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Burt Hecker es profesor de historia y está en guerra con el mundo

contemporáneo: ha reconstruido su vida según los usos medievales, bebe


aguamiel, viste una especie de túnica y come gachas en lugar de patatas fritas.
Tras un incidente con la policía del estado de Nueva York, Burt debe unirse a
un grupo de terapia musical con el fin de aprender a gestionar su ira. Se trata
de seguidoras de la mística alemana Hildegard von Bingen, con quienes
viajará a Europa con el pretexto de celebrar el 900 aniversario del nacimiento
de la compositora y visionaria.
Pero el propósito de Burt va más allá de esa peregrinación, pues su verdadero
deseo es llegar hasta Praga y recuperar a su hijo Tristán, que tras la dramática
muerte de su madre huyó de su padre, de la enajenación en la que Burt había
convertido la vida familiar. Será éste un viaje realmente insólito, tan
fantástico como caótico, tan divertido como conmovedor.
Una enigmática y al mismo tiempo fascinante primera novela protagonizada
por un antihéroe hilarante y trágico, un peculiar caballero artúrico que tiene
mucho del Garp de Irving y el Yossarian de Trampa 22, y que entre la lucidez
y el desatino, se conforma como un personaje absolutamente inolvidable.

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Tod Wodicka

Todo irá bien, todo irá bien, todo


acabará saliendo bien
Áncora & Delfín - 1140

ePub r1.0
Titivillus 31.01.2024

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Título original: All shall be well; and all shall be well; and all manner of things shall be well
Tod Wodicka, 2007
Traducción: Carles Andreu Saburit

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Esta novela está dedicada a mi hijo, Louis

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Estás, y has estado desde el momento en que naciste, peligrosamente
cerca del abismo. Tienes catorce años, eres una niña. Es 1105 a.C.
Eres callada y también eres obstinada. Tiendes a ver cosas que no
existen. Tu madre se llama Mechthilde y tu padre se llama Hildebert, o tal vez
sea al revés. Pero no tiene importancia, pues ellos no te aman. No fuiste una
elección. Eres un agujero que exige comida y un cuerpo al que hay que vestir,
dos ojos más que habrán de volverse hacia la eternidad; un fruto del misterio
y la necesidad. Te llaman Hildegard.
El infierno es el oscurecimiento diario del sol. El infierno es un ratón
congelado en un bloque de hielo. Nueve hermanos, otras nueve caras y
extremidades que se agitan, sucias necesidades a las que hay que preparar
para la eternidad. Se ha decidido que tú seas la ofrenda. Tú, por lo menos, te
salvarás.
Te queman viva para que nunca tengas la oportunidad de pecar. La
ceremonia es aterradora pero no puedes llorar porque Dios está presente. Te
lo ha explicado el obispo; el cura, tu padre, todos te dicen que Él está
presente mientras te encierran en la celda de piedra, el refugio. No hay ni luz
ni puertas. Se trata apenas de una mazmorra consagrada, unida al
monasterio benedictino de Disibodenberg. Contienes la respiración.
Se celebran los ritos funerarios. Te sumergen en agua bendita, te frotan
—no vas a llorar—. Todo el pueblo ha venido a presenciar cómo los monjes
te entierran. Observan. Las piedras están dispuestas. Antorchas encendidas,
brisa otoñal, humo de madera, rebuznos, susurros y aullidos y revoloteo de
murciélagos; y de pronto no te sientes abandonada, sino ensalzada. Suenan
himnos funerarios. Hoy eres una ofrenda y rezas para ser digna de ello.
Veranos, minutos, inviernos, años. En esta oscuridad el tiempo es
diferente. Un día la luz se cuela silbando por una grieta del techo. Te salpica
las palmas y forma un charco en el suelo. Excavas un pequeño hoyo, no más
grande que tu puño, pero suficiente, esperas para recoger más, suficiente
para evitar que la luz se evapore tan rápido al final del día. Probablemente
no sea un pecado.

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Hay otras contigo, niñas y mujeres jóvenes, pero no te está permitido
hablar con ellas. Son lugares distintos en la oscuridad: susurros, plegarias,
resuellos. De vez en cuando, hombres y niños se mofan de ti, a veces se ríen y
lanzan piedras contra las paredes del refugio. Rezas por ellos, pides su
perdón. También se acercan mujeres, generalmente de noche. Las ancianas te
asustan, piden milagros.
El lugar de retiro está unido al monasterio y oyes a los monjes celebrar
sus ocho oficios diarios. El Opus Dei, la Obra de Dios. Las campanas que
anuncian su llegada. Sus cantos se convierten en el sonido de tu existencia,
un deleite verdadero y doloroso. Dentro de la celda, en la soporífera e
interminable oscuridad, los cantos inflaman tus sueños. Rezas para que no te
dejen salir nunca.

—Chicas.
Una voz, mi voz.
Tus ojos fijos en el techo de nailon que, durante tres días, ha sido tu
refugio. Las otras seis se revuelven en sus sacos de dormir; aún no han
despertado. Enciendes una vela, te arrodillas. Canturreando, te llevas una
copa de vino a los labios y bebes.

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PRIMERA PARTE

I998 d.C.

Los emigrantes

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I

E L alba, o su equivalente alemán, no puede estar lejos. Pero aquí, en lo


alto de la colina, la noche aún emboza el bosque. A mis sesenta y tres
años, y porque encima tengo sueño, me resulta casi imposible distinguir las
parras perdidas, los árboles y los arbustos bajos que sé que me rodean;
podrían ser todos animales salvajes.
—¿Estáis todas despiertas?
Hace tres días encerré a seis mujeres de mediana edad y una niña prepúber
dentro de una tienda, en lo alto de esta colina. Ha llegado el momento de
dejarlas salir.
—Abre el candado, por favor —susurra una de las anacoretas—. ¿Has
olvidado la llave? —pregunta entonces, al percibir mi vacilación.
No hay llave porque tampoco hay ningún candado. Mi mano se posa sobre
la cremallera. Llevo una túnica de tafetán con los bordes raídos y sandalias en
los pies, húmedos a causa del rocío. Mi cabeza, pequeña y calva. Mi nariz. En
algún lugar a mis espaldas la gran abadía benedictina de piedra de Santa
Hildegard. Sus viñedos descienden por la ladera de la colina, más allá de
Eibingen y Rudesheim, hasta llegar al Rin.
Bajo la cremallera de la tienda y aparece Tivona Henry. Cuarenta años y
nada fea, la flacura de Tivona sugiere una intensa concentración; más
simiesca, seguramente, que claramente desnutrida. Su cabeza alimenta un
nido de rizos con mechones canosos. En realidad, las mujeres a las que he
acompañado durante estas vacaciones en Alemania forman parte del taller de
cantos medievales de Tivona. Sonríe.
Toda la culpa es mía. Semanas antes de que tuviera lugar el viaje planteé
la idea de recrear los primeros días de reclusión de Hildegard von Bingen,
más o menos en broma, aunque conociendo perfectamente los anhelos
anacoretas de esas mujeres y su propensión a las recreaciones más
extravagantes. No creí que fuera a llegar a nada. Entonces, la víspera de la
partida, varias mujeres anunciaron que iban a pasar tres días en la tienda; tres
días y tres noches en lo alto de la colina que domina la abadía, reviviendo la
infancia de Hildegard. Una comida al día, sólo vino para beber, sin chácharas,
y estaba terminantemente prohibido quejarse; sólo estaban permitidos los
cantos y algunas plegarias. Yo nunca le he visto el problema al concepto de
recreación medieval; de hecho, muchos creen que en realidad fui yo quien lo

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inventó. El mundo está plagado de actividades mucho peores, por lo que me
niego a fingir vergüenza siquiera, y menos a mi edad. ¿Vestirse con un traje
de época? ¿La recreación de la historia mediante talleres prácticos y cursos
colectivos? Para algunos, hoy en día ya no quedan lugares a los que retirarse.
Tivona sale de la tienda de campaña. Las demás la siguen, una a una.
Asoman la cabeza, parpadean y sonríen, luego sacan los brazos, luego el
cuerpo entero. Tivona conduce su cortejo de anacoretas a tiempo parcial de
vuelta al siglo XX. Cada una sostiene una vela confeccionada por las monjas
de la abadía de Santa Hildegard, la mayor parte de ellas decoradas con efigies
de su santa patrona, ahora grotescamente derretidas. Las túnicas blancas
brillan bajo lo que aún queda de la luna.
Algunas tropiezan, otras ríen. Están ebrias, desde luego. Cantan y pronto
estoy rodeado. Mi cara, iluminada por las llamas, es una máscara que deja
entrever poderosas dolencias y que se inscribe, o eso me han contado, en la
larga tradición del misticismo cristiano según la cual quienes están mermados
físicamente son de algún modo más sanos de espíritu. Que es otra forma de
decir que, como soy feo, voy a recibir una recompensa. Para más señas, tengo
la nariz deforme.
Reina un silencio profundo a pesar de los confusos cantos gregorianos de
aficionado que crecen a mis espaldas. Se acerca la hora de loas, la primera
luz. En fila india, comenzamos el descenso hacia a la abadía donde
llevaremos a cabo nuestra primera actuación en público.
—¿Burt? —pregunta Tivona.
Dentro de tres días las mujeres regresarán a Queens Falls, Nueva York.
Aún no saben que no tengo intención de acompañarlas.
—¿Te encuentras bien, mi señor? —prosigue Tivona.
—No —digo—. La verdad es que no.

Hace dos años me inscribí en el taller de cantos medievales de Tivona Henry


para aprender a controlar mi ira, de la que el Tribunal de Libertad
Condicional del estado de Nueva York tenía buenos motivos para recelar.
Una noche, tras una velada de la Fraternidad de la Recuperación de los
Tiempos Perdidos, me habían arrestado mientras intentaba trasladarme a casa
en un Saab prestado. No tenía licencia para conducir un vehículo de esas
características, ni ningún otro vehículo, ni tampoco las habilidades necesarias;
por si eso fuera poco, había consumido una gran cantidad de aguamiel casera.
No recuerdo los detalles. En cualquier caso, el acta policial recoge que me

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negué rotundamente a caminar en línea recta o tocarme la nariz con el dedo.
Nunca habían detenido a alguien ataviado con un traje de época,
históricamente fiel, y una vez me dejaron en el cuartel de la policía de Queens
Falls, me trataron cordialmente, como si fuera un viajero del tiempo que no
lograse comprender la pujante modernidad que de repente lo rodeaba. Como
soy viejo, pensaron que estaba demente.
Por algún motivo descartaron encarcelarme de inmediato. Me lo tomé
como una ofensa. Me obligaron a sentarme encima de algo de aluminio y me
ofrecieron diversos brebajes que no pude ingerir. (Como buenamente pude,
les expliqué que el café era una bebida F.d.E., Fuera de Época. Sus granos
eran desconocidos en la Europa medieval, por lo que los evitaba
diligentemente.) Me tomaron una fotografía y analizaron científicamente el
aire de mis pulmones. Si lo recuerdo bien, llevaba una simple túnica de lana,
nada extravagante o indecoroso.
—Vamos a repetirlo una vez más, sólo para que conste: ¿en qué año
estamos?
Me gustaba el agente de policía al cargo de mi interrogatorio. Noté en él
ese aire de piadosa ensoñación que a menudo se apodera de los recreadores
medievales tras un largo y apasionante fin de semana con la Fraternidad de la
Recuperación de los Tiempos Perdidos.
—En 1256 d.C. —respondí. Estaba lo bastante ebrio como para imaginar
que el agente iba a ver en mí lo mismo que yo veía en él y que no sólo
reconocería sino que aplaudiría el parecido de nuestras elecciones vitales;
nuestros disfraces.
—¿Su nombre?
—Eckbert Attquiet.
—Ya. ¿Esto es su cartera, Eckbert?
—Es mi portapliegos.
El oficial de policía sacó varias tarjetas de mi portapliegos de piel. La
primera era una reproducción plastificada en tamaño de bolsillo de una
pintura de mi hijo, Tristán, y yo: el Retrato de un viejo con su hijo de
Domenico Ghirlandaio.
Levanté la voz, me puse de pie e hice algo que obligó a otro policía a
colocarme unas esposas metálicas.
—Cálmese un poco, abuelo, que nadie va a robarle la tarjeta de la
biblioteca.
El oficial me observó fijamente. Muy despacio, guardó la pintura de
Ghirlandaio en el portapliegos. Sacó otra tarjeta.

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—Burt Hecker —leyó—. Vaya, y aquí hay otra en la que también pone
Burt Hecker. Fraternidad de la Recuperación de los Tiempos Perdidos. ¿Es a
eso a lo que se dedica, señor Hecker? ¿A la recreación medieval?
La historia, cuando se le consagra la vida, puede ser tanto un peso que le
haga a uno envejecer de forma prematura como una liberación de un presente
problemático y ahíto de promiscuidad: la inmadurez eterna como ocupación.
Desde que cumplí los treinta, casi todo el mundo me ha visto como un
retirado, un desempleado o como un tipo básicamente no empleable. He
dedicado mi vida adulta a la erudición como aficionado y a la Fraternidad de
la Recuperación de los Tiempos Perdidos, la sociedad de recreación histórica
que fundé. Todo gracias a que heredé una fortuna considerable.
—¿Señor Hecker?
El fluorescente me hizo estornudar.
—Sólo soy un viejo —dije—. Hagan conmigo lo que les plazca.
Los teléfonos sonaban y un estruendo de voces salía de unas cajas
cargadas de electricidad estática. Banderas, cuencos con cacahuetes, pistolas,
pantallas de ordenador que imitaban acuarios…: una locura, simple y
llanamente. Y yo con mi túnica y mis sandalias hechas a mano.
—No tiene usted permiso de conducir del estado de Nueva York.
—Correcto.
La jarana de la FRTP aún no había terminado cuando me fugué, previo
robo del automóvil. Era la primera vez en mi vida que me colocaba detrás del
volante de un vehículo como aquél. Había tomado mucha aguamiel. La última
imagen que recordaba era la de decenas de hombres, mujeres y niños vestidos
con todo tipo de atuendos medievales (princesas, escuderos, caballeros,
herreros, campesinos y monjes), mis secesionistas del siglo XX cogidos del
brazo alrededor de una hoguera, bailando, brincando, cantando, envueltos en
una atroz oscuridad que los absorbía, devoraba los contornos de su ilusión,
perfecta e históricamente fiel. Demasiada noche, pensé; no tienen ninguna
posibilidad. En cualquier caso, mi idea al subirme al Saab no había sido
transportarme a ningún lugar físico.
—¿Quién es Lonna Katsav?
—¿Cómo? —Lonna Katsav era mi mejor amiga y mi abogada—. Ella no
tiene nada que ver con esto —añadí, dándome finalmente de bruces con 1998
d.C.
El Saab que había robado era de Lonna. En la pared había una fotografía
enmarcada del gobernador del estado de Nueva York y una del presidente de
Estados Unidos. ¿En qué momento, me pregunté, los que ostentaban la mayor

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autoridad habían empezado a sonreír como voceadores decimonónicos?
¿Cómo podía alguien tomarse en serio a aquellos hombres? Si todo el mundo
pierde el juicio a la vez, ¿habrá alguien que se dé cuenta? Eché un vistazo a
mi alrededor, a aquel juego al que todos jugaban, a la representación de la
idea de que había un orden, unos deberes, una sociedad y una justicia, a aquel
trajín de pura estupidez, y de repente supe que todo había terminado: acababa
de estrellar el coche de mi mejor amiga contra un punto de no retorno.
—Bueno, Lonna Katsav pasará a recogerle —dijo el agente de policía, y
me ofreció un chicle—. Le alegrará saber que no va a presentar cargos,
aunque se lo ha planteado.
Levanté los grilletes y solté un suspiro.
—Por lo menos asegúrese de que me vea con esto, ¿de acuerdo?
Hay que decir que, durante todo aquel suplicio, el agente de policía hizo
un espléndido trabajo y logró no quedarse mirándome la nariz ni una sola vez.
El primer tipo con el que me había topado en la comisaría me había pedido
que me la quitara, pensando que formaba parte de mi atuendo medieval.
La pena por conducir un coche robado borracho y sin permiso de conducir
consistió en una multa y la recomendación de que acudiera a un taller de
gestión de la ira y de mejora personal tres días a la semana mientras estuviera
en libertad condicional. Sin embargo, mi difunta esposa conocía a alguien
que, a su vez, conocía al juez, y gracias a eso se me ofreció una alternativa
irrepetible; así fue como me convertí en el primer miembro varón del Taller
de Música Medieval Terapéutica de Tivona. A decir verdad, a nadie le
preocupaba demasiado que me enfadara, pues era algo que sólo pasaba muy
de vez en cuando. Simplemente sabían que, por principios, preferiría
arriesgarme a pasar seis meses en la jaula con la que me amenazaban a
acceder a tomar parte en las sesiones de abrazos en grupo con gentes de las
montañas; estaba seguro de que en eso consistía lo de la mejora personal. En
definitiva, cantar era mejor. Dieciocho meses de tratamiento de curación
intuitivo de Tivona Henry eran mejores.

Para participar en el taller de canto de Tivona no se requerían conocimientos


musicales previos, por lo que nadie tenía ninguno. Las únicas que sabían
cantar eran Tivona Henry y, para sorpresa de todos, mi mejor amiga, Lonna,
que, según ella misma, se había apuntado al taller tan sólo para protegerme de
la llegada de la Era de Acuario. Pero de Lonna Katsav hablaremos más tarde.

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Tivona nos inició en la música de Hildegard von Bingen (1098-1179), la
anacoreta, teóloga, visionaria, naturalista y compositora medieval a la que
adoran todas las mujeres con inclinaciones esotéricas. Y aunque Hildegard
afirmó la inferioridad de la mujer y la subyugación de la sexualidad femenina,
Tivona y las chicas veían en ella un icono protofeminista New Age, y no a la
católica gruñona que sin duda fue. Da igual. La historia está siempre ahí, a
punto para que la devolvamos a la vida. Así, canturreábamos las canciones
sacras de Hildegard y diseccionábamos y manipulábamos sus visiones a la
hora del té. Para las chicas, aquella mujer medieval había sido una persona
con una gran capacidad de autoafirmación, de modo que estudiaban lo que
creían ejemplos de ello, rebuscaban muestras de arrojo en las referencias más
insignificantes, construían una historia de cuento de hadas y la poblaban de
compañeras de armas. Aquella mujer medieval era ellas mismas, sólo que más
real. Ellas, pero con una conexión menos abarrotada con lo eterno. Tivona nos
enseñaba a cantar mediante una técnica de muestra y repetición bastante
tediosa, si bien efectiva a largo plazo. Jamás hizo ningún intento por ponernos
en contacto con la notación musical o con el latín. Ella cantaba algo y
nosotros lo repetíamos. Y mentiría si dijera que los resultados no eran cuando
menos extraordinarios.
Cantábamos sentados en círculo, de noche, mirando hacia el interior. En
el centro del círculo había una bola del tamaño de una calabaza con unas
luces eléctricas de Navidad. Del techo colgaban varias sábanas, como si
fueran nubes, y yo siempre cerraba los ojos. Oír aquella música asombrosa
era más que suficiente y, además, quería ahorrarme la agotadora tarea de tener
que conciliar lo que oía y sentía con lo que vería si los abría: un precario
corrillo de mujeres, mayoritariamente de mediana edad, con sus modernos
disfraces fruto de la rutina y el sentido de lo práctico, un círculo de mimadas
esposas burguesas, madres entregadas, románticas de la Fraternidad de la
Recuperación de los Tiempos Perdidos, agentes de seguros solteras y
maestras de primaria pálidas y soñadoras. Tampoco podía evitar pensar que
aquellas mujeres, casi todas a punto de dejar atrás su mejor momento,
empezaban a parecer hombres que se arrastraban por la vida. Veía aquellos
dedos roídos que escribían facturas, economizaban centavos y metían
bocadillos en bolsas de papel. De repente notaba un olor químico o animal;
desodorantes, perfumes, sudor, crema de manos. Tivona insistía en que nos
quitásemos los zapatos. Los zapatos no te dejan cantar. Si abría los ojos, todo
se derrumbaba y ahí estaba yo, fuera de época, ataviado con unos incómodos
pantalones cortos del siglo XX y calcetines, sentado en un círculo, en un

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cuartito encima de la tienda Segunda Mano, Tercer Ojo, propiedad de Tivona,
oyendo el rumor de los camiones que circulaban por la embarrada calle.
Identifiqué a muchas mujeres de la FRTP pero, obedeciendo a la política
de la asociación, me negué a reconocer su persona moderna y mundana.
Insistí en que se presentaran todas y ellas me siguieron la corriente. Desde el
principio me acogieron con una vívida mezcla de pena, curiosidad y afecto
genuino. Los acontecimientos de mi pasado reciente me habían envejecido y
mi edad me había convertido en un ser neutro: estaba pasando un duelo, me
sentía necesitado de condescendencia maternal, vivía solo en una casa
enorme, me vestía únicamente con ropajes medievales y casi nunca respondía
al teléfono. Pero, sobre todo, yo era una oportunidad de poner en práctica
todos aquellos métodos de sanación que, según aquellas mujeres, formaban
parte esencial del canto gregoriano. Mi presencia les proporcionaba nuevas
energías a raudales: yo era un proyecto que acabó convirtiéndose en algo
entre un amigo y una mascota. No obstante, aparte de mis atractivas tragedias
personales, la verdad es que creo que podía ofrecer mucho a quienes no
querían conformarse con unos conocimientos superficiales sobre la Edad
Media. La única pega fue tal vez que llevara a mi abogada conmigo: Lonna
Katsav tenía cierta reputación. Sin embargo, las cosas funcionaron sin
contrariedades la mayor parte del tiempo. Muy al principio, Lonna y yo
acordamos no empezar a beber hasta que terminara el taller de canto, un pacto
que tan sólo rompíamos si era absolutamente necesario.
Así fue como hace dos semanas llegamos a Alemania para celebrar el
nonintegésimo aniversario del nacimiento de Hildegard von Bingen.
Intérpretes de música antigua, monjas, medievalistas e individuos místicos de
todo tipo llegados de todo el mundo llevaron a cabo el peregrinaje hasta
Alemania y la abadía de Santa Hildegard. El simposio Hildegard 900 iba a ser
algo así como una culminación espiritual para las chicas, y para muchas de
ellas, como para mí, sería también el primer contacto con Europa. Mi plan
incluía asimismo escapar de Estados Unidos y, más importante aún, de mi
propia historia. Especialmente de mi edad media. Lo había preparado todo,
incluso había ayudado a financiar el viaje. Nadie sospechaba que mi billete
era sólo de ida, ni siquiera Lonna, que recientemente me había ayudado a
organizar la venta del Mansion Inn. El Mansion Inn era la pensión victoriana
de mi difunta esposa. Es el lugar donde he vivido los últimos treinta años y
donde nacieron y crecieron mis hijos. Quiero dejarlo tan claro como pueda:
acababa de vender el único hogar que haya conocido jamás, había tomado un

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avión a Alemania y ni siquiera fingía saber lo que estaba haciendo. Lo que sí
fingía era que, de algún modo u otro, aquello era una virtud.

Hay una historia de Sercambi sobre un viejo peletero de Lucca. Un día, ese
hombre sabio y respetado visita una casa de baños en la Toscana. Una vez
allí, de pronto, se convence de que si se desnuda y entra en los baños públicos
perderá su identidad. Un paso más, se dice, y todo lo que es, la persona que ha
forjado con una vida de trabajo duro, dejará de existir. Se perderá o, peor aún,
pasará a ser como todos los demás. Para impedir que eso suceda, el peletero
se pega una cruz de paja en el hombro. Así por lo menos sabrá quién es, pues
¿no será el suyo el único cuerpo desnudo con una cruz pegada al hombro?
Unos minutos después de entrar en los baños, la cruz se despega y se aleja
flotando. El peletero intenta recuperarla, pero ya es demasiado tarde. «¡Fíjate!
—se jacta otro bañista, al tiempo que pesca la cruz del agua y se la coloca
sobre el hombro—. ¡Ahora yo soy tú! ¡Largo de aquí, estás muerto!».

Asimismo, yo temía que las autoridades del control de pasaportes del


aeropuerto internacional de Francfort pudieran demostrar que yo no era el
hombre que mis documentos aseguraban que era. Sin embargo, tras una serie
de preguntas y respuestas, no sólo acreditaron mi identidad, sino que además
la sellaron. Qué fácil era desnudarse, pensé. Qué simple era emigrar. La
ligereza de todo aquello me molestó y me deleitó al mismo tiempo: ¿qué
sucedería si me deshacía de mi cruz de paja? ¿Me ahogaría en un ataque de
pánico como el viejo peletero de Sercambi? ¿No podría renacer? ¿No podría
acaso salir de la bañera y ponerme la ropa de otra persona?
Desde el autobús destino a Rudesheim, el skyline de Francfort se parecía
al de Nueva York con el ochenta por ciento de los dientes rotos de un
puñetazo. Las chicas hablaban sin parar, emocionadas, y yo apoyé la cabeza
en la ventanilla. El paisaje era yermo, insulso, aburguesado, verde e
industrial. Las fábricas que dejábamos atrás parecían desnudas de tanto
frotarlas, como si su única función fuera mantenerse limpias. En comparación
con las humeantes y pragmáticas fábricas del Nuevo Mundo parecían
adolescentes precoces.
Finalmente, tras lo que parecieron varias horas, el vehículo se detuvo, las
puertas se abrieron y nuestro equipo de reconocimiento tomó el asfalto de las
afueras de Rudesheim, las cámaras siempre a punto, como si, en cuanto

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perdimos de vista el autobús, algo medieval fuera a salir de pronto de detrás
de alguna de aquellas casas adosadas. Antes de ascender a su retiro celestial,
Hildegard von Bingen había pasado su edad media allí. Pero ¿dónde?
Aquellos primeros momentos en Renania fueron muy peculiares. Por
ejemplo, ¿dónde estaba exactamente el Rin? ¿Dónde estaban la abadía, las
monjas, las calles de adoquines, los cementerios con lápidas como dientes y
las torres cubiertas de musgo? ¿Dónde estaba la historia? Incluso las colinas,
con sus viñedos perfectamente alineados, como tramados, que habíamos visto
hacía unos minutos a través de las ventanas del autocar, habían desaparecido.
Por Dios, pensé, ¿dónde está el vino?
Los alemanes (que tenían algo de la triste, silenciosa delicadeza de los
gorilas) plantaban sus casas en el interior de sus obsesiones florales. Yo no
tenía ni idea de que Europa iba a ser así, de que iba a encontrar aquel silencio.
Bajo el cielo encapotado, dejamos atrás casas inmaculadas, terribles,
buscando la abadía de Santa Hildegard. De algún modo, todo era mucho más
moderno que en América, más estéril, aturdido, como si tiempo atrás se
hubieran deshecho de la historia y ahora se escondieran con la esperanza de
que nadie los descubriera. No había gente por ninguna parte. ¿Dónde estaban
y qué hacían? Me pregunté si tal vez estarían de veraneo; ¿lograrían acaso
dejar de ser alemanes durante unos meses? ¿Les habrían dado vacaciones por
buena conducta? Y, si así era, ¿quién podaba los arbustos? Los jardines que
íbamos dejando atrás estaban poblados tan sólo por un inquietante despliegue
de gnomos, elfos, pingüinos, cascadas, molinos de viento y piscinas de
plástico, en cuyas aguas flotaba de vez en cuando una pelota de playa como
una aria maldita. A intervalos se oía un televisor o el perturbador sonido de un
tren, a lo lejos. Las chicas nunca habían visto unos jardines tan
extraordinariamente exuberantes y meticulosamente cuidados. Muchas de las
casas tenían porches metálicos inflamados de flores, explosiones florales
congeladas y parras que trepaban de arriba abajo por las paredes como humo
vegetal. Había pájaros pero no cantaban.
Las casas dejaban paso a los viñedos, que se encaramaban por las colinas
y limpiaban la carretera de las lapas que, de otra forma, poblaban las afueras,
y hacían que aquélla se elevara desnuda hacia la majestuosa abadía
benedictina de piedra. Ahí estaba. Incluso Lonna, aún ebria de vodka, cortesía
de Lufthansa, soltó un murmullo de aprobación.
El resto de nuestro peregrinaje se vio pronto flanqueado por muretes de
piedra, tras los cuales un mar de viñedos antiguos se extendía hasta fundirse
con el horizonte. Nos encaramamos a la colina en fila india. A nuestras

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espaldas, la extensión de los barrios periféricos de los que acabábamos de
escapar se había convertido en un amasijo de tejados grises y marrones sobre
los que los pájaros, sus grandes aliados, se posaban como escombros. Más
abajo, el Rin, amenazante y ancho de cintura.
Se hacía difícil imaginar que ni siquiera había pasado un día entero desde
que habíamos subido al avión en Nueva York. Me detuve. El hombre de la
Edad Media creía que mientras estaba en una misa se encontraba más allá del
efecto del tiempo y, por ende, no envejecía. ¿Qué habría pensado, me dije, de
las horas que nos habíamos dejado en el cielo? Decidí no cambiar la hora del
reloj hasta haber reflexionado un poco más sobre aquella cuestión.
El cielo gris comenzó a abrirse y el sol se derramó aquí y allá sobre las
colinas al otro lado del Rin, tal como la luz que se filtraba por el techo del
pequeño refugio de Hildegard, imaginé. Volví a pensar en el viaje, la
yuxtaposición del lento rotar de la Tierra (tan triste, tan inexplicablemente
paciente) y la película sin sonido en las pantallas de a bordo, las sonrisas de
nuestra azafata y las paredes de plástico. Nunca había estado en un avión y no
pensaba volver a poner los pies en uno jamás.
—¡Vamos, Burt!
Habían subido a la colina y estaban junto a la abadía.
—Vamos, déjalo; está en la Zona.
—Está monísimo.
—Oye, rápido: ¿quién tiene la cáncera? —soltó una.
—La cámara —la corrigió otra.
Yo ni me inmuté. A veces pensaba que la enfermedad y la muerte de mi
mujer no se me habían adherido, sino que más bien me habían reemplazado.
—¡Eh, Burt, mira hacia aquí! ¡Di patata!
Luego observé cómo una nube de basura se levantaba de un tejado, se
elevaba, describía un arco increíble en el aire inmóvil y volvía a posarse en
otro tejado. O en el mismo tejado, era ya casi imposible saberlo.

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II

D OS semanas más tarde, la noche antes de liberar a mis anacoretas,


Lonna Katsav estaba sobria. Los dos estábamos sentados en el cuarto
de la pensión, esperando que el otro decidiera pronto aventurarse al exterior
para conseguir más vino. Mirábamos la televisión. Históricamente, los
peregrinajes habían sido la ocasión perfecta para todo tipo de depravaciones,
algo así como la tradición del paso de la primavera en América del Norte; la
indecencia pública, la promiscuidad desenfrenada y la glotonería habían sido
escenas habituales alrededor incluso de las reliquias medievales más
veneradas del cristianismo. Lonna, recordando el precedente, había vuelto a
empezar a fumar.
Había máquinas de tabaco incluso en las calles residenciales más
tranquilas: cajas rectangulares como buzones de correos colocadas sobre
pilotes, acechando desde detrás de unas ramas bajas.
—A Nelson le encantaría todo esto —dijo Lonna. Primero hizo oscilar la
colilla ardiente y luego la dejó caer en el interior de una botella vacía de vino
tinto. La colilla crepitó.
—¿Le has llamado ya?
Nelson, de diez años, vivía con el ex marido de Lonna, a salvo de las
rarezas de su madre.
—Tendrías que llamar a Nelson —insistí.
Lonna me dedicó una mirada fulminante y comenzó a cambiar
violentamente los canales de televisión.
—Sí, claro. Mira quién habla.
—Por lo menos podrías fingir un poco.
—Y eso lo dice el padre del año.
Tras aquella profunda observación, se reclinó y soltó una nube de humo,
su nueva forma de puntuación, una manera de tomar distancia y contemplar
su grandeza con imparcialidad. Por un instante, sus ojos rehuyeron los míos y
me di cuenta de que la había herido. Amaba a su hijo más incluso de lo que se
odiaba a sí misma.
Conocía a Lonna Katsav desde el día en que mi mujer la había contratado
para resolver ciertas dificultades legales que teníamos por culpa de una
antigua huésped del Mansion Inn, que se había destrozado la muñeca
izquierda al precipitarse desde lo alto de nuestra escalera victoriana de museo.

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Básicamente, el trabajo de Lonna había consistido en demostrar que en
realidad la mujer era diestra y que dos millones y medio de dólares eran una
indemnización ligeramente exagerada, teniendo en cuenta que se trataba de un
ama de casa jubilada de Nueva Jersey, por mucho que la caída (ejecutada en
camisón de color amarillo chillón) hubiera sido innegablemente embarazosa y
favorecida desde luego por el hecho de que nuestro edificio histórico no
estuviera equipado con un ascensor. Por aquel entonces Lonna aún era joven,
como nosotros. (Si bien, considerando que tiene veinte años menos que yo,
supongo que ella todavía es razonablemente joven.) En definitiva, Lonna
ganó el caso, le pagamos, dimos una fiesta y pronto se convirtió en un
miembro inesperado e inextricable de nuestra familia.
Ambos tendíamos a no socializar demasiado bien, o a no socializar en
absoluto, aunque por motivos distintos. Mi excusa debería ser evidente a estas
alturas; la de Lonna era igualmente compleja. Creo que muchos de sus
problemas se derivaban de su implacable, traumatizante inteligencia, y estaba
atrapada. Recién salida de Yale, se había trasladado a nuestro pueblecito al
norte de Nueva York con el que por entonces era aún su marido, un adinerado
urbanita expatriado que había decidido hacer realidad su sueño de convertirse
en un hacendado. Lonna lo amaba y creía que todo eso de la agricultura no
sólo era una fase, sino que además era bastante entrañable; que antes de que
terminara el primer invierno allí en el norte, ellos estarían ya de vuelta en su
nidito de Manhattan, ¡y la de historias que podrían contar entonces! Pero se
equivocaba. Su marido pronto se entregó completamente a su reconstrucción
colonial y comenzó a llevar tejanos mugrientos, a alimentar a los animales, a
leer libros sobre abonos y semillas, a sudar sin desodorante, a levantarse antes
del alba y a negarse incluso a ir al cine o a cenar en restaurantes («aunque
tampoco es que Queens Falls —matizó Lonna— tuviera restaurantes en los
que valiera la pena cenar»). Su objetivo declarado era alimentarse únicamente
de aquello que pudiera cultivar o matar con sus propias manos, empresa
complicada al principio, pues no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
Lonna se defendía como podía. Compraba comida cara y tentadora, encargaba
muebles minimalistas, cubría su talla imposible (unas veces elegante, otras
esquelética) con ropa de diseño. La señora Katsav no iba a vestirse con nada
que le permitiera salir a caminar por los campos de su marido o visitar el viejo
cobertizo que él había reparado y llenado de animales, que Lonna podía ver
perfectamente a través de la ventana en saliente, muchas gracias. Se
divorciaron poco después de que naciera Nelson y de que Lonna se diera
cuenta de que nunca iban a salir vivos de Queens Falls.

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Ambos teníamos afición por el alcohol. Nos pasábamos horas sentados en
el famoso porche del Mansion Inn, yo bebiendo mi aguamiel casera, Lonna
con sus cócteles, charlando y riendo toda la noche. Para quienes nos veían
desde fuera, éramos una pareja insólita. En las pocas ocasiones en que nos
mostrábamos juntos en público, la gente que no sabía nada de mí ni de mi
atuendo medieval creía que Lonna había sacado a su abuelo del asilo para dar
un paseo.
—Te están mirando la nariz —me susurraba—. Creen que tu túnica es una
bata de hospital. Burt, ponte a ladrar o algo así.
Ella no sentía ningún interés por la FRTP o la historia medieval, del
mismo modo que yo no tenía ninguno por su trabajo de abogada o sus
conquistas sexuales, pero unas veces me daba la sensación de que éramos
hermanos, otras que éramos algo más raro aún: dos supervivientes que
habitaban unas ruinas. Tal vez lo que nos unía era tan sólo nuestra capacidad
de encontrar esas ruinas tan divertidas, tan perfectamente absurdas. Ninguno
de los dos pertenecía al mundo que nos rodeaba, ni ganas. Debo decir que ella
también era muy buena amiga de mi mujer. A menudo se escapaban juntas a
pasar el fin de semana en Nueva York, para «respirar aire fresco», en palabras
de la propia Lonna.
Lonna y yo compartíamos una habitación doble en la pensión
Konigsbergstrasse, un edificio rotundamente corriente de un barrio de las
afueras, en lo alto de una colina próxima a la abadía de Santa Hildegard.
Algunas de las otras mujeres del taller de canto se alojaban allí, también en
habitaciones dobles. El resto, sobre todo Tivona y su facción de anacoretas,
habían logrado que las monjas de la propia abadía de Santa Hildegard les
ofrecieran una cama.
Lonna se levantó.
—Voy a ver si Hansel y Gretel tienen más de ese riesling. ¿Tú quieres
algo?
Bajé el volumen del televisor.
—No.
El comedor de la pensión Konigsbergstrasse, donde cada mañana
disponían un desayuno aterradoramente premeditado para nosotros y donde
no se podía comprar más que una botella tras otra de su soberbio riesling,
daba directamente a la sala de estar. Allí montaban guardia dos encargados de
la pensión. La mujer tenía las orejas rojas y al hombre, grueso y sonrosado, lo
veíamos casi siempre sin camiseta. A veces interrumpían nuestro servicio
diario a la hora del desayuno porque buscaban un tenedor o una bandeja

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agrietada; entonces lo cogían, lo examinaban y se lo llevaban a la salita, desde
donde los oíamos replicar al televisor. Nunca, ni una sola vez, los oímos
hablar entre sí. Lonna sostenía que era porque aún no los habían presentado
formalmente.
Alemania era un montón de cosas así: objetos nada comunicativos
perfectamente dispuestos. Llevaba dos semanas esquivando las emboscadas
quirúrgicas de las chicas del taller de canto sobre historia de Renania,
evitando incluso los lugares relacionados con santa Hildegard, y había optado
por limitarme a pasear por entre los empinados viñedos. Allí encontraba una
especie de solaz. Dado que no había vallas, como mucho unos muretes de
piedra bajos, los viñedos realmente parecían besar las orillas de todo, como
olas verdes, su espuma de hojas colgando por encima de las carreteras. A uno
le bastaba con adentrarse en ellos y, una vez allí, caminar sin parar. Lonna,
por su parte, había preferido concentrarse en el extremo opuesto de la línea de
producción y se había dedicado a beber espléndidas cantidades de varias
cosechas de vino del Rin. En una o dos ocasiones atisbé su figura en la
distancia, alta y solitaria, como una aleta de tiburón que se abría paso por
entre las parras, blandiendo un libro de bolsillo, siguiendo rastros
específicamente marcados a través de la campiña, de bodega en bodega.
Nadie se sorprendió de que Lonna consiguiera tantas botellas como
admiradores europeos, que llamaban incansablemente al teléfono de nuestra
habitación y preguntaban por Frau Katsav. Realmente era una anomalía
deliciosa: una mujer americana de mediana edad, una mujer a la moda que
había empezado a perder el brillo, sarcástica, irónica, que sabía cuándo beber
(siempre) y cuándo sonreír (nunca, a menos que sucediera algo horrible).
Había más castillos reconstruidos entre Rudesheim y Coblenza que en
cualquier otra región del mundo. Hacía tiempo, todos habían estado en ruinas.
Acosados por barones atracadores, por los malvados y los perversos, y por
todos aquellos que buscaban un refugio a la sociabilidad del hogar del
Medievo tardío, los castillos habían terminado cubiertos de plantas en flor y
hechos pedazos por las parras. Hoy en día eran residencias privadas, hoteles,
museos y restaurantes temáticos. Los castillos se erguían sin ni siquiera una
noche de reposo, buscando en vano su reflejo sobre el Rin, iluminados
permanentemente por reflectores, interrogados sin cesar por nuestra frívola
modernidad. Sus mazmorras y sus torres estaban saturadas de ejércitos de
cascanueces, camisetas de recuerdo y miniaturas antropomórficas. Para ser
franco, había percibido más historia verdadera cosiendo a mano mi túnica

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para la FRTP que junto a los muros de aquel cadáver profanado. Para sorpresa
de todos (y sobre todo mía), aún era hora de que entrara en uno.
Lonna regresó con dos botellas de riesling.
—Toma —dijo—. Burt, ¿podemos hablar? —añadió entonces.
—Vale.
—Quiero que sepas que todavía estás a tiempo de dar marcha atrás. Oye,
mírame. Quiero que seas sincero y que me digas que ni por un instante has
tenido dudas.
—¿Marcha atrás de qué?
Lonna soltó un suspiro. Ella lo sabía.
—¿De no regresar?
—Burt, ¿en qué demonios estás pensando?
Seis meses antes había hecho una visita sorpresa al bufete de abogados de
Lonna Katsav en Albany, Nueva York. Era la primera vez que iba a Albany.
Para ello había tenido que tomar un taxi desde Queens Falls, un viaje de
noventa kilómetros que me costó aproximadamente lo que me habría costado
un billete de avión a algún lugar como Baltimore, o por lo menos eso me
aseguró el taxista.
Entré en el viejo edificio de piedra rojiza como si estuviera soñando.
Atravesé el frío pasillo de mármol de imitación romana, me hundí en el cuero
del sofá de la sala de estar y me dediqué a abrir y cerrar un ejemplar del
National Geographic, luego otro y finalmente uno de algo llamado
Entertainment Weekly, mientras mis dedos pegajosos por la aguamiel
acariciaban sin parar una bolsita medieval de romero fresco (que es bueno
contra la debilidad cerebral, las polillas, las pesadillas y la gota, y ayuda
también a estimular la memoria). Mis zapatos de vestir me estaban
destrozando los dedos de los pies; debería haberme puesto las sandalias de la
FRTP.
¿Me apetecía un café? La pregunta no tenía ningún sentido. ¿Quería un
café mientras esperaba? No sé cuánto tiempo pasé mirando a la recepcionista
con los ojos como platos, una muchacha inexpresiva que intentó tentarme con
otras posibilidades: acaso…, ¿un vaso de agua, señor? ¿Agua mineral? ¿O tal
vez prefería un té? ¿Una infusión? ¿Solo? ¿Con azúcar? ¿Con leche?
Finalmente, y sin saber muy bien cómo, me puse de nuevo en
movimiento, me acompañaron por un pasillo y entré en el cálido roble del
despacho de Lonna Katsav, donde logré solicitarle (exigirle) a mi amiga que
tomara control inmediato de mis nada desdeñables activos y los liquidificara,
aunque no sabía si aquélla era la terminología correcta. Sin embargo, me

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gustaba el suave y aletargado sonido de la palabra («liquidificar») y, de todos
modos, Lonna me había entendido. Demasiado bien, de hecho. Llevaba mi
único atuendo formal del siglo XX, el traje que sin duda me había puesto para
el funeral al que la gente aseguraba que había asistido. Estaba allí para hablar
de negocios.
Iba a vender los automóviles que legalmente no podía conducir, junto con
los muebles de anticuario, los electrodomésticos, las reliquias familiares del
desván, los bienes inmuebles de los que, por fortuna, tan poco sabía y,
finalmente, el mismísimo Mansion Inn, la famosa pensión victoriana que
poseía, donde vivía y que había visto cómo mi mujer y mis hijos
administraban desde que, a los treinta años, había colgado los bártulos de
maestro de instituto, donde enseñaba historia a aquellos que estaban
condenados a repetirla. Incluso mi amada biblioteca. Incluso eso. Ponle un
precio al pasado y véndelo. Había decidido dedicar el capital resultante a
escapar de los límites empíricos del estado de Nueva York. Y luego de
América. Uno «emigra de» e «inmigra a». Alemania parecía un reino tan
bueno como cualquier otro. ¿Sabía Lonna desde el principio que estaba
emprendiendo un viaje sin regreso? Yo sólo le había contado que necesitaba
mudarme, un cambio deseado, un respiro lejos de los recuerdos y del pasado,
vivir en un lugar más pequeño, una cabaña hecha de troncos, tal vez un
apartamento. No soportaba el vacío del Mansion Inn, el eco. Le conté que mi
vida se había convertido en una especie de recreación solitaria, como una
pesadilla de algo de lo que, para colmo, nunca había estado seguro. Despertar
solo y preparar el desayuno únicamente para mí era como una versión
aterradora e incruenta de la época en que me levantaba y preparaba el
desayuno para una familia que me decía que mi comida medieval de origen
primario era repugnante, o que por mucho que las naranjas fueran F.d.E., iban
a tomarse un zumo de naranja con sus huevos y sus copos de avena. Lonna
entendía y apoyaba mi decisión, por lo menos en lo tocante a la venta. Incluso
le dije que iba a comprarme un gato. ¿No era eso lo que hacían las personas
que perdían la esperanza? ¿Comprar animales domésticos? Pero primero
quería tomarme unas vacaciones. Hábilmente, aunque sin demasiado
convencimiento, se lo pinté como un viaje de estudios con el taller de canto
que yo mismo había propuesto, organizado y financiado en parte. Iba a
llevarme a las chicas al Simposio Hildegard 900 para que me encubrieran y
me apoyaran y, una vez allí, cortaría los lazos y vería cómo todo se iba
volando para siempre. Me quedaría y… ¿empezaría de nuevo? La verdad sea
dicha, la Europa moderna me interesaba tanto como cualquier otro lugar

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moderno. Tenía varias ideas vagas y disponía de un capital sustancial. Pero
¿qué estaba haciendo? ¿En qué estaba pensando?

—Lonna, no te entiendo —dije—. ¿A qué te refieres con eso de que puedo


dar marcha atrás? Pero si ya has vendido la mansión…
—Mira, escucha… ¿Quieres vino?
Asentí.
—Aún no he invertido todas tus propiedades, ¿sabes? ¿Dónde tienes la…?
Le pasé mi copa y Lonna me la llenó.
—Nuestro amigo de ahí fuera llevaba una camisa. Dios sabe por qué.
—¿Cómo?
—Joder, este vino parece meado de burra.
A veces Lonna Katsav hablaba como una campesina, creo, porque era
extraordinariamente inteligente y no quería serlo más.
—Pero has vendido una parte, ¿no? —dije.
—Algo. El BMW.
Y sorbió civilizadamente el vino templado.
—¿Los BMW?
—No, sólo uno; el blanco. Burt, mírame: en realidad no querías que
llegara hasta el final. Te conozco. Te conozco, ¿verdad? ¿Crees acaso que
todo esto ha sido fácil para mí?
—¿De qué estás hablando?
—Están esperando —dijo Lonna—. Los compradores.
—No soy un niño.
Lonna echó un vistazo a mi túnica de tafetán y a mis sandalias.
—Lo creas o no, hay un montón de gente preocupada por ti.
—Véndelo —le dije—. Quiero que lo vendas todo.
Hizo una pausa, sus labios se helaron en el borde de la copa de vino.
—Vale.
Dejó la copa y comenzó a masticar, aunque yo sabía perfectamente que no
tenía nada en la boca.
—Bien —dije.
Seguía sin hablar.
—Puedo cuidar de mí mismo, ¿sabes?
—Puedes cuidar de ti mismo.
Miré la alfombra.

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—Han pasado ya dos años… Mírame, Burt… Han pasado ya dos años y
de veras que no veo cómo esto va a solucionar nada. ¿Puedes culparme por
esperar? ¡Por Dios!, ¿es que no lo ves? Llevamos dos semanas en la tierra de
santa Hildegard y aún es hora de que muestres interés en algo que no sea
pasear por los viñedos. ¿Se lo has consultado a Tristán siquiera? ¿Y a June?
¿Les has hablado de esta… esta estúpida poscrisis medieval de los cuarenta, o
lo que coño sea que creas estar haciendo?
Tristán es mi hijo; June, mi hija.
—Esto no tiene nada que ver con ellos —mentí. Posé delicadamente la
copa sobre la mesita de noche y volví a cogerla.
—Qué hijo de puta.
Lonna se levantó, atravesó la habitación y se metió en el baño.
Me quedé a solas con el espejo del cuarto, que colgaba de la pared como
un alarido. Miré en él. Bien sentadito encima de la cama, un hombre
compacto de aspecto infantil me devolvió la mirada. ¿Cuándo iba a crecer?
Intenté sonreír y él me devolvió una sonrisa hastiada. ¿Con cara de qué? Cara
de viudo, no tan desaparecido como medio ausente. Pero qué pequeño parecía
y qué aspecto tan raro tenía…: aquellas arrugas cortadas con un cuchillo
afilado sobre su piel, por lo demás tersa, con una diligencia y un cuidado que
no merecía. Tenía la cabeza pequeña, como un cacahuete hervido. La
coronilla calva, las sienes y la parte de atrás abandonadas, cubiertas de
mechones canosos y rizados. Estaba ya preparado para liberar a las
anacoretas, vestido con su túnica de tafetán; ridículo, simple y llanamente. Su
traje negro, igualmente ridículo, estaba desparramado y desinflado a su lado,
encima de la cama. Se parecía a él, pero derretido. Dos ojos menudos y
plateados se abrieron un poco más, como siempre que se encontraban frente a
una superficie reflectante. Su propietario los detestaba porque parecían
guijarros e intentaba compensarlo dándole a su reflejo en el espejo una
expresión aterrorizada y congestionada. Por supuesto, sus ojos eran pequeños
porque la nariz no lo era. Retrato de un viejo sin su hijo. Casi podía
sobreponer la obra maestra de Ghirlandaio a la imagen en el espejo: la nariz,
como una fruta macada y a punto de caer del árbol, la indumentaria medieval,
la creciente oscuridad. Todo excepto mi hijo, Tristán. Si bajaba los ojos, no
encontraría nada que me devolviera la mirada. Bajé los ojos.
Hacía dos años, a los veintidós, Tristán había abandonado la academia
Julliard, donde estaba terminando la carrera de música antigua e instrumentos
populares de la Europa del Este. De la noche a la mañana, y sin avisarme, mi
hijo se había marchado a Polonia para vivir con su abuela materna y estudiar

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los instrumentos populares del pueblo lemko, en los Cárpatos: cómo los
tocaban y cómo talaban los árboles y curaban la madera con que los
elaboraban con sus propias manos. El cymbaly, la trembita, la sopilka. No
había vuelto a ver a Tristán desde entonces y sólo había recibido lacónicas
respuestas a las cartas que le escribía. Aquel muchacho serio y silencioso
había sido mi mejor amigo.
Lonna me besó en la coronilla.
—No sé —dijo.
Cogió el traje de encima de la cama, sacudió varias enfermedades
invisibles con la mano y se sentó a mi lado. Tomó el mando a distancia y a
continuación disfrutamos de un buen rato de televisión. Abogada y cliente
concentrados en los fogonazos espasmódicos, la acelerada jerga moderna,
como si todo aquello fuera una tercera persona que de pronto nos hubiera
caído encima y exigiera poder soltar su discurso. Sin embargo, pronto quedó
claro que esa tercera parte deseaba traer consigo a un puñado de vacas
británicas enfermas. Sus hermosos ojos llenaron la pantalla.
—Se lo he explicado a otra gente —dijo Lonna, y bajó el volumen del
aparato.
—¿Qué?
—Están cabreados. Debes saber que están esperando a que se lo cuentes.
Confunden tu debilidad con teatro.
—¿Qué les has explicado?
—¿A ti qué te parece, Burt? Estaba contra las cuerdas, lo creas o no.
Debería habérselo explicado antes. —Tenía un cigarrillo en la mano, pero no
lo encendió—. Pensé que tal vez Tivona podría hacerte entrar en razón, pero
se limitó a asentir sabiamente. Joder, con Tivona. Como si siempre lo hubiera
sospechado.
—¿Cuánto tiempo hace que lo…?
—Antes de la acampada medieval. No sé, supongo que tres días o así. Las
chicas te adoran, Burt. Era lo único que podía hacer para evitar que
contactaran con la embajada estadounidense y solicitaran algún tipo de
intervención. En serio, tuve que contárselo para que no te declarasen demente
y Dios sabe qué más. Les dije que sólo necesitabas prolongar un poco las
vacaciones y que al final sabrías encontrar un camino para regresar a casa.
Solté un suspiro.
—Es lo que menos debería preocuparte. Toma —dijo, y me tendió un
papel—, estoy segura de que te interesa. Es la dirección de Tristán. Su nueva
dirección. Y también su teléfono. Y un mapa.

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Le dediqué a Lonna una mirada de estupefacción.
—Pero ¿cómo…?
—Tu hija.
June vivía en California con su marido, Jack, y su hijo, Sammy. Debo
decir que la relación entre mi hija y yo no había sido precisamente ejemplar.
Se mirara como se mirase, June había tenido una infancia infeliz.
—¿Lo sabe ella?
—No.
—¿Has hablado con Tristán? Lonna, ¿has hablado con él?
—Sí.
Eché un vistazo a la dirección.
—No vive en Polonia —dije. Di la vuelta a la hoja de papel, como si allí
fuera a encontrar la otra dirección, más previsible, más polaca.
—No ha vivido en Polonia desde hace…, bueno, creo que bastante
tiempo.
Praga, República Checa. Bohemia. Contuve una carcajada, sonreí. La
esperanza me inflamó el pecho y me deformó aún más la cara. La esperanza
se parecía a un ataque al corazón. Tristán estaba cerca. Tristán no estaba en
Polonia con su abuela materna.
—Pensé que te alegrarías —dijo Lonna—. Pero Burt…, no sé, ten
cuidado. Mantén la calma. Han pasado dos años, tal vez no sea suficiente.
Francamente, Burt, lo noté distante.
Nunca había tocado a Lonna de forma afectuosa, pero temía que ahora las
circunstancias pudieran justificar un acceso de esa índole. Con un enorme
bostezo, le pasé el brazo por los hombros, altísimos, y atraje a mi amiga hacia
mí. Su cuerpo era más cálido de lo que yo había esperado. No sabía si debía
dejar el brazo allí durante un tiempo específico o si, ahora que ya le había
dado mi bendición, era mejor apartarlo rápidamente. Nos quedamos ahí
sentados, observando tímidamente nuestro reflejo en el espejo. Eso facilitaba
la abstracción. Retrato de un viejo con su altísima abogada, Lonna percibió
mi incomodidad y sonrió levemente.
—Las anacoretas están esperando —dije—. Debo llevarles la cena.
Intenté levantarme pero Lonna no me dejó.
—Vuelve a casa, por favor.
—¿A casa?
Sacudí la cabeza.
—No me vengas con ésas, Burt, tú no eres un monje marinero irlandés.
—Nunca he dicho que lo fuera.

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Aunque supongo que últimamente había hablado mucho de aquellos
monjes irlandeses medievales que botaban una barca de mimbre y cuero y se
entregaban al océano sin provisiones de ningún tipo, abandonados a la
voluntad divina. Un hombre y el mar, frío y despiadado. Me había quedado
prendado de las fotografías de aquellos agrestes monasterios erigidos en
alguna remota isla irlandesa; en ellos creía ver los testamentos de Su
misericordia ocasional, detalles conmovedores e inverosímiles de la historia.
—Esto es un error —dijo Lonna—. Yo sólo… Mírame. Tú me conoces.
—No hay de qué preocuparse.
—¿Estoy exagerando, entonces?
—Yo no he dicho eso.
—Burt, en serio; ¿quién crees que va a cuidar de ti ahora?

—¿Te encuentras bien, mi señor?


—No —digo—. La verdad es que no.
Una vez fuera de la tienda de campaña, nuestras anacoretas a tiempo
parcial se deslizan tras nuestros pasos, con velas en las manos, embriagadas y
con andar incierto, salmodiando todas en voz baja. Las túnicas susurran sobre
la hierba alta y las flores silvestres. Los viñedos despiertan y despliegan la
lejanía ante nosotros. Los pájaros salen proyectados horizontalmente. Una
anacoreta se pierde por entre los arbustos y es difícil ignorar el torrente
embravecido de su orina.
Le doy un manotazo a un insecto que resulta ser el pelo de Tivona.
—Señor, pensativo os veo —dice.
—Cierto es.
—No me place, Eckbert.
Llevo un bastón en la mano. Las anacoretas me siguen, una tras otra,
como los pobres desarraigados del siglo XIII. Los pocos alemanes con los que
nos encontramos fingen no vernos, pero inmediatamente dejan de ocuparse de
sus jardines imposibles y se van por donde habían llegado. Nuestra actuación
comenzará a las seis y media. Las voluminosas rocas de la abadía de Santa
Hildegard esperan, ahí abajo.
Me pongo bien la túnica. Imagino que los viñedos se sirven de la niebla
matinal para empujar el pueblo dormido de Rudesheim ladera abajo, hacia el
Rin. Lenta, imperceptiblemente. Hasta el día en que volverán a conquistar
totalmente esta tierra. Oigo lo que parece una versión ebria y gregoriana del

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Oh, Tannenbaum. Sigo el avance de tres automóviles relucientes, cubiertos de
rocío, que cruzan los viñedos rumbo a la abadía.
Hildegard von Bingen escribió que el viento mantiene unido el
firmamento del mismo modo en que el alma evita que el cuerpo se desintegre.
Pero esta mañana no hay viento. Una de las anacoretas, la más joven, una niña
de siete años llamada Heather, con la túnica por encima de las rodillas, se
aparta de la procesión y nos adelanta montaña abajo, riendo y dejando un
rastro marcado en un campo cubierto de hierbas que le llegan hasta la cintura
y de parras asilvestradas, abandonadas. Su madre la llama con su sonoro
inglés antiguo de Hollywood. Heather forma parte de la Fraternidad de la
Recuperación de los Tiempos Perdidos y del taller de canto de Tivona
prácticamente desde que nació, y ya tiene fama de pedante incorregible.
(«Esto —le oí decir en una ocasión, mientras sostenía en una mano una
corona de cartón del Burger King, como si fuera un ratón que hubiera
encontrado en el filtro de una piscina—, esto no es una corona. Esto es una
tiara ducal.») Yo creo que la toleran porque su madre es aún peor, además de
religiosa rematada, por lo que el resto de mujeres se toman como una
obligación proporcionarle a la niña una educación lo más normal posible. En
cualquier caso, desconozco de qué modo encajaba eso con hacerle pasar tres
días en una tienda de campaña. Libre por fin de aquel refugio de nailon, la
niña revolotea, persigue a los pájaros que están desayunando y ya no canta ni
ríe, sino que grita:
—¡Buenos días, Alemania! Hallo! Hallo!

