Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Michael Mann - Las Fuentes Del Poder Social (Vol. I) - Una Historia Del Poder Desde Los Comienzos Hasta 1760 D.C.
Michael Mann - Las Fuentes Del Poder Social (Vol. I) - Una Historia Del Poder Desde Los Comienzos Hasta 1760 D.C.
Las fuentes
del poder social, I
Una historia del poder
desde los comienzos hasta 1760 d.C.
Versión española de
Fernando Santos FontenJa
A lian za
Editorialr¡
Título original: The sources o f Social Power. Volunte 1.
A History o f Power from the Beginning toA.D. 1760
Prefacio..................................................................................................... 9
1. Las sociedades como redes organizadas de poder............... 13
2. El fin de la evolución social general: cómo eludieron el
poder los pueblos prehistóricos.............................................. 59
3. La aparición de la estratificación, los Estados y la civili
zación con múltiples actores de poder en Mesopotamia. 114
4. Análisis comparado de la aparición de la estratificación,
los Estados y las civilizaciones con múltiples actores de
poder................................................................................................ 159
5. Los primeros imperios de dominación: la dialéctica de la
cooperación obligatoria.............................................................. 194
6. Los «indoeuropeos» y el hierro: redes de poder en ex
pansión y diversificadas............................................................. 261
7. Fenicios y griegos: civilizaciones descentralizadas con
múltiples actores de poder........................................................ 277
8. La revitalización de los imperios de dominación: Asiria
y Persia........................................................................................... 334
9. El Imperio territorial romano................................................... 359
10. La trascendencia de la ideología: la ecu m en e cristiana....... 430
11. Digresión comparada sobre las religiones universales: el
confucianismo, el Islam y (especialmente) las cartas del hin
duismo ......................................................................................... 485
12. La dinámica europea, I: La fase intensiva, 800-1155 d.C. 529
13. La dinámica europea, II: El auge de los Estadoscoordi
nadores, 1155-1477 588
14. La dinámica europea, III: El capitalismo internacional y
los Estados nacionales orgánicos, 1477-1760 .................. 634
15. Conclusiones europeas: Explicación del dinamismo euro
peo (el capitalismo, la cristiandad y los Estados).......... 703
16. Pautas de desarrollo histórico mundial en la sociedades
agrarias......................................................................................... 727
Indice onomástico............................................................................... 761
PREFACIO
P od er d e organ ización
Autoritario Difuso
In ten sivo Estructura militar Huelga general.
de mando.
E xtensivo Imperio militarista. Intercambio en el
mercado.
Críticas
O rganizaciones d e p o d er
Las c u a tr o f u e n t e s y o r g a n iz a c io n e s d e l p o d e r
Ccntralizado-territonil Esudo
GeopoLitico-diplomático. Eludo
Clave
B ibliografía
Una historia del poder debe empezar por el principio. Pero, ¿dón
de debemos situar ese principio? Como especie, los seres humanos
aparecieron hace millones de años. Durante la mayor parte de esos
millones de años, vivieron sobre todo como recolectores nómadas
de frutos silvestres, bayas, frutos secos y hierbas, y como carroñeros
de las presas de animales mayores que ellos. Después fueron elabo
rando su propio sistema de caza. Pero por lo que podemos suponer
de esos recolectores-carroñeros y recolectores-cazadores, su estruc
tura social era sumamente flexible, adaptable y variable. No institu
cionalizaron de forma estable unas relaciones de poder; n o conocían
clases, Estados, ni siquiera élites; es posible que incluso sus distin
ciones entre sexos y grupos de edades (dentro de la edad adulta) no
indicaran diferencias permanentes de poder (tema de grandes debates
en la actualidad). Y, naturalmente, no tenían escritura y no tenían
una «historia» en el sentido actual del término. O sea que en los
verdaderos comienzos no había ni poder ni historia. Los conceptos
elaborados en el capítulo 1 no tienen prácticamente pertinencia para
el 99 por 100 de la vida de la humanidad hasta la fecha. ¡Así que
no voy a empezar por el principio!
Después —aparentemente, en todo el mundo— se produjo una
serie de transiciones: a la agricultura, a la domesticación de animales
y al sedentarismo, que acercaron mucho más a la humanidad a las
relaciones de poder. Surgieron sociedades estables, delimitadas, pre
suntamente «complejas», que incorporaban la división del trabajo,
la desigualdad social y el centralismo político. Ahora quizá podamos
empezar a hablar de poder, aunque nuestro comentario tendría que
incluir muchas matizaciones. Pero esta segunda fase, que represen
taría aproximadamente al 0,6 por 100 de la experiencia humana has
ta ahora, tampoco tenía escritura. Su «historia» es prácticamente des
conocida y nuestro relato ha de ser sumamente cauteloso.
Por fin, hacia el 3000 a.C. se inició una serie de transformaciones
conexas que llevaron a una parte de la humanidad al 0,4 por 100
restante de su vida hasta ahora: la era de la civilización, de relaciones
permanentes de poder encarnadas en Estados, sistemas de estratifi
cación y patriarcado y de historia escrita. Esa era se generalizó en
el mundo, pero se inició en un reducido número de lugares. Esa
diminuta tercera fase es el tema de este libro. Pero, al contar esa
historia, ¿cuánto nos tenemos que remontar al decidir cuáles fueron
sus orígenes?
Se plantean dos preguntas obvias: dada esa clara discontinuidad,
¿es el conjunto de la experiencia humana una sola historia? Y, dada
nuestra ignorancia casi total del 99 o el 99,6 por 100 de esa expe
riencia, ¿cómo se puede saber si lo es o no? Sin embargo, la historia
como un todo tiene un firme anclaje. A partir del Pleistoceno (hace
aproximadamente un millón de años) no hay muestras de ninguna
«especiación» o diferenciación biológica entre las poblaciones huma
nas. De hecho, sólo existe un caos anterior conocido de especiación
a lo largo de los diez millones de años de vida de los homínidos: la
coexistencia de dos tipos de homínidos a principios del Pleistoceno
en Africa (uno de los cuales se extinguió). Es algo que puede parecer
curioso, pues otros mamíferos que aparecieron al mismo tiempo que
la humanidad, como los elefantes o el ganado vacuno, han dado
muestras de considerable especiación después. Piénsese, por ejemplo,
en la diferencia entre los elefantes indios y los africanos y compárese
con las minúsculas diferencias fenotípícas de pigmentación, etc., en
tre los seres humanos. Por tanto, en toda la gama de la humanidad
ha existido una cierta unidad de experiencia (argumento aducido
vigorosamente por Sherratt, 1980: 405). ¿Qué tipo de historia uni
ficada podemos narrar?
Casi todas las narraciones son evolucionistas. Primero explican
cómo los seres humanos fueron desarrollando sus capacidades inna
tas de cooperación social; después, cómo fueron surgiendo inmanen
temente cada forma sucesiva de cooperación social a partir del po
tencial de su predecesora para una organización social «superior» o,
por lo menos, más compleja y poderosa. Esas teorías fueron las
predominantes en el siglo XIX. Ahora, desprovistas de los conceptos
de progreso desde formas inferiores hacia formas superiores, pero
conservando todavía el concepto de evolución de la capacidad y la
complejidad del poder, siguen siendo las dominantes.
Sin embargo, existe una peculiaridad en esta narración que sus
partidarios reconocen. La evolución humana ha diferido de la evo
lución de otras especies por el hecho mismo de que ha mantenido
su unidad. No se ha producido una especiación. Cuando una pobla
ción humana ha ido desarrollando una forma particular de actividad,
muy a menudo ésta se ha difundido prácticamente entre toda la
humanidad, por todo el mundo. El fuego, el vestuario y el refugio,
junto con una colección más variable de estructuras sociales se han
difundido, a veces a partir de un solo epicentro, a veces a partir de
varios, desde el Ecuador hasta los polos. Los estilos de cabezas de
hacha y de cerámica, los Estados y la producción de mercaderías se
han difundido muy ampliamente a lo largo de la historia y de la
prehistoria que conocemos. De modo que este relato se refiere a la
evolución cultural. Presupone un contacto cultural continuo entre
grupos, basado en una conciencia de que, pese a las diferencias lo
cales, todos los seres humanos forman una sola especie, se enfren
tan con determinados problemas comunes y pueden aprender solu
ciones los unos de los otros. Un grupo local crea una nueva for
ma, quizá estimulada por sus propias necesidades ambientales, pero
resulta que esa forma tiene una utilidad general para grupos de me
dios completamente diferentes, y éstos la adoptan, quizá con mo
dificaciones.
Dentro del relato general, cabe destacar algunos temas diferentes.
Podemos subrayar el número de casos de invención independiente,
porque si todos los seres humanos son culturalmente similares, pue
den ser similarmente capaces de dar el siguiente paso en la evolución.
Esta es la escuela que cree en la «evolución local». O podemos su
brayar el proceso de difusión y propugnar unos pocos epicentros de
la evolución. Esta es la escuela «difusionista». Es frecuente con
trastar la una con la otra, que a veces se enfrentan en una acerba
polémica. Pero fundamentalmente son análogas y narran el mismo
relato general de una evolución cultural continua.
De modo que casi todos los relatos actuales responden a mí pre
gunta inicial: «¿Forma toda la experiencia humana una sola histo
ria?» con un sí tajante. Así se revela en los relatos de casi todos los
historiadores, reforzados por su actual predilección (especialmente
en las tradiciones históricas angloamericanas) por el estilo de narra
ción continua atento al «qué ocurrió después». Este método deja de
lado las discontinuidades. Por ejemplo, Roberts, en su P elican H is
tory o f th e W orld (1980: 45 a 55) califica a las discontinuidades entre
las tres fases de meras «aceleraciones del ritmo del cambio» y de un
cambio de foco geográfico en un desarrollo esencialmente «acumu
lativo» de las capacidades humanas y sociales, «arraigado en eras
dominadas por el lento ritmo de la evolución genética». En las tra
diciones más teóricas y orientada hacia las ciencias de la arqueología
y la antropología estadounidenses, el relato evolucionista se ha na
rrado en el idioma de la cibernética, con diagramas de corrientes de
la aparición de la civilización a lo largo de diversas fases a partir de
los cazadores-recolectores, junto con retroalimentaciones positivas y
negativas, modelos alternativos «en escalera» y «en rampa» de des
arrollo incremental, etc. (por ejemplo, Redman, 1978: 8 a 11; cf.
Sahlins y Service, 1960). El evolucionismo predomina, a veces de
forma explícita y otras de forma encubierta, como explicación de los
orígenes de la civilización, la estratificación y el Estado.
Todas las teorías rivales de la aparición de la estratificación y del
Estado presuponen un proceso esencialmente natural de desarrollo
social general. Se los considera resultado del desarrollo dialéctico de
las estructuras nucleares de las sociedades prehistóricas. Esta narra
ción concreta tiene su origen en la teoría política normativa: hemos
de aceptar el Estado y la estratificación (Hobbes, Locke), o hemos
de derrocarlo (Rousseau, Marx), debido a acontecimientos prehistó
ricos reconstruidos o hipotéticos. Los antropólogos y los arqueólo
gos contemporáneos, aliados, narran un relato de la continuidad de
todas las formas conocidas de la sociedad humana (y, en consecuen
cia, también de la pertinencia de sus propias disciplinas académicas
para el mundo de hoy). Su ortodoxia central sigue siendo un relato
de fases: desde unas sociedades relativamente igualitarias y sin Es
tado hacia sociedades por rangos con autoridad política y, más tarde,
a sociedades civilizadas y estratificadas con Estados (ortodoxia ad
mirablemente resumida por Fried, 1967; véanse en Redman, 1978:
201 a 205, otras posibles secuencias de fases y véanse asimismo en
Steward, 1963, la secuencia más moderna influyente de fases arqueo
lógicas/antropológicas).
Friedman y Rowlands (1978) han ampliado la lógica de este en
foque al señalar un defecto en las narraciones de la evolución. Aun
que se identifique una secuencia de fases, las transiciones entre ellas
se ven precipitadas por las fuerzas un tanto aleatorias de la presión
demográfica y el cambio tecnológico. Friedman y Rowlands colman
esa laguna al elaborar un modelo detallado y complejo, «epigenéti-
co», de un «proceso de transformación» de la organización social.
Concluyen diciendo: «Así, cabe esperar que podamos predecir las
formas dominantes de reproducción social en la fase siguiente en
términos de las propiedades de la fase actual. Ello es posible gracias
a que el propio proceso reproductivo es direccional y transformati
vo» (1978: 267 y 268).
El m éto d o de estos modelos es idéntico. En primer lugar, se
comentan las características de las sociedades de cazadores-recolec-
tores en general. Después se expone una teoría de una transición
general hacia el sedentarismo agrícola y el pastoralismo. Después,
las características generales de esas sociedades llevan a la aparición
de unas cuantas sociedades concretas: Mesopotamia, Egipto y China
septentrional, a veces con la adición del Valle del Indo, Mesoamé
rica, el Perú y la Creta minoica.
Examinemos las fases habituales y definamos sus términos cru
ciales:
1. Una so cied a d igualitaria es algo que se explica por sí solo.
Las diferencias jerárquicas entre persona y entre el desempeño de
papeles en función de las edades y (quizá) del sexo no están insti
tucionalizadas. Quienes ocupan las posiciones más altas no pueden
hacerse con los instrumentos colectivos de poder.
2. Las socied a d es p o r ran gos no son igualitarias. Quienes se ha
llan en los rangos superiores pueden utilizar los instrumentos gene
rales colectivos de poder. Ello se puede institucionalizar e incluso
transmitir por vía hereditaria en un linaje aristocrático. Pero el rango
depende casi totalmente del p o d e r co lectiv o o de la autoridad, es
decir, del poder legítimo utilizado únicamente para fines colectivos,
libremente conferido y libremente retirado por los participantes. Así,
quienes ocupan los rangos más altos tiene una condición social, for
mulan decisiones y utilizan recursos materiales en nombre de todo
el grupo, pero no disponen de un poder coercitivo sobre los miem
bros recalcitrantes del grupo y no pueden desviar los recursos ma
teriales del grupo para su propio uso privado y convertirlos así en
su «propiedad privada».
Pero hay dos subgrupos de sociedades de rangos que también se
pueden colocar en una escala evolucionista:
2a. En las socied a d es d e ran gos rela tivos cabe calificar a las per
sonas y los grupos de linaje en posiciones mutuamente relativas,
pero no existe un punto que sea el más alto de la escala de manera
absoluta. Sin embargo, en casi todos los grupos existen una incerti-
dumbre y una polémica insuficientes para que, finalmente, las rela
tividades sean incoherentes entre sí. El rango será cuestionado.
2b. En las socied a d es d e ran gos absolutos, surge un punto su
perior absoluto. Al jefe o jefe supremo se le acredita el rango más
alto sin polémica y los linajes de todos los demás rangos se miden
en términos de su distancia respecto de ese jefe. Ello suele expresarse
ideológicamente en términos de su descendencia de los primeros
antepasados, quizá incluso de los dioses, del grupo. Así aparece una
institución característica: un centro ceremonial, consagrado a la re
ligión, controlado por el linaje del jefe. De esta institución centrali
zada al Estado no dista más que un paso.
3. Las definiciones del Estado se comentarán con más detalle
en el volumen III de esta obra. Mi definición provisional se deriva
de Weber: El Estado es un con ju n to d iferen cia d o d e instituciones y
d e p erso n a l q ue incorporan la cen tra lid ad , en e l sentido d e q ue las
rela cion es p olíticas irradian hacia a fu era para a barcar una zona te
rritoria lm en te dem arcada, sob re la cu a l reivin d ica e l m on op olio d e
la fo rm u la ció n vin cu la n te y p erm a n en te d e norm as, respaldado p o r
la v io len cia física. En la prehistoria, la introducción del Estado con
vierte a la autoridad política provisional y a un centro ceremonial
permanente en un poder político permanente, institucionalizado en
su capacidad para utilizar la coacción sobre los miembros sociales
recalcitrantes cuando sea necesario, de forma sistemática.
4. La estratificación comporta el poder permanente e institucio
nalizado de algunos sobre las oportunidades vitales materiales de
otros. Su poder puede consistir en la fuerza física o en la capacidad
para privar a otros de los elementos necesarios para la vida. En la
bibliografía sobre los orígenes, suele ser un sinónimo de las diferen
ciales de propiedad privada y de las clases económicas, y por eso yo
lo trato como un forma centralizada de poder, separada del Estado
centralizado.
5. En términos de civilización es el más problemático, debido
a la carga axiológica que comporta. No existe una sola definición
que baste para todos los fines. Trato con más detalle de la cuestión
al comienzo del capítulo siguiente. Una vez más, basta con una de
finición provisional. Según Renfrew (1972: 13), la civilización com
bina tres instituciones sociales: el centro ceremonial, la escritura y
la ciudad. Cuando las tres se combinan, inauguran un salto en el
poder humano colectivo sobre la naturaleza y sobre otros seres hu
manos que, cualesquiera sean la variabilidad y la disparidad del re
gistro prehistórico e histórico, constituyen el comienzo de algo nue
vo. Renfrew califica a esto de un salto en el «aislamiento», la con
tención de seres humanos tras unas fronteras sociales y territoriales,
claras, fijas y delimitadas. Yo utilizo la metáfora de una jaula social.
1 Véanse comentarios sobre esas cifras en Steward, 1963: 122 a 150; Fried, 1967:
154 a 174; Lee y De Vore, 1968, y W obst, 1874.
monio con otros grupos adyacentes. La banda no constituye un
grupo cerrado, sino una agrupación flexible de familias nucleares,
que a veces logran una vida colectiva general. Sus dimensiones fluc
túan. A menudo llegan forasteros que ingresan en un grupo con
capacidad excedente. También se puede producir un intercambio de
productos como regalos (o como mera forma de regulación social),
si en una zona determinada existe diversidad ecológica.
