisón empapado, que, por la humedad,
revelaba la forma de mis senos prominentes. Una especie de muda
complicidad se tejió entre nosotros.
Volvimos navegando lentamente. Yo quería que sus manos soltaran
los remos y que apretaran mis pechos. Pero él siguió remando rumbo a
puerto seguro.
Una vez llegamos a tierra firme, bajamos del bote empapados, la
fresca brisa marina jugueteaba con nuestras ropas húmedas. Se pegaban a
mi cuerpo y resaltaba todo mi talle. Me sentía muy sensual así mojada de
pies a cabeza.
“Creo que necesitamos secarnos”, sugirió Charles con una sonrisa
traviesa.
La suave tierra bajo nuestros pies descalzos absorbía el exceso de
agua. El sol se estaba poniendo en el horizonte, pero aún calentaba nuestros
cuerpos. Era un cielo de tonalidades cálidas rojas y naranjas que parecían
reflejar el calor que crecía entre nosotros. Ya se me había quitado el frío,
ardía por dentro de esa fiebre que se llama deseo.
Sin previo aviso, Charles tomó mi mano, sus dedos entrelazándose
con los míos. De nuevo una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo ante su
tacto, y. me produjo una mezcla de excitación y ternura. Las olas suaves del
lago besaban la orilla llena de piedrecitas minúsculas mientras
caminábamos juntos.
Charles detuvo nuestros pasos. Él era quien llevaba el control y, con
su mano libre, suavemente acarició mi mejilla, luego mi cuello. Miró
profundamente dentro de mis ojos, como si buscara confirmación de mi
parte ante lo que pretendía hacer.
Mi corazón latía con fuerza y mis ojos lo miraban como diciéndole
que hiciera conmigo lo que quisiera.
Entonces Charles inclinó su cabeza hacia mí. Sus labios carnosos
buscaron los míos en un beso suave pero apasionado. Yo temblaba, no de
frío, sino de espasmos eléctricos. Mi humedad se extendía hasta mis partes
pudendas. Fue un encuentro de almas, un instante en el que el tiempo
parecía detenerse, y solo existíamos él y yo, unidos por el calor del
atardecer y la magia del lugar.
Las olas susurraban su aprobación mientras nos besábamos, cada
roce de sus labios contra los míos y cada mordisco que me daba en la boca
era como un maremoto. Aquellos besos profundos eran un puente que
cruzábamos hacia un territorio inexplorado.
Cuando finalmente nos separamos, nuestras miradas parecían tan
unidas como nuestros cuerpos. Sus ojos brillantes reflejaban mi cuerpo
desnudo, pues él había maniobrado con sutileza para despojarme de mis
ropas mientras me comía a besos.
Yo ansiaba que él me poseyera allí mismo. Me pareció que tenía la
intención de hacerlo. Pero de pronto Charles pareció inquietarse por algo
que vio a lo lejos en la mansión y me dijo que no era el mejor momento.
Así que a mi pesar me vestí y retornamos a la mansión. En el pórtico
se despidió con otro beso, cuidando que nadie de la servidumbre nos viera.
Esa noche me di un baño de agua caliente y mis dedos simularon
encarnar la presencia de Charles sobre mi cuerpo.
Capítulo VI

Al amanecer, una brisa fresca jugueteaba con las cortinas de la


mansión cuando Charles tocó a la puerta de mi alcoba. Con un elegante
atuendo, portando una bandeja con un vaso de agua y una taza de café
humeante, su sonrisa sugería la promesa de una mañana especial.
“¿Lista para disfrutar de un desayuno de reyes?”, preguntó con un
tono juguetón. Agradecí la atención y le dediqué una sonrisa mientras me
sentaba.
Me acordé de pronto de Joseph, de sus abrazos, de su café, de sus
panqueques, de su ternura, de su virilidad… así que hice un esfuerzo por
apartar esa imagen de mí. No quería traicionar a Charles ni siquiera con el
pensamiento.
La mesa de la terraza estaba decorada con flores frescas, coloridas y
muy perfumadas.
Charles había instruido a la servidumbre para que me sirvieran con
elegancia y que me presentaran cada platillo con una descripción
apasionada. Nunca lo imaginé en ese papel, que por cierto representaba con
mucha solvencia. Después de todo me había equivocado al pensar que era
alguien egoísta incapaz de complacer y consentir de esa manera.
Cada bocado era una deliciosa sinfonía de sabores que despertaban
mis sentidos. Aquello era un nuevo nivel culinario para mí.
Un delicado, aunque no del todo incómodo silencio flotaba entre
nosotros, como si ambos estuviéramos evitando hablar del tema de la
velada anterior a la orilla del lago. El eco de los besos compartidos, la ropa
mojada, mi cuerpo entre sus brazos, mi desnudez al aire libre y la
complicidad vivida persistían, pero ni yo ni él abordamos el tema.
Quizá esta ofrenda de comida era la continuación natural de lo
vivido, y no hacía falta hablar nada sino dejarse fluir.
Intenté romper la barrera del silencio con un comentario casual
sobre el desayuno.
“Esto es increíble, Charles. ¿Eres un chef secreto de esos que viajan
por todo el mundo organizando banquetes para personalidades?”, le dije
bromeando.
“Bueno, dado que es un secreto no puedo revelarlo. No puedo
confirmar ni negar esa información”, dijo en tono cómplice.
Nos sumergimos en conversaciones livianas, pero la tensión de
continuar lo que habíamos empezado seguía allí.
Terminamos el desayuno en medio de risas y anécdotas: me contó
de sus arriesgadas expediciones como alpinista, de las personalidades
famosas de los que era amigo íntimo, de sus viajes a sitios maravillosos
perdidos en continentes lejanos… en fin, el tipo de experiencias que yo
voluntariamente había hecho a un lado, pero que ahora estaba dispuesta a
vivir.
Yo le conté casi que con pena que tomaba clases de teatro, que no
era nada serio, no es que quería ser actriz de Broadway ni nada parecido,
simplemente era mi único hobbie en mis tiempos de empleada de oficina.
Cuando terminamos con el último bocado, la atmósfera se volvió
aún más intensa. Ya habíamos terminado el desayuno, ¿ahora qué seguía?
Charles se puso de pie, se situó a mis espaldas, me puso ambas
manos en el cuello, apretó un poco, pero no tanto como para que me
doliera. Levanté mi cabeza hacia atrás y nuestras miradas se encontraron.
Hubo un instante de complicidad antes de que él rompiera el silencio.
“Creo que deberíamos hablar sobre lo de ayer”, dijo, con una voz
tranquila y llena de sensualidad.
Asentí, reconociendo la inevitable conversación que se avecinaba.
“Juguemos a ver quién empieza”, fue lo único que atiné a decir.
Charles, con una mirada intensa, recibió mi respuesta en silencio.
Me puso un dedo en mis labios y otro en los suyos. Acercó su rostro a mi
cuello y me depositó un profundo beso.
El roce de sus labios cálidos envió un escalofrío placentero que bajó
por toda mi espalda, hasta mi coxis y me hizo cerrar los ojos. El silencio se
volvió elocuente, y nuestras acciones hablaron por sí mismas.
De pronto, con mucha fuerza me alzó y me hizo sentar sobre la
mesa, poniéndome frente a él. Como si fuera un postre besé sus
abdominales mientras el pellizcaba las puntas de mis pechos. Mi boca iba
descendiendo un poco más con la intención de probar su fruto prohibido,
pero en ese momento nos interrumpió Tania.
Se quedó varios segundos frente a nosotros y aunque se marchó sin
decir nada, había roto la magia del momento.
Charles y yo nos recompusimos, él se retiró algo apenado, y yo me
quedé con unas ganas tremendas.
Los días siguientes estuvieron colmados de besos espontáneos y
actividades compartidas.
Charles, apasionado por el piano, me invitaba a disfrutar de su
música mientras yo seguía saboreando las suculentas comidas que ordenaba
que me prepararan. Intentó enseñarme cómo diferenciar un buen vino de
uno excelente y algunas otras finuras más.
Entre risas, alcohol y notas musicales, nuestra conexión se fortalecía
cada vez más.
En una noche estrellada, Charles me llevó a la terraza para observar
el firmamento. Me habló de las constelaciones visibles e invisibles. No dejé
que terminara su discurso astronómico y empecé a besarlo. Pronto nos
despojamos de nuestras prendas.
Así, desnudos bajo las estrellas -que en Cannon Creek brillaban
mucho más que en Baltimore y que en cualquier otra ciudad- fue la primera
vez que me entregué de cuerpo completo a él.
Sobre un suave mueble ejecutamos todas las posiciones posibles e
inventamos un kamasutra basado en las constelaciones que nos amparaban:
Osa mayor, Osa menor, Orión, Casiopea, Andrómeda.
No sé si era el efecto de las copas o de su perfume, pero sentía que
yo bailaba al ritmo de los movimientos de esas estrellas y que nuestros
cuerpos repetían sus patrones celestes. Él parecía auténticamente
maravillado de mi cuerpo de grandes pechos y caderas salvajes. Yo disfruté
cada centímetro de su piel. Como era una noche cálida pronto nos llenamos
de sudor, así que estábamos casi tan empapados como la tarde del primer
beso cuando habíamos caído al lago.
No sé cuántas veces me poseyó Charles, perdí la cuenta de cuántas
veces llegué al clímax. Me desquité por todos los meses que tenía sin ser
tomada de esa manera.
Con Joseph había sido espectacular, solo que no recordaba los
detalles de aquel placentero encuentro porque estaba borracha, en cambio
ahora con Charles cada segundo era muy lúcido y yo estaba consciente de
cada una de las múltiples sensaciones que experimentaba.
Después de esa noche mágica Charles reforzó su trato caballeroso.
Atento a los detalles, dejaba notas y regalos sorpresa en mi habitación o en
lugares donde él sabía que yo los encontraría. Al despertar, me recibían
frescas flores que él mandaba a colocar con esmero en toda la mansión,
infundiendo un aroma primaveral en el aire aunque ya estábamos en pleno
verano.
Cada noche, la casa se iluminaba con la luz de velas, y las cenas
organizadas por Charles se convertían en experiencias fabulosas. Cada
sorpresa, desde la más simple hasta la más elaborada, reflejaba su deseo de
procurar que cada día fuera especial para nosotros.
Parecía que éramos los únicos que vivíamos en la mansión porque
Tania casi no estaba, o se había hecho a un lado para no interrumpir nuestro
idilio.
Lo que antes era una mansión turbia e inquietante ahora se convirtió
en un lugar lleno de magia. Eran mis ojos los que cambiaron la percepción,
pues la casa era la misma.
Explorar los jardines juntos era sin dudas lo más maravilloso de la
experiencia. Cada paso me sumergía en un mundo de delicias, como si fuera
una joven quinceañera, que recién descubre la magia del romance.
Solíamos irnos a un lugar apartado de los jardines, rodeado de
árboles centenarios y parterres de flores que formaban un laberinto natural,
lejos de las miradas indiscretas de la mansión.
En cada encuentro bajo las estrellas, los ojos de Charles buscaban
los míos y luego cerrábamos los ojos para sumergirnos en la experiencia de
una pasión que maduraba lentamente bajo la cúpula celestial nocturna. Las
manos de Charles sostenían mis pesados pechos con firmeza, como si
quisiera anclarse en ese momento en el tiempo y no naufragar.
Allí, al aire libre, siempre me poseía primero con delicadeza y luego
con mucha fuerza, casi de manera salvaje. Aunque era de noche, bajo el
calor del verano no necesitábamos más vestidos que nuestra propia piel. En
sus movimientos había una mezcla magnética de ímpeto y virilidad que me
atrapaba sin que pudiera escapar. Y yo no quería escapar.
A veces sentía que su forma de poseerme era como una violencia
contenida, una pasión que latía fuertemente, pero se manifestaba con
delicadeza y contención para no lastimarme.
Sin techo más que las estrellas y las copas de los árboles
experimentábamos la magia de descubrirnos el uno al otro, explorando los
límites de la entrega y la complicidad. En esos encuentros tiernos pero
salvajes había un vaivén de emociones, como si lo hiciéramos a escondidas,
pero no nos escondíamos de nadie. Al menos yo no pensaba eso. Solo me
entregaba a esa forma de disfrute.
Bajo el hechizo de esas noches mágicas, nuestros encuentros se
volvieron una danza íntima y secreta. Siempre nos encontrábamos en ese
rincón de los jardines y después de yacer juntos, yo me iba a mi habitación
y él a su residencia muy cerca de Cannon Creek.
De alguna manera era una relación clandestina, aunque no había
razón para que así lo fuera. Ni siquiera era por pena hacia Magdalena
porque ella no había vuelto a la mansión. Fue simplemente la forma en que
nos acoplamos Charles y yo.
En la mansión cada mirada compartida en el comedor, cada roce
furtivo en los pasillos, cada desayuno, cena o velada, no pasaban
desapercibidas para nadie. Y hasta debo decir que la sonrisa malvada de
Tania ahora me parecía sincera y cálida.
Fue en uno de esos momentos íntimos, cuando la complicidad entre
Charles y yo se volvía casi palpable, que decidí confiarle la razón por la
cual me encontraba en la Cannon Creek.
Entre sus brazos, acostados en mi cama y bajo la luz tenue de una
lámpara le compartí mi historia.
Le hablé de la carta de mi difunto abuelo Robert, de la extraña
misión que me encomendaba para reclamar mi herencia y sanar de las
raíces al emporio Kaplan.
Charles escuchaba atentamente con gestos comprensivos. A medida
que le relataba mi situación, su mano buscó la mía.
Al terminar mi relato, esperé alguna reacción, quizás un cambio en
su expresión que indicara sorpresa, desprecio o incredulidad. Sin embargo,
lo que recibí fue un gesto sereno y una promesa de apoyo sincera.
Se ofreció a ayudarme con los papeleos y trámites legales y
administrativos, una esfera en la cual yo me sentía completamente perdida y
en la que sentía que todos me boicoteaban.
“Tu abuelo no se equivocó al elegir alguien como tú para renovar su
emporio. Hay mucho que limpiar y ordenar, y no tengo la menor duda de
que tú eres la indicada”, me dijo con un tono que sonaba algo corporativo,
pero al mismo tiempo convincente.
“Gracias amor”, era la primera vez que lo llamaba así. Simplemente
se me escapó. Él sonrío aparentemente complacido de oír esa palabra de mi
boca.
“Deberíamos hablar pronto con los abogados”, sugirió con
tranquilidad.
“Sí, es lo que he estado tratando de organizar desde que llegué acá”,
le dije.
“Tranquila cariño. Voy a guiarte en todo el proceso, Charlotte.
Juntos resolveremos estos asuntos y aseguraremos que obtengas lo que por
derecho te corresponde”.
En ese momento, mientras nuestras manos se entrelazaban, sentí que
mis hombros se liberaban de un gran peso.
La ayuda de Charles no solo era una muestra de generosidad, sino
también una señal de que, las sombras que acechaban en la mansión eran
solo la personificación de mis prejuicios e inseguridades en cuanto a
codearme con la alta sociedad.
Pero ahora yo misma estaba a la cabeza de esa alta sociedad. Yo era
Charlotte Evans Kaplan, pensé y luego susurré mi nombre y mis dos
apellidos con orgullo.
Charles me prometió que al día siguiente solicitaría una reunión con
Lucas Montes, el abogado de la familia Kaplan.
En efecto, Lucas nos recibió en su elegante despacho un día
después. Vestía un traje impecable a rayas verticales, su cabeza exhibía
entradas pronunciadas con una coronilla ligeramente despoblada. Su
despacho estaba ordenado, pero con algunos signos de desgaste, adornado
con estanterías llenas de antiguos y gruesos libros jurídicos y expedientes
meticulosamente organizados, aunque ligeramente polvorientos. En una
cómoda reposaban varias botellas de brandy de buena calidad que junto a
un juego de vasos sugerían una afinidad por esta bebida. En su escritorio
había una pluma estilográfica del siglo pasado y un portafolios de cuero. En
fin, era un abogado de la vieja escuela, solo le faltaba un bastón con
empuñadura de oro.
Tania, Charles y yo nos sentamos frente a su escritorio de caoba,
listos para desentrañar los pormenores de la adjudicación de roles dentro del
emporio Kaplan.
Quise preguntar por Magdalena, que era la otra familiar directa aún
viva de mi abuelo. Un temblor me hizo estremecer cuando pensé en ella,
porque la verdad no podía asegurar que ella estaba viva. Miré a Charles
para espantar ese pensamiento.
Con un gesto firme, Lucas comenzó a explicar el procedimiento
para acceder a los manejos de las empresas de Robert Kaplan. Comprendí
entonces que una vez que yo firmara, Tania no podía hacer nada sin mi
autorización, según lo había dispuesto mi abuelo.
Charles, siempre caballeroso, se aseguró de preguntar todas las
dudas y clarificar cualquier detalle. Su apoyo y experiencia en estos asuntos
me brindaba un respaldo valioso en este laberinto legal. Tania, por su parte,
observaba con atención, sus ojos astutos evaluaban cada frase de Lucas,
pero ella no decía ni una palabra. En ese momento la sentí muy celosa de
mí. Estaba segura de que le gustaba Charles, pero la verdad ya ella estaba
muy mayor para esas cosas. Pensé en tomar a Charles de la mano, para
reclamarlo como mío, pero me contuve.
Charles propuso que lo mejor era llevar los papeles a casa y leerlos
con detenimiento. Eran más de cien folios y nadie debía apurarme a firmar
nada sin entender.
“Pero firma ya, niña. Salgamos de esto”, me conminó Tania en un
tono cálido que dejaba entrever algo de desesperación.
“No tienes que ceder a ninguna presión”, me dijo con calidez
Charles, y Lucas asintió con su mirada.
“Es verdad señorita Evans, usted no… Señorita Evans Kaplan, usted
no tiene por qué apresurarse sin entender lo que implica…”
“Firmaré y ya, ¿para eso vine, no?”, lo interrumpí con ímpetu.
Yo solo quería volver a la mansión y estar con mi Charles en
nuestros jardines secretos. No quería perder tiempo en leer cosas legales
que igual no entendería.
Así que firmé todo.
Desde ese momento pase a ser oficialmente la coheredera y
coadministradora del imperio Kaplan.
Capítulo VII