Lonna Katsav y el resto de los no anacoretas del taller de canto esperan como
pingüinos en las escalinatas de piedra de la abadía de Santa Hildegard, con
sus blusas acabadas de sacar de las maletas, sus faldas y sus rostros
sonrosados recién salidos de la ducha en marcado contraste con las túnicas de
anacoreta de nuestra ebria procesión. Tivona está radiante bajo su espesa
cabellera rizada. En el claustro hay dos docenas de monjas. No creo que
hubiéramos provocado una impresión más escandalosa aunque hubiéramos
sido un ejército de leprosos que llegara con repicar de cascabeles, pidiendo
limosna con los labios cubiertos de costras.
He pasado dos semanas entre las monjas de Santa Hildegard, en la lenta
colmena de su tienda de productos artesanales y su taller de restauración, con
sus plegarias y sus oficios cantados, sus caras de pan, redondas y con gafas,
muchas con dientes de conejo, elevándose como burbujas desde un interior

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insondable. Las he observado en silencio, regocijándome en su tranquilidad.
De vez en cuando, una de ellas me dedicaba incluso una sonrisa mientras yo
me arrodillaba y fingía contemplar la salvación.
Unas campanas doblan con un sonido hueco. El cielo se cubre de nubes
rosadas y el sol naciente hace desaparecer la niebla, sólo para fastidiar a las
tímidas torres y los tejados de Rudesheim. Es casi la hora de nuestra
actuación. Durante la última guerra, las campanas de esta abadía se habían
convertido en revestimiento para las bombas nazis. Las propias monjas habían
desaparecido montaña abajo, muchas no habían regresado jamás y la abadía
había sido requisada para los heridos y los moribundos. ¿Pensarían aquellas
mujeres en campanas cuando las bombas comenzaron a estallar a su
alrededor?, me dije. ¿O acaso el sonido de las segundas había hecho
desaparecer cualquier rastro de las primeras? La eterna maleabilidad de todas
las intenciones, de todo, lo bueno y lo malo, hace que un escalofrío agradable,
extrañamente cargado de esperanza, me recorra la espalda; porque tal vez no
estaba cometiendo un error.
Esta mañana las monjas están acompañadas por un buen número de
invitados del Simposio Hildegard 900. Hermanas visitadoras de todos los
rincones de la Cristiandad, monjes inquietos con gafas de sol, oblatos,
turistas, un hirsuto grupito de fieles seguidores del New Age y, finalmente, un
puñado de intérpretes de música antigua profesionales con sus voces como
agua helada. Todos ellos han llegado pronto. Han venido a burlarse de
nosotros, a presenciar en silencio su superioridad cultural. Sus recias espaldas,
sus dóciles bolsas de piel; su cháchara oficiosa y sin vida acerca de antífonas,
responsorios, salmodias, doxologías, introitos, estilos neumáticos, melodías
melismáticas, graduales, kirieleisones y cosas así. Bobadas. Están ahí por
nuestras túnicas y nuestras velas. Por nuestro país americano de fantasía, tan
vulgar como natural. Más tarde, como siempre, les preguntarán cosas a mis
chicas, sutiles reveses de sabiduría e ironía que muchas de las mujeres no
entenderán ni por asomo. Las palabras excitadas y bienintencionadas de las
muchachas han hecho mucho por mancillar su simposio: no hace falta ser
dentista para verles los colmillos. Lonna fuma un cigarrillo tras otro por ellos.
Lonna es más lista que ellos y eso le proporciona cierta fuerza.
Para no ser menos, nuestra pequeña pedante, Heather, se pone a rezar ante
una estatua de metal de Hildegard von Bingen. Arrodillada, reza en voz alta,
con la exaltación entrecortada, desaliñada de una adolescente. En dos
ocasiones se santifica con gesto brusco, como si utilizara un teléfono de
emergencia. Las monjas no saben qué hacer. Algunas le dan la espalda, otras

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no. La verdad es que ignoro a qué oscura secta cristiana pertenecen
exactamente Heather y su madre. (Durante el vuelo, la pequeña había estado
inconsolable, convencida de que las turbulencias se debían a que el avión
estaba «atropellando ángeles».) Pero no voy a avergonzarme por ello: hace
novecientos años sólo a los enfermos mentales más pudientes les era
permitido el lujo de un asilo. El resto terminaban terapéuticamente atados a
las mamparas de alguna iglesia, o los abandonaban, solos y desnudos,
aullando en un bosque, siguiendo la voluntad de Dios, tal vez con una cruz
rapada en la cabeza, para que les diera buena suerte. A veces incluso los
quemaban vivos. Así pues, ¿qué tenía aquello de malo? Siempre habían
formado parte de las legiones de peregrinos que acudían a santuarios como
aquél, sólo que hoy los peregrinos no son los paralíticos, los flagelantes, los
desdichados, los forajidos, los escrofulosos o los tullidos. Hoy somos
nosotros.
Subo las escaleras, junto a mis chicas. Saludo con la mano a la monja que,
he decidido, es mi preferida. Alguien me pregunta qué hora es.
—¿Hablas con lord Eckbert? No, él va a su propia hora. —Lonna sonríe.
Eckbert Attquiet es, naturalmente, mi personaje de la Fraternidad de la
Recuperación de los Tiempos Perdidos. Saco el reloj de bolsillo de la bolsa
que me he cosido al cinturón.
—Las once —digo—. Las once de la noche.
—Burt, cariño, son las seis de la mañana.
—Yo no creo que uno pueda ganar o perder horas —tercio, y encuentro
solaz en la figura del viejo excéntrico—. Servidor soy una isla de tiempo.
El sol calienta y me siento feliz, en paz con todas esas mujeres. Se ríen, se
burlan de mi cerrilidad, y me doy cuenta de cómo a lo largo de los últimos
dos años me he vuelto dependiente de ellas. No comentan nada sobre mi
intención de no regresar, pero no hace falta: estando entre ellas, me siento
como si lo llevara pegado a la nariz. Hablamos de lo nerviosos que estamos y
de lo especial que es esta mañana. Tal vez siempre había esperado que me
detuvieran, que no me dejaran llegar tan lejos. Pero ha pasado algo y ahora sé
que no van a detenerme, que ni siquiera lo van a intentar.
Tivona nos reúne en un semicírculo a su alrededor. Actúa con una lentitud
táctil, meditabunda, con cierto aire de ritual. Lonna y yo tenemos una broma
en la que imaginamos que Tivona Henry se cepilla los dientes, trazando
círculos imperceptibles con un cepillo de madera de fabricación casera, muy
despacio y durante muchas horas, soltando la placa y mandándola al más allá,
con una sonrisa.

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Nuestra actuación de hoy será un popurrí, un corta y pega nada ortodoxo
de los pasajes más conmovedores de Hildegard von Bingen. Tivona lo llama
«nuestro remix del año del Jubileo».
Es aquí donde, finalmente, me presentan a Max Werfel, el dermatólogo
brasileño. Aquel hombre esférico, de reluciente mediana edad, nos cae encima
y yo agacho la cabeza como si se hubiera producido una explosión. Incluso
me da un tic en los ojos. Durante las dos últimas semanas ha sido el
compañero inseparable de las mujeres; lo conocieron en un taller del
Simposio Hildegard 900 al que me negué a asistir y desde entonces, al
parecer, las ha acompañado a todas las excursiones por Renania, en las que,
desde luego, habrá salpicado con su aguda risita situaciones que habría sido
preferible dejar sin adornos. Es adorable. Con las manos perdidas en un ramo
de flores, se dirige en primer lugar a Tivona, le besa la frente y le coloca una
flor violeta en el pelo; a continuación va acercándose al resto de las chicas,
una por una, y les coloca una flor detrás de la oreja, entre los pechos, en la
camisa o en la túnica y, en el caso de una Lonna Katsav inexplicablemente
embelesada, en la botella de Evian que sostiene como prueba de su simpatía
por Europa. Le cojo manía al instante.
Tivona me presenta a Werfel y yo estudio mis sandalias y muevo los
dedos de los pies. No habla inglés y eso, desde luego, no hace más que
acrecentar su encanto. Tiene el pelo muy negro, como un casco encajado en
aquella cabeza perfectamente redonda. Lleva unos calcetines blancos que casi
le cubren las rodillas. Habla un idioma al que las mujeres, por increíble que
parezca, se refieren como «brasileño», pero que sólo es portugués o un
alemán soleado, de selva tropical. Él habla y Tivona traduce. Me coge la
mano, me la estrecha y la sacude. Y, bajo la mirada de Lonna, tengo la
sensación de que no es la última vez que veré al dermatólogo. Murmuro un
«hola». Le doy la espalda y conduzco a las mujeres al interior de la iglesia.

—Alguien está celoso —susurra Lonna.


Yo la reprendo con mi silencio.
—Tú y Max os haréis amigos. Ya lo verás.
Jesús nos observa desde lo alto del ábside de la iglesia, aunque Su mirada
perdida le da a uno la terrible impresión de que acaban de apuñalarlo por la
espalda. Está horrorizado, paralizado, faltan apenas unos segundos para que
se despeñe de la pintura de inspiración bizantina y se dé de bruces contra el
altar de Su Padre.

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A mi espalda, Heather le pregunta a su madre qué le pasa a Jesús, pero su
madre le hace repetir la pregunta para que todos la oigan antes de concluir
que a Jesús no le pasa nada.
Las monjas y sus afiliados entran y se reúnen en los bancos de madera.
Los intérpretes profesionales de música antigua parecen estudiantes del siglo
XIX en una autopsia pública, sus impolutas manos flotando encima de sus
impolutos regazos. Se me ponen los pelos de punta. Hace novecientos años no
habría habido bancos, ni reclinatorios, y el suelo habría estado cubierto de
paja. Los campesinos, hediondos y a menudo borrachos, habrían venido a oír
misa en un idioma que ninguno de ellos comprendía. La intención nunca fue
que a Dios se le entendiera.
Estamos ya ante el público. Los que llevamos túnica nos colocamos frente
a los que no llevan. Yo estoy en el centro: mi túnica y mi cabeza calva tienen
muchas probabilidades de convertirse en un punto focal y mi nariz es la
excusa perfecta para el regocijo y la incredulidad incipientes de los europeos.
Una de nuestras anacoretas va por el pasillo encendiendo las velas. No
lleva zapatos. Otras dos comienzan un ejercicio de calentamiento vocal
consistente en una serie de indecorosos suspiros y yo pienso en el festín de los
locos, la tradición medieval de Año Nuevo en que los sacerdotes dirigen a sus
feligreses a través de una retahíla de canciones licenciosas mientras devoran
salchichas frente al altar. Vemos como una anacoreta sale corriendo de la
iglesia, cubriéndose la boca con la mano.
—Dios mío —dice Lonna en un tono que, ella lo sabe, no ha sido un
susurro—. ¿Qué estamos haciendo? Por históricamente válido que sea,
¿tenían que beber tanto?
Tivona se coloca frente a nosotros. Espira. La imitamos colectivamente.
Dos personas entre el público empiezan a toser tal como suele hacerse cuando
uno no quiere reírse; de hecho, hay quienes no se cortan y sueltan una risita.
Tivona levanta primero la barbilla, luego la mano derecha. Durante un
minuto su voz llena la nave de la iglesia. Entonces se me ocurre que nunca
volveré a oír esa música, no de aquella forma. De repente, la voz de Lonna,
surgida de ninguna parte, se eleva por encima de todos nosotros, incluso de
Tivona; estalla en respuesta a la calma lastimera de ésta. Siguiendo su
ejemplo, el resto de chicas estallan también. Dubitativas y tambaleantes,
desafinan extáticamente. Técnicamente, nunca hemos sonado peor. Pero, a
pesar de ello, algo probablemente auténtico y casi eterno llena la abadía de
Santa Hildegard. Algunas de las monjas sonríen, impresionadas. Los
profesionales de la música antigua enseñan los dientes en un gesto

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horrorizado. Las manos de Tivona se elevan teatralmente y nuestro volumen
sube, subimos e imagino que encima de nuestras cabezas se forman nubes de
verdad, los viñedos a nuestro alrededor son arrasados, los castillos
nuevamente convertidos en ruinas, el pasado reinstaurado, y el futuro
aterrador, en suspenso. Cierro los ojos y tarareo.

Además de la lengua y el corazón de Hildegard von Bingen, la iglesia


parroquial de Eibingen posee un cofre del tesoro lleno de restos: calaveras
envueltas en seda, cruces doradas adornadas con dientes, una diadema
coronada con nudillos humanos… Hay todo tipo de huesos de brazos y
piernas, envueltos también en seda y colgados de cruces, atados con ribetes
dorados como si fueran los regalos de Navidad de unos piratas Victorianos.
Los nombres de los hombres y mujeres que en su día hicieron uso de esos
huesos están escritos a mano sobre la seda. Estoy solo, contemplando el cofre,
y veo mi propia cara reflejada en el cristal, sobrepuesta a una calavera
envuelta para regalo.
—¡Ahora yo soy tú! ¡Largo, estás muerto!
Cuando santa Isabel de Hungría yacía moribunda, una multitud de fieles
ávidos de souvenirs acudieron a verla y preventivamente le cortaron los
pezones, el pelo y las uñas de los pies para así engrosar las existencias de
reliquias medievales de la Cristiandad: las orejas de Carlomagno. Unas gotas
de leche de la Virgen. Los dientes de leche de Jesucristo. Una reliquia de la
circuncisión del Señor. Suficientes astillas de la Santa Cruz como para
construir un arca. Dos arcas, tres. Los cruzados incluso regresaron de
Jerusalén con dos cabezas de san Juan Bautista, lo que llevó a Gilberto de
Nogent a preguntar: «Así pues, ¿se trataba de un santo bicéfalo?».
Me aparto de los huesos, presa de una felicidad inexplicable. No hay
nadie más que yo aquí y el silencio retumba dentro de la iglesia. Un pájaro de
color naranja entra volando por las puertas abiertas y comienza a describir
unos frenéticos círculos en el aire, levantando el polvo y salpicando las
paredes con sus píos y sus alegres trinos.
Esta noche daremos la última fiesta en Renania, mi tan anunciada velada
de despedida, en Rudesheim, en una bodega de la famosa Drosselgasse o
Calle de la Felicidad, «La calle más alegre del mundo». Mañana por la
mañana Lonna empezará unas vacaciones de estas vacaciones y volará a
París, donde pasará unos días recuperándose de la Edad Media antes de

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regresar a casa. El resto de las chicas se marcharán directamente a Nueva
York.
Desciendo por las escaleras de piedra hacia el aparcamiento que rodea la
moderna iglesia por completo. Es como si alguien hubiera aparcado un
momento este horrendo edificio y hubiera ido corriendo a comprar leche y
huevos al otro lado de la calle.
—¡Ahora yo soy tú! —retumban dos bicicletas que pasan zumbando—.
¡Largo, estás muerto!
Camino junto al borde de un viñedo. Los coches pasan como espíritus. De
vez en cuando algún niño, remilgado y triste, atraviesa el paisaje y yo no
puedo dejar de sonreír. Tengo un mapa de Bohemia. En el bolsillo llevo una
dirección y un número de teléfono de Bohemia escritos en una hoja de libreta
doblada. Mi hijo no está en Polonia.

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III

A ÚN recuerdo cómo Estados Unidos de América embadurnaba el otro


lado de las ventanas de nuestro BMW y cómo eso nos unía más. Estoy
pensando en la época en que mi familia y yo fuimos en coche a Florida. Si
hubiera logrado que siempre fueran así, con el tiempo pasando de forma tan
indolora como Georgia, o Virginia, o Maryland, o el lugar donde
estuviéramos. Tristán tendría unos cinco años. Yo era ya lo bastante viejo y
sabía de qué iba la cosa. Florida significaba cloro y Florida significaba viajes
espaciales.
Mi esposa y mi hija, June, estaban enfrascadas en un juego relacionado
con las matrículas de los coches. Mi esposa era larguirucha, una mujer de
vastos apetitos inclinada sobre un volante minúsculo, que nos empujaba hacia
delante, su pelo prematuramente canoso ondeando con el bullicio de la
autopista. June iba escondida al otro lado del reposacabezas del asiento
delantero. De vez en cuando se volvían hacia nosotros, simples guardianes de
los mapas y del cambio exacto para los peajes: mi mujer sobre el hombro
derecho, mi hija sobre el izquierdo. Se golpeaban inevitablemente la cabeza y
exclamaban «¡ay!», cómicamente, al unísono. La idea de ir de nuevo a Cabo
Cañaveral había sido suya. («Papá, si vivieras en la Edad Media, ¿no te
gustaría visitar a Copérnico? Pues la NASA vendría a ser…», «Copérnico fue
un alborotador polaco».) Lo único que a mi hija le gustaba más que los viajes
espaciales era coleccionar piedras. A mi mujer le gustaba desaparecer.
«Volverse pequeña», lo llamaba ella, que ansiaba la pérdida pasajera que
experimentaba en el momento en que entregaba toda su humanidad al océano
de Florida y nadaba tan lejos como podía. A mi esposa le gustaba recoger
caracolas al anochecer, a solas, bebiendo mimosas, sus huellas las únicas de
toda la playa. Pero a veces mi hijo la seguía y jugaba a saltar de pisada en
pisada, haciendo lo posible por no dejar ningún rastro propio. «Soy tu
fantasma —le decía—. No mires porque no me vas a ver».
Sin embargo, Tristán era mucho más que eso. Era nuestro pequeño
inmigrante; tan triste, tan reflexivo y afectado: su frente alta, gafas de culo de
botella, cabellera renacentista y, desde luego, esa voz contenida, con un
acento extraño, que subía y bajaba, entrecortada por comas innecesarias. Si
llegaban a oírle, los extraños creían que el inglés era en realidad su segunda
lengua. Durante aquellos primeros tiempos yo actué como su parachoques y

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su salvoconducto ante y para el mundo. «Mis dos pequeños trastos», decía mi
mujer. Durante muchos años me resultó imposible imaginar mis manos sin la
de Tristán agarrada a una de ellas.
—Vamos a hacer una cosa, papá —susurró—. Hagamos que mamá gire a
la izquierda.
—¿A la izquierda?
—Por favor.
—¿Por qué? ¿Necesitas que paremos en una estación de servicio?
—¡Chsss! —Mi hijo, de cinco años, señaló el sol y sacudió la cabeza. El
pelo le cayó encima de las gafas—. No digas nada.
—¿El sol?
—Nos está siguiendo.
Las chicas, entretanto, estaban muy emocionadas. Una de ellas acababa de
ver el equivalente al monstruo del lago Ness de la autopista. Incluso Tristán y
yo observamos con asombro el vehículo con matrícula de Hawai. Era rosa. El
conductor era moreno y no llevaba camiseta. Con un chillido, mi hija se
desabrochó el cinturón de seguridad y comenzó a rebuscar en las bolsas de
plástico que tenía a los pies.
—La cámara —gimió—. Por Dios, mamá, ¿dónde está la…?
El automóvil rosa pasó junto a la ventana de Tristán. June, cámara en
mano, soltó un grito de júbilo y comenzó a tomar fotografías. Incluso mi
mujer, una veterana del Juego de las Matrículas con cuarenta años de
experiencia, golpeó el volante con regocijo.
—Pero ¿quién conduce de Hawai a Florida? ¿Es siquiera posible? —
preguntó mi hija adolescente, volviéndose hacia mí. Como tenía la nariz
grande (no deformada como la mía, pero más grande que la nariz media, y en
la que, inevitablemente, veía un augurio futuro de la mía), June abusaba del
maquillaje—. ¿Burt, tienes alguna teoría definitiva?
Me sacó una foto, clic, y se enderezó para admirar mejor a aquel
hawaiano itinerante.
—Copérnico —señalé—. Desde luego.
—Desde luego —me imitó mi hija, y me tiró un Frito.
—En fin, cien puntos para mí —dijo mi mujer—. He ganado.
—No, si logro ver uno de Alaska, no ganas. O diez de Dakota del Norte.
O quince… ¿qué? Quince de Montana. Burt, Tristy, tened los ojos bien
abiertos, ¿vale?
Tristán continuaba contemplando el cielo. El sol avanzaba sin parar,
ensombreciendo todos nuestros giros.

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June empezó a tirar Fritos perezosamente por la ventana. Mi mujer le
pegó en la mano.
—Son biodegradables —replicó June, y se metió uno en la boca al tiempo
que abría su mapa geológico de dondequiera que estuviéramos. Tenía un
mapa de ésos para cada región de cada estado de la Unión.
Mi mujer y June solían ser las encargadas de distribuir la fruta desgajada,
los pasteles de salchicha, los nabos machacados y el zumo de zanahoria con
los que nos alimentábamos mi hijo y yo. Íbamos vestidos con nuestros
atuendos medievales de la Fraternidad de la Recuperación de los Tiempos
Perdidos: túnicas marrones y sandalias de piel a conjunto, muestra de nuestra
resistencia pasiva al siglo XX. Mi mujer le dio un sorbito a mi aguamiel casera
y me pasó la jarra de barro.
—¿Es rodomiel? ¿La que lleva pétalos de rosa? —preguntó.
Bebí un trago.
—En parte sí —repuse al tiempo que el alcohol con miel me calentaba la
garganta—. Pero la he mezclado con un toque de… de císer. Que es como
melomiel, pero hecho con…
—Manzanas, ¡mmm! —dijo ella—. Eso es, ése es el sabor que noto.
Le acaricié la cabeza a mi hijo; el sol realmente lo estaba molestando. De
vez en cuando miraba hacia él, pero rápidamente volvía la cabeza. Entonces
atisbaba por entre los dedos. Creo que siempre supe que iba a perderlos, que
iba a perder a mi familia.
—Tristán —comencé a decir… pero, sinceramente, ¿qué sabía yo del
sistema solar?

Guardo celosamente ese recuerdo. Diecinueve años más tarde, justo a mi


derecha, el sol de Tristán aporrea con furia casas, fábricas, árboles, montañas
e iglesias. El sol, por lo menos, parece tener una idea clara de adónde me
dirijo. Este paisaje de la Alemania rural es una fuga utilitarista y Max Werfel
es un conductor excepcionalmente malo. Es casi emocionante.
Por motivos de seguridad, y también porque lo odiaba, había comenzado
el viaje atándome el cinturón en el asiento trasero, justo detrás del
dermatólogo. Más adelante, y actuando bajo la ilusión de que me iba a ser
más fácil evitar un accidente si tenía una visión más amplia de la autopista,
me rendí y me uní a Werfel en el asiento delantero. Eso le brindó al hombre
muchas oportunidades de tocarme, particularmente en el hombro. Los
brasileños son gente amistosa y efusiva. Y también religiosa. Lo que es

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positivo, pues realmente necesita uno grandes dosis de fe para conducir como
Max Werfel. En mi opinión, lo único que nos ha salvado es que los alemanes
son unos conductores prodigiosamente buenos, capaces de advertir cualquier
proeza automovilística que Werfel decida llevar a cabo y amoldarse a ella. A
veces pienso que en realidad está poniéndolos a prueba.
Mis oídos se atascan con un registro tonal diametralmente opuesto al de
un cántico. A Werfel le gusta conducir con todas las ventanillas abiertas todo
el tiempo. Ebrio de sol, bosteza y saca una mano por la ventana, la palma
hacia arriba como esperando que le caiga una manzana o una bendición
tardía. Vuelve su cabeza redonda hacia mí.
—La carretera —digo yo—. Por favor, preste atención a la carretera.
El hombre tiene demasiados dientes.
—Burt —dice.
Se ríe y me da una palmada en el hombro.
Pero es inteligente. Reservado en algunos momentos (con mirada perdida
y sonrisa triste), al instante intenta hablar en inglés y se pone a hacer ruidos
en mi honor. Como en una guerra o en alta mar, la proximidad constante a la
aniquilación precipita algo y, finalmente, dejo de odiarlo.
El viajero medieval solitario era un hombre que carecía del menor instinto
de conservación. Casi seguro que era un loco, un hereje, un emisario de
Satanás, y generalmente el cristianismo creía verse en el deber de liberarlo de
sus posesiones o, si el viajero no tenía ninguna, de su vida. Por ese
motivo,'.en, la Edad Media los viajes se realizaban siguiendo un principio al
que las chicas del taller de canto llamarían tal vez conducir por turnos: un
viaje no se iniciaba jamás con menos de dos personas, e incluso dos podían
resultar ser demasiado pocas en tiempos de conflicto y anarquía, que, desde
luego, eran los más habituales. Nada menos que eso habría sido poco
aconsejable.
En cualquier caso, ésa había sido la lógica que había seguido Lonna al
dejarme claro que o viajaba con Max Werfel o no viajaba.
Era lo último que me pedía, la conclusión de mi libertad condicional. Ni
que decir tiene que a Tivona y las chicas les faltó tiempo para suscribir esa
opinión: viajaría y me hospedaría con Max Werfel hasta llegar a Praga, y si
por alguna «razón» (posibilidad que, para mi mayor angustia y curiosidad, a
Lonna le parecía probable) debía acortar mi estancia en Praga, iba a continuar
con el brasileño hasta Viena y, finalmente, Budapest. Era tan difícil pasar por
alto las sonrisitas maliciosas que Lonna, sin ningún disimulo, cruzó con las

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demás como juzgarlas en su justa medida. Para después de Budapest no tenía
instrucciones de ningún tipo.
No sé demasiadas cosas sobre este sudamericano. Max Werfel, de
ascendencia desde luego alemana y no más de cuarenta y cinco años a sus
espaldas, es originario de la ciudad de Porto Alegre, en Brasil («Porto
Alargue», como había dicho una de las chicas). Había sido invitado a
participar en el Simposio Hildegard 900 gracias a su obra recién publicada
sobre la historia de la dermatología. El libro de Werfel cita a nuestra santa
Hildegard von Bingen como una pionera de la ciencia y (según me contó
Tivona) dedica todo un capítulo a las reflexiones de santa Hildegard sobre la
sarna, los piojos, las picaduras de mosquito, el rinofima, los baños exfoliantes
y los arbustos venenosos. Hay consenso en que su concurrida presentación de
la obra de santa Hildegard Las sutilezas de la naturaleza diversa de las cosas
creadas fue un éxito tan clamoroso como uno pueda esperar de una obra
arrancada de las fauces de la dermatología histórica. Werfel va a Praga a
encontrarse con su hermanastra, cuya existencia conoce desde hace muy
poco. Al parecer se trata de algo así como una visita sorpresa. En ese sentido,
los dos estamos en el mismo barco.
Hundo mis pensamientos de nuevo en el tumulto verdoso y marrón del
borde de la carretera. ¿Cómo puedo conciliar este paisaje, este tramo de la
República Federal de Alemania con mi Edad Media? Todo sucedió aquí, pero
¿dónde? A pesar de los castillos, las iglesias y todos esos pueblos que aún
obedecen a planes milenarios, la Alemania moderna parece un reino
básicamente carente de historia. Seguro, dócil, ordenadito, todo su misterio
parece haberse consumido hace tiempo en las conflagraciones de este último
siglo.
Y, sin embargo, no es tan difícil dejar esa fachada a un lado y husmear en
lo que fue en su día. Imagino la carretera llena de charcos por la que otrora
circularon los vendedores ambulantes del siglo XIV, los mercaderes cargados
de fardos, los recaudadores de impuestos, los caballeros, curas, peregrinos, los
eruditos trotamundos, los malabaristas, las prostitutas, los locos, los obispos,
los perdonavidas, los asesinos y los caballos. Imagino caballos que pasan
junto a nuestro vehículo, corriendo al otro lado de ventanas iluminadas con
luz de velas, estanques, torres con aguja, ciudadelas, tabernas y pueblos de
adobe y cañas con nombres que ningún ser vivo actualmente ha pronunciado
jamás.
Cae la noche y yo busco las estrellas, pero las luces de los coches, las
farolas y el resplandor mortecino y deslavazado de la civilización dejan ver

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poquísimas. A las que logro atisbar les ruego con insistencia que vuelvan a
llenar el cielo de Europa, plano y baldío, que le suban el volumen. Ha sido un
día largo.
De repente, en el firmamento surge una estrella que parece acercarse por
momentos. La observo y, en mi estado de ensoñación, tardo un minuto en
darme cuenta de que aquella estrella intermitente y móvil es en realidad un
avión. Pasan varios segundos más antes de que logre ubicar aquella máquina
voladora en el contexto de mi pasado reciente, pues estoy seguro de que allí,
aunque no sabría precisar exactamente en qué punto de su viaje se encuentran,
están mis amigas, miles de metros por encima de mi cabeza, rumbo a casa.
Hablan demasiado alto, casi puedo oírlas. Hablan demasiado alto con
extraños que no desean hablar con nadie. Se enseñan fotografías y postales;
las miniaturas antropomórficas, las baratijas y las decoraciones navideñas que
han comprado van de mano en mano, y hablan de todo lo que deberían haber
comprado pero que, por un motivo u otro, no compraron. La pequeña Heather
cuenta estrellas o ángeles, ciudades, tal vez incluso coches; a lo mejor incluso
nos ha añadido a nosotros a su estadística, nos ha divisado entre las demás
hormigas relucientes y nos ha beatificado, o nos ha confundido con un serafín
lento y resplandeciente. Algunas de las chicas leen revistas; otras están
absortas en sus romances medievales. Están ajustando de nuevo sus relojes
anticipadamente, poniéndose de nuevo en hora, al unísono, camino a casa.
Otras están escribiendo postales de Renania que no dudarán en mandar a
familiares y amigos cuando finalmente lleguen a casa, con la bendición de
unos sellos y una normativa postal que comprenden mejor. Echan de menos a
sus hijos y a sus maridos, a sus animales, a sus hermanas y a sus colegas, el
olor familiar de sus sábanas y la presión del agua de sus duchas. Temen el
aspecto que tendrán sus casas tras dos semanas de ausencia. Algunas de ellas
comienzan incluso a cantar en voz baja, aprovechando el zumbido del motor
como sustituto del barítono. Para sustituirme a mí. Me han dejado atrás. Y en
la oscuridad de la autopista ante nosotros veo mi futuro, que se abre como un
agujero.

Max Werfel se estira y da saltitos, se pone crema, vuelve a asegurar el velero


de su calzado y se sube los calcetines blancos. Sus rodillas son una doble
imagen de su cara, reducida y sin rasgos. Brilla en el hervidero de la
oscuridad fluorescente del aparcamiento.
—Velocidad warp —dice tímidamente, y se mete en el coche.

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Le devuelvo la sonrisa. No he logrado convencerle de que no quería nada
de comer y me ha traído unas patatas fritas.
—Gracias, Max.
Aunque tengo hambre, de verdad que antes dejaría que me aplastaran la
cabeza con un hacha: las patatas, al igual que los tomates, el tabaco, el café, el
maíz, los plátanos, el chocolate y el azúcar de caña, están completamente
F.d.E., Fuera de Época. Toda esa comida no existía en la Edad Media.
Werfel se saca tres bolsitas metálicas de kétchup del bolsillo y me las tira
sobre el regazo. Como los esquimales con sus mil palabras para la nieve,
Werfel parece tener una sonrisa distinta para mil ocasiones. La de ahora logra
ser optimista, cariñosa, confundida, orgullosa y briosa, todo a la vez. Llevo
por lo menos dos décadas sin comer patata. Me pongo una patata frita en la
boca y mastico.
El coche se pone en marcha.
—¿Burt? Star Trek, ja?
Yo me estremezco. Ja, no sólo eso sino que me da la tos al acordarme de
mi hija June y su fastidiosa obsesión de infancia con aquella utópica serie
espacial. En la puerta de su dormitorio había un cartel en el que podía leerse:
«June Gwendolyn Hecker. Academia de la Flota Estelar».

Hasta el día de hoy, estoy seguro de que June se convirtió en una trefile tan
sólo para ofender a su padre, su Edad Media y, en particular, aquella nariz
algo mayor que la media que ella creía haber heredado de él. Si yo fabricaba
aguamiel casera y me paseaba por el Mansion Inn en mi uniforme de la
FRTP, ella se pondría orejas de vulcaniano y aprendería a hablar klingon.
«¿Por qué no iba a hacerlo? Mírame, Burt: ¡si ya soy una klingon!».
Si su madre era alta, seductora y de huesos grandes, June era pequeña y
tenía siempre un aspecto ligeramente exhausto. June caminaba como un
hombre, dos puños que culminaban aquellos brazos cadenciosos y regordetes;
las piernas separadas, el ceño fruncido. Como yo, en los días buenos tenía el
pelo despeinado y sin brillo, aunque por lo general lo llevaba hecho un
desastre. Sin embargo, tenía los ojos de mi mujer: unos ojos increíbles,
preciosos.
Se miraba constantemente en espejos, ventanas y en el cristal de los
televisores, pero no lo hacía de forma vanidosa, sino con una mirada
reservada, avergonzada. Se miraba sobre todo cuando creía que nadie la veía.
Pero, incluso cuando iba acompañada, le resultaba casi imposible pasar junto

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a un espejo sin arquear las cejas, o arrugarlas, o hinchar las mejillas. Entre
June y la imagen de June se establecía un diálogo constante e inquietante.
Esbozaba muecas angustiosas y llenas de gruñidos, o se perdía en esas
terribles miradas vacías que podían durar minutos interminables. De repente,
a media cena, dejaba de comer al ver su rostro reflejado en la ventana de la
cocina, o curvado en la cuchara. ¿Qué la angustiaba de aquella forma?, me
preguntaba yo. ¿Qué era lo que intentaba extraerle a aquella imagen? Cada
palabra que uno pronunciaba, cada sonido y cada estímulo se reflejaban sobre
el rostro de June, que se estremecía con todos los tics posibles. Mi hija miraba
la tele cubierta por un montón de mantas, incluso en verano. Yo siempre la
recordaré así, tapada de arriba abajo, envuelta como un leproso de ciudad,
oculta en todo excepto aquellos dos ojos inmóviles, que ardían de luz
reflejada.
Para disgusto de todos, un año dejé que June se uniera a la Fraternidad de
la Recuperación de los Tiempos Perdidos. Era bastante mono… al principio;
o por lo menos eso era lo que yo creía: la tímida June de la Academia de la
Flota Estelar, que aterrizaba en nuestras veladas de la FRTP vestida con su
traje plateado, sus orejas de vulcaniano y su pistola de rayos láser. En
aquellos primeros años, en la FRTP se refugiaban también algún que otro
hobbit y mago: ¿por qué no un visitante extraterrestre? ¿Acaso no era posible,
sostenía mi hija, que al siglo XIII le hubiera tocado también su cuota de
visitantes de otra galaxia? Es probable que la campaña alienígena de June
tuviera como único objetivo disgustarme, obligarme a decirle que no, pero yo
no podía negarle nada y albergaba la esperanza de que aquello nos acercara
un poco más.
Sin embargo, nunca he logrado encontrar la forma de sortear el sarcasmo
y el mal genio de June, un camino para dejar atrás su afilada lengua. Aunque
lo cierto es que a menudo he visto a mi hija en aquellos ojos, esperando, casi
rogando que me apresurase a entenderla. Se pasó su primera y única velada en
la FRTP disparándole a la gente con su pistola de rayos láser, contándoles a
los caballeros y las damas que acababan de ser «abducidos» o haciendo
comentarios insidiosos y desagradables. («Mirad, americanos medievales,
mirad ahí arriba: ¡un avión! ¡Manda narices! ¿Acaso no se dan cuenta de que
aquí abajo estamos intentando organizar una recreación?») Se negaron a
dejarla regresar. También de eso me echó la culpa a mí, aunque en realidad
fui el único que la defendió y que rogó a los demás que por favor, por favor,
le dieran a mi hija otra oportunidad.

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Pero, por encima de todo, June buscaba una validación legítima de la
situación en la que creía haber nacido: iba a sufrir sola e iba a sufrir costara lo
que costase. Se sentía como una intrusa y obraba en consecuencia, solicitando
la entrada en diversos clubes y órdenes sólo para que la expulsaran, ansiosa
por verse desterrada. June coleccionaba sellos para provocar desaprobación.
Suspendía historia a propósito, orgullosamente, tan sólo para irritar a su
padre.
Recuerdo claramente una tarde de verano que, perdida en una de sus
ensoñaciones, compartió conmigo mientras disponía un montón de piedras
sobre la mesa de la cocina. Su actitud era atenta y maternal, y obedecía a su
propia lógica. Para compartir un tiempo y un espacio con mi hija yo tenía que
ignorarla. Si mostraba algún tipo de interés, me atacaría. Se burlaría de mí. Si
sabía que yo estaba allí, se levantaría y se marcharía. No sé, tal vez viera en
mi cara lo que tanto odiaba de la suya. Yo esperaba que su infancia fuera tan
sólo una fase.
Pero en aquella ocasión, entretenida con sus piedras, de repente June dijo:
—También son historia. Sostenerlas, tener en las manos algo del principio
de todo. Son como huesos, como esqueletos.
Examiné las piedras y me pareció ver una particularmente interesante. La
señalé y con delicadeza, con toda la delicadeza de la que fui capaz, dije:
—Ésa es bonita.
Mi hija dio un respingo.
—¿Bonita? —murmuró, y parpadeó—. Sí.
Entonces comenzó a recogerlas y a guardarlas en la caja. Lentamente, una
a una.
—No, espera, lo siento —supliqué—. Acaba con lo que estabas diciendo,
me interesa mucho. ¿Cada una de estas piedras es un hueso?
—Sí, claro, eso es lo que he dicho. —Sus ojos nunca me miraban cuando
hablábamos; flotaban en el aire, revoloteaban alrededor de mi pecho—.
Tranquilo —añadió entonces—, no tienes por qué fingir.
June vivía para sus piedras y su ciencia ficción, cada vez más silenciosa y
delgada a medida que atravesaba el suplicio de la adolescencia, esperando su
momento, agazapada hasta que finalmente pudiera colocarse bajo el
prometido bisturí del cirujano, como si aquello fuera a librarla de la vida real
que la esperaba más allá de la nariz de su padre. A esas alturas, por supuesto,
era ya demasiado tarde. Con su inclinación medieval por las listas y por
coleccionar y adivinar hechizos en el mundo natural, June se trasladó a
California y acabó aceptando un trabajo como geóloga auxiliar. Era

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demasiado romántica para ser una geóloga de verdad, del mismo modo que su
padre había sido demasiado romántico para convertirse en un historiador de
verdad. Llevo dos años sin verla.

Werfel enciende y apaga las luces largas, que iluminan la carretera.


—Chequia —lee—. La frontera final.
Por fin, Alemania parece retirarse. Bohemia acecha y siento vértigo ante
la promesa de pobreza y suciedad. Aquí hay menos luces y los automóviles
son más lentos. Hay estrellas.
Saco de la cartera el Retrato de un viejo con su hijo. Le permito a Werfel
examinarlo bajo la fría luz del techo. ¿Por qué no? El hombre estudia
cuidadosamente el Ghirlandaio, sosteniéndolo en la mano derecha mientras
con la izquierda nos conduce hacia el vacío. Sus ojos de dermatólogo se
posan primero en una nariz, luego en la otra y, finalmente, vuelven a centrarse
en la autopista, más para poder meditar acerca de la rareza de aquella
probóscide compartida que atraviesa los siglos, sospecho, que en un acto de
consideración o responsabilidad vial. Sacude la cabeza y baja el volumen de
la halitosis auditiva de la radio.
—Pero no es por la nariz; mira, fíjate: éste es mi hijo —digo, señalando al
niño—. Tristán.
Mi compañero frunce el ceño.
—Voy a rescatar a mi hijo, Tristán. Está en Bohemia —le explico. No
entiende ni una palabra de lo que estoy diciéndole, de modo que añado—: lo
quiero muchísimo. Voy a encontrarle y me lo llevaré a casa.
Entonces le cuento por qué Tristán emigró y también cómo yo tuve la
culpa de todo. Y por qué nunca va a repetirse.
Werfel guarda la tarjeta plastificada en el bolsillo de su camisa hawaiana.
—Vielen Dank —dice.
Entonces, sin darme tiempo a protestar, me indica que saque cuatro
fotografías en blanco y negro de su cartera. La primera es de un chico rubio y
flacucho, ataviado con un impoluto uniforme militar. Baden-Baden, 1937. La
segunda es de una mujer en un campo de flores amarillas, un mechón de pelo
negro ondeando al viento. Las montañas de detrás de ella tienen el aspecto
descolorido de una mancha de agua. La tercera fotografía es de una niña
pequeña: una cosita triste y apergaminada en una chaqueta demasiado grande,
posando frente al castillo de Praga, con dos espectros ancianos que la toman
de las manos. Ésa debe de ser la hermanastra de Werfel, la mujer a la que

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espera encontrar en Praga. Igual que yo, tan sólo dispone de una dirección y
un número de teléfono, ambos escritos en el reverso de la fotografía, Dios
sabe por quién. La última foto está difuminándose, desaparece tras un velo de
marcas de dedos y deterioro, con unos dobleces que hace tiempo que nadie
dobla y que la dividen como si fueran unos marcos de ventana podridos. La
acerco a la luz del techo. Se trata, diría, de la misma mujer y el nazi, ahora
mucho mayores, aunque tal vez no hayan pasado ni quince primaveras desde
1937. Barbudo y calvo, tiene unos ojos como botones y el rostro cocido.
Ambos parecen veraneantes de antes de la guerra que han perdido el equipaje
y a los que acaban de robar el dinero, y que llevan demasiado tiempo vagando
sin poder cambiarse de ropa. La mujer sujeta el brazo del hombre, alguien
podría decir que demasiado fuerte. Lleva el pelo negro más corto y
probablemente esté ya canoso. Tiene las mejillas cetrinas y los ojos
escondidos en una pose, borrados por el paciente sometimiento al acto de ser
fotografiados. Los padres de Werfel. Están en una playa. Detrás de ellos, la
jungla.
—Mutter… —dice Max Werfel—. ¿Capitán? —añade luego, dubitativo,
seguramente pensando aún en Star Trek.
—Padre —supongo yo—. Papá.
Él asiente con tristeza.
—Ja. Capitán muerto.
Le pregunto por la niña, si sabe quién puede ser la madre y cómo se
enteró de su existencia. Sonríe un instante.
—Schwester —responde, orgulloso.
Entonces comienza a contarme la historia, creo. O tal vez no. En cualquier
caso, de vez en cuando se altera y en una ocasión está al borde de las
lágrimas. Termina la narración con un sonido triunfal, otra retahíla de
gruñidos germánicos y una sonrisita a modo de colofón. Tengo la sensación
de que acabamos de compartir algo íntimo, más aún por el hecho de no haber
comprendido ni una sola palabra. Sin embargo, estudio la posibilidad de
retener sus fotografías como rehenes. De ningún modo voy a dejar que este
cateto me birle el Ghirlandaio.

Santo Tomás de Aquino sostenía que los acróbatas, los malabaristas, los
trovadores, los actores y los músicos de todo tipo eran absolutamente
censurables, aliados del diablo y licenciosos propagadores del mal. A sus
augustos ojos eran peor aún que los lisiados, los vagabundos y los mendigos.

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Juan de Salisbury, por su parte, aseguraba que los músicos, como las
prostitutas, eran monstruos con cuerpo humano y abogaba por exterminarlos a
todos.
Mi hijo, Tristán, es músico. Hace dos años, tras la muerte de su madre,
compró un billete de ida a la Polonia poscomunista, donde su abuela materna
y mi archienemiga, Anna Bibko, vive desde 1991 d.C., intentando ayudar a
sus compatriotas lemko a recuperar los Cárpatos, su tierra natal. (Más
adelante nos extenderemos más sobre ella y también sobre ellos.) No supe
nada de la deserción de mi hijo hasta que mi hija, June, decidió volver a
hablarme antes de que saliera a la luz la sentencia de mi juicio por conducir
un vehículo sin carnet y bajo los efectos del alcohol. Estaba en California y
creo que tenía la esperanza de que me hubieran ingresado en un centro
penitenciario o, cuando menos, en un psiquiátrico. Se mostró sumamente
sorprendida al ver que no era así.
Dijo que me lo tenía bien merecido. Me parece que se refería a que
Tristán me hubiera abandonado.
—Pero ¿qué esperabas, Burt? —añadió—. Creo que Europa le sentará
bien. Y no, antes de que me lo pidas, no pienso darte su número de teléfono.
Sigo instrucciones. Ya le has arruinado bastante la vida, ¿no crees? Tristy se
pondrá en contacto contigo cuando esté preparado.
—¿Cómo puedes hacerme esto?
—Debes de estar bromeando. Que te jodan, Burt. Jódete.
Efectivamente, Tristán me escribió una carta, pero resultó ser peor que el
silencio y además no incluía remitente. No tengo forma de saber si las cartas
que le mandé a través de las oficinas del Círculo Democrático Lemko
Hospodar Rusyn de Varsovia, dirigidas a su abuela, le llegaron alguna vez. Lo
dudo. Sin embargo, hace un año llamé a la oficina de Varsovia y finalmente
logré ponerme en contacto con mi suegra. Para ello fingí ser Vaclav Havel,
presidente de la República Checa. La recepcionista hizo pasar la llamada.
—¿En qué puedo ayudarle? —fue la forma en que Anna Bibko se dirigió
al presidente de la República Checa. Su inglés tenía un fuerte acento. Su tono
era metálico, como de costumbre, y ya empezaba a hacérseme odioso.
—Anna —dije—. Soy yo.
—¡Tú!
—Por favor, ¿podemos hablar? Sólo será un momento, es que…
—Caramba. No sabía que hablaras por teléfono. Es muy F.d.E., ¿no?
—Yo sólo…
—Sólo nada, señor, el tiempo de hablar está finalizado…

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—Tristán —dije, porque de repente eso era todo—. Por favor, sólo
quiero…, espera, por favor, Anna.
—Nada.
—Un momento. Esto es…
—¡Nada!
—¡Importante! ¡Escúchame! Sé qué ha pasado…
—Burt Hecker, lo siento, pero tú no sabes nada.
En la carta, Tristán me contaba que ahora tocaba exclusivamente música
popular lemko y que ya no estudiaba música antigua. Su abuela había ganado.
El cymbaly, la trembita, la sopilka y la flojara habían sustituido sus chirimías
y cromornos medievales, el organistrum, el organillo, la celestial vihuela, sus
rabeles, laúdes, salterios y tamboriles. Pero ahora estaba en Bohemia… ¿Qué
habría pasado? ¿Praga? No podía ni imaginármelo. Mi hijo viajando por
Europa, propagando el mal con un grupo de música popular lemko, disfraces
incluidos.

A lentas sacudidas, nuestro automóvil va acercándose finalmente a la


reluciente frontera de Alemania. Descorcho una botella de riesling Abtei
Sankt Hildegard. El tráfico se vuelve más denso y brindamos por las nuevas
tierras que nos esperan.
La frontera en sí parece más bien un peaje con ínfulas, o una estación de
servicio que se las da de algo más. Resplandece en la noche, pero parece
abandonada. Los dos tenemos los pasaportes preparados. Dos o tres guardias
con bigote pululan con indolencia, meten la cabeza en los coches, les dan
unos golpecitos a sus armas de fuego, husmeando en los maleteros sin
demasiado entusiasmo, intercambiando pasaportes, palpando e
inspeccionando los mullidos vientres de camionetas, autobuses y camiones,
conspirando, bromeando, cogiendo documentos y devolviéndolos, sin duda
fantaseando con los poderes de los que gozaron sus antecesores en el cargo,
todos ellos medio irreales en la neblina fluorescente. Con un gesto nos indican
que podemos pasar.
Al cabo de nada aparecen las mujeres, que perlan esos primeros
kilómetros vacilantes de Bohemia: tierras de labranza, campos y bosques.
Cada medio minuto surge una de la oscuridad, ora estridente, ora entumecida,
bajo el barrido de nuestros faros. Y luego desaparecen, se las traga esta noche
que sigue a nuestra estela. Tal vez en algún lugar del folclore de este país

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exista algún precedente de que, con la puesta del sol, las vacas se conviertan
en putas.
—Schlampen! —exclama Werfel, refiriéndose a estas trabajadoras
sexuales forestales, y suelta un silbido—. Gentes de enfermedades, ja?
—Schlampen —repito.
O tal vez sean espíritus de los muertos en carretera, que nos advierten que
demos media vuelta: ¡No busquéis, oh viajeros, pues hallaréis!
El dermatólogo es un bebedor serio y meditabundo. Parece que le gusta el
riesling. Me muestra la piel sonrosada de las manos, del cuello y, de pronto,
también del vientre, al tiempo que me cuenta Dios sabe qué. Posee unas
maneras delicadas y resueltas, si bien siempre entusiastas, que tan sólo
resultan ridiculas cuando uno recuerda que probablemente esté hablando de
enfermedades cutáneas poco conocidas y de las formas de tratarlas. Y, sin
embargo, resulta imposible no respetar a alguien que ama genuinamente lo
que hace.
Los limpiaparabrisas esparcen las estrellas de insectos reventados y las
convierten en fruncidos grisáceos. Bostezo y deseo que Werfel localice pronto
un hostal, si es que ésa es realmente su intención actual. A juzgar por el
número de prostitutas que trabajan para este reino, no creo que resulte muy
difícil encontrar alojamiento a cualquier hora.
El vino o bien ha hecho que mejorasen las habilidades de Werfel al
volante, o bien ha minado significativamente mi instinto de supervivencia.
Tengo otra botella; es bueno. De hecho es magnífico estar bajo el control de
alguien cuyas intenciones conocemos.
—Vidrio —digo señalando el parabrisas, retomando un juego consistente
en enseñarle al brasileño algunas palabras de uso común. He empezado a
arrastrar las palabras al hablar.
—Viudo —dice Werfel, y se queda tan ancho—. ¡Viudo! —repite,
malinterpretando mi silencio, y me da unas palmaditas en el hombro.

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IV

M E despierto con una serie de golpes y el coche que se detiene.


Entonces se abre la puerta y Max Werfel sale de un salto.
Ni siquiera sabía que me hubiera dormido y de repente aquí estoy,
despierto. Werfel está inclinado, dando bandazos alrededor del coche,
soltando extrañas exclamaciones. Lo primero que pienso es que se ha hecho
una herida en la cabeza, pero parece estar bien. Me desabrocho el cinturón de
seguridad.
Estamos rodeados de montañas volcánicas, afelpadas. No hay luz, pero la
luna nos ilumina y enturbia las estrellas. Varios murciélagos sobrevuelan
nuestras cabezas. Parece que la carretera está equipada con hoyos para pescar
y, en la distancia, un derrame de nubes bajas va filtrándose hacia nosotros; me
percato de todas esas cosas en un instante. Werfel se ha salido de la carretera
y ha atropellado a media docena de gallinas. Las plumas hacen que todo
parezca peor de lo que seguramente es.
Le ayudo a apartar las aves de la carretera. Depositamos los cuerpos
muertos en una línea ordenada, respetuosa. Le pongo la mano encima del
hombro a Werfel. Se oye el viento que arremolina la oscuridad antes de
encontrarnos finalmente, trayendo consigo la promesa de lluvias. Cerca, se
oye el ladrido de un perro.
—Entschuldigung —dice Werfel—. Sorry.
—La gente no debería dejar pollos en la carretera —respondo—. O junto
a la carretera. Tú no tienes la culpa.
Unos minutos más tarde llegamos a un poblado medieval. Apenas logro
contenerme. Se intuyen piedras en diversos estados de desintegración y las
sombras de los tejados concentrados alrededor de la aguja de una torre como
una advertencia inmóvil; todo está dispuesto de forma caprichosa, como si
hubiera crecido por sí solo. Los árboles se importunan mutuamente de un lado
a otro de las calles de tierra y muchas de las verjas están ocultas bajo unos
hierbajos que en su día protegían de Dios sabe qué. Incluso la luna, atrapada
en las ramas entrelazadas de un manzano, está agrietada.
Le pido a Werfel que detenga el coche. Él me comprende y lo hace. Las
ventanas se abren. Vacas, heno, cierta humedad verde, cubierta de musgo,
incluso una pátina de carbón; el ambiente es perfecto. En la oscuridad, las
viviendas parecen de adobe y cañas. Al notar aquella miseria impenitente, me

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siento mejor al instante. Con un trago de riesling, le cuento a Werfel cómo los
malhechores medievales se dedicaban a perforar los muros de adobe y caña
de las casas para apropiarse de objetos que no les pertenecían. Él asiente
educadamente y aprovecha la ocasión para encender el motor y poner el
coche en marcha. Imagino el remanso de quietud en forma de coche que
dejamos atrás y quisiera deleitarme en él indefinidamente.
«Sabinas Nite Klub», reza un cartel. Vemos otro: «Sexy Motel!». La
súbita sonrisa que sacude la concentración de Werfel deja bastante claro que
de pronto tenemos un destino. Yo cierro los ojos y recuerdo el pueblo que
acabamos de dejar atrás, con sus imperturbables campesinos durmiendo
apaciblemente en sus camastros de paja. Sé que por la mañana se habrán
marchado; por la mañana beberán café instantáneo, como todos los demás.
El hombre de detrás del mostrador murmura lo que sólo puede ser una
advertencia o una maldición y, al tiempo que nos entrega la llave, suelta una
débil predicción apocalíptica al ajillo por debajo del bigote.
—Gracias —digo.
El hombre menea la cabeza. Yo, sin embargo, no puedo dejar de sonreír y
le doy a Werfel una palmada de camaradería en la espalda antes de ponernos
a buscar nuestra habitación. Bohemia es un reino de recreadores medievales
involuntarios, o eso me parece a mí.
Para no desentonar, nuestra habitación es todo menos lujosa. Como
Werfel no ha logrado explicarle al hostelero que lo nuestro no es un affaire de
carácter sexual, nos ha dado una habitación con una cama de matrimonio
pequeña, aunque, al inspeccionarla de más cerca, resulta que se trata de dos
camas individuales unidas. Al inspeccionarla más de cerca aún nos damos
cuenta de que ni siquiera son de la misma altura o longitud y que no tienen
colchón, sino tan sólo una fina capa de espuma. No hay sábanas. Lo que sí
hay es una manta o tal vez una toalla muy vieja, doblada a los pies de la cama.
Hay tres moquetas distintas (de diversos tonos verdes) que hacen lo que
pueden por cubrir un parcheado suelo de linóleo, también verde. No tengo
demasiadas ganas de inspeccionar el baño. Werfel se sienta en la cama,
intenta botar pero no lo consigue, se quita los zapatos, mira a su alrededor y
luego me mira a mí. Descorcha otra botella de vino, la segunda. Por la
ventana sin cortinas se ven los letreros de neón mojados de la discoteca, unos
metros más allá. El ritmo de la música hace que las gotitas de lluvia vibren
ansiosamente sobre el cristal de la ventana. Suena como algo que intentara
escapar. Me quito los zapatos. Entonces cambio de idea.

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Las mujeres bailan alrededor de unas cañerías a la vista de todos. Se desnudan
precipitadamente, alentadas por máquinas tragaperras, luces de neón,
alemanes, flores de plástico y unos espejos que reflejan y componen una
variopinta pestilencia de vicios. Nunca he visto nada parecido. Sus pechos
tienen la forma y la firmeza de cabezas de bebés.
—¿Qué es ese ruido, Burt? —pregunta Lonna.
—Max está durmiendo.
—¿Cómo? —Pausa—. ¿Estás solo?
Tres mujeres se acercan a mi cabina de teléfono, junto a una pared. En la
mano izquierda llevo una botella de riesling Abtei Sankt Hildegard.
—Disculpa, Lonna.
La que lleva pestañas postizas me toca el codo.
—Por favor, no, lo siento —susurro amablemente, en un intento por
hacerme entender—. Larga distancia, ¿sabe? ¿París? —Bajo ninguna
circunstancia deseo adquirir a esa mujer, ni a sus colegas. Pero es persuasiva
—. Americano —le explico finalmente, pero la pobre infeliz sigue
cortejándome en alemán, y luego en bohemio de los bajos fondos.
—Son las tres de la madrugada, abuelo —dice Lonna—. Me alegro
mucho de que hayas llamado, ahora mismo estoy escandalizada y ciertamente
encantada de que quieras hacerme partícipe de tus aventuras nocturnas,
pero…
Las putas se marchan.
—Oye, escucha —le digo, y apunto con el teléfono en dirección a la
discoteca.
—¿Qué es eso?
—Los bohemios apestan —sigo diciendo. Suelto una carcajada—. Es
macabro. Las mujeres me provocan pavor.
Por supuesto, no puedo evitar pensar en las víctimas de la «manía
danzarina» de Renania, conocida también como el «mal de san Vito», en la
que una procesión de flagelantes medievales, creyendo estar poseídos,
pasaban días enteros dando brincos y sacudiéndose, sacando espumarajos por
la boca, copulando, aullando y golpeándose mutuamente en un intento de huir
de las garras de Satanás. El Sabinas Nite Klub es algo así.
—Pero ¡habla! Dime, ¿cuánto tiempo llevas en Praga? Tivona dice que ha
estado allí, seguramente en otra vida o algo así, y cree que te va a encantar.
Por la arquitectura y la pobreza. Y la comida: se ve que es horrorosa.
—Estoy lejísimos de Praga.
—Cariño, estoy cansada. ¿Dónde estás entonces?

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—Nos hemos perdido —digo—. En realidad hemos estado bebiendo; el
brasileño en especial. Lo he dejado en el Sexy Motel.
—Burt, estás como una cuba.
En aquel momento, frenéticamente y con la ayuda de mi botella de
riesling, aparto a una mujer esquelética, víctima sin duda de la escrófula, que
se me acerca con una cerveza, sin duda envenenada. Dos palurdos con bigote
que beben en un rincón expresan su disgusto ante la interacción. Le describo
la escena a Lonna.
Al cabo de nada la mujer esquelética regresa con una botella de vinagre de
Bohemia.
—Mil coronas checas —me exige, me quita mi botella y me coloca la
suya entre las manos.
Forcejeamos unos instantes hasta que, con los dientes apretados, le digo:
—Estoy hablando con París. Por favor, ve a satisfacer tus carnes en otra
parte.
Y rescato mi riesling Abtei Sankt Hildegard de entre sus garras. Fueron
monjas benedictinas quienes vendimiaron las uvas con las que se ha
elaborado este vino, por lo que le suelto una sonora bofetada a la mujer en el
brazo. El teléfono se me cae de las manos. La zorra suelta un chillido.
Oigo a Lonna, pequeñita, chisporroteando y gritando desde el suelo. La
recojo.
—¿Estás bien? —pregunta.
—Creo que sí, espera un momento.
El camarero, que ha estado observando los acontecimientos, le hace una
señal a un grupo de jóvenes. Éstos se levantan, sus cigarrillos encendidos
como una hilera de farolas al anochecer, y se acercan hacia mí.
—Vale, ya veo, no hay problema —le digo a mi atormentadora al tiempo
que me saco el monedero medieval—. Toma, tú ganas. Mil coronas.
Le doy esos billetes que parecen de mentira y me quedo con mi vino
alemán superior y también con la botella de tinto de Bohemia recién
adquirida. Los jóvenes, que han supervisado la transacción, se calman y se
retiran bajo un estratocúmulo que flota a ras de suelo.
—Estoy en una casa de mala vida —le digo a Lonna—. Un
establecimiento de mala reputación. Es sorprendentemente medieval.
—En serio, Burt: ¿no se supone que Max está cuidando de ti?
—Lonna —le digo—, te he llamado porque…
Y ella me cuenta que ha pasado todo el día «preparando la fiesta», su voz
y mi dinero brillan radiantes a través de satélites que orbitan el espacio

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exterior. Ya está, la liquidación de mi pasado es un hecho. Lonna me explica
resumidamente los detalles mientras yo observo cómo los habitantes del
Sabinas Nite Klub recrean algunas de las visiones más diabólicas sobre la
justicia de Jerónimo Bosch, El Bosco. Pero eso no es todo.
—Ah, sí —añade finalmente—. Ha llamado June.
Lonna, aproximadamente quince años mayor que mi hija, fue la favorita
de June desde que la llamativa y atractiva abogada entró en nuestras vidas.
Siendo aún una adolescente, June seguía a todas partes a su hermana mayor
soñada, imitando sus expresiones e incluso sus hábitos: la blasfemia, los
Lucky Strike, las cejas depiladas y los cócteles. La verdad es que Lonna
pasaba mucho tiempo en el Mansion Inn, donde, gracias al «esplendor
Victoriano intemporal» del salón, se ganaba a todos sus clientes; a veces
incluso alquilaba el edificio para conferencias y arbitrajes de altos vuelos.
Aunque por lo general acudía al hostal tan sólo para relajarse, beber whisky
con soda conmigo en el porche, o charlar con mi mujer de las dificultades de
mantener económicamente a un marido falto de sentido práctico. Para June,
Lonna era todo lo que ella quería ser: completamente independiente,
sarcástica por naturaleza y con cierto glamour ganado con mucho esfuerzo.
Aunque no lo sé con certeza, sospecho que Lonna y mi hija han mantenido un
contacto bastante regular desde que las fallas de California se tragaron a June
hace ya unos cuantos años.
—¿June te ha llamado a París?
—El Mansion Inn está vendido, Burt. Tenías que saberlo.
—No te entiendo, Lonna. Dime, ¿se lo has contado a mi hija?
Lonna golpea el auricular con un bolígrafo. Se trata de una reacción
instintiva de abogado. Suena como a disparos.
—Sólo te diré una cosa: será mejor que la llames. Hoy, mañana…, pronto.
Y Burt, por favor: sé amable.