La población dentro de la cual se producen esos contactos es la
tercera unidad, diversamente denominada «tribu», «tribu dialéctica»
(¡en el sentido lingüístico, no hegeliano!), o «banda máxima». Se
trata de una confederación flexible, de 175 a 475 personas, que com
prende varias bandas. Según Wobst (1974), esa confederación fluctúa
básicamente entre las 7 y las 19 bandas. Un medio favorable puede
impulsar a la población por encima de esos niveles, pero entonces
la «tribu» se divide en dos unidades, cada una de las cuales sigue su
propio camino. La comunicación directa, cara a cara, entre seres
humanos puede tener unos límites máximos prácticos. ¡Cuando se
pasa de unas 500 personas, perdemos nuestra capacidad para comu
nicarnos! Los cazadores-recolectores no tienen escritura y dependen
de la comunicación cara a cara. No pueden utilizar las funciones que
desempeñan como comunicación abreviada, pues no tienen práctica
mente medios de especialización aparte del sexo y la edad. Se rela
cionan como seres humanos completos diferenciados únicamente por
la edad, el sexo, sus rasgos físicos y su pertenencia a una banda. Sus
poderes extensivos seguirían siendo inapreciables hasta que se aban
donara esa situación.
¿Existió una cuarta unidad «cultural» más amplia y por encima
de ésa, tal como existió después, tras la sedentarización agrícola? Lo
sospechamos porque estamos hablando de un proceso humano. El
intercambio de mercancías, personas e ideas no ocurrió intensiva,
sino extensivamente, y vinculó de forma tenue a los cazadores-re
colectores en grandes superficies terrestres. La estructura social ini
cial es abierta y flexible. Wobst (1978) afirma que los moderados de
cazadores-recolectores siguen siendo territorialmente reducidos. Pese
a las pruebas de que los cazadores-recolectores estaban vinculados
en matrices culturales a nivel continental, se han estudiado muy poco
los procesos regionales e interregionales. El «territorio» del etnógra
fo es un artefacto de la especialización académica y de la influencia
antropológica, dice Wobst, pero en los informes sobre investigacio
nes realizadas se convierte en una «sociedad» efectiva, en una unidad
social delimitada con su propia «cultura». Los tipos de «sociedades»
que existían en la prehistoria no se parecían en nada a lo que pueda
haber visto cualquier antropólogo actual. Todavía no habían llenado
continentes; no se veían presionadas por sociedades más avanzadas.
Esas peculiaridades aseguraban que los grupos prehistóricos en gran
medida no estuvieran enjaulados. La «humanidad» n o ha «vagabun
deado en grupos por todas partes», pese a la famosa afirmación de
Ferguson. La etimología de la palabra «etnografía» revela la trampa.
Se trata del estudio de eth n e, de pueblos. Sin embargo, inicialmente
no existían pueblos, grupos relacionados y delimitados de parentes
co, sino que los creó la historia.
La cuestión de cómo se produjeron las transiciones a la agricul
tura y a la ganadería es demasiado polémica para debatirla aquí.
Ningunos autores destacan los factores de atracción del aumento de
los rendimientos agrícolas; otros, los factores de impulsión de la
presión demográfica (por ejemplo, Boserup, 1965; Binford, 1968).
No trataré de juzgar. Me limito a señalar que los argumentos opues
tos no son sino variantes de un solo relato evolucionista. Las capa
cidades generales de los seres humanos, ocupados en formas míni
mas de cooperación social y enfrentados con entornos generalmente
parecidos, llevaron en todo el mundo a las transformaciones agrícola
y pastoral que denominamos Revolución Neolítica. Se inició un au
mento del sedentarismo de poblaciones mayores, social y territorial
mente atrapadas. Creció el tamaño y la densidad de las agrupaciones.
Desapareció la pequeña banda. La «tribu», mayor y más flexible, se
vio afectada de dos formas. O bien la unidad más bien débil, con
un máximo de 500 miembros, se condenaba ahora en una aldea de
asentamiento, permanente y absorbía a la unidad más pequeña de 20
a 70 miembros, o el proceso de intercambio establecía una especia-
lización de papeles extensiva pero más flexible, basada en la red del
parentesco ampliado: clanes, grupos de linaje y tribus. La localidad
o el parentesco —o una combinación de ambas cosas— podía ofrecer
marcos de organización para redes sociales más densas y especiali
zadas por funciones.
En la Europa prehistórica, los asentamientos de aldeas igualita
rias y en gran parte no especializadas comprendían de 50 a 500
personas, que por lo general vivían en chozas de familias nucleares
que labraban como máximo unas 200 hectáreas (Piggott, 1965: 43 a
47). En el Cercano Oriente es posible que los límites máximos fue
ran los más frecuentes. También existen abundantes datos acerca de
unidades tribuales grandes y más flexibles en la prehistoria. Entre
los pueblos neolíticos de la Nueva Guinea actual, según Forge (1972),
una vez que se alcanza el límite de 400 a 500 personas o se dividen
los asentamientos o se produce una especialización de funciones y
de condición social. Ello coincide con la teoría evolucionista de Ste-
ward acerca de cómo unos grupos en crecimiento hallaron la «inte
gración sociocultural» a un nivel más alto y más mezclado mediante
el desarrollo de las aldeas de múltiples linajes y de clanes flexibles
(1963: 151 a 172). Las divisiones horizontales y verticales permitie
ron que los grupos sociales ampliaran sus efectivos.
La explotación intensiva de la naturaleza permitió la sedentari-
zación permanente y la interacción primaria densa de 500 personas,
en lugar de 50; la especialización de funciones y la aparición de la
autoridad permitió una interacción secundaria entre números de per
sonas que en principio eran ilimitados. Entonces iniciaron su pre
historia humana las sociedades extensivas, la división del trabajo y
la autoridad social.
B ibliografía
3 Podría añadir que aunque tanto la bastardía como la servidumbre por deudas
pueden aportar una fuerza de trabajo explotada «interna», en las sociedades primitivas
no proporcionan en grado suficiente ni la cantidad ni la estabilidad de la explotación
institucionalizada como para explicar los orígenes de la estratificación.
unas diferencias de riqueza cada vez mayores. A partir del 3000 a.C.,
las desigualdades entrañaban unas diferencias reconocidas legalmente
en cuanto al acceso a la propiedad de la tierra. Nos enfrentamos con
cuatro grupos: familias principales, con acceso a los recursos de tem
plos y palacios; personas libres corrientes; trabajadores dependientes
semilibres y unos cuantos esclavos. Pero para comprenderlo mejor,
hemos de pasar al segundo gran proceso social generado por el en-
jaulamiento social y territorial, el auge del Estado.
Los mismos factores que fomentaron las diferencias de propiedad
también intensificaron una autoridad territorialmente centralizada,
es decir, un Estado. La gestión de los riesgos desempeñó su papel.
El intercambio de productos agrícolas, cuando el territorio de la
parte más poderosa estaba fijado y era estratégico para el transporte,
significaba que el almacén redistributivo o el mercado de intercam
bio estarían centralizados. Cuanto más se centralizan los recursos,
más defensa necesitan, y de ahí también la centralización militar. El
desequilibrio entre las partes creó otra función política centralizada,
porque los regantes aspirarían a disponer de rutinas más ordenadas
de intercambio de lo que podía brindar la organización social exis
tente de los pastores y los cazadores-recolectores. En la historia
ulterior se denomina a esto «tributo», el intercambio regulado au
toritariamente, mediante el cual las obligaciones de ambas partes se
expresan formalmente y van acompañadas de los rituales de la di
plomacia. Esto tuvo consecuencias estabilizadoras tanto para los pas
tores como para los cazadores-recolectores: los civilizó. Una vez que
se regularizan los contactos, se produce la difusión de las prácticas.
Aunque a los agricultores regantes sedentarios les agrada conside
rarse como «civilizados» y representan a los demás como «bárba
ros», existen una similitud y una interdependencia cada vez mayores.
Eso fue lo que probablemente ocurrió a los lados de las llanuras
aluviales a medida que los regantes, los cazadores de aves, los pes
cadores e incluso algunos pastores se fueron acercando más los unos
a los otros.
Es posible que una de sus principales formas de interdependencia
en el período en torno al 3000 a.C. fuera la aparición de un Estado
redistributivo. Existía un minucioso almacenamiento central de mer
caderías y muchas veces se sugiere que eso equivalía a un intercam
bio, no mediante un mercado, sino mediante la asignación autoritaria
de valor por una burocracia central. Pero los autores que destacan
esto (por ejemplo, Wright y Johnson, 1975; Wright, 1977) no lo
interpretan exactamente en los términos funcionales de la «teoría de
la jefatura redistributiva» (que se comenta en el capítulo anterior).
No hacen hincapié en la redistribución como una solución racional
del intercambio entre diferentes nichos ecológicos en ausencia de
técnicas avanzadas de comercialización, sino más bien como si el
núcleo regado impusiera un poder parcialmente arbitrario sobre la
periferia. Otros autores (por ejemplo, Adams, 1981: 76 a 81) tam
bién creen que ese modelo núcleo-periferia es demasiado rígido. De
beríamos imaginar una hegemonía más flexible del patrono sobre el
cliente. O sea, que el Estado surgió a partir de unas relaciones fle
xibles entre el patrón y el cliente, al igual que la estratificación social.
La centralización también se vio fomentada por las vinculaciones
verticales a lo largo de los ríos. El núcleo interno de la llanura aluvial
empezó a llenarse y los grupos de aldeas o de parentesco empezaron
a tener roces. Necesitaban unas relaciones relativamente fijas y re
guladas. La autoridad, presente desde hacía mucho en el seno del
grupo de linaje y de la aldea, también era necesaria en las relaciones
entre aldeas. Ello tuvo por resultado un segundo nivel de entidades
mayores, cuasi políticas. En Sumeria parece que un tipo concreto de
centro ceremonial (el segundo de los tres indicadores de civilización
de Renfrew), el tem plo, intervino en este proceso, a menudo como
árbitro entre aldeas. La importancia del templo estaba bastante ge
neralizada ente las primeras civilizaciones, cuestión a la que volveré
en la conclusión del capítulo 4. Steward (1963: 201 y 202) señala
que prácticamente en todas partes la cooperación social extensiva en
la agricultura de regadío estaba relacionada con un sacerdocio fuerte,
tanto en los casos del Nuevo Mundo como en los del Viejo Mundo.
Aduce que un grupo relativamente igualitario dedicado a la coope
ración tenía unas necesidades desusadamente grandes de solidaridad
normativa. Los estudiosos modernos rechazan las connotaciones re
ligiosas del término «sacerdocio» en Mesopotamia. Describen a los
sacerdotes como personas más seglares, más administrativas y polí
ticas, como un cuerpo diplomático, gestores de los riegos y distri
buidores. Mediante un proceso cuyos detalles no conocemos, el tem
plo aparece como el primer Estado de la historia. A medida que iba
avanzado el riego, hacía falta una cooperación laboral más extensiva.
Hay polémica en torno a exactamente q u é zona territorial era co
lectivamente interdependiente en la agricultura hidráulica, como ve
remos. Pero la prevención y el control de las inundaciones, la cons
trucción de presas, diques y canales de riego, exigían, tanto regular
mente como durante las catástrofes naturales ocasionales, un cierto
grado de inversión con rendimiento aplazado en la cooperación la
boral entre aldeas, por ejemplo, a lo largo de una zona lateral de la
llanura aluvial y a lo largo del río durante una extensión de varios
kilómetros. Esto constituía un poderoso impulso hacia unidades po
líticas mayores que el grupo de parentesco o la aldea. Al cabo de
poco tiempo, una de las funciones principales del templo sumerio
pasó a ser la administración de los riegos y lo siguió siendo durante
mil años 4.
Estos Estados de templos no parecen especialmente coercitivos.
Resulta difícil estar seguro, pero en general se acepta la opinión de
Jacobsen (1943-1957): la primera forma política permanente fue una
democracia primitiva en la cual unas asambleas integradas por una
gran proporción de los varones adultos libres de la ciudad adoptaban
las decisiones importantes. Jacobsen sugería una asamblea bicameral:
una cámara alta de ancianos y otra baja de hombres libres. Si bien
es posible que esto sea un poco idealizado —pues la fuente principal
consiste en mitos más tardíos—, la alternativa probable es una oli
garquía flexible y bastante amplia integrada por los jefes de las fa
milias más importantes y quizá, también, de los barrios de la ciudad.
Podemos concluir provisionalmente que poco antes del año
3000 a.C. estas comunidades políticas se encontraban en un proceso
de transición, en ese vago paso de la autoridad de rangos hacia el
Estado estratificado. Pero, al principio, la transición ocurrió menos
en la esfera de la coacción de los gobernados por los gobernantes
que en la de la coacción en el sentido de enjaular, en el crecimiento
de unas relaciones sociales concentradas, inevitablemente intensas y
centralizadas. La transición a la coacción y la explotación fue más
lenta. Las diferencias entre las familias principales y el resto, y entre
los hombres libres y los trabajadores dependientes o esclavos, eran
diferencias de «rango absoluto». Pero el rango en el interior de las
familias principales parece haber sido «relativo» e intercambiable. El
rango dependía en gran medida de la proximidad a los recursos eco
* Gibson (1976) ha aducido que este papel se vio reforzado en Sumeria por un
factor accidental. H acia el 3300 a.C ., el brazo oriental del Eufrates se secó repenti
namente cuando las aguas abrieron de repente nuevos canales más al oeste. Eso pro
dujo una emigración masiva hacia el brazo occidental, organizada forzosamente de
forma extensiva (probablemente por los templos). Según él, esta fue la razón de que
se fundaran las ciudades de Kish y de Nippur.
nómicos, que en sí mismos eran intercambiables. No parece haber
pruebas de un establecimiento de rangos en relación con criterios
genealógicos «absolutos», como una presunta proximidad a los dio
ses o los antepasados. En esos sentidos, la aparición de la estratifi
cación y el Estado fue lenta y desigual.
Sin embargo, los dos procesos de crecimiento del Estado y de la
propiedad privada estaban vinculados entre sí y al final se apoyaban
el uno en el otro. En el capitalismo moderno, con sus derechos de
propiedad privada tan institucionalizados y con Estados que no in
tervienen, consideramos que ambos tipos de propiedad son caracte
rísticamente antitéticos. Sin embargo, en casi todos los períodos his
tóricos esto sería un error, como veremos en reiteradas ocasiones.
La propiedad familiar y privada y el Estado surgieron juntos, fo
mentados por los mismos procesos. Cuando comienzan nuestros re
gistros —la tablillas excavadas en la primera ciudad de Lagash—
hallamos una mezcla complicada de tres formas de propiedad de la
tierra administrada por el templo. Había campos que eran propiedad
de los dioses de la ciudad y estaban administrados por los funcio
narios del templo, campos arrendados anualmente por el templo a
distintas familias y campos concedidos a distintas familias a perpe
tuidad y sin el pago de arriendo. La primera y la tercera formas
solían abarcar grandes superficies y denotaban una propiedad colec
tiva y privada en gran escala, en ambos casos con el empleo de mano
de obra dependiente y unos cuantos esclavos. Los registros indican
que la propiedad colectiva y la privada fueron fusionándose cons
tantemente, a medida que la estratificación y el Estado se desarro
llaban de forma más extensiva. El acceso a la tierra llegó a quedar
monopolizado por una élite unificada, pero todavía representativa,
que controlaba los templos y las grandes fincas y ostentaba los car
gos sacerdotales, civiles y militares.
El carácter integrado de la agricultura en condiciones de regadío
y del intercambio y difusión entre ella y las ecologías circundantes
generó estructuras de autoridad fu sion a da s en grupos de parentesco,
aldeas y Estados emergentes. Como no podemos hallar ninguna hue
lla de conflicto político entre los aspectos presuntamente privados y
los colectivos, resulta sensato considerarlos como un solo proceso.
Así, la organización del Estado redistributivo emergente, revelada en
el sector de los templos por las tablillas de Lagash, probablemente
también tenía un paralelo en el sector de las fincas privadas, que está
mal documentado. Los templos establecían los presupuestos y orga
nizaban la producción y la redistribución con gran detalle y com
plejidad: un tanto para los costes de producción, un tanto para el
consumo del templo, un tanto para los impuestos, un tanto para las
reinversiones en semillas, etc. Se trata de un Estado redistributivo
en el sentido de Polanyi (mencionado en el capítulo anterior). Pero
es probable que en el sector privado se aplicaran los mismos prin
cipios. El Estado era como un gran hogar, que coexistía amigable
mente con hogares basados en el parentesco 5.
La fusión y el enjaulamiento de las relaciones de autoridad tu
vieron otra consecuencia: la aparición del tercero de los indicadores
de civilización de Renfrew: la escritura. Si examinamos atentamente
los orígenes de la alfabetización, obtenemos una visión correcta del
proceso civilizador inicial. En este caso es crucial Sumeria, porque
sus registros son relativamente buenos y porque es un caso segu ro
de desarrollo espontáneo de la escritura en Eurasia. Los otros casos
posiblemente independientes de alfabetización en Eurasia quizá re
cibieran su estímulo de Sumeria. En todo caso, quedan todavía por
descifrar dos escrituras, la del Valle del Indo y la de la Creta minoica
(lineal A), mientras que en los dos casos restantes sólo se han con
servado selecciones tendenciosas de escritos. Respecto a la China
Shang sólo disponemos de registros de las consultas de los primeros
gobernantes con los oráculos, conservadas porque se inscribieron en
conchas de tortuga o en superficies óseas parecidas. Indican que el
principal papel de los dioses es brindar orientación sobre problemas
políticos y militares. En cuanto a Egipto, disponemos de inscripcio
nes funerarias en metal y en piedra, es decir, inscripciones religiosas,
aunque la mayor parte de la escritura se hacía en papiro o en cuero,
materiales que han sucumbido. En ellas vemos una mezcla de pre
ocupaciones religiosas y políticas. En todos los demás casos, la es
critura fue importada. Y eso es importante. La escritura es útil téc
nicamente. Puede respaldar los objetivos y estabilizar el sistema de
significado de cu alq u ier grupo dominante: sacerdotes, guerreros,
mercaderes, gobernantes. Así, los casos ulteriores revelan que había
una gran diversidad de relaciones de poder implicadas en el desarro-
5 Cabe hallar datos sumerios sobre las formas de propiedad en Kramer, 1963;
Gelb, 1969; Lam berg-Karlovsky, 1976, y Oates, 1978. Por desgracia, las investiga
ciones del estudioso soviético Diakonoff, que hacen hincapié en el papel inicial de
las concentraciones de propiedad privada, siguen sin traducir en gran parte, salvo
Diakonoff, 1969. Acerca de los presupuestos de los templos, véase Jones, 1976.
lio de la escritura. De manera que, para contar con una cierta pre
cisión acerca de los orígenes de la alfabetización, dependemos de los
sumerios.
En Sumeria, los primeros registros eran sellos cilindricos en los
cuales se grababan imágenes para poderlos rodar en arcilla. Eso es
una suerte para nosotros, porque la arcilla sobrevive a los milenios.