En la cubierta del lujoso crucero, rodeados por el resplandor de las


estrellas y el susurro del océano, Charles y yo disfrutábamos de la brisa
marina que acariciaba nuestros rostros que ya empezaban a broncearse. Me
había invitado a conocer las aguas mansas y cálidas del Caribe, sus playas
de arena coralina, y sus bebidas y platillos exóticos.
Aunque era un crucero muy exclusivo, no era privado. Había otros
turistas. Sin embargo, nos tomamos la licencia de escaparnos de noche a la
cubierta para hacer el amor bajo las estrellas. Ese era nuestro ritual, hacerlo
al aire libre siguiendo el impulso y las formas de las constelaciones.

Las actividades recreativas a bordo del crucero nos unieron aún más.
Había cenas románticas con los chefs más exclusivos de Europa y
Latinoamérica hasta emocionantes excursiones a las islas privadas dónde
desembarcábamos para tomar un chapuzón y caminar en sus playas casi
vírgenes. Nuestro amor crecía como un tsunami, envolviéndonos en un
maremoto de felicidad.
Durante una espléndida fiesta sorpresa nocturna organizada por la
tripulación a petición de Charles, él me tomó de la mano y me condujo
hacia el centro del bullicio festivo. La música romántica vibraba en el aire,
las luces centelleaban y, en ese escenario de ensueño, Charles se arrodilló, y
me presentó un estuche, lo abrió y como era de esperarse había un anillo
dorado con destellos de diamantes.
El brillo de la joya competía con el resplandor en sus ojos y con el
de las estrellas que salpicaban el cielo. En ese instante, con la melodía
musical de fondo y la mirada cómplice de quienes nos rodeaban, Charles
pronunció las palabras mágicas que todas las mujeres queremos escuchar de
ese hombre especial.
“Charlotte Evans Kaplan, ¿aceptas casarte conmigo?”
La sorpresa pintó mi rostro con una sonrisa del tamaño de la luna.
Me quedé muda por un momento. Algunas lágrimas de felicidad hicieron
brillar mis ojos mientras pronunciaba un sonoro “sí” que resonó en el
corazón del mar nocturno. En ese momento, el anillo de diamantes encontró
su lugar en el dedo de mi mano. Calzaba tan perfecto como el zapato
perdido de Cenicienta en su pie.
La fiesta continuó con júbilo para todos los asistentes que estaban en
el crucero. La música cambió a ritmos caribeños más movidos, pero
nuestros corazones bailaban su propia melodía, nuestra propia banda sonora
a la que todavía no le habíamos puesto título. El amor surgió en las aguas de
un lago cuando casi me ahogo y ahora el inmenso mar Caribe se convertía
en el testigo de un compromiso que sellaba lo iniciado hacía pocas semanas.