Tras insertar la tarjeta telefónica que Lonna tanto se esmeró en enseñarme a


utilizar marco el número de June en Long Beach, California. Son
aproximadamente las nueve de la noche, hora de la Costa Este en Estados
Unidos. No tengo ni la más remota idea de qué hora es en el Sabinas Nite
Klub y aún menos de cómo funcionan las horas en California. Es un asunto
peliagudo.
Mi nieto responde al teléfono y cuelga casi al instante. Me quedo mirando
las errantes luces rojas y azules, y luego observo el teléfono que tengo en la

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mano. Vuelvo a marcar. No he visto a June o a su hijo, Sammy, desde 1996
d.C., en el funeral al que la gente asegura que asistí. Sammy debe de tener
siete años, aunque ya me han dejado claro que el niño no es asunto mío.
—¿Diga? —oigo.
—Soy el abuelo Burt. No cuelgues, por favor. Soy tu abuelo.
—¿Desde la cárcel?
—Desde Europa —replico—. No he estado nunca en la cárcel. ¿Puedo
hablar con tu madre, por favor?
Sammy se lo piensa.
—Se ha encerrado en el lavabo —dice. Y le creo.
La última vez que hablamos, a Sammy no le quedó más remedio que
conversar conmigo porque su madre se negó a hacerlo. Oí incluso cómo June
lo amenazaba al tiempo que le pasaba el teléfono: «O no hay postre». A
continuación, en el tenso silencio que se abría tras la voz de Sammy, percibí
que sus padres escuchaban cada una de sus palabras; que lo observaban, lo
alentaban; más aún: se identificaban con la difícil situación del niño.
Acababan de convertirme en un plato de verduras, algo que había que
soportar. Hablar con el abuelo Burt merecía una compensación.
—Por favor —insisto—. Intenta que se ponga al teléfono. Es una llamada
de larga distancia.
Sammy suelta el teléfono. Finalmente, tras algunos gritos, vuelve a
cogerlo.
—Dice que mañana. Que ha ido a hacer unos recados.
—¿Al baño?
—Mamá siempre está llorando —susurra Sammy, que al parecer
comparte el entusiasmo de su madre por los subterfugios.
—Ya lo sé, Sammy.
—No quiere salir del baño.
Se oye el clic que indica que alguien ha descolgado otro teléfono. El
teléfono del baño, me digo al recordar que en California nada es sagrado. Mi
hija dice:
—Por favor, Sammy, ya basta. Cuelga el teléfono, vamos.
—Es el abuelo Burt. Le he contado lo que me has dicho. Que estabas de
compras y eso.
—Bueno, pues he vuelto.
—Ha vuelto —corrobora Sammy.
Observo cómo tres alemanes piden una cerveza. Antes de servírselas, el
camarero finge hacer otra cosa durante el tiempo suficiente para que los

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alemanes crean que se ha olvidado de ellos, aunque no lo suficiente como
para no poder echarles en cara su actitud avasalladora cuando se lo recuerdan.
Oigo cómo mi nieto cuelga.
—June —digo—. Estoy en un club de striptease.
—¡Papá! —exclama ella, y se ríe.
No recuerdo cuándo fue la última vez que vi a mi hija sonreír siquiera. No
sólo eso: desde que era una niña, casi nunca me ha llamado de otra manera
que no fuera «Burt».
—Bueno, ¿cómo estás? —le pregunto.
—Pues… hace unas horas he hablado con Lon, que está en París.
Supongo que por eso has llamado. —June hace una pausa—. ¿Te lo ha
contado? Oye, de verdad, ¿qué es todo ese ruido?
—¿Sammy no va al colegio?
—Son las cinco de la tarde y es verano. Ahora en serio, ¿dónde estás?
—June, no tengo ni idea de dónde estoy.
Me cuenta que se ha separado de su marido, Jack, y que pronto van a
divorciarse. Empieza a hablar muy deprisa, luego con rabia, y de pronto se
pone a llorar. Agarro el teléfono con fuerza. Hay otra mujer de por medio, una
mujer mexicana. June es rigurosa. En un primer momento esboza los detalles
pormenorizadamente, como si yo fuera una amiga o un colega geólogo y cada
contratiempo matrimonial fuera una piedra que hay que etiquetar, catalogar y
guardar en una caja, pero pronto cambia de tono y entonces me siento como si
fuera un juez, o alguien que no la cree y mucho menos la ama. Elabora una
lista, una relación de heridas; es probable que incluso las saboree. June y su
perpetuo manto de tragedia. Todo es malo, todo ha sido siempre malo y, de
algún modo, la culpa sigue siendo mía. Reprimendas, maldiciones, sollozos.
La escucho sin poder hacer nada, buscando un punto de apoyo en el torbellino
emocional de mi hija. Quiero ayudarla. Ésta es mi oportunidad de ayudarla,
pienso.
—Papá, vamos a volver a casa —dice.
—¿Qué?
—¿Papá? —titubea ella—. ¿Te…, te parece bien?
—¿Qué?
Escucho el sonido que hace California. Casi puedo oír la autopista que
pasa junto al piso, el rancho, o lo que sea, el lugar donde vive June y al que no
me ha invitado ni una sola vez. ¿A casa?
—¿Sigues ahí? ¡Burt! —exclama, con un conato de ira.
—Lonna te ha dicho dónde estoy, ¿verdad?

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—Escucha, sabía que ibas a asustarte, pero no te preocupes, ¿vale? No
tendrás que hacer nada. Ya he arreglado todo lo relacionado con la mudanza y
el colegio de Sammy a partir de septiembre. Lo tengo todo bajo control.
Vamos a… Quiero decir, nos gustaría ayudarte a dirigir el Mansion. Como
deseaba mamá. Abrirlo de nuevo, ya sabes. Como era antes —dice June—.
¿Papá? ¿Burt?

La construcción de nuestra casa, el Mansion Inn, se completó en 1866 d.C.


por encargo de George West, inventor de la bolsa de papel plegable de fondo
plano. Era su residencia de verano. Su hogar permanente, que debía de ser
ciertamente palaciego, estaba situado a veinte kilómetros y probablemente
fuera demasiado lujoso para sobrevivir al nuevo siglo de comodidades
modernas que las bolsas de papel del empresario ayudaron a alumbrar. Así
pues, es de lo más apropiado que una gasolinera y un supermercado sirvan
actualmente de lápida de esa segunda mansión. Lo más gracioso es que no
resulta extraño encontrar bolsas de papel en descomposición entre los
desperdicios del supermercado, esparcidas como si fueran flores. Tal como mi
mujer dijo en una ocasión, «tienen un extraño respeto por la basura».
Mi mujer nació en 1930 d.C. Era todo suyo, todo hasta donde alcanzaba la
vista o hasta donde uno podía caminar, heredado apenas unos días después de
que su padre cambiara el testamento para excluir a su esposa, Anna Bibko, y a
continuación se suicidara. Mi mujer fue la directora y propietaria nominal del
hostal desde los ocho años.
El Mansion Inn se alzaba frente a las ruinas del viejo Excelsior Mili de
George West, el Rey de las Bolsas de Papel, en la parte de Kayaderosseras
Creek llamada propiamente Queens Falls. Desde lo alto de la cascada, junto a
los caballetes y las vías medio hundidas del viejo ferrocarril de
Kayaderosseras, el Mansion Inn, nuestro hogar y sustento, le devolvía a uno
la mirada con toda el alma de un tejón disecado y con ojos de cristal. Lo
cierto es que se trataba de una espléndida obra arquitectónica y una de las
fincas con más relevancia histórica del condado de Saratoga. Era un enorme
edificio cuadrado que le debía tanto a la villa veneciana clásica como a las
construcciones bajas y fornidas de la escuela georgiana. Estaba coronado por
una ampulosa cúpula victoriana que se elevaba desde el centro del edificio y
le proporcionaba a toda la estructura el aspecto de un dreidel puesto boca
abajo. A mí, sin embargo, me había parecido siempre una casa de lo más
petrificada. Me hacía pensar en una enfermera victoriana comatosa,

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endomingada para la gran fiesta de Navidad del hospital; o más tarde, cuando
las cosas se pusieron feas, en la punta de un iceberg.
La cúpula era el sitio preferido de June. Pasaba los veranos en las alturas,
dormía allí en un saco de dormir, comía también allí y tal vez soñaba que
estaba encerrada en una torre o contemplaba el verde mar de las copas de los
árboles en busca del barco que cualquier día iba a llegar para llevársela bien
lejos de su triste infancia. Incluso de adolescente pasaba los momentos de
soledad en la cúpula, donde se tomaba un descanso de la industria de la
hospitalidad en cuyo seno había nacido, fumando porros de marihuana,
concentrada en sus estudios geológicos y sus libros, imaginando tal vez los
inicios líquidos de Queens Falls, mucho tiempo antes de que su nariz hubiera
empezado a existir. Llevaba suelta la larga melena nudosa tras haber pasado
la mañana cocinando, departiendo con los huéspedes y limpiando con su
madre, su abuela y a veces también con su hermano. La cúpula era el remanso
de paz privado de June; yo no recuerdo haber pasado nunca más de una hora
seguida allí arriba en toda mi vida. Todos la conocíamos. Tristán era el único
que tenía permiso para quedarse, aunque sólo hasta que aprendió a hablar. En
una ocasión Tristán me contó que los niños del lugar se contaban historias de
miedo sobre «la niña muerta de la cúpula».
El interior del Mansion Inn se había conservado en un estado casi
impecable desde los días de George West: chimeneas de mármol,
candelabros, suelos de madera y acabados de latón, todo original. El llamativo
mobiliario antiguo, en cambio, era un batiburrillo sacado de innumerables
subastas y ventas de fincas. En total había nueve habitaciones de huéspedes,
cada una con su nombre: la Excelsior, la Empire, la George West, la Sophia,
la Queens Falls, la Saratoga, la Lemkovyna, la Kayaderosseras y la Ballston
Spa. Además, en cada una había también un motivo decorativo propio que yo
no soy el más adecuado para comentar. Una tenía incluso una bañera de
hidromasaje. Las paredes estaban llenas de desconsoladas pinturas al óleo de
estilo Victoriano, la más famosa de las cuales era un retrato de Ralph Waldo
Emerson pintado por un coetáneo suyo. Tenía una pared para él solo encima
del rellano de la gran escalinata y a June le gustaba contarles a los huéspedes
que se trataba de George West, inventor de la bolsa de papel plegable de
fondo plano. Había un comedor, tres salones y la biblioteca, que albergaba un
piano de cola que en su día había pertenecido a Mimi Eisenhower.
Como era antes.
La mejor época para nosotros era durante el mes de agosto, cuando la
temporada de carreras de Saratoga atraía a jugadores adinerados, esnobs de

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clase baja y aficionados a la equitación de todo el país. Era también la época
en que la Fraternidad de la Recuperación de los Tiempos Perdidos organizaba
torneos y festivales de fin de semana, para desconcierto de nuestros visitantes
no habituales. Mis reuniones anuales de la FRTP eran algo así como una
curiosidad local; a lo largo de las décadas aparecieron una veintena de
artículos de «interés humano» con títulos como «Cruce histórico: la Edad
Media coincide con la época victoriana en un hostal histórico» en periódicos
de lugares tan remotos como Miami.
Mi familia vivía junto al Mansion Inn, en una sencilla casa de estilo
colonial de dos pisos construida cuando Anna Bibko, la madre de mi mujer,
decidió reconvertir sus aposentos del Mansion en más habitaciones para
huéspedes. Eso sucedió en la década de 1930, creo. Las ventanas delanteras
enmarcaban retratos del hostal, sus jardines y parterres, y nuestros pinos de
cola de tigre, tan apropiadamente aristocráticos, le proporcionaban a la
segunda planta cierto grado de oscura intimidad. Los árboles penetraban el
cielo alrededor del Mansion Inn, surgían por todas partes como explosiones,
mucho más altos que cualquier elemento de la flora circundante. Siempre
recordaré el día en que, con mi adorada Ensemble Guillaume de Machaut de
París sonando en el fonógrafo, me tendí en la cama con Tristán, que tenía diez
meses, y me dediqué a contemplar cómo los árboles se sacudían los pájaros y
los mandaban al cielo del estado de Nueva York. Cómo traía la brisa el olor a
estiércol de las granjas cercanas, y también el aroma de las flores, el césped
acabado de cortar, las hojas quemadas, el bosque y el desayuno. Mi mujer, mi
hija y mi suegra ya estaban allí, estaban siempre allí, trabajando, sirviéndoles
a nuestros huéspedes el célebre desayuno de tostadas al Grand Marnier,
disponiendo la cubertería, lavando sábanas, platos y toallas, pasando la
aspiradora por las alfombras, preparando zumos de naranja y respondiendo
preguntas sobre los espíritus de la casa, que eran parte importante de la
publicidad. Tristán se dedicaba a cazar pájaros, o sus sombras, y yo hacía lo
mismo. Él era mi responsabilidad; el Mansion Inn era la de mi mujer.
Al otro lado de las ventanas de atrás nos aguardaba un bosque de árboles
corrientes, plebeyos. Había un arroyo, dos estanques y, a uno o dos días de
camino, Vermont. Era un lugar perfecto para las reuniones o las salidas de
cacería de la FRTP; en general, era un entorno perfecto para la Edad Media.
Cada temporada se veían ciervos, zorros, pavos salvajes y algún que otro oso,
aunque nunca los cazábamos. Por la ventana de la cocina, a través del follaje,
se vislumbraba apenas el viejo cobertizo que Tristán y yo habíamos
reconstruido y que albergaba nuestra librería y el taller de música. El

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cobertizo era unos veinte años más antiguo que el Mansion Inn, y eso
significaba que en su día allí no había habido ni árboles ni bosque, sólo
campos. Las ruinas de los antiguos muros de piedra atravesaban aquel bosque
relativamente nuevo y delimitaban unos terrenos que, en otra época, habían
tenido acceso al sol. A June le encantaba el bosque, cavar en busca de piedras,
o simplemente esconderse y trepar a los árboles. Siempre decía que todos
aquellos árboles los había plantado el propio George West, el Rey de las
Bolsas de Papel, en un gesto de penitencia y de gratitud al mismo tiempo. «Y
si no —añadía—, tendría que haberlo hecho».

—No voy a volver a casa —digo—. Fin de la discusión.


La madre muerta de June flota en el aire y llena el silencio. June y su
madre muerta tienen unos silencios idénticos.
—Por supuesto que volverás —responde June.
No puedo contárselo, aún no. Sin embargo, ahora que las ataduras de su
matrimonio se han roto, tal vez pueda hablar con mi hija de fracasado a
fracasada. ¿O es que acaso no hay forma de revitalizar una relación que, en el
mejor de los casos, era difícil? ¿No era cierto que cada vuelco dramático de su
suerte había sido provocado por su padre? El viejo, incansable lamento. Y
acababa de arruinarle la vida una vez más, volvía a echarme en cara toda una
vida de pasión por las ruinas. Incluso después de la operación de cirugía
estética al cumplir los dieciocho años y la vengativa vida social que la siguió,
la culpa seguía siendo mía. (Yo estoy convencido de que no estaba
completamente preparada para vivir sin nariz y que muchas de sus
decepciones y fracasos posoperatorios no hubieran tenido lugar si hubiera
dejado la nariz en paz.) Maldita sea. ¿Cómo puede ser, me pregunto, que
siempre vea la paja en el ojo de su padre pero nunca vea la viga en el propio?
—Te aseguro que hablo en serio.
—Eres la hostia —dice—. Esto es la hostia. ¿Estás…? ¿Estás borracho,
Burt? Me cago en Dios, claro que estás borracho. Mira, no sé de qué estás
hablando. Siento decirte esto, pero los dos sabemos que no puedes cuidar de ti
mismo. No puedes. No puedes cuidar de ti mismo.
—No estoy borracho —replico.
Me cuesta creer que un lugar como California exista siquiera. June discute
conmigo desde el espacio exterior. Contemplo la botella de vino de Bohemia,
convertida en un balneario para insectos. Dotado de razón, prefiero la locura.

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¿Debería contarle que ya tan sólo me quedan mis locuras? Voy a ponerme
enfermo.
—Por favor, papá. Por una vez en tu vida —dice mi hija entre sollozos—.
Necesito ayuda, papá. Necesito ayuda. Odio este lugar. Quiero volver a casa.
¿Por una vez en mi vida?
Doy un paso atrás. Me quedo allí, las luces de colores me sobrevuelan y
planean sobre mí como gaviotas. He colgado el teléfono. Lo observo. ¿Está
sonando? Algo está sonando. ¿Por qué está todo el mundo bailando?, me
pregunto mientras me dirijo hacia lo que probablemente sea una salida. ¿Por
qué todo el mundo está bailando al ritmo de ese timbre horroroso?

Después de vaciar el estómago en el aparcamiento, hago un intento por dejar


de llorar. Decenas de gusanos han surgido de la tierra húmeda y forman una
caligrafía desesperada sobre el pavimento. Ayúdanos.
—Demasiado tarde —susurro.
Es demasiado tarde.
Encuentro a Max Werfel echado transversalmente encima de los dos
colchones. Su camisa hawaiana se agita intranquila, consume su cuerpo como
el fuego.
Cojo una de las finísimas almohadas de encima de la cama. El suelo, la
coloco en el suelo. La sigo. Al suelo. La alfombra es una ciénaga que alguien
ha intentado templar con cítrico químico. Me tumbo.
Encima de mí cuelga la sonrisa de Max Werfel. Se abre, ríe y, a pesar de
todo, yo río también. Su cabeza redonda, su pelo. Dice algo en alemán que
parece rimar, creo yo, del mismo modo en que el ladrido de un perro parece
rimar con el ladrido de otro perro. Más allá, el cielo se arremolina como un
lago de leche al que alguien arroja piedras sin parar. Entonces también él se
va. La habitación se ilumina. No puedo cerrar los ojos por miedo a salir
precipitado hacia el espacio. Imagino la seguridad del invierno y lleno el
techo de Navidades, con niños, humo de leña, villancicos y árboles decorados.
Los ronquidos de Werfel resultan ser aterciopelados.

Página 62
V

P ARA llegar a Praga por autopista primero hay que atravesar un


cementerio de proyectos urbanísticos de cemento, ciudades de lápidas
apiñadas erigidas por los comunistas checoslovacos como para marcar el
lugar definitivo donde está enterrado algún tipo de antiguo desorden bohemio.
La ciudad vieja está sitiada. Max Werfel estudia su mapa. No es esto lo que
esperaba.
La velocidad a la que nos abrimos paso por entre todas esas atrocidades
hace que me sienta casi como un libertador, y el cielo azul y vacío le
proporciona a la brusquedad con que finalmente se presenta la ciudad la
naturaleza desgarradora de una pesadilla. La carretera nos ha dejado en un
lugar elevado junto al castillo, en lo alto de la ciudad. Hay bosques de torres,
agujas y edificios con tejados de color rojo anaranjado. Werfel arroja el mapa
al asiento trasero, con gesto victorioso. Le aplaude a la ciudad como si su
aparición fuera obra de un conjuro y pasamos zumbando frente al castillo.
La ciudad está invadida, consumida desde el interior. Hombres
contemporáneos que viven de forma precaria, apiñados unos junto a otros,
ocupas del casco histórico. Tranvías rojos sobrecargados se abren paso por
calles abarrotadas de pequeños automóviles apestosos, anuncios
pornográficos, un calor asfixiante, confusión, contaminación y grupos
histéricos de turistas. El brasileño sigue conduciendo, como en éxtasis, pero
yo me siento como si estuviera presenciando una invasión que no ha tenido la
decencia de arrasar lo que ya había quedado destruido.
Al igual que el resto del país, nuestro hotel parece no aspirar a nada más
que a una plácida superficialidad. La fachada es desgarradoramente
renacentista, pero el interior hace tiempo que ha sido vaciado y
reacondicionado como una parodia de lo que uno podría encontrar junto a
cualquier autopista del Nuevo Mundo. En el vestíbulo predominan los
helechos de plástico, los folletos y los veraneantes italianos gritones con
aspecto de pigmeo.
He aprendido a delegárselo todo a Werfel. Confío en él de forma
implícita. Aunque el recepcionista habla inglés, dejo que mi amigo se
encargue de todo en alemán, una lengua más adecuada para las exigencias y
la distancia. Una vez más el dermatólogo y yo compartiremos habitación.

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Antes de lanzarnos a nuestra primera expedición por Praga, Werfel llena
la bañera. Espero mientras se pone en remojo. Las ventanas de la habitación
ofrecen una vista que no encaja en absoluto con el poco entusiasmo de mis
cavilaciones: las murallas del castillo de Praga que se elevan ante nosotros, y
los jardines y los caminos que se le aferran. Se trata de un relajante
recordatorio de lo ilimitado de la inquietud y la voluntad humanas y, de
pronto, me entran ganas de escuchar la música de Hildegard o de Machaut, o
incluso de Dowland. Hay una especie de voluptuosidad en la pena y pienso en
los speculatores, esos monjes exploradores cuya única tarea consistía en
observar, categorizar e interpretar las señales que debían anunciar la
inminente llegada del día del Juicio Final. Por el sonido del agua resulta
evidente que el brasileño es un bañista apasionado y enérgico. Sonrío. ¿En
qué momento el mundo no ha estado a punto de terminar?, me pregunto.
Llamo a Lonna pero cuelgo sin darle tiempo a responder. Doy un rodeo y
decido que, por mi propio interés, lo mejor será no volver a llamar a June hoy
mismo; aunque no estoy del todo seguro, creo que hoy, en California, sigue
siendo más o menos ayer.
Werfel sale del baño. Luce una nueva camisa hawaiana y el brillo
aromático de un lechón engrasado.
—Tristán —dice, leyéndome el pensamiento, y me arrastra hacia la
fastidiosa promiscuidad del siglo que nos espera fuera.

Que yo sepa, Tristán no se ha afeitado la barba ni una sola vez. Mi hijo es


mucho más alto que yo, que tengo una estatura más medieval, tiene una
cabellera castaña que antes solía llevar recogida en una coleta y unas gafas
gruesas que mantienen sus ojos azules en un estado de sorpresa en suspense.
A los veinte años, una barba pelirroja le cubría ya el cuello.
Cuando no llevaba un atuendo medieval estando conmigo o uno de esos
execrables disfraces folclóricos lemko estando con su abuela, Tristán se vestía
con pantalones vaqueros, camisas blancas de algodón y sandalias de la FRTP
hechas a mano. Cuando se paseaba por el Mansion Inn, parecía un Robinson
Crusoe del siglo XX, perdido y hambriento en nuestra cultura desierta. Era un
monje en los centros comerciales, entre balones de fútbol, esquivando a los
que tomaban el sol; una isla de realidad que se abría paso por entre una
muchedumbre incapaz de apartar los extasiados ojos de lo falso. Nunca ha
cambiado y dudo que lo haga algún día.

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De niño hablaba poco. Sus palabras, cuando las pronunciaba y uno podía
oírlas, le salían en un susurro entrecortado, meditadas hasta la obsesión. La
mayor parte del tiempo era movimiento y, por supuesto, era música.
Así pues, mientras mi mujer, su madre y June se ocupaban del Mansion
Inn, Tristán se dedicaba a sus instrumentos. Juntos habíamos transformado el
cobertizo del siglo XIX, construido al límite de nuestras vastas propiedades, en
un centro de fabricación de aguamiel, una biblioteca y un taller de música
medieval. Era un lugar silencioso y deliciosamente ruinoso. En verano la
madera olía a heno y unas moscas enormes embestían incansablemente las
ventanas marrones que daban a aquel bosque que, doscientos años atrás, había
sido un campo. Bajo las tablas de madera del suelo vivían zorros. A Tristán y
a mí nos encantaba comer juntos, generalmente en silencio, sentados en uno
de los viejos muretes de piedra del bosque que ahora delimitaban poco más
que cuadrados aleatorios de árboles. El techo del cobertizo lo habíamos
reparado cuando Tristán tenía seis años. Al terminar había insistido en pintar
estrellas en él y había suplicado que lo hiciéramos con gran precisión
astronómica. Al final no fue así, por supuesto, pues nos lo pasábamos
demasiado bien creando nuestras propias constelaciones: el tío refunfuñón; la
cabra que escupe; el hacha de combate mayor; el hacha de combate menor; la
pizza. Las avispas nos picaban sin parar y, si la memoria no me falla, un año
incluso competimos por ver a cuál de los dos odiaban menos. (Como él no las
usaba para producir una bebida alcohólica, ganó.) Así, yo producía mi
aguamiel y me la bebía mientras leía algo de mi colección medieval y,
mientras tanto, Tristán, que iba haciéndose mayor, tocaba música y fumaba
porros de marihuana, un vicio que no es que yo aprobara (pues era F.d.E.),
pero que no tenía efectos secundarios perceptibles. Si mi familia deseaba
ingerir una planta cultivada en casa, desde luego iba a ingerir una planta
cultivada en casa. Yo me vestiría con un traje de época, históricamente fiel, y
todo iría bien. En aquel cobertizo compartíamos el tiempo como dos hombres
viejísimos, hermanos tal vez, que hacía tiempo que habían descartado la
conversación por ser un medio de comunicación demasiado limitado.
—Tú crees que es especial, y desde luego que lo es; pero también es un
niño. Por favor, Burt, prométeme que vas a recordarlo. Te juro que ni tú ni mi
madre le estáis haciendo ningún favor. De veras, no está tan entero como a ti
te parece. Creo que es importante que le dejes sentirse confundido o estúpido
de vez en cuando, ¿sabes? —me dijo mi mujer en una ocasión—. Si no,
¿cómo va a apreciar el hacerse mayor?

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Mi mujer y yo estábamos más o menos de acuerdo en que hoy en día la
música era una de las vías más seguras para crear un ser humano decente.
Pero el chico no necesitó que lo alentáramos demasiado. Las descabelladas
perversidades de la Iglesia moderna, los vericuetos de la política, la televisión
o el deporte organizado nunca estuvieron hechos para él. Puedo decir con
orgullo que mi hijo era una especie de prodigio y que, en contra de los deseos
de todos los instructores desconcertados y celosos que creyeron verse en la
obligación de modelarlo, Tristán se negó a ahondar en cualquier música
«clásica» posterior al siglo XVI, por no hablar de la mayor parte de lo que su
generación llamaba música. Lo que sí le gustaba era la música folclórica y
aprendió a tocar un increíble repertorio de baladas, villancicos, himnos y
rondós ingleses y escoceses. Desde los cinco años, mi hijo había sido un
miembro destacado de las veladas del Círculo de Bardos de la Fraternidad de
la Recuperación de los Tiempos Perdidos. Cuando cantaba, su voz era todo lo
que no era cuando hablaba. Para empezar, se le oía. Cuando no interpretaba
canciones folclóricas o cantos gregorianos, o dirigía el grupo de madrigal de
la FRTP, tocaba todos los instrumentos medievales que uno pudiera
comprarle o, más adelante, que pudiera fabricarse él mismo en nuestro
cobertizo: chirimías, cromornos, el atronador órgano medieval, gaitas,
flautines, organillos, organistra, vihuelas…
—Papá —recuerdo que dijo un día Tristán, levantando los ojos del
instrumento que estaba lijando—, ¿soy raro?
Tendría unos trece años.
—No, no eres raro —le respondí.
Él asintió y volvió al trabajo. Pero diez minutos más tarde volvió a
levantar los ojos.
—¿Estás seguro?

«No te mezcles con las multitudes de las tabernas, pues el número de


parásitos es infinito. Actores, bufones, muchachos de piel tersa, moros,
aduladores, chicos apuestos, afeminados, pederastas, chicas que cantan y
bailan, charlatanes, bailarinas del vientre, drogadictos, vendedores de
perfumes, alquimistas, estatuarios, extranjeros, timadores, glotones, bufones,
brujas, extorsionadores, vagabundos de la noche, leprosos, magos, mimos,
judíos, mendigos, bufones: toda esta tribu llena esos establecimientos. Por
ello, si no deseas andar con malhechores, no vivas en Praga».

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Ése era el consejo (copiado de Ricardo de Devizes y del irascible
Petrarca) que tenía pensado recitarle a Tristán, a modo de broma, con mi voz
de Eckbert Attquiet de la FRTP cuando finalmente nos reencontrásemos.
Pero, para ser sincero, lo mejor que puedo decir de las calles medievales
que quedan de Praga es la predominancia históricamente fiel de perros y de
sus excrementos. No, tal vez en el fondo no esté tan mal; se pueden decir
muchas cosas de las calles que siguen sus antiguas sendas, por lo menos aún
por enderezar, por lo menos, si bien actualmente son presa de los automóviles
y de quienes buscan diversión. Las frecuentes iglesias y catedrales son
siempre fuente de inspiración, aunque estén tan mudas como sordas respecto
a esta época, capeando con audacia los humores cambiantes de lo novedoso.
Al pasar frente a los viejos edificios, las puertas y los pasajes de piedra, a
veces me descubro conteniendo la respiración, como si la presa fuera a
romperse en cualquier momento y el pasado fuera a regresar como una riada,
destruyendo todo lo efímero.
Ocas salvajes, perros, ratas, gatos, el sonido de los cascos de caballo, la
basura y las bostas, los pescaderos, los fabricantes de lino, los limpiapiojos,
los barberos sacadientes y el acre hedor a orín de los curtidores; los pollos,
patos, conejos y liebres, con las patas atadas, correteando en el suelo con el
terror dibujado en unos ojos como platos. Todo eso ha desaparecido.
Pero también lo han hecho los cadáveres. Ya no se ahorca, quema ni
descuartiza a nadie; y ya no hay cabezas rodeadas de una nube de moscas,
empaladas en estacas en los muros de la ciudad. Eso, por lo menos, puede
considerarse un avance.
Y, con todo, aquí me siento como un viajero del tiempo, como si la
sensibilidad medieval de mi Fraternidad de la Recuperación de los Tiempos
Perdidos se viera pisoteada por estas personas modernas, más o menos
inocentes.
El día es húmedo. El cielo es de un bronce denso, solitario. Cruzamos el
puente de Carlos en un desfile frenético, el brasileño me toma ocasionalmente
del brazo, lo que intensifica aún más mi sensación de que todo esto es
surrealista. Atrapados en una telaraña tangible, primero de expectativas y
luego de decepciones, admiramos el reloj astronómico y la arquitectura
ampulosa, mayoritariamente posmedieval, de la plaza de la Ciudad Vieja,
tocada del empalagoso fytsch austro-húngaro. Nos perdemos a conciencia en
el laberinto de calles, pasajes y patios que tal vez sean espectaculares en
condiciones más severas y menos acogedoras. Sin duda el mejor momento
para visitar Praga es durante una tormenta de nieve. Werfel quiere montar en

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un tranvía, de modo que lo hacemos. Y está encantado. Me doy cuenta de
que, dentro de esos tranvías, es preferible gravitar hacia los turistas, pues su
aroma y su predisposición, si bien menos medievales, son más agradables que
las de los nativos. Uno pronto repara en que los nativos son esos seres
infelices que ni hablan en público ni, se diría, se bañan en casa. Los viejos son
decididamente peligrosos. (Dos agredieron a Werfel en dos incidentes
separados, en ambos casos porque no les cedió su asiento lo bastante rápido.
Uno le golpeó la pierna con un bastón de aluminio, el otro le contó a todo el
tranvía lo monstruosos que son los extranjeros y, en especial, los extranjeros
alemanes, o por lo menos así fue como un pequeño y amable bohemio con
gafas nos tradujo su diatriba.) La plaza Wenceslao es hedionda. La vieja
sinagoga de Praga pone demasiado empeño en resultar conmovedora. En
todos esos lugares de interés me consuelo imaginándolos cubiertos de árboles,
viéndolos florecer como humo de los tejados de los edificios derruidos,
soñando con el magnífico y pintoresco montón de escombros en el que esta
ciudad va a convertirse algún día.
En una taberna damos cuenta de un notable festín de pato asado, un
repollo morado pasado, cerveza y sopa de albóndigas. Disfruto tanto de la
comida como de los rufianes que nos atienden, sus ojos muertos cargados de
una impertinencia principesca. Añado a esos camareros bohemios, que
perfectamente podrían formar parte de la FRTP, y la mayor parte de la
comida que nos sirven a los excrementos de perro como elementos vivos
realmente medievales en la Praga moderna. ¿Cómo voy a regatearles a estos
jóvenes las doscientas coronas checas que añaden a la cuenta?
—Bonito espectáculo —digo en tanto que Eckbert Attquiet—. ¡El ágape
nos ha placido!
Mañana por la noche mi hijo y su conjunto de música popular lemko
actúan en el Jazz Club Z. Si he sabido interpretar correctamente la letra de
Lonna, se llaman The Sound Defenestration Collective. No lo telefonearé, ni
buscaré su apartamento; simplemente compraré una entrada para el
espectáculo de mañana y elegiré un asiento.
El club, un lugar que difícilmente podría ser más inapropiado para la
música lemko, está situado en un sótano cerca de la plaza de la Ciudad Vieja.
La música lemko habría que tocarla en las montañas, para un público de
cabras y nubes; créanme, resulta bastante desagradable al oído humano. Pero
los últimos dos años me han traído hasta aquí, hasta mañana, y en esta
ocasión no voy a equivocarme: aplaudiré, tengo muchísimas ganas de ver a
mi hijo y de oír su música. Ha llegado la hora de arreglar este desaguisado.

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Fuera del club hay un cartel que reza:

THE SOUND DEFENESTRATION COLLECTIVE


(EE.UU./CZ)
con invitados especiales

20.00

Por un momento me permito el lujo de pensar que formo parte de esos


invitados especiales. Sin embargo, tardo bien poco en descartar la idea.

El nacimiento de mi hijo marcó el comienzo de otro embarazo, uno que iba a


desarrollarse de forma imperceptible junto con el chico durante veintidós
años. A menudo es así como pienso en el cáncer: como otro hijo en el útero
de mi mujer, como si los tumores consistieran ni más ni menos que en rasgos
residuales, en aquellos defectos de los que mi hijo había logrado deshacerse
antes de nacer. Envidia, cólera, gula, lascivia, avaricia y codicia, orgullo,
pereza, una llaga purulenta de vicios dejados atrás de forma inconsciente, un
malvado hermano gemelo que un día decidió pedir a gritos la atención que
creía merecer. Mi mujer tenía treinta y cuatro años cuando nació Tristán. Fue
una sorpresa de la cual su salud no llegó a recuperarse jamás. Creo
firmemente que Tristán nunca se perdonó a sí mismo haber nacido. Y
precisamente porque no había nadie que lo culpara de la muerte de su madre,
tampoco había nadie que pudiera absolverlo. ¿Por qué otro motivo me habría
dejado? ¿Qué otra cosa podía buscar en su abuela, igualmente torturada por la
culpa, y su cultura lemko?
Anna Bibko vivía para su nieto y Tristán, debo admitirlo, quería mucho a
aquella emigrante cascarrabias. Hubo una época en que era muy difícil
separarlos, como si ella fuera su verdadera madre. Todo comenzó cuando
Anna Bibko, poco antes del nacimiento de Tristán, nos anunció que el niño
iba a ser la reencarnación de su abuelo lemko. Lo había soñado. Entonces,
cuando tenía cuatro o cinco meses, Tristán comenzó a hacer ruidos. Por
supuesto, a Anna Bibko le faltó tiempo para asegurar que aquellos curiosos
gorgoteos y chillidos eran casi palabras, incluso frases turbias en su lengua
nativa, el lemko, una lengua eslava oriental similar al polaco y al ucraniano.
Nada de lo que dijéramos podía disuadirla de aquella línea de pensamiento, ni
siquiera cuando no lograba traducir todo lo que decía el niño. Se convirtió en
un chiste. A June, para gran alegría mía, le dio por asegurar que no había

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duda de que los sonidos eran de origen klingon. Comenzó a llamar «klingov»
a Tristán sólo para fastidiar a su abuela: «klingov», el europeo oriental del
espacio exterior. Mi madre sonreía y decía que eso era como ver la Virgen
Marla en una mancha de agua, o caras en los nudos de la madera.
—Son tan sólo gritos de bebé, sólo está gorjeando. Deja que mamá crea
que es su abuelo reencarnado, si eso la hace feliz; Dios sabe lo bueno que es
que haya algo que la haga feliz. Es inofensivo. No dejes que te asuste.
Pero Anna Bibko no me asustaba: me enfurecía. Todo el asunto era
absurdo y el tiempo, creo yo, ha demostrado que no era en absoluto
inofensivo, porque hasta hoy mi suegra sigue convencida de que Tristán es su
abuelo, o de que mi hijo es la reencarnación de su propio bisabuelo.
Situado en los montes Cárpatos, Lemkovyna, tierra natal de los lemko,
estaba repartida de forma nada casual entre las fronteras de Polonia,
Eslovaquia y Ucrania. Allí, en algún momento alrededor del cambio de siglo,
nació ella, Anna Bibko, mi suegra y Némesis.
Los lemko, básicamente un pueblo rústico del este de Europa, eran
conocidos (si es que alguien los conocía) como rusyn, rusnak, cárpato-
rutenios, ucranianos y, en determinados círculos, incluso como «la tribu
perdida de los polacos» (la implicación era que los polacos eran los únicos
capaces de perder una tribu entera de su propia gente y, para colmo, hacerlo
dentro de las fronteras de Polonia). Si había en la Europa central un pueblo
que se aferrara más obstinadamente a una forma de vida similar a la de los
campesinos medievales, yo no he oído hablar de él. Eran un pueblo sin
Estado, aparentemente olvidados en las montañas; habían vivido ignorados
durante cientos de años. Mientras las naciones de las tierras bajas a su
alrededor se industrializaban y se incendiaban mutuamente, los lemko se
dedicaban a la cerámica, a curtir pieles, recolectar champiñones y tallar
madera. Hacían y vendían escobas, cestos hechos de matas de enebro, látigos,
ruedas de molino, arcones, muebles de iglesia, iconos y una variedad
patológica de curiosidades hechas de ramas. Las granjas lecheras eran
importantes, lo mismo que la apicultura, sacar los bueyes a pastar, cuidar el
ganado y tejer. Hasta la segunda guerra mundial y su desenlace, la mayoría de
los lemko usaban aún carros de madera, arados de madera y rastras de madera
para cultivar un suelo pobre y montañoso. Segaban paja y heno con unos
cuchillos caseros que un estudiante de historia poco avezado podría esperar
encontrar en el ala dedicada a la Edad del Bronce de algún museo de historia
natural. Se sabe que sus mujeres cantaban sin cesar. Antes de conocer a mi

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esposa yo no tenía ni idea de que un lugar así existiera siquiera. Aunque lo
cierto es que, por aquel entonces, en 1965 d.C., ya no existía.
No sé por qué los Bibko emigraron de Lemkovyna a Estados Unidos en
1912 d.C., ni cómo pudieron permitirse un viaje como ése, ni qué promesas se
habían hecho a sí mismos para llegar hasta las últimas consecuencias. La
economía, la política: los detalles son siempre desagradables. En cualquier
caso, sus esperanzas sólo podían ser esperanzas normales.
Mi mujer siempre imaginó una tarde de verano en Rumania. Lo contaba
de una forma muy divertida y lograba convertir la historia de su familia en un
cuento de hadas: los Bibko quitándose respetuosamente los sombreros y los
zapatos antes de subirse finalmente al barco, cuyo casco era mayor que
cualquier estructura humana en la que jamás hubieran entrado. El pequeño
Tristán escuchaba la historia con embeleso. No sólo se trataba de la primera
vez que sus abuelos abandonaban tierra firme, decía mi mujer, sino también la
primera vez que estaban a nivel del mar. El viaje a través del mar Negro, el
mar Mediterráneo y el océano Atlántico. Los malos olores, las peleas
mezquinas y las privaciones. El zumbido que confundieron con un millón de
moscas cuando bajaron del barco en Nueva York. Y cómo aquellos tres meses
viajando les habían parecido trescientos años: lemko que viajaban en el
tiempo, su ropa convertida de pronto en vestidos folclóricos, sus oídos
abrumados por la historia de un país en crecimiento. Huyeron de Nueva York
hacia el norte, siempre hacia arriba, trazando tal vez de modo inverso el viaje
que habían realizado de Lemkovyna al puerto del mar Negro, fieles a la idea
de que, si seguían aquella lógica, tal vez llegarían a una tierra similar al país
que habían dejado tantos miles de kilómetros atrás. Las hojas de otoño, rojas
y doradas, el sol; todo habría sido reconocible pero ligeramente distinto. Mi
mujer les hacía tomar parte en aventuras fantásticas. Habían llegado a un país
de ensueño, tal vez el abuelo de mi mujer recordara la noche en que se había
despertado borracho en casa de su amigo, junto a la mujer de éste, todo
similar y, al mismo tiempo, nuevo, diferente, mejor. Estados Unidos era como
una eternidad hecha de aquellos primeros segundos de desorientación fruto de
no saber y no de querer saber.
Se instalaron en Queens Falls, aún en el estado de Nueva York. Ése, por
lo menos, es un dato comprobable. Eran tres: la madre de mi mujer, Anna
Bibko, de ocho años, y sus padres. El padre de Anna encontró trabajo en un
molino de papel situado junto a Kayaderosseras Creek. No iba a regresar
nunca a Lemkovyna, aunque casi cada año metía a Anna y a su madre en un

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barco en una especie de jactancioso tributo, bien surtidas de excusas y de
moneda americana.
Habitantes de las tierras bajas. Así es como los llamaban en Lemkovyna
después de un año en América, el peor insulto que un lemko puede dedicarle a
otro. El abuelo de Anna (que, si alguien quiere creerla, se ha reencarnado en
mi hijo) era el único que reconocía a Anna y a su mujer como familia. Era
pastor y músico; cantaba para ellas y les tocaba el cymbaly, la trembita o la
sopilka; les pintaba pysankas, huevos de Pascua lemko. Por aquel entonces, y
a excepción de su padre, Anna detestaba Lemkovyna. El sudor, el queso
casero, las mujeres que cantaban mientras observaban cómo el río les hacía la
colada, el idioma en sí mismo le parecía estúpido, atrasado, a un paso de
convertirse de nuevo en un balbuceo de corral. Aquel viaje anual a través del
tiempo debía de aterrorizar a la pequeña.
Entonces un día, al regresar de una de esas estancias en Lemkovyna, Anna
y su madre encontraron vacíos sus cinco armarios abiertos y el espejo del
baño cubierto con un paño negro y grasiento. Cuatro días antes, el padre de
Anna se había quitado la vida después de que un accidente en el molino de
papel lo dejara inválido. Al poco, la madre de Anna, que nunca aprendió a
hablar en inglés (nunca lo intentó), se trasladó con la niña a una buhardilla de
una vieja granja, a las afueras de Queens Falls. Allí la anciana lemko
comenzó a sufrir una regresión a un estado de alegría rayano en la
imbecilidad que iba a dominarla el resto de su vida. Allí, su hija, que oía el
estruendo de la escandalosa familia que vivía en el piso inferior, tomó la
determinación de convertirse en americana a toda costa.
Y lo consiguió. Una semana antes de cumplir los veinte años, en 1924
d.C., Anna Bibko pasó a ser Anna Steed y se trasladó a la mansión George
West (que aún no era el hostal Mansion Inn). Todavía conservo la fotografía
en alguna parte. Al igual que mi hija, era una mujer pequeña de puños
prominentes: en la fotografía, esos puños, los dos, sujetan el ramo de novia
como si fuera un cuello que mereciera ser estrangulado, unas flores blancas y
negras que estallan en una explosión que logra ocultar la mitad de la cara del
novio. Él podría ser cualquiera. Ella casi se podría decir que sonríe.
Llevaba cortejando a Henry R. Steed, hijo de la familia más rica de
Queens Falls, casi desde que había aprendido a hablar inglés. Habían ido
juntos a clase. A pesar de que las diferencias económicas, por no mencionar
los baluartes de la religión y la cultura, deberían haber puesto distancia entre
ellos, Anna era hermosa. Y lo que es más importante: era inteligente. Mi
mujer discrepaba conmigo, pero yo creo que Anna había hecho que su inglés

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hablado fuera lo bastante poroso para resultar atractivo, femenino y
encantadoramente extranjero. Atrapada entre las limitaciones de su madre y
una tierra sin límites, Anna Bibko debía de desprender un brillo ciertamente
especial.
Es interesante señalar que la madre de Anna había sido contratada en la
mansión George West como criada. Me la imagino rondando el hogar
histórico de los Steed, de habitación en habitación, cantando en voz baja en
un idioma que su hija se negaba a reconocer. ¿Serviría la madre a su hija?
Supongo que sí. La fantasma lemko, probablemente tan orgullosa como su
hija, estaría mortificada, viendo cómo el Nuevo Mundo y las formas de vida
que éste imponía la estaban borrando de la vida de su hija. En cualquier caso,
la boda entre Henry y Anna se celebró en Queens Falls de la forma en que
una ciudad de esas dimensiones puede celebrar la unión de dos personas sin
apenas valor.
Trece años más tarde, y siete después del nacimiento de mi esposa, Henry
R. Steed, como el padre de su mujer, se quitó la vida. La mansión George
West, que bajo la vigilancia espectral de Henry R. se había convertido en el
famoso Mansion Inn, fue heredado por mi mujer y no la suya porque Henry
había modificado el testamento para especificar que a Anna no le
correspondía nada. Incluso la custodia de Anna de los derechos de mi mujer,
de tan sólo ocho años, sobre el Mansion Inn peligró por culpa de una
interminable disputa legal entre la joven viuda y la vieja señora Steed, la
madre de Henry, a la que nunca le había gustado aquella «pequeña eslava
glacial» que le había robado el corazón a su único hijo para luego, se supone,
rompérselo en dos. Hasta donde yo sé, Anna Bibko nunca habló de Henry
Steed como nada más que un medio para lograr un fin. Mi mujer, sin
embargo, insistía en que en su día había habido amor entre sus padres. A su
padre lo recordaba como dos manos y un libro. Su cara era el propio libro,
siempre algún grueso tomo de encuadernación rústica; cuando hablabas con él
—contaba—, cuando te colabas en su estudio y lo encontrabas en su sillón,
mirabas los anillos de sus dedos como si fueran ojos. Tan sólo bajaba el libro
para hablar contigo si estaba enfadado.
Mi mujer sólo visitó Lemkovyna en una ocasión, en 1934 d.C., cuando
tenía cuatro años. Por aquel entonces se llamaba Polonia, pero pronto iba a
recibir un nombre mucho peor en la era que ya tocaba a su fin. Pero aquel
verano fue un cuento de hadas. Fue uno de los momentos más felices en la
vida de mi mujer, del que nunca se cansó de hablar: las gallinas, los tejados de
paja, los bosques mágicos, los vestidos y las canciones. Llegaron justo a

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tiempo para presenciar la muerte del amado abuelo de Anna, tras lo que ésta
se había marchado con la promesa de no regresar jamás.
Tras el fin de la segunda guerra mundial y la firma del tratado de Yalta,
los lemko, que ocupaban una tierra de frontera llena, al parecer, de
insurgentes anticomunistas ucranianos, vieron cómo los polacos rojos les
exigían que abandonaran de inmediato sus montañas, su cultura y su historia.
Fueron invitados oficialmente a unirse al «país más feliz del mundo», que por
aquel entonces era Siberia, las tierras bajas de Polonia, Ucrania, la Alemania
del Este o Rusia, en función del lugar del que vinieran los trenes. Así, entre
1944 d.C. y 1946 d.C., doscientos mil lemko vieron cómo los hacían mucho
más «felices». Finalmente, en 1947 d.C., los cientos de miles que se habían
negado a marcharse fueron repatriados a la fuerza o masacrados por la Wojsko
Polskie (un ejército polaco bajo mando soviético) en lo que vino a
denominarse «un ambiente de acuerdo y consentimiento mutuo».
Los polacos iban casa por casa para ejecutar a hombres, mujeres y niños.
A continuación se concentraban en el siguiente pueblo, y luego en el de más
allá. Sin embargo, no eran tan eficientes como los alemanes; eso se ve
claramente en su forma de masacrar, en el hecho de que, con gran dejadez,
permitieran que muchos lemko se escondieran, huyeran y, en general,
sobrevivieran como testigos de los hechos. Al parecer, las pistolas servían
sobre todo para asustar a los lemko para que luego los polacos pudieran
cortarles los pechos o las orejas, o clavarles bayonetas en los ojos. Hombres,
mujeres, niños, familias enteras fueron quemadas vivas. A veces regresaban a
un pueblo, destruían todos los edificios y les decían a los supervivientes que
tenían un día para marcharse. ¿Para qué iban a quedarse? Y entonces, como
los lemko no se iban (porque, la verdad, ¿adónde demonios iban a ir?), los
polacos se dedicaban a matarlos. Al final, cegados por las llamas que
florecían una tras otra en sus montañas, por lo general tan oscuras y
silenciosas, la mayoría de lemko permitieron que los metieran en los trenes.
Mi mujer estaba convencida de que, llegados a ese punto, habrían consentido
que los llevaran hasta el acantilado del fin del mundo: a la mayoría de ellos
les daba ya lo mismo. En apenas seis o siete meses Lemkovyna había dejado
de existir: las montañas estaban desiertas, la hierba crecía allí donde habían
vivido familias durante incontables generaciones y ya no había forma de
distinguir el humo de las nubes.
La Anna que siempre he conocido es la que se forjó en aquellas hogueras
de los Cárpatos. Mi mujer asegura que el cambio se produjo de la noche a la
mañana. Primero, cuando bajó la escalera y vio a su madre vestida con un

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traje típico lemko, creyó que era una broma. Pero no, Anna odiaba las
bromas. Si antes se indignaba ante sus compatriotas inmigrantes y sus
fantasías nacionalistas, tras leer numerosas noticias sobre la masacre, ver
listas de fallecidos y, lo que es peor, conocer la forma atroz en que habían
sido liquidados, Anna empezó a mirar hacia el pasado con la misma tenacidad
con la que anteriormente había decidido mirar sólo hacia delante. Volvió a
cambiarse el nombre oficialmente de Steed a Bibko, pasó a formar parte y
pronto lideró todas las organizaciones lemko que encontró, y si no daba con
una que encajara con alguna causa en particular, la fundaba. En Yonkers,
Nueva York, organizó un debate sobre si los lemko debían preferir inclinarse
por una afiliación con la Iglesia católica bizantina o con la Iglesia ortodoxa.
En Toronto, Canadá, participó en una charla sobre la mejor forma de integrar
el idioma lemko con el ucraniano. En todo el Oeste libre, los lemko de Anna
hablaban seriamente sobre regresar a su tierra natal, detrás del Telón de
Acero, y vivir como habían vivido siempre, o como habían vivido sus
bisabuelos. Los fines de semana se vestían con trajes tradicionales,
preparaban comida tradicional, bailaban danzas tradicionales. Pintaban sus
huevos de Pascua fuera de temporada. Crearon una bandera lemko. Todas
esas organizaciones eran algo así como una Fraternidad de la Recuperación de
los Tiempos Perdidos con unas ilusiones aún menos fundadas, tal como
señalaba a menudo mi mujer. Eran recreadores históricos, llevaban trajes
tradicionales que la mayoría de ellos no recordaban ni siquiera de cuando eran
niños y seguían costumbres que sus abuelos probablemente habrían
encontrado anticuadas o cómicamente imprecisas.
Anna dirigía aún el Mansion Inn como una buena americana, pero ahora
tenía a su mando un personal formado exclusivamente por refugiados de la
Europa Central y del Este, que resultaron ser mayoritariamente judíos, aunque
también había polacos o incluso rusos. Para ella todos eran víctimas y no
había nadie que no fuera bienvenido bajo el amparo de Anna. Yalta era un
enemigo; el comunismo, el capitalismo, el fascismo y el nazismo: todos eran
enemigos. Porque una persona, incluso una persona comunista, incluso un
firmante del traicionero tratado de Yalta, nunca podía ser ni el comunismo ni
el tratado de Yalta. Anna Bibko no se recuperaría nunca de haber deseado la
devastación de Lemkovyna, de todos sus odios americanos.
De hecho, la política de Anna en relación con los judíos llevó a que el
Mansion Inn apareciera primero en The New Yorker y luego en el New York
Times, en la revista Time y, finalmente, en la revista Life, que fotografió a
Anna y a mi mujer, ambas vestidas con un traje lemko completo, posando

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detrás de la mansión victoriana con su personal formado por inadaptados de
posguerra bajo el titular «Unidad en el Nuevo Mundo, hospitalidad del Viejo
Mundo». Nada de ello fue premeditado; Anna no utilizó ni una sola vez la
atención de los medios para aumentar la conciencia sobre la difícil situación
del pueblo lemko. Una situación, valga decirlo, sobre la que realmente quería
atraer la atención del mundo, tarea a la que dedicaba todas las horas que le
dejaba libres el Mansion Inn. Todo eso es únicamente un poco
desconcertante, aunque sólo para quienes no la conocieron. Para Anna, The
New Yorker era frívolo, no existía. The New Yorker no era el presidente
Dwight David Eisenhower. La revista Life no era el senado de Estados
Unidos. El New York Times no era el antiguo secretario de Estado Acheson
Dean Gooderham. Dejó la revista Life sobre la antigua mesita de café de palo
de rosa del Mansion Inn durante veinte años; casi nunca vio a nadie leerla y a
los que sí vio leerla no parecían particularmente importantes. No se parecían
al vicepresidente Richard Millhouse Nixon. Quienes tenían tiempo de mirar
fotografías y leer revistas se parecían más bien a su difunto esposo o, peor
aún, a mí. No eran gente capaz de ayudar a nadie. Ni siquiera podíamos
ayudarnos a nosotros mismos. Tal vez en eso tuviera razón. A la gente que lee
The New Yorker, le contó una vez a mi mujer, sólo le gustan las historias.
—Y eso qué es, ¿eh? Las historias no sirven de nada.
Los lemko no tenían un idioma completamente codificado. Cuando uno
quería que se hiciera algo acudía a otro lemko, que tal vez le ayudaba a
conseguirlo o tal vez no. La vida y el pensamiento no eran abstractos ni
estaban separados.
Obviamente, Anna Bibko nunca llegó a aprobar mi forma de ser y nunca
dudó que un día, como todos los padres que ella había conocido, terminaría
por quitarme la vida.
—Es triste —le decía a mi mujer, a mi hijo o a mi hija. Si éstos le pedían
que se explicara, se limitaba a encogerse de hombros.
Yo fingía ser otras personas. Cosía mi ropa históricamente fiel. Para
agravar mis defectos, y en tanto que padre, también yo me retiraba a mi
estudio a leer libros mientras mi mujer, mi suegra y mi hija trabajaban para
que todos viviéramos. Pasaba noches bebiendo mi aguamiel casera y
escuchando discos de música antigua. Según la experiencia de Anna, el arte
conducía o al suicidio o a la homosexualidad.
—Nadie suicida o vuelve gay en Lemkovyna porque nadie tiene libros en
Lemkovyna. Ríe, haz burla, pero en Lemkovyna sólo huevos de Pascua
pysanka se pintan… y sólo se pintan con colores bonitos y vistosos, porque si

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alguien intenta expresar sí mismo con un huevo obra de arte, el pueblo
destruye huevo y dice: ¿quién quiere eso?
Hasta el nacimiento de Tristán, June fue la que más sufrió la lemkomanía
de su abuela. Se vio obligada a pintar pysanka y a gritar Chrystos voskres!
(«¡Alabado sea Jesucristo!») a modo de saludo. Sobre las espaldas de June
recayó la tarea de recordar a los muertos lemko; Anna, en contra de nuestra
voluntad, le contaba a la pequeña historias sobre su breve estancia en
Lemkovyna cuando era una niña, unas historias que terminaban
invariablemente en genocidio. Pero, por suerte, Lemkovyna era un lugar de
cuento de hadas para mi hija y el genocidio sólo era real como lo era el lobo
que se comía a la abuela de Caperucita Roja sin derramamiento de sangre.
June era la que menos en serio se la tomaba, pensaba que simplemente estaba
loca. El pasado de Anna no le importaba lo más mínimo, del mismo modo
que le traía sin cuidado la Edad Media. June navegaba entre nosotros al
tiempo que afirmaba su individualidad, distanciada y aún en formación. En
eso, por supuesto, no hacía más que seguir los pasos americanos de su abuela.
Anna se daba cuenta de ello y contraatacaba.
—Yo era antes como tú, ¿sabes? Quería ser americana, ser algo nuevo y
no como todo demás alrededor, todo que venía antes. Estúpidos padres,
estúpido pueblo lemko, estúpido idioma. Te lo digo. Pero era equivocada.
Vale, pequeña Miss América con tu súper sonrisa. Pero un día asesinan tal
vez tus amigos y familia y recuerdas estas cosas y parecen llenas de diversión
y se vuelven importantes para ti. Espero que no, pero… —terminaba,
encogiéndose de hombros.
En los días de mayor pesimismo, pienso que Anna fue lo único que
realmente nos unió a mi hija y a mí, del mismo modo en que se puede decir
que, al final, ella fue lo único que me separó de mi hijo; porque desde el día
en que nació Tristán, Anna dejó de lado a June. June no era una lemko.
Tristán era una confirmación, la respuesta a una plegaria, la redención de un
genocidio del que no cuesta imaginar que Anna de alguna forma se echaba la
culpa. Incluso June reconoció a su modo que había algo extraño entre la
anciana y mi hijo. Aunque nuestra relación nunca pudo considerarse cordial,
Anna y yo nos declaramos la guerra abiertamente poco después del
nacimiento de Tristán: el niño era nuestro campo de batalla.

