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Michael Mann

Las fuentes
del poder social, I
Una historia del poder
desde los comienzos hasta 1760 d.C.
Versión española de
Fernando Santos FontenJa

A lian za
Editorialr¡
Título original: The sources o f Social Power. Volunte 1.
A History o f Power from the Beginning toA.D. 1760

© Cambridge University Press, 1986.


© Ed. east.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1991
Calle Milán, 38,28043 Madrid; teléf. 200 00 45
ISBN: 84-206-2958-8 (Obra completa)
ISBN: 84-206-2666-X (Tomo I)
Depósito legal: M. 6631-1991
Fotocomposición: EFCA, S. A.
Avda. Doctor Federico Rubio Y Galí, 16. 28039 Madrid
Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Printed in Spain
INDICE

Prefacio..................................................................................................... 9
1. Las sociedades como redes organizadas de poder............... 13
2. El fin de la evolución social general: cómo eludieron el
poder los pueblos prehistóricos.............................................. 59
3. La aparición de la estratificación, los Estados y la civili­
zación con múltiples actores de poder en Mesopotamia. 114
4. Análisis comparado de la aparición de la estratificación,
los Estados y las civilizaciones con múltiples actores de
poder................................................................................................ 159
5. Los primeros imperios de dominación: la dialéctica de la
cooperación obligatoria.............................................................. 194
6. Los «indoeuropeos» y el hierro: redes de poder en ex­
pansión y diversificadas............................................................. 261
7. Fenicios y griegos: civilizaciones descentralizadas con
múltiples actores de poder........................................................ 277
8. La revitalización de los imperios de dominación: Asiria
y Persia........................................................................................... 334
9. El Imperio territorial romano................................................... 359
10. La trascendencia de la ideología: la ecu m en e cristiana....... 430
11. Digresión comparada sobre las religiones universales: el
confucianismo, el Islam y (especialmente) las cartas del hin­
duismo ......................................................................................... 485
12. La dinámica europea, I: La fase intensiva, 800-1155 d.C. 529
13. La dinámica europea, II: El auge de los Estadoscoordi­
nadores, 1155-1477 588
14. La dinámica europea, III: El capitalismo internacional y
los Estados nacionales orgánicos, 1477-1760 .................. 634
15. Conclusiones europeas: Explicación del dinamismo euro­
peo (el capitalismo, la cristiandad y los Estados).......... 703
16. Pautas de desarrollo histórico mundial en la sociedades
agrarias......................................................................................... 727
Indice onomástico............................................................................... 761
PREFACIO

En 1972 escribí una monografía titulada «Determinismo econó­


mico y cambio estructural», en la que no sólo pretendía refutar a
Karl Marx y reorganizar a Max Weber, sino además aportar los
lincamientos generales de una teoría general mejor de la estratifica­
ción social y del cambio social. La monografía empezó a convertirse
en un breve libro. Contendría una teoría general apoyada por el
estudio de unos cuantos casos. Después decidí que el libro expondría
una teoría global de la historia del poder.
Pero mientras me iba haciendo todas aquellas ilusiones volví a
descubrir el placer de devórar libros de historia. Una inmersión de
diez años en ese tema reforzó el empirismo práctico de mi formación
para restablecer un poco de respeto por la complejidad y la terque­
dad de los hechos. No me calmó del todo. Pues he escrito esta
voluminosa historia del poder en las sociedades agrarias y las com­
pletaré en breve con un volumen II: Una historia d el p o d e r en las
socied a d es industriales y con un volumen III: Una teoría d el p od er,
aunque su sentido central ya es más modesto. Pero todo ello me ha
permitido apreciar la disciplina que puede ejercer la sociología sobre
la historia y viceversa.
La teoría sociológica no puede desarrollarse sin un conocimiento
de la historia. Casi todas las cuestiones clave de la sociología se
refieren a procesos que ocurren a lo largo del tiempo; la estructura
social es una herencia de determinados pasados, y una gran propor­
ción de nuestra «muestra» de sociedades complejas sólo existe en la
historia. Pero el estudio de la historia también quedaría empobrecido
sin la sociología. Si los historiadores renuncian a la teoría de cómo
funcionan las sociedades, quedan prisioneros de los lugares comunes
de su propia sociedad. En este volumen pongo reiteradamente en
tela de juicio la aplicación de conceptos esencialmente modernos
—como los de nación, clase, propiedad privada y el Estado centra­
lizado— a períodos históricos anteriores. En casi todos los casos,
algunos estudiosos se han adelantado a mi escepticismo. Pero en ge­
neral podrían haberlo hecho antes y de forma más rigurosa si hu­
bieran convertido el sentido común contemporáneo implícito en una
teoría explícita y demostrable. La teoría sociológica también puede
disciplinar a los historiadores en su selección de datos. Nunca po­
demos ser «demasiado eruditos»: hay más datos históricos y sociales
de los que podemos digerir. Un sentido firme de la teoría nos per­
mite decidir qué datos pueden ser claves, cuáles pueden ser impor­
tantes y cuáles marginales para comprender cómo funciona una so­
ciedad determinada. Seleccionamos nuestros datos, vemos si confir­
man o refutan nuestras intuiciones teóricas, ajustamos éstas, acopia­
mos más datos y seguimos zigzagueando entre la teoría y los datos
hasta que establecemos una explicación plausible de cómo «funcio­
na» tal sociedad, en tal momento y en tal lugar.
Comte tenía razón al afirmar que la sociología es la reina de las
ciencias sociales y humanas. ¡Pero ninguna reina ha trabajado jamás
tanto como ha de trabajar el sociólogo con ambiciones! Y el proceso
de creación de una teoría basada en la historia tampoco es tan simple
como creía Comte. El zigzaguear entre la erudición teórica y la
histórica tiene efectos perturbadores. El mundo real (histórico o con­
temporáneo) es complicado y está imperfectamente documentado;
sin embargo, la teoría aspira a la pauta y la perfección. Ambas cosas
no pueden encajar perfectamente. El prestar una atención demasiado
erudita a los datos produce ceguera; el escuchar excesivamente los
ritmos de la teoría y de la historia universal produce sordera.
Así que, a fin de mantener la salud durante esta empresa, he
recurrido más de lo habitual al estímulo y al aliento de especialistas
solidarios y de compañeros de zigzagueo. A quienes más debo es a
Ernest Gellner y John Hall. En nuestro seminario sobre «Pautas de
la Historia», que se imparte desde 1980 en la Escuela de Economía
y Ciencias Políticas de Londres (LSE), hemos debatido sobre mu­
chas de las cosas de las que trata este volumen. Debo un agradeci­
miento especial a John, que ha leído prácticamente todos mis borra­
dores, los ha comentado extensamente, ha discutido siempre conmi­
go y , sin embargo, ha manifestado en todo momento apoyo y sim­
patía por mi empresa. También he explotado desvergonzadamente a
los distinguidos conferenciantes invitados al seminario, he utilizado
obsesivamente los debates sobre sus excelentes charlas para mis pro­
pios fines y les he extraído ideas y conocimientos especializados.
Muchos estudiosos han comentado generosamente distintos ca­
pítulos, han corregido mis errores, me han puesto en contacto con
las últimas investigaciones y controversias en sus especialidades y me
han demostrado que me equivocaba, e incluso han expresado su
esperanza de que me mantuviera más tiempo en sus terrenos respec­
tivos y ahondara más en ellos. En el orden en que los siguientes
capítulos tratan sus respectivos intereses, he de dar las gracias a Ja­
mes Wooburn, Stephen Shennan, Colin Renfrew, Nicholas Postgate,
Gary Runciman, Keith Hopkins, John Peel, John Parry, Peter Bur-
ke, Geoffrey Elton y Gian Poggi. Anthony Giddens y William
H. McNeill leyeron íntegro mi penúltimo borrador e hicieron mu­
chas críticas sensatas. A lo largo de los años, varios colegas hicieron
comentarios útiles sobre mis borradores, mis seminarios y mis ar­
gumentos. Desearía dar las gracias especialmente a Keith Hart, Da­
vid Lockwood, Nicos Mowzelis, Anthony Smith y Sandy Stewart.
La Universidad de Essex y los estudiantes de la LSE constituye­
ron públicos receptivos para someter a prueba mis ideas generales
en los cursos de teoría sociológica. Ambas instituciones actuaron
con gran generosidad al concederme tiempo libre para investigar y
dar clases sobre el material contenido en este libro. Las series de
seminarios en la Universidad de Yale, la Universidad de Nueva York,
la Academia de Ciencias de Varsovia y la Universidad de Oslo me
dieron amplias oportunidades de desarrollar mis argumentos. El Con­
sejo de Investigaciones en Ciencias Sociales me concedió una beca
de investigación personal para el curso académico 1980-1981 y me
apoyó mucho. En aquel año logré realizar casi toda la investigación
histórica necesaria para los primeros capítulos, lo cual no hubiera
podido hacer fácilmente de haber tenido un horario normal de ense­
ñanza.
Los bibliotecarios de Essex, la LSE, el Museo Británico y la
Biblioteca de la Universidad de Cambridge atendieron muy bien a
mis eclécticas peticiones. Mis secretarias en Essex y la LSE —Linda
Peachey, Elizabeth O’Leary e Yvonne Brown— fueron siempre efi­
cientes y colaboradoras con todos los borradores que se les presen­
taron.
Nicky Hart tuvo la idea que sirvió para reorganizar este libro en
tres volúmenes. Su propia labor y su presencia —junto con Louise,
Gareth y Laura— impidieron que este proyecto me dejara ciego,
sordo o incluso demasiado obsesionado.
Evidentemente, los errores son todos_míos.
Capítulo 1
LAS SOCIEDADES COMO REDES
ORGANIZADAS DE PODER

Los tres volúmenes proyectados de este libro constituyen una


historia y una teoría de las relaciones de poder en las sociedades
humanas. Ya esto es bastante difícil. Pero si se reflexiona un mo­
mento parece todavía más imponente. Porque, ¿no es probable que
una historia y una teoría de las relaciones de poder sea virtualmente
sinónimo de una historia y una teoría de la propia sociedad humana?
A fines del siglo XX no está de moda escribir una relación general,
por voluminosa que sea, de algunas de las principales pautas que
cabe hallar en la historia de las sociedades humanas. Esas magníficas
empresas generalizadoras victorianas —basadas en un saqueo impe­
rial de fuentes secundarias— se han visto aplastadas en el siglo XX
bajo el peso de una masa de volúmenes eruditos y del cierre de filas
de los especialistas académicos.
Mi justificación básica es que he llegado a una forma distinta y
general de contemplar las sociedades humanas que se enfrenta con
los modelos de sociedad predominantes en los escritos sobre socio­
logía o historia. En este capítulo se explica mi enfoque. Es posible
que a los no iniciados en la teoría de las ciencias sociales les resulte
algo denso. En tal caso, existe otra fo rm a p osib le d e leer este v o lu ­
m en : saltarse este capítulo, ir directamente al capítulo 2 o, de hecho,
a cualquiera de los capítulos narrativos y seguir adelante hasta que
no se comprendan o se encuentren criticables los términos utilizados
a la corriente teórica básica. Entonces se puede volver a esta intro­
ducción para orientarse.
Mi enfoque se puede resumir en dos afirmaciones, de las que se
desprende una metodología clara. La primera es: Las socied a d es es­
tán constituidas p o r m últiples red es so ció espaciales d e p o d er q u e se
su perpon en y se intersectan. Se percibirá rápidamente la peculiaridad
de mi enfoque si destino tres párrafos a decir qué no son las socie­
dades.
Las sociedades no son unitarias. No son sistemas sociales (cerra­
dos ni abiertos); no son totalidades. Nunca se puede hallar una sola
sociedad delimitada en el espacio geográfico o social. Como no exis­
te un sistema, una totalidad, no pueden existir «subsistemas», «di­
mensiones» ni «niveles» de esa totalidad. Como no existe un todo,
las relaciones sociales no pueden reducirse «a fin de cuentas», «en
última instancia», a alguna propiedad sistémica en ese todo, como
el «modo de producción material», o el «sistema cultural» o el «nor­
mativo», o la «forma de orgánización militar». Como no existe una
totalidad delimitada, no sirve de nada el dividir el cambio o el con­
flicto sociales en variedades «endógenas» o «exógenas». Como no
existe sistema social, no existe proceso «de evolución» en su interior.
Como la humanidad no está dividida en una serie de tonalidades
delimitadas y no se produce una «difusión» de organización social
entre ellas. Como no existe una totalidad, los individuos no se ven
constreñidos en su conducta por la «estructura social como un todo»,
así que no sirve de nada distinguir entre «acción social» y «estruc­
tura social».
En el párrafo anterior he exagerado mi posición para enfatirzarla.
No voy a descartar totalmente esas formas de contemplar las socie­
dades. Pero casi todas las ortodoxias sociológicas —como la teoría
de los sistemas, el marxismo, el estructuralismo, el funcionalismo
estructural, el funcionalismo normativo, la teoría multidimensional,
el evolucionismo, el difusionismo y la teoría de la acción— entur­
bian sus percepciones al concebir la «sociedad» como una totalidad
unitaria y aproblemática.
En la práctica, la mayor parte de las relaciones influidas por esas
teorías toman las comunidades políticas, o Estados, como sus «so­
ciedades», sus unidades totales para el análisis. Pero los Estados no
constituyen sino uno de los cuatro grandes tipos de redes de poder
de los que me voy a ocupar. La enorme influencia encubierta del
Estado nacional del fines del siglo XIX y principios del XX en las
ciencias humanas significa que el modelo del Estado nacional domi­
na por igual la sociología y la historia. Cuando no ocurre así, tanto
los arqueólogos como los antropólogos atribuyen el primer lugar a
la «cultura», pero incluso ésta suele concebirse como algo individual
y delimitado, como una especie de «cultura nacional». Es cierto que
algunos sociólogos e historiadores modernos rechazan el modelo del
Estado nacional. Equiparan a la «sociedad» con las relaciones eco­
nómicas transnacionales, utilizando el capitalismo o el industrialismo
como concepto maestro. Eso es ir demasiado lejos en la dirección
opuesta. Tanto el Estado como la cultura y la economía son redes
importantes de estructuración, pero casi nunca coinciden. No existe
un concepto maestro ni una unidad básica de la «sociedad». Es po­
sible que parezca una actitud extraña para un sociólogo, pero si yo
pudiera, aboliría totalmente el concepto de «sociedad».
La segunda afirmación se desprende de la primera. El concebir
a las sociedades como múltiples redes de poder, superpuestas e in-
tersectantes, nos permite el mejor acceso posible a la cuestión de qué
es finalmente «primordial» o «determinante» en las sociedades. La
m ejo r fo r m a d e h a cer una rela ción g en er a l d e las socieda des, su es­
tructura y su historia es en térm in os d e las in terrela cion es d e lo q u e
d en om in a ré las cu atro fu e n te s d el p o d er social: las rela cion es id eo ló ­
gicas, econ óm ica s, m ilitares y p olíticas (IEMP). Son: 1) red es su per­
puestas d e in tera cción social, no dimensiones, niveles ni factores de
una sola totalidad social. Eso se desprende de mi primera afirmación.
Son también: 2) organ izacion es, m ed ios institucionales d e alcanzar
o b jetiv o s hum anos. Su primacía no procede de la intensidad de los
deseos humanos de satisfacción ideológica, económica, militar o po­
lítica, sino de los m ed ios d e organ ización concretos que posea cada
una para alcanzar los objetivos humanos, cualesquiera que sean és­
tos. En este capítulo avanzaré gradualmente hacia la especificación de
los cuatro modelos de organización y de mi modelo IEMP de poder
organizado.
De ello surgirá una metodología distintiva. Se suele hablar de las
relaciones de poder en términos bastante abstractos, acerca de la
interrelación de «factores», o «niveles» o «dimensiones» económi­
cos, ideológicos y políticos de la vida social. Yo actúo a un nivel de
análisis más concreto, socioespa cial y de organización. Los problemas
centrales se refieren a la organización, e l control, la logística y la
com u n ica ción : la capacidad para organizar y controlar a personas,
materiales y territorios, y el desarrollo de esa capacidad a lo largo
de la historia. Las cuatro fuentes de poder social brindan distintos
medios posibles de organizar el control social. En diversos momen­
tos y lugares, cada una de ellas ha brindado una mayor capacidad
de organización que ha permitido que la forma de su organización
dictara durante un tiempo la forma de las sociedades en general. Mi
historia del poder se basa en la medición de la capacidad socioespa-
cial de organización y en la explicación de su desarrollo.
La tarea se ve un tanto facilitada por el carácter discontinuo del
desarrollo del poder. Nos encontramos con diversos momentos de
impulsión, atribuibles a la invención de nuevas técnicas de organi­
zación que aumentaron mucho la capacidad para controlar pueblos
y territorios. En el capítulo 16 figura una lista de algunas de las
técnicas más importantes. Cuando me encuentro con uno de esos
momentos, detengo la narración, trato de medir el aumento de la
capacidad de poder y después trato de explicarlo. Esa visión del
desarrollo social es la que Ernest Gellner (1964) califica de «neoepi-
sódica». El cambio social fundamental ocurre y las capacidades hu­
manas se amplían, mediante una serie de «episodios» de gran trans­
formación estructural. Los episodios no forman parte de un solo
proceso inmanente (como en las «Historias del crecimiento de la
Humanidad» del siglo X IX ), sino que pueden tener un efecto acu­
mulativo en la sociedad. Así podemos aventurarnos en la cuestión
de la primacía última.

La prim a cía últim a

De todas las cuestiones planteadas por la teoría sociológica en


los dos últimos siglos, la más básica y más huidiza es la de la pri­
macía o la determinación final. ¿Hay uno o más elementos, o claves,
nucleares, decisivos, determinantes en último término, de la socie­
dad? ¿O son las sociedades humanas túnicas inconsútiles tejidas con
inacabables interacciones multicausales en las que no existen pautas
generales? ¿Cuáles son las dimensiones más importantes de la estra­
tificación social? ¿Cuáles son los determinantes más importantes del
cambio social? Estas son las preguntas más tradicionales y más di­
fíciles de todas las preguntas sociológicas. Incluso en la forma flexi­
ble en que las he formulado, no constituyen la misma pregunta. Sin
embargo, todas ellas plantean la misma cuestión central: ¿Cómo se
puede aislar el elemento o los elementos «más importantes» de las
sociedades humanas?
Muchos consideran que no es posible encontrar una respuesta.
Afirman que la sociología no puede hallar leyes generales, ni siquiera
conceptos abstractos, aplicables por igual a las sociedades en todos
los momentos y en todos los lugares. Este empirismo escéptico su­
giere que empecemos con más modestia, analizando situaciones es­
pecíficas con la comprensión intuitiva y empática que nos aporta
nuestra propia experiencia social, para ir avanzando hacia una expli­
cación multicausal.
Sin embargo, ésta no es una posición epistemológica segura. El
análisis no puede limitarse a reflejar los «hechos»; nuestra percep­
ción de los hechos está ordenada por conceptos y teorías mentales.
El estudio histórico empírico medio contiene muchos supuestos im­
plícitos acerca de la naturaleza humana y la sociedad, además de
conceptos generales derivados de nuestra propia experiencia social,
como «la nación», «la clase social», «la condición social», «el poder
político» o «la economía». Los historiadores pueden prescindir de
examinar esos supuestos si todos utilizan los mismos, pero en cuanto
aparecen estilos distintos de hacer la historia —liberal, nacionalista,
materialista, neoclásico, etc.— se encuentran en el terreno de las
teorías generales enfrentadas acerca de «cómo funcionan las socie­
dades». Pero surgen dificultades incluso cuando no existen supuestos
enfrentados. La multicausalidad dice que los fenómenos o las ten­
dencias sociales tienen múltiples causas. Por eso deformamos la com­
plejidad social si abstraemos un determinante social principal o in­
cluso varios de ellos. Pero no podemos ev ita r el hacerlo. Todo aná­
lisis selecciona algunos acontecimientos anteriores, aunque no todos,
porque han tenido algún efecto en los ulteriores. En consecuencia,
todo el mundo actúa con algún criterio de importancia, aunque raras
veces se explicite. Puede convenir que de vez en cuando explicitemos
esos criterios y nos dediquemos a edificar una teoría.
Sin embargo, yo me tomo en serio el empirismo escéptico. Su
principal objeción está bien fundamentada. Las sociedades son mu­
cho m ás com plicadas que nuestras teorías de ellas. Eso era algo que
reconocían sistematizadores como Marx y Durkheim en sus momen­
tos más sinceros; mientras que Max Weber, el más grande de los
sociólogos, ideó una metodología (de «tipos ideales») para hacer fren­
te a la complejidad. Yo sigo el ejemplo de Weber. P odem os alcanzar
una metodología aproximada —y quizá incluso con una respuesta
aproximada— en cuanto a la cuestión de la primacía final, pero úni­
camente si ideamos conceptos adecuados para enfrentarnos con la
complejidad. A mi entender, esa es la virtud de un modelo socioes-
pacial y de organización de las fuentes del poder social.

N aturaleza hum ana y p o d e r social

Empecemos por la naturaleza humana. Los seres humanos son


inquietos, racionales y voluntariosos, tratan de intensificar su disfru­
te de las cosas agradables de la vida y tienen capacidad para escoger
y aplicar los medios adecuados de lograrlo. O, por lo menos, tienen
esa capacidad una cantidad suficiente de ellos para establecer el di­
namismo que caracteriza la vida humana y que le da a ésta una
historia de la que carecen las demás especies. Esas características
humanas constituyen la fuente de todo lo que se describe en el pre­
sente libro. Son la fuente original del poder.
Debido a ello, los teóricos sociales se han sentido siempre ten­
tados de avanzar un poco más allá con un m od elo d e m otiva ción de
la sociedad humana, de tratar de basar una teoría de la estructura
social en la «importancia» de los diversos impulsos que motivan a
los seres humanos. Eso era algo más popular a principios de siglo
que ahora. Autores como Sumner y Ward procedían en primer lugar
a establecer listas de impulsos humanos básicos, como los de satis­
facción sexual, afectividad, salud, ejercicio físico y creatividad, crea­
tividad intelectual y significación, riqueza, prestigio, «el poder por
el poder» y muchos más. Después trataban de establecer su impor­
tancia relativa como impulsos y de ahí deducían el rango respectivo
en la importancia social de la familia, la economía, el gobierno, etc.
Y si bien es posible que esa práctica concreta esté anticuada, un
modelo general de la sociedad basado en la motivación subyace en
varias de las teorías modernas, comprendidas distintas versiones de
teorías materialistas e idealistas. Por ejemplo, muchos marxistas afir­
man derivar la importancia de los modos de la producción econó­
mica en la sociedad del presunto vigor del esfuerzo humano por
asegurarse la subsistencia material.
En el volumen III se comentarán más a fondo las teorías basadas
en la motivación. Mi conclusión será que si bien las cuestiones de
motivación son importantes e interesantes, no son estrictamente per­
tinentes para la cuestión de la primacía última. Permítaseme resumir
brevemente mi argumento.
La persecución de casi todos nuestros impulsos de motivación,
de nuestras necesidades y nuestros objetivos, implica a los seres hu­
manos en relaciones exteriores con la naturaleza y con otros seres
humanos. Los objetivos humanos exigen tanto una intervención en
la naturaleza —una vida material en el sentido más amplio— como
la cooperación social. Resulta difícil imaginar que ninguna de nues­
tras aspiraciones o nuestras satisfacciones ocurra sin ambas cosas.
Así, las características de la naturaleza y las de las relaciones sociales
son pertinentes para las motivaciones y de hecho es posible que las
estructuren. Tienen propiedades em erg en tes peculiares a ellas.
Es algo que resulta evidente en la naturaleza. Por ejemplo, la
mayor parte de las primeras civilizaciones surgieron donde existía
una agricultura aluvial. Podemos dar por establecido el impulso de
motivación de los seres humanos de tratar de aumentar sus medios
de subsistencia. Esa es una constante. Lo que explica, más bien, el
origen de la civilización es la oportunidad que brindaron a algunos
seres humanos las inundaciones, que les aportaron suelos aluviales
ya fertilizados (véanse los capítulos 3 y 4). Nadie ha aducido seria­
mente que los habitantes de los valles del Eufrates y del Nilo tuvie­
ran impulsos económicos más fuertes que, por ejemplo, los habitan­
tes prehistóricos del continente europeo, que no inventaron la civi­
lización. Lo que ocurrió fue que los impulsos que todos compartían
recibieron más ayuda ambiental de los valles fluviales (y de sus con­
textos regionales), lo cual provocó una respuesta social concreta por
su parte. La motivación humana no es pertinente salvo en el sentido
de que aportó el impulso hacia adelante que poseen suficientes seres
humanos como para darles un cierto dinamismo dondequiera que
residan.
La aparición de relaciones sociales de poder es algo que siempre
se ha reconocido en la teoría social. Desde Aristóteles hasta Marx
lo que se ha venido diciendo es que «el hombre» (por desgracia,
raras veces también la mujer) es un animal social que no puede
alcanzar objetivos, comprendido el dominio de la naturaleza, más
que mediante la cooperación. Como hay muchos objetivos huma­
nos, también son muchas las formas de las relaciones sociales y de
redes grandes y pequeñas de personas que interactúan, que van des­
de el amor hasta las que implican a la familia, la economía y el
Estado. Los teóricos de la «interacción simbólica», como Shibutani
(1955), han señalado que todos vivimos en una variedad asombrosa
de «mundos sociales» que participan de muchas culturas: laboral, de
clase, de vecindad, de género, de generación, de aficiones y muchas
más. La teoría sociológica simplifica heroicamente al seleccionar unas
relaciones que son más «poderosas» que otras, que influyen en la
forma y el carácter de las estructuras sociales en general. Ello no se
debe a que las necesidades específicas que satisfacen sean más «po­
derosas» que otras desde el punto de vista de la motivación, sino a
que son más eficaces como medio de alcanzar unos objetivos. Lo
que nos permite un acceso a la cuestión de la primacía no son los
fines, sino los medios. En toda sociedad caracterizada por la división
del trabajo surgen relaciones sociales especializadas que satisfacen
diferentes bloques de necesidades humanas. Y esas relaciones difie­
ren en sus capacidades de organización.
Así nos salimos totalmente de la esfera de los objetivos y las
necesidades. Porque es posible que una forma de poder no sea en
absoluto un objetivo humano inicial. Si es un m ed io muy útil para
alcanzar otros objetivos, se tratará de obtenerlo por sí mismo. Es
una necesidad em erg en te. Emerge en el transcurso de la satisfacción
de necesidades. Es posible que el ejemplo más obvio sea la fuerza
militar. Probablemente no se trate de un impulso ni de una necesi­
dad humana inicial (trataré de esto en el volumen III), pero es un
medio eficaz de organización para satisfacer otros impulsos. Por uti­
lizar la expresión de Talcott Parsons, el poder es un «medio gene­
ralizado» de alcanzar los objetivos que uno desea lograr (1968: I,
263). Por consiguiente, yo no me ocupo de las motivaciones y los
objetivos iniciales, sino que me centro en las fu en tes d e p o d er d e
organ ización emergentes. Si a veces hablo de «seres humanos que
persiguen sus objetivos», no debe interpretarse como una afirmación
voluntarista ni psicológica, sino como un dato, una constante en la
que no voy a profundizar porque no tiene mayor fuerza social. Tam­
bién dejo de lado el gran número de obras conceptuales sobre «el
poder en sí» y prácticamente no menciono las «dos (o tres) caras
del poder», «poder contra autoridad» (salvo en el capítulo 2), «de­
cisiones contra indecisiones» y controversias parecidas (que se co­
mentan detalladamente en los primeros capítulos de Wrong, 1979).
Se trata de cuestiones importantes, pero aquí yo sigo un rumbo
diferente. Al igual que Giddens (1979: 91), no trato del «poder en
sí como un recurso. Los recursos son medios por conducto de los
cuales se ejerce el poder». Tengo dos misiones conceptuales limita­
das: 1) identificar los principales «medios», «medios generalizados»
posibles o, como prefiero decir yo, fuentes de poder, y 2) idear una
metodología para estudiar el poder de organización.

P od er d e organ ización

Poder colectivo y poder distributivo

En su sentido más general, el poder es la capacidad para perse­


guir y alcanzar objetivos mediante el dominio del medio en el que
habita uno. El poder social comporta dos sentidos más específicos.
El primero limita su significado al dominio que se ejerce sobre otras
personas. Véase un ejemplo: el poder es la probabilidad de que un
actor en una relación social se halle en condiciones de realizar sus
deseos, aunque tropiece con resistencia (Weber, 1968: I, 53). Pero,
como señalaba Parsons, esas definiciones limitan el poder a su as­
pecto distribu tivo, al poder de A sob re B. Para que B obtenga un
poder, A tiene que perder algo del suyo: su relación es un «juego
de suma cero» en el cual una cantidad fija de poder puede distri­
buirse entre los participantes. Parsons señalaba con razón un segun­
do aspecto co lectiv o del poder, mediante el cual varias personas en
cooperación pueden aumentar su poder conjunto sobre terceros o
sobre la naturaleza (Parsons, 1960: 199 a 225). En casi todas las
relaciones sociales, ambos aspectos del poder, el distributivo y el
colectivo, el explotador y el funcional, actúan simultáneamente y
están entrelazados.
De hecho, la relación entre ambos es dialéctica. En la persecución
de sus objetivos, los seres humanos establecen relaciones cooperati­
vas y colectivas entre sí. Pero en la persecución de objetivos colec­
tivos se establece una organización social y una división del trabajo.
La organización y la división de funciones comportan una tendencia
inherente en el poder distributivo, derivado de la supervisión y la
coordinación. Porque la división del trabajo es engañosa: aunque
extraña la especialización de funciones a todos los niveles, el nivel
más alto supervisa y dirige el todo. Quienes ocupan puestos de su­
pervisión y coordinación tienen una superioridad de organización
inmensa sobre los demás. Las redes de interacción y de comunica­
ción se centran, de hecho, en las funciones de esas personas, como
cabe apreciar con bastante facilidad en el diagrama de organización
de cualquier empresa moderna. El diagrama permite a los supervi­
sores controlar toda la organización e impide a quienes están abajo
del todo participar en ese control. Permite a quienes están en la cima
poner en marcha el mecanismo para perseguir objetivos colectivos.
Aunque cualquiera puede negarse a obedecer, probablemente faltan
oportunidades de establecer otro mecanismo para perseguir sus ob­
jetivos. Como señalaba Mosca, «el poder de cada minoría es irresis­
tible frente a cada individuo aislado de la mayoría, que se encuentra
solo frente a la totalidad de la minoría organizada» (1939: 53). La
minoría que se halla en la cumbre puede mantener obedientes a las
masas que están abajo, siempre que su poder esté institucionalizado
en las leyes y las normas del grupo social en el que actúan ambas.
La institucionalización es necesaria para alcanzar objetivos colectivos
rutinarios, y así el poder distributivo, es decir, la estratificación so­
cial, se convierte también en una característica institucionalizada de
la vida social.
Así, existe una respuesta sencilla a la pregunta de por qué no se
rebelan las masas —problema perenne para la estratificación social—,
y esa respuesta no se refiere al consenso de valores, a la fuerza ni al
intercambio en el sentido habitual de esas explicaciones sociológicas
convencionales. Las masas obedecen porque carecen de organización
colectiva para hacer lo contrario, porque están incrustadas en orga­
nizaciones de poder colectivo y distributivo controladas por otros.
Están rebasadas d esd e e l p u n to d e vista d e la organización, aspecto
que desarrollo más adelante en relación con diversas sociedades his­
tóricas y contemporáneas (capítulos 5, 7, 9, 13, 14 y 16). Eso sig­
nifica que la distinción conceptual entre poder y autoridad (es decir,
el poder que consideran legítimo todos los afectados por él) no ocu­
pará mucho lugar en este libro. Es raro encontrar un poder que sea
básicamente legítimo o básicamente ilegítimo, porque su ejercicio
normalmente tiene dos caras.

Poder extensivo e intensivo y autoritario y difuso

El p o d e r ex ten sivo significa la capacidad para organizar a grandes


cantidades de personas en territorios muy distantes a fin de actuar
en cooperación con un mínimo de estabilidad. El p o d er in ten sivo
significa la capacidad para organizar bien y obtener un alto grado
de cooperación o de compromiso de los participantes, tanto si la
superficie o la cantidad de personas son grandes como si son peque­
ñas. Las estructuras primarias de la sociedad cambian el poder ex­
tensivo con el intensivo y así ayudan a los seres humanos en co­
operación extensiva e intensiva a alcanzar sus objetivos, cualesquiera
sean éstos.
Pero al hablar del poder como organización puede dar una im­
presión errónea, como si las sociedades fueran meras colecciones de
grandes organizaciones autoritarias de poder. Muchos de los que
usan el poder están bastante menos «organizados»; por ejemplo, el
intercambio en el mercado incorpora el poder colectivo, porque me­
diante el intercambio hay gente que alcanza sus diversos objetivos.
Asimismo, incorpora el poder distributivo, en virtud del cual sólo
algunas personas poseen derechos de propiedad sobre bienes y ser­
vicios. Pero puede poseer muy poca organización autoritaria que
ayude a ese poder y lo imponga. Por utilizar la famosa frase de
Adam Smith, el principal instrumento de poder en un mercado es
una «Mano Invisible» que obliga a todos, pero no está controlada
por ninguna agencia humana individual. Es una forma de poder hu­
mano, pero no está organizada de forma autoritaria.
Por tanto, yo distingo dos clases más de poder, el autoritario y
el difuso. El p o d e r autoritario es al que aspiran efectivamente gru­
pos e instituciones. Comprende unas órdenes definidas y una obe­
diencia consciente. Sin embargo, el p o d e r difuso se extiende de forma
más espontánea, inconsciente, descentralizada, por toda una pobla­
ción, lo cual tiene por resultado unas prácticas sociales similares que
incorporan relaciones de poder, pero no órdenes explícitas. Lo más
frecuente es que no comporte órdenes y obediencia, sino el enten­
dimiento de que esas prácticas son naturales y morales, o son resul­
tado de un interés común evidente. El poder político como un todo
incorpora una proporción mayor de poder colectivo que de poder
distribuido, pero no de forma invariable. También puede desembo­
car en un «rebasamiento» tal de las clases subordinadas que éstas
consideren absurda toda resistencia. Así es, por ejemplo, cómo el
poder difuso del mercado capitalista mundial contemporáneo des­
borda a los movimientos organizados y autorizados de la clase obre­
ra en los Estados nacionales de hoy, aspecto que desarrollaré en el
volumen II. Otros ejemplos de poder difuso son los que aporta la
extensión de solidaridades como las de clase o nación, que constitu­
yen una parte importante del desarrollo del poder social.
Si se aúnan esas dos distinciones se obtienen cuatro formas idea­
les típicas del ámbito de organización, especificadas con ejemplos
relativamente extremos en la figura 1.1. El poder militar brinda ejem­
plos de organización autoritaria. El poder del alto mando sobre sus
tropas es coercitivo, está concentrado y muy movilizado. Es inten­
sivo, más bien que extensivo, al contrario de lo que ocurre con un
imperio militarista, que puede abarcar un gran territorio con sus
órdenes, pero que tropieza con dificultades para movilizar un com­
promiso positivo de su población o para penetrar en sus vidas coti­
dianas. Una huelga general es un ejemplo de poder relativamente
difuso, pero extensivo. Los obreros sacrifican el bienestar individual
por una causa, hasta cietrto punto «espontáneamente». Por último,
como ya se ha mencionado, el intercambio en el mercado puede
implicar transacciones voluntarias, instrumentales y estrictamente li­
mitadas en una superficie enorme y por eso es difuso y extensivo.
La organización más eficaz posible abarcaría las cuatro formas de
ámbito.

Autoritario Difuso
In ten sivo Estructura militar Huelga general.
de mando.
E xtensivo Imperio militarista. Intercambio en el
mercado.

F i g u r a 1.1. Formas de ámbito de organización.

Tanto los sociólogos como lo politólogos han estudiado mucho


la intensividad, y yo no tengo nada que añadir. El poder es intensivo
si gran parte de la vida del sujeto está controlada o si le puede
presionar mucho (hasta la muerte) sin que disminuya su obediencia.
Se trata de algo que se comprende claramente, aunque no es fácil­
mente cuantificable en las sociedades de las que trata este volumen.
La extensividad no ha ocupado mucho lugar en teorías anteriores.
Es una pena, porque es más fácil de medir. Casi todos los teóricos
prefieren ideas abstractas de estructura social, así que hacen caso
omiso de los aspectos geográficos y socioespaciales de las sociedades.
Si tenemos presente que las «sociedades» son redes, con unos con­
tornos espaciales definidos, nos será posible remediar ese problema.
Podemos empezar con Owen Lattimore. Tras toda una vida de
estudiar las relaciones entre China y las tribus mongoles, distinguió
tres radios de integración social extensiva que, según él, se mantu­
vieron relativamente invariables en la historia mundial hasta el si­
glo XV europeo. La acción más extensiva geográficamente es la a c­
ción militar. Esta se puede dividir en dos, interior y exterior. La
interior se extiende sobre territorios que, tras la conquista, podrían
añadirse al Estado; la exterior se extiende más allá de esas fronteras
en incursiones punitivas o en busca de tributos. En consecuencia, el
segundo radio, la adm inistración civ il (es decir, el Estado) es menos
extensivo, pues como máximo es el radio interior de la acción militar
y suele ser mucho menos extensivo que ésta. A su vez, este radio es
más extensivo que la in tegra ción econ óm ica , que comprende como
máximo la región y como mínimo la célula del mercado local de la
aldea, dado el débil desarrollo de la interacción entre las unidades
de producción. El comercio no era totalmente inexistente y la in­
fluencia de los comerciantes chinos se hacía sentir más allá del al­
cance efectivo de los ejércitos del imperio. Pero la tecnología de las
comunicaciones significaba que las mercaderías con una alta relación
valor/peso —artículos verdaderamente suntuarios y animales y es­
clavos humanos «autopropulsados»— eran las únicas que se inter­
cambiaban a grandes distancias. Eso tenía unos efectos integradores
inapreciables. Así, a lo largo de un período considerable de la his­
toria de la humanidad, la integración extensiva dependió de factores
militares, y no económicos (Lattimore, 1962: 480 a 491, 542 a 551).
Lattimore tiende a equiparar la integración únicamente con el
ámbito extensivo y también separa de manera demasiado tajante los
diversos «factores» —militar, económico, político— necesarios para
la vida social. Sin embargo, su argumento nos lleva a analizar la
«infraestructura» del poder: cómo pueden las organizaciones de po­
der conquistar y controlar efectivamente espacios geográficos y so­
ciales.
Yo mido el ámbito del poder autoritario mediante un préstamo
tomado de la logística, la ciencia militar de desplazar hombres y
material durante una campaña. ¿Cómo se transmiten físicamente y
se ejecutan efectivamente las órdenes? ¿Qué control, por qué grupo
de poder, de qué tipo es errática o sistemáticamente posible dadas
las infaestructuras logísticas existentes? Varios capítulos lo cuantifi-
can mediante la formulación de preguntas como cuántos días se tar­
da en transportar mensajes, materiales y personal por determinados
espacios terrestres, marítimos y fluviales y cuánto control se puede
ejercer así. Tomo prestado mucho de la esfera más avanzada de esa
investigación, la logística militar propiamente dicha. La logística mi­
litar aporta directrices relativamente claras a los ámbitos externos de
las redes de poder, que desembocan en importantes conclusiones
acerca del carácter esencialmente fe d e r a l de las sociedades preindus-
triales extensivas. La sociedad imperial unitaria y muy centralizada
de autores como Wittfogel o Eisenstadt es mítica, como lo es la
afirmación del propio Lattimore de que la integración militar fue
algo históricamente decisivo. Cuando el control militar rutinario a
lo largo de una ruta de marcha superior a unos 90 kilómetros es
logísticamente imposible (como lo ha sido durante la mayor parte
de la historia), el control sobre una superficie mayor no se puede
centralizar en la práctica y tampoco puede penetrar intensivamente
en la vida cotidiana de la población.
El poder difuso tiende a variar junto con el poder autoritario y
se ve afectado por su logística. Pero también se extiende con relativa
lentitud, espontánea y «universalmente» por todas las poblaciones,
sin pasar por organizaciones autoritarias concretas. Ese universalis­
m o también tiene un desarrollo tecnológico mensurable. Depende de
servicios capacitadores, como mercados, alfabetización, acuñación de
moneda o el desarrollo de una cultura de clase y nacional (en lugar
de local o de linaje). Los mercados y las conciencias nacional y de
clase fueron surgiendo lentamente a lo largo de la historia, conforme
a sus propias infraestructuras difusas.
La sociología histórica general puede centrarse, pues, en el des­
arrollo del poder colectivo y distributivo, medido por el desarrollo
de la infraestructura. El poder autoritario exige una infraestructura
logística; el poder difuso exige una infraestructura universal. Ambos
nos permiten centrarnos en un análisis de la organización del poder
y de la sociedad y examinar sus lincamientos socioespaciales.

Teoría actu a l d e la estra tifica ción

¿Cuáles son, pues, las principales organizaciones de poder? Los


dos enfoques principales en la teoría actual de la estratificación son
el marxista y el neoweberiano. Yo acepto muy satisfecho su premisa
inicial común: la estra tifica ción social consiste en la crea ción y la
distribución glo b a les d el p o d e r en la sociedad. Es la estructura central
de las sociedades porque en su doble aspecto colectivo y distributivo
es el medio por conducto del cual los seres humanos alcanzan sus
objetivos en la sociedad. De hecho, el acuerdo entre los dos enfo­
ques llega más lejos, pues tienden a considerar predominantes los
mismos tres tipos de organización del poder. Entre los marxistas
(por ejemplo, Wesolowski, 1967; Anderson, 1974a y b; Althusser y
Balibar, 1970; Poulantzas, 1972; Hindess y Hirst, 1975), entre los
weberianos (por ejemplo, Bendix y Lipset, 1966; Barber, 1968; Hel-
ler, 1970; Runciman, 1968, 1982, 1983a, b y c), son clase, con dición
y partido. Los dos conjuntos de términos tienen una cobertura apro­
ximadamente equivalente, así que en la sociología contemporánea los
tres tipos se han convertido en la ortodoxia descriptiva dominante.
En general, los dos primeros: economía/clase e ideología/condi-
ción social me parecen satisfactorios. Mi primera desviación de la
ortodoxia consiste en sugerir que no hay tres, sino cuatro tipos fun­
damentales de poder. El tipo «política/partido» contiene de hecho
dos formas separadas de poder: poder p olítico y poder m ilitar; por
una parte, la comunidad política central, que comprende el aparato
estatal y (cuando existen) los partidos políticos; por otra parte, la
fuerza física o militar. Marx, Weber y sus seguidores no distinguen
entre los dos, porque en general consideran al Estado como el de­
positario de la fuerza física en la sociedad.
El equiparar la fuerza física con el Estado suele tener sentido en
el caso de los Estados modernos que monopolizan la fuerza militar.
Sin embargo, conceptualmente, las dos cosas deben considerarse dis­
tintas, al objeto de estar preparados para cuatro posibilidades:
1. En la historia, la mayor parte de los Estados no han poseído
un monopolio de la fuerza militar y muchos ni siquiera lo han rei­
vindicado. En algunos países europeos, durante la Edad Media el
Estado feudal dependía de las levas militares o las mesnadas contro­
ladas por señores descentralizados. Por lo general, los Estados islá­
micos carecían de poderes monopólicos: por ejemplo, no se consi­
deraban dotados de poderes para intervenir en los enfrentamientos
tribuales. Podemos distinguir los poderes políticos de los militares,
tanto de los Estados como de otros grupos. Los p od eres p olíticos son
los d e regu la ción centralizada, institucionalizada, territoria l; los p o ­
d eres m ilitares son los d e la fu erz a física organizada d on d eq u iera q ue
estén organizados.
2. La conquista la realizan grupos que pueden ser independien­
tes de sus Estados de origen. En muchos casos feudales, cualquier
guerrero nacido libre o noble podía reunir una banda armada para
realizar incursiones y conquistar territorios. Si el grupo militar efec­
tuaba la conquista, eso aumentaba su poderío contra su propio Es­
tado. En los casos de los bárbaros que atacaban a civilizaciones, esa
organización militar solía llevar a la primera aparición de un Estado
entre los bárbaros.
3. En el plano interno, la organización militar suele estar ins­
titucionalmente separada de otros órganos del Estado, incluso cuan­
do se halla controlada por éste. Como es frecuente que los militares
derroquen a la élite política del Estado en un golpe de Estado, ne­
cesitamos distinguir entre las dos cosas.
4. Si las relaciones internacionales entre los Estados son pacífi­
cas, pero están estratificadas, preferiremos hablar de una «estructu­
ración del poder político» de la sociedad internacional más amplia
que no está determinada por el poder militar. Así ocurre hoy día,
por ejemplo, por lo que respecta a los Estados poderosos, pero en
gran medida desmilitarizados, del Japón y Alemania Occidental.
Por eso trataremos por separado de cu atro fuentes de poder: la
economía, la ideología, la militar y la política *.

«rN iveles, d im en sion es» d e la «sociedad»

Las cuatro fuentes de poder se enumerarán más adelante en este


mismo capítulo. Pero, en primer lugar, ¿qué son exactamente? La
teoría ortodoxa de la estratificación es clara. En la teoría marxista
se las califica generalmente de «niveles de una formación social»; en
la teoría neoweberiana son «dimensiones» de la sociedad. Ambas
presuponen una visión abstracta, casi geométrica, de la sociedad. Los
niveles o las dimensiones son elementos de un todo mayor, que de
hecho está formado por ellos. Muchos autores representan esto en
forma de diagramas. La sociedad se convierte en un gran recuadro
o círculo de un espacio «-dimensional, que se subdivide en cuadra­
dos, sectores, niveles, vectores o dimensiones más pequeños.
Donde más claramente se ve esto es en el término dim ensiones.
Se deriva de las matemáticas y tiene dos significados especiales: 1)
Las dimensiones son análogas e independientes, al guardar la misma
forma de relación con alguna propiedad estructural básica. 2) Las

1 Giddens (1981) también distingue cuatro tipos de institución de poder: órde­


nes/modos simbólicos de discurso, instituciones económicas, derecho/modos de san­
ción/represión e instituciones políticas.
dimensiones habitan el mismo espacio global, en este caso una «so­
ciedad». El esquema marxista difiere en algunos detalles. Sus «nive­
les» no son independientes los unos de los otros, pues el de la eco­
nomía tiene la primacía última sobre los demás. De hecho, es más
complicado y ambiguo, porque la economía marxista tiene un doble
papel, como «nivel» autónomo de la «formación social» (la sociedad)
y como totalidad última determinante en sí misma, a la que se de­
nomina «modo de producción». Los modos de producción impri­
men su carácter general a las formaciones sociales y, en consecuen­
cia, a los distintos niveles. Así, las dos teorías difieren: los weberia-
nos elaboran una teoría de factores múltiples en la cual la totalidad
social está determinada por la interrelación compleja de las dimen­
siones; los marxistas perciben la totalidad como determinada «final­
mente» por la producción económica. Sin embargo, comparten una
visión simétrica de la sociedad como un solo todo unitario.
La impresión de simetría queda reforzada si estudiamos el inte­
rior de cada dimensión/nivel. Cada una/uno combina tres caracte­
rísticas simétricamente. Se trata, en primer lugar, de instituciones,
como «iglesias», «modos de producción», «mercados», «ejércitos»,
«Estados», etc. Pero también son fu n cion es. A veces, éstas son, en
segundo lugar, fin es fu n cio n a les que persiguen los seres humanos.
Por ejemplo, los marxistas justifican la primacía de la economía adu­
ciendo que los seres humanos deben perseguir ante todo la subsis­
tencia económica. Los weberianos justifican La importancia del poder
de la ideología en términos de la necesidad humana de encontrarle
un significado al mundo. Más frecuente es que se los considere, en
tercer lugar, como m ed ios fu n cion a les. Los marxistas consideran los
niveles político e ideológico como medios para extraer trabajo exce­
dente de los productores directos; los weberianos argumentan que
todos son medios de poder. Pero organizaciones, funciones como
fines y funciones como medios son términos homólogos. Son aná­
logos y habitan el mismo espacio. Cada nivel o dimensión tiene el
mismo contenido interno. Es el de organización, función como fin
y función como medio, todo ello envuelto en el mismo paquete.
Si continuamos hasta el análisis empírico, la simetría persiste.
Cada dimensión/nivel puede desenvolverse en varios «factores». Los
argumentos ponderan la importancia de, digamos, varios «factores
económicos» frente a varios «factores ideológicos». Aquí el debate
dominante se ha desarrollado entre un enfoque de «factores múlti­
ples», que extrae sus factores más importantes de diferentes dimen­
siones/niveles, y un enfoque de «factor único», que extrae su factor
más importante de uno solo. En el bando de los factores múltiples
debe de haber literalmente centenares de libros y artículos que con­
tienen la afirmación de que las ideas, o los factores culturales, o
ideológicos, o simbólicos, son autónomos, tienen una vida propia,
no pueden reducirse a factores materiales o económicos (por ejem­
plo, Sahlins, 1976; Bendix, 1978: 271 y 272, 630; Geertz, 1980: 13,
135 y 136). En el bando del factor único existe una polémica mar­
xista tradicional contra esa posición. En 1908 Labriola publicó sus
Ensayos so b re la C on cepción M aterialista d e la H istoria. En ellos
aducía que el enfoque de factores múltiples dejaba de lado la totali­
d a d de la sociedad, caracterizada por la praxis del hombre, su acti­
vidad como productor material. Es algo que desde entonces han
repetido mucho los marxistas (por ejemplo, Petrovic, 1967: 67 a 114).
Pese a la polémica, son dos caras de la misma hipótesis: los «fac­
tores» son partes de dimensiones o niveles funcionales de organiza­
ción que son subsistemas análogos e independientes de un todo so­
cial general. Los weberianos hacen hincapié en los aspectos inferio­
res, más empíricos de éste; los marxistas lo hacen en el aspecto
superior de la totalidad. Pero se trata de la misma visión básica,
simétrica y unitaria.
Estas teorías rivales tienen virtualmente el mismo concepto maes­
tro: la «sociedad» (o la «formación social» en una parte de la teoría
marxista). El uso más frecuente del término «sociedad» es flexible y
vago, e indica cualquier grupo humano estable, sin añadir nada a
términos como grupo social o agregado social o asociación. Así es
como utilizaré yo el término. Pero en un uso más riguroso o am­
bicioso, «sociedad» añade el concepto de un sistema social unitario.
En este sentido empleaba el término el propio Comte (que acuñó la
palabra «sociología»). Y también Spencer, Marx, Durkheim, los an­
tropólogos clásicos y casi todos sus discípulos y críticos. De los
grandes teóricos, sólo Weber mostró cautela ante ese enfoque y sólo
Parsons se ha opuesto a él explícitamente. La definición del último
es el siguiente: «Una sociedad es un tipo de sistema social, en cual­
quier universo de sistemas sociales que alcance el máximo nivel de
autosuficiencia como sistema en relación con su entorno» (1966: 9).
Si renunciamos al uso excesivo de la palabra «sistema», pero con­
servamos el sentido esencial de Parsons, podemos llegar a una defi­
nición mejor: Una so cied a d es una red d e in tera cción social en cu yos
lím ites existe un cierto gra d o d e d iscon tin u ida d en la in teracción en ­
tre ella y su en torn o. Una sociedad es una unidad con fronteras y
contiene una interacción que es relativamente densa y estable; es
decir, presenta unas pautas internas cuando se compara con la inte­
racción que cruza sus límites. Pocos historiadores, sociólogos o an­
tropólogos tendrían algo que objetar a esta definición (véase, por
ejemplo, Giddens, 1981: 45 y 46).
La definición de Parsons es admirable. Pero sólo se refiere al
grado de unidad y de ajuste a las pautas. Esto se suele olvidar con
excesiva frecuencia y se supone que la presencia invariable de la
unidad y las pautas. Eso es lo que yo califico de concepción sistém ica
o unitaria de la sociedad. Sociedad y sistema aparecían como inter­
cambiables en Comte y sus sucesores, que los consideraban requi­
sitos para una ciencia de la sociedad: la formulación de afirmaciones
sociológicas en general exige que aislemos una sociedad y observe­
mos regularidades en las relaciones entre sus partes. Las sociedades
en el sentido de sistemas, delimitadas y con pautas internas, aparecen
en prácticamente todas las obras de sociología y antropología y en
casi todas las obras teóricamente informadas de ciencia política, eco­
nomía, arqueología, geografía e historia. También existen implícita­
mente en obras menos teóricas de esas disciplinas.
Examinemos la etimología de la palabra «sociedad». Se deriva del
latín societas. De ahí se elaboró socius, en el sentido de un aliado no
romano, un grupo dispuesto a seguir a Roma en las guerras. Se trata
de un término común en los idiomas indoeuropeos, derivado de raíz
sekw, que significa «seguir». Denota una alianza asimétrica, una so­
ciedad como confederación flexible de aliados estratificados. Ya ve­
remos que esta concepción, y no la unitaria, es la correcta. Utilice­
mos el término «sociedad» en su sentido latino, no romance.
Pero continúo con dos argumentos más generales contra la con­
cepción unitaria de la sociedad.

Críticas

Los seres humanos son sociales, no societales

En la base de la concepción unitaria se halla una hipótesis teóri­


ca: como las personas son animales sociales, tienen la necesidad de
crear una sociedad, una totalidad social delimitada y con pautas.
Pero eso es falso. Los seres humanos necesitan entablar en relaciones
sociales de poder, pero no necesitan totalidades sociales. Son anima­
les sociales, pero no societales.
Veamos una vez más algunas de sus necesidades. Como desean
satisfacción sexual, buscan relaciones sociales, habitualmente con sólo
unos cuantos miembros del sexo opuesto; como desean reproducir­
se, esas relaciones sexuales suelen combinarse con relaciones entre
adultos y niños. Para eso (y otros fines) surge una familia, que dis­
fruta de una interacción pautada con otras unidades familiares en las
cuales se pueden encontrar compañeros sexuales. Como los seres
humanos necesitan subsistencia material, establecen relaciones eco­
nómicas y cooperan con otros en la producción y el intercambio.
No hay ninguna necesidad de que esas redes económicas sean idén­
ticas a las redes familiares o sexuales, y en la mayor parte de los
casos no lo son. Como los seres humanos exploran el significado
final del universo, debaten sobre ideas y quizá participan con otros
de parecidas inclinaciones en los ritos y el culto en las iglesias. Como
los seres humanos defienden lo que han conseguido, y como des­
pojan a otros, forman bandas armadas, probablemente integradas
por los hombres más jóvenes, y necesitan tener relaciones con no
combatientes que los alimenten y los equipen. Como los seres hu­
manos solucionan disputas sin recurrir constantemente a la fuerza,
establecen organizaciones judiciales con esferas específicas de com­
petencia. ¿Dónde está la necesidad de que todos esos requisitos so­
ciales generen redes idénticas de interacción socioespacial y formen
una sociedad unitaria?
Las tendencias a la formación de una sola red obedecen a la
aparición de la necesidad de institucionalizar las relaciones sociales.
Las cuestiones de producción económica, de significado, de defensa
armada y de solución judicial no son del todo independientes las
unas de las otras. Es probable que el carácter de cada una de ellas
esté influido por el carácter de todas, y todas son necesarias para
cada una. Un conjunto dado de relaciones de producción exigirá
unos supuestos ideológicos y normativos comunes, así como la de­
fensa y una regulación judicial. Cuanto más institucionalizadas se
hallen esas relaciones, más irán convergiendo las diversas redes de
poder hacia una sociedad unitaria.
Pero debemos recordar la dinámica inicial. La fuerza impulsora
de la sociedad humana no es la institucionalización. La historia obe­
dece a impulsos inconstantes que generan las diversas redes de rela­
ciones extensivas e intensivas de poder. Esas redes guardan una re­
lación más directa que la institucionalización con el logro de obje­
tivos. En la persecución de sus objetivos, los seres humanos siguen
desarrollando esas redes y superando el nivel existente de institucio­
nalización. Esto puede ocurrir como desafío directo a las institucio­
nes existentes o sin intención e «intersticialmente» —entre sus in­
tersticios y en torno a sus márgenes— y crear nuevas relaciones e
instituciones que tienen consecuencias imprevistas para las antiguas.
Esto se ve reforzado por el aspecto más permanente de la insti­
tucionalización, la división del trabajo. Los que tienen actividades
relacionadas con la subsistencia económica, la ideología, la defensa
y la agresión militares y la regulación política poseen un cierto con­
trol autónomo sobre sus medios de poder, que siguen desarrollán­
dose con relativa autonomía. Marx observó que las fuerzas de pro­
ducción económica se adelantan siempre a las relaciones de clase
institucionalizadas y hacen salir a la superficie nuevas clases sociales.
El modelo lo ampliaron autores como Pareto y Mosca: el poder de
las «élites» podía también basarse en recursos no económicos de
poder. Mosca resumió el resultado:

Si en una sociedad surge una nueva fuente de riqueza, si aumenta la impor­


tancia práctica del conocimiento, si entra en decadencia una religión antigua
o nace una nueva, si se difunde una nueva corriente de ideas, entonces,
simultáneamente, se producen grandes dislocaciones en la clase dominante.
Cabría decir, de hecho, que toda la historia de la humanidad civilizada se
resume en el conflicto entre la tendencia de los elementos dominantes a
monopolizar el poder político y transmitir la posesión de éste por herencia,
y la tendencia hacia la dislocación de las viejas fuerzas y la insurgencia de
otras nuevas; y ese conflicto produce un fermento interminable de endós-
mosis y exósmosis entre las clases altas y determinados sectores de las bajas.
[1939: 65.]

El modelo de Mosca, al igual que el de Marx, comparte ostensi­


blemente la visión unitaria de la sociedad: las élites surgen y caen
en el interior del mismo espacio social. Pero cuando Marx describió
efectivamente el auge de la burguesía (su caso paradigmático de una
revolución en las fuerzas de producción), no era así. La burguesía
surgió «intersticialmente», surgió entre los «poros» de la sociedad
feudal, decía él. La burguesía, centrada en las ciudades, estableció
vínculos con terratenientes, agricultores arrendatarios y campesinos
ricos, tratando sus recursos económicos como mercaderías a fin de
crear n u eva s redes de interacción económica, redes capitalistas. De
hecho, como veremos en los capítulos 14 y 15, ayudó a crear dos
redes superpuestas diferentes: una delimitada por el territorio del
Estado de tamaño intermedio y otra mucho más extensiva, calificada
por Wallerstein (1974) de «sistema mundial». La revolución burgue­
sa no cambió el carácter de una sociedad existente; creó sociedades
nuevas.
Yo califico esos procesos de su rgim ien tos intersticiales. Son re­
sultado del traslado de objetivos humanos a medios de organización.
Las sociedades nunca han estado lo bastante organizadas como para
impedir la emergencia intersticial. Los seres humanos no crean so­
ciedades unitarias, sino una diversidad de redes de interacción social
que se intersectan entre sí. Las más importantes de esas redes se
forman de manera relativamente estable en torno a la cuatro fuentes
de poder en cualquier espacio social dado. Pero, por debajo, los
seres humanos siguen excavando para alcanzar sus objetivos, for­
mando nuevas redes, ampliando las antiguas y emergiendo con toda
claridad ante nosotros con las configuraciones rivales de una o más
de las principales redes de poder.

¿En q u é socied a d v iv e usted?

Cabe ver una prueba empírica en la respuesta a una pregunta


sencilla: ¿En qué sociedad vive usted?
Es probable que las respuestas empiecen a dos niveles. Uno de
ellos se refiere a los Estados nacionales: Mi sociedad es «el Reino
Unido», los «Estados Unidos», «Francia», etc. El otro es más am­
plio: Soy ciudadano de la «sociedad industrial» o de la «sociedad
capitalista», o quizá del «Occidente» o de «la Alianza occidental».
Nos encontramos con un dilema básico: una sociedad de Estado
nacional o una «sociedad económica» más amplia. Para algunos fines
importantes, el Estado nacional representa una red real de interac­
ción con una cierta discontinuidad en sus fronteras. Para otros fines
importantes, el capitalismo une a los tres países mencionados antes
en una red más amplia de interacción, con división en sus márgenes.
Ambas son «sociedades». Cuanto más indagamos, mayores son las
complejidades. Tanto las alianzas militares como las iglesias, un idio­
ma común, etc., añaden poderosas redes de interacción que son so-
cioespacialmente diferentes. No podríamos responder hasta después
de elaborar una minuciosa descripción de las complejas interacciones
y facultades de estas diversas redes transversales de interacción. Sin
duda, la respuesta implicaría una sociedad co n fed era l y no unitaria.
El mundo contemporáneo no es excepcional. Las redes de inte­
racción superpuestas son la norma histórica. En la prehistoria, la
interacción comercial y cultural tenía una extensión mucho mayor
de lo que pudiera controlar cualquier «Estado» u otra red autoritaria
(véase el capítulo 2). La aparición de la civilización es explicable en
términos de la inserción de la agricultura aluvial en varias redes re­
gionales superpuestas (capítulos 3 y 4). En casi todos los imperios
antiguos, la masa del pueblo participaba abrumadoramente en pe­
queñas redes locales de interacción, pero también intervenía en otras
dos redes, establecidas por los poderes desiguales de un Estado re­
moto y por el poder bastante más coherente, pero todavía superfi­
cial, de notables locales semiautónomos (capítulos 5, 8 y 9). Cada
vez fueron surgiendo, dentro, fuera y por encima de las fronteras de
esos imperios, otras redes comerciales y culturales más amplias y
cosmopolitas, que generaron diversas «religiones universales» (capí­
tulos 6, 7, 10 y 11). Eberhard (1965: 16) ha calificado a esos impe­
rios de «multiniveles», por contener muchos niveles superpuestos y
muchas pequeñas «sociedades» que existen unas al lado de otras.
Concluye que no se trata de sistemas sociales. Raras veces se han
fundido las relaciones sociales en sociedades unitarias, aunque en
ocasiones los Estados han tenido pretensiones unitarias. La pregun­
ta de «¿en qué sociedad vive usted?» hubiera sido igual de difícil de
contestar para el campesino del norte de Africa o de la Inglaterra
del siglo XII (esos dos casos se examinan en los capítulos 10 y 12),
Además, ha habido muchas civilizaciones «culturalmente federales»,
como la antigua Mesopotamia (capítulo 3), la Grecia clásica (capítu­
lo 7) o la Europa feudal y de principios de la Edad Moderna (ca­
pítulos 12 y 13), donde pequeños Estados coexistían en una red más
amplia, flexiblemente «cultural». Las formas de superposición e in­
teracción han variado considerablemente, pero siempre han estado
ahí.

La p rom iscu id a d d e organ izacion es y fu n cio n es

La concepción de las sociedades como redes confederadas, su­


perpuestas e intersectantes y no como simples totalidades, complica
la teoría. Pero todavía hemos de introducir más complejidades. Las
verdaderas redes institucionalizadas de interacción no tiene una re­
lación sencilla igualitaria con las fuentes ideales-típicas del poder
social que fueron mi punto de partida. Esto nos llevará a desglosar
la ecuación de funciones y organizaciones y a reconocer su «promis­
cuidad».
Veamos, por ejemplo, la relación entre el modo capitalista de
producción y el Estado. Los weberianos aducen que Marx y sus
seguidores pasan por alto el poder estructural del Estado y se con­
centran exclusivamente en el poder del capitalismo. También aducen
que esta crítica eq u iv a le a decir que los marxistas pasan por alto el
poder autónomo de los factores políticos en una sociedad, en com­
paración con los económicos. Los marxistas replican con un bloque
parecido de respuestas, rechazando ambas acusaciones o, si no, jus­
tificando su olvido tanto de los Estados como de la política, con el
criterio de que a fin de cuentas lo primordial es el capitalismo y el
poder económico. Pero es preciso estudiar más atentamente las res­
puestas de ambos bandos. Los Estados capitalistas avanzados no son
fenómenos políticos en lu ga r d e económicos. Son ambas cosas si­
multáneamente. ¿Cómo podrían ser otra cosa cuando redistribuyen
aproximadamente la mitad del producto nacional bruto (PNB) de­
tenido en sus territorios y cuando sus monedas, aranceles, sistemas
educativo y sanitario, etc., son importantes recursos de poder eco­
nómico? No es que los marxistas olviden los factores políticos. Es
que olvidan el hecho de que los Estados son actores económicos,
además de políticos. Son «funcionalmente promiscuos». Así, el modo
capitalista avanzado de producción contiene por lo menos dos acto­
res organizados: las clases y los Estados nacionales. Uno de los te­
mas principales del volumen II será la distinción entre ambos.
Pero no todos los Estados han sido tan promiscuos. Por ejemplo,
los Estados medievales europeos redistribuían muy poco del PNB
contemporáneo. Sus funciones eran abrumadora y estrictamente po­
líticas. La separación entre funciones/organizaciones económicas y
políticas era clara y simétrica: los Estados eran políticos, las clases
eran económicas. Pero la asimetría entre la situación medieval y la
moderna agrava nuestro problema teórico. Las organizaciones y las
funciones se entrecruzan en el proceso histórico, unas veces sepa­
rándose claramente, otras uniéndose de diversas formas. Los Esta­
dos, los ejércitos y las iglesias, así como las organizaciones especia­
lizadas que solemos calificar de «económicas» pueden desempeñar
papeles económicos (y normalmente lo hacen). Las clases económi­
cas, los Estados y las élites militares esgrimen ideologías, igual que
las iglesias, etc. No existen relaciones igualitarias entre funciones y
organizaciones.
Sigue siendo cierto que existe una división general y ubicua de
funciones entre las organizaciones ideológicas, económicas, militares
y políticas, división que reaparece una y otra vez por los intersticios
de organizaciones de poder más fusionadas. Lo mantendremos en
mente, pues será un instrumento simplificador de nuestro análisis en
términos de las interrelaciones de una serie de funciones/organiza­
ciones dimensionales autónomas o de la primacía final de una de
ellas. En este sentido, tanto la ortodoxia marxista como la neowe-
beriana son falsas. La vida social no consiste en una serie de terri­
torios —compuesto cada uno de un bloque de organizaciones y fun­
ciones, de medios y de fines— cuyas relaciones entre sí son las de
objetos externos.

O rganizaciones d e p o d er

Si el problema es tan difícil, ¿cuál es la solución? En esta sección


doy dos ejemplos empíricos del predominio relativo de una fuente
concreta de poder. Estos ejemplos indican una solución en términos
de organ iz ación de poder. El primero es el del poder militar. Muchas
veces es fácil ver la aparición de un nuevo poder militar porque la
suerte de la guerra puede tener una salida así de rápida y tajante.
Uno de esos casos fue el auge de la falange de piqueros europea.

Ejemplo 1: El auge de la falange de piqueros europea

Inmediatamente después del año 1300 d.C. los acontecimientos


militares precipitaron importantes cambios sociales en Europa. En
una serie de batallas la vieja mesnada feudal, cuyo núcleo estaba
integrado por grupos semiindependientes de caballeros con armadu­
ra rodeados de sus vasallos, se vio derrotada por ejércitos (sobre
todo suizos y flamencos) que se apoyaban más en compactas masas
de piqueros de infantería (véase Verbruggen, 1977). El repentino
cambio de la suerte de la guerra llevó a importantes cambios del
poder social. Aceleró la decadencia de las potencias que no se ajus­
taron a lo que enseñaba la guerra, por ejemplo, el gran Ducado de
Borgoña. Pero a la larga reforzó el poder de los Estados centraliza­
dos. A éstos les resultaba más fácil aportar los recursos necesarios
para mantener los ejércitos combinados de infantería-caballería-arti­
llería que constituían la respuesta a la falange de piqueros. Eso ace­
leró la desaparición del feudalismo clá sico en general, porque refor­
zó el Estado central y debilitó al señor feudal autónomo.
Empecemos por estudiar este caso a la luz de los «factores». Si
se considera estrictamente, parece tratarse de una pauta causal sim­
ple: los cambios en la tecnología de las relaciones del poder político
y económico. En este modelo tenemos un caso aparente de deter-
minismo militar. Pero de esa manera ignoramos la existencia de mu­
chos otros factores que contribuyen a la victoria militar. Probable­
mente, el más crucial fue la clase de moral que poseían los vence­
dores: la confianza en el piquero de la derecha, el de la izquierda y
el de atrás. Esto, a su vez, probablemente obedecía a la vida relati­
vamente igualitaria y comunitaria de los burgueses flamencos y sui­
zos y de los agricultores libres. Podríamos seguir buscando hasta
hallar una explicación de múltiples factores, o quizá pudiéramos adu­
cir que el aspecto decisivo era el modo de producción económica de
los dos grupos. El escenario está montado para el tipo de discusión
entre los factores económicos, militares, ideológicos y de otro tipo
que se cierne sobre prácticamente todas las esferas de la investigación
histórica y sociológica. Es un ritual sin esperanza y sin final. Porque
el poder militar, al igual que todas las fuentes de poder, es en sí
promiscuo. Exige un superávit moral y económico —es decir, apo­
yos ideológicos y económicos—, además de recurrir a las tradiciones
y avances más estrictamente militares. T odos ellos son factores ne­
cesarios para el ejercicio del poder militar, así que ¿cómo podemos
clasificarlos por orden de importancia?
Pero tratemos de observar las innovaciones militares bajo un pris­
ma diferente, el de la organización. Naturalmente, esas innovaciones
tuvieron condiciones previas económicas, ideológicas y de otro tipo.
Pero también tuvieron un poder de reorganización intrínsecamente
militar, emergente, intersticial: una capacidad mediante la superiori­
dad concreta en el campo de batalla, para reestructurar redes sociales
generales distintas de las que brindaban las instituciones dominantes
existentes. Califiquemos a éstas de «feudalismo», lo que comprende
un modo de producción (extracción de un excedente a un campesi­
nado dependiente, interrelación de las parcelas de los campesinos
con las posesiones de los señores, entrega de excedentes en forma
de mercadería a las ciudades, etc.), instituciones políticas (la jerar­
quía de los tribunales de vasallo a señor, a monarca), instituciones
militares (la mesnada feudal) y una ideología común a toda Europa:
el cristianismo. El término «feudalismo» es una forma amplia de
describir la forma dominante en que estaban organizadas e institu­
cionalizadas en toda la Europa occidental medieval las miríadas de
factores de la vida social y, en el núcleo, las cuatro fuentes de poder
social. Pero otras esferas de la vida social eran menos centrales para
el feudalismo y estaban menos controladas por éste. La vida social
siempre es más compleja que sus instituciones dominantes porque,
como ya he subrayado, la dinámica de la sociedad procede de la
miríada de redes sociales que establecen los seres humanos para per­
seguir sus objetivos. Entre las redes sociales que no se hallaban en
el núcleo del feudalismo figuraban las ciudades y las comunidades
de campesinos libres. Su desarrollo era relativamente intersticial al
feudalismo. Y, en un aspecto crucial, dos de ellas, Flandes y Suiza,
advirtieron que su organización social aportaba una forma especial­
mente eficaz de «coerción concentrada» (que es, como más adelante
definiré, la organización militar) al campo de batalla. Era algo que
no sospechaba nadie, ni siquiera ellos mismos. A veces se aduce que
la primera victoria fue accidental. En la batalla de Courtrai los ca­
balleros franceses habían cercado a los burgueses flamencos contra
el río. No podían aplicar su táctica habitual contra las cargas de
caballería: ¡a correr! Como no estaban dispuestos a someterse a una
matanza, clavaron las picas en tierra, decidieron resistir y descabal­
garon a la primera oleada de caballeros. Se trata de un buen ejemplo
de sorpresa intersticial, y lo fue para todos los interesados.
Pero éste no es un ejemplo de factores «militares» contra factores
«económicos». Por el contrario, se trata de un ejemplo de la com­
petencia entre dos formas de vida, una dominante y feudal, la otra,
hasta entonces menos importante, de ciudadanos o de campesinos
libres, que dio un giro decisivo en el campo de batalla. Una forma
de vida generó la mesnada feudal, la otra la falange de piqueros.
Ambas formas exigían la miríada de «factores» y las funciones de
las cuatro fuentes de poder necesarias para la existencia social. Hasta
entonces, una configuración de organización dominante, la feudal,
había predominado e incorporado parcialmente a la otra en sus re­
des. Ahora, no obstante, el desarrollo intersticial de aspectos de la
vida flamenca y de la suiza encontró una organización militar rival
capaz de descabalgar ese predominio. El poder militar reorga n iz ó la
vida social existente, mediante la eficacia de una forma concreta de
«coerción concentrada» en el campo de batalla.
De hecho, la reorganización continuó. La falange de piqueros se
vendió (literalmente) a Estados ricos cuyo poder sobre las redes
feudales y las ciudades y los campesinos independientes se vio in­
crementado (al igual que sobre la religión). Una esfera de la vida
social —sin duda parte del feudalismo europeo, pero que no estaba
en su núcleo, o sea, que estaba escasamente institucionalizada— des­
arrolló inesperada e intersticialmente una organización militar muy
concentrada y coercitiva que primero amenazó al núcleo, pero des­
pués indujo una reestructuración de éste. La aparición de una orga­
nización militar autónoma fue efímera en este caso. Tanto sus orí­
genes como su destino eran promiscuos, y no por accidente, sino
por su propia índole. El poder militar permitió una racha de reor­
ganizaciones, una reagrupación tanto de la miríada de redes de la
sociedad como de sus configuraciones dominantes de poder.

Ejemplo 2: La aparición de culturas y religiones de civilización

En muchos momentos y lugares, las ideologías se han difundido


por un espacio social mucho más extenso que el cubierto por los
Estados, los ejércitos o los modos de producción económica. Por
ejemplo, las seis civilizaciones prístinas mejor conocidas: Mesopo­
tamia, Egipto, el Valle del Indo, la China del río Amarillo, Meso­
américa y la América andina (con la posible excepción de Egipto)
surgieron como una serie de pequeños Estados situados en el inte­
rior de una unidad cultural de civilización, con estilos monumentales
y artísticos, formas de representación simbólica y panteones religio­
sos comunes. En la historia ulterior, en muchos casos también se
hallan federaciones de Estados en el interior de una unidad cultural
más amplia (por ejemplo, la Grecia clásica o la Europa medieval).
Las religiones salvacionistas universales se difundieron por regiones
del globo mucho más extensas que ninguna otra organización de
poder. Desde entonces, también ha habido ideologías seculares como
el liberalismo y el socialismo que se han difundido extensivamente
por encima de las fronteras de otras redes de poder.
O sea, que las religiones y otras ideologías son fenómenos his­
tóricos importantísimos. Cuando los estudiosos señalan esto a nues­
tra atención argumentan en términos factoriales: según ellos, demues­
tra la autonomía de los factores «ideales» con respecto a los «mate­
riales» (por ejemplo, Coe, 1982, y Keatinge, 1982, en relación con an­
tiguas civilizaciones americanas, y Bendix, 1978, en relación con
la difusión del liberalismo a principios del mundo moderno). Una
vez más llega la contraandanada materialista: esas ideologías no están
«meramente flotando en el aire», sino que son producto de circuns­
tancias sociales reales. Es cierto que la ideología no «flota sobre» la
vida social. Salvo que la ideología se derive de la intervención divina
en la vida social, debe explicar y reflejar la experiencia de la vida
real. Pero —y en esto reside su autonomía— explica y refleja aspec­
tos de la vida social que las instituciones dominantes de poder ya
existentes (modos de producción económica, Estados, fuerzas arma­
das, otras ideologías) no explican ni organizan eficazmente. Una ideo­
logía surge como movimiento vigoroso y autónomo cuando puede
ensamblar en una explicación y una organización única varios aspec­
tos de la existencia que hasta entonces han sido marginales, inters­
ticiales, respecto de las instituciones dominantes del poder. Se trata
siempre de una evolución potencial de las sociedades, porque existen
muchos aspectos intersticiales de la experiencia y muchas fuentes de
contacto entre los seres humanos distintas de las que forman las
redes nucleares de las instituciones dominantes.
Permítaseme citar el ejemplo de la unidad cultural de las civili­
zaciones prístinas (que se trata con detenimiento en los capítulos 3
y 4). Observamos un panteón de dioses, fiestas, calendarios, estilos
de escritura, decoración y edificación de monumentos. Advertimos
las funciones «materiales» más generales que desempeñaron las ins­
tituciones religiosas: fundamentalmente la función económica de al­
macenar y redistribuir los productos agrícolas y regular el comercio
y la función político/militar de idear las normas de la guerra y la
diplomacia. Y examinamos el contenido de la ideología: la preocu­
pación por la genealogía y los orígenes de la sociedad, por las tran­
siciones del ciclo vital, por la influencia sobre la fertilidad de la
naturaleza y el control de la reproducción humana, por la justifica­
ción y la regulación de la violencia, por el establecimiento de fuentes
de autoridad legítima más allá del grupo de parentesco, la aldea o el
Estado a los que pertenece cada uno. Así, una cultura centrada en
la religión aportaba a la gente que vivía en condiciones parecidas en
una región extensa una identidad colectiva normativa y una capaci­
dad para cooperar que no era intensa en su capacidad de moviliza­
ción, pero que era más extensiva y difusa de lo que aportaban al
Estado, el ejército o el modo de producción. Una cultura centrada
en la religión brindaba una forma particular de organizar las rela­
ciones sociales. Fusionaba en una forma coherente de organización
varias necesidades sociales, hasta entonces intersticiales respecto a la
instituciones dominantes de las pequeñas sociedades familiares/aldea­
nas/estatales de la región. Después, la organización de poder de tem­
plos, sacerdotes, escribas, etc., reaccionó y reorganizó esas institu­
ciones, en particular mediante el establecimiento de formas de regu­
lación económica y política de largo alcance.
¿Fue esto resultado de su contenido ideológico? No, si con eso
nos referimos a sus respuestas ideológicas. Después de todo, las res­
puestas que dan las ideologías a la preguntas sobre el «significado
de la vida» no son tan diversas. Tampoco son especialmente impre­
sionantes, tanto en el sentido de que su veracidad nunca se puede
comprobar, como en el sentido de que las contradicciones que de­
berían resolver (por ejemplo, la cuestión de la teodicea: ¿por qué
coexisten un orden y un significado aparentes con el caos y el mal?)
persiste después de haber recibido respuesta. ¿Por qué, entonces,
algunos movimientos ideológicos conquistan su región, e incluso gran
parte del mundo, mientras que la mayor parte no lo logra? Es po­
sible que la explicación de la diferencia se halle menos en las res­
puestas que aportan las ideologías que en la forma en que organizan
esas respuestas. Los movimientos ideológicos aducen que los pro­
blemas humanos se pueden resolver con la ayuda de una autoridad
sagrada y tran scendental, una autoridad que penetre horizontal y
verticalmente en el ámbito «secular» de las autoridades de los pode­
res económico, militar y político. El poder ideológico se convierte
en una forma distinta de organización social, que persigue una di­
versidad de objetivos, «seculares» y «materiales» (por ejemplo, la
legitimación de determinadas formas de autoridad), además de los
considerados convencionalmente religiosos e ideales (por ejemplo, la
búsqueda de significado). Si los movimientos ideológicos están cla­
ramente delimitados en cuanto organ izacion es, podemos analizar las
situaciones en que su forma parece responder a las necesidades hu­
manas. Deberían existir determinadas condiciones de la capacidad de
la autoridad social transcendental, que vayan más allá del ámbito de
las autoridades establecidas de poder para resolver problemas huma­
nos. Una de las conclusiones de mi estudio histórico es aducir que,
efectivamente, así ocurre.
En consecuencia, las fuentes del poder no están integradas inter­
namente por una serie de «factores» estables que muestren todos la
misma coloración. Cuando surge una fuente independiente de poder,
es promiscua en relación con los «factores», que acopia de todos los
rincones de la vida social y a los que no da sino una configuración
distinta de organización. Ahora podemos pasar a las cuatro fuentes
y los medios de organización que implican.

Las c u a tr o f u e n t e s y o r g a n iz a c io n e s d e l p o d e r

El p o d e r id e o ló g ic o se deriva de tres argumentos interrelaciona-


dos en la tradición sociológica. En primer lugar, no podemos com­
prender el mundo meramente mediante la percepción directa de los
sentidos (ni, en consecuencia, actuar conforme a esa comprensión).
Necesitamos que se impongan conceptos y categorías de sig n ifica d o s
a esas percepciones de los sentidos. La organización social del co­
nocimiento y del significado últimos es algo necesario para la vida
social, como aducía Weber. Así, quienes monopolizan una reivindi­
cación del significado pueden ejercer el poder colectivo y distribu­
tivo. En segundo lugar, hacen falta n o rm a s , supuestos comunes de
cómo deben actuar las personas moralmente en sus relaciones mu­
tuas, para que exista una cooperación social sostenida. Durkheim
demostró que hacen falta unos supuestos normativos comunes para
que exista una cooperación social estable y eficaz y que a menudo
sus portadores son movimientos ideológicos, como las religiones.
Un movimiento ideológico que aumente la confianza mutua y la
moral colectiva de un grupo puede incrementar las facultades colec­
tivas de éste y verse recompensado por el mayor celo de sus segui­
dores. Así, el monopolio de las normas constituye una vía hacia el
poder. La tercera fuente de poder ideológico es la que corrstituyen
las p r á ctica s estética s/ ritu a les. Estas no se pueden reducir a una cien­
cia racional. Como lo ha expresado Bloch (1974), al tratar del poder
del mito religioso: «No se puede discutir con una canción.» Hay un
poder distintivo que se comunica a través de la canción, la danza,
las formas artísticas visuales y los ritos. Como reconoce todo el
mundo, salvo los materialistas más fervientes, cuando el significado,
las normas y las prácticas estéticas y rituales son monopolio de un
grupo distintivo, éste puede poseer un considerable poder intensivo
y extensivo. Puede explotar su funcionalidad y añadir un poder dis­
tributivo al poder colectivo. En capítulos ulteriores analizaré las cir­
cunstancias en las que un movimiento ideológico puede obtener tal
poder, así como su ámbito global. Los movimientos religiosos apor­
tan los ejemplos más obvios de poder ideológico, pero en este vo­
lumen se citan los ejemplos más seculares de las culturas de la pri­
mera Mesopotamia y de la Grecia clásica. Las ideologías predomi­
nantemente seculares son características de nuestra propia época: por
ejemplo, el marxismo.
En algunas formulaciones, los términos «ideología» y «poder
ideológico» contienen dos elementos adicionales: que el conocimien­
to impartido es falso y/o que es una mera máscara para la domina­
ción material. Yo no implico ninguna de esas dos cosas. El conoci­
miento impartido por un movimiento de poder ideológico forzosa­
mente «supera la experiencia» (como dice Parsons). No se puede
someter totalmente a prueba mediante la experiencia y en ello reside
su capacidad distintiva para persuadir y dominar. Pero no tiene por
qué ser falso; si lo es, tiene menos probabilidades de difundirse. El
pueblo no es una masa de idiotas manipulables. Y aunque efectiva­
mente las ideologías contienen legitimaciones de intereses privados
y de dominación material, es poco probable que lleguen a influir en
las personas si no son más que eso. Las ideologías vigorosas son,
como mínimo, muy plausibles en las circunstancias de cada momen­
to y crean una adhesión auténtica.
Esas son las funciones del poder ideológico, pero, ¿qué linca­
mientos característicos de organización crean?
La organ ización id eológica se presenta en dos tipos principales.
En la primera forma, más autónoma, es socioespacialmente tran scen ­
d en te. Transciende las instituciones existentes de poder ideológico,
económico, militar y político y genera una forma «sagrada» de au­
toridad (en el sentido de Durkheim), separada y por encima de es­
tructuras de autoridad más seculares. Desarrolla una función autó­
noma muy poderosa cuando las propiedades emergentes de la vida
social crean la posibilidad de una cooperación o una explotación
mayor que transcienden el ámbito de organización de las autoridades
seculares. Técnicamente, pues, las organizaciones ideológicas pueden
depender más de lo habitual de las que yo he denominado técnicas
difusas de poder y, en consecuencia, son propagadas por la extensión
de «infraestructuras universales» como la alfabetización, la acuña­
ción de moneda y los mercados.
Como aducía Durkheim, la religión surge por la utilidad de la
integración normativa (y del significado y de la estética y del ritual),
y es «sagrada», está separada de las relaciones laicas de poder. Pero
no se limita a integrar y reflejar una «sociedad» ya establecida; de
hecho, puede crear efectivamente una red del tipo de una sociedad,
una comunidad religiosa o cultural, a partir de necesidades y rela­
ciones sociales intersticiales y emergentes. Eso es el modelo que
aplico en los capítulos 3 y 4 a las primeras civilizaciones extensivas
y en los capítulos 10 y 11 a las religiones salvacionistas universales.
El poder ideológico brinda un método socioespacial distintivo de
hacer frente a problemas sociales emergentes.
La segunda configuración es la ideología como m ora l inmanente,
que intensifica la cohesión, la confianza y, en consecuencia, el poder
de un grupo social ya establecido. La ideología inmanente tiene un
impacto menos visiblemente autónomo, pues en gran medida refuer­
za algo que ya existe. Sin embargo, las ideologías de clase o de
nación (que son los principales ejemplos), con sus infraestructuras
distintivas, por lo general extensivas y difusas, han contribuido mu­
cho al ejercicio del poder, desde los tiempos de los antiguos imperios
asirio y persa en adelante.
El p o d e r eco n ó m ico se deriva de la satisfacción de las necesidades
de subsistencia mediante la organización social de la extracción, la
transformación, la distribución y el consumo de los objetos de la
naturaleza. A una agrupación formada en torno a esas tareas se la
denomina clase, y, en consecuencia, en esta obra es un concepto
puramente econ óm ico. Normalmente, las relaciones económicas de
producción, distribución, intercambio y consumo combinan un alto
grado de poder intensivo y extensivo y han constituido una gran
parte del desarrollo social. Así, las clases forman una gran parte de
¡as relaciones generales de estratificación social. Quienes pueden mo­
nopolizar el control de la producción, la distribución, el intercambio
y el consumo, es decir, la clase dominante, pueden obtener el poder
general colectivo y distributivo en las sociedades. También analizaré
las circunstancias en las que surge ese poder.
No me referiré aquí a los múltiples debates sobre el papel de las
clases en la historia. Prefiero el contexto de los problemas históricos
reales, empezando en el capítulo 7 por la lucha de clases en la an­
tigua Grecia (la primera época histórica sobre la que disponemos de
datos adecuados). En ese caso, distingo cuatro fases en la evolución
de las relaciones de clase y de la lucha de clases: estructuras de clase
latentes, extensivas, sim étricas y políticas. Las utilizo en los capítulos
sucesivos. Mis conclusiones se indican en el último capítulo. Vere­
mos que, si bien las clases son importantes, no son «el motor de la
historia», como creía, por ejemplo, Marx.
Hay una cuestión importante en torno a la cual difieren las dos
principales tradiciones teóricas. Los marxistas destacan el control
sobre la fuerza de trabajo como fuente del poder económico y por
eso se concentran en los «modos de p rod u cción ». Los neoweberianos
(y otros, como la escuela sustantivista de Karl Polanyi) destacan la
organización del in terca m b io económico. No podemos elevar lo uno
por encima de lo otro sobre bases teóricas apriorísticas. Debemos
dejar que los datos históricos decidan la cuestión. El afirmar, como
hacen muchos marxistas, que las relaciones de producción deben ser
decisivas porque «la producción es lo primero» (es decir, precede a
la distribución, el intercambio y el consumo) es olvidar el aspecto
de «emergencia». Una vez que emerge una forma de intercambio, es
un hecho social, potencialmente vigoroso. Los comerciantes pueden
reaccionar a la oportunidad de su extremo de la cadena económica
y después actuar sobre la organización de producción de la que
surgieron inicialmente. Un imperio mercantil como el fenicio es un
ejemplo de un grupo comercial cuyos actos modificaron decisiva­
mente las vidas de los grupos productores cuyas necesidades crearon
inicialmente el poder de ese grupo (por ejemplo, el desarrollo del
alfabeto; véase el capítulo 7). Las relaciones entre la producción y
el intercambio son complejas y a menudo atenuadas: mientras que
la producción tiene mucho poder intensivo, pues moviliza una coo­
peración social local intensa para explotar la naturaleza, el intercam­
bio puede realizarse de forma muy extensiva. En sus márgenes, el
intercambio puede tropezar con influencias y oportunidades muy
distantes de las relaciones de producción que generaron inicialmente
las actividades de venta. El poder económico suele ser difuso, no
controlable desde un centro. Eso significa que la estructura de clases
puede no ser unitaria, una sola jerarquía de poder económico. Si se
atenúan las relaciones de producción y de intercambio, pueden frag­
mentar la estructura de clases.
Así, las clases son grupos con un poder social diferencial sobre
la organizadción social de la extracción, la transformación, la distri­
bución y el consumo de los objetos de la naturaleza. Repito que
utilizo el término clase para denotar una agrupación de poder pura­
mente económico y el término estratificación social para denotar cual­
quier tipo de distribución del poder. El término clase go b ern a n te
denotará una clase económica que ha logrado monopolizar otras
fuentes de poder a fin de dominar en genera] a una sociedad centrada
en un Estado. Dejo para el análisis histórico las cuestiones relativas
a las interrelaciones de las clases con otras agrupaciones de estratifi­
cación.
La organ ización econ óm ica comprende circuitos de producción,
distribución, intercambio y consumo. Su principal peculiaridad so-
cioespacial es que, si bien esos circuitos son extensivos, también
entrañan el trabajo cotidiano, intensivo y práctico —lo que Marx
llamaba la praxis— de la masa de la población. De este modo, la
organización económica presenta una mezcla socioespacial distinti­
vamente estable de poder extensivo e intensivo y de poder difuso y
autoritario. Por eso denominaré circuitos d e praxis a la organización
económica. El objetivo de ese término, más bien pomposo, es avan­
zar a partir de dos de las percepciones de Marx. En primer lugar, a
un «extremo» de un modo de producción razonablemente desarro­
llado se halla una masa de obreros que trabajan y se expresan me­
diante la conquista de la naturaleza. En segundo lugar, al otro «ex­
tremo» del modo existen circuitos complejos y extensivos de inter­
cambio en los que millones de personas pueden hallarse encerradas
por fuerzas impersonales, aparentemente «naturales». El contraste es
particularmente agudo en el caso del capitalismo, pero está presente
en todos los tipos de organización del poder económico. Los grupos
definidos en relación con los circuitos de praxis son clases. La me­
dida en la que éstas sean «extensivas», «simétricas» y «políticas» en
todo el circuito de la praxis de un modo de producción 2 determi­
nará la capacidad de organización de las clases y la lucha de clases.
Y ello a su vez girará en torno a la estrechez del vínculo entre la
producción local intensiva y los circuitos extensivos de intercambio.
El p o d e r m ilitar ya se ha definido en parte. Se deriva de la ne­
cesidad de una defensa física organizada y de su utilidad para la
agresión. Tiene aspectos tanto intensivos como extensivos, pues afec­
ta a cuestiones de vida y muerte, así como a la organización de la
defensa y del ataque en grandes espacios geográficos y sociales. Quie­
nes lo monopolizan, como las élites militares, pueden obtener poder
colectivo y distributivo. Ese poder se ha olvidado últimamente en

2 En adelante, utilizaré el término modo de producción como abreviatura de «modo


de producción, distribución, intercambio y consumo». Con ello no implico que la
producción tenga primacía sobre otras esferas.
la teoría social, y en mi caso regreso a autores del siglo XIX y
principios del XX como Spencer, Gumplowicz y Oppenheimer (aun­
que en general éstos exageraron su capacidad).
La organización m ilitar es esencialmente con cen tra d a -coercitiva .
Moviliza la violencia, el instrumento más concentrado, si no el más
contundente, del poder humano. Es algo evidente en tiempo de gue­
rra. La concentración de la fuerza constituye la clave de casi todos
los comentarios clásicos sobre la táctica militar. Pero como veremos
en varios capítulos históricos (especialmente del 5 al 9), puede con­
tinuar más allá del campo de batalla y de la campaña. Las formas
militaristas de control social que se aplican en tiempo de paz tam­
bién están muy concentradas. Por ejemplo, es frecuente que sea una
mano de obra directamente coercionada, esclava o forzosa, la que
construye las fortificaciones, los monumentos o las grandes carrete­
ras o canales de comunicación. La mano de obra coercionada tam­
bién aparece en las minas, las plantaciones y otras grandes explota­
ciones agrícolas y en la casas de los poderosos. Pero es menos ade­
cuada para la agricultura dispersa normal, para la industria, donde
se necesita tener criterio y conocimientos técnicos, y para las acti­
vidades dispersas del comercio. Los costes de imponer eficazmente
la coerción directa en esas esferas han excedido los recursos de todos
los regímenes conocidos históricamente. Así, el militarismo ha re­
sultado útil en los casos en que el poder concentrado, intensivo y
autoritario ha dado resultados desproporcionados.
En segundo lugar, el poder militar también tiene un ámbito más
extensivo, de aspecto negativo, terrorista. Como ha señalado Latti-
more, a lo largo de la mayor parte de la historia el alcance del ataque
militar ha sido mayor que el ámbito de control estatal o de las
relaciones económicas y de distribución. Pero se trata de un control
mínimo. La logística es abrumadora. En el capítulo 5 calculo que a
lo largo de la historia antigua la distancia de marcha máxima sin
apoyo que podía recorrer un ejército era de unos 90 kilómetros, o
sea una base insuficiente para un control intensivo sobre grandes
superficies. Al enfrentarse con una fuerza militar poderosa a 300 ki­
lómetros de distancia, por ejemplo, la población local podría obe­
decer externamente sus dictados: pagar un tributo anual, reconocer
la soberanía de su líder, enviar a sus jóvenes a «educarse» en su
corte, etc., pero el comportamiento cotidiano podría ser más libre
en otros apectos.
Así, el poder militar es dual socioespacialmente: un núcleo con­
centrado en el cual se pueden ejercer controles coercitivos positivos,
rodeado por una penumbra extensiva en la cual unas poblaciones
aterrorizadas no irán normalmente más allá de unos mínimos de
obediencia, pero cuyo comportamiento no se puede controlar total­
mente.
El p o d e r p olítico (también definido en parte anteriormente) se
deriva de la utilidad de una regulación centralizada, institucionaliza­
da y territorializada de muchos aspectos de las relaciones sociales.
No lo defino en términos puramente «funcionales», en términos de
regulación judicial respaldada por la coerción. Esas funciones las
puede poseer cualquier organización de poder: tanto ideológica como
económica y militar, además de los Estados. Yo lo limito a las re­
gulaciones y la coerción centralizadas dentro de unos límites terri­
toriales, es decir, el poder d el Estado. Al concentrarnos en el Estado,
podemos analizar su contribución distintiva a la vida social. Tal como
se define en esta obra, el poder político refuerza las fronteras, mien­
tras que las otras fuentes del poder pueden transcenderlas. En se­
gundo lugar, el poder militar, económico o ideológico puede parti­
cipar en cu alesqu iera relaciones sociales, dondequiera que se hallen.
Cualquier A o grupo de Aes puede ejercer esas formas de poder
contra cualquier B o grupo de Bes. En cambio, las relaciones políticas
se refieren a una esfera concreta, el «centro». El poder político se
halla situado en ese centro y se ejerce hacia fuera. El poder político
es necesariamente centralizado y territorial y en esos respectos di­
fiere de las demás fuentes del poder (véanse más comentarios en
Mann, 1984; en el próximo capítulo también se da una definición
formal del Estado). Quienes controlan el Estado, la élite del Estado,
pueden obtener tanto el poder colectivo como el distributivo y atra­
par a otros en su «diagrama de organización» distintivo.
La organ ización p olítica también es dual socioespacialmente, aun­
que en un sentido diferente. En este caso hemos de distinguir la
organización interna de la «internacional». En su interior, el Estado
está territoria lm en te centralizado y territorialmente delimitado. Así,
los Estados pueden alcanzar mayor poder autónomo cuando la vida
social genera posibilidades emergentes de mayor cooperación y ex­
plotación en forma centralizada sobre una zona restringida (explica­
do en Mann, 1984). Se apoya sobre todo en técnicas de poder au­
toritario, por estar centralizado, aunque no tanto como la organiza­
ción militar. Cuando tratemos de los poderes reales de las élites
estatales, consideremos útil distinguir entre los poderes «despóticos»
formales y los poderes «infraestructurales» reales. Eso se explica en
el capítulo 5, en la sección titulada «Estudio Comparado de los Im­
perios Antiguos».
Pero los límites territoriales de los Estados —en un mundo que
todavía no ha estado dominado nunca por un solo Estado— dan
también origen a una esfera de relaciones interestatales reguladas. La
d iplom acia geop olítica es una segunda forma importante de organi­
zación del poder político. En este volumen desempeñarán un papel
considerable dos tipos geopolíticos: el imperio hegemónico que do­
mina los clientes de las marcas y vecinos y diversas formas de civi­
lización multiestatal. Evidentemente, la organización geopolítica tie­
ne una forma muy diferente de las otras organizaciones del poder
mencionadas hasta ahora. De hecho, se trata de algo que la teoría
sociológica pasa generalmente por alto. Pero forma parte esencial de
la vida social y no es reducible a las configuraciones «internas» de
poder de sus Estados componentes. Por ejemplo, las pretensiones
hegemónicas y despóticas sucesivas del Emperador Enrique IV de
Alemania, Felipe II de España y Bonaparte de Francia no se vieron
humilladas sino superficialmente por la fuerza de los Estados y de
otros que se opusieron a ellos; en realidad, se vieron humilladas por
la arraigada civilización diplomática multiestatal de Europa. O sea,
que la organización geopolítica del poder es una parte esencial de la
estratificación social general.
En resumen, cuando los seres humanos persiguen muchos obje­
tivos, establecen muchas redes de interacción social. Los límites y
las capacidades de esas redes no coinciden. Algunas redes tienen más
capacidad que otras para organizar la cooperación social intensiva y
extensiva, autoritaria y difusa. Las redes mayores son las de poder
ideológico, económico, militar y político: las cuatro fuentes de po­
der social. Cada una de ellas implica, pues, formas distintivas de
organización socioespacial mediante las cuales los seres humanos al­
canzan una gama muy amplia, pero no exhaustiva, de su miríada de
objetivos. La importancia de esas cuatro redes reside en su combi­
nación de poder intensivo y extensivo. Pero ello se refleja en la
realidad histórica a través de los diversos medios de organización
que imponen su forma general a una gran parte de la vida social
general. Las principales formas que he identificado son las tran scen ­
d en tes o in m an en tes (del poder ideológico), los circu itos d e praxis
(económico), las con cen tra d a s-coercitiva s (militar) y las centralizadas-
territoria les y la organización geop olítica -d ip lom á tica (político). Esas
configuraciones se convierten en lo que yo califico de «promiscuas»,
pues extraen y estructuran elementos de muchas esferas de la vida
social. En el ejemplo 2, ya citado, la organización transcendente de
la cultura de las primeras civilizaciones absorbía aspectos de redis­
tribución económica, de normas de la guerra y de regulación política
y geopolítica. Así pues, no estamos tratando de las relaciones exter­
nas entre diferentes fuentes, dimensiones o niveles de poder social,
sino más bien de: 1) las fuentes como tipos ideales que 2) alcanzan
una existencia intermitente como organizaciones concretas en la di­
visión del trabajo y que 3) pueden ejercer una configuración más
general y promiscua de la vida social. En 3) uno o más de esos
medios de organización surgirá intersticialmente como la fuerza reor­
ganizadora primordial a corto plazo, como en el ejemplo militar, o
a largo plazo, como en el ejemplo ideológico. Es el modelo IEMP
de poder organizado.
Max Weber utilizó una vez una metáfora basada en los ferroca­
rriles de su época cuando estaba tratando de explicar la importancia
de la ideología: hablaba del poder de las religiones salvacionistas.
Escribió que esas ideas eran como los «guardaagujas» que determi­
naban por qué vías avanzaría el desarrollo social. Quizá cupiera mo­
dificar la metáfora. Las fuentes de poder social son «vehículos ten­
dedores de vías» —porque no existen vías hasta que se escoge la
dirección— que van tendiendo vías de diferente ancho por el terreno
social e histórico. Los «m o m en to s> d e ten d id o d e vía s y d e paso a
un n u ev o a n ch o son lo m ás cerca q u e p od em o s llega r a la cuestión
d e la prim acía. En esos momentos, encontramos una autonomía de
concentración, organización y dirección sociales que no existe en
momentos más institucionalizados.
Esa es la clave de la importancia de las fuentes del poder. Apor­
tan organización colectiva y unidad a la infinita variedad de la exis­
tencia social. Aportan el encuadramiento significativo que existe en
una estructura social en gran escala (que puede ser muy grande o
no) porque pueden generar la acción colectiva. Son los «medios ge­
neralizados» por conducto de los cuales los seres humanos hacen su
propia historia.

El m o d elo IEMP gen era l, su á m bito y sus om isiones


El modelo general se expone de forma gráfica resumida en la
figura 1.2. El predominio de líneas discontinuas en el diagrama in-
dica lo complicadas que son las sociedades humanas. Nuestras teo­
rías no pueden abarcar sino algunos de sus lincamientos más gene­
rales.
Empezamos con unos seres humanos que persiguen sus objeti­
vos. Con esto no quiero decir que sus objetivos sean «presociales»,
sino más bien que lo que son los objetivos y cómo se crean éstos,
no tiene pertinencia para lo que sigue después. Las personas orien­
tadas hacia el logro de unos objetivos forman una multiplicidad de
relaciones sociales demasiado compleja para ninguna teoría general.
Sin embargo, las relaciones en torno a los medios de organización
más fuertes se fusionan y forman extensas redes institucionales de
forma determinada y estable, que combinan tanto el poder intensivo
y el extensivo como el poder autoritario y el difuso. A mi entender,
existen cuatro de esas fuentes principales de poder social, cada una
de las cuales se centra en un medio diferente de organización. Las
presiones en pro de la institucionalización tienden a fusionarlas par­
cialmente, a su vez, en una o más redes de poder dominante. Esas
redes aportan el grado más elevado de delimitación que encontramos
en la vida social, aunque sea delimitación dista de ser total. Muchas
redes siguen siendo intersticiales, tanto respecto de las cuatro fuentes
del poder como respecto a las configuraciones dominantes; análoga­
mente, hay aspectos importantes de las cuatro fuentes del poder que
también permanecen poco institucionalizados con respecto a las con­
figuraciones dominantes. Esas dos fuentes de interacción intersticial
acaban por producir una red emergente más fuerte, centrada en una
o más de las cuatro fuentes del poder, e inducen una reorganización
de la vida social y una nueva configuración dominante. Y así conti­
núa el proceso histórico.
Todo esto constituye un enfoque de la cuestión de la primacía
final, pero no una respuesta. Ni siquiera he hecho ningún comenta­
rio sobre el principal punto de desacuerdo entre la teoría marxista
y la weberiana: el de si podemos aislar el poder económico como el
aspecto totalmente decisivo que determina la forma de las socieda­
des. Se trata de una cuestión empírica, de forma que primero paso
revista a los datos, antes de intentar una respuesta provisional en el
capítulo 16 y una respuesta más completa en el volumen III.
Hay tres motivos por los que la prueba empírica ha de ser his­
tórica. En primer lugar, el modelo se ocupa esencialmente de los
procesos de cambio social. En segundo lugar, mi rechazo de la con­
cepción unitaria de la sociedad hace que resulte más difícil otro modo
Las sociedades como redes organizadas de podi
í > Transcendencia Ideología
Estructurade
poderdomi­
Hacialaaparición
deredesdepoder
Sereshu­ Circuitosdepraxis Economía nantedeuna rivalesydesafiantes
manasen zonadeter­
persecución minada
desus
objetivos Concentrado-coercitivo Militar

Ccntralizado-territonil Esudo
GeopoLitico-diplomático. Eludo

Clave

--- —> Denotasecuenciascausalesdemasiadocomplejasparateorizar sobreellas


------ > Denotasecuenciascausalesorganizadaspor lasfuentesdel poder ysobrelasquese
puedenteorizar
FIGURA 1.2. Modelo causal IEMP del poder organizado.
posible de investigación, el de la «sociología comparada». Las socie­
dades no son unidades independientes que se puedan comparar sim­
plemente de un tiempo y un espacio a otro. Existen en contextos
determinados de interacción regional que son únicos incluso en al­
gunas de sus características centrales. Las posibilidades de la socio­
logía comparada son muy limitadas al existir tan p ocos casos com­
parables. En tercer lugar, mi metodología consiste en «cuantificar»
el poder, establecer cuáles son exactamente sus infraestructuras y en
seguida es evidente que las cantidades de poder se han desarrollado
enormemente a lo largo de la historia. Las capacidades de poder de
las sociedades prehistóricas (sobre la naturaleza y sobre los seres
humanos) eran considerablemente inferiores, por ejemplo, a las de
la antigua Mesopotamia, que eran inferiores a las de la Roma repu­
blicana, que a su vez eran mucho menores que las de la España del
siglo XVI, después que las de la Inglaterra del siglo X IX, y así suce­
sivamente. Es más importante aprehender esa historia que hacer com­
paraciones de un lado a otro del mundo. Este es un estudio del
«tiempo mundial», por utilizar la expresión de Eberhard (1965: 16),
en el cual cada proceso de desarrollo del poder afecta al mundo que
lo rodea.
La historia más adecuada es la de la sociedad humana más po­
derosa: la de la civilización occidental moderna (comprendida la
Unión Soviética), cuya historia ha sido prácticamente continua desde
los orígenes de la civilización del Cercano Oriente en torno al
año 3000 a.C. hasta la época actual. Se trata de una historia de des­
arrollo, aunque no evolucionista ni teológica. No tiene nada de «ne­
cesario»; sencillamente ocurrió así (y casi concluyó en varias ocasio­
nes). No es la historia de un espacio social o geográfico concreto.
Como suele ocurrir con estas empresas, la mía comienza con las
circunstancias generales de las sociedades neolíticas, después se cen­
tra en el Cercano Oriente, luego va desplazándose gradualmente
hacia el Oeste y el Norte por Anatolia, el Asia Menor y el Levante
hacia el Mediterráneo oriental. Después pasa a Europa y termina en
el siglo XVIII en el Estado más occidental de Europa, Gran Bretaña.
Cada capítulo trata de la «punta de lanza» del poder, donde la ca­
pacidad para integrar pueblos y espacios en configuraciones domi­
nantes está más desarrollada infraestructuralmente. Ese método es,
en cierto sentido, antihistórico, pero los saltos que representa tam­
bién contienen una ventaja. Las capacidades de poder se han des­
arrollado desigualmente, a saltos. Por eso, al estudiar esos saltos y
tratar de explicarlos nos brinda el mejor acceso empírico a la cues­
tión de la primacía.
¿Qué es lo que he eliminado de esa historia? Naturalmente, una
cantidad enorme de detalles y complejidades, pero, aparte de eso,
todo modelo coloca algunos fenómenos en el centro del escenario y
deja a otros entre bambalinas. Si estos últimos logran pasar al centro
del escenario, el modelo no se ocupa efectivamente de ellos. En este
volumen existe una ausencia conspicua: las relaciones entre los se­
xos. En el volumen II trato de justificar ese trato desigual en tér­
minos de su desigualdad efectiva en la historia. Aduciré que las re­
laciones entre los sexos fueron en gran medida constantes, en la
forma general del patriarcad o, a lo largo de gran parte de la historia,
hasta los siglos XVIII y XIX en Europa, cuando empezaron a pro­
ducirse rápidos cambios. Pero esos comentarios han de esperar al
volumen II. En el presente volumen, las relaciones de poder de las
que se trata son normalmente las de la «esfera pública», entre cabe­
zas de familia del sexo masculino.
Al historiador especializado le ruego generosidad y amplitud de
espíritu. Al abarcar un gran sector de la historia registrada, sin duda
he cometido errores de hecho, algunos probablemente considerables.
Me pregunto si el corregirlos anularía los argumentos globales. Tam­
bién me pregunto más agresivamente si el estudio de la historia,
especialmente en la tradición angloestadounidense, no saldría bene­
ficiado si contara con una reflexión más explícita sobre el carácter
de las sociedades. También al sociólogo me dirijo en tonos acerbos.
Gran parte de la sociología contemporánea es ahistórica, pero inclu­
so gran parte de la sociología histórica se ocupa exclusivamente del
desarrollo de las sociedades «modernas» y de la aparición del capi­
talismo industrial. Eso es algo tan decisivo en la tradición sociológica
que, como ha demostrado Nisbet (1967), produjo las dicotomías
centrales de la teoría moderna. De la condición social al contrato,
de G em ein scha ft a G esellschaft, de la solidaridad mecánica a la or­
gánica, de lo sacro a lo secular: estas dicotomías y otras sitúan la
línea divisoria de la historia al final del siglo XVIII. Los teóricos del
siglo XVIII como Vico, Montesquieu o Ferguson no consideraban la
historia así. Al contrario que los sociólogos modernos, que sólo
conocen la historia reciente de su propio Estado nacional, más algo
de antropología, sabían que desde hacía por lo menos dos mil años
habían existido sociedades complejas, diferenciadas y estratificadas:
seculares, contractuales, orgánicas, G esellschaft, pero n o industriales.
A lo largo del siglo XIX y de comienzos del XX, ese conocimiento
fue decayendo entre los sociólogos. Paradójicamente, la decadencia
ha continuado durante la misma época en que los historiadores, los
arqueólogos y los antropólogos han estado utilizando técnicas nue­
vas, muchas de ellas tomadas de la sociología, para hacer descubri­
mientos asombrosos acerca de la estructura social de esas sociedades
complejas. Pero su análisis se ve debilitado por su relativa ignorancia
de la teoría sociológica.
Weber es un notable ejemplo de esta limitación. Mi deuda para
con él es inmensa, no tanto en el sentido de haber adoptado sus
teorías concretas, sino más bien en el de adherirme a su visión ge­
neral de la relación entre sociedad, historia y acción social.
Mi exigencia de una teoría sociológica basada en las dimensiones
de la historia no se debe solamente a la conveniencia intrínseca de
comprender la rica diversidad de la experiencia humana, aunque ya
eso sería bastante valioso. Además, sostengo que algunas de las ca­
racterísticas más importantes de nuestro mundo actual se pueden
apreciar con más claridad mediante la comparación histórica. No es
que la historia se repita. Precisamente lo contario, la historia univer­
sal se desarrolla. Mediante la comparación histórica podemos adver­
tir que los problemas más considerables de nuestra propia época son
nuevos. Por eso resulta difícil resolverlos: son intersticiales a las
instituciones que se ocupan de hecho de los problemas más tradi­
cionales para los que fueron creadas. Pero, como sugeriré más ade­
lante, todas las sociedades se han enfrentado con crisis repentinas e
intersticiales y en algunos casos la humanidad ha salido mejorada.
Al final de una larga desviación histórica, espero demostrar la per­
tinencia de este modelo para la actualidad en el volumen II.

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Capítulo 2
EL FIN DE LA EVOLUCION SOCIAL GENERAL:
COMO ELUDIERON EL PODER
LOS PUEBLOS PREHISTORICOS

In trod u cción : El rela to evolu cion ista con ven cion a l

Una historia del poder debe empezar por el principio. Pero, ¿dón­
de debemos situar ese principio? Como especie, los seres humanos
aparecieron hace millones de años. Durante la mayor parte de esos
millones de años, vivieron sobre todo como recolectores nómadas
de frutos silvestres, bayas, frutos secos y hierbas, y como carroñeros
de las presas de animales mayores que ellos. Después fueron elabo­
rando su propio sistema de caza. Pero por lo que podemos suponer
de esos recolectores-carroñeros y recolectores-cazadores, su estruc­
tura social era sumamente flexible, adaptable y variable. No institu­
cionalizaron de forma estable unas relaciones de poder; n o conocían
clases, Estados, ni siquiera élites; es posible que incluso sus distin­
ciones entre sexos y grupos de edades (dentro de la edad adulta) no
indicaran diferencias permanentes de poder (tema de grandes debates
en la actualidad). Y, naturalmente, no tenían escritura y no tenían
una «historia» en el sentido actual del término. O sea que en los
verdaderos comienzos no había ni poder ni historia. Los conceptos
elaborados en el capítulo 1 no tienen prácticamente pertinencia para
el 99 por 100 de la vida de la humanidad hasta la fecha. ¡Así que
no voy a empezar por el principio!
Después —aparentemente, en todo el mundo— se produjo una
serie de transiciones: a la agricultura, a la domesticación de animales
y al sedentarismo, que acercaron mucho más a la humanidad a las
relaciones de poder. Surgieron sociedades estables, delimitadas, pre­
suntamente «complejas», que incorporaban la división del trabajo,
la desigualdad social y el centralismo político. Ahora quizá podamos
empezar a hablar de poder, aunque nuestro comentario tendría que
incluir muchas matizaciones. Pero esta segunda fase, que represen­
taría aproximadamente al 0,6 por 100 de la experiencia humana has­
ta ahora, tampoco tenía escritura. Su «historia» es prácticamente des­
conocida y nuestro relato ha de ser sumamente cauteloso.
Por fin, hacia el 3000 a.C. se inició una serie de transformaciones
conexas que llevaron a una parte de la humanidad al 0,4 por 100
restante de su vida hasta ahora: la era de la civilización, de relaciones
permanentes de poder encarnadas en Estados, sistemas de estratifi­
cación y patriarcado y de historia escrita. Esa era se generalizó en
el mundo, pero se inició en un reducido número de lugares. Esa
diminuta tercera fase es el tema de este libro. Pero, al contar esa
historia, ¿cuánto nos tenemos que remontar al decidir cuáles fueron
sus orígenes?
Se plantean dos preguntas obvias: dada esa clara discontinuidad,
¿es el conjunto de la experiencia humana una sola historia? Y, dada
nuestra ignorancia casi total del 99 o el 99,6 por 100 de esa expe­
riencia, ¿cómo se puede saber si lo es o no? Sin embargo, la historia
como un todo tiene un firme anclaje. A partir del Pleistoceno (hace
aproximadamente un millón de años) no hay muestras de ninguna
«especiación» o diferenciación biológica entre las poblaciones huma­
nas. De hecho, sólo existe un caos anterior conocido de especiación
a lo largo de los diez millones de años de vida de los homínidos: la
coexistencia de dos tipos de homínidos a principios del Pleistoceno
en Africa (uno de los cuales se extinguió). Es algo que puede parecer
curioso, pues otros mamíferos que aparecieron al mismo tiempo que
la humanidad, como los elefantes o el ganado vacuno, han dado
muestras de considerable especiación después. Piénsese, por ejemplo,
en la diferencia entre los elefantes indios y los africanos y compárese
con las minúsculas diferencias fenotípícas de pigmentación, etc., en­
tre los seres humanos. Por tanto, en toda la gama de la humanidad
ha existido una cierta unidad de experiencia (argumento aducido
vigorosamente por Sherratt, 1980: 405). ¿Qué tipo de historia uni­
ficada podemos narrar?
Casi todas las narraciones son evolucionistas. Primero explican
cómo los seres humanos fueron desarrollando sus capacidades inna­
tas de cooperación social; después, cómo fueron surgiendo inmanen­
temente cada forma sucesiva de cooperación social a partir del po­
tencial de su predecesora para una organización social «superior» o,
por lo menos, más compleja y poderosa. Esas teorías fueron las
predominantes en el siglo XIX. Ahora, desprovistas de los conceptos
de progreso desde formas inferiores hacia formas superiores, pero
conservando todavía el concepto de evolución de la capacidad y la
complejidad del poder, siguen siendo las dominantes.
Sin embargo, existe una peculiaridad en esta narración que sus
partidarios reconocen. La evolución humana ha diferido de la evo­
lución de otras especies por el hecho mismo de que ha mantenido
su unidad. No se ha producido una especiación. Cuando una pobla­
ción humana ha ido desarrollando una forma particular de actividad,
muy a menudo ésta se ha difundido prácticamente entre toda la
humanidad, por todo el mundo. El fuego, el vestuario y el refugio,
junto con una colección más variable de estructuras sociales se han
difundido, a veces a partir de un solo epicentro, a veces a partir de
varios, desde el Ecuador hasta los polos. Los estilos de cabezas de
hacha y de cerámica, los Estados y la producción de mercaderías se
han difundido muy ampliamente a lo largo de la historia y de la
prehistoria que conocemos. De modo que este relato se refiere a la
evolución cultural. Presupone un contacto cultural continuo entre
grupos, basado en una conciencia de que, pese a las diferencias lo­
cales, todos los seres humanos forman una sola especie, se enfren­
tan con determinados problemas comunes y pueden aprender solu­
ciones los unos de los otros. Un grupo local crea una nueva for­
ma, quizá estimulada por sus propias necesidades ambientales, pero
resulta que esa forma tiene una utilidad general para grupos de me­
dios completamente diferentes, y éstos la adoptan, quizá con mo­
dificaciones.
Dentro del relato general, cabe destacar algunos temas diferentes.
Podemos subrayar el número de casos de invención independiente,
porque si todos los seres humanos son culturalmente similares, pue­
den ser similarmente capaces de dar el siguiente paso en la evolución.
Esta es la escuela que cree en la «evolución local». O podemos su­
brayar el proceso de difusión y propugnar unos pocos epicentros de
la evolución. Esta es la escuela «difusionista». Es frecuente con­
trastar la una con la otra, que a veces se enfrentan en una acerba
polémica. Pero fundamentalmente son análogas y narran el mismo
relato general de una evolución cultural continua.
De modo que casi todos los relatos actuales responden a mí pre­
gunta inicial: «¿Forma toda la experiencia humana una sola histo­
ria?» con un sí tajante. Así se revela en los relatos de casi todos los
historiadores, reforzados por su actual predilección (especialmente
en las tradiciones históricas angloamericanas) por el estilo de narra­
ción continua atento al «qué ocurrió después». Este método deja de
lado las discontinuidades. Por ejemplo, Roberts, en su P elican H is­
tory o f th e W orld (1980: 45 a 55) califica a las discontinuidades entre
las tres fases de meras «aceleraciones del ritmo del cambio» y de un
cambio de foco geográfico en un desarrollo esencialmente «acumu­
lativo» de las capacidades humanas y sociales, «arraigado en eras
dominadas por el lento ritmo de la evolución genética». En las tra­
diciones más teóricas y orientada hacia las ciencias de la arqueología
y la antropología estadounidenses, el relato evolucionista se ha na­
rrado en el idioma de la cibernética, con diagramas de corrientes de
la aparición de la civilización a lo largo de diversas fases a partir de
los cazadores-recolectores, junto con retroalimentaciones positivas y
negativas, modelos alternativos «en escalera» y «en rampa» de des­
arrollo incremental, etc. (por ejemplo, Redman, 1978: 8 a 11; cf.
Sahlins y Service, 1960). El evolucionismo predomina, a veces de
forma explícita y otras de forma encubierta, como explicación de los
orígenes de la civilización, la estratificación y el Estado.
Todas las teorías rivales de la aparición de la estratificación y del
Estado presuponen un proceso esencialmente natural de desarrollo
social general. Se los considera resultado del desarrollo dialéctico de
las estructuras nucleares de las sociedades prehistóricas. Esta narra­
ción concreta tiene su origen en la teoría política normativa: hemos
de aceptar el Estado y la estratificación (Hobbes, Locke), o hemos
de derrocarlo (Rousseau, Marx), debido a acontecimientos prehistó­
ricos reconstruidos o hipotéticos. Los antropólogos y los arqueólo­
gos contemporáneos, aliados, narran un relato de la continuidad de
todas las formas conocidas de la sociedad humana (y, en consecuen­
cia, también de la pertinencia de sus propias disciplinas académicas
para el mundo de hoy). Su ortodoxia central sigue siendo un relato
de fases: desde unas sociedades relativamente igualitarias y sin Es­
tado hacia sociedades por rangos con autoridad política y, más tarde,
a sociedades civilizadas y estratificadas con Estados (ortodoxia ad­
mirablemente resumida por Fried, 1967; véanse en Redman, 1978:
201 a 205, otras posibles secuencias de fases y véanse asimismo en
Steward, 1963, la secuencia más moderna influyente de fases arqueo­
lógicas/antropológicas).
Friedman y Rowlands (1978) han ampliado la lógica de este en­
foque al señalar un defecto en las narraciones de la evolución. Aun­
que se identifique una secuencia de fases, las transiciones entre ellas
se ven precipitadas por las fuerzas un tanto aleatorias de la presión
demográfica y el cambio tecnológico. Friedman y Rowlands colman
esa laguna al elaborar un modelo detallado y complejo, «epigenéti-
co», de un «proceso de transformación» de la organización social.
Concluyen diciendo: «Así, cabe esperar que podamos predecir las
formas dominantes de reproducción social en la fase siguiente en
términos de las propiedades de la fase actual. Ello es posible gracias
a que el propio proceso reproductivo es direccional y transformati­
vo» (1978: 267 y 268).
El m éto d o de estos modelos es idéntico. En primer lugar, se
comentan las características de las sociedades de cazadores-recolec-
tores en general. Después se expone una teoría de una transición
general hacia el sedentarismo agrícola y el pastoralismo. Después,
las características generales de esas sociedades llevan a la aparición
de unas cuantas sociedades concretas: Mesopotamia, Egipto y China
septentrional, a veces con la adición del Valle del Indo, Mesoamé­
rica, el Perú y la Creta minoica.
Examinemos las fases habituales y definamos sus términos cru­
ciales:
1. Una so cied a d igualitaria es algo que se explica por sí solo.
Las diferencias jerárquicas entre persona y entre el desempeño de
papeles en función de las edades y (quizá) del sexo no están insti­
tucionalizadas. Quienes ocupan las posiciones más altas no pueden
hacerse con los instrumentos colectivos de poder.
2. Las socied a d es p o r ran gos no son igualitarias. Quienes se ha­
llan en los rangos superiores pueden utilizar los instrumentos gene­
rales colectivos de poder. Ello se puede institucionalizar e incluso
transmitir por vía hereditaria en un linaje aristocrático. Pero el rango
depende casi totalmente del p o d e r co lectiv o o de la autoridad, es
decir, del poder legítimo utilizado únicamente para fines colectivos,
libremente conferido y libremente retirado por los participantes. Así,
quienes ocupan los rangos más altos tiene una condición social, for­
mulan decisiones y utilizan recursos materiales en nombre de todo
el grupo, pero no disponen de un poder coercitivo sobre los miem­
bros recalcitrantes del grupo y no pueden desviar los recursos ma­
teriales del grupo para su propio uso privado y convertirlos así en
su «propiedad privada».
Pero hay dos subgrupos de sociedades de rangos que también se
pueden colocar en una escala evolucionista:
2a. En las socied a d es d e ran gos rela tivos cabe calificar a las per­
sonas y los grupos de linaje en posiciones mutuamente relativas,
pero no existe un punto que sea el más alto de la escala de manera
absoluta. Sin embargo, en casi todos los grupos existen una incerti-
dumbre y una polémica insuficientes para que, finalmente, las rela­
tividades sean incoherentes entre sí. El rango será cuestionado.
2b. En las socied a d es d e ran gos absolutos, surge un punto su­
perior absoluto. Al jefe o jefe supremo se le acredita el rango más
alto sin polémica y los linajes de todos los demás rangos se miden
en términos de su distancia respecto de ese jefe. Ello suele expresarse
ideológicamente en términos de su descendencia de los primeros
antepasados, quizá incluso de los dioses, del grupo. Así aparece una
institución característica: un centro ceremonial, consagrado a la re­
ligión, controlado por el linaje del jefe. De esta institución centrali­
zada al Estado no dista más que un paso.
3. Las definiciones del Estado se comentarán con más detalle
en el volumen III de esta obra. Mi definición provisional se deriva
de Weber: El Estado es un con ju n to d iferen cia d o d e instituciones y
d e p erso n a l q ue incorporan la cen tra lid ad , en e l sentido d e q ue las
rela cion es p olíticas irradian hacia a fu era para a barcar una zona te ­
rritoria lm en te dem arcada, sob re la cu a l reivin d ica e l m on op olio d e
la fo rm u la ció n vin cu la n te y p erm a n en te d e norm as, respaldado p o r
la v io len cia física. En la prehistoria, la introducción del Estado con­
vierte a la autoridad política provisional y a un centro ceremonial
permanente en un poder político permanente, institucionalizado en
su capacidad para utilizar la coacción sobre los miembros sociales
recalcitrantes cuando sea necesario, de forma sistemática.
4. La estratificación comporta el poder permanente e institucio­
nalizado de algunos sobre las oportunidades vitales materiales de
otros. Su poder puede consistir en la fuerza física o en la capacidad
para privar a otros de los elementos necesarios para la vida. En la
bibliografía sobre los orígenes, suele ser un sinónimo de las diferen­
ciales de propiedad privada y de las clases económicas, y por eso yo
lo trato como un forma centralizada de poder, separada del Estado
centralizado.
5. En términos de civilización es el más problemático, debido
a la carga axiológica que comporta. No existe una sola definición
que baste para todos los fines. Trato con más detalle de la cuestión
al comienzo del capítulo siguiente. Una vez más, basta con una de­
finición provisional. Según Renfrew (1972: 13), la civilización com­
bina tres instituciones sociales: el centro ceremonial, la escritura y
la ciudad. Cuando las tres se combinan, inauguran un salto en el
poder humano colectivo sobre la naturaleza y sobre otros seres hu­
manos que, cualesquiera sean la variabilidad y la disparidad del re­
gistro prehistórico e histórico, constituyen el comienzo de algo nue­
vo. Renfrew califica a esto de un salto en el «aislamiento», la con­
tención de seres humanos tras unas fronteras sociales y territoriales,
claras, fijas y delimitadas. Yo utilizo la metáfora de una jaula social.

Con estos términos, podemos advertir la existencia de estrechos


vínculos entre las partes de la narración evolucionista. El rango, el
Estado, la estratificación y la civilización guardaban estrechas rela­
ciones entre sí porque su aparición puso fin, lenta pero inexorable­
mente, a un tipo primitivo de libertad y señaló el comienzo de las
presiones y de las oportunidades representadas por un poder colec­
tivo, distributivo, delimitado, permanente e institucionalizado.
Yo deseo disentir de esa narración, aunque fundamentalmente lo
que hago es sumar las dudas de otros. Uno de los puntos de desa­
cuerdo se debe a que se observa algo extraño: mientras que la Re­
volución Neolítica y la aparición de sociedades de rangos ocurrieron
independientemente en muchos lugares (en todos los continentes,
por lo general en varios lugares aparentemente no relacionados entre
sí), la transición hacia la civilización, la estratificación y el Estado
fue relativamente rara. El prehistoriador europeo Piggott ha decla­
rado: «Todo mi estudio del pasado me convence de que la aparición
de lo que denominamos civilización es un acontecimiento de lo más
anormal e impredecible, cuyas manifestaciones en el Viejo Mundo
quizá se deban a fin de cuentas a una sola serie de circunstancias en
una zona limitada de Asia occidental, hace cinco mil años» (1965:
20). En este capítulo y en el siguiente sostendré que Piggott no hace
sino exagerar levemente lo ocurrido: es posible que en Eurasia hu­
biera hasta cuatro conjuntos peculiares de circunstancias que gene­
rasen la civilización. En otras partes del mundo deberíamos añadir
por lo menos dos más. Aunque nunca podemos ser precisos en cuan­
to al total absoluto, probablemente sea inferior a diez.
Otros puntos de desacuerdo se centran en la secuencia de fases
y toman nota de la aparición de un movimiento involutivo o cíclico,
en lugar de una secuencia puramente evolutiva. Algunos antropólo­
gos se basan en los puntos de desacuerdo en el seno de la biología,
que es la ciudadela del evolucionismo y sugieren que el desarrollo
social es raro, repentino e impredecible, como resultado de «bifur­
caciones» y «catástrofes» y no de un crecimiento acumulativo y evo­
lutivo. Friedman y Rowlands (1982) llevan tiempo manifestando du­
das acerca de su propio evolucionismo anterior. Yo utilizo sus du­
das, aunque me desvío de su modelo. Efectivamente, la civilización,
en los pocos casos de su evolución independiente, fue un largo pro­
ceso gradual y acumulativo y no una respuesta repentina a una ca­
tástrofe. Sin embargo, en el mundo como un todo, el cambio con­
forme una pauta fue cíclico —como dicen ellos—, y no acumulativo
y evolucionista.
En el presente capítulo, me baso en esos desacuerdos en dos
formas principales, las cuales se irán desarrollando a lo largo de los
siguientes capítulos. En primer lugar, es posible aplicar la teoría
evolucionista general a la Revolución Neolítica, pero después su
importancia disminuye. Es cierto que, más tarde, podemos discernir
una evolución general ulterior hasta llegar a las «sociedades de ran­
gos» y después, en algunos casos, hasta estructuras provisionales del
Estado y de la estratificación. Pero después, la evolución social ge­
neral cesó. Hasta ahí ha llegado también Webb (1975). Pero yo voy
más allá y sugiero que los procesos generales ulteriores fueron de
«devolución» —una vuelta atrás hacia sociedades de rangos e igua­
litarias— y de un proceso cíclico de desplazamiento en torno a esas
estructuras, que no llegaron a constituir estructuras permanentes de
estratificación y estatales. De hecho, los seres humanos consagraron
una parte considerable de sus capacidades culturales y de organiza­
ción a asegurar que la evolución n o continuara. Parece que no que­
rían aumentar sus poderes colectivos, debido a los poderes distribu­
tivos que intervenían. Como la estratificación y el Estado eran com­
ponentes esenciales de la civilización, la evolución social general cesó
antes de que apareciese la civilización. En el próximo capítulo vere­
mos lo que efectivamente causó la civilización; en capítulos ulterio­
res veremos que las relaciones entre las civilizaciones y sus vecinos
no civilizados diferían según el momento del ciclo al que hubieran
llegado estos últimos cuando tropezaron con la influencia de las
primeras.
Este argumento se ve reforzado por otros más. Este nos hace
regresar al concepto, ya comentado en el capítulo 1, de «sociedad»
en sí. En esa idea se hace hincapié en la delimitación, la estrechez y
la presión: los miembros de una sociedad interactúan entre sí, pero
no, en ninguna medida comparable, con los extraños a ella. Las
sociedades son limitadas y exclusivas en su cobertura social y terri­
torial. Sin embargo, hallamos una discontinuidad entre las agrupa­
ciones sociales civilizadas y no civilizadas. Prácticamente ninguna de
las agrupaciones no civilizadas comentadas en el presente capítulo
ha tenido o tiene esa exclusividad. Pocas familias pertenecían durante
más de unas cuantas generaciones a la misma «sociedad», o si se­
guían perteneciendo a ella, ésta estaba incluida en unas fronteras tan
flexibles que era muy distinta de las sociedades históricas. Casi todas
disponían de opciones de lealtad. La flexibilidad de los vínculos so­
ciales y la capacidad para estar libres de cualquier red concreta de
poder, era el mecanismo mediante el cual se desencadenaba la devo­
lución mencionada más arriba. En las sociedades no civilizadas era
posible escaparse de la jaula social. La autoridad se confería libre­
mente, pero era recuperable; el poder, permanente y coercitivo, era
inalcanzable.
Ello tuvo una consecuencia especial cuando aparecieron las jaulas
civilizadas. Estas eran pequeñas —lo típico era la ciudad-Estado—,
pero existían en medio de las redes más imprecisas, más amplias,
pero sin embargo identificables, a las que se suele calificar de «cul­
turas». No comprenderemos esas culturas: «Sumeria», «Egipto»,
«China», etc., más que si recordamos que combinaban unas relacio­
nes anteriores y más flexibles con la nuevas sociedades enjauladas.
También esa tarea corresponde a capítulos ulteriores.
Por eso, en el presente capítulo establezco el escenario para una
ulterior historia del poder. Siempre será una historia de lugares con­
cretos, pues ése ha sido el carácter de la evolución del poder. Las
capacidades generales de los seres humanos enfrentados con su me­
dio terrenal dieron origen a las primeras sociedades —a la agricul­
tura, la aldea, el clan, el linaje y la jefatura—, pero no a la civiliza­
ción, la estratificación ni el Estado. Ello, para bien o para mal, se
debe a circunstancias históricas más concretas. Como esas circuns­
tancias constituyen el tema principal de este volumen, trataré super­
ficialmente de los procesos de evolución social general que prece­
dieron a la historia. De hecho, se trata de una narración diferente.
Yo me limito a relatar el esquema general de las últimas fases de la
evolución y después a demostrar con más detalle que efectivamente
ese esquema tuvo un final. Adopto una metodología distintiva. Por
ánimo de generosidad hacia el evolucionismo, asumo en primer lugar
que es correcto, que la narración evolucionista puede continuarse.
Después veremos con total claridad el punto exacto de la narración
en el que empieza a tambalearse.

La ev o lu ció n d e las prim eras socied a d es seden tarias

Durante el Neolítico y a principios de la Edad del Bronce, fue­


ron surgiendo gradualmente, a partir de la base inicial de recolecto­
res-cazadores, formas más extensivas, sedentarias y complejas de la
sociedad. Se trató de un proceso larguísimo que duró en términos
de la historia universal desde aproximadamente el 10000 a.C., o an­
tes, hasta justo antes del 3000 a.C., cuando podemos discernir so­
ciedades civilizadas. Nuestros conocimientos están sometidos a los
tanteos aleatorios de la pala del arqueólogo y a los márgenes varia­
bles de error de la datación por carbono y otras técnicas científicas
modernas. Los acontecimientos abarcan como mínimo siete mil años,
más tiempo que la historia registrada. Por eso, la narración que se
hace en los tres párrafos siguientes es, por fuerza, apresurada.
En fechas totalmente desconocidas, surgieron por todo el mundo
unos cuantos asentamientos limitados y semipermanentes. Existen
suficientes casos independientes probables para que podamos inter­
pretarlos como una tendencia general de la evolución. Es posible que
muchos de los primeros asentamientos fueran de comunidades de
pescadores y de mineros de sílex, para los cuales el sedentarismo no
fuera, después de todo, una investigación extraordinaria. Después,
podrían haberlos copiado otros que lo consideraran ventajoso.
La fase siguiente ocurrió en torno al 10000 a.C., quizá en primer
lugar en el Turkestán o en Asia sudoriental, probablemente de forma
independiente. Se invirtió fuerza de trabajo en el cultivo y la cosecha
de plantas a partir de semillas y esquejes plantados. En el Oriente
Medio, la agricultura se desarrolló a partir de la recolección de ce­
bada y trigo silvestres. Los autores modernos han reconstruido las
fases de este «descubrimiento» de la agricultura (Farb, 1978: 108 a
122; Moore, 1982). Que efectivamente ocurriera así es otra cosa.
Pero esta etapa parece ser el producto de una lenta suma de inteli­
gencia, mayores compensaciones, oportunidades y el impulso de lo­
grar tanteos y retrocesos: los componentes normales de la evolución.
En casi todos los sitios en donde surgió la agricultura, se utilizaban
azadas de mano hechas de madera para trabajar huertos pequeños
de cultivo intensivo, agrupados en aldeas. En su mayor parte no eran
permanentes. Cuando la tierra se agotaba, la aldea se desplazaba a
otra parte. Quizá al mismo tiempo fue apareciendo la ganadería. En
Iraq y en Jordania se domesticó a las ovejas y las cabras en torno
al 9000 a.C., y después a otros animales. Por toda Eurasia se des­
arrollaron grupos especializados y mixtos de agricultores y ganade­
ros, que intercambiaban sus productos en rutas comerciales de gran
extensión. Cuando coincidían varias rutas comerciales, la proximi­
dad a fuentes de sílex y de obsidiana y tierras fértiles, podía produ­
cirse un asentamiento sedentario. Antes del 8000 a.C., en Jericó, una
aldea agrícola anterior se había convertido en un asentamiento de
2,5 hectáreas de casas de adobe rodeadas de fortificaciones. Para el
6000 a.C., esas fortificaciones eran de piedra. También existían gran­
des depósitos de agua, que sugieren el riego artificial, otro paso en
la vía de la evolución. El riego pudo originarse a partir de la obser­
vación y del mejoramiento gradual de los ejemplos de la naturaleza:
se puede mejorar artificialmente los depósitos naturales después de
las lluvias y las inundaciones antes de que se desarrollen los depó­
sitos de agua y las presas y las ventajas del lodo (como suelo ferti­
lizado) producido por las inundaciones pueden apartarse mucho an­
tes de llegar a los grandes logros realizados en ese material por las
civilizaciones de los valles fluviales. Las ruinas de Jericó y de Catal
Hayuk, en Anatolia, sugieren una organización social bastante ex­
tensiva y permanente, con indicios de centros ceremoniales y de
grandes redes comerciales. Pero todavía no había escritura y la den­
sidad demográfica (que podría indicar si eran lo que los arqueólogos
califican de «ciudad») sigue siendo insegura. No tenemos noticia
alguna de ningún «Estado», pero los restos de enterramientos sugie­
ren pocas desigualdades entre los habitantes.
Apareció el arado de madera, quizá poco después del 5000 a.C.,
seguido de la carretilla y de la rueda de alfarero. Con el arado de
tracción animal aumentaron la extensión y la permanencia de los
campos cultivados. Podían removerse nutrientes de la tierra a mayor
profundidad. Podían dejarse en barbecho campos para removerlos
quizá dos veces al año. Ya en el quinto milenio se explotaban como
artículos suntuarios el cobre, el oro y la plata. Los hallamos en
cámaras mortuorias muy complicadas y de ahí deducimos que existía
la diferenciación social y el comercio a gran distancia. Los asombro­
sos restos «megalíticos» de Gran Bretaña, Bretaña, España y Malta
indican una organización social compleja, una administración a gran
escala de la mano de obra, el conocimiento de la astronomía y pro­
bablemente la existencia de rituales religiosos durante el período del
3000 al 2000 a.C., que probablemente se desarrollaron con indepen­
dencia de las tendencias del Cercano Oriente. Pero durante ese pe­
ríodo se produjeron adelantos cruciales en el Cercano Oriente. Pro­
bablemente como resultado de las técnicas de regadío, aparecieron
en Mesopotamia asentamientos permanentes más densos, que sur­
gieron en la historia en torno al 3000 a.C. junto con la escritura, las
ciudades-Estado, los templos y los sistemas de estratificación, o sea
la civilización.
Ese es el terreno general que paso a examinar ahora con más
detalle. La teoría evolucionista es plausible a comienzos de la histo­
ria porque los adelantos eran diseminados, en apariencia indepen­
dientes y en suficientes casos, acumulativos. Cuando apareció la agri­
cultura, siguió siendo la pionera de nuevas técnicas y formas de
organización. Es posible que algunas zonas regresaran a la recolec-
ción-caza, pero fueron suficientes las que no lo hicieron como para
dar la impresión de un desarrollo irreversible. A lo largo de toda
esa época existió una tendencia hacia una mayor esta b ilid a d del se-
dentarismo y la organización, que es el meollo de la hitoria evolu­
cionista. El asentamiento fijo atrapa a las gentes para que vivan las
unas con las otras, cooperen c ideen formas más complejas de orga­
nización social. La metáfora de la jaula, resulta idónea.
Pasemos, pues, a estudiar el menos enjaulado de los animales
humanos, el recolector-cazador. Su libertad tenía dos aspectos prin­
cipales. En primer lugar, por extraño que parezca a las mentes mo­
dernas, los antropólogos han aducido que los cazadores-recolectores
contemporáneos llevan una vida muy cómoda. Sahlins (1974) ha de­
finido a la fase de cazadores-recolectores como «la primera sociedad
de la abundancia». Los cazadores-recolectores satisfacen sus necesi­
dades económicas y caloríficas mediante el trabajo intermitente, por
término medio de tres a cinco horas al día. Frente a nuestra imagen
del «hombre como cazador», su dieta puede derivarse en sólo un 35
por 100 de la caza, mientras que el 65 por 100 procede de la reco­
lección, si bien es probable que el primer porcentaje fuera más alto
en los climas más fríos. Sigue tratándose de un tema polémico, es­
pecialmente desde que en el decenio de 1970 las feministas se lan­
zaron encantadas sobre esas conclusiones para formular una etiqueta
prehistórica alternativa, la de la mujer recolectora. Yo me satisfago
con el término de «cazador-recolector». Pero es posible que la com­
binación de caza y recolección produzca una dieta más equilibrada
y nutritiva que la de los agricultores o los pastores especializados.
Así, es posible que la transición a la agricultura y al pastoreo no
haya producido una mayor prosperidad. Y algunos arqueólogos (por
ejemplo, Flannery, 1974; Clarke, 1979) apoyan en general la visión
de la abundancia que sugieren los antropólogos.
En segundo lugar, su estructura social era y sigue siendo flexible,
de forma que permite una mayor libertad de elección en los vínculos
sociales. No dependen de otras gentes concretas para su subsistencia.
Cooperan en pequeñas bandas y en unidades mayores, pero, en ge­
neral, pueden elegir en cuáles. Y pueden separarse cuando lo deseen.
Es posible que los linajes, los clanes y otros grupos de parentesco
den una sensación de identidad, pero no confieren grandes deberes
ni derechos. Tampoco existen fuertes precisiones territoriales. Pese
a ciertos relatos antropológicos anteriores basados en algunos abo­
rígenes australianos, la mayor parte de los cazadores-recolectores no
poseen territorios fijos. Dada su flexibilidad social, resultaría difícil
en todo caso que se desarrollaran derechos colectivos de propiedad
de ese tipo (Woodburn, 1980).
Dentro de esa flexibilidad general, podemos distinguir tres o qui­
zá cuatro unidades sociales. La primera es la familia nuclear de los
padres con los hijos a su cargo. A lo largo de una vida de duración
normal, las personas son miembros de dos familias, una vez como
hijos y otra vez como padres. Se trata de un vínculo estrecho, pero
transitorio. La segunda unidad es la banda, a veces calificada de
«banda mínima», un grupo que se desplaza en estrecha unión y
satisface sus necesidades de subsistencia mediante la recolección y la
caza cooperativas. Se trata de una unidad más o menos permanente
en la que intervienen personas de todas las edades, aunque su cohe­
sión varía según las estaciones. Su dimensión normal oscila entre las
20 y las 70 personas *. Pero la banda no es autónoma. Sobre todo,
sus necesidades de reproducción no se ven satisfechas por un fondo
común potencial demasiado pequeño como para encontrar jóvenes
adultos fértiles como parejas. Necesita formas reguladas de matri-

1 Véanse comentarios sobre esas cifras en Steward, 1963: 122 a 150; Fried, 1967:
154 a 174; Lee y De Vore, 1968, y W obst, 1874.
monio con otros grupos adyacentes. La banda no constituye un
grupo cerrado, sino una agrupación flexible de familias nucleares,
que a veces logran una vida colectiva general. Sus dimensiones fluc­
túan. A menudo llegan forasteros que ingresan en un grupo con
capacidad excedente. También se puede producir un intercambio de
productos como regalos (o como mera forma de regulación social),
si en una zona determinada existe diversidad ecológica.
La población dentro de la cual se producen esos contactos es la
tercera unidad, diversamente denominada «tribu», «tribu dialéctica»
(¡en el sentido lingüístico, no hegeliano!), o «banda máxima». Se
trata de una confederación flexible, de 175 a 475 personas, que com­
prende varias bandas. Según Wobst (1974), esa confederación fluctúa
básicamente entre las 7 y las 19 bandas. Un medio favorable puede
impulsar a la población por encima de esos niveles, pero entonces
la «tribu» se divide en dos unidades, cada una de las cuales sigue su
propio camino. La comunicación directa, cara a cara, entre seres
humanos puede tener unos límites máximos prácticos. ¡Cuando se
pasa de unas 500 personas, perdemos nuestra capacidad para comu­
nicarnos! Los cazadores-recolectores no tienen escritura y dependen
de la comunicación cara a cara. No pueden utilizar las funciones que
desempeñan como comunicación abreviada, pues no tienen práctica­
mente medios de especialización aparte del sexo y la edad. Se rela­
cionan como seres humanos completos diferenciados únicamente por
la edad, el sexo, sus rasgos físicos y su pertenencia a una banda. Sus
poderes extensivos seguirían siendo inapreciables hasta que se aban­
donara esa situación.
¿Existió una cuarta unidad «cultural» más amplia y por encima
de ésa, tal como existió después, tras la sedentarización agrícola? Lo
sospechamos porque estamos hablando de un proceso humano. El
intercambio de mercancías, personas e ideas no ocurrió intensiva,
sino extensivamente, y vinculó de forma tenue a los cazadores-re­
colectores en grandes superficies terrestres. La estructura social ini­
cial es abierta y flexible. Wobst (1978) afirma que los moderados de
cazadores-recolectores siguen siendo territorialmente reducidos. Pese
a las pruebas de que los cazadores-recolectores estaban vinculados
en matrices culturales a nivel continental, se han estudiado muy poco
los procesos regionales e interregionales. El «territorio» del etnógra­
fo es un artefacto de la especialización académica y de la influencia
antropológica, dice Wobst, pero en los informes sobre investigacio­
nes realizadas se convierte en una «sociedad» efectiva, en una unidad
social delimitada con su propia «cultura». Los tipos de «sociedades»
que existían en la prehistoria no se parecían en nada a lo que pueda
haber visto cualquier antropólogo actual. Todavía no habían llenado
continentes; no se veían presionadas por sociedades más avanzadas.
Esas peculiaridades aseguraban que los grupos prehistóricos en gran
medida no estuvieran enjaulados. La «humanidad» n o ha «vagabun­
deado en grupos por todas partes», pese a la famosa afirmación de
Ferguson. La etimología de la palabra «etnografía» revela la trampa.
Se trata del estudio de eth n e, de pueblos. Sin embargo, inicialmente
no existían pueblos, grupos relacionados y delimitados de parentes­
co, sino que los creó la historia.
La cuestión de cómo se produjeron las transiciones a la agricul­
tura y a la ganadería es demasiado polémica para debatirla aquí.
Ningunos autores destacan los factores de atracción del aumento de
los rendimientos agrícolas; otros, los factores de impulsión de la
presión demográfica (por ejemplo, Boserup, 1965; Binford, 1968).
No trataré de juzgar. Me limito a señalar que los argumentos opues­
tos no son sino variantes de un solo relato evolucionista. Las capa­
cidades generales de los seres humanos, ocupados en formas míni­
mas de cooperación social y enfrentados con entornos generalmente
parecidos, llevaron en todo el mundo a las transformaciones agrícola
y pastoral que denominamos Revolución Neolítica. Se inició un au­
mento del sedentarismo de poblaciones mayores, social y territorial­
mente atrapadas. Creció el tamaño y la densidad de las agrupaciones.
Desapareció la pequeña banda. La «tribu», mayor y más flexible, se
vio afectada de dos formas. O bien la unidad más bien débil, con
un máximo de 500 miembros, se condenaba ahora en una aldea de
asentamiento, permanente y absorbía a la unidad más pequeña de 20
a 70 miembros, o el proceso de intercambio establecía una especia-
lización de papeles extensiva pero más flexible, basada en la red del
parentesco ampliado: clanes, grupos de linaje y tribus. La localidad
o el parentesco —o una combinación de ambas cosas— podía ofrecer
marcos de organización para redes sociales más densas y especiali­
zadas por funciones.
En la Europa prehistórica, los asentamientos de aldeas igualita­
rias y en gran parte no especializadas comprendían de 50 a 500
personas, que por lo general vivían en chozas de familias nucleares
que labraban como máximo unas 200 hectáreas (Piggott, 1965: 43 a
47). En el Cercano Oriente es posible que los límites máximos fue­
ran los más frecuentes. También existen abundantes datos acerca de
unidades tribuales grandes y más flexibles en la prehistoria. Entre
los pueblos neolíticos de la Nueva Guinea actual, según Forge (1972),
una vez que se alcanza el límite de 400 a 500 personas o se dividen
los asentamientos o se produce una especialización de funciones y
de condición social. Ello coincide con la teoría evolucionista de Ste-
ward acerca de cómo unos grupos en crecimiento hallaron la «inte­
gración sociocultural» a un nivel más alto y más mezclado mediante
el desarrollo de las aldeas de múltiples linajes y de clanes flexibles
(1963: 151 a 172). Las divisiones horizontales y verticales permitie­
ron que los grupos sociales ampliaran sus efectivos.
La explotación intensiva de la naturaleza permitió la sedentari-
zación permanente y la interacción primaria densa de 500 personas,
en lugar de 50; la especialización de funciones y la aparición de la
autoridad permitió una interacción secundaria entre números de per­
sonas que en principio eran ilimitados. Entonces iniciaron su pre­
historia humana las sociedades extensivas, la división del trabajo y
la autoridad social.

La aparición d e rela cion es estabilizadas


d e p o d e r eco n óm ico co lectiv o

¿Hasta qué punto se destacaban esas primeras sociedades en el


panorama general? Eso depende de lo fijas que fueran, de lo atra­
padas que estuvieran las personas que contenían. Woodburn
(1980-1981) ha aducido que la permanencia en las sociedades primi­
tivas está garantizada si se trata de «sistemas de inversión de fuerza
de trabajo» de «rendimiento aplazado», y no de «rendimiento inme­
diato». Cuando un grupo invierte fuerza de trabajo en la creación
de herramientas, almacenes, campos cultivables, presas, etc., cuyos
rendimientos económicos son aplazados, es necesaria una organiza­
ción a largo plazo y, en algunos aspectos, centralizada para admi­
nistrar la fuerza de trabajo, proteger la inversión y distribuir sus
rendimientos. Veamos las consecuencias de tres tipos diferentes de
inversión de fuerza de trabajo con rendimiento aplazado.
El primer tipo es en la naturaleza, es decir, en tierras y ganado:
cultivos, acequias, animales domesticados, etc.; todo eso implica una
fijación territorial. Los terrenos donde pastan los animales pueden
variar y los cultivos, mientras sean todavía semillas, son móviles,
pero con esas excepciones, cuanto más se alargue el plazo del ren­
dimiento de la naturaleza, mayor será la fijación territorial de la
producción. La horticultura de plantas fijas estabiliza a un grupo o
por lo menos a sus miembros nucleares. El sistema de «roza» esta­
biliza a un grupo a lo largo de varios años si se dedica a fertilizar
el suelo mediante la quema periódica de tochos de árboles y se ali­
menta al ganado con rastrojos. Después disminuye la fecundidad del
suelo. Algunos se desplazan a otra parte, sea para repetir el proceso
mediante la deforestación o para encontrar tierras con suelos más
livianos. Es raro que todo un grupo se desplace como unidad, pues
su organización está en sintonía con la ecología antigua, no con el
desplazamiento ni con la nueva ecología. Los grupos más pequeños
de familias o de vecinos, en los cuales es probable que estén sobre-
representados los jóvenes, tienden a separarse. Ello no produce una
organización social permanente, como veremos en este mismo capí­
tulo, más adelante.
Los ganaderos trashumantes, especialmente en terrenos estepa­
rios, son más móviles. Sin embargo, los pastores adquieren merca­
derías, equipo y diversos animales que no son fácilmente transpor­
tables y establecen relaciones con los agricultores para obtener pien­
sos y derechos de pastos en las rastrojeras, intercambiar productos
agropecuarios, etc. Como ya señaló Lattimore, el único nómada en
estado puro es el nómada pobre. Sin embargo, la sujeción al terri­
torio no es tan grande como en el caso de los agricultores.
Tanto los agricultores como los pastores pueden estar delimita­
dos territorialmente por otros motivos. La proximidad a materias
primas como el agua, la madera o los animales de otros grupos, o
la ubicación estratégica en redes de intercambio entre diferentes ni­
chos ecológicos, también vinculan a la gente. Lo que más vincula es
la tierra naturalmente fertilizada y que puede sustentar la agricultura
o el pastoreo permanentes: en valles fluviales, costas de lagos y del­
tas sometidos a inundaciones y entarquinamientos. Allí, las pobla­
ciones están extraordinariamente sujetas al territorio. En otras par­
tes, las pautas varían más, pero con algunas tendencias hacia una
mayor fijación que entre los cazadores-recolectores.
En el segundo tipo, la inversión puede hacerse en las relaciones
sociales de producción y de intercambio, en forma de cuadrillas de
trabajo, división del trabajo, mercados, etc. Todos ellos tienden a
tener una fijación más bien social que territorial. Las relaciones la­
borales regulares (sin fuerza militar) exigen un impulso normativo,
que se halla entre las personas que forman parte del mismo grupo:
familia, vecindario, clan, linaje, aldea, clase, nación, Estado, o lo que
sea. Ello es más aplicable a las relaciones de producción que a las
de intercambio, porque su cooperación es más intensa. La solidari­
dad normativa es necesaria para la cooperación y tiende a fijar las
redes de interacción y a fomentar una identidad ideológica común.
La inversión durante un período prolongado significa una cultura
compartida más estrechamente entre las generaciones, incluso entre
los vivos y los todavía no nacidos. Estrecha los vínculos de las aldeas
y de los grupos de parentesco, como los clanes, en sociedades con
una continuidad temporal.
Pero, ¿hasta qué punto? En comparación con los cazadores-re­
colectores, los agricultores y los pastores son más sedentarios. Pero
también en este caso existe una variabilidad entre ecologías y épocas.
Las variaciones según las estaciones, a lo largo del ciclo de la roza
(más cooperación en la fase de tala que después) y de otros ciclos
agrícolas, apoyan una cooperación bastante flexible. Una vez más,
el extremo de enjaulamiento es la llanura aluvial de los valles fluvia­
les, siempre que sea posible el regadío. Ello exige un esfuerzo laboral
cooperativo muy superior a la norma agrícola, aspecto del que vol­
veré a ocuparme en el siguiente capítulo.
La tercera inversión es en los instrumentos de trabajo, herramien­
tas o maquinaria que no forman parte de la naturaleza y que en
principio son transportables. A lo largo de varios milenios, las he­
rramientas tendieron a ser pequeñas y portátiles. No fijaron a la
gente social ni territorialmente en grandes sociedades, sino en el
hogar o grupo de hogares que rotaban las herramientas. En la Edad
del Hierro, de la cual se trata en el capítulo 6, una revolución en la
fabricación de herramientas tendió a reducir las dimensiones de las
sociedades existentes.
Así, los efectos de la inversión social fueron variados, pero la
tendencia general iba en el sentido de un mayor sedentarismo social
y territorial, debido a la explotación cada vez mayor de la tierra. El
éxito agrícola era inseparable de la delimitación.
Pero si añadimos otras dos tendencias importantes, la presión
demográfica y una cierta especialización ecológica, la imagen resulta
más compleja. Son pocos los agricultores o los pastores que han
elaborado la panoplia completa de medidas drásticas de control per­
manente de la natalidad que se advierten entre los cazadores-reco-
lectores. Sus superávit de subsistencia se han visto periódicamente
amenazados por los «ciclos malthusianos» de excedente demográfico
y erosión de los suelos/enfermedad. Las respuestas consistieron en
fisiones dentro de los grupos, emigraciones de pueblos enteros y
quizá en una violencia más organizada. Todo ello tiene efectos con­
tradictorios para la cohesión social: lo primero la debilita, lo segun­
do y lo tercero pueden reforzarla.
Los efectos de la especialización ecológica en una agricultura en
desarrollo son todavía más complejos. Algunos creen que la espe­
cialización fomentó una mayor división del trabajo en el seno de
una sociedad (ejemplificada por la teoría de la «jefatura redistribu-
tiva» que veremos más adelante). Si los productos se intercambian
en una estructura aldeana o de parentesco, aumenta la vinculación a
una organización fija de mercados, almacenes, etc. Proliferan las fun­
ciones especializadas y las condiciones sociales jerárquicas y se in­
tensifican la división del trabajo y la jerarquización por rangos. Pero
a medida que iban aumentando el tamaño, la especialización, la di­
fusión y el intercambio, el mundo contactable era siempre mayor de
lo que se podía organizar factiblemente en un solo grupo. A medida
que se estabilizaba el grupo, también se estabilizaban las relaciones
intergrupales. La dificultad de integrar la tierra arada con la utilizada
para el pastoreo fomentó la aparición de grupos relativamente espe­
cializados agrícolas y pastoriles. De ahí el crecimiento de d os redes
de interacción social, el «grupo» o la «sociedad» y la red más amplia
de intercambio y de difusión.

La aparición d e l p o d e r co lectiv o id eológico,


m ilitar y p olítico

La misma dualidad surge en la aparición del poder ideológico:


de religiones más estabilizadas y extensivas y de lo que los arqueó­
logos y algunos antropólogos denominan cultura. La arqueología
nos enseña muy poco acerca de la religión y la antropología algo
más, aunque de una pertinencia histórica incierta.
Bellah (1970: 2 a 52) ejemplifica el enfoque del enjaulamiento
evolucionista. Este esboza las principales fases de la evolución reli­
giosa. Las dos primeras tienen pertinencia para nuestro caso. En
controlar la vida y el medio ambiente, para hacer algo más que sufrir
pasivamente, depende del desarrollo del pensamiento simbólico. Este
separa sujeto y objeto y lleva a la capacidad para manipular en en­
torno. La religión primitiva lo hacía de forma rudimentaria. El mun­
do simbólico mítico no estaba separado claramente del mundo na­
tural ni de los seres humanos. Algunas religiones fusionaban un clan
humano, fenómenos naturales como las piedras y los pájaros y per­
sonas míticas ancestrales en una clasificación totémica, distinguién­
dola de configuraciones parecidas. De ahí que la acción religiosa
fuera la participación en este mundo, no la intervención sobre él. Sin
embargo, a medida que iba surgiendo el grupo social delimitado,
apareció una segunda fase. Se concibieron las regularidades emer­
gentes de cooperación económica, militar y política como nom os,
como sentimiento del orden y el significado último del cosmos. Aho­
ra los dioses estaban ubicados den tro, en una relación privilegiada
con el clan, el linaje, la aldea o la tribu. La sociedad domesticó a la
divinidad. Ahora podría aplicarse la teoría de la religión de Durk-
heim, que se examinará en capítulos ulteriores: la religión era mera­
mente la sociedad «alargada idealmente hasta las estrellas». A medida
que la sociedad se iba enjaulando, lo mismo hacía la religión.
Pero este argumento adolece de dos defectos. En primer lugar,
el registro antropológico indica que efectivamente lo divino se puede
hacer más social. Pero no más unitario. Los dioses del grupo A no
están claramente separados de los del grupo B vecino. Existe una
superposición y muchas veces un panteón flexible y cambiante en el
cual los espíritus, los dioses y los antepasados de aldeas y grupos de
parentesco adyacentes coexisten en una jerarquía competitiva de ca­
tegorías. Por ejemplo, en Africa occidental, si un grupo determinado
de aldeas o de parentesco incrementa su autoridad sobre sus vecinos,
sus antepasados pueden ser adoptados rápidamente como personajes
importantes en el panteón de esos vecinos. Esto sugiere una mayor
flexibilidad ideológica y una dialéctica entre el grupo pequeño y la
«cultura» mayor. En segundo lugar, el registro arqueológico revela
que, por lo general, los estilos artísticos comunes eran mucho más
extensos que cualquier grupo de aldeas o de parentesco. El que las
decoraciones conservadas de cerámica, piedra o metal se pareciesen
en grandes regiones no significa gran cosa. Pero el mismo estilo de
representar figuras divinas o figuras que simbolizan a la humanidad,
la vida o la muerte, indica una cultura común en una superficie muy
superior a las de las organizaciones sociales autoritarias. La difusión
del estilo del «vaso campaniforme» por casi toda Europa o del estilo
«Dong-son» en el Asia sudoriental o del «Hopewell» en Norteamé­
rica indican extensos vínculos de... ¿qué? Probablemente comercia­
les; quizá de intercambio de población en migraciones cruzadas y la
existencia de artesanos especializados nómadas; quizá de analogías
religiosas e ideológicas; pero no puede haber entrañado ninguna or­
ganización autoritaria considerable, formal, limitadora. Fue una de
las primeras expresiones del p o d er difuso. En el próximo capítulo
veremos que las primeras civilizaciones comprendían dos niveles:
una pequeña autoridad política, normalmente una ciudad-Estado y
la unidad «cultural» mayor, por ejemplo, de Sumeria o de Egipto.
La misma dialéctica aparece entre dos redes de interacción social,
una pequeña y autoritaria y la otra grande y difusa. Ambas eran
partes importantes de lo que desearíamos denominar «la sociedad»
de la época.
Así, las pautas de poder ideológico eran menos unitarias, estaban
menos enjauladas, de lo que implica la teoría evolucionista. Sin em­
bargo, el enjaulamiento se vio incrementado por nuestra tercera fuen­
te de poder, el poder militar, que también fue apareciendo en este
período. Cuanto mayor era el excedente generado, más deseable apa­
recía a los forasteros rapaces. Y cuanto más fijas eran las inversiones,
mayor era la tendencia a defenderlas, en lugar de huir de los ataques.
Gilman (1981) aduce que en la Europa de la Edad del Bronce, las
técnicas de subsistencia con densidad de capital (el arado, el policul-
tivo mediterráneo de olivos y cereales, los regadíos y la pesca de
bajura) precedieron y causaron la aparición de una «clase de élite
hereditaria». Sus activos necesitaban una defensa y un liderazgo per­
manentes.
No es éste el momento para tratar de explicar la guerra. Me
limito a señalar dos aspectos. En primer lugar, la guerra es omni­
presente en la vida social organizada, aunque no sea universal. P o­
d em os hallar grupos sociales aparentemente pacíficos —y en conse­
cuencia no puede apoyar una teoría que considere la guerra como
parte de la naturaleza humana invariable—, pero, por lo general,
están aislados y obsesionados con una batalla contra la naturaleza
en sus aspectos más duros (como los esquimales), o son refugiados
de la guerra en otras partes. En un estudio cuantitativo, sólo cuatro
de cincuenta pueblos primitivps no hacían habitualmente la guerra.
En segundo lugar, la antropología comparada demuestra que la fre­
cuencia de las guerras, su organización y la intensidad de la mor­
tandad aumenten considerablemente con la sedentarización y vuel­
ven a aumentar con la civilización. Los estudios cuantitativos revelan
que la mitad de las guerras de los pueblos primitivos son relativa­
mente esporádicas, desorganizadas, rituales e incruentas (Brock y
Galtung, 1966; Otterbein, 1970: 20 y 21; Divale y Harris, 1976: 532;
Moore, 1972: 14 a 19; Harris, 1978: 33). Pero todas las civilizaciones
de la historia registrada han hecho constantemente guerras muy or­
ganizadas y cruentas.
La hostilidad armada entre grupos refuerza su sensación de «gru­
po del interior» y de «grupo del exterior». También intensifica las
distinciones objetivas: los grupos especializados económicamente ela­
boran formas especializadas de guerra. El armamento y la organiza­
ción de los primeros combatientes se derivaron de sus técnicas eco­
nómicas: los cazadores lanzaban proyectiles y disparaban flechas; los
agricultores blandían azadas aguzadas y modificadas; los pastores
pasaron a cabalgar en caballos y camellos. Todos ellos utilizaron
técnicas adecuadas a sus formas de organización económica. A su
vez, estas diferencias militares intensificaron su sensación de distin-
tividad cultural general.
Las diferentes formas de inversión en actividades militares tuvie­
ron consecuencias en general parecidas para la economía. La inver­
sión militar en la naturaleza, por ejemplo en fortificaciones, aumentó
la territorialidad. Una diferencia fue que la inversión militar en ga­
nado (caballería) aumentó en general la movilidad en lugar de la
fijación. La inversión militar en relaciones sociales, es decir, en la
organización de los suministros y la coordinación de los desplaza­
mientos y de la táctica, aumentó mucho la solidaridad social. Tam­
bién exigió una moral normativa. La inversión militar en los instru­
mentos de la guerra, las armas, tendió al principio a fomentar el
combate individual y a descentralizar la autoridad militar.
En general, el aumento del poder militar reforzó el enjaulamiento
de la vida social. Así, la historia evolucionista tiende a centrarse en
determinadas relaciones de poder económico y en el poder militar
en general. Esas relaciones culminan con la aparición del Estado, la
cuarta parte del poder social. Tal como lo he definido yo —centra­
lizado, territorializado, permanente y coercitivo— el Estado no exis­
tía en los orígenes. No se halla entre los cazadores-recolectores. Los
elementos componentes del Estado se ven favorecidos por la inver­
sión fija social y territorial, económica y militar. Ello completaría la
historia evolucionista, al vincular la prehistoria y la historia en una
sola secuencia de evolución. A partir de la caza-recolección hasta
llegar al Estado permanente, civilizado, una serie continua de fases
incorpora una sedentarización social y territorial mayor como «pre­
cio» de un aumento del poder humano sobre la naturaleza. Exami-
nemos las teorías evolucionistas enfrentadas en los orígenes de la
estratificación y del Estado.

Teorías evolu cion istas d e los orígen es


d e la estratificación y d el Estado

La estratificación no fue una forma social original, ni tampoco


lo fue el Estado. Los cazadores-recolectores eran igualitarios y no
tenían Estado. Los evolucionistas aducen que la transición a la agri­
cultura y la ganadería sedentarias anunció el crecimiento lento, pro­
longado y vinculado de la estratificación y del Estado. Aquí se es­
tudian cuatro tipos de teoría evolucionista: la liberal, la fu n cion a lis-
ta, la marxista y la militarista. Consideran, con razón, que las dos
cuestiones más importantes y enigmáticas están relacionadas:
1) ¿Cómo fue que algunos adquirieron algún tipo de poder perma­
nente sobre las oportunidades materiales de vida de otros, lo cual
les dio la capacidad para adquirir propiedades que potencialmente
negaban la subsistencia a otros? 2) ¿Cómo fue la que la autoridad
social pasó a residir permanentemente en unos poderes centraliza­
dos, monopolíticos, coercitivos, en Estados definidos territorial-
mente?
La clave de estas cuestiones es la distinción entre autoridad y
poder. Las teorías evolucionistas brindan teorías plausibles del cre­
cimiento de la autoridad. Pero no pueden explicar satisfactoriamente
cómo se convirtió la autoridad en un poder que se podía utilizar
tanto coercitivamente contra el pueblo que concedió la autoridad en
primer lugar com o para privar al pueblo de los derechos de subsis­
tencia material. De hecho, veremos que esas conversiones no suce­
dieron en la prehistoria. No existe n ingún origen general del Estado
y de la estratificación. Se trata de una cuestión falsa.
Las teorías liberales y las funcionales aducen que la estratifica­
ción y los Estados incorporan una cooperación social racional y que,
en consecuencia, se instituyeron inicialmente en una especie de «con­
trato social». La teoría liberal interpreta que esos grupos de intereses
eran individuos con medios de vida y derechos de propiedad priva­
da. Así, la propiedad privada precedió a la formación del Estado y
la determinó. La teorías funcionales son más variadas. Yo examino
sólo el funcionalismo de los antropólogos económicos, que hacen
hincapié en la «jefatura redistributiva». Los marxistas aducen que los
Estados refuerzan la explotación de clases y, en consecuencia, fueron
las primeras clases propietarias quienes los instituyeron. Al igual que
la teoría liberal, la marxista aduce que el poder de la propiedad
privada precedió a la formación del Estado y la determinó, pero el
marxismo ortodoxo retrocede más todavía y afirma que, a su vez,
la propiedad privada surgió a partir de una propiedad inicialmente
comunista. Por último, la teoría militarista aduce que los Estados y
la estratificación social pronunciada se originaron en la conquista y
en las necesidades del ataque y de la defensa militares. Las cuatro
escuelas exponen sus argumentos con vigor, por no decir dogmática­
mente.
La confianza de esas escuelas contiene tres aspectos que nos con­
funden. En primer lugar, ¿por qué los teóricos que desean afirmar
algo acerca del Estado actual deben apoyarlo con una incursión re­
lámpago en los accidentados terrenos de la prehistoria? ¿Por qué han
de importarle al marxismo los orígenes de los Estados para justificar
una actitud determinada respecto del capitalismo y del socialismo?
Para una teoría de los Estados ulteriores no es necesario demostrar
que los primeros Estados se originaron de tal o cual forma. En
segundo lugar, las teorías son reduccionistas, pues limitan en el Es­
tado a aspectos preexistentes de la sociedad civil. Al mantener una
continuidad entre los orígenes y el desarrollo, niegan que el Estado
posea propiedades em erg en tes peculiares a él. Y sin embargo, los
grupos de interés de la «sociedad civil», como las clases sociales y
los ejércitos, figuran en las páginas de la historia junto con los Es­
tados: jefes, monarcas, oligarcas, demagogos y sus empleados y bu­
rocracia. ¿Podemos negarles a éstos su autonomía? En tercer lugar,
cualquiera que examine los datos empíricos relativos a los primeros
Estados advierte que las explicaciones basadas en un solo factor per­
tenecen a la fase de jardín de infancia de la teoría del Estado, porque
los orígenes son sumamente diversos.
Claro que las teorías se expusieron inicialmente cuando los au­
tores tenían muy pocos datos empíricos. Actualmente disponemos
de gran abundancia de estudios arqueológicos y antropológicos so­
bre los Estados iniciales y primitivos, antiguos y modernos, de todo
el mundo. Esos datos nos obligan a ocuparnos de forma muy crítica
de las confiadas afirmaciones de las teorías, especialmente de las del
liberalismo y el marxismo. Así ocurre, en especial, por lo que res­
pecta a- su confianza en la supuesta importancia de la propiedad
individual de las primeras sociedades.
Yo comienzo por la parte más débil de la teoría liberal: su ten­
dencia a situar la desigualdad social en las diferencias entre indivi­
duos. Cualesquiera sean los orígenes exactos de la estratificación, se
trata de procesos sociales. La estratificación inicial tenía poco que
ver con la dotación genética de los individuos. Y lo mismo ocurrió
con todas las estratificaciones sociales siguientes. La gama de dife­
rencias en los atributos genéricos de los individuos no es muy gran­
de y no se hereda acumulativamente. Si las sociedades estuvieran
regidas por las facultades humanas de razonamiento, tendrían una
estructura cuasi igualitaria.
Desigualdades mucho mayores se encuentran en la naturaleza,
por ejemplo, entre tierras fértiles y estériles. La posesión de esos
recursos diferenciales llevará a mayores diferencias de poder. Si com­
binamos la ocupación aleatoria de tierras de diversas calidades con
diferentes capacidades para el trabajo duro y especializado, llegamos
a la teoría liberal tradicional de los orígenes de la estratificación, que
se halla especialmente en la obra de Locke. En el próximo capítulo
vemos que en Mesopotamia es posible que la ocupación fortuita de
tierras relativamente fértiles tuviera mucha importancia. Además,
también es posible que a partir de los datos sobre cazadores-reco­
lectores pudiera inferirse algo de apoyo para la importancia que atri­
buye Locke a la diferencias de diligencia, industriosidad y capacidad
de ahorro. Después de todo, si algunos de ellos trabajasen ocho
horas en lugar de cuatro, habrían sido ricos en excedentes (¡o ha­
brían duplicado su población!). Pero las cosas no son tan sencillas.
Como demuestran los estudios sobre los cazadores-recolectores, to­
dos los miembros del grupo tienen derecho a participar en los ex­
cedentes imprevistos, independientemente de cómo se hayan produ­
cido. ¡El ahorro no tiene su recompensa burguesa! Es uno de los
motivos por los que suelen fracasar generalmente los proyectos em­
presariales de desarrollo entre los cazadores-recolectores actuales: no
existen incentivos al esfuerzo individual.
Para mantener un excedente, aunque sea producido de forma
individual, hace falta una organización social. Hacen falta normas
sobre la posesión. Como éstas se cumplen de forma imperfecta, tam­
bién hace falta una defensa armada. Además, normalmente la pro­
ducción no es individual, sino social. Así, la posesión, el uso y la
defensa de los recursos naturales se ven muy afectados incluso por
las prácticas más sencillas de organización social. Tres hombres (o
tres mujeres) que combaten o trabajen en equipo pueden normal-
mente matar o producir mucho más que tres hombres que actúen
individualmente, por muy fuerte que sea cada uno de ellos. Cual­
quiera que sea el poder de que se trate —económico, militar, político
o ideológico—, lo confiere abrumadoramente la organización social.
Lo que importa es la desigualdad social, no la natural, como ya
observó Rousseau.
Pero Rousseau seguía concluyendo que la estratificación era re­
sultado de la propiedad privada. Eso es lo que dice su famosa frase:
«El primer hombre que cercó una tierra y dijo “esto es mío” y
encontró a gente lo bastante simple como para creerlo, fue el autén­
tico fundador de la sociedad civil.» Ello no elimina las objeciones
que acabo de presentar. Pero por raro que parezca, es algo aceptado
por la presunta oposición principal al liberalismo, que es el socialis­
mo. Marx y Engels consagraron una antítesis entre la propiedad
privada y la comunitaria. La estratificación apareció a medida que
fueron surgiendo relaciones de propiedad privada a partir de un
comunismo primitivo inicial. Hoy día, casi todos los antropólogos
los niegan (por ejemplo, Malinowski, 1926: 18 a 21, 28 a 32; Hers-
kovits, 1960). Los estudios sobre la propiedad, como los de Firth
sobre los tikopia (1965), revelan una miríada de diferentes derechos
de propiedad: individual, familiar, de grupos de edad, aldeas y cla­
nes. ¿En qué circunstancias se desarrolla más la propiedad privada?
Los grupos varían en cuanto a sus derechos de propiedad según
sus formas de inversión de trabajo con rendimiento aplazado. La
aparición de la propiedad privada desigual se acelera si la inversión
es portátil. El individuo puede poseerla físicamente sin tener que
excluir a otros por la fuerza. Si la inversión con rendimiento apla­
zado se hace en aperos portátiles (quizá utilizados para cultivar in­
tensivamente pequeñas parcelas), pueden surgir formas de pequeña
propiedad basadas en la propiedad individual, o quizá de los hoga­
res. Al otro extremo se halla la cooperación laboral extensiva. En
este caso, a los individuos o los hogares del grupo cooperante les
resulta inherentemente difícil lograr derechos exclusivos contra otros
miembros del grupo. La tierra tiene consecuencias variables. Si se
trabaja en pequeñas parcelas, quizá con una gran inversión en ape­
ros, puede llevar a la propiedad individual o de los hogares, aunque
no resulta fácil ver cómo van surgiendo desigualdades enormes, en
lugar de un grupo de pequeños propietarios aproximadamente igua­
les. Si se trabaja extensivamente mediante la cooperación social, no
es probable que aparezca la propiedad excluyente.
Pero la especialización ecológica puede acercar a los pastores a
la propiedad privada. Su inversión en la naturaleza se hace funda­
mentalmente en animales transportables, cercados en un terreno de­
terminado, rodeados por límites, normalmente no fijados de forma
territorial, pero sí protegidos. Los derechos excluyentes son la nor­
ma entre los pastores nómadas. Esos derechos se ven reforzados por
las pautas de la presión demográfica. Si los agricultores se ven ame­
nazados por la presión, entonces basta con controles malthusianos
sencillos. Algunos se mueren de hambre y la tasa de mortalidad
aumenta hasta que se establece un nuevo equilibrio entre los recur­
sos y la población. Ello no causa un daño permanente a las formas
principales de inversión en tierras, edificios, herramientas y coope­
ración social. Pero como ha demostrado Barth, los pastores deben
ser sensibles a los desequilibrios ecológicos entre ganado y pastos.
Su inversión productiva se realiza en animales que no deben desti­
narse totalmente a la alimentación en tiempos difíciles. Si se comen
todos los animales, más adelante perecerá prácticamente todo el gru­
po. Hay que aplicar controles demográficos efectivos antes de que
pueda ocurrir el ciclo malthusiano. Barth aduce que la propiedad
privada del ganado es el mejor mecanismo de supervivencia: las pre­
siones ecológicas se aplican de forma diferencial y eliminan a algunas
familias, sin afectar a las otras. Eso sería imposible si imperase la
igualdad colectiva y si la autoridad estuviera centralizada (1961: 124).
Así, entre los pastores, al contrario que lo que ocurre en otros
grupos, existe una antítesis entre la propiedad privada y el control
comunitario. Las presiones demográficas diferenciales pueden fomen­
tar las desigualdades y la expropiación de fuerza de trabajo. Una
familia que sobreviva con prosperidad en medio de las dificultades
de otras puede absorber trabajadores libres o siervos de las familias
más afectadas. Incluso esta propiedad no suele ser individual, sino
familiar y organizada en una estructura de varios niveles, «el clan
genealógico». El clan y la familia poseen propiedad: los poderes de
cada individuo dependen de su poder en el seno de esas colecti­
vidades.
En consecuencia, en ninguna parte hallamos propiedad individual
ni propiedad totalmente comunitaria. El poder en los grupos sociales
no es un simple producto de la suma de los individuos multiplicada
por sus diferentes poderes. Las socied a d es son, d e h ech o, fed era cio n es
d e organ izacion es. En los grupos sin Estado, invariablemente los
individuos poderosos representan alguna colectividad cuasi autóno­
ma en un campo mayor de acción: un hogar, una familia extendida,
un linaje, un clan genealógico, una aldea, una tribu. Sus poderes se
derivan de su capacidad para movilizar los recursos de esa colecti­
vidad. Lo dice muy bien Firth:

Existe en Tikopia una institución de propiedad apoyada por convenciones


sociales claras. Se expresa en gran medida en términos de la propiedad de
bienes por grupos de parentesco, pero deja margen para la posesión indivi­
dual de artículos menores, así como para los derechos de los jefes sobre
determinados tipos de bienes, como tierras y canoas, y también derechos
sobre esos bienes por otros miembros de la comunidad como un todo. En
la práctica, las decisiones acerca del uso de esos bienes para otros usos las
adoptan los jefes de los grupos de parentesco —jefes, ancianos, cabezas de
familia, miembros importantes de una «casa»— en combinación con otros
miembros del grupo, de forma que en el caso de los bienes más importantes,
como la tierra y las canoas, la «propiedad individual» sólo se puede expresar
en grados de responsabilidad por la propiedad del grupo y por el disfrute
de esa propiedad. [1965: 277 y 278.]

La fu e n t e d e toda jerarq u ía se baila en una a u torida d rep resen ­


ta tiva q u e n o es unitaria.
Pero todavía nos hace falta recorrer algo de camino hasta llegar
al final de la vía evolucionista por la que se nos suele guiar. Porque
este tipo de autoridad es sumamente débil. Los jefes —pues suele
haber varios de ellos bajo la autoridad nominal de uno solo— solían
gozar de poderes insignificantes. El término de socied a d d e rangos
abarca toda la fase de la evolución social general (¡de hecho, la úl­
tima!) en la cual el poder estaba casi totalmente limitado al uso de
la «autoridad» en nombre de la colectividad. Lo único que confería
era posición social, prestigio. Los ancianos, «los hombres grandes»
o los jefes no podían privar a otros d e unos recursos escasos y
valiosos, sino con grandes dificultades, y nunca podían privar a otros
arbitrariamente de los medios de subsistencia. Tampoco poseían gran
riqueza. Podían distribuir riqueza en el grupo, pero no podían que­
dársela. Como comenta Fried, «esas personas eran ricas por lo que
repartían, no por lo que acumulaban» (1967: 118). Clastres, al estu­
diar a los amerindios, niega al jefe poderes autoritarios de adopción
de decisiones. Sólo posee prestigio y elocuencia para resolver con­
flictos: «La palabra del jefe no tiene fuerza de ley.» El jefe está
«preso» en ese papel limitado (1977: 175). Ejerce un poder colectivo,
no distributivo. El jefe es su portavoz. Se trata de un argumento
fun cionalista.
De esta forma se supera un posible obstáculo a la ulterior apa­
rición de desigualdades pronunciadas: el de la p erm a n en cia de la
autoridad. Si es meramente un poder colectivo, no hay problema en
cuanto a quién lo ejerce. El papel de la autoridad se limitará a reflejar
las características de la estructura social que se halla por debajo de
ella. Si se valoran la edad y la experiencia en la adopción de deci­
siones, puede ser un anciano el que asuma el papel; si se trata de la
adquisición material por la familia nuclear, lo hará un «hombre gran­
de» definido por sus capacidades adquisitivas; si predominan los
linajes, será un jefe hereditario.
El poder colectivo fue anterior al distributivo. Las sociedades de
rangos precedieron a las estratificadas y duraron un período larguí­
simo de tiempo. Sin embargo, esto sólo es una forma de proyectar
en el tiempo nuestra dificultad para explicar cómo se convirtieron
en desiguales las sociedades igualitarias en la distribución de recursos
escasos y apreciados, especialmente recursos materiales. En las so­
ciedades de rangos ulteriores, según las teorías, ¿cómo se convirtió
el consentimiento en la igualdad en un consentimiento en la des­
igualdad o, dicho de otros términos, cómo se eliminó ese consenti­
miento?
Como señala Clastres (1977: 172) existe una respuesta que p a rece
sencilla y plausible: la desigualdad se impone desde fuera mediante
la violencia física. Este es el argumento m ilitarista. El grupo A so­
mete al grupo B y le arrebata sus propiedades. A cambio ofrece al
grupo B una retribución por su trabajo, quizá derechos de arriendo
o de servidumbre, quizá nada más que la esclavitud. A fines del XIX
y principios del XX esta teoría de los orígenes de la estratificación
era muy popular. Gumplowicz y Oppenheimer figuraron entre quie­
nes aducían que la conquista de un grupo étnico por otro era la
única forma de mejora económica que entrañaba una cooperación
laboral complicada. Los métodos intensivos de producción entraña­
ban la expropiación de los derechos de propiedad de la fuerza de
trabajo, que sólo se podía imponer a forasteros, y no a los «próji­
mos» (término que para Gumplowicz tenía una base de parentesco
—1899: 116 a 124— ; véase asimismo Oppenheimer, 1975).
Actualmente modificaríamos esa teoría racista del siglo XIX y
entenderíamos que la etnicidad es tanto resu ltad o como causa de
esos procesos: la conquista y la esclavización por medio de la fuerza
produjeron sentimientos étnicos. La etnicidad sólo ofrece una expli­
cación del dominio de todo un «pueblo» o toda una «sociedad»
sobre otro pueblo u otra sociedad enteros. Este es sólo un tipo de
estratificación, no la totalidad de ésta; es relativamente raro entre los
grupos primitivos y quizá no se diera en la prehistoria, cuando no
existían los «pueblos». Por lo general, las formas más extremas de
dominación —la expropiación total de los derechos a la tierra, el
ganado y los cultivos y la pérdida del control sobre la propia fuerza
de trabajo (es decir, la esclavitud)— han seguido a la conquista. Los
incrementos considerables en la adquisición de excedente han solido
darse en las sociedades históricas a partir del aumento de la intensidad
del trabajo, que por lo general exige un aumento de la fuerza física.
Pero no se trata de algo universal. Por ejemplo, los avances en los
riegos que se comentan en el capítulo siguiente no parecen haberse
basado en un aumento de la coacción mediante la conquista, sino en
medios más «voluntarios». Necesitamos una explicación de cómo
podría el poderío militar tener efectos «voluntarios».
La teoría militarista lo demuestra de dos formas. Ambas explican
los orígenes del Estado: la primera su facultad para organizar a los
conquistados; la segunda, a los conquistadores. Las teorías militaris­
tas parten de una proposición muy osada: el Estado se origin ó in­
variablemente en la guerra. Así dice Oppenheimer:

El Estado, completamente en su génesis, y casi completamente durante las


primeras fases de su existencia, es una institución social impuesta por un
grupo victorioso de hombres a otro grupo derrotado, con el único objetivo
de regular la dominación del grupo victorioso sobre el vencido, y de defen­
derse de las revueltas interiores y de los ataques exteriores. [1975: 8.]

Una asociación flexible de merodeadores se transformó en un


«Estado» permanente y centralizado con el monopolio de la coac­
ción física, «la primera vez que el conquistador dejó viva a su víc­
tima con objeto de explotarla permanentemente en un trabajo pro­
ductivo» (1975: 27). Oppenheimer creía que las primeras etapas es­
tuvieron dominadas por un tipo de conquista, la de los agricultores
sedentarios por los nómadas pastoriles. Cabe distinguir varias etapas
en la historia del Estado: desde los robos y las incursiones hasta la
conquista y la fundación del Estado, y de ahí a un medio perma­
nente de apoderarse del excedente de los conquistados, a la fusión
gradual de conquistadores y conquistados en un solo «pueblo» bajo
un conjunto de leyes estatales. Ese pueblo y ese Estado se amplían
o se reducen constantemente por la victoria o la derrota en la guerra
a lo largo de la historia. Ese proceso no cesará hasta que un pueblo
y un Estado controlen el mundo. Pero entonces se disolverá en una
«ciudadanía de hombres libres» anarquista. Sin guerra no hace falta
el Estado.
Algunas de estas ideas revelan las preocupaciones distintivas de
fines del siglo XIX. Otras reflejan el anarquismo del propio Oppen-
heimer. Pero la teoría general ha ido resucitando periódicamente.
Por ejemplo, el sociólogo Nisbet afirma convencido que «no existe
ningún caso histórico conocido de un Estado político no fundado
en circunstancias de guerra, no arraigado en las disciplinas distintivas
de la guerra. De hecho, el Estado es poco más que la instituciona-
lización del aparato bélico» (1976: 101). Nisbet, al igual que Op-
penheimer, considera que el Estado diversifica después sus activida­
des, adquiriendo funciones pacíficas anteriormente establecidas en
otras instituciones, como la familia o la organización religiosa. Pero
en su origen el Estado consiste en la violencia contra los de fuera.
El historiador alemán Ritter sostiene opiniones análogas:
Cuando quiera que el Estado aparece en la historia, es en primer lugar en
forma de una concentración de la capacidad de combate. La política nacional
gira en torno a la lucha por el poder: la virtud política suprema es una
disposición incesante a hacer la guerra con todas sus consecuencias de en­
frentamiento irreconciliable, que culminan en la destrucción del enemigo,
en caso necesario. Desde este punto de vista, la virtud política y la militar
son sinónimas.
Pero la capacidad de combate no es todo el Estado... Es esencial para la
idea del Estado que sea el custodio de la paz, la ley y el orden público. De
hecho, éste es el objetivo más elevado y correcto de la política: armonizar
pacíficamente los intereses conflictivos, conciliar las diferencias nacionales y
sociales. [1969: 7 y 8.]

Todos estos autores expresan variantes de la misma opinión: el


Estado se originó en la guerra, pero la evolución humana lo hizo
avanzar hacia otras funciones pacíficas.
En este modelo perfeccionado, la conquista militar se asienta en
un Estado centralizado. La fuerza militar se disfraza en forma de
leyes y normas monopolistas administradas por un Estado. Aunque
los orígenes del Estado se hallan meramente en la fuerza militar,
ulteriormente va desarrollando sus propios poderes.
El segundo perfeccionamiento se refiere al poder entre los con­
quistadores. Hasta ahora el aspecto más débil se refiere a la organi­
zación de la fuerza conquistadora: ¿No presupone ésta y a una des­
igualdad de poder y un Estado? Spencer se ocupó directamente de
esta cuestión, al aducir que tanto la desigualdad material como el
Estado centralizado se originaron en la necesidad de una organiza­
ción militar. Es muy claro acerca de los orígenes del Estado:
El control centralizado es el rasgo primordial que adquiere cada cuerpo de
combatientes... Y este control centralizado, imprescindible durante la gue­
rra, caracteriza al gobierno durante la paz. Entre los no civilizados existe
una clara tendencia a que el jefe militar se convierta también en el jefe
político (su único competidor es el shamán) y, en una raza conquistadora
de salvajes, su jefatura política pasa a ser fija. En las sociedades semicivili-
zadas, el comandante conquistador y el rey déspota son una sola persona,
y siguen siéndolo en las sociedades civilizadas hasta tiempos recientes...; hay
pocos casos, si es que hay alguno, en los que las sociedades... se hayan
convertido en sociedades más amplias sin pasar por el tipo militante. [1969:
117, 125.]

La centralización es una necesidad funcional de la guerra, entre


tod os los combatierntes: conquistadores, conquistados y los que in­
tervienen en combates sin un vencedor claro. Eso es una exagera­
ción. No todos los tipos de enfrentamiento militar exigen un mando
centralizado: por ejemplo, la guerra de guerrillas no lo exige. Pero
si el objetivo es la conquista sistemática o la defensa de territorios
enteros, la centralización resulta útil. La estructura de mando de esos
ejércitos es más centralizada y autoritaria de lo que se suele hallar
generalmente en otras formas de organización. Y eso ayuda a lograr
la victoria. Cuando la victoria o la derrota pueden producirse en
cuestión de horas, es indispensable la adopción de decisiones rápidas
y sin obstáculos, así como la transmisión indiscutida de las órdenes
hacia abajo (Andreski, 1971: 29, 92 a 101).
Spencer, como auténtico evolucionista, infiere una tendencia em­
pírica, no una ley universal. En una lucha competitiva entre socie­
dades, las que adopten el Estado «militante» tienen un valor de su­
pervivencia más alto. En ocasiones, Spencer lleva este argumento
más allá y aduce que la estratificación en sí tiene sus orígenes en la
guerra. En todo caso, en esas sociedades la estratificación y el modo
de producción están subordinados a lo militar: «La parte industrial
de la sociedad sigue siendo en lo esencial una intendencia perma­
nente que sólo existe para satisfacer las necesidades de las estructuras
gubernamentales-militares y a la que no le queda para sí misma sino
lo suficiente para la mera subsistencia» (1969: 121). Esta socied a d
m ilitante se rige por la «cooperación obligatoria». Gobernada central
y despóticamente, fue la que dominó a las sociedades complejas
hasta que apareció la sociedad industrial.
Las opiniones de Spencer son valiosas, aunque su etnografía pa­
rezca ser claramente victoriana y sus argumentos excesivamente ge­
neralizados. Las sociedades históricas no tenían una unidad «mili­
tante» global, aunque en los capítulos 5 y 9 utilizo el concepto de
la cooperación obligatoria al analizar determinadas sociedades anti-
guas.
Pero, como explicación de los orígenes del Estado, no se puede
dejar pasar sin más el argumento de Spencer. Un aspecto concreto
es bastante superficial: el de cómo se hace permanente el poderío
militar. De aceptar su argumento de que la coordinación en el campo
de batalla y durante la campaña exige un poder central, ¿cómo logra
el mando militar mantener su poder después? Los antropólogos nos
dicen que, de hecho, las sociedades primitivas tienen plena concien­
cia de lo que puede ocurrir después y adoptar medidas deliberadas
para evitarlo. Son «tajantemente igualitarias», como dice Woodburn
(1982). Los poderes de los jefes de guerra tienen limitaciones en el
tiempo y en el espacio, precisamente con el objeto de que la auto­
ridad militar no se institucionalice. Clastres (1977: 177 a 180) des­
cribe las tragedias de dos jefes de guerra, uno el famoso apache
Jerónimo y el otro el mazoniense Fousive. Ninguno de esos dos
guerreros, pese a lo valerosos, astutos y atrevidos que eran, pudo
mantener su preeminencia de los tiempos de guerra durante los tiem­
pos de paz. Podrían haber ejercitado una autoridad permanente si
hubieran encabezado grupos belicosos perpetuos, pero sus pueblos
pronto se cansaron de la guerra y los abandonaron: Fousive murió
en combate, Jerónimo se dedicó a escribir sus memorias. El modelo
de Spencer sólo puede funcionar respecto de un grupo militar que
obtenga extraordinarios éxitos.
Además, la conquista es para lo que está mejor adaptado, porque
entonces el mando militar puede apropiarse la tierra conquistada, sus
habitantes y sus excedentes y distribuirlos a las tropas como recom­
pensa. En este caso, se ha logrado la transferencia vital de la auto­
nomía de la sociedad del conquistador. El reparto del botín exige la
cooperación entre la soldadesca, pero se puede hacer caso omiso de
Ja sociedad de origen. Los despojos de la guerra han sustituido al
excedente de aquélla como infraestructura del poder militar. En este
caso, el poder militar se deriva de la ocupación del espacio de poder
entre dos sociedades, la conquistadora y la conquistada, incitando el
enfrentamiento entre la una y Ja otra. Esta es también la oportunidad
que se presenta en determinados tipos de defensa militar. Mientras
persiste la amenaza exterior y cuando la fijación social exige la de­
fensa de todo un territorio, puede hacer falta una soldadesca espe­
cializada. Su poder es permanente y mantiene su autonomía a base
de jugar con el miedo a los atacantes que tiene la sociedad de origen.
Pero, por lo general, entre los pueblos primitivos no se encuen­
tran la conquista ni la defensa territorial especializada. Ambas cosas
presuponen una organización social considerable, tanto por parte de
los conquistadores como, en general, de los conquistados. La con­
quista entraña la explotación de una comunidad sedentaria y estable
que utiliza sus propias estructuras de organización o las de los con­
quistadores. Así, el modelo de Spencer aparece apropiado después de
la aparición inicial del Estado y de la estratificación social, con mu­
chos más recursos de organización de los que disponían jefes de
guerra como Jerónimo o Fousive.
Veamos las pruebas empíricas. Comienzo con un compendio de
veintiún estudios monográficos de Estado «primitivos», algunos ba­
sados en la antropología y otros en la arqueología, compilados por
Claessen y Skalnik (1978). Ningún estudio cuantitativo de los orí­
genes de los Estados puede ni debe ser estadístico. No existe una
población general conocida de Estados originales o «prístinos» —los
que surgieron autónomamente de todos los demás Estados—. Así,
no se puede hacer una muestra de esa población. Sin embargo, tal
población sería muy reducida, probablemente inferior a diez perso­
nas, cifra difícilmente sometible a un análisis estadístico. En conse­
cuencia, cualquier muestra mayor de «Estados primitivos», como la
de Claessen y Skalnik, es una muestra de una población heterogénea
e interactiva: unos cuantos Estados «prístinos» y una gran variedad
de otros implicados en relaciones de poder con ellos y entre sí. No
hay casos independientes. Todo análisis estadísticamente correcto
debe comprender el carácter de sus interacciones como una variable,
cosa que no han hecho ni esos autores ni otros.
Habida cuenta de esas considerables limitaciones, pasemos a los
datos. De los veintiún casos de Claessen y Skalnik, sólo dos (Escitia
y Mongolia) adoptaron la forma especificada por Oppenheimer, la
conquista de los agricultores por los pastores. En otros tres, la for­
mación del Estado estuvo causada por una coordinación militar es­
pecializada contra el ataque del exterior. En ocho más, un factor
importante en la formación del Estado fueron otros tipos de con­
quista. Y las asociaciones voluntarias con fines bélicos reforzaron la
formación del Estado en cinco de los casos de «conquista» mencio­
nados anteriormente. El sentido general de esos resultados se ve
confirmado por otro estudio cuantitativo (menos detallado en aspec­
tos vitales, aunque con métodos más estadísticos) realizado por Ot-
terbein (1970) sobre cincuenta casos antropológicos.
Así, al matizar la teoría militarista para abarcar los efectos sobre
conquistadores y/o defensores rela tiv a m en te organ izados, llegamos
a una explicación que en gran medida es de un solo factor en una
minoría de casos (en torno a una cuarta parte) y de un factor im­
portante en una mayoría de los casos. Pero esa ruta presupone un
grado elevado de poderes colectivos «cuasi estatales», a los que la
conquista o la defensa a largo plazo no añade sino un toque final.
¿Cómo fue que llegaron hasta ahí?
Resulta difícil profundizar a partir meramente de los datos de
una serie de casos que se exponen como si fueran independientes,
cuando sabemos que entrañaban procesos a largo plazo de interac­
ción del poder. Más prometedor resulta el estudio regional de ins­
tituciones gubernamentales del Africa oriental realizado por Mair
(1977). Cuando ésta examina unos grupos relativamente centraliza­
dos y relativamente descentralizados que existían cerca los unos
de los o tro s, logra trazar m ejo r la transición. Naturalmente, un
solo estudio regional no constituye una muestra de todos los tipos
de transición. Ninguno de ellos era un Estado «prístino»; todos ellos
estaban influidos por los Estados islámicos del Mediterráneo, así
como por los europeos. En Africa oriental, también eran primordia­
les las características de pueblos pastoriles relativamente prósperos.
Además, en este caso, todas las transiciones estudiadas entrañaban
muchas guerras. De hecho, la única mejoría que ofrecían los grupos
centralizados respecto de los no centralizados parece haber consis­
tido en mejores perspectivas de defensa y de ataque. Pero la forma
de la guerra nos desvía de la sencilla dicotomía de conquistadores
contra conquistados (que implica el concepto de dos sociedades uni­
tarias) que ofrece la teoría militarista. Mair muestra cómo surgieron
dos autoridades relativamente centralizadas a partir de un maremág-
num de relaciones federales entre cruzadas de aldeas, linajes, clanes
y tribus, característico de los grupos humanos preestatales. A medi­
da que aumentaba el excedente de los pastores y que sus inversiones
se iban concentrando más en el ganado, también aumentaba su vul­
nerabilidad a las federaciones flexibles de merodeadores. Así, se solía
producir una sumisión más o menos voluntaria a quienes podían
ofrecer la mayor protección. No se trataba de una sumisión a un
conquistador extranjero ni a un grupo especializado de guerreros de
las sociedades propias, sino a la figura autoritaria de una colectividad
con la cual el grupo sumiso ya tenía relaciones de parentesco o
territoriales. Se trataba de un gigantesco negocio gangsteril de «pro­
tección», que incorpora la misma combinación peculiar de coacción
y comunidad que brindaban, por ejemplo, los señores feudales de la
Edad Media europea o la mafia neoyorquina. Por lo general, no
llevaba a la esclavitud ni a ninguna otra expropiación extrema, sino
a la exacción de un tributo que era justo el suficiente para aportar
al protector militar, un rey emergente, recursos con los que com­
pensar a su séquito armado, establecer una corte, mejorar las comu­
nicaciones y (sólo en los casos más desarrollados) iniciar proyectos
rudimentarios de obras públicas. Quizá fuera ésta la vía militarista
inicial formal hacia el Estado. Probablemente, tanto la conquista
organizada como la defensa territorial sistemática fueron vías muy
ulteriores, que presuponían esa fase de consolidación. Seguimos ne­
cesitando una explicación de la «fase intermedia» y de la aparición
efectiva de los Estados prístinos.
Pasemos a las relaciones de poder económico y regresemos a la
teoría liberal y la marxista. El liberalismo reduce el Estado a su
función de mantener el orden dentro de una sociedad civil cuya
naturaleza es fundamentalmente económica. Hobbes y Locke apor­
taron una teoría hipotética del Estado en la cual unas asociaciones
flexibles de personas constituían voluntariamente un Estado para su
protección mutua. Las principales funciones de su Estado eran ju­
diciales y represivas, el mantenimiento del orden interno; pero ellos
interpretaban esto en términos más bien económicos. Los principales
objetivos del Estado eran la protección de la vida y la propiedad
privada individual. El principal peligro para la vida y la propiedad
procedía del seno de la sociedad. En el caso de Hobbes, el peligro
era la anarquía potencial, la guerra de todos contra todos, mientras
que para Locke, existía una doble amenaza planteada por la posibi­
lidad de un despotismo y por el resentimiento de quienes carecían
de propiedades.
Como ha observado Wolin (1961: cap. 9), la tendencia a reducir
el Estado a sus funciones al servicio de una sociedad civil preexis­
tente penetró incluso hasta los críticos más severos del liberalismo:
autores como Rousseau o Marx. Así, tanto las teorías liberales como
las marxistas de los orígenes del Estado son unitarias e intemacio­
nalistas, y hacen caso omiso de los aspectos federal e internacional
de la formación del Estado. Ambas destacan los factores económicos
y la propiedad privada. La diferencia consiste en que la una habla
en el idioma de la funcionalidad y la otra en el de la explotación.
Engels, en El o rigen d e la fam ilia, la P rop ied ad p riva d a y e l
Estado aduce que la producción y la reproducción iniciales de la vida
real contienen dos tipos de relaciones: las económicas y las familia­
res. A medida que aumentan la productividad de la fuerza de traba­
jo, también aumentan «la propiedad privada y el intercambio, las
diferencias de riqueza, la posibilidad de utilizar la fuerza de trabajo
de otros y, en consecuencia, la base de los antagonismos de clase».
Esto hace que «salte al aire» la antigua estructura familiar y la so­
ciedad antigua, cuyo «lugar... ocupa una nueva sociedad, organizada
en Estado y cuyas unidades inferiores no son ya gentilicias, sino
unidades territoriales». Concluye que la fuerza cohesiva de la socie­
dad civilizada es el Estado, que «es, por regla general, el Estado de
la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante... que
adquiere nuevos medios para la represión y la explotación de la clase
oprimida» (5. a.: 167 y 315).
Los criterios liberales y los marxianos exageran mucho el predo­
minio de la propiedad privada en las primeras sociedades. Pero am­
bas pueden modificarse para tener eso en cuenta. La esencia del
marxismo no se halla en la propiedad privada, sino en la propiedad
descen tralizada: el Estado aparece a fin de institucionalizar formas
de extraer la fuerza de trabajo excedente ya presentes en la sociedad
civil. Esta se puede trasladar fácilmente a formas de apropiación
basadas en el clan y el linaje, mediante las cuales uri clan o un linaje,
o los ancianos o la aristocracia de ellos, se apropian del trabajo de
otros. Fried (1967), Terray (1972) y Friedman y Rowlands (1978)
han argumentado en ese sentido. Ese modelo data las diferencias
importantes de poder económico (lo que denomina «estratificación»
o «clases») mucho antes de la aparición del Estado y explica este
último en términos de las necesidades del primero.
Ahora bien, es cierto que existe un lapso de tiempo entre la
aparición de las diferencias de autoridad y el Estado territorial y
centralizado. Los Estados surgieron a partir de asociaciones de clases
y linajes, en las cuales era evidente una división de autoridad entre
el clan, el linaje, la élite de la aldea y el resto. Sin embargo, yo las
he calificado de sociedades de rangos, y no estratificadas, porque no
implicaban derechos claramente coercitivos ni la capacidad para ex­
propiar. En particular, sus rangos más altos eran productivos. In­
cluso los jefes producían o pastoreaban y combinaban funciones eco­
nómicas manuales y administrativas. Tropezaban con dificultades es­
peciales para persuadir o coaccionar a otros para que trabajaran para
ellos. En ese momento, la narración evolucionista marxiana ha dado
preeminencia a la esclavitud, fuese la esclavitud por deudas o por
conquista. Friedman y Rowlands parecen aceptar el argumento mi­
litarista de Gumplowicz de que no se puede expropiar el trabajo de
los parientes, y esos autores se apoyan en los factores de conquista
—con todos los defectos que ya he comentado— para explicar la
aparición de la explotación material.
El liberalismo da una explicación funcional en términos de los
beneficios económicos comunes que introduce el Estado. Si abando­
namos el concepto de la propiedad privada, pero mantenemos los
principios funcional y economicista, llegamos a la explicación domi­
nante de la antropología moderna, la jefa tu ra redistributiva, teoría
claramente fu n cion a l. Veamos lo que dice Malinowski:

En todo el mundo vemos que las relaciones entre la economía y la política


son del mismo tipo. El jefe, en todas partes, actúa c o m o banquero tribual
que reúne alimentos, los almacena y los protege y después los utiliza en
beneficio de toda la comunidad. Sus funciones son el prototipo del sistema
de hacienda pública y de la organización de los erarios estatales actuales. Si
se priva al jefe de sus privilegios y sus beneficios financieros, ¿quién sufre
más, sino toda la tribu? [1926: 232 y 233.]

Quizá no debiéramos relacionar esto en absoluto con el libera­


lismo. Pues quien principalmente desarrolló el concepto de Mali­
nowski del Estado redistributivo fue Polanyi, que polemizó durante
largo tiempo en contra de la dominación ejercida por la teoría liberal
del mercado en nuestra comprensión de las economías precapitalis-
tas. La ideología liberal nos ha legado el concepto de la universalidad
del intercambio en el mercado. Sin embargo, Polanyi aducía que los
mercados (al igual que la propiedad privada) son recientes. El inter­
cambio en las sociedades primitivas adopta fundamentalmente la for­
ma de recip rocid a d «de dar algo por algo igual», de la circulación
«viceversa» de bienes entre dos grupos de personas. Si ese intercam­
bio simple fuera evolucionando hacia el intercambio generalizado
característico de los mercados, tendría que aparecer una medida de
«valor». Entonces se podría comerciar con bienes por su «valor»,
que podría realizarse en forma de cualquier otro tipo de bienes o en
forma de crédito (véanse varios de los ensayos publicados postuma­
mente en Polanyi, 1977, especialmente el capítulo 3). Pero lo carac­
terístico —aduce la «escuela sustantivista» de Polanyi— de las so­
ciedades primitivas es que no se llega a este punto de transición
mediante el desarrollo de mecanismos comerciales «espontáneos»,
sino por la a u torida d del rango de parentesco. O bien el poderoso
jefe del grupo de parentesco establece normas que rigen el intercam­
bio o bien hace regalos que crean obligaciones recíprocas, atraen
seguidores y así se crea un gran almacén en su morada. Es en ese
almacén donde hallan la jefatura redistributiva y el Estado. Shalins
observa que la redistribución no es más que una forma muy orga­
nizada de reciprocidad entre rangos de parentesco (1974: 209).
Como ha revelado este comentario, casi todas las versiones del
Estado redistributivo están penetradas por una hipótesis liberal: la
dominación del intercambio sobre la producción, a la cual se deja
relativamente de lado. Sin embargo, resulta fácil corregir esto, pues
en las jefaturas redistributivas el jefe participa tanto en la coordina­
ción de la producción como en el intercambio. Así, el jefe aparece
como el organizador de la producción y del intercambio cuando
existe un alto nivel de inversión en el trabajo colectivo, factor cuya
importancia he destacado reiteradamente.
Añadamos la especialización ecológica. No sólo ayuda a los es­
pecialistas adyacentes a intercambiar, sino también a coordinar sus
volúmenes de producción. Cuando existen por lo menos tres de esos
grupos, la coordinación se puede centrar en una asignación autori­
taria de valor a sus productos. Service (1975) lleva esto hasta una
explicación de los Estados primitivos. Aduce que coordinaban terri­
torios que contenían diferentes «nichos ecológicos». El jefe organi­
zaba la redistribución de los diversos alimentos producidos en cada
uno de ellos. El Estado era un almacén, aunque el centro redistri-
butivo, a su vez, actuaba sobre la cadena de distribución para influir
en las relaciones de producción. La vía hacia el intercambio genera­
lizado y, en consecuencia, hacia la «propiedad» extensiva pasaba por
un Estado incipiente. A medida que la redistribución aumentaba el
excedente, también incrementaba el poder del Estado centralizado.
Se trata de una teoría economicista, internalista y funcional del
Estado.
El clan, la aldea, la tribu y las élites de linaje impusieron gra­
dualmente medidas de valor a las transacciones económicas. La au­
toridad pasó a estar necesariamente centralizada. Si bien afectaba a
pueblos arraigados ecológicamente, estaba territorialmente fijada.
Para ser aceptada como medida justa de valor, tenía que independi­
zarse de los grupos particulares de intereses, estar «por encima» de
la sociedad.
Service brinda muchos materiales monográficos, pero asistemáti-
cos, en apoyo de su argumento. En la arqueología, Renfrew (1972,
1973) ha propugnado la pertinencia de la jefatura redistributiva en
la Europa prehistórica en la Grecia micénica inicial y en la Malta
megalítica. En Malta se basa en el tamaño y la distribución de los
templos monumentales, junto con las capacidades conocidas de las
tierras cultivables, para defender la existencia de muchas jefaturas
redistributivas vecinas, cada una de las cuales coordinaba las activi­
dades de 500 a 2.000 personas. También encuentra casos así en in­
formes antropológicos sobre muchas islas de la Polinesia. Por últi­
mo, aduce que la civilización surgió mediante el aumento de los
poderes del jefe hacia el complejo redistributivo palacio-templo,
como en la Grecia micénica y en la Creta minoica.
Parecería que esta documentación es impresionante, pero en rea­
lidad no lo es. El principal problema es que el concepto de la redis­
tribución está muy influido por la experiencia de nuestra propia
economía moderna. ¡Resulta irónico, dado que la misión principal
de Polanyi era liberarnos de la mentalidad moderna del mercado!
Pero la economía moderna entrañaba el intercambio sistemático de
bienes especializados de subsistencia, lo cual no ocurría en la mayor
parte de las economías primitivas. Si el Reino Unido o los Estados
Unidos actuales no importasen ni exportasen toda una gama de ali­
mentos, materias primas y bienes manufacturados, su economía y
sus niveles de vida se derrumbarían inmediatamente de manera ca­
tastrófica. En Polinesia, o en la Europa prehistórica, los intercam­
bios se producían entre grupos que no estaban muy especializados.
Por lo general, producían bienes parecidos. El intercambio no era
fundamental para su economía. A veces intercambiaban bienes pa­
recidos con fines rituales. Cuando intercambiaban bienes diferentes
y especializados, por lo general no eran indispensables para la sub­
sistencia, ni se redistribuían para el consumo individual entre los
pueblos de los jefes que hacían el intercambio. Lo más frecuente era
que se utilizaran para el adorno personal de los jefes o que se alma­
cenaran y se consumieran colectivamente en ocasiones festivas y ri­
tuales. Se trataba de bienes más bien de «prestigio» que de subsis­
tencia: su exhibición daba prestigio al distribuidor. Los jefes, los
ancianos y los hombres grandes rivalizaban en cuanto a exhibición
personal y fiestas públicas y «gastaban» sus recursos, en lugar de
invertirlos para producir más recursos de poder y más concentración
de poder. Resulta difícil entender cómo se desarrollaría una concen­
tración de poder a largo plazo a partir de esto, en lugar de breves
rachas cíclicas de concentración, seguidas de la emulación y disper­
sión del poder entre rivales, antes de que se iniciara otro ciclo. Des­
pués de todo, el pueblo disponía de una ruta de escape. Si un jefe
se hacía demasiado dominante, podía traspasar su lealtad a otros.
Y así ocurre incluso en los pocos en que hallamos nichos ecológicos
auténticos y especializados e intercambios de productos agrícolas de
subsistencia. Si la forma de «sociedad» que precede al Estado no es
unitaria, ¿por qué iba el pueblo a establecer sólo un almacén, en
lugar de varios almacenes competitivos? ¿C óm o p ierd e su con trol el
p u eb lo ?
Esas dudas se ven reforzadas por los datos arqueológicos. Tam­
bién los arqueólogos se encuentran con que los nichos ecológicos
son la excepción y no la regla (los ejemplos del Egeo que da Renfrew
son algunas de las principales excepciones). Por ejemplo, en la zona
continental de la Europa prehistórica encontramos pocas huellas de
almacenes. Encontramos muchas cámaras mortuorias que indican un
rango de jefe, porque están llenas de bienes costosos de prestigio:
por ejemplo, ámbar, cobre y hachas de batalla de mediados del cuar­
to milenio. En las mismas sociedades excavamos indicios de grandes
festivales, por ejemplo, los huesos de un gran número de cerdos
aparentemente sacrificados al mismo tiempo. Esos datos corren pa­
ralelos a los antropológicos. La jefatura redistributiva era más débil
de lo que sugerían quienes primero la propusieron y era caracterís­
tica de sociedades de rangos, no estratificadas.
Ninguna de las cuatro teorías evolucionistas llena la laguna que
enuncié al principio de esta sección. Existe un vacío no explicado
entre las sociedades de rangos y las estratificadas y entre la autoridad
política y el Estado coercitivo. Lo mismo cabe decir de las teorías
mixtas. Es probable que las de Fried (1967), Friedman y Rowlands
(1978) y Haas (1982) sean las mejores teorías evolucionistas eclécti­
cas. Reúnen todos los factores comentados hasta ahora para cons­
truir una historia compleja y muy plausible. Introducen la distinción
entre «rango relativo» y «rango absoluto». El rango absoluto se pue­
de medir en términos de distancia (habitualmente distancia genealó­
gica) respecto de puntos absolutos y fijos, del jefe central y, por
conducto de él, de los dioses. Cuando aparecen centros ceremonia­
les, también aparece el rango absoluto, dicen. Pero no presentan
argumentos sólidos acerca de cómo pasan a ser permanentes los cen­
tros ceremoniales, de cómo el rango relativo puede convertirse p er ­
m a n en tem en te en rango absoluto y a partir de ahí p erm a n en tem en te,
v en cien d o las resistencias, en la estratificación y el Estado. Ese vacío
inexplicado persiste en la actualidad.
Pasemos a la arqueología, para ver que el vacío existía en la
prehistoria. Todas las teorías se equivocan, porque presuponen una
evolución social general que, de hecho, se había detenido. Ahora
predominaba la historia local. Veremos, no obstante, que tras una
pausa que nos introduce en el terreno de la historia, todas esas teo­
rías empezaban a tener una aplicabilidad local y específica. Las con­
sideraremos útiles en capítulos ulteriores, aunque no en su forma
más ambiciosa.