Los días siguientes estuvieron marcados por la efervescencia de los


preparativos para la boda.
Charles, a pesar de su usual cautela, se mostró impaciente por llevar
a cabo la ceremonia lo más pronto posible. Yo pensé que nos casaríamos
dentro de un par de meses, pero él quería que fuera ya. La verdad yo
también quería que fuera de inmediato. ¿Para qué posponer lo que uno
desea tanto?
“Tenemos los medios y el equipo de personas a nuestra disposición
para casarnos por todo lo alto sin tener que esperar mucho tiempo como la
plebe”, me dijo una tarde.
Sentados en la sala de la mansión, rodeados de los especialistas en
planificación de eventos que llenaban carpetas esparcidas por la mesa con
detalles de la boda, Charles no podía contener su entusiasmo. Parecía un
niño que se preparaba para una excursión a un país fantástico. Sus ojos
brillaban, y cada discusión sobre flores, catering y música se transformaba
en un paso más hacia nuestra unión como marido y mujer.
“Charlotte, no puedo esperar más para llamarte oficialmente mi
esposa. Cada día que pasa sin que seas legalmente mía me parece una
eternidad”, me dijo Charles, tomando mi mano con ternura y luego
arrancándome la ropa para besar todos los rincones de mi cuerpo.
El frenesí de preparativos continuó. En cada detalle podía sentir la
urgencia de Charles por formalizar nuestro compromiso.
Aunque su desesperación podía resultar un poco abrumadora en
algunos momentos, entendí que él estaba impulsado por las ansias de
comenzar una vida juntos.
Fue un 23 de septiembre.
Desperté entre suspiros de emoción; el día de mi boda había llegado.
Me acerqué al vestido blanco, colgado como un sueño a punto de hacerse
realidad, y acaricié la seda y los encajes que pronto me envolverían como
un regalito para Charles.
Las risas y voces animadas de las damas de honor (una de ellas era
mi amiga Camila, las otras eran unas supuestas primas lejanas de Charles
que yo nunca había visto) fluían a mi alrededor mientras me ponía el
vestido, me ajustaba el velo y me observaba en el espejo.
Sus padres no pudieron venir a la ceremonia porque vivían en París,
y aunque al principio yo estaba triste por eso, sentí que él lo había dispuesto
de esa manera para compensar la ausencia de mis padres que ya no estaban
en este mundo.
En el jardín, un altar decorado con un arco de rosas blancas y lirios
nos esperaba pacientemente como si fuese un portal a la nueva dimensión
que estábamos a punto de traspasar. La alfombra roja se desplegaba hacia el
lugar donde Charles y yo daríamos el paso más significativo de nuestras
vidas.
La música en vivo inundaba el aire mientras yo avanzaba por el
jardín decorado con miles de flores de todas las variedades y colores. Cada
paso hacia mi futuro esposo resonaba en mi pecho.
Bajo el dosel nupcial, nuestras miradas se entrelazaron como un fino
tejido floral. La emoción y la felicidad se desbordaron en cada rincón de la
ceremonia. No eran muchos invitados, pero todo era exquisito y bien
orquestado. Cuando pronunciamos el esperado “sí, acepto” y firmamos el
acta de matrimonio, una ola de alegría recorrió la atmósfera.
Charles y yo nos acercamos con para sellar nuestro pacto de amor y
complicidad. Nuestros labios se encontraron en un beso apasionado que
duró más de lo usual.
Nos juramos amor y lealtad por toda la eternidad. Brindis, risas y
bailes hicieron de Cannon Creek el lugar más maravilloso en el que había
estado alguna vez. Y pensar que hacía meses los ruidos perturbadores no
me dejaban dormir.
Entre la alegría de la boda y la bulliciosa celebración, la presencia
de mi mejor amiga, la única persona de mi pasado resiente, Camila, tiñó el
ambiente con una nota discordante. Cuando me acerqué a ella para
compartir la felicidad que me embargaba, noté que su rostro no reflejaba la
misma alegría que resplandecía en el resto de los invitados.
Así que le pregunté qué sucedía.
“¿Estás segura de que Charles es el hombre de tu vida?”, se atrevió
a preguntarme con cierta timidez.
“No te entiendo Camila. Mira mi rostro, mi alegría, nunca había
estado tan feliz en mi vida. Tengo amor, tengo dinero, tengo todo. Tu
pregunta está fuera de lugar”, le dije sin poder contener mi enojo.
“Pero es que todas las cosas que me contabas de él… Por más guapo
que sea, no sé, hay algo en él que no me cuadra. Lamento no saber qué es,
pero sabes que mis consejos nunca fallan”, me dijo.
En medio de la celebración de mi unión con Charles, sus palabras
resonaron como si fueran espadas de hielo que me atravesaran. A pesar de
la alegría que llenaba el ambiente, la semilla de la duda germinó en mi
interior. Pero no era una duda hacia Charles sino hacia Camila.
“¿Sabes que hace unos días me encontré con Joseph Hawkworth?
Me reconoció en un bar como tu amiga y es encantador. Sigue loco por ti.
Así que…”, empezó a decir.
“Bueno, pues quédatelo tú. No hables de ningún hombre en mi fiesta
de bodas”, le grité y algunos invitados voltearon a mirarme.
Cegada yo por el amor a mi galán pensé que había una dosis de
envidia de parte de Camila.
Charles a lo lejos vio como mi semblante se opacaba e intentó
acercársenos, pero lo detuvieron varios de sus amigos que querían brindar y
hacerse fotos.
Herida y decepcionada por las palabras impertinentes de Camila en
este día tan importante para mí, no pude contener una reacción impulsiva.
Mis palabras salieron de mi boca antes de que pudiera pensarlas con
claridad, y, en un arrebato de emoción, le pedí a Camila que si no estaba de
acuerdo con lo que allí se celebraba que entonces se retirara de la fiesta.
Ella intentó explicarse mejor, dándose cuenta de que había metido la
pata más profunda de lo calculado, pero yo ya no quería oír nada que
perturbara el jolgorio de ese día. Solo quería disfrutar de mi idilio. Así que
le hice un gesto algo grosero para que se callara.
Mientras la veía retirarse entre la multitud, me quedó una sensación
agridulce, preguntándome si quizás había tomado una decisión precipitada
al echarla. Me habría bastado con alejarme de Camila y ya, evitarla durante
el resto del festejo. Pero la verdad no quería verla ni de lejos. Así que me
dije que obré bien.
Entre los nuevos brindis, la sesión de fotos y los espectáculos de la
ceremonia pronto me olvidé de lo sucedido.
La energía vibrante de la celebración nos envolvió mientras Charles
y yo ejecutábamos el baile central, ahora oficialmente como marido y
mujer. La luz del sol caía en destellos dorados sobre nosotros, añadiendo un
toque mágico a ese día.
A pesar del episodio con Camila, mi corazón latía con la certeza de
haber encontrado en Charles el compañero de vida que siempre había
soñado, un hombre que lo tenía todo y me hacía sentir segura, deseada y
amada.
Pero esa noche, mientras yo iba de un lado a otro de la mansión para
organizar los últimos detalles de nuestra luna de miel, una sombra
inesperada oscureció el resplandor de la felicidad que hacía pocas horas
había inundado mi vida.
Al pasar por un salón adyacente a la cocina, un suave murmullo de
voces atrajo mi atención. Mis pasos se detuvieron instintivamente, como si
mi intuición hubiera detectado algo fuera de lugar.
Al asomarme discretamente, me encontré con una escena que hizo
temblar los cimientos de mi recién construido mundo de felicidad.
Eran Charles y Magdalena, la cual no se había aparecido en mi boda
a pesar de la invitación que se le hizo llegar por múltiples medios.
Ambos compartían murmullos cómplices y aparentes gestos de
intimidad en un sillón, ocultos por la penumbra del lugar. Sin duda eran
ellos, los podría reconocer con los ojos cerrados. El impacto de esa visión
fue como un puñetazo en el estómago que me dejó sin aliento.
Aunque yo no podía ver exactamente qué hacían, la visión de
Charles y Magdalena, besándose apasionadamente, se convirtió en una
dolorosa imagen que desgarró una a una las fibras de mi corazón.
Intenté procesar la traición, encontrar una explicación lógica que
pudiera desmentir la evidencia que mis ojos presenciaban.
El pacto que recién había sellado con Charles se desmoronaba ante
mis ojos dejando en su lugar una mezcla de dolor, incredulidad y rabia.
Me quedé paralizada y pensé si debía confrontar en el acto a Charles
y Magdalena, de exigir respuestas que probablemente abrirían una herida
más profunda, o si debía enfrentar el dolor en silencio y decidir el rumbo de
mi vida sin humillarme ante ellos y sin dejar rastro de la tormenta que se
desataba en mi interior.
Mi mundo perfecto se desvanecía, se abría un agujero bajo mis pies
que amenazaba con tragarme.
Con los ojos aún llenos de incredulidad y de lágrimas, di un paso
adelante para confrontar a Charles y Magdalena. La tensión en el aire era
palpable, y mi voz tembló cuando les exigí una explicación.
Charles se puso de pie como impulsado por un resorte. Encendió las
luces que iluminaron la estancia en penumbras y pude ver que su expresión
no era de vergüenza sino de alivio.
Con un gesto de defensa, Charles explicó que no era lo que parecía.
Aseguró que fue Magdalena quien se le abalanzó llena de tristeza y en
busca de consuelo por no haber podido llegar a tiempo a mi boda, creando
un malentendido que no había sido provocado por él y del cual quería
liberarse.
Sus palabras intentaban disipar el daño, pero no lograban borrar la
imagen que se había grabado en mi mente: la de ellos dos besándose.
Magdalena, por su parte, estaba estupefacta. Su blusa estaba
desgarrada y le dejaba al descubierto los hombros.
Intentó articular alguna explicación, pero sus palabras no le salieron.
La desafié con la mirada, pero yo tampoco fui capaz de decir nada.
Mis ojos buscaban respuestas en los rostros de ambos, mientras mi
corazón latía con una intensidad feroz que me decía que no debía confiar en
ninguno, en nadie.
¿Debía aceptar las explicaciones de Charles, y abrir mi corazón a la
posibilidad de que hubiera sido una malinterpretación, o permitir que la
semilla de la duda se enraizara, oscureciendo el amor que habíamos
construido?
El futuro de mi recién iniciada vida matrimonial pendía de un hilo, y
la decisión que yo tomara en ese momento resonaría en los días por venir.
Con el corazón en un puño, me encontraba en la encrucijada de confiar en
el hombre que amaba o escarbar hasta conocer lo que realmente pasaba.
Magdalena, con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa, intentó
explicar que fue Charles quien estaba abusando de ella, pero sus palabras
fueron interrumpidas bruscamente por la entrada de Tania.
La anciana, con su habitual astucia, silenció a Magdalena con un
gesto autoritario y una mirada afilada. Luego la atacó con un montón de
adjetivos insultantes, uno tras otro. Mi cerebro no podía entender lo que oía,
así que solo recuerdo palabras sueltas: loca, sanatorio, puta, medicamentos,
acosadora.
En medio del tenso silencio que siguió, Magdalena se vio forzada a
callar, sus ojos reflejaban desesperación y miedo.
Tania, con una expresión que apenas ocultaba su satisfacción por
haber intervenido justo a tiempo en la situación, se volvió hacia mí.
Una vocecita en mi mente se apiadaba de la aparente angustia de
Magdalena, que parecía un animalito asustado. Pero otra voz en mí no le
creía, no quería creerle, así como no quise creerle a Camila ni escuchar sus
razones cuando me advirtió sobre la mala espina que le daba Charles.
La confusión me envolvía mientras mi mirada alternaba entre los
rostros de Charles, Magdalena y Tania.
Magdalena, con su voz temblorosa, murmuró imponiéndose ante la
presión invisible que parecía ejercer Tania sobre ella:
“Charlotte, he pasado por tanto, he conocido el infierno de ida y de
vuelta, no sabes dónde estuve, y tú... tú solo te preocupas por Charles. Él no
es quien yo creía. Es un monstruo. ¿Qué te hizo cambiar tu opinión sobre
él?”.
Cada palabra suya era como un puñal que se clavaba en mi
conciencia.
Charles, con gestos serenos, intentó desacreditarla.
“Ella está confundida, Charlotte. Tú y yo estamos a punto de
comenzar nuestra vida juntos, y sabes que Magdalena me quiere de una
manera desquiciada. Está loca por mí. ¿Crees que Magda no haría todo lo
posible para arruinar lo que hay entre tú y yo?”, su mirada era convincente,
pero mi intuición me incitaba a cuestionar cada una de sus palabras. Sentí
que naufragaba.
Magdalena intentó hablar nuevamente, pero Tania la silenció con
una sonora bofetada.
En medio de la confusión, Magdalena, con los ojos llenos de
lágrimas y sobándose la cara lastimada, masculló:
“Lo que te digo es cierto, Charlotte. Charles de nuevo intentó
abu...”.
Tania amagó con darle otra bofetada con más fuerza aún. Magdalena
se protegió e interrumpió lo que iba a decir. Charles intentó abrazarme, pero
me desprendí de él y me fui corriendo a mi habitación.
Lloré como nunca lo había hecho. Cuando ya se me habían acabado
todas mis lágrimas, Charles vino a consolarme. Su abrazo, sus palabras
cálidas y su forma de besarme y tocarme me reconfortaron y me hicieron
dudar de Magdalena. Me terminé convenciendo de que ella obraba de forma
traicionera solo porque no podía gozar de él como yo.
“Es una envidiosa, una vil mentirosa serpiente”, me repetí mil veces
en mi cabeza mientras yo descargaba toda mi pasión sobre el cuerpo
desnudo Charles. Era como si yo me quisiera hacer una reprogramación
cerebral para convencerme de esa supuesta verdad. Por algo dicen que una
mentira repetida mil veces termina convirtiéndose en verdad.
Al parecer el mecanismo sí funcionó porque a la mañana siguiente
desperté plena y feliz de mi nueva vida como la mujer de Charles Marx.
Nada de lo demás me importaba en absoluto.

La luna de miel en el pintoresco chalet en Montana prometía ser un


refugio de ensueño después del torbellino de emociones del día anterior.
Las montañas majestuosas se erguían como guardianes silenciosos de
nuestra felicidad, y el aire fresco del lugar prometía renovar nuestros votos.
Charles, con su encanto seductor, buscaba borrar cualquier rastro de las
sombras que se cernían sobre nuestro recién iniciado matrimonio.
“Vamos a prometernos que no volveremos a hablar de lo que pasó
ayer. Por el bien de este amor”, me dijo y yo acepté sin chistar.
Nos entregamos a la tranquilidad del entorno. Charles se esforzaba
en ser el esposo perfecto, llenando los días con paseos románticos por los
senderos montañosos y cenas a la luz de las llamas de la chimenea. La
naturaleza nos purificaba y nos enseñaba que la única verdad entre los seres
vivos es el amor y nada más.
El chalet, con su cálido interior de madera y sus vistas panorámicas,
se convirtió en nuestro refugio íntimo. Era un lugar aparentemente sencillo
pero lleno de lujos discretos.
Las noches eran mágicas, con el crepitar del fuego como fondo para
nuestros momentos más íntimos de sensualidad y compenetración.
La pasión que Charles me prodigaba y su habilidad para envolverme
en su ternura hacían que cada sombra de duda se desvaneciera. El episodio
con Magdalena se convirtió en nada más que un mal sueño. Este rincón
remoto era el comienzo de un capítulo completamente nuevo para nosotros,
que habíamos superado con éxito la primera amenaza contra nuestra
relación. Ahora estaba convencida de que nuestro matrimonio podría
resistir cualquier tormenta.
El viaje de regreso de nuestra luna de miel se vio interrumpido por
una inesperada llamada de Lucas Montes, el abogado encargado de los
asuntos del testamento de mi difunto abuelo Robert. Al parece no le habían
informado que me había casado y menos con Charles.
Mientras el paisaje montañoso se deslizaba por la ventana del
automóvil, la voz de Lucas resonaba en el altavoz de mi teléfono, pues
Charles me dijo que quería escuchar lo que el abogado decía.
Lucas, con su tono profesional, explicó que, de acuerdo con una
cláusula específica del testamento, al contraer matrimonio con alguien de
confianza del emporio o un accionista principal, la administración de los
bienes se volvía conjunta. Es decir, ahora no solo éramos Tania y yo
quienes debíamos tomar y hacer valer decisiones sino también Charles.
Esta revelación me tomó por sorpresa, y mi mente se llenó de
preguntas sobre las implicaciones de esta nueva dinámica en mi vida y en
mi relación con Charles.
Mientras Lucas desglosaba los intrincados detalles legales, mi
mirada se perdía en el paisaje que se extendía ante mí, y las montañas que
alguna vez simbolizaron paz ahora parecían presagiar algo distinto, un
nuevo desafío. La realidad de las responsabilidades compartidas y las
complicaciones legales amenazaban con eclipsar la luna de miel. Y eso era
lo que menos quería.
“Bueno, mejor así Lucas. Ahora Charlotte y yo tenemos mayoría y
podemos contrarrestar cualquier acción de Tania. Seremos dos contra uno.
¿Es una buena noticia, no?”, dijo Charles con una voz muy convincente que
parecía dar por cerrada la conversación.
No pude escuchar la respuesta de Lucas porque la llamada se había
cortado.
A pesar de la revelación legal que Lucas me comunicó sobre la
administración conjunta de la empresa y sus bienes, yo solo quería vivir el
momento presente. La belleza del paisaje montañoso durante el camino de
vuelta al hogar eclipsaba, al menos temporalmente, las preocupaciones
legales que se acumulaban en mi mente en segundo plano.
Mientras avanzábamos por la carretera, mi mente se aferraba a la
idea de que Charles sería mi apoyo en todas las facetas de la vida, incluso
en los aspectos más pragmáticos como el manejo del dinero, la dirección de
las empresas, la administración del patrimonio.
Con tanto dinero ya podría yo retomar con ímpetu y sin
preocupaciones mis clases de actuación sin preocuparme por nada más. Que
él se dedicara a las tareas corporativas en la que era más experto. También
por eso lo había escogido como pareja. ¿O fue él quien me escogió?
Apenas pusimos un pie en la mansión, nos encontramos con los
papeles que Lucas, el abogado, había preparado para actualizar los trámites
legales dado nuestro estatus marital. La realidad burocrática se mezclaba
ahora con la burbuja de felicidad que Charles y yo habíamos construido en
Montana, y como se sabe, las burbujas son muy fáciles de romper. Basta un
leve pinchazo para que estallen.
“No quiero leer nada ahorita Lucas. Dime dónde firmo y ya”, le
grité mientras me aferraba a los brazos de Charles.
Y de nuevo firmé todo.
Aunque las implicaciones legales deberían haberme causado alguna
inquietud, la verdad es que la confianza que depositaba en Charles y en
nuestro vínculo amoroso minimizaba cualquier sombra de preocupación.
La sonrisa de Tania, con un dejo sutil de malicia, me produjo un
escalofrío en mi espalda. Aunque mi conciencia no estaba dispuesta a
admitirlo, había un atisbo de sospecha escondido en algún rincón de mi
mente. Era como si mi intuición intentara susurrarme que algo no estaba del
todo bien, pero yo, sumida en el fulgor de mi amor por Charles, decidí
ignorar esas sombras momentáneamente.
A pesar de mis intentos por enterrar cualquier indicio de duda, la
mirada penetrante de Tania persistía, como si fuera un presagio de
tormentas por venir. Sin embargo, por ahora, preferí aferrarme al resplandor
que seguía emanando mi luna de miel.
Esa noche, en nuestra recámara nupcial, Charles me poseyó con
violencia, casi que con rabia. Ni siquiera me desvistió, sino que me usó
como para descargarse rápidamente de una energía turbia que llevaba
consigo. No fue como las veces anteriores dónde hubo magia y delicadeza
en medio de una pasión fuerte, sino que esta vez lo sentí como si usara el
peso de su cuerpo para ahogarme y sofocarme. Y luego de terminar él se
dio la vuelta y se quedó dormido.
Yo no lograba digerir qué había pasado, pero asumí que se debía al
cansancio del viaje y que era normal que un idilio de pasión tuviera sus
altibajos.
Me desperté malhumorada y con una especie de resaca. Al abrir los
ojos, la figura de Charles a mi lado desapareció por un instante,
reemplazada por la imagen de Joseph, desnudo a mi lado, con su casco de
motociclista cubriendo sus partes íntimas. Sentí mucha ternura e incluso
añoranza, pero me espabilé para espantar esa imagen de mi cabeza.
Me sentí mal de dejar que ese pensamiento intrusivo apareciera en
mi mente aunque solo fuera por un momento. Yo no quería ser infiel ni en
pensamiento.
Me volteé con cuidado al otro lado de la cama esperando encontrar a
Charles y su cobijo, pero él ya se había marchado.
Capítulo VIII