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VI

U NOS críos pasan frente a mí pavoneándose, impulsados por sus propias


carcajadas. Fuman con un estilo vagamente sinvergüenza, acomodado.
Entran en el Jazz Club Z. Llevo en Praga el tiempo suficiente como para saber
que el hecho de que estos jóvenes sonrían y hablen en voz alta en público los
identifica inmediatamente como extranjeros… aunque también es cierto que
hablan todos en inglés. Ignoran claramente mi nariz, aunque debo decir que
últimamente prefiero la honestidad de quienes se quedan mirándomela
abiertamente. Si algo he aprendido en mis sesenta y tres años es que hay que
esforzarse por abordar la fealdad de frente.
Espero. Teniendo en cuenta que las debilidades brasileñas son como son,
Max Werfel podría estar en cualquier parte, metido en casi cualquier cosa. En
todo caso llega tarde. Le doy un sorbo a una petaca de barro llena de
aguamiel.
Cuando finalmente abro las puertas de madera siglo XVII del Jazz Club Z
es como si apartara un vendaje que lleva mucho tiempo cubriendo una parte
particularmente sensible del cuerpo. En mi caso, lleva dos años enconándose.
La puerta se cierra a mis espaldas. «Acabo de entrar en la herida», me digo.
Desciendo la escalera. Entonces doy un respingo. «¡Viejo estúpido! —me
digo—. ¡Idiota! ¡No has aprendido nada!».
Me detengo en un rellano iluminado a mitad de la escalera. Allí, una chica
situada detrás de una mesa de madera me exige divisas a cambio del
privilegio de ver a mi hijo. Decido probar suerte.
—Soy un invitado especial —afirmo—. Soy el padre de Tristán.
La chica suelta un suspiro.
—No hay nadie que se llame Tristán.
—Es mi hijo —añado—. Toca esta noche. Tristán Hecker. Yo me llamo
Burt Hecker.
La custodia del averno baja la cabeza y examina un papel.
—Burt Hecker —repito.
Finalmente me pone el papel frente a la cara y dice:
—No es usted especial.
Descargo una conspiración internacional de monedas sobre la mesa:
alemanas, americanas y checas. La chica menea la cabeza, toma lo que

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necesita, se concede una propina y me coloca en la mano un sello con una
sonriente cara de color rosa.
—Adelante —dice finalmente.
—Gracias.
Creía que el ruido que llevo un buen rato oyendo eran unos operarios que
trabajaban frenéticamente en otra parte del edificio o, mejor aún, el
cataclismo procedente de la calle de adoquines, pero el sonido sale de las
entrañas del mismísimo Jazz Club Z. Tomo un trago de betónica (que, además
de ser la panacea para todas las enfermedades, se rumorea que es
particularmente buena contra las brujas). Compro dos cervezas. Esto tiene que
ser una broma. Lonna debe de estar tomándome el pelo. Mi hijo no está en
Bohemia, sigue en Polonia con su abuela y su miasma infernal; esta música
tiene que ser una tomadura de pelo de Lonna. Aunque, ¿cómo iba a planear
todo esto? Se me ocurre una idea aún peor: tal vez sea Tristán quien está
tomándonos el pelo a todos.
Cruzo un pasadizo de piedra y sigo el ruido hasta la bodega medieval
abovedada, iluminada con luz de velas. O tal vez sea una mazmorra. Me fijo
en las cabezas de los jóvenes adultos aquí reunidos (mayoritariamente
rapados) y las oscuras formas de las criaturas que provocan aquel tumulto.
Son cuatro, encorvados sobre sus instrumentos. El clamor es la aflicción
acumulada tras siglos de tormentos, privaciones, locura y muerte; el horror
del mundo medieval exteriorizado en forma de sonido. Espero a que mis ojos
se ajusten a la luz de las velas, pero no lo hacen. Me siento tan viejo… Estos
jóvenes se mueven rapidísimo, aunque estén sentados; giran a mi alrededor,
respiran el humo, charlan, siguen la música asintiendo con la cabeza. Hay
rapidez en la piel de cada uno de ellos. Estudio sus rostros. Jóvenes, amorfos,
de una estupidez extática. Acaban de soltarlos de donde fuera que empezaron
y están que se caen. Me pierdo contemplando sus risas, finalmente libres,
cómo se agarran donde pueden, haciendo así más evidente aún que se caen,
para suavizar el inevitable aterrizaje. Es imperativo que me siente. No veo a
Tristán por ninguna parte, pero le esperaré. Me bebo la cerveza y luego su
tibia secuela.

San Buenaventura aseguraba que la contemplación de una muerte atroz era un


medio para alcanzar la pureza espiritual. Sospecho que los cuatro miembros
del Sound Defenestration Collective, que merodean por el escenario más que
estar de pie, se han aprendido esa lección de memoria. Los ilumina la luz de

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unas velas y varios aparatos electrónicos. De vez en cuando, brutalmente en
ocasiones, arremeten contra unos objetos que en otro tiempo tal vez fueran
instrumentos. Incluso el batería, que, visto más de cerca, resulta ser una
mujer, no toca de la forma prescrita normalmente, es decir, para crear ritmo.
No, la mayor parte del tiempo golpea aleatoriamente un conjunto de platillos
y cencerros que de vez en cuando dan lugar a un ritmo tribal. Dentro de la
batería hay micrófonos, creo, y los cables de éstos llegan hasta un tipo muy
alto colocado detrás de un despliegue de experimentos científicos: el hombre
graba los sonidos de la batería y los reproduce con un tono y una velocidad
alterados; resuenan y explotan. Esto no es la música tradicional popular del
pueblo lemko.
Resulta algo más difícil ver a los otros dos miembros del grupo, situados
detrás de la batería.
El saxofonista, desnutrido y calvo, le da la espalda al público y al resto del
colectivo. No soy ningún experto, pero los sonidos que emite probablemente
sean el punto focal de lo que sea que se considere la canción del Sound
Defenestration Collective. Se desgañifa en el instrumento que, como pronto
queda claro, también está conectado al vudú electrónico del tipo alto; los
alaridos del saxo se multiplican como una bandada de patos furibundos.
Cuando no suelta chirridos, el tipo hace eructar, chisporrotear, retumbar y
rebuznar su cuerno de latón. A ratos es difícil saber si esos ruidos salen del
saxofón o directamente de la boca del hombre: se oyen unos gruñidos, unos
gemidos y algo que recuerda a una especie de salmodia. De vez en cuando
parece que del instrumento se escapa una melodía genuina, pero pronto se ve
silenciada por el caos circundante para que parezca accidental, como si el
alma del instrumento intentara escapar de los tormentos de la canción.
Finalmente hay también un pianista. Es hirsuto y por eso es el que me
gusta más. De hecho, cuando le he visto la barba y el pelo por primera vez he
pensado que podía tratarse de mi Tristán. Este pianista, que gracias a Dios no
es mi hijo, toca con acordes evasivos, desmemoriados. Tanto su actitud como
su forma de tocar hacen pensar en el rey Carlos IV de Bohemia, famoso por
concentrase más en sus tallas de madera que en los miles de suplicantes que
acudían a verle. Llego a la conclusión de que el pianista no tiene ni idea de
dónde está.
—Disculpa.
Se trata de una chica, un error. La ignoro y finjo no haberla oído. La chica
dice algo más que no oiría aunque no fingiera no oírla: varias frases

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rematadas con una sonrisa. Rubia, pelo corto, cara rechoncha, la nariz
mutilada al estilo tribal.
—Ajá —respondo, y le doy la espalda, pero ella me toca el hombro.
—Perdón —dice—. ¿Hola?
—No, gracias. —Que no parezca una puta no significa que en realidad no
sea una puta—. No tengo dinero —añado.
Entonces coloca la boca descaradamente junto a mi cabeza. Yo me agarro
la cartera. Ella me toma por las sienes.
—¡Tú eres el padre de Tim!, ¿no? —me grita al oído.
Miro a mi alrededor. Asiento con la cabeza, luego digo que no, vuelvo a
decir que sí.
—¿Cómo? —pregunto finalmente, bastante fuerte.
—El padre de Tim.
—No, no, lo siento. ¿Qué dices? Yo soy el padre de Tristán.
—Tristán. Sí, eso también.
—¡Burt! —exclamo—. Me llamo Burt Hecker. Soy el padre de Tristán.
—Lenka Vackova. Soy la amiga de Tristán.
Miro por encima de su hombro.
—Pero ¿dónde está…? ¿Conoces a Tristán? ¿Conoces a mi hijo?
—Momento —dice, y vuelve a acercarse a mi oído—. Lo siento, música
es muy fuerte. Estaba muy nervioso por esta noche, nunca he visto a él tan
nervioso.
Incluso en aquella atmósfera cargada de humo y cervezas derramadas, la
chica huele a musgo, clavo, nuez moscada y cardamomo. No puedo hablar.
—Es perfecto conocerte por fin —dice—. Bienvenido a la República
Checa.
El pianista comienza a agredir un teclado electrónico, a picotearlo. Me
levanto.
Es el Columba aspexit — Sequentia de Sancto Maximino de Hildegard
von Bingen, la primera pieza de la grabación Gothic Voices de 1983 d.C., A
Feather on the Breath of God, una de las canciones preferidas de la familia
Hecker. La voz de Hildegard; la voz de Tivona; la de Lonna. Las chicas del
taller de canto, todas ellas transportadas con maestría, casi a la perfección, a
aquel instrumento de latón: el saxofón. La música es como un suspiro de
júbilo lento, eterno; el sonido de la luna cruzando el cielo nocturno. El ruido,
la agitación y el estruendo del resto del Sound Defenestration Collective han
cesado. Suena el saxofón:

Calor solis exarsit

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et in tenebras resplanduit
unde gemma surrexit
in edificatione templi
purissimi cordis benivoli.[1]

Entonces vuelvo a tener la voz de Lenka en el oído.


—Esto es para ti. Toda la semana él estaba nervioso practicándolo para
ti.
Los ojos de mi hijo recorren la sala como una flecha, impregnados de la
súbita llama espiritual de su propia música. Aquellos ojos, de pronto tan
pequeños. Me siento de nuevo y vuelvo a levantarme, pero no me ve. Ha
perdido las gafas, es imposible que vea sin gafas. Sus codos y unos brazos
esqueléticos, unas piernas largas, con aquel ridículo instrumento que sale de
una boca y una cara conocidas que nunca he visto: brillante, pálida, cubierta
de sudor. ¿Es esto lo que su barba estuvo creando durante todos esos años?
¿Ésa es la cara de mi hijo? El calor del sol se inflamó y resplandeció en las
tinieblas. Me quedo mirándolo, desesperado. Porque no tiene pelo, no tiene
pelo, mi hijo no tiene pelo ni en la cara ni en la cabeza, y sólo se me ocurre
pensar en quimioterapia. Tristán está castigándose. Es… Esa persona de ahí
arriba con el saxofón es mi hijo. Y mi hijo se ha provocado cáncer.

Tristán y su Sound Defenestration Collective nos entretienen durante una hora


más. Yo intento calmarme. Con Lenka, repaso una colección de selectas
cervezas bohemias; la muchacha sigue mi ritmo sin decir nada. No aplaudo
entre canciones, pues quienes me rodean ya lo hacen con creces. Me digo que
no es demasiado inteligente fomentar la recreación auditiva de una
enfermedad mortal.
Veo a mi hijo por primera vez, desprovisto de la cabellera, la barba y las
gafas de culo de botella. Su desnudez es tan difícil de soportar como los
alaridos violentos, cortantes de su saxofón. Su tamboril, su salterio, su
clavicordio, sus instrumentos cordófonos, su laúd, están todos hechos
pedazos. Mi músico ambulante, mi malabarista propaga el mal con su
saxofón. Qué enfermo se le ve sin la barba, qué joven. Cómo se parece a su
madre durante esos últimos días. Es como si volviera a verlos a los dos pero
sin verlos. ¿Qué se ha hecho de ellos?
La banda abandona los instrumentos y se olvida de los amplificadores,
que reproducen el ruido como una colmena furiosa, y se pasea por entre el
público. Las bombillas del techo se encienden. Mi hijo se acerca.

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Lenka corre hacia él. Él se detiene a varios metros de distancia de su
padre y mira por encima del hombro de Lenka mientras ésta le habla y señala
hacia mí. Tristán asiente. Lenka lo deja y regresa junto a mí.
El Sound Defenestration Collective me rodea. La percusionista es Margot,
de Estados Unidos. El hirsuto pianista es Martin, de Praga. El tipo alto es
Honza, también de Praga.
Honza me da la mano y me pide mi opinión acerca del espectáculo.
—No lo dirás en serio —le respondo yo.
Me cuesta pensar. Veo a Tristán, que habla con gente al otro lado de la
sala; Tristán, mi niño, tan callado, hablando con gente, con mucha gente. No
me lo explico.
—¿Y nuestra actuación? —repite Honza.
Martin pone los ojos en blanco y se arregla la barba. Le digo a Honza que
ha sido horrendo; está encantado.
—Para algunos la música improvisada es demasiado complicada, poco
satisfactoria. Es demasiado intelectual para su gente, creo yo. En fin… —
concluye, y me enseña las palmas de las manos en un gesto triste.
—¿Mi gente?
—Los americanos —se explica, como si incluso la palabra le resultara
dolorosa—. Su hijo es la única excepción, ésa es mi conclusión.
Tristán, rodeado de gente, sonríe con afectación y mueve las manos de
forma igualmente exagerada.
—¿La única excepción de qué? —Margot le da a Honza un pellizco en el
brazo. Este se ríe.
—No se lo tenga en cuenta, señor Hecker, es de California.
—En California la gente es naranja —añade Martin.
¿Éstos son los amigos de Tristán?
Lenka me pone la mano en el hombro.
—Tengo que ir a casa, pero nos veremos pronto otra vez, ¿vale?
—¿Qué está pasando aquí?
—Bueno, ya sabes… Ahora va a venir, supongo…
Pero está avergonzada: Tristán no viene.
Y de repente ahí está, de pie junto a mí. Me ofrece la mano y yo se la
encajo. Y le doy un apretón, estrecho la mano de mi hijo. Sin embargo, sin
darme tiempo siquiera a levantarme, llorar o reír, o a formular una frase para
pedirle perdón, Lenka dice algo sobre irse a casa y, después de darme también
la mano, se marcha. Tristán duda tan sólo un instante antes de seguirla afuera
de la sala.

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Uno podía sentir cómo escuchaba. Ésa es otra de las cosas que tiene mi hijo.
Tristán decía a menudo que a él escuchar le costaba mucho y, a juzgar por la
concentración que reflejaba su rostro, creo que hablaba en serio. Nunca
pareció darse cuenta de que la mayoría de gente no escucha a los demás, o en
el mejor de los casos lo hace tan sólo de forma superficial. O tal vez el
problema era que se daba demasiada cuenta. Para mi hijo, la palabra dicha era
una grieta en la máscara, una cuerda tendida entre un organismo confuso,
medio ahogado, y otro. Era capaz de encontrarle sentido a la frase más banal
(en los anuncios y en los discursos de los políticos, por ejemplo), aunque
generalmente no era el sentido que le había querido dar el que la había
pronunciado. Casi siempre sabía cuándo uno estaba mintiendo. A algunos (a
Lonna Katsav, por ejemplo) les parecía «espeluznante». Pero por qué y cómo
escuchar es tal vez la lección más importante que me ha enseñado mi hijo y la
que menos preparado estoy para aprovechar. Tuve que pasar primero por
Hildegard von Bingen y por el taller de canto de Tivona para acercarme un
poco más al estado natural de verdadera atención de Tristán, pero ni siquiera
ahora creo que algún día vaya a ser capaz de olvidarme de mí mismo mientras
hablo con otra persona.
¿Qué más? Tristán recogía flores para los manteles con que se cubrían las
mesas de mármol de los huéspedes del Mansion Inn. Ése era su trabajo.
Tristán ayudaba a su abuela con las patatas. Cuando ésta regresó a Polonia,
Tristán pasó los veranos allí con ella, vestido como un lemko, mejorando su
dominio del idioma lemko. Tristán leía todos los libros de ciencia ficción que
le recomendaba su hermana y miraba las películas y series de televisión
favoritas de June con ella, bajo la montaña de mantas, sus cabezas asomando
como dos huevos de Pascua. Era el único que salía ileso de las turbulentas
garras de June. Asimismo, no lo acosaban demasiado en el colegio, más allá
del típico ostracismo que se dispensa a los individuos que, de forma natural,
tienden a vivir en la periferia de los modos de conducta aceptados en el
Nuevo Mundo. Simplemente no tenía demasiados amigos y prefería la
soledad o, si eso no podía ser, la compañía de su familia, de nosotros.
Pero amar a Tristán a veces era como amar algo que ya no está. Podía ser
frío e indiferente al sufrimiento ajeno, especialmente si era él quien lo
causaba. Incluso cuando aún era pequeño, daba la impresión de que podía
marcharse en cualquier momento. De que tal vez una parte de él había
emigrado ya y sólo estaba esperando a que el resto la siguiera. A Sandy, la
hermosa hija del electricista del Mansion Inn, y la única novia que tuvo mi

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hijo, le dio un día un berrinche en el patio de casa y se puso a gritar: «¡Es que
ya no lo aguanto más! ¿Dónde estás? ¿Hola?». Entonces agarró las manos de
Tristán y las colocó sobre sus pechos. Yo contemplé la escena desde una
ventana.
Tristán, que por aquel entonces tenía dieciséis años, dejó las manos donde
ella las había situado y no dijo nada.
—¡Eso es, tú no digas nada! —exclamó ella—. ¡No digas nada! ¡No digas
nada! ¡No digas nada! ¡No digas nada! —Y se marchó corriendo.
Con el tiempo terminó desarrollando cierto sentido del humor. Sucedió
poco antes de la muerte de su madre. De repente actuaba de forma infantil,
traviesa, podía empezar a cantar en cualquier momento, o ponerse a imitar
desenfadadamente a quien fuera. Tenía una extraña capacidad para divertir e
incluso satisfacer a la persona que imitaba. Su corazón fue volviéndose más
ligero con los años. Su abuela aseguraba que eso era previsible: lo mismo le
había sucedido a su abuelo lemko.
Una vez me dediqué a buscar a Tristán por todo el Mansion Inn. Sucedió
antes de que Anna Bibko regresara a Polonia, o sea que Tristán tendría quince
o dieciséis años. Yo había decidido que necesitaba ayuda para preparar la
velada de la FRTP que iba a tener lugar aquella noche. Iba vestido de
medieval de pies a cabeza, si bien aún no había adoptado mi personaje de
Eckbert Attquiet.
Finalmente lo encontré al otro lado de la calle del Mansion Inn, sentado
junto a su abuela al borde de Kayaderosseras Creek. Estaba tallando algo de
madera. Ella hablaba lemko. Me detuve y los observé. Ambos sonreían,
ajenos a los vehículos que de vez en cuando pasaban junto a ellos. ¡Tristán
tenía un aspecto tan plácido! Casi se diría que estaba enamorado de su abuela;
de pronto tuve un fogonazo y vi a Anna Bibko cuando aún era una niña, antes
de decidir que quería ser americana, mucho antes de que destruyeran a su
gente y su patria. Le estaba contando historias a mi hijo con gran vivacidad y
realmente parecía una adolescente con un disfraz de anciana que podía
quitarse fácilmente en cuanto quisiera. De vez en cuando Tristán recogía las
virutas de madera del suelo y las echaba al arroyo. Entonces contemplaba
cómo se alejaban flotando antes de desaparecer Queens Falls abajo. Pero yo,
en lugar de dejarlos a solas, crucé la carretera como una exhalación.
—¡Tristán! —le grité—. ¡Oye! ¡Me prometiste que ibas a ayudarme con
la nueva producción de aguamiel! ¡La melomel!
Abuela y nieto dieron un respingo. La cara de Anna envejeció a ojos
vistas y su sonrisa se desvaneció para dar paso a aquella mala mirada marca

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de la casa. Tristán se levantó: el traje tradicional lemko le confería un aspecto
ridículo. No dijo nada, la mirada perdida entre mí mismo, Anna y los
enroscados rizos de madera a sus pies.
—¿Y bien, qué haces ahí plantado? —grité—. ¡Necesito tu ayuda!
—Yo también te quiero, papá —se limitó a decir Tristán. Entonces volvió
a sentarse junto a su abuela, que nunca supo decir si aquello había sido una
victoria o una derrota.

—Señor Hecker —dice Margot—, ¿es suyo?


Sigo su dedo hasta la oscuridad exterior de la sala. Al instante, noto que
me fallan las rodillas. Porque es Max Werfel, y su redonda cabeza me ilumina
como un foco. Me levanto y vuelvo a caerme, y en el proceso doy con no sé
muy bien qué parte de mi cuerpo sobre algo, puede que una silla, puede que
Honza. Martin se levanta y evita justo a tiempo que me caiga al suelo.
—¡Estoy bien, estoy bien! —Oigo mi propia risa—. Estoy bien. Voy
borracho, sólo eso. Pero todo va bien.
En medio de la conmoción aparece una mujer. Es de la misma altura que
Max Werfel, tiene el pelo corto y negro, y su piel desprende también un brillo
infantil. Presenta un aspecto descuidado, una versión mal hecha, de museo de
cera, del propio Werfel. Vuelvo a sentarme y me pregunto vagamente por qué
todo el mundo está mirándome a mí y no a esos dos raros. Al parecer Werfel
ha logrado localizar a su hermanastra y, por alguna razón, ha decidido
arrastrar a la pobre mujer hasta las mazmorras del Jazz Club Z para que me
conozca. Me río y tal vez sea una carcajada de loco, sí, pero de veras que me
alegro por él. Por los dos.
La mujer contempla la sala con un desagrado comprensible. Werfel está
simplemente radiante. Mirándome solamente a mí, se pone a contarme algo
que parece importante en alemán, mientras la mujer traduce la información al
bohemio. Yo asiento, mudo de asombro. Honza o Martin van traduciendo lo
mejor que pueden al inglés. El meollo de la conversación, por increíble que
parezca, es algo sobre ordenadores y cómo Werfel utilizó uno para localizar a
su hermanastra después de descubrir una fotografía y un nombre entre los
antiguos documentos nazis de su padre. Intento fingir interés. Finalmente, y
escudándose en el humo, Werfel y su hermana se marchan tan rápido como
han llegado, aunque no sin antes indicarme que debo dejar el hotel al día
siguiente por la mañana. Al parecer, voy a alojarme con Werfel en el
apartamento de su hermanastra. Así sea.

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El fantasma de mi mujer contempla la escena desde el extremo opuesto de
la sala. Calva de nuevo y sola, se lleva un cigarrillo a los finos labios y, por
un instante, desaparece detrás de la nube de humo.
—Kitty —digo. Me levanto. Cuando vuelve a aparecer, lleva un saxofón
en la mano y tiene una expresión infantil de asco.

Mi hijo se sienta frente a mí, al otro lado de la mesa, y bebe agua mineral. El
Jazz Club Z se ha vaciado y los pocos clientes que ha conseguido retener no
parecen estar en condiciones de ir a ninguna otra parte. Ese instrumento
emparentado con las brujas yace retorcido en el regazo de Tristán.
—¿Qué es esto, Burt?
Tristán nunca me ha llamado nada que no sea papá.
—No lo sé —digo yo.
—Tengo una sorpresa.
Éste no es el hijo del viejo de Domenico Ghirlandaio. ¿Sarcasmo?
—¿Qué te ha pasado? —le pregunto.
Ni siquiera me mira. Envidia, cólera, gula, lascivia, avaricia y codicia,
orgullo, pereza… Sorbe de la botella de agua mineral, con el saxo en la mano,
y se niega a mirar a su padre. Éste es el gemelo malvado de Tristán.
—La madre de Lenka es lemko —explica—. Nos estuvimos escribiendo
cartas… los dos, Lenka y yo. Éramos amigos por correspondencia. Duró…
mucho tiempo, ¿sabes? Desde que éramos niños.
—Parece buena chica.
—Nunca he vivido en Polonia.
El silencio que se abre entre los dos es el gemelo malvado de nuestros
silencios de antaño. Suena exactamente igual pero no lo es.
—Tienes buen aspecto, Tristán —digo—. Has cambiado.
—Tim; ahora la gente me llama Tim.
Me falta el aire.
—La gente.
—¿Qué te ha parecido la música?
—No lo sé. La verdad es que la música tradicional lemko ha cambiado
mucho.
—¿Te ha gustado?
—¿Tú querías que me gustara?
—Antes sí —dice—, hasta que te he visto.
—Tristán…

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—Tim.
Me pongo una jarra de cerveza vacía frente a la cara. Esto no está
pasando. Me enfado, yo quiero lo otro, lo que debería estar pasando y se ha
perdido.
—¿Y Anna, tu abuela? —le suelto.
—La veo.
—¿A menudo?
Tristán sacude la cabeza. Mis celos son asquerosos.
—¿Cada cuánto la ves?
—Ya basta —susurra él.
—Sólo una pregunta.
—Después de lo que hiciste… ¿Qué haces aquí, Burt?
—¿Qué haces tú aquí?
—Basta. Ya vale, esto es inútil.
Yo golpeo con la jarra encima de la mesa.
—¡No lo es! ¡No es inútil! ¡Esto no es inútil! Mírame.
—No puedo hacerlo.
—¿Hacer qué? —digo—. No sé ni de qué estás hablando.
—Vete.
—¿Cómo? ¿Y te dejo aquí? Tú antes…, antes eras… Pero mírate, ahí
arriba esta noche, tan perdido, yendo de aquí para allá tratando de impresionar
a estos idiotas, estos tarados… Coño, Tristán, que esta gente son…
—Pues entonces me iré yo.
—No te vayas. Lo siento. Hay tantas cosas de que hablar. No, por favor…
Me dice algo, pero no lo oigo.
—¿Qué?
—Que June tenía razón —repite entonces, aún más fuerte—. He dicho
que June siempre tuvo razón.
—Yo nunca dije que fuera perfecto.
—Oh, vamos, crece un poco.
—Te quiero.
Aparta la silla hacia atrás, pero no se mueve.
—He hablado con… con Lonna. Pero no estás mejor. Lonna dijo que
estabas mejor. ¿De qué va toda esta historia del caballero errante? ¿Qué
pretendes? Yo no soy quien tú crees, y no voy a cuidar de ti.
—Creí que podía ayudarte.
—Por favor…
—Lo he vendido. El Mansion Inn.

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Sus ojos se fijan en los míos por primera vez en dos años.
—Todo, Tristán. Lo he vendido todo.
—Me llamo Tim.
—No tengo adónde ir —digo—. He pensado que podríamos volver a
empezar, tú y yo. Como antes. Mírame, espera. Es importante que sepas que
no fue culpa tuya. Lo de tu madre. Yo no te culpo. Nadie te ha culpado de
nada.
—¿Que tú no qué?
Señalo su cabeza rapada.
—¿Que tú no qué? —repite.
—El cáncer —digo yo en un susurro.
El saxofón de Tristán cae al suelo. No es a él a quien culpa. Y entonces mi
chico silencioso grita algo. Me agarra el brazo desde el otro lado de la mesa y
me grita algo atroz.

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SEGUNDA PARTE

I934-I996 d.C.

Kitty

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VII

C ONOCÍ a Kitty en marzo, el mes, según Chaucer, en que comenzó el


mundo, cuando Dios creó al hombre. Recuerdo el deshielo de aquel
año. El 1965 d.C., compitiendo en un concurso de popularidad con el locuaz
1964 d.C., había proclamado la llegada de la primavera con varias semanas de
antelación. Ríos y arroyos, ávidos de agua, se volvieron marrones de
impaciencia y abrieron los labios de los bancos para dejar a la vista sus
rocosas sonrisas. Me recuerdo a mí mismo observando desde la ventana de mi
clase en el instituto de Queens Falls. Incluso los árboles parecían estar
exudando la estación, o lamentando su pronto traspaso, llorando, y durante
varios días lo único que no goteó fueron los charcos. Éstos se volvieron
ambiciosos. Había uno o dos que parecía que iban a ser capaces de prolongar
su vida y convertirse en lagunas.
Yo era un maestro bastante malo. Tenía treinta años. Hacía tres años que
me habían destinado a Queens Falls, donde había aceptado un puesto como
profesor de historia europea en el instituto después de que me pidieran que
presentara la dimisión tras un breve paso por el instituto católico Saint Mary,
de Syracuse, en Nueva York. La lección que aprendí de aquel episodio es que
la historia no casa bien con la mitología. En Queens Falls, en cambio, casi
nunca debía dar clases. Tenía un libro de profesor del estado de Nueva York
que me impedía hacer mucho más que preparar a los niños para los exámenes
del estado de Nueva York: la historia entendida como fechas, datos y un
compendio científico y de fácil digestión de causas y efectos. El libro para
profesores del estado de Nueva York dejaba bastante claro que el efecto, la
luz al final de casi todos los túneles era la Democracia. Algo loado sin
excesivo rigor bajo el título de «estilo de vida americano».
La pregunta «¿esto saldrá en el examen, señor Hecker?» marcaba el límite
del interés de mis alumnos en relación con cualquier tema. Si iba a salir en el
examen, tomaban nota. Sus miradas silenciosas y superficiales me ponían
nervioso. Tenía que repetirme constantemente que no eran estúpidos, pues
¿cómo era posible que el resultado de miles de años de evolución humana
fuera estúpido?
Al final simplemente adopté el hábito de anotar las preguntas del examen
del estado de Nueva York directamente en la pizarra, preguntas y respuestas,
y dejar que aquellos adolescentes peculiarmente obedientes y a menudo

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bondadosos las copiaran. Y eso es lo que hacían, aplicadamente. Sin embargo,
el día del examen casi un tercio de la clase estaba a punto de suspender. A
aquellos optimistas y talentosos retoños del Nuevo Mundo los habían educado
para mirar hacia delante, no hacia atrás. Ellos no iban a repetir la historia.
¿Acaso no la habían trascendido ya?
Unas semanas después de reconocer el alcance de la insensatez que había
cometido al aceptar el puesto de profesor de historia europea del instituto de
Queens Falls, me empeñé en corregir las cosas organizando un Club de
Historia Viva, que abrí a todos los chicos y chicas interesados. Hice pósteres.
Pasé largas noches y fines de semana solitarios preparándolo (aunque, para
ser sincero, debo admitir que todas mis noches eran largas, y todos mis fines
de semana, solitarios). Y trabajo me costó no ahogarme en las fuentes
originales de las que extraje material suficiente para saciar (andaba yo
convencido) el interés y las vagas ansias históricas que un pueblo entero de
jóvenes tenía por explotar; unas ansias de las que el consejo escolar del estado
de Nueva York no tenía ni idea. ¿Y bien? ¿No iba a darles una lección? Iba a
llenar esos gaznates, los iba a surtir de historia. Era casi como sentir una
vocación. Cada viernes nos reuniríamos y más adelante, cuando el asunto
despegara, nos reuniríamos cada día, cada tarde. Niños de todas las edades de
todos los distritos escolares acudirían a mi Edad Media y, con el tiempo, el
Club de Historia Viva se convertiría en una especie de sociedad
extracurricular de alcance nacional, algo así como los boy scouts o la Little
League[2]. Era una idea a la que le había llegado el momento. En los pósteres
prometía una especie de protorrecreación semanal: degustaciones de comida
medieval y etiqueta de banquete, talleres de vestuario y armadura, incluso
simulaciones de juicios y batallas medievales basados estrictamente en las
fuentes. Leeríamos a Chaucer en voz alta, charlaríamos sobre el arte del siglo
XII, escucharíamos grabaciones fonográficas de música antigua y
aprenderíamos el mundo de las artes heráldicas. Mi esperanza era que, algún
día, llegáramos a cazar venado con armas auténticas. Incluso había planeado
peregrinajes simulados y, para despertar el interés de los más jóvenes,
fingiríamos que quemábamos uno o dos herejes en la hoguera. «¡Recrea la
historia!», pregonaban los pósteres con mis mejores letras góticas. «¡Rescata
un tiempo perdido! ¡Un viaje a través del pasado vivo!».
No se apuntó ni un solo estudiante. Una cosita menuda, con ojitos de vaca
y desesperadamente solitaria (o eso me pareció a mí) se presentó el primer
viernes, sola, después del colegio, y se encontró ante un imponente festín
medieval. Yo llevaba una túnica y mascaba mi tristeza detrás de un pupitre

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con varios montones de copias de la Carta Magna hechas a mano, con la vista
perdida en la clase vacía que había decorado como mejor había sabido según
el estilo de un salón del siglo XIII. ¿Acaso no había hecho suficientes
pósteres? Había preparado comida suficiente, de eso no había duda. ¿Era tal
vez que mi letra uncial, minuciosamente fiel, no resultaba legible? (Más tarde
alguien me dijo que no lo era.) Sentada sola en un pupitre al fondo de la clase,
tan lejos de mí como era posible, la niña estaba demasiado asustada para
mirar siquiera los platos que yo había estado preparando durante buena parte
de las últimas dos semanas. En cuanto a mí, estaba tan avergonzado que
apenas podía mirarla. Ni a ella ni a los imponentes cuencos llenos de mostaza,
carne de venado, ciruelas, granadas, ajoblanco y anguila. Creo que los dos
mirábamos por la ventana. No sé qué la había llevado hasta allí, tal vez tan
sólo una oportunidad de conocer a gente nueva y hacer amigos. Tal vez
deseaba realmente aprender cosas sobre la Edad Media y fue mi desdicha lo
que la hizo huir, asustada. Ni yo mismo sé aún por qué no fui capaz de
tenderle la mano a aquella niña; yo tampoco tenía amigos. El Club de Historia
Viva podría haber funcionado con dos miembros, no era tan mal comienzo.
Yo era un maestro bastante malo. Por supuesto, la niña preguntó si el Club de
Historia Viva saldría en el examen.
—No —dije con un suspiro.
—Ah —repuso—. Vaya.
No probó bocado y jamás regresó.
—Gracias por venir. Ve con Dios.
—Adiós, señor.
Años más tarde, Kitty me reprendió por haberme rendido demasiado
pronto, por haber sido obtuso y cabezón, y por no haber sido realista, y
terminó diciendo que probablemente no tenía derecho a enseñarle nada a
nadie. Kitty insistía en que seguramente a aquellos niños y niñas yo les daba
miedo, que recelaban de mi nariz y de mi pelo largo (que por aquel entonces
aún no había caído) y, en especial, de mis ojos ardientes bajo la influencia de
mis viejas obsesiones.
En aquella época yo vivía en un cuarto alquilado atestado de libros, en la
buhardilla de una antigua granja. No tenía ni amigos de verdad ni familia, y
Queens Falls era lo más lejos que había llegado de mi ciudad natal de
Syracuse, Nueva York. Debido a una naturaleza que aún no había encontrado
toda la expresividad en la recreación y que, por lo tanto, aún no había
encontrado ningún medio de expresión, dejé tras de mí a una perpleja estela
de medio amigos y medio amigas, por lo general apenas conocidos que habían

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acudido a mí en algún momento y de los que me había apartado en cuanto
había empezado a desarrollarse algo parecido a la intimidad. Sentía que nada
era como debía ser. Me gustaba la gente, y a ellos les gustaba yo, pero nunca
durante los largos y tediosos períodos necesarios para establecer vínculos o
aparearse. Pasaba la mayor parte del tiempo leyendo tranquilamente y
abusando del alcohol, soñando que vivía una vida que encajaba con todo lo
demás. En el instituto de profesorado había tenido una amiga durante unos
meses, una chica lenta y meticulosa llamada Susie que me había confesado
que siempre había sentido que algo dentro de ella no funcionaba. Me había
contado que desde siempre, desde que era capaz de recordar, había sabido que
era un chico; dijo que se trataba de una sensación bastante simple y obvia.
Que era como saber que tienes los ojos azules o el pelo castaño, dijo. No
estaba loca, pero era profundamente infeliz y estaba tan frustrada que no
podía pasar demasiado tiempo con ella sin que me entrara también cierto
pánico. A los treinta años, yo había renunciado ya más o menos a ser lo que
sea que fuera en realidad. Sin embargo, a diferencia de Susie, me sentía
desplazado históricamente. Me sentía como si fuera apenas un resto de algo
que había desaparecido hacía ya tiempo, como si sólo pudiera habitar a
medias aquel mundo moderno que hacía lo posible por ignorar. Cuanto más
me concentraba en la realidad, menos real se volvía. Por aquel entonces la
situación me irritaba, pero eso pasó pronto.
Yo era raro incluso sin la nariz. En el conservador reino del norte del
estado de Nueva York (donde hay que tener en cuenta que 1965 d.C. se
parecía mucho a 1955 d.C.), era desde luego un bicho raro. Era un hombre
hermético y encerrado en mí mismo; mi pelo encajaba perfectamente con
aquella época de conflictos coreanos. La gente me decía siempre que me
parecía al percusionista de los Beatles, aunque con una nariz algo más grande.
Huelga decir que yo no tenía ningún interés ni en los Beatles ni en los
cambios sociales que se instigaban desde los salones de peluquería de los
centros urbanos de nuestra nación. Llevaba el pelo largo porque así era como
se llevaba en la Edad Media, y mi atuendo, también los fines de semana, era
lo más parecido a una túnica que podía ponerme sin que me encerraran en un
manicomio. Yo no tenía nada que ver con la llamada contracultura que, al
parecer, recorría el país, y ésta no me merecía ninguna opinión, ni positiva ni
negativa. Que recorriera lo que tuviera que recorrer. Pero la gente me tomaba
por un librepensador, un hippy, como decían ellos, y de nada servía observar
que muchos de los Padres Fundadores de nuestro país llevaban el pelo más
largo y vestían de forma mucho más extravagante que yo.

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Sea como fuere, abandoné el Club de Historia Viva y unas semanas más
tarde, en un último intento a la desesperada, fundé la Sociedad Histórica de
Queens Falls. Había ya varios clubs históricos y sociedades en la cercana
Saratoga Springs, pero éstos se ocupaban básicamente de Saratoga, las
carreras de caballos, la guerra de la Independencia y la acumulación y
evaluación de hitos Victorianos. Yo estaba interesado en algo más
estrafalario.
A finales de febrero, una mujer llamada Anna Bibko se puso en contacto
conmigo. «Querido presidente de la Sociedad Histórica de Queens Falls —
comenzaba la carta—. Me gustaría hablarle a usted de atrocidades».
La epístola, de quince páginas, incluía información sobre el tratado de
Yalta, la operación Vístula, la línea Molotov-Ribbentrop y el pueblo lemko, y
le seguía una lista de cuarenta páginas:
MAKSYM, ANASTASIA. Catorce años, pechos cortados, disparo de rifle en el
cuello.
MAKSYM, MARIA. Dieciocho años, apuñalada con bayoneta en los ojos, corte
en el estómago.
MAKSYM, YAROSLAV. Cincuenta años, cabeza partida.
NECHYSTY, MYKOLA. Veintisiete años, disparo en el estómago, quemado
vivo.
NECHYSTY, CATHRINE. Diez meses, quemada viva.

¿Cómo podía negarme?


El día de la presentación de Anna Bibko acudimos tan sólo cinco
miembros. Mi acompañante femenina, Marla, nuestros tres veteranos de la
Gran Guerra y yo mismo. Fue vergonzoso. Era la primera vez que
invitábamos a un orador y, como de costumbre, me había tomado la molestia
de preparar diversos refrigerios de origen primario, incluidas una fuente de
zanahorias dulces muy difíciles de preparar y una selección de frutas partidas.
En la Sociedad Histórica de Queens Falls solíamos ser una docena de
personas. Éramos un grupo de gente disfuncional e infeliz. Cada semana nos
reuníamos para discutir de qué íbamos a discutir la semana siguiente, y yo no
era un líder demasiado persuasivo: fue un fracaso lamentable. La verdad es
que yo no era el líder pero, como era el presidente simbólico, cada semana
recaía sobre mí la responsabilidad de encargarme de los restos físicos y
emocionales de nuestras cada vez más polémicas reuniones. Cada uno de
nosotros sabía exactamente qué no era la Sociedad Histórica de Queens Falls.
Mi facción medieval quería que la Sociedad fuera algo así como un taller
sobre la Edad Media; sin embargo, y como no costará imaginar, éramos los
menos preparados socialmente para defender nuestra causa, por lo que

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generalmente no lo hacíamos. Nos limitábamos a refunfuñar mansamente y de
vez en cuando pronunciábamos unos discursos pésimos en un sonoro inglés
antiguo sobre alguna gloria del mundo medieval. Sin embargo, tímidamente,
aunque en realidad le dábamos gran importancia, habíamos empezado a
reunirnos en privado e incluso a vestirnos con atuendos medievales hechos en
casa. Lo que habría resultado muy sencillo con niños (tal como contemplaba
mi plan inicial para el Club de Historia Viva), a los adultos nos provocaba
cierta vergüenza, la misma que imagino que sentirán los travestidos y otras
personas que participan en conductas socialmente transgresoras. Nuestros tres
veteranos, obsesionados con la Gran Guerra, querían hablar de la Gran
Guerra, de los que habían visto morir y de los que habían sobrevivido a la
Gran Guerra para terminar muriendo por causas diversas, como por ejemplo
una desesperación infinita. Yo creía entender a aquellos ancianos e incluso el
intimidante teniente Michniewicz me caía bien. Venían a nosotros porque no
tenían adónde ir; tanta historia y ningún lugar donde ponerla.
Los veteranos se habían reunido en un rincón de la clase de mi instituto de
Queens Falls y estudiaban obsesivamente un mapa de Francia. Marla se
removía inquieta a mi lado, innegablemente incómoda y demasiado arreglada.
Yo tenía curiosidad por ver cómo reaccionaba ante las atrocidades.
—Bueno —susurró. Era una pregunta.
Marla daba clases de historia popular norteamericana en una escuela de
primaria. Estaba obsesionada con el orden de los presidentes de Estados
Unidos y a veces, en la cama, me examinaba, inventaba órdenes distintos,
clasificaciones de mejor a peor… Sabía qué primeras damas eran unas furcias
y cuáles eran unas arpías, y se había aprendido de memoria las fechas de
nacimiento y traspaso de todos los padres fundadores de la patria, así como lo
fundamental de todos los principios de los libros de texto de cuarto grado del
estado de Nueva York que versaban sobre nuestra amada Unión. Si se la
presionaba, admitía interpretarlos como eternos. Johnny Applesee, George
Washington y el cerezo, Plymouth Rock, el Pony Express, el día de Acción de
Gracias, Betsy Ross y las instrucciones sobre cómo esconderse bajo el pupitre
en caso de ataque nuclear. Marla acababa de divorciarse del mismísimo
entrenador Buck, del instituto de Queens Falls. Varios años mayor que yo,
tenía un hijo de diez años al que yo nunca iba a conocer y que también se
llamaba Buck. Marla y yo llevábamos liados cuatro o cinco meses y ahora no
quiero ser cruel. Sus ojos tenían un aire olvidadizo, como de acuarela.
Había conocido a Marla en una reunión de la asociación de padres de
alumnos. Yo no quería estar allí y ella tampoco.

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—Estamos borrachos los dos —dijo. Se me acercó y me acarició un brazo
con el pecho—. Dos profesores borrachos.
Por aquel entonces yo también era virgen.
—¡Eres tan especial, Burt! Lo digo en serio.
Habían pasado varias semanas. Ella me acariciaba el muslo mientras
discutíamos qué era yo.
—Tan listo, tan distinto a los otros tíos…, ¿me entiendes? Tan intuitivo.
Todo eso, pensé yo, quería decir que Marla estaba dispuesta a pasar por
alto mi nariz y mi inexperiencia si, a cambio, yo era discreto con lo nuestro
delante de los «otros tíos» y, más concretamente, delante de su ex marido, el
entrenador Buck.
Ésa era su oferta.
Como yo nunca había tocado realmente a una mujer desnuda y, aún más
importante, no la obligué inmediatamente a que se metiera mi pene en la
boca, Marla decidió también que yo era sensible. Lo cierto es que ni soy ni he
sido nunca una persona demasiado sensible o empática: simplemente, no
sabía que tenía que obligar a Marla a meterse mi pene en la boca.
Tardé semanas en descubrirlo. Al entrenador Buck, me contó, le gustaba
golpearla. «En la Edad Media, sacudir a las mujeres era un derecho sagrado
del marido, pero si lo hacía bajo la influencia del alcohol o cuando estaba de
mal humor, las consecuencias para la pareja podían ser graves». Eso, o algo
parecido, fue lo que le respondí a Marla una negra noche de tormenta, en un
intento de darle cierto contexto histórico a sus preocupaciones pasadas. Yo
creía que los dos éramos bestias históricas y le conté que, en la Edad Media,
ese mal solía combatirse con una dieta adecuada. Pero Marla me respondió en
términos nada ambiguos que ella ya estaba a dieta y que, si no me gustaba su
cuerpo, ya sabía dónde podía meterla.
Pronto descubrí que Marla se entregaba a esas relaciones con el
entusiasmo de un mártir cristiano del siglo III. Con los ojos cerrados, se
retorcía y chillaba gratuitamente como si fuera yo quien la estuviera violando
y no al revés. Al principio me preguntaba a menudo si le estaría haciendo
daño; entonces detenía el apuñalamiento y le preguntaba si estaba bien, a lo
que ella respondía retorciéndose aún más, hasta que pillé la indirecta: por lo
general estaba bien. Yo no era tan inexperto como para no saber qué si se iba
a la cama con Burt Hecker, aquel tipo ensimismado y con la cara desfigurada,
era para castigar al entrenador Buck. Tampoco es que me importara
demasiado. (Hildegard von Bingen creía que el semen era una especie de
sangre que el deseo sexual y la luna convertían en espuma.) Con el tiempo

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terminé disfrutando y en cierto modo ansiando el consuelo de las partes bajas
de Marla, y tampoco tengo ganas de relatar aquí los numerosos fracasos
románticos no consumados que había acumulado durante la década
precedente. Sobra decir que no tenía ningún derecho a ser exigente.

—¿Qué pasa? —preguntó Marla.


El reloj de la clase estaba gastado de tanto mirarlo; no podías observar su
puritana esfera y no percibir los incontables años de ojos jóvenes que se
reflejaban en él, apremiándolo para que avanzara más aprisa. Era un espíritu
oscuro, antiguo, que más que marcar el tiempo lo legaba.
—Los relojes —dije yo.
Marla puso los ojos en blanco.
Aún me acuerdo del aspecto que tenía Anna Bibko cuando entró en la
clase, su puntualidad absoluta, precisa hasta el segundo y su actitud
impermeable a casi todo lo que la rodeaba, incluidos los restos de la Sociedad
Histórica de Queens Falls.
Era vieja de la forma en que lo son las torres de homenaje del siglo XIV y
los árboles altos y célebres. Se movía a impulsos: se detenía, se impulsaba
hacia delante, se detenía, miraba y volvía a impulsarse hacia delante hasta que
encontraba la mejor posición estratégica para reivindicar su historia. Tenía el
pelo canoso, grueso y rizado. Las arrugas de la piel descendían de sus
enormes ojos azules como si le hubieran caído sobre la cara desde una gran
altura. Lo más sorprendente, sin embargo, era que iba vestida a la manera
llamativa, compleja y desenfrenadamente festiva de los campesinos lemko
antes de la Operación Vístula. Llevaba una blusa ornamental salpicada de
intrincadas florituras, terciopelo de color cereza, bordados rojos, botones de
latón y una chaqueta amarilla corta de piel de oveja forrada de lana.
Nuestros veteranos de la Gran Guerra se quedaron mirándola, sentados en
sus infantiles pupitres de colegio; los fluorescentes les conferían a sus
uniformes un tono fantasmal, de pesadilla. Estaban enormemente tristes. Yo
no inventé la recreación histórica; más bien puede decirse que la realidad es
recreación.
—Buenas noches —dijo Anna, leyendo de su presentación—. Mi nombre
es Anna Bibko y soy una lemko.
—Ay madre —susurró Marla.
Me levanté y le ofrecí la mano. Yo me había preparado unas palabras,
pero descubrí que ante las atrocidades no había tiempo para formalidades. Los

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veteranos comenzaron a aplaudir: realmente había atraído su atención, pensé.
Válgame Dios. Tal vez habían conocido a su gente durante la Gran Guerra o,
lo que era más probable, tal vez creían que aquello era algún tipo de
espectáculo de la USO.[3]
Sin más preámbulos, comenzó a narrar la historia del pueblo lemko. Salió
tan lanzada que silenció los pitos de los pulmones de los veteranos. Todos
callamos; incluso el reloj, pensé, atenuó sus ocasionales clics. Anna Bibko le
hacía justicia a su pueblo; insuflaba vida a sus muertos, daba peso y forma a
un tiempo perdido. Sus palabras poseían una sobria autoridad y un garbo nada
común. De hecho su historia nos atrapó, y lo hizo de forma tan inmediata y
sorprendente que, poco a poco, a medida que avanzaba el relato, su ridículo
disfraz fue volviéndose necesario de manera palpable. Incluso adquirió
nobleza. Al terminar la presentación, con cientos de personas asesinadas y
varios miles desahuciadas de sus montañas, su cultura y su historia
(embarcadas hacia Los Países Más Felices del Mundo y sus minas y fábricas),
Anna Bibko y su pasado resultaban mucho más reales que nuestro presente,
hosco y fluorescente. Durante un instante, aquel tiempo había sido
recuperado, si no rescatado.
Así fue como nació mi sociedad de recreación medieval, en aquel preciso
instante, con Anna Bibko como comadrona. ¡Si ella lo supiera! No era
necesariamente una idea, era más bien algo que había estado siempre allí,
dentro de mí, algo que finalmente me había decidido a reconocer. De repente
supe qué había estado buscando y qué iba a hacer. Podía hacerse.
—¿Preguntas? —dijo la lemko.
Yo tenía un millón.
Marla, verdaderamente conmovida, me apretó la mano. Incluso los
veteranos parecían sensibilizados sobre el tema. El de los ojos llorosos había
soltado varios jadeos furiosos y golpeado diversas veces el pupitre mientras
oía la historia de Anna, preparado para conducir un ejército al pasado y
proteger a los lemko de las bayonetas polacas.
—Muchísimas gracias, ha sido una presentación muy interesante, señora
Bibko —dije.
Nadie formulaba preguntas. Di un golpecito en la pierna de Marla, que
preguntó si había algo que pudiéramos hacer para ayudar al pueblo lemko. Yo
asentí con entusiasmo. Entonces, y sin atisbo de estar bromeando, Anna
Bibko nos dijo lo que podríamos hacer si fuéramos o conociéramos a alguien
que fuera el presidente de Estados Unidos de América, o tal vez un senador, o
un vicepresidente. Marla tomó notas, qué tierna.

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El teniente Michniewicz se levantó. Pronunció su nombre, rango y
compañía. Sus compañeros apartaron la mirada, avergonzados.
—Ese apellido es polaco, ¿no?
—Americano, señora —respondió el teniente. Vi el pugnaz frasco
plateado que había encima del pupitre, frente a él—. Michniewicz es un
apellido americano.
—¿Su pregunta, americano?
—¿Mi pregunta, señora? ¿Cómo tiene las narices de presentarse aquí e
intentar difundir propaganda comunista? —exclamó con voz de trueno
remojado—. Oiga, que sé de qué hablo. ¡Los polacos nunca hicieron nada
como lo que ha contado!
—¿Y cómo lo sabe?
—¿Que cómo lo sé? —El teniente Michniewicz se rio—. Pues porque es
usted una maldita comunista, señora. ¡Por eso lo sé!
Yo me levanté para intervenir, pero la lemko me lo impidió. Su súbita
sonrisa era helada como un bocado de nieve.

Tenía la cabeza encima de un pupitre en el que había grabado «Todo irá bien,
todo irá bien…»; lo había grabado yo, desesperado, en un acto de rebeldía,
con el cuchillo de cocina que debería haber utilizado para cortar la comida
medieval que había preparado pero que nadie ni siquiera miró. Marla había
ido a la cocina de la sala de profesores a guardar las cosas, ¡adiós y buen
viaje! Oí el eco de sus tacones resonar por los pasillos vacíos, como si
llevaran un delicado silenciador. Odiaba la escuela por la noche. La odiaba
también de día. No tenía amigos. Mi trabajo, como se dice, me parecía ingrato
y poco digno; y mis intentos nada infrecuentes de promover algún tipo de
comunidad allí, en Queens Falls, eran aún peores y solían terminar de forma
violenta. Tenía una historia con una mujer que creía que lo que necesitaba mi
habitación alquilada y llena de libros era una planta. Hacía apenas diez
minutos, había impedido que un veterano lisiado de la Gran Guerra atacara (y,
en consecuencia, se pusiera en evidencia, pues habría terminado mordiendo el
polvo) a una anciana lemko ataviada con traje tradicional completo. El reloj
marcaba las ocho y veintitrés. Retíralo, pensé. Las ocho y veintitrés eran
completamente superfinas.
—Disculpe —dijo una voz—, ¿necesita ayuda?
Yo levanté la vista, cuchillo en mano. Vi a una mujer alta.
—¿Cómo? —respondí.

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En realidad era enorme.
—Que si necesita ayuda para destrozar los bienes de la escuela del estado
de Nueva York. No se lo contaré a nadie. En realidad tengo algo de pintura en
el coche.
No estaba bromeando. Su boca esbozó la sonrisa más vulgar que había
visto en mi vida y tuve claro que si le pedía que me ayudase a pintarrajear
más pupitres del instituto de Queens Falls con frases medievales…, en fin,
creo que lo habría hecho de forma tan entusiasta como capaz. Tenía el pelo
surcado por prematuros mechones blancos como las columnas de humo que
dejan los motores a reacción. Vestía un ondulante y ancho vestido de
cachemir.
—De todos modos voy a dejarlo —dije.
Ella le echó un vistazo a la puerta del aula y leyó el cartel:
—«Sr. Hecker, historiador»… Rajado —añadió entonces.
—La enseñanza, me refiero.
Ahí estaba: no creo que supiera que quería dejar de enseñar hasta que lo
dije, hasta que se lo notifiqué a aquella desconocida.
—Creo que acabo de decidir que lo dejo.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo.
Supongo que, más que ofuscado, mi aspecto debía de ser
fundamentalmente malo, pues la mujer se rio. Soltó una carcajada tremenda,
aunque no fue ni sarcástica ni cruel. No ha habido nunca un ser humano que
se riera como ella, del mismo modo que no ha habido nunca un ser humano
que sintiera una alegría tan desaforada a la vista de la absurdidad más simple
y maravillosa en todo y en todos.
—Lo siento, pero ahora mismo tiene un aspecto perfecto, tan travieso, con
el cuchillo en la mano… Venía a verle a usted, ¿sabe? A darle las gracias. Me
alegro de que la dejaran hablar; sólo espero que se comportase. Al salir del
coche tenía esa mirada y he pensado que iba a asomar la cabeza para
asegurarme de que la cosa había terminado sin ningún ojo a la funerala.
Aunque supongo que no, si van armados —añadió con un guiño. Yo solté el
cuchillo—. No puede imaginar lo importantes que son estas veladas para mi
madre. Y para mí también, supongo. La obligan a salir de casa. Estuve allí en
una ocasión, de niña; lo digo por si estaba preguntándose si existe
realmente… o si existió. Lemkovyna existió. Mi madre está loca, pero no
tanto.
Yo no tenía ni idea de adonde debía ir con lo que me acababan de dar.

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—Ha sido una presentación muy amena —logré decir finalmente.
—¿Amena?
—Bueno —dije yo, y me encogí de hombros. Entonces sonreí y la hija de
Anna Bibko volvió a soltar una carcajada atronadora. Era una situación de a
cara o cruz, por lo que decidí saltar al vacío y me reí. Mi risita aguda
complementó su grave carcajada. Entonces, cuando nuestro dueto parecía a
punto de extinguirse, carraspeé y me armé de valor—. Sólo lamento que
acudiera tan poca gente.
Detrás de ella, escrita en la pizarra con la letra estridente de Anna Bibko,
podía leerse: «LEMKOVY-NA: PAÍS DEL PRIMER HUEVO DE PASCUA,
PAÍS DE ATROCIDADES COMUNISTAS». Probablemente aquello fuera lo
que había hecho explotar al pobre teniente Michniewicz. Duro de oído o tal
vez tan sólo un mal oyente, sin duda había entendido que Lemkovyna había
inventado tanto los huevos de Pascua como las atrocidades comunistas.
—Ya se lo he dicho —suspiró—. Pero ella está convencida de lo de los
huevos. Se le ha metido en la cabeza que si hubiera más americanos que
supieran lo hermosos que son los huevos de Pascua lemko, correrían a liberar
Lemkovyna. Dios sabe, a lo mejor tiene razón.
Entonces yo hice un chiste, nada malo por cierto: algo así como que tal
vez sería mejor dejar que los militares creyeran que iban a liberar el conejo de
Pascua. A continuación solté otro, en esta ocasión menos afortunado, sobre
mandar a los marines de Estados Unidos a cazar el huevo de Pascua. La hija
de Anna Bibko me tocó el hombro y se rio, más de mí que conmigo, supongo,
pero no de forma totalmente negativa. Aquella mano en el hombro significaba
que yo era divertido, aunque mis chistes no lo fueran.
«1946 —podía leerse también en la pizarra—. REGIÓN DE BIESZCADY. 34.026
LEMKO DEPORTADOS». Y a continuación había una espeluznante y detallada
lista de muertos.
Durante un momento pusimos a prueba el silencio; aquella nada resultaba
cómoda. Más que eso, no me hacía sentirme solo. Al contrario, me sentí más
acompañado y arropado durante aquel minuto del 6 de marzo de 1965 d.C. de
lo que me hubiera sentido en cualquier otro minuto de mi vida que pudiera
recordar. Ocho y treinta y siete. De repente me pregunté si lograríamos llegar
juntos hasta las ocho y treinta y ocho y cómo iba a ser. El futuro.
—Me alegro de conocerte —dijo—. Por fin.
Yo me había olvidado de preguntarle el nombre.
—Yo también me alegro de conocerte —respondí, sentado aún en el
pupitre infantil del colegio. De pronto se me ocurrió pensar, con horror, que

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era demasiado bajito para levantarme—. Gracias… por conocerme —añadí.
Me entraron ganas de darme cabezazos contra la mesa.
Pero ella se rio y casi se puso bizca.
—De nada, historiador. Por cierto, si mi madre regresa y te cuenta que
quiere presentarse a las elecciones al Congreso de Estados Unidos —dijo al
tiempo que se sacaba un bolígrafo del bolso—, tú, señor Hecker, me llamas.
Creo que eso sucedió antes de que fuera habitual escribir cosas en los
brazos de otra persona.
—También podría escribírtelo en el pupitre —dijo con una carcajada, y
guardó el bolígrafo—. Es sólo que no se atreve —añadió, y dio media vuelta.
Comenzó a andar hacia la puerta y salió.
—¿No se atreve a qué? —grité yo, pensando: «¡Tengo otro brazo,
escríbeme algo en el otro brazo!».
—A presentarse a las elecciones al Congreso —dijo. Me saludó y cerró la
puerta. Al instante volvió a aparecer en la ventana de la puerta, justo por
encima del cartel de «Sr. Hecker, historiador», y puso la mano como si fuera
un teléfono. Llámame, significaba aquel gesto.
Marla regresó.
—¿Qué demonios…?
Yo estaba mirándome el brazo.
—Nada —respondí.
—¿Te has cortado?
—Sí… —dije—, estoy bien.
—Te he advertido sobre el cuchillo.
—No es nada.
Marla me tomó el brazo. Dio un resoplido.
—Kitty Steed —leyó—. 793-8354.
Obviamente, o Marla creía que Kitty no suponía ningún tipo de amenaza
o, lo que es más probable, simplemente le daba lo mismo.
—La de historias que podría contarte, chaval. Kitty Steed. No se ha
casado nunca, lo que no quiere decir que no lo haya intentado. Ya me ha
parecido verla dando brincos por el vestíbulo. Por favor, ¿cómo puede
ponerse ese vestidito a su edad? ¡Y tú alardeas de ropa hecha en casa!

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VIII

C HAPOTEÉ en los charcos y los estanques del borde de la carretera y


salpiqué las piernas de Marla con mi alegría sensiblera. Aquella noche
no me atrevía a realizar el acto sexual. El aire era demasiado limpio. A
nuestra derecha, el Kayaderosseras Creek borboteaba y fluía a escondidas;
sonaba como si le hubieran cortado el cuello. No había luna. Estábamos tan
sólo nosotros dos, caminando uno detrás del otro, solos, descendiendo el talud
negro de la Ruta 29 bajo una caída de estrellas excesiva.
Pasó un coche y nos mojó.
—¡Desconsiderado! —le gritó Marla—. ¡Desconsiderado!
Desde el instituto de Queens Falls hasta mi habitación de alquiler había un
paseo de veinte minutos. La casa de Marla estaba más cerca. Salté en un
charco y volví a mojarla, sin querer.
—¿Y tú qué eres? ¿Subnormal? Compórtate, ¿quieres? —dijo—. ¡Me
estoy ahogando aquí detrás!
—Pues quítate los zapatos de tacón —respondí yo—. Hace una noche
magnífica. ¿Acaso quieres romperte los tobillos?
—Estás hecho un caballero. ¿Qué te ha picado de repente?
Volví a salpicarla.
—¡Burt! ¡Lo juro por Dios!
La salpiqué una vez más.
Uno de los zapatos de tacón de Marla me impacto en el cogote. Yo eché a
correr. El otro zapato me dio en el hombro antes de caer en el
Kayaderosseras.
—Lo siento —dijo entonces, y se echó a llorar—. Ha sido una grosería.
Yo le llevé un zapato roto.
—Aunque me alegra ver que no he perdido la puntería —añadió con una
media sonrisa. Cogió el zapato, soltó un sollozo y lo arrojó a la montaña—. Si
supieras las cosas que llegué a tirarle al entrenador Buck… Puedes
considerarte afortunado. Una vez le di en la ceja con un televisor. —Ahora
Marla estaba riéndose de veras—. Estaba durmiendo.
No creo que nunca me gustara más que en aquel momento.
—Los pies —le dije cuando llevábamos otro minuto caminando. Pisaba
los charcos con fuerza—. Debes de tenerlos fríos.
—Tendría que haber dejado que el señor Shepard me llevara en coche.