D e la ev o lu ció n a la d ev o lu ció n : elu d ir e l Estado


y la estra tifica ción

Lo que nos ha intrigado es cómo se obligó al pueblo a someterse


al poder estatal coercitivo. Confirió libremente una autoridad colec­
tiva, representativa, a los jefes, a los ancianos y los hombres grandes
con fines que iban desde la regulación judicial hasta la guerra, pa­
sando por la organización de festivales. Eso podía servir a los jefes
para obtener un considerable prestigio de rango. Pero no podían
convertirlo en un poder permanente y coercitivo. La arqueología nos
permite ver que así ocurrió, efectivamente. No se produjo una evo­
lución rápida ni constante de la autoridad de rangos al poder estatal.
Esa transición fue rara y se limitó a unos cuantos casos extraordi­
narios. El dato arqueológico crucial es el del tiem po.
Considérese, por ejemplo, la prehistoria de Europa nordocciden­
tal. Los arqueólogos pueden trazar un vago esbozo de las estructuras
sociales desde poco después del 4000 a.C. hasta poco antes del
500 a.C. (cuando la Edad del Hierro introdujo enormes cambios).
Se trata de un plazo larguísimo, más largo que toda la historia ul­
terior de Europa. Durante este período, con una o dos excepciones,
los pueblos de Europa occidental vivieron en sociedades relativa­
mente igualitarias o de rangos, no en sociedades estratificadas. Sus
«Estados» no han dejado huellas de poderes permanentes y coerci­
tivos. En Europa podemos discernir la dinámica de su desarrollo.
Trataré de dos aspectos de esa dinámica, uno en la Inglaterra meri­
dional y otro en Dinamarca. He elegido casos occidentales porque
estaban relativamente aislados de la influencia del Cercano Oriente.
Tengo plena conciencia de que de haber escogido, por ejemplo, los
Balcanes, describiría unas jefaturas y unas aristocracias más podero­
sas y casi permanentes. Pero esos casos estaban muy influidos por
las primeras civilizaciones del Cercano Oriente (véase Clarke, 1979b).
Wessex era uno de los centros principales de una tradición re­
gionalmente variada de construcción colectiva de tumbas que se ex­
tendió a partir del 4000 a.C. para abarcar gran parte de las islas
británicas, la costa atlántica de Europa y el Mediterráneo occidental.
Sabemos de esta tradición porque algunos de sus asombrosos logros
tardíos sobreviven todavía. Aún nos maravillamos ante Stonehenge.
Entrañó el arrastre por tierra —pues no había rueda— de enormes
piedras de 50 toneladas a lo largo de 30 kilómetros como mínimo y
de piedras de cinco toneladas por tierra y por mar a lo largo de 240
kilómetros. Para elevar las piedras mayores debe de haber hecho
falta la fuerza de trabajo de 600 personas. El que el propósito del
monumento fuera igual de complejo —en términos religiosos o de
calendario— será un tema eterno de debate. Pero la coordinación de
la fuerza de trabajo y la distribución de excedentes para alimentar a
esa fuerza de trabajo tien e que haber entrañado una autoridad con­
siderablemente centralizada, un «cuasi Estado» de ciertas dimensio­
nes y complejidad. Aunque Stonehenge fue el logro más monumen­
tal de esa tradición, no está aislado, ni siquiera hoy. Avebury, Sil-
bury Hill (el mayor terraplenado de Europa) y una multitud de
otros monumentos que van desde Irlanda hasta Malta son testimo­
nios de poderes de organización social.
Pero era una «vía muerta» de la evolución. Los monumentos no
se siguieron desarrollando, sino que cesaron. No tenemos datos de
hazañas comparables ulteriores de organización social centralizada
en ninguna de las zonas principales —Wessex, Bretaña, España, Mal­
ta— hasta la llegada de los romanos, tres milenios después. Es po­
sible que esa vía muerta tuviera un paralelo en otras partes entre los
pueblos neolíticos de todo el mundo. Los monumentos de la Isla de
Pascua son parecidos a los de Malta. Norteamérica está punteada de
grandes terraplenes comparables a Silbury Hill. Renfrew especula
que fueron resultado de jefaturas supremas parecidas a las halladas
entre los indios cherokees, que comprendían 11.000 personas repar­
tidas en 60 unidades aldeanas, cada una de las cuales tenía un jefe y
que podían movilizarse para la cooperación a corto plazo (1973: 147
a 166, 214 a 247). Pero había algo dentro de esta estructura que
impedía que se estabilizara.
En el caso de Stonehenge, tenemos algunos conocimientos de la
prehistoria. Me baso agradecido en las obras recientes de Shennan
(1982, 1983) y de Thorpe y Richards (1983). Estas revelan un pro­
ceso cíclico. Stonehenge estaba ocupado antes del 3000 a.C., pero su
mayor período monumental se inició hacia el 2400. Este período se
estabilizó y volvió a empezar hacia el 2000. Una vez más se estabi­
lizó, para reanudarse, aunque con menos vigor, antes del 1800 a.C.
Tras esa fecha, los monumentos fueron quedando progresivamente
abandonados y para el 1500 a.C. parece que no desempeñaban nin­
gún papel social importante. Pero la organización basada en los mo­
numentos no era la única de la zona. La cultura «del vaso campa­
niforme» se difundió a partir del continente poco antes del 2000 a.C.
(véanse detalles en Clarke, 1979c). Sus restos revelan una estructura
social menos centralizada y enterramientos «aristocráticos» que con­
tienen «bienes de prestigio», como cerámica de buena calidad, dagas
de cobre y muñequeras de piedra. Esos enterramientos a fecta ron a
la actividad monumental, pero acabaron por socavarla y sobreviviría.
Pocos sugieren hoy día que se tratara de dos pueblos diferentes; más
bien, dos principios de organización social coexistieron en medio de
la misma agrupación flexible. Los arqueólogos interpretan la orga­
nización monumental como la dominación absoluta de rangos por
una élite de linaje centralizada que monopolizaba el ritual religioso
y la organización del vaso campaniforme como la dominación rela­
tiva de rangos por élites imbricadas de linaje y de hombres grandes
con una autoridad menor basada en la distribución de bienes de
prestigio. Naturalmente, el hablar de linajes y de hombres grandes
es una mera suposición basada en razonamientos analógicos a partir
de pueblos neolíticos modernos. Es posible que la cultura monu­
mental no estuviera centrada en absoluto en el linaje. Igualmente
plausible resulta considerarla como una forma centralizada de demo­
cracia primitiva en la cual eran los ancianos de las aldeas quienes
ostentaban la autoridad ritual.
Pero esas discusiones no pueden oscurecer el aspecto central. En
la competencia entre una autoridad relativamente centralizada y otra
descentralizada, fue la última la que ganó, pese a los asombrosos
poderes de organización colectiva de la primera. La autoridad nunca
se consolidó en un Estado coercitivo. Por el contrario, se fragmentó
en grupos de linajes y de aldeas, cuyas élites poseían una autoridad
precaria. Esto no se vio acompañado de una decadencia social. La
gente fue prosperando algo. Shennan (1982) sugiere que la descen­
tralización entre los pueblos europeos como un todo fue una res­
puesta al creciminto del comercio a gran distancia. Y a la circulación
de bienes de prestigio. Su distribución aumentó la desigualdad y la
autoridad, pero no de un tipo permanente, coercitivo, centralizado.
En otras regiones se pueden encontrar ciclos prehistóricos inclu­
so en ausencia de grandes monumentos. Pero, curiosamente, los co­
mentarios que más cosas aclaran aparecen en la obra de autores que
están divididos en su actitud hacia el evolucionismo. Por una parte,
se proponen atacar los conceptos unilineales de la evolución. Por la
otra, están influidos por los relatos evolucionistas marxianos centra­
dos en «modos de producción». Yo expongo su modelo antes de
criticarlo. Friedman y Rowlands han esbozado en varios artículos la
evolución prehistórica en general, mientras que Kristiansen (1982) la
ha aplicado a una parte del registro arqueológico europeo, la Zelan­
dia nordoccidental (en la Dinamarca moderna).
Friedman comienza a partir de la ortodoxia actual: las estructuras
sociales entre los pueblos sedentarios fueron inicialmente igualitarias
y los ancianos y los hombres grandes no ejercían sino una pequeña
autoridad consensuada. A medida que se intensificaba la producción
agrícola, fueron adquiriendo derechos distributivos sobre más exce­
dentes. Los institucionalizaron mediante festejos, exhibiciones per­
sonales y contactos rituales con lo sobrenatural, hasta convertirlos
en una autoridad con el rango de jefatura. Entonces organizaron el
consumo de gran parte deL excedente. Las alianzas por matrimonio
ampliaron la autoridad de algunos jefes sobre un espacio mayor. Ahí
Friedman añade un elemento malthusiano: cuando la expansión te­
rritorial se vio bloqueada por las fronteras naturales o por otros
jefes, la población creció a mayor velocidad que la producción. Ello
aumentó la densidad demográfica y las jerarquías sedentarias. Pero
a la larga, el proceso se vio socavado tanto por el éxito como por
el fracaso económicos. El desarrollo del comercio interregional po­
día romper el ciclo malthusiano. Pero el jefe no lo podía controlar.
Los asentamientos secundarios adquirieron más autonomía y sus aris­
tocracias pasaron a ser rivales del antiguo jefe supremo. Por ejemplo,
el fracaso económico debido a la erosión de los suelos también frag­
mentó la autoridad. El fracaso llevó a ciclos, el éxito al desarrollo.
Los asentamientos competitivos pasaron a ser más urbanizados y
monetarizados: aparecieron ciudades-Estado y civilizaciones y, con
ellas, relaciones de propiedad privada. En su artículo de 1978, Fried­
man y Rowlands destacaron el proceso de desarrollo. Ulteriormen­
te, han interpretado que éste era más raro que el ciclo. Pero su
solución es que «en último caso» (como dice Engels) el desarrollo
penetra gracias a los procesos cíclicos, quizá de forma repentina e
inesperada, pero, sin embargo, como proceso epigenético (Friedman,
1975, 1979; Rowlands, 1982).
Los pantanos de Zelandia ofrecen un suelo muy fértil al arqueó­
logo. Kristiansen analiza sus resultados en términos del modelo men­
cionado. Aproximadamente desde el 4100-3800 a.C., los agricultores
de roza talaron los bosques, cultivaron cereales y cercaron el ganado.
Realizaban poco comercio y sus enterramientos no revelan sino di­
ferencias limitadas de rango. Pero el éxito llevó al crecimiento de­
mográfico y a la tala de bosques en gran escala. Entre el 3800 y el
3400 a.C. surgieron asentamientos más permanentes y extensos, que
dependían de los adelantos agrícolas y de una organización social y
territorial más compleja. Entonces aparecen los restos ya conocidos
de las sociedades de rangos: festejos rituales y enterramientos de
élite con bienes de prestigio. Esto se fue intensificando hasta el
3200 a.C. Se edificaron megalitos y campamentos con calzadas, cen­
trados en la autoridad de los jefes. La productividad de los terrenos
de bosques talados era muy alta y las variedades de trigo relativa­
mente puras. El ámbar, el pedernal, el cobre y las hachas de batalla
(bienes de prestigio) circulaban mucho más. En Europa septentrional
aparecieron por primera vez jefaturas estables. Parecía haberse ini­
ciado el Estado.
Pero entre el 3200 y el 2300 a.C. se desintegraron las jefaturas
territoriales. Los megalitos, los rituales comunitarios, la cerámica
fina y los bienes de prestigio fueron decayendo y el intercambio
interregional cesó. Las tumbas son enterramientos de un solo hom­
bre o una sola mujer en montículos de linajes o familias locales.
Predominan las hachas de combate, cuya amplia dispersión indica el
final del control de los jefes sobre la violencia. Probablemente pre­
dominaba una estructura de clanes segmentados. Kristiansen explica
esta decadencia en términos materiales. Los sueños que antes eran
de bosques se fueron agotando y mucha gente pasó de la agricultura
sedentaria al pastoralismo, la pesca y la caza. Establecieron una for­
ma de vida más móvil y menos controlable. El aumento de la com­
petencia por la tierra fértil restante destruyó las jefaturas territoriales
más extensas. Muchas familias migraron a tierras vírgenes más fér­
tiles en las llanuras de la Jutlandia central y en otras partes y esta­
blecieron formas de vida extensivas, pero de baja densidad demo­
gráfica. Se introdujeron la rueda y la carreta, lo cual permitió una
comunicación básica y un cierto grado de comercio, pero los pode­
res de las jefaturas eran insuficientes para controlar esas superficies.
Hacia el 1900 a.C. se produjo una recuperación económica dentro
de esa estructura igualitaria. Una economía mixta de suelos livianos
y densos y de la agricultura, pastoralismo y pesca, hizo que aumen­
tara el excedente y estimuló el comercio interregional. Pero nadie
podía monopolizar ese comercio y los bienes de prestigio circulaban
mucho.
Hacia el 1900 a.C. empezó una segunda ascensión de las jefatu­
ras, que se vuelve a revelar en restos de festivales, tumbas de jefes
y trabajo artesanal en bienes de prestigio. Hacia el 1200 a.C. se
ampliaron las jerarquías. Unos asentamientos centrales de jefaturas
de considerable extensión controlaban la producción artesanal, el
intercambio local y los rituales. Kristiansen lo atribuye a la intro­
ducción de artefactos de metal: los jefes podían monopolizar el bron­
ce, relativamente raro y de alto valor. Era algo parecido al mono­
polio de los jefes sobre los bienes de prestigio en Polinesia, dice.
Pero hacia el 1000 a.C. se produjo un parón, debido quizá a la
escasez de metales. La producción agrícola siguió intensificándose,
pero se redujo la exhibición de riqueza en los enterramientos, al
igual que la jerarquía de los asentamientos.
Entonces, en la transición a la Edad del Hierro, la sociedad de
rangos con jefaturas se derrumbó, de modo más total que la primera
vez. Los asentamientos se extendieron hacia suelos más arcillosos y
hasta entonces vírgenes y la autoridad de los jefes no pudo seguirlos.
Surgió una estructura más igualitaria, organizada en asentamientos
locales autónomos. Predominaba la aldea y no la tribu. En esta zona
(al contrario que, por ejemplo, en Mesopotamia) la aldea se fue in­
troduciendo en los procesos cíclicos y transformó todo el sistema
en el sentido del desarrollo social sostenido de la Edad del Hierro.
Volveremos a encontrarnos con esos pueblos, en ese momento, en
el capítulo 6.
No cabe duda de que un resumen tan breve de generalizaciones
históricas atrevidas contiene errores y simplificaciones. ¡Se acaban
de resumir dos milenios y medio! Sin embargo, esta historia recons­
truida n o se refiere a la evolución de la estratificación social ni al
Estado. El desarrollo no se produjo desde las sociedades igualitarias
hacia las estratificadas pasando por las de rangos, ni desde la igual­
dad hacia el poder estatal coercitivo pasando por la autoridad polí­
tica. El paso «atrás» de la segunda «fase» a la primera fue tan fre­
cuente como de la primera a la segunda y, de hecho, la tercera fase,
si es que se llegaba a ella, no estuvo mucho tiempo estabilizada e
institucionalizada antes de derrumbarse. Una segunda conclusión más
provisional arroja dudas incluso sobre el evolucionismo económico
residual de Kristiansen. Evidentemente, sus propios cálculos acerca
de la productividad económica de cada período, en términos de hec­
táreas por barril de cereal duro, deben de ser burdos y aproximados.
Pero revelan un aumento a lo largo de todo el período de aproxi­
madamente un 10 por 100, lo cual no es muy impresionante. Evi­
dentemente, la Edad del Hierro sí condujo a un desarrollo sostenido.
Pero no fue fundamentalmente autóctono de Europa. En el capítu­
lo 6 aduzco que el hierro fue apareciendo sobre todo en respuesta
a la influencia de las civilizaciones del Cercano Oriente. Para Euro­
pa, supuso tanto un d eu s ex m achina como una parte de una epigé­
nesis. Europa percibió más del ciclo que de su dialéctica.
Y, para ser justos, ésa es la dirección general en la que han lle­
vado sus argumentos Friedman y otros. Friedman (1982) señaló que
Oceanía no puede haber pasado por las etapas tradicionales iguali-
taria-de rangos-estratificación. Dentro de Oceanía, Melanesia es la
región más antigua y productiva, pero «retrocedió» de los jefes a los
hombres grandes. Polinesia oriental es económicamente la más pobre
y la que más carece de comercio a larga distancia, pero fue la que
más se acercó a los Estados coercitivos. Friedman formula modelos
esencialmente cíclicos de las diversas regiones de Oceanía, centrán­
dose en las «bifurcaciones», umbrales que producen una rápida trans­
formación de todo el sistema al tropezar con las consecuencias im­
previstas de sus propias tendencias de desarrollo. Ejemplos de ello
serían esos cambios de orientación ya descritos en la Europa prehis­
tórica. Concluye que la evolución es esencialmente ciega y «catas­
trófica»: es el resultado de bifurcaciones repentinas e imprevistas.
Quizá fueron sólo unas cuantas bifurcaciones accidentales donde apa­
recieron el Estado, la estratificación y la civilización.
De hecho, hemos encontrado muchos datos en apoyo de esta
teoría. Durante la mayor parte de la prehistoria de la sociedad no
se presenció ningún avance sostenido hacia la estratificación ni hacia
el Estado. El avance hacia los rangos y hacia la autoridad política
parece endémico, pero reversible. Más allá de eso, no había ninguna
continuidad.
Pero podemos seguir adelante en la identificación de la causa del
bloqueo. Si la mayor parte de las sociedades han sido jaulas, han
quedado abiertas puertas para dos factores principales. En primer
lugar, el pueblo ha poseído libertades. Raras veces ha cedido a las
élites poderes que no pudiese recuperar y, cuando lo ha hecho, ha
tenido oportunidad o se ha visto presionado para desplazarse física­
mente de esa esfera del poder. En segundo lugar, las élites raras veces
han sido unitarias: los ancianos, los jefes de linaje, los hombres gran­
des y los jefes han poseído autoridades superpuestas y competitivas,
se han contemplado suspicazmente los unos a los otros y han ejer­
cido esas mismas dos libertades.
O sea que ha habido dos ciclos. Los pueblos igualitarios pueden
aumentar la intensidad de la interacción y la densidad de la pobla­
ción para formar grandes aldeas con una autoridad centralizada y
permanente. Pero siguen siendo generalmente democráticos. Si las
figuras de autoridad llegan a ser demasiado poderosas, se las depone.
Si han adquirido tantos recursos que no se las puede deponer, el
pueblo les da la espalda, encuentra otras autoridades o se descentra­
liza en asentamientos familiares más pequeños. Después puede vol­
ver a iniciarse la centralización, con los mismos resultados. La se­
gunda pauta implica una cooperación más extensiva, pero menos
intensiva, en estructuras extendidas de linaje, que característicamente
producen la jefatura y no la aldea. Pero también en este caso la
lealtad es voluntaria y, si el jefe abusa de ella, el pueblo y los jefes
rivales le oponen resistencia.
Ambas pautas presuponen una forma de vida social menos uni­
taria de lo que han creído en general los teóricos. Es importante que
nos liberemos de las ideas modernas acerca de la sociedad. Si bien
es cierto que la prehistoria efectivamente demostró una tendencia
hacia unidades sociales más fijas territorial y socialmente, el medio
prehistórico no consistió en una serie de sociedades inconexas y
delimitadas. Las unidades sociales se superponían y en las zonas de
superposición, las figuras de autoridad y otros podían eleg ir la per­
tenencia a distintas unidades sociales posibles. La jaula todavía no
estaba cerrada.
Así, no aparecieron de forma generalizada Estados y sistemas de
estratificación estabilizados, permanentes y coercitivos. Permítaseme
explicar esto un poco más detalladamente, pues parecería estar en
contradicción, por ejemplo, con los regímenes de Africa oriental de
Mair, que ella califica de Estado. Es cierto que los cabezas de aldea
y los jefes desempeñan papeles descentralizados útiles. Si son efi­
cientes, pueden adquirir una autoridad considerable. Así ocurrió en
toda Africa, como demuestra Cohén en su contribución al volumen
de Claessen y Skalnik (1978). Cohén señala los poderes coercitivos
mínimos que poseían y aduce que eran meramente versiones más
centralizadas de autoridades de linaje preestatales. La obediencia era
en gran medida voluntaria y se basaba en el deseo de lograr una
mayor eficiencia en la solución de las disputas, los acuerdos de ma­
trimonio, la organización colectiva del trabajo, la distribución y la
redistribución de los bienes y la defensa común. Las disputas y la
regulación de los matrimonios pueden ser actividades más importan­
tes para los jefes que las economías redistributivas o las funciones
militares coordinadas, que normalmente exigen un nivel más alto de
organización social. Los jefes pueden explotar su funcionalidad. Los
que tengan más éxito pueden formular reivindicaciones despóticas.
Pueden incluso adquirir excedente para pagar un séquito armado.
Así o cu rr ió en A frica oriental y debe de haber ocurrido en incon­
tables ocasiones en la prehistoria de la sociedad en todos los continen­
tes.
Pero lo que n o es general es la capacidad del déspota para insti­
tucionalizar el poder coercitivo, para hacerlo permanente, rutinario
e independiente de su personalidad. El eslabón más débil es el que
existe entre, por una parte, el rey con su séquito y sus parientes y,
por la otra, el resto de la sociedad. El vínculo depende de la fuerza
personal del monarca. No existen instituciones estabilizadas que lo
transfieran rutinariamente a un sucesor. Esa sucesión se produce
raras veces y casi nunca dura más de un par de generaciones.
Disponemos de buena información sobre la realeza zulú (aunque
ésta estuvo influida por Estados europeos más avanzados). Un hom­
bre notable de la rama mtetwa del pueblo ngoni, Dingiswayo, quedó
elegido jefe tras haber aprendido técnicas militares europeas más
avanzadas. Creó regimientos disciplinados y adquirió la jefatura su­
prema en todo el nordeste de Natal. Su jefe militar era Shaka, del
pueblo zulú. A la muerte de Dingiswayo, Shaka se hizo elegir jefe
supremo, infligió repetidas derrotas a los pueblos circundantes y
recibió la sumisión de los que se quedaron. Después topó con el
Imperio Británico, que lo aplastó. Pero su imperio no podría haber
durado. Siguió siendo una estructura federal en la cual el centro
carecía de recursos autónomos de poder sobre sus clientes.
En las zonas donde los imperios coloniales modernos encontra­
ron grandes jefes como Shaka, hallaron dos niveles de autoridad. Por
debajo de cada Shaka había jefes menores. En Africa oriental, Fallers
(1956) y Mair (1977: 141 a 160) han documentado ampliamente esos
jefes «clientes». Cada jefe cliente era una réplica de sus superiores.
Cuando los británicos entraron en Uganda, delegaron la autoridad
adminitrativa primero en 783 y después en 1.000 jefes. Ahora bien,
por una parte, esto equivale a un espacio de poder para el enérgico
aspirante a monarca: se pueden enfrentar a una localidad contra otra,
a un cliente contra otro, a un clan contra una aldea, a jefes, ancianos,
hombres grandes, etc., contra el pueblo. En estas luchas multisecto-
riales y descentralizadas es donde el jefe puede explotar su centrali-
dad. Pero, por otra parte, los jefes clientes pueden hacer el mismo
juego. El monarca ha de llevarlos a la corte, ha de ejercer el control
personal sobre ellos. Pero entonces también ellos adquieren la ven­
taja de la centralización. No es una forma de avanzar hacia las ins­
tituciones del Estado, sino hacia un ciclo inacabable de intrigantes
aspirantes a jefes, a la aparición de un déspota formidable y al de­
rrumbamiento de su «imperio» o el de su hijo frente a una rebelión
de jefes intrigantes. La elección entre redes de autoridad socavó la
aparición de la jaula social representada por la civilización, la estra­
tificación y el Estado.
Este ciclo constituye un ejemplo de la variante de parentesco
extendido de la sociedad de rangos. Un segundo ciclo sería caracte­
rístico de la variante de la aldea: hacia una autoridad central mayor
con la capacidad de administrar, en su momento cumbre, estructuras
del tipo de Stonehenge, después de una sobreextensión y una frag­
mentación hacia unidades familiares más descentralizadas. Quizá lo
más frecuente fuera un tipo mixto, donde se mezclaban la aldea y
el parentesco y donde la dinámica de su mezcla se sumara a la di­
námica jerárquica. Un ejemplo de ello serían los sistemas políticos
de Birmania, descritos por Leach (1954), en los cuales coexisten y
oscilan sistemas políticos locales jerárquicos e igualitarios, cuya pre­
sencia e influencia impide que un solo tipo de estratificación pase a
quedar totalmente institucionalizado.
Es posible que los Shaka y los Jerónimo fueran las personalidades
dominantes de la prehistoria. Pero no fundaron Estados ni sistemas
de estratificación. Carecían de recursos suficientes para enjaular. En
el próximo capítulo veremos que donde aparecieron esos recursos,
fue resultado de conjuntos de circunstancias locales. No se p rod u jo
n in gu n a ev o lu ció n social g e n e r a l m ás allá d e las socied a d es d e ran gos
d e las p rim eras socied a d es n eolíticas sedentarias. Ahora debemos pa­
sar a la historia local.

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Capítulo 3
LA APARICION DE LA ESTRATIFICACION,
LOS ESTADOS Y LA CIVILIZACION
CON MULTIPLES ACTORES DE PODER
EN MESOPOTAMIA

In tro d u cció n : La civilización y la a gricultura a lu via l

La argumentación del último capítulo era un tanto negativa: la


aparición de la civilización no fue una excrecencia de las propiedades
generales de las sociedades prehistóricas. Esta afirmación parece que­
dar inmediatamente apoyada por el hecho de que ocurrió de forma
independiente sólo unas cuantas veces: probablemente en seis oca­
siones, quizá sólo en tres o nada menos que en diez. Pero desde
hace mucho tiempo se ha creído que entre esos casos se daba una
especie de pauta común, centrada en la presencia de la agricultura
aluvial. Entonces, ¿fue la aparición de la civilización, junto con sus
características concomitantes de estratificación social y del Estado,
algo más que un accidente histórico? Aunque los casos fueran pocos,
¿se ajustaron a una pauta? Yo aduciré que sí. El objetivo de este
capítulo y del siguiente es identificar la pauta y sus limitaciones.
Nunca podemos definir exactamente lo que queremos decir con
el término «civilización». La palabra tiene demasiada resonancia y el
registro prehistórico y el histórico son demasiado variados. Si nos
centramos en una sola característica presunta de la civilización, nos
metemos en dificultades. Por ejemplo, la escritura es característica
de los pueblos a los que intuitivamente consideramos civilizados. Es
un indicador perfecto de la «historia» frente a la «prehistoria». Pero
también se halla, en forma rudimentaria, en la Europa sudoriental
prehistórica, sin que vaya acompañada de los demás aditamentos
característicos de la civilización. Los incas del Perú, a los que gene­
ralmente se considera «civilizados», no tenían escritura. La urbani­
zación, que también es algo general de la «civilización», no nos da
un indicador perfecto. Es posible que los asentamientos aldeanos
prehistóricos igualaran en tamaño de la población, aunque no total­
mente en densidad, a las primeras ciudades de Mesopotamia. No
existe un factor aislado que constituya un indicador perfecto de lo
que queremos decir. Este es el primer motivo por el cual la civili­
zación se suele definir en términos de listas amplias de característi­
cas. La más famosa es la lista de diez de esas características estable­
cida por Childe (1950): ciudades (es decir, un gran aumento de ta­
maño y de densidad de asentamiento); especialización del trabajo a
jornada completa; concentración social de la gestión del excedente
en «capital»; distribución desigual del excedente y aparición de una
«clase gobernante»; organización estatal basada en la residencia más
bien que en el parentesco; aumento del comercio a larga distancia
de productos suntuarios y necesarios; edificios monumentales, estilo
artístico uniforme y naturalista; escritura, y matemáticas y ciencia.
Esta lista suele ser objeto de críticas (por ejemplo, Adams, 1966)
porque está formada nada más que por elementos inconexos, útil
sólo como una descripción de fases, no una explicación de procesos.
Sin embargo, es cierto que esas características se agrupan en «com­
plejos de civilización». Si existía un «todo civilizado», ¿cuál era su
carácter esencial?
En este caso sigo a Renfrew, el cual señala que la lista de Childe
está formada por artefactos. Estos interponen objetos hechos por el
hombre entre los seres humanos y la naturaleza. Casi todas las ten­
tativas de definir la civilización se centran en el artefacto. Así, Ren­
frew define la civilización como un aislam iento d e la naturaleza:
«Parece lógico seleccionar como criterios los tres aislantes más po­
tentes, es decir, los centros ceremoniales (aislantes contra lo desco­
nocido), la escritura (aislante contra el tiempo) y la ciudad (el gran
contenedor, definido espacialmente, el aislante contra el exterior)»
(1972: 13). Obsérvese la similitud de la metáfora con la de la jaula
social. La civilización era un todo complejo de factores aislantes y
enjaulantes que aparecieron juntos de forma relativamente repentina.
Si tomamos las tres características de Renfrew como nuestro in­
dicador, sólo unos cuantos casos de la aparición de la civilización
fueron autónomos. Que sepamos, ha habido cuatro grupos con es­
critura, urbanos y con centros ceremoniales que hayan surgido in­
dependientemente en Eurasia: los sumerios de Mesopotamia, los
egipcios del valle del Nilo; la civilización del Valle del Indo, en lo
que es hoy Pakistán, y el pueblo de varios valles fluviables del nor­
te de China, a partir del Río Amarillo. Sólo el más antiguo, Su­
meria, es sin duda independiente y por eso se ha despertado pe­
riódicamente el interés por las teorías sobre difusión y conquista de
los otros casos. Sin embargo, el consenso actual entre los especialis­
tas va en el sentido de conceder a los cuatro la condición de inde­
pendientes. Algunos añaden un quinto, los minoicos de Creta, aun­
que éste es un caso polémico. Si pasamos a otros continentes, quizá
podamos añadir dos casos más, las civilizaciones precolombinas de
Mesoamérica y el Perú *, probablemente sin contacto entre sí e in­
dependientes de Eurasia. Esto da un total probable de seis casos
independientes. Sin embargo, no hay dos autores que estén de acuer­
do en la cifra exacta. Por ejemplo, Webb (1975) añade también Elam
(adyacente a Mesopotamia, comentado más adelante en este mismo
capítulo) y la región de los lagos de Africa oriental, que no inclui­
mos aquí. Otras civilizaciones probablemente interactuaron con esas
civilizaciones establecidas o con sus sucesoras. Así, la civilización no
es asunto para el análisis estadístico. Dado el carácter único de las
sociedades, ¡quizá no pudiéramos establecer n ingun a generalización
sobre la base de un número tan pequeño!
Sin embargo, en casi todos los casos hay una característica que
sobresale: surgieron en valles fluviales y practicaron la agricultura
aluvial. De hecho, casi todas fueron más allá y rega ron artificial­
mente las tierras de sus valles con el agua de las inundaciones. Al
contrario que en la prehistoria, en la cual el desarrollo se producía
en todo género de situaciones ecológicas y económicas, la historia y
la civilización parecerían ser un producto de una situación determi­
nada: agricultura aluvial y quizá también de regadío.
Incluso después de que casi todos los casos mencionados se fue­
ran extendiendo, su núcleo permaneció durante mucho tiempo en

1 De suponer que los antiguos peruanos poseyeran un equivalente funcional de


la escritura en su sistema único del quipu (véase el capítulo 4).
los valles fluviales regados. La civilización del Valle del Indo se di­
fundió por las costas occidentales de Pakistán y la India, pero siguió
centrada en su único río hasta derrumbarse. Egipto siguió limitado
al Nilo durante mucho más tiempo, desde el 3200 hasta el 1500 a.C.,
cuando se embarcó en una política expansionista. Durante este pe­
ríodo, lo único que varió fue su longitud a lo largo del río. Incluso
después, su base de poder siguió estando en las riberas del Nilo.
China fue estableciendo territorios ramificados, pero su núcleo eco­
nómico y estratégico siguió estando en los suelos de loess de la
llanura regada del norte de China. Los imperios sumerio, acadio,
asirio antiguo y babilónico se centraron en el Tigris y (sobre todo)
el Eufrates desde el 3200 hasta el 1500 a.C.; todos estos casos pro­
vocaron imitaciones en ecologías parecidas a lo largo de los valles
fluviales, e incluso los oasis del desierto, de Eurasia. En América, si
bien los orígenes agrícolas de los pueblos precolombinos variaban,
algunos (aunque no todos) de los grandes avances sociales hacia la
urbanización y la escritura parecen vinculados al riego, que siguió
siendo el núcleo de los imperios hasta la llegada de los españoles.
Pero la relación no es invariable. Si se cuenta Minos, se desvía,
pues la agricultura aluvial y de regadío era prácticamente inexistente.
En Mesoamérica, la contribución maya es una desviación. Y des­
pués, en todos los casos, el papel de la agricultura aluvial y de re­
gadío fue en disminución. Tampoco servirían para explicar el impe­
rio hitita, el persa, el macedonio ni el romano. Sin embargo, en los
comienzos de la historia en Eurasia y en América estaba ocurriendo
algo, sobre todo en los terrenos aluviales de los valles fluviales, que
tuvo profundas consecuencias para la civilización. ¿Por qué?
Mi respuesta adapta y combina las explicaciones existentes. Pero
yo hago hincapié en dos aspectos. En primer lugar, mientras que la
mayor parte de los relatos evolucionistas locales son fu n cion a les,
narrados en términos de oportunidad y de incentivos para el avance
social, yo hablaré de la inseparabilidad de la funcionalidad y la ex­
plotación. Continuará la metáfora de la jaula: la característica deci­
siva de esas ecologías y de las reacciones humanas que provocaron
fue e l cierre d e la vía d e escape. Los habitantes locales, al contrario
que los del resto del globo, se vieron obligados a aceptar la civili­
zación, la estratificación social y el Estado. Se vieron atrapados en
determinadas relaciones sociales y territoriales, que les obligaban a
intensificar esas relaciones en lugar de huir de ellas. Ello creó opor­
tunidades de desarrollar tanto el poder co lectiv o como el distributi­
v o. El resultado fue la civilización, la estratificación social y el Es­
tado. El argumento se parece a la teoría de Carneiro (1970, 1981)
de la «circunscripción ambiental», repetida por Webb (1975) (de la
que se trata más adelante en este capítulo), aunque sin el hincapié
que hace esa teoría en la cuestión demográfica y el militarismo. Por
tanto, cabe hallar la clave del papel del riesgo en una intensificación
considerable de las fuerzas aislantes o enjaulantes presentes en la
prehistoria. Esas fuerzas enjaulantes deben desempeñar el papel cau­
sal en nuestra explicación, no la agricultura aluvial o de regadío en
sí, que no fue sino su forma o indicador habitual en esta época
histórica.
En segundo lugar, en varios momentos de la narración en este
capítulo y en los dos siguientes, minimizo la importancia de las
tierras aluviales y del riego en sí en las primeras civilizaciones. He­
mos de considerar también su relación con otras ecologías y pobla­
ciones adyacentes y la forma en que las estimularon. Tampoco en
este respecto pretendo ser original: véase la obra reciente de estu­
diosos como Adams (1981) y Rowton (1973, 1976) sobre Mesopo­
tamia, o de Flannery y Rathje sobre Mesoamérica (que se comenta
en el capítulo siguiente). Lo único que hago es formalizar el hincapié
hecho mediante e l m o d elo d e red es superpuestas d e p o d er que se
explica en el capítulo 1: el extraordinario desarrollo de la civiliza­
ción en Mesopotamia y en otras partes se puede comprender si se
examinan las redes superpuestas de poder estimuladas por la agri­
cultura aluvial y de regadío. Hasta cierto punto, esas redes se pueden
comprender mediante otro modelo convencional, el «núcleo» y la
«periferia», aunque ese modelo tiene limitaciones. En particular, un
modelo de red de poder nos permite comprender mejor que se tra­
taba de civiliz acion es con a ctores m últiples d e p od er. No eran socie­
dades unitarias. Normalmente estaban integradas por dos niveles de
poder, varias unidades políticas pequeñas, a menudo ciudades-Esta-
do y un complejo de civilización «cultural/religioso» más amplio.
Tampoco esta observación es original (por ejemplo, Renfrew, 1975).
Pero ambos enfoques se pueden llevar más allá. Los arqueólogos,
al enfrentarse con los nuevos panoramas que ellos mismos abren, a
veces hacen suyas teorías sociológicas bastante gastadas. Así, es po­
sible que un sociólogo señale esto y lleve el argumento general algo
más allá. Lo ejemplificaré mediante una crítica positiva de una co­
lección de ensayos sobre la transición al Estado desde el punto de
vista del Nuevo Mundo antiguo, la de Jones y Kautz (1981). Entre
los ensayos, los argumentos de Cohén y MacNeish se parecen bas­
tante al mío en el sentido descriptivo. Los relatos evolucionistas les
parecen sospechosos y les interesa analizar determinados mecanis­
mos locales que dar la salida a la carrera hacia el Estado, basados
en procesos de enjaulamiento en medio de la diversidad regional.
Pero los ensayos más teóricos del volumen no van más allá de esto.
Se empantanan en dos polémicas que los sociólogos conocen desde
hace mucho tiempo.
La primera aparece en el ensayo de Haas. Se siente comprensi­
blemente irritado con las teorías funcionalistas del Estado. Se siente
obligado a elaborar lo que él califica de un modelo de «conflictos»,
centrado en la lucha de clases y no en los procesos de integración
social. ¡Ningún sociólogo necesita otra dosis más de modelos de
«conflicto» frente a «integración», tan conocidos a fines del decenio
de 1950 y en el de 1960! La sociología moderna considera ambas co­
sas estrecha y dialécticamente entrelazadas: la función genera la ex­
plotación y a la inversa. Sólo en circunstancias excepcionales (por un
lado una comunidad de iguales, por el otro una guerra de simple expro­
piación y exterminio) podemos distinguir entre sociedades domina­
das por la integración o por el conflicto. No veremos ejemplos de ello
en este capítulo ni en el siguiente, que tratan de los primeros Estados.
En segundo lugar, otros dos colaboradores, Coe y Keatinge, lla­
man la atención, acertadamente, sobre la importancia de la religión
para la formación del Estado en el Nuevo Mundo, en especial su
capacidad para integrar culturalmente un territorio más amplio del
que podría gobernar un Estado. Según ellos, esto significa que los
factores religiosos, culturales e idiológicos deben tener una «auto­
nomía» considerable en la vida social. De esta argumentación se trata
detalladamente en la introducción de los compiladores. Estos sugie­
ren diversos modos en que los factores ideológicos podrían combi­
narse en una explicación con otros factores más materiales. Yo aña­
diría que la afición a los «factores ideológicos independientes» está
entrando en otras esferas de colaboración entre arqueólogos y an­
tropólogos (por ejemplo, la explicación de Stonehenge dada por Shen-
nan en 1983). En este caso me resulta difícil proclamar que la so­
ciología convencional brinda una solución. Lo único que aporta es
medio siglo de polémicas entre los partidarios de los «factores ideo­
lógicos independientes» y los materialistas. Pero en el volumen III
de esta obra intento llegar a una solución. Sus comienzos se esbo­
zaron en el capítulo 1.
El error consiste en concebir la ideología, la economía, etc., como
tipos ideales analíticos que cobran cuerpo en las sociedades como
estructuras autónomas, o como «dimensiones» o «niveles», de una
sola «sociedad» general. Según este modelo, debería resultar posible
clasificar sus contribuciones relativas a la determinación de la estruc­
tura general de la sociedad. Pero ésa no es la situación que describe
Coe y Keatinge en el antiguo Nuevo Mundo. Por el contrario, de­
muestran que las diversas relaciones sociales en que participan las
personas —producción, comercio e intercambio de ideas, cónyuges,
artefactos, etc.— generaron dos redes socioespaciales de interacción.
Una era relativamente pequeña, el Estado; la otra relativamente am­
plia, la religión o la cultura. Sería ridículo sugerir que el Estado no
contenía factores comunes «ideales» o que la religión no contenía
factores «materiales». Son, por el contrario, diferentes bases poten­
ciales para constituir sociedades, tanto «reales» como «ideales». Una
de ellas, el Estado, corresponde a las necesidades sociales, que exigen
una organización dotada de autoridad, centralizada territoria lm en te
y que todavía no podía organizarse más que en zonas limitadas. La
otra, la cultura o la religión, corresponde a unas necesidades sociales
basadas en una similitud más amplia, difusa, de experiencia y de
interdependencia mutua. Eso es lo que yo denomino organización
tra n scen d en te en el capítulo 1 (completo el argumento en la conclu­
sión del capítulo 4). Así, la forma más útil de abordar las relaciones
entre los aspectos ideológicos, económicos, militares y políticos de
la vida social es interpretándolas en términos sociales. Las sociedades
son series de redes de poder superpuestas e intersectantes.
El modelo utilizado en este capítulo combina dos elementos prin­
cipales. Sugiere que la civilización, la estratificación y el Estado sur­
gieron como resultado del impulso dado por la agricultura aluvial a
redes diversas y superpuestas de interacción social presentes en la
región circundante. Ello fomentó una nueva interacción enjaulante
entre la zona aluvial y los hinterlands, que llevó a una intensificación
de la civilización, la estratificación y el Estado, pero ahora intensi­
ficada en forma de redes de p o d er superpuestas, que incorporaban
un poder permanente y coercitivo.
Sin embargo, un modelo de ese tipo lleva a dificultades metodo­
lógicas. Aunque podríamos esperar un cierto grado de similitud en­
tre las agriculturas aluviales de las «civilizaciones prístinas», los con­
textos regionales en que se insertaron éstas eran muy variados. Ello
reduce la similitud general entre los casos, tanto inicialmente como
después a lo largo del tiempo. Como los casos también diferían en
otros sentidos, es improbable que logremos aplicar este modelo (o
cualquier otro) mecánicamente a todos ellos.
Debido a esas diferencias, empiezo por contentarme en un caso,
el de Mesopotamia. Es el mejor documentado, al combinar la abun­
dancia de registros con la magnitud de las excavaciones arqueológi­
cas. Debe hacerse una referencia especial a las técnicas topográficas
de Adams (1981 y, con Nissen, 1972), que han mejorado inmensa­
mente nuestra base para generalizar acerca de la historia de los asen­
tamientos que se convirtieron en la primera civilización. A partir de
esa base de datos mesopotámicos, examino el modelo detalladamen­
te. Después, en el capítulo siguiente, paso revista a los otros casos
a fin de ver cuáles son sus principales diferencias y similitudes, para
concluir con un modelo general de los orígenes de la civilización.

M esopotam ia: El rieg o y sus in tera ccion es


region a les d e p o d er

Los primeros datos sobre los riegos en Mesopotamia datan del


5500-5000 a.C. aproximadamente, bastante después de que surgie­
ran en otras partes del Cercano Oriente asentamientos urbanos como
los de Catal Hayuk y Jericó. Antes de entonces podemos encontrar
huellas de asentamientos fijos bastante grandes por encima de la
planicie aluvial, que probablemente indican un sistema generalmente
igualitario, mixto de aldea/clanes y característico (como vimos en el
último capítulo) de todos los continentes a lo largo de muchos mi­
lenios. Además, hasta que se desarrolló el regadío, la zona perma­
neció relativamente atrasada, incluso en su evolución hacia la «so­
ciedad de rangos», debido probablemente a su pobreza en materias
primas, en especial piedra y madera. Lo mismo ocurrió, en menor
medida, en los otros valles fluviales euroasiáticos. Así, es probable
que el riego se iniciara a partir de una base generalmente igualitaria
en todos ellos.
En los valles fluviales la ecología tiene una importancia obvia. Al
comentar la tesis de Wittfogel me ocupo de los detalles de las eco­
logías. Pero, en general, el aspecto decisivo es que cuando hay una
inundación el río lleva lodo y cieno, que una vez depositado se
convierte en cieno fertilizado. Es lo que se llama el a lu vión . Si se
puede desviar hacia una zona extensa de tierras ya existentes, cabe
esperar un rendimiento mucho más alto de los cultivos. Ese es el
significado del riego en el mundo antiguo: la difusión de agua y de
lodo en las tierras. El rendimiento de los suelos de secano era infe­
rior. En Europa, los suelos son por lo general arcillosos y entonces
tenían mucho bosque. Su fertilidad dependía de la deforestación, de
labrar el suelo y romperlo. Incluso después de eliminar el bosque,
como sabe cualquier jardinero de la zona templada, la labor de re­
generar el suelo superficial es dura. Antes del hacha, el arado, la
azada y la pala de hierro, apenas si resultaba posible eliminar los
grandes árboles o labrar el suelo en profundidad. En el Cercano
Oriente había pocos bosques, de forma que los suelos eran más
livianos, pero también había mucha menos lluvia. Quienes podían
utilizar las crecidas de los ríos para obtener agua y suelo superficial
gozaban de una ventaja potencial considerable.
Inicialmente, los habitantes de esas llanuras vivían por encima del
nivel de las crecidas. No se sabe si fueron ellos mismos quienes
aprendieron a regar o si tomaron ese conocmiento de otros. Pero,
con el tiempo, un número suficiente de ellos llegó a una intervención
más activa en la naturaleza. Entre el 5500 y el 5000 a.C. tenemos
datos de canales artificiales, cuya construcción exigió aproximada­
mente cinco mil horas de trabajo para los más grandes. En conse­
cuencia, los hallamos adyacentes a los asentamientos claramente más
grandes.
Después, en algún momento entre el 3900 y el 3400 a.C. —en
lo que los arqueólogos califican de época primitiva a media de Uruk
(por la gran ciudad de Uruk)— se introdujo un cambio de las pautas
demográficas, sin paralelos en ninguna otra parte del mundo hasta
ese momento. Según Adms (1981: 75), aproximadamente la mitad de
la población de Mesopotamia meridional vivía ya en asentamientos
de por lo menos 10 hectáreas, con poblaciones de 10.000 o más
habitantes. Se había producido la revolución urbana y, con ella, ha­
bían aparecido algunas (aunque no todas) de las características que
relacionamos con la civilización. La escritura apareció hacia el
3100 a.C., y a partir de entonces nos encontramos en el terreno de
la historia y la civilización. ¿En qué consiste ese gran avance? Y,
¿por qué se produjo?
Pero, antes de sentirnos tentados de lanzarnos a una narración
familiar de la evolución local, hagamos una pausa y contemplemos
la escala de tiempo de que se trata. No fue una pauta constante,
evolucionista y seguida. Al principio, el crecimiento parece haber
sido extraordinariamente lento. Hicieron falta casi dos milenios para
pasar del riego a la urbanización: antes de la época primitiva de
Uruk las pautas de asentamiento cambiaron poco y, aunque se co­
nociera el riego, no era predominante. Y hallamos huellas de riegos
antiguos, sin complejidad social ni una evolución local ulterior, en
diversos lugares del mundo. Las historias de los sistemas de riego
en lugares como Ceilán y Madagascar destacan los largos combates
cíclicos entre aldeas, sus jefes/ancianos y los reinos montañosos de
sus vecinos, cuyo desarrollo, si se produjo, sólo obedeció a la inter­
acción con Estados establecidos más poderosos (Leach, 1954; Bloch,
1977). Es de suponer que Mesopotamia tuvo su propia versión, re­
lativamente igualitaria, de los ciclos de la prehistoria que se descri­
bieron en el último capítulo.
La lentitud de la aparición significa que el riego no puede expli­
carlo todo, pues ya estaba presente hacia el 5000 a.C. Parece más
probable que cuando se produjo el gran avance también dependiera
del desarrollo y la difusión lentos de las técnicas y la organización
agrícolas y pastoriles por todo el Cercano Oriente. Por ejemplo,
tenemos pruebas del aumento gradual del comercio a distancia por
toda la región durante los milenios quinto y cuarto. Varios grupos
iban aumentando lentamente el excedente disponible para el inter­
cambio y para sustentar a artesanos y mercaderes especializados. La
ortodoxia académica actual es que «el comercio precedió a la ban­
dera», es decir, que unas redes bien desarrolladas de intercambio
precedieron a la formación de Estados en la zona (véanse, por ejem­
plo, los ensayos que figuran en Sabloff y Lamberg-Karlovsky, 1976,
y en Hawkins, 1977). Si este lento avance fue del orden del europeo,
del que informaba Kristiansen en el capítulo anterior (1982), podría­
mos prever un 10 por 100 de aumento del excedente en dos mile­
nios. Esta cifra es una mera idea, pero sí indica lo que fue proba­
blemente un ritmo cuasi glaciar del desarrollo. Quizá cruzara un
umbral a principios del cuarto milenio, que dio el impulso a unos
pocos regantes en el cual basar su campaña de quinientos años hasta
llegar a la civilización. Así, las oportunidades y las limitaciones de
la ecología local, que se comentarán ahora, desembocaron en un
conjunto mucho más amplio de redes sociales y se orientaron par­
cialmente hacia éstas.
Dicho esto, hemos de pasar a las oportunidades representadas
por el aluvión y por el riego. Todo lo que sigue tiene, como con­
dición previa necesaria, el incremento del excedente agrícola gene­
rado en primer lugar por las crecidas y el entarquinamiento naturales
y después por el riego artificial, que aumentaron la fertilidad del
suelo al distribuir el agua y el lodo en una superficie mayor de tierra.
En Mesopotamia, esto adoptó en primer lugar la forma del riego en
pequeña escala a lo largo de los diques naturales. Una red natural
de zanjas y diques generaría un excedente muy superior al que co­
nocían las poblaciones que habitaban suelos de secano.
Eso llevó a un aumento de la población y de la densidad, quizá
superior al sustentado por la agricultura de secano. Esta última es­
taba alcanzando densidades de 10 a 20 personas por kilómetro cua­
drado. En Mesopotamia era de alrededor de 10 hacia el 3500 a.C.,
de 20 para el 3200 a.C. y de 30 para el 3000 a.C. (Hole y Flannery,
1967; Renfrew, 1972 : 252; Adams, 1981: 90). Pero el excedente tam­
bién aumentaba a mayor rapidez que la población, pues se liberaba
a personas para que pasaran de la producción agrícola a la manu­
factura artesanal, al comercio y (a jornada parcial) a las actividades
administrativas y suntuarias de la primera clase en parte ociosa co­
nocida en la experiencia humana.
Pero el riego significaba una limitación, además de una oportu­
nidad. En cuanto empezaron las mejoras, los habitantes se vieron
enjaulados territorialmente. Eran parcelas fijas de tierras las que pro­
porcionaban el suelo fértil; fuera del valle fluvial no las había. Ya
no era como bajo el predominio de la agricultura de roza del período
prehistórico, cuando existía una necesidad mucho mayor y también
una posibilidad mayor de circulación. Pero esa jaula era menos mar­
cada en Mesopotamia que en Egipto. En la primera, las tierras re­
gadas en la época antigua abarcaban siempre una superficie mucho
menor de la que se hubiera podido utilizar. En las primeras fases,
el regadío sólo abarcaba una estrecha franja en el entorno inmediato
de los principales canales fluviales. Probablemente lo mismo ocurrió
en la primera pauta de China y del Indo 2. En cambio, el Nilo sólo
fertilizaba una estrecha franja de tierra y probablemente quedó po­
blado en toda su longitud desde muy pronto.
El territorio también enjaulaba a la gente porque coincidía con
una inversión considerable de fuerza de trabajo para conseguir un

2 Por eso parece que la «presión demográfica» como factor en el crecimiento de


la civilización es menos importante de lo que se ha solido asumir. Parece un defecto
concreto de los modelos, en otros sentidos m uy convincentes, de la «circunscripción
am biental» que brindan Carneiro (1970, 1981) y Webb (1975).
excedente: una jaula social. El regarlo equivalía a invertir en fuerza
de trabajo cooperativa con otros, construir artefactos que quedarían
fijos muchos años. Producía un gran excedente, compartido entre
los participantes, vinculado a esta inversión y este artificio concreto.
El empleo de una gran fuerza de trabajo (centenares más bien que
miles de personas) era ocasional, pero periódico y estacional. La
autoridad centralizada también valdría para administrar esos sistemas
de riego. Territorio, comunidad y jerarquía coincidían en el riego
más que en la agricultura de secano o en la ganadería.
Pero no nos obsesionemos demasiado con las llanuras inundadas
o con los riegos. La agricultura de aluvión implica un entorno re­
gional: unas montañas adyacentes aguas arriba que reciben conside­
rables lluvias, o nieves en el invierno; la concentración de las co­
rrientes de agua en valles con desiertos, montañas o tierras semiári-
das entre ellos; y pantanos y marjales en la llanura. El aluvión está
situado entre grandes con trastes ecológicos. Ello fue decisivo al pro­
ducir tanto una vinculación como una interacción distintas, por ejem­
plo, de las existentes en el terreno relativamente llano de Europa.
Esos contrastes parecen constituir la receta para la aparición de la
civilización.
Estudiemos las sucesivas consecuencias económicas de regadío en
esas ecologías contrastadas. En primer lugar, en los valles fluviales
había grandes marjales, hierba y macizos de juncos, zonas no utili­
zadas del río y un árbol útilísimo, la palmera datilera. El regadío
fertilizó a la palmera, aportó inversiones para extenderla e intercam­
bió su producto con entornos «periféricos». La caza de aves, de
cerdos, la pesca y la recolección de juncos interactuaron con la agri­
cultura, estableciendo la división del trabajo entre los cazadores-re­
colectores, con parentescos flexibles y los regantes sedentarios, resi­
dentes en aldeas y enjaulados. Estos últimos eran los dominantes,
pues a ellos correspondían el impulso inicial hacia el desarrollo. Des­
pués, algo más allá en la periferia, había tierras abundantes, fertili­
zadas de vez en cuando por las crecidas de los ríos o humedecidas
por las lluvias. Esas tierras sustentaban algo de agricultura y pasto-
ralismo, aportaban carne, pieles, lana y productos lácteos. Las peri­
ferias de Sumeria eran variadas. Al oeste y al sudoeste estaban los
desiertos y los pastores nómadas: al sudeste, pantanos y el Golfo
Pérsico; al este, los valles regados, quizá dependientes, del Juzistán;
al noreste, las zonas intermedias inutilizables del Tigris y el Eufrates,
y entre ellas el desierto; al nordeste, un corredor fértil que subía por
el río Diyala hasta las llanuras de secano de Mesopotamia septen­
trional (que después se convertiría en Asiria), que daban cereales de
invierno y las montañas bien regadas del Taurus y de los Zagros.
Así, también los contactos sociales eran variados y comprendían a
los nómadas del desierto y sus jeques, aldeas situadas en pantanos,
primitivas y con estructuras flexibles, regantes competidores, aldeas
agrícolas desarrolladas y relativamente igualitarias, y tribus pastoriles
de las montañas.
El riego liberó a especialistas para que manufacturasen produc­
tos, especialmente textiles de la lana, e intercambiarlos con todos esos
vecinos. Los productos se utilizaban en el comercio a gran distancia,
a cambio de piedra, madera y metales preciosos. Los ríos eran na­
vegables aguas abajo, especialmente después de que los canales de
regadío regulasen sus corrientes. Así pues, los ríos tenían tanta im­
portancia en su calidad de canales de comunicación como en su
calidad de conductos para el riego. Desde un principio, el comercio
a gran distancia precedió a la consolidación del Estado. Las merca­
derías extranjeras eran de tres tipos principales: 1) materias primas
enviadas por vía fluvial a grandes distancias: por ejemplo, desde los
bosques del Líbano y las minas de las montañas de Asia Menor;
2) comercio a media distancia procedente de los nómadas y los pas­
tores adyacentes, consistente sobre todo en animales y paños, y
3) comercio a gran distancia por vía fluvial, marítima e incluso ca­
ravanas por tierra de bienes suntuarios, es decir, productos manu­
facturados con una alta relación valor/peso, sobre todo minerales
preciosos de las regiones montañosas, pero también mercaderías pro­
cedentes de otros centros de civilización emergente: asentamientos
fluviales y portuarios y oasis del desierto esparcidos por el Cercano
Oriente, desde Egipto hasta Asia (Levine y Young, 1977).
Estas interacciones no sólo aumentaron la fuerza del regadío en
sí, sino también las diversas actividades sociales que se superponían
a él. Y, además de reforzar la jaula del riego, tuvieron repercusiones
sobre las redes sociales más difusas de la periferia. Casi todas éstas
son menos visibles, pero su fijación territorial y social sería inferior
a la de los regantes. Los contactos y la interdependencia las impul­
sarían algo en el sentido de la fijación, muchas veces bajo una cierta
hegemonía de los regantes. Marfoe (1982) sugiere que las colonias
mesopotánicas iniciales en las zonas de suministro de materias primas
de Anatolia y Siria dieron paso a una política local autónoma. A esa
colonia se sumaron otras comunidades políticas agrícolas y pastori­
les, cuyo poder se veía reforzado por el comercio con Mesopotamia.
El comercio confería a Mesopotamia ventajas de «intercambio
desigual». Sus productos manufacturados y artesanales y su agricul­
tura de alta inversión, intercambiados por metales preciosos, apor­
taban «mercaderías de prestigio», instrumentos y armas útiles y un
medio relativamente generalizado de intercambio. Pero la logística
del control era abrumadora y no se podía ejercer un control directo
sostenido a partir de Mesopotamia. En este capítulo no veremos
ninguna innovación considerable de la logística ni de la difusión (véa­
se en el capítulo 1 una explicación de estos términos) del poder.
Cuando apareció por primera vez el Estado, era una diminuta ciu-
dad-Estado. Sus recursos de poder estaban concentrados en su cen­
tro y no se hallaban bajo un control extensivo. Así, el estímulo
mesopotámico fortaleció a los rivales y no a los dependientes. La
urbanización y la formación del Estado autónomo se extendieron
por todo el Creciente Fértil, desde la costa mediterránea, por Siria
y Anatolia, hasta Irán, en el este.
Cabe decir que esas relaciones eran entre el «núcleo» y la «peri­
feria», como hacen muchos estudiosos. Pero la periferia no se podía
controlar desde el núcleo y su desarrollo era necesario para el del
núcleo y viceversa. El crecimiento de la civilización implicó a todas
esas redes de poder flexiblemente conectada y parcialmente autóno­
mas. Análogamente, la metáfora de Rowton (1973, 1976) del creci­
miento diomórfico de la civilización —aunque señala útilmente la
relación central entre los regantes y los manufactureros urbanos y
oleadas sucesivas de nómadas y seminómadas— también puede ser
objeto de una mala interpretación. Como señala Adams (1981: 135
y 136), las dos formas de vida no estaban delimitadas tajantemente.
Se superponían en un «continuo estructural y étnico» e intercam­
biaban productos materiales y culturales, que aportaban energía a
ambas formas de vida y las transformaban y creaban «marcas» po­
tencialmente poderosas que podían movilizar a elementos de ambos
estilos de vida.

La aparición d e la estra tifica ción y d el Estado


hasta e l 3100 a.C. aprox im adam ente
La interacción del riego y su región llevó a dos tendencias en­
jaulantes conexas, el auge de la propiedad cuasi privada y el auge
del Estado.
La propiedad privada se vio alentada por la fijación territorial y
social. Á1 proceder de una mezcla generalmente igualitaria de aldeas
y clanes, adoptó la forma de los derechos de propiedad de la familia
extendida o incluso del clan, en lugar de los derechos individuales.
Los recursos económicos clave eran fijos, en posesión permanente
de un grupo familiar sedentario. Esas tierras constituían la principal
fuente de la riqueza sumeria. Eran al mismo tiempo el principal
recurso productor de excedente y el lugar en el que se centraban los
intecambios con todas las demás ecologías. Los recursos estaban con­
centrados en esas tierras, pero dispersos por todas las demás redes
de autoridad. El con tra ste es importante, pues permitía a quienes
controlaban esas tierras movilizar una cantidad desproporcionada de
poder social colectivo y convertirlo en un poder distributivo utili­
zado contra los demás.
Recordamos dos de las teorías de los orígenes de la estratificación
comentadas en el capítulo 2, la liberal y la marxista revisionista. El
liberalismo situaba el estímulo inicial en las diferencias interperso­
nales de capacidad, trabajo duro y suerte. Como teoría general, es
absurda. Pero es muy pertinente cuando las parcelas de tierra ocu­
padas y adyacentes tienen una productividad muy diversa. En el
regadío antiguo, la proximidad accidental al suelo fertilizado creaba
grandes diferencias de productividad (es lo que destaca Flannery,
1974, como clave de la estratificación ulterior). Pero también hemos
de abandonar al individuo, tan bienamado del liberalismo. Se trataba
de una propiedad de familias, aldeas y pequeños clanes. De la teoría
marxista revisionista extraemos la idea de la posesión efectiva de esa
propiedad por élites de aldea y de linaje. Porque el regadío también
refuerza la cooperación de unidades mayores que los hogares.
Cuando es tan grande la preparación y la protección de la tierra
que está organizada colectivamente, resulta difícil que se mantenga
la propiedad de la tierra en manos de un individuo o de hogares
campesinos. Los registros sumerios después del 3000 a.C. indican
que las tierras regadas se dividían en parcelas mucho mayores de las
que podían labrar las familias por sí solas, al contrario de la situación
existente en la mayor parte de las aldeas prehistóricas. Una de sus
formas era la propiedad privada por un grupo familiar extenso. Las
relaciones de parentesco y tribuales locales generaban una gestión
del regadío por la autoridad de rangos, lo cual parece haber desem­
bocado en concentraciones de propiedad privada.
Otra base para las desigualdades permanentes, debida a la pro­
piedad aleatoria o planeada de la tierra era la posesión de una po­
sición estratégica en el punto de contacto con redes más difusas. Los
puntos de confluencia de ríos, los vados de canales, más las encru­
cijadas y los pozos, brindaban la oportunidad de ejercer controles
mediante la organización del mercado y de los almacenes, además
de la «renta por protección», a los colonos adyacentes. Algunos
estudiosos atribuyen gran parte de la organización social sumeria a
factores estratégicos (por ejemplo, Gibson, 1976). Como los ríos
tenían tanta importancia para las comunicaciones, la mayor parte de
las posiciones estratégicas se hallaban en las zonas nucleares de la
tierra regada.
O sea, que esas desigualdades afortunadas no se derivan mera­
mente de un acceso diferenciado al agua o a los suelos fértiles. Tam­
bién presuponen una yux taposición de derechos fijos de propiedad
inducidos, de una parte, por el riego y, de la otra, por derechos no
territoriales, más fluidos y dispersos, sobre excedentes que también
iban aumentando en diferentes ecologías. La concentración de pobla­
ción, de riqueza y de poder ocurrió en el primero de los casos a
mayor velocidad que en el segundo. La diferencia entre ellos fue
creciendo de forma exponencial (Flannery, 1972). Los principales
actores de poder en el primero de los casos ejercían su hegemonía
sobre ambos sectores. Con el tiempo, la estratificación se fue inten­
sificando a lo largo de este eje. A medida que crecía el excedente,
algunas de las familias o de las aldeas propietarias y regantes del
núcleo se retiraron total o parcialmente de la producción directa para
dedicarse a la artesanía, al comercio y a ocupar cargos oficiales y sus
principales sustitutos fueron «jornaleros dependientes», que recibían
tierras y raciones prebendarías, probablemente extraídos de la po­
blación de las zonas adyacentes y, en segundo lugar, aunque en
menor grado, esclavos (normalmente, cautivos de guerra de zonas
externas). Nuestro conocimiento detallado de este proceso procede
de fechas más tardías, después del 3000 a.C., pero probablemente el
proceso en sí date del comienzo mismo de la urbanización (Jankows-
ka, 1970). Se trata de una estratificación lateral, de un lado a otro
de la llanura aluvial, entre el núcleo y partes de la periferia. Es
posible que esto se viera acompañado por una segunda estratifica­
ción, dentro del núcleo, en virtud de la cual la autoridad de rango
del jefe del grupo de parentesco y de la aldea se convirtió en una
posición casi de clase sobre sus propios parientes o los demás habi­
tantes de la aldea.
Esto brinda una solución al problema laboral planteado en el
último capítulo por autores de la escuela militarista (por ejemplo,
por Gumplowicz). Estos aducían que no era posible que surgiera
espontáneamente una distinción entre terratenientes y jornaleros sin
tierras en el seno de un grupo de parentesco o de una aldea, porque
no está permitido que los parientes exploten a sus parientes. Así,
aducían, la distinción debe tener su origen en la conquista de un
grupo de parentesco por otro. Sin embargo, no parece que los orí­
genes de la propiedad en Mesopotamia fueran acompañados de una
gran violencia organizada. No predominaba la esclavitud, sino una
condición laboral de semilibertad (Gelb, 1967). El arte tardío de
Uruk representa a veces a soldados y prisioneros, pero esos motivos
no son tan frecuentes como en períodos ulteriores. Las fortificacio­
nes parecen ser raras, aunque los arqueólogos sienten renuencia a
presentar argumentos basados en la ausencia de restos. Y, en general,
como observa Diakonoff (1972), la Mesopotamia inicial se caracte­
riza por la práctica ausencia de diferencias de condición social mili­
tarista (o, de hecho, de cualquier diferencia no económica). En todo
caso, el argumento militarista presupone que existían sociedades cla­
ramente demarcadas, pero que las fronteras sociales seguían estando
un tanto difuminadas. La denominación de una periferia por un
núcleo, con las consiguientes relaciones patrón-cliente —si el núcleo
tiene la posesión exclusiva de una tierra fértil— puede llevar a for­
mas más o menos voluntarias de subordinación laboral. La periferia
puede experimentar un crecimiento demográfico mayor del que pue­
de sustentar; por otra parte, las raciones disponibles como salario
para los trabajadores sin tierra en el núcleo pueden haber brindado
un nivel de vida más seguro que la periferia. Es posible que los jefes
o los ancianos de la periferia —los principales proveedores de escla­
vos y de siervos a las sociedades más desarrolladas a lo largo de la
historia— hayan colaborado a su subordinación. Así, los orígenes de
la estratificación se hacen más comprensibles si abandonamos una
explicación «interna» basada en sociedades unitarias 3.
Esta estratificación fue surgiendo a lo largo de todo el final del
cuarto milenio. Los restos de las tumbas y la arquitectura revelan

3 Podría añadir que aunque tanto la bastardía como la servidumbre por deudas
pueden aportar una fuerza de trabajo explotada «interna», en las sociedades primitivas
no proporcionan en grado suficiente ni la cantidad ni la estabilidad de la explotación
institucionalizada como para explicar los orígenes de la estratificación.
unas diferencias de riqueza cada vez mayores. A partir del 3000 a.C.,
las desigualdades entrañaban unas diferencias reconocidas legalmente
en cuanto al acceso a la propiedad de la tierra. Nos enfrentamos con
cuatro grupos: familias principales, con acceso a los recursos de tem­
plos y palacios; personas libres corrientes; trabajadores dependientes
semilibres y unos cuantos esclavos. Pero para comprenderlo mejor,
hemos de pasar al segundo gran proceso social generado por el en-
jaulamiento social y territorial, el auge del Estado.
Los mismos factores que fomentaron las diferencias de propiedad
también intensificaron una autoridad territorialmente centralizada,
es decir, un Estado. La gestión de los riesgos desempeñó su papel.
El intercambio de productos agrícolas, cuando el territorio de la
parte más poderosa estaba fijado y era estratégico para el transporte,
significaba que el almacén redistributivo o el mercado de intercam­
bio estarían centralizados. Cuanto más se centralizan los recursos,
más defensa necesitan, y de ahí también la centralización militar. El
desequilibrio entre las partes creó otra función política centralizada,
porque los regantes aspirarían a disponer de rutinas más ordenadas
de intercambio de lo que podía brindar la organización social exis­
tente de los pastores y los cazadores-recolectores. En la historia
ulterior se denomina a esto «tributo», el intercambio regulado au­
toritariamente, mediante el cual las obligaciones de ambas partes se
expresan formalmente y van acompañadas de los rituales de la di­
plomacia. Esto tuvo consecuencias estabilizadoras tanto para los pas­
tores como para los cazadores-recolectores: los civilizó. Una vez que
se regularizan los contactos, se produce la difusión de las prácticas.
Aunque a los agricultores regantes sedentarios les agrada conside­
rarse como «civilizados» y representan a los demás como «bárba­
ros», existen una similitud y una interdependencia cada vez mayores.
Eso fue lo que probablemente ocurrió a los lados de las llanuras
aluviales a medida que los regantes, los cazadores de aves, los pes­
cadores e incluso algunos pastores se fueron acercando más los unos
a los otros.
Es posible que una de sus principales formas de interdependencia
en el período en torno al 3000 a.C. fuera la aparición de un Estado
redistributivo. Existía un minucioso almacenamiento central de mer­
caderías y muchas veces se sugiere que eso equivalía a un intercam­
bio, no mediante un mercado, sino mediante la asignación autoritaria
de valor por una burocracia central. Pero los autores que destacan
esto (por ejemplo, Wright y Johnson, 1975; Wright, 1977) no lo
interpretan exactamente en los términos funcionales de la «teoría de
la jefatura redistributiva» (que se comenta en el capítulo anterior).
No hacen hincapié en la redistribución como una solución racional
del intercambio entre diferentes nichos ecológicos en ausencia de
técnicas avanzadas de comercialización, sino más bien como si el
núcleo regado impusiera un poder parcialmente arbitrario sobre la
periferia. Otros autores (por ejemplo, Adams, 1981: 76 a 81) tam­
bién creen que ese modelo núcleo-periferia es demasiado rígido. De­
beríamos imaginar una hegemonía más flexible del patrono sobre el
cliente. O sea, que el Estado surgió a partir de unas relaciones fle­
xibles entre el patrón y el cliente, al igual que la estratificación social.
La centralización también se vio fomentada por las vinculaciones
verticales a lo largo de los ríos. El núcleo interno de la llanura aluvial
empezó a llenarse y los grupos de aldeas o de parentesco empezaron
a tener roces. Necesitaban unas relaciones relativamente fijas y re­
guladas. La autoridad, presente desde hacía mucho en el seno del
grupo de linaje y de la aldea, también era necesaria en las relaciones
entre aldeas. Ello tuvo por resultado un segundo nivel de entidades
mayores, cuasi políticas. En Sumeria parece que un tipo concreto de
centro ceremonial (el segundo de los tres indicadores de civilización
de Renfrew), el tem plo, intervino en este proceso, a menudo como
árbitro entre aldeas. La importancia del templo estaba bastante ge­
neralizada ente las primeras civilizaciones, cuestión a la que volveré
en la conclusión del capítulo 4. Steward (1963: 201 y 202) señala
que prácticamente en todas partes la cooperación social extensiva en
la agricultura de regadío estaba relacionada con un sacerdocio fuerte,
tanto en los casos del Nuevo Mundo como en los del Viejo Mundo.
Aduce que un grupo relativamente igualitario dedicado a la coope­
ración tenía unas necesidades desusadamente grandes de solidaridad
normativa. Los estudiosos modernos rechazan las connotaciones re­
ligiosas del término «sacerdocio» en Mesopotamia. Describen a los
sacerdotes como personas más seglares, más administrativas y polí­
ticas, como un cuerpo diplomático, gestores de los riegos y distri­
buidores. Mediante un proceso cuyos detalles no conocemos, el tem­
plo aparece como el primer Estado de la historia. A medida que iba
avanzado el riego, hacía falta una cooperación laboral más extensiva.
Hay polémica en torno a exactamente q u é zona territorial era co­
lectivamente interdependiente en la agricultura hidráulica, como ve­
remos. Pero la prevención y el control de las inundaciones, la cons­
trucción de presas, diques y canales de riego, exigían, tanto regular­
mente como durante las catástrofes naturales ocasionales, un cierto
grado de inversión con rendimiento aplazado en la cooperación la­
boral entre aldeas, por ejemplo, a lo largo de una zona lateral de la
llanura aluvial y a lo largo del río durante una extensión de varios
kilómetros. Esto constituía un poderoso impulso hacia unidades po­
líticas mayores que el grupo de parentesco o la aldea. Al cabo de
poco tiempo, una de las funciones principales del templo sumerio
pasó a ser la administración de los riegos y lo siguió siendo durante
mil años 4.
Estos Estados de templos no parecen especialmente coercitivos.
Resulta difícil estar seguro, pero en general se acepta la opinión de
Jacobsen (1943-1957): la primera forma política permanente fue una
democracia primitiva en la cual unas asambleas integradas por una
gran proporción de los varones adultos libres de la ciudad adoptaban
las decisiones importantes. Jacobsen sugería una asamblea bicameral:
una cámara alta de ancianos y otra baja de hombres libres. Si bien
es posible que esto sea un poco idealizado —pues la fuente principal
consiste en mitos más tardíos—, la alternativa probable es una oli­
garquía flexible y bastante amplia integrada por los jefes de las fa­
milias más importantes y quizá, también, de los barrios de la ciudad.
Podemos concluir provisionalmente que poco antes del año
3000 a.C. estas comunidades políticas se encontraban en un proceso
de transición, en ese vago paso de la autoridad de rangos hacia el
Estado estratificado. Pero, al principio, la transición ocurrió menos
en la esfera de la coacción de los gobernados por los gobernantes
que en la de la coacción en el sentido de enjaular, en el crecimiento
de unas relaciones sociales concentradas, inevitablemente intensas y
centralizadas. La transición a la coacción y la explotación fue más
lenta. Las diferencias entre las familias principales y el resto, y entre
los hombres libres y los trabajadores dependientes o esclavos, eran
diferencias de «rango absoluto». Pero el rango en el interior de las
familias principales parece haber sido «relativo» e intercambiable. El
rango dependía en gran medida de la proximidad a los recursos eco­

* Gibson (1976) ha aducido que este papel se vio reforzado en Sumeria por un
factor accidental. H acia el 3300 a.C ., el brazo oriental del Eufrates se secó repenti­
namente cuando las aguas abrieron de repente nuevos canales más al oeste. Eso pro­
dujo una emigración masiva hacia el brazo occidental, organizada forzosamente de
forma extensiva (probablemente por los templos). Según él, esta fue la razón de que
se fundaran las ciudades de Kish y de Nippur.
nómicos, que en sí mismos eran intercambiables. No parece haber
pruebas de un establecimiento de rangos en relación con criterios
genealógicos «absolutos», como una presunta proximidad a los dio­
ses o los antepasados. En esos sentidos, la aparición de la estratifi­
cación y el Estado fue lenta y desigual.
Sin embargo, los dos procesos de crecimiento del Estado y de la
propiedad privada estaban vinculados entre sí y al final se apoyaban
el uno en el otro. En el capitalismo moderno, con sus derechos de
propiedad privada tan institucionalizados y con Estados que no in­
tervienen, consideramos que ambos tipos de propiedad son caracte­
rísticamente antitéticos. Sin embargo, en casi todos los períodos his­
tóricos esto sería un error, como veremos en reiteradas ocasiones.
La propiedad familiar y privada y el Estado surgieron juntos, fo­
mentados por los mismos procesos. Cuando comienzan nuestros re­
gistros —la tablillas excavadas en la primera ciudad de Lagash—
hallamos una mezcla complicada de tres formas de propiedad de la
tierra administrada por el templo. Había campos que eran propiedad
de los dioses de la ciudad y estaban administrados por los funcio­
narios del templo, campos arrendados anualmente por el templo a
distintas familias y campos concedidos a distintas familias a perpe­
tuidad y sin el pago de arriendo. La primera y la tercera formas
solían abarcar grandes superficies y denotaban una propiedad colec­
tiva y privada en gran escala, en ambos casos con el empleo de mano
de obra dependiente y unos cuantos esclavos. Los registros indican
que la propiedad colectiva y la privada fueron fusionándose cons­
tantemente, a medida que la estratificación y el Estado se desarro­
llaban de forma más extensiva. El acceso a la tierra llegó a quedar
monopolizado por una élite unificada, pero todavía representativa,
que controlaba los templos y las grandes fincas y ostentaba los car­
gos sacerdotales, civiles y militares.
El carácter integrado de la agricultura en condiciones de regadío
y del intercambio y difusión entre ella y las ecologías circundantes
generó estructuras de autoridad fu sion a da s en grupos de parentesco,
aldeas y Estados emergentes. Como no podemos hallar ninguna hue­
lla de conflicto político entre los aspectos presuntamente privados y
los colectivos, resulta sensato considerarlos como un solo proceso.
Así, la organización del Estado redistributivo emergente, revelada en
el sector de los templos por las tablillas de Lagash, probablemente
también tenía un paralelo en el sector de las fincas privadas, que está
mal documentado. Los templos establecían los presupuestos y orga­
nizaban la producción y la redistribución con gran detalle y com­
plejidad: un tanto para los costes de producción, un tanto para el
consumo del templo, un tanto para los impuestos, un tanto para las
reinversiones en semillas, etc. Se trata de un Estado redistributivo
en el sentido de Polanyi (mencionado en el capítulo anterior). Pero
es probable que en el sector privado se aplicaran los mismos prin­
cipios. El Estado era como un gran hogar, que coexistía amigable­
mente con hogares basados en el parentesco 5.
La fusión y el enjaulamiento de las relaciones de autoridad tu­
vieron otra consecuencia: la aparición del tercero de los indicadores
de civilización de Renfrew: la escritura. Si examinamos atentamente
los orígenes de la alfabetización, obtenemos una visión correcta del
proceso civilizador inicial. En este caso es crucial Sumeria, porque
sus registros son relativamente buenos y porque es un caso segu ro
de desarrollo espontáneo de la escritura en Eurasia. Los otros casos
posiblemente independientes de alfabetización en Eurasia quizá re­
cibieran su estímulo de Sumeria. En todo caso, quedan todavía por
descifrar dos escrituras, la del Valle del Indo y la de la Creta minoica
(lineal A), mientras que en los dos casos restantes sólo se han con­
servado selecciones tendenciosas de escritos. Respecto a la China
Shang sólo disponemos de registros de las consultas de los primeros
gobernantes con los oráculos, conservadas porque se inscribieron en
conchas de tortuga o en superficies óseas parecidas. Indican que el
principal papel de los dioses es brindar orientación sobre problemas
políticos y militares. En cuanto a Egipto, disponemos de inscripcio­
nes funerarias en metal y en piedra, es decir, inscripciones religiosas,
aunque la mayor parte de la escritura se hacía en papiro o en cuero,
materiales que han sucumbido. En ellas vemos una mezcla de pre­
ocupaciones religiosas y políticas. En todos los demás casos, la es­
critura fue importada. Y eso es importante. La escritura es útil téc­
nicamente. Puede respaldar los objetivos y estabilizar el sistema de
significado de cu alq u ier grupo dominante: sacerdotes, guerreros,
mercaderes, gobernantes. Así, los casos ulteriores revelan que había
una gran diversidad de relaciones de poder implicadas en el desarro-

5 Cabe hallar datos sumerios sobre las formas de propiedad en Kramer, 1963;
Gelb, 1969; Lam berg-Karlovsky, 1976, y Oates, 1978. Por desgracia, las investiga­
ciones del estudioso soviético Diakonoff, que hacen hincapié en el papel inicial de
las concentraciones de propiedad privada, siguen sin traducir en gran parte, salvo
Diakonoff, 1969. Acerca de los presupuestos de los templos, véase Jones, 1976.
lio de la escritura. De manera que, para contar con una cierta pre­
cisión acerca de los orígenes de la alfabetización, dependemos de los
sumerios.
En Sumeria, los primeros registros eran sellos cilindricos en los
cuales se grababan imágenes para poderlos rodar en arcilla. Eso es
una suerte para nosotros, porque la arcilla sobrevive a los milenios.
Parecen registrar el intercambio, el almacenamiento y la redistribu­
ción de bienes y a veces parecen denotar quién los poseía. Esas
inscripciones fueron evolucionando hasta convertirse en pictogra­
mas, imágenes estilizadas y simplificadas de objetos inscritas con un
tallo de junco en tablillas de arcilla. Se fueron simplificando gradual­
mente en ideogramas, representaciones más abstractas que pueden
comunicar clases de objetos y después sonidos. Fueron adoptando
su forma cada vez más de las variaciones técnicas que permitía el
trazar marcas con un junco aplastado en forma de cuña y no de la
forma del objeto representado. Por eso llamamos a esa escritura
cu n eiform e, es decir, en forma de cuñas.
En toda esta evolución, aproximadamente desde el 3500 hasta el
2000 a.C. la inmensa mayoría de las más de 100.000 inscripciones
supervivientes son listas de bienes. De hecho, la lista se convirtió en
un tema general de la cultura: al cabo de poco tiempo también ha­
llamos listas de clasificaciones conceptuales de todo género de ob­
jetos y de nombres. Permítaseme citar una lista relativamente corta
para dar una idea de la alfabetización sumeria. Procede del tercer
milenio, de la III dinastía de Ur, del archivo de Drehem:

2 corderos (y) 1 gacela joven


(de) el gobernador de Nippur;
1 cordero (de) Girini-isa el capataz
2 jóvenes gacelas (de) Larabum el capataz
5 jóvenes gacelas (de) Hallia
5 jóvenes gacelas (de) Asani-u;
1 cordero
(de) el gobernador de Marada;
entregado.
El mes de comer la gacela
El año en que las ciudades de Simurum (y) Lulubu fueron destruidas
por novena vez.
En el 12.° día [reproducida, con muchas más, en Kang, 1972].

Así es fundamentalmente como nos enteramos de la existencia de


capataces y gobernadores, productos agrícolas y rebaños, del calen­
dario sumerio, incluso de la descripción reiterada de ciudades: por
escribanos y contables. Lo que Ies interesa ante todo es preservar
un sistema correcto de contabilidad de gacelas y de corderos, no la
historia épica de su era. Según esos datos, sus templos no eran sino
almacenes decorados; quienes hacían las inscripciones eran más bien
escribas que sacerdotes. Pero se trataba de almacenes importantes,
pues se hallaban en el centro del ciclo de producción-redistribución.
Las listas registran relaciones de producción y de redistribución, y
derechos y obligaciones sociales, especialmente en torno a la pro­
piedad. Las listas más complicadas también registran los valores de
intercambio de diferentes bienes. Al no haber monedas, esos bienes
coexistían con metales preciosos como medios generalmente recono­
cidos de valor. Los almacenes parecen haber ocupado el centro de
la organización sumeria del poder. Quizá los dioses fueran funda­
mentalmente los custodios de los almacenes. En éstos, los derechos
de propiedad privada y la autoridad política central se fusionaban
en una sola cosa, expresada como un conjunto de sellos y, con el
tiempo, como la escritura y la civilización misma. La escritura se
dedicó después a la narración de los mitos y de la religión. Pero su
objetivo primero y siempre el principal, era el de estabilizar e insti­
tucionalizar los dos conjuntos emergentes y en fusión de relaciones
de autoridad, la propiedad privada y el Estado. Se trataba de una
cuestión técnica, en la que intervenía la posición de un especialista
concreto, el escriba. No difundió la alfabetización, ni siquiera al
estrato dominante como un todo. De hecho, el carácter cada vez más
abstracto de la escritura puede haber hecho que fuera menos inteli­
gible para cualquiera que no fuese un escriba.
Las técnicas también se limitaban a unos lugares determinados y
centralizados. Casi todas las tablillas eran pesadas y no eran fáciles
de desplazar. Para descifrarlas hacían falta los escribas de los tem­
plos. De forma que los mensajes no se podían difundir por todo el
territorio social. El pueblo al que se referían mantenía sus derechos
y sus deberes en el centro de la pequeña ciudad-Estado. Aunque el
poner por escrito lo s derechos de la autoridad equivale a objetivar­
los, a «universalizarlos» (en el sentido del capítulo 1), el grado de
universalismo era todavía muy limitado, especialmente en cuanto al
territorio. Se habían descubierto pocos medios de d ifu n d ir el poder,
más allá de los de la prehistoria: tenía que seguirse imponiendo de
forma autoritaria en un lugar central y sobre una superficie reducida.
Sin embargo, la escritura sí que establecía de forma permanente los
derechos de propiedad y de autoridad política. Revela una nueva era
hacia el 3100 a.C.: la de las sociedades enjauladas civilizadas. Se ha
dado el salto.

La civiliz ación co m o fed era ció n

Hasta ahora, también podría parecer que la fusión de la propie­


dad y la autoridad política estaba creando un nuevo terreno de so­
ciedades unitarias, enjauladas y limitadas. Pero esto es un error y se
debe a que he descuidado las repercusiones más generalizadas de la
expansión y la fusión de los grupos territoriales y de parentesco.
Recordemos que varios de esos grupos estaban extendiéndose por la
llanura aluvial. A medida que iba en aumento el comercio, también
lo hacía su dependencia común respecto de los ríos como sistema de
comunicaciones. A todos interesaba la libertad del comercio, man­
tener el canal del río libre de piratería y de entarquinamiento y, en
consecuencia, la regulación por vía diplomática. Al mismo tiempo,
surgieron conflictos en torno a los derechos sobre las aguas y a las
fronteras. En algunas ecologías, los que vivían aguas arriba tenían
ventajas sobre quienes vivían aguas abajo. No sabemos con seguri­
dad si esto fue resultado de la capacidad para desviar las vías de agua,
de que las rutas comerciales más importantes fueran las del norte o
de la salinización de los suelos en el sur. El conflicto solía ocurrir
en un eje norte-sur, a menudo en beneficio de los del norte.
Pero, pese a sus diferencias, los principales participantes tenían
experiencias vitales muy parecidas. Entre ellos se difundían rápida­
mente las formas artísticas y las ideologías porque, en general, bus­
caban soluciones a los mismos problemas. Tanto el ciclo de las es­
taciones como la importancia del entarquinamiento, el beneficio pre-
cedible del río, las relaciones con los pastores, los cazadores-reco­
lectores y los mercaderes extranjeros y la fijación social y territorial
emergente llevaban a una similitud general de cultura, ciencia, moral
y metafísica. En la prehistoria, los estilos de cerámica y arquitectó­
nicos ya eran asombrosamente parecidos en toda la región. Para la
época en que entran en el registro histórico, es posible que medio
millón de habitantes del sur de Mesopotamia formaran parte de una
sola civilización, aunque ésta contuviera múltiples actores del poder.
Es posible que hablaran el mismo idioma. Sus pocos escribas pro­
fesionales utilizaban una escritura común, aprendían su oficio con la
ayuda de listas idénticas de palabras y afirmaban que efectivamente
eran un solo pueblo, los sumerios.
Sin embargo, dista mucho de haberse aclarado el carácter exacto
de su unidad, su identidad colectiva y su ideología. Nuestros datos
procedentes de la escritura no carecen de ambigüedad. Como nos
ha recordado Diakonoff: «Ninguno de esos sistemas antiguos de
escritura se ideó para exponer frases pronunciadas directamente, tal
como se expresan en el discurso; no eran sino sistemas de ayuda
memotécnica, utilizados fundamentalmente para fines administrati­
vos (y más tarde, hasta cierto punto, en el culto)» (1975: 103). Es
posible que el pueblo cuyos bienes, derechos y deberes quedaban
registrados por los escribas, al principio ni siquiera hablara el mismo
idioma. La mayor parte de los estudiosos quizá considere demasiado
radical ese escepticismo, pues en algún momento efectivamente se
desarrolló un núcleo de idioma y cultura comunes. Pero, en primer
lugar, siempre coexistieron con el idioma y la cultura de otros gru­
pos y, en segundo lugar, su núcleo no era una cultura unitaria, sino
«federal» o «segmentada».
Los sumerios no eran el único «pueblo» de la región. Algunos
autores especulan acerca de un pueblo autóctono original con el cual
se mezclaron los inmigrantes sumerios. Lo que es más seguro es la
existencia de por lo menos otros dos «pueblos» que también se ci­
vilizaron. El primero se hallaba en la región a la que actualmente se
llama Elam, 300 kilómetros al este, en el Juzistán actual. Sus orígenes
están en las tierras aluviales a lo largo de tres ríos, aunque los datos
sobre el riego son menos seguros (Wright y Johnson, 1975). Su pre­
historia tardía y su historia inicial parecen desiguales, con períodos
alternantes de desarrollo autónomo y de gran influencia de Sumeria.
No está claro si se trataba de un «Estado prístino». Pero su idioma
siguió siendo distinto y políticamente no formó parte de Mesopota­
mia.
El segundo «pueblo» hablaba una lengua semítica. En general se
supone que se trataba de un grupo amplio y muy difundido de
origen arábigo. A partir de él, por lo menos dos subgrupos, los
acadios y los eblaítas, desarrollaron civilizaciones alfabetizadas al
norte de Sumeria. Aparentemente estaban estimulados por las acti­
vidades comerciales, e incluso coloniales, sumerias. Pero fueron
creando ciudades-Estados autónomas y complejas en torno a media­
dos del tercer milenio a.C. Ebla, que estaba más lejos, mantuvo su
autonomía durante más tiempo. Un gran número de acadios adya­
centes entraron en Sumeria, primero como jornaleros dependientes,
después como lugartenientes militares y por último, en torno aí
2350 a.C ., como conquistadores (como se describe al principio del
capítulo 5). Antes del 2350 a.C. no disponemos de datos sobre com­
bates entre sumerios y acadios. Existen dos interpretaciones plausi­
bles de esa ausencia. O bien los sumerios ejercieron la hegemonía
sobre los acadios y consiguieron su lealtad y su dependencia sin un
recurso excesivo a la violencia organizada, o bien ni los su m erios ni
los acadios eran un grupo étnico plenamente distinto y existían zo­
nas donde se solapaban las dos identidades sociales. Es probable que
el desarrollo de Sumería también civilizara a Acadia y que los diri­
gentes (¿inicialmente tribuales?) de esta última utilizaran la escritura
cuneiforme y pasaran a participar en la política de poder y la iden­
tidad sumerias. Hay muchos paralelismos ulteriores. Por ejemplo,
en el capítulo 9 vemos que las élites de una gran conglomeración dé
«pueblos» inicialmente distintos fueran adoptando sucesivamente la
identidad «romana». Por esos motivos, podemos dudar de que la
identidad «sumeria» fuera tajantemente clara o de que fuera equiva­
lente a un territorio civilizado con fronteras delimitadas.
En segundo lugar, la cultura sumeria no era unitaria. Para el
momento en que se escribieron la religión y la mitología sumerias
—cosa que quizá hicieran los conquistadores acadios a mediados del
tercer milenio a.C. era federal o segmentada, con dos niveles dis­
tintos. Cada ciudad-Estado tenía su propia deidad tutelar, residente
en su templo, «propietaria» de la ciudad, a la cual proporcionaba su
foco de lealtad. Pero cada deidad tenía un hogar reconocido en un
panteón sumerio común. Anu, que después sería el rey del cielo,
sustento de la realeza, residía en Uruk, ai igual que su consorte
Inanna. Enlil, rey de la tierra, residía en Nippur. Enki, rey del agua
y dios con grandes simpatías humanas, residía en Eridu. Nanna, el
dios de la luna, residía en Ur. Cada una de las ciudades-Estado
importantes poseían su lugar y muchas poseían un título claro de
preeminencia, en este panteón. Cualesquiera fuesen los conflictos
entre las ciudades, estaban regulados, tanto ideológicamente como
quizá en la práctica diplomática, por el panteón. Así, Nippur, hogar
del consejo de los dioses, encabezado por Enlil, desempeñaba un
papel inicial en la mediación de las controversias. Al igual que en
las relaciones modernas entre los Estados nacionales, existiría un
cierto grado de regulación normativa entre los distintos Estados.
Había guerras, pero había normas de la guerra. Había enfrentamien­
tos fronterizos, pero procedimientos para resolverlos. Una sola ci­
vilización, cuyas fronteras estaban difuminadas, contenía múltiples
actores del poder en el seno de una organización geopolítica del
poder, regulada diplomáticamente.
Permítaseme destacar que quizá medio millón de personas se
considerasen sumerios, número muy superior a las 10.000 aproxima­
damente coordinadas por las primeras ciudades-Estado, que fueron
las primeras ciudades reguladas a u toritariam en te. ¿Cómo surgió esa
«nación» difusa, o ese «pueblo»? Los «pueblos» aparecen constan­
temente en las páginas de los libros de historia acerca del mundo
antiguo. Pero como en nuestra propia era se dan por supuestos los
pueblos extensivos, el misterio de ese fenómeno no nos causa la
sorpresa que debiera. No es en absoluto correcto adoptar la etno­
grafía del siglo XIX y afirmar que los sumerios estaban unidos por
la etnicidad, por la pertenencia a un fondo genético común. Una vez
más, existe un paralelismo con el nacionalismo moderno. Aunque en
las pautas intermatrimoniales los fronteras de los Estados nacionales
modernos trazan una cierta división, ésta no tiene el tamaño ni la
duración suficientes para producir el fondo genético común ni la
«raza» que tanto aman los ideólogos modernos. Eso resulta incluso
menos concebible en la prehistoria. En todo caso, si en la prehistoria
había restricciones a los matrimonios mixtos, nuestro problema con­
siste en explicar cómo surgieron, dado que no podía existir ninguna
autoridad extensiva para esa restricción (al contrario que en el Es­
tado nacional moderno).
Los pueblos, las razas y las tribus se crean socialmente. No exis­
tieron desde un principio. Son producto de interacciones confinadas
de poder durante un largo período entre personas enjauladas dentro
de unos límites. En el caso de las primeras civilizaciones, el principal
límite era el creado por la explotación social de ecologías adyacentes
diferentes. El riego es una actividad social que después subraya las
barreras ideológicas. En el antiguo Egipto, donde prácticamente na­
die podía vivir fuera del Valle del Nilo, la barrera se hizo casi ab­
soluta, y lo mismo ocurrió con la identidad «egipcia» (como aduzco
en el capítulo 4). En Mesopotamia y en otras civilizaciones de los
valles fluviales de Eurasia, el enjaulamiento era más parcial. A lo
largo de varios siglos es probable que los diversos núcleos y partes
de la periferia fueran desarrollando una identidad cultural general.
No una «nación» en el sentido moderno, sino quizá lo que Anthony
Smith (1983) ha calificado de «comunidad étnica», una sensación
tenue, pero sin embargo real, de identidad colectiva, sustentada por
una lengua, unos mitos fundacionales y unas genealogías inventadas.
El registro arqueológico no puede confirmarlo (ni negarlo) totalmen­
te. Los orígenes de los sumerios siguen siendo causa de especulación
(Jones, 1969, pasa revista a las polémicas) al respecto. Pero yo añado
mi propia especulación: «ellos» no existían como colectividad antes
de la revolución urbana, pero pasaron a ser una colectividad a me­
dida que fueron en aumento dos conjuntos de interdependencias: en
primer lugar, las dependencias laterales, de un lado a otro de la
llanura aluvial, de regantes, cazadores, pescadores y algunos gana­
deros; en segundo lugar, dependencias verticales, a medida que se
iban extendiendo a lo largo del río cada una de aquellas ciudades.
Ello es coherente con el carácter segmentado, a dos niveles, de
la cultura y con su falta de límites externos claramente trazados. Se
deriva de uno de los argumentos centrales de este capítulo: la marcha
hacia la civilización no fue meramente un producto de tendencias
dentro del núcleo regado. El impulso procedente del núcleo llevó,
lateral y verticalmente, a cruzar el sistema fluvial y a extenderse a
lo largo de éste. Al igual que ocurrió con redes sociales inicialmente
flexibles y solapadas, el impulso no se podía confinar dentro de un
estrecho núcleo territorial. Aunque algunas de sus consecuencias en­
jaularon a los pueblos en pequeñas ciudades-Estados, otras reforza­
ron las redes de interacción de una región mucho más extensa. Estas
últimas no estaban tan fijadas territorial y socialmente como las pri­
meras. En los bordes exteriores, donde la llanura aluvial se encon­
traba con el desierto o las tierras altas, es probable que la identidad
cultural no fuese nada clara.
Sugiero además que ésta fue la pauta ecológica y cultural domi­
nante del Cercano Oriente antiguo. Por la región fueron creciendo
de forma dispersa varias concentraciones segmentadas de poblacio­
nes de decenas de miles de habitantes en valles fluviales regados y
en oasis, separados por estepas, montañas y llanuras habitadas, pero
marginales. Esto era algo distinto de lo que ocurría en Europa, don­
de una ecología más igual permitía una distribución constante de la
población, una estructura social más flexible y una ausencia de iden­
tidades culturales moderadamente enjauladas y segmentadas. Por eso
la civilización surgió en el Cercano Oriente, y no en Europa.
Hemos llegado a un período entre el 3100 y el 2700 a.C. Por la
Mesopotamia meridional se extendía una forma predominante se­
dentaria y urbana de vida. En varias ciudades una población enjau­
lada, que ejercía una hegemonía flexible sobre los habitantes de la
periferia interior, iba elaborando unas relaciones estrechas de fami­
lia-propiedad privada y políticas-centrales. Sus dirigentes ejercían po­
deres coercitivos sobre la periferia interna y, quizá, empezaran a
hacerlo sobre las familias menos importantes del núcleo. La escritu­
ra, y es de suponer que otros artefactos menos visibles para noso­
tros, aumentaban la permanencia de esas relaciones. Su cultura y su
religión estabilizaban esas tendencias, pero también daban una sen­
sación, más amplia y competitiva, de identidad civilizada como co­
munidad étnica. Esa fue la primera etapa de civilización: a dos ni­
veles, segmentada, semienjaulada.
Todos esos procesos se intensificaron a lo largo del siguiente
milenio. Sabemos ahora, mirando hacia atrás, que de esa región sur­
gió una civilización completa, estratificada y multiestatal, y a ella le
debemos una gran parte de la civilización ulterior, comprendida la
nuestra. El Estado y la estratificación se fueron endureciendo cada
vez más. La democracia/oligarquía inicial se convirtió en monarquía.
Después, una monarquía conquistó al resto. Ello llevó a una forma
imperial de régimen dominante a lo largo de gran parte de la historia
antigua. Simultáneamente, se hicieron más rígidas las relaciones de
propiedad. Cuando llegamos a los regímenes imperiales vemos que
gobiernan por conducto de aristocracias con poderes monopolistas
sobre la mayor parte de la tierra. Parece tratarse de un solo proceso
local y evolucionista en el cual la Mesopotamia del 3000 a.C. fue
una fase de transición. ¿Pero lo fue? ¿Podemos deducir las caracte­
rísticas ulteriores del Estado, la estratificación y la civilización a
partir de las fuerzas que ya hemos visto en movimiento?
Empecemos por la respuesta afirmativa más sencilla a esta pre­
gunta. Fue la ortodoxa a fines del siglo XIX, y quien la ha expresado
con más vigor en el XX ha sido Wittfogel. Sus fallos son instructivos.
Es la tesis de «la agricultura hidráulica y el despotismo». Como se
ha expresado en términos comparados generales, ampliaré mi ámbito
para tratar de más casos.

La a gricu ltu ra d e rega d ío y e l despotism o:


Una correla ción espuria
Los hilos de la tesis de la agricultura hidráulica, común entre los
autores del siglo XIX, los anudó Wittfogel en su D espotism o orien tal
(1957). Algunos de los títulos de los capítulos de su libro hablan por
sí solos: «Un Estado más fuerte que la sociedad», «El poder despó­
tico: total y no benévolo», «El terror total». El argumento de Witt-
fogel se basaba en su concepción de una «economía hidráulica», es
decir, de obras en gran escala de canales y de regadío que, a su
juicio, exigían un «despotismo agroadministrativo» imperial y cen­
tralizado. A él pertenece el único intento sistemático y coherente de
explicar la estructura política de las primeras civilizaciones en tér­
minos de sus economías. Por desgracia, Wittfogel amplió en exceso
su modelo y lo aplicó a todas las sociedades en gran escala del mun­
do antiguo. Muchas de las que menciona —como Roma— apenas si
conocían la agricultura de regadío. En esos casos su argumento no
tiene validez. Sólo es plausible si se aplica a las cuatro grandes civi­
lizaciones fluviales o a las tres que se pueden estudiar detalladamen­
te: Mesopotamia, China y Egipto.
La teoría de Wittfogel combina una visión funcional del poder
con otra explotadora, una visión colectiva con otra distributiva. Adu­
ce que la agricultura hidráulica exige para su funcionamiento eficaz
una función administrativa centralizada. Amplía el «Estado redistri-
butivo» a la esfera de la producción. Eso atribuye al Estado un papel
funcional que puede explotar en beneficio propio. El Estado agroad­
ministrativo se difundió por todo el sistema fluvial, confiriendo una
superioridad de organización al déspota y su burocracia. El meca­
nismo sociológico de la usurpación del poder es elegante y plausible.
Empecemos con China, donde se desarrolló la erudición de Witt­
fogel. Hay algo innegable: desde hace mucho tiempo, China tiene
una dependencia desusada respecto de las tierras regadas. Pero hay
varios sistemas diferentes de control del agua. Wittfogel, en obras
anteriores, los había distinguido conforme a diversas variables: la
pluviosidad, su distribución temporal y su fiabilidad; la función exac­
ta y el grado de necesidad del sistema de control; el carácter físico
de las obras en sí. Tal como lo entendía él en aquel momento, esas
variables tenían consecuencias diversas para la organización social.
Otros han ampliado el número de factores variables (por ejemplo,
Elvin, 1975). De hecho, sólo cabe discernir una característica común
de los sistemas de control del agua: todos ellos intensificaron la
organización social p er se. Pues se trataba de empresas inherente­
mente cooperativas en su inciciación y su mantenimiento.
Pero la fo r m a de la organización variaba mucho. En su inmensa
mayoría, los sistemas de riego chinos —y, de hecho, los de cada país
investigado hasta ahora— eran relativamente pequeños y se limita­
ban a una aldea o un grupo de aldeas. Solían estar organizados por
habitantes de la zona, a veces por aldeanos y con más frecuencia por
señores locales. Esta variación no estaba determinada tecnológica ni
ecológicamente. Fei (1939) describe un sistema del valle del Yangtse
en el cual el control sobre un pequeño sistema rotaba anualmente
entre los jefes de quince familias de pequeños terratenientes. Otros
proyectos idénticos estaban dirigidos por la pequeña nobleza local.
Pero el Estado tenía un interés mayor por tres tipos concretos
de proyectos. En primer lugar, los pocos planes en gran escala de
riego de todo un valle estaban controlados por un funcionario estatal
desde fines de la época Han. En segundo lugar, el Estado construyó
y administró la red de canales, especialmente el Gran Canal que
enlazaba los ríos Yangtse y Huang. En tercer lugar, los sistemas de
defensa contra las crecidas, especialmente en las regiones costeras,
soMan ser ex ten sivos y superiores a los recursos locales y los cons­
truía y mantenía el Estado. Sólo el primer tipo se refiere a la agri­
cultura hidráulica tal como se ha venido entendiendo habitualmente
ese término. También era el más débil de los tres en cuanto a un
control eficaz. El funcionario encargado se apoyaba en la población
local y su principal papel consistía en arbitrar las controversias lo­
cales, especialmente sobre los derechos al agua. El sistema de canales
estaba controlado con más eficacia, porque en él intervenía una bu­
rocracia que se ocupaba del pago de. derechos y de impuestos, y
porque era útil para los desplazamientos de tropas. La estrategia
fiscal básica del Estado imperial agrario era «si se mueve, que pague
impuestos». En China, las vías de agua eran cruciales para el poder
fiscal y militar. Las defensas contra las crecidas, efectivamente, au­
mentaron el control estatal en esas zonas. Pero no eran el núcleo
del Imperio Chino y no podían haber determinado su estructura
inicial imperial-despótica. Y de hecho, los tres casos son p osteriores
a la aparición del Estado imperial-despótico.
En algunos respectos, cuando Wittfogel denomina a China «des­
potismo oriental» tiene razón, aunque exagere considerablemente los
poderes infraestructurales rea les del Estado, como veremos. Pero la
causa de su desarrollo no fue la agricultura hidráulica 6.

6 Además de las obras citadas, hay fuentes respecto de la agricultura hidráulica


china en C hi, 1936; Eberhard, 1965: 42 a 46, 56 a 83; Perkins, 1968; Needham, 1971:
Los dos casos restantes, Egipto y Sumeria, difieren porque se
centran en los riegos de uno o dos ríos. Las características de esos
ríos son cruciales.
En algún momento hacia el 3000 a.C., Egipto quedó unificado.
Desde entonces hasta ahora ha tenido el aspecto de una larga trin­
chera estrecha, de entre cinco y 20 kilómetros de ancho, interrum­
pida únicamente por la trinchera lateral de la depresión del Fayum
y ampliada en el Delta en múltiples canales. Lo único que ha variado
es su longitud. El Imperio Antiguo (2850 a 2190 a.C.) poseía una
trinchera de 1.000 kilómetros de longitud, desde la Primera Catarata
(la actual presa de Asuán) hasta el Delta. El riego sólo era (es) po­
sible en esa larga trinchera y sus dos ramas. Incluso el pastoreo era
(es) en gran medida imposible fuera de ella. Entre julio y octubre
de cada año el Nilo crece y deposita lodo y cieno a lo largo de gran
parte de la trinchera. Los principales objetivos del riego coordinado
son la canalización y la difusión de esta crecida y después la esco-
rrentía del agua hasta que el suelo queda empapado. Egipto quizá
elaborase el ejemplo más claro y desde luego el primero, del «des­
potismo oriental», dicho en términos de Wittfogel. ¿Se debió esto a
la agricultura hidráulica?
La respuesta es sencillamente que no. En gran medida, el Nilo
no es frenable. La crecida es tan fuerte que no se puede desviar, sólo
observar. Antes y después de crecer, su desplazamiento lateral de un
lado a otro de la trinchera se puede modificar mediante la organi­
zación social. Ello significa que cada cuenca de crecida lateral y su
organización social son técnicamente independientes de las demás.
Lo único que hace falta es el control local. Butzer (1976) demuestra
que en el Egipto imperial la legislación sobre aguas era rudimentaria
y se administraba localmente; no existía una burocracia centralizada
del riego. La única obra importante coordinada de riego de la cual
tenemos datos fue la apertura de la depresión del Fayum en el si­
glo XIX a.C., bien entrado el Imperio Medio y demasiado tarde para
explicar la estructura imperial de Egipto. El Nilo era crucial para el
poder estatal (como veremos en el capítulo siguiente), pero no gra­
cias a la agricultura hidráulica.

IV, 3, y Elvin, 1975. También reconozco el estímulo de dos excelentes conferencias


dadas en la London School o f Econom ía, seminario sobre «Pautas de la H istoria»,
1980-81, por M ark Elvin y Edmund Leach.
Sumeria se fundó sobre dos ríos, el Tigris y el Eufrates 7. El
Eufrates fue el río crucial en las primeras etapas. Al igual que el
Nilo, ambos ríos tenían crecidas anuales. Pero la inundación adop­
taba diferentes formas. El principal canal era también imparable,
pero la ancha llanura de Mesopotamia, «la tierra entre los ríos», creó
muchos canales secundarios cuyas aguas se podían desviar a los cam­
pos (pero después, al contrario de lo que ocurría con el Nilo, no se
las podía drenar, con lo que se producía la salinización de los sue­
los). También se inundaba en temporada más avanzada que el Nilo.
Después de las crecidas del Nilo había mucho tiempo para plantar.
Pero en Mesopotamia era necesario plantar antes de la crecida. Los
diques y los malecones protegían las semillas y el agua de la crecida
se almacenaba en tanques. Eso exigía una cooperación social más
rígida y regulada, una organización tanto vertical como lateral, dado
que se podían controlar los caudales de los canales. Pero el que se
pudiera controlar una gran parte del río era una cosa y otra era que
se considerase aconsejable controlarla. Lo que más interesaba para
los riegos era el caudal lateral. Los principales efectos verticales se
dejaban sentir en la zona adyacente aguas abajo, lo cual introducía
un elemento estratégico y militar: los habitantes aguas arriba podían
controlar el suministro de agua de quienes vivían agua abajo, lo cual
quizá llevara a un chantaje coercitivo respaldado por la fuerza mili­
tar. El despotismo de los residentes aguas arriba no se basaría en el
control de la fuerza de trabajo de los residentes aguas abajo, como
en el modelo de Wittfogel, sino en el control de sus recursos natu­
rales vitales.
Pero, a fin de cuentas, tanto el Eufrates como el Tigris eran
incontrolables. El Tigris corría demasiado rápido y profundo, los
canales del Eufrates cambiaban de forma demasiado impredecible
para que ningún sistema de administración hidráulica conocido del
mundo antiguo pudiera controlarlos completamente. La variabilidad
desestabilizaba los equilibrios del poder, al igual que la salinización
de los suelos. Después del primer gran avance del riego, se utilizó
la organización social existente para mejorar la administración de los
riegos, en lugar de lo contrario. Las ciudades, la escritura y los
templos se desarrollaron cinco siglos antes de la introducción de los

7 M is fuentes sobre las características de los ríos son Adams (1965, 1966 y , espe­
cialmente, 1981: 1 a 26, 243 a 248); Jacobsen y Adams (1974); Oppenheim (1977: 40
a 42).
términos técnicos relativos al regadío, que se hallan al final del pe­
ríodo predinástico (Nissen, 1976: 23), e incluso mucho antes de la
construcción de las grandes presas y los grandes canales (Adams,
1981: 144, 163). Y el riego era lo bastante precario como para que­
brantar la organización social existente con tanta frecuencia como la
extendía.
La forma social que surgió fue la ciudad-Estado, que sólo ejercía
control sobre un tramo y un cauce lateral limitados del río. Quizá
incorporase un cierto grado de estratificación, autoridad política cen­
tralizada y un control coercitivo de la fuerza de trabajo y esos ele­
mentos —especialmente el último— debían algo a las necesidades del
riego. Pero no incorporaba un Estado despótico, ni siquiera la rea­
leza en un principio. Cuando más adelante surgieron Estados terri­
toriales más grandes, con reyes y emperadores, el control sobre los
riegos formaba p a rte de su poder, especialmente del poder estraté­
gico de quienes vivían aguas arriba, pero ya veremos que este factor
no era sino auxiliar.
En resumen, en el mundo antiguo no existía un vínculo necesario
entre la agricultura hidráulica y el despotismo, ni siquiera en las tres
zonas aparentemente favorables de China, Egipto y Sumeria. La agri­
cultura hidráulica desempeñó un papel importante en la aparición de
las civilizaciones con escritura y en la intensificación de su organi­
zación fija territorial y socialmente. Probablemente sea cierto que la
extensión de la agricultura hidráulica ejerció una considerable in­
fluencia en la de la organización social, pero no en el sentido su­
puesto por Wittfogel. La agricultura hidráulica favoreció grupos so­
ciales y protoestados densos, pero pequeños, que controlaban un
tramo determinado de anchura limitada de una llanura aluvial o un
valle fluvial; por ejemplo, las ciudades-Estado como en Sumeria, o
los dominios de los señores locales o n om os como en China y Egip­
to, o comunidades aldeanas autónomas como en otras partes de Chi­
na o, de hecho, prácticamente cu alq u ier fo r m a de gobierno local. En
términos numéricos, es posible que las primeras ciudades sumerias
fueran características de las capacidades que generaba el riego. Ha­
bitualmente su población oscilaba entre 1.000 y 20.000 habitantes,
con un número desconocido de clientes en sus hinterlands. Como
he destacado, incluso gran parte de este tamaño y esta concentración
se debía a los efectos más difusos del riego sobre su entorno, no
exclusivamente a la gestión del riego. Como máximo, en el período
Predinástico I una ciudad ejercía una hegemonía flexible sobre sus
vecinos, un control político sobre quizá 20.000 personas. El radio
de esa zona oscilaba entre cinco y 15 kilómetros. Se trataba de so­
ciedades diminutas. ¡En Mesopotamia resulta especialmente llamati­
vo que de las ciudades más importantes, Eridu y Ur, y Uruk y
Larsa, fueran visibles la una desde la otra!
El riego aportó un incremento considerable de las capacidades de
organización de los grupos humanos, pero en una escala nada a pro­
xim ada a la de los imperios universales, que contenían millones de
habitantes en centenares o miles de kilómetros, como imaginaba Witt­
fogel.
La tesis de Wittfogel adolece de cuatro fallos principales: 1) no
puede explicar la fo rm a ni siquiera de la ciudad-Estado temprana,
que no era despótica, sino democrática/oligárquica; 2) no puede ex­
plicar el crecimiento de los imperios y Estados posteriores más ex­
tensos; 3) no puede explicar los elementos más amplios de organi­
zación social que ya estaban presentes en las primeras ciudades-Es­
tado, ni la cultura federal segmentada, o sea, que algunas de las
fuerzas que impulsaron un poder más extensivo no estaban contro­
ladas por el Estado, fuera o no despótico, fuera o no regante, y
4) n o puede explicar que incluso el crecimiento del núcleo de la
ciudad-Estado no fuese unitario, sino dual. Lo que surgió fueron
tanto las relaciones de Estado centralizado com o las relaciones de
estratificación descentralizadas basadas en la propiedad privada. Witt­
fogel hace caso omiso de estas últimas. Su modelo de todos los
Estados antiguos es muy fantasioso en cuanto al poder infraestruc­
tura! real que les atribuye. Veremos constantemente que las m ism as
fuerzas que incrementaron el poder estatal después también lo des­
centralizaron y lo desestabilizaron (véase en especial el capítulo 5).
Junto con el Estado fue creciendo un estrato de familias importantes
con tierras propias. La aristocracia fue creciendo junto con la mo­
narquía y el despotismo.
Este formidable catálogo de errores se basa en un modelo sub­
yacente de una sociedad unitaria. Los fallos de Wittfogel son atri-
buibles fundamentalmente a ese modelo. Todos menos el primero
giran en torno al carácter federal y segmentado del desarrollo social
en aquellos tiempos. Eso nos aporta una base para llegar a una ex­
plicación mejor de las form a s del desarrollo social inicial.
Pero la intensificación de la civilización, el Estado y la estratifi­
cación social fue un asunto muy prolongado. En este capítulo no
puedo llegar a una explicación de los regímenes despóticos imperia­
les distinta de la de Wittfogel, porque en la Mesopotamia inicial no
surgieron. Esa tarea corresponde sobre todo al capítulo 5, en el cual
se trata de la dinastía acadia (el primer «imperio» real de la historia)
y sus sucesores. Sin embargo, hasta cierto punto podemos adelan­
tarnos a esa explicación. A medida que la sociedad mesopotámica
iba madurando, una vieja fuerza, el m ilitarism o, pasó a adquirir ma­
yor importancia.

M ilitarism o, difusión, d esp otism o y aristocracia:


correla cion es auténticas

A fin de explicar el crecimiento de los Estados y la estratificación


social en Mesopotamia, hemos de reconocer un leve cambio de ve­
locidad en torno al siglo XXVII a.C., en la transición de lo que se
denomina Protodinástico I a Protodinástico II. Según Adams (1981:
8 1a 94), en torno a esas fechas cambiaron las pautas de asentamien­
to. Aunque la mayor parte de la población ya vivía en ciudades, éstas
tenían aproximadamente las mismas dimensiones. Con la excepción
de Uruk, apenas sí había aparecido la «jerarquía de asentamientos».
Después, Uruk creció mucho, al igual que varias ciudades más. Al
mismo tiempo, se abandonaron muchos de los asentamientos más
pequeños, lo cual significa —deduce Adams— que se debió conven­
cer u obligar a decenas de millares de personas a emigrar. Uruk ya
abarcaba dos kilómetros cuadrados, con una población que podría
llegar a tener entre 40.000 y 50.000 habitantes. Para sustentar a esa
población hacía falta un control organizado sobre un gran h in ter-
land. Adams sugiere un radio de 14 kilómetros de tierras controladas
y cultivadas con bastante regularidad, además de una hegemonía más
flexible sobre una zona más extensa. En ambas zonas, la logística de
los desplazamientos y el transporte del producto agrícola sugiere que
eran los trabajadores locales dependientes, y no los residentes libres
en la ciudad central, quienes labraban los campos y pastoreaban el
ganado. A su vez, esto sugiere un aumento de la división del trabajo
y la estratificación entre el núcleo urbano y la periferia rural. Los
procesos de interacción ya evidentes anteriormente se fueron inten­
sificando durante los comienzos del tercer milenio.
Pero con la intensificación llegaron cambios. Ahora las ciudades
estaban cercadas por enormes murallas fortificadas. Aparecen perso­
najes que reciben el nombre de lu ga l y que residen en grandes com­
piejos de edificios llamados é -g a l —lo cual se traduce como «rey» y
«palacio», respectivamente. Aparecen en los textos junto con térmi­
nos nuevos que se refieren a actividades militares. Si nos dedicamos
a la arriesgada empresa de atribuir fechas a los primeros gobernantes
mencionados en la lista de reyes (escrita hacia el 1800 a.C.), llega­
mos hacia el siglo XXVII para encontrar a los primeros grandes re­
yes, Enmerkar de Uruk, y Gilgamesh, su famoso sucesor. Sobre esta
base, Jacobsen conjeturó que los reyes aparecieron como jefes de
guerra, elegidos por un período provisional por la asamblea oligár­
quica democrática de la ciudad. En un período de conflictos y de
inestabilidad, obtuvieron autoridad a largo plazo porque la guerra y
las fortificaciones exigían la organización militar a lo largo de varios
años. Durante algún tiempo, los lu ga l coexistieron con otras figuras
como los sanga y los en o ensi, funcionarios de los templos que
aunaban funciones rituales y administrativas. Gradualmente, el rey
fue monopolizando la autoridad y, aunque el templo conservó al­
guna autonomía respecto del palacio, también acabó por ser el prin­
cipal iniciador del ritual religioso.
La epopeya de Gilgamesh, escrita hacia el 1800 a.C., da una
relación completa de todo ello, aunque otra cosa es saber si se trata
de hechos o de una ideología más tardía. Gilgamesh, que empieza
siendo el en de Uruk, encabeza la resistencia a un ataque organizado
por la ciudad de Kish. Al principio necesita el permiso tanto de un
consejo de ancianos como de una asamblea de toda la población
masculina para poder adoptar decisiones importantes. Pero su vic­
toria realza su autoridad. La distribución del botín y la consiguiente
edificación de fortificaciones casi permanentes le aportan recursos
propios, con los cuales va convirtiendo gradualmente su autoridad
representativa en un poder coercitivo. Parte de esto ha resultado ser
realidad: las murallas de la ciudad de Warka, atribuidas en la leyenda
a Gilmamesh, se han fechado en el período correcto.
Para el 2500 a.C., la docena aproximada de ciudades-Estado so­
bre las cuales tenemos datos parecen haber estado dirigidas por un
rey con pretensiones despóticas. Parece que en sus combates milita­
res varias lograron una hegemonía temporal. El militarismo culminó
en el primer gran imperio, el de Sargón de Akkad, descrito en el
capítulo 5. En resumen, empieza una fase claramente militarista. Po­
demos reintroducir las teorías militaristas de los orígenes del Estado,
comentadas en el último capítulo, no para explicar los orígenes, sino
para ayudar en la explicación del desarrollo u lterior del Estado. En
el capítulo 2 se mencionaron dos importantes defectos de esas teo­
rías aplicadas a los orígenes: la organización militar del tipo que
realzó el poder de sus jefes presuponía efectivamente la capacidad
de poder de los Estados y las sociedades adoptaban medidas para
asegurar que sus jefes militares no pudieran convertir una autoridad
temporal en un poder permanente y coercitivo. Pero cuando van
desarrollándose los Estados, la estratificación y la civiliación, esas
objeciones pierden fuerza. Las técnicas de administración que ya se
habían aplicado al riego, a la redistribución y al intercambio, así
como a las relaciones patrón-cliente entre el núcleo y la periferia,
podían tener consecuencias militares. Al principio predominó la de­
fensa con gran densidad de inversión, tanto en las fortificaciones
como en las demás falanges de infantería que se desplazaban lenta­
mente y en los carros a tracción animal que constituyeron los pri­
meros ejércitos. Esas formaciones refuerzan al mando, la coordina­
ción y el abastecimiento centralizados.
La conversión de una autoridad temporal en un poder perma­
nente y coercitivo es algo más problemática. Sin embargo, un factor
estimulante fue el enjaulamiento de la población en esas ciudades-
Estado. Es algo que ha destacado Carneiro (1961, 1970; cf. Webb,
1975) en su teoría militarista de la «circunscripción ambiental». Se­
ñala, al igual que he hecho yo, la importancia de una tierra agrícola
circunscrita en los orígenes de la civilización. Aduce que cuando se
intensifica la agricultura, la población queda todavía más atrapada.
La presión demográfica empeora la situación. La única solución es
la guerra. Como los derrotados no tienen adonde huir, quedan ex­
propiados y se convierten en una clase inferior en una sociedad am­
pliada. Carneiro explica con este proceso los orígenes del Estado y
por eso tiene defectos. La agricultura no agotó la tierra utilizable de
los valles fluviales; existe una inquietante ausencia de artefactos mi­
litares en los restos más antiguos y no pueden existir datos directos
en un sentido u otro acerca de la presión demográfica. Pero Carneiro
tiene razón fundamentalmente en otra cuestión clave. Ha percibido
el problema que suele plantear a los regímenes primitivos la autori­
dad libremente concedida y, en consecuencia, libremente recupera­
ble. De ahí la importancia de la «circunscripción», la jaula social,
que elimina parte de la libertad. En las sociedades que ya se estaban
viendo enjauladas territorial y socialmente por otras presiones, se
intensificó la circunscripción. Las murallas de la ciudad simboliza­
ban y materializaban la jaula del poder autoritario. La adhesión a la
autoridad difusa más allá de sus fronteras se debilitaba: se aceptaba
este Estado y su jefe militar. Así se inició el gran negocio de la
«protección» de la historia política: aceptad mi poder, porque yo os
protejo contra una violencia peor, de la cual os puedo dar una mues­
tra, si no me creéis.
Pero persisten dos problemas. ¿P or q u é adquirió la guerra más
importancia durante este período? y, ¿cómo fue que la autoridad
militar se convirtió en una coerción permanente?
Las respuestas a la primera pregunta tienden a depender menos
de los datos pertinentes que de hipótesis generales acerca del papel
de la guerra en la experiencia humana. Por desgracia, los datos son
escasos. Pero si no hacemos hincapié en la frecuencia de la violencia,
sino en su organización, dependemos algo menos de las hipótesis
generales acerca de la naturaleza humana. Es posible que la guerra
sea endémica, pero el mando militar centralizado y la conquista no
lo son. Presuporten una organización social considerable. Parece plau­
sible que en Mesopotamia se cruzara un umbral de organización
poco después del 3000 a.C. Ahora, el grupo que realizaba la incur­
sión disponía de recursos para mantenerse en posesión del templo-
almacén del enemigo y de extraer de él establemente excedentes y
servicios laborales. Existía una respuesta posible: invertir en la de­
fensa. Quizá se iniciara una carrera armamentista, menos preocupada
por los armamentos que por establecer organizaciones militares cu­
yas líneas generales se derivasen de una organización social más ge­
neral. No se sabe si también aumentó la frecuencia de la violencia.
Pero es probable que la ecología social de Mesopotamia llevara a su
persistencia mediante niveles más elevados de organización social.
Probablemente muchas disputas fronterizas se referían a zonas que
hasta entonces se hallaban en la periferia del territorio de las ciuda­
des-Estado, que de pronto se habían hecho más fértiles debido a los
cambios de cauce del río. Gran parte del grupo belicista dentro de
la ciudad-Estado se hallaba estratégicamente situado para beneficiar­
se del cambio de dirección del río o —a la inversa— era víctima de
ese cambio. Sin embargo, todo es to son con jetu ra s, debido a la faJta
de información relativa a los combatientes.
Tampoco estamos seguros acerca del ámbito de la nueva autori­
dad/poder militar y, en consecuencia, no podemos responder estric­
tamente a la segunda de las preguntas planteadas más arriba. Sin
embargo, resulta difícil ver cómo podría elevarse un Estado despó­
tico militar por encima de la sociedad mientras siguiera sin existir
un recurso crucial: un ejército permanente. No había una élite de
guerreros (Landsberger, 1955). En el ejército se mezclaban dos ele­
mentos, un «ejército de ciudadanos» de todos los varones libres y
adultos y una «leva feudal» o mesnada de miembros de familias
principales con su séquito (aunque esos términos no tienen una re­
sonancia mesopotámica). Es probable que, en sus orígenes, el Itigal
fuera el p rim u s in ter p a res de este último elemento. Era un cabeza
de familia bastante superior (como, de hecho, lo era el dios de la
ciudad). La realeza se legitimaba en términos de «rango absoluto».
Introducía un punto máximo fijo en el rango y a partir de él una
gradación genealógica. Algunos reyes ulteriores fundaron dinastías
efímeras. En esos casos, el rango absoluto se institucionalizó. Pero
ninguno de ellos reivindicó la divinidad ni una relación especial con
las generaciones anteriores y casi todos eran meramente hombres
fuertes, procedentes de las familias principales y dependientes de
ellas. El rey no podía quedarse con los recursos del Estado. El mi­
litarismo no sólo reforzó al lugal, sino también los recursos de pro­
piedad privada de las familias principales. Hacia fines del periodo
Protodinástico, hubo indicios de tensión entre la monarquía y la aris­
tocracia, en los cuales desempeñaron un papel clave nuevos elemen­
tos periféricos. Los últimos reyes empleaban a lugartenientes con
nombres semíticos, indicio quizá de que trataban de incrementar su
propia fuerza de mercenarios, independiente de las principales fami­
lias sumerias. Ahora, con perspectiva histórica, sabemos que los mer­
cenarios se hicieron con el poder (pero eran mucho más que mer­
cenarios). Intensificaron considerablemente el Estado y la estratifi­
cación, pero para explicarlo (en el capítulo 5) ampliaremos todavía
más el argumento.
De manera que incluso la intensificación del Estado y la estrati­
ficación a fines del período Protodinástico no fue muy lejos. La
población estaba más claramente enjaulada —lo que había iniciado
el regadío lo continuó el militarismo—, pero ni la clase ni el Estado
habían alcanzado la fuerza coercitiva permanente normal de los cua­
tro milenios y medio siguientes de la historia. Había explotación,
pero sólo parte del tiempo. Como ha señalado Gelb (1967), todo el
mundo seguía trabajando. Para llevar más adelante al Estado y a la
estratificación, hasta las dinastías imperiales y las clases terratenien­
tes, tenemos que llegar a los acadios, los primeros señores de marcas
de la historia. Eso ampliará nuestro ámbito alejándonos todavía más
del regadío, en el capítulo 5.
C onclusión: La civiliz ación m esopotá m ica
com o p ro d u cto d e red es im bricadas d e p o d er

En estas secciones sobre Mesopotamia he tratado de mostrar la


utilidad de un modelo de sociedades como redes superpuestas de
poder. El desarrollo social mesopotámico se basó en el enjaulamien-
to causado por dos redes principales de interacciones: 1) relaciones
laterales, entre la agricultura aluvial y la de secano, la ganadería, la
minería y la silvicultura, a las que se suele denominar núcleo y pe­
riferia, y 2) las relaciones verticales a lo largo de los ríos entre di­
ferentes zonas aluviales y sus hinterlands. Esas relaciones intensifi­
caron tanto las concentraciones de propiedad privada como la cen­
tralización territorial de unidades sociales locales, lo cual fomentó el
desarrollo de la estratificación social y del Estado. Pero las relaciones
entre esas redes sociales principales eran flexibles y estaban super­
puestas, lo cual reducía la fuerza de la jaula. Su suma fue la civili­
zación sumeria, una organización de poder geopolítica multiestatal,
cultural y diplomática. Fue la mayor red organizada de las que tra­
tamos, pero en sí misma era difusa, segmentada, con fronteras in­
ciertas y con tendencia a fragmentarse en unidades autoritarias más
pequeñass de ciudades-Estado. En años ulteriores, el militarismo em­
pezó a superar la segmentación y a reconsolidar la civilización (esto
se describe de forma más completa en el capítulo 5). El desarrollo
dinámico dependió de esas imbricaciones y no fue producto de una
dinámica endógena análoga a la esbozada por Wittfogel. La civiliza­
ción de Mesopotamia no fue unitaria, sino que reunió múltipes fac­
tores de poder. Fue resultado de diversas redes de interacción crea­
das por la diversidad ecológica, la oportunidad y las limitaciones.
Veamos en el siguiente capítulo si esas pautas eran específicas de
Mesopotamia o generales de los comienzos de la civilización. Sobre
esa base podemos llegar a conclusiones globales acerca de los oríge­
nes de la civilización, la estratificación y los Estados, lo cual haremos
al final del capítulo 4.

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Capítulo 4
ANALISIS COMPARADO DE LA APARICION
DE LA ESTRATIFICACION, LOS ESTADOS
Y LAS CIVILIZACIONES CON MULTIPLES
ACTORES DE PODER

¿Es aplicable mi modelo del efecto enjaulador del aluvión y el


riego sobre las redes imbricadas regionales de poder a otros casos,
además del de Mesopotamia? ¿Fueron éstas también fundamental­
mente duales y combinaron pequeñas ciudades-Estado intensas en
una civilización segmentada y multiestatal? Lo estudiaré en los tér­
minos más breves posibles y sólo me ocuparé de si los otros casos
parecen encajar básicamente en el modelo general, o desviarse de él.
Dedicaré más tiempo a las desviaciones y, cuando pueda, sugeriré
sus posibles causas. Permítaseme añadir que respeto los aspectos
únicos e ideográficos de las historias locales. Todos esos casos fue­
ron diferentes. Espero que el modelo sea una aplicación sugerente y
no mecánica.
Empezaré con los casos que parecen más semejantes, el del Valle
del Indo y el de China. Después paso a un caso cuyos orígenes
pueden ser en general análogos, pero cuyo desarrollo ulterior es muy
diferente: el de Egipto. Después me ocupo del caso final, quizá in­
dependiente y, de serlo, claramente desviacionista, de Eurasia: el de
la Creta minoica. Por último, cambio de continente para estudiar los
dos casos americanos, que generalmente plantean dificultades mayo­
res al modelo. En conclusión, delineo la vía dominante seguida por
la civilización, la estratificación y los Estados.
La civiliz ación d el Valle d el In do

En algún momento hacia el 2300 y el 2000 a.C. (no es posible


establecer una fecha exacta) existió una civilización con escritura,
urbana, en torno a centros ceremoniales, en el Valle del Indo del
Pakistán actual '. No es mucho lo que sabemos acerca de esta civi­
lización, ni lo sabremos hasta que se descifre su escritura. Los estu­
diosos creen que su origen es en gran medida autóctono y su civi­
lización y su Estado «prístinos». Pero se desconoce su final. Se de­
rrumbó (ello explica que no podamos leer su escritura, pues no han
sobrevivido textos bilingües ulteriores). Las explicaciones habituales
del derrumbamiento son la destrucción por los invasores arios que
más tarde dominaron el subcontinente indio y el desastre ecológico,
como el cambio de clima o de los cauces fluviales, pero no hay
pruebas de ninguna de las dos cosas. Si se derrumbó bajo las pre­
siones internas, en eso se diferenciaría de mi modelo mesopotámíco.
Por tanto, las similitudes no deben llevarse demasiado lejos. Así
ocurre en especial respecto del riego, una clave de mi explicación de
Mesopotamia. Existen paralelismos agrícolas. Los asentamientos del
Indo, al igual que los mesopotámicos, siguen casi exactamente la
línea de la llanura aluvial. Casi con toda seguridad, el impulso agrí­
cola a la civilización lo dio el fertilizante artificial de la naturaleza:
el lodo. El asentamiento produjo también en este caso una población
enjaulada social y territorialmente entre la llanura aluvial y, en este
caso, la selva circundante, junto con el matorral inútil. En general,
los estudiosos suponen que los habitantes practicaban el regadío,
pero los ríos han borrado casi todos los datos. Las ciudades sí uti­
lizaban canales de agua para el uso doméstico y estaban bien prote­
gidas contra las crecidas.
También en otros respectos existe una mezcla compleja de dife­
rencias y de similitudes. La importancia de los templos más bien
seculares vinculados con enormes almacenes recuerda a Mesopota­
mia, al igual que ocurre con la estructura «federal» de la civilización,
con dos grandes ciudades por lo menos, cada una de las cuales tenía
entre 30.000 y 40.000 habitantes, rodeadas de centenares de otros

1 Las fuentes utilizadas en esta sección fueron Allchin y Allchin, 1968; varios
ensayos en Lam berg-Karlovsky y Sabloff, 1974; Sankalia, 1974: 339 a 391; Chakra-
barti, 1980, y Agrawal, 1982: 124 a 197.
asentamientos pequeños. También era extensivo el comercio, tanto
local como regional, tanto «lateral» como «vertical», que llegaba in­
cluso hasta Mesopotamia. Ello puede indicar la existencia de las mis­
mas redes laterales y verticales superpuestas de interacción social que
en Mesopotamia. Pero en este caso, el desarrollo de la jerarquía
interna no parece estar tan pronunciado. Los enterramientos no re­
velan muchas diferencias de riqueza ni de estratificación social. Sin
embargo, la regularidad de la planificación urbana, la abundancia de
los pesos y medidas normalizados y el predominio de unos cuantos
templos o palacios centrales, indican una autoridad política urbana
más fuerte, aunque no necesariamente un Estado que pudiera coac­
cionar a su pueblo. De hecho, los datos sobre actividades bíblicas
son escasos. El Estado podría haber sido una «democracia primiti­
va», como sugirió Jacobsen acerca de la Mesopotamia inicial.
Resulta tentador considerar esta civilización como un cruce entre
el Protodinástico I del período mesopotámico y una versión más
desarrollada de los constructores de m o n u m en to s d e la prehistoria:
quizá un Stonehenge aluvial y con escritura. Al estar enjaulada y en
condiciones de producir un gran excedente, desarrolló una civiliza­
ción, pero una civilización muy centrada en la autoridad política, sin
la dinámica de desarrollo de las interrelaciones entre el Estado y la
clase económica y dominante y entre el núcleo y la periferia, que,
según mi suposición, constituyó el principal motor de la evolución
social en otras civilizaciones que sobrevivieron con éxito.
En resumen, el Indo brinda un cierto apoyo a mi modelo gene­
ral: una civilización inicial de tipo mesopotámico detenida abrupta­
mente. Dada la escasez de los datos, no tenemos por qué esperar más.

La C hina d e los Shang

La primera civilización china floreció en torno al Huang Ho (Río


Amarillo) desde 1850 hasta 1100 a .C .2. Los estudiosos están de
acuerdo actualmente en que, en casi todos los respectos importantes,
se trató de un desarrollo autónomo, de una civilización prístrina.
A mí me parece que se trata de una conclusión sorprendentemente
firme, dado que se produjo más de un milenio después de Mesopo-

2 Las principales fuentes para esta sección han sido Cheng, 1959, 1960; Creel,
1970; W heatley, 1971; Ho, 1976; Chang, 1977, y Rawson, 1980.
tamia y Egipto y siglos antes que el Valle del Indo... ¿Es que las
noticias tardaban tanto en llegar en la prehistoria? La civilización
adquirió el nombre de Shang por la dinastía de reyes atribuida más
tarde por los chinos a ese período. Desde muy pronto disponemos
de indicios de un alto grado de desigualdad, especialización artesa-
nal, grandes «palacios» y un nivel de desarrollos de la metalurgia del
bronce sin equivalente en ninguna otra parte del mundo. Hacia el
1500 a.C. advertimos los ingredientes esenciales de la civilización
—escritura, urbanización y grandes centros ceremoniales—, más una
monarquía con pretensiones divinas, ciudades con grandes fortifica­
ciones, que probablemente implicaran una fuerza de trabajo de más
de 10.000 personas, un nivel bélico alto y sacrificios humanos en
gran escala. Esto representa un avance más rápido hacia una civili­
zación muy estratificada y coercitiva.
Una vez más, la civilización se originó a lo largo de un río que
transportaba lodo aluvial. Pero en este caso se intersectaba con un
segundo tipo de suelo excepcionalmente fertilizado, el loess. Se trata
de un depósito espeso de suelo blando transportado por el viento
desde el desierto de Gobi efl el Pleistoceno, que formó una gigan­
tesca depresión circular por el centro de la cual corre el río Huang.
El suelo de loess, rico en minerales, genera grandes rendimientos de
cereales. En él se podía practicar la agricultura de roza durante pe­
ríodos de tiempo desusadamente largos, con el resultado de un asen­
tamiento relativamente enjaulado sin regadío. Para el período Shang,
en las mismas tierras se cultivaban dos cosechas de mijo y de arroz
al año, lo cual puede sugerir las técnicas de enjaulamiento del rega­
dío, aunque no tenemos pruebas directas. El río fue siempre el nú­
cleo de esta civilización. Sin embargo, al igual que en Mesopotamia,
hallamos una diversidad ecológica y económica en el núcleo y en
tomo a él. Fibras vegetales y sedas para la vestimenta; ganado va­
cuno, de cerda y aviar para la alimentación y animales silvestres
como jabalíes, ciervos y búfalos, demuestran esta diversidad y la
importancia de las relaciones bilaterales núcleo-periferia. Una vez
más, podemos hallar pruebas de interacciones regionales de poder,
que entrañaban el intercambio y el conflicto con los pastores, así
como explotación de minerales de cobre y de estaño, para hacer
bronce, que se hallan a unos 300 kilómetros de An-yang (la capital
a partir del 1400 a.C. aproximadamente).
Surgieron instituciones redistributivas centradas en «templos».
Como ha subrayado Wheatley, los templos fueron los primeros cen­
tros de civilización. Sin embargo, el militarismo pasó a ocupar un
lugar destacado antes que en Mesopotamia. Ulteriormente hay datos
de cría de caballos, uno entre varios avances que sugieren que la
civilización china era más expansiva y estaba menos delimitada. El
panteón religioso era más flexible y más abierto a las influencias del
exterior. La urbanización no era tan pronunciada y los asentamien­
tos estaban más dispersos. El mismo sistema fluvial era menos deli­
mitador: la agricultura, el comercio y la cultura en sí se difundieron
a lo largo del sistema del Río Amarillo, y en torno a él, y después
a prácticamente todos los ríos de la China septentrional y central.
En esas zonas, los habitantes autóctonos adquirieron la civilización
Shang, pero tenían autonomía política. Es posible que sus Estados
reconocieran la hegemonía Shang. Un grupo, el chou, que vivía en
las marcas occidentales, se desarrolló desusadamente (como supone­
mos a partir de sus textos discursivos). Con el tiempo, los chou
conquistaron a los shang y fundaron su propia dinastía, la primera
de la que existe un registro continuo en las fuentes históricas chinas.
En consecuencia, yo conjeturo que los orígenes de la civilización
quizá no fueran distintos de los de Mesopotamia. Pero una vez em­
plazadas las organizaciones básicas del poder, la mayor apertura del
terreno y la mayor similitud de las actividades de los habitantes en
toda la región confirieron aún más rápidas una función a la intensi­
ficación militarista del Estado y de la estratificación social, que más
tarde también se hallaron en Mesopotamia. La monarquía, en lugar
de la oligarquía, aparece bastante antes. La cultura china estaba me­
nos segmentada, era más unitaria. La diversidad se expresaba más
por conducto de las tendencias «feudales» de la desintegración mo­
nárquica que de una estructura multiestatal. Más adelante, durante
el período Han, la cultura de la clase gobernante china se hizo mu­
cho más homogénea, e incluso unitaria.
Una vez más, parecen demostradas las virtudes de un análisis
centrado en las consecuencias de una agricultura aluvial, quizá de
regadío, para las redes sociales regionales. Y una vez más, una cul­
tura religiosa segmentada se hizo ulteriormente más militarista. Pero
el llevar esto más allá desenterraría unas peculiaridades locales consi­
derables.
Egipto

No voy a perder tiempo detallando lo obvio: en Egipto la cultura


de regadío fue decisiva para generar la civilización, la estratificación
y el Estado. Nadie lo ha dudado jamás. A lo largo de la historia
antigua, la trinchera del Nilo sustentó la mayor densidad de pobla­
ción conocida en el mundo. Debido a la barrera ecológica que re­
presentaban los desiertos circundantes, también era la más atrapada.
Una vez que el regadío llenó la trinchera, no había evasión posible:
a medida que aumentaba la productividad, también iban creciendo
la civilización, la estratificación y el Estado. El proceso fue igual que
en Mesopotamia, pero elevado al cuadrado. Al principio también se
podían percibir algunos de los mismos elementos regionales segmen­
tados que existían en Mesopotamia. La cultura de los pueblos pre­
históricos y del período Protodinástico posterior era más amplia que
ninguna unidad política aislada, y desde los primeros momentos, el
comercio a distancia aportaba estilos culturales y artefactos de mu­
cho más lejos. Pero si bien es posible que el modelo del estímulo
del regadío para redes regionales imbricadas tuviera una aplicación
temprana, después pierde rápidamente su capacidad explicativa. Por­
que Egipto se convirtió en algo excepcional, en la única sociedad
cuasi unitaria del mundo antiguo. Trataré de explicar su desviación
de mi modelo 3.
El carácter único de Egipto queda revelado obviamente por el
poder y la estabilidad del gobierno del faraón egipcio. Si sólo tuvié­
ramos que contar con el Imperio Nuevo (1570-715 a.C., aunque
toda la cronología egipcia contiene una parte de suposiciones), vol­
veríamos al territorio ya conocido de capítulos ulteriores (los capí­
tulos 5, 8 y 9). Es cierto que el faraón era un dios, pero encontra­
mos emperadores y reyes por derecho divino en otras partes y, al
igual que en su caso, el gobierno de los faraones estuvo plagado de
tendencias descentralizadoras e incluso de revueltas. Al contrario
que sus predecesores, construyeron ciudadelas fortificadas. Es cierto
que sus templos de Karnak, Luxor y Medinet Habu son extraordi­
narios, pero quizá no lo sean más que la Gran Muralla o el Gran
Canal de China, o que las carreteras o los acueductos de Roma. El
gobierno de los faraones en este periodo, al igual que en otros casos

3 Las fuentes principales han sido W ilson, 1951; Vercoutter, 1967; Hawkes, 1973;
Butzer, 1976; M urray, 1977; Janssen, 1978; O ’Connor, 1974, 1980.
históricos, estaba respaldado por ejércitos nutridos y por una polí­
tica exterior agresiva. La iconografía dominante —el faraón en su
carro de combate que pisotea los cadáveres de sus enemigos— po­
dría proceder de cualquier imperio antiguo de dominación (véase el
capítulo 5). También podemos comprender fácilmente los dos pe­
riodos interdinásticos (2190 a 2052 y 1178 a 1610 a.C.), durante los
cuales el poder central se derrumbó víctima de las guerras civiles y
(en el segundo caso) de las invasiones extranjeras.
Pero aunque excluyamos esos períodos, nos enfrentamos con los
imperios Antiguo y Medio, dos largas fases de la historia egipcia
durante las cuales el poder de los faraones parece inmenso y hasta
cierto punto carente de rivales. La cumbre del Antiguo Imperio (2850
a 2190) resulta especialmente difícil de comprender. Durante casi
seiscientos años el faraón afirmó que gobernaba como dios: no como
el vicario o el representante de dios en la tierra, sino como Horus,
la fuerza vital del hijo de Ra, el dios sol. De este período datan las
mayores construcciones humanas que ha visto jamás la tierra: las
pirámides. El construirlas sin disponer d? la rueda debe de haber
implicado una fuerza de trabajo de una magnitud, una intensidad y
una coordinación sin paralelo hasta entonces, ni siquiera entre los
constructores de megalitos 4. Como los megalitos, se edificaron —de
hecho, igual que el poder faraónico— sin un ejército permanente.
Cada nom arca (señor local) aportaba unos cuantos soldados al fa­
raón, pero no había tropas que le debieran obediencia exclusiva,
salvo los miembros de una guardia de corps personal. Hallamos
pocas huellas de militarismo interno, represión de revueltas popula­
res, esclavitud o condiciones sociales impuestas por la ley (esas re­
ferencias abundan en la Biblia, pero ésta se refiere al Imperio Nuevo).
Dada la logística de las comunicaciones antiguas (que se detallará
en el capítulo 5), el control infraestructura! efectivo del faraón sobre
la vida local debe de haber sido mucho más limitado que sus poderes
despóticos formales. Cuando el Imperio Antiguo empezó a derrum­

4 Aunque se habían visto superadas por la construcción de los silos para misi­
les MX en los Estados Unidos (véase el volumen II); ambas cosas, monumentos al
trabajo no productivo. Es algo convencional en los autores modernos dedicar algo
de prosa especulativa y escandalizada a la construcción de las pirám ides: «¿C uál sería
el estado de ánimo de aquellos pobres trabajadores, al erigir monumentos tan gran­
diosos pero tan fútiles?», etc. Q uizá pudiéramos ir a preguntárselo a los trabajadores
y a los ingenieros de la construcción de Utah.
barse, perdió el control sobre los nom arcas, que seguramente ejer­
cieron el poder en sus propias zonas mucho antes. Hubo revueltas
y usurpadores, pero estos últimos conspiraron con los escribas para
borrar sus propios orígenes. La preferencia ideológica por la estabi­
lidad y la legitimidad es en sí un hecho social. En ninguna otra
sociedad están los escribas tan interesados en esas virtudes. Nos
dicen que no había un código legal escrito, sólo la voluntad del
faraón. De hecho, no hay palabras que indiquen una conciencia de
separación entre el Estado y la sociedad, sólo distinción entre tér­
minos geográficos como «la tierra» y términos que se aplican al
faraón, como «realeza» y «gobierno». Toda la política, todo el po­
der, incluso toda la moral aparentemente residían en él. El término
crucial de M acat, que denota todas las cualidades de un gobierno
efectivo, fue lo más cerca que llegaron los egipcios a una concepción
general de «lo bueno».
No deseo dar la imagen de un Estado inequívocamente benévolo.
Una de sus enseñas más antiguas —el cayado de pastor y el látigo—
quizá pudiera constituir un símbolo de la funcionalidad/explotación
dual de todos los imperios antiguos. Pero existió una diferencia entre
Egipto y los otros imperios, por lo menos hasta el Imperio Nuevo.
¿Por qué?
Una explicación posible,, basada en la agricultura hidráulica, no
sirve, como ya hemos visto en el capítulo 3. En Egipto, el riego del
Nilo sólo llevaría a un despotismo agroadministrativo localizado y
eso precisamente es lo que no ocurrió. Tampoco encuentro convin­
cente una explotación idealista en el sentido de que el poder se de­
rivaba del contenido de la religión egipcia. Ese contenido necesita
una explicación.
Volvamos al Nilo, no como agricultura hidráulica, sino como red
de comunicaciones. Egipto dispuso con el Nilo de las mejores co­
municaciones de cualquier Estado preindustrial extensivo. El país era
una larga trinchera estrecha, toda ella accesible por el río. El Nilo
era navegable en ambas direcciones, salvo durante las crecidas. La
corriente iba hacia el norte; el viento predominante hacia el sur. No
podía haber mejores condiciones naturales para un intercambio eco­
nómico y cultural extensivos y para la unificación. Pero, ¿por qué
habría de llevar esto a un solo Estado? Después de todo, en la Ale­
mania medieval, el Rhin también era navegable, pero sustentaba a
muchos señores locales, cada uno de los cuales regulaba los inter­
cambios a lo largo del río y cobraba peaje por ellos. Probablemente,
el tráfico del Nilo estaba controlado desde el comienzo de nuestros
registros por el guardián del sello real, funcionario cercano al faraón.
¿Por qué? El control centralizado no era meramente un producto
de las condiciones del transporte.
Es probable que la primera respuesta se halle en la geopolítica.
Sabemos algo acerca de las luchas políticas iniciales antes de la es­
critura. Varias aldeas prehistóricas se consolidaron en dos reinos del
Alto y el Bajo Egipto a fines del cuarto milenio. Probablemente no
hubo un período de ciudades-Estado en guerra o, por lo menos, no
quedaron herencias de ninguna entidad de ese tipo que nadie deseara
reconocer después. Hacia el 3200 a.C. un rey del Alto Egipto (es
decir, el meridional), Narmer, conquistó el Bajo Egipto aguas abajo
y fundó su capital unida en Menfis. A partir de entonces la unidad
fue casi continua. Un vistazo a la ecología ayuda a explicarlo. Había
pocas redes sociales superpuestas. Las opciones geopolíticas de cual­
quier gobernante o colectividad antes de la unificación eran ilimita­
dísimas. No había ninguna marca, no había pastores ni agricultores
de secano, no había señores de las marcas que sirvieran de contra­
peso. Había únicamente relaciones verticales entre poderes adyacen­
tes asentados a lo largo de 1.000 kilómetros del río. Todas las co­
municaciones pasaban por los vecinos de uno y, en consecuencia,
no podían surgir federaciones ni ligas de aliados no vecinos basadas
en algo más enjundioso que los mensajes intercambiados a través del
desierto.
Esto es algo único en la diplomacia geopolítica. En Sumeria,
China, Grecia, la Italia antigua —cualquier lugar del cual tengamos
conocimiento—, una ciudad, una tribu o un señor siempre tenían la
opción de encontrar aliados, fuesen de grupos análogos o de las
marcas, para apoyarse contra unos vecinos más fuertes. En los sis­
temas de equilibrio del poder, hace falta tiempo para que los débiles
se vean absorbidos por los fuertes y siempre existe la posibilidad de
que los fuertes se fragmenten. En Egipto no existía esa defensa. La
absorción podía avanzar directa y frontalmente, con el río como
centro y con toda la población social y territorial atrapada en los
dominios del conquistador. Como por fin triunfó el Estado de aguas
arriba, resulta tentador suponer que esa población confería una su­
perioridad estratégica. Así, la lucha y la intriga geopolíticas y una
ecología poco normal pueden llevar a la existencia de un solo Estado
centrado en la posesión del río, su jaula. El resultado fue una au­
téntica sociedad unitaria.
Una vez impuesto, el Estado era relativamente fácil de mantener,
siempre que poseyera el río, debido a la ventaja que representaban
sus comunicaciones. El Estado impuso una economía redistributiva
sobre el conjunto y así penetró en la vida cotidiana. El faraón era
el que daba la vida. Como se jactaba un faraón de la XII Dinastía:
«Yo cultivé cereales y rendí culto al dios de la cosecha. El Nilo me
saludaba en cada valle. En mi época nadie tuvo hambre, nadie tuvo
sed entonces. Todos vivían satisfechos gracias a lo que yo hice»
(citado por Murray, 1977: 136). El término faraón significa «gran
casa», indicio de un Estado redistributivo. El Estado levantaba un
censo bienal (más tarde anual) de la riqueza en ganado y quizá tam­
bién de la riqueza en tierras y oro y establecía los impuestos (en
especie o en trabajo) en consecuencia. En el Imperio Nuevo existía
un impuesto sobre las cosechas —que probablemente también exis­
tió en el Imperio Antiguo— que oscilaba entre la mitad del rendi­
miento total (en las fincas grandes) y un tercio (en las pequeñas).
Eso servía para pagar a la burocracia real y aportaba semillas para
la cosecha siguiente, con un remanente para el almacenamiento a
largo plazo en caso de escasez. También sospechamos que los gran­
des intercambios de productos agrarios internos —cebada, escanda
(una variedad de trigo), verduras, aves, caza, pescado— se realizaban
por conducto de los almacenes estatales. De hecho, el sistema no
estaba tan totalmente centralizado. Los impuestos se arrendaban a
los notables de las provincias y a partir de la III Dinastía (circa,
2650 a.C.), parece que esos notables poseían derechos de propiedad
privada. Esto indica una vez más que, en el mundo antiguo, por lo
general se encuentran juntos un Estado poderoso y una clase domi­
nante con derechos de propiedad privada. El Estado necesitaba la
asistencia de esta última en provincias. Aunque no se reconociera en
la ideología —porque únicamente el faraón era divino—, en la prác­
tica la clase política estaba aislada igual que en otras partes. Pero en
este caso, el equilibrio del poder estaba desusadamente sesgado hacia
el monarca. Las opciones geopolíticas de los nom arcas descontentos
para encontrar aliados eran escasas, pues tropezaban con el control
del río por los faraones. Mientras el faraón siguiera siendo compe­
tente y no sufriera amenazas del exterior, su control interno no tenía
prácticamente rivales.
Ese control se veía ayudado por un segundo factor ecológico.
Aunque la trinchera egipcia contenía gran abundancia agrícola y sus
zonas adyacentes piedras abundantes para la construcción, es zona
de muy poca madera y ningún metal. Se podían encontrar cobre y
oro en abundancia a una distancia viable al este y al sur (especial­
mente en el Sinaí), pero el desierto impedía la extensión de la socie­
dad egipcia en esa dirección. Cerca de Egipto no se podían hallar ni
hierro ni madera de gran calidad, que procedía del Líbano. De esos
elementos, el cobre era el más importante hasta que empezó la Edad
del Hierro (circa, 800 a.C.), pues era esencial tanto para los aperos
agrícolas como para los armamentos, además de ser útil (junto con
el oro y la plata) como medio de intercambio generalizado. Las
minas del Sinaí no estaban controladas por otra civilización, pues se
encontraban todavía más lejos de la esfera sumeria o de los asenta­
mientos del Mediterráneo. Sus metales preciosos eran objeto de in­
cursiones esporádicas, especialmente en tránsito. Las principales ex­
pediciones militares del Imperio Antiguo a partir de la I Dinastía se
hicieron para obtener cobre y oro. A menudo las encabezaba el
propio faraón, y las minas de cobre (y probablemente también las
de oro) eran propiedad directa del faraón a partir de la I Dinastía.
En aquella época no se realizaron expediciones de conquista terri­
torial, sólo incursiones comerciales que aseguraban la afluencia del
comercio y de los tributos (a veces ambas cosas eran indistinguibles)
a Egipto. Difícilmente podían urgir problemas de control sobre los
gobernadores provinciales territoriales en torno a esta esfera de ac­
tividad. Incluso los Estados débiles (por ejemplo en la Europa me­
dieval) ejercen un cierto control sobre las dos funciones implícitas
en este caso, expediciones militares más bien pequeñas y distribución
de metales preciosos y de cuasi monedas. Si ese núcleo de «regalías»
pasaban a ser críticas para el desarrollo social como un todo, po­
dríamos predecir un aumento del poder estatal.
Yo sugiero provisionalmente que el poderío faraónico se basaba
en la combinación peculiar de: 1) el control geopolítico sobre la
infraestructura nilótica de comunicaciones, y 2) el reparto de los
metales esenciales adquiridos únicamente mediante las expediciones
militares al exterior. No hay pruebas directas de esta afirmación 5,
pero es plausible y además ayuda a explicar dos enigmas importan­
tísimos relativos a Egipto: ¿Cómo se construyeron las pirámides sin
una gran represión? y ¿por qué había tan pocas ciudades? Pese a una

5 Nos gustaría, por ejemplo, conocer las relaciones causales entre: 1) el comercio
y los monopolios de metales preciosos; 2) la fiscalidad, y 3) las grandes fincas reales,
y la contribución relativa de esos tres sectores a la hacienda real.
gran densidad demográfica en general, el Valle del Nilo aparente­
mente contenía pocas ciudades. Ni siquiera se puede calificar de
urbana a la arquitectura de las ciudades, pues aparte de los palacios
reales y de los templos, no había edificios ni espacios públicos y las
grandes casas eran idénticas a las que se hallaban en el campo. Los
textos egipcios no contienen ninguna mención de comerciantes pro­
fesionales autóctonos hasta el año 1000 a.C. No se puede dudar del
nivel de la civilización egipcia, de su densidad demográfica y su
estabilidad, del lujo de sus clases privilegiadas, de las dimensiones
del intercambio económico, de su escritura, su capacidad para orga­
nización social, sus logros artísticos. Pero la contribución urbana a
todo ello, que tanto predomina en otros imperios antiguos, parece
insignificante. ¿Podría ser que en este caso el Estado se hiciera cargo
de las funciones urbanas, especialmente del intercambio económico
y el comercio?
El segundo enigma, la relativa ausencia de represión, implica to­
davía más suposiciones. A menudo se han ofrecido dos explicaciones
sensatas, pero parciales. En primer lugar, los ciclos malthusianos de
población crearían in term iten tem en te excedentes de población dis­
ponible para el trabajo, pero no sustentable mediante la agricultura.
En segundo lugar, el ciclo de las estaciones facilita una mano de obra
excedente para los meses de la temporada seca y de la crecida del
Nilo en momentos en que se agotan los recursos alimentarios de las
familias. Ambas explicaciones pasan por alto otra pregunta: ¿De dón­
de extraía el Estado los recursos para alimentar a esos trabajadores?
En otras partes del mundo antiguo, los Estados tenían que intensi­
ficar la coerción en momentos de excedentes de población y escasez
de alimentos, si deseaban extraer recursos de sus súbditos. Lo ca­
racterístico era que n o pud iera n lograrlo, lo cual desembocaba en la
desintegración, la guerra civil, las epidemias y el descenso demográ­
fico. Pero si el Estado ya posee los recursos necesarios para la su­
pervivencia, no necesita extraerlos de sus súbditos. Si el Estado egip­
cio intercambiaba «su» cobre, su oro y sus mercaderías procedentes
del comercio exterior por alimentos y si interceptaba el intercambio
de alimentos a lo largo del Nilo, podía poseer excedentes alimenta­
rios con los cuales dar de comer a sus trabajadores.
Probablemente, el Estado egipcio era esencial para la subsistencia
de la masa de su población. De creer a las fuentes, sus dos períodos
de desintegración llevaron al país a la hambruna, a la muerte violenta
e incluso al canibalismo. También produjeron una diversidad regio­
nal en estilos de cerámica, que no existe en otros períodos. La po­
sesión material por el Estado de la infraestructura de comunicaciones
del Nilo, el comercio exterior y los metales preciosos le conferían
un monopolio de los recursos esenciales para subsistir: salvo que los
súbditos trataran de organizar sus propias expediciones comerciales
o de controlar el Nilo, no hacía falta utilizar la fuerza de forma tan
directa como en otros lugares del mundo antiguo. El faraón contro­
laba un «diagrama de organización» consolidado y centrado en el
Nilo, que reunía el poder económico, el político, el ideológico y un
mínimo del militar. No existía una red alternativa de poder que
interceptara a ésta en el espacio social o territorial, ningún sistema
de posibles alianzas que pudieran crear los descontentos y que pu­
diese gozar de una base de poder diferente del propio Nilo.
A consecuencia de esta extraordinaria media de enjaulamiento
social y territorial, la cultura egipcia parece virtualmente unitaria.
No tenemos datos de grupos de clanes ni de linajes, que son las
agrupaciones horizontales habituales en una sociedad agraria. Aun­
que muchos dioses tenían orígenes locales, a la mayor parte se les
rendía culto en todo el reino como parte de un panteón común. Casi
como excepción entre los imperios del mundo antiguo antes de la
era de las religiones salvacionistas, los gobernantes y las masas pa­
recen haber rendido culto a más o menos los mismos dioses. Nor­
malmente, sus privilegios religiosos no eran iguales —a los campe­
sinos no se les atribuía una vida después de ésta y es posible que
no se los enterrase—, pero las creencias y la participación en los
rituales llegaron a ser bastante parecidas en todas las clases. Keith
Hopkins ha demostrado que en el último período de la ocupación
romana el incesto entre hermano y hermana, que durante mucho
tiempo se supuso era únicamente una práctica real, era frecuente en
todas las clases (1980). El grado de participación cultural común en
una sola sociedad (que, naturalmente, era muy desigual) era único.
Es lo más próximo a un sistema social unitario —el modelo de so­
ciedades que rechazo yo en esta obra— que podemos encontrar a
lo largo de la historia registrada. Sugiero que ese sistema social fue
producto de circunstancias muy especiales.
Esas peculiaridades de la ecología y de la geopolítica egipcias
también explican su pauta distintiva de evolución del poder: un des­
arrollo temprano y rápido, y después la estabilización. Las mayores
pirámides datan casi del principio. Las principales formas sociales a
las que he aludido estaban establecidas a mediados del tercer mile-
nio a.C. Lo mismo cabe decir de la mayor parte de las innovaciones
egipcias difundida a otras civilizaciones: las técnicas de navegación,
el arte de escribir en papiro en lugar de en tablillas de piedra; el
calendario de 365 días y después de 365 1/4 días.
Es un desarrollo de las técnicas de poder mucho más rápido que
el que encontramos en Mesopotamia o en cualquier civilización prís­
tina. ¿Por qué fue tan rápido? A partir de mi modelo general, yo
especulo que los primeros egipcios se vieron forzados a entrar en
una pauta más enjaulada y más intensa de cooperación social, de la
cual no había escapatoria. La civilización fue consecuencia del en-
jaulamiento social, pero en este caso vemos que el proceso se iden­
tifica. El mismo proyecto económico que en otras civilizaciones prís­
tinas —la creación de unos excedentes sin precedentes— se combinó
con un grado desusado de centralización y coordinación de la vida
social para aportar tanto una fuerza de trabajo numerosa, ordenada
y abastecida como la posibilidad de liberar a parte de ésta para des­
empeñar tareas centralizadas no productivas. Las dificultades de co­
municación con el mundo exterior limitaron el desarrollo o la inje­
rencia de los comerciantes o los artesanos. De ahí que los excedentes
y la cooperación laboral se desviaran a formas monumentales y re­
ligioso-intelectuales de expresión y creatividad. Las pirámides y el
clero, junto con su escritura y sus calendarios, fueron el resultado
de una jaula social regada, centralizada y aislada. Todas las civiliza­
ciones prístinas alteraron las pautas no enjauladas de la prehistoria.
Pero la civilización egipcia les imprimió un giro de ciento ochenta
grados.
A partir de entonces, el desarrollo de las técnicas de poder se
desaceleró hasta quedar casi frenado. Es cierto que el Imperio Nue­
vo logró responder a los imperios de dominación rivales basados en
la posesión de tierras y expansionarse militarmente hacia el Levante.
Pero Egipto estaba considerablemente protegido por sus fronteras
naturales y disponía de tiempo para reaccionar a las amenazas. Cuan­
do los imperios ulteriores aprendieron a combinar las operaciones
terrestres en gran escala con las marítimas, ahí terminó la indepen­
dencia egipcia, primero a manos de los persas y después de los ma-
cedonios y sus sucesores helenísticos. En todo caso, las adaptaciones
militares del Imperio Nuevo —carros de combate, mercenarios grie­
gos— procedían del exterior y tuvieron poca resonancia en la socie­
dad egipcia. Ya a fines del tercer milenio a.C. la sociedad egipcia se
había establecido de forma duradera. Su estabilidad se reconocía en
todo el mundo antiguo. Por ejemplo Heródoto, observador sensible
de las virtudes de otros pueblos, nos dice que a los egipcios se les
atribuía la iniciación de muchas cosas: ¡desde la doctrina de la in­
mortalidad del alma hasta la prohibición de las relaciones sexuales
en los templos! Reconoce una gran influencia egipcia sobre Grecia.
Respeta la antigüedad de sus conocimientos y admira su estabilidad,
dignidad, reverencia por sus propias tradiciones y rechazo de lo
extranjero. Los respeta porque, como historiador, respeta el pasado.
Sin embargo, podemos advertir un desarrollo intelectual de esas
cualidades. A fines del Imperio Nuevo, los dioses Ptah y Thoth
pasaron a representar el Intelecto y la Palabra puros gracias a los
cuales ocurría la creación. Existía una probable relación entre esto
y el cristianismo helenístico («En el principio fue el Verbo»). La
verdad eterna, la vida eterna, eran obsesiones egipcias que pasaron
a convertirse en aspiraciones de la humanidad. Pero los egipcios
creían que casi las habían logrado. El Estado egipcio dominó los
problemas con que se enfrentaba y después se asentó, razonablemen­
te satisfecho. La inquietud de la búsqueda ulterior del Verbo y de
la Verdad procedían de fuentes completamente distintas. Parece que
la inquietud egipcia quedó sofocada a partir de su primer gran flo­
recimiento. Lo vemos con la mayor claridad en la vida ilícita rela­
cionada con las Pirámides.
Las tumbas, cuyas entradas fueron ocultándose de forma cada
vez más intrincada, eran objeto de robos casi invariablemente, casi
inmediatamente. Es el único indicio seguro de un submundo, no en
el sentido ideológico de la propia teocracia de un mundo subterrá­
neo de los espíritus, sino en el sentido criminal. Demuestra que los
registros nos cuentan una historia limitada e ideológica. Pero tam­
bién demuestra que la lucha por el poder y los recursos estaba tan
generalizada en Egipto como en cualquier otra parte. Lo único que
le faltaba a Egipto era la estructura orgánica para la expresión legí­
tima de otros intereses de poder, fueran «horizontales» (luchas entre
clanes, ciudades, señores, etc.) o «verticales» (lucha de clases). La
jaula social era tan total como jamás lo haya sido. A este respecto,
no ha sido el modelo dominante de organización social. Volvemos
a encontrar sus enormes poderes de organización solidaria en torno
al 1600 a.C. Pero eso es todo. En su mayor parte, el desarrollo de
la organización social ha tenido fuentes diferentes, la interrelación
de redes de poder superpuestas y, más tarde, de clases sociales
organizadas.
La C reta m inoica

La Creta minoica es un caso de desviación, pero quizá esa des­


viación importe menos, pues es posible que no se tratara de una
civilización independiente y «prístina» 6. En Creta se construyeron
ciudades en tomo al 2500 a.C. y justo después del 2000 a.C. sur­
gieron los complejos que denominamos palacios. La destrucción fi­
nal, al cabo de un siglo de dominación aparentemente griega, ocurrió
de forma bastante repentina en torno al 1425 a.C. O sea, que esa
civilización fue longeva. También tenía escritura, primero con pic­
tografías y después, aproximadamente a partir del 1700 a.C., en una
escritura (lineal A) que no podemos descifrar, para terminar con una
escritura griega del siglo XV (lineal B). Las tablillas del lineal B vuel­
ven a revelar la intersección de la propiedad privada de bienes y de
tierras con el almacén central de una economía redistributiva: una
vez más, es posible que los palacios y los templos sean poco más
que almacenes y oficinas de cuentas bien decorados. Pero se vieron
reforzados, quizá más tarde, por una sola religión y una sola cultura
dominantes. Resulta difícil evaluar la magnitud de la organización
social, porque no estamos seguros del alcance de la coordinación
entre las diferentes concentraciones de palacios/templos/ciudades.
Pero la mayor, la de Knossos, probablemente contuviera por lo me­
nos a 4.600 personas inactivas sustentadas por una población agrí­
cola directamente controlada de unas 50.000 personas. La Creta mi­
noica se parecía a la primera civilización sumeria porque constituía
una federación cultural segmentada flexible de centros de pala­
cios/templos/urbanos de redistribución económica. La magnitud de
su organización social era comparable a la de los primeros grandes
saltos adelante de los valles fluviales.
Pero existen dos grandes diferencias con respecto a otros lugares.
En primer lugar, parece tratarse de una civilización desusadamente
pacífica, con pocas huellas de guerras o de fortificaciones. Nadie
puede dar una buena explicación de ello, pero significa que este caso
no se puede explicar con teorías militaristas. En segundo lugar, no
fue una civilización de regadío, ni siquiera aluvial. Aunque, al igual
que en otras partes, la agricultura obtenía los mejores resultados en

6 En este caso, mis fuentes determinantes son Nilsson, 1950; Branigan, 1970;
Renfrew, 1972; Chadwick, 1973; Dow, 1973; M atz, 1973; Warren, 1975, y Cadogan,
los valles fluviales (y las llanuras costeras), y aunque sin duda se
desviaban las aguas fluviales, en algunos casos predominaba la agri­
cultura de secano. Esto hace que la Creta minoica sea única entre
las primeras civilizaciones con escritura de Eurasia y desde hace
mucho tiempo ha motivado investigaciones y controversias acerca
de sus orígenes. Durante mucho tiempo se creyó que la escritura y
la civilización debían de haberse difundido desde el Cercano Orien­
te; actualmente, los que defienden la teoría de la evolución local
independiente de Creta lo hacen con gran convencimiento (por ejem­
plo Renfrew, 1972). La vía más probable combinaría elementos de
ambas posiciones.
Distingamos tres artefactos que, según los arqueólogos, pueden
proceder de la difusión: técnicas agrícolas, artefactos decorados y la
escritura. Encontramos al final de la prehistoria en el Egeo una me­
jora constante de la diversidad y la pureza de las semillas de cereales
y de verduras y de los animales domesticados, así como un aumento
de la diversidad de restos de pescado y de mariscos. Cabe seguir la
huella de una difusión considerable de esas mejoras. Es posible que
el estímulo de muchas de ellas procediera del Cercano Oriente, más
bien por imitación de los vecinos y de las migraciones que por el
comercio formal. La organización social fomentada por las mejoras
sería básicamente local. En el Egeo del tercer milenio dos plantas
especialmente útiles, la viña y el olivo, las cuales crecían en el mismo
terreno, reforzaron ese aumento local del excedente mediante el in­
tercambio e irrumpieron en el comercio regional. Las zonas en que
se intersectaban el viñedo, el olivo y los cereales (como Creta) tenían
una importancia estratégica clave y pueden haber tenido unos efectos
pronunciados de enjaulamiento sobre la población: un «equivalente
funcional» del regadío.
El segundo tipo de artefacto, los jarros decorados y otros arte­
factos comerciales, comprendidas las herramientas y las armas de
bronce, aparecieron entonces en espera del arqueólogo. El análisis
de sus estilos revela que en gran medida se limitaban a la región del
Egeo, relativamente sin influencias de diseños del Cercano Oriente.
La suposición es que el comercio era de carácter predominantemente
local. Quizá los pueblos del Egeo todavía tuvieran pocas cosas de
valor para el Cercano Oriente. Por eso es posible que los avances
hacia la concentración urbana y las pictografías fueran en gran me­
dida indígenas. Su comercio se inspiraba por una combinación de
tres factores: la difusión agrícola inicial, un grado desusado de es-
pecialización ecológica, en el cual desempeñaban un gran papel los
viñedos y los olivos, y unas excelentes rutas de comunicaciones gra­
cias a las cuales se podía llegar por mar a prácticamente todos los
asentamientos. Esas diversas redes se intersectaban en la misma zona
del Egeo.
La intersección parece haber llevado a la cultura hacia la escritu­
ra. Al igual que en otras partes, la causa general de la escritura fue
la utilidad de establecer, por una parte, el punto de contacto entre
la producción y la propiedad privada y, por la otra, la redistribución
económica y el Estado. Ello hace que sea improbable una teoría
puramente difusionista de la escritura. Los difusionistas suponen por
lo general que la escritura es tan útil que todo el que le encuentre
tratará de adquirirla. Pero, en sus primeras fases, la escritura tenía
unos usos bastante precisos. Salvo que una ciudad antigua estuviera
desarrollando un ciclo de producción/redistribución, es imposible
que se sintiera impresionada por la escritura. Esta respondía a nece­
sidades locales. Ahora bien, es posible que en Creta y en cualquier
otro caso antiguo, la escritura se difundiera en el sentido más sen­
cillo posible de que la idea se tomó de algún comerciante extranjero
que llevaba sellos con pictografías en sus recipientes y sus sacos de
mercancías, o que la imitara el comerciante autóctono que veía las
tablillas de un almacén extranjero. En ese caso, bastaría con un mí­
nimo de comercio a gran distancia para la difusión. Tenemos datos
de que el comercio superaba ese nivel mínimo. En el primer período
con escritura había mucho comercio con Egipto, el levante e incluso
el norte de Mesopotamia. Pero probablemente los detalles de la es­
critura no se imitaron, pues la minoica era diferente de todas las
demás en sus signos y en su aparente restricción total a la esfera de
la administración oficial. De hecho, el término de «alfabetización»
sería erróneo: no hay muestras de un uso general, en la literatura ni
en las inscripciones públicas, de esta escritura.
La combinación de los tres factores arriba mencionados proba­
blemente había llevado a los primeros minoicos a la frontera. Una
frontera que muchos otros pueblos de todo el mundo no cruzaron.
Dada la proximidad de Creta a las civilizaciones del Cercano Orien­
te y el hecho de que tenía a lgo de comercio con ellas, no podemos
tratarla como una civilización o un Estado prístinos. Su caso parece
revelar hasta qué punto un salto repentino hacia la civilización es
menos necesario cuando ya se dispone de las técnicas en una región
dada. La jaula cretense tenía menos barrotes que la mesopotámica.
La intersección de viñedos, olivos y cereales constituía un punto de
gran poder estratégico. Pero su captura por un Estado permanente
«alfabetizado» respaldado por una religión cohesiva parece depender
de unas redes más amplias de interacción regional.

M esoam érica

La importancia de las civilizaciones del Nuevo Mundo para las


teorías del desarrollo social estriba en que los estudiosos la conside­
ran en general, aunque no universalmente, autónomas respecto a
otras civilizaciones. Como eran autóctonas de otro continente, con
una ecología distinta, su evaluación fue única en todos los sentidos.
Por ejemplo, no utilizaban el bronce. Su tecnología instrumental se
hallaba en el Neolítico, al contrario que en todas las civilizaciones
eurasiáticas. De nada vale encajarlas en un modelo rígido de des­
arrollo: se basa éste en el regadío, en el proceso de enjaulamiento
social o en cualquier otro rasgo. Lo máximo que cabe esperar son
similitudes generales y aproximadas. Posiblemente ocurra lo mismo
si comparamos Mesoamérica con Perú. Estaban más allá de 1.000
kilómetros de distancia en medios diferentes y tenían muy pocos
contactos efectivos.
En Mesoamérica 7 parece que la aparición de la sedentarización
seguida de centros ceremoniales y quizá de «Estados» y, por último,
de la urbanización y la escritura fueron procesos geográficamente
más variados que en otras parte. El liderazgo del desarrollo pasó
sucesivamente a diferentes subregiones. Probablemente hubo tres fa­
ses principales.
Lo que cabría de calificar de primer gran salto hacia la aparición
de centros ceremoniales, al calendario de «Cuenta Larga» y a los
comienzos de una escritura, ocurrió en las zonas bajas del Golfo de
México. La arqueología sugiere que su núcleo fue una rica tierra
aluvial a lo largo de malecones de ríos. La interacción con una agri­
cultura tropical de roza, aldeas de pescadores y pueblos periféricos
que aportaban materias primas como la obsidiana, fomentó las des­
igualdades económicas y políticas, con una élite de rangos y de jefes

7 Además de las fuentes que se detallan más adelante, hay una buena historia
concisa de Mesoamérica en O ’Shea, 1980, y una historia general más larga en Sanders
y Price, 1968. Véanse asimismo diversos ensayos en Jones y Kautz, 1981.
cuyas sedes estaban en las tierras aluviales (véase los informes de
investigación de Coe y Diehl, 1981; la reseña de Flannery, 1982, y
la exposición general de Sanders y Price, 1968). Esa protociviliza-
ción, la olmeca, encaja en el modelo general. Se parece a la China
Shang inicial premilitarista. Compartían una baja densidad de asen­
tamiento urbano. San Lorenzo, el asentamiento más complejo, sólo
tenía entre 1.000 y 2.000 habitantes. También tenían particularidades
comunes en la religión, el calendario y el sistema de escritura (aun­
que aquí no se desarrolló una escritura completa). Eso fomenta las
teorías difusionistas: los Shang, u otros brotes asiáticos de los Shang,
podrían haber influido en la cultura olmeca (véase, por ejemplo,
Meggers, 1975). Existe la posibilidad de un contacto cultural trans­
pacífico para oscurecer cualquier certidumbre que pudiéramos tener
acerca de los orígenes de los olmecas.
La segunda fase no plantea grandes dificultades. Los olmecas,
conforme a la pautas de civilización habitual, también aumentaron
las capacidades de poder de los pueblos de las tierras altas con los
que comerciaban, especialmente los del valle de Oaxaca (véase Flan­
nery, 1968). Los olmecas también comerciaban con toda Mesoamé­
rica e influían en ella, como cabe apreciar en la arquitectura monu­
mental, los jeroglíficos y el calendario. A partir de entonces, aunque
con variaciones regionales, hubo una sola cultura mesoamericana seg­
mentada difusa, mucho más extensiva que el ámbito de poder de
cualquier organización autoritaria concreta.
Pero los olmecas no avanzaron hacia la condición de pleno Es­
tado (y aquí desaparece la analogía de los Shang). Quizá no estu­
vieran lo bastante enjaulados. Empezaron a decaer a partir del
600 a.C., aproximadamente. Pero habían transmitido capacidades de
poder a otros grupos, dos de los cuales siguieron vías distintas de
desarrollo en la tercera fase. Uno de ellos era el de los mayas de las
tierras bajas del norte. Para el 250 a.C., aproximadamente, estaban
elaborando una alfabetización completa, el calendario de Cuenta Lar­
ga, grandes centros urbanos, su arquitectura distintiva con el arco
con ménsulas y un Estado permanente. Sin embargo, los mayas no
estaban especialmente enjaulados. La densidad demográfica de sus
centros urbanos era baja, probablemente más incluso que en el caso
de los Shang. Su Estado también era débil. Tanto el Estado como la
aristocracia carecían de poderes coercitivos estables sobre la pobla­
ción. Es posible que ran go absolu to sea un término más apropiado
que estratificación y Estado. Quizá existan motivos ecológicos. Los
mayas no practicaban el regadío. Las abundantes lluvias tropicales
les deban dos cosechas al año y unas cuantas zonas aluviales hacían
que esto fuera posible permanentemente, pero hay pocos indicios de
una agricultura fija social y territorialmente y en casi todas las zonas
el agotamiento de los suelos habría exigido desplazamientos perió­
dicos. De hecho, esas condiciones de no enjaulamiento no son en
general favorables a la aparición de la civilización. Aunque dejemos
margen para una gran difusión desde los olmecas y los pueblos con­
temporáneos de los valles centrales (de lo que se tratará en seguida)
(véase Coe, 1971; Adams, 1974), no puedo afirmar que en este caso
mi modelo tenga una sustentación firme. La teoría de «interacción
regional» de Rathje (1971) se parece a mi propio modelo, pero sólo
puede ser una explicación necesaria, no suficiente. Es más fácil ex­
plicar el derrumbamiento de los mayas (en torno al 900 d.C.) que
sus orígenes. Fuera la causa inmediata, como debaten los estudiosos
(véase los ensayos en Culbert, 1973), el agotamiento de los suelos,
una invasión exterior, o una guerra civil o «de clases», el grado de
sujeción forzosa en las jaulas fijas sociales y territoriales no bastaría
para que los mayas superasen esas crisis.
El segundo grupo que desarrolló una civilización fue el pueblo
del valle central de México. Con eso volvemos a un terreno —o más
bien a un agua— más seguro, de regadío, esta vez de zonas lacustres,
dentro de una región más amplia que tenía fronteras montañosas
naturales. Según Parsons (1974) y Sanders et. al. (1979), discernimos
un crecimiento lento desde el 1100 a.C. y a lo largo de varios siglos.
Después, en torno al 500 a.C., aparecen los canales de regadío aquí
(y en otras partes de las tierras altas de Mesoamérica), relacionados
con la expansión y la nucleación demográficas. En el norte del valle
en torno a Teotihuacán, este crecimiento fue desproporcionado, apa­
rentemente debido a unas condiciones desusadamente buenas de rie­
go, así como a una posición estratégica para la minería y para el
acabado de la obsidiana. Se produjo un intercambio intensivo con
los cazadores-recolectores y los silvicultores de la periferia. Es una
pauta de núcleo de regadío y redes de interacción regional parecida
a la de Mesopotamia y con resultados sociales análogos: una jerar-
quización cada vez mayor de los asentamientos y una mayor com­
plejidad arquitectónica. Para el 100 d.C. habían surgido dos centros
políticos regionales de entre 50.000 y 60.000 habitantes, concentra­
dos en una capital, que incorporaban unos miles de kilómetros cua­
drados de territorio y estaban organizados jerárquicamente. Ahora
se trataba ya de una «civilización», pues también comprendía tem­
plos, mercados, una alfabetización jeroglífica y un calendario. Para
el siglo IV d.C., Teotihuacán era un Estado urbano coercitivo per­
manente de entre 80.000 y 100.000 habitantes que dominaba a otros
Estados, todos ellos en las tierras altas. Su influencia se difundió por
toda Mesoamérica y dominó las zonas más próximas de cultura maya.
Pero también él se derrumbó, de forma más misteriosa, entre el 550
y el 700 d.C. Tras un breve interregno, se vio suplantado por los
señores más militaristas de las marcas del norte, los toltecas, expo­
nentes a gran escala de los sacrificios humanos. Ampliaron su im­
perio sobre una gran parte de Mesoamérica. A partir de ahí nos
hallamos en un terreno reconociblemente parecido al del próximo
capítulo: el ciclo entre la expansión imperial y la fragmentación y la
dialéctica entre los imperios y los señores de las marcas. Los con­
quistadores de la marcas más famosos fueron los últimos. Los azte­
cas combinaban un alto grado de militarismo (y sacrificios humanos)
con el desarrollo más intenso de la agricultura de regadío y del
urbanismo visto en Mesoamérica.
Muchos de esos procesos pertenecen al mismo orden general que
los discernidos en Mesopotamia. También existen diferencias. El ori­
gen de los mayas es la que más se destaca, al igual que ocurre con
todos los modelos generales. Pero, en general, la civilización se edi­
ficó sobre unas evoluciones prehistóricas de organización muy di­
fusas. Después, la primera fase y la parte referida al valle central de
la tercera fase introdujeron el enjaulamiento: el confinamiento en un
territorio, representado por la cercanía al río aluvial y a las zonas
lacustres, así como a materias primas locales o regionales. De ahí la
aparición dual de una organización autoritaria rigurosa, edificada en
torno al riego, y de redes difusas de intercambio y de cultura que
irradiaron a partir de esa organización. A su vez, ese proceso de
enjaulamiento creó un resultado ya conocido. Confirió ventajas a los
señores de las marcas y de ello se siguió un ciclo de dominación
núcleo-periferia (del cual se trata en el capítulo siguiente).
Pero la analogía con las civilizaciones euroasiáticas no debe lle­
varse demasiado lejos. La ecología era distinta. No tenía la unifor­
midad regional general de China ni la enormidad de contrastes entre
los valles y las tierras altas de Mesopotamia. Se trata de una región
con muchos contrastes, pero no repentinos ni grandes. Probable­
mente, ello aseguró que las sociedades estuvieran menos enjauladas,
tuvieran menos tendencia a la centralización y la permanencia. Las
estructuras políticas de los diversos pueblos civilizados y semicivili-
zados eran más flexibles que las del Cercano Oriente o las de China.
Es probable que en los mil quinientos años de civilización me-
soamericana se produjera un desarrollo menor de poder colectivo
que en un período comparable de tiempo euroasiático. Su fragilidad
era tan grande que bastó con el peso de poco más de quinientos
conquistadores para que se derrumbara (resulta difícil imaginar que
el poder de, por ejemplo, los asirios o la dinastía Han se derrumbara
de forma tan total ante una amenaza comparable). El imperio azteca
era una federación flexible. La lealtad de sus vasallos resultó ser poco
segura. Incluso en su núcleo, la sociedad azteca tenía contrapesos
mayas que impedían una mayor intensificación del Estado. La reli­
gión y el calendario herederos de los mayas establecían los relevos
de la autoridad suprema en una serie de ciclos de calendario entre
las diversas ciudades-Estado/tribus del imperio. Uno de esos ciclos
estaba llegando a su fin —de hecho, parte de la población local creía
que estaba a punto de terminar todo el calendario— en el año de
n uestro señor de 1519. Nacería la Serpiente Emplumada y quizá
regresaran los antepasados pálidos. En 1519 llegaron los españoles
pálidos y barbudos. La historia de cómo incluso el monarca azteca
Moctezuma consideró a los conquistadores como posibles dioses-re­
yes es uno de los grandes relatos de la historia universal. General­
mente se narra como el ejemplo supremo de los extraños accidentes
de la historia. De eso no cabe duda. Pero el calendario y las revo­
luciones políticas que ese accidente legitimó también constituyen un
ejemplo de los mecanismos mediante los cuales los pueblos primiti­
vos trataban de escapar a los Estados permanentes y a la estratifica­
ción social, incluso cuando cabría suponer que ya estaban plenamen­
te atrapados en ellos. Por desgracia para los aztecas y para sus va­
sallos, esa vía concreta de escape llegó a la servidumbre ineludible
del colonialismo europeo.
En estos respectos, el modelo general de una vinculación entre
el poder social y el enjaulamiento parece estar tan apoyado por el
carácter distinto de Mesoamérica como por su similitud con Eurasia.
A menos enjaulamiento, menos civilización, menos Estados institu­
cionalizados permanentes y menos estratificación social, salvo cuan­
do por fin intervenía un accidente histórico a escala mundial.
Sin embargo, valga una última nota de cautela. Muchos aspectos
de la historia mesoamericana siguen siendo poco claros o polémicos.
La fusión creativa de la ciencia social americana con la arqueología
y la antropología modifica constantemente la imagen. Los especia­
listas reconocerán que los modelos teóricos recientes —los de Flan-
nery, Rathje y Sanders y Price— encajan bien en mi modelo de
enjaulamiento/interacción regional. Si sus opiniones se ven puestas
en tela de juicio por los estudiosos dentro de diez años, mi modelo
tiene problemas.

La A m érica Andina

Los primeros asentamientos semiurbanos y centros ceremoniales


surgieron en los estrechos valles fluviales de los Andes occidentales,
basados en el rendimiento de un sistema sencillo de regadío unido
al intercambio con pastores de las tierras altas y pescadores ribere­
ños 8. La fase siguiente fue de consolidación gradual de esos tres
componentes en distintas jefaturas, de las cuales había unas cuarenta
en el momento de la conquista por los incas. Tenían una estructura
flexible y eran inestables. También estaban situadas en el seno de
una similitud cultural regional más amplia, expresada a partir del
1000 d.C. en el estilo artístico de Chavin, probablemente como re­
sultado de redes extensivas de interacción regional. Se trata del te­
rreno conocido del final de la prehistoria, con posibilidades tanto de
ulterior desarrollo de las pautas cíclicas normales de la prehistoria,
com o de un salto adelante de la civilización permitido por la com­
binación de núcleo de regadío, red de interacción regional. Efecti­
vamente se produjo un salto adelante, pero para la fecha en la cual
tenemos datos abundantes al respecto, nos extrañan sus aspectos
peculiares. No encaja en el modelo.
Existen tres peculiaridades. En primer lugar, las unidades políti­
cas emergentes no ampliaron su influencia mediante la consolidación
territorial, sino mediante el establecimiento de una cadena de avan­
zadillas coloniales, que existía junto a las cadenas de otras comuni­
dades políticas y las interpenetraban. Es lo que se denomina el «mo­
delo del archipiélago» del desarrollo andino. En segundo lugar, por
tanto, el comercio entre las unidades autónomas era menos domi­
nante como mecanismo de intercambio económico que la reciproci­
dad y la redistribución internas dentro de cada archipiélago. Así,

8 Las principales fuentes para esta sección han sido Lanning, 1967; M urra, 1968;
Katz, 1972; Schaedel, 1978; M orris, 1980, y diversos ensayos en Jones y Kautz, 1981.
podemos empezar a denominar Estados a esas unidades en torno al
500-700 d.C., cuando tenían un carácter más redistributivo que las
halladas en otros casos de civilización prístina. La vía de las redes
solapadas hacia el desarrollo tenía escasa presencia y predominaba la
vía interna, más enjaulada, lo cual resulta difícil de explicar. En ter­
cer lugar, cuando una o varias de esas unidades lograban la hegemo­
nía (en gran medida, según parece, mediante la guerra), incorporaban
esos mecanismos internos. Dan muestras de precocidad en la logís­
tica del poder. Eso es evidente a partir del 700 d.C., aproximada­
mente, en el imperio de los huari, que eran grandes constructores
de carreteras, centros administrativos y almacenes. Pero de lo que
más sabemos es del asombroso imperialismo de los incas.
Hacia el 1400-1430 d.C., una agrupación y jefatura «tribual», la
de los incas, conquistó el resto. Para el 1475, los incas habían utili­
zado cuadrillas masivas de trabajadores forzados para construir ciu­
dades, carreteras y proyectos de regadío en gran escala. Habían crea­
do un Estado teocrático centralizado, con su propio jefe como dios.
Habían incorporado la tierra a la propiedad estatal y habían puesto
la administración económica, política y militar en manos de la no­
bleza inca. Habían ideado o ampliado el sistema quipu, mediante el
cual madejas de cuerdas anudadas podían comunicar mensajes por
todo el imperio. No se trataba exactamente de una «escritura». Así,
conforme a mi definición anterior, los incas no estarían plenamente
civilizados. Sin embargo, tenían una forma de comunicación admi­
nistrativa tan avanzada como la de cualquiera de los imperios anti­
guos. Se trataba de un imperio enorme (casi 1.000.000 de kilómetros
cuadrados) y muy poblado (los cálculos van de 3.000.000 de perso­
nas en adelante). Su tamaño y la rapidez de su crecimiento son asom­
brosos, pero no carecen de precedentes: podemos concebir imperios
de conquista análogos, como el zulú. Pero lo que no tiene paralelo
es el nivel inca de desarrollo de la infraestructura logística de Estados
permanentes autoritarios y estratificación social. ¡Había 15.000 ki­
lómetros de rutas pavimentadas! A lo largo de ellas había aJmacenes
a una jornada de marcha el uno del otro (los españoles encontraron
los primeros llenos de comida) y relevos de mensajeros presunta­
mente capaces de transmitir un mensaje a 4.000 kilómetros de dis­
tancia en doce días (¡sin duda se trata de una exageración, salvo que
todos los mensajeros fueran grandes mediofondistas!). Los ejércitos
incas estaban bien abastecidos y bien informados. Cuando actuaban
en el exterior, iban acompañados de rebaños de llamas que trans­
portaban los suministros. Los incas conseguían victorias gracias a su
capacidad para concentrar cantidades superiores de guerreros en un
lugar dado (pueden hallarse detalles sobre su logística en Bram, 1941).
El gobierno político de los incas después de sus conquistas revela la
misma capacidad logística meticulosa. Los estudios difieren mucho
en cuanto a la realidad del llamado sistema decimal de administra­
ción, que al principio parece constituir un «diagrama de organiza­
ción uniforme» impuesto en todo el imperio. Moore (1958: 99 a 125)
cree que no era más que un sistema de recaudación de tributos in­
tegrado por miembros de las élites conquistadas, más o menos su­
pervisados por un gobernador provincial inca apoyado por un grupo
de colonos-milicianos. En una sociedad tan primitiva hubiera sido
imposible algo más desarrollado. Pero, sin embargo, esas técnicas
revelan una astucia logística que no se desarrolló en otras zonas de
civilización hasta después de un milenio o más de desarrollo del
Estado. Recuerdan a la dinastía Han de China o a los asirios o los
romanos del mundo del Cercano Oriente o del Mediterráneo: una
obsesión ideológica con la centralización y la jerarquía, llevada a los
límites de lo viable.
Si nos centramos en esos logros logísticos, los incas (y quizá
también algunos de sus predecesores) parecen demasiado precoces
para encajar fácilmente en mi modelo general. De hecho, plantean
dificultades para cualquier modelo general. Decir, por ejemplo, que
presentan «todas las características de un “Estado de conquista” en
el sentido de Oppenheimer», como hace Schaedel (1978: 291) es
perder de vista lo esencial: fueron el ú nico ejemplo de un Estado de
conquista prístino, donde un Estado original, producto del artificio
militar, se institucionaliza de forma estable. De hecho, todas las ex­
plicaciones del auge de los incas, según las cuales encaja en una pauta
general, son inadecuadas. Sus logros, si nos lo tomamos en serio,
son misteriosos.
La alternativa sería no tomarse tan en serio los logros de los
incas. Después de todo, se hundieron cuando 106 soldados de in­
fantería y 62 de caballería, al mando de Francisco Pizarro (y ayuda­
dos por las epidemias introducidas por los europeos) ejercieron pre­
sión sobre el propio Inca y éste cedió. Sin su jefe, la infraestructura
resultó no ser una organización social viable, sino una serie de gran­
des artefactos —carreteras, ciudades de piedra— que recubrían una
confederación tribual flexible, débil, quizá esencialmente prehistóri­
ca. ¿Eran esos artefactos meramente el equivalente de las civilizacio­
nes megalíticas, cuyos monumentos también sobrevivieron a su de­
rrumbamiento socif^ Probablemente no, pues su preocupación por
la infraestructura logística del poder sería evidente sólo a partir de
sus monumentos. Eso los acerca mucho más en cuanto a aspiracio­
nes a los imperios muy ulteriores que a los pueblos megalíticos.
Cuando su poder se sometió a prueba contra un enemigo mucho
más poderoso, resultó ser frágil, pero parece haber estado orientado
obsesiva, implacablemente, com o poder y no como la evasión del
poder que yo he expuesto como típica de la prehistoria en el capí­
tulo 2. Considero a los incas una excepción en la cual un militaris­
mo reforzado logísticamente desempeñó un papel mayor en los orí­
genes de la civilización que en otras partes y ¿n el cual la civilización
(contemplada con los ojos de otras civilizaciones) parece tener logros
desiguales.

En consecuencia, los demás casos, con excepción de la América


Andina, indican la validez del modelo general. Hubo dos aspectos
decisivos de la ecología social en la aparición de la civilización: la
estratificación y el Estado. En primer lugar, el nicho ecológico de
la agricultura aluvial fue su núcleo. Pero, en segundo lugar, ese nú­
cleo también implicaba contrastes regionales y fue la combinación
del núcleo relativamente limitado, enjaulado y sus interacciones con
redes regionales diversas, pero superpuestas, de interacción social, lo
que llevó a un mayor desarrollo. Egipto, una vez establecido, fue
excepcional porque se convirtió en un sistema social cuasi unitario
y limitado; pero el resto se convirtió en una serie de redes super­
puestas de relaciones de poder, generalmente con un núcleo federal
a dos niveles de pequeñas unidades segmentadas de ciudades-Esta-
do/tribus ubicadas en el seno de una cultura de civilización más
amplia. Esa configuración estuvo presente en los diversos casos y
—es necesario añadir— no lo estuvo en general en el resto del mundo.

C onclusión: Una teoría d e la aparición d e la civilización

La civilización fue un fenómeno anormal. Comportó el Estado


y la estratificación social, cosas ambas que los seres humanos han
pasado eludiendo la mayor parte de su existencia. Por tanto, las
condiciones en las cuales, en algunas ocasiones, efectivamente surgió
la civilización son las que hicieron imposible seguir evitándola. La
significación última de la agricultura aluvial, presente en todas las
civilizaciones «prístinas», fue la limitación territorial que aportó jun­
to con un gran excedente económico. Cuando se convirtió en agri­
cultura de regadío, como ocurrió por lo general, también intensificó
la limitación social. La población se vio enjaulada en unas relaciones
concretas de autoridad.
Pero aquello no fue todo. La agricultura aluvial y de regadío
también enjauló a las poblaciones circundantes, una vez más inse­
parablemente de las oportunidades económicas. Las relaciones co­
merciales también enjaularon (aunque, por lo general, en menor me­
dida) a los pastores, los agricultores de secano, los pescadores, los
mineros y los silvicultores de toda la región. Las relaciones entre
los grupos también se confinaron a rutas comerciales concretas, mer­
cados y almacenes. Cuanto mayor era el volumen del comercio, más
se fijaban territorial y socialmente todas esas relaciones. Ello no
significaba que hubiera una sola jaula. Ya he señalado tres conjuntos
diferentes de redes socioespaciales, superpuestas e intersectantes: el
núcleo aluvial o regado, la periferia inmediata y toda la región. Las
dos primeras se asentaron en pequeños Estados locales, la tercera en
una civilización más amplia. Las tres fijaron e hicieron más perma­
nentes los espacios sociales y territoriales finitos y limitados. A la
población enjaulada en ellos ahora le resultaba relativamente difícil
dar la espalda a la autoridad y la desigualdad emergentes, como
había hecho en incontables ocasiones en la prehistoria.
Pero, ¿por qué, en el interior de esos espacios, se convirtió en­
tonces la autoridad contractual en un poder coercitivo y la desigual­
dad en la propiedad privada institucionalizada? Las obras especiali­
zadas no han ayudado mucho a este repecto, precisamente porque
raras veces han advertido que esas transformaciones han sido anor­
males en la experiencia humana. En esas obras casi siempre se ex­
ponen como un proceso esencialmente «natural», cosa que desde
luego no fueron. Sin embargo, la ruta más probable hacia el poder
y la propiedad pasaba por las interrelaciones de varias redes super­
puestas de relaciones sociales. Para empezar, podemos aplicar a esas
relaciones un modelo flexible de «núcleo-periferia».
La pauta mesopotámica de desarrollo contenía cinco elementos
principales. En primer lugar, la posesión por un grupo de familias/re­
sidentes de tierras nucleares o de unas posibilidades desusadas de
aluvión o de regadío, aportaba a ese grupo un excedente económico
mayor que a sus vecinos periféricos de tierras aluviales/de regadío y
ofrecía empleo a la población excedente de esos vecinos. En segundo
lugar, todos los poseedores de tierras aluviales y los regantes poseían
esas mismas ventajas sobre los pastores, los cazadores, los recolec­
tores y los agricultores de secano de la periferia ulterior. En tercer
lugar, las relaciones comerciales entre esos grupos se centraban en
determinadas vías de comunicación, especialmente los ríos navega­
bles y en los mercados y los almacenes a lo largo de esas rutas. La
posesión de esos lugares fijos aportaba ventajas adicionales, en ge­
neral al mismo grupo nuclear poseedor de tierras aluviales/de rega­
dío. En cuarto lugar, el papel económico de primera línea del núcleo
alivial/de regadío se advertía también en el crecimiento de los oficios
manufactureros y artesanales y del comercio de reexportación con­
centrado en los mismos lugares. En quinto lugar, el comercio se
siguió ampliando hacia el intercambio de mercaderías agrícolas y
manufacturadas del núcleo a cambio de metales preciosos de las mon­
tañas de la periferia exterior. Ello confería al núcleo un control des-
porporcionado sobre un medio relativamente generalizado de inter­
cambio, sobre las «mercaderías de prestigio» para exhibir una con­
dición social y sobre la producción de instrumentos y armas.
Esos cinco procesos tendían a reforzarse mutuamente, lo cual
aportaba unos recursos de poder desproporcionados a los grupos de
familias/residentes del núcleo. Los diversos grupos periféricos no
podían volver la espalda a ese poder más que a costa de renunciar
a los beneficios económicos. Fueron suficientes los que optaron por
no hacerlo como para que apareciesen los Estados y la estratificación
de un tipo permanente, institucionalizado y coercitivo. Naturalmen­
te, los detalles de este progreso fueron diferentes en cada caso, sobre
todo en respuesta a las variaciones ecológicas. Sin embargo, en todas
partes es visible el mismo conjunto general de factores.
Así, cuando apareció la civilización, su signo más obvio, la es­
critura, se utilizó fundamentalmente para regular la intersección de
la propiedad privada y el Estado, esto es, de una zona territorial
definida, con un centro. La escritura denotaba los derechos de pro­
piedad y los derechos y deberes colectivos bajo una pequeña auto­
ridad política territorial, centralizada y coercitiva. El Estado, su or­
ganización centrada y territorial, pasó a tener una utilidad perma­
nente para la vida social y los grupos dominantes, de una forma que
se apartaba de las pautas de la prehistoria. La posesión del Estado
se convirtió en un recurso explotable de poder, cosa que no había
ocurrido hasta entonces.
Sin embargo, el modelo núcleo-periferia sólo puede aplicarse has­
ta cierto punto. Los dos eran interdependientes y a medida que se
desarrollaba el núcleo, también (aunque a ritmos diferentes) se des­
arrollaban las diversas zonas periféricas. Algunas pasaron a ser in­
distinguibles del núcleo original. La infraestructura del poder del
núcleo era limitada. Se podía absorber a la mano de obra dependien­
te, se podían imponer determinadas relaciones desiguales de inter­
cambio económico, se podía reivindicar una dominación flexible pa­
trón-cliente, pero poco más. Al principio, la capacidad para una
organización social autoritaria se limitaba a los pocos kilómetros
cuadrados de cada ciudad-Estado, mientras que todavía no se puede
discernir ningún recurso para la difusión del poder hacia afuera a
partir del centro autoritario mediante una población extensiva. De
ahí que cuando las zonas periféricas fueron creando excedentes, Es­
tados y alfabetización, ya no se podían controlar a partir del antiguo
núcleo. Con el tiempo, toda la distinción entre el núcleo y la peri­
feria fue desapareciendo. Es cierto que en Mesopotamia empezamos
a ver la aparición de nuevos recursos militares de poder y que en
algunos de los otros casos es posible que esos recursos se llevaran
más lejos y con mayor rapidez, pero cada vez en menor beneficio
del antiguo núcleo (como veremos en el próximo capítulo).
En todo caso, es evidente que el militarismo llegó después y se
creó sobre las formas ya existentes de organización regional. En
todos los casos, el p o d er id eo ló gico desempeñó un papel privilegiado
en la consolidación de las organizaciones regionales. En un estudio
comparado de estos seis casos, más el de Nigeria (que yo no consi­
dero de civilización prístina), Wheatley (1971) concluye que el com­
plejo de templos ceremoniales, y no el mercado ni la fortaleza, fue
la primera institución urbana importante. Aduce que el impulso dado
por la religión a la urbanización y la civilización consistió en su
capacidad para aportar una integración regional de objetivos sociales
diversos y nuevos por conducto de valores éticos más abstractos.
Esto resulta útil siempre que moderemos el idealismo de la narración
de Wheatley y nos centremos en los objetivos sociales que satisfacían
los centros ceremoniales. La división entre lo «sagrado» y lo «laico»
o «secular» viene después. No es, como aduce Wheatley, que las
instituciones económicas estuvieran subordinadas a las normas reli­
giosas y morales de la sociedad, ni que las instituciones seculares
surgieran después para compartir el poder con las sagradas ya exis­
tentes. Los principales objetivos del templo sumerio, acerca del cual
tenemos buena información, eran básicamente mundanos: actuar en
primer lugar como servicio diplomático entre las aldeas y después
redistribuir el producto económico y codificar lo deberes públicos
y los derechos de propiedad privada. Lo que hemos aprendido en
este capítulo confirma el carácter generalmente mundano de las cul­
turas religiosas de las demás civilizaciones iniciales. Por otra parte,
como ya sugerí en el capítulo 1, las culturas religiosas eran social­
m en te tra n scen d en tes y aportaban soluciones organizadas a proble­
mas que afectaban a una zona más extensa de lo que podían regular
las instituciones autoritarias existentes. El desarrollo regional produ­
cía muchos puntos de contacto tanto en el seno de cada zona aluvial
y periférica como entre esas zonas. Surgían problemas y oportuni­
dades persistentes, especialmente en las esferas de la regulación del
comercio, las migraciones y los asentamientos, la cooperación pro­
ductiva (especialmente en el riego), la explotación de los trabajadores
mediante los derechos de propiedad y la definición de qué clase de
violencia era justa y cuál injusta. Esos son los problemas fundamen­
tales con los que se enfrentaban las ideologías de las religiones emer­
gentes y de lo que se trataba ritualmente en el patio del templo, el
almacén del templo y el santuario interior. Las instituciones ideoló­
gicas brindaban una forma de poder colectivo que era flexible, difusa
y extensiva, que ofrecía soluciones diplomáticas auténticas a necesi­
dades sociales reales y que, en consecuencia, estaba en condiciones
de atrapar a poblaciones mayores dentro de su «diagrama de orga­
nización» del poder distributivo.
Así, podemos distinguir dos fases principales en el desarrollo de
la civilización. La primera contenía una estructura federal de dos
niveles: 1) las pequeñas ciudades-Estado proporcionaban una forma
fusionada de organización del poder económico y autoritario polí­
tico, es decir, «circuitos de praxis (económica)», con un grado pro­
nunciado de «centralización territorial» (el medio de poder econó­
mico y político, definido en el capítulo 1). Esa combinación atra­
paba a poblaciones relativamente reducidas. Pero, 2) esas poblacio­
nes vivían en el seno de una organización ideológica y geopolítica
mucho más extensiva, difusa y «transcendente», por lo general sinó­
nimo de lo que denominamos civilización, pero más o menos con­
centrada en uno o más centros regionales de culto. En la segunda
fase de las primeras civilizaciones, esas dos redes de poder tendían
a fusionarse, fundamentalmente por conducto de más coerción con­
centrada, es decir, de organización militar. Aunque ya lo hemos
vislumbrado, de eso se trata con más detalle en el capítulo siguiente.
Por último, hemos visto que las teorías convencionales de los
orígenes del Estado y de la estratificación social están teñidas de
evolucionismo, como se previo en el capítulo 2. De hecho, los me­
canismos que esas teorías califican de «naturales» son anormales. Sin
embargo, se han identificado correctamente muchos mecanismos en
los raros casos en que surgieron los Estados y la estratificación. Yo
he apoyado una visión económica amplia de los primeros orígenes,
mezclando eclécticamente elementos de tres grandes teorías: el libe­
ralismo, un marxismo revisionista y la teoría funcional del estado
redistributivo. Para las fases ulteriores del proceso, los mecanismos
militaristas son más pertinentes. Pero todo ello no llega a ser perti­
nente hasta que se continúa con el modelo de redes superpuestas de
poder, lo cual confiere un papel especial a la organización ideológica
del poder, de la cual se suele hacer caso omiso en las teorías de los
orígenes. Ni el Estado ni la estratificación social se originaron de
forma endógena, a partir del seno de «sociedades» sistémicas ya exis­
tentes. Se originaron porque: 1) a partir de las redes sociales flexi­
bles y superpuestas de la prehistoria surgió una red, la agricultura
aluvial, que estaba desusadamente enjaulada, y 2) en sus interaccio­
nes con varias redes periféricas aparecieron otros mecanismos de
enjaulamiento que llevaron a todas a una mayor participación en dos
niveles de relaciones de poder, las existentes en el seno del Estado
local y las existentes en la civilización más general. Ahora se puede
llevar la historia del poder hacia afuera de esos pocos epicentros
anormales, tal como ocurrió en la realidad.

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Capiculo- 5
LOS PRIMEROS IMPERIOS DE DOMINACION:
L A DIALECTICA DE L A COOPERACION
OBLIGATORIA

El capítulo anterior contenía, temas ya¡ conocidos,, algunos extraí­


dos: del evolucionismo' focal-, otros de 1-a sociología: comparada.. La-
eiviTizaciión, ía estratificación social y lbs, Estadas ser originaron en
las. circunstancias: Bocales; de seis. sociedades parecidas a rasgos gene1-
irales. y esparcidas por tado el mundo.. La agpixrafciinr» alhxvial y de
regadío situada en medio- de redes regronafes sia¡peBjraesEas. de iraner-
acciói® social intensificó! mía jjauiEa social de dos niwdles. EEDov a sui
vez, l¡Eevo>a mamcrecimiento) exponenciali del! poder coHectÍTO) Bmamnam!®-
Algunos de esos. tremas, generales ipontiraiáiara) em este capítote, cgixe
describe otara fase de Ea feistoinai inicial! de la cróiE2rae¿OTi)_ La jjanmlb
social se liíz®> entonces nrnás, prona-neraida, más stragolar y nmurcfi® más.
extensiva comas» resultada) de M ío proceso' de ¿nteiracciócii iregjictiiatL
Estai vez, ell estnaxiaJo» iniciall procedió) menos, de Da ©cg^nízaeíásn ec©>-
momiea que de la miliiitranr. Y tam&íéij cannfináo* Ea pama geopofeica
gmmisilginirpnine-.. I.a» zonas q¡ue üiafeiretm sidk» Enasta eraaornces senaípeirífé-
urcas. se mor'rairtíeiroia!, en oextüD sentidc», eso ell muiew» naídjera de Ib
ciwS&zscwm. Los ««señores de Eas. maareas»> faeron lbs pioneros

Cosme» em c a á toxdfos; Eos casm cafoe apceoair la apamkióffli d e mima


ese» s®¡pieire vm x n z maás ama tendencia ge-
neral del desarrollo. Pero ahora existen diferencias anán más obvias
entre ellos. Mi respuesta consiste en ajustarse todavía más el desarro­
llo de la civilización del Cercano Oriente, que es ¿1 caso más docu­
mentado y el más impórtame históricamente. Como y a nos encom-
tramos decididamente en el terreno de ia historia, la documentación
va mejorando y podré contemplar de forma más sistemática la in­
fraestructura del poder y sos cuatro medios distintos de organiza­
ción (como se prometió en el capítulo 1).
Tras comentar el desarrollo de los primeros imperios mesopotá-
micos, también me ocuparé de las teorías elaboradas por los espe­
cialistas de la sociología comparada para explicar esas imperios. Ve­
remos q-ue, si bien esas ¡teorías lograin señalar determinadas caracte­
rísticas generales de la dominación imperial, tienen bu enfoque es­
tático o cíclico. Pierden de vista la dialéctica de la «cooperación
obligatoria», tema central de este capítulo. Gracias a las técnicas de
poder de la cooperación obligatoria, la «punta de lanza» del poder
pasó de civilizaciones ¡con múltiples actores del poder a imperios de
dominación.

A n teceden tes: Ei crecim ien to d el m ilitarism o


y d e las m arcas

Durante ux»os setecientos años, la forma dominante de la civili­


zación sumeria fue ama estructura multiestatal de por lo menos 12
dradades-Estad© principales. O sea que mo s e produjo ara avance
rápido hacia organizaciones mayores y mas jerárquicas dd poder.
Sin embargo, en la segunda mitad de ese período, la ciudad-Estado
empezó a modificar su forma a medida qttae empezaba a dominar la
realeza. Entonces, hacia el 2300 a.C-, la autonomía de la dnodad-jEs-
tado empezó a debilitarse a medida que aparecían confederaciones
regionales de ciudades. Por ultimo, -éstas se vieron conqnistadas por
el primer «imperio^ extensivo de la historia registrada, el de Sargón
de AJtkad. Desprnés, el imperio siguió saendo ana de las formas so­
ciales dominantes a lo largo de eres m il años en «1 Cercano Oíaerase
y em Europa, e ¿radhtso más tiempo en Asia oriental.
su aparición «mirrial fue wn .asunto de ¡mu cierta áiay ¡wTamn-!tai qtme

Como vimos en el fibáram eapétmiliQ, por k> generail los esnodiiosos


atribuyen la ¡primera parte del proceso, la aparición de la realeza era
las ciudades-Estado sumerias tardías, a la guerra. Los éxitos logrados
en el regadío por las ciudades-Estado las hicieron más atractivas
como presa a ojos de los vecinos más pobres de las tierras altas. Los
registros también documentan muchas disputas fronterizas entre las
propias ciudades-Estado. Los dos tipos de conflicto hicieron que la
defensa pasara a ser una cuestión más crítica y llevaron a la cons­
trucción de murallas enormes a mediados del tercer milenio. Simul­
táneamente, deducimos que los jefes militares consolidaron su do­
minación y la convirtieron en realeza. Algunas autoridades sugieren
que eran acadios, es decir, semitas del norte. Pero, como ya he in­
dicado, la realeza local es perfectamente compatible con la economía
retributiva del regadío relativamente centralizada y loca y no habría
constituido una ruptura radical con las tradiciones sumerias. La rea­
leza, que combinaba la jefatura de la guerra con la dirección de la
economía, podía seguir incrementando el excedente, así como los
niveles de población o los de vida. Pero cuanto más éxito tuviera,
mayores serían sus consecuencias para las redes de poder de la re­
gión más extensa.
Así, no hemos de contemplar sólo el equilibrio del poder dentro
de Sumeria, sino entre Sumeria y el exterior. Ese equilibrio implica­
ba consideraciones económicas y militares entrelazadas, naturalmen­
te, tal como ha seguido ocurriendo hasta la época actual.
Como ya se señaló en el capítulo anterior, Sumeria estaba espe­
cializada económicamente. Aunque favorablemente situada para ge­
nerar un excedente agrícola y, en consecuencia, para desarrollar una
división del trabajo y productos manufacturados, tenía una escasez
relativa de materias primas, especialmente minerales, piedras precio­
sas y madera y dependía del comercio exterior. Ahora bien, inicial­
mente, ese comercio precedió al Estado, como de hecho había veni­
do ocurriendo al final de la prehistoria en general. Pero cuanto más
se desarrollaba, más dependía del Estado. A medida que aumentaban
las capacidades de organización de todas las agrupaciones regionales,
incluso las relativamente atrasadas iban adquiriendo la capacidad para
organizar incursiones y extraer tributo de los comerciantes. El co­
mercio necesitaba protección contra el pillaje en ruta. Pero incluso
el intercambio pacífico convenido entre los territorios controlados
por el Estado exigía una cierta regulación diplomática, dada la in­
existencia de una «divisa» internacional que denotara el valor de
intercambio de un producto (véase Oppenheim, 1970). El incremen­
to del comercio aumentó la vulnerabilidad de Sumeria en dos senti­
dos. En primer lugar, aumentó tanto el excedente como los poderes
de organización colectiva de todos los tipos de grupos situados lejos
de Sumeria. Algunos podían optar por saquear el comercio, otros
podían tratar diplomáticamente de desviar el comercio hacia sí mis­
mos, en lugar de hacia Sumeria, y otros podrían sencillamente emu­
lar a Sumeria y competir pacíficamente con ella. La «ventaja neta
comparada» en la producción eficiente de mercaderías manufactura­
das correspondía a Sumeria. Pero ello carecería de pertinencia si
algún otro grupo pudiera efectivamente impedir que las mercaderías
llegaran a Sumeria y así cobrar una «renta de protección» a lo largo
de las rutas comerciales. Un grupo de ese tipo podía estar encabe­
zado por cualquiera, desde un Estado rival, organizado y casi alfa­
betizado, hasta un jefecillo tribal, pasando por un aventurero y su
banda. Así, tanto la violencia organizada de guerra/diplomacia como
la de «tipo mafioso» podían poner en peligro la estabilidad de los
suministros vitales de Sumeria.
En consecuencia y para protegerse, Sumeria trató de ampliar su
poder político y militar a lo largo de su red de comercio interna­
cional. Su eficiencia agrícola le aportó una ventaja comparada, en la
liberación de hombres y de recursos con fines militares, sobre casi
todos los pueblos cercanos. Al principio, parece que podía despachar
a grupos de soldados y de mercaderes y establecer colonias a lo largo
de las rutas comerciales. Sin embargo, a la larga no pudo controlar
esas colonias. Se desarrollaron de forma autónoma y se fusionaron
con las poblaciones locales. Además, la segunda fuente de vulnera­
bilidad confirió una ventaja comparada a un tipo de grupo rival. La
dificultad que eso planteaba a Sumeria estribaba en que ese rival
estaba en sus propias marcas y le impedía proyectarse hacia fuera.
En este caso hemos de recordar las repercusiones sobre la guerra de
la especialización ecológica, que empecé a comentar en el capítulo 2.
De momento, dejemos de lado la guerra naval y de sitio, puesto
que tienen sus propias peculiaridades. Si nos limitamos a los campos
abiertos de batalla en tierra, podemos observar que a lo largo de la
historia registrada los ejércitos han estado integrados por tres ele­
mentos: infantería, caballería (comprendidos los carros) y artillería
(cuyos elementos princiaples han sido el arco y la flecha). Cada uno
de esos elementos tiene muchas variantes y a menudo han aparecido
fuerzas mixtas, así como tipos mixtos (como los arqueros monta­
dos). Cada uno de ellos tiende a aparecer en sociedades con econo­
mías y Estados diferentes, cada uno tiene sus puntos fuertes y dé­
biles en los distintos tipos de guerra y cada uno trente sus efectos
sobre la economía y el Estado. La ventaja histórica no corresponda©
siempre a urna forma de giaerra, aumqmfe a neniado se dice qnae la
caballería sí dispuso de esa ventaja general en ed mumdo antiguo.. De
hprhnj «1 poder ifae cambiando serrón el tipo de guerra y Ha evofadón
de las formas militares, políticas y «eeoraóinaikcas J-
¡Las primeras armas fueron evolraaoraando a partir de aperos de
labranza y artüugios de caza. Ulteriormente, hacia el 3000 a.C. los
pueblos esteparios domesticaron 'los caballos y poco después se lati-
Kzaron en Sumeria équidos {quiza (onagros e laíbridos de asíaos) para
tirar de carretas y de carros de combase. iLos cjérdiEos de Sumeria
estaban formados por carros de combate bastante poco manejables
y falanges de infantería movilizadas tras escudos largos. No dispo­
nían de ¡mtidhos arcos. Esos ejércitos de infantería «eran adecuados
paira «mas ¡campañas 'lentas y metódicas, mediante las cuales se po­
dían conquistar y defender pequeñas zomas densamente pobladas.
Surgieron debido a la necesidad de defender a las ciudades-Estado
iniciales y , <gmzá, de conquistar a sas mecimos inmediatos. *Qne se­
pamos, dejaron en paz al binterland. Su antítesis lolterior fue di nó­
mada estepario a caballo, armado con lanza y ;aroa>, aunque todavía
sin armadura, .armas pesadas, süa ni espundias. Les ¡hubiera resultado
difícil mantener tm ataque frontal contra los agricultores y ¡no po­
dían asediar a sus enemigos, pero las incursiones rápidas y por sor­
presa podían convertirlos en algo más que un mero conu aliempo-
Pero en d tercer milenio, ¿1 ripo dominante de guerra no se laacia
entere esas dos antítesis. Recuérdese que «3 caballo no se utilizó con
eficacia en la guerra de caballería hasta después dell 15QD a.GL {(eran
carros de combate más móviles). Hasta entoroces estamos comparan­
do la supuesta resistencia y movilidad de los pastores para ir al
combate; la capacidad de los cazadores para lanzar proyectiles y para
practicar la violencia, y los mayores efectivos, la solidez y la moral
predominantemente defensiva de los agxücolbores. Ninguno «de esos
grupos gazaíba de rana venta-ja general. Cada xmo de dios temdinra la
superioridad segfmn ‘las circunstancias tácticas y geográficas y lo ideal
sería nana comibincuáom. de cada denaendro.. Em todo caso, por So ¡ge-

1 M cN eill tiare unas reseñas ¡generales fstnniilantes -de líos primeras guaneas anti­
guas, tm M en The R ise o f th e W est ((39K3)) como m is xecicmemente tan T h e pjcrsm t
tif ¡Pomer 1(1983'). 'Véanse los datos arqneribágiems en Yaítin ((lT5é3)).
neraíTel waM!e regado- y los pastos esteparios mo>tercíaam fronteras < d® >~
nnnraies. Enture nuedlk» íiabrái zonas, etc tierras altas, cpie csicmillnOTafoanii Ib
agrñrofcnra y pastoreo» y «pac üjam prosperando» reJbairaaírieEDttev, a
caballo. enere las: roías, comerciales; q¡iiie crrazabari los ^aJüies AhanriiaiBes
y las estepas* Eos bosq-ues. y Iba montaaías^ AEí Gamxüñéim las técnicas,
efe la guerra eran mixtas; yTes de supomeir ((paes se tama «¡fie uekb
swpeisici&mi)^ fee dtanefe se Brikiermm tas primeras eeraíatówas «fe emmBm-
nar tácticas de racimrsíóni rápida com rmarefuas sistemáticas. For aóai-
dEdunra* lias crudades^Estado» teiiKxmi ttodo> género> «¡fe nnotivcjs pasra fer­
mentar estov para utilizar a Eos señores. de Cas. marcas come» amcurtá-
guiadores contrai Iba auténticos pastores más. distantes <a>como cx m -
trapes© contra una cnudad-Estado» rival. Los señores de las nuarcas
todiasría no* poseían ircrrai caballería pfñraor,, pues aón mes se Qraafcaix
cabaUoss coa objeto* de ofecemeir ejemplares considera!)Eementr más
fuertes, y los ames es eran; todareíb rudSmemtaiirios.. Per© apaareHDtememte
Ib arquería se iba desairrollamdí» cora gpan rapidez a partir de fias
prácticas d!e la caza y parece qpe el os© del arco> dE© una wmeafa
comparada! a los hafcítamtes efe lias mareas* si se comfeinafca con una
fuerza de infantería- Era todo» casov bay aiügpi qiie necesita explicación):
el! predominio* durante dos milenios efe los señores de: las marcas era
lia giierra y su; tendencíai a fundar y a ampliar ÍEnperios^

Sorgón de Akkad
Sargjára fue Ib primera persoraa&fadt cíe h¡ EuscotriaL. CcuMjTaiscói Six-
mería ero el 2310) (?)) aXL y Ib go&eimxD» fiosca sm muienie,, em di 2273
(,?)) aXL (las ffedfoas mapírcan mposcciántes; éstas scmd Eas que da Wes-
tenÍDoIbrr 19*79: 124,-, otras fuentes seCTHttdarias úsales s«ra Kímgi, 1923:
216 a 251; Gadki 1971: 41? a y Larsemv, 1979: 75 a 106; en
Graysio®i> 1975: 235 y 236>„ se detallan) faemees; dociBaEDentaTes dffispi©-
miMes)). Smi dinastía acadüa g^feen»© tanminnpetrün nmasopgittániracip an®-
plJad© dlairamte casi dos siglos* segpída gTTHa rniisima 2T 0C
B3Lmusdjear (titas
varios initerregroos) por otros erarios imperios dinásticos inn^MMrtanmes:
Ib UI Dinastía de Ur„ la pako&db^miiica ((axyfa rey imnis comffliCKiifis
fine Eiaammntuarabi)) j fia casita z. El peráosfiDi abaarcaeEc» m este c^^adkiv
dlescBe Saargióini basca la caúfia ote Ibs casitas, fwe «fe/qeudos namll amos.

2 & puedb consnlcar una ¡zxamatiagjia xpingximadWefe La» dLveüsaa dinastías, era Un
figjirai más acHeünicev, emasee misan» dpúmibt.
Aunque un período tan prolongado contenía una enorme diversidad
de experiencia social (¡piénsese en la diversidad de los europeos des­
de el año 1000 d.C. hasta 1985!), también da muestras de similitudes
macroestructurales, además de una orientación central del desarrollo
histórico. En general, ambas cosas las estableció Sargón. Como no
sabemos gran cosa acerca del propio Sargón, los comentarios sobre
su imperio siempre son un poco teleológicos; las propias fuentes,
por lo general escritas más tarde, tienen una misma calidad. Mi aná­
lisis será típico del género y, en cierto sentido, «ficcionalizará» a
Sargon en un personaje histórico mundial, representante de su era y
de su dinastía.
Se ha solido definir a la conquista de Sargón como «imperio
territorial». Yo estoy en desacuerdo y aduzco que su poder no se
asentaba en un control directo sobre el territorio, sino más bien en
una dominación territorial sobre clientes. Sin embargo, su poder se
extendía por lo menos varios centenares de kilómetros de largo y de
ancho e incluía las ciudades-Estado sumerias, las zonas septentrio­
nales de Akkad, de donde él mismo procedía, la zona de Elam, hacía
el este, y varias zonas más de tierras altas y de llanuras. Esas con­
quistas estaban configuradas por el sistema fluvial del Tigris y el
Eufrates, por razones económicas y logísticas evidentes. Su núcleo
económico no era ya simplemente el regadío lateral, sino también la
adición de vínculos comerciales regulados entre un gran número de
esas zonas de regadío lateral más sus hinterlands. Y podemos obser­
var otro tipo más de vinculación. La conquista no se limitó a seguir
los ríos. Su columna vertebral fue el artificio militar/político que
intervino en los ritmos de organización marcados por la naturaleza,
igual que el artificio económico/político del riego había intervenido
anteriormente en los ritmos del río.
La patria de Sargón era Akkad, quizá una ciudad-Estado cuya
situación precisa se desconoce, pero en la región septentrional, de
desarrollo tardío, de Mesopotamia. El «país de Akkad» comprendía
tierras agrícolas de secano y pastos de tierras altas, además de la
agricultura de regadío. Es probable que su población fuera semita.
El idioma acadio era diferente del sumerio. Las tierras de Akkad
limitaban con los Estados septentrionales sumerios y estaban influi­
das por ellos. La leyenda de Sargón habla de sus orígenes bastardos
(es el primer relato del «recién nacido hallado entre los juncos» del
Oriente Medio). El principio de su trayectoria se ajusta a esa leyen­
da: servicio como guerrero profesional en el séquito (como «cope-
ro») del rey de Kish, Estado sumerio septentrional. Esa zona estaba
atrapada en las presiones cruzadas económicas y militares del tipo
que ya he descrito. Sargón logró la hegemonía (sospechamos) me­
diante la combinación de las técnicas militares de los pastores con
las de los agricultores. Se hizo famoso por la celeridad de sus ata­
ques. Es probable que él o su sucesor utilizaran un arco reforzado
mediante la mezcla de madera con cuerno (véase Yadin, 1963). Pero
su principal arma siguió siendo la infantería pesada.
Sargón no fue un pionero total. Ya hemos tenido vislumbres de
conquistadores anteriores, generalmente con nombres semitas, que
fueron sobresaliendo cada vez más en las ciudades sumerias predi-
násticas tardías: por ejemplo, Lugalannemundu, conquistador efíme­
ro que utilizó lugartenientes con nombres aparentemente semitas y
que «ejerció su reinado sobre todo el mundo», según nuestra fuente
(Kramer, 1963: 51).
A partir de su base en una marca consolidada, Sargón avanzó en
todas las direcciones, conquistando en treinta y cuatro campañas
todos los Estados sumerios, llegando por el sudeste hasta el Golfo
Pérsico, por el oeste quizá hasta la costa de Levante, y por el norte
hasta Siria septentrional y Anatolia. El y sus sucesores decían haber
destruido el reino rival de Ebla. Casi todas sus actividades registra­
das se realizaron en Sumeria y en el noroeste, aunque ahí sus cam­
pañas fueron diferentes. En Sumeria, su violencia fue selectiva y
estuvo limitada por la tradición; se destruyeron murallas, pero no
de ciudades, y el rey sumerio anterior fue transportado encadenado
al templo de Enlil, en Nippur, tras lo cual él mismo se hizo rey.
Algunos gobernantes sumerios se mantuvieron en su lugar, aunque
los acadios sustituyeron a más de lo que se consideraba tradicional.
Lo que él pretendía era utilizar el poder de Sumeria. En el noroeste,
en Siria, su comportamiento fue más implacable y llegó a jactarse de
cuanto había destruido. Por extraño que parezca a los lectores mo­
dernos, estos registros combinan la destrucción con la persecución
de fines comerciales, como las expediciones para liberar las «Mon­
tañas de Plata» y el «Bosque de Cedros», e incluso para proteger a
los comerciantes acadios contra el hostigamiento en la Anatolia cen­
tral. Sin embargo, el emparejamiento destrucción-comercialismo tie­
ne sentido: el objetivo era destruir el poder de los Estados y aterrar
a los pueblos que se injerían en las rutas comerciales.
Si sumamos esas dos zonas, obtenemos un imperio de una ex­
tensión enorme conforme a criterios anteriores. Quizá debiéramos
exdhir como dnadasas ¡Las conquistas registradas de Amamalia y Ha
costa del Levante. Incluso entonces, la andkoira del imperio em di-
reacción ^noroeste-sudeste, por los calles dfd Tigris y del ÍEauíntces»
hubiera sido muy ssuperior a 1.000 ikikámetros, y so Üroaugkxtd de unos
400 kilómetros. Pero aunque los registros son muy jactanciosos, ca­
recen de precisión. Se uros dice que Akkad se extendía en w espacio
de trescientas sesenta horas de marcha, casa 2.000 lolónaetros por
carretera, pero no estamos seguros ¡de cómo interpretar las palabras
«.en el espacio». Además, se hace hincapié en Haidommatcióm ejercida
soibre países y pueblos de dimensiones no determinadas- El lenguaje
de Ha dominación es <exu£ático: a los pueblos, las omdades y los .ejér­
citos se los «.aplasta», se los -«derriba»,; Sargón los «hace pedazos»-
El térmmo acadio ‘de «rey » también empezó a estar dotado «de cm -
notaciones divinas. Más tarde se concedió a Maram-Sin, el nieto de
Sargón, la condición divina, .así como el título de «el Poderoso, rey
de las Cuatro Zomas».
Todo ¿Ho puede parecer una forma territorial e imperial, ¡general
y extensiva, de -dominación. Esa era la impresión (que se trataba de
dair a los contemporáneos. Pero el imperio de Sargón no fue terri­
torial en cuanto a extensión, sino en cuanto a xaitencmn. Para (de­
mostrar eso hará falta un examen detallado de la infraestruccura lo­
gística y de la difusión universal .del poder. Yo evalúo las posibili­
dades prácticas de ejercicio del poder de una forma ¡razronaMcmeffite
sistemática y técnica. ÍNo es fácil, pues los registras escaseara y los
estudiosos han evitado las cuestiones logísticas (como iba coanfesado
Adams, 1979: 397). Es necesario especular y proceder a una recons­
trucción hipotética. Como algunos ¡de los problemas imfraestructu-
rales ¡fundamentales fueron casi invariables a lo largo del periodo
crvalnzado ¿insiguió, complementaré los <da*os limitados de la propia
época de Sargón con dáteos procedentes de otros tiempos y lugares.
La infraestructura fundamental necesaria para el ejercicio 'de las
cuatro fuentes de poder tanto organizado como difuso es la «de ¡Las
comunicaciones- Si no existe ama transmasacm efectiva de mensajes,
personal y recursos, no puede haber poder. Es poco lo que sabemos
acerca de las comunicaciones de Sargón. Sima embargo, podemos de­
ducir que los problemas fimaailanmwmiiailtffs cora los que éste se enfren­
taba eraaa parecidos a los de todos los reyes de la Uxca
vez desarrolladas tres tecnologías: la carreta a ¡txacdióim animal, el
camino pavimemtado y d barco de vela, las &naitaócnaes globales de
las coAuxiícacioises fueron mmy parecidas a lo largo de varios xniLe-
raios- Fundamentalmente,, el transporte: por agua era más práctico
que ell transporte pac rienra. Das milenios y meefíoi después* el Edic­
to de Precios. Máximos, del emperador romano. DioeJecranK» estable-
ció' cifras: monetarias, a sus. coate» relativos. Si Cos. costes por mar eran
de 10Tlia relación del transporte por río era de einco> y Ha de transa
porte en carretera por tierral era <¡£e 2S¡<g> >de 56 3'_ Es decir,, e£ tramsr-
porte por tierra era 28 á>56. veces más caro que el transporte por
mar y cinco- o más de 11 veces más. caro que el transporte £LixviaL
Esas; cifras indican: unos órdenes de magpitud generales, y no) urnas
relaciones precisas. Los. costes relativos; exactos; varían segjín Sa dis­
tanciar ei terreno* las. condiciones d'e los mío». © los mares» ell peso
de las mercaderías, lbs animales concretos que se utilizaban y las
tecnologías.
En esta disparidad intervienen dos factores principales.; la veío>-
cidad y la reposición) de la energía de los porteadores. La velocidad
era mayor en ell transporte aguas alhajo» y marítimo, y podía ser ma­
yor en algunas condiciones fluviales, agpas. anrifca. Fero; el principal!
factor era- el problema en tierra de alimentar a los animales de tiro.,
con el cual! no se tropezaba en el transporte por agua. Eso> no. sólo»
elevaba los; costes.; establecía unos limites; finitos. Los. animales; corno
los. bueyes,, las mixtas, los caballos; y los burros, que transportaban
unas cartas máximas de forraje tienen que consumirIo> en una dis^
tancia de unos 15© kilómetros, para segunr vivos. Toda distancia ma­
yor por tierra es imposible si noi se cuenta con suministros, a lo Daargp
de la ruta. Eso sería posible,, pero rao: resultaría rentable. El ñnico;
transporte por tierra a distancia superiores a líos 80-15© kilómetro»;
que tendría sentido economic© en ei mundo antiguo, era ell de mer­
caderías como urna afra relación valor-peso» en coxnpairaoón con la
relación del forraje para las bestias. El transporte por agua temía urna
rentabilidad mayor y podía cubrir largas distancias sin necesidad de
más; suministros, de alimentos. La principal limitación a ssn asutono*-
mía marítima era lia necesidad de agjcta potable, que ocupaba una
proporción bastante gpamde de la capacidad de cargai de n {raneo.
Por eso* los barcos, eficientes eran glandes* lo cual hacía sentir los
costes de capital de sus constmucción. Había aspectos estacionales que
afectaban a ambas formas de transporte, pwes el tiempo y las crecidas

3 Por d¡esgjra«riav ese ediew» co ad en f una arn&igjiedadt curaos dletiaflig.* se puediera


apreciar o s e£ cap án lb 9.. S i era efl mranapqctg p o r tÍBnzx se iuiíKm —cameflbsy ell esKcn®
redúce ell cnipy gm ^ 20) pQtr ÍQQL
constituían grandes limitaciones en el transporte por agua y las co­
sechas y la disponibilidad de excedentes alimentarios tenían un efec­
to todavía mayor en tierra.
Si sabemos algo acerca de la ecología de Mesopotamia, podemos
advertir la importancia de las comunicaciones en el desarrollo de
Sumeria. Las ciudades-Estado estaban junto a ríos navegables o cerca
de ellos. Estaban cerca las unas de las otras y podían constituir
centros de abastecimiento para viajes más largos. Así, los burros y
las carretas de bueyes podían hacer una aportación efectiva a las
comunicaciones entre las ciudades. La navegación contra corriente
era difícil. La norma habitual era utilizar grandes balsas para trans­
portar las mercaderías aguas abajo, después desmontarlas y utilizar
allí la madera. Los únicos obstáculos importantes eran el alto coste
de la madera y las crecidas estacionales que detenían toda la navega­
ción.
Sin embargo, en cuanto Sargón fuera más allá de la llanura alu­
vial, tropezaría con enormes dificultades infraestructurales. Esas di­
ficultades fueron más o menos las mismas para todos los imperios
extensivos ulteriores. Como él fue, ante todo y sobre todo, un con­
quistador, empecemos con su logística militar.