La noticia de la muerte de Magdalena me llegó como un mazazo, un


golpe repentino que me quebró los huesos, cargando de un pesar más
profundo la atmósfera oscura que en los últimos días sentía en Cannon
Creek, muy similar a cuando llegué por primera vez.
Había pasado un mes de nuestro regreso de la luna de miel, y salvo
la primera noche en la habitación conyugal cuando Charles me había
poseído con rabia y violencia, no me había vuelto a tocar. De hecho, no
había dormido casi ninguna noche conmigo excusándose de mala gana en
que tenía importantes reuniones de trabajo fuera de la ciudad.
¿Se le había caído la máscara o a mí se me había caído el vendaje de
los ojos?
Así que yo estaba muy vulnerable cuando supe que Magdalena se
había quitado la vida.
Recordé el episodio del sofá y cómo Tania la acalló, la abofeteó y la
humilló sin que yo no hiciera ningún esfuerzo por defenderla y permitirle
hablar. Me sentía culpable. Aunque no conocía todavía los detalles de su
muerte, sentí que pude haber cambiado algo en aquel momento a pesar del
riesgo de sacrificar la salud mi matrimonio, que de todos modos iba de mal
en peor.
El lago, testigo de la pasión que había surgido entre Charles y yo,
ahora se convertía en el escenario de un desenlace trágico. La vida de
Magdalena, marcada por el sufrimiento, los abusos y sus silencios, encontró
su fin en las profundidades de esas aguas. Al parecer había llenado de
piedras su abrigo y caminó hacia adentro del lago hasta que se hundió.
Hablaron de depresión, de bipolaridad, de esquizofrenia, de un
montón de términos médicos que para mí no significaban ni explicaban
nada.
Mi amiga no estaba en este mundo y eso era todo lo que me
importaba.
Intenté llamar o escribirle a Camila para buscar consuelo y pedirle
perdón por cómo la había tratado. Pero me sentía tan culpable que me dije
que yo no merecía redención alguna.
“Ella no estaba bien desde hacía tiempo, tenía problemas. Ya no le
des más vueltas al asunto niña”, me dijo Tania un día en que mi
desconsuelo era insoportable.
La tristeza que arrugaba mi corazón se tornó en una amargura
profunda cuando días después descubrí a Charles burlándose de la memoria
de mi amiga.
Aquella figura que una vez consideré mi refugio, ahora se revelaba
abiertamente como un ser oscuro, irrespetuoso e insensible.
Usó palabras que no quiero repetir para describir la supuesta locura
de Magdalena. Reiteró lo del acoso por parte de ella hacia él, aunque dejó
entrever que a él le gustaba el asunto. Intuí que era un juego que él había
propiciado.
Yo tenía tanta rabia y tristeza que no le respondí nada. ¿Cómo podía
alguien burlarse de la tragedia, de la pérdida de una vida?
Las risas de Charles resonaban como una afrenta no solo a la
memoria de Magdalena, sino también a mi propia persona. Todo junto fue
un quiebre total para mí.
El cambio en Charles fue tan abrupto como doloroso. La supuesta
conexión que compartíamos se desvaneció en un mar de distancias, excusas
y silencios. Ya no buscaba mi compañía, ni mis besos, ni mi cuerpo; su
presencia en la mansión se volvía más esquiva con cada día que pasaba.
Tuve que admitir que yo era la que había estudiado teatro y actuación, pero
el merecedor de todos los premios Oscar y Globos de Oro, sin duda era él.
Había desempeñado su papel de seductor como ninguno.
Sus respuestas evasivas a mis quejas maritales y sus constantes
llamadas telefónicas supuestamente relacionadas con temas de la empresa
se convirtieron en la nueva norma. Los viajes de trabajo que lo alejaban de
la ciudad y del país durante días, e incluso semanas, me zambulleron en un
mar de desolación.
Sin ganas de salir de la mansión, me dediqué a dar largos paseos por
el bosque, entre la densa oscuridad de árboles en medio de los días
invernales. El lago, donde Magdalena se sumergió hacia la otra vida, ejercía
una atracción sombría sobre mí. La superficie tranquila de sus aguas
ocultaba una historia que ya no podía comprender, ni hacer retroceder.
El peso de la culpa me atormentaba mientras revivía una y otra vez
la imagen de Magdalena, caminando hacia su abismo.
Me martirizaba por no haberla escuchado, no haberle creído y no
haber extendido mi mano para salvarla de las sombras que la consumían.
Mi ciega entrega a Charles me había mantenido prisionera de mi propia
oscuridad. Y ahora era prisionera del pasado y de la culpa.
El bosque se cernía sobre mí. Las ramas retorcidas de sus
centenarios árboles y sombras multiformes se alargaban como dedos
acusadores.
Las noches se convirtieron en una danza macabra de pesadillas, los
pasillos de la mansión se retorcían y en cada uno de ellos me parecía ver la
figura de Magdalena. Mis sueños se tiñeron de horror, ya no podía dormir.
A veces soñaba que Charles me dejaba ahogar en el lago en vez de
zambullirse a mi rescate, como lo hizo la vez de nuestro primer beso.
La línea entre lo real y lo imaginario se desdibujaba, y la mansión se
convertía en el teatro macabro que había sido desde el comienzo. El
paréntesis de mi idilio con Charles solo había sido una ilusión.
La verdad era esto, lo que fue desde el principio. Quizá el
envenenamiento que sugirió mi abuelo no era ningún compuesto químico
sino esta puesta en escena para volver loco a cualquiera, orquestada por
Tania, Charles y los lacayos que trabajaban en la mansión.
Me volví temerosa y paranoica. En varias ocasiones me pareció ver
el Mercedes del abogado Lucas Montes afuera, aparcado junto al arco de
entrada, pero nunca lo vi dentro de los muros de la casa. Quizá había
intentado visitarme, pues sospechaba que algo andaba mal.
Mi teléfono había desaparecido y la servidumbre no fue diligente
para conseguirme uno nuevo. Cuando quise tomar uno de los autos para ir a
la ciudad, o no funcionaban o nadie sabía dónde estaban las llaves. Mis
tarjetas de crédito habían sido reemplazadas de mi monedero por unas
tarjetas de presentación con mi nuevo nombre: Charlotte Marx.
Estaba atrapada, poco a poco yo misma me había metido en esa tela
de araña, como un pobre insecto seducido por la posibilidad de un dulce.
“Déjenme salir”, gritaba yo a pesar de que las puertas estaban
abiertas.
No había reparado en que la única salida era la entrada principal que
desemboca en la carretera desolada donde ningún vehículo pasaba nunca al
menos que tuviera como destino la mansión.
La otra posible salida era el bosque que siempre terminaba en el
inmenso lago. Pero los botes para navegar ya no estaban en el muelle.
Los criados, testigos de mi deterioro mental, me observaban con
miradas de preocupación y temor.
En mi desesperación, intenté caminar por la carretera, pero después
de muchos kilómetros caía exhausta y rendida. Y cuando despertaba estaba
de nuevo en mi habitación.
Los espejos, antes reflejos de mi propia imagen, me devolvían
miradas que no reconocía. ¿Me estaban volviendo loca?
Tania, con su malévola sonrisa, se regodeaba en mi sufrimiento,
aprovechando mi vulnerabilidad para culparme de mis desgracias y luego
para fingir que me cuidaba.
“Descansa niña, descansa”, me decía acariciándome la cabeza y
dándome de beber cualquier cosa.
Su tono condescendiente estaba calculado para hacerme sentir
vulnerable y estar a su merced, como un perro domesticado a fuerza de
golpes y maltratos.
Bajo ese manto de aparente preocupación por mi estado mental,
Tania me prometió buscar un médico para que me ayudara. Yo no
necesitaba ningún médico, pensé, pero me sentía muy débil como para
rebatirla.
El médico, una figura corpulenta y calva con una mirada torva,
comenzó a administrarme pastillas de diversos colores que me sumían en
largos y profundos periodos de sueño. Al principio me opuse, pero cuando
mis visiones de Magdalena se hicieron más fuertes empecé a ingerir las
píldoras sin apenas oponerme ni preguntar para qué servían.
En esos días no salía de mi alcoba y Charles ni se aparecía. A veces
me preguntaba si él era real, pero las sensaciones que mi cuerpo recordaban
no mentían. A veces soñaba con Joseph y por un instante me sentía feliz,
pero luego se quitaba la piel del rostro para descubrir el de Charles y yo me
llenaba de terror.
Me habían quitado hasta la libertad de soñar en paz.
Tania me llevaba comida, agua y palabras de supuesto consuelo, una
rutina diaria que, de alguna manera, se volvió mi nueva normalidad.
A medida que la confusión producto de mi tristeza y de los
medicamentos se apoderaba de mis pensamientos, fui consciente de que la
puerta de mi habitación ahora estaba bajo llave. La prisión psicológica se
materializaba ahora en una prisión física.
En una ocasión, al despertar, mis ojos se encontraron con algo más:
la ventana de mi habitación ahora estaba protegida por barrotes de hierro.
Entre pastillas y barrotes, mi existencia se deslizaba hacia una
penumbra perpetua. Mi estado físico se deterioraba cada vez más; apenas
podía ingerir las sopas que Tania me proporcionaba. Cuando lo hacía, mi
cuerpo las rechazaba violentamente. Cada vez que me dirigía al baño de mi
habitación, un líquido verde e inquietante brotaba de mis entrañas.
En medio de esa pesadilla, presencié desde la ventana de mi
encierro una escena que me sumió aún más en el abismo de la
desesperación. Charles, mi esposo, se entregaba a besos apasionados con
una mujer en el jardín; me pareció que era una de las supuestas primas
suyas que fungieron como damas de honor en nuestra boda.
La nueva traición de Charles era un golpe más en mi frágil estado
mental. Mi cuerpo era una herida inmensa a la que no dejaban cicatrizar en
paz.
Por un momento entendí la huida y la decisión final de Magdalena.
Seguramente ella había pasado por este mismo calvario orquestado por
Tania y Charles. El lago era su única vía de escape: bien sea que lograra
cruzarlo o que se hundiera.
En medio de mi agonía, en una de esas noches interminables, creí
percibir risas tras la puerta. Voces conocidas y familiares me hicieron creer
por un momento que no estaba sola. Sentí que todo lo previo era una
pesadilla y que me bastaba abrir los ojos y cruzar esa puerta para despertar
en mi vida anterior: trabajando en una oficina normal, yendo con Camila a
bares, conociendo hombres sinceros como Joseph.
Esa esperanza, efímera y cruel (pues en el fondo sabía que era un
autoengaño) me llevó a arrastrarme hacia la puerta con la débil intención de
golpearla, de hacerles sentir que yo seguía ahí, que estaba viva, y que no me
había rendido del todo.
Mis fuerzas menguadas no fueron capaces de responder a mis
deseos. El peso que había perdido en esos días de confinamiento me había
debilitado. Mis manos temblorosas y huesudas no lograron alcanzar la
puerta, y mi voz apenas susurró un lamento inaudible.
Caí tendida en el suelo, y reconocí que yo nada hubiera logrado de
haber podido abrir esa puerta.
Las risas persistían tras la hoja de madera. ¿Eran ellos, o era mi
mente desquiciada jugándome más bromas siniestras?
Amanecí en mi cama, un poco más repuesta. La puerta ahora estaba
entreabierta y escuché claramente como la servidumbre, se refería a mí con
desdén y lástima. Ya no era “la heredera”, ni “la esposa”; ahora me
llamaban “la loca”.
No hubo necesidad de levantarme para cruzar la puerta. Dos
corpulentos enfermeros me arrastraron fuera de la mansión hacia un
vehículo blanco que parecía una especie de carroza fúnebre.
El vehículo tomó la carretera pero en vez de enfilar hacia la ciudad
tomó un desvío por un camino de tierra que se perdía en el bosque.
Después de un largo transitar llegamos a un edificio blanco que
contrastaba con el verdor del entorno, su forma era cuadrada, sin apenas
ventanas.
Me hicieron entrar y pronto supe que era una especie de sanatorio o
clínica de recuperación. A pesar de lo adormecida que estaba vi con
claridad el logo y el nombre de Lark Company, la empresa dónde yo había
trabajado como asistenta administrativa para el ingeniero Raúl. Pensé que
era una broma de mi cerebro, pero no. Sabía que el emporio Lark se
dedicaba a mucho más que a la fabricación de piezas de aeronaves, de
medicamentos y al desarrollo inmobiliario.
“Vuelvo a mis días pasados, pero por otra puerta”, me dije en un
tono afligido que pretendía ser bromista.
En la penumbra del sanatorio, firmé innumerables papeles, un
ejercicio mecánico que escapaba a mi comprensión en medio de la
confusión. Imprimí mis huellas dactilares en documentos que parecían
sellar mi destino. En uno de esos papeles reconocí las firmas previas de
Charles y Tania.
A medida que las puertas del sanatorio se cerraban tras de mí, el eco
de los lamentos de la mansión persistía en mi mente y se mezclaba con ecos
más siniestros de algunos locos del pabellón de enfermos mentales.
A lo mejor ninguno de ellos estaba realmente loco, como yo misma
tampoco lo estaba.
O a lo mejor sí, todos estábamos locos y no teníamos salvación.
Capítulo IX

