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Enciclopedia
Uno de los pocos autores clásicos que se citan últimamente con cierta
frecuencia es Montaigne. Por su propia textura los Ensayos invitan a la cita, y
no olvidemos que Montaigne mismo construyó su obra sirviéndose, a modo
de andamios, de una interminable sucesión de citas procedentes de la cultura
griega y latina. Citar a Montaigne es, en cierta manera, seguir el juego por él
propuesto ya que en ningún momento creyó que un escritor debía ser original,
en el celoso sentido moderno, sino que, por el contrario, consideró que todo
libro, por innovador que fuera, no dejaba de ser una glosa de los libros que
previamente habían sido escritos.
Es muy probable que sea esta sutil combinación entre rebeldía moral y
respeto por la tradición la que ha erigido a Montaigne en uno de los escasos
interlocutores de calidad literaria a los que rinde homenaje nuestra época,
aunque sea en pequeñas dosis. Los Ensayos aparecen como una propuesta
abierta, sin rigideces, elegantemente estoica, pero, al mismo tiempo, como un
texto apasionado y exigente. No hay en ellos ninguna verdad absoluta,
aunque, como contrapartida, hay una continua búsqueda de la verdad.
Montaigne encaja bien, si así puede decirse, en esta época nuestra de gran
resaca en la que la retirada, mar adentro, de los dogmas ideológicos ha dejado
al descubierto una interminable tierra baldía. Montaigne, ahora aparece más
moderno a nuestros ojos que tantos próceres de la modernidad que han
suscitado apostolados multitudinarios. Cualquier cita de los Ensayos de
Montaigne aparenta ser fresca y prometedora frente a las enumeradas
doctrinas de los dogmáticos. Claro que también cualquiera de las citas
escogidas por Montaigne para ser grabadas en las vigas de su torre podría
encabezar alguno de nuestros pensamientos en el caso de que nos
decidiéramos todavía a pensar. Al fin y al cabo, fue Montaigne quien
popularizó la frase de Terencio que tantos han utilizado: «Soy un hombre;
pienso que nada humano me es ajeno».