La logística d el p o d er m ilitar

Sargón se jactó en dos ocasiones de que su éxito era, efectiva­


mente, en parte logístico. En una tablilla de un templo de Nippur,
leemos que cada día tenía «5.400 hombres a su mesa [o en su pala­
cio]». Y en la crónica protodinástica leemos que «situó a sus fun­
cionarios de la corte a intervalos de diez horas de marcha y gobernó
con unidades a las tribus del país» (las tablillas se pueden leer en
Pritchard, 1955: 266 a 268, y Grayson, 1975: 153). Esa jactancia
revela una preocupación por la técnica de organización, que se con­
sideraba superior a la de sus predecesores. El número de soldados,
el hecho de que estuvieran alimentados permanentemente por una
intendencia y el de que ésta estuviera organizada de forma perma­
nente y espacial, indican hasta qué punto era algo nuevo contar con
un gran ejército y una administración profesionales. Es posible que
a nosotros el número de 5.400 hombres no nos parezca muy grande,
pero entonces se pretendía impresionar con él. Probablemente, la
unidad nuclear de sus conquistas y su reinado fuera ese número de
soldados con sus proveedores.
¿Qué capacidad tenía una unidad así? Podía defender a su jefe y
a la corte de éste contra la traición por sorpresa. Pero quizá no fuera
lo bastante grande para una gran batalla contra una ciudad-Estado.
Se dice que en su batalla contra las fuerzas combinadas de Ur y de
Lagash, Sargón mató a 8.040 hombres y tomó prisioneros a 5.460.
Somos escépticos ante las afirmaciones de ese tipo. Como máximo,
las dos ciudades podían haber puesto en el campo de batalla a unos
60.000 hombres en edad militar. Me resulta difícil creer que se pu­
diera equipar, movilizar y desplazar a un espacio limitado a más de
un tercio de esos campesinos y artesanos para combatir con un mí­
nimo de disciplina. Es posible que esos 13.500 hombres fueran el
total del ejército enemigo; en todo caso, es probable que los ejércitos
rivales tuvieran unos efectivos de esa magnitud. O sea, que la unidad
nuclear de Sargón (que en esa batalla relativamente temprana no
podía haber sido superior a 5.000 hombres) necesitaría el apoyo de
levas, reclutadas, como siempre fue la práctica ulterior, a costa de
los gobernantes que eran sus clientes y aliados. Imaginemos una
fuerza total de 10.000 hombres: 20.000 en las grandes campañas y
unos 5.000 con fines generales. ¿Qué logística tenía su utilización?
Aquí paso a un brillante estudio sobre la logística de dos mile­
nios después: el análisis que hace Donald W. Engel (1978) de las
campañas de Alejandro Magno. Si me adelanto tanto en el tiempo
es porque no existe ningún estudio comparable de todo el período
intermedio. Algunas de las conclusiones más destacadas de Engel
tienen pertinencia para todo el período antiguo dadas las similitudes
de la tecnología de las comunicaciones a lo largo de todo el período;
otras son aplicables a Akkad, pues ésa fue la región que cruzó el
propio Alejandro.
Empecemos por la hipótesis más negativa, la de que no hay su­
ministros, agua ni forraje para los caballos a lo largo de la ruta de
marcha del ejército, o sea, dicho en otros términos, que la tierra es
estéril, o que no es época de cosechas y que la población local ha
huido y se ha llevado sus provisiones. Engel calcula que, en gran
parte independientemente de los efectivos de un ejército, los solda­
dos y sus seguidores podían transportar provisiones para dos días y
medio. A fin de comer durante cuatro días, necesitarían una gran
cantidad de animales de carga. Pero no tendrían para comer durante
cinco días, independientemente del número de animales de carga que
llevaran. Los animales; y los soldado» consum irían codas las p ro v i-
sion.es adicionales* incluso aunque estuvieran) ai m edia racióni. E l p e­
ríodo' d e supervivencia d e uní ejercito' com pletam ente autoabastecido)
sería d e tures d ías, conclusión q u e cuenta cora el ap o yo d e Eos sistem as
d e racionamiento» utilizad os en lo s ejércitos; gpieg^is y rom anos. T res
días' es el lirniute* tanto» si la m unición d e boxea se Eleva en form a d e
cereales como» en form a d e alim entos seco». ¡¡Eso» n o s ¡tace trefljexrej)-
n a r m ucho cuando contem plam os ranos im perios territo riales lanza­
d os a la co n qu ista del! traando!!
¿Qué distancia podían recorrer en un período) itam breve? Es®
depende del tamaño» del ejercito»: cuanto) mayor sea el ejjércíto^ más
lentamente avanza. Engel calculó) que el promedie» de avance de Ale­
jandro» era de irnos 24 kilómetros al día ((con un dfh de descanso» de
cada siete* lo> cual rao tiene importancia para Eos períodos breves a
los: que nos estamos refiriendo)* para un ejército) integrado; en total,
incluidos los seguidores* por unas: 65 jQ0Q personas* pero> calcula que
un contingente pequeño podría hacer ei doble de esa distancia- Claro
que el ejercito» macedónico fue el más rápido» de sai era.
En este caiso>* podemos; añadir amas, estimaciones anteriores.
Crown (1974: 265): cita los: siguientes: ritmos de algunos ejjeirckiQs
antiguos: el ejército* egipcio» de Tútmosis. MI ((siglo» XW a_CL)V 24 ki­
lómetros al día; el de Ramsés IE (siglo» XEM))* 21 kilómetros; tumejér­
cito babilónico. del 597 a.C_* 29 kilómetros:; ejércitos romanos uitffi-
rioresTde 23 a 32 kilómetros. Todavía arates* y más, cerca de Sargjóm*
Crown (1974): calcula la marcha: de un grupo más reducido» de sol­
dados y funcionarios del síg]b> XVTEI a.C- en Mesopotamia en 241-30
kilómetros (ef. Hallo, 1964)1 Eli tánico» cálculo' mayor es el de Saggs
(1963) respecto de la infantería asiria de los; siglas WU a v a slCL*
de 48 kilómetros al día* aunque en el capítulo 7 yo sugiero» que es
un tanto crédulo en Ib que respecta al ejército» asirio. La norma*
antes de Alejandro* es inferior a los 30 kilómetros..
No» hay ningún motiva para creer que Saargóra pudiera superar
esa norma. Nía» había renunciado a lias grandes carreras sumierias, y
sólo disponía de équidos^, que no eran muías- ni caballos. Sus anima­
les de carga serían más: lentos y el atílizarfttis rao le Enrindalbai nnmgjama
ventaja en cuanto a mxaviEdad- Seamos generosos y concedámosle 30
kilómetros al día» A lo íargo> de tures días* eso da «m ániPiftñtttr» mmá»ijwM»
de 90 kilómetros* pero la acción ha de ser rápida y llevar a la eapumira
de smanmiiseros. Ningún jefe competente arriesgaría a ssus tropas mmá»
allá de la mitad de esc ajniiEtttO- El ücwsr unm*KsEKmiiEnssiros por ttsma
a lo largo de la ruta de marcha del ejército no es una solución, potes
la in tendencia consumiría esos suministros antes de que ¡legaran .al
ejército.
Eso representa una base frágil para -la conquista y la domimaoón
de un imperio, pero se trata del peor de los casos posible. A fe largo
de los valles que formaban las columnas vertébrales de sus conarquis-
tas y de su imperio, Sargón encontraría agua, lo icual aliviaría <e3peso
que transportan. Engel calcula que, si no se Eeva agua, se puede
triplicar el ámbito; es posible arreglárselas durante ¡nueve dias y aaa-
mentar el ámbito máximo a 300 kilómetros. Un jefe milutar arries­
garía una marcha máxima de un tercio ide esto si tuviera que com­
batir en su punto de destino.
Las cargas también incluyen él (equipo maEtar, lo cual es más
complicado. Engel calcula que la carga máxima viable para un sol­
dado en marcha es de unos 30 kilos, aunque la mayar parce <de los
manuales militares que hoy suponen unos 30 kilos, y yo por xm
parce he concluido que no puedo transportar la carga .superior a
ninguna distancia. Landels (1980) surgiere que las porteadores ¡roma­
nos podían arreglárselas con unos 25 kilos en distancias más largas.
El soldado macedónico de infantería transportaba unos 22 kilos de
equipo, básicamente cascos y armadura ,(la armadura es más fácQ de
transportar que urna carga del ¡mismo peso, al estar ¡mejor distribuida
por todo el cuerpo). El equipo acadio rsería más ligero, pero 'dudo
de que eso importara, pues eran pocos los soldados anteriores a los
macedonios que transportaban 22 kilos. FEEpo, él padre de Alejan­
dro, hahía reducido el número de vivanderos y de carretas y asig­
nado la carga a sus soldados, con objeto de aumentar la ¡movíEdad
de éstos. En fechas ulteriores de la República Romana, el general
Mario hizo lo mismo, por lo que sus tropas recibieron él .apodo de
«los mulos de Mario». En su momento, se consideró que amibas
cosas constituían innovaciones notables dél nivel de coacáaa ruti­
naria apficada a 'las tropas y eran indicios de unas sociedades muy
militairizadas. En ¿1 Cercano Oriente, es dudoso que se pudiera car­
gar así a los soldados. Mientras que el ejército de Alejandro sostenía
aproximadamente un seguidor por cada tres combaiaentes, su ene­
migo persa tenía n o por cada uno í(o eso dacera nuestras ÜBKimtaes
griegas). Además, en muchas representaciones de soldados summerios,
acactios y asirios, casi nunca los vemos transportar magia nsás qaae san
equipo. En esas represemtaootnes la carga la transportara las camenas,
los esclavos y ios seguidores. Parece probable ¡que los soldados <de
Sargón no transportaran prácticamente suministros ni forraje para
los animales y dependieran de un número por lo menos igual al suyo
de seguidores serviles o esclavos. Su capacidad general de desplaza­
miento no podía ser superior a mis primeros cálculos y es posible
que su ritmo diario de marcha fuera inferior. Ni el agua en ruta ni
la aligeración del equipo podían aumentar materialmente la cifra glo­
bal de un desplazamiento factible máximo de 90 kilómetros para una
avance sin apoyo. Es posible que las primeras monarquías del Cer­
cano Oriente estuvieran limitadas a menos que eso, quizá a 80 ki­
lómetros. Supongamos finalmente una capacidad de 80 a 90 kilóme­
tros. Sobre esa base no es posible logísticamente ninguna conquista
en gran escala.
El transporte fluvial podía mejorar considerablemente la situa­
ción en el caso de Sargón (en sus campañas, el mar nunca ocupa un
lugar destacado). En contra de Sumeria, avanzó aguas abajo, de modo
que los problemas de peso podían desaparecer si había una planifi­
cación cuidadosa. En la llanura aluvial, densamente poblada, los ha­
bitantes, atrapados territorial y socialmente, no podían hacer más
que huir con sus cosechas a la ciudad fortificada. Cada ciudad estaba
al alcance de la siguiente. Sargón podía elevar un terraplén hasta el
nivel de las murallas, recibir suministros por río, atacar la ciudad,
saquear el excedente y abastecer para la marcha siguiente.
De hecho, las ciudades-Estado tropezarían con problemas logís-
ticos mayores para montar operaciones combinadas contra él. Tene­
mos un registro de nada menos que treinta y cuatro campañas vic­
toriosas de Sargón contra las ciudades. Podían irlas tomando de una
en una. La conquista en el sur estaba a disposición del hombre del
norte.
En el norte, las dificultades eran mayores. Las ciudades estaban
aguas arriba o al otro lado de las llanuras y montañas. Hasta ahora,
hemos supuesto que a lo largo de la ruta de marcha no había sumi­
nistros en tierra. En tal caso, la conquista habría sido prácticamente
imposible. Esa hipótesis ha de ser flexible. El terreno con el que se
enfrentaba Sargón estaba habitado, en general, por agricultores se­
dentarios con pastos adicionales, lo cual planteaba la posibilidad de
«vivir sobre el terreno». Ello entrañaba unas campañas estacionales,
de un máximo de un mes, cuando la cosecha estaba lista para el
saqueo y un período más prolongado de seis meses como máximo
cuando la población tuviera excedentes almacenados suficientes para
alimentar a un pequeño ejército. En este caso, el tamaño del ejército
es importante: cuanto mayor fuera, peor sería la situación en cuanto
a suministros. Las posibilidades estacionales para capturar animales
jóvenes y encontrar buen pasto para los rebaños y las manadas cap­
turados, pastoreados por los seguidores, son parecidas. Si Sargón
podía lanzarse sobre el asirio de Byron «como el lobo sobre el re­
dil», podía vivir sobre el terreno a corto plazo. Pero la mayor parte
del excedente durante la mayor parte del tiempo se hallaría en al­
macenes fortificados, e incluso la rapidez de los asirios no les per­
mitiría llevárselo sin un asedio.
Una vez más podemos utilizar la experiencia de Alejandro en el
mismo terreno. Los almacenes fortificados con que se enfrentaba
estaban dispersos y eran variados: en aldeas, oasis, ciudades y capi­
tales de provincia del Imperio Persa. Alejandro nunca avanzó a par­
tir de una base de aprovisionamiento hasta haber recibido informa­
ción de su espionaje acerca del terreno que tenía por delante, sus
caminos, sus suministros disponibles y la capacidad defensiva para
custodiarlos. Después calculaba la dimensión de una fuerza como
mínimo capaz de intimidar a los defensores locales, pero capaz de
transportar sus propios suministros complementados por un mínimo
de saqueo local. Enviaba por delante esa fuerza, quizá dividida a lo
largo de varias rutas. El grueso del ejército se quedaba donde estaba
hasta que el destacamento informara de su éxito, cuando avanzaba.
Por lo general, los defensores locales se encontraban en una situa­
ción difícil. Se les hacía una oferta de rendición que no podían re­
chazar, salvo que dispusieran inmediatamente de ayuda de su gober­
nante. En general no hacían falta batallas: las escaramuzas revelaban
el balance aproximado de las fuerzas, los defensores se dividían,
alguien abría las puertas.
Se trata de algo tan diferente de la guerra moderna que los au­
tores contemporáneos no suelen comprender sus procesos esenciales.
Las dificultades de comunicaciones en la guerra antigua eran tan
grandes para a m bos bandos que sus ejércitos raras veces chocaban
frontalmente. En tales casos, ambos ejércitos se dirigían a toda la
velocidad que podían en pequeños destacamentos y por vías separa­
das hacia un lugar de encuentro predeterminado (con suficiente agua,
en el apogeo de la temporada agrícola, y quizá con suministros pre­
viamente almacenados), no lejos del enemigo, y ahí presentaban ba­
talla. Habitualmente, los generales de ambos bandos ansiaban la ba­
talla. Sus métodos, su sentido del honor y, sobre todo, su capacidad
para controlar a sus tropas valían mejor para la batalla, e incluso
para la derrota, que paira una terna desrnoralizacióin a unectida qx>e
iban desapareciendo líos suministros (salvo en d caso de defensores
¡bien pertrechados en di interior de ¡cinta ciudad amn-rraiBlra-da) El ge­
neral defensor también tenía uzn incentivo para evitar la «traición
fragmentadla» qme se describirá derasr© de m m oraatta. Pera, aparte
de eso, di grueso de la fuerza sólo se ¡utilizaba para intimidar a los
provincianos y como reserva coia la que crear madras destacamentos
de avanzadilla. La marcha de üa conquista consistía en gran parce ¡en
¡un avance organizado federalmente» de levas separadas, se:gmdo de
negociaciones coercitivas y de «traición fragmentada»- Corno señala
Cro'wri (1974), la parte más desarrollada de las comunicaciones an­
tiguas era la red de correos-espías-drplomiuicQS. El correo gozaba de
gran consideración, adoptaba muchas iniciativas y era objeto de re­
compensas <o castigos impresionantes. Era ttn 'demento crítico de la
dominación imperiaL
A los defensores no se les brindaban muchas (opckxraes- Si resis­
tían, se los podía imatar o esclavizar-; si se rendían, se podía saq^aiear
codo su excedente visible y derribarles sais murallas, Pero a urna prima©
o a un hijo menor desconxenxos y a sus facciones se ¡Les podra pro­
meter más para que (entregaran la ciudad. Esa ifaccián se agregaría al
ejército o (quedaría encargada de la ciudad. Su presencia resultaba
políticamente útiL, aunque no Haciera una contríbncióm militar con­
siderable, pues servía de ejemplo para los siguientes provincianos
con los que se tropezara. De alai, y esto también sorprende a los
lectores modernos, ¡que en la guerra antigua tengamos ¡constantes
noticias de enemigos ¡derrotados que se convierten instantáneamente
en mesnadas aliadas. Los atacantes tx-rman un incentivo para ¡negociar
rápidamente, con objeto de que el ejército pudiera avanzar basca su
nueva fuente de aprovisiomamienaio. Se araca de xm proceso moncho
más diplomático de lo que les agradaba recoorocer a conquistadores
imperiales gloriosos como Sargóm. Pero encaja en lo que sabemos
tanto del principio como del final de las ¡dinastías inspiradas por los
acadios: tanto el naímero como la rapidez de las campañas de Sargón,
así como los datos de los gobernadores provinciales al final de la
III Dinastía de Ur cuando renegaban de sus lealtades y se pasaban
a los amorreos.
O sea que Sumerja estaba madura para la ¡coaaqiuista, pero otros
territorios planteaban enormes problemas logísticas. Es probable ¡qnae
Sargóm los superase por poseer dos especialidades. Em pónmer lugar,
el rriicleQ de soa ejército era profesional, estaba adatado a marta ruuiina
prolongada de acopio de información y de- coordiimcíóni efe- ios su-
nministras, centa capacidad efe cohesión tanto coino> urna sola unidad
paras las. gjrandes. (batatlas como em destacamentos de aprowísiQMarriíem-
od> y asedio. Ero segurad® Bagar* la astucia diplomática efe Saargóni* ©
aa la «fe sos principales Bug^memientes* defte efe Ikalher sido* considerat-
bfe. Shx posición come» señares de las mareas probablemente Ies per­
mitía percibir las. opciones logratico>-diplomáticas disponibles era mama
diversidad de terrenos y ante Tina diversidad de defensores. Esas dios
especialidades* sumadas* instituían) un aamificio) militar suficiemte
como* para aportar vínculos de organización entre valles fértiles* ata­
cables* defendibles* controlables y llanuras agrícolas.
C uríosamen te, las resdriccioiies en los suministros, militares no
limitaban; la conquista. Sargon y sus sucesores, estaban Enditados a
uxia superficie de unos. 5(00.000 kilómetros cuadradas* per® las res­
tricciones se referían más al control po;Irtrco> q¡ue a fa conquista.. Una
vez traspasadas las fronteras naturales* el poderío- militar no temía. o®i
Itagar u im t donde detenerse'. Dada ana organización) idónea* n mái-
cleo militar de 5.400! bombees* más las levas federales, podía seguir
marchandoy siempre que pudiese obtener suministros cada 50 © £00
kilómetros. Las líneas: de eomuraicacióim soto» importaban em tos tíos.
Las rutas; terrestres na aportaban surniimstros. Las; fortalezas no te­
nían que «neutralizarse». A veces, 1x1111 ejércitoi antiguo* tro bacía más
que seguir su marcha. Algunas de Das campañas de Alejandro etn Asi»
siguieron ese modelo* al ¿guací fo e ((forzosamente)) las de los 10.000
mercenarios griegprs de Jenofonte* cuya misión! acabó inesperadamen­
te a 1.500 kilómetros de sus casas. Pero* en generad!* los ejércitos,
marchaban para institucionalizar lia conquista* es decir* pasra domi­
nar* y las opciones políticas eran limitadas.

La infraestructura dek poder político

La capacidad de Sargóm para gobernar era menos, extensiva qpnie


su capacidad para conquistar. Vuelvo a Eos arculos cMMxmBrwaQs sSd
poder extensivo descritos por Lattímare an di raipítoilk» 1. A pammr
de afeara podemos advertir las difererntes capacidades de las ourganm-
zaciomes econóaaniieas* ndeofió^peas* poJónscas y mmiillnBarifc poara ««rgiiar
sociedades extensivas.
£1 ímcflñf» polítie© «fie dkmmtaeiím practicable p ar ara F.«ara<i«» a a
nntát peqiecm» «pie d radio de rama cofwgunsia máfitar. Uini escroto Ha»-
graba el triunfo al con cen tra r sus fuerzas. Avanzaba por un terreno
no pacificado, sin proteger constantemente más que sus flancos y su
retaguardia y mantenía sus líneas de comunicaciones abiertas de for­
ma intermitente. Quienes no podían escaparse, se sometían formal­
mente. Si el radio de la conquista era tan grande, se debía única­
mente a que no podían escapar, atrapados por un milenio de agri­
cultura enjaulada. Pero la dominación sobre quienes se habían so­
metido significaba dispersar las fuerzas, lo cual equivalía a renunciar
a la ventaja militar. Ningún conquistador podía eliminar esa contra­
dicción. Un imperio no se puede gobernar desde la grupa de un
caballo, como se dice que comentó Ghenghis Khan.
Existían cuatro estrategias principales para afrontar este proble­
ma y para crear una dominación imperial auténtica. Las dos prime­
ras: la dominación por intermedio de clientes y el gobierno militar
directo, eran las más fácilmente aplicables, pero las menos eficaces.
De ellas trataré brevemente dentro de un momento. Las otras dos
—la «cooperación obligatoria» y el desarrollo de una cultura común
de la clase gobernante— acabaron por ofrecer recursos mucho ma­
yores a los gobernantes imperiales, pero exigían infraestructuras más
complejas, que la historia de la evolución del poder no facilitó sino
gradualmente. Ya me ocuparé de ellas con más detalle. En este pe­
ríodo sólo veremos que prosperan las primeras. Cuando lleguemos
a Roma, en el capítulo 9, veremos que ambas contribuyeron pode­
rosamente a un imperio de quinientos años. Empecemos, pues, con
las estrategias más primitivas de dominación.
La primera de las cuatro estrategias consistía en gobernar por
intermedio de clientes, de élites autóctonas conquistadas. Los pri­
meros imperios lo intentaron con vecinos pobres y menos organi­
zados, de los cuales aceptaron una sumisión oficial y quizá pequeños
tributos y a cuyos gobernantes permitieron que continuaran en sus
puestos. En caso de mal comportamiento, lanzaban incursiones pu­
nitivas, sustituían al gobernante, a veces por su primo, y elevaban la
cuantía de los tributos. Esta conquista propiamente dicha no se po­
día imponer sino de forma irregular e infrecuente. En todo caso,
como ya hemos visto, las dificultades logísticas significaban que in­
cluso esto comportaba una negociación política con las élites disi­
dentes locales. Sin embargo, era posible adquirir más poder si se
añadía poder difuso a esos procesos autoritarios. Eso consistía en
tomar como rehenes a los hijos de la élite autóctona y «educarlos»,
y quizá también a sus padres, en la cultura de los conquistadores.
Las técnicas para ello eran todavía limitadas. Pero si los autóctonos
estaban atrasados en relación con los conquistadores, la civilización
podía seducirlos para separarlos de su propio pueblo. Los conquis­
tadores los ayudaban a mantener el control local con tropas cuya
principal función en una rebelión propiamente dicha consistía en
retirarse a una ciudadela hasta que llegaran refuerzos. De hecho,
hasta mucho después, los presuntos «imperios territoriales» no te­
nían por lo general unas fronteras claras y habitualmente las zonas
«internas» de las marcas se gobernaban de este modo indirecto. De
ahí la representación visual de la dominación como humillación per­
sonal de los rebeldes y la postración ritual de los gobernantes clien­
tes ante sus señores. Se gobernaba p o r in term edio de otros reyes,
señores, gobernadores. Eso aportaba una seguridad barata, pero de­
jaba en presencia a una élite local autónoma, capaz de movilizar
recursos en una revuelta o al servicio de un rival más atractivo,
interno o externo. Por eso vemos a Sargón colocar acadios junto a
los reyes locales y designar a su hija suma sacerdotisa del dios luna
en la Ur conquistada.
La segunda estrategia consistía en gobernar directamente por con­
ducto del ejército: basar el Estado en el militarismo. Con ello se
dispersaba a lugartenientes y a tropas por fortalezas y ciudades es­
tratégicas. Presuponía una matanza inicial mayor de la élite enemiga
que la primera estrategia. También exigía excedentes mayores de los
agricultores conquistados para reforzar a los soldados profesionales
dispersos en pequeñas unidades y edificar o mantener la infraestruc­
tura militar/gubernamental de fortalezas, vías de comunicación y su­
ministros. Era una estrategia dominante en los territorios nucleares
conquistados y en las zonas clave desde el punto de vista de la
geopolítica. Parece que fue la estrategia del propio Sargón en las
zonas gobernadas por acadios y apoyadas en mano de obra forzada;
igual que utilizó la primera estrategia en otras zonas. Pero esa es­
trategia tropezaba con dos problemas: ¿cómo mantener la lealtad y
la unidad del gobierno militar? y ¿cómo aumentar la extracción de
excedentes de los conquistados?
La autoridad del jefe militar central era relativamente fácil de
mantener en una guerra de conquista: era útil para la supervivencia
y para la victoria. Los frutos de la conquista también realzaban su
autoridad, pues podía distribuir el botín. Eso sólo sé podía mantener
durante la pacificación y la institucionalización si se hacía que las
recompensas de los administradores y de las tropas dependieran de
la autoridad central. Era una economía no monetaria (a Ib- cual voL1-
veremos en un momento), la recompensa significaba tierras y líos
beneficios del cargo por conducto del cual' Bufan; el tributo- y l&s>
impuestos (en especie y en trabajo5)- Eli gobierno- militar concedía
tierras a las tropas, y tierras» junto» con sus campesinosy y cargos; del
Estado a los lugartenientes. Por desgraciiay esos actos deseenCraUxa:-
batn el poder,, incrustaban a los soldados era la «sociedad civil» y Ies
daban recursos materiales cuyo disfrute ya no dependía del ejército-
ni del Estado- La concesión de tierras; podía depender condicional­
mente d’ell servicio militar y podía no ser transferidle a los herederos,
pero- en la práctica esos sistemas creaban una aristocracia indepen­
diente, hereditaria y terrateniente-, así como un campesinado en los
territorios conquistados;. Esos fueron l!o s orígenes del feudalismo mi­
litar,. de la «satrapía», de muchos señoríos de las marcas y de otaras
estructuras sociales que efectivamente descentralizaron el poder des­
pués; de la conquista- Con el tiempoy los regímenes; imperiales se
vieron consolidados por la aparición de una cultura universal de
clase alta, como- veremos en los casos; de Persia v de Roma. Pero> esa
evolución vino- después- Dadas unas infraestructuras limitadas, los
regímenes de este período- utilizaban recursos mucho más primitivos,,
como el temor permanente de que la población conquistada volviera
a levantarse. De ahí Ib paradoja de que cuanto más segura era la
pacificación, cuanto» más eficaz era el grado de reguladora descentra­
lizada, menos centralización podía derivarse de los militares. La pa­
cificación descentralizó a los militares.
Esos arg u m e n to s se pueden hallar en la s obras de Weber; pero
los eruditos qtue Sran estudiado esos primeros imperios todavía no
traru a p a re c id o sus consecuencias;- Pues el modelo «territorial!*- de
imperto in te rv ie n e dos; veces, la primera por conducto de la metáfora
de los te rrito rio s de «núcleo y periferia»-- Se dice que- las zonas; de
núcleo estab an gobernadas de forma directa y militarista; la s zonas
p e rifé ric a s: estaban gobernadas indirectamente por intermedio de
q-tl^TTtps, Pero la logística no tiene por resultado un núcleo estable y
mira periferia estable (o inestable), simo unías pautas de dominación
qjine t junffrraini con e l tiempo y con ei espacio- Las élites gobernantes
del «núcleo» ser hacera autónomas con el tiempo- Yoffee lio advierte
en ei Estado pdeofoabilónrco de Hammurabí y sus descendientes. Lo
que se inició como» un control militar directo del núcleo babilónico
se d e sin te g ró cuando los funcionarMJS obtuvieron derechos feeredi-
taríos a sus cargos, celebraron ma®rimonios mixtos cora las ¿Sites
locales y arrendaron los impuestos del Estado. Concluye diciendo:
«Los sistemas políticos y económicos con una burocracia muy 'cen­
tralizada... scxm urnas fuerzas militares y ecoraórnicas e&cientísknas,
pero raras veces pueden institucionalizarse y ¡k¡gitimarse» ((1977: HíSJu
El todo era políticamente inestable y no ;sdk> tura «periferia» fron­
teriza. La fuerza se aplicaba regularmente desde el «¡centro» a todas
las partes.
Pero, ¿dónde estaba el centro? Por segunda vez interviene «ed
concepto de territorios y múdeos fijos. Porque el centro era él ejér­
cito, los 5.400 hombres de Sargón, y éste era mnróvJL Lo iónico que
centralizaba el poder militar era la campaña era curso. Guarnió más
desiguales eran la pacificación y las amenazas «generales, menos se
parecía el imperio a un ejérdto lanzado a «na ñ u 'Campaña bajo
su jefe central. A las amenazas de las provincias se reaccionaba mo­
vilizando ejércitos provinciales, que dejaban di poder en ¡manos de
los comandantes locales y rao dd Estado central. A fin de ©oratra-
rrestar la fragmentación, los mayores conquistadores «si orounscan-
cias de comunicaciones preindustriaies se bailaban en un movimiento
casi continuo de campaña. Su presencia física en el cuartd general
dd ejérdto centralizaba su poder. En cuanto ellos, o sus sucesores,
volvían a asentarse en una cortea en una capital, empezaban a aparecer
las grietas. De hecbo, entonces era cuando se derrumbaban ¡mucbos
imperios conquistados. Todavía no bemos visto nada que pudiera
mantener unidas esas creaciones ¡artificiales, salvo d temor variable
y la energía dd ¡gobernante.
Uno de los motivos de inestabilidad era que uto ¡se ¡habían bedito
grandes adelantos en la logística bada la comsolidacián pcMáca. de los
imperios. El aparato del Estado, en la medida en que existía, depen­
día de las cualidades y las rdadones personales dd ¡gaberaa¡n¡te. El
parentesco era la fuente más importante de am&oodad permanente.
Pero cuanto mayor era d ámbito de la conquista, más tenso y iSc-
tido se hacía d vínculo de parentesco entre las ¿lites ¡gobernantes.
En este período, los lugartenientes se casaban con ¡mujeres locales
para obtener seguridad, pero dio debilitaba los vínculos entre Ibas
conquistadores. En este período las técnicas de alfabetización se ¡li­
mitaran en principio a tabüllas pesadas y a escrituras complicadas.
Su empleo tradicional consistía en cxmcentncr las ¡rdackanes era id
lugar central de la ciudad. No se podíam adaptar fácEbnennce a la
fmacióm más extensiva de ¡txaxtsnaitir mensajes y controles a lo largo
de grandes distancias. Se hicieron algunos adelantos en la prontmni-
gación de las leyes. El «Código» de Hammurabi, tan espléndidamen­
te conservado, indica una mayor am bición de la formulación exten­
siva de leyes, pero probablemente no un imperio realmente gober­
nado por sus leyes.
Hasta entonces, pues, la logística militar y política no era muy
favorable a los «imperios territoriales». El término de im perios d e
dom in ación constituiría una mejor descripción de las federaciones
inestables de gobernantes postrados a los pies de Sargón y de sus
antecesores, cuyo Estado estaba constituido por los 5.400.
Sin embargo, cuando pasamos a lo que era presuntamente el ra­
dio logístico más limitado, el económico, vemos que el gobernante
disponía de una tercera estrategia. En este caso, me aparto del mo­
delo de Lattimore, que mantiene claramente separados los tres radios
logísticos, probablemente legado del enfoque sociológico del «factor
autónomo», que ya critiqué en el capítulo 1. Las economías de los
imperios tempranos no estaban separadas: estaban impregnadas de
estructuras militaristas y estatales. Los vínculos de la cooperación
obligatoria aportaban unas posibilidades logísticas mucho mayores a
un gobernante imperial, que —junto con la cuarta estrategia de una
cultura común de la clase gobernante— se convirtieron en el prin­
cipal recurso de poder de los imperios.

La logística d e una econ om ía m ilitarizada: la estrategia


d e la coop era ción obligatoria

El radio más interno del modelo de Lattimore era el poder eco­


nómico. Según él, en los imperios antiguos había muchas pequeñas
«economías» de tipo celular. De hecho, esas células son visibles en
el interior del imperio conquistado por Sargón y abarcan cada una
de las economías regionales recién ensambladas. Las más avanzadas
eran las de los valles regados y las llanuras aluviales, parcialmente
organizadas por los puntos centrales de redistribución (antes ciuda­
des-Estado). Pero entre cada una de ellas y entre ellas y las tierras
altas, había intercambios comerciales. Estos también estaban parcial­
mente organizados por las antiguas autoridades políticas: en los va­
lles, el punto central de redistribución; en las colinas, los señores
descentralizados. El conquistador aspiraría a intensificar las relacio­
nes de producción y de intercambio en todos sus dominios. De
hecho, hasta cierto punto, así ocurriría espontáneamente al ir exten­
diéndose la pacificación. El Estado también aspiraría a apoderarse de
cualquier aumento del excedente que fuera apareciendo.
Así, los conquistadores se hallaron impulsados hacia un conjunto
determinado de relaciones económicas posteriores a la conquista,
para las cuales podemos utilizar el término aplicado por Herbert
Spencer de cooperación obligatoria (véase su concepto de lo que man­
tiene unida a una «sociedad militante» en Spencer, 1969) 4. En virtud
de esas relaciones, se podía aumentar el excedente extraído de la
naturaleza, se podía dotar al imperio de una unidad económica un
tanto frágil y el Estado podía extraer su parte del excedente y man­
tener su unidad. Pero esos beneficios sólo llegaban como resultado
de una mayor coerción en la economía en general. La peculiaridad
de todo ello consiste en la inseparabilidad de la represión y la ex­
plotación descaradas respecto de un beneficio más o menos común.
Este modelo, que se ampliará en breve, se desvía de las teorías
recientes que destacan sólo uno de sus aspectos: el de explotación y
coerción. Siguen la visión liberal del Estado vigente en nuestra pro­
pia época. Según esa visión, el dinamismo social fundamental, com­
prendido el crecimiento económico, procede de una organización
descentralizada y competitiva del mercado. Los Estados ocupan el
primer plano, establecen las infraestructuras básicas, pero nada más.
Según la fórmula de Adam Smith: «Si hay paz, unos impuestos mo­
derados y una administración tolerable de la justicia, el resto vendrá
dado por “la causa natural de las cosas”», como cita con aprobación
un teórico reciente del dinamismo económico (Jones, 1981: 235). Es
la misma opinión que comparten muchos de los autores que se ocu­
pan del desarrollo social comparado. Los Estados, especialmente los
Estados imperiales, coaccionan y expropian hasta tal punto de que
sus súbditos no llevan sus mercaderías a los mercados, limitan sus
inversiones, atesoran y, por lo general, participan en el estancamien-

* Spencer generalizó excesivamente su teoría para aplicarla a la historia antigua


como un todo. Lamento que en mi artículo de 1977 lo siguiera al hacer afirmaciones
demasiado generales acerca de la cooperación obligatoria. En este trabajo aplico su
concepto de forma relativamente osada a los imperios que se comentan en este capí­
tulo y al Imperio Romano (véase el capítulo 9) y de forma más provisional a algunos
imperios intermedios, como el Asirio y el Persa. Pero no se aplica a civilizaciones
como las de la Grecia clásica o la de los fenicios y sólo marginalmente a la mayor
parte de las primeras sociedades «indoeuropeas» comentadas en el capítulo 6.
tai» económ ico' y social (petir ejemplo-, Wessam,, 1 9 67 : TCIfe a 2 7 6 ;
K aatsky,, 19-82),l
Escai visión: negativa cfeJt imperio 6a penetrado? ermzre líos estudio^
seis especializados en efi Gercanc» O riente antiguo^ que ai BBeimdk» feaani
adoptado> el idioma dei «■núcleo»»- y la «periftejiia».. Admceim qjccc m™
tipo» de imperial» centrado» em sim mráciieo) «oaM^W, liurbamffliy maarooifae-
tnmrero y regadov exploto* a la periferia más atrasada„ ruara!* p^toríE,
<¡Ee seeanoy em form a etc nnpasestos y ttrfEn¡rto*. Siini emijaurgov Ib peri­
feria podra coratraiatacaar a su; propio imperto» em form a de Ex conquisa
tsa p or señores efe las morreas,, y así explotar y saquear al puueíjío y
las riquezas deí mácEeo'. Amibos tipos de impera» eraaai parasitarios
Eslía concepción; saáhyaee eim Sxs co*urro»wrsias; cíe los espeoa&ttasy
comoy p o r ejemplo* entre dos de los estadrasos de Mesopotamab unáis
(jostirigEEtílos de los últimos araos» eí soreiétacoi Dfafeonofff y el estat-
dommidense Qppeníieíiin). UíafeocDaffi adopta una visuDtm extrema dei
parasitisim'O' estatal* aduciendo» q¡rae todo» di dmaamsm® importante cíe:
la zaina se origíne» em las retajoorres; de propiedad privada y em las;
clases, descentiral;i!zadas ((1¡%9: 13 a 32)). Oppemlrefrm,, cora razotnv lo»
critica: p o r fracer case» órnese» efe la orgjraízacióiii p or el Estad© de una
gjram parte deJI dmamasiiMí' eeonórrriaai. Pero» cree-, a sm vez* cjue Eos
Estados importantes sote las crmdadesi-Estado» y sixs redes comerciai-
Eeas- Los Estados imperiales de más extensión) se elevaron y cayeron
cotno) «superestructuras»* erigidas sofcte esas. Erases económicas. Otam­
elo) cayeron^ la oosfiadl-Esfiada» voJiviió' a aparecer más, o* traemos sin
modificar' ((11969*: 33 a 4Q)l Am iios puntos de vista sobe incorrectos^
comnap veremos dentro» de mammminnretnitan».
Qvdenes más ngianrosamiemiiie Enan expiseste» la visñáim negativa del
amperio» Srao sido* EMboIiii y Fnednaam. Merece Ib pena citarlos exten­
samente:

1. Los imperio» «flue se «fesarraUam en «sesm as c/p> (teiMinDy''peiiferi®))


som taecaraÍMno* poEcicoa «yie se nunrem J e formas, ya estaMecudlas;
die producción) y aicuimiíaaáni de rriiquezaL. Cuan dio» tu» estaMecem Hm-
puestos excesíWD» y cuandlei' marrcienani sinroicaneaimenice retfes de <ro>-
tnMmcaenÓEiv meinfem a aumentar lias pffl8ÍEñl!id]ailes (¡Be pnadmadiSni y
(¡Be gaimencM» em el sistema^ eses» es^, Das posiliiiEisiaxies «je noeüaa, Iba
fommos exiatenmes die acmaisiiillzoóai efe rú^uueza^
2- L os im peno» nmanmemeni y treíujeirzaoD poiainieamenHie la s neUadiemes <D/'p>
metíSarme- Ib exmsuaaxStn efie tmtfitusa> die fias za n a » y lias peiniferíaa» cant-
q^xtsca^fiasw. fffer® em Ib rmedhcHa em qu e Dos mai[[i«yTnm«.- nm mnamiiiiiiy^mii
<DtotOSQTO01M9imOS CIDOTKMiaxDOS«EepansdíCDCOGItny inamrTjJtrfnyñT^, «mui flpee
se limitan a explotarlos, pueden crear las condiciones para so propia
desaparición.
3. Esto ocurre cuando ios ingresos absorbidos de ios ciclos existentes
de acumulación aumentan con toas lentitud que la acititMal acián total
en sí. Ejh tal -caso, se establece una descentralización ecemámtcn, lo
cual produce un debilitamiento general del centro en relación con
otras zonas... [siguen los ejemplos de Roma —descentralización rá­
pida— y de Mesopotamia —descentralización más gradual—}.
4. En términos generales, el balance del imperio se determina por: bo­
tín + tributo (impuesto) + ingresos de exportación (coste del imjpe-
rio + coste de las importaciones) (donde exportaciones e 'importa­
ciones son, respectivamente, del y al centró) {1979: 52 y 53}.

Esta es una exposición ejemplar del eqTxíIibrio de Has fuerzas cen-


tralizadoras y desceratralizadoras. En el caso de Mesopotamia se pro­
dujo un cambio neto del eqmEbrro lenta pero reiteradamenste y «era
ell caso de Roma se produjo más de ama vez ((pero caída, vez de forma
repentina). Sin embargo, en términos más generales, «esos anscores
skúan el dinamismo «original» de toda Ja economía en las formas
libres y descentralizadas «ya establecidas» de acumulación, di motor
del desarrollo sociaL Lo úmiico que añade rd Estado som las redes 'de
comunicaciones q>tre fomentan las importaciones y tías exportacio­
nes. Aparte de eso, su «control» estratégico «afore la aciramalación
desvía paraskariamesmte los excedentes, pero no los crea. Larsen ((1979)
y Adams (1979), los críticas de Elcboilm y Friedmam, también com­
parten el concepto del «centro parasitario»» .
Yo deseo formular dos argumentóos contrarios: 1) El Estado im­
perial ayudó a crear procesos de acumulación de cmco formas espe­
cíficas. 2) La descentralización fiae resmikado del mhrericxr 'desarrollo
de esos procesos auxiliados por el Estado y no de la reaifirmación
de un poder descentralizado «original»; el Estado se fragmentó y
fomentó el desarrollo de un poder de propiedad privada y descentra­
lizada.

Cmco aspectos de la cooperadóm obUganoria


Carneo procesos ectmomócas fnerom al rnásmo taeraspo fiomióotmailes
para el desarrollo del poder colectivo y, sin embargo-, xamníbaÉmesmn-
vieron impuestos por la represión. Fueron la pacificación militar, el
multiplicador militar, la imposición autoritaria de un valor a los
bienes económicos, la intensificación de la fuerza de trabajo median­
te la coerción y la difusión y el intercambio de técnicas mediante la
conquista. Aunque el militarismo de los Estados imperiales tuvo,
desde luego, su aspecto negativo, cuando se impuso eficaz y esta­
blemente por conducto de esos cinco procesos, podía llevar a un
desarrollo económico general. Examinemos cada uno de esos pro­
cesos.

La pacificación militar

El comercio, comprendido el comercio a gran distancia, precedió


a la aparición de los Estados militaristas (como destacaron Friedman
y Ekholm, 1978). Pero cada vez necesitaba más protección, por dos
motivos: A medida que aumentaba el excedente, era cada vez más
tentador y estaba más centrado para el saqueo o la desviación, y a
medida que aumentaba la especialización, las poblaciones locales se
hacían menos autónomas y dependían más del comercio. Sargón fue
hacia el norte para proteger las rutas comerciales. A lo largo de la
historia registrada hasta el siglo XX d.C. veremos muchas actuacio­
nes del mismo tipo. Durante la mayor parte de la historia, el desa­
rrollo del comercio tiene muy poco de «espontáneo». Es posible que
los seres humanos tengan el impulso original de «trocar y cambiar»,
conforme a la famosa frase de Adam Smith. Los acontecimientos de
la prehistoria parecerían apoyarlo. Pero más allá de un cierto um­
bral, los intercambios generan más intercambios, y así estimulan la
producción, si se pueden establecer autoritariamente la «propiedad»
y el «valor». Es posible establecerlos dolorosa, laboriosa y difusa­
mente mediante un gran número de contratos independientes que
incorporan supuestos normativos entre los propios interlocutores
comerciales. Pero en muchas circunstancias, esto ha parecido despil­
farrar más recursos sociales que un segundo método: las normas
monopolistas que confieren la propiedad y rigen el intercambio, es­
tablece y mantiene internamente un Estado autoritario y externa­
mente la diplomacia entre varios Estados de ese tipo. La protección
se establece mediante la coerción. Los datos de que se dispone sobre
los imperios van en el sentido de que, por lo general, el comercio
ha prosperado en tiempos de estabilidad imperial y decaído cuando
los imperios se tambalean. Eso es lo que sucedió en la época de
Akkad y reiteradamente después. Es cierto que de vez en cuando
veremos otros métodos de regulación comercial —de manera más
notable en las épocas de la supremacía marítima fenicia y griega y
en la Europa medieval cristiana—, pero aunque esos métodos ofre­
cían unas formas de protección descentralizadas y a veces más difu­
sas, no eran resultado de un comercio «espontáneo».
Internacionalmente hacía falta una diplomacia, regulada por la
fuerza. Hacía falta una pacificación en la periferia contra los foras­
teros y contra los pueblos de las marcas. Hacía falta en todas las
rutas comerciales y hacía falta en el núcleo. Incluso cerca de la ca­
pital y del ejército, la pacificación en las civilizaciones históricas
siguió siendo precaria. Ello se debió en parte a que factores naturales
y desigualmente distribuidos, como las malas cosechas, la erosión o
la salinización de los suelos, o el crecimiento demográfico, podían
socavar la economía y producir en una región unas masas desespe­
radas y hambrientas que podían atacar a las masas de otra. A esto
se podía hacer frente mediante una mezcla de simple represión y de
ampliación del regadío protegido a lo largo de todo el núcleo, así
como de los almacenes de redistribución en todo el imperio. En las
fases imperiales se ampliaba el riego y, con él, la población sobre
una pauta dendrítica (como un árbol), para lo cual no bastaba con
el antiguo sistema de protección de las murallas de la ciudad. En
todas las zonas hacía falta el ejército para que patrullase y reprimiera.
La maquinaria militar de Sargón era la adecuada para esta fun­
ción protectora. Consistía en un mínimo de fortalezas, reforzadas
por el ejército de maniobra profesional, cuya existencia dependía del
éxito de su función protectora. Sus suministros dependían del man­
tenimiento de vínculos entre el núcleo de la llanura luvial, los pastos
de las tierras altas y los bosques y las minas de las montañas. En
este sentido, los 5.400 y sus sucesores en los imperios de Ur, Babi­
lonia, Asiria e incluso Estados ulteriores, constituían el núcleo de
consumo de la economía. Se protegían a sí mismos, así como a los
productores y los comerciantes en general.

El multiplicador militar

También pueden interpretarse las necesidades de consumo del


ejército como un impulso de la demanda y, en consecuencia, de la
producción. Recuérdese que esas necesidades se referían a prodaactos
básicos, x»o a fajos exóticos: cereales, verdura y frolas^ animales,
vestuario, metales, piedra y madera. Naturalmente, si eüo no canm-
portaiba una mejora de los métodos de producción, distribución o
intercambio, sería semciiHamemte parasitario. Absorbería recursos vi­
tales de los prodnacnores agrícolas y extractivos, com lio «coal amena­
zaría a la viabilidad misma de ia producción. Um petáecekMiuamiemto
posible, reconocido piar ÍFiiedmam y F.kbolm, era el de Has comuni-
caciones. Los imperios cEamnaíam carreteras —en ¡este período can
mano de obra forzada supervisada por personal ¡militar— y mejora­
ban di ¡transporte ¡fluvial y marítimo. En .este aspecto mo podemos
distimgiair entre ¿los elementos económico y unHitar. Los puntos de
aprovisionamiento, donde los viajeros y los comerciantes podían re­
ponerse y reaibastecerse, también eran mercados para el intercambio
de mercancías, peajes donde se les podía cobrar una ©omisión, pe­
queñas guarniciones para pacificar di comercio y la zoma y puncos
'de partida para las comumcaciGaaes militares- Es imposible separar
los motivos «económicas» <de Dos militares, pcxrqme Has necesidades
de pacificación eram iguales a las de abastecimiento- ¡Los beneficios
económicos (derivados para la mayor parte 'de la sociedad «eram con­
siderables. Naturalmenice, liemos de ponderarlos conforme al coste
electivo de comstnair y mantener la inínaestruenara ecamómnica. Em
estos primeros ¡tiempos, no podemos calcular con lacactitiBd la rela­
ción coste/beneficio íle ‘esas itécnicas, Sin ■emíbargo, más adelante, en
di caso de3 Imperio Riomano, coando empezó <a ser .abtBndaiaüe la
información, .creo iquie empezó a fanckwrar non «ikeynesaanisano mili­
tar» cabaiL El consumo de las legiones produjo comsideraMes efectos
multiplicadores.

Axtorridoid y wtúí&r económico


A m/»<£/4a que se desarrollaba di iniercambio, tambaén lo íbacían
las medidas técnicas de valor económico- cuanto «valía» di produc­
to A y cuánto el producto B.. Gmando ambos «calores» pumeden me­
dirse £rente a un tercer «valor»,' se convienten en menatderÚBL Oesde
la época de los primeras sellos dilmdricos, era evidente que di Estado
redistribcBtrwo podía a mennadío, quizá ümur^mMaa habutuíBlmeiiiEe, .asugmar
um valor úe cambio coaa más rapidez., dSoencia y apainemcemeime
justicia que na proceso basado em la reopnioodad, es deetár, un mer-
eado. Los objetos íntercambiabfe» —por Eo>general! mo>perecederos,
como, fas metales, los cereales y los dátiles.— reaSríáni mama especie de
condición efe «monedan em virtud «fe la fonuuai em que gstrafem certi­
ficadas sai calidad y m cantidad cmfanxie a nxn control oficial y
senMofikíalL Unía vez fijecho» eso®, se podía prestar a iraicejrés. Ese pa­
rece ser e£ cmgm «fe la ranura. Las tarifas q¡oe eraeomtnraimas a partir
deí tercer nroüHeriiñn»('tas más famosas & lhn: cuales soimpacte d d ccj^igc»
babilónico efe Hamimnrabii)) pueden laaber side» Escás de los precios
máximas. permísiHes^ Pero> quizá, como aduce He£c&dlcenim ((1958!:
III);, faerarn tipos oficiaJies. de cambio, aunque me» se sabe feastai q-né
punro> se ixnpxsnra su: aplicación. Es probable q¡ue Cas primeras auto>-
ridades qxre pudieron conferir valor fkeraim jefaturas redístríbutíivssy
como* vimos, en el capítol© 2. Fn Ea Hkurarai aJhivTaJ! efe Mesopotanmüai,
Eas sucedieron) pesjaeüas cjodadesHEstadov corar® vimos; en el capícm-
to> 3. Efe' afeñ que seo» exista i«m ajuste- mmmmaEilíe- entre el miranpg«ni<n>
míE,tarista¡ y Ex creación; efe valor. Ese afuste tu» se produje» ba&ta q¡ue
la conquista ampíio> ell intercambio' rutinario' para que imxdhiiyera mxe-
eaderías más vaciadas y a distancias más largas. £sa co¡a¡s¿ acutñacioiii
recibió uxs nuevo* impulso' de los gobernantes müScaires, qpie poefiian
imponer um cierto valor arbitrario era zonas. eTEttgiinsgs y diversas. Per®
en el proceso* intervino alg© más. qjise la «acixmaoffiiai»: pesos y tnecffi-
cfa» garantizados, el registro de contratos por el aparate» estatal! le;-
tradoy la obsérvamela de los coiatratos y Eos dkarecbos de propiedad
por coradacto* de tm¡ derecfw» ¡mpmesce». Era codos los respectos el
Estado> rrmTrtrair arnplEadoi podía imponer el valor económico».

La. intens^tcadart de Exfuerza ée: txabajjm

Era toma economía simple, no> monetaria, la extracción de mu nivel


más alto de excedente- entraira&a^ por emrikma efe todo, e-gniragir más,
fuerza de tcalhsjjo’. Por Ik» g¡eneirali, Ea fioatnia más íaril «Ee feajcerfa esa
la coerdon- Esta se podía uitíGarar para constnatmr fortalezas e mfeaes-
tcraccuras de ^gmm.ianrór^«riiff»CTg<Krmgtjfiomtrg- la umeammde afinra forzada» pones
se trata de tareas q¡otc <wciggmi nm gpani camitüdad die fixecza de orab^o
a lk> largp> de períodos breves de tíeiinpo- Sos proMemBas Ika^tÉcos
sfiumparecidos a los de' enmejjérot®; aEntundarntes si^amninistinos, coeroóni
Hnmenstva, cmmiggBiiriragTiifMiii espacial y teumpOBailL l a» «mrmiKraw: mrmillüirj»irg<t
de Sargárai se trtüfizaroiii! enn la o&ara de la ijirrggmügima ciwíL Ademnás^ la
coerción se podía utilizar en la producción agrícola, la minera y la
artesanal, en la esclavitud y en otras condiciones no libres.
Como ya vimos en el capítulo 3, la subordinación de la fuerza
de trabajo y su separación total de los medios de producción solía
implicar en un principio una mano de obra dependiente no libre. La
conquista militar en gran escala extendió la dependencia y la escla­
vitud. Ulteriormente, la esclavitud se podía extender a miembros del
mismo pueblo mediante la servidumbre por deudas o mediante la
venta por el jefe de su propia mano de obra excedente a una sociedad
más civilizada, pero el modelo de ambos casos era la esclavitud por
conquista. Huelga decir que habitualmente quienes devengaban las
utilidades de ese sistema no eran los propios esclavos. En ocasiones,
el sistema también podía socavar la economía de los campesinos
libres que competían con él (como ocurrió mucho después en la
República Romana). Pero el aumento de la producción podía bene­
ficiar a la población como un todo, no sólo a los propietarios de
siervos o de esclavos.
La esclavitud no siempre fue dominante. A medida que el sistema
obligatorio se fue institucionalizando, necesitaba menos de la escla­
vitud. Pasaron a predominar grupos no libres, serviles, pero no es­
clavizados. En los imperios acadio y de la III Dinastía de Ur, se
enumera una cuadrilla de trabajo de 21.799 personas bajo la autori­
dad del Estado, agrupadas en contingentes, cada uno de ellos con
un capitán, procedentes de un gran número de pueblos y ciudades,
cuyos gobernadores provinciales también se nombraban. Parece una
organización de trabajo forzoso, que migraba en torno a los campos
cultivados y reparaba diques y malecones, reclutada desproporcio­
nadamente en las zonas periféricas del norte, pero sin esclavos (Goet-
ze, 1963; Adams, 1981: 144 a 147). En cambio, la fuerza de trabajo
de 9.000 personas de la oficina real de la lana se basaba en la escla­
vitud, en parte centralizada y en parte dispersa por grandes zonas
de pastoreo (Jacobsen, 1970). Cuando un régimen era poderoso y
estable, su capacidad para aumentar la productividad de la mano de
obra probablemente abarcaba tanto a los esclavos como a los libres.
Por ejemplo, cuando los macedonios conquistaron el Cercano Orien­
te, la servidumbe heredada de regímenes anteriores estaba muy ge­
neralizada, e incluso quizá fuera la norma (Ste. Croix, 1981: 150
a 157).
Quizá hubiera otro tipo de trabajo obligatorio institucionalizado,
aunque el sugerirlo va en contra de la sensibilidad moderna. Es lo
que llamamos mano de obra «libre», aunque más apropiado sería
decir «mano de obra contratada». Cuando la estratificación y la pro­
piedad privada son más seguras y cuando algún grupo «posee» d e
fa cto los medios de producción y otros han de trabajar para ese
grupo a fin de subsistir, los trabajadores se dirigirán «voluntariamen­
te» a los propietarios y trabajarán para ellos. La mano de obra con­
tratada no predominaba en el mundo antiguo. En una economía
agraria resulta difícil excluir totalmente al campesino del acceso di­
recto al medio de producción: la tierra. Una vez en posesión, se le
coercionaba directamente mediante la esclavitud o la servidumbre.
En Mesopotamia, la mano de obra contratada no aparece en los
registros (aunque probablemente existió) hasta la III Dinastía de Ur
(Gelb, 1967). La mano de obra contratada permitía a los terratenien­
tes un acceso más flexible a la fuerza de trabajo, aunque todavía no
era más que un fenómeno minoritario. Yo sugiero que el uso efi­
ciente e intensivo de la mano de obra pasó en muchas ocasiones,
quizá normalmente, por la vía de la obligatoriedad: de la esclavitud
a la servidumbre a la mano de obra «libre».

La difusión coercitiva

Los cuatro apectos de la cooperación obligatoria comentados has­


ta ahora se han referido al poder autoritario, una base logística muy
organizada que tendía un puente entre los particularismos locales.
Pero gran parte de esa organización sería innecesaria si pudieran
difundirse formas parecidas de vida y de cultura por toda una po­
blación, destruyendo los particularismos locales y forzando a las
identidades locales a convertirse en una sola y más grande. La cul­
tura sumeria inicial, comentada en el capítulo 3, se difundió por
toda la zona aluvial y su periferia inmediata y produjo un poder
colectivo más extensivo que el de la ciudad-Estado autoritaria. Aun­
que la conquista acadia perturbó todo esto, presentaba oportunida­
des para nuevos tipos de difusión del poder.
La conquista provoca la mezcla y el reajuste más repentinos,
penetrantes y forzados de estilos de vida y de prácticas. Cuando el
proceso no es unidireccional, se producen una difusión y una inno­
vación considerables. La mezcla entre Akkad y Sumeria, entre Gre­
cia y Persia, entre Roma y Grecia, entre Alemania y Roma, fue
impresionantemente innovadora en sus consecuencias para la civili­
zación. Cada una de esas mezclas se consolidó por la conquista del
segundo de esos Estados por el primero, pero la innovación no fue
resultado meramente de la recepción pasiva por el conquistado de
las prácticas sociales del conquistador.
El ejemplo más destacado de la fusión acadia-sumeria que cono­
cemos fue el de sus consecuencias para la escritura. El acadio era un
idioma de inflexión, parte de cuyos significados se comunicaba por
el tono y la modulación. Los acadios conquistaron a un pueblo al­
fabetizado cuyos pictogramas generalmente representaban objetos fí­
sicos y no sonidos. Pero a ellos les interesaba más el desarrollar la
escritura fonética. La fusión de la lengua acadia con la alfabetización
sumeria produjo una escritura simplificada que ayudó a transformar
los pictogramas en una escritura silábica. La existencia de menos
caracteres fue muy beneficiosa para la difusión de la alfabetización.
La ventaja del acadio sobre otros idiomas del Oriente Medio era tan
grande que a mediados del segundo milenio, incluso después de que
el papiro empezara a sustituir a la tablilla de arcilla, se convirtió en
el principal idioma internacional de la diplomacia y del comercio.
Incluso los egipcios lo utilizaban en su política exterior. La alfabe­
tización acadia no sólo reforzó la burocracia del imperio de Sargón,
sino que también ayudó a estabilizar el comercio internacional, la
diplomacia y los conocimientos sociales en general. Aunque la fu­
sión fue beneficiosa, al principio fue impuesta, pues sabemos que los
escribas sumerios se resistieron a ella. Así, la conquista acadia pudo
llevar a una ampliación de la cultura, de un poderío ideológico capaz
de aportar más apoyos de poder difuso al imperio. De ello trataré
en la siguiente sección. Modificará mi actual insistencia en la domi­
nación del poder militar y en la cooperación obligatoria.
El aspecto más llamativo de estos cinco elementos es que el de­
sarrollo económico y la represión podían ir de la mano. Los bene­
ficios eran abstractos; no dependían de la interdependencia directa
ni de los intercambios de la masa de los productores ni de los in­
termediarios, sino del suministro de determinados servicios unifor­
mes y represivos por un Estado militar. En consecuencia, la repre­
sión era necesaria para su mantenimiento. La producción material de
las principales clases no «representaba», por así decirlo, la economía
general sin la intervención de una élite militarista que aportase la
integración de la economía como un todo. Los circuitos de praxis
(por utilizar la metáfora del capítulo 1) de las masas no eran en sí
mismos los que «tendían las vías» (por utilizar mi revisión de la
metáfora de Max Weber comentada en el capítulo 1) de la economía.
De hecho, la «acción de clase» probablemente tendería a desintegrar
el imperio y a amenazar su nivel de desarrollo con la vuelta a la
democracia primitiva de épocas anteriores.
Debido a la falta de datos relativos a las vidas de las masas, esas
afirmaciones se quedan de momento en conjeturas. Había períodos
de turbulencia social, en los cuales quizá interviniera un conflicto de
clases, pues los gobernantes decían arbitrar en esos conflictos y pro­
mover la reforma de los sistemas de la deuda y de la tenencia de
tierras, que guardan relación con las clases. Pero no hay pruebas de
que la lucha de clases desempeñara un papel en el desarrollo com­
parable al que encontraremos en el capítulo 7, y es improbable que
lo hiciera. En la Grecia clásica, unas redes de poder diferentes hi­
cieron que la lucha de clases tuviera un papel importante. En el
capítulo 9 vemos, gracias a los datos de Roma, que la lucha de clases
heredada de Grecia disminuyó ante las agrupaciones horizontales de
poder características del imperio de dominación en que se estaba
convirtiendo Roma. Quizá en el antiguo Cercano Oriente se pro­
dujera el mismo declive de la lucha de clases, a medida que las
nociones iniciales de ciudadanía daban paso a la dependencia clien-
telista respecto de las élites gobernantes y el Estado imperial.
El afirmar que las sociedades que conquistaban por la violencia
vivían por la violencia va en contra de las hipótesis dominantes de
nuestra propia época. Las teorías sociales modernas son profunda­
mente antimilitaristas, lo cual es comprensible, dadas las cosas que
han ocurrido en el siglo X X. Pero el militarismo, incluso en tiempos
modernos, ha logrado muchas veces desarrollar poderes colectivos
(como veremos en el volumen II). No ha sido sólo parasitario, sino
también p ro d u ctivo. Ahora bien, no estoy diciendo que todos los
imperios militaristas fueran productivos, ni que todo militarismo sea
puramente productivo. Casi todos los militarismos en todos los pe­
ríodos han sido meramente destructivos: han destruido vidas, recur­
sos materiales y culturas y no han conducido al desarrollo social.
Mi argumento es más específico: existía un vínculo causal entre al­
gunos aspectos de un determinado tipo de imperio militar y el de­
sarrollo económico y social.
El desarrollo posterior de esta economía de cooperación obliga­
toria fue complejo. Junto a un alto consumo de la élite, e histórica­
mente inseparable de él, probablemente se produjo un aumento tan­
to de la seguridad económica como de la densidad demográfica de
las masas. Pero cada una de esas tendencias tendía a anular a la otra,
hecho que Malthus observó con grandes consecuencias. Los impe­
rios llevaron a un aumento de la seguridad de la existencia de las
masas por encima de la subsistencia y a una extensión de los sistemas
de división del trabajo y de las comunicaciones, de forma que los
artículos necesarios no voluminosos que exigían una producción in­
tensiva (como la sal, el metal, las herramientas, la cerámica, los tex­
tiles) podían transportarse a lo largo de distancias considerables. Pero
eso también socavó las mejoras, al generar un crecimiento demográ­
fico. Unos niveles de vida más aJtos significaban una fecundidad
mayor y el crecimiento demográfico ejercía presión sobre los recur­
sos de alimentos. En algunas circunstancias, esa presión podía esti­
mular un mayor avance tecnológico en la oferta alimentaria; por lo
general, llevaba al control de la población mediante el aborto y el
infanticidio. La alternativa consistía en las matanzas irregulares de
adultos debidas a enfermedades, guerras civiles y guerras externas,
lo cual era peor. También en este caso el orden represivo resultaba
muy útil.
El desarrollo económico también intensificó la agudeza de la es­
tratificación social, debido a una elevación de los niveles de vida de
la élite, relativamente pequeña, conquistadora y gobernante. Aunque
los beneficios se difundieron mucho entre quienes dependían direc­
tamente de ella —siervos, esclavos domésticos, artesanos concentra­
dos, administradores y soldados—, éstos sólo representaban entre el
5 y el 10 por 100 de la población, y generalmente se hallaban en
ciudades, fortalezas, fincas y complejos señoriales. Los modernos
consideramos que las dietas más ricas, las llamativas exhibiciones y
los monumentos duraderos de esta élite son signos de parasitismo,
porque la mayor parte de la población no compartía sus frutos sino
marginalmente. Esa élite consumía una parte abrumadora de los bie­
nes objeto de comercio a gran distancia. Las civilizaciones imperiales
estaban más estratificadas que sus predecesoras primitivas o de ciu­
dades-Estado, lo mismo en cuánto a la distribución de la riqueza
que a la libertad y la igualdad personales y jurídicas. Sin embargo,
con stitu yeron un avance del poder colectivo.
La élite también dependía del Estado. No era independiente de
la infraestructura estatal en un sentido económico técnico. Los me­
dios de intercambio se hallaban en gran parte bajo el control estatal.
Los negocios internacionales de los comerciantes y los artesanos, los
precios y (en menor medida) la remuneración, estaban regulados por
el Estado. Dicho en otros términos, la élite gobernante, creada por
la organización m ilitar, pero cuya tendencia política era a convertirse
en terratenientes descentralizados fragmentados, dependía de un Es­
tado central por conducto de la econ om ía . De hecho, como veremos
más adelante en este capítulo, la relación se fue haciendo más com­
pleja y matizada con el tiempo.
Todo ello hacía que se apreciara mucho el orden centralizado,
como sabían los miembros alfabetizados de los imperios. Todos los
reyes mesopotámicos siguientes a Sargón, a los que se alaba en los
registros conservados —fueran de la Sumeria tardía, acadios, babi­
lónicos o asirios—, son elogiados por el orden que establecieron
(por ejemplo, véase el análisis de la ideología asiria por Liverani,
1979). Un manual agrícola sumerio tardío destaca la necesidad de
disciplinar a los trabajadores: «Se hace especial hincapié en los láti­
gos, los pinchos y otros instrumentos disciplinarios para mantener
tanto a los jornaleros como a los animales trabajando intensa y cons­
tantemente», describe Kramer, quien hace comentarios parecidos so­
bre la disciplina en las escuelas de la Sumeria tardía (1963: 105 a 109,
236). El tratado de agricultura se parece a este respecto a los de otra
sociedad imperial: la de las postrimerías de la Roma republicana. En
los imperios, la represión como benevolencia parece haber sido algo
más que mera ideología y haber empapado las prácticas sociales efec­
tivas. Los datos más extensos acerca de la importancia ideológica de
la cooperación obligatoria se hallan en la religión mesopotámica.

La difusión d e las red es id eológica s d e p od er:


La religión m esopotám ica

Me baso inicialmente en el Tour d e fo r c é de Jocobsen (1976).


Este va algo por delante de mi narrativa.
Jacobsen establece así la evolución de cuatro grandes metáforas
religiosas en la religión mesopotámica:
1) Elan vital, un espíritu inherente en los fenómenos naturales
que son de importancia económica. Es típico el dios mori­
bundo que representa los problemas de fertilidad.
2) G obernantes: En-lil «señor-viento», el primero de los dioses
personalizados sumerios.
3) P adres: Dios personalizado con una relación directa con la
persona.
4) N a cio n a l: Se identifica al dios con aspiraciones políticas li­
m itadas y con el temor a los brujos y los diablos de fuera.
Cada uno corresponde ordenada y aproximadamente a un m ile­
nio, desde el cuarto hasta el prim ero a.C . Jacobsen cree que cada
uno refleja la evolución del equilibrio del poder económico, político
y m ilitar. La situación en el cuarto milenio se basa fundamentalmen­
te en especulaciones. Pero a principios del tercero, como y a vimos,
aparecieron la realeza y el palacio, que poco a poco empezaron a
erigirse por encima del templo redistributivo. El arte cam bia: las
representaciones de la guerra y de la victoria sustituyen a los m oti­
vos rituales, se añade la epopeya al m ito y el hombre como gober­
nante es el héroe, incluso hasta el punto de desafiar a los dioses
(como ocurre en la epopeya de Gilgamesh). Los dioses pasaron a
ser activos y a estar organizados políticamente, con una división
mundana del trabajo entre ellos. A l dios Enbibulu se le designa di­
vino «inspector de canales»; a U tu, el dios de la justicia, se le en­
comiendan las disputas fronterizas.
Veamos una m uestra de la poesía religiosa de Sumeria del perío­
do de los «gobernantes» del tercer m ilenio. Los dioses supremos An
y Enlil han designado a Enki, el dios de la astucia, como una especie
de jefe de adm inistración. Enki dice:

Mi padre, el rey del cielo y de la tierra,


me hizo aparecer en el mundo,
mi hermano mayor, rey de todas las tierras,
reunió y reunió cargos,
los puso en mi mano...;
y o s o y el gran dios administrador del país,
yo soy el funcionario de riegos de todas las tarimas deltrono,
yo soy el padre de todas las tierras,
yo soy el hermano mayor de los dioses,
yo hago perfecta la abundancia.
[Citado en Jacobsen, 1976: 110 a 116.]

Sin embargo, Enki no se salía siempre con la suya. El dios N i-


m uta empezó como el dios de las tormentas y las crecidas de pri­
mavera y , en consecuencia, del arado. Pero en el tercer milenio pasó
aser el dios de la guerra, en cuyas funciones se fusionaron la guerra
y el regadío, a veces con exclusión de Enki.
Estos cambios —observa Jacobsen— reflejan el desarrollo del
poder político y militar y lo afrontan, intelectualmente, no como
una burda legitimación política, sino como un auténtico esfuerzo
intelectual por comprender la naturaleza de la vida. El orden mun­
dial (no conocían ningún otro mundo) exigía determinados talentos;
observaban los sacerdotes: la negociación de las fronteras entre las
ciudades, la ordenación de los riegos y, sobre todo, los dos papeles
de muñidor político y señor de la guerra (que hemos visto combi­
nados en un conquistador como Sargón). El tono es confiado, mun­
dano, seguro. Indica una decadencia del papel tran scen d en te de la
ideología en la Mesopotamia inicial, comentado en el capítulo 3: la
religión queda más confinada dentro del Estado.
Continuaron los enfrentamientos militares. Los sucesores de Sar­
gón se vieron desplazados por otro pueblo de las marcas, los gúteos.
Su dominación fue relativamente efímera y después nos enteramos
de triunfos sumerios sobre pueblos semitas. La estructura política,
imitando a Sargón, avanzó hacia un Estado imperial más centraliza­
do en la III Dinastía de Ur, bajo la cual prosperaron la legislación,
los registros, la población y la productividad. Después el Estado se
derrumbó. Una de sus partes se convirtió en Babilonia y bajo la
familia de Hammurabi restableció un solo Estado sobre la región.
La religión babilónica reinterpretó la historia anterior en su mito de
la creación. El mundo empezó como un caos de aguas y los dioses
aparecieron como lodo. Gradualmente adoptaron una forma casi hu­
mana y se lanzaron a un largo combate. Primero triunfó el dios Ea,
pero después se vio amenazado por dioses demónicos y monstruos.
Su hijo Marduk se ofreció como campeón de las dioses, pero sólo
si se le confería la autoridad suprema. El lema de su lanza era «se­
guridad y obediencia». Logró la victoria y le dio a la tierra su forma
actual a partir del cadáver de su divino enemigo. Entonces cambió
considerablemente su lema:

Cuando le dieron a Marduk la realeza


le pronunciaron la fórmula
de «Beneficios y Obediencia»:
«A partir de hoy serás
el proveedor de nuestros santuarios,
y lo que tú ordenes vamos a hacerlo.»
[Citado en Jacobson, 1976: 178 a 180.]

Entonces los dioses le construyeron a Marduk una ciudad que


él gobernó. La ciudad se llamaba Babilonia y Marduk siguió siendo
su dios padre.
La creación se centraba en lo que era vital tanto para Sumeria
como para Babilonia: el lodo de los ríos. Ea representa a Sumeria,
la civilización madre. Los enfrentamientos épicos, que contienen
monstruos aterradores e imágenes llameantes, reflejaban la situación
militar de principios del segundo milenio. La transformación del
lema de Marduk «Seguridad y Obediencia» en «Beneficios y Obe­
diencia» era la versión de los babilonios de cómo habían logrado
establecer el orden: mediante la estabilización del militarismo en un
régimen centralizado, burocrático e imperial. Tampoco era una m era
legitimación: contenía tensiones y la más notable de ellas era el tema
parricida de la angustia por haberse apartado de las tradiciones de
Sumeria. Pero no era transcendental. Era in m a n en te y se enfrentaba
intelectual, moral y estéticamente con unas relaciones de poder da­
das y con su éxito en reforzarlas.
Después llegó otra oleada de las marcas, la de los casitas, que
aparecieron en la zona (igual que los acadios antes de ellos) primero
como jornaleros, después como colonos y por último como con­
quistadores. A partir del siglo XVI su dinastía, tras adoptar la reli­
gión y el idioma locales, gobernó Mesopotamia durante cuatro siglos
como mínimo (durante quinientos setenta y seis años y nueve meses,
según la religión de los escribas). Sin embargo, en este caso la eru­
dición nos abandona. Sabemos poco acerca de lo que parece haber
constituido un nuevo período de crecimiento y prosperidad, quizá
bajo un régimen menos centralizado y más «feudal» de lo que se
había visto hasta entonces en la religión (véase Brinkman, 1968, y
Oates, 1979). Para entonces, la religión parecía estar estabilizada e
incluso haberse hecho conservadora. Los babilonios del período em­
pezaron a utilizar nombres de antepasados, lo cual indica un tradi­
cionalismo cultural y los textos religiosos solían desarrollarse de for­
ma «canónica».
Tras la caída de los casitas, siguió un período confuso de com­
bates entre elamitas, Babilonia y los nuevos peligros (los asirios al
norte, los caldeos al sur y los arameos al este). Hubo intervalos
breves de reafirmación babilónica, notablemente bajo Nabucodono-
sor I. Por último, Babilonia cayó bajo la dominación asiría. Los
cambios de la tecnología militar (de los cuales se hablará más en el
capítulo 6) dieron ventaja a los carros móviles y la caballería, y las
ciudades-Estado e incluso los imperios se hallaban sometidos a una
grave amenaza. El dios guerrero reapareció, pero en forma de la
muerte; el dios de la matanza indiscriminada al que apaciguar, si es
que se podía, mediante una adulación abyecta de su horror. Entre
los asirios conquistadores, como observa Liverani (1979: 301), las
guerras siempre eran santas, porque «santo» de hecho significaba
«asirio». Ahora la religión queda nacionalizada, novedad que se co­
menta con más detalle en el capítulo 8.
Es probable que estos cambios de la religión mesopotámica co­
rrespondiesen a grandes cambios de la vida social real. Tenían un
alto contenido de verdad. El orden impuesto centralmente era una
necesidad objetiva para el mantenimiento de las civilizaciones que
sucedieron a Sargón, por lo menos hasta los casitas. Tras la primera
fase de las civilizaciones, la organización espontánea de la división
del trabajo, el intercambio de productos en los mercados y una re­
gulación transcendente religiosa/diplomática de los conflictos pare­
cen menos eficaces para generar y estabilizar la posesión de un ex­
cedente, para fusionar zonas ecológicas y económicas muy diversas,
que la integración militarista violenta. A su vez, ésta fue producto
de dos fuerzas. En primer lugar, la infraestuctura específica de las
comunicaciones terrestres, fluviales o por canales (no marítimas) ha­
cía que resultaran imposibles la conquista y un cierto control cen­
tralizado. En segundo lugar, una vez que se generaba un excedente
mayor que el poseído por los vecinos, era necesario defenderse con­
tra las incursiones y la conquista. Tanto si la defensa tenía éxito
como si fracasaba, aumentaba la militarización y la centralización de
la sociedad, aunque la forma variaba según el tipo de tecnología y
de estrategia militares que se empleara. Ahora era más necesario el
orden impuesto. El orden no emanaba directamente de la praxis del
propio pueblo, sino «desde arriba», desde la autoridad política cen­
tralizada. La reificación de esa autoridad aparecía como una verdad
objetiva; la deificación, la «luminosidad reverenciada», tanto del
rey como del dios, era su expresión imaginativa. El conocimiento
objetivo y el significado último estaban unidos en la cosmología. Lo
numinoso era inmanente en la estructura social. No era opuesto a
lo práctico ni lo transcendía; daba sentido a unas realidades de poder
determinadas, el mejor sentido disponible.
Pero, ¿para quién tenían sentido? Veamos por separado al pueblo
y a la clase gobernante. En primer lugar, aparentemente no se trataba
de una religión popular a partir de la segunda fase de Jacobsen, como
era de prever por la escasa participación popular en el poder social
en general. Los sacerdotes se ocupaban de los «misterios», un tanto
separados, de la vida cotidiana y limitados a la intimidad de deter­
minadas instituciones. Es posible que las epopeyas se representaran
en la corte, fuera de la vista del público. Además, el rey las leía (en
su propio aposento) ante las imágenes de los dioses. El pueblo veía
el desfile intermitente de esas imágenes, aunque parece que los ho­
gares corrientes hacían réplicas de las estatuas religiosas. Los estu­
dios a veces están en desacuerdo a estos respectos. Oppenheim aduce
que no había huellas de la «comunión» observada más tarde entre
la deidad y los adoradores en el Antiguo Testamento, en las cos­
tumbres griegas e hititas y en las religiones universales. La deidad
mesopotámica se mantenía distante. El individuo mesopotámico, dice
Oppenheim, «vivía en un clima religioso muy tibio, en un marco de
coordenadas socioeconómicas más bien que de culto». Oppenheim
incluso cuestiona la posibilidad de escribir la historia de la religión
mesopotámica: no había n inguna religión de la civilización como un
todo. Aduce que los registros existentes son mucho más particularis­
tas de lo que nos dice un relato como el de Jacobsen. Pero siempre
que se interprete el relato de Jacobsen como la visión que tenía el
Estado de sí mismo, esa objeción queda rebatida.
Podemos suponer cuál era la índole de las religiones populares
por sugerencias que figuran en los registros. Oppenheim aduce que
podemos advertir indicios por todo el antiguo Cercano Oriente de
una corriente subterránea que contradice la insistencia oficial en el
orden divino y que incorpora conceptos seculares predeístas y de­
terministas de la vida en los cuales imperan la suerte, los demonios
y los muertos (1977: 171 a 227, especialmente 176, 191 y 200 a 206).
A lo largo de todo el período arcaico sobreviven dioses domésticos
y de aldea, prácticas mágicas y ritos de fecundidad más particularistas.
Por tanto, es probable que cada imperio no poseyera una cos­
mogonía unificada ni una sola red de poder ideológico. Nuestra
ignorancia de la religión popular —al contrario, por ejemplo, de lo
que ocurre con Egipto— parece indicar que al Estado no le intere­
saba la religión del pueblo. La religión no era una fuente importante
de su poder sobre el pueblo. Los gobernantes dependían más de la
cooperación obligatoria, que integra técnicas económicas y militares
de gobierno. Todavía no se trataba de ideologías que pudieran inte­
grarse espacial y jerárquicamente a lo largo de esas distancias. La
«comunidad étnica» de la Mesopotamia inicial, descrita en el capí­
tulo 3, debe de haberse debilitado, y su homogeneidad debe de ha-
ber quedado destruida por la creciente estratificación interna. De
ahora en adelante, y hasta los griegos, aduciré que las «comunidades
étnicas» (con la excepción de Egipto) eran pequeñas y de carácter
tribual y quizá estuvieran tipificadas por el único pueblo respecto
del cual tenemos buena información, el judío. Las unidades sociales
mayores, fueran imperiales o confederaciones tribuales, estaban de­
masiado estratificadas para que la comunidad cruzara las barreras de
clase. Veremos que la inventiva ideológica abordaba ahora el pro­
blema más restringido de la comunidad de la «clase gobernante».
La falta de penetración ritual reflejaba una mayor estratificación.
Había una interacción relativamente «débil» entre los niveles jerár­
quicos. Cuando era práctico coordinar intensivamente los riesgos, es
de suponer que eso llevaba a unas relaciones densas e intensas entre
los participantes, aunque no advertimos ejemplos de que ello impli­
cara a los niveles más altos del poder. Cuando el servicio militar
estaba basado en un ejército de infantería relativamente igualitario,
esto tendría consecuencias parecidas para la «intensidad» social. Pero
no era ésa la norma militar. Además, la división compleja del trabajo
era casi totalmente urbana. La interacción entre los gobernantes y
las masas se veía debilitada por la escasa integración entre la ciudad
y el campo. En resumen, se trataba fundamentalmente de sociedades
bastante poco intensivas que apenas exigían integración normativa
fuera del propio grupo gobernante. Bastaba con la fuerza para ex­
traer lo poco que se necesitaba de las masas.
¿Era, entonces, en segundo lugar, una religión «aristocrática»,
que utilizaba la cuarta y última estrategia de gobierno imperial para
fusionar a los gobernantes en una clase de gobernantes coherente?
Resulta bastante más difícil responder a esta pregunta. Como ya se
ha señalado, la religión contenía elementos «privados» que podían
limitarla al propio Estado, como cosa distinta de la «aristocracia».
Pero es dudoso que podamos hacer una distinción tan tajante. En
la próxima sección, que trata de la dinámica del imperio, veremos
que «Estado» y «sociedad civil», «monarquía» y «aristocracia» se
penetraban mutuamente. El rey dependía de las principales familias
de las ciudades y de los hinterlands rurales por igual. Formaban
parte de su casa o constituían una réplica de esa casa a nivel pro­
vincial. Allí participarían en la religión. La mayor parte de los estu­
diosos cree que las epopeyas religiosas se representaban, de forma
bastante parecida a los misterios medievales europeos, aunque en la
corte y no, como en Europa, en calles e iglesias a las que tenía acceso
el público. La religión oficial también existía en la penumbra de
otras prácticas religiosas y culturales muy difundidas entre los gru­
pos dominantes. La adivinación era especialmente frecuente. Por
ejemplo, era normal que un adivino acompañara al ejército y muchas
veces el mismo adivino era un general. También vemos textos de
«diálogos», competiciones en las que se trata de la utilidad relativa
para el hombre de personajes rivales: el Verano y el Invierno, el
Agricultor y el Pastor, etc., y una vez más esto implica la existencia
de representaciones teatrales para la élite y quienes dependían de ella.
Parte de la infraestructura de la religión, la escritura, era un arte
separada, no sometida totalmente al control de nadie. Por lo general,
los reyes, las familias principales, los sacerdotes, los gobernadores e
incluso los jueces seguían siendo analfabetos y dependían de los
conocimientos de quienes constituían de hecho un gremio con sus
propias escuelas. Todos los demás recurrían a la memoria, la tradi­
ción oral y las instituciones orales. En esas circunstancias, resulta
tentador buscar analogías con la función de la cultura en un caso
más tardío y mejor documentado, el de Roma. Aunque la clase go­
bernante romana sabía leer, dependía de la transmisión oral (en el
teatro, la retórica, los tribunales, etc.), para obtener su «cemento
cultural» (véase el capítulo 10). ¿Existía algún cemento cultural de
ese tipo en la clase gobernante mesopotámica? Es posible que la
respuesta sea afirmativa, aunque estaría mucho menos desarrollado
que en Roma. Parece probable que los escribas que había en la corte,
en los templos, que seguían a los ejércitos, que trabajaban en las
casas comerciales y en la de los aristócratas, fueran intermediarios
en la difusión de un mínimo de poder ideológico entre los grupos
gobernantes de los imperios. A medida que la conquista se fue ins­
titucionalizando, las diversas élites autóctonas, conquistadoras y con­
quistadas, recibían el idioma, la escritura, la cultura y la religión del
núcleo acadio-sumerio. Esa «educación» no era directa, al contrario
que en imperios más tardíos, como el romano o el persa. Los pri­
meros imperios no poseían la cultura cohesiva de la clase gobernante
de los últimos mencionados. Sin embargo, se había empezado a avan­
zar en esa dirección. Los imperios asimilaban grupos que inicialmen­
te eran distintos. Prácticamente lo único que acabó por permanecer
de los orígenes distintivos casitas, por ejemplo, fueron sus nombres
de resonancia extranjera. Por conducto de los escribas, las élites go­
zaron de acceso a la historia y la genealogía, a la ciencia y las ma­
temáticas, el derecho, la medicina y la religión. Esas élites podían
representar y reafirmar parte de esa cultura, sobre todo oralmente,
a través de los tribunales, el palacio, las grandes casas y los templos.
Una vez institucionalizado el poder organizado del imperio, también
se podía difundir de forma relativamente universal entre sus grupos
de élite y así hacer que el imperialismo fuera más estable.
En este respecto, la religión/cultura mesopotámica ulterior hizo
algo más que limitarse a reflejar una situación social real. Aumentó
la confianza y la moral colectivas, el poder y la solidaridad colecti­
vos, de su monarquía y sus grupos de élites. Estos eran en parte un
imperio federado de élites «autóctonas» y en parte una clase gober­
nante emergente. Como miembros de una «Gran Sociedad», gober­
naban las «cuatro zonas del mundo», no sólo porque disponían del
evidente poder militar, del excedente económico para alimentarlo y
de la comunidad política para institucionalizarlo, sino también por­
que se consideraban civilizados y moralmente superiores a la masa
del pueblo, tanto en sus dominios como fuera de ellos. A menudo
estaban desunidos (como veremos en breve). Pero también poseían
elementos de una ideología de clase. En este sentido, el papel del
poder ideológico en esos imperios era sobre todo in m a n en te respec­
to de unas estructuras de poder establecidas y laicas y no transcen­
dente; las reforzaba y no las perturbaba.
Por otra parte, esto se refiere solamente a una cuestión de me­
dida. Hay huellas discernibles de transcendencia. La ideología del
imperio no estuvo claramente delim itada hasta la aparición del «na­
cionalismo» asirio tardío (y quizá ni siquiera entonces; véase el ca­
pítulo 8). No se negaba la posibilidad de pleno acceso a la civiliza­
ción a los grupos gobernantes extranjeros, ni siquiera, en algunos
casos, a elementos de pueblo. Aunque predominaba la preocupación
por un orden impuesto, no era omnipresente fuera de la esfera po­
lítico/militar. También hallamos un respeto al tipo de orden impues­
to al cosmos por la razón cultivada. En lo que se denomina «litera­
tura de la sabiduría» y en el considerable desarrollo de las matemá­
ticas y la astronomía, hallamos una insistencia en la racionalidad, que
oscila entre un claro optimismo, pasando por el escepticismo, hasta
alguna desilusión ocasional que aparentemente no se limita a una
clase ni a un grupo étnico. La relativa apertura facilitó la asimilación
de los conquistadores extranjeros y los conquistados. Las redes de
poder ideológico eran más amplias que las de la cooperación obli­
gatoria imperial. Mesopotamia difundía sus prácticas ideológicas por
todo el Cercano Oriente, a veces después de la conquista, a veces
antes de ella. Normalmente ello facilitaba la difusión del poder im­
perial. Pero, como veremos en capítulos siguientes, a veces también
podía socavar el imperialismo.
Así, en el Cercano Oriente antiguo, el poder ideológico desem­
peñaba un doble papel. En primer lugar, la diversidad de la ideología
inmanente reforzaba la solidaridad moral, intelectual y estética de
los grupos gobernantes, al destruir sus divisiones particularistas in­
ternas y fusionarlos en clases go b ern a n tes relativamente homogéneas
y universales. Probablemente ésta fuera la tendencia dominante du­
rante ese período, aunque el proceso se vio dificultado por el nivel
rudimentario de la infraestructura de comunicaciones. En segundo
lugar, y subvirtiendo la tendencia anterior, la ideología también po­
día ser transcendente. Presentaba a unas clases cuasi dominantes a
la emulación y la asimilación exteriores, especialmente en las zonas
de las marcas, con lo cual flexibilizaba las pautas institucionalizadas
de cooperación obligatoria. Y además seguía comportando de forma
no oficial y reprimida un nivel más popular de explicación ideoló­
gica. Más adelante veremos explosiones de estos aspectos transcen­
dentales. De momento, sin-embargo, predominaba el refuerzo inma­
nente de clase.

La dia léctica d el im perio: centralización


y d escen tralización

El lector que posea algún conocimiento de la Mesopotamia an­


tigua o un fino olfato de la plausibilidad sociológica puede haberse
sentido irritado por las secciones anteriores. Pues podría parecer que
el análisis sugiere que los imperios eran eficientes, estaban muy in­
tegrados y eran ordenados y estables. No era totalmente así. Las
dinastías solían durar de cincuenta a doscientos años y después se
disgregaban en unidades guerreras más pequeñas. Casi todos los go­
bernantes se vieron enfrentados por lo menos con una revuelta gra­
ve. Así les ocurrió al propio Sargón y a Naram-Sin. Ya he comen­
tado esta tendencia a la desintegración al describir la logística polí­
tica. Los lugartenientes políticos y los clientes de gobernante esca­
paban al control central, «desaparecían» en la sociedad civil y levan­
taban la bandera de la revuelta. Esas tendencias eran cíclicas: los
imperios se conquistaban, se dividían, se reconquistaban, se dividían
y así sucesivamente. No contenían un desarrollo, una auténtica dialéc­
tica.
Pero había una tendencia al desarrollo a largo plazo, perceptible
en la historia antigua hasta la caída de Roma, casi tres mil años
después de la muerte de Sargón. No sólo será tema del presente
capítulo, sino también de los cuatro siguientes. Incluso la descrip­
ción de sus primeras fases me sacará de la secuencia cronológica
estricta de los capítulos para presentar innovaciones históricas im­
portantes, como la difusión de las herramientas y las armas de hierro
y la expansión de la moneda o de la alfabetización. Pero esos cam­
bios masivos fueron parte de una dialéctica que afectó a los princi­
pales logros de la cooperación obligatoria. Empezaré con la técnica
militar —dado que ahí empezó Sargón— y después me ocuparé bre­
vemente de otras fuentes de poder.
Sargón había creado una organización capaz de derrotar a sus
enemigos en una zona de varios cientos de kilómetros de largo y de
ancho. Ahora, mientras una región pudiera producir el excedente
necesario para apoyar a esa organización, era una posibilidad militar
permanente. Esa posibilidad estaba a disposición de una potencia
originaria de las marcas o de la zona regada del núcleo. En los dos
milenios siguientes se produjeron ubicuos combates militares entre
los dos tipos de zona. Sargón se vio inmediatamente enfrentado con
un dilema. Por una parte, su fuerza militar característica procedía de
las marcas y no quería que éstas originasen ningún otro poder. Por
la otra, ahora dependía del núcleo regado para obtener suministros.
Tenía que apoyarse en los dos, intentar una mayor integración entre
ellos. Pero las marcas son inacabables: el éxito imperial crea otras
marcas y atrae a su esfera de influencia a pueblos hasta entonces
marginales, pero todavía indómitos.
En las historias universales se suele destacar el poder de los pue­
blos de las marcas. McNeill (1963) y Collins (1977) consideran que
la conquista por los señores de las marcas es el tipo más frecuente
de conquista en todo el mundo antiguo. Si nos adelantamos un poco
en la cronología vemos que este ímpetu se reafirma periódicamente.
Poco después del 2000 a.C. se produjeron innovaciones en el diseño
de los carros de combate que aumentaron su flexibilidad y su velo­
cidad, así como en la arquería. Quienes ahora tenían ventaja eran
los combatientes que blandían lanza y arco desde los carros. Por
toda Eurasia y durante algún tiempo los pueblos montados en carros
como los micénicos, los arios de la India, los hicsos y los casitas,
todos ellos aparentemente originarios de zonas de marcas situadas
en tierras altas, aplastaron a la infantería de las ciudades-Estado agrí­
colas. Sin embargo, estas últimas podían reagruparse gracias al de­
sarrollo de las fortificaciones, las armadas y la adopción de los carros
de combate.
La superioridad del carro de combate terminó debido a una re­
volución metalúrgica que ocurrió hacia el 1200-1000 a.C. y llevó al
desarrollo de herramientas, armas y armaduras baratas de hierro.
Así, las masas de infantería reclutadas entre los campesinos, que
araban tierras de secano con aperos de hierro, pudieron mantenerse
firmes frente a las flechas y las cargas. Las tribus de las marcas
fueron las primeras en explotar esas técnicas. Esas dos técnicas mi­
litares, la de los carros móviles y las armas y las armaduras de hierro,
las elaboraron pastores de las tierras altas y campesinos hasta enton­
ces marginales, lo cual les permitió conquistar las llanuras aluviales
y los valles, unirlos con sus propias tierras y así crear Estados terri­
toriales más grandes que los existentes hasta entonces.
Sin embargo, el proceso no fue unidireccional. A lo largo del
período también fue en aumento la capacidad de respuesta de los
agricultores civilizados. Disponían de la ventaja de un excedente ma­
yor, de más organización metódica, de mayor disciplina, así como
de la imposibilidad de huir. El tipo de guerra más adecuado para su
forma de vida era la infantería. Una vez desarrolladas las armaduras,
sus medios de defensa aumentaron, al igual que su capacidad para
ampliar metódicamente el territorio. La diferenciación de las formas
de la guerra también iba en su beneficio, siempre que pudieran apren­
der rápidamente. Reaccionaron a las nuevas amenazas mediante la
diversificación, que aumenta la complejidad de la organización, la
disciplina y la táctica. Cuando a eso se añade la tendencia de las
armas y las armaduras a desarrollarse tecnológicamente y en cuanto
a costes, a la larga la que tenía la ventaja era la sociedad con una
coordinación más centralizada y territorial o, dicho en otros térmi­
nos, el Estado más fuerte. Si añadimos la guerra naval, la de forti­
ficaciones y la de asedio, la tendencia se hace más marcada, pues
para todo ello hacía falta la construcción a largo plazo de medios
para hacer la guerra y un sistema de intendencia más avanzado que
las tres armas consideradas hasta ahora.
Pero las ventajas de la civilización traen sus propias contradic­
ciones, una de las cuales comienza en un «núcleo» vagamente defi­
nido y la otra en la «periferia». Esas contradicciones tendían después
a eliminar la distinción geográfica entre las dos. La contradicción
esencial se hallaba entre el desarrollo de ejércitos más complejos,
coordinados centralmente, y las condiciones que permitieron en pri­
mer lugar que las civilizaciones resistieran a sus enemigos. Las de­
fensas de infantería habían presupuesto inicialmente una base social
cohesiva, aportada en Sumeria por la similitud de experiencia y la
pertenencia a la comunidad. Las ciudades-Estado había sido demo­
cracias u oligarquías relativamente benignas, lo cual se revelaba en
su táctica militar. Para la infantería era esencial la cohesión y la
moral, la fe en el hombre de al lado. Pero el aumento de los costes,
de la profesionalidad y de la diversidad de las fuerzas debilitó la
contribución de los miembros corrientes de la comunidad. O bien
el Estado recurría a mercenarios o a auxiliares extranjeros o bien
recurría a los ricos, que podían aportar soldados con armaduras pe­
sadas. Eso debilitaba la cohesión social. El Estado pasó a quedar
menos incrustado en las vidas militar y económica de las masas, más
diferenciado como centro autoritario y más relacionado con una agu­
da estratificación social entre las clases. El Estado era más vulnerable
a la captura. Una campaña rápida para capturar la capital y matar al
gobernante, pero perdonar la vida a parte de sus auxiliares, y que­
daba realizada la conquista. No era necesario pacificar a las masas,
porque no intervenían en este giro de los acontecimientos. El Estado
dependía más de soldados profesionales, tanto de las guardias pre-
torianas centrales como de los señores provinciales y era más vul­
nerable a sus ambiciones y, en consecuencia, a las guerras civiles
endémicas.
Esto se vio reforzado por la contradicción periférica. Cuanto más
éxito tuvieran los imperios en el desarrollo de los recursos econó­
micos en sus núcleos, más prosperidad llevaban a sus periferias. Los
imperios antiguos de esta era (es decir, antes de Roma y de la di­
nastía Han de China y con la excepción de Egipto) no tenían fron­
teras claramente delimitadas. Sus actividades y su hegemonía se di­
fundían, a veces de forma disgregada, a veces a lo largo de líneas
controladas de penetración, en la región circundante. La hegemonía
comercial penetraba a grandes distancias por los pasillos; la hege­
monía sobre el ganado era difusa. Los rebaños de la oficina real de
lanas, mencionada anteriormente, difundían la dominación impe­
rial, pero también aumentaban el poder de las élites locales, algunas
de ellas clientes y otras hostiles, pero la mayor parte fluctuantes
según lo que les ofrecieran unos u otros. La ideología mesopotámica
no excluía a esas élites de la civilización. De hecho, las alentaba a
emular a la élite imperial, a alfabetizarse, a considerarse poseedoras
de cultura, sabiduría y moral. Después ya no eran «bárbaras», sino
rivales por el poder, a menudo en la corte y la capital, además de
en las marcas. Sus pretensiones no amenazaban forzosamente a la
civilización: De hecho, era tan probable que la reforzaran con su
vigor como que la destruyeran con su salvajismo.
La presencia militar de la realeza no podía ser rutinaria. Cuanto
más aumentaban las actividades reales, más invitaban a las incursio­
nes y a la conquista por sus vecinos. Después de Sargón no se podía
ignorar a las marcas, porque unas marcas independientes significaban
peligro. Pero la logística del control era intimidadora. Algunos im­
perios ulteriores incorporaron las zonas de las marcas. Pero una vez
iniciado el proceso de incorporación de fronteras, casi no tenía lí­
mites, pues las marcas no terminaban más que cuando se llegaba al
auténtico desierto. Y allí acechaban peligros diferentes: los pastores
nómadas, en muchos casos con caballos resistentes especialmente
idóneos para las incursiones. Raras veces se mantuvieron mucho tiem­
po como nómadas puros. Los contactos comerciales aumentaban su
riqueza y su nivel de civilización.
Nuestros datos más significativos proceden de un caso diferente,
la frontera de China. Las invasiones realizadas con éxito por grupos
«bárbaros», como los toba, los sha-to, los mongoles y los manchúes,
estuvieron precedidas por la emigración de asesores chinos a sus
cortes y la adopción por esos grupos de formas administrativas y
militares chinas. Su superioridad militar consistía en desarrollar las
tácticas chinas para explotar la capacidad de su caballería, concentrar
sus fuerzas con rapidez, eludir a enormes ejércitos de infantería y
atacar los cuarteles generales chinos. El grupo más pequeño cono­
cido es el de los sha-to, que no tenía más que 10.000 soldados con
una población de 100.000 personas, y conquistó y gobernó el norte
de China en el siglo X d.C. (Eberhard, 1965, 1977). En el capítulo 9
nos centraremos en los «bárbaros», cuya condición fue mejorada por
el Imperio Romano, y que acabaron por destruirlo.
Una amenaza así no se podía eliminar. Una sociedad agraria ci­
vilizada que utilice ejércitos de infantería/caballería pesada no puede
autoabastecerse ni hallar a su enemigo en desiertos o estepas muy
poco pobladas. Todos los imperios antiguos euroasiáticos ulteriores
entraron en contacto con regiones de nómadas; todos ellos eran
igual de vulnerables (salvo quizá los antiguos egipcios, cuyas fron-
teras eran un auténtico desierto despoblado). La defensa constituía
una auténtica sangría de recursos: fortificaciones y tropas fronteri­
zas, sobornos a los jefezuelos bárbaros, la creación de fuerzas mó­
viles. Estas últimas tendían a conferir poder y autonomía a los se­
ñores de las marcas, lo cual hacía que la contradicción también fuera
interna.
Me he adelantado en el tiempo a fin de mostrar el ritmo de las
redes de poder militar. La conquista y la cooperación obligatoria no
sólo generaron un desarrollo económico y social, sino también una
plétora de amenazas desde las marcas. La organización para derro­
tarlas debilitó la base social a la que obedecía el éxito inicial y en
potencia llevó a un exceso de la coerción sobre la cooperación. Ya
he destacado el carácter indirecto del gobierno en esos primeros
imperios, las provincias se gobernaban p o r con d u cto del poder de los
lugartenientes y los provincianos. No era fácil coaccionar a éstos.
Cabe hallar contradicciones paralelas en todas las esferas de las
actividades del Estado militarista. Imagínese una provincia modera­
damente próspera de un imperio. Está situada en el camino de las
rutas de comunicaciones y comerciales de la capital a la periferia; su
ciudad principal tiene una guarnición de 200 soldados profesionales
reforzados por las levas locales y su comandante está encargado de
aportar los impuestos o los tributos al centro, abastecer a sus propias
tropas y mantener abiertas las vías de comunicación con la ayuda de
esclavos o de siervos y de una mano de obra forzosa. Si logra man­
tener el orden y una afluencia regular de impuestos o tributos, el
gobernante lo deja en paz, se satisface con gobernar indirectamente
y no puede hacer nada más salvo con una demostración enorme e
innecesaria de fuerza. A su vez, el comandante gobierna localmente
con la ayuda de sus propios lugartenientes y las élites locales. Si
recibe regularmente sus suministros, está mínimamente satisfecho; si
recibe más, está más que satisfecho con gobernar también él indi­
rectamente y apropiarse él mismo del excedente. Cuanto más prós­
pero sea el Estado, más difunde esos astratos intermedios de poder
por la provincia.
De manera que no existe contradicción entre «el Estado» y la
«propiedad privada», ni entre la «élite del Estado» y la «clase do­
minante». Son aspectos del mismo proceso de desarrollo. Una tra­
dición más antigua de los estudios sobre Mesopotamia buscaba fases
de «dominancia estatal» y de «riqueza privada» y «actividad comer­
cial privada». A medida que se van acumulando los datos, resulta
imposible mantener esas distinciones. En todos los períodos prolon­
gados conocidos, el nivel de la riqueza estatal y la privada y el grado
del interés estatal por el comercio, sea del Estado o privado, parecen
positivamente correlacionados (véanse, por ejemplo, los diversos en­
sayos de Hawkins, 1977). La actitud de clase de la élite política/go-
bernante parece pragmática y, en consecuencia, dependiente de nor­
mas consensúales más amplias. El que un Estado utilice su propia
organización comercial o la de un mercader, o el que un funcionario
estatal comercie como agente del Estado o por su propia cuenta,
parece haber sido en gran medida cuestión de qué medios de orga­
nización y logísticos había disponibles. No parece que en esas op­
ciones intervinieran grandes conflictos.
La infraestructura del poder, su organización, y su logística, pa­
recen ser inherentemente de dos filos. Así cabe decir de práctica­
mente todas las contribuciones estatales a la logística del poder. Si
elabora una cuasi acuñación —lingotes sellados de plata, hierro o
cobre—, confiere una riqueza garantizada, un «capital» a sus pro­
veedores, además de incrementar sus propios poderes económicos.
En la ciudad de provincia, los proveedores de la guarnición van
adquiriendo lentamente ese capital, al igual que los terratenientes
locales cuyos campos producen los suministros. Si el Estado intenta
obtener un control más regular mediante el empleo de funcionarios
letrados, la alfabetización de éstos resulta útil a los comerciantes y
los señores de provincias. Por ejemplo, en el período casita, las es­
cuelas cayeron bajo el dominio aristocrático. El problema del Estado
es que ninguna de sus técnicas puede limitarse a su propio organis­
mo político: se difunden por la sociedad. Incluso su propio orga­
nismo tiene una tendencia a dividirse en diversos órganos provincia­
les. Si las técnicas de cooperación obligatoria se imponen con éxito,
interesa a todos formar parte de un dominio imperial más amplio.
Pero la cuestión de a quién pertenece ese dominio es menos impor­
tante, porque todos los conquistadores deben gobernar de la misma
forma indirecta. Si un grupo de las marcas primero amenaza, des­
pués se infiltra y parece brindar una protección mayor a largo plazo,
los cálculos locales empiezan a cambiar. Si la sucesión dinástica está
en disputa, se pondera la lealtad respecto a la importancia de estar
del lado de los ganadores. Si el gobernante actual reacciona contra
esas amenazas con la búsqueda de mayores exacciones fiscales y
militares, los provincianos siguen ponderando las cosas y volviendo
a calcular las posibilidades de cada bando. Porque disponen de re­
cursos privados autónomos, generados en parte por los éxitos ante­
riores del Estado, y necesitan protegerlos y capitalizarlos mediante
su oferta al bando triunfador. Es posible que siga un período de
anarquía y devastación mientras las facciones rivales se enfrentan.
Pero lo que interesa a casi todos los grupos es pasar de ésa a una
nueva fase de consolidación imperial: así es como se generan nuevos
recursos privados.
El proceso sugiere tres desviaciones respecto de las teorías tradi­
cionales. En primer lugar, es posible que la idea misma de «pueblos»
claramente separados sea producto de ideologías dinásticas, no de
realidades sociales. Los «acadios» y los «sumerios», los «amorreos»
y los «sumerios» ulteriores, los «casitas» y los «babilonios» estaban
muy mezclados mucho antes de que una dinastía de cada uno de los
primeros presuntamente conquistara a los segundos. Quizá em pez a ­
ran como grupos del núcleo y de la periferia, pero después se mez­
claron. ¿Podemos ir más allá? ¿Eran esas etiquetas meras reivindi­
caciones de legitimidad basadas en principios de sucesión genealógi­
ca y de usurpación, que no podemos sino imaginar? Todos aspiraban
a heredar el manto genealógico de Sumeria; los sucesores en general
aspiraban al de Sargón y nadie reivindicaba el de los gúteos, mientras
que los casitas quizá tuvieran menos legitimidad de lo que indicaban
sus logros. No sabemos por qué. En muchas ocasiones hemos col­
mado la laguna con ideas decimonónicas de la etnicidad. En el si­
glo XX, esas ideas se han convertido en modelos co m p le jo s de «nú­
cleo» y «periferia», con concepciones explícitas de territorialidad e
ideas implícitas de etnicidad. Pero esas concepciones son demasiado
fijas y estáticas para las condiciones sociales de las sociedades anti­
guas.
Casi todo esto es especulación. Sin embargo, la segunda desvia­
ción teórica está mejor documentada. Repite un argumento de capí­
tulos anteriores: los incrementos de los recursos de propiedad pri­
vada son en gran medida resultado de la fragmentación de la orga­
nización social colectiva. La dialéctica entre ambas cosas no se pro­
duce entre dos esferas sociales autónomas, la «sociedad civil» y «el
Estado». Se produce entre la necesidad de una organización cada vez
más colectiva de determinados recursos de poder y la imposibilidad
logística de mantener el control colectivo sobre esos recursos.
Esto lleva a la tercera desviación teórica, que es la más impor­
tante, la aspiración a discernir una dialéctica global del desarrollo en
la cooperación obligatoria, que se deriva menos de su orden que de
sus contradicciones. El éx ito mismo de la cooperación obligatoria
llevó a su derrumbamiento y después, en muchos casos, a su recons­
titución a un nivel más elevado de desarrollo social. La cooperación
obligatoria incrementó s im u ltá n e a m e n te el poder del Estado milita­
rista (tesis) y de las élites descentralizadas que entonces podían de­
rrocar el Estado (antítesis). Pero las élites seguían necesitando un
orden impuesto. Este por lo general reconstituía un Estado, ahora
con mayores capacidades de poder (síntesis) y la dialéctica volvía a
empezar. Ese mecanismo fue desarrollando una tendencia secular
hacia formas colectivamente más poderosas de organización social,
la mayor parte de las cuales adoptó una forma imperial. El imperio
de Ur reconstituyó el imperio de Akkad en cuanto a dimensiones,
pero incrementó su densidad demográfica, su administración econó­
mica, sus ambiciones arquitectónicas, sus códigos jurídicos y, pro­
bablemente, su prosperidad; aunque Babilonia no era más extensa,
en algunos sentidos tenía un poder más intensivo; es posible que la
dinastía casita introdujese nuevos niveles de prosperidad en la región
(véase un buen relato general de todas esas fases de la historia po­
lítica de Mesopotamia en Oates, 1979; respecto de la última fase,
véase Brinkman, 1968; véase un análisis más económico en Adams,
1981: 130 a 154). Como veremos en el capítulo 6, Asiría fue mayor
y más poderosa, tanto intensiva como extensivamente, que sus pre­
decesores. Después, Persia y Roma fueron todavía mayores (como
revelan los capítulos 8 y 9). Las fases anteriores de esta dialéctica se
pueden representar en forma de diagrama como en la figura 5.1.
Naturalmente, un aumento «unidimensional» del poder colectivo
en general sólo se puede describir en un sentido muy amplio. A lo
largo de un período de tiempo tan largo, los imperios modificaron
considerablemente el carácter de sus organizaciones y sus técnicas
de poder. En los siguientes capítulos seguiré describiendo la evolu­
ción de las dos principales estrategias de poder imperial, la c o o p e r a ­
ció n o b lig a to r ia y la cu ltu ra c o h e s iv a d e la c la s e g o b e r n a n t e . La in­
fraestructura de la primera se desarrolló antes que la de la segunda
y por eso he hecho hincapié en su papel en estos primeros imperios
de dominación. Pero los imperios ulteriores tendrán mezclas más
variables de ambas cosas. Roma desarrolló ambas hasta un punto sin
precedentes. Persia recurrió más a la cohesión cultural de sus gober­
nantes. ¿En qué momento se inició la variabilidad? En esta esfera
quizá empezara con los casitas, acerca de los cuales los estudiosos
están en desacuerdo. Si su dominación prosperó, ¿fue más flexible,
más feudal, menos dependiente de la obligatoriedad imperial que de
la cohesión de su aristocracia, tolerante de la diversidad: un imperio
al estilo persa? En caso afirmativo, la dialéctica aquí descrita ya con­
siste menos en un mero crescen d o de fuerza y rigidez imperiales que
en una interrelación de regímenes «imperiales» o quizá «patrimonia­
les» y «feudales», por conducto de los cuales, no obstante, se desa­
rrolló el poder colectivo, concebido en términos muy amplios. Esto
plantea dos de los conceptos más importantes de la sociología com­
parada. Ahora aduciré que por lo general estos conceptos se utilizan
de forma estática y por eso no aciertan en la pauta de desarrollo —y
a veces dialéctica— de la historia universal.

El estu d io com p arad o d e los im perios a ntigu os

Aparte de unas cuantas generalizaciones marginales, me he limi­


tado a un solo milenio de la historia del Cercano Oriente. Sin em­
bargo, todo un cuerpo de obras de la sociología comparada genera­
lizada acerca de los imperios históricos de todas las partes del mun­
do y a lo largo de los cinco milenios de historia registrada. Para ello
hace falta que los imperios compartiesen las características generales
que se vislumbran entre las múltiples y diversas diferencias de tiem­
po y lugar. «¿No resulta sorprendente», pregunta John Kautsky retó­
ricamente,
que existieran considerables sim ilitudes en tre ¡o s asirios, los almorávides y
los aztecas, entre los imperios de los macedonios, los mongoles y los mo-
gules, entre los reyes ostrogodos, los califas omeyas y los sultanes otoma­
nos, entre los imperios sasánida, songhay y Saudita, entre los ptolomeos,
los teutones y los tutsi, entre los vándalos, los visigodos y los vikingos?
[1982: 15.]

Kautsky observa agudamente que la similitud básica permitió a


conquistadores como los romanos o los españoles explotar política­
mente los puntos débiles de sus adversarios en apariencia «totalmen­
te extraños», porque reconocieron su estructura de poder.
No discuto el argumento esencial de Kautsky. Este tipo de so­
ciología comparada ha establecido puntos de similitud entre regíme­
nes tan variados como los que él menciona. Expongo tres de ellos
antes de pasar a los principales defectos del modelo: un olvido de
248
DIAGRAMA
Poder social colectivo

Una historia del poder hasta 1760 d.C.


Clave

------------ Poder del Estado central

------------- Poder de las élites descentralizadas

F ig u ra 5.1. Dialéctica de los imperios mesopotdmicos.


la h isto ria , una incapacidad para producir una teoría del d e sa r ro llo
s o c ia l y un no reconocimiento de io s p r o c e s o s d ia lé c t ic o s .
El primer punto de similitud entre esos regímenes es que, tal
como los califica Kautsky, se trataba de «imperios a r is to cr á tico s ».
Estaban dominados por una clase gobernante que monopolizaba la
posesión de tierras (a veces en el sentido de una posesión efectiva,
más bien que propiedad legal), y con ello controlaba los recursos
económicos, militares y políticos del poder que aportaba la tierra.
E ideológicamente, su dominación se expresaba a través de preten­
siones genealógicas de superioridad moral y factual: un aristócrata
era superior porque, por su nacimiento él (o ella) estaba relacionado
con un grupo endógeno de parentesco y que procedía de un grupo
inicial de antepasados que había fundado la sociedad, descendía de
héroes o dioses, o realizaba otras hazañas nobles. Con las manos
firmemente asidas a las cuatro fuentes del poder social, la clase es­
taba tan atrincherada que ningún gobernante podía renunciar a su
apoyo. Merece la pena decirlo sencilla y tajantemente, porque mu­
chos de esos regímenes formulaban una pretensión ideológica opues­
ta, esto es, que todo el poder procedía de ellos y de ellos exclusi­
vamente, y también porque algunos autores han creído esa preten­
sión. Naram-Sin, el nieto de Sargón, reivindicaba el carácter divino.
Sus aristócratas acadios o sumerios sólo afirmaban tener relaciones
genealógicas con la divinidad. Esto se convirtió en una pauta nor­
malizada para los imperios más pretenciosos de la historia hasta el
período moderno. Justificaba el despotismo personal del gobernante,
que en teoría no se ejercía menos sobre los aristócratas que sobre
cualquier otra persona. Algunos de los autores más crédulos han
creído que esto podía llevar a una monarquía efectivamente «abso­
luta». Entre ellos ha figurado Wittfogel, cuyas teorías ya rechacé en
el capítulo 3, así como unos cuantos sociólogos comparados (por
ejemplo, Wesson, 1967: especialmente 139 a 202). En la práctica, sin
embargo, esos regímenes eran débiles.
Al llegar aquí, resulta útil distinguir entre dos tipos de poder
estatal. Establezco esa distinción más detalladamente en Mann (1984).
El p o d e r d e s p ó tic o se refiere a la gama de medidas que el gobernante
y su personal están facultados para tratar de aplicar sin ninguna
negociación rutinaria institucionalizada con los grupos de la socie­
dad civil. Un déspota supremo, como por ejemplo un monarca cuya
reivindicación de la divinidad es generalmente aceptada (como ocu­
rrió en Egipto o en China a lo largo de gran parte de sus historias
imperiales) puede intentar, así, prácticamente cualquier medida sin
una oposición «de principio». El p o d e r in fr a e s tr u c tu r a l se refiere a
la capacidad para penetrar efectivamente en la sociedad y aplicar
logísticamente decisiones políticas. Lo que debe ser obvio de inme­
diato acerca de los déspotas de los imperios históricos es la debilidad
de sus poderes infraestructurales y su dependencia respecto de la
clase de aristócratas para disponer de la infraestructura que efecti­
vamente poseían. A muchos efectos y especialmente en las provin­
cias, su infraestructura era la aristocracia. De forma que, en la prác­
tica, los imperios eran «territorialmente federales» como he dicho:
más flexibles, más descentralizados, con más tendencia a la fisión,
de lo que solía afirmar la ideología del propio Estado.
De todos estos aspectos derivados de la primera similitud de los
regímenes ya se ha tratado con bastante frecuencia, con una termi­
nología algo diferente, en la sociología comparada reciente (por ejem­
plo, Bendix, 1978; Kautsky, 1982).
La segunda similitud de los regímenes lleva, sin embargo, a des­
tacar algo bastante diferente. Al hacer hincapié en el poder de la
clase aristócrata, no debemos perder de vista el hecho de que un
Estado existe, de todos modos, con recursos de poder propios. Los
Estados existen porque son funcionales para la vida social más allá
de un nivel relativamente sencillo. Para la cuestión de la que estamos
tratando es más pertinente el hecho de que aportan algo que es útil
para la clase aristocrática. Nos referimos a la c en tr a liz a ció n t e r r it o ­
rial. Había una serie de actividades, como la formulación y la eje­
cución de los fallos de los tribunales, la organización militar y la
redistribución económica, que a ese nivel de la evolución histórica
se solían realizar con más eficiencia si estaban centralizadas. Ese
lugar central es el Estado. Así, todo poder autónomo que pueda
adquirir el Estado se deriva de su capacidad para explotar su centra-
lidad.
Eisenstadt (1963) ha explorado este aspecto. Siguiendo la inicia­
tiva de Weber, ha aducido que el Estado imperial reivindica el u n i­
v e r sa lism o , y que esa reivindicación tiene algunos motivos reales de
hecho. Un Estado no puede ser m e r a m e n t e aristocrático. Las rei­
vindicaciones genealógicas son inherentemente particularistas; son la
antítesis de la centralización y del Estado. Las sociedades que van
creando Estados permanentes ya han avanzado más allá del particu­
larismo. Han racionalizado la esfera simbólica y empezado a con-
ceptualizar el cosmos como algo sometido a fuerzas generales con
repercusiones universales. El Estado, y no la aristocracia, expresa esa
divinidad racional. Materialmente, sigue aduciendo Eisenstadt, los
intereses del Estado se hallan en fomentar los «recursos flotantes»,
recursos autónomos respecto de cualquier actor de poder particula­
rista. Eisenstadt da ejemplos de muchos de esos recursos y yo vol­
veré reiteradamente a ellos en el transcurso de mi narración históri­
ca. El más llamativo (¡especialmente para la persona afectada!) es el
empleo de eunucos por el Estado. Como ya he destacado, cualquiera
de los agentes del Estado puede «desaparecer» en la sociedad civil y
escapar al control del gobernante. Una de las formas de impedir que
un agente desaparezca en la aristocracia es impedir mediante la cas­
tración que tenga descendencia genealógica.
Permítaseme escoger tres entre las técnicas de universalización de
los Estados iniciales vislumbradas en este capítulo y en el anterior.
En primer lugar, en la esfera de la ideología, figura la tentativa por
los conquistadores acadios de racionalizar y sistematizar el panteón
y los mitos de la creación de las ciudades sumerias. Bajo el imperio
acadio una «religión» se escribe, se verifica y recibe jerarquía y cen-
tralidad. En segundo lugar, en la esfera de la infraestructura material,
figura la tentativa (o por lo menos la afirmación) de Sargón y sus
sucesores imperiales de haber mejorado y coordinado como un todo
la estructura de comunicaciones del imperio. No se trata sólo de
medidas de aumento del poder: con ellas se trata de unlversalizar el
poder y, conscientemente o no, su fuerza consiste en reducir el po­
der de las élites locales y particularistas. En tercer lugar, y quizá sea
el mejor ejemplo, porque combina la ideología con la infraestructu­
ra, figura la estructura administrativa «decimal» impuesta a los pue­
blos andinos por los conquistadores incas (mencionada en el capí­
tulo 4). En la práctica, naturalmente, los incas sólo podían gobernar
las provincias conquistadas por conducto de las élites autóctonas
locales. Podían imponer paralelamente un gobernador inca, importar
unos cuantos colonos-soldados leales y construir carreteras, almace­
nes y postas: de hecho, jamás hubo conquistadores más ingeniosos
en esos respectos. Pero no podían superar los problemas logísticos
brutales de gobierno que he esbozado en este capítulo. De ahí la
importancia de la racionalización decimal. Su función ideológica y
quizá, hasta cierto punto, su efecto real (aunque los conquistadores
revelaron sus debilidades), consistía en decir a las élites locales: «Sí,
podéis seguir gobernando a vuestro pueblo. Pero recordad que vues­
tro gobierno es parte de un cosmos más amplio que subordina los
particularismos tribuales y regionales a un orden racional inca, cen­
trado en el Inca.» Refleja un gran mérito de Eisenstadt el decir que
si el Inca, o Sargón, o el emperador de China o el de Roma resuci­
taran y leyeran su libro, reconocerían su caracterización de sus po­
líticas y sabrían lo que significan los términos de universalismo, re­
cursos flotantes, la racionalización de la esfera simbólica y otros
elementos de la jerga de Eisenstadt.
Hay dos percepciones que debo a la sociología comparada: por
una parte, la de un Estado socialmente útil, despótico y universal;
por la otra, la de una aristocracia descentralizada y particularista en
posesión efectiva de gran parte de la infraestructura del poder de la
sociedad. El contraste entre ambas cosas significa que la sociología
comparada también ha aportado una tercera percepción, una expo­
sición clara de las contradicciones y a veces una parte de la dinámica,
de esos regímenes. Porque existía un combate constante entre las
dos, mitigando únicamente (pero de forma muy considerable) por
su interdependencia mutua a fin de conservar su explotación de la
masa de la población. El comentario más famoso de ese combate fue
el que hizo Weber en su análisis del patrimonialismo en E conom ía
y so cied a d (1968: III, 1006 a 1069).
Weber destacó el patrimonialismo y el feudalismo como los tipos
predominantes de régimen político en las sociedades civilizadas prein-
dustriales. El patrimonialismo adapta una forma anterior y más sen­
cilla de autoridad patriarcal en el hogar a las condiciones de imperios
más externa. Bajo él, los cargos fundamentales se originan en la casa
del propio gobernante. Esta sigue constituyendo el modelo, incluso
cuando la función oficial tiene poca relación con la casa. Por ejem­
plo, el jefe de la caballería se le suele dar un título, como el de
«mariscal», que inicialmente denotaba la supervisión de los establos
del gobernante. Análogamente, el gobernante patrimonial revela una
preferencia por designar a miembros de su propia casa, parientes o
dependientes, como funcionarios del gobierno. El gobierno consi­
guiente es autocrático: las órdenes autoritarias del gobernante asig­
nan derechos y deberes a otras personas y casas. A veces, el gober­
nante asigna a asociaciones de personas y de casas la responsabilidad
colectiva por los derechos y los deberes. En cambio, el feudalismo
expresa un contrato entre cuasi iguales. Unos guerreros aristocráti­
cos independientes convienen libremente en intercambiar derechos
y deberes. El contrato asigna a una de las partes el gobierno político
general, pero esa parte se ve limitada por las condiciones del con­
trato y no es autocrática. Weber destaca esas dos formas de gobierno
como tipos ideales y después pasa, como es característico en él, a
entrar en las consecuencias y las subdivisiones lógicas de cada una.
Pero también señala que en la realidad los tipos ideales se difuminan
y se transforman el uno en el otro. En particular, reconoce la im­
posibilidad logística en circunstancias preindustriales de un patrimo-
nialismo «puro». La extensión del gobierno patrimonial lo descen­
traliza forzosamente y pone en marcha un combate permanente en­
tre el gobernante y sus agentes, que ahora se han convertido en
notables locales con una base autónoma de poder. Es exactamente
el tipo de enfrentamiento que he descrito en Mesopotamia. Weber
detalla ejemplos del Egipto antiguo y de Roma; de la China antigua
y moderna y de la Europa medieval, el Islam y el Japón. Su análisis
ha influido tanto en la comprensión de la historia que penetra muy
a fondo en los estudios modernos sobre todos esos casos y más.
Las aproximaciones a los regímenes de tipo ideal, más los casos
mixtos, han dominado gran parte del mundo. La lucha entre impe­
rios centralizados, patrimoniales y las monarquías aristocráticas des­
centralizadas, flexiblemente feudales, constituye gran parte de la his­
toria registrada por los contemporáneos. Pero si ésta fuera toda nues­
tra historia, incluso toda nuestra historia de la clase alta, sería esen­
cialmente cíclica y carecería de un desarrollo social a largo plazo.
En este capítulo se ha tratado de añadir algo más: una visión de
cómo una lucha de ese tipo revoluciona constantemente los medios
del poder, de forma que constituye una dialéctica de desarrollo.
Es posible que el acusar a Max Weber de carecer de interés por
el desarrollo histórico sea algo que se presta a una mala interpreta­
ción, pues él se ocupó de esto más que ningún otro de los sociólogos
importantes del siglo XX. Pero su empleo de es o s tip os ideales era
estático a veces. Contrastaba el Oriente con el Occidente y aducía
que el desarrollo social masivo se produjo en Europa y no en el
Oriente, porque Europa estuvo dominada por un feudalismo des­
centralizado contractual que (al contrario que el patrimonialismo
oriental) fomentó un espíritu relativamente racional de adquisición
y una orientación activa a la conquista de la naturaleza. A su enten­
der, a n tes de que pueda aparecer el dinamismo tiene que haber una
estructura relativamente feudal o por lo menos descentralizada. Esto
es incorrecto. Como veremos en reiteradas ocasiones es la dialéctica
en tre la centralización y la descentralización la que contribuye con­
siderablemente del desarrollo social, lo cual ha sido especialmente
pronunciado en la historia del mundo Cercano Oriente/Mediterrá­
neo/Occidente.
La evolución ulterior de la sociología comparada neoweberiana se
ha ido haciendo más estática. Cualesquiera que sean las percepciones
que aportan Bendix, Eisenstadt, Kautsky y otros, pasan por alto el
desarrollo. El concentrarse, como hace Kautsky, en las similitudes
entre regímenes como el Imperio Inca y el Reino de España (ambos
«imperios aristocráticos») es olvidar lo que ocurrió cuando 180 es­
pañoles poseían recursos de poder que el Inca no había ni soñado.
Esos recursos: armaduras, caballos, pólvora, la disciplina, la táctica
y la cohesión militares para utilizar esas armas; una religión salva­
cionista y escrita; un monarca y una iglesia que podían dar órdenes
a más de 6.000 kilómetros de distancia; una solidaridad religiosa/na­
cional que podía superar diferencias de clase y de linaje; incluso sus
enfermedades y sus inmunidades personales, eran producto de varios
milenios de desarrollo histórico mundial negado al continente ame­
ricano. En los seis próximos capítulos veremos cómo los recursos
surgen de forma gradual, irregular pero innegable y acumulativa­
mente. La sociología comparada debe verse moderada por una apre­
ciación del tiempo histórico mundial.
Así, cuando los análisis neoweberianos pasan a explicar el desa­
rrollo social, se salen de su modelo teórico, Kautsky considera que
la «comercialización» es el principal proceso dinámico. Aparece, dice,
por conducto de las ciudades y los comerciantes, que están en gran
medida fuera de la estructura de los «imperios aristocráticos» y cuya
aparición, en consecuencia, Kautsky no puede explicar. Bendix, cuyo
objetivo es explicar la transición de la monarquía a la democracia,
también recurre a factores externos. En su caso se trata de una serie
de variables no explicadas e independientes, como el crecimiento
demográfico, las infraestructuras de comunicaciones, los sistemas de
educación y la alfabetización (1978: especialmente 251 a 265). Ei­
senstadt utiliza un modelo más adecuado para comprender el desa­
rrollo social. En unas cuantas páginas (1963: 349 a 359) esboza cómo
unos cuantos imperios se transformaron en comunidades políticas y
sociedades más «modernas». A su entender, el factor decisivo fue la
capacidad de varias élites descentralizadas, apoyadas por una religión
racional y salvacionista, para apropiarse del universalismo y de los
recursos flotantes monopolizados hasta entonces por el Estado.
Como veremos en capítulos ulteriores, efectivamente ésta es una
parte importante de la respuesta. Pero al cabo de 350 páginas de
esbozar un modelo estático o cíclico de imperio, difícilmente puede
llegar muy lejos en esa dirección en sólo 10 páginas. En todas esas
obras (al igual que ocurre con la mayor parte de la sociología com­
parada) se combina un material acopiado de forma promiscua de
diferentes fases en el desarrollo de los recursos de poder social. Ese
es su mayor defecto, pues a menudo eso es precisamente lo que se
supone que ellas intentan explicar.
Mi crítica de la metodología de la sociología comparada de los
imperios antiguos no es la objeción «típica del historiador» de que
cada caso es único. Aunque eso es cierto, no impide la comparación
ni la generalización. Es, más bien, que el análisis comparado también
debe ser histórico. Cada caso evolu cion a temporalmente, y esa diná­
mica misma debe formar parte de nuestra explicación de su estruc­
tura. En este caso, la dinámica de los regímenes «imperiales» (o
«patrimoniales») y «feudales» ha constituido una dialéctica de desa­
rrollo, de la que ha hecho caso omiso la sociología comparada.

C onclusión: El p o d er m ilitar reorga n iz ó


e l d esa rrollo social

He demostrado que la capacidad de organización y la forma po­


líticamente despótica de los primeros imperios del Oriente Medio
surgieron fundamentalmente a partir de la capacidad de reorganiza­
ción de unas relaciones de poder militar en evolución. La coerción
con cen tra d a adquirió una eficacia desusada como medio de organi­
zación social. Ello no se debió a las necesidades de la agricultura de
regadío, como vimos en el capítulo 3, que aducía Wittfogel. El con­
texto ecológico crucial fue la intersección de las zonas aluviales y el
h in terla n d en zonas de marcas donde ahora aparecían determinadas
invenciones militares.
En las marcas de las tierras altas, una forma mixta de agricultura
y pastoreo se vio reforzada por el desarrollo económico en la llanura
aluvial en el cual intervenía el comercio con los pastores más lejanos.
Los que controlaban las marcas podían combinar las técnicas mili­
tares de agricultores y pastores en fuerzas militares de choque más
variadas y centralizadas. Empezando con los 5.400 hombres de Sar­
gón de Akkad, conquistaron las llanuras aluviales, integrándolas os­
tensiblemente entre sí y con las tierras altas, en un Estado militarista
y monárquico. La unidad de un imperio de ese tipo era frágil. De­
pendía abrumadoramente de una organización militarista tanto del
Estado como de la economía, que incorporaba la «cooperación obli­
gatoria» definida por Spencer. Eso llevó a un nuevo estallido de
desarrollo económico, a una nueva difusión inmanente de poder ideo­
lógico d en tro d e los grupos dominantes y a la consolidación a largo
plazo del imperio y de una clase gobernante.
Sin embargo, el imperio seguía siendo una red de interacción
relativamente frágil que carecía de un control intenso entre sus súb­
ditos. Las «comunidades étnicas», en el sentido de Smith (1983),
comentadas en el capítulo 3, quedaron debilitadas. A las masas se
les exigía poco, salvo la entrega regular de pagos en especie y en
trabajo. El control sobre ellas era salvaje, pero irregular. Ordinaria­
mente, se exigía más al grupo gobernante disperso, pero eso no le
molestaba. El imperio no era territorial ni unitario. Era un sistema
de dom in ación fe d e r a l por un rey o un emperador a través de go­
bernadores provinciales y de las marcas, e incluso «extranjeros», ade­
más de las élites. Eso se debió a razones fundamentalmente logísti­
cas. He calculado que ningún conquistador, por formidable que fue­
ra, podía organizar, controlar y abastecer a sus tropas y sus funcio­
narios administrativos habitualmente a una distancia de marcha de
más de 80 a 90 kilómetros. El rey o el emperador utilizaba a su
ejército profesional en reserva para dominar, para atemorizar. Pero
todo el mundo sabía que para emplearlo haría falta un esfuerzo lo-
gístico formidable. Mientras las élites locales entregaran sus impues­
tos o tributos, nadie se injeriría en su propio control local. Lo que
a ellas les interesaba era el mantenimiento del sistema imperial de
cooperación obligatoria. El poder imperial «penetraba» constante­
mente en la sociedad civil, generando recursos privados de poder,
además de recursos estatales. La propiedad privada crecía en conse­
cuencia, porque el radio del poder político era más limitado que el
de la conquista militar y porque el aparato de la cooperación obli­
gatoria difundía y descentralizaba el poder al mismo tiempo que
ostensiblemente lo centralizaba. El Estado no podía mantener dentro
de su propio cuerpo lo que adquiría por conquista o por el desa­
rrollo de técnicas de cooperación obligatoria. Y así, a lo largo de los
tiempos antiguos, fue surgiendo una dialéctica entre fuerzas centra-
lizadoras y descentralizadoras, entre Estados imperiales poderosos y
clases con propiedad privada, a m bos producto de las fuentes fusio­
nadas de poder social.
He descrito fundamentalmente una fase y una región determina-
das de esa dialéctica, la esfera mesopotámica de influencia hacia fines
del tercer milenio y principios del segundo milenio a.C. No afirmo
que se puedan encontrar generalmente en todo el mundo las mismas
particularidades de esa dialéctica. Examinaremos brevemente los
otros estudios de casos del último capítulo. Uno de ellos tenía una
historia continua y distintiva, que mencioné en el capítulo anterior.
El aislamiento ecológico de Egipto no podía generar señores de las
marcas ni la dialéctica imperial subsiguiente. Tres más de los casos
estudiados se lanzaron por una vía distintiva, ¡la del derrumbamien­
to! La desaparición de dos de ellos, la civilización del Valle del Indo
y la de Creta, todavía no está clara. En ambos casos p u ed e haber
intervenido la conquista por «señores de las marcas» arios y micé-
nicos respectivamente, pero no se puede afirmar con seguridad. Del
segundo se trata brevemente al principio del próximo capítulo. El
tercero, el Perú de los incas, se vio atacado repentinamente y no por
señores de las marcas, sino por conquistadores que estaban tan lejos
en el tiempo histórico mundial como en distancia geográfica. Los
dos últimos casos son análogos al de Mesopotamia en diversos sen­
tidos. Tanto China como Mesoamérica exhiben un ciclo repetido de
señores de las marcas, así como el desarrollo de la cooperación obli­
gatoria y su dialéctica de Estado-propiedad privada. Pero en este
libro me preocupa menos la sociología comparada que una historia
concreta, que casualmente tiene importancia para el mundo en los
cuatro milenios siguientes. Su influencia ya se estaba extendiendo
durante el segundo milenio: para el 1500 a.C., dos de esas zonas ya
no eran «casos aislados» y autónomos. Creta y Egipto participaban
en una sola civilización policéntrica del Cercano Oriente. No voy a
entrar en muchos más detalles de las analogías comparadas.
Así, esta segunda fase de la historia del Cercano Oriente se vio
«desviada» inicialmente a una vía distinta por relaciones de poder
militar, que podían establecer extensos imperios de dominación me­
diante la conquista. La significación duradera del poder militar no
fue la de un «factor» ni un «nivel» autónomos en la sociedad. Tanto
la conquista como el gobierno militarizado tenían precondiciones no
militares en las cuales estaban incrustados. Más bien el poder militar
aportó dos «momentos de reorganización social» en los cuales esta­
bleció nuevas vías de desarrollo social. La primera se hallaba en la
propia conquista, en la cual la lógica de los acontecimientos en el
campo de batalla y en las campañas decidía qué grupo iba a predo­
minar. En esta fase, los señores de las marcas solían ser los triunfa­
dores. Ello planteó la posibilidad de que surgieran sociedades más
extensivas que integrasen la agricultura de regadío, la de secano y el
pastoralismo, además de integrar la ciudad y el campo. En segundo
lugar, esta posibilidad se convirtió en una realidad, estabilizada e
institucionalizada a lo largo de un extenso período, porque la orga­
nización militar penetró promiscuamente en las redes de interacción
políticas, ideológicas y especialmente económicas mediante los me­
canismos de la cooperación obligatoria. Esta segunda reorganización
militar hizo que los imperios antiguos fueran algo más que superes­
tructuras. Hizo que sus historias pasaran de lo efímero y lo cíclico
a lo social y al desarrollo. La co erción con cen trad a descrita en el
capítulo 1 como el medio fundamental del poder militar, resultó ser
sociálmente útil fuera del campo de batalla (donde siempre es deci­
siva), desde luego para las clases gobernantes; probablemente tam­
bién para grandes secciones de las masas. La civilización imperial del
Cercano Oriente antiguo, con la cual nuestra propia sociedad tiene
una relación y una deuda, evolucionó a lo largo de toda una fase
como resultado de esos dos «momentos» de reorganización militar
de la vida social;
Sin embargo, también he especificado los límites y la dialéctica
de ese imperialismo. Los imperios todavía no eran territoriales ni
unitarios, sino fed era les, al igual que sus predecesores del último
capítulo. Además, también estaban generando fuerzas subversivas y
descentralizadoras dentro de sus propios órganos y en sus marcas.
Esas fuerzas estallaron en el segundo milenio a.C., como se describe
en el próximo capítulo.

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Capítulo 6
LOS «INDOEUROPEOS» Y EL HIERRO:
REDES DE PODER EN EXPANSION
Y DIVERSIFICADAS

Durante el segundo milenio a.C. y principios del primero, los


imperios de dominación del Oriente Medio se vieron conmociona­
dos por dos inmensos desafíos, que parecían ser externos a ellos y
que, sin embargo, ellos habían estimulado. La mayor parte de los
imperios no sobrevivió —algunos desaparecieron y otros se vieron
incorporados como unidades en los dominios de otros— y los que
sí sobrevivieron se vieron profundamente cambiados por el desafío
hasta convertirse en «imperios universales», según su modo de ver.
Los dos desafíos fueron el predominio militar de los carros de com­
bate entre el 1800 y el 1400 a.C. y la difusión de las armas y las
herramientas de hierro desde el 1200 hasta el 800 a.C., aproxima­
damente. Esas revoluciones tuvieron tres similitudes: procedían del
norte, de pueblos no sedentarios, de pueblos no alfabetizados. Esos
datos crean dificultades para nuestro análisis, pues ahora debemos
dirigir nuestra atención a zonas cuya ubicación exacta se desconoce
y a pueblos que al principio dejaron pocos restos y registros. En
esas circunstancias, resulta difícil evitar el error que nos han trans­
mitido los propios imperios: el de que esos acontecimientos consti­
tuyeron «erupciones repentinas» de barbarie y catástrofe.
Pero la historia real no es la de un choque entre dos sociedades
separadas. En este período, el modelo unitario de sociedad guarda
escasa relación con la realidad. Lo que sucedió se puede explicar en
términos de: 1) el estímulo inicial dado por el Cercano Oriente a
una región geográfica en constante expansión y a las diversas redes
de poder contenidas en ella, y 2) un crecimiento ulterior del ámbito
de las interacciones de poder superpuestas e intersectadas dentro de
esa región. Al final del período que ahora se comenta, la región
geográfica pertinente se ha ampliado mucho y abarca gran parte de
Europa, el norte de Africa y Asia central, además del Cercano Orien­
te. Partes de ella eran divisibles en sociedades y Estados con preten­
siones unitarias, pero la mayor parte no. Todas ellas intervinieron
en una interacción que a menudo saltaba por encima de las fronteras
de unas sociedades estatales presuntamente unitarias.

El d esa fío in d oeu rop eo

Aunque ahora la balanza del poder pasó hacia el norte, es pro­


bable que las principales influencias iniciales se desplazaran del sur
al norte *. Esto no significa aducir un predominio general de difu­
siones a partir del Cercano Oriente que influyeron en la evolución
local del norte y del oeste. Lo que se ha de destacar es la interacción
entre los dos: am bas regiones contenían los factores necesarios para
el desarrollo de la interacción. Las características de la prehistoria
del norte y del oeste son importantes (aunque en gran medida se
trate de suposiciones). Pero para el momento en que surgieron en
la historia, llevaban interactuando desde hacía algún tiempo. No eran
meros extranjeros, incontaminados por la influencia de los regantes.
A principios del tercer milenio, los comerciantes de los imperios
del Oriente Medio habían penetrado más allá de Asia Menor, las
montañas del Cáucaso y la meseta iraní en su búsqueda de metal,
animales, esclavos y otros lujos. Se encontraron con «indoeuropeos»,
grupos que quizá pertenecían ya a una raíz lingüística común. Los
indoeuropeos de las estepas orientales eran nómadas pastores a ca­
ballo; los de los bosques de Europa oriental y Rusia eran una mezcla
de agricultores de roza y pastores a caballo. Ninguno de ellos poseía
Estados ni las tres características de la civilización definidas al prin-

1 Para esta sección fueron fuentes generales útiles Crossland, 1971; Drower, 1973,
y G urney, 1973.
cipio del capítulo 3. Pero eran sociedades de «rangos» y algunas de
éstas se estaban empezando a estratificar. Los nómadas poseían una
estructura flexible de clanes/tribus y probablemente una propiedad
privada embrionaria centrada en el jefe de familia. Los que eran una
mezcla entre agricultores de roza y pastores tenían una estructura
mixta de clanes/aldeas.
El aumento de la riqueza y la adquisición de la metalurgia del
bronce, aprendida gracias al comercio, agudizaron una forma des­
centralizada de estratificación, hicieron que se desarrollaran las aris­
tocracias a partir de los clanes importantes y de las figuras con au­
toridad de las aldeas y reforzaron los derechos de propiedad privada
de las familias aristocráticas. La metalurgia aumentó su destreza en
la guerra, convirtió a la aristocracia en una élite de guerreros y a
veces hizo que la jefatura militar evolucionara hacia una realeza dé­
bil. Los indoeuropeos occidentales llevaron al oeste las hachas de
guerra de bronce y dominaron el actual continente europeo. Los
principales grupos conocidos fueron los celtas, los pueblos de habla
itálica y los griegos (los veremos en los capítulos 7 y 9). Pero la
riqueza y la destreza militar de los pueblos de la estepa repercutieron
en el Oriente Medio y el Cercano Oriente y de ellos trato en primer
lugar en este capítulo.
En algún momento en torno al 1800 a.C. apareció el carro lige­
ro, basado en dos ruedas de radios sobre un eje fijo, con un arnés
que permitía al caballo soportar parte del peso del carro. Se trataba
de un mecanismo rápido, maniobrable y equilibrado. Su capacidad
en el campo de batalla ha impresionado a todos los historiadores
ulteriores. Transportaba a dos o tres hombres armados con lanza y
arco compuesto. Una compañía de carros podía maniobrar rápida­
mente en torno a las infanterías y los carros torpes de los imperios
disparando masas de flechas desde una posición relativamente invul­
nerable, blindada y móvil. Cuando las líneas de infantería se des­
bandaban, una carga frontal podía liquidarlas. Desde los carros, los
guerreros no podían poner cerco a las ciudades, pero podían ame­
nazar con una devastación de los campos y los diques de los agri­
cultores sedentarios suficiente para lograr su sumisión. Desmonta­
dos, especialmente en sus campamentos, eran vulnerables al ataque
y por eso convirtieron sus campamentos en sencillas fortificaciones
cuadrangulares de tierra, con objeto de aguantar un ataque mientras
montaban. En el terreno abierto tenían una clara ventaja inicial en
el campo de batalla. La mayor parte del Cercano Oriente y de Asia,
pero no de Europa, era terreno abierto. Por eso penetraron en las
dos primeras regiones, pero no en la tercera.
Es de suponer que primero entraron en los oasis densamente
poblados y regados del Asia sudoriental y central, los puntos más
remotos de las dos primeras fases de la civilización del Oriente Me­
dio. Solía creerse que era a ese desplazamiento a lo que se podían
atribuir las incursiones casi simultáneas en la historia registrada: al
este en China, al sudeste en la India y al suroeste en Asia Menor y
el Oriente Medio. Actualmente, no obstante, se supone que los ejér­
citos de carros de la dinastía Shang de China, con armaduras de
bronce y fortificaciones rectangulares, eran autóctonos. En otras par­
tes, el desplazamiento está claro. Los arios conquistaron el norte de
la India en oleadas sucesivas en algún momento entre el 1800 y el
1200 a.C. (de ellos se trataba en el capítulo 11); los hititas habían
establecido un reino identificable en Asia Menor ya en el 1640 a.C.;
los mitanios estaban establecidos en Siria en el 1450 a.C.; los casitas
invadieron la mayor parte de Mesopotamia hacia el 1500 a.C., apro­
ximadamente; los hicsos conquistaron Egipto hacia el 1650 a.C., y
los micénicos estaban establecidos en Grecia en el 1600 a.C. Para el
momento en que entran en nuestros registros, todos ellos manejaban
el carro; todos ellos eran federaciones aristocráticas, y no pueblos
centrados en un solo Estado, y casi todos ellos conocían una dife­
renciación mayor de la propiedad privada de lo que había imperado
entre los pueblos autóctonos del Cercano Oriente.
Bastante más misteriosa es la identidad exacta de algunos de ellos.
En general se cree que el núcleo inicial del movimiento fue indoeu­
ropeo. Pero el principal pueblo hitita (los khatti) y los hurritas no
lo eran, y los hicsos (término egipcio que significa «jefes de tierras
extrañas») probablemente eran un grupo mixto de hurritas y semitas.
Todavía está por identificar el idioma casita original. No era simple­
mente indoeuropeo, aunque su religión sugiere afinidades o présta­
mos indoeuropeos. Es probable que todos los movimientos fueran
mixtos, con matrimonios exógenos y que fueran reuniendo confe­
derados, cultura y alfabetización a medida que se desplazaban hacia
el sur. La mezcla predominante, que se conoce respecto a los hurri­
tas y los hititas, era de una pequeña aristocracia indoeuropea, que
inicialmente gobernó a un pueblo autóctono y después se mezcló
con él. No tenemos conocimiento histórico más que de los grupos
fusionados. Pero sabemos lo suficiente para no seguir manteniendo
teorías étnicas decimonónicas de «pueblos» y «razas» sólo porque
los descendientes de los grupos de conquistadores se acabaron por
alfabetizarse escribieran fundamentalmente en idiomas indoeuropeos.
No hay datos de que ninguno de ellos fueran auténticas «comuni­
dades étnicas» interclasistas: eran federaciones militares flexibles.
También merece la pena señalar una segunda característica mis­
teriosa de sus conquistas. No está del todo claro que su dominación
sobre los imperios fuese producto meramente de una oleada de vic­
torias en el campo de batalla. Es improbable que quienes se despla­
zaron al sur desarrollaran el carro de combate rápido —base de su
superioridad militar— hasta bastante después de aparecer en Asia
Menor. Parece que estuvieron asentados durante algún tiempo en los
márgenes de las civilizaciones del Cercano Oriente, o incluso en el
interior de éstas. Por ejemplo, así ocurre con los casitas (véase Oates,
1979: 83 a 90). Allí fueron perfeccionando gradualmente las técnicas
de la cría caballar y de equitación y adquiriendo herramientas de
bronce con las que hacer los carros. Por tanto, es probable que el
carro de combate se desarrollara en tierras de marcas, como ya po­
dríamos prever. Análogamente, es probable que los enfrentamientos
militares fueran prolongados. Incluso después de la aparición del
carro, faltaban las condiciones logísticas para una conquista sistemá­
tica. La ventaja del carro en una campaña era su mayor movilidad,
especialmente en la concentación y la dispersión de fuerzas. La ven­
taja logística era estacional y estaba condicionada: si las tierras eran
buenas para los pastos, el cuerpo de carros podía vivir sobre el te­
rreno y cubrir unas distancias mucho más grandes que la infantería
desde su base de aprovisionamiento. Pero el ritmo de organización
de una campaña de carros era complejísimo: avanzar en pequeñas
bandas que tenían que estar dispersas y extendidas sobre las tierras
de pastos del enemigo, pero después concentrarse rápidamente para
atacar a sus formaciones. No era una tarea para bárbaros, sino para
señores de las marcas, que fueron perfeccionando constantemente su
organización social durante un largo período de tiempo.
Así, su presión sobre las civilizaciones al sur debe de haber sido
larga y sostenida. Produjo tensiones, completamente distintas de las
presiones del campo de batalla. Parece que algunos imperios se de­
rrumbaron sin gran asistencia de esas últimas. Por ejemplo, es po­
sible que los invasores arios de la India se encontraran con una
civilización del Valle del Indo ya en decadencia. Análogamente, re­
sulta difícil interpretar los dos derrumbamientos de la civilización
minoica en Creta. No hay teorías convincentes de destrucción por
invasores extranjeros, ni siquiera por los micénicos. Es posible que
la civilización cretense llevara mucho tiempo en decadencia y que
los comerciantes micénicos sustituyeran a los minoicos en gran parte
del Mediterráneo oriental sin que hubiera una gran guerra directa
entre ellos.
Parece que también en el Oriente Medio los invasores golpearon
en un momento de relativa debilidad de casi todos los Estados exis­
tentes. Los combates de Babilonia con los casitas y los hurritas se
vieron precedidos por la secesión de sus territorios meridionales en
guerra civil entre los descendientes de Hammurabi. En cualquier
caso, toda la región estaba en disputa entre Babilonia, los primeros
gobernantes asirios y los últimos sumerios. En Egipto, el «segundo
período interm edio», que convencionalmente se inició en el
1778 a.C., inauguró un largo período de luchas dinásticas antes de
las incursiones de los hicsos.
Resulta tentador buscar otras causas de derrumbamiento además
del campo de batalla. Se pueden hallar tres en el mecanismo de los
imperios de dominación que he identificado en el capítulo anterior.
En primer lugar, y es probable que de forma evidente en la región
mesopotámica, estaba la ausencia de cualquier punto seguro de des­
censo para las fronteras del imperio. Sus fronteras no eran naturales,
sino creadas por ejércitos. En Mesopotamia, los diversos valles flu­
viales brindaban un núcleo a más de un imperio, pues la tecnología
de la conquista y la gobernación era todavía insuficiente para tomar
y retener toda la región. Así, la rivalidad entre los imperios minaba
potencialmente la fuerza de cada uno de ellos. Y en todos los im­
perios la lealtad de las provincias y de las marcas era condicional.
En segundo lugar, y eso es más general, estaba la fragilidad de
los mecanismos de integración económica, política e ideológica del
sistema que he calificado de cooperación obligatoria. La integración
entre el valle fluvial y las tierras altas (o, en el caso de Creta, entre
la costa y las tierras altas) era artificial y dependía de un alto nivel
de redistribución y coacción. Los mecanismos redistributivos eran
vulnerables a las presiones demográficas y a la erosión de los suelos.
La coacción exigía una energía constante por parte del Estado. Sin
ella, se producían revueltas provinciales y luchas dinásticas.
En tercer lugar, el progreso de las marcas exteriores no se limi­
taba a presentar rivales por el poder a los imperios. También puede
haberles causado dificultades económicas; quizá a una reducción de
los beneficios del comercio a larga distancia, dada la «renta de pro-
tección» que imponía el poder cada vez mayor de los señores de las
marcas. Podemos concluir de forma plausible que todos los imperios
estaban sometidos a tensiones antes de que los carros les asestaran
el golpe de gracia. El fenómeno fue recurrente en los imperios an­
tiguos de todo el mundo: se le ha denominado diversamente «sobre
segregación» (Rappaport, 1978) y de «hipercoherencia» e «hiperin-
tegración» (Flannery, 1972; cf. Renfrew, 1979), aunque esos térmi­
nos exageran el carácter unitario de los imperios antes de derrum­
barse.
Dado el carácter de los conquistadores, era improbable que pu­
diesen crear sus propios imperios estables y extensivos. Es difícil
gobernar desde un carro de combate. El carro es un arma ofensiva,
no de defensa ni de consolidación. Sus provisiones procedían de
tierras de pastoreo extensivas (y de artesanías rurales), no de la agri­
cultura intensiva ni de las manufacturas urbanas. El carro de com­
bate fomentó el desarrollo de una aristocracia más descentralizada,
con fronteras más flexibles. Necesitaba tierras de pastoreo extensivo
propiedad de guerreros ricos que podían mantener el carro, los ca­
ballos, las armas, y con tiempo libre para entrenarse. No necesitaba
una instrucción coordinada sistemática bajo un mando centralizado,
sino un alto nivel de destreza individual y capacidad para coordinar
pequeños destacamentos que durante gran parte de la campaña ac­
tuaban con autonomía. Parece que la «lealtad de casta» feudal y el
honor entre los aristócratas constituye una buena base para ambas
cualidades (véase la descripción de la forma de hacer la guerra de
los hititas que traza Goetze, 1963). Los jefes de carros tropezaron
con más dificultades para crear Estados centralizados que los con­
quistadores anteriores del tipo de Sargón, que habían coordinado
infantería, caballería y artillería. De hecho, su gobierno fue al prin­
cipio «feudal».
Los arios mantuvieron su estructura aristocrática descentralizada
y no crearon Estados centralizados durante varios siglos después de
su llegada a la India. Se parecían a los mitanios del Oriente Medio.
Los hititas establecieron un reino centralizado hacia el 1640 a.C.,
que duró hasta el 1200 a.C., pero la nobleza, que formaba un grupo
de guerreros libres, gozaba de una autonomía considerable. Se suele
calificar a su Estado de «feudal» (véase, por ejemplo, Crossland,
1967), lo cual indica el predominio de feudos militares en su terri­
torio original: fuera de su núcleo dominaban mediante la estrategia
«débil» del gobierno p o r con d u cto de vasallos y clientes autóctonos.
Micenas estableció economías más centralizadas de palacio redistri-
butivo, pero había varias de esas economías y su eficacia fue dismi­
nuyendo hasta caer en la «Era de las Tinieblas», que fue el período
descrito por Homero. Su mundo no era de Estados, sino de señores
y sus vasallos (Greenhalgh, 1973). El reino de Mitani era una con­
federación hurrita. Su jefe supremo gobernaba a través de clientes
en una zona cuyas fronteras cambiaban constantemente, a medida
que entraban vasallos en la confederación o se salían de ella. Los
casitas establecieron un reino feudal flexible, hicieron grandes con­
cesiones de tierras a su nobleza y establecieron un dominio poco
estricto sobre los babilonios conquistados.
El problema general que experimentaron todos ellos es que ini­
cialmente eran menos competentes para integrar territorios extensos
que sus predecesores. No sabían escribir. No tenían una experiencia
en la coordinación coercitiva de la fuerza de trabajo como la que
habían tenido los gobernantes de agricultores sedentarios. Y su po­
derío militar seguía descentralizándolos. Los que más éxito tuvieron
—sobre los hititas y los casitas— reaccionaron haciendo suya la es­
critura de sus predecesores, así como otras técnicas de civilización.
Pero eso seguía distanciando a los gobernantes de sus antiguos segui­
dores.
Los invasores que tuvieron menos éxito eran vulnerables al con­
traataque. Sus técnicas de gobierno eran débiles. Los agricultores
sedentarios podían reaccionar adoptando ellos mismos los carros de
combate o aumentando los efectivos y la densidad de su infantería
y las dimensiones de las fortificaciones de las ciudades. En Siria y
el Levante, en los siglos XVII y XVIII, proliferaron las pequeñas ciu­
dades-Estado con grandes fortificaciones. Dos potencias antiguas,
Egipto y Babilonia, y una recién aparecida, Asiria, lograron estable­
cer un gobierno algo más extensivo. Los egipcios expulsaron a los
hicsos y establecieron el «Imperio Nuevo» en el 1580 a.C. A lo
largo del siglo siguiente, los carros, los barcos y los mercenarios
egipcios se utilizaron para conquistar Palestina y ampliar el poderío
egipcio sobre el Mediterráneo sudoriental. Egipto, por primera vez,
se convirtió en un imperio de dominación. Los gobernantes babiló­
nicos reafirmaron su poder en el siglo XII. Sin embargo, la principal
reacción militar en Mesopotamia procedió de los asirios. Estos, que
habían derivado su cultura de Sumeria, habían empezado a aparecer
como comerciantes antes de los desplazamientos indoeuropeos. Aho­
ra, con los carros de combate en el centro de su línea y con una
mayor cantidad de armaduras defensivas, derrotaron a sus señores
mitanios hacia el 1370 e iniciaron su expansión al exterior (que se
comenta en el capítulo 8).
Así, los agricultores sedentarios podían aprender las nuevas téc­
nicas militares. Tampoco en este caso, pese a un estereotipo genera­
lizado en sentido contrario, existía una ventaja general de los pasto­
res nómadas ni de los guerreros con carros. Además, la descentrali­
zación general del gobierno no indujo al derrumbamiento en las
redes más amplias de interacción. Las ciudades-Estado y las confe­
deraciones feudales aprendieron a combinar el comercio con la gue­
rra, a intercambiar dioses y elementos lingüísticos. Las escrituras se
simplificaron hacia el modelo lineal ulterior de «un signo, un soni­
do» (que se comenta en el capítulo siguiente). Se había iniciado una
simbiosis más amplia de «poder difuso». Después llegó la segunda
onda de choque.

El desafío d e la Edad d el H ierro

En torno al 2000 a.C. se inició la extracción del hierro y su


fundición con carbón, probablemente al norte del Mar Negro; una
vez más, probablemente en respuesta a estímulos económicos pro­
cedentes del sur 2. El hierro competía con las aleaciones de cobre,
especialmente con el bronce. El bronce se hace con hierro y estaño
derretidos que se vierten juntos, se forjan y se dejan endurecer. Pero
al hierro hay que darle forma mientas está al rojo vivo y después
carbonizarlo al dejar que el hierro semifundido entre en contacto
con el carbono impuro que contiene el combustible de carbón. Nin­
guna de las técnicas utilizadas por los antiguos podía producir más
que un semiacero, de una dureza aproximadamente igual a la del
bronce y que podía oxidarse mucho. Pero en el 1400 a.C. ya se
podía producir hierro a mucho menos coste que el bronce. Eso per­
mitía la producción en masa de herramientas y armas. Parece que
los hititas, adyacentes al Mar Negro, fueron los primeros en utilizar
de forma generalizada las armas de hierro. El control político de la
metalurgia era difícil y el secreto ya se había vendido por toda Eu­
ropa y Asia hacia el 1200 a.C. El hierro, al contrario que el cobre

2 El comentario sobre los efectos del hierro se basa sobre todo en Heichelheim,
1958.
o el estaño, se encuentra prácticamente en todo el globo, de modo
que su extracción no se podía controlar de forma práctica (al con­
trario que el cobre; recuérdese cómo había controlado la extracción
del cobre el Estado egipcio). La baratura del hierro significaba que
un hacha con la que se podían desarraigar árboles y un arado su­
perficial que podía labrar suelos ligeros de secano, se hallaban eco­
nómicamente al alcance de la agricultura sedentaria, de secano y no
dependiente del regadío artificial, recibió un gran impulso y el pe­
queño agricultor creció como fuerza económica y militar.
Se modificó el equilibrio del poder. Esa modificación tuvo varios
aspectos: de los pastores y agricultores de regadío a los campesinos
de suelos de secano; de las estepas y los valles fluviales a los pasti­
zales; de las aristocracias a los campesinados; de los carros móviles
a masas densas de infantería con armaduras pesadas (o, con el tiem­
po, a la caballería pesada), del Oriente Medio y Cercano al Occi­
dente, el norte y el este, y de los imperios de dominación y la
confederación tribual ramificada a la aldea y el clan o la tribu. Aun­
que algunos de estos elementos resultaron ser impermanentes, equi­
valían a una revolución unificada tecnológicamente. El hierro inau­
guró una revolución social centrada en los «echadores de vías» del
poder, tanto económico como militar.
Resulta relativamente fácil comprender los efectos económicos.
Cualquier agricultor de tierras de secano que pudiera generar un
excedente podía intercambiar su producción por un hacha o un
arado. Cualquier pequeño agricultor relativamente próspero podía
incrementar el número de sus bueyes. En términos geopolíticos, el
crecimiento económico se deplazó desproporcionadamente hacia las
tierras más livianas de secano de Anatolia, Asiria, Europa sudorien-
tal y el Mediterráneo septentrional. Esta región desarrolló una eco­
nomía en la cual cada hogar campesino tenía una relación directa
con el intercambio económico avanzado y la especialización profesio­
nal. Con su propio trabajo y sus propias herramientas, con relativa
independencia de cualquier otro hogar, había generado el excedente:
un impulso a la pequeña propiedad privada y a la democratización y
la descentralización del poder económico. La praxis económica directa
—el extremo relativamente «intenso» del poder económico (comenta­
do en el capítulo 1)— podía reafirmar una capacidad de organización
sobre la historia, como la que había tendido a perder tras la aparición
de las primeras civilizaciones.
Otro cambio económico fue el reforzamiento del comercio local
y a la media distancia. Recuérdese que gran parte del comercio a
gran distancia se había realizado en metales. Ahora el metal domi­
nante, el hierro, se encontraba y se comerciaba a escala local. El
aumento de la demanda procedió de hogares campesinos que nece­
sitaban productos de consumo semidiario —prendas de vestir, vi­
no, etc.— relativamente voluminosas y que todavía no era práctico
trasladar a gran distancia por tierra. El transporte marítimo podía
aportar los suministros. Ese transporte no se desplaza a lo largo de
rutas de comunicación preparadas y controladas. Salvo que una po­
tencia pudiera controlar todos los mares interiores —el Mediterrá­
neo, el Mar Negro, el Golfo Arábigo, etc.—, el comercio se descen­
tralizaría y democratizaría el poder económico. La praxis del hogar
campesino tenía un vínculo más directo con las redes comerciales
extensivas. Ahí vemos el fortalecimiento de los medios de organiza­
ción del poder económico: lo que en el capítulo 1 denominé circui­
tos de praxis.
Las consecuencias militares y políticas fueron más complejas y
variadas. El pequeño agricultor se había convertido en un actor de
poder económico más crítico y autónomo, pero las religiones locales
decidirían cómo se expresaría eso en términos políticos y militares.
En Occidente, es decir, en Europa meridional fuera de Grecia, don­
de hasta entonces no habían existido Estados, no había ningún poder
que restringiera al comerciante y al pequeño agricultor, salvo unas
aristocracias tribuales y aldeanas poco desarrolladas. Así, la aldea y
la tribu, no movilizadas sino de forma muy disgregada por la aris­
tocracia, aparecieron como fuerza militar y política.
Al otro extremo, en el Oriente Medio, un imperio de domina­
ción bien organizado como el asirio podía mantener el control sobre
el campesinado, fusionarlo en una fuerza de combate de infantería,
dotarlo de armas de hierro, armaduras y armas de asedio. La bara­
tura de las armas y el aumento de la producción en las tierras de
secano aumentaron la posibilidad de equipar y abastecer a las masas.
La base tradicional para coordinar a esas masas era el imperio. A la
larga, eso reforzó a tales imperios.
De hecho, el Estado tradicional disponía de una tercera posibi­
lidad sin necesidad siquiera de poseer campesinos: utilizar su exce­
dente para pagar a mercenarios extranjeros. Si nos adelantamos algo
en nuestra narrativa, ésa fue la estrategia que adoptaron los egipcios.
Pese a que Egipto fue la única potencia que jamás desarrolló su
propia fundición de hierro, sobrevivió y prosperó gracias a la con­
tratación de griegos para que se hicieran cargo de todo el proceso,
¡desde la fundición hasta el empleo de las armas! Dicho en breve,
los cambios políticos y militares tendían a ser de origen geopolítico
y a modificar el equilibrio regional del poder, más que el equilibrio
interno de ningún Estado determinado.
En el punto medio geográfico, esas fuerzas geopolíticas entraron
en un conflicto violento. Pero como muchas de las fuerzas enfren­
tadas eran analfabetas o apenas estaban alfabetizadas, no conocemos
sino una crónica elemental de desastres. Las excavaciones en la ciu­
dad-Estado de Troya, en la costa del Mar Negro, revelan su des­
trucción entre el 1250 y el 1200 a.C., que probablemente fuese la
base histórica para la Guerra de Troya de Homero y, por tanto,
quizá obra de griegos micénieos. Sin embargo, justo antes del
1200 a.C. aumentaron las fortificaciones en suelo micénico, lo cual
sugiere que también los micénicos estaban sometidos a presión. Ha­
cia el 1200 los incendios destruyeron palacios fortificados en Mice-
nas, Pylos y otros centros. En torno al 1150 fueron en aumento los
desastres. Quedaron destruidos los restos de la cultura micénica de
palacios; el reino hitita se derrumbó, con su capital y otros lugares
importantes incendiados, y acabó el gobierno casita en Babilonia.
Hacia el 1200, los egipcios rechazaron dificultosamente reiterados
ataques contra el Delta del Nilo lanzados por un grupo al que Egip­
to llamaba los Pueblos del Mar. Para el 1165, Egipto había perdido
todos los territorios más allá del Nilo y del Delta bajo los ataques
de los Pueblos del Mar y de pueblos semitas que entraron en Pales­
tina desde Arabia: los israelitas, los cananeos y otros pueblos del
Antiguo Testamento.
Para darle sentido a todo esto son muy importantes las fechas
exactas. ¿En qué orden cayeron Troya, Micenas, Bogazkoy (la ca­
pital hitita) y Babilonia? No lo sabemos. Al no disponer de más
cronología exacta que la de Egipto y las referencias a los Pueblos
del Mar para orientarnos, estamos a la deriva.
Podemos añadir datos del caso griego. Historiadores griegos ul­
teriores han sugerido que los micénicos se vieron desplazados por
los «dorios», que, junto con otros pueblos de habla griega, llegaron
desde Iliria, al norte. Uno de esos pueblos, los «jonios», estableció
después colonias en Asia Menor. Nadie sabe hasta qué punto creer
en esto. Se pueden hallar dialectos dóricos y jónicos en diferentes
regiones de Grecia y en algunas zonas, como Esparta y Argos, los
dorios gobernaban a siervos que eran griegos conquistados no do-
ríos. Pero es posible que esa conquista se produjera después de la
caída de Micenas. No tenemos una idea clara de quién destruyó
Micenas. Como ha señalado Snodgrass, parece «una invasión sin
invasores» (1971: 296 a 327; cf. Hopper, 1976: 52 a 66).
Es tentadora la inferencia de que los Pueblos del Mar eran con­
federaciones flexibles de las nuevas fuerzas geopolíticas, una alianza
de campesinos y comerciantes/piratas, procedentes de las costas del
norte del Mediterráneo y del Mar Negro y provistas de armas de
acero, que penetraron en las tierras hititas y en las rutas marítimas
micénicas y por el camino probablemente aprendieron de ambas ci­
vilizaciones a organizarse mejor (Barnett, 1975; Sandars, 1978). Los
vikingos serían una analogía más tardía: con su unidad básica de
devastación y conquista formada por una banda de 32 a 35 guerre­
ros-remeros y apenas organizados más allá de la unión temporal con
otros barcos. Pero no se trata más que de inferencias y razonamien­
tos por analogía. Sin embargo, el poder naval era crucial para esta
segunda oleada de conquistas desde el norte. Los imperios de do­
minación situados más al interior no se vieron tan amenazados, al
revés de lo que ocurrió durante la primera oleada. Ello implicaba
una ruptura entre las potencias terrestres y las marítimas: las prime­
ras más tradicionales, las segundas más innovadoras.
Los dos grandes desafíos llegados del norte introdujeron relacio­
nes de interdependencia entre territorios más extensivos y un núme­
ro mayor de pueblos. Pero también, a corto plazo, redujeron las
capacidades integradoras de la sociedad centrada en el Estado. Había
más Estados pequeños y tribus que competían, comerciaban e ini­
ciaban intercambios culturales difusos. Eran pueblos de las marcas,
atraídos por la civilización e interesados en adquirirla. Aportaron sus
propias contribuciones al desarrollo económico y militar. La labran­
za superficial y la tala de árboles aumentaron el excedente; los gue­
rreros con armadura de hierro estimularon el poderío militar.
Así, durante el primer milenio a.C. ocurrieron tres cambios en
relaciones de poder, iniciados por los desafíos llegados del norte, a
diferentes ritmos y en diferentes regiones:

1. El estímulo recibido por los Estados comerciales intersticiales, con


sus propios sistemas de poder político, militar e ideológico.
2. El aumento de poder del campesino y el soldado de infantería, una
reaparición de la movilización intensa de poder económico y militar
en comunidades relativamente pequeñas y democráticas.
3. El crecimiento, a ritmo más lento en gran parte de la región, del po­
der extensivo e intensivo de los grandes imperios de dominación has­
ta convertirse en algo que en potencia podía aproximarse a un impe­
rio territorial.

Se trata de un cuadro complejo, integrado por muchas redes su­


perpuestas de poder. Sin embargo, las tendencias están bien docu­
mentadas, porque los principales casos de cada tipo —Fenicia 1,
Grecia 1 y 2, Macedonia 3, Asiría 2 y 3, Persia 3 y Roma 2 y 3—
se alfabetizaron y casi todos ellos se dedicaron compulsivamente a
mantener registros. La crónica de su desarrollo ocupará varios capí­
tulos.
Esas sociedades eran civilizadas y disponían de un poder consi­
derable. Pero ninguna de ellas logró el poder geopolítico hegemóni-
co sobre el mundo del Cercano Oriente y del Mediterráneo. No
había un solo modo de poder económico, ideológico, militar o po­
lítico que predominase, aunque se trataba de una región con una
interacción social considerable. Pero no contemplemos esa zona
«multiestatal» con nuestra visión coloreada por la experiencia mo­
derna. La capacidad de cualquiera de esos Estados para penetrar la
vida social era rudimentaria. Su rivalidad no sólo era «internacional»,
sino también intersticial. Es decir, tanto los diferentes modos de
organización del poder como las diferentes formas de producción e
intercambio económicos, las diferentes ideologías, los diferentes mé­
todos militares y las diferentes formas de gobierno político se di­
fundieron por encima de las fronteras estatales y entre «sus» pobla­
ciones. La hegemonía no se podía lograr más en el interior que
internacionalmente.
Todo ello hace que la civilización del Cercano Oriente y el Me­
diterráneo del primer milenio a.C. constituyera un caso único. In­
cluso en el capítulo 4, mis generalizaciones comparadas eran pura­
mente aproximativas. No había más que un puñado de casos de
aparición independiente de la civilización. A partir de entonces au­
mentaron las diferencias entre ellos. En el capítulo 5 continué con
unas cuantas generalizaciones amplias relativas a los antiguos impe­
rios de dominación. Pero su núcleo (como ocurre en general con la
sociología comparada) era la comparación entre el Cercano Oriente
y China. Ahora esas dos vías se separaron. Para la época de la di­
nastía Han, China era una civilización. Había llegado a las estepas
semidesiertas del norte y del oeste. Aunque de allí llegaban periódi­
camente nómadas conquistadores, China tenía poco que aprender de
éstos, salvo la técnica militar. Al sur había selvas, pantanos y pueblos
menos civilizados y más peligrosos. Por tierra, China era hegemó-
nica. Al este se hallaban los mares y posibles rivales, especialmente
el Japón. Pero sus interrelaciones eran más escasas y algunos regí­
menes chinos erigieron barreras al exterior. El Cercano Oriente ci­
vilizado y cosmopolita se estaba convirtiendo en un caso único. Así,
ahora va agotándose la sociología comparada (aunque resucitaba bre­
vemente en el capítulo 11), no por alguna razón lógica o epistemo­
lógica, sino por otra mucho más apremiante: la falta de casos empí­
ricos.
La primera gran peculiaridad de la civilización de la cual es he­
redero el Occidente moderno, es que geopolíticamente era multicén-
trica, cosmopolita y no hegemónica. Tenía tres raíces ecológicas: los
valles fluviales regados y las tierras de labranza delimitadas, el núcleo
de los imperios terrestres del Cercano Oriente; tierras de labranza
más abiertas y extensivas en Europa y los mares internos que los
conectaban. La yuxtaposición de esas ecologías era algo único en el
mundo; por eso, en términos de historia universal, también lo fue
la civilización a la que esa yuxtaposición dio origen.

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Capítulo 7
FENICIOS Y GRIEGOS:
CIVILIZACIONES DESCENTRALIZADAS
CON MULTIPLES ACTORES DE PODER

En el presente capítulo trato de la aparición y el desarrollo de


las dos principales civilizaciones descentralizadas del primer mile­
nio a.C.: Fenicia y Grecia. Me centro en Grecia porque está consi­
derablemente mejor documentada: podemos distinguir las principa­
les fases de su dialéctica de desarrollo. Aduzco que las enormes
contribuciones de ambos pueblos al desarrollo del poder social de­
ben atribuirse al carácter descentralizado y de múltiples niveles de
sus civilizaciones, que es el adecuado para aprovechar el acervo geo-
político, militar y económico de su región, especialmente el legado
por los imperios de dominación del Cercano Oriente.
Sugiero que cabe discernir dos dialécticas principales en la apa­
rición de Fenicia y Grecia como «puntas de lanza» del poder con­
temporáneo. La primera, que se comenta brevemente y a título de
sugerencia, se refiere a la posibilidad de que esas civilizaciones fue­
ran parte de un proceso macrohistórico. En ese caso, unas civiliza­
ciones descentralizadas con múltiples actores de poder situadas en
las marcas de imperios de dominación establecidos explotaron el
éxito, más la rigidez institucional de esos imperios, para «aparecer
intersticialmente» y establecer sus propias organizaciones autónomas
de poder. Sin embargo, tras un proceso largo y fructífero de desa­
rrollo del poder, sus propias organizaciones se volvieron institucio­
nalizadas y rígidas. Entonces pasaron, a su vez, a ser vulnerables a
los nuevos imperios de dominación que se hallaban en sus marcas.
Se puede seguir la huella de ese proceso en el primer milenio a.C.
La explicación de la forma en que eso fue, efectivamente, un proceso
macrohistórico, quedará para el último capítulo.
La segunda dialéctica se refiere a ese «período intermedio» de
desarrollo fructífero. Tiene dos aspectos principales. En primer lu­
gar, se interpretará el desarrollo social griego como el crecimiento y
la interacción de tres redes de poder, esta vez no tanto superpuestas
como organizadas en círculos concéntricos: el más pequeño, la ciu-
dad-Estado; el intermedio, la organización geopolítica multiestatal y
la cultura lingüística a la que llamamos Grecia; y el exterior, una
concepción parcial y titubeante de la humanidad como un todo. Al
mismo tiempo, el carácter participativo y democrático de los dos
primeros de esos círculos también hizo entrar en juego otra dialéc­
tica: la praxis popular y la lucha de clases. Las clases adquirieron
una capacidad de reorganización histórica que ha reverberado desde
entonces. Aunque Grecia y Fenicia acabaron por derrumbarse ante
la resurrección de los imperios de dominación, dejaron la impronta
de esa dialéctica entre las tres redes de interacción y entre las clases
sobre esos imperios y, probablemente, en último término, también
sobre nosotros.

La econ om ía descentralizada em erg en te:


Fenicia, a lfa b eto y m on ed a

El derrumbamiento de los hititas y de los micénicos y la retirada


de Egipto al Nilo, dejaron un vacío de poder a lo largo de las costas
orientales del Mediterráneo. Toda la región se descentralizó y abun­
daban los pequeños Estados. Los Estados fenicios de la costa del
Levante formaban parte de los pueblos cananeos, étnicamente diver­
sos. Escribían el cuneiforme babilónico y decoraban con el estilo
mesopotámico y sirio, pero estaban estratégicamente situados para
extenderse hacia el oeste a fin de comerciar con Oriente Medio,
Egipto y la economía en auge de Europa. En el vacío, las ciudades
costeras empezaron a expandirse, edificar fortificaciones y ampliar
sus obras de construcción naval. Por el Libro de los Reyes de la
Biblia sabemos que Hiram de Tiro aportó una ayuda considerable
al Rey Salomón en el siglo X . Hiram hizo bajar cedros y arces del
Líbano, a cambio de lo cual Salomón le dio 20.000 medidas de trigo
y 20 medidas de aceite puro; los obreros de Hiram construyeron el
templo de Jerusalén; Hiram llevó a Israel oro y joyas por el Mar Rojo.
La llegada del imperio asirio de dominación (del que se trata en
el capítulo siguiente) destruyó el Estado israelita, pero no el poderío
naval fenicio: los asirios cobraron tributo a partir del siglo IX, pero,
al no tener litoral, no podían organizar fácilmente el comercio me­
diterráneo. La llegada de los asirios, junto con la continuación de la
presencia, aunque débil, de los egipcios, fue importante, porque se­
paró la tierra del mar. Impidió que en la región nadie combinase el
poder agrario con el marítimo. Así, el poderío fenicio era estricta­
mente marítimo
Los barcos fenicios pasaron a ser los principales transportistas a
partir del siglo IX y acabaron por entrar en una dura rivalidad con
los griegos. Se establecieron muchas colonias y factorías de un ex­
tremo a otro del Mediterráneo. La más famosa, Cartago, tradicio­
nalmente fechada a partir del 814-813 a.C., formó su propio imperio
en el Mediterráneo occidental. Con el tiempo, las ciudades costeras
fenicias perdieron su supremacía naval ante los griegos y su inde­
pendencia política primero ante Nabucodonosor II y después ante
los persas, todo ello en el siglo VI. Sin embargo, las fuerzas navales
fenicias seguían siendo valiosas para los persas y mantuvieron su
autonomía a lo largo de la guerra entre persas y griegos. Por fin
llegó su derrota a manos de Alejandro Magno en el 332 a.C. Car­
tago y otras colonias occidentales mantuvieron su autonomía política
durante mucho tiempo, Cartago hasta que Roma la destruyó en el
146 a.C.
Así, Fenicia fue una gran potencia durante unos cinco siglos, y
una potencia de nuevo tipo. Aparte del imperio tardío de Cartago
en Africa, Cerdeña y España a partir del 400 a.C., aproximadamen­
te, sólo poseía algunos puertos, cada uno de ellos con su hinterlan d
directo. Cada ciudad-Estado era políticamente independiente: ni si­
quiera las ciudades norteafricanas más pequeñas se llegaron a incor­
porar a Cartago. Se trataba exclusivamente de una potencia naval y

1 Mis principales fuentes respecto de Fenicia han sido Albright, 1946; G ray, 1964;
W armington, 1969; Harden, 1971; W hittaker, 1978; Frankenstein, 1979, y , natural­
mente, el Antiguo Testamento.
comercial, la «novia del mar», unida por una alianza federal y geo­
política flexible de ciudades-Estado.
Ese poderío naval tenía esas condiciones previas. La primera era
que Cartago ocupaba un vacío de poder, estaba situada estratégica­
mente entre tres zonas importantes de actividad social. La segunda
era que el crecimiento de la agricultura del arado en torno al Medi­
terráneo había aumentado la utilidad del comercio por mar. La ter­
cera era que ninguna gran potencia territorial de la época integraba
la tierra y el mar, o la tierra de regadío y la de secano. Tampoco
podía hacerlo Fenicia. Su poder era m ás limitadamente naval de lo
que había sido el de los grandes comerciantes anteriores, los minoi-
cos y los micénicos.
Además, había cambiado el carácter del comercio. Si los barcos
fenicios no hubieran transportado más que metales, madera, piedra
y artículos suntuarios entre cualesquiera dos Estados civilizados o
entre un Estado centralizado y sus marcas, quizá hubieran caído
bajo la hegemonía de imperios de dominación, como les había ocu­
rrido a comerciantes anteriores. Hasta entonces, los comerciantes
entraban por las puertas de las ciudades e iban al almacén/mercado
central, regulado por los pesos, la escritura y los soldados de la
burocracia estatal. Pero los fenicios transportaban una proporción
más alta de artículos de primera o cuasi primera necesidad —cerea­
les, vino y pieles— y una proporción más alta de productos acaba­
dos manufacturados por ellos mismos. Sus ciudades también conte­
nían fábricas y talleres dedicados a la cantería, la carpintería, el te­
ñido y el tejido, además de trabajar metales de valor más alto. La
mayor parte de los productos acabados no se destinaba al palacio
real, sino a casas de condición algo más baja: el pequeño terratenien­
te noble, el habitante de la ciudad, el campesino propietario libre
relativamente próspero. Todo ello presuponía una relación más di­
recta entre el comprador y el vendedor, no mediatizada por la agen­
cia central de una economía redistributiva, sino únicamente por la
organización mercantil de Fenicia. En este respecto, los fenicios or­
ganizaron la economía descentralizada más difusa introducida por
los desafíos procedentes del norte. Su poder se basaba en la movili­
zación de una economía dinámica, pero dispersa, en la cual los pro­
pios productores directos no podían establecer una organización so­
cial territorialmente extensiva. A eso lo llamamos mercado, y (pese
a Polanyi) muchas veces no reconocemos lo raro que es histórica­
mente.
Hay dos características de este nuevo mundo difuso y descentra­
lizado que merecen un comentario por separado: la escritura y la
moneda. Ambas cosas nos llevan más allá de los fenicios, aunque el
papel de éstos fue considerable en ambas.
Los imperios de dominación no habían introducido grandes cam­
bios en las escrituras cuneiforme y jeroglífica. Entre el 1700 y el
1200 a.C., aproximadamente, pasó a ser convencional el llevar a cabo
la diplomacia y el comercio interregionales en el cuneiforme acadio,
que ya era una escritura «neutral», pues no quedaba ningún Estado
acadio. Pero tras el derrumbamiento de la mayor parte de los impe­
rios, no era fácil que existiera un lingua fra n ca entre los diversos
conquistadores, muchos de los cuales no estaban impregnados de la
civilización tradicional, comprendida la acadia. Resultaba útil dispo­
ner de una escritura que se limitaba a reproducir sonidos fonética­
mente, un a lfa b eto como lo llamamos nosotros, para ir traduciendo
entre tantos idiomas.
Afortunadamente, podemos captar este momento de la historia
universal gracias a las excavaciones en el Levante. Revelan que en
los siglos XIV a X a.C., se empleaban simultáneamente muchas es­
crituras y dialectos en las mismas tablillas: por ejemplo, en un ya­
cimiento se encuentran escritos en acadio, sumerio, hitita, hurrita,
egipcio y chipriota. Una de esas escrituras era el ugarita, dialecto
cananeo escrito en un cuneiforme alfabético. Era consonántico y
cada carácter reproducía un sonido (pero no las vocales). Al igual
que todo el cuneiforme, estaba escrito en pesadas tablillas de arcilla.
Algo más tarde también en el Levante, otras escrituras, sobre todo
el hebreo y el fenicio (otro idioma cananeo), desarrollaron escrituras
alfabéticas cursivas adecuadas para cualquier soporte, comprendido
el papiro. Después disponemos de ejemplos de escrituras fenicias del
siglo X a.C. de veintidós consonantes (ninguna vocal). Esta escritu­
ra se normalizó hacia el siglo IX y se llevó por todo el Mediterráneo.
Poco después del 800 a.C. los griegos la tomaron, le añadieron vo­
cales y dejaron el alfabeto para la posteridad.
Permítaseme elegir dos aspectos de esta historia. En primer lugar,
aunque la aparición inicial de la escritura había estado organizada en
gran parte por el Estado, ahora escapaba al Estado. Su desarrollo
ulterior obedeció a la necesidad de traducir entre diferentes pueblos,
especialmente comerciantes. En segundo lugar, aunque constituía un
perfeccionamiento técnico —permitía a los escribas registrar y emitir
mensajes a mayor velocidad y a menor coste—, tuvo consecuencias
de poder. Las técnicas estaban a disposición de quienes tenían menos
recursos que el Estado: comerciantes, aristócratas provinciales, arte­
sanos, incluso sacerdotes de aldea. Hubiera hecho falta una enorme
resistencia corporativa de los sacerdotes-escribas estatales para im­
pedir esta difusión (de hecho, lo intentaron sin éxito en Babilonia).
McNeill comenta: «La democratización del conocimiento implícita
en las escrituras simplificadas debe contar entre uno de los princi­
pales puntos de inflexión de la historia de la civilización» (1963:
147). El término de «democratización» es un tanto exagerado. La
escritura se limitó primero a los asesores técnicos de una élite go­
bernante; después se difundió a esa misma élite. El número de ins­
cripciones y de textos fenicios que sobreviven es escaso, pero indican
una cultura discursiva y alfabetizada. Lo único que se puede decir
con certidumbre respecto de los fenicios es que eran uno entre varios
grupos —otros eran los arameos y los griegos— cuya estructura
comercial descentralizada aportó el segundo gran avance en la his­
toria de la escritura.
Los fenicios también fueron uno de los grupos que progresaron
lentamente en la dirección de la moneda. Tardaron en dar el último
paso. Pero, en algunos sentidos, la historia es muy parecida a la de
la escritura 2.
El sistema más antiguo en las sociedades civilizadas mediante el
cual se podía conferir un valor de cambio a un artículo era el sistema
de pesos, medidas y registros controlados por el Estado central con
un sistema de regadío. Pero el valor era «para una sola vez», con­
ferido mediante una sola transacción garantizada por el Estado, no
un medio generalizado de cambio. Los imperios de dominación man­
tuvieron este sistema sin modificarlo, y cuando se hundieron, tam­
bién lo hizo el sistema. Se conservó en Egipto, Babilonia y Asiría.
Sin embargo, hacía mucho tiempo que existían otros sistemas «mo­
netarios», que utilizaban objetos con valores de uso-cambio mixtos
y bastante más generalizados. Entre los más empleados figuraban las
pieles y los cueros, las hachas de batalla, los lingotes de metal y las
herramientas. También se podían utilizar varias veces, sin volverles
a asignar un valor. La llegada del hierro había dado impulso a algu­
nos de esos sistemas. Las herramientas de hierro endurecido podían
cortar y estampar el metal a poco coste y con exactitud. La norma­

2 Acerca de lo orígenes de la acuñación de moneda, véase Heichelheim, 1958, y


Grierson, 1977.
lización de las propias herramientas aumentaban su valor de cambio.
Es probable que las herramientas y los lingotes estampados de metal
fueran las formas de dinero más utilizadas en torno al Mediterráneo
oriental entre el 1100 y el 600 a.C.
La herramienta como moneda no necesitaba una autoridad cen­
tral. Era adecuada para quienes araban con hierro y la predominante
en Grecia en este período. Los lingotes estampados sí exigían algún
tipo de autoridad que garantizase su validez, pero el comprador los
podía verificar con facilidad (más que las monedas acuñadas), y una
vez en circulación, no tenían que pasar una vez tras otra por la
maquinaria del Estado; constituían un medio generalizado de cam­
bio. Como cabría esperar, esta forma de dinero apareció entre los
pueblos comerciantes: entre los arameos y los fenicios. Según docu­
mentos asirios de los siglos VIH y VII a.C., los lingotes estampados
tenían un uso muy generalizado en el Cercano Oriente. Además,
entre los fenicios y los arameos, los sellos podían ser de particulares,
además de los de reyes o ciudades-Estado, lo cual indicaba una des­
centralización de la autoridad y una confianza interpersonal, por lo
menos entre un grupo oligárquico relativamente reducido. Los pro­
ductores en pequeña escala no podrían haber utilizado esta proto-
moneda. Al ser grande, pesada y de gran valor, era adecuada para
las transaciones entre Estados y los intermediarios a gran escala.
La aparición de las primeras monedas reconocibles se produjo en
el punto exacto de la encrucijada geográfica de las dos culturas que
participaban en el intercambio: los imperios de dominación del
Oriente Medio y los campesinos comerciantes del noroeste, es decir,
en Asia Menor. La tradición griega atribuye la invención al reino
semigriego/semiasiático de Lidia en el siglo VII a.C. La arqueología
apoya esa tradición, pero añade como coinventores a algunas de las
ciudades-Estado griegas de Asia Menor (y posiblemente a la Meso-
potamia contemporánea). Las monedas llevaban un doble sello en el
anverso y el reverso con la insignia del reino o de la ciudad-Estado,
lo cual dificultaba los recortes y el rebajamiento y garantizaba el
peso y la calidad. Por lo general, las primeras monedas eran de gran
valor, de forma que no se utilizaban en el intercambio entre los
productores y los consumidores corrientes. Probablemente se utili­
zaban para pagar a los soldados mercenarios y recibir impuestos y
tributos de los ricos. De forma que ya tenemos dos zonas de pene­
tración de una economía protomonetaria: primero como de forma
de crédito entre Estados y unos intermediarios comerciales podero­
sos y, en segundo lugar, entre Estados y sus soldados. El servicio
militar fue la primera forma —y durante mucho tiempo la única—
de trabajo asalariado.
A partir de esta región, la moneda acuñada se difundió por la
ruta de los mercenarios y el comercio, hacia el este a Persia y hacia
el oeste a Grecia. Grecia combinaba las dos bases de la economía
protomonetaria, al tratarse de un pueblo comerciante y del principal
proveedor de mercenarios. Además, Grecia poseía la ciudad-Estado
democrática, cuya gran conciencia cívica utilizaba el diseño de las
monedas como distintivo, como una especie de «bandera». Grecia
se convirtió en la primera economía monetaria. Hacia el 575 a.C.,
Atenas empezó a acuñar monedas tanto de valor alto como bajo, e
inició la primera economía monetaria. Esta parte de la historia es
griega, y de ella trataremos en breve.
La acuñación de moneda presuponía dos actores independientes
de poder, un Estado central y una clase descentralizada de posee­
dores de poder capaces de una movilización social y económica au­
tónoma. Ninguno de ellos se puede reducir al otro, pues su interac­
ción fue una dialéctica de desarrollo. El imperio de dominación in-
teractuó con el pequeño agricultor y el labrador para producir una
estructura geopolítica de organización social en dos niveles. Lo había
hecho en especial por conducto de las organizaciones de interme­
diarios en el comercio, de mercenarios y de la ciudad-Estado parti-
cipativa. Si pretendemos comprender esto, hemos de pasar a ocu­
parnos de Grecia.

Los orígen es d el p o d er g r ie g o

La narración histórica en escala amplia tiende hacia la tecnología.


Los conceptos de lo que pasaría a ser más adelante una sociedad, o
de lo que es hoy día, entran en los conceptos de lo que era una
sociedad histórica. Cuando esa sociedad era la Grecia clásica y cuan­
do el tema de nuestra narración es el de sus logros en materia de
poder, esa tendencia se hace abrumadora. Desde entonces hasta aho­
ra se establece una línea directa: idioma, instituciones políticas, filo­
sofía, estilos arquitectónicos y otros artefactos culturales. Nuestra
historia ha mantenido vivo el conocimiento de esa línea. Probable­
mente ha reprimido el conocimiento de otros aspectos de la vida
griega; probablemente ha reprimido el conocimiento de los logros
de otros pueblos contemporáneos. En este capítulo trato de situar a
Grecia en su mundo contemporáneo, de mencionar lo que nos re­
sulta relativamente extraño, además de lo que nos es familiar, pero
se trata de una batalla perdida. Hay tres instituciones que tienen un
significado inmenso para nosotros: la ciudad-Estado, o polis, un cul­
to a la razón humana y la lucha política de clases. Las tres sumadas
constituyen un salto adelante en el poder, una revolución en las
capacidades de organización. Si Grecia no las inventó, trató con
bastante éxito de suprimir a quienes las inventaron. Grecia las legó
a una tradición que llega hasta nuestra propia civilización y, en con­
secuencia, al mundo en general. Por tanto, forman una parte impor­
tante de la historia de los poderes colectivos humanos. ¿Cómo las
explicamos? Yo empiezo por abordar la polis y seguir las huellas en
diversos pasos en su desarrollo.
Grecia 3 no tenía una ecología especialmente privilegiada. El sue­
lo de sus valles era menos fértil que el de muchas regiones europeas,
aunque como hacía falta poco desmonte inicial, presentaba un coste
de oportunidades superior al promedio para los primeros que lo
araron con hierro. Sus colinas estériles y sus extensas costas rocosas
hacían que la unificación política resultara improbable, igual que
hacían probables las actividades marítimas. Pero por la ecología no
predeciríamos la aparición de la polis, del poder marítimo ni de la
civilización de la Grecia clásica, igual que tampoco lo haríamos, por
ejemplo, en el caso de la Bretaña o de Cornualles.
Lo que distinguió a Grecia fue su posición de marca entre Eu­
ropa y el Cercano Oriente: como era la más cercana de las tierras
aradas europeas a la civilización del Cercano Oriente, con su pro­
montorio y sus islas, era la que tenía más probabilidades de inter­
ceptar el comercio y el intercambio cultural entre ambas zonas. Más
que eso: los desplazamientos iniciales de los dorios, los jonios y
otros —quienes quiera fuesen exactamente— se habían realizado de
hecho a caballo entre Europa y Asia. A partir de sus orígenes post-
micénicos, Grecia estaba en Asia en forma de múltiples colonias en
torno a las costas de Asia Menor. La deuda que tiene la civilización
occidental con los griegos no debe permitir que olvidemos jamás que

3 Además de las obras mencionadas en el texto, las principales fuentes utilizadas


en esta sección son Snodgrass, 1971, 1967; Hammond, 1975; H opper, 1976; Meiggs,
1972; Austin y VidaJ-Naquet, 1977; Davies, 1978; M urray, 1980; Vernant, 1981, y
Runciman, 1982.
la división entre el Este y el Oeste es tardía. Tampoco debemos
considerar que el asombroso desarrollo de los griegos fuera algo
meramente autóctono. En todos los sentidos importantes, parece que
fu sion a ron las prácticas de la antigua civilización del Oriente Medio
con las de los cultivadores de la Edad del Hierro.
Es cierto que existe un aspecto autóctono del desarrollo griego
que ignoramos totalmente: cuánta continuidad hubo respecto de Mi-
cenas; existió una Edad de las Tinieblas que duró cuatrocientos años
a partir de la caída de aquélla. Después, entre el 800 y el 700 a.C.,
podemos discernir grandes líneas. Las relaciones de poder económi­
cas y militares eran un tanto contradictorias: por una parte, la agri­
cultura rendía un excedente mayor, como indicaba el crecimiento
demográfico en Atica entre el 800 y el 750. Podemos atribuirlo a la
creciente integración de todo el mundo del Cercano Oriente y el
Mediterráneo, en el cual Grecia ocupaba una situación estratégica.
La expansión aumentó la prosperidad y el poder de los agricultores
intermedios a grandes frentes a la aristocracia, que practicaba la ga­
nadería, especialmente la caballar. Sin embargo, por otra parte, y en
términos militares, el guerrero aristocrático a caballo y con armadu­
ra, que se desmontaba para la batalla y estaba rodeado de sus su­
bordinados, era quien prevalecía. Es posible que el carácter dual de
las primeras instituciones políticas lo reflejara: la asamblea de miem­
bros varones adultos de la comunidad local estaba subordinada a un
consejo de ancianos integrado por los jefes de las familias nobles.
La estructura dual era frecuente entre los pueblos mixtos de labra­
dores y ganaderos de la Edad del Hierro, tanto en este período como
más tarde.
Entre esos pueblos existían dos variables políticas principales.
Una era la realeza —siempre relativamente débil—, que existía en
algunos sitios, pero no en otros. En Grecia, la monarquía fue des­
apareciendo a lo largo de la Edad de las Tinieblas. Entre los Estados
importantes, sólo había unos cuantos de los márgenes septentriona­
les que poseyeran una monarquía, aunque Esparta tenía un sistema
único con dos reyes. La segunda variable era el grado de rigidez
entre la condición social de la aristocracia y la de los nacidos libres.
En Grecia, ese grado era bajo. Aunque los antepasados eran impor­
tantes, lo cual se veía reforzado por las normas aristocráticas, eso
nunca equivalió a una conciencia de casta o de condición social.
Desde los primeros tiempos podemos percibir una tensión entre la
cuna y la riqueza. La riqueza eliminaba fácilmente las distinciones
conferidas por la cuna. A este respecto, las dos oleadas procedentes
del n o rte que vimos en el capítulo 6 eran diferentes. Los pueblos
que empleaban el carro generaron distinciones rígidas, la más extre­
ma de las cuales era la representada por los arios, creadores de castas
(de lo cual se trata en el capítulo 11). Pero los labradores con arados
de hierro contuvieron a las aristocracias mediante una estructura de
poder flexible, comunitaria e incluso democrática.

La polis griega

La polis era un Estado territorial autónomo de hin terla n d urbano


y agrícola en el cual todo terrateniente masculino, fuera aristócrata
o campesino, nacido en el territorio, poseía la libertad y la ciudada­
nía. Los dos conceptos fundamentales eran los de la igualdad ciuda­
dana entre terratenientes y la adhesión y la lealtad a la ciudad terri­
torial, en lugar de a la familia o al linaje.
La antítesis entre territorio y parentesco se veía encubierta por
el empleo de los términos de parentesco aplicados a unidades que
de hecho combinaban atributos territoriales y de parentesco. Así,
parece que las «tribus» (fylai) fueron inicialmente una banda militar,
una asociación voluntaria de guerreros. Más tarde, en Atenas (al
igual que en Roma), se recrearon las tribus sobre una base local.
Análogamente, la «cofradía» (fratría), al igual que en la mayor par­
te de los idiomas indoeuropeos, no significaba consanguineidad, sino
un grupo social de coaligados. En la historia ateniense ulterior, se
convirtieron en facciones políticas, encabezadas por clanes aristocrá­
ticos y a veces limitadas a ellos. La estructura de antepasados y de
parentesco era importante en la historia griega, lo cual lleva a algu­
nos historiadores clásicos a elevar la estructura del parentesco por
encima de la unidad territorial (por ejemplo, Davies, 1978: 26).
Pero la importancia del parentesco y su empleo como modelo
simbólico para las relaciones que no eran de parentesco, es prácti­
camente universal. Incluso en el siglo XIX y a principios del XX d.C.,
esa gran unidad territorial a gran escala que es el Estado nacional se
conceptualizó como unidad étnica, racial, cosa que no era de hecho.
Los griegos se desviaron de esa norma precisamente en la medida en
que crearon lealtades locales y territoriales. Aristóteles nos dice con
toda claridad que la primera cualidad de la polis era la de comunidad
de lugar. La p olis también se opone al concepto de una aristocracia,
de una relación consanguínea amplia que introduce lealtades y blo­
queos jerárquicos en las lealtades y bloqueos igualitarios intensos
territoriales. Por eso, la explicación de la aparición de la polis se
convierte también en una explicación de la tendencia hacia la demo­
cracia local, hacia la participación política de una masa adyacente, o
por lo menos de una «clase» considerable de propietarios demasiado
numerosos y parecidos para organizarse en auténticas unidades de
parentesco. Y ello, a su vez, implica un sistema multiestatal de pe­
queñas polis. Entonces, ¿cómo apareció la polis incrustada en un
sistema multiestatal?
La economía de pequeños propietarios de la Edad del Hierro
aportó la primera condición necesaria. Generó una analogía amplia­
mente extendida de circunstancias. Además, a medida que iban au­
mentando la productividad y la densidad de población, se fue ha­
ciendo necesaria una organización económica local. Pero esta con­
dición no es suficiente. La pequeña propiedad agrícola no tiende a
producir un grado elevado de compromiso con la colectividad y,
como veremos, no es frecuente (se verá, por ejemplo, en el capítu­
lo 13) que los campesinos generen una organización política colec­
tiva permanente. Intervinieron varias causas más, aunque de formas
complejas que tenían una importancia diferente según las etapas del
desarrollo de la polis. Sus complejas interrelaciones vienen a dar su
aspecto relativamente coyuntural al poder griego. Las dos causas
siguientes que se sum aron a la eco n o m ía de la Edad del Hierro
fueron el com ercio y la organización militar. Más tarde hay que
añadir la alfabetización, la comercialización de la agricultura y la
guerra naval a gran escala.

El comercio inicial y la polis

La relación entre la polis y el comercio era muy peculiar. El


comercio no era un aspecto central de la política. La actividad mer­
cantil no gozaba de gran valor entre los griegos (aunque tampoco
se despreciaba). El comercio local no confería una condición política
elevada. El comercio a distancia estaba organizado por comerciantes
profesionales (a menudo extranjeros) que ocupaban una posición
marginal en la comunidad. En un principio, los artistas y los arte­
sanos eran independientes y a menudo fenicios. Así, la organización
política no fue un mero brote de la organización económica. No
podía serlo, porque si bien cada p olis era unitaria, la economía no
lo era. No existía un lugar central que contuviera un ciclo de pro­
ducción-redistribución, ni un sistema de cooperación obligatoria, que
dominase al mundo griego (ni tampoco al fenicio). Existía una dis­
continuidad de organización entre las actividades de producción y
las de mercado local de los pequeños agricultores y de las redes
comerciales más amplias. Incluso más tarde, cuando los griegos lo­
graron controlar el comercio, persistió el dualismo.
Por otra parte, desde el primer m o m en to los griegos fueron al
exterior en busca de mercaderías como los metales. El intercambio
de éstos por productos agrícolas como las aceitunas, el aceite de
oliva y el vino, fue la base de su excedente, una condición previa de
su civilización. Fundaron colonias en el extranjero que eran funda­
mentalmente factorías agrícolas y comerciales y que a su vez se con­
virtieron en poleis. Era una especie de estructura de «archipiélago»
(en algunos sentidos parecida a la de la primera civilización de la
América andina, mencionada en el capítulo 4), en la cual las costas
del Mediterráneo oriental se vieron colonizadas gradualmente por
los griegos. Ello produjo una orientación distintiva hacia el comer­
cio. Los que nosotros llamamos «comerciantes» y los aspectos «más
libres» del comercio quedaron distanciados de la vida de la polis.
Pero las relaciones reguladas por la polis —y especialmente entre
p olies— intervenían en el proceso económico de intercambio. En
este sentido, un sistema geopolítico multiestatal, el de «Grecia», tam­
bién se fue desarrollando como organización económica colectiva,
estimulada por el aumento del comercio. Una economía, resultado
de la ecología local y de la geopolítica regional, fue dando forma
embrionaria a los dos niveles de civilización de ciudad-Estado y
federal multiestatal.
Pero todavía nos falta por explicar el elemento desmocrático de
las múltiples polies. Después de todo, ésta fue la gran innovación
griega. Jam ás hasta en to n ces (y raras veces después) habían gober­
nado los pequeños agricultores una sociedad civilizada, y ello me­
diante votaciones vinculantes por mayoría, tras un debate libre, en
reuniones públicas (véanse más detalles en Finley, 1983). En otros
lugares —comprendidas Etruria y Roma— el desarrollo económico
estaba guiado por ciudades-Estado monárquicas y aristocráticas. Te­
rritorio e igualdad política no eran necesariamente idénticos. De he­
cho, la mayor parte de las ciudades-Estado griegas no se convirtie­
ron en p oleis democráticas hasta que estuvieron muy desarrolladas,
en los siglos VII y VI a.C. (y algunas nunca llegaron a estarlo). Ha­
cían falta otros impulsos. El primero y principal fue militar, la apa­
rición del hoplita. Ello llevó a las ciudades-Estado a la polis, aunque
más bien hacia el tipo espartano y no al plenamente desarrollado
ateniense.

El hoplita y la p olis

El hoplita 4 fue apareciendo en dos fases principales, la primera


de las cuales guarda relación sobre todo con las armas y la segunda
con la táctica. A fines del siglo VIH, la oferta de metales y el éxito
y la forma de la economía agrícola sostenían un gran avance militar.
El ejército federado de campeones aristocráticos se vio sustituido
por un ejército de infantería cohesivo y con armadura pesada. Ahora
el soldado de infantería iba normalmente equipado con grebas de
bronce (para las piernas) y un coselete; un casco pesado de bronce;
un pesado escudo redondo de madera; una lanza con punta de hierro
y una espada corta y puntiaguda de hierro. De ahí tomó su famoso
nombre de hoplita, que significa muy armado.
Las armas eran parcialmente derivativas. El casco, y probable­
mente el escudo, se remontaban a modelos asirios anteriores (Heró-
doto nos dice que los transmisores fueron los carios del Asia Me­
nor). Pero los griegos los modificaron. El casco pasó a ser más pe­
sado y mas cerrado. Sólo quedaba una apertura en forma de T para
la boca y los ojos. Resultaba difícil oír y sólo se podía mirar hacia
adelante. Análogamente, el doble mango del escudo para el antebra­
zo y la mano hacían que resultara más ancho, más pesado y menos
móvil. A fines del siglo VI el hoplita estaba dotado de un equipo
más pesado. El soldado de infantería asirio no habría encontrado
muy útiles esos adelantos. Al combatir en una formación más flexi­
ble, al intervenir en combates más individuales, necesitaba una so­
lución intermedia entre la armadura y la movilidad. Si añadía las
grebas, invención griega, al resto del peso de su armadura, el soldado
asirio habría sido una víctima fácil para cualquier campesino móvil
y con armas ligeras que tuviera una lanza con punta de hierro.

4 Las obras acerca de la falange hoplita son múltiples y polémicas. En esta narra­
ción se ha recurrido frecuentemente a Snodgrass, 1968; Anderson, 1970, y Pritchett,
1971, especialmente la parte 1.
O sea, que el secreto del éxito del hoplita no se basó en el ar­
mamento, ni tampoco en el soldado en sí. Dependió de una táctica
colectiva que se aprendía a lo largo de una prolongada introducción.
Los jóvenes pasaban tres años de su vida aprendiendo a diario la
instrucción en la táctica de la falange. En la instrucción, y proba­
blemente también en combate, el escudo se convirtió en un meca­
nismo colectivo de cierre. Cubría el lado izquierdo del hoplita y el
derecho del camarada que llevaba a su izquierda. La interdependen­
cia salvaba vidas. Tucídides describió vividamente el temor instintivo
que acompañaba a la táctica de la falange:
A todos los ejércitos les sucede que al entrar en combate se desvían de
preferencia hacia su ala derecha, y unos y otros desbordan con su ala de­
recha la izquierda del enemigo en razón de que, por miedo, los soldados
acercan todo lo posible su lado descubierto al escudo del camarada de su
derecha y piensan que la apretado de la formación es la mejor defensa; el
responsable de esto es el cabeza de fila del ala derecha, que desea alejar
siempre del enemigo su parte descubierta, siguiéndole los demás por el mis­
mo temor. [Libro V, 71. Tomado de la traducción de Adrados, Ed. Her­
nando, 1952],

Esa táctica presuponía un alto grado de lealtad al grupo de com­


bate de la falange, una enorme intensificación psíquica de las rela­
ciones sociales de la p olis emergente. La falange tenía unas ocho filas
de largo y una anchura más variable, y unos efectivos de 100 a 1.000
hombres, aproximadamente. La armadura exigía unos ciertos medios,
y al no existir una élite estatal poderosa, los agricultores intermedios
a campesinos ricos se convirtieron en hoplitas, entre la quinta y la
tercera parte de los varones adultos más ricos. Esa amplia cualifica-
ción por la riqueza, en lugar de una restringida por nacimiento, era
revolucionaria. Introdujo en el mercado organizado territorialmente
a la formación militar y al campesino rico, alejándolo de la organi­
zación del parentesco y llevándolo a una concentración formidable
de poder colectivo local: a la ciudadanía.
Entre los estudiosos de la era clásica ha surgido una controversia
acerca de si los hoplitas fueron verdaderamente una fuerza revolu­
cionaria. Esa controversia ha girado fundamentalmente en tomo a la
influencia de los hoplitas en los enfrentamientos relativos a las cons­
tituciones monárquicas, aristocráticas, tiránicas y democráticas de
los siglos Vil y VI a.C. (véase Snodgrass, 1965; Cartledge, 1977, y
Salmón, 1977).
Pero esa controversia está denominada implícitamente por el mo­
delo de la «sociedad unitaria». El debate presupone que de vez en
cuando se producían enfrentamientos constitucionales en torno a
una «sociedad» ya existente, la ciudad-Estado. Sin embargo, el en­
frentamiento se refería tanto a cuál debía ser el espacio de la sociedad
como la forma en que debía regirse ésta. ¿Debía la unidad política
ser una p olis territorial densa, o debía ser una unidad más extensa,
basada en el parentesco, quizá parcialmente «tribual» y federada?
Ganó la primera opción (en los Estados que pasaron a ser más po­
derosos), lo cual impulsó una «democracia» de la riqueza, porque la
riqueza se organizó cada vez más en territorios de mercado. La se­
gunda opción, la solución aristocrática tradicional, sobrevivió en los
Estados del norte y del centro. Los griegos la calificaban de ethnos,
de «pueblo». En la elección estaban implicadas otras dos formas
constitucionales. Las aristocracias tradicionales tenían más probabi­
lidades de ir acompañadas del gobierno tradicional por un solo hom­
bre, la monarquía. El gobierno no tradicional por un solo hombre,
la tiranía, se podía combatir con más facilidad con el territorio emer­
gente organizado de forma intensiva. De ahí que la principal opción
fuera entre el eth n os federal aristocrático/monárquico y la ciudad-
Estado tiránica o democrática, o polis. El triunfo temporal de la
tiranía y el triunfo a plazo largo de la democracia f u e una revolu­
ción, pero se refirió tanto a la organización espacial de la sociedad
griega como a su estructura de clase. No se puede hablar de la
democracia que consideramos uno de los grandes logros de Grecia
sin mencionar la intensificación del territorio, común tanto al mer­
cado como a la falange hoplita. Dejo para más adelante en este ca­
pítulo la lucha de clases que generó esta conjugación de constitución
y territorio.
Así, la principal contribución de la falange consistió en intesificar
el compromiso de los pequeños agricultores para con la ciudad-Es­
tado constitucional-territorial. El soldado hoplita, incrustado en una
economía local, necesitaba tanto la lealtad política a sus camaradas
como su escudo y su espada. Tyrtaios de Esparta lo explicó al re­
chazar los conceptos tradicionales de «excelencia»: fuerza, belleza,
riqueza, cuna, oratoria. Dice:

Esta es la verdadera cualidad excelente, éste es, entre los hombres, el premio
agonal y más hermoso de lograr por un joven. Es un bien común para la
ciudad y el pueblo todo el que un guerrero con las piernas bien abiertas se
mantenga firme en la vanguardia sin cansancio, se olvide enteramente de la
huida vergonzosa, exponiendo su vida y su corazón sufridor, y enardezca
con sus palabras, acercándosele al hombre cercano: éste es el hombre bueno
en la guerra. [Citado en Murray, 1980: 128 y 129. Fragmento 9 D 13-20.
Trad. F. R. Adrados. Barna. Ahua Mater, 1956.]

La excelencia era social, o más exactamente política, es decir, se


derivaba de la polis.
Esa excelencia no existía en el soldado de infantería asirio ni
entre los de otros imperios territoriales más extensos y divididos por
clases, ni en los Estados aristocrático-feudales. La excelencia de éstos
consistía en la competencia profesional o en el honor aristocrático,
cosas ambas inexistentes en la experiencia de la masa del pueblo.
Esos Estados no podían contar con un compromiso tan positivo de
un tercio de sus varones adultos. El ejército de los hoplitas griegos
era un ejército de marcas nuevo, producto de la existencia de cam­
pesinos libres de la Edad del Hierro organizados en pequeños Es­
tados territoriales adyacentes a un mundo inicialmente autoritario y
más civilizado y más extensivo.
Entre el 750 y el 650 a.C., aproximadamente, la localidad griega
comunitaria, igualitaria y próspera, organizada como mercado terri­
torial y receptora de difusiones militares del Cercano Oriente, ge­
neró simultáneamente la ciudad-Estado y la formación combatiente
de hoplitas. Ambas cosas estaban vinculadas y se generaron mutua­
mente. Al igual que todas las formaciones militares eficaces, el ejér­
cito de hoplitas reproducía su propia forma de moral. El compro­
miso con el «bien común para la ciudad y el pueblo todo» no era
meramente una disposición normativa contextual, sino una parte in­
tegrante de la formación de combate en la cual quedaba atrapado
cada soldado. Si la línea se rompía, el hoplita era vulnerable. No
podía ver más que hacia adelante, su pesado escudo dejaba sin pro­
tección su costado derecho y su agilidad (especialmente para escapar)
era mínima. El hoplita estaba comprometido, tanto por su vida como
por el temor a la muerte, fuera un aristócrata o un villano rico, con
la ciudad-Estado. Esta constituía su jaula, así como su liberación
política.
En los combates de los hoplitas, el derramamiento de sangre era
masivo, pero se regía por normas. Vemant (en Vernant y Naquet,
1980: 19 a 44) dice que la guerra era la polis, de forma que sus
normas expresaban la vida de la polis. La guerra se declaraba públi­
camente (nada de ataques por sorpresa) tras debates en la Asamblea,
en los cuales intervenían todos los ciudadanos. La guerra era una
extensión de los enfrentamientos retóricos en la Asamblea. La guerra
era algo serio y sangriento, porque los hoplitas derrotados no podían
huir sino lentamente. Los griegos economizaban en la guerra en
materia de suministros y de asedios. El hoplita (o su siervo) trans­
portaba raciones para tres días (como vimos en el capítulo 5, ése era
el período máximo de autoabastecimiento efectivo en la guerra an­
tigua). No construían campamentos en ruta, y en general no llevaban
a cabo operaciones de asedio de las ciudades. Esparta es una pequeña
excepción en este caso. Su interés por conquistar territorios adya­
centes la llevó a mejorar la intendencia y a realizar algunos asedios.
Pero la guerra no ponía en peligro la productividad agrícola. La
formación hoplita buscaba rápidamente a su enemigo y el resultado
era un choque breve, sanguinario y a menudo decisivo. Podía de­
fender un territorio pequeño y dominar un territorio adyacente, aun­
que no capturarlo (porque no era fácil tomar la ciudad). Después,
el tratado de paz ratificaba la hegemonía de un Estado sobre el otro
y a menudo confería su dirección política a los clientes locales del
vencedor. Así, la guerra también reforzaba un sistema multiestatal
de polies. Ya se había establecido una regulación diplomática consi­
derable de la guerra. También en eso, «Grecia» era algo más que la
polis. Era una cultura más amplia, una cultura que aportaba una
regulación y una legitimación explícitas de un sistema multiestatal.
Los hoplitas no eran omnipotentes, ni en la guerra ni en su ca­
pacidad para determinar la estructura social. En el combate, sus li­
mitaciones en cuanto a movilidad y capacidad de ataque eran evi­
dentes y ello produjo adaptaciones. Es probable que la armadura se
fuera haciendo más ligera, como resultado de enfrentamientos con
formaciones griegas más flexibles: los eth n os federales de las zonas
septentrionales y centrales utilizaban más caballería y tropas ligeras.
Cuando llegó la primera invasión de los persas (490 a.C.) ya se
habían eliminado las grebas, el coselete era de cuero y lino y no de
metal y el casco era más ligero o había sido sustituido por una gorra
de cuero. Pero la formación seguía siendo muy cerrada. Las filas
eran muy densas, con sólo un metro de anchura. Esto permitía una
mayor potencialidad de ataque. Los persas se quedaron estupefactos
(dicen los griegos) cuando la infantería pesada cargó contra ellos a
paso ligero. Se veían dispersados por la fuerza concentrada de la
carga cuando ésta chocaba contra ellos en espacios cerrados. Antes
de la silla de caballería moderna (inventada hacia el 200 a.C.) y en
menor medida la espuela 5, el valor de choque de la caballería era
escaso. Cuando la caballería se enfrentaba con formaciones de in­
fantería, se utilizaba para obligar a la infantería a cerrar filas, de
forma que los arqueros propios pudieran influirle grandes bajas. Los
griegos inutilizaron esa táctica con la rapidez de su avance.
Ha habido docenas de innovaciones militares comparables: la in­
tendencia de Sargón, el carro de combate, la caballería con silla de
montar y estribos, la falange de picas suiza, la pólvora. Se trata de
invenciones paralelas que modificaron el equilibrio de la guerra. En
esos casos, en cuanto algunas de las potencias vencidas pudieron
recuperarse, las copiaron. Pero incluso después de las Guerras Mé­
dicas, fueron pocos quienes en el Oriente Medio imitaron a los ho-
plitas. Tres potencias incorporaron la falange: los etruscos, los ma­
cedonios parcialmente griegos y los romanos ulteriores (quizá tam­
bién lo hicieran los carios parcialmente griegos de Asia Menor, que
eran una pequeña potencia). La explicación probable es que las ma­
sas de otras potencias no podían conectar los escudos entre sí: ca­
recían de la solidaridad social. Durante algún tiempo, los griegos
fueron los únicos que la poseían. Por eso se empleó a griegos como
mercenarios por todo el Cercano Oriente y el Mediterráneo. Los
griegos eran griegos, incluso cuando combatían como soldados a
sueldo del faraón Psametico II o cuando capturaban Jerusalén para
Nabucodonosor II de Babilonia. T odavía poseían la moral necesaria
para conectar con escudos unos con otros: una vez más, «Grecia»
no representaba sólo a cada polis, sino que su moral también existía
en los desiertos orientales, entre las tropas reclutadas de una diver­
sidad de polies.
La organización de los hoplitas no podía determinar la constitu­
ción de la polis, aunque sólo fuera porque aquéllas tampoco estaban
tan organizados. La falange no poseía una gran estructura de mando
interno (salvo entre las formaciones espartanas y tebanas). Además,
el ejército en su totalidad comprendía varias falanges; cada hoplita
iba acompañado por un siervo, y además había tropas más ligeras
con efectivos equivalentes. Hacía falta que otros sectores de la polis
aportaran alguna forma de estructura central de mando. Al princi-

5 Algunos historiadores militares creen que la espuela tuvo más efectos sobre la
capacidad para golpear hacia abajo con la espada que sobre la carga de caballería
(Barker, 1979).
pío, la dirección militar era de la incumbencia de las aristocracias.
Pero el mando central socavaba la base descentralizada de la aristo­
cracia. Cuando existían una realeza y una aristocracia, como ocurría
en Esparta, un estrechamiento de los vínculos entre los reyes, los
nobles y los hoplitas podía llevar a la forma intensa, controlada,
oligárquica pero igualitaria de disciplina que el mundo ha llegado a
calificar sencillamente de «espartana». En otras partes, la centraliza­
ción adoptaba una forma diferente: la alianza entre la clase de los
hoplitas y los tiranos, usurpadores despóticos que se hicieron con el
control de varios Estados a partir de mediados del siglo VII a.C.
Pero el tirano no podía institucionalizar su control para introducirlo
en la economía campesina. Su poder se basaba estrictamente en la
dirección en la guerra y en su forma de enfrentar hábilmente a las
facciones entre sí. Cuando desaparecía la tiranía, en general la de­
mocracia hoplita estaba firmemente asentada.
Si el poder militar hubiera sido el predominante en la ciudad-Es-
tado, la Esparta militarista habría sido su tipo dominante. Es lo que
cabría aducir respecto de la etapa primera, democrática; digamos
hasta el 500 a.C. aproximadamente. Todos los varones espartanos
adultos eran hoplitas, poseían una superficie igual de tierras (además
de la que heredasen) y tenían derecho a participar en asambleas,
aunque esto coexistía con un cierto grado de oligarquía y de aristo­
cracia. El ejército hoplita más eficaz que jamás conoció Grecia uti­
lizó su poder en el siglo VI para ayudar a expulsar a los tiranos de
otras ciudades-Estado y establecer una democracia hoplita de tipo
espartano llamada eunom ía. Este término, que significa «buen or­
den», combinaba la idea de una firme disciplina colectiva con la de
igualdad.
La combinación de igualdad y control revelaba las limitaciones
de la fuerza combatiente hoplita como forma de organización colec­
tiva. Era esencialmente introvertida. Hasta bastante tarde, Esparta
sintió relativamente poco interés por el comercio de ultramar y la
fundación de colonias. La importancia de la moral subrayaba la dis­
tinción ente espartanos y forasteros. Sólo se podía sustentar a un
pequeño ejército y sólo se podían conquistar territorios locales. Es­
parta trataba a los pueblos que conquistaba como dependientes ser­
viles, útiles como auxiliares, pero nunca admitidos como ciudadanos.
La polis plenamente desarrollada del siglo V a.C. tenía un carác­
ter abierto del que carecía Esparta. Su prototipo era Atenas, que
combinaba la lealtad de grupo con una mayor apertura, una identi­
ficación más amplia tanto con Grecia como con «la humanidad en
general». Ninguna de esas cosas se puede derivar del ejército de
hoplitas, que sólo reforzaba a la pequeña ciudad-Estado. Entonces,
¿a qué se debían esas identidades? Consideremos en primer lugar el
concepto de «Grecia».