Parecen registrar el intercambio, el almacenamiento y la redistribu
ción de bienes y a veces parecen denotar quién los poseía. Esas
inscripciones fueron evolucionando hasta convertirse en pictogra
mas, imágenes estilizadas y simplificadas de objetos inscritas con un
tallo de junco en tablillas de arcilla. Se fueron simplificando gradual
mente en ideogramas, representaciones más abstractas que pueden
comunicar clases de objetos y después sonidos. Fueron adoptando
su forma cada vez más de las variaciones técnicas que permitía el
trazar marcas con un junco aplastado en forma de cuña y no de la
forma del objeto representado. Por eso llamamos a esa escritura
cu n eiform e, es decir, en forma de cuñas.
En toda esta evolución, aproximadamente desde el 3500 hasta el
2000 a.C. la inmensa mayoría de las más de 100.000 inscripciones
supervivientes son listas de bienes. De hecho, la lista se convirtió en
un tema general de la cultura: al cabo de poco tiempo también ha
llamos listas de clasificaciones conceptuales de todo género de ob
jetos y de nombres. Permítaseme citar una lista relativamente corta
para dar una idea de la alfabetización sumeria. Procede del tercer
milenio, de la III dinastía de Ur, del archivo de Drehem:
7 M is fuentes sobre las características de los ríos son Adams (1965, 1966 y , espe
cialmente, 1981: 1 a 26, 243 a 248); Jacobsen y Adams (1974); Oppenheim (1977: 40
a 42).
términos técnicos relativos al regadío, que se hallan al final del pe
ríodo predinástico (Nissen, 1976: 23), e incluso mucho antes de la
construcción de las grandes presas y los grandes canales (Adams,
1981: 144, 163). Y el riego era lo bastante precario como para que
brantar la organización social existente con tanta frecuencia como la
extendía.
La forma social que surgió fue la ciudad-Estado, que sólo ejercía
control sobre un tramo y un cauce lateral limitados del río. Quizá
incorporase un cierto grado de estratificación, autoridad política cen
tralizada y un control coercitivo de la fuerza de trabajo y esos ele
mentos —especialmente el último— debían algo a las necesidades del
riego. Pero no incorporaba un Estado despótico, ni siquiera la rea
leza en un principio. Cuando más adelante surgieron Estados terri
toriales más grandes, con reyes y emperadores, el control sobre los
riegos formaba p a rte de su poder, especialmente del poder estraté
gico de quienes vivían aguas arriba, pero ya veremos que este factor
no era sino auxiliar.
En resumen, en el mundo antiguo no existía un vínculo necesario
entre la agricultura hidráulica y el despotismo, ni siquiera en las tres
zonas aparentemente favorables de China, Egipto y Sumeria. La agri
cultura hidráulica desempeñó un papel importante en la aparición de
las civilizaciones con escritura y en la intensificación de su organi
zación fija territorial y socialmente. Probablemente sea cierto que la
extensión de la agricultura hidráulica ejerció una considerable in
fluencia en la de la organización social, pero no en el sentido su
puesto por Wittfogel. La agricultura hidráulica favoreció grupos so
ciales y protoestados densos, pero pequeños, que controlaban un
tramo determinado de anchura limitada de una llanura aluvial o un
valle fluvial; por ejemplo, las ciudades-Estado como en Sumeria, o
los dominios de los señores locales o n om os como en China y Egip
to, o comunidades aldeanas autónomas como en otras partes de Chi
na o, de hecho, prácticamente cu alq u ier fo r m a de gobierno local. En
términos numéricos, es posible que las primeras ciudades sumerias
fueran características de las capacidades que generaba el riego. Ha
bitualmente su población oscilaba entre 1.000 y 20.000 habitantes,
con un número desconocido de clientes en sus hinterlands. Como
he destacado, incluso gran parte de este tamaño y esta concentración
se debía a los efectos más difusos del riego sobre su entorno, no
exclusivamente a la gestión del riego. Como máximo, en el período
Predinástico I una ciudad ejercía una hegemonía flexible sobre sus
vecinos, un control político sobre quizá 20.000 personas. El radio
de esa zona oscilaba entre cinco y 15 kilómetros. Se trataba de so
ciedades diminutas. ¡En Mesopotamia resulta especialmente llamati
vo que de las ciudades más importantes, Eridu y Ur, y Uruk y
Larsa, fueran visibles la una desde la otra!
El riego aportó un incremento considerable de las capacidades de
organización de los grupos humanos, pero en una escala nada a pro
xim ada a la de los imperios universales, que contenían millones de
habitantes en centenares o miles de kilómetros, como imaginaba Witt
fogel.
La tesis de Wittfogel adolece de cuatro fallos principales: 1) no
puede explicar la fo rm a ni siquiera de la ciudad-Estado temprana,
que no era despótica, sino democrática/oligárquica; 2) no puede ex
plicar el crecimiento de los imperios y Estados posteriores más ex
tensos; 3) no puede explicar los elementos más amplios de organi
zación social que ya estaban presentes en las primeras ciudades-Es
tado, ni la cultura federal segmentada, o sea, que algunas de las
fuerzas que impulsaron un poder más extensivo no estaban contro
ladas por el Estado, fuera o no despótico, fuera o no regante, y
4) n o puede explicar que incluso el crecimiento del núcleo de la
ciudad-Estado no fuese unitario, sino dual. Lo que surgió fueron
tanto las relaciones de Estado centralizado com o las relaciones de
estratificación descentralizadas basadas en la propiedad privada. Witt
fogel hace caso omiso de estas últimas. Su modelo de todos los
Estados antiguos es muy fantasioso en cuanto al poder infraestruc
tura! real que les atribuye. Veremos constantemente que las m ism as
fuerzas que incrementaron el poder estatal después también lo des
centralizaron y lo desestabilizaron (véase en especial el capítulo 5).
Junto con el Estado fue creciendo un estrato de familias importantes
con tierras propias. La aristocracia fue creciendo junto con la mo
narquía y el despotismo.
Este formidable catálogo de errores se basa en un modelo sub
yacente de una sociedad unitaria. Los fallos de Wittfogel son atri-
buibles fundamentalmente a ese modelo. Todos menos el primero
giran en torno al carácter federal y segmentado del desarrollo social
en aquellos tiempos. Eso nos aporta una base para llegar a una ex
plicación mejor de las form a s del desarrollo social inicial.
Pero la intensificación de la civilización, el Estado y la estratifi
cación social fue un asunto muy prolongado. En este capítulo no
puedo llegar a una explicación de los regímenes despóticos imperia
les distinta de la de Wittfogel, porque en la Mesopotamia inicial no
surgieron. Esa tarea corresponde sobre todo al capítulo 5, en el cual
se trata de la dinastía acadia (el primer «imperio» real de la historia)
y sus sucesores. Sin embargo, hasta cierto punto podemos adelan
tarnos a esa explicación. A medida que la sociedad mesopotámica
iba madurando, una vieja fuerza, el m ilitarism o, pasó a adquirir ma
yor importancia.
B ib lio g ra fía
1 Las fuentes utilizadas en esta sección fueron Allchin y Allchin, 1968; varios
ensayos en Lam berg-Karlovsky y Sabloff, 1974; Sankalia, 1974: 339 a 391; Chakra-
barti, 1980, y Agrawal, 1982: 124 a 197.
asentamientos pequeños. También era extensivo el comercio, tanto
local como regional, tanto «lateral» como «vertical», que llegaba in
cluso hasta Mesopotamia. Ello puede indicar la existencia de las mis
mas redes laterales y verticales superpuestas de interacción social que
en Mesopotamia. Pero en este caso, el desarrollo de la jerarquía
interna no parece estar tan pronunciado. Los enterramientos no re
velan muchas diferencias de riqueza ni de estratificación social. Sin
embargo, la regularidad de la planificación urbana, la abundancia de
los pesos y medidas normalizados y el predominio de unos cuantos
templos o palacios centrales, indican una autoridad política urbana
más fuerte, aunque no necesariamente un Estado que pudiera coac
cionar a su pueblo. De hecho, los datos sobre actividades bíblicas
son escasos. El Estado podría haber sido una «democracia primiti
va», como sugirió Jacobsen acerca de la Mesopotamia inicial.
Resulta tentador considerar esta civilización como un cruce entre
el Protodinástico I del período mesopotámico y una versión más
desarrollada de los constructores de m o n u m en to s d e la prehistoria:
quizá un Stonehenge aluvial y con escritura. Al estar enjaulada y en
condiciones de producir un gran excedente, desarrolló una civiliza
ción, pero una civilización muy centrada en la autoridad política, sin
la dinámica de desarrollo de las interrelaciones entre el Estado y la
clase económica y dominante y entre el núcleo y la periferia, que,
según mi suposición, constituyó el principal motor de la evolución
social en otras civilizaciones que sobrevivieron con éxito.
En resumen, el Indo brinda un cierto apoyo a mi modelo gene
ral: una civilización inicial de tipo mesopotámico detenida abrupta
mente. Dada la escasez de los datos, no tenemos por qué esperar más.
2 Las principales fuentes para esta sección han sido Cheng, 1959, 1960; Creel,
1970; W heatley, 1971; Ho, 1976; Chang, 1977, y Rawson, 1980.
tamia y Egipto y siglos antes que el Valle del Indo... ¿Es que las
noticias tardaban tanto en llegar en la prehistoria? La civilización
adquirió el nombre de Shang por la dinastía de reyes atribuida más
tarde por los chinos a ese período. Desde muy pronto disponemos
de indicios de un alto grado de desigualdad, especialización artesa-
nal, grandes «palacios» y un nivel de desarrollos de la metalurgia del
bronce sin equivalente en ninguna otra parte del mundo. Hacia el
1500 a.C. advertimos los ingredientes esenciales de la civilización
—escritura, urbanización y grandes centros ceremoniales—, más una
monarquía con pretensiones divinas, ciudades con grandes fortifica
ciones, que probablemente implicaran una fuerza de trabajo de más
de 10.000 personas, un nivel bélico alto y sacrificios humanos en
gran escala. Esto representa un avance más rápido hacia una civili
zación muy estratificada y coercitiva.
Una vez más, la civilización se originó a lo largo de un río que
transportaba lodo aluvial. Pero en este caso se intersectaba con un
segundo tipo de suelo excepcionalmente fertilizado, el loess. Se trata
de un depósito espeso de suelo blando transportado por el viento
desde el desierto de Gobi efl el Pleistoceno, que formó una gigan
tesca depresión circular por el centro de la cual corre el río Huang.
El suelo de loess, rico en minerales, genera grandes rendimientos de
cereales. En él se podía practicar la agricultura de roza durante pe
ríodos de tiempo desusadamente largos, con el resultado de un asen
tamiento relativamente enjaulado sin regadío. Para el período Shang,
en las mismas tierras se cultivaban dos cosechas de mijo y de arroz
al año, lo cual puede sugerir las técnicas de enjaulamiento del rega
dío, aunque no tenemos pruebas directas. El río fue siempre el nú
cleo de esta civilización. Sin embargo, al igual que en Mesopotamia,
hallamos una diversidad ecológica y económica en el núcleo y en
tomo a él. Fibras vegetales y sedas para la vestimenta; ganado va
cuno, de cerda y aviar para la alimentación y animales silvestres
como jabalíes, ciervos y búfalos, demuestran esta diversidad y la
importancia de las relaciones bilaterales núcleo-periferia. Una vez
más, podemos hallar pruebas de interacciones regionales de poder,
que entrañaban el intercambio y el conflicto con los pastores, así
como explotación de minerales de cobre y de estaño, para hacer
bronce, que se hallan a unos 300 kilómetros de An-yang (la capital
a partir del 1400 a.C. aproximadamente).
Surgieron instituciones redistributivas centradas en «templos».
Como ha subrayado Wheatley, los templos fueron los primeros cen
tros de civilización. Sin embargo, el militarismo pasó a ocupar un
lugar destacado antes que en Mesopotamia. Ulteriormente hay datos
de cría de caballos, uno entre varios avances que sugieren que la
civilización china era más expansiva y estaba menos delimitada. El
panteón religioso era más flexible y más abierto a las influencias del
exterior. La urbanización no era tan pronunciada y los asentamien
tos estaban más dispersos. El mismo sistema fluvial era menos deli
mitador: la agricultura, el comercio y la cultura en sí se difundieron
a lo largo del sistema del Río Amarillo, y en torno a él, y después
a prácticamente todos los ríos de la China septentrional y central.
En esas zonas, los habitantes autóctonos adquirieron la civilización
Shang, pero tenían autonomía política. Es posible que sus Estados
reconocieran la hegemonía Shang. Un grupo, el chou, que vivía en
las marcas occidentales, se desarrolló desusadamente (como supone
mos a partir de sus textos discursivos). Con el tiempo, los chou
conquistaron a los shang y fundaron su propia dinastía, la primera
de la que existe un registro continuo en las fuentes históricas chinas.
En consecuencia, yo conjeturo que los orígenes de la civilización
quizá no fueran distintos de los de Mesopotamia. Pero una vez em
plazadas las organizaciones básicas del poder, la mayor apertura del
terreno y la mayor similitud de las actividades de los habitantes en
toda la región confirieron aún más rápidas una función a la intensi
ficación militarista del Estado y de la estratificación social, que más
tarde también se hallaron en Mesopotamia. La monarquía, en lugar
de la oligarquía, aparece bastante antes. La cultura china estaba me
nos segmentada, era más unitaria. La diversidad se expresaba más
por conducto de las tendencias «feudales» de la desintegración mo
nárquica que de una estructura multiestatal. Más adelante, durante
el período Han, la cultura de la clase gobernante china se hizo mu
cho más homogénea, e incluso unitaria.
Una vez más, parecen demostradas las virtudes de un análisis
centrado en las consecuencias de una agricultura aluvial, quizá de
regadío, para las redes sociales regionales. Y una vez más, una cul
tura religiosa segmentada se hizo ulteriormente más militarista. Pero
el llevar esto más allá desenterraría unas peculiaridades locales consi
derables.
Egipto
3 Las fuentes principales han sido W ilson, 1951; Vercoutter, 1967; Hawkes, 1973;
Butzer, 1976; M urray, 1977; Janssen, 1978; O ’Connor, 1974, 1980.
históricos, estaba respaldado por ejércitos nutridos y por una polí
tica exterior agresiva. La iconografía dominante —el faraón en su
carro de combate que pisotea los cadáveres de sus enemigos— po
dría proceder de cualquier imperio antiguo de dominación (véase el
capítulo 5). También podemos comprender fácilmente los dos pe
riodos interdinásticos (2190 a 2052 y 1178 a 1610 a.C.), durante los
cuales el poder central se derrumbó víctima de las guerras civiles y
(en el segundo caso) de las invasiones extranjeras.
Pero aunque excluyamos esos períodos, nos enfrentamos con los
imperios Antiguo y Medio, dos largas fases de la historia egipcia
durante las cuales el poder de los faraones parece inmenso y hasta
cierto punto carente de rivales. La cumbre del Antiguo Imperio (2850
a 2190) resulta especialmente difícil de comprender. Durante casi
seiscientos años el faraón afirmó que gobernaba como dios: no como
el vicario o el representante de dios en la tierra, sino como Horus,
la fuerza vital del hijo de Ra, el dios sol. De este período datan las
mayores construcciones humanas que ha visto jamás la tierra: las
pirámides. El construirlas sin disponer d? la rueda debe de haber
implicado una fuerza de trabajo de una magnitud, una intensidad y
una coordinación sin paralelo hasta entonces, ni siquiera entre los
constructores de megalitos 4. Como los megalitos, se edificaron —de
hecho, igual que el poder faraónico— sin un ejército permanente.
Cada nom arca (señor local) aportaba unos cuantos soldados al fa
raón, pero no había tropas que le debieran obediencia exclusiva,
salvo los miembros de una guardia de corps personal. Hallamos
pocas huellas de militarismo interno, represión de revueltas popula
res, esclavitud o condiciones sociales impuestas por la ley (esas re
ferencias abundan en la Biblia, pero ésta se refiere al Imperio Nuevo).
Dada la logística de las comunicaciones antiguas (que se detallará
en el capítulo 5), el control infraestructura! efectivo del faraón sobre
la vida local debe de haber sido mucho más limitado que sus poderes
despóticos formales. Cuando el Imperio Antiguo empezó a derrum
4 Aunque se habían visto superadas por la construcción de los silos para misi
les MX en los Estados Unidos (véase el volumen II); ambas cosas, monumentos al
trabajo no productivo. Es algo convencional en los autores modernos dedicar algo
de prosa especulativa y escandalizada a la construcción de las pirám ides: «¿C uál sería
el estado de ánimo de aquellos pobres trabajadores, al erigir monumentos tan gran
diosos pero tan fútiles?», etc. Q uizá pudiéramos ir a preguntárselo a los trabajadores
y a los ingenieros de la construcción de Utah.
barse, perdió el control sobre los nom arcas, que seguramente ejer
cieron el poder en sus propias zonas mucho antes. Hubo revueltas
y usurpadores, pero estos últimos conspiraron con los escribas para
borrar sus propios orígenes. La preferencia ideológica por la estabi
lidad y la legitimidad es en sí un hecho social. En ninguna otra
sociedad están los escribas tan interesados en esas virtudes. Nos
dicen que no había un código legal escrito, sólo la voluntad del
faraón. De hecho, no hay palabras que indiquen una conciencia de
separación entre el Estado y la sociedad, sólo distinción entre tér
minos geográficos como «la tierra» y términos que se aplican al
faraón, como «realeza» y «gobierno». Toda la política, todo el po
der, incluso toda la moral aparentemente residían en él. El término
crucial de M acat, que denota todas las cualidades de un gobierno
efectivo, fue lo más cerca que llegaron los egipcios a una concepción
general de «lo bueno».
No deseo dar la imagen de un Estado inequívocamente benévolo.
Una de sus enseñas más antiguas —el cayado de pastor y el látigo—
quizá pudiera constituir un símbolo de la funcionalidad/explotación
dual de todos los imperios antiguos. Pero existió una diferencia entre
Egipto y los otros imperios, por lo menos hasta el Imperio Nuevo.
¿Por qué?
Una explicación posible,, basada en la agricultura hidráulica, no
sirve, como ya hemos visto en el capítulo 3. En Egipto, el riego del
Nilo sólo llevaría a un despotismo agroadministrativo localizado y
eso precisamente es lo que no ocurrió. Tampoco encuentro convin
cente una explotación idealista en el sentido de que el poder se de
rivaba del contenido de la religión egipcia. Ese contenido necesita
una explicación.