El sanatorio, a diferencia de las tétricas expectativas que albergaba


mi mente, se reveló como una suerte de clínica de desintoxicación, una
etiqueta más refinada que la de simple albergue de desquiciados.
Las habitaciones compartidas, aunque lejos de la opulencia de la
mansión Kaplan, mantenían un nivel de limpieza y orden que inspiraban
una extraña sensación de alivio. No era un agujero negro, sino un agujero
blanco, impoluto.
Salvo en el pabellón de los enfermos mentales, el lugar era
tranquilo, demasiado tranquilo.
Aunque en un principio temía encontrarme rodeada de individuos
dementes gritando incoherencias y sumidos en la violencia sin control,
descubrí que al menos mi compañera de cuarto era una chica sencilla como
yo: un alma sin rumbo y probablemente también confinada allí contra su
voluntad.
Los primeros días apenas cruzamos palabras, pues yo no quería
intimar con nadie. Las visitas del personal médico que hacían sus rondas le
daban cierto aire de profesionalismo, como si lo mío fuese un caso clínico,
una enfermedad del cuerpo y no del alma.
Mis pesadillas disminuyeron, y con el tiempo los médicos redujeron
la cantidad de medicamentos que me administraban. La quietud de la
clínica contrastaba con la espiral de pesadillas que experimenté en la
mansión las semanas previas a mi llegada acá. Quizá ese era el propósito:
que me sintiera mejor aquí en el sanatorio que en la mansión Kaplan.
Me abrí un poco con mi compañera de habitación, quien tampoco
había insistido en sacarme palabras. Se llamaba Lucía Martell, una chica
encantadora proveniente de Wisconsin, pelirroja natural, con la cara y el
cuello salpicado de pecas. Me contó que era escritora de novelas y que esa
era la razón por la que estaba ahí, por denunciar al emporio Lark.
Le dije bromeando que me ayudara a escribir un libro para
denunciar al emporio Kaplan, pero no le revelé que yo era parte de esa
familia.
A pesar de su mutismo inicial, Lucía era muy parlanchina, y una vez
que le dabas cuerda no paraba de hablar.
Yo le dije que me dedicaba a la actuación: una forma de dar rienda
suelta a mi frustrado destino de actriz de teatro.
“Pareces el personaje de un libro”, me dijo.
“Bueno, todos acá lo parecemos”, le repliqué.
Pronto entablamos una amistad que se volvió una luz cálida en
medio de la luz blanca e hiriente de la clínica. Me contó de los libros que
había escrito, eran de suspenso romántico. Oír las historias de sus novelas
me hacía llevadero el paso de los días y de las noches en ese lugar sin
tiempo.
Entre las historias de sus relatos se colaban sus creencias personales.
Al principio creí que eran parte de su mundo de ficción, pero luego Lucía se
volvió insistente con esos temas: aseguraba que la forma de la tierra era
plana y que el alunizaje fue parte de un montaje de la corporación Lark,
decía que los pájaros eran dispositivos mecánicos destinados al espionaje y
que debíamos exterminarlos a la menor oportunidad. Decía que tenía un
chip en el cerebro y me mostró una cicatriz en su cuero cabelludo de
cuando se cortó para intentar extraérselo.
Me dio pena por ella, y también sentí compasión conmigo misma
porque de seguro me convertiría en alguien así con el paso del tiempo, solo
que en vez de volcar mi imaginación paranoica contra los Lark, lo haría
contra los Kaplan.
Sus teorías me inquietaban, pero aprendí a escucharla como parte de
su exótica personalidad. Simplemente le seguía la corriente, sin juzgarla.
Nos volvimos inseparables, compartiendo cada momento juntas, desde las
rutinas diarias hasta las noches de descanso.
El resto de los pacientes del lugar apenas murmuraban y se movían
en un silencio sombrío, parecían observarnos con ojos llenos de celos y
envidia.
Juntas, Lucía y yo atravesábamos cada fase de la jornada.
Compartíamos el trayecto al baño, nos sentábamos a la mesa para las
comidas y, cuando llegaba la noche, encontrábamos consuelo en dormir en
la misma cama.
El vigilante de nuestra ala era un hombre apuesto que se paseaba
con una actitud rígida, y parecía mostrar un interés particular en nuestra
relación. Aunque no verbalizaba sus pensamientos, sus gestos y miradas
insinuaban cierta lascivia ante la complicidad que compartíamos Lucía y
yo.
Sus ojos, vigilantes y penetrantes, seguían nuestros pasos durante
los paseos por las áreas comunes del pabellón. Cuando decidíamos
bañarnos juntas para no sentirnos indefensas, podía sentir su presencia
sobre nosotras. Cuando salíamos de la ducha nos perforaba con una mirada
que trataba de ser firme pero que delataba un morbo mal disimulado.
Mis intentos por ganarme la confianza del vigilante resultaron
infructuosos. Pensaba que él podía darme más información sobre mi
expediente clínico. Adrede me colocaba en posturas inocentes pero
sugerentes para parecer que yo tenía inclinación hacia él. Sabía que eso
funcionaría mejor que intentar darle lástima.
Una vez mojé mi camisón para que mis pechos provocaran un
acercamiento. A pesar de mi coquetería, su expresión permanecía
imperturbable, su firme determinación en mantener una distancia
infranqueable entre su persona y los pacientes era de acero.
Una tarde la doctora Wolf, la jefa del sanatorio me citó en su
oficina. Era una mujer muy alta, huesuda, de extremidades y dedos largos,
de cabellos rubios casi blancos y ojos grises.
Con gesto severo, abordó la cuestión de mis insinuaciones
inapropiadas hacia el vigilante. Atribuyó mis intentos de “infidelidad” al
estancamiento de mi proceso de recuperación.
“Le recuerdo que usted sigue siendo una mujer casada señorita
Marx. No es excusa que su estado mental le hubiese hecho olvidar esa parte
de su vida”, me dijo con un tono seco.
“Si estoy casada, entonces dónde está mi marido”, le grité con furia.
Ella solo meneó la cabeza y anotó algo en mi expediente.
Sospechaba que cada acción mía retrasaba mi salida del lugar, si es que esa
posibilidad existía.
Luego suavizó su semblante y me dijo con el mismo tono
condescendiente que usaba Tania conmigo:
“Necesitas recuperarte. Concéntrate en eso”.
Asentí como una niña regañada a las palabras de la doctora Wolf,
como si ella tuviera la razón en todo.
Yo solo quería ir a casa y saber por qué estaba ahí, pero la doctora
no soltó más palabras.
Luego volvió a su tono severo y me dijo que debido a mi
desfachatez me enviarían una temporada a una celda de aislamiento.
Ni siquiera me dejaron despedirme de Lucía.
Pasaba de una prisión a otra. Primero la prisión del trabajo de
oficina en las empresas Lark, luego la prisión de la mansión Kaplan en
Cannon Creek, luego la prisión del amor de Charles, luego la prisión del
sanatorio Lark y ahora la prisión de la celda de aislamiento. ¿Qué seguiría
luego? ¿La prisión de un ataúd? No me extrañaría que este estuviese
fabricado por una filial de las empresas Kaplan.
Por instantes me parecía que la escritora Lucía tenía razón y que
todas sus teorías conspiratorias eran ciertas. Pero me desprendí de ese
pensamiento pues era el desbarrancadero seguro a la locura.
Un enfermero gordo y algo calvo me condujo por los pasillos del
sanatorio, alejándome de la relativa calma de la habitación común hacia un
destino más inquietante. Conocía esa cara, esa expresión torva, pero en la
penumbra de la zona de aislamiento no podía saber quién era.
De pronto un chispazo en mi memoria me recordó que era Bulky, el
gordo desagradable de la entrevista en las afueras de Baltimore a la que
había ido cuando me despidió el ingeniero Raúl. Sí, era él, el hombre del
lugar dónde una chica atractiva me ayudó a salir corriendo.
No podía saber de qué se trataba, pero había una conexión entre lo
que pasaba en el sanatorio hacia algo más perverso aún. Quizá el sanatorio
no era más que una fachada o un puente hacia otros horrores.
Me acordé de la frase de Ruben, el amigo de Camila que nos había
ayudado a indagar sin resultados en ese asunto:
“El mundo ya no es un lugar seguro. Ya no más”.
Cuánta razón tenía.
A medida que avanzábamos, la atmósfera se volvía más cargada,
apestosa y la incertidumbre se apoderaba de mis pensamientos. Mientras me
llevaba por uno de los pasillos oscuros, el gordo Bulky manoseó mis pechos
y frotó su grasiento cuerpo contra el mío. Empezó a besarme en el cuello,
pero de pronto yo grité el nombre de Charles pidiendo ayuda y Bulky me
apartó de golpe. Seguramente sabía que me refería a Charles Marx y no
quería problemas.
Finalmente, llegamos a la entrada de la celda. La puerta chirrió al
abrirse, revelando un espacio angosto y oscuro. La única fuente de luz
provenía de un tenue bombillo rojo que parpadeaba débilmente, creando
sombras inquietantes en las paredes descascaradas.
Una vez dentro, la puerta se cerró con un estruendo metálico,
dejándome en un silencio opresivo. Bajo la luz mortecina las paredes
parecían acercarse, y la sensación de claustrofobia se intensificaba con cada
segundo que pasaba.
En la penumbra claustrofóbica de la celda de aislamiento, el tiempo
se diluía en un constante susurro de desesperación. Me arrojaban baños de
agua fría y la comida eran restos corruptos de alimentos.
Los días o meses se mezclaron en una amalgama indistinguible, la
noción del tiempo se desvaneció. Gritaba con fuerza desesperada hasta que
ya no me daban más las cuerdas vocales.
Gritaba, no tanto por el deseo de ser escuchada, sino como una
afirmación desesperada de mi propia cordura. ¿Acaso estaba loca, o este
lugar había sido diseñado para quebrar la mente más cuerda?
Mi vida era tan buena cuando estaba lejos de los Kaplan y su
legado, esta herencia maldita era un lastre que me estaba hundiendo hasta el
pozo más profundo del infierno.
Repetía las palabras herencia maldita, maldita herencia, maldito
Charles, maldita Tania una y otra vez. El silencio era mi único interlocutor.
Después de no sé cuántos días o semanas la puerta se abrió de par en
par.
Un hombre de cabeza rapada y ojos azules, muy perfumado y
vestido con un traje costoso, me tendió la mano, me dio a beber agua y me
dijo que podía ayudarme.
Su oferta tenía un precio: yo debía adjurar de mi posición en la
familia Kaplan, firmar mi divorcio y alejarme de ellos.
Eso era justo lo que yo deseaba, aunque en realidad yo quería volver
a dónde estaba antes, pero sin haber pasado por esto. Pero lo vivido no
puede deshacerse, ni lo bueno ni lo malo. Mis cicatrices mentales quizá no
sanarían nunca. Aun así, la propuesta de aquel hombre era lo mejor para mí.
Irme de todo esto sin mirar atrás.
Me explicó dónde debía firmar y poner mis huellas.
“Esta es la única forma en que puedes salir pronto de este hueco”,
me dijo acariciándome el mentón.
“¿Yo no estoy loca, verdad?”, le pregunté con un tono de
desesperación mientras firmaba y ponía en huellas en todos los papeles que
me extendió.
Luego me bañaron, me vistieron, me maquillaron y me hicieron
grabar un video como respaldo de que todo esto lo firmaba sin ningún tipo
de coacción. Y así lo hice, fingiendo no ser una especie de zombie.
“¿Lucas sabe algo de esto? Lucas Montes”, me atreví a mencionar al
abogado de mi abuelo, pero el hombre cabeza rapada ignoró mi pregunta.
Antes de irse me recordó que no podía ir a la mansión y que ni
siquiera me estaba permitido pronunciar el nombre de Charles.
El regreso a la habitación común del sanatorio después de mi
experiencia en la celda de aislamiento fue desolador.
Al ingresar, noté de inmediato que algo había cambiado. La animada
escritora Lucía, mi compañera y confidente, estaba ahora en un estado
completamente diferente.
Sus ojos, antes llenos de chispa y vivacidad, ahora reflejaban una
frialdad distante. Intenté entablar una conversación, pero sus respuestas
eran monosílabos cautos. Ella pensaba ahora que yo era una espía. Se
enteró que yo llevaba el apellido Kaplan.
A medida que pasaban los días, la distancia entre nosotras se volvió
más evidente. La transformación de Lucía era un paso más calculado por
mis carceleros para hacerme sentir incómoda y sola allí.
Días después de mi liberación de la prisión dentro de la prisión, la
doctora Wolf vino en persona a buscarme al dormitorio. Lucía dio un salto
como un gato asustado.
“Venga conmigo”, me dijo Wolf.
Lucía empezó a gritar como loca. Como la loca que la habían
obligado a ser.
“Traidora, traidora, caca, caca, caca, Kaplan”, gritaba en tono
burlesco.
Wolf le hizo una seña a un enfermero para que la inyectara. A mí me
condujo rumbo a la enfermería. Me hicieron exámenes de rutina y me
dijeron que era libre de salir.
“Su proceso ha concluido”, me dijo en tono frío.
Yo no sabía si estar alegre. No sabía qué sentir. Quizá había perdido
la capacidad de sentir cualquier cosa.
Al salir del lugar me entregaron la vestimenta que llevaba antes de
entrar al sanatorio, eso era lo único que tenía. Afuera, nadie había venido a
buscarme. El aire fresco que respiré al abandonar las paredes del sanatorio
no trajo consigo la libertad que esperaba.
Sin un dólar en el bolsillo y ninguna propiedad a la cual llamar
hogar, me enfrenté a la cruda realidad de mi situación. Caminé muchos
kilómetros hasta que en una autovía con más circulación un camionero se
compadeció y me llevó a una estación de gasolina.
Desde ahí pedí un taxi hasta el despacho del abogado Lucas Montes.
Al bajar del vehículo le pedí al conductor que por favor me esperara, lo cual
hizo a regañadientes. Yo no tenía la apariencia de alguien en quien
confiar… Y pensar que hacía tan solo días yo era la heredera de miles de
millones de dólares.
Lucas no estaba dispuesto a enfrentar la verdad de manera directa.
Sus respuestas eran evasivas y ambiguas.
Fue entonces cuando, entre sus frases enrevesadas, comprendí lo
que había pasado. Debido a mi incapacidad mental y lo que yo había
firmado en el sanatorio, había perdido todo lo que había heredado de mi
abuelo Robert. La fortuna, la mansión, incluso mi estatus legal dentro de la
familia.
Al parecer, mi supuesta incapacidad mental había sido suficiente
para encerrarme, invalidar todos los acuerdos y disposiciones que se habían
hecho.
El que Charles fuera mi esposo lo había autorizado para ponerme en
el sanatorio con la excusa de proteger el patrimonio de los Kaplan. La
realidad me golpeó con fuerza: estaba más pobre y desamparada de lo que
jamás había imaginado. Ya ni siquiera tenía la moneda de oro de mi abuela
Margarita.
Sentí mucha impotencia, pero también algo de alivio.
Lucas me dio unos dólares en efectivo, suficientes para pagar el taxi
hasta la estación de autobuses y comprar un boleto hasta Baltimore.
Así lo hice.
Con lo que me quedó busqué residencia en uno de los hoteles que
alquilaban por noches en el centro de la ciudad. Conseguí un trabajo de
camarera que me ayudó a subsistir cuando se me acabaron los pocos dólares
que me había dado el abogado.
Mi salario y exiguas propinas apenas me daban para el hospedaje y
para algo de comer.
Decidí buscar a Camila.
Necesitaba su perdón y su compañía. Me sentía desesperada y sola,
y pensé que tal vez podría encontrar consuelo en ella. Sin embargo, al
llamarla, me di cuenta de que Camila no estaba dispuesta a abrirme las
puertas de su vida de buenas a primeras.
Entendí que mi comportamiento durante la boda y mi posterior
alejamiento había dejado heridas profundas en nuestra amistad. Mi
arrogancia y ceguera hacia las advertencias de Camila sobre Charles habían
destruido una amistad de años.
Camila, herida por mis acciones, se mostraba distante y reacia a
perdonarme. Charles me había quitado no solo el dinero, sino todo, mi
dignidad, mi cordura, mis amistades.
Una tarde, Camila apareció en el restaurante dónde yo le había
dicho que trabajaba. Finalmente me perdonó, escuchó mi historia con
lágrimas en los ojos, me ayudó a conseguir un trabajo mejor y me dejó
quedarme en una habitación libre de su departamento mientras yo me
reponía emocional y financieramente.
Mis días siguieron en automático. Mis heridas espirituales aún
dolían.
El corazón no es un músculo que sabe sanar fácilmente.
A veces me despertaba con pesadillas sobre mis días en la mansión.
Abría los ojos sudando, agradecida de que se trataba de un sueño que había
quedado atrás.
A pesar de que mi actual vida era mucho peor de antes de conocer a
Charles, agradecí que mi reciente pasado entre los Kaplan ya era algo muy
lejano.
Agradecí que nunca más pisaría ese lugar. Al menos eso creí hasta
entonces.
Capítulo X