H elias: Id iom a , escritura y p od erío m arítim o

Pese a la ferocidad de los combates políticos internos, los griegos


poseían una identidad común. «Helias», que inicialmente fue una
localidad, se convirtió en su término para expresar esa unidad. Creían
que procedían de una raíz étnica común. No tenemos medios de
saber si era así. Los datos principales son lingüísticos. Para la época
en que se desarrolló la alfabetización de las élites, en los siglos VIII
y VII a.C., tenían una historia plausible de una sola lengua, dividida
en cuatro dialectos principales. A partir de entonces fueron un solo
«pueblo» lingüístico. Pero no debemos tomar esto como un «dato»
étnico inalterable. Por ejemplo, las diferencias dialectales no coinci­
dían con las fronteras políticas. Los idiomas cambian, se dividen, se
fusionan, a veces con gran rapidez. Si los griegos tenían un origen
lingüístico común, ¿por qué permaneció esa uniformidad pese a su
gran dispersión a lo largo de varios siglos antes de la escritura?
Se suele dar una respuesta en términos de la ideología griega: la
unidad de la religión griega, especialmente tal como la sintetizó
Homero, e instituciones comunes como el oráculo de Delfos, los
Juegos Olímpicos y el teatro. Por desgracia, esto no hace sino de­
mostrar la importancia de la cuestión. Los dioses y los rituales grie­
gos ya estaban establecidos para el 750 a.C.; sabemos que no eran
«originales», pero es muy poco lo que sabemos acerca de su apari­
ción y su difusión. Sospechamos que el papel vital lo desempeñó la
región griega jónica (o eolico-jónica) de Asia Menor, el probable
país de origen de Homero y de Hesíodo. Podemos hacer una supo­
sición plausible acerca del porqué. Esa región estaba bien situada
para unir a los dioses (¿indoeuropeos?) de los micénicos, los dioses
locales de la fertilidad de las regiones primitivas y los cultos y los
ritos mistéricos del Cercano Oriente. Esa fusión es el meollo de la
religión y el ritual griegos. Pero, ¿por qué se extendió esa fusión a
todo el mundo griego, en lugar de dividirlo en un oriente y un
occidente?
Gran pane de la respuesta debe hallarse en el mar. Ahora pre­
sentaré un breve equivalente marítimo del análisis de la logística del
transporte por tierra expuesto en el capítulo 5. Dada la superioridad
del transporte marítimo sobre el terrestre, el mundo griego sólo
p a rece disperso. Juguemos un poco con la geografía, invirtiendo las
líneas del mapa de forma que el mar se convierta en tierra. Entonces
la costa del Peloponeso, las islas del Egeo, las colonias de Asia Me­
nor y del Mar Negro, Creta, Chipre y las colonias de Sicilia y del
sur de Italia aparecen como las zonas costeras y ribereñas lacustres
de una gran isla, de la cual los griegos ocupaban la parte norte (y
los fenicios la parte sur). Nuestras mentalidades modernas, acostum­
bradas a los ferrocarrilles y a los vehículos a motor, pueden com­
prender ahora la unidad geográfica del mundo griego, una vez que
la Edad del Hierro había dado impulso al comercio mediterráneo y
que los fenicios habían perfeccionado la galera. Entonces casi todo
el comercio pasaba por el mar. Lo que es más importante, tam­
bién pasaban por él las migraciones. Eso era importante en el
caso de Grecia, pues la presión demográfica podía resolverse
mediante la migración a ultramar. Las galeras podían transportar
provisiones a grandes distancias y la destreza militar de la infan­
tería griega significaba que era posible apropiarse de un peque­
ño nicho colonial virtualmente en cualquier parte del Mediterrá­
neo y del Mar Negro que no les negara el poderío naval fenicio.
En el período del 750 al 550 a.C. fundaron casi 1.000 de esas
ciudades-Estado.
No debemos exagerar el grado de integración del control. La
logística seguía siendo formidable. El invertir las líneas del mapa
induce a error en este respecto. Es mucho más fácil integrar políti­
camente los continentes modernos que las antiguas rutas marítimas.
La colonia era de hecho independiente de su Estado paterno entre
octubre y abril, cuando era difícil navegar guiándose por las estrellas
y cuando las tormentas disuadían de hacerse a la mar (como segui­
rían haciendo durante otros dos mil años). Las galeras de guerra
lograban recorrer unas 50 millas al día, y las mercantes cubrían dis­
tancias más variables, según los vientos. Ninguna de ellas solía des­
plazarse directamente por alta mar. Preferían seguir viendo tierra por
motivos de navegación y de abastecimiento, costeando en torno a
las riberas y las islas, fondeando en una serie de puertos y de fac­
torías. La expresión náutica moderna que representa adecuadamente
el avance humilde e intrincado de este instrumento potencial de con­
trol naval es la de ca b ota je 6. En cada puerto se cargaban provisiones
y se intercambiaban mercaderías. Todo el personal iniciaba el viaje
cargado con todo lo que podía transportar, con la esperanza de ex­
plotar en su propio beneficio las diferencias locales de precios a lo
largo del recorrido. De hecho, si iban a bordo de galeras rápidas,
podían estar en una situación excepcional para esa explotación. La
pauta del cabotaje revela que la comunicación y el control directos
entre, por ejemplo, Atenas y sus ciudades coloniales se fue atenuan­
do por otras comunicaciones con puertos y ciudades-Estado, la ma­
yor parte de los cuales eran colonias suyas.
Por último, como Grecia era una organización multiestatal esta­
bilizada diplomáticamente, en la cual ninguna polis disponía de los
recursos necesarios para incorporar a las demás, la ciudad-Estado
madre carecía de recursos para reconquistar una colonia rebelde.
Cuando siglos después Roma se lanzó al mar, tras haber establecido
ya su dominación sobre el territorio de Italia, advirtió que era po­
sible combinar el imperialismo terrestre con el marítimo, pero eso
era inconcebible para los griegos. No lo intentaron: cada colonia era
autónoma; podía recibir provisiones y más inmigrantes de la ciudad-
Estado madre y a cambio daría un trato favorecido al comercio con
ésta y, en ocasiones, le pagaría tributo. Pero eso era todo. El «im­
perialismo» griego era descentralizado, al igual que el imperialismo
fenicio.
No podía existir un solo conjunto efectivo de fronteras para el
mundo griego y la expansión naval y comercial y las migraciones
reforzaron este rasgo. La unidad política nunca podía controlar los
intercambios comerciales y culturales entre los griegos y la esfera
griega tenía un carácter intrínsecamente abierto. En eso no se dife­
renciaba de la unidad fenicia: una cultura común identificable com­
binada con la descentralización política. Quizá hacia el 700 a.C. las
dos esferas de influencia eran parecidas. Pero la integración cultural
ulterior griega fue mucho más allá, tanto dentro de las ciudades-Es-
tado como entre ellas. La alfabetización lo demuestra.
Grecia fue la primera cultura alfabetizada conocida de la historia.
El alfabeto se tomó de Fenicia. Aunque los griegos le añadieron
vocales, lo hicieron mediante una mera revisión de los caracteres con-

6 Como señala Braudel en su comentario sobre el transporte marítimo por el


Mediterráneo en el 1500 d.C ., también útil respecto del período antiguo (1975: I, 103
a 137, 246 a 252, 295 a 311).
sonánticos fenicios, que no valían de nada en su lengua. La revolu­
ción no consistió en esta técnica de poder, sino en su difusión al
ciudadano medio.
Entre las afirmaciones que hacen Goody y Watt (1968) y Goody
(1968) respecto de la alfabetización griega, la más impresionante es
la de que fijó y reforzó la identidad cultural. Fue la primera cultura
compartida, interclasista y estabilizada de la historia conocida, com­
partida por los ciudadanos y sus familias, aproximadamente un ter­
cio de la población. También penetró entre los extranjeros residen­
tes, aunque es de suponer que no entre los esclavos. ¿Por qué se
difundió tanto? Probablemente se produjo un proceso de difusión
en dos fases.
Al principio, la alfabetización se difundió a partir de los fenicios
y a lo largo de rutas comerciales, quizá a las colonias meridionales
del Asia Menor, y después, en cuestión de decenios, a los principales
comerciantes y a los ricos de cada ciudad-Estado. La difusión no
penetró muy hondo. La lista de triunfadores en las olimpíadas se
inició en el 776 a.C., el registro de las fechas de la fundación de
colonias en Sicilia en el 734, la lista de los magistrados atenienses en
el 683. La importancia del comercio marítimo y la apertura a las
influencias exteriores aseguraron que Esparta, el Estado más intro­
vertido y terrestre, quedara detrás. Por motivos que se exponen en
la sección siguiente, también hizo que en la vanguardia de la alfabe­
tización estuvieran los Estados centroorientales, especialmente Ate­
nas.
En la segunda etapa, en esta zona de Grecia la polis democrática
no podía limitar la alfabetización a una élite oligárquica. Las leyes
escritas pasaron a predominar a fines del siglo VII. Dadas las insti­
tuciones relativamente democráticas de la ciudadanía política, esto
indica una alfabetización muy extendida. Esta impresión se ve re­
forzada por restos del siglo VII de instrucciones y ejercicios con el
alfabeto, además de por múltiples inscripciones nada gramaticales y
llenas de faltas de ortografía. Quizá los restos más llamativos sean
los graffiti raspados en la pierna izquierda de la estatua de Ramsés II
en Egipto, datables en el 591 a.C. Un grupo de paso de mercenarios
griegos empleados por el faraón Psamético II había escrito:
Cuando el rey Psamético vino a Elefantina, los que se embarcaron con
Psamético hijo de Teocles escribieron esto. Llegaron hasta más allá de Ker-
kis, hasta donde permitía el rio. Potasimto mandaba a los de habla extranjera
[es decir, a los griegos], Amasis a los egipcios. El nos escribió, Arcón hijo
de Amióbicos y Axe hijo de Nadie [es decir, bastardo].

Siguen seis firmas diferentes en las escrituras de las diversas ciu­


dades griegas de origen, en su mayor parte las ciudades más peque­
ñas y con menos actividades comerciales de la Jonia y las que care­
cían de colonias. Probablemente aquellos mercenarios fueran cam­
pesinos pobres (o sus hermanos segundones). Ello sugiere que el
hoplita medio estaba alfabetizado a un nivel básico en fecha muy
temprana (Murray, 1980: 219 a 221).
En Atenas, cien años después, la alfabetización tanto en lectura
como en escritura entre la ciudadanía como un todo está presupuesta
por las instituciones del ostracismo (exilio) y demostrada por la re­
cuperación arqueológica de millares de votos escritos en pro del
ostracismo de tal o cual persona. Datan del decenio del 480. Hacia
la misma época tenemos menciones casuales de escuelas donde los
niños aprendían a leer. Y también disponemos de alusiones literarias
y proverbios populares que indican la normalidad de la alfabetiza­
ción entre las familias de los ciudadanos: por ejemplo, la frase pro­
verbial para designar a un ignorante: «no sabe leer, no sabe nadar»
(¡en un Estado marítimo!). La alfabetización de los atenienses avan­
zó más que la de los espartanos. Harvey (1966), en un estudio de
los datos sobre la alfabetización, sugiere que ésta se veía fomentada
por la democracia de estilo ateniense. Lo podemos ver en formas
literarias que evidentemente están influidas por la polis: la popula­
ridad de los diálogos y la retórica. Pero, como aduce Stratton (1980),
la alfabetización sin límites de hecho intensificaba la democracia en
forma de una «crisis política». La única manera de obtener e impo­
ner la obediencia de un pueblo alfabetizado es mediante leyes escri­
tas objetivadas. Estas no se pueden basar en normas tradicionales.
Exigen una organización política democrática más formalizada. Di­
cho en otros términos, la alfabetización se difundió en la polis de
estilo ateniense, relativamente abierta y extrovertida y al mismo tiem­
po la reforzó. Es probable que su utilidad en el comercio, en la
administración y en el reforzamiento de la solidaridad ciudadana y
la democracia intensificara el naciente poderío ateniense y ayudara
a frenar el auge de Esparta. Pero en este cambio tanto del equilibrio
del poder como de la forma dominante de la polis también intervi­
nieron otras técnicas de poder.
El im perialism o g r ie g o : C om ercialización,
p o d erío n a va l y escla vitu d

La fase siguiente de difusión democrática griega fue la comercia­


lización de la agricultura hacia la segunda mitad del siglo VI a.C.
En este caso combinamos dos temas: los griegos unían las tierras
aradas con el mar (la agricultura más rentable y el medio de trans­
porte más barato) y estaban situados geográficamente para aprove­
char el desarrollo de la acuñación de moneda. En Grecia, al contra­
rio que en Fenicia, los relativamente ricos podían apropiarse del
excedente agrícola y llevarlo ellos mismos al mercado. Los circuitos
de la praxis se estrecharon y, como veremos, las clases se reforzaron.
Los terratenientes también podían adoptar el papel de comerciantes
en el comercio internacional o, lo que era más frecuente, como co­
lectividad en la polis podían dictar la relación de intercambio al co­
merciante extranjero. Como colectivo, también podían aportar su
poderío naval para proteger al comerciante y, en consecuencia, re­
gular sus actividades.
La expansión colonial aumentó las oportunidades del comercio
y fomentó la especialización regional. Las ciudades-Estado continen­
tales e insulares intensificaron dos productos concretos: el vino y el
aceite de oliva, que intercambiaban por cereales del norte y de Egip­
to y por productos suntuarios del oriente. A eso se sumaron los
intercambios humanos: había mercenarios griegos que iban al este y
esclavos que llegaban al sur desde los países de los bárbaros. Una
vez más, las ciudades-Estado de Asia Menor estaban estratégicamen­
te situadas para este comercio triangular y, junto con los habitantes
semigriegos que había en el Asia Menor, fueron las primeras en crear
ese útil complemente técnico del comercio triangular que es la mo­
neda. Para el 550 a.C. había terminado la expansión colonial hacia
el exterior. Su comercialización ya estaba iniciada; al contrario que
la de los fenicios, no se basaba estrictamente en el comercio, ni
siquiera en el comercio más la manufactura, pues la polis enlazaba
(aunque no unificaba) al productor agrícola con el fabricante y el
comerciante. Se introdujeron en la p olis todo género de tensiones
sociales al generarse una riqueza enorme y desigualmente distribui­
da. Sin embargo, el poder económico del campesino propietario ha­
bía sobrevivido, gracias al cultivo del olivo y de la uva, para man­
tener la democracia.
La comercialización también modificó las necesidades militares.
La expansión del comercio necesitaba protección naval: primero con­
tra los piratas, los fenicios y los persas; después, y de forma más
sutil, para establecer una relación de intercambio relativamente fa­
vorable. En el 550 a.C., Esparta seguía siendo la potencia terrestre
dominante. Pero las ciudades-Estado que miraban hacia el este y el
nordeste estaban mejor situadas para la expansión comercial, y al­
gunas de ellas (como Corinto, Egina y Atenas en el continente y
Chíos en el Egeo, frente a Asia Menor) empezaron a ampliar sus
flotas. Atenas tenía un incentivo particular, pues dependía de las
importaciones de cereales. Además, Atenas tenía ventaja porque su
pequeño territorio contenía las minas de plata más ricas de Grecia.
Con ellas se podían pagar los gastos navales y acuñar moneda. Ello
puede explicar por qué Atenas y no Corinto, Egina, ni siquiera Chíos,
acabó siendo el símbolo de la «Grecia clásica».
Las flotas pasaron cada vez más a representar el poder. Pero la
relación entre la polis griega y la galera de guerra no es automática.
Cuando Atenas se hallaba en su fase auténticamente democrática y
en su cénit como potencia naval, los contemporáneos aducían que
ambas cosas guardaban relación. Véase, por ejemplo, el «Viejo Oli­
garca», autor de panfletos del decenio del 470:

... constituye un derecho el que los pobres y el pueblo tengan más poder
que los nobles y los ricos por lo siguiente: porque el pueblo es el que hace
que las naves funcionen y el que rodea de fuerza a la ciudad, y también los
pilotos, y los cómitres, y los comandantes segundos, y los timoneles, y los
constructores de naves: son ellos quienes dan el poder a la ciudad, mucho
más que los hoplitas y los ciudadanos nobles y respetables. [Citado en
Davies, 1978: 116. Trad. O. Guntinas Tuñón. Gredos, 1984.]

Aristóteles señaló la misma relación al escribir de forma más


crítica acerca de cómo la aparición de las grandes galeras había lle­
vado al gobierno de «una horda de remeros»: los rémeros «no de­
bían formar parte integrante del cuerpo de ciudadanos» (P olíti­
ca, V, iv, 8; vi, 6). Son incontables los autores ulteriores (entre ellos
Max Weber) que han abundado al respecto.
Sin embargo, hay problemas. Los buques de guerra de los ate­
nienses eran iguales que los de los fenicios, que no eran democráti­
cos. Los romanos adquirieron esa forma de galera al mismo tiempo
que abandonaban la democracia que había tenido en sus inicios. Los
remeros fenicios eran en general libres y solían estar remunerados,
pero no eran participantes activos en una polis, pues esa institución
no se conocía entre ellos. Los remeros romanos eran al principio
ciudadanos libres, pero después fueron esclavos. No existía una re­
lación necesaria entre la galera y la democracia.
Parece, más bien, que en los Estados que ya conocían la ciuda­
danía y que estaban formados por un pueblo marítimo, como Ate­
nas, la galera de guerra reforzó el espíritu democrático. En Atenas,
las reformas de Solón del 593 a.C. establecieron quién tenía derecho
a la ciudadanía, al dividir a la sociedad en cuatro clases de propie­
tarios basadas en el número de medidas de cereales que podía apor­
tar cada clase. Las tres primeras eran las de los hombres de 500, 300
y 200 medidas (estos últimos correspondientes a la clase de los ho­
plitas), y la cuarta y más baja era la de los thetes, los pobres que
eran libres. Es probable que, al contrario que las otras clases, los
th etes no tuvieran derecho a desempeñar cargos, pero sí podían ha­
blar en la Asamblea. AI principio, los th etes formaban la base de las
galeras atenienses. Sus poderes constitucionales formales nunca au­
mentaron, pero parece que su influencia en la Asamblea creció algo
como resultado de su contribución a la marina de guerra.
El refuerzo de la polis también se debió a otra característica de
la guerra naval: Su estructura descentralizada de mando en compa­
ración con los ejércitos de tierra. Cada buque de guerra es autóno­
mo, porque el mar ofrece espacios más amplios y no restrictivos. En
todas las marinas anteriores al vapor, el mar también perturbaba las
estructuras centralizadas de mando, al desviar a los buques de su
rumbo durante la mayor parte de las batallas. Hacía falta un Estado
capaz de integrar ejércitos y flotas antes de que la guerra naval pu­
diera actuar contra la democracia descentralizada. Roma y Cartago
son los dos únicos candidatos en el mundo antiguo.
Sin embargo, a medida que iba en aumento el ámbito de la guerra
naval, ello generó otra amenaza para la autonomía de la polis. Los
recursos humanos ciudadanos se vieron sometidos a presión. Si una
pequeña ciudad-Estado reforzaba su poderío naval, al cabo de poco
tiempo necesitaba más remeros que ciudadanos tenía. Egina aportó
treinta trirrem es (galeras con tres filas de remos) a la batalla de Sa-
lamina del 480, lo cual significaba 6.000 hombres en edad de com­
batir. Pero, en aquella época, la población total de la isla de Egina
era de unos 9.000 habitantes. Tucídides nos comunica un interesante
diálogo diplomático entre Atenas y Corinto en el 432 a.C. Corinto
anunció una política de tratar de sobornar a los remeros de Atenas
que, según decía Corinto, en todo caso eran mercenarios. Pericles,
al responder en nombre de Atenas, adujo que los atenienses podían
ofrecer algo más que un mero salario a sus remeros. Podían darles
seguridad en el empleo y protección para la ciudad-Estado de origen
de los remeros (de hecho, lo dijo en forma negativa, señalando que
Atenas podía negarles acceso a su propia ciudad de origen). Reco­
noció que la masa de los remeros procedía de otros Estados griegos,
al contrario que los timoneles y los suboficiales, que eran atenienses.
Así, la expansión naval introdujo una jerarquía. Las grandes ciuda­
des-Estado absorbían a los ciudadanos de las más pequeñas: el sis­
tema multiestatal se tambaleaba.
En la guerra terrestre ocurrieron cambios comparables: a medida
que aumentan los efectivos de las fuerzas mercenarias, los ciudada­
nos de los Estados más pobres combatían como hoplitas m etic (des­
cendientes de hombres libres extranjeros) en lugar de los ciudadanos
de las ciudades más ricas. Y a medida que el aumento de los recursos
permito poner en campaña ejércitos mayores, éstos adquirieron tác­
ticas más variadas. La fuerza hoplita se coordinaba con la caballería
de Tesalia y los arqueros escitas y tracios —todos ellos de las marcas
septentrionales—, lo cual intensificaba la jerarquía y la centralización.
Todo eso había que pagarlo. Atenas explotó su hegemonía me­
diante la imposición de tributos a los Estados clientes. Para el 431
recibía más ingresos de esa fuente de los que generaba internamente.
En el 450 se hicieron más estrictas las normas atenienses sobre ciu­
dadanía, de forma que los m etic ya no pudieran convertirse en ciu­
dadanos. A partir de entonces, Atenas explotó políticamente a sus
Estados clientes.
Así, la expansión comercial y la galera de guerra reforzaron la
democracia interna, pero intensificaron la estratificación y la explo­
tación entre ciudades. Dentro de Atenas, el propio concepto de li­
bertad implicaba imponer la dominación a otros Estados (al igual
que a esclavos). Al cabo de un siglo de enfrentamientos entre fac­
ciones democráticas y aristocráticas, Clístenes logró que triunfase la
democracia. En el 507 confirmó las estructuras duales de una asam­
blea masiva de todos los ciudadanos y de un consejo ejecutivo, que
ahora era de 500 hombres, escogidos aleatoriamente por suertes en­
tre las tres primeras clases de propiedad de las circunscripciones
territoriales (las «tribus»). Incluso la palabra ateniense que designaba
su sistema, pasó por una democratización análoga: la eu nom ía («buen
orden») se convirtió primero en isonom ía («orden igual» o «igualdad
de la ley») y después, para el decenio del 440, en dem okratía («poder
del pueblo»).
En los cien años siguientes es posible que Atenas presenciara la
democracia participativa más auténtica de la historia universal entre
una ciudadanía extensiva (aunque, evidentemente, seguía siendo una
minoría de la población, pues estaban excluidas las mujeres, los es­
clavos y los extranjeros residentes). La asistencia a la Asamblea era
regularmente de más de 6.000 hombres. El consejo, que era el prin­
cipal órgano ejecutivo, rotaba rápidamente y se escogía por sorteo.
En cualquier decenio, entre un 25 por 100 y un 33 por 100 de los
ciudadanos de más de treinta años habrían servido en él. El término
isegoría significaba libertad de palabra, no en nuestro sentido mo­
derno negativo de libertad contra la censura, sino en el sentido ac­
tivo del derecho y el deber de hacer uso de la palabra en las asam­
bleas de ciudadanos. El heraldo iniciaba los debates con las palabras:
«¿Quién quiere dar un buen consejo a la polis y hacerlo público?»
Eso, decía Teseo, es la libertad (Finley, 1983: 70 a 75, 139). También
implicaba la lucha de clases, como veremos más adelante en este
mismo capítulo. Y todo ello dependía del imperialismo ateniense.
El imperialismo también llevaba la democracia al exterior. Para
el decenio del 420, casi todos los Estados del Egeo habían seguido
la iniciativa de Atenas y elaborado constituciones parecidas, al ex­
perimentar las mismas presiones comerciales y navales, más el po­
derío militar ateniense. Si consideramos cada ciudad-Estado por sí
sola, el final del siglo V y el principio del IV a.C. fueron verdade­
ramente una era democrática. Pero eso significa omitir las relaciones
entre ciudades. La hegemonía ateniense se basaba en un poderío
comercial y militar superior, que a su vez se basaba en la riqueza y
la movilización de los ciudadanos. Por su mismo éxito y su demo­
cracia interna, Atenas estaba haciendo que Grecia se acercara a la
pauta cercanooriental de control por un imperio hegemónico de do­
minación.
Pero en esta posible vía al desarrollo se erigían dos grandes obs­
táculos. El más evidente era la capacidad de resistencia geopolítica
final del sistema multiestatal. Cuando la ambición ateniense apareció
de manera abierta, los demás Estados la resistieron con éxito en la
Guerra del Peloponeso del 431-404. La contradicción entre la de­
mocracia de la polis y la identidad colectiva «griega» nunca se resol­
vió internamente. Conservó el carácter explícitamente federal de la
organización social griega y acabó por asegurar su caída a manos de
los señores de las marcas, que no experimentaban esa contradicción.
El segundo obstáculo al imperialismo ateniense era más sutil. Se
refería a la ideología y a la forma en que las ideas griegas de cultura
y razón contenían efectivamente tres conceptos de lo que era la «so­
ciedad»: era la polis, era Helias y era una idea todavía más extro­
vertida de la humanidad. Así, la ideología griega era compleja y muy
contradictoria. A menudo, la principal contradicción a ojos moder­
nos parece ser esa institución esencial de la civilización griega: la
esclavitud. Pasemos, pues, a comentar los conceptos griegos de hu­
manidad y esclavitud.

El cu lto d e la razón hum ana

La diferencia cultural entre la ciudad-Estado griega y la fenicia


estaba de manifiesto ya en el siglo VI a.C. Que nosotros sepamos,
los fenicios se mantuvieron apegados a la ortodoxia religiosa del
Oriente Medio: los procesos de la naturaleza dependían en gran
medida de dioses sobrehumanos. Quizá porque no existía un Estado
fenicio omnipotente, los fenicios no imitaron los dogmas teocráticos
egipcios ni los sumerios. Pero sus principales dioses, entre ellos Baal,
Melqart y Astarté (la diosa de la fecundidad) se pueden identificar
como cananeos y proceden del tronco común del Oriente Medio.
Sus nombres fueron cambiando a medida que los fenicios se despla­
zaban hacia el oeste y que se iban incorporando cultos religiosos
helénicos, pero el carácter general de la religión siguió siendo tradi­
cional. Sin embargo, en los Estados jónicos griegos del Asia Menor,
se produjo una evolución que llevó a la cultura griega como un todo
hacia una ruptura radical con esa ideología.
En Grecia se advierte escepticismo en la obra de autores como
Hecateo (que dijo que la mitología griega era «divertida») y Jenófa-
nes (con su famosa frase de que «si el buey pudiera pintar un cuadro,
su dios parecería un buey»). Pero quizá los más destacados sean tres
físicos de Mileto. En el 585 Tales logró la fama a predecir correcta­
mente un eclipse de sol. Ello parecía reivindicar su enfoque científico
general: explicar el universo en términos de principios naturales y
no sobrenaturales, de «leyes de la naturaleza». Tales aducía que el
componente primordial de todo era el agua, pero en realidad sabe­
mos muy poco acerca de cómo elaboró esa idea. En sí misma, no
es diferente, por ejemplo, de la creencia sumeria de que el cieno
había constituido la materia original. Pero, después, Tales edificó
una explicación «natural» completa a partir de ello, en lugar de in­
troducir dioses y héroes. Sabemos más acerca de la estructura teórica
de su seguidor Anaximandro, que se desvió de una explicación en
términos del mundo de los objetos fenoménicos, al atribuir ley es a
las interrelaciones de varias cualidades abstractas de la materia, como
el calor y el frío, la sequedad y la humedad, etc. Sus combinaciones
producían la tierra, el agua, el aire y el fuego. Anaximenes continuó
con las mismas especulaciones, postulando el aire en lugar del agua
como la esencia fundamental. El aire se modificaba por condensa­
ción en viento, nube, agua, tierra y piedra y por rarefacción en
fuego. La importancia de estos tres hombres se debía menos a sus
conclusiones que a su metodología: se puede descubrir la verdad
última si se aplica la razón humana a la naturaleza en sí. No hacía
falta nada más. Es algo muy parecido a lo que hoy denominamos
ciencia.
Ha habido muchas especulaciones acerca de por qué este movi­
miento filosófico surgió en primer lugar en el Asia Menor y en
Mileto. Quizá debieran combinarse las tres explicaciones más popu­
lares.
En primer lugar, la polis griega fomentaba el concepto de que el
ser humano corriente podía controlar su mundo. Después de todo,
eso era cierto objetivamente. El afirmar que la razón humana indi­
vidual podía comprender el cosmos no era más que una generaliza­
ción a partir de ahí. Era el mismo tipo de generalización que cuando
los egipcios conferían la divinidad al faraón, porque objetivamente
el farón garantizaba el orden.
En segundo lugar, ¿por qué Mileto? Aunque Mileto era rica, en
el siglo VI no era una polis que se destacara por su estabilidad. Atra­
vesaba graves conflictos políticos de clases. A veces se aduce que
esto se revela en las teorías de los físicos: el mundo está en equilibrio
entre fuerzas opuestas. Esas contradicciones o antinomias, son la
«carga», el aliento vital del mundo; son incluso lo divino, porque a
fin de cuentas nadie puede superarlas con la razón. Así, el segundo
factor, la lucha de clases, deja lugar a la religión.
En tercer lugar, ¿por qué Asia Menor? La situación estratégica
de Asia Menor entre Asia y Europa es reveladora. Es probable que
el arte naturalista griego, innovador y agradable para los ojos occi­
dentales ulteriores, fuera una fusión del deseo griego de representar
historias humanas en el arte (en el período «geométrico» inicial) con
la costumbre oriental de representar animales y plantas de forma
naturalista (por ejemplo, los leones maravillosamente ágiles de las
esculturas de caza asirías). El resultado fue la expresión artística de
confianza en el poder del cuerpo, especialmente del cuerpo humano.
Es posible que la expresión intelectual de confianza en la razón tu­
viera estímulos parecidos. Para estar seguros necesitamos conocer
con más exactitud los lugares y las fechas. ¿Figuraba entre las in­
fluencias orientales de este período el monoteísmo persa, es decir,
el zoroastrismo o sus precursores, como ocurrió más tarde cuando
llegó al trono el rey persa Darío, en el 521 a.C.? Por desgracia, no
lo sabemos. La hipótesis más plausible es que la religión tradicional
politeísta, ceremonial, sobrenatural, del Oriente Medio estaba em­
pezando a desintegrarse en las regiones más avanzadas —Persia, Li­
dia, Frigia— y que uno de los contextos probables para su sustitu­
ción por una investigación filosófica humanística sería una ciudad-
Estado griega en Asia Menor 7.
La metodología de la escuela jónica penetró rápidamente en el
mundo griego. Se fragmentó entre quienes sostenían que la obser­
vación experimental era la clave del conocimiento y quienes, como
Pitágoras, hacían hincapié en el razonamiento matemático y deduc­
tivo. Pero la confianza en la razón humana y el diálogo y la elimi­
nación de los seres sobrenaturales de las explicaciones siguieron sien­
do características de la filosofía griega (aunque, como veremos en el
capítulo 10, en el pensamiento griego volvió a entrar un concepto
impersonal de lo «divino»). Además, aunque la filosofía era una
práctica esotérica y de las élites, cabe hallar una confianza objetiva
intrínseca en casi todos los aspectos de las letras griegas: en el pre­
dominio de la prosa funcional sobre la poesía y el mito, en un cui­
dadoso análisis riguroso y en la ausencia de distancia, por ejemplo
en el teatro, entre el mundo de los dioses y el mundo humano. Las
letras griegas trataban de representar la experiencia, en lugar de man­
tener una «tradición sagrada».
Esta esfera es polémica. No quiero actuar como uno de esos
profesores Victorianos de los clásicos que creían que los griegos eran
«iguales que nosotros» en su adhesión a una civilización científica
moderna. Su concepto de la ciencia era diferente del nuestro. Atri-

7 Cabe hallar una identificación más positiva de los orígenes persas de la filosofía
griega en West, 1971. Pero véase el escepticismo de M omigliano, 1975: 123 a 129.
bufa un papel mayor a la dignidad y hacía hincapié en las leyes
estáticas, en lugar de las dinámicas. La cultura griega carecía de lo
que Weber calificaba de «inquietud racional» que él atribuía al cris­
tianismo y especialmente al puritanismo. Otros críticos de la razón
griega van más allá. Por ejemplo, Dodds (1951) aducía que el com­
promiso con el racionalismo no se difundió generalmente hasta el
siglo V a.C. y después retrocedió rápidamente frente al resurgimien­
to de la magia popular. Esto parece algo extremo. Sin embargo, debe
reconocerse que el concepto de la razón contenía contradicciones.
Dos de las más importantes e ilustrativas eran las que representaban
la clase y la etnicidad. ¿Compartían la razón todas las clases y todos
los pueblos? ¿O se limitaba a los ciudadanos y los griegos?

¿ Eran racionales los escla vos y los p ersas f

Al igual que casi todos los conquistadores, los griegos de la Era


de las Tinieblas habían convertido a los indígenas conquistados en
esclavos o siervos. Al igual que en otros lugares, eso tendía a fijar
a los esclavos en determinados lugares o tipos de ocupación. Los
matrimonios mixtos y la asimilación había hecho que proliferasen
condiciones de semilibertad (y en el caso de Grecia derechos de
«semiciudadanía»). La esclavitud por conquista no podía mantener
durante mucho tiempo una discriminación étnica clara. Pero en el
siglo VI a.C., la comercialización reforzó la pequeña población de
esclavos con esclavos en propiedad, que se compraban y se poseían
como mercaderías, que no estaban vinculados a parcelas fijas ni a
ocupaciones fijas y que estaban a la libre disposición de sus amos.
En su mayor parte procedían del norte de Francia, Iliria y Escitia,
y aparentemente los vendían los jefes autóctonos.
Más adelante, en este mismo capítulo, me ocupo de los aspectos
de clase de la esclavitud. Aquí señalo cómo reforzó los conceptos
de los griegos de su propia superioridad sobre los demás. Pero de­
bemos distinguir entre los diversos grupos con los que entraron en
contacto. Los pueblos del norte estaban menos civilizados y eran
analfabetos. A esos se les aplicaba el término peyorativo de bárbaros,
que significaba que carecían de un discurso inteligible y de razón.
Pero incluso a los bárbaros se les consideraba interlocutores en la
relación social. Se los esclavizaba, pero la justificación griega de la
esclavitud era incoherente. Competían dos conceptos.
En primer lugar, la esclavitud se justificaba con criterios de la
falta innata de racionalidad de los pueblos esclavizados. Esa expli­
cación era la que propugnaba Aristóteles y es el mejor medio de
conciliar la utilidad de la esclavitud con la insistencia griega en la
dignidad de la razón humana, además de ajustarse a la repugnancia
que sentían los griegos por la esclavización de otros griegos (aunque
ésta se producía a veces). Quizá fueran los griegos los únicos que
poseían la razón.
En segundo lugar, la esclavitud también estaba justificada de for­
ma más utilitaria: meramente como el resultado inevitable de la de­
rrota en la guerra o un infortunio parecido. De hecho, es probable
que a nosotros nos interesen más que a los griegos las justificaciones
morales de la esclavitud. Consideramos la esclavitud extraordinaria­
mente repugnante y tendemos a esperar una moralización que la
justifique. Parece que el racismo es una explicación válida, pero el
racismo es un concepto moderno, no antiguo. La esclavitud no ne­
cesitaba mucha justificación en el mundo antiguo. Se encontraba en
pequeñas cantidades en todas las partes donde se producían conquis­
tas y en grandes cantidades cuando era producto del comercio. Pero
era cómoda y aparentemente causaba pocos problemas. Las revueltas
de esclavos eran raras. Los griegos adoptaban la actitud de que la
esclavitud era algo natural. La clave de los malentendidos modernos
es una actitud de principio hacia el trabajo libre, que consideramos
como la forma de trabajo alternativa obvia. Sin embargo, los traba­
jadores «libres» eran raros en el mundo antiguo y , en todo caso, no
se consideraba que fueran libres. Un griego no trabajaba para otro
griego salvo que fuera un m etic o un siervo por deudas, y ninguna
de esas condiciones era la de un ser libre. «La condición del hombre
libre es que no vive para beneficiar a otro», decía Aristóteles en su
R etórica (1926: I, 9). Pero para que unos fueran libres, otros tenían
que trabajar para ellos en regímenes de esclavitud, servidumbre o
dependencia regulada políticamente. Eso parecía ser un hecho inevi­
table.
Además, había otros pueblos a los que no se podía encajar en
una visión de pueblos superiores e inferiores. Los griegos dijeron
muy poco acerca de los fenicios (e incluso de los etruscos de Italia),
lo cual resulta bastante curioso. Pero difícilmente podía considerarse
que esos pueblos carecieran de razón. Tampoco que carecían de ella
los pueblos civilizados del Oriente. Podía considerarse que los per­
sas eran los bárbaros, pero, ¿y sus logros civilizados? Aristóteles
reconoce que no carecían de aptitudes ni de inteligencia. Eran defi­
cientes en cuanto a espíritu, dice en su P olítica (1948: VII, vii, 2).
De hecho, los griegos afirmaban generalmente que los pueblos del
Oriente carecían de independencia de espíritu y no amaban la liber­
tad tanto como ellos. Pero los griegos no se quedaban satisfechos
con un estereotipo así. ¿Cómo podían hacerlo cuanto tantas ciuda­
des-Estado reconocían la soberanía de Persia? Habían asimilado mu­
chas cosas valiosas del Oriente y para ello hacía falta una actitud
curiosa, escéptica y abierta.
No hay mejor ejemplo que el de Heródoto. Hacia el 430 a.C.
Heródoto escribía basándose en meticulosas entrevistas con muchos
sacerdotes y funcionarios locales persas y de otras partes. Permíta­
seme citar su famosa anécdota acerca de Darío de Persia:
... durante su reinado [en Persia] convocó a los griegos que estaban en su
corre y les preguntó que por cuánto accederían a comerse los cadáveres de
sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún precio. Acto se­
guido convocó a los indios llamados caladas, que devoran a sus progenitores
y les preguntó, en presencia de los griegos, que seguían la conversación por
medio de un intérprete, que por qué suma consentirían en quemar en una
hoguera los restos mortales de sus padres; ellos entonces se pusieron a
vociferar, rogándole que no blasfemara; y me parece que hizo bien Píndaro
al decir que la costumbre es reina del mundo. [1972 : 219 y 220. Trad.
C. Schrader. Gredos, 1979.]

En este caso, Heródoto, el viajero culto, se identificaba con Da­


río contra los griegos provincianos, porque halla de su gusto el re­
lativismo civilizado del persa. De hecho, su visión de Darío no sólo
es positiva —Darío es generoso, inteligente, tolerante, honesto y
honorable—, sino que también expone sus cualidades como las del
gobierno persa en general. Obsérvese que esa visión positiva sobre­
vivió al épico enfrentamiento entre Grecia y Persia, en el cual He­
ródoto se puso decididamente del lado de los griegos.
Resulta difícil estar seguro de cómo veían los persas a los griegos
durante las Guerras Médicas, o incluso saber si, de hecho, existió
una visión unificada. El conflicto fue un choque entre imperialismos.
La expansión del imperio persa coincidió exactamente con el período
de expansión comercial y naval griega encabezada por Atenas. En el
545 el persa Ciro el Grande obligó a capitular a las ciudades-Estado
del Asia Menor; en 512 Darío conquistó la Tracia; en el 490 Darío
invadió el continente griego por primera vez, pero se vio rechazado
en Maratón; en el 480 la segunda invasión de Jerjes fue rechazada
por tierra y por mar, en las famosas derrotas de las Termopilas y
de Salamina. También quedó derrotado un ataque cartaginés simul­
táneo contra Sicilia. Así terminó la principal amenaza y se logró la
hegemonía de Atenas.
Pero, ¿cuántos imperialismos había? Incluso en el apogeo del
conflicto, muchos griegos combatieron en el bando persa. Es ins­
tructivo observar el carácter del avance de los persas. AI marchar
hacia el oeste, obtuvieron el sometimiento de los Estados griegos
mediante las negociaciones habituales de la guerra antigua. Por lo
general, los griegos se sometían por temor a la fuerza de los persas.
Inmediatamente, los persas hacían una leva de tropas y de barcos
y continuaban su marcha. La facilidad con que lo lograban indica
varias cosas: que el gobierno persa era tolerante y no particularmen­
te detestado, que los griegos combatían por quien quiera que los
pagara y que también el imperialismo de Atenas y de Esparta era
objeto de resentimiento. Tracia y Tebas combatieron voluntariamen­
te en el bando persa, al mismo tiempo que en la propia Atenas se
acusaba a facciones disidentes —y probablemente no sin motivos—
de simpatías propersas. Había en marcha toda una serie de intrigas:
un Estado se negaba a combatir bajo un comandante en jefe atenien­
se y otro bajo un espartano; cada bando estaba constantemente per­
suadiendo a los Estados griegos menores del otro de que desertaran;
los atenienses intentaban que los persas desconfiaran de sus aliados
griegos al permitir que cayeran en manos de los persas falsos men­
sajes dirigidos a esos aliados. Por parte griega, la única constante era
la solidaridad inquebrantable entre Atenas y Esparta. Todas las di­
ferencias entre ellas desaparecían ante la amenaza común, pero esa
amenaza iba dirigida a su propia hegemonía sobre el resto de Grecia.
Cuando fue desapareciendo la amenaza persa, empezaron a comba­
tirse en la Guerra del Peloponeso, y entonces ambas buscaron la
alianza con Persia.
Los griegos no reaccionaron contra los persas en términos de
estereotipos étnicos, sino con estrategias geopolíticas aprendidas en
su propio sistema multiestatal. Los ciudadanos griegos querían ser
autónomos. No deseaban que les gobernara Persia y estaban dis­
puestos a coaligarse para eliminar ese peligro. Cuando fue desapa­
reciendo el peligro de Persia, les preocupaba más impedir que los
gobernasen otros griegos. Trataban a Persia igual que a otro Estado
cuyos gobernantes tuvieran tanta capacidad de lealtad y de razona­
miento como cualquier polis griega. A fin de cuentas, los griegos
carecían de un sentido coherente de su propia superioridad étnica.
Eran demasiado extrovertidos, estaban demasiado interesados en las
características de la humanidad (masculina) en general y sentían de­
masiada inclinación a proyectar hacia afuera la racionalidad diplo­
mática de su sistema multiestatal.
Pero, ¿qué pasaba con las diversas categorías de la humanidad
mas próxima, las clases, que son una parte esencial del desarrollo
griego? Hasta ahora la historia de las tres redes de interacción —la
p olis, Grecia y la humanidad— ha sido más bien demasiado benigna
y funcional. Paso ahora a la lucha de clases, parte esencial de las tres
redes.

La clase en la G recia clásica

La Grecia clásica es la primera sociedad histórica en la cual po­


demos percibir claramente la lucha de clases como característica du­
radera de la vida social. Para comprenderla mejor podemos distin­
guir entre las formas principales de la estructura de clases y la lucha
de clases que se hallan en las sociedades humanas (distinciones que
se explicarán con más detalle en el volumen III de esta obra).
Las clases, en el sentido más amplio del término, son relaciones
de dominación económica. El sociólogo de las clases no se interesa
primordialmente en las desigualdades de riqueza, sino más bien en
el poder económico, es decir, en la capacidad de las personas para
controlar las oportunidades de vida propia y de otros mediante el
control de los recursos económicos: los medios de producción, dis­
tribución e intercambio. Ha habido desigualdades de poder econó­
mico en todas las sociedades civilizadas conocidas, como esas des­
igualdades nunca son totalmente legítimas, en todas partes también
ha habido lucha d e clases, es decir, una lucha en grupos organizados
jerárquicamente, «verticalmente», con diferentes cantidades de poder
económico. Sin embargo, en muchas sociedades esta lucha ha per­
manecido a un primer nivel, latente, y no ha podido alcanzar una
forma de organización muy pronunciada debido a la coexistencia,
junto a las clases «verticales», de organizaciones económicas «hori­
zontales», constituidas por relaciones de familia, clientela, tribu, lo­
calidad y otras. Ya vimos que esto era característico de fines de la
prehistoria y, en menor medida, de las primeras civilizaciones, que
por eso se mantuvieron en general a un nivel rudimentario de for­
mación de clases. Aunque las organizaciones horizontales no clasis­
tas han seguido existiendo hasta la actualidad, la historia ha presen­
ciado el reforzamiento de las clases a expensas de esas organizaciones.
Esto nos lleva al segundo nivel de organización de clases, a las
clases extensivas. Existen cuando en el espacio social de que se trate
prodominan las relaciones verticales de clases sobre las organizacio­
nes horizontales. El propio crecimiento de las clases extensivas ha
sido desigual, de forma que a este segundo nivel podemos establecer
otras dos subdivisiones. Las clases extensivas pueden ser unidimen­
sionales, si existe un modo predominante de producción, distribu­
ción e intercambio, o m ultidim ensionales, si existen varios modos (y
éstos no están plenamente articulados entre sí). Y las clases extensi­
vas pueden ser sim étricas, si poseen una organización parecida, o
asim étricas, si sólo la posee una o sólo las poseen algunas (normal­
mente la clase o las clases dominantes).
Por último, aparece un tercer nivel de clase, las clases políticas,
donde la clase está organizada para la transformación política del
Estado o para la defensa política del status quo. Esto es menos pro­
bable en una estructura totalmente multidimensional, pero, una vez
más, la organización política puede ser simétrica o asimétrica. En el
segundo de los casos, es posible que sólo esté organizada política­
mente una clase, por lo general la clase gobernante. Esa empezó a
ser la pauta en los imperios de dominación de los que se trató en el
capítulo 5, a medida que los grupos dominantes empezaron a uni­
ficarse en una clase gobernante extensiva y organizada, mientras que
los subordinados se organizaban sobre todo en agrupaciones hori­
zontales controladas por los gobernantes.
Esas distinciones son especialmente útiles en el caso de la Grecia
clásica. Es la primera sociedad conocida que avanzó plenamente al
tercer nivel de organización de clases y que nos muestra una lucha
d e clases p olítica sim étrica (aunque sólo en una de las que, según
veremos, eran dimensiones principales de su estructura extensiva de
clase) 8.

8 Reconozco la enorme asistencia que ha representado la obra The CLtss Struggle


in the A ncient Greek World de Ste. Croix (1981). No sigo totalmente su análisis
marxista, pero su obra combina unos niveles desusadamente altos de erudición con
una enorme calidad sociológica.
Las clases no dominaban totalmente las relaciones de poder eco­
nómico en Grecia. Persistían dos agrupaciones horizontales princi­
pales que excluían eficazmente a un gran número de personas de las
luchas de clases que detallaré en breve. La primera era el hogar
patriarcal. Este seguía encerrando a las mujeres (todavía más que a
los niños varones en algunas ciudades-Estado) y quizá también a
otros varones dependientes de los hogares más numerosos y pode­
rosos. Ello les impedía toda participación independiente considera­
ble en la vida pública. Las mujeres estaban representadas por un
cabeza de familia que era un hombre. Desde luego, las mujeres no
eran ciudadanas, aunque sí formaban parte del hogar de un ciuda­
dano (o, más aún, si formaban parte del hogar de un ciudadano
poderoso) participaban en otros sentidos en una vida relativamente
privilegiada. Los ciudadanos más poderosos podían movilizar a los
ciudadanos a su cargo como clientes contra los movimientos de los
ciudadanos de clase baja. La segunda agrupación horizontal era la
ciudad-Estado en sí, que concedía privilegios a sus propios habitan­
tes a expensas de todos los «extranjeros» residentes. Como la ciu-
dad-Estado era pequeña y la interacción entre los Estados era gran­
de, había muchos extranjeros residentes. Casi siempre eran griegos,
pero entre ellos había muchas otras «nacionalidades». También a
éstos se los llamaba m atic, y tenían unos derechos políticos defini­
dos, que se hallaban más o menos a mitad de camino entre los de
los ciudadanos y los de los siervos y los esclavos. O sea, que dentro
de la propia ciudad-Estado, los m etic formaban una clase extensiva
separada, pero la ciudad-Estado no es siempre el objeto más ade­
cuado de nuestro análisis. Evidentemente, un ciudadano de Atenas
residente en una ciudad-Estado menor gozaría en ella de algo más
de poder que un m etic procedente de una patria más modesta. En
consecuencia, los m etic estaban divididos de hecho, al igual que las
mujeres, por su condición presuntamente común. No se garantiza­
ban sino en raras ocasiones.
O sea, que sólo una minoría de la población participaba direc­
tamente de la lucha de clases, como veremos que ha ocurrido gene­
ralmente en la historia. Pero como por lo general son las minorías
las que hacen la historia, eso no constituye una objeción a centrarnos
ahora en las clases y la lucha de clases.
La estructura extensiva de clase en Grecia era fundamentalmente
bidimensional. En la primera dimensión los ciudadanos tenían po­
der sobre los no ciudadanos, especialmente sobre los esclavos y los
siervos. En la segunda dimensión, algunos ciudadanos tenían poder
económico sobre otros ciudadanos. Ello reflejaba la existencia de dos
grandes modos de producción, ambos muy politizados, pero sin em­
bargo distintos. El primero era la extracción de la plusvalía de pro­
ducción del esclavo o el siervo por el ciudadano libre; el segundo
era la extracción menos directa de plusvalía del pequeño terratenien­
te ciudadano por el gran terrateniente. El segundo no constituía una
relación de producción en el sentido estricto, sin que surgiera a par­
tir de circuitos más amplios de poder económico vinculados también
al poder militar y político. En una sociedad tan estable y duradera
como la de la Grecia clásica, esos dos modos de producción se ar­
ticulaban en una sola economía general. Además, en la cumbre, la
misma clase superior de ambas dimensiones solía estar integrada.
Pero en los niveles inferiores no ocurría lo mismo y, en consecuen­
cia, debemos analizar dos dimensiones separadas de estructura ex­
tensiva de clase.
Existía una divisoria cualitativa de clases entre el ciudadano y el
esclavo o el siervo. Los esclavos eran posesiones, se les negaba todo
derecho a la tierra o a la organización y normalmente no eran grie­
gos (aunque los griegos podían convertirse en esclavos por deudas).
Los ciudadanos poseían en exclusiva la tierra y el derecho de orga­
nización política y eran griegos, casi invariablemente hijos también
de ciudadanos. Aunque también existían diferencias entre los grupos
tanto de esclavos como de ciudadanos, la divisoria entre los dos era
normalmente insalvable. La importancia de esa divisoria era siempre
muy grande. Es probable que los esclavos nunca fueran más nume­
rosos que los ciudadanos, y tampoco excedió su nivel de producción
al de los ciudadanos que cultivaban sus propias tierras. Pero, como
señala Ste. Croix, esas estadísticas no son decisivas. Los esclavos
aportaban una gran parte del ex cedente, es decir, de la producción
por encima de lo necesario para la subsistencia. El trabajo libre
asalariado era casi desconocido. Un ciudadano griego no podía tra­
bajar para otro ciudadano, y ni las tierras en arriendo ni los m etic
se podían explotar totalmente de forma no contractual. La mano de
obra esclava aportaba la mayor parte del excedente extraído directa ­
m en te de los productores inmediatos. Claro que la extracción directa
no lo es todo. Otra parte considerable del excedente de los ciuda­
danos se obtenía de forma más indirecta, gracias a la posición do­
minante de las ciudades griegas en las relaciones comerciales, que
podían reforzar con su poderío militar, y especialmente naval. Ese
comercio era, normalmente, en parte «libre» (y por eso Grecia se
beneficiaba de su posición estratégica en las marcas y de su posesión
de viñedos, olivos y plata [ateniense]), y en parte orientado hacia lo
militar. Ambos aspectos estaban considerablemente regulados por la
p olis, y en consecuencia por los ciudadanos. Sin embargo, la civili­
zación griega también dependía mucho de la esclavitud y de su plus­
valía.
Los ciudadanos tenían plena conciencia de ello. Nuestras fuentes
aceptan la esclavitud sin la más mínima duda, como parte necesaria
de la vida civilizada. O sea, que en relación con los esclavos, los
ciudadanos eran una clase política extensiva, plenamente consciente
de su posición común y de su necesidad de defender sus condiciones
políticas.
Pero raras veces tenían que hacerlo, porque los esclavos no te­
nían una conciencia de clase equivalente. Los esclavos se importaban
de zonas diversas y hablaban diversos idiomas. En su mayor parte
estaban repartidos por distintos hogares, talleres y fincas pequeñas
o medianas (con la excepción de las minas de plata). Carecían de la
capacidad para crear una organización extensiva. Se los puede con­
siderar en abstracto, es decir, en términos marxistas «objetivamen­
te», como una clase extensiva, pero no en el sentido d e la organiza­
ción —que es lo que importa sociológicamente—, ni en el sentido
político, como una clase. De ahí que la dimensión ciudadano-esclavo
de las clases no fuera simétrica. Los ciudadanos estaban organizados
y los esclavos no. Cabe suponer que la lucha era constante, pero
encubierta. No entra en el registro histórico, pese a la importancia
que tuvo para la vida griega.
Existe una excepción a todo esto: el imperialismo territorial de
los espartanos, que esclavizaron a la población adyacente de Mesenia
y Laconia. Esos siervos «hilotas», capaces de unirse y organizarse
localmente, eran una fuente perpetua de rebelión. Lo mismo parece
haber ocurrido con otro pueblo siervo, el de los penestais, esclavi­
zados por los tesalios. De las lecciones de todo ello —reclutar es­
clavos entre pueblos diversos e impedir la organización entre ellos—
informan ampliamente tanto las fuentes griegas como las romanas.
La falta de organización de los esclavos también les privaba de
la segunda dimensión de la clase y especialmente de las clases más
bajas de la ciudadanía. Estas estaban organizadas al nivel de la polis.
De hecho, sus intereses básicos contra las clases de ciudadanos más
poderosos les llevaban a intensificar los esfuerzos políticos. Pero en
realidad, su libertad y la fuerza de la polis dependían de la esclavitud.
La libertad y la esclavitud habían ido avanzando de la mano, como
observa Finley (1960: 72). Así, había pocas posibilidades de una
alianza entre las dos «clases bajas», la de los esclavos y la de los
ciudadanos libres más bajos. De hecho, no había mucha posibilidad
de una relación directa significativa entre las dos. La mayor parte de
los ciudadanos más bajos no poseían esclavos. Su relación con la
esclavitud era más indirecta, indicio de la existencia de dos dimen­
siones separadas de clase en el extremo más bajo de la sociedad griega.
Los esclavos no eran una fuerza activa en la historia, pese a lo
indispensable que era su trabajo para quienes sí lo eran. Su praxis
no contaba. En cambio, incluso los ciudadanos más bajos poseían
una praxis de clase.
Al ocuparnos de la segunda dimensión de la clase, las divisiones
en el seno del cuerpo ciudadano, no encontramos una divisoria cua­
litativa sencilla. Sin embargo, no nos resulta difícil hallar esta dimen­
sión. Nuestras propias democracias liberales y capitalistas no son tan
distintas de la polis. Ambas combinan una igualdad cívica formal con
unas gradaciones continuas de clase. Y al igual que la propiedad de
capital da un indicio parcial de cualquier divisoria cualitativa en nues­
tra sociedad, lo mismo ocurría con la posesión de esclavos en la polis
griega. En Grecia existían otras desigualdades generadas por factores
como la superficie y la rentabilidad de las tierras, las oportunidades
para el comercio, la cuna aristocrática, el orden del nacimiento, las
fortunas conseguidas por matrimonio y las oportunidades militares
y políticas. En la Grecia continental la polis limitó esas desigualdades
con bastante más éxito que la polis del Asia Menor y ambas limita­
ron las desigualdades con mucho más éxito que los demás Estados
del Cercano Oriente (o que los Estados sucesores de Macedonia o
Roma).
Las desigualdades de clase también generaron facciones políticas
identificables: de un lado, el dem os, los ciudadanos «del común»,
generalmente sin esclavos (o quizá con uno o dos), incluidos los que
se sentían potencialmente amenazados por las leyes sobre las deudas
o los intereses; en medio, en primer lugar los hoplitas, después y
más tarde los grupos intermedios identificados por Aristóteles como
la columna vertebral de la p olis; del otro lado, los aristócratas y los
grandes terratenientes, que gracias a su empleo de esclavos y a la
explotación indirecta de los ciudadanos podían evitar el trabajo (y
ser auténticamente «libres») y movilizar a los clientes que tenían a
su cargo. Todos se enfrentaban en torno a las leyes sobre intereses
y deudas, las tentativas de redistribución de la tierra o de la riqueza
colectiva de la ciudad, y la fiscalidad y las obligaciones de servicio
militar, el acceso a un comercio lucrativo, las empresas coloniales,
los cargos y los esclavos. Como era tan grande la proporción de
fuerza de trabajo y de excedente que se canalizaba por conducto del
Estado y como era una democracia (o, en otros momentos, la de­
mocracia era como mínimo un ideal alcanzable para las clases bajas
e intermedias), existía una lucha de clases muy politizada, al igual
que en nuestra propia sociedad. Pero como había una forma m u cho
más activa y militarista de ciudadanía que entre nosotros, también
era siempre una lucha más violenta y visible. El término de stasis
era el que utilizaban los griegos para definir los feroces combates
entre facciones, violentos pero con unas instituciones que permitían
finales regulados de «todo o nada», como el ostracismo y la oscila­
ción entre formas constitucionales básicas (véase Finley, 1963).
Podemos seguir sus flujos y reflujos y su aportación a la civili­
zación griega. Con el progreso del hoplita/agricultor medio llegó el
enfrentamiento por lo general victorioso de, en primer lugar, la ti­
ranía y, después, la democracia contra la monarquía y la aristocracia.
Al aumentar la prosperidad, la comercialización, la esclavitud, la
expansión naval y la alfabetización, también crecieron la fuerza y la
confianza de la democracia de estilo ateniense. Pero también se am­
pliaron las diferencias de clase y económicas en el seno de cada polis
y entre ellas. Para el siglo IV a.C. los grandes terratenientes cada
vez monopolizaban más la prosperidad. Quizá, como cabría esperar
por los casos anteriores, la mayor prosperidad de las marcas griegas,
desde Italia hasta el sur de Rusia, acabó con los monopolios griegos,
desarrolló el poder de las marcas y llevó a una decadencia económica
de las ciudades (como aducen Rostovtzeff, 1941, y Mosse, 1962), en
la cual quienes eran más poderosos sobrevivían mejor. En cualquier
caso, la democracia estaba sometida a presión antes del ataque ma­
cedónico y es posible que las clases altas ayudaran al golpe de gracia
macedónico a fin de sofocar la revolución en su propia casa.
En el apogeo de Grecia (y especialmente de Atenas) la lucha de
clases extensiva, simétrica y política fue una parte esencial de la ci­
vilización griega en sí. A los tres niveles de logros de Grecia, que
resumiré en la sección siguiente, vemos cómo actúa una dialéctica
de clases. La polis se estableció después de que se venciera a las
aristocracias y las tiranías. Es probable que el segundo sentido, más
difuso, de identidad, el de ser griego, civilizado y racional, también
dependiera de esa victoria democrática. Y la tercera identidad, más
amplia, el concepto de la razón humana misma, es visiblemente in­
cierto y fue objeto de disputa entre las clases durante todo el perío­
do. En este caso resulta pertinente el contraste entre el concepto de
la razón demostrado por Platón, representante de la «clase alta»;
Aristóteles, portavoz de los «intermedios», y los portavoces del d e­
mos, acerca de los cuales no tenemos más noticias que las que nos
dan sus adversarios. Platón aducía que el trabajo manual (del cual
solamente estaba libre la clase alta) degradaba la mente. Aristóteles
aducía que la clave para contar como ciudadano era la posesión de
la sabiduría moral, de la cual carecían en general los mecánicos y los
jornaleros, pero que poseía la clase media. ¡Y también es pertinente,
aunque de forma más abstrusa, el debate acerca del significado po­
lítico de la aritmética contra la geometría! Los antidemócratas adu­
cían que la aritmética era inferior, porque contaba a todos los nú­
meros por igual. Sin embargo, la proporción geométrica reconocía
unas diferencias cualitativas entre números. Como la relación entre
los números sigue siendo la misma en una escala geométrica (por
ejemplo 2, 4, 8, 16), la calidad obtiene su digna recompensa (Har-
vey, 1965, da los detalles sobre este debate). Al citar este ejemplo,
Ste. Croix (1981: 414) demuestra verdaderamente su argumento de
que la lucha de clases interviene en todas las partes de la Grecia
clásica. La clase podría haber debilitado a la polis en última instancia,
pero durante siglos antes fue esencial para la civilización griega.
Y, como veremos en capítulos ulteriores, dejó una herencia, si bien
es cierto que dividida, entre el tipo de solidaridad de clase alta re­
presentado por el «helenismo» y un sentido más popular de inves­
tigación razonada, que apareció para influir en las religiones salvacio-
nistas.
Según lo expuesto hasta ahora en esta sección, podría parecer
que, en medio de un comentario sobre la Grecia clásica, me he con­
vertido al marxismo. No he hecho hincapié en la lucha de clases en
las sociedades anteriores. Pero mantengo la declaración hecha al final
del capítulo 5. Si bien debemos matizar la certidumbre, dada la falta
de datos, no parece que la lucha de clases extensiva y simétrica (es­
tuviera o no politizada) fuera una parte importante de la dialéctica
de los primeros imperios de dominación. En determinadas circuns­
tancias, la revolución de la Edad del Hierro fomentó el poder de los
pequeños agricultores, con lo cual in ven tó la identidad de clase ex­
tensiva subordinada y, en consecuencia, la lucha de clases en ese
período histórico concreto. Los «circuitos de praxis», es decir, las
relaciones de clases, obtuvieron el papel de «tentadores de vías his­
tóricas». He logrado describir este período, pero n o los anteriores,
con la terminología marxista, porque era apropiada para ese contexto
histórico.
Pero existe un segundo problema con la aplicación del marxismo
a la historia antigua. Una cosa es describir las clases y seguir las
huellas de su desarrollo ulterior. Otra es explicar sus causas. Para
ello hemos de salimos del apartado normal de los conceptos mar-
xistas y entrar, especialmente, en las esferas del poder militar polí­
tico, así como del poder económico.
Marx y Engels estaban dispuestos a hacerlo empíricamente. Des­
tacaban la importancia de la guerra y el militarismo para la esclavi­
tud, la distribución de las tierras públicas, la ciudadanía y la lucha
de clases en el mundo antiguo. Marx dijo en los G rundrisse que «el
trabajo forzado directo es la base del mundo antiguo» (1973: 245).
Tenía conciencia de la frecuencia con que se logró esto mediante la
esclavización de los pueblos conquistados o la reducción de éstos a
la condición de siervos. Sus dos conceptos alternativos de lo que él
calificaba de «modo antiguo de producción», es decir, la apropiación
mediante la esclavitud y la apropiación por conducto de la ciudada­
nía, reconocen el papel del militarismo y la regulación política. Sin
embargo, como aduciré con más detalle en el volumen III, su teoría
general insistía en considerar que el militarismo y la guerra eran
parasitarios e improductivos. Espero haber demostrado en el capí­
tulo 5 que no ocurría así en los primeros imperios de dominación.
También lo he demostrado aquí, por lo que respecta a Grecia: sin
una organización militar de hoplitas, no habría p olis eu nóm ica ni
isonóm ica ni tampoco probablemente lucha de clases en el sentido
más pleno, extensivo y político. Sin la p olis y la supremacía naval,
no habría habido monopolio comercial ni una gran economía po­
seedora de esclavos. Sin todo ese complejo, no habría existido una
civilización griega que mereciera más que una mención de paso.
Y sin ella, ¿quién sabe lo que hubiera podido ser la historia univer­
sal? ¿Seríamos los descendientes de una satrapía persa?
Merece la pena señalar ahora que Ste. Croix (1982: 96 y 97)
defiende el materialismo en términos diferentes de los de Marx. Tras
unos pasajes eficaces en los que ataca el empleo hecho por Weber y
por Finley de la con dición social (el más vacío de los términos so­
ciológicos; lo atacaré de forma más decidida en el volumen III) en
lugar de la clase, pasa a criticar las teorías militares/políticas. Lo hace
por dos motivos. En primer lugar, aduce que el poder político es en
gran parte un medio por el cual se institucionalizan las diferencias
de clase. Estas añaden muy poco dinamismo. En Grecia, insiste, la
democracia política (que, como él mismo admite, hasta cieno punto
era una manifestación de una vida política independiente) retrocedió
«ante la situación económica básica [que] se afirmó a la larga, como
ocurre siempre». Después explica que la democracia quedó destruida
por las clases posesoras «con la asistencia en primer lugar de sus
señores macedónicos y después de sus amos romanos». Eso equivale
a hacer demasiado hincapié en los motivos económicos de las clases
posesoras, pues la decadencia de la polis fue un proceso tanto militar
como económico (como veremos más adelante), y ocurrió incluso
antes de las conquistas macedónica y romana. Su segundo argumen­
to consiste en equiparar el poder militar con la conquista, en equi­
parar las relaciones de conquista con la distribución de las tierras y
las riquezas conquistadas y después afirmar que eso fue algo excep­
cional en la historia. Hay una serie de incoherencias flagrantes; el
argumento es falso. Las organizaciones de poder militar y político
no relacionadas con la conquista son necesarias para nuestra expli­
cación del auge, la madurez y la caída de Grecia.
No me propongo, para parafrasear a Weber, sustituir un mate­
rialismo unilateral por una teoría militar/política igualmente unila­
teral. Evidentemente, las formas militares/políticas tienen condicio­
nes previas económicas. Pero si el militarismo y los Estados pueden
ser productivos, sus formas consiguientes pueden determinar ellas
mismas causalmente más desarrollo económico, de manera que las
formas económicas también tendrán condiciones previas militares y
políticas. Hemos de estudiar sus interacciones, elaborar conceptos
que las tomen a todas igualmente en serio, aplicarlas a casos empí­
ricos y ver qué pautas generales de interacción surgen (si es que
surgen). Esa es mi metodología en esta obra. Generalizaré acerca de
las pautas en mi inclusión del volumen I y en el volumen III. De
momento, y en el caso específico de Grecia, parece que las relaciones
de poder militares y económicas iban juntas desde un principio.
Como no las podemos separar totalmente, lo único que podemos
concluir es que ambas, en interacción, eran condiciones previas ne­
cesarias —quizá incluso casi suficientes— del auge de la civilización
griega. Después, su interacción se institucionalizó en una forma es­
pecífica de organización de poder político, la pequeña polis situada
en un sistema multiestatal, que se convirtió también en una gran
fuerza organizadora causal autónoma en la madurez de Grecia. Por
último, con la ayuda de la infraestructura de la alfabetización, el
poder político también adquirió importancia en las formas que he
descrito anteriormente. Parece que las cuatro fuentes ideales-típicas
de poder social son necesarias para una explicación causal del pleno
florecimiento de la civilización griega, lo cual parece vindicar mi
empleo de esos tipos ideales en primer lugar.

La triple red grieg a d e p o d er y su dialéctica

La organización social griega comprendía tres redes de poder


distintas e imbricadas. La más fuerte y más intensa era la polis de­
mocrática, el producto único de pequeños propietarios con arados
y armas de hierro, combinados en un mercado y una falange de
hoplitas, que después desarrolló una integración comercial de la pro­
ducción agrícola y el comercio, y acabó por generar un poder naval
basado en el remero ciudadano. Hasta entonces nunca se había visto
nada igual: hacía falta la conjunción histórica de las innovaciones de
la Edad del Hierro con una situación ecológica y geopolítica única a
caballo en las rutas comerciales marítimas entre las tierras cultivadas
semibárbaras y los imperios civilizados de dominación.
La polis resultó ser la forma más intensiva y democrática de po­
der colectivo sobre un pequeño espacio jamás visto antes de la Re­
volución Industrial capitalista. Tenía que ser pequeña. Muchos po-
litólogos creen que para que la participación democrática sea autén­
tica sigue siendo esencial que las dimensiones territoriales sean re­
ducidas. Pero la democracia antigua lo necesitaba por partida doble,
dados los problemas logísticos contemporáneos de comunicación y
control.
Atenas era, con mucho, la mayor. En su apogeo, su propio te­
rritorio comprendía poco más de 2.500 kilómetros cuadrados, es
decir, el equivalente de un cuadrado de poco más de 50 kilómetros
de lado. Su población máxima, hacia el 360 a.C., era de 250.000
habitantes, de los cuales unos 30.000 eran ciudadanos varones adul­
tos (y entre 80.000 y 100.000 eran esclavos). Sabemos que la media
de asistencia a su Asamblea solía pasar de los 6.000 (el quorum), lo
cual es un récord formidable de democracia masiva y de organiza­
ción social intensiva. Territorialmente, Esparta era mayor (unos 8.500
kilómetros cuadrados), debido a su dominación sobre Laconia y Me-
senia. Hacia la misma época, su población también ascendía a unos
250.000 habitantes, con un cuerpo de ciudadanos más reducido: un
máximo de 3.000 ciudadanos de pleno derecho, más un máximo de
2.000 con derechos parciales de ciudadanía. La intensidad de esta
organización núcleo de Esparta era todavía mayor que la de los
atenienses. Casi todos los Estados eran más pequeños. Platea tenía
menos de 2.000 ciudadanos. Es una de las ciudades-Estado más pe­
queñas cuyos actos entraron en el registro histórico, pero quizá sea
típica de la mayoría cuyos actos quedaron sin registrar. Algunas de
ellas mostraban una tendencia a agruparse (respecto de esos Estados
federales, véase Larsen, 1968). La más importante era Beocia, que
pese a comprender 22 p olies sólo tenía 2.500 kilómetros cuadrados
y unos 150.000 habitantes (véanse las cifras en Ehrenburg, 1969: 27
a 38).
La superficie del territorio ateniense era aproximadamente igual
a la del Luxemburgo actual, aunque su población era de sólo dos
terceras partes la de este último. El territorio de Esparta era igual al
del Puerto Rico actual, aunque su población era sólo una décima
parte la de éste. En cuanto a población, las dos grandes potencias
tenían un poco menos que la de Nottingham, Inglaterra, o la de
Akron, Ohio, pero sus ciudadanos interactuaban como los residen­
tes de una ciudad de provincias mucho más pequeñas. Los logros de
la polis fueron los de la in ten sidad de organización, no los de la
extensión. Representaron una fase formidable de descentralización
de las relaciones humanas de poder, no sólo porque eran unas uni­
dades políticas tan pequeñas en relación con los inmensos imperios
de dominación del Oriente Medio que las habían precedido, sino
también porque su estructura interna presuponía unas redes sociales
más extensivas y descentralizadas.
La polis, fiel a su nombre, era una unidad de poder p olítico que
centralizaba y coordinaba las actividades de ese pequeño espacio
territorial. Como ya hemos visto, en gran medida fue producto de
una combinación de relaciones de poder económicas y militares. No
se pueden asignar importancias relativas a esas dos fuerzas necesarias
y estrechamente interrelacionadas. La polis produjo virtualmente toda
la gama de conceptos que seguimos utilizando al comentar la política
en el mundo actual: democracia, aristocracia, oligarquía, tiranía, mo­
narquía, etc. Los tres estadios de la evolución de la polis: el mercado
hoplita, el comercio alfabetizado y el expansionismo naval, tuvieron
inmensas repercusiones para el Oriente Medio y el Mediterráneo
contemporáneos.
La segunda red de poder era la de la identidad cultural y el
sistema multiestatal griegos como un todo, mucho más amplio que
ninguna unidad política determinada, que abarca un enorme espacio
territorial (incluidos los mares) y comprendía quizá a tres millones
de personas. Se trataba de una unidad geopolítica, diplomática, cul­
tural y lingüística con su propia infraestructura de poder. Si mantu­
vo su importancia, ello se debió a la unidad que aportaban las rela­
ciones comerciales y de colonización entre p oleis esencialmente aná­
logas y democráticas, o entre etb en e igualitarias-federales. Así, la
alfabetización, la diplomacia, el comercio y los intercambios de po­
blación podían estabilizar por primera vez en la historia una simili­
tud lingüística en una comunidad duradera, compartida y extensiva.
Parte de esa comunidad logró establecer una cohesión suficiente para
mantener una defensa firme (con algunos titubeos) contra un ataque
lanzado por lo que se consideraba que era el mayor Estado del
mundo, el Imperio Persa de dominación. Pero parece que esa co­
munidad nunca aspiró a la unidad política. La guerra entre las ciu­
dades-Estado no se consideraba como una «guerra civil». Incluso las
federaciones más amplias estaban impuestas por exigencias diplomá­
ticas y militares pragmáticas, y no eran etapas en el camino hacia un
«Estado nacional». La «nacionalidad» siempre representaba una ad­
hesión mucho más parcial que en nuestro mundo moderno (Wal-
bank, 1951).
Esa segunda red era esencialmente descentralizada y «federal»,
producto de la oportunidad geopolítica que se les presentó a los
pueblos marítimos comerciantes que actuaran en el espacio entre los
imperios del Oriente Medio y los pequeños agricultores de las tierras
cultivadas. Al igual que en el caso de Fenicia, su mecanismo federal
comprendía la galera de guerra autónoma, la colonización, la acu­
ñación de moneda y la alfabetización. Pero, al contrario que en el
caso de los fenicios, ese mecanismo estaba constituido a partir de la
p olis democrática, y por eso se convirtió en una forma más pene­
trante y cohesiva de organización. Su infraestructura era básicamente
de poder difuso, más bien que autoritaria: sus elementos se difundían
«universalmente», por lo menos entre los órganos cívicos, sin mucha
organización autoritaria (salvo en períodos de una cierta hegemonía
ateniense o espartana).
La tercera red era todavía más extensiva. Su forma era ideológica,
aunque naturalmente tenía condiciones previas sociales. En el capí­
tulo 5 he mencionado el elemento extrovertido y no delimitado de
la ideología mesopotámica tardía, dispuesta a conferir una unidad y
una dignidad básicas a cualquier varón de clase alta capaz de la razón
cultivada de la civilización. Es posible que eso fuera algo generali­
zado en las civilizaciones iniciales. Como seguimos cargados con el
bagaje lingüístico de fines del siglo XIX y su insistencia en la «etni-
cidad» —y como también actuamos con demasiada frecuencia con
modelos unitarios y delimitados de lo que es una sociedad—, resulta
difícil estar seguro. Pero pasara lo que pasara con pueblos anteriores,
muchos griegos proclamaron la unidad de la humanidad en general
y la ampliaron por encima de las barreras de clase más que sus
predecesores. Eso era un problema para ellos, dadas tanto la inten­
sidad de sus enfrentamientos con otros pueblos como la normalidad
de la esclavitud. Pero reconocían el problema abiertamente.
El T ereo de Sófocles es una obra (que no ha sobrevivido sino
fragmentariamente) acerca del conflicto con los extranjeros. En ella
se da una ideología igualitaria y unificadora al coro de los ciudada­
nos: «Una es la raza de los hombres, uno el día que de un padre y
una madre a la luz nos sacó a todos. Nadie de forma especial brotó
de otra cosa. Mas a unos alimenta destino de funesto día, a otros
de nosotros la felicidad, y a otros yugo sujeto de esclavizante nece­
sidad» (citado en Baldry, 1965: 37. Trad. J. M. Lucas de Dios. Gre-
dos, 1983). Se reconoce plenamente la contradicción entre la visión
ideal y las exigencias prácticas.
Tucídides nos dice que existe una sola «naturaleza humana», de
la cual la «griega» y la «bárbara» no son sino variantes transitorias.
La autoconciencia de los griegos era extraordinaria: era la de la con­
tradicción. Por una parte, consideraba que la «unidad de la huma­
nidad» (como en el título del libro de Baldry), unida por la razón,
regulaba pragmáticamente las luchas más violentas de clases y de
Estados. Por la otra, reconocía prácticas contradictorias: el imputar
la razón sólo a los hombres libres y civilizados, es decir, no a los
esclavos, a las personas dependientes, presuntamente serviles, de los
gobernantes orientales, a las mujeres, los niños ni a los bárbaros.
Después se halló una solución parcial: el ser griego, heleno, era cues­
tión de cultivar la razón mediante la «educación en la sabiduría y
en el discurso», como lo expresó Isócrates. Después de las conquis­
tas de Alejandro, esa definición se aplicó como política. Los griegos
y los persas y otros de clase alta se convirtieron en los gobernantes
cultos del mundo helenístico, del cual estaban excluidos los que no
eran nativos de Grecia. La definición funcionó como mecanismo
restrictivo de la clase gobernante durante algún tiempo. Pero al final
apareció la «humanidad en general» griega, transformada en las re­
ligiones salvacionistas del Cercano Oriente, ahora fusionadas con
otras fuerzas.
Permítaseme remitirme al capítulo 2 y a la principal conclusión
de la arqueología histórica: la humanidad ha continuado como una
sola especie, sus adaptaciones locales no han producido como resul­
tado una subespeciación, sino una difusión global de la cultura. En
la prehistoria, los procesos de difusión eran siempre mucho más
extensivos que la capacidad de cualquier organización social autori­
taria. Es cierto que en el registro histórico hemos presenciado la
aparición de poderes organizados enjaulados de diversos tipos. Na­
die podía estar más enjaulado que el ciudadano hoplita. Aunque el
equilibrio del desplazamiento se oriente hacia sociedades más auto­
ritarias, cohesivas y delimitadas, todas ellas también han generado
fuerzas que se han difundido por espacios más amplios de los que
ellas mismas podían organizar de forma autoritaria. Para los parti­
cipantes en la historia descrita hasta ahora, era evidente la mayor
unidad potencial de la humanidad en comparación con la unidad de
cualquier sociedad dada. Los griegos, que seguían los conceptos de
otros pero los ampliaban, dieron una expresión ideológica clara a esa
unidad potencial. Esta desempeñó un papel importante en el desa­
rrollo de sus propias formas sociales. También habría de ejercer una
influencia considerable sobre las nuevas religiones universales que
pronto iban a surgir con una idea de esa unidad menos delimitada
prácticamente.
Esas, pues, son las tres redes principales del poder de la sociedad
griega. Cada una de ellas estaba bajo el peso y también bajo el
impulso de una lucha de clases abierta, a la que he calificado de lucha
de clases extensiva, en gran medida simétrica y politizada: la primera
de ese tipo que podemos hallar en la historia. La dialéctica de Grecia
era en gran parte —como dijo Marx— una lucha de clases. Pero
también era una dialéctica entre esas mismas tres redes. Cada una de
ellas parece haber dependido de la existencia de las otras para seguir
siendo viable y parece que la vitalidad y el dinamismo de Grecia
exigían su interacción. Sin la orientación extrovertida de la segunda
y la tercera redes, la polis habría seguido en su fase hoplita de de­
sarrollo —democrática pero muy disciplinada, de espíritu militarista
y sin una filosofía ni una ciencia racionales—, igual que Esparta. Sin
el potencial de unidad griega, la polis habría caído ante Persia. Sin
la polis, la identidad y la cultura griegas no podrían haber transcen­
dido las clases. Sin la curiosidad por lo exterior y la creencia en la
razón, los griegos no habrían tomado unos préstamos tan fructíferos
en el desarrollo de la p olis y la identidad nacional y su civilización
no habría podido resistir a los conquistadores macedónicos y roma­
nos. Sin la polis y la identidad democráticas que transcendían la
localidad, no habría podido liberarse la confianza en la razón. Así,
las interrelaciones de los tres niveles de organización social eran
complejísimas. No he hecho sino esbozar sus historias y para hacer
un relato más adecuado sería necesario un estudio de todas las ciu-
dades-Estado importantes y no sólo mi exposición convencional de
Esparta y Atenas.
Sin duda, la complejidad y la multiplicidad de las redes de poder
hicieron que el logro griego fuera un «accidente histórico», no una
fase de una historia universal evolucionista. Aunque desde luego se
creó sobre la base del desarrollo a plazo más largo del mundo me­
diterráneo descrito en el capítulo anterior, en este lugar concreto se
fusionaron varias oportunidades de forma totalmente extraordinaria.
Sin embargo, cabe hacer una generalización, aunque debe limitarse
a este único caso (por el momento). El logro griego de la libertad
y el dinamismo se produjo precisamente p orq u e las fronteras de esas
tres redes de poder no coincidían. Ningún conjunto de relaciones
de poder podían establecer su predominio y estabilizarse. Ningún
Estado podía institucionalizar los logros del pasado y quedarse sa­
tisfecho con ellos. No existía ninguna potencia determinada que se
apropiara de las innovaciones para sus propios fines privados. Nin­
guna clase ni Estado aislados podía dominar a los demás. Una vez
más, una civilización con múltiples actores del poder demostró que
podía hacerse con el «filo cortante» del poder.

Las con tra d iccion es fin a les y la d ecad en cia


La no coincidencia de fronteras del poder también contenía con­
tradicciones, que con el tiempo acabarían por acarrear la caída de
Grecia. Lo esbozaré brevemente. El éxito continuado, difundido des­
igualmente entre las ciudades-Estado, llevó a unas relaciones «como
de clase» entre ellas. A medida que iban aumentando los recursos
económicos y militares, se veían cada vez más monopolizados y
centralizados encubiertamente por los ciudadanos de clase alta de los
Estados principales. Con el tiempo no hubo forma de evitarlo, pues
la propiedad griega del siglo V a.C. exigía una defensa centralizada,
por lo menos a escala regional, contra Persia al este y contra Cartago
al oeste. Atenas no renunciaría a una hegemonía obtenida de ese
modo, pero no tenía la suficiente fuerza para defenderla contra la
revuelta encabezada por Esparta en la Guerra del Peloponeso. A su
vez, la victoria de Esparta inauguró su propia y breve hegemonía a
partir del 413. Tebas y Atenas se liberaron de esa hegemonía en los
años siguientes al 380. A partir de entonces, ninguna ciudad-Estado
obtuvo la hegemonía ni la coordinación de la defensa regional.
Entonces la contradicción se hizo palmaria. Por una parte, la
autonomía política de la ciudad-Estado y su economía florecieron.
Ostensiblemente, también su vida ideológica, pues el período del 430
al 320 es el de los filósofos más famosos, Sócrates, Platón y Aris­
tóteles. Pero en su pensamiento detectamos una cultura de clase alta
que reflejaba y reforzaba un debilitamiento de la cohesión democrá­
tica tradicional de la polis. Por otra parte, la pequeña ciudad-Estado
estaba sofocando las posibilidades de las relaciones de poder militar.
Esto exige algo más de detalle. Es importante porque la caída de la
Grecia antigua adoptó una forma militar.
El descubrimiento por varias potencias extranjeras de que los
hoplitas griegos combatían bien como mercenarios acabó por soca­
var la viabilidad de la milicia ciudadana tradicional. Casi todas las
ciudades-Estado griegas principales tenían más riquezas materiales
que efectivos ciudadanos. En el siglo IV la ciudad-Estado empezó a
reclutar hoplitas mercenarios. Para el decenio del 360 incluso Espar­
ta utilizaba mercenarios en el Peloponeso mismo. Los mercenarios
y sus jefes no eran ciudadanos ni estaban muy comprometidos con
la polis. El crecimiento de los ejércitos en las Guerras Médicas tam­
bién había llevado al desarrollo de fuerzas y métodos de combate
más variados —hoplitas, arqueros, caballería, infantería ligera, guerra
de asedio que exigía una mayor coordinación centralizada—, lo cual
también debilitó la democracia interna de la polis.
Desaparecieron las leyes de la guerra, inicialmente esenciales para
el sistema de la polis. En el siglo IV también se produjo una evolu­
ción táctica cuando se empezó a dar una instrucción más extensa a
la infantería y a dotar a ésta de espadas y lanzas más largas. Esos
peltastas de las marcas del norte tenían a veces la ominosa capacidad
de hacer pedazos incluso a los hoplitas espartanos. Las fuerzas na­
vales cambiaron relativamente poco. Con la aparición tardía de una
marina espartana, se produjo un equilibrio tripartito del poder naval
entre Atenas, Esparta y Persia, que utilizaba navios fenicios.
Pero ya se aproximaba un cambio potencialmente decisivo. Los
costes de la guerra se dispararon. Las pequeñas ciudades-Estado e
incluso Atenas, no se los podían permitir. Tampoco podían organi­
zar con facilidad la coordinación central de fuerzas grandes y varia­
das sin destruir sus propias estructuras políticas y de clase. Pero los
Estados organizados más extensivamente y autoritarios sí podían.
Dos tipos de jefe militar fueron advirtiendo cada vez más su propio
poder: el general/tirano mercenario y el rey de las marcas del norte,
que podían movilizar fuerzas «tribuales nacionales». El primer pro­
totipo fue el general siciliano Diónisos, y el segundo Jasón de Te­
salia. Algunos miembros de las clases altas de las ciudades-Estado
empezaron a traicionar la democracia y a iniciar negociaciones. Cuan­
do Filipo, rey de Macedonia, aprendió a combinar tres funciones: a
coordinar y disciplinar a mercenarios y macedonios, a convertirlos
en muías de carga pero compensarlos con botín y a entrar en una
alianza panhelénica de clases altas, su campaña empezó a alimentarse
de sus propios éxitos (véase un relato completo en Ellis, 1976). Su
reino empezó a parecerse más a un imperio de dominación que a un
ethnos griego. La presión sobre las ciudades-Estado terminó con la
victoria total de Queronea, en el 338. Filipo las incorporó en su
sumisa Liga de Corinto y después marchó a Asia. Su muerte repen­
tina, en el 336, no frenó sino brevemente al imperialismo macedó­
nico, pues su hijo era Alejandro. Las ciudades griegas no volverían
a ser nunca Estados totalmente autónomos. Durante más de mil años
fueron municipios y clientes de imperios de dominación.

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Capítulo 8
LA REVITALIZACION DE LOS IMPERIOS
DE DOMINACION: ASIRIA Y PERSIA

Grecia constituyó un tipo polar de reacción a los desafíos del


norte comentados en el capítulo 6. El otro polo fue el imperio de
dominación revitalizado. Los principales imperios contemporáneos
del período fenicio y griego que acabamos de tratar eran Asiria y
Persia. Me ocupo de ellos brevemente y a veces de forma insegura,
pues las fuentes no son ni mucho menos tan buenas como las rela­
tivas a Grecia. De hecho, gran parte de nuestro conocimiento de
Persia se deriva de los relatos griegos de su gran enfrentamiento:
fuente obviamente tendenciosa.
En el capítulo 5 expuse las cuatro principales estrategias de go­
bierno para el imperio antiguo: gobernar por conducto de élites
conquistadas, gobernar por conducto del ejército o avanzar hacia un
nivel superior de poder, mediante una mezcla de la «cooperación
obligatoria» de una economía militarizada y los comienzos de una
cultura difusa de clase alta. Por una parte, la llegada del arado de
hierro y la expansión del comercio local, la acuñación de moneda y
la alfabetización, tendieron a centralizar la dirección del desarrollo
económico, lo cual hizo que la cooperación obligatoria fuera un
tanto menos productiva y menos atractiva como estrategia. Por otra
parte, el carácter cada vez más cosmopolita de esos procesos facilitó
la difusión de identidades culturales y de clases más amplias que
también se podían utilizar como instrumento de gobierno.
Las estrategias de gobierno de los dos imperios diferían dentro
de esos amplios límites y posibilidades. En general, los asirios com­
binaban el gobierno por conducto del ejército y una cierta medida
de cooperación obligatoria con un «nacionalismo» difuso de clase
alta de su propio núcleo. Los persas, que entraron después en un
ámbito más cosmopolita, combinaban el gobierno por conducto de
las élites conquistadas con una cultura de clase alta más amplia y
más unlversalizada. La diferencia es otro indicio de que, cualesquiera
fuesen sus similitudes generales, los imperios de dominación diferían
considerablemente, tanto según las circunstancias locales como las
de la historia universal. En el primer milenio a.C. se estaban desa­
rrollando considerablemente los recursos de poder, especialmente
los ideológicos. Primero Asiría, después Persia y, por último, Ale­
jandro Magno y sus sucesores helenísticos estuvieron en condiciones
de ampliar la infraestructura del gobierno imperial y de clase.

A siría

Los asirios 1 derivaban su nombre de Assur, ciudad situada en


el Tigris, al norte de Mesopotamia. Hablaban un dialecto del acadio
y estaban estratégicamente situados en una importante ruta comer­
cial entre Acadia y Sumeria al sur y Anatolia y Siria al norte. Apa­
recen primero como comerciantes que envían colonias mercantiles a
partir de Assur y establecen en la «Antigua Asiría» la forma débil,
pluralista y oligárquica de gobierno que probablemente era carac­
terística de los antiguos pueblos comerciantes.
Los asirios deben su fama a una transformación notable de su
estructura social. En el siglo XIV a.C. iniciaron una política de ex­
pansión imperial, y en el Imperio Medio (1375-1047) y el Imperio
Nuevo (883-608) fueron sinónimos de militarismo. Es poco lo que

1 Fuentes principales: sobre la antigua A siria, Larsen, 1976; sobre el Imperio


Medio, Goetze, 1975, M unn-Rankin, 1975, y Wiseman, 1975, y especialmente sobre
el Imperio Nuevo, Olmstead, 1923; Driel, 1970; Postage, 1974a y b y 1979, y Reade,
1972. En Inglaterra se puede obtener una impresionante sensación visual del poder y
el m ilitarismo asirios por los magníficos bajorrelieves e inscripciones de las galerías
asirias del Museo Británico.
sabemos acerca de esta transformación, pero entrañó la resistencia a
sus señores mitanios y casitas. Más tarde, los asirios lograron con­
trolar tanto extensas tierras cerealistas de secano como yacimientos
de mineral de hierro. A los reyes asirios les resultaba fácil y barato
equipar a sus tropas con armas de hierro y ayudar a la difusión de
aperos de hierro entre su campesinado de las llanuras septentrionales
de Mesopotamia. El efecto geopolítico de la Edad del Hierro sobre
el imperio asirio fue muy señalado. Pues aunque el núcleo del im­
perio estaba a caballo de las rutas comerciales fluviales (igual que
todos sus predecesores), obtenía la mayor parte de su excedente de
las tierras cultivadas y los pastos de secano. El papel del pequeño
agricultor y del campesino-soldado fue muy parecido al que éstos
desempeñaron en Roma más tarde. El núcleo del Imperio Asirio —y
después del Imperio Persa en la misma zona— se hallaba en las
llanuras cerealistas.
Dadas nuestras propias tradiciones bíblicas, huelga decir que el
Imperio Asirio era militarista. Los registros y las escrituras asirios,
y los gritos de horror y de desesperación registrados por sus ene­
migos, lo atestiguan. Sin embargo, en su militarismo hemos de dis­
tinguir entre la realidad y la propaganda, aunque ambas cosas guar­
daban una relación estrecha. Su relación era el resultado lógico de
la tentativa de gobernar en gran parte por intermedio del ejército.
Ya he aducido que en los imperios de dominación, la opción militar
consistía en aterrar tanto a los enemigos con la amenaza y el empleo
ocasional del máximo de represión que esos enemigos se sometían
«voluntariamente».
Pero no debemos creer sino una pequeña fracción de las afirma­
ciones jactanciosas de los asirios. Eso queda claro en una esfera en
la cual los estudiosos han dado a veces muestras de credulidad: la
cuestión del tamaño del ejército asirio del Imperio Nuevo. Estudio­
sos como Manitius y Saggs (1963) han aducido lo siguiente: el ejér­
cito estaba integrado por dos elementos, las levas de los gobernado­
res provinciales y un ejército permanente central. Una leva típica de
una sola provincia consistía en 1.500 hombres de caballería y 20.000
arqueros y soldados de infantería, y había muchas de esas levas (por
lo menos 20 en todo el imperio). El ejército permanente central era
lo bastante numeroso como para coaccionar a un gobernador pro­
vincial que fuera demasiado ambicioso y, en consecuencia, tenía como
mínimo el doble de los efectivos de la leva de cualquier gobernador.
Así, el ejército asirio ascendía en total a varios centenares de miles
de hombres, probablemente a más de medio millón. Eso concordaría
con las afirmaciones asirias de haber infligido en muchas ocasiones
200.000 muertos a sus enemigos, así como de haber tomado cente­
nares de miles de prisioneros.
De hecho, con lo que esto concuerda es con la propaganda asiría,
no con un conocimiento verdadero de las realidades logísticas.
¿Cómo podía ni siquiera reunirse un ejército de «centenares de miles
de hombres» en un solo lugar, y no digamos lanzarlo contra el
enemigo, en los tiempos antiguos? ¿Cómo se le podía equipar y
abastecer? ¿Cómo podían avanzar juntos? Las respuestas son: no se
les podía reunir, lanzar al ataque, equipar, abastecer ni hacer que
avanzaran. Los predecesores de los asirios en la zona, los hititas,
estaban bien organizados para la guerra. En su apogeo, podían poner
en campaña a 30.000 hombres, aunque los enviaban a un punto de
reunión en muchos destacamentos separados, bajo señores distintos.
Sus sucesores, los persas, lograron reunir mayores efectivos (como
veremos), quizá en concentraciones de entre 40.000 y 80.000 hom­
bres. En la situación de abastecimiento especialmente fácil de la in­
vasión de Grecia, las fuerzas persas podían ser algo más numerosas,
además de estar complementadas por fuerzas navales parecidas. In­
cluso en ese caso, sólo podía participar en una sola batalla una parte
reducida de esas fuerzas. Más tarde, los romanos también podían
poner en campaña un máximo de 70.000 hombres, aunque por lo
general reunían menos de la mitad de esa cifra. Las cifras persas y
romanas se ven complicadas por los sistemas de recluta de campe­
sinos. Idealmente, se podía colocar bajo las armas a cada ciudadano
romano y quizá también a la mayor parte de los campesinos persas.
Esta parece ser la única explicación de las supuestas cifras asirias con
alguna base en la realidad. La recluta de los campesinos hacía que
el total teórico fuera enorme y los líderes asirios mantenían la pre­
tensión ideológica de que podían emplearse la recluta universal.
¿Por qué lograron esas afirmaciones una plausibilidad aparente?
En primer lugar, nadie contaba realmente esos ejércitos, por el sen­
cillo motivo de que no se reunían sino brevemente, pues por lo
general estaban dispersos en muchos destacamentos. Probablemente,
el propio rey asirio no tenía mucha idea del total. En segundo lugar,
el enemigo confundía la movilidad con los efectivos (como les ocu­
rrió después a las víctimas de los mongoles). Los asirios lograron
dos grandes avances militares. Introdujeron tipos de caballos más
pesados, pero más rápidos, robados del norte y del este y criados
en los ricos pastizales de la llanura. Quizá tuvieran la primera fuerza
organizada de caballería, distinta de los carros, de la historia del
Cercano Oriente. E introdujeron una estructura regimental más cla­
ra, lo cual permitía una mejor coordinación de la infantería, la ca­
ballería y los arqueros (que más tarde imitaron los persas). Su propia
línea de batalla era muy flexible y móvil: combinaba pares de infan­
tes —formados por un arquero protegido por un escudero con ar­
madura y lanza— con jinetes, carros de combate y honderos. Es
significativo que la propaganda militar asiria combinara las ideas de
rapidez y masa, y después de todo es la combinación de ambas
cosas, la velocidad, lo que importa en el combate. El enemigo temía
los ataques por sorpresa de los asirios. Las inscripciones de Sargón II
(622-705 a.C.) también sugieren que había un nuevo ejército perma­
nente listo para el combate a lo largo de todo el año. Ambas cosas
indicarían que también la intendencia asiria debía de ser excelente.
En resumen, lo que los asirios les era logísticamente posible era
un perfeccionamiento de los detalles de organización y de la caba­
llería, quizá dependiente de los perfeccionamientos acumulativos en
la producción agrícola introducidos por la Edad del Hierro. Pero las
limitaciones globales del imperio seguían siendo enormes.
Si siempre se hubieran comportado como les gustaba jactarse, y
como evidentemente se comportaban a veces, no habrían durado.
Véase un típico extracto de los anales reales asirios, en el cual se
presume de lo que ocurrió a una ciudad-Estado derrotada:

Maté a 3.000 de sus combatientes con la espada. Les arrebaté prisioneros,


posesiones, bueyes [y] ganado. Les quemé muchos cautivos. Capturé mu­
chos soldados vivos: a algunos les corté los brazos [y las] manos; a otros
les corté las narices, las orejas [y las] extremidades. Saqué los ojos a muchos
soldados. Amontoné a los vivos [y también] amontoné las cabezas. Colgué
sus cabezas de árboles en torno a la ciudad. Quemé a sus muchachos [y]
muchachas. Arrasé, destruí, incendié [y] consumí la ciudad.

Por otra parte, los anales dicen que en ocasiones los asirios eran
positivamente amables con los babilonios. Les daban «comida y vino,
les vestían con prendas de brillantes colores y les hacían regalos»
(los extractos de los anales proceden de Grayson, 1972, 1976). Tam­
bién variaban en su elección de vasallos: a veces gobernadores asi­
rios, a veces reyes clientes que gobernaban bajo su soberanía. ¡Si uno
pagaba su tributo y reconocía la dominación asiria, habría muestras
de clemencia! En esas condiciones, los residentes urbanos de Meso-
potamia celebraban muchas veces contar con el orden y la protec­
ción de Asiria. Pero si se resistían o se rebelaban:
En cuanto a esos hombres... que conspiraron perversidades contra, mí, les
arranqué las lenguas y les derroté totalmente. A los demás, vivos, los aplasté
con las mismas estatuas de deidades protectoras con las que habían aplastado
a mi propio pueblo Senaquerib, ahora por fin como sacrificio tardío de
enterramiento por el alma de aquél. Sus cadáveres, cortados en pedazos, se
los di para que comieran a los perros, los cerdos, las aves zibu, los buitres,
las aves del cielo y los peces del océano. [Citado en Oates, 1979: 123.]

Así declaraba el rey Assurbanipal (668-626 a.C.).


Esta es la «opción militar» perseguida hasta sus límites conocidos
más feroces en nuestras tradiciones históricas. Un grupo con inven­
tiva militar podía realizar grandes conquistas y mantener sometida
a una población aterrada mediante la amenaza y el empleo ocasional
de un militarismo implacable. Esto se aplicaba también a una política
que, pese a no ser nueva (el Estado hitita contenía a varios «depor­
tados»), se había ampliado considerablemente: la deportación forza­
da de pueblos enteros, entre ellos, como sabemos por la Biblia, las
diez tribus de Israel.
Esas políticas eran muy explotadoras. Pero en el militarismo asi­
rio también podemos detectar la cooperación obligatoria. Cuando
los anales reales terminan de hacer afirmaciones jactanciosas de vio­
lencia, pasan a tratar de sus presuntos beneficios. Afirman que la
imposición de la fuerza militar lleva a la prosperidad agrícola de
cuatro formas: 1) la construcción de «palacios», centros administra­
tivos y militares (que aportan seguridad y «keynesianismo militar»;
2) el suministro de arados al campesinado (aparentemente, inversio­
nes financiadas por el Estado); 3) la adquisición de caballos de tiro
(útiles tanto para la caballería como para la agricultura), y 4) el al­
macenamiento de reservas de cereales. Postgate (1974a, 1980) consi­
dera que esto no era sólo jactancia, sino también un hecho: a medida
que los asirios avanzaban, aumentaban la densidad de población y
ampliaban la zona de cultivo a tierras hasta entonces «desiertas»;
probablemente incluso la política de deportaciones forzadas formaba
parte de esa estrategia de colonización. El orden militarista seguía
siendo útil para la población superviviente (en expansión).
Pero los asirios también eran innovadores en otros respectos.
Como señalé en el capítulo 5, es posible que el principal peligro de
utilizar la opción militar no sea sólo el evidente de concitar el odio
de los conquistados. Puede consistir más bien en la dificultad de
mantener unido al ejército en condiciones políticas de paz. Los asi­
rios utilizaron el mecanismo secular, que nosotros llamamos en sen­
tido general «feudalismo», de conceder las tierras y los pueblos con­
quistados, así como cargos a sus lugartenientes y sus soldados a
cambio del servicio militar. Y después mantenían un ejército de cam­
paña móvil para vigilarlo todo. Pero, sin duda, eso sería insuficiente
para impedir que los conquistadores «desapareciesen» en la «socie­
dad civil».
Sin embargo, parece que los conquistadores asirios no lo hicie­
ron, o por lo menos hubo menos períodos de guerra civil, disputas
sucesorias y períodos de anarquía interna de lo que sería habitual en
un imperio de semejantes dimensiones y duración.
El motivo parece ser una forma de «nacionalismo». Es de reco­
nocer que la palabra puede resultar inadecuada. Sugiere una ideolo­
gía cohesiva que se difunde verticalmente por todas las clases de la
«nación». No tenemos ni el menor indicio de que ocurriera algo así
en Asiría. Parece bastante improbable en una sociedad tan jerárqui­
ca. El «nacionalismo» griego dependía de una igualdad aproximada
y de un cierto nivel de democracia política y los asirios no tenían
nada por el estilo. Parece más seguro afirmar que las clases altas
asirias —la nobleza, los terratenientes, los comerciantes, los oficia­
les— se veían a sí mismos como pertenecientes a la misma nación.
Ya en los siglos XIV y XIII a.C. se produjo una aparente evolución
hacia la conciencia nacional. La referencia normal a la «ciudad de
Assur» pasó a ser la «tierra de Assur». Ya señalé, en el capítulo 4,
cómo Liverani (1979) había calificado de nacionalista a la religión
asiría durante el Imperio Nuevo porque la misma palabra «asirio»
pasó a significar «sagrado». Naturalmente, cuando hablamos de re­
ligión asiría nos referimos a la propaganda estatal que en gran me­
dida ha llegado hasta nosotros por conducto de las inscripciones
escultóricas y de la biblioteca, por fortuna conservada, de Assurba-
nipal. Sin embargo, el objetivo de la propaganda es convencer y
atraer, en este caso, a los puntales más importantes del gobierno, la
clase alta y el ejército asirios. Parece que éstos participaban de una
ideología común, una comunidad normativa que se difundía uni­
versalmente entre las clases altas. Al igual que la élite romana, eran
sobre todo terratenientes absentistas, que residían en las capitales,
y es de suponer que, también al igual que los romanos, compartían
una vida social y cultural muy intensa. Su comunidad parece haber
terminado en las fronteras de lo que se calificaba de la nación asiria,
y haber asignado a las provincias exteriores una condición claramen­
te subordinada y periférica. Quizá fuera ésta la técnica más innova­
dora de gobernar, pues significaba la cohesión del núcleo del impe­
rio. Parece que el poder ideológico como m oral in m a n en te d e la
clase go b ern a n te hace su entrada histórica más clara hasta el momen­
to de la narración.
Y tampoco era un cuasi nacionalismo algo excepcional de los
asirios en aquella época. En el capítulo 5 mencioné la opinión de
Jacobsen de que las religiones del primer milenio a.C. (en el Cerca­
no Oriente) eran nacionalistas. Un ejemplo obvio es el judaismo.
Jacobsen aducía que éste era una respuesta a las condiciones peli­
grosas, inciertas y violentas de la época. Pero cabría aducir lo con­
trario: la violencia podría deberse a sentimientos nacionalistas. ¡El
cortarle la lengua a la gente antes de matarla a palizas con sus pro­
pios ídolos no constituye una respuesta obvia a condiciones de pe­
ligro! Hay algo nuevo que explicar acerca de la difusión del naciona­
lismo.
Pero no podemos explicarlo realmente con detalles eruditos, pues
disponemos de muy pocos. Lo que sigue es mi propia especulación.
A medida que se desarrollaban la alfabetización, el comercio local y
regional y las formas rudimentarias de acuñación de moneda y que
iban en aumento los excedentes agrícolas en los núcleos de los Es­
tados, crecieron fuentes universales más difusas de identidad social
a expensas de las fuentes particularistas y locales. No son sólo los
grandes imperios los que pueden incorporar ese universalismo, como
argumenta Eisenstadt (cuyas ideas comenté en el capítulo 5). En
otras condiciones pueden extenderse formas más descentralizadas de
universalismo. Así empezó a ocurrir probablemente a principios del
primer milenio a.C. Wiseman (1975) detecta un creciente cosmopo-
lismo en Asiria y Babilonia en el período del 1200-1000 a.C., una
fusión de prácticas asirías, babilónicas y hurritas. No puedo explicar
por qué deben unos sentidos más amplios y difusos de identidad
formar dos niveles distintos, el de la cultura cosmopolita sincretista
y el de la protonación como la de los asirios o la de los judíos. Pero
ambos constituyeron pasos hacia unas identidades más extensivas y
difusas. Una vez formado, el sentimiento de identidad cada vez ma­
yor de los asirios no resulta difícil de explicar: se alimentaba de su
tipo de militarismo triunfante, más o menos como ocurrió más tar­
de, y de forma más visible, entre los romanos de la República inicial
y la madura. Pero no llegaron tan lejos como los romanos o los
persas en la extensión de la «ciudadanía/identidad nacional» asiría a
las clases gobernantes de los pueblos conquistados.
Los asirios alcanzaron extraordinarios éxitos como conquistado­
res, probablemente gracias a su nacionalismo exclusivo. Pero eso
también fue lo que acabó con ellos. Sus recursos quedaron someti­
dos a una tensión excesiva debido a las responsabilidades del gobier­
no militarista. El imperio se redujo a su núcleo asirio en respuesta
a la presión de los pueblos semíticos de Arabia a los que nosotros
llamamos arameos.
Con el tiempo resurgió el Imperio Nuevo, con el doble de ex­
tensión de sus predecesores. Para la época en que el Imperio Nuevo
se había institucionalizado, en torno al 745 a.C., se había producido
un cambio considerable. La escritura simplificada del arameo (del
cual se derivaron las escrituras árabe y hebrea) había empezado a
penetrar en todo el imperio, lo cual sugiere que bajo el nacionalismo
militar e ideológico de los asirios se estaba desarrollando rápidamen­
te un cosmopolitismo intersticial y regional. Una gran diversidad de
pueblos conquistados participaba en cierta medida en el intercambio
ideológico y económico. La política de las deportaciones masivas lo
había fomentado. Los asirios habían elaborado una forma de poder
militar/político estricta. Su propia estructura social apoyaba el mili­
tarismo y se transformaba conforme a las necesidades de éste, de
forma que, por ejemplo, surgió el feudalismo como manera de com­
pensar a las tropas, pero manteniéndolas como fuerza de reserva
activa. Pero estaban relativamente mal equipados para otras fuentes
del poder. Parece que su interés por el comercio fue decayendo, pues
gran parte del comercio exterior se dejó en manos de los fenicios y
los arameos se apropiaron de parte del comercio interno. La alfabe­
tización podía integrar una superficie mayor, pero no bajo su con­
trol exclusivo. Sus políticas implacables aplastaron las pretensiones
militares/políticas de los rivales de la región, pero dejaron a varios
de ellos la posibilidad de hacer aportaciones concretas y especializa­
das al imperio. El producto fue un cosmopolitismo emergente, aun­
que agazapado bajo las lanzas asirías.
Ni siquiera este imperio de apariencia tan feroz era unitario.
Poseía dos niveles distintos de interacción que se alimentaron mu­
tuamente, de forma creativa, durante la ascensión de Siria, pero que
se convirtieron en oposición o en subversión mutua durante su de­
cadencia. Es muy posible que se trate del mismo tipo de proceso
que podemos observar mucho más claramente en el caso posterior
de Roma, que se comenta en los capítulos 9 y 10. Si ocurrió así,
los asirios, al igual que los romanos, perdieron el control de las
fuerzas de la «sociedad civil» que ellos mismos habían fomentado.
Y su respuesta inicial consistiría en apretar cada vez más las tuercas,
en lugar de aflojarlas mediante un mayor sincretismo cultural.
Cuando Asiría se vio desafiada militarmente, no podía absorber
y fusionar. Podía combatir hasta morir. Con el tiempo, eso fue lo
que ocurrió, de forma rápida y en apariencia inesperada. Tras hacer
frente, se supone que con éxito, a las incursiones de los escitas lle­
gados del norte y al desorden interno, Asiria cayó ante las fuerzas
combinadas de los medos y de los babilonios entre el 614 y el
608 a.C. Sus ciudades quedaron destruidas en un estallido del odio
de los oprimidos. Asiria y su pueblo desaparecen de nuestros regis­
tros. De todos los grandes imperios de la antigüedad, Asiria es el
único al que nadie ha recordado con nostalgia, aunque detectemos
una influencia asiria en administraciones imperiales ulteriores.

El Im p erio Persa

Durante breve tiempo existió en el Oriente Medio un equilibrio


de poder geopolítico entre los dos Estados conquistadores, Media y
Babilonia, y Egipto. Es probable que los medos fueran parecidos a
los persas 2, a los cuales dominaron en un principio. Ambos Estados
estaban establecidos en la meseta iraní y adaptaron las técnicas de
combate de los arqueros montados de las estepas a la organización
de los asirios. Heródoto nos dice que el rey de Media fue el primero
que organizó ejércitos asiáticos en unidades separadas de lanceros,
arqueros y caballería: una clara imitación de la organización asiria.
Pero después, un rey vasallo persa, Ciro II, se rebeló, explotó
las divisiones entre los medos y conquistó su reino entre el 550 y el
549. En el 547, Ciro marchó hacia el oeste y conquistó al rey Creso
de Lidia, con lo cual se aseguró la parte continental del Asia Menor.
Después, sus generales tomaron una por una las ciudades-Estado

2 Las principales fuentes han sido Olmstead, 1948; Bum , 1962; Ghirshman, 1964;
Fry, 1976; N ylander, 1979, y Cook, 1983.
griegas del Asia Menor. En el 539 se rindió Babilonia. El Imperio
Persa quedaba establecido con una extensión aún mayor que el Im­
perio Nuevo asirio, y con la mayor jamás conocida en el mundo.
En su apogeo contenía tanto una satrapía india como otra egipcia,
además de todo el Oriente Medio y el Asia Menor. Su anchura de
este a oeste era de más de 3.000 kilómetros; en longitud de norte a
sur, de 1.500. Parece que tenía una superficie de más de cinco mi­
llones de kilómetros cuadrados, con una población calculada en unos
35 millones de habitantes (de los cuales entre seis y siete millones
correspondían a la provincia egipcia, densamente poblada). Perma­
neció generalmente en paz durante doscientos años bajo la dinastía
de los Aqueménidas, hasta que lo derrotó Alejandro.
Es imprescindible subrayar las enormes dimensiones y la diver­
sidad ecológica de este imperio. Ningún otro imperio antiguo pose­
yó unas provincias tan diversas ecológicamente. Mesetas, cordilleras,
selvas, desiertos y complejos de regadío desde el sur de Rusia hasta
Mesopotamia, más las costas del Océano Indico, el Golfo Arábigo,
el Mar Rojo, el Mediterráneo y el Mar Negro: una estructura im­
perial notable, pero evidentemente caótica. Era imposible mantenerla
unida con los métodos de gobierno relativamente inflexibles asirios,
romanos o incluso acadios. De hecho, había partes que no se halla­
ban sino en un sentido muy lato bajo el gobierno persa. Muchas de
las regiones montañosas eran incontrolables, e incluso en los mo­
mentos de mayor poderío persa, sólo reconocían el tipo más general
de soberanía. Partes del Asia Central, el sur de Rusia, la India y
Arabia eran prácticamente Estados clientes semiautónomos y no pro­
vincias imperiales. La logística de cualquier forma muy centralizada
de régimen era absolutamente insuperable.
Incluso en esos casos, no obstante, los persas exigían una forma
concreta de sumisión. No había más que un rey, el Gran Rey. Al
contrario que los asirios, no toleraban la existencia de reyes clientes,
sólo de vasallos clientes y de gobernadores subordinados. En térmi­
nos religiosos, el Gran Rey no era divino, pero sí era el gobernador
ungido por Dios en la Tierra. En la religión persa, eso significaba
ungido por Ahuramazda, y parece que una condición para la tole­
rancia religiosa era que las demás religiones también lo ungieran. Por
eso, las reivindicaciones persas en la cumbre eran inequívocas y se
aceptaban formalmente como tales.
En un escalón más bajo de la estructura política, también adver­
timos una reivindicación de imperio universal, aunque la infraestruc­
tura no siempre pudiera sustentarlo. El sistema de los sátrapas me
recuerda al sistema decimal de los incas, una afirmación clara de que
este imperio pretende ser único y estar centrado en su gobernante.
Darío (521-486 a.C.), yerno de Ciro, dividió todo el imperio en
veinte satrapías, cada una de las cuales era un microcosmos de la
administración del rey. Cada una de ellas combinaba la autoridad
civil con la militar, cobraba tributos y hacía levas militares, y se
encargaba de la seguridad y de la justicia. Cada una de ellas tenía
una cancillería, con escribas en arameo, elamita y babilonio, bajo la
dirección de persas. Además, había departamentos de hacienda y de
manufacturas. La cancillería mantenía correspondencia hacia arriba
con la corte del rey y hacia abajo con las autoridades locales de la
provincia. Además, se intentaba casi siempre aportar una infraestruc­
tura imperial mediante la adaptación de todo lo que existía de útil
en el imperio cosmopolita.
Los persas, al igual que los asirios, habían establecido una supre­
macía militar inicial. Parece que sus propias tradiciones culturales y
políticas eran débiles. Incluso sus estructuras militares eran fluidas
y, aunque sus victorias eran espectaculares, parecen haberse basado
menos en la fuerza abrumadora o en la técnica militar que en el
oportunismo y en una capacidad desusadamente desarrollada para
dividir a sus enemigos. En este contexto, su falta de tradición y su
oportunismo constituían su fuerza. Su logro ulterior consistió en
gobernar de forma flexible el medio otra vez más cosmópola del
Oriente Medio, dentro del respeto a las tradiciones de los pueblos
conquistados y tomando de ellos todo lo que les pareciese útil. Su
propio arte muestra a los extranjeros dentro del imperio como hom­
bres libres y dignos, autorizados a portar armas en presencia del
Gran Rey.
Los extranjeros mismos confirman esa impresión. Es inconfun­
dible el agradecimiento a los conquistadores por la clemencia de su
gobierno. Ya he citado a Heródoto en el capítulo 7. La crónica de
Babilonia nos dice: «En el mes de Arahshammu, el tercer día, Ciro
entró en Babilonia, le echaron ramos verdes: el estado de Paz quedó
impuesto en la ciudad. Ciro envió saludos a toda Babilonia» (citado
en Pritchard, 1955: 306). Se privilegió a los judíos como contrapeso
de Babilonia y se les devolvió a su hogar de Israel. La forma del
edicto de Ciro, conservado por Ezra, tiene especial significado:
Así ha dicho Ciro rey de Persia: Jehová, el dios de los cielos, me ha dado
todos los reinos de la tierra y me ha mandado que le edifique casa en
Jerusalén, que está en Judá. Quien haya entre vosotros de su pueblo, sea
Dios con él y suba a Jerusalén, que está en Judá, y edifique la casa a Jehová
Dios de Israel (él es Dios), la cual está en Jerusalén. [Ezra 1: 2 y 3. Biblia,
C. de Val era.]

Ciro estaba dispuesto a mostrar deferencia al Dios de los judíos


por motivos políticos, al igual que a todos los dioses. A cambio, los
judíos los considerarían el «ungido» [del Señor] (Isaías 45: 1).
'Tanto la tolerancia como el oportunismo son evidentes en una
infraestructura básica de las comunicaciones como era la escritura.
Por lo general, las inscripciones persas oficiales comunicaban reivin­
dicaciones de poder a las diversas clases de élite del imperio. Se
utilizaban tres escrituras cuneiformes diferentes: el elamita (el idio­
ma centrado en Susa), el acadio (idioma y escritura oficiales de Ba­
bilonia y de algunos asirios) y un paleopersa simplificado inventado
durante el reinado de Darío. También se incluían el egipcio, el ara-
meo y probablemente el griego cuando procedía. Pero para la co­
rrespondencia oficial hacía falta más flexibilidad y ésta la aportaba
el arameo. Este idioma se convirtió en la lingua fra n ca del imperio
y del Cercano Oriente en general hasta la época de las prédicas de
Jesús. Los persas lo utilizaban, pero no lo controlaban. No era su
universalismo.
Había préstamos evidentes en toda la infraestructura. La moneda
acuñada, el darío de oro, representaba a un arquero coronado co­
rriendo (el propio Darío) y vinculaba al Estado con las redes co­
merciales de Asia Menor y de Grecia, además de haberse tomado,
probablemente, de sus modelos. Los caminos reales se construían
conforme a la pauta asiria y estaban salpicados de postas con un
sistema perfeccionado (que databa de la época acadia), de manera
que facilitaban las comunicaciones, un medio de vigilancia y también
de acceso para los extranjeros. La caballería y la infantería persas
con lanza y arco estaban coordinadas con los hoplitas mercenarios
griegos; al ejército se sumaba la flota fenicia.
La tolerancia de los persas no era ilimitada. Tenía una clara pre­
ferencia por las estructuras locales de poder con la misma forma que
las suyas. Por eso se sentían incómodos con la polis griega y fomen­
taban los gobiernos griegos de tiranos clientes. Ya la forma de de­
signar a los sátrapas era en sí misma una solución intermedia. En
algunas zonas se designaba sátrapas a nobles persas; en otras los
gobernantes locales se limitaban a adquirir un nuevo título. Una vez
instalados en su puesto, eran totalmente autónomos, con tal de que
aportaran tributos y levas militares y establecieran el orden y el
respeto por las formas imperiales. Esto significaba que en provincias
con administraciones bien asentadas, como Egipto o Mesopotamia,
aunque el sátrapa fuera persa, gobernaría más o menos como habían
gobernado anteriormente las élites locales. Y en las zonas retrasadas
negociaría con sus inferiores —jeques, señores de tribus, jefes de
aldeas— de una forma muy particularista.
En todos esos sentidos, el Imperio Persa se ajusta al tipo ideal
de la sociología comparada del régimen imperial o patrimonial co­
mentado en el capítulo 5. Su centro era despótico, con firmes pre­
tensiones universales; pero su poder infraestructural era débil. El
contraste aparece claramente por conducto de las fuentes griegas.
Estas se explayan a fondo, horrorizadas pero fascinadas, acerca de
los rituales de postración ante el rey, el esplendor de sus atavíos y
su corte, la distancia a que se mantenía de sus súbditos. Al mismo
tiempo, sus relatos demuestran que lo que ocurría en la corte solía
ser muy diferente de lo que ocurría en las provincias. La relación
de Jenofonte de la marcha de los 10.000 mercenarios griegos de
vuelta a casa desde Asia menciona zonas donde los habitantes sólo
tienen una confusa conciencia de la existencia de un Imperio Persa.
Por otra parte, eso no es todo. El imperio fue duradero, incluso
después de que el Gran Rey sufriera humillaciones militares, como
le ocurrió a Darío con los escitas y a Jerjes con los griegos. Al igual
que los asirios, los persas incrementaron los recursos de poder del
Imperio. Al igual que aquéllos, parece que la innovación crucial se
produjo en la esfera del poder ideológico como forma de moral de
la clase gobernante. Pero elaboraron una ideología de clase alta más
bien «internacional» que limitada a lo nacional. Los persas amplia­
ron mucho las formas asirías de educación para los hijos de las élites
conquistadas y aliadas, así como para los de su propia clase noble.
La tradición persa consistía en sacar a los muchachos (es poco lo
que sabemos de las muchachas) del harén a los cinco años de edad.
Hasta los veinte, se educaban en la corte real o en la de un sátrapa.
Aprendían historia de Persia, religiones y tradiciones, aunque de
forma totalmente oral. Ni siquiera Darío sabía leer ni escribir, según
proclamaba él mismo. Los chicos mayores asistían a los tribunales
y escuchaban las actuaciones judiciales. Aprendían música y otras
artes. Y se hacía mucho hincapié en la formación física y militar. La
educación tendía a universalizar esta clase, a hacerla auténticamente
extensiva y a politizarla en todo el imperio. Al fomentarse los ma­
trimonios mixtos entre noblezas que antes estaban muy diferencia­
das, y concederse feudos a mucha distancia de la patria de quien los
recibía, también se reforzaba la identidad extensiva de clase frente
al particularismo local. A la cabeza del Imperio, en sus cargos más
altos y en su cultura estaban los persas, y su núcleo persa siempre
fue el decisivo, y evidentemente había muchas localidades cuyas tra­
diciones eran demasiado resistentes para incorporarlas. Pero lo que
mantuvo al Imperio unido pese a intrigas dinásticas, sucesiones dis­
putadas, desastres en el exterior y una diversidad regional inmensa,
parece haber sido fundamentalmente la solidaridad sincrética, ideo­
lógica, de su clase gobernante noble. El universalismo tenía un doble
centro, el Gran Rey y sus nobles. Aunque discutieran y se enfren­
taran, seguían siendo leales frente a cualquier posible amenaza de
abajo o de fuera, hasta que apareció alguien que podía dar más apo­
yo a su gobierno de clase. Ese fue Alejandro. Una vez más, el pro­
ceso es dialéctico. Cada uno de esos imperios (de relativo éxito)
poseía más recursos de poder que sus predecesores y, en general, los
adquiría a partir de las causas del derrumbamiento de su predecesor.
Existe otro aspecto importante de la ideología persa. Por desgra­
cia, ésta es para nosotros una zona de incertidumbre. Es la religión
de Zoroastro. Sería magnífico poder datar los orígenes y la evolución
de Zoroastro, pero no podemos. Tuvo un protector real, quizá el
persa Teipses (circa 675-640 a.C.), quizá un gobernante anterior. Es
probable que en un contexto predominantemente pastoril (el nom­
bre de Zoroastro significa «el hombre de los camellos viejos», igual
que el de su padre significa «el hombre de los caballos grises»),
empezara a predicar y a escribir acerca de sus experiencias religiosas.
Estas se centraban en la revelación divina, en conversaciones con «el
señor que sabe», Ahuramazda, quien encargó a Zoroastro que lle­
vara su verdad al mundo. Entre esas verdades figuraban las siguientes:

Los dos Espíritus primeros que se revelaron en la visión como Gemelos son
el Mejor y el Malo en pensamiento y palabra y acto. Y entre esos dos los
sabios escogieron bien, los necios no. [Y] hablaré de lo que el Más Santo
me declaró como la palabra que es mejor obedezcan los mortales... Quienes
me escuchan le rendirán a él [es decir, a Zoroastro] obediencia y alcanzarán
el Bienestar y la Inmortalidad por los actos del Buen Espíritu. [De los Ga-
thas, Yasna 30 y 45: texto citado completo en Moulton, 1913.]
En estas simples doctrinas vemos el núcleo de Jas religiones sal­
vacionistas, y de la contradicción que expresan, a lo largo de los dos
mil años siguientes. Un dios, que rige el universo, incorpora la ra­
cionalidad que todos los seres humanos están capacitados para des­
cubrir. Están capacitados para escoger entre luz o las tinieblas. Si
escogen la luz, logran la inmortalidad y el alivio de los sufrimientos.
Podemos interpretarla como una doctrina potencialmente universal,
ética, radicalmente igualitaria. Parece saltarse todas las divisiones ho­
rizontales y verticales; parece estar a disposición de todos los Esta­
dos y las clases políticas. No depende de la experta celebración de
un ritual. Por otra parte, incorpora una autoridad, la del profeta
Zoroastro, a quien primero se reveló la verdad y cuya racionalidad
se eleva por encima de la del común de los mortales.
Esta no era la única doctrina dual en el primer milenio a.C. La
religión de las tribus israelitas había ido sufriendo una lenta trans­
formación en sentido monoteísta. Jehová se convirtió en el único
Dios y, al oponerse a los cultos rivales de la fertilidad, se convirtió
en un Dios universal relativamente abstracto, el Dios de la verdad.
Aunque los israelitas eran un pueblo escogido, era Dios de todos
los pueblos, sin especial relación con la forma específicamente agra­
ria dé vida de los israelitas. Y pese a ser directamente accesible a
todos, se comunicaba especialmente por conducto de profetas. La
similitud de doctrina en el zoroastrismo llega a aspectos concretos
(por ejem p lo , la creencia en ángeles), y es probable que la religión
persa influyera en la evolución del judaismo. Después de todo, los
persas habían devuelto a los judíos a Jerusalén e Israel siguió siendo
un Estado cliente durante mucho tiempo. Quizá hubiera otras reli­
giones monoteístas, potencialmente universales y salvacionistas, que
se estaban extendiendo por todo el inmenso espacio ordenado del
Imperio Persa. Pero es más fácil percibir la doctrina que la práctica
o la influencia. La religión de Zoroastro es especialmente enigmática.
¿Se transmitió efectivamente por un sacerdocio mediador, los mis­
teriosos Magos? Los Magos existieron, es posible que fueran de ori­
gen medo, y parecen haber sido expertos en ritual. Pero no parecen
haber poseído un monopolio religioso, ni mucho menos haber cons­
tituido una casta, como sus homólogos indios, los brahmanes. Es
posible que su condición social diferenciada, como sacerdotes o como
tribu, estuviera ya decayendo durante el período de grandeza persa.
¿Se trataba de una religión popular o, lo que es más probable, de
una religión de la nobleza? ¿Fue el monoteísmo en aumento o en
decadencia? ¿Hasta qué punto lo utilizaron Darío y sus sucesores
para apuntalar su gobierno? Es evidente su utilidad para el rey. Tan­
to Darío como Jerjes decían que su principal enemigo era la Mentira,
que también era el enemigo de Ahuramazda. Lo más plausible pa­
rece ser que el zoroastrismo representara posibilidades de una reli­
gión salvacionista auténticamente universal, pero en la práctica el
Gran Rey se lo apropió y lo difundió entre su nobleza como justi­
ficación ideológica, y también como explicación intelectual y moral
genuina, del gobierno conjunto del rey y la nobleza. Pero no era el
único tipo de esa ideología. Y las doctrinas que contenía poseían
posibilidades de mayor difusión por encima de las fronteras de clase
y de Estados.
La prueba de fuego del poder persa y su aspecto más documen­
tado llegó con los dos grandes enfrentamientos con los griegos. Po­
demos empezar por la evaluación que hicieron los griegos de la fuer­
za militar de los persas en el primer enfrentamiento: la invasión de
Grecia por Jerjes en el 480 a.C. Naturalmente, a los griegos les
agradaba exagerar mucho los efectivos de sus principales enemigos.
Se ha sugerido (por ejemplo, Hignett, 1963) que ello se debía en
parte a que habían calculado mal el tamaño de la unidad persa básica
al evaluar sus fuerzas. Se dice que si lo reducimos por un factor de
diez, nos acercamos a la verdad. Pero, ¿cómo establecer la verdad,
si tenemos que rechazar las fuentes?
Una forma consiste en examinar las limitaciones logísticas de la
distancia y las provisiones de agua. Por ejemplo, el General Sir Fre-
derick Maurice recorrió una gran parte de la ruta de la invasión de
Jerjes y calculó las cantidades de agua disponibles en los ríos y los
manantiales de la región. Concluyó que la cifra máxima sustentable
sería de 200.000 hombres más 75.000 animales (Maurice, 1930). Son
unas cifras asombrosas, pero siguen constituyendo el máximo teóri­
co. De hecho, otras limitaciones de aprovisionamiento no tendrían
por qué reducir mucho esa cifra, dada la facilidad del aprovisiona­
miento por mar a lo largo de toda la ruta de la invasión. Heródoto
habla de cuatro años de preparación y de la acumulación de provi­
siones a lo largo de la ruta en puertos en manos de gobernadores
clientes locales. No parece haber motivos para no creerlo, de forma
que las provisiones, y en consecuencia las fuerzas, tienen que haber
sido «muy grandes». Por eso algunas autoridades sugieren que los
persas llevaron entre 100.000 y 200.000 hombres al otro lado del
Helesponto, aunque sólo algunos de ellos serían combatientes. Ten­
dríamos que añadir las fuerzas navales persas. Los efectivos de ésta
suscitan menos polémica: un máximo de 600 naves y de 100.000
hombres a bordo. Como era una operación combinada terrestre y
marítima, en las condiciones de aprovisionamiento más favorables
posibles, podría haber sido superior a cualquier otra jamás vista o a
cualquiera que hubieran podido movilizar los persas para la acción
en su núcleo territorial.
Sin embargo, los efectivos que se podían lanzar a la batalla de
una sola vez eran inferiores. Los ejércitos helenísticos más tardíos
reclutados en los mismos territorios no superaron los 80.000 com­
batientes efectivos. Así, la mayoría de los análisis actuales establecen
un ejército en combate de 50.000 a 80.000 soldados y fuerzas navales
parecidas (véase Burn, 1962: 326 a 332; Hignett, 1963, y Robertson,
1976). Desde el punto de vista griego, eso sigue siendo «enorme»,
pues los griegos no podían reunir sino un ejército de 26.000 hombres
y una flota bastante más pequeña que la persa. El poderío de Persia
y sus posibilidades frente a los griegos seguían siendo inmensos.
Pero los persas perdieron, tanto contra las ciudades-Estado grie­
gas como después contra Alejandro. La primera derrota fue impre­
vista y el conflicto estuvo muy igualado. Fácilmente podría haber
ocurrido lo contrario y con ello haber cambiado el rumbo de (nues­
tra) historia. Pero los persas tenían problemas muy graves. Las de­
rrotas revelan muchas cosas acerca del estado de la organización
social en aquella época. Parece haber habido tres razones principales,
dos de las cuales se advirtieron directamente en el campo de batalla,
mientras que la tercera tenía raíces más hondas en la organización
social persa.
La primera y principal razón de la derrota fue la incapacidad de
los persas para concentrar su fuerza de combate tanto como los
griegos. Y, desde luego, la concentración es la clave del poderío
militar. En las Termopilas eran varias veces más numerosos que los
griegos. En Platea y Maratón los superaban por más de dos a uno.
Más adelante, Alejandro podía lanzar al combate a 40.000 hombres
como máximo, y también estaba en una relación de inferioridad de
casi dos a uno. Pero los persas nunca podían desplegar todas sus
tropas a la vez. Aunque lo hubieran hecho, no podrían haber igua­
lado la concentración de fuerza de combate de la falange hoplita a
la carga. Los griegos tenían conciencia de su superioridad y trataron
de desplegarla en un terreno relativamente cerrado: el Paso de las
Termopilas era la elección ideal a este respecto. Atribuyeron su vic­
toria en parte a que tenían mejores armaduras y armas y en parte a
la fuente de su disciplina y obediencia: el compromiso de unos hom­
bres libres con su ciudad-Estado. El famoso epitafio inscrito en las
Termopilas resume su conciencia de ser diferentes de los persas,
llevados a la batalla (así dicen los griegos) a latigazos. Los 300 lace-
demonios (es decir, espartanos) habían recibido órdenes de mantener
la posición. Lo hicieron hasta morir todos ellos:

Extranjero, anuncia a los lacedemonios


Que aquí yacemos por obedecer a sus órdenes.
[Trad. D. Plácido.]

Una segunda debilidad persa era la naval. Utilizaban las flotas de


aliados: los fenicios y las ciudades-Estado griegas del Asia Menor,
que combatían con diversos grados de lealtad a su causa. Las fuerzas
navales parecen haber sido aproximadamente iguales: la superioridad
numérica persa se veía compensada por tener que realizar operacio­
nes a gran distancia de sus bases. El núcleo del imperio carecía prác­
ticamente de litoral. Como los propios persas no navegaban, no
explotaban plenamente la expansión hacia el oeste de la economía
antigua.
La debilidad en combate, tanto por mar como por tierra, indica
la tercera y decisiva debilidad de Persia. El imperio era adecuado
para la masa continental del Cercano Oriente: era una confederación
dispersa de gobernantes y Estados clientes, bajo la dominación he-
gemónica del núcleo persa y medo y de algunas derivaciones aristo­
cráticas. La clase noble era lo bastante cohesiva como para gobernar
este imperio extensivo. Pero el combate contra una formación mili­
tar y moral tan apretada como la de los griegos era una exigencia
imprevista, que resultó ser superior a sus posibilidades. Entre los
aliados, los fenicios eran leales, porque su propia supervivencia como
potencia dependía de derrotar a Grecia. Pero todos preferían poner­
se del lado que parecía destinado a triunfar. Y el núcleo persa no
estaba tan integrado como el griego. Los sátrapas eran gobernantes
parcialmente independientes, al mando de tropas, capaces de abrigar
ambiciones imperiales y de rebelarse. El propio Ciro había llegado
así al poder; su sucesor, Cambises, mató a su hermano para ascender
al trono, y cuando murió estaba enfrentado con una grave revuelta
instigada por un rival que decía ser su hermano; Darío sofocó la
revuelta y reprimió otra de las ciudades-Estado griegas del Asia Me-
ñor; Jerjes sofocó levantamientos en Babilonia y en Egipto, y cuan­
do se vio expulsado de Grecia se enfrentó con múltiples revueltas.
A partir de entonces, a medida que el poderío persa iba contrayén­
dose, las guerras civiles se hicieron más frecuentes (con griegos como
soldados clave en ambos bandos).
Esos problemas tuvieron repercusiones militares en las campañas
contra los griegos. Sabemos que el Gran Rey prefería que los efec­
tivos militares de sus sátrapas fueran reducidos. El poseía 10.000
soldados persas de infantería, los Inmortales, y 10.000 soldados per­
sas de caballería. Por lo general, no permitía que un sátrapa tuviera
más de 1.000 soldados nativos de Persia. Así, el gran ejército tenía
un núcleo profesional relativamente pequeño y el resto estaba for­
mado por levas de todos los pueblos del imperio. Los griegos tenían
conciencia de ello, o por lo menos la tuvieron después. Compren­
dieron que su defensa había tenido dos fases: primero habían frena­
do tan bruscamente al enemigo que los aliados de Persia habían
empezado a dudar de la invencibilidad de su líder. El debilitamiento
de su lealtad obligó al rey a emplear el núcleo de sus tropas persas,
que parecen haber sido las que prácticamente llevaron el peso del
combate en las grandes batallas. Aunque los persas lucharon valerosa
y persistentemente, no podían igualar en un espacio cerrado y en el
cuerpo a cuerpo a un número igual de hoplitas (aunque más tarde
los hoplitas necesitarían el apoyo de la caballería y los arqueros en
el terreno abierto del interior de Persia).
De hecho, parece que el ejército del Gran Rey tenía tanto una
finalidad p olítica como militar. Era una fuerza asombrosamente va­
riada, que contenía destacamentos de todo el imperio y, en conse­
cuencia, era bastante difícil de manejar como un complejo único.
Pero el reuniría era -una forma impresionante de movilizar su propia
dominación sobre sus sátrapas y aliados. Cuando pasaba revista a su
ejército, los efectivos y el propio espectáculo impresionaban a toda
la conciencia contemporánea. Heródoto nos cuenta la historia de
cómo se contaba el ejército mediante el emplazamiento de destaca­
mentos en un espacio en el cual se sabía que cabían 10.000 hombres.
Podemos optar por creerlo o no (aunque dividamos la cifra por
diez). Pero el objetivo del relato es manifestar su asombro ante el
hecho de que un gobernante tuviera todavía más poder de lo que él
mismo conocía o de lo que nadie podía contar. Como ya indiqué
en el caso de Asiría, esto era más frecuente de lo que imaginaban
los griegos. Los tentáculos logísticos de aquel complejo deben de
haberse esparcido por todas las ciudades y las aldeas del imperio.
Pocos podían no tener conciencia del poderío del Gran Rey. La
movilización le confería más poder sobre sus sátrapas, aliados y pue­
blos de lo que podían conferirle las épocas de paz. Por desgracia para
él, fue a utilizarlo contra los griegos en su propia patria, contra un
enemigo con recursos no sospechados y concentrados. La exhibición
de fuerza salió por la culata y alimentó las revueltas.
El problema para el Gran Rey era que gran parte de la infraes­
tructura de la satrapía podía d escen traliz a r el gobierno con gran
facilidad. La escritura ya no estaba bajo el control del Estado. La
acuñación de moneda implicaba una estructura dual de poder, com­
partida por el Estado y por los ricos locales. De hecho, en Persia
esta dualidad tenía características peculiares. Parece que la acuñación
de moneda se introdujo básicamente como medio de organizar los
suministros para las tropas. Como esta organización era en parte de
la incumbencia del rey y de sus lugartenientes directos, y en parte
de la de los sátrapas, se planteaba un problema. ¿Quién debía emitir
la moneda? De hecho, ambas partes emitían monedas de plata y de
cobre, pero el darío de oro era monopolio del rey. Cuando a veces
los sátrapas emitían monedas de oro, se consideraba una declaración
de rebelión (Frye, 1976: 123). La acuñación de moneda también
podía descentralizar el poder todavía más, cuando se utilizaba para
el comercio general. En Persia, tanto el comercio interno como el
externo estaban en gran medida bajo el control de tres pueblos ex­
tranjeros. Dos de esos pueblos, los arameos y los fenicios, se halla­
ban bajo el control formal del imperio, pero ambos mantenían un
alto nivel de autonomía: como ya hemos visto, los persas se limita­
ban a utilizar la estructura existente de la lengua aramea y la flota
fenicia. La patria del tercer pueblo comerciante, los griegos, eran
políticamente autónoma. Además, aportaban el núcleo de los ejérci­
tos persas ulteriores. Como he señalado antes, la falange hoplita no
reforzaba necesariamente la autoridad de una grandísima potencia,
pues su dimensión óptima era inferior a los 10.000 hombres. Es
posible que incluso el zoroastrismo fuera un arma de doble filo.
Aunque se utilizaba para reforzar la autoridad del Gran Rey, tam­
bién fomentaba la confianza racional de los distintos fieles, cuyo
núcleo parece haber estado constituido por la clase alta persa como
un todo. Los caminos, los «ojos del rey» (los espías de éste) e in­
cluso la solidaridad cultural de la aristocracia no podían producir la
integración concentrada necesaria contra los griegos. La v irtu d del
gobierno persa consistía en que era más flexible, en que podía apro­
vechar las fuerzas descentralizadoras y cosmopolitas que estaban em­
pezando a actuar en el Oriente Medio. Antes incluso de que llegara
Alejandro, Persia estaba sucumbiendo a esas fuerzas. Pero ahora el
desorden político en el centro no llevaba necesariamente al derrum­
bamiento del orden social como un todo. Ya no hacían falta un
Sargón ni la cooperación obligatoria.
Ni los griegos, ni los romanos, ni sus sucesores occidentales apre­
ciaron esto. Los griegos no podían comprender lo que, a su juicio,
era la abyección, el servilismo, el amor al despotismo y el miedo a
la libertad de los pueblos orientales. Esa caricatura se basa en un
hecho empírico: el respeto mostrado por muchos pueblos del Orien­
te Medio a la monarquía despótica. Pero como ya hemos visto con
respecto a Persia, el despotismo era más bien constitucional que real.
El poder infraestructural de aquellos despotismos era considerable­
mente inferior al de una p olis griega. Su capacidad para movilizar y
coordinar lealtades de sus súbditos era escasa. Aunque tenían un
poder extensivo enormemente mayor, su poder intensivo era nota­
blemente inferior. El súbdito persa podía esconderse con mucha más
eficacia de su Estado que el ciudadano griego del suyo. En algunos
sentidos, el persa era «más libre».
La libertad no es indivisible. En nuestra propia era ha habido
dos conceptos de la libertad: el liberal y el socialista-conservador.
El ideal liberal es el de libertad frente al Estado, la intimidad frente
a la vigilancia y los poderes de éste. El ideal común de conservadores
y socialistas sostiene que la libertad sólo se puede conseguir p or
con d u cto del Estado, mediante la participación en su vida. Ambos
conceptos tienen muchos aspectos defendibles. Si, por ejemplo, re­
trotraemos esas categorías a la historia antigua, vemos que la polis
griega tipificaba bien el ideal conservador-socialista y que, sorpren­
dentemente, Persia correspondía hasta cierto punto al ideal liberal.
Esta última analogía no es sino parcial, pues mientras que las liber­
tades liberales modernas están (paradójicamnte) garantizadas consti­
tucionalmente por el Estado, las libertades persas eran anticonstitu­
cionales y subrepticias. También eran más duraderas. Grecia sucum­
bió a conquistadores sucesivos, a los macedonios y los romanos.
Persia no sucumbió sino nominalmente ante Alejandro.
Su conquistador fue el violento, ebrio, emocionalmente inestable
Alejandro, a quien también llamamos, con justicia, Magno. Con una
fuerza mixta de soldados macedonios y griegos, quizá de 48.000
hombres, cruzó el Helesponto en el 334 a.C. En ocho años con­
quistó todo el Imperio Persa y además algo de la India. Se comportó
como un rey persa y reprimió las protestas griegas y macedonias
contra su adopción de títulos orientales; dio igualdad de derechos a
persas, macedonios y griegos y restableció el sistema de las satrapías.
Por esos medios se ganó la lealtad de la nobleza persa. Pero a eso
añadió una organización macedonia más estricta: el ejército más pe­
queño, más disciplinado y metódico; un sistema fiscal unificado y
una economía monetaria basada en la moneda de plata de Atica,
además de la lengua griega. La unión de Grecia y de Persia se sim­
bolizó en la ceremonia matrimonial masiva en la que Alejandro y
10.000 de sus soldados tomaron esposas persas.
Alejandro murió tras una gran borrachera en el 323 en Babilonia.
Su muerte reveló pronto que las corrientes persas seguían activas.
Su avance conquistador no se había dirigido hacia una mayor cen­
tralización imperial, sino hacia una descentralización cosmopolita.
No se había dispuesto una sucesión imperial y sus lugartenientes
convirtieron sus respectivas satrapías en múltiples monarquías inde­
pendientes de estilo oriental. En el 281, tras muchas guerras, que­
daron establecidas tres monarquías: en Macedonia, bajo la dinastía
Antigónida; en el Asia Menor, bajo los Seléucidas, y en Egipto, bajo
los Ptolomeos. Eran Estados flexibles de estilo persa, aunque los
gobernantes griegos practicaban una constante extrusión de las élites
persas y de otros orígenes de los cargos de poder independiente
dentro del Estado (véase Walbank, 1981). Es cierto que se trataba
de Estados helenísticos, que hablaban griego y poseían una educa­
ción y una cultura griegas. Pero él las había cambiado. Fuera de la
propia Grecia —e incluso hasta cierto punto dentro de ella— la
razón cultivada, la parte esencial del ser plenamente «humano», se
limitaba ahora oficialmente a la clase gobernante. Si la conquista
significó algo fue la intensificación de la base de gobierno tradicio­
nalmente persa, la moral ideológica de la clase gobernante. Persia sin
persas, griegos sin Grecia, pero su fusión creó una base más cohesiva
y difusa para la gobernación por la clase gobernante de lo que jamás
se había experimentado hasta entonces en el Cercano Oriente (o, de
hecho, en cualquier parte fuera de China, donde estaban en marcha
procesos parecidos).
Sin embargo, los poderes limitados de esos Estados significaban
que había otras corrientes más subterráneas. Los Estados existían en
un espacio económico y cultural mayor, parcialmente pacificado. Sus
poderes internos de movilización intensiva también estaban limita­
dos de hecho, aunque no teóricamente. Salvo el caso todavía excep­
cionalmente concentrado de Egipto, eran federales y contenían múl­
tiples escondrijos y oportunidades para vínculos cosmopolitas no
oficiales en los cuales las tradiciones griegas más «democráticas» des­
empeñaban un papel importante. De ellos y de sus provincias suce-
soras del Imperio Romano procedieron muchas de las fuerzas des­
centralizadas que se describirán en los capítulos 10 y 11, además de
las religiones salvacionistas.
El que los imperios del Cercano Oriente fueran ahora griegos
desplazó hacia el oeste el centro del poder geopolítico. Pero en sus
propios márgenes occidentales, el mundo griego tropezaba con fuer­
zas diferentes. Las ideas de libertad que he calificado de «conserva­
doras-socialistas» tradicionales griegas podían difundirse con más fa­
cilidad entre los pequeños agricultores y los comerciantes con he­
rramientas y armas de hierro. La evolución y las contradicciones
griegas volvieron a desarrollarse de forma diferente y con unas con­
secuencias diferentes en la península italiana. El resultado fue el Im­
perio Romano: el ejemplo más desarrollado de la cooperación obli­
gatoria de Spencer jamás visto en condiciones preindustriales, el con­
quistador y, sin embargo, también el absorbedor del helenismo y el
primero que se convirtió en un imperio territorial y no en un im­
perio de dominación.

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Capítulo 9
EL IMPERIO TERRITORIAL ROMANO

La historia de Roma es el laboratorio histórico más fascinante a


disposición de los sociólogos. Aporta un período de setecientos años
de registros escritos y de restos arqueológicos. Estos muestran una
sociedad cuyo núcleo tiene la misma identidad reconocible a lo largo
de ese período de tiempo, pero que se adapta constantemente a las
fuerzas creadas por sus propios actos y por los de sus vecinos. Es
probable que muchos de los procesos observados en este capítulo
también se dieran en varias sociedades anteriores. Ahora, por pri­
mera vez, podemos seguir claramente la pista de su desarrollo.
El interés de Roma estriba en su imperialismo. Fue uno de los
Estados conquistadores de más éxito de toda la historia, pero además
fue e l que con más éxito m a n tu vo sus conquistas. Roma institucio­
nalizó el dominio de sus legiones con más estabilidad y a lo largo
de un período de tiempo más largo que cualquier sociedad anterior
o posterior. Aduciré que este imperio de dominación se convirtió
con el tiempo en un auténtico imperio territorial, o que por lo me­
nos tuvo un nivel y una intensidad de control territorial aproxima­
damente tan altos como se podía lograr dentro de las limitaciones
logísticas impuestas a todas las sociedades agrarias. Su poder tenía
una base fundamentalmente dual, que perfeccionaba y ampliaba los
dos impulsos principales de desarrollo del poder de imperios ante­
riores. En primer lugar, elaboró una forma de p o d er organ izado de
cooperación obligatoria, a la cual aplicaré la etiqueta de la econ om ía
legionaria. En segundo lugar, elaboró el p o d er autoritario de la cul­
tura de clase hasta el punto de que la clase gobernante romana podía
absorber a todas las élites conquistadas. Lo primero constituyó la
principal forma jerárquica y distributiva del poder romano; lo se­
gundo, la principal forma horizontal y colectiva. Mediante su con­
junción, lo que Roma adquiría, lo conservaba. Por eso la principal
tarea de este capítulo es explicar el auge y la caída de esta nueva
forma de poder social.

Los o rígen es d el p o d e r rom ano

Los griegos, los fenicios y los cartagineses habían ayudado a


llevar hacia el oeste las regiones de las marcas entre los labradores
de la Edad del Hierro y las civilizaciones del Mediterráneo orien­
tal x. La interfecundación volvió a repetirse en el Mediterráneo cen­
tral y septentrional. En la costa occidental de Italia los principales
portadores fueron los etruscos, probablemente inmigrantes maríti­
mos de los Balcanes y de Asia Menor, mezclados con autóctonos.
Hacia el 600 a.C., su influencia cultural sobre sus vecinos estaba
convirtiendo aldeas montañesas en pequeñas ciudades-Estado. Una
de ellas era Roma. Así, dos diferencias separaban a Grecia de Italia:
esta última contó desde muy temprano con las innovaciones difun­
didas por los pueblos comerciantes civilizados: la escritura, la mo­
neda, los hoplitas, la ciudad-Estado. E Italia sufrió la presión efec­
tiva y dominante de esos pueblos, que controlaban los mares. A los
pueblos itálicos se les negaba en general el acceso al poderío naval,
al gran comercio por mar y a la migración por mar. El primer do­
cumento existente de Roma, reproducido por Polibio, es un tratado
del 508-507 a.C. con Cartago. Ese tratado confirmaba el monopolio
comercial cartaginés en el Mediterráneo occidental, a cambio de una
garantía de la hegemonía territorial de Roma en su zona. Se mante­
nían aparte el mar y la tierra. Las influencias orientales sobre Roma

1 Las fuentes generales utilizadas han sido Scullard, 1961; Gelzer, 1969; Brunt,
1971a y b; Bruen, 1974; Gabba, 1976; Ogilvie, 1976; Crawford, 1978, y los docu­
mentos reunidos por Jones, 1970: volumen 1.
o sobre cualquier otro pueblo latino se aplicarían a un proyecto
diferente: al desarrollo del poder en tierra.
No tenemos ninguna idea real de por qué fue Roma y no alguna
otra ciudad-Estado de Italia la que logró la hegemonía, ni de por
qué los etruscos no lograron mantener su predominio regional. Lo
único discernible es la ideoneidad de determinadas disposiciones ro­
manas después de haber completado en gran parte la hegemonía
regional. Lo que fue útil para el aspecto militar del auge de Roma
fue un tipo más flexible de ejército hoplita con apoyo de la caballería
en terreno relativamente abierto. Los estruscos venían copiando for­
mas hoplitas desde el 650 a.C., y los romanos los copiaron a ellos.
Las reformas del rey Servio Tulio (probablemente hacia el 550 a.C.)
integraron la infantería pesada con la caballería. Su legión de infan­
tería, que quizá tuviera entre 3.000 y 4.000 hombres, organizada en
centurias independientes con escudo y lanza larga, iba acompañada
de 200 ó 300 hombres soldados de caballería, más destacamentos
auxiliares.
La legión apareció entre pequeños agricultores, que estaban me­
nos concentrados políticamente y eran menos igualitarios que en la
p olis griega. Probablemente, Roma mezcló una organización tribual
más fuerte con la de la ciudad-Estado. En la sociedad romana más
tardía sobrevivieron tres «dualismos». En primer lugar, el hogar pa­
triarcal «privado» siguió desempeñando un papel destacado junto a
la esfera de la comunidad política pública: la distinción entre la res
p u b lica (el Estado) y la res p riva ta (los asuntos privados). Cada es­
fera desarrolló después su propio derecho: el civil y el privado. El
derecho privado se aplicaba a las relaciones jurídicas entre familias.
En segundo lugar, junto a las relaciones oficiales de ciudadanía y su
división en órdenes y «clases», sobrevivió un fuerte clientelismo, con
facciones políticas y camarillas. Es plausible hallar el origen de todo
esto en alianzas entre clanes y alianzas cuasi tribuales. En tercer
lugar, existía una dualidad en la estructura política oficial entre el
Senado, que probablemente procediera del papel de los ancianos de
los clanes y las tribus y el pueblo: resumida en el famoso lema de
Roma, SPQR, Senatus P opulusque R om anus (el Senado y el pueblo
de Roma). Estos dualismos distintivamente romanos de tribu y ciu­
dad-Estado sugieren la modificación de una federación griega de
p oleis intensas conforme a las exigencias de la expansión por tierra.
La estructura política oficial tenía dos elementos principales. El
primero era el dualismo del Senado frente a las asambleas populares.
Este fue el origen de las «órdenes» senatorial y ecuestre, así como
de las facciones políticas, los Populares y los Meliores (es decir, los
oligarcas), que tuvieron importancia a fines de la república. Esta co­
existía con una segunda jerarquía, la de clase en su sentido latino.
Nuestro término «clase» se deriva deL romano classis, una grada­
ción de obligaciones para el servicio militar según la riqueza. Los
romanos ulteriores se la atribuyeron a Servio Tulio. En aquella épo­
ca, la forma de medir la riqueza sería por ganado vacuno y ovino.
La forma más antigua que nos han transmitido Livio y Cicerón en
el siglo IV. La riqueza se medía por pesos de bronce. La clase más
rica (que pasó a ser la ecuestre) aportaba 18 centurias (cada centuria
estaba formada por 100 hombres) de caballería; la siguiente, 80 cen­
turias de hoplitas; la siguiente, 20 centurias de infantería sin cotas
de malla ni escudos; la siguiente, 20 centurias sin grebas; la siguiente,
20 centurias equipadas sólo con lanza y jabalina; la siguiente, 30
centurias con hondas. Se les llamaba assidui, porque facilitaban asis­
tencia financiera al Estado. Por debajo estaban los p roletarii, que
sólo podían aportar sus hijos (prole) al Estado y que formaban una
centuria nominal sin obligaciones de servicio militar. Cada centuria
tenía derecho igual de voto en la principal asamblea popular, la co-
m itia centuriata. El sistema confería la ciudadanía conforme a la
propiedad, pero no privaba del voto a ningún varón, ni siquiera a
los proletarios. Desde un principio, la organización colectiva com­
binó tanto las relaciones económicas como las militares.
También era un auténtico sistema de «clases» en el sentido so­
ciológico (comentado en el capítulo 7). Las clases estaban organiza­
das ex ten siva m en te en todo el Estado y eran sim étricas en este res­
pecto, aunque el clientelismo introdujo organizaciones «horizonta­
les» que debilitaron la lucha vertical de clases. Pero, al igual que en
Grecia, la considerable aportación de fuerzas militares/políticas hacía
que el sistema fuera diferente de los de clases modernos. El éxito de
Roma se basó en fusionar en el Estado la organización militar y la
económica, al vincular la estratificación y la ciudadanía con las ne­
cesidades de la guerra terrestre.
El militarismo romano combinó dos elementos que (hasta los
hoplitas griegos) habían sido antagónicos en las sociedades antiguas:
un sentido compartido de «comunidad étnica» y la estratificación
social. La fusión también estaba llena de tensión creativa. Fomentaba
dos tendencias sociales contradictorias. Al contrario que en el caso
griego, donde la infantería pesada era más importante que la caba-
Hería, en Roma existió una evolución simultánea de caballería pesada
e infantería pesada. La infantería ligera, que había sido una función
de las clases inferiores, se asignó a auxiliares de pueblos aliados.
Estos se convirtieron en hoplitas con armaduras pesadas, pero su
equipo lo aportaba el Estado, y no ellos. Sin embargo, la lucha de
clases mantuvo parte de la base social tanto de la infantería pesada
como de la caballería. Los patricios se vieron obligados a admitir a
plebeyos ricos (la gente «del común»), con lo cual se revitalizaron
ellos. Entre tanto, en el 494 los pequeños agricultores hicieron la
primera de las que quizá fueran cinco huelgas militares, negándose
a hacer el servicio militar hasta que se les permitiera elegir a sus
propios tribunos de la plebe, para que intercedieran entre ellos y los
magistrados patricios. La primera gran huelga registrada de la his­
toria fue un éxito. Las luchas de clases contribuyeron mucho a la
eficacia militar de la República Romana.
La combinación de formas tribuales y de ciudad-Estado y la
igualdad y la estratificación de los ciudadanos, también permitieron
a los romanos tratar flexible y constructivamente con los pueblos
conquistados y clientes desde Italia. A alguno se les concedió la
ciudadanía, aunque sin derecho de voto (del cual, sin embargo, po­
dían disfrutar si emigraban a Roma); a otros se los trató como alia­
dos autónomos. El principal objetivo era el de desmantelar las ligas
potencialmente hostiles de Estados. Cada Estado conservaba su pro­
pio sistema de clases, lo cual diluía su deseo de organizarse contra
Roma sobre una base popular «nacional». Los aliados federados fue­
ron importantes hasta el final de las Guerras Púnicas y aportaban
grandes contingentes de tropas auxiliares, en lugar de impuestos o
tributos. Roma era todavía un imperio «pequeño» de dominación,
no un imperio territorial, que dominaba por conducto de Estados
aliados y clientes y carecía de una penetración territorial directa.
Esas tácticas, la militar y la política, permitieron a Roma llegar,
en el transcurso de varios siglos, a dominar el sur de Italia. Para el
272 a.C., el Estado romano era una federación flexible con un nú­
cleo de unos 300.000 ciudadanos, todos ellos teóricamente capaces
de portar armas, que dominaba unos 100.000 kilómetros cuadrados,
con una administración alfabetizada, un censo regular, una consti­
tución desarrollada y leyes. Hacia el 290 a.C. aparecieron las pri­
meras cecas de moneda. Pero Roma seguía siendo una derivación
provincial del Mediterráneo oriental.
La primera transformación se produjo durante el largo conflicto
con los cartagineses, que bloqueaban la expansión hacia el sur y por
mar. En las Guerras Púnicas, que duraron intermitentemente desde
el 264 hasta el 146, Roma creó una flota y acabó por destruir Car-
tago, apropiándose de todo su imperio territorial y marítimo. La
Segunda Guerra Púnica (208-201) fue épica y decisiva. El momento
crucial llegó después del brillante avance de Aníbal por Italia con
un pequeño ejército, que culminó con su aplastante victoria de Can-
nas, en el 216. En aquel momento, los cartagineses no le enviaron
provisiones para un ataque final contra Roma. La capacidad de sa­
crificio romana reveló el militarismo de la estructura social. Durante
un período de unos doscientos años aproximadamente, el 13 por 100
de los ciudadanos estuvo bajo las armas en algún momento y apro­
ximadamente la mitad sirvió durante un período de siete años como
mínimo (Hopkins, 1978: 30 a 33). Contra Cartago practicaron una
guerra de desgaste, poniendo cada vez más efectivos en el campo de
batalla, sustituyendo a sus muertos y heridos con más rapidez que
los cartagineses. Lentamente expulsaron a los cartagineses de Italia
y de España. Por el camino, se fueron cobrando venganza de los
pueblos celtas, aliados de Aníbal, porque en general habían sido
enemigos de Roma. Ahora el norte y el oeste estaban abiertos a la
conquista imperial. Después pasaron a Africa y destruyeron el ejér­
cito de Aníbal en la batalla de Zama, en el 202. Impusieron unas
condiciones de paz humillantes, comprendido el exilio de Aníbal.
Ahora quedaba abierto el Mediterráneo occidental. Con el tiempo,
se provocó a Cartago para que se rebelara y en el 146 a.C. se la
destruyó. Se arrasó la capital y su biblioteca se donó, simbólicamen­
te, al rey bárbaro de Numidia.
No sabemos nada de la versión cartaginesa de los acontecimien­
tos. Se suele atribuir la victoria romana a que la cohesión y la lealtad
de los agricultores-soldados ciudadanos eran mayores que las de los
comerciantes oligárquicos y los mercenarios de Cartago, una especie
de repetición de los combates de Grecia contra Persia y Fenicia. No
podemos sino suponer por qué no pudieron los cartagineses reponer
con igual rapidez sus pérdidas de soldados. Puede resultar curiosa­
mente indicativo de la diferencia el que cuando nuestra fuente prin­
cipal, Polibio, cita las fuerzas militares relativas en la campaña de
Italia, mencione los efectivos del ejército de campaña cartaginés (unos
20.000 hombres), pero cuando da la cifra de todos los romanos y
sus aliados es la de los hombres en condiciones de portar armas
(770.000). Polibio era un griego llevado como rehén a Roma en el
167 a.C. y después criado allí. Simpatizante de Roma, pero cada vez
más preocupado por cómo trataba a Cartago (había asistido a su
destrucción), expuso la visión militarista que tenían los romanos de
su propia sociedad (Momigliano, 1975: 22 a 49). Aunque el tamaño
de los ejércitos de campaña romanos solía ser mayor que el de Aní­
bal, no era nada especial: es posible que el de 45.000 hombres de­
rrotados en Cannas fuera el mayor, y no equivalía sino a dos terceras
partes de los que movilizaban las monarquías helenísticas del orien­
te. Pero la cen tra lid a d de esos ejércitos respecto de la sociedad ro­
mana no tenía ningún paralelo. Así, las cifras deformadas de Polibio
tenían un cierto sentido: todos los ciudadanos romanos tenían algo
que ver con el campo de batalla, cosa que no ocurría con todos los
cartagineses.
También merece la pena comentar la facilidad con que los roma­
nos adquirieron el poderío marítimo. Polibio lo atribuye al valor de
sus infantes de marina, que compensaban la superioridad marinera
de los cartagineses. La guerra naval no había evolucionado mucho
desde hacía mucho tiempo. Polibio nos dice que los romanos cap­
turaron una galera cartaginesa y la copiaron. El equilibrio del poder
había vuelto a la tierra. Una potencia terrestre como Roma podía
hacerse a la mar. Los cartagineses habían intentado adoptar la me­
dida opuesta, pasar del poderío marítimo al territorial, y fracasaron
—en términos militares— debido a la inferioridad y a la armadura
ligera de sus principales fuerzas de infantería. En términos econó­
micos mantenían supuestamente unido su imperio territorial median­
te la institución de la esclavitud en minas y en plantaciones extensi­
vas. Eso no habría creado una moral eficaz para la defensa colectiva
de los territorios.
Pero es posible que el aspecto decisivo fuera el político. Los
romanos fueron llegando gradualmente, a trompicones, a la inven­
ción de la ciudadanía territorial extensiva. Se confería la ciudadanía
a los aliados leales y se añadía a la ciudadanía intensiva, al estilo
griego, de la propia Roma para producir lo que probablmente ha
constituido el mayor ámbito de compromiso colectivo jamás movili­
zado.
De hecho, la invención se volvió contra la propia Grecia. Roma
explotó los conflictos entre las ciudades-Estado y el reino macedó­
nico y sometió a ambas partes. El proceso ha provocado controver­
sias entre los estudiosos, muchos de los cuales se sienten estupefac­
tos porque los romanos no convirtieran desde un principio a Mace-
donia en provincia después de derrotarla en el 168 a.C. Se formula
la pregunta de sí en Roma había dudas acerca del imperialismo (Ba-
dian, 1968; Whittaker, 1978; Harris, 1979).
Pero esto equivale a imponer a una fase anterior de la historia
de Roma conceptos más tardíos y firmemente territoria les del im­
perialismo. Como ya hemos visto en capítulos anteriores, los impe­
rios previos gobernaban mediante la dominación y con el comple­
mento de las élites locales. Eso es lo que habían hecho hasta enton­
ces los romanos, aunque ahora avanzaban, medio pragmáticamente
y medio a tropezones, hacia una estructura diferente. Su destrucción
casi total del dominio cartaginés en España, Cerdeña, Sicilia y por
último el norte de Africa, estaba motivada por un ánimo feroz de
venganza por las humillaciones impuestas por Aníbal y sus prede­
cesores. Pero esa política no desembocó necesariamente, como había
ocurrido hasta entonces, en la presencia de aliados dominados, sino
de provin cia s, territorios anexionados. Los gobernaban directamente
unos magistrados desganados, respaldados por guarniciones de le­
gionarios. Eso creó nuevas oportunidades imperiales, pero también
creó dificultades políticas internas en Roma y entre los aliados. Tam­
bién costó dinero hasta que se pudo crear un mecanismo provincial
para extraer impuestos a fin de sustentar a las legiones. Los romanos
tardaron algún tiempo en crear ese mecanismo. Primero tenían que
resolver las dificultades políticas, porque las conquistas habían so­
cavado toda la estructura del Estado tradicional.
En primer lugar, las guerras habían debilitado el ejército volun­
tario de ciudadanos. Las legiones se habían convertido prácticamente
en profesionales y estaban pagadas (véase Gabba, 1976: 1 a 20). Las
obligaciones del servicio militar, más los combates en Italia, habían
socavado muchas pequeñas explotaciones agrícolas, al hundirlas bajo
las deudas. Los grandes terratenientes adquirieron sus tierras y los
campesinos emigraron a Roma. Allí se vieron forzados a caer en la
clase siguiente de obligación de servicio militar, el proletariado. La
escasez de pequeños agricultores significaba que el proletariado apor­
taba soldados, cosa que no había hecho antes. Dentro del propio
ejército, la jerarquía fue intensificándose a medida que la tropa per­
día su base autónoma política. O bien el conquistador de España y
el norte de Africa, Escipión «el Africano», o un general algo más
tardío, crearon los ominosos honores y triunfos conferidos al im p e-
rator, el «general», pero después, como es sabido, el «emperador».
En segundo lugar, la estratificación se fue intensificando durante
el siguiente siglo y medio. Los autores romanos ulteriores solían
exagerar el grado de igualdad en la Roma anterior. Plinio nos dice
que cuando se expulsó al último rey, en el 510, a cada persona se le
dio una parcela de siete iu gera (la medida romana de superficie:
aproximadamente 1,75 hectáreas, la superficie que podían labrar dos
bueyes en un día). Eso no bastaría para la subsistencia de una familia
y debe de ser una exageración a la baja. Sin embargo, es probable
que la imagen de la igualdad se basara en la realidad. Pero después,
como resultado del éxito del imperialismo, la riqueza de los parti­
culares y las escalas de sueldos del ejército fueron ampliando las
desigualdades. En el siglo I a.C., Craso, que tenía fama de ser el
hombre más rico de su época, disponía de una fortuna de 192 mi­
llones de sestercios (HS), aproximadamente lo suficiente para dar de
comer a 400.000 familias durante un año. Otro notable contempo­
ráneo calculaba que hacían falta 100.000 HS al año para vivir con
holgura y 600.000 HS para vivir verdaderamente bien. Esos ingresos
son entre 200 y 1.200 veces superiores al nivel de subsistencia de
una familia. En el ejército eran mayores las diferencias. Hacia el
200 a.C., los centuriones se quedaban con el doble del botín que
los soldados rasos, pero en el siglo I, bajo Pompeyo, recibían 20
veces más, y los altos mandos 500 veces más. Las desigualdades de
la soldada iban en aumento, pues los centuriones cobraban cinco
veces más que los soldados a fines de la República y de 16 a 60 veces
más durante el reinado de Augusto (Hopkins, 1978: capítulo 1).
La explicación de esta creciente estratificación es que los benefi­
cios del Imperio estaban a disposición de una minoría y no de la
mayoría. En España, los antiguos dominios de los cartagineses con­
tenían ricas minas de plata y grandes plantaciones agrícolas trabaja­
das por esclavos. Quien controlase el Estado romano podía adquirir
los frutos de la conquista, los nuevos cargos administrativos y sus
beneficios. Los elementos populares de la constitución romana ser­
vían para defender al pueblo contra las injusticias arbitrarias. Sin
embargo, los poderes in iciadores y los cargos militares y civiles en
el extranjero estaban concentrados en los dos órdenes superiores, el
de los senadores y el de los caballeros. Por ejemplo, los impuestos
se arrendaban a los publícanos, que en su mayor parte eran miem­
bros de la orden ecuestre. Los beneficios del imperio eran enormes
y estaban distribuidos desigualmente.
En tercer lugar, la intensificación de la esclavitud por la conquis­
ta produjo dificultades políticas. De hecho, provocó los conflictos
que desembocaron en una solución. Roma había creado enormes
cantidades de esclavos en grandes concentraciones. Esos esclavos eran
capaces de organizarse colectivamente.
En el 135 estalló la primera gran revuelta de esclavos en Sicilia.
Quizá estuvieran implicados nada menos que 200.000 esclavos. Al
cabo de cuatro años de combates, la revuelta quedó aplastada im­
placablemente, sin cuartel. Esa crueldad era esencialmente romana,
de forma indiscutible. Pero la esclavitud tenía consecuencias desas­
trosas para los ciudadanos romanos más pobres. Tiberio Graco, un
senador destacado, se convirtió en el portavoz de éstos. Tras largos
años de servicio en el extranjero, había vuelto a Italia en el 133 y se
había sentido horrorizado ante la magnitud de la esclavitud y la
decadencia del campesinado libre. Propuso resucitar una antigua ley
sobre la distribución al proletariado de tierras públicas adquiridas
por la conquista. Eso aliviaría sus problemas y aumentaría el número
de propietarios disponibles para el servicio militar. Adujo que nadie
debería poseer más de 500 iu gera de tierras públicas. Eso iba en
contra de los intereses de los ricos, que habían venido adquiriendo
tierras públicas en cantidades mayores.
Tiberio Graco era un político implacable y un gran orador. Uti­
lizó la reciente revuelta de los esclavos en un discurso parafraseado
en las G uerras C iviles de Apiano:
Argumentó en contra de la existencia de una multitud de esclavos por ser
inútiles en la guerra y no ser nunca fieles a sus amos y adujo la reciente
calamidad causada a los amos por sus esclavos en Sicilia, donde las exigen­
cias de la agricultura habían aumentado mucho el número de aquéllos; re­
cordando también la guerra hecha contra ellos por los romanos, que no
fue fácil ni corta, sino prolongada y llena de vicisitudes y peligros. [1913:
I, 9. S.a.]

Los esclavos no importaban, pero los ciudadanos sí. Sus sufri­


mientos provocaron su mejor oratoria, transmitida por Plutarco en
su Vida d e T iberio G raco:

«Los animales salvajes que recorren Italia», decía, «tienen todos una cueva
o una hura en la que refugiarse, pero los hombres que luchan y mueren por
Italia gozan del aire y de la luz comunes, sí, pero nada más. Sin casa ni
hogar vagabundean con sus mujeres y sus hijos. Y los generales exhortan
con lengua mentirosa a los soldados en sus batallas a defender sepulcros y
santuarios contra el enemigo, pues ni uno de ellos tiene un altar hereditario;
no hay ni uno de tantos romanos, que no luche y muera para sustentar a
otros en la riqueza y el lujo, y aunque se diga que son los dueños del
mundo, no tienen ni un terrón de tierra propio». [1921: 10.]

En medio de una tensión cada vez mayor, con Roma llena de


graffiti (lo cual indica un alto nivel de alfabetización), Tiberio Graco
salió elegido tribuno del pueblo aquel año. Saltándose los procedi­
mientos tradicionales, hizo caso omiso del veto de su cotribuno con­
servador, aprobó la ley de tierras y trató de distribuir el tesoro real
de Pérgamo (véase más adelante en este mismo capítulo) a los nuevos
agricultores. Al año siguiente volvió a desafiar a la tradición y trató
de conseguir la reelección. Evidentemente, lo que estaba en juego
era más que la propia cuestión de las tierras públicas; la cuestión
era, ¿debía el pueblo participar en los beneficios del imperio?
La respuesta fue violenta. El día de la elección, una banda de
senadores encabezados por el sumo sacerdote (¡que poseía grandes
parcelas de tierras públicas!) asesinó a Tiberio Graco y a sus parti­
darios indefensos. La lucha la continuó su hermano menor Cayo,
quien logró mantener el plan de distribución de tierras hasta su muer­
te, también ocurrida en un desorden civil, en el 121. Se abandonó
en el 119, cuando los conservadores de orden senatorial recuperaron
el control político.
La ciudadanía participativa había fracasado. El conflicto político
en el seno de la propia Roma se había resuelto en dos estallidos de
violencia: quizá la primera violencia organizada en las calles de Roma
en toda la historia de la República. La dominación de los órdenes
altos se veía confirmada y acentuada. A los pobres se los compró
con subsidios para el trigo, después con grandes distribuciones gra­
tuitas de trigo y con el establecimiento de colonias militares agríco­
las, primero en Italia y después en todos los territorios conquistados.
Esto implicaba un mayor compromiso con la expansión imperial. De
hecho, llevó a una especie de «imperialismo del Estado asistencial»,
comparable en dos sentidos con el fenómeno del siglo XX, al ser
una respuesta a las exigencias inducidas por el expansionismo impe­
rial y la movilización de las masas para la guerra y al lograr que esas
exigencias se desviaran de las estructuras fundamentales del poder.
El ciudadano del común ya no tenía importancia en las instituciones
políticas centrales. Roma estaba gobernada cada vez menos por una
«comunidad étnica» y cada vez más por una «clase» explotadora.
El imperialismo siguió adelante. Se consideró que el ejército pro­
fesional era indispensable. Las derrotas en las Galias condujeron al
pánico en Roma y a las reformas militares del cónsul Mario, en el
108 a.C. Mario consagró la política de reclutar un ejército de vo­
luntarios de la clase proletaria, con un sueldo y con la promesa de
pensiones en tierras al cabo de dieciséis años de servicio. Los aliados
aportarían casi toda la caballería, además de las fuerzas auxiliares. El
vínculo entre el ejército y la gradación de clases de la ciudadanía
romana quedó roto. Los altos mandos seguirían en manos de per­
sonas de las clases y los órdenes superiores, pero la propia estructura
del mando ya no seguía correspondiendo a la jerarquía de la grada­
ción ciudadana. El ejército se estaba convirtiendo en algo autónomo.
Pero las reformas de Mario acentuaron un segundo problema de
igual importancia. ¿Qué hacer con los aliados? Para esa época ya
podemos calcular la proporción real de los auxiliares aliados en los
ejércitos y eran más numerosos que las propias legiones. Brunt
(1971a: 424) da unas cifras de 44.000 legionarios y 83.500 aliados en
el 220 a.C. Aunque se trata de la desproporción más alta conocida
en ningún año, Brunt demuestra que los aliados siguieron siendo
más numerosos que los legionarios. En consecuencia, los aliados
empezaron a exigir los derechos de la plena ciudadanía. Durante las
Guerras Sociales (aunque en realidad aquí el latín debería traducirse
como «Guerras entre los Aliados»), entre Roma y algunos de sus
aliados italianos, en el 91-89 a.C., se les hizo efectivamente esa con­
cesión a fin de evitar más problemas. Ello era coherente con las
tradiciones romanas de gobernar en cooperación con las élites loca­
les. La concesión de derechos a las élites italianas no era peligrosa
ahora que iba en aumento esa estratificación en el seno del cuerpo
ciudadano.
Entonces empezó a parecer que Italia tenía una estructura más
uniforme, a medida que los derechos y los deberes de los romanos
se iban extendiendo a otras ciudades, m unicipia y colon ia e de solda­
dos. Bajo César, eso fue lo que ocurrió en el Imperio como un todo.
Una vez que quedó claro que se podía tratar a otros como aliados
y no como a Cartago, empezó a disminuir la antipatía de las élites
hacia la dominación romana. Las ciudades griegas se adaptaron a la
dominación romana. Attalos III, rey de Pérgamo, que no tenía hi­
jos, dejó en herencia el noroeste del Asia Menor a Roma en el 133
porque la élite de Pérgamo temía una revolución y esperaba protec­
ción de Roma. Los romanos estaban desarrollando gradualmente la
unidad política entre las clases altas de toda su República imperial.
Ahora que los beneficios del imperio eran enormes, ahora que
los estratos superiores italianos como un todo eran admitidos en las
facciones, ahora que ya no era necesario temer a los estratos infe­
riores, se intensificaron las luchas de las facciones políticas entre la
clase alta. Sin duda, se podrían haber contenido dentro de las es­
tructuras políticas tradicionales, de no haber sido por la modifica­
ción del carácter del ejército. El principal instrumento de control
sobre la República imperial como un todo era el ejército. A medida
que éste perdía su vínculo con la ciudadanía participativa republica­
na, amenazaba con convertirse en un factor autónomo de la situa­
ción. Lo que es más: su propia unidad interna pasó a ser problemática.
Mario había aumentado algo los efectivos de la legión para ele­
varlos a 6.200 hombres más una cohorte de 600 soldados de caba­
llería. También había reducido el tamaño del tren de intendencia,
con lo cual hizo que sus soldados («los mulos de Mario») cargaran
con provisiones, equipo y material para construir caminos. Cada
legión se convirtió en una unidad efectiva de consolidación política
y fue mejorando los sistemas de comunicaciones a medida que con­
quistaba (de esto se hablará más adelante). Pero la integración inter­
legionaria era un problema. Las legiones estaban destacadas una por
una, o en ejércitos con un máximo de seis, a distancias de centenares
de kilómetros: era difícil que el ejército operase como una estructura
unificada de mando, dadas las comunicaciones de la época. El con­
trol tradicional por el Senado y por los ciudadanos se estaba debi­
litando, de manera que el Estado no podía mantener unido al ejér­
cito. Este tendía a fragmentarse en ejércitos separados encabezados
por generales divididos por una combinación de ambiciones perso­
nales, el faccionalismo de la clase alta y auténticos desacuerdos po­
líticos. Todos eran senadores, pero unos eran partidarios del Senado
y otros de las asambleas populares (los optim ates y los populares);
otros no se aliaban con una facción política de clase. Pero ninguno
actuaba ni trataba de actuar sin legitimidad política. A todos se les
concedían poderes consulares concretos, pero muy amplios, para ha­
cer frente a los problemas de desorden y de rebelión en las provin­
cias conquistadas, así como para conquistar nuevas provincias.
Polibio definió la estructura política que tenía que contenerlos
como «constitución mixta». Decía:
«... nadie, ni siquera los autóctonos, podía decir firmemente si el conjunto
del sistema era aristocrático, democrático o monárquico. Y era natural que
les pasara eso. Pues si uno dirigía la mirada al poder de los cónsules, parecía
que era totalmente monárquico y regio; si se dirigía hacia el Senado parecía
en cambio aristocrático, pero si se dirigía la atención al poder de las masas,
parecía ser claramente democrático. [1922-7: VI, 11, pág. 258-259 Trad. Do­
mingo Plácido.]

Tanto el poder como la necesidad residían en los generales con­


sulares, de forma que la tendencia era hacia la monarquía. El general
tenía que intervenir políticamente. La lealtad de sus tropas dependía
de que él pudiera conseguir leyes sobre pensiones y después sobre
concesiones de tierras. Y como ya hemos visto, la legislación agraria
era polémica. El cónsul, cuyo mandato era sólo de un año, tenía que
crearse una facción política, empleando la violencia, los sobornos y
la amenaza de violencia para lograr la legislación necesaria. Era el
general quien resolvía la contradicción entre el poder militar y el
político.
A lo largo del siglo siguiente, el general con sus legiones depen­
dientes fue el árbitro del poderío romano, a veces a solas como
dictador, a veces en una incómoda alianza como cónsul paritario con
generales rivales, a veces en guerra civil abierta con ellos. La historia
de este período es verdaderamente, a un determinado nivel, la his­
toria de Mario y Sila, de Pompeyo, Craso y César, de Antonio y
Octavio. Había dos resultados posibles y probables: el imperio po­
día fragmentarse (como había ocurrido con el de Alejandro) en rei­
nos diferentes, o un general podía convertirse en el comandante su­
premo, el im perator. Cuando Octavio recibió el título de Augusto
en el 27 a.C., se convirtió efectivamente en emperador y con el
tiempo así se designó a sus sucesores. La república imperial se acabó
por convertir en un imperio.

El Im p erio R om ano con o sin em p era d or

Casi todas las historias de Roma se dividen en períodos confor­


me a la constitución oficial. La República duró hasta los diversos
aumentos de los poderes de Augusto entre el 31, aproximadamente,
y el 23 a.C. Después, el principado (la condición de prim us in ter
pares) dio paso al dominado con la ascensión de Diocleciano en el
284 d.C. Sin embargo, la estructura esencial de Roma siguió siendo
la misma a lo largo de aquellos cambios constitucionales, desde apro­
ximadamente el 100 a.C. hasta el principio de la decadencia, después
del 200 d.C. o incluso hasta aproximadamente el 350 d.C. Durante
ese período, Roma fue un im perio, con o sin «emperador»: domi­
naba inmensos territorios con un ejército y una burocracia preten­
dientemente centralizados, que incorporaban enormes desigualdades
de riqueza y de poder y que de hecho habían privado efectivamente
de poder a sus ciudadanos comunes.
Era un imperio de dominación; pero también habían incorpora­
do las características de la Edad del Hierro que en otras partes ha­
bían tendido a subvertir las estructuras de cooperación obligatoria.
Era una economía monetaria y una sociedad alfabetizada. Contenía
a poseedores de propiedad privada. Era cosmopolita y en muchos
respectos ejercía su hegemonía de forma flexible sobre un gran nú­
mero de relaciones de poder provincial descentralizadas. Pero no
siguió la vía persa. Incorporó en su propia clase gobernante a todas
las élites autóctonas del imperio, e impuso la forma más intensiva y
extensiva de cooperación obligatoria del mundo antiguo, a la que yo
denomino econ om ía legionaria. Esas dos formas de poder convirtie­
ron a Roma en el primer imperio territorial de la historia, desde
aproximadamente el 100 a.C. en adelante.
Yo enfoco esta excepcional configuración romana de poder me­
diante el examen por turno de los principales actores de poder (o
carentes de poder) que intervenían en el imperio. Inicialmente había
cuatro: esclavos, ciudadanos libres, la clase alta de terratenientes in­
tegrada en gran parte por hombres de los órdenes senatorial y ecues­
tre de Roma y de las élites autóctonas y la élite el Estado 2. Con el
tiempo, sin embargo, los dos primeros grupos se fundieron en uno
solo, «las masas». Las estudiaré en primer lugar.

Las masas d el Im p erio R om an o: E sclavos y libres

Los orígenes de la esclavitud romana tienen grandes paralelismos


con los de la esclavitud griega. Tanto Roma como Grecia habían
tenido desde hacía mucho tiempo pequeñas bolsas de esclavos, por

2 Esta división no es sino una aproximación general. En el capítulo 10 se tratará


de la posición de las mujeres, pues el cristianism o reveló lo problemático de su condi­
ción.
lo general procedentes de pueblos conquistados. Ninguna de ellas
tenía una tradición de ciudadanos libres que trabajasen regularmente
para otros ciudadanos libres. Ambas experimentaban escaseces de
mano de obra debidas a las exigencias que imponían la ciudadanía
política y el servicio militar. Ambos adquirieron repentinamente
grandes cantidades de esclavos, aunque Roma, al contrario que Gre­
cia, adquirió sus esclavos mediante la conquista.
Las plantaciones esclavistas cartaginesas demostraban que era po­
sible una agricultura más extensiva y que generase un excedente ma­
yor que la parcela del pequeño agricultor. Los tratados romanos
sobre agricultura empezaron a recomendar que en una finca de va­
rios centenares de iu gera hubiera pequeños grupos de jornaleros. A
los ciudadanos no se los podía utilizar así; a los esclavos, sí. Mientras
duraron las conquistas, los esclavos eran baratos. Se aprovecharon
con alegría las ventajas económicas de la esclavitud. Como los es­
clavos solían llegar como individuos y no como familias (que era lo
que ocurría con los jornaleros libres), eran baratos de mantener y
no generaban subempleo rural.
No sabemos exactamente cuántos eran los esclavos. Los cálculos
sobre la Italia romana en el apogeo de la esclavitud a fines del si­
glo I a.C. varían entre el 30 y el 40 por 100 de la población total
(por ejemplo, Westermann, 1955; Brunt, 1971a: 124; Hopkins, 1978:
102). Nuestros conocimientos sobre las provincias son escasos, pero
es casi seguro que la proporción de esclavos era inferior. Hay datos
censales bien levantados respecto de Egipto según los cuales sólo
había un 10 por 100 de esclavos, salvo en Alejandría (donde había
bastantes más). El famoso médico Galeno nos dice que los esclavos
constituían aproximadamente el 22 por 100 de la población en el
territorio de Pérgamo. Los esclavos se mantuvieron aproximadamen­
te a este nivel durante cien años, quiza ciento cincuenta, aproxima­
damente desde el 50 a.C. hasta el 50 ó 100 d.C., y entonces fueron
disminuyendo, al cesar las conquistas. A los romanos no les agra­
daba comprar esclavos a la misma escala que los griegos; tampoco
los criaban en grandes cantidades (como ocurrió en las Américas en
nuestra era). Cualquiera de esos métodos podría haber mantenido a
un gran número de esclavos y la viabilidad de la esclavitud comercial
ya estaba demostrada. O sea, que resulta pertinente preguntar por
qué se permitió que la esclavitud se fuera extinguiendo.
La respuesta no se halla en razones humanitarias ni en el temor
a las revueltas de los esclavos. La gran revuelta de Espartaco estalló
en el 70 a.C. y por los registros sabemos mucho acerca de cómo la
represión que dirigió Craso afectó a su carrera política, pero muy
poco acerca de Espartaco o de sus seguidores. Se nos dice que Craso
crucifió a 6.000 de los rebeldes. A partir de entonces no hubo re­
vueltas importantes de esclavos.
Los esclavos agrícolas, decía Varrón, eran «instrumentos voca­
les»; los bueyes eran «instrumentos semivocales» y los carros «ins­
trumentos mudos». La forma de las palabras era necesaria porque
los esclavos eran posesion es, propiedad privada. Las tradiciones ro­
manas, al no existir una mano de obra libre permanente, podían
legitimar con más facilidad la propiedad de tierras y herramientas.
A los esclavos agrícolas (y mineros) se les negaba la pertenencia a la
raza humana. Por otra parte, no se podía tratar así a todos los es­
clavos. La conquista de Grecia creó dificultades especiales. Muchos
de los que ahora quedaban esclavizados poseían un nivel de civili­
zación superior al de sus conquistadores. Ahora se encontraban
en Occidente profesores, médicos y burócratas estatales que eran
esclavos. De hecho, muchos de ellos llevaron la administración
central durante el principado y el comienzo del imperio. Difí­
cilmente se podía aplicar la teoría de Varrón a esa gente sin gran­
des problemas y no se aplicó. Estos esclavos podían firmar contra­
tos, recibir sueldos y comprar su libertad, en condiciones que a
veces eran de ju re, a veces de fa d o , y muchas veces a d hoc. La
esclavitud se fue difuminando en la libertad y en el trabajo libre
asalariado.
Una difuminación parecida se estaba produciendo también en el
lado «libre» de la divisoria y en la esfera agrícola, que era más im­
portante. La esclavitud fue parte del proceso por el cual se hundió
a los pequeños agricultores. Algunos perdieron sus tierras por deu­
das y emigraron a Roma o a las colonias de soldados-campesinos de
las provincias. Otros conservaron sus tierras, pero como arrendata­
rios de los terratenientes, a los que prestaban servicios laborales.
Otros mantuvieron sus derechos de propiedad, pero cada vez tra­
bajaban más para los terratenientes como jornaleros en la recolección
y en otros períodos estacionales. Los arrendatarios y el trabajo como
jornaleros estaban creando posibilidades de explotación del trabajo
distintas de la esclavitud, y entre los cuidadanos. A medida que
aumentaba la esclavitud, también crecían, en un breve lapso de tiem­
po, esas dos condiciones, que llegaron a tener una reglamentación
jurídica clara incluso cuando la esclavitud estaba en su apogeo (el
proceso está bien descrito en Jones, 1964: II, 773 a 802; Finley,
1973: 85 a 87, y Ste. Croix, 1981: 205 a 259).
Esto era importantísimo. En las economías campesinas antiguas,
para aumentar el excedente solía ser necesario obligar al campesino
a trabajar más. Era lo que exigía todo aumento del desarrollo eco­
nómico. La fusión de la esclavitud y la libertad lo generalizó. El
control de la fuerza de trabajo de otros, fuese en forma de trabajo
asalariado libre o de la dependencia del arrendatario, se consideraba
compatible con la pertenencia común a la misma comunidad de po­
der. Aunque la ciudadanía pasara a ser nominal, los jornaleros libres
y los arrendatarios tenían derechos y obligaciones ante la ley. Ahora
se podía explotar plenamente a miembros del mismo grupo, pro­
bablemente de forma más total de lo que había ocurrido en im­
perios anteriores. La esclavitud ya no era indispensable; habían ido
apareciendo otras formas de explotación intensiva de la mano
de obra.
Una de las otras dos condiciones, la del arrendatario dependien­
te, se fue haciendo igualmente dominante, con toda probabilidad
porque continuó la presión económica sobre el campesinado libre.
Tenemos pocos datos directos, pero suele aducirse que bajo el prin­
cipado el colon u s, un campesino arrendatario adscrito por un arrien­
do de cinco años a un terrateniente, empezó a predominar. Más
tarde la dependencia se hizo permanente y hereditaria. Los campe­
sinos libres cayeron en la servidumbre al mismo tiempo que los
esclavos ascendían a ella. A partir del 200 d.C., aproximadamente,
se distribuyeron grandes bandas de prisioneros bárbaros, no como
esclavos, sino como colorti. Ya no hacían falta esclavos para la ex­
plotación intensiva de la fuerza de trabajo. En gran parte del imperio
acabaron por fusionarse las dos condiciones, inicialmente separadas,
de ciudadano libre y esclavo. Es posible que la mayor expresión
simbólica de la fusión fuera el famoso edicto del emperador Cara-
calla del 212-213 d.C .: «Concedo la ciudadanía romana a todos los
extranjeros de todo el mundo y todos los tipos de derechos muni­
cipales siguen sin modificar..., pues la multitud no sólo debe com­
partir todos nuestros trabajos, sino que ahora también quedar in­
cluida en nuestra victoria» (citado en Jones, 1970: II, 292). Ya eran
ciudadanos todos menos los esclavos restantes. Pero la cantidad de
gente a la que se aplicaba esto y las desigualdades entre ella eran
demasiado grandes para que la participación fuera auténtica. Eso
significaba igualdad ante la ley, ante el Estado y ante la clase alta,
¡compartir más los trabajos que las victorias prometidas por Cara-
calla.' La ciudadanía participativa y activa había terminado.
Así, con la excepción importante, pero en decadencia, de la es­
clavitud, cada vez tiene más sentido decir que el pueblo dentro de
los dominios imperiales de Roma estaba m asificado, compartía una
experiencia y un destino comunes. Hasta cierto punto se erosiona­
ron las gradaciones de nacionalidad, ciudadanía y tipos de tenencia
de tierras.
Pero las masas no eran una fuerza a ctiva en la estructura romana
del poder. No eran ni siquiera «una clase extensiva» y mucho menos
una clase política. A fines de la República incluso el propio pueblo
de Roma había quedado excluido de casi todas las instituciones po­
líticas del Estado. En cuanto a la actividad no oficial, los estudiosos
suelen señalar una «sorprendente» ausencia de revueltas campesinas
en la Roma imperial (por ejemplo, Jones, 1964: II, 811; MacMullen,
1974: 123 y 124). De hecho, no podemos estar realmente seguros de
si lo que falta son las revueltas o los registros. Las cla ses alfabetiza­
das no parecían sentirse ansiosas de tomar nota del descontento de
sus subordinados. Sin embargo, cuando lo hacían, los relatos raras
veces los tratan con fenómenos por derecho propio: los relacionan
especialmente con los enfrentamientos entre los poderosos. Ello es
razonable, dado el carácter aparente de la mayor parte de las revueltas.
Los conflictos sociales graves eran endémicos en el Imperio Ro­
mano, al igual que en todos los imperios antiguos. En una sociedad
apenas pacificada, quienes vivían lejos de las principales rutas de
comunicaciones y podían permitírselo fortificaban sus casas. Nunca
se eliminó a los bandidos. En cierto sentido, el bandidaje era una
guerra de clases pervertida. Se alimentaba por lo general de esclavos
fugitivos, campesinos y soldados para quienes se había hecho into­
lerable la carga de la explotación. Pero no se enfrentaban al recau­
dador de rentas o de impuestos; se fugaban o cooperaban con él.
De hecho, como señala Shaw (1984), los bandidos eran a veces alia­
dos «semioficiales» de señores locales o incluso de funcionarios, una
fuente distinta de represión en una sociedad que carecía de una fuer­
za civil de policía.
Tampoco es difícil encontrar conflictos más organizados en los
que intervenían cuestiones del tipo clasista y objetivos de transfor­
mación. Podemos identificar cuatro tipos principales. El primero y
más común es el de los motines urbanos, que por lo general no eran
revueltas, sino llamamientos al Estado para pedirle ayuda y justicia,
por lo general contra las élites y los funcionarios locales (Cameron,
1976; Ste. Croix, 1981: 318 a 321). Además de este proceso semiins-
titucionalizado, podemos identificar tres tipos más amenazadores de
disturbios. El más llamativo era el de las revueltas de esclavos, nor­
malmente de grupos recién esclavizados, y en consecuencia mucho
menos frecuentes durante el Imperio que durante la República. En
esas revueltas se trataba de matar (o quizá de esclavizar) a los pro­
pietarios de los latifundios y restablecer la agricultura libre; por des­
gracia, no sabemos nada más acerca de la forma de producción que
establecían. El objetivo de esos conflictos era poner fin a la explo­
tación económica, pero eran locales y raras veces se difundían
(Thompson, 1952; McMullen, 1966: 194 a 199, 211 a 216; MacMul-
len, 1974).
Sin embargo, otras dos formas de conflicto alcanzaron una forma
de organización más amplia. Una se refiere a las guerras civiles di­
násticas que contenían efectivamente un elemento de agravio de clase
(una minoría de esos casos). Rostovtzeff (1957) aducía que las gue­
rras civiles del siglo III d.C. eran la venganza de los soldados cam­
pesinos contra sus enemigos de clase en las ciudades. Aunque ac­
tualmente esta opinión esta pasada de moda, podemos aceptar que
contiene dos elementos de verdad: el ejército era una vía importante
de movilidad social ascendente y, para un campesino, el saquear las
ciudades era una forma de mejorar considerablmente su condición.
Sin embargo, a fin de lograrlo tenía que someterse a la autoridad de
su jefe, que casi con seguridad era un rico terrateniente. La segunda
forma de conflicto se produjo sobre todo en el Bajo Imperio: el
cisma religioso. Varios de esos movimientos, especialmente los do­
natistas de Numidia a principios del siglo IV, tenían objetivos socia­
les y de redistribución, aunque esos objetivos coexistían con tenden­
cias separatistas regionales y religiosas de las que trato en el capítulo
siguiente.
Los elementos de clase de esos desórdenes se veían socavados
por la tendencia de los campesinos locales a colocarse bajo la auto­
ridad de quienes tenían poder en la localidad, en contra de la auto­
ridad de la fiscalidad estatal, en organizaciones de patrones-clientes,
en combates «horizontales». También dependían de formas no eco­
nómicas de organización, como un ejército o una iglesia/secta pre­
existentes. Y tendían a ser desintegradores (a buscar la autonomía
regional) o a reconstruir el Estado sin cambios (como ocurría cuan­
do una facción dinástica alcanzaba el éxito). No transformaban el
Estado ni la economía, salvo en sentido regresivo. Cuando el pueblo
era activo políticamente, solía serlo en facciones clientelistas, no en
organizaciones de clase. La lucha de clases era ante todo «latente» y
sus quejas se reconducían hacia combates horizontales. El análisis de
clase del tipo sociológico moderno es aplicable (con matices) a los
enfrentamientos de principios de la república, pero después su per­
tinencia va disminuyendo.
Nada de esto es sorprendente si tenemos en cuenta el ámbito y
el carácter de la economía campesina. Al igual que en prácticamente
todas las economías preindustriales, entre el 80 y el 90 por 100 de
la población trabajaba en la tierra. Hacía falta que un 90 por 100 se
dedicara a la producción agrícola para liberar a los restantes grupos
urbanos y de élite. Su propio nivel de consumo se aproximaba a la
subsistencia y por lo general consumían lo que producían. Así, la
mayor parte de la economía estaba localizada. Desde el punto de
vista del cabeza de familia campesino, la economía era en gran parte
celu lar, es decir, sus relaciones de intercambio estaban incluidas en
una superficie de unos cuantos kilómetros dentro de la cual podía
razonablemente transportar su producto para la venta o el intercam­
bio. La tecnología y los costes del transporte (de los que volveré a
hablar en breve) contribuían fundamentalmente a esta situación. Esa
estructura celular se modificaba si había cerca un mar o un río na­
vegable. En esos siglos era probable un contacto mayor con el mun­
do. Sin embargo, incluso las ciudades, que por general estaban junto
a un río o en las riberas del Mediterráneo, dependían abrumadora­
mente de sus hin terla n ds inmediatos (Jones, 1964: II, 714). Aunque
se cuenten esos mercados locales, el volumen del comercio era esca­
so: según una estimación (quizá dudosa), en el siglo IV d.C. el nue­
vo impuesto de Constantino sobre el comercio urbano había pro­
ducido solamente el 5 por 100 de la contribución territorial (Jones,
1964: I, 466; véase una relación en la que se hace algo más de hin­
capié en el comercio en Hopkins, 1977).
Así, las redes de interacción económica de la masa de la pobla­
ción se limitaban estrictamente a su propia localidad, que satisfacía
la mayor parte de sus necesidades económicas. ¿Qué tipo de acción
colectiva podemos esperar de esto en un imperio extensivo? Las
«clases extensivas» sólo pueden existir si existe una interacción. Así,
en la medida en que Roma estaba formada por una multitud de
unidades de producción prácticamente autosuficientes, podía conte­
ner m uchas «clases» locales, pequeñas y parecidas, de productores
directos, pero no una clase productora a escala de toda la sociedad
capaz de imponer sus intereses. Las masas estaban atrapadas en el
interior de los «diagramas de organización» más extensivos de sus
gobernantes, estaban rebasadas desde el punto de vista de la orga­
nización. En las economías campesinas que hemos examinado hasta
ahora, sólo en las comunidades pequeñas y concentradas reforzadas
por una organización militar de ciudadanos (especialmente en Grecia
y en la Roma inicial) era posible la acción colectiva. A medida que
el imperio se expandía y que el pueblo quedaba excluido de sus
estructuras políticas, disminuía su capacidad para la organización
extensiva. La estructura romana de clases se hizo menos «simétrica»
y la lucha de clases, salvo la de tipo latente, se fue haciendo menos
importante para su desarrollo social. Doy al pueblo el nombre de
«las masas», en lugar de la designación, que tiene una resonancia más
activa, de «clases».
Pero el margen por encima de subsistencia y la autosuficiencia,
pese a ser tan limitado, nos resulta igual de interesante. Después de
todo, lo único que nos interesa de Roma es que n o era una comu­
nidad primitiva de agricultores de subsistencia, que los campesinos
estaban vinculados, por tenuamente que fuera, a un mundo mayor,
más próspero y «civilizado». Los beneficios del imperio, descritos
en el capítulo 5, también estaban presentes aquí y hasta cierto punto
podemos volver a intentar una cuantificación.

Los b en eficio s econ óm icos d el im perio


para las masas

La relación de rendimiento de los cultivos era una de las cinco


pistas que indican que los niveles de vida se elevaron con el auge del
imperio y decayeron cuando éste decayó. En casi todas las econo­
mías agrarias, el alimento básico consistía en algún cereal. Parte de
lo que se obtenía se tenía que volver a plantar como semillas para
la cosecha del año siguiente. La relación entre el rendimiento total
de la cosecha y las semillas replantadas nos da un índice del nivel
de desarrollo de las fuerzas de producción, pues incorpora todos los
perfeccionamientos técnicos. En lugar de comentar detalladamente
diferentes técnicas de labranza, sistema de rotación de cultivos, etc.,
puedo exponer la relación cosecha-semilla. Los datos disponibles
son esporádicos y dudosos, pero cabe hacer algunas comparaciones
a lo largo de toda la historia de Europa. Las cifras romanas perte­
necen al período del siglo I a.C. al siglo II d.C.: el apogeo del po­
derío de Roma. Y varían.
Cicerón nos dice que las tierras poseídas con títulos de propiedad
de Sicilia rendían entre 8:1 y 10:1, en una tierra volcánica evidente­
mente buena. Varrón nos dice que Etruria rendía entre 10:1 y 15:1.
Es de suponer que también se trataba de una región fértil, pues
Columela dice que Italia en conjunto rendía 4:1. Casi todos los
estudiosos utilizan esta estimación. Cualquiera que fuese el grado de
precisión logrado por esas cifras romanas, con la caída del Imperio
de Occidente se produjo una disminución considerable de la relación
de rendimiento. Naturalmente, eso era previsible por otros motivos,
pero las cifras de rendimiento lo apoyan. En los siglos VIII y IX d.C.
se dispone de cifras sobre dos propiedades señoriales francesas y una
italiana, que según Duby (1974: 37 a 39) indican rendimientos no
superiores a 2,2:1, y en algunos casos bastante menos. Ello signifi­
caría que la mitad de la cosecha se volvía a plantar, proporción
peligrosamente cercana al nivel del hambre. Sin embargo, Slicher van
Bath (1963: 17) cree que Duby ha calculado mal y que la cifra real
del siglo IX es de aproximadamente 2,8:1, lo cual sigue siendo con­
siderablemente inferior a los rendimientos romanos. Muchas cifras
a lo largo de los doscientos años siguientes demuestran que después
se dio un aumento lento pero constante. Los rendimientos del si­
glo XIII (en gran parte ingleses) oscilaban generalmente entre 2,9:1
y 4,2:1; los del siglo XIV (donde entran también Francia e Italia)
oscilaban entre 3,9 y 6,5 (Slicher van Bath; Titow, 1972; véase asi­
mismo el cuadro 12.1). Respecto de los siglos XVI y XVII podemos
utilizar datos italianos generalmente comparables a los del período
romano. Vemos que sólo son algo superiores: oscilan entre 1:1 en
zonas muy pobres y 10:1 en zonas fértiles, con una cifra mediana
en torno a 6:1 (Cipolla, 1976: 118 a 123). Las cifras sugieren los
considerables logros económicos del Imperio Romano, que no se
vieron igualados desde el punto de vista agrícola en su propio terri­
torio en más de mil años.
Una segunda pista acerca de los niveles comparados de vida se
deriva de la hipótesis convencional de que el pago en efectivo indica
unos niveles de vida más altos que el pago en especie, porque el
primero indica que se intercambia una variedad mayor de bienes
como mercaderías. El Edicto sobre Precios del emperador romano
Diocleciano, del año 301 d.C., implica una redistribución de salarios
a los trabajadores urbanos de una parte en especie por 1,5-3 partes
en efectivo. Una ordenanza gubernamental parecida de la Inglaterra
del siglo XVI disponía que el mantenimiento absorbiera por lo me­
nos la mitad de los salarios de los trabajadores. Eso puede indicar
que los niveles de vida eran más altos en la propia Roma y en otras
zonas urbanas del imperio que en Inglaterra (Ducan-Jones, 19674:
11 y 12, 39 a 59). Las rentas o las exacciones de impuestos en efec­
tivo también tenían la ventaja económica de fomentar el comercio,
pues se comerciaba con mercaderías para adquirir dinero en moneda,
mientras que las rentas o los impuestos pagados en especie eran
extracciones simples unidireccionales que no desembocaban en un
mayor intercambio. El sistema tributario de Roma implicaba consi­
derablemente más dinero efectivo que el de cualquier Estado ante­
rior, salvo quizá el de Grecia.
Una tercera pista es arqueológica. Hopkins concluye que «los
niveles romanos en las excavaciones revelan más artefactos que los
prerromanos: más monedas, ollas, lámparas, herramientas, piedras
talladas y ornamentos: en resumen, un nivel de vida más alto» (1980:
104). En el caso de las provincias adquiridas muy tarde, como Gran
Bretaña, también podemos discernir un aumento de la actividad agrí­
cola, con muchas zonas que se empiezan a cultivar por primera vez.
Una cuarta pista es el perfeccionamiento de las técnicas agrícolas.
Cabe percibir a lo largo de fines de la República y principios del
Principado la difusión gradual de una variedad mayor de cultivos
—verduras, fruta— y de ganado, así como de abonos (White, 1970).
Sin embargo, hay indicios de un estancamiento tecnológico ulterior,
del cual volveré a ocuparme más adelante en este mismo capítulo.
Una quinta pista es el tamaño y la densidad de población. Los
datos sobre Italia, centrados en los censos de la República tardía,
son bastante exactos, aunque el resto de la población del imperio es
objeto de conjetura. Las investigaciones clásicas de Beloch (resumi­
das por Russell, 1958) se han visto complementadas por obras re­
cientes (especialmente por la de Brunt, 1971). Calculamos la pobla­
ción de Italia en el 225 a.C. entre 5 y 5,5 millones de habitantes,
con una densidad de 22 personas por kilómetro cuadrado. Para el
año 14 d.C. esa cifra se había elevado a por lo menos siete millones
de personas, o sea 28 por kilómetro cuadrado. Según Russell, fue
disminuyendo con la decadencia y caída del Imperio de Occidente,
hasta quedarse en unos cuatro millones para el 500 d.C. Después
fue aumentando lentamente a partir del 600 d.C., pero no llegó al
máximo antiguo hasta el siglo XIII. La población del imperio en su
conjunto está menos clara. Beloch la calculaba en 54 millones de
personas en el 14 d.C., pero ahora se considera que este cálculo es
demasiado bajo, especialmente por lo que respecta al Imperio de
Occidente (en particular España). Las estimaciones recientes tendrían
un punto medio de en torno a 70 millones de personas, con una
densidad de aproximadamente 21 por kilómetro cuadrado. No es po­
sible una crónica de la ulterior decadencia demográfica y su recupe­
ración en todo el imperio, pero probablemente siguió la pauta italiana.
Hay dos aspectos de interés. En primer lugar, la población fue
en aumento con el éxito republicano/imperial y en disminución con
su derrumbamiento. Los romanos lograron sustentar una población
mayor de lo que había sido posible antes, o de lo que se alcanzó a
lo largo de más de quinientos años después de su caída política. En
segundo lugar, su éxito fue fundamentalmente ex ten sivo, repartido
a lo largo de una enorme superficie territorial de más de tres millo­
nes de kilómetros cuadrados. Había una provincia con una densidad
extraordinariamente alta (Egipto, como siempre, con 180 personas
por kilómetro cuadrado) y dos provincias de densidad extraordina­
riamente baja: el Danubio y las Galias (aunque los historiadores
franceses niegan esto último). Las ciudades contribuían de modo
desproporcionado a las cifras de densidad, pero estaban repartidas
por todo el imperio. El asentamiento era básicamente continuo en
una enorme masa de tierra.
Habida cuenta de esos considerables beneficios, no resulta ade­
cuado calificar al imperio de meramente «explotador», fuera la ex­
plotación de una clase por otra o del campo por la ciudad, como
hacen algunos de los estudiosos de la era clásica (por ejemplo,
Ste. Croix, 1981: 13). Había explotación, pero ésta también intro­
ducía beneficios en la pauta, ya familiar, de la cooperación obliga­
toria. ¿Cuáles eran los tenues vínculos de explotación y beneficios
entre los productores campesinos y el mundo en general, que man­
tenían a tantos de ellos, tan densamente concentrados, pero también
repartidos extensivamente, por encima del nivel de subsistencia? Ha­
bía dos de esos vínculos: los «voluntarios», horizontales, en forma
del intercambio, y el comercio de mercaderías, y los verticales y
obligatorios, en forma de extracción de rentas y de impuestos. ¿Cuál
era su importancia relativa? Para responder a esa pregunta es nece­
sario estudiar el carácter del segundo gran actor del poder: la clase
gobernante.
Nadie discute que en la Roma imperial existía claramente una
clase gobernante, pero el carácter de su poder era complejo, cam­
biante e incluso contradictorio. El enigma no se halla en su relación
con las masas, que se institucionalizó a principios de la República y
después se hizo todavía más clara, sino en su relación con el Estado.
Porque la contradicción central era la siguiente: los «estratos supe­
riores» se convirtieron en algo muy parecido a una clase en nuestro
sentido moderno —es decir, que el poder se apoyaba en la «sociedad
civil», en la posesión de la propiedad privada y la autonomía d e fa cto
respecto del Estado—, pero su posición se inició en gran medida por
conducto del Estado y dependió continuamente del Estado para su
mantenimiento. Veamos cómo fue evolucionando esto.
La «propiedad privada» apareció temprano en Roma, pero parece
haber «despegado» como resultado del botín que representaban sus
conquistas para el Estado. La conquista permitió que la riqueza y
el control de la fuerza de trabajo destruyeran la principal institución
colectiva inicial: la ciudadanía participativa. Lo hizo por conducto
de los cargos militares y civiles. Al principio, todos los generales
procedían de los miembros del orden senatorial que poseían magis­
traturas. Como se echaban a suertes, podemos advertir la estrecha
relación existente entre los altos cargos militares y la clase alta com o
un todo. Esos hombres controlaban la distribución del botín y los
esclavos. La administración de las provincias conquistadas generaba
todavía más riqueza líquida. Los gobernadores, los cuestores y otros
magistrados procedían del orden senatorial y los arrendatarios de
impuestos y los contratistas del ejército procedían generalmente del
ecuestre.
En cuanto a sus actividades, disponemos de abundantes fuentes
cínicas. Por ejemplo, en la segunda mitad del siglo II a.C., vemos
este lamento: «En cuanto a mí, necesito un cuestor o un proveedor,
que me provea de oro de las sacas de dinero del Estado» [S.a.]. En
el siglo I a.C. se empezó a reiterar que un gobernador provincial
necesitaba hacer tres fortunas: una para recuperar sus gastos electo­
rales, otra para sobornar al jurado en el juicio previsible por mal
gobierno y la tercera para vivir de ella en adelante. Cicerón lo re­
sumió todo: «Al final uno comprende que todo está en venta» (todas
las citas proceden de Crawford, 1978: 78, 172. S.a.).
El Estado era esa gente. Hasta el Principado no existió una bu­
rocracia central separada, e incluso entonces, como veremos, su ca­
pacidad para controlar a sus administradores de la clase alta era li­
mitadísima. El Estado saqueaba la riqueza y establecía impuestos
sobre ella en el caso de los pueblos conquistados, pero quien la
adquiría después era una clase descentralizada. Sus derechos sobre
ese excedente estaban institucionalizados en unos derechos de pro­
piedad privada «absolutos», garantizados por el Estado, pero admi­
nistrados por un grupo cuasi autónomo de juristas aristocráticos.
Existía una delicada reciprocidad entre el Estado y la clase gober­
nante.
¿Qué fue lo que mantuvo una cierta integración en el seno de
esa clase? ¿Por qué no se desintegró Roma en un sistema de múlti­
ples ciudades-Estado o en una serie de satrapías? Esas preguntas
indican cuál fue el principal logro del poder romano, la institucio-
nalización del imperio sobre más de tres millones de kilómetros
cuadrados y quizá 70 millones de habitantes. Un vistazo al mapa
revela que su núcleo se hallaba en el Mediterráneo, aunque se ex­
tienda a considerable distancia del Mediterráneo, especialmente hacia
el norte. Las limitaciones generales de comunicaciones y de control
del mundo antiguo, descritas en capítulos anteriores, seguían exis­
tiendo. Hasta entonces no habían llegado más que a regímenes je­
rárquica y territorialmente federales, que se desintegraban y se re­
construían, a menudo mediante la conquista por señores de las mar­
cas. Pero Roma siguió siendo mucho más unificada y estable a lo
largo de todas sus vicisitudes. ¿Por qué?
La respuesta nos hace volver a las dos estrategias más eficaces
del gobierno imperial comentadas en el capítulo 5. La primera se
refiere fundamentalmente a las relaciones jerárquicas de imperio. Yo
aduciré que la dominación quedó territorializada por la «economía
legionaria», forma intensificada de la cooperación obligatoria de
Spencer. La segunda estrategia se refiere a las relaciones horizonta­
les, a la creciente integración ideológica de la clase alta. De esta
segunda forma de poder se trata con más detalle en el capítulo si­
guiente, pero ahora la esbozo.
Al igual que la mayor parte de los imperios anteriores, Roma
por lo general gobernaba por intermedio de élites autóctonas locales
respaldadas por sus propios gobernadores, guarniciones y campa­
mentos legionarios. En términos del contraste formulado en el ca­
pítulo anterior, adoptó la opción persa y no la asiria. Sin embargo,
esa política pronto desarrolló nuevas formas. Los gobernantes loca-
Ies podían mantenerse en su lugar (con la conspicua excepción de
los cartagineses). Livio atribuyó estas palabras a un tirano de Esparta
que se dirigía a un general romano: «Tu deseo es que unos cuantos
tengan una gran riqueza y que la gente del común quede sometida
a ellos» (citado en Ste. Croix, 1981: 307, s.a.). A cambio, los gober­
nantes locales se romanizaban en cuanto a cultura, por lo menos en
las partes occidentales del Imperio. Esta política consciente compor­
taba la enseñanza del idioma y de la escritura, la construcción de
teatros y anfiteatros y la integración flexible de los cultos locales en
los de los romanos. Al cabo de un siglo, aproximadamente, de do­
minación romana, por lo general resultaba imposible detectar super­
vivencias culturales locales entre las élites de las provincias occiden­
tales. Todas ellas hablaban latín (y hasta el siglo III d.C., muchas
también hablaban el griego). En el Oriente, la situación se veía com­
plicada por la condición de Grecia y por la absorción parcial de su
lengua y su cultura por los romanos. En el Oriente había dos len­
guas oficiales. Aunque el griego era el principal idioma unificador
de los gobernantes políticos, también se hablaba el latín, sobre todo
en los tribunales y en el ejército. Salvo esta complicación, el Oriente
era igual que el Occidente: ambos tenían un alto grado de integra­
ción cultural entre las élites. Millar y otros (1967) han descrito el
proceso en el período desde el año 14 al 284 d.C. La pertenencia al
Senado estaba difundida por todo el imperio, al igual que la sucesión
imperial. La púrpura pasó de los aristócratas romanos a los «bur­
gueses» italianos, después de los colonos italianos de España y de
las Galias meridionales, más tarde a los africanos y los sirios y, por
último, a hombres de la zona del Danubio y de los Balcanes. Pese
a la violencia del proceso efectivo de sucesión, esta difusión fue un
proceso notable y sin precedentes históricos: porque en medio de
todo, el Imperio se mantenía unido. No parece que ninguno de los
aspirantes fuera un líder provincial «nacional» que ambicionara la
secesión provincial o una conquista que habría entrañado establecer
la hegemonía de una provincia sobre todo el imperio. La hegemonía
de Roma no estaba en disputa. Eso también era algo nuevo: en los
imperios anteriores la hegemonía había oscilado entre las provincias
y las capitales como resultado de enfrentamientos civiles y dinásticos
de ese tipo.
La alfabetización se había convertido en algo crucial. La integra­
ción ideológica no era posible en los imperios anteriores porque no
había surgido la infraestructura. Hasta que se pudieran transmitir y
estabilizar mensajes a lo largo de territorios extensivos mediante la
escritura, en los grandes imperios tardaba en establecerse la similitud
de penamiento y de costumbres cotidianas. La cultura de la élite ya
se había desarrollado mediante la escritura entre los griegos y los
persas. En el capítulo siguiente se dan detalles acerca de la alfabeti­
zación de los romanos, pero ésta tenía dos características principales.
En primer lugar, era la alfabetizacón de toda la clase alta, desde
luego de los varones, quizá también de las mujeres, que se enseñaba
oficialmente a esa clase y también se extendía a otras. En segundo
lugar, se utilizaba dentro del contexto fundamentalmente verbal y
no oficial de las relaciones directas en el seno de la clase alta. O sea,
que la solidaridad cultural que transmitía se limitaba en gran medida
a la clase alta. Las masas quedaban excluidas. La escritura no se
desarrolló mucho fuera de las instituciones no oficiales de la clase
alta. El desarrollo de los registros y de las cuentas era rudimentario:
ni el Estado ni los particulares crearon una teneduría de libros de
una sola entrada o de doble entrada (Ste. Croix, 1956). El Estado
poseía pocos recursos de poder que fueran independientes de la clase
alta. En períodos anteriores hemos percibido cómo la alfabetización
desempeñaba dos papeles ideológicos «inmanentes»: como instru­
mento del poder del Estado y como vínculo de la solidaridad de
clase. Esos dos papeles estaban más fusionados en Roma que nunca
antes.
Así, surgió una clase go b ern a n te universal: extensiva, monopoli-
zadora de la tierra y del trabajo de otros, organizada políticamente
y consciente de sí misma culturalmente. En su pleno desarrollo, la
República/Imperio no estaba gobernada por camarillas de gobernan­
tes locales particularistas ni por un núcleo conquistador romano de
las élites autóctonas, ni por conducto de ellas, sino por una clase.
La estructura de clases era lo que califiqué en el capítulo 7 de
«asimétrica»: existía una clase gobernante extensiva y política, pero
sin una clase subordinada equivalente. A los autores modernos les
resulta difícil aceptar esta descripción. Estamos acostumbrados a la
simetría de las estructuras de clase contemporáneas en las cuales
clase dominante y clase subordinada, organizadas en el mismo es­
pacio social, se enfrentan y llegan a soluciones intermedias. Como
no encontramos esto en Roma, salvo en los primeros años, muchos
autores concluyen que las clases no existían en absoluto (por ejem­
plo, Finley, 1973: cap. 3; Runciman, 1983). Pero la élite terratenien­
te romana era tan «de clase» como cualquier grupo de cualquier
sociedad conocida, antigua o actual. La conclusión es, más bien, que
las estructuras de clase son muy variables, que sólo unas cuantas son
simétricas y en consecuencia están impulsadas por el tipo de lucha
de clases que describió Marx.
Debe establecerse una matización: la cultura alfabetizada de la
clase alta romana contenía una gran falla: la división en cultura latina
y cultura griega. Con el tiempo, esto dividió el Imperio en dos.
Reforzada por las diferencias geopolíticas, constituyó una división
duradera entre la civilización de Europa y la de sus vecinos orientales.
Aunque Roma fue históricamente excepcional, no lo era en su
propia época. Su cuasi contemporánea, la dinastía Han de China,
también desarrolló una homogeneidad cultural de la clase gobernan­
te y, de hecho, fue probablemente mayor que la de Roma. También
en este caso, se centraba en la transmisión de una cultura predomi­
nantemente secular (el confucianismo), por conducto de la escritura.
El desarrollo de la alfabetización seguía desempeñando un impor­
tante papel en la forma y en la perdurabilidad de las relaciones de
poder. Era la infraestuctura logística del poder ideológico, que podía
dar cohesión a una clase gobernante extensiva. Pronto se siguió ex­
tendiendo a otras clases, hasta desestabilizar el mismo régimen ro­
mano que al principio había apuntalado. Esta historia de la trans­
cen d en cia ideológica queda para el capítulo siguiente.
La otra forma principal de poder que intervino en la integración
romana fue la territorialización de lo que en capítulos anteriores he
denominado cooperación obligatoria. Esta adoptó la forma de una
«economía legionaria» cuya infraestructura logística aportaba una
economía militarizada que empezaba a aproximarse a una auténtica
territorialidad. Históricamente fue anterior a la integración ideoló­
gica de las clases, pues esta última sólo se aplicaba a territorios ya
conquistados por la fuerza. Los romanos no fomentaban las estra­
tegias de asimilación por encima de sus fronteras.
Los mejores análisis de la economía imperial romana son los de
Keith Hopkins. Empiezo con su análisis del comercio (1980). A par­
tir de la obra de Parker (1980) sobre los naufragios en el Mediterrá­
neo, deduce un gran aumento (superior al 300 por 100) del comercio
marítimo a partir del 250 a.C. Después, el comercio se fue estabili­
zando hasta algún momento en torno al 200 d.C., cuando empezó
a disminuir. Análogamente, utilizando el trabajo de Crawford (1974)
sobre los cuños utilizados para hacer monedas, deduce que el volu­
men de acuñación permaneció bastante estable durante el siglo an-
terior al 157 a.C., y que después aumentó de forma más o menos
constante hasta llegar a un máximo de más del 1.000 por 100 del
volumen del 157 a.C. hacia el 80 a.C. Permaneció en torno a este
nivel hasta aproximadamente el 200 d.C., cuando el envilecimiento
de la moneda empezó a hacer que fuera inútil cualquier inferencia
acerca del volumen del comercio. También compara los tesoros en
monedas hallados en siete provincias diferentes en el período del 40
al 260 d.C., y a partir de ahí formula deducciones acerca de la uni­
formidad de la oferta monetaria en todo el Imperio. Si se tiene en
cuenta la probabilidad de errores en el método de confiar en el
hallazgo accidental de tesoros en monedas, resulta llamativo que ha­
lle tendencias parecidas respecto de todas las provincias hasta poco
después del 200 d.C. Durante ese período el Imperio fue una sola
economía monetaria. Esto no significa negar que también estuviera
vinculado a actividades económicas fuera de sus fronteras, sino lla­
mar la atención sobre el carácter sistemático de la interacción eco­
nómica d en tro de esas fronteras. Esto no había ocurrido en ninguna
medida comparable en los imperios anteriores. Nos estamos acer­
cando más que nunca hasta ahora a una «sociedad unitaria».
La acuñación de moneda no es más que un medio de intercam­
bio; el comercio es meramente su forma. ¿Qué fue lo que efectiva­
mente g en eró esa economía, con sus monedas y su comercio? La
«conquista» es una respuesta inicial, pero ¿cómo se reflejó eso en la
integración económica? Hay tres formas posibles de integración: los
im puestos, que implican la integración vertical entre el ciudadano y
el Estado; la renta, que implica la integración vertical entre el terra­
teniente y el campesino, y el propio com ercio, que implica una in­
tegración horizontal que podía ser producto de las dos primeras
formas o independientes de ellas.
Examinemos, en primer lugar, el desarrollo espontáneo del co­
mercio. Las conquistas romanas habían eliminado las fronteras po­
líticas en todo el Mediterráneo y abierto el noroeste a las redes ya
consolidadas de riqueza y comercio autónomo del sur y del este.
Esto se observó especialmente en el intercambio de bienes suntuarios
y de esclavos, en el cual el Estado participaba poco después de la
conquista inicial. La élite romana en su patria y en las provincias
utilizaba el botín del Imperio para comprar bienes suntuarios y es­
clavos, lo cual intensificaba las relaciones de intercambio de la «so­
ciedad civil». En segundo lugar, veamos las rentas: el empleo de
esclavos, siervos y mano de obra libre por los terratenientes también
incrementaba el excedente, la liquidez y el comercio del Imperio.
No sabemos mucho acerca de esto. Pero, en tercer lugar, podemos
estar razonablemente seguros de que esas dos formas de integración
en el seno de la sociedad civil tenían menos importancia que la in­
tegración debida al sistema tributario estatal. Así lo indican las co­
rrientes comerciales globales. Cito la conclusión de Hopkins de un
artículo anterior:
La causa primordial de esa unificación monetaria de todo el Imperio fue la
corriente complementaria de impuestos y comercio. Las provincias más ricas
del Imperio (España, el norte de Africa, Egipto, el sur de las Galias y el
Asia Menor) pagaban impuestos en dinero y en su mayor parte esos im­
puestos se exportaban y se gastaban en Italia o en las provincias fronterizas
del Imperio, donde estaban destacados los ejércitos. Las provincias ricas del
núcleo después tenían que recuperar su dinero de los impuestos mediante
la venta de alimentos o de mercaderías a las regiones importadoras de im­
puestos... Así, el estímulo primordial al comercio a distancia en el Imperio
Romano era el que constituían las exigencias fiscales del gobierno central y
la distancia entre donde trabajaban la mayor parte de los productores (con­
tribuyentes) y donde estaban destinados la mayor parte de los dependientes
del gobierno (soldados y funcionarios) [1977: 5].

