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Soriano, Osvaldo - Voces
Soriano, Osvaldo - Voces
Osvaldo Soriano
INDICE
Obdulio Varela, El reposo del centrojás
José María Gatica: Un odio que no conviene olvidar
Carta a Julio Cortázar
Mecánicos
El hijo de Butch Cassidy
El detective Giorgio Bufalini y la muerte de Venecia
Diego, que Dios te lo pague
Osvaldo Soriano y los gatos
La hora sin sombra (fragmentos no incluidos)
“Obdulio Varela, el reposo del centrojás”
16 de julio de 1972
A Daniel Divinsky
José María Gatica: Un odio que no conviene
olvidar
8 de febrero de 1974
Poco después del "rodrigazo", que nos dejó a todos en la miseria, Roberto
Cossa me hizo entrar en El Cronista Comercial, donde volví a ser redactor de
deportes. Esta semblanza de José María Gatica se publicó a fines de 1975.
Entre tanto, yo acababa de volver de un viaje por Asia y Europa y había
prometido a la sección deportes un reportaje a Osvaldo Piazza, que jugaba en
el Saint Etienne.
Como no pude hacer la entrevista, Carlos Somigliana me propuso responder en
lugar de Piazza. Fue un reportaje magnífico: ocultos en una diminuta oficina de
la calle Alsina, frente a la Manzana de las luces, describimos minuciosamente
las fachadas 18éme siécle de la cuidad de Saint Etienne, el jardín de la
espléndida casa donde vivía Piazza, el estadio donde jugaba. Recuerdo que ni
siquiera había en el diario una enciclopedia que nos informara de la distancia
que separa París de Saint Etienne, y la estimamos --mal-- en trescientos
kilómetros.
Seguro que Piazza no respondió nunca de manera tan cartesiana y con un
lenguaje tan sofisticado sobre el arte de defender el área. El jefe de la sección
deportes quedó encantado con el reportaje, pero me dió un sermón por no
haberle traído fotos.
Mecánicos
8 de febrero de 1974
A Carlos Trillo y Horacio Altuna
A fines de 1973, luego de pasar una semana en Turquía, llegué a Roma donde
me esperaban Osiris Troiani y Pablo Kandel. Teníamos como misión preparar
un suplemento de 24 páginas dedicado a Italia. Yo me ocuparía de la parte
cultural.
Troiani había viajado a Italia más de veinte veces; Kandel, que tenía un
excesivo amor por el trabajo, irritaba al brillante Troiani. Cuando yo llegué a la
plaza del Panteón quedé tan deslumbrado que le avisé inmediatamente a
Troiani que no tenía la menor intención de ponerme a trabajar. Así, mientras
Kandel cumplía con su responsabilidad profesional, Troiani y yo caminábamos
por Roma, saboreábamos las mejores pastas y gustábamos los vinos más
amables. Después empezamos a subir hacia el norte y en Florencia se nos
acabaron los viáticos, que eran generosos. La Opinión proveyó otros por cable
y seguimos hasta Venecia, donde nos anclamos en la Piazza San Marco.
No quiero menguar la reputación profesional de Troiani: creo que él hizo
algunas entrevistas porque habla italiano. También recuerdo que me prestó
una enorme tijera con la cual seleccioné los mejores artículos de la prensa
italiana para "cocinarlos" a mi manera. Es bueno aclarar, entonces, que el
detective Giorgio Bufalini es totalmente apócrifo, lo mismo que sus aventuras.
La información es, no obstante, correcta: cuando el suplemento se publicó
recibimos una carta de felicitación del primer ministro italiano.
A esa altura, mi situación en La Opinión ya se había vuelto insostenible. El
subdirector Enrique Jara, que había llegado con la misión de "limpiar" la
redacción, me había declarado la guerra. El diario acentuaba su vertiginoso
giro a la derecha. En julio, luego de la gran huelga del personal, el clima se hizo
irrespirable. Jara no alcanzó a echarme: me fui antes, dándome por despedido,
e inicié un juicio que gané en primera instancia. Luego del golpe de Estado de
1976, la cámara de apelaciones le dio la razón a la empresa.