Volvamos al Nilo, no como agricultura hidráulica, sino como red
de comunicaciones. Egipto dispuso con el Nilo de las mejores co
municaciones de cualquier Estado preindustrial extensivo. El país era
una larga trinchera estrecha, toda ella accesible por el río. El Nilo
era navegable en ambas direcciones, salvo durante las crecidas. La
corriente iba hacia el norte; el viento predominante hacia el sur. No
podía haber mejores condiciones naturales para un intercambio eco
nómico y cultural extensivos y para la unificación. Pero, ¿por qué
habría de llevar esto a un solo Estado? Después de todo, en la Ale
mania medieval, el Rhin también era navegable, pero sustentaba a
muchos señores locales, cada uno de los cuales regulaba los inter
cambios a lo largo del río y cobraba peaje por ellos. Probablemente,
el tráfico del Nilo estaba controlado desde el comienzo de nuestros
registros por el guardián del sello real, funcionario cercano al faraón.
¿Por qué? El control centralizado no era meramente un producto
de las condiciones del transporte.
Es probable que la primera respuesta se halle en la geopolítica.
Sabemos algo acerca de las luchas políticas iniciales antes de la es
critura. Varias aldeas prehistóricas se consolidaron en dos reinos del
Alto y el Bajo Egipto a fines del cuarto milenio. Probablemente no
hubo un período de ciudades-Estado en guerra o, por lo menos, no
quedaron herencias de ninguna entidad de ese tipo que nadie deseara
reconocer después. Hacia el 3200 a.C. un rey del Alto Egipto (es
decir, el meridional), Narmer, conquistó el Bajo Egipto aguas abajo
y fundó su capital unida en Menfis. A partir de entonces la unidad
fue casi continua. Un vistazo a la ecología ayuda a explicarlo. Había
pocas redes sociales superpuestas. Las opciones geopolíticas de cual
quier gobernante o colectividad antes de la unificación eran ilimita
dísimas. No había ninguna marca, no había pastores ni agricultores
de secano, no había señores de las marcas que sirvieran de contra
peso. Había únicamente relaciones verticales entre poderes adyacen
tes asentados a lo largo de 1.000 kilómetros del río. Todas las co
municaciones pasaban por los vecinos de uno y, en consecuencia,
no podían surgir federaciones ni ligas de aliados no vecinos basadas
en algo más enjundioso que los mensajes intercambiados a través del
desierto.
Esto es algo único en la diplomacia geopolítica. En Sumeria,
China, Grecia, la Italia antigua —cualquier lugar del cual tengamos
conocimiento—, una ciudad, una tribu o un señor siempre tenían la
opción de encontrar aliados, fuesen de grupos análogos o de las
marcas, para apoyarse contra unos vecinos más fuertes. En los sis
temas de equilibrio del poder, hace falta tiempo para que los débiles
se vean absorbidos por los fuertes y siempre existe la posibilidad de
que los fuertes se fragmenten. En Egipto no existía esa defensa. La
absorción podía avanzar directa y frontalmente, con el río como
centro y con toda la población social y territorial atrapada en los
dominios del conquistador. Como por fin triunfó el Estado de aguas
arriba, resulta tentador suponer que esa población confería una su
perioridad estratégica. Así, la lucha y la intriga geopolíticas y una
ecología poco normal pueden llevar a la existencia de un solo Estado
centrado en la posesión del río, su jaula. El resultado fue una au
téntica sociedad unitaria.
Una vez impuesto, el Estado era relativamente fácil de mantener,
siempre que poseyera el río, debido a la ventaja que representaban
sus comunicaciones. El Estado impuso una economía redistributiva
sobre el conjunto y así penetró en la vida cotidiana. El faraón era
el que daba la vida. Como se jactaba un faraón de la XII Dinastía:
«Yo cultivé cereales y rendí culto al dios de la cosecha. El Nilo me
saludaba en cada valle. En mi época nadie tuvo hambre, nadie tuvo
sed entonces. Todos vivían satisfechos gracias a lo que yo hice»
(citado por Murray, 1977: 136). El término faraón significa «gran
casa», indicio de un Estado redistributivo. El Estado levantaba un
censo bienal (más tarde anual) de la riqueza en ganado y quizá tam
bién de la riqueza en tierras y oro y establecía los impuestos (en
especie o en trabajo) en consecuencia. En el Imperio Nuevo existía
un impuesto sobre las cosechas —que probablemente también exis
tió en el Imperio Antiguo— que oscilaba entre la mitad del rendi
miento total (en las fincas grandes) y un tercio (en las pequeñas).
Eso servía para pagar a la burocracia real y aportaba semillas para
la cosecha siguiente, con un remanente para el almacenamiento a
largo plazo en caso de escasez. También sospechamos que los gran
des intercambios de productos agrarios internos —cebada, escanda
(una variedad de trigo), verduras, aves, caza, pescado— se realizaban
por conducto de los almacenes estatales. De hecho, el sistema no
estaba tan totalmente centralizado. Los impuestos se arrendaban a
los notables de las provincias y a partir de la III Dinastía (circa,
2650 a.C.), parece que esos notables poseían derechos de propiedad
privada. Esto indica una vez más que, en el mundo antiguo, por lo
general se encuentran juntos un Estado poderoso y una clase domi
nante con derechos de propiedad privada. El Estado necesitaba la
asistencia de esta última en provincias. Aunque no se reconociera en
la ideología —porque únicamente el faraón era divino—, en la prác
tica la clase política estaba aislada igual que en otras partes. Pero en
este caso, el equilibrio del poder estaba desusadamente sesgado hacia
el monarca. Las opciones geopolíticas de los nom arcas descontentos
para encontrar aliados eran escasas, pues tropezaban con el control
del río por los faraones. Mientras el faraón siguiera siendo compe
tente y no sufriera amenazas del exterior, su control interno no tenía
prácticamente rivales.
Ese control se veía ayudado por un segundo factor ecológico.
Aunque la trinchera egipcia contenía gran abundancia agrícola y sus
zonas adyacentes piedras abundantes para la construcción, es zona
de muy poca madera y ningún metal. Se podían encontrar cobre y
oro en abundancia a una distancia viable al este y al sur (especial
mente en el Sinaí), pero el desierto impedía la extensión de la socie
dad egipcia en esa dirección. Cerca de Egipto no se podían hallar ni
hierro ni madera de gran calidad, que procedía del Líbano. De esos
elementos, el cobre era el más importante hasta que empezó la Edad
del Hierro (circa, 800 a.C.), pues era esencial tanto para los aperos
agrícolas como para los armamentos, además de ser útil (junto con
el oro y la plata) como medio de intercambio generalizado. Las
minas del Sinaí no estaban controladas por otra civilización, pues se
encontraban todavía más lejos de la esfera sumeria o de los asenta
mientos del Mediterráneo. Sus metales preciosos eran objeto de in
cursiones esporádicas, especialmente en tránsito. Las principales ex
pediciones militares del Imperio Antiguo a partir de la I Dinastía se
hicieron para obtener cobre y oro. A menudo las encabezaba el
propio faraón, y las minas de cobre (y probablemente también las
de oro) eran propiedad directa del faraón a partir de la I Dinastía.
En aquella época no se realizaron expediciones de conquista terri
torial, sólo incursiones comerciales que aseguraban la afluencia del
comercio y de los tributos (a veces ambas cosas eran indistinguibles)
a Egipto. Difícilmente podían urgir problemas de control sobre los
gobernadores provinciales territoriales en torno a esta esfera de ac
tividad. Incluso los Estados débiles (por ejemplo en la Europa me
dieval) ejercen un cierto control sobre las dos funciones implícitas
en este caso, expediciones militares más bien pequeñas y distribución
de metales preciosos y de cuasi monedas. Si ese núcleo de «regalías»
pasaban a ser críticas para el desarrollo social como un todo, po
dríamos predecir un aumento del poder estatal.
Yo sugiero provisionalmente que el poderío faraónico se basaba
en la combinación peculiar de: 1) el control geopolítico sobre la
infraestructura nilótica de comunicaciones, y 2) el reparto de los
metales esenciales adquiridos únicamente mediante las expediciones
militares al exterior. No hay pruebas directas de esta afirmación 5,
pero es plausible y además ayuda a explicar dos enigmas importan
tísimos relativos a Egipto: ¿Cómo se construyeron las pirámides sin
una gran represión? y ¿por qué había tan pocas ciudades? Pese a una
5 Nos gustaría, por ejemplo, conocer las relaciones causales entre: 1) el comercio
y los monopolios de metales preciosos; 2) la fiscalidad, y 3) las grandes fincas reales,
y la contribución relativa de esos tres sectores a la hacienda real.
gran densidad demográfica en general, el Valle del Nilo aparente
mente contenía pocas ciudades. Ni siquiera se puede calificar de
urbana a la arquitectura de las ciudades, pues aparte de los palacios
reales y de los templos, no había edificios ni espacios públicos y las
grandes casas eran idénticas a las que se hallaban en el campo. Los
textos egipcios no contienen ninguna mención de comerciantes pro
fesionales autóctonos hasta el año 1000 a.C. No se puede dudar del
nivel de la civilización egipcia, de su densidad demográfica y su
estabilidad, del lujo de sus clases privilegiadas, de las dimensiones
del intercambio económico, de su escritura, su capacidad para orga
nización social, sus logros artísticos. Pero la contribución urbana a
todo ello, que tanto predomina en otros imperios antiguos, parece
insignificante. ¿Podría ser que en este caso el Estado se hiciera cargo
de las funciones urbanas, especialmente del intercambio económico
y el comercio?
El segundo enigma, la relativa ausencia de represión, implica to
davía más suposiciones. A menudo se han ofrecido dos explicaciones
sensatas, pero parciales. En primer lugar, los ciclos malthusianos de
población crearían in term iten tem en te excedentes de población dis
ponible para el trabajo, pero no sustentable mediante la agricultura.
En segundo lugar, el ciclo de las estaciones facilita una mano de obra
excedente para los meses de la temporada seca y de la crecida del
Nilo en momentos en que se agotan los recursos alimentarios de las
familias. Ambas explicaciones pasan por alto otra pregunta: ¿De dón
de extraía el Estado los recursos para alimentar a esos trabajadores?
En otras partes del mundo antiguo, los Estados tenían que intensi
ficar la coerción en momentos de excedentes de población y escasez
de alimentos, si deseaban extraer recursos de sus súbditos. Lo ca
racterístico era que n o pud iera n lograrlo, lo cual desembocaba en la
desintegración, la guerra civil, las epidemias y el descenso demográ
fico. Pero si el Estado ya posee los recursos necesarios para la su
pervivencia, no necesita extraerlos de sus súbditos. Si el Estado egip
cio intercambiaba «su» cobre, su oro y sus mercaderías procedentes
del comercio exterior por alimentos y si interceptaba el intercambio
de alimentos a lo largo del Nilo, podía poseer excedentes alimenta
rios con los cuales dar de comer a sus trabajadores.
Probablemente, el Estado egipcio era esencial para la subsistencia
de la masa de su población. De creer a las fuentes, sus dos períodos
de desintegración llevaron al país a la hambruna, a la muerte violenta
e incluso al canibalismo. También produjeron una diversidad regio
nal en estilos de cerámica, que no existe en otros períodos. La po
sesión material por el Estado de la infraestructura de comunicaciones
del Nilo, el comercio exterior y los metales preciosos le conferían
un monopolio de los recursos esenciales para subsistir: salvo que los
súbditos trataran de organizar sus propias expediciones comerciales
o de controlar el Nilo, no hacía falta utilizar la fuerza de forma tan
directa como en otros lugares del mundo antiguo. El faraón contro
laba un «diagrama de organización» consolidado y centrado en el
Nilo, que reunía el poder económico, el político, el ideológico y un
mínimo del militar. No existía una red alternativa de poder que
interceptara a ésta en el espacio social o territorial, ningún sistema
de posibles alianzas que pudieran crear los descontentos y que pu
diese gozar de una base de poder diferente del propio Nilo.
A consecuencia de esta extraordinaria media de enjaulamiento
social y territorial, la cultura egipcia parece virtualmente unitaria.
No tenemos datos de grupos de clanes ni de linajes, que son las
agrupaciones horizontales habituales en una sociedad agraria. Aun
que muchos dioses tenían orígenes locales, a la mayor parte se les
rendía culto en todo el reino como parte de un panteón común. Casi
como excepción entre los imperios del mundo antiguo antes de la
era de las religiones salvacionistas, los gobernantes y las masas pa
recen haber rendido culto a más o menos los mismos dioses. Nor
malmente, sus privilegios religiosos no eran iguales —a los campe
sinos no se les atribuía una vida después de ésta y es posible que
no se los enterrase—, pero las creencias y la participación en los
rituales llegaron a ser bastante parecidas en todas las clases. Keith
Hopkins ha demostrado que en el último período de la ocupación
romana el incesto entre hermano y hermana, que durante mucho
tiempo se supuso era únicamente una práctica real, era frecuente en
todas las clases (1980). El grado de participación cultural común en
una sola sociedad (que, naturalmente, era muy desigual) era único.
Es lo más próximo a un sistema social unitario —el modelo de so
ciedades que rechazo yo en esta obra— que podemos encontrar a
lo largo de la historia registrada. Sugiero que ese sistema social fue
producto de circunstancias muy especiales.
Esas peculiaridades de la ecología y de la geopolítica egipcias
también explican su pauta distintiva de evolución del poder: un des
arrollo temprano y rápido, y después la estabilización. Las mayores
pirámides datan casi del principio. Las principales formas sociales a
las que he aludido estaban establecidas a mediados del tercer mile-
nio a.C. Lo mismo cabe decir de la mayor parte de las innovaciones
egipcias difundida a otras civilizaciones: las técnicas de navegación,
el arte de escribir en papiro en lugar de en tablillas de piedra; el
calendario de 365 días y después de 365 1/4 días.
Es un desarrollo de las técnicas de poder mucho más rápido que
el que encontramos en Mesopotamia o en cualquier civilización prís
tina. ¿Por qué fue tan rápido? A partir de mi modelo general, yo
especulo que los primeros egipcios se vieron forzados a entrar en
una pauta más enjaulada y más intensa de cooperación social, de la
cual no había escapatoria. La civilización fue consecuencia del en-
jaulamiento social, pero en este caso vemos que el proceso se iden
tifica. El mismo proyecto económico que en otras civilizaciones prís
tinas —la creación de unos excedentes sin precedentes— se combinó
con un grado desusado de centralización y coordinación de la vida
social para aportar tanto una fuerza de trabajo numerosa, ordenada
y abastecida como la posibilidad de liberar a parte de ésta para des
empeñar tareas centralizadas no productivas. Las dificultades de co
municación con el mundo exterior limitaron el desarrollo o la inje
rencia de los comerciantes o los artesanos. De ahí que los excedentes
y la cooperación laboral se desviaran a formas monumentales y re
ligioso-intelectuales de expresión y creatividad. Las pirámides y el
clero, junto con su escritura y sus calendarios, fueron el resultado
de una jaula social regada, centralizada y aislada. Todas las civiliza
ciones prístinas alteraron las pautas no enjauladas de la prehistoria.
Pero la civilización egipcia les imprimió un giro de ciento ochenta
grados.
A partir de entonces, el desarrollo de las técnicas de poder se
desaceleró hasta quedar casi frenado. Es cierto que el Imperio Nue
vo logró responder a los imperios de dominación rivales basados en
la posesión de tierras y expansionarse militarmente hacia el Levante.
Pero Egipto estaba considerablemente protegido por sus fronteras
naturales y disponía de tiempo para reaccionar a las amenazas. Cuan
do los imperios ulteriores aprendieron a combinar las operaciones
terrestres en gran escala con las marítimas, ahí terminó la indepen
dencia egipcia, primero a manos de los persas y después de los ma-
cedonios y sus sucesores helenísticos. En todo caso, las adaptaciones
militares del Imperio Nuevo —carros de combate, mercenarios grie
gos— procedían del exterior y tuvieron poca resonancia en la socie
dad egipcia. Ya a fines del tercer milenio a.C. la sociedad egipcia se
había establecido de forma duradera. Su estabilidad se reconocía en
todo el mundo antiguo. Por ejemplo Heródoto, observador sensible
de las virtudes de otros pueblos, nos dice que a los egipcios se les
atribuía la iniciación de muchas cosas: ¡desde la doctrina de la in
mortalidad del alma hasta la prohibición de las relaciones sexuales
en los templos! Reconoce una gran influencia egipcia sobre Grecia.
Respeta la antigüedad de sus conocimientos y admira su estabilidad,
dignidad, reverencia por sus propias tradiciones y rechazo de lo
extranjero. Los respeta porque, como historiador, respeta el pasado.
Sin embargo, podemos advertir un desarrollo intelectual de esas
cualidades. A fines del Imperio Nuevo, los dioses Ptah y Thoth
pasaron a representar el Intelecto y la Palabra puros gracias a los
cuales ocurría la creación. Existía una probable relación entre esto
y el cristianismo helenístico («En el principio fue el Verbo»). La
verdad eterna, la vida eterna, eran obsesiones egipcias que pasaron
a convertirse en aspiraciones de la humanidad. Pero los egipcios
creían que casi las habían logrado. El Estado egipcio dominó los
problemas con que se enfrentaba y después se asentó, razonablemen
te satisfecho. La inquietud de la búsqueda ulterior del Verbo y de
la Verdad procedían de fuentes completamente distintas. Parece que
la inquietud egipcia quedó sofocada a partir de su primer gran flo
recimiento. Lo vemos con la mayor claridad en la vida ilícita rela
cionada con las Pirámides.
Las tumbas, cuyas entradas fueron ocultándose de forma cada
vez más intrincada, eran objeto de robos casi invariablemente, casi
inmediatamente. Es el único indicio seguro de un submundo, no en
el sentido ideológico de la propia teocracia de un mundo subterrá
neo de los espíritus, sino en el sentido criminal. Demuestra que los
registros nos cuentan una historia limitada e ideológica. Pero tam
bién demuestra que la lucha por el poder y los recursos estaba tan
generalizada en Egipto como en cualquier otra parte. Lo único que
le faltaba a Egipto era la estructura orgánica para la expresión legí
tima de otros intereses de poder, fueran «horizontales» (luchas entre
clanes, ciudades, señores, etc.) o «verticales» (lucha de clases). La
jaula social era tan total como jamás lo haya sido. A este respecto,
no ha sido el modelo dominante de organización social. Volvemos
a encontrar sus enormes poderes de organización solidaria en torno
al 1600 a.C. Pero eso es todo. En su mayor parte, el desarrollo de
la organización social ha tenido fuentes diferentes, la interrelación
de redes de poder superpuestas y, más tarde, de clases sociales
organizadas.