Roma estableció un sistema económico dirigido por el Estado.


Por tanto, en este respecto resulta inadecuado calificar a Roma de
«economía capitalista», como hace Runciman (1983), aunque tenía
propiedad privada e instituciones monetarias.
Pero esa economía dirigida por el Estado no disponía de una
infraestructura bancaria para introducir sus monedas a la economía
cuando hubiera demanda (como ocurre en los Estados modernos).
Su único mecanismo de desembolso eran sus propios gastos. Al igual
que ocurría en la mayor parte de los Estados antiguos, no conside­
raba la moneda como medio de intercambio entre sus súbditos, sino
como medio de obtener ingresos, pagar gastos y almacenar reservas.
Protegía esa función celosamente. Cuando el emperador Valente se
enteró de que había particulares que acuñaban su propio oro, se lo
confiscó: las cecas imperiales existían para atender a las necesidades
del gobierno, no para la comodidad del público (Jones, 1964: I,
441). El papel de la acuñación de moneda en el comercio y en la
vida urbana en general era un p rod u cto secundario de las necesidades
administrativas del propio Estado (Crawford, 1970: 47 a 84; 1974:
633).
Así, pese a sus enormes acumulaciones de propiedad privada y
a su autonomía política d e fa cto , la clase alta dependía del Estado
para mantener el sistema económico que la beneficiaba. Se había
apoderado de los activos de un Estado de conquista, pero el Estado
seguía siendo necesario para la existencia de esos activos.
También hemos resuelto el problema del bienestar económico de
las masas, planteado en la sección anterior. Pues su consumo de
mercaderías especializadas (como paños, cuchillos, sal o vino) tam­
bién dependía de la economía monetaria dirigida por el Estado. No
podemos distinguir cabalmente entre cada gran grupo de la «socie­
dad civil» y el «Estado». Al final de un período en el cual la frag­
mentación del Estado romano de conquista amenazaba con desinte­
grar todo el orden social, Roma se reconsolidó en un Estado impe­
rial central-despótico. Se trataba de una forma más evolucionada de
la cooperación obligatoria que encontramos en los imperios anterio­
res de dominación descritos en el capítulo 5. Ahora, pasemos al
último actor clave del poder: el propio Estado.

El Estado im perial y la econ om ía legionaria

La forma constitucional de los imperios romanos —república,


principado o imperio— importa menos en el período desde aproxi­
madamente el 100 a.C. al 200 d.C. que su unidad y su continuidad
básicas. La descripción de la «auténtica» constitución romana, ver­
dadero centro del poder político, es forzosamente una empresa di­
fícil y laboriosa, pues debe tratar de disposiciones tanto formales
como no formales, que a menudo no están escritas. Sin embargo,
pasaré por alto esa empresa y utilizaré como medida sencilla del
poder del Estado su cu enta fisca l: el aspecto de los gastos aporta una
medida de las funciones del Estado; el aspecto de los ingresos cons­
tituye una crónica de la autonomía relativa del Estado respecto de
los grupos situados en la sociedad civil, así como de su dependencia
respecto de ellos. Evidentemente, los registros conservados son li­
mitados. Esta metodología se ampliará en los capítulos ulteriores,
cuando nos encontremos con Estados que dejaron unos registros
más sistemáticos, y entonces trataré de sus bases y de sus límites con
más detalle. De momento, cito la justificación general que hace
Schumpeter de este método:
La hacienda pública es uno de los mejores puntos de partida para una in­
vestigación de la sociedad... Tanto el espíritu de un pueblo como su nivel
cultural, su estructura social y los actos que puede preparar su política están
escritos en su historia fiscal, una vez desnuda de toda la fraseología. Quien
sepa escuchar ese mensaje discierne en ello el trueno de la historia universal
con más claridad que en ninguna otra cosa [1954: 7],

O, como lo expresa más sucintamente Jean Bodin, el dinero es


la musculatura del Estado.
No poseemos detalles de las finanzas imperiales más que en un
momento concreto de tiempo. Ello se debe a la supervivencia del
testamento del emperador Augusto, la Res A ugustae (reproducida en
Frank, 1940: 4 a 17; comentada por Millar y otros, 1977: 154 y 155,
189 a 201). Hemos de suponer que las dos cuentas que se mencionan
en él, la del a erarium (hacienda pública) y la de la casa personal de
Augusto, estaban en realidad separadas. Frank cree que así era.
Los gastos del aerarium ascendían en total a unos 400 millones
de sestercios (la moneda básica romana) al año. Aproximadamente
el 70 por 100 se gastaba en las fuerzas armadas (el 60 por 100 en
las legiones y la marina, el 10 por 100 en las cohortes pretorianas y
urbanas en torno a Roma); el 15 por 100 aproximadamente en la
distribución de cereales al pueblo romano (la d olé, cuyo nombre
sobrevive en inglés); aproximadamente el 13 por 100 en la «nómina»
de la función civil y el pequeño resto en edificios públicos, caminos
y juegos públicos. Los gastos anuales personales de Augusto ascen­
dían a algo más de 100 millones de sestercios, el 62 por 100 de los
cuales se destinaban a donativos de pagas, tierras y pensiones para
sus soldados; el 20 por 100 se distribuía al pueblo de Roma en
efectivo o en cereales; el 12 por 100 se destinaba a comprar tierras
para el propio Augusto, y el resto se gastaba en la edificación de
templos y en juegos públicos. La similitud de los dos presupuestos,
pese a nuestras expectativas de que sus títulos representaban dife­
rentes pautas, revela que no existía una auténtica división entre las
funciones «públicas» y las «privadas» de Augusto. Como la mayor
parte se gastaba en el ejército y en otras formas de pacificar al pueblo
de Roma, Augusto se aseguraba de obtener una lealtad personal para
sí mismo, así como para el Estado. Un Estado así no estaba muy
institucionalizado.
Los efectivos del ejército permanecieron relativamente estabiliza­
dos en poco más de 300.000 hombres durante los tres siglos siguien­
tes. No disponemos de datos acerca de ningún incremento de la
burocracia ni de las funciones civiles durante ese tiempo. Así, los
gastos militares siguieron siendo los predominantes. De los demás
gastos, la pacificación del pueblo de Roma, literalmente mediante
pan y circos (así como mediante las cohortes pretorianas y urbanas),
era lo más importante, con las funciones civiles más positivas muy
por detrás. Esos gastos revelan el militarismo del Estado romano.
Como veremos en capítulos ulteriores, difieren de los del Estado
medieval y del moderno inicial por la implacable estabilidad de su
militarismo: al contrario que sus sucesores, el Estado romano nunca
experimentó enormes incrementos y disminuciones de su dimensión
financiera, porque siem pre estaba en guerra. Y se distingue de los
del Estado contemporáneo por la insignificancia de las funciones y
los funcionarios civiles.
De hecho, la burocracia era insignificante: quizá 150 funcionarios
en Roma, más 150 administradores senatoriales y ecuestres, más sus
pequeñas dotaciones de esclavos públicos en las provincias. El Es­
tado era en gran medida un ejército. La economía dirigida por el
Estado era una economía dirigida por el ejército.
Por eso debemos estudiar atentamente ese importantísimo ejér­
cito. ¿Cuáles eran sus funciones? Paso ahora a combinar el análisis
económico de la última sección con las consideraciones militares
estratégicas derivadas de la obra de Luttwak The G rand S trategy o f
th e R om án Empire (1976). Los diagramas que siguen se basan en los
suyos.
En el período del 100 a.C. al 200 d.C. hubo dos fases estragé-
gicas. La primera es la que Luttwak califica de «imperio hegemóni-
co» (análogo a mi «imperio de dominación»), que duró hasta el
100 d.C. aproximadamente. En esa fase (figura 9.1) no existían unos
límites exteriores claros del imperio, ni fortificaciones fronterizas. La
potencia de choque de las legiones era mayor que la capacidad de
consolidación del Estado (como cabría esperar conforme a Lattimo-
re). Era más rentable utilizar a los Estados clientes para influir en
las regiones exteriores y extraer botín de ellas. Eso resultaba más
fácil en las partes orientales del Imperio, donde había Estados civi­
lizados que controlaban parcialmente sus propios territorios; era más
difícil en la Europa sin Estados, donde para que hubiese paz solía
ser necesaria la presencia de legiones romanas.
En la primera fase, la mayor parte de las legiones no estaba es­
tacionada en las fronteras. Su función consistía en la pacificación
interna. La conquista de la zona de control directo la hacían legio­
nes, que iban abriendo una vía de penetración por territorios hostiles
para capturar los grandes centros de población y las capitales políti­
cas. La siguiente fase consistía en difundir esa penetración sin perder
la ventaja militar de la legión: la potencia de combate concentrada
y disciplinada de 5.000 hombres más las tropas auxiliares. El disper­
sar pequeñas guarniciones habría eliminado esa ventaja. La solución
consistía en el ca m pa m en to d e m archa. La legión seguía en marcha,
pero a un ritmo lento y metódico, e iba edificando sus propias for­
tificaciones y construyendo sus propias vías de comunicaciones. Las
reformas de Mario habían consagrado esa estrategia, al convertir a
la infantería pesada en una unidad con la doble misión de combatir
y de hacer obras de ingeniería civil.
Así muestran claramente las imágenes y las descripciones de las
tropas legionarias. El historiador judío Josefo es un testigo presencial
admirativo de la organización de las tropas romanas, en la cual elogia
su cohesión, su disciplina, sus ejercicios diarios, sus métodos de
construcción de campamentos e incluso sus costumbres colectivas a
las horas de comer. Después escribe sus órdenes de marcha y su
equipo. Obsérvese lo que transportan: «Los soldados de a pie tienen
una lanza y un escudo largo, además de una sierra y un cesto, un
zapapico y un hacha, una tira de cuero y un gancho, son provisiones
para tres días, de modo que un infante no tiene mucha necesidad de
una muía para que transporte su carga» (1854: libro II, capítulo V,
5). Esta extraña impedimenta se ataba a una pértiga larga, que se
portaba como una lanza, ideada por la intendencia de Mario. Sólo
la lanza y el escudo eran equipo para el combate, no tienen nada de
notable, como tampoco las raciones para tres días. Todo el resto del
equipo está formado por «armas logísticas», ideadas para ampliar la
infraestructura de la dominación romana. En su mayor parte eran
para construir fortificaciones y rutas de comunicaciones: el cesto era
para transportar tierra; la tira de cuero para desplazar terrones; el
zapapico con dos hojas diferentes para cortar árboles y cavar trin­
cheras. Otras piezas se destinaban fundamentalmente a mejorar el
suministro: la hoz para cortar cereales, la sierra para el material de
madera y la leña (véase un comentario sobre todo este equipo en
Watson, 1969: 63, y Webster, 1979: 130 y 131). Compárese este
equipo con el de casi todas las tropas de otros imperios o ciudades-
Estado, que no habían transportado más que el material de combate.
Los romanos fueron los primeros en gobernar siempre por medio
del ejército, no sólo por el terror, sino también con proyectos de
ingeniería civil. Las tropas no tenían que confiar en enormes trenes
de intendencia, ni necesitaban una mano de obra forzada local para
que les construyera sus caminos. Se reducía la necesidad de celebrar
complicadas negociaciones con quien quiera controlase las existen­
cias locales de alimentos. Dependían de una economía monetaria, a
disposición de sólo unos cuantos imperios anteriores. Dado todo
ello, la legión podía ir avanzando despacio, como unidad indepen­
diente, sobre cualquier terreno que poseyera excedentes agrícolas
—lo cual, como hemos visto, era casi todo el territorio del Impe­
rio— y consolidar su dominio y su retaguardia mientras avanzaba.
El equipo atado a la pértiga de Mario fue la última aportación
de la Edad del Hierro a las posibilidades de dominación extensiva.
Las legiones construían carreteras, canales y murallas mientras mar­
chaban y, una vez construidas las rutas de comunicaciones, éstas
mejoraban su velocidad de desplazamiento y sus capacidades de pe­
netración. Una vez cruzada de uno a otro lado una provincia, los
impuestos y la recluta militar de tropas auxiliares, y más tarde de
legionarios, se convertían en cuestión de rutina. Ello precipitaba a
menudo la primera revuelta autóctona después de la conquista, que
se aplastaba con el máximo de fuerza. A partir de entonces, la pre­
sión militar se iba aflojando y la dominación política romana se
institucionalizaba. Las nuevas rutas de comunicaciones y la econo­
mía dirigida por el Estado podían generar crecimiento económico.
No se trataba realmente de una economía dirigida por el Estado en
nuestro sentido moderno, sino de una economía dirigida por los
militares: una econ om ía legionaria.
A medida que avanzaba la pacificación, quedaban liberadas más
legiones para la expansión hacia el exterior. Sin embargo, las opcio­
nes expansionistas no eran ilimitadas. Las legiones romanas eran efi­
caces en una guerra muy intensiva contra pueblos sedentarios y con­
centrados. Cuando tropezaban con pueblos nómadas en territorios
poblados, disminuían su ventaja y su capacidad y su deseo de con­
quista. El penetrar al sur por el Sáhara tenía poco sentido. Al norte,
los bosques alemanes no eran impenetrables, pero hacían que la or­
ganización militar resultara difícil. Las ambiciones romanas nunca se
recuperaron tras el choque del bosque de Teutoburger, en el 9 d.C.,
cuando Varo llevó a tres legiones a la confusión y a la destrucción
total a manos de germanos conducidos por el ex jefe de tropas au­
xiliares Hermann. En adelante siempre existirían semibárbaros peli­
grosos a lo largo de las fronteras septentrionales.
Al este había un obstáculo distinto: el único gran Estado civili­
zado que quedaba en las fronteras con Roma, el de los partos (con­
quistadores de la dinastía helenística de los seléucidas de Persia hacia
el 240 a.C.). Debido al empleo de los Estados clientes del Oriente,
las tropas romanas destacadas allí eran de escasa calidad, y al igual
que todos los ejércitos romanos, estaban bastante escasas de caba­
llería, que es útil en los desiertos orientales. Craso estaba mal pre­
parado para combatir a los partos en su campaña del 53 a.C. y fue
aniquilado con siete legiones en Carras, en el norte de Siria. Los
partos combinaban la caballería pesada con arqueros a caballo: la
q L e g ió n

F r o n t e r a p a r c ia lm e n t e fo r t if ic a d a

Figura 9.2. Fase 2 d e l I m p e r io R o m a n o : e l im p e rio te rrito ria l (según L u t t w a k , 1976).

caballería obligó a los romanos a mantenerse en formación cerrada


y los arqueros los hicieron pedazos. Los romanos lograron vengar
esa derrota cuando estuvieron bien protegidos con caballería y ar­
queros. Pero los partos no fueron expansionistas a partir de enton­
ces, de modo que no constituían una amenaza. El conquistarlos hu­
biera exigido un gran esfuerzo. Este no se hizo.
Con la creciente pacificación interna, ahora se necesitaba a las
legiones en torno a las fronteras del Imperio. Roma avanzaba hacia
la segunda fase, representada en la figura 9.2, de imperio territorial.
En esta fase, la principal amenaza la constituían los extranjeros que
hacían incursiones en las provincias pacificadas. No se les podía
eliminar porque no eran sedentarios, de modo que la única estrategia
posible era la de contenimiento. Por desgracia, esto exigía tropas en
torno a todo el perímetro. Las fortificaciones fronterizas podían ayu­
dar a reducir los costes militares. No tenían por objetivo repeler
totalmente a los bárbaros, sino mejorar las comunicaciones y obligar
a los intrusos a concentrarse en su punto de entrada y de salida, lo
cual hacía más fácil interceptarlos en el camino de vuelta (de ahí,
quizá, la aparente excentricidad de excavar grandes trincheras d en tro
de la Muralla de Adriano, en lugar de fuera). El mantenimiento de
la economía legionaria exigía grandes e implacables gastos de dinero
y de personal. El militarismo de Roma no podía conocer un final,
aunque sus estrategias cambiaran.
La cooperación obligatoria de los primeros imperios de domina­
ción, descrita en el capítulo 5, había estado integrada por cinco ele­
mentos: pacificación, el multiplicador militar, la atribución de valor
económico, la intensificación del proceso laboral y la difusión y la
innovación coercitivas. La economía legionaria contenía esos cinco
elementos, intensificados y dotados de firmes fronteras externas:

1. P acificación. La pacificación interna predominó durante la


fase de hegemonía/dominación, y la externa durante la fase territo­
rial. Ambas aportaban un medio estable y seguro para la actividad
económica racional; ambas fueron adquiriendo un carácter cada vez
más territorial.
2. El m u ltip lica dor militar. La coacción intervenía en la forma
de la economía, al establecer una infraestructura de comunicaciones
y comercio y un mercado de consumo en las legiones y en Roma
que dieron impulso a la acuñación de moneda, el comercio y el
desarrollo económico. Este era el meollo de la economía legionaria,
un «keynesianismo militar».
3. La atrib u ción d e v a lo r econ óm ico. Este aspecto había cam­
biado considerablemente desde los primeros imperios de domina­
ción. Como hemos visto en capítulos anteriores, el aumento del
poder económico del pequeño agricultor y del comerciante y el de­
sarrollo de la acuñación de moneda, habían destruido la economía
de mercado central. Ahora se asignaba el valor mediante un equili­
brio del poder entre el Estado y la «sociedad civil», mediante una
mezcla de autoridad estatal "y de una oferta y una demanda organi­
zadas en el sector privado. El Estado romano aportaba las monedas,
que distribuía a través de sus propias necesidades de consumo. Como
el Estado era el principal consumidor en el sector monetario de la
economía, sus necesidades tenían grandes repercusiones en la escasez
y el valor relativo de las mercaderías. Pero los productores y los
comerciantes intermediarios y contratistas constituían bloques de po­
der privado, con sus derechos consagrados por la ley y por el valor
de una economía monetaria. Los sectores estatal y privado, juntos,
generaban un enorme mercado común, que penetraba en todos los
rincones del imperio, y sus fronteras constituían una cierta divisoria
en las redes comerciales. La economía monetaria contribuyó mucho
al desarrollo de un imperio territorial.
4. La inten sificación d el p roceso laboral. Esta se produjo me­
diante la esclavitud en primer lugar, y después la servidumbre y el
trabajo asalariado. Fue producto de la conquista militar por el Es­
tado y se vio descentralizada bajo el control de la clase alta en su
conjunto. Como observa Finley, cuanto más libre era el campesino,
más precaria era su posición económica. Los tratados de agricultura
que daban consejos presentaban «el punto de vista del policía, no
del empresario» (1973: 106 a 113).
5. La difusión y la in n ova ción coercitivas. Este elemento fue
muy destacado en la fase inicial de hegemonía/dominación y después
decayó considerablemente en la fase territorial. La difusión era algo
así como un proceso unilateral del este al oeste, a medida que los
romanos iban aprendiendo de la civilización de los griegos y del
Oriente Medio. Pero ellos la llevaron coercitivamente hasta la costa
del Atlántico. Dentro de la Pax Romana empezó a desarrollarse una
cultura común. Sin embargo, la construcción de fortificaciones fron­
terizas simbolizó el comienzo de una orientación defensiva hacia el
mundo externo y fue parte del estancamiento del Imperio, del que
se tratará más adelante.
Estos cinco elementos equivalían a una economía legionaria que
saturaba el Imperio por conducto de corrientes interdependientes de
mano de obra, intercambio económico, moneda, leyes, escritura y
los demás aditamientos de un Estado romano que era poco más que
un comité para gestionar los asuntos comunes de los jefes de las
legiones.
Pasemos ahora de forma más sistemática a la logística de las co­
municaciones y a las limitaciones que éstas habían impuesto tradi­
cionalmente a la posibilidad de control territorial. Aunque las limi­
taciones al transporte seguían siendo en general las mismas, los ro­
manos hicieron tres avances notables dentro de ellas.
El primero fue que al generar un nivel tan alto de excedente y
quedarse con parte de éste para sí, la élite romana —en parte estatal
y en parte latifundista— podía ahora permitirse un nivel mucho más
alto de gastos para la infraestructura de control que ningún otro
Estado anterior. El transporte por tierra, por ejemplo, de provisio­
nes para las legiones, podía ser carísimo, pero si se consideraba in­
dispensable, se podía costear.
En este aspecto tiene importancia el Edicto de Diocleciano sobre
Precios. Nos da cifras que nos permiten calcular los costes de dife­
rentes formas de transporte (texto completo en Frank, 1940: 310 a
421; Duncan-Jones [1974 : 366 a 369] contiene una buena guía del
edicto). Existe una ambigüedad: las interpretaciones del kastrensis
m odius (medida de peso) pueden variar por un factor de dos. Si el
coste del transporte marítimo se establece en uno, entonces el costo
por vía fluvial es 4,9 veces más, y el del transporte por carro es 28
ó 56 veces más (y el transporte por camello sería un 20 por 100 más
barato que el transporte por carro). Dada la opción, el Estado en­
viaría provisiones por vía fluvial. Pero si no era posible (por ejem­
plo, en invierno) se utilizaba el transporte por tierra, por costoso
que fuera, si era físicamente viable. El edicto de Diocleciano revela
que el coste de desplazar un carro de cereales 160 kilómetros sería
el 37 por 100 o el 74 por 100 del coste del trigo, lo cual es un
aumento considerable, pero en la primera estimación sigue siendo
aparentemente viable. No aparecen distancias mayores, lo cual su­
giere que por lo general no se cubrían por tierra. Cuando se estudia
a los romanos es importante separar el lucro de la viabilidad. El
transporte estaba organizado fundamentalmente para pacificar, no
para obtener utilidades. Si para la pacificación era necesario trans­
portar provisiones, y si era viable, se intentaría, casi sin tener en
cuenta los costes. Existía la organización para ello, a un nivel logís-
tico más alto que el poseído por ninguna sociedad anterior. Pese a
su coste, era el instrumento perfecto para hacer frente a situaciones
de emergencia. Pero como rutina absorbería los beneficios del Im­
perio, y con el tiempo eso fue lo que ocurrió.
El segundo avance fue la ampliación del espacio de adquisición
de excedentes. Las cifras de Diocleciano suponen que había que
alimentar en ruta a las muías o los bueyes. Si no se les alimentaba,
se habrían comido ellos mismos los cereales. En un imperio en el
que todas las zonas no desérticas estaban cultivadas extensivamente,
en todas partes había algún excedente de alimentos. En una econo­
mía monetaria plenamente organizada, se podía alimentar a los bue­
yes y a las muías con un forraje menos costoso y de baja calidad,
lo cual hacía que el aumento de los gastos de transporte se mantu­
viera muy por debajo del nivel del 100 por 100. Debido a las limi­
taciones generales (que persistían), el sistema sólo podía realizar un
transporte eficiente a distancias medianas, de 80 a 200 kilómetros.
Harían falta rutas marítimas o fluviales para distancias mayores. Esas
rutas combinadas cubrían tod o el Imperio. No habría virtualmente
regiones que no produjeran un excedente suficiente para sustentar
bases logísticas organizadas en redes continuas. Esa era la diferencia
con los imperios anteriores, cuyas zonas de baja fertilidad habían
producido siempre grandes vacíos logísticos en sus sistemas de apro­
visionamiento.
El tercer avance consistió en organizar la adquisición de este
excedente. Se hizo mediante la estructura logística de la economía
legionaria. Cada m unicipium de todo el Imperio estaba obligado a
aportar las tropas locales. Los gobernadores provinciales y los jefes
de las legiones podían requisar tanto transportes terrestres como
marítimos para concentrar esas provisiones, de modo que la legión,
una fuerza de unos 5.000 hombres, podía maniobrar como unidad
autónoma incluso durante el invierno. Para concentrar y desplazar
fuerzas mayores hacían falta algunos preparativos, pero parece que
el desplazamiento de ejércitos de unos 20.000 hombres era una ope­
ración logística casi rutinaria durante este período. La organización
de las legiones penetraba todo el territorio del Imperio.

La d eb ilid a d d e la econ om ía legionaria:


un em pa te d e p o d er

Pero la economía legionaria también contenía una contradicción.


Por una parte, tanto el pueblo como la clase alta dependían para su
bienestar, y de hecho en muchos casos su supervivencia misma, de
la economía legionaria que aportaba el Estado imperial. Su propia
actividad, su propia praxis, no podían producir por sí solas sus ne­
cesidades de subsistencia. Y, sin embargo, al mismo tiempo, el Es­
tado había descentralizado parcialmente muchas de sus funciones en
la clase alta. La eficacia de la estructura global dependía de institu­
cionalizar con éxito esas tendencias contradictorias. Pero por las
cuentas de ingresos, vemos que ese éxito no fue sino parcial.
Vuelvo al testamento de Augusto. El ingreso anual del aerarium
bajo Augusto ascendió aproximadamente a 440 millones de sester-
cios. Es probable que sus propios ingresos personales totalizaban
anualmente entre 100 y 120 millones de sestercios 3. El ingreso «pú­
blico» procedía sobre todo de impuestos y tributos de las provincias
(los ciudadanos romanos residentes en Italia estuvieron exentos des­
de el 167 a.C. hasta finales del siglo III d.C.). Los ingresos «priva­
dos» procedían de dos fuentes principales: el botín de las guerras
civiles y extranjeras y las herencias en efectivo y en tierras proce­
dentes de los testamentos de los ricos (una forma de soborno para
conseguir cargos y favores para sus hijos); y, en menor medida, de
las fincas del propio Augusto. Por tanto, en esta fase el Estado ro­
mano estaba financiado sobre todo por las conquistas. Las cifras
están dominadas por las dos fases de las utilidades de la guerra: botín
seguido de tributos, después impuestos pagados por los conquista­
dos y sobornos por la concesión de cargos.
Esta pauta no se mantuvo después: de hecho, al no ser constante
la expansión, resulta difícil entender cómo hubiera podido mante­
nerse. No disponemos de cifras exactas para un período ulterior,
pero sabemos de tres cambios a lo largo de los dos siglos siguientes.
En primer lugar, a los contemporáneos les resultaba cada vez más
difícil distinguir en algún sentido entre los fondos del emperador y
los públicos. En segundo lugar, el sistema tributario se fue institu­
cionalizando constantemente, se reimpuso en Italia y después se man­
tuvo sin grandes negociaciones públicas (y aparentemente también
sin aumentos) a un nivel que no puede haber representado más del
10 por 100 del valor anual de la producción. Esta era la mayor
fuente de ingresos. En tercer lugar, las tierras del emperador aumen­
taron enormemente: para el 300 d.C. Jones (1964: 416) calcula que
representaban el 15 por 100 de todas las tierras. Esta sería la segunda
fuente principal de ingresos. Los nuevos fondos combinados se ad­
ministraban a mediados del siglo III en un fiscu s imperial controlado
únicamente por el emperador.
Ambas fases contenían una tensión no resuelta. En época de Au­
gusto, el papel imperial dominante era el de comandante supremo
de una gran potencia militar. Sus poderes estaban limitados por la

J Este cálculo se basa en la hipótesis (formulada por Frank) de que los gastos y
los ingresos personales estaban más o menos equilibrados. El total es la suma de todos
los gastos enumerados por Augusto, divididos por los veinte años que abarca la lista.
lealtad de sus aliados y subordinados militares, no por poderes ins­
titucionalizados en la «sociedad civil». Por otra parte, los ingresos
derivados de sus propias fincas y de herencias —que también pro­
cedían todo de las fincas de las grandes familias— situaban el poder
en las relaciones de propiedad de la sociedad civil. Lo primero con­
fería un poder autónomo, lo segundo entrañaba dependencia respec­
to de la sociedad civil.
A patir de la época de Augusto también se advirtió una tensión
en el sistema de recaudación de impuestos. La evaluación de los
impuestos nominalmente era responsabilidad común del emperador
y del Senado, pero ahora los poderes reales del Senado estaban en
decadencia y Augusto y sus sucesores disponían de unos poderes
prácticamente arbitrarios. Sin embargo, su capacidad para recaudar
impuestos era escasa. Los arrendatarios de impuestos (y más tarde los
terratenientes locales y los consejeros de las ciudades) tenían que
recaudar un determinado impuesto total en su zona y ellos mismos
organizaban la evaluación y la recaudación detalladas. Mientras en­
tregasen el total que se les había pedido, sus métodos eran cuestión
suya, sometidos sólo a recursos ex p ost fa cto al emperador por acu­
saciones de corrupción. Aunque la tributación aumentó, sus méto­
dos siguieron siendo los mismos. En la última fase, los poderes ar­
bitrarios del emperador fueron en aumento al adquirir el control
total sobre el fiscu s y sus gastos; pero no obtuvo un control mayor
sobre la fu e n te de los ingresos. Era una tensión no resuelta, un
em pate d e p o d e r entre el emperador y el estrato alto. El sistema
funcionó bien en cuanto a entregar una suma relativamente fija año
tras año a un coste mínimo para el presupuesto. Pero al no institu­
cionalizar las relaciones arbitrarias n i consultivas entre los niveles
central y local, no se podía ajustar fácilmente al cambio. A partir
del 200 d.C. empezó a desintegrarse bajo las presiones externas.
En su apogeo, pues, el Imperio romano era una estructura espe­
cialmente cohesiva. Sus tres principales elementos constituyentes, el
pueblo, la clase alta y el Estado tenían una cierta autonomía. El
pueblo romano, rebajado a una condición de semilibertad y privado
de participación en el Estado, pasó a ser en gran parte provinciano
y quedó controlado por la clase alta local. Sin embargo, las camari­
llas de la clase alta o la dirección oficial del Estado también podían
movilizar en ejércitos a los jóvenes más pobres del pueblo, lo cual
tampoco los introducía en instituciones estables de poder. Todo esto
contrastaba mucho con las tradiciones romanas, cuya pérdida se so­
lía lamentar, pero que no habían desaparecido totalmente: la ciuda­
danía, los derechos ante la ley, la posesión de moneda y una cierta
medida de alfabetización. Todas esas tradiciones daban al pueblo un
cierto poder y una cierta confianza que ahora no dependían del
emperador romano. Veremos en el capítulo siguiente cómo se ejercía
este poder al servicio de otro dios. Los miembros de la clase alta
habían obtenido el control seguro de sus propias localidades, com­
prendido el del pueblo residente en ellas, pero estaban privados de
poder colectivo e institucionalizado en el centro. La influencia esta­
ble en el centro dependía de la pertenencia a la facción no oficial
acertada, es decir, de convertirse en los am ici (amigos) del empera­
dor. Era más el poder que podía obtenerse mediante la violencia de
la guerra civil. Esta podía llevar a la victoria militar, pero no a un
poder seguro e institucionalizado. La élite estatal, en la persona del
emperador y sus ejércitos, era indispensable para los objetivos del
pueblo y de la clase alta, y gozaba de un control indiscutido del
centro. Sus poderes de penetración en el seno de la «sociedad civil»
eran muy superiores a los de la élite de Persia, pero todavía escasos
conforme a criterios modernos. Los propios ejércitos se podían des­
integrar, y de hecho se desintegraban, bajo la presión de los enfren­
tamientos entre facciones de la clase alta y del provincialismo del
pueblo.
Ninguna de esas relaciones estaba plenamente institucionalizada.
No estaban claros cuáles eran los derechos y los deberes por encima
de los normalmente ejercidos. No existía un marco para hacer frente
a situaciones anormales prolongadas. Era exactamente lo contrario
de la República de hacia el 200 a.C., cuyo éxito se basó en recurrir
a fondo a las reservas del sacrificio común frente al peligro durante
un período muy prolongado. Ese mismo éxito destruyó las institu­
ciones del sacrificio común y, en cambio, llevó a la institucionaliza­
ción de un empate de poder entre el Estado, la clase alta y el pueblo.
Así, aunque la economía legionaria fusionó la mayor combinación
de organización social intensiva y extensiva hasta entonces, era in­
herentemente inflexible, pues no contenía un centro único de legi­
timidad para la formulación final de decisiones.
D ecadencia y caída d el Im p erio d e O ccid en te

El derrumbamiento de Roma es la historia trágica y moral más


grande de la cultura occidental 4. Los narradores más famosos han
sido los que han combinado una apreciación de la tragedia en sí con
una moraleja clara y resonante para sus propios tiempos. Gibbon,
al atribuir la caída al triunfo de la barbarie y la religión, estaba
dirigiendo la atención a la Ilustración del siglo XVII: ¡Confiad en la
razón, no en la superstición aliada con el salvajismo! Las diversas
fases y facciones de la era democrática ulterior han tendido a centrar
sus moralejas en la decadencia de la democracia política y económi­
ca, prefiriendo sin ninguna duda la República inicial a la forma im­
perial. La versión marxista, desde el propio Marx hasta Perry An-
derson y Ste. Croix, ha culpado a la esclavitud y al hundimiento del
campesinado libre (la base de la ciudadanía). La versión «burguesa-
democrática» representada por Rostovtzeff ha culpado al Estado por
impedir la ascensión de los d ecu rion es de la «clase media» de la
administración provincial. La versión «burguesa-industrial» ha des­
tacado la ausencia de inventiva técnica en el Imperio. Los autores
del siglo XX han hecho suya casi universalmente esta idea (aunque
su forma externa, que atribuye el derrumbamiento a la debilidad de
la industria manufacturera romana, ha sido menos frecuente).
Esas narraciones contienen dos errores. El primero es que la
realidad que se describe y en torno a la cual se moraliza suele per­
tenecer a los siglos XVIII a XX d.C. y no a la época romana. Esto
nos resulta más evidente, como es lógico, en sus primeras manifes­
taciones. Los objetivos y los errores de Gibbon son transparentes.
Los nuestros, no. Pero existe un segundo error, del cual fue Gibbon
el que, de hecho, estuvo más exento. Al advertir una continuidad
entre sus propias épocas y la romana, los historiadores exageraron
la continuidad de la propia época romana. Prácticamente todos los
autores del siglo XIX y del XX han creído que la forma más eficaz
y progresiva de sociedad compleja era algún tipo de democracia. La
era democrática de Roma se retrotraía a la República. Por consi­
guiente, las razones de la pérdida de eficacia y de progreso en el
Imperio tardío deben hallarse e« la decadencia de las instituciones

4 Las principales fuentes empleadas han sido: Jones, 1964; M illar, 1967, 1977;
Vogt, 1967, y Goffart, 1974.
republicanas. Gibbon fue el único que se desvió. Deseaba atribuir
el derrumbamiento a nuevas fuerzas, a presiones del cristianismo (en
especial) y ulteriormente a presiones bárbaras, y por eso advirtió una
aguda divisoria en torno al 200 d.C., con el comienzo de la deca­
dencia a partir de entonces. Gibbon tenía razón en esto, aunque sus
motivos no fueran siempre los correctos.
La cohesión de Roma dependía de la integración de la clase go­
bernante y de las funciones gemelas de la economía legionaria: de­
rrotar a los enemigos de Roma en el campo de batalla y después
institucionalizar un cierto grado de desarrollo económico y de se­
guridad. Pocas cosas hicieron tambalearse esta cohesión entre apro­
ximadamente el 100 a.C. y el 200 d.C. Este es el período de desa­
rrollo de una cultura única de la clase gobernante. El comercio y la
circulación de la moneda permanecieron constantes durante todo
este período. También la defensa de los territorios de Roma, que
quedaron estabilizados en torno al 117 d.C. Nuestro registro polí­
tico de esos siglos está dominado por guerras civiles endémicas, pero
no peores que las guerras civiles de fines de la República. Ninguna
de ellas amenazó a la supervivencia de Roma a su nivel existente de
desarrollo económico y de integridad territorial. No se puede hallar
ninguno de los indicadores de la decadencia ulterior antes del reina­
do de Marco Aurelio (161-1180 d.C.), durante el cual se produjo el
primer envilecimiento grave de la moneda, se sufrió una grave plaga,
la despoblación de algunas localidades causó preocupación imperial
y las tribus germánicas cruzaron las fronteras en diversas incursio­
nes 5. Pero entonces aquellas amenazas pasaron a ser ocasionales y
no persistentes. La mayor parte de los indicadores de la decadencia
se estabilizaron a partir de mediados del siglo III.
Pero una segunda etiqueta poco halagüeña, aplicada a menudo al
período 100 a.C.-200 d.C., tiene cierto peso. Gran parte del Impe­
rio Romano tenía un carácter estático después de haber reprimido a
los gracos y a Espartaco y admitido a los aliados en la ciudadanía.
El debate se ha centrado en el estancamiento tecnológico. A veces

5 A veces se interpreta que las concesiones de Trajano a los terratenientes para el


mantenimiento de orfanatos en Italia indican que la población era escasa. No hay
ninguna prueba de ello, y es más probable que indiquen una escasez concreta de
voluntarios para el ejército o una decadencia en la viabilidad de la familia extendida,
como consecuencia del crecimiento de las ciudades. Duncan Jones (1974: 288 a 319)
cree que esa política data del anterior reinado de Nerva (96-98 d.C .), pero señala que
se aplicó a escala reducida. Q uizá fuera lo que decía ser: un acto de caridad.
se aplica el argumento al mundo clásico como un todo, pero donde
más vigor tiene es en el caso romano. Los romanos no apreciaban
como nosotros la capacidad técnica, ni se apresuraban a aplicar de
forma práctica los frutos de los descubrimientos científicos, como
hacemos nosotros. El registro es un tanto desigual. Como era de
esperar, eran inventivos en la esfera militar. Por ejemplo, el desarro­
llo de las máquinas de asedios fue muy rápido en todo el Imperio.
Pero en la esfera que era vital para su economía, la agricultura, eran
muy lentos. Los casos más célebres son la aceña, conocida en Pa­
lestina en el siglo I d.C., y la segadora, conocida en las Galias en la
misma época, y ninguna de las dos se difundió mucho ni rápidamen­
te. Pero los historiadores de la tecnología pueden aducir muchos más
ejemplos de tornillos, palancas, poleas, etc., que no se desarrollaron
ni difundieron (véase la reseña de Plekert, 1973: 303 a 334). ¿Por qué?
Una respuesta tradicional ha sido la esclavitud. Es la que todavía
propugnan algunos marxistas (por ejemplo, Anderson, 1947a: 76 a
82), pero no se sostiene. Como señala Kieckle (1973: 335 a 346), el
período en que floreció la esclavitud, 500 a.C.-100 d.C., fue más
fértil en invenciones y aplicaciones técnicas que el período de deca­
dencia de la esclavitud, y éste a su vez fue más fértil que el período
posterior a su decadencia. Un argumento más plausible, expuesto
por Finley (1965: 29 a 25), incorpora la esclavitud en una explicación
más amplia. La mano de obra dependiente era abundante en el mun­
do antiguo. Así, las invenciones, casi todas las cuales sustituyen el
músculo humano por maquinaria, tenían menos atractivo, porque el
músculo humano no escaseaba ni en cantidad ni en motivación (que
era coercitiva). Esto resulta más convincente. Una de sus virtudes
reside en que puede hacer frente a la objeción de Kieckle a la escla­
vitud. Como ya hemos visto, el problema laboral se resolvió menos
gracias a la esclavitud que a las condiciones laborales que la suce­
dieron: coloni, trabajadores asalariados semilibres que trabajaban a
cambio de la subsistencia, etc. Hacía falta más inventa durante el
período de apogeo de la esclavitud debido a la difusión desigual de
ésta y a sus efectos nocivos para el campesinado independiente en
sus regiones núcleo. Pero sigue siendo una explicación incompleta,
porque tampoco se sustituyó el músculo animal por maquinaria y,
sin embargo, los animales eran costosos y escaseaban. ¿Por qué no?
La «inventa» como solemos concebirla es sólo una forma parti­
cular y limitada de la inventa real. Es intensiva, encaminada a extraer
más productos en forma de energía y de recursos a partir de menos
insumos, en particular de menos insumos de mano de obra. En cam­
bio, las principales invenciones romanas eran extensivas, y extraían
más productos a partir de insumos más coordinados y organizados.
Eran magníficas en cuanto a organización social extensiva. No se
trata de una mera dicotomía entre la historia moderna y la antigua.
La revolución de la Edad del Hierro (descrita en el capítulo 6) fue
intensiva en sus técnicas pioneras: penetraban físicamente el suelo en
mayor profundidad al mismo tiempo que reducían el ámbito de la
organización social autoritaria. Los romanos aprovecharon esa base
mediante la extensión hacia afuera, la pacificación del espacio y su
organización, como hemos visto reiteradamente. ¡Recuérdese lo que
colgaba de la pértiga de Mario! Cada una de las piezas del equipo
legionario no tenía en sí nada de notable como invención (aunque
un general atribuyó sus victorias al dolabrum , el zapapico). Lo que
era notable era su combinación en una organización social compleja
y extensiva. Los cerebros de la intendencia de Mario no pensaban
intensiva, sino extensivamente. No es de extrañar que el resultado
fuera un «estreno» de la ingeniosidad humana, el imperio territorial.
La preocupación de los romanos por la organización extensiva
los dejó relativamente ciegos al tipo de invenciones que valoramos
nosotros, como aducen los autores modernos. No les interesaba sus­
tituir el músculo humano por la máquina ni por el músculo animal
(salvo que las economías fueran obvias y no hicieran falta gastos de
capital). A veces actuaban (como jam ás hacemos nosotros) en sen­
tido opuesto, y hacían que en lugar de ser muías las que llevaban
las provisiones del ejército, fueran hombres, si ello producía bene­
ficios en cuanto a organización extensiva. Estaban mal dotados para
lo que nosotros calificamos de desarrollo técnico, porque ninguno
de sus grandes logros se basó en reducir los insumos, sino en ex­
ten d erlos y organizarlos.
Este modelo plantea ahora una pregunta a la que no puedo res­
ponder. ¿Estaban los romanos frenando tam bién el ritmo de su ca­
pacidad innovadora extensiva? La respuesta quizá sea afirmativa, por­
que para el año 100 d.C. habían alcanzado las fronteras que consi­
deraban naturales, estaban explotando la mayor parte de las tierras
aptas para la agricultura y su organización política y fiscal también
había penetrado en todo el Imperio. Una respuesta concreta impli­
caría hacer nuevas preguntas a las fuentes originales y centrarlas en
la logística de la organización.
Pero, a fin de cuentas, es posible que la identificación de una
desaceleración en el Imperio en torno al 200 d.C. no sea decisiva
para responder a la pregunta sobre la «decadencia y caída». En aque­
llas fechas no quedaron incólumes los desarrollos autóctonos roma-
nos. Para fines del siglo II d.C. podemos advertir, igual que podían
advertir los romanos, nuevas amenazas externas a su estabilidad. Por
las pautas de construcción de fortalezas sabemos que carecían de
confianza en la defendibilidad de toda línea por encima de la divi­
soria entre la zona aguas arriba del Rhin y del Danubio. En el 360
y el 180 Roma tuvo que combatir dos veces con todas sus fuerzas
para defender el Danubio contra las incursiones de una confedera­
ción de tribus germánicas, los marcomanos. Los romanos no podían
mantener las provincias fronterizas sin un traslado masivo de tropas
desde el este, donde acababa de terminar triunfalmente una guerra
contra los partos. Ello resultaba doblemente ominoso. Revelaba lo
peligrosa que podía ser una guerra simultánea en el este y el oeste.
Y demostraba que los marcomanos eran sintomáticos de la creciente
capacidad de organización de los «bárbaros» del norte.
El Imperio Romano estaba elevando el nivel de los señores de
sus marcas, igual que habían hecho imperios anteriores. Eso ocurría
de diversas formas (Todd, 1975). En primer lugar, las innovaciones
agrícolas de Roma que no dependían de una organización social en
gran escala —mayor variedad de plantas, maquinaria sencilla y fer­
tilizantes— se difundieron por toda Eurasia y Africa. Después del
200 d.C., aproximadamente, la producción agrícola de esas zonas
empezó a representar una competencia seria a la agricultura romana.
En segundo lugar, se difundieron las técnicas militares. Varios líde­
res bárbaros que habían sido jefes de tropas auxiliares utilizaban
técnicas romanas. Tenían conciencia de la debilidad de Roma en
efectivos de caballería y explotaron conscientemente su propia su­
perioridad en cuanto a movilidad. Pero, en tercer lugar (como res­
puesta al éxito de las incursiones), su propia estructura social pasó
a ser más centralizada. Thompson (1965), en una comparación de
los relatos de César, escritos a mediados del siglo I a.C., con los de
Tácito, escritos en el siglo II d.C., ha trazado la crónica del desa­
rrollo de los derechos de propiedad privada, así como las tendencias
hacia la realeza. Ambas cosas se basaban en la autoridad en la guerra.
Ambas se vieron alentadas conscientemente por los romanos por
motivos de seguridad diplomática. Y ambas se vieron impulsadas por
el comercio con los romanos, el cual alentó incursiones más organi­
zadas entre los germanos en busca de esclavos, a fin de pagar las
importaciones romanas. La organización social germánica avanzó
considerablemente. Se han descubierto ciudades fortificadas que abar­
caban de 10 a 35 hectáreas, con poblaciones no mucho más pequeñas
que las de las ciudades de provincias romanas. Las redes de interac­
ción de Roma habían traspasado sus fronteras fortificadas. Ni siquie­
ra ésta era una sociedad unitaria.
La reorganización romana es visible en el período de los veinte
años siguientes a la ascensión al trono de Septimio Severo, en el 193.
Severo empezó a retirar legiones de choque de las fronteras hacia
posiciones móviles de reserva y a sustituirlas en las fronteras con
una milicia de colonos. Se trataba de una actitud más defensiva y
menos confiada. También resultaba más cara, y por eso intentó Se­
vero una reforma financiera, con la abolición de los arrendatarios de
impuestos y de la exención fiscal para Roma e Italia. ¿Se obtenían
los suficientes fondos con esto? Es de suponer que no, pues envile­
ció la moneda de plata (como había hecho Marco Aurelio antes que
él) e introdujo una cantidad mayor de esa moneda. Su hijo, Cara-
calla, dio muestras de preocupaciones parecidas. Su ampliación de la
ciudadanía tenía un motivo financiero, además del de tratar de mo­
vilizar el compromiso político del pueblo. También él envileció la
moneda y aumentó su oferta. Hopkins calcula que entre el decenio
del 180 y el del 210, el contenido de plata de los den a rii acuñados
en Roma disminuyó en un 43 por 100 (1980b: 115).
Nos vendría muy bien saber más acerca de este período crucial
y de su mezcla de cambios políticos, unos sensibles y otros brutales.
Los Severos intentaron una estrategia fiscal y militar inteligente en
dos frentes: resucitar un ejército de campesinos-ciudadanos en la
frontera y combinarlo con un ejército profesional de reserva apoya­
do por un sistema fiscal más equitativo. La abolición de los arren­
damientos fiscales sugiere incluso una tentativa de hacer frente al
problema crucial de la exacción. Pero es de suponer que las exigen­
cias a corto plazo —a veces su propia supervivencia contra aspirantes
rivales, a veces una serie de incursiones que cruzaban el Rhin o el
Danubio y en el este— los llevaron a envilecer la moneda, la política
más desastrosa que cabía imaginar en una economía de ese tipo. Un
Estado que emitía moneda en función de sus necesidades de gastos,
pero que dejaba el aspecto de la oferta en manos de productores e
intermediarios privados, no podía hacer nada peor que destruir la
confianza en su moneda. Si se advertía el envilecimiento, seguirían
el atesoramiento y la inflación. La emisión de más monedas de plata
quizá no tuviera ese efecto (no aspiro yo a arbitrar en la disputa
entre keynesianos y monetaristas de nuestra propia época), pero el
envilecer su contenido de plata equivalía a envilecer una de las prin­
cipales funciones del Estado a ojos de sus ciudadanos. A veces
se aduce que los emperadores no comprendían las consecuencias
de sus actos. Quizá no entendieran la relación técnica del envileci­
miento con la inflación. Pero como creían que el valor de una mo­
neda dependía sólo de su contenido de metal, el envilecimiento
no podía ser sino una tentativa consciente de engañar a sus súb­
ditos. Deben de haber comprendido que con el tiempo eran ine­
vitables el descubrimiento y el descontento. El envilecimiento
no podía ser más que una estrategia racional para conseguir un
respiro.
Pero éste no se podía conseguir. Los germanos, que ya podían
realizar incursiones en gran escala, se sintieron alentados por las
deficiencias del sistema defensivo romano. Pero lo que era todavía
peor, y más ajeno a Roma, fueron los acontecimientos del Oriente
Medio. En el 224-226 el Estado de los partos se vio derrocado por
invasores persas encabezados por la dinastía de los Sasánidas, cuya
dominación duraría cuatrocientos años. Los Sasánidas, bastante más
centralizados que el Estado de los partos y capaces de unas campa­
ñas y una guerra de asedio más sostenida, también eran expansio-
nistas. Con el tiempo, los romanos (y sus otros vecinos) aprendieron
a explotar su debilidad: una tensión no resuelta entre el Estado y la
nobleza feudal. Pero durante más de un siglo Roma tuvo que montar
una defensa prolongada de sus provincias orientales y, al mismo
tiempo, de su frontera en el Rhin y el Danubio. Los costes de la
defensa habían aumentando enormemente en esos cincuenta años
que empiezan hacia el 175. Atender a esos costes con una estructura
social sin modificar exigía un mayor sacrificio colectivo. Había que
superar el empate entre el Estado, el estrato alto y el pueblo. Las
políticas de los Severos constituyeron tentativas en este sentido. Pero
no había suficiente tiempo. Los emperadores consiguieron dinero
como pudieron, mediante el envilecimiento de la moneda, mediante
confiscaciones, pero no mediante un aumento general de los tipos
fiscales, para lo cual no se había construido todavía la maquinaria
política necesaria. El final de los Severos fue el lógico. A una guerra
no decidida con los persas en el 231 sucedieron al año siguiente más
incursiones de los marcomanos. El ejército del Rhin no recibió su
paga y se amotinó en el 235, asesinando a Alejandro Severo y reem­
plazándolo por su general Maximino, el primero de una serie de
emperadores militares.
Entre el 235 y el 284 el sistema fiscal-militar romano se fue pa­
ralizando, con consecuencias desastrosas para la economía en gene­
ral. El contenido de plata de las monedas cayó el 40 por 100 en el
250 a menos del 4 por 100 en 270. A veces tenemos noticias de que
la población local se negaba a aceptar las monedas imperiales del
momento. Subieron los precios, aunque es difícil precisar cuándo ni
cuánto. Cabe hallar indicios de la decadencia urbana en una dismi­
nución del número de inscripciones epigráficas en conmemoración
de cosas como nuevos edificios, obras de caridad, donaciones y ma­
numisiones de esclavos. El número de naufragios disminuyó (y su­
ponemos que eso indica una reducción del comercio, y no que hi­
ciese mejor tiempo). A mediados de siglo empezaron a aparecer que­
jas de que los campos y las aldeas se quedaban vacíos. Es posible
que en las tierras marginales se produjera una considerable pérdida
de población y que en tierras más típicas esa pérdida fuera inferior,
lo cual es una forma elusiva de decir que no podemos ser exactos
en cuanto a la extensión de los a gri deserti. El peor aspecto de la
decadencia es que era una espiral hacia abajo que se autorreforzaba.
Como cada vez resultaba más difícil aprovisionar a las tropas, éstas
se amotinaban. De los veinte emperadores siguientes, dieciocho mu­
rieron de forma violenta, uno en una prisión persa y otro de la peste.
O sea, que a los invasores les resultaba fácil aprovecharse de la si­
tuación, con lo cual causaban mayores dislocaciones económicas.
El decenio de 260 constituyó el nadir, pues en él se produjeron ata­
ques simultáneos de los godos por el norte y de los persas por
el este. Los romanos aseguraron que había 320.000 guerreros godos
en 2.000 barcos. Esas cifras son exageradas, pero revelan lo grave
que consideraban la amenaza. Los godos llegaron hasta Atenas,
que saquearon, antes de verse derrotados, mientras que los per­
sas derrotaron y capturaron al emperador Valeriano y saquearon
Antioquía.
El Imperio podía haberse derrumbado en aquel momento, fuera
totalmente o por fragmentación en varios reinos latinos y griegos
(como había ocurrido con el imperio de Alejandro Magno). La po­
blación general y la actividad económica habrían decaído todavía
más y podrían haber surgido relaciones fiscales/militares de tipo feu­
dal. Pero los emperadores militares lograron una serie de victorias
entre el 270 y el 280 que parecen haber dado un respiro de unos
cincuenta años. Diocleciano (284-305) y sus sucesores, sobre todo
Constantino (324-337), Jo aprovecharon al máximo.
Las grandes reformas de Diocleciano son fascinantes, pues reve­
lan una comprensión profunda (¿por parte de quién? ¿del propio
Diocleciano?) de la estructura social romana y de la disminución de
su capacidad para soportar amenazas externas. Rompieron radical­
mente con el pasado, aceptando la decadencia en espiral del último
siglo y la imposibilidad de recrear una estructura de sacrificio co­
mún. De hecho, Diocleciano trató de quebrantar el poder autónomo
de la clase alta tradicional, dividiendo a la clase senatorial de la ecues­
tre y privando a la primera tanto de los cargos militares como de
los civiles.
Evidentemente, el éxito de esa estrategia dependía de la capacidad
del Estado para penetrar la «sociedad civil» en sí, lo cual no había
hecho sino débilmente en el pasado. La ten tativa fue sistemática. En
la esfera militar, se volvió a introducir la recluta con carácter per­
manente y los efectivos del ejército prácticamente se duplicaron. Pero
aunque se reforzaron tanto los ejércitos de las fronteras como de los
de la reserva, el incremento no denotó una mejora de la capacidad
de organización deJ ejército . Había m ás ejér cito s independientes de
aproximadamente el mismo tamaño que antes. La fuerza de unos
65.000 hombres reunida por Juliano contra los persas en 363, pro­
bablemente fue la mayor del período, pero no superior a los mayo­
res ejércitos de fines de la República. Además, la gran masa de los
nuevos reclutas estaba destinada a unidades relativamente pequeñas
desplegadas a lo largo de las principales rutas de comunicación del
Imperio. Se los utilizaba para patrullar y pacificar todas las zonas
del núcleo, y específicamente para ayudar en la extracción de im­
puestos. Análogamente, se incrementó (probablemente se duplicó) la
burocracia civil. Las provincias se subdividieron en unidades admi­
nistrativas más pequeñas, quizá más manejables, pero sin duda me­
nos capaces de acción autónoma (comprendida la rebelión). Se ra­
cionalizó el sistema fiscal, al combinar un impuesto sobre las tierras
con un impuesto de capitación. Se resucitó el censo y se levantó
regularmente. El tipo impositivo se fue estableciendo anualmente
según un cálculo de las necesidades presuntuarias. Este cupo anual,
anunciado de antemano, fue probablemente el primer presu pu esto
efectivo en la historia de cualquier Estado.
Todo ello podría parecer una racionalización sensata, pero en las
condiciones del mundo antiguo exigía un grado enorme de coerción.
Cuando la mayor parte de la riqueza, y desde luego casi toda la
riqueza del campesinado, nunca realizaba su valor de ninguna forma
visible, ¿cómo se podía evaluar y después extraer? A este respecto,
disponemos de un relato contemporáneo de uno de los censos de
Diocleciano, realizado por Lactancio:

La mayor calamidad pública y pesar general era el censo impuesto a las


provincias y las ciudades. Había funcionarios del censo presentes en todas
partes y bajo su actividad todo era como una invasión hostil o un lúgubre
cautiverio. Los campos se midieron pie por pie, las viñas y los árboles se
enumeraron, se anotaron los animales de todo tipo, se contaron las cabezas
de los hombres, se encerró a los pobres urbanos y rurales en las ciudades,
todas las plazas públicas se llenaron con multitudes de familia, allí estaban
todos con sus hijos y sus esclavos. Reverberaron la tortura y los golpes, se
ahorcó a hijos en presencia de sus padres, se torturó a los esclavos más fieles
para que delataran a sus amos, a las mujeres contra sus maridos. Si lo decían
todo, se les torturaba para que se acusaran a sí mismos, y cuando triunfó el
terror, se anotaron a sus nombres cosas que no poseían... Lo que hicieron
los antiguos a los conquistados por el derecho de la guerra, él osó hacérselo
a los romanos... Pero no confió en los mismos funcionarios del censo, sino
que se envió a otros a que los sucedieran, como si pudieran averiguar más,
y siempre se duplicaban los resultados, no porque hallasen nada, sino por­
que añadían lo que deseaban, para justificar su nombramiento. Entre tanto,
los animales perecían y los hombres fallecían, pero sin embargo se pagaba
tributo por los muertos, de forma que nadie podía vivir ni morir gratis. [Ci­
tado en Jones, 1970: II, 266 y 267.]

Naturalmente, esto era una exageración, pero no obstante resulta


revelador. Diocleciano, al igual que todos los recaudadores de im­
puestos antes del siglo XIX, sólo tenía tres estrategias. Las dos pri­
meras —cobrar conforme a la información facilitada por los grandes
terratenientes y a través de su poder local, o cobrar consultando
directamente al pueblo— no extraían suficientes fondos para atender
el aumento de las necesidades presupuestarias. Los terratenientes se
quedaban con su parte y el pueblo declaraba menos de lo que tenía.
La estrategia de pasar por los terratenientes fue precisamente la que
se abandonó; y no existía ninguna institución para celebrar una au­
téntica consulta popular desde principios de la República. Lo único
que quedaba era la tercera estrategia: extraer por la fuerza el máximo
evaluado y cobrable y compatible con mantener a la población viva
y productiva. Una parte indispensable de esa estrategia, como señaló
Lactancio, era trasladar a los funcionarios estatales, antes de que
pudieran llegar a soluciones de avenencia con la población local que
implicaran un beneficio personal para ellos. Se trataba de una forma
realzada de cooperación obligatoria. Se realzó la obligación y la co­
operación se hizo más pasiva. Parece, por la falta de revueltas, que
en general se aceptaba la necesidad de reforzar el ejército, la buro­
cracia y el sistema tributario, pero se redujo la participación tanto
del pueblo como del estrato alto en la organización de ese refuerzo.
El aumento de la coerción implicaba algo más que la mera fuerza
militar. Implicaba también una fijación social y territorial. Como ya
vimos en capítulos relativos a sociedades muy anteriores, el poder
del Estado dependía en gran medida de atrapar a sus súbditos en
espacios y papeles determinados. Las reformas de Diocleciano im­
plicaron el mismo proceso, no como un acto consciente de política,
sino como resultado derivado del nuevo sistema. El sistema fiscal
funcionaba mejor, de manera más predecible, con menos necesidad
de evaluaciones y ‘de policía, si se adscribía a los campesinos a un
centro determinado a fines censales. Se asignó a los campesinos a
aldeas o ciudades y se les obligó tanto a pagar sus impuestos allí
como a reunirse allí para el censo. Eso era algo tradicional (como
sabemos por el nacimiento de Cristo, pero ahora, cuando los censos
eran más regulares y la exacción de impuestos era anual, los campe­
sinos (y sus hijos) quedaban adscritos a su aldea de origen. Condi­
ciones parecidas se aplicaron al sector urbano y artesanal, donde se
adscribió a la gente a determinadas ocupaciones.
Eso significaba una injerencia en la oferta y la demanda (fuerzas
que no se reconocán en aquella época). De hecho, la tendencia de
la regulación coercitiva iba en contra de una economía descentrali­
zada, de mercado, monetaria, y hacia una asignación central y auto­
ritaria de valores. Se consideró que la inflación no era el producto
de la economía como un todo, sino de la avaricia de quienes se
aprovechaban de la desigualdad de las cosechas. Todo se podía re­
mediar por la fuerza, «dado» —como decía el edicto de Diocleciano
por el cual se establecían los precios máximos de centenares de mer­
caderías— «que como orientación, siempre se ha visto que el temor
es el maestro más influyente en el desempeño del deber, por lo cual
es nuestro placer que quienquiera se haya resistido a este estatuto
padezca, por su osadía, la pena capital» (citado en Jones, 1970:
II, 311). El que subiera los precios habría de morir, siempre que el
Estado tuviera los recursos para supervisar cada transacción mone­
taria realizada en el Imperio. La economía centralizada tenía una
alternativa a la fuerza si ésta no bastaba para reducir la inflación
(como tenía que ocurrir). Consistía en separar totalmente la capaci­
dad adquisitiva del Estado del mecanismo de precios, exigir sumi­
nistros en especie. Se adoptaron algunas medidas en ese sentido,
aunque no está claro cuál fue su alcance exacto. Desde luego, eso
era lo que implicaba descentralizar el destino de las tropas y de las
pequeñas unidades administrativas: cada una podía obtener sus pro­
visiones directamente de su localidad.
Considerado conforme a sus propias pretensiones, el sistema de
Diocleciano no podía funcionar, porque el Estado no disponía de
suficientes poderes de supervisión y de coacción para imponerlo. La
economía estaba lo bastante descentralizada para que los comprado­
res pagaran precios más altos, en lugar de delatar al vendedor al
funcionario más cercano que dispusiera de tropas. En la práctica, la
evaluación de los impuestos tenía que hacerse por medio de las per­
sonalidades locales. Ese es el aspecto más interesante del sistema.
Porque podemos deducir la influencia que ejerció sobre la evolución
del colon u s campesino, adscrito a una parcela de tierra y a un terra­
teniente. ¿Cómo se podía vincular en la práctica a un contribuyente
rural a una ciudad o una aldea? Resultaba especialmente difícil en
las provincias relativamente poco urbanizadas, como ocurría en gran
parte del norte de Africa. Pero la respuesta estaba clara: someterlo
al control de un latifundio. Hay varios edictos sucesivos en los que
se ve la evolución de esta solución. Un edicto de Constantino del
332 demuestra con bastante claridad las consecuencias en cuanto a
comodidad para la administración, así como el concepto de que la
coacción era necesaria para mantener la libertad:
Toda persona en cuya posesión se encuentre a un aparcero que pertenezca
a otro, no sólo devolverá ese arrendatario a su lugar de origen, sino que
además asumirá el impuesto de capitación correspondiente a ese hombre por
el tiempo que estuvo con él. Además, a los aparceros que estén proyectando
la fuga se los podrá atar con cadenas y reducir a la condición servil, de
modo que mediante la condena a la servidumbre se vean obligados a cumplir
con los deberes que corresponden a los hombres libres. [Citado en Jones,
1970: II, 313.]

Por último, el Estado entregaba al campesino al terrateniente 6.


6 En las zonas sin ciudades del norte de Africa, Shaw (1979) ha demostrado una
La situación de empate se había modificado, pero no había ter­
minado. Se habían quebrantado los papeles militar y político de la
clase alta de la sociedad civil, pero se le había devuelto la economía
local. Lo primero fue un acto de política, lo segundo una conse­
cuencia imprevista de las necesidades militares/fiscales del Estado.
Nunca se estudió seriamente una política más popular, democrática
y consultiva, pues hubiera significado invertir las tendencias coerci­
tivas mayores del Estado.
En la medida en que fracasó, es probable que el sistema de Dio­
cleciano sofocara las posibilidades de un mayor desarrollo económi­
co. El criterio convencional de nuestra propia era capitalista es que
aunque Diocleciano hubiera logrado sus objetivos, ése habría sido el
resultado. Ello revela el prejuicio que existe entre los estudiosos de
la época clásica en contra de las capacidades innovadoras de los Es­
tados centralizados. A mi juicio, la administración romana, dadas sus
desesperadas necesidades fiscales, tenía tantos incentivos para mejo­
rar las técnicas agrícolas como cualquier terrateniente privado, capi­
talista o no. Si se sofocó el desarrollo en esta esfera fue precisamente
porque no controlaba la producción agrícola. Después de todo, como
se suele señalar (por ejemplo, Jones, 1964: II, 1048 a 1053), hubo
considerables innovaciones en las esferas que sí controlaba: la difu­
sión de la aceña se orientó sobre todo hacia los aserraderos de már­
mol para los monumentos y sólo secundariamente a la molienda de
cereales, y no había maquinaria agrícola que pudiera competir en
complejidad con los ingenios de asedio. El desarrollo agrícola se
producía ahora de manera subrepticia, para ocultarlo al Estado, y
por consiguiente su difusión era lenta.
Conforme a criterios más modestos de mera supervivencia, el
sistema de Diocleciano fue un éxito. Aparentemente se produjo una
especie de «recuperación del siglo IV» (cuyos detalles son inciertos).
Pero cualquier recuperación ha de considerarse bastante notable,
dado que el Estado estaba constantemente elevando sus niveles de
exacción sobre la misma economía básica. El ejército siguió crecien­
do hasta tener más de 650.000 hombres, casi el cuádruple de las
fuerzas de Augusto. Los impuestos se duplicaron entre el 324 y el 364.
Pero los señores de las marcas y los persas no estaban dispuestos
a desaparecer. Se utilizó cada vez más como aliados a grupos ger-

variante que consistía en entregar los mercados locales periódicos al control de los
terratenientes.
mánicos, a los cuales se les permito asentarse dentro de las regiones
fronterizas. Una vez más, una amenaza del exterior empeoró la si­
tuación. Hacia el 375 los hunos procedentes del Asia Cental destru­
yeron el reino ostrogodo del sur de Rusia e hicieron que los pueblos
germánicos ejercieran presión sobre el Imperio. Los pueblos germá­
nicos no se proponían hacer incursiones, sino asentarse. En lugar de
combatirlos, Valente permitió entrar a los visigodos. En el 378 éstos
se rebelaron. Valente permitió que su caballería quedara acorralada
contra las murallas de Adrianópolis y él y su ejército fueron des­
truidos. No se podían impedir nuevos asentamientos de visigodos,
ostrogodos y otros, y ahora se recurría a ellos para que defendiesen
directamente las fronteras del norte. Una fuerza armada para la cual
no hicieran falta impuestos economizaba dinero, pero en términos
políticos, eso era una retirada hacia el «feudalismo». Para el año 400
todavía existían unidades llamadas legiones, pero en realidad eran
fuerzas regionales que actuaban como guarniciones de fuertes posi­
ciones defensivas y que por lo general carecían de la capacidad de
ingeniería necesaria para consolidar las victorias del ejército. El úni­
co ejército central de campaña que restaba protegía al emperador.
Había dejado de existir la economía legionaria.
En el interior, el proceso de decadencia se aceleró a partir del
370 aproximadamente. Empezaron a despoblarse las ciudades. En el
campo se dejaron de cultivar las tierras y podemos estar práctica­
mente seguros de que mucha gente murió de desnutrición y enfer­
medades. Probablemente como reacción a la presión, se produjeron
grandes cambios sociales. En primer lugar, hombres que hasta en­
tonces habían sido libres se colocaron como colon i bajo la protección
de los terratenientes locales contra el recaudador imperial de impues­
tos. A partir del 400 aproximadamente, aldeas enteras iban pasando
a manos de un patrón. Ahora, el aumento del número de colon i iba
en contra de los intereses del Estado. En segundo lugar, se produjo
una descentralización de la economía, a medida de que los terrate­
nientes locales trataban de aumentar su independencia respecto del
poder imperial mediante la autonomía económica de una economía
de latifundio (el oikos). La decadencia del comercio interprovincial
se vio acelerada por las invasiones mismas, a medida que las rutas
de comunicaciones iban haciéndose inseguras. Tanto los terratenien­
tes locales como los colon i consideraban que las autoridades impe­
riales eran cada vez más explotadoras y juntos crearon una estruc­
tura social que se adelantaba al señorío feudal, en la que el trabajo
lo hacían siervos dependientes. Las políticas coercitivas de Diocle­
ciano habían dejado abierta la posibilidad de una retirada a la eco­
nomía local controlada por señores cuasi feudales. En consecuencia,
en el último siglo de su existencia el Estado romano invirtió su
política con la clase alta; al no poder utilizar la coerción local contra
ella, las autoridades imperiales estaban dispuestas a devolvérsela a la
administración civil. Trataron de alentar a los terratenientes y a los
d ecu rion es a que desempeñaran responsabilidades civiles, en lugar de
eludirlas. Pero ya no tenían incentivos que ofrecer, pues la economía
legionaria se había derrumbado definitivamente. En algunas zonas,
las masas y, en menor medida, las élites locales parecen haber aco­
gido complacidas la dominación de los bárbaros.
El principal aspecto discutible de esta descripción es si el de­
rrumbamiento tuvo efectivamente unos efectos tan drásticos para el
campesinado. Bernardi (1970: 78 a 80) aduce que los campesinos no
morían; más bien, en alianza con sus señores, evadían los grandes
impuestos. Así, «la organización política se derrumbó, pero no el
marco de la vida rural, las formas de propiedad ni los métodos de
explotación». Finley (1973: 152) también duda que el campesinado
romano pudiera haber estado más duramente reprimido y más ham­
briento que los campesinos del Tercer Mundo de hoy, los cuales sin
embargo se reproducen satisfactoriamente. La explicación de Finley
es que la economía del Imperio se basaba «casi totalmente en los
músculos de los hombres» que —a nivel de subsistencia— ya no
tenían nada que contribuir a un «programa de austeridad» que había
persistido a lo largo de doscientos años de ataques bárbaros. Así, el
aumento de las necesidades de consumo del ejército y de la buro­
cracia (y también de la Iglesia Cristiana parasitaria: ¡reaparece Gib­
bon!) desembocó en la escasez de mano de obra. La discusión se
refiere sólo al calendario exacto del derrumbamiento. El político y
militar se puede fechar con exactitud: en el 476 d.C. se depuso del
trono al último emperador de Occidente, el irónicamente llamado
Rómulo Augústulo. Su conquistador, Odoacro, jefe de un grupo
germánico mixto, no se proclamó emperador, sino rey conforme a
las tradiciones germánicas. Es de suponer que el derrumbamiento
económico fue tanto anterior como posterior a ese acontecimiento.
En este relato de la decadencia y caída he atribuido el papel
precipitador de los acontecimientos a la presión militar de los bár­
baros. Esta aumentó considerablemente y, para los romanos, de for­
ma imprevista, hacia el 200 d.C., y a partir de entonces sólo dismi-
nuyó durante un período, en torno al 280-330. Sin este cambio de
la geopolítica, no habrían surgido todos los comentarios acerca de
los «fracasos» internos de Roma: en cuanto a establecer la democra­
cia, el trabajo libre, la industria, una clase media, o lo que sea. Antes
del 200 d.C., la estructura imperial hacía frente de forma adecuada
a sus dificultades tanto internas como externas, y al hacerlo produjo
el nivel más elevado de poderío colectivo ideológico, económico,
político y militar jamás visto en el mundo, con la posible excepción
de la China de los Han.
Además, como ha aducido Jones (1964: II, 1025 a 1068), es pro­
bable que diferentes niveles de presión externa expliquen que el Im­
perio de Oriente sobreviviera con su capital en Constantinopla du­
rante mil años más. Tras la división administrativa del Imperio, el
de Occidente tenía que defender toda la vulnerable frontera Rhin-
Danubio, salvo los últimos 500 kilómetros. Las fuertes defensas
orientales en esta corta distancia tendían a desviar a los invasores del
norte hacia el oeste. El Imperio de Oriente tenía que defenderse
contra los persas, pero para ello podía recurrir a una sucesión orde­
nada de guerras, tratados de paz y actividades diplomáticas. Los
persas adolecían de los mismos problemas de organización y de efec­
tivos que los romanos. A los pueblos germánicos no se los podía
regular así. Eran demasiados, en cuanto al número de organizaciones
políticas a las que habían de hacer frente los romanos. No podemos
estar segu ros de este argumento, pues el Oriente también difería en
su estructura social (como reconoce Jones; véase también Anderson,
1974a: 97 a 103). Sin embargo, resulta plausible llegar a la famosa
conclusión de Piganiol: «La civilización romana no murió de muerte
natural: la asesinaron» (1947: 422).
Naturalmente, no podemos dejar las cosas ahí. Como he subra­
yado reiteradamente, las presiones externas raras veces son verdade­
ramente exteriores. Dos acontecimientos de la presión externa sos­
tenida sí parecen ser exteriores a la historia de Roma, es cierto: la
derrota de los partos por los Sasánidas y la presión de los hunos
sobre los godos. Si en estos casos se percibió alguna influencia ro­
mana, es de suponer que fue bastante indirecta. Pero el resto de la
presión, especialmente la presión germánica, no era exterior en nin­
gún sentido real, pues las influencias romanas eran fuertes y causales.
Roma dio a sus enemigos del norte la organización militar con la
que la asesinaron. Roma les dio gran parte de la técnica económica
que sustentó el asesinato. Y el nivel de desarrollo de Roma dio
también el motivo. Los germanos adaptaron esas influencias para
producir una estructura social capaz de la conquista. No eran ple­
namente bárbaros, salvo en la propaganda romana: eran pueblos de
las marcas, semicivilizados.
Así, en la medida en que podamos hablar de «fracaso romano»,
consistió en la incapacidad para responder a lo que la propia Roma
había creado en sus fronteras. Las causas del fracaso fueron internas,
pero hay que vincularlas a la política exterior romana. Había dos
estrategias posibles de poder, la predominantemente militar y la ideo­
lógica.
La estrategia militar consistía en someter a los bárbaros de la
forma tradicional, mediante la extensión de las conquistas a toda
Europa, sin detenerse más que ante las estepas rusas. Entonces, los
problemas fronterizos de Roma habrían sido parecidos a los de Chi­
na, manejables porque el enfrentamiento habría sido con un número
relativamente reducido de nómadas pastores. Pero esta estretegia pre­
suponía algo que Roma no había poseído desde las Guerras Púnicas,
la capacidad de sacrificio militar colectivo por una ciudadanía rela­
tivamente igualitaria. No era posible en el 200 d.C. y para que hu­
biera sido posible habrían hecho falta cambios profundos y seculares
de la estructura social.
La estrategia ideológica habría consistido en aceptar las fronteras,
pero civilizar a los atacantes, de forma que una posible derrota no
hubiera significado la destrucción total. Esto podría haber adoptado
una forma elitista o democrática: o bien una dinastía germánica po­
día haber dirigido el Imperio (o varios Estados romanos civilizados)
o bien los pueblos podrían haberse fusionado. La variante elitista era
la forma en que los chinos habían logrado incorporar a sus conquis­
tadores; la variante democrática se expuso como posibilidad, no ex­
plotada, por la difusión del cristianismo. Pero Roma nunca había
llevado en serio una cultura fuera de la zona ya pacificada por sus
legiones. También en este caso habría hecho falta una revolución del
pensamiento político. No es sorprendente que no se insistiera en la
variante elitista ni en la democrática. Estilicón y sus vándalos eran
los auténticos defensores de Roma hacia el 400 d.C.: era inconcebi­
ble que Estilicón asumiera la púrpura imperial, pero fue desastroso
para Roma que no pudiera hacerlo. Análogamente, fue desastroso
que prácticamente ninguno de los germánicos se convirtiera al cris­
tianismo antes de sus conquistas (como se aduce en Brown, 1967).
Una vez más, los motivos son básicamente internos: que Roma no
había elaborado ninguna de esas estrategias entre su élite o su pueblo
propios. El empate a tres bandas que he descrito significaba que la
integración del Estado y de la élite en una clase gobernante civilizada
tenía límites, mientras que el pueblo prácticamente no tenía nada que
ver con las estructuras imperiales. En China, el confucianismo sim­
bolizaba la homogeneidad de las élites; en Roma, las posibilidades
de homogeneidad popular las brindaba el cristianismo. Evidentemen­
te, esta cuestión nos haría adentrarnos en un análisis más detallado
de las religiones salvacionistas mundiales, esas importantes portado­
ras del poder ideológico. De eso se trata en los capítulos siguientes.
De momento, podemos concluir que el fracaso de Roma en cuan­
to a hacer frente a un nivel más alto de presión externa tenía sus
raíces en el empate a tres bandas entre la élite estatal, la clase alta y
el pueblo. Para enfrentarse a los semibárbaros de manera belicosa o
pacífica habría hecho falta colmar sus lagunas de poder. Las lagunas
no se colmaron, aunque se hicieron tres tentativas en ese sentido.
Los Severos hicieron un intento fallido, Diocleciano un segundo y
Constantino y los emperadores cristianos un tercero. Pero no parece
que su fracaso fuera inevitable: se vieron abrumados por los acon­
tecimientos. De manera que seguimos sin estar seguros de cuáles
eran las plenas potencialidades de este primer imperio territorial, con
su élite ideológicamente cohesiva y su versión de la economía legio­
naria de la cooperación obligatoria. Esas formas de poder no vol­
vieron a surgir en la región abarcada o influida por el Imperio Ro­
mano. Por el contrario, al igual que en el caso del Imperio Persa de
dominación, el desarrollo social se hallaba en aspectos intersticiales
de la estructura social, sobre todo en las fuerzas que generaron al
cristianismo.

C onclusión: El logro rom ano

La institución nuclear romana fue siempre la legión. Pero la le­


gión no fue nunca una organización puramente militar. Su capacidad
para movilizar compromisos económicos, políticos y, durante algún
tiempo, ideológicos, fue el principal motivo de su éxito sin igual.
Pero a medida que iba alcanzando éxitos, su movilización social
evolucionaba en el sentido que hemos observado en este capítulo.
Esos cambios son la clave de todo el proceso del desarrollo social
romano.
En la primera fase de conquista los romanos actuaron como una
ciudad-Estado en expansión. Poseían un cierto compromiso colecti­
vo entre pequeños agricultores de la Edad del Hierro, comparable
al de los griegos antes que ellos, cuyas raíces se hallaban en una
combinación de poder económico y militar relativamente intensivo.
Pero adoptaron técnicas militares macedónicas más extensivas (po­
demos suponer) debido a que también poseían elementos tribuales
en su estructura social inicial. El resultado fue la legión de ciudada­
nos que integraba la estructura de clases (en su sentido latino) de
Roma en un instrumento eficaz de conquista militar. Parece que la
legión de ciudadanos era la maquinaria militar más eficaz por tierra
de la zona del Mediterráneo (y probablemente también de cualquier
parte del mundo en aquella época) hasta la derrota de Cartago y la
apropiación de su imperio.
Pero el éxito militar rebotó sobre la estructura social romana. La
guerra permanente a lo largo de dos siglos generó un ejército pro­
fesional, separado de las clases de la ciudadanía. La aparición de
enormes cantidades de botín, esclavos y fincas expropiadas exacerbó
las desigualdades y aumentó la propiedad privada de las élites sena­
torial y ecuestre. De hecho, en los siglos I y II a.C. se realizó toda
la evolución normal de los Estados de conquista: una intensificación
de las desigualdades, una disminución de la participación popular en
el gobierno, una dialéctica entre el control centralizado y militarista
y la fragmentación ulterior del Estado a medida que los generales,
los gobernadores y los arrendatarios de impuestos «desaparecían» en
la «sociedad civil» provincial, llevándose con ellos los frutos de las
conquistas del Estado como propiedad «privada». Como siempre,
este imperio de dominación parecía bastante menos poderoso en la
realidad infraestructural que en pretensiones, y sus debilidades ge­
neraron los conflictos habituales con aliados, su propio pueblo y sus
propios generales.
Sin embargo, Roma no era un imperio de dominación «normal»,
como demostró su capacidad para establecer su dominio y resolver,
por lo menos, los dos primeros de los conflictos recién menciona­
dos. En realidad hubo dos logros principales (no cuento como logro
principal la represión de la base inicial popular-ciudadana de Roma,
pues los Estados conquistadores normalmente pueden «rebasar or­
ganizativamente» a sus clases inferiores de la forma que describo en
este capítulo. En las sociedades extensivas, los grupos gobernantes
suelen tener una base de organización más amplia que los subordi-
nados. Las masas quedan atrapadas en el «diagrama de organización»
de los gobernantes.)
El primer gran logro fue la forma en que Roma trataba a sus
aliados, los socii. Roma siguió la vía persa en lugar de la asiria y
estaba dispuesta a gobernar por conducto de élites conquistadas (con
la notable excepción de la venganza contra los cartagineses). Pero
después ocurrió algo más: casi todas las élites autóctonas se roma­
nizaron, de forma que al cabo de un siglo de gobierno romano era
casi imposible detectar sus orígenes autóctonos. Así, por ejemplo,
cuando la República se convirtió en Imperio, tanto en su constitu­
ción como en la realidad, la sucesión imperial rotó entre la mayor
parte de las provincias por turno. Así, los socii, término que signi­
ficaba inicialmente una federación de aliados, se convirtieron en ma­
yor medida en una «sociedad», en nuestro sentido moderno cuasi
unitario. O, para ser más exactos, se convirtió en una «sociedad de
la clase gobernante», pues sólo las élites podían pertenecer verdade­
ramente a ella.
Es cierto que existía una zona específica de debilidad en esta
sociedad de la clase gobernante. Se refería a una cierta medida de
empate de poder entre la burocracia estatal y la clase provincial go­
bernante de terratenientes y altos cargos. Roma nunca instituciona­
lizó esas relaciones de forma completamente estable, y el resultado
fueron frecuentes tensiones y guerras civiles. Sin embargo, hasta des­
pués del 200 d.C., esto no constituyó una debilidad grave. El grado
de unidad de la clase gobernante era enorme conforme a los criterios
de otros imperios de dominación.
Los recursos de poder ideológico, en especial la alfabetización y
el racionalismo helenístico, aportaban ahora una cierta infraestruc­
tura a la solidaridad cultural entre las élites. Trato de esos recursos
en el capítulo siguiente, en relación con el auge del cristianismo.
Pero en este capítulo se ha demostrado claramente la existencia de
un segundo conjunto de recursos infraestructurales. Me refiero a lo
que he denominado economía legionaria, la versión romana de la
cooperación obligatoria. Ese fue el segundo logro romano.
He destacado un símbolo clave de la economía legionaria: la
pértiga.ideada por la intendencia del general Mario hacia el 109 a.C.
A esa pértiga, que portaban casi todos los soldados de infantería, se
ataba una serie de herramientas de ingeniería civil más pesadas que
las armas de combate portadas por esos mismos soldados. Con esas
herramientas las legiones pacificaron sistemáticamente los territorios
que conquistaban, construyendo vías de comunicaciones, fortalezas
y centros de aprovisionamiento. A medida que se pacificaba el es­
pacio, aumentaban el excedente agrícola y la población. Las legiones
eran p rod u ctivas, de forma que su consumo estimulaba una especie
de «keynesianismo militar». Más concretamente, los gastos militares
del Estado imprimieron impulso a una economía monetaria. A me­
dida que se iba introduciendo en esta economía más y más espacio
habitado contiguo, el gobierno romano se hacía territorialmente con­
tinuo, y los recursos, tanto económicos como de otra índole, se
difundían de forma igual por toda su enorme extensión. La existen­
cia de una economía uniforme entre el 100 a.C. y el 200 d.C. tiene
enorme importancia, aunque funcionase en una franja muy reducida
por encima de la subsistencia. Fue la primera sociedad civil extensi­
va, en nuestro sentido moderno del término 7. Tras el derrumba­
miento de Roma, no volvió a reaparecer una sociedad de ese tipo
hasta el final de la Edad Media en Europa (véase el capítulo 14).
Así, Roma fue el primer imperio territorial, la primera sociedad ex­
tensiva predominantemente no segmentada, al menos en sus capas
superiores.
Como resultado de este análisis, en este capítulo he logrado ata­
car las ideas convencionales acerca del supuesto estancamiento tec­
nológico de Roma. Es cierto que a Roma le interesaba relativamente
poco lo que he denominado tecnología intensiva: aumentar el pro­
ducto sin un aumento equivalente de los insumos. Pero Roma hizo
enormes contribuciones a la tecnología extensiva: el aumento del
producto mediante la organización extensiva de un número mayor
de insumos. La pértiga de Mario era un excelente ejemplo de ese
ingenio. Aduzco más pruebas a este respecto en el capítulo 12, al
comparar la tecnología arquitectónica romana con la medieval.
Los poderes extensivos de Roma carecían de precedente. Expli­
can la longevidad del imperio. Pero —sin repetir detalladamente la
compleja conclusión relativa a la cuestión de la «decadencia y caí­
da»— también ayudan a explicar la violencia de su desaparición cuan­
do llegó ésta. Los imperios federales de dominación habían tenido

7 Ni siquiera la China de la dinastía Han se acercó a ese grado de unidad eco­


nómica. Por ejemplo, su sistema fiscal era m uy complejo y entrañaba requisas de
dinero en efectivo y de diversas mercaderías en especie, como medidas de paño, sedas
y cáñano y sartas de cuentas. El valor relativo de intercambio de esos artículos exigía
decisiones autoritarias de los agentes del poder, no se difundía por toda la sociedad.
tradicionalmente graves problemas con sus regiones fronterizas. Sin
embargo, en principio a cualquier vecino se le podía conferir la con­
dición de señor de las marcas (es decir, «de semimiembro»). Pero el
control territoria l extensivo de Roma subrayaba el abismo entre ci­
vilización y barbarie. Tenía unos lím ites más claros que otros impe­
rios. Las fronteras también se veían reforzadas por el logro de su
poder ideológico. Como veremos en el capítulo siguiente, su cultura
de élite era exclusivamente y con el tiempo se hizo introspectiva.
Los bárbaros no podían quedar plenamente civilizados hasta que las
legiones despejaran el camino por la fuerza. Pero, al igual que ocurre
con todas las civilizaciones, cuanto más éxito tenía Roma, más atraía
la codicia de sus vecinos. A Roma le resultaba difícil institucionalizar
esa codicia y no podía hacer más que combatirla. Con el tiempo, la
economía empezó a tambalearse bajo la tensión, y la obligación em­
pezó a predominar sobre la cooperación. Como ya no existía una
ciudadanía auténtica, no se podía organizar a las masas para que
hicieran mayores sacrificios (como se las había organizado para ven­
cer a Cartago siglos antes). Análogamente, el empate de poder entre
el Estado y la clase gobernante frustró unas tentativas mayores de
movilización de las élites. La economía legionaria no era un instru­
mento flexible. Una vez interrumpida su rutina, Roma descendió al
nivel de otros imperios de dominación, y en esa esfera de compara­
ción su capacidad para el oportunismo no era notable. Si su legado
al mundo fue mayor que el de casi cualquier otro imperio, ello
ocurrió porque sus logros de poder ideológico se transmitieron de
una forma nueva: por conducto de una religión universal.

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Capítulo 10
LA TRASCENDENCIA DE LA IDEOLOGIA:
LA ECUMENE CRISTIANA

In trod u cción

En capítulos anteriores hemos vislumbrado las dos configuracio­


nes de poder político identificadas en el capítulo 1. En los ejemplos
de los imperios asirio y persa vimos la ideología con inm anencia y
como moral, es decir, como la consolidación de los Estados y de las
clases gobernantes por conducto de las infraestructuras del poder
ideológico: comunicaciones, educación y estilo de vida. Se trataba
de una infraestructura de predominio oral más que escrito. Ante­
riormente, cuando surgió la primera civilización, vimos la ideología
como p o d e r tran scen d en te, es decir, como poder que pasaba por en­
cima de las redes de poder económico, militar y político y se legi­
timaba con la autoridad divina, pero que respondía a necesidades
sociales auténticas. Sin embargo, en estos casos los datos conserva­
dos eran algo fragmentarios. En la historia ulterior, con mejores
datos, podemos observar esos procesos con bastante claridad.
En este capítulo se exponen datos de una «competencia» entre
las dos configuraciones de poder político bajo el Imperio Romano.
Por una parte, la ideología consolidaba la moral inmanente de la
clase gobernante romana. Pero, por la otra, aparecía como el poder
transcendente del cristianismo, lo que yo denominaré ecu m en e cris­
tiano. Este era innovador y combinaba el poder extensivo con el
intensivo, en gran medida de carácter difuso más bien que autorita­
rio, que se difundió por todas las clases importantes de una sociedad
extensiva. Pese a ser parcial, esa transcendencia de las clases tuvo
una influencia histórica universal. Ambas configuraciones de poder
ideológico correspondían a necesidades sociales auténticas, ambas
dependían críticamente de sus propias infraestructuras de poder. Tras
un período de conflicto, llegaron a una transacción parcial que duró
(apenas) a lo largo de la Edad Media y aportó una parte indispen­
sable del dinamismo europeo ulterior que se describe en el capítu­
lo 12.
Pero la espectacular aparición de una religión transcendente mu­
cho más poderosa no era un acontecimiento excepcional. En el plazo
de unos mil años, desde el nacimiento de Buda hasta la muerte dé
Mahoma, surgieron cuatro grandes «religiones del libro» que han
seguido dominando todo el mundo: el cristianismo, el hinduismo,
el budismo y el Islam. Podemos comprimir todavía más esa datación
a unos setecientos años si consideramos que el budismo y el hin­
duismo alcanzaron sus formas definitivas en torno al año 1000 a.C.
A partir de aquel momento y al igual que las otras dos religiones,
se preocuparon críticamente de la salvación individual y universal:
del objetivo de mitigar los sufrimientos terrenales mediante algún
tipo de plan de vida moral sistemático a disposición de todos, inde­
pendientemente de la clase o de la identidad particularista '.
Este capítulo trata sólo de una religión salvacionista: el cristia­
nismo. En el capítulo siguiente trato brevemente del Islam y del
confucianismo. Seguiré con un análisis más completo del hinduismo
y el budismo, centrándome en la primera de estas dos fes aparejadas.
Aduciré que el hinduismo representa la cumbre de los poderes de
la ideología en la experiencia humana hasta la fecha. Considero todas
estas religiones como grandes incardinaciones de un poder ideológi­
co autónomo y transcendente en la historia humana. El carácter de
este poder es el tema del presente capítulo y del siguiente.

1 Véase una breve panorámica de las religiones y las filosofías universales en


MacNeill (1963: 336 a 353, 420 a 441). Reconozco la gran influencia de Weber en
este capítulo y el siguiente, menos por haber tomado directamente de sus explicacio­
nes concretas que por aceptar en general la forma en que destaca- el papel de la religión
salvacionista en el desarrollo histórico. Reservo un comentario directo de sus ideas
para el volumen III.
El cristianismo era una forma de poder ideológico. No se difun­
dió por la fuerza de las armas; tardó varios siglos en institucionali­
zarse y verse respaldado por el poder del Estado; ofrecía pocos atrac­
tivos o sanciones de tipo económico. Reivindicaba el monopolio del
conocimiento del «significado» y el «propósito» último de la vida,
y la autoridad divina respecto de ese conocimiento, y se difundió
cuando el pueblo creyó que eso era la verdad. La única forma de
vivir una vida con auténtico sentido era hacerse cristiano. Así, su
poder residió inicialmente en la coincidencia entre el mensaje cris­
tiano y las motivaciones y las necesidades de quienes se convertían.
Esa ecuación es la que necesitamos reconstruir si aspiramos a expli­
car el poder del cristianismo.
El propio cristianismo nos ayuda a reconstruir un lado de la
ecuación. Es, como observó Mahoma por primera vez, una de las
«religiones del libro». Casi desde el principio, los seguidores del
cristianismo escribieron el mensaje y los comentarios de ese mensaje.
Además, las doctrinas se refieren a procesos históricos reales (o que
se califican de reales). El cristianismo se legitima con documentos
históricos, los más importantes de los cuales forman el Nuevo Tes­
tamento. Con un poco de agudeza histórica y lingüística, los estu­
diosos han utilizado esos documentos para seguir la evolución de las
doctrinas cristianas.
Pero el otro lado de la ecuación, las necesidades y las motiva­
ciones de quienes se convertían, está menos claro. Los estudiosos lo
han dejado de lado debido a otros aspectos de la historia del cris-
tianimo. Ha sido una historia de éxito enorme, casi increíble. Se
difundió con tanta rapidez y sobre tanto territorio que el proceso
parece casi «natural». La dominación de nuestra cultura por el cris­
tianismo se ha debilitado en los últimos siglos, pero, paradójicamen­
te, ello no ha hecho sino reforzar la inclinación de los estudiosos a
considerar el auge del cristianismo como algo «natural». Porque la
mayor parte de los escépticos de los últimos siglos no han adoptado
los criterios de Gibbon. Han hecho caso omiso de la historia ecle­
siástica, que han dejado a los clérigos. Los libros sobre el cristianis­
mo escritos por clérigos suelen pertenecer a uno de estos dos tipos:
El primero es el libro de inspiración acerca del mensaje de Cristo,
el valor y la fe de sus seguidores y la pertinencia de todo ello para
el día de hoy. «Pertinencia» significa identificar una similitud básica
entre las necesidades humanas de entonces y de ahora, de forma que
el mensaje cristiano halla y debería hallar una respuesta rápida en la
«naturaleza humana». El segundo tipo es el libro teológico acerca
de cuestiones doctrinales, que atribuye poco espacio a las motiva­
ciones y las necesidades, salvo en la medida en que éstas se pueden
inferir de la popularidad de determinadas doctrinas. En la raíz de
esta falta de interés por el receptor se halla el convencimiento final
y sencillo de que el cristianismo se difundió porque era verdad.
La consecuencia es un corpus desigual sobre el poder del cris­
tianismo. Un producto típico es la conocida obra de Chadwick (1968)
de introducción al cristianismo primitivo, que es útil en cuanto a
influencias doctrinales y desarrollo, pero superficial en su análisis de
las causas del crecimiento. En esta esfera escasean los estudios so­
ciológicos avanzados, de modo que mi análisis ha de comenzar más
atrás de lo que yo desearía idealmente.
Una segunda dificultad reside en el carácter dual del atractivo
inicial del cristianismo. El mensaje se difundió por una serie de me­
dios determinados a partir de la Palestina rural de habla aramea;
después pasó a comunidades urbanas judías de habla griega; después
a comunidades urbanas griegas; después a las ciudades romanas en
general; después a la corte imperial y al campo. Se difundió primero
en el este y en el sur, después en el oeste y en el norte y, por
último entre los bárbaros. A medida que el mensaje avanzaba, iba
cambiando sutilmente. Incluso un análisis centrado sólo en la doc­
trina permite llegar a la conclusión de que también deben de haber
diferido las necesidades. Sin embargo, el mensaje, pese a un recorri­
do tan complicado, siguió siendo reconociblemente el mismo y nun­
ca perdió ninguna de sus clientelas (salvo, en cierta medida, las dos
primeras); esto indica un segundo nivel de atracción, de tipo uni­
versal, lo cual refuerza el convencimiento de que el atractivo del
cristianismo era sencillo y «natural». Pero ese atractivo «universal»
queda casi totalmente confinado dentro de las fronteras o la influen­
cia del Imperio Romano. De modo que, para tratar por igual los
particularismos y el universalismo, hemos de volver a ese imperio.

El a tra ctivo u n iversa l d e l cristianism o


d en tro d el Im p erio R om ano

Existen tres datos doctrinales principales sobre el atractivo rela­


tivamente universal del cristianismo. El primero es anterior a Cristo:
el crecimiento de corrientes monoteístas, salvacionistas y sincretistas
en el pensamiento del Oriente Medio a lo largo de varios siglos
desde la época de Zoroastro. No fue un crecimiento constante, como
vimos en el capítulo 8, cuando el salvacionismo monoteísta de Zo­
roastro se debilitó frente a la resistencia de la religión iraní tradicio­
nal. Pero iba tomando impulso en el siglo anterior a Cristo. Los
primeros filósofos griegos habían avanzado la idea de un primer
motor único. En época clásica más tardía adquirió un carácter más
«religioso»; por ejemplo, en el concepto de Platón de la «forma
pura» estaba implícita una fuerza transcendental espiritual. En la era
helenística, la filosofía especulativa se fusionaba a menudo con los
cultos mistéricos populares, algunos de ellos griegos (como los de
Orfeo, Dionisos y la ciudad de Eleusis) y otros persas (como el de
Mitra, dios de la luz) para producir cultos, la participación de los
cuales podía llevar a la resurrección después de la muerte y a la
salvación. Estos cultos se difundieron, al igual que la propia filosofía
griega, por todo el Imperio Romano. La fusión no fue sino parcial,
pues la salvación era resultado de la participación en los ritos y a
veces también en experiencias extáticas y no de una visión sistemá­
tica y racional del mundo ni de su derivación ética, un código moral
de conducta. El otro elemento principal en el crecimiento de sincre­
tismo fue el riguroso monoteísmo del judaismo. Probablemente, éste
había evolucionado de forma bastante autóctona (tras sufrir unas in­
fluencias persas iniciales). Hasta fines del siglo II a.C. no se enfren­
taron los judíos con el desafío de la cultura griega. Se dividieron en
dos grupos, uno que pasó a helenizarse relativamente (los saduceos)
y otro que hacía hincapié a un carácter judío distintivo (los fariseos).
Los fariseos eran populares y democráticos, con lo que desplazaron
a los saduceos colaboracionistas y aristocráticos, e imponían unos
requisitos éticos intensos a las relaciones de cada familia, frente a la
insistencia de los saduceos en una civilización más general. Pero
ambos grupos compartían una confianza cada vez mayor en la pa­
labra escrita, en los textos y los comentarios sagrados. En conse­
cuencia, se fomentaban la alfabetización y la educación en escuelas.
Esta evolución contenía muchas peculiaridades relativas a las ne­
cesidades de pueblos, lugares y épocas concretos. Así ocurría en
especial con los judíos, sometidos por los romanos mientras todavía
no se habían conciliado con el helenismo, y que en consecuencia
tenían inquietudes nacionales, además de religiosas y filosóficas. Sin
embargo, también podemos percibir por todo el mundo mediterrá­
neo una fusión cada vez mayor de corrientes en dirección al mono­
teísmo, la moralidad ética y la salvación, que utilizaban cada vez más
el medio de la palabra escrita 2.
El segundo dato es posterior a Cristo. Tras el establecimiento de
una fraternidad cristiana, pero antes de la aparición de una ortodoxia
«católica», a menudo resultaba difícil distinguir a los cristianos de los
seguidores de alguna de esas otras filosofías, religiones y cultos. De
hecho, entre el 80 y el 150 d.C., aproximadamente, por lo menos
una docena de sectas se separó de la fraternidad cristiana. A casi
todos los grupos los llamamos «gnósticos» y la palabra griega gnosis
significa conocimiento, de un tipo más bien obtenido por la expe­
riencia, o incluso intuitivo, que racional. Casi todos ellos combina­
ban corrientes filosóficas y cúlticas (que quizá recibían influencias
nada menos que de los brahmanes y de Buda). Aunque variaban, en
su mayor parte se parecían a cultos anteriores más que al cristianis­
mo. Los ritos iniciáticos y las experiencias místicas eran importantes.
Algunos practicaban la magia como antídoto de los males del mun­
do, otros el ascetismo y la mortificación de la carne y otros se hi­
cieron orgiásticos (aunque los datos a ese respecto procedían gene­
ralmente de sus enemigos). Los rivales utilizaban la salvación como
solución de los males y los sufrimientos terrenales en mayor medida
que el cristianismo ortodoxo. Da la sensación de que existían nece­
sidades superpuestas, bastante más amplias de lo que probablemente
pudiese tolerar ninguna ortodoxia y que permanecieron incluso des­
pués del establecimiento de la iglesia 3.
El tercer dato es el propio Cristo. Sigo la ortodoxia actual entre
los estudiosos en el sentido de que existió ese hombre, un profeta,
aunque sus afirmaciones de divinidad probablemente se añadieron
después 4. Su mensaje, transmitido por sus primeros seguidores (y eso
es lo más que nos podemos acercar a él), era sencillo y directo y
canalizaba varias corrientes hacia un gran número de personas. Pre­
dicaba el advenimiento del reino de Dios, al igual que hacían todos
los profetas. Pero añadía que en el reino podía entrar cualquiera con

2 Acerca de esos antecedentes doctrinales del cristianismo, véase en especial Bult-


mann, 1956; Cumont, 1956; Cochrane, 1957, y Nock, 1964.
3 Respecto de los gnósticos, véase Joñas, 1963, y Pagels, 1980; y las herejías
primitivas en general, véase la polémica entre Turner, 1954, y Bauer, 1971.
4 Véase en Vermes, 1976; Schillebeeckx, 1979, y Wilson, 1984, estudios sobre las
polémicas, pero recordando que la identificación contemporánea con la religión (ju­
día, católica, protestante) y la censura eclesiástica son evidentes en muchas ocasiones,
y a veces incluso dominantes, en las obras al respecto.
tal únicamente de que hubiera purificado su corazón y creyera en
un Dios único y transcendental. No hacían falta requisitos sociales,
conocimientos esotéricos, rituales ni experiencias extraordinarias. La
purificación no presuponía una conducta ética p revia : la conversión
en sí (siempre que fuera auténtica) purificaba. Nada podía ser más
sencillo, más radical ni más igualitario. Aunque probablemente Cris­
to nunca pensó directamente en el mundo más allá de Palestina, por
implicación su mensaje podía tener un atractivo universal.
Según los evangelios, Cristo tuvo cuidado de mencionar explíci­
tamente a la mayor parte de los tipos de personas que sus seguidores
podían haber supuesto que no estaban incluidas: niños (incluso re­
cién nacidos), mujeres, soldados paganos, recaudadores de impuestos
y cobradores de peajes (considerados, según se nos dice, pecadores),
pecadores y delincuentes (tanto varones como hembras) y leprosos
proscritos. Se nos dice: «De tal manera amó Dios al mundo que ha
dado a su Hijo inigénito para que todo aquel que en él cree, no se
pierda, mas tenga vida eterna» (Juan, 3:16).
Nuestra era se ha acostumbrado a establecer un contraste entre
la fe y la razón. Pero no ocurría lo mismo en la época de Cristo.
La filosofía griega avanzaba hacia una combinación de ambas cosas.
De hecho, al rechazar los misterios, el ritual y la magia, Cristo (o
quienes escribieron los evangelios) exhortaba a formas racionales de
fe. La relación entre fe y conducta ética también era popular y ra­
cional. Y si la fe presuponía una moralidad, entonces el mantener la
fe del pueblo significaba mantener su moralidad. Si un cristiano pe­
caba reiteradamente, ya no podía ver a Dios. En consecuencia, se
utilizaría el peso de la comunidad para reforzar la fe y la moralidad.
A la comunidad le interesaba más mantener a la gente dentro de ella
que expulsarla, y por eso eran raras las expulsiones (Forkman, 1972).
Análogamente, cabía prever que la mayor parte de los cristianos,
sometidos a presiones sociales, se comportarían bien, aspecto del que
volveré a ocuparme más adelante.
Por esos tres motivos, si se llevaban las presuntas enseñanzas de
Cristo a la mayor parte de grupos de población de aquella época,
encontrarían hasta cierto punto una respuesta positiva dentro del
Imperio. Los primeros cristianos reconocieron que se dirigían a los
habitantes del Imperio y que dependían de la paz de éste, del orden
y las comunicaciones de Roma. En consecuencia, el atractivo uni­
versal debe haber correspondido a las necesidades concretas de los
romanos. El mundo romano no lograba, en cierto sentido, satisfacer
a sus habitantes. ¿A qué se debía que no lo lograse? Esa es la pre­
gunta con la que se inician muchos estudios.
Pero, en cierto sentido, la pregunta es equivocada. Como se in­
dicó en el capítulo anterior, el Imperio era un éxito asombroso hacia
la época de Cristo. Al igual que otros imperios cuasi contemporá­
neos (Persia y la China de la dinastía Han), había contribuido no­
tablemente al desarrollo social y económico. Más bien, los éxitos
mismos de esos imperios llevaron a dificultades que exigían una so­
lución. Todos sintieron la repercusión de las religiones salvacionis-
tas, aunque se ocuparon de ellas de diferentes modos. Las religiones
brindaban una solución de las contradicciones imperiales, que eran
más graves en el caso de Roma, precisamente porque los logros
imperiales de Roma eran mayores.

El cristianism o com o solu ción d e las con tra diccion es


d el im perio

El Imperio Romano y otros cuasi contemporáneos tenían cinco


contradicciones principales:
1. U niversalism o fr e n te a particularism o.—Cuanto más centra­
lizado y territorial se iba haciendo un imperio, más fomentaba vín­
culos universalistas de pertenencia y adhesión a él. En Roma, el
universalismo adoptaba la forma de miembro activo, el ciudadano;
en Persia y China el miembro era pasivo, el súbdito. Ambos eran
relativamente independientes de vínculos particularistas con los pa­
rientes, la clase, la tribu, la aldea, etc. Pero el universalismo socavó
el gobierno del Estado mediante la solidaridad particularista de pa­
rentesco de una aristocracia hereditaria, que de por sí negaba la idea
de la pertenencia universal. El problema se podía resolver al nivel
más alto si se convertía en esa aristocracia en una clase gobernante
universal. Pero la cuestión resultaba más difícil para los grupos in­
termedios en el seno del Imperio.
2. Igu a ld ad fr e n te a jerarqu ía.—El universalismo activo de la
ciudadanía generaba ideas de participación política e igualdad. Como
vimos en el capítulo 9, esto se había visto frustrado por el Estado
jerárquico romano, aunque presuntamente la ciudadanía seguía sien­
do un elemento central del gobierno romano. La ciudadanía autén­
tica de Grecia y de la República Romana en sus inicios también
siguieron teniendo importancia en las tradiciones culturales del Me­
diterráneo (aunque no en China ni en Persia).
3. D escentralización fr e n te a centralización.—Como ya hemos
visto, la constitución formal de los imperios parecía muy centrali­
zada y despótica, pero el verdadero poder infraestructural era mucho
más débil. Los recursos que afluían al Estado volvían a salir de él
para pasar bajo el control de grupos descentralizados de la «sociedad
civil». Como los logros centralizadores del Estado romano —la cul­
tura homogénea de la clase gobernante, la economía legionaria, el
imperio territorial— habían sido mucho mayores que los de Persia,
ello significaba que entonces se descentralizaban poderes mucho más
vastos. Ente los más importantes figuraban derechos cuasi absolutos
de propiedad privada, acuñación de moneda y alfabetización, que
conferían unos poderes considerables a ciudadanos particulares. El
mayor poder se descentralizó hacia la aristocracia provincial, pero
también afluyó poder a los residentes en las ciudades, los comer­
ciantes, los artesanos y grupos étnicos como los griegos o los judíos
situados estratégicamente en las ciudades. Esas personas podían de­
sarrollar tanto la confianza individual en sí mismos como una red
de interacción social que podía pasar por encima de la red oficial
del Estado centralizado.
4. C osm opolitism o fr e n te a uniform idad.—El mayor tamaño te­
rritorial de esos imperios incrementó su carácter cosmopolita a me­
dida que se iba absorbiendo una mezcla más variada de idiomas,
culturas y religiones. Su éxito tendía a destruir las lealtades étnicas
y de otro tipo preexistentes. Pero, como revelan las tres primeras
contradicciones, era imposible sustituir meramente esas identidades
por una uniformidad «oficial» que fuera universalista, igualitaria o
jerárquica, y centralizada. Los imperios excluían a las masas de sus
comunidades culturales oficiales. Existía la posibilidad de que apa­
reciera un sentimiento rival, más cosmopolita, de lealtad normativa,
una com unidad.
5. C ivilización fr e n te a m ilitarism o.—Esta tenía una localiza­
ción más concreta: ¿qué hacer con los bárbaros y los extranjeros en
la frontera? Los imperios habían realizado su expansión mediante la
dominación militar. Pero los imperios también aportaban civiliza­
ción, que los forasteros siempre deseaban. Si el poder militar impe­
rial se desvanecía, sus ciudadanos y súbditos podían ser conquista­
dos por los forasteros, salvo que se pudiera separar a la civilización
del militarismo y ofrecerla pacíficamente a los forasteros. Algunas
personas dentro de todos esos imperios estaban dispuestas a realizar
esa transformación del militarismo a un papel civilizador pacífico,
aunque (en Roma y en China, pero no en Persia) ello contradecía
el militarismo del Estado.

Mi explicación del aspecto universal del atractivo del cristianismo


será que éste aportaba una solución a esas contradicciones, una so­
lución imperfecta, pero que durante un largo período de enfrenta­
miento resultó ser mejor que la que ofrecía el Imperio Romano. Los
otros dos casos imperiales tuvieron resultados diferentes y los dejaré
para el capítulo siguiente. Sin embargo, las contradicciones no deben
estudiarse por separado, pues el cristianismo halló una solución en
su mezcla: una comunidad universalista, igualitaria, descentralizada y
civilizadora: un ecu m en e.
Pero existe una segunda fase, ulterior, de la historia. El cristia­
nismo, tras hallar una solución que le permitió hacerse con el poder
oficial, incorporó las contradicciones en su propio seno. En el Oc­
cidente no hizo frente a esas contradicciones y acabó por ayudar a
organizar el derrumbamiento catastrófico, casi total, de la civiliza­
ción antigua en el Mediterráneo occidental.
Los modelos de «contradicciones» son muy frecuentes entre los
estudiosos: por ejemplo, Harnak tiene un punto análogo de partida
en su estudio clásico de la difusión del cristianismo (1908: 19 a 23).
Los detalles de las contradicciones nos permiten situar con bastante
exactitud las necesidades de los conversos: especialmente el carácter
de los «sufrimientos» de los que esos romanos se apartaban para li­
berarse en la salvación. Sin embargo, en este caso alcanzamos el na­
dir de la erudición convencional sobre la cristiandad primitiva: la idea
de los «sufrimientos terrenales». Evidentemente, para la doctrina cris­
tiana es crucial que la salvación sea una liberación de los sufrimien­
tos terrenales y podemos suponer que muchos de quienes se conver­
tían se veían atraídos por la promesa de esa liberación, pero, ¿libera­
ción de qué? Por desgracia, nuestra propia época la concibe como «su­
frimientos materiales». De hecho, existen dos versiones de esta idea.
La primera relaciona el auge del cristianismo con la crisis eco­
nómica y la represión política consiguiente. Esta versión es persis­
tente entre los autores marxistas y procede del deseo general de
Marx de explicar el auge de todas las religiones como «el grito de
un pueblo oprimido». Kautsky (1925) dio la explicación más com­
pleta del auge del cristianismo en esos términos.
Resulta fácil refutar en teoría. Si la crisis económica y la repre­
sión política consiguiente hubieran desempeñado un papel impor­
tante en el auge del cristianismo, éste se habría difundido sobre todo
a partir del 200 d.C. No hubo crisis antes de esa fecha y, de hecho,
probablemente no hubo crisis importante hasta el 250 d.C. aproxi­
madamente. Pero los datos señalan una difusión constante del cris­
tianismo a partir de poco después de la crucifixión. Lo máximo que
se puede aducir en pro del papel de la crisis económica y política se
refería a la fase final de la difusión, de la ciudad al campo, a partir
del 250 aproximadamente. Veremos que incluso esto fue más com­
plejo de lo que indicaría el modelo de «crisis económica».
Se trata de algo que no discutiría ningún estudioso serio actual.
Pero la teoría de la crisis económica persiste de otra forma. Se aduce
en general que el cristianismo se difundió desproporcionadamente
entre las clases más pobres, «los pobres y los oprimidos». De ello
me ocupo más adelante en este mismo capítulo para demostrar que
no es cierto. Pero la popularidad de la idea indica lo difícil que le
resulta a nuestra propia época ocuparse de los sufrimientos no econó­
micos.
Sin embargo, la parte religiosa de nuestra época sí tiene una for­
ma concreta de hacer frente a esto: aducir que el materialismo en sí
es una forma de sufrimiento del cual desea escapar el pueblo. Es la
famosa explicación de Troeltsch. Primero refuta el argumento eco­
nómico citado al señalar que las primeras comunidades cristianas,
que se hallaban en las ciudades, «participaban de la mejora gradual
de las condiciones sociales que se produjo en la vida urbana». Por
otra parte, considera «innegable» que el cristianismo atraía sobre
todo a los que estaban «oprimidos» económica y políticamente (yo
lo niego más adelante en este capítulo). Por eso prefiere hablar de
la «vasta crisis social» de fines del mundo antiguo en términos es­
pirituales: «Un distanciamiento del materialismo y... un anhelo de
los valores puramente místicos y religiosos de la vida» (1931: 39 a
48). Así rechaza el mundo mismo. Y se trata de un argumento muy
difundido. Por ejemplo, Neil (1965: 28, 33, 40) escribe: «El siglo II
fue una época agitada e inquieta» en «el Imperio Romano en deca­
dencia», especialmente para «las clases más pobres», entre las cuales
inicialmente la iglesia «reclutó sus miembros». La inquietud se debía
a la «transítoriedad de las cosas y el deseo de inmortalidad». Ambos
autores nadan y guardan la ropa. Si hay crisis o «decadencia» en
sentido material, la gente naturalmente desea escapar de ella; pero
si no la hay, desea escapar del materialismo. Ese análisis no nos lleva
a ninguna parte en cuanto a explicar por qué surgió una religión
concreta en un tiempo y en un lugar concretos.
Tampoco podemos refutar el dualismo materialismo-idealismo
subyacente en esos argumentos. Siguen en esto la presunta afirma­
ción de Jesús de haber fundado su iglesia en lo segundo y no en lo
primero. Pero ningún movimiento social puede fundarse en una se­
paración así. Al igual que ningún grupo puede vivir «materialmente»
sin necesitar una infraestructura «espiritual», un movimiento religio­
so «espiritual» no puede rechazar toda la infraestructura «material».
Así, el auténtico logro de la religión cristiana inicial no fue la cons­
titución de una esfera «espiritual» separada, sino una función inno­
vadora de las dos esferas en una comunidad transcendente y norma­
tiva, una ecu m en e.
El cristianismo no fue una respuesta a una crisis material, ni una
alternativa espiritual al mundo material. La crisis era de identidad
social: ¿a qué sociedad pertenezco yo? Esta crisis se vio generalizada
por los éxitos mismos del Imperio Romano y de la civilización he­
lenística, que produjeron principios transcendentales de organización
social intersticialmente a partir de sus propias estructuras sociales.
Así, no hubo una «profunda crisis» de la sociedad antigua. De
hecho, es posible que el hablar de contradicciones induzca al error.
Las contradicciones no son sino principios opuestos. Los imperios
podían optar entre reprimir el uno o el otro, llegar a una avenencia
entre ellos o sen cilla m en te arreglárselas c o m o pudieran. En Roma,
hacia la época de Cristo, no había una crisis general, experimentada
objetiva ni subjetivamente. Por consiguiente, ninguna crisis de ese
tipo podría haber desempeñado un papel considerable en la difusión
inicial del cristianismo. De hecho, los primeros cristianos eran per­
sonas relativamente satisfechas y p rósperas, conscientes de que aca­
baban de hallar riqueza, poderes y vitalidad y que trataban de ex­
presar su identidad social y personal emergente e intersticial en una
filosofía, una ética y un ritual. Sus «sufrimientos» se limitaban a la
esfera normativa o a decidir a qué com u n id a d pertenecían. Como
advertirán los buenos conocedores de la sociología, se trata de un
modelo muy durkheimniano, aspecto del que volveré a ocuparme al
final del capítulo siguiente.
Pero ninguna percepción de lo que son los «sufrimientos» puede
explicar el auge de un movimiento social. El que los romanos su­
frieran o estuvieran satisfechos, fueran prósperos o pobres, nos dice
poco. Ni el sufrimiento ni la felicidad, ni la crisis económica, política
o espiritual, ni siquiera la represión, tienen ningún efecto causal ne­
cesario en la aparición de nuevos movimientos sociales. A veces, las
crisis económicas y la represión política pueden producir un movi­
miento unificado de reacción entre el pueblo; otras veces lo dividen.
A veces generan una revolución, una reacción o una reforma políti­
ca; a veces, una revolución, una reacción o una reforma religiosa.
Por lo general, no tienen más resultado que un estallido de deses­
peración ante la dureza general de la vida. El resultado final no
depende de la profundidad de la crisis, sino de las form a s d e o rga ­
nización de la gente afectada. ¿A quiénes afecta exactamente la crisis?
¿Con quiénes están en comunicación esos afectados? ¿Con quiénes
comparten un compromiso normativo y un acervo de conocimientos
acerca del mundo? ¿Qué contactos y qué conocimintos sociales tie­
nen probabilidades de llevarlos a culpar a sus gobernantes por la
crisis y a concebir otras opciones prácticas? ¿Qué recursos de poder
puede movilizar y contra quién? Esas son las preguntas decisivas
acerca de las reacciones a la crisis y a otros cambios sociales trans­
cendentales, sean políticos, espirituales o de cualquier otro género.
La organización de los recursos de poder —que es el tema principal
de este libro— es el determinante crucial del auge de un movimiento
religioso, al igual que de cualquier otro movimiento. Las contradic­
ciones de Roma eran esencialmente de organización, del fracaso en
cuanto a encontrar una solución a una serie de diversas opciones de
organización.
Así, el análisis del poder cristiano debe ser esencialmente el mis­
mo que el de todos los demás poderes. Hemos de partir de la in-
fraestuctura a la que podía recurrir. Hemos de hacer que la in fraes­
tructura d el p o d er id eo ló gico sea el aspecto central. Al principio, el
cristianismo no representó una conquista militar en una expansión
de la producción y del comercio, sino un proceso de conversión.
También fue —no de forma inmediata, pero en relativamente poco
tiempo— una religión del libro, la Biblia. Por tanto, la comunicación
de ideas y de prácticas culturales y las redes concretas de a lfa b eti­
zación tenía gran importancia.
La infraestructura d el p o d er id eo ló gico
en e l Im p erio R om ano

La transmisión de ideas y de prácticas culturales estaba sometida


a las mismas limitaciones globales que imponía la tecnología de las
comunicaciones, limitaciones que ya deberían resultarnos familiares.
Las rutas de comunicaciones marítimas y fluviales eran las más rá­
pidas y las más largas, pero estaban sometidas a la interrupción in­
vernal. Las rutas por tierra eran más lentas y solamente facilitaban
comunicaciones relativamente locales. No había otros medios de co­
municación. Dentro de esas limitaciones podemos identificar cuatro
posibilidades principales. Yo las denomino con d u ctos de poder ideo­
lógico.
El primer conducto está integrado por el mosaico de aldeas, ciu­
dades, tribus y pueblos a quienes los romanos impusieron su domi­
nación. Casi todas las entidades más pequeñas con una historia de
experiencia compartida, matrimonios mixtos, idioma, ritual y creen­
cias, estaban integradas en culturas únicas. Dada una historia de
solidaridad, una entidad de ese tipo podía alcanzar el tamaño de una
«comunidad étnica», cuyo ejemplo más destacado fueron los judíos.
Casi todas eran mucho más pequeñas. La experiencia religiosa de su
intensidad localizada era una multiplicidad de cultos locales, tribua­
les, familiares, de ciudad-Estado, muy arraigados, pero con escasa
capacidad para convertir a la población de otra localidad. Sin em­
bargo, los mensajes nuevos que llegaban a la localidad se podían
difundir con gran rapidez si parecían ser ciertos y útiles para la
experiencia local. Como los romanos se habían injerido poco en la
composición interna de sus localidades, éstas seguían estando muy
disponibles como transmisoras de mensajes dentro de sus reducidos
límites. Sin embargo, la transmisión por los estratos de esas unidades
—por ejemplo, por conducto de todo un pueblo, como el de los
judíos, o de una región distinta, como la de la provincia norteafri-
cana— dependería en parte de la exploración de los otros tres con­
ductos logísticos. Las «tradiciones culturales» sólo podían comuni­
carse sin ninguna ayuda en espacios pequeños. La relación en tre esos
espacios y esas culturas, a menudo de carácter sumamente variado,
era el principal problema de las comunicaciones en general.
El segundo conducto era el autoritario, oficial, de las comuni­
caciones políticas del Imperio. Vinculaba horizontalmente a los go­
bernantes de todas esas localidades que se acaban de mencionar, y
los organizaba en ciudades y sus territorios. Presuponía el sistema
de control jerárquico de la propia ciudad-territorio, aunque interve­
nía muy poco en él. El conducto político se veía enormemente re­
forzado por la homogeneidad cultural de la clase gobernante men­
cionada en el último capítulo. Al cabo de un siglo de la conquista,
las élites gobernantes locales eran casi indistinguibles entre sí en
cuanto a idioma, creencias y costumbres. En este capítulo seguiré
examinando el papel de universalización y d ifu sión infraestructura!
que desempeñó la alfabetización en la consolidación de la clase gober­
nante.
Esos dos primeros conductos eran los «oficiales» del Imperio y
aportaban un refuerzo ideológico a dos niveles para su gobierno.
Mientras las clases gobernantes provinciales se considerasen romanas
o grecorromanas y mantuvieran el control sobre sus localidades, el
Imperio estaría reforzado. Era probable que las élites provinciales
perdieran el control ideológico a medida que se romanizaban, salvo
que también se romanizaran las masas. Ello era probable en especial
en las zonas rurales, pues la aldea (y sus cultos) no tenían una con­
dición reconocida en la estructura oficial de Roma, dominada por la
ciudad. En tal caso, las élites locales podían recuperar el control
mediante la represión directa, pues cada pueblo estaba «encerrado»
en su localidad y su cultura propias, sin una base para una ideología
ni una organización translocales. Se podía ver «rebasado» desde el
punto de vista de la organización por el empleo del poder autoritario.
Pero el tercer conducto y especialmente el cuarto, tenían posibi­
lidades dislocadoras. Ambos implicaban otras relaciones posibles en­
tre el pueblo. El tercer conducto era el ejército. En el capítulo an­
terior he destacado el papel de las legiones en la contribución a la
infraestructura de comunicaciones del Imperio. Además, el ejército
era el medio principal por el cual la gente del común, por lo general
campesinos, salía de la prisión cultural de su localidad y entraba en
contacto con el mundo más amplio. Esto no generaba ideologías
revolucionarias entre los soldados. Después de todo, ellos eran el
núcleo del Estado romano. Por lo general, una mezcla de jerarquía
y disciplina estrictamente militares, un sueldo periódico y unas prác­
ticas de reclutamiento y colonización locales mantenían al ejército
como una especie de microcosmos de la estructura a dos niveles ya
descrita: una clase de oficiales que compartía una cultura homogénea
y ejercía un control firme sobre una serie de destacamentos locales.
Sin embargo, cuando las tropas efectivamente se mezclaban en
grandes números y en diversas localidades, surgían cultos nuevos
—y para la clase gobernante algo preocupantes— entre ellas. El más
difundido era el culto de Mitra, el antiguo dios iraní de la luz. Ello
demostraba que una extensión relativamente igualitaria de las redes
de comunicaciones por medio del ejército llevaría a una innovación
cultural. Los soldados, al mezclar sus reservas de conocimientos,
valores y normas, no se contentaban con su provincialismo separa­
do, ni tampoco quedaban satisfechos con los cultos oficiales del Es­
tado. El Imperio tendría que hacer frente a una innovación cultural
incluso en su núcleo militar.
El cuarto conducto, y el más importante desde el punto de vista
del cristianismo, era el que aportaban las redes de comercio del Im­
perio. La producción agrícola estaba fragmentada en pequeñas ex­
plotaciones y aldeas, o controlada por latifundistas que también eran
los gobernantes políticos locales. De ahí que las relaciones de pro­
ducción agrícola fueran sobre todo parte del sistema oficial de co­
municaciones a dos niveles. Pero las relaciones comerciales y arte­
sanales eran hasta cierto punto intersticiales respecto de esta corrien­
te de mensajes, aunque emplearan las mismas rutas de comunicacio­
nes generadas oficialmente y oficialmente protegidas. Los comercian­
tes y los artesanos tendían a disponer de sus propias organizaciones
sociales: los gremios. Y aunque vivían en ciudades, no tenían tanto
poder en la política urbana como los latifundistas. Así, las ciudades,
núcleo del sistema oficial de comunicaciones y de control, contenían
también una especie de «infraestructura alternativa» de relaciones
comerciales y artesanales que también se extendían por todo el Im­
perio e incluso más allá de él. En ella estaban representados despro­
porcionadamente pueblos comerciantes tradicionales, como los grie­
gos y los judíos. Sus ideas estaban sobrerrepresentadas en cualquier
corriente de comunicaciones a todo lo largo de esta infrastructura.
Inicialmente, el sector comerciante y artesanal dependía del po­
der autoritario de la economía legionaria del Estado romano. Pero
cuanto más se institucionalizaba esa economía, más tendían sus re­
cursos a difundirse en la sociedad civil. Para la época de Cristo, la
economía de la cuenca del Mediterráneo ya estaba totalmente insti­
tucionalizada. Los artesanos y los comerciantes tenían derechos de
propiedad privada, respaldados por el derecho civil (o, si eran ex­
tranjeros, por su extensión, el ius gen tiu m : el derecho de gentes).
Tenían activos muebles como herramientas, barcos y muías que
(como señalé en el capítulo 2, al tratar de la prehistoria) son inhe­
rentemente «privados». Tenían talleres y puestos de venta, a los que
se suele considerar, al igual que a las casas, como propiedad privada,
incluso en sociedades relativamente comunitarias. Tenían activos lí­
quidos en forma de monedas, que se podían cambiar por materias
primas o por productos acabados o que se podían acumular, priva­
damente. En todo ello, el Estado no actuaba más que como telón
de fondo de unas actividades esencialmente «privadas»: privadas en
el sentido latino de estar ocultas a la mirada del público. La ley
garantizaba los derechos de propiedad, el Estado establecía los pa­
rámetros dentro de los cuales funcionaba el gremio, pero los ojos
del emperador impresos en las monedas eran los únicos que con­
templaban el proceso de interacción en sí mismo. Las transacciones
eran esenciamente no autoritarias, entre familias o individuos autó­
nomos o libres, o entre pequeñas «empresas», con lo cual diferían
de la estructura interna, autoritaria y jerárquica de los otros conduc­
tos. Si este sector generaba su propia ideología, trataría de dar sig­
nificado y valor a dos cosas que la ideología «oficial» olvidaba: qué
era lo que constituía la experiencia individual (o quizá la experiencia
familiar o de «pequeña empresa»), y cómo podían durar unas rela­
ciones normativas y éticas entre esos individuos. Las «afinidades
electivas» (por utilizar el término de Weber) entre esos individuos
y esas necesidades interpersonales y el cristianismo son evidentes
(tan evidentes que espero no estar argumentando con una visión
retroactiva).
Además, este conducto de comunicación contenía un segundo
nivel inferior, paralelo al de la burocracia. Porque el sector comercial
y artesanal interactuaba con estratos sociales más bajos, especialmen­
te con el proletariado urbano, o incluso con el campesinado. Los
vínculos con este último no eran especialmente estrechos ni frecuen­
tes. El campesino estaba más abierto que el comerciante o el artesano
al escrutinio de las élites rurales. Pero, sin embargo, la relación per­
sistía, mediante redes monetarizadas de intercambio que penetraban
todo el Imperio. En resumen, todo ello constituía toda una infraes­
tructura alternativa por conducto de la cual se podía comunicar di­
fusamente la ideología, generada por el propio éxito del Imperio, no
por sus fracasos. Cuanto más éxito económico y político conseguía,
más importancia tenía la «quinta columna».
Los mensajes y los controles pasaban por esos cuatro conductos.
Un medio concreto de comunicación tenía una importancia consi­
derable para todos los conductos. Era el de la escritura, muy difun­
dida porque los materiales: plumas y pergaminos de papiro, estaban
a disposición de la población en general y porque gran parte de ésta
estaba alfabetizada. Resulta difícil decir exactamente quién estaba
alfabetizado y hasta qué nivel, pero es indispensable tratar de ave­
riguarlo con exactitud para comprender la infraestructura a disposi­
ción de una «religión del libro» 5.
Empiezo por el segundo conducto, el de las comunicaciones en­
tre la clase gobernante. Casi todos los miembros de ésta estaban
alfabetizados y a un nivel muy alto, lo cual probablemente incluía
a las mujeres casi tanto como a los hombres. Las prácticas políticas
en todas las ciudades exigían una cierta capacidad de lectura, al igual
que la participación activa de los asuntos jurídicos relacionados con
la propiedad y el matrimonio. La misma literatura tenía gran impor­
tancia y a partir del 100 d.C., aproximadamente, los autores famo­
sos, especialmente historiadores y poetas históricos —hombres como
Horacio, Virgilio, César, Livio y Tácito— escribían y leían en voz
alta para un gran público difundido por la República/el Imperio.
La infraestructura era un sistema de educación universal, basado
en el modelo tripartito helenístico: la escuela elemental, que ense­
ñaba a leer y escribir, más la aritmética, a partir de los siete años de
edad hasta los once o los doce; la escuela secundaria, en la cual se
enseñaban sobre todo gramática y literatura clásica hasta quizá los
dieciséis y (por lo general tras una interrupción para el servicio mi­
litar) las escuelas superiores, centradas sobre todo en la retórica,
entre los diecisiete y los veinte años aproximadamente. La mayoría
de las escuelas contaban con la financiación privada de asociaciones
de padres en cada ciudad, aunque durante el período del Imperio
fue en aumento la regulación estatal. La universalidad de la enseñan­
za en la glasé gobernante perdía fuerza en la cumbre, donde a me­
nudo los ricos optaban por utilizar profesores particulares, especial­
mente para sus hijas. Tampoco está claro cuántos de los hijos de esta
clase pasaban a las escuelas superiores (y después a las universida­
des), especialmente en el caso de las muchachas.
Conforme a esa descripción, existen similitudes con nuestro pro­
pio sistema de enseñanza. También existen dos diferencias: el con­
tenido de la enseñanza era asombrosamente literario y estaba vincu­
lado a un modo rural de transmisión del conocimiento. La literatura,

* He utilizado como fuentes M arrou, 1956: 229 a 313; Jones, 1964: II, cap. 24,
y Bowen, 1972: 167 a 216.
la gramática y la retórica enseñaban las aptitudes verbales utilizadas
en los debates públicos, en la abogacía y en la lectura en compañía.
Stratton (1978: 60 a 102) ha aducido de forma convincente que la
literatura romana era poco más que un enorme sistema de mnemo­
tecnia, un medio técnico de almacenar significados y supuestos cul­
turales y de recuperarlos mediante las actividades comunitarias de la
lectura y la oratoria.
En el capítulo anterior he hecho hincapié en la ex tensividad de
la civilización romana. El mantener unido ese enorme imperio exigía
una gran inversión en tecnología de las comunidades. La alfabetiza­
ción formaba una parte importante de ello. Por eso, los romanos
estaban obsesionados con su idioma y la gramática y el estilo de éste,
y con las vinculaciones de todo ello con la alfabetización y con los
textos históricos relativos al crecimiento del poder romano. De ahí
también su preocupación por la retórica, el arte de la comunicación
y del debate. Eso también guardaba una relación práctica con el
sistema jurídico y con la profesión aristocrática de jurista. Pero, de
todos modos, debemos preguntar por qué esta formación profesio­
nal se hacía en retórica, no en el derecho codificado ni en la juris­
prudencia (como ocurre en nuestras sociedades). La respuesta se ha­
lla en la importancia de una comunicación con escritura, pero mne-
motécnica, para dar una m oral a la clase gobernante del Imperio,
para darle un acceso común al acervo de conocimientos culturales y
reforzar su solidaridad cultural mediante las actividades comunitarias
de lectura y de debate.
De todo esto quedaban excluidas las masas. La participación en
la mayor parte de esas actividades comunitarias era por lo general
adscriptiva, limitada a las órdenes senatorial y ecuestre, a los d ecu ­
riones y a las demás categorías de alta condición de la sociedad im­
perial. Este aspecto de la cultura literaria era exclusivo y útil para
mantener la dominación extensiva de la clase alta. Los terratenientes
absentistas se reunían en contextos cívicos, gobernaban localmente
mediante debates entre ellos, escribían a otras ciudades y especial­
mente viajaban entre ellas. Se trataba de una clase gobernante «pri­
vada», bastante cerrada a los forasteros gracias a sus prácticas cultu­
rales, así como a una política deliberada.
Pero las masas no estaban excluidas de toda la actividad alfabe­
tizada. Al igual que ocurría entre los griegos, la cultura letrada no
se ocupaba de mantener el dogma sagrado, sino de reflejar la expe­
riencia de la vida real y comentar al respecto. El conocimiento en sí
no estaba limitado, ni tampoco la educación. La enseñanza elemental
estaba muy difundida, incluso en algunas aldeas. Los maestros de
escuela tenían una condición social baja. Según el inapreciable edicto
de Diocleciano, el salario y las tarifas de un maestro de escuela
elemental sugieren que necesitaba tener treinta alumnos por clase
si aspiraba a ganar tanto como un albañil o un carpintero. Esto
indica clases bastante numerosas. También había muchos varones
alfabetizados de orígenes bastante corrientes que alcanzaban un alto
nivel de alfabetización, fuera en esas escuelas o en casa de sus padres.
Estos solían ingresar en el ejército, con la esperanza de utilizar sus
conocimientos para obtener ascensos. Por ejemplo, un recluta naval
egipcio del reino de Augusto escribe a su padre porque desea «rendir
homenaje a tu letra, porque tú me educaste bien y por eso yo espero
ascender rápidamente» (carta citada completa en Jones, 1970: II, 151).
Eso indica que existía la enseñanza doméstica entre parte de la gente
del común, pero no entre la mayoría, puesto que el remitente espera
conseguir ascensos gracias a sus conocimientos de la escritura. Pe-
tronio también nos hace dudar del nivel medio de la escuela, pues
indica que el muchacho que puede leer con facilidad es el primero
en su clase. Muchos, indica, «no habían estudiado geometría ni li­
teratura ni ninguna necedad de ese género, sino que se quedaban
muy contentos si sabían leer algo en letras mayúsculas y comprender
fracciones y pesos y medidas» (1930: 59,7; S.a.).
La enseñanza exigía una cierta riqueza, por lo general en moneda
contante y sonante, para pagar al maestro. El albañil o el carpintero
podrían estar en condiciones de pagar un 3 por 100 de sus ingresos
por la enseñanza elemental de un solo hijo, pero el campesino co­
rriente quizá no pudiera pagar un 5 por 100 de sus ingresos, que
eran inferiores, y desde luego no en moneda. También hay que du­
dar de la capacidad del uno y del otro para educar a dos o más hijos.
En general, la enseñanza elemental habría llevado a lo que indica
Petronio: mayor facilidad, pero no logros culturales. Para eso haría
falta la enseñanza secundaria, pero a esa edad los hijos se convertirán
en mano de obra útil para la familia. Hacía falta ser verdaderamente
rico para mantener a jóvenes inactivos.
O sea, que no tiene sentido hacer una estimación única de la
alfabetización entre los romanos —salvo decir que fue mucho más
alta que en ninguna de las sociedades comentadas hasta ahora, a
excepción de Grecia—, porque variaba mucho. Podemos identificar
tres niveles distintos. En la cúspide, una clase muy alfabetizada, con
conocimientos aritméticos y culturalmente cohesiva, muy dispersa
por todo el Imperio. Su alfabetización constituía una parte impor­
tante de su moral de clase gobernante. El segundo nivel estaba for­
mado por personas funcionalmente alfabetizadas y con conocimien­
tos aritméticos, que no eran miembros de pleno derecho de la cul­
tura literaria y que estaban excluidas del gobierno. Podían conver­
tirse en miembros de la burocracia, terratenientes, militares y co­
merciantes; podían convertirse en maestros elementales; podían ayu­
dar a redactar testamentos, peticiones y contratos; probablemente
podían comprender algunos de los conceptos subyacentes en los pro­
ductos de la literatura clásica romana y griega, pero probablemente
no los podían leer y quizá no entrasen en contacto habitual con
ellos. La localización y el ámbito de este segundo nivel son materia
de suposición, pero deben de haber sido desiguales. Dependían de
las tradiciones letradas entre los pueblos sometidos (que es proba­
blemente como podía transmitirse la educación doméstica). Los grie­
gos, los pueblos descendientes de los arameos (especialmente los
judíos) y algunos egipcios estaban desproporcionadamente alfabeti­
zados a este segundo nivel. Este también dependía de las ciudades,
en las cuales se valoraba la función de la alfabetización y en las
cuales corría el dinero. En las ciudades, la alfabetización se concen­
traba entre los comerciantes y los artesanos, por los mismos moti­
vos. Quienes se hallaban en el tercer nivel eran letrados o parcial­
mente letrados hasta el nivel mencionado por Petronio: la masa de
la población rural y del proletariado urbano y los hijos segundones
y las hijas de quienes estaban algo por encima de ellos en la escala
social. Estaban totalmente excluidos de la cultura letrada de la Re­
pública/el Imperio.
Los niveles tenían localizaciones sociales distintas y existía una
gran disparidad cultural entre la clase gobernante y el resto. Sin
embargo, cabe discernir alguna superposición. A los niveles altos,
ésta se daba en gran medida entre los pueblos más alfabetizados, que
poseían instituciones más democráticas y menos excluyentes. Los
griegos y los judíos de diferentes niveles literarios intercambiaban
mensajes culturales más difusos que la mayor parte de las demás
poblaciones provinciales. La superposición entre los niveles segundo
y tercero estaba más difundida, especialmente entre esos pueblos y
en las ciudades. Además, por muy exclusivo culturalmente que fuera
el nivel superior, las pautas de alfabetización por debajo de él no
podían tener por resultado sino un deseo de mayor acceso al mundo
letrado y culto. Porque la cultura letrada transmitía p od er: cuanto
más acceso se tenía a ella, más control se podía ejercer sobre la vida.
Eso no era sólo una creencia, sino una realidad objetiva, dado que
en el Imperio el poder se basaba en la comunicación letrada y culta.
Si se impedía la participación en la cultura oficial, podían aparecer
contraculturas no oficiales y quizá radicales. En la época moderna,
una gran extensión de la alfabetización por lo general ha resultado
ser un elemento dislocador. Stone (1969) ha señalado que tres gran­
des revoluciones modernas, la Guerra Civil inglesa y las revolucio­
nes francesas y rusa, ocurrieron cuando aproximadamente la mitad
de la población masculina aprendió a leer. Es improbable que los
niveles de alfabetización fueran tan altos en Roma. Pero las masas
podían participar en la transmisión oral de una información escrita
«radical», siempre que pudieran ayudarles las contraélites.
En los estudios de las redes de comunicación entre pueblos muy
alfabetizados del siglo XX se ha observado una corriente de comu­
nicación «a dos niveles». Decatur, Illinois, en el año 1945 d.C. está
a 8.000 kilómetros y dos mil años de distancia de nuestro tema
actual. Pero allí Katz y Lazarsfeld (1955) descubrieron que los me­
dios modernos de comunicación de masas tenían pocas consecuen­
cias directas en una amplia muestra de mujeres estadounidenses. Por
el contrario, la influencia de esos medios era en gran parte indirecta,
instrumentada por los «líderes de opinión» de la comunidad, que
reinterpretaban los mensajes de esos medios de comunicación antes
de canalizarlos hacia abajo a sus conocidos. Pese a matizaciones y
criticas, la teoría de la corriente a dos niveles se ha mantenido en
investigaciones ulteriores (Katz, 1957; y, como reseña McQuail,
1969: especialmente 52 a 57). Pero el modelo a dos niveles sigue
siendo mucho más pertinente para el contexto romano de una co­
municación parcialmente alfabetizada. Cuando en una comunidad de
ese tipo entraba información valiosa en forma escrita, los pocos que
estaban alfabetizados se la podían leer en voz alta a los demás. Más
adelante en este capítulo veremos que, efectivamente, ésa fue la nor­
ma entre las comunidades cristianas una vez establecidas éstas, y que
siguió ocurriendo lo mismo a lo largo de la Edad Media.
Pero había pocas probabilidades de que la clase gobernante del
Imperio desempeñara este papel de líder de información, pues tenía
una vida cultural insular y despreciaba a los intelectos de quienes se
hallaban por debajo de ella. En cambio, los alfabetizados del segun­
do nivel tenían relaciones de intercambio más igualitarias con los
menos prósperos que ellos, y su mayor alfabetización no estaba di­
vidida cualitativamente por la cultura. Eran los transmisores orales
en potencia.
El medio de la escritura reforzó el carácter de los conductos de
comunicaciones. Ya he esbozado la existencia en el Imperio Romano
de otro posible sistema intersticial de comunicaciones, utilizado fun­
damentalmente para las interacciones económicas, pero que podía
transmitir la ideología en una corriente a dos niveles; el primero era
el de la transmisión de mensajes entre la gente de las ciudades y el
segundo era el que con el tiempo llegaba a la mayor parte de la
población del Imperio. Estaba respaldado por el medio de la escri­
tura, que (al contrario que los aspectos culturales del sistema de
comunicaciones oficial) el Imperio no tenía ningún deseo de limitar
ni restringir. Podemos ahora seguir la huella de la activación de este
sistema a medida que el cristianismo empezó a avanzar entre los
particularismos del Imperio Romano. Como anticipo de mi argu­
mento ofrezco la figura 10.1, que representa en forma de diagrama
los dos conductos de información y afirma que el segundo conducto,
el no oficial, pasó a ser el cristiano.

La difu sión inicial d el cristianism o

Son conocidas las líneas generales sucesivas del auge del cristia­
nismo. Con dos excepciones, su base de clase y su ulterior penetra­
ción en el campo, no plantean problemas especiales de análisis. Los
datos sobre esa difusión se hallan en el estudio clásico de Harnack
de 1908, que todavía no tiene rival, y en otros estudios de hace
tiempo (por ejemplo, Glover, 1909: 141 a 166; Latourette, 1938: I,
114 a 160).
Algunos pensaban que Cristo era el Mesías de los judíos. No
fue, ni mucho menos, el primero en afirmar que era'el Mesías, que
era un papel profético (no divino) reconocible en la Palestina rural
de habla aramea, donde inició su actividad. Cabe suponer que se
trataba de un hombre notable y lo que nos cuentan que dijo tenía
mucho sentido. Ofreció la promesa de un orden racional y moral a
una región con problemas políticos cuyos desórdenes pueden haber
llevado también a una crisis económica local. Probablemente se tra­
taba de «sufrimientos» en el sentido en el que se describen éstos
convencionalmente. Cristo también ofreció una solución de avenen-
La trascendencia de la ideología
ROMACAPITAL

CIUDADDEANTIOQUIA CIUDADDECARTAGO
(HlPpONA)

P rovin cia d e Siria Provinciadel


NortedeAfrica

Clave
Conductooficial
Fuenes l
-- D ébiles J C o n d u cto s cristian os

Figura 10. 1. E l Im perio R om ano: conductos oficiales y cristianos de comunicación y control (ejemplo de dos provincias).
cía para el dilema helenización/nacionalismo de los judíos y, según
parece, eludió deliberadamente el posible papel de líder nacional con­
tra Roma.
Sin embargo, es probable que incluso sus seguidores se sorpren­
dieran cuando vieron que el mensaje de Cristo hallaba respuesta
entre los judíos helenizados de las ciudades de Palestina, Cesarea,
Joppa, Damasco e incluso en Antioquía, la tercera ciudad del Impe­
rio. Eso quizá alentara su sentimiento de que Cristo había sido di­
vino. Entonces probablemente se añadieran a la leyenda los mila­
gros, la historia de la Resurrección y otros elementos divinos. En
las ciudades, el proselitismo significaba un mayor compromiso con
los textos escritos y con la lengua griega, que era la de la mayor
parte de los judíos urbanizados. En ese momento, hacia el 45 d.C.,
se convirtió Pablo, un importante saduceo. Su capacidad de organi­
zación se dirigió hacia las sinagogas de las ciudades helenísticas del
Oriente Medio. Como los primeros debates en el seno de la frater­
nidad se referían en general a la versión griega del Antiguo Testa­
mento (la Septuaginta), se abandonaba la base rural de lengua aramea
de Palestina. Los judíos de habla griega, que se dedicaban al comer­
cio y a las artesanías en una época de prosperidad, no estaban afec­
tados por la pobreza, la opresión ni los sufrimientos. Las enseñanzas
de Cristo, probablemente modificadas, combinaban la filosofía grie­
ga con la ética judía en una explicación mejor, más libre y más
liberadora de su forma de vida de lo que era tradicional en el ju­
daismo. También atraía a los gentiles, en gran parte griegos, del
mismo medio. El «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que
os maldicen» (Mateo, 5: 44; C. de Valera) era un mensaje dramáti­
camente extrovertido.
Así, en cuanto se inició la actividad misionera urbana, surgieron
controversias entre judíos y griegos relativas, en especial, a si era
necesario circuncidar a los cristianos. Según los Hechos de los Após­
toles (capítulo 15), Pablo y Bernabé de Chipre, su compañero de
misión, no lo habían exigido y habían creado una fraternidad mixta
judeo-gentil de Antioquía y en otras partes. Algunos «que venían
de Judea» [C. de Valera] (entre los cuales probablemente figuraban
parientes de Jesús) objetaron y se celebró un consejo en Jerusalén
en el cual se supone que triunfaron Pablo y su facción. Se enviaron
emisarios con cartas a las nuevas comunidades, para confirmar su
legitimidad. Una vez reunida la comunidad mixta de Antioquía, se
dio lectura a la carta y ésta se acogió con beneplácito, según dicen
nuestras fuentes paulinas. Al final, la victoria de la facción prorreli-
gión universal fue decisiva. Los «obispos de la circuncisión», atrin­
cherados en Jerusalén, probablemente quedaron destruidos cuando
se aplastaron las revueltas judías del 70 y el 133 d.C. Ahora los
textos escritos transmitían mensajes entre las comunidades; se les
daba lectura y se debatían en el seno de cada comunidad. Ei medio
de comunicación a dos niveles pasó a ser predominante. A medida
que las epístolas iban recorriendo las comunidades griegas, su con­
tenido se fue haciendo más griego. El desafío de los gnósticos im­
puso una filosofía más sincretista al cristianismo. Sin embargo, la
filosofía era para «la gente del común», y no esotérica.
El documento cristiano más antiguo datable después de la época
de los Apóstoles en una larga carta enviada por Clemente de Roma
a los cristianos de Corinto en el decenio del 90 d.C.' Los corintios
se habían dividido en torno a cuestiones de doctrina y organización.
Clemente utilizó los mecanismos retóricos de la literatura clásica
para persuadirlos de que se unieran. El mensaje es sencillo: la coor­
dinación disciplinada es necesaria para la unidad del cuerpo de Cris­
to, al igual que lo es para la polis, paradla legión romana y para el
propio cuerpo humano. La auténtica comunidad ética no se basa en
una doctrina teológica formal, sino en el «hábito» común, el espíritu
común. Ello implica la humildad ante la autoridad, que según Cle­
mente es la parte principal del mensaje de Cristo.
La carta de Clemente tuvo un gran impacto entre los corintios
y durante el siglo siguiente se leía a menudo en sus servicios reli­
giosos 6. En el estilo, las alusiones y el argumento de fondo se halla
implícita una afirmación tremenda: los cristianos eran los auténticos
herederos de la virtud cívica de Atenas y de Esparta y de la virtu
militar romana. Eso constituía un llamamiento a los griegos, pero a
su concepción más amplia de sí mismos: no como personas limitadas
por la etnicidad o el idioma, sino como portadoras de la propia
civilización a los seres humanos racionales en general. Ahora se po­
día renovar este tercer nivel del logro griego clásico mencionado en
el capítulo 7, dada la distribución estratégica de los griegos por todo
el Imperio.
A mediados del siglo II había comunidades cristianas establecidas
en todas las ciudades de las provincias orientales, muchas en las

6 En cuanto a la influencia griega y un comentario sobre la epístola de Clemente,


véase Jaeger, 1962: especialmente 12 a 26. La epístola figura en Lake, 1912.
provincias centrales y unas cuantas en las occidentales. Esas comu­
nidades estaban dominadas por la lengua griega. Todavía era escasa
la organización rural. Cada comunidad era una ecclesia («asamblea»)
en gran parte autónoma, aunque todas tenían estructuras de organi­
zación generalmente parecidas, intercambiaban epístolas y empeza­
ban a alcanzar un consenso acerca de un conjunto común de evan­
gelios y unas doctrinas comunes. El sentido de comunidad de cada
ecclesia se veía intensificado por unas persecuciones feroces, aunque
intermitentes. Rápidamente se escribieron y se distribuyeron por to­
das las comunidades relatos de testigos presenciales de los martirios.
Se activó el sistema de comunicaciones y se movilizó al «pueblo»
cristiano.

¿P or q u é se p ersigu ió a los cristianos?:


La m oviliz ación d e la ecumene p opu lar

Los cristianos estaban llamando la atención de las autoridades.


La historia de las persecuciones es compleja y polémica 7. Parte de
la dificultad la crearon dos factores coyunturales. En primer lugar,
a ojos de los emperadores la religión cristiana estaba manchada desde
hacía mucho tiempo por los desórdenes de Palestina. En segundo
lugar, Nerón, idiosincráticamente, persiguió a los cristianos en el
64 d.C. por la acusación especiosa de que ellos (y no él mismo,
como se sospechó en la época) habían iniciado el gran incendio de
Roma. Además de esos factores, existió una persecución bastante
sistemática. El ser cristiano era delito en la época de Trajano, aunque
a las autoridades no les interesaba perseguirlos a fondo. Pero cada
cincuenta años, más o menos, las autoridades iniciaban una perse­
cución en regla y feroz, y esto perduró hasta la conversión de Cons­
tantino en el 312 d.C. ¿Por qué?
Parece que la persecución contenía tres tendencias principales.
En primer lugar, se acusaba a los cristianos de todo género de «abo­
minaciones». Se los calificaba de criminales en el sentido moral de
m ali b om in es (mala gente) y se los entregaba a la justicia penal. Para
defenderse, los cristianos explicaban que la Eucaristía no era cani­

7 Cabe hallar una buena introducción ai cúmulo de obras ai respecto en tres


ensayos polémicos de Ste. Croix (1974), Sherwin-W hite (1974) y Frend (1974) en un
solo libro. Véase, asimismo, Case, 1933: 145 a 199.
balismo, que no eran ateos pese a su negativa a rendir culto a los
dioses paganos y que su preferencia por el matrimonio dentro de su
propio grupo no implicaba el incesto, como tampoco su doctrina del
amor universal implicaba orgías sexuales. Hasta principios del si­
glo III, esas acusaciones gozaban del suficiente crédito popular como
para continuar la política de chivo expiatorio de Nerón. Como ob­
servó Tertuliano: «Si el Tíber sube demasiado o el Nilo baja dema­
siado, lo que se grita es “a los leones con los cristianos”.»
Las otras dos tendencias surgieron debido al monoteísmo del
cristianismo. Parece que la negativa a reconocer la divinidad del em­
perador constituyó un factor importante en la persecución de Do-
miciano (81-96), pues Domiciano fue uno de los pocos emperadores
que se tomó en serio su propia divinidad. Pero la tercera tendencia
era más significativa, pues el monoteísmo obligaba a los cristianos a
rechazar todo culto a los dioses paganos. Eso era decisivo, una rup­
tura con la ideología romana oficial. No es que la clase gobernante
romana fuera fanática respecto de sus dioses. Su religión era menos
un sistema de creencias que una serie de rituales y desfiles cívicos,
que reafirmaban la solidaridad de la ciudadanía a los ojos de los
dioses. Con las conquistas imperiales, la religión había establecido
rituales de control social a dos niveles: se podían tolerar e incluso
utilizar las religiones locales si sus dioses y sus rituales se vinculaban
a los del Estado como un todo. La integración del Imperio dependía
ideológicamente de la pax deoru m , la paz de los dioses: el respeto,
y no sólo la tolerancia, de otros dioses. Pero cuando Cristo se en­
frentó con el problema de la lealtad al Imperio, parecía haber dicho:
«Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios»
(Mateo 22: 21; trad. C. de Valera). Sólo en cuestiones espirituales
era «Jehová tu dios, fuerte, celoso». César merecía el respeto en lo
secular. Pero Roma no separaba la autoridad espiritual de la mun­
dana. Ni, como veremos más adelante, podía el cristianismo sepa­
rarlas totalmente. De ahí que la negativa a respetar a los dioses de
la comunidad fuera un desafío político a Roma y un acto impío en
sí. Esas eran las principales acusaciones contra los cristianos que las
propias autoridades consideraban auténticas y serias (véanse los in­
terrogatorios registrados en Actas d e los M ártires Cristianos [Mur-
surillo, 1972]).
Pero ésta no puede ser una explicación suficiente de la persecu­
ción si nos mantenemos al nivel de la doctrina. El subrayar la au­
tonomía de la fe era algo cristiano, no romano. Como a las autori­
dades romanas no les importaba tanto la fe, podrían haber encon­
trado una forma de circunvenir las dificultades del monoteísmo. Des­
pués de todo, los reyes persas habían logrado utilizar el monoteísmo
de Zoroastro para respaldar su propio gobierno, y los emperadores
romanos del bajo Imperio hicieron exactamente lo mismo. Plinio,
confuso, había escrito a Trajano para pedirle orientación. Había des­
cubierto que los cristianos no practicaban abominaciones, que no
carecían de respeto al emperador, que obedientemente habían dejado
de compartir una comida comunitaria cuando el emperador había
prohibido las reuniones de sociedades secretas. Tampoco le gustaba
tener que tratar con una multitud de delatores y de panfletos como
resultado de las persecuciones públicas. A Trajano tampoco, y le
aconsejó que no hiciera nada. Conforme a criterios pragmáticos,
Roma podría haber tratado de llegar a una solución de avenencia,
igual que había hecho Cristo.
Si no se produjo esa avenencia (hasta mucho después), la expli­
cación más probable es que la idea del monoteísmo se estaba trans­
mitiendo por conductos que rivalizaban con los del propio Imperio.
Se activó la red alternativa de comunicaciones y de control, mencio­
nada antes, para producir un conjunto competidor de com unidades
intervinculadas e intersticiales. Eso era una amenaza al Imperio.
Todo encaja con esta explicación. La religión se comunicaba por
redes comerciales intersticiales y por personas intersticiales, especial­
mente los griegos. Esas actividades eran en gran medida invisibles al
Estado. Las comunidades cristianas aparecían de repente; de ahí la
alarma ante las «sociedades secretas» y los rumores de abominacio­
nes. Se trataba de comunicaciones pequeñas, muy unidas, con más
lealtades mutuas de lo que era convencional entre los subgrupos
situados en el corazón urbano del Imperio. El autor pagano Celso,
que escribía hacia el año 180, consideraba notable su coherencia
interna (aunque la atribuía a la persecución). Como revela su nom­
bre de ecclesia (inicialmente el nombre de la asamblea de la polis
griega), esta comunidad privada era política, lo cual establecía barre­
ras a la penetración y el control oficiales del Estado.
Además, la organización interna de cada ecclesia era inquietante,
porque prescindía de las divisiones verticales y horizontales norma­
les. Dios trascendía la estructura social. No la expresaba, como ha­
bían hecho religiones anteriores. La salvación estaba al alcance de
cualquiera, tras su propio esfuerzo. Dependía de cada individuo con­
seguir su propia salvación mediante una relación directa con lo di-
vino. Los evangelios lo reiteraban específicamente y, en consecuen­
cia, contenían un elemento profundamente universalista y radical.
A los contemporáneos les impresionaba mucho que la iglesia fuera
especialmente activa en su proselitismo de las mujeres, los esclavos
y la gente libre del común. Los críticos utilizaron esto como ele­
mento de denuncia. Pero algunos de los apologistas cristianos lo
proclamaban en voz alta.
Eso ha llevado a la creencia de que la iglesia se dirigía a «los
pobres y los oprimidos» mayoritariamente (por ejemplo, Harnack,
1908: II, 33 a 84, y muchos más). Pero hay que ser escéptico. En
primer lugar, después de la muerte de Cristo y antes del 250 d.C.
aproximadamente, el cristianismo era casi exclusivamente urbano.
Los habitantes de las ciudades constituían la mayor parte del 5 al 10
por 100 de la población liberada del trabajo agrícola, duro y agota­
dor, a nivel de subsistencia. Eran seres privilegiados en sentido eco­
nómico, especialmente en las ciudades que recibían del Estado la
d olé gratuita de cerales.
En segundo lugar, los comentarios contemporáneos acerca de las
prácticas de proselitismo son ambiguos. Los acusadores paganos más
que dar estadísticas expresan su sorpresa ante el hecho de que los
cristianos tuvieran actividades en absoluto entre la gente del común.
Los apologistas cristianos aclaran que el llamamiento al pueblo es la
esencia de su mensaje, pero también suelen añadir que se dirigían
igual a los puntos más altos de la escala social.
En tercer lugar, los datos sobre el trabajo apoyan una conclusión
diferente. Incluso en su fase palestina rural, los activistas cristianos
tendían a ser artesanos rurales más bien que campesinos o jornaleros.
Esta base artesana sobrevivió al traslado a las ciudades. Lo que im­
presiona de las conclusiones de un estudio de inscripciones funera­
rias cristianas iniciales es la diversidad de ocupaciones especializadas
que se mencionan: una gran lista de artesanos, especializados en toda
una serie de cosas, desde esculpir bajorrelieves hasta la veterinaria;
comerciantes de todo tipo de mercancías, desde el incienso al marfil;
trabajadores de escritorio y del comercio, como recaudadores y co­
pistas; artistas como maestros de coro, trompetistas o gimnastas.
Coexisten junto a ocupaciones más humildes de servicios personales,
como criadas o taberneros y otras más duras, como sepultureros o
jardineros. También hay ocupaciones más elevadas, como las de ma­
gistrados y médicos (Case, 1933: 69 y 70). Parece tratarse menos de
los pobres y los oprimidos que de una sección transversal de la vida
urbana. Son los tipos de ocupaciones que predominan en los puntos
intermedios de nuestros sistemas actuales de clasificación censal (y
que a menudo resulta difícil asignar a una «clase social» intermedia
en lugar de a otra).
La conclusión de Grant (1978: 88) es que la mayor parte de los
cristianos pertenecían a la «clase media». Pero es posible que los
cristianos estuvieran igual de bien representados ente los habitantes
de las ciudades que no se podían permitir el pago de inscripciones
funerarias. En todo caso, el término de «clase media» pertenece a
nuestra propia era y no a la romana. Los cristianos y sus adversarios
hablaban sobre todo de «el pueblo», populus, y ésa es la clave. Los
cristianos hacían proselitismo entre el pueblo, y no entre la clase
gobernante. De ahí que, en términos económicos y laborales, cons­
tituyeran un grupo sumamente variado. Y si recordamos que entre
el «pueblo» urbano figuraba quizá entre un 20 y un 30 por 100 de
esclavos o libertos en casi exactamente la misma diversidad de ocu­
paciones (con la única excepción de los magistrados), advertimos que
esas categorías tampoco indican pobreza ni opresión. ¡Ni, desde lue­
go, la categoría de «mujer»! Además, esas comunidades cristianas
adquirían un excedente económico razonable, porque sustentaban a
un número considerable de funcionarios a jornada completa, amén
de las obras de caridad (lo cual sí indica la existencia de algunos
pobres entre ellos). Como señala Case en su comentario sobre el
dogma social, el traslado a las ciudades implicó abandonar la indi­
ferencia inicial de la fraternidad hacia la riqueza mundana, además
de su identificación ideológica con los humildes, los débiles y los
pobres.
Algunos estudiosos que siguen manteniéndose fieles a la idea de
los «sufrimientos» materiales pasan a mencionar la «privación rela­
tiva». Gager (1975: 27, 95) no aduce que los cristianos padecieran una
pobreza absoluta, sino, más bien, que eran pobres y estaban opri­
midos en relación con sus expectativas o sus aspiraciones. Como
Gager ha abandonado un concepto puramente económico de las pri­
vaciones, resulta pertinente preguntar: ¿de qué estaban privados? No
nos da ninguna respuesta.
Pero, tras haber establecido con más exactitud quiénes eran los
primeros cristianos, quizá podamos llegar a una respuesta más exacta
a la pregunta de cuáles eran sus privaciones. No eran económicas:
tanto su base de ocupaciones como su riqueza comunitaria y su
doctrina apoyan la conclusión de que eran acomodados conforme a
los criterios de la época. Si aspiraban a más riqueza y se les impedía
conseguirla (privación económica relativa), nunca lo expresaron por
escrito. De hecho, su evolución doctrinal hacia la justificación de
unos mínimos de riqueza, no de lujo, sugieren lo contrario. Pero
todas esas gentes urbanas, precisamente porque constituían el pue­
blo, sí que compartían una característica de posible privación: la
exclusión del poder oficial. No formaban parte del gobierno del
Imperio ni de sus propias ciudades. Vemos que entre esos grupos
intermedios, precisamente en el momento de la mayor prosperidad
del Imperio de los reinados de Trajano y Adriano, se producen pro­
testas y motines contra la exclusión política en las ciudades orienta­
les. Dión Crisóstomo nos dice que los artesanos «mantienen senti­
mientos altivos respecto del interés común, pues se los insulta y se
los considera extraños» (citado por Lee, 1972: 130). Sin embargo,
Lee comenta que era muy poco probable que tales personas con
deseo de «acceso» fueran todavía más excluidas de la participación
cívica por su pertenencia al cristianismo. Se trata de una objeción
importante, pero sólo con respecto a un concepto muy estricto de
la exclusión política.
Recordemos que el Imperio imponía limitaciones muy rígidas a
las asociaciones comunitarias. Es famoso el intercambio de cartas
sobre el tema de las brigadas de bomberos realizado entre Plinio y
Trajano (reproducido en Jones, 1970: II, 244 y 245). Plinio, gober­
nador de la provincia de Bitinia del Asia Menor, comunica que el
incendio terrible acaba de devastar la importante ciudad de Nico-
media. No hay brigada de bomberos y Plinio preguntó si puede
crear una. A nosotros nos parece bastantes extraño que tuviera que
solicitar permiso en absoluto, y también nos sorprende su asevera­
ción de que se adoptarán todas la precauciones necesarias para re­
gular la brigada de bomberos y garantizar que no se ocupe más que
de los incendios. Pero la respuesta de Trajano parece extrañísima.
Dice que, siempre que se ha establecido, «este género de sociedad
ha perturbado mucho la paz... Déseles el nombre que se les dé y
fúndense para lo que se funden, no dejarán de constituirse en asam­
bleas peligrosas». En consecuencia, niega el permiso y aconseja que
se suministren máquinas contra incendios que puedan utilizar los
propios dueños de las casas que se queman. La exclusión se aplicaba
a todas las formas de asociación comunitaria. Las masas urbanas
estaban privadas de toda vida colectiva pública de toda comunidad
normativa sancionada oficialmente. El Imperio no era su sociedad.
Pero la economía de la vida urbana, en mucha mayor medida
que la de la vida rural, entrañaba actividades colectivas en lugares de
trabajo y en el mercado. Y esas actividades exigían que alguien es­
tuviera alfabetizado y leyera y escribiese para los demás participantes
menos letrados. Entre esas pequeñas colectividades circulaban ideas
y escritos, y surgían grupos de debate. Sin embargo, el gobierno
trataba de impedirlo. Añádase a ello que el núcleo de los grupos
cristianos estaba formado por griegos muy móviles, que el griego
era la lingua fra n ca de casi todas las ciudades orientales y también
de muchas occidentales, que los griegos tenían una historia de aso­
ciaciones colectivas en la polis y que los desórdenes «políticos» re­
cién mencionados ocurrían en las ciudades griegas del Imperio de
Oriente. Podemos deducir que los cristianos no aspiraban a la par­
ticipación política, sino a la participación en una vida colectiva y
significativa en general. Y la hallaron en una iglesia que decía ser
apolítica y transcendente. Es improbable que considerasen esto como
un desafío político al Imperio. Aunque quizá algunos participaran
en motines esporádicamente, eran dualistas que se ocupaban de la
salvación espiritual y dejaban a César lo que era de César. Pero la
salvación espiritual los implicaba, quisiéranlo o no, en asociaciones
comunitarias. Se vieron atraídos a la política, en su sentido más am­
plio, en contra de su propia doctrina.
Al nivel de la doctrina, se ha señalado a menudo la fusión de lo
espiritual con lo asociativo. Nock concluye su análisis del contenido
helenístico del cristianismo con una perífrasis de autores anteriores:
«Los hombres no querían buscar la verdad, sino sentirse en casa en
el universo» (1964: 102). La frase de «sentirse en casa en el universo»
es perfecta. La «casa» era una casa social, una comunidad, pero una
comunidad que tenía significación universal en relación con el sig­
nificado y la moralidad últimos. Fusionaba lo sacro con lo secular,
lo espiritual con lo material, para producir una socieda d transcen­
dente. Los primeros cristianos siempre se calificaban a sí mismos de
«fraternidad», «compañía», «hermanos y hermanas en Cristo». Eran
una organización social rival del Imperio.
La amenaza quedó clara cuando las autoridades dejaron de creer
en los rumores de «abominaciones». Estaban convencidas precisa­
mente de lo contrario: los cristianos eran virtuosos. Tertuliano co­
mentó que un pagano había exclamado: «Ved cómo se aman esos
cristianos los unos a los otros», y aunque quizá no fuera un comen­
tarista imparcial, las obras de caridad de los cristianos atraían mucha
atención envidiosa. El último de los grandes adversarios de los cris­
tianos, el emperador Juliano, que siempre los calificaba de «ateos»,
confesaba abiertamente: «¿Por qué no observamos que es su bene­
volencia para con los extraños, el cuidado de las tumbas de los muer­
tos y la supuesta santidad de sus vidas lo que ha hecho más por
fomentar el ateísmo?» (citado por Frend, 1974: 285). El dualismo de
Cristo no se podía mantener rigurosamente. Como mínimo, incluso
sin perturbar las jerarquías sociales, el cristianismo presentaba una
amenaza ética. Era aparentemente superior al Imperio por la inci­
dencia que ejercía en la ética social necesaria para las relaciones in­
terpersonales y familiares. Aunque se concentrase en otras zonas,
representaba un centro alternativo de lealtades normativas.
El Imperio se enfrentaba con una organización alternativa de
poder, extensiva en su capacidad de cobertura, intensiva en su capa­
cidad de movilización, ética y (conforme a sus criterios) democráti­
ca. Recurría más al poder difuso que al autoritario, de forma que el
ejecutar a sus dirigentes no podía detener su campaña de organiza­
ción. En muchos sentidos, el cristianismo representaba la forma en
que a Roma le agradaba idealizar su pasado republicano. Esto atraía
a los ciudadanos del común y volvía a sacar a la luz tendencias
políticas niveladoras que presuntamente habían quedado acalladas en
torno al 100 a.C. También era probable que el estilo de dirección
populista de los cristianos generase una facción de oposición más
radical e igualitaria en el seno de la iglesia, como la de los gnósticos
o los donatistas (de los que se tratará más adelante en este mismo
capítulo). El cristianismo se basaba espiritual y socialmente en el
pueblo. Era subversivo mientras movilizara al pueblo para sus pro­
pios fines, cualesquiera fuesen éstos.
Lo que Cristo, tal como lo citaban sus seguidores, comprendió
era que el conocimiento —en este caso el conocimiento espiritual—
es en realidad algo muy sencillo. Una vez que surgieron escrituras
y sistemas numéricos simplificados, lo cual permito con el tiempo
una corriente extensiva de información por conducto de vías mixtas
escritas y orales, la persona corriente tenía a su disposición la mayor
parte de los conocimientos pertinentes para la vida social. Las cues­
tiones «espirituales» son especialmente sencillas: las contradicciones
entre la vida y la muerte, la finitud material y el significado último,
el orden y el caos, el bien y el mal, son tan tajantes y tan recono­
cibles por todos nosotros como lo han sido a lo largo de toda la
historia; los filósofos y los teólogos más sutiles no hacen sino añadir
detalles técn ico s. La constitución genérica de los seres humanos apor­
ta una igualdad fundamental de la mayor parte de los atributos men­
tales pertinentes para la adquisición del conocimiento general del
mundo. Una vez que las sociedades permiten a grandes grupos de
personas que hagan preguntas parecidas acerca de la existencia y de
su significado, se libera una enorme fuerza igualitaria. Los factores
que lo permitieron se fueron desarrollando en las sociedades arcaicas
tardías, y las consecuencias fueron revolucionarias.
Así, el cristianismo aportó al mundo un mensaje radical, profun­
do, pero sencillo y auténtico, al menos en términos ideales. Una vez
que el ser h u m an o se universaliza, su rg e una idea de la existencia
colectiva de la humanidad en general, en una organización universal,
la Iglesia Universal, la ecu m en e. Como indica su nombre griego,
presuponía el universalismo filosófico griego. Pero los griegos no
tenían sino una sociedad participativa que abarcaba una región di­
minuta. La ecu m e n e presuponía la cultura y la alfabetización exten­
sivas del Imperio Romano. Pero a medida que los romanos se ex­
tendían, la participación iba disminuyendo. Se dejó a un movimiento
ideológico de poder, a una religión, el cuidado de transportar un
mensaje de igualdad fundamental, aunque nominalmente «espiritual»,
y de participación por todo un espacio social de millones de perso­
nas. El cristianismo implicaba que la sociedad humana en sí no ne­
cesitaba estar delimitada por los Estados existentes, por las divisorias
de clase o étnicas existentes, que la integración podía producirse por
algo que no era la fuerza, por el poder ideológico transcendental en
sí. La persecución fue feroz mientras las cosas siguieron estando así.

La ecumene espiritual y la secular:


solución d e ¿hacia una solución d e a v e n en cia ?

Sin embargo, la avenencia entre la solución de la iglesia emer­


gente y el Estado imperial era claramente posible. La hostilidad del
Estado difícilmente podía dejar de afectar al cristianismo. Quizá la
fe, la lealtad comunitaria y el valor podían soportar las persecucio­
nes, aunque es evidente que hubo muchos titubeantes. Algunos creen
que el cristianismo no podría haber sobrevivido a muchas más per­
secuciones (por ejemplo, Frend, 1974). El dualismo había llevado a
los cristianos a esas dificultades. Pero el dualismo tenía sus ambi­
güedades, que se podían aclarar en beneficio tanto de las autoridades
cristianas como de las seculares. El mensaje de Cristo, relatado en
los Evangelios, era claro: la igualdad de todos los hombres y todas
las mujeres, de todos los libertos y todos los esclavos, era espiritual
más bien que secular. Entonces, ¿cuáles eran los límites de lo espi­
ritual? El cristianismo empezó a adaptarse al Imperio Romano al
definir esos límites de forma más estricta.
Véanse, en primer lugar, los casos concretos de las mujeres y los
esclavos. Aparentemente, las mujeres estaban bien representadas en
el cristianismo inicial (por ejemplo, Lucas, 8: 1 a 3). Como observa
Cameron (1908) eso no era nada especialmente «revolucionario».
Las mujeres, que eran más marginales a la cultura oficial romana,
también se sentían atraídas a otras religiones, como el culto de Isis.
El cristianismo se esforzó por ganar prosélitos entre comerciantes de
condición mediana, y en ese sector las mujeres solían ser agentes
activos de los negocios de sus familias. Sin embargo, cuando las
sectas cristianas se hicieron más importantes, la participación de las
mujeres en puestos de autoridad empezó a parecer algo muy radical.
Elaine Pagels ha comparado el papel inicial de las mujeres en la
iglesia y en las sectas gnósticas rivales. Muchas de las sectas permi­
tían que las mujeres fueran participantes de pleno derecho, profeti­
sas, sacerdotisas e incluso obispos. Sus textos contenían muchas re­
ferencias a características femeninas o andróginas de Dios (algunos
hacían que el Espíritu Santo fuera femenino, de forma que la Trini­
dad se convirtiera en un matrimonio con un hijo único). Todo esto
lo eliminaron Pablo, escritores ulteriores que se hacían pasar por
Pablo (especialmente, la primera epístola a Timoteo: «La mujer
aprenda en silencio, con toda sujeción») y la mayoría de los prime­
ros obispos. Las mujeres podían ser miembros de pleno derecho,
pero no podían oficiar. Dios y Cristo eran decididamente masculi­
nos (Pagels, 1980: 48 a 69).
En esta evolución existe un elemento importante de incertidum-
bre. Hay datos, reproducidos por Ste. Croix (1981: 103 a 111), en
el sentido de que las instituciones oficiales romanas se estaban ha­
ciendo menos patriarcales y que, en particular, avanzaban hacia un
concepto más igualitario del matrimonio. Pero la narración histórica
más sostenida relativa a una sola provincia, la de Hopkins (1980)
sobre Egipto, llega a la conclusión opuesta: que se había producido
una disminución constante de los poderes de la mujer en el contrato
matrimonial, iniciada por la conquista griega y agravada por la ro­
mana. Sin embargo, ambos autores comparten la opinión de que el
cristianismo intensificó el patriarcado. Sus vínculos con el judaismo
patriarcal acabaron por reducir la libertad de las mujeres y confirie­
ron una autoridad sagrada a la subordinación secular. La novedad
del cristianismo y su atracción especial para la mujer hicieron que
las relaciones entre ambos sexos se convirtieran en una cuestión so­
cial más viva y después la estructura emergente de autoridad de la
iglesia la reprimió.
Respecto a la esclavitud, se produjo una moderación parecida. Se
trataba de una cuestión delicada para San Pablo y para la comunidad
como un todo. La Epístola de Pablo a Filemón, que trata de la
devolución del esclavo fugitivo de Filemón, contiene una sutil alu­
sión a que quizá las «prisiones por el Evangelio» deberían tener
precedencia sobre las cadenas de la esclavitud en el seno de la co­
munidad cristiana, pero nada más. Aristóteles hubiera podido reco­
nocer la doctrina ortodoxa de la iglesia: la esclavitud era lamentable,
pero inevitable, dado el pecado original. Los esclavos podían ser
miembros corrientes de la iglesia. Debía alentarse a los amos cris­
tianos a liberar a los esclavos fieles, y los libertos podían ascender
muy alto en la iglesia. Era una actitud moderadamente liberal, pero
no subversiva. En esto quizá tuviera un paralelismo con el trato de
las mujeres.
Esas revisiones formaron parte de un desplazamiento general ha­
cia la jerarquía, la autoridad y la ortodoxia que produjo una iglesia
«católica» reconocible hacia el 250 d.C. Pero no constituían una
solución ideológica y basada en los principios del problema de la
organización social. Cristo no había dado una orientación, de forma
que la iglesia se convirtió en un parásito del Imperio en esos asuntos.
El Imperio Romano (al igual que la mayor parte de las socieda­
des antiguas) no había logrado penetrar en la vida cotidiana de la
masa del pueblo, urbano ni rural. No había logrado movilizar su
compromiso ni su praxis, ni impartir significado y dignidad a sus
vidas. Sin embargo, aportaba los parámetros de orden esenciales den­
tro de los cuales podía continuar la vida. Las comunidades cristianas
primitivas no podían defender el Imperio, recaudar impuestos, pro­
teger la navegación contra los piratas, ni los trenes de muías o de
camellos contra los bandidos; organizar la intendencia del ejército
ni de burocracia; mantener la alfabetización que exigía una religión
del libro, ni atender a muchas otras condiciones previas esenciales
de la vida cristiana. Cristo había hablado poco acerca de esos asuntos
y la fraternidad inicial no produjo una cosmología social. Aunque
decía cosas importantes y socialmente verdaderas acerca de la con­
dición universal de la humanidad y las reforzaba con una pequeña
estructura comunitaria que contenía rituales sencillos y satisfacto­
rios, decía poco acerca de la organización macrosocial y de la di­
ferenciación social. Los primeros seguidores de Cristo tenían que
conseguir soluciones a partir de sus propios recursos, del acervo de
creencias y de prácticas que procedían de la ciudadanía romana,
del género, de la posición en la estratificación y de la comunidad
étnica.
En un respecto, su respuesta fue definitivamente cristiana. Su fe
seguía aportando un populismo general. Este podía adoptar formas
muy radicales en el campo (como veremos), pero normalmente era
paternalista. Las comunidades Cristinas estaban estratificadas, pero
los más privilegiados cuidaban de quienes lo eran menos. Las obras
de caridad eran un signo de ello, pero también lo era la forma de
transmisión de la religión. Entre los cristianos, sólo la élite sabía leer
con facilidad en latín o en griego, pero estaban orientados hacia el
pueblo, y estaban dispuestos a transmitir el mensaje de los textos a
los analfabetos. Las ceremonias nucleares eran la Eucaristía partici-
pativa y la lectura en voz alta de textos sagrados, de epístolas que
circulaban entre las comunidades y de sermones preparados a partir
de esas fuentes. Momigliano (1971) ha señalado la casi total ausencia
en el cristianismo de una laguna entre la cultura de la élite y la de
la masa, en llamativo contraste con las tradiciones romanas. De he­
cho, aduce que para fines del siglo IV los autores paganos se habían
visto obligados a responder con la misma moneda, de forma que la
divisoria cultural élite-masa ya no existía en absoluto. De ahí que
incluso cuando empezó a surgir la autoridad en medio de la herman­
dad, todavía seguía siendo algo desconcertante para las autoridades
romanas. Pues los obispos, diáconos y sacerdotes surgían en zonas
urbanas nucleares, con un poder movilizador más intensivo sobre su
pueblo que el que tenían las autoridades seculares sobre el suyo.
Brown (1941: 48) señala que actualmente nos hallamos en un mundo
en el que raras veces se nos presentan los grandes personajes cris­
tianos sin una multitud de admiradores. Califica a la capacidad de
las personalidades cristianas para tocar las fibras sensibles del pueblo
de «democratización desde arriba». La capacidad para movilizar ha­
cia abajo, para intensificar las relaciones de poder, era algo distinti­
vamente cristiano en esta región del mundo y distintivo respecto de
otras religiones universales en otras regiones. Fue un producto de
esta era de desarrollo histórico, y hasta ahora nunca lo hemos lle­
gado a perder.
Pero la jerarquización fue en aumento. Cristo no había dejado
ninguna organización que podamos discernir. Incluso los discípulos
no parecen haber obtenido el poder colectivo hasta después de una
discusión con una facción encabezada por Jacobo, el hermano de
Cristo. ¿Cómo se reclutó a los Doce de entre tantos que habían sido
«testigos» de Cristo? La verdad necesita una organización: cómo
enseñarla, cómo mantenerla pura, cómo mantener su infraestructura,
cómo decidir lo que es. Todo eso necesitaba poder. Y aunque las
influencias sobre la organización de la iglesia eran diversas, la in­
fluencia del Imperio Romano fue en aumento. La iglesia elaboró una
estructura municipal; cada ciudad-comunidad estaba regida por un
obispo (equivalente a un gobernador), cuya autoridad abarcaba a la
provincia circundante. El obispo de Roma obtenía su prestigio cada
vez mayor de la preeminencia secular de esa ciudad. Los diezmos
de la iglesia eran impuestos. Sus herejías tenían firmes bases provin­
ciales. El cisma que acabó por producirse entre la iglesia occidental
y la oriental siguió a la división política del Imperio. Las dos pruebas
extremas de su universalismo, las mujeres y los esclavos, dejaron de
tener plena participación. El Papa León consideraba así la práctica
anterior de admitir a esclavos al sacerdocio:

Se está admitiendo libremente a las sagradas órdenes a personas a las que


no recomiendan su cuna ni su carácter, y a quienes no han logrado obtener
su libertad de sus amos se los eleva a la dignidad del sacerdocio, como si
la bajeza servil pudiera recibir legalmente ese honor... Existe un doble error
en este asunto, que el ministerio sagrado se vea contaminado por una com­
pañía tan vil, y que se violen los derechos de los propietarios, en la medida
en que intervienen una adscripción audaz e ilícita. [Citado en Jones, 1964:
II, 921.]

Lo que es más importante, la ecu m en e estaba romanizada. El


cristianismo tenía límites. La mayor parte de la actividad misionera
fuera del Imperio se realizaba entre los Estados «civilizados» orien­
tales rivales. A los «bárbaros» germánicos en general se les ignoraba.
Sólo se convirtió al cristianismo a un pueblo bárbaro del norte que
vivía fuera de la frontera romana, los rugi (y eran poco numerosos).
Cien años después del derrumbamiento de Imperio de Occidente,
es probable que sólo se convirtiera un nuevo pueblo bárbaro impor­
tante, el de los lombardos, mientras habitaba en un territorio que
formalmente no había sido romano (E. A. Thompson, 1963, pero
Vogt, 1967: 218 a 223, no está tan seguro). La ecu m en e occidental
estaba custodiada por guardas fronterizos romanos.
A medida que avanzaba la romanización, las relaciones con las
autoridades seculares fueron adquiriendo cada vez más el carácter de
un arma de doble filo. Las autoridades eclesiásticas y las estatales
fueron convirtiéndose en rivales, pero las analogías entre ellas signi­
ficaban que podían fusionarse. Las reformas de Diocleciano, que
ampliaron mucho la burocracia estatal, dieron oportunidades de mo­
vilidad social ascendente a los varones alfabetizados, intermedios,
urbanos, a fines del siglo III. Esa «nobleza de toga» contenía muchos
cristianos, al contrario que sus predecesoras senatorial y ecuestre, lo
cual confería un patrocinio estatal no oficial a la religión (Jones,
1963). Después llegó la conversión de Constantino (312 d.C) y su
patrocinio estatal del cristianismo (324). Los motivos de Constanti­
no son objeto de gran polémica: probablemente la sinceridad y el
oportunismo estaban tan entremezclados que él mismo no los podría
haber distinguido. Parece que era un hombre supersticioso, básica­
mente monoteísta, dispuesto a agradecer sus éxitos en el campo de
batalla a un dios que unas veces era el Dios de los cristianos y otras
veces el dios sol. Agradecía el apoyo sacerdotal de la estructura de
autoridad de la iglesia a su propia posición en la cumbre del sistema
romano de derecho público (veáse Ullman, 1976). Pero ese apoyo
era bidireccional. Si no se podía reprimir al cristianismo, éste debía
disciplinar a sus propios miembros en aras del orden social. El pro­
pio Constantino presidió el decisivo Concilio de Nicea del 325. El
Credo de Nicea ratificó que Cristo era Dios y que el cristianismo
era una ortodoxia que contaba con la asistencia del Estado. Esa asis­
tencia era necesaria porque el cristianismo seguía generando una gran
cantidad de herejías y de intranquilidad social.
El cristianismo era una religión del libro. El libro contenía el
dogma. Al aceptar el dogma, uno se hacía cristiano. Pueden ingresar
todos, en un acto de libre albedrío. Pero, ¿qué ocurre si uno tiene
un sentido diferente de la verdad y prefiere, por ejemplo, una filo­
sofía griega más elaborada, o las virtudes republicanas de los dioses
paganos, o los éxtasis del culto místico? El cristianisno, al igual que
el zoroastrismo y el Islam, definía la esencia de la humanidad como
la aceptación racional de su verdad. En consecuencia, el rechazo de
la fe lo convierte a uno en un ser no humano. Esta característica de
las religiones del libro les resta universalidad. Las religiones anterio­
res habían tendido a excluir a las masas de la participación en la
verdad suprema o a aceptar que cada grupo adscriptivo tenía sus
propias verdades. Si se consideraba que otro grupo carecía de hu­
manidad, los motivos no eran religiosos. Ahora la religión definía y
limitaba la humanidad.
También se mostraba intolerancia para con otros cristianos. Una
doctrina sin una cosmología social clara producía dificultades en la
determinación de cuál era la verdadera doctrina y quién debería cus­
todiarla. Había diferencias evidentes entre los mismos Evangelios.
En el siglo II surgieron sectas: los gnósticos, los marcionistas, los
montañistas, los maniqueos, los arríanos, los donatistas, con muchos
seguidores a los que por lo general se reprimía con una furia consi­
derable. Las controversias que llevaron a la aparición de sectas gira­
ban en torno a la doctrina: si Cristo era divino o humano, o ambas
cosas; si había nacido de mujer; si los sacerdotes debían participar
más de lo divino o de lo humano, y qué autoridad debía pronun­
ciarse a esos respectos. El núcleo de las polémicas era la tentativa de
mediar en el dualismo de Cristo de Dios y el César y generar una
organización capaz de pronunciarse en las cuestiones espirituales y
de organizar a los fieles en una comunidad. Al Estado le interesaba
mucho resolver las polémicas doctrinales, pues deseaba un poder
establecido y aceptable para su propia estructura.
Hacia el 250 d.C., las relaciones entre la Iglesia y el Estado ha­
bían dado un nuevo giro en algunas esferas. Las estructuras de poder
de ambos eran urbanas, pero ya se había iniciado la conversión de
algunas zonas rurales. Para el 250 ya estaban muy cristianizadas las
provincias de Egipto y el norte de Africa, así como la mayor parte
de las provincias de Asia Menor. Parece que la penetración en la
zona en que se había originado y de las zonas rurales adyacentes,
Palestina y los alrededores de Antioquía, fue escasa hasta después
de Constantino. Lo mismo ocurría en Grecia e Italia, mientras que
el Occidente rural celta estaba casi completamente intacto. Salvo las
irregularidades de la región de Antioquía (véase Liebeschutz, 1979)
y del interior de Grecia, la penetración seguía las rutas del comercio
y de la cultura helenística. Las provincias más cristianas aportaban
una producción agrícola masiva al centro de Roma en las esferas de
influencia helenística o adyacentes a ellas. No eran las regiones más
pobres; todo lo contrario.
Es mucho lo que se desconoce acerca de la penetración en el
medio rural (véase Frend, 1967, 1974, 1979). Hay una provincia, el
norte de Africa, que está bien documentada. Fue lo que generó la
secta herética más importante del siglo IV, la de los donatistas, y
uno de los adversarios católicos de éstos, Agustín, obispo de Hipona
(Cartago), también era el principal teórico de la iglesia. Su conflicto
revela muchas cosas acerca de los dilemas de organización con los
que se enfrentaba la iglesia al ir asumiendo gradualmente la herencia
del Imperio.

La herejía donatista y Agustín: La n ega tiva


a la a ven en cia

Los donatistas surgieron en protesta contra los obispos locales


que habían llegado a una avenencia con las autoridades imperiales
durante la última de las persecuciones anticristianas después del
250 d.C. Decían que el cristianismo debía permanecer puro, sin man­
charse con los asuntos mundanos. Al nombrar a sus propios obispos
(el principal de los cuales era Donato), desafiaron a la Iglesia católica.
Los caprichos de la sucesión imperial —la conversión de Constan­
tino y su apoyo a la facción católica; la ascensión al trono del pagano
Juliano, que era hostil a los católicos; después, nuevamente empera­
dores católicos—, hacía que unas veces gozaran del favor imperial y
otras no. Pero en su movimiento intervenían tendencias socialrevo-
lucionarias. Algunos coquetearon con la rebelión de un jefe númida,
Gildo, lo cual motivó una persecución implacable por parte tanto a
las autoridades católicas como de las imperiales.
Existe una importante polémica entre los estudiosos acerca del
donatismo: la contribución relativa de los agravios «nacional/socia-
les» y los «religiosos». La principal obra es la de Frend (1962), que
reveló muchas de las cuestiones «nacional/sociales». Aduce que los
donatistas estaban concentrados abrumadoramente en el campo, y
no en las ciudades, y en zonas de lengua bereber, y no latina o
púnica. Subraya la relación entre los donatistas y los socialrevolu-
cionarios circumceliones, jornaleros sin tierras o pequeños propie­
tarios campesinos que se levantaron contra los latifundistas de la
provincia. Y sostiene que la relación con Gildo procedió directamen­
te de un sentimiento provincial, rural y tribual en contra de los
romanos. Brown (1961, 1963, 1967) y MacMullen (1966) interpretan
que Frend reduce la herejía donatista a factores «nacional/sociales».
Afirman que, pese a la contribución de esos factores contextúales,
las cuestiones decisivas eran las religiosas. Aducen que los dirigentes
donatistas procedían de las ciudades, que era donde obtenían su
apoyo, cualquiera fuese la concentración rural; que en el sur de la
provincia predominaban tanto que representaban a todos los grupos
sociales; que los propietarios donatistas utilizaban a los circumcelio-
nes como tropas de choque en los enfrentamientos entre la clase alta,
y que no existía un «plan revolucionario» ni una reconstrucción
política en las zonas controladas por los donatistas. Lo que estaba
en juego era ante todo la creencia religiosa, aunque Brown (1961:
101) explica que esto significa «nada menos que el lugar que ocupa
la religión en la sociedad».
Todo historiador o sociólogo de amplias miras reconocerá el tono
de esta polémica y podrá predecir su futura evolución entre mate­
rialistas e idealistas. Por esa polémica confunde las cuestiones esen­
ciales. Frend rechazaba la idea que fuera la doctrina en sí lo que se
cuestionaba. Según él, Donato también escribió un texto («Sobre la
Trinidad») que doctrinalmente era herético, pues seguía la línea de
Arrio. Pero eso no formaba parte de la controversia en Africa, al
contrario que en el Oriente. En Africa, ambos bandos destacaban su
unidad en casi todos los aspectos doctrinales. Diferían en cuanto a
la organización de la iglesia: «Era el carácter de la Iglesia como
sociedad y su relación con el mundo, más bien que sus creencias
distintivas, lo que formaba el meollo de la controversia» (Frend,
1962: 315). Brown está de acuerdo. Los donatistas, señala, decían
que la iglesia debía ser «pura», la única conservadora de las leyes
sagradas: «No me importa más que la ley de Dios, que he aprendi­
do. La custodio; por ella muero; con ella me quemarán. No hay
nada en la vida más que esta ley.» Se trata de la típica afirmación
sectaria de una relación directa con la ley divina en un mundo hostil
y caótico. Efectivamente representaba, como afirmaban sus seguido­
res, parte del auténtico espíritu de la iglesia inicial. Pero se trataba
de un espíritu defensivo y derrotista, afirmaba Agustín. Los dona­
tistas no comprendían que la historia estaba de parte del cristianis­
mo. «Las nubes se hienden en truenos, que la Casa del Señor se
construya en toda la Tierra, y esas ranas se sientan en su charca y
croan: Nosotros somos los únicos cristianos.»
Tras la intolerancia y las matanzas de ambos bandos no se ha­
llaba sólo una combinación de intranquilidad material-social y de
«doctrina», sino lo que es más importante y lo que vinculaba a
ambas cosas, conceptos diferentes de organización e identidad socia­
les. Los donatistas se sentían animados por un separatismo auténti­
camente transcendental: un pueblo elegido y puro en relación directa
con Dios, que no hacía caso de ninguna de las otras bases posibles
de poder. Agustín y las autoridades católicas poseían una identidad
cristiana-imperial más mundana y menos transcendental. Podían or­
ganizar el mundo cristiano como un todo, gozar de la gracia divina,
pero también tenían la obligación de imponer al mundo una disci­
plina secular (Brown, 1967: 212 a 243). Así, la disputa giraba en
torno a algo más q u e Ja organización de la iglesia. La cuestión, dado
que el cristianismo se iba haciendo cargo del orden romano, tanto
local como extensivo, era: ¿A qué socieda d pertenezco: a una socie­
dad eclesiástica extensiva aunque pragmática o a una sociedad ecle-
sial local y pura; a una ecu m en e o a una secta?
La respuesta donatista era clara, pero equivocada. Una sociedad
cristiana auténtica sólo incluía a los puros. Si el resto de la iglesia
transigía, entonces podía irse al diablo. El localismo es su caracte­
rística importante, más que el enfrentamiento campo-ciudad, o las
entidades cuasi clasistas o étnicas. Pero el separatismo no era viable
a los niveles existentes de producción agrícola, densidad demográfica
u organización social. Los donatistas, como ellos mismos sabían, se
batían en retirada del mundo. Su actitud purista repetía la tendencia
del propio Cristo a hacer caso omiso de Roma. No aceptaban que
el cristianismo fuera un parásito de Roma, que su comunidad ética
no pudiera existir en su forma actual más que sobre un marco te­
rritorialmente extensivo de pacificación y orden. Haría falta una ave­
nencia con ese marco para evitar una involución social.
Agustín lo comprendía cuando discutía con los donatistas. Pero
al final de su vida, no. Esa falta de comprensión es reveladora. En
su obra más importante, La Ciudad d e Dios, hay secciones en las
que dice que el cristianismo no debe ignorar a Roma, sino aceptar
su herencia. Presentan una historia de Roma desde el punto de vista
de la teología cristiana. Se elogian las virtudes romanas como anti­
cipaciones de la era cristiana: sus hombres valerosos y generosos de
espíritu, pese a ser admirables, estaban condenados a ser una minoría
en un mundo pagano. Además, se aceptan sus éxitos mundanos, su
Estado, su derecho y sus relaciones de propiedad como cosas nece­
sarias para la existencia social, dado el pecado original. Con tal de
que únicamente las prácticas romanas hubieran estado imbuidas de
la justicia y la moralidad del cristianismo, «la comunidad romana
enriquecería ahora todo este mundo actual con su propia felicidad
y ascendería a las cumbres de la vida eterna para reinar en la felici­
dad». Por desgracia, no había ocurrido así. La respuesta de Agustín
era no tratar de que ocurriera. Salvo unas cuantas observaciones
pasajeras acerca de la necesidad de la justicia y de la autoridad pa­
terna para la armonía de la familia y del Estado, no dijo práctica­
mente nada acerca del aspecto terrenal de la deseada «Ciudad de
Dios». El mensaje, por el contrario, se refería a la paz espiritual
interna y a la redención en la otra vida. Los cristianos, decía, habían
de «soportar la perversión de un Estado totalmente corrupto y al
hacerlo ganarse un lugar de gloria en esa asamblea sagrada y majes­
tuosa... de los ángeles, en la Comunidad Celestial cuya ley es la
voluntad de Dios» (libro II, cap. 19). La conclusión era práctica­
mente la misma que la de los donatistas. Sólo una ecu m en e muy
especializada que adoptaría el lado espiritual de la existencia y de­
jaría el mundo del siglo a un César que —al contrario que el César
con quien se enfrentó Cristo— estaba por desgracia en rápida deca­
dencia.
La actitud de Agustín, al igual que la de muchos de sus contem­
poráneos occidentales, era diferente de las voces que llegaban del
este. Un dirigente cristiano sirio decía que el Imperio Romano «nun­
ca será conquistado. No temáis, pues el heredero, que es Jesús, lle­
gará al poder y su fuerza sostendrá el ejército del Imperio» (citado
por Frend, 979: 41, que también da otros ejemplos orientales). Eso
fue lo que ocurrió y lo que ayudó a salvar el Imperio de Oriente
durante mil años. La iglesia oriental, cada vez más hierática, apun­
taló el dominio de los emperadores orientales, pero no el de los
occidentales.
Lo que resulta muy llamativo acerca del libro de mil páginas de
Agustín, escrito entre el 413 y el 427, es que no permitía suponer
que desde hacía más de un siglo gobernaban emperadores cristianos
(con la única excepción de los cuatro años de Juliano), y que desde
el 391 el Estado había prohibido oficialmente la práctica de los cul­
tos paganos. La C iudad d e Dios se escribió para refutar las acusa­
ciones paganas de que el saqueo de Roma por Alarico, en el 410,
había sido resultado de la adopción de la religión cristiana por la
ciudad. La principal línea de defensa de Agustín era que, como Roma
seguía siendo en realidad pagana, no se podía echar la culpa de aque­
llo a los cristianos. Para Agustín, Roma seguía siendo el principal
enemigo. Parece adecuado que muriese durante el asedio final de
Hipona, justo antes de que los vándalos destrozaran las líneas de­
fensivas e hicieran una matanza de ciudadanos, tanto cristianos como
paganos. El mensaje de Cristo, se reiteraba, no era de este mundo.
Agustín no había dado respuesta a los donatistas. Se había negado
a aceptar la fusión del poder que había ofrecido Constantino.
Tanto los donatistas como la Iglesia católica occidental subesti­
maron su dependencia respecto de Roma. Sus propias actividades la
presuponían, pero ellos no lo podían aceptar sino de forma pragmá­
tica, no doctrinalmente, si es que lo aceptaban en absoluto. Es algo
que se advierte con claridad en la esfera de la alfabetización. He
aducido que la difusión del cristianismo dependió mucho de las cal­
zadas y las formas de comunicación romanas, especialmente de la
alfabetización. La lectura de las escrituras, los comentarios a éstas y
textos como el de Agustín presuponían un sistema de enseñanza.
Los cristianos no estaban satisfechos con las escuelas paganas. Se­
guían afirmando que la ponzoña pagana dominaba la educación en
la época del derrumbamiento del Imperio. Pero no rivalizaron con
ellas ni las penetraron. Los principales establecimientos cristianos de
enseñanza eran monásticos. Eran lo que necesitaba la gente que se
retiraba de la sociedad si es que aspiraba a mantener unos mínimos
de alfabetización. Pero para los que se quedaban en la sociedad, se
aceptaba pragmáticamente y a regañadientes la educación pagana.
Hasta el derrumbamiento final del Imperio de Occidente no surgie­
ron unas cuantas escuelas obispales junto a las escuelas monásticas,
para transmitir la escritura en la sociedad, con independencia de
Roma.
O sea, que Gibbon tenía una parte de razón. Al concluir que el
derrumbamiento del Imperio se debió al «triunfo de la barbarie y
de la religión» exageraba. El Imperio cayó porque no supo reaccio­
nar a la presión de los bárbaros, como he aducido en el capítulo
anterior. El cristianismo perdió la oportunidad de producir su pro­
pia ecu m en e civilizada sobre la base aportada por Roma. Cada vez
que el cristianismo afirmaba la superioridad del reino espiritual, se
negaba a buscar una solución de las contradicciones de la sociedad
romana que he identificado al principio de este capítulo. Estaban
diciendo: «Esos no son problemas nuestros», y se equivocaban. Por­
que la trama de la vida cristiana dependía de una solución de esos
problemas. Como veremos dentro de un momento, la mayor parte
de esa trama se perdió. Quizá fuera un mero accidente que no se
perdiera totalmente.
Había dos soluciones ideales típicas y, en consecuencia, también
muchos niveles de soluciones intermedias entre ellas. La primera era
la solución hierática hallada en el Imperio de Oriente. Esta habría
exagerado todas las características de la iglesia occidental primitiva
a la que llamamos católica. Pero quizá no hubiera funcionado en
Occidente, frente la amenaza de unos bárbaros más fuertes. El pro­
pio Imperio de Oriente quedó barrido más tarde, salvo en su núcleo
en torno a Constantinopla, por una religión con mayor capacidad
de movilización, el Islam. La segunda solución ideal típica era la
popular, que habría sido más radical e innovadora, pues no tenía
precedente histórico, y habría antagonizado al Estado romano. Ha­
bría entrañado el establecimiento de instituciones eclesiales extensi­
vas y relativamente democráticas y movilizado al pueblo en defensa
de la civilización. La propia Roma no había logrado elaborar insti­
tuciones de ese tipo y el cristianismo tampoco lo hizo. Seguía sin
existir una combinación a largo plazo de poder social intensivo y
extensivo, porque el cristianismo no podía hacer frente decididamen­
te al poder social en sí mismo.

Más allá d e Roma, hacia la C ristiandad:


La ecumene especializada

Sin embargo, si se aceptaba que el Imperio estaba condenado,


convenía mantenerse distanciado de él y hacer una paz por separado
con los conquistadores bárbaros. Estos ansiaban apropiarse de los
diversos frutos de la civilización, pero no podían aportar formas
extensivas de organización. Sus efectivos eran reducidos. Política­
mente podían generar pequeños reinos; militarmente, federaciones
flexibles de aristocracias guerreras; económicamente, agricultura y
ganadería en pequeña escala; ideológicamente, transmisión oral de
culturas «tribuales» 8. Destruyeron las redes extensivas de poder del
Estado romano, en lugar de reemplazarlas, aunque fuera sin preten­
derlo. Pero podían apreciar y apropiarse las virtudes del Imperio
susceptibles de adoptar una forma descentralizada y en pequeña es­
cala, adecuada para su estilo de vida. Parece que hubo dos esferas
principales de continuidad y adaptación entre Roma y los bárbaros:
en la religión y en la vida económica.

8 Véanse en especial W allace-H adri11, 1962, y E. A. Thompson, 1966, 1969.


En la religión, una vez que los bárbaros se empezaron a asentar
dentro del Imperio, a los cristianos les interesaba mucho más hacer
proselitismo entre ellos que a los romanos paganos. Para los cristia­
nos, eso equivalía a continuar las prácticas misioneras de los últimos
cuatro siglos. Esa actividad nunca había estado centralizada, de ma­
nera que no dependía de la vitalidad del Estado romano, ni siquiera
del obispo de Roma. De hecho, muchos de los bárbaros se convir­
tieron a la herejía arriana porque los principales misioneros enviados
a ellos, notablemente Ulfila, eran arríanos de las partes orientales del
Imperio. Por su parte, los bárbaros probablemente se convirtieron
al cristianismo como símbolo de la civilización en general. También
brindaba la principal oferta de asistencia letrada a sus gobernantes
más ambiciosos (aunque sus raíces se hallaran en las escuelas roma­
nas paganas, éstas no les abrían las puertas). Sus motivos fueron
probablemente parecidos-a los de muchos conversos al cristianismo
en el Tercer Mundo en la historia colonial reciente.
Los bárbaros se convirtieron con bastante rapidez. Ninguno de
los pueblos germánicos que entraron en las provincias romanas en
los siglos IV y V siguió siendo pagano más de una generación des­
pués de cruzar la frontera (E. A. Thompson, 1963: 77 a 87; Vogt,
1967: 204: 23). Aceptaban la civilización romana sin el Estado ro­
mano. Tras la caída definitiva del Imperio de Occidente, en el 476,
el cristianismo era el proveedor monopolista del legado de aquella
civilización, especialmente de la escritura. «Lo que perdió el Imperio
Romano, lo recuperó la Iglesia católica», dice Vogt (1967: 277).
La segunda esfera de continuidad era la económica. Resulta más
difícil de discernir, pero se refiere a la similitud entre la villa romana
tardía y el señorío emergente de la Alta Edad Media. Ambos siste­
mas implicaban unidades pequeñas y descentralizadas de producción,
controladas por un señor que utilizaba la fuerza de trabajo de cam­
pesinos dependientes. No podemos sino suponer cuál fue la historia
de la transición de la villa al señorío, pero debe de haber implicado
una transacción entre los jefes bárbaros y la aristocracia provincial
sobreviviente del Imperio. Las aristocracias «galorromana», «britá-
nicorromana», etc., se habían distanciado ya del Estado romano. Las
órdenes senatorial y ecuestre romanas habían resistido al cristianismo
mientras persistió su propia organización extensiva. Pero cuando se
quedaron aislados del centro, mancomunaron sus recursos con los
cristianos locales. Estaban alfabetizados, de forma que se los aceptó
como miembros valiosos de la iglesia provincial local. Muchos lie-
garon a obispos, como Sidonio Apolinaris en las Galias. Descendien­
te de prefectos pretorianos romanos, nunca abandonó la esperanza
de que se restableciera la dominación romana. Su odio al analfabe­
tismo, la cultura, la forma de vestir y el olor de los bárbaros era
tradicional de su clase. Pero para fines del siglo V también lo había
convertido en un cristiano sincero. El cristianismo era ya la parte
más destacada de la civilización (véase en Hanson, 1970, una breve
referencia a Sidonio, y en Stevens, 1933, una referencia larga).
A partir del siglo V las instituciones cristianas fueron el principal
baluarte de la civilización contra la involución social de los bárbaros.
En una historia que se ha contado muchas veces (por ejemplo, Wolff,
1868; Brown, 1971). El relato suele centrarse en la escritura, cuya
transmisión se producía ahora casi totalmente por conducto de las
escuelas de la iglesia. A fines del siglo IV y principios del V, la iglesia
reaccionó al derrumbamiento del sistema de enseñanza romano en
el Occidente. En cada monasterio había que enseñar a leer y a es­
cribir a cada monja y cada monje, con objeto de que se pudieran
leer y copiar los textos y los comentarios sagrados. En este período
interesaba menos escribir obras nuevas, y mucho más conservar lo
ya existente. A la antiguas escuelas monásticas, ahora reforzadas, se
añadieron las escuelas episcopales supervisadas por cada obispo. No
cabe decir que esos dos sistemas escolares prosperasen. Muchas es­
cuelas desaparecieron, otras apenas sobrevivieron. La escasez de
profesores alfabetizados pasó a ser crónica. Las bibliotecas sobre­
vivieron, pero en el siglo VIII se mantenían a duras penas (véase
J. W. Thompson, 1957). Pero, curiosamente, la forma en que los cris­
tianos practicaban la alfabetización de hecho ponía en peligro la
supervivencia de ésta. Como señala Stratton (1978: 179 a 212), el
concepto cristiano de la lectio divina, el empleo privado de la alfa­
betización como comunicación entre el individuo y Dios, ponía en
peligro la base social y funcional más amplia de la alfabetización.
Alejaba a la escritura de las tradiciones grecorromanas para llevar­
la al conocimiento sacro, más restringido, del Oriente Medio.
De forma que la continuidad de la tradición alfabetizada y con
ella del propio cristianismo, se mantuvo con grandes problemas. No
parece que fuera algo inevitable. Le ayudó la desigualdad de la pe­
netración de los bárbaros. Mientras la Galia se derrumba en el si­
glo VI, la Italia y la Gran Bretaña romanas aguantaban. Cuando
Italia cayó ante la invasión lombarda del 568, misioneros proceden­
tes de otras partes estaban convirtiendo a los francos de la Galia y
a los sajones de Inglaterra. Gobernantes fuertes y ambiciosos como
Carlomagno y Alfredo el Grande reconocían que la misión de la
Iglesia cristiana era la misma que la suya. Fomentaron la alfabetiza­
ción, la labor misionera y la promulgación del derecho canónico
además del laico. Al hacerlo, conservaron aspectos más públicos y
funcionales de la alfabetización, además de los restringidos y sacros,
y abrieron el camino a restablecimientos de una cultura letrada di­
fusa en la Edad Media. Siempre había en alguna parte una iglesia
próspera y unos Estados que resucitaban, y la colaboración y los
enfrentamientos entre ellos fueron partes importantes de la dialéctica
medieval ulterior.
La iglesia era el agente de vanguardia de la organización social
extensiva translocal. Las formas de organización de los invasores
estaban confinadas en el seno de las relaciones locales intensivas de
la aldea o la tribu, más una confederación flexible e inestable más
allá de esas unidades. La iglesia poseía tres dones extensivos para
esos pueblos (que se comentan detalladamente en el capítulo 12). En
primer lugar, su conocimiento de la escritura representaba un medio
estable de comunicación más allá de las relaciones inmediatas y de
las tradiciones orales de un solo pueblo. En segundo lugar, su ley y
su moralidad representaban una regulación a distancia. Ello tenía
una importancia especial para el comercio, si éste aspiraba a recupe­
rarse. Si los cristianos trataban a otros cristianos como tales, con
respeto y humildad y generosidad, no se saquearía el comercio sis­
temáticamente. Y, en tercer lugar, en su retirada del mundo romano,
la iglesia había creado un microcosmos monástico de extensividad
romana: una red de monasterios, cada uno de ellos con su propia
economía, pero no autárquico, que comerciaba con otros monaste­
rios, con las propiedades de los obispos y con las propiedades y los
señoríos laicos. Esta economía monástico-episcopal estaba sustenta­
da en normas cristianas, aunque el pillaje sistemático prevaleciera en
otros sectores de la sociedad. La ecu m en e sobrevivió en forma ma­
terial y económica, como ejemplo de progreso social y civilización
para los gobernantes seculares. Los Carlomagnos y los Alfredos se
convirtieron sinceramente en él y lo fomentaron.
Sin embargo, al sobrevivir, la ecu m en e se había transformado.
Por primera vez existía sin un Estado, ya no tenía forma de parásito.
Los Estados surgían y desaparecían de muchas formas. Aunque la
iglesia recibió la ayuda de Carlomagno, podía aportar una regulación
a los dominios francos, incluso después del derrumbamiento de la
unidad carolingia, a fines del siglo IX. Ullman resume el «renaci­
miento» carolingio diciendo que fue religioso: «El renacimiento in­
dividual de los cristianos, la nova, creatura aparecida mediante una
difusión de la gracia divina, se convirtió en una pauta para un rena­
cimiento colectivo, una transformación o renacimiento de la socie­
dad contemporánea» (1969: 6 y 7; cf. McKitterick, 1977). Donde
dice «gracia divina», léase poder transcendental. La iglesia aportaba
una regulación normativa en una superficie mayor de la que podía
defender la espada del señor, de la que podía ordenar su ley, de las
que podían cubrir espontáneamente las relaciones de mercado y de
producción. Dentro de aquella esfera extensiva de regulación, esas
formas de poder se podían recuperar con el tiempo. Pero cuando se
efectuó la recuperación, cuando en términos materiales la población
y la producción económica igualaron y después superaron los niveles
romanos, la ecu m en e no desapareció. En Europa nunca resucitó un
imperio territorial. Si Europa era una «sociedad», era una sociedad
definida por las fronteras de un poder ideológico: la Cristiandad.
La solución que halló el cristianismo a las contradicciones del
imperio fue la ecu m en e especializada. No se ocupaba sólo del «reino
espiritual», como había afirmado Cristo, pues sus papas, obispos-
príncipes y abades también controlaban grandes recursos de poder
no espiritual y muchos clérigos, campesinos y comerciantes depen­
dientes. Tampoco poseía un monopolio sobre el reino «espiritual»,
comprendidos en ese reino los poderes éticos y normativos. La es­
fera secular también generaba moralidad, por ejemplo la literatura
cortesana de amor o la preocupación por el honor y lo caballeresco.
Se trataba de una esfera bastante especializada de poder ideológico,
derivada inicialmente de una reivindicación del conocimiento del rei­
no espiritual, pero institucionalizada en una combinación más secu­
lar de recursos de poder.
Ni siquiera en esa esfera había resuelto todas las contradicciones.
Había internalizado una de ellas, la de igualdad frente a jerarquía,
en una nueva forma doctrinal. Los imperios habían fomentado in­
conscientemente la racionalidad humana individual, pero la habían
reprimido conscientemente. La Iglesia cristiana hacía ambas cosas y
las hacía conscientemente. Ambos niveles de su conciencia, los sen­
timientos religiosos populares y la teología, han incardinado desde
entonces la contradicción de autoridad contra individuo, o de de­
mocracia contra comunidad (y lo mismo ha hecho el Islam, aunque
de forma diferente). La estratificación estaba envuelta ahora en ele­
mentos morales y normativos, pero éstos no eran consensuados. A lo
largo de los mil años siguientes, tanto la revuelta como la represión
estuvieron revestidas del fervor de la justificación cristiana. Con el
tiempo, la iglesia no pudo seguir haciendo equilibrios; primero el
protestantismo y después la secularización la debilitaron. Esa debi­
lidad existía desde un principio: el cristianismo carecía de una cos­
mología social propia. Pero eso lo convertía en una fuerza muy
dinámica. Extraeré todas las consecuencias de esto para los logros
del poder ideológico en la conclusión del capítulo siguiente. Pero,
antes, estudiemos las otras religiones universales.

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Capítulo 11
DIGRESION COMPARADA SOBRE
LAS RELIGIONES UNIVERSALES:
EL CONFUCIANISMO, EL ISLAM
Y (ESPECIALMENTE) LAS CASTAS
DEL HINDUISMO

En sociología no hay leyes posibles. Podemos empezar a buscar


fórmulas generales del tipo «si x, entonces y » , donde y es el auge
del poder ideológico, pero en seguida advertimos que el poder ideo­
lógico a la escala del cristianismo inicial se da raras veces. De hecho,
hasta ahora, en la historia bien registrada se ha limitado a una época
histórica concreta, aproximadamente entre el 600 a.C. y el 700 d.C.
(y, sobre todo, únicamente en los dos tercios últimos de ese perío­
do). Además, cada una de las cuatro religiones o filosofías univer­
sales que llegaron al poder durante ese período era excepcional en
diversos sentidos. Sobre esa base empírica no podemos edificar leyes
de ciencias sociales, pues el número de casos es más reducido que
el de variables que afectan al resultado. A lo más que podemos
aspirar es a una descripción provisional del auge de las religiones y
las filosofías.
Pero no debemos eludir las cuestiones comparadas y teóricas que
plantea el auge de las religiones universales. Y ello no se debe a su
importancia intrínseca. Pues parecen haber acompañado y, de hecho,
haber reorganizado —en el papel de los «tendedores de vías» que
describí en el capítulo 1— un importante punto de inflexión de la
historia universal. Hasta que terminó ese período, las historias de
las principales civilizaciones de Eurasia, pese a sus diferencias, ha­
bían pertenecido a la misma familia de sociedades y de evoluciones
sociales. Por ejemplo, aunque no he comentado los acontecimientos
de China ni de la India, habría sido posible reconocer sus semejanzas
con los descritos hasta ahora respecto del Oriente Medio y del Me­
diterráneo. A partir de la amplia base aluvial descrita en el capítu­
lo 4, también fueron formando imperios de dominación, adoptando
las mismas cuatro estrategias de gobierno, centros comerciales, ciu-
dades-Estado, escritura y acuñación de moneda, formas variantes
de la economía legionaria romana, etc. Podríamos aplicar a Asia los
modelos de capítulos anteriores, aunque habríamos de añadir modi­
ficaciones regionales. No estoy exagerando las similitudes. Pero exis­
te un sentido en el que la fase de la religión universal llegó a una
encrucijada, a la aparición de por lo menos cuatro vías diferentes de
desarrollo futuro. La encrucijada se produjo, al menos en parte,
como reacción al desafío de una gran religión o filosofía, a la que
en consecuencia podemos percibir como una tendedora de vías de
la historia. Las cuatro se hallaban en las regiones abarcadas por el
cristianismo, el Islam, el hinduismo y el confucianismo. Para el
1000 d.C. existían cuatro tipos diferentes reconocibles de sociedad,
cada uno de ellos con su propio dinamismo y desarrollo. Sus dife­
rencias persistieron durante más de quinientos años, hasta que una
de ellas, el cristianismo, resultó ser tan superior a las otras que todas
tuvieron que adaptarse a sus intrusiones, con lo cual volvieron a
convertirse en una familia de sociedades.
Ahora bien, cabría pensar que la presencia en esas regiones de
diferentes religiones o filosofías era algo epifenoménico. No era así.
Pero, aunque lo fuera, el problema de la religión y la filosofía se­
guiría constituyendo un índice crucial de las razones para esa sepa­
ración de los caminos. Es un problema que merece la pena estudiar
con cierta profundidad.
Pero el hecho de que todas las vías de desarrollo fueran de tipos
diversos hace que la tarea del análisis comparado resulte inmensa.
Sería una empresa de enorme erudición analizar todos los casos,
mayor todavía de la que inició Weber en su serie inacabada de es­
tudios sobre las religiones universales. En este capitulo, yo apunto
más bajo. En el anterior he resumido los logros del cristianismo en
materia de poder. De las demás religiones, el logro de poder del
hinduismo es el que parece mayor. Constituye la materia principal
de este capítulo, precedido de breves notas sobre el confucianismo
y el Islam. Aquí el budismo no figurará sino como un rival que tuvo
un moderado éxito frente al hinduismo en la propia India.

China y C onfucio: Un com en tario

China fue el único de los grandes imperios que absorbió el pleno


ímpetu de las religiones salvacionistas y salió intacto, incluso refor­
zado '. China resolvió la contradicción del imperio mediante la di­
visión de las corrientes salvacionistas en varias filosofías o religiones
distintas y la utilización de la más importante, el confucianismo,
para legitimar su propia estructura de poder.
Confucio, que vivió a fines del siglo VI y principios del V a.C.
(al mismo tiempo que Buda y durante el período de fermentación
de la filosofía griega, bastante más tarde que Zoroastro) dio una
respuesta predominantemente secular a los problemas que también
planteaba el concepto griego de paideia, el cultivo de la razón hu­
mana. No existían normas definitivas y discernibles de razón, ética
o significado más allá de la sociedad. La moralidad conocible más
elevada era el deber social; el único orden del cosmos en el que
podríamos participar era el orden social; se trata de una doctrina
que sigue resultando atractiva para los agnósticos 2. La conducta
virtuosa entrañaba cualidades como la rectitud o la integridad inter­
na, la bondad, la buena conciencia, la lealtad para con los demás, el
altruismo o la reciprocidad y, sobre todo, el amor por otros seres
humanos. Pero esas cualidades no son verdaderamente «sustantivas».
Es decir, no son objetivos individuales ni sociales; más bien son
medios o normas. Nos dicen cómo debemos relacionarnos con los
demás en la persecución de nuestros objetivos. Presuponen una so­
ciedad con objetivos sociales dados. De ahí el conservadurismo fun­
damental de la filosofía de Confucio. Al ser una negación de la
salvación transcendental, también es una negación de la política ra­
dical y de lo que nosotros calificamos de «religión». Pero, precisa­

1 Como fuente general sobre el confucianismo y su relación con el Imperio Chino,


es imposible m ejorar The Religión o f China, de W eber (1951). Véase una biografía
de Confucio en Creel (1949). W aley (1938) ha compilado las Analectas de Confucio.
2 Véase, por ejemplo, la forma favorable en que Gore Vidal trata a Confucio en
su novela Creación (magnífica reconstrucción imaginativa de las corrientes religiosas
y filosóficas que existían entre Asia, el O riente Medio y el Mediterráneo oriental a
fines del siglo vi y principios del siglo v.
mente por eso, es la auténtica «religión» durkheimiana: la sociedad,
tal como es, es lo sacro. Así, el papel del confucianismo es en gran
parte reforzar la moral; no introduce principios de transcendencia
ideológica.
Pero las enseñanzas de Confucio también tenían un aspecto in­
novador. ¿Cómo se distribuían esas cualidades de carácter entre los
seres humanos y cómo se podían fomentar? En este caso, Confucio
daba una respuesta humanista, reconociblemente igual a la de Buda,
igual a la paideia griega: la conducta ética se podía cultivar mediante
la educación. En el Mediterráneo oriental, ese concepto era políti­
camente radical, como hemos visto, pues se consideraba que todos
los seres humanos poseían una razón cultivable y la estructura de la
polis griega y de la alfabetización de las masas hacía que eso fuera
potencialmente viable. El concepto de Confucio era algo menos ra­
dical. El término aplicable a su ideal clave, chun-tzu, sufrió un cam­
bio de sentido en sus manos. De significar «hijo de gobernante» o
«aristócrata», chun-tzu pasó a representar «hombre capaz», que sig­
nificaba nobleza de carácter. Casi todos los idiomas, incluidos los
nuestros, tienen ese doble sentido: «nobleza» y «caballero» denotan
tanto una conducta ética como una cuna y un aspecto de la moral
de la clase gobernante. Para Confucio, la nobleza de carácter no era
particular, sino social. Expresada por la cultura, la etiqueta y el ri­
tual, podía aprenderse y enseñarse. En consecuencia, una nobleza
hereditaria era insuficiente.
El mensaje de Confucio se convirtió en una fuerza social impor­
tante bastante después de su muerte. A partir del 200 a.C., la dinas­
tía Han estaba aliada con un grupo social más amplio que la nobleza
hereditaria, traducido generalmente como «los caballeros», para in­
dicar a unos terratenientes sin vínculos particularistas ni dinásticos
con la familia imperial. Los caballeros participaban en el gobierno
como terratenientes y como funcionarios educados, literati, que ha­
bían pasado por un largo sistema de educación regulado por el Es­
tado y que era reconociblemente confucianista. Duró unos increíbles
dos mil años, hasta la época moderna. En la práctica, era una meri-
tocracia muy restringida. Por motivos evidentes (más la dificultad
inherente de la escritura china), los ricos eran los únicos que podían
costear el largo proceso de educación de sus hijos.
El confucianismo era un instrumento maravilloso de gobierno
imperial de clase. Se apropió del aspecto racionalista de las corrientes
salvacionistas, dejando que las corrientes más espirituales, místicas y
turbulentas se expresaran en cultos quietistas y privados, como el
taoísmo. Lo que podía haber sido un desafío religioso transcendental
se escindió. También resolvió varias de las contradicciones del im­
perio enumeradas en el capítulo anterior, que también estaban ex­
perimentando las dinastías del imperio chino (comprendida la Han).
Añadió valores universales y legitimación a un particularismo mo­
dificado de aristocracia y dinastía; limitó los valores igualitarios a
una clase gobernante ampliada; aportó una cultura unificada a una
clase gobernante que en lo demás tendía a la descentralización y, al
permitir que entrasen gentes nuevas en la categoría de los caballeros,
podía admitir a bárbaros educados a su élite gobernante y, en con­
secuencia, a la civilización. Esas eran soluciones a cuatro de las cinco
contradicciones que destruyeron a Roma.
¿Cómo fue posible esto? La respuesta es demasiado compleja
para tratar de ella aquí, pero comprende la ausencia de la contradic­
ción restante (la número 4 en mi lista de las de Roma): la relativa
uniformidad de China. Otros importantes imperios euroasiáticos,
reinos y ciudades-Estado formaban parte de un medio cosmopolita,
tenían más contactos entre sí y los mayores eran ecológica, cultural
y lingüísticamente mixtos. Ello hacía que fuera problemática la cues­
tión que hemos visto plantearse a los cristianos: «¿A qué comunidad
moral, a qué sociedad normativa pertenezco?» El principal problema
de identidad social para los chinos era más jerárquico —«¿Formo
parte de la clase gobernante?»— más bien que horizontal —«¿Soy
chino?»—, y la respuesta para la mayoría era probablemente «Sí».
Había menos referencia a modos extranjeros de pensamiento y, de
hecho, a nada «último» o «espiritual», que cupiera imaginar trans­
cendía la sociedad de China. De ahí que China produjera una filo­
sofía secular en lugar de una religión transcendental como ideología
dominante.