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—¿Quién?
—El veterano; el de los ojos.
En la oscuridad, oí cómo Marla se esforzaba por seguirme el paso.
—Lo siento —dije.
No se merecía todo ese barro, y tampoco se merecía estar conmigo.
Estaba perdida. ¿No estaba siguiéndome a mí? ¿Quién, en su sano juicio, iba
a seguirme a mí? No era venganza lo que Marla buscaba con Burt Hecker; no
era para vengarse por lo que cada noche me arañaba, chillaba y me arrastraba
con ella, agarrándome con más fuerza cuanto más a la deriva iba yo. Me había
elegido porque, por la razón que fuera, me quería de verdad. Yo le gustaba.
Hasta aquel momento, hasta que oí el chapoteo gástrico de sus pies desnudos
en el barro, ni siquiera me había planteado aquella posibilidad. Ella se había
convencido a sí misma de que, en realidad, yo era lo que había estado
buscando. No era estúpida, sólo simplificaba en exceso. Me maldije por
haberme rendido tan deprisa; ella había intentado comprenderme. Ella, por lo
menos, sabía que estaba hundiéndose; sabía cuándo tenía que intentar
agarrarse, sólo que no sabía a quién. Sus zapatos, el vestido, sus histéricos
tonos rojos y azules o su maquillaje, el perfume, las joyas: era una divorciada
de treinta y siete años que intentaba no estar sola, que quería algo, alguien,
que no la abandonara. Todo eso era por mí. Se suponía que yo debía ayudarla,
y ella a mí. Su vestido no era ridículo, era un canto de esperanza, y si se había
quitado los zapatos y me los había tirado a la cabeza era para que yo me
despertara; eran los mismos zapatos que había elegido hacía unas horas, a
solas frente al espejo, preparándose para alguien que no creía que tuviera
cerebro en la cabeza.
—La velada no ha salido demasiado bien, ¿verdad? —pregunté yo.
—No lo sé. Supongo que no ha sido como esperaba.
Sabía, o por lo menos creía saber, qué esperaba. Los dos continuamos
andando como podíamos.
—Te llevaría en brazos… —comencé a decir.
—Pero estoy demasiado gorda.
Me di la vuelta y me detuve.
—Pero soy demasiado débil —repliqué, bruscamente. No estaba
demasiado gorda—. Lo dejo —le solté de golpe—. Mira, quería contártelo a ti
antes de contárselo a los demás.
—¿Qué quiere decir que «lo dejas»?
Se lo expliqué: tenía bastante dinero ahorrado para pasar un año sin hacer
nada, lo sabía. Pero no iba a estar sin hacer nada: iba a recrear la Edad Media.

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Iba a llamar a Kitty 793-8354.
—Todo ha sido un error —dije. Pensé en Anna Bibko y su traje y me dije
que lo verdaderamente estúpido y absurdo es no hacer lo que uno desea hacer
y negar lo que siente. No era feliz, pero pronto lo sería.
—Tienes razón, esto no funciona —dijo Marla, o tal vez lo preguntó—.
Tú y yo.
—No lo sé.
—¿Tú crees que lo nuestro funciona?
Había esperanza en la voz de Marla. Yo negué con la cabeza.
Ella se quedó en silencio.
—Eso pensaba yo —dijo finalmente. Entonces hizo algo que me pilló por
sorpresa: desde detrás me frotó el pelo cariñosamente—. Seguramente
necesites a alguien más de tu edad, ¿no?
—Puede ser —dije yo, y noté cómo al instante palidecía.
Pero ella se limitó a reírse.
—Esto es lo que voy a echar de menos de ti, justamente esto. Eres
rarísimo, ¿lo sabes?
—Pero quiero seguir viéndote —dije yo. Aunque tal vez fuera ya
demasiado tarde, acababa de darme cuenta de que Marla era mi amiga.
—Burt —respondió ella—, tú no sabes lo que quieres.

El coche se detuvo con un derrape líquido unos metros por delante de


nosotros; las luces rojas de freno convertían el agua en vino. Kitty Steed nos
llamó a través de la ventanilla.
—Marla —dijo—, ¿qué ha pasado con tus zapatos?
—Tuve que tirárselos a Burt.
Kitty conducía un Corvette. Me acurruqué en el asiento trasero y Marla se
sentó delante. Tenían más o menos la misma edad y deduje que debían de ser
antiguas compañeras de colegio. Marla se deshizo en cumplidos, un embrollo
moderno de falsedad neutra, pero yo ya no podía culparla de nada. Lo estaba
pasando mal e intentaba salir adelante lo mejor que podía con lo que tenía,
que aquella noche era un montón de barro entre los dedos de los pies y poco
más. Era obvio que Marla creía que Kitty era rara, y que a Kitty Marla le
resultaba aburrida. Ambas eran correctas sólo en parte. Y, sin embargo, yo no
estaba prestando atención cuando el coche entró en el camino que llevaba a la
casa de Marla y ésta se apeó. Dio un portazo para, acto seguido, abrir la

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puerta con un ademán cómico y volver a cerrarla de otro portazo, sólo para
llamar mi atención. Me pareció bastante gracioso.
—El historiador nunca había estado en un carro sin caballos —dijo Marla
—. Está en estado de shock.
La casa de Marla parecía una calabaza agujereada. Se acercó a mi lado del
coche, dio unos golpecitos en la ventana y, vocalizando mucho, dijo algo que
tanto podía ser «que te vaya bien» como «que te den».
—Gracias, Kitty —dijo entonces con una sonora cantinela—. Dile a tu
madre que espero que consiga recuperar su país.
Salí del coche, me despedí de Marla y pasé al asiento delantero del
Corvette de Kitty. Me senté tan erguido como pude.
—Marla —dijo Kitty, y nos marchamos—. Chaval, la de historias que
podría contarte. Pero ¿no está casada con el leñador ese?
Me sentí absorbido por el tramo de carretera que se abría ante nosotros, la
vida que éste contenía; el barrido de los faros congelaba el paisaje, lo
asustaba, lanzaba destellos de charcos y baches. Aquél no era el camino que
llevaba a mi apartamento en la granja.
—Divorciada —dije—. Del entrenador Buck.
Kitty se rio.
—Entonces tú estás…
Confuso.
—No es asunto mío —añadió Kitty—. Lo siento.
—Es sólo que…
Kitty encendió un cigarrillo.
—Que soy una bocazas.
Le conté a Kitty que hasta hacía cuatro meses yo era inexperto en los
lances del amor. Su carcajada casi hizo que nos saliéramos de la carretera; se
le cayó el cigarrillo de la boca y su malvada ascua enrojecida fue a pararle
encima de los pies, calzados con sandalias. Kitty lo pisoteó y poco faltó para
mandar el coche al olvido.
—«Los lances del amor» —repitió.
Finalmente las cosas recuperaron el equilibrio y me sentí realmente
extraño. Tuve la sensación de que podía contarle cualquier cosa a aquella
persona, casi de que tenía que hacerlo. Kitty tomó otro camino, igualmente
oscuro y serpenteante.
—Bueno, vamos a matar el tema de una vez por todas —dijo entonces, y
me miró fijamente a la cara.
—¿Te refieres a mi nariz? —pregunté.

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—¿Es grave?
Yo me reí.
—Supongo que lo que quieres saber es si es contagioso.
Kitty no lo negó. Alargó la mano y la tocó. Marla siempre había logrado
evitar que mi nariz tocara su piel o cualquier otra cosa que pudiera entrar en
contacto con ella. Cada vez que regresaba a su casa había cambiado la funda
de las almohadas, las sábanas y las toallas para que pudiera volver a
mancillarlas con mi probóscide, cuyo aspecto, debo admitirlo, no parecía
demasiado sano.
—Es más gomoso que la goma —dijo Kitty, pensativa—. Es agradable.
Tengo una pregunta aún mejor: ¿es permanente o temporal?
—Permanente.
—Bien. ¿No conduces?
—La verdad es que no.
—¿Y eso qué quiere decir?
Le conté más o menos lo que quería decir. Me las apañé para que la
historia sonara graciosa, incluso encantadora. Me pregunté por qué nunca
antes se me había ocurrido intentar que mis excentricidades sonaran
divertidas.
—Te he visto varias veces antes, ¿sabes? —dijo Kitty—. Bueno, ¿quién
no te ha visto? Nadie sabe qué pensar de ti; siempre caminando junto a la
carretera, cargado de libros. Esa nariz, el pelo enmarañado… Personalmente,
siempre me ha parecido que tenías un aspecto encantador. Pero por aquí hay
mucha gente que no está acostumbrada a ese corte de pelo y piensan que eres
un vagabundo o un Beatle; se toman lo de la invasión británica muy en serio
—añadió Kitty, que estaba pasándolo en grande—. Son gente sencilla y tú les
das miedo.
Entonces, casi simultáneamente, los dos nos quedamos callados, nos
miramos y dijimos:
—Ringo Starr.
Nueve y veintitrés.
La carretera seguía avanzando. Las señales nos mostraban números y
ciervos saltarines, pero nunca, ni una sola vez, nos dieron el alto. El momento
Ringo Starr había contenido más intimidad que cualquier acto sexual.
Kitty apagó las luces, aunque fue más bien como si hubiera encendido las
estrellas. Y durante un breve instante de silencio, mientras el coche se
encaramaba invisible por una cuesta, pareció como si las estrellas fueran

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nuestro único destino. Kitty, una vez más, soltó una carcajada y dio un
bocinazo.
—¿Tienes miedo? —preguntó.
—No.
Pero tal vez ella sí lo tuviera, pues unos minutos más tarde los faros
volvieron a iluminar Queens Falls. Había que elegir entre Queens Falls o las
estrellas, en el automóvil de Kitty era o una cosa o la otra. No había vuelta
atrás.
—Crecí en un orfanato. Me criaron las monjas —le dije.
—Me estás tomando el pelo.
No se lo estaba tomando.
Le hablé a Kitty del latín, de los falsos arcos góticos y de la falsa moral
gótica, de los pasillos de piedra auténtica, vacíos y fríos, y del sentimiento
auténtico, aunque estuviera en Syracuse, Nueva York, de que el pasado
respiraba a través de aquella arquitectura y aquel ritual. El sentimiento de que
el tiempo se movía de forma distinta en distintos modos de pensamiento y de
vida, en edificios distintos. Le conté a Kitty que yo era de un lugar
completamente distinto. La lluvia que caía sobre la piedra, todas esas estatuas
sombrías con sus secretos observándote fijamente. Los altos muros góticos
con sus ventanas y las constelaciones de velas que encendíamos por Navidad,
la nieve que amortiguaba los sonidos, aquella luz invernal que no salía de
ninguna parte… No, le conté a Kitty que en realidad nada era falso. La
misteriosa historia de los libros y las monjas, muchas de las cuales eran
inteligentes y bondadosas, que me habían dejado a merced de los manuscritos
medievales iluminados; y su música, sus cantos, que escuchaba sentado a
solas, rodeado de aquel gótico neoyorquino, mientras sus almas resecas y
arrugadas, de otro mundo, se vaciaban en un latín que parecía cualquier cosa
menos muerto. Le hablé a Kitty de los otros niños, que me pegaban, sentían
lástima por mí o intentaban hacerme jugar con ellos; los otros niños, siempre
más grandes que yo, incluso cuando eran más pequeños, fuera, fumando y
soltando palabrotas, con sus balones de fútbol y sus arrogantes sueños sobre
automóviles y la Major League, el cine, el jazz, la guerra y los helados; cómo
pateaban el suelo con sus zapatillas de beneficencia, soñando con comprar
algo con dinero, todo el dinero que iban a controlar algún día, en cuanto se
largaran de allí de una puñetera vez y pudieran tener acceso a aquel siglo que
el orfanato hacía lo posible por negar, y con razón.
Le conté muchas más cosas a Kitty, cosas que yo creía que me definían,
pero que en realidad sólo ayudaban a hacerse una idea sobre mí, y ésa es una

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distinción importante. Mi madre, una católica devota, había muerto poco
después de que naciera yo, o tal vez durante el parto. Nadie me contó nunca
nada de mi padre, que probablemente la había violado, y que posiblemente
fuera su padre, o su abuelo, o por lo menos eso es lo que yo solía imaginarme
a mi florida manera gótica, cuando esas cosas me parecían de una importancia
suprema. Hacía décadas de eso. ¡Cuánto tiempo había pasado! El nombre de
mi madre, también eso le dije a Kitty; salió de mis labios por primera vez en
mi vida y no sentí nada. Sabía que, si quería, podía localizar a mi familia.
Pero ya no era mi historia. No, nunca lo había sido.
Me gustaba la forma de escuchar de Kitty, sin exagerar su compasión ni
su presencia. Escuchaba tal como un día lo haría nuestro hijo, como un buen
músico. Yo habría terminado la historia al primer arrullo, a la primera
muestra de compasión, física o auditiva. Pero ella se limitó a escuchar, y lo
mismo hice yo. Era como oír mi historia por primera vez, como recrear unos
recuerdos y unos sentimientos por los que no me había preocupado en
muchos años. Casi resultaba aburrido.
—Y entonces te hiciste maestro —dice Kitty. Por lo que yo sabía,
podíamos estar ya en New Hampshire. La carretera no se terminaba nunca.
—Era o eso o hacerme cura.
—¿Y esa opción estaba descartada?
—Me falta la fe. Aun cuando creía tenerla, en realidad no la tenía.
Memoricé las vidas de los santos, ¿sabes? La hagiografía fue mi primera
pasión.
Le hablé a Kitty de los santos, de cómo en la Edad Media la gente creía
que san Ciriaco tenía como animal doméstico a un diablo al que llevaba atado
de una cadena, que san Denis tenía una cabeza de quita y pon, que san Mauro
hacía que te diera gota, san Pío te volvía cojo, san Vito te hacía bailar, san
Fiacrio era el señor de las úlceras, y de cómo el pobre san Erasmo vivía
permanentemente destripado. Me encantaban todas esas historias y, para gran
disgusto de las monjas, también las historias de sus restos corporales. Los
trocitos sagrados. Que había corazones, huesos, pelo, pulmones, dedos,
pechos y lenguas de santos repartidos por toda Europa, y que eran motivo de
disputa y podían fundar rutas comerciales, ciudades, iglesias o incluso
provocar guerras; en ocasiones también masacres. Le conté a Kitty que los
santos eran los superhéroes de cómic del cristianismo medieval, los primeros
héroes de cómic de la historia. Unos niños tenían a Superman y otros tenían a
san Antonio, el demonio de fuego.
Kitty me miraba con curiosidad.

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—La fe nunca fue lo mío —concluí. Ella se rio.
—Mejor para ti.
Era obvio que ella sentía una aversión racional hacia la religión. Eso me
entristeció un poco, como si a alguien a quien tú amas no le gustara tu padre,
por mucho que tú supieras que éste era insoportable y estaba loco, pero lo
quisieras igual.
—No lo sé —dije yo, saliendo en defensa de mis monjas obstinadamente
anacoretas y sus sosegadas y perfectas convicciones, de la nobleza y la
paciencia de sus intenciones—. Llevo ya más de diez años sin pisar la abadía
y siento como si estuviera de vacaciones, como si en cualquier momento
fueran a llamarme para que regrese. Como si, al final, tuviera que regresar.
No creo que me haya adaptado como es debido al mundo exterior, aunque
tampoco creo haberlo sentido necesario.
—El siglo XX.
—Es como si cualquier día tuviera que regresar. A veces lo sueño, sueño
con regresar. La verdad es que lo sueño a menudo. Supongo que puede
decirse que mientras crecía tuve unos modelos de conducta peculiares.
Kitty me dio un cigarrillo.
—Burt, ¿no vas a preguntarme adónde te estoy llevando?
—No.

Bebimos whisky hasta primera hora de la mañana. Entonces probé la


marihuana y me dormí de inmediato. Cuando me desperté, Kitty estaba
acurrucada junto a mí, en su sofá. Se había desnudado.
Fue nuestra primera noche. En cuanto se encontró en su entorno, que era
sorprendentemente conservador teniendo en cuenta su actitud y su forma de
hablar, Kitty se abrió.
—Ahora me toca a mí, historiador —dijo.
Compartí cigarrillos normales con ella; dábamos caladas por turnos,
aunque sólo fuera para tocarle los dedos, que rozaban los míos cada vez que
me los pasaba. Kitty me habló del Mansion Inn y de su madre; de su visita a
Lemkovyna cuando tenía cuatro años, de los poetas y novelistas americanos
del siglo XIX que más le gustaban, del primer hombre con el que casi se había
casado, del segundo hombre con el que casi se había casado y de su padre,
que no le habría dado el visto bueno a ninguno de los dos. Poco a poco fui
viendo la realidad que había ido creando para sí misma en medio de aquella

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rebosante nada, dirigiendo un hostal de puertas afuera mientras, de puertas
adentro, se dedicaba a cultivar la solidaridad.
—Siempre he tenido la sensación de que me estaba preparando para algo
—me contó—. Cuanto más mayor me hago, más miedo me da.
A Kitty todo la hacía feliz, incluso la soledad. Incluso las cosas inútiles.
Kitty se reía de mis historias y de mis comentarios, que estando con ella
surgían de forma espontánea; y cuando me preguntó por qué no me había
convertido en historiador con todas las de la ley, o en arqueólogo, incluso le
dije la verdad: no era lo bastante listo.
—Eres demasiado soñador, Burt —dijo, y se rio tan fuerte que me dio
miedo—. Lo siento —añadió finalmente, como si fuera un anexo a su locura
—. Pero la verdad es que lo creo, que ésa es la mejor forma de describirte.
Aunque es una de esas palabras que no se pueden decir: «soñador».
Me puso varios discos, tímidamente emocionada porque no conociera ni
uno. Escuchamos sobre todo a Bob Dylan, aunque también tenía una cajita
con discos muy antiguos que habían pertenecido a su padre, Henry Steed. De
niña había oído su voz en tan contadas ocasiones, le había visto la cara tan
pocas veces antes de que decidiera quitarse la vida, que ahora, cuando
pensaba en él, le venían a la memoria los europeos con pelucas estrafalarias
que aparecían en las portadas de esos discos.
—¿Cuál quieres oír?
Les eché un vistazo. Henry Steed no tenía nada anterior a Bach.
—Supongo que este Bach no vendrá mal —dije.
—No estés tan apagado —dijo ella. Tomó a Bach en sus manos y pensó
un rato—. Aunque no, la verdad es que no. Lo siento, pero no creo que estés
preparado para oír a mi padre aún.
No iba a dejarme escuchar esos discos hasta al cabo de varios años.
Desayunamos al mediodía frente al Mansion Inn, en Mili Pond, junto a las
ruinas casi medievales del Excelsior Mili, bajo aquel sol y sudando,
empapándonos de la mejor imitación que mayo podía hacer de junio. Queens
Falls, la mismísima cascada, caía bajo nuestros pies, desnudos y oscilantes.
En aquel momento debería haber estado dando clase; bromeamos con ello y,
de vuelta al Mansion Inn, le impartí una lección de historia europea,
fundamentalmente, y si mal no recuerdo, sobre el cisma papal del siglo XIV.
De vez en cuando Kitty levantaba la mano y preguntaba cosas poniendo una
voz tonta. Le conté que a veces, en secreto, en el bosque y en compañía de
otros miembros de la sociedad, me vestía con ropa medieval. Kitty se rio,
pero dijo que aquello no la sorprendía: su madre llevaba quince años

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recreando la historia. Le conté mi idea de fundar una comunidad de
recreación medieval y dedicamos un tiempo a elegir el nombre adecuado. Ella
propuso Los Bichos Raros.
—¿Te apuntarás? —le pregunté después de decidir que Fraternidad de la
Recuperación de los Tiempos Perdidos era un buen nombre.
—Ni hablar, ¿bromeas? No, yo no —dijo—. Pero te ayudaré a cocinar.
Las zanahorias regurgitadas con las que cargaba Marla la otra noche en el
pasillo tenían bastante mala pinta.
—Eran históricamente fieles.
—Los piojos también lo son.
—No se trata de eso —protesté.
—Bueno. De lo que se trata es de que ni siquiera has intentado besarme
—dijo Kitty—. Ni una sola vez en toda la noche.
Y, como para subrayar sus palabras, una brisa le meció el pelo largo con
mechas canosas. Yo mastiqué mi tostada. Al fondo de la cascada, el arroyo
envanecido dejaba a la vista las raíces de los árboles; se retorcían como boas
constrictor.
—Esta tostada está muy rica —dije. Sonreí.
Kitty se rio.
—Me has visto desnuda y no me has besado —continuó.
—La tostada —dije yo.
—Un beso —insistió—. No podrás estar masticando esa tostada para
siempre. ¡Jo, Burt!, eres tan carroza que molas, ¿lo sabías?
Dibujó un esquema. En un lado estaba lo que molaba y en el otro lo que
no molaba ni por ésas. Yo estaba en la parte que no molaba, pero tan escorado
que había completado el círculo hasta llegar de nuevo al lado que molaba.
—La verdad es que la primera vez que te vi andando por la Ruta 29, antes
de que me contaran que eras el nuevo profesor de historia, pensé que eras un
pintor. Qué romántico, ¿no?
Le di un beso. Le di un beso penoso. Suavemente, Kitty se echó hacia
atrás.
—Lo siento, es que… —Estaba sofocado de vergüenza.
Kitty se levantó y dio unos graciosos pasos de baile.
—¡Vaya! —dijo.

Seis meses más tarde nos fugamos a Syracuse, Nueva York, a la vigorizante,
profunda e inamovible penumbra gótica del orfanato al que todos se referían

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como La Abadía. Los únicos huéspedes eran aquellas monjas recreadoras a
las que tenía por algo así como mis antepasadas, modelos de conducta que
existían simultáneamente en el pasado y en el presente, y tres docenas de
niños incapaces de estar quietos. Vivían en el futuro. Por supuesto, todo era
más pequeño de como lo recordaba, más mezquino. Pequeñas plegarias
mezquinas, sembradas, musitadas y amañadas, y todos esos críos corriendo
por todas partes. Kitty y yo les habíamos llevado cincuenta quilos de helado
para la recepción nupcial, pero no nos quedamos a ver cómo se comían ni
siquiera la mitad.
Inicialmente me supuso una sorpresa y una decepción constatar que Anna
Bibko me odiaba. La vieja lemko había logrado salir de la pobreza gracias a
su propio esfuerzo y ahora, al parecer, su hija quería volver a hundirse en ella
y arrastrar todo lo demás; por lo menos el inútil y romántico marido de Anna
había tenido la sensatez de ser rico y con tendencias suicidas, pero ¿yo? Era
incomprensible y había echado a perder a su única hija. La Fraternidad de la
Recuperación de los Tiempos Perdidos, cuyas reuniones y talleres
celebrábamos en el Mansion Inn, pronto se convirtió en poco menos que un
fenómeno.
—¿Quién podía saber que había tantas personas históricamente
desubicadas en el norte de Nueva York? —bromeaba Kitty. Pero tenía razón.
Mientras tanto, Anna Bibko se volvió silenciosa como el cuchillo que te corta
el gaznate. Nuestras historias chocaban. Mi atuendo y mis maneras
medievales empequeñecían la recreación de la propia Anna, revelando su
locura y, al mismo tiempo, resaltando y escupiendo encima de su propósito,
supuestamente más puro. En aquellos tiempos yo estaba tan ansioso por
buscar su consejo como ella lo estaba por gruñirme. Por su parte, y como de
costumbre, Kitty ni se inmutaba. Su madre era su madre y no valía la pena
preocuparse por ella o tratar de cambiarla.
—Vosotros intentad no mataros —me decía—, porque si os matáis no
sabré cómo termina la discusión.
Una mañana del invierno siguiente estábamos en la cama cogidos de la
mano. Los cristales estaban congelados y los árboles eran blancos como los
ríos que surcaban el negro pelo de Kitty. Al otro lado de la ventana, el
gigantesco Mansion Inn con su decoración navideña y el inminente 1996 d.C.
estaban enterrados en la nieve. Le había comprado a Kitty una taza de café y
un cenicero. Bebí leche caliente con miel. En el tocadiscos sonaba Machaud.
—Delicioso —dije.
—Te quiero.

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Kitty había entreabierto la ventana: una límpida y gélida ráfaga invernal
nos había hecho regresar bajo la suavidad de las mantas. Ella sabía que el olor
a humo de leña de las viejas chimeneas del Mansion Inn me encantaba.
Le di un beso.
—Tal vez algún día podamos regresar aquí; tal vez ya hayamos regresado
—caviló mi mujer.
—¿Cómo?
—Ésta es una de esas mañanas que no se olvidan, que se convierten en un
recuerdo; esos recuerdos simples que nunca crees que vayan a convertirse en
recuerdos cuando están sucediendo. Un día percibiré olor a humo de leña y
volveré aquí.
—Dentro de diez años.
—Dentro de treinta años. Volveremos aquí cuando seamos viejos. Que
conste que me lo creo, que hablo en serio. Creo que ya estamos aquí, nosotros
de viejos. Casi puedo percibir a mi yo futuro. La vieja Kitty está tendida junto
a mí. También ella es feliz.
—Qué bien.
—El Burt viejo es como el Burt joven, creo. Es como el bueno de Burt,
sólo que más joven.
Metí la cabeza bajo las sábanas y besé a Kitty entre los pechos. Ella le dio
una calada al porro. Saqué la cabeza.
—¿Puedes hablar con ellos?
—No. Bueno, más o menos, pero no tengo por qué hacerlo. Yo soy ellos y
ellos son yo. Por lo menos ahora.
—Estás colocada —dije yo. La luz del invierno brillaba como un cristal
sobre la piel de Kitty. Llevaba el pelo como un compositor europeo con
peluca, como Beethoven, como el padre del que no tenía ninguna fotografía
de verdad—. Estás como una cabra.
—Han venido aquí buscando refugio, para cargar las pilas. La vida no nos
será siempre fácil. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí lo será —dije yo.
—No, no lo será. Sólo hoy será como hoy.
Kitty se recostó en la cama y finalmente se sentó. Así le resultaba más
fácil sostener el café bajo la nariz; le gustaba más el olor que el sabor. Mi
boca bajó hasta su regazo y ella me pasó la mano que le quedaba libre por el
pelo. Contempló el Mansion Inn a través de la ventana.
—Tendremos hijos. Dos, creo. Una niña y un niño. Los hijos nunca
resultan ser lo que uno había creído.

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—Bueno, el niño se llamará Tristán —dije yo—. Y a la niña le pondremos
Gwendolyn.
—¡La niña no se va a llamar Gwendolyn! —Kitty se rio y me dio un golpe
en la cabeza.
—¿Y Genevieve?
—La vieja Kitty me está contando que el viejo Burt está chalado. Que
estarás aún peor. Que la vida va a ser difícil para mí y para los niños con
alguien como tú paseándose por ahí vestido como un monje del siglo XIV. Que
ahora mismo, en la cama…, que nunca será mejor que ahora mismo, en esta
cama. Huele el aire.
—No me lo creo.
—Bueno —dijo Kitty, pensativa—. Nos distanciaremos, pero volveremos
a encontrarnos de vez en cuando; volveremos aquí. Siempre tendremos esto.
Tú te quedarás calvo, yo perderé lo que quede de mi figura… Yo tendré el
Mansion Inn y tú, tu Edad Media. —Kitty se rio, pero en voz baja, como si
realmente tuviéramos a unos visitantes del futuro con nosotros, en la cama—.
La vieja Kitty me dice que muchos días y semanas pasaremos el uno del otro,
sirvientes de obsesiones distintas. Pero a mí nunca me molestarán tus neuras y
tú me querrás siempre. Puede que tenga amantes, pero seré discreta; va con
mi carácter. Tú tal vez me des por sentada; eso va con el tuyo. Pero pase lo
que pase, a veces, por la noche, nos tumbaremos juntos, hablaremos de cosas
aburridas y nos sentiremos a salvo. El futuro tiene cada vez menos lugares en
los que podamos sentirnos a salvo.
—Kitty.
—Yo soy más mayor que tú, seré la primera en marcharme. La vieja Kitty
me dice que un día estarás solo.
—¿Puedes pedirle a la vieja Kitty que recapacite?
El joven Burt y la joven Kitty se abrazaron; su mano, mi mano, que le
acariciaba el vello púbico. Y la joven Kitty gimió bajo la mirada de la vieja
Kitty.

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IX

E STABA mi mujer, mi Kitty, y luego estaba el cuerpo de mi mujer. Entre


ambos había ahora otra cosa, un tercer elemento. Intentar curar la
enfermedad, lo sabía, era como intentar curar una tormenta.
La anciana señaló la pared.
—Agujeros —gimió—. Hay agujeros en la pared.
Le tomé la mano, me incliné sobre la cama. No había agujeros en la pared.
—Chsss —dije.
Pronto iba a terminar todo. Gracias a Dios, ella ya no estaba allí para
presenciar aquello, para ser aquello; estaba de nuevo en Lemkovyna. Ya no
tenía sesenta años, ya no era mi mujer moribunda: Kitty tenía cuatro años y
estaba a salvo.

Los agujeros eran del tamaño de ojos humanos. Los habían hecho en las
paredes de la casa hacía unas semanas, cuando se había decidido que el
viejo debía morir. El viejo, un músico, llevaba varios días enfermo.
Kitty y su madre se acercaron a la casa. Pasaron junto a dos vacas, un
perro y varias gallinas. Los animales de mayor tamaño dejaron de masticar.
—Qué estupidez —señaló la madre de Kitty, Anna—. Qué estupidez de
agujeros. ¿Y para qué?
Pues para respirar, para eso. Kitty lo sabía, aunque su madre no lo
supiera. Su bisabuelo estaba muy enfermo.
—Sé normal —dijo Anna—. Ay, Kitty, por favor. Hoy no.
Kitty contuvo el aliento. En Queens Falls era domingo, pero ¿y allí?
—Soy normal —respondió Kitty, desinflando las mejillas—. ¿Ves?
Normal.
Allí no podía ser domingo.
—Y no te metas los dedos en la boca.
Kitty se quitó los dedos de la boca.
—No me los meto.
Anna le dedicó una sonrisa a su hija, de cuatro años, aquella cosita
perfecta. No sabía qué iba a encontrar dentro de aquella casa, ni qué se
esperaba de ella. ¿Cómo era posible que hubiera salido de un lugar como
aquél? ¿Por qué demonios había regresado?

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Era el verano de 1934 d.C. y Henry, el padre de Kitty, había decidido
cerrar el Mansion Inn para hacer reformas. Estaban instalando baños y
duchas en todas las habitaciones de la vieja mansión victoriana, un proyecto
en absoluto menor. Anna, por razones que aún no atinaba a comprender,
había decidido ahorrarse un verano de fontaneros que hacen de canguro y
también a su marido, cada vez más cortés, para regresar al pueblo donde
había nacido y, más concretamente, junto al abuelo al que tanto quería. Kitty
cruzó el mar en compañía de su madre como un trofeo y un escudo protector,
una prueba de lo que Anna era capaz de hacer. Anna había hecho a una
americana. ¿Qué habían hecho todos aquellos a quienes había dejado atrás?
¿Mantequilla? ¿Heno? Kitty y su inglés eran una desviación, una frontera; la
joven madre estaba aterrorizada.
A su alrededor estalló una ovación y Anna dio un salto. Algo retumbó en
el cielo. Las gallinas se dispersaron, los poros ladraron y todo el pueblo
contempló los hermosos aviones alemanes que los sobrevolaban.

La vieja se rio. Aplaudió, silbó. Los aviones estaban en el techo y ella los veía
atravesarlo de un extremo a otro. Luego regresaron. Y de pronto, ¡anda!, ahí
estaban, colgados, inmóviles, tres aviones de combate plateados con las alas
inclinadas, como si saludaran al público que los aplaudía de pie.
—Kitty, por favor.
Ella gritaba, señalaba.
—¡Hurra!

Es una acción coordinada, humillante. Cómo saltan, gritan, aplauden y


saludan al cielo. Ahora eso sucede dos veces por semana, a veces incluso
más. Los lemko creen que mientras se muestren amables con los aviones éstos
serán sus amigos.
Kitty decide ignorar a su madre y unirse a la diversión. Saludar a los
alemanes en el cielo es un gran qué. ¡A la pequeña le encanta Lemkovyna!
Pero cuando los cielos se vacían, los hombres y las mujeres del pueblo
comienzan a mascullar algo. Se meten en las casas a pensar mientras los
niños, que no le temen a nada, les tiran palos a los árboles. Y Kitty se detiene
frente a aquella casa de cuento de hadas llena de agujeros, toma la mano de
su madre y contempla las nubes dentro de las cuales han desaparecido los
tres aviones de combate.

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—Adiós —dijo—. ¡Hasta pronto!
Yo me llevé la jarrita de barro con aguamiel a los labios. Me froté los
ojos. No voy a describir el cuerpo de mi mujer, ni el cáncer. Para empezar,
describiré la mecedora en la que yo me sentaba, un mes tras otro, esperando,
deseando que el cuerpo de Kitty muriera antes que ella. Era de roble marrón,
anaranjado por la luz del sol. El diseño antiguo, estilo Nueva Inglaterra, le
daba un aire vetusto, frágil y mojigato. Todo el mundo ha visto alguna
parecida en alguna ocasión. Chirriaba, comentaba cada cambio de postura, te
condenaba puritanamente por haber sucumbido a la necesidad de balancearte.
El apoyabrazos tenía volutas, marcas de dedos, huracanes, infiernos. Y allí
había caras, de eso estoy bastante seguro; caras que llegué a conocer mejor
que la mía propia durante todos los meses que pasé viendo cómo mi mujer, mi
giganta, iba desapareciendo. A veces eran rostros atormentados, que
suplicaban ayuda, o tal vez un hacha que pudiera arrancarlos de su helado
sufrimiento presbiteriano, y a veces esas mismas caras se reían. A veces eran
Kitty. La silla, por cierto, no se había mecido desde que yo había colocado un
montón de revistas de ciencia ficción de June bajo los rieles, cuyas portadas
ahora me obsesionaban. Otros mundos, mundos mejores; ciudades con
engranajes y dientes, invadidas por criaturas que llamaban la atención incluso
a alguien acostumbrado a la demonología medieval y las obras de Jerónimo
Bosch, El Bosco; naves espaciales como enfermedades microscópicas, que
dejaban una estela de humo mientras recorrían los planetas, casi sacadas de
una de las visiones de Hildegard von Bingen. Estrellas, agujeros negros,
infinitud. A veces, y en contra de mi voluntad, incluso le veía el atractivo a
todo aquello. Hasta ese punto nos ha fallado la religión, pensaba entonces. Y
echaba de menos a mi hija. Imaginaba conversaciones con June, en las que
generalmente comenzaba preguntándole por los libros que leía y terminaba
suplicándole perdón. El chirriar de la mecedora aterrorizaba a mi mujer.
La tomé de la mano.
—Prométemelo —dijo.
—¿Qué tengo que prometerte?
No describiré su cuerpo. No describiré el aire que aún salía de entre sus
labios. Tampoco describiré lo que quedaba del pelo de Kitty, o lo que les pasó
a sus dientes, a su cuello, a sus dedos. Ni a la carne de alrededor de los ojos.
¿Las venas, los pechos? ¿El dolor? Debéis de estar bromeando.
—Tú prométemelo —insistió.

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Porque ahora quería un funeral lemko. Llevaba hablando de ello toda la
mañana, o toda la tarde, o cuando quiera que fuera. Aunque tal vez «hablar»
sea una forma poco precisa de describir lo que había estado haciendo; soñaba
en voz alta, sus sueños se filtraban. No había reloj en la habitación, era un día
sin sol y, por supuesto, llevaba uno o dos meses bebiendo aguamiel durante la
mayor parte del día, ahora sí, ahora no, entre que dormía, me sentaba en la
mecedora que no se mecía y ayudaba a mi hijo con lo que fuera que estuviera
haciendo en el Mansion Inn para mantenernos solventes. Yo me estaba
desmoronando, como suele decirse. Era 1996 d.C., pero no para Kitty. Porque
ahora Kitty quería un funeral lemko. Eso era porque sufría alienación mental
transitoria; o por culpa de la medicación, o por los sueños que, lentamente,
con el avance de la enfermedad, habían ido suplantando la realidad del mismo
modo en que la enfermedad había ido suplantando a la propia Kitty. Para ser
sincero, a veces me sentía como si estuviera cuidando la enfermedad, aquella
alegre asesina; tenía la sensación de estar pasando el tiempo con el cáncer,
conociendo a mi enemigo, durmiendo con él, velando por que se conservara
sano y obscenamente inocente. Ven aquí, le decía. Sal de ahí, amigo mío y
ven conmigo. El cáncer y yo nos habíamos llevado bastante bien mientras mi
mujer estaba en Lemkovyna.
—Te lo prometo —dije.
No era ni la primera mentira que le decía, ni tampoco la peor. La razón
por la cual la madre de Kitty aún no estaba con nosotros era porque aún no la
había llamado. Anna Bibko estaba en Polonia, en Varsovia, sin duda tratando
aún de reconciliarse con la historia. No tenía ni idea de que su hija pronto iba
a irse porque yo sabía que, en cuanto apareciera ella, mi mujer desaparecería
para mí, para todos nosotros; que Anna iba a hacerse con el control de lo que
le quedara de vida a Kitty. Por una vez, pensé, iba a cuidar de mi familia. Iba
a protegerlos.
—Pues para respirar, para eso —dijo de pronto Kitty, mirando hacia un
lado del dormitorio, muy seria. Me tomó el brazo y me acercó a su cara—.
Agujeros para respirar.
—Chsss.
—La almohada —susurró Kitty—. ¿Qué le ha pasado a la almohada?
—Chsss.
Le besé la frente.
—Mi almohada —repitió, y me dio un apretón en el brazo—. Oh, Dios
mío, ¿adónde ha ido?
Tenía la almohada bajo la cabeza.

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Han hecho agujeros en las paredes porque la muerte del viejo ha ido
prolongándose, su paso al otro mundo parece estreñido, por decirlo
suavemente. Al parecer, la culpa la tenían espíritus impuros y, más
concretamente, espíritus impuros relacionados con la ridícula llegada de los
americanos al pueblo. De hecho, ésta es la primera vez, una semana después
de su llegada al pueblo, que a Anna se le permite ocuparse de su abuelo
moribundo. Inicialmente se dijo que su presencia iba a mantenerlo vivo de
forma antinatural. Ahora, en cambio, se ha decidido que, si bien se ha
demostrado que su presencia allí es una grosería inapropiada y perjudicial,
puede ser que haga enfadar al viejo y que éste se muera por fin. Existe la
creencia tradicional de que hacer agujeros en las paredes de la casa de una
persona moribunda hace que ésta salga volando a través de éstos.
Kitty es una novedad, una habitante del Nuevo Mundo, del otro lado del
océano y, en la opinión general del pueblo, es casi seguro que es poco menos
que idiota. No sabe hablar lemko y para la mayoría con eso basta; algo no
debe de funcionarle. Además, con su larga cara protestante, su pelo largo y
negro y su piel de muñeca, tiene aspecto de todo menos de lemko, que suelen
ser achaparrados, de pelo claro y semblante hosco y curtido. Así, para la
mayoría Kitty no parece un ser humano normal.
El idioma lemko, que Kitty reconoce porque lo hablaba su abuela, suena
distinto aquí. Suena como una canción, como si se cantaran los unos a los
otros desde las puertas y los jardines, a través de las extensiones de verde,
como si se saludaran desde lejos, como los pájaros. Durante el día, cuando
los hombres se han ido a trabajar, el pueblo parece estar habitado tan sólo
por mujeres atareadísimas, sus hijos y ancianos desorientados. Los viejos
lemko no tienen demasiados dientes. Sin cepillos, no hay dientes. Kitty se
mete en un lío ya el primer día, cuando le deja su cepillo a una vieja para que
lo pruebe. Las mujeres en Lemkovyna (Kitty y Anna incluidas) visten atavíos
complejos y de colores vivos. Las niñas y las mujeres solteras se adornan el
pelo con cintas de colores, mientras que las mujeres casadas y las viejas lo
llevan siempre cubierto. Kitty nunca se había sentido tan guapa.
Hay muchas más gallinas que personas en Lemkovyna. Kitty se lo pasa
mucho mejor con las primeras: les da de comer de la mano y las persigue por
todo el centro del pueblo, bajo la sombra de la iglesia de madera. Ése es el
material del que están hechos los cuentos y cada día Kitty espera ver
caballeros, osos parlanchines y castillos. Su madre incluso la pilla besando

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una rana y tiene que explicarle que los príncipes ya no existen. Pero Kitty
sabe reconocer una mentira en cuanto la oye.
Las casas de los lemko están cercadas por una frondosa vegetación.
Árboles, hierba, vegetales, hojas, ramas, gruesos abrigos de piel hechos de
musgo. El apático humo de las cocinas de leña cubre los tejados de paja.
Hay…

—Flores por todas partes. Y no hay cemento, nadie salta a la cuerda, nadie
utiliza cuerdas para saltar, y nadie tiene ni coches ni tampoco mansiones. Las
otras niñas tienen vestidos de todos los colores, realmente bonitos. Yo quiero
uno y se lo digo a mamá. Cuando sea una niña grande quiero tener uno como
ésos, igual de bonito. Y también tienen cestos y dentro de los cestos hay setas.
Y bajamos al río, llegamos al río, y allí hay incluso bebés colgando de los
árboles. Manzanos. Bebés envueltos en telas. Y las mujeres no lavan la ropa:
el río lo hace por ellas. Ellas sólo miran. Nosotros también miramos y, y…

Hay lobos. Los abejorros emiten un zumbido constante, a menudo fuera del
campo de visión. Grupos de niños, con sus trajes cubiertos de polvo, siguen a
Anna y a Kitty adondequiera que vayan, mascando zanahorias y remolacha.
Muchas de esas niñas y niños merodean alrededor de la casa donde se
hospedan los americanos, la casa de sus parientes Bibko. Cada mañana se
encuentran con uno o dos de esos golfillos curiosos, en grupo, esperándolas,
aunque a veces hay hasta siete, todos muy juntos, y las miran fijamente.
Plagados de microbios. Anna tiene siempre la sensación de que llevan toda la
noche allí, observando, esperando. Los niños casi nunca se ríen y tienen unos
ojos demasiado grandes para sus cabezas. Es imposible que en su día Anna
fuera uno de ellos. Ella es diferente, siempre lo fue.
Se quedarán hasta que el viejo músico muera o hasta dentro de un mes,
según lo que suceda primero. Treinta días es lo máximo que Anna es capaz de
soportar aquello.
La casa es baja y alargada, rectangular, como las cabañas de troncos
que hay al norte del estado de Nueva York, pero blanqueada. Los troncos son
de abeto y están cortados longitudinalmente. El relleno entre ellos es de
musgo. Tradicionalmente, la mitad de la casa era para la gente, y la otra
mitad, para los animales, aunque, con el paso del tiempo, la partición que
dividía la mitad humana de la casa del abuelo de Anna de la mitad animal ha

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desaparecido. Lo que no se sabe (y, de hecho, es un motivo de polémica entre
algunos habitantes del lugar) es si esa transgresión la instigaron las dos
vacas o el viejo. El tejado de paja tiene agujeros y hay montones de paja
esparcidos por entre los excrementos de vaca que rodean la casa como
bulbosas estalagmitas.
—Kitty, mira a mamá.
—¿Y qué pasa cuando llueve?
—¿Qué? Kitty, por favor, escucha ahora. Porque mamá tiene que ir
dentro de casa de bisabuelo. A saludar.
—¿Qué pasa con los agujeros cuando llueve?
—No llueve. ¿Tú escuchas? Tienes que ser chica buena y esperar aquí.
No te muevas hasta que mamá vuelve. ¿Puedes ser chica buena?
Kitty podía.
—¿Puedo mirar por los agujeros?
—No.
Anna entra en la casa y Kitty se queda inmóvil, esperándola. Entonces se
acerca corriendo a la casa, encuentra un agujero y pega el ojo en él.
Nunca ha visto tantas velas, en ninguna parte, ni siquiera en Navidad o
por la noche, en el cielo. La cama está en el centro de la habitación. El
bisabuelo de Kitty está en la cama. Está en los huesos, ha cogido un color
gris, verde y marrón. El pelo le crece en los lugares más extraños (por
ejemplo en las orejas) y respira como si hubiera estado corriendo mucho
rato. Uno diría que durante cien años. Tal vez la casa necesite más agujeros,
piensa Kitty. En el fuego queman plantas mágicas, que provocan una neblina
de olor extraño. El suelo aún está cubierto de paja y excrementos de vaca.
Kitty observa a su madre; Anna ha entrado a través de una habitación
contigua.
Es como ver a un árbol moverse: el viejo vuelve la cabeza y mira a Anna.
Intenta levantarse, pero no puede. Hace un ruido que es como si se riera,
aunque no es una risa alegre.
Toca la mano de Anna al tiempo que adopta una expresión dulce.
Comienza a cantar suavemente, pero de vez en cuando se para y dice algo en
lemko. Sus ojos son como un cielo nublado.
—¿Dónde te habías metido, pequeña? Mi Anna, ah… —dice—. ¿Te
sorprendes? Acércate más. ¿Creías acaso que has cambiado tanto que tu
propio abuelo no te iba a reconocer? No seas tonta, pequeña viajera, ven.
Anna se agacha y le seca la frente.
—No me reconoce nadie.

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—Siempre serás lo que eres. No llores, vamos. Y menos aún por ti. El que
se muere soy yo, ¿no lo ves? —dice el viejo con una mueca.
Anna sonríe. El viejo se ríe y tose.
—Ésa es la niña que recuerdo. Ojalá morirse fuera tan fácil. Dime,
¿cómo están mis vacas?
Y éste es el viejo que Anna recordaba. ¡Sus vacas, claro! El viejo lleva
varios años viviendo con los dos animales. No habla con ellas, ni les pone
nombres; no está loco. Y, sin embargo, corre el rumor de que di fruta más de
su compañía que de la de los habitantes del pueblo.
—Están fuera, abuelo.
—¿Has conocido al cura? Ahora tenemos uno encantador. Ve a verle y
dile a ese zancas que me venga a visitar otra vez. Y que se apresure. Pero dile
que esta vez quiero más coñac de ciruelas y menos Biblia, ¿vale? Han pasado
muchos días y he tenido muchos sueños pecaminosos que me gustaría
contarle —dice con una carcajada.
Anna le pone la mano en la mejilla.
—Me acuerdo de tu música —le dice.
La voz del viejo se abre y de ella escapa una débil melodía, acosada por
una tos que la persigue pisándole los talones.
—Ahora la oigo todo el tiempo. No me deja ni a sol ni a sombra —dice el
anciano.
—¿Y qué hay de tus instrumentos?
—Peor aún. No sirvo para nada, mira.
El viejo tiene los dedos destrozados y amoratados. Se los muestra a Anna
como si quisiera arrojar los cadavéricos desperdicios del tiempo por uno de
los agujeros de la pared.
—Sabía que ibas a venir. ¿Tú lo sabías? Te he estado esperando. ¿Te
acuerdas de cuando bailábamos en las montañas? Cómo me gustaría morir
en esas montañas, mi pequeña Anna; morir como una gota de lluvia.
Anna frunce el ceño.
—Estoy muy lejos, abuelo —comienza a decir—. La gente de aquí, la
gente de cuando yo era pequeña, se ha olvidado de mí. Ivan ni siquiera me
mira. Fingen haberme olvidado. Pero yo aún olvido más, olvido peor. Todo
es muy difícil. ¿Abuelo? He vuelto para estar contigo y aún estoy más lejos.
—No es verdad, estás aquí.
—Tengo una hija.
—Lo sé.
—Es americana.

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—Ya lo sé, corderita. —El viejo tose—. Es mejor así. —Vuelve a toser.
Un borbotón de sangre le sale por entre los labios y le mancha la barbilla—.
De todos modos, ¿qué puedes hacer? Cuando vuelva a ver al cura le
confesaré que tengo una nieta americana. ¿Tú crees que me va a absolver?
Pero Anna habla en serio.
—¿Cómo puedes vivir así, con esta gente?
—Ay, ¿tan distinta es la gente del otro lado del océano?
Anna comienza a replicar, pero sus palabras se ven interrumpidas por un
acceso de tos.
—No es distinta —dice el viejo con un gesto de fastidio. Entonces esboza
una mueca—. Ven, acércate. Tal vez un día visite esos Estados Unidos de
América, ¿quién sabe? Tal vez un día vea el lugar donde está entenado mi
hijo. La tierra es muy buena allí, ¿verdad? He oído que en ese lugar llamado
América todo es gratis. Tal vez pueda renacer como americano. O por lo
menos como una vaca americana.
Vuelve a reírse.
—Las vacas americanas no pueden entrar en las casas, abuelo.
—¿En serio? ¡Fíjate tú qué cosas! ¿Ni siquiera cuando están enfermas?
¿Ni en invierno? No me lo creo.
—Te he echado de menos.
Anna besa a su abuelo en la frente.
—¿Los americanos saben tocar la sopilka?
—No.
—¿Y la flojara, por lo menos? ¿Y qué me dices de tu hija? Yo puedo
enseñarle. Voy a enseñarle. ¿Dónde está? ¿Tenéis nieve en América? ¿Tu
hija ha visto la nieve? Dime cómo se llama.
—No es un nombre lemko.
—Te pareces tanto a tu padre, le pones tanto empeño… Eres demasiado
fuerte para ti misma. Menudos cabezotas estáis hechos los dos. Olvidaros de
vuestra gente, de vuestro hogar. Es un pecado. ¿Y para qué? ¿Por qué? —El
viejo cierra los ojos. Su hijo, el padre de Anna, se había negado a regresar al
país que había abandonado y a ocuparse de aquel padre tan falto de sentido
práctico—. Pero no creas que no me doy cuenta de la tristeza que esto te
provoca. No resulta fácil no ser lo que eres.
—Se llama Kitty.
—Kitty.
—En inglés suena muy bonito.
Dos moscas se ponen sobre la nariz del anciano.

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—¿Por qué no ha venido tu marido?
Anna espanta las moscas.
—Le da miedo cruzar la calle. Sólo conoce los libros.
—Ah.
—Es muy rico —señala Anna, pero se ruboriza al instante.
Aparta la mirada. ¿Por qué ha dicho eso? Por supuesto que su marido es
rico.
—Bueno —dice el anciano—, eso también es importante.
Guardan silencio durante varios minutos. Suavemente, con un dedo, Anna
va siguiendo las venas de la cabeza de su abuelo.
—Lo siento —dice.
El viejo respira débilmente.
—Chiquilla —responde—, ya lo sé.
Pero Anna se pregunta qué es lo que sabe, qué es lo que realmente sabe.
Es tan sólo un campesino chiflado. Anna suspira y se aparta de él. Se siente
ridícula. Los viejos, y en especial los viejos lemko, viven para esto. Y Anna
piensa: «¿No es cierto que llegan a una edad y de pronto comienzan a hablar
así, como él, moribundos sabios y benevolentes? Porque, sinceramente, ¿de
qué les serviría estar enfadados, amargados, borrachos o locos?». No tiene
por qué decir lo que siente; está conmovida, eso es todo. Y cuando uno está
conmovido siempre lo lamenta de verdad, o debería; por lo menos ésa es la
experiencia de Anna. ¿Quién es este hombre que tengo ante mí? ¿Qué
tenemos en común más que el pasado? ¿Y eso qué es, dónde está ahora? La
habitación medieval se balancea, titila y crepita bajo la luz de las velas. Es
ya un fantasma en sí misma, un espacio que se desvanece. Un cuerpo muerto.
Ella es la superviviente y ni siquiera está allí, no realmente. Lo sabe sin
entenderlo; que esto no es real, que es un cuento de hadas, una historia de
fantasmas, que todo Lemkovyna es una aparición, que habita las montañas y
repite las mismas rutinas, tradiciones y costumbres, la misma invariable
estupidez, atrapada para siempre y sin saber que está muerta, muerta,
muerta. Hay varios iconos lemko encima de la mesa. Objetos inútiles.
Madera inútil. Lo mismo da que tengan dos días o doscientos años. Los
magníficos instrumentos musicales artesanales del anciano y sus
herramientas han desaparecido y Anna se pregunta por qué el pueblo no lo
entierra vivo y acaba con todo aquello. Esté él vivo o muerto, los fantasmas
pervivirán. Nada cambiará. Ése es el consuelo de este ridículo pueblo de las
montañas: que la muerte no significa nada, que ya no da miedo porque la
vida va a seguir como siempre fue, por los siglos de los siglos, amén. Morirse

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no es tan malo porque no te vas a perder nada de todos modos, o porque
sabes exactamente lo que vas a perderte y puedes ajustar tu perspectiva en
consecuencia. Los fantasmas no cambian, lo único que cambia son sus casas.
Pero ¿qué sucede si también las casas se quedan como son?, se pregunta
Anna. Nadie va a olvidarte porque, para empezar, no eres un individuo. Eres
una historia, un pueblo, un bosque lejos del mundo real, del progreso y las
comodidades. Eres lo que tu cultura significa y vivirás mientras ésta viva. O
no. Sólo otra mañana helada de invierno, otra primavera, otra ridícula
canción. La misma canción.
Estoy embrujada. Anna se da cuenta de ello en aquel preciso instante, con
una claridad poco corriente en alguien tan centrado en lo material. Está
embrujada por toda esa gente y los odia por ello; porque un fantasma no
puede existir sin su casa encantada. Pero no, ella es fuerte. Va a cerrar todas
las puertas y todas las ventanas. Hará reformas. Se quemará viva si es
necesario; lo que sea con tal de que la dejen tranquila.
—¿No has visto los aviones en el cielo? —pregunta de repente el
anciano.
Anna asiente.
Cierra los ojos y suelta la mano de su abuelo.
—Pero no te has ido tan lejos —dice él—. Nunca podrás irte lejos.

Demasiado normal, una normalidad histérica. Kitty, mi mujer de sesenta y


seis años, habla de forma más o menos coherente, como si hubieran pasado
tres años, o tres meses, como si no estuviera desapareciendo atrozmente de la
faz de la Tierra, como si no estuviera confinada a una cama manchada de
cosas que no pienso describir. Hablaba como si yo no estuviera borracho,
vestido con una túnica roñosa, con mi barba históricamente fiel y la cara
pegajosa por la aguamiel casera. Durante la mayor parte del tiempo sabía con
quién y de qué estaba hablando, aunque probablemente no tenía ni idea de
dónde estaba ni de qué estaba pasándole realmente a su cuerpo. Hablaba
como una autómata, volvía sobre conversaciones extinguidas hacía ya tiempo.
Aquello, aquella monstruosa tregua momentánea, era peor que cuando tenía
cuatro años. Era una provocación. Yo ya no tenía nada que decirle a Kitty, era
incapaz de pensar en nada que pudiera decirle. Que vuelva el cáncer, pensé.
Iba a decirle cuatro cosas a la enfermedad.
—¿Qué hora es? —preguntó.
Yo no lo sabía. Sacudí la cabeza e intenté sonreír.

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Le faltaba el aire y parecía mareada.
—¿Y Tristy?
—Ayudando con los clientes.
—Qué bueno es. ¿Está solo? ¿Crees que…, que debería ir a ayudarle?
Apenas podía levantar la mano para coger la mía.
—Tristán cree que tienes que quedarte en la cama un tiempo más. Hasta
que te sientas mejor.
—Tristy es bueno. Y tiene razón; ahora mismo no me siento muy católica.
¿Mañana es miércoles?
No tenía ni idea de a qué día estábamos.
—Amy está con él. Está siempre por aquí, ayudando —dije, con la
esperanza de que fuera cierto—. Viene siempre que puede.
—Eso es bueno. Amy es una guerrera. Es muy buena chica.
Además de vecina, Amy Sturk era miembro de la FRTP. De niña había
pasado los veranos trabajando en el Mansion Inn y resultaba difícil, aunque
no desagradable, imaginar la pensión sin ella. Ahora estaba casada y tenía dos
hijas, dos niñas que habían heredado la adiposidad, las pecas y el autoritario
pelo rojo de su madre.
—Se te ve cansada —dije—. Tal vez deberías intentar dormir un poco.
—Pero recuerdo el funeral de mi bisabuelo y cómo nos pasamos la noche
jugando, jugando con su cuerpo. Todo es tan raro… Los niños lemko parecen
elfos y hadas, es como un cuento. Tengo cuatro años y bebo coñac de ciruelas
casero de ése, ya sabes. Era tan bueno echar un trago con los niños mayores, y
con las vacas dentro de la casa… A veces me cuesta creer que fuera yo, que
estuviera allí antes de que todo sucediera. Aún recuerdo los nombres de los
juegos: la pera, el ganso, Dios y el diablo, las palas de madera…
—Te quiero, Kitty.
—El gallo, la urraca. ¿Me estás escuchando? ¿Dónde estás? Escúchame.
Era como interactuar con un disco; estaba allí y, al mismo tiempo, no
estaba.
—Te quiero —repetí.
—Mi madre me dijo que tú eras su castigo. ¿Lo sabías? Su castigación. —
Kitty se rio, imitando a Anna—. Que eras Henry otra vez, que… Cógeme la
mano.
—Ya te la estoy cogiendo.
—Pues aprieta más fuerte.
—Te quiero.
—Burt…

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Kitty no dijo nada durante un minuto, casi se la podía oír pensar.
—… Lo que quiero decir es que Henry finalmente le arrebató a su hija. La
venganza de Hank. Mi madre no te odia. ¿Cómo quieres que te odie? ¿Qué te
estaba…?
—Tu bisabuelo.
—Su funeral… Pero ¿y el de mi padre? ¿Y el de Henry? No puedo… Ni
tan sólo me acuerdo. No creo que mamá me dejara ir.
Fuera, alguien estaba ensañándose con un cortacésped. Fuera de aquella
habitación había un mundo donde la gente aún cortaba el césped de los
jardines.
—Tienes que soltarme el pelo. Ahora me acuerdo: las niñas tienen que
soltarse el pelo para los funerales.
A Kitty no le quedaba pelo.
—¿Burt?
Sus libros estaban amontonados junto a la cama. Sus salvajes jovencitos,
sus jóvenes turcos: Hawthorne, Melville, Whitman. Tomé uno para ocultar mi
cara, las lágrimas me resbalaban por las mejillas.
—¿Quieres que te lea un poco?
—Ahora tengo que hablar con mamá, Burt. No estoy muy fina. De
verdad, de verdad que no. Necesito a mi mamá.
—Está de camino —dije al tiempo que dejaba el libro. La fiebre había
regresado—. Estoy aquí.
—¡Quiero a mi mamá!
—Chsss.
Y entonces:
—Les clavan cuchillos en los ojos a los niños, a los mismos niños con los
que yo jugué. Más tarde, después de que me marchase, después de la guerra.
Aniquilaron a casi todo el pueblo —dijo mi mujer en un susurro, afligida,
como si lo hubiera visto entonces y lo estuviera viendo ahora otra vez, en el
techo—. Les clavan cuchillos en los ojos. Les clavan cuchillos en los ojos y
les prenden fuego.