La C reta m inoica
6 En este caso, mis fuentes determinantes son Nilsson, 1950; Branigan, 1970;
Renfrew, 1972; Chadwick, 1973; Dow, 1973; M atz, 1973; Warren, 1975, y Cadogan,
los valles fluviales (y las llanuras costeras), y aunque sin duda se
desviaban las aguas fluviales, en algunos casos predominaba la agri
cultura de secano. Esto hace que la Creta minoica sea única entre
las primeras civilizaciones con escritura de Eurasia y desde hace
mucho tiempo ha motivado investigaciones y controversias acerca
de sus orígenes. Durante mucho tiempo se creyó que la escritura y
la civilización debían de haberse difundido desde el Cercano Orien
te; actualmente, los que defienden la teoría de la evolución local
independiente de Creta lo hacen con gran convencimiento (por ejem
plo Renfrew, 1972). La vía más probable combinaría elementos de
ambas posiciones.
Distingamos tres artefactos que, según los arqueólogos, pueden
proceder de la difusión: técnicas agrícolas, artefactos decorados y la
escritura. Encontramos al final de la prehistoria en el Egeo una me
jora constante de la diversidad y la pureza de las semillas de cereales
y de verduras y de los animales domesticados, así como un aumento
de la diversidad de restos de pescado y de mariscos. Cabe seguir la
huella de una difusión considerable de esas mejoras. Es posible que
el estímulo de muchas de ellas procediera del Cercano Oriente, más
bien por imitación de los vecinos y de las migraciones que por el
comercio formal. La organización social fomentada por las mejoras
sería básicamente local. En el Egeo del tercer milenio dos plantas
especialmente útiles, la viña y el olivo, las cuales crecían en el mismo
terreno, reforzaron ese aumento local del excedente mediante el in
tercambio e irrumpieron en el comercio regional. Las zonas en que
se intersectaban el viñedo, el olivo y los cereales (como Creta) tenían
una importancia estratégica clave y pueden haber tenido unos efectos
pronunciados de enjaulamiento sobre la población: un «equivalente
funcional» del regadío.
El segundo tipo de artefacto, los jarros decorados y otros arte
factos comerciales, comprendidas las herramientas y las armas de
bronce, aparecieron entonces en espera del arqueólogo. El análisis
de sus estilos revela que en gran medida se limitaban a la región del
Egeo, relativamente sin influencias de diseños del Cercano Oriente.
La suposición es que el comercio era de carácter predominantemente
local. Quizá los pueblos del Egeo todavía tuvieran pocas cosas de
valor para el Cercano Oriente. Por eso es posible que los avances
hacia la concentración urbana y las pictografías fueran en gran me
dida indígenas. Su comercio se inspiraba por una combinación de
tres factores: la difusión agrícola inicial, un grado desusado de es-
pecialización ecológica, en el cual desempeñaban un gran papel los
viñedos y los olivos, y unas excelentes rutas de comunicaciones gra
cias a las cuales se podía llegar por mar a prácticamente todos los
asentamientos. Esas diversas redes se intersectaban en la misma zona
del Egeo.
La intersección parece haber llevado a la cultura hacia la escritu
ra. Al igual que en otras partes, la causa general de la escritura fue
la utilidad de establecer, por una parte, el punto de contacto entre
la producción y la propiedad privada y, por la otra, la redistribución
económica y el Estado. Ello hace que sea improbable una teoría
puramente difusionista de la escritura. Los difusionistas suponen por
lo general que la escritura es tan útil que todo el que le encuentre
tratará de adquirirla. Pero, en sus primeras fases, la escritura tenía
unos usos bastante precisos. Salvo que una ciudad antigua estuviera
desarrollando un ciclo de producción/redistribución, es imposible
que se sintiera impresionada por la escritura. Esta respondía a nece
sidades locales. Ahora bien, es posible que en Creta y en cualquier
otro caso antiguo, la escritura se difundiera en el sentido más sen
cillo posible de que la idea se tomó de algún comerciante extranjero
que llevaba sellos con pictografías en sus recipientes y sus sacos de
mercancías, o que la imitara el comerciante autóctono que veía las
tablillas de un almacén extranjero. En ese caso, bastaría con un mí
nimo de comercio a gran distancia para la difusión. Tenemos datos
de que el comercio superaba ese nivel mínimo. En el primer período
con escritura había mucho comercio con Egipto, el levante e incluso
el norte de Mesopotamia. Pero probablemente los detalles de la es
critura no se imitaron, pues la minoica era diferente de todas las
demás en sus signos y en su aparente restricción total a la esfera de
la administración oficial. De hecho, el término de «alfabetización»
sería erróneo: no hay muestras de un uso general, en la literatura ni
en las inscripciones públicas, de esta escritura.
La combinación de los tres factores arriba mencionados proba
blemente había llevado a los primeros minoicos a la frontera. Una
frontera que muchos otros pueblos de todo el mundo no cruzaron.
Dada la proximidad de Creta a las civilizaciones del Cercano Orien
te y el hecho de que tenía a lgo de comercio con ellas, no podemos
tratarla como una civilización o un Estado prístinos. Su caso parece
revelar hasta qué punto un salto repentino hacia la civilización es
menos necesario cuando ya se dispone de las técnicas en una región
dada. La jaula cretense tenía menos barrotes que la mesopotámica.
La intersección de viñedos, olivos y cereales constituía un punto de
gran poder estratégico. Pero su captura por un Estado permanente
«alfabetizado» respaldado por una religión cohesiva parece depender
de unas redes más amplias de interacción regional.
M esoam érica
7 Además de las fuentes que se detallan más adelante, hay una buena historia
concisa de Mesoamérica en O ’Shea, 1980, y una historia general más larga en Sanders
y Price, 1968. Véanse asimismo diversos ensayos en Jones y Kautz, 1981.
cuyas sedes estaban en las tierras aluviales (véase los informes de
investigación de Coe y Diehl, 1981; la reseña de Flannery, 1982, y
la exposición general de Sanders y Price, 1968). Esa protociviliza-
ción, la olmeca, encaja en el modelo general. Se parece a la China
Shang inicial premilitarista. Compartían una baja densidad de asen
tamiento urbano. San Lorenzo, el asentamiento más complejo, sólo
tenía entre 1.000 y 2.000 habitantes. También tenían particularidades
comunes en la religión, el calendario y el sistema de escritura (aun
que aquí no se desarrolló una escritura completa). Eso fomenta las
teorías difusionistas: los Shang, u otros brotes asiáticos de los Shang,
podrían haber influido en la cultura olmeca (véase, por ejemplo,
Meggers, 1975). Existe la posibilidad de un contacto cultural trans
pacífico para oscurecer cualquier certidumbre que pudiéramos tener
acerca de los orígenes de los olmecas.
La segunda fase no plantea grandes dificultades. Los olmecas,
conforme a la pautas de civilización habitual, también aumentaron
las capacidades de poder de los pueblos de las tierras altas con los
que comerciaban, especialmente los del valle de Oaxaca (véase Flan
nery, 1968). Los olmecas también comerciaban con toda Mesoamé
rica e influían en ella, como cabe apreciar en la arquitectura monu
mental, los jeroglíficos y el calendario. A partir de entonces, aunque
con variaciones regionales, hubo una sola cultura mesoamericana seg
mentada difusa, mucho más extensiva que el ámbito de poder de
cualquier organización autoritaria concreta.
Pero los olmecas no avanzaron hacia la condición de pleno Es
tado (y aquí desaparece la analogía de los Shang). Quizá no estu
vieran lo bastante enjaulados. Empezaron a decaer a partir del
600 a.C., aproximadamente. Pero habían transmitido capacidades de
poder a otros grupos, dos de los cuales siguieron vías distintas de
desarrollo en la tercera fase. Uno de ellos era el de los mayas de las
tierras bajas del norte. Para el 250 a.C., aproximadamente, estaban
elaborando una alfabetización completa, el calendario de Cuenta Lar
ga, grandes centros urbanos, su arquitectura distintiva con el arco
con ménsulas y un Estado permanente. Sin embargo, los mayas no
estaban especialmente enjaulados. La densidad demográfica de sus
centros urbanos era baja, probablemente más incluso que en el caso
de los Shang. Su Estado también era débil. Tanto el Estado como la
aristocracia carecían de poderes coercitivos estables sobre la pobla
ción. Es posible que ran go absolu to sea un término más apropiado
que estratificación y Estado. Quizá existan motivos ecológicos. Los
mayas no practicaban el regadío. Las abundantes lluvias tropicales
les deban dos cosechas al año y unas cuantas zonas aluviales hacían
que esto fuera posible permanentemente, pero hay pocos indicios de
una agricultura fija social y territorialmente y en casi todas las zonas
el agotamiento de los suelos habría exigido desplazamientos perió
dicos. De hecho, esas condiciones de no enjaulamiento no son en
general favorables a la aparición de la civilización. Aunque dejemos
margen para una gran difusión desde los olmecas y los pueblos con
temporáneos de los valles centrales (de lo que se tratará en seguida)
(véase Coe, 1971; Adams, 1974), no puedo afirmar que en este caso
mi modelo tenga una sustentación firme. La teoría de «interacción
regional» de Rathje (1971) se parece a mi propio modelo, pero sólo
puede ser una explicación necesaria, no suficiente. Es más fácil ex
plicar el derrumbamiento de los mayas (en torno al 900 d.C.) que
sus orígenes. Fuera la causa inmediata, como debaten los estudiosos
(véase los ensayos en Culbert, 1973), el agotamiento de los suelos,
una invasión exterior, o una guerra civil o «de clases», el grado de
sujeción forzosa en las jaulas fijas sociales y territoriales no bastaría
para que los mayas superasen esas crisis.
El segundo grupo que desarrolló una civilización fue el pueblo
del valle central de México. Con eso volvemos a un terreno —o más
bien a un agua— más seguro, de regadío, esta vez de zonas lacustres,
dentro de una región más amplia que tenía fronteras montañosas
naturales. Según Parsons (1974) y Sanders et. al. (1979), discernimos
un crecimiento lento desde el 1100 a.C. y a lo largo de varios siglos.
Después, en torno al 500 a.C., aparecen los canales de regadío aquí
(y en otras partes de las tierras altas de Mesoamérica), relacionados
con la expansión y la nucleación demográficas. En el norte del valle
en torno a Teotihuacán, este crecimiento fue desproporcionado, apa
rentemente debido a unas condiciones desusadamente buenas de rie
go, así como a una posición estratégica para la minería y para el
acabado de la obsidiana. Se produjo un intercambio intensivo con
los cazadores-recolectores y los silvicultores de la periferia. Es una
pauta de núcleo de regadío y redes de interacción regional parecida
a la de Mesopotamia y con resultados sociales análogos: una jerar-
quización cada vez mayor de los asentamientos y una mayor com
plejidad arquitectónica. Para el 100 d.C. habían surgido dos centros
políticos regionales de entre 50.000 y 60.000 habitantes, concentra
dos en una capital, que incorporaban unos miles de kilómetros cua
drados de territorio y estaban organizados jerárquicamente. Ahora
se trataba ya de una «civilización», pues también comprendía tem
plos, mercados, una alfabetización jeroglífica y un calendario. Para
el siglo IV d.C., Teotihuacán era un Estado urbano coercitivo per
manente de entre 80.000 y 100.000 habitantes que dominaba a otros
Estados, todos ellos en las tierras altas. Su influencia se difundió por
toda Mesoamérica y dominó las zonas más próximas de cultura maya.
Pero también él se derrumbó, de forma más misteriosa, entre el 550
y el 700 d.C. Tras un breve interregno, se vio suplantado por los
señores más militaristas de las marcas del norte, los toltecas, expo
nentes a gran escala de los sacrificios humanos. Ampliaron su im
perio sobre una gran parte de Mesoamérica. A partir de ahí nos
hallamos en un terreno reconociblemente parecido al del próximo
capítulo: el ciclo entre la expansión imperial y la fragmentación y la
dialéctica entre los imperios y los señores de las marcas. Los con
quistadores de la marcas más famosos fueron los últimos. Los azte
cas combinaban un alto grado de militarismo (y sacrificios humanos)
con el desarrollo más intenso de la agricultura de regadío y del
urbanismo visto en Mesoamérica.
Muchos de esos procesos pertenecen al mismo orden general que
los discernidos en Mesopotamia. También existen diferencias. El ori
gen de los mayas es la que más se destaca, al igual que ocurre con
todos los modelos generales. Pero, en general, la civilización se edi
ficó sobre unas evoluciones prehistóricas de organización muy di
fusas. Después, la primera fase y la parte referida al valle central de
la tercera fase introdujeron el enjaulamiento: el confinamiento en un
territorio, representado por la cercanía al río aluvial y a las zonas
lacustres, así como a materias primas locales o regionales. De ahí la
aparición dual de una organización autoritaria rigurosa, edificada en
torno al riego, y de redes difusas de intercambio y de cultura que
irradiaron a partir de esa organización. A su vez, ese proceso de
enjaulamiento creó un resultado ya conocido. Confirió ventajas a los
señores de las marcas y de ello se siguió un ciclo de dominación
núcleo-periferia (del cual se trata en el capítulo siguiente).
Pero la analogía con las civilizaciones euroasiáticas no debe lle
varse demasiado lejos. La ecología era distinta. No tenía la unifor
midad regional general de China ni la enormidad de contrastes entre
los valles y las tierras altas de Mesopotamia. Se trata de una región
con muchos contrastes, pero no repentinos ni grandes. Probable
mente, ello aseguró que las sociedades estuvieran menos enjauladas,
tuvieran menos tendencia a la centralización y la permanencia. Las
estructuras políticas de los diversos pueblos civilizados y semicivili-
zados eran más flexibles que las del Cercano Oriente o las de China.
Es probable que en los mil quinientos años de civilización me-
soamericana se produjera un desarrollo menor de poder colectivo
que en un período comparable de tiempo euroasiático. Su fragilidad
era tan grande que bastó con el peso de poco más de quinientos
conquistadores para que se derrumbara (resulta difícil imaginar que
el poder de, por ejemplo, los asirios o la dinastía Han se derrumbara
de forma tan total ante una amenaza comparable). El imperio azteca
era una federación flexible. La lealtad de sus vasallos resultó ser poco
segura. Incluso en su núcleo, la sociedad azteca tenía contrapesos
mayas que impedían una mayor intensificación del Estado. La reli
gión y el calendario herederos de los mayas establecían los relevos
de la autoridad suprema en una serie de ciclos de calendario entre
las diversas ciudades-Estado/tribus del imperio. Uno de esos ciclos
estaba llegando a su fin —de hecho, parte de la población local creía
que estaba a punto de terminar todo el calendario— en el año de
n uestro señor de 1519. Nacería la Serpiente Emplumada y quizá
regresaran los antepasados pálidos. En 1519 llegaron los españoles
pálidos y barbudos. La historia de cómo incluso el monarca azteca
Moctezuma consideró a los conquistadores como posibles dioses-re
yes es uno de los grandes relatos de la historia universal. General
mente se narra como el ejemplo supremo de los extraños accidentes
de la historia. De eso no cabe duda. Pero el calendario y las revo
luciones políticas que ese accidente legitimó también constituyen un
ejemplo de los mecanismos mediante los cuales los pueblos primiti
vos trataban de escapar a los Estados permanentes y a la estratifica
ción social, incluso cuando cabría suponer que ya estaban plenamen
te atrapados en ellos. Por desgracia para los aztecas y para sus va
sallos, esa vía concreta de escape llegó a la servidumbre ineludible
del colonialismo europeo.
En estos respectos, el modelo general de una vinculación entre
el poder social y el enjaulamiento parece estar tan apoyado por el
carácter distinto de Mesoamérica como por su similitud con Eurasia.
A menos enjaulamiento, menos civilización, menos Estados institu
cionalizados permanentes y menos estratificación social, salvo cuan
do por fin intervenía un accidente histórico a escala mundial.
Sin embargo, valga una última nota de cautela. Muchos aspectos
de la historia mesoamericana siguen siendo poco claros o polémicos.
La fusión creativa de la ciencia social americana con la arqueología
y la antropología modifica constantemente la imagen. Los especia
listas reconocerán que los modelos teóricos recientes —los de Flan-
nery, Rathje y Sanders y Price— encajan bien en mi modelo de
enjaulamiento/interacción regional. Si sus opiniones se ven puestas
en tela de juicio por los estudiosos dentro de diez años, mi modelo
tiene problemas.
La A m érica Andina
8 Las principales fuentes para esta sección han sido Lanning, 1967; M urra, 1968;
Katz, 1972; Schaedel, 1978; M orris, 1980, y diversos ensayos en Jones y Kautz, 1981.
podemos empezar a denominar Estados a esas unidades en torno al
500-700 d.C., cuando tenían un carácter más redistributivo que las
halladas en otros casos de civilización prístina. La vía de las redes
solapadas hacia el desarrollo tenía escasa presencia y predominaba la
vía interna, más enjaulada, lo cual resulta difícil de explicar. En ter
cer lugar, cuando una o varias de esas unidades lograban la hegemo
nía (en gran medida, según parece, mediante la guerra), incorporaban
esos mecanismos internos. Dan muestras de precocidad en la logís
tica del poder. Eso es evidente a partir del 700 d.C., aproximada
mente, en el imperio de los huari, que eran grandes constructores
de carreteras, centros administrativos y almacenes. Pero de lo que
más sabemos es del asombroso imperialismo de los incas.
Hacia el 1400-1430 d.C., una agrupación y jefatura «tribual», la
de los incas, conquistó el resto. Para el 1475, los incas habían utili
zado cuadrillas masivas de trabajadores forzados para construir ciu
dades, carreteras y proyectos de regadío en gran escala. Habían crea
do un Estado teocrático centralizado, con su propio jefe como dios.