Tres años más tarde el mismo Jara llevó al general Camps y sus cuerpos
especiales hasta la casa de Timerman. El director, que apoyaba a Videla, fue
torturado y más tarde expulsado del país. En los careos policiales Jara,
acompañado de Ramiro de Casasbellas, denunció a decenas de periodistas--
entre ellos yo-- por sostener ideas contrarias a las suyas. El tiempo de la
ignominia se había instalado en el país y el diario, intervenido por los militares,
fue un instrumento de silencio primero, de propaganda después. Pero los
lectores lo abandonaron y tuvo que cerrar.
Hace diez años, el detective privado Giorgio Bufalini llegaba a su despacho a
las ocho de la mañana. Vivía cerca del molino Stucchi, en Venecia, hasta que
el año pasado andaba con los bolsillos tan arrugados que tuvo que aceptar una
indemnización de dos millones de liras para desalojar la casa que alquilaba
desde hacía quince años.
"Ahora--dice, recostado en un sillón que tiene el mismo color gris de la ciudad--
vivo en Spinea, tengo que tomar el vapor y nunca llego antes de las diez" .
Extraña profesión la de Bufalini para una ciudad como Venecia. Su oficina está
en un lugar encantador, la Calle del Cafetier, junto al Ponte de la Viste, a
cincuenta metros del lugar donde los fascistas mataron a Amerigo Pocini.
"Hago cualquier cosa. Acepto trabajos en todo el Veneto, porque si no sería
imposible vivir. Divorcios hay pocos acá porque la gente es muy tradicionalista,
enemiga de los escandaletes. Me contrataron muchas veces para seguir
mujeres u hombres, pero no es fácil. Esto no es Nueva York. ¿Se animaría a
seguir a una mujer en el vaporetto ?"
No, su trabajo no parece cómodo. Seguir a alguien por las estrechas
callejuelas, escudado detrás de un grupo de turistas puede ser un papelón.
"Hace ocho años--recuerda Bufalini con nostalgia--, agarré a dos hombres de
Turín que habían robado un collar muy caro en un negocio del Centro Histórico.
Los arrinconé en el Casino. Se entregaron mansitos. Eran buenas épocas,
señor".
Bufalini invita a tomar cerveza en la Sala Billardi, a cuatro pasos de su oficina.
En la calle hay un olor ácido que debe llegar desde el puente. El sol del otoño
es, aún, demasiado caliente para la calva del detective. Se pasa un pañuelo
blanco y lo guarda en un bolsillo del saco. De allí saldrán luego los arrugados
billetes para pagar la cerveza. Aparenta unos 54 años y dice que vive con una
muchacha de 22, "¡Bella!", exclama, y guiña un ojo.
De pronto, vuelve a ponerse dramático: "Acá nos hundimos, todos, señor. La
ciudad un centímetro por año, yo bastante más rápido. Mire qué paradoja: para
restaurar a Venecia hacen falta 270 mil millones de liras. ¡Para levantarme a mí
se necesitaría tanto menos!".
Pide otra cerveza y enciende la Muratti. "Me desalojaron de la casa. Un par de
millones tientan, más si uno anda rengo del bolsillo. Hasta hace cuatro años
acá la vida era tranquila, había que aguantar a los turistas, pero con ellos
llegaban lindas mujeres. Ahora nos están echando a todos los venecianos. Las
grandes corporaciones compran los edificios y empieza la especulación".
Parece deprimido, pero en un gesto de audacia traga su vaso de cerveza con
los ojos grises cerrados. ¿Quién compra? "Las grandes empresas Olivetti,
Pirelli, las compañias aéreas. Se trata de echar a los nativos para convertir a
Venecia en una isla con palacetes para ricachones. Acá hay 49.457 unidades
inmobiliarias, pero sólo viven 10.200 patrones, lo demas está alquilado.
Entonces, el primer paso es echar a los inquilinos y luego vender. Gran
negocio, señor, pronto van a vender hasta el agua de los canales".
Domina datos, cifras, como si alguien le hulsiera encargado el trabajo. El
cronista se lo dice. El sonrie. "Leo los diarios--dice--, es lo único que hago a la
mañana. Vea, hace diez años el metro cuadrado de terreno acá valia 150 mil
liras, ahora ya se paga 250 mil y dicen que va a subir hasta 400 mil. El Centro
Histórico, acá donde estamos sentados, tiene seis mil habitantes fijos. No va a
quedar nadie.