Las niñas del pueblo se sueltan el pelo en señal de duelo. Las mujeres se
visten de negro. Los hombres se emborrachan y la campana de la iglesia
redobla tres veces.
El féretro se construye en la casa del viejo, junto a la cama donde
descansa, destapado, vestido con su ropa elegante, que en realidad no es

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elegante ni siquiera según los estándares lemko. Tiene los ojos cubiertos con
dos peniques estadounidenses que, no sin cierto miedo, Kitty se había
encargado de colocar personalmente; había sido en parte un honor y en
parte una prueba.
Está muerto pero sigue allí; y allí seguirá, dentro del cuerpo muerto o
justo al lado, hasta que la tapa del ataúd se cierre para siempre al cabo de
tres días. Sostiene una vela que le cubre de cera los dedos. Lo ve y lo oye
todo, aunque Kitty no acaba de entender cómo. Es probable que los
martillazos del carpintero, constantes y polirrítmicos, casi apropiadamente
musicales, no le molesten demasiado, aunque tal vez sí le importaría saber
que la madera utilizada para construir su última morada proviene de las
paredes de su propia casa: su ataúd también tendrá agujeros para respirar.
En cualquier caso, está sonriendo. Han dejado que volvieran a entrar las
vacas.
Para Kitty es como un sueño. Pronto la presencia del cuerpo le resulta
normal. Los murciélagos que viven en el techo, las velas, el hedor. Y Kitty
pronto empieza a hablar con el cuerpo, se presenta. Kitty incluso se hace
amiga de los demás niños y niñas lemko. Les da peniques a todos y ellos se
los colocan sobre los ojos, y ríen y gimen como muertos vivientes.
Pasan todo el día con él: Kitty y un agitado grupo de lemko vestidos de
luto que han acudido a beber botellas de coñac de ciruela junto al cuerpo del
viejo, al que le dan un trago cuando el cura no está mirando; al fin y al cabo,
es su fiesta. Un joven anónimo y con barba toca música junto a la cama.
Debe de ser de otro pueblo, bromean los presentes, el pueblo donde todo el
mundo es alto. Pero desaparece antes de que alguien pueda indagar quién es
realmente, de dónde ha salido y de qué conocía al viejo músico. Todos creían
que el anciano nunca había tenido alumnos.
—Tal vez haya venido por el coñac de ciruelas —sugiere alguien.
Los demás se limitan a sacudir la cabeza.
Anna entra y sale de la casa sin parar, tratando de preparar un festín
bajo en gérmenes. Para ello se asegura de que nadie toque su comida.
Prepara espaguetis. Se le había ocurrido llevar algunos de América; decidió
que aquél iba a ser su triunfo definitivo, introducir a aquellos palurdos a las
modernas maravillas de los espaguetis. Pero la cosa no sale como había
previsto. ¡Qué apropiado —exclama una mujer— que los americanos sirvan
gusanos en los funerales! Gusanos con tomate triturado. Madre de Dios,
cuánta maldad. Todos fingen comer de sus cuencos pero uno a uno, con gran

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malicia, van saliendo y los vacían sobre la tierra, bromeando con que
esperan que a los pájaros no les importe comer un desayuno precocinado.
Al anochecer el ataúd está listo y meten al viejo en él. Kitty se da cuenta
de que ha dejado de sonreír. Se le ve asustado, horrorizado. Colocan el ataúd
abierto encima de la cama. Kitty le dice a su bisabuelo que no se preocupe.
El cura regresa con la luna y lee algo del salterio. Entre salmos, la gente
cuenta historias sobre el viejo, la mayor parte de ellas consideradas
divertidísimas, muchas de ellas inventadas. Otras incluso de mal gusto, o eso
le parece a Anna. Se cuentan leyendas y cuentos de hadas para los niños que
están sentados a la luz de las velas alrededor del ataúd, absortos de placer,
observando al muerto muy de cerca, como si las historias las estuviera
contando él, o como si fuera un programa de radio de la CBS. Sus rostros
parpadean, los ojos llenos de asombro. Con cada vaso de coñac de ciruela,
los adultos se vuelven más jocosos y los chicos jóvenes comienzan a hostigar
a las chicas jóvenes, que se quejan a gritos y en términos poco claros. Y entre
todos se olvidan de Anna Bibko, que se convierte en un percebe relegado a la
oscuridad del fondo de la habitación, entre las vacas, donde devora los
espaguetis a puñados y maldice una cultura capaz de convertir la vigilia de
un funeral en esta zafia parranda. Pero de pronto se siente libre y piensa: se
acabó. Ya no hay nada que la retenga allí. ¡Cómo le gusta el aire de repente,
los campos de flores, los manzanos en flor, el agua helada de las montañas,
la sinuosa danza de los árboles, lo que los hermosos pajarillos hacen en un
cielo que se extiende maravillosamente lejos de aquí, hasta llegar a casa, a
Queens Falls, Nueva York, donde incluso las nubes son mucho más limpias!
¡Cómo ama Anna a su hija, su pequeña Kitty! Morir como una gota de lluvia;
que toda Lemkovyna muera como una gota de lluvia, piensa Anna
alegremente. Ella tiene a Kitty. Ellas van a escapar. Anna va a enterrar toda
Lemkovyna con su abuelo y nunca volverá a mirar atrás.
Pero Kitty está feliz, ajena al ceño fruncido de su madre. Sabe que, si los
lemko hubieran inventado los relojes, sería muy tarde. No quiere regresar
nunca a casa.

El sol naciente dibujaba dos mandarinas en las gafas de Tristán. Mi hijo,


sentado en el porche, fumando un porro de marihuana, observaba el césped
del jardín acabado de cortar, la violenta frescura que desprendía. El rocío
brillaba y los mortíferos pajarillos brincaban.

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No. Estaba durmiendo. Tristán había pasado la noche allí, durmiendo,
esperando a solas Dios sabe qué en el porche de época del Mansion Inn, con
un cigarrillo sin encender en la mano. Iba a levantarme y tomar un baño.
Aquel día iba a demostrarles a todos que estaban equivocados y le llevaría a
mi hijo una taza de café humeante. Aquél era un día importante.
Cogí la jarrita de barro de licor casero de la que había estado bebiendo
desde que había despertado en el suelo, junto a la cama de mi mujer. Era
rodomiel. «¿La que lleva pétalos de rosa?». Varias jarritas similares
formaban una empalagosa ciudad de arabesco sobre el suelo de madera noble.
Había abejas por todas partes. Moscas. Hormigas carpinteras que correteaban
y se detenían, correteaban y se detenían. «En parte sí. Pero lo he mezclado
con un toque de… de císer. Que es como melomiel, pero hecha con…», «…
Manzanas, mmm. Eso es, ése es el sabor que noto».
La otra noche estuve hablando largo y tendido con el cáncer acerca de la
cruzada de los Niños, en 1212 d.C. Provenían de Francia y del valle del Rin,
como Hildegard von Bingen. Eran dos ejércitos con miles de cruzados, hijos e
hijas analfabetos de campesinos, siervos y comerciantes de poca monta que
asumieron la misión de reconquistar la Tierra Prometida para el cristianismo.
Dos chicos los exhortaban a seguir adelante, sermoneándolos, apelando a la
providencia divina; mocosos precoces. Criaturas. Cachorros condenados.
¡Cómo envidiaba su fe en lo milagroso! Antes de que todos murieran de
hambre o terminasen violados, asesinados o metidos en barcos para ser
vendidos como esclavos en el norte de África, los niños habían creído que el
mar Mediterráneo iba a abrirse a su paso tal como, mucho antes, el mar Rojo
se había abierto para Moisés y los israelitas. Puedo verlos cruzando Europa en
turbamulta, como langostas, hacia Jerusalén a través de la costa italiana,
pasando junto a los muros de las ciudades, creciendo en número, captando
nuevos reclutas con sus oxidadas herramientas de granjero, sus salmos, sus
varas puntiagudas y sus hondas a lo David y Goliat. La realidad es recreación.
El cáncer, desde luego, no tenía demasiado que decir sobre la cruzada de los
Niños. El cáncer nunca tendría hijos y, por lo tanto, eso no le interesaba en
absoluto.
Me llevé la jarrita a los labios y volví a oír su voz. «Manzanas, mmm».
Kitty, te quiero. «Manzanas, mmm. Eso es, ése es el sabor que noto». No te
vayas. Por favor. No. «¿Es rodomiel? ¿La que lleva pétalos de rosa?». Esto,
pensé, es lo que sucede cuando alguien que es más grande que la propia vida
deja de vivir.

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Cuando volví a mirar por la ventana, mi hijo se había marchado. Iba a
hablar con él ese mismo día. Iba a arreglar las cosas. Me tendí otra vez en el
suelo y me dispuse a esperar.
Kitty me llamó, tal vez incluso se hubiera despertado.
—Buenos días —musité.
—¿Dónde estás?
—No pasa nada, estoy aquí. Estoy en el suelo —dije—. Rezando.
Kitty se rio débilmente.
—¡Serás gorila! —dijo—. ¿Qué voy a hacer contigo, Burt Hecker? —
añadió entonces, como en los viejos tiempos.
Creyó que yo estaba bromeando.

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X

S ALÍ de la casa, lejos de Kitty, y penetré en la mañana tardía, muy tardía.


Era una ofensa que el mundo continuara produciendo días tan hermosos.
Con un trago de aguamiel sofoqué el impulso de volver a mirar el reflejo
vacío de la ventana. A continuación tomé otro trago para que me diera buena
suerte.
Llevaba una mohosa túnica marrón. Me dolían y crujían las
articulaciones, y hacía bastante que no me lavaba. Tampoco había comido.
Llevaba una jarrita en la mano. Pensaba ir a buscar a mi hijo y le prepararía
café.
Desde el porche del Mansion Inn, una mujer de mediana edad me miró
como si me observara desde la cubierta de un crucero de lujo atracado en
alguna isla pobre y políticamente inestable del Caribe. Era —me di cuenta
enseguida— de ese tipo de mujeres desacostumbradas a caminar sobre la
hierba. Así pues, era agosto, temporada de senderismo.
—¿Trabaja usted aquí? —preguntó.
—¿Que si trabajo?
Me acerqué a ella. Túnica, nariz, jarrita de barro con aguamiel: en una
rápida sucesión vio todo lo que necesitaba ver. Por temor a una infección
retrocedió un paso. Mi nariz tiene este efecto primigenio e inconsciente: para
limitar su exposición a agentes contagiosos algunos se meten las manos en los
bolsillos, mientras otros dosifican discretamente el oxígeno que inhalan.
—Buenos días —logró decir.
Eso había que admitirlo.
A juzgar por su ropa, parecía estar recreando la dominación británica
sobre el Subcontinente Indio. Me dijo que estaba al límite de su paciencia y
que deseaba hablar con el director. Que antes, por la mañana, había hablado
con un caballero con barba, pero que no le había parecido que éste la
escuchara, o que fuera capaz siquiera de escucharla, ¿sabía a qué me refería?
Yo no lo sabía y así se lo dije. La pobre mujer debía de llevar más de veinte
años sin que nadie la escuchara y simplemente no estaba acostumbrada a ello.
—Era mi hijo —dije—. Es músico. Soy el marido de la propietaria.
—Hay moscas —dijo ella—. En mi habitación.
Probablemente había un nombre para el tipo de sombrero que llevaba
aquella mujer. Me di cuenta de que estaba balanceándome y me obligué a

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detenerme, tomé otro trago de aguamiel y me acordé del café: si realmente
quería llevarle una taza de café humeante a mi hijo, tendría que averiguar
cómo funcionaba una cafetera.
—¿Cómo se nos ocurrió venir aquí? —añadió—. Venimos de un
balneario de cuatro estrellas en Lake Placid. ¡Esto es totalmente inaceptable!
—¿Cómo dice?
—Disculpe.
—Las moscas —insistí.
—Creo que será mejor que hable con otra persona.
—No, por favor. —Iba a recobrar la compostura—. Hable conmigo, por
favor.
—Esto es absurdo. Es obvio que usted… —dijo, y me repasó de arriba
abajo.
—Acabo de salir de la cama.
Ésa era otra: las camas eran demasiado blandas. Y, además, necesitaba
diez minutos para aclarar el acondicionador, por culpa de la presión de agua
victoriana. El baño parecía más bien una gruta. Entonces intentó reconducir la
conversación hacia los insectos:
—Mi marido es alérgico a las abejas.
Tristán apareció trotando por el césped, un Robinson Crusoe del norte de
Nueva York perdido allí, en el Mansion Inn, tras el naufragio de su último
año en Julliard por culpa de la enfermedad de su madre. Salió del bosque,
probablemente viniera del cobertizo. No llevaba zapatos.
La mujer llamó a mi hijo, que se detuvo. Se sorprendió momentáneamente
al verme en el porche frente a la casa y frunció el ceño.
—Las moscas —dijo de forma casi inaudible.
Me recreé en la impresión que, desde luego, mi hijo le causó a la mujer y
me entraron ganas de salir corriendo y colocarme junto a él. Tenía la
sensación de que no se atrevería a perseguirnos por el césped.
—Había moscas en su habitación —repitió Tristán.
—Es posible que fueran abejas —dijo la mujer.
—Bueno, pues yo estaba en el bosque preparando cuatro trampas —dijo
Tristán en voz baja, arrastrando las palabras. No quería mirarme a los ojos—;
trampas para moscas. Pero una me ha picado. ¿Ve?
Y entonces, con una sonrisa, nos enseñó el dedo medio.
La mujer soltó un grito ahogado. Tristán dio media vuelta y sus gafas
centellearon amenazadoramente. Volvió a adentrarse en el bosque. Yo me
eché a reír de puro asombro, me reí con ganas hasta que se me ocurrió que era

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muy probable que, en realidad, aquel gesto no hubiera ido dirigido a nuestra
huésped.

Estaban sentados al fondo del porche del Mansion Inn, y seguramente estaban
allí desde el inicio del altercado. Los dos se escondían detrás de sendos
periódicos, riendo. La coronilla de una cabeza rapada sobresalía por encima
de uno de los diarios como un amanecer anaranjado y entonces, de pronto, el
sol se volvía a poner. Era digno de ver cómo el horizonte de la sección
dominical de deportes del New York Times fluctuaba entre el alba y el
anochecer. Así pues, era domingo. Ya sabía dos cosas.
Cada verano, Marie y su marido, Don, pasaban quince días con nosotros.
Aunque ellos no lo sabían, mi mujer les aplicaba aún las tarifas de temporada
baja de 1972 d.C., el año de su primera visita. Había sido por su luna de miel.
También había sido la primera vez que salían de la zona de Long Island y la
ciudad de Nueva York, algo que nunca se cansaban de recordar. Años más
tarde, entre las sonrisitas que, en el caso de Marie, sustituían la respiración
normal, nos contó que Don se había llevado incluso una pistola cargada y una
navaja automática para la primera excursión al norte de Nueva York.
—Era una navaja suiza, Marie, vamos —la corrigió Don.
—Vale, pero cuéntales lo de los calcetines.
—Llevaba puestos cinco pares de calcetines.
—¡Por las cobras!
—Serpientes de cascabel, Marie.
Enorme e histriónico, Don seguía bastante enamorado de su pequeña
Marie, que lo adoraba.
—Pero él las llamaba cobras, ¿verdad? Cobras reales.
Los abracé a los dos.
—Veo que sigues protestando contra el siglo XX —dijo Don, observando
de arriba abajo a mi túnica. Entonces se rio—. Esa zorra con la que te las
estabas teniendo se ha llevado la jarra de café descafeinado a su habitación
esta mañana. Te lo digo para que lo sepas.
Don siempre te decía cosas para que uno las supiera.
—Esos modales, Donald.
—Con gente como ella no hay modales que valgan. ¿Tengo razón, Burt?
El verano pasaba por entre los pinos de cola de tigre que se elevaban
sobre nosotros. Nunca había visto a Don vestido con algo que no fuera un

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chándal de algo; maestro de primaria, bombero voluntario y majadero
conmovedor, el hombre tenía unas pestañas gruesas, encantadoras.
Me senté.
—Bienvenidos de nuevo —dije—. ¿Queréis rodomiel?
—Que corra de mi cuenta.
El porche cubierto del Mansion Inn ocupaba todo el lado este de la casa.
Las parras centenarias se enredaban y trepaban por la celosía de madera; una
ardilla listada muy joven pasó corriendo frente a nosotros mientras otra
cruzaba traqueteando por el desagüe del tejado, provocando un estruendo que
hizo que pareciera grande y peligrosa. Marie dio un respingo, Don comenzó
con su discurso anual sobre el aire fresco y la rapidez con que uno se olvidaba
de que éste existía viviendo en Long Island. Marie quiso saber si las ardillas
tenían la rabia. Unas plantas con flores moradas y naranjas colgaban de los
ganchos del techo.
—¿Cómo está Kitty, Burt? —preguntó Marie por fin—. ¿Y tú, cómo
estás?
—Está mejorando —respondí—. Y yo estoy bien.
Se llevaron las jarras a los labios y bebieron. Yo no estaba bien. Kitty no
mejoraba.
—Si hay algo que podamos hacer… —dijo Marie sorbiéndose los mocos
—. Me apena tanto…
—Somos de la familia, Burt —afirmó Don, y me apretó el antebrazo—.
Ahora se lo decía a Marie, ¿verdad? ¡La de años que llevamos viniendo! Se lo
estaba preguntando a Marie, ¿cuántos años hace ya?
—Veinticuatro.
—Los veranos no serían lo mismo sin la mansión de Kitty.
Los huéspedes más veteranos lo llamaban así, la mansión de Kitty.
—Me alegra veros a los dos otra vez —manifesté.
—Lo mismo digo.
Volví a llenarle la jarra a Don.
—Enséñaselo, Marie —dijo Don.
La cremallera de la chaqueta del chándal reflejaba la luz del sol.
—No, ahora no —repuso Marie después de sonarse—. Déjalo respirar.
Burt necesita respirar.
—Enséñaselo.
Marie tendría entre cuarenta y cinco y cincuenta años; seguía siendo una
chica nada femenina que, sin embargo, no tenía reparos en vestirse como una
princesa. Siempre había tenido aire de tipa dura.

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—Es para Kitty —dijo, y me tendió una acuarela del Mansion Inn pintada
sobre una cartulina.
Don me golpeó el hombro en un gesto atlético.
—Es una muchacha fuera de lo común, ¿no crees?
—Es muy bonito —dije yo—. Gracias.
Marie se puso a llorar.
—No sabía qué otra cosa podía hacer.
—Fíjate en esta esquina —señaló Don, y le dio una palmadita en el muslo
a su mujer—. En la ventana, ¿lo ves? —Parecía como si hubiera una manzana
detrás de los cristales—. Marie me tuvo posando durante horas.
—Media hora, Donald.
—Como el tío ese que se cortó la cara —dijo Don—. Bueno, la oreja.
¿Cómo se llamaba? Linda, de la asociación de padres, estuvo despotricando
de él, ¿te acuerdas? Dijo que no debíamos colgar sus pósteres en la cafetería.
Que era un buen artista, pero una mala influencia para los niños.
Había un zoológico de animales alrededor del Mansion Inn de la acuarela
de Marie; había dos ciervos, gatos y algo que podía ser un caballo o un grifo.
Bandadas de pájaros oscurecían el cielo.
—Es realmente especial —dije—. Se lo enseñaré a Kitty esta noche.
—Sólo si crees que es lo bastante bueno —puntualizó Marie y volvió a
sonarse.
—Es lo bastante bueno —insistió su marido—. Burt acaba de decirlo.
—A Kitty le va a encantar. Gracias.
—Es que está yendo a clases nocturnas y todos están locos por sus
pinturas, ¿verdad? Incluso expuso algunas, ¿dónde fue, cariño?
—En la casa de retiro Saint Edwards.
—Cerca de Great Neck. ¿Quieres ver arte de verdad, Burt? Great Neck,
Long Island.
Brindamos por ello y en aquel momento Tristán apareció en el
aparcamiento al otro lado del Mansion, más o menos por el extremo opuesto
al lugar por el que lo había visto desaparecer, como si hubiera dado la vuelta
al mundo. Llevaba tres bolsas de papel enormes, de fondo plano, llenas de
comida. Amy Sturk iba tras él. Llevaba en los brazos un pastel del tamaño de
una rueda de bicicleta.
Mi hijo me ignoró.
—¡Burt! —me llamó Amy desde el césped. Se pasó un puñado de pecas
por el pelo—. Tengo que hablar un momento contigo.

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Yo tenía que comer, echarme, levantarme, dejar de beber y prepararle un
poco de café a Tristán, tenía que llamar a mi hija, June… ¿Y ahora tenía que
hablar con Amy Sturk?
—Dame diez minutos —dije.
Entonces caí en la cuenta de que al día siguiente debía de tener lugar en el
Mansion Inn el legendario Torneo-Festín de Final de Verano de la FRTP.
—Hablo en serio —respondió Amy, al tiempo que se alejaba—. De
verdad, Burt. Tenemos que hablar. Estaré en tu casa.
Amy Sturk podía ser atenta hasta la náusea. Desde luego pasaba
muchísimo tiempo en la casa, incluso cuando no había trabajo que hacer y
mucho después de que dejara de estar oficialmente empleada. Era un poco
mayor que June, aunque las dos nunca habían sido especialmente buenas
amigas de pequeñas. («Es como un mosquito —se había quejado una vez June
a Kitty—; un mosquito que te abraza».) De todos modos, Amy había
gravitado siempre más hacia Kitty, por un lado idealizando a mi mujer y por
el otro mimándola cuando Kitty bebía demasiado, o fumaba demasiada
marihuana, o caminaba encorvada, actuando como si fueran coetáneas o
iguales. Una vez las pillé intercambiando consejos de maternidad, y eso antes
de que Amy abandonara completamente la pubertad. Kitty le seguía la
corriente a la chica, que era seria, bondadosa y probablemente algo
trastornada (o eso creía Lonna). La madre de Amy había muerto en un
accidente de coche pocos años después de que ésta naciera, y su padre nunca
había pasado de tocar en bailes de instituto con su banda de rock y blues.
Amy era su propia madre, la madre de su padre y, hasta cierto punto, también
la nuestra. En realidad, ninguno de nosotros podía sufrir a aquella diligente
pelirroja durante demasiado tiempo, aunque, eso sí, la queríamos mucho.
Desde luego, también era miembro de la Fraternidad de la Recuperación de
los Tiempos Perdidos. No había forma de evitarla: te seguía incluso a través
del tiempo.
Unos pitorros negros emergieron por entre el césped y comenzaron a
soltar chorros de agua al aire. Amy y su pastel medieval, perdidos en medio
del jardín, echaron a correr. Don se rio («Pero ¡fijaos en eso!», dijo, como si
fuera la primera vez que veía una chica regordeta corriendo con un pastel en
los brazos) y Marie le dijo que ya bastaba; yo noté que me posaba al filo de
un vasto sueño. Vi el agua evaporarse en el aire. Don se calmó y Marie se
acercó y me puso la mano sobre el brazo. Así pues, me dije, aquí es donde se
ha terminado la cuerda. Nunca nada volvería a ser así. Don habló de sus
alumnos de instituto, de Braveheart, y de su primo y sus divorcios. Preguntó

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por Lonna y quiso saber cuándo iba a verla, lo mismo que la FRTP. (Hacía
semanas que Lonna y yo no hablábamos. La última vez que había pasado por
casa, me había negado a salir del cuarto de Kitty y ella, si mal no recuerdo,
me había amenazado legalmente con internarme en un psiquiátrico.) Los tres
levantamos las jarras y bebimos, y yo me pregunté por qué Don y Marie
nunca habían tenido hijos.

La mujer del sombrero regresó sin su sombrero. Me costaba enfocar la vista.


Especuló en voz alta sobre el tipo de establecimiento que yo creía que
intentaba dirigir y dijo que estábamos todos borrachos. Don se había quitado
la camisa.
—Yo no intento dirigir nada —le aclaré, pero la verdad es que debería
haberlo estado intentando, y de pronto mi túnica sucia y la fidelidad histórica
de mi hedor me sacaron de quicio. Aquella mujer tenía razón: debería haberle
preparado un café a Tristán.
—No, desde luego. Y entonces ¿quién lo hace? ¿Su hijo?
—Mi mujer.
—Sí, claro. Bueno, hemos decidido que ya hemos tenido bastante; pero
antes de que nos marchemos, tal vez podría tener cuatro palabras con su
mujer.
—Por supuesto —dije, señalando la casa y arrastrando las palabras—.
¡Faltaría más! ¿Quiere que vaya a despertarla?
Marie me apretó el brazo.
—Creo que será mejor que se largue —le soltó Don—. Ahora mismo.
La mujer se mostró de acuerdo y añadió que, si sabía lo que me convenía,
le reembolsaría el importe total de la estancia. Entonces las cosas se pusieron
feas. Don llamó ladrona a la mujer en relación con la jarra de café
descafeinado que, a lo mejor, ésta había robado de la sala de desayuno
comunitario esa misma mañana para consumirla en la privacidad de su
dormitorio. La mujer dijo que ella y su marido esperaban un poco más de
«clase» de un establecimiento como el Mansion Inn, pero Don se echó a reír
y, por defender el honor de la mansión de Kitty, la llamó «Dumbo» y le
ofreció la posibilidad de llevarla al colegio si lo que quería era «clase», joder.
Al llegar a ese punto decidí cerrar los ojos.
—Cállate, cállate, cállate —le suplicaba Marie.
Oí cómo la mujer golpeaba los brazos de Don, o tal vez el pecho, con los
puños. Oí mi nombre. Tal vez me necesitaran, por lo que abrí los ojos, lo que

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volvió a encender el mundo en toda su ridiculez, aquella mujer incluida. Por
algún motivo seguía ahí, de pie ante mí, ligeramente borrosa y amenazando el
Mansion Inn con no sé qué de un boicot. Su marido, decía, tenía muchos
amigos en la Comunidad Hípica de Saratoga.
—Sí, vale. Pues aquí Burt tiene amigos en la Comunidad de Recreación
Histórica. —Don se rio—. Amigos con espadas.
La mujer desapareció y Marie comenzó a llorar. Lo sentía, dijo, sentía
mucho que su marido nunca hubiera madurado. Lo cierto es que nadie
madura, pensé en responderle. Pero no pude. No logré concentrarme ni
siquiera cuando un caballero con camisa verde se presentó ante nosotros, nos
preguntó quién acababa de amenazar a su mujer y exigió hablar con el
propietario o el encargado.
Don, sin camisa y con una jarra de aguamiel vacía en la mano, se levantó.
—¿En qué puedo ayudarle? —dijo.

La conciencia fue consolidándose latido a latido, cada uno más atroz que el
anterior. El sofá de la sala. El techo. Alguien me había cubierto con una
colcha que Kitty había tejido, con una versión de las escenas más
emocionantes de «La batalla de Poitiers», de Las Crónicas de Jean Froissart.
Dos caballos morían en mi estómago. Perforados por docenas de flechas hacía
unos quinientos treinta y seis años, su furor de ojos desbocados hizo eco en
mi cabeza, en 1996 d.C., allí y en aquel instante. Solté un gemido. Volví la
cabeza y vi el Mansion Inn a través de la enorme ventana en saliente. Tal vez
fuera la perspectiva, pero parecía que nuestra casita se hubiera acercado al
blanco mamotreto Victoriano, como si hubiera menos césped que nos
separara de éste ahora que por la mañana. Siempre había sabido que un día mi
familia iba a colisionar con aquel iceberg.
Kitty y el cáncer estaban arriba, encima de mí. Me quedé mirando el vacío
e intenté no imaginarlos. Pero el techo parecía más bajo, combado por aquel
peso que ya me había partido en dos.
Una banda medieval de ruidosos bellatores de la Fraternidad de la
Recuperación de los Tiempos Perdidos pasó desfilando junto a la ventana:
tres caballeros, Don y varias mozas emprendedoras, con sus ollas y sus
fiambreras F.d.E. llenas de platos medievales de «origen primario». Sopa de
piedras, seguramente. Lembas, keftedes, salchichas de erizo y empanadas de
carne y ave. Estaban preparando el gran Torneo-Festín de Final de Verano.
Los hambrientos caballos de mi estómago retumbaron. Allí, por fin, se

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hallaba mi otro mundo, en el que podía colarme para destruir lo que aún no
había destruido en éste.
Junto al sofá, la mesita del café estaba cubierta por un trapo y toallitas de
papel ensangrentados, rollos de venda, un bote de té, una botella de agua
natural Saratoga Spring, dos vasos vacíos y varias grageas de analgésico
infantil masticable. Me llevé instintivamente la mano a la frente: había varias
vendas. Darme cuenta de que, de algún modo, me había partido la crisma hizo
que el dolor se volviera más elocuente. Me reí. Lloré larga, deliciosamente.
Tal vez iba a morir.
¿Dónde estaba mi aguamiel?
Confiscada.
¿Qué era ese ruido?
Kitty.
Fue una idea tan normal y corriente, tan plácida que ni me lo planteé.
Kitty en la cocina. Kitty se había levantado de la cama y se había llevado el
cáncer a la cocina. Oí la música que salía del pequeño reproductor de cedés
que había en la encimera de la cocina. Era el John Wesley Harding, que tanto
le gustaba a Kitty. Escuché a Bob Dylan compadecer al pobre inmigrante. La
oí fregar los platos, aclararlos y ponerlos a escurrir.
Burt Hecker debería haber estado lavando los platos, por supuesto; hacía
tiempo que tendría que haberlos fregado, aclarado y puesto a escurrir. De
hecho, aquel día había estado preparado para hacerlo, o por lo menos eso fue
lo que me dije. Pero ahora el cáncer se estaba ocupando de mi familia mejor
que yo. Comenzaron a cortar verduras.
—Kitty —la llamé.
El médico medieval creía que la recuperación de los enfermos dependía
de múltiples variables, entre ellas la leche de almendras molidas, la voluntad
divina, las fases de la luna y la posición de determinadas constelaciones
celestes. Las fiebres podían ser terciarias, cuaternarias, diarias o pestilentes, y
un especialista debidamente preparado sabía distinguirlas probando la orina
del paciente para así determinar el nivel de azúcar. Si te morías, era porque te
tocaba. Pero ¿y si de repente te levantabas de la cama y te ponías a lavar
platos y cortar zanahorias?
Lentamente, con cuidado, subí al piso de arriba, donde estaba la
habitación de Kitty. Aparte de estar envuelto en la batalla de Poitiers, iba
desnudo. No tenía ninguno de mis atuendos medievales allí (guardaba los
enseres de esa naturaleza en la biblioteca de la casa del bosque), pero sí algo
de ropa mundana. Quería vestirme un poco antes de ver a Kitty.

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La puerta de la habitación de Kitty, nuestra antigua habitación, estaba
cerrada. Giré el pomo de la puerta. Cerrado. Era imposible, volví a intentarlo:
seguía estando bastante cerrado. Junto a la puerta, en el pasillo, había dos
bolsas de basura llenas de jarritas de aguamiel vacías. Alguien había limpiado
el suelo. La desesperación se abatió sobre mí; le siguió un raro alivio, pues
desde dentro salió la voz de mi hijo.
—¿Sí? —preguntó.
—Tristán —dije—. La puerta está cerrada.
No contestó.
—Tristán —insistí, levantando la voz—, ¿qué está pasando?
—Chsss —respondió—. Márchate. Mamá está durmiendo.
Antes de que pudiera protestar, oí que alguien pronunciaba mi nombre en
la cocina, y luego en la sala de estar. Entonces se oyó al pie de la escalera, y a
continuación en cada uno de los peldaños. Poco a poco mi nombre fue
subiendo hacia donde estaba yo: lo había pronunciado Amy Sturk, en la
cocina.
—¿Burt? ¿Burt? ¿Burt?
Ni me moví. Iba medio desnudo y me esperaba lo peor, acosado por mí
mismo, un burtburtburt inagotable y sangrante. La sangre había empezado a
caer de la herida en la frente. Piensa, me dije. Pero no pude. Aquellos
interminables días tan llenos de pensamientos estaban tocando a su fin.

—El médico ha venido mientras estabas inconsciente. —Amy Sturk suspiró


—. Le has estado dando demasiada medicación, Burt. No te estoy culpando,
pero es la verdad. Podría haber muerto. Podrías haberla dejado en coma.
Amy se sentó en el sofá, con las piernas cruzadas, con la encarnizada
batalla de Poitiers bajo el trasero. Iba cubierta con un enorme vestido de
verano con motivos florales. Yo llevaba el albornoz rosa de Kitty. Me había
envuelto la cabeza en papel higiénico para detener la hemorragia y la sangre
me había dibujado un sol japonés en medio de la frente; como un kamikaze,
pensé. Ahora, lo que faltaba decidir era sobre quién iba a estrellarme.
—Tienes suerte de que limpiara todas esas jarras antes de que llegara el
doctor o ya se la habrían llevado al hospital. ¿Eso es lo que quieres para
Kitty? Cuando he visto la habitación… Es que no podía creérmelo. Parecía un
festín medieval o algo así. Voy a quedarme hasta que lleguen Anna y June.
Bajé la vista al suelo.

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—Yo te quiero, Burt. Mírame. Te quiero, eres como un padre para mí,
pero lo que ha estado pasando aquí estos últimos meses… ¡Si lo llego a saber!
—Hago lo que puedo.
—Algunas de las chicas de la FRTP están ayudando a Tristy con el
Mansion ahora mismo. Están ayudando a cambio de nada. Se está
desmoronando, Burt; tu hijo ha tenido que cargar con todo. Y luego lo de esta
mañana: ¿finalmente te decides a asomar la cabeza y empiezas a amenazar a
los huéspedes con espadas?
Me pareció que la respuesta más apropiada era:
—No me acuerdo.
—Porque estabas borracho. Tienes que bañarte. Y tienes que dejar de
beber. Tienes que afeitarte y comenzar a vestirte con ropa…, o sea, normal, y
a hablar como la gente normal. Tienes que ayudar a Tristán y estar junto a
Kitty, pero de verdad. Podrías haberla convertido en un vegetal, Burt. Y no lo
digo para molestarte.
—Ya lo sé.
—Pues entonces haz algo, por favor. Ayúdanos. Deja de compadecerte de
ti mismo y mueve el culo, ¿vale? Sé que todo esto te está destrozando, pero,
por favor, date cuenta de que no eres el único que lo está pasando mal, por
favor. Como ya te he dicho, voy a quedarme aquí hasta que lleguen Anna y
June; voy a encargarme de vosotros, de ti y de Tristán. Pero necesitaré ayuda.
Se acabó la aguamiel, ¿de acuerdo? Lonna estaba seriamente decidida a
encerrarte la última vez que estuvo aquí, lo sabes, ¿verdad? En un
psiquiátrico. En serio. Quería llevarte a un centro, Burt. Adivina quién se lo
quitó de la cabeza, quién la convenció de que su reacción era exagerada.
Aunque tal vez sí necesites ayuda, ¿lo has pensado alguna vez? Con la bebida
y con todo lo demás. Pero primero, y por el bien de Tristy, necesito que me
eches una mano en el Mansion por una vez en tu vida. Estoy hablando de
pasar la aspiradora, entre otras cosas. No tenía ni idea de que Tristán llevara
encargándose del hostal solo durante… ¿qué? ¿Cuatro meses? ¿Cinco? Pero
él no se queja, nuestro Tristán no dice ni pío. Cada vez que paso por aquí me
asegura que todo va bien, que él está bien; como siempre, se lo guarda todo
dentro. No lo sé. Mírame: ¿es verdad que no le dejas ver a su madre?, ¿que
tiene que pedirte permiso, Burt? Llego hoy para ayudar a preparar el gran
torneo de mañana y se echa a mis brazos. Tristán, al que le incomoda darle la
mano a alguien, se me ha echado a los brazos.
—Ya basta —dije.

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—No va a volver a ir a clase, por cierto. Oficialmente, quiero decir. Te lo
digo por si no lo sabes. Ha dejado Julliard.
Me encogí.
—Te he preparado una lista —dijo Amy.
El título de la lista de Amy era «TAREAS PENDIENTES DEL MANSION INN»;
aquello me pareció divertido. Me clavó sus ojos verdes.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?
Por suerte, mi vendaje sangriento de papel higiénico decidió caerse justo
en aquel momento y posarse sobre mi nariz. Estaba sangrando otra vez.
—¡Dios mío! —exclamó Amy, que se levantó y comenzó a arreglar la
venda.
—Tengo que ver a Kitty —dije yo.
—Está durmiendo —señaló Amy. Sus pechos me frotaron la nariz; olían a
pecas—. No te muevas. Kitty está bien.
—Me he partido la crisma, ¿no? —dije—. ¿Es grave?
—Pues… —Tap, tap, tap, tap, hicieron los dedos de Amy—. Tienes una
brecha bastante fea, la verdad. Te has caído del porche. Ya está. ¿Mejor?
—Gracias.
Amy se agachó y me besó en la nariz.
—Vale.
—La puerta —volví a la carga—. Has encerrado a Kitty ahí dentro.
—No, te he encerrado a ti fuera. Verás a Kitty cuando estés preparado.
—¿Cuando esté qué?
—Podría haber muerto, Burt.
—Estoy preparado ahora.
Amy se quedó mirándome.
—¿Cuándo va a llegar Anna, por cierto? Tristán está desconcertado.
¿Puedes decirme eso, por lo menos?
—Viene en barco. —Me encogí de hombros—. Imagino que llegará
pronto, no lo sé. Tiene miedo a volar.
Para evitar que Tristán llamara a su abuela, le había hecho creer que Anna
ya había salido de Polonia y que iba a tomar un autobús, un tren, luego un
transatlántico, y luego otro autobús, u otro tren, o lo que fuera, que la dejaría
en Queens Falls, Nueva York. Hacía ya un mes que tenía que llegar en
cualquier momento.
Llamaría a Anna esa misma noche; la llamaría a Polonia. De pronto se me
despejó un poco la cabeza, parte de la presión se disipó y ahí estaba, una idea
simplicísima: aún no era demasiado tarde para cambiar el curso de mi familia,

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para evitar la catástrofe. Iba a telefonear a Anna, hablaría con Tristán,
expiaría mis faltas y prepararía el antiguo dormitorio de June, pondría sábanas
limpias y, sí, incluso dejaría una chocolatina de regalo del Mansion Inn
encima de la almohada. Eso la haría sonreír. June iba a llegar un día de ésos.
Iba a ducharme. Iba a colocar a mi enemiga en el siguiente vuelo desde
Varsovia, en primera clase, y al diablo con las consecuencias.
Ya sentía que las cosas iban a mejor. Iba a llamar a mi hija al teléfono del
coche y le diría que se apresurase. Estaba seguro de que June lograría
convencer a su hermanito para que volviera a estudiar. June venía cruzando
todo el país desde Long Beach, California, porque, según había dicho, tenía
parientes en el Medio Oeste que debía visitar de vez en cuando. Sammy, mi
nieto, iba con ella y, desde luego, se dedicaba a recoger el tributo de una
pléyade de tíos y tías a los que nunca había visto o que ni siquiera sabía que
existían. Mi hija, con su pasión por la ciencia ficción, se había hecho instalar
un teléfono en el coche, por lo que pudiera pasar. Me había dicho que, si el
estado de su madre empeoraba, la llamase inmediatamente, cuanto antes
mejor; entonces dejaría el coche tirado donde fuera y ella y Sammy subirían
al primer avión. June dijo que su marido tenía que quedarse montando guardia
en California. En otras palabras, que sólo iba a volar para el funeral.

Saboreé el naranja apagado, abotargado del sol poniente. Me estaba


preparando para el futuro. Le había explicado a mi guardiana que necesitaba
regresar al cobertizo para recoger la ropa y pensar un poco; Amy había
accedido con un suspiro. No podía oponerse a algo que era una medida de
decencia general y, además, yo ya me había duchado, tal como ella me había
pedido. En realidad, lo único que quería era un sorbito de aguamiel, aunque
sólo fuera para acallar el latido que sentía en el cerebro y agudizar mis
emociones; y una túnica nueva, por supuesto. Un poco de aguamiel, una
túnica y entonces comenzaría de nuevo. Llevaba la lista de tareas pendientes
en una mano. En el corazón albergaba la navideña sensación de que todo iría
mejor y que una riada de amistosos desconocidos saldrían del bosque
cantando. Tal vez la brecha de la cabeza me había ido bien. ¿Por qué tarea iba
a comenzar? Eso era lo más emocionante.
Mis hermanos y hermanas de la FRTP habían preparado sus cosas para el
día siguiente y se habían marchado a pasar una última, sórdida noche en el
siglo XX. El césped del Mansion Inn estaba gloriosamente ocupado por la
Edad Media. Las banderolas, históricamente fieles, ondeaban al viento

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intemporal. Había varias tiendas a medio plantar, montones de espadas,
escudos, lanzas, ballestas, armaduras y… por Dios, ¿qué era eso?
Tenía tres pisos de altura y era una torre de asedio. Era increíble,
hermosísima. En toda la historia de la FRTP nunca había visto nada igual.
Don apareció junto a mí y me preguntó si no debería volver a la casa. Le
ignoré. Se disculpó por lo de antes, pero yo comencé a andar hacia el bosque,
hacia el cobertizo. Sin embargo, aquel hombretón insistía, batiendo las
pestañas mientras me preguntaba que adónde iba y qué hacía, y si, después de
todo, no iba a necesitar puntos en la cabeza. No tenía demasiada buena pinta,
dijo.
—Tengo que ir a buscar ropa —dije finalmente. Aún llevaba el albornoz
rosa de mi mujer.
—Sí, vale.
Nos adentramos en el bosque. Las ramas de los árboles peinaban el sol
como si fueran nubes.
—Estoy bien —dije.
—Es que no sé, Burt, colega… ¿guardas la ropa en el bosque?
Desde el exterior parecía un cobertizo abandonado cualquiera del siglo
XIX que fuera a derrumbarse en cualquier momento, la madera gris y
desgastada, cubierta de parras, musgo y hongos. En el techo, medio hundido,
crecían arbolitos y helechos. Por dentro, naturalmente, era otra historia.
Tristán y yo habíamos puesto todo nuestro empeño en estabilizar la estructura
interna para que el exterior conservara su aspecto ruinoso sin que se nos
cayera encima y nos matara. Lo que habíamos hecho era algo así como
construir una casa dentro de otra casa. Habíamos aislado las paredes,
construido un nuevo tejado y un nuevo techo debajo del tejado original medio
hundido e incluso habíamos añadido una chimenea para el invierno. Las
paredes quedaban ocultas tras un andamiaje de estanterías con libros. Allí
estaban el taller de música y los muebles de Tristán y mis aparatos para la
fabricación de aguamiel, así como otros proyectos de la FRTP, entre los que
había la fabricación de herrajes y velas y un taller de costura. Al encontrarme
a la sombra del cobertizo me sentí mejor al instante. Hacía varias semanas
que no entraba en el santuario e incluso entonces había sido tan sólo para
llevarme varias jarras de aguamiel. Probablemente llevara meses sin pararme
a disfrutar de aquel silencio cargado de historia. Y más aún desde que lo
hiciera en compañía de mi hijo. Abrí la puerta.
Las chirimías de mi hijo, sus cromornos y sus laúdes. Retrocedí un paso y
a punto estuve de llevarme a Don por delante. Me cubrí la boca. Su organillo

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y su celestial vihuela. Parecía un naufragio, había pedazos de madera, sangre,
todo hecho añicos: todos los instrumentos medievales hechos a mano de
Tristán estaban destruidos.
Nada puede prepararte para descubrirte de repente pisando la infancia de
tu propio hijo, para ver sus huesos esparcidos. El sonido que hacen los
recuerdos, cómo crujen bajo los pies. Me abrí paso hacia el interior,
avanzando a trompicones. Tropecé y me caí, pero volví a levantarme con un
gemido, casi disfrutando del dolor. Los instrumentos lemko de Tristán
estaban intactos, holgazaneando, contemplando la escena de la catástrofe
como los palurdos que en el fondo eran. Le di una patada a uno y, por un
momento, llegué incluso a convencerme de que habían sido ellos quienes
habían perpetrado aquella destrucción. El cymbaly, la trembita. La hija de
puta celosa de la sopilka.
La sangre era aguamiel. Había destrozado hasta la última de mis jarritas.
El líquido pegajoso del suelo estaba cubierto de una nube de abejas y moscas,
las arañas corrían por las paredes y los tablones del suelo del cobertizo, y
Dios sabía qué más, pero lo cierto era que el fin del mundo tal como yo lo
conocía olía a las mil maravillas.
—¡Burt! —exclamó Don—. ¡Espera! ¿Adónde vas?
Estaba marchándome a todo correr. El arcángel de la destrucción del
tiempo había dado el último toque de corneta y yo no tenía ni idea de adónde
iba. Y entonces, de repente, lo supe.

No es bueno, es más bien malo, pero gratificante al fin y al cabo; de modo


que así era entrar en contacto con la realidad. Mis articulaciones protestaron,
el pasado me golpeteaba el cráneo. Sentí como si mis rodillas amoratadas se
volvieran negras, blandas. Era viejo, estaba vacío y, sin embargo (incluso
después de lo del cobertizo), era optimista. De hecho, era más optimista que
antes de presenciar la carnicería de Tristán. La destrucción era purificadora.
Porque tal vez ahora, después de todo, pudiéramos comenzar a reconstruir las
cosas o, cuando menos, a renovarlas. En todo caso, la situación no podía ir a
peor, y eso, aunque era escalofriante, suponía un alivio. El rugido y la
vibración de la aspiradora hacían que me sintiera bien, me quemaba por
dentro, hacía arder mis errores e inflamaba mi sensación de tener una meta en
la vida; absorbía las cosas malas y dejaba a su paso un rastro de pureza. Me
sentía como nuevo. Era simple. La vida, te decía, podía ser así de simple si
pasabas sobre ella sin descanso, de un lado a otro, de un lado a otro. Empujé

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la máquina de habitación en habitación. De vez en cuando aparecía algún
huésped, se me quedaba mirando y pronto desaparecía, atónito sin duda ante
la visión de aquel viejo con la nariz deformada y un albornoz rosa pasando la
aspiradora. Ahí la tenemos, pensé. Una preocupada Marie intentó darme algo
que olía a Don para que me lo pusiera, pero yo estaba dispuesto a pasar la
penitencia, a hacerme el loco.
En mi sueño Tristán estaba llorando:
—Tienes que ayudarme, papá. Por favor —decía, con aquella voz apenas
audible, de pie encima de los cadáveres de sus instrumentos. Y en mi sueño lo
estaba ayudando; estaba siendo fuerte, pasando la aspiradora. Se había echado
a los brazos de Amy, pero la siguiente vez, con un poco de suerte, iba a
echarse a los míos.
La aspiradora se paró. Me volví: el cable estaba desenchufado.
El Tristán de verdad estaba frente a mí. El Tristán de verdad también
estaba llorando, sus hombros convulsionados. No, pensé, ¡no! Me habían
cerrado fuera. Me habían cerrado fuera y no había podido decirle adiós.
Imagino que levanté la voz, tal vez incluso grité. En cualquier caso,
Tristán me lanzó una jarra de aguamiel vacía. Me dio en el pecho y me
derrumbé. Caí encima de la aspiradora. Perdí el albornoz de Kitty y también
la respiración. La aspiradora estaba caliente.
—Tristán —dije jadeando.
Mi hijo me dio una patada y yo rodé; no sentí el dolor.
—Acabo de llamar a Varsovia —dijo, de pie encima de mí—. ¡Serás…!

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XI

D EBERÍA haber sabido que sólo los muertos pueden resucitar de verdad.
Y yo aún no estaba muerto: mi hijo acababa de patearme las costillas y
el latido de mi cabeza probablemente estuviera provocado tan sólo por una
combinación entre el síndrome de abstinencia de la aguamiel y una caída
desde el porche del Mansion Inn. Tristán, por lo que fuera, no se había
tomado la molestia de darme una coz en la cabeza.
Era el día después del peor de los días. Miré a mi alrededor, estaba
despierto. Los grabados medievales en las paredes, libros por todas partes, la
batalla de Poitiers hecha un amasijo truculento en el suelo, una tetera, papel
higiénico manchado de sangre, tiritas, un trozo de queso, una hilera de
hormigas carpinteras y dos cedés de Hildegard von Bingen que me miraban
desde la alfombra con serenidad fanática. La luz de la mañana, el dolor, el
clamor inhumano de los pájaros.
Alguien estaba aporreando la puerta. Me saqué el sueño de las orejas y me
levanté.
Ojalá sea Tristán, pensé, que viene a terminar la faena. Y qué educado era,
llamando primero. Me temblaron las piernas, pero estaba decidido; con un
ánimo suicida, abrí la puerta.
El sol de media mañana me cayó como un bofetón antes de que el Vivat!
me estallara en la cara. Todo el jardín del Mansion Inn estaba ocupado por la
Edad Media, cientos de brazos se levantaron a modo de saludo: puños y
armas, voces que resonaron con un caluroso «buen día», emocionadamente
medieval. La Fraternidad de la Recuperación de los Tiempos Perdidos.
Habían acudido a rescatarme, a llevarme de vuelta al lugar que me
correspondía. La rebelión contra el siglo XX había comenzado.
Lady Isabella Estrides, Shimshon Moshe, Hringhere Wytheberd, Edric
Coffyn, Willemu Wythe Hameres, Randulfus Ryppringham, lord Benedictu
Conoc, Petronilla Whowood, Gunnora le Bone, Maria Ryppringham, Lucia
Warbulton, Avelina Olyngworthe. Llegaban en manada, con sus túnicas de
manga larga cerradas en el cuello por un broche; aros, tejidos festoneados,
tabardos, cinturones colgantes, pellotes, diademas, elaborados postizos;
mangas bordadas, griñones con perlas y mantos de ceremonia. Vivos colores
azules, amarillos, carmesí, morados, verdes; lana, samita, papel de aluminio,
tafetán, hierro, gafas F.d.E., plásticos y cartones pintados con espray de color

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plateado, barbas, perillas de chivo, damasco de seda… Bastaba con
adentrarme dos pasos en esa multitud y —lo sabía— mis problemas
desaparecerían junto con el corriente siglo. Mis problemas ni siquiera habrían
nacido: ahí fuera, en el pasado, aún era todo posible.
Me entregué a la recreación, paseé por entre la Edad Media como un
condenado, los últimos días se convirtieron en días futuros y, por lo tanto, en
algo que todavía podía atajar: me inquietaba el ataque de Tristán, la
enfermedad de mi mujer y mi propia incapacidad de madurar del mismo
modo en que puede inquietarnos un juicio futuro, o una tarea difícil que
debemos cumplir. Todas aquellas cosas habían dejado de ser historia.
Las espadas resonaban con estruendo metálico, chocaban los escudos.
Gritos de «¡En guardia!», o «¡Pardiez!», o «¡Que me place!», o «¡Voto a
Dios!». Vi cómo las mujeres se felicitaban por sus propios trabajos
artesanales, riendo, haciendo gorgoritos, volteando y pavoneándose frente a
caballeros, escuderos y príncipes, que cruzaban el jardín con afectación, con
sus polainas en punta y el ridículo calzado a la francesa que parecía causar
furor en la FRTP aquel año. Había bufones que hacían malabares y trovadores
entretejiendo temas manidos sobre melodías del año de la catapún. Paseé
tranquilamente junto a pabellones y por debajo de estandartes. Saludé a todo
el mundo y todos me saludaron afectuosamente: Eckbert Attquiet, el
estudioso y maestro fabricante de aguamiel, estaba en casa. Grupos de niños
corrían por entre la muchedumbre. Sonreí, medio mareado. Había quien
trepaba a un árbol como en la festividad de los Mayos y en el pabellón de
juegos habían comenzado a preparar ya el ajedrez al aire libre y el gran torneo
de jou de boules (un precursor de los bolos, del siglo XIII, que se jugaba sobre
césped). Algunos habían empezado a jugar al encapuchado y a la última
pareja del infierno. El aire olía a hierro fundido, a madera quemada, a
cochinillo asado, a césped recién cortado, a lana y a sudor. Había escapado.
Dejaron de dolerme las rodillas, al igual que las costillas. Todo formaba parte
del futuro, al cabo de cientos de años y en un país aún por descubrir, al otro
lado del océano. La herida de la cabeza se cerró como una cremallera. Aún se
podía evitar todo.

La FRTP incorporaba elementos feudales, del marxismo y del revisionismo


feminista, fantasías históricas de Dragones y Mazmorras y una dosis nada
dañina de dinamismo norteamericano. Para algunos era una fiesta de
disfraces, una bacanal de alimentos de fuentes primarias o un centro

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alternativo de deporte y juegos, pero para la mayoría de los asistentes, mi
fraternidad seguía siendo un taller de recreación histórica seria. Era un lugar
de aprendizaje y descubrimiento a través de la recreación. Hacía tiempo que
yo ya no tenía el control en mis manos, pero aún estaba orgulloso de ello y de
la gente que dedicaba sus vidas a que fuera lo que era. Desde la creación de la
FRTP habían surgido muchas sociedades parecidas en toda Norteamérica y en
el mundo. Algunas se habían convertido en empresas numerosas,
inmanejables, burocráticas y, desde luego, prósperas, con cientos de miles de
miembros. Publicaban libros con reglamentos, revistas y boletines, y
funcionaban casi como franquicias (los incondicionales de la FRTP solíamos
llamarlas «Sociedades Burger King»). Yo siempre había hecho lo posible para
que la nuestra fuera una organización relativamente pequeña, con espíritu
práctico y poco jerarquizada (aunque eso resultara poco medieval). Si es que
era necesaria, nuestra estructura histórica y organizativa se modificaba de
forma oral o mediante manuscrito iluminado, de forma pre-Gutenberg, pre-
Xerox y preelectricidad, o, mejor aún, no se modificaba en absoluto. Entre las
demás comunidades de recreación histórica, la Fraternidad de la
Recuperación de los Tiempos Perdidos tenía una vaga reputación anárquica y
libertaria, pero con un firme interés en la autenticidad. A diferencia de otras
organizaciones, no teníamos realeza oficial.
Muchos nos veían como un puñado de pedantes. Por ejemplo, en el
mundo medieval, la aguamiel, el vino y la cerveza eran los brebajes básicos,
pues el agua era insalubre y peligrosa. Por ello, la FRTP era la única
organización de recreación histórica que observaba una estricta política sobre
el alcohol, a saber: debías tener una razón muy poderosa para no beberlo.
Tener que conducir de vuelta a casa, al siglo XX, en un automóvil (una
«máquina del tiempo», en lenguaje de la FRTP) era un buen motivo. Casi
cualquier otro no lo era. Si eso nos convertía en unos pedantes, que así fuera.
Yo, por lo general, solía pensar que me había quedado corto. ¿Por qué tan
sólo una asociación? ¿Por qué tan sólo los fines de semana?
—¡Eckbert, saco de pimienta! ¿Cómo andáis?
Incluso en los grupos de excéntricos hay excéntricos. Sir Bob de Gante
(conocido como «la Plaga Bobónica») era uno de ésos. Rechoncho y siempre
atento, Bob de Gante estaba obsesionado con la peste negra. Eso de por sí era
normal o, por lo menos, no resultaba particularmente llamativo. Sin embargo,
lo que ponía a todos a la defensiva era el carácter jovial y gregario que le daba
a su obsesión cada vez que introducía un dato o una cifra sobre la peste negra
en la conversación más trivial. En una ocasión se presentó a una de las

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reuniones con el cuerpo cubierto de bubones de goma, soltando gritos y
sacudiéndose de forma históricamente fiel, y nadie logró detenerle, ni siquiera
los quirurgos, hasta que finalmente, dos horas después de haber empezado la
reunión, decidió morirse. Se le pidió educadamente que no volviera a hacerlo;
podía morirse, decidimos, siempre y cuando no chillara anteriormente.
Normalmente, hacia el final de cada velada, torneo o reunión, Bob de Gante
encontraba un rincón donde morir en silencio, con una sonrisa
invariablemente pintada en el rostro. Sólo Dios sabía a qué se dedicaba el
hombre durante la semana.
Aquel día era maestro de la licorería, el pabellón de la bebida. Ésa solía
ser mi tarea: jarras y botellas de aguamiel, vino y cerveza se colocaban
encima de una mesa bajo la que se ocultaban (yo lo sabía) neveras F.d.E.
—Dios os guarde. ¿Cómo andáis de salud, mi señor? —le pregunté—.
¿Tenéis esa plaga bajo control, sir Bob?
Inspeccioné la mesa en busca de una jarrita lo bastante pequeña como
para escondérmela debajo de la túnica. Él se rio.
—Vuesa receta de aguamiel de limón y nuez moscada, micer, lograría
tener cualquier cosa bajo control. ¿Os apetece tomar un trago conmigo,
Eckbert?
Entonces tosió, se estremeció y parpadeó como si le estuvieran tirando de
la oreja. Miró a la izquierda.
—De agua, quiero decir. Tengo algo de agua por aquí —añadió en la que
me pareció su voz del siglo XX—. ¿Zumo?
¿Zumo?
—Acaso regrese más tarde —dije yo.
¿Estaría observándonos Amy Sturk? Por Dios, ¿le habían advertido sobre
mí a Bob de Gante?
—Lo siento, Burt —dijo, de nuevo fuera de su personaje—. ¿Estás bien?
Porque no lo parece…, ¿te apetece sentarte?
Yo me despedí con una reverencia y la frase tradicional de los maestros
licoreros:
—¡Que no os estallen las botellas!
—Los bubones —me corrigió él con una sonrisa apagada.
—¡Pardiez!, ésos tampoco.
Maldita Amy, malditos fueran todos.
Si Tristán se había puesto en contacto con Anna, quería decir que llegaría
aquel mismo día, al siguiente a más tardar: aún faltaban seiscientos años.

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El día exultaba con las prácticas heráldicas y de tiro con arco, el encaje y
las puntillas, los trabajos de herrería, la iluminación de manuscritos y la
fabricación de licores. Caminé hasta los lindes de la reunión y le eché un
vistazo a mi jardín medieval. Tan históricamente fiel como me había
permitido el suelo del norte del estado de Nueva York, había plantado
indiscriminadamente flores, lechugas, acedera, chalotes, remolacha,
cebolletas y varias hierbas. Algunas flores podían utilizarse para cocinar. La
lavanda, la caléndula y las peonías eran perfectas para decorar, mientras que
las violetas podían picarse con lechuga, zanahorias y cebollas. Pronuncié sus
nombres como quien pronuncia un conjuro para ralentizar el paso del tiempo.
Albahaca. Menta. Agrimonia. Hisopo. Fresnillo. Salvia. Hinojo. Perejil.
Ajedrea. Cilantro. Mejorana. Ruda. Malva. Solano. Borraja. Había tomado
posesión del jardín después de que Anna regresara a Polonia; ella tan sólo
cultivaba patatas. El Mansion Inn siempre tenía centenares de patatas
sobrantes, patatas putrefactas, verdes, negras, blandas, germinando en grandes
cajas, en el sótano.
—Ríe si quieres —me decía—. Pero cuando llegue la guerra mundial,
¿qué vas a comer? ¿Libros?
Salí del jardín y me dije que Anna aún no había nacido; que nada de todo
aquello había pasado. Mi mujer no estaba muriéndose. En este mundo mi hijo
no me odiaba.
Pasé junto a las ruinas del corral medieval que había construido para
Tristán cuando éste comenzó la escuela primaria. Al chico le chiflaban las
plumas, de modo que se me ocurrió que tal vez también le gustarían los
pájaros. Los dos habíamos pasado meses estudiando fuentes originales sobre
cetrería.
—Clavos —me dije.
En aquel mismo lugar, en su día, Tristán me había pasado los clavos y yo
los había clavado. Hacía tiempo yo había construido un corral mientras mi
hijo, sentado en una silla de aluminio, me hacía preguntas, miraba lo que yo
hacía y leía sus libros sobre plumas.
—¿De qué color quieres pintarlo? —le había preguntado.
Y por algún motivo aquella pregunta, tras una larga deliberación, había
terminado con el niño llorando. Simplemente no lo sabía.
—¿Que quieres qué? —Aún hoy me parece oír el orgullo en la
incredulidad de Kitty—. Burt, ¿le has dicho que podíamos tener halcones?
¿Los fabrican aún?
—Quiero halcones —dijo Tristán.