Habían incorporado la tierra a la propiedad estatal y habían puesto
la administración económica, política y militar en manos de la no
bleza inca. Habían ideado o ampliado el sistema quipu, mediante el
cual madejas de cuerdas anudadas podían comunicar mensajes por
todo el imperio. No se trataba exactamente de una «escritura». Así,
conforme a mi definición anterior, los incas no estarían plenamente
civilizados. Sin embargo, tenían una forma de comunicación admi
nistrativa tan avanzada como la de cualquiera de los imperios anti
guos. Se trataba de un imperio enorme (casi 1.000.000 de kilómetros
cuadrados) y muy poblado (los cálculos van de 3.000.000 de perso
nas en adelante). Su tamaño y la rapidez de su crecimiento son asom
brosos, pero no carecen de precedentes: podemos concebir imperios
de conquista análogos, como el zulú. Pero lo que no tiene paralelo
es el nivel inca de desarrollo de la infraestructura logística de Estados
permanentes autoritarios y estratificación social. ¡Había 15.000 ki
lómetros de rutas pavimentadas! A lo largo de ellas había aJmacenes
a una jornada de marcha el uno del otro (los españoles encontraron
los primeros llenos de comida) y relevos de mensajeros presunta
mente capaces de transmitir un mensaje a 4.000 kilómetros de dis
tancia en doce días (¡sin duda se trata de una exageración, salvo que
todos los mensajeros fueran grandes mediofondistas!). Los ejércitos
incas estaban bien abastecidos y bien informados. Cuando actuaban
en el exterior, iban acompañados de rebaños de llamas que trans
portaban los suministros. Los incas conseguían victorias gracias a su
capacidad para concentrar cantidades superiores de guerreros en un
lugar dado (pueden hallarse detalles sobre su logística en Bram, 1941).
El gobierno político de los incas después de sus conquistas revela la
misma capacidad logística meticulosa. Los estudios difieren mucho
en cuanto a la realidad del llamado sistema decimal de administra
ción, que al principio parece constituir un «diagrama de organiza
ción uniforme» impuesto en todo el imperio. Moore (1958: 99 a 125)
cree que no era más que un sistema de recaudación de tributos in
tegrado por miembros de las élites conquistadas, más o menos su
pervisados por un gobernador provincial inca apoyado por un grupo
de colonos-milicianos. En una sociedad tan primitiva hubiera sido
imposible algo más desarrollado. Pero, sin embargo, esas técnicas
revelan una astucia logística que no se desarrolló en otras zonas de
civilización hasta después de un milenio o más de desarrollo del
Estado. Recuerdan a la dinastía Han de China o a los asirios o los
romanos del mundo del Cercano Oriente o del Mediterráneo: una
obsesión ideológica con la centralización y la jerarquía, llevada a los
límites de lo viable.
Si nos centramos en esos logros logísticos, los incas (y quizá
también algunos de sus predecesores) parecen demasiado precoces
para encajar fácilmente en mi modelo general. De hecho, plantean
dificultades para cualquier modelo general. Decir, por ejemplo, que
presentan «todas las características de un “Estado de conquista” en
el sentido de Oppenheimer», como hace Schaedel (1978: 291) es
perder de vista lo esencial: fueron el ú nico ejemplo de un Estado de
conquista prístino, donde un Estado original, producto del artificio
militar, se institucionaliza de forma estable. De hecho, todas las ex
plicaciones del auge de los incas, según las cuales encaja en una pauta
general, son inadecuadas. Sus logros, si nos lo tomamos en serio,
son misteriosos.
La alternativa sería no tomarse tan en serio los logros de los
incas. Después de todo, se hundieron cuando 106 soldados de in
fantería y 62 de caballería, al mando de Francisco Pizarro (y ayuda
dos por las epidemias introducidas por los europeos) ejercieron pre
sión sobre el propio Inca y éste cedió. Sin su jefe, la infraestructura
resultó no ser una organización social viable, sino una serie de gran
des artefactos —carreteras, ciudades de piedra— que recubrían una
confederación tribual flexible, débil, quizá esencialmente prehistóri
ca. ¿Eran esos artefactos meramente el equivalente de las civilizacio
nes megalíticas, cuyos monumentos también sobrevivieron a su de
rrumbamiento socif^ Probablemente no, pues su preocupación por
la infraestructura logística del poder sería evidente sólo a partir de
sus monumentos. Eso los acerca mucho más en cuanto a aspiracio
nes a los imperios muy ulteriores que a los pueblos megalíticos.
Cuando su poder se sometió a prueba contra un enemigo mucho
más poderoso, resultó ser frágil, pero parece haber estado orientado
obsesiva, implacablemente, com o poder y no como la evasión del
poder que yo he expuesto como típica de la prehistoria en el capí
tulo 2. Considero a los incas una excepción en la cual un militaris
mo reforzado logísticamente desempeñó un papel mayor en los orí
genes de la civilización que en otras partes y ¿n el cual la civilización
(contemplada con los ojos de otras civilizaciones) parece tener logros
desiguales.
B ibliografía
Adams, R. E. W. 1974: The O rigins o f M aya C ivilization. Albuquerque:
University of New México Press.
Agrawal, D. P. 1982-.The A rchaeology o f India. Londres: Curzon Press.
Allchin, B., y R. Allchin. 1968: The Birth o f Indian C ivilization. Harmonds-
worth: Penguin Books.
Bram, J. 1941: «An analysis of Inca militarism». Tesis doctoral, Columbia
University.
Branigan, K. 1970: The Foundations o f Palatial C rete. Londres: Roudedge
& Kegan Paul.
Butzer, K. 1976: Early H ydraulic C ivilization in Egypt. Chicago: Univer
sity Chicago Press.
Cadogan, G. 1976: Palaces o f Minoan C rete. Londres: Barrie y Jenkins.
Chadwick, J. 1973: «The linear B tablets as historical documents». Cap. 13,
a), de The C am bridge A ncient H istory. Comp. por I. E. S. Edwards y
otros, 3.‘ ed., vol. 2, pt. I. Cambridge: Cambridge University Press.
Chakrabarti, D. 1980: «Early agriculture and the development of towns in
India». En The C am bridge E ncyclopedia o f A rchaeology. Comp. por
A. Sherratt. Cambridge: Cambridge University Press.
Chang, K.-C. 1977: The A rchaeology o f A ncient China. New Haven, Conn.:
Yale University Press.
Cheng, T.-K. 1959: A rchaeology in China. Vol. I: P rehistoric China. Cam
bridge: Cambridge University Press.
— 1960: A rchaeology in China. Vol. II: Shang China. Cambridge: Cam
bridge University Press.
Coe, M. D. 1971: The Maya. Harmondsworth: Pelican Books.
— y R. A. Diehl, 1981: In th e Land o f th e O lm ec. 2 vols. Austin: Uni
versity of Texas Press.
Cottrell, L. 1968: The Warrior Pharaohs. Londres: Evans Brothers.
Creel, H. 1970: The O rigins o f Statecraft in China. Vol. I. Chicago: Aldine.
Culbert, T. P. 1973: The Classic Maya Collapse. Albuquerque: University
of New México Press.
Dow, S. 1973: «Literacy in Minoan and Mycenaen lands». Cap. 13, b), en
The C am bridge A ncient H istory. Comp. por I. E. S. Edwards y otros,
3.' ed. Cambridge: Cambridge University Press.
Edwards, I. E. S. 1971: «The early dynastic period in Egypt». Cap. 21, en
The C am bridge A ncient H istory, Edwards y otros, 3.' ed., vol. I, pt. 2.
Cambridge: Cambridge University Press.
Emery, W. G. 1961: A rchaic Egypt. Harmondsworth: Penguin Books.
Flannery, K. 1968: «The Olmec and the valley of Oaxaca: a model for
¡nter-regional interaction in formative times». En D um barton Oaks C on
fe r e n ce on th e O lm ec. Comp. por E. P. Benson. Washington: Dumbar
ton Oaks.
— 1982: Reseña de Coe y Diehl: In th e Land o f the O lm ec. American
A nthropologist, 84.
Hawkes, J. 1973: The First G reat Civilizations. Londres: Hutchinson.
Hopkins, K. 1980: «Brother-sister marriage in Román Egypt». C om parative
Studies in S ociety and H istory, 22.
Ho, P.-T. 1976: The C radle o f th e East. Chicago: University of Chicago
Press.
Janssen, J. J. 1978: «The early State in ancient Egypt». En The Early State.
Comp. por H. Claessen y P. Skalnik. La Haya: Mouton.
Jones, G. D., y P. R. Kautz, 1981: The Transition to S tatehood in th e N ew
World. Cambridge: Cambridge University Press.
Katz, F. 1972: The A ncient A merican Civilizations. Nueva York: Praeger.
Lamberg-Karlovsky, C. C., y J. Sablof, 1974: The Rise an d Fall o f civili
zation. Menlo Park, Calif.: Cummings.
Lanning, E. P. 1967: Perú B efore th e Incas. Englewood Cliffs, N. J.: Pren-
tice-Hall.
Matz, F. 1973: «The maturity of Minoan civilization and the zenith of
Minoan civilization». Caps. 4, b) y 12, en The C am bridge A ncient His
tory. Comp. por I. E. S. Edwards y otros, 3.’ ed., vol. I, pt. 2. Cam
bridge: Cambridge University Press.
Meggers, B. 1975: «The transpacific origien of Meso-American civilization».
A merican A nthropologist, 77.
Moore, S. F. 1958: P ow er an d P roperty in Inca Perú. Westport, Conn.:
Greenwook Press.
Morris, C. 1980: «Andean South America: from village to empire». En The
C am bridge E ncyclopedia o f A rchaeology. Comp. por A. Sherrat. Cam
bridge: Cambridge University Press.
Murra, J. V. 1968: «An Aymara kingdom in 1567». E thnohistory, 15.
Murray, M. 1977: The S plendour That Was Egypt. Londres: Sidgwick &
Jackson.
Nilson, M. P. 1950: The M inoan-M ycenean R eligión an d Its S u rvival in
Greek R eligión. Lund: Lund University Press.
O’Connor, D. 1974: «Political systems and archaeological data in Egypt:
2600-1780 B.C.». W orld A rchaeology, 6.
— 1980: «Egypt and the Levant in the Bronze Age». En The C am bridge
E ncyclopedia o f A rchaeology. Comp. por A. Sherratt. Cambridge: Cam
bridge University Press.
O’Shea, J. 1980: «Mesoamerica: from village to empire». En The C am bridge
E ncyclopedia o f A rchaeology. Comp. por A. Sherratt. Cambridge: Cam
bridge University Press.
Parsons, J. R. 1974: «The development of a prehistoric complex society: a
regional perspective from the Valley of México». Jou rn a l o f Field Ar
ch a eology, 1.
Rathje, W. 1971: «The origin and development of Lowland Classic Maya
Civilization». A merican Antiquity, 36.
Rawson, J. 1980: A ncient China: Art an d A rchaeology. Londres: British
Museum Publications.
Renfrew, C. 1972: The E m ergence o f C ivilization: the C yclades an d the
A egean in th e Third M illennium B. C. Londres: Methuen.
Sanders, W. T., y B. Price, 1968: M esoam erica: The E volution o f a C ivili
zation. Nueva York: Random House.
— y otros. 1979: The Basvn o f M éxico: E cological Processes in th e E volution
o f a C ivilization. Nueva York: Academic Press.
Sankalia, H. D. 1974: P re-H istory and Proto-H istory o f India an d Pakistan.
Poona, India: Deccan College.
Schaedel, R. P. 1978: «Early state of the Incas». The Early State. Comp. por
H. Claessen y P. Skalnik. La Haya: Mouton.
Smith, W. S. 1971: «The Oíd Kingdom in Egypt». En The C am bridge An
cien t H istory. Comp. por I. E. S. Edward y otros, 3.‘ ed., vol. I, pt. 2.
Cambridge: Cambridge University Press.
Vercoutter, J. 1967: «Egypt». Caps. 6-11, en The N ear East: The Early
C ivilizations. Ed. J. Bottero. Londres: Weidenfeld & Nicolson.
Warren, P. 1975: The A egean Civilizations. Londres: Elsevier-Phaidon.
Wheatley, P. 1971: The P ivot o f th e Four Q uarters. Edimburgo: Edinburgh
University Press.
Wilson, J. A. 1951: The B urden o f Egypt. Chicago: University of Chicago
Press.
Capiculo- 5
LOS PRIMEROS IMPERIOS DE DOMINACION:
L A DIALECTICA DE L A COOPERACION
OBLIGATORIA
1 M cN eill tiare unas reseñas ¡generales fstnniilantes -de líos primeras guaneas anti
guas, tm M en The R ise o f th e W est ((39K3)) como m is xecicmemente tan T h e pjcrsm t
tif ¡Pomer 1(1983'). 'Véanse los datos arqneribágiems en Yaítin ((lT5é3)).
neraíTel waM!e regado- y los pastos esteparios mo>tercíaam fronteras < d® >~
nnnraies. Enture nuedlk» íiabrái zonas, etc tierras altas, cpie csicmillnOTafoanii Ib
agrñrofcnra y pastoreo» y «pac üjam prosperando» reJbairaaírieEDttev, a
caballo. enere las: roías, comerciales; q¡iiie crrazabari los ^aJüies AhanriiaiBes
y las estepas* Eos bosq-ues. y Iba montaaías^ AEí Gamxüñéim las técnicas,
efe la guerra eran mixtas; yTes de supomeir ((paes se tama «¡fie uekb
swpeisici&mi)^ fee dtanefe se Brikiermm tas primeras eeraíatówas «fe emmBm-
nar tácticas de racimrsíóni rápida com rmarefuas sistemáticas. For aóai-
dEdunra* lias crudades^Estado» teiiKxmi ttodo> género> «¡fe nnotivcjs pasra fer
mentar estov para utilizar a Eos señores. de Cas. marcas come» amcurtá-
guiadores contrai Iba auténticos pastores más. distantes <a>como cx m -
trapes© contra una cnudad-Estado» rival. Los señores de las nuarcas
todiasría no* poseían ircrrai caballería pfñraor,, pues aón mes se Qraafcaix
cabaUoss coa objeto* de ofecemeir ejemplares considera!)Eementr más
fuertes, y los ames es eran; todareíb rudSmemtaiirios.. Per© apaareHDtememte
Ib arquería se iba desairrollamdí» cora gpan rapidez a partir de fias
prácticas d!e la caza y parece qpe el os© del arco> dE© una wmeafa
comparada! a los hafcítamtes efe lias mareas* si se comfeinafca con una
fuerza de infantería- Era todo» casov bay aiügpi qiie necesita explicación):
el! predominio* durante dos milenios efe los señores de: las marcas era
lia giierra y su; tendencíai a fundar y a ampliar ÍEnperios^
Sorgón de Akkad
Sargjára fue Ib primera persoraa&fadt cíe h¡ EuscotriaL. CcuMjTaiscói Six-
mería ero el 2310) (?)) aXL y Ib go&eimxD» fiosca sm muienie,, em di 2273
(,?)) aXL (las ffedfoas mapírcan mposcciántes; éstas scmd Eas que da Wes-
tenÍDoIbrr 19*79: 124,-, otras fuentes seCTHttdarias úsales s«ra Kímgi, 1923:
216 a 251; Gadki 1971: 41? a y Larsemv, 1979: 75 a 106; en
Graysio®i> 1975: 235 y 236>„ se detallan) faemees; dociBaEDentaTes dffispi©-
miMes)). Smi dinastía acadüa g^feen»© tanminnpetrün nmasopgittániracip an®-
plJad© dlairamte casi dos siglos* segpída gTTHa rniisima 2T 0C
B3Lmusdjear (titas
varios initerregroos) por otros erarios imperios dinásticos inn^MMrtanmes:
Ib UI Dinastía de Ur„ la pako&db^miiica ((axyfa rey imnis comffliCKiifis
fine Eiaammntuarabi)) j fia casita z. El peráosfiDi abaarcaeEc» m este c^^adkiv
dlescBe Saargióini basca la caúfia ote Ibs casitas, fwe «fe/qeudos namll amos.
2 & puedb consnlcar una ¡zxamatiagjia xpingximadWefe La» dLveüsaa dinastías, era Un
figjirai más acHeünicev, emasee misan» dpúmibt.
Aunque un período tan prolongado contenía una enorme diversidad
de experiencia social (¡piénsese en la diversidad de los europeos des
de el año 1000 d.C. hasta 1985!), también da muestras de similitudes
macroestructurales, además de una orientación central del desarrollo
histórico. En general, ambas cosas las estableció Sargón. Como no
sabemos gran cosa acerca del propio Sargón, los comentarios sobre
su imperio siempre son un poco teleológicos; las propias fuentes,
por lo general escritas más tarde, tienen una misma calidad. Mi aná
lisis será típico del género y, en cierto sentido, «ficcionalizará» a
Sargon en un personaje histórico mundial, representante de su era y
de su dinastía.
Se ha solido definir a la conquista de Sargón como «imperio
territorial». Yo estoy en desacuerdo y aduzco que su poder no se
asentaba en un control directo sobre el territorio, sino más bien en
una dominación territorial sobre clientes. Sin embargo, su poder se
extendía por lo menos varios centenares de kilómetros de largo y de
ancho e incluía las ciudades-Estado sumerias, las zonas septentrio
nales de Akkad, de donde él mismo procedía, la zona de Elam, hacía
el este, y varias zonas más de tierras altas y de llanuras. Esas con
quistas estaban configuradas por el sistema fluvial del Tigris y el
Eufrates, por razones económicas y logísticas evidentes. Su núcleo
económico no era ya simplemente el regadío lateral, sino también la
adición de vínculos comerciales regulados entre un gran número de
esas zonas de regadío lateral más sus hinterlands. Y podemos obser
var otro tipo más de vinculación. La conquista no se limitó a seguir
los ríos. Su columna vertebral fue el artificio militar/político que
intervino en los ritmos de organización marcados por la naturaleza,
igual que el artificio económico/político del riego había intervenido
anteriormente en los ritmos del río.
La patria de Sargón era Akkad, quizá una ciudad-Estado cuya
situación precisa se desconoce, pero en la región septentrional, de
desarrollo tardío, de Mesopotamia. El «país de Akkad» comprendía
tierras agrícolas de secano y pastos de tierras altas, además de la
agricultura de regadío. Es probable que su población fuera semita.