Paga y sale junto al enviado. Por la calle pasa una pareja de turistas y ella
toma una foto del puente que incluye a Bufalini. Este sonríe: "Vaya uno a saber
a dónde irá a parar ese retrato. Ya ve, acá uno no es dueño ni de su alma".
Cuando entra en la oficina levanta la cortina y mira a través de los barrotes las
azoteas rojas. "Todo empezó cuando la empresa Romana Beni Stabili hizo un
complejo inmobiliario moderno de cien departamentos. Sólo vendió el 30 por
ciento. La gente que compra quiere las casonas, viejas por fuera y puestas a
todo lujo por dentro. Hasta Marcello Mastroiani compró un departamento
moderno para pasar vacaciones".
Va hacia una vieja heladera, saca una manzana y empieza a mordisquearla.
"Yo soy comunista. Estoy convencido que en el negocio andan todos los
partidos del gobierno, como siempre. La compañía Aeritalia compró el que era
Hotel Splendid y va a montar una residencia de lujo. ¿Quiénes están detrás de
eso?".
Por de pronto, Venecia amenaza cambiar de manos y convertirse simplemente
en un complejo turístico. El gobierno obliga a restaurar, pero concede solo el
cuarenta por ciento de los gastos. La mayoría de los propietarios --gente de
trabajo que ha heredado sus viviendas--, no está en condiciones de cumplir las
ordenanzas. Las grandes empresas, sí. Ellas compran, restauran, luego hacen
su negocio.
Al mediodía, tres viejos músicos se guarecen bajo el toldo de un café en la
Piazza San Marcos, y tocan. Los turistas no escuchan, pero toman cerveza,
refrescos. Los sonidos del violín, el piano, el contrabajo, intentan piezas de
moda, alegres, simples. No hay caso: el ritmo es triste, amargo y nadie
aplaude. Los viejos miran a los turistas con una cierta indiferencia. Las palomas
descienden sobre las mesas, picotean. Bufalini sonríe: "Napoleón dijo una vez
que esta plaza era el más bello salón de Europa" De pronto cambia de
expresión, mira a i musici y dice en voz baja: "Thomas Mann puso acá a su
personaje porque sintió algo que nosotros sentimos siempre. Venecia es el
único lugar del mundo donde se muere sin dolor. Ojalá nos dejen".
Diego, que Dios te lo pague!
Estaban mejor parados que allá en Sidney pero pasaba lo de siempre: agujeros
negros en la defensa, porque Ruggeri no siempre llegaba y Vázquez se salía
de la vaina por irse arriba. Redondo empezó bien en el medio pero después
desapareció, se fue al cine o a ver el partido por la tele. Pérez había empezado
sin saber dónde pararse porque la inercia lo empujaba a la derecha. Pero
cuando Redondo se fue a mirar el partido por la tele, Perico decidió ocupar el
medio, todo roto como estaba por los pisotones y los golpes. Entonces
Argentina empezó a apretar. Frente al arco Ruggeri cabeceó mal, Balbo
demoró más en conectar los pases que le ponía Diego que Encotel en entregar
las cartas. Y lo de Diego era eso: cartas de amor ansioso, ecuaciones de genio
chiflado. ¡Qué cosas hace todavía con la pelota!. ¡Cómo pesa su presencia ahí
donde otros hacen nada más que lo grosero!. A decir verdad hubo un momento
en que daba pena que a su alrededor no estuvieran Gimnasia de Jujuy o
Douglas Haig de Pergamino para liquidar el partido de una vez por todas.
El gol llegó de carambola, cuando hacía rato que los nuestros merecían el
pasaje a Estados Unidos. Se habían perdido todas la oportunidades que creó el
viejo coloso de Villa Fiorito. Entonces todo cambió: el equipo retrocedió para
atrincherarse. Basile lo puso a Zapata y de a ratos Redondo dejaba el televisor
y corría alrededor de los más sudorosos. Entre tanto, lo de Mac Allister tomaba
visos de epopeya potreril: pelota que encontraba, pelota que reventaba fuerte y
algo: imagen perfecta de un equipo desesperado que luchaba contra sus
propios fantasmas. No bien los otros defensores advirtieron que Mac Allister se
llevaba la gloria tirando cañonazos al cielo, decidieron imitarlo y ¡pum!,
Vázquez, ¡pum! Ruggeri, ¡pum! Simeone. ¡La hora referí!.