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—Le he dicho que tal vez.
—Burt. —Kitty suspiró.
—Papá y yo hemos construido un corral. Para halcones.
—Burt, dile que no puede tener halcones. Los halcones son peligrosos. Y
no los venden en el supermercado.
—Tu madre tiene razón. Los canarios son mejores —le dije a Tristán—.
O los periquitos.
—¿Los tienen también en la Edad Media, papá?
—Saben hablar.
Kitty sonrió.
—Burt, no creo que los canarios hablen.
—¿En serio, papá? —preguntó Tristán, emocionadísimo—. ¿Hablan?
Ahora no queda nada más que un montón de madera empapada, musgo y
bolsas de basura llenas de hojas del año anterior. Al final habíamos pintado el
corral de color dorado. Más tarde, algunos de los canarios se habían comido la
pintura y habían muerto intoxicados. Los otros simplemente habían
desaparecido y todos fingimos no sospechar que había sido Tristán quien los
había soltado, o tal vez los había matado para hacerse con las plumas.
—Burt, en serio, no pueden hablar. Díselo.
—Los nuestros hablarán —le dije a Tristán—. Tú no te preocupes: a los
nuestros les enseñaremos a hablar.

Yo me negaba a saludar a cualquier recreador de la FRTP por la calle si lo


veía en el Queens Falls del siglo XX, a menos que, interpretando su personaje
de la FRTP y ataviado como tal, se dirigiera al mío, Eckbert Attquiet. Durante
la semana éramos otros y resultaba embarazoso que te pillaran fuera del
personaje, con ropa corriente; era como si te vieran engañando a tu cónyuge,
o desnudo en público.
Nuestras vidas mundanas, como las llamábamos, eran tabú durante las
recreaciones de fin de semana. Nombres, empleos, problemas económicos,
esposas moribundas: todo eso se quedaba en las máquinas del tiempo que
transportaban a los miembros de la FRTP a la Edad Media. La ilusión debía
trascender la ilusión, y generalmente así era, aunque algunos nos lo
tomábamos más en serio que otros. Se nos conocía como los Expertos de lo
Auténtico. Para nosotros, la FRTP se había vuelto más real que la vida real,
vivíamos de fin de semana en fin de semana y sólo nos sentíamos
verdaderamente vivos cuando interpretábamos nuestro personaje, durante una

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recreación o dedicando incontables horas de investigación a nuestra pasión,
para asegurarnos de que todo fuera auténtico al máximo. Yo siempre
reconocía a un colega Experto de lo Auténtico. Para decirlo de forma simple,
eran los que no actuaban: tenían la mirada limpia, pura, alejada y próxima al
mismo tiempo. Se los veía más cómodos, felices y, sobre todo, aliviados,
como si acabaran de quitarse los zapatos tras una interminable caminata.
(Asimismo, los Expertos de lo Auténtico mostraban una tendencia hacia el
vello facial y el alcoholismo, mientras que los menos comprometidos solían
tener menos grasa corporal y llevaban coletas y tatuajes célticos
históricamente inexactos.) Creo que muchos éramos nosotros mismos sólo
durante las recreaciones, y aquí me refiero a la expresión verdadera de lo que
sentíamos que éramos. No creo que la FRTP jerarquizara personalidades en el
sentido estricto; en cambio, lo que sí hacía era liberarnos a muchos. El
argumento era: ¿acaso no asumíamos un personaje también en nuestra vida
diaria? Máscaras, disfraces, papeles… Crear el propio personaje histórico
para la FRTP, encontrar un nombre, una habilidad apropiada, una casta social,
país de origen y empleo, y entonces investigar un período específico de la
Edad Media, la alegría de aprender todo lo posible al respecto exigía cuando
menos mucho tiempo y, para muchos, toda la vida. Algunos se servían de sus
personajes para reparar aspectos de sus vidas normales de los que estaban
insatisfechos; el tópico del contable que cada fin de semana se convertía en un
caballero andante, por ejemplo. Un ex miembro de la FRTP que resultó ser
psicólogo en su vida cotidiana aseguró que la recreación era bastante
terapéutica «si no se llevaba demasiado lejos». Pero nosotros la llevábamos
demasiado lejos; algunos, de hecho, nunca creíamos haber llegado lo bastante
lejos.
En cierto modo, en la Fraternidad de la Recuperación de los Tiempos
Perdidos éramos todos historiadores. Eso era lo que la gente de fuera no
entendía nunca. Los libros de historia nunca pueden rebajarse a abandonar la
tercera persona, esa falsa perspectiva divina, pero la realidad nunca se vive de
esa forma; la historia no sucede de esa forma. Que pareciéramos idiotas tenía
una importancia relativa: todos los exploradores deben ser valientes, ¿no es
cierto?

Esperaba que me atacaran por detrás en cualquier momento, que me


derribaran, que mi hijo me estrangulara y me tirara al suelo.

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Merodeaba por los talleres, paseaba, hablaba con campesinos y príncipes
al tiempo que picaba frutas partidas y pasteles de aguamiel. Me aferraba a mi
personaje, Eckbert Attquiet, como alguien que se ahoga se agarra a los
hombros de otro, aunque ese otro también esté ahogándose. Pero ambos,
Eckbert y Burt, comenzábamos a hundirnos en las arenas movedizas del
pasado y el futuro. La mitad de las personas con las que hablé abandonaron su
personaje y se interesaron por cómo estaba Burt.
—¿Burt? —respondía yo—. ¿No erraréis acaso, tomándome por ventura
por otro?
Malditos fueran. Necesitaba lo verdadera y puramente ilusorio, o iba a
derrumbarme.
El Mansion Inn, mientras tanto, nos observaba con semblante agrio,
sacando humo. Lo dominaba todo, pero fingía ignorarnos. Nunca se rebajaría
a nuestro nivel. Me pregunté si Tristán estaría allí, dentro de la casa. Don y
Marie y algunos de los invitados habían salido al porche a mirar, como si de
un circo se tratara. Incluso interactuaban educadamente con algunos de los
miembros menos auténticos de la FRTP, que respondían a sus preguntas, les
reían las bromas y les rellenaban copas y jarras con alcohol históricamente
fiel. Tardé un rato en ver a Lonna Katsav sentada junto a Don. Supuse que él
se había puesto en contacto con ella y de repente me sentí menos solo, menos
fuera de control. No había visto a Lonna desde que, hacía un tiempo, me
había dicho que debería ingresar en un manicomio. Era reconfortante saber
que aún velaba por mí; la había echado muchísimo de menos. Por supuesto,
Lonna ni siquiera intentó atraer mi atención: habría sido impropio de ella
pretender llamarme a través de los siglos.
La tarde declinaba. Los aromas del festín que estaba a punto de tener
lugar inundaban el jardín. Los perros ladraban, varias decenas, y formaban
una jauría curiosa. Al día siguiente, al cabo de seiscientos años, este mundo
habría terminado y entonces ¿dónde estaría yo?
Alguien me dio unos golpecitos en el hombro. Me volví lentamente,
esperando un puñetazo en la cara.
—Lady Isabella Estrides —dije.
—Amy —me corrigió Amy Sturk.
Llevaba el griñón en la mano. Solté un suspiro.
—¿Cómo está Kitty? —logró preguntar Burt Hecker. Kitty, la esposa de
Burt Hecker, estaba muriéndose. Su hijo, Tristán, lo había atacado. Las
costillas empezaron a dolerle de repente.

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—Tristán está con ella. Me ha pedido que abriera las ventanas, lo que está
muy bien. Yo estaba un poco preocupada, pero el ruido le está haciendo bien.
Se ha puesto muy feliz. Te echa de menos, Burt.
—¿Lo sabe?
—Sabe que su madre llegará pronto, nada más.
—Probablemente crees que yo…
—Lo que yo crea no tiene importancia —dijo Amy—. Lonna está aquí,
¿la has visto?
—¿Puedo explicarme?
—No.
Eso era bueno, pues no tenía ni idea de cómo iba a explicar ni una sola de
mis acciones. Era mucho mejor aceptar el castigo y dejar que fueran los otros
quienes explicaran mis acciones, como el niño que sin duda era.
—Tienes que intentarlo, ¿vale? Tienes que dejar de comportarte como un
idiota —me susurró al oído, y luego me abrazó—. Pero hoy estoy muy
orgullosa de ti, viejo carcamal —dijo con una carcajada—. De momento.
Todavía no había probado ninguno de aquellos brebajes históricamente
fieles.
—¿Y Tristán? —dije.
—No te preocupes, ya se calmará —respondió, aunque no se la veía muy
convencida—. Oye, vendré a buscarte en cuanto se marche Tristán y entonces
podrás ver a Kitty.
—Puedo ver a Kitty cuando quiera.
—No, Burt; lo siento pero no puedes.
Allí nos quedamos los dos, una desesperanzada isla de siglo XX en medio
del bullicioso, chabacano tumulto del mundo medieval que se deleitaba a
nuestro alrededor. Me daba tanto miedo quedarme en el centro de aquel
torbellino emocional como rendirme y dejarme caer en el pasado. El pasado
estaba tan vacío de Kitty como el futuro.

—¡Hijos de la inquina! ¡Maleantes! ¡Hordas del Anticristo!


La muchedumbre de la que formábamos parte se abrió y del bosque
salieron nuestros caballeros. Me agarré de la mano de Amy, pero fue lady
Isabella Estrides quien dijo:
—No os alejéis, Eckbert. Estos caballeros, ¡pardiez! Temo que estemos en
un brete.
—Sí, en un brete —dije—. Un brete.

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Sucios, despiadados, orgullosos, exhibían estandartes y pendones,
ballestas, piquetas, faussares, hachas, bisarmas, escudos, escudetes, petos y
espadas grandes y pequeñas; eran dos docenas y se acercaron blandiendo los
utensilios de labranza de una pérfida cosecha.
—¡Este reino habrá de temblar a nuestro paso! —gritó uno.
El evento más esperado de la reunión de la FRTP estaba a punto de
comenzar. Avanzaron con desdén bajo el sol, con sus cotas de malla de
hierro, de plomo y, sí, de plástico y papel de aluminio; muchos llevaban la
cabeza cubierta con caretas de esgrima reforzadas o con el tradicional casco
de tubo de la FRTP: un cubo de acero corriente.
En la época medieval, y contrariamente a la creencia popular, la mayoría
de caballeros eran bandidos, mercenarios, forajidos desmandados, bandoleros,
salteadores de caminos y ladrones. La supuesta caballería de Carlomagno y
Roldán tenía tanto que ver con la mayoría de caballeros medievales como la
figura histórica de Jesucristo con las riquezas temporales y la hipocresía de la
Iglesia católica, o de cualquier otra Iglesia en realidad. Acompañados
generalmente por su inmoral séquito de sirvientes, curas y putas, iban de
torneo en torneo como una banda de rock de gira, un equipo de fútbol o una
banda de piratas de los Mares del Sur; de corte en corte, de refriega en
refriega, de violación en violación, convertían las peleas en el noble sustituto
del trabajo. En la Edad Media, los caballeros solían formar familias
itinerantes. Nuestros caballeros de la FRTP habían estudiado bien sus fuentes
primarias.
—¡Guerra! —rugió Domnall mac Luloig—. ¡Cuán deliciosa es la guerra!
Sir Domnall, fantasioso y de pecho cetrino, se tenía por un violador y un
saqueador; en su escudo podía leerse una maliciosa cita de san Jerónimo:
«¡YO ALABO EL MATRIMONIO, PUES ME PROCURA VÍRGENES!».
Domnall afirmaba ser un cátaro, miembro de una secta medieval que negaba
la redención y la encarnación, y que aseguraba que Dios había engendrado a
su único hijo en la Tierra a través de la oreja de Marla. Los cátaros
despreciaban el Antiguo Testamento y creían que no había ni infierno ni
purgatorio. Nuestro mundo, insistían, era ya lo bastante infernal.
Domnall mac Luloig estudió nuestros rostros y volteó su mandoble de
acero describiendo amplios arcos al tiempo que contorneaba el cuerpo con
cada giro. La espada parecía moverse muy despacio por el aire, como un
Jumbo a punto de aterrizar.
Los caballeros golpeaban con sus armas los escudos, gruñían y daban
patadas en el suelo para obligarnos a retroceder y que el círculo a su alrededor

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se ensanchara aún más. El derramamiento de sangre estaba a punto de
comenzar.
—Os arrastraréis como gusanos —anunció uno mientras clavaba la espada
en el suelo—. ¡Hoy os arrastraréis como los gusanos que sois!
Varios niños se escondieron detrás de sus padres, asustados, mientras
otros observaban con el asombro pintado en el rostro. Yo no solté la mano de
Isabella. Todos reaccionaron ante los caballeros tal como exigía su personaje:
algunos los vitoreaban mientras otros se desvanecían, se escondían o
maldecían. A Eckbert Attquiet, como era su costumbre, le entraron ganas de
salir corriendo a campo traviesa y lanzarse encima de una espada.
La refriega comenzó. Para luchar, los caballeros no utilizaban sus tan
codiciados como históricamente fieles «aceros vivos», que dejaron a un lado,
pues se trataba de objetos de exhibición (la forma en que esos caballeros
limpiaban y pulían constantemente sus espadas de acero recordaba una
exposición de coches de época), sino una variedad de espadas soft de
porexpán y ratán.
—Mueren diestramente, ¿no creéis? —comentó un orfebre a mis espaldas.
Todos, incluso los más débiles, eran hábiles espadachines. Volteaban,
golpeaban y viraban con una agilidad feroz, sorprendente. Y sí, morían
diestramente: caían, revoleaban y gritaban como si sus cuellos fueran
calientes fuentes de sangre.
—Vuesa espada no habrá de cortar más que el aire hoy —gritó alguien.
—¡Muerto estoy! ¡Muerto estoy! —exclamó otro.
Miré hacia nuestra casa, hacia esa ventana como una oreja moribunda. La
gente chillaba y gemía agónicamente y Kitty escuchaba.
—¡Muere! —aulló alguien—. ¡Muere, perro!
Todo terminó y los caballeros muertos, moribundos y lisiados se alentaron
a sí mismos exigiendo vino y mozas.
Yo había luchado tan sólo en una ocasión, porque Tristán, siendo aún un
niño, me lo había pedido. Me mataron casi de inmediato. El cátaro, Domnall
mac Luloig, me golpeó en la cabeza con una maza de espuma. Al ver que no
lograba resucitarme, mi hijo había salido corriendo hacia el campo de batalla
y había cruzado por entre los desconcertados combatientes para vengar mi
asesinato. Domnall mac Luloig no le dio cuartel e intentó por todos los
medios matar a Tristán. Sin embargo, y para gran regocijo de todos los
presentes, el niño se negaba a morirse y pegaba puñetazos contra las piernas
de Domnall. Éste, mientras tanto, lo golpeaba una y otra vez con la maza,
luego con una daga y finalmente con una espada, pero no había forma de

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matar a Tristán. Un año más tarde, su madre recibió una llamada preocupada
de uno de sus maestros en el colegio de Queens Falls. Para la redacción
titulada «El día más triste de mi vida», Tristán había escrito sobre el día en
que había sido incapaz de evitar o vengar como era debido la muerte de su
padre.

El punto culminante de la actuación de los caballeros fue la inauguración


formal de la Torre de Asedio Móvil. La sacaron del bosque y la colocaron
cerca de mi casa, como si el verdadero objetivo de la torre fuera rescatar a mi
mujer de las garras del cáncer, ese vil secuestrador. Nunca nadie había
intentado fabricar algo tan grande y complicado. Domnall mac Luloig y un
séquito de sus más diestros caballeros debían de haber pasado un año
construyéndola. Conociendo a Domnall, estaba seguro de que no habían
utilizado herramientas modernas, ni habían comprado madera en ningún
aserradero; la torre sería no sólo una copia de un diseño extraído de una
fuente primaria, sino que, en la medida de lo posible, la habría fabricado tal
como lo hubiera hecho un carpintero del siglo XIII: desde la tala de los árboles
hasta la utilización de sistemas de medición medievales. Era una obra de arte.
La única tragedia era que no había ningún castillo que asediar, ninguna
muralla que vencer.
—¡Los Victorianos! —bramó uno de los bandoleros de Domnall mac
Luloig, señalando hacia el Mansion Inn. A Don, que bebía vino en el porche,
aquello le pareció de lo más divertido.
—¡Adelante! —gritó.
Lonna, cuya mirada se cruzó por primera vez con la mía, me sonrió y le
puso a Don una mano en el hombro. Marie frunció el ceño.
—¡No, no! —exclamó otro—. ¡Si me preguntáis a mí, son esos
recreadores de la guerra civil a quienes debemos bañar en sangre!
—¡Que me place!
Hubo gran regocijo.
—¡Adelante, nobles caballeros! ¡Hacia Gettysburg!
Pero antes de que pudieran sitiar nada la multitud se abrió de nuevo. En
realidad se dispersó, pues un automóvil irrumpió en el jardín haciendo sonar
el claxon con voz ronca, partiendo armas caídas y haciendo estallar jarras de
vino, cerveza y agua. Los campesinos chillaron; aquélla era una afrenta
bastante grave a diferentes niveles y para algunos de la FRTP resultó incluso
difícil de procesar. Varios se quedaron ahí pasmados, como ciervos frente a

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los faros. De la ventana abierta del coche salió un torrente de vulgaridad
digna del siglo XX, insultos y promesas de contactar con la policía de Nueva
York si no teníamos la decencia de desaparecer. La gente recogió lo que pudo
y se largó. June salió disparada del automóvil, dio un portazo y comenzó a
aporrear el capó con los puños mientras gritaba mi nombre y me exigía que
me presentara allí inmediatamente. Yo siempre había creído que la reducción
quirúrgica de la nariz de mi hija le había dejado unos ojos que no encajaban
con el resto, como si fueran una nueva versión más grande de la cuenta; como
si los hubiera hinchado primero y pulido después. Ni que decir tiene que ese
efecto se agravaba significativamente cuando estaba furiosa.
Los miembros de la FRTP se retiraron, o fingieron estar ocupados para así
poder ignorar completamente aquella intrusa del siglo XX. Nunca había visto a
June tan colérica.
—¡No tenéis respeto! ¡No tenéis respeto! —gritó—. ¡Pandilla de
indecentes, chalados de mierda!
Dos apuestos caballeros se colocaron frente a mí y me ofrecieron refugio
bajo sus capas.
—No os preocupéis, sir Eckbert —susurró uno de ellos.
Lady Isabella salió de entre la multitud.
—June, no pasa nada —dijo.
—No, ¿tú también?
Amy se quitó el griñón.
—Es un griñón —dijo—. Soy yo, Amy.
—No te me acerques, Amy. Te lo advierto. ¿Dónde está mi madre? Burt,
asno rematado, ¿dónde estás? ¡¿Dónde está mi madre?!
Lonna cruzó el jardín. Nunca me había parecido tan alta, tan fría, tan al
mando de la situación. En la mano llevaba un cóctel, pero lo blandía como si
fuera el Cetro de la Razón.
—Pequeña, ven —le dijo—. Chsss, no pasa nada. June cayó en brazos de
la abogada.
—Dios mío. ¿Dónde está Burt? ¿Qué está pasando aquí?
—Escúchame —dijo Lonna, abrazando a June con más fuerza—. Ha sido
idea de tu madre. Está bien; está arriba, con tu hermano. June, tu madre quería
que hicieran todo esto. Fue idea suya, ¿vale? Quería oír el torneo, como
siempre, ¿me entiendes? ¿June? Más que nada, June, quiere que las cosas
sigan como siempre.
—He venido tan rápido como he podido —sollozó June—. Lo siento. He
venido tan rápido como he podido.

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—Ya lo sé —dijo Lonna—. Y tu madre también lo sabe.
—Y esta gente… Oh, Dios. Y él, ¿dónde está él, Lonna? Odio tanto a esta
gente. ¿Dónde está Burt?
—Chsss.
La puerta de la casa se abrió y apareció Tristán, aunque era más bien
como si estuviera allí colgado, oscilando. Miró a su hermana y se echó a
llorar.
June soltó a Lonna y corrió hacia mi hijo. Lo abrazó, la puerta se cerró y
así, sin más, mis dos hijos desaparecieron. Yo me alejé de los caballeros.
Treinta metros y seiscientos años me separaban ahora de mi familia.
La mano de Lonna se posó sobre mi hombro.
—No te vayas, Burt —dijo—. Aún no, mira.
Porque en el asiento trasero del coche de June, contemplando por la
ventanilla aquella multitud de guerreros y damas, príncipes y magos, estaba
Sammy, mi nieto, que lucía la sonrisa más radiante que haya visto en mi vida.
Su madre acababa de estrellar el coche contra un cuento de hadas.

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XII
– L Amy—. mañana
LEGARÁ por la mañana. Anna estará aquí mañana —dijo
Pero yo me mantendría alejado unos días, Burt. Te lo digo
en serio. De Tristán y de June.
—Que así sea —dije, y me bebí la jarra de aguamiel de un trago.
—Ésa y basta —estipuló mi amiga.
A la luz de las velas, retumbaba el clamor medieval de gente masticando,
eructando, gritando, rugiendo. Jugadores, aduladores, lisonjeadores, juglares,
trovadores y malabaristas que deshilaban sátiras políticas del siglo XIV.
Lamentos y cantos al alba. Era una fiesta magnífica.
—¿Te lo estás pasando bien, sir Sammy?
Sammy se lo estaba pasando en grande. Saltaba sobre mi regazo y de vez
en cuando quería arrancarme una nariz que no podía creer que fuera real.
Obviamente, nunca había visto una foto de su madre antes de la operación.
Había casi trescientos recreadores medievales comiendo fuera, a la luz de
las velas, de la luna y las estrellas. Intenté observar todo aquello a través de
los ojos del niño, aquel mundo mágico que yo había ayudado a crear. La
gente nos visitaba, nos rendía homenaje. Domnall mac Luloig le regaló al
pequeño un casco de caballero y una pequeña espada de porexpán, y Bob de
Gante incluso le llevó a Sammy una copa con aguamiel antes de traspasar en
un rincón, golpeando la cabeza contra una mesa de picnic verde, de madera.
No había visto a Sammy desde que había nacido. Mi nieto hablaba, aplaudía
como un loco a los bufones y cantaba con los trovadores. Me llamaba yayo.
Los porteadores de leña de la FRTP se habían superado a sí mismos aquel
año: la hoguera lamía las estrellas. Incluso el Mansion Inn tenía la electricidad
apagada y estaba iluminado tan sólo con la luz de velas. En la oscuridad, y
cerrando un poco los ojos, podía ser un castillo. Imaginé a George West,
confuso, observándonos desde las ventanas de arriba. El Rey de las Bolsas de
Papel, destronado. Nada dura para siempre: también ése era un pensamiento
optimista.
El festín había empezado después de la ceremonia de investidura y
concesión de motes de la FRTP, como siempre más larga de la cuenta y algo
aburrida. A continuación salieron los maestros asadores y soperos, y las
criadas con la comida. Nabos partidos, empanadas de salchicha, sopa de
crema de hierbas en hogazas de pan, gallinas de pelea de Cornualles, frutas

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borrachas (uvas pasas y frutos secos rehogados en coñac de albaricoque),
rodaballo en salsa, venado, cochinillo asado y los siete pavos F.d.E. que
algunos tuvimos a bien fingir creer que eran cisnes. A Sammy le encantó que
nos comiéramos la mayor parte de esos manjares con las manos y que nos las
limpiásemos en la ropa o en el mantel que hacía las veces de servilleta
comunitaria. También le encantó que considerásemos de mala educación
terminarse todo lo que había en el plato. Parte de la comida había que
arrojarla al suelo o, en este caso, sobre el césped del Mansion Inn. Le conté
que en la Edad Media existía la creencia de que la canela crecía en los nidos
de unos pájaros gigantes, en Arabia, de que los egipcios cultivaban especias
tendiendo una red sobre el Nilo, y de que los arbustos llamados casia crecían
en lagunas vigiladas por demonios alados.
Había incluso una mesa mundana para nuestros amigos del futuro: Lonna,
Don y Marie. Don, aparatosamente embriagado, ilustraba a todos sobre
diferentes temas.
—En sus vidas pasadas, la mayor parte de los presentes eran sirvientes
medievales, muy pobres, desesperados, pisoteados —me dijo una mujer a la
que aún no me habían presentado—. Lo que habéis creado aquí es muy
saludable, hace mucho bien. Lo sepáis o no, se trata de un taller de
reencarnación, estoy impresionada; reivindicáis el pasado de manera positiva.
Me llamo Tivona Henry.
—Eckbert Attquiet —dije yo.
Tivona llevaba una sencilla túnica de campesina como la mía. Su enorme
cabeza de rizos morenos hacía que pareciera una versión más equilibrada y
contenta de mi hija o de mi suegra.
—Ya lo sé —dijo ella—. Lady Isabella Estrides me ha invitado esta
noche. Dirijo un taller de canto sobre Hildegard von Bingen.
—Yo fabrico aguamiel.
—Tienes un nieto muy hermoso —dijo Tivona—. En fin, me alegro de
conocerte por fin. Me gustaría hablar contigo más tarde, si puede ser. De
vuelta en el siglo XX. Hasta entonces —concluyó aquella mujer tan peculiar, y
me abrazó.
—¡Mamá! —exclamó Sammy, que bajó de mi regazo de un salto y subió
al de su madre. June estaba de pronto a mi lado, sentada donde hacía apenas
dos minutos había estado Amy.
—Hola, pequeña jo. ¿Te lo estás pasando bien? —le preguntó con voz
fría, distante. Tenía los ojos rojos.

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Su hijo estaba pasándolo de maravilla. Sammy se abrazó al cuello de su
madre y June le echó un vistazo a la Edad Media, que discurría más allá de la
mesa. No quería mirarme y a mí me costaba pensar.
—Estoy tan contento de que estés aquí… —dije finalmente.
June se puso a llorar.
—Oh, papá —dijo—. ¿Qué has hecho?
Era evidente que acababa de ver a su madre, aunque si Kitty había visto a
June era otro tema. Le pasé un brazo por los hombros pero ella, sorprendida,
enfadada, se retorció y se lo quitó de encima.
—No, no —dijo—. No lo hagas, Burt, o juro por Dios que…
—Ella quería que fuera así —dije yo.
June dejó a Sammy en el suelo y el niño, acostumbrado sin duda a los
cambios de humor de su madre, comenzó a corretear.
—¿Sabes? —dijo, y se rio de una forma extraña—. Me alegro de que la
abuela no esté aquí. Si te soy completamente sincera, esa mujer está aún más
loca que tú. Y es mucho más difícil de tratar. Pero lo que has hecho…, por
Dios. No decirle nada, mentirle a Tristán, ¡mentirle a mamá! Y eso de
encerrarte ahí arriba con mamá, bebiendo y… —June intentó controlarse—; y
mamá y las pastillas, y Tristán encargándose de todo él solo, aquí abajo.
Tristán aquí solo. Sólo es un niño, ¿sabes? Por dentro no es más que un
chiquillo.
—Lo siento.
June asintió.
—Ya lo sé. Aquí sentado con tu túnica de los cojones y con tu aguamiel.
Eso es lo más gracioso, que sé que lo sientes de verdad.
Quería decirle a June que tenía un hijo maravilloso.
—Sammy… —fue todo cuanto acerté a decir.
—Sí, le caes bien.
—¿Tú crees?
June cogió mi jarra de aguamiel y bebió. Le dio un buen trago.
—Antes lo bebía a escondidas, ¿sabes? Cuando iba al instituto.
—Creía que odiabas mi aguamiel.
—Sí, lo odiaba. Y lo odio. No, vale, en realidad me gustaba mucho. Lo
llevaba a las fiestas, a veces era la única razón por la cual me invitaban —dijo
June con una mueca—. Era tan fácil robarlo; además, Tristán me ayudaba. Yo
me decía que te lo robaba para que te cabrearas, pero lo cierto es que está
bastante bueno, ¿sabes?
—Sí, ¿verdad?

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June se rio.
—Estamos jodidos, Burt; lo sabes, ¿no?
Ambos miramos la historia viva a nuestro alrededor, la FRTP ardía por
todos lados, la ropa medieval, la hoguera, el fragor.
—En cierto modo nos parecemos —dije, y me acordé de cómo June solía
pasar días enteros sola, con sus piedras y aquellos libros enormes sobre lava y
la historia de la formación de la Tierra.
Pero June se limitó a menear la cabeza.
—No empieces.
—¿Cómo ha ido el viaje? ¿Qué tal el Medio Oeste? ¿Cómo está Jake?
—La hostia.
—Jack —me corregí.
—Lo que tú digas, Burt. Mira… —Su expresión se endulzó. Se volvió
hacia donde estaba la ventana de su madre—. Da igual —dijo finalmente.
Yo intentaba no pensar que le faltaba la nariz.
—Me alegro tanto de que estés aquí… —repetí, a la desesperada.
—¿Sabes qué? —dije June en voz baja, levantando la vista al cielo—.
Detesto todo aquello.
—¿Qué detestas?
—California. Todo. No lo sé. Y ahora no puedo creerme que esté otra vez
en casa. Ha pasado tanto tiempo… Pero es que todo esto; y mamá…
Su respiración cambió. Se secó los ojos.
—June…
Miró de nuevo a su alrededor y luego a mí.
—Creo que lo que me da más rabia es que todo sea tan normal; lo bien
que me hace sentir toda esta mierda, esta gente ridícula. Lo normal que parece
todo.
—¿Te apetece un poco más de aguamiel?
—Esto no es normal —dijo entonces June, y se levantó de repente,
nerviosa—. No —dijo—. No, tengo que salir de aquí. Tengo que ver a mamá.
—Te acompaño.
—Tristán te va a matar —dijo June—. Te va a matar, Burt. Le has roto el
corazón, ¿lo sabes? Lo has traicionado, nunca lo había visto tan confundido y
lleno de odio. Y tiene razón.
—Te prometo que todo irá mejor. Anna estará aquí mañana, ¿verdad?
—Es justo lo que necesitamos, una lemko sedienta de sangre. Muy bien,
Burt. Aquí nada va a ir a mejor. Tú limítate a no cometer más estupideces;
mamá te necesita mucho.

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—Déjame que te acompañe.
Pero June dio media vuelta y se marchó. Sammy, que pululaba a nuestro
alrededor con las antenas puestas, regresó y volvió a subirse a mi regazo.
Llevaba un huevo pintado en la mano.
—¡Atención! —bramó un heraldo—. ¡Se invita al populacho a acercarse y
sentarse!
Entonces Tivona Henry, Amy Sturk y algunas mujeres más (tanto de la
FRTP como del siglo XX) se levantaron y comenzaron a cantar. Sus cantos
gregorianos de aficionadas eran técnicamente horrorosos, pero eran
auténticos, tal como la risa, el llanto y la respiración son auténticos. Contuve
la respiración. Cantaban una variación de una pieza de Hildegard von Bingen
que no lograba ubicar, en un latín arrastrado y harinoso. La música, sin
embargo, era intemporal bajo el cielo, bajo una luz que había emprendido el
viaje cuando Hildegard había dejado su lugar de retiro y había empezado a
componer música, o eso quería creer yo, aunque, sinceramente, ¿qué sabía yo
del sistema solar? ¿Qué sabía yo de nada? La hoguera crepitaba y
acompañaba el canto. Mi nieto estaba medio dormido en mis brazos. Miré
hacia la ventana de mi mujer. Kitty estaba despierta, escuchando; más aún, yo
sabía que era feliz. Había una vela en su ventana. En aquel momento supe que
estábamos juntos y que siempre íbamos a estarlo. El coro de Tivona
trascendía cualquier noción de historia.
Aún hoy recuerdo esa sensación. ¡Cómo me gustaría haberlo dejado allí,
haber rematado la noche con esa gloriosa revelación final! Pero una cosa
llevó a la otra y, que Dios me asista, tuve una idea.

La última vez que había visto a Anna Bibko hacía ocho semanas que había
caído el comunismo polaco. Nos anunció que se marchaba. Que regresaba a
Polonia para siempre, para ayudar a la etnia lemko diseminada por toda la
Europa del Este y el resto del mundo. Era la lemko americana más destacada
y una organización de derechos lemko recién fundada en Varsovia le había
pedido que se convirtiera en una de las figuras principales del movimiento.
—Nací en Lemkovyna y en Lemkovyna moriré. En las montañas de mis
antepasados, como una gota de lluvia.
Decidí no acompañar a mi suegra al aeropuerto de Albany.
—Dile adiós, por lo menos —me pidió Kitty—. Vamos, campeón.
Durante más de veinticinco años, Anna había sido mi pesadilla y yo la
suya. Veinticinco años de guerra fría y nunca nos habíamos acostumbrado el

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uno al otro, ni habíamos aprendido a vivir pacíficamente bajo un mismo techo
más allá de la negación sistemática de la existencia del otro. Para Anna, todo
era un problema; sus palabras eran o bien sermones, o bien epístolas desde los
rincones más oscuros del desaliento. No había lugar para la compasión, ni el
humor, ni la alegría, sólo una determinación firme y sin fisuras. Porque ¿qué
era la vida, sino evitar o recordar la masacre? Sólo podías fiarte del trabajo,
de la muerte y de lo absolutamente espantoso que era todo. ¿Qué eran la risa y
la alegría sino un lujo banal, una obscenidad para la memoria de quienes ya
no podían reír ni ser felices? Hacía treinta años que no dirigía el Mansion Inn,
pero aún trabajaba allí (prácticamente con las mismas atribuciones que había
tenido su madre, haciendo la colada y fregando los platos), aún se vestía con
sus trajes tradicionales lemko y le leía la lista de lemkos asesinados a
cualquiera que estuviera lo bastante loco como para escucharla. A veces los
huéspedes la confundían con un espectro. Se había vuelto más beligerante,
más extremista, y la comprensión de la vieja de la realidad que escapaba a su
propio mundo en retroceso había disminuido considerablemente, pero no
estaba loca. Era infeliz. Más que perdida, estaba desaparecida, ida.

Y cada año estaba peor; con cada innovación y cada ciclo político que surgía
de espaldas a esa misma historia que ella había dedicado su vida a proteger y
a revivir, más lejos estaba de su Lemkovyna soñada, a la que un día quería
regresar. Yo estaba convencido de que regresar a Polonia después de más de
sesenta años iba a destrozarle el alma y a acelerar su desaparición física. Sus
recuerdos no encontrarían un suelo fértil allí y deberían enfrentarse a un
cambio peor y más horroroso de lo que ella podía imaginar. Creía que no
tenía una idea real de lo que iba a encontrar en la Varsovia poscomunista,
pero tal vez ella también lo supiera. Es bastante posible que el fracaso fuera
su objetivo: un acto final de autoflagelación por no haber muerto con su
gente, por sus muchos pecados americanos. Si Estados Unidos no la había
matado, lo haría Polonia, del mismo modo que había matado a cientos de los
suyos tantos años atrás.
—He venido a desearte suerte, Anna —le dije, y era verdad.
Ella estaba sentada a solas en la sala George West, ataviada con un traje
tradicional lemko, chillón y grotescamente festivo. Parecía que estuviera
disecada, como una momia con cintas de colores y complicados lazos. Casi
podía imaginármela como la niña lemko que había sido en su día, antes de
emigrar a América hacía casi un siglo, esperando a bordo del barco que iba a

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llevarla cientos de años hacia el futuro. Parecía como si estuviera
preparándose para aguantar la respiración. De repente me di cuenta de que
Anna no volvería a ver a su familia; en esta ocasión mi suegra había ido
demasiado lejos y lo sabía. No quería marcharse.
—Gracias —dijo secamente, como un bofetón que te cruza la cara.
Aunque tenía casi noventa años, podía pasar por alguien de, pongamos,
setenta, incluso menos cuando estaba realmente indignada. Aunque también
podría haber tenido cien. De hecho, era tan intemporal como cuando la vi por
primera vez: una mujer como un roble, una leyenda popular viva.
—Tal vez tú y yo tengamos muchas cosas en común, al fin y al cabo —
me aventuré a decir, y se apoderó de mí algo parecido al arrepentimiento—.
Creo que entiendo lo que estás haciendo —dije.
—Me acuerdo cuanto te conocí —dijo ella—. Me acuerdo tu nariz.
—Fuiste muy convincente —repuse yo con una sonrisa—. «País del
primer huevo de Pascua», «país de atrocidades comunistas».
—Pero tú no eras el presidente de Estados Unidos de América.
—No. —Me reí; tenía una memoria perfecta.
Sin embargo, uno no podía reírse en presencia de Anna Bibko, pues reírse
significaba negar las atrocidades. No estaba bromeando cuando lo dijo por
primera vez y tampoco bromeaba ahora: yo no era el presidente de Estados
Unidos de América. ¿Fue una decepción para ella? Seguramente sí. Sí, lo fue
realmente, de verdad.
—Te he odiado —dijo.
Aún tenía el poder de dejarme sin aliento.
—En su día intenté conocerte —dije—. Nunca quise que las cosas fueran
así. Qué estúpido. Y, sin embargo, siempre te he respetado. Aunque nunca
tanto como hoy.
—Tú no respetas nada.
—Vale —admití—. De acuerdo. Pero, Anna, dime, ¿y tú, qué? Después
de todos estos años ¿no vas a respetar por lo menos a tu hija? ¿La vida que
Kitty y yo hemos forjado juntos?
—Escúchame. Ya basta de gilipolleces. Tú nunca me puedes conocer, o
comprender o tener algo en común conmigo. ¿Cómo te atreves? Yo te
observo, yo vigilo de cerca y espero cuando decides suicidarte. Has puesto
una maldición en mi hija, has puesto una maldición en toda mi familia.
Iba a mantener la calma por Kitty.
—Ella me quiere, Anna —le dije—. Kitty me ama.
—Kitty no te ama.

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—Que tengas un buen viaje —dije, y me dirigí hacia la puerta—. Adiós.
Espero que encuentres tu hogar. Dondequiera que esté, o comoquiera que sea.
¿Y sabes qué? Que me alegro de que ya no sea aquí.
—¡Kitty siente compasión de ti!
—¡Por el amor de Dios! —Ese comentario colmó el vaso—. ¡He venido a
decirte adiós, a desearte suerte!
—¿Tan noble de pronto? Tú y yo, ¿por qué de pronto toda esta gilipollez?
—dijo, y se rio. ¡Se rio de verdad!—. ¿Por qué toda esta mierda americana de
desear suerte?
Yo suspiré, intenté sonreír y dije:
—Vale, tienes razón. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué podría haber hecho para
hacerte feliz? Después de todos estos años es lo menos que me puedes decir.
—¿Tú? Nada.
—Pues eso.
—Eso. Sí. Mi hija vale cien veces como tú.
—Estoy de acuerdo.
—Tristán… —comenzó a decir Anna.
—Vamos a dejar a mi hijo fuera de esto, ¿te parece?
—¿Tu hijo?
—Tú nunca has visto realmente a Tristán.
—Vale, ¿y qué ves tú?
Se me ocurrió que tal vez los dos veíamos a la misma persona y que tal
vez los dos estábamos equivocados.
—Adiós —dije.
—Tristán no es de aquí. Él es confuso aquí. ¿Tristán y tú creéis que sabes
por qué? Yo sé por qué; porque no pertenece aquí, por qué. Tú crees que tú no
perteneces pero no es verdad. Mírate. ¿Qué podría ser más americano que
Burt Hecker?
—¿Y tú?
—Yo soy lemko —dijo—. Mi historia va detrás de mí y me empuja hacia
delante. Tú no eres nada. Puaj, sin raíces, nada. Yo tengo lugar.
—Tú eres tan americana como la tarta de manzana —repliqué yo.
En todos los años que hacía que conocía a Anna Bibko, nunca la había
visto tan enfadada como en aquel momento.
—¡Kitty no te quiere nunca! —gritó.
—Cállate la boca.
—Tú… ¡tú la has hecho una puta!
—Que te calles la boca, maldita seas.

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—¡No! ¡Maldita seas tú, escucha! Kitty tiene amigos, hombres, ¡te lo digo
en serio! ¡Es verdad! ¡Verdad!
—Te lo advierto, Anna, cállate.
—Yo soy la madre, veo una o dos cosas. Lo veo todo. ¿Tengo que callar?
¿La verdad? Abre los ojos. Mi hija ha convertido en puta por tu culpa.
Tristán, mira y ve a Tristán: ¡él no es ni tuyo! ¡Yo lo sé! Es…, es una prueba.
Prueba que Kitty tiene otros amantes, otros hombres. Tristán es mío, es
lemko, es de Kitty, pero no tuyo. ¡Nunca tuyo! Recuerda eso; ¡piensa en eso,
Burt Hecker!
Me miró con los ojos desorbitados. Pero yo no iba a mostrarle nada. Había
estado preparándome para aquel momento; llevaba dieciocho meses
preparándome y no iba a darle nada para que pudiera llevárselo al otro lado
del océano más que su propia pequeñez; que se marchara sabiendo que había
traicionado tanto a su hija como a su amado nieto. Que la muy zorra se
pudriera en su propio veneno. Podía saber muchas cosas, pero nunca iba a
comprender la verdad.
—No encontrarás lo que andas buscando —le dije—. Casi lo siento por ti.
En su día me inspiraste, Anna, ¿lo sabes?
—¿Encontrar? ¡Qué idiota!, ya ni busco, ¿para qué buscar? —dijo Anna
—. Nada termina nunca.
Yo me quedé mirándola, alucinado.
—Precisamente —dije.
Y a continuación me reí, por última vez, de aquella mujer valiente, sabia y
atormentada.

Tardé casi tres horas en mover la torre de asedio hasta la ventana de Kitty.
Realmente no vale la pena relatar el proceso: basta con decir que no fue fácil.
Probablemente en todos los relojes de Queens Falls habían dado ya las tres de
la madrugada cuando finalmente tuve el trasto en su sitio y, con algo parecido
a una plegaria, comencé a trepar por la escalera de madera. Ya no me acuerdo
de lo que pensaba en aquel momento, más allá de lo obvio: no te caigas, no
hagas ruido. Todo era inmediato y felizmente irreflexivo: un viejo calvo y
rechoncho, con una nariz enorme, una túnica medieval y las extremidades que
le temblaban cada vez que tomaba impulso para subir un poco más por la
torre de asedio medieval. Me dolía todo el cuerpo pero el corazón…, mi
corazón estaba loco de alegría.

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Que yo supiera, todo el mundo dormía; la hoguera había quedado
reducida a brasas. Tristán, June y Sammy estaban en el Mansion. Por suerte,
sin embargo, sus ventanas daban al otro lado, el del aparcamiento, de modo
que, aunque hiciera ruido, gritara o cayera y me partiera la crisma,
difícilmente iban a investigar. Al llegar al nivel de la torre de asedio que
quedaba junto a la ventana de Kitty, saqué un pequeño martillo (una de las
antiguas herramientas de «cazadora de piedras» de June) y una toalla de playa
de Leonard Nimoy, «Larga y próspera vida», para amortiguar el sonido y
minimizar el riesgo de cortarme las manos. Y rompí la ventana. Fue un
estrépito incontrolable, todo estrellas y dientes. El sonido estalló y se
extinguió, dejando paso a los grillos, los búhos y el murmullo del
Kayaderosseras. El corazón me iba a cien por hora. ¡Ladrón! ¡Violador!
Los árboles oscilaban con la noche. Kitty, o algo, soltó un gemido.
Contemplé el Mansion Inn y lo reté a moverse, a parpadear, a encender una
luz o abrir una ventana, a salir a cazarme, si podía. Pero el Mansion Inn
dormía. Aparté los fragmentos de cristal; tintinearon como un villancico roto.
La ventana, por supuesto, estaba abierta. Me habría bastado con empujarla.
Daba igual, me dije. Yo soy viejo, la casa es vieja, los viejos rompen cosas
viejas y, sobre todo, a lo hecho, pecho. Además, me había gustado romper el
cristal, pues aquello le daba a mi transgresión una forma externa, apreciable.
No estaba bromeando: por Kitty era capaz de romper el mundo. Con cuidado,
metí la mitad de mi cuerpo dentro de la oscura nada del dormitorio, de tal
forma que las piernas y el trasero asomaban por la ventana como una de esas
trompetas llenas de gente que tocaban los demonios de El Bosco. Recurriendo
a toda la fuerza de la que fui capaz, le di una patada a la torre de asedio y la
derribé: nadie iba a poder seguirme. Cayó lentamente, como la espada de
Domnall mac Luloig, como un Jumbo, y aterrizó con un crujido húmedo
sobre un montón de bolsas de basura que contenían lo que había quedado de
la celebración de la FRTP. La cuestión, entonces, era: si una torre de asedio
históricamente fiel es derribada encima de una decena de bolsas de basura
llenas y todo el mundo duerme en una mansión victoriana, ¿el sonido que
hace es lo bastante estridente como para despertar a todo el mundo? Observé
y esperé. Por última vez, Kitty era mía.
Aún respiraba. No veía nada excepto una oscuridad sin matices y el pelo
morado de la manta que su respiración parecía hinchar y dotar de una forma
peligrosa. El dormitorio era un fantasma de sí mismo. Formas, ángulos, avisos
borrosos. Estaba ahí sólo a medias; el cuarto y todo lo que éste contenía,
incluido yo, estaba siendo borrado mientras yo intentaba aún respirar a un

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ritmo más sosegado. A mí me sobraba el aire y ella no tenía suficiente. Había
el recuerdo de una cama y, junto a ésta, el recuerdo de una mecedora. A Kitty
no la veía en absoluto, no era ni siquiera un recuerdo. Me arrastré hasta la
mecedora, la cogí y la acerqué a la puerta. Después de haber arrastrado la
torre medieval, me pareció casi liviana entre mis manos llenas de ampollas.
Me reí; aquello no parecía real. Cerré la puerta. Malditos fueran todos, sentía
vértigo. Entonces, para estar más seguro, coloqué la mecedora debajo de la
manilla, de tal modo que creí que iba a evitar que alguien pudiera entrar y
pillarme. Pillarnos. Pronto, pensé, Anna llegará pronto. Pronto todo esto habrá
terminado.
Me quité la túnica y me quedé desnudo. Me sentía fuerte, joven. Era
joven. Era fuerte. El corazón me latía maravillosamente. Me metí en la cama
con mi mujer.
Ella se movió. Tenía el cuerpo frío y húmedo. Su cuerpo se había
reducido tanto que en un primer momento no podía creer que fuera ella.
¿Quién era esa niñita en la oscuridad? ¿Quién era esa mujer vieja, viejísima?
Soltó un gemido.
Le acaricié los pechos y el estómago. Entre los muslos. Le levanté el
camisón hasta el cuello y le pasé un dedo por la mejilla mientras pensaba en
nuestros hijos; en nuestros bebés sonrosados y en todos aquellos años que
habíamos pasado alejándonos los unos de los otros y todos de mí. Pero iba a
juntarlos de nuevo, iba a recuperar a Kitty. La besé en los labios. Éstos
soltaron un jadeo y se cerraron, pero enseguida se lanzaron contra los míos
con un ansia inesperada, casi extasiada. La besé con pasión.
Era la primera vez que estábamos juntos en la cama desde hacía más de
un año. No importaba que nuestra familia pronto fuera a empezar a golpear en
la puerta. Que golpearan. Pero aunque hubiera sabido lo que iba a suceder, el
horror de al cabo de unas horas, el colchón empapado de orina, la sangre y la
histeria, la confusión que ya comenzaba a reunirse y asomar en el horizonte
junto al inocente sol de verano… Aunque lo hubiera sabido, no me habría
detenido.
Abracé a Kitty con más fuerza. Se quedó sin respiración y de pronto
intentó zafarse, escapar, frenéticamente. Pero entonces suspiró, gimió. La
besé en las orejas y en la fría curva calva de la cabeza. Ése era el único hogar
que jamás iba a conocer. Juntos esperaríamos que llegara el final, que
aporrearan la puerta, que comenzaran a suplicar y a gritar desde el otro lado.
Y no iba a dejarlos entrar; aquello no iba con ellos. Que echaran la puerta
abajo si querían, joder.

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No había cáncer, lo vi con total claridad. Allí sólo estaba Kitty, mi mujer.
En realidad nunca había habido cáncer. En la oscuridad, Kitty era lo que
siempre había sido y lo que siempre sería. Juntos éramos algo totalmente
distinto.
—Por fin —susurró.

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Tercera parte

I998 d.C.

El castillo

Página 176
XIII

E L sol cuenta el mejor chiste de un día plagado de ellos y se pone de


forma tan espectacular que uno casi puede oler el paraíso tropical que
espera en algún lugar detrás del cerco de bloques socialistas, interminables y
grises. Miles de ventanas cuadradas explotan en tonos naranja, rojo y morado,
como un millón de televisores que transmitieran el Apocalipsis. Las nubes
van desplegándose; el cielo se seca de pájaros.
Llevo ya unas dos semanas aquí, guarneciendo las defensas exteriores de
Praga. Estoy en un balcón. La vista es increíble desde aquí: la ciudad de
paneláky, los edificios de cemento, prefabricados, que rodean la capital
histórica de Bohemia y la protegen de los pobres. Es como estar en lo alto de
la muralla de una ciudad fortificada, ser parte de la muchedumbre y, sin
embargo, encontrarse por encima de ésta; escucho el diálogo metálico de este
atardecer de verano. Tomo un sorbo de cerveza. Desde este extremo de Praga
se ve el lugar donde terminan los paneláky y empiezan los campos, los
bosques y la curva de la Tierra.
Dentro de una hora llegará mi abogada. Lonna me ha llamado esta
mañana, por fin. Está en Praga, lleva una semana en esta ciudad, buscándome.
June también está aquí. Al parecer todos están algo más que un poco
disgustados.
Me levanto. A mis pies, unos niños fuman y le pegan patadas a un balón
por entre estatuas de hormigón de camaradas con martillos, máscaras de gas y
taladros. Estos paneláky inocentes, descamados, sin apenas graffiti, y su
promesa de una vida al alcance de todos, forman parte aún de una historia que
se proyecta sobre un futuro diferente, mejor. A mis espaldas, dentro del
apartamento, oigo cómo Max Werfel juega con la pequeña Tonda, su sobrina
nieta. La hermanastra de Werfel está cocinando. Se llama Jana. Del piso me
llega la desagradable bocanada sonora del televisor, que resuena con miles de
otros, recreando varios metros por encima del suelo un mismo drama sobre
helicópteros doblado al alemán. En el hogar bohemio, el televisor debe estar
encendido todo el rato. A última hora de la tarde, la chica del tiempo se quita
la ropa mientras profetiza el futuro meteorológico. La comedia
norteamericana sobre la guerra de Corea, M*A*S*H, es muy popular, igual
que el hockey sobre hielo y los estrambóticos programas de variedades
checos. Werfel, Jana y yo nos sentamos cada noche frente a este televisor y

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nos dedicamos a hacerle compañía más que a mirarlo, mientras bebemos
Kozel Pivo (la cerveza del macho cabrío), chupitos de becherovka (un licor de
hierbas medicinales) y un ácido vino de cocina bohemio en unos vasitos
ornamentados. Comemos cacahuetes con sabor a cloro y un pan frito
grasiento cubierto de ajo. Disfruto de la sensación de no saber nunca de qué
se habla; creo que podría vivir aquí para siempre.
Salgo a pasear, pero sólo por estas zonas de paneláky. Aunque se parecen
a como me imagino el peor de los guetos de Nueva York, los cientos de miles
de personas que viven aquí (y a las que, en un primer momento, tomé por
desplazados históricos a quienes no les era permitido disfrutar de la belleza de
su propia ciudad) son mayoritariamente de clase media baja. Predominan los
jubilados, los gitanos y las familias jóvenes. Las chicas se visten como
prostitutas aunque por lo general no lo son y muchos de los chicos copian la
ropa y las maneras de los americanos de color que ven bailar en sus
televisores. Y aunque no es ni mucho menos un lugar acogedor (en general
los bohemios son gente cómicamente antipática), tampoco es peligroso. En
cualquier caso, no tengo ningunas ganas de vérmelas con algo adoquinado,
medieval o claramente anterior al siglo XX, de modo que frecuento todos esos
pubs llenos de humo y máquinas tragaperras, las incontables tiendas donde la
gente compra y vende productos electrónicos robados y esos colmados
pequeños, mezquinos, que apestan a comida de gato. Pero no estoy solo en
mis paseos, somos toda una hermandad, especialmente aquí, en la tierra de los
paneláky gente que vive cómodamente, más allá de la desesperación real, y
que saca sus penas a pasear. Juntos, navegamos por entre los bloques de
hormigón y nunca llegamos a perdernos tanto como deberíamos.
Como es comprensible, Werfel pasa la mayor parte del tiempo con su
hermanastra, visitando el casco antiguo de Praga, los castillos y otras ciudades
temáticas de la UNESCO en la República Checa. Me han invitado con gran
entusiasmo a casi todas esas excursiones pero, para mi propia decepción, he
declinado siempre la invitación. A menudo pienso en el misterio de su
relación, separados durante tanto tiempo, primero por la guerra y luego por la
guerra fría (por no mencionar el océano). Max se marchará dentro de una
semana. El dermatólogo regresa a su casa, a Brasil, pasando por Budapest. He
estado pensando en alquilar un apartamento en uno de los paneláky del barrio
de Černý Most (Puente Negro), aquí en Praga, aunque sólo sea para tener
ocasión de planear mi próximo paso, ya sea desde la cornisa de un balcón
situado en una duodécima planta o desde un lugar menos exótico. Imagino
para mí algún Tokio del alma: un interior moderno, acristalado, interminable,

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todo cerrado. Pero no hay nada que nos pertenezca tanto como el tiempo. ¿No
fue Séneca quien dijo que todo lo demás es superfino y que sólo el tiempo es
verdaderamente nuestro? Pero ¿y el fracaso?, me pregunto. ¿Y el amor?
Vuelvo a entrar en el apartamento de Jana. Las paredes son de color verde
lima y naranja, la madera es de plástico y el viejo tocadiscos es tan grande
como el horno. Todo lleva la marca del arreglo, el compromiso y el esfuerzo.
Imaginad un apartamento moderno hecho a mano, construido a partir de notas
tomadas por otros, de rumores y partiendo de cero. El apartamento de Jana es
una canción tradicional de conveniencias probables.

Me dice cosas bonitas, melódicas, desde 1a cocina. Werfel, que le hace el


caballito a la pequeña Tonda, también me dice algo bonito y lo acompaña de
una increíble sonrisa. La gran cabeza redonda de mi amigo brasileño refleja la
luz televisada que proyectan tanto la alegría de su sobrina nieta como el
televisor en sí mismo, en el preciso instante en que ambos prorrumpen en un
sonoro aplauso. Werfel se ríe y aplaude también. Jana me trae otra cerveza, se
vuelve hacia la ovación y hace una reverencia.
Marketa, la hija de Jana, de veintiún años y madre de Tonda, es la única
persona con la que he hablado en inglés desde el concierto del Sound
Defenestration Collective de hace unas semanas. Lo habla mal, pero con
arrojo. Ella insiste en que algunas veces no la entiendo (y viceversa) porque
sólo ha aprendido inglés correcto de la BBC.
En el viejo dormitorio de Marketa, junto a mi bolsita de hierbas
aromáticas medievales, he colgado la única foto de Kitty que conservo (no la
describiré), y otra de June de cuando la Academia de la Flota Estelar, antes de
la operación. Ya he perdido la esperanza de que Werfel me devuelva la
reproducción del Retrato de un viejo con su hijo de Domenico Ghirlandaio, y
es mejor así. También he colgado la acuarela del Mansion Inn de Marie, que
Kitty nunca llegó a ver.
—«La Mansion de Kitty» —leyó Marketa un día, y observó la pintura—.
Burt, en Chequia somos famosos por artistas. ¿Esto es un cerdo en tejado?
—Es una ardilla.
—¿En inglés americano, cerdo es ardilla? ¿Y esa piña en ventana?
—Ése es mi amigo Don.
—Porque este tipo es gordo, ¿sí?
Marketa me ha traído una serie de libros que he estado leyendo durante las
últimas dos semanas, todos ellos traducciones de autores de Praga, la mayoría
de «el muy importante» Franz Kafka. Comencé por El castillo. Ficción
histórica, pensé, ¡bonita manera de frustrar el olvido! Pero pronto me di

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cuenta de que ese castillo era tan sólo una especie de metáfora. ¿Qué tipo de
castillo será?, me preguntaba constantemente; ¿cuándo fue construido, y
dónde?; ¿para qué monarca? Cerré el libro de inmediato. Ayer, con un mal
augurio, abrí El proceso.
Jana nos sirve smazeny syr (queso frito) con patatas fritas y salsa tártara.
Llevamos dos semanas así y Werfel todavía explora la mesa en busca de
verduras. Nos sirve Cerveza del Macho Cabrío. La aceptación y el fomento
descaradamente medieval de la ebriedad en Praga es increíble.
Marketa deja el teléfono móvil junto a los cubiertos. Me pregunta qué he
hecho hoy y yo le cuento que he estado sentado en el balcón, bebiendo
cerveza. Se ríe y se lo traduce al checo a Jana, que, a su vez, se lo traduce al
alemán a Werfel, pero para entonces ya ha dejado de tener gracia y se ha
vuelto más bien patético. Werfel asiente con gesto grave.
—La vida es buena aquí en Praga, ¿no? —dice Marketa.
—Dobrou chut —respondemos.
Corto el smazeny syr empanado y el queso fundido se esparce por la
bandeja. Le dedico a Jana una sonrisa cariñosa, sincera.
Werfel y su hermanastra se ponen a charlar; se han convertido casi en
gemelos. La pequeña Tonda gorjea y escupe alegremente todo lo que Marketa
le mete en la boca.
Suena el timbre. Werfel esconde su sonrisa detrás de la servilleta. Su
expresión refleja alivio y me doy cuenta por primera vez de que incluso él se
ha cansado de cuidar de mí. Ha llegado la hora de que me marche.

Mi abogada entra detrás de una aturullada Jana. Más tarde me entero de que
se han peleado en la entrada. La pobre Jana le ha explicado a Lonna que no
sólo tiene que quitarse los zapatos, sino que, para prevenir enfermedades (y
según las costumbres de Bohemia), debe calzarse también zapatillas. Lonna
Katsav no se pone unas zapatillas que han llevado otras personas.
La pequeña Tonda gruñe. Marketa frunce el ceño y coloca su teléfono
móvil en un lugar donde esta sofisticada visita pueda apreciarlo mejor. Yo no
me muevo. Lonna me mira como si yo fuera un producto que hubiera
imaginado más grande o más barato. No está borracha. Max Werfel,
ruborizado y con una risa tonta, abraza a mi abogada y le presenta a su
hermanastra, que de pronto se siente dolorosa e innecesariamente
acomplejada por el aspecto de su casa.

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Pero yo me fijo en la mirada de Lonna y me doy cuenta de que en realidad
está nerviosa, asustada. No es la primera vez que veo esa mirada.