El idioma acadio era diferente del sumerio. Las tierras de Akkad
limitaban con los Estados septentrionales sumerios y estaban influi
das por ellos. La leyenda de Sargón habla de sus orígenes bastardos
(es el primer relato del «recién nacido hallado entre los juncos» del
Oriente Medio). El principio de su trayectoria se ajusta a esa leyen
da: servicio como guerrero profesional en el séquito (como «cope-
ro») del rey de Kish, Estado sumerio septentrional. Esa zona estaba
atrapada en las presiones cruzadas económicas y militares del tipo
que ya he descrito. Sargón logró la hegemonía (sospechamos) me
diante la combinación de las técnicas militares de los pastores con
las de los agricultores. Se hizo famoso por la celeridad de sus ata
ques. Es probable que él o su sucesor utilizaran un arco reforzado
mediante la mezcla de madera con cuerno (véase Yadin, 1963). Pero
su principal arma siguió siendo la infantería pesada.
Sargón no fue un pionero total. Ya hemos tenido vislumbres de
conquistadores anteriores, generalmente con nombres semitas, que
fueron sobresaliendo cada vez más en las ciudades sumerias predi-
násticas tardías: por ejemplo, Lugalannemundu, conquistador efíme
ro que utilizó lugartenientes con nombres aparentemente semitas y
que «ejerció su reinado sobre todo el mundo», según nuestra fuente
(Kramer, 1963: 51).
A partir de su base en una marca consolidada, Sargón avanzó en
todas las direcciones, conquistando en treinta y cuatro campañas
todos los Estados sumerios, llegando por el sudeste hasta el Golfo
Pérsico, por el oeste quizá hasta la costa de Levante, y por el norte
hasta Siria septentrional y Anatolia. El y sus sucesores decían haber
destruido el reino rival de Ebla. Casi todas sus actividades registra
das se realizaron en Sumeria y en el noroeste, aunque ahí sus cam
pañas fueron diferentes. En Sumeria, su violencia fue selectiva y
estuvo limitada por la tradición; se destruyeron murallas, pero no
de ciudades, y el rey sumerio anterior fue transportado encadenado
al templo de Enlil, en Nippur, tras lo cual él mismo se hizo rey.
Algunos gobernantes sumerios se mantuvieron en su lugar, aunque
los acadios sustituyeron a más de lo que se consideraba tradicional.
Lo que él pretendía era utilizar el poder de Sumeria. En el noroeste,
en Siria, su comportamiento fue más implacable y llegó a jactarse de
cuanto había destruido. Por extraño que parezca a los lectores mo
dernos, estos registros combinan la destrucción con la persecución
de fines comerciales, como las expediciones para liberar las «Mon
tañas de Plata» y el «Bosque de Cedros», e incluso para proteger a
los comerciantes acadios contra el hostigamiento en la Anatolia cen
tral. Sin embargo, el emparejamiento destrucción-comercialismo tie
ne sentido: el objetivo era destruir el poder de los Estados y aterrar
a los pueblos que se injerían en las rutas comerciales.
Si sumamos esas dos zonas, obtenemos un imperio de una ex
tensión enorme conforme a criterios anteriores. Quizá debiéramos
exdhir como dnadasas ¡Las conquistas registradas de Amamalia y Ha
costa del Levante. Incluso entonces, la andkoira del imperio em di-
reacción ^noroeste-sudeste, por los calles dfd Tigris y del ÍEauíntces»
hubiera sido muy ssuperior a 1.000 ikikámetros, y so Üroaugkxtd de unos
400 kilómetros. Pero aunque los registros son muy jactanciosos, ca
recen de precisión. Se uros dice que Akkad se extendía en w espacio
de trescientas sesenta horas de marcha, casa 2.000 lolónaetros por
carretera, pero no estamos seguros ¡de cómo interpretar las palabras
«.en el espacio». Además, se hace hincapié en Haidommatcióm ejercida
soibre países y pueblos de dimensiones no determinadas- El lenguaje
de Ha dominación es <exu£ático: a los pueblos, las omdades y los .ejér
citos se los «.aplasta», se los -«derriba»,; Sargón los «hace pedazos»-
El térmmo acadio ‘de «rey » también empezó a estar dotado «de cm -
notaciones divinas. Más tarde se concedió a Maram-Sin, el nieto de
Sargón, la condición divina, .así como el título de «el Poderoso, rey
de las Cuatro Zomas».
Todo ¿Ho puede parecer una forma territorial e imperial, ¡general
y extensiva, de -dominación. Esa era la impresión (que se trataba de
dair a los contemporáneos. Pero el imperio de Sargón no fue terri
torial en cuanto a extensión, sino en cuanto a xaitencmn. Para (de
mostrar eso hará falta un examen detallado de la infraestruccura lo
gística y de la difusión universal .del poder. Yo evalúo las posibili
dades prácticas de ejercicio del poder de una forma ¡razronaMcmeffite
sistemática y técnica. ÍNo es fácil, pues los registras escaseara y los
estudiosos han evitado las cuestiones logísticas (como iba coanfesado
Adams, 1979: 397). Es necesario especular y proceder a una recons
trucción hipotética. Como algunos ¡de los problemas imfraestructu-
rales ¡fundamentales fueron casi invariables a lo largo del periodo
crvalnzado ¿insiguió, complementaré los <da*os limitados de la propia
época de Sargón con dáteos procedentes de otros tiempos y lugares.
La infraestructura fundamental necesaria para el ejercicio 'de las
cuatro fuentes de poder tanto organizado como difuso es la «de ¡Las
comunicaciones- Si no existe ama transmasacm efectiva de mensajes,
personal y recursos, no puede haber poder. Es poco lo que sabemos
acerca de las comunicaciones de Sargón. Sima embargo, podemos de
ducir que los problemas fimaailanmwmiiailtffs cora los que éste se enfren
taba eraaa parecidos a los de todos los reyes de la Uxca
vez desarrolladas tres tecnologías: la carreta a ¡txacdióim animal, el
camino pavimemtado y d barco de vela, las &naitaócnaes globales de
las coAuxiícacioises fueron mmy parecidas a lo largo de varios xniLe-
raios- Fundamentalmente,, el transporte: por agua era más práctico
que ell transporte pac rienra. Das milenios y meefíoi después* el Edic
to de Precios. Máximos, del emperador romano. DioeJecranK» estable-
ció' cifras: monetarias, a sus. coate» relativos. Si Cos. costes por mar eran
de 10Tlia relación del transporte por río era de einco> y Ha de transa
porte en carretera por tierral era <¡£e 2S¡<g> >de 56 3'_ Es decir,, e£ tramsr-
porte por tierra era 28 á>56. veces más caro que el transporte por
mar y cinco- o más de 11 veces más. caro que el transporte £LixviaL
Esas; cifras indican: unos órdenes de magpitud generales, y no) urnas
relaciones precisas. Los. costes relativos; exactos; varían segjín Sa dis
tanciar ei terreno* las. condiciones d'e los mío». © los mares» ell peso
de las mercaderías, lbs animales concretos que se utilizaban y las
tecnologías.
En esta disparidad intervienen dos factores principales.; la veío>-
cidad y la reposición) de la energía de los porteadores. La velocidad
era mayor en ell transporte aguas alhajo» y marítimo, y podía ser ma
yor en algunas condiciones fluviales, agpas. anrifca. Fero; el principal!
factor era- el problema en tierra de alimentar a los animales de tiro.,
con el cual! no se tropezaba en el transporte por agua. Eso> no. sólo»
elevaba los; costes.; establecía unos limites; finitos. Los. animales; corno
los. bueyes,, las mixtas, los caballos; y los burros, que transportaban
unas cartas máximas de forraje tienen que consumirIo> en una dis^
tancia de unos 15© kilómetros, para segunr vivos. Toda distancia ma
yor por tierra es imposible si noi se cuenta con suministros, a lo Daargp
de la ruta. Eso sería posible,, pero rao: resultaría rentable. El ñnico;
transporte por tierra a distancia superiores a líos 80-15© kilómetro»;
que tendría sentido economic© en ei mundo antiguo, era ell de mer
caderías como urna afra relación valor-peso» en coxnpairaoón con la
relación del forraje para las bestias. El transporte por agua temía urna
rentabilidad mayor y podía cubrir largas distancias sin necesidad de
más; suministros, de alimentos. La principal limitación a ssn asutono*-
mía marítima era lia necesidad de agjcta potable, que ocupaba una
proporción bastante gpamde de la capacidad de cargai de n {raneo.
Por eso* los barcos, eficientes eran glandes* lo cual hacía sentir los
costes de capital de sus constmucción. Había aspectos estacionales que
afectaban a ambas formas de transporte, pwes el tiempo y las crecidas
La logística d el p o d er m ilitar
La pacificación militar
El multiplicador militar
La difusión coercitiva
B ibliografía
1 Para esta sección fueron fuentes generales útiles Crossland, 1971; Drower, 1973,
y G urney, 1973.
cipio del capítulo 3. Pero eran sociedades de «rangos» y algunas de
éstas se estaban empezando a estratificar. Los nómadas poseían una
estructura flexible de clanes/tribus y probablemente una propiedad
privada embrionaria centrada en el jefe de familia. Los que eran una
mezcla entre agricultores de roza y pastores tenían una estructura
mixta de clanes/aldeas.
El aumento de la riqueza y la adquisición de la metalurgia del
bronce, aprendida gracias al comercio, agudizaron una forma des
centralizada de estratificación, hicieron que se desarrollaran las aris
tocracias a partir de los clanes importantes y de las figuras con au
toridad de las aldeas y reforzaron los derechos de propiedad privada
de las familias aristocráticas. La metalurgia aumentó su destreza en
la guerra, convirtió a la aristocracia en una élite de guerreros y a
veces hizo que la jefatura militar evolucionara hacia una realeza dé
bil. Los indoeuropeos occidentales llevaron al oeste las hachas de
guerra de bronce y dominaron el actual continente europeo. Los
principales grupos conocidos fueron los celtas, los pueblos de habla
itálica y los griegos (los veremos en los capítulos 7 y 9). Pero la
riqueza y la destreza militar de los pueblos de la estepa repercutieron
en el Oriente Medio y el Cercano Oriente y de ellos trato en primer
lugar en este capítulo.
En algún momento en torno al 1800 a.C. apareció el carro lige
ro, basado en dos ruedas de radios sobre un eje fijo, con un arnés
que permitía al caballo soportar parte del peso del carro. Se trataba
de un mecanismo rápido, maniobrable y equilibrado. Su capacidad
en el campo de batalla ha impresionado a todos los historiadores
ulteriores. Transportaba a dos o tres hombres armados con lanza y
arco compuesto. Una compañía de carros podía maniobrar rápida
mente en torno a las infanterías y los carros torpes de los imperios
disparando masas de flechas desde una posición relativamente invul
nerable, blindada y móvil. Cuando las líneas de infantería se des
bandaban, una carga frontal podía liquidarlas. Desde los carros, los
guerreros no podían poner cerco a las ciudades, pero podían ame
nazar con una devastación de los campos y los diques de los agri
cultores sedentarios suficiente para lograr su sumisión. Desmonta
dos, especialmente en sus campamentos, eran vulnerables al ataque
y por eso convirtieron sus campamentos en sencillas fortificaciones
cuadrangulares de tierra, con objeto de aguantar un ataque mientras
montaban. En el terreno abierto tenían una clara ventaja inicial en
el campo de batalla. La mayor parte del Cercano Oriente y de Asia,
pero no de Europa, era terreno abierto. Por eso penetraron en las
dos primeras regiones, pero no en la tercera.
Es de suponer que primero entraron en los oasis densamente
poblados y regados del Asia sudoriental y central, los puntos más
remotos de las dos primeras fases de la civilización del Oriente Me
dio. Solía creerse que era a ese desplazamiento a lo que se podían
atribuir las incursiones casi simultáneas en la historia registrada: al
este en China, al sudeste en la India y al suroeste en Asia Menor y
el Oriente Medio. Actualmente, no obstante, se supone que los ejér
citos de carros de la dinastía Shang de China, con armaduras de
bronce y fortificaciones rectangulares, eran autóctonos. En otras par
tes, el desplazamiento está claro. Los arios conquistaron el norte de
la India en oleadas sucesivas en algún momento entre el 1800 y el
1200 a.C. (de ellos se trataba en el capítulo 11); los hititas habían
establecido un reino identificable en Asia Menor ya en el 1640 a.C.;
los mitanios estaban establecidos en Siria en el 1450 a.C.; los casitas
invadieron la mayor parte de Mesopotamia hacia el 1500 a.C., apro
ximadamente; los hicsos conquistaron Egipto hacia el 1650 a.C., y
los micénicos estaban establecidos en Grecia en el 1600 a.C. Para el
momento en que entran en nuestros registros, todos ellos manejaban
el carro; todos ellos eran federaciones aristocráticas, y no pueblos
centrados en un solo Estado, y casi todos ellos conocían una dife
renciación mayor de la propiedad privada de lo que había imperado
entre los pueblos autóctonos del Cercano Oriente.
Bastante más misteriosa es la identidad exacta de algunos de ellos.
En general se cree que el núcleo inicial del movimiento fue indoeu
ropeo. Pero el principal pueblo hitita (los khatti) y los hurritas no
lo eran, y los hicsos (término egipcio que significa «jefes de tierras
extrañas») probablemente eran un grupo mixto de hurritas y semitas.
Todavía está por identificar el idioma casita original. No era simple
mente indoeuropeo, aunque su religión sugiere afinidades o présta
mos indoeuropeos. Es probable que todos los movimientos fueran
mixtos, con matrimonios exógenos y que fueran reuniendo confe
derados, cultura y alfabetización a medida que se desplazaban hacia
el sur. La mezcla predominante, que se conoce respecto a los hurri
tas y los hititas, era de una pequeña aristocracia indoeuropea, que
inicialmente gobernó a un pueblo autóctono y después se mezcló
con él. No tenemos conocimiento histórico más que de los grupos
fusionados. Pero sabemos lo suficiente para no seguir manteniendo
teorías étnicas decimonónicas de «pueblos» y «razas» sólo porque
los descendientes de los grupos de conquistadores se acabaron por
alfabetizarse escribieran fundamentalmente en idiomas indoeuropeos.
No hay datos de que ninguno de ellos fueran auténticas «comuni
dades étnicas» interclasistas: eran federaciones militares flexibles.
También merece la pena señalar una segunda característica mis
teriosa de sus conquistas. No está del todo claro que su dominación
sobre los imperios fuese producto meramente de una oleada de vic
torias en el campo de batalla. Es improbable que quienes se despla
zaron al sur desarrollaran el carro de combate rápido —base de su
superioridad militar— hasta bastante después de aparecer en Asia
Menor. Parece que estuvieron asentados durante algún tiempo en los
márgenes de las civilizaciones del Cercano Oriente, o incluso en el
interior de éstas. Por ejemplo, así ocurre con los casitas (véase Oates,
1979: 83 a 90). Allí fueron perfeccionando gradualmente las técnicas
de la cría caballar y de equitación y adquiriendo herramientas de
bronce con las que hacer los carros. Por tanto, es probable que el
carro de combate se desarrollara en tierras de marcas, como ya po
dríamos prever. Análogamente, es probable que los enfrentamientos
militares fueran prolongados. Incluso después de la aparición del
carro, faltaban las condiciones logísticas para una conquista sistemá
tica. La ventaja del carro en una campaña era su mayor movilidad,
especialmente en la concentación y la dispersión de fuerzas. La ven
taja logística era estacional y estaba condicionada: si las tierras eran
buenas para los pastos, el cuerpo de carros podía vivir sobre el te
rreno y cubrir unas distancias mucho más grandes que la infantería
desde su base de aprovisionamiento. Pero el ritmo de organización
de una campaña de carros era complejísimo: avanzar en pequeñas
bandas que tenían que estar dispersas y extendidas sobre las tierras
de pastos del enemigo, pero después concentrarse rápidamente para
atacar a sus formaciones. No era una tarea para bárbaros, sino para
señores de las marcas, que fueron perfeccionando constantemente su
organización social durante un largo período de tiempo.
Así, su presión sobre las civilizaciones al sur debe de haber sido
larga y sostenida. Produjo tensiones, completamente distintas de las
presiones del campo de batalla. Parece que algunos imperios se de
rrumbaron sin gran asistencia de esas últimas. Por ejemplo, es po
sible que los invasores arios de la India se encontraran con una
civilización del Valle del Indo ya en decadencia. Análogamente, re
sulta difícil interpretar los dos derrumbamientos de la civilización
minoica en Creta. No hay teorías convincentes de destrucción por
invasores extranjeros, ni siquiera por los micénicos. Es posible que
la civilización cretense llevara mucho tiempo en decadencia y que
los comerciantes micénicos sustituyeran a los minoicos en gran parte
del Mediterráneo oriental sin que hubiera una gran guerra directa
entre ellos.
Parece que también en el Oriente Medio los invasores golpearon
en un momento de relativa debilidad de casi todos los Estados exis
tentes. Los combates de Babilonia con los casitas y los hurritas se
vieron precedidos por la secesión de sus territorios meridionales en
guerra civil entre los descendientes de Hammurabi. En cualquier
caso, toda la región estaba en disputa entre Babilonia, los primeros
gobernantes asirios y los últimos sumerios. En Egipto, el «segundo
período interm edio», que convencionalmente se inició en el
1778 a.C., inauguró un largo período de luchas dinásticas antes de
las incursiones de los hicsos.
Resulta tentador buscar otras causas de derrumbamiento además
del campo de batalla. Se pueden hallar tres en el mecanismo de los
imperios de dominación que he identificado en el capítulo anterior.
En primer lugar, y es probable que de forma evidente en la región
mesopotámica, estaba la ausencia de cualquier punto seguro de des
censo para las fronteras del imperio. Sus fronteras no eran naturales,
sino creadas por ejércitos. En Mesopotamia, los diversos valles flu
viales brindaban un núcleo a más de un imperio, pues la tecnología
de la conquista y la gobernación era todavía insuficiente para tomar
y retener toda la región. Así, la rivalidad entre los imperios minaba
potencialmente la fuerza de cada uno de ellos. Y en todos los im
perios la lealtad de las provincias y de las marcas era condicional.
En segundo lugar, y eso es más general, estaba la fragilidad de
los mecanismos de integración económica, política e ideológica del
sistema que he calificado de cooperación obligatoria. La integración
entre el valle fluvial y las tierras altas (o, en el caso de Creta, entre
la costa y las tierras altas) era artificial y dependía de un alto nivel
de redistribución y coacción. Los mecanismos redistributivos eran
vulnerables a las presiones demográficas y a la erosión de los suelos.
La coacción exigía una energía constante por parte del Estado. Sin
ella, se producían revueltas provinciales y luchas dinásticas.