Eso no le quita méritos a los muchachos: esta vez al menos sabían que no
podían fracasar. El triunfo fue de Maradona, talento y ganas, y de Mac Allister,
furia y sudor; aunque hubo soponcios que agitaron la noche de todos los
argentinos: esa pelota que cruzó el área, a contrapelo de la tardía llegada de
Ruggeri y Chamot, con Goycochea tropezando y Mac Allister que llegó a
tiempo y la mandó al cielo de los chambones, pero cielo al fin. La gente
esperaba el final. Nadie pensaba ya en la goleada que se insinuó en el primer
tiempo. Zapata empezó a poner precisión y llevar calma a los más
desordenados. Como Chamot, que ya casi perdió el habla y jugó, como en
Sidney, un partido aparte, de quintita bien cuidada.
Saludos y respetos, muchachos, señores del fútbol. Ahora hay que formar un
equipo para ir a Estados Unidos.
OSVALDO SORIANO Y LOS GATOS
(...)El día que nací había un gato esperando al otro lado de la puerta. Mi padre
fumaba en Mar del Plata, en el patio. Mi madre dice que fue un parto difícil, a
las cuatro y veinte de la tarde de un día de verano. El sol rajaba la tierra. Los
jóvenes Borges y Bioy Casares paraban cerca de ahí, en Los Troncos
alucinando las historias de don Isidro Parodi. A Borges lo seguían los gatos. En
una de sus fotos más hermosas está junto a María Kodama, que tiene uno en
brazos; Borges lo acaricia como a un amigo.
A mi un gato me trajo la solución para Triste, solitario y final. Un negro de
mirada contundente , muy parecido a Taki, la gata de Chandler. Otro, el negro
Veni, me acompañó en el exilio y murió en Buenos Aires. Hubo uno llamado
Peteco que me sacó de muchos apuros en los días en que escribía A sus
plantas rendido un Ieón. Viví con una chica alérgica a los gatos y al poco
tiempo nos separamos. En París, mientras trabajaba en El ojo de la patria, en
un quinto piso inaccesible, se me apareció un gato equilibrista caminando por
la canaleta del desagüe. Para sentirme más seguro de mi mismo puse un gato
negro al comienzo y uno colorado al final de Una sombra ya pronto serás.
Para decirlo mal y pronto: hay gatos en todas mis novelas. Soy uno de ellos
perezoso y distante. Aunque nunca aprendí la sutileza de la especie. Ahora
mismo, una de mis gatas se lava la manos acostada sobre el teclado y tengo
que apartarla con suavidad Para seguir escribiendo. Hace cinco meses que no
prendemos un cigarrillo. Juntos sufrimos el vejamen de la abstinencia y !a vida
limpia. Hace unos meses esta habitación era un quemadero de fragancias
maravillosas. Tabacos de la Argentina, de Cuba y de Holanda, ya no;
resignamos algo de la utilería que compone a los duros: cigarrillos, sombrero,
impermeable, el revolver de juguete. Los fantásticos vampiros de Matheson;
entre los que estaban Laurel y Hardy y el realismo romántico de Chandler,
sobreviven a las modas y las vanguardias porque el lector quiere verse ahí en
sangre de papel. Necesita leer sus miedos. Con eso Stephen King escribe
ahora una obra excesiva e inquietante. En uno de sus libros, un personaje
acusa de plagiario al narrador, le mata el gato y se lo deja frente a la puerta. Es
un momento insoportable en la literatura de terror. Algo cercano a los
escalofriantes efectos de H.P. Lovecraft. Todos los escritores con corazón se
han ganado un gato que los sigue y los protege. Tal vez el de Gibbins, cercado
por el fuego, le haya pedido auxilio en nombre de los gatos inspiradores: el del
Dante, el de Baudelaire, el de Lewis Carrol, el de Borges. Y ahí fue el director
de pobres películas, a purificarse en el incendio y cumplir con el ritual de todos
los demonios.