El Islam: Un com en tario

Los orígenes del Islam no podían hallarse en una solución de la


contradicción del imperio, pues los árabes tribuales nómadas y co­
merciantes de La Meca y de Medina se hallaban justo fuera de cual­
quier sociedad de este tipo 3. Mahoma ofreció una solución a con­

3 He utilizado los estudios de Watts M uham m ad ad Mecca (1953), M uham m ad


tradicciones sociales diferentes. La creciente riqueza de la encrucija­
da comercial de La Meca estaba monopolizada por los ancianos de
los clanes mercantiles principescos, lo cual producía descontento en­
tre los jóvenes de otros clanes, descontento fomentado por el igua­
litarismo de las tribus. El oasis de Medina, en el desierto, tenía una
contradicción diferente. Los enfrentamientos tribuales habían lleva­
do a la aparición de dos confederaciones aproximadamente iguales,
cuyos sangrientos combates hacían que el propio orden social resul­
tara precario. Así podemos ofrecer una explicación plausible de por
qué surgió una banda de segundones descontentos procedentes de
varios canes en La Meca y de por qué abrazaron una doctrina cuasi
igualitaria y universal. Grupos así solían formarse en torno a una
personalidad vigorosa como la de Mahoma. También es posible apre­
ciar la racionalidad de los medinenses al invitar al forastero Mahoma
y su banda a arbitrar en sus diferencias y, en un sentido vago, a
gobernarlos.
Pero, ¿por qué iban aquel hombre, aquella banda y aquel grupo
gobernante a abrazar una nueva religión? Quizá los árabes se sin­
tieran impresionados por el poderío y la civilización de los dos im­
perios, el bizantino y el persa de los Sasánidas, que tenían a su lado.
El cristianismo monofisita y el ortodoxo y, en el caso de Persia, la
combinación de judaismo, cristianismo nestoriano y (en menor me­
dida) zaroastrismo, les aportaban la cultura del imperio. Todas esas
creencias eran monoteístas, salvacionistas y (con la excepción del
judaismo) universales. Aparentemente, los árabes justo antes de Ma­
homa se sentían atraídos por esas ideas. Incluso Mahoma se veía a
sí mismo en la tradición de Abraham y de Cristo. Al responder a
Mahoma, los árabes pueden haber hecho suya la civilización, igual
que habían hecho los germanos en torno al Imperio Romano. La
solución a las contradicciones del imperio también era la forma en
que sus vecinos podían avanzar. Pero lo que es problemático es por
qué los árabes no abrazaron una de esas religiones, sino que elabo­
raron una propia. Yo no sé por qué, ni creo que lo sepan los estu­
diosos. Pero un caso pertinente fue el éxito militar inmediato de
Mahoma en Medina. Permítaseme explicarlo.
El Islam es sencillo doctrinalmente. Contiene el credo más breve

at M edina (1956) e Islam and the Integration o f Society (1961), complementados por
Levy (1957), Chen (1970), Rodinson (1971), H olt y otros (1977), Engineer (1980) y
Gellner (1981).
de todas las religiones conocidas: «No hay más dios que Dios y
Mahoma es su Profeta (o Mensajero)». El repetir esta frase lo con­
vierte a uno en musulmán, aunque debe estar apoyado por otros
cuatro Pilares del Islam: pagar el impuesto para la% limosnas, rezar
cinco veces al día, hacer un mes de ayuno y la peregrinación anual.
En vida de Mahoma no se habían cristalizado el credo ni los Pilares.
Los pasajes más antiguos del Corán contenían cinco creencias: la
idea de un Dios bueno y omnisciente; un Día del Juicio Final, ba­
sado en la conducta ética de cada hombre; la exigencia de adorar a
Dios; la obligación de actuar éticamente, y en especial de practicar
la generosidad, y el reconocimiento de que Dios había enviado a
Mahoma para advertir del Juicio Final. En vida de Mahoma se aña­
dieron dos más: el monoteísmo se hizo explícito, y llegó a creerse
que Dios vindicaría a sus profetas y a los seguidores de éstos contra
sus enemigos.
Este sencillo mensaje comportaba la idea de una comunidad, la
umma, basada en parte en la creencia p e r se, más bien que en el
parentesco. Así, cualquier ser humano podía ingresar en esa comu­
nidad universal, igual que cualquiera podía hacerse cristiano. En un
plazo de dos años, este concepto de comunidad demostró su supe­
rioridad sobre el concepto de comunidad de las tribus fragmentadas
en una actividad importantísima: el combate cuerpo a cuerpo entre
centenares de hombres. Mahoma impuso una «norma de reciproci­
dad»: «Ninguno de vosotros cree verdaderamente hasta que desee
para su hermano lo mismo que desea para sí mismo.» El consenso
normativo se organizó deliberadamente. La moral militar de los cre­
yentes era justo lo suficiente para vencer en las primeras batallas
cruciales que imponían sus actividades de bandidaje.
Desde el primerísimo año, el Islam fue y siguió siendo una reli­
gión de guerreros. Esto probablemente ayuda a explicar la subordi­
nación de la mujer, pese a otros aspectos de universalismo igualitario
de la doctrina islámica. El patriarcado no se tambaleó en el Islam
inicial como había ocurrido en el cristianismo inicial; probablemente
se vio reforzado por la religión.
El principal activo militar del Islam era la moral de su caballería:
guerreros profesionales mantenidos por el impuesto para las limos­
nas, en los cuales el celo por el botín era también celo religioso, y
en los cuales la vida disciplinada comportaba la instrucción militar.
La Meca cayó en el 630, Siria en el 636, Irak en el 637, Mesopotamia
en el 641, Egipto en el 642, Irán en el 651, Cartago en el 698, la
región del Indo en la India en el 711 y España también en el 711.
En muchos casos, las fuerzas islámicas derrotaron a ejércitos mejor
equipados gracias a una coordinación y una movilidad superiores, y
no a ataques fanáticos e indiscipinados (que ha sido la imagen cris­
tiana de ellas). Las conquistas se produjeron con una rapidez asom­
brosa y tuvieron una magnitud sin precedentes. Probablemente, si
el Islam se convirtió en una gran potencia mundial fue únicamente
porque perturbó el equilibrio de las relaciones de poderío militar.
Conquistó las regiones en las que los ejércitos de sus gobernantes
no estaban sostenidos por una moral comparable. Los ejércitos de
Persia eran multirreligiosos y en aquella época la religión con más
creyentes (el zoroastrismo) era la más débil; Bizancio cedió las zonas
del cristianismo menos integradas en su propia ortodoxia emergente:
los territorios de las iglesias siria, armenia y copta; el norte de Africa
se lo disputaban varias iglesias cristianas.
Es lo que ponen de relieve las dos derrotas militares finales: el
fracaso en la conquista de Constantinopla en el 718 y en las derrotas
a manos de Carlos Martel en Tours y Poitiers en el 732. En ambos
casos, los atacantes islámicos se encontraron con sus alter ego s de­
fensivos: la moral de fortaleza de la hierática iglesia ortodoxa orien­
tal, y el honor y la fe aristocráticos del caballero con armadura
pesada. Las dos situaciones de empate militar y religioso duraron,
respectivamente, setecientos cincuenta y casi mil años. Dentro de
esos límites, Dios estaba de parte del Islam. El Islam pareció barrer
el Oriente Medio y el norte de Africa porque era la verdad: es
posible que Mahoma haya creado un orden social, un cosmos sig­
nificativo, mediante un comunidad ética cuya moral militar conquis­
taba territorios extensivos.
Después de las dos derrotas frente a Bizancio y los francos, el
imperio se dividió y nunca se volvería a reunir políticamente. Gran
pane de aquella soberbia moral militar se consagraba ahora a luchas
intestinas (aunque la expansión era posible por el oriente, frente a
enemigos más débiles), condición que ha perdurado hasta hoy. El
paralelismo con el cristianismo es evidente.
Las divisiones religiosas también han sido paralelas a las del cris­
tianismo. La cuestión ha sido cómo trazar la divisoria entre lo es­
piritual y lo profano y si existe una fuente última de autoridad je­
rárquica dentro de la fe. Este último debate ha adoptado formas
distintas, porque la burocratización de la autoridad religiosa siempre
ha sido más débil. El Islam nunca ha poseído una organización com­
parable a la de la iglesia romana o a la de la bizantina. Su ala más
«autoritaria», la de los shiítas, ha propugnado el gobierno por imams
carismáticos que mantienen la tradición de Mahoma. Y el ala «liber­
taria», la de los sunnitas, hace menos hincapié en el individuo (al
igual que ocurre en el protestantismo) que en el consenso de la
comunidad de los creyentes. Pero, al igual que en los cismas del
cristianismo, nunca se ha planteado que ningún grupo importante se
aparte de la religión matriz. La similitud de todas las religiones uni­
versales en este respecto es notable. Cualquiera haya sido la fuerza
y la furia de las sectas islámicas, cristianas, budistas, jainistas o hin­
dúes ulteriores, tienen menos importancia que las actividades de los
fundadores y sus primeras disciplinas. Las religiones universales han
seguido siendo auténticas ecum enes.
¿Por qué atraía el Islam no sólo a los árabes, sino a casi todos
los pueblos que conquistó? Parte de la respuesta se halla en la de­
bilidad de sus rivales, parte en sus propias fuerzas. En el sudeste, el
cristianismo no había logrado integrar su doctrina y su organización
con las necesidades de la zona, y de ahí la organización y la doctrina
separadas de las iglesias armenia, siria y copta, que dependían de
unas fronteras políticas cuya viabilidad era limitada cuando el Orien­
te Medio dejó de construir una serie de provincias de tipo romano
o de pequeños reinos. No sustentaba identidades locales/tribuales ni
un sentido mucho más amplio de orden y sociedad. Al principio, el
Islam aportó un nexo entre los dos niveles, pues tenía una especie
de estructura «federal». Sus orígenes y sus unidades constitutivas
eran tribus, y en ese sentido era un auténtico heredero de la religión
de Abraham; pero también era una religión salvacionista universal,
en cuya comunidad podía participar cualquiera. En los primeros años,
a los cristianos o los judíos que ingresaban en la comunidad se los
asignaba a una tribu árabe determinada como «clientes». Pero el
elemento tribual se fue debilitando a medida que la religión se ex­
tendía. El Islam podía ofrecer a los burócratas y los comerciantes
del Imperio Persa la participación en una sociedad que había logrado
efectivamente el orden social más amplio al que había aspirado la
dinastía sasánida persa. Esa estructura era flexible y manejable.
La superviviencia y la vitalidad de la comunidad islámica, la
um m a, no se debió fundamentalmente a la organización secular una
vez terminadas las conquistas. Los gobernantes reforzaban su con­
trol con impuestos y ejército, pero el Islam lo penetraba todo en sus
dominios. Quienes estaban interesados en el comercio deseaban par­
ticipar en la religión que aportaba una zona tan enorme de libre
cambio, pero los comerciantes no eran quienes mandaban en el Is­
lam. El control, al igual que en las demás religiones universales, era
una parte ideológico. Sin embargo, sus mecanismos son bastante más
complejos que los del cristianismo, pues su estructura federal no ha
incluido una organización eclesiástica autoritaria. Pero en otros res­
pectos las infraestructuras de control eran parecidas. El árabe se
convirtió en la lingua fra n ca y en el único medio de alfabetización
para fines del siglo VIII. El control islámico del árabe, y en un marco
más amplio de la educación en general, ha seguido siendo monopo-
lístico hasta el siglo XX en casi todos los países. La traducción del
Corán del árabe a otras lenguas ha seguido estando prohibida por­
que se considera que el texto árabe es la palabra de Dios. Al igual
que en el cristianismo, ha habido una cierta divisoria entre el dere­
cho sacro y el profano, pero los aspectos controlados por el derecho
religioso, la shariah, han sido más amplios. En la vida familiar en
general, el matrimonio y los derechos sucesorios han estado regidos
por la shariah, administrada por sacerdotes-eruditos (los ulemas),
que en general han sido más receptivos a un concepto del consenso
de la comunidad que a los dictados de los gobernantes seculares.
Probablemente, el ritual también ha aportado más integración que
en el cristianismo: es más intenso (cinco plegarias al día, más los
ayunos colectivos y las peregrinaciones), y cada musulmán sabe que
en el mismo momento en que está rezando él hay millones de per­
sonas más que lo están haciendo de la misma manera y en la misma
dirección.
O sea, que ese sentido más amplio de comunidad ha poseído una
infraestructura técnica de idioma, alfabetización, derecho y ritual en
la cual los elementos transmisores primordiales han sido la cultura
y la familia. Un sentimiento difuso y extensivo de comunidad cul­
tural, una infraestructura precisa centrada en el monopolio de la
alfabetización, un nivel relativamente alto de penetración de la vida
cotidiana y una cosmología social relativamente débil: la combina­
ción no es muy diferente de la del cristianismo.

El hinduism o y las castas

La India es el hogar de la tercera de las religiones universales, el


hinduismo, y el lugar de origen de la cuarta, el budismo. Del bu­
dismo no me ocuparé sino periféricamente, como brote del hinduis-
mo que no logró triunfar sobre su adversario en la India. Porque el
hinduismo ha generado las castas (o viceversa), esa forma extraordi­
naria de estratificación social. Muchos de los que han estudiado el
sistema de castas de la India lo consideran un techo del poderío de
la «ideología». ¿En qué consiste ese poderío?
Los materialistas advierten la pertinacia de las castas frente a sus
teorías. Algunos describen las castas como una versión extrema de
las clases (concepto económico), otros como una forma de estamen­
to social (concepto político y económico). Otros se concentran en
el papel de las castas como forma extraordinariamente eficaz de la
legitimación de las desigualdades materiales (que es también la visión
principal de Weber, 1958). Esos argumentos olvidan aspectos esen­
ciales de las castas, como veremos más adelante.
Los defectos del materialismo tradicional llevan a otros a apo­
yarse en el idealismo tradicional y a afirmar que lo que ha regido
en la India han sido las «ideas». Así Celestin Bouglé, discípulo fran­
cés de Durkheim, decía: «En la civilización india son las creencias
religiosas, por encima de todo, más bien que las tendencias econó­
micas, las que fijan la condición de cada grupo.» Y añade que el
poder de los brahmanes (la casta más alta) es «totalmente espiritual»
(1971: 39, 54). Dumont continúa esa tradición. Aduce que la jerar­
quía de castas es el principio de la unidad india, «no su unidad
material, sino conceptual o simbólica... la jerarquía integra a la so­
ciedad mediante la referencia a sus valores»; la casta es «sobre todo
y ante todo... un sistema de ideas y valores». Por eso no nos sor­
prende que Dumont también cite con aprobación a Parsons acerca
del papel integrador de los valores nucleares (1972: 54, 73, 301). Son
innumerables los otros estudiosos que señalan diversas características
del pensamiento indio: su preocupación por la pureza, por la clasi­
ficación, por la armonía divina, como algo decisivo en último tér­
mino para la evolución de las castas (véase un breve examen en
Sharma, 1966: 15 y 16). Incluso cuando las conclusiones son más
cautelosas se sigue colocando a las «ideas» al lado de factores socia­
les/materiales, como los tribuales y los raciales, entre los deter­
minantes del sistema de castas, como ocurre, por ejemplo, en los
influyentes estudios de Huton (1946) y Hocart (1950). Incluso Karve
(1968: 102 y 103), empeñada en descubrir los mecanismos y la es­
tructura específicos de la interacción de las castas, los enumera sin
embargo como «factores» junto con «el sistema religioso y filosófico
del hinduismo». Cree que éste constituyó una fuente independiente
de legitimación, tanto ante los grupos superiores como ante los in­
feriores, además de una cosmología. De hecho, dedica capítulos se­
parados a la filosofía y a los mecanismos. El dualismo de idealismos
frente a materialismo resulta difícil de atacar. Sin embargo, la forma
en que me propongo hacerlo ya debería advertirse a partir de casos
anteriores. Yo aduzco que la casta es, efectivamente, una forma de
poder ideológico, con una autonomía considerable respecto del po­
der económico, militar y político. Pero no se basa en las «ideas»
como «factor» independiente en la vida social, sino más bien en
técnicas específicas de organización que son socioespacialmente trans­
cendentales.
No obstante, permítaseme reconocer primero que es difícil re­
construir ni siquiera una historia esquemática de las castas hindúes,
pues son ideológicamente históricas. Sus textos sagrados consideran
el tiempo un proceso único mediante el cual el mundo se va apro­
ximando gradualmente a la extinción. Los «acontecimientos históri­
cos» no figuran en esos textos más que para ilustrar ese esquema
conceptual previo. Esto separa al hinduismo tanto del cristianismo
como del Islam, los cuales se legitiman centralmente con respecto a
determinados acontecimientos históricos que tienen una condición
autónoma. A lo largo de su historia de degeneración cósmica, nues­
tras fuentes exageran la fuerza y la estabilidad de la religión hindú.
No es fácil averiguar lo que sucedió efectivamente, y todavía menos
por qué. En este capítulo describo las técnicas de organización del
poder ideológico y sigo la pista de su aparición general. Pero en
general no lograré demostrar por qué surgieron 4.

D efinición d e las castas

El término casta procede de esa misma palabra en portugués, que


significa algo íntegro, puro. Lo utilizaron los portugueses y después

4 He utilizado mucho la historia en varios volúmenes compilada por M ajumdar


(1951- ), complementada con G hurye (1979), en lo que respecta a la India védica;
dos obras de Sharma (1956, 1966) en cuanto a los períodos védico clásico, tardío y
feudal; los análisis de Bannerjee (1973), Chattopadhyaya (1976) y Saraswati (1977)
acerca de la evolución de la doctrina brahmínica, y el estudio de Wagle (1966) sobre
la sociedad en la época de Buda. Es útil la introducción de Thapar (1966) a la historia
de la India. Los estudios sobre las castas mencionados en otras partes del capiculo
han sido mis principales fuentes sobre las castas contemporáneas.
otros extranjeros en la India, para denotar una forma de estratifica­
ción en la cual cada casta es una comunidad hereditaria, especializada
profesionalmente y maritalmente endógama, en un sistema jerárqui­
co que no sólo distribuye poder en sentido general, sino también
honores y derechos a la interacción social centrados en conceptos
de «pureza». Cada casta es más pura que la inmediatamente inferior
y cada una puede verse contaminada por un contacto incorrecto con
la inferior.
Sin embargo, una clasificación tan general equivale a simplificar
en dos sentidos importantes. En primer lugar, la categoría de casta
combina dos categorías indias, llamadas v a m a y jati. Los v a m a son
los cuatro rangos antiguos, en orden descendente de pureza, de los
brahmines (sacerdotes), los kshatriyas (señores y guerreros), los
vaishyas (agricultores o comerciantes) y los shudras (sirvientes). Un
quinto v a m a , el de los intocables, se añadió mucho después por
debajo de todos los demás. Estos v a m a se encuentran en toda la
India, aunque con variantes regionales. El ja ti es, fundamentalmente,
un grupo de linaje local y, en sentido más general, cualquier comu­
nidad de interacción que reproduce casi todas las características de
la casta. En general, cada jati puede entrar en la clasificación de
va m a , pero la vinculación se realiza a través de un tercer nivel, una
proliferación caótica, con gran variación regional, de «subcastas»,
que comprende más de 2.000 conglomerados de jatis por toda la
India.
En segundo lugar, sin embargo, una descripción de ese tipo su­
geriría un conjunto demasiado ordenado y entrelazado de estructu­
ras sociales. Sería una visión «sustantivista» de las castas. Estas son
lo que un antropólogo definiría como un sistema segmentado ade­
más de jerárquico. Conectan a grupos y actividades que son mera­
mente diferentes unas de otras (es decir, no superiores las unas a las
otras), lo cual tiene la consecuencia de que una misma persona pue­
de, de hecho, considerarse perteneciente a unidades de distintos ór­
denes en distintos contextos. Lo que esos diferentes contextos com­
parten en relación con las casta es que todos ellos incorporan jerar­
quías binarias: las personas con las que se puede comer o tratar y
las personas con las que no, los que entregan esposas frente a los
que toman esposas, los agnados más jóvenes frente a los más viejos,
incluso la subordinación del arrendatario al terrateniente o la del
súbdito político respecto del gobernante; todo ello se expresa en el
mismo lenguaje simbólico. Así, la casta no es sólo un conjunto de
estructuras específicas, sino también una ideología más general y
omnipresente. Pone en todos los aspectos de la estratificación social
un acento en la jerarquía, la especialización y la pureza. También
exagera la contradicción normal de toda estratificación en virtud de
la cual cada estrato social constituye en sí mismo una comunidad,
pero su interdependencia con otros estratos crea una segunda comu­
nidad al nivel de la sociedad general 5.
No se puede discernir sino un esbozo general de sus orígenes.
Entre 1800 y 1200 a.C. grupos arios penetraron en la India desde
el noroeste. Quizá conquistaran y destruyeran la antigua civilización
del Valle del Indo, aunque es posible que éste ya hubiera entrado en
decadencia (véase el capítulo 4). A partir del 800 a.C. penetraron en
el sur de la India y gradualmente fueron dominando todo el sub-
continente y sus pueblos autóctonos. De éstos, sólo podemos iden­
tificar claramente a los drávidas del sur.
No es seguro que los pueblos autóctonos poseyeran una estruc­
tura social con elementos del tipo de las castas.
Por la literatura ulterior de los arios, los Vedas (término que
significa literalmente «conocimientos»), sabemos que los arios de la
primera época védica (hasta aproximadamente el 1000 a.C.) eran una
confederación tribual encabezada por una clase guerrera con carros
de combate que gobernaba a unas sociedades de reducido tamaño,
estrechamente vinculadas y «feudales». Introdujeron en la India el
arado profundo con bueyes. Su religión se parecía a otras religiones
de la era heroica de los indoeuropeos y a los mitos y las sagas de
Escandinavia y de la Grecia de Homero. Los sacerdotes, que ya se
llamaban brahmanes, desempeñaban un papel importante en los ri­
tuales sociales, pero como profesión y no como grupo hereditario.
No controlaban en exclusiva el ritual central del sacrificio, pues tam­
bién los señores y los cabezas de familia podían iniciar y presidir un
sacrificio. La mayor parte de los guerreros tampoco eran profesio­
nales. El estrato más alto de los agricultores araba y combatía. En
los primeros pasajes del R igveda, que es el texto más antiguo, ni
siquiera se sugieren ocupaciones hereditarias ni prohibiciones de ma­
trimonios mixtos ni de comidas entre unos grupos y otros.
Pero es probable que los combates constantes con los drávidas

5 Este párrafo se basa en gran medida en Béteille (1969, especialmente la intro­


ducción y los caps. 1 y 5) y Parry (1979).
y con otros tuvieran tres consecuencias. Las dos primeras son las
más claras: la consolidación de la dominación sobre los drávidas y
la aparición de Estados más extensos regidos por señores que con­
taban con guerreros profesionales. A los drávidas se les explotaba
de una forma normal tras la conquista: se los consideraba siervos,
cuando no esclavos, condición que acabó por cristalizarse como cuar­
to v a m a , el de los shudras. Tenían la piel más oscura que los arios,
lo cual es un indicio claro del fenotipo racial que algunas autoridades
consideran importante en todo el sistema de castas. A los shudras
no se los consideraba «nacidos dos veces», es decir, que no participa­
ban inicialmente en el ciclo de renacimientos. Así, el vacío de estrati­
ficación por encima de ellos era el mayor del sistema inicial de va m a .
Pero, aparentemente antes de esto, también se estaba producien­
do una diferenciación entre los propios v a m a arios. El que los se­
ñores/guerreros cristalizaran como el rango profesional y hereditario
de los kshatriya no es nada desusado en tales casos. La conquista
llevó a unos Estados mejor organizados y a una mejor coordinación
de la guerra, a lo que coadyuvó el desarrollo de armas de hierro a
partir del 1050 a.C. aproximadamente. El carro de combate se vio
sustituido por ejércitos más variados y mejor coordinados de infan­
tería y caballería que necesitaban una instrucción y una administra­
ción por profesionales. En una situación así es de prever una dife­
renciación cada vez mayor entre esos señores guerreros y los agri­
cultores arios, los vaishyas (la «multitud»). Por ejemplo, eso corres­
ponde al mismo orden general que la distinción establecida por los
bárbaros germanos más tardíos entre los guerreros nobles y libres y
los campesinos serviles.
El tercer cambio es más complicado: el auge del v a m a de los
brahmanes. Parte de ese auge es fácil de comprender. El crecimiento
de reinos más extensos y más jerárquicos exigía una forma más hie-
rática de legitimación. Al igual que ocurre en general con las reli­
giones arcaicas, en aquella época la cosmología se ocupaba menos
de dioses vitalistas que de las relaciones entre seres humanos, espe­
cialmente de las relaciones de obediencia. Incluso es parte de esta
transición general la aparición de un sacerdocio privado, de misterios
en los cuales sólo pueden participar sacerdotes. El segundo grupo
de textos, llamados los Brahmanas (compuesto quizá en los siglos X
u XI, quizá mucho después), pasó de interés del R igved a por los
problemas prácticos de supervivencia física a un comentario más
esotérico de los efectos de los rituales mágicos en la regulación de
las relaciones sociales y en la conservación del dharm a, el orden
divino. Los sacrificios adquirieron más importancia, al igual que el
control de los brahmanes sobre ellos. Ahora ya sólo los brahmanes
podían presidir los sacrificios, aunque los kshatriyas y los vashyas
podían solicitar que se celebrasen. Ese control adquirió importancia,
pues los sacrificios eran frecuentes en ocasiones rutinarias como la
concepción, el nacimiento, la pubertad, el matrimonio, la muerte y
los contratos, e incluso en el mañana, el mediodía, el atardecer y en
momentos irregulares de adopción de decisiones. Los sacrificios
unían a la comunidad en el ritual (pues todavía no era evidente que
se evitaran los contactos personales) y eran momentos festivos y de
redistribución. Así, los brahmanes se implantaron pronto en los ri­
tuales de los tribuales, las ciudades e incluso en la vida cotidiana de
las aldeas. Cualesquiera que fuesen las creencias teológicas esotéricas
elaboradas después, ese control intensivo, más ritualístico que teoló­
gico, siguió constituyendo el meollo del control hindú. Carecemos
de datos para explicarlo, pero, una vez establecido que fue así, po­
demos advertir sus efectos.
La función de los brahmanes en los sacrificios desembocó en
afirmaciones de que eran superiores a los propios dioses, pues eran
ellos quienes reafirmaban efectivamente el ciclo eterno de muerte y
renacimiento. Esta puede ser una interpolación brahmánica más tar­
día; pero, si no lo es, constituye una versión claramente india de la
tendencia a la teocracia percibida en gran parte del mundo arcaico.
La realeza no era divina. El rey debía ser firme y se le debía obe­
diencia como parte de la obediencia a la ley sagrada del cosmos, el
dharma. La visión mayoritaria de los Brahmanas era que el dharma
tenía que ser interpretado por los sabios y los sacerdotes. Pero no
faltaban quienes discutieran esto y algunos textos afirmaban la supre­
macía de los kshatriyas. Cualesquiera que fuesen sus intereses comu­
nes, esos dos órdenes no estaban fusionándose en una sola clase
gobernante teocrática como en Sumeria o en Egipto. Las tendencias
diferenciadoras se veían reforzadas por la aparición de subcastas en
forma de gremios laborales. Los matrimonios mixtos todavía no es­
taban prohibidos, pero eran motivo de preocupación y se estigma­
tizaba a la mujer brahman o kshatriya que se casaba con un inferior.
Existían prohibiciones contra las comidas mixtas, pero no se basaba
en los varna, sino en una preocupación más difusa por el parentesco
y las relaciones de consanguineidad. Todavía no se conocía la im­
pureza del contacto físico.
O sea, que eran evidentes dos importantes tendencias indias, aun­
que al principio no eran dominantes: en primer lugar, una creencia
en que el orden divino no coincidía con la autoridad secular; en
segundo lugar, una tendencia a la proliferación de las diferenciacio­
nes sociales, especialmente en el seno de la propia clase gobernante,
que llevaba a grandes reivindicaciones de la autoridad del v a m a de
los brahmanes. Esas tendencias se podrían explicar por el desarrollo
de una cultura regional transcendental común, como la que encon­
tramos en casi todas las primeras civilizaciones en los capítulos 3
y 4, así como por la capacidad de los brahmanes para apropiarse el
poder ideológico que esa cultura representaba. Sin embargo, dada la
escasez de los datos, ésta no puede ser sino una hipótesis respecto
de ese período.
Parece que la penetración de los arios fue bastante igual por casi
toda la India. En todo el país, salvo en el extremo sur, hallamos
básicamente el mismo estilo de vida: las mismas formas económicas,
políticas y militares, los mismos rituales y creencias religiosas. Los
aborígenes también estaban repartidos por la mayor parte del sub-
continente como siervos, lo cual aumentaba la similitud de prácticas
y problemas sociales. Esa similitud cultural era más extensa que las
redes de interacción de la economía, la comunidad política a la or­
ganización militar. Así, un orden social con un mínimo de diversi­
dad era más amplio de lo que podía imponer la autoridad secular,
cosa común en el mundo antiguo, como ya hemos visto. Se trataba
de un «poder transcendental». Por eso, conceptos como el del dhar-
ma desempeñan la misma función ideológica que el panteón diplo­
mático sumerio de dioses o la cultura de Helias, y vinculan organi­
zaciones de poder autoritario, como la aldea, la tribu o la ciudad-
Estado, en una organización más amplia de poder difuso centrada
en la cultura, la religión y la regulación diplomático-comercial. Evi­
dentemente, la estructura de castas y el dogma hindúes acabaron por
ser totalmente peculiares de la India. Pero en sus orígenes aparecen
como una pauta de poder ideológico transcendental que también se
puede reconocer en las civilizaciones históricas.
Sin embargo, en otras partes hallamos por lo general uno de estos
dos resultados históricos de esta vinculación dual: o se fragmenta la
cultura global y triunfan la tribu y la localidad sobre la cultura más
amplia o (lo cual queda registrado para la posteridad con más fre­
cuencia) la consolidación política y militar crea unas autoridades
seculares más amplias que se apropian del legado cultural, como
hemos visto en el caso de la apropiación de Mesopotamia por Aka-
dia en el capítulo 5. En la India parece que no ocurrió lo primero
(aunque es difícil afirmarlo con seguridad), que lo segundo no pro­
gresó sino a trompicones (como veremos) y que el resultado fue una
tercera cosa: los brahmanes se apropiaron del legado cultural, sin
recurrir ni a los Estados ni a la fuerza militar ni al poder económico
como cualquier otro de los movimientos de poder conocidos en la
historia. Sugiero que en eso reside la excepcionalidad de la India.
Por desgracia, en esta explicación han de intervenir mucho las
hipótesis, debido en parte a la insuficiencia de las fuentes primarias
y en parte a que los especialistas no aportan mucha ayuda. El pre­
dominio de los eruditos occidentales en los estudios sobre la India
ha sido tal que incluso muchos estudiosos indios insisten en que el
hinduismo no tenía una organización social. Como nunca ha poseí­
do una jerarquía eclesiástica, proclaman que apenas existía una or­
ganización brahmánica. Generalmente, ésta es la fuente de su insis­
tencia en las «ideas» como fuerzas sociales. Pero para la era de los
Brahmanas ya había surgido una forma coherente de organización
en toda la India, controlada exclusivamente por los brahmanes, en
la esfera de la educación. En todo el país había escuelas védicas
dirigidas por sectas brahmánicas. La educación combinaba significa­
do y ciencia: la instrucción se impartía en forma de himnos y rituales
religiosos, lengua, gramática y aritmética. Se impartía a todos los
jóvenes brahmanes y a algunos kshatriyas y vaisy, a los que en ge­
neral se sacaba de sus casas para aprender en la de un maestro brah-
man o en escuelas organizadas. Los progresos en la educación se
señalaban por ritos de iniciación. No poseemos fechas exactas, pero
podemos suponer que para entonces, o poco después, la alfabetiza­
ción quedó establecida bajo el control exclusivo de los brahmanes.
Bastante después, un idioma sánscrito derivado de los textos védicos
se convirtió en el único medio de alfabetización (salvo alguna pene­
tración del arameo en el extremo noroeste). Los conocimientos téc­
nicos guardaban una relación muy estrecha con la ciencia, el signi­
ficado y el ritual.
Así, no fue únicamente que los brahmanes estuvieran a caballo
de las tradiciones culturales: también contaban con un respaldo in-
fraestructural de conocimientos útiles y de progreso. La combina­
ción de ambas cosas brindaba una regulación normativa, paz y legi­
timidad a todos los interesados en una ampliación de la interacción
social secular, sobe todo a los gobernantes políticos y los comer­
ciantes. A este respecto, quizá fuera erróneo hacer hincapié en los
conflictos entre los diversos varna en esta época. Gobernaban juntos
y avanzaban juntos. La consolidación política, la expansión econó­
mica y los conocimientos culturales fueron de la mano durante la
época védica tardía, hacia el 500 a.C., aproximadamente. Política­
mente, cabe percibir una consolidación del poder de la realeza, apun­
talada por sus asesores brahmánicos. Social y económicamente, se
amplió la disparidad entre estos dos varn a y los dos inferiores; tam­
bién regulaban conjuntamente la proliferación profesional en sub-
castas de grupos gremiales y de comerciantes. Entre ambos varna
monopolizaban el derecho, en el cual intervenían ahora los varna:
los tipos de interés y las sanciones variaban según los varn a (los
brahmanes eran los que menos pagaban por sus deudas y sus deli­
tos). En el seno de esa unidad de la clase gobernante, se mantenía
la división de funciones entre lo sacro y lo profano. Es cierto que
a veces los propios brahmanes eran gobernantes, pero por lo general
se reforzaba la distintividad de la función id eológica de los brahma­
nes, como eruditos, sacerdotes y consejeros del gobernante. En la
esfera de la educación, su monopolio se reconoció y se amplió. Entre
las asignaturas que se enseñaban figuraban la ética, la astronomía, la
ciencia militar, la herpetología y otras. Los ritos iniciáticos se cele­
braban a los ocho, los once o los doce años de edad, según la casta.
El título de los Upanishads (escritos entre el 1000 y el 300 a.C.)
significaba «conocimientos secretos». Su frase más repetida era «el
que sepa esto», con la conclusión de que esos conocimientos confe­
rían el poder en el mundo. Esa pretensión y ese llamamiento estaban
orientados por gobernantes laicos, dos grupos diferenciados se con­
templaban como aliados y hasta cierto punto como enemigos. To­
davía no estaban fusionados en un sistema de castas. Aunque pro­
bablemente el poder y la conciencia colectiva del varna sacerdotal
ya eran mayores que en la mayor parte de los casos comparables,
no era forzoso que la evolución ulterior se produjera en la dirección
de la aparición de las castas.
A lo largo de los tres siglos siguientes, aproximadamente desde
el 500 al 200 a.C., podemos advertir un combate entre diferentes
rumbos posibles de desarrollo social. El poder brahamánico no que­
dó asegurado, y con él la existencia de las castas, hasta el final de
ese período.
Surgieron dos amenazas para los brahmanes. La primera de debió
a una contradicción en el seno de su propia tradición. Los Upanis-
hads habían elevado el asceticismo y la búsqueda esotérica del co­
nocimiento personal por encima de la celebración correcta del ritual
social como clave de la salvación. La renuncia al mundo es el obje­
tivo final de esos credos. Pero el poder social de los brahmanes
procedía de unos rituales que implicaban el contacto «contaminante»
con los laicos. La contradicción persiste hasta hoy día (Keesterman,
1971; Parry, 1980). Por eso, haría falta muy poco para llevar esa
búsqueda teológica totalmente fuera del control sacerdotal y del sa­
crificio. El paso lo dieron tanto Mahavira, fundador de la secta jai-
nista, como Gautama Buda hacia el 500 a.C. Ambos ponían la sal­
vación personal por encima de todo. La salvación era el resultado
de una búsqueda de la iluminación y de la conducta ética. Ambos
desafiaban al particularismo de casta, con el argumento de que la
salvación estaba al alcance de todos por igual y de que uno se con­
vertía en brahman por la conducta ética, y no por el nacimiento. El
budismo, preocupado por la salvación alcanzada mediante la con­
ducta ética y no mediante el ritual, resultaba especialmente atractivo
para los grupos comerciantes urbanos que buscaban un marco más
moral que comunitario para sus vidas. Dado que tanto el budismo
como el jainismo propugnaban la retirada del mundo durante la
búsqueda, tendían a abandonar la superioridad terrenal a los ksha-
triyas. Por eso eran útiles para las autoridades seculares, de las cuales
procedió la segunda amenaza.
Los acontecimientos políticos y militares crearon Estados terri­
toriales más extensos, especialmente bajo la dinastía de los Nanda
del 354-324 a.C, que lograría poner en campaña a ejércitos más nu­
merosos que nunca. Fue bajo la dinastía Maurya, del 321-185 a.C.,
cuando surgió un poder imperial de plenas dimensiones. Aáoka (circa
272-231 a.C.) logró conquistar prácticamente toda la India y fue el
único gobernante autóctono que jamás lo hizo. La dominación de
los Maurys se extendió gracias a grandes ejércitos (las fuentes griegas
y romanas dan cifras de 400.000 a 600.000 hombres, que resultan
increíbles por los motivos logísticos aducidos en capítulos anterio­
res). Se emprendieron obras centralizadas de riego y de explotación
estatal de tierras vírgenes, así como la panoplia habitual de poderes
económicos imperiales descrita en capítulos previos: pesos y medi­
das, derechos de aduanas e impuestos al consumo, control de la
minería y la metalurgia, monopolios estatales sobre productos esen­
ciales como la sal, etc. En el frente ideológico se afirmaron el origen
y el derecho divinos de la realeza, y se hizo una tentativa de liberar
a ésta de los grilletes impuestos por la casta kshatriya. Los Artahs-
hastra, probablemente escritos en esta época, según se dice por Kau-
tilya, primer ministro del primer emperador Maurya, también ele­
varon los decretos reales y el derecho racional por encima del dere­
cho religioso. Los Maurya no utilizaban el sánscrito. Emperadores,
señores y habitantes de las ciudades gravitaron hacia el budismo y
al jainismo, cuyas teologías universales encajaban mejor en la racio­
nalidad formal que exigían tanto el gobierno imperial como el mer­
cado de la ciudad. Se había abierto la vía hacia el desarrollo, fuera
en el sentido cristiano —una religión de salvación individual en re­
lación simbiótica con el gobierno imperial— o en el sentido chino:
un sistema de creencias nacionalistas que apuntalaba al gobierno im­
perial y de clase.
La religión védica ortodoxa reaccionó vigorosamente. Su teología
tendía hacia el monoteísmo, pero daba cabida a los diversos Budas
en un inmenso panteón de dioses subordinados. También regresó a
prácticas anteriores de dar acogida a diversos dioses populares y
tribuales. La etiqueta sincretista del «hinduismo» data convencional­
mente de ese período de asimilación. Pero sus verdaderos impulsos
de organización permanecieron en el ritual local y en la educación.
El viajero griego Megasthenes nos da la primera relación detallada
de la vida de un brahman en la era Maurya (sus rasgos generales se
ven confirmados por viajeros chinos más tardíos). Durante sus pri­
meros treinta y siete años de vida, el brahman era un asceta estu­
dioso, que primero vivía con sus profesores y después solo, pero
sentado en lugares públicos, filosofando y aconsejando a todos los
que pasaban. Después se retiraba a casa de su familia, tomaba espo­
sas y vivía lujosamente como cabeza de familia, mientras celebraba
los oficios rituales en su pueblo. Por otras fuentes sabemos que la
escritura ya estaba muy difundida entre los brahmanes, con el sáns­
crito normalizado por fin por Panini en el siglo IV a.C. El estudian­
te empezaba a aprender las letras a los cinco años, además de arit­
mética. El programa de estudios había llegado a su apogeo y com­
prendía «estudios postgraduados» en monasterios que poseían de­
partamentos especializados en asignaturas como estudios védicos,
botánica, transpones y ciencias militares. El budismo y el jainismo
copiaron esas organizaciones.
Se había iniciado la batalla. Para el 200 a.C. los brahmanes es­
taban triunfando, y para el 200 d.C. su victoria era total. Parece que
ello obedeció a motivos principales. En primer lugar, la India impe­
rial se derrumbó a la muerte de Aáoka. Ningún gobernante hindú
posterior controló directamente más de una región del subcontinen-
te. Podemos atribuirlo en parte a la pura y simple geografía. La
preponderancia de la superficie terrestre, más montañas y selvas,
sobre las costas y los ríos navegables, presentaba enormes obstáculos
logísticos al control autoritario a partir de un centro político. Pero,
como veremos en seguida, era posible conservar d e fo r m a difusa
parte del poder Maurya sin un Estado autoritario. El imperio ya no
era útil. En segundo lugar, los brahmanes conservaban el control a
nivel local con sus oficios rituales, mientras que las teologías más
complejas de sus rivales tenían un atractivo urbano e intelectual mi­
noritario cuando el poder de sus patronos seculares cayó en decan­
dencia. El budismo sobrevivió con más fuerza en la periferia de la
India, donde se mantenían las monarquías regionales.
La forma de su triunfo subrayó lo absoluto de éste, pues los
Estados entregaron «voluntariamente» gran parte de sus poderes a
los brahmanes. Este proceso se califica generalmente de «feudaliza-
ción». De hecho, es análogo a los acontecimientos siguientes a la
decadencia de cualquier imperio .del mundo. A medida que el Estado
imperial perdía su capacidad de control efectivo de sus territorios
periféricos, iba entregando el control efectivo a personalidades loca­
les o a funcionarios imperiales, que después «desaparecían» en las
provincias y reaparecían como personalidades provinciales indepen­
dientes. Ya se ha descrito este proceso respecto de diversos imperios
de dominación (especialmente en los capítulos 5 y 9). Empezó a
aparecer en la India inmediatemente postmaurya, fue adquiriendo
velocidad en los primeros cinco siglos d.C. y siguió constituyendo
una práctica intermitente hasta las conquistas musulmanas.
Pero en la India existía una diferencia: el control se traspasaba
tanto a los brahmanes locales como a los señores locales. Sharma
(1965) demuestra que se inició en forma de concesiones de tierras
vírgenes a grupos de brahmanes (y a veces de budistas), muchas
veces con la adscripción de aldeas vecinas al regalo a fin de que las
tierras se labrasen. Seguía siendo una política de desarrollo social y
económico, ahora descentralizada a las élites locales. Los brahmanes
enseñaban a los campesinos locales y a los reasentados el empleo del
arado y de los abonos y les daban lecciones sobre las estaciones y
el clima; esas técnicas se registraron más adelante en un texto lla­
mado Krsi-Paresa. Pero sobreviven inscripciones a partir del si­
glo II d.C. que indican que las concesiones de tierras cultivadas se
hacían junto con los de derechos administrativos. En general, las
inscripciones detallan esos derechos: que en las tierras no entren
tropas ni funcionarios reales y que se cedan determinados derechos
fiscales, mientras existan la luna y el sol. Para fines de la era Gupta
(siglo V y principios del VI d.C.), se estaban cediendo todos los
impuestos, todas las tasas laborales y todas la facultades coercitivas,
incluso el juicio de los ladrones. Quienes las recibían eran los tem­
plos, además de los brahmanes. Para la primera mitad del siglo VII,
bajo Harsa, el gobernante relativamente poderoso del norte, el feu­
dalismo religioso habría alcanzado una enorme magnitud. El monas­
terio budista de Nalanda recibía los impuestos de 200 aldeas, al igual
probablemente que el centro de enseñanza de Valabhi. En una oca­
sión, Harsa cedió 100 aldeas, equivalentes a 2.500 hectáreas, en vís­
peras de salir en una expedición militar. Gobernantes ulteriores lle­
garon a ceder nada menos que 1.400 aldeas de una vez. También
hallamos concesiones a funcionarios seculares. En el período a partir
del 1000 d.C., el poder central estaba derrumbándose a tal velocidad
que se hicieron comunes el vasallaje, el enfeudamiento y las demás
características del feudalismo europeo. Pero hasta entonces la inmen­
sa mayoría de los beneficios se concedían a grupos religiosos.
Existe, además, una segunda diferencia con respecto al feudalis­
mo europeo: los brahmanes no estaban obligados a prestar servicios
militares ni a pagar impuestos sobre sus tierras. ¿A qué se compro­
metían, entonces? ¿Qué recibían los gobernantes a cambio de sus
donativos?
La respuesta es una pacificación normativa. Los brahmanes y los
budistas y otras sectas eran poderosos y mantenían el orden público
en las zonas que se les donaban, utilizando una fuerza autoritaria
respaldada por una organización ritual más difusa. De hecho, había
dos subtipos. En las zonas primitivas, los brahmanes integraban a
los pueblos tribuales en la estructura social hindú. Introducían la
enseñanza de la agricultura, además de la escritura, e introducían a
las tribus en el sistema de castas mediante la proliferación de sub-
castas y de castas mixtas. En ese proceso, ellos mismos se disemina­
ron por toda la India. En las zonas relativamente civilizadas y se-
dentarizadas también aportaban conocimientos útiles. Su idioma pasó
a ser el de los emperadores Gupta. Probablemente a fines del si­
glo III fueron los avanzados del sistema numérico simplificado que
más adelante conquistó las ciencias y los mercados del mundo con
el nombre de números «árabes». Hacían hincapié en las obligaciones
de los v a m a , y así se fue desarrollando todo el concepto de las castas.
Entre el 200 a.C. y el 200 d.C., aproximadamente, El Libro de
Manu alcanzó su forma definitiva y sagrada. Daba las instrucciones
del creador del universo al primer hombre y rey, Manu. Explicaba
el sistema de castas como consecuencia del karma acumulado en las
encarnaciones anteriores. El deber esencial era cumplir con el dhar-
ma, «las obligaciones, la vía que se ha de seguir» de la condición en
que nace cada uno. El morir sin ansias ni deseos es lo que realiza al
brahman, la verdad eterna. Todo lo que es, es sagrado. El Libro de
Manu, reforzado por los libros siguientes de derecho, los Dharma
Shastras, sugerían que la sociedad de castas era una estructura co­
nectada conceptualmente. De hecho, si se examina como doctrina,
está lleno de incoherencias y de contradicciones. Pero subraya que
la celebración correcta del ritual bajo supervisión brahmánica es la
clave del dharma. El poder infraestructural de los brahmanes sobre
la aldea y sobre la pacificación normativa más general podía llevar
todo esto a la práctica. Los consejos locales, los panchayats, pasaron
a ser menos representativos de la aldea o la ciudad y más de las
castas y las subcastas. El derecho secular quedó devaluado en la
teoría y la práctica. Manu definía al rey como mantenedor de las
castas, no como legislador independiente. Entonces las leyes brah-
máticas penetraron intensivamente toda la vida social y extensiva-
, mente toda la India, abarcando la familia, la profesión, los gremios
y las relaciones entre capital y mano de obra, y aunaron el derecho
con normas sobre la pureza y la contaminación. El papel secular del
sánscrito fue decayendo a medida que las lenguas locales se fueron
haciendo traducibles entre sí, bajo la supervisión de los brahmanes,
pero se realzó su función sagrada como la verdadera lengua de los
dioses.
Ahora las castas formaban un bloque que no resultaba fácil des­
montar. Sus textos sagrados también brindaban la única fuente im­
portante de conocimientos técnicos, científicos, jurídicos y sociales;
con un orden sin el cual la vida social iría hacia atrás; explicaban el
origen de la sociedad; daban un significado ritual al ciclo cotidiano
y al de la vida, y aportaban una cosmología. No se podía elegir uno
de esos elementos aquí y otro allá, porque las alternativas viables
acabaron por desaparacer.
Permítaseme centrarme en el orden social. Los viajeros chinos a •
la India, a partir de la era Gupta, se mostraban asombrados ante la
paz y el orden, que no creían dependieran del control de la policía,
la justicia penal ni el trabajo forzoso. «Cada hombre se atiende a su
trabajo hereditario y cuida de su patrimonio», escribía Hiuen Tsang
en el siglo VII. De hecho, eso no ocurría sin coerción, pero las san­
ciones eran de carácter local. Las desviaciones de la obediencia aca­
rreaban la impureza, el mal y el ostracismo. La pena final era la
exclusión de la vida social. La organización que mantenía ese orden
carecía de un centro, pero abarcaba toda la India.
O sea, que hemos de rechazar el concepto de la comunidad al­
deana autárquica que ha solido dominar las explicaciones de las cas­
tas. Ese concepto subraya la autarquía de la aldea, aduce que las
relaciones translocales sólo son posibles si existen Estados políticos
relativamente poderosos, que formen «pequeños reinos» de relacio­
nes sociales y aduce que la proliferación de subcastas y el predomi­
nio de los ja ti sobre los varna es resultado de la fragmentación del
poder político (Jackson, 1907; Srinivas, 1957: 529; Cohn, 1959; Du­
mont, 1972: 196 a 211). Pero esto no puede explicar la uniformidad
cultural y ritual de la India, el mantenimiento de la paz y el orden
sin que existieran Estados poderosos, la regulación por castas de la
etnicidad y la división del trabajo. Como proclamaron polémicamen­
te Dumont y Pollock en «For a Sociology of India», la India es una,
constituida por su «civilización tradicional superior y sánscrita».
Hay pruebas de ello a varios niveles. Localmente lo ha demos­
trado el estudio pionero de Miller (1954) sobre la costa de Kerala
en la historia reciente. Las castas inferiores no tenían relaciones so­
ciales fuera del marco de su casta más que en su propia aldea, y
dentro de su casta más que en el marco del conjunto de aldeas
agrupadas bajo una jefatura local. Las castas de jefes tenían relacio­
nes sociales más extensas, pero seguían estando limitadas al territorio
del jefe soberano al que reconocían, y en general existieron tres de
éstos en Kerala. Los brahmanes eran los únicos que viajaban libre­
mente y que interactuaban por todo Kerala. Así, los brahmanes,
gracias a su organización, podían rebasar toda amenaza a su poder.
A escala «nacional» se puede percibir mayor similitud cultural
entre los brahmanes que entre otros grupos. Saraswati hace suya la
división tradicional de muchos rasgos culturales en zonas meridio­
nales y septentrionales, pero después aduce que en la mayor parte
de la actividad cultural existe una unidad esencial entre las zonas.
Concluye diciendo:
Los brahmanes son culturalmente mucho más homogéneos de lo que pare-
cen ser física, lingüística e incluso socialmente. Lo que los brahmanes tienen
en común son las tradiciones de los Vedas, la filosofía de los Upanishadas,
los mitos y las leyendas, la peregrinación y la práctica de los samcharas
(rituales) que influyen en todo su estilo de vida: ésos son los aspectos esen­
ciales de sus tradiciones, que les hacen estar culturalmente unidos y distin­
guirse de los demás [1977: 214],

Ghurye (1961: 180) dice algo parecido: «El derecho hereditario


y prescriptivo de los brahmanes de actuar como sacerdotes para los
hindúes de todas las castas, con muy pocas excepciones, ha sido el
principio único y general inherente en la sociedad de castas a lo largo
de todas sus vicisitudes.» Como observa Saraswati, naturalmente esto
tiene que estar organizado. Unos sacerdotes locales en su mayoría
analfabetos no recitan y musitan interminablemente los textos sagra­
dos, ni unos músicos componen esencialmente los mismos ritmos y
cadencias, ni los arquitectos erigen templos iguales, ni las prácticas
matrimoniales de las familias siguen unas mismas pautas, debido a
una «similitud cultural espontánea» a lo largo de, como mínimo, mil
años. También podemos seguir desde la época de Manu la organi­
zación gradual de jati hasta convertirse en v a m a ; la desaparición
gradual de distintas posibilidades de matrimonio en los textos y los
libros de derecho brahmánicos; la normalización de los rituales de
sacrificio y de ofrecimiento de regalos; la utilización de mantras que
sólo puede entonar el sacerdote brahman y la evolución del p an cha-
y a t de casta. No estoy aduciendo que la integración llegara a la
identidad de creencias, ni entre los brahmanes de toda la India ni
entre las castas, como quizá sugieren Dumont y Pollock (1957). Esa
actitud idealista se ha visto refutada por autores que demuestran la
incoherencia intelectual de los textos sagrados y las limitaciones de
la comprensión de la doctrina y del interés por ella que muestran
tanto los aldeanos como los sacerdotes (por ejemplo, Parry, 1984).
El hinduismo es menos una religión de movilización doctrinal que
de penetración ritual. El ritual es el meollo de la organización brah-
mánica y, a su vez, de la integración social india.
Parece que la integración de esta forma también contribuyó al
estancamiento social general. Las funciones y la difusión de la alfa­
betización eran muy limitadas. Las castas probablemente contribu­
yeron también al estancamiento económico (aunque esto es discuti­
ble y resulta muy fácil exagerarlo). Como las castas estaban descen­
tralizadas, no podían reemplazar a las infraestructuras imperiales, y
por eso los sistemas de regadío se fueron haciendo locales, la acu­
ñación de moneda fue reduciéndose mucho a lo largo de siglos, el
comercio a larga distancia fue decayendo. Los brahmanes fueron los
organizadores de algo parecido a una retirada hacia una economía
de aldeas locales (mitigada en parte por el desarrollo ulterior de
economías más amplias de templos). Pero como eran jerárquicos, no
liberaron la racionalidad y la empresa individuales. En sentido eco­
nómico, es posible que a la India le tocara lo peor de los dos mun­
dos: ni la racionalidad universal del Estado imperial ni la racionali­
dad individual de una religión salvacionista.
Política y militarmente, una India descentralizada también estaba
mal dotada para hacer frente a las amenazas del exterior, y sucumbió
a oleadas sucesivas de conquistadores islámicos y cristianos. Sin em­
bargo, localmente las castas eran resistentes, porque no poseían un
centro que pudiera caer en manos de extranjeros ni de campesinos
rebeldes. Su fuerza residía en su debilidad, como indica Karve (1968:
125). Su fuerte era la resistencia y el aguante pasivos. Gandhi fue el
último que los explotó políticamente.
En términos más generales, existe una cierta ineficiencia en un
sistema que hacía frente a la interdependencia social mediante la
reducción de la reciprocidad directa. Como afirma Dumont, las cas­
tas no observan la norma de la complementariedad: yo entierro a
tus muertos y tú entierras a los míos. Por el contrario, ha ideado
una función especializada de enterrar a los muertos que sólo pueden
desempeñar los menos «limpios» (1972: 86). Esta elaboración y esta
osificación extremistas de la división del trabajo se vieron agravadas
por la forma de evitar físicamente la presencia de aquellos a cuyos
servicios se recurría. Todos esos problemas formaban parte del mis­
mo todo que los beneficios aportados por las castas. La fuerza del
sistema de castas permitía un cierto orden, pero menos desarrollo
social.
El sistema de castas como un todo siguió dominando en la India
hasta el siglo XX. Entonces empezó a cambiar y probablemente a
debilitarse bajo el impacto del imperialismo británico, el desarrollo
industrial, el nacionalismo político y la educación seglar. Hasta en­
tonces, los brahmanes lograron regular la diferenciación social de
forma flexible. Si no se tiene en cuenta a los europeos, tanto las
funciones económicas como las diferencias entre conquistadores y
conquistados y las relaciones interétnicas e intertribuales han estado
dominadas por una combinación fantástica de castas y subcastas.
Pero aparentemente los brahmanes apenas si lograban mantener el
control. Al hacer frente a relaciones económicas, militares y políticas
ulteriores, fueron tan flexibles como oportunistas. Se inventó la casta
de los Intocables como medio de que entrasen en el sistema foras­
teros subordinados, mientras que los conquistadores o quienes, de
un modo u otro, lograban adquirir tierras u otros recursos econó­
micos entraban en él a niveles más altos. Y la proliferación de sub-
castas significaba que era imposible una gestión central y autoritaria
del sistema (como revelaron todos los politiqueos que permitió el
sistema británico de levantamiento de censos).
El que existan límites al sistema de castas significa que existen
límites al poder de los brahmanes en relación con otros grupos. Los
brahmanes lograron elevarse por encima de los señores y de los
poderosos económicamente en términos de pureza, de valor moral.
Los únicos que lograron imponérseles fueron los invasores extran­
jeros, islámicos y cristianos. Parece ser característico de la India que
los éticamente superiores fueran siempre aquellos a quienes se con­
sideraba poseedores de lo sagrado y lo puro, en lugar de los posee­
dores del poder económico, militar o político. Parece que aquí re­
sulta idóneo el término de «en lugar de», pues aunque los brahmanes
han tendido como casta en su totalidad a ser ricos y estar bien
armados, han mantenido a distancia al poder secular. Dentro de su
casta se atribuye una condición más alta a quien renuncia al mundo,
después al estudioso, después al sacerdote (contaminado en parte por
el servicio a las otras castas) y, por último, a quien desempeña un
cargo o posee tierras. Externamente, quienes pueden movilizar más
poder han tendido a ser santos y ascetas, como Gandhi. Pero se trata
de una dominación restringida. La casta no ha dominado otras fuen­
tes de poder mediante la incorporación de éstas. Más bien, ha mos­
trado una cierta medida de indiferencia a ellas. La religión brahmá-
nica ha ensalzado lo espiritual, lo eterno, lo inmutable, la verdad
pura, el dharma. Mientras se respete esto, la sociedad secular puede
hacer más o menos lo que le apetezca.
Desde un punto de vista cínico y materialista, esto podría aseme­
jarse a una conspiración para repartirse el poder entre las élites sa­
gradas y las seculares. Y, en determinados aspectos, lo es. Pero tam­
bién devalúa el significado último de lo secular y desvía recursos
potenciales, tanto de compromiso humano como material, hacia lo
sacro. Es importante comprender que en la India no se han obser­
vado tendencias teocráticas desde la época védica: no ha habido lí­
deres religiosos poderosos que hayan tratado de conquistar el Estado
ni las clases terratenientes, sino retirarse a una cierta distancia de
todo eso. Ello tiene consecuencias paradójicas, pues aunque los brah­
manes hayan ocupado posiciones seguras en la vida social, «secular»,
han sido conservadores y, desde el punto de vista del desarrollo
social y material, retrógrados. Han redistribuido y consumido una
gran parte del excedente, pero han tratado en menor medida de
reinvertir. Han ayudado a distribuir el tributo político a los Estados,
pero no han tratado mucho de influir en los objetivos estatales. La
sociedad de la India ha sido profundamente dual y contradictoria,
con lo sagrado enfrentado a los logros de lo secular y dedicado a
socavarlos.
Es posible que el hinduismo represente el máximo de poder so­
cial que puede alcanzar una religión salvacionista. Después de todo,
un rechazo total del mundo en pro de la salvación llevaría a un
derrumbamiento rápido de la vida social. Así, la conquista y la in­
corporación reales del poder económico, militar y político por una
religión salvacionista destruiría la sociedad. Las conquistas aparentes
del cristianismo y del Islam fueron en realidad retiradas efectuadas
por el poder ideológico, pues sus instituciones adquirieron un ca­
rácter profundamente secular. El hinduismo tuvo una influencia a
largo plazo mucho mayor en la India porque se abstuvo de una
estrategia de conquista total.
Después de todo esto huelga decir que no hace falta reducir el
sistema de castas a factores económicos ni a las clases. No se limitó
a legitimar, ni siquiera esencialmente, los intereses de los grupos
económicos, militares y políticos dominantes, porque redujo su po­
der frente a los brahmanes, redujo su libertad de acción y los recur­
sos de poder que estaban a su disposición. Eso es innegable como
afirmación histórica y también lo es en la perspectiva comparada si
se contrasta a la India con otras civilizaciones preindustriales. El
sistema de castas reorganizó efectivamente el rumbo de los aconte­
cimientos económicos, políticos y militares de la India. Ayudó a
estructurar la estratificación social de la India. Representó, efectiva­
mente, el predominio de las relaciones de poder ideológico en la
India. Pero no era un sistema de ideas ni de clases ni un Estado
político. Al igual que todas las formas de organización social, nece­
sitaba la interpenetración de ideas y de prácticas. Necesitaba una
infraestructura de tipo transcendental.
Ya hemos visto que el hinduismo fue creando una forma de pa­
cificación, que con el tiempo se convirtió en una especie de feuda­
lismo religioso: mantenía el orden sin un Estado central, al igual que
el feudalismo militar, pero, además, con mucha menos asistencia de
una clase guerrera. Su poder se apoyaba en los siguientes factores
infraestructurales, que hemos visto aparecer a lo largo de un pro­
longado período de la historia de la India:

1. Intensa penetración ritual de la vida cotidiana, mayor que en ningu­


na otra de las religiones universales.
2. Cuasi monopolio de los conocimientos útiles socialmente, en espe­
cial de la escritura y de la organización de la enseñanza.
3. Formulación del derecho, al principio en competencia con los Esta­
dos, después casi en monopolio.
4. Organización a escala de toda la India de su casta sacerdotal, la de
los brahmanes, frente a las relaciones más locales de otros grupos,
comprendidos incluso los gobernantes políticos.
5. Capacidad, gracias a los factores mencionados, para regular las rela­
ciones interétnicas y la división del trabajo mediante la organización
de las castas.

El poderío del hinduismo se asemejó al del cristianismo y al del


Islam por su capacidad para generar una intensidad social transcen­
dental independiente de las relaciones militares, políticas o econó­
micas. Pero ha tenido la capacidad, en mayor medida que otras re­
ligiones, para apuntalarlo con una organización transcendental más
desarrollada. Las castas han dado un carácter a la ecu m e n e y han
sustraído poder a la autoridad secular. En ese sentido, la ecu m en e
ha hallado un vínculo más completo y duradero entre el individuo
y la realidad social última. Así, es posible que, de habernos aventu­
rado con cuestionarios y grabadoras en la India precolonial, nos
hubiéramos encontrado con un cierto consenso en torno a los valo­
res de esa esfera fundamental que ha resultado imposible en otros
casos: la estratificación social. La aceptación moral de la jerarquía
es, como dice Dumont, una parte integrante del sistema de castas.
Naturalmente, la aceptación (al igual que en otras partes) es parcial,
contradictoria y polémica. Pero en la India la contradicción y el
enfrentamiento no giran sólo en torno a la tendencia de otros grupos
inferiores a considerarse efectivamente inferiores. En la India, al con­
trario que en otros países, también entrañan la tendencia a reconocer
que son hasta cierto punto impuros, e incluso malos. Eso es algo
notable y no sólo a juicio del «occidental» (como suele señalarse).
Encontraremos algunas aproximaciones en otra parte del Globo.
O sea, que la ecu m en e hindú tenía una forma paradójica. Unifi­
caba mediante la diferenciación, tanto al nivel material como al mo­
ral. Pero quizá no debiéramos calificar de e cu m en e al hinduismo,
pues éste parece negar la fraternidad en esta vida (lo cual ha gene­
rado una literatura hindú angustiada que lo niega). El sistema de
castas es una inversión de la e cu m e n e y de la umma, que son reco­
nocibles como el mismo tipo de fenómeno, y al mismo tiempo casi
sus opuestos.
El sistema de castas establecía un vínculo más claro entre los dos
tipos de poder: el colectivo y el distributivo. No sólo podía movi­
lizar a una colectividad, sino que además podía estratificarla clara y
autoritariamente. El sistema de castas es una forma de estratificación,
no una estratificación económica (de clases) ni política (estatal), y se
basa en una forma distintiva de organización transcendental. Eso fue
lo que logró el hinduismo, por encima y más allá del logro ecumé­
nico común de las religiones universales.
Por eso «tenía sentido» la cosmología utilizada para dar signifi­
cado a todo ello. Era un sistema plausible de creencias porque daba
resultados. Su acierto parecía estar reivindicado por la existencia de
un orden y de un cierto grado de progreso social general. El sistema
hindú de castas no presupone una obsesión innata de los indios con
la clasificación, la pureza o con otros sistemas conceptuales de va­
lores. Por el contrario, sus organizaciones distintivas de poder esta­
blecieron la estratificación de necesidades humanas auténticas en una
situación social poco habitual; poco habitual, pero compatible con
las herramientas conceptuales de la sociología. Y satisfizo esas nece­
sidades hasta que tropezó con los recursos de poder que, debemos
sospechar, con el tiempo se comprenderá que son los mayores re­
cursos de poder, los del modo capitalista industrial de producción
y el Estado nacional.

Los logros d e l p o d er id eo ló gico : Una conclusión


d e los capítulos 10 y 11

A lo largo de varios capítulos he comentado una serie de sistemas


de creencias que alcanzaron la preeminencia en el período que va
desde aproximadamente el 600 a.C. hasta aproximadamente el
700 d.C.: el zoroastrismo, la filosofía humanista griega, el hinduis­
mo, el budismo, el confucianismo, el judaismo, el cristianismo y el
Islam. Fueron preeminentes gracias a una característica crucial que
compartían: un sentido translocal de identidad personal y social que
permitía una movilización extensiva e intensiva a una escala suficien­
te para penetrar en el registro histórico. En este sentido, todos ellos
fueron «tendedores de vías» de la historia. Y todos ellos eran inno­
vadores. Incluso los que más transigieron con lo local (el hinduismo
con su elemento localizado ja ti de castas, el Islam con su tribualis-
mo), e incluso los que eran más restringidos en términos de clase o
de etnia (el zoroastrismo, el confucianismo y quizá el judaismo)
tenían, sin embargo, una composición más extensiva y universal que
ninguna organización anterior de poder social. Este fue el primer
gran logro de reorganización de los movimientos de poder ideoló­
gico durante este período.
Un logro así tenía dos condiciones y causas previas. En primer
lugar, se edificó sobre los logros extensivos previos de relaciones de
poder económico, militar y político. En concreto, dependía de sis­
temas de control y de comunicaciones elaborados a partir de las
redes comerciales de modos antiguos de producción, de las ideolo­
gías comunicadas de las clases dominantes, de estructuras militares
de pacificación y de instituciones estatales. Los sistemas de creencias
son mensajes: sin infraestructuras de comunicaciones no pueden ser
extensivos. Esas infraestructuras llegaron a su máximo desarrollo en
los imperios tardíos de dominación. Pero cuanto más éxito tenían
los imperios en el desarrollo de una infraestructura de este tipo, más
se intensificaban determinadas contradicciones sociales. En el capí­
tulo 10 especifiqué con algún detalle cinco contradicciones princi­
pales. Eran las existentes entre universalismo y particularismo, entre
igualdad y jerarquía, entre descentralización y centralización, entre
cosmopolitismo y uniformidad y entre civilización y barbarie en las
fronteras. Los imperios fomentaron «inconscientemente» la apari­
ción de todas esas cualidades emparejadas de relaciones sociales, pero
las estructuras imperiales oficiales estaban comprometidas oficial­
mente con la segunda parte de cada par (en el último de los casos,
con mantener a los bárbaros en esa condición, en lugar de civilizar­
los). Por eso fueron apareciendo grupos no oficiales como portado­
res de prácticas y valores universales, igualitarios, descentralizados,
cosmopolitas y civilizadores. Fueron estableciendo redes intersticia­
les de interacción social, que se comunicaban en los intersticios de
los imperios y (en menor medida) traspasaban sus fronteras. Esas
redes se centraban en el com ercio, que según hemos visto el éxito de
los imperios había fomentado, pero que cada vez estaba menos bajo
el control oficial.
En segundo lugar, esos grupos intersticiales fomentaban y recu­
rrían a algo que tendía a convertirse en una estructura específica­
mente ideológica: la literaria. Un mensaje discursivo y extensivo
tiende a cambiar de forma y de significado cuando ha recorrido
distancias considerables si no se puede mantener en su forma inicial.
Hasta que se simplificaron las escrituras y los materiales para éstas,
a principios del primer milenio a.'C., no resultaba fácil estabilizar
los mensajes discursivos. Las religiones no alfabetizadas (como ha
señalado Goody, 1968: 2 y 3) tienden a ser inestables y eclécticas.
Pero gradualmente la alfabetización evolucionó hasta un punto en
que un sistema de creencias ortodoxo y único podía recurrir al tipo
de proceso de transmisión en dos fases que se halla en el Imperio
Romano (descrito detalladamente en el capítulo 10). Había mensajes
escritos que se podían transmitir entre personas clave en cada loca­
lidad y, a partir de ahí, por vía oral. Esa era la infraestructura de
alfabetización en dos fa ses en que se apoyó la extensión del poder
ideológico que se produjo entonces.
Es posible que este sistema de comunicaciones no parezca espe­
cialmente impresionante a ojos modernos. En particular, la alfabeti­
zación seguía siendo un fenómeno de minorías. Pero tampoco se le
exigía que desempeñara tareas especialmente complicadas. Los men­
sajes transmitidos, sobre los cuales se edificaban esas filosofías y esas
religiones, eran sencillos. Se referían a tres esferas principales de
experiencia. En primer lugar estaban las «cuestiones fundamentales
de la existencia», el significado de la vida, la creación y el carácter
del cosmos, el problema del nacimiento y de la muerte. La filosofía
y la teología tendían a producir formas cada vez más complicadas
de responder a esas cuestiones. Pero la cuestiones en sí eran, y si­
guen siendo, sencillas y llenas de significado para todos los seres
humanos. La segunda esfera de la experiencia era la de la ética in­
terpersonal: las normas y la moralidad. Otra pregunta perenne, sen­
cilla y sin embargo probablemente sin respuesta que se hacen los
seres humanos en las relaciones sociales es: «¿Cómo puedo ser yo
una persona buena?» La tercera esfera se refería a las conexas de la
familia y el ciclo de la vida: eso centra los dos primeros conjuntos
de problemas en el grupo social más íntimo en el cual se producen
el nacimiento, el matrimonio, las relaciones trigeneracionales y la
muerte. Prácticamente todos los seres humanos se encuentran con
los tres tipos de problemas de forma más o menos parecida: son
aspectos universales de la condición humana. De hecho, venían sien­
do universales desde los comienzos de la sociedad. Pero éste era el
primer período histórico en el cual se podía comunicar una expe­
riencia análoga extensiva, estable y difusamente. Dondequiera que se
habían ido edificando técnicas de comunicaciones, florecían las ideo­
logías, que representaban un estallido extraordinario de la conciencia
de los seres humanos acerca de sus capacidades colectivas. La iden­
tidad personal y la social se hicieron mucho más extensivas y difusas,
potencialmente universales, el segundo logro de «tendido de vías»
del poder ideológico. La mayor parte de los sistemas de creencias
portaba esta comunicación de verdades universales por encima de las
diferencias de sexo, de las clases y de las fronteras estatales o por
entre sus intersticios, sus estructuras no oficiales de comunicaciones.
Tenían una transcendencia por encima de las demás organizaciones
de poder.
Sin embargo, en este momento debemos empezar a eliminar ac­
tores, primero mediante la supresión del zoroastrismo y el confu-
cianismo de nuestro comentario. Ambos ampliaron sobre todo la
conciencia y los poderes colectivos de los varones de la nobleza
persa y de la pequeña nobleza china, pero no ayudaron de forma
apreciable a otros grupos. Fue una considerable fórmula de avenen­
cia con el particularismo social. Constituyó un ejemplo de la ideo­
logía inm anente, que ante todo reforzaba la moral y la solidaridad
de una clase gobernante o de una comunidad étnica ya existente.
En todos los casos restantes, los sistemas de creencias imprimie­
ron un impulso considerable al intercambio transcendental de men­
sajes, y en consecuencia de controles, por encima de niveles jerár­
quicos, diferencias de sexo, divisiones étnicas y fronteras estatales.
Quienes más sintieron sus efectos fueron diferentes clases y «pue­
blos» a los que aportaban un sentido de identidad común. También
ése era un cambio muy profundo, pues llevaba en potencia a la
movilización de las masas. Hasta entonces, como ya he aducido en
capítulos anteriores, las sociedades habían sido muy federales. El
poder había estado dividido entre niveles coordinadores jerárquicos
y regionales. Por lo general, las masas no habían estado directamente
sometidas a los niveles más altos y más centralizados del poder. Las
creencias de las masas no habían tenido pertinencia para el ejercicio
del poder macrosocial. Ahora las masas y los centros del poder eran
vinculables ideológicamente. La vinculación podía adoptar una di­
versidad de formas, desde la democracia hasta el autoritarismo, pero
a partir de entonces las creencias de las masas tuvieron mucha más
pertinencia para el ejercicio del poder. Ese fue el tercer gran logro
del «tendido de vías» del poder ideológico.
Continuemos con el proceso de eliminación. En otro caso, el del
humanismo griego, el florecimiento de ese sistema popular de creen­
cias también reforzó y legitimó la estructura existente del poder, una
civilización relativamente democrática y federal de poleis. Pero, en
los casos restantes, el sistema popular de creencias era indirectamen­
te subversivo, pues establecía los conocimientos, los significados y
los sentidos últimos fuera de las fuentes tradicionales de poder eco­
nómico, político y militar, en una esfera que consideraba transcen­
dental. Dicho en otros términos, esos casos eran «religiosos», se
ocupaban ostensible y primordialmente del reino «espiritual» y «sa­
cro» y devolvían los poderes «materiales», «seculares» a autoridades
seculares, no religiosas. Todos ellos eran duales filosóficamente. Las
religiones que pasaron a subvertir la autoridad secular lo hicieron de
una forma especializada y «espiritual». Intensificaron las institucio­
nes de un poder esp ecífica m en te ideológico. Este fue el cuarto gran
logro de «tendido de vías» del poder ideológico.
Hagamos ahora una pausa, porque los logros mencionados hasta
ahora representan una revolución en la organización del poder so­
cial. Los sistemas de creencias y, más concretamente, las religiones,
no han desempeñado el mismo papel general a todo lo largo del
proceso histórico. En los capítulos anteriores, tanto la extensión
como la forma de la autonomía del poder ideológico han variado
mucho. Evidentemente, yo no podría justificar esos cambios en tér­
minos de las cualidades presuntamente innatas de los seres humanos
ni de las sociedades que han ocupado un lugar destacado en los
debates entre el materialismo y el idealismo, es decir, en la relación
general entre «ideas» y «realidad material» o «acción material». En
el volumen III aduciré conforme a criterios generales que esos de­
bates no sirven de nada para la teoría social. Pero aquí podemos
señalar que un examen cuidadoso del registro histórico revela una
explicación superior.
En todo período histórico existen muchos puntos de contacto
entre seres humanos que no están organizados efectivamente por las
estructuras existentes de poder. Si esos puntos de contacto adquieren
mayor importancia para la vida social, provocan problemas sociales
generales que exigen nuevas soluciones de organización. Una solu­
ción particular tiene más plausibilidad cuando las estructuras de po­
der existentes no pueden controlar a las fuerzas que surgen. Esta es
una concepción del poder «transcendental», la autoridad divina in­
vocada por las contraélites emergentes. En el caso de las primeras
civilizaciones, comentadas en los capítulos 3 y 4, surgieron como la
principal fuerza integradora en una civilización regional. Pero su
fuerza debe de haber sido relativamente escasa, dadas las infraestruc­
turas de la época, que se limitaban a un nivel básico y compartido
de identidad difusa de civilización y de normas apenas suficientes
para tener confianza en los forasteros comerciantes y para sustentar
la diplomacia multiestatal. Las facultades de penetración intensiva de
esas primeras grandes ideologías eran limitadas.
En los dos primeros milenios de la historia humana existía poca
infraestructura para comunicar ideas a lo largo de un espacio social
extensivo. Hasta aproximadamente la época de Asiria y Persia, ni
siquiera las clases gobernantes podían intercambiar y estabilizar las
ideas y las costumbres de sus miembros a lo largo y a lo ancho de
grandes espacios. Las principales bases infraestructurales para com­
binar el poder extensivo y el intensivo eran las estructuras militares
y económicas de «cooperación obligatoria» y las federaciones polí­
ticas de ciudades-Estados y de élites regionales y tribuales, que a
veces existían en el seno de civilizaciones regionales más flexibles y
predominantemente orales. Gradualmente, sin embargo, fueron des­
arrollándose las dos condiciones previas para un poder ideológico
autónomo mucho más extensivo e intensivo: 1) Se desarrollaron re­
des extensivas de interacción social que eran intersticiales respecto de
las redes oficiales de poder. 2) Esas redes comportaban específica­
mente una estructura en dos fases de comunicación local por escrito.
Gradualmente, unas masas mayores y más difusas de la población
pasaron a formar parte de esas redes intersticiales. Se hallaban en
una situación social nueva, pero frecuente, cuyo significado no pro­
cedía de las creencias y los rituales tradicionales de las estructuras
oficiales existentes, locales o extensivas. Las personas con capacidad
de expresión podían generar nuevas explicaciones y significados de
su situación en el cosmos. Como ese significado no podía quedar
encapsulado por las tradiciones locales ni por las oficiales, era in­
tersticial con respecto a ellas, es decir, es socialmente transcendental.
La creencia en una divinidad transcendental con una relación directa
con esas personas era la expresión imaginativa de su situación local
intersticial. Dado que tanto la estructura oficial del imperio como
sus redes comerciales intersticiales fomentaba la racionalidad indivi­
dual, en su religión existía una tendencia persistente hacia el mono­
teísmo racional. Así, una situación social intersticial se expresaba
como religión salvacionista y se comunicaba mediante una alfabeti­
zación parcial en un movimiento religioso del libro.
Esta es una explicación reconociblemente «materialista» (siem­
pre que no se limite a los factores económicos). Es decir, una situa­
ción social generó un sistema de creencias que en gran medida «re­
flejaba» sus características de forma imaginativa. Pero como esos
grupos y sus territorios de origen eran intersticiales, sus capacida­
des consiguientes de reorganización social eran nuevas y autóno­
mas. Su capacidad para tender nuevas vías históricas se veía acre­
centada por el compromiso normativo, es decir, por la ideología
como m oral, adquirida ahora mediante la conversión religiosa.
Los cristianos podían soportar las persecuciones; los guerreros is­
lámicos podían vencer a sus enemigos, presuntamente formidables.
Crearon nuevas «sociedades» para rivalizar con las ya constitui­
das por las combinaciones tradicionales de relaciones de poder.
En algunos casos, vencieron o sobrevivieron a esas redes tradicio­
nales. El poder ideológico era, en ese sentido y en este período,
transcendental.
Pero, como estaban en el mundo, también tenían que aceptar las
organizaciones tradicionales de poder en tres sentidos principales.
En primer lugar, el llamado reino espiritual estaba centrado en una
esfera social determinada, la vida del individuo, su progresión en el
ciclo de la vida y sus relaciones interpersonales y familiares. Como
forma de poder, era sumamente intensiva, centrada en la experiencia
directa de la vida en grupos muy próximos. Quizá haya sido la
forma más intensiva de poder repetida a lo largo de redes sociales
relativamente amplias hasta la fecha. Sin embargo, ese reino espiri­
tual y toda movilización popular consecuencia de él podían consistir
únicamente en una suma de localidades, parecidas entre sí, pero sin
vínculos orgánicos. Una esfera de ese tipo no podía mantener fácil­
mente por sí sola un nivel alto y extensivo de movilización social.
Para eso dependería en gran medida de otras organizaciones de po­
der. Por remitirme al argumento que expuse en el capítulo 1: en las
sociedades extensivas, la estructura de la familia no es una parte
crítica de las disposiciones macrosociales de poder. Esa dependencia
respecto de la familia limitaba el ámbito extensivo y la autonomía
del poder ideológico.
En segundo lugar, esa esfera de la vida no era en realidad pura­
mente «espiritual». Al igual que toda vida social, era un reino mixto
espiritual/material, sacro/secular. Por ejemplo, había que adoptar de­
cisiones acerca de lo que era una conducta ética correcta, acerca del
ritual correcto para las nacimientos o las bodas, o acerca del carácter
de la muerte y del más allá. Todo eso implica poder, establecer
órganos encargados de adoptar decisiones para convenir y aplicar
decisiones y sanciones contra los desobedientes. Así se podía esta­
bilizar el poder extensivo. En ese sentido, no era tanto que las reli­
giones transcendiesen las organizaciones de poder como que eran
paralelas a ellas, institucionalizando lo sagrado, rutinizando lo caris-
mático (como decía Weber): una segunda restricción a la autonomía
del poder ideológico.
En tercer lugar, la esfera social de la que se ocupaban fundamen­
talmente las religiones presuponía efectivamente la existencia de otras
infraetructuras de poder, en particular de sus infraestructuras de co­
municaciones. Las religiones tenían que adaptarse a las estructuras
de macropoder anteriores y utilizar sus servicios.
La forma en que funcionó el equilibrio exacto del poder, entre
los logros y las restricciones que he identificado, variaba considera­
blemente según las distintas religiones. En un extremo, todas ellas
lograron obtener derechos casi monopolíticos sobre la regulación de
su esfera social nuclear, especialmente la familia y el ciclo de la vida.
De hecho, han mantenido muchos de esos poderes incluso hasta el
día de hoy. Ese fue el quinto gran logro del poder ideológico.
En el otro extremo, todas ellas llegaron a soluciones de avenencia
con las estructuras de macropoder existentes al aceptar la legitima­
ción de esas estructuras y utilizarlas para controlar a sus propias
comunidades religiosas. Así, pese a las tempranas presiones religiosas
universales, la dominación de las mujeres por los hombres y el hecho
global de la dominción de clase no se vieron puestos en tela de jucio
por el auge de las religiones universales. Esas fueron la cuarta y la
quinta restricciones a la autonomía del poder ideológico.
Entre esos extremos existía una considerable diversidad. Un po­
der bastante especial, pero importante, era el que se ejercía mediante
el impacto religioso sobre el poder militar. En dos de los casos
existió un vínculo entre una firme ética interpersonal y la moral
militar. En el caso del Islam, la solidaridad religiosa de la caballería
árabe conquistó enormes territorios, asegurando de un golpe los lo­
gros de poder del Islam sobre la mayor parte de aquella zona. En
el Bizancio y la Europa occidental cristianos, la moral religioso-mi­
litar estaba confinada en el seno de las jerarquías sociales y conside­
rablemente reforzada por éstas, lo cual incrementaba la autoridad a
expensas del universalismo. El cristianismo no sólo estaba llegando
a una transacción con las autoridades mundanas, sino que además
estaba influyendo en las formas de éstas. De hecho, resultó que
efectivamente existía un vínculo perdurable entre esas dos religiones
y la guerra, especialmente entre la fe y la solidaridad, el fervor y la
ferocidad de las tropas. En general adoptaría formas bastante sinies­
tras: lo más probable era que al enemigo infiel se le tratara como
menos que humano y, en consecuencia, se le matara. Este sexto
logro del poder ideológico redujo el universalismo del segundo lo­
gro, lo cual indicó el carácter contradictorio de los logros.
Las religiones universales se hallaron ante otro problema, y otra
oportunidad, planteado por el derrumbamiento general de los Esta­
dos extensivos que habían presenciado su auge. Evidentemente, am­
bos procesos estaban relacionados entre sí. Aunque los Estados como
el romano estuvieran también padeciendo otros problemas impor­
tantes, sus oportunidades de supervivencia no aumentaban por el
hecho de que existiera una comunidad que competía con ellos por
la identidad y la adhesión y que actuaba dentro de sus fronteras y
por encima de ellas. Los Estados persa y chino habían aprovechado
la oportunidad para absorber esa comunidad, y así habían contri­
buido a impedir la aparición de una religión universal dentro de sus
dominios. En los casos restantes, los Estados se derrumbaron, uno
después del otro.
En este contexto, todas las religiones universales lograron una
estrategia común-: conseguir un control casi monopolístico de la in­
fraestructura de la alfabetización, que a veces se extendió a todos los
documentos escritos, comprendidas las leyes. El hinduismo fue el
que más logró a este respecto, seguido por el budismo y el Islam,
mientras que el cristianismo por lo general compartió el control con
los Estados más fuertes dentro de su esfera. Ese fue el séptimo gran
logro del poder ideológico.
En otros aspectos, la lucha por el poder variaba. El hinduismo
fue el único que efectivamente se apoderó de la estructura de los
controles extensivos, al instituir las castas como mecanismo distin­
tivo por conducto del cual se podía ejercer el poder extensivo. Su
propia estructura de autoridad elaboró partes considerables de todas
las principales relaciones de poder, económicas, políticas y militares,
con lo cual las debilitó y dejó a la India vulnerable a la conquista,
la dominación política por extranjeros y el estancamiento económi­
co. Pero, sin embargo, fue la cumbre de los logros del poder ideo­
lógico. El hinduismo fue el único que pasó a un octavo logro: el
establecimiento de una cosmología ritual y de una sociedad religiosa.
Sin embargo, al hacerlo subvirtió totalmente el segundo logro, la
comunidad popular universal. Porque las castas fueron clasificando
cuidadosamente a la humanidad en diversos grados de dignidad final.
Ni el budismo ni el Islam ni el cristianismo lograron tanto. El
budismo tendió a seguir siendo más subordinado, a actuar en los
intersticios del hinduismo en la India y a depender del poder secular
en otras partes. El Islam y el cristianismo solían asumir poderes
económicos, políticos y militares, pero habitualmente en el marco
establecido por formas seculares tradicionales, no por su propia es­
tructura religiosa. Percibían la fuerza de la tercera restricción seña­
lada más arriba. Pero, al transigir, mantuvieron plenamente viva una
honda contradicción eritre sus caracteres universal y autoritario, con
lo cual permanecieron mucho más dinámicos que el hinduismo. En
el capítulo 12 examino las consecuencias de ese dinamismo para la
historia universal.
Es evidente que los diversos logros de las religiones universales
no fueron simplemente acumulativos. Una parte de su logro, un
resultado de su combate con las autoridades seculares, fue que la
humanidad siguió vías diferentes de desarrollo. Sin embargo, lo que
hacían tenía un núcleo: la movilización de una comunidad popular,
que difería considerablemente de todo lo que se había visto hasta
entonces en sociedades relativamente extensivas. Introdujeron una
intensidad jerárquica en las relaciones de poder extensivo. Se movi­
lizó al pueblo en una comunidad normativa.
He subrayado el nivel normativo, con el argumento de que nos
permite eludir el estéril dualismo de «las ideas» o «lo espiritual»
frente a «lo material». Se trata de una cuestión que comentaré en
términos más teóricos en el volumen III. Pero ahora me correspon­
de añadir una palabra acerca de Durkheim, pues este gran sociólogo
apuntala mi argumento. Durkheim aducía que para que haya unas
relaciones sociales estables hace falta que antes existan supuestos
normativos entre los participantes en ellas. Ni la fuerza ni el egoísmo
mutuo ofrecían una base suficiente para la estabilidad. Así, la socie­
dad dependía de un nivel normativo y ritual, algo distanciado del
mundo «secular» de la fuerza, los intereses, los intercambios y las
especulaciones. La sociedad, en el sentido de la cooperación social,
era sagrada. Durkheim procedió después a interpretar la religión,
que se ocupaba de lo sacro, como un mero reflejo de las necesidades
normativas de la sociedad.
Es un argumento profundo, pero es demasiado limitador. Pues
a lo largo de los últimos capítulos no hemos visto la religión como
un mero reflejo de la sociedad, sino también como creadora efectiva
de la comunidad normativa y ritual que es efectivamente una socie­
dad. Tanto la ecu m en e cristiana como la u m m a islámica y el sistema
hindú de castas eran sociedades. Las religiones creaban un orden
social, un nom os, en situaciones en las que se estaban derrumbando
los reguladores tradicionales existentes de la sociedad: las relaciones
de poder económico, ideológico, político y militar. Así, sus cosmo­
logías eran verdaderas, en términos sociológicos. El mundo estaba
ordenado, y lo estaba por sus propios conceptos de lo sagrado, por
sus comunidades normativas y rituales transcendentales. He amplia­
do a Durkheim, no lo he rechazado.
Pero permítaseme negar toda sugerencia de que, sin embargo,
pueda imitar a Durkheim mediante la exposición de una teoría g e ­
neral del papel de la religión en la sociedad. Hasta ahora, el rasgo
más característico de la religión ha sido su extraordinaria desigual­
dad. Al principio, probablemente tuviera un papel importante, aun­
que desdibujado, en las redes de poder federales y segmentadas de
las primeras civilizaciones regionales. Después, durante más de un
milenio de imperios mayores de dominación, su papel se limitó en
gran parte al reforzamiento inmanente de las clases gobernantes. Des­
pués, en el milenio siguiente, explotó transcendentalmente en forma
de las religiones universales salvacionistas.
He explicado la explosión menos en términos de las necesidades
fundamentales y estables que tienen los individuos y las sociedades
de un significado, unas normas, una cosmología, etc. (es posible que
tengan esas necesidades, pero en el milenio anterior tenían muy poca
significación social), que en términos del desarrollo en la historia
universal de las técnicas de poder. Hasta entonces no se podían es­
tabilizar los mensajes ideológicos a lo largo de espacios sociales ex­
tensivos. Hasta entonces no apareció una serie de contradicciones
fundamentales entre las redes de poder oficiales e intersticiales de los
imperios antiguos. Hasta entonces no empezaron estas últimas a ge­
nerar organizaciones socialmente transcendentales en las cuales pa­
recía plausible una divinidad universal y la salvación racional e in­
dividual. Por tanto, ésta fue una oportunidad única en la historia
universal.
Aparentemente, incluso el decir esto es generalizar demasiado.
Las religiones salvacionistas no estallaron universalmente en todo
este territorio histórico concreto. El Imperio Chino reorientó la re­
ligión hacia sus propios fines inmanentes. Lo mismo hizo Persia. El
último de los imperios helenísticos la mantuvo sofocada hasta que
él mismo fue derrotado desde el exterior. Sólo el cristianismo, el
Islam y el hinduismo desarrollaron un poder transcendente para su­
perar las estructuras de poder existentes. El cristianismo y el Islam
fueron las únicas que adoptaron una forma peculiarmente dinámica
y contradictoria de poder, mientras que el hinduismo y su deriva­
ción budista adoptaron otra forma más monolítica. A partir de en­
tonces, las pautas de desarrollo de todas las regiones en las que
predominaron esas religiones fueron extraordinariamente diferentes.
Como señalé al principio del capítulo, lo que hasta entonces había
constituido una amplia «familia» de sociedades por toda Eurasia se
fragmentó en esa época.
Naturalmente, la vías ulteriores que siguieron esas sociedades di­
vergentes no perdieron toda relación con sus características y su
historia anteriores: China carecía de cosmopolitismo, la India carecía
de fuerza imperial, Europa ya había presenciado más de una lucha
de clases, etc. Pero cabe hacer una generalización acerca del impacto
del salvacionismo en este período: am plió esas desviaciones. Hasta
tal punto intensificó las técnicas de poder, de solidaridad social, de
las posibilidades de comunicación difusa, tanto vertical como hori­
zontalmente, que quienquiera se apoderase de sus organizaciones
podía cambiar su estructura social de forma más radical de lo que
probablemente había ocurrido jamás en la historia anterior. Una se­
rie de revoluciones recorrió Eurasia, encabezada por técnicas y or­
ganizaciones de poder ideológico. A partir de entonces China, la
India, el Islam y Europa siguieron caminos diferentes. Y ahora la
sociología comparada a escala mundial —que, a mi juicio, siempre
es una empresa difícil— se hace demasiado difícil. A partir de ahora
me limito a hacer la crónica de un solo caso, el de Europa y sus
derivaciones.
Las posibilidades de edificar una teoría general directamente a
partir de la función social de la religión son, pues, escasas. Esa fun­
ción no ha tenido ningún papel general de importancia, sólo mo­
mentos en la historia universal. Quizá haya habido momentos pare­
cidos entre las primeras civilizaciones, y desde luego los hubo en la
era de Cristo y de San Pablo, de Mahoma y de los brahmanes y de
Buda. Sobre esos hombres y sus seguidores se edifica mi idea del
poder religioso transcendental. Después lo secularizo algo para in­
cluir el matiz más mundano de las primeras culturas civilizadoras,
más la posibilidad de analizar ideologías modernas (como el libera­
lismo o el marxismo) en términos parecidos. El resultado es mi con­
cepto del poder ideológico, basado menos en las propiedades gene­
rales de las sociedades que en unas cuantas oportunidades brindadas
por el desarrollo de la historia universal del poder. No es que sea
una gran teoría general de la ideología, pero quizá refleje el papel
histórico real de las ideologías.

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Capítulo 12
LA DINAMICA EUROPEA: I.
LA FASE INTENSIVA, 800-1155 d.C.

Al sociólogo de la historia le resulta imposible contemplar la


historia de la Europa medieval «en sus propios términos» sin sentirse
influido por premoniciones del Leviatán que iba a erguirse tras ella:
el capitalismo industrial. No hace falta defender este prejuicio ideo­
lógico. Está justificado por cuatro factores.
En primer lugar, la revolución capitalista en la agricultura y en
la industria de los siglos XVIII y XIX constituyó el impulso más
importante de poder colectivo de la historia. Las sociedades indus­
triales ya no dependían casi totalmente de la fuerza de tracción hu­
mana y animal. Podían agregarle la explotación de los recursos ener­
géticos de la propia naturaleza. En todas las mediciones infraestruc-
turales de poder colectivo utilizadas en estos volúmenes: en relacio­
nes de rendimiento, densidades de población, ámbito de las redes de
interacción, capacidades de destrucción, etc., en ese breve período
se produjo un salto cuántico sin paralelo.
En segundo lugar, podemos discernir cómo fue tomando impul­
so ese salto adelante a lo largo de todo el período medieval y prin­
cipios del moderno. Hubo retrocesos, pero los reveses no fueron
muy duraderos antes de que se reanudara el movimiento hacia
adelante.
En tercer l|ugar, todas las fuentes del poder social —las relaciones
de poder económico, político, militar e ideológico— tendían a avan­
zar en una sola dirección general de desarrollo. Se suele definir ese
avance como «la transición del feudalismo al capitalismo». Yo adu­
ciré que se trata de una descripción insuficiente (como hace Holton,
1984, al concluir su valioso estudio de los debates acerca de la tran­
sición), pero no obstante comunica la sensación de un avance general.
En cuarto lugar, esto sólo ocurrió en una amplia zona sociogeo-
gráfica, esa fusión del Imperio de Occidente romano con las tierras
de los bárbaros germánicos a la que llamamos «Europa». Hasta en­
tonces, ésta no había poseído una unidad social, pero ahora la po­
seyó hasta el siglo XX.
Así, Europa contenía un solo conjunto de dinámicas interrela-
cionadas, una transición que penetraba todas las periodizaciones más
específicas, las subdivisiones geográficas y las excentricidades y co­
yunturas históricas que siempre exige la historia más detallada. Por
consiguiente, dejaré las coyunturas de lado —especialmente las que
influyen en Europa desde íuera— hasta el capítulo 15. El tema de
este capítulo es ese dinamismo y sus orígenes, el motor del desarro­
llo que poseía la Europa medieval y que la ayudó a avanzar hacia el
capitalismo industrial.
Tratemos de enfocar más de cerca ese estado final para ver lo
que necesitamos explicar. En primer lugar, es imposible no sentirse
impresionados ante el auge de los poderes económicos, la capacidad
para apropiarse los frutos de la naturaleza, que se había producido
para mediados del siglo XIX. Ese poder económico se había acele­
rado tanto intensiva como extensivam ente. Intensivamente, el ren­
dimiento de cualquier parcela de tierra o de cualquier grupo de po­
blación había aumentado enormemente. Los seres humanos estaban
penetrando más a fondo en la tierra y reordenando sus propiedades
físicas y químicas, con objeto de extraer sus recursos. Pero también
socialmente, sus actividades coordinadas, mediante el uso de más
trabajo cristalizado (es decir, capital) en máquinas, estaban organi­
zadas con mucha más intensidad. La praxis de la gente corriente
intensificaba su poder. Esas actividades también eran más extensivas,
abarcaban sistemáticamente la mayor parte de Europa y, después,
rutas más estrechas de penetración por todo el Globo. Adoptaban
diversas formas, pero las principales consistían en ampliar los cir­
cuitos de la producción y el intercambio de mercaderías. Ningún
imperio, ninguna sociedad de ningún tipo, había realizado una pe­
netración tan intensiva ni tan extensiva. El principal mecanismo de
esta reorganización de la historia era el poderío económico, los «cir­
cuitos de praxis» como los he llamado yo. Si esa evolución econó­
mica no era un mero accidente, la estructura social medieval anterior
debe de haber poseído un dinamismo enorme, tanto de tipo inten­
sivo como extensivo. Nuestra explicación debería servir para tratar
de ambos.
Mi argumento es que la transición comprendió dos fases, antes
y después del 1150 d.C. aproximadamente. La primera presenció
una acelaración de poderes en gran medida intensivos de praxis eco­
nómica, la segunda acompañó a aquélla con el crecimiento del poder
extensivo de los circuitos* de mercaderías, lento al principio y acele­
rado a partir de 1500 aproximadamente. La primera fue una condi­
ción previa de la segunda y constituyó la base inicial de la transición.
Es el tema de este capítulo, y los dos siguientes quedan reservados
para el crecimiento del poder extensivo.
Pero la situación final había cambiado tanto cuantitativa como
cualitativamente. La denominamos revolución capitalista o industiral
(o actuamos con prudencia y combinamos ambos términos), cada
uno de los cuales indica el punto de vista de una teoría social de
gran importancia. De momento, limito el comentario de ambos a su
cronología.
El capitalismo —que se definirá en seguida— precedió a la Re­
volución Industrial. Sus técnicas de organización evolucionaron gra­
dualmente a principios del período moderno. De forma más inme­
diata, algunas de las principales técnicas de organización se habían
aplicado un siglo antes en la revolución agrícola del siglo XVIII. O
sea, que primero tenemos que explicar la transición al capitalismo.
En el volumen II veremos que más adelante el industrialismo tam­
bién ejerció influencias sociales fuertes y uniformes, independiente­
mente de que apreciase en una sociedad capitalista o no. Pero ese
problema corresponde al siguiente volumen.
Permítaseme definir el modo capitalista de producción. Casi to­
das las definiciones presuponen dos componentes que se combinan
para producir un tercero. Son los tres siguientes:

1. Producción d e m ercaderías.—Cada factor de producción se trata


como un medio, no como un fin en sí mismo, y es intercambiable
con todos los demás factores. Esto incluye la fuerza de trabajo.
2. Propiedad privada monopolista d e los m edios d e producción.—Los
factores de producción, comprendida la fuerza de trabajo, pertene­
cen formal y totalmente a una clase privada de capitalistas (y no se
comparten con el Estado, la masa de trabajadores, la comunidad,
Dios, ni nadie).
3. El trabajo es libre y está separado d e los m edios de producción.—Los
trabajadores están en libertad de vender su fuerza de trabajo o de
retirarla según les parezca; reciben un salario, pero no tienen dere­
chos directos sobre la plusvalía que producen.

La evolución de la forma de producción de mercaderías había


sido larga y tortuosa. Algunos períodos habían contenido bolsas de
capitalismo en el sentido de que había comerciantes, banqueros, te­
rratenientes y fabricantes que podían invertir dinero para hacer más
dinero, pagar trabajo asalariado y calcular los costes del trabajo fren­
te a otros factores de producción. Pero en ninguna sociedad anterior
a la era moderna eran éstas las actividades dominantes. La libertad
de aquellas personas para organizar sus empresas conforme al valor
de las mercaderías estaba limitada por el Estado, por la comunidad,
por potencias extranjeras o por las limitaciones técnicas de la época
(por ejemplo, falta de metálico para reflejar el valor de cambio). Las
principales restricciones consistían en que la propiedad privada nun­
ca era absoluta (ni siquiera en Roma) y en que a los trabajadores
autóctonos no se los podía tratar completamente como mercaderías.
En esos respectos, la antigua estructura social europea era tradi­
cional. Empiezo por su economía «feudal» (aunque finalmente re­
chazaré el «feudalismo» como etiqueta general para el contexto eu­
ropeo). Las definiciones del modo feudal de producción varían. La
más sencilla es la siguiente: la extracción d e fu er z a d e trabajo ex ce­
d en te d e un cam pesinado d ep en d ien te m ed ia n te la renta d e la tierra
obten ida p o r una clase d e terratenientes (por ejemplo, Dobb, 1946).
Hay dos elementos de esta definición que exigen una explicación.
«Dependencia» significa que el campesino estaba jurídicamente ads­
crito a una parcela determinada de tierra o a un señor determinado,
de modo que no era posible salirse libremente de la relación feudal.
La servidumbre era la forma más habitual de esa dependencia. «Ren­
ta de la tierra» implica que una clase de terratenientes poseía colec­
tivamente la tierra (es decir, no como propietarios privados, indivi­
duales) y que el campesinado había de pagar una renta, normalmente
en servicios de trabajo, a fin de labrarla y, en consecuencia, de vivir.
Así, el señor individual no poseía la propiedad absoluta. Y como la
fuerza de trabajo estaban vinculada a la tierra y al señor, no se la
podía tratar como mercadería intercambiable por otros factores de
producción.
Así podemos añadir dos cuestiones más a nuestra explicación de
la transición: ¿ C óm o pasó la p rop ied ad a ser individual y a bsolu taf
¿ C óm o se con virtió la fu er z a d e trabajo en una m ercad ería ? En este
capítulo no se hace sino empezar a responder a esas preguntas, por­
que en la primera fase de la transición los cambios en las relaciones
de propiedad no se produjeron sino de forma embrionaria. El co­
mentario continuará en los capítulos siguientes.
Hasta ahora me he ocupado de la transición como si fuera me­
ramente económica. Pero no podemos identificar esta transición eco­
nómica específica con toda la evolución histórica de Europa. El modo
capitalista de producción, al igual que todos los modos de produc­
ción, es un tipo ideal, una abstracción. Si el capita/zsmo llegó a do­
minar la vida social real, no era probable que fuese tan puro como
podría implicar la definición. Al igual que todos los modos de pro­
ducción, necesitaba de la fuerza, la institucionalización política y una
ideología, y era probable que sus necesidades tuvieran como resul­
tado unas formas intermedias de organización social. Para explicar
el auge del capitalismo —y, de hecho, del feudalismo— hemos de
hallar las interrelaciones de las cuatro formas principales de poder:
económico, militar, político e ideológico. Así, ni el feudalismo ni el
capitalismo, si se utilizaban como periodizaciones generales de la his­
toria de Europa, serían etiquetas meramente económicas. En vista de
eso, no parece oportuno utilizarlas como designaciones generales de
la Europa medieval ni de la moderna. El proceso del dinamismo
europeo no es la transición del feudalismo al capitalismo. Me ocu­
paré de demostrarlo en este capítulo y en los dos siguientes.
En los dos capítulos siguientes demuestro que el estado final de
la sociedad europea, además de ser el capitalismo y el industrialismo,
ha sido también una serie segmentada de redes nacionales de inter­
acción social, es decir, una red internacional multiestatal, geopolítica
y diplomática. No podemos explicar la estructura ni el dinamismo
europeos sin un análisis del auge de Estados nacionales competitivos
y aproximadamente iguales. Veremos que éstos, a su vez, eran en
parte, quizá incluso en gran parte, productos de reorganizaciones
inducidas por la evolución de las relaciones de poderío militar.
En este capítulo argumento en ese sentido con respecto a la so­
ciedad medieval. La dinámica que contenía no era puramente eco­
nómica, situada en el marco del modo feudal de producción que he
definido, o del que pudiese definir cualquiera. La mayor parte de
los historiadores está de acuerdo en que una explicación de «la tran­
sición» debe abarcar muchísimos factores, algunos económicos y
otros no económicos. Pero sus argumentos tienden a ser detallados
y, en algunos respectos, casuísticos. Creo que podemos ser más sis­
temáticos que ellos si examinamos las formas de organización de las
cuatro fuentes de poder. Las anteriores teorías sistemáticas de «la
transición» han tendido a ser materialistas: neoclásicas o marxistas.
La transición sólo es explicable en términos de una combinación de
organizaciones de poder económico, militar, político e ideológico.

R esum en d el a rgu m en to

La estructura social que se estabilizó en Europa después de ter­


minar las migraciones y las invasiones de los bárbaros (es decir, para
el año 1000 d.C.) era una federación múltiple y acéfala. Europa no
tenía cabeza ni centro, sino que era una entidad integrada por una
serie de redes de interacción que se entrecruzaban. En otros capítu­
los ya he descrito tipos anteriores de federaciones acéfalas, en la
Sumeria inicial y en la Grecia clásica. Pero sus estructuras habían
sido más sencillas que las de Europa. En aquellos casos, cada unidad
política (ciudad-Estado o liga federada de Estados o de tribus) había
coordinado el poder económico, militar y, hasta cierto punto, el
ideológico dentro de sus territorios. Las federaciones de Sumeria y
de Grecia eran predominantemente geopolíticas, integradas por una
serie de unidades monopolistas y territoriales. Eso no ocurría en la
Europa medieval inicial (aunque sí más tarde), donde las redes de
interacción basadas en el poder económico, militar e ideológico di­
ferían en su espacio geográfico y social, y ninguna era de carácter
unitario. En consecuencia, ningún órgano determinado de poder con­
trolaba un territorio bien definido, ni el pueblo contenido en él. El
resultado era que casi todas las relaciones sociales estaban muy lo­
calizadas, centradas intensamente en una o más de varias comunida­
des de tipo celular: el monasterio, la aldea, el señorío, el castillo, la
ciudad, el gremio, la cofradía, etc.
Pero las relaciones entre aquellas múltiples redes de poder esta-
ban reguladas. Prevalecía el orden, y no el caos. El principal órgano
regulador era la Cristiandad, que era con mucho la más extensiva de
las redes de poder. Veremos que la Cristiandad combinaba de forma
contradictoria y, de hecho, dialéctica las dos principales caracterís­
ticas de poder ideológico. Era transcendental, pero reforzaba la mo­
ral in m an ente de un grupo social ya existente, una clase gobernante
de señores. Esa combinación ayudaba a asegurar un nivel básico de
pacificación normativa, confirmando las relaciones de propiedad y
mercados en el interior de las células y entre ellas. En segundo lugar,
cada red de poder local era relativamente extrovertida, se considera­
ba parte de un todo mucho mayor y, en consecuencia, era poten­
cialmente expansionista. Las civilizaciones anteriores no habían apor­
tado una estructura de poder extensivo sino a un costo enorme, a
menudo mediante lo que he calificado en capítulos anteriores de
cooperación obligatoria. Ahora se aportaba bastante de esa estruc­
tura por medios ideológicos, por el cristianismo sin un Estado, de
modo que la expansión y la innovación podían surgir de la célula
local intensiva. La dinámica feudal inicial centrada en la economía
era fundamentalmente intensiva, porque el poder extensivo ya lo
aportaba la Cristiandad. La infraestructura económica, la economía
de aldea-señorío, que introdujo innovaciones como el arado pesado
y el sistema de tres hojas y hasta la economía de comercio centrada
en las ciudades, dependían de la «infraestructura» del cristianismo.
La metáfora es perversa, y lo es deliberadamente, porque deseo vol­
ver a atacar los modelos infraestructura/superestructura y material/
ideal.
Eso aclara una heterodoxia relativa de mi argumento: el cristi-
nismo en cuanto a sistema n orm a tivo se ha dejado de lado como
factor causal en la aparición del capitalismo. No fue sólo el impacto
psicológico de sus doctrinas (como en los enfoques weberianos del
sistema) lo que impulsó el capitalismo, sino también el hecho de que
aportaba una pacificación normativa, en el sentido durkheimiano.
Este contraste se comentará en términos teóricos en el volumen III.
Este enfoque también implica otra heterodoxia parcial: sitúo el
dinamismo mucho antes de lo que viene siendo convencional. Des­
pués de todo, los factores que se acaban de mencionar ya estaban
establecidos hacia el 800 d.C. Una vez rechazados los últimos me­
rodeadores —vikingos, musulmanes y hunos—, digamos para el año
1000 d.C., la dinámica debería haber sido evidente. Aduciré que
efectivamente fue así. O sea, que la mayor parte de los factores que
desempeñan un papel en casi todas las explicaciones de la dinámica
feudal —la aparición de las ciudades, las reacciones de señores y
campesinos a la crisis del siglo XIV, la resurrección del derecho ro­
mano, el auge del Estado burocrático y de la contabilidad, la revo­
lución en la navegación, el Renacimiento del siglo X V, el protestan­
tismo— eran las fases avanzadas de una dinámica ya bien establecida.
En consecuencia, no se les dedicará mucho espacio en este capítulo.
No reivindico ninguna originalidad al situar la dinámica tan tem­
prano. Duby (1974), Bridbury (1975) y Postan (1975) han situado
la reanimación económica bastante antes del 1000 d.C. Muchos his­
toriadores han subrayado los logros políticos, militares y culturales
de las élites gobernantes francas y normandas, aduciendo que en sus
dominios ocurrió un auténtico Renacimiento entre 1050 y 1250, apro­
ximadamente. Trevor-Roper (1965) aduce que sus logros fueron ma­
yores que los del Renacimiento del siglo X V, que han sido más divul­
gados.
Otros muchos historiadores han infravalorado los logros de la
Europa medieval mediante el uso poco cauteloso de la sociología
comparada. Se ha convertido en un lugar común comparar a Europa
con sus contemporáneos de Asia y el Oriente Medio, y comparar la
barbarie de la primera con la civilización de los segundos, en especial
de China. De ello se desprende que el punto en que Europa «al­
canzó» a Asia debe de haber sido tardío. Generalmente se escoge el
año 1450 o el 1500 como el momento en que se produjo ese «al­
cance», generalmente porque ése es el período de la expansión
naval de Europa y de la revolución de Galileo en las ciencias. Un
autor típico es Joseph Needham (1963), que al comparar Europa con
China hace hincapié en Galileo: Con «el descubrimiento de la téc­
nica básica de descubrimientos científicos, la curva de la ciencia y la
tecnología en Europa empieza a ascender de forma violenta, casi
exponencial, y alcanza el nivel de las sociedades asiáticas». Si esa es
la cronología del alcance, también es probable que la dinámica de la
transición se halle en causas tardías.
Pero eso es hacer una sociología comparada superficial. Son po­
cas las sociedades a las que se puede colocar sencillamente unas por
encima, o por debajo, de las otras en una sola escala de desarrollo
que mida sus capacidades colectivas. Es más frecuente que las socie­
dades difieran en cuanto a sus logros. Así ocurrió en los casos de la
Europa medieval y de China. La autodenigración europea es erró­
nea. Procede de una obsesión con el «poder extensivo». Medida por
ese rasero, Europa fue por detrás hasta después del 1500. Justo antes,
Marco Polo podía, con toda razón, sentirse maravillado ante el es­
plendor y el poderío militar y político de Kublai Jan: ningún mo­
narca europeo podía apropiarse tamañas riquezas, pacificar tamaños
espacios, movilizar tamaños ejércitos. Los gobernantes cristianos del
norte del Mediterráneo también estaban empeñados en la lucha lar­
ga, incierta y a menudo en retirada con Estados islámicos a lo largo
de muchos siglos del Medievo. Además, casi todas las innovaciones
que resultaron tener grandes consecuencias para el poder extensivo
(sobre todo la pólvora, la brújula y la imprenta) llegaron del Orien­
te. Europa solía ser inferior y nunca superior, en poderes extensivos
hasta después del 1500. Pero, como veremos más adelante, en otra
gama de logros del poder, los intensivos, especialmente en la agri­
cultura, Europa ya se iba adelantando mucho a partir del 1000 d.C.
Bajo ese prisma, la revolución galileana fue un producto de esos
logros. De hecho, los principales logros de nuestra era científica,
industrial, capitalista, tienen sus orígenes en torno a esa fecha.
Empiezo con una decripción extensa de las redes múltiples de
poder hasta 1155t d.C. Esa fecha tiene sentido en Inglaterra al seña­
lar el comienzo del reinado de Enrique II, un notable edificador del
Estado. En términos europeos, la fecha es arbitraria, pero la perio-
dización general que indica es significativa en tres aspectos. En pri­
mer lugar, habían empezado a funcionar todas las redes de poder en
la forma general en que las describo. En segundo lugar, ya era evi­
dente el dinamismo esencial europeo. En tercer lugar, cualquier fe­
cha apreciablemente más tardía empezaría a deformar las redes de
poder, en especial las que eran resultado de los cambios político-fis-
cales-militares comentados en el capítulo siguiente. Estos tendieron
a favorecer unas redes de interacción más unitarias y centralizadas
territorialmente, en el sentido de los «Estados nacionales», a fomen­
tar métodos más extensivos de control social y a debilitar el papel
integrador de la Cristiandad. Por tanto, a partir de esa fecha apro­
ximadamente, el modelo que acabo de esbozar se hace menos apli­
cable y comienza la segunda fase de la transición. Pero si el dina­
mismo ya era evidente, primero tenemos que eliminar esos elemen­
tos de nuestra explicación.
La fecha también hace evidente una limitación empírica de mi
análisis a lo largo de los capítulos siguientes. Centro el comentario
en el caso de Inglaterra, aunque de vez en cuando se harán compa­
raciones con otras regiones de Europa.
El feu d a lism o co m o redes múltiples de interacción:
P od er ideológico, político/militar y eco n óm ico

El poder ideológico

La red de interacción más extensiva se centraba en la Iglesia Ca­


tólica La Cristiandad católica se extendía por una zona de más o
menos un millón de kilómetros cuadrados, aproximadamente la mis­
ma superficie que habían tenido los imperios más extensos de la
historia anterior, el romano y el persa. Se difundía por conversión,
en general, organizada desde el 500 d.C., aproximadamente, bajo la
autoridad del obispo de Roma. A partir de esa fecha, también apro­
ximadamente, se inician sus reivindicaciones de la supremacía sobre
la iglesia, dotada de una infraestructura administrativa bajo el Papa
Gregorio I Magno (590-640). Esa reivindicación debía gran parte de
su fuerza al atractivo de la Roma imperial. Así lo indica la extensa
circulación en el siglo VIII de la Donación de Constantino, presunta
carta del gran emperador cristiano en la que hacía donativo el Papa
de la ciudad de Roma y del Imperio de Occidente, pero que en
realidad era una falsificación papal.
La infraestructura del poder papal sobre un territorio tan enorme
tenía grandes limitaciones. Para fines del siglo XI, esa red de poder
ideológico estaba firmemente establecida por toda Europa en dos
jerarquías autoritarias paralelas de obispados y comunidades monás­
ticas, cada una de las cuales era responsable ante el Papa. Su infraes­
tructura de comunicaciones estaba constituida por la escritura en una
lengua común, el latín, sobre la cual gozó de un cuasi monopolio
hasta el siglo XIII. Su subsistencia económica estaba asegurada por
los diezmos de todos los fieles y por las rentas de sus propias fincas,
muy extensas. El D om esday Book * inglés revela que en 1086 la
iglesia recibía el 26 por Í00 del total de las rentas de las tierras
cultivables de Inglaterra, lo cual era más o menos característico de
la Edad Media en la mayor parte de Europa (véase Goody, 1983:
125 a 127). Ideológicamente, estaba sustentada por una concepción
monárquica de la autoridad religiosa que, según se afirmaba, era

1 Se encuentran buenas fuentes generales para esta sección en Trevor-Roper, 1965,


y Southern, 1970.
* Especie de combinación de catastro y censo, mandado levantar en 1085-86 por
Guillermo I el Conquistador. (N. del T.)
superior en un sentido último a la autoridad secular. En términos
reales, existía una lucha constante y fluctuante por el poder entre
los gobernantes seculares y la iglesia. Pero esta última siempre poseía
su propia base de poder. Internamente, se regía por el derecho ca­
nónico. Por ejemplo, a los clérigos se los juzgaba en sus propios
tribunales, sobre los cuales no tenían poderes los gobernantes secu­
lares. Los tentáculos de esta institución alcanzaban a la vida de cada
corte, de cada señorío, de cada aldea, de cada ciudad de Europa. Sus
poderes le permitían transformar las normas sobre los matrimonios
y la vida familiar, por ejemplo (véase Goody, 1983). De hecho, ésta
fue la única red autoritaria de interacción que se difundió de forma
tan extensiva al mismo tiempo que también penetraba intensivamen­
te en la vida cotidiana.
Había tres logros y una limitación y contradicción de tal exten­
sión. En primer lugar, la ecu m en e católica fue sobreviviendo y re­
forzándose como forma de identidad social difusa mayor que la apor­
tada por ninguna otra fuente de poder. Eso es un hecho cierto aun­
que comparemos la identidad ecuménica con la conferida por un país
relativamente grande, homogéneo y centrado en un Estado como
Inglaterra después de la conquista normanda. Con una mezcla tan
reciente de poblaciones y de idiomas, resultaba difícil que surgiera
una identidad territorial local, aunque con el tiempo y dada la esta­
bilidad de la población, sí que surgió. La identidad de la Cristiandad
era transnacional, y no se basaba en el territorio ni en la localidad,
sino en algo más amplio, algo más abstracto y transcendental.
Intentemos una pequeña reconstrucción hipotética del caso de
Inglaterra. Si pudiéramos retroceder a la Inglaterra de en torno a
1150 armados con cuestionarios, dictáfonos y los conocimientos lin­
güísticos necesarios para preguntar a una muestra de la población,
con la circunspección debida, a qué grupo social pertenecía, recibi­
ríamos respuestas bastante complejas. La mayor parte no podría ci­
tar una sola identidad. Los señores, a los que entrevistaríamos en el
francés de Normandía (aunque podríamos intentar el latín) podrían
indicar que eran caballeros; cristianos, naturalmente; podrían expli­
car una genealogía que indicara que además eran de origen norman­
do, pero estrechamente vinculados con el rey angevino de Inglaterra
y con los barones ingleses. Pensarían que, en general, sus intereses
correspondían a los de los señores del reino de Inglaterra (quizá com­
prendidas sus posesiones francesas y quizá no), en lugar de, por
ejemplo, a los intereses de los señores del reino de Francia. No estoy
seguro de dónde colocarían al «pueblo» —cristiano, pero bárbaro,
rústico, analfabeto— en su mapa normativo. Los comerciantes, a los
que entrevistaríamos en diversas lenguas, podrían decir que eran in­
gleses o de las ciudades hanseáticas de la costa del Báltico, o de
Lombardía; si eran ingleses, probablemente darían muestras de un
«nacionalismo» más xenófobo que el de ningún otro grupo, debido
a sus intereses particulares; eran cristianos, naturalmente, y sus in­
tereses correspondían a una combinación de autonomía gremial y de
alianza con la corona inglesa. El alto clero, al que entrevistaríamos
en latín, diría que ante todo era cristiano. Pero entonces encontra­
ríamos a menudo una clara solidaridad de clase, basada en el paren­
tesco, con los señores, y una solidaridad imbricada con algunos se­
ñores y comerciantes, aunque con una evidente exclusión del pueblo,
centrada en la posesión del alfabeto. El cura de la parroquia, con el
cual podríamos intentar el latín (y, en su defecto, el inglés antiguo),
podría decir que era cristiano e inglés. Algunos afirmarían, quizá sin
demasiada razón, que eran literati. A los campesinos, la inmensa
mayoría de nuestra muestra, los entrevistaríamos en los diversos dia­
lectos del inglés antiguo y amalgamas del sajón, el danés, el celta y
el francés de Normandía (de los cuales no tenemos sino la más vaga
idea). Serían, aunque ellos no lo dijeran, illiterati, término insultante
que denotaba exclusión y no pertenencia a una comunidad. Dirían
que eran cristianos y, después, quizá dijeran que eran ingleses o de
Essex, la Northumbria o Cornualles. Sus lealtades serían confusas:
a su señor local (temporal o espiritual); a su aldea u otra red de
parentesco y (si eran libres) a su rey, al cual juraban lealtad anual­
mente. Esto último era raro en Europa y denota una vez más la
fuerza excepcional de la corona inglesa. Ya desearíamos saber si los
diversos estratos del campesinado tenían alguna sensación real de ser
«ingleses». Probablemente sí inmediatamente después de la invasión
normanda, en oposición a sus nuevos gobernantes. Pero, ¿y más
tarde, cuando los normandos se hicieron anglonormandos? No lo
sabemos.
La principal conclusión es inconfundible. La sensación más fuer­
te y extensiva de identidad social era la de ser cristiano, aunque eso
era al mismo tiempo una identidad transcendental unificadora y una
identidad dividida por las barreras imbricadas de clase y de nivel de
alfabetización. En todas esas divisiones se entrecruzaban lealtades
para con Inglaterra, pero éstas eran variables y, en todo caso, in­
cluían vínculos y obligaciones dinásticos menos extensivos. Así, la
identidad cristiana aportaba tanto una humanidad común como un
marco para divisiones comunes entre europeos.
Examinemos en primer lugar la identidad transcendental común.
Su aspecto más interesante era la forma en que iba creando extensi-
vidad. Aparte de las actividades comerciales, es probable que el modo
más frecuente de viajar por Europa fueran los desplazamientos de
tipo religioso. Los clérigos viajaban mucho, pero también los segla­
res que hacían peregrinaciones. De éstas se ha dicho que eran la
«terapia de la distancia». Casi todos los que podían permitírselo
expiaban sus pecados en algún momento de sus vidas mediante des­
plazamientos de una región a otra, o incluso de un extremo a otro
del continente, para recibir las bendiciones que conferían las reliquias
sagradas. Los cínicos decían que había suficientes pedazos de la San­
ta Cruz esparcidos por todos los santuarios como para construir una
flota de combate que reconquistase la Tierra Santa. Pero Europa
estaba integrada por 'la dispersión, por los constantes viajes para
visitar esas reliquias, por la experiencia culta y culminante de p ra e-
sentia, la supuesta presencia física de Cristo o de un santo en deter­
minados santuarios (Brown, 1981).
En el plano ético, la iglesia predicaba la consideración, la decen­
cia y la caridad para con todos los cristianos: una pacificación nor­
mativa básica, sucedáneo de la pacificación coercitiva que normal­
mente se exigía en las sociedades extensivas anteriores. La principal
sanción que podía imponer la iglesia no era la fuerza física, sino la
exclusión de la comunidad: en último recurso, la excomunión. Extra
ecclesiam nulla salus (fuera de la iglesia no existe salvación) era una
regla que se aceptaba universalmente. Incluso el peor de los bandi­
dos le tenía miedo a la excomunión, deseaba morir con la absolución
y estaba dispuesto a pagar a la iglesia (aunque no siempre a cambiar
de comportamiento) por recibirla. El aspecto más negativo de la
pacificación normativa era el trato salvaje que se infligía a quienes
estaban fuera de la ecu m en e, a los cismáticos, los herejes, los judíos,
los musulmanes y los paganos. Pero su gran logro fue la creación
de una sociedad normativa mínima por encima de las fronteras es­
tatales, étnicas, de clase y de sexo. Esto no incluía en ningún sentido
significativo a la iglesia bizantina. Pero integraba a las dos principa­
les áreas geográficas de «Europa», los países mediterráneos con su
acervo cultural, sus técnicas de poder predominantemente extensivas
(alfabetización, moneda, latifundios y redes de comercio) y la Eu­
ropa nordoccidental, con sus técnicas de poder más intensivas (arado
en profundidad, solidaridades de aldea y de parentesco y guerra
organizada localmente). Si se podían mantener a los dos regímenes
en una sola comunidad, entonces el desarrollo de Europa era una
consecuencia posible de su intercambio creativo. No contemplemos
esta comunidad religiosa en términos de la piedad moderna. Tam­
bién existía un folklore vulgar procaz que satirizaba la religión co­
mún, interpretado por actores y mendigos itinerantes, cuyas obras
de teatro y cuyos sermones escandalizarían por blasfemos a las con­
gregaciones modernas de la iglesia, al igual que sus parodias de los
principales ritos religiosos. Los predicadores que atraían a públicos
de millares de personas tenían conciencia de los trucos del oficio.
Uno de ellos, Olivier Maillard, escribía notas al margen para recor­
dar que debía «sentarse-ponerse en pie-secarse el sudor-¡ejem, ejem!-
gritar como un poseso» (citado por Burke, 1979: 101; cf. 122 y 123).
El segundo logro de la identidad extensiva de la iglesia fue que
se convirtió en el principal custodio de la civilización, en mayor
medida que las distintas unidades políticas, militares o económicas
de principios del período medieval. El carácter transcendental de la
identidad era evidente a cuatro niveles. En primer lugar, al nivel
regional, los obispos y los sacerdotes coordinaban las campañas para
liberar a un vecindario de los bandidos y de los señores rapaces. Uno
de esos movimientos, la Pax Dei, proclamada en Francia en el 1040,
daba protección a los sacerdotes, los campesinos, los viajeros y las
mujeres. Curiosamente, a nuestros ojos, también declaraba un ar­
misticio desde los miércoles al atardecer hasta los lunes por la ma­
ñana. Aunque el éxito de esos movimientos era limitado, tanto los
gobernantes laicos como el papado pudieron más adelante utilizarlos
como punto de partida (Cowdrey, 1970). Establecieron distinciones
medievales entre guerras «justas» e «injustas» y normas que regían
el trato del que eran objeto los no combatientes y los vencidos.
Ninguna de esas normas y reglas gozaba de aceptación universal.
Las infracciones eran tan frecuentes que produjeron una literatura
cínica y moralizante a todo lo largo de la Edad Media. Erasmo
culminaba una larga tradición cuando escribía acerca de quienes «han
averiguado la forma en que un hombre puede sacar la espada y
envainarla en las entrañas de su hermano y, sin embargo, no infringir
el deber de la segunda tabla, que nos obliga a amar al prójimo como
a nosotros mismos» (citado en Shennan, 1974: 36). Pero se conside­
raba que la moralización y las admoniciones tenían una cierta fuerza
potencial y no manaban del Estado, sino de Europa como un todo.
En segundo lugar, al nivel político, los obispos y los abades ayu­
daban al gobernante a controlar sus dominios, al aportar tanto la
autoridad sacra como los clérigos letrados por su cancillería y res­
paldar su autoridad judicial con legitimidad y eficiencia. Más ade­
lante veremos que esa autoridad resultó ser la fuente de muchas más
cosas.
En tercer lugar, al nivel continental, el papado era el principal
árbitro de la política interestatal, al mantener un equilibrio del poder
y refrenar a monarcas demasiado dominantes en sus conflictos con
gobernantes menores. La excomunión podía liberar a los vasallos de
un monarca de su juramento de fidelidad. Entonces cualquiera podía
apoderarse de las tierras de aquél. La iglesia garantizaba el orden
continental, pero podía desencadenar el caos. Esa amenaza llevó a
la humillación tanto de Enrique II como de Juan, rey de Inglaterra.
Más espectacular fue él trato sufrido por el gran emperador alemán
Enrique IV, obligado en 1077 a esperar la absolución del papa du­
rante tres días, en pleno invierno, en el patio exterior de Canossa.
Y en cuarto lugar, en la política intercontinental, el papado coor­
dinaba la defensa de la Cristiandad y los primeros contraataques, las
Cruzadas en Tierra Santa, que, pese a ser transitorias, indicaron que
la Cristiandad occidental no caería ante el Islam (aunque, al revelar
la división entre las iglesias occidental y oriental, probablemente con­
tribuyeron a la caída de los Balcanes y el aislamiento de Constanti-
nopla). La grandeza de la Cristiandad latina y de su papado no era
meramente espiritual. En un sentido secular y diplomático, la iglesia
era superior, sin disponer directamente de un solo ejército.
El tercer logro extensivo de la iglesia fue económico. Su pacifi­
cación normativa permitió que se comerciara con más productos a
mayores distancias de lo que podría normalmente ocurrir entre un
número tan elevado de dominios de Estados y gobernantes pequeños
y a menudo muy rapaces. Como veremos más adelante, la supervi­
vencia del comercio a distancia fomentó la producción de mercade­
rías para el intercambio mercantil en el período medieval.
Pero los efectos económicos también eran cualitativos. Igual que
la iglesia rebasaba políticamente a los gobernantes, también los re­
basaba económicamente. En la medida en que era la Cristiandad la
que establecía la pacificación, no la establecían los Estados. Natu­
ralmente, los Estados complementaban ese nivel de pacificación y a
partir del 1200, aproximadamente, empezaron a sustituirlo. Pero, al
principio, el control que podían ejercer sobre la producción y el
comercio en virtud de las funciones que desempeñaban era limitado.
Eso se notaba especialmente en la esfera de la producción, logística-
mente más difícil de controlar para un Estado que el comercio a
distancia (que se desplazaba visiblemente por unas cuantas rutas de
comunicación). Las relaciones de producción, comprendidas las re­
laciones de propiedad, estaban en gran medida ocultas a la injerencia
del Estado. La pacificación normativa aseguraba el respeto a la pro­
piedad.
Además, la ecu m e n e cristiana afectaba a la forma de las relaciones
de propiedad. Cuando todas las clases y las etnias, y ambos sexos,
compartían (¡quizá apenas!) una humanidad común, con igualdad
ante Dios, en teoría era improbable que aparecieran formas de pro­
piedad que confiriesen un poder monopolístico a una clase, una etnia
o un sexo. Como caso extremo, la esclavitud estaba en decadencia
entre los cristianos europeos. Pero las pretensiones de propiedad
monopolística de la clase dominante de los terratenientes estaban tan
sometidas al rebasamiento cristiano como las de los gobernantes po­
líticos. En la medida en que el cristianismo en su forma original
tendía poder sobre la economía, dispersaba los derechos de propie­
dad, no los concentraba. Entonces, ¿seguía siendo la religión uni­
versal y salvacionista de Cristo?
Esa pregunta vuelve a plantear la limitación y la contradicción
fundamentales del cristianismo, evidentes en el capítulo 10. La Cris­
tiandad reivindicaba sólo una ecu m en e especializada, sagrada y su­
puestamente no secular. El papado no aspiraba a un poder universal
monopolista. Si las autoridades seculares apoyaban su poder espiri­
tual y cedían en las cuestiones límite —sus poderes para consagrar
a sus propios obispos y ungir a los gobernantes laicos, disciplinar a
los clérigos en tribunales eclesiásticos, monopolizar las instituciones
de enseñanza—, entonces, decía el papado, podían gobernar en su
propia esfera y con su bendición. Pero en la práctica las dos esferas
eran inseparables. En particular, la secular había penetrado en el
corazón de la sacra. En el capítulo 10 he descrito cómo, antes del
derrumbamiento del Imperio Romano de Occidente, la iglesia había
titubeado, sin poder todavía abandonar sus orígenes comunitarios,
relativamente igualitarios contrarios a la Roma pagana, pero silen­
ciosa y pragmáticamente había ido adaptándose a las estructuras im­
periales romanas. Papas como Gregorio I, León II (que coronó a
Carlomagno) y Gregorio VII se congratularon de que hubiera ocu­
rrido así. Esa visión jerárquica de la misión cristiana la reproducían
a los niveles inferiores de la iglesia los obispos y los sacerdotes.
Reforzaba las tendencias jerárquicas en las estructuras del poder se­
cular (que se analizarán dentro de un momento).
La iglesia contradecía sus propios orígenes más humildes. Legi­
timaba una distribución muy desigual de los recursos económicos.
Lo que es más importante para nuestro relato, legitimaba una dife­
rencia cualitativa entre señores y campesinos. Existía una teoría se­
cular y también una realidad secular, de que esos grupos desempe­
ñaban papeles cualitativamente diferentes en la sociedad: los señores
defendían, los campesinos producían. La iglesia añadió una función
de lo sagrado. Si pudiera expresarse la nueva ortodoxia de la iglesia
en una sola frase, sería el adagio tan repetido de «el cura reza, el
caballero defiende, el villano trabaja». Esto contiene una separación
cualitativa entre la propiedad y el trabajo. ¡El villano es el único que
trabaja!
Así, la iglesia reforzó la moral de clase de los señores, al revestir
su dominación de cualidades sagradas. Es algo que no nos resulta
fácil comprender. En nuestra propia era hace mucho tiempo que las
clases dominantes han abandonado las justificaciones sacras y adop­
tado las pragmáticas («el capitalismo funciona»). Nos resulta más
fácil entender el elemento que más tiempo sobrevivió y que, de he­
cho, se vio realzado a lo largo de la Baja Edad Media: los derechos
y los deberes sagrados de la monarquía. Pero ése no era el sentido
principal de la ideología medieval inicial. Aunque las reivindicacio­
nes de los reyes ingleses y franceses sobre sus señores fueron gene­
ralmente en aumento a lo largo del siglo XII, las del emperador
alemán fueron debilitándose. En cualquier caso, en todos los países
se fue centrando más atención en las cualidades y los vínculos com­
partidos por señor y vasallo. El príncipe y el caballero soltero con
un solo señorío compartían el culto de la nobleza y de la caballería.
La caballería quedó definida, lo mismo que sus deberes: lealtad,
renuncia al saqueo, defensa de la fe, combate por el bien común y
protección de los pobres, las viudas y los huérfanos. Todo ello en­
cajaba en una pauta más general de moralidad que aunaba las virtu­
des cardinales de caballerosidad, valor, justicia, prudencia y conti­
nencia, más una novedad especial, el homenaje del caballero a su
dama. Surgieron los rituales de los torneos, los ceremoniales corte­
sanos y la caballería andante.
Todo esto se celebró en la gran literatura europea del siglo XII
y principios del XIII, los romances cortesanos y la poesía lírica que
difundieron los poetas, los trovadores y los M innesdnger de la pe­
queña nobleza. Los límites entre lo sacro y lo profano constituyen
el meollo de parte de la literatura más duradera y especialmente de
los romances del ciclo arturiano. La pureza de Galahad, que halla y
consigue el Santo Grial, no es de este mundo. Los pequeños pecados
de Parsifal y Gawain, que no pueden sino vislumbrar el Santo Grial,
representan el máximo de lo que pueden alcanzar los seres verdade­
ramente humanos. Las grandes fragilidades de Lanzarote, Ginebra y
el propio Arturo representan tanto Jos mayores logros como las
trágicas transacciones morales del mundo real. Casi toda esta litera­
tura común europea es muy introspectiva en términos de clase. Como
señalan agudamente Abercrombie, Hill y Turner (1980), era relati­
vamente escasa la ideología literaria que se ocupaba del pueblo o que
justificaba la dominación sobre éste. Se trata menos de una ideología
de explotación de clase que de una ideología preocupada por el com­
portamiento moral en el seno de una clase cuya explotación ya está
firmemente institucionalizada. Por eso pueden resultarnos tan atrac­
tivos tantos romances medievales. La búsqueda del honor, la decen­
cia y la pureza da por sentado el marco social particular y a menudo
brutal, de la época, y parece «intemporal». Pero esa cualidad emana,
paradójicamente, de sus hipótesis de clase. Al combinar una búsque­
da de significado, de normas y de expresión ritual y estética con
tanto vigor, la literatura constituye un ejemplo extraordinariamente
vivido de la ideología como una moral inmanente de clase.
El parentesco y la genealogía aportaban una especie de infraes­
tructura por conducto de la cual se desplazaban esos mensajes de
clase. Como dice Tuchman:

Los matrimonios constituían la trama de las relaciones internacionales, ade­


más de internobiliarias, la fuente primordial de territorios, soberanía y alian­
za y el principal objeto de la diplomacia medieval. Las relaciones entre
países y gobernantes no dependían en absoluto de fronteras comunes ni
intereses culturales, sino de vínculos dinásticos y parentescos fantásticos que
podían convertir a un príncipe de Hungría en heredero del trono de Nápoles
y a un príncipe inglés en aspirante al de Castilla... Tanto los Valois de
Francia como los Plantagenet de Inglaterra, los Luxemburgo de Bohemia,
los Wittelsbach de Baviera, los Habsburgo de Austria, los Visconti de Milán,
las casas de Navarra, Castilla y Aragón, los duques de Bretaña, los condes
de Flandes, Hainault y la Saboya, estaban entrelazados en una intrincada
red, en cuya formación había dos cosas que nunca se tenían en cuenta: los
sentimientos de las partes en el matrimonio y los intereses de los pueblos
a los que éste afectaba. [1979: 47.]

Esos vínculos llevaban casi con tanta frecuencia a la guerra como


a la paz, pero ambas cosas estaban muy ritualizadas. Los espectácu­
los estéticos del cortejo diplomático, la procesión coreografiada del
pretendiente o sus representantes, las fiestas, los torneos, incluso los
encuentros de rivales genealógicos en el campo de batalla, eran todos
elementos que daban solidez a la clase noble como un todo.
Tuchman nos muestra un cuadro que resume los conflictos de la
nobleza, pero también su solidaridad última (1979: 178 a 180). Co­
rresponde a un período algo más tardío, pero puede considerarse
típica de varios siglos de vida aristocrática. Dos grandes nobles del
sur de Francia, el Captal de Buch, señor gascón, y Gastón Phoebus,
Conde de Foix (cuyos nombres y títulos son ejemplo de la diversi­
dad étnica de origen de los nobles), estuvieron durante todas sus
vidas en bandos opuestos del gran enfrentamiento por Francia. El
Captal era el principal aliado gascón de los reyes ingleses, mientras
que el conde era fiel a los reyes franceses. Combatieron en ejércitos
opuestos en la gran victoria inglesa de Poitiers, en 1356. Pero como
eran primos y estaban desocupados en la paz que siguió, se fueron
juntos de cruzada a Prusia. Allí disfrutaron de uno de los grandes
y gloriosos placeres de la nobleza cristiana: cazar y matar campesi­
nos lituanos paganos. Al volver juntos con sus séquitos en 1358 se
encontraron por casualidad con uno de los principales acontecimien­
tos de los levantamientos campesinos del norte de Francia, el cerco
de Meaux. «A la cabeza de 25 caballeros con armaduras brillantes y
pendones de plata y azur con estrellas y flores de lis y leones cou-
chant» (símbolos de Francia y de Inglaterra), los dos cargaron contra
el «ejército» campesino en un puente estrecho. La fuerza de su carga
y de la mejor calidad de sus lanzas y sus hachas infligió una terrible
matanza a las primeras filas de los campesinos. El resto huyó y los
caballeros los fueron matando por pequeños grupos en los días si­
guientes. El experimentar un segundo episodio tan glorioso en un
plazo de tiempo tan corto era algo verdaderamente caballeresco y
esas acciones se volvieron a contar muchas veces. Cualesquiera fue­
sen los conflictos entre los nobles, éstos podían unirse contra paga­
nos y campesinos: ¡naturalmente esas dos palabras están emparen­
tadas lingüísticamente.'
Igual que ellos, nosotros también debemos tropezar con una ja c-
q u erie (revuelta) campesina. Los grandes rituales estéticos de la no­
bleza impresionaban y enfurecían por turno a quienes tenían que
pagarlos: los burgueses y los campesinos. Difícilmente podía ser ma­
yor el contraste entre la realidad y lo que a menudo se consideraba
que debía ser el auténtico cristiano.
Las dos formas de poder ideológico, transcendencia e inmanencia
de la clase gobernante, normalmente separadas en la historia anterior
en el Cercano Oriente y en Europa, estaban ya finalmente incrus­
tadas en las mismas instituciones. Evidentemente, el resultado era la
presencia de contradicciones. Como escribió William Langland en
Piers th e P low m an (poco después de 1362): «Pues cuando Constan­
tino dotó a la Iglesia tan generosamente y le dio tierras y vasallos,
fincas y rentas, se oyó que un ángel gritaba en el cielo, por encima
de la ciudad de Roma: “Hoy se ha emponzoñado la riqueza de la
Iglesia, y quienes poseen el poder de Pedro han bebido veneno”»
(1966: 194).
No se podía sofocar del todo a la iglesia primitiva. Los pasos
dados hacia una iglesia jerárquica y de clase provocaron dos reac­
ciones persistentes. La primera consistió en una serie de resurgimien­
tos y reformas del monasticismo, en las que generalmente, y para
denunciar las componendas mundanas, se daba la espalda al mundo,
pero a veces también se intentaba reformar el mundo. La reforma
benedictina del 816-817, el movimiento cluniacense de los siglos X
y X I, casi todas las nuevas órdenes de los siglos XI a X III: cartujos,
cistercienses, franciscanos, los mendicantes y las primeras órdenes
de monjas, fueron elementos de esta primera reacción. Como casi
todos se iniciaron localmente, iban en contra de la vida mundana de
los obispos y los sacerdotes locales y sus relaciones con los gober­
nantes locales, y no contra el papado. Los papas interesados en una
reforma los utilizaban como contrapesos del poder, tanto de los
obispos como de los gobernantes seculares.
La segunda reacción fue más dura, una serie de herejías que re­
chazaban la autoridad papal y la episcopal. Para combatirlas se fun­
daron entre 1215 y 1231 la Inquisición y la Orden de los Dominicos.
Es posible que ello fuera una mala noticia para los herejes, pero es
una buena noticia para el historiador. De los archivos de la Inqui­
sición procede parte de la documentación más vivida y fascinante
sobre la vida medieval y el papel de la iglesia en ella. Recurriré a
dos estudios recientes que demuestran vividamente las dificultades
internas de la iglesia.
Le Roy Ladurie ha utilizado los archivos de la Inquisición sobre
la herejía de los cátaros o albigenses en la aldea pirenaica de Mon-
taillou. El inquisidor, el obispo local, «pedante como un maestro»,
estaba obsesionado por el deseo de saber y de persuadir a los demás
de la verdad de la iglesia que superaba todas las exigencias prácticas
de la situación local. «Pasó dos semanas de su precioso tiempo con­
venciendo al judío Baruch del misterio de la Trinidad, una semana
en hacerle aceptar la doble naturaleza de Cristo y nada menos que
tres semanas de comentarios en explicarle el advenimiento del Me­
sías» (1980: xv). A los campesinos y los pastores también les inte­
resaban las cuestiones de doctrina, no como teología incorpórea,
sino como una explicación de su mundo. La iglesia era una parte
importante de ese mundo: constituía el principal vínculo con el mun­
do exterior y su civilización, era la principal recaudadora de impues­
tos, la que imponía la moral y la que educaba. Parece que las con­
tradicciones evidentes en el papel de la iglesia fueron el principal
alimento de la herejía cátara en Montaillou. Belibaste, que era el
principal hereje del pueblo, decía:

El Papa devora la sangre y el sudor de los pobres. Y los obispos y los curas,
que son ricos, reciben honores y se recrean, se comportan igual... mientras
que San Pedro abandonó a su mujer y sus hijos, sus campos, sus viñedos
y sus posesiones para seguir a Cristo. [P. 333.]

Extraía las conclusiones más extremas:


Hay cuatro grandes diablos que gobiernan el mundo: el Señor Papa, el
diablo mayor al que yo llamo Satanás; el Señor Rey de Francia es el segundo
diablo; el Obispo de Pamiers el tercero, y el Señor Inquisidor de Carcasona
el cuarto. [P. 13.]

Las visiones apocalípticas eran una parte aceptada de la comuni­


cación cultural medieval. Aunque casi todos los visionarios místicos
se retiraban del mundo, el cristianismo (igual que el Islam) generó
muchos visionarios políticos como —en pequeño— lo era Belibaste.
El apocalipsis político se encontraba en casi toda la agitación social,
como parte de lo que Weber consideraba la «inquietud racional» del
cristianismo: un enorme compromiso con la mejora del mundo.
Casi todos los aldeanos eran más prudentes que Belibaste. Pero
su resentimiento ante el poder la iglesia no se derivaba sólo del
resentimiento de los campesinos contra los diezmos y la interven­
ción en su moral. Estaba alentado por su conocimiento de la Biblia
y por la supuesta sencillez de la iglesia primitiva. Ese conocimiento
lo iniciaban los clérigos y los libros, lo transmitían oralmente los
laicos letrados y ocasionaba discusiones animadas y a menudo heré­
ticas en la casa y fuera de ella. La transmisión de la herejía hacia
abajo se veía fomentada por los diversos niveles de respeto mostra­
dos en el marco de la estructura social medieval: diferencia para con
la autoridad de la Biblia, para con los que sabían leer y escribir, para
con las personas de condición de la aldea, para con los cabezas de
familia y para con los ancianos.
Veamos un ejemplo de esto al nivel de quienes sabían leer y
escribir. Uno de ellos dice:

Estaba yo tomando el sol junto a la casa que tenía entonces en Ax... y a


cuatro o cinco palmos, Guillaume Andorran le estaba leyendo un libro en
voz alta a su madre, Gaillarde. Le pregunté:
—¿Qué estás leyendo?
—¿Quieres verlo? —dijo Guillaume.
—Muy bien -r-contesté.
Guillaume me trajo el libro y leí: «En el principio fue el Verbo...»
Era el «Evangelio» en una mezcla de latín y romance, que contenía
muchas cosas que le había oído yo decir al hereje Pierre Authie. Guillaume
Andorran me dijo que se lo había comprado a un cierto comerciante, [p. 237.]

(Pierre Authie, clérigo que sabía leer y escribir, era uno de los
principales cátaros de Ax y murió en la hoguera.)
Al nivel de los analfabetos, un hombre cuenta cómo se había
reunido con un tal Pierre Rauzi para cortar la hierba:

Y mientras afilaba la hoz dijo:


—¿Tú crees que Dios y la Santa Virgen son de verdad algo?
Y yo respondí:
—Sí, claro que lo creo.
Entonces Pierre dijo:
—Dios y la Santa Virgen María no son más que el mundo que podemos
ver, nada más que lo que vemos y oímos.
Como Pierre Rauzi era mayor que yo, pensé que me había dicho la
verdad. Y así seguí creyéndolo siete o diez años, convencido sinceramente
de que Dios y la Virgen María no eran más que este mundo que vemos en
torno a nosotros. [P. 242.]

Estos ejemplos ayudan a demostrar que la herejía no era un le­


vantamiento popular y espontáneo contra la autoridad de la iglesia.
La propia iglesia poseía un «canal alternativo de comunicación», en
la sombra, basado en la enseñanza de la escritura, en la sencillez de
las normas monásticas (no siempre de las prácticas monásticas), en
los predicadores itinerantes y mendicantes, e incluso en el propio
pulpito, todo lo cual señalaba a la atención popular las contradic­
ciones doctrinales y prácticas inherentes en el meollo del cristianis­
mo. Aunque sus funcionarios fomentaban la sumisión a la jerarquía,
su autoridad en la sombra fomentaba tanto la confianza en la racio­
nalidad humana como el juicio de toda la jerarquía por el apocalip­
sis. El canal alternativo de comunicación recuerda al del Imperio
Romano, por conducto del cual se había difundido el cristianismo
(descrito en el capítulo 10).
Estas conclusiones se ven reforzadas por una serie igual de fas­
cinante, pero más tardía, de transcripciones relativas a la herejía de
un tal Menocchio, un molinero italiano, juzgado en 1584 y nueva­
mente en 1599. Las ha sacado a la luz Ginzburg, quien dice que la
herejía se derivaba de «una religión de campesinos, intolerante res­
pecto al dogma y al ritual, vinculada a los ciclos de la naturaleza y
fundamentalmente precristiana» (1980: 112). Por desgracia, ese ar­
gumento se ve refutado por los datos que acumula el propio Ginz­
burg. Menocchio sabía leer y había leído mucho, su trabajo de mo­
linero lo colocaba en el centro de un sistema translocal de econo-
mía-comunicaciones, se defendió en términos de las características
de la iglesia primitiva y del carácter ético de las enseñanzas del pro­
pio Cristo, e incluso después del primer veredicto de herejía recibió
el nombramiento de administrador de los fondos de la iglesia local.
Aquí no se trata de ortodoxia de la iglesia frente a cultura campesi­
na; sí se trata de la inevitabilidad de que la iglesia genere la herejía
a partir de sus contradicciones inherentes. Y eso fue lo que ocurrió
a todo lo largo de la Edad Meida y lo que culminó con el gran cisma
protestante del siglo XVI.
Todo ello se expresaba en forma de movimientos de protesta
religiosa. Pero la divisoria entre la subversión religiosa y la secular
era borrosa. La influencia del cristianismo significaba que práctica­
mente todas las revueltas campesinas y urbanas contenían un consi­
derable elemento religioso. La Revuelta de los Campesinos en In­
glaterra, en 1381, fue fundamentalmente política y económica en
cuanto a sus objetivos. Pero uno de sus dirigentes, John Ball, era
sacerdote. Su famoso sermón inflamatorio se basaba en un mito cris­
tiano primitivo, muy difundido por conducto de Piers th e P lowm an,
de Langland:
Cuando Adán araba y Eva hilaba,
¿Quién era allí el que mandaba?

Y uno de los principales actos de los rebeldes consistió en des­


tripar al arzobispo de Canterbury, al que consideraban el principal
arquitecto del odiado Impuesto de Capitación, de 1377. En todas las
aldeas de la Cristiandad la iglesia desempeñaba sus papeles contra­
dictorios: legitimaba el poder del papa, el rey y el señor, pero si­
multáneamente los subvertía.
No se trataba sólo de que un nivel existente de lucha de clases
se expresara en el idioma del cristianismo; más bien, el cristianismo
extendía y reorganizaba la misma lucha de clases. Recordemos las
diversas «fases» de la lucha de clases que se enumeraron en el capí­
tulo 7. La primera era la lucha de clases latente. Esta es inevitable
y ubicua (si existe cualquier división entre productores y expropia-
dores), pero es «cotidiana», con límites locales, subrepticia y habi­
tualmente invisible a la mirada del historiador. En este sentido, siem­
pre hay clases y luchas de clases, pero su capacidad para estructurar
las sociedades es limitada. Las formas más extensivas de organiza­
ción del poder en esta fase suelen ser horizontales y clientelistas, y
estar encabezadas por miembros de las clases dominantes que mo­
vilizan a sus dependientes. La segunda fase era la lucha de clases
extensiva, en la cual organizaciones de clases extensivas y divididas
verticalmente predominaban sobre el clientelismo horizontal. Y la
tercera fase era la lucha de clases política, encaminada a transformar
la estructura de clases mediante la captura del Estado.
Con la excepción de la Grecia clásica y de la Roma republicana,
la lucha de clases no ha avanzado todavía a las fases segunda y
tercera. Pero ahora vemos que el cristianismo intensifica la lucha
latente y desarrolla en parte la lucha extensiva. En todo caso, la
importancia de las instituciones económicas locales y la interdepen­
dencia local de aldea, señorío y mercado aumentaron la intensidad
de la lucha latente. Pero el igualitarismo difuso, transcendental y
apocalíptico del cristianismo, y su frustración ante una sociedad muy
desigual y la moral ideológica de clase de los señores la alimentaron
mucho. Las luchas locales son visibles a todo lo largo de la Edad
Media y casi todos los historiadores les atribuyen una gran parte de
la dinámica europea. La «estructura de autoridad en Ja sombra» del
cristianismo también añadió organización extensiva a las revueltas
campesinas, como acabamos de ver. Pero en una sociedad en la que
los campesinos estaban confinados económicamente a «células» lo­
cales, eso apenas sí podía compararse con la capacidad de organiza­
ción extensiva de los señores. De ahí que la extensividad no fuera
lo que yo he calificado de simétrica. Los señores podían rebasar a
los campesinos. Los movimientos campesinos dependían de las di­
visiones de la clase gobernante y de la dirección de los señores y los
eclesiásticos descontentos para conseguir un triunfo extensivo (al
igual que había ocurrido a fines del Imperio Romano, como se co­
menta en el capítulo 9).
Los aspectos transcendentales de la ideología cristiana impulsa­
ban la aparición de ese liderazgo. Los descontentos particularistas y
regionales de los señores se podían expresar en términos morales
universales. Así ocurrió en la herejía albigense del sur de Francia
durante el siglo XIII, e incluso tan tardíamente como durante la re­
vuelta del norte llamada Peregrinación de la Gracia en la Inglaterra
de 1536. Dicho en otros términos, las luchas sociales de este tipo no
eran luchas de clases «puras». Estaban reorganizadas por las institu­
ciones religiosas en una mezcla distintiva de luchas extensivas, par­
cialmente de clases, parcialmente clientelistas. El terreno en el que
le producían podía ser local o regional, pero en la Alta Edad Media
raramente afectaban al territorio del Estado. Su organizador era pre­
dominantemente el poder ideológico y no el poder político. Así, el
poder ideológico simultáneamente estimulaba y después reconocía la
lucha de clases.
Pero quizá el centrarse en las herejías y las revueltas induzca a
error. No eran esos los resultados normales, en el sentido de ser los
más frecuentes, aunque fueran los más divulgados. Normalmente, las
contradicciones quedaban ocultadas por medios institucionalizados,
según las fuerzas respectivas de los partidos contendientes en esas
instituciones. Tanto la costumbre como el derecho, la sátira como
el mercado, eran formas de institucionalización. En todos ellos cabe
percibir la función de avenencia del cristianismo, que tendía a legi­
timar la posesión de recursos autónomos de poder tanto por los
señores como por los campesinos.
Había muchos Estados europeos. Desde el principio fue una re­
gión multiestatal. Con el tiempo, al Imperio Romano sucedió una
variedad asombrosa de unidades geográficas, algunas de las cuales
tenían centros políticos claramente definidos («Estados»), y otras no.
Algunas correspondían a zonas económicas o geográficas naturales,
otras tenían una relación más clara con un espacio defendible mili­
tarmente y otras abarcaban un territorio cuya única lógica eran el
accidente y la acumulación dinásticos. Se trataba casi siempre de
unidades pequeñas. Durante varios siglos, los Estados de, digamos,
más de 10.000 kilómetros cuadrados tuvieron una historia impre-
decible, pero corta.
La reducción de las dimensiones era en general resultado de dos
estadios de la guerra. En el primer estadio, las bandas guerreras
germánicas, organizadas en confederaciones tribuales bajo reyes, ten­
dieron a fragmentarse después de haber conquistado provincias ro­
manas. En el segundo, unas unidades consolidadas mayores volvie­
ron a fragmentarse bajo la presión de nuevas invasiones bárbaras a
media que la resistencia se iba reduciendo a las distintas fortalezas
y, en el campo de batalla, al pequeño grupo de caballeros con ar­
mamento pesado. Esas pequeñas bolsas de «coerción concentrada»
(como he definido el poder militar) eran eficaces en la defensa contra
invasores más dispersos. Esa fuerza militar, dada su importancia para
el mantenimiento de vidas y haciendas en la Edad Media inicial, tuvo
importantes consecuencias de reorganización para la vida social como
un todo. Veremos que debilitó a los Estados, ahondó la estratifica­
ción social, intensificó la moral de clase de los nobles e incrementó
las contradicciones dinámicas del cristianismo.
A partir de la fortaleza y el caballero surgió la forma principal
de la comunidad política de principios del Medievo, el Estado feu­
dal débil. Este tenía cuatro elementos principales.
En primer lugar, el poder supremo solía corresponder a un solo
gobernante, un señor, que podía tener diversos títulos: rey, empe­
rador, príncipe, príncipe-obispo, conde, obispo, más múltiples va­
riedades locales de los títulos menores.
En segundo lugar, el poder formal del señor se basaba en una de
las variantes de un contrato militar: el vasallo subordinado juraba
homenaje y prestaba un servicio, fundamentalmente asistencia mili­
tar, a cambio de protección y/o de la concesión de tierras por el
señor. En general, se considera que este contrato es el elemento
nuclear de las definiciones militar/políticas del feudalismo como un
todo (frente a las económicas).
En tercer lugar, el señor no poseía derechos claros de acceso a
la población en su conjunto. La mayor parte de las funciones que
desempeñaba para la sociedad se ejercían por conducto de otros
actores económicos del poder, los vasallos. En uno de los Estados
más extensos, la Inglaterra posterior a la conquista normanda, el
D om esday Book de 1086 indica entre 700 y 1.300 terratenientes ti­
tulares, cuya tenencia procedía directamente del rey. Todos los de­
más poseían sus tierras y/o aportaban su trabajo como resultado de
un contrato con uno de esos vasallos (salvo en lo casos en que
dependían de las fincas del propio rey). Incluso ese número de te­
rratenientes titulares era demasiado grande para la organización po­
lítica. Casi todos los titulares menores eran clientes de los mayores.
Painter ha situado el número de los magnates —es decir, latifundis­
tas con una presencia efectiva a escala regional o nacional— en unos
160 en el período de 1160 a 1220) (1943: 170 a 178). El Estado feudal
era una aglomeración de hogares en gran medida autónomos.
Ese gobierno indirecto era todavía más débil en los casos, fre­
cuentes en Francia y en Alemania, en los que el vasallo debía lealtad
a más de un superior, generalmente en relación con diferentes partes
de sus fincas. En un conflicto, el vasallo elegía a qué superior seguir.
En esa situación no existía ni siquiera una sola pirámide jerárquica
de poder militar/político, sino una serie de redes superpuestas de
interacción. La complejidad y la competencia se veían intensificadas
en todas las zonas urbanas. Por lo general, las autoridades urbanas
—comunas, oligarquías, príncipes-obispos— gozaban de una cierta
autonomía respecto de los príncipes territoriales adyacentes. No se
trataba de un problema inglés, porque los normandos habían exten­
dido su conquista por igual entre las ciudades y el campo. Prevaleció
en un cinturón central de Europa que iba del noroeste al sudeste,
desde Flandes pasando por Francia oriental, Alemania occidental y
Suiza, hasta Italia. La inestabilidad más la prosperidad de la zona
implicaban unas actividades diplomáticas intensas, tanto de las au­
toridades laicas como de las eclesiásticas.
Incluso sin esas complejidades, cuando sí que existía la pirámide
de autoridad, los poderes del gobernante eran escasos e indirectos.
Sus funciones rituales y la infraestructura de alfabetización para su
burocracia estaban controlados por una iglesia transnacional; su au­
toridad judicial con la iglesia y con los tribunales señoriales locales;
no ejercía su jefatura militar sino en épocas de crisis y sobre los
seguidores de otros señores y prácticamente no tenía atribuciones
fiscales ni de redistribución económica. Esa debilidad del Estado
feudal inicial lo distingue tanto de los Estados antiguos como de los
modernos. De hecho, en algunos sentidos, indica a error el calificar­
los de «Estados», tan descentralizadas estaban las funciones políticas
y hasta tal punto carecían de territorialidad.
En cuarto lugar, el carácter militar del Estado feudal amplió con­
siderablemente la distancia en estratificación entre los señores y el
pueblo. La superioridad abrumadora del caballero con armadura y
de la fortaleza sobre el campesino y el infante urbano hasta el si­
glo XIV, y la necesidad funcional de que hubiera caballeros y forta­
lezas en las zonas amenazadas de invasión, aumentaron el rendimien­
to de la «renta por protección» que cobraban los caballeros. Sólo un
hombre relativamente rico podía mantener un caballo y equiparse
con armadura. Las leyes francas del siglo VIII cifran el costo del
equipo en el equivalente de 15 yeguas o 23 bueyes: una suma enor­
me (Verbruggen, 1977: 26). La eficacia militar del caballero le per­
mitía aumentar su riqueza mediante la explotación del campesinado.
Como ha dicho Hintze (1968), la distinción entre caballero y no
caballero sustituyó a la distinción entre libres y no libres como prin­
cipal criterio de rango.
Aunque no podemos cuantificar la estratificación, ésta aumentó
en este primer período medieval. Un indicio de ello fue el aumento
de la dependencia política del hogar campesino respecto de su señor,
tipificada por la servidumbre. Así, aunque los poderes políticos se
hubieran fragmentado desde el centro, no se habían dispersado to­
talmente. Habían perdurado al nivel del señor vasallo, y especial­
mente al de los poderes del tribunal señorial. La sumisión política y
económica del campesino ponía en peligro el mensaje igualitario de
Cristo y agravaba las contradicciones internas de la iglesia.
Pero más tarde sí que aparecieron Estados mayores y más cen­
tralizados, sobre todo donde lo exigía la organización militar. La
expulsión de los bárbaros, organizada por ejemplo por Carlomagno
o Alfredo, creó monarquías con poderes territoriales y más exten­
sivos, centradas en grandes séquitos personales armados que forma­
ban en la práctica, aunque no en la teoría, un ejército profesional.
Las conquistas territoriales, como las normandas de Inglaterra, y Si­
cilia, también exigían un ejército de ese tipo. Pero en una economía
bastante primitiva, ningún señor podía generar la riqueza líquida
necesaria para pagar a un gran número de mercenarios. La única
solución eran las concesiones de tierras, que daban al soldado vasallo
una base de poder potencialmente autónoma.
Sin embargo, si un Estado extensivo perduraba, la mera estabi­
lidad incrementaba sus poderes. Las redes de costumbres y privile­
gios locales, que poseían los señores, las ciudades, las aldeas, e in­
cluso algunos labradores, tendían a asentarse sobre una estructura
ordenada cuyo árbitro final eran las cortes o tribunales del príncipe.
Casi todas las personas del común e intermedias tenían unos intere­
ses creados en la supervivencia del príncipe, aunque sólo fuera por
miedo a las incertidumbres que causaría su caída. El príncipe era el
árbitro judicial entre las personas e instituciones comunitarias, entre
las cuales mediaba. Su poder infraestructural era insuficiente para
coaccionarlas colectivamente, pero es que su único objetivo era hu­
millar a cada persona o cada asociación que intentara por su cuenta
una usurpación arbitraria. Cuando esos poderes se estabilizaban, me­
recía la pena apoyarlos. También podían verse apoyados si los ungía
la iglesia. Esa era la ventaja que poseía el príncipe cuya reivindica­
ción genealógica de la herencia no estaba en tela de juicio.
A partir del 1009 d.C., aproximadamente, podemos detectar tan­
to un crecimiento económico sostenido como el comienzo de un
aumento de los poderes del Estado, lo cual dio una fuerza judicial
más precisa a la pacificación normativa de la Cristiandad. A partir
del 1200 los Estados más poderosos estaban iniciando relaciones di­
rectas con sus pueblos. De eso trato en el capítulo siguiente. Pero
los cambios tardaron en llegar y fueron lentos y desiguales. El cre­
cimiento del poder real se había producido antes en Inglaterra, y en
ese país fue más completo que en otros. Para el 1150 es probable
que el Estado inglés fuera el más centralizado de Europa. Sólo los
clérigos y los vasallos con territorios, tanto fuera como dentro de
los señoríos anglonormandos, debían lealtad a una fuente de auto­
ridad competidora; la soberanía del rey de Inglaterra era universal
sobre todas las demás personas. El rey había establecido su soberanía
sobre todos los hombres libres seglares, pero todavia no sobre los
villanos dependientes (que seguían sometidos al tribunal señorial) ni
sobre el clero (aunque Enrique II puso remedio a esto en sus asun­
tos seculares). Las otras dos esferas de crecimiento ulterior del Es­
tado, la económica y la militar, estaban sólo algo más adelantadas
que en otros países. No existía ningún poder general recaudatorio,
ningún sistema de derechos de aduanas cobrados extensivamente y
ningún ejército profesional. En el combate, la mesnada de cada señor
podía actuar con independencia: podía abandonar el campo en cual­
quier momento, lo cual era el constante talón de Aquiles de los reyes
medievales. Tanto conforme a criterios antiguos como a los moder­
nos, incluso ese Estado era débil. Muchas cosas permanecían ocultas
al Estado, excluidas de la esfera pública, privadas. Las redes de po­
der político no eran unitarias, sino duales, en parte públicas y en
parte controladas privadamente por una clase de magnates locales.

Poder económico

La economía medieval inicial era compleja. Se trataba de una


economía retrasada, casi de subsistencia, dominada por dos institu­
ciones penetrantes, intensivas, locales y celulares, la aldea y el seño­
río. Pero a otro nivel generaba un intercambio de mercaderías por
conducto de redes comerciales extensivas en las cuales se fueron
desarrollando dos instituciones, las ciudades y los gremios de co­
merciantes, que desde el punto de vista de la organización, no guar­
daban relación con la economía agrícola local. La coexistencia de
esas tendencias aparentemente contradictorias pone de relieve un as­
pecto central de la economía medieval: las relaciones de poder eco­
nómico no eran unitarias, sino múltiples.
Empiezo con las economías celulares de la aldea y el señorío. No
es difícil seguir la pista de sus orígenes y su evolución generales: el
señorío era una fusión de la villa romana y del señorío germánico,
mientras que la aldea era sobre todo el resultado de los aspectos más
libres y comunitarios de la vida germánica; el primero contenía la
relación vertical clave de la economía medieval inicial; la segunda,
su relación horizontal clave.
Por lo general, las relaciones jerárquicas en el período medieval
inicial implicaban la dependencia personal y la no libertad. Los cam­
pesinos estaban adscritos jurídica/consuetudinariamente a un señor
y/o a una parcela de tierra determinados, de forma que no estaba
permitida ninguna salida libre de esa relación. La forma más general
de dependencia era la servidumbre. La economía más característica
en la que estaba incrustada la servidumbre era el señorío; éste se
difundió rápidamente por todos los territorios que habían estado
bajo la dominación romana y de forma bastante más lenta en la
Europa más septentrional. Las colonias danesas frenaron su avance
en el este y el norte de Inglaterra. Pero para la época del D om esday
Book era el sistema dominante en el resto de Inglaterra, e incluso
en aquellas zonas estaba muy extendido.
En el señorío ideal-típico inglés, el villano tenía su propia par­
cela, una y a rd la n d o virga ta de unas 12 hectáreas, por lo general
distribuida en campos dispersos mezclados con los campos de la
d em esn e del señor (aunque éstos solían estar concentrados en torno
a un campo propio rodeado de parcelas de los campesinos). Cada
hogar villano debía servicios laborales en «semanadas», por lo gene­
ral un trabajador tres días por semana en la dem esn e. Además, debía
varias rentas feudales al señor, que habitualmente se pagaban en
especie. La aldea también contenía hombres libres y otros con te­
nencias más idiosincráticas, los cuales pagaban formas de renta (una
vez más, por lo general en especie) que implicaban un contrato libre
entre ellos y el señor. Pero en la práctica no tenían más posibilidades
de romper la relación, digamos mediante la venta de sus tierras, que
el villano. Entretejidos en esta economía local existían un sistema
administrativo y un tribunal señorial, ambos controlados por el se­
ñor, pero en los cuales podían participr los villanos y los hombres
libres como funcionarios subordinados, por ejemplo como alguaci­
les 2. Se trataba de una economía densa, muy integrada, en la cual
los servicios laborales formaban el meollo de la relación, una forma
de relación de poder sumamente intensiva, pero aparentemente no
extensiva.
Pero en torno al empleo y la organización de las parcelas de los
campesinos se fue formando una segunda economía densa, intensiva
y local, la de la aldea. Es menos lo que sabemos acerca de esta
organización, porque en general no utilizaba registros escritos. Los
hogares campesinos formaban una comunidad aldeana que fallaba en
las controversias sobre propiedades y tenencias, establecía normas
comunes de gestión (uso compartido de arados y abonos, rotación
de los campos, la recuperación de marismas y bosques, etc.), cobraba
los derechos y los impuestos feudales e imponía el orden. Las rela­
ciones entre las dos unidades económicas y administrativas del se­
ñorío y la aldea variaban según las zonas. Cuando había más de un

2 Cabe hallar un comentario sobre el señorío y la aldea en Postan, 1975 : 81 a


173. El señorío inglés difería en algunos detalles de las prácticas predominantes en
otras partes de Europa. (Véase Bloch, 1961: 241 a 279.)
señorío en una aldea, o los señoríos se entrecruzaban, parece que la
comunidad aldeana tenía una importancia considerable. Pero incluso
cuando imperaba la norma de «un señor, una voluntad», las dos
unidades no eran idénticas (sobre todo porque no todos los habi­
tantes de la localidad eran arrendatarios del señor).
Eso significaba que en la economía local no existía una organi­
zación monopolística del poder. Pese a lo enormes que eran los
poderes del señor, se veían restringidos por el hecho de que incluso
el siervo podía hallar apoyo en la comunidad aldeana y en el derecho
consuetudinario. Además, las dos redes de poder se interpenetraban.
El campesino y el señor eran en parte independientes y en parte
estaban implicados recíprocamente en sus organizaciones, como re­
vela la distribución de sus parcelas. La interpenetración era más pro­
nunciada a lo largo de las antiguas provincias fronterizas romanas,
donde la aldea libre germánica se mezclaba con el latifundio romano:
en Inglaterra, los Países Bajos, el norte y el centro de Francia y
Alemania occidental.
Esa organización local dual también etaba implicada en un co­
mercio más extensivo, incluso en la Alta Edad Media (Brutzkus,
1943; Postan, 1975: 205 a 208). Como cabría esperar por mis co­
mentarios acerca de bárbaros anteriores, esos invasores no estaban
tan atrasados ni tan obsesionados con el saqueo y las matanzas como
para excluir el comercio, como les gustaba decir a los cristianos. De
hecho, los vikingos fueron los principales comerciantes de la Europa
septentrional entre los siglos IX y XII, cuando llevaban pieles, armas
de hierro y sobre todo esclavos al este y a cambio traían bienes
suntuarios. Ese tipo de comercio (y su corolario en el sur, con el
mundo árabe) había sido el tradicional a lo largo de tres milenios de
comercio en mercaderías que tenían una alta relación de valor: peso
o que eran «autopropulsadas» (como los eslavos). Entre ese tipo de
comercio y la producción mercantil de productos agrícolas había una
gran divisoria de desarrollo. La gran prosperidad del comercio me­
dieval ulterior no tuvo esa base vikinga, con la excepción de una
mercadería vikinga a granel: la madera, transportada a grandes dis­
tancias por vía marítima y fluvial. En este sentido, los vikingos con­
tribuyeron a la integración económica de Europa, al asegurar la con­
tinuidad del papel del comercio entre el Báltico y la Europa central
y meridional.
Si ahora el comercio suntuario fuera transportado por los vikin­
gos o por otros, tenía un efecto dinámico en la Europa medieval,
ello se debía a los impulsos adicionales de los Estados y de las ins­
tituciones de la iglesia. Tanto reyes como monjes, abades como obis­
pos, podían pacificar localidades y garantizar los suficientes contra­
tos como para que surgieran a sus puertas emporios y ferias comer­
ciales (Hodges, 1982, y diversos ensayos en Barley, 1977). Pero ésas
no eran alternativas. El cristianismo de los reyes guardaba una rela­
ción con su función económica. Los comerciantes solían ir acompa­
ñados de misioneros y las expediciones solían obtener una recom­
pensa, tanto en mercaderías como en almas. Había existido una con­
tinuidad suficiente a partir de Roma, asegurada en gran medida por
la iglesia, para que se tuviera conocimiento de cuáles habían sido las
rutas y las técnicas comerciales romanas. Es probable que el primer
auge del comercio en Inglaterra se diera en el siglo VII y principios
del VIII. Se han descubierto muchas monedas locales que datan de
ese período. Resulta significativo que ninguna de ellas lleve el nom­
bre de un rey. Hasta después, con el rey Offa de Mercia (757-796)
no parece que interviniesen los reyes locales. Los comerciantes vikin­
gos eran receptivos al cristianismo y un proceso dual de comercio y
conversión fue fomentando la integración de la Europa septentrional
y la meridional. La pacificación normativa de la Cristiandad era una
condición previa para el resurgir de los mercados.
La economía señorial local añadió mecanismos más precisos. La
intensificación de la estratificación y las formas militaristas que adop­
tó aumentaron la demanda de determinados productos suntuarios y
de los comerciantes artesanos conexos. Los señores y los caballeros
necesitaban armaduras, armas, caballos, arneses, vestuario y acceso­
rios distinguidos y comidas y bebidas refinadas. Su demanda fue en
aumento como consecuencia de las exigencias militares. En el si­
glo XI la construcción de castillos de piedra generó el comercio en
materiales de construcción. La iglesia añadió una demanda especia­
lizada de oficios más perfeccionados para la construcción, de perga­
mino y materiales para la escritura y de obras de arte. La profun-
dización y la militarización de la estratificación significó que podía
extraerse más excedentes para pagarlo todo. Unos cuantos señores,
que por fortuna para ellos controlaban minas, puertos o encrucijadas
de caminos, podían extraerlo de actividades no agrícolas; en las zo­
nas ganaderas podían extraer bastante más a partir de la fabricación
de cuero, lana o paños, pero la mayor parte tenía que extraerlo de
la agricultura. Sabemos que el proceso de extracción no era suficien­
te para satisfacer la demanda señorial de productos suntuarios hasta
el siglo X III, porque había una pérdida europea neta de oro y de
plata que se desplazaban al oriente hasta esa fecha. El déficit comer­
cial europeo se saldaba mediante la exportación de todas las monedas
de esos metales preciosos que se podían conseguir. Sin embargo, el
estímulo dado a la producción de mercaderías y al intercambio de
productos agrícolas era considerable. Cuando se empezaron a llevar
archivos aduaneros sistemáticos en Inglaterra, a fines del siglo XII,
ya eran considerables las exportaciones tanto de lana como de ce­
reales. En una carta de Carlomagno a Offa se formulan quejas por
la escasa calidad del paño que se envía para los uniformes del ejército
de Carlomagno. En otra ocasión, Offa amenazó con suprimir las
exportaciones inglesas si Carlomagno no aceptaba una alianza ma­
trimonial. Hacia fines del siglo IX se manifiesta una expansión del
comercio relacionada con la aparición de la producción de artículos
fundamentales en los señoríos. Ya se estaban estrechando los víncu­
los locales. Las esferas productivas independientes del campesino
también estaban influidas por el mercado, pues el mismo señorío era
en gran medida «una aglomeración de pequeñas explotaciones de­
pendientes» (como dice Bloch, 1966: 246).
Tanto el señor como el campesino advertían la fuerza del mer­
cado. A medida que se iba desarrollando el señorío, también lo hacía
su producción de mercaderías junto con los productos de subsisten­
cia. Con el tiempo aparecieron las ciudades, aproximadamente en el
período desde el 1050 al 1250. Para la época en que el comercio era
verdaderamente boyante, estaba acompañado de instituciones de co­
merciantes y artesanos con una autonomía sin paralelo en otras ci­
vilizaciones (observación que forma el núcleo de las partes más «ma­
terialistas» del análisis comparativo de Weber del Oriente y el Oc­
cidente). La autonomía adoptaba diversas formas: el predominio de
extranjeros en el comercio de un país (por ejemplo, en Inglaterra el
proceso lo iniciaron los frisones en el siglo VII y lo continuaron los
vikingos, los flamencos, los Hansa, los lombardos y otros italianos,
y los judíos hasta el siglo X IV ), las facultades autorreguladoras de
los gremios de artesanos y comerciantes y de las cajas de banca, la
autonomía política de las comunas urbanas frente a los príncipes
territoriales y el poder de las repúblicas mercantiles (Venecia, Gé-
nova, la Hansa). La influencia urbana penetró en el campo. Aunque
el mercado entró en el señorío y en la aldea mediante la producción
de mercaderías, controlada sobre todo por el señor, la influencia
urbana aportó ideas de libertad, resumidas en el famoso aforismo
medieval: «El aire de la ciudad os hace libres.» Como mínimo, ya
era posible la huida física de la servidumbre a la libertad.

Conclusión: Redes múltiples y propiedad privada

De todo ello se deriva una conclusión obvia y otra bastante sutil:


no existía un grupo que pudiera por sí solo monopolizar el poder;
a la inversa, todos los actores del poder tenían esferas autónomas.
En el terreno político, el señor, el vasallo, la ciudad, la iglesia e
incluso la aldea campesina contribuían con sus propios recursos a
un equilibrio delicado del poder. En el terreno ideológico persistían
las contradicciones tradicionales del cristianismo. En la economía,
tanto los señores como los campesinos (libres y no libres) y las
ciudades eran actores parcialmente autónomos capaces de una acción
apoyada por la costumbre en la persecución de objetivos económicos.
De todas las posibilidades que se la abrían a esa federación acé­
fala, extraordinariamente múltiple, la menos probable es que acabara
en un estancamiento organizado. Los historiadores utilizan una y
otra vez el término de «inquietud» para caracterizar la esencia de la
cultura medieval. Como dice McNeill, «no es un conjunto particular
de instituciones, ideas o tecnologías lo que caracteriza al Occidente,
sino su incapacidad para detenerse. Ninguna otra sociedad civilizada
se ha aproximado jamás a una inestabilidad tan inquieta... En esto...
reside la característica verdaderamente única de la civilización occi­
dental» (1963: 539). Pero ese talante no tenía por qué inducir el
desarrollo social. ¿No podía inducir otras formas de estancamiento:
la anarquía, la guerra hobbesiana de todos contra todos, o la anomia,
donde la ausencia de control y de dirección sociales lleva a la des­
orientación y a la desesperación? Podemos aunar las percepciones de
dos grandes sociólogos para mostrar por qué el resultado fue el
desarrollo social y no la anarquía ni la anomia.
El primero es Weber, quien al observar la inquietud peculiar de
Europa siempre le añadía otra palabra: «racional». La «inquietud
racional» formaba la constitución psicológica de Europa, al contrario
de lo que hallaba Weber en las principales religiones de Asia: acep­
tación racional del orden social en el confucianismo, su antítesis
irracional en el taoísmo, aceptación mística del orden social en el
hinduismo, retiro a otro mundo en el budismo. Weber atribuía la
inquietud racional sobre todo al puritanismo. Pero el puritanismo
hacía hincapié en aspectos de la psique cristiana que habían estado
presentes tradicionalmente. La salvación para todos a cambio de una
conducta individual ética y el juicio de toda autoridad mundana en
la feroz visión igualitaria del apocalipsis: el cristianismo alentaba la
tendencia al mejoramiento moral y social, incluso en contra de la
autoridad mundana. Aunque gran parte del cristianismo medieval se
ponía al servicio de la piadosa ocultación de una represión brutal,
las corrientes de descontento que contenía siempre fueron muy fuer­
tes. Tenemos a nuestra disposición una enorme cantidad de crítica
social. Esa literatura, visionaria, moralista, satírica, cínica, puede ser
farragosa y reiterativa, pero en su cumbre figuran algunas de las
mayores obras de la época: en inglés, Langland y Chaucer. Está
impregnada de la cualidad psicológica identificada por Weber.
Pero es probable que para colocar esa inquietud racional al ser­
vicio de la mejora social también hiciera falta un mecanismo identi­
ficado por el segundo de esos grandes sociólogos, Durkheim. Lo que
aportaba la Cristiandad no era la anarquía ni la anomia, sino la
regulación normativa. Las luchas de clases y políticas, la vida eco­
nómica e incluso las guerras estaban reguladas, hasta cierto punto,
por una mano invisible, que no era la de Adam Smith, sino la de
Jesucristo. Al aunar las teorías de los dos autores en esta metáfora
podemos advertir que las manos cristianas estaban fervorosamente
entrelazadas en las oraciones de toda una comunidad normativa y
activamente empleadas en la mejora racional del mundo imperfecto.
En la sección siguiente estudio el dinamismo económico estimulado
por esta multiplicidad de redes de poder regulada invisiblemente.
La conclusión más sutil se refiere al impacto de esas autonomías
sobre una institución que más adelante había de asumir un papel
importante: la p rop ied a d privada. Tal como se entiende hoy con­
vencionalmente, la propiedad privada confiere la posesión exclusiva
de los recursos económicos p o r ley. En esos dos respectos, la Europa
feudal inicial carecía, de propiedad privada. Bloch observa que en el
feudalismo, al contrario que el concepto romano y el nuestro, no
existía un concepto de relaciones «puramente» económicas en mate­
ria de tierras. Era raro que alguien hablara de posesión. Los pleitos
no giraban en torno a la posesión, y menos aún en torno a docu­
mentos escritos de «derecho», sino a la costumbre y seisin: la pose­
sión hecha venerable por el paso del tiempo. No podía existir la
propiedad cuando la tierra estaba cargada de obligaciones particula­
ristas a los superiores y la comunidad (1962: I, 115). Quienes se
desvían de ese contraste se crean un problema formidable al explicar
la transición del feudalismo al capitalismo. Casi todos han conside­
rado necesario invocar un deus ex m achina: la resurrección del de­
recho romano, fundamentamente por el Estado europeo, pero tam­
bién por los poseedores de propiedad en general, que adquirieron
influencia hacia el 1200 (por ejemplo, véase Anderson, 1974b: 24
a 29).
Pero, aunque la resurrección del derecho romano no dejó de
tener importancia, la ruptura fue menos decisiva de lo que implicaría
esto. El derecho no es forzosamente parte de la propiedad privada
efectiva, pues de lo contrario las sociedades prealfabetizadas difícil­
mente podrían poseer esa propiedad. Pero la obsesión con el derecho
como criterio de la propiedad privada oculta lo que es de hecho la
relación normal entre el Estado y la propiedad privada. Las ideas
modernas convencionales suponen que primero aparece la posesión
privada efectiva y después se introduce el Estado para que la legiti­
me. Hasta cierto punto, eso fue lo que ocurrió efectivamente a partir
del siglo XII con el movimiento de cercado de los campos, que fue
parte de la transición al capitalismo. Pero, como vimos en capítulos
anteriores, hasta entonces la posesión privada efectiva se había crea­
do normalmente por conducto del Estado. Normalmente, la desin­
tegración de un Estado expansivo había permitido a sus agentes y
aliados provinciales apoderarse de sus recursos públicos y comuni­
tarios. La condición previa esencial para ello era literalmente lo «pri­
vado», la capacidad para ocultar recursos al dominio público.
En la Alta Edad Media esto había vuelto a ocurrir cuando los
vasallos obtuvieron la posesión efectiva de tierras que presuntamente
tenían en nombre de su señor. En la Europa medieval, los campesi­
nos podían hacer lo mismo con las de sus señores. De hecho, el que
ninguna comuna ni organización de clase (estatal o de otro tipo)
poseyera poderes monopolistas significaba que casi cada uno poseía
sus propios recursos económicos, que eran «privados», en el sentido
latino de estar ocultos al control del Estado o de otros. En este
sentido, el feudalismo europeo confirió un grado extraordinario de
propiedad «privada». La propiedad no adoptaba la forma de tierras
controladas exclusivamente por una sola persona o un solo hogar.
Pero la actividad económica «privada», es decir, oculta, estaba más
difundida de lo que lo está en nuestra propia era de capitalismo
maduro (en la cual aproximadamente el 10 por 100 de las personas
posee efectivamente el 80 por 100 de la riqueza privada, y en la que
Estados y empresas infraestructuralmente poderosos limitan todavía
más lo verdaderamente privado). Ya en el 800 d.C. el feudalismo
europeo estaba dominado por la propiedad privada en el sentido de
una posesión oculta y efectiva.
O sea, que la aparición de la propiedad privada capitalista plantea
un problema explicativo algo distinto de los que se hallan en casi
todas las explicaciones convencionales. En primer lugar, no se trata
de cómo adquirió la gente sus propios recursos privados a costa de
instituciones «feudales» más comunitarias, sino más bien de cómo
unos cuantos los con serva ron mientras las circunstancias iban cam­
biando, para acabar por aparecer como «capitalistas», y de cómo la
masa de la población p erd ió sus derechos de propiedad para acabar
por aparecer como jornaleros sin tierras. En segundo lugar, el auge
del Estado no fue antitético del auge del capitalismo, sino un ele­
mento necesario en la eliminación de obligaciones múltiples y par­
ticularistas por una propiedad unitaria y exclusiva. Volveré a ocu­
parme del primer problema en este capítulo y del segundo en los
siguientes.

La dinám ica f e u d a l

El crecimiento económico

Las tentativas de seguir la cronología de la economía europea


tropiezan con enormes problemas. Hacia el 1200 empiezan a mejorar
los archivos, a medida que los Estados y los señoríos empezaron a
llevar cuentas más detalladas, pero eso hace que resulte peligroso
comparar el período anterior al 1200 con el posterior. Sin embargo,
creo que podemos vislumbrar una continuidad esencial, quizá desde
el 800 aproximadamente hasta la revolución agrícola del siglo XVIII.
La continuidad tiene tres aspectos principales: crecimiento económi­
co, un traslado del poder económico dentro de Europa, desde el
Mediterráneo al noroeste y, en consecuencia, un cambio hacia las
formas de organización del poder imperantes allí.
Podemos empezar con las tendencias demográficas. Hemos de
combinar la información de los censos ocasionales e incompletos de
los propietarios de tierras (D om esday Book, de 1086) o de los con­
tribuyentes (resultados del Impuesto de Capitación de 1377), con
estimaciones del tamaño aproximado de la familia y con excavacio-
FIGURA 12.1. Poblaáón aproximada de Inglaterra, 1-850 d.C. (Fuentes: Russell,
1948; M cEvedy y Jones , 1978, 43; Wrigley y Schofield, 1981; 208 y 209, Í6 6 a 569.)

nes arqueológicas que revelan el número de hectáreas recuperadas o


abandonadas. Incluso las cifras compiladas con más cuidado respecto
de Inglaterra (las de Russel, 1948, para el 1086 y el 1377) son objeto
de polémica (Postan, 1972: 30 a 35). Lo mejor es redondear las cifras
disponibles para años diferentes mediante su exposición en forma de
gráfico. La figura 12.1 es uno de esos gráficos. Aunque las cifras
correspondientes a años anteriores son cálculos, corresponden a la
evaluación de la mayor parte de los historiadores de que para el
800 d.C. la población había recuperado sus niveles máximos bajo la
ocupación romana y de que para la época del D om esda y Book se
había duplicado. Volvió a duplicarse para principios del siglo XIV,
pero volvió a descender en picado quizá un 33 o un 40 por 100
durante la Peste Negra y las siguientes. Pero, estadísticamente, la
crisis del siglo XIV no fue sino urt breve retroceso. Para el 1450 la
población iba en aumento y nunca volvería a disminuir. Desde apro­
ximadamente el 800 hasta el 1750, con la excepción del siglo XIV,
es probable que el crecimiento fuera constante. Otras zonas de Eu­
ropa revelan un crecimiento parecido, aunque sus ritmos fueron di­
ferentes (véase la figura 12.2).
O sea, que el crecimiento temprano y rápido de Inglaterra era
FIGURA 12.2. Europa: subdivisión en regiones. (Fuente: M cEvedy y Jones, 1978;
fig. 1.10.). '
característico de la Europa nordoccidental como un todo. Aunque
la religión del Mediterráneo también creció, no recuperó sus anti­
guos niveles romanos hasta trescientos o cuatrocientos años después,
hacia el 1200. Además, para el 1300 la densidad demográfica de It^li^i
estaba igualada por la de Flandes, mientras que las de España y
Grecia eran ya más bajas que las de prácticamente cualquier región
del norte y del oeste.
Por consiguiente, en una fecha que osciló entre el 800 y el 1200
según la zona, los países europeos estaban sustentando poblaciones
mayores que nunca. Con algún altibajo, continuaron creciendo a lo
largo del período medieval y dé principios del moderno. Ese es nues­
tro primer indicio de la persistencia de la dinámica europea, espe­
cialmente en la parte nordoccidental del continente.
Sólo existen dos formas de sustentar una población agrícola ma­
yor: extensivamente, mediante el cultivo de más tierras, o intensiva­
mente, aunque en combinaciones distintas en diferentes momentos
y regiones. Hasta que las poblaciones alcanzaron sus niveles ante­
riores, la extensión podía afectar a campos que antes habían cultiva­
do los romanos. En el sur, el cultivo por los romanos había sido en
muchas ocasiones tan completo que había muy pocas posibilidades
de extensión. En el norte, podían recuperarse grandes extensiones de
tierras pantanosas y de bosques que nunca se habían cultivado. Ese
es el proceso que predomina en el historial de países como Inglaterra
y Alemania hasta el 1200 aproximadamente. Sin embargo, a partir
de esa fecha la calidad de las nuevas tierras marginales no era buena.
Es probable que el agotamiento de los suelos y la escasez de abonos
animales provocase una crisis en el siglo XIV, lo cual dejó a la po­
blación en condiciones de salud demasiado malas para aguantar la
Peste Negra, que llegó entre el 1347 y el 1353 en su primera oleada,
la principal. Si el cultivo extensivo hubiera sido la única solución
europea, el continente habría experimentado entonces un ciclo mal-
thusiano análogo cada siglo poco más o menos y no habría generado
el capitalismo.
Pero al mismo tiempo se estaba produciendo una mayor inten­
sificación de los cultivos. También en este caso podemos utilizar las
relaciones de rendimiento. El período anterior al 1200 está mal do­
cumentado y es polémico. En el capítulo 9 he comentado las cifras.
Si aceptamos las estimaciones de Slicher van Bath en lugar de las de
Duby, podemos discernir un modesto aumento de las relaciones de
rendimiento entre el siglo IX y principios del X II: en Inglaterra, el
rendimiento del trigo pasó de una relación de aproximadamente 2,7
a aproximadamente 2,9 ó 3,1 de la semilla plantada. En casi todas
las regiones el incentivo para introducir mejoras se vio reducido por
la disponibilidad de buenas tierras vírgenes, pero a partir del 1200
esa alternativa era menos atractiva. Slicher van Bath (1963: 16 y 17)
ha resumido los datos (véase el cuadro 12.1). Divide Europa en cua­
tro grupos de países modernos según sus rendimientos, pero da la
casualidad de que también son agrupaciones regionales. Son los si­
guientes:
Grupo I: Inglaterra, Irlanda, Bélgica, Países Bajos.
Grupo II: Francia, España, Italia.
Grupo III: Alemania, Suiza, Dinamarca, Suecia, Noruega.
Grupo IV: Checoslovaquia, Polonia, Lituania, Letonia, Estonia, Rusia.

Las cifras se refieren al trigo, la cebada, el centeno y la avena


por igual, pues las tendencias de cada uno de esos cultivos son unifor­
mes.
Para el 1250 los países del Grupo 1 estaban aumentando consi­
derablemente sus rendimientos. Aunque hubo baches a principios
del siglo XIV, en el XV y en el XVII, el aumento fue constante. Para
el 1500 superaban a las mejores cifras de grandes zonas de Europa
antigua. A fines del siglo XVIII dieron tal salto que —por primera
vez— se podía liberar a gran parte de la población para el empleo
no agrícola 3. Y una vez más advertimos un crecimiento despropor­
cionado y anterior en el noroeste, lo cual aumentó el papel de avan­
zada de esa región a partir del siglo XIII.
Esas relaciones de rendimiento son cruciales. Constituían el úni­
co medio de evitar ciclos malthusianos a partir del 1200 aproxima­
damente; la única forma de sustentar a una población más numerosa
en un territorio determinado, la única forma de que pudiera liberar
a parte de la población para emplearla en el sector secundario y en
el terciario. Las cifras indican que esa potencialidad era inherente en
la estructura social europea desde una fecha muy temprana, espe­
cialmente en el noroeste. No son más que un indicador de la diná-

3 Las cifras de rendim iento del siglo xvm subestiman las mejoras agrícolas de la
época, muchas de las cuales llevaron a que se cultivaran más campos y aumentara la
variedad de los cultivos, y no sólo los rendimientos de los cereales. Véase el capítu­
lo 14.
CUADRO 12.1. Relaciones de rendimiento de cultivos en Europa, 1200-1820

Fase G rupo F uentes de datos por países Años R en d im ien to

A I Inglaterra......................................... 1200-49"' 3,7


II Francia.............................................. ca. 1190 3,0
B I Inglaterra......................................... 1250-1499 4,7
II Francia.............................................. 1300-1499 4,3
III Alemania, Escandinavia............... 1500-1699 4,2
IV Europa oriental.............................. 1550-1820 4,1
C I Inglaterra, Países Bajos................. 1500-1699 7,0
II Francia, España, Italia.................. 1500-1820 6,3
III Alemania, Escandinavia............... 1700-1820 6,4
D I Inglaterra, Irlanda, Bélgica, Paí­
ses Bajos...................................... 1750-1820 10,6

mica feudal, no su causa. Pero indican lo pronto que empezó esa


dinámica. Nos podemos acercar un poco a las causas si examinamos
los cambios técnicos que fueron los precipitantes inmediatos de un
aumento de los rendimientos.

Técnica e invención en la Edad Media

Algunos historiadores definen a la Edad Media como un período


«en el que las innovaciones tecnoJógicas se fueron sucediendo a un
ritmo acelerado» (Cipolla, 1976: 159), como poseedora de «dinamis­
mo tecnológico» y «creatividad tecnológica» (White, 1972: 144, 170).
Otros, en cambio, han aducido que «la inercia de la tecnología agrí­
cola medieval es inconfundible» (Postan, 1972: 49). Muchos argu­
mentan que la creatividad en general no se aceleró hasta después, en
el Renacimiento del siglo XV. Hasta entonces, la mayor parte de las
grandes invenciones se difundieron a Europa desde otras partes. Pero
no tiene sentido hablar de «inventiva» a este nivel general, como
expuse en el capítulo 9 con respecto al período romano, al que se
suele calificar de «estancado». Los romanos fueron los adelantados
en una serie de invenciones adecuadas para sus propias organizacio­
nes de poder, pero menos para las de nuestros propios tiempos. He
calificado a esas invenciones de extensivas, porque facilitaron la con­
quista y la explotación mínima de grandes espacios terrestres. Aná­
logamente, no podemos calificar a la Edad Media europea de mera­
mente «creativa» ni de «estancada». Una vez más, vemos que pre­
domina un tipo concreto de invención, la contraria a la romana: la
invención intensiva.
Permítaseme seguir estableciendo comparaciones con Roma. Una
de las principales invenciones romanas fue el arco, un método de
unir el espacio que no recarga más el centro que las columnas que
lo flanquean. Las cargas que podía soportar el arco eran mucho
mayores que el método universal anterior de construcción, el de
vigas tendidas por encima de columnas. Las cargas romanas eran
sobre todo las que representaba el tránsito: gente que andaba por
los anfiteatros, soldados y carros que cruzaban puentes y, la más
pesada de todas, agua que bajaba por acueductos para abastecer a
las ciudades. Así, el arco fue una parte importante de la conquista
por Roma del espacio terrestre horizontal. Fue tal adelanto que to­
dos los sucesores de Roma lo adaptaron en sus obras más modestas
de construcción. Pero hacia el año 1000 d.C. en el Islam, y después
de forma sostenida en los países cristianos, se produjeron cambios
considerables del arco. El semicírculo, que era la forma romana del
arco, dio paso a un eje ovalado o vertical y después al arco gótico
apuntado. La ascensión en línea vertical rebajó el peso que aportaban
columnas como un todo. Podía reducirse la longitud de las paredes
y perforar éstas con vidrio y luz. Pero persistía un problema, porque
cuanto más alto se construyera, más tensión se desplazaba hacia el
exterior del muro. El problema se resolvió en el siglo XII mediante
el arbotante, que se añadió al exterior del muro para absorber su
tensión (Bronowski, 1973: 104 a 113). Esta fue una explosión enor­
me y sostenida de invención arquitectónica, que produjo algunos de
los edificios mayores, más resistentes y más hermosos jamás cons­
truidos. Lo sabemos porque todavía podemos verlo: las catedrales
europeas. El empleo especializado de esas técnicas exactas —pues
durante varios siglos no se aplicó a otros tipos de edificios— nos
dice mucho acerca de la sociedad medieval. Lo que se conquistó fue
la altura. La técnica permitía que los arcos soportaran pesos mayores
que el arco romano, pero no que soportaran tránsito, que transpor­
taran mercancías y personas a lo largo de grandes distancias. El peso
era el de una estructura vertical: los 38 metros de la bóveda de Reims
(el arco de 46 metros de luz de Beauvais se derrumbó), la de la torre
de Ulm. Todos trataban de llegar al Dios de allá arriba.
Parece especialmente apropiado que los constructores de las ca­
tedrales medievales convirtieran la conquista romana del espacio ho­
rizontal en una conquista del espacio vertical. Porque adoraban a
Jesucristo, que de hecho había conquistado el espacio horizontal por
otro medio, ¡por el de la conversión de las almas!
También indica el descuido por la sociedad medieval de la inno­
vación extensiva. Jesús y San Pablo, ayudados por el acervo infraes-
tructural del mundo antiguo, habían hecho que la Cristiandad fuera
una. La extensividad se cuidaba de sí misma. En el período medieval
no se hicieron grandes innovaciones en materia de comunicación de
mensajes ni, con una importante excepción, en la tecnología de los
transportes (véase un comentario detallado en Leighton, 1972). Esa
excepción se refiere al empleo de caballos, desarrollado fundamen­
talmente no para mejorar los sistemas de comunicaciones, sino para
el arado. La Europa medieval no innovó en el sentido extensivo
romano.
La metáfora hasta ahora es que la Europa medieval no estaba
interesada en la extensión, sino en la altura. Podemos continuar con
ella, porque las innovaciones económicas más importantes se produ­
jeron en profun didad. La metáfora debería evocar las invenciones
tecnológicas que en general se reconocen como nucleares: en el ara­
do, en la rotación de los campos y en el herraje y el arnés de los
animales de tiro. A ello debemos añadir la aceña o molino de agua
(lo cual quizá lleve demasiado lejos la metáfora de la profundidad).
Todas esas innovaciones estaban generalizadas para el año
1000 d.C., aproximadamente, y todas ellas aumentaron despropor­
cionadamente el rendimiento de los suelos más densos, es decir, de
la Europa septentrional y occidental. Cipolla resume los principales
adelantos tecnológicos del Occidente:

a) A partir del siglo VI: difusión de la aceña.


b) A partir del siglo VII: difusión, en el norte de Europa, del arado pesado.
c) A partir del siglo VIII: difusión del sistema de tres hojas.
d) A partir del siglo IX: difusión de la herradura: difusióndeun nuevo
método de aparejar a los animales de tiro. [1976: 159 y 160.]

White resume sus efectos:

Entre la primera mitad del siglo VI y fines del IX, la Europa septentrional
creó o escribió una serie de invenciones que rápidamente se reflejaron en
un nuevo sistema de agricultura. En términos del trabajo de los campesinos,
fue con mucho la época más productiva jamás presenciada en el mundo.
[1963: 277.]

Bridbury (1975) ha argumentado decididamente que esas inno­


vaciones tenían hondas raíces en la Alta Edad Media y no eran re­
sultado de las recuperaciones urbanas y marítimas que se produjeron
(especialmente en Italia) a partir del siglo XI.
Veamos el carácter de esas innovaciones. El arado pesado tenía
un vástago de hierro para hacer la incisión en el surco, una reja de
hierro con la que profundizar en él y una vertedera en ángulo para
arrancar y dar la vuelta a la tierra removida hacia la derecha. Podía
arar suelos más profundos y más densos, levantarlos y crear en ellos
surcos de desagüe. Se podían avenar y explotar las llanuras empapa­
das de Europa septentrional. Pero ese arado necesitaba más energía
de tiro. Esta se consiguió al herrar y aparejar grupos mayores de
bueyes o de caballos. La rotación de los campos es más compleja.
Pero la misma complejidad y desigualdad de la difusión de los sis­
temas de «año y vez» frente a los «tres hojas» indican que los agri­
cultores tenían conciencia tanto de las posibilidades mayores de los
suelos densos para los cereales y algunas verduras como de los pro­
blemas específicos de fertilización que planteaban esos suelos. Au­
mentó la interdependencia entre la agricultura y la ganadería, lo cual
también llevó más poder al noroeste, a zonas como el sudeste de
Inglaterra o Flandes, donde se interpenetraban zonas de buenos pas­
tos con otras cerealistas. Además, en términos mundiales, probable­
mente le dio a Europa occidental una ventaja agrícola decisiva sobre
Asia, y especialmente sobre las técnicas chinas de cultivo intensivo
del arroz. La energía y el abono animales dieron a los europeos «un
motor cuatro o cinco veces más potente que el poseído por los
chinos», según Chaunu (1969: 366). Ninguna de esas innovaciones
fue meramente técnica. Todas ellas también implicaban una organi­
zación social intensiva. Una unidad económica del tamaño aproxi­
mado de una aldea o un señorío individual era útil para equipar una
yunta de bueyes o de caballos, organizar su uso cooperativo (lo cual
fomentó las parcelas alargadas características de la agricultura me­
dieval inicial) y organizar la rotación y el abono de los campos. Una
organización de ese tipo podía aumentar el rendimiento de los ce­
reales en suelos densos. El molino de agua los podía moler de forma
eficiente.
Nada indica con más claridad el carácter del dinamismo de la
agricultura medieval inicial que la aceña o el molino de agua, inven­
tada durante el período romano, pero no difundido generalmente
hasta el Medievo. En este caso disponemos de una estadística. El
D om esday Book registra 6.000 aceñas en Inglaterra para el 1086
(Hodgen, 1939), cifra que Lennard (1959: 278) considera una subes­
timación del 10 por 100, como mínimo, pero que da una media de
dos por aldea y de una por cada 10 a 30 arados. Algunas de esas
aceñas estaban bajo el control del señor local y otras eran indepen­
dientes. Pero todas ellas demostraban que el poder económico y la
innovación habían pasado a la localidad, estaban totalmente descen­
tralizados.
La tecnología del aumento de las relaciones de rendimiento y,
por consiguiente, del crecimiento demográfico, era intensiva, no ex­
tensiva; era el producto de esa autonomía local mencionada antes.
Se empiezan a aclarar los mecanismos causales. Se generaron gracias
a la posesión local efectiva de recursos económicos autónomos, po­
sesión que estaba institucionalizada y legitimada por los poderes
extensivos de la Cristiandad. Examinemos los mecanismos de la ex-
tensividad económica un poco más de cerca. ¿Cómo se regula el
comercio y por qué había, relativamente, tanto comercio?
Un factor es la mera ecología, a la que se suele atribuir un lugar
importante en la teoría económica neoclásica. Como aduce Jones
(1981), parte del «milagro europeo», cuando se compara Europa con
Asia, se debe a los contrastes ecológicos de Europa, que produjeron
una «cartera dispersa de recursos», gracias a la cual se intercambia­
ron por todo el continente mercaderías a granel: cereales, carne,
fruta, aceitunas, vino, sal, metales, madera, pieles y cueros de ani­
males. La gran proporción de costas y de ríos navegables mantuvo
bajos los costes del transporte. Después, sigue diciendo Jones, las
consecuencias se derivan de la racionalidad económica: a los Estados
no les interesaba saquear los productos a granel de subsistencia que
se intercambiaban como mercaderías, sino únicamente establecer im­
puestos sobre ellos; a cambio, los Estados aportaban el orden social
básico. Europa evitó el «mecanismo de saqueo» estatal; de ahí el
desarrollo económico. Jones, como economista neoclásico que cree
que los mercados son «naturales», cita a su mentor, Adam Smith: si
se dispone de paz, impuestos bajos y una administración de justicia
tolerable, el resto viene dado por «el rumbo natural de las cosas»
(1981: 90 a 96, 232 a 237).
Pero ese enfoque pierde de vista varias condiciones previas esen­
ciales. En primer lugar, ¿por qué hay que considerar a Europa como
un continente? No se trata de un hecho ecológico, sino social. Hasta
entonces no había sido un continente. Ahora se creó por la fusión
de los bárbaros germánicos con las partes nordoccidentales del Im­
perio Romano, y sus límites se debían a la presencia bloqueante del
Islam al sur y al este. Su identidad continental era fundamentalmente
cristiana. Su nombre era la Cristiandad, no Europa. En segundo
lugar, para que la producción alcanzara niveles suficientes para un
comercio extensivo hacían falta las condiciones sociales previas de
innovación técnica descritas más arriba. En tercer lugar, para que los
productos fueran «mercaderías» hacía falta esa forma social especial
y poco frecuente que recibe el nombre de propiedad privada, que
también se ha comentado más arriba. En cuarto lugar, los principales
actores sociales identificados por Jones, los comerciantes y los Es­
tados capitalistas, proceden en realidad de períodos ulteriores de
capitalismo, y no de éste. Ese aspecto, que voy a ampliar, nos llevará
a las raíces de los poderes extensivos de la Cristiandad.
Vayamos al meollo de la red comercial de la Alta Edad Media.
Consistía en un pasillo, o más bien en dos líneas diagonales parale­
las, que iban del noroeste al sudeste. Una línea recogía los productos
agrícolas de Escandinavia y del norte hasta la desembocadura del
Rhin, los llevaba por el Rhin hasta Suiza y de ahí al norte, especial­
mente al nordeste, de Italia, donde recibía a cambio productos me­
diterráneos y orientales. La otra línea empezaba en Flandes, recogía
los productos del Mar del Norte y después pasaba fundamentalmen­
te por tierra por el norte y el este de Francia hasta el Loira y desde
allí al Mediterráneo y el noroeste de Italia. Esta segunda ruta era
más importante y enviaba un ramal hacia el Rhin medio. Lo que
llama la atención acerca de estas rutas es que evitaban los Estados
que brindaban un orden más centralizado: Inglaterra y las tierras
nucleares de la corona de Francia y del emperador de Alemania, o
eran periféricas respecto de ellas. La ecuación entre Estados y co­
mercio no es totalmente falsa; es que, más bien, los Estados que más
intervenían en aquél eran de un tipo diferente al del Estado «mo­
derno».
En primer lugar, cabe advertir un gran número de «Estados»
eclesiásticos a lo largo de gran parte de las rutas. Desde Flandes
hasta el Ródano, y en el Rhin, encontramos grandes aglomeraciones
de propiedades de la iglesia, gobernadas desde obispados y arzobis­
pados como Noyon, Laon, Reims, Chalons, Dijon, Besan^on, Lyon,
Vienne, Colonia, Tréveris y Maguncia, así como monasterios pode­
rosos como los de Clairvaux y Cluny. También vemos que los go­
bernantes seculares tendían a ser pequeños príncipes que gobernaban
flexiblemente a una conglomeración de señores. Tanto los pequeños
príncipes como sus vasallos también estaban alerta a los indicios de
ventajas y movimientos de los Estados más poderosos de Francia,
Alemania e Inglaterra. Así, los ducados de la Alta y la Baja Lorena,
el ducado y el condado de Borgoña, el condado de Flandes y de la
Champaña y la Provenza, contraían alianzas y/o vasallaje, o se salían
de esas relaciones, a veces por matrimonio, a veces por contrato
libre, con Francia, Inglaterra y Alemania. Aunque los grandes Esta­
dos hubieran deseado mucho conseguir un control más permanente,
no podían lograrlo debido a la riqueza de aquellos territorios.
De forma que existe una correlación entre riqueza económica y
dinamismo y Estados débiles. Debido a esto, muchos consideran el
comercio medieval inicial como algo «intersticial» del mundo de los
grandes señores y Estados territoriales. Aunque eso era cierto en
Italia, en el extremo inferior del pasillo, resulta erróneo aplicarlo a
cualquier otra parte. No era un pasillo com ercial, separado de la
producción agrícola. El pasillo poseía, efectivamente, ventajas natu­
rales iniciales para el comercio, pues enlazaba el mar del Norte con
el Mediterráneo (recuérdese que el Islam había cerrado el Estrecho
de Gibraltar) por conducto de algunos de los territorios más fértiles
de Europa. Pero, una vez establecido, cambió la actividad agrícola
circundante. Flandes desarrolló los cultivos comerciales, la ganadería
y la horticultura; más adelante se hizo con la posesión de las lanas
inglesas. El rico suelo del norte de Francia aportaba trigo. El Róda­
no se concentró en la extracción de sal y, en lo que es el significado
que más ha sobrevivido de la palabra, «el Borgoña». Los señores de
esas zonas, laicos y eclesiásticos, se beneficiaban enormemente. No
sólo establecían el orden local a cambio de impuestos sobre el co­
mercio; sus propias tierras se convirtieron en algo más parecido a la
agricultura capitalista, con la producción de mercaderías para el in­
tercambio. Y su orden puramente local no degeneró en una anarquía
regional, porque no tenían lealtad a un Estado común, sino a una
clase común. Viajaban los unos a las cortes de los otros; escuchaban
los mismos romances, epopeyas y sermones; debatían los mismos
dilemas morales; se casaban entre sí; enviaban a sus hijos más jóve­
nes a las Cruzadas y se mantenían muy alerta a las grandes poten­
cias. Su racionalidad económica tenía una base normativa: la moral
de clase que aportaba la Cristiandad.
Como veremos en el capítulo siguiente, esta región concreta man­
tuvo una larga asociación entre un Estado débil y el dinamismo
económico, con el auge del ducado de Borgoña en los siglos XIV y
XV. Es posible que para esas fechas ya estuvieran establecidas en
otras partes de Europa las relaciones entre Estados fuertes y desa­
rrollo protocapitalista, pero no en los siglos anteriores de que tra­
tamos aquí. La solidaridad normativa de los señores, seglares y ecle­
siásticos (y en menor medida de los campesinos), expresada por Es­
tados débiles y verdaderamente «feudales» era una condición previa
necesaria para llevar el orden a los mercados y, en consecuencia,
extensividad al dinamismo europeo inicial.
No pretendo dar una explicación de «factor único». En todo el
proceso del desarrollo europeo existe también una persistencia a pla­
zo larguísimo de una economía de «campesinado más hierro» dis­
tintivamente «europea» que encaja muy bien con una explicación
neoclásica del milagro europeo. Como ya hemos visto, a partir de
la Edad del Hierro la mayor parte de Europa estuvo dominada por
familias campesinas que utilizaban aperos de hierro y animales de
tiro para cavar en suelos húmedos, ricos pero densos, y que inter­
cambiaban bienes de subsistencia como cuasi mercaderías. Una fa­
milia predominantemente nuclear limitaba su fecundidad mediante
el retraso en la edad para el matrimonio (cosa demostrada respecto
del siglo XVI por Hajnal, 1965). Ya en el siglo XII existían en In­
glaterra formas «individuales» de propiedad (McFarlane, 1978, aun­
que las considera distintivamente inglesas y no comunes del noroeste
de Europa, afirmación para la que no aporta ninguna prueba). Quizá
se hubieran establecido mucho antes y formasen parte de la apari­
ción ulterior del capitalismo. Pero mi argumento es que si no se
comprende la existencia de más macroestructuras de poder —empe­
zando por las del Mediterráneo oriental, continuando con las del
Imperio Romano y culminando con las de la Cristiandad—, no po­
dríamos encontrar establecidas las condiciones previas, intensivas y
extensivas, de poder para el milagro europeo.
Ha terminado la parte difícil de la explicación. A partir de aquí
podemos avanzar con la ayuda de dos teorías materialistas bien es­
tablecidas de la transición. Hemos llegado al punto en el que las
distintas familias y la comunidades locales de aldea y señorío estaban
participando en una red más amplia de interacción económica con­
forme a normas institucionalizadas que regían la posesión de pro­
piedades, las relaciones de producción y el intercambio en los mer­
cados. Poseían una autonomía y una intimidad suficientes para que­
darse con los frutos de su propia empresa y calcular así los costes
y los beneficios probables de las distintas estrategias posibles. Así,
con la oferta, la demanda y los incentivos para la innovación bien
establecidos, la economía neoclásica puede hacerse cargo de explicar
lo ocurrido. Y como esos actores no eran sólo familias y comuni­
dades locales, sino también clases sociales, señores y campesinos, el
marxismo puede ayudar en nuestros análisis de sus luchas.
De hecho, pese a la polémica acerba entre esas dos escuelas de
historia económica, son esencialmente análogas en sus descripciones
de la transición. Es cierto que difieren en cuanto a la importancia
que atribuyen a los diversos factores que afectan a los cálculos ra­
cionales, la competencia y la lucha de clases. Los neoclásicos prefie­
ren factores a los que tratan como ajenos a la estructura social (o
por lo menos a la estructura de clase), como el crecimiento y el
descenso demográficos, los cambios climáticos o las diferencias en
la fecundidad del suelo. Los marxistas prefieren variaciones en torno
a la organización de clase. Evidentemente, en una explicación más
detallada de la transición de la que yo intento aquí, habría que elegir
entre esos argumentos. Pero, en general, las dos escuelas se comple­
mentan muy bien y brindan una buena descripción colectiva del
desarrollo ulterior de la dinámica feudal. De lo que carecen —y que
yo espero haber aportado— es de una explicación de cómo llegó el
mundo por primera vez a una situación en la que se pueden aplicar
sus modelos.
A lo largo del período medieval evolucionaron dos tendencias
paralelas hacia la aparición de la exclusividad en los derechos de
propiedad. La exclusividad se derivó de lo privado. La primera do­
taba de propiedad exclusiva a los señores, la segunda a una sección
rica del campesinado. Ambas eran parte de una tendencia general
hacia las relaciones capitalistas en la agricultura, aunque en diferentes
regiones y períodos tendían a desarrollarse más la una o la otra,
porque existía algo así como una relación inversa entre las dos casi
hasta la desaparición final del modo de producción feudal. El mejor
ejemplo de ambas tendencias fue la crisis del siglo XIV. Por eso me
adelantaré a mis divisiones cronológicas de capítulos para describir
y relacionar brevemente esa crisis con las tendencias generales del
feudalismo. La descripción se basa en gran medida en dos relatos
neoclásicos (North y Thomas, 1973: 46 a 51, 59 a 64, 71 a 80, y
Postan, 1975) y en dos relatos marxistas (Anderson, 1974a: 197 a
209, y Brenner, 1976). No difieren mucho entre sí.
En la primera fase de la crisis del siglo XIV los cambios de valor
relativo de productos y factores favorecieron a los señores. Durante
el siglo XIII un crecimiento demográfico prolongado había llenado
el mapa de Europa. Se estaban labrando tierras marginales de calidad
inferior y existía un peligro de superpoblación. Así, la mano de obra
era abundante, pero las tierras buenas no. La capacidad de negocia­
ción de quienes controlaban las tierras de mejor calidad, es decir, de
los señores, fue en aumento en comparación con la de los que de­
pendían de su fuerza de trabajo, es decir, de los campesinos. Los
señores aumentaron su tasa de explotación y obtuvieron que se cul­
tivaran directamente las tierras de su señorío mediante prestaciones
laborales. Esto tendía a ocurrir siempre que las condiciones eran
favorables a los señores en la economía medieval. Su estrategia básica
consistía en atraer al señorío a la parte independiente de la actividad
campesina, reduciendo la parcela individual de los campesinos a una
superficie justo suficiente para mantener en vida a la fagnilia campe­
sina y para reproducir la fuerza de trabajo de la generación siguiente.
Ahora, los señores podían apropiarse directamente todo el excedente
(Hindess y Hirst, 1975: 236; Banaji, 1976). También podían utilizar
economías de escala e inveriones de capital en su propio señorío para
incrementar su control sobre el campesinado. Así, como decía Marx,
el señor se convirtió en «el administrador y el propietario del pro­
ceso de producción y de todo el proceso de la vida social» (1972:
860 y 861). Por ejemplo, la aceña tendió a caer bajo su control y a
explotarse como monopolio feudal. Los campesinos estaban obliga­
dos a llevar sus cereales al molino del señor, al igual que a utilizar
los hornos de éste, beber su agua, quemar su leña y utilizar su lagar.
Esas obligaciones se convirtieron en las odiadas banalités, parte del
derecho feudal del señor. Ya se habían difundido mucho en los si­
glos X y XI cuando los señores pasaron a la ofensiva económica
(véase Bloch, 1967: 136 a 168). Todas esas estrategias tenían por
objeto desarrollar la coerción económica y, si tenían éxito, tendían
a transformar las relaciones sociales de producción. Independiente­
mente de sus derechos por l e y o consuetudinarios, se estaba expro­
piando a los campesinos de la posesión efectiva de la tierra. Cada
señor avanzaba hacia la exclusividad de la posesión de la tierra. Esa
fue la primera vía hacia el capitalismo.
Pero después de las hambrunas y las pestes de la primera mitad
del siglo XIV, se invirtieron los valores relativos de productos y fac­
tores. Ahora los fuertes eran los campesinos. Abundaba la tierra y
escaseaba la mano de obra. Los campesinos prolongaron sus arren­
damientos y los villanos adquirieron derechos exclusivos a sus tie­
rras, con más posibilidades de acumular capital. Podían adquirir un
excedente y utilizar parte de él para pagar cualquier renta en espe­
cie o en metálico, en lugar de en prestaciones de trabajo. Los más
favorecidos en términos de extensión y calidad de sus tierras acaba­
rían por adquirir capital-equipo y contratar ellos mismos a jornale­
ros con tierras peores que las suyas. Esos ricos campesinos «kulaks»
desarrollaron lo que se suele denominar «modo de producción pri­
mario» y utilizaron cada vez más los factores de producción, com­
prendida la fuerza de trabajo de los jornaleros más pobres, como
mercaderías. Esta es la segunda vía de los campesinos ricos hacia la
propiedad privada exclusiva y hacia el capitalismo (subrayada, por
ejemplo, por Dobb, 1976: 57 a 97). Casi todos los historiadores
aceptan tanto que el campesinado desempeñó un importante papel
en el crecimiento de la propiedad medieval como que ese crecimien­
to llevó a una diferenciación entre el campesinado que estimuló la
acumulación inicial de capital (por ejemplo, Bridbury, 1975). Es un
recordatorio del carácter descentralizado de la dinámica feudal.
Con el tiempo, esas dos tendencias y agrupaciones sociales (se­
ñores y campesinos ricos) se fusionaron y destruyeron la estructura
de dos clases: señores y campesinos, y la sustituyeron por dos clases
nuevas, una minoría de poseedores de propiedad exclusiva y la masa
de jornaleros sin tierras: agricultores capitalistas y proletariado rural.
El mercado dejó de ser fundamentalmente un instrumento de la clase
señorial y se convirtió en un instrumento de la propiedad y del
capital en general. Esta es una descripción de la transición del modo
feudal de producción al modo capitalista.
Pero antes de que pudiera ocurrir eso, se llevó a su agotamiento
otra posibilidad inherente en el modo feudal. Porque, si el modo
feudal daba a los señores un monopolio de los medios de violencia
física, ¿no podían éstos responder con la fuerza militar en momentos
en que los valores relativos de productos y factores no los favore­
cían? En particular, ¿mejoraría necesariamente una escasez relativa
de mano de obra la capacidad de negociación del campesinado? ¿Por
qué no se decidió la cuestión mediante la coerción extraeconómica,
monopolizada por los señores? No es una pregunta ociosa, pues en
muchos otros momentos y lugares la respuesta de los señores a la
escasez de mano de obra ha consistido en aumentar la dependencia
de sus trabajadores. Ya en el capítulo 9 vimos cómo ocurrió esto en
el Imperio Romano tardío, y que el resultado fue el estancamiento
económico. La respuesta inmediata a estas preguntas es que los se­
ñores europeos efectivamente intentaron la represión y que aparen­
temente triunfaron, pero no les sirvió de nada. Volviendo al ejemplo
de fines del siglo XIV, con su escasez de mano de obra, hubo una
oleada de reacciones de los terratenientes. Los señores intentaron,
mediante la legislación y la violencia, vincular al campesino al seño­
río y mantener bajos los salarios (igual que habían hecho los lati­
fundistas romanos tardíos). Por toda Europa el campesinado se alzó
en rebeliones, que se reprimieron en todas partes (excepto en Suiza).
Pero la victoria de los señores resultó huera. Los señores quedaron
domeñados, y no por los campesinos, sino por el mercado capitalista
transformado y por las oportunidades de lucro, y los peligros de
pérdidas, que contenía. El Estado débil no podía imponer su legis­
lación sin la cooperación local de los señores; el Estado eran los
señores. Y los distintos señores fueron cediendo uno por uno, arren­
daron sus tierras y convirtieron las prestaciones laborales en rentas
en dinero. Anderson concluye su estudio de esa «crisis general del
feudalismo» con la siguiente afirmación: «Las tierras señoriales la­
bradas por mano de obra servil eran un anacronismo en Francia,
Inglaterra, Alemania occidental, el norte de Italia y la mayor parte
de España para 1450» (1974a: 197 a 209)^ El modo feudal de pro­
ducción había quedado finalmente destruido por el mercado.
Pero ésa sería una frase muy satisfactoria si termináramos ahí la
explicación. Los economistas neoclásicos efectivamente la terminan
ahí. La «variante del mercado» del marxismo (por ejemplo, Sweezy,
1976) también la termina ahí, porque ha dimanado únicamente de
una sensibilidad empírica al mundo medieval, no es una conciencia
teórica de los mercados como formas de organización social. Los
marxistas ortodoxos replican que la producción precede al intercam­
bio y que, en consecuencia, las relaciones de producción dominan a
las fuerzas del mercado. Pero eso no es verdad. No se trata del mero
hecho de las relaciones de producción, sino de su form a . Las opor­
tunidades de mercado pueden influir fácilmente en la forma de las
relaciones de producción, y de las relaciones sociales en general,
como vimos en el capítulo 7 en los casos de Fenicia y de Grecia.
En este caso, las oportunidades de mercado, inicialmente creación
de una clase gobernante feudal y cristiana, reaccionaron después con­
tra esa clase, aunque ésta poseía un monopolio de la fuerza física.
El mercado es en sí mismo una forma de organización social, una
movilización de poder colectivo y distributivo. No es algo eterno;
exige una explicación. El argumento de este capítulo ha aportado el
comienzo de esa explicación, pero sólo el comienzo, porque al llegar
a la crisis del siglo XIV me he adelantado a mi historia. En el capí­
tulo siguiente mostraré cómo las ciudades y los Estados fomentaron
la pacificación normativa y los mercados en Europa.