Una noche de viernes, Camila y yo decidimos romper la rutina y


sumergirnos en la atmósfera vibrante de un bar. Ataviadas con nuestras
mejores galas, distantes de la ostentosa moda que solía vestir en la mansión
Kaplan, nos sentíamos cómodas y bellas.
Al entrar al bar, la música envolvente y las luces tenues de colores
nos hicieron olvidar por un momento de los deberes del trabajo y las
preocupaciones del día a día. Yo ya me sentía algo mejor anímicamente y
una salida así me hacía falta.
Nos sentamos en una mesa y pedimos nuestros cócteles favoritos.
Con nuestras bebidas en mano, nos sumergimos en la atmósfera festiva.
Risas y voces ajenas flotaban en el aire mientras charlábamos
animadamente, disfrutando del bullicio y la energía del lugar. Nuestros ojos
se cruzaron con los de unos hombres de una mesa vecina. El juego del
flirteo se iniciaba, y con sonrisas sugerentes, aceptamos su invitación
silenciosa a unirse a nosotras.
Mientras venían a nuestro encuentro, Camila me dijo:
“¿Estás segura Charlotte?”, me preguntó ella con aire protector.
“Sí, hay que volver a la vida”, le respondí mientras me ajustaba el
escote. Necesitaba sentirme deseada nuevamente.
Los dos apuestos hombres se sentaron en nuestra mesa y pronto nos
sacaron a bailar. Por su acento parecían rusos, pero hablaban un perfecto
inglés. Al ritmo de la música electrónica, dejamos que el ritmo nos guiara
en movimientos sensuales.
La complicidad entre Camila y yo se traducía en gestos cómplices y
juguetones que parecían encender la llama de los rusos. Era una coreografía
que solíamos hacer ella y yo para enloquecer a los hombres. Era infalible.
Pronto cada una escogió al suyo. Los cócteles fluían, la música nos
envolvía y la química en el aire era palpable.
De pronto otro hombre que estaba en el fondo del bar se acercó a
nosotros. No venía a nuestra mesa pero pasó muy cerca de ella. Su parecido
con Charles era increíble. Pero no era él, este era un poco más bajo y menos
esbelto. Eso no bastó para que me inundara una reacción impulsiva que
empezó a alterarme más y más. Sentí que no podía respirar, que el corazón
se me salía por la boca y que la cabeza me iba a estallar. Así había oído que
eran los ataques de pánico.
Entre mi ahogo no pude contener mi ira. Sin mediar palabra, le
arrojé mi bebida en el rostro al sujeto que se parecía a Charles, el líquido
frío se esparció por su pecho. Intenté arrojarle también el vaso, pero
Camila, visiblemente consternada, me contuvo.
Los rusos quedaron estupefactos y se alejaron de nosotras. No
querían tener nada que ver con una loca conflictiva, es decir, yo.
Empecé a insultar al pobre hombre, a desquitarme con él como no
me pude desquitar con Charles.
El ambiente festivo se tornó tenso, la música cesó, y las miradas
curiosas se posaron sobre mí. Camila, con gestos de urgencia, me instó a
abandonar el lugar antes de que la situación escalara más.
Caminando entre la vergüenza y el arrepentimiento, ambas salimos
del bar, dejando atrás el caos que yo había creado.
“Es que hasta te pueden demandar por agresión”, me dijo en tono
maternal.
La noche, que prometía ser divertida, se tornó en un episodio
bochornoso que me hizo retroceder en mi recuperación emocional.
Ya vuelta en mí, apenada por el espectáculo que había dado, le
agradecí a Camila que hubiera intervenido a tiempo para evitar
consecuencias mayores.
Mientras me encontraba afuera, dejando que las lágrimas se
mezclaran con la frescura de la noche, una mano firme se posó
reconfortante sobre mi hombro.
Al girar, me encontré con Joseph, el motociclista bartender, con
quien había tenido una noche de pasión meses antes de mi declive. Su
presencia tranquilizadora me hizo pensar que el tiempo se mueve de
maneras misteriosas y que no es tan lineal como creemos pensar.
Él había sido testigo de la escena dentro del bar dónde ahora
trabajaba.
Me dijo que estuvo esperando mi llamada mucho tiempo, y que
luego me estuvo buscando en todos lados sin éxito. En su mirada noté
sinceridad, sabía que yo lo había marcado tanto como él a mí.
Joseph, ahora más apuesto que antes, exhibía una madurez serena
que reemplazaba el aire juvenil de cuando lo conocí. Se había dejado la
barba un poco más larga y tenía nuevos tatuajes que contaban historias que
no estaban presentes la primera y única vez que habíamos coincidido.
Mientras me secaba las lágrimas, agradecí su presencia. Quizá si yo
no hubiese armado ese espectáculo él no se hubiese dado cuenta de que yo
estaba en el bar.
La noche, que había comenzado en caos, se transformó en un
reencuentro inesperado que agradecía infinitamente.
Después de la caótica escena en el bar, Joseph se ofreció a
acompañarme en un taxi, una oferta que recordaba a la de aquella primera
vez.
“¿O te llevo en mi motocicleta? Solo déjame avisarle al jefe que me
voy”, me dijo.
Esta vez, sin embargo, mi situación era diferente, ya que ahora vivía
con Camila. Ella entendió y dijo que no había problema en que viniera, pero
dudaba que los tres cabríamos en la motocicleta, así que ella y yo fuimos en
taxi mientras él nos seguía.
Su silueta en la motocicleta le daba un aire de héroe, o al menos así
quería sentirlo. Un ángel que me cuidaba a pesar de haberlo apartado la
primera vez.
Una vez llegamos al departamento de Camila, decidimos continuar
la noche entre risas y copas de vino.
Camila, alegando un repentino dolor de cabeza, se retiró temprano a
su habitación, dejándonos a Joseph y a mí solos en la sala. Apagamos las
luces, la luz tenue de la luna llena de filtraba por la ventana creando un
ambiente íntimo.
El trato con Joseph fluyó de manera natural, como si el tiempo no
hubiera pasado desde nuestro encuentro previo. La baja luz y el silencio de
la sala crearon una atmósfera propicia para la pasión.
La conexión que compartíamos parecía haber resistido la prueba del
tiempo.
Su proximidad era reconfortante. Con mucha delicadeza se acercó a
mí y depositó un suave beso en mi cuello. El roce de su boca con mi piel
desencadenó una oleada de alivio que hizo que el dolor de los meses
anteriores se desvaneciera en un suspiro.
Sin decir una palabra, comenzó a darme un masaje relajante. Sus
manos expertas, grandes y ligeramente callosas se deslizaron sobre mi
espalda con movimientos precisos. Esa aspereza de sus manos estimulaba
mucho más cada poro de mi piel.
Me quité la parte de arriba de mi ropa para mostrarle mis pechos
redondos y blancos que eran como otras dos lunas llenas. Entrelazamos
nuestras manos mientras él me los mordía con suavidad. Era como si el
tiempo se hubiera detenido en el primer encuentro que tuvimos y ahora lo
reanudáramos con la pasión contenida que ahora se derramaba como una
represa a punto de estallar.
Besé cada uno de sus tatuajes con devoción, como si en cada beso
leyera sus historias secretas.
Joseph me poseyó con mucha delicadeza y luego con fuerza. Yo
mordía un cojín del sofá para que Camila no escuchara mis gritos de placer.
Imaginaba que ella nos escuchaba desde su habitación. Eso me excitaba aún
más.
Había una urgencia eléctrica en el aire, una sensación inminente de
que el mundo estaba por acabar o por empezar.
Al terminar, Joseph y yo nos quedamos abrazados en el sofá, llenos
de sudor y satisfacción.
Sentía que debía darle explicaciones de mi ausencia y cuando quise
hablar me colocó suavemente su dedo índice en mis labios.
Entendí que no quería que ensuciáramos este momento con detalles,
con palabras.
Cuando me quedé dormida, sentí cómo me llevó en brazos hasta mi
habitación, donde me sumergí en un sueño reparador por primera vez en
mucho tiempo.
Al despertar, la fragancia del café delicioso y el sonido suave de la
preparación del desayuno llenaron la habitación. Me levanté y me dirigí a la
cocina, donde él ya había puesto una mesa para tres.
Probé su café, tan delicioso como aquella vez que nos conocimos, y
disfruté de un desayuno cocinado con esmero. Observé con admiración
cómo se dedicaba en cuerpo y alma a cada detalle, como si cada gesto fuera
una extensión de la pasión compartida en la noche anterior.
Camila no dejaba de mirarlo, no lo hacía con lujuria sino con
admiración; incrédula de cómo yo fui capaz de hacerlo a un lado meses
atrás.
Así, en la serenidad del amanecer y el sabor dulce del desayuno
compartido entre mi hombre y mi mejor amiga, aprecié la belleza de la
vida.
Sin saberlo, Joseph y yo habíamos tomado el camino más largo para
estar juntos. El camino más largo hacia el amor, ese callejón que a veces
parece ciego, pero hay que saber transitar con una fe secreta.
Yo no había imaginado que volvería a ver a Joseph aunque sí había
pensado mucho en él, incluso durante mi idilio con Charles. Y aquí estaba
frente a mí, junto a mí, sobre mí, dentro de mí…
Era una escena similar a la de hacía meses, como si el tiempo me
hubiese dado otra oportunidad.
Esta vez no lo iba a echar a perder.
Capítulo XI