Un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo. No es posible usar al gato
para nada personal, no hay manera de privatizarlos. En La noche americana,
Francois Truffaut aconseja a las realizadores de cine no meterse jamás con un
gato en acción. También me lo dijo Hector Olivera a la hora de escribir el guión
de Una sombra ya pronto serás. ¿Cómo hacer para que dos gatos de cine
interpreten disciplinadamente a los que aparecen en la novela? Yo los puse en
el libreto nada más que para aplacar mis miedos. Con una sonrisa; Olivera me
dijo que estaba loco: un gato actor, el negro, tendría que seguir al personaje de
Miguel Angel SoIá, lavarse a su lado comerse una laucha y echarse a dormir.
El otro un colorado, aparece al final, poco después que Pepe Soriano, el
Coluccini de la película, haya tenido una charla con Dios. Olivera decidió que
no hubiera gatos, pero creo que estoy a tiempo de convencerlo de que ponga
al menos una silueta. Cuando hablábamos de eso, todavía Gibbins no se había
arrojado al incendio. Yo creía, Dios me perdone, que Matheson se había
muerto de viejo. Pero no: allí estaba, peleando frente al fuego, apartando
maderas en llamas, abriendo un camino para que su gato pudiera escapar con
él. En el revoltijo alcanzó a salvar una carpeta con su último manuscrito. Es que
siempre cuando uno rescata un manuscrito, hay un gato adentro.
Cuando yo era chico mi gato Pulqui era mono, león, pirata y bandolero. Yo lo
acechaba entre las plantas del jardín y me le tiraba encima con el cuchillo de
madera entre los dientes. Ahora mi hijo combate contra la gata Virgula que le
devuelve los golpes. Son arañazos de mentira, en un revoltijo de sillas
volteadas y malvones floridos. Las suyas, como las mías antes, son fantasías
de selvas y mares, de castillos y mosqueteros. Esos años felices e
irrecuperables en los que uno aprende, si aprende algo, que los gatos nos
traen a domicilio el misterio de la creación. Chandler les atribuía toda la
sabiduría y creía que provocaban la explosión creadora. Un día le pidieron que
hablara de Philip Marlowe y prefirió que fuera Taki la que la hiciera por él.
Pretendía que era la gata quien escribía sus novelas bien entrada la noche: A
mí suele pasarme algo parecido.
Richard Matheson perdió todo; la casa los muebles y los premios, pero alcanzó
a salvar lo esencial: esa mirada que lo sostiene por las noches, cuando la
palabra no viene y la novela no avanza. Esa mirada que nos atornilla al sillón,
ese ronroneo que precede a la llegada del diablo.
Poe, Lovecraft y Matheson asociaron los gatos al horror; en los dibujos
animados Willam Hanna y Joe Barbera le dieron a Tom El papel de víctima y al
ratón Jerry el de la picardía. El gato Félix fue un gran héroe yanqui de los año
treinta, puritano y travieso. El Fritz the Cat, de Ralph Baskhi y Robert Crumb,
sintetizó los eróticos y crueles años de mi juventud; apareciendo en 1968, Fritz
es el primer gato de dibujo que vuelve de Vietnam, se droga, callejea de un
prostíbulo a otro, fuma como un escuerzo, duerme con las mejores chicas,
incluida su hermana, y termina asesinado por una gata vieja a la que había
abandonado en tiempos mejores.
En cambio, Walt Disney detestaba a los gatos. Recién en 1970 se decidió a
crear un personaje que, por supuesto, no le dejó éxito ni . plata. Disney era uno
de esos tipos que nunca se hacen querer por los gatos. Creo que fue Chandler
quien lo dijo. No se si en la biografía del detective Marlowe o en la propia. Hace
unos días, una investigadora que prepara un libro de reportajes a escritores
argentinos nos pidió a sus entrevistados que trazáramos cada uno una breve
autobiografía. ¿Como hacerlo? ¿Cómo hablar de nosotros si no sabemos
quienes somos? Le dije que yo no tengo biografía. Me la van a inventar los
gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en el redondel de la
luna.
La Hora Sin Sombra
Fragmentos no incluidos