Conclusión: Una explicación de la dinámica europea

Como había prometido, he aclarado lo que fue la federación


múltiple y acéfala de la Europa medieval. El dinamismo medieval,
que adoptó fundamentalmente la forma de una marcha hacia el de­
sarrollo capitalista, era atribuible sobre todo a dos aspectos de esta
estructura. En primer lugar, la multiplicidad de redes de poder y la
ausencia de un control monopolista sobre ellas, confería una consi­
derable autonomía local a los grupos sociales medievales. En segun­
do lugar, esos grupos locales podían actuar con seguridad dentro de
las redes extensivas y de la pacificación normativa que aportaba la
Cristiandad, aunque la misma Cristiandad estaba dividida entre ser
una ideología inmanente de moral de la clase gobernante y una ideo­
logía más transcendente, no de clase. Así, paradójicamente, el loca­
lismo no sofocó una orientación expansionista y extrovertida, sino
que adoptó la forma de una competencia intensa, regulada y dividida
en clases.
Esas paradojas de localismo y expansionismo y de conflicto de
clases, de competencia y de orden, son la clave del dinamismo de
las invenciones de la época. A los europeos medievales les preocu­
paba fundamentalmente la explotación intensiva de su propia loca­
lidad. Fueron penetrando en suelos más densos y más húmedos que
ningún pueblo agrario anterior. Explotaron con más eficacia la ener­
gía de sus animales. Lograron un equilibrio más productivo entre
animales y cultivos. Su praxis económica se vio intensificada, lo cual
resultó ser una de las reorganizaciones decisivas de la historia uni­
versal. Se estaban tendiendo nuevas vías, y no sólo para Europa, sino
para el mundo. La imagen que se nos presenta es la de pequeños
grupos de campesinos y de señores que contemplan sus campos, sus
aperos y su ganado, pensando en cómo mejorarlos, vueltos de es­
paldas al mundo, relativamente despreocupados de unas técnicas y
una organización social más extensivas, convencidos de que ya ha­
bían alcanzado un nivel mínimamente aceptable. Su praxis hallaba
circuitos extensivos «ya hechos», y su combinación exigía un incre­
mento revolucionario de las capacidades de organización del poder
económico.
Observemos dos consecuencias concretas de esos circuitos de pra­
xis. En primer lugar, eran relativamente populares. Implicaban a la
masa de la población en una actividad económica autónoma y en la
innovación y la lucha extensiva de clases. Era la primera vez que se
había producido tal nivel de participación popular en las relaciones
de poder sobre una zona tan extensa, como suelen señalar quienes
escriben sobre historia comparada (por ejemplo, McNeill, 1963: 558).
Sería el fundamento de la democracia dividida en clases de la era
moderna. En segundo lugar, brindaban un ambiente intelectual con­
ducente al desarrollo de lo que nosotros llamamos las ciencias natu­
rales, que penetran por debajo del aspecto fenoménico de la natura­
leza con la expectativa segura de que sus propiedades físicas, quími­
cas y biológicas estarán ordenadas, pero tanto por leyes dinámicas
como eternas. La agricultura medieval fomentó el dinamismo y la
penetración de la naturaleza. La teoría cristiana del derecho natural
aportó la seguridad de un orden racional. En las dos esferas de la
participación popular y de las ciencias hallamos la misma combina­
ción fructífera de preocupación intensiva de confianza extensiva.
La dinámica medieval era fuerte, sostenida y general. Quizá ya
estuviera implantada en el 800 d.C. El D om esday Book, con su pro­
fusión de aceñas, documenta su presencia en Inglaterra para el 1086.
La transición que presenció cómo Europa daba un salto adelante no
fue fundamentalmente la transición del feudalismo al capitalismo en
la Baja Edad Media. Ese proceso fue en gran medida la institucio-
nalización de un salto que se había dado mucho antes, en el período
que sólo nuestra falta de documentación nos lleva a llamar la Edad
d e las Tinieblas. Para el 1200 d.C., ese salto, esa dinámica, ya
estaban llevando a Europa a nuevas cumbres de poder social colec­
tivo. En el capítulo siguiente veremos cómo empezó a adoptar una
forma diferente a partir de esa fecha.

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Capítulo 13
LA DINAMICA EUROPEA: II.
EL AUGE DE LOS ESTADOS
COORDINADORES, 1155-1477

A fines del siglo XII la federación múltiple y autónoma descrita


en el capítulo anterior empezó a derrumbarse. Con el tiempo, al
llegar 1815, las redes de poder de Europa occidental habían adopta­
do una forma diferente: una serie segmentada de redes cuasi unita­
rias esparcidas por todo el globo. Las unidades eran los grandes
Estados «nacionales» y sus colonias y esferas de influencia. En este
capítulo se explican los comienzos del auge de los Estados y su
interpretación con las fuerzas dinámicas descritas en el capítulo ante­
rior.
Describo dos fases principales. En la primera, que se comenta en
este capítulo, una mezcla de fuerzas económicas, militares e ideoló­
gicas llevaron a una serie de Estados territoriales centralizados y
«coordinados» a ocupar un lugar destacado. Los Estados centrales
(que normalmente eran monarquías), expansionándose a partir de su
función nuclear como garantes de derechos y privilegios, fueron coor­
dinando gradualmente algunas de las actividades principales de sus
territorios. Las formas locales y transnacionales de regulación cris­
tiana y «feudal» fueron decayendo frente a la regulación política
nacional. Pero el grado de autonomía local siguió siendo considera­
ble, de forma que la constitución política «real» seguía siendo una
forma de federalismo territorial, unida por relaciones particularistas,
a menudo dinásticas, entre el monarca y los señores semiatónomos.
Llevo esta fase hasta 1477, fecha que no sólo es importante para la
historia de Inglaterra, sino porque en ella se presenció el derrumba­
miento del último gran Estado «feudal» alternativo, el ducado de
Borgoña. En la segunda fase, que se reserva para el capítulo siguien­
te, esas relaciones centradas territorialmente empezaron a adoptar
una forma «orgánica» en la cual el Estado era el organizador cen­
tralizado de una clase gobernante.
Mi argumento más general se puede expresar en términos del
modelo del capítulo 1. El dinamismo europeo, que ahora era pri­
mordialmente económico, generó una serie de redes intersticiales
emergentes de interacción para las cuales era claramente útil una
forma de organización que fuera centralizada y territorial. En la
estructura competitiva de Europa, algunos Estados dieron con esa
solución y prosperaron. En ellos aumentó el poder del Estado, cen­
tralizado y territorial.
Sin embargo, inicio este argumento de forma sencilla. En el caso
de Inglaterra, disponemos de una fuente maravillosa de datos. A par­
tir del 1155 poseemos suficientes registros financieros del Estado
inglés como para vislumbrar sus pautas de gastos y, lo que es más
importante, construir una serie cronológica más o menos constante
del total de sus cuentas de ingresos. Comentaré el carácter del Es­
tado durante un período de ocho siglos, con la ayuda de cuadros
estadísticos.
Podemos iniciar nuestro análisis del auge del Estado sabiendo en
qué gastaba su dinero el Estado y cómo lo obtenía. Los gastos nos
dan un indicador, aunque no sea perfecto, de las funciones del Es­
tado, mientras que los ingresos indican su relación con las diversas
agrupaciones de poder que componían su «sociedad civil». Durante
este período debemos utilizar un método algo indirecto para esta­
blecer cuáles eran esas funciones. Hay dos formas de deducir la
importancia cuantitativa de cada función estatal a partir de las cuen­
tas financieras. La forma más directa consistiría en desglosar las cuen­
tas de gastos en sus componentes principales. Es lo que haré en el
próximo capítulo por lo que respecta al período a partir de 1688.
Por desgracia, las cuentas de gastos anteriores suelen ser insuficientes
para este fin. Pero a partir de 1155 las cuentas de ingresos son su­
ficientes para construir una serie cronológica. Así, el segundo mé­
todo de evaluar la funciones del Estado consiste en analizar los to­
tales de ingresos a lo largo del tiempo, explicando sus variaciones
sistemáticas en términos de la evolución de las demandas que se
hacían al Estado. Ese será mi método principal hasta 1688.
El método nos permite una percepción de algunas de las cues­
tiones principales de la teoría del Estado. De ellas se tratará en el
volumen III con una perspectiva cronológica mayor que la abarcada
en este capítulo. De momento, baste recordar que la teoría del Es­
tado se ha dividido en dos bandos que exponen visiones fundamen­
talmente opuestas de las funciones del Estado. La teoría dominante
del Estado en la tradición anglosajona ha percibido la función fun­
damental del Estado como in terna y econ óm ica : el Estado regula,
judicial y represivamente, las relaciones económicas entre los indi­
viduos y las clases que se hallan dentro de sus fronteras. Autores
tan diversos como Hobbes, Locke, Marx, Easton y Poulantzas han
actuado en el marco de esa visión aproximada. Pero la teoría del
Estado dominante en el mundo germánico ha sido muy diferente, al
considerar la función del Estado fundamentalmente m ilitar y g e o p o ­
lítica: los Estados resuelven las relaciones de poder entre ellos, y
como esas relaciones carecen en gran medida de normas, lo hacen
mediante la fuerza militar. Esta opinión, actualmente pasada de moda
en la era liberal y marxiana de empate nuclear, fue antes la predo­
minante, especialmente debido a las obras de Gumplowicz, Oppen-
heimer, Hintze y —en menor medida— Weber. ¿Quién tiene razón
acerca de este período de la historia?
Sería absurdo seguir una de esas perspectivas con exclusión total
de la otra. Evidentemente, los Estados desempeñan ambos conjuntos
de funciones, y en relación tanto con el escenario interno como con
el geopolítico. Tras establecer la importancia histórica general de los
dos conjuntos de funciones, trato de relacionarlos de manera más
informada teóricamente. Mi conclusión general se expone en el capí­
tulo 15.

F uentes d e in gresos y fu n cio n es d el Estado d el siglo X II

Ramsay (1925) analizó los primeros ingresos. Su investigación ha


sido objeto de considerables críticas l . Pero aquí utilizo sus cifras,

1 Véase un com entario de las fuentes de datos en Mann, 1980.


complementadas con la labor de otros autores 2, por un motivo muy
sencillo, en el cual inciden muy poco las críticas. Establezco las
principales fuentes de ingresos del Estado del siglo XII con objeto
de decir algo acerca de la relación del Estado con su «sociedad civil».
Los ingresos de Enrique II (1154-1189) sobreviven con algún
detalle. El cuadro 13.1 contiene las cifras para dos años bien docu­
mentados. Muestran las funciones y los poderes de un rey relativa­
mente poderoso del siglo X II. Los ingresos totales eran muy redu­
cidos: cualesquiera fuesen las funciones del rey, implicaban un fun-
cionariado pequeño y poco dinero. El tamaño de la «burocracia» era
escasamente superior al de las casas de los principales barones y
clérigos. Poco después, el rey Juan (1199-1216) estimaba que su pro­
pio presupuesto era inferior al del arzobispo de Canterbury (Painter,
1951: 131):

CUADRO 13.1. Ingreso del rey Enrique II, ejercicios presupuestarios


1171-1172 y 1186-1187

1171- 1172 1186-1187


Fuente de ingresos
Libras est. % Libras est. %

Rentas de tierras de la corona................ 12.730 60 15.120 62


Rentas de obispados vacantes................. 4.168 20 2.799 11
Scutagium (esto es, gravamen de guerra) 2.114 10 2.203 9
Tallage (impuestos sobre las ciudades y
sobre los aparceros de realengo)...... 0 1.804 7
Amercements (multas y honorarios lega­
les) ............................................................. 1.528 7 1.434 6
Multas (regalos al rey por favores recibi­
dos)............................................................ 664 3 1.219 5
Ingresos totales........................................... 21.205 100 24.582 100
Fuente: R am say, 1925: I, 195.

La mayor parte de los ingresos procedía de las tierras de la co­


rona, es decir, de las «fuentes privadas» del rey. Así seguiría ocu­

2 Las principales obras utilizadas en esta sección han sido Poole, 1951; McKisack,
1959; Powicke, 1962; Wolffe, 1971; M iller, 1972, V975; Braun, 1975, y H arris, 1975.
rriendo hasta que Eduardo I estableció grandes derechos aduaneros
en el decenio de 1270 y podía volver a ocurrir todavía más tarde
cuandoquiera que un rey trataba de «vivir por su cuenta», es decir,
sin consultas financieras ni políticas con grupos externos. Enri­
que VII fue el último de los reyes de Inglaterra que lo intentó con
éxito, a principios del siglo XVI. Otros monarcas europeos recurrían
de forma más general a sus propios dominios, sobre todo los fran­
ceses hasta el siglo XV, los españoles hasta que empezaron a llegar
los metales preciosos en el siglo XVI, y los prusianos hasta fines del
siglo XVIII. La esfera de los ingresos privados tenía un paralelo en
los gastos, donde siempre había una importante partida que era el
coste de la casa del rey. Así, nuestra primera vislumbre real del
carácter de las actividades estatales revela una ausencia de funciones
públicas y un gran elemento privado. El monarca era el mayor mag­
nate (prim as in ter p ares) y tenía mayores ingresos y gastos persona­
les que otros, y aunque el Estado era autónomo de la «sociedad
civil», tenía poco poder sobre ella.
La segunda fuente en importancia de los ingresos de Enrique II
era su derecho a gozar de las rentas y los diezmos de los obispados
vacantes. Este es un ejemplo de las «prerrogativas feudales» que
poseían todos los príncipes europeos. Revelan una función de pro­
tección interna, en este caso limitada a las crisis que afectaban a la
propia clase del soberano. Cuando los obispados quedaban vacantes
o cuando los herederos de los territorios eran menores o mujeres,
su sucesión necesitaba la garantía real. A cambio, el príncipe recibía
el total o parte de las rentas o los diezmos de esas tierras hasta que
el heredero era mayor de edad o se casaba. Una segunda prerrogativa
era la de la sucesión del propio príncipe. Tenía derecho a imponer
un tributo a sus súbditos para cuando se armara caballero a su hijo
mayor y para la boda de su hija mayor. Esas fuentes «feudales» de
ingresos eran comunes a toda Europa (aunque en todas partes eran
polémicos los poderes del monarca sobre los obispados). Eran una
fuente irregular de ingresos, salvo que el príncipe las explotara (por
ejemplo, negándose a dar en casamiento a herederas huérfanas, como
dice la M agna Carta que hacía el Rey Juan). Se derivaban de la
función del rey como p rim u s in ter p ares, aceptado por su propia
clase como árbitro y pacificador en tiempos de incertidumbre.
La tercera fuente se derivaba de la autoridad judicial, tanto las
rentas formales de la justicia («amercements», en el cuadro 13.1)
como los sobornos («multas») por el favor del rey. Los favores eran
muy diversos: anular una decisión judicial, conferir un cargo, orga­
nizar un matrimonio, conceder un monopolio de comercio o de
producción, eximir del servicio militar y muchas más cosas. Los
favores y las multas se dispersaban por un sistema de tribunales con
jurisdicción sobre una zona definida territorialmente, el reino de
Inglaterra. Seguía habiendo tres esferas de jurisdicción dudosa: sobre
los asuntos seculares del clero, sobre los delitos menores (en gran
medida de la competencia de los tribunales señoriales y otros tribu­
nales autónomos) y sobre los dominios de los vasallos que también
debían lealtad a otro príncipe.
El siglo XII había presenciado un avance considerable en la te­
rritorialidad de la justicia, en Inglaterra y en otras partes. Constituyó
la primera fase de edificación del Estado en toda Europa. Las pri­
meras instituciones estables del Estado fueron los altos tribunales de
justicia (y las tesorerías, naturalmente). Los primeros funcionarios
fueron los alguaciles y los alguaciles de condado en Inglaterra, los
prebostes en Francia y los ministeriales en Alemania. ¿Por qué?
Strayer (1970: 10 a 32) señala tres factores pertinentes que voy
a ampliar. En primer lugar, la iglesia apoyaba que el Estado tuviera
una función judicial. Cristo sólo había afirmado que instituía una
ecu m en e especializada. Los asuntos seculares se dejaban a las auto­
ridades seculares, a quienes la iglesia decía que se debía obediencia.
A partir del 1000 d.C. aproximadamente, toda Europa estaba cris­
tianizada y el apoyo papal al Estado se sentía de forma más igual.
En segundo lugar, hacia esa misma fecha cesaron las migraciones
importantes de pueblos, lo cual permitió que se desarrollara entre
las poblaciones locales una sensación de continuidad en el espacio y
en el tiempo. La proximidad territorial y la estabilidad temporal han
constituido históricamente la base para establecer normas sociales y
reglas judiciales. La capacidad de la Cristiandad para establecer una
cierta pacificación normativa translocal había sido el resultado de
una situación muy desusada: la mezcla de pueblos diversos en los
mismos espacios locales, todos ellos no obstante deseosos de adqui­
rir la civilización más amplia que poseía la Cristiandad. Si esas po­
blaciones se asentaban, se casaban entre sí e interactuaban a lo largo
de, digamos, un siglo, necesitarían reglas y normas más avanzadas
con una base local y territorial. Una parte importante del asenta­
miento fue la aparición gradual de los nuevos idiomas territoriales
de Europa. Más adelante describiré la evolución del inglés. Además,
una segunda fase de la estabilización demográfica (no mencionada
por Strayer) fue la conquista de las fronteras internas de Europa.
Poco después del 1150 no quedaban espacios vírgenes apreciables.
La parte occidental del continente estaba ocupada por poblaciones
sedentarias que debían lealtad, aunque sólo fuera temporalmente, a
un Estado u otro. Aunque la iglesia seguía poseyendo poderes nor­
mativos, éstos se detenían en las fronteras de los Estados. El frenazo
más espectacular se produjo en el siglo XIV con un cisma papal. Un
papa, en Avignon, contaba con el apoyo de la corona francesa; el
otro, en Roma, dependía del emperador de Alemania y del rey de
Inglaterra. Todos los Estados interesados tenían conciencia de una
contradicción entre su deseo de que la Cristiandad se reunificara y
su interés político en debilitar al papado.
En tercer lugar, Strayer aduce que el Estado secular era el que
mejor podía aportar paz y seguridad a las que «en una era de vio­
lencia, casi todos los hombres aspiraban por encima de todo». Eso
elude dos cuestiones. La primera es que en algunas zonas no estaba
claro cu á l Estado aportaría la paz y la seguridad. Había enormes
territorios en disputa, comprendido todo el oeste de Francia, que se
disputaban las coronas inglesa y francesa.
La marcha de la Guerra de los Cien Años es instructiva acerca
de los poderes del Estado. Cuando los franceses comprendieron (des­
pués de la batalla de Poitiers) que probablemente perderían las gran­
des batallas campales, las evitaron. Cuando se los atacaba, se retira­
ban a sus castillos y sus ciudades amuralladas 3. La guerra se con­
virtió en una serie de ch eva u ch ées, «cabalgadas», en las que un pe­
queño ejército inglés o francés efectuaba una incursión en territorio
enemigo cobrando exacciones, saqueando y matando. Las ch ev a u ­
ch ées demostraban a los vasallos de la corona opuesta que su actual
señor no podía darles paz y seguridad, y su objetivo era hacer que
le retiraran aquella lealtad. Al final de la guerra, gran parte de Fran­
cia habría estado en situación mucho mejor sin ninguna de las dos
coronas, pero esa opción no se presentó. Al final triunfó la versión
francesa de «paz y seguridad». La barrera logística del Canal de La
Mancha impidió a los ingleses apoyar a sus vasallos franceses, bre­
tones y gascones regularmente o movilizar las grandes fuerzas per­

3 Agincourt (1415) fue la excepción, pero los franceses tenían motivos para pensar
que podían ganar. Enrique V había estado tratando de evitar la batalla debido a la
debilidad de sus tropas. Acerca de la Guerra de los Cien Años, véase Fowler, 1971,
1980, y Lewis, 1986.
manentes necesarias para unos sitios sostenidos. Gradualmente, la
garantía que brindaba la corona francesa de la densa red de costum­
bres, derechos y prerrogativas locales fue avanzando paso a paso
hacia el oeste y hacia el sur a partir de su núcleo de la Isla de
Francia. Las incursiones inglesas sólo podían interrumpir aquel avan­
ce breve aunque salvajemente. Quizá también entonce? surgieran los
primeros impulsos del «nacionalismo» francés donde zonas nuclea­
res de Francia compartían una «comunidad étnica» con el rey francés
y una hostilidad hacia los ingleses. Pero, como concluye Lewis (1968:
59 a 77), eso fue en realidad el resu ltad o de una guerra prolongada
que confirmó que el papel de las dos coronas era más territorial que
dinástico. En todo caso, la «comunidad étnica» se basaba en un
interés común en la estabilidad de las normas judiciales y las cos­
tumbres. Donde existían Estados territoriales, por frágiles que pare­
ciesen, era difícil desalojarlos de su núcleo. Por lo general, a los
usurpadores y los invasores les fue mal en el período siguiente a las
expansiones normandas, porque ponían en peligro las costumbres
establecidas. Les resultaba más fácil a la Cristiandad y al Islam des­
alojarse mutuamente de sus respectivos Estados que modificar el
orden geopolítico de la propia Cristiandad. Sin embargo, la Guerra
de los Cien Años reveló una lenta consolidación de la soberanía
judicial en Estados territoriales más extensos, aunque todavía débi­
les, debido en parte a la logística de la guerra.
Pero no había Estados territoriales en todas partes. Desde Flan-
des, pasando por el este de Francia y el oeste de Alemania, hasta
Italia y la costa del Mediterráneo, que seguía siendo cristiana, im­
peraban instituciones políticas diferentes. Condes, duques e incluso
reyes, compartían allí el poder con instituciones urbanas, especial­
mente comunas y obispados independientes. Y también ésta era una
zona económicamente dinámica. Esto plantea la segunda cuestión
que elude Strayer. No todos los acontecimientos económicos habían
exigido ya la pacificación por el Estado, como sugiere él. Si ahora
la exigían, era como resultado de las nuevas características de la
economía. El desarrollo económico aportó n u eva s necesidades de
pacificación.
Esas necesidades eran más complicadas y fundamentalmente téc­
nicas: cómo organizar mercados, cumplir contratos específicos pero
reiterativos, cómo ordenar las ventas de tierras en una sociedad en
la que hasta entonces habían sido raras, cómo garantizar la propie­
dad mueble, cómo organizar la obtención de capital. La iglesia no
se había ocupado extensivamente de esas cuestiones: en el Imperio
Romano habían sido de la incumbencia del Estado y del derecho
privado; en la Edad Media no habían sido problemáticas. La iglesia
tenía poca tradición de prestar servicios en esa esfera y, de hecho,
parte de su doctrina no era especialmente útil (por ejemplo, las leyes
sobre la usura). Casi todas esas cuestiones técnicas tenían un ámbito
territorial extensivo y, aunque el Estado no era el único organismo
de poder que podía colmar el vacío (había asociaciones de comer­
ciantes y de burgueses que lo hacían, por ejemplo, en Italia y en
Flandes), donde ya existían Estados extensos, su relativa extensivi-
dad era idónea para hacerlo. De ahí que de común acuerdo, sin
oprimir de verdad a nadie, la mayor parte de los Estados más ex­
tensos empezaran a desempeñar un papel regulador mayor en los
asuntos económicos, especialmente en cuanto a los derechos de pro­
piedad, y se ocuparan estrechamente del crecimiento económico ex­
tensivo. Pero eso era en gran medida una reacción: el dinamismo
inicial del desarrollo procedía de otras partes, de las fuerzas descen­
tralizadas identificadas en el último capítulo. Si los Estados hubieran
aportado la infraestructura inicial para el desarrollo, sin duda ha­
brían tenido más poder del que tuvieron efectivamente, tanto en este
siglo como en los posteriores.
La extensión judicial del Estado no había avanzado demasiado.
La organización de la justicia en este siglo debe contemplarse con
un cierto escepticismo. Durante el reinado de Juan hallamos un caso
bastante trágico en el Fine Roll, que registra que «la esposa de Hugh
de Neville da al señor rey 200 gallinas para que pueda yacer una
noche con su esposo». La entrega de las gallinas se organizó, de
hecho, a tiempo para la Pascua de Resurrección, de modo que po­
demos suponer que la dama quedó satisfecha.
Las excentricidades de Juan ofrecen un correctivo a las visiones
modernas de los sistemas judiciales. Enrique II había avanzado la
centralización, la fiabilidad y la «racionalidad formal» del sistema
judicial inglés. Pero a éste se le seguía ordeñando como fuente de
riqueza, y el clientelismo y la corrupción eran inseparables de la
justicia. Los justicias, sheriffs y alguaciles que formaban la plantilla
del mecanismo administrativo provincial no estaban sino escasamen­
te controlados por el rey. De la logística del poder autoritario me
ocupo más adelante en este mismo capítulo.
Otros Estados tenían todavía menos control sobre sus agentes
locales y señores que el Estado relativamente unitario inglés con­
quistado por los normandos. En otras partes, la mayor parte de las
funciones judiciales no las ejercía el Estado, sino señores y clérigos
locales. Por lo general, el impulso hacia una mayor centralización
procedió de la conquista, como ocurrió en Francia tras la gran ex­
pansión de Felipe Augusto (1180-1223) y en España a medida que
se iba arrancando cada provincia al Islam. Para el 1200 había prín­
cipes, como los reyes de Inglaterra, Francia y Castilla y el empera­
dor de Alemania, que habían conseguido un cierto control judicial
sobre los territorios bajo su soberanía. Pero esto nos lleva a la se­
gunda fase de la edificación del Estado, que se inicia en la época de
Enrique II y se revela en los ingresos de éste.
La última fuente del cuadro 13.1 son los tributos representados
por los ta llages y el scutagium . Revela la segunda función pública
del Estado. Además del aspecto de sucesión feudal mencionado an­
teriormente, la corona inglesa poseía el derecho de recaudar tributos
con un solo objetivo: «necesidad urgente», lo cual significaba la gue­
rra. Esto no cambiaría hasta el decenio de 1530. Los príncipes se
encargaban de la defensa del reino, lo cual implicaba recabar contri­
buciones de sus súbditos. Pero cada contribución tendía a obtener
de manera diferente y casuística. Y por lo general los príncipes no
pedían dinero, sino servicios personales: la mesnada feudal. En un
reino conquistado, como Inglaterra, esto se podía organizar sistemá­
ticamente: x número de caballeros y soldados proporcionados a la
mesnada para cada superficie y o valor z de tierra tenida en teoría
en nombre del rey.
A lo largo del siglo XII varias tendencias socavaron la eficacia
militar de la mesnada y llevaron a la segunda fase del crecimiento
del poder del Estado. Unos regímenes complejos de sucesión, espe­
cialmente la fragmentación de las parcelas, hicieron que la evaluación
de la obligación militar resultara cada vez más difícil. Algunos se­
ñores vivían en entornos pacíficos y sus mesnadas eran cada vez más
inútiles desde el punto de vista militar. A fines del siglo XII también
cambió el carácter de la guerra, a medida que el espacio europeo se
iba llenando de Estados organizados: ahora las campañas eran más
largas e implicaban asedios prolongados. En Inglaterra, la mesnada
feudal servía sin sueldo durante dos meses (y sólo treinta días en
tiempo de paz); a partir de entonces, su coste recaía sobre el rey.
Así, a fines del siglo XII los príncipes empezaron a necesitar más
dinero para hacer la guerra, al mismo tiempo que algunos de sus
súbditos estaban menos dispuestos a presentarse en persona. El re­
sultado de transacción llevó a expedientes como el scu tagiu m (pago
en lugar de aportar el propio scutum o escudo) y el tallage, impuesto
sobre las ciudades (dado que los grupos urbanos eran menos belico­
sos).
El Estado tenía bastante más peso en el sector urbano. La au­
sencia de derechos absolutos de propiedad privada significaba que
las transacciones en tierras implicaban unas largas negociaciones se­
lladas por una autoridad independiente, en este caso el rey. Como
las ciudades atraían una inmigración considerable durante la expan­
sión económica de esos siglos, el rey podía esperar unos ingresos
considerables de las transacciones en tierras realizadas allí. En se­
gundo lugar, la función de protección externa del rey tenía una per­
tinencia especial para los comerciantes internacionales «extranjeros».
El rey recibía pagos de ellos a cambio de su protección (Lloyd,
1982). Los dos poderes se combinaban para ejercer una regulación
estatal considerable de los gremios de comerciantes en los siglos XIII
y XIV. Veremos que la alianza Estado-ciudad consiguió por ley la
pacificación normativa iniciada por la iglesia.
Fuera del sector urbano, las- actividades económicas de los Esta­
dos seguían siendo limitadas. Es cierto que la monarquía inglesa
intentó intermitentemente regular los precios y la calidad de los ali­
mentos básicos, aunque lo hacía en colaboración con los señores
locales. Esa regulación se fue haciendo más estricta y se aplicó tam­
bién a los salarios, en las circunstancias especiales de fines del si­
glo XIV, tras la Peste Negra. En general, sin embargo, el Estado
aportó pocos de los apoyos infraestructurales a la economía que
vimos en los imperios antiguos. Por ejemplo, Inglaterra no poseyó
una moneda uniforme hasta el decenio de 1160, y Francia hasta
1262, y ningún país poseyó pesos y medidas uniformes hasta el si­
glo XIX. La cooperación obligatoria había quedado barrida por la
pacificación normativa de la Cristiandad, y el Estado europeo nunca
la recuperó.
Así, el Estado pesaba poco más que los grandes clérigos o mag­
nates. Esas primeras contabilidades de ingresos revelan un Estado
pequeño que vivía a costa de la «renta de protección» (Lañe, 1966:
373 a 428). La defensa y la agresión externas, junto con el mante­
nimiento del orden público básico, eran las funciones públicas más
importantes con mucho, e incluso éstas estaban parcialmente des­
centralizadas. Esta visión sigue siendo coherente con la expuesta en
el último capítulo, de un Estado débil, aunque ya territorializado,
que carecía de poderes monopolistas. Pero para el 1200 había dos
cosas que estaban empezando a amenazar esa forma de gobierno. La
primera era la evolución de una nueva racionalidad militar que fo­
mentaba la territorialidad del Estado. La segunda era el problema de
la pacificación entre Estados territoriales. Los grupos que actuaban
en ese espacio —especialmente los comerciantes— se volvían cada
vez más hacia el Estado en busca de protección y, al hacerlo, inten­
sificaban el poder de éste. Podemos ver ambas tendencias si cons­
truimos una serie cronológica de ingresos totales a partir del 1155.

Tendencias de los ingresos totales, 1155-1452

En esta sección expongo en el cuadro 13.2 la primera parte de


mi serie cronológica de ingresos totales. La primera columna de
cifras da los ingresos efectivos a precios corrientes. También he ajus­
tado los ingresos totales para tener en cuenta la inflación mediante
el cálculo de los precios constantes basado en su nivel en 1451-1475.
Las cifras a prueba de inflación también son limitaciones en su sig­
nificado. Si los precios suben, el monarca tendrá que recaudar más
dinero y sin duda sus súbditos se quejarán, aunque en términos reales
no se haya modificado la tasa real de extracción. Así, ambos con­
juntos de cifras tienen un significado real, aunque parcial.
En primer lugar, el índice de precios revela que hacia el 1200 los
precios empezaron a subir mucho, que quizá casi se duplicaron du­
rante el reinado de Juan y que no volvieron a bajar un poco hasta
después. Hacia el 1300 volvieron a subir, esta vez a lo largo de casi
un siglo, para volver a caer un poco algo después. La comparación
directa entre ingresos totales tiene sus limitaciones. Tomemos por
separado los datos sobre precios corrientes y constantes.
Los ingresos a precios corrientes subieron a lo largo de casi todo
el período. Salvo durante el primer decenio del reinado de Enri­
que II (antes de que hubiera restablecido efectivamente la autoridad
tras la anarquía del reinado de Esteban), el primer incremento con­
siderable se produjo bajo Juan. Después volvieron a caer algo hasta
la ascensión de Eduardo I al trono. Luego siguió una tendencia cons­
tante a la subida durante un siglo, hasta Ricardo II, tras la cual se
produjo una baja (interrumpida por Enrique V), que duró hasta los
Tudor. Los reyes que necesitaron grandes aumentos de sus ingresos
fueron Juan, los tres primeros Eduardos (especialmente I y III) y
CUADRO 13.2. Finanzas del Estado inglés, 1155-1452; ingreso anual medio
a precios corrientes y constantes (1451-1475)

Ingresos anuales
(en miles de libras esterlinas)
R ein a d o A ños C orrientes C onstantes Indice de precios

Enrique I I ...... 1155-66 12,2


1166-77 18,0 60,0 30
1177-88 19,6 55,9 35
Ricardo I......... 1188-98 17,1 60,9 28
Ju an ................... 1199-1214 37,9 71,5 53
Enrique III...... 1218-29 31,1 39,4 79
1229-40 34,6 54,1 64
1240-51 30,3 43,2 70
1251-62 32,0 40,5 79
1262-72 24,0 26,7 90
Eduardo I........ 1273-84 40,0 40,0 100
1285-95 63,2 67,9 93
1295-1307 53,4 41,1 130
Eduardo II ,,,, 1316-24 83,1 54,3 153
Eduardo III..... 1328-40 101,5 95,8 106
1340-51 114,7 115,9 99
1351-63 134,9 100,0 135
1363-75 148,4 103,8 143
Ricardo I I ....... 1377-88 128,1 119,7 107
1389-99 106,7 99,7 107
Enrique IV ...... 1399-1410 95,0 84,8 112
Enrique V ....... 1413-22 119,9 110,0 109
Enrique V I...... 1422-32 75,7 67,0 113
1432-42 74,6 67,2 111
1442-52 54,4 55,5 98
Fuentes: Ingresos: 1155-1375, R am say, 1925, con adición de un factor de corrección; 1377-1452,
Steel, 1954. In d ice de precios: 1166-1263, Farm er, 1956, 1957; a p artir de 1264, Phelps-B row n y
H opkins, 1956. Véanse más detalles acerca de todos los cálculos y las fuentes en M ann, 1980.
Estas cifras son directam ente com parables con las citadas en el cuadro 14.1.

Enrique V. Además, tanto Enrique II como Ricardo II y Enri­


que IV lograron mantener la mayor parte del aumento de sus res­
pectivos predecesores inmediatos.
Si pasamos a los precios constantes, el aumento general no es tan
sostenido. En términos reales, las exacciones de Juan aumentaron,
aunque no tanto como sus exacciones monetarias y no tienen igual
hasta Eduardo III, cuyo largo reinado presenció una tasa de extrac­
ción constantemente alta. Su mantenimiento (y su aumento) bajo
Ricardo II es algo artificial, debido a la baja de los precios, más bien
que a un aumento de los ingresos en dinero. Enrique V sigue apa­
reciendo como un rey que aumentó los ingresos y también son evi­
dentes los bajos ingresos de los reyes de las Guerras de las Rosas.
Pero, en términos reales, las dimensiones financieras del Estado in­
glés llegaron a un máximo en el siglo XIV. No crecieron considera­
blemente después hasta fines del siglo XVII, cuando volvieron a dis­
pararse (como veremos en el capítulo siguiente). Esas son las ten­
dencias que debemos explicar ahora.

In gresos y gastos, d e Ju a n a E nrique V

El reinado de Ricardo I Corazón de León (1189-1199) produjo


pocos cambios. Aunque Ricardo hizo guerras a todo lo largo de su
reinado, por lo general fue con la mesnada feudal y las financió
mediante peticiones específicas de ayuda financiera. Pero durante su
reinado el papado estableció impuestos sobre todos los ingresos se­
culares y eclesiásticos (so pena de excomunión) por toda Europa, a
fin de financiar las Cruzadas de 1166 y 1188.
Ese precedente no pasó desapercibido a Juan, el hermanastro de
Ricardo, que era más astuto y lo sucedió. Para 1202-1203, los in­
gresos totales estimados de Juan se habían multiplicado por seis y
ascendían a unas 134.000 libras, de cuyo total un impuesto nacional
de una séptima parte del valor de todas propiedades muebles repre­
sentaban 110.000 libras. Durante el reinado de Juan (1199-1216) los
ingresos anuales medios fueron más del doble de lo percibido por
Enrique II. Si se añade un ajuste por inflación, el incremento es
menos impresionante, pero lo que efectivamente obtuvo Juan fue un
incremento mayor. Lo logró básicamente mediante la tributación,
que aportaba más de la mitad de sus ingresos y que imponía de
manera uniforme a la mayor parte de la población. ¿Por qué se
produjo ese incremento durante su reinado?
El conflicto de Juan con la Iglesia (de la que procedían todos los
cronistas) aseguró que fuera el rey de Inglaterra con la peor prensa
de todos los tiempos. Pero dos factores exógenos que se dieron al
principio de su reinado, unas cosechas desastrosas y una inflación
galopante y poco comprendida, le obligaron a actuar sometido a una
presión insoportable. Juan no podía capear aquellas tormentas me­
diante improvisaciones durante un período de aumento de la deuda
y reducción de la actividad estatal (como hizo su sucesor Enri­
que III). Sus posesiones francesas estaban sometidas a ataques de la
corona francesa renaciente, y de hecho en su mayor parte estaban
perdidas. El carácter de la guerra estaba cambiando, al hacerse más
profesional y más cara. Sus necesidades de fondos para pagar a las
tropas precipitaron un aumento de los ingresos, al igual que ocurrió
con todos los reyes del siglo XIII (y los de los siglos ulteriores,
según iremos viendo). Las fluctuaciones en los datos de Ramsay
relativos al siglo XIII son coherentes. En 1224-1225 los ingresos fue­
ron el triple que el año anterior; en 1226-1227 se duplicaron; en
1281-1282 fueron el triple; en 1296-1297 fueron el triple, y todas las
veces el motivo fue el comienzo de una guerra.
Esas presiones no eran peculiares de Inglaterra. Para fines del
siglo XII, en Europa como un todo, el número de caballeros (y el
de sus séquitos) que se equipaban por sí solos era igual al de los
caballeros mercenarios que exigían un pago. La presión financiera
era algo que sentían los gobiernos de las ciudades flamencas del
siglo XIII (Verbruggen, 1977), la comuna de Siena a partir de 1286
(Bowsky, 1970: 43 a 46), la Florencia del siglo XIV (de la Ronciére,
1968; Waley, 1968) y la Francia en los siglos XIII a XV (Strayer y
Holt, 1939; Rey, 1965; Henneman, 1971; Wolfe, 1972). A partir de
fines del siglo XII y hasta el XVI, los ejércitos europeos combinaban
elementos profesionales con los de la mesnada y pasaban más tiempo
en campaña. A partir de entonces se convirtieron en plenamente
profesionales, incluido el inglés. Y durante el siglo XIII sus efectivos,
y sus efectivos en relación con la población, aumentaron de manera
impresionante 4. Para esas guerras hacía falta dinero. Todos los prín­
cipes recurrieron a préstamos de judíos y de banqueros extranjeros,
pero como expedientes provisionales. Para el reinado de Eduardo I,
lo normal era la tributación, como revela el cuadro 13.3.
La tendencia más obvia es el aumento general de los ingresos,
que se duplicaron en un siglo. Pero también ocurrieron cambios

4 Sorokin ha calculado que el aumento de los efectivos militares en proporción a


la población total entre 1150 y 1250 osciló entre el 48 y el 63 por 100 en cuatro
países europeos (1962: 340 y 341).
C u a d r o 13.3. Fuentes anuales medias de ingreso en tres reinados,
1227-1307 y 1327-1399 (en porcentaje)

E duardo [ E duardo I I I R icardo I


F uente de ingresos
(1272-1307) (1327-1377) (1377-1399)

Ingresos hereditarios de la corona....... ............ 32 18 28


Aduanas....................................................... ............ 25 46 38
Impuestos y subsidios de los seglares.. ............ 24 17 25
Impuestos y subsidios de los clérigos.. ............ 20 18 9
Porcentaje total.......................................... ............ 100 100 100
Media anual total (precios corrientes en libras)' 63.442 105.221 126.068
•* Los totales no coinciden con los que di en el cuadro 13.2, que son m ás fiables (véase M ann,
1980). La contribución relativa de cada tipo de ingreso no se ve afectada por la falta de fiabilidad
de los totales. F uente: R am say, 1925: II, 86, 287, 426 y 427.

considerables en las fuentes de ingresos. La primera de esas dos


categorías, «los ingresos hereditarios de la corona», es heterogénea,
pues sus dos componentes principales eran las rentas de las tierras
de la corona y las utilidades de la juticia. Desde el punto de vista
moderno, las primeras son «privadas» y las segundas «públicas»,
aunque los contemporáneos no conocían esa distinción. Los ingresos
hereditarios se mantuvieron en un volumen estable y su proporción
respecto a los ingresos totales fue disminuyendo a medida que au­
mentaban los ingresos de las aduanas y de los impuestos. En 1275,
Eduardo I estableció por primera vez un gravamen sobre las expor­
taciones de lana, y pronto siguieron otros derechos de aduanas y de
consumos. Se trataba de una medida importante y no sólo para que
el Estado estuviera suficientemente financiado, sino también para
que apareciese el Estado unitario territorial. Los derechos de adua­
nas no se impusieron unilateralmente, sino tras considerables debates
y conflictos. Se estableció un impuesto sobre las exportaciones con
objeto —y conforme a la teoría económica de la época— de que los
recursos ingleses no se fueran al exterior en tiempo de guerra. Una
segunda causa fue el reconocimiento por los comerciantes de que
sus actividades internacionales necesitaban protección militar. De he­
cho, se suponía que ese ingreso se utilizaría para la marina de guerra
y no se podía contar como parte de los recursos hereditarios del rey.
Ninguna de esas opiniones podía haber llevado el establecimiento de
derechos de aduanas si los comerciantes no hubieran sentido un
interés nacional y una entidad colectivos, una identidad que proba­
blemente no había existido hacía dos siglos.
Otros Estados compartían una estrecha relación fiscal con los
comerciantes. La corona francesa dependía mucho de los impuestos
y de los préstamos de los comerciantes de París, así como de los
impuestos sobre objetos tangibles de comercio (como la infame
ga b elle, impuesto sobre la sal). La Corona de Castilla tenía una
relación especial con la Mesta. Los Estados alemanes más débiles
explotaban peajes internos, con la consiguiente proliferación de ba­
rreras aduaneras internas. La alianza entre Estado y comerciantes
tenía un núcleo fiscal-militar.
Los impuestos directos formaban una parte considerable y bien
establecida de los ingresos reales en el siglo XIV, como revela el
cuadro 13.3. Si les añadimos los impuestos aduaneros indirectos,
más de la mitad de las rentas de la corona inglesa se deriva ya de
los impuestos. De hecho, McFarlane (1962: 6) calcula que en todo
el período de 1336 a 1453 (es decir, el de la Guerra de los Cien
Años), la corona inglesa recaudó 3,25 millones de libras en impues­
tos directos y cinco millones de libras en impuestos indirectos, de
cuyo total los derechos aduaneros sobre la lana y los de consumos
aportaron por lo menos cuatro millones de libras. Esos impuestos
siempre se votaban con fines militares, si bien hemos de señalar que
las consideraciones militares se habían ampliado a la teoría militar
agresiva que acabamos de mencionar.
Por eso se advierten las dos mismas tendencias: la de escalación
del ingreso total y la del papel cada vez mayor de los impuestos,
ambas vinculadas a los costes de la guerra. El cuadro 13.2 reveló
que el salto dado por los ingresos de la corona al principio de la
Guerra de los Cien Años era auténtico. Además, en el siglo XIV
estaba aumentando el tamaño de los ejércitos tanto de forma abso­
luta como en proporción a la población (Sorokin, 1962: 340 y 341).
También cambió el carácter de la guerra. Los caballeros de cuatro
grandes potencias, Austria, Borgoña, el conde de Flandes e Inglate­
rra se vieron derrotados por los ejércitos, fundamentalmente de in­
fantería, de los suizos, los flamencos y los escoceses en una serie de
batallas entre 1302 y 1315. A ello siguió la matanza de Crecy, en
1346, en la cual arqueros británicos (es decir, galeses) mataron a más
de 1.500 caballeros franceses. Esos reveses imprevistos no llevaron
a cambios masivos en el equilibrio internacional del poder (aunque
mantuvieron la independencia de los suizos, los flamencos y los
escoceses), porque las principales potencias reaccionaron. Sus ejér­
citos pasaron a combinar infantería, arqueros y caballería en forma­
ciones cada vez más complejas. Las infanterías con una nueva fun­
ción independiente en el campo de batalla necesitaban más instruc­
ción que la infantería medieval, a la que se atribuía meramente un
papel de apoyo a los caballeros. Un Estado que aspirase a sobrevivir
tenía que participar en esa carrera táctica, lo cual hizo escalar los
costes para todos 5.
Los datos sobre gastos, disponibles esporádicamente a partir de
1224, dan una visión más completa, aunque no resulta fácil interpre­
tarlos. Los usos modernos de esas cuentas habrían resultado apenas
comprensibles para los hombres que las hicieron. No distinguían
entre funciones «civiles» y «militares», ni entre los gastos de la casa
«privada» del rey y otros más «públicos». Hay momentos en los
que no estamos seguros de qué «departamento» es el principal res­
ponsable de los gastos. Recordemos que los dos «departamentos»
principales eran inicialmente la cám ara en la que dormía el rey y el
gu a rd arrop a en el que tenía su vestimenta. Sin embargo, a lo largo
del siglo XIII los gastos de la casa real se mantuvieron en la zona
entre 5.000 y 10.000 libras, mientras que los gastos exteriores y mi­
litares sumaban cifras que oscilaban entre 5.000 y 100.000 libras al
año, según que la situación fuera de guerra o de paz. La inflación
se limitaba sobre todo a los gastos militares.
Del siglo siguiente sobreviven más cuentas. En el cuadro 13.4
figuran algunas de las más completas. Los tres tipos de gastos que
se enumeran en esas cuentas son los antepasados de las categorías
modernas de «civiles», «militares» y «amortización de la deuda», que
figurarán en todos mis análisis de gastos. ¿Qué puede explicar las
enormes variaciones en volumen total y en tipo de gasto estatal? La
respuesta es sencilla: guerra y paz. En 1335-1337 Eduardo III estaba
en guerra, al mando personal de una campaña en los Países Bajos;
durante la mayor parte del período de 1344 a 1347 volvió a estar en
guerra, en Francia, y en 1347-1349 estaba en paz, en Inglaterra.

5 En relación con los progresos m ilitares, véase Finer, 1975; Howard, 1976: 1 a
19; Verbruggen, 1977. Véanse relatos vividos de las humillaciones sufridas por la
nobleza francesa en Tuchman, 1979.
CUADRO 13.4. Promedios anuales de cuentas de gastos en 1335-1337,
1344-1347 y 1347-1349 (a precios corrientes)

¡33i- ¡337 ¡344- ¡347 ¡347- ¡349


Castos
Libras % Libras % Libras %

Gastos de la C asa............. 12.952 6 12.415 19 10.485 40


Gastos extranjeros y otros
gastos............................... 147.053 66 50.634 76 14.405 55
Prests (amortización de la
deuda).............................. 63.789 29 3.760 6 1.151 54
T otal..................................... 223.796“ 100 66.810 100 26.041 100

* Las cifras qu e figuran en los presupuestos del Estado raras veces dan un total exacto hasta m e­
diados del siglo x ix .

Esas cifras no nos permiten separar totalmente los gastos milita­


res de los civiles. Aunque la mayor parte de los gastos de la casa
real continúan cuando el rey está en paz, su casa lo sigue al extran­
jero cuando está en campaña y allí es más costosa (como revelan las
cifras). Análogamente, los «gastos extranjeros y otros gastos» son en
su mayor parte bélicos, aunque no del todo; por ejemplo, los so­
bornos pagados a vasallos titubeantes como precio de su lealtad, o
las limosnas distribuidas durante la campaña, resultan difíciles de
clasificar. La amortización de la deuda, de préstamos habitualmente
concedidos por comerciantes y banqueros, también parecería estar a
caballo de la distinción entre lo civil y lo militar, pero, de hecho,
esos préstamos se tomaban invariablemente para pagar los gastos
militares extraordinarios. Por último, si deseamos estimar el volu­
men financiero total del Estado en este período, deberíamos añadir
los b en eficio s de las actividades estatales, y concretamente de los
judiciales, a los gastos. Eso añadiría entre 5.000 y 10.000 libras al
coste de las funciones civiles.
Dejando un margen para estas dificultades, podemos estimar que,
al igual que en el siglo anterior, las actividades civiles del Estado
siguieron siendo relativamente estables en volumen, sin superar mu­
cho todavía las de la casa de uno de los grandes barones, mientras
que los gastos totales del Estado se disparaban con el estallido de
una guerra. En tiempo de paz, las actividades «civiles» del Estado
podían comprender entre la mitad y dos tercios del total de las
finanzas, pero en guerra solían reducirse al 30 por 100 aproximada­
mente, y podían caer hasta el 10 por 100 (hay cifras más completas
en los volúmenes de Tout [1920-1923]; véase asimismo Tout y Broo-
me, 1924: 404 a 419, y Harris, 1975: 145 a 149, 197 a 227, 327 a
340, 344 y 345, 470 a 503). Como quizá la mitad de esas actividades
pacíficas fueran esencialmente «privadas», relativas a la casa del pro­
pio rey, las funciones públicas del Estado eran en gran medida mi­
litares. Si un rey hacía la guerra con frecuencia, sus funciones pasa­
ban a ser abrumadoramente militares. Enrique V, que estuvo más o
menos permanentemente en guerra en el decenio de 1413 a 1422, se
gastó en la guerra aproximadamente dos tercios de sus rentas ingle­
sas, más todas sus rentas francesas (Ramsay, 1920: I, 317).
Pero todavía no hemos visto el impacto total de la guerra sobre
las finanzas estatales. El cuadro 13.4 también revela el comienzo de
una tendencia que ulteriormente desempeñaría un importante papel
armonizador en las finanzas estatales: la amortización de la deuda.
Desde el siglo XIV hasta el X X , los Estados que tomaron mucho
prestado para financiar guerras vieron cómo se reducían las fluctua­
ciones de los gastos. Normalmente, las deudas se amortizaban a lo
largo de varios años después de haber terminado la guerra. Por eso,
los gastos en tiempo de paz no volvían a los niveles de preguerra.
El Estado iba aumentando su volumen efectivo, lenta pero constan­
temente. Los ingresos y los gastos de Eduardo III y Ricardo II
(1327-1399) fluctuaron menos (salvo cuando se triplicaron en
1368-1369). El mero coste de la guerra significaba que difícilmente
se podía amortizar la deuda con cargo a las rentas privadas o here­
ditarias del monarca. Era casi inevitable que hubiera impuestos en
tiempo de paz. Además, todos aquellos métodos fiscales aumentaron
la maquinaria de las propias finanzas. La recaudación de costes se
convirtió en una partida importante y casi permanente. La corona
inglesa redujo al mínimo los costes políticos de la tributación al
decidir los tipos de pagos mediante consultas especiales con los pro­
pios contribuyentes. En una época en la que era imposible determi­
nar la riqueza, no había ningún otro sistema viable, a fin de cuentas.
Pero en un sistema relativamente centralizado, como el de la Francia
del siglo X V, los costes de la recaudación podían representar nada
menos que el 25 por 100 o más del total de las rentas (Wolfe, 1971:
248). Eso también era en gran medida efecto de la guerra.
De este análisis de las finanzas del Estado medieval van surgien­
do varias respuestas claras. El Estado se dedicaba sobre todo a de­
sempeñar funciones m ilitares externas, y el aumento del volumen
financiero del Estado, tanto a precios corrientes como constantes,
era producto del aumento de los costes de la guerra. Los teóricos
militaristas del Estado parecen estar justificados. Pero las consecuen­
cias de ese desarrollo del Estado, encabezado por lo militar, llevarán
a una conclusión más compleja.

C on secu en cia I: La aparición d el Estado nacion al

Es posible que los párrafos anteriores estén impregnados de de­


masiado funcionalismo, con la implicación de la hipótesis de que la
guerra era funcional para el pueblo de Inglaterra como un todo. El
pueblo de Inglaterra no había sido una entidad sociológica signifi­
cativa a principios del siglo XII (como vimos en el capítulo 12). La
guerra favorecía una alianza entre el «partido de la guerra» y el
monarca. Desde principios del siglo XIV se habían demostrado rei­
teradamente la superioridad de un ejército en parte mercenario y en
parte mixto de infantería y caballería sobre una hueste puramente
feudal. Cuando podían reunirse fuerzas de ese tipo, cualquier inte­
resado en la guerra tenía ahora que aliarse con el rey, que podía
autorizar la recaudación de sumas para financiar ese ejército. Exis­
tían variantes sobre esa pauta. En las zonas geopolíticas en las que
ningún príncipe podía ejercer esa autoridad fiscal, el rey y los condes
y los duques locales podían organizar fuerzas más pequeñas, con
predominio de mercenarios, para mantener el statu quo. Y en Flan-
des y en Suiza la «moral de clase» de los burgueses libres podía
convertirlos en una fuerza de infantería disciplinada y eficaz para
mantener su autonomía. Pero todas las variantes significaban el final
de la hueste feudal.
La partida de guerra era mixta y variaba según los países. Cabe
identificar dos grupos principales. En primer lugar, los sistemas de
herencia de los mayorazgos ejercían una presión demográfica cons­
tante por conducto de los hijos segundones de la nobleza, la pequeña
nobleza y los agricultores libres, hambrientos de tierras. A ellos
podemos añadir otros pequeños nobles empobrecidos periódicamen­
te por la evolución de las tendencias económicas. Ambos estaban
formados en la ideología y el sentido del honor de la clase noble en
general. En Inglaterra, la mayor parte de la alta nobleza, que con­
trolaba las campañas militares, le sacaba bastante provecho a la gue­
rra (McFarlane, 1973: 19 a 40).
El segundo grupo estaba integrado por los interesados en el co­
mercio exterior; llamémoslos comerciantes, aunque de hecho podía
tratarse de grandes barones o clérigos, o del propio rey, dedicados
a empresas comerciales. La autonomía de los comerciantes medieva­
les continuaba en sus centros tradicionales de Italia, Flandes y las
rutas comerciales entre esos países. A medida que prosperaba Euro­
pa, también aumentaban las oportunidades de todos ellos. Las casas
comerciales y bancarias fueron aumentando constantemente su ta­
maño y su eficiencia técnica. La contabilidad de doble entrada es
algo en lo que han hecho hincapié los comentaristas (y sobre todo
Weber) porque permitió un control mucho más preciso de activida­
des muy amplias. Parece que se inventó en el siglo XIV, aunque no
se difundió hasta casi el final del XV. Tal como lo entendía Weber,
todavía no era «capitalismo». Estaba demasiado consagrada a las ne­
cesidades de la gran nobleza: sus matrimonios, expediciones milita­
res y rescates, todo lo cual exigía el desplazamiento de enormes
sumas en créditos y mercaderías. Así, la «contabilidad racional de
capital» se consagraba a necesidades particularistas, su logística es­
taba dificultada por los impagos, por la inducción ocasional de una
alianza por matrimonio o por la coerción descarada, en todo lo cual
la nobleza era maestra. En la zonas en las que estaban creciendo los
Estados territoriales, las redes mercantiles y bancarias empezaron a
depender más del príncipe único y a ser más vulnerables a los im­
pagos de éste. Todo el mercado monetario italiano se conmovió por
el impago de Eduardo III de 1339. No se trataba todavía de un
sistema financiero universal único, pues contenía tanto un sector
autónomo mercantil y bancario como un sector de la nobleza y del
Estado que incorporaban principios diferentes. Pero estaban empe­
zando a aparecer mecanismos nacionales integradores.
Donde aumentaba la territorialidad de los Estados, las relaciones
interestatales estaban reguladas políticamente. Sin la protección del
Estado, los comerciantes eran vulnerables al saqueo en sus viajes.
No estaba claro que un príncipe tuviera la obligación de proteger a
los comerciantes extranjeros, y éstos le pagaban sobornos directos
o le hacían «préstamos» generosos (que sabían se revocarían perió­
dicamente) por ese privilegio. Con la creciente consolidación del
Estado, esos grupos iban perdiendo su autonomía a medida que la
relación se iba convirtiendo en una protección fiscal normal y que
el espacio territorial libre iba desapareciendo en Europa occidental
y sudoccidental.
De ahí que los comerciantes se fueran «naturalizando» en algunas
zonas en los siglos XIII y XIV. En Inglaterra, la Compañía de la
Hilandería, asociación de comerciantes nacionales, monopolizó las
exportaciones de lana —que era la principal exportación inglesa—
para 1361. A cambio, aportaba al Estado su fuente más remunera-
dora y estable de ingresos: el impuesto sobre la exportación de lana.
En todos los Estados iban apareciendo relaciones análogas fiscales/de
protección entre el rey y los comerciantes. Durarían hasta el si­
glo XX. No sólo tenían un interés común en la pacificación defen­
siva, sino también en la guerra agresiva victoriosa. Durante la Guerra
de los Cien Años apareció en Inglaterra un partido comercial de la
guerra, que se alió con sectores agresivos de la nobleza e incluso
desafió los esfuerzos de Ricardo II por hacer la paz (1379-1399)
cuando la guerra iba mal. Lo que más les interesaba era convertirse
en contratistas del ejército y, más importante aún, atraer a Flandes a
la órbita del comercio inglés de la lana. A partir de entonces, y por
motivos comerciales, la conquista de mercados, además de tierras,
desempeñaría un papel en las guerras.
Otra forma de evaluar la medida en que el comercio se estaba
naturalizando sería calcular la proporción del comercio total que
correspondía al comercio interior. Cuanto mayor era esa propor­
ción, más vinculada al Estado se hallaba la interacción económica.
Esa metodología es la que empleo para siglos ulteriores. Sin embar­
go, no podemos juzgar la importancia cuantitativa del comercio in­
ternacional frente al nacional en este período. Hasta el siglo XVI no
disponemos de estimaciones del volumen total de importaciones y
exportaciones. Pero sí tenemos estadísticas de las exportaciones de
lana y de paño, que constituían una proporción considerable del
total de las exportaciones (las estadísticas figuran en Carus-Wilson
y Coleman, 1963). El mercado interno es un problema todavía ma­
yor, pues la inmensa mayoría de las transacciones locales escapaban
totalmente al conocimiento oficial. Casi todas las transacciones se
harían en especie, no en metálico. En lo que respecta al total de la
economía, deben de haber sido cuantitativamente m u cho mayores
que el comercio a distancia, tanto nacional como internacional, du­
rante todo este período. Pero el comercio internacional, en particular
las exportaciones de paños y de lana, también tenía una importancia
especial. En primer lugar, comprendía una gran porporción de las
transacciones no gubernamentales en efectivo de la economía, con
importantes consecuencias para las pautas de inflación y de créditos.
En segundo lugar, y debido a lo anterior, eran muy visibles a los
ojos de un gobierno dominado por consideraciones fiscales. En ter­
cer lugar, necesitaban un grado mucho mayor de regulación política.
Así, es probable que los comercios de exportación de paños y lanas
fueran la «punta de lanza» de un movimiento hacia una mayor na­
turalización política de la economía, con una importancia mucho
mayor de lo que habría justificado su mero volumen.
El grupo más directamente interesado en la extensión del Estado
era el formado por el rey y su casa/burocracia. La evolución de un
mecanismo fiscal permanente y de ejércitos mercenarios intensifican
el poder monárquico. Cualesquiera fuesen los intereses de los nobles
o los comerciantes en la guerra o la pacificación, se resistirían a eso.
Desde los principios de la tributación leemos quejas de señores, clé­
rigos y comerciantes en el sentido de que los impuestos aceptados
temporalmente para sufragar una guerra se han convertido en per­
manentes. La cláusula 41 de la Magna Carta reivindica la libertad
de los comerciantes «contra todos los peajes malignos, salvo en tiem­
po de guerra». La cláusula 50 revoca la tentativa de Juan de comprar
mercenarios extranjeros e inmortaliza a uno de ellos: «Eliminaremos
de los alguacilazgos a los parientes de Gerard de Athée, y en lo
futuro no tendrán cargos en Inglaterra.» Los mismos conflictos apa­
recían en otros países. En 1484 los Estates G eneral franceses denun­
ciaban la tendencia a que la taille y otros impuestos «instituidos
inicialmente debido a la guerra» se convirtieran en «inmortales».
Carlos VIII replicó vagamente que necesitaba el dinero «para que el
rey pueda, como debe, realizar grandes cosas y defender el reino»
(citado en Miller, 1972: 350).
Prácticamente todas las disputas entre un monarca y sus súbdi­
tos, desde la Magna Carta hasta el siglo X IX , se han debido a la
tentativa del monarca de generar independientemente los dos recur­
sos críticos de los súbditos, impuestos y soldados, y la necesidad de
los segundos conduce por lo general a la necesidad de los primeros
(Ardant, 1975: 194 a 197; Braun, 1975: 310 a 317, y Miller, 1975:
11). Tilly, al escribir sobre el período de 1400 a 1800, resume un
ciclo causal recurrente en la evolución del Estado (he modificado su
quinta fase):
1) cambio o ampliación de los ejércitos;
2) nuevos esfuerzos estatales para extraer recursos de los súbditos;
3) evolución de nuevas burocracias estatales e innovaciones administra­
tivas ;
4) resistencia de los súbditos;
5) [nueva coerción estatal y/o ampliación de las asambleas representa­
tivas], e
6) incrementos duraderos de la masa extractiva del Estado.

Tilly concluye: «La preparación para la guerra ha sido la gran


actividad edificadora del Estado. El proceso está constantemente en
marcha desde hace por lo menos quinientos años» (1975: 73 y 74).
Se trata de un cálculo prudente en lo que respecta al período de
tiempo. Ya veremos que esa pauta, iniciada en Inglaterra en 1199
con la llegada del rey Juan al trono, ha continuado hasta el siglo XX.
De hecho, continúa hasta hoy, aunque relacionada con una segunda
tendencia más reciente inaugurada por la Revolución Industrial.
Sin embargo, hay que introducir dos matizaciones. En primer
lugar, el aumento de tamaño del Estado no fue llamativo, como
podemos apreciar por la columna de «precios constantes» del cua­
dro 13.2. La edificación del Estado parece bastante menos grandiosa
y menos intencionada si tenemos en cuenta la inflación. El «incre­
mento duradero de la masa extractiva del Estado» mencionado por
Tilly se reduce a una duplicación a lo largo de casi cinco siglos, lo
cual no es muy impresionante. Es cierto que los monarcas que lle­
varon a cabo los verdaderos incrementos —Juan, Eduardo III y En­
rique V, hasta ahora— lo hicieron como resultado de presiones mi­
litares. Pero casi todos los incrementos a precios corrientes, y por
tanto la mayor parte de las luchas políticas de casi todos los monar­
cas, surgieron debido a presiones inflacionarias. El crecimiento del
Estado fue menos resultado de un aumento consciente del poder que
de unas búsquedas desesperadas de expedientes temporales para elu­
dir el desastre financiero. Las fuentes del peligro eran menos los
actos deliberados de la potencia rival que las consecuencias impre­
vistas de la actividad económica y militar europea como un todo 6.

6 En el cuadro 13.2 (y también en el cuadro 14.1) los períodos de inflación fueron


también períodos en que crecieron las necesidades de gastos del Estado. En una
economía con una circulación lim itada de la moneda, es posible que las necesidades
Y tampoco se produjo un gran cambio de poder entre Ja élite del
Estado y los grupos dominantes en la «sociedad civil». El poder
interno del Estado seguía siendo débil.
La segunda matización se refiere a la importancia de las luchas
en torno a la tributación. Los conflictos entre reyes y súbditos no
fueron la única forma de conflicto social, ni siquiera la más impor­
tante, durante este período. Aparte de los conflictos interestatales,
existían violentos conflictos entre clases y otros grupos de la «so­
ciedad civil» que no estaban dirigidos sistemáticamente contra el
Estado y ni siquiera ocurrían en el territorio de éste. Esos conflictos
solían adoptar formas religiosas. Tanto los conflictos entre reyes y
emperadores y papas, como las herejías de los albigenses o de los
hussitas, y las revueltas campesinas y regionales hasta la Peregrina­
ción de la Gracia de 1534, mezclaban todo género de agravios y
diversidades de organización regional bajo una bandera religiosa. Re­
sulta difícil desglosar los motivos de los participantes, pero hay algo
que está claro: la Europa de la Baja Edad Media seguía sustentando
formas de lucha organizada, comprendida la lucha de clases, que no
guardaban una relación sistemática con el Estado, ni como actor de
poder ni como unidad territorial. Esas formas eran en gran medida
religiosas, porque la iglesia cristiana seguía aportando una gran me­
dida de integración (y, por tanto, de desintegración) en el marco
europeo. Aunque difícilmente podemos cuantificar la importancia de
las diversas luchas por el poder, es probable que el aspecto político
que se daba al nivel del Estado territorial emergente fuera menos
importante para la mayor parte de la población que la política de la
localidad (centrada en la costumbre y en los tribunales señoriales) y
de la iglesia transnacional (y de la iglesia contra el Estado). Las
«luchas de clases», en la medida en que se pueden considerar como
tales durante este período, se resolvían sin mucha regulación por el
Estado: éste puede haber sido un factor en la cohesión social, pero
es muy dudoso que fuera e l factor (conforme a la definición de
Poulantzas, 19 72).
De manera que las revueltas de los campesinos y los burgueses,
pese a ser frecuentes, difícilmente podían adoptar un giro revolucio­
nario. Si el Estado no era e l factor en la cohesión social, tampoco
lo era en la explotación social ni en la solución de la explotación.

militares/fiscales del Estado causaran la inflación. Es necesario comprobar esta hipó­


tesis durante períodos más breves de tiempo de los que abarcan mis cuadros.
Los campesinos y los burgueses a veces atribuían a la iglesia esos
papeles y por eso se decidían a transformar a la iglesia por medios
revolucionarios, a sustituirla (al menos en su propia zona) por una
comunidad sin sacerdotes y más «primitiva» de fieles. Pero aspiraban
a que el Estado, en su papel medieval de árbitro judicial, enderezase
los entuertos cometidos por otros y restableciera las costumbres y
los privilegios correctos. Incluso cuando el rey había participado en
su explotación, los rebeldes solían atribuirlo a consejeros «malva­
dos», a menudo «extranjeros», que no conocían las costumbres lo­
cales. En muchas ocasiones, los campesinos y los burgueses en el
momento de la victoria de su rebelión se ponían en manos de su
príncipe, a cambio de lo cual se les recompensaba con la muerte, la
mutilación y una mayor explotación. ¿Por qué no aprendían de sus
errores? Porque esas revueltas ocurrían en cualquier zona dada quizá
cada cincuenta o cien años, y entre tanto había poca actividad coti­
diana (salvo la presentación de agravios o los preparativos para la
guerra) que centrasen la atención popular en el Estado. No existían
ni el Estado moderno ni las revoluciones modernas.
Sin embargo, a lo largo de todo este período estaban producién­
dose cambios. Uno de los motores fue la expansión económica. Cada
vez se intercambiaba más el excedente del señorío y de la aldea por
bienes de consumo producidos en otras zonas. A partir del siglo XI
algunas zonas pasaron a estar dominadas por la producción de una
sola mercadería: vino, cereales, lana o incluso bienes acabados como
los paños. No tenemos cifras exactas sobre el comercio, pero supo­
nemos que al principio la expansión aumentó más bien el intercam­
bio a distancia de bienes suntuarios que el intercambio a mediana
distancia de productos de primera necesidad. Esto reforzó la solida­
ridad transnacional de los propietarios y los consumidores de esos
bienes, los terratenientes y los residentes en las ciudades. Sin embar­
go, en algún momento el crecimiento evolucionó hacia el desarrollo
de relaciones de intercambio dentro de las fronteras del Estado, fo­
mentado no sólo por un aumento de la demanda general, sino tam­
bién por la naturalización de los comerciantes. Es demasiado tem­
prano para hablar de mercados nacionales, pero en los siglos XIV y
XV cabe discernir un núcleo territorial en algunos de los Estados más
importantes: Londres y los condados centrales, el entorno de París,
Castilla la Vieja, en los cuales unos vínculos crecientes de interde­
pendencia económica y una cultura protonacionalista se desarrolla­
ron dialécticamente (Kiernan, 1965: 32). Fue en gran medida en esas
regiones donde surgieron movimientos que incorporaban hasta cier­
to punto una organización y una conciencia colectiva de clase, como
ocurrió con la Revuelta de los Campesinos de 1381. La concien­
cia de clase y la nacional distan mucho de ser contradictorias; cada
una de ellas ha sido una condición necesaria para la existencia de la
otra.
Esos cambios tuvieron sus equivalentes en la religión. Hasta el
siglo XVII los agravios expresados en términos religiosos eran los
más importantes en las luchas sociales; sin embargo, adoptaron una
forma cada vez más vinculada al Estado. La ruptura de la unidad
religiosa europea en el siglo XVI se produjo sobre todo en el sentido
de unidades demarcadas políticamente. Las guerras religiosas pasa­
ron a ser entre Estados rivales o entre facciones que se enfrentaban
en torno a la constitución del Estado único y monopolista en el que
se hallaban. Al contrario que los albigenses, los hugonotes aspiraban
a que los tolerase un solo Estado, Francia. La Guerra Civil inglesa
moldeó a cuasi clases y partidos de la corte y del país en dos bandos
que se definían sobre todo en términos religiosos, pero luchaban por
el destino religioso, político y social de Inglaterra (más sus posesio­
nes celtas) como sociedad. Dado que los grupos sociales vienen ha­
ciendo eso mismo desde entonces, nos resulta fácil olvidar esa no­
vedad. Los conflictos «políticos» de ese tipo no habían predominado
en el período medieval.
Ni los fenómenos económicos ni los religiosos pueden explicar
por sí mismos esa evolución. La expansión económica tendía a ge­
nerar clases creadoras de historia, pero los «factores económicos» no
pueden explicar por qué llegaron esas «clases» a tener su poder or­
ganizado. La lucha de clases abierta y organizada dependía en primer
lugar de organizaciones ideológicas y religiosas, y ulteriormente de
organizaciones políticas, vinculadas nacionalmente. Las iglesias te­
nían cismas y guerras religiosas, pero los «factores religiosos» no
pueden explicar por qué estos conflictos adoptaron una forma cada
vez más nacional.
De hecho, la explicación que hace falta es menos grandiosa y
depende menos de la actuación humana consciente de lo que suelen
depender las explicaciones ideológicas o de clase. El único grupo de
interés que conscientemente deseó el desarrollo del Estado nacional
fue la propia élite del Estado, el monarca y sus criaturas, que eran
débiles y estaban presionados por la inflación. El resto —los comer­
ciantes, los segundones, los clérigos y, con el tiempo, casi todos los
grupos sociales— se encontró abrazando ideas nacionales de orga­
nización como derivación de sus objetivos y de los medios disponi­
bles para alcanzarlos. El Estado nacional fue un ejemplo de las con­
secuencias imprevistas de la acción humana, de la «emergencia in­
tersticial». Cada vez que lo agravios fiscales provocaban las luchas
sociales de esos grupos, éstos se veían más confinados a los límites
nacionales. Sobre todo, las luchas políticas de los comerciantes, pero
también las de la nobleza terrateniente y el clero, se iban centrando
cada vez más al nivel del Estado territorial.
En este respecto, los enormes incrementos de los ingresos del
Estado a precios corrientes tienen auténtica importancia: cada ten,-
tativa del monarca de crear más ingresos lo obligaba a consultar o
a enfrentarse con quienes podían proporcionar esos ingresos. La in­
flación y la guerra se combinaron para acentuar la concentración
de las luchas religiosas y de clases en el Estado territorial centra­
lizado. Fue disminuyendo la importancia de los dos posibles te­
rrenos en competencia de las relaciones sociales, el local y el trans­
nacional; el Estado, la economía y la religión se fueron imbrican­
do más estrechamente, y apareció la geografía social del mundo
moderno.
Pero este proceso implicaba algo más que la geografía; estaba
empezando a generar una cultura compartida. El indicador más claro
es la evolución de las lenguas vernáculas nacionales a partir de la
combinación anterior del latín transnacional y una plétora de lenguas
locales. En el capítulo anterior mencioné la diversidad lingüística de
Inglaterra a mediados del siglo XII. Pero la proximidad territorial,
la continuidad de la interacción y las fronteras políticas empezaron
a unificar las lenguas. Para fines del siglo XIV, la fusión de éstas en
algo que llamamos el inglés iba avanzando entre las clases altas. La
literatura importante seguía siendo diversa. Sir Gawairt y e l Caba­
llero Verde, escrito en el dialecto de (probablemente) Cheshire del
norte y Lancashire del sur, pertenecía en términos generales al inglés
medio, pero también incorporaba vocablos y estilo escandinavos y
franconormandos. John Gower escribió sus tres obras principales en
franconormando, latín e inglés (resulta significativo que su última
obra fuera en inglés). Geoffrey Chaucer escribió casi totalmente en
un inglés que todavía no se puede entender sino a medias hoy día.
Hacia 1345 los maestros de gramática de Oxford empezaron a en­
señar a traducir del latín al inglés, en lugar de al francés. En 1362
se autorizó el uso del inglés en los tribunales por primera vez. Y en
los decenios de 1380 y 1390 los lolardos * tradujeron y publicaron
toda la Biblia Vulgata. Los cambios eran lentos —y en el caso de
los lolardos objeto de ataque—, pero perduraron. A partir de 1450
los hijos de las clases altas aprendían el francés como algo necesario
en una sociedad educada, no como su lengua vernácula. El derrum­
bamiento definitivo del latín llegó después, paradójicamente, con la
resurrección de la erudición clásica a principios del siglo XVI — pues
el griego se sumó al latín como elemento de la formación de todo
caballero educado en las humanidades, no como lengua vernácula—
con el establecimiento de la iglesia anglicana. Para 1450 la aparición
del inglés mostraba dónde se podía y no se podía extender el poder
de forma estable. Se difundió libre y universalmente por el territorio
del Estado nacional, pero se detuvo en las fronteras (salvo que se
poseyera suficiente poder militar sobre los vecinos para imponerles
el idioma).

C onsecuencia 11: El crecim ien to d el p o d er ex tensivo


y d el Estado coord in a d o

En el capítulo anterior aduje que el dinamismo de la Europa


feudal inicial, base original del desarrollo capitalista, residía en unas
relaciones locales in ten sivas de poder. Ahora podemos describir una
segunda fase en la evolución de esa dinámica, un aumento del poder
extensivo, en el cual intervino mucho el Estado.
El crecimiento económico exigía una infraestructura extensiva
tanto como una infraestructura intensiva. Como aduje en el capítulo
anterior, al principio, la mayor parte de ella no la aportaron direc­
tamente los actores económicos, sino la pacificación normativa esta­
blecida en toda Europa por la Iglesia cristiana, tanto transcendental­
mente por encima de todas las fronteras sociales como en forma de
una moral «transnacional» de la clase gobernante. Sin embargo, para
el siglo XII el crecimiento económico estaba generando problemas
técnicos en los que intervenían unas relaciones económicas más com­
plejas entre desconocidos, relaciones en las que la iglesia era más

* Movimiento reformista (s. xrv-xvi) que propugnaba una «iglesia pobre» y la


interpretación personal de la Biblia, negaba la transustanciación, atacaba el celibato
de los religiosos, etc. (N. del T.)
marginal. La relación más estrecha entre, por una parte, los merca­
dos, el comercio y la regulación de la propiedad, y, por la otra, el
Estado, dio a este último nuevos recursos que podía utilizar para
aumentar su propio poder, especialmente contra el papado. Se vieron
reforzados considerablemente en la segunda fase militarista de su
desarrollo. Esos recursos eran, en su aspecto más evidente, dinero y
ejércitos, pero en su aspecto más sutil también un aumento de su
control logístico sobre sus territorios relativamente extensos.
Para empezar, sin embargo, los Estados no eran sino una más de
varias agrupaciones de poder que formaban parte del desarrollo de
los poderes extensivos. Muchas de las innovaciones comecciales de
fines del siglo XII y del siglo XIII —las disposiciones contractuales,
las sociedades, los seguros de préstamos, la letra de cambio, el de­
recho marítimo— tuvieron su origen en las ciudades italianas. Desde
allí se difundieron al norte por las dos líneas paralelas y políticamen­
te intersticiales de comercio que identifiqué en el capítulo anterior.
Todas ellas redujeron los costes de las transacciones y permitieron
la aparición de redes más eficientes de comercio extensivo. Si el
poder económico hubiera permanecido en el Mediterráneo central y
en sus líneas de comunicación hacia el norte, quizá con el tiempo
las ciudades, junto con los flexibles contactos tradicionales de vasa­
llaje, y no los Estados, habrían fomentado el desarrollo del capita­
lismo industrial. De hecho, un prototipo de esas otras configuracio­
nes posibles sobrevivió casi hasta el siglo XVI. Antes de seguir na­
rrando lo que de otro modo podría parecer el «inevitable» auge del
Estado nacional, debemos hacer una pausa para estudiar el Ducado
de Borgoña.

La a ltern a tiva no territoria l: A uge y caída


d el D ucado d e B orgoña

En el capítulo anterior examiné las dos redes principales y para­


lelas del comercio medieval que iban desde el Mediterráneo hasta el
Mar del Norte. La más importante era la ruta occidental, desde la
desembocadura del Ródano, por Francia oriental, hasta Flandes. No
estaba controlada por Estados territoriales poderosos, sino por una
serie de príncipes seglares y eclesiásticos, entre los cuales existían
complicados contratos de vasallaje sustentados por un alto nivel de
moral de clase dominante. Después (como tendía a ocurrir en alguna
parte de Europa cada siglo más o menos) los accidentes dinásticos
y un empleo sagaz de la influencia (más la decadencia del poder
eclesiástico autónomo), confirieron un gran poder a un solo prínci­
pe, en esta ocasión el Duque de Borgoña 7. La expansión se realizó
a lo largo de los reinados de una serie notable de duques, Felipe el
Temerario (1363-1404), Juan Sin Miedo (1404-1419), Felipe el Bueno
( 1 4 1 9 - 1 4 6 7 ) y Carlos el Temerario (1467-1477). Al final, casi la to­
talidad de los actuales Países Bajos y el este de Francia hasta Gre-
noble reconocían la soberanía del duque. Los reyes de Inglaterra y
de Francia (que estaban en malas relaciones) y el emperador de Ale­
mania lo reconocían c o m o su igual.
Pero el poder borgoñón estaba menos concentrado territorial­
mente y, por tanto, era menos «estatal» que el de sus rivales. El
duque no tenía una capital única ni una corte o un tribunal fijos. El
duque y su casa viajaban por sus dominios, ejercían su dominación
y resolvían disputas, a veces desde sus propios castillos, a veces des­
de los de sus vasallos, entre Gante y Brujas en el norte y Dijon y
Besan^on en el sur. Había dos bloques principales de territorios:
en el sur las «dos Borgoñas» (el ducado y el condado), en el norte
Flandes, Hainault y Brabante. Esos bloques se fueron adquiriendo
por matrimonio, intrigas y a veces guerra abierta, y después los
duques luchaban por consolidar sus administraciones. Centraban sus
esfuerzos (y ello es significativo) en las dos instituciones que he
destacado, un tribunal supremo y una maquinaria fiscal-militar. Lo­
graron éxitos proporcionales a sus renombradas aptitudes. Pero el
ducado era un cajón de sastre. Se hablaban tres idiomas: el francés,
el alemán y el flamenco; combinaba las fuerzas hasta entonces an­
tagónicas de las ciudades y los magnates territoriales; se enfrentaba
con una bolsa de territorio extranjero entre sus dos mitades, nor­
malmente de más de 150 kilómetros (que se redujo, prometedora-
mente, a 50 kilómetros justo dos años antes de la catástrofe final).
No existía un término territorial para designar este ducado dinástico.
Cuando el duque estaba en el norte, se refería a esos territorios
como «nuestras tierras de aquí», y a las dos Borgoñas como «nues­
tras tierras de allá». Cuando estaba en el sur, invertía los términos.

7 Mis principales fuentes sobre el Ducado de Borgoña han sido Cartellieri, 1970;
Vaughan, 1975, y Arm strong, 1980 (esp. el cap. 9). Vaughan también ha escrito una
serie de vividas biografías de los distintos duques. Especialmente buena es la de
Carlos el Temerario (1973).
Incluso su legitimidad dinástica era insuficiente. Aspiraba al título
de rey, pero formalmente debía homenaje por sus tierras occidenta­
les a la corona francesa (con la que tenía estrechos lazos de paren­
tesco), y por sus tierras orientales al emperador de Alemania. Podían
haberle concedido el título, pero era poco probable que lo hicieran.
Estaba en la cuerda floja. Había unido a los dos grupos princi­
pales (las ciudades y la nobleza) del pasillo central europeo amena­
zado por las pretensiones de dos Estados territoriales, Francia y
Alemania. Ni los grupos internos ni los Estados rivales querían que
Borgoña fuera un tercer Estado importante, pero todos esos grupos
eran mutuamente antagónicos y se podían explotar sus rivalidades.
El duque hacía aquellos equilibrios con gran destreza, aunque in­
evitablemente se ponía del lado de la nobleza y no de las ciudades.
La corte borgoñona fascinó las mentes tanto de los contemporá­
neos como de los sucesores. Su «brillantez» provoca la admiración
general. Su celebración de la caballería atraía extraordinariamente a
un mundo europeo en el que estaban en decadencia las infraestruc­
turas auténticas de la caballería (la mesnada feudal, el señorío, la
Cristiandad transcendental). Su Orden del Toisón de Oro, que com­
binaba símbolos de pureza y valor del Antiguo Testamento y del
Nuevo, así como de los clásicos, era la condecoración más preciada
de Europa. Sus duques, como revelan sus apodos, eran los gober­
nantes más elogiados de su época. Más adelante, el ritual de la corte
borgoñona se convirtió en el modelo para los rituales del absolutis­
mo europeo, aunque el proceso hubo que hacerlo estático. Porque
el ritual borgoñón representaba m ovim ien to , y no centralización te­
rritorial: las jo y eu ses en trées, desfiles ceremoniales de los duques al
llegar a sus ciudades; los torneos, durante los cuales los campos se
decoraban magníficamente, aunque de forma pasajera; la búsqueda
del Vellocino de Oro por Jasón. Y dependía de una nobleza libre,
que se presentaba voluntariamente y con dignidad personal ante su
señor.
Para el siglo XV, un Estado feudal de ese tipo tropezaba con
dificultades logísticas. La guerra exigía la adopción de disposiciones
permanentes en materia fiscal y de efectivos militares, y un cuerpo
disciplinado de aristócratas, pequeños nobles, burgueses y mercena­
rios que aportaran normalmente esos recursos a su gobernante. Las
clases gobernantes borgoñonas eran demasiado libres para que se
pudiera confiar totalmente en ellas. La riqueza del corredor lo com­
pensaba algo, pero la lealtad de las ciudades era incierta y la con­
ciencia de clase de los propios duques no contribuía a atraérsela.
A Felipe el Temerario le gustaba pasar por una alfombra en la que
estaban representados los jefes de una rebelión de las ciudades de
Flandes: pisar las efigies de los plebeyos que habían osado desafiarlo.
Las fuerzas y las debilidades borgoñonas se revelaron en el campo
de batalla. Y en él la mesnada feudal, incluso endurecida por mer­
cenarios y por la artillería más avanzada de Europa, ya no poseía
ventajas sobre ejércitos menos centrados en los caballeros. Al igual
que en todos los Estados feudales, pero no en los Estados territo­
riales centralizados, era mucho lo que dependía de las cualidades
personales y de los accidentes sucesorios.
Las dificultades se combinaron repentinamente en 1475-1477 y
causaron la desaparición rápida del ducado. La temeridad del duque
Carlos se convirtió en necedad. Al tratar de acelerar la consolidación
territorial de sus tierras orientales, se enfrentó con demasiados ene­
migos a la vez. Se lanzó en inferioridad numérica contra la temible
falange de picas de las ciudades suizas. Lo abigarrado que era su
ducado estaba perfectamente representado en sus fuerzas en las dos
últimas batallas: un núcleo de caballeros borgoñones con armaduras
pesadas; infantería flamenca de dudosa lealtad (la mayor parte toda­
vía estaba desplazándose hacia el sur en el momento de la batalla) y
mercenarios extranjeros que aconsejaron la retirada (como hacían a
menudo los mercenarios sensatos). La batalla final de Nancy fue una
derrota total cuando los caballeros borgoñones no lograron quebran­
tar la falange de picas. El duque Carlos huyó, quizá ya gravemente
herido. Trató de galopar por un arroyo y perdió el caballo. Tamba­
leante con su armadura pesada, era un blanco fácil. Alguien le partió
el cráneo, probablemente con un hacha. Dos días después se sacó a
rastras de un arroyo embarrado su cadáver desnudo, sin sus elegan­
tes atavíos, sin su armadura ni sus joyas y parcialmente devorado
por los lobos. Identificado por la longitud de sus uñas y por viejas
heridas, era una imagen terrible del final del feudalismo.
Sin un heredero varón, el ducado se desmembró rápidamente, en
una imagen invertida de su propio crecimiento. El emperador de
Alemania, Maximiliano de Habsburgo, «aliado» de Carlos, se llevó
a su hija como esposa. Sus tierras se fueron sometiendo una por una
a los monarcas Habsburgo o Valois.
En el siglo siguiente las tierras borgoñonas seguían formando una
parte clave de otro Estado en cierta medida dinástico y territorial­
mente descentralizado, el Imperio Habsburgo de Carlos V y Feli­
pe II. Pero incluso esos regímenes habían desarrollado en cada uno
de sus núcleos —Austria, Nápoles, España y Flandes— muchos de
los requisitos del Estado «moderno», concentrado y centrado terri­
torialmente. Como observa Braudel (1973: 701 a 703), para media­
dos del siglo XVI lo que importaba era la concentración territorial
de recursos. Los recursos más vastos, pero más dispersos, de los
Habsburgo no podían desplegarse en una concentración fiscal-mili­
tar igual a la de un reino de tamaño intermedio con un núcleo fértil
y dócil, como Francia. Desde ambos extremos, los Estados conver­
gían hacia ese modelo. Al igual que los dominios de los Habsburgo
se desintegraron en España, Austria y los Países Bajos, las ciudades
suizas formaron una confederación más estrecha. En Alemania e
Italia el proceso llevó mucho más tiempo, pero el modelo era evi­
dente. Veamos por qué.

La logística d e la centralización territoria l

La concentración de recursos resultó ser la clave en la geopolí­


tica. Los Estados que se beneficiaron no fueron tanto sus actores
protagonistas como sus beneficiarios inconscientes. El motor fue la
expansión económica. Su penetración en toda la economía de un
núcleo estatal «del centro» (de lo cual carecía Borgoña) brindó la
oportunidad de establecer derechos y deberes rutinarios y relativa­
mente universales por toda una zona nuclear definida territorialmen­
te, útil tanto para la economía como para el campo de batalla. El
desplazamiento a largo plazo del poder económico al norte y al oeste
también puso a algunas de esas zonas fuera del alcance de los ten­
táculos italiano y borgoñón. Los Estados del norte y del oeste par­
ticipaban cada vez más en los adelantos comerciales. Para empezar,
aparecieron nuevos sistemas de contabilidad casi simultáneamente en
el Estado, la iglesia y el señorío. Los registros de Enrique II, utili­
zados en este capítulo, indican ya una capacidad logística mayor del
Estado. Pero tenían un equivalente en las cuentas de los señoríos;
la más antigua de la cuales descubierta hasta ahora es la de los do­
minios del obispo de Winchester, de 1208-1209. La alfabetización se
estaba difundiendo más entre la gente de medios, como revela el
aumento de los decretos reales, por ejemplo, los enviados por En­
rique II a sus agentes provinciales, así como la circulación simultá­
nea de tratados sobre la gestión de las tierras. El período muestra
un resurgimiento del interés por las comunicaciones por todo el
territorio y por la organización central de éste. Ese interés y esa
organización eran sobre todo seculares, compartidos tanto por los
Estados autoritarios como por los elementos más difusos de la «so­
ciedad civil».
Una parte importante de ese resurgimiento fue la recuperación
de la erudición clásica 8. El aspecto utilitario de la recuperación fue
el redescubrimiento del derecho romano, de utilidad evidente para
el Estado, porque codificaba normas universales de conducta en to­
dos los territorios del Estado. Pero la filosofía y las letras clásicas
en general también estaban impregnadas de la importancia de la co­
municación y la organización extensivas entre seres humanos racio­
nales (como aduje en el capítulo 9). Esta había sido siempre una
alternativa secular latente del papel normativo extensivo del cristia­
nismo. Esos conocimientos clásicos estaban disponibles en los textos
latinos y griegos conservados en las fronteras de la Cristiandad, en
la cultura griega superviviente en el sur de Italia y en Sicilia y, lo
que es más importante, en todo el mundo árabe. En el siglo XII, en
los reinos normandos del Mediterráneo central y en la Reconquista
de España, se recuperaron escritos clásicos con comentarios islámi­
cos añadidos. ¡El papado los mantenía a prudente distancia! De esos
conocimientos se apropiaron los maestros que ya enseñaban fuera
de las escuelas catedralicias tradicionales. Los institucionalizaron en
las tres primeras universidades europeas de Boloña, París y Oxford
a principios del siglo X III, y después en 53 más para 1400. Las uni­
versidades mezclaban la teología y el derecho canónico de las escue­
las catedralicias con el derecho romano, la filosofía, las letras y la
medicina de la erudición clásica. Era autónomas, aunque mantenían
una relación estrecha tanto con la iglesia como con el Estado, pues
cada vez más sus graduados ocupaban los puestos intermedios, no
nobiliarios, de las burocracias eclesiástica y estatal. A sus graduados
se los llamaba clérigos. La evolución de ese término, de denotar a
un tonsurado que había recibido las órdenes a cualquiera que tuviera
conocimientos, es decir, un «escolar» para fines del siglo XIII, es
testimonio de la secularización parcial de los conocimentos.
O sea que la comunicación de mensajes estaba mejorando nota­
blemente del siglo XII al XIV y ofrecía mayores posibilidades de

8 Las principales fuentes .a este respecto han sido Paré y otros, 1933; Rashdall,
1936, y M urray, 1978.
control a través del espacio al número cada vez mayor de personas
alfabetizadas (Cipolla, 1969: 43 a 61; Clanchy, 1981). La capacidad
de los sistemas antiguos de comunicación se vio superada por pri­
mera vez a fines del siglo XIII y principios del XIV por una revolu­
ción técnica: la sustitución del pergamino por el papel. Innis (1950:
140 a 172) lo ha descrito agudamente. Como dice él, el pergamino
es duradero, pero caro. En consecuencia, es adecuado por las orga­
nizaciones de poder que hacen hincapié en el tiempo, la autoridad
y la jerarquía, como la iglesia. El papel, al ser ligero, barato y de-
sechable, favorece el poder difuso y descentralizado. Al igual que la
mayor parte de las invenciones ulteriores que se comentarán dentro
de un momento, el papel no era originario de Europa. Se venía
importando del Islam desde hacía varios siglos. Pero cuando se es­
tablecieron papeleras en Europa —la primera conocida ya funciona­
ba en 1276— se pudo explotar la baratura potencial del papel. Pro-
liferaron los escribanos, los libros y el comercio de libros. Las gafas
se inventaron en la Toscana en el decenio de 1280, y en dos decenios
se difundieron por toda Europa. Incluso el volumen de la corres­
pondencia papal era tres veces superior en el siglo XIV a lo que había
sido en el XIII (Murray, 1978: 299 y 300). El uso de escritos como
instrucciones a los agentes de la corona inglesa se multiplicó. Así,
entre junio de 1333 y noviembre de 1334, el sheriff de Bedfordshire
y Buckinghamshire recibió 2.000. Ello desarrolló simultáneamente la
burocracia del rey y la de los sheriffs locales (Mills y Jenkinon,
1928). También se multiplicaron las copias de libros. Los Viajes de
Sir John Mandeville, escritos en 1316, han sobrevivido en más de
200 ejemplares (había uno en la pequeña biblioteca del desgraciado
hereje Menocchio, a quien encontramos en el capítulo 12). Algo que
indica el estado lingüístico transicional de Europa, donde las lenguas
territoriales vernáculas estaban sustituyendo gradualmente al latín,
es que 73 ejemplares están en alemán y neerlandés, 37 en francés,
40 en inglés y 50 en latín (Braudel, 1973: 296).
Por otra parte, y hasta que se inventó la imprenta, la alfabetiza­
ción y la posesión de libros estaban limitadas a los relativamente
ricos y urbanizados y a la iglesia. Se dispone de estimaciones esta­
dísticas de alfabetización para períodos ligeramente posteriores, aun­
que sabemos que fue en aumento a lo largo de la Edad Media en
Inglaterra. Cressy (1981) ha medido la alfabetización por la capaci­
dad para firmar con el propio nombre las declaraciones ante los
tribunales locales, como está registrado en la diócesis de Norwich
en el decenio de 1530. Mientras que en esos años todo el clero, todos
los profesionales y casi todos los pequeños nobles sabían firmar,
sólo un tercio de los agricultores libres, una cuarta parte de los
comerciantes y artesanos y aproximadamente el 5 por 100 de los
campesinos sabían firmar. Le Roy Ladurie (1966: 345 a 347) halló
niveles igual de bajos en el Languedoc rural desde el decenio de 1570
hasta el de 1590: sólo el 3 por 100 de los jornaleros agrícolas y el 10
por 100 de los campesinos más ricos sabían firmar. El no especialista
podría dudar de si firmar el propio nombre es una buena medida de
la «alfabetización». Pero los historiadores aducen que puede utili­
zarse como medida de la capacidad de leer, más un mínimo de la
de escribir. La lectura, y no la escritura, era el conocimiento más
apreciado y más difundido. No se ganaba nada con aprender a fir­
mar el nombre de uno antes de aprender a leer, y no había ningún
gran incentivo para aprender a escribir, salvo que la posición con­
creta de poder que tuviera uno lo exigiera. A fines de la Edad Media,
el leer y escribir eran todavía actividades relativamente «públicas».
Los documentos importantes, como la Magna Carta, se exhibían en
público y se leían en voz alta a las asambleas locales. Los documen­
tos, los testamentos y las cuentas se escuchaban; todavía tenemos
supervivencias de la cultura de «la palabra oída», por ejemplo, la
«auditoría» de cuentas, o la frase «no había oído hablar de él»
(Clanchy, 1981). La alfabetización seguía siendo, paradójicamente,
en gran medida oral y limitada a los escenarios del poder público,
sobre todo la iglesia, el Estado y el comercio.
A fines del siglo XIV se produjo un caso clave que reforzó esos
límites. John Wycliffe pertenecía a la larga tradición de los defenso­
res radicales de la salvación universal individual sin mediación sa­
cerdotal: «Pues cada hombre que se condene, se condenará por su
propia culpa, y cada hombre que se salve se salvará por sus propios
méritos.» Inició el movimiento lolardista, que tradujo la Biblia al
inglés y difundió la literatura vernácula por conducto de una «red
alternativa de comunicaciones» de artesanos, agricultores libres y
maestros de escuelas locales. La jerarquía eclesiástica persuadió al
gobierno de que aquello era una herejía. A eso siguió la persecución
y una rebelión reprimida. Sin embargo, todavía sobreviven 175 ejem­
plares manuscritos de la Biblia de Wycliffe en vernácula. Y el lolar-
dismo sobrevivió en las tinieblas de la historia.
Esto confirmaba las restricciones de clase y de sexo (pocas mu­
jeres sabían leer y todavía menos escribir) de la alfabetización pú­
blica. Sin embargo, dentro de esos límites, la alfabetización se fue
generalizando a lo largo de la Baja Edad Media, difundiéndose mu­
cho entre los grupos sociales dominantes. La lengua vernácula na­
cional los iba integrando, empezando a reforzar una moral de clase
centralizada territorialmente, que era una alternativa viable a las re­
des tradicionales, de moral de clase no territorial, tipificada por el
Ducado de Borgoña.
Si pasamos de la comunicación simbólica a la comunicación de
objetos, vemos que los sistemas de transporte se desarrollaron de
manera más fragmentaria. Por tierra, en todo el período no se cons­
truyó nada igual a los caminos y los acueductos romanos, de forma
que la velocidad de las comunicaciones por tierra no mejoró. Por
mar, en el Mediterráneo se había iniciado muy pronto una lenta serie
de perfeccionamientos de los barcos antiguos, que continuó a lo
largo de todo el período, con una aportación constante y creciente
del norte y del Atlántico. La brújula magnética llegó de China a
fines del siglo XII; el gobernalle de codaste se descubrió (indepen­
dientemente de la ¿ívención china mucho más antigua) en el norte
en el siglo XIII. Estos y otros progresos aumentaron el tonelaje de
los barcos, les permitieron navegar durante parte del invierno y me­
joraron la navegación de cabotaje. Pero el adelanto verdaderamente
revolucionario de la arboladura cruzada y la navegación oceánica no
se produjo hasta después, a mediados del siglo XV.
Paremos el reloj en el punto en que los relojes pasaron a formar
parte de la vida civilizada, a principios del siglo XV, y veamos hasta
dónde había avanzado la logística del poder extensivo. Al principio
lo que vemos no nos impresiona. El control y las comunicaciones a
distancia eran del mismo orden general que en la época romana. Por
ejemplo, la logística de la movilidad militar era más o menos la
misma que a lo largo de la mayor parte de la historia antigua. Los
ejércitos seguían pudiéndose desplazar durante tres días sin aprovi­
sionarse y durante unos nueve si no necesitaban transportar agua.
Había perfeccionamientos concretos. Se podían transmitir más men­
sajes escritos y había más gente que pudiera leerlos (aunque no es­
cribirlos); existían rutas de navegación de bajura más fiables y rápi­
das y la comunicación entre las clases se había facilitado gracias a la
identidad cristiana común y a que las lenguas cada vez más comunes
en cada zona «nacional». Pero del lado negativo, probablemente el
transporte por tierra no había mejorado, y las vías de comunicación
a distancia verdaderamente larga estaban parcialmente bloqueadas
por las fronteras estatales, los peajes, disposiciones comerciales un
tanto casuísticas y la incertidumbre acerca de las relaciones entre la
iglesia y el Estado. Las recuperaciones y las innovaciones extensivas
seguían estando compartidas entre varios organismos de poder su­
puestos y rivales.
Pero esta combinación de elementos positivos y negativos tendía
a facilitar el control sobre un terreno concreto: el Estado «nacional»
emergente. Después de todo, la comparación con Roma es inopor­
tuna si lo que estamos estudiando es el control político. El Estado
del siglo XIV en Inglaterra aspiraba al control sobre una zona de
sólo un poco más de la vigésima parte del Imperio Romano. Si bien
sus infraestructuras técnicas eran más o menos comparables con las
romanas, los poderes de coordinación que podía ejercer eran apro­
ximadamente veinte veces mayores que los de Roma. En particular,
su capacidad de llegar hasta las provincias era mucho más segura.
En el siglo XII los sheriffs y otros agentes provinciales estaban obli­
gados a llevar sus cuentas a Westminster dos veces al año. En los
siglos XIII y XIV, al ir progresando el Exchequer, se redujo a una
sola visita, que duraba unas dos semanas cada condado; pero ahora
el escrutinio al que se sometían esas cuentas era más profundo. Tal
coordinación física habría sido imposible para los romanos, salvo en
el marco de cada provincia. En 1322 se invirtió el proceso, cuando
el Exchequer con todos sus archivos se trasladó a York. El que en
ese viaje se tardara trece días para recorrer 300 kilómetros suele
interpretarse como un indicio de lo malas que eran las comunicacio­
nes (Jewell, 1972: 26). El que simplemente se hiciese, y siguiera
haciéndose regularmente en los dos siglos siguientes, indica el vigor
del control estatal. Conforme a criterios romanos, los sheriffs ingle­
ses sufrían un diluvio de instrucciones y peticiones escritas, estaban
asediados por comisiones investigadoras y encerrados en una rutina
de presentación regular de informes 9. Tanto los caminos como los
ríos y la navegación de bajura, la alfabetización y la disponibilidad
de material para los ejércitos eran apropiados para la penetración
rutinaria de una superficie territorial tan limitada.
Naturalmente, las facultades oficiales del propio Estado eran mu­
cho menores en la Inglaterra de la Alta Edad Media. Ningún rey
creía en serio, ni fomentaba la creencia, que fuera divino ni que sólo
su palabra fuera ley, como habían creído muchos emperadores. Nin­

9 Chrimes, 1966, ha descrito el sistema administrativo inglés.


guno actuó en ese período como si lo único que necesitara añadir
fuera un ejército para convertir aquello en realidad. El poder d esp ó­
tico sob re la sociedad no era una característica formal de la Europa
medieval, al contrario que en Roma. La relación entre el gobernante
y la clase gobernante era una relación entre miembros de la misma
identidad difusa de clase/nacional. Hemos visto que en Roma la
práctica infraestructural difería del principio, porque ningún empe­
rador podía penetrar efectivamente la «sociedad civil» sin la ayuda
de notables provinciales semiautónomos. El rey medieval aceptaba
esto en la práctica y en el principio. En Inglaterra, el principio de
la soberanía fue cambiando gradualmente del gobierno por el rey
con su consejo al gobierno por el rey con el Parlamento, con con­
siderables períodos de solapamiento entre los dos. El primero de
esos sistemas incluía a los grandes magnates, comprendido el alto
clero; el segundo, a los burgueses de las ciudades y también a la
pequeña nobleza de los condados. Otros Estados europeos desarro­
llaron una versión más formal de esto, el gobierno de Standestaat
por un monarca junto con asambleas separadas que representaban a
tres o cuatro estamentos del reino (la nobleza, el clero, los burgueses
y a veces los campesinos ricos). Todas esas estructuras políticas te­
nían tres cosas en común. En primer lugar, el gobierno era por
consentimiento y mediante la coordinación de las agrupaciones de
poder que intervenían. En segundo lugar, la coordinación perma­
nente presuponía un Estado territorial asentado y «universal», más
bien que las relaciones feudales particularistas de unos vasallos con
su señor. En tercer lugar, los estamentos de la sociedad eran entida­
des separadas externas las unas a las otras, no un todo orgánico, y
tenían poderes limitados de interpretación. La dominación por el
Estado dependía de la coordinación territorial de actores autónomos,
pero si ésta era efectiva, podía alcanzar una concentración enorme
de poder colectivo. Al contrario que los grupos romanos de poder
(tras la decadencia del Senado), podían reunirse regularmente en con­
sejos/parlamentos/estados, por lo general para coordinar la política.
Al contrario que los romanos, los pocos magnates poderosos podían
consolidarse por medio de vínculos dinásticos. Al igual que en la
situación romana, la coordinación tenía que producirse también al
nivel local. El sheriff no podía extraer impuestos sino con el con­
sentimiento de los ricos de la localidad; el juez de paz no podía
conseguir testigos eficaces y jurados sino con el consentimiento de
los poderosos de la localidad.
El punto débil del sistema era la falta de unidad orgánica. En
este período siempre existían tensiones entre la administración del
rey y las familias acomodadas. Había un descontento latente debido
a que el rey se servía de «hombres nuevos», «forasteros», «malos
consejeros», pero ese descontento salía a la superficie cuando el rey
no podía «vivir de lo suyo» con esos hombres y se veía obligado a
recurrir a su consejo/parlamento/estados para obtener dinero. Pero
cuando el sistema funcionaba, tenía fuerza en términos históricos en
cuanto a coordinar sus territorios y sus súbditos y a concentrar los
recursos de sus «condados internos» nucleares, aunque fuera débil
en cuanto a sus poderes sob re ellos. Y ya hemos visto que sus po­
deres de coordinacióon y concentración iban en aumento. Para 1450
se trataba de un Estado «orgánico» coordinador territorialmente,
pero no unitario. Seguía estando integrado por dos niveles territo­
riales distintos, el rey y el magnate local, y las relaciones entre ellos
equivalían a un feudalismo territorial.

La revo lu ció n técn ica y su base social

Francis Bacon escribía al final del siglo XVI que tres invenciones
habían «cambiado toda la faz y el estado de las cosas en todo el
mundo»: la pólvora, la imprenta y la brújula. No podemos polemi­
zar con el espíritu de la observación, aunque podríamos modificar
sus detalles 10. Las baterías de artillería, la imprenta de tipos móviles
y una combinación de técnicas de navegación oceánica y barcos de
arboladura cruzada cambiaron, efectivamente, la faz extensiva del
poder en todo el mundo. Probablemente todas recibieron su impulso
inicial de Oriente (aunque es posible que la imprenta se redescubrie­
ra por separado en Europa), pero fue su gran difusión, y no su
invención, lo que constituyó la contribución europea a la historia
mundial del poder.
La artillería fue la primera y la que con más lentitud se fue
haciendo eficaz. En uso en 1326, ni las baterías ni las armas indivi­
duales fueron un arma decisiva en tierra hasta después de que Car­
los VIII de Francia invadiera Italia en 1494, y el primer apogeo de
la artillería naval fue algo posterior. La «revolución en la navega­

10 Respecto de las tres invenciones, véase Cipolla, 1965; W hite, 1972: 161 a 168,
y Braudel, 1973: 285 a 308.
ción» que llevó a la navegación de altura en lugar de a la bajura,
duró la mayor parte del siglo XV. La imprenta de tipos móviles fue
relativamente rápida. Fechada en 1440-1450, en el 1500 había pro­
ducido 20 millones de libros (para una población europea de 70
millones de habitantes).
La coincidencia cronológica de su período de despegue,
1450-1500, es asombrosa. También lo es su vínculo con las dos es­
tructuras emergentes de poder de la sociedad europea, el capitalismo
y el Estado nacional. El impulso conexo aportado por las dos parece
haber sido decisivo en Europa e inexistente en Asia. El dinamismo
capitalista era evidente en los avances de la navegación, así como en
el valor al servicio de la codicia que llevó a los buques al incógnito
océano. La imprenta, bajo el patrocinio de los grandes prestamistas,
era un negocio capitalista lucrativo orientado hacia el mercado des­
centralizado de masas. Las fábricas de artillería, de propiedad priva­
da, fueron la primera industria pesada del mundo. Pero la depen­
dencia del capital respecto del Estado nacional era evidente en dos
de los casos. Los navegantes encontraron financiación, concesión de
licencias y protección estatales primero en Portugal y España, y
después en Holanda, Inglaterra y Francia. La artillería estaba casi
totalmente al servicio de los Estados, y su fabricación también estaba
autorizada y protegida por los Estados. Ahora los navegantes, los
artilleros y otros trabajadores especializados tenían que saber leer y
escribir, y se crearon escuelas en las que la enseñanza se impartía en
la lengua vernácula nacional (Cipolla, 1969: 49). Al principio, la
imprenta estuvo al servicio del Dios más tradicional del cristianimo.
Hasta mediados del siglo XVI, la mayor parte de los libros eran
religiosos y estaban en latín. Hasta entonces no empezó a imponerse
la lengua vernácula nacional, de forma que la imprenta también re­
forzaría las fronteras de los Estados nacionales, poniendo fin a la
viabilidad pública de las lenguas transnacionales que eran el latín y
el francés y de los dialectos de las diversas regiones de cada Estado
importante.
El efecto de las tres invenciones se reserva para el próximo ca­
pítulo. Pero al llegar al final de éste, resumen su tema: a medida que
el dinamismo inicial de la Europa feudal se hacía más extensivo, el
capitalismo y el Estado nacional formaron una alianza flexible, pero
coordinada y concentrada, que al cabo de poco tiempo se intensifi­
caría y conquistaría tanto el cielo como la tierra.
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Capítulo 14
LA DINAMICA EUROPEA: III
EL CAPITALISMO INTERNACIONAL
Y LOS ESTADOS NACIONALES ORGANICOS,
1477-1760

Los dos últimos capítulos se centraron en aspectos diferentes del


desarrollo europeo. El capítulo 12 se centró en la dinámica feudal
local e in tensiva, especialmente en su dinámica económica. El capí­
tulo 13 se extro vertió (como hizo la propia Europa) y se centró en
relaciones de poder más extensivas, especialmente en la función del
Estado. En general, el desarrollo europeo fue una combinación de
ambas cosas. En el presente capítulo veremos que la combinación va
emergiendo hasta la Revolución Industrial. El capítulo trata más de
los aspectos extensivos que de los intensivos del desarrollo, y espe­
cialmente de la función del Estado. Por consiguiente, carece de lo
que quizá debiera poseer idealmente, una explicación sostenida de
las diversas fases del crecimiento económico que llevaron a la Re­
volución Industrial. Una auténtica explicación exigiría la aplicación,
tanto de la teoría económica como de la metodología comparada, a
las diversas regiones y los distintos países de Europa que avanzaron
a rachas desiguales hacia la industrialización. Inglaterra, que se es­
taba transformando en Gran Bretaña, fue el primer país que se in­
dustrializó, y aquí se trata de Gran Bretaña. Pero tendría que haber
respuestas a la pregunta de ¿por qué no Italia, o Flandes, o España,
o Francia, o Prusia, o Suecia, u Flolanda?, como parte necesaria de
la explicación, y aquí no se habla de esas respuestas.
E sto podría ]Jevar a un relato excesivamente británico de todo el
proceso. Gran Bretaña llegó primera, pero quizá sólo por muy poco.
Francia y algunas regiones de los Países Bajos la seguían muy de
cerca. En cuanto quedó claro en todo el sistema multiestatal que
Gran Bretaña se había encontrado con inmensos recursos nuevos de
poder, rápidamente se la copió. El capitalismo industrial se difundió
con bastante rapidez a otros contextos sociales donde pareció adap­
tarse perfectamente. Si tomáramos esos países como casos autóno­
mos, no tendríamos una dinámica —o, si se prefiere el término, una
sola «transición del feudalismo al capitalismo»—, sino varias. Esa es
la conclusión, por ejemplo, de Holton (1984) tras un estudio a fondo
de los casos de Gran Bretaña, Francia y Prusia. Pero no eran casos
autónomos, sino actores nacionales en una civilización multiestatal
y geopolítica más amplia. Había fuerzas en ese todo (y también
externas a él, véase el capítulo 15) que afectaron a Gran Bretaña,
cuya estructura social y posición geopolítica le daban una cierta «ven­
taja» en el proceso de desarrollo en un período determinado. Su
ventaja, aunque limitada, no era accidental.
Por desgracia, no es una afirmación que yo pueda apoyar total­
mente aquí, debido a la ausencia de una metodología y una teoría
comparadas sostenidas. Sin embargo, en este capítulo está implícita
una teoría. Continúa el argumento del capítulo anterior. Ese argu­
mento es también el que suelen adoptar los economistas contempo­
ráneos: el crecimiento de un mercado de consumo masivo —inicial­
mente de familias agricultoras— que podía explotar la fuerza de
trabajo de un proletariado rural aportó el principal estímulo al des­
pegue económico que se produjo en Gran Bretaña a fines del si­
glo XVIII. El mercado era fundamentalmente interno, e interno equi­
vale a nacional. Esto justifica una continuación de la concentración
en la aparición de la organización de poder que produjo la red de
interacción nacional: el Estado. Por eso, recordando que el dinamis­
mo económico descrito en el capítulo 12 ya estaba en marcha a lo
largo de este período, adoptando formas cada vez más capitalistas,
centrémonos en el Estado inglés. De vez en cuando escucharé el
rumor de esa marcha y lo comentaré más a fondo al fina1 del capítulo.
Vuelvo a las finanzas del Estado inglés como indicador de sus
funciones. Sin embargo, en este capítulo resultan evidentes las insu­
ficiencias de ese indicador, y lo complemento con otras formas de
análisis.
En el cuadro 14.1 se expone mi serie cronológica de totales de
ingresos durante el período de 1502 a 1688. No se dispone de cifras
fiables con respecto al período 1452-1501, y no hay ninguna cifra
respecto de los reinados de Enrique VIII, Eduardo VI y María. To­
das las cifras citadas anteriores a 1660 se basan hasta cierto punto
en suposiciones (como se explica en Mann, 1980) *. En cambio, se
considera que las cifras posteriores a 1660 son correctas. El cuadro
revela que Enrique VII restableció el nivel de las finanzas estatales,
tanto a precios constantes como corrientes, al disfrutado por Enri­
que V antes de las conmociones de la Guerra de las Rosas. Después,

CUADRO 14.1. Finanzas estatales inglesas, 1502-1688; ingresos anuales me­


dios a precios corrientes y constantes (1451-1475)

Ingresos anuales
(en miles de libras esterlinas)
Reinado Años Corrientes Constantes Indice de precios

Enrique V II.... . 1502-5 126,5 112,9 112


Isabel................ . 1559-70 250,8 89,9 279
1571-82 223,6 69,0 324
1583-92 292,8 77,9 376
1593-1602 493,5 99,5 496
Jacobo I .......... . 1604-13 593,5 129,1 487
Carlos I ........... . 1630-40 605,3 99,4 609
Carlos I I ......... . 1660-72 1.582,0 251,1 630
1672-85 1.634,0 268,7 608
Jacobo I I ......... 1685-8 2.066,9 353,3 585

Nota: Estas cifras son directam ente com parables con las citadas en el cuadro 13.2. Véanse detalles
sobre todas las fuentes y los cálculos en M ann, 1980.
Fuentes: Ingresos: 1502-1505, D ietz,. 1964a, corregidos por W olffe, 1971; 1559-1602, D ietz, 1923;
1604-1640, D ietz, 1928; 1660-1668, Chandam an, 1975. Indice de precios: Phelps-Brow n y H op-
kins, 1956.

1 Desde entonces, G. R. Elton me ha persuadido de que las cifras relativas al


reinado de Isabel subestiman los ingresos totales. Algunos de los ingresos aparente­
mente percibidos resultan difíciles de encontrar en los archivos del Exchequer, quizá
nada menos que un tercio de los ingresos descubiertos.
las cifras hasta la Guerra Civil muestran dos tendencias: una infla­
ción enorme de los precios que disparó las finanzas estatales efecti­
vas y una nivelación de los ingresos si tenemos en cuenta la infla­
ción. Esta última tendencia es sorprendente, pues la mayor parte de
los historiadores advierten un gran desarrollo del Estado bajo el
reinado de los Tudor 2. Examinemos esas tendencias con más detalle.
Enrique VII, que no tuvo problemas de inflación ni de guerras
prolongadas, equilibró sus libros e incluso acumuló un excedente.
Sus ingresos procedían en proporciones aproximadamente iguales de
tres fuentes principales: rentas de las tierras de realengo, derechos
de aduanas e impuestos parlamentarios. Estos últimos contribuyeron
a eliminar las efímeras amenazas a su trono procedentes de rivales y
de potencias extranjeras. Pese a las reorganizaciones financieras, su
Estado —en dimensiones globales y funciones principales— era tra­
dicional. Pagar los gastos de su casa, comprar el consejo político de
unos cuantos asesores, administrar la justicia suprema, regular el
comercio por encima de las fronteras territoriales, emitir moneda y
hacer alguna que otra guerra con la ayuda de los barones que le eran
leales: ésa era la suma de las funciones estatales, que casi seguramen­
te implicaban menos del 1 por 100 de la riqueza nacional y eran
marginales a las vidas de la mayor parte de los súbditos del Estado.
A lo largo de los dos siglos siguientes, ese Estado se vio modi­
ficado considerablemente por tres fuerzas, dos de las cuales eran
tradicionales y una nueva. Nos hemos encontrado reiteradamente tan­
to con la escalada de los costes de la guerra como con la inflación.
Pero el crecimiento de la función del Estado como coordinador de
una clase gobernante no había alcanzado la fase «orgánica».
El primer cambio, el aumento de los costes de la guerra, era
predecible en la experiencia medieval: las consecuencias de la ascen­
sión al trono de un rey más belicoso, Enrique VIII. El cuadro 14.2
muestra la estimación hecha por Dietz de los totales de gastos en
efectivo durante los primeros años de su reinado. ¡Obsérvese el au­
mento de un 400 por 100 en 1512, el año en que inició sus guerras
con Francia, y el aumento de casi un 300 por 100 al año siguiente,

2 Aunque añadiéramos un 33 por 100 adicional bajo Isabel, la tendencia general


no cam biaría: Isabel habría aumentado entonces los ingresos de la corona en sólo un
25 por 100 más que el nivel de Enrique VII, aumento insignificante en comparación
con el que se produjo a partir de 1660. Entonces, los ingresos a precios constantes
duplicaron el nivel de la Baja Edad Media.
CUADRO 14.2. Gastos en efectivo, 1511-1520 (en libras)

A ño Gastos totales Gastos militares A yuda a aliados


extranjeros

1511 ...................................... 64.157 1.509 —


1512 ...................................... 269.564 181.468 (32.000 florines
en oro)
1513 ...................................... 699.714 632.322“ 14.000
1514 ...................................... 155.757 92.000 —
1515 ...................................... 74.006 10.000 —
1516 ...................................... 106.429 16.538 38.500
1517 ...................................... 72.359 60 13.333
1518 ...................................... 50.614 200 —
151 9 ................................... 52.428 — —
1520 ...................................... 86.020 — —
* M ás 10.040 coronas.
Fuente: D ietz, 1964: I, 90 y 91.

a medida que se intensificaba la campaña! Esos aumentos se deben


exclusivamente a los gastos militares. Al igual que en los tres siglos
anteriores, la guerra va dándole sustancia al Estado. Esos saltos al
comienzo de cada guerra llegan hasta nuestra propia época. Pero
ahora empieza a disminuir la altura de cada salto. Las guerras de
Enrique con Francia multiplican sus gastos por diez en los años de
1511 a 1513. Sus guerras con Francia y Escocia de 1542 a 1546 los
multiplican por cuatro aproximadamente, si se utilizan las cifras de
Dietz (1918: 74; 1964a: I, 137 a 158). Los incrementos de un 400
por 100 son la norma a lo largo del siglo siguiente, aunque a partir
de 1688 vuelven a disminuir. No es que el Estado cambiara de piel
e hiciera la guerra con más moderación; más bien es que han au­
mentado los gastos militares en tiem po d e paz. El cuadro 14.2 ocul­
taba que esto ya se estaba preparando durante las primeras guerras
de Enrique VIII, pues por lo menos una partida se pagaba con cargo
a una cuenta separada: el mantenimiento de la guarnición de Tour-
nai, Francia, costaba 40.000 libras al año entre 1514 y 1518 (cuando
se rindió). Ahora, a lo largo de casi todos los años del siglo XVI, los
gastos combinados de las guarniciones de Berwick, Calais y Tournai,
y de Irlanda, absorbían sumas casi tan grandes como todo el resto
de los gastos en tiempo de paz. Estaba llegando el «Estado en guerra
permanente».

La R evolu ción M ilitar y e l sistem a estatal

Los costes de las guarniciones no eran sino la punta del iceberg


de los cambios de la organización militar que ocurrieron aproxima­
damente en el período de 1540 a 1660. Muchos historiadores han
seguido a Roberts (1967) al denominar a esos cambios la Revolución
Militar. Parte de la revolución fueron las armas de fuego, aunque
suele exagerarse su papel (como se aduce en Hale, 1967). Su intro­
ducción en Europa en los siglos XIV y XV fue lenta, y al principio
tuvieron poco impacto en la táctica de los ejércitos. No se hizo más
que añadir armas individuales de fuego a los batallones de piqueros
que venían dominando desde principios del siglo XIV. Los cañones
mayores de artillería llegaron con el tiempo a tener más efecto, es­
pecialmente en la guerra naval, pues implicaban inversiones a una
escala que estaba fuera del alcance de la nobleza provincial. El rey
podía derribar los castillos de la nobleza feudal.
Pero después el cañón llevó al triunfo de un nuevo tipo de guerra
defensiva en tierra, la tra ce italienn e, complicadas fortificaciones en
forma de estrella de poca altura desde las cuales los mosqueteros
podían ir abatiendo a los sitiadores, antes incluso de que llegaran a
las murallas principales del castillo (véase Duffy, 1979). El reducir
esos bastiones de artillería pesada, grandes contrafuertes de tierra o
por el hambre llevaba más tiempo, prolongaba las campañas, inmo­
vilizaba a más soldados y costaba más dinero. A eso se sumaban las
innovaciones de táctica móvil introducidas por generales como Mau­
ricio de Nassau y Gustavo Adolfo de Suecia, quienes comprendieron
que la reintroducción de las líneas de batalla, que los suizos y los
flamencos habían convertido en anticuadas en el siglo X IV, podía
aumentar la potencia de fuego de una infantería armada con mos­
quetes. Pero las líneas necesitaban mucha más instrucción que los
batallones y necesitaban protección con atrincheramientos en caso
de que se les atacara. Se recordaron y resucitaron métodos romanos
de instrucción y excavación. Hacían más falta que nunca profesio­
nales bien pagados y disciplinados que estuvieran dispuestos a tra­
bajar además de combatir. Ello aumentó la centralización de las or­
ganizaciones militares y la instrucción aseguró el dominio de los
mercenarios (y también, con el tiempo, el final de su inquietante
autonomía). Además, los efectivos de los ejércitos en proporción a
la población volvieron a aumentar en el siglo XVI, como mínimo en
un 50 por 100 (Sorokin, 1962: 340). Parker (1972: 5 y 6) aduce que
los efectivos de los ejércitos se decuplicaron en algunos casos du­
rante ese siglo (cf. Bean, 1973). La dimensión y los costes de las
marinas de guerra también escalaron a partir de mediados del si­
glo XVI. Al principio eran raros los barcos especializados, pero in­
cluso los buques mercantes y los marineros mercantes necesitaban
adaptaciones y una nueva formación. Con el tiempo, la introducción
de la artillería llevó a la inversión en barcos de guerra. Todo ello no
sólo aumentó los costes de la guerra, sino que obligó a que siguieran
siendo altos. Tanto en la guerra como en la paz, los costes militares
ya eran considerables. Cuando Luis XII preguntó a Tribulzio, su
asesor milanés, cómo podía asegurarse del éxito de su invasión de
Italia, recibió la siguiente respuesta: «Generosísimo Rey, hacen falta
tres cosas: dinero, dinero y todavía más dinero» (citado por Ardant,
1975: 164). Con cada siguiente escalada de los costes, los asesores
podrían haber añadido: «... y todavía más dinero».
Todos esos cambios llevaron a que los materiales con gran den­
sidad de capital desempeñaran un papel mayor y, en consecuencia,
a una administración ordenada y centralizada y una contabilidad de
capital, que podía concentrar los recursos de un territorio. Los cam­
bios aumentaron el poder centralizado territorialmente (el Estado),
pero también aumentaron la difusión de las formas de venta de mer­
caderías dentro de ese territorio (es decir, el capitalismo). Muchas
veces se ha comentado la primera aparición de métodos capitalistas
en la marina de Isabel y en el ejército de Wallenstein. El vínculo
entre el capitalismo y el Estado se iba haciendo más estrecho.
Acabo de comprimir un período de la historia militar que abarca
aproximadamente dos siglos, digamos desde la primera compañía de
artillería regular y remunerada formada por Carlos VII de Francia,
en 1444, hasta las muertes de Mauricio de Nassau y de Wallenstein,
en 1625 y 1634, respectivamente. En consecuencia, es necesario des­
tacar que los avances militares no constituyeron una revolución por
su carácter repentino, sino por su efecto prolongado y acumulativo.
A lo largo de todo este período fueron avanzando la tecnología de
las armas de fuego, de la táctica y la estrategia, y las formas de
organización militar y estatal. Hasta su mismo fin no quedó com­
pletada la transformación, quizá simbólicamente a las muertes de
esos dos grandes empresarios de la muerte. Como lo expresó Hint-
ze, «los coroneles dejaron de ser empresarios militares privados y se
convirtieron en servidores del Estado» (1975: 200; cf. McNeill, 1982:
cap. 4).
Pero, ¿qué tipo de Estado era el beneficiado? Los Estados muy
pobres tenían problemas. Y el Estado «feudal» ya estaba acabado:
la entrega contractual gratuita por los vasallos de sus mesnadas per­
sonales durante las campañas ya estaba muy anticuada. Tampoco se
podían reforzar con bandas de mercenarios, ya que ahora eran in­
suficientemente intensivos en capital. En los sistemas de ciudades-
Estado, como Italia, las ciudades pequeñas e intermedias —hasta el
tamaño aproximado de Siena— no podían encontrar dinero suficien­
te para mantener su independencia en las guerras de asedio. Hacían
falta administraciones mayores y más centralizadas. De hecho, la
consecuencia consolidadora y centralizadora del cañón parece mun­
dial: su introducción en Europa, el Japón y diversas partes de Africa
ha intensificado la función central del Estado (Brown, 1948; Kier-
nan, 1957: 74; Stone, 1965: 199 a 223; Morton-Williams, 1969: 95
y 96; Goody, 1971: 47 a 56; Smaldane, 1972; Bean, 1973, y Law,
1976: 112 a 132). Esas eliminaciones aseguraron que Europa avan­
zase hacia un sistema de Estados o, dicho en otros términos, que las
unidades supervivientes estuvieran relativamente centradas y fueran
relativamente territoriales. Las confederaciones feudales más flexi­
bles, las maquinarias itinerantes de guerra y las pequeñas ciudades
y los reyezuelos intersticiales fueron las víctimas de la guerra.
Así, Europa se convirtió también en un sistema m u ltiestatal más
ordenado en el cual los actores eran más iguales, tenían unos inte­
reses más parecidos y una diplomacia más formalmente racional.
Toda Europa repetía ahora la experiencia anterior del sistema mul­
tiestatal italiano más pequeño, y gran parte de la técnica militar y
diplomática inicial se difundió a partir de Italia. Esas técnicas habían
asegurado un prolongado empate político en Italia, conservándola
como sistema multiestatal. La diplomacia defensiva de los Estados
tenían por objetivo impedir que nadie alcanzara la hegemonía.
No era probable que la Revolución Militar modificara ese empate
geopolítico mediante la destrucción de los Estados de primera línea
o más extensos. La infraestructura logística fundamental apenas si
había cambiado. Los ejércitos seguían sin poder marchar más que
como máximo nueve días por terreno europeo (donde abundaba el
agua). Después se detenían, saqueaban las cosechas locales y se sen­
taban a cocer pan durante otros tres días antes de seguir marchando.
A fines del siglo XVII varios generales —Marlborough, Le Tellier,
Louvois— empezaron a prestar mucha atención a la organización de
los suministros, pero todavía seguían sin poder generar más que el
10 por 100 aproximadamente de sus necesidades a partir de sus ba­
ses. Los ejércitos seguían viviendo sobre el terreno. Sin una revolu­
ción en el transporte por tierra, la limitación era la relación de ren­
dimiento de los cultivos que había en la línea de marcha. Como
vimos en el cuadro 12.1, ésta fue mejorando lentamente hasta el
siglo XVIII (cuando dio un salto). Ese puede haber sido el determi­
nante supremo del aumento de los efectivos de los ejércitos. Pero
seguía imponiendo unos techos máximos a los efectivos, la movili­
dad y las pautas de despliegue, de forma que ningún Estado podía
abrumar a otros Estados de primera línea o gran tamaño por sus
efectivos o su velocidad de movimiento 3. Así, el resultado de la
guerra no podía ser la hegemonía, sino únicamente el evitar la de­
rrota total. Europa seguiría siendo un sistema multiestatal, jugando
en tierra lo que equivalía a un juego interminable de suma cero. Los
Estados de primera línea podían ir eliminando a los más débiles,
pero entre ellos existía el empate en la guerra terrestre, aunque el
mar brindaba otras posibilidades. Una contribución importante a
aquel empate era una característica más general de los sistemas mul-
tiestatales: mientras que la potencia principal va encontrando al azar
nuevas técnicas, sus rivales de más éxito reaccionan y las copian de
forma más ordenada y planificada. La ventaja de llegar más tarde no
es un aspecto de los sistemas multiestatales que se iniciara con la
industrialización.
Pero, ¿cual era la estructura interna probable de esos Estados?
Seguía abierta más de una opción. Una curiosidad que funcionó
bastante bien fue la empresa «capitalista» masiva de Wallenstein en
la Guerra de los Treinta Años. Al obtener grandes latifundios arre­
batados a los protestantes de Friedlandia, explotó sus recursos para
reunir e instruir a un ejército. Después, el ejército se desplazó en
torno a Alemania septentrional, atemorizando a las ciudades para
que pagaran tributo, lo cual le permitió aumentar sus fuerzas hasta
140.000 hombres. De no haber sido por su asesinato, ¿quién sabe qué
«Estado» podría haber fundado un general tan eficaz? Aparte de esta

3 Debo los detalles de este párrafo a Creveld, 1977.


excepción, había dos tipos principales de Estado que tenían mejores
posibilidades de convertirse en la punta de lanza del poderío militar.
Ello se debe a que existían dos requisitos principales: la adquisición
de fuentes de riqueza grandes y estables y el desarollo de una gran
administración centralizada de los efectivos militares. Así, un Estado
muy rico podía pagar y administrar unas fuerzas armadas bastante
separadas del resto de sus actividades civiles o de la vida de sus
habitantes. O un Estado que dispusiera de alguna riqueza, pero fuera
más rico en recursos humanos, podía generar grandes fuerzas arma­
das competitivas con un sistema de extracción fiscal y de recursos
humanos que era más central a su administración y a la vida social
en general. En este mismo capítulo veremos más adelante que esas
opciones «fiscal» y «movilizada» se convierten en regímenes «cons­
titucionales» y «absolutistas». Así, ahora estaban en superioridad de
condiciones quienes tenían grandes riquezas o dimensiones demo­
gráficas, si éstas se hallaban razonablemente concentradas y se po­
dían movilizar mediante técnicas administrativas uniformes. En los
siglos siguientes las principales repúblicas italianas (Génova y Vene-
cia), Holanda e Inglaterra se vieron favorecidas por su riqueza, y
Austria y Rusia por sus poblaciones y sus mecanismos estatales re­
lativamente uniformes. España y Francia gozaban de ambas ventajas
y, de hecho, fueron las que más se acercaron a una hegemonía po­
lítica de raigambre militar sobre Europa. Al final, el sistema multies­
tatal las venció.
Los principales monarcas y repúblicas de Europa avanzaron des­
igualmente a la vanguardia e Inglaterra y Austria en la retaguardia.
España sintió pronto el impacto financiero. Ladero Quesada (1970)
demuestra que un aumento del 300 por 100 de los gastos de la mo­
narquía en Castilla en 1481, multiplicado por dos en 1504, fueron
sobre todo resultado de la guerra. A lo largo del período de 1480 a
1492, la conquista de Granada absorbió por lo menos las tres cuartas
partes de los gastos totales. Cuando terminó, no se desmanteló la
maquinaria, sino que se destinó a otras empresas internacionales.
Parker (1970) señala que en el período de 1572 a 1576, más de las
tres cuartas partes del presupuesto español se destinaron a la defensa
y el servicio de la deuda (cf. Davis, 1973: 211). El importante au­
mento en el siglo XVII de los gastos estatales en Europa como un
todo se debió fundamentalmente a la escalada de los costes militares
y a la evolución de sistemas más permanentes de amortización de la
deuda (Parker, 1974: 560 a 582).
Inglaterra iba a la retaguardia porque los costes de su principal
fuerza armada, la marina, no escalaron hasta bien entrado el si­
glo XVII. Hasta que Inglaterra y Holanda no sustituyeron la nave­
gación corsaria por la edificación de los imperios y se enfrentaron
en el mar no despegaron los Estados respectivos. Las tres guerras
navales anglo-holandesas datan este despegue en los decenios de 1650,
1660 y 1670. Desde mediados del decenio de 1660 y durante los
doscientos años siguientes, la marina constituyó la partida mayor de
los gastos estatales de Inglaterra, salvo en unos cuantos años en los
que la superaron las fuerzas terrestres o la amortización de los prés­
tamos de guerra. Bajo Isabel y los dos primeros Estuardos, los gas­
tos militares combinados podían reducirse hasta el 40 por 100 del
total de gastos en los años de paz, pero bajo Carlos II y Jacobo II
nunca cayeron por debajo del 50 por 100, y se vieron aumentados
por el pago mayor de la deuda (Dietz, 1923: 91 a 104; 1928: 158 a
171; Chandaman, 1975: 348 a 366). El estado permanente de guerra
llegó a Inglaterra en dos fases. Aunque lo anunciaron las guarnicio­
nes de los Tudor, la marina de Pepys constituyó su principal impulso.
Esto se vio reforzado por el segundo perturbador tradicional del
Estado: la inflación. El cuadro 14.1 revela que hasta después de 1660
no aumentó el volumen financiero del Estado en términos reales
(probablemente, el salto se produjo durante el período indocumen­
tado de la C om m onw ealtk en el decenio de 1650), debido en gran
parte a los gastos militares y de amortización de la deuda. La infla­
ción de los Tudor tuvo un efecto innovador en el Estado, como
había ocurrido tradicionalmente, con unos efectos intensificados por
su mera amplitud. Los precios se multiplicaron por seis en los cien
años siguientes a 1520, cifra probablemente cercana a la de toda
Europa 4. Entonces no tenía precedente histórico para los Estados
europeos (aunque parece probable que nuestro propio siglo la su­
pere). La riqueza efectiva iba en aumento a lo largo de todo el
período, de forma que se podía soportar la subida de los precios.
Pero la inflación tenía un efecto negativo sobre los ingresos de la
corona, especialmente las rentas de la tierra. Presionados por la in­
flación y por el aumento de los costes corrientes de la guerra, los
gobiernos de Enrique VIII, Eduardo VI y María recurrieron a ma­

4 Las causas de este aumento no están claras. Gran parte de la plata que llegaba
a España del Nuevo Mundo —factor que contribuyó a ello— se contrabandeaba, y
en consecuencia no se pueden seguir sus desplazamientos (Outhwaite, 1969).
niobras irrepetibles: expropiación de la iglesia, envilecimiento de la
moneda, venta de tierras de realengo, empréstitos por doquier. Bajo
Enrique VIII ocurrió una novedad importante y permanente: los
impuestos en tiempo de paz. A partir de 1530 aproximadamente no
cabe suponer que los impuestos tuvieran por causa el estallido de
una guerra (Elton, 1975), aunque los permisos para concesiones de
impuestos seguían estando dedicados casi totalmente a aliviar la in­
flación y atender a los gastos militares.
Es posible que esos años señalen un importante cambio. En 1534
el preámbulo de la autorización parlamentaria para conceder im­
puestos menciona por primera vez los beneficios civiles generales del
gobierno del rey. Esto parece referirse en gran medida a las necesi­
dades de la pacificación en Irlanda y a las fortificaciones y obras
portuarias. Sin embargo, Schofield lo considera «revolucionario»,
porque el lenguaje parlamentario empieza a estar sembrado de refe­
rencias bastante generales a «la grandeza y la beneficencia» del rey
(1963: 24 a 30). ¿Qué ocurría con las «funciones civiles» del Estado
Tudor y Estuardo? ¿Estaban ampliándose? Esto plantea el tema del
tercer innovador, el aumento de la función coordinadora del Estado
hasta el punto en que el Estado nacional se convierte en una unidad
orgánica.
Si observamos meramente las finanzas, no es discernible un
aumento de las funciones civiles en el siglo XVI. Los gastos de la casa
aumentaron en un 500 por 100 entre el reinado de Enrique VII y
los últimos años de Isabel (Dietz, 1932), aproximadamente igual que
la subida de los precios. Ningún otro gasto no militar aumentó tan­
to. Pero con Jacobo I se produjo un cambio. Sus gastos civiles se
elevaron por encima del nivel de Isabel en un momento de deflación
de los precios.
En los últimos cinco años (1598 a 1603) del reinado de Isabel los
gastos anuales medios se situaron en torno a 524.000 libras, de cuyo
total los gastos militares representaban el 75 por 100. Jacobo I hizo
la paz con todas las potencias extranjeras y redujo sus gastos mili­
tares (en gran medida para guarniciones en Irlanda) a un 30 por 100
de su presupuesto. Durante el período de 1603 a 1608 su promedio
de gastos anuales fue de unas 420.000 libras, de modo que los gastos
civiles habían subido en un 25 por 100 (Dietz: 1964: II, 111 a 113;
explicado en Mann, 1980, con la adición de nuevos cálculos). Dietz
(1928) revela tres factores que contribuyeron a este aumento. En
primer lugar, al contrario que Isabel, Jacobo I estaba casado y tenía
hijos y, en consecuencia, los gastos de su casa eran mayores. En
segundo lugar, era pródigo, como afirmaban sus adversarios; ¡el gas­
tar 15.593 libras en la cuna de la reina Ana demostraba prodigali­
dad! Pero esa «prodigalidad» se fundía con un tercer factor de gastos
que estaba empezando a ser inherente en todos los Estados: las re­
compensas a los nobles que desempeñaban cargos. Jacobo compra­
ba la lealtad y el servicio de sus magnates en parte porque se sentía
inseguro como extranjero escocés en el trono. Pero el «sistema del
reparto» se hizo común en toda Europa, incluso bajo reyes presun­
tamente más fuertes que Jacobo. El coste del reparto no era extraor­
dinario, y se quedaba empequeñecido ante los gastos militares. Pero
su significado era mayor que su coste, pues anunciaba una extensión
de las funciones del Estado.

D el Estado coord in a d o a l orgá n ico

Veamos primero el «sistema del reparto» desde la perspectiva de


la nobleza y la pequeña nobleza. Las grandes familias de la época
eran mucho menos grandes que sus predecesoras. Varios historiado­
res han calculado los ingresos de las familias nobles al final de los
Tudor y el comienzo de los Estuardo. Los ingresos del noveno con­
de de Northumberland ascendieron a menos de 7.000 libras al año
en el período de 1598 a 1604 y subieron a unas 13.000 libras en
1615-1633 (Batho, 1957: 439). Sir Robert Spencer, que se decía que
era el hombre más rico del reino, percibía 8.000 libras como máximo
a principios del siglo XVII (Finch, 1956: 38, 63). Los ingresos del
primer conde de Salisbury en el período de 1608 a 1612 fueron de
unas 50.000 libras, aunque los ingresos del segundo conde, que de­
pendía más de sus tierras que de sus cargos, quedaron reducidos a
unos ingresos de unas 15.000 libras en 1621-1641 (Stone, 1973: 59,
143). Sin embargo, todas esas cifras son insignificantes en compara­
ción con las rentas de la corona. No había sido así durante el pe­
ríodo medieval. Ahora los magnates eran grandes com o clase, y no
como puñado de familias concretas con sus casas.
De ello se desprende que la forma conciliar de gobierno medieval
—el rey con su consejo de unos veinte grandes hombres— ya no
era la apropiada como medio de consulta. Resultaba más idóneo una
estructura de cargos centrada en la corte o un sistema de asambleas
representativas: las vías relativamente «absolutista» y «constitucio­
nal» comentadas más adelante en este mismo capítulo. También se
desprende que los grandes hombres no podían intervenir en una
relación personal señor-vasallo. A fin de impresionar a un número
mucho mayor de ellos, el monarca se convirtió en un personaje
público que exhibía su calidad con una pompa y un ceremonial os­
tentosos. Llevado a su extremo, esto se hizo extravagante, como
podemos advertir por esta descripción de Luis XIV:

El rey de Francia era totalmente, sin matices, un personaje «público». Su


madre lo dio a luz en público y, a partir de aquel momento, su existencia,
hasta en sus momentos más triviales, transcurrió delante de ayudantes que
tenían cargos muy honorables. Comía en público, se acostaba en público,
se levantaba, se vestía y se lavaba en público, orinaba y defecaba en público.
No se bañaba mucho en público, pero tampoco en privado. No tengo nin­
guna prueba de que copulara en público, pero se aproximaba bastante, si se
consideran las circunstancias en las que debía deflorar a su augusta novia.
Cuando murió (en público), rápidamente su cadáver se descuartizó torpe­
mente en público, y sus diversos trozos se entregaron ceremoniosamente a
los más destacados de los personajes que lo habían atendido a lo largo de
su existencia mortal. [Poggi, 1978: 68 y 69.]

Más importante que las exhibiciones públicas fue el aumento de


la legislación pública. Ahora era menos fácil transmitir normas de
conducta por la cadena señor-vasallo. Una primera rase común en
el cambio de normas particulares a universales de gobierno en In­
glaterra, Francia y España fue el gobierno basado en los «condados
centrales» mencionado en el capítulo 13. En Inglaterra, el rey Eduar­
do IV (1461-1483), partidario de York, había reclutado a señores
menores —caballeros importantes y pequeños nobles— para su casa.
Gobernaba más directamente esa rica zona nuclear (en otras partes,
el gobierno se ejercía por conducto de los grandes magnates). Para
la época de Enrique VIII, los hombres de esos condados constituían
la mayoría de la Cámara Privada del rey. Un mapa de los condados
que aportaban dos o más Caballeros de su Cámara Privada (Falkus
y Gillingham, 1981: 84) revela un bloque de condados contiguos de
Anglia oriental y el sudeste, mas sólo tres condados de otras partes.
Cabe discernir una última etapa del proceso en la Inglaterra del
siglo XVIII: una «nación-clase» que se extiende por todo el país y
que comprende la pequeña y la gran nobleza, los burgueses y los
«agentes» políticos, todos los cuales habían adquirido o empleado
su riqueza al estilo capitalista. Entre medio hubo una transición com­
pleja, muy afectada por las peculiaridades de las luchas civiles y reli­
giosas. En términos generales, sin embargo, se trató de un proceso
secular de desarrollo de una clase capitalista dentro de una nación.
Los poderosos como clase eran igualmente útiles al Estado. Aun­
que ahora eran menos necesarios sus recursos militares autónomos,
el monarca necesitaba su riqueza. También controlaban la adminis­
tración y la justicia locales en la mayor parte de los condados, con
lo cual tenían acceso a la riqueza de sus vecinos. Sus poderes de
resistencia pasiva contra el Estado y especialmente contra el recau­
dador de impuestos, eran considerables. Ningún monarca podía go­
bernar sin ellos. Se los llevó cada vez más a los cargos centrales del
Estado, tanto militares como civiles. Ahora no era la casa, sino la
corte, el foco de actividad, los ca rgos el foco de las esperanzas. El
número de cargos fue aumentando, aunque de formas diferentes se­
gún los países.
Podemos distinguir dos variables principales. En la primera, los
Estados terrestres atraían a su nobleza más a sus ejércitos que las
potencias navales a sus fuerzas armadas. En los siglos XVII y XVIII,
los altos mandos y todo el cuerpo de oficiales, salvo la artillería,
pasaron a estar dominados por nobles en todos los países, en con­
traste con los oficiales de marina, que eran más de clase media (Vagts,
1959: 41 a 73; Dorn, 1963: 1 a 9). En la segunda, algunos monarcas
que no querían o no podían celebrar consultas acerca de los impues­
tos directos, intensificaron el proceso histórico de vender los cargos
reales, especialmente mediante el arrendamiento de los impuestos.
Francia es el ejemplo más claro, aunque la práctica estaba generali­
zada (Swart, 1949). En todas partes, el favor del monarca, la «pro­
digalidad» de Jacobo I, el «sistema del reparto», aumentaron en ám­
bito y en cantidad, centralizando la solidaridad social histórica del
monarca con la nobleza terrateniente y , en consecuencia, centrali­
zando y politizando también la solidaridad y los conflictos de aquélla.
Las tendencias centralizadoras hacen que las finanzas estatales
constituyan una guía incompleta de las actividades estatales. Ni los
beneficios financieros ni los costes del sitema del reparto eran enor­
mes, pero la función de coordinación del monarca había aumentado
considerablemente. Las consecuencias políticas inauguraron una serie
de conflictos entre los partidos de la «corte» y del «país» que fueron
un importante paso en la evolución de una lucha de clases «simétri­
ca» y «política», que forzó a la nobleza a adoptar una función vin­
culada al Estado y reforzó a los comerciantes.
En Inglaterra, la corte y el parlamento se convirtieron en los dos
escenarios principales de conflicto y de coordinación nacionales. La
corte era la más particularista, al distribuir derechos y deberes en
una red de relaciones entre patronos y clientes. Ello no hizo sino
añadir miembros, una multitud de cortesanos, a las antiguas prácti­
cas conciliares. El parlamento era más nuevo, pero todavía no era
tan poderoso. Su actividad legislativa había aumentado enormemen­
te. En los tres primeros períodos de sesiones del reinado de Isabel
se aprobaron 144 leyes públicas y 107 privadas, y otros 514 proyec­
tos de ley no se aprobaron (Elton, 1979: 260). Obsérvese el número
casi igual de leyes públicas y privadas. Estas últimas se referían a
una localidad, una corporación u otro conjunto de relaciones en
concreto. Es revelador de la decadencia de las grandes casas de ba­
rones y eclesiásticos el hecho de que las disputas privadas que lle­
varan ahora frecuentemente a Westminster. Las normas universales
y las privadas se establecían en un lugar dominante, aunque se seguía
compartiendo con la corte el poder central de coordinación. Todavía
no se trataba de un Estado unitario.
La esfera de la legislación social es un buen ejemplo de esas
tendencias. El Estado inglés, al igual que casi todos los Estados im­
portantes, había aceptado desde hacía mucho tiempo la responsabi­
lidad por el control último de los salarios, los precios y la movilidad
en circunstancias de crisis. Bajo los Tudor y los Estuardo el ámbito
legislativo se amplió. Los cercados establecidos por la fuerza provo­
caron muchos debates parlamentarios, y la triplicación de la pobla­
ción desestabilizó Londres entre 1558 y 1625. En la Ley de Pobres
isabelina se combinaron el temor al desorden público y los senti­
mientos caritativos. Formalmente, el ámbito de las nuevas leyes era
enorme. Con los impuestos locales se pagarían el dinero y los ma­
teriales de trabajo asignados a quienes querían trabajar y el castigo
y la corrección con que se sancionaba a los ociosos. Los jueces de
paz locales administrarían el sistema bajo el control general del Con­
sejo Privado. La Ley de Pobres no era ni siquiera lo más importante
de la legislación, sino un apoyo a una amplia gama de disposiciones
encaminadas a regular los salarios y las condiciones de empleo, con­
trolar la movilidad de los trabajadores y proporcionar comida a los
pobres en épocas de hambruna. Aparentemente, esto representa una
ampliación de las funciones del Estado: ya no era meramente una
máquina de guerra y un tribunal de última instancia, sino un con­
trolador activo de las relaciones de clase.
La realidad era menos revolucionaria. No sabemos exactamente
cómo se imponía el cumplimiento de la Ley de Pobres, pero eso
mismo indica que se imponía de forma desigual y bajo el control
local. Los jueces de paz, naturalmente, pertenecían a la pequeña
nobleza local. Los impuestos percibidos eran pequeños, muy infe­
riores a las cantidades que aportaba la caridad privada para fines
análogos (salvo durante el Interregno aproximadamente desde 1650
hasta 1660). Del 1500 al 1600 diversos particulares legaron como
mínimo 20.000 libras al año para fines caritativos: asilos, socorro
directo, hospitales, refugios y centros de trabajo, etc. (Jordán, 1969:
cap. 5). Esta suma era superior a los gastos de la casa y la corte.
Las aspiraciones de los Tudor lo abarcaban todo: establecer po­
sitivamente el bienestar y la moralidad de sus ciudadanos y aumentar
la industria y el comercio. Pero esas apiraciones no se llevaron a la
práctica. El motivo fue financiero: la inflación, la güera y las nece­
sidades privadas de la casa y la corte dominaban los gastos. «El
Estado no gastaba prácticamente nada en la realización de los fines
sociales contemplados por los publicistas contemporáneos», conclu­
ye Dietz (1932: 125). Todos los monarcas europeos sufrían presiones
parecidas. Por eso es fantasioso el impresionante título del libro de
Dorwat The Prussian W elfare State B efore 1740 [El Estado asisten-
cia l prusiano a ntes d e 1740] (1971), fuera de la esfera de la ideología.
Los datos de Dorwart revelan que, en la práctica, el Estado prusiano
se basaba en los grupos locales de poder tanto como el Estado inglés
(véase por ejemplo su relación con las funciones policiales, págs. 305
a 309).
Sin embargo, el cambio de la ideología del Estado indica la de­
cadencia del poder transnacional de la iglesia. Aunque la legislación
del período estaba llena de exhortaciones caritativas, el Estado no
expresaba tanto un sentimiento de sus propios deberes (según hace
el moderno Estado asistencial en su legislación) como la ideología y
la moral comunes de las clases dominantes, que antes había expre­
sado la iglesia. El aparato administrativo aparece como ayuda que se
brinda a la caridad y el control locales de los pobres, y esa ayuda,
en su mayor parte, no se necesitaba. La legislación social no era un
ejemplo de unos poderes despóticos o mayores del Estado sob re la
sociedad, sino de una mayor organización colectiva, de una mayor
naturalización de los grupos dominantes en la sociedad. Si podían
ponerse de acuerdo en las cuestiones políticas, podrían tener una
cohesión nacional considerable.
En la cultura y la lengua isabelinas es donde más evidente fue el
cambio. Ayudado considerablemente por la circulación de libros im­
presos y los grandes adelantos en la alfabetización (Cressy, 1981),
el idioma inglés se convirtió en el normal y el normalizado por todo
el reino. Esa normalización se ha mantenido. A los angloparlantes
actuales les puede costar algún trabajo comprender la poesía más
complicada, y también algunas formas del habla cotidiana de los
isabelinos —si entendemos que las obras de Shakespeare incorporan
ambas cosas—, pero también existe un estilo literario isabelino acer­
ca de los sentimientos humanos que nos parece directo y transpa­
rente hoy día. Véase, por ejemplo, un verso de Sir Walter Raleigh
que, al ser uno de los cortesanos más eruditos y cultivados de su
época, estaría tan lejos del pueblo como el que más de sus tiempos:
Mas el amor es fuego duradero
Que arde siempre en nuestras mentes.
Que no enferma, no envejece, nunca muere,
Siempre se mantiene entero.
Esto es poesía escrita en inglés v ern á cu lo. El ejemplo más claro
de la estabilidad del inglés como lengua vernácula a lo largo de siglos
data del reinado siguiente: la Biblia del Rey Jacobo, utilizada en
todas las iglesias protestantes inglesas desde 1611 hasta el decenio de
1970. Ambos ejemplos indican una sola conclusión: como unidad
cultural y lingüística, Inglaterra estaba prácticamente completa hacia
1600. Cualesquiera nuevos grupos, clases e incluso países se les su­
marán después, sus formas de hablar y de escribir quedarían absor­
bidas en una comunidad ya existente.
Pero no todos eran miembros activos de esa comunidad. ¿Quie­
nes lo eran? Una vez más podemos estudiar los artefactos culturales,
como el simbolismo del monarca con el Parlamento. Hacia finales
de su reinado, en 1601, Isabel cedió ante una ofensiva parlamentaria
contra su control de los monopolios. Típicamente en ella, pretendió
que no había existido ninguna disputa. En su «discurso de oro» dijo:

Aunque Dios me ha puesto muy alto, esto es lo que considero la gloria de


mi corona, que he reinado con vuestro amor... Nunca me atrajo tanto el
nombre glorioso de rey ni la autoridad real de reina como me satisfizo el
que Dios me haya hecho su instrumento para mantener su verdad y su gloria
y defender su reino contra el peligro, la deshonra, la tiranía y la opresión.
Aunque hayáis tenido y podéis tener a muchos príncipes más poderosos y
más sabios en este sitial, no habéis tenido ni tendréis a ninguno que os ame
más... Y os ruego, señor Contralor, señor Secretario y miembros de mi
consejo, que antes de que los caballeros se vuelvan a sus condados, me los
traigáis a todos para que me besen la mano. [Citado en Elton, 1955: 465.]

Sus protestas eran propaganda, no la verdad. ¡Pero qué signifi­


cativas resultan como propaganda! Los reyes medievales no se iden­
tificaban así con los comunes, ni invocaban a Dios meramente como
símbolo de la unidad nacional (es significativo que Shakespeare, el
gran propagandista de Isabel, trate de convencernos de lo contrario
en sus dramas históricos). Obsérvese también la total unidad de leal­
tades de clase y nacional. «Los caballeros de los condados» (junto
con lores, obispos y comerciantes) son la nación en el Parlamento.
Como colectivo, como clase, extensiva y política, ya no como con­
junto de linajes de familia, controlan la administración, el ejército,
la política, el poder judicial y la iglesia de la nación. En esa época,
según el D iccionario d e O x ford de inglés, la palabra «nación» perdió
su sentido medieval de un grupo unido por antepasados comunes y
se aplicó a la población general del Estado territorial. Naturalmente,
eso no incluía a las masas en ningún sentido activo, pues estaban
excluidas de la nación política. No estaban movilizadas ni organiza­
das; yacían pasivamente en la base de la estructura. Las relaciones
de clase seguían siendo asimétricas, aunque ahora había una clase
que estaba organizada total, universal y políticamente.
El simbolismo fue completándose a medida que uno por uno los
comunes fueron desfilando ante la anciana reina, besándole la mano.
La ideología era universal y orgánica. La interdependencia de la co­
rona y las clases propietarias era ya tan estrecha que pronto la ideo­
logía también podía ser la realidad. Pero para llegar a ese punto
hemos de comentar otros dos aspectos del siglo XVI, el protestan­
tismo y la expansión europea, que vuelven nuestra atención al espa­
cio internacional.

El cism a p rotesta n te y e l fin a l d el p o d er cristiano ex tensivo

En el capítulo 10 aduje que tras el derrumbamiento de Roma el


cristianismo aportó una ecu m en e, una camaradería universal por toda
Europa, dentro de la cual se estabilizaron las relaciones sociales in­
cluso en ausencia de la unidad política. La Europa meridional fue
recuperando gradualmente su nivel anterior de civilización y éste se
transportó a gran parte de Ja Europa septentrional. Como ya hemos
visto, la iglesia no era hostil al desarrollo económico. Pero el creci­
miento económico puso en marcha cuatro fuerzas con las que la
iglesia se sentiría claramente incómoda. Fueron el auge de la ciencia
moderna, de una clase capitalista, de la Europa del noroeste y del
Estado nacional moderno. Las dos primeras surgieron sobre todo
por el desarrollo de la vida urbana, las dos últimas por la geopolítica.
Juntas, las cuatro constituyeron un problema formidable para Roma,
que ésta no pudo resolver sin inducir al cisma. En las ciudades re­
surgieron los hábitos y los modos de pensamiento urbanos clásicos,
especialmente en Italia. La confianza en la actividad y la energía
humanas se ejemplificaron en el movimiento renacentista: el orgullo
por el cuerpo humano, la confianza en que la racionalidad humana
podía explorarlo todo, la esperanza de que el gobierno pudiera re­
girse por una política estatal razonada. Nada de aquello era ajeno al
cristianismo oficial y varios papas participaron en los momentos cla­
ve del movimiento. Pero secularizó la e cu m en e para las clases letra­
das. El humanismo resucitó la erudición clásica, el estudio del grie­
go. Se desplazó por encima de las fronteras sin ayuda de la organi­
zación eclesiástica. Hizo hincapié en una de las alternativas del di­
lema de la religión salvacionista —la racionalidad individual, en lugar
de la autoridad de la iglesia— en una iglesia que tendía, en su tran­
sacción con el poder secular, a hacer hincapié en la otra alternativa.
La iglesia se sentía incómoda con la evolución de la racionalidad
científica. En este caso cometió un error terrible. Su insistencia en
la autoridad había elaborado un conjunto completo de doctrinas cos­
mológicas que eran centrales para su legado imperial de autoridad,
pero escasamente centrales para el dogma cristiano inicial. Por des­
gracia, también se podían refutar. A lo largo de siglos, la autoridad
de la iglesia se vio socavada inconscientemente por hombres como
Galileo (que demostró que la Tierra no ocupaba una posición «je­
rárquica» especial en relación con otros cuerpos celestes), Buffon
(quien demostró que la Tierra tenía mucho más de 4.004 años) y
Darwin (quien demostró que la especie humana era una rama de la
vida animada en general). Los primeros científicos solían verse per­
seguidos, generalmente para gran sorpresa suya. El legado fue de­
sastroso para la iglesia. Sus pretensiones de poseer una cosmología
se vieron destruidas de una forma especialmente dañina por la de­
mostración de que su doctrina era falsa. Para el siglo XVII, incluso
intelectuales leales como Pascal estaban separando la «fe» de la «ra­
zón». La ciencia ya no estaba incorporada en la religión. Para mu­
chos de sus practicantes, la ciencia moderna ha sido activamente
hostil con la religión.
Merece la pena detenerse en la ruptura entre religión y ciencia,
dada su importancia para el movimiento anticlerical de los últimos
siglos. Desde la Ilustración, pasando por Comte y Marx, hasta el
humanismo secular moderno, fluye una corriente de pensamiento
según la cual la religión no ha sido más que un reflejo de la historia
primitiva de la humanidad, un reflejo de la impotencia ante la natu­
raleza. Cuando la ciencia y la tecnología puedan domesticar a la
naturaleza, la religión queda anticuada. Se afirma que ahora nuestros
problemas son sociales y no cosmológicos. Los seguidores de una
religión no pueden negar que la ciencia ha ocupado muchas de las
zonas que tradicionalmente explicaba la religión, y se limitan a re­
plicar que ésas eran zonas triviales (por ejemplo, Greeyl, 1973: 14).
Ya vimos en capítulos anteriores que tienen razón. Desde los inicios
de la civilización, las religiones comentadas en este libro no han
dedicado mucha atención al mundo natural. Sus preocupaciones han
sido abrumadoramente de índole social, no natural: ¿cómo se ha de
establecer una sociedad o una sociedad de creyentes, y cómo se ha
de gobernar? El crecimiento de la ciencia y la tecnología no afectaría
al meollo de ninguna de esas religiones, salvo que las religiones mos­
traran hostilidad a esas fuerzas. Es probable que el aparato de la
ciencia y la tecnología modernas no hubiera afectado al poder de la
religión en un sentido u otro si no hubieran aparecido entre ambos
sectores conflictos ideológicos con una base social.
Y surgieron dos de esos conflictos. El primero fue el conflicto
entre la autoridad y la razón. Grandes cantidades de personas esta­
ban modificando la naturaleza en toda Europa, de formas que histó­
ricamente carecían de precedentes, y muchas especulaban sobre el
significado científico general de esa tecnología. Para la iglesia era
suicida reivindicar su autoridad sobre los conocimientos que se iban
obteniendo así. No podía imponer su reivindicación sobre unos des­
cubrimientos tan difusos. Pero el segundo conflicto fue el más im­
portante, porque afectaba por igual a todas las versiones del cristia­
nismo. Este no podía incorporar fácilmente dos formas emergentes
de conciencia, las ideologías de clase y las nacionales, de forma que
éstas se convirtieron en ideologías seculares y competitivas. Esa es
la historia clave que narraré en esta sección.
El segundo problema de la iglesia era el que la enfrentaba a los
comerciantes y los capitalistas emergentes. Esto plantea la peliaguda
cuestión de la tesis de la «Etica protestante»: el argumento de Weber
de que existía una afinidad mutuamente fortalecedora entre la «Etica
protestante» y el «espíritu del capitalismo». Aquí no puedo ocupar­
me sino brevemente de esa tesis. Algunos de los argumentos de
Weber parecen generalmente aceptados. En primer lugar, existía una
tensión entre la autoridad centralizada de la Iglesia Católica y la
adopción descentralizada de decisiones que exigían en un sistema de
mercado quienes poseían los medios de producción y de cambio. En
segundo lugar, existía una tensión entre un orden fijo de condiciones
sociales legitimado por la iglesia y las necesidades de la producción
de mercaderías, en la cual no se confiere una condición fija y auto­
ritaria a nada aparte de la posesión de propiedades. En particular, el
trabajo no tiene un valor intrínseco bajo el capitalismo. Es un medio
para un fin, y es intercambiable por otros factores de producción.
En tercer lugar, existía una tensión entre el deber social de los cris­
tianos ricos de ser «lujosos» (es decir, de mantener una gran casa,
proporcionar mucho empleo y dar a los pobres) y la necesidad del
capitalista de reivindicar derechos de propiedad privada sobre el ex­
cedente a fin de establecer un alto nivel de inversiones.
Esas tensiones significan que los empresarios que aspiraban a
encontrar un significado último en sus actividades verían que la igle­
sia oficial no les ayudaba mucho. Muchos se sentirían más atraídos
por una doctrina «primitiva» de salvación individual, no mediada
por una jerarquía de sacerdotes o de estamentos sociales, en la cual
el trabajo y el asceticismo fueran virtudes morales. Los empresarios,
los artesanos y los «protoindustriales» organizados a gran escala te­
rritorial, con actividades que llegaban hasta las zonas agrícolas, de
forma que enlazaban con los agricultores ricos, no encontrarían muy
apropiado el sistema católico de significados, ni la lengua latina en
la que se expresaba. Muchos de ellos ya sabían leer y escribir en sus
propias lenguas vernáculas y, por consiguiente, podían estudiar por
sí mismos los textos religiosos. Los escritos de Erasmo, Lutero, Cal-
vino y otros exploradores de la religión los ayudarían a avanzar
hacia un sistema de significado más apropiado, lo cual a su vez
aumentaría su solidaridad normativa. El resultado fue el descrito por
Weber: un aumento de la «solidaridad de clase» religiosa de los
burgueses y los empresarios, cuyas convicciones les daban mejores
posibilidades de cambiar el mundo (véase la brillante interpretación
de Poggi, 1984).
Esa clase podía buscar un nuevo m odus v iv en d i con la iglesia o
romper en búsqueda de una forma más individual de salvación. Am­
bas opciones eran posibles. El cristianismo es una religión salvacio-
nista; su estructura jerárquica medieval fue una escrecencia oportu­
nista; sus abusos y escándalos iban por ciclos y se corregían perió­
dicamente; sus elementos radicales habían aspirado siempre a una
iglesia primitiva más sencilla y más ascética como el modelo real de
la comunidad cristiana. Lutero y otros rebeldes se alzaron contra la
simonía, el hepotismo, la venta de indulgencias y la interpretación
sacerdotal de la Eucaristía, igual que habían hecho muchos antes que
ellos. A fin de explicar por qué en unos sitios, y no en otros, hubo
gente que rompió con la iglesia y fundó el protestantismo, hemos
de tener en cuenta organizaciones de poder que Weber pasa por alto.
Esto me lleva a los problemas tercero y cuarto de la iglesia.
La tercera amenaza era el producto geopolítico del desarrollo
económico. Cuando la Europa del norte y del extremo occidental
ingresaron en la ecu m en e, el desarrollo desigual comentado en el
capítulo 12 afectó al equilibrio regional del poder. El norte y el
oeste se hicieron más poderosos. Tras la revolución de la navegación
ocurrida en el siglo XV, esto se convirtió en un cambio importante,
que daba una clara ventaja a las zonas adyacentes al Atlántico y el
Báltico. Pero el centro de organización de la iglesia estaba en Roma,
y su lugar tradicional de actividad era el Mediterráneo. La logística
y la geopolítica significaban que tenía poca capacidad para controlar
los centros emergentes de poder de Suecia, el norte de Alemania,
Holanda e Inglaterra. Sus tradiciones diplomáticas guardaban rela­
ción sobre todo con el equilibrio de las pretensiones de los poderes
seculares dentro de su zona: los Estados italianos, España, Francia,
el sur de Alemania y Austria. La iglesia estaba amenazada geopolí-
ticamente. Eso fue lo que estableció la curva geográfica distintiva de
la divisoria católico-protestante que hace añicos las explicaciones sim­
plistas de inspiración weberiana (o marxista) de la aparición del ca­
pitalismo en términos del protestantismo (o viceversa). La Europa
septentrional y occidental (y parte de la nordoriental) gravitaron
hacia el protestantismo, independientemente de la penetración por
el capitalismo. El repentino aumento del poder político y económico
que obtuvieron esas regiones produjo una crisis de significado a la
que tenían que tratar de dar un sentido los ideólogos.
La divisoria regional se vio reforzada por el cuarto problema, el
auge del Estado nacional. Este surgió desde fuera de la iglesia y no
estuvo causado por ningún acto de ésta. Afectó al desarrollo tanto
del poder militar como de la nación-clase. A la larga, eso favoreció
al Estado relativamente territorial y relativamente centralizado y
coordinado. La movilización nacional encabezada por el Estado de­
bilitó la ecu m en e transnacional eclesiástica. Ahora los gobernantes
disponían de la capacidad militar y el apoyo nacional para resistir el
papado y a sus aliados territoriales más firmes, si lo deseaban. Los
principales gobernantes del norte y del oeste lo deseaban. Sus deseos
y su poder cada vez mayor reaccionaron después contra algunos de
sus adversarios subregionales tradicionales, que así se convirtieron
en defensores más decididos de Roma. Eso explica la mayor parte
de las excepciones regionales, en particular el catolicismo de Irlanda
y Polonia 5.
Esos cuatro problemas se fueron combinando de forma compleja
durante los siglos XVI y XVII. El combinarlos es la única forma que
tenemos de explicar la aparición del protestantismo. Los cristianos
de toda Europa tenían conciencia de los fallos intelectuales y morales
de la iglesia, así como de la necesidad de una reforma. Entre los
grupos empresariales del comercio, la industria y la tierra, surgió una
necesidad especial de un sistema más pertinente de significados ex­
presado en la lengua vernácula. Cuanto más lejos se estaba de Roma,
más agudamente se advertía esa necesidad. Toda innovación doctri­
nal que devaluara la autoridad de Roma tendría también un sentido
especial para las élites políticas gobernantes. Lo que siguió fue una
interrelación rápida entre las cuatro fuentes de poder, que desembo­
có en el final de la ecu m en e cristiana unida.
En 1517, Lutero apenas sí había clavado sus tesis en la puerta de
la iglesia de Wittenberg cuando se vio «protegido» por Federico el
Sabio, elector de Sajonia, principal adversario nortealemán del em­
perador de Austria, contra la convocatoria de la Curia Romana y el
posible castigo por ésta. Ello impidió inmediatemente una transac­
ción puramente religiosa. Desde el principio fue una disputa tan
política como teológica. Su protesta se difundió rápidamente entre
los príncipes y las ciudades del norte y el centro de Alemania. A tra­
vés de redes de mercados y de reclutamiento militar penetró en el
campesinado, ya convencido de su capacidad militar gracias al ser­
vicio como lansquenetes (piqueros) en ejércitos alemanes y extran­

5 Q uizá explique también que el sur de Francia fuera hugonote.


jeros, ¡curioso resultado final de la falange de piqueros! Alentados
por su malentendido del título del ensayo de Lutero «La libertad de
un Hombre Cristiano», se levantaron en una revuelta en la Gran
Guerra Campesina de 1524-1525. Lutero los corrigió con su panfleto
«Contra las Hordas Asesinas y Ladronas de Campesinos», con lo
cual saldó sus deudas políticas. Los príncipes alemanes, decía, tenían
un derecho divino a gobernar y organizar la fe emergente como
«obispos provisionales». Treinta años de disputas y de combates
armados presenciaron la represión de los protestantes radicales (como
los anabaptistas, que rechazaban todo género de autoridad política
o eclesiástica). En 1555, la Paz de Augsburgo consagró el principio
de Cuius regio, eius religio, es decir, que los súbditos habían de
seguir la religión de sus príncipes (aunque se concedió la tolerancia
religiosa a las ciudades imperiales). Para 1550, la revuelta en los
Países Bajos contra la España católica y el oportunismo de los go­
bernantes de Inglaterra y Escandinavia habían producido la curva
geopolítica-religiosa. Las potencias capitalistas emergentes de Ho­
landa e Inglaterra fomentaron un grado mayor de alfabetización y
permitieron una mayor libertad de observancia religiosa, aunque no
una tolerancia real. Tras unas guerras político-religiosas terribles,
todas esas potencias protestantes, más la Francia católica que se re­
sistía a la hegemonía española, forzaron a las potencias meridionales
y católicas a reconocer la divisoria política, económica y religiosa en
la Paz de Westfalia de 1648. Se confirmó el principio de Cuius regio,
eius religio, que todavía persiste. El mapa religioso de Europa esta­
blecido en 1648 permanece hasta hoy prácticamente sin modificar.
No ha surgido ninguna fuerza dinámica del cristianismo que lo al­
tere: ése es el indicio más claro de la ulterior de cadencia del cris­
tianismo y del auge de una sociedad secular.
Las guerras religiosas habían parecido amenazar la unidad de
Europa, edificada inicialmente sobre la base de la Cristiandad. La
solución dividió a Europa en una parte católica y otra protestante,
división que ha tenido ulteriormente muchas ramificaciones. A corto
plazo, aceleró el ritmo del cambio en Europa septentrional y occi­
dental, y lo aplazó en otras partes. Por escoger un ejemplo, los
Estados protestantes tradujeron la Biblia a sus lenguas vernáculas y
algunos (especialmente Suecia) fomentaron la alfabetización basada
en la lectura de la Biblia. Los Estados católicos no lo hicieron. Así,
las identidades nacionales protestantes se desarrollaron a más velo­
cidad que las católicas.
Pero en Europa mantuvo una identidad ideológica cada vez más
secular. En esto parece crucial el papel de Francia. Francia era el
principal país que tenía un frente en ambas direcciones: la geopolí­
tica y la geoeconómica; con pretensiones tanto en el Mediterráneo
como en el Atlántico, con suelos ligeros y densos, con un comercio
exterior y tierras aristocráticas. Su oportunismo en la Guerra de los
Treinta Años —se puso del lado de los protestantes al mismo tiempo
que reprimía a sus propios protestantes— demostró que la unidad
europea podía mantenerse diplomáticamente dentro de una civiliza­
ción multiestatal ordenada al mismo tiempo que se desintegraba el
vínculo religioso. Aunque se desarrollaron las lenguas nacionales,
éstas eran traducibles por muchos hombres y mujeres educados de
las clases gobernantes. Durante más o menos los dos siglos siguien­
tes, Francia desempeñó un papel crucial de intermediaria ideológica,
especialmente entre las noblezas, entre las que eran potencialmente
dos Europas. Su idioma tendió a convertirse en el de la nobleza y
la diplomacia, con lo cual aportó un sentido no religioso de comu­
nidad normativa a los gobernantes de toda Europa.
Dentro de ese marco, en varios de los países protestantes y, en
menor medida, en algunos de los católicos, la religión se convirtió
en una parte esencial de la unidad orgánica del Estado nacional. Así
ocurrió especialmente en Inglaterra, con su iglesia protestante nacio­
nal encabezada por su monarca. Pero la solución isabelina, como ha
observado Hanson (1970), incorporaba una contradicción. La con­
ciencia orgánica civil que trataba de fomentar mezclaba dos teorías
políticas tradicionales distintas. La primera concebía el gobierno
como una autoridad que descendía de las alturas, desde el rey sólo
o desde el privilegio y la condición social en general. La segunda
entendía que el gobierno incorporaba la libertad que ascendía desde
el pueblo. Habían sido los dos pilares gemelos y las dos contradic­
ciones tradicionales de la Cristiandad, la ideología de clase y la ideo­
logía transcendental, ahora totamente nacionalizadas. Toda afirma­
ción de que era posibe una conciliación se enfrentaría con desafíos
tanto desde arriba como desde abajo.
Desde arriba, la afirmación orgánica isabelina se vio puesta en
tela de juicio por Carlos I y Jacobo II, que fueron a trompicones
hacia la liquidación de la unidad orgánica del monarca con el Par­
lamento. Hicieron hincapié en la corte a expensas del Parlamento y
trataron de «vivir de lo suyo» mientras iban creando un ejército
permanente. Como no podían invertir todas las tendencias fiscales
y legislativas que he descrito, era inviable un regreso a la práctica
medieval del gobierno coordinado. Esta vía cortesana llevaba hacia
el absolutismo, como adivirtieron sus adversarios. Desde abajo lle­
gaban murmullos de las clases excluidas, especialmente en el Nuevo
Ejército Modelo de la Guerra Civil.
Ambos desafíos guardaban relación con las creencias religiosas
—el despotismo con el catolicismo y el alto anglicanismo, el popu­
lismo con los disidentes—, porque la iglesia protestante anglicana
era una parte esencial de la identidad orgánica a la que desafiaban.
Las facciones católica y calvinista de la oposición tenían orientacio­
nes más transnacionales; por eso su derrota aumentó el nacionalismo
de la nueva comunidad.
Las soluciones de 1660 y 1688 confirmaron más o menos lo que
había dicho Isabel: el monarca gobernaría con el consentimiento del
pueblo en el Parlamento, con su unidad orgánica cimentada por el
protestantismo. Por eso, la Guerra Civil inglesa no figura en mi na­
rrativa como una revolución, ni tampoco los acontecimientos de 1688.
No fueron cambios sociales masivos, sino golpes monárquicos falli­
dos. Es cierto que pusieron en movimiento movimientos sociales
potencialmente mayores, pero éstos se vieron reprimidos. En las
soluciones se dieron definiciones claras y restringidas a ambos tér­
minos principales: «el pueblo» y el «protestantismo».
El Lord Canciller definió el pueblo ante el Parlamento en 1661:
Es el privilegio... la prerrogativa del pueblo común de Inglaterra estar re­
presentado por las personas más grandes y eruditas y ricas y sabias que se
pueden elegir en la nación, y la confusión de los Comunes de Inglaterra...
con la gente del común de Inglaterra fue el primer ingrediente de esa maldita
poción... una Comunidad. [Citado en HiJJ: 1980: 12.]

El derecho de voto se vio limitado: en 1740 la proporción de la


población que eligió a los Comunes fue más pequeña que en 1640.
El criterio de propiedad para formar parte de un jurado era incluso
diez veces más elevado que para votar. Ahora el pueblo eran los
propietarios, quizá una proporción levemente mayor que el 3 por 100
a la que Gregory King atribuía en el decenio de 1690 unos ingresos
de 100 libras al año. Ahora se reunían en un solo edificio (aunque
en dos Cámaras) en Westminster. El poder de la corte había entrado
en decadencia. La nación era una clase, y sus energías se podían
movilizar.
También el protestantismo estaba claramente definido. Los altos
anglicanos, generalmente las familias de medios, se educaban en una
iglesia mucho más amplia doctrinalmente. A los disidentes se los
toleraba fuera de la iglesia en las ciudades (aunque no en los con­
dados), pero estaban excluidos de los cargos públicos. Para la época
de Jorge I, la única religión que importaba en la política inglesa era
la católica y lo único que importaba de ella era que no penetrase en
el país. A lo largo de gran parte del siglo XVIII, una clase gobernan­
te de nobleza, pequeña nobleza y burgueses, secular, alfabetizada,
racional, confiada e integrada, era la nación de Gran Bretaña 6. Era
la única clase extensiva, organizada y politizada de la nación. La
lucha de clases no era «simétrica», aunque los actos capitalistas de
esa clase (que trataba a todos los recursos económicos como merca­
derías, vallaba sus tierras y expropiaba los derechos de los campesi­
nos) iban también homogeneizando gradualmente a los subordina­
dos. En el decenio de 1760 se produjeron los primeros desafíos con­
siderables desde abajo (reservados para el volumen II).
Pronto se reveló la debilidad tanto del protestantismo como del
catolicismo en relación con el Estado nacional. El calvinismo trans­
nacional sufrió como consecuencia de la no intervención apreciable
de Inglaterra en la Guerra de los Treinta Años. Todos los transna­
cionalismos sufrieron una paliza cuando la Francia católica reprimió
a su propia minoría protestante de los hugonotes y después intervino
en la guerra del lado de los protestantes. El «capitalismo nacional»
estaba empezando a reinar soberanamente en el Atlántico a partir
del 1652, cuando las dos principales potencias protestantes, Inglate­
rra y Holanda, iniciaron su batalla naval de cuarenta años por la
hegemonía comercial internacional.
El protestantismo estaba más subordinado al Estado nacional que
el catolicismo. Sus formas de organización, que todavía no existían,
estaban generalmente determinadas por el Estado, como en Inglate­
rra, Escocia y toda Escandinavia y en el Báltico. En los Países Bajos
y en Francia la organización protestante adoptó formas diferentes
(debido a la participación en guerras civiles), pero también estaba
subordinada a los señores y los burgueses poderosos. Los calvinistas
suizos y los puritanos ingleses dejaron huellas importantes tanto en

6 En estos capítulos, por razones de espacio, he evitado una gran complicación


nacional, la incorporación de Gales, Irlanda y Escocia al Estado británico inglés. La
defensa de mi imperialismo inglés es que refleja lo que ocurrió en la realidad.
la organización eclesiástica como en la sociedad en general, espe­
cialmente los puritanos, que reforzaron las tendencias hacia la mo­
narquía constitucional en Inglaterra y establecieron colonias repu­
blicanas en el Nuevo Mundo. En otras partes de este último, la
expansión del cristianismo se realizó en formas determinadas por la
religión oficial del Estado de procedencia de los colonizadores.
Cabe percibir el pleno efecto de la geopolítica en la religión en
la obra de Martin A G eneral T heory o f Secularization (1978: esp. 15
a 27). Señala que las principales formas de secularización en el cris­
tianismo se pueden predecir sobre la base de tres variables (las dos
últimas de las cuales son geopolíticas): 1) las diferencias entre el
protestantismo y el catolicismo; 2) si cada uno de los tipos de iglesia
se halla en situación monopolística, duopolística o pluralista en el
Estado nacional, y 3) si las revoluciones políticas tienen su origen
en el marco del Estado nacional o fuera de él. Las variables 2) y 3)
demuestran la importancia de la organización del Estado nacional.
Al igual que muchos sociólogos, Martin acepta implícitamente la
primacía del Estado nacional al denominarlo en todo momento «so­
ciedad»; es decir, supone que es la unidad básica de análisis. El
protestantismo no era una fuerza transcendental creadora de socie­
dades. Al contrario que el cristianismo inicial, tendía a reforzar las
fronteras y la moral de las redes existentes de poder político, y sus
poderes penetrantes intensivos contribuían a la transformación en
«sociedades» más plenas. Ese es el vínculo común, por ejemplo, en
la relación de Fulbrook (1983) de los giros de las relaciones Iglesia-
Estado en tres países: el protestantismo podía hacerse revolucionario
(Inglaterra), reforzar el absolutismo (Prusia) o hacerse quietista
(Württemberg), pero en todas partes lo que reestructuró fueron «so­
ciedades» dadas, definidas por los Estados.
La fuerza del protestantismo se hallaba en otra parte, en la in­
tensidad de la fe personal, en la experiencia de la comunión directa
con Dios, en el vigor de sus visiones apocalípticas y en el conven­
cimiento en la salvación personal. Al igual que todas las religiones
salvacionistas, vinculaba esto con los ritos del nacimiento, el matri­
monio y la muerte, y con la rutina de la vida local. Sus derivaciones
sectarias crearon unas comunidades religiosas pequeñas, muy com­
prometidas y de gran intensidad doctrinal. Así, su penetración en la
vida cotidiana y en la vida intelectual esotérica era a veces tan fuerte
como en la tradición cristiana en su conjunto. Pero carecía tanto de
una organización social secundaria como de una teoría completa del
orden social. Como cosmología, era menos completo que el cristia­
nismo inicial. Es probable que donde más impacto tuviera fuese en
el desarrollo de la ciencia superior, el último gran logro de la in­
quietud racional del cristianismo (no subrayo esta fuente de dina­
mismo, porque no advierto una continuidad subsiguiente entre la
ciencia superior y la innovación tecnológica hasta después de que la
Revolución Industrial estuviera bien avanzada).
Al catolicismo le fue algo mejor. Su mayor preocupación por el
orden social, por la jerarquía, por el deber social, lo llevaron a in­
tervenir constantemente en los procesos del poder secular, mediante
las órdenes de enseñanza, las cofradías de hombres de negocios, los
sindicatos católicos y los partidos políticos. Todavía persisten hoy
y, en general, tienen más poder que sus equivalentes protestantes.
Pero ni el protestantismo ni la Iglesia Católica pueden eludir el
secularismo fundamental de la civilización europea moderna. La Eu­
ropa moderna se ha visto integrada por cuatro instituciones seculares
e interrelacionadas: (1) el modo capitalista de producción, que pron­
to adoptó la forma del (2) industrialismo, y ambos han estado
regulados normativamente y canalizados geográficamente por (3) un
Estado nacional dentro de (4) una civilización multiestatal, geopolí­
tica y diplomática. Las cuatro instituciones han generado sus propias
ideologías, y juntas han debilitado mucho al cristianismo. Así, el pa­
pel fundamental de «tendido de vías» del cristianismo se ha quedado
anticuado por culpa de su propio éxito. Una vez establecida su ecu ­
m en e otras fuerzas ocupan el primer plano, tanto en la penetración
más intensiva de la ecu m en e como en la penetración extensiva de
gran parte del resto del Globo. Su propia ecu m en e se derrumbó en
medio de terribles guerras religiosas, en las cuales cada credo negó
la humanidad básica de los demás. Cuando los Estados y las iglesias
alcanzaron su m odu s v iv en d i, la diplomacia estatal se convirtió en
el principal instrumento de paz. La ecu m en e quedó secularizada. Los
principales actores laicos en su seno —príncipes, nobles, comercian­
tes, banqueros, protoindustriales, artistas, científicos, intelectuales—
tenían dobles identidades: tanto una nacionalidad como una identi­
dad transnacional europea. Intercambiaban mercaderías, ideas, hijos
en matrimonio, etc., no de modo totalmente «libre», sino en formas
limitadas únicamente por unos conductos internacionales de comu­
nicación bien regulados.
Obsérvese que atribuyo un significado especial al proceso de se­
cularización: el poder ex ten sivo de la religión fue decayendo al per­
der gran parte de su capacidad de organización social frente a fuentes
seculares de poder y de una cultura europea predominantemente
secular. Eso no hace que el cristianismo quede anticuado en general.
El cristianismo ha mantenido un cuasi monopolio de problemas de
significado que emanan de experiencias humanas clave: el nacimien­
to, el deseo sexual, la reproducción y la muerte. Y el cristianismo
logra proporcionar un marco de organización y de ritual que vincula
esas experiencias en un ciclo familiar significativo; en sus zonas de
más éxito, como Irlanda y los Estados Unidos, integra además a la
familia en la vida comunitaria local e incluso desempeña un papel
normativo más amplio en el Estado. En esas funciones, está pros­
perando. Las notas necrológicas que solían publicar los sociólogos
acerca de su presunto asesinato por la sociedad secular se han visto
retractadas. Ahora los sociólogos destacan cómo se mantiene su vi­
talidad, se estabiliza el número de sus miembros y en algunos países
(sobre todo en los Estados Unidos) incluso aumenta éste.
En esta esfera de significado, ética y ritual no tiene ningún rival
serio. Ni el capitalismo, ni el nacionalismo, ni fuerzas más tardías
como el socialismo, tiene medios eficaces de vincular la familia, su
ciclo vital y la muerte con las fuerzas macrosociales que representan.
Pero del siglo XVI al XVIII, el cristianismo perdió gran parte de su
fuerza sobre la organización extensiva del poder, quebrantada por
un desarrollo mutuamente reforzado de poder económico, militar y
político. En consecuencia, apenas si volverá a figurar en mi narración.

Expansión in ter-n acion al


La tendencia hacia la unidad orgánica de la clase-como-nación se
vio reforzada por el cambio más impresionante ocurrido en los si­
glos XVI y XVII: la ruptura de las fronteras europeas 7. Sin embargo,
en algunos sentidos, la expansión europea no hizo sino continuar
tendencias anteriores. Geopolíticamente, reforzó el desplazamiento
del poder hacia el oeste. La revolución portuguesa en la navegación
coincidió accidentalmente con la definitiva conquista islámica de
Constantinopla. El Mediterráneo se convirtió en un lago, no una
ruta mercantil, y se dieron a las potencias atlánticas enormes opor­

7 El comentario de la expansión europea se basa sobre todo en Henscher 1955:


326 a 455; Cipolla 1965; Lañe 1966; Davis 1973; Parry 1973; Wallerstein, 1974, y
Lang, 1975.
tunidades de expansión. Pudieron explotarlas porque para la época
de la revolución en la navegación los Estados más poderosos de
Europa occidental ya eran los que concedían licencias en régimen de
monopolio de comercio internacional, al asignar derechos a grupos
de comerciantes (generalmente sus propios súbditos) a cambio de
una renta. De ahí que la expansión del comercio internacional no
redujera forzosamente el predominio económico de los Estados na­
cionales.
Vuelvo a las estadísticas comerciales. En esta época, probable­
mente el comercio exterior estaba aumentando a un ritmo más rá­
pido que la renta nacional total, y es posible que eso constituyera
una inversión de las tendencias de los últimos siglos. Todavía no
disponemos de cifras exactas sobre la relación comercio: renta na­
cional como las que cito respecto de períodos ulteriores. Sin embar­
go, Gould (1972 : 221) estima un crecimiento real del 500 por 100
(es decir, descontando la inflación) del comercio exterior entre 1550
y 1700, lo cual es probablemente el doble, como mínimo, del creci­
miento de la renta nacional en su conjunto. No se trataba de una
economía auténticamente internacional, pues el incremento del co­
mercio se produjo a partir de una base muy reducida 8, y el Estado
nacional ayudaba a organizado. En el siglo XVI varios Estados em­
pezaron a acopiar material estadístico sobre sus regímenes totales de
comercio, lo cual es prueba suficiente de la intervención del Estado.
En Inglaterra, el reinado de Isabel brinda las primeras estadísticas.
En 1559-1561 la lana y los paños mantenían su predominio en las
exportaciones, aunque los paños predominaban sobre la lana, lo cual
indica la existencia de una industria textil nacional considerable. Los
paños constituían el 78 por 100 de las exportaciones, y la lana y los
paños juntos, más del 90 por 100. Dos terceras partes del tráfico se
concentraban en Amberes, y casi todo el resto en los puertos de
Francia y de la Península Ibérica. Para 1601-1602 las cosas habían
cambiado poco, salvo que Amsterdam y los puertos alemanes habían
sustituido a Amberes (debido a las perturbaciones causadas por la
revuelta de los Países Bajos). Pero una novedad importante era la
sustitución gradual de los barcos extranjeros por ingleses en el co­
8 Es posible que el comercio total (importaciones más exportaciones, en una épo­
ca en que las reexportaciones eran insignificantes) durante los primeros años del
reinado de Felipe VII ascendiera a unas 500.000 libras esterlinas, es decir, aproxima­
damente de tres a cuatro veces la dimensión financiera del Estado, y probablemente
a menos del 5 por 100 de la renta nacional (que era casi totalmente nacional).
mercio de ultramar, que acabó por quedar consagrada por las leyes
de navegación de los decenios de 1650 y 1660. Los barcos tenían
una nacionalidad (véase Stone, 1949).
Así, era escasa la integración del comercio internacional con la
masa del pueblo como un todo: un secto r intervenía en las exporta­
ciones y una clase en la importación de bienes suntuarios. No se
trataba de una economía nacional integrada como un todo en otra
internacional. Aunque el comercio inglés difería de otros países, era
frecuente una pauta de un producto esencial (paño, cereales o quizá
madera) más una gama de artículos suntuarios. La importancia del
comercio para la actividad económica como un todo era algo mayor
en los Países Bajos, pero el comercio francés era inferior al inglés:
una cuarta parte p e r cápita habida cuenta de la población (estima
Brulez, 1970).
El comercio también dependía de la regulación estatal. La expan­
sión a otros continentes intensificaba la limitación estatal del desa­
rrollo capitalista. Ahí no existía ninguna regulación previa de las
relaciones internacionales entre las potencias europeas, ni entre éstas
y otras potencias. Los elementos transnacionales de la economía me­
dieval inicial habían dependido de la regulación normativa cristiana.
A medida que la economía se iba haciendo más extensiva, dependía
más de la alianza con el Estado. La expansión fuera de Europa im­
pulsó un acercamiento todavía mayor entre el comercio y la guerra,
los comerciantes y el brazo militar del Estado.
Puede advertirse esto en las políticas económicas y la filosofía
del mercantilismo. Las políticas mercantilistas tenían dos impulsos:
internamente eliminar los privilegios y las costumbres feudales lo­
cales, ayudar en los cercados y regular las condiciones del trabajo
asalariado; y externamente establecer impuestos y licencias al comer­
cio exterior, impedir la salida de metales preciosos al extranjero y
mantener así un excedente de exportaciones. Esas políticas empeza­
ron a aplicarse en el siglo X V, es decir, antes de la expansión euro­
pea, aunque no dominaron la política estatal hasta mediados del
siglo XVIII. Después, su predominio duró algo menos de cien años.
Esas políticas estaban sustentadas por una filosofía mercantilista
cuya tesis central era que la riqueza del mundo constituía una suma
finita, y por tanto su distribución constituía un juego de suma cero.
La prosperidad fluía de una distribución ordenada de los recursos
internos (es decir, nacionales) y de la protección externa contra las
potencias extranjeras. El país A sólo podía enriquecerse a expensas
del país B una vez alcanzado el orden interno. La influencia exacta
de esta filosofía es una cuestión polémica 9, pero el auge de unas
políticas que consagraban una vinculación estrecha entre «poder y
abundancia» (por utilizar la frase contemporánea) era evidente.
El mercantilismo reforzó dos tendencias que hemos advertido
desde el siglo X III: la naturalización de la actividad económica y la
coordinación militarista del Estado y la economía. También era ra­
cional, dadas las circunstancias de la época. La idea de que la riqueza
era a fin de cuentas finita era plausible hasta fines del siglo XVIII.
Estaba reforzada por la clara relación existente entre la riqueza de
un país y la capacidad de su Estado para ganar guerras. La conquista
de mercados externos, dictada por las necesidades de las primeras
manufacturas, se logró en gran medida a expensas de los vecinos.
Los holandeses se enriquecieron a expensas de España y de Francia;
inflingiendo graves pérdidas a la industria y el comercio franceses a
fines del siglo XVI. Los ingleses se enriquecieron a expensas de Es­
paña y de Francia; los franceses a expensas de España. Cuando Es­
paña reforzó el proteccionismo en el decenio de 1620, ello perjudicó
inmediatamente a los comerciantes y los manufactureros franceses.
Estos respondieron con proteccionismo (Lublinskaya, 1968) 10. En
teoría, el proteccionismo podía terminar si una potencia pasaba a ser
hegemónica y dictaba condiciones de «libre cambio» (como virtual­
mente hizo Inglaterra a principoios del siglo X IX ), pero hasta en­
tonces el equilibrio del poder impedía la hegemonía. La alternativa
era que cada país obtuviera sus mercados dentro de una esfera de­
marcada de influencia colonial no europea. Ello desviaba la deriva
belicosa de la historia de Europa, pero no le podía poner fin. Las
guerras coloniales breves e intensas eran racionales: el vencedor ad­
quiría la zona colonial en disputa, al vencido se podía aplacar me­
diante la concesión de zonas coloniales menos deseables. Todavía
quedaba mucho botín para repartir.

9 Compárese Hechsher, 1955, con los ensayos en Colem an, 1969.


10 Lublinskaya exagera su argumento. Aduce que la desigualdad de la «crisis del
siglo XVII» se puede explicar totalmente con ese razonamiento. Pero hubo otros fac­
tores; por ejemplo, es probable que la regulación estatal interna con fines puramente
fiscales fuera tan lejos en Francia y en España que sofocara el crecimiento económico
(véase North y Thomas, 1973: 120 a 131). Sin embargo, algunos contemporáneos
hubieran estado de acuerdo con ella. Como James Beckford, gran comerciante de
Londres, dijo de Francia en el Parlamento: «N uestro comercio mejorará gracias a la
extinción total del suyo» (citado en Dorn, 1963: 9).
Es imposible decidir quién exactamente se beneficiaba del mer­
cantilismo y de los éxitos en la guerra. Sin duda, secciones conside­
rables del campesinado seguían en gran medida sin verse afectadas
por la expansión del comercio. Y la guerra —siempre que no ocu­
rriese en el territorio de uno— no era especialmente dañina para la
población civil, especialmente si se organizaba conforme al principio
«fiscal» y no el «movilizado» comparados más arriba. Entonces, quie­
nes peleaban eran profesionales, y no resultaba costosa en términos
de la riqueza social global. La victoria en la guerra no perjudicaba
a nadie en el Estado victorioso (salvo que significara muchos im­
puestos o una gran movilización) y probablemente iba en beneficio
de la mayoría. Los ingleses eran los más beneficiados, pues no había
guerras en su territorio y, por lo general, gozaban de los frutos de
la victoria. En su caso no resulta fantasioso hablar de los beneficios
comunes de la guerra. Schofield documenta un descenso gradual de
la oposición a los impuestos en la primera mitad del siglo XVI. Las
clases ricas en general pasaron a estar más dispuestas a asignar fon­
dos para una política exterior agresiva (1963: 31 a 41, 470 a 472).
Pero, fueran comunes o no, los beneficios dividían claramente a los
habitantes de cada Estado de los de otros. La economía ya estaba
firmemente vinculada al Estado, y tanto la satisfacción como la in­
satisfacción se expresaban dentro de los confines de cada Estado
territorial.

Hasta ahora, pues, la importancia del desarrollo del Estado en el


siglo XVI y principios del XVII reside menos en su masa global que
en su creciente papel como centro de la nación-clase. Su tamaño
seguía siendo diminuto. De hecho, como proporción de la riqueza
nacional en una época de expansión económica general, sus ingresos
y gastos deben de haber ido disminuyendo, aunque no disponemos
de cifras fiables sobre la renta nacional hasta mucho después n . Me­
rece la pena destacar el carácter aparentemente indoloro de la ex­
tracción deMmpuestos en la Inglaterra de los Tudor. Las sumas re-

" Bean (1973: 212) afirma que en el período medieval los Estados gastaban menos
del 1 por 100 de la renta nacional en la guerra, más del 2 por 100 en el siglo XVI y
del 6 al 12 por 100 en el siglo XVII. Sin duda esto es erróneo. Para que fuera cierto,
la renta nacional tendría que haber ido bajando en los siglos XVI y xvn, hipótesis
que es imposible.
caudadas eran globales, impuestas sobre la riqueza neta de las pro­
pias comunidades locales y cobradas en un período muy breve de
tiempo. Schofield ha demostrado que las sumas asignadas por el
Parlamento se pagaban invariablemente. Las sumas exigidas por el
Estado Tudor deben de haber sido una proporción muy pequeña de
los recursos nacionales. En términos de sus funciones que exigían
recursos, el Estado Tudor y el Estuardo iniciales eran típicos de la
Baja Edad Media. A su principal actividad tradicional de hacer la
guerra habían añadido un mecanismo administrativo y fiscal más
regular que, sin embargo, seguía sirviendo para fines militares. In­
cluso cuando el tamaño del Estado empezó a crecer enormemente,
bajo la C om m on w ea lth y después bajo los últimos Estuardos, lo
siguió haciendo a lo largo de las vías consagradas desde hacía siglos.
Si hablamos de una revolución Tudor en el gobierno (por hacernos
eco de la obra clásica de Elton), estamos describiendo una organi­
zación social y administrativa de recursos existentes, de una concen­
tración de redes sociales al nivel del Estado territorial.
Si bien esta conclusión es válida para Inglaterra, podríamos no
obstante dudar de su aplicabilidad a otros países en que los Estados
tenían m a y o res dimensiones. Eso planteó el problema del «absolu­
tismo». El comentario de éste nos llevará más allá de la fecha de 1688.

R egím en es absolutistas y regím en es con stitu cion ales

Al igual que ocurre con los tipos ideales que han surgido de
casos históricos concretos, el concepto del absolutismo nos puede
llevar en dos direcciones. ¿Nos interesa más la evolución del abso­
lutismo como tipo ideal, capaz de extensión a otros casos, o desea­
mos describir y distinguir unos regímenes europeos concretos? Yo
me ocupo de estos últimos. ¿Pueden los componentes del tipo ideal
distinguir entre dos formas, en apariencia diferentes, de regímenes
en Europa desde el siglo XV hasta el XV III: por una parte las mo­
narquías «constitucionales» y repúblicas, sobre todo Inglaterra y Ho­
landa, y, por la otra parte, las «monarquías absolutas» como Austria,
Francia, Prusia, Rusia, España, Suecia y el Reino de las Dos Sicilias?
Empecemos por el tipo ideal. El absolutismo tenía dos componentes
principales:
1. El m on arca es la única fu e n te hum ana d e la ley, aunque
como está sometido a la ley divina, existe algún derecho residual de
rebelión si transgrede el «derecho natural». En el absolutismo no
existen instituciones representativas.
Al final del período medieval, todos los monarcas euroeos go­
bernaban con el asentimiento de pequeñas asambleas no oficiales,
pero representativas, privilegiadas por la ley. En muchos países, esas
asambleas quedaron suprimidas en el período siguiente. Las asam­
bleas se reunieron por última o penúltima vez en Aragón en 1592,
en Francia en 1614, en los Países Bajos españoles en 1632 y en
Nápoles en 1642 (Lousse, 1964: 46 y 47). Los regímenes que las
sustituyeron son los llamados absolutistas, hasta que reaparecieron
las asambleas representativas a fines del siglo XVIII. Ese criterio se­
para a las «monarquías constitucionales» («el rey con el Parlamen­
to»), como Inglaterra y Holanda, de la mayor parte de los regímenes
«absolutistas» continentales.
2. El monarca, go b iern a con la a yuda d e una burocracia y un
ejército p erm a n en tes, p rofesion a les y d ep en d ien tes. Los oficiales mi­
litares y los funcionarios civiles no tienen un poder ni una condición
social autónomos considerables, salvo los que le confiere su cargo.
Tradicionalmente, el rey había gobernado y había hecho la gue­
rra con la ayuda de magnates que disponían de considerables recur­
sos independientes en tierras, capital, fuerza militar e instituciones
eclesiásticas. En 1544 se pidió a los funcionarios de la posesión de
la corona española de Milán que cedieran a la corona una parte de
su riqueza, como exigía tradicionalmente el juramento de sus cargos.
Pero se negaron, basándose en que los ingresos de sus cargos eran
una recompensa necesaria por servicios prestados, y no de un regalo
de la corona. Esto, según Chabod (1964: 37) es un ejemplo preciso
de la aparición de un nuevo concepto «burocrático» y absolutista de
los cargos del Estado. Desde el punto de vista militar, una conse­
cuencia del cambio es un «ejército permanente» que —además de ser
necesario para la defensa del reino— se puede utilizar para reprimir
las disidencias internas y para intensificar el poder del monarca sobre
la «sociedad civil».

Las teorías del absolutismo que examino en primer lugar se re­


fieren al paso del poder monárquico a un estado determinado de
«sociedad civil», y especialmente a las relaciones de clase. Existen
tres versiones competidoras. El absolutismo se explica por la super­
vivencia del modo feu d a l de producción, o se relaciona con el auge
del modo capitalista, o es producto de una estructura de clases d e
transición en la cual no predomina uno ni otro modo. Anderson
(1974: 17 a 40) aduce que la expansión de las relaciones de produc­
ción y de intercambio significó que la servidumbre feudal ya no
podía estar apoyada políticamente por una autoridad señorial frag­
mentada: ahora las relaciones de clase exigen una autoridad centra­
lizada. La nobleza feudal era el principal puntal de los regímenes
absolutistas. Wallerstein (1974) y Lublinskaya (1968) argumentan que
las relaciones capitalistas emergentes exigían un Estado «fuerte» en
las regiones nucleares de Europa para legitimar su revolución social
y proteger su expansión exterior. Mousnier (1954) sostiene que el
absolutismo surgió en un período de transición cuando el monarca
podía jugar con los enfrentamientos entre la burguesía emergente y
la nobleza tradicional. Cada una de las teorías tiene sus méritos y
cada una logra explicar mucho mejor algunos Estados que otros
(Europa oriental equivale a feudalismo tardío; España equivale a
capitalismo emergente; Francia equivale a transición). Pero también
tienen sus puntos débiles. En primer lugar, tienen una visión dema­
siado pronunciada de las diferencias entre las dos formas de régimen
y los dos tipos de estructuras de clases sobre los que presuntamente
se edifican. En segundo lugar, descuidan el crucial papel de la guerra
en la vinculación entre clase y forma de régimen. Para empezar, se
generaliza demasiado el concepto de un régimen «fuerte». Hemos de
distinguir entre los dos significados de régimen fuerte: poder sobre
la sociedad civil, es decir, despotism o, y poder para coordinar la
sociedad civil, es decir, fuerza infraestructural. Los Estados absolu­
tistas no eran más fuertes infraestructuralmente que los constitucio­
nales. Internacionalmente, Inglaterra, que era un Estado constitucio­
nal, acabó por ser dominante. Internamente tampoco está clara la
cosa, pues tod os los Estados habían adquirido un monopolio sobre
la legislación e intensificado sus facultades de coordinación, tanto la
Inglaterra de Isabel como la España de Felipe II. La única diferencia
que permanece es el poder despótico, que comentaré en un momento.
En segundo lugar, el cambio esencial de la estructura de clases
que afectó al Estado fue el mismo en todas partes: la decadencia de
los grandes barones y sus casas y el auge de muchas familias aco­
modadas, que exigían nuevas formas de organización social, en parte
para reprimir al campesinado, pero sobre todo para ayu dará orga­
nizar a los propios señores para recaudar impuestos, influir en el
monarca, casarse entre sí y en general disfrutar de una vida socio-
cultural. La tendencia a que los magnates perdieran autonomía eco­
nómica y militar en general en toda Europa, y ocurrió tanto en los
regímenes «constitucionales» como en los «absolutistas». Su conver­
sión en «oficiales» y «funcionarios» no llevaba necesariamente al
absolutismo.
Si las diferencias no son tan sistemáticas, y si recordamos que el
objeto de nuestra investigación, el Estado, seguía siendo débil, en­
tonces debemos dejar un margen para la idiosincrasia en el desarrollo
de los Estados. La esencia del absolutismo era que el monarca ad­
quiriese una cierta autonomía financiera y en materia de personal a
costa de sus súbditos más poderosos y organizados. Pero las canti­
dades de que se trataba no eran especialmente grandes. Si el monarca
renunciaba a las guerras extranjeras y podía vivir de sus propios
recursos, podía generar un pequeño excedente, adquirir un ejército
profesional, reprimir las asambleas representativas y después recau­
dar dinero por medios arbitrarios. Lo difícil venía después, como
veremos. El absolutismo prusiano y el ruso tenían sus orígenes en
los latifundios privados de sus gobernantes. Carlos I de Inglaterra
se había embarcado en esa vía cuando, por desgracia para él, el ejér­
cito que había adquirido era escocés y puritano, y no resultó com­
patible con su tipo concreto de absolutismo. Jacobo II también creó
un cuerpo profesional de oficiales, que después no estuvo dispuesto
a apoyar su catolicismo. Otros tuvieron más suerte. El absolutismo
español tenía como cimientos el oro y la plata del Nuevo Mundo;
el absolutismo francés, la estrategia dilatoria y divisiva de la venta
de cargos. La astucia política, los golpes de suerte en la política
exterior y los trucos financieros llevaban a un Estado hacia el abso­
lutismo y a otro hacia el constitucionalismo.
Si buscamos más causas generales además de éstas, por ejemplo
la organización de clases, tendríamos que buscar la causa d e ellas.
Después de todo, ya hemos visto que las relaciones de clase en todos
los países se habían enfocado al nivel del Estado, en parte como
producto derivado de las relaciones geopolíticas, que en este con­
texto eran el aspecto más importante de la actividad estatal.
La primera variante geopolítica pertinente es la diferencia entre
el poderío terrestre y el naval. El vínculo entre un ejército profesio­
nal y los regímenes absolutistas es auténtico, pero quizá sea más
peculiar de lo que se ha venido implicando hasta ahora. El especifi­
car un ejército permanente es hacer trampa. Eso excluye de hecho a
Inglaterra y a Holanda. Pero si añadiéramos una m arina permanen­
te, quedarían incluidas ambas, especialmente en el período en que
fueron plenamente constitucionales, a partir de 1660. Los ejércitos
se pueden utilizar para la represión interna; las marinas, no. El Par­
lamento inglés nunca temió a una marina profesional de la misma
forma que temía a un ejército permanente. Por eso se tendía a rela­
cionar a las marinas y los ejércitos, respectivamente, con los regíme­
nes constitucionales y los absolutistas. España era la única que no
podía encajar en esa clasificación (era absolutista, pero también una
potencia mixta, terrestre y marítima). Cuando las principales funcio­
nes iniciales de los Estados eran belicosas, tiene más sentido explicar
su diversidad en términos de la guerra que en términos de funciones
derivadas, como la regulación de las clases.
Pero, conforme al mismo criterio, la marginalidad del Estado
respecto de la vida social interna disminuía la fuerza del propio ab­
solutismo. La ideología afirmaba que el monarca estaba sometido a
las leyes divinas, no a las humanas. Pero no era un emperador de la
antigüedad: no era la fuente exclusiva de la ley; de las monedas, los
pesos y las medidas; de los monopolios económicos, ni del resto de
la panoplia de la infraestructura económica antigua. No podía im­
poner la cooperación obligatoria. No poseía más que sus propias
tierras. La propiedad «privada», en el sentido de «oculta», estaba
profundamente incrustada en la estructura social europea. Las fuer­
zas transnacionales se la habían legado al feudalismo y los Estados
sucesores pequeños y medianos difícilmente podrían haberla revo­
cado aunque se les hubiera ocurrido la idea de hacerlo.
¿Cuáles eran los proyectos de un gobernante embarcado en la
vía absolutista, tras haber creado su pequeño ejército permanente
con recursos propios más las soluciones que se le iban ocurriendo?
Podía construir palacios espléndidos, organizar lujosas diversiones y
reprimir a sus propios rivales internos, pero no podía obtener con
facilidad las sumas necesarias para enfrentarse con sus pares del ex­
tranjero en una era de aumento de los gastos militares y de cuasi
empate en la guerra terrestre. Sin embargo, esa seguía siendo la fun­
ción primordial del Estado. ¿Cómo acelerar la movilización fiscal o
la de personal? Ni siquiera el ejército permanente podía asegurar la
exacción. En una sociedad preindustrial, como ya he subrayado, ni
siquiera resulta fácil evaluar dónde se encuentra la riqueza inmobi­
liaria, y no digamos extraerla. Los beneficios del comercio son más
visibles: se desplazan. De ahí el lema de la mayor parte de los Es­
tados agrarios: «¡Si se mueve, que pague impuestos!» Pero el comer­
cio era reducido y por lo general delicado. Para que los impuestos
fueran eficaces con fines bélicos había que evaluar y extraer la ri­
queza inmobiliaria. La movilización de la población propia para el
servicio militar significaba sacar a campesinos de la tierra. Ambas
cosas exigían la cooperación de los principales terratenientes, que
librasen a sus campesinos, que cedieran su riqueza y que evaluaran
y extrajesen la riqueza de sus vecinos. En la práctica, todos los re­
gímenes dependían de los grandes terratenientes.
En esta tarea vital, los regímenes constitucionales y los absolu­
tistas diferían fundamentalmente. Al principio, como los ejércitos
habían sido profesionales y relativamente reducidos, no se prestaba
atención a la movilización de los campesinos. Las primeras diferen­
cias giraron en torno a los medios «fiscales», no a los «movilizados».
Inglaterra y Holanda contaban con los impuestos de los ricos, tanto
terratenientes como comerciantes, con el consentimiento de éstos.
Los regímenes absolutistas contaban con los impuestos de los pobres
del campo y los ricos del comercio, con el consentimiento y la ayuda
represiva de los terratenientes ricos. Eso se debió casi seguramente
a la mayor penetración del capitalismo en la estructura de clases de
los primeros países mencionados. Tanto la «nobleza» como la «pe­
queña nobleza», los «agricultores libres» y los «comerciantes» se
estaban convirtiendo en realidad en algo más parecido a los «capi­
talistas». Sus orientaciones eran más uniformes y resultaban menos
manejables con las estrategias monárquicas de dividir para vencer
que en otras partes.
En casi todos los regímenes absolutistas, al contrario que en los
constitucionales, la nobleza terrateniente estaba por lo general exenta
de los impuestos, mientras que los campesinos, los comerciantes y
la burguesía urbana no lo estaban. La exención de impuestos de los
grupos poderosos significaba que se podían evitar las asambleas re­
presentativas, porque no se planteaba la cuestión principal del go­
bierno representativo: los impuestos. Por el contrario, la única ins­
titución del Estado era la corte, y en ella no hacía falta incluir más
que a la nobleza. La venta de cargos de la corte era una estrategia
adicional, como fuente de ingresos y como medio de admitir en la
clase gobernante a algunos no nobles (por ejemplo, la n ob lesse d e
ro b e en Francia). Sin embargo, el despotismo era considerablemente
menos orgánico que su contrapartida constitucional, pues actuaba
por conducto de un número mayor de divisiones y de exclusiones.
Había facciones de la corte y del campo más fuertes, además de la
división normal entre clases incluidas y excluidas. Mientras que el
constitucionalismo reforzaba el desarrollo de una clase orgánica ca­
pitalista, el absolutismo tendía a bloquearla o a intersectarla con
otras divisiones políticas.
Como este absolutismo era menos orgánico, al principio resultó
ser más débil infraestructuralmente. Esta también era una variable
sistemática, porque la debilidad se revelaba en la guerra y se veía
castigada por ésta. Los éxitos de Marlborough demostraron el enor­
me vigor de un mecanismo fiscal bien organizado para abastecer a
un ejército profesional. España fue la primera potencia importante
que fracasó. Al no poder establecer impuestos uniformes, el Estado
atribuía facultades fiscales y de reclutamiento a arrendatarios de im­
puestos y a comunidades y magnates locales. La guerra descentralizó
a la España de los Habsburgo y, en consecuencia, la derrotó. Como
comenta Thompson (1980: 287), «La guerra era... menos un estimu­
lante que una prueba para el Estado». Después le tocó el turno a
Francia. Bajo Richelieu y Mazarino, la corona centralizó su maqui­
naria fiscal-militar a mediados del siglo XVII, pero para ello hubo
de comprar el consentimiento de la nobleza y de los agricultores
ricos con exenciones fiscales (véase detalles en Bonney, 1978). En el
siglo XVIII, la guerra intensificada reveló esa debilidad.
Pero con ello se descubrió otra estrategia que potenció la fuerza
del absolutismo. A medida que aumentaban los ejércitos y su po­
tencia de fuego, los conocimientos profesionales necesarios en un
soldado raso no aumentaba al mismo ritmo que el tamaño de los
ejércitos. Esa fue una novedad principalmente del siglo XVIII, debida
a los perfeccionamientos de los mosquetes y a la productividad agrí­
cola. La agricultura podía liberar a más hombres del trabajo y ali­
mentar a ejércitos más numerosos en campaña. Se podía movilizar
por la fuerza a los campesinos, adiestraVlos hasta un nivel bastante
inferior al de un mercenario y, sin embargo, lograr que actuaran bien
en combate. Así, la maquinaria militar «movilizada» podía competir
en condiciones de igualdad con la «fiscal», y podía reducirse la ven­
taja de Inglaterra y de Holanda. Los ejércitos rusos, movilizados
durante mucho tiempo, pasaron a ser más valiosos, y los elementos
conscriptos de los ejércitos austríaco y prusiano pasaron a ser más
numerosos y más eficaces.
Francia titubeó, actuando en las dos direcciones geopolítica, geo-
económica y constitucionalmente. Casi todos los teóricos políticos
franceses empezaron a propugnar el constitucionalismo al ir sucum­
biendo a los británicos en una guerra tras otra. Su única victoria fue
en alianza con los revolucionarios americanos (todavía más consti-
tucionalistas que los británicos). Las presiones contribuyeron a la
Revolución Francesa, de la cual surgió una maquinaria de guerra
movilizada más letal que podían adaptar diversos regímenes. Pero
antes de Bonaparte, las formas absolutistas de gobierno estaban de­
bilitadas por su particularismo. Ya existía la posibilidad de liberar la
energía colectiva de clases enteras, pero el absolutismo no lo tuvo
en cuenta. Eso importaba menos en la organización militar (por lo
menos en la guerra por tierra) que en la organización económica.
Los Estados absolutistas no aprendieron a movilizar las estrategias
de «evolución reciente» hasta fines del siglo X IX. Hasta entonces, la
innovación más eficaz procedió de las energías colectivas, pero or­
ganizadas difusamente, de la clase capitalista. La paradoja de los
Estados absolutistas de este período era que superficialmente tenía
conciencia de clase, pero no comprendían la nueva importancia uni­
versal de las clases y actuaban como si fueran meramente dinastías
y casas particularistas ampliadas.
Su fracaso se debió probablemente a presiones geopolíticas y mi­
litares concretas. Se enfrentaban sobre todo en Europa central, mu­
chas veces en zonas sin litoral, aspirando a ganancias territoriales en
un juego de suma cero. Por eso atraían al grupo tradicional más
interesado en la posesión de tierras: la nobleza, y especialmente sus
hijos segundones. En cambio, las potencias marítimas aspiraban a
ganancias comerciales y atraían a quienes disponían de capital reali­
zable, lo cual significaba cualquier persona con medios considera­
bles. Podían movilizar toda la energía fiscal de las clases propietarias
y por último unirlas como una nación-clase. Porque ellos, y no el
Estado ni los privilegios dinásticos con los que se habían aliado
tradicionalmente, aportaban el dinamismo de la sociedad europea.
Hay algo de razón en el argumento de que los regímenes constitu­
cionales eran conducentes al capitalismo emergente y lo favorecían,
pues fomentaban la unidad de una clase con propiedad privada. Y los
regímenes absolutistas tendían a mantener la estructura social del
feudalismo y a mantener separados los distintos tipos de propiedad.
Pero las diferencias se expresaban en la p olítica estatal m edia n te eJ
instrumento de la guerra.
Así, los regímenes constitucionales y absolutistas eran subtipos
de una sola forma de Estado: un Estado débil en comparación con
los grupos poderosos de la sociedad civil, pero un Estado que cada
vez coordinaba más las actividades de esos grupos hasta el punto de
que podemos empezar a hablar de una nación-clase orgánica cuyo
poder central se hallaba en la corte o en la corte/parlamento del
Estado.
Cabe hallar una prueba del poder y la autonomía de los Estados
en los imperios coloniales. El cuasi monopolio del Estado sobre las
relaciones exteriores le dejaba más margen de maniobra en los asun­
tos coloniales que en los internos. Veamos cómo fue evolucionando
esto.
Las relaciones constitucionales y de clase en las colonias fueron
variadas al principio, marcadas por las diferentes constituciones eu­
ropeas. La corona portuguesa se ocupaba ella misma de todas las
empresas comerciales hasta 1577, pues armaba sus propios barcos y
compraba, vendía y se quedaba con los beneficios. La corona espa­
ñola trataba de controlar estrechamente el comercio y el gobierno
de la Américas por conducto del Consejo de Indias y el monopolio
de licencias del Consulado de los comerciantes de Sevilla. La corona
francesa también intervenía directamente en el "Comercio y aportaba
la mayor parte del capital para las empresas. En cambio, las inicia­
tivas holandesas y británicas solían ser privadas y sus imperios fue­
ron al principio la propiedad de organizaciones privadas, como las
Compañías de Indias.
Sin embargo, debemos señalar un elemento común en esas dis­
posiciones. Las compañías estaban limitadas a los súbditos del país.
Estuvieran administradas por el Estado o por particulares, el comer­
cio y los dominios extranjeros eran por lo general monopolistas y
limitados al propio Estado. Todas las formas constitucionales impli­
caban una mayor coordinación dentro de cada Estado y de su esfera
colonial de influencias.
A medida que avanzaba el colonialismo fue apareciendo una pau­
ta común. En el aspecto militar, para fines del siglo XVIII la inver­
sión de capital necesaria para la protección militar dpi comercio ex­
terior y de las posesiones superó la capacidad de las compañías pri­
vadas. Todos los Estados adoptaron una forma imperial común en
la que el Estado coordinaba la expansión militar y la económica. En
el aspecto económico fue avanzando una tendencia inversa, de forma
que ningún Estado acabó por poseer sus economías coloniales. Has­
ta cierto punto, ello se debió al éxito militar de Inglaterra. Los crí­
ticos de los regímenes de Francia y España afirmaban que la pro­
piedad privada era más eficiente y llevaba a más riqueza y poder.
Pero el control de la corona también estaba socavado por dentro por
el contrabando en el que participaban sus propios súbditos colonia­
les y agentes asociados con potencias rivales. Por ejemplo, es pro­
bable que de las Américas salieran ilícitamente más metales preciosos
que los que transportaba la Flota española de la Plata.
El absolutismo no fue nunca lo bastante fuerte como para abolir
los derechos de propiedad privada. Los franceses y los españoles no
se comportaron de forma diferente en el Nuevo Mundo que en sus
países de origen, y sus coronas nunca mostraron la voluntad ni po­
seyeron los recursos para obligarlos a cambiar. La logística del poder
no era sino moderadamente favorable a la corona. El barco de guerra
o el buque mercante armado tenían una enorme concentración de
potencia de fuego y podían recorrer enormes espacios marítimos.
Pero sólo podían coaccionar a quienes estaban cerca en su proximi­
dad inmediata. Para la mayor parte de las colonias, una demostra­
ción de fuerza de la corona en Europa podía producirse una vez al
año. El papeleo lograba mantener los parámetros generales del go­
bierno colonial entre cada una de esas demostraciones. Todas las
administraciones tenían que rendir cuentas regularmente, en formu­
larios normalizados e impresos masivamente. Todos los fucionarios
sabían leer y escribir perfectamente, de forma que se entendía que
los errores y las omisiones eran deliberados. Pero durante la mayor
parte del año, dentro de esos parámetros contables, los coloniales
eran independientes a todos los efectos. La corona lo reconocía ins­
titucionalmente, al recompensar a sus funcionarios con los gajes de
sus cargos, y no con sueldos. El Estado era comercial incluso en su
propio cuerpo político.
En todo caso, las mayores compañías mercantiles podían vincular
la misma logística de control interno a los métodos capitalistas de
contabilidad. Por ejemplo, en 1708 La Compañía Inglesa de las In­
dias Orientales revolucionó su sistema de contabialidad al establecer
partidas separadas para las cuentas de capital y corriente y para re­
gistrar sistemáticamente las corrientes mensuales de entrada y de
salida de efectivo. Ahora la oficina londinense del contable general
podía evaluar la rentabilidad de cada rama del comercio, adelantán­
dose, según dice Chaudhuri (1981: 4), a los métodos las empresas
transnacionales. El papel se había convertido ya en un importante
instrumento logístico del poder autoritario tanto de las empresas del
Estado como de las capitalistas, que actuaban en alianza cada vez
más estrecha. Esa alianza aportó lo que Steensgaard (1981: 254) des­
cribe como «la combinación única de las perspectivas temporales de
poder con las perspectivas temporales de lucro, en... el equilirbio
entre las fuerzas del mercado y el poder del gobierno». Eso consti­
tuyó la colonización europea.
Para el siglo XVIII, ningún Estado intervenía en su economía, ni
en su propio territorio ni en las colonias, en la medida corriente
entre algunos de los imperios antiguos. Los dos grupos de la «so­
ciedad civil» que podían ayudar en el gobierno de las colonias —no­
bles y comerciantes— se habían originado en la estructura descen­
tralizada de poder de la Europa medieval. Su interés residía en man­
tener esa estructura, no en el control por el Estado. Así, a partir del
siglo XVII el poder de los monarcas se veía constantemente socavado
desde dentro. Como ya vimos en el capítulo 12, las redes económi­
cas ya llevaban siglos despolitizadas antes de la aparición del capi­
talismo. El Estado estaba fundamentalmente debilitado por su inca­
pacidad infraestructural para penetrar en la sociedad civil. Así ocu­
rría tanto en el régimen absolutista como en el constitucional.
Las similitudes entre los dos tipos de régimen eran mucho ma­
yores que sus diferencias. En la sección siguiente vemos que sus
finanzas eran esencialmente análogas. Compartían dos características
principales: su poder estaba limitado porque sus funciones eran en
gran medida militares y no incluían una participación en los dere­
chos de propiedad, y obtenían rentas fiscales y coordinaban a sus
clases dominantes sobre todo con fines militares. Sus diferencias se
referían únicamente a las formas de coordinación —una de ellas pró­
xima a la unidad orgánica y la otra cada vez más lejos de ella— que
estaban determinadas por las formas en que las dos redes de poder
emergentes, las clases y los Estados nacionales, se relacionaban mu­
tuamente en el campo de batalla.

Gastos estatales y gu erra , 1688-1815

Mitchell y Deane (1962) y Mitchell y Jones (1971) han acopiado


y normalizado un conjunto anual fiable de cuentas correspondientes
al gobierno central de Gran Bretaña en el período a partir de 1688.
Resulta cómodo que el decenio de 1690 también señalara el principio
de un «largo siglo» (hasta 1815) de una sucesión bastante regular de
períodos de paz y de grandes guerras en Europa. Si utilizamos los
datos sobre gastos correspondientes a ese período, podemos someter
sistemáticamente a prueba las hipótesis sugeridas respecto de perío­
dos anteriores.
La cronología está clara. Tras las campañas irlandesas y las ba­
tallas navales de principios del reinado de Guillermo III, hubo paz
de 1697 a 1702. Durante ese período, la fundación del Banco de
Inglaterra en 1694 estableció sobre unas bases regulares, que han
durado hasta ahora, los préstamos y las amortizaciones en Inglaterra.
Después, la Guerra de Sucesión española significó repetidas campa­
ñas del Duque de Marlborough de 1702 a 1713, a lo que siguió un
período fundamentalmente pacífico hasta 1739. Después empezó la
guerra entre Inglaterra y España («Guerra de la Oreja de Jenkins»),
que pronto se convirtió en la Guerra de la Sucesión austríaca y duró
hasta 1748. Un período de paz precaria terminó con la Guerra de
Jos Siete Años, 1756-1763. Luego hubo paz hasta la Guerra de la
Independencia de los Estados Unidos, combinada con dos largas
guerras navales entre 1776 y 1783. Después volvió a haber paz hasta
1792, y a partir de esa fecha la Revolución Francesa y las guerras
napoleónicas duraron de forma más o menos constantes hasta 1815,
aunque con una breve pausa a principios de siglo, sellada por la Paz
de Amiens de 1801. Es una secuencia mucho más regular de guerra
y paz que en el siglo XIX o el XX. También precede a la influencia
de la industrialización en los gastos del Estado, de forma que nos
aporta un sistema de prueba adecuado para el período preindustrial.
En la figura 14.1 expongo los-principales resultados en forma de
gráfico, separando los gastos totales y sus tres componentes: milita­
res, civiles y gastos de amortización de la deuda. El gráfico se refiere
a los gastos en términos reales, es decir, habida cuenta de la inflación
y mediante el uso una vez más del índice de precios de Phelps-Brown
y Hopkins (1956). He partido de los precios a su nivel en 1690-1699,
comienzo del período 12. Los gastos a precios corrientes, junto con
el propio índice de precios, figuran en el cuadro 14.3.
Obsérvese primero la tendencia al alza en el volumen financiero
del Estado británico: entre 1700 y 1815 los gastos reales aumentaron

12 En consecuencia, esas cifras no son comparables con las de los cuadros 13.2 y
14.1, que exponen precios corrientes y precios constantes a su nivel de 1451-1475.
Por motivos técnicos explicados en Mann (1980), he estimado el índice de precios al
promedio del año en que se efectuaron los gastos y los dos años anteriores (con
anterioridad se ha establecido un promedio del índice de precios a lo largo de dece­
nios enteros).
Guerra Guerra Gucrrj Gueru Gucrrj Gucmj Gucrrj

FiGURA 14.1 G a s to s esta ta le s b r i t á n i c o s , 1 6 9 5 - 1 8 2 0 (a pre c ios c o n sta n te s: 1690-99=100)


682
CUADRO 14.3. Gastos estatales de Gran Bretaña, 1695-1820 (en millones de libras a precios corrientes y constantes de
1690-1699)

Gastos A mortización Gastos Gastos


m ilitares d e la deuda civiles totales
Año In d ice d e
^ C orrientes C onstantes C orrientes C onstantes C orrientes C onstantes C orrientes C onstantes

1695................ ......... 102 4,9 4,8 0,6 0,6 0,8 0,8 6,2 6,1
1700................ ......... 114 1,3 1,1 1,3 1,1 0,7 0,6 3,2 2,8
1705................ ......... 87 4,1 4,7 1,0 1,2 0,7 0,8 5,9 6,8

Una historia del poder hasta 1760 d.C.