La primera vez que vi esa mirada estábamos ante la puerta de la casa de


Tivona Henry.
—Canta ahora, bebe luego; ése es el trato, abuelo —dijo Lonna—. ¿Te
acuerdas de por qué estás aquí? Quiero que te comportes. ¿Acaso crees que
tengo ganas de pasar por esto?
Sabía positivamente que Lonna tenía ganas de pasar por aquello y se lo
dije.
Para mi sorpresa, no había dejado pasar la oportunidad de acompañarme a
aquella sanción alternativa del estado de Nueva York y que debía ayudarme a
aprender a gestionar mejor la ira, resultado inesperado a mi suicida aventura,
que un jurado popular había calificado de «conducción bajo los efectos del
alcohol», entre otras cosas.
Yo no tenía ni idea de que Lonna supiera cantar. No creo que nadie
hubiera podido adivinar que Lonna Katsav tenía una voz fantástica, ni que
desde que la conocía había estado esperando una oportunidad como aquélla
para abrir la boca y soltarse. Aquello hizo que me sintiera mejor, menos
perdido. Si estaba equivocado en relación con mi mejor amiga, quería decir
que tal vez estuviera equivocado en todo, con todos. Estaba en un momento
de la vida en el que ése era el mayor consuelo al que podía aspirar; porque si
me había equivocado con Lonna, ¿no podía haberme equivocado también con
Tristán? Tal vez me había equivocado con June. O ellos conmigo. Tal vez las
cosas no estuvieran tan mal como parecía.
Mi hijo había huido a Polonia con su abuela. Mi hija había regresado a
California tres días después del funeral de su madre sin decir ni adiós.
Ninguno de los dos me había dirigido más de tres palabras durante aquel
suplicio. No recuerdo gran cosa de aquellos días y, sin embargo, sí me
acuerdo (y me acordaré mientras viva) de esas tres palabras: «Déjanos en
paz».
Llevaba mi mejor suéter y unos pantalones, lo mismo que había llevado
durante el juicio y probablemente lo mismo que había llevado en el funeral al
que me aseguran que asistí. Estaba en libertad condicional y ya se sabía que la
libertad condicional no era algo divertido. Empecemos a tomarnos las cosas
un poco en serio, Burt.

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Lonna y yo estábamos frente a la tienda de productos esotéricos Segunda
Mano, Tercer Ojo. El taller de canto tenía lugar en algún lugar del piso de
arriba. Ambos esperábamos a que fuera el otro quien abriera la puerta. Lonna
y yo nos miramos y nos echamos a reír; una vez empezamos, fue difícil parar.
—Me van a hacer cantar —dije yo.
Soplaba una libertina brisa otoñal.
—Ya lo sé —respondió Lonna y se rio aún más fuerte—. Mírate, ¡cómo
vas vestido!
—No puedo creerme que vayan a hacerme cantar.
—Me alegro mucho de que te arrestaran, cariño.
—Tendrían que haberme arrestado hace mucho tiempo.
En un intento por dejar de reír, Lonna me puso la mano sobre el hombro.
—Me lo dices o me lo cuentas —dijo, y se secó los ojos. Las hojas se
arremolinaban a nuestros pies.
Naturalmente, sabían que iba a ir. El viudo medieval, el conductor
borracho. En cambio, nadie sabía que me presentaría acompañado por Lonna
Katsav. Pobre Amy Sturk, que sin duda ya había instruido a las otras chicas
sobre cómo lidiar con mis debilidades y había planeado la forma de lograr que
me comportase. La presencia de Lonna la decepcionó y la desconcertó tanto
como mi atuendo. Desde luego había esperado que me presentara vestido con
túnica, porque les había dicho a todas que acudiría con túnica.
—Lon —dijo Amy—. Qué amable. Gracias por traer a Burt.
El rostro de Lonna reflejaba algo que era casi timidez. De pronto reparé
en que nunca había visto a Lonna pedir nada y que ahora iba a pedir si podía
unirse a un club, a un taller lleno de lo que en otro momento habría descrito
como «una panda de lunáticos new age pasados de rosca». El techo de la
habitación estaba cubierto con sábanas y del centro colgaba una maraña de
luces de Navidad como un enjambre de luciérnagas congeladas; incienso,
teteras, algunas caras que reconocí de la Edad Media y otras que no. Tivona
Henry mediaba en un rincón mientras su grupo de canto se reunía y realizaba
ejercicios de calentamiento vocal. La mayor parte de las mujeres llevaban
sudadera.
—He pensado que tal vez también podría apuntarme —dijo Lonna con un
gesto de indiferencia, como si aquello no fuera nada. Lonna llevaba uno de
aquellos trajes con minifalda tan sexys—. No sé.
—Vaya —exclamó Amy—. ¿En serio? O sea…
—Por Burt.

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—Sí, claro. Bueno… —dijo Amy. Sus pecas fueron desapareciendo una a
una, a medida que su redonda cara se iba sonrojando—. No tienes por qué
hacerlo. Es muy amable por tu parte, pero… yo estaré aquí. ¿No lo sabías?
¿No te lo había contado Burt? No es ningún problema, yo puedo llevarlo en
coche y…
—Sé cantar —le soltó Lonna, y se ruborizó—. Es sólo que me gustaría
cantar.
Qué alta y excesivamente bien vestida se la veía, y qué poco lucía su
inteligencia en aquel entorno. Aquél era un lugar sin ironía ni sarcasmo. Allí
Lonna perdía toda su fuerza y aquello era increíble, conmovedor; me sacudí el
desaliento de encima sin ni siquiera darme cuenta y dije:
—Lonna tiene una voz magnífica.
Hablaba en serio, aunque desde luego nunca la había oído cantar.
—No lo sabía —respondió Amy, tirándose de las trenzas—. No sabía que
te gustara la música antigua.
—Me gusta cantar —dijo Lonna, y me di cuenta de cuánto le costaba
admitirlo.
—Fantástico —respondió Amy con una sonrisa falsa—. Bienvenida.
(Tres meses más tarde, Amy Sturk dejó de asistir al taller de canto de
Tivona y comenzó a tomar clases particulares.)
Lonna estaba apoyada en la pared, observando, controlando su temple.
—¿Burt? —preguntó Amy—. ¿Por qué no vienes y te presento a…?
Fui con Amy, que me presentó a varias de las mujeres y de pronto
susurró:
—Burt, espero que después de todo lo que he hecho por ti y de
conseguirte esto, tú y Lonna no os atreveréis a ponernos en ridículo. Como a
esa tipa se le ocurra emborracharse antes de…
—Tú no conoces a Lonna.
—Vale, lo que tú digas. Pues a ti sí te conozco. Esto podría venirte tan
bien, podría ser tan importante para ti… Pero tienes que dejar que suceda.
Esto podría ser exactamente lo que necesitas. Si Lonna cree que puede…
Tivona se levantó de pronto, aún con los ojos cerrados. Comenzó a
tararear y su voz provocó una vibración. Yo intenté reírme, poner algo de
distancia entre mí y aquella onda sonora, pero no pude. Apenas podía
moverme. Miré a mi alrededor, a todas aquellas mujeres, y encontré a Lonna,
mi salvación; pero también estaba tarareando. Así, sin más. Y no sólo estaba
tarareando, sino que lo hacía en serio, sin ironía, de pie bajo un cartel que
rezaba: «EL MISTICISMO ES LA ANIQUILACIÓN DEL YO PARA

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DEJAR LUGAR A DIOS». Qué rápido, pensé. Y el yo, ¿no debería oponer
algo de resistencia?
—¿Ves? —dijo Lonna, radiante, de vuelta al Mansion Inn y a la botella de
vino que nos habíamos prometido como celebración—. No había para tanto;
esto va a estar muy bien.

Esa noche, mucho después de que Lonna se marchara, me senté en un rincón


de la cocina, sobre el suelo de linóleo. En la habitación contigua sonaba uno
de los discos de Kitty, uno de Bob Dylan llamado New Morning. El álbum
tenía una carátula particularmente siniestra.
—¿No estás en la cárcel? —preguntó June.
Apenas lograba sujetar el teléfono. Había vino tinto por todas partes, en
mi suéter, sobre el linóleo, en los pantalones.
—Por favor, vuelve a casa —dije.
Me repetí. Las luces de la cocina eran de un blanco gélido, silencioso.
Más allá de la cocina había tan sólo la noche. Demasiada noche. Iba a helar,
se notaba.
—Debes de estar bromeando. ¿Qué hora es allí?
—Estoy solo —dije yo—. No sé qué hacer.
—Ya he oído qué es lo que haces: te pones una túnica y conduces
borracho, eso es lo que haces. Pero si ni siquiera sabes conducir sobrio, Burt.
En fin, parece que te has distraído bastante estos días. Un trabajo de primera,
como siempre. ¿Por qué sigues llamándome? Deja de llamarme ya.
—No lo sé.
—Lo único que quieres es que te dé el número de Tristán —dijo June—.
¿Quieres compasión? ¿De qué va toda esta mierda?
—Lo siento mucho.
—¿Qué es lo que sientes?
—Todo.
—Concreta, quiero detalles. ¡Pero si ni siquiera sabes de qué estás
hablando!
—No.
—Joder, esto es demasiado.
—Quiero decir, sí lo sé. Déjame acabar.
—No quiero seguir pensando en todo esto, me niego a seguir
preocupándome; no es responsabilidad mía.
Me puse a llorar.

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—Estás borracho.
—¿Sabías que en 1246 d.C., June…? —dije—. Yo sólo… Yo… En 1246
d.C., en la Edad Media, June, ¿sabías que…?
—Oh, Dios mío. Eres un gilipollas —dijo June—. Basta, basta, basta. Que
le den a tu Edad Media de los cojones. Ahora voy a colgar, no pienso
escuchar todo esto. So gilipollas.
—Por favor.
—Estás borracho.
—Escúchame.
—Eres un borracho.
—June.
—Borracho.
No me atrevía a mirar a las ventanas por temor a ver la cara de Kitty
reflejada en ellas: Kitty en la cocina, encima de mí; Kitty fuera, en aquella
inhóspita oscuridad, su cabeza calva reluciendo bajo la luz de la cocina. En
medio de la noche sentía pavor ante la idea de ir al baño por lo que podía ver
tras el espejo, en cada esquina, detrás de cada puerta cerrada. Ya no podía
abrir puertas, de modo que no las cerraba. Me había acostumbrado a dormir
en la cocina, en el suelo y con las luces encendidas, porque me parecía la
estancia más aséptica y la que menos me recordaba a Kitty; su frialdad se
tragaba mi sufrimiento y lo absorbía mucho mejor de lo que eran capaces de
hacerlo el calor y el consuelo. Los sofás mullidos, las camas y las sábanas
cómodas generaban sufrimiento, lo exacerbaban. Me torturaba a mí mismo
con Bob Dylan, tratando de escucharlo con los oídos de Kitty. ¿Borracho?
June no sabía de la misa la mitad.
—No hagas esto —dije.
June se puso a llorar.
—Borracho. Inmaduro. Pero ¿qué has hecho?
—Te quiero.
—Vete a la cama, papá.
—Cuéntame algo. De Sammy. ¿Cómo…? Era tan… Y yo siempre quise
saber cosas sobre tus piedras, sobre…, pero tú nunca me dejaste. Tenías unos
ojos… Y todo lo que salía de mi boca era un error. La geología. Aquella vez,
de pequeña…, una vez intentaste enseñarme tus piedras.
—Vete a la cama.
—Estoy tan solo aquí. —Hacía meses que había cerrado el Mansion Inn
—. Ni te imaginas cómo se vuelven las cosas grandes cuando las vacías. Tu
madre está en todas partes, June. En todas partes.

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—Estoy llorando —dijo June—. Esto es demasiado. ¿Por qué estoy
llorando? No es por ti, ¡no es por ti! Esto es lo último que necesito.
—¿Sabías que Lonna sabe cantar?
—Ahora voy a colgar.
—En el fondo no nos conocemos, ¿verdad? Ninguno de nosotros. Sólo tú
y yo, piénsalo. Es maravilloso, por eso te he llamado. Lonna sabe cantar.
Piénsalo.
—Papá.
—Podemos volver a empezar.
—Tienes que irte a la cama. Has estado bebiendo.
—Tal vez podría visitarte. En California. No he estado nunca en
California. Podríamos ir de acampada.
—¿De acampada? ¡Dios mío, Burt! ¿Quieres que llame a Lonna?
—No se trata de eso.
—¿Pues de qué se trata? ¿De ir de acampada? —se rio June—. Vale,
dime de qué se trata.
—Te estoy pidiendo que me des otra oportunidad.
—Ya basta. ¿Es que no lo ves? ¿Burt? ¿Hola?
—Eres tú.
—Voy a colgar.
—Eres tú quien no lo ve, quien no quiere ver. Lonna sí ve. Quiero decir…
Oh, June, ¡tiene una voz maravillosa!
—Ya basta. Es que… no paras nunca. Es una y otra vez lo mismo. ¿Qué
quieres de mí?
—Otra oportunidad.
—Voy a llamar a Lon, ¿vale?
—No me estás escuchando. Te quiero.
—Ahora voy a colgar. Tú tranquilo, que ahora llamaré a Lonna. ¿Burt?
—Dile que estoy en la cocina.
—¿Que le diga qué?

Hoy, un año más tarde, Lonna examina el apartamento del paneláky y ni


siquiera dice hola. Max, Jana, Marketa y el bebé se callan y siguen la mirada
exhausta de Lonna, que se fija en mí. Yo aún no he logrado levantarme. He
echado raíces en esta silla, en esta cocina bohemia.
—Ésta es tu última oportunidad —dice Lonna.

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XIV

P IENSO en cómo se emocionarían los de la Fraternidad de la Recuperación


de los Tiempos Perdidos con el taxi que nos recoge en los paneláky y
nos lleva a la parte antigua de la ciudad, que en su día fue medieval.
—Es como una máquina del tiempo —digo.
—Es un Skoda, Burt —dice Lonna—. Bienvenido al siglo XX.
La Praga histórica se parece a lo que se supone que debe parecerse: la
joroba con púas y forma de caparazón de tortuga del Castillo de Praga es
idéntica a la que hay colgada en la cocina de Jana, pero la de la cocina de Jana
me gusta mucho más.
Lonna me encontró tan sólo después de que Werfel se pusiera de algún
modo en contacto con Tivona a través de un ordenador y de una carta
electrónica. Una semana antes de eso, Lonna había volado a Praga preparada
para lo peor. En el hotel superficialmente renacentista en el que me había
hospedado le dijeron que me había marchado de forma misteriosa, a altas
horas de la madrugada. Entonces Lonna habló con mi hijo.
Me doy cuenta de que mi intención era que se preocuparan y, lo que es
peor, Lonna lo sabe.
—¿Dónde te hospedas? —le pregunto—. ¿Es caro?
—Es muy caro, pero no importa: al fin y al cabo pago con tu dinero.
Mi amiga tenía unas profundas ojeras negras; realmente había pensado
que estaba muerto.
Me cuenta que se había puesto en contacto con la vodevilesca policía
checa, pero que éstos sólo se preocupaban por mantenerla ocupada rellenando
papeles «muy serios». Por su parte, la embajada norteamericana tan sólo sabía
que aún no había abandonado la República Checa por ninguna vía terrestre
legal.
Tristán, cómo no, se había puesto en contacto con June, y mi hija había
llamado inmediatamente a Lonna (unos días antes de que se marchara de
Estados Unidos) para saber si era posible que lo que le había contado su
hermano fuera verdad.
—¿Qué iba a decirle? —me dice Lonna—. Lo tenía todo empaquetado
para la gran mudanza. Lo había pasado muy mal con la separación, con el tal
Jack, y tenía realmente muchas ganas de volver a comenzar en el Mansion
Inn, contigo. Y se cagó en todo, por supuesto. Lo único bueno es que ahora tal

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vez me odie más a mí que a ti. Porque te ayudé, te di asistencia y te secundé.
Nada de lo que tú hagas puede sorprenderla, pero de mí esperaba otra cosa;
dice que por una vez debería haber dejado de lado los zapatos de tacón, y tal
vez tenga razón, pero también creo que a la chica le conviene bajar del burro
y hacer un poco de autocrítica, ¿sabes? Llamó a otro abogado y éste me llamó
a mí. Básicamente, ese otro abogado quiere demostrar que no estás en tus
cabales y cree que tal vez así logre recuperar el Mansion. O, por lo menos,
arrebatarte el control sobre la fortuna de Kitty; y lo cito textualmente. Todo
muy al estilo Los Angeles. Aunque estés loco, lo único que podrían hacer
sería alargar el proceso e intentar llegar a un acuerdo extrajudicial, o sea que
no tienes de qué preocuparte. Hice que me firmaras poderes notariales y no sé
qué más, y yo aún no estoy loca del todo, de modo que no hay peligro. El
Mansion está definitivamente vendido, pero lo que quiero es que cuando veas
a June no se note que no estás preocupado. ¿Me entiendes? Puede que hayas
perdido a tu hija, pero no vas a perder tu dinero.
—No hace gracia.
—Anda que no.
—¿Has hablado con Tristán?
—Tú no digas estupideces y puede que salgas de ésta con tu familia
intacta. Y sí, Tim y yo hemos hablado. Escucha, y no quiero que cuestiones
nada de lo que yo haga, ¿vale? Puede que compense a June, pero no de
inmediato. Veamos cómo van las cosas esta noche. El Mansion y todo lo
demás está vendido, pero puedes permitirte asegurarles un poco el porvenir a
ella y a tu nieto hasta que realmente decidas morirte.
—Que se lo queden todo.
—No.
—Todo.
—Oh, no. No sigas por ahí, porque no quiero ni oírlo. Eso es exactamente
lo que no vas a decir esta noche, o te dejo ahora aquí mismo, en la cuneta. Tu
hija no puede quedárselo todo porque es tuyo y tú necesitas dinero para vivir;
es un concepto muy simple. No quiero saber nada de tu magnificencia
medieval esta noche. Por favor, intenta no cometer ninguna insensatez esta
noche, ¿vale, Burt?
—Lo siento, Lonna.
—Ya.
—No merezco tu bondad.
—Esto son negocios.

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Veo mi reflejo en la ventana de un taxi, sonriente, fantasmalmente
reflejada sobre la fachada de una iglesia. Veo que Lonna también sonríe.
—¿Qué haría yo sin ti? —digo.
—Sí, bueno. En parte es culpa mía, de todos modos. Mi trabajo esta noche
es asegurarme de que tus hijos se den cuenta de que son tan egoístas y
pueriles como su padre. Aunque no creas que te vas a librar tan fácilmente.
—Va a ser un horror —digo yo.
—Ni te lo imaginas.

El edificio de Tristán es neogótico de final de siglo. Es gris, envejecido y


ominoso como una roca al borde de un acantilado. En las esquinas decoradas
hay varias estatuas de mujeres cubiertas de pequeños pinchos para asustar a
las palomas. Hace cien años este edificio debía de exhibir un insípido fytsch
austro-húngaro; hoy, en cambio, seguramente la mayoría de turistas crean que
era gótico auténtico. Cincuenta años de abandono comunista han hecho que
estas piedras maduraran bien.
Lonna baja del taxi; yo intento serenarme. En el salpicadero hay una
fotografía de un perrito pegada con cinta adhesiva.
Lenka, la novia de Tristán, espera en la puerta.
—Tú debes de ser Lonna, del teléfono —dice. Yo estoy detrás de Lonna,
escondido—. Yo soy Lenka, de Tim. Un placer.
Lenka lleva un vestido veraniego hecho por ella misma y botas negras de
obrera. Tiene un tatuaje chino en el hombro izquierdo.
—Burt —dice, cautelosa—. Ven, vamos.
El edificio no tiene ascensor. Tristán y Lenka viven en la quinta planta,
pero parece que sea la décima por culpa de aquellos techos altísimos. Las
escaleras de piedra y baldosas son frías como una catedral. Lonna cree
erróneamente que mi lentitud se debe a que estoy nervioso y me clava el dedo
índice en los riñones como si fuera un rifle polaco:
—Adelante —sisea.
Me falta el aliento.
—Es un piso muy bueno, antes era muy pijo. Pero lo siento, sin ascensor.
Es aún propiedad del Estado, ¿sabes?, ilegal de alquilar, pero lo alquilamos
igual por un año y por un precio barato. Burt, ¿vives en Černý Most?
—Sí —resoplo yo, coronando la cuarta planta—. En un paneláky.
—Yo crecí cerca de Černý Most. En Hloubětín, también en una casa de
paneles. Es la Praga real, creo. No sé. Es la mentalidad real de mucha gente

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después del socialismo. No deberías haber marchado corriendo.
—¿Cómo?
—¿Por qué marchaste corriendo?
—No me pareció que fuera precisamente bienvenido. Y fue Tristán quien
se marchó corriendo.
—Tim.
El rifle de Lonna se convierte en una mano que me aprieta el brazo en un
gesto cariñoso.
—Lenka, creo que lo que Burt intenta decir es que Tim le dejó bastante
claro que no quería saber nada de su padre.
—No creo —dije Lenka—. No. Dudo que sea verdad. Yo sólo sé que
Tristán estaba muy preocupado.
Mis hijos no salen a recibirme cuando nos sacamos los zapatos en el
vestíbulo. Tampoco salen a recibirnos cuando nos ponemos las pantuflas
bohemias. El techo es realmente muy alto. El suelo es de madera. Todo está
lleno de cajas de cartón y también de viejísimos armarios de madera
abotargados y desparejados. En uno hay un póster de un hombre de color
vestido de faraón egipcio, con un orbe encima de la cabeza. «El espacio es el
lugar —reza—. Sun Ra & Su Arquestra Astro Intergaláctica». Recuerdo al
niño al que un día el sol persiguió por una autopista de Estados Unidos y no
entiendo cómo hemos podido llegar hasta aquí, cómo todos esos años han
desembocado en este lugar. En vez de puertas hay cortinas de cuentas de
estilo indio.
La atravieso y llego al otro lado.
Velas, incienso, trapos orientales, un candelabro de latón en forma de
araña y varios sofás en una enorme habitación de color blanco roto y suelo de
parquet. Aquí hay más pósteres. Las paredes están llenas de instrumentos
musicales, ninguno de ellos medieval, aunque sólo una parte de ellos lemko,
gracias a Dios. Hay una cadena de música y varios cedés, una librería y
ningún televisor. Tristán está en el punto más alejado de este espacio,
apoyado en una ventana que enmarca todo el Castillo de Praga; su alargado
cuerpo carbonizado por la luminiscencia, recortándose en una violenta silueta.
No se mueve. June está sentada en un sofá, mirando hacia el otro sofá. Junto a
Tristán hay una silla de ruedas y, confinada en ella, Anna Bibko, que mira por
la ventana. Esto tiene que ser una broma.
Mi nieto aparece con un gato en las manos. Intenta dármelo, pero el
animal se le escapa. Sammy chilla y lo sigue fuera de la habitación. Lenka
sigue a Sammy.

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—Me quedo a Samičko en la habitación con el gatito y conmigo, a lo
mejor miramos un vídeo. Algún cuento de hadas —dice—. ¿Quieres café,
Burt?
Asiento con la cabeza y digo:
—No.
Estoy mirando a Anna Bibko, horrorizado.
—¿Fanta? —pregunta Lenka.
—Yo tomaré lo mismo que Burt —murmura Lonna.
—Quiero decir Fanta —dice Lenka—. Para beber. ¿Queréis Fanta?
—¿Qué? —preguntamos mi abogada y yo al unísono.
Anna Bibko en Praga, en una silla de ruedas.
Lonna, por supuesto, está preguntándose si mi suegra es también parte
demandante y, en caso afirmativo, qué consecuencias tiene eso. Lenka se
queda un momento en la puerta, confundida.
—Entonces café, ¿sí o no?
—Aguamiel —dice June—. O lo que tengas con alcohol. El café es
demasiado F.d.E. para Burt.
—Un café va bien —digo.
—Yo también, por favor —añade Lonna.
Tristán le da la vuelta a su abuela para que nos mire. Tengo que sentarme.
June se levanta, pero entonces se lo piensa mejor y vuelve a hundirse en el
sofá. Tiene unos papeles en la mano.
—Hola a todos —dice.
Tristán acompaña las palabras de su hermana con un gesto ambiguo. Su
abuela, la recreadora indomable, podría haberse quedado perfectamente de
cara a la ventana: mira a través de mí, a través de todo.
—Estábamos preocupados, papá… —susurra Tristán.
—Habla por ti, Tim —lo corta June.
Elegante como un delfín, mi abogada se lanza en picado, salpica el rencor
de June y sale al encuentro de Tristán, al que da un caluroso apretón de
manos. Los labios de Tristán esbozan una sonrisa. Lonna incluso se agacha
para saludar a Anna Bibko, aún vestida con su traje lemko multicolor. La
vieja le responde algo en lemko. Lonna ni siquiera se molesta en dirigirse a
June, en cuyo rostro veo los ojos de mi mujer enturbiarse de dolor, una vez
más, y helarse de rabia. No tiene por qué ser así; yo podría protegerla si me
dejara.
Hay una maquinita de oxígeno diabólica en un rincón de la habitación y
varios frascos con pastillas encima de la mesita.

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Gorila. Idiota. Recuerdo a la Anna Bibko que le plantó cara al mismísimo
teniente Michniewicz, veterano de la Gran Guerra, en la que fue la última
reunión de la Sociedad Histórica de Queens Falls. Usted va a luchar contra
comunistas, ¿sí? Tipo duro, usted. ¿Y dónde estaban usted y sus duros
Estados Unidos en 1946? ¿Qué hacía mientras comunistas vinieron y
mataron a mi gente con cuchillos, cuando mataron a mi gente con fuego?
Niños y niñas. ¿Dónde? Estoy escuchando.
Me pregunto si también escuchará ahora. Imagino a Kitty con cuatro años,
en el regazo de su madre, acariciándole la mejilla, colocándole traviesamente
peniques sobre los ojos.
Me siento en un sofá frente a June. Tristán se queda de pie junto a Anna,
con una mano sobre el hombro de su abuela. Imagino el fracaso en sus ojos.
Seguramente, lo último que los supervivientes lemko querían era que una
americana rica y disfrazada les dijera que regresaran a las montañas y se
hicieran pastores. Probablemente bastaba con frotar para arrancarle la piel de
los huesos.
—Anna —susurro—. ¿Puedes oírme?
La madre de mi mujer ni se inmuta, no hace nada. Tristán le acaricia la
mejilla.
—Abuela —dice—. Sí puede oírte —añade entonces, dirigiéndose a mí.
—Lo siento —le digo—. Anna, lo siento mucho.
Entonces comienza a hablar en lemko mientras me mira fijamente. Me
siento como si fuera Halloween. Le tiemblan las manos.
—En inglés —le digo. Miro a Tristán—. ¿Puedes pedirle que hable en
inglés, por favor?
Tristán le dice a Anna algo en lemko, pero su abuela gesticula con
impaciencia y continúa hablando conmigo, en lemko y con un dedo
levantado.
—Ya nunca quiere hablar en inglés —explica Tristán.
—¿No quiere o no puede? —pregunta Lonna, como si fuera una pregunta
de gran trascendencia jurídica. Tal vez lo sea.
Tristán mira a su hermana.
—Está bien —asegura June.
—A mí no me lo parece —replica Lonna—. Esto puede ser importante.
¿Está tomando alguna medicación?
—¡Zorra desalmada! —le espeta June.
—No está bien —tercia Tristán—. La abuela no sabe lo que dice. Está
enferma.

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Anna Bibko sigue hablando.
—¿Qué dice? —pregunto yo—. ¿Puedes traducírnoslo, Tristán?
—Tim, no —le dice June.
—Tim —digo yo.
June pone los ojos en blanco.
—Esto es ridículo.
—Dice… —comienza Tristán—. Dice que…
Anna Bibko se echa a reír y Tristán da un paso atrás.
—Deja tranquilo a Tim, Burt —dice June, pero tiene los ojos furiosos
fijos en su abuela—. Lo que dice no importa. Está enferma, no importa.
Pero sí importa. De la misma forma en que Anna Bibko me mostró mi
futuro hace treinta años, igual que me mostró que debía dedicar mi vida a la
historia, ahora esta anciana moribunda con un traje lemko está mostrándome
los resultados finales de esa dedicación, lo que sucede luego, lo que queda: la
rabia, la desesperanza, el presente putrefacto de una vida vivida
perpetuamente fuera de época. Se me rompe el corazón por los dos.
—Lo siento muchísimo —digo.
June hace otro aspaviento, asqueada.
—Ya has hablado con mi abogado, Lonna.
—June —digo yo—. Por favor.
—Sí —responde Lonna y mira fijamente a June al tiempo que levanta un
dedo en un gesto que quiere decir «cállate, Burt»—. Es encantador.
—Entonces ya sabes por qué estoy aquí. Y sabes también que…
—Vamos, criatura —la interrumpe Lonna, actuando como la benevolente
hermana mayor—. Ya basta. Hablemos como seres humanos.
Qué reducida se ve la nariz de mi hija.
—¿Crees acaso que no voy en serio? ¿Que todo esto es una broma?
¿Crees que estoy bromeando?
Ya hay lágrimas en los ojos de June. No me miran a mí, sólo a Lonna. Y
yo nunca hice ningún esfuerzo con el marido de mi hija; el tal Jack era huraño
como un chivo. Pero entonces pienso: ella tampoco me dejó.
—Tristán —dice June de repente—. Vamos, Tim, ¿no tienes nada que
decir?
Tristán se ha distanciado de la situación, como de costumbre. Está más
lejos aún que su abuela, aunque lo cierto es que intenta decir algo. Dilo,
pienso yo. Quiero que ayude a June a destrozarme, aunque sólo sea por ella.
Porque Lonna la va a hacer pedazos. Ayúdala, pienso; que alguien ayude a mi
pequeña.

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—Dios mío, Tim, ¡por favor! —dice June—. Por lo menos siéntate.
Tristán se sienta junto a su hermana. No soporto mirar su cabeza rapada,
ni tampoco sus ojos. En la habitación de al lado, Sammy suelta una carcajada.
—¡El gatito no es un juguete, Sammy! —grita Lenka—. ¡Deja el gatito![4]
Se me corta la respiración.
—¡No, Sammy! ¡Sammy, así vas a matar al gatito! ¡No, por favor!

¡Abre la puerta! ¡Que abras! ¡Mamá, estamos aquí, no te preocupes! ¡Burt!


¡Papá! ¿Qué estás haciendo? ¡La estás matando! ¡Para, está llorando!
¡Déjanos entrar! Sabemos que estás ahí, ¡abre la puerta o la echamos abajo!
¡Abre! ¡Tristán, no, espera! ¡Aún no, no…!

—Bueno —dice Lonna con un suspiro, conjurando la pesadilla: el eco de lo


que sucedió hace dos años, alguien que aporrea la puerta del dormitorio, la
puerta que se viene abajo—. Escúchame bien —continúa diciendo—. Tú me
conoces y sabes que te voy a comer viva, o sea que vamos intentar portarnos
como una familia y a ver si logramos arreglar esto, ¿os parece? —Lonna
sonríe y alarga la mano para ponérsela sobre la pierna a June—. ¿June?
—¿Como una familia? —le espeta ésta, y le da un manotazo.
—Piensa en tu padre —dice Lonna con un suspiro—. Piensa en él por una
vez en tu puta vida.
—¿Sabes qué te digo, Lonna? —responde June—. Que ya he tenido
bastante «padre» para toda una vida. Tim y yo, los dos. ¿Cómo quieres que
nos sentemos aquí y…, y finjamos que no pasa nada después de todo? Lo
tenía todo empaquetado —añade entonces, hablando conmigo—. Todo, Burt.
¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿Se te olvidó? ¿Cuándo pensabas informarme?
¿Cuando llegara el camión de las mudanzas y nosotros saliéramos y…?
Tristán le pasa un brazo por los hombros a su hermana. Nunca me he
sentido tan orgulloso del chiquillo. Sonrío viendo a mis hijos, mi familia.
—¿Y ahora de qué te ríes? ¡Estás loco! Pero ¿qué…, cómo…? Esta vez
has ido demasiado lejos. Sólo quiero lo que es mío, Lonna. Lo que fue de
mamá. Has vendido nuestra casa. ¡Nuestra casa!
—No seas ridícula —dice Lonna, calmadísima.
—¡Y tú no lo defiendas!
—Estoy defendiendo a tu madre también. Escúchame: estoy defendiendo
a tu familia.

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—¿De mí o qué? Vete a la mierda.
—Tu padre te quiere, os quiere a los dos —dice Lonna. Entonces me
mira: di algo. Pero no puedo.
—¿Igual como quería a mamá? ¿Como querías a mamá, verdad, Burt?
¿De la misma forma que querías a mamá, no? ¿No?
—Criatura —le dice Lonna—, tú no tienes ni idea.
—Sí tengo alguna idea, créeme. Más de la que tú crees. Yo vi lo que pasó
en esa casa, vi lo que mamá se vio obligada a hacer. ¿Cómo podría no haberlo
visto? ¿Por qué lo estás protegiendo?
—Sabes que no se merece esto.
—Las cosas no son como tú crees —digo yo—. Déjame que intente
explicarte lo que…
—¡No, las cosas no son como tú crees, Burt! —dice June—. ¡Nada es
como tú crees! No tienes ni idea de lo que estaba pasando delante de tus
narices la mitad del tiempo mientras tú estabas por ahí, en tus fiestas de
disfraces, bebido o leyendo, siempre leyendo esos estúpidos libros, en el
cobertizo del bosque. ¡Lo raro es que Tristán no le prendiera fuego!
—Por favor, deja hablar a tu padre.
June se ríe y le dirige a Lonna una mirada de odio.
—¡Serás hipócrita! Eres una…, eres como él, igualita que él. Vaya par.
Todo esto, esta familia, no es normal. ¿Por qué no lo admitís? ¿Por qué nadie
se atreve a decirlo? ¿Adónde se supone que tengo que ir? —Tiene las mismas
ojeras negras que Lonna. June tiene razón—. Esto no es normal —repite—.
No me digas que esto es normal.
Miro a Tristán, que tiene los ojos clavados en el suelo, callado e inmóvil,
como su abuela. Lenka no ha regresado con el café. Si pudiera abrazar a June,
pienso. Si me dejara abrazarla todo iría bien.
—¿Normal? —dice Lonna—. ¿Y eso qué quiere decir, a ver? Mira a tu
padre, June. ¿Tú crees que él quería venderlo todo, crees que lo que quería era
cruzar medio mundo en avión? ¡Tu padre en un avión! —Se ríe—. Piénsalo
durante un segundo. En serio, June. Se esforzó tanto contigo, toda tu vida, y
lo único que ha obtenido a cambio es este «oh, pobre de mí», puro egoísmo y
nada más; un año tras otro. Pobrecita June con esa nariz, y pobrecita June, sin
nadie que la entienda. Los dos tenéis que crecer. ¿Que si es normal? Nadie te
quiere más que él; sería capaz de matarse por ti si pensara que iba a servir de
algo.
—¡Pues tal vez sí serviría!
Lonna le cruza a June la cara de un guantazo.

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Pero Tristán y yo nos encogemos más que June, que lo estaba esperando y
que ahora incluso se regodea. Anna Bibko comienza a reír.
—¡Y tú cállate la puta boca! —grita June, volviéndose hacia la anciana—.
Lo juro por Dios: ¡o te callas la puta boca o…!
—June, no —susurra Tristán—. Por favor…
Tristán se levanta y parece que está a punto de decir algo, pero cambia de
idea en el último momento y sale del cuarto.
—Tim, lo siento —dice June—. ¡Tim! Por el amor de Dios…
Lonna se sienta en el lugar que ha dejado libre Tristán y abraza a mi hija,
que cae en brazos de mi abogada, entre sollozos.
—Vamos, vamos —dice Lonna.
—¿Cómo ha podido hacer esto?
—¿Qué iba a hacer? Tristán se mudó a Europa, pequeña. Tu hermano le
partió el corazón y se marchó y tú nunca ibas a verle, ni lo llamabas. Burt no
podía llevar el hostal, ¿qué tenía que hacer? ¿Encerrarse en aquel caserón
lleno de fantasmas? ¿Pasar el resto de su vida sentado en aquella cárcel que se
había construido para sí mismo, mientras vosotros dos, los encargados
perfectos, ni siquiera os tomabais la molestia de descolgar el teléfono y decir
hola? ¿Aceptar un castigo de sus hijos que no merecía? Piénsalo, vamos.
Piensa en él por una vez, sólo por una vez. Por supuesto que le ayudé a
venderlo. Y me alegro de ello.
—No tenías derecho a hacerlo. Era nuestro.
Tristán regresa y se sienta junto a mí.
—Te equivocas —dice Lonna—. Era suyo. Él también tiene una vida y
era suyo. Siento tener que atacarte, lo siento mucho, pero era suyo; era él
quien tenía que enfrentarse a todas las cosas malas mientras tú y Tristán os
largabais a extremos opuestos del mundo. El abandonado fue él.
Tristán aprieta los puños y estoy convencido de que recuerda lo que
Lonna parece haber olvidado: que yo los abandoné primero. Anna Bibko se
ha dormido.
—Me alegro de verte —digo. Miro a June a los ojos y ella me devuelve la
mirada—. Me alegro tanto de verte, June…
Mi hija se frota los brazos, solloza y dice:
—Esto no es normal.

La sala es grande; es ancha y profunda, pero nosotros nos apiñamos en el


centro, los cinco. Estamos todos sentados alrededor de una mesita de café.

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Incluso Anna Bibko. Dos sofás y una silla de ruedas. Fuera, más allá de estas
paredes, hay una ciudad desconocida. Pienso en un grupo de gorilas
encerrados en un zoológico, sentados todos juntos, grandes y pesados,
mascando hojas, tocándose de vez en cuando con dedos lentos y poderosos,
contemplando el mundo desde unos ojos que flotan con una tristeza que, de
algún modo, está más allá de las lágrimas. Tristán tiene la altura y los ojos de
su madre y, sin la barba, también sus labios delgadísimos. June tiene el pelo y
el temperamento de su abuela, y la complexión nerviosa de su padre. Incluso
con Lonna nos une algo animal: la forma en que June y yo movemos los
dedos, ansiosamente, la forma en que Tristán y June respiran y enarcan
eléctricamente las cejas. Somos la cosa más estomagante, inverosímil y
aterradora que existe: una familia.
De algún modo comenzamos a charlar de temas triviales y sólo de vez en
cuando nos desviamos hacia los problemas, las dificultades, turbias e
insolubles, que una vez empiezan sólo terminan por propia voluntad. Les
hablo de Max Werfel sacando los pollos muertos de la carretera, y hablo
como si fuera algún patriarca clásico que hubiera regresado de una aventura.
Les hablo de las putas de Bohemia y de los Sexy Motels. June se ríe, Tristán
sonríe; Lonna me incita para que siga hablando, contenta con el giro que han
tomado los acontecimientos. Hablo de las discotecas y los servicios de un
hostal de Bohemia. Aunque «hostal» es precisamente la palabra menos
apropiada, claro.
—Aún tengo intención de denunciarte —dice June de repente, como para
enmendar su risa, tomando consciencia de la situación una vez más—. Lo
digo para que lo sepas, Burt.
Pero hay algo nuevo en June, algo que logro entrever más allá de sus
puños pequeños y sus accesos de risa. No sé cómo explicarlo, pero está
agobiada y calmada al mismo tiempo y, por primera vez, creo que la veo tal
como deben de verla los demás, tal como la ve su hijo. Mi hija es una madre.
Puede que su fuerza no sea más que una copia en plata de la de su madre,
pero es una plata fuerte, que no se va a doblar. Tal vez una parte de ella tenga
razón, tal vez no la haya dejado convertirse en nada más que en esta niña
furiosa, esta cosita solitaria y triste con su pasión por la ciencia ficción y sus
piedras metidas en cajas. Es una mujer con pensamientos que no son tan sólo
un reflejo de mí, una reacción contra mí. La veo conduciendo un coche,
comprando comida, sola, por la noche, pensando con las ventanas abiertas
mientras el televisor distrae a su familia. La veo pensando mientras prepara
complicados platos para una familia que durante tanto tiempo ha intentado

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mantener unida, otra familia, la suya propia, y veo esa nueva vida en el
Lejano Oeste que iba a convertir en un santuario, aunque eso la destrozara.
Ahora esa vida está teñida de fracaso, desesperación, humor y una terca
esperanza. No sé nada de ella. Se ha hecho mayor. Yo imaginé siempre
California no como un lugar real, sino como un lugar en el que simplemente
no estaba yo; todo un estado convertido simplemente en un comentario y un
ataque contra mí. June se marchó al Oeste, Tristán al Este. Tal vez las cosas
funcionen así. ¿Qué sabía yo?
Tristán apenas dice nada. Tiene aún un dolor profundo, irreconocible; su
confusión y sus emociones son inaprensibles. Resulta difícil no ser lo que
eres. June se conoce a sí misma, es toda superficie. Su hermano, en cambio,
es de una profundidad insondable. Mi hijo no tiene buen aspecto y se niega a
mirarme. Aún no ha acabado de crecer y es doloroso constatarlo, asistir a la
disputa entre lo que fue, lo que es y lo que quiere ser. Es comprensible que
quiera estar aquí, solo, en esta ciudad incognoscible.
Mientras tanto, como si fuera un tótem funerario lemko, Anna Bibko está
sentada y me observa, se regodea. Es una de las fallas geológicas de June, va
acumulando presión. Es un submarino que flota debajo de todos nosotros. Sé
lo que ha debido de decirme anteriormente y sé por qué Tristán no podía
traducírmelo. No está ni la mitad de ida de lo que creen sus nietos.
Tal vez me haya leído la mente, pero lo cierto es que Tristán nos cuenta lo
que le sucede a su abuela y qué está haciendo en Praga. Yo apenas le escucho,
porque sé lo que Anna Bibko está haciendo realmente: esconderse de sus
fracasos polacos, agarrarse y arrastrar con ella a lo último que le queda en este
mundo: mi hijo. Me fijo en sus nuevos instrumentos, alineados junto a la
pared. Contemplo la ciudad antigua por la ventana y recuerdo el último
torpedo que Anna lanzó antes de marcharse del Mansion Inn para siempre.
Ahora Tristán lo sabe todo. Si no se lo ha dicho esta noche, se lo diría hace
dos años, o incluso antes. Pero, en realidad, ¿en qué cambiaba eso las cosas?
En nada. Tristán lo sabe, eso es todo.
Lonna cuenta una divertida historia sobre un día en que Kitty estaba
demasiado fumada para preparar y servir el desayuno en el Mansion Inn.
Kitty la llamó y le pidió que fuera al McDonald’s a comprar una docena de
McMuffms con huevo.
—Dijo que no iban a notar la diferencia, que primero les daría mimosa.
Cuando regresé, la mitad de los huéspedes se habían dormido y la otra mitad
estaba en el porche. Desde luego tenían una radio en la que sonaba Bob Dylan
a todo volumen y Kitty los tenía a todos enganchados a una enorme pipa de

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agua. Me sentí como Julio César entrando en Roma. Hasta hoy nunca he visto
a un grupo de gente tan emocionada con unos McMuffms con huevo.
Entonces es June quien cuenta una historia, si bien es cierto que incluye
también algunas puñaladas dirigidas a mí. Tristán asiente, sonriendo para sí y
recordando su propia versión de su madre. Yo les hablo del día en que la
conocí y June se seca las lágrimas.
—Nunca nos lo habías contado —dice.
Y así los cinco la recreamos, la canalizamos, e incluso Anna participa,
involuntariamente, con su mejor imitación de Kitty moribunda. Era enorme,
pienso, menuda mujer. Tenía una Kitty distinta para cada persona y, al final,
aún le quedaba suficiente para sí misma. Es demasiado, me dijo. Tanto que no
sabía qué hacer con todo. A veces la volvía loca. Y tenía amantes, por
supuesto que los tenía; y probablemente ellos tuvieran también a su propia
Kitty. ¡Qué celosos se han vuelto mis pensamientos últimamente, pensando
en esa otra Kitty, deseando haberla conocido también de aquella forma!
Aquella parte de ella carente de toda delicadeza que ansiaba el mundo entero,
que a veces necesitaba tomar en lugar de dar siempre. Nuestra cama era el
centro y yo era lo que calmaba sus apetitos, la frenética grandeza de Kitty.
Pero ¿cómo iban a entenderlo sus hijos? ¿Lo entendían? Kitty era más grande
que la vida, más grande que una madre y una esposa. Y esto…, esto es lo que
finalmente sucede cuando muere alguien que es mayor que la vida, el
remolino del que todos intentábamos escapar nadando. Aquí estamos,
apiñados en el centro de esta habitación, en medio de Europa, como burbujas
que se pierden por el desagüe. Aquí estamos, finalmente, celebrando el
funeral de Kitty.
Lonna, empeñada en empujar a los Hecker hacia delante, nos obliga a
mantenernos unidos, a vernos hoy, sin historia de por medio. Me pincha para
que hable del taller de canto y de las monjas alemanas. June habla de su
separación y de su marido. Habla de jardinería, de los impuestos y del tiempo
en California. De los colegios en California. De cómo odia California. Le
recomienda varias películas a Tristán y le cuenta a Lonna lo que lee cuando
tiene un segundo para ella y puede abrir un libro. Tristán sigue sin hablar
mucho. Contesta a preguntas sobre su abuela, le habla en susurros. Nos cuenta
cuatro cosas sobre Lenka. Posiblemente porque recuerda los instrumentos que
rompió y la vida que compartimos en su día, no habla de su música. Las
familias son criaturas históricas: tienes que creer en ellas para que se vuelvan
reales. Tienen precedentes, se repiten, tienen un millón de puntos de vista y
nunca son lo mismo, ni siquiera cuando ya han dejado de existir. Si es que

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puedes demostrar que existieron algún día. Aunque lo cierto es que siempre
existen y que nunca vas a entenderlas: puedes disfrazarte, recrear el pasado,
pero nunca les llegarás al corazón, a cómo son lo que son cuando lo son. Es
un espectáculo demasiado atroz para contemplarlo: la brevedad de la vida, de
las ilusiones, de todas las falsas ilusiones que se convierten en una realidad
personal, única, inútil; de repente echo de menos mi túnica, la seguridad de la
recreación medieval, el ritual que la acompaña. No conozco a esta gente y no
la conoceré nunca.
—Burt —dice Lonna, con una sonrisa—, ¿por qué no les cuentas a Tim y
a June cómo robaste mi Saab y casi terminas en la cárcel?
Pero en lugar de eso les hablo de aquella mañana en la abadía de Santa
Hildegard, del refugio, de cómo dejé salir a las muchachas de la tienda. Pero a
media historia me echo a llorar. Nunca debería haberlas dejado salir; estaban
más seguras dentro.
No sé qué es lo que hace estallar a June, tal vez sea mi melancolía
inmerecida. Sinceramente, no lo sé. Tal vez haya sido la simple mención de
otra recreación lo que le ha hecho recordar la última de la que fue testigo. En
cualquier caso, me corta y se vuelve hacia Lonna:
—Estoy segura de que algo podrás hacer —le dice.
—¿Cómo?
—Con el Mansion Inn.
—¡Señor! No, no puedo hacer nada. Nada de nada. ¡En serio! ¡Y yo que
creía que eso ya lo habíamos superado!
—Necesito esa casa.
—June, mírame. Hazme caso: tienes que mirar hacia delante. Esto es
absurdo.
—Miro hacia delante, y ¿adónde voy, Lonna? ¿Adónde coño se supone
que tenemos que ir mi hijo y yo?
¿Por qué Lonna no es capaz de ver lo obvio: que mi hija está asustada?
Que no sabe adónde ir y quiere marcharse a casa.
—Tengo dinero —digo—. June, espera. Tengo dinero.
—Burt —me advierte Lonna.
—¡No quiero tu dinero! —me espeta June—. ¡Quiero mi casa!
Lonna sacude la cabeza.
—No seas condescendiente conmigo, Lonna. Quiero recuperar la casa de
mi madre, tiene que haber alguna forma. Siempre la hay. Y no me importa lo
que cueste. Quiero criar a Sammy con…, en esa historia, en mi propia

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historia. ¡Deja de mirarme así! ¿Es que no lo entiendes? —Le pone a Lonna
unos papeles en las manos—. Voy a recuperar mi casa, Lonna.
—No, no la recuperarás —dice Lonna—. E incluso aunque lo hagas, no lo
harás igualmente. No eres estúpida, sabes de qué hablo. Siéntate.
—Pero ¡puedo intentarlo! ¡Por lo menos puedo intentarlo!
¡Y cómo se parece a su abuela en aquel momento, cómo se parece a su
padre!
Intento ofrecerle un millón de dólares a June, lo que sea, ¡dos millones de
dólares!, sólo para que volvamos a hace cinco minutos, cuando todo era
posible. Lonna me dice que ni siquiera tengo dos millones de dólares. Tristán
dice algo irritantemente discreto.
Es demasiado tarde. Todo sucede demasiado rápido. June sale corriendo
de la sala y no va a volver. Lonna se levanta, sonríe como una cazadora y la
sigue. Siguen discutiendo en el vestíbulo. Se quitan las zapatillas bohemias,
una de las cuales termina estampada contra una pared. Sammy se pone a
llorar. La puerta se abre y se cierra de golpe.
—Bueno, ¡salgo a por ella! ¡No os preocupéis, chicos! ¡Yo me ocupo de
esto y nos vemos mañana! ¡Se puede arreglar! ¡Buenas noches!
Y nos quedamos a solas con los ronquidos de Anna Bibko y con sus
sueños… ¿Estará soñando todo esto ahora mismo?, me pregunto. ¿Es un
sueño de la vieja lemko lo que finalmente nos separa? Tristán no me mira. Yo
me froto la cara con las dos manos y pienso en el castillo de Kafka; ahora sé
exactamente el aspecto que tiene. Y también lo que hay dentro.

Tristán y yo estamos sentados uno junto al otro, recreando torpemente nuestro


pasado. Han llevado a la madre de mi mujer a otra habitación; ya ha hecho su
trabajo. La verdad es que llevo un rato sin moverme, lo mismo que Tristán.
Me han dado una cerveza y han conectado el equipo de música. Así es como
procesamos la muerte de su madre. Hay tantas cosas que no podemos decir
que simplemente nos quedamos ahí sentados y dejamos que sea el silencio el
que las vaya arrancando, el que desgarre los horrores y los malentendidos,
que los deje resonar y pudrirse, uno tras otro. La culpa es un mal espíritu, un
demonio.
«Pero no vi el pecado —escribió Juliana de Norwich, otra anacoreta, en el
año 1234 d.C.—. Yo creo que éste no tiene sustancia ni existencia real. Sólo
se puede conocer por el dolor que causa. Y ese dolor, según lo veo yo, es algo
que dura apenas un momento. Nos purga y hace que nos conozcamos y

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pidamos clemencia. Es cierto que el pecado es la causa de todo este dolor,
pero todo irá bien, todo irá bien, todo acabará saliendo bien».
La cerveza es buena. La música es jazz. Retrato de un viejo con su hijo,
1998 d.C. La pintura no se ha secado aún aquí, dondequiera que estemos.
Pasan veinte minutos antes de que mi hijo diga:
—¿Qué te parece esta música?
Se me nubla la vista. Lonna sabe cantar, Tristán sabe tocar el saxofón. No,
Tristán no. Me pregunto si Tim podrá perdonar a su padre.
—Es espantosa —digo.
Él se ríe.
Lenka se une a nosotros. Es un misterio, es nueva y tal vez con ella las
cosas puedan ser distintas. No tengo que importunarla con mis errores si
puedo evitarlos. Cruza el parquet con los pies descalzos y se acurruca junto a
mi hijo, en el sofá. Nunca lo he visto tan cómodo. La chica se duerme.
Entonces se me ocurre que mi hija y yo tenemos el mismo objetivo; en el
fondo tenemos exactamente el mismo objetivo. Tal vez, con la ayuda de
Tristán, lo consigamos; tal vez logremos encontrarnos a medio camino, donde
los fracasados felices unen sus fuerzas para encarar el futuro. Tendría que
contratar a otro abogado, alguien que dejara ganar a June.
—Es tarde —digo—. Debería irme.
Tristán se levanta con cuidado para no despertar a Lenka. No me pide que
me quede. Me acompaña hasta la puerta.
—¿Adónde irás? —le pregunta Tristán al espacio que hay encima de mi
cabeza.
—Tal vez me quede aquí. En Europa.
Él asiente con gesto neutro.
—A veces la puerta de entrada del edificio está cerrada con llave. Si es
así, sube otra vez y yo bajaré contigo para abrirte.
—¿Por qué no bajas conmigo directamente?
—Normalmente está abierta.
—¿Te puedo ver mañana?
—No, mañana no.
—¿Y pasado mañana?
—No. No lo sé —dice—. Pronto.
—Buenas noches, Tim.
—Buenas noches.
Le doy la mano a mi hijo. Su apretón es una advertencia y una concesión:
no piensa ocuparse de mí. Violencia acumulada, confusión. No esperaba que

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me mirara a los ojos, pero quería que lo hiciera, lo necesitaba y de pronto no
puedo controlarme, porque finalmente lo tengo entre mis manos, lo estoy
tocando, y cuando intenta apartarse, lo agarro con más fuerza. Lo atenazo, no
pienso soltarle. Él sofoca un grito de sorpresa y, ahora sí, me mira a los ojos.
Pero yo no me detengo, le aplasto la mano con toda la fuerza de que soy
capaz. Se me pone la cara colorada al tiempo que él contraataca y me estruja
también la mano, los dos apretamos y es como si echáramos un pulso,
enemigos, nuestros huesos crujen de verdad. Él gime y yo no puedo contener
las lágrimas, que me resbalan por las mejillas; sus ojos enrojecen al mismo
tiempo que los míos. Abre la boca para hablar, para preguntar algo, pero yo le
aplasto la mano y los dedos con más fuerza aún, si es posible, se los machaco
brutalmente, y no lo suelto hasta que finalmente se derrumba entre mis
brazos. Temblando, llorando.
—Te odio, te odio…
Me agarra, me abraza y yo lo agarro a él, le digo que todo irá bien,
finalmente le doy consuelo a este niño que es mucho más alto que yo.
El descenso es largo. La luz, que funciona con alguna especie de
temporizador se apaga antes de que llegue siquiera a media escalera. Mis
pasos resuenan más en la oscuridad y comienzo a respirar por la boca. No me
siento la mano derecha.
Estoy en una torre. En un castillo. Estoy otra vez en la abadía, vuelvo a
ser un chiquillo sonámbulo; y todo ha sido un sueño. Mañana las monjas
cantarán sus oficios diarios y luego, a la hora del desayuno, ninguno de los
otros niños querrá sentarse junto a mí por si estornudo, respiran los gérmenes
y se les pone la nariz como la mía. Pero regresaré, me casaré y regresaré a
llevarles helado igualmente. Llego a la planta baja y camino hacia el ruido de
los automóviles. La puerta está cerrada.
Tengo que regresar y pedirle a mi hijo que me deje salir. Pero al llegar a la
mitad de la escalera me detengo. Del piso de Tim y Lenka sale la música de
Hildegard von Bingen. Primero es sólo un cedé, uno de nuestros favoritos,
Feather of the Breath of God. El canto gregoriano fluye escaleras abajo, una
deliciosa cascada de voces. Oigo a Tivona y a las demás. Oigo a Lonna. A
Kitty riéndose. A June llorando. A Anna llorando. Todos aquellos a quienes
he conocido gimen al unísono. Pero yo no canto con ellos; escucho y, en lugar
de seguir subiendo, vuelvo a bajar. Escalón a escalón, con paso inseguro. Aún
queda algo para mí en este siglo moribundo. Mi familia no es historia y voy a
demostrárselo: existimos ahora mismo, en este momento, y seguiremos
existiendo todo el tiempo, para siempre, hasta que todo termine.

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Estoy sentado al fondo de la escalera en completa oscuridad, esperando a
que suceda algo, oyendo a mi hijo escuchar música. En la negrura, el canto
crece. Suena muy flojo, casi no está, pero llena el espacio, y luego el tiempo.
Y yo me siento como si fuera la pequeña Hildegard, sola en su refugio,
oyendo los monjes cantar sus oficios. Toco las paredes de piedra, respiro.
Recuerdo el martilleo de la piedra contra la piedra, los monjes que me
encerraron, sus caras espantosas, y recuerdo la familia que me dejó aquí. Lo
que se oye fuera no son tranvías, es una imponente tormenta de azotes,
murmullos y dientes que rechinan. Fuera, el mundo ha caído, pecador. Aquí
estoy a salvo. Los últimos ritos han sido celebrados, de modo que en esencia
ya estoy muerta. Soy una anacoreta. Si muero ahora, viviré eternamente.
Pero no, hay otra opción. Tal vez si espero el tiempo suficiente vendrán.
La puerta no puede quedarse cerrada para siempre. Alguien se ocupará de mí,
alguien me ayudará. Siempre hay alguien. La puerta se abrirá y me llevarán
de nuevo a un mundo de tentaciones, suciedad, equivocaciones, riesgo. Y sí,
finalmente te sueltan, y das tus primeros pasos como adulta, te alejas del
refugio. La lluvia te cae de nuevo sobre la cara y dejas que la nieve se te
funda entre los dedos. A veces, cuando levantas la vista, aún esperas ver las
piedras. Y te ríes. ¡Cuán profundo es el cielo! ¡Qué graciosos los pajarillos!
Y fundarás una abadía, y luego otra. Una a cada orilla del río. Te
considerarán sabia en el Espíritu Santo, fuerte en el Espíritu Santo. Tu
sabiduría crecerá y, con ella, tu fama. Tu nombre será pronunciado por
papas y emperadores, por campesinos, curas, comerciantes y niños. Te
llamarán Hildegard von Bingen y viajarás lejos de tu casa. Pero por las
noches, a veces, te despiertas y vuelves a estar en tu lugar de reposo. Vuelves
a estar muerta. Sueñas que todo el mundo es un refugio unido al cielo. Y si
escuchas con atención, aún puedes oír la música, ese sonido divino que
desciende de lo más alto. Anhelas regresar con todo tu corazón. ¡Pero aún
no! ¡Quedan tantos milagros por hacer! Escribirás tus extrañas, hermosas
visiones; y escribirás tu música. Curarás a los ciegos.

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Página 205
Agradecimientos

A Joyce y Mike Bala, Lexy Bloom, Alex Bowler, Rob


Dinsdale, Dan Franklin, Lucie Frütel, Lolies van Grunsven,
Troy Giunipero, Peter Harmon, Jana Wodicka, Jeffrey Wodicka
y Neil Castro, Lori Wodicka, y especialmente a Kevin Conroy
Scott y Clare Wigfall.

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TOD WODICKA (Glens Falls, Nueva York, 1976) estudió en la Universidad
de Manchester y vive en Berlín. Está escribiendo su segunda novela, The
Household Spirit. La primera, Todo irá bien, todo irá bien, todo acabará
saliendo bien, fue publicada en el Reino Unido por la prestigiosa editorial
Jonathan Cape y en Estados Unidos por Pantheon, y está prevista también la
edición alemana.

Página 207
Notas

Página 208
[1]«El calor del sol se inflamó y resplandeció en las tinieblas, allí donde brotó
la piedra preciosa en la construcción del templo del corazón purísimo y
benévolo». (N. del t.) <<

Página 209
[2] Liga infantil de béisbol. (N. del t.) <<

Página 210
[3]Siglas de la United Service Organizaron, organización sin ánimo de lucro
que provee servicios recreacionales y morales a los miembros de las fuerzas
armadas de Estados Unidos. (N. del t.) <<

Página 211
[4]
Juego de palabras intraducibie. En inglés, «gatito» es kitty. Así, lo que grita
Lenka es también «¡Deja a Kitty!». (N. del t.) <<

Página 212

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