Joseph y yo nos seguimos viendo a diario, antes y después de los


turnos de nuestros respectivos empleos. Me iba a buscar en su motocicleta y
nos perdíamos en las calles de Baltimore. En esos paseos a toda velocidad
sentía que recuperaba segundo a segundo el tiempo que me robaron en
Cannon Creek.
Aunque la noche luego de yacer juntos en la sala de Camila yo
estaba dispuesta a contarle a Joseph todo lo vivido en Cannon Creek,
después me volví hermética sobre lo que me había pasado durante estos
meses.
Él no me presionó, pero notaba su inquietud. Era comprensible, yo
hubiese estado igual pues no me gustan los secretos.
Un día mientras conducía su motocicleta a toda velocidad por la
autopista 95 me dijo sin mirar atrás, como si le hablara al viento. Su
vozarrón apenas era audible a través del casco, pero lo entendí
perfectamente.
“No tienes que decirme nada. Podemos empezar de cero. Pero si
quieres hablar de lo que pasó hazlo ahora o no lo hagas más adelante”.
Mi respuesta fue aferrarme a su cintura con mis brazos.
No quería que Joseph desconfiara de mí. Nunca.
Estacionamos en un mirador que tenía vista hacia el puerto de
Baltimore.
Aún no caía la tarde, pero el cielo nublado le daba un aire
fantasmagórico a la ciudad. No era un lugar particularmente bonito, pero
era dónde había hecho mi vida y dónde había conocido a Joseph. Con eso
me bastaba para querer a este pedazo de tierra.
Nos quitamos los cascos como dos astronautas que acaban de llegar
a Marte. Sabía que lo que yo diría en ese momento tendría tanta repercusión
entre nosotros como si en efecto hubiésemos llegado a otro planeta.
Un nudo en mi garganta impedía que las palabras salieran. Por más
que lo intenté no le conté nada. ¿Cómo decirle que me había casado, que
me habían engañado, que me habían recluido en un manicomio, que me
habían maltratado, que me habían chantajeado para firmar mi divorcio?
Me sentía muy estúpida. Es lo que nos suele pasar a las víctimas,
creemos que todo nos pasó por nuestra culpa.
Él no preguntó nada más y nos quedamos en el mirador hasta que la
tarde se disolvió en una combinación de tonos naranjas y rosados.
Así, entre miradas que buscaban respuestas y palabras que se
quedaban en la punta de mi lengua, la brecha entre Joseph y yo se mantenía,
marcada por lo que yo ocultaba a mi pesar.
Temía crear un abismo entre nosotros.
Él no quería saber lo que yo ocultaba para juzgarme, sino para
ayudarme a sanar. Estaba segura de eso. Pero para sanar lo único que yo
necesitaba eran sus besos y su compañía.
No tardamos en mudarnos juntos, él hacía turnos dobles en el bar
para que nuestra situación económica fuera un poco más holgada y me
consiguió un trabajo como camarera en un restaurante de alta categoría
dónde las propinas eran mayores. La vida iba mejorando, sin duda.
Algunos fines de semana que nos tocaban libres nos dábamos una
escapada a un pueblo cercano. A veces íbamos con Camila y uno de sus
pretendientes que también tenía una motocicleta, así que hizo buenas migas
con Joseph.
Otros días simplemente la pasábamos viendo series, escuchando
interminables playlist de nuestras canciones preferidas, comiendo pizza y
abrazados en la cama. Hacíamos el amor cada vez que podíamos., como si
no hubiese mañana.
Y si Charles era bueno en la cama, Joseph era lo que le sigue, pues
además de su vitalidad y virilidad se entregaba a mí con pasión sincera. A
pesar de parecer un tipo muy rudo, Joseph era alguien que emanaba una
bondad ancestral. Al menos era así hasta que lo hicieran molestar y esa
bondad se transformaba en furia.
Una noche, una pesadilla intensa me sumergió de nuevo en el
mundo terrorífico de Cannon Creek. Charles, Tania y Magdalena danzaban
la superficie del lago y de pronto se hundían y parecía que todo el paisaje se
hundía con ellos. Desperté empapada en sudor y, al abrir los ojos, me
encontré con la mirada preocupada de Joseph.
Con voz calmada me preguntó:
“¿Quién es Charles?”
Me puse las manos en la cara y me eché a llorar. Seguramente había
pronunciado su nombre durante mi pesadilla.
No tuve más remedio que confesar la oscura verdad que me
atormentaba. Era el momento. Se lo conté todo: la herencia maldita, la
muerte de mi abuelo, el acoso, mi ingenuidad, la boda, la luna de miel, la
sospechosa muerte de Magdalena, los días en el sanatorio Lark, las mentiras
de Charles y las maquinaciones de la vieja Tania. Lo conté todo sin pausas
y en perfecto orden para que mi historia, que rayaba en lo absurdo, tuviera
un poco de lógica.
Joseph, enmudecido, tardó unos minutos en asimilar la revelación.
En el brillo de sus ojos, percibí una mezcla de conmoción y rabia, una furia
que no estaba dirigida hacia mí, sino hacia las circunstancias que me habían
marcado al rojo vivo.
En ese momento, la verdad se interpuso como un puente entre
Joseph y yo, las cicatrices que la vida había tallado en mi ser eran un puente
muy sólido que de algún modo nos unía más que antes. No me juzgó ni hizo
más preguntas. A pesar de mi historia, Joseph conservó su aspecto calmo y
sereno. Me abrazo más fuerte que nunca y se quedó dormido con aparente
placidez.
Pero yo sabía Joseph no era alguien que se iba a quedar tranquilo.
Durante los días siguientes sentí un cambio en la atmósfera entre
nosotros, como el clima en la costa cuando hay amenaza de huracán.
Surgieron silencios incómodos y miradas esquivas. Yo no me atrevía
a preguntarle qué le pasaba. También debía dejar madurar la historia en él,
sin presionarlo, como él no me presionó a mí.
Una historia repercute en quien la cuenta y en quien la escucha. Y
repercute de formas diferentes entre quien abre la boca y en quien abre la
oreja.
Aunque seguimos practicando una intimidad deliciosa, nuestras
conversaciones, antes muy fluidas, se volvieron un poco escuetas. Algo
pasaba.
Joseph parecía refugiarse en el mutismo.
En lugar de su cercanía habitual, experimenté un espacio que se
ensanchaba. ¿Era el abismo que tanto temía yo que se abriera entre
nosotros?
No sabía si Joseph se sentía abrumado, confundido o simplemente
distante, pero había algo que lo molestaba, como una piedra en el zapato.
Comencé a notar un cambio en su comportamiento. Ya no siempre
me buscaba al salir de mi turno laboral. Sus ausencias se volvieron
frecuentes, y yo no me atrevía a preguntar.
Sentía que lo perdía, poco a poco.
Me puse demasiado ansiosa al comparar su actitud con la de Charles
después de que volvimos de nuestra luna de miel. Recordaba con dolor
cómo Charles también se había vuelto distante antes de desaparecer por
completo de mi vida. Esa similitud fue como un eco amargo que repetía mis
experiencias pasadas.
Cada vez que Joseph se ausentaba sin que fuera por motivos de
trabajo, mi mente se enredaba en pensamientos oscuros, temiendo que, al
igual que Charles, él también pudiera elegir la distancia como una forma
cobarde de decir adiós.
La herencia maldita de los Kaplan no solo era el dinero y el poder
que me habían arrebatado. La herencia también era esa sensación de que yo
no podría confiar en nadie nunca más.
Así que una noche decidí seguir a Joseph. Yo había contratado el
servicio de un taxi con anticipación, así que cuando Joseph encendió el
motor de su motocicleta todo estaba orquestado para seguirlo.
Condujo hasta un barrio de muy mala fama. A medida que
avanzábamos el paisaje se volvía más feo y feroz. Casas abandonadas, sin
puertas ni ventanas. Electrodomésticos abandonados en las aceras, oxidados
y colonizados por ratas. El taxi me preguntó si estaba segura de que
siguiéramos y le dije que sí. Le ofrecí el doble de dinero. El conductor, un
viejito lleno de canas, había apagado las luces de su vehículo y seguía a
Joseph a una distancia muy prudencial para no levantar sospechas.
Finalmente, Joseph estacionó su motocicleta en un bar en medio de
la nada que tenía un letrero que parpadeaba con una luz moribunda. Había
otras motocicletas allí.
El taxista me preguntó si era necesario que me esperara. Lo hizo con
una voz trémula que quería escuchar que no. Así que no abusé de él y le
dije que se fuera.
Joseph entró en el bar, desde afuera se escuchaba una música de
rock pesado. Desde afuera olía a cigarrillo. Esperé un par de minutos y
entré. El lugar era lúgubre. Un par de mujeres en topless, las piernas sin
depilar y algo pasadas de peso bailaban con fastidio sobre una desvencijada
mesa de pole dance.
Observé en silencio mientras Joseph se acercaba a una de esas
mujeres, ella se agachó un poco y él le dijo algo al oído. Le dio un billete y
ella se lo guardó dentro su demasiado apretado bikini.
Aunque yo era una pieza discordante en ese lugar, nadie parecía
prestarme atención. Todos estaban ocupados con sus cervezas, sus
cigarrillos, y otros vicios más.
Joseph caminó al fondo del pasillo y cruzó una puerta. Lo seguí.
Intenté abrir la puerta que conducía a la sala dónde él había entrado, pero
mi camino fue bloqueado por la figura de un sujeto imponente vestido con
chaqueta negra de cuero que, con frialdad, me informó que el acceso era
privado.
Me senté en un hueco desocupado de la barra y pedí un vodka, pues
era evidente que el barman no me iba a dejar allí ocupando un puesto sin
pedir nada. El sabor rancio de esa bebida de baja estofa me quemó la
garganta.
Tuve que pedir tres más para matar el tiempo, pero pasaron dos
horas y Joseph no salía. Ya estaban por cerrar el lugar. Llamé al taxista para
que me viniera a buscar. Me dijo que se había compadecido de mí y se
había quedado estacionado en el lugar esperándome.
“Es usted un ángel”, le dije al taxista.
Si no me hubiese esperado tendría que esperar un buen rato más allí,
sola, hasta que llegara para llevarme de vuelta.
Regresé a casa con un nudo en el estómago después de haber sido
testigo de la escena en el bar, que en realidad me había dejado con más
incertidumbres que antes. ¿Era aquello una casa de citas? ¿Las supuestas
mujeres que había en las habitaciones interiores del bar eran como las que
bailaban en la barra? No me lo podía creer. ¿En qué andaba metido Joseph?
Cuando finalmente lo escuché entrar casi al amanecer, el alivio de
saber que él estaba bien se mezcló con la angustia que se había cocinado a
fuego vivo en mi interior.
La pregunta que ardía en mis labios se escapó con un susurro tenso.
“¿En qué andabas?”, no me atreví a revelarle que lo había seguido.
“Tuve que cubrir a un amigo en un bar del centro”, dijo con
parquedad.
Su mentira tan fría y descarada me cayó como un balde de cubos de
hielo.
No le dije nada más.
Dormí unas pocas horas, muy inquieta.
Cuando desperté, Joseph no estaba junto a mí. Determinada a no
tolerar otro Charles en mi vida, preparé mi equipaje con una firmeza que
reflejaba mi decisión de marcharme.
Mientras cerraba la cremallera de mi bolso con mis pertenencias, me
miré al espejo, tardé unos segundos en reconocerme. ¿Hasta cuándo yo
seguiría de mudanza en mudanza?
Cuando finalmente salí de la habitación con el bolso lleno con mis
cosas, me encontré con la figura de Joseph.
“Te vi anoche en un prostíbulo horrible en las afueras de la ciudad”,
le confesé.
Sin decir palabras se arrodilló a mis pies. Sus ojos, una mezcla de
angustia y arrepentimiento, buscaban los míos con desesperación. Luego se
levantó y me tomó de los hombros.
“No quería decirte nada para no perturbarte Charlotte. No quiero
que me tengas miedo. Pero lo que voy a hacer tengo que hacerlo”, me dijo.
No sabía si sentirme asustada por lo que parecía una amenaza, o
contenta porque Joseph volvía a hablarme con sinceridad en sus ojos,
aunque mostrando una faceta un poco oscura que contrastaba con su
espíritu repleto de bondad y entrega.
“Charlotte, necesitas saber la verdad”, comenzó, dijo con sus ojos
fijos en los míos.
Suspiré.
“No he estado simplemente desapareciendo para alejarme de ti ni
mucho menos para ver a alguien más o estar con otras mujeres. No se trata
de evadirte. Lo que me contaste de lo que te pasó en Cannon Creek con los
Kaplan me dejó perturbado, pero no contra ti, sino contra ellos”.
“Joseph”, murmuré su nombre en un susurro casi inaudible.
Él continuó:
“Mis idas a ese lugar de mala muerte dónde me viste anoche han
sido para reunirme con antiguos amigos. Es su lugar de encuentro para
mantenerse lejos del foco de cualquier mirón”.
Hizo una pausa cuando vio mi rostro sorprendido y prosiguió:
“No son precisamente las personas a las que la sociedad les daría
una medalla de condecoración. De hecho, algunos de ellos son
expresidiarios. Pero son la gente con la que me críe. Y me ayudarán en lo
que viene”.
“Pero, ¿qué es lo que viene?”, le pregunté agitada.
“Le vamos a dar de una vez por todas un cierre a tus pesadillas”.
Lo abracé con mucha fuerza, como si un huracán hubiese entrado a
la habitación y Joseph era lo único a lo que aferrarme.
“Ya Los Angers están al tanto de lo que los Kaplan nos hicieron a ti
y a mí. Así se hacen llamar mis amigos. Estamos planeando un golpe contra
los Kaplan, un golpe que los hará pagar por todo el sufrimiento que te
infligieron”.
“Yo no quiero estar al margen de esto”, le dije con intensidad.
Él negó con la cabeza.
“Es que no es solo por mí. También es por Magdalena, sobre todo
por ella”, insistí.
“Está bien, mereces participar si así lo quieres”, me dijo besándome
en la frente.
Su revelación fue un gran alivio, me sentía a salvo, aunque para
nada tranquila. Él tenía razón, solo había una forma de cerrar ese capítulo
de mi vida.
“En tres días, en tres días acaba esto”, murmuró apretándome entre
sus brazos.
Capítulo XII