1710................ .......... 106 7,2 6,8 1,8 1,7 0,9 0,8 9,8 9,2
1715................ .......... 97 2,2 2,3 3,3 3,4 0,7 0,8 6,2 6,4
1720................ .......... 94 2,3 2,4 2,8 3,0 1,0 1,0 6,0 6,4
1725................ .......... 89 1,5 1,7 2,8 3,1 1,3 1,5 5,5 6,2
1730................ ......... 99 2,4 2,4 2,3 2,3 0,9 0,9 5,6 5,6
1735................ ......... 82 2,7 3,3 2,2 2,7 0,9 1,1 5,9 7,1
1740................ .......... 90 3,2 3,6 2,1 2,3 0,8 0,9 6,2 6,8
1745................ .......... 84 5,8 6,9 2,3 2,7 0,8 1,0 8,9 10,6
1750................ ......... 93 3,0 3,2 3,2 3,5 1,0 1,1 7,2 7,7
1755.......................... 92 3,4 3,7 2,7 2,9 1,0 1,1 7,1 7,7
1760................ .......... 105 13,5 12,8 3,4 3,2 1,2 1,1 18,0 17,1

La dinámica europea: III


1765.......................... 109 6,1 5,6 4,8 4,4 1,1 1,0 12,0 11,0
1770*......................... 114 3,9 3,4 4,8 4,2 1,2 1,1 10,5 9,2
1775.......................... 130 3,9 3,0 4,7 3,6 1,2 0,9 10,4 8,0
1780.......................... 119 14,9 12,5 6.0 5,0 1,3 1,1 22,6 19,0
1786*......................... 131 5,5 4,2 9,5 7,2 1,5 1,2 17,0 13,0
1790.......................... 134 5,2 3,9 9,4 7,0 1,7 1,3 16,8 12,5
1795.......................... 153 26,3 17,2 10,5 6,8 1,8 1,2 39,0 25,5
i s o r ......................... 230 31,7 13,8 16,8 7,3 2,1 0,9 51,0 22,2
1805.......................... 211 34,1 16,2 20,7 9,8 7,8 3,7 62,8 30,0
1810.......................... 245 48,3 19,7 24,2 9,9 8,8 3,6 81,5 33,3
1815.......................... 257 72,4 28,2 30,0 11,7 10,4 4,0 112,9 44,0
1820................ . 225 16,7 7,4 31,1 13,8 9,8 4,4 57,5 25,6

* Enere 1770 y 1801 las partidas detalladas no llegan al cocal indicado por una diferencia de unas 500.000 libras. La fuence no señala ningún mocivo de esco.
* Las cifras de 1785 corresponden a un siscema presupuestario m uy idiosincrácico.
‘ Las figuras correspondientes a 1800 no escán complecas.
F uentes: Micchell y Deane, 1962; Mitchell y Jones, 1971.
683
en un 1500 por 100 (¡y el incremento a precios corrientes fue del
3.500 por 100!). Es sin duda la tasa más rápida de aumento que
hemos advertido en ningún siglo. Suponemos que los gastos del
Estado también han aumentado en proporción al ingreso nacional
bruto. En 1688, si utilizamos los cálculos de Deane y Colé (1967)
basados en la cuenta contemporánea de Gregory King de la riqueza
nacional, podemos estimar que los gastos del Estado comprendían
aproximadamente el 8 por 100 del ingreso nacional bruto (véase el
método del cálculo de Deane, 1955); para 1811 había subido al 27
por 100. Aunque estas cifras no son muy fiables, la magnitud de la
diferencia es impresionante.
Pero la tendencia al alza no es constante. El total se dispara
repentinamente seis veces. No es sorprendente que todos menos uno
de esos saltos ocurran al principio de una guerra y los seis se deben
fundamentalmente a un aumento de los gastos militares. Además, la
amortización de la deuda, utilizada exclusivamente para financiar las
necesidades militares, aumenta hacia el final de cada guerra y se
mantiene en los primeros años de paz. La pauta es magníficamente
regular: poco después del final de las seis guerras, la línea en alza
de amortización de la deuda se cruza con la línea militar que des­
ciende y la excede por un margen mayor cada vez. Eso tiene el
efecto de reducir el impacto de la guerra. Si se observa año tras año,
el aumento mayor de los gastos totales a precios corrientes sobre el
año anterior era de sólo el 50 por 100 (tanto en 1710-1711 como en
1793-1794), lo cual es muy inferior al 200-1.000 por 100 que veíamos
imperar al comienzo de las guerras hasta Enrique VIII. Y ahora en
la paz son en gran medida los gafttos militares (y especialmente los
navales) y la amortización de la deuda los que mantienen el nivel
relativo. ¡Había llegado en el pleno sentido del término un «estado
permanente de guerra»! Los gastos civiles son notablemente cons­
tantes y reducidos. Su máximo es del 23 por 100 en un año dado
(en 1725, al cabo de un decenio de paz) a lo largo de todo el período.
Durante las guerras napoleónicas aparece una nueva tendencia, sin
embargo. Desde 1805, aproximadamente, los gastos civiles, que ha­
bían permanecido estáticos a lo largo del siglo anterior, empezaron
a subir. Dejo esto para el volumen siguiente. El estado de guerra
permanente también significa que después de cada guerra los gastos
del Estado no vuelven a caer al nivel de la preguerra, ni siquiera en
términos reales. A mediados del siglo el poeta Cowper lo expresaba
en un sencillo pareado:
La guerra es una carga para el Estado
Y la paz no hace nada por aliviar los pagos
Estas cifras confirman todas y cada una de las hipótesis formu­
ladas respecto de siglos anteriores sobre la base de datos menos
completos. Las finanzas del Estado estaban dominadas por las gue­
rras exteriores. A medida que la guerra creaba fuerzas más profesio­
nales y más permanentes, también iba creciendo el Estado, tanto en
volumen general como (probablemente) en términos de su volumen
en proporción a su «sociedad civil». Cada nueva guerra llevaba en
dos fases al crecimiento del Estado: un impacto inicial en los gastos
militares y un impacto retrasado en la amortización de la deuda.
Todavía las funciones de este Estado —recuérdese que se trata de
un Estado «constitucional»— son abrumadoramente militares. Las
demás funciones van dimanando en gran medida de las guerras 13.
Esas tendencias no eran peculiares de Gran Bretaña. Veamos unas
cifras un tanto aproximadas respecto de otros países. En primer lu­
gar, Austria, respecto de la que se dispone de cifras a partir de 1795
(véase el cuadro 14.4). Como Austria era una potencia terrestre, sus
gastos militares se consagraban casi totalmente al ejército (mientras
que más de la mitad de los británicos eran navales). Esas cifras re­
velan un predominio parecido de los gastos militares, aunque en
menor grado que en Gran Bretaña, especialmente en tiempo de paz
(1817). La fuerza militar de Austria era relativamente más moviliza­
da que fiscal, y se deriva en mayor medida de las levas conscriptas.
Estas se desbandaban en tiempos de paz, de forma que las fluctua­
ciones de los porcentajes eran mayores que en Gran Bretaña.
En el cuadro 14.5 figuran datos disponibles respecto del mismo
período en los Estados Unidos. En el volumen II me ocupo de
forma más sistemática de las cifras estadounidenses. Pero una adver­
tencia: los Estados Unidos son un sistema fed era l. Para tener una
visión más completa del (de los) «Estado(s)» americano(s) habríamos
de tener también en cuenta las finanzas de los Estados componentes.
Pero, por desgracia, no se dispone de los datos pertinentes sobre

15 Existe una excepción a esto. A fines del siglo XVUI, la Ley de Pobres, finan­
ciada localmente (y que no aparece en estas cifras), pero que cabe argumentar era una
función del Estado, costaba grandes sumas, aunque esas sumas son insignificantes en
comparación con los gastos m ilitares. Si añadimos su coste a los gastos civiles, su
total combinado no supera el 20 por 100 del nuevo total general. Si añadimos además
todos los gastos de las administraciones locales (disponibles a partir de 1803), el total
sigue siendo inferior al 20 por 100 hasta 1820. Véanse detalles en el volumen II.
CUADRO 14.4. Gastos estatales d e Austria, 1795-1817 (en p o rcen ta je)

G astos to ta les
a p recio s
co rrien tes
A m ortiz ación (en m illon es
A ños M ilitares d e la d eu d a C iviles d e flo r in e s)

1795“........ 71 12 17 133,3
1800......... 67 22 11 143,9
1805........ 63 25 12 102,7
1810........ 69 20 11 76,1
1815*........ 75 4r 21 121,2
1817......... 53 8 38 98,8
*----------------
u Las cifras de Beer son un canco incom pletas respecco del período de 1795 a 1810. En 1795 he
supuesto que las sum as que faltan corresponden a los gastos civiles, y en 1800-1810, a la am or­
tización de la deuda. Es la interpretación más obvia. C om o Beer siem p re nos da tanto los gascos
m ilicares com o los cotales, no cabe duda de que los porcentajes m ilitares son exaccos.
b Beer desglosa los gascos «ordinario s» respecto de 1815 y 1817, pero no los gascos tócales (que
fueron de 132,9 y de 122,1 m illones de florines, respeccivamente).
c Los considerables subsidios ingleses en el período de 1814 a 1817 m antuvieron baja la deuda
del Estado. Sin ello s, los gastos relacionados con las accividades m ilitares conscituirían una pro­
porción más elevada y los gastos civiles una proporción más baja.
F u en te: Beer, 1877.

este período. Así, las cifras subestiman la dimensión auténtica del


«Estado americano» y exageran el componente militar (dado que las
fuerzas armadas son ante todo de la incumbencia del Gobierno fe­
deral). Sin embargo, las finanzas del Gobierno federal son análogas
a las de los Estados europeos, una vez que se tienen en cuenta las
peculiaridades de la política exterior estadounidense. El único perío­
do de guerra efectivamente declarada fue el de 1812 a 1814, aunque
la tensión con los británicos fue muy grande durante un período más
prolongado de tiempo, desde aproximadamente 1809, mientras que
los Estados Unidos establecieron una actitud de neutralidad bastante
alerta a partir de 1793. Esos períodos de auténtica paz, neutralidad
armada, guerra abierta y después paz otra vez, son visibles en las
columnas del cuadro 14.5. En general, el grado de predominio mi­
litar y de amortización de la deuda es más bajo que en el caso
británico, pero del mismo orden general que el austríaco. Parece
sentirse el mismo efecto de rebote de la guerra sobre las finanzas.
Los datos sobre otros países son más escasos. Los prusianos ini­
ciaron la financiación deficitaria mucho más tarde. Como los ingre­
sos de la tierras de la corona y los poderes fiscales sobre los agri­
cultores y los comerciantes eran mayores, los gobernantes podían
financiar la guerra sin pedir prestado hasta el siglo XVIII. En 1688,
«entre la mitad y las cinco séptimas partes se destinaban a los ser­
vicios del ejército» (Finer, 1975: 140). En 1740, el último año de paz
para Prusia, las tres grandes partidas del presupuesto prusiano eran
el ejército (73 por 100), la administración civil y la corte (14 por 100)
y un fondo de reserva (13 por 100) (Seeley, 1968: I, 143 y 144). En
1752 Prusia destinaba el 90 por 100 de sus ingresos a fines militares
en un año de paz (Dorn, 1963: 15). Para mediados del decenio de
1770 el ejército absorbía el 60 por 100 de los ingresos, mientras que
los gastos civiles se llevaban sólo el 14 por 100 (Duffy, 1974: 130 a
131); ¿era el resto servicio de la deuda? Desde luego, es lo que era
para 1786, cuando las tres grandes partidas eran el ejército (32
por 100), la corte y el gobierno (9 por 100) y las cargas de la deuda
(56 por 100) (Braun, 1975: 294), proporción notablemente parecida
al presupuesto británico de aquel año.

CUADRO 14.5. G astos d e l G obiern o fe d e r a l d e los Estados U nidos,


1790-1820 (en p o rcen ta je)

G astos to ta les
a p recio s
co rrien tes E fectiv o s d e
A m ortiz a ción (en m iles las fu e rz a s
A ño M ilitares* d e la d eu d a C iviles d e d ó la res) a rm a d a s

1790*............. 19 55 26 4,3 718C


1795.............. 39 42 19 7,5 5.296
1800.............. 56 31 13 10,8 7.108'
1805.............. 23 39 38 10,5 6.498
1810.............. 49 35 16 8,2 11.554
1815.............. 72 18 10 32,8 40.885
1820.............. 55 28 16 18,3 15.113

a C om prende los pagos a los antiguos com batientes (véase en el volumen II un análisis de esta
im portante p artida).
b Las cifras de gastos son un prom edio del período de 1789 a 1791, tal como figura en la fuente.
c C ifra correspondiente a 1789.
d C ifra correspondiente a 1801.
Prácticamente todas las historias de Prusia hacen hincapié en el
militarismo de su régimen con un bonito aforismo, por ejemplo:
«No fue Prusia la que hizo el ejército, sino el ejército el que hizo a
Prusia» (Dorn, 1963: 90). Efectivamente, el Estado prusiano era el
más militarista de la Europa del siglo XVIII. Pero no lo era en virtud
del carácter de sus actividades estatales (que eran idénticas a las de
otros Estados), sino más bien en virtud de la d im en sión de su mili­
tarismo (porque Prusia destinaba una parte mayor de sus recursos
al ejército). En >761 el ejército prusiano representaba el 4,4 por 100
de su población, frente a la cifra francesa del 1,2 por 100 (Dorn,
1963: 94). A fines del siglo XVII Prusia soportaba el doble de im­
puestos que Francia, que tenía diez veces más de impuestos que
Inglaterra (Finer, 1975: 128, 140), aunque esas cifras se basan en
suposiciones acerca de la renta nacional. Podemos fechar el desarro­
llo del mecanismo administrativo prusiano, aunque no podamos
cuantificar exactamente sus finanzas. Los principales elementos cons­
tituyentes del absolutismo prusiano establecido por Federico el Gran­
de —el ejército permanece en sí, el sistema fiscal convenido con los
Ju n k ers en 1653, la evolución de las intendencias militares— cons­
tituían una respuesta al peligro sueco en la Guerra de los Treinta
Años. El paso siguiente fue la aparición del G eneralk riegsk om m isa-
riat en el decenio de 1670. Ello permitió al Estado llegar hasta las
localidades en busca de impuestos, suministros y personal, y entre­
mezcló la administración militar con la civil y la de la policía. Tam­
bién eso fue una respuesta a las campañas suecas (cf. Rosenberg,
1958; Anderson, 1974; Braun, 1975: 268 a 276; Hintze, 1975: 269
a 301).
Los Estados ruso y austríaco se desarrollaron, aunque en menor
medida, en respuesta a las mismas amenazas exteriores. Polonia no
reaccionó a la dominación sueca y dejó de existir. Como concluye
Anderson:

Así, el absolutismo oriental estaba determinado centralmente por las limi­


taciones del sistema político internacional en el que estaban integradas ob­
jetivamente las noblezas de toda la región. Era el precio de su supervivencia
en una civilización de guerra territorial incesante; el desarrollo desigual del
feudalismo las obligaba a equipararse a las estructuras estatales del Occiden­
te antes de haber llegado a una fase comparable de transición económica
hacia el capitalismo. [1974: 197 a 217; cita de la pág. 202.]
¡No es de extrañar que Anderson, que es marxista, preceda esto
con una apología de la teoría marxista de la guerra!
La mayor parte de los archivos reales franceses ardieron en dos
incendios del siglo XVIII. En cuanto al siglo XVII, Bonney (1981)
trata de aclarar las cuentas supervivientes del amanuense principal
del in ten dan t d es fin a n ces. Las cifras son análogas a las británicas.
La guerra dispara los gastos militares, y después los «gastos extraor­
dinarios» (amortización de la deuda) van en aumento hasta el final
de la guerra. Los gastos militares y los extraordinarios siempre son
superiores a las partidas civiles durante este período (1600 a 1656)
por un factor de aproximadamente 10 en la mayor parte de los años.
En cuanto al siglo XVIII, tenemos observaciones sueltas, como las
de Jacques Necker, el Ministro de Hacienda, en el sentido de que
en 1784 el ejército absorbía más de dos terceras partes de los ingre­
sos, y además Francia también tenía una flota considerable (citado
en Dorn, 1963: 15). Eso es bastante más elevado que la proporción
de los gastos militares ingleses en ese año.
En los Países Bajos, entre 1800 y 1805 los gastos militares com­
binados con la amortización de la deuda superaron el 80 por 100
del total (Scharma, 1977: 389, 479, 497), lo cual es parecido a las
cifras inglesas correspondientes a esos años de guerra. En cuanto a
diversos principados alemanes en los siglos XVII y XVIII, los gastos
militares absorbieron el 75 por 100 del presupuesto total en la ma­
yor parte de los años y subieron muy por encima de ese promedio
en épocas de guerra (Carsten, 1959). En 1724, los gastos militares
de Pedro el Grande representaron el 75 por 100 de las finanzas rusas
(Anderson, 1974: 215 y 216).
Cada Estado tenía sus peculiaridades, pero la pauta general es
evidente. Un Estado que deseara sobrevivir tenía que aumentar su
capacidad recaudatoria sobre territorios definidos a fin de obtener
ejércitos o marinas conscriptos y profesionales. Los que no lo hacían
quedaban aplastados en el campo de batalla y absorbidos por otros:
el destino qué sufrieron Polonia, Sajonia y Baviera en ese siglo y el
siguiente. Ningún Estado europeo estaba constantemente en paz. Un
Estado pacífico habría dejado de existir todavía más rápidamente de
lo que dejaban de existir los que eran militarmente ineficaces.
Hasta ahora he tratado las funciones militares del Estado como
sinónimas de las funciones externas. Pero —cabría objetar—, ¿no se
utiliza la fuerza militar del Estado para la represión interna y no
queda después formalmente vinculada a las relaciones internas de
clase? Esa objeción tiene peso. En todos los países europeos se uti­
lizaba el ejército para la represión interna. En todas partes se con­
sideraba a los ejércitos permanentes como instrumentos tanto de lá
explotación descarada de clase como del despotismo. Pero la repre­
sión interna no determinó casualmente el crecimiento del Estado. En
primer lugar, como he demostrado, el crecimiento de la dimensión
del Estado estuvo ocasionado a lo largo de todo el período por la
guerra entre los Estados y sólo marginalmente por acontecimientos
internos. En segundo lugar, la necesidad de una represión interna
organizada por el Estado (y no por los señores locales) solía estar
causada en primer lugar por la necesidad del Estado de recaudar
dinero para la guerra. En tercer lugar, las variaciones entre los dife­
rentes países en cuanto al grado de represión interna se puede ex­
plicar en relación con las necesidades de financiar la guerra. He ci­
tado a Anderson en ese sentido en el caso de Europa oriental. Si los
Estados más pobres de esa región aspiraban a sobrevivir, tendrían
que establecer impuestos y movilizar de forma más extensiva, lo cual
significaba que habrían de emplear más represión. En el otro extre­
mo, un país mercantil rico como Inglaterra podía mantener su con­
dición de gran potencia sin una extracción intensa y, por consiguien­
te, sin un ejército permanente. A ello podríamos añadir la conside­
ración geopolítica: a las potencias navales les resulta difícil emplear
sus fuerzas para la represión interna en tierra firme. Se mantiene el
argumento general: el crecimiento del Estado moderno, medido por
sus finanzas, no se explica fundamentalmente en términos internos,
sino en términos de relaciones geopolíticas de violencia.

El capitalism o in tern acion al y e l n acional, 1688-1815

En el siglo XVIII hubo gran abundancia de estadísticas británicas


sobre el comercio y la renta nacional. Deane y Colé (1967) han
calculado las cifras del comercio y la renta nacional a lo largo del
siglo. Pueden utilizarse sin más los cálculos del comercio exterior,
que constituyen un avanve respecto de los estudios pioneros de
Schumpeter (1960) sobre los archivos de aduanas. Pero no ocurre lo
mismo con la renta nacional. No existen fuentes oficiales originales.
No hay cifras más que respecto de la producción de distintas mer­
caderías, cada una de las cuales puede interpretarse después como
indicadora de un sector de actividad económica: por ejemplo, la
producción de cerveza en cuanto a los productos de consumo, la de
carbón en cuanto al consumo de energía, la de cereales en cuanto a
la agricultura. Para agregar todo esto es una cifra de ingresos gene­
rales, además, hace falta una teoría económica: una teoría de la im­
portancia relativa de los diferentes tipos de actividad en la economía
general. En el caso del siglo X VIII, eso significa una teoría del cre­
cimiento económico y, más concretamente, una actitud respecto de
una de las principales polémicas de la teoría económica (véase un
comentario general acerca de esa polémica en Gould, 1972 : 218 a
294), en función del comercio exterior en el crecimiento. Por des­
gracia, eso es lo que estamos tratando de averiguar: la relación entre
el comercio exterior y la economía como un todo.
Por eso, la metodología de Deane y Colé es en cierta medida
circular. Parte de la hipótesis de que el comercio exterior es impor­
tante e incluye: 1) una importante ponderación respecto de las ac­
tividades orientadas hacia la exportación, y 2) una hipótesis conexa
de que la productividad agrícola siguió siendo baja a lo largo de todo
el siglo. Esa última hipótesis se ha visto puesta en tela de juicio en
los últimos años por autores a los que me remitiré dentro de un
momento. Estos concluyen que en la primera mitad del siglo XVIII
se produjeron grandes mejoras en la productividad agrícola y en los
niveles de consumo y de nutrición de la población rural, y que
después esos niveles se mantuvieron en la segunda mitad del siglo.
Crafts (1975) ha comentado las consecuencias de esto para las ci­
fras de Deane y Colé. La primera hipótesis también parece menos
firme si la agricultura, en general menos orientada hacia la expor­
tación, estaba aumentando su aportación a la renta nacional. Es lo
que propugna Eversley (1967): un período de «calentamiento»
a partir de 1700 hasta el «despegue» industrial a partir de 1780 se
debió sobre todo a un aumento del excedente agrícola disponible
para el consumo doméstico, especialmente por los grupos socia­
les intermedios, que estimuló más el mercado interno que las expor­
taciones.
Habida cuenta de esos problemas, me retiro a un nivel más sen­
cillo y aproximado de medición de la renta nacional, las estimaciones
de dos contemporáneos, Gregory King y Arthur Young. Mediante
el empleo de esas cifras y la comparación con cifras comerciales que
tienen una base diferente se pueden producir únicamente estimacio­
nes aproximadas de la relación comercio-renta. Las cifras figuran en
el cuadro 14.6. Ese cuadro basta para indicar los órdenes generales
de magnitud respecto de las dos primeras fechas, con bastante mayor
precisión respecto de 1801.
Según esas cifras, el comercio exterior abarcaba aproximadamen­
te una cuarta parte del total de las transacciones comerciales en efec­
tivo en torno a 1700. Esa cifra es superior al 15 por 100 que apoyan
Gregory King y Deane y Colé. Quizá sea demasiado elevada. Para
1770 la relación seguía siendo del mismo orden general de magnitud,
es decir, de aproximadamente el 20 por 100. Pero para 1801, la re­
lación se aproximaba a un 33 por 100. Parece haber poca duda de
que el comercio exterior estaba aumentando a mucha más velocidad
que la renta nacional en los dos últimos decenios del siglo XVIII;
Deane y Colé (1967: 309 a 311) estiman ese aumento en un 300
por 100. Los comentarios se refieren sólo a las primeras décadas del
siglo. La tendencia secular entre 1500 y hacia 1870 era que el co­
mercio exterior aumentaba a más velocidad que el ingreso nacional
en efectivo, pero eso se vio interrumpido o frenado en el período
de 1700 a 1770. Cualesquiera fuesen las tendencias exactas, la eco­
nomía internacional de Gran Bretaña era más reducida que la nacio­
nal en 1800, pero estaba empezando a alcanzarla.

CUADRO 14.6. E stimaciones d e renta nacional, com ercio ex terior y pob la­
ción, 1700-1801, Inglaterra y Gales y Gran B retaña

T ota l d e co m e r cio
ex terio r, es d ecir,
im p o rta cio n es m ás
R en ta n a cio n a l ex p ort. n a cio n a les P ob la ción
(en m illon es (en m illo n es (en m illon es
d e lib ra s) d e lib ra s) d e h a b ita n tes)

Inglaterra y Gales, 1700*.. 50 12 5,5


Inglaterra y Gales, 1770*.. 128 26,5 7,0
Gran Bretaña, 18Q1C.......... 232 70 10,0
* La cifra de la renta se basa en la estim ación de G regory King, correspondiente a 1688, de 48
m illones de libras; la cifra sobre com ercio exterior corresponde a la revisión de Deane y Colé»
1967 (p. 319), para incluir el coste de seguros y fletes de las im portaciones, de Schum peter, 1960;
la población es la evaluada por Eversley, 1967: 227.
b La cifra de la renta es la de A rthur Young; com ercio exterior, D eane y C o lé; población, Eversley.
c Las cifras de renta nacional y población son las que figuran en M itchell y D eane, 197t: 6, 366;
las de com ercio exterior figuran en Deane y Colé, levem ente aum entadas en proporción al incre­
mento de las cifras no revisadas de Schum peter entre 1800 y 1881 (que Deane y C olé no revisaron).
Esto no indica una decadencia del predominio económico del
Estado nacional frente a una economía transnacional. Deane y Colé
(1967: 86 a 88) aportan cifras sobre la distribución geográfica de los
mercados que revelan lo contrario. En 1700, más del 80 por 100 del
comercio de exportación y más del 60 por 100 del comercio de
importación se efectuaban con Europa, pero para 1797-1798 esas
cifras se habían reducido a poco más del 20 y el 25 por 100. La
explicación se debe en parte a un aumento del comercio con Irlanda,
la Isla de Man y las Islas del Canal de La Mancha. Estas figuraban
entre las estadísticas del comercio de ultramar, aunque evidentemen­
te formaban parte de la esfera interna de influencia británica. Pero
la mayor parte del aumento del comercio se produjo con las colonias
británicas de Norteamérica y de las Indias Occidentales. Esos mer­
cados estaban cerrados en gran medida a los competidores extranje­
ros. De hecho, el crecimiento de las colonias afectó a las pautas del
comercio británico a todo lo largo del siglo XVII. En 1699-1701,
aunque la lana y los paños seguían constituyendo las principales
exportaciones británicas (el 47 por 100 de éstas), habían disminuido
en comparación con el comercio de reexportación, que se realizaba
sobre todo en azúcar, tabaco y paño de calicó de las colonias britá­
nicas hacia Europa. Las leyes de navegación y el clima mercantilista
impedían que hubiera mucho comercio directo entre ambas partes.
Ahora esas mercaderías comprendían el 30 por 100 total de las im­
portaciones como de las exportaciones. A cambio, los ingleses ex­
portaban mercaderías manufacturadas a sus colonias y seguían im­
portando bienes suntuarios de sus principales rivales europeos (Da-
vis, 1969a). Esas tendencias se intensificaron en el siglo XVIII, y a
ellas se sumó otra nueva: la importanción de materias primas de los
márgenes septentrional y meridional de Europa, especialmente del
Báltico (Davis, 1969b).
Así, no podemos percibir sino una interdependencia transnacio­
nal limitada. La de Gran Bretaña abarcaba a las Islas Británicas, sus
colonias y, de forma más especializada, a los márgenes de Europa,
especialmente Escandinavia. No se extendía a las otras grandes po­
tencias europeas, con las cuales predominaba el comercio in ter-na­
cional. Este estaba cuidadosamente regulado por los Estados y con­
sistía fundamentalmente en la importación y la exportación directas
de mercaderías, en las cuales intervenía una pequeña parte de la
población, tanto en la producción como en el consumo. La Guerra
de la Independencia de los Estados Unidos administró una fuerte
sacudida a este conjunto de redes, pero resultó menos perjudicial de
lo que habían temido los británicos. Para 1800 los estadounidenses
se habían dado cuenta de que el libre cambio seguía rutas análogas
a las del comercio colonial anterior. Se mantuvieron dentro de la
esfera de influencia británica.
Las pautas comerciales de cada uno de los grandes Estados eran
diferentes. Pero la tendencia general era que la mayor parte del cre­
cimiento del comercio exterior se limitara a su propia esfera de in­
fluencia, aunque ahora ésta fuera de un extremo a otro del globo.
Estaba estableciéndose una serie segmentada de redes de interacción
económica, reforzada, como hemos visto, por presiones políticas,
militares e ideológicas. Entre los segmentos, el comercio tendía hacia
el bilateralismo: las importaciones y las exportaciones tendían a equi­
librarse y los déficit o los superávit se pagaban en metales preciosos
o en créditos bilaterales. Debería utilizarse un guión al hablar de lo
que suele denominarse auge del capitalismo «internacional» para des­
tacar que el capitalismo inter-nacional no era todavía transnacional.
Observemos más atentamente, pues, esta economía nacional. In­
cluso antes de 1700 era ante todo una economía predominantemente
en efectivo. Según Gregory King, en 1688 el 25 por 100 de la po­
blación empleada vivía en la economía casi totalmente en efectivo
del empleo no agrícola. Resulta imposible conocer con exactitud cuál
era la cantidad de moneda que fluía por el 75 por 100 restante en
la agricultura, pero prácticamente nadie seguía pagando toda su renta
en especie, ni recibiendo la casi totalidad de su salario en especie.
Las monedas que se intercambiaban llevaban acuñada la efigie del
rey (o de la reina) y podían circular libremente por el reino, aunque
no tanto fuera de éste.
En segundo lugar, existían pocos bloqueos políticos o de clase a
la libre circulación; no había peajes internos, pocas proscripciones
de la actividad económica por diferentes categorías adscriptivas de
personas y ninguna barrera considerable de condición social o de
clase. El único bloqueo considerable, las cualificaciones para las ac­
tividades políticas o económicas, era la propiedad misma. Cualquiera
que tuviese propiedades podía iniciar cualquier transacción comer­
cial, con las garantías de la legislación universal y del poder coerci­
tivo del Estado nacional. Ahora la propiedad se medía cuantitativa­
mente, por su valor efectivo, y estaba convertida en mercadería,
como era previsible en una economía capitalista. Así, to d o e l m u n d o
poseía propiedades (aunque en cantidades enormemente diferentes).
Aunque no poseyeran lo suficiente para votar o para actuar como
jurados, seguían estando en condición de participar como actores
separados en la economía.
Esas dos características no aseguraban que existiera efectivamente
un mercado nacional: las redes de interacción económica se iban
creando con gran lentitud, y a todo lo largo del siglo XVIII las re­
giones y las localidades solían estar mal integradas. Pero sí signifi­
caban que el crecimiento económico podía fluir libre y difusamente
por toda la nación, tanto geográfica como jerárquicamente, sin una
acción política autoritaria. No ocurría lo mismo en todos los países
en aquella época. Por eso, en Gran Bretaña, como unidad nacional,
el capitalismo estaba muy difundido, por igual y orgánicamente, en
toda su estructura social, antes de que empezara el crecimiento eco­
nómico masivo de fines del siglo XVIII.
Esto era muy importante, porque el crecimiento adoptó la forma
que había presentado reiteradas veces en la Europa medieval y de
principios de la Edad Moderna. Era agrícola, estaba básicamente
descentralizado y era difuso y «cuasi d em o crá tico» . Representaba la
auténtica praxis difundida por todos los circuitos nacionalcapitalistas
que se acaban de describir.
El crecimiento agrícola se disparó hacia 1700, quizá algo antes 14.
En el espacio de medio siglo, quizá algo más, duplicó el promedio
de excedente disponible del 25 por 100 a aproximadamente el 50
por 100 de los insumos totales. Ello probablemente permitió que se
rebajara la edad del matrimonio, aumentara la fecundidad y se re­
dujeran algo las tasas de mortalidad, y todavía permitió una mayor
capacidad. De manera que, aunque generó un crecimiento demográ­
fico, superó la capacidad de fecundidad. Así se rompió el ciclo mal-
thusiano (aunque se tropezó con dos fases difíciles a mediados y
finales del siglo). Entrañó aumentos de la productividad. Quizá el
más importante fuera la eliminación gradual de los barbechos. Las
tierras se podían utilizar en todas las estaciones si se rotaban cultivos
más variados, si se plantaban en sucesión cereales y hortalizas, cada
uno de los cuales utilizaba diferentes sustancias químicas o substra­
tos del suelo y algunos de los cuales tenían un efecto regenerador
en un suelo agotado por otros. Es la técnica que utilizan hoy día los

14 Los tres párrafos siguientes se basan especialmente en los trabajos de Deane y


Colé, 1967; Eversley, 1967; Jones, 1967, 1969; M cKeown, 1976, y W rigley y Scho-
field, 1981.
hortelanos. Por eso las relaciones de rendimientos minimizan las
mejoras introducidas en el siglo XVIII. Como los cultivos para fo­
rraje formaban parte del sistema de rotación, se podían criar más
animales, lo cual introducía una mejora calorífica y también aportaba
mejor abono para el suelo. Algunos de los cultivos eran resultado
de importaciones coloniales: nabos, patatas, zanahorias, coles, trigo
duro, lúpulo, colza, trébol y otras plantas forrajeras. Otras mejoras
se referían al mayor uso de la fuerza de tiro de los caballos (gracias
al forraje), a perfeccionamientos del arado y de la herradura y a un
mayor uso del hierro en ellos y a un mayor interés por la selección
de semillas y la ganadería.
Resulta difícil explicar por qué esas mejoras se produjeron en­
tonces y en Inglaterra. Sin embargo, es fácil ver lo que no entraña­
ron. No presuponían adelantos tecnológicos complejos, que no apa­
recieron hasta fines del siglo. No tenían que ver con la ciencia su­
perior, aunque también ésta iba desarrollándose. No presuponían
grandes cantidades de capital. No estaban encabezadas por las ciu­
dades ni las clases mercantiles. La encabezaron en el campo los
agricultores, algunos ricos y otros con posesiones relativamente
modestas, los grupos intermedios de la agricultura (Eversley los
califica a ellos y a sus socios no agrícolas de «las clases medias»),
pero eso tiene un matiz excesivo de clase. Y presuponían un
proletariado rural sin tierra, expulsado de sus tierras a lo largo de
varios siglos para trabajar como «jornaleros libres» para esos agri­
cultores.
El excedente que se generó así se difundió mucho en un gran
número de pequeñas cantidades. Había un límite a lo que podía
consumir las familias de los agricultores y sus gentes en alimentos
básicos (es decir, la elasticidad del consumo de alimentos en relación
al ingreso es baja). Así, quedaba disponible un excedente para inter­
cambiarlo por bienes de consumo doméstico más variados. Tres can­
didatos, disponibles en los pequeños talleres y las industrias de tra­
bajo a domicilio, eran el vestuario, los artículos de hierro y las mer­
caderías hechas con otros materiales, como la cerámica o el cuero,
que podían servir para la casa. La producción en masa de mercade­
rías baratas de los tres tipos se disparó. Inglaterra importó más del
doble de algodón en rama al año en el período de 1750 a 1760 que
en el período de 1698 a 1710. El consumo de hierro aumentó en más
de un 50 por 100 entre 1720 y 1760, en un momento en que la
necesidad industrial de hierro no aumentaba sino muy poco. Bairoch
(1973: 491) estima que sólo las herraduras representaban el 15
por 100 de la producción de hierro para 1760.
Ahí tenemos las causas probablemente próximas de la propia
Revolución Industrial: el impulso de sus tres industrias principales,
algodón, hierro y cerámica; el estímulo de su desarrollo, que después
se convirtió en la complejidad tecnológica y científica; la generación
de la energía de vapor; la intensidad de capital y el sistema fabril. A lo
largo del siglo XVIII, la economía de Gran Bretaña se convirtió en
una economía nacional: una red de interacción económica basada en
el hogar agrícola medio como unidad de producción y consumo, que
generó lenta, y después (a partir de 1780) rápidamente, un sector
industrial impulsado por su demanda y trabajado por sus proletarios
excedentes. Dejo la Revolución Industrial para el volumen II.
En este capítulo he mostrado la interpenetración de las bases
capitalista y nacional del industrialismo. El modo capitalista de pro­
ducción, como se definió antes, es una abstracción puramente eco­
nómica. El capitalismo de la vida real, la forma de economía que de
hecho triunfó durante algún tiempo en Europa y el mundo entero,
presuponía efectivamente y comportaba en sí mismo otras formas de
poder, especialmente de poder militar y político. Especialmente, ade­
más de la producción, el capitalismo comprendía mercados y clases,
Estados nacionales «orgánicos» que competían dentro de una civili­
zación multiestatal regulada diplomáticamente. Europa era una civi­
lización de multiactores de poder en la cual los principales actores
independientes eran los propietarios individuales y lo que yo he
denominado «naciones-clase». En el próximo capítulo continúo este
comentario en un marco histórico más amplio.

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Capítulo 15
CONCLUSIONES EUROPEAS: EXPLICACION
DEL DINAMISMO EUROPEO.
EL CAPITALISMO, LA CRISTIANDAD
Y LOS ESTADOS

En los tres capítulos que preceden he narrado esencialmente un


relato único. Se ha referido a la historia de una sola sociedad: «Eu­
ropa». También ha tenido dos temas centrales: en primer lugar,
¿cómo explicamos el dinamismo europeo? En segundo lugar, ¿cuáles
han sido las relaciones entre las organizaciones de poder políticas y
económicas, entre los Estados y el capitalismo, en ese proceso diná­
mico? Ahora podemos concluir nuestro comentario de ambos temas.

La dinám ica eu rop ea

A mediados del siglo XII Europa estaba formada por una fede­
ración múltiple y acéfala de aldeas, señoríos y pequeños Estados,
muy vinculados todos ellos por la pacificación normativa de la Cris­
tiandad. Ya era la civilización más inventiva en la agricultura desde
principios de la Edad del Hierro. Sin embargo, su dinamismo estaba
enterrado en el interior de redes intensivas de poder local. En tér­
minos extensivos y geopolíticos y militares Europa todavía no era
poderosa y el mundo exterior no tenía mucha conciencia de ella.
Para 1815 el dinamismo se había extendido explosivamente por el
mundo y era evidente que esta civilización concreta era la más po­
derosa, tanto intensiva como extensivamente, que se había visto en
el mundo. En los tres últimos capítulos se ha descrito y tratado de
explicar esta prolongada marcha hacia el poder. Se ha aducido que
la dinámica agrícola inicial en un marco de pacificación normativa
se enganchó a tres redes de poder más extensivas: 1) el capitalismo;
2) el Estado orgánico moderno, y 3) una civilización multiestatal
competitiva y regulada diplomáticamente en la cual estaba incrusta­
do el Estado.
La dinámica, al contrario que la Revolución Industrial en la que
culminó, no fue repentina, discontinua ni cualitativa. Fue un proceso
muy largo, acumulativo y a veces inconstante, pero sin embargo un
proceso más bien que un acontecimiento, que duró seis, siete o in­
cluso ocho siglos. En los tres últimos capítulos he tratado de expre­
sar sobre todo la continuidad esencial de la dinámica, desde unos
principios que no podemos fechar (pues están oscurecidos por la
Edad de las Tinieblas de los registros) y después por una fase cla­
ramente reconocible hacia 1150-1200, que continúa hasta 1760 y las
vísperas de la Revolución Industrial.
Esto revela inmediatamente que algunas explicaciones populares
basadas en factores de esa dinámica son sumamente limitadas. No se
debió fundamentalmente a la ciudad europea del siglo X II, ni a las
luchas de los siglos XIII y XIV entre campesinos y señores, ni a los
métodos contables capitalistas del siglo X IV, ni al Renacimiento de
los siglos XIV y XV, ni a la revolución en la navegación del siglo XV,
ni a las revoluciones científicas de los siglos XV a XVII, ni al protes­
tantismo del siglo XVI, ni al puritanismo del siglo XVII, ni a la agri­
cultura capitalista inglesa de los siglos XVII y X V III... y podría con­
tinuar la lista. Todos y cada uno de esos elementos son insuficientes
como explicación general del milagro europeo por una razón: em­
piezan dem asiado ta rd e en la historia.
De hecho, algunos de los más grandes teóricos sociales —Marx,
Sombart, Pirenne, Weber— han concentrado una parte importante
de sus esfuerzos en aspectos relativamente menores o tardíos de todo
el proceso y a menudo sus seguidores han ampliado esa tendencia.
Por ejemplo, en el caso de Weber ha ocurrido una concentración
ulterior extraordinaria en el papel del protestantismo y el puritanis­
mo, aunque se trata de contribuciones menores y tardías. Pero el
propio Weber destacaba el carácter muy general y prolongado de lo
que él calificaba de «proceso de racionalización», y también implicó
que en gran medida el puritanismo repetía el mensaje cristiano inicial
de salvación radical y racional. En esos respectos, se acercaba mucho
más a la verdad, al percibir un proceso histórico muy amplio y
calificar su unidad esencial de «inquietud racional». De hecho, esa
cualidad caracteriza todas las explicaciones basadas en un solo factor
que se acaba de mencionar. Pero, si todos son parecidos, lo que
queremos saber es la causa subyacente de su unidad.
Hay una cosa que parece estar clara: si hubo una unidad y una
causa, deben de haber existido ya para el momento en que se ini­
ciaron los acontecimientos que se acaban de enumerar. ¿Cuáles fue­
ron? Quizá debiéramos preguntar primero qué metodología utilizar
para llegar a una solución. Hay dos métodos en competencia.
El primero es el método comparativo, practicado extensivamente
por sociólogos, politólogos y economistas. En este caso, se trata de
encontrar similitudes y diferencias sistemáticas entre Europa, donde
se dio un milagro, y otras civilizaciones, inicialmente similares en
determinados respectos, donde no se dio. Ese fue el método emplea­
do clásicamente por Weber en sus estudios comparados sobre reli­
giones. Tal como lo interpreta Parsons (1968: cap. 25), Weber su­
puestamente demostró que mientras en términos económicos y po­
líticos China (y quizá la India) estaba igual de bien situada para
establecer el capitalismo, iba por detrás en espíritu religioso. El pu­
ritanismo en particular y el cristianismo en general fueron las causas
decisivas, dice Parsons. Sin embargo, es dudoso que Weber se pro­
pusiera realmente una explicación tan burda. Es mucho más proba­
ble que tuviera conciencia de lo que voy a decir a continuación.
Veamos explicaciones más modernas de por qué en China no se
dio un milagro comparable. Deberíamos observar en primer lugar
que algunos sinólogos rechazan la comparación en sí por conside­
rarla falsa. La China imperial, dicen, sí que tuvo por lo menos un
período de desarrollo social y económico prolongado, en la dinastía
Sung del norte, hacia el 1000-1100 d.C. Fue un «semimilagro», abor­
tado al final, pero quizá repetible con un resultado diferente en al­
gún período histórico ulterior, si a China se la hubiera dejado avan­
zar por su cuenta. Pero la mayor parte de los sinólogos consideran
que China había institucionalizado el estancamiento y los «ciclos
dinásticos» imperiales, en lugar del dinamismo, para el 1200 aproxi­
madamente. Por desgracia, dan por lo menos cuatro explicaciones
distintas y plausibles: 1) la ecología y la economía de células repe­
tidas incesantemente de cultivo del arroz obstaculizó la división del
trabajo, el intercambio de mercaderías a grandes distancias y el de­
sarrollo de ciudades autónomas. 2) El Estado despótico imperial re­
primió el cambio social, especialmente al prohibir el libre cambio y
establecer impuestos excesivos sobre la corriente visible de merca­
derías. 3) La hegemonía geopolítica del Estado imperial significaba
que no había una competencia multiestatal, de forma que no se per­
mitió la entrada de fuerzas dinámicas en los territorios chinos. 4) El
espíritu de la cultura y la religión chinas (según Weber) hicieron
hincapié desde muy temprano en las virtudes del orden, el confor­
mismo y la tradición (véanse críticas en Elvin, 1973, y Hall, 1985).
Todas esas explicaciones son plausibles. Es probable que todas
las fuerzas que se identifican en ellas interviniesen y se interrelacio-
naran y que la causalidad fuera sumamente compleja. El problema
es que se han sugerido cuatro fuerzas contribuyentes plausibles y
que Europa es diferente de todas ellas. La ecología de Europa no
estaba dominada por el arroz y era muy variada; sus Estados eran
débiles; era una civilización multiestatal y su religión y su cultura
expresaban el espíritu de la inquietud racional. No tenemos medios
de saber por comparación cuál de esas fuerzas, sola o combinada
con otras, estableció la diferencia crucial, porque no podemos va­
riarlas.
Entonces, ¿podemos reunir otros casos de civilizaciones que po­
seen combinaciones diversas de esas fuerzas a fin de obtener la am­
plitud adecuada en nuestra variable crucial? Por desgracia, no. Vea­
mos por un momento un caso adicional obvio: la civilización islá­
mica. ¿Por qué no ocurrió allí el milagro? Las obras sobre esta cues­
tión son igual de complejas y de polémicas. Y, naturalmente, tienden
a ocuparse de diferentes configuraciones de fuerzas. Un rasgo dis­
tintivo del Islam ha sido el tribualismo; otro, que el fundamentalis-
mo religioso se repite siempre con fuerza, por lo general a partir de
una base tribual y desértica. Así, una de las explicaciones más plau­
sibles del estancamiento del Islam es la de Aben Jaldún y Ernest
Gellner: hubo un combate cíclico interminable entre habitantes de
ciudades/comerciantes/estudiosos/Estados, por una parte, y, por la
otra, las gentes de las tribus rurales/profetas. Ninguno de esos gru­
pos ha logrado mantener una dirección constante de desarrollo social
(véase Gellner, 1981). Pero, ¿en qué otras civilizaciones podemos
variar esa configuración? Es única del Islam. Hay más fuerzas y
configuraciones pertinentes de fuerzas que casos. Europa, China, la
India, el Japón, el Islam... ¿no hay más casos en los que se pueda
formular la pregunta general de forma pertinente? Como cada uno
de ellos difiere en muchos respectos de todos los demás, no hay
posibilidad de utilizar el método comparado de la forma que Parsons
atribuye a Weber.
De hecho, existe otra dificultad. Ninguno de esos casos fue au­
tónomo. El Islam estuvo en contacto con todos ellos y las influen­
cias se transmitían constantemente de los unos a los otros. El Islam
y Europa se combatieron ásperamente y durante mucho tiempo, y
no sólo se influyeron mucho mutuamente, sino que además dejaron
que una cierta parte de la historia mundial se decidiera por la fortuna
de la guerra. Veamos el agudo y malévolo comentario de Gellner
sobre todo el debate acerca del milagro europeo:
Me gustaría imaginar lo que habría ocurrido si los árabes hubieran triunfado
en Poitiers y hubieran seguido adelante e islamizado Europa. Sin duda es­
taríamos todos admirando La Etica Ja reyita y e l Espíritu d el Capitalismo,
de Ibn Weber, que demostraría de forma concluyente cómo la única forma
de que surgieran el espíritu racional moderno y su expresión en los negocios
y en la organización burocrática era como consecuencia del puritanismo
neojareyita en el norte de Europa. En particular, la obra demostraría cómo
la racionalidad económica y de organización moderna no podría haber sur­
gido jamás si Europa hubiera seguido siendo cristiana, dada la inveterada
tendencia de esa fe a una visión del mundo barroca, manipuladora, plagada
de clientelismo, cuasi animista y desordenada. [1981: 7.]

El método comparado no brinda ninguna solución a esos pro­


blemas, y no porque tenga defectos lógicos ni epistemológicos, sino
porque, al tratar de los problemas, sencillamente no disponemos de
suficientes casos autónomos y análogos. Enfrentados con la realidad
empírica, hemos de volvernos pragmáticamente al segundo método,
el de la narración histórica minuciosa, tratando de establecer «qué
sucedió después» para ver si da la «sensación» de una pauta, de un
proceso, o de una serie de accidentes y contingencias. En este caso
seguimos necesitando conceptos y teorías amplios, pero explícitos,
acerca de cómo funcionan generalmente las sociedades y de cómo se
comportan los seres humanos, pero los empleamos en una narración
histórica, en busca de continuidades o conjeturas, de pautas o de
accidentes. Mi método principal ha sido el de la sociología histórica,
no la comparada. ¿Qué puede establecer y qué es lo que ha estable­
cido ?
A lo largo de este volumen nos hemos encontrado reiteradamen­
te con una objeción importante a la concepción del cambio social
como sistémico, como generado internamente por las tensiones, las
contradicciones y las energías creativas de las pautas de una sociedad
dada. Consiste en que las fuentes del cambio son geográfica y so­
cialmente «promiscuas»: no dimanan todas del interior del espacio
social y territorial de la sociedad de que se trate. Muchas lo penetran
mediante la influencia de las relaciones geopolíticas entre Estados;
mas todavía fluyen intersticial o transnacionalmente por los Estados,
sin tener en cuenta las fronteras. Esas fuentes de cambio se ven
intensificadas en el caso del desarrollo social. Pues aquí no nos ocu­
pamos de la historia continua de un territorio dado, sino de la his­
toria de las «puntas de lanza» de sociedades y civilizaciones pode­
rosas, dondequiera que se hallen esas puntas más avanzadas del po­
der. En Europa, la vanguardia se desplazó hacia el norte y el oeste
a lo largo de los tres capítulos anteriores, desde Italia por los pasillos
centrales hasta los Estados territoriales del noroeste y con el tiempo
hasta Gran Bretaña.
De modo que si aspiramos a localizar una pauta de la dinámica,
ésta debe tener en cuenta dos complicaciones: los cambios geográ­
ficos de la dinámica central y las relaciones exteriores y quizá co-
yunturales con el mundo no europeo *. Para la mayor parte de nues­
tra narración, las segundas significan en gran parte que se han de
tener en cuenta las influencias internacionales y transnacionales que
dimanaban del Islam. Algunas de ellas serán sin duda accidentales
desde el punto de vista de la propia Europa, y nuestra conclusión
será mixta. Tendré en cuenta esas dos complicaciones por turno.
Primero trato de los aspectos «internos» de la dinámica europea,
teniendo en cuenta sus desplazamientos hacia el noroeste, pero pa­
sando por alto la presencia del Islam. Después pasó al Islam.
Permítaseme empezar con la clara pauta del capítulo 12, que exis­
tía, especialmente en el oeste, ya en 1155. Contenía varias redes
dispares de poder cuyas interacciones fomentaban el desarrollo so­
cial y económico. Había pequeñas aldeas campesinas esparcidas en­
tre los señoríos, que al mismo tiempo penetraban en los suelos hú­
medos y los avenaban, aumentando los rendimientos agrícolas muy
por encima de nada jamás conocido en una zona tan extensa. Pero
esos grupos también necesitaban condiciones de poder más extensi-

1 A l tratar de estos problemas, reconozco la influencia de una obra pionera de


M cN eill, The Shape o f European H istory (1974).
vo. Dependían del intercambio de mercaderías a gran distancia, en
el cual el líder era otra zona geográfica, la de la costa norte del
Mediterráneo. Dependían de un reconocimiento general de las nor­
mas relativas a los derechos de propiedad y al libre cambio. Esas
normas estaban garantizadas por una mezcla de privilegios y cos­
tumbres locales, algo de regulación judicial por unos Estados débi­
les, pero sobre todo por la identidad social común que aportaba la
Europa cristiana. Se trataba de una civilización, pero en su seno
ninguna región, forma de economía, Estado, clase o secta podía im­
poner su dominación totalmente a las demás. Era esencialmente una
civilización com p etitiva —la competencia prosperaba dentro de los
límites del Estado, entre Estados y por encima de las fronteras es­
tatales—, pero la competencia estaba regulada normativamente. La
combinación de diversidad social y ecológica y de competencia con
la pacificación normativa llevó a ese expansionismo y esa inventiva
controlados que tan bien expresa la etiqueta weberiana de «inquietud
racional». Como veremos en el próximo capítulo, las «civilizaciones
de múltiples actores del poder» han constituido una de las dos fuen­
tes principales de desarrollo del poder social.
El dinamismo europeo era sistémico. Primero caracterizó a Eu­
ropa como un todo, y de hecho integró sus diversidades en una
civilización. Naturalmente, las fuerzas que fueron apareciendo en la
Europa nordoccidental y en las que me he concentrado diferían con­
siderablemente de las de la Europa mediterránea o la central. Pero
el mismo espíritu impregnaba al continente. Así, los cambios geo­
gráficos del dinamismo, de hecho presuponían su unidad. En segun­
do lugar, formaba una pauta, porque duró mucho tiempo, superan­
do crisis demográficas y económicas, derrotas militares a manos del
Islam, cismas religiosos y tentativas internas de hegemonía geopolí­
tica imperial. Su ubicuidad frente a tantos desafíos revela que era
sistémico.
Pero si pasamos a explicar sus orígenes, las cosas ya no parecen
tan sistemáticas. Pues cuando identificamos los diversos componen­
tes de esta estructura del siglo XII vemos que sus orígenes se en­
cuentran en una gran diversidad de épocas y lugares. Es algo que
podemos simplificar en parte. El cultivo por parcelas y las comuni­
dades aldeanas descendían fundamentalmente de los bárbaros ger­
mánicos; los señoríos y las grandes rutas comerciales, en su mayor
parte del mundo romano tardío. Muchas prácticas económicas, mi­
litares y políticas fusionaban esas dos tradiciones de forma recono­
cible. Así, puede resultar provechoso interpretar esa pauta medieval,
quizá «feudal», como la fusión de dos pautas anteriores, la germá­
nica y la romana. Anderson (1974), por ejemplo, utiliza el término
m o d o d e p ro d u cción en un sentido tan amplio que podemos convenir
con él cuando dice que el «modo feudal de producción» fusionaba
el «modo tribual germánico» con el «modo antiguo». Pero incluso
esto supone un pauta excesiva en lo que sucedió. No vale para tratar
de otros tipos de contribución regional a la pauta final: por ejemplo,
los insumos claramente escandinavos de comercio marítimo, técnicas
de navegación y pequeños reinos guerreros cohesivos. Además, hace
que el cristianismo encaje con demasiada facilidad en esa pauta como
transmisor, por conducto de Roma, del «legado clásico». Pero aun­
que el cristianismo había llegado por conducto de Roma, lo que traía
esencialmente era la influencia del Mediterráneo oriental y del Cer­
cano Oriente: de Grecia, de Persia, del helenismo y el judaismo.
Resultó ser claramente atractivo para los campesinos, los comercian­
tes y los reyezuelos de toda Europa, y por eso más adelante su
influencia transcendió los límites del Imperio Romano. Aunque las
estructuras de poder de Roma constituyen un contexto esencial para
comprender, por ejemplo, los orígenes del señorío, y las de Alema­
nia para comprender el vasallaje, los orígenes del cristianismo eran
un tanto intersticiales respecto de ambas cosas. Sus capacidades de
reorganización no se limitaban a producir una fusión entre lo romá­
nico y lo germánico.
Además, si penetramos más a fondo en esas «pautas» germánicas
o romanas, vemos que no son tan cohesivas, pues ellas mismas es­
taban formadas por influencias de diferentes lugares y épocas. Por
ejemplo, en capítulos históricos precedentes, he seguido el crecimien­
to gradual de la agricultura campesina de la Edad del Hierro a lo
largo de espectro temporal muy dilatado. Fue incrementando cons­
tantemente tanto el poder económico de los cultivadores campesinos
de suelos húmedos como el poderío militar del soldado de infantería
campesino. Las dos cosas iban de la mano. Se desplazaron al norte
por encima de la frontera romana hacia Alemania durante el princi­
pado romano y volvieron juntas en forma de las invasiones germá­
nicas. Pero después se separaron. La tendencia económica continuó
y el poder económico siguió desplazándose lentamente al noroeste
y hacia el agricultor intermedio. Pero la tendencia militar se invirtió,
a medida que las condiciones de la guerra defensiva contra los bár­
baros no germánicos, y los modelos orientales disponibles de caba-
Hería pesada permitían a los caballeros nobles elevarse por encima
del campesinado libre. El feudalismo franco, en muchos sentidos
prototípico del feudalismo ulterior, era, en consecuencia, una mezcla
de la evolución antiquísima y muy arraigada de la sociedad campe­
sina «europea» y de la novísima, la oportunista, la «no europea».
Por todos esos motivos, resulta difícil evitar la conclusión de que
los o rígen es del milagro europeo fueron una serie gigantesca de coin­
cidencias. Muchas vías causales, algunas a largo plazo y constantes,
otras recientes y repentinas, otras antiguas pero con un crecimiento
histórico discontinuo (como la alfabetización), procedentes de todas
las civilizaciones europeas, del Cercano Oriente e incluso del Asia
central, se unieron en un lugar y un momento determinados para
crear algo desusado. Y, después de todo, así es como he tratado
anteriormente los orígenes de la civilización misma (en los capítu­
los 3 y 4) y también el dinamismo de Grecia (en el capítulo 7).
Es cierto que podemos irrumpir razonablemente en esta comple­
ja cadena de coincidencias y generalizar con una exactitud aceptable.
Pero nuestras generalizaciones no pueden referirse a «sistemas so­
ciales». La sociedad «medieval» o «feudal» no fue resultado del di­
namismo ni las contradicciones de un sistema social anterior, de una
«formación social», un «modo de producción», o cualquiera sea el
término unitario que se prefiera. Tampoco fue el resultado de la
fusión de más de uno de esos sistemas sociales. Mi tema constante
ha sido que las sociedades no son unitarias. Por el contrario, abarcan
múltiples redes de poder que se superponen. Ninguna de ellas puede
controlar ni sistematizar totalmente la vida social como un todo,
pero cada una puede controlar y reorganizar determinadas partes de
ella.
En particular, no se puede interpretar el milagro europeo como
«la transición del feudalismo al capitalismo», como hace la tradición
marxista. Ya hemo visto que feudalismo, capitalismo y sus modos
de producción respectivos no son más que tipos ideales útiles. Con
ellos podemos organizar y explicar algunas de las diversas influencias
empíricas en el desarrollo europeo, pero no podemos obtener una
explicación satisfactoria del desarrollo europeo exclusivamente a par­
tir de ellos. Para esa tarea necesitamos combinar esos tipos ideales
económicos con tipos ideales derivados de las otras fuentes del poder
social, la ideológica, la militar y la política.
Así, nuestras generalizaciones en este caso se refieren a la forma
en que se unieron diversas redes de poder, que organizaron esferas
diferentes pero superpuestas de la vida social y de los territorios
europeos, lo cual creó un suelo especialmente fértil para la creativi­
dad social. Permítaseme dar un ejemplo de las cuatro redes princi­
pales de poder que actuaban en este caso.
En primer lugar, la Cristiandad, que era fundamentalmente una
red ideológica de poder, salió de una base urbana del Mediterráneo
oriental para convertir, reorganizar e incluso crear el continente de
«Europa». Su pacificación normativa regulaba mínimamente las lu­
chas de las demás redes, menos extensivas, y sus visiones, semirra-
cionales, semiapocalípticas, de la salvación aportaron gran parte de
la motivación psicológica de esa creatividad terrenal. Sin esa reorga­
nización ecuménica, ni los mercados ni la posesión de propiedades
ni la «inquietud racional» habrían prosperado tanto en esos territo­
rios.
En segundo lugar, dentro de la ecu m en e los pequeños Estados
añadieron algo de regulación judicial y de confirmación de las cos­
tumbres y los privilegios. Su reorganización, de ámbito y extensión
más limitados, variaba en las distintas partes de Europa. Por lo ge­
neral, los Estados combinaban las pretensiones romanas (de dignitas
imperial o urbana) con las tradiciones tribuales germánicas o escan­
dinavas y con estructuras que en sí mismas se habían visto reorga­
nizadas hacía poco por exigencias militares (séquitos montados con
armaduras, castillos, vasallaje, un aumento de la expropiación del
campesinado, etc.).
En tercer lugar, las redes militares de poder se superponían al
Estado medieval inicial y le aportaban gran parte de su dinámica
específica. Las condiciones de la guerra defensiva local desarrollaron
la mesnada feudal en algunas partes y la milicia urbana en otras.
Según las circunstancias locales, eso fomentaba las monarquías feu­
dales o las comunas urbanas, con todo género de principados mixtos
en el medio. Esa dinámica militar contribuyó mucho a la reorgani­
zación de las relaciones de clase. Intensificó la estratificación social,
subordinó más al campesinado y a menudo mezcló sus parcelas de
tierra con el señorío. El aumento de la extracción de excedentes a
costa del campesinado permitió a los señores comerciar en más mer­
caderías y ello intensificó las relaciones rurales-urbanas, así como las
relaciones entre el norte, el oeste y el Mediterráneo.
En cuarto lugar, las redes de poder económico eran múltiples,
pero tenían unas relaciones muy estrechas. Las relaciones locales de
producción variaban según la ecología, la tradición y el impacto de
todas las redes mencionadas más arriba. En el noroeste he identifi­
cado dos unidades principales y a menudo interdependientes, la al­
dea y el señorío. El excedente que comerciaban entre sí era suficiente
para vincular la aldea y el señorío con redes comerciales mucho más
extensivas, especialmente las que existían entre el norte y el sur.
Fomentaban el desarrollo de los corredores entre el norte y el sur
a lo largo de los territorios centrales y de gran parte de Italia, como
forma bastante diferente de sociedad. En ellos, tanto los pequeños
príncipes como los obispos, los abades, las comunas y las oligarquías
mercantiles aportaban formas menos territorializadas de integración
entre la ciudad y el campo, entre la producción y el intercambio.
Desde muy temprano, desde antes de que comiencen nuestros regis­
tros, las formas embrionarias de esas redes de poder económico da­
ban muestras de un dinamismo extraordinario, especialmente por lo
que respectaba a la productividad agrícola en el noroeste.
Esas cuatro redes principales de poder reorganizaron diversas
esferas y ámbitos geográficos de la vida social en la Alta Edad Me­
dia. Como cabe advertir incluso por este breve examen, sus interre-
laciones eran complejas. Si se aplican a esta era, consisten a medias
en tipos ideales y a medias en una especialización social real. He
destacado a una, la Cristiandad, como n ecesa ria para todo lo que
siguió. Las demás también hicieron una contribución considerable a
la dinámica consiguiente, pero otra cosa muy distinta es que fueran
«necesarias». ¿Podrían haber sido sustituidas por otras configuracio­
nes de redes de poder sin retribuir la dinámica?
Resulta especialmente difícil responder a esta pregunta debido a
la evolución histórica de la dinámica. Cada red de poder tendía a
hacer una contribución distintiva a su reorganización según los pe­
ríodos. Pero cada una se estaba viendo reorganizada constantemente
por las otras. En el capítulo 12 he caracterizado una fase relativa­
mente intensiva de la dinámica en la cual los actores de poder loca­
les, sobre todo señores y campesinos, mejoraron su agricultura en
el seno de la pacificación normativa de la Cristiandad. En esta fase,
los Estados aportaban poco. Pero más tarde la lógica de la batalla
introdujo claros impulsos militares-fiscales a los poderes del Estado.
Esto coincidió con una expansión del comercio. La combinación par­
ticular de esas redes de poder político-militares y económicas llevó
después a que los Estados asumieran un papel más general. Ello
abarcó la secularización de espacios geopolíticos en una civilización
multiestatal de pleno derecho y regulada diplomáticamente. Enton­
ces, la competencia regulada entre esos Estados se convirtió en una
parte nueva de la dinámica europea, junto con las formas más tra­
dicionales de competencia entre actores económicos, clases y grupos
religiosos. Cuando la importancia de estos últimos se derrumbó a
partir del siglo XVII aproximadamente, la dinámica continuó, pero
tuvo diferentes componentes en diferentes períodos.
Una segunda complicación es resultado de las variaciones geo­
gráficas en la dinámica. Las diferentes partes de Europa hicieron
contribuciones de reorganización en épocas diferentes. Es algo que
revela muy bien la lista de teorías de «factor único» que mencioné
antes. Algunas proceden de Italia, otras de Francia, los Países Bajos
o Inglaterra. De hecho, si alargamos la lista para incluir todos los
factores que parecen haber impulsado a Europa, la pauta geográfica
de la dinámica se hace muy compleja.
Este es el momento en que debemos ampliar nuestro enfoque
para hablar del Islam. Europa tomó algunas cosas del Islam, aunque
todavía se sigue discutiendo exactamente cuáles. Todavía no está
claro que sus préstamos —parece que sobre todo la recuperación de
la erudición clásica por conducto de intermediarios islámicos— hi­
cieran una aportación crítica al desarrollo de Europa. Pero la nece­
sidad de la defensa militar es otra cuestión. No habría existido una
dinámica eu ropea, ni quizá una dinámica sostenida en absoluto si el
Islam o los mongoles hubieran conquistado todo el continente, o
incluso la mitad. La defensa se puede examinar sistemáticamente.
A primera vista, la defensa no parece seguir una pauta. Primero
se centró en reinos como el de los francos, después en partidas de
normandos que cruzaban toda Europa para combatir y que funda­
ron sus reinos mediterráneos. Después se vieron ayudados en el
período de las Cruzadas por algunos de los grandes monarcas de la
época, franceses, alemanes e ingleses. Luego, con la decadencia y la
caída de Bizancio, los caballeros borgoñones y franceses hicieron
breves incursiones, aunque ahora quienes sentían la mayor presión
islámica eran Venecia, Génova y los reinos eslavos. Después, la pre­
sión la soportaron Austria y España. El giro final, junto a las puertas
de Viena, en 1683, se dio bajo la jefatura de un rey polaco. Parece
que tod os participaron en la defensa de Europa. Dicho en otros
términos, una variedad enorme de estructuras sociales existentes en
toda Europa protegieron a la dinámica mediante sus organizaciones
de poder militar.
Mediante este ejemplo podemos percibir tanto la contingencia
como la pauta de los cambios históricos y geográficos. Los factores
contingentes fueron importantes porque los períodos de presión del
Islam eran fundamentalmente resultados de factores internos del pro­
pio Islam o que dimanaban de la periferia oriental de Europa, que
solía contribuir poco directa y positivamente a la dinámica europea.
Algunas contingencias tenían repercusiones inmensas. Cuando los
turcos tomaron Constantinopla y cerraron el Mediterráneo oriental,
cambiaron el equilibrio europeo del poder. El comercio de las po­
tencias mediterráneas centrales decayó al mismo tiempo que aumen­
taban sus compromisos militares. Las potencias atlánticas aprovecha­
ron la oportunidad y el Occidente pasó a predominar. Fue, en cierto
sentido, un accidente de importancia histórica mundial.
Pero, en otro sentido, el cambio de poder fue parte de una deriva
a largo plazo hacia el oeste y el noroeste. Se trata de algo que hemos
visto ocurrir a lo largo de prácticamente todo este volumen y en
consecuencia es tema más idóneo para el último capítulo, que es el
próximo. Pero ahora debemos recordarlo, de forma que no inter­
pretemos como accidente local algo que quizá sea parte de una pau­
ta. La presión islámica y sus consecuencias geopolíticas no fueron
totalmente accidentales. En la mayor parte de los períodos históricos
la «punta de lanza» de la civilización, del poder colectivo, ha hallado
dificultades para la expansión hacia el este. Ha estado empeñada en
una batalla defensiva, perdiéndola a veces, contra vecinos orientales
agresivos. Alejandro Magno fue el único que invirtió esa corriente
normal, al expansionar la civilización helénica hacia el oriente. Roma
lo consolidó, pero no lo pudo llevar más al este.
En Europa hubo dos procesos geopolíticos coherentes con la
norma histórica. Primero Europa quedó bloqueada hacia el este.
Nunca amenazó ni remotamente con superar al Islam en sus terri­
torios centrales, ni a los hunos, los mongoles o los tártaros en sus
estepas. Si Europa iba a expansionarse no sería hacia el este, y la
ecología y el clima aseguraban que tampoco sería hacia el norte ni
el sur. En segundo lugar, era muy probable que si las partes orien­
tales de esta civilización, fueran o no su «punta de lanza», lograban
soportar con éxito la presión, al hacerlo quedarían agotadas. Tras
Poitiersy el Lechfeld, y desde luego a partir del siglo XIII, Europa
Central y occidental estaban a salvo. Pero a la larga los reinos de
Europa oriental, Bizancio, los aventureros normandos, Venecia, Gé-
nova y España consagrarían tantos de sus recursos a ese combate
improductivo que era improbable que hicieran una contribución po­
sitiva continuada a la dinámica europea. Hasta mucho después, cuan­
do cambiara la marea, no podrían Austria y (de manera más espec­
tacular) Rusia beneficiarse de la lucha contra el Islam y los tártaros.
Ahora bien, esto no dice nada acerca de si la punta de lanza iba
a seguir avanzando más hacia el oeste. Para que ocurriese eso hacía
falta un conjunto completamente distinto de condiciones. También
hacían falta potencialidades de poder en el Occidente, de forma que
quienes miraban al occidente, o quienes ocupaban las marcas occi­
dentales, pudieran explotarlas. Q uerrían hacerlo, porque todas las
demás direcciones estaban bloqueadas. Pero el que p u d iera n hacerlo
dependía totalmente de lo que hubiera allí y se pudiera explotar.
Obsérvese que ahora he invertido lo que estaba en la pauta y lo que
era contingente. Tenemos dos mitades de una explicación coyuntural
general. Desde el punto de vista de cada una de ellas, la otra era
contingente. Desde el punto de vista de Europa occidental, la lucha
de la oriental con el Islam era accidental (y una suerte). Desde el
punto de vista de la oriental, las oportunidades de la occidental eran
accidentales (y en gran medida una mala suerte).
Las oportunidades del Occidente llegaron de dos formas princi­
pales. Primero fueron las oportunidades agrícolas que brindaron unos
suelos más hondos, más húmedos, más fértiles, y una estructura
social local (descrita supra) que permitía explotarlos. Esas oportuni­
dades empezaron en la Alta Edad Media y continuaron intermiten­
temente hasta la «revolución agrícola» del siglo XVIII. En segundo
lugar figuraron las oportunidades de navegación que brindaban las
costas del Atlántico y del Báltico y unas estructuras sociales locales
adecuadas. Esas oportunidades se explotaron en dos fases distintas:
la expansión vikingo-normanda inicial y la expansión del siglo XV
al XVIII de los Estados cohesivos (es decir, «coordinadores» y «or­
gánicos») de tamaño intermedio y ribereños, desde Suecia hasta Por­
tugal. Me he centrado en esta última fase, particularmente en la for­
ma de sistemas de Estados y de multiestados adecuados para explo­
tar esas oportunidades (y que resumo en la siguiente sección).
Al final de todos esos procesos existía un Estado insular orgáni­
co, de tamaño intermedio, de suelos húmedos, perfectamente situado
para despegar: Gran Bretaña. ¿Fue un accidente o una pauta macro-
histórica? La respuesta general no está clara.
La dinámica europea fue la conjunción accidental de dos macro-
pautas, muy anteriores a la experiencia medieval de Europa, que
actuaron sobre las redes de poder, únicas pero con pautas internas,
de Europa. Esas dos macropautas eran el bloqueo político hacia el
este y las oportunidades agrícolas y comerciales hacia el oeste. La
primera pauta fue llevada al período medieval y a los inicios del
moderno por el Islam y, en menor medida, por los imperios mongol
y tártaro, la estructura y el poder de los cuales quedan fuera del
ámbito de este volumen. De la segunda pauta y de su impacto en la
Europa medieval se ha tratado plenamente en los tres capítulos an­
teriores. En la época medieval, las oportunidades agrícolas y de na­
vegación eran explotables por un conjunto históricamente coyuntu-
ral, pero internamente configurado, de redes superpuestas de poder.
Eran las siguientes: 1) la pacificación normativa de la Cristiandad,
después sustituida en gran parte por una civilización multiestatal
regulada diplomáticamente; 2) unos Estados políticos pequeños y
débiles cuyas facultades de coordinación y orgánicas fueron en au­
mento, centralizados y territoriales, pero que nunca fueron hegemó-
nicos interna ni geopolíticamente, y 3) una multiplicidad de redes
de poder económico local, parcialmente autónomas y competitivas
—comunidades campesinas, señores, ciudades y gremios de comer­
ciantes y artesanos— cuya competencia se fue asentando gradual­
mente en ese conjunto único, universal y difuso de relaciones de
poder de propiedad privada al que llamamos capitalismo. Para 1477
esas redes de poder estaban evolucionando hacia su forma más sen­
cilla y moderna: una civilización multiestatal y capitalista de cuya
composición interna nos ocuparemos dentro de un momento. Esa
conjunción de procesos que parcialmente siguieron una pauta y de
accidentes parcialmente históricos es lo más que nos podemos apro­
ximar a una teoría general de la dinámica europea si utilizamos for­
mas históricas de explicación. La ausencia de casos comparables hace
que sea imposible que nos aproximemos mucho más utilizando el
método comparado.

El capitalism o y los Estados

El segundo tema central, especialmente de los dos últimos capí­


tulos, ha sido un análisis de las interrelaciones y de los pesos rela­
tivos del capitalismo y del Estado al influir en ese importantísimo
proceso del desarrollo europeo. He expuesto el argumento de forma
singular, al ampliar una metodología utilizada anteriormente en el
capítulo 9, un estudio cuantitativo de las finanzas estatales, y cen­
trarme en el caso de Inglaterra/Gran Bretaña. Los registros fiscales
supervivientes nos permiten percibir claramente la función del Esta­
do inglés durante este período y la función de los Estados más en
general en el auge del capitalismo europeo y de la civilización euro­
pea. Así pues, empecemos por resumir las funciones del Estado in­
glés tal como las revela meramente el registro fiscal.
Simplemente por un análisis de las finanzas estatales, las funcio­
nes del Estado parecen ser abrumadoramente militares y geopolíti­
cas, en lugar de económicas y domésticas. Durante más de siete
siglos, entre el 70 y el 90 por 100 de sus recursos financieros se
desplegaron casi constantemente en la adquisición y el empleo de
fuerza militar. Y aunque esa fuerza también podía emplearse para la
represión interna, la cronología de su desarrollo ha estado determi­
nada casi totalmente por la incidencia y el carácter de las guerras
internacionales.
Durante varios siglos el Estado no creció sino de forma intermi­
tente muy gradual, pero cada crecimiento real fue resultado de acon­
tecimientos bélicos. De hecho, la mayor parte de su crecimiento
financiero aparente antes del siglo XVII se debió a la inflación y
desaparece cuando examinamos las finanzas a precios constantes.
Pero en los siglos XVII y XVIII las dimensiones financieras reales del
Estado crecieron rápidamente. Hasta entonces, era diminuto en pro­
porción a los recursos de la economía, y marginal respecto a la vida
de la mayor parte de sus habitantes. Para 1815 —naturalmente, un
año de gran guerra— influía mucho en la sociedad civil. Había lle­
gado el «Estado moderno», el producto de lo que a veces se deno­
mina la Revolución Militar: los ejércitos y las marinas profesionales
y permanentes. Incluso en 1815 sus funciones públicas civiles no
eran apreciables en términos financieros.
Esto no significa propugnar un determinismo militar. El carácter
de la tecnología militar guarda estrecha relación con la forma general
de la vida social y en particular con el modo de producción econó­
mica. Los objetivos de la guerra también pasaron a ser más econó­
micos en un sentido moderno, a medida que la expansión económica
europea se entrelazaba más con la conquista militar y la retención
de mercados además de territorios. Pero, sin embargo, los Estados
y la civilización multiestatal se desarrollaron fundamentalmente en
respuesta a las presiones que dimanaban de las esferas geopolítica y
militar. Así, las teorías que asignan como principal función del Es­
tado la regulación de su «sociedad civil» interna —tanto si ésta se
considera en términos funcionales como en los marxistas de lucha
de clases— parecen sim plistas. Efectivamente, todos los Estados po­
seen esas funciones, pero, en este terreno geográfico e histórico con­
creto, parece que desde la perspectiva de los costes financieros fue­
ron en gran parte derivadas de su papel geopolítico.
Sin embargo, este argumento es simplista. Se basa únicamente en
las finanzas y, en consecuencia, tiende a subestimar funciones que
eran relativamente baratas, pero que se pueden considerar importan­
tes en otros sentidos. El otro aspecto importante del auge del Estado
moderno fue su monopolización de los poderes judiciales, limitados
en un principio a fallar en las disputas relativas a costumbres y pri­
vilegios, y ampliados después a la legislación activa. Esto no costó
mucho, porque en esta función el Estado estaba en gran medida
coordinando las actividades de grupos poderosos en la «sociedad
civil». Durante la Baja Edad Media esos grupos tenían poderes con­
siderables en sus propias localidades provinciales (como había ocu­
rrido siempre en las sociedades históricas extensivas) y a veces tam­
bién poseían una organización nacional que se parecía a la del seño­
río. Pero, debido a una combinación de motivos económicos y mili­
tares, la coordinación se fue haciendo más estrecha. Empezó a apa­
recer la segunda fase del Estado moderno, el Estado orgán ico. El
Estado y el monarca (o, más raramente, la República) eran el punto
en torno al cual iba creciendo ese organismo. En Inglaterra, la forma
adoptada fue la monarquía constitucional, establecida con seguridad
a partir de 1688. Pero el organismo también se convirtió en una clase
capitalista, que unía a intereses inmobiliarios y comerciales (es decir,
«nobleza», «pequeña nobleza», «agricultores libres», «burguesía», et­
cétera.), pero excluía a la masa del pueblo. Otros países adoptaron
un forma levemente menos orgánica de Estado, el absolutismo, que
por lo general incluía a la nobleza, pero excluía a la burguesía. El
absolutismo tendió a permanecer en mayor medida al nivel de coor­
dinación, a organizar relaciones entre grupos —cada vez más cla­
ses— que estaban segregados entre sí desde el punto de vista de la
organización. En consecuencia, era algo menos eficaz en cuanto a la
penetración infraestructural y la movilización social que el Estado
constitucional más orgánico (aunque no ocurría lo mismo en las
organizaciones de poder militar que en las de poder económico).
Los Estados orgánicos, especialmente los constitucionales, eran
algo nuevo en la historia en territorios tan extensivos. Representaban
la decadencia del Estado territorialmente federal, característico, como
ya hemos visto, de casi todas las sociedades extensivas anteriores.
Hasta entonces, la norma había sido una transacción entre los esce­
narios centrales y provinciales de poder, cada uno de los cuales po­
seía una autonomía considerable. Ahora la misma transacción estaba
centralizada y había nacido el Estado cuasi unitario. Su ámbito y su
penetración infraestructural en sus territorios eran mayores que los
de ningún Estado extensivo hasta entonces.
El factor que precipitó esa tendencia secular fue casi siempre el
de las presiones fiscales que ejercían sobre el Estado sus necesidades
militares internacionales. Pero la causa subyacente de la extensión de
los poderes de coordinación del Estado se hallaba más en la exten­
sión de las relaciones de clase a lo largo de un territorio geográfico
mayor provocada por la transición de una economía en general «feu­
dal» a una economía capitalista. Los recursos económicos, compren­
dida la autonomía y la intimidad locales respecto del Estado comen­
tadas en el capítulo 12, fueron cristalizando gradualmente en lo que
denominamos propiedad privada. A medida que aumentaba la pro­
ducción y el comercio de esas unidades locales, los Estados se fueron
viendo cada vez más atraídos a la regulación de derechos de propie­
dad más preciosos, técnicos y, sin embargo, más universales. Los
Estados empezaron a sustituir a la Cristiandad como principales ins­
trumentos de pacificación normativa, proceso que se convirtió en
espectacular e irreversible en el cisma protestante y en la solución
de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII.
Obsérvese, sin embargo, que hablo de «Estados» y no de «el
Estado». Pues, cualquiera que fuesen las necesidades normativas (y
represivas) del capitalismo, éste no creó su propio Estado único.
Como observaré reiteradamente en el siguiente volumen, no existe
nada inherente en el modo capitalista de producción que lleve al
desarrollo de redes de clases cada una de ellas determinada en gran
medida por los límites territoriales de un Estado. Porque tanto los
Estados coordinados como los orgánicos tenían un carácter cada vez
más nacional. Hemos venido asistiendo a la aparición de muchas
redes de poder económico y a muchas luchas de clases, así como a
la perpetuación de muchos Estados en torno a una sola civilización.
Una vez más, al igual que en Sumeria y en Grecia en la época de su
florecimiento, una civilización dinámica contenía tanto unidades pe­
queñas, unitarias, centradas en el Estado, como una «cultura federal»
más amplia y geopolítica.
Así, cuando se produjo la Revolución Industrial, el capitalismo
ya estaba contenido en el marco de una civilización de Estados geo-
políticos competidores. El cristianismo había dejado de definir su
unidad esencial; de hecho, resulta difícil establecer el carácter de esa
unidad, aparte de decir que era «europea». Los conductos diplomá­
ticos constituían su principal organización y las relaciones geopolí­
ticas consistían en el comercio, la diplomacia y la guerra, que los
Estados no consideraban mutuamente excluyentes. Sin embargo, de
forma difusa, existía una sensación de identidad común europea y
cristiana (y poco después blanca) que no estaba incorporada en nin­
guna organización autoritaria transnacional. No obstante, la interac­
ción económica estaba en gran parte limitada al interior de fronteras
nacionales, apoyada por dominios imperiales. Cada Estado impor­
tante se aproximaba a una red económica independiente. Los Esta­
dos mediaban autoritariamente en las relaciones económicas interna­
cionales. Así, la regulación y la organización de clase se fueron de­
sarrollando en cada una de una serie de zonas geográficas configu­
radas por unidades geopolíticas ya existentes.
Y así el proceso y el resultado de las luchas de clases quedaron
considerablemente determinados por el carácter y las interrelaciones
de los Estados. Es algo que otros han advertido. Tilly se ha pregun­
tado, algo ingenuamente, si el campesinado francés del siglo XVII se
co n sid era ba verdaderamente como una «clase», tal como se entiende
convencionalmente el término. Pues, en lugar de combatir a sus te­
rratenientes, aquellos campesinos solían combatir junto a sus señores
contra el Estado. ¿Por qué?, pregunta. Porque la necesidad que tenía
el Estado de impuestos y de hombres para la guerra internacional
lo llevaba a expropiar a campesinos y a fomentar la comercialización
de la economía (lo cual también ponía en peligro los derechos de
los campesinos). Tilly concluye que el campesinado francés era típi­
co, no excepcional. Tal como él lo expone: «Para nuestra propia era,
los dos procesos rectores (del desarrollo social) son... la expansión
del capitalismo y el crecimiento de los Estados nacionales y de los
sistemas de Estados.» Según él, estos dos procesos, interrelaciona-
dos, explican la lucha de clases (Tilly, 1981: 44 a 52, 109 a 144).
Skocpol lleva adelante la historiaa partir del siglo XVIII. Demues­
tra que las revoluciones modernas de clase —sus ejemplos son la
francesa, la rusa y la china— fueron resultados de interrelaciones
entre las luchas de Estados y las de clases. Los conflictos de cam­
pesinos, señores, burgueses, capitalistas y otros se centraron en el
proceso de exacción fiscal de Estados ineficientes del antiguo régi­
men, que luchaban para resistir a la presencia militar de sus rivales
más avanzados. Si la clase se politizaba era únicamente porque se
trataba de un sistema multiestatal competitivo. Su conclusión teórica
es que el Estado tiene dos determinantes autónomos. Cita a Hintze:
«El primero es la estructura de las clases sociales y el segundo el
ordenamiento externo de los Estados.» Como el ordenamiento ex­
terno es autónomo respecto de la estructura de clase, también el
Estado es irreducible a las clases sociales (Skocpol, 1979: 24 a 33).
Aunque estoy de acuerdo con esas afirmaciones y esas conclu­
siones empíricas, desearía situarlas dentro de un marco histórico y
teórico más amplio. La autonomía de poder de los Estados no es
una constante. Como hemos visto en capítulos anteriores, los Esta­
dos medievales tenían poquísimo poder, muy poco dominio deter­
minante sobre la evolución de las luchas de clases y no mucho más
dominio sobre el resultado de la guerra (que se hacía sobre todo
entre conglomerados de mesnadas feudales autónomas). Gradual­
mente, sin embargo, los Estados adquirieron todos esos poderes y
he intentado explicar p o r q u é lo hicieron. Los Estados aportan una
organización centralizada territorialmente y diplomacia geopolítica.
La utilidad de esas organizaciones de poder era marginal en la Alta
Edad Media. Pero su funcionalidad para las agrupaciones dominan­
tes empezó a aumentar, especialmente en el campo de batalla y en
la organización del comercio. Pese a los contragolpes de organismos
descentralizados territorialmente tan diversos como la iglesia y el
Ducado de Borgoña, y las compañías privadas de las Indias, esa
utilidad siguió aumentando, como lo ha hecho desde entonces. Pero
para entender por qué, hemos de situarnos fuera de nuestra propia
era, en la cual damos por hechas cosas como la existencia de Estados
fuertes. De eso se trata al hacer sociología histórica a gran escala.
En la escala cronológica más reducida de este capítulo, he des­
crito dos sentidos distintos en los que las relaciones de poder eco­
nómico, militar y político pueden influirse mutuamente y tender las
vías para el desarrollo social. El primer sentido se refería a la con­
figuración en el espacio de relaciones de clase emergentes por uni­
dades geopolíticas ya existentes. Este es un aspecto del «poder co­
lectivo» (explicado en el capítulo 1). En este caso, las clases de la
sociedad capitalista se configuraron espacialmente por su dependen­
cia cada vez mayor respecto de los Estados para la regulación de los
derechos de propiedad. Los capitalistas del comercio y de la tierra
entraron en un mundo de Estados en guerra emergentes, pero regu­
lados diplomáticamente, y lo reforzaron. Su necesidad de la regula­
ción por el Estado, tanto interna como geopolíticamente, y su vul­
nerabilidad a ella, así como la necesidad que tenía el Estado de fi­
nanciación, llevaron a las clases y los Estados a una organización
centralizada territorialmente. Se elevaron las fronteras de los Estados
y se naturalizaron la cultura, la religión y las clases. Con el tiempo
llegaron a existir la burguesía británica, la francesa y la holandesa, y
la interacción económica entre esas unidades y clases nacionales era
escasa. Cada Estado geopolítico importante era en sí mismo una red
virtual de producción, distribución, intercambio y consumo (lo que
he denominado «circuito de praxis») en un espacio interestatal re­
gulado más amplio. Esos parámetros nacionales se establecieron si­
glos antes de que podamos hablar legítimamente de la segunda gran
clase del modo capitalista de producción, el proletariado. Ese fue el
mundo en el que entró el proletariado y en el que entrará en el
volumen siguiente.
Además, esos parámetros políticos y geopolíticos implicaban la
guerra entre rivales de una forma que no implica, como tipo puro,
el modo capitalista de producción. Nada de este último (ni del modo
feudal de producción si se define económicamente) lleva en sí mismo
a la aparición de muchas redes de producción divididas y en guerra,
ni de una estructura general de clases que esté segmentada nacional­
mente. Es una paradoja extraordinaria que el débil Estado marginal
de fines del período feudal y principios del moderno —que estaba
muy satisfecho de sí mismo si lograba apoderarse de nada menos
que el 1 por 100 del producto nacional bruto— tuviera un papel tan
decisivo en la estructuración del mundo en el que vivimos hoy. Esto
se estudiará hasta los siglos XIX y XX en el volumen siguiente. Pero
ya hemos visto cuál fue el poder de los Estados en una civilización
multiestatal en transformación histórica. En este primer sentido, la
reorganización va claramente de las relaciones militares y políticas
de poder a las económicas.
El segundo sentido es el más tradicional en la teoría sociológica
e histórica. Se refiere al poder «despótico» del Estado y de la élite
estatal frente al poder de unas clases sociales dadas: un ejemplo del
«poder distributivo» de Parsons (comentado en el capítulo 1). En
capítulos anteriores he aducido que los Estados imperiales antiguos
solían ejercer un poder considerable sobre las clases porque la «co­
operación obligatoria» de los propios Estados era necesaria para el
desarrollo económico. No ocurría lo mismo en los Estados medie­
vales. Sí ocurrió inicialmente, pero no más tarde, en los Estados
coloniales europeos en ultramar. Aunque la conquista inicial solía
ser de la incumbencia de los Estados, y aunque sus ejércitos, flotas
y administraciones civiles eran necesarios para mantener la pacifica­
ción, el poder de los Estados coloniales a partir del siglo XVII estaba
socavado por la evolución de las relaciones económicas despolitiza­
das y descentralizadas que siempre habían sido más fuertes que los
Estados en su patria europea. He aducido que los circuitos de poder
económico ya estaban despolitizados mucho antes de la aparición de
la producción capitalista de mercaderías. El absolutismo no pudo
recuperar el control sobre los circuitos de praxis económica. Tras el
eclipse de España y Portugal, ningún Estado poseyó formalmente
los medios de producción en sus colonias y ninguno los poseyó
jamás en su propio territorio.
Mientras el Estado medieval siguió siendo pequeño, podía lograr
una considerable autonomía al subsistir a costa de sus propios re­
cursos más la extorsión de grupos dependientes como los mercaderes
extranjeros, los judíos o unos comerciantes nacionales mal organi­
zados. Pero eso implicaba poco poder sob re la sociedad. Y después
de la Revolución Militar, ningún Estado podía conservar su autono­
mía y sobrevivir en el campo de batalla. Hacía falta más financiación
y después más efectivos militares, y ello implicaba colaborar con
grupos civiles mejor organizados, especialmente con la nobleza te­
rrateniente y con las oligarquías comerciantes en los Estados mer­
cantiles. Esa colaboración se fue convirtiendo gradualmente en una
sociedad orgánica entre el Estado y las clases dominantes. Los Es­
tados difirieron en su respuesta según que fueran absolutistas o cons­
titucionales, pero ya todos ellos colaboraban estrechamente con sus
clases dominantes. Se hizo más difícil distinguir entre los intereses
privados y la esfera de acción de la élite estatal. En los siglos XVII
y XVIII empieza a tener sentido el calificar al Estado —por parafra­
sear a Marx— de comité ejecutivo de administración de los asuntos
corrientes de la clase capitalista. Así, el Estado no ejerció ningún
grado considerable de poder distributivo sobre los grupos internos
de la «sociedad civil» durante ese largo período. En este segundo
sentido, la determinación causal dimanaba fundamentalmente de las
relaciones de poder económico hacia el Estado.
No existe una forma significativa de clasificar la fuerza de esas
dos pautas causales opuestas con objeto de llegar a una conclusión
del tipo: el poder económico (o político/militar) predominó «al fi­
nal». Cada una de esas pautas reorganizó las sociedades modernas
iniciales en formas fundamentales y las dos eran necesarias conjun­
tamente para la Revolución Industrial y para otros parámetros fun­
damentales del mundo moderno. Habían de continuar su estrecha
relación dialéctica, como veremos en el volumen II.
Las relaciones económicas de poder —es decir, los modos de
producción y las clases como entidades y fuerzas históricas reales—
no pueden «constituirse» sin la intervención de organizaciones ideo­
lógicas militares y políticas. Evidentemente, lo mismo cabe decir a
la inversa de los Estados y las élites políticas. Como siempre ocurre
en la sociología, nuestras construcciones analíticas son precarias: los
modos de producción, las clases y los Estados reales dependen para
existir de una experiencia social más amplia. Ni el determinismo
económico ni el determinismo político o militar nos llevarían muy
lejos en cualquier análisis. Sin embargo, en el contexto presente, una
combinación de esas tres formas de poder —dada la decadencia par­
ticular del poder ideológico que advertimos en el capítulo 1A— brin­
da una explicación eficaz de las vías establecidas para el mundo mo­
derno.
Para mediados del siglo XVIII, las relaciones económicas capita­
listas y una serie de Estados territoriales en posesión del monopolio
de la fuerza militar habían inaugurado conjuntamente una forma
social nueva: una so cied a d civ il (que en adelante no escribiremos
entre comillas, como hemos hecho hasta ahora), limitada y regulada
externamente por un Estado nacion al (o, en algunos casos centroeu-
ropeo, multinacional). Cada sociedad civil era parecida en términos
generales, porque también era una civilización m ultiestatal. Cada una
de ellas tendía a un todo orgánico, no a un conglomerado territo­
rialmente federal, como había ocurrido hasta entonces con todas las
sociedades extensivas. Por este todo fluían fuerzas de poder difusas,
abstractas, universales, impersonales, no sometidas a una serie par­
ticularista y jerárquica de encargados autoritarios de adoptar las de­
cisiones a nivel estatal, regional y local. Esas fuerzas impersonales
generaron la revolución mayor y más repentina de los poderes co­
lectivos humanos: la Revolución Industrial. Y, debería añadirse, su
poder y el misterio de su impersonalidad difusa también generaron
la ciencia de la sociedad, la sociología. En el volumen siguiente uti­
lizo la sociología para analizar esa revolución.
B ibliografía

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Capítulo 16
PAUTAS DE DESARROLLO HISTORICO
MUNDIAL EN LAS SOCIEDADES AGRARIAS

El p a p el d e las cu atro fu e n te s d el p o d er

Hemos llegado al final de esta larga historia del poder en las


sociedades agrarias. Ahora podemos hacer una pausa para formular
la pregunta obvia: en medio de todos los detalles, ¿podemos discer­
nir pautas generales de poder y de su desarrollo? No estaremos en
condiciones de dar una respuesta correcta a esa pregunta hasta que
hayamos comparado las sociedades agrarias con las industriales, que
son el tema del volumen II. En todo caso, una respuesta correcta
es necesariamente compleja y larga, y se intentará llegar a ella en un
tercer volumen. Pero podemos discernir provisionalmente algunos
de los perfiles generales de esa respuesta.
Los lincamientos generales del poder han sido obvios en todos
los capítulos desde que expuse mi modelo formal en el capítulo 1.
He narrado una historia del poder en la sociedad —y, en consecuen­
cia, casi una historia de la sociedad tou t cou rt— en términos de las
interacciones de cuatro fuentes y organizaciones de poder. Yo diría
que las interrelaciones del poder ideológico, el económico, el militar
y el político, tratadas sistemáticamente, han aportado una explica­
ción general aceptable del desarrollo social. Por consiguiente, la his­
toria de Jas sociedades de las que se ha tratado aquí ha estado con­
figurado primordialmente por esas redes de poder, más que por otros
fenómenos. Naturalmente, una afirmación así exige matizaciones.
Como señalé en el capítulo 1, toda explicación de la sociedad lleva
algunos aspectos de la vida social al primer plano y deja otros entre
bastidores. Un aspecto particular de los bastidores de este volumen,
las relaciones entre los sexos, pasará casi al centro del escenario en
el volumen II, cuando empiezan a cambiar esas relaciones. Sin em­
bargo, los aspectos que generalmente están en el centro del escenario
en casi todos los demás relatos de las sociedades agrarias parecen
suficientemente explicados por mi modelo IEMP del poder organi­
zado.
Además, la razón básica de esto ha resultado ser la que se decía
en el capítulo 1. La forma más fructífera de interpretar el poder es
como medio, como organización, como infraestructura, como logís­
tica. En la persecución de su miríada de objetivos fluctuantes, los
seres humanos han establecido redes de cooperación social que im­
plican tanto el poder colectivo como el distributivo. De esas redes,
las más fuertes en el sentido logístico de que logran crear la coope­
ración, tanto intensiva como extensivamente, sobre un espacio social
y geográfico definido, son las organizaciones de poder ideológico,
económico, militar y político. A veces, esas organizaciones aparecen
en las sociedades como relativamente fusionadas entre sí. Cada una
de ellas alcanza su preeminencia en virtud de los medios distintos
de organización que ofrece para el logro de los objetivos humanos.
Entonces puede, en «momentos históricos mundiales» decisivos,
reorganizar generalmente la vida social o, por utilizar una metáfora
análoga a la del «guardaagujas» de Weber, tender las vías del desa­
rrollo histórico mundial. Los medios son los expuestos en el capítu­
lo 1.
El po der ideológico brinda dos medios distintos. En primer lugar,
brinda una visión transcendente de la autoridad social. Une a los
seres humanos al afirmar que poseen unas cualidades comunes sig­
nificativas, a menudo de origen divino. Se afirma que esas cualidades
son la esencia de la humanidad en sí o, por lo menos, de los seres
humanos divididos actualmente por organizaciones «seculares» de
poder económico, militar y político. En los períodos históricos es­
tudiados aquí, la transcendencia ha adoptado habitualmente una for­
ma divina: se cree que la chispa que presuntamente enciende la hu­
manidad común procede de Dios. Pero eso no es forzoso, como
reveló el caso más secular de la Grecia clásica. De forma más evi­
dente, en nuestra propia época la transcendencia del marxismo, buen
ejemplo de movimiento de poder ideológico, es secular («¡Proleta­
rios de todo el mundo, unios!»). A sí, el que el poder ideológico
adquiera importancia en un lugar o un momento dado depende de
que los propios actores sociales consideren que las organizaciones
de poder existentes y dominantes bloquean la posibilidad de alcanzar
objetivos sociales deseados y alcanzables. El atractivo de las religio­
nes salvacionistas para los grupos intersticiales de comerciantes y
artesanos, que transciende tanto de las fronteras de los Estados como
las principales organizaciones de explotación agraria de clase, es el
ejemplo persistente y obvio de este volumen, del que se trata con
más detalle en los capítulos 10 y 11.
El segundo medio de poder ideológico es el que he denominado
inm anencia, el robustecimiento de la moral interna de algún grupo
social existente al conferirle una sensación del significado y la im­
portancia últimos en el cosmos, reforzar su solidaridad normativa y
conferirle prácticas rituales y estéticas comunes. Así, las clases eco­
nómicas, las naciones políticas y los grupos militares que adquieren
esa moral inmanente desarrollan más confianza en sí mismas, lo cual
les permite reorganizar la historia conscientemente. Un ejemplo clá­
sico en el comentario de Weber sobre el impacto del puritanismo en
la moral de los primeros empresarios y burgueses capitalistas. Sin
embargo, en este volumen los ejemplos más obvios son los casos de
las clases gobernantes imperiales. Hemos visto que los logros de los
gobernantes de Asiria, Persia y Roma se vieron realzados por su
capacidad para equiparar las definiciones últimas de la «civilización»,
es decir, de una vida social significativa, con la vida colectiva de su
propia clase. Merece la pena añadir, sin embargo, que no hemos
hallado auténticas «naciones», frente a las «naciones de clase gober­
nante» más restringidas, en las sociedades agrarias (aunque las ha­
llaremos en las sociedades industriales en el volumen II). Había bue­
nos motivos logísticos para esto. En las sociedades agrarias, la trans­
misión hacia abajo de mensajes y símbolos por conducto de la je­
rarquía de estratificación generalmente se limitaba, en un extremo,
a meras órdenes jerárquicas y, en el otro extremo, al contenido ge­
neral transcendental, difuso y un tanto vago, de las religiones.
Estos dos medios de poder ideológico son bastante diferentes y
a menudo han estado enfrentados. Cuando los movimientos ideoló­
gicos combinaban elementos de ambos, se establecían contradiccio­
nes con unas consecuencias inmensas para el desarrollo social. Como
ya vimos en los capítulos 12 y 13, la contradicción entre la salva­
ción transcendental y la m oral de clase inmanente de los señores
m edievales, ambas alim entadas por el cristianism o, constituía una
parte central de la «inquietud racional», es decir, del dinam ism o de
la civilización europea.
Los medios de p o d e r económico son los que he denominado cir­
cuitos de praxis. El poder económico integra distintivamente dos
esferas de actividad social. La primera es la intervención activa de
los seres humanos en la naturaleza mediante el trabajo, lo que Marx
calificaba de praxis. Lo típico es que sea intensiva, e implique a
grupos de trabajadores en una cooperación y una explotación loca­
les, estrechas y densas. En la segunda, los bienes tomados de la
naturaleza se distribuyen y se intercambian para su transformación
y al final para su consumo. Esos circuitos son característicamente
extensivos y complicados. Así, el poder económico da acceso tanto
a las rutinas de la vida cotidiana y la praxis de la masa de la pobla­
ción como a los circuitos ramificados de comunicación de las socie­
dades. Por consiguiente, siempre forma parte esencial de cualquier
estructura estable de poder. Sin embargo, no ha sido el «motor de
la historia», como decía Marx. En muchos lugares y momentos, las
formas de poder económico se han visto configuradas y reconfigu-
radas por otras fuentes de poder. En general, la «debilidad» de las
relaciones económicas de poder —o, si se prefiere, de las clases so­
ciales— ha sido su dependencia, para seguir ampliándose, de unas
normas efectivas de posesión y cooperación. En algunos lugares y
momentos, esas normas se han establecido predominantemente me­
diante la pacificación militar, lo que en los capítulos 5, 8 y 9 deno­
miné cooperación obligatoria (siguiendo a Spencer). En otros, se es­
tableció predominantemente mediante la pacificación normativa, es
decir, mediante las formas transcendentes de un movimiento de po­
der ideológico. Esto se vio especialmente en los capítulos 11 y 12,
cuando las religiones salvacionistas establecieron la pacificación nor­
mativa. En ambos tipos de casos vemos que el poder económico y
las clases sociales quedaron reorganizados principalmente por las es­
tructuras del poder militar o del ideológico.
Sin embargo, también hemos visto casos importantes en los cua­
les los propios circuitos de praxis eran una fuerza principal de reor­
ganización y tendido de vías de la historia. Así ocurrió especialmente
con el pequeño agricultor y el comerciante de la Edad del Hierro,
del que se empieza a tratar en el capítulo 6 y que llega a su máxima
prosperidad en los comienzos de la Grecia clásica, en el capítulo 7.
A partir de entonces, aunque las relaciones de poder económico
nunca reorganizaron «sin ayuda» la sociedad, fueron habitualmente
de gran importancia para el cambio social. Naturalmente, en este
volumen se ha detenido la narración en el momento en que iba a
aumentar enormemente la importancia de las clases y de la lucha de
clases, o sea, en el momento de la Revolución Industrial. Dentro de
un momento diré algo más acerca de la historia de las clases.
Los medios del po der militar son los de la coerción concentrada.
Así ocurre, evidentemente, en la batalla misma (según los principios
de estrategia clausewitzianos). Mediante las batallas, la lógica del
poder militar destructivo puede decidir qué forma de sociedad va a
predominar. Ese es un papel reorganizador obvio del poder militar
a lo largo de gran parte de la historia. Pero sus usos en tiempo de
paz también le confieren una función en la reorganización de las
sociedades. Cuando se pueden concentrar social y geográficamente
las formas de cooperación social, existe la posibilidad de aumentar
sus rendimientos al intensificar la coerción. En varios imperios an­
tiguos, como vimos en los capítulos 5, 8 y 9, esto se realizó en la
«cooperación obligatoria», como medio de controlar las sociedades
y de aumentar sus poderes colectivos intensificando la explotación
de bolsas concentradas de mano de obra. Estas estaban vinculadas
tenuemente por infraestructuras extensivas, encabezadas por los mi­
litares, de comunicaciones que podían ejercer un poder limitado y
punitivo sobre zonas muy extensas. De ahí el «dualismo» caracte­
rístico de las sociedades antiguas dirigidas por militares. El aspecto
relativamente nuevo y polémico de mi análisis no es el reconoci­
miento de que existieran esos imperios militaristas (cosa que se re­
conoce desde hace mucho tiempo), sino la afirmación de que fomen­
taron el desarrollo social y económico por esos medios. El milita­
rismo no ha sido siempre meramente destructivo ni parasitario, as­
pecto que ya destaqué vigorosamente en una crítica de las teorías
dominantes en la sociología comparada e historia, casi al final del
capítulo 5.
El primer medio del p o d e r político es la centralización territorial.
Los Estados se hacen necesarios y se intensifican cuando los grupos
sociales, en la persecución de sus objetivos, necesitan una regulación
social sobre un territorio delimitado. La forma más eficaz de lograr­
lo es mediante el establecimiento de instituciones centrales cuyo do­
minio irradia de forma monopolista hacia afuera por todo el terri­
torio definido. Se establece una élite estatal permanente. Aunque
inicialmente puede ser creación de los grupos que instituyeron o
intensificaron el Estado, el hecho de que ella esté centralizada, y
ellos no, le da capacidades logísticas para ejercitar el poder autónomo.
Sin embargo, esos poderes autónomos del Estado son precarios.
La fuerza central del Estado es también su debilidad: falta de pode­
res de penetración en los ámbitos descentralizados de la sociedad
civil. De ahí que una parte importante de las facultades de reorga­
nización del poder político no se ejerciera autónomamente, sino como
parte de una dialéctica del desarrollo. Los poderes centralizados re­
cién adquiridos por los Estados se perdieron a media que sus agentes
«desaparecían» en la «sociedad civil», después se readquirieron con
más vigor que antes, luego se volvieron a perder, y así sucesivamen­
te. Y, a su vez, una parte importante de ese proceso fue el desarrollo
de lo que llamamos «propiedad privada» de «recursos ocultos» al
Estado, que —pese a la ideología burguesa— no son naturales ni
originales, sino que generalmente han surgido de la fragmentación
y la desaparición de los recursos colectivos organizados por el Es­
tado. He aducido esos aspectos con el mayor vigor en los capítu­
los 5, 9 y 12.
Pero la manifestación principal del poder político no se refiere a
los poderes «despóticos» autónomos ejercidos por una élite política
centralizada. Esos poderes, como se ha sugerido más arriba, son
precarios y pasajeros. La principal fuerza reorganizadora del poder
político guarda relación más bien con la infraestructura geográfica
de las sociedades humanas, especialmente con sus limitaciones. Uno
de mis argumentos principales en este volumen es que las sociedades
humanas no son sistemas unitarios, sino conglomerados variados de
redes de poder múltiples, superpuestas e intersectantes. Pero cuando
se intensifican los poderes del Estado, las «sociedades» se hacen más
unitarias, más delimitadas, más separadas las unas de las otras y más
estructuradas internamente.
Además, sus interrelaciones plantean un segundo medio de poder
político, la diplom acia geop olítica . Ningún Estado que se sepa ha
logrado todavía controlar todas las relaciones que se desplazan por
encima de sus fronteras, de forma que gran parte del poder social
ha seguido siendo siempre «transnacional», lo cual deja un papel evi­
dente para la difusión tanto de las relaciones transnacionales de cla­
ses como de las ideologías transcendentales. Pero un aumento de la
centralización territorial también aumenta la actividad diplomática
ordenada, tanto pacífica como belicosa. Cuando la centralización
avanza en más de una zona territorial contigua, se desarrolla un
sistema multiestatal regulado. De ahí que en la mayor parte de los
casos un aumento de los poderes internos de un Estado sea también
simultáneamente un aumento de las capacidades reorganizadoras de
la diplomacia geopolítica en el marco de un sistema multiestatal.
El ejemplo más destacado de esto se halla en la Europa de los
inicios de la Edad Moderna. Unos aumentos bastante pequeños de
los poderes internos de Estados hasta entonces muy débiles (funda­
mentalmente resultado de problemas militares-fiscales) intensificaron
la limitación social de casi toda Europa occidental. Para 1477, cuan­
do se derrumbó el gran Ducado de Borgoña (predominantemente no
territorial y no nacional), como se comentó en el capítulo 13, la vida
social estaba en parte «naturalizada». En el capítulo 14 ya adverti­
mos lo que será el aspecto central de todo el volumen II: Los Es­
tados nacionales se habían convertido en uno de los dos actores
sociales más dominantes, junto con las clases sociales. Las interrela-
ciones entre Estados nacionales y clases serán el tema central del
volumen II. Pero si los Estados nacionales actuales llegan a aniquilar
efectivamente a la sociedad humana en un holocausto nuclear, cabría
hallar la huella de los procesos causales (¡si es que sobreviviera al­
guien para practicar la sociología!) en lo s poderes reorganizadores
en gran medida no intencionales de esos Estados débilísimos pero
plurales. En algunas ocasiones, la capacidad del poder estatal para
reconfigurar el ámbito territorial de las sociedades humanas ha sido
muy grande. Ahora puede ser definitiva.
Debe detectarse otro conjunto de peculiaridades acerca del poder
político: sus relaciones con otras fuentes de poder. Como señalé en
el capítulo 1, casi todos los teóricos anteriores han aducido que se
podía tratar al poder político y el militar como cosas idénticas. Aun­
que hemos visto casos en que no era así, sin duda ha existido una
relación generalmente estrecha entre los dos poderes. La concentra­
ción y la centralización suelen superponerse, como ocurre con la
coerción física y co n la coerción dimanante de la regulación mono­
polista sobre un territorio delimitado. Por lo general, los Estados
tratan de obtener un control mayor sobre la fuerza militar, y en
general los Estados más fuertes han logrado un cuasi monopolio del
poder militar. Dentro de un momento seguiré comentando esa su­
perposición. A la inversa, ha existido una especie de correlación
negativa entre el poder político y el poder ideológico transcendental,
como vimos con la mayor claridad en los capítulos 10 y 11. Es
posible que los Estados poderosos, antiguos y modernos, teman más
que a ningún otro adversario a las «vinculaciones invisibles» que
pueden establecer los movimientos ideológicos por encima de sus
fronteras y de sus conductos oficiales.
En el volumen III se tratará detalladamente de las peculiaridades
de cada fuente de poder y de sus complejas interrelaciones. Las he
mencionado aquí para indicar las dificultades con que tropieza toda
teoría general de las fuentes de poder como «factores», «dimensio­
nes» o «niveles» independientes de la sociedad, como vemos, por
ejemplo, en la teoría marxista o en la neoweberiana. Las fuentes de
poder son medios distintivos de organización que resultan útiles para
el desarrollo social, pero cada una de ellas presupone la existencia y
las interrelaciones de las otras en diversas medidas. Esos «tipos idea­
les» raras veces son puros en la realidad social. Los movimientos
sociales reales mezclan normalmente elementos de la mayor parte de
las fuentes de poder, cuando no de todas, en configuraciones de
poder más generales. Aunque una de ellas predomine temporalmen­
te, como en los ejemplos enumerados más arriba, surge de la vida
social en general, ejercita sus poderes de tendido de vías y reorga­
nización, y después vuelve una vez más a hacerse cada vez más difícil
de distinguir de la vida social en general. Más adelante volveré a ocu­
parme de esas configuraciones más generales.
Además, no existe un modelo obvio ni una fórmula de las inter­
relaciones de las fuentes de poder. Por ejemplo, ya debe de ser
evidente que este volumen no puede apoyar un «materialismo his­
tórico» general. Las relaciones de poder económico no se establecen
como «finalmente necesarias en última instancia» (por citar a En-
gels); la historia no es «una sucesión discontinua de modos de pro­
ducción» (por citar a Balibar, 1970: 204); la lucha de clases no es
«el motor de la historia» (por citar a Marx y Engels). Las relaciones
de poder económico, los modos de producción y las clases sociales
aparecen y desaparecen en el registro histórico. En algunos momen­
tos históricos mundiales reorganizan decisivamente la vida social;
suelen ser importantes en conjunción con otras fuentes de poder; a
veces se ven decisivamente reorganizadas por ellas. Lo mismo cabe
decir de todas las fuentes de poder que entran en el registro histórico
y salen de él. Por eso, y de la forma más enfática, no puedo estar
de acuerdo con Parsons (1966: 113) cuando dice: «Yo soy determi­
nista cultural... Creo que... los elementos normativos son más im­
portantes para el cambio social que... los intereses materiales.» Las
estructuras normativas y otras estructuras ideológicas han variado en
cuanto a su fuerza histórica: sencillamente no encontramos un mo­
vimiento ideológico con los enormes poderes históricos mundiales
reorganizadores del cristianismo inicial ni del Islam en muchos lu­
gares ni momentos, lo cual no es negar sus poderes en esos casos.
Ni tampoco es cierto, como han afirmado Spencer y otros teóricos
militares, que el poder militar fuera el órgano decisivo de tendido
de vías en las sociedades preindustriales extensivas. En los capítu­
los 6 y 7 se han visto muchas excepciones, sobre todo las de Grecia
y Fenicia. El poder político parece haber atraído a menos entusias­
tas. Pero se quedarían igualmente estupefactos ante las idas y venidas
del poder político.
De manera que quizá nos veamos obligados a retroceder al tipo
de agnosticismo que Weber expresó una vez en su inimitable estilo
de complicada confianza, sobre las relaciones entre otras «estructu­
ras de acción social» y las económicas:
Incluso la afirmación de que las estructuras sociales y la economía están
relacionadas «funcionalmente» en una opinión sesgada, que no se puede
justificar como generalización histórica si se presupone una interdependen­
cia no ambigua. Porque las formas de acción social siguen «leyes propias»,
como veremos una vez tras otra, e incluso aparte de esto, en un caso dado
siempre pueden estar codeterminadas por causas distintas de las económicas.
Sin embargo, en algún momento, las condiciones económicas tienden a ad­
quirir importancia causal y a veces a ser decisivas, para casi todos los grupos
sociales y para los que tienen gran importancia cultural; a la inversa, la
economía también suele estar influida por la estructura autónoma de la ac­
ción social dentro de la cual existe. N o se puede hacer ninguna generaliza­
ción importante acerca de cuándo y cómo ocurrirá esto. [1968: I, 340; tam­
bién se encuentra un aserto parecido en I, 577; el subrayado es mío.]

¿No existen pautas de las idas y las venidas? Creo que hay al­
gunas pautas parciales que hemos discernido. Empiezo con el pro­
ceso más general y más histórico mundial. Después estudio las pau­
tas que intervienen en él. Por el camino voy eliminando otros mo­
delos posibles que a menudo forman parte de teorías sociales.
Un p ro ceso histórico m undial

El poder social ha seguido desarrollándose, de forma quizá in­


constante, pero de todos modos acumulativamente, a lo largo de este
volumen. Las capacidades humanas de poder colectivo y distributivo
(tal como se definen éstos en el capítulo 1) han ido aumentando
cuantitativamente a lo largo de los períodos históricos que he estu­
diado. Más adelante matizo esta afirmación de tres formas, al señalar
que a menudo parece desarrollarse por coyunturas accidentales, que
el proceso es desigual internamente y que geográficamente ha sido
cambiante. Pero, de momento, quedémonos en el hecho del desa­
rrollo en sí.
Con una perspectiva a largo plazo, la infraestructura de la que
han dispuesto los poseedores del poder y la sociedad en general ha
ido en constante aumento. A ello han contribuido muchas socieda­
des diferentes. Pero, una vez inventadas, las principales técnicas in-
fraestructurales no parecen haber desaparecido casi nunca de la prác­
tica humana. Es cierto que muchas veces unas técnicas influyentes
han parecido inadecuadas para los problemas de una sociedad suce-
sora y por eso han decaído. Pero, salvo que se hayan quedado to­
talmente anticuadas, su decadencia ha resultado ser pasajera y después
se han recuperado.
Un proceso de invención continua, en el que se pierde poco,
debe tener por resultado un desarrollo en términos generales unidi­
reccional y unidimensional del poder. Ello es evidente si examina­
mos o bien la logística de ordenar autoritariamente los desplazamien­
tos de personas, materiales o mensajes, o las infraestructuras subya­
centes en la difusión universal de prácticas sociales y mensajes aná­
logos (es decir, lo que he definido como poder autoritario y difuso).
Si cuantificamos la velocidad del transporte de mensajes, del despla­
zamiento de mercaderías suntuarias o esenciales, o de las relaciones
de potencia mortífera de los ejercitos, o de la profundidad de la
penetración del arado en el suelo, de la capacidad de los dogmas
para difundirse pero permanecer iguales, entonces en todas esas di­
mensiones del poder (al igual que en muchas otras) hallamos el mis­
mo proceso general de crecimiento.
Así, las sociedades, los ejércitos, las sectas, los Estados y las
clases estudiados aquí han podido desplegar un repertorio cada vez
mayor de técnicas de poder. Podríamos así empezar a escribir ese
tipo de historia evolucionista entusiasta de la organización social en
la que cada invención sucesiva realizó mejor su tarea nuclear que las
técnicas anteriores. Desde esa perspectiva, no resulta difícil idear una
lista de «saltos de poder». Veamos algunas de las invenciones socia­
les que han aumentado crucialmente las capacidades de poder y cuya.
función he destacado mucho en este volumen:
1. Domesticación de animales, agricultura, metalurgia del bron­
ce —prehistoria.
2. Riegos, sellos cilindricos, el Estado —á rea, 3000 a.C.
3. Cuneiforme cursiva, intendencias militares, trabajo forzado
2500-2000 a.C.
4. Códigos legales escritos, alfabeto, rueda de radios con un eje
fijo —circa, 2000-1000 a.C.
5. Fundición del hierro, acuñación de moneda, la galera de gue­
rra —circa, 1000-600 a.C.
6. Hoplitas y falanges, la polis, alfabetización difusa, conciencia
de clase y lucha de clases —circa, 700-300 a.C.
7. La legión armada con la pértiga de Mario, religión salvacio-
nista —circa, 200 a.C.-200 d.C.
8. Labranza de suelos húmedos, caballerías pesadas y castillos
—circa, 600-1200 d.C.
9. Estados coordinadores y territoriales, navegación de altura,
imprenta, una Revolución Militar, producción para el mer­
cado -1200-1600 d.C.
Esta lista es evidentemente variada. Algunos elementos son eco­
nómicos; otros son militares, ideológicos o políticos. Algunos pare­
cen limitados y técnicos; otros sumamente amplios y más obviamen­
te sociales. Pero todos tienen en común una capacidad para mejorar
la infraestructura del poder colectivo y el distributivo y todos tienen
una capacidad de supervivencia demostrada. El único motivo por el
que algunos han desaparecido totalmente es porque se han visto
sencillamente superados por infraestructuras más vigorosas, como,
por ejemplo, la forma en que llegaron a quedar anticuadas la escri­
tura cuneiforme o la pértiga de Mario. Por consiguiente, ésos son
los detalles descriptivos de esta primera pauta de desarrollo histórico
mundial. Entonces podemos empezar a explicarlo si nos centramos
en las causas de cada salto, como he venido haciendo a lo largo de
este volumen.
Pero hagamos ahora una pausa para señalar que esta pauta de
crecimiento infraestructura! impide la posibilidad de otro tipo de
pauta. Ha existido un incremento tan enorme y acumulativo de ca­
pacidad de poder que no podemos abarcar fácilmente sociedades de
diferentes épocas históricas en las mismas categorías y generalizacio­
nes comparadas. De hecho, a lo largo del camino (y especialmente
en el capítulo 5), he criticado a la sociología comparada por inten­
tarlo con demasiada facilidad. Las categorías como «imperios aris­
tocráticos tradicionales», «imperios patrimoniales», «feudalismo» y
«sociedades militantes» pierden su capacidad de discriminación si se
aplican de forma demasiado general a lo largo del espectro histórico.
Ello no se debe primordialmente a que la historia sea definitivamente
variada (aunque lo es), sino a que la historia evolu cion a . ¿Qué sen­
tido tiene calificar tanto el Imperio Inca (situado hacia el 2000 a.C
en la lista de invenciones histórico mundiales mencionada más arri­
ba) como al Imperio Español (situado en la última parte de la lista)
con el mismo término de «imperio aristocrático tradicional», como
hace Kautsky (1982)? Bastó con 160 españoles y sus infraestructuras
de poder para destruir totalmente el Imperio Inca. Análogamente, el
«feudalismo» de la Europa medieval era muy diferente del de los
hititas en cuanto a recursos de poder. Los europeos tenían una re­
ligión salvacionista, castillos de piedra, arados de hierro con verte­
dera; podían surcar los mares; sus caballos de combate probable­
mente pesasen el triple, al igual que sus armaduras. Las categorías
como «feudalismo» o «imperio» (con sus diferentes formas adjetivas)
pueden ser de una utilidad limitada. Es cierto que puede existir una
cierta cualidad dinámica común en las relaciones entre señores y
vasallos en las sociedades feudales, o entre emperadores y nobles en
los imperios, a lo largo de eones de historia universal. Pero no se
pueden utilizar los términos como designaciones de la estructura ni
de la dinámica glo b a les de sociedades de ese tipo. Más decisiva a ese
respecto es una localización cuidadosa de la sociedad en el tiempo
histórico mundial.
Así, la mayor parte de las etiquetas aplicadas en este volumen a
sociedades y civilizaciones globales sólo han sido aplicables a eras
concretas en el tiempo histórico mundial. Esa no era mi actitud
teórica inicial. Más bien, es lo que ha resultado ser empíricamente.
Vemos algunos ejemplos, que a su vez plantearán las cuatro fuentes
de poder, y en primer lugar las sociedades de orientación militar.
Los imperios de «cooperación obligatoria» tuvieron una cierta
fuerza y una función en el desarrollo a partir del 2300 a.C., apro­
ximadamente, hasta el 200 d.C, como máximo. No podíamos en-
contrarios antes porque la infraestructura en la que se basaban (in­
tendencias militares, trabajo en la lista de invenciones mencionada
más arriba) todavía no se habían inventado. Y se quedaron anticua­
dos cuando aparecieron técnicas más avanzadas de poder difuso,
centradas en religiones salvacionistas. De hecho, incluso en una era
tan larga, había grandes diferencias entre el poder del que podía
disponer Sargón de Akadia en los comienzos de esa era y el que
estaba a disposición del emperador Augusto al final de ella. Esas
diferencias dimanaban de diversas fuentes, pero quizá sobre todo de
la infraestructura emergente de la solidaridad de las clases altas, que
dio al Imperio Romano unos poderes que Sargón no podía ni soñar.
La «cooperación obligatoria» iba transformándose en una configu­
ración de poder mucho más amplia y mayor dentro de su período
de dominación. No es que fuera totalmente dominante durante ese
período: competía con otras estructuras de poder descentralizado
más difusas, de las cuales eran ejemplos Fenicia y Grecia. La «co­
operación obligatoria» sólo es pertinente en algunos lugares y en una
época definida.
En segundo lugar, el papel de los movimientos ideológicos ex­
tensivos también ha estado delimitado históricamente. Las religiones
salvacionistas ejercieron enormes poderes de reorganización desde
aproximadamente el 200 a.C. hasta quizá el 1200 d.C. Ello no había
sido posible antes de ese período porque dependía de invenciones
infraestructurales recientes como la alfabetización difusa y la apari­
ción de redes comerciales que eran intersticiales a las estructuras de
los imperios contemporáneos. Más adelante, su función de pacifica­
ción normativa quedó secularizada en un sistema multiestatal euro­
peo. Por eso decayó en función reorganizadora.
En tercer lugar, veamos los Estados. En este caso, la violencia
hecha al registro histórico por conceptos que son demasiado gene­
rales es a veces extraordinaria. Por ejemplo, la idea de Wittfogel del
«despotismo oriental» atribuye a los Estados antiguos unos poderes
de control social de los que sencillamente no disponía n ingun o de
los Estados históricos que se estudian aquí. Como se ha observado
a veces, Wittfogel estaba describiendo en realidad (y atacando) al
stalinismo contemporáneo, y no a los Estados antiguos. Estos últi­
mos no podían hacer prácticamente nada para influir en la vida social
más allá del alcance de 90 kilómetros de su ejército sin pasar por
grupos intermediarios y autónomos de poder. Merece la pena señalar
una vez más que ninguno de los Estados estudiados en este volumen
podía ni siquiera saber cuál era la riqueza de sus súbditos (salvo que
efectivamente se transportara por las principales vías de comunica­
ción), y no podían extraerla sin pactar con grupos autónomos y
descentralizados. Esto cambiará fundamentalmente en el volumen II,
donde las opiniones modernas acerca del Estado unitario moderno
resultarán mucho más pertinentes. Los Estados de este volumen han
compartido algunas cualidades comunes, pero son las de una parti­
cularidad y marginalidad «antimodernas» respecto de la vida social.
Como ya he subrayado, cuando los Estados han reorganizado la
vida social, raras veces lo han hecho en términos de un poder ejer­
cido sobre otros grupos internos de poder. Lo más frecuente es que
se haya tratado de una estructuración territorial de lo que se consi­
dera que son las «sociedades». Pero esta capacidad, generalmente
pasada por alto por la teoría sociológica e histórica, también ha sido
variable históricamente. Porque la territorialidad y la delimitación
también tienen condiciones infraestructurales previas. Lo que logró
el Estado europeo moderno inicial dependió del crecimiento del vo­
lumen de comunicaciones escritas, métodos de contabilidad, estruc­
turas fiscales/militares, etc., negadas en general a los Estados ante­
riores.

El desarrollo histórico m u n d i a l de las clases

Esos aspectos se ejemplifican en las relaciones de poder econó­


mico. Este volumen ha presentado una historia de las clases y la
lucha de clases utilizando el modelo de fases formulado en el capí­
tulo 7. Ahora se puede resumir esa historia.
En el capítulo 2 vimos que las sociedades prehistóricas no con­
tenían habitualmente clases de ninguna forma. Ningún grupo podía
institucionalizar de forma estable la posesión efectiva de tierras y/o
el excedente económico con objeto-de privar a otro de los medios
de subsistencia. En esas sociedades el trabajo era verdaderamente
libre: el trabajar para otro era algo voluntario e innecesario para la
subsistencia. Después, en los capítulos 3 y 4 vimos aparecer las cla­
ses, colectivos sociales con derechos institucionalizados y diferencia­
les de acceso a los medios de subsistencia. Más concretamente, al­
gunos fueron adquiriendo lentamente la posesión efectiva de las me­
jores o las únicas tierras, además de derechos a utilizar el trabajo de
otros. A partir de entonces la lucha de clases entre terratenientes y
campesinos de diversas condiciones (libres, serviles, esclavos, etc.)
por derechos a la tierra, el trabajo y el excedente fue una caracterís­
tica ubicua de todas las sociedades agrarias.
Es posible que en las primeras civilizaciones de ciudades-Estado
comentadas en los capítulos 3 y 4, la lucha en torno a las diferencias
de clases que estaban apareciendo fuese una característica clara e
importante de la vida social y política. La insuficiencia de las fuentes
nos impide estar seguros. Pero en sociedades ulteriores y más exten­
sivas, especialmente en los primeros imperios de la historia, no fue
así. Las diferencias de clases eran pronunciadas, pero la lucha de
clases siguió siendo la ten te (esto es, en la primera fase), y sin duda
constante a un nivel local concreto, pero sin una organización ex­
tensiva. El conflicto estaba organizado sobre todo «horizontal» y no
«verticalmente»: era más probable que a los campesinos locales los
movilizaran sus superiores de clase en organizaciones de clan, de
tribu, de patronos y clientes y otras a que los organizaran otros
campesinos en organizaciones de clase. Lo mismo ocurría, en menor
medida, con los señores, cuyas interrelaciones tendían a ser particu­
laristas y genealógicas. Por lo general carecían de sentimientos y de
organizaciones de clase universales. En esos primeros imperios la
lucha de clases definitivamente no era el motor de la historia. Es lo
que he aducido con más decisión en el capítulo 5.
El primer indicio de cambio apareció entre los señores. En im­
perios ulteriores que el asirio y el persa (capítulo 8) podemos en­
contrar la aparición entre ellos de una clase ex tensiva (fase 2) y
p olítica (fase 3), extensiva porque eran uniformemente conscientes y
estaban uniformemente organizados en casi todo el imperio, y po­
lítica porque ayudaban a gobernar el Estado como clase. La «moral
inmanente de clase» de esos señores se hizo pronunciada. Pero aque­
lla estructura de clases no era sim étrica. Los campesinos (y otros
subordinados) seguían sin tener capacidad de organización extensiva.
Sólo una clase era capaz de actuar por sí misma. Las estructuras
asimétricas siguieron siendo características de casi todas las socieda­
des del Cercano Oriente a lo largo del período agrario. Por tanto,
una vez más, la lucha de clases no fue el motor de esta historia,
aunque la única clase, la gobernante, sí que impuso su propio ca­
rácter a la civilización del Cercano Oriente como un todo.
La Edad del Hierro introdujo nuevas posibilidades de clase en
otras regiones. De ellas se trató en el capítulo 6. Al conferir más
poder económico y militar el labriego y al soldado de infantería y
al comercio y la galera, intensificaron la organización colectiva de
los pequeños propietarios y los comerciantes contra los señores aris­
tocráticos en espacios sociales relativamente pequeños. En la Grecia
clásica (capítulo 7) esto floreció en una estructura de clases exten­
siva, política y sim étrica (fase 4). La lucha de clases era ahora un
motor de la historia, aunque no e l motor, dentro de los límites de
la pequeña ciudad-Estado. Probablemente esas estructuras de clase
se transmitieron a los etruscos y reaparecieron con bastante más
capacidad de organización extensiva en la Roma republicana inicial.
Sin embargo, la lucha de clases, tanto en Grecia como en Roma,
tuvo un resultado concreto, el triunfo una vez más de una estructura
asimétrica de clases reforzada, dominada por una clase gobernante
extensiva y política. En los imperios macedonio y helenístico, y en
la Roma republicana madura y la imperial, los movimientos de los
ciudadanos de las clases bajas quedaron rebasados por la solidaridad
ideológica y de organización extensiva de los terratenientes aristo­
cráticos. En esta fase, la lucha política extensiva de clases no era del
todo latente, pero se fue haciendo cada vez menos un motor de la
historia. En Roma, el clientelismo y las facciones políticas y militares
sustituyeron a las clases como principales actores del poder (capítu­
lo 9).
Sin embargo, el éxito mismo de esos imperios también generó
fuerzas de contrapeso. A medida que la alfabetización, la acuñación
de moneda y otros recursos de poder relativamente difusos y uni­
versales se fueron desarrollando intersticialmente en el seno de los
imperios, los grupos «medios» de comerciantes y artesanos fueron
adquiriendo capacidad de una solidaridad comunitaria mucho más
extensiva. En Roma su principal manifestación fue el cristianismo
inicial (capítulo 10). Pero a medida que adquiría poder, la iglesia
cristiana empezó a hacer componendas con la clase imperial gober­
nante. Tras un período de confusión y cataclismo, el cristianismo
surgió en la Europa medieval (capítulo 12) como el portador nuclear
de am bas tradiciones de clase, la solidaridad de la clase alta y la lucha
de las clases populares. Como la Cristiandad era mucho más exten­
siva que el alcance de cualquier Estado y como su organización
transcendía las fronteras estatales, la lucha de clases adoptó formas
religiosas, fue a menudo extensiva, a veces simétrica, pero raramente
política, raramente encaminada a la transformación de un Estado.
Sin embargo, con la creciente naturalización de la vida social europea
(capítulos 13 y 14), la estructura de clases se hizo mucho más poli-
tica. Eso reforzó la organización de la clase alta dentro de cada
Estado. De hecho, los Estados más avanzados al final de nuestro
período estaban gobernados por lo que yo llam o la nación/clase.
Pero seguía contribuyendo menos a las solidaridades de las clases
más bajas y de hecho es posible que las debilitara al debilitar la
religión salvacionista igualitaria en general. A sí, la estructura de cla­
ses retrocedió a una forma más asim étrica, por lo menos en Gran
Bretaña, que es el caso principal estudiado aquí. Sin embargo, en
otros países la clase gobernante era menos homogénea y las luchas
y las cuestiones de clases persistían en sordina, y pronto estallarían.
En todas partes, dos grandes procesos de universalización, la comer­
cialización de la agricultura y el crecimiento de la identidad nacional,
estaban abriendo el camino a clases de la fase 4, extensivas, políticas
y simétricas (por lo menos dentro de las fronteras de cada Estado).
La aparición de la sociedad industrial las volvería a convertir en
breve en un m otor de la historia.
Esta historia de las clases tiene tres aspectos. En primer lugar,
las clases no han desempeñado un papel uniforme en la historia.
A veces la lucha de clases ha sido su motor, aunque no ha sido
resultado meramente de las formas anteriores de la lucha de clases
(como aducen los marxistas ortodoxos). En Grecia y en Roma la
organización política y la militar también fueron condiciones nece­
sarias para la aparición de clases simétricas, igual que la organización
del Estado nacional ha sido una condición previa para la aparición
de las clases simétricas modernas (se hablará mucho más de esto en
el volumen II). Pero una segunda forma de estructura de clases tam­
bién ha desempeñado un importante papel histórico: la sociedad ca­
racterizada por una sola clase gobernante extensiva y política. Cuan­
do los señores adquirieron la capacidad de un sentimiento común
de comunidad y de organización colectiva, el resultado fue un cam­
bio social considerable y el desarrollo, como se sugirió provisional­
mente en los casos de Asiría y Persia y como se demostró en el caso
de Roma. La aparición de una clase alta fue una fase decisiva en el
desarrollo histórico mundial. Se trata de dos tipos muy diferentes
de estructura de clases que cabría decir contribuyeron de forma im­
portante al motor de la historia. Deben establecerse junto con los
períodos en que las relaciones de clase eran redes de poder mucho
menos importantes. Claramente, en consecuencia, toda teoría gene­
ral de las clases debe tener en cuenta unas variaciones tan enormes.
El segundo aspecto es que la historia de las clases es esencial­
mente análoga a la de la nación. Esto es importante porque en el
pensamiento moderno se suele considerar qué clases y naciones son
antitéticas. No se trata sólo de que las mismas sociedades en las que
las clases se desarrollaron extraordinarimente —Asiria, Persia, Gre­
cia, la Roma republicana, la Europa moderna inicial (más, natural­
mente, la Europa de los siglos XIX y XX)— fueran también las que
tenían una conciencia pronunciada de nacionalidad. Es que además
esto tien e que ser así, dado que la clase y la nación tienen las mismas
condiciones infraestructurales previas. Son comunidades universales,
dependientes de la difusión de las mismas prácticas sociales, identi­
dades y sentimiento a lo largo de espacios sociales extensivos. Las
sociedades integradas por redes de poder más particularistas, fede­
rales y autoritarias son incapaces de transmitir n in gú n conjunto de
mensajes difusos. Las sociedades que son capaces de ello generarán
tanto clases como naciones, o más a menudo las diversas formas
restringidas de ambas (por ejemplo, la «nación-clase gobernante»)
que he ido siguiendo a lo largo de esta narración histórica. Esta
analogía entre clase y nación se convertirá en un tema dominante
del volumen II, pues veremos que los meandros de las luchas de
clases y naciones en los siglos XIX y XX han estado siempre estre­
chamente entrelazados. Todo resultado particular —digamos una re­
volución o un Estado asistencial— ha dependido de la historia de
ambas cosas. Al seguir la aparición gradual e interrelacionada de las
clases y las naciones a lo largo de la historia he establecido el esce­
nario de las luchas predominantes por el poder en nuestra época.
El tercer aspecto nos hace volver al tiempo histórico mundial, y
con ello indica qué rasgos podría tener una teoría general de las
clases. Pues las clases, al igual que cualquier otro tipo de actor del
poder, tienen condiciones infraestructurales previas que fueron apa­
reciendo gradualmente a lo largo del período histórico. Las clases
no pueden existir como actores sociales salvo que personas situadas
análogamente en relación con los recursos de poder económico pue­
dan intercambiar entre sí recursos, mensajes materialistas y efectivos
humanos. A las clases dominantes siempre les ha resultado más fácil
esto que a las subordinadas, pero ni siquiera ellas podían lograrlo en
sociedades extensivas hasta que se fueran desarrollando gradualmen­
te infraestructuras que permitieran la difusión entre ellas de una
educación, unas pautas de consumo, una disciplina militar, una prác­
tica jurídica y judicial, etc., comunes. Al tratar de la organización
de las clases subordinadas, en las ciudades-Estado de Grecia y Roma,
nos ocupamos de espacios sociales mucho más reducidos. Pero in­
cluso la organización colectiva de los ciudadanos en zonas tan pe­
queñas como el Luxemburgo moderno, entre una población como
la de una capital de provincia moderna, tenía condiciones previas
que tardaron milenios en producirse. La pequeña explotación agraria
de la Edad del Hierro, la falange hoplita, la galera mercante, la es­
critura alfabética: ésas eran las condiciones infraestructurales previas
para la lucha de clases, todas ellas existentes para el 600 a.C. apro­
ximadamente, y la mayor parte de ellas en decadencia frente a in­
fraestructuras de poder más extensivas y autoritarias ya en el 200 a.C.
Esos ejemplos muestran que los poderes de reorganización de las
clases han dependido de las infraestructuras del desarrollo histórico
mundial. Una teoría de las clases tendría que estar situada en el
marco de una teoría de todo esto.
Por tanto, en todos estos respectos los actores efectivos de poder
y sus logros dependían de su situación en el tiempo histórico mun­
dial. Los tipos ideales al nivel de los distinguidos en el capítulo 1
quizá sean aplicables a lo largo de todo su espectro, pero las estruc­
turas sociales efectivas han sido más variables de lo que han querido
reconocer casi todas las ortodoxias. Esas variaciones, dentro de gran­
des límites, siguen una pauta y son explicables, pero mediante es­
tructuras y teorías históricas, no comparadas y abstractas. Nuestras
teorías y nuestros conceptos han de estar situados en el tiempo his­
tórico mundial.

A ccidentes históricos

Pero permítaseme empezar a matizar esta pauta histórica mun­


dial. En primer lugar, puede que sea histórica mundial, pero sigue
pareciendo un accidente. Fue un proceso, pero por muy poco. Hubo
fases, sobre todo en la época de los desplazamientos indoeuropeos
y en la Alta Edad Media europea, cuando parecía que todo el pro­
ceso anterior estaba cayendo en picado en la autodestrucción. Como
la tendencia secular era acumulativa, estos y otros «puntos de infle­
xión» podrían haber llevado a procesos de cambio totalmente dife­
rentes. Cuando se vieron ampliados por su propia dinámica acumu­
lativa, podrían haber tenido con el tiempo resultados completamente
diferentes. Los «podría haber sido» y «casi acontecimientos» podrían
haber llevado a vías históricas fundamentalmente diferentes. Si el
paso de las Termopilas no se hubiera defendido hasta el último hom­
bre, si Alejandro no hubiera bebido tanto aquella noche en Babilo­
nia, si Aníbal hubiera recibido lo que necesitaba inmediatamente
después de Cannas, si Carlos Martel hubiera perdido en Poitiers, o
si los húngaros hubieran vencido en Nicópolis: todos ellos son ejem­
plos de «casi acontecimientos» accidentales de un tipo predominan­
te. Podrían haber invertido la deriva del poder del este hacia el oeste
que en breve tomaré como una de las principales pautas históricas
mundiales de este volumen.
Como es habitual al dar ejemplos de «casi acontecimientos», he
elegido las fortunas accidentales de «grandes hombres» y batallas.
Ello se debe únicamente a que son los más fáciles de advertir como
momentos históricos mundiales. Pero incluso los movimientos so­
ciales más generales llegan a divisorias en las que toda una red de
interacciones sociales anónimas se refuerzan mutuamente para llevar
al movimiento por encima de la divisoria y después lo transportan
rápidamente por el nuevo rumbo de desarrollo histórico. Frente a
las persecuciones, los cristianos dieron muestras de un valor extraor­
dinario, que en algún momento «demostró» que eran los elegidos
de Dios. Los españoles siguieron avanzando tan decididamente hacia
el oeste en busca de El Dorado, pese a las dificultades más gigan­
tescas, que deben de haber parecido dioses. Pero los borgoñones se
derrumbaron al cabo de pocas semanas de la batalla de Nancy. Y En­
rique VIII parece haber vinculado a Inglaterra de forma permanente
al protestantismo como una consecuencia no intencionada de la ven­
ta de tierras de la iglesia a la pequeña nobleza. Pero no podemos
sino sospechar cuáles fueron esas divisorias, porque tenemos escasas
percepciones directas de las motivaciones de la multitud de hombres
y de mujeres que participaron en todas ellas.
O sea, que efectivamente hubo acontecimientos históricos mun­
diales, pero no eran «lo necesario», el resultado teleológico de un
«espíritu universal», el «destino del Hombre», el «triunfo del Occi­
dente», la «evolución social», la «diferenciación social», las «contra­
dicciones inevitables entre las fuerzas y las relaciones de producción»,
de ninguna de esas Teorías Auténticamente Grandes de la Sociedad
que heredamos de la Ilustración y que todavía resurgen periódica­
mente. Si insistimos en contemplar la historia «desde fuera», como
en todas esas visiones ulteriores a la Ilustración, el resultado es la
desilusión teórica: la historia parece consistir en una cosa frustrada
tras otra. Si todas esas cosas frustradas siguen una pauta, es única-
mente porque los hombres y las mujeres de verdad im ponen pautas.
Tratan de controlar el mundo y de aumentar sus compensaciones
dentro de él mediante el establecimiento de organizaciones de poder
de tipos y fuerzas variables, pero conforme a una pauta. Esas luchas
por el poder son las principales pautas de la historia, pero en muchas
ocasiones sus resultados se han alcanzado por muy poco.

El d esarrollo d esigu a l d el p o d e r co lectiv o

La segunda matización es que, aunque a la larga el desarrollo del


poder puede parecer acumulativo, unidireccional y unidimensional,
los mecanismos reales que han intervenido han sido diversos y des­
iguales. Permítaseme dar un ejemplo militar.
Para el 2000 a.C., los ejércitos estaban organizados hasta tal pun­
to que podían marchar 90 kilómetros, después ganar una batalla,
recibir la rendición del enemigo, reaprovisionarse y volver a ponerse
en marcha para repetir el proceso. Varios grupos perfeccionaron más
adelante esas técnicas extensivas de guerra agresiva de conquista. Esa
vía casi continua y en general acumulativa de desarrollo del poder
terminó con el legionario romano: ingeniero y «muía» además de
combatiente, capaz de marchar, atrincherarse, combatir, poner cerco
y pacificar a cualquier enemigo contemporáneo. Pero después esa
técnica agresiva y extensiva resultó menos apropiada para el tipo de
defensa local intensiva que necesitaba el imperio tardío. La legión se
fragmentó en milicias locales. Después, los caballeros y sus mesna­
das, con castillos de piedra y contingentes de arqueros a pie, con­
solidaron ese sistema defensivo y contuvieron a los ejércitos exten­
sivos más potentes de la Alta Edad Media (el Islam, los hunos, los
tártaros, los mongoles). Con el crecimiento de los Estados y la pro­
ducción y el intercambio de mercaderías, resurgieron fuerzas agre­
sivas más extensivas. En el siglo XVII los generales más astutos vol­
vieron conscientemente al legionario romano, al convertir al soldado
de infantería (que ahora portaba un mosquete) en un ingeniero y
una muía de carga una vez más.
Se trató de un proceso muy desigual. A muy largo plazo, los
ejércitos adquirieron acumulativamente más poderes. A muy corto
plazo, cada forma de ejército era superior a su precursora en cuanto
a las funciones que había de desempeñar. Pero, entre esos dos nive­
les, no existía una evolución, sino una oscilación entre dos tipos de
lucha militar, que yo he simplificado en cambios entre guerra exten­
siva de agresión y guerra intensiva de defensa. Por tanto, en todo el
proceso las condiciones sociales previas y los efectos sociales del
poder militar variaron considerablemente según esas diferencias de
funciones. El desarrollo del poder militar fue como mínimo bidimen-
sional.
Cabe generalizar este argumento. He distinguido pares de tipos
de poder —intensivo y extensivo, autoritario y difuso, colectivo y
distributivo—, cada tipo polar de los cuales puede ser más o menos
adecuado para la situación de un grupo o de una sociedad. Así, pese
a mi lista anterior de «invenciones históricas mundiales», es senci­
llamente imposible clasificar a las sociedades por encima o por de­
bajo las unas de las otras en cuanto a su poder general. Por ejemplo,
en el capítulo 9 aduje que el Imperio Romano era de una compe­
tencia excepcional en cuanto a poder extensivo. Cuando los estudio­
sos lo critican por carecer de «inventiva», lo están contemplando con
la perspectiva de nuestro propio tipo de inventiva, que en gran parte
ha sido intensiva. Después, he dividido el desarrollo europeo en una
fase relativamente intensiva, que duró hasta el 1200 aproximadamen­
te, seguida de una fase en la cual también se desarrollaron técnicas
extensivas de poder. Si comparásemos las civilizaciones europea y
china, podríamos concluir que la europea no llegó a ser más pode­
rosa hasta una fecha relativamente tardía, quizá hacia el 1600. Hasta
entonces, sus poderes no eran más que d iferen tes: más aptos inten­
sivamente, pero menos aptos en cuanto a poder extensivo.
A muy largo plazo, el Imperio Británico fue más poderoso que
el romano; el romano más poderoso que el asirio, el asirio más
poderoso que el acadio. Pero no puedo alcanzar esa generalización
más que porque he omitido todos los casos entre unos y otros y
todas las so cied a d es n o imperiales. ¿Era Roma en su cénit más po­
derosa que la Grecia clásica? De haber chocado en el campo de
batalla, lo más probable habría sido una victoria romana (aunque en
un combate naval habrían estado muy equilibradas). La economía
romana estaba más desarrollada. Mucho más intangibles son los fac­
tores de poder predominantemente ideológicos y políticos. La p olis
griega produjo una movilización autoritaria más intensa; los roma­
nos perfeccionaron las técnicas de poder autoritario extensivas. La
ideología romana se difundió mucho, pero sólo entre su clase go­
bernante; la ideología griega se difundió por encima de las fronteras
de clase. El resultado de estas comparaciones no es meramente hi-
potético. Hubo un resultado histórico real, pero no fue unidimen­
sional. Roma conquistó a los Estados sucesores de Grecia, pero fue
convertida a su vez por la ideología sucesora de la griega, el cristia­
nismo. Resulta imposible responder a la pregunta inicial: ¿quién tuvo
más poder? El poder y su desarrollo no son unidimensionales.

Una d ialéctica en tre dos tipos d e desarrollo

Pero esta respuesta negativa nos lleva a la posibilidad de otra más


positiva. Plantea la cuestión de si existe una pauta en la variabilidad
de poder intensivo y extensivo, autoritario y difuso, colectivo y dis­
tributivo. Más concretamente: ¿hemos advertido una pauta poten­
cialmente cíclica, o incluso dialéctica, en sus interacciones? Existen
algunos indicios de que quizá sea así.
En esta historia concreta, dos tipos principales de configuracio­
nes de poder han ido a la vanguardia de los saltos en el desarrollo
social colectivo histórico mundial:
1. Los im perios d e dom in ación combinaban la coerción militar
concentrada con una tentativa de centralización territorial del Estado
y de hegemonía geopolítica. Por eso combinaban también poderes
autoritarios intensivos por las limitadas vías de penetración al alcan­
ce de un ejército, con un poder más débil, pero todavía autoritario
y mucho más extensivo que ejercía el Estado central sobre todo el
imperio y los clientes vecinos. En este caso, el principal poder or­
ganizador es el que ejerce una combinación de poder militar y po­
lítico, en la que predomina el primero de ellos.
2. En las civiliz a cion es con m últiples a ctores d e p o d er los actores
descentralizados del poder competían entre sí dentro de un marco
general de regulación normativa. En este caso, los poderes extensivos
eran difusos, pertenecientes a la cultura general más bien que a nin­
guna organización autoritaria de poder. Los poderes intensivos es­
taban en manos de una diversidad de pequeños actores locales de
poder, a veces de Estados en una civilización multiestatal, a veces de
élites militares, a veces de clases y fracciones de clases, por lo general
de mezclas de todos ellos. Las fuerzas reorganizadoras predominan­
tes en estos casos eran económicas e ideológicas, aunque en combi­
naciones variadas y a' menudo con ayuda política y geopolítica.
Los principales ejemplos de imperios de dominación en este vo­
lumen han sido el acadio, el asirio y el romano; los principales ejem­
plos de civilizaciones con actores múltiples de poder han sido Feni­
cia y la Grecia clásica, y después la Europa medieval y la de prin­
cipios de la Edad Moderna. Cada uno de estos casos fue notable­
mente creativo en su empleo y su desarrollo de las fuentes del poder
social. Cada uno de ellos inventó técnicas de poder que figuran en
la lista histórica mundial que presenté antes. Cada uno, pues, hizo
contribuciones notables al proceso único de desarrollo histórico mun­
dial.
El hecho de que haya varios ejemplos de ambos tipos significa
inmediatamente que las teorías de «estructura única» o de un solo
factor del desarrollo social son falsas. Entre ellas se destaca la teoría
económica neoclásica, que he criticado en varios capítulos. Esta teo­
ría interpreta toda la historia en términos del capitalismo. Se supone
que el desarrollo social se produce cuando las sociedades dejan sin
trabas unas fuerzas de competencia esencialmente «naturales». Si bien
podría parecer que esto tiene una afinidad obvia con mi tipo 2, no
puede explicar dos rasgos importantes de la tipología. En primer
lugar, ni siquiera puede empezar a explicar la creatividad de los im­
perios de dominación del tipo 1, porque la niega. En segundo lugar,
no percibe que para explicar el tipo 2 hace falta una explicación de
la regulación normativa. La competencia regu la da no es «natural».
Si se aspira a que la competencia no degenere en sospechas y agre­
siones mutuas, y en consecuencia desemboque en la anarquía, hacen
falta disposiciones sociales complejas y delicadas que respeten la hu­
manidad esencial, los poderes y los derechos de propiedad de los
diversos actores descentralizados del poder. Habida cuenta de la his­
toria mundial, la teoría neoclásica debe entenderse como una ideo­
logía burguesa, una falsa afirmación de que la estructura actual de
poder de nuestra sociedad es legítima porque es «natural».
Pero no es ésta la única teoría influyente que es falsa. Ya he
criticado las variadades más ambiciosas del materialismo histórico
que interpretan la lucha de clases como el principal motor del de­
sarrollo. La lucha de clases ocupa un lugar evidente en el tipo 2,
pues las clases figuran entre los principales actores descentralizados
de poder que se encuentran en él. Pero no son los únicos, ni son
siempre los más importantes. Y la lucha de clases tiene mucha menos
importancia creativa en la mayor parte de los ejemplos del tipo 1,
como aduje especialmente en los capítulos 5 y 9. De hecho, dada la
gran diferencia entre los dos tipos, resulta difícil ver que ninguna
Pautas de desarrollo histórico 751

configuración concreta de poder haya desempeñado e l papel diná­


mico en la historia del mundo. Ni las «ideas como guardaagujas» ni
un «proceso de racionalización» general, como concluía a veces We­
ber. Ni la división del trabajo ni la diferenciación social, como ha
aducido toda una hueste de autores, desde Comte hasta Parsons.
Tampoco existe una transición histórica única, de un tipo de creati­
vidad a otro, digamos de sociedades militantes a industriales, como
decía Spencer. Los dos tipos de dinamismo parecen haberse entre­
mezclado y sucedido el uno al otro a lo largo de gran parte de la
historia del mundo.
Esto, a su vez, plantea otra pauta potencial más compleja. El
imperio acadio (y sus equivalentes iniciales en otras partes) surgió
de la primera civilización con actores múltiples de poder de Meso­
potamia. Fenicia y Grecia surgieron en las fronteras de los imperios
del Cercano Oriente y dependieron de ellos. El Imperio Romano
dependió, a su vez, de Grecia. La Cristiandad europea se erigió
sobre las ruinas de Grecia y de Roma. ¿Existió algún género de
dialéctica entre los dos tipos? ¿Era cada uno de ellos capaz de hacer
determinadas innovaciones antes de llegar a los límites de sus propias
capacidades de poder? Y, ¿no era posible continuar el desarrollo
social hasta que surgiera su tipo polarmente opuesto para explotar
precisamente lo que el otro no podía? Desde luego, unas respuestas
positivas a estas preguntas conllevarían una teoría general del desa­
rrollo histórico mundial.
Deberíamos empezar a responder con cautela. Recordemos las
cualidades coyunturales del proceso. Incluso a lo largo de cinco mi­
lenios no he encontrado sino uns cuantos ejemplos claros de los
tipos 1 y 2. Podríamos añadir unos cuantos ejemplos que son pre­
dominantemente de un tipo: los imperios mesopotamios tardíos y el
Imperio Persa eran en gran medida del tipo 1; las ciudades-Estado
de Asia Menor y de Palestina a principios del primer milenio a.C.
y quizá los etruscos eran predominantemente del tipo 2. Pero se­
guimos sin tener muchos casos y ni siquiera estamos más cerca de
poder utilizar el análisis estadístico. Sencillamente no existe su ficien ­
te macrohistoria para satisfacer al sociólogo comparado. Y tampoco
la sucesión de casos ha carecido de variantes; ni han sido los casos
de igual «pureza» tipológica; ni se ha producido el proceso de su­
cesión en un espacio geográfico ni social similar. Si es que ha exis­
tido una interacción, quizá no la debiéramos llamar «dialéctica», con
la sugerencia de la historia como esencia y como sistema. Más bien,
deberíamos estudiar la posibilidad de un juego creativo repetido y
mutuo entre ejemplos que se aproximan a los dos tipos ideales de
dinamismo del poder.
Este nivel teórico más modesto encuentra más apoyos. Además,
algunas de las mismas objeciones que se acaban de mencionar apor­
tan, de hecho, más apoyo a ese modelo. Ningún imperio fue en
realidad puramente militarista; ninguna civilización competitiva es­
tuvo totalmente descentralizada. Algunos de los casos menos puros,
como el de Persia (comentado en el capítulo 8) combinan cantidades
casi iguales de ambas cosas. Dentro de los casos relativamente puros,
la dinámica interna se parecía en muchas ocasiones al proceso exter­
no de juego creativo mutuo.
En el capítulo 5 aduje que los primeros imperios de dominación
contenían una dinámica de desarrollo (y porque era tan persistente
la califiqué de dialéctica). Mediante la cooperación obligatoria, sus
Estados aumentaron los poderes sociales colectivos. Pero esos po­
deres no podían mantenerse bajo el control del Estado. Sus propios
agentes «desaparecían» en'la «sociedad civil», llevándose consigo re­
cursos del Estado. Así, el éxito mismo del Estado también incre­
mentaba el poder y la «propiedad privada» de rivales descentraliza­
dos del poder, como las aristocracias y los mercaderes y unos recur­
sos que habían empezado como poder autoritario acababa como po­
der difuso, el conjunto más destacado de los cuales es la alfabetización.
En esto resulta especialmente interesante la dialéctica del desa­
rrollo de la propiedad privada, pues parece que lo que ocurrió en
los imperios de dominación no fue sino un ejemplo extremo de un
desarrollo histórico más generalizado. Nuestra propia sociedad con­
sidera la propiedad privada y el Estado como cosas separadas y an­
titéticas. El liberalismo considera que los derechos de propiedad tie­
nen su origen en las luchas de personas individuales por explotar la
naturaleza, adquirir su excedente y transmitirlo a la familia y sus
descendientes. Desde este punto de vista, el poder público es esen­
cialmente externo a los derechos de propiedad privada. Se puede
acudir al Estado para que institucionalice los derechos de propiedad,
o se lo puede considerar como una amenaza peligrosa a esos dere­
chos, pero el Estado no es parte de la crea ción de propiedad privada.
Sin embargo, ya hemos visto reiteradamente que ése no es un hecho
histórico. La propiedad privada surgió inicialmente, y por lo general
se ha visto intensificada después, mediante la luchas y las tendencias
a la fragmentación de organizaciones de poder público.
Ello ocurrió de la forma más obvia cuando las unidades centra­
lizadas de poder colectivo se fragmentaron en otras más pequeñas y
locales. Quienes estaban al mando de esas unidades colectivas locales
podían obtener un poder distributivo sobre ellas y ocultar ese poder
a unidades mayores; es decir, que podían mantenerlo p riva d o. Con
el tiempo, esto se institucionalizó como propiedad privada, recono­
cida por la costumbre o por la ley. Hemos visto cómo ocurrió en
tres estallidos principales: en la prehistoria y los comienzos de la
civilización y la estratificación (capítulos 2 y 3); en los imperios de
dominación a medida que avanzaban la descentralización y la frag­
mentación (capítulos 5 y 9) y en la Cristiandad medieval a medida
que tanto los señores como los campesinos más ricos lograban ocul­
tar los recursos de poder local que controlaban a unos Estados dé­
biles y lograban que sus derechos consuetudinarios se convirtieran
en ley (capítulo 12). La propiedad privada no fue en su origen ni
en la mayor parte de su desarrollo histórico algo opu esto al dominio
público. Surgió a partir de conflictos y componendas entre actores
rivales de poder colectivo en el dominio público. Por lo general, se
trataba de dos tipos principales de conflictos, los locales y los aspi­
rantes a la centralización, comprometidos ambos en una relación
confederal. La propiedad privada surgió del dominio público comu­
nitario, aunque no unitario, y del empleo del poder colectivo dentro
de él.
Pasemos ahora a la dinámica del otro tipo ideal, las civilizaciones
de múltiples actores del poder. También en este caso la dinámica
parece haber llevado a su contrario, la mayor centralización hege-
mónica, aunque no se trató de un proceso tan continuo (y no la
dignifiqué con la etiqueta de «dialéctico»). Así, la civilización mul-
tiestatal de la Mesopotamia inicial pasó bajo el control hegemónico
de una ciudad-Estado y después cayó ante un imperio de domina­
ción. La civilización multiestatal griega pasó a la hegemonía alterna
ateniense y espartana, antes de caer ante el imperialismo de Mace-
donia. La civilización europea pasó de una estructura reguladora
muy descentralizada, en la cual las instituciones eclesiásticas, los Es­
tados, las alianzas entre los militares y las élites y las redes mercan­
tiles compartían el control, a una regulación predominante por la
diplomacia multiestatal, y después a la cuasi hegemonía en su inte­
rior de una sola potencia, Gran Bretaña (este proceso se seguirá
describiendo en el volumen II).
Así, en el seno de ambos tipos se ha producido un juego bastante
reiterado entre fuerzas que se parecen aproximadamente en sus prin­
cipales características a los dos tipos ideales. Una vez más, empieza
a parecerse a un solo proceso histórico. Funciona como sigue: en la
persecución de sus objetivos, los seres humanos establecieron orga­
nizaciones de cooperación que entrañaron tanto poderes colectivos
como distributivos. Algunas de esas organizaciones resultaron tener
más eficacia logística que otras. A un primer nivel de generalización
las cuatro fuentes de poder se nos muestran como sumamente efi­
caces en este sentido. Pero después, más adelante, podemos observar
que dos configuraciones más amplias de poder, los imperios de do­
minación y las civilizaciones con actores múltiples del poder han
sido las más eficaces de todas. De hecho, esas dos han sido tan
eficaces que explican los estallidos más sostenidos del desarrollo his­
tórico de las facultades humanas. Sin embargo, con el tiempo cada
tipo alcanza los límites de sus capacidades de poder. Carece de adap­
tabilidad frente a nuevas oportunidades o amenazas creadas por el
desarrollo incontrolado e intersticial de nuevas combinaciones de
redes de poder. Su propio éxito procede de una institucionalización
estable de estructuras de poder anteriormente predominantes que
ahora se ha quedado anacrónica. Su mismo éxito en el desarrollo ha
puesto en marcha otras redes de poder más difusas de dos tipos
principales en sus propios intersticios: 1) terratenientes, mercaderes
y artesanos descentralizados y poseedores de propiedades, es decir,
clases altas e intermedias, y 2) movimientos ideológicos, situados
sobre todo en esas clases, pero que también incorporan conceptos
más difusos y universales de comunidad. Si esas relaciones difusas
de poder siguen creciendo intersticialmente, es posible que el resul­
tado sea una civilización descentralizada con múltiples actores del
poder, bien por derrumbamiento del imperio o por su metamorfosis
gradual. Pero, a su vez, esa civilización emergente puede institucio­
nalizarse y entonces también ella se hace menos adaptable a la evo­
lución de las circunstancias. También genera sus propias fuerzas in­
tersticiales antitéticas junto, quizá, con la aparición de un Estado
geopolítico hegemónico, lo cual con el tiempo puede llevar a la re­
aparición de un imperio de dominación. En el capítulo 1 denominé
a este modelo general de interacción creativa institucionalización y
sorpresa intersticial. Ahora le he dado más contenido.
Pero no deseo convertir a este modelo en la «esencia de la his­
toria», y de ahí la gran cantidad de «quizás» del párrafo anterior.
En la historia concreta que he narrado, esa pauta ha aparecido en
varias ocasiones. Ha variado mucho el período de tiempo cubierto
por cada fase concreta de interacción creativa. Los detalles han va­
riado considerablemente. También la adaptabilidad de las institucio­
nes dominantes. Lo he señalado, por ejemplo, al comparar el Impe­
rio Romano con el de los Han en China. En mi comentario sobre
la cuestión de la «decadencia y caída» en el capítulo 9, he destacado
las opciones posibles del Imperio Romano tardío: cristianización de
las élites bárbaras o más conquistas. Pero, naturalmente, el imperio
se derrumbó. Por otra parte, la dinastía Han hizo frente a una si­
tuación no demasiado distinta. Logró civilizar a sus bárbaros e in­
corporar fuerzas difusas de poder de clase e ideologías en su estruc­
tura imperial. Así se desarrolló la flexible configuración de poder:
pequeña nobleza/estudiosos y burócratas/confucianistas que llevó a
China por una vía de desarrollo histórico completamente distinta: la
de tres estallidos relativamente tempranos de desarrollo social (Han,
Tang y Sung) seguidos de ciclos dinásticos, estancamiento y, con el
tiempo, decadencia. Análogamente, no es mi intención dar a enten­
der que el destino del Occidente es caer en formas más centralizadas
y coercitivas de sociedad y desde luego no en el «socialismo mi­
litarizado» de la Unión Soviética. Como demostrará el volumen III,
la interacción creativa entre los dos tipos de configuración de poder
con tinú an en n u estra p rop ia ép oca , p er o de formas más complejas.
Lo que subrayo acerca del proceso general es que el centro de la
pauta ha sido la interacción creativa de dos macroconfiguraciones de
poder, y que esa parte de la creatividad ha consistido en una diver­
sidad de vías de desarrollo y de resultados posibles.

Las migraciones del po der

La tercera y última matización que deseo introducir en el modelo


de desarrollo histórico mundial se refiere a su mutabilidad geográ­
fica. Mi reiterada afirmación de que he escrito una narración histó­
rica es falsa. He escrito una narración del desarrollo de una abstrac­
ción, el poder. No he hecho una crónica de una «sociedad», un
Estado, ni siquiera un lugar. He ido eligiendo sociedades, Estados
y lugares de forma totalmente promiscua a medida que iban consti­
tuyéndose en la «punta de lanza» del poder y me he deshecho de
ellos en cuanto ya no lo eran. Dejé de interesarme por Mesopotamia
hace muchos capítulos, después por todo el Cercano Oriente, des­
pués por Grecia e Italia y últimamente por gran parte del continente
europeo. Ello revela que la punta de lanza de poder ha ido migrando
a lo largo de gran parte de la historia.
Así pues, existe otra pauta potencial que el desarrollo histórico
mundial no p u ed e asumir. No ha ido una evolución, en el sentido
estricto del término. El desarrollo no puede explicarse en términos
de las tendencias inmanentes de la sociedad. Una fase ulterior y más
alta del desarrollo del poder no se puede explicar meramente en
términos; de las características de la anterior y más baja. No se
puede, cuando nos estamos ocupando de diferentes esferas geográ­
ficas y sociales en las dos fases. Las teorías de la evolución social se
basan en una visión sistemática del desarrollo social: en su «diferen­
ciación estructural», sus «contradicciones» o su «dialéctica»; su com­
petencia entre «los más aptos», sean personas, grupos o Estados; su
«proceso de racionalización», o lo que sea. Existen tres objeciones
a eso. En primer lugar, nunca ha habido un solo sistema social en
toda la historia que se ha narrado aquí. Las «sociedades» siempe han
estado superpuestas, como redes intersectantes de poder, abiertas a
influencias externas, transfronterizas e intersticiales, además de las
internas. En segundo lugar, las que han sido más sistemáticas, en el
sentido de tener pautas más estrictas y delimitadas, no han desem­
peñado un papel mayor general en el desarrollo social que las que
han sido más sistemáticas. En tercer lugar, el desarrollo social ha
migrado, aparentemente de forma muy promiscua, debido a veces a
procesos de cambio relativamente «internos» a veces a otros relati­
vamente externos, y por lo general a la interacción compleja de am­
bos.
Sin embargo, persiste la pregunta de si este proceso de migración
interactiva del poder está pautado sobre otra forma no evolucionista.
La respuesta es que sí. Podemos hallar dos tipos de pauta en la
migración. La primera pauta hace más precisa la que se expuso antes,
de institucionalización sorpresa intersticial. Se trata de una versión
ampliada de la teoría de los «señores de las marcas» expuesta en el
capítulo 5. Un poder dominante regionalmente, creador de institu­
ciones y de desarrollo también aumenta las capacidades de poder de
sus vecinos, que aprenden sus técnicas de poder, pero las adaptan a
sus diferentes circunstancias sociales y geográficas. Cuando el poder
dominante adquiere las instituciones especializadas estables de -un
imperio de dominación o de una civilización de actores múltiples de
poder, es posible que algunas de las fuerzas intersticiales emergentes
que genera se desplacen hacia las marcas, donde están menos confi­
nadas por estructuras de poder antitéticas institucionalizadas. De ahí
que a menudo los portadores de la sorpresa intersticial hayan sido
señores de las marcas. El proceso histórico mundial adquiere sus
características migratorias.
Pero una vez más me he retirado a afirmaciones dubitativas. Ha
existido esa tendencia, pero no ha sido invariable. Las fuerzas in­
tersticiales han explotado a veces en el núcleo geográfico (aunque no
en el «oficial») de una sociedad existente, como hicieron a fines del
Imperio Romano, por ejemplo. En todo caso, la tendencia en este
segmento concreto de la historia universal a que dominen los señores
de las marcas ha estado causada fundamentalmente por el segundo
tipo de pauta migratoria.
La segunda pauta se refiere a la deriva al o este y al n oroeste de
la punta de lanza del poder a lo largo de este volumen. Traté de ello
en la primera mitad de este capítulo y no voy a repetir ahora sus
detalles. Reconozco que la primera parte del proceso es en gran
medida un artefacto de mi método. La punta de lanzá ha migrado
de esta narración hacia el noroeste de Sumeria a Acadia, después más
al noroeste a Asia Menor, el núcleo asirio. Pero he pasado por alto
tendencias opuestas en este período porque no me centraba en Asia.
En el período antiguo, hasta el Imperio Persa, también se produje­
ron expansiones hacia el este, hacia la India y hacia el nordeste, a
Asia Central. El Islam fue el único que combinó más tarde la ex­
pansión al este con la expansión hacia el oeste; sin embrago, para
entonces la frontera occidental del Islam era una auténtica barrera a
la expansión. Pero la parte que no es un artefacto de la deriva ha­
cia el oeste fue que Fenicia, Grecia, Roma y después las regiones
europeas llevaron constantemente la punta de lanza del poder ha­
cia el oeste hasta que llegó a las costas del Atlántico. En el volu­
men siguiente se diversificará esa migración, que continuará al
oeste hacia América, pero que también avanzará hacia el este fuera
de Europa.
Ahora bien, evidentemente, no existe una ventaja g en era l para
los actores del poder en el Occidente, más que en el este o en el
sur. Como expliqué en el último capítulo, la deriva hacia el oeste y
el noroeste ha sido producto de la conjunción accidental de tres
circunstancias ecológicas y sociales concretas: 1) las barreras geográ­
ficas del desierto hacia el sur; 2) la barrera de imperios y confede­
raciones poderosos con una estructura similar a los del Cercano
Oriente hacia el este y el nordeste, y 3) dos peculiaridades ecológicas
interrelacionadas hacia el oeste. La combinación geológica de capas
sucesivas de suelos más densos, más húmedos, más profundos, más
ricos, regados, y la costas navegables y variadas de los mares Medi­
terráneo, Báltico, del Norte y Atlántico crearon «por casualidad»
posibilidades de desarrollo hacia el noroeste en coyunturas históricas
cruciales, pero repetidas. Los señores de las marcas del noroeste, al
tiempo que estaban relativamente desvinculados de las instituciones
dominantes de su tiempo, sí se sentían impulsados por éstas a ex­
pandirse y a innovar (como sugiere la teoría de los señores de las
marcas). Sin embargo, su éxito con tin u ad o no fue social en absoluto,
sino una serie gigantesca de accidentes de la naturaleza vinculada a
una serie igualmente enorme de coincidencias históricas. El hierro
se descubrió precisamente cuando podía «despegar» el comercio del
Mediterráneo oriental; dio la casualidad de que existía junto con
suelos más densos adecuados para el arado de hierro en toda Europa.
Justo cuando Roma se derrumbó, pero la Cristiandad sobrevivió, los
escandinavos estaban abriendo los mares Báltico y del Norte, y los
germanos estaban empezando a penetrar más hondo en el suelo.
Justo cuando los Estados de Europa occidental estaban empezando
a rivalizar con los de la Europa meridional y central, el Islam cerró
el Estrecho de Gibraltar y América se descubrió con técnicas de
navegación de la costa del Atlántico. Me he esforzado por hallar
micropautas de todos estos acontecimientos en mis capítulos narra­
tivos y de hallar macropautas en este capítulo y el anterior. Pero una
característica necesaria de todas esas pautas ha sido la deriva acci­
dental hacia el oeste del desarrollo histórico mundial.
Esto debe frenar toda «generalización significativa» que pudiéra­
mos hacer en respuesta al desafío de Weber, citado al principio de
este capítulo. En él he generalizado acerca de los medios de organi­
zación brindados por las cuatro fuentes de poder, acerca de las dos
configuraciones más poderosas de las fuentes, los imperios de do­
minación y las civilizaciones con múltiples actores de poder, acerca
de su dialéctica como núcleo del desarrollo histórico mundial, y
acerca del mecanismo de institucionalización/sorpresa intersticial por
el que ha avanzado todo esto. Pero al final no quedan sino generali­
zaciones acerca del desarrollo de una civilización, la del Cercano
Oriente y Europa, que también ha contenido muchos aspectos ac­
cidentales. Y he parado el reloj en 1760, antes incluso del apogeo de
esa civilización. En el volumen III pasaré a un nivel más alto de
generalidad teórica, pero primero he de delinear las pautas y los
accidentes de las sociedades industriales.

B ibliografía

Balibar, E. 1970: «The basic concepts of historical materialism». En Reading


Capital, comp. por L. Althusser y E. Balibar. Londres: New Left Books.
[Ed. castellana: Para leer «El Capital*. 1985],
Hall, J. 1985: Powers and Liberties. Oxford: Basil Blackwell. [Ed. castella­
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Kautsky, J. 1982: The Politics of Aristocratic Empires. Chape Hill: Univer-
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Parsons, T. 1966: Societies: Evolutionary and comparative Perspectives. En-
glewood Cliffs, N. J.: Prentice-Hall.
) Weber, M. 1968: Econ omy a n d Society. 3 vols. Berkeley: University of Ca­
lifornia Press.
ÍNDICE ANALÍTICO

Absolutismo, 646-7, 669-79, 719. Arios, 239, 257, 261-2, 267, 497-52,
A ccidente, histórico, 181, 329, 562.
708-12, 714-7, 745-7, 758-9. Aristocracia, v éa se Señores, aristó­
Agricultura aluvial, 19, 35, 114-21, cratas y nobles.
121-7, 155, 160-1, 175, 178-9, Aristóteles, 5, 287, 302, 311, 319,
185-90, 194, 203, 225, 255. 321, 330.
definición, 121-2. Arqueros, v éa se Artillería.
Akadio, imperio, 117, 140, 150, 154, Artesanos, 124, 127, 172, 187, 228,
195, 199-229, 232, 236, 245-6, 249, 282, 445-7, 449-52, 459-60, 717.
281, 334, 344, 748, 750-1. Artillería, 80, 197-8, 263, 294, 304,
Aldeas, 69, 74, 84, 99, 108-9, 126, 337, 396, 536, 604, 629-30, 639,
148, 263, 270, 347, 499-500, 508-9, 676, 747.
559-60, 574, 708, 713. Asiría, 117, 126, 184, 206-9, 221,
Alejandro Magno, 205-9, 279, 327, 229, 233, 237, 246, 266, 268-70,
331, 335, 344, 351, 355-6, 372, 274, 279, 283, 290, 293, 308,
715, 746. 334-57, 385, 729, 741, 743-4, 748,
América Andina, 40, 116-7, 182-5, 750.
251, 254, 289, 738. Atenas, 287, 296, 302-7, 312-3, 316,
Aparición intersticial, 33-8, 45, 52, 318, 320, 324-5, 329, 330, 455,
273, 277, 342, 422, 458, 516-7, 753.
520, 589, 708, 729, 742, 755-8. Autoridad, 22, 63, 66, 74, 81, 86, 95,
Arameos, 232, 282-3, 342, 345, 354, 97, 100-10.
452. Aztecas, véa se Mesoamérica.
Babilonia, 117, 200, 206, 214-6, 221, Cazadores-recolectores, 59, 62, 63,
223, 229, 231, 232-3, 245-6, 266, 70-4, 80, 83, 125, 131, 138, 187.
268, 272, 282, 295, 338, 341-5. Ciclos malthusianos, 76, 85, 104,
Bárbaros, 131, 243, 265, 310-4, 327, 173, 228.
376, 396, 409-12, 421-2, 426, 438, Ciencia, 115, 138-9, 172-3, 236, 268,
468, 476-81, 489, 499, 534, 556-7, 270, 307-10, 321, 406-8, 502-8,
559, 576, 570. 536-7, 654, 704.
Bizancio, 420, 474, 475, 490-2, 523, Ciudad-Estado, 67, 80, 104, 127,
542, 543. 139-42, 149-55, 180, 189, 195-9,
Budismo, 431, 487, 488, 504-8, 208, 217, 218, 223, 228, 232, 269,
515-27, 564. 278, 280, 283, 285, 343-4, 360-3,
Burocracia, 145, 146, 147, 215, 232, 741, 744-5.
280, 384-5, 392-3, 413, 536, 555-6, Ciudadanía, 227, 291, 302-7, 317-24,
591, 670. 362-72, 376-7, 379, 384, 404, 426,
437.
Caballería, 80, 197-8, 232, 242, 270, Ciudades, urbanización, 39, 69, 70,
294-5, 304, 330, 337-40, 361-3, 115, 116, 122, 127, 133-4, 140-1,
396-7, 491, 554, 556, 604-5, 608, 150-1, 161, 162, 169-70, 174, 177,
737, 347. 179, 188, 208, 279, 280, 324-5,
Campesinado, 270-1, 284-93, 301, 374, 378-9, 446, 452-6, 459-60,
302,321,324,335-9,361,366-70, 534, 536, 555, 562-3, 598, 618,
375-83, 415-9, 422, 446, 478, 619, 649, 655, 706-7, 712-3.
498-9, 510, 553, 580-3, 705, 708, Ciudades, v éa se Urbanización y ciu­
709-10, 712, 717, 721, 741. dades.
Capitalismo y modo capitalista de C ivilización, 79, 101, 421, 438,
producción, 34, 36, 47, 82, 391-8, 475-81, 520, 729.
564-6, 579-85, 609, 630, 634-97, definición, 65, 114-5.
705, 711, 717-25. orígenes de la, 19, 35, 44, 64-7,
definición, 531-2. 103-4, 114-55, 159-90.
Cargos, 214, 251-3, 257, 306, 319, Clan, v éa se Linaje.
340, 361, 384-5, 468, 488, 646-8, Clase gobernante, 46, 95, 114, 243,
670-4, 678. 249, 315, 330-1, 370, 374, 384-9,
Carros (de combate), 172, 197-8, 421-5, 535, 660, 729, 742-4.
232, 240, 261-9, 287, 295, 498. cultura y la, 164, 213, 215, 235-8,
Cartago, 279-80, 313, 330, 360, 246, 321, 528,334, 340-1, 347-9,
364-6, 370, 374, 423, 491. 356, 359, 386-8, 406, 430, 437,
Casitas, los, 199, 233, 239-40, 244, 444, 447-51, 488, 545-7, 578.
245, 246, 248, 264, 266, 272, 336. Clases, y lucha de clases, 23, 24, 27,
Casta, 286, 494-5, 523-4. 33, 36, 60, 95, 96, 119, 129, 154,
definición, 496-8. 161, 173, 227, 278, 302, 310,
Jati, 497, 509, 510, 516. 314-24, 328, 361-2, 376, 377, 378,
Varna, 497, 499-503, 508, 509, 379, 383, 387, 459-60, 516, 518,
510. 540, 545-53, 579-83, 613-4, 652,
Castillos, véa se Fortificaciones. 721-6, 730, 733, 734, 740-5, 750.
Indice analítico 763

definición, 45-6, 314. Conquistadores, 181, 184, 746.


extensivas, 45, 47, 315-24, 348, Constantino, 455, 469, 470, 538, 548.
362, 376-80, 387, 653, 741-2. Cortes, 109, 205, 215, 234, 236, 345,
latentes, 45, 314, 379, 652, 741. 403, 539, 614, 620, 648, 659.
políticas, 45, 47, 285, 308, 315-24, Creta minoica, 98, 116-7, 135, 159,
327, 328, 349, 376-7, 387, 652, 174-7,257,265-6.
741. Cristianismo, 310, 510, 515-27, 710,
simétricas y asimétricas, 45, 47, 743.
314-21, 362, 380, 387-8, 652, en la Europa medieval y de prin­
741-2. cipios de la Edad Moderna, 39,
Clientelismo y vasallaje, 535, 538-53, 514-6, 703, 708-13,
dominación por conducto del, 720-1, 743, 751, 753.
109, 130, 181, 188, 211, 212, en el período romano, 173, 422,
243, 267, 314-20, 334, 338, 343, 430-81, 742, 746.
344, 346, 361-2, 371-2, 278-9,
423-4, 539, 548, 554-8, 565, 594, China, 24, 25, 144-5, 272, 420-2,
606, 618-22, 646-9. 487-9, 536-7, 705-6, 747-8.
Comerciantes, 139, 169, 172, 197, dinastía Han, 145, 181, 184, 241,
228, 280-1, 288-9, 445-6, 450-2, 274-5, 388, 420, 437, 488, 489,
540, 562, 603-4, 609-10, 717, 724. 755.
Comercio, 45, 47, 69, 72, 75, 96-7, orígenes de, 40, 117, 124.
102-5, 123, 126, 138, 161, 164, dinastía Shang, 135, 161-3, 178.
168-9, 175-9, 182-3, 186, 196-7,
220-1, 241, 244, 266-7, 270-1, Decadencia y derrumbamiento de la
280-1, 284, 288-90, 299-307, sociedad, 66, 104-10, 160, 174,
334-6, 342, 379, 388-91, 445-7, 179-82, 257, 265, 266, 272-3, 279,
517, 543, 558-63, 609-10, 614, 330, 342, 405-21, 425-6, 507, 523,
664-8, 690-5. 621, 675, 715-6, 745-6.
Comte, A., 30, 654, 751. Democracia, 102, 107, 133, 143, 149,
Comunidad, 92, 141-42, 287-93, 324, 151, 161, 227, 270-3, 278, 282,
435-36, 444-55, 458, 462, 498, 509. 284, 287-307, 320, 325, 405, 417,
Cooperación obligatoria, 91, 195, 421, 467, 475, 519, 584.
212, 216-29, 234, 239, 245-6, 289, Derecho, 165, 215-6, 231, 236,
334, 339, 356, 373, 383, 385, 388, 300-1, 363, 404, 446, 456, 503,
391, 398-401, 415, 424, 520, 598, 508, 523, 535, 539, 560, 565,
723, 730, 731, 738. 592-7, 623, 649-50, 671, 719-20,
Confucionismo, 384, 422, 486-9, 736.
515-8, 563. Desarrollo histórico mundial, 54-6,
Conquista, 27, 87-94, 116, 130, 140, 149, 172, 176, 177, 178, 181, 200,
163, 184, 202, 208-15, 232, 236, 217-9, 238-47, 249, 253-7, 348,
237, 238, 296, 310, 322, 342, 356, 422-6, 430, 510-1, 513, 524, 526-7,
360, 364, 365, 373-4, 385, 391, 529-30, 584, 707, 714-7, 727-58.
402, 423, 499, 511, 512-3, 554-8, Desarrollo tecnológico, 202-3, 239,
594-5. 269-70, 407-8, 529, 571-5, 736-7.
Dialéctica, 62, 195, 238-47, 249, 368, 373-7, 383, 399, 404-8, 459,
253-7, 318, 328, 348, 423, 479, 465-6, 463, 499, 544, 560.
614, 753, 756. Escritura, alfabetización, 26, 44, 115,
Difusión, teoría de la, 14, 61, 116, 136-8, 143, 147, 160, 162, 167,
123, 131, 175, 179, 262. 170, 172, 174, 176, 177, 178, 187,
Dimensiones y niveles de la socie­ 226, 236-7, 254, 269, 281-2, 297,
dad, 14, 28-43, 120, 258, 734. 300-1, 324-7, 334, 346, 350, 363,
Diocleciano, 203, 381-2, 400, 412-7, 368, 386-8, 438, 446-52, 475, 477,
422, 449, 469. 478, 494, 502-5, 518, 523, 538-41,
Diplomacia, v éa se Geopolítica y di­ 550, 551, 556, 623-6, 651, 655,
plomacia. 736.
Dominación, imperios de, véa se Im­ Esparta, 286, 292, 296, 300, 301, 303,
perios. 314, 325, 329, 330, 331, 349, 386,
Durkheim, E., 17, 30, 43-5, 78, 441, 455, 753.
487-8, 524-5, 535, 564. Estado, 49, 59, 70, 246, 283-4, 355,
391-404, 412-8, 462-70, 473-6,
Ecología, 75, 76, 85, 97, 116, 121-9, 488, 504-6, 514, 554-8, 589-90,
141, 142, 155, 160, 162, 166-9, 608-18, 712-25, 739-40.
204, 255, 285-6, 344, 506, 574-5, contemporáneo, 34-36.
705-6, 757-8. coordinado, 588, 617-8, 660, 680,
Economía legionaria, 360, 373, 385, 716-20, 737.
391-404, 418, 423, 438. definición, 64.
Economía neoclásica, teoría de la, finanzas del, 303, 305, 344, 391-3,
534, 575-6, 579-83, 750. 401-4, 590-608, 636-8, 679-90,
Ecúmene, 431, 439, 441, 458-81, 493, 717-8.
514-5, 539-44, 652-3, 663, 712. orgánico, 589, 634-97, 716, 719.
Edad del Hierro, 76, 101, 106, 169, orígenes del, 62, 80, 81-110,
239, 261, 269-75, 282, 286, 288, 114-55, 159-93.
298, 321, 324, 336, 360, 373, 396, Estado Nacional, 36, 40, 326, 515,
408, 423, 710, 730-1, 741-2, 745. 537, 589, 608-17, 626-9, 656-7,
Educación, 48, 212, 229, 254, 301, 659, 690-7, 720-1, 733, 742-3.
327, 347-8, 447-50, 475, 478, 488, Estado Redistributivo, 131-2, 134,
494, 502-5, 544, 616-7, 622-4. 137, 144, 162, 168, 175, 182-3,
Egipto, 78, 116, 117, 124, 135, 142, 189, 190, 196, 221, 222, 266, 280,
144, 146, 159, 161-2, 185, 206, 289.
234, 235, 241, 242-3, 249, 257, Etnicidad, 73, 138-43, 234-5, 245,
266, 268, 271, 272, 278, 281, 282, 256, 265, 287, 292, 297, 310,
307, 343, 344, 383, 465, 491. 313-4, 326, 362, 369, 443, 516,
Ejército, gobierno por conducto del, 518, 595.
211, 212-3, 334-9, 393-9. Evolución, 14, 59-74, 77-110, 117,
Engels, F., 84, 95, 104, 110, 322, 734. 122, 123, 175, 190, 194, 262, 263,
Esclavitud, 48, 88, 94, 95, 130, 131, 746, 756.
165, 210, 224-5, 228, 243, 302, Excedente, 84, 98, 103-4, 123, 124,
307, 310t4, 316-8, 322, 327, 365, 128, 130, 170, 171, 213, 217, 220,
223, 232, 270, 286, 317, 336, 659, 662, 690, 713-4, 717-22,
374-6, 400-1, 496, 712. 732-3, 753.
Grecia,
Familia y parentesco, 32, 71-2, 85-6, clásica, 44, 45, 173, 205-7, 209,
95, 115, 129-34, 143, 171, 215, 221, 225, 227, 234, 235, 274,
287, 291, 314-6, 361, 446, 463, 284-331, 337, 346, 350-7, 360,
465, 500, 508, 521-2, 539, 545-6, 364, 365, 373, 374, 375, 448,
578, 663-4. 487, 516, 519, 534, 710, 729,
Federalismo territorial, 250, 385, 731, 735, 742-3, 748-9, 750, 751.
719-20. micénica, 98, 239, 257, 264, 266,
Fenicia, 45, 221, 274, 278-84, 288, 272-3, 279, 285, 297, 498.
297-300, 303, 307, 311, 326, 331, romana, 399, 438, 445, 458-9.
342, 352, 354, 360, 364, 735, 750, véase asimismo, Atenas; Esparta.
751. Guerra, 37-40, 79-80, 119, 155,
Feudalismo, 33, 37-40, 163, 214, 232, 162-3, 165, 174-5, 197-8, 204-11,
247, 251-5, 268, 340, 342, 412, 228, 229, 290-7, 313-4, 322, 326,
418, 506-7, 514, 529-34, 565-6, 330-1, 350-4, 361-7, 369-72,
579-85, 670, 710-1, 720, 738. 393-7, 409-12, 418-21, 499, 554,
leva feudal y, 37-40, 154, 557-9, 594-8, 602, 685-9, 619-22, 639-46,
597-8, 609, 670, 712. 667-8, 673-7, 686-90, 714-5, 718,
modo feudal de producción y, 39, 747-9.
532, 579-83, 710, 720. Gumplowicz, 48, 87, 96, 111, 590.
Estado feudal, 27, 39-40, 554-8,
589, 593, 618-22, 641. Helenismo, 173, 327, 351, 357, 434,
Flotas, armadas, 172, 278-80, 288, 441, 454, 710, 715, 742.
298-9, 303-7, 325, 331, 350-2, 360, Heródoco, 173, 312, 343.
364-5, 536, 629-30, 644, 672-3, Hinduismo, 431, 494-515, 523-7,
704, 710, 716-7, 736, 742. 563.
Formación social, véa se Dimensio­ Hititas, 117, 234, 264, 267, 268, 269,
nes y niveles de la sociedad; 272, 279, 281, 337, 339.
sociedad, Hobbes, 62, 94, 590.
Fortificaciones, 48, 69, 80, 130, 150, Hoplitas, 290-7, 303-4, 319, 322,
151, 152, 174-96, 201, 208, 210, 325, 328, 330-1, 351, 353, 361-3,
213, 240-3, 263, 268, 378, 393-4, 735, 745.
398, 399, 554, 556, 561, 639, 737.
Funcionalismo, 14, 29, 117, 175. Idealismo, 40-1, 120, 198, 473,
Teoría funcionalista del origen del 495-6, 510, 519-20, 524-7, 535,
Estado, 80-2, 86, 97-8, 190. 735.
Igualitarismo, 62, 63, 81-3, 86-7,
Geopolítica y diplomacia, 48-9, 50, 107-9, 121, 127, 132, 235, 293-4,
140, 155, 167-9, 189, 197, 210, 296, 367, 435-6, 462-3, 467, 516,
211, 221, 226, 231, 233, 270-5, 544, 552, 555-6, 743.
280, 285, 288-90, 294, 299, 305, Imperios, 35, 165, 172, 194-258,
326, 343, 388, 534, 543, 640, 656, 265-75, 280, 282, 306, 312, 315,
322, 326, 313, 334-57, 359-426, Jefatura redistributiva, 82, 96-100,
436-7, 479-80, 488-9, 505-6, 107, 132, 223.
516-7, 526, 748-55. Jesucristo, 435-6, 441, 452, 454,
Imperios coloniales, 109, 181, 289, 457-8, 465, 491, 544, 564, 573.
296, 298-9, 320, 326, 664-9, Judíos y judaismo, 235, 279, 339,
667-79, 724. 342, 345-6, 349, 395, 434, 438,
Imperios territoriales, 200, 201-2, 443, 445, 452, 474, 490-1, 516,
213, 214, 216, 357, 359, 363, 366, 541, 710, 724.
373, 399, 425, 438, 479-80.
Impuestos, 145, 168,214-5,219,243, Keynesianismo militar, 222, 339,
256, 283, 320, 367, 377, 379, 399, 425.
381-2, 390, 396, 401-4, 411-5, 417,
491, 504, 557, 597, 601-4, 644-5, Lattimore, O., 24-5, 48, 57, 75, 211,
668-9, 673-5, 706. 212, 216, 393.
Incas, véa se América Andina. Legiones, 361, 370-2, 393-9, 401,
India, 344, 356, 492, 494-515, 705. 409-13, 418, 422-3, 444-5, 455,
Indo, valle del, 40, 116, 124, 136, 747.
159-62, 257, 265, 498. Liberalismo, 40, 41, 217, 355, 527.
Indoeuropeo, 31, 261-75, 287, 498, teoría liberal de los orígenes, del
745. Estado y, 81-6, 94-6, 190.
Infantería, 37-40, 80, 152, 197-8, Linaje, 71, 73, 84, 96-9, 102, 108-9,
240-1, 263, 271-2, 290-7, 325, 171, 238, 249-50, 286-7, 497,
337-8, 360-3, 365, 605, 609, 639, 546-7.
710, 742 , 747. Locke, J., 62, 83, 94, 590.
Infraestructuras de comunicaciones, Logística, 25-6, 48, 127, 150, 165,
202-3, 215, 221, 228, 233, 238, 183-4, 204-11, 238, 242, 256, 265,
254, 347, 371, 393-6, 443-52, 455, 298, 338, 344, 350-5, 359, 388,
458, 516, 538, 551, 573, 523-9. 395, 399-401, 504, 622-9, 642, 678,
Inmanencia ideológica, 42-5, 232-8, 729, 736.
256, 340, 387, 430, 535, 548,
729-30. Macedonia, 117, 172, 206-7, 224,
Institucionalización del poder, 22, 274, 294, 319, 324, 331, 365-6,
31-4, 52, 95, 108, 155, 184, 187, 742, 753.
213-4, 224, 237, 250-1, 359, 385, Mahoma, 431, 432, 489-91.
412-4, 445, 706, 755-9. Mario y la pértiga de Mario, 207,
Islam , 28, 93, 431-2, 476, 480, 370-1, 394-6, 409, 424, 737.
489-94, 510, 515-27, 535, 537, 541, Marx, K„ 17, 19, 27, 30, 33, 46, 47,
543, 576, 706-8, 714-7, 758. 62, 84, 95, 322, 388, 405, 590, 654,
Israel, véa se Judíos y Judaismo. 704, 730.
Marxistas, teorías, 26-31, 36-7, 44,
Jaula y enjaulamiento (sociales), 67, 52, 321-3, 405-7, 439, 527, 534,
70, 78-81, 106-, 115-7, 120, 125, 579-83 , 711, 729, 743.
131, 132, 136, 137, 142, 152, de los orígenes del Estado, 81-3,
159-93, 194, 221, 328, 409. 93-6, 103, 128, 190.
Materialismo, 19, 29, 30, 40, 41, 43, civilizaciones con, 114-58, 159-90,
120, 322-3, 439-41, 472, 495-6, 195, 275, 290-333, 538-66, 709,
512-3, 519-20, 522, 524-7, 534, 725, 749-55.
535, 579, 734, 750-1.
Mayas, v éa se Mesoamérica, Nación, 18, 23, 26, 141, 340-2,
Megalíticas, sociedades, 99-105, 165, 647-8 , 651-2 , 661, 729, 743-9.
168. Nacionalismo, 34-5, 230, 233, 237,
326, 335, 340-2, 347, 377, 386,
Mercados, 25, 26, 27, 43-7, 77, 187,
471-2, 540.
216-7, 220-1, 232, 280, 292, 325,
Naturaleza y objetivos humanos,
505, 562-3, 582-3.
16-21, 29, 31-3, 52, 520.
Mercantilismo, 666-9. Nilo, 116, 117, 124, 141, 146-7, 164,
Mercenarios, 155, 172, 211, 247, 271, 166-71.
283-4, 293-5, 300, 302, 330, 346, Noblezas y notables, véa se Señores,
364, 557, 602.
aristócratas y nobles,
Mesoamérica, 40, 116-9, 177-82, 257. Nómadas y pastores, 75, 76, 80, 88,
Mesopotamia, 35, 44, 54, 105, 206, 92-4, 125-6, 131, 138, 141, 155,
307, 534, 753, 755.
162, 167, 182, 186-7, 198, 199,
orígenes de la, 39, 70, 83, 114-58, 200, 239, 242, 262-3, 268-9, 421.
159-63, 180, 186-7. Normas, solidaridad normativa y,
civilización en, 15. pacificación normativa, 43, 75, 76,
Método histórico, 52, 54-6, 67-8, 79-80, 133,241,291-6, 363,365,
247, 254-5, 525-7, 707-8, 745-7. 404, 441, 463-4, 480, 487,
Micenas, véase, Grecia,
489-94, 502, 508-10, 521, 719,
micéníca, 730, 740.
Migraciones, 77, 175, 224, 262-9, Núcleo-periferia, 118, 125-6, 127,
272-3, 299, 366, 594, 755-9. 129, 130, 132, 143, 148-51, 155,
Militarista, teoría, 48, 117, 718, 734.
160-1, 162, 186-8, 214, 218, 242-3.
de los orígenes del Estado, 81-2,
86, 94, 130, 152-5, 185. Oligarquía, 133, 143, 148, 151, 163,
Modo de producción, 14, 19, 29, 46, 283, 296, 335, 363.
103, 227, 317, 322, 710-27, 718, Oppenheimer, F., 48, 87-8, 111, 184,
725, 734. 590.
Monarquía, 82, 109, 143, 150-5,
162-6, 196, 202, 208, 224, 234, Parentesco, véa se Familia y paren­
235, 247-55, 286, 292,319, 321, tesco.
325, 344, 347, 371-2, 410, 419, Parsons, T., 20, 21, 31, 44, 57, 495,
500, 502, 505, 539, 545, 669-71. 705, 723 , 734, 751.
Moneda (acuñación de), 26, 44, 137, Pastores, v éa se nómadas y pastores.
223, 244, 280-5, 302, 326, 334, Patriarquía, 55, 60, 316, 361.
346, 354, 360, 363, 390, 406, Patrimonial, 247, 252-5, 347, 737.
409-11, 438, 561. Periferia, véa se Núcleo-periferia.
Mujeres, 316, 374, 448, 465-6, 468, Persia, 45, 117, 172, 207, 209, 225,
522, 625. 236, 247, 274, 279, 284, 294, 303,
Múltiples actores de poder, 309, 312-4, 322, 326, 330, 331,
335, 336, 343-57, 364, 374, 382, Poder extensivo, 22-6, 47-8, 258,
383, 396, 404, 411-2, 418, 420, 384, 396, 408-9, 426, 448, 479,
437, 438, 488, 490, 493, 710, 729, 530, 537, 540, 541, 617-8, 663-4,
741, 743, 752. 747-9.
Población, tamaño y densidad, 73, definición, 22-6.
101, 124, 161, 164, 178-9, 286-7, Poder ideológico, 28, 50, 77-9, 119,
324-5, 326, 339-40, 344, 382-3, 188, 189, 229-38, 256, 421-2, 425,
418-9, 566-9. 430-81, 485-527, 538-53, 652-64,
Presión de la (demográfica), 63, 712, 728-30, 739.
72, 76-7, 85, 117, 124, 152, 221, definición, 42-5.
228, 299. Poder infraestructural, 48, 165,
Poder 183-4, 188, 195, 244, 250, 324,
definición, 20, 21. 355, 388, 438, 443-52, 507, 513,
modelo IEMP del, 15-6, 21, 51-6, 671-9, 720, 736-40, 744.
120, 727-35. Poder intensivo, 22-26, 47, 48, 235,
punta de lanza del, 54, 194, 277-8, 270-4, 325, 407-9, 467, 520-1, 524,
329-30, 755. 530, 537, 572-4, 704, 713, 747-8.
Poder autoritario, 22-6, 79, 137, 141, definición, 22-23.
180, 183, 188, 196, 212, 220-9, Poder militar, 21, 24-6, 36-9, 50,
253, 328, 360, 415, 444, 744. 80-1, 86-94, 108-9, 150-5, 163,
definición, 23. 165,174,180,185-90, 204-11,233,
Poder colectivo, 63, 86-7, 93, 117-8, 239-43, 255-8, 261-9, 286-97,
196, 219, 227-8, 245-6, 284, 517, 317-20, 323-4, 335-43, 345,
529, 536, 722, 731, 792-3. 349-54, 360-72, 378, 379, 391-401,
definición, 21-2. 421, 438-9, 491-4, 522, 554-8,
Poder despótico, 48, 108, 145-50, 604-5, 639-46, 675, 712-5, 718-22,
250-5, 347, 355, 438, 671-7, 706, 725, 730-1.
724, 732. Poder particularista, 234, 250-1,
Poder difuso, 23-6, 77-9, 127, 137, 347-8, 387, 437-8, 489, 741, 744.
138, 141, 152-3, 155, 188, 221, Poder político, 50, 120, 131-4, 143,
226, 237, 269, 287, 300, 326, 341, 144, 148-52,161, 169-70,182, 189,
360, 399, 450, 736. 211-6, 250, 286, 322-4, 343-6, 444,
definición, 23. 459-62, 554-8, 622-9, 711, 717-25,
Poder distributivo, 86-7, 117-8, 128, 731-3.
360, 723. definición, 287-8.
definición, 21-2. Poder universal o universalista, 26,
Poder económico, 28, 50, 74-7, 81-6, 44, 137, 250-4, 326-7, 335, 342,
94-8, 102-10, 121-38, 143-50, 344, 347-50, 388, 433, 436, 437,
185-90, 216-29, 269-75, 286, 288, 464, 489, 516, 517, 522, 744.
314-24, 362-9, 373-91, 401, 415-6, Polanyi, K„ 46, 96-8, 112, 135, 280.
439-42, 459-60, 513, 530, 558-66, Polis, 285, 287-97, 308, 316, 318,
579-83, 613-6, 690-7, 713, 724-5, 324-31, 346, 355, 455.
730. definición, 287-8.
definición, 45-6. Pólvora, v éa se Artillería.
Praxis, circuitos de la, 47, 50, 189, 510, 547-53, 582, 615, 661, 721-2.
226-7, 234, 270-1, 278, 301, 318, Reyes, véa se Monarquía.
322, 401, 530, 531, 583-5, 723-4, Roma, 140, 144, 171, 180, 206-7,
730. 212-3, 219, 225, 227, 236, 239,
Prehistoria y sociedades prehistóri­ 241, 246, 274, 290, 295, 299, 303,
cas, 34, 52, 59-112, 162, 180, 184, 319, 324, 330, 337, 340, 344,
196, 220, 262, 314, 328, 740. 359-429, 471-2, 623, 628, 708, 719.
Prestigio, bienes y artículos de, 98-9, como Imperio, 117, 222, 242,
102, 105-6, 127, 187. 372-426, 437-52, 544, 554,
Primacía última, 16-8, 20, 29, 52, 748-9, 751.
725. como República, 52, 224, 229,
Producción, véa se Modo de produc­ 361-72, 742-4.
ción. Rousseau, J.-J., 52, 84, 95.
Propiedad comunitaria, 83-6, 128,
134. Salvación, 51, 171, 328, 398-50, 422,
Propiedad privada, 64, 81, 83-4, 431-5, 422, 431-5, 439, 459, 462,
94-6, 103, 127-31, 134, 137, 143, 485-94, 503-5, 511, 513, 521,
150, 155, 168, 186, 217-20, 244, 525-6, 541, 544, 625, 654-6, 705,
257, 263-4, 374, 384-5, 391, 409, 729, 730, 739.
423, 438, 532, 564-5, 576, 579-83, Sargón de Akadia, 151, 195-222, 225,
673, 709, 717, 732, 752. 229, 231, 233, 238, 239, 242, 245,
Protestantismo, 536, 563-4, 615-6, 255, 355, 739.
652-64, 704, 720, 729, 746. Señores, aristócratas y nobles, 35, 39,
Puritanismo, véa se Protestantismo. 155, 165, 168, 235-6, 249-50, 286,
291, 296, 347-50, 377-8, 414-6,
Racionalidad, 237, 250, 285, 307-14, 488, 497-503, 512, 519, 532-3, 540,
321, 328, 329, 356, 436, 480, 488, 545-7, 555-7, 581-3, 646-8, 659,
505, 511, 521, 564, 704-5, 708, 705.
730. Señores y señoríos de las marcas,
Razón, v éa se Racionalidad. 127, 155, 167, 180, 194-9, 201,
Rebasamiento, desde el punto de vis­ 211-6, 220-1, 231-2, 239-42, 245,
ta de la organización, 22, 23, 320, 255-8, 264-5, 278, 285, 304, 320,
424, 553, 742. 331, 409-12, 418, 757-8.
Regadío, 69, 70, 76, 116-7, 121-50, Señoríos, 39, 228, 370, 558-63, 575,
155, 159-66, 175,179,182, 185-90, 613, 622, 708, 712, 713, 717.
194, 217, 221, 231, 235, 255-6, Servidumbre, 224-5, 243, 310-4, 376,
282, 505. 399, 499, 532-3, 556, 559-60.
Relaciones de rendimiento, 380, 529, Smith, A., 23, 217, 220, 564, 575.
569, 709. Socialismo, 40, 82, 355.
Revolución Industrial, 529-31, 634, Sociedad,
697, 704, 720-1, 725. definición, 30-31.
Revolución neolítica, 68-74. teorías de la, 13-16, 29-31, 34-56,
Revueltas, 164, 166, 311, 318, 353, 67, 72, 77, 85, 108, 120, 150,
367-70, 374-80, 461, 471-2, 480-1, 163, 168, 171-2, 185-90, 262,
291-3, 388, 409-10, 462, 472-3, dependiente, 38, 130-3, 150, 187,
480, 662, 707-8, 711, 732, 746, 223-5, 311, 376, 407, 416, 478,
756. 532, 581-3.
Sociedad civil, 82, 84, 214, 235, 245, libre, 224-5, 283-4, 311, 317,
251, 340, 343, 389, 398, 402-3, 373-80, 399, 530, 532, 581-3,
413, 423, 425, 438, 589, 613, 623, 697, 740.
625, 670-9, 694-7, 718, 724, 792. v éa se asimismo Trabajo comunita­
Sociedad industrial, 52, 57, 91, 516. rio: Campesinado; Servidum­
Sociedades confederales, véa se So­ bre; Esclavitud; Trabajo exce-
ciedades federales y confederales. dentario.
Sociedades federales y confederales, Trabajo comunitario, 75, 76, 77,
31, 34-5, 72, 85, 93, 94, 138-43, 83-4, 97, 101, 125, 128, 133, 144.
149, 160, 181, 185, 189, 195, 250, Trabajo excedentario, 95, 170, 171.
256, 258, 264, 268, 280, 289, 300, Trascendencia, ideológica, 42, 44, 50,
326, 355, 363, 385, 493, 498, 525, 120, 189-90, 231-2, 238, 388, 430,
534, 719-20, 725. 464, 489, 496, 500, 513, 514, 518,
Sociedades de rangos, 62, 63-5, 86, 535, 540-1, 548, 551, 728.
95-6, 100, 102, 106-10, 128, 130, Transición del feudalismo al capita­
133-4, 155, 263. lismo, 529-34, 564-6, 579-85, 635,
Sociología comparada, 52-4, 159-90, 670-1, 711, 720.
194, 247-55 , 273-4, 347, 485-6, Tribu, 72-3, 98-9, 140, 141, 180,
526, 536, 704-8, 737-8, 751. 183-4, 197, 235, 2240, 263, 270,
Spencer, H., 30, 48, 90-1, 112, 217, 288, 292, 347, 361-2, 489-91, 498,
357, 730, 735. 507, 516, 706.
Stonehenge, 101, 109, 119, 161.
Sumeria, v éa se Mesopotamia. Valor, económico, 97, 137, 196, 220,
222-3, 282-3, 398-9, 413, 532,
Técnicas agrícolas, 75, 79, 84-5, 579-83, 609.
270-1, 382, 409, 506, 571-8, 695-7, Vasallaje, véase Clientelismo y vasa­
704, 716, 736. llaje.
Teleología, 55, 200, 284, 474, 529, Vikingos, 273, 535, 560-2, 710.
746-7.
Templos, 131-4, 137, 147, 151, 161, Weber, M., 17, 27, 43, 51, 56, 58,
162, 165, 171-2, 174, 179, 188, 214, 227, 252-3, 303, 310, 322,
506. 323,431 n., 446,486,495, 522, 549,
«Tendidos de vías» de la historia, 51, 562-4, 590, 609, 655-6, 704-7,
226-7, 257, 270, 322, 486, 516, 728-9, 751, 758.
517, 663, 722, 727-30. teorías weberianas, 26-31, 36-7,
Tiranía, 291, 296, 320, 321, 325, 328, 46, 52, 254, 535.
346. Wittfogel, K., 26, 143-50, 158, 249,
Trabajo, 68-9, 74-7, 83, 88, 95, 170, 255, 739.
399.
forzoso, 48, 183, 212-3, 221, Zoroastro, 309, 348-50, 354, 434,
223-5, 243, 295. 458, 487, 490, 492, 516, 518.
Alianza Universidad
V o lú m e n e s p u b lic a d o s

467 Jam es Tobin: Acum ulación de ac­ 494 Albert Soboul: Los sans-culottes.
tivos y actividad económ ica M ovim iento popular y gobierno re­
volucionario
468 Bruno S. Fray: Para una política
económica democrática 495 Juan G in é s de Sepúlveda: Historia
del Nuevo M undo
469 Ludwik Fleck: La gé n e sis y el des­
arrollo de un hecho científico 496 Ludw ig W lttgensteln: Observacio­
nes sobre los fundamentos de la
470 Harold Dem setz: La competencia matemática
471 Teresa Sa n Rom án (compilación): 497 Juan J. Linz: La quiebra de las de­
Entre la m arginación y el racismo m ocracias
472 A la n Baker: Breve introducción a 498 Ptolomeo: Las hipótesis de los pla­
la teoría de números netas
473 Jean-Paul Sartre: Escritos políti­ 499 Jo sé A ntonio Maravall: Velázquez
cos, 1 y el espíritu de la modernidad
474 Robert Axelrod: La evolución de 500 El libro de M arco Polo. Anotado
la cooperación por Cristóbal C oló n y ve rsió n de
475 Henry Kam en: La sociedad euro­ Rodrigo Santaella. Edición de Juan
pea, 1500-1700 Gil
476 Otto Póggeler: El cam ino del pen­ 501 Manuel Pérez Ledesm a: El obrero
sar de Heidegger consciente
477 G. W. F. Hegel: Lecciones sobre 502 Ibn Battuta: A través del islam
filosofía de la religión, 2 503 Jayant Narlikar: Fenómenos violen­
478 H. A. John Green: La teoría del to s en el universo
consumidor
504 Libro de Aleixandre. Estudio y edi­
479, 480 G eorg Sim m el: Sociología ción de F rancisco M a rc o s M a rín
481 N ico lá s O rtega Cantero: Geografía 505 Sadi Carnot: Reflexiones sobre la
y cultura potencia motriz del fuego
482 Geza Alfdldy: H istoria social de 506 Rafael Cruz: El Partido Com unista
Roma de España en la Segunda Repú­
483 Jean-Paul Sartre: Escritos políti­ blica
cos, 2
507 Jam es Noxon: La evolución de la
484 Louls Dum ont: En sayos sobre el filosofía de Hume
Individualismo
508 A lo n so de Sandoval: Un tratado so ­
485 Jayant Narlikar: La estructura del bre la esclavitud
universo
509 Giordano Bruno: La cena de las
486 Jorge Lozano: El discurso histórico cenizas
487 C a rlo s C astilla del Pino: Cuarenta
aitos de psiquiatría 510 Peter Laslett: El mundo que he­
m os perdido, explorado de nuevo
488 Paul P res ton: La destrucción de la
democracia en España 511. 512 Isa a c Newton: Principios ma­
tem áticos de la filosofía natural
489 Galileo Galilei: Carta a Cristina de
Lo re na y otros textos sobre cien­ 513 V. I. Arnold: Teoría de catástrofes
cia y religión 514 Paul Madden: Concavidad y opti­
490 Vi Ifredo Pareto: Escritos socioló­ mización en microeconomía
gico s
515 Jean-Paul Sartre: Escritos políti­
491 Gary Becker: Tratado sobre la fa­ cos, 3
milia
516 Léon W alras: Elem entos de econo­
492 C oncepción de C astro: El pan de m ía política pura
Madrid
517 David A n isi: Tiempo y técnica
493 M ijail Bajtin: La cultura popular en
la Edad M edia y en el Renaci­ 518 G. W. F. Hegel: Lecciones sobre
miento filosofía de la religión, 3
519 El Inca Garcilaso: La Florida 544 Francisco de Solano y otros: Pro­
ceso histórico al conquistador
520 Genoveva G arcía Q ueipo de Llano:
Los Intelectuales y la dictadura de 545 C a rlo s C astilla del Pino (com pila­
Primo de Rivera ción): El discurso de la mentira
521 C a rlo s Castrodeza: Ortodoxia dar­ 546 W. V. Quine: Las rafees de la re­
viniana y progreso biológico ferencia
522 C llve Orton: M atem áticas para ar- 547 Patrick Sup pes: Estudios de filo­
arquaóiogos sofía y m ótodología de la ciencia
523 Isaiah Berlín: Cuatro ensayos so­ 548 John Shore: El algoritmo sachar­
bre la libertad tarte y otros antídotos contra la
ansiedad que provoca al ordena­
524 A la sta lr Rae: Ffsica cuántica, ¿ilu­ dor
sión o realidad?
Ferdinand Tünnies: Hobbes
525 N le ls Bohr: La teoría atómica y ia Vida y doctrina
descripción de la naturaleza
550 Ronald G rim sley: La filosofía de
526 Rafael Rubio de Urqula y otros: Rousseau
La herencia de Keynes
551 Isaiah Berlin: Karl M arx
527 C ari G. Hempel: Fundamentos de
la formación de conceptos en cien­ 552 Francls Galton: Herencia y euge­
cia em pírica nesia
528 Javier Herrero: Los orígenes del 553, 554 E. M . Radl: Historia de las
pensamiento reaccionario español teorías biológicas, 1 y 2
529 Robert E. Lucas, Jr.: M odelos de 555 M anuel Selles, Jo sé Luis Peset y
ciclos económ icos Antonio Lafuente (Compilación):
Carlo s III y la ciencia de la ilus­
530 Leandro Prados de la Escosura:
tración
De imperio a nación
C recim iento y atraso económico 556 Josefina Gómez Mendoza. N icolás
en España (1780-1930) O rtega Cantero y otros: Viajeros
y paisajes
531 Helena Béjar: El ámbito Intimo
557 Victoria C am p s: Etica, retórica y
532 Ernest Gellner: Naciones y nacio­
política
nalism o
558 W illiam L. Langer: Enciclopedia de
533 Jo sé Ferrater M ora: El ser y la
Historia Universal. 1. Prehistoria a
muerte
Historia Antigua
534 Javier Varela: Jovellanos
559 Konrad Lorenz: La acción de la na­
535 Juan López M o rilla s: Racionalismo turaleza y el destino del hombre
pragmático
560 Fray Bernardino de Sahagún: H is­
536 Hanna Arendt: Sobre la revolución toria general de las c o sa s de Nue­
va España, 1
537 Earl J. Hamllton: Guerra y precios
en España, 1651-1800 561 Fray Bernardino de Sahagún: H is­
toria general da las c o sa s de Nue­
538 C h arle s S. Peirce: Escritos lógicos va España, 2
539 Helm ut Frisch: Teorías de la in­ 562 Paul Hazard: La c risis de ia con­
flación ciencia europea
540 Diana T. M e ye rs: Los derechos
563 W ilhelm Dilthey: Teoría da las con­
Inalienables
cepciones del mundo
541 C a rlo s A. Floria y C é sa r A. García
Belsunce: Historia política de la 564 Jam es W. Friedman: Teoría del oli-
Argentina contemporánea, 1880- gopolio
1983 565 Francis Bacon: El avance del saber
542 Benjamín Franklln: Experimentos y 566, 567 Giovanni Sartorl: Teoría de la
observaciones sobre electricidad democracia
1. El debate contemporáneo
543 M e rc e d e s Allendesalazar O laso:
Spinoza: Filosofía, pasiones y po­ 568 Richard P. Feynman: Electrodiná­
lítica mica cuántica
569 John Sullivan: El nacionalism o vas­ \S93/ Rafael M uñoz de Bustillo (compi-
co radical (1959-1986) — lación): C r is is y futuro del estado
de bienestar
570 Quentin Skin ne r (com pilación): El
retorno de la gran teoría en las 594 Julián M a ría s: Generaciones y
ciencias humanas constelaciones
571 Ad am Przew orski: Capitalism o y 595 Manuel M o re n o A lon so: La gene­
socialdem ocracia ración española de 1808
572 John L. A u stin : Ensayos filosóficos 596 Juan Gil: M ito s y utopías del des­
cubrimiento
573 G e o rge s Duby y G u y Lardreau: 3. El Dorado
Diálogo sobre la historia
597 Francisco Tom ás y Valiente: C ódi­
574 Helm ut G. Koenígsberger: La prác­ go s y constituciones (1808-1978)
tica del Imperio
598 Sam uel Bow les. David M . Gordon,
575 G. W . F. Hegel: La diferencia en­ Tom as E. W e issko p f: La economía
tre el sistem a de filosofía de del despilfarro
Flchte y el de Schelllng
599 Daniel R. Headrick: Los instrumen­
576 M artin Heidegger: Conceptos fun­ tos del imperio
damentales
600 Joaquín Rom ero-Maura: La rosa de
577 Juan Gil: M ito s y Utopías dei des­ fuego
cubrimiento, 1 601 D. P. O 'B rie n . Los econom istas
578 Lloyd G. Reynolds: El crecimiento clásicos
económ ico en el tercer mundo ^ 6 0 2 J W illia m Langer: Enciclopedia de
' — S Historia Universal
579 Julián A. Pitt-Rivers: Un pueblo de 3. Edad Moderna
la sierra: Grazalema
603 Fernando García de Cortázar y José
580 Bernal Dfaz del Castillo: Historia M a ría Lorenzo Espinosa: Historia
verdadera de la conquista de Nue­ dei mundo actual (1945-1989)
va España
604 M iguel Artola: Los afrancesados
581 Giordano Bruno: Expulsión de la
bestia triunfante 605 Bronislaw Gerem ek: La piedad y ia
horca
582 Thom as Hobbes: Leviatán
606 Paolo R o ssi: Francia Bacon: de la
583 W illiam L. Langer: Enciclopedia de
magia a la ciencia
Historia Universal
2. La Edad M edia 607 Am artya Sen: Sobre ética y eco­
nomía
584 S. Bow le s. D. M . Gordon y T. E.
W e lssk op f: La econom ía del des­ 608 Robert N. Bellah. y otros: Hábitos
pilfarro del corazón
585 Juan Gil: M ito s y utopías del des­ 609 |. Bernard Cohén: El nacimiento
cubrimiento, 2 de una nueva física
586 Alberto Elena: A hombros de gi­ 610 Noam C hom sky: El conocimiento
gantes del lenguaje. Su naturaleza, origen
y uso
587 Rodrigo Jim énez de Rada: Histo­
ria de ios hechos de España 611 Jean Dieudonne: En honor del e s­
píritu humano. Las matemáticas,
588 Louis Dumont: La civilización india hoy
y nosotros
612 M a rio Bunge: Mente y sociedad
589 Em ilio Lamo de Esp in osa: Delitos
sin víctim a 613 John Losee: Filosofía de ia ciencia
e investigación histórica
590 C a rlo s Rodríguez Braun: La cues­
tión colonial y la economía clásica 614 Arnaldo M o m iglian o y otros: El
conflicto entre el paganism o y el
591 Irving S. Shapiro: La tercera revo­ cristianism o en el sig lo IV
lución americana
615 Enrique Ballestero: Economía so ­
592 Roger C ollins: Los vascos cial y em presas cooperativas
616 M a x Delbrück: Mente y materia 639 Manuel Santaella López: Opinión
pública e Imagen política en Ma-
617 Juan C. García-Berm ejo: Aproxi­ quiavelo
mación,. probabilidad y relaciones
de confianza 640 Pietro Redondi: Galileo herético
618 Francés Lannon: Privilegio, perse­
641 Stéphane D eligeorges, Ed.: El mun­
cución y profecía
do cuántico
619 C a rlo s C astilla del Pino: Teoría
del personaje M 5 4 £ )m . J. Plore y C. F. Sabel: La se-
------gunda ruptura industrial
620 Sh lo m o Ben-Am i: Los orígenes de
la Segunda República: anatomía de 643 I. Prigogine e I. Stengers: Entre el
una transición tiempo y la eternidad
621 Anton io Regalado García: El labe­ ( 6 M ) W illiam L. Langer: Enciclopedia de
rinto de la razón: Ortega y Hei- — Historia Universal
degger 5. De la 1.* a la 2.* Guerra Mundial
(l 622 ))'W illiamL. Langer: Enciclopedia de
645 Enrique Ballestero: Estudios de
H istoria Universal
4. S ig lo X IX mercado. Una introducción a la
mercadotecnia
623 Barrlngton M oore, Jr.: Autoridad
y desigualdad bajo el capitalismo 646 Saim Sam bursky: El mundo físico
y el socialism o: EE.UU., U R S S y a finales de la Antigüedad
China
647 Klaus Offe: Las contradicciones del
624 Pierre Vldal-Naquet: Ensayos de Estado de Bienestar
historiografía
625 D onald N. M c C Io sk e y : La retórica 648 David M organ: Los mongoles
de la economía 649 Víctor F. W e lsskop f: La física en
626 H einz Heim soeth: Los se is grandes el siglo X X
te m as de la m etafísica occidental
650 Luis Vega Reñón: La trama de la
627 A n g e lo Panebianco: M odelos de demostración
partido
651 John King Fairbank: Historia de
628 Jo sé Alcin a Franch (compilación): China. S ig lo s X IX y XX
Indianism o e indigenismo
652 Em ilio García Gómez: Las Jarehas
629 R icardo Gullón: Direcciones del romances de la serie árabe en su
M odernism o marco
630 S a im Sam b ursky: El mundo físico 653 P. M . Harman: Energía, fuerza y
de lo s griegos
materia
631 L e w is Pyenson: El joven Einstein
654 M anuel Rodríguez: El descubrimien­
632 Jack Goody: La lógica de la escri­ to del Marañón
tura y la organización de la s o ­ 655 Anthony Sandford: La mente del
ciedad hombre
633 Brian V ick e rs (com pilación): M en­ 656 Giordano Bruno: Cébala del caballo
talidades ocultas y científicas en Pegaso
el Renacimiento
A n d ré s Barrera González: C asa, 657 E. L. Jones: El m ilagro europeo
634
herencia y fam ilia en la Cataluña 658 José Hierro S. Pescador: Significa­
rural do y verdad
A n th on y G lddens, Jonathan Tum er 659 G e o rge s Duby: El amor en la Edad
y otros: La teoría social, hoy M edia y otros ensayos
636 D avid Goodm an: Poder y penuria 661 J. S. Bell: Lo decible y lo indecible
637 Roberth Hertz: La muerte y la en mecánica cuántica
m ano derecha
662 F. Tom ás y Valiente y otros: El
638 C a rolyn Boyd: La política pretorla- sexo barroco y otras transgresio­
na en el reinado da A lfonso X III nes p re moda m a s
gg 3 R. D escartes: El tratado del hom­ 666 M ichael Mann: Las fuentes del
bre poder social
664 Peter Burke: La cultura popular en 667 Brlan M c G u in n e ss: Wittgenstein
la Edad Moderna
665 Pedro Trinidad Fernández: La de­ 668 Jean-Pierre Luminet: Agujeros ne­
fensa de la sociedad gros

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