De Baltimore al norte de Virginia, dónde estaba la mansión de


Cannon Creek, son unas dos horas en automóvil. En la caravana de ocho
motocicletas en las que íbamos (yo pegada a Joseph en la suya como
siempre) hicimos poco menos de una hora y media.
Las imponentes motocicletas rugían mientras parecían devorar el
asfalto de la carretera al caer la tarde. El viento azotaba la parte de nuestros
rostros que los cascos no protegían. En cada rugido del motor, la adrenalina
palpitaba con fuerza en mi interior, acompañada de una mezcla de miedo e
inseguridad por lo que estábamos a punto de hacer.
Joseph lideraba el grupo con determinación, su espalda de anchos
hombros transmitía la confianza del plan.
A medida que avanzábamos, la luz del atardecer pintaba el cielo con
tonos cálidos, pero la sombra de lo que venía proyectaba una oscuridad que
se alineaba con mis propias dudas.
Cada kilómetro que dejábamos atrás era un paso más hacia mi
pasado, pero también hacia mi futuro.
En algún momento dos motocicletas de Los Angers se separaron de
nosotros y tomaron otra dirección. No pregunté qué parte del plan era esa.
Cuando los tripulantes de las restantes seis motocicletas llegamos a
Cannon Creek todavía había restos de luz solar que pronto desaparecerían.
Estacionamos las motocicletas detrás de un grupo de árboles en la
carretera. No queríamos alertar a los Kaplan y a sus invitados sobre este
grupo de visitantes inesperados e indeseados.
Joseph y Los Angers habían estudiado todo. Uno de ellos era hacker
y otro tenía entrenamiento militar. El plan no era solo usar la fuerza bruta.
Ewan, el delgado y desaliñado experto en informática tenía el triple
de tatuajes que Joseph, incluso varios de ellos le cubrían el rostro. Era uno
de los pocos integrantes de Los Angers que no había estado en prisión, y sin
embargo su apariencia comunicaba lo opuesto.
“Cámaras y alarmas desactivadas”, nos dijo Ewan con cierto
orgullo.
No le había tomado ni quince minutos vulnerar el sofisticado
sistema de seguridad de la mansión.
La noche nos envolvió en su manto oscuro mientras saltábamos
sigilosamente la barda que rodeaba la propiedad. Había mucho de
excitación en todo esto. Y si no fuese una aventura tan arriesgada, le
hubiese dicho a Joseph que nos perdiéramos en el bosque para hacer el
amor bajo las estrellas que pronto aparecerían en el firmamento. Eso sería
también una forma de cerrar el ciclo.
Cada uno de nosotros se deslizó como sombras, conscientes de que
la clave para el éxito residía en la discreción. Nuestras botas negras de
cuero amortiguaron el contacto con el suelo. Vestíamos todos de negro.
Ellos porque era su costumbre, y yo también porque Joseph me instruyó a
hacerlo de esa manera.
Joseph lideró la avanzada, su figura esbelta se recortaba contra la
penumbra. Me coloqué tras él, atenta a cada movimiento. Mis ojos se
encontraban fijos en su espalda, delineada por la tenue luz de la luna que se
reflejaba en su chaqueta.
Al avanzar un poco más y divisar los muros y tejados de la mansión
Kaplan me atacó una reacción visceral de repulsión, con arcadas, como si
mi cuerpo rechazara la sola vista del lugar. Cada detalle de su opulencia
parecía resonar con memorias traumáticas, convirtiendo la majestuosidad
del edificio en un recordatorio de mi pasado tormentoso.
“¿Estás bien? No podemos abortar el plan, pero tú puedes
esperarnos acá”, me dijo Joseph.
Me recompuse y le pregunté de pronto:
“¿Llevan armas de fuego?”.
Mike y Ewan sonrieron.
Joseph se detuvo por un instante, girando hacia mí:
“No, solo cuchillos. Es lo mejor en estos casos”, me dijo y acto
seguido me extendió un puñal que parecía de cacería. Estaba envuelto en
una funda que me amarré en la cintura.
Su respuesta me tranquilizó, pero al mismo tiempo me reveló que el
pasado de Joseph era más oscuro de lo que yo pensaba. Quizá más oscuro
que el mío. Pero no lo juzgué. Lo que hacía lo hacía por mí. Y yo quería
que lo hiciera.
Reanudamos nuestro avance, camuflados por la noche, y guiados
por la luz de la luna. El susurro de la brisa se mezcló con la tensión eléctrica
que se acumulaba en el aire, anticipando lo que estaba por venir.
Joseph y yo y dos Angers más irrumpimos por la puerta principal y
los demás se dispersaron para penetrar la casa por otras entradas.
Ewan se quedó fuera con su computadora, monitoreando las
cámaras para guiarnos a través de los discretos auriculares que llevábamos
en los oídos.
“No olvides hacer lo de los vehículos”, le recordó Joseph.
“En unos minutos ninguno de ellos tendrá cauchos decentes para
moverse más de unos pocos metros” Ewan nos dijo al tiempo que nos
mostraba un puñal largo y afilado.
Irrumpimos en el comedor. Los invitados, socios de los Kaplan,
soltaron sus cubiertos y vasos. Sus rostros confundidos no estaban seguros
de si lo nuestro era un espectáculo orquestado por Charles para
entretenerlos.
Los murmullos algo temerosos e indignados aceptaron que se
trataba de un ataque. Charles fue el único que permaneció impasible, como
si hubiera anticipado nuestra incursión.
“¿Qué se van a llevar? ¿Los candelabros? ¿Los centros de mesa? ¿O
es que quieren un trozo de pavo?”, nos dijo Tania con desprecio.
Charles presionó la pantalla de su teléfono móvil.
“No te servirá de nada, todas las comunicaciones están muertas”, le
dijo Joseph con tono burlón.
Erik, uno de los Angers, pidió a los comensales que desbloquearan
con la retina sus teléfonos y los pusieran en un bolso. Uno de los invitados
de los Kaplan se negó y el resultado fue un corte en medio de la cara que
sirvió como ejemplos para los demás. Hecho esto, Erik salió con la bolsa.
“Un vulgar robo de teléfonos, como delincuentes de baja estofa. Es
que ni para esto tienes clase Charlotte”, me dijo Tania.
Al parecer eso era todo. Yo misma estaba sorprendida cuando
Joseph me dijo que nos fuéramos.
Me quedé de piedra y le dije que necesitaba algo más. Entonces
tomé mi cuchillo y se lo puse a Charles en el cuello. Me impresionó mi
propia resolución. Le exigí que me devolviera la moneda de oro de mi
abuela Margarita.
Se rio como si mi petición fuera ridícula. Y para colmo me acarició
el brazo con el que empuñaba mi arma sobre su garganta. Lo hizo de
manera sensual para molestar a Joseph.
Joseph le dio una patada en el estómago y con su fuerza superior a
la de Charles lo obligó a ir a la caja fuerte y sacar mi moneda. Era todo lo
que yo necesitaba de mi pasado. Era lo único que quería de los Kaplan.
Cuando volvimos a al comedor dónde los demás comensales
seguían petrificados y estábamos a punto de salir de la mansión, Charles le
dijo a Joseph:
“¿Te contó Charlotte cómo disfrutaba conmigo? ¿Ha repetido mi
nombre mientras hacen el amor? Es solo por curiosidad que lo pregunto”,
dijo con su chocante aire burlón que lo caracterizaba.
“Hijo de p…”, dijo Joseph al tiempo que se abalanzaba sobre él.
Charles había calculado que esa sería la reacción de Joseph. Así que
lo recibió con un cuchillo que lo atravesó en el medio del pecho.
“¿Ya ves la importancia de conocer toda la cubertería en la mesa?”,
me dijo.
No pude contenerme. En vez de abalanzarme sobre él con mi
cuchillo agarré el envase de aceite de oliva. Charles se rio porque pensó que
lo iba a golpear con el recipiente, pero en vez de eso le bañé la cara y con
mi otra mano tomé una de las velas y le prendí fuego. Las llamas dibujaron
un apocalipsis en su rostro y se le borró su sonrisita ridícula.
Joseph sangraba profusamente. Los demás comensales huyeron
despavoridos. Con una pesada cortina Charles apagó el fuego de su cara,
pero ya era tarde: las llamas lo había desfigurado, revelando el monstruo
que siempre había sido.
Los otros Angers llegaron y me ayudaron a sacar a Joseph del lugar.
Pronto el fuego que Charles transmitió a las cortinas creció y fue
consumiendo toda la casa.
Erik ayudó a hacerle un torniquete a Joseph para curarlo. Al parecer
la herida no era grave, pero necesitaba atención médica pronto.
El fuego se propagó con voracidad, devorando la mansión de
Cannon Creek como una fiera desatada. El resplandor de las llamas pintó el
cielo de tonos infernales, era la redención en forma de fuego purificador.
Las llamas danzaban inmensas en la oscuridad de la noche. Me
quedé un par de minutos viendo el espectáculo, seducida por las formas del
fuego. Me acordé de Magdalena, pero no lloré, sino que me sentí poderosa.
“Vamos a un hospital para un curetaje rápido. Pero no podremos
estar mucho allí”, dijo Erik.
Yo conduje la motocicleta de Joseph con él a mis espaldas.
Teníamos la ventaja de que todos los del personal de servicio y de seguridad
estaban amarrados en los jardines, que los comensales no tenían sus
teléfonos para comunicarse con nadie y todos los neumáticos de todos los
vehículos habían sido ponchados por Ewan. Eso nos daba una ventaja.
Los Angers no contaban con que la operación se saliera de las
manos. Lo del incendio eran palabras mayores, así que había que
desaparecer de la ciudad un buen tiempo.
Mientras le curaban la herida, vendaban e inyectaban a Joseph en un
hospital de Silver Spring, casi en las afueras de Maryland, le pregunté a Los
Angers:
“¿Y todo esto por una docena de teléfonos móviles?”
Erik y los demás sonrieron.
Ewan, el hacker, tomó la palabra. Le gustaba hablar sobre lo suyo.
“Con los teléfonos desbloqueados de los amiguitos de los Kaplan,
de Tania y Charles, logré tener acceso a algunas de sus cuentas. Ahora unos
cuantos millones están en las cuentas bancarias suizas de Los Angers.
Totalmente imposible de rastrear”.
“Claro que eso es como quitarle un grano de arena a una pirámide.
Es nada para ellos, pero muchísimo para nosotros. Los Angers cobramos
por nuestro trabajo”, completó Erik.
“Y no olviden lo del sanatorio”, dijo Joseph saliendo al pasillo con
su abdomen vendado.
Ahí fue cuando supe que los dos Angers que se habían separado de
nosotros en la carretera antes de llegar a la mansión habían ido al sanatorio
para dejar en libertad a la mayoría de los recluidos allí contra su voluntad.
“A la mayoría, porque muchos ni quisieron salir. Están tan
acostumbrados a esa prisión, que les es más cómodo vivir entre barrotes.
Así les pasa a muchos, pero más de eso no podemos hacer. En todo caso la
destrucción de los equipos informáticos del complejo les va a costar un
buen dinero y van a tener muchos reclamos de los parientes”, nos explicó
Jovi.
La recuperación de Joseph fue rápida. Estuvimos tres días en el
ático de sus parientes.
Como no tenía mucha fuerza hicimos el amor con suavidad y
lentitud. Durábamos horas sumidos en un intenso placer cocinado a fuego
lento.
Toda esta experiencia nueva para mí me hacía sentir que era otra
persona. Me gustaba ser esta nueva Charlotte.
Aunque todo ello implicaba un sacrificio:
“No podemos volver a Baltimore. Tenemos que estar moviéndonos
un tiempo”, me explicó Joseph.
“¿Voy a tener que aprender a manejar motocicleta entonces?”,
pregunté con un tono que daba a entender que entendía y aceptaba nuestra
nueva realidad.
La venganza tenía un precio y vaya que valía la pena pagarlo.
Estaba con Joseph, habíamos lastimado a Charles, habíamos destruido la
mansión Kaplan y con eso me bastaba.
Nuestras dos motocicletas se convirtieron en los vehículos de
nuestra libertad y de nuestro amor, y los kilómetros de asfalto que se
desvanecían bajo las ruedas eran como capítulos de que dejábamos atrás. Y
al mismo tiempo los capítulos estaban adelante, en el horizonte, en nuestro
porvenir al que íbamos como locos a toda velocidad, sin mirar atrás.
La promesa de lo desconocido se volvía nuestra musa, y en cada
curva de la carretera, sentía que estábamos construyendo una historia única
y llena de romance y pasión, donde el pasado ya no tenía cabida y el
presente se desplegaba ante nosotros como un lienzo de posibilidades
infinitas.
Con nuestra parte del dinero que teníamos del desfalco hecho a los
Kaplan y sus socios (dinero que por lo demás me correspondía a mí y no a
esas sanguijuelas) viajamos lejos, al suroeste del país. Nos amábamos con
pasión intensa en todos los moteles donde pasábamos la noche.
Había perdido muchas cosas, pero había ganado mucho más.
Aquello era una libertad inédita, más plena de la que habría podido
imaginar.
No me importaba si durante todos los años que me quedaran de vida
tendríamos que rodar por todas las carreteras hasta cubrir cada centímetro
cuadrado de los Estados Unidos de América e incluso más allá.
En realidad, Joseph y yo no huíamos, porque mientras estuviéramos
juntos estábamos en el lugar correcto. Eso era la vida ahora. Y me
encantaba.

FIN
Si te gustó esta historia te pido con mucho cariño que por favor me
dejes muchas estrellitas de calificación y que compartas tu lectura en redes
sociales.

También te pido disculpas si algún errorcillo se me escapó, pese a


mi esfuerzo en que tuvieras una grata experiencia de escape del mundo.
LLAMADAS A LAS 11

Todas las noches a la 11:11 pm suena el teléfono de Emma Wilson. Ella sabe quién es. Hace
tiempo que no atiende.
Es Richard Hill, su ex obsesivo y acosador. Terminaron hace casi seis años y no ha dejado de
llamarla y perseguirla.
Después de que Emma se muda a un pueblo lejano las llamadas finalmente cesan.
Pero después de un tiempo empiezan a acosarla de nuevo. Solo que esta vez no es Richard.
Una historia de suspenso, venganza, romance y pasión sin límites.

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