En tercer lugar, el progreso de las marcas exteriores no se limi
taba a presentar rivales por el poder a los imperios. También puede
haberles causado dificultades económicas; quizá a una reducción de
los beneficios del comercio a larga distancia, dada la «renta de pro-
tección» que imponía el poder cada vez mayor de los señores de las
marcas. Podemos concluir de forma plausible que todos los imperios
estaban sometidos a tensiones antes de que los carros les asestaran
el golpe de gracia. El fenómeno fue recurrente en los imperios an
tiguos de todo el mundo: se le ha denominado diversamente «sobre
segregación» (Rappaport, 1978) y de «hipercoherencia» e «hiperin-
tegración» (Flannery, 1972; cf. Renfrew, 1979), aunque esos térmi
nos exageran el carácter unitario de los imperios antes de derrum
barse.
Dado el carácter de los conquistadores, era improbable que pu
diesen crear sus propios imperios estables y extensivos. Es difícil
gobernar desde un carro de combate. El carro es un arma ofensiva,
no de defensa ni de consolidación. Sus provisiones procedían de
tierras de pastoreo extensivas (y de artesanías rurales), no de la agri
cultura intensiva ni de las manufacturas urbanas. El carro de com
bate fomentó el desarrollo de una aristocracia más descentralizada,
con fronteras más flexibles. Necesitaba tierras de pastoreo extensivo
propiedad de guerreros ricos que podían mantener el carro, los ca
ballos, las armas, y con tiempo libre para entrenarse. No necesitaba
una instrucción coordinada sistemática bajo un mando centralizado,
sino un alto nivel de destreza individual y capacidad para coordinar
pequeños destacamentos que durante gran parte de la campaña ac
tuaban con autonomía. Parece que la «lealtad de casta» feudal y el
honor entre los aristócratas constituye una buena base para ambas
cualidades (véase la descripción de la forma de hacer la guerra de
los hititas que traza Goetze, 1963). Los jefes de carros tropezaron
con más dificultades para crear Estados centralizados que los con
quistadores anteriores del tipo de Sargón, que habían coordinado
infantería, caballería y artillería. De hecho, su gobierno fue al prin
cipio «feudal».
Los arios mantuvieron su estructura aristocrática descentralizada
y no crearon Estados centralizados durante varios siglos después de
su llegada a la India. Se parecían a los mitanios del Oriente Medio.
Los hititas establecieron un reino centralizado hacia el 1640 a.C.,
que duró hasta el 1200 a.C., pero la nobleza, que formaba un grupo
de guerreros libres, gozaba de una autonomía considerable. Se suele
calificar a su Estado de «feudal» (véase, por ejemplo, Crossland,
1967), lo cual indica el predominio de feudos militares en su terri
torio original: fuera de su núcleo dominaban mediante la estrategia
«débil» del gobierno p o r con d u cto de vasallos y clientes autóctonos.
Micenas estableció economías más centralizadas de palacio redistri-
butivo, pero había varias de esas economías y su eficacia fue dismi
nuyendo hasta caer en la «Era de las Tinieblas», que fue el período
descrito por Homero. Su mundo no era de Estados, sino de señores
y sus vasallos (Greenhalgh, 1973). El reino de Mitani era una con
federación hurrita. Su jefe supremo gobernaba a través de clientes
en una zona cuyas fronteras cambiaban constantemente, a medida
que entraban vasallos en la confederación o se salían de ella. Los
casitas establecieron un reino feudal flexible, hicieron grandes con
cesiones de tierras a su nobleza y establecieron un dominio poco
estricto sobre los babilonios conquistados.
El problema general que experimentaron todos ellos es que ini
cialmente eran menos competentes para integrar territorios extensos
que sus predecesores. No sabían escribir. No tenían una experiencia
en la coordinación coercitiva de la fuerza de trabajo como la que
habían tenido los gobernantes de agricultores sedentarios. Y su po
derío militar seguía descentralizándolos. Los que más éxito tuvieron
—sobre los hititas y los casitas— reaccionaron haciendo suya la es
critura de sus predecesores, así como otras técnicas de civilización.
Pero eso seguía distanciando a los gobernantes de sus antiguos segui
dores.
Los invasores que tuvieron menos éxito eran vulnerables al con
traataque. Sus técnicas de gobierno eran débiles. Los agricultores
sedentarios podían reaccionar adoptando ellos mismos los carros de
combate o aumentando los efectivos y la densidad de su infantería
y las dimensiones de las fortificaciones de las ciudades. En Siria y
el Levante, en los siglos XVII y XVIII, proliferaron las pequeñas ciu
dades-Estado con grandes fortificaciones. Dos potencias antiguas,
Egipto y Babilonia, y una recién aparecida, Asiria, lograron estable
cer un gobierno algo más extensivo. Los egipcios expulsaron a los
hicsos y establecieron el «Imperio Nuevo» en el 1580 a.C. A lo
largo del siglo siguiente, los carros, los barcos y los mercenarios
egipcios se utilizaron para conquistar Palestina y ampliar el poderío
egipcio sobre el Mediterráneo sudoriental. Egipto, por primera vez,
se convirtió en un imperio de dominación. Los gobernantes babiló
nicos reafirmaron su poder en el siglo XII. Sin embargo, la principal
reacción militar en Mesopotamia procedió de los asirios. Estos, que
habían derivado su cultura de Sumeria, habían empezado a aparecer
como comerciantes antes de los desplazamientos indoeuropeos. Aho
ra, con los carros de combate en el centro de su línea y con una
mayor cantidad de armaduras defensivas, derrotaron a sus señores
mitanios hacia el 1370 e iniciaron su expansión al exterior (que se
comenta en el capítulo 8).
Así, los agricultores sedentarios podían aprender las nuevas téc
nicas militares. Tampoco en este caso, pese a un estereotipo genera
lizado en sentido contrario, existía una ventaja general de los pasto
res nómadas ni de los guerreros con carros. Además, la descentrali
zación general del gobierno no indujo al derrumbamiento en las
redes más amplias de interacción. Las ciudades-Estado y las confe
deraciones feudales aprendieron a combinar el comercio con la gue
rra, a intercambiar dioses y elementos lingüísticos. Las escrituras se
simplificaron hacia el modelo lineal ulterior de «un signo, un soni
do» (que se comenta en el capítulo siguiente). Se había iniciado una
simbiosis más amplia de «poder difuso». Después llegó la segunda
onda de choque.
2 El comentario sobre los efectos del hierro se basa sobre todo en Heichelheim,
1958.
o el estaño, se encuentra prácticamente en todo el globo, de modo
que su extracción no se podía controlar de forma práctica (al con
trario que el cobre; recuérdese cómo había controlado la extracción
del cobre el Estado egipcio). La baratura del hierro significaba que
un hacha con la que se podían desarraigar árboles y un arado su
perficial que podía labrar suelos ligeros de secano, se hallaban eco
nómicamente al alcance de la agricultura sedentaria, de secano y no
dependiente del regadío artificial, recibió un gran impulso y el pe
queño agricultor creció como fuerza económica y militar.
Se modificó el equilibrio del poder. Esa modificación tuvo varios
aspectos: de los pastores y agricultores de regadío a los campesinos
de suelos de secano; de las estepas y los valles fluviales a los pasti
zales; de las aristocracias a los campesinados; de los carros móviles
a masas densas de infantería con armaduras pesadas (o, con el tiem
po, a la caballería pesada), del Oriente Medio y Cercano al Occi
dente, el norte y el este, y de los imperios de dominación y la
confederación tribual ramificada a la aldea y el clan o la tribu. Aun
que algunos de estos elementos resultaron ser impermanentes, equi
valían a una revolución unificada tecnológicamente. El hierro inau
guró una revolución social centrada en los «echadores de vías» del
poder, tanto económico como militar.
Resulta relativamente fácil comprender los efectos económicos.
Cualquier agricultor de tierras de secano que pudiera generar un
excedente podía intercambiar su producción por un hacha o un
arado. Cualquier pequeño agricultor relativamente próspero podía
incrementar el número de sus bueyes. En términos geopolíticos, el
crecimiento económico se deplazó desproporcionadamente hacia las
tierras más livianas de secano de Anatolia, Asiria, Europa sudorien-
tal y el Mediterráneo septentrional. Esta región desarrolló una eco
nomía en la cual cada hogar campesino tenía una relación directa
con el intercambio económico avanzado y la especialización profesio
nal. Con su propio trabajo y sus propias herramientas, con relativa
independencia de cualquier otro hogar, había generado el excedente:
un impulso a la pequeña propiedad privada y a la democratización y
la descentralización del poder económico. La praxis económica directa
—el extremo relativamente «intenso» del poder económico (comenta
do en el capítulo 1)— podía reafirmar una capacidad de organización
sobre la historia, como la que había tendido a perder tras la aparición
de las primeras civilizaciones.
Otro cambio económico fue el reforzamiento del comercio local
y a la media distancia. Recuérdese que gran parte del comercio a
gran distancia se había realizado en metales. Ahora el metal domi
nante, el hierro, se encontraba y se comerciaba a escala local. El
aumento de la demanda procedió de hogares campesinos que nece
sitaban productos de consumo semidiario —prendas de vestir, vi
no, etc.— relativamente voluminosas y que todavía no era práctico
trasladar a gran distancia por tierra. El transporte marítimo podía
aportar los suministros. Ese transporte no se desplaza a lo largo de
rutas de comunicación preparadas y controladas. Salvo que una po
tencia pudiera controlar todos los mares interiores —el Mediterrá
neo, el Mar Negro, el Golfo Arábigo, etc.—, el comercio se descen
tralizaría y democratizaría el poder económico. La praxis del hogar
campesino tenía un vínculo más directo con las redes comerciales
extensivas. Ahí vemos el fortalecimiento de los medios de organiza
ción del poder económico: lo que en el capítulo 1 denominé circui
tos de praxis.
Las consecuencias militares y políticas fueron más complejas y
variadas. El pequeño agricultor se había convertido en un actor de
poder económico más crítico y autónomo, pero las religiones locales
decidirían cómo se expresaría eso en términos políticos y militares.
En Occidente, es decir, en Europa meridional fuera de Grecia, don
de hasta entonces no habían existido Estados, no había ningún poder
que restringiera al comerciante y al pequeño agricultor, salvo unas
aristocracias tribuales y aldeanas poco desarrolladas. Así, la aldea y
la tribu, no movilizadas sino de forma muy disgregada por la aris
tocracia, aparecieron como fuerza militar y política.
Al otro extremo, en el Oriente Medio, un imperio de domina
ción bien organizado como el asirio podía mantener el control sobre
el campesinado, fusionarlo en una fuerza de combate de infantería,
dotarlo de armas de hierro, armaduras y armas de asedio. La bara
tura de las armas y el aumento de la producción en las tierras de
secano aumentaron la posibilidad de equipar y abastecer a las masas.
La base tradicional para coordinar a esas masas era el imperio. A la
larga, eso reforzó a tales imperios.
De hecho, el Estado tradicional disponía de una tercera posibi
lidad sin necesidad siquiera de poseer campesinos: utilizar su exce
dente para pagar a mercenarios extranjeros. Si nos adelantamos algo
en nuestra narrativa, ésa fue la estrategia que adoptaron los egipcios.
Pese a que Egipto fue la única potencia que jamás desarrolló su
propia fundición de hierro, sobrevivió y prosperó gracias a la con
tratación de griegos para que se hicieran cargo de todo el proceso,
¡desde la fundición hasta el empleo de las armas! Dicho en breve,
los cambios políticos y militares tendían a ser de origen geopolítico
y a modificar el equilibrio regional del poder, más que el equilibrio
interno de ningún Estado determinado.
En el punto medio geográfico, esas fuerzas geopolíticas entraron
en un conflicto violento. Pero como muchas de las fuerzas enfren
tadas eran analfabetas o apenas estaban alfabetizadas, no conocemos
sino una crónica elemental de desastres. Las excavaciones en la ciu
dad-Estado de Troya, en la costa del Mar Negro, revelan su des
trucción entre el 1250 y el 1200 a.C., que probablemente fuese la
base histórica para la Guerra de Troya de Homero y, por tanto,
quizá obra de griegos micénieos. Sin embargo, justo antes del
1200 a.C. aumentaron las fortificaciones en suelo micénico, lo cual
sugiere que también los micénicos estaban sometidos a presión. Ha
cia el 1200 los incendios destruyeron palacios fortificados en Mice-
nas, Pylos y otros centros. En torno al 1150 fueron en aumento los
desastres. Quedaron destruidos los restos de la cultura micénica de
palacios; el reino hitita se derrumbó, con su capital y otros lugares
importantes incendiados, y acabó el gobierno casita en Babilonia.
Hacia el 1200, los egipcios rechazaron dificultosamente reiterados
ataques contra el Delta del Nilo lanzados por un grupo al que Egip
to llamaba los Pueblos del Mar. Para el 1165, Egipto había perdido
todos los territorios más allá del Nilo y del Delta bajo los ataques
de los Pueblos del Mar y de pueblos semitas que entraron en Pales
tina desde Arabia: los israelitas, los cananeos y otros pueblos del
Antiguo Testamento.
Para darle sentido a todo esto son muy importantes las fechas
exactas. ¿En qué orden cayeron Troya, Micenas, Bogazkoy (la ca
pital hitita) y Babilonia? No lo sabemos. Al no disponer de más
cronología exacta que la de Egipto y las referencias a los Pueblos
del Mar para orientarnos, estamos a la deriva.
Podemos añadir datos del caso griego. Historiadores griegos ul
teriores han sugerido que los micénicos se vieron desplazados por
los «dorios», que, junto con otros pueblos de habla griega, llegaron
desde Iliria, al norte. Uno de esos pueblos, los «jonios», estableció
después colonias en Asia Menor. Nadie sabe hasta qué punto creer
en esto. Se pueden hallar dialectos dóricos y jónicos en diferentes
regiones de Grecia y en algunas zonas, como Esparta y Argos, los
dorios gobernaban a siervos que eran griegos conquistados no do-
ríos. Pero es posible que esa conquista se produjera después de la
caída de Micenas. No tenemos una idea clara de quién destruyó
Micenas. Como ha señalado Snodgrass, parece «una invasión sin
invasores» (1971: 296 a 327; cf. Hopper, 1976: 52 a 66).
Es tentadora la inferencia de que los Pueblos del Mar eran con
federaciones flexibles de las nuevas fuerzas geopolíticas, una alianza
de campesinos y comerciantes/piratas, procedentes de las costas del
norte del Mediterráneo y del Mar Negro y provistas de armas de
acero, que penetraron en las tierras hititas y en las rutas marítimas
micénicas y por el camino probablemente aprendieron de ambas ci
vilizaciones a organizarse mejor (Barnett, 1975; Sandars, 1978). Los
vikingos serían una analogía más tardía: con su unidad básica de
devastación y conquista formada por una banda de 32 a 35 guerre
ros-remeros y apenas organizados más allá de la unión temporal con
otros barcos. Pero no se trata más que de inferencias y razonamien
tos por analogía. Sin embargo, el poder naval era crucial para esta
segunda oleada de conquistas desde el norte. Los imperios de do
minación situados más al interior no se vieron tan amenazados, al
revés de lo que ocurrió durante la primera oleada. Ello implicaba
una ruptura entre las potencias terrestres y las marítimas: las prime
ras más tradicionales, las segundas más innovadoras.
Los dos grandes desafíos llegados del norte introdujeron relacio
nes de interdependencia entre territorios más extensivos y un núme
ro mayor de pueblos. Pero también, a corto plazo, redujeron las
capacidades integradoras de la sociedad centrada en el Estado. Había
más Estados pequeños y tribus que competían, comerciaban e ini
ciaban intercambios culturales difusos. Eran pueblos de las marcas,
atraídos por la civilización e interesados en adquirirla. Aportaron sus
propias contribuciones al desarrollo económico y militar. La labran
za superficial y la tala de árboles aumentaron el excedente; los gue
rreros con armadura de hierro estimularon el poderío militar.
Así, durante el primer milenio a.C. ocurrieron tres cambios en
relaciones de poder, iniciados por los desafíos llegados del norte, a
diferentes ritmos y en diferentes regiones:
B ibliografía
1 Mis principales fuentes respecto de Fenicia han sido Albright, 1946; G ray, 1964;
W armington, 1969; Harden, 1971; W hittaker, 1978; Frankenstein, 1979, y , natural
mente, el Antiguo Testamento.
comercial, la «novia del mar», unida por una alianza federal y geo
política flexible de ciudades-Estado.
Ese poderío naval tenía esas condiciones previas. La primera era
que Cartago ocupaba un vacío de poder, estaba situada estratégica
mente entre tres zonas importantes de actividad social. La segunda
era que el crecimiento de la agricultura del arado en torno al Medi
terráneo había aumentado la utilidad del comercio por mar. La ter
cera era que ninguna gran potencia territorial de la época integraba
la tierra y el mar, o la tierra de regadío y la de secano. Tampoco
podía hacerlo Fenicia. Su poder era m ás limitadamente naval de lo
que había sido el de los grandes comerciantes anteriores, los minoi-
cos y los micénicos.
Además, había cambiado el carácter del comercio. Si los barcos
fenicios no hubieran transportado más que metales, madera, piedra
y artículos suntuarios entre cualesquiera dos Estados civilizados o
entre un Estado centralizado y sus marcas, quizá hubieran caído
bajo la hegemonía de imperios de dominación, como les había ocu
rrido a comerciantes anteriores. Hasta entonces, los comerciantes
entraban por las puertas de las ciudades e iban al almacén/mercado
central, regulado por los pesos, la escritura y los soldados de la
burocracia estatal. Pero los fenicios transportaban una proporción
más alta de artículos de primera o cuasi primera necesidad —cerea
les, vino y pieles— y una proporción más alta de productos acaba
dos manufacturados por ellos mismos. Sus ciudades también conte
nían fábricas y talleres dedicados a la cantería, la carpintería, el te
ñido y el tejido, además de trabajar metales de valor más alto. La
mayor parte de los productos acabados no se destinaba al palacio
real, sino a casas de condición algo más baja: el pequeño terratenien
te noble, el habitante de la ciudad, el campesino propietario libre
relativamente próspero. Todo ello presuponía una relación más di
recta entre el comprador y el vendedor, no mediatizada por la agen
cia central de una economía redistributiva, sino únicamente por la
organización mercantil de Fenicia. En este respecto, los fenicios or
ganizaron la economía descentralizada más difusa introducida por
los desafíos procedentes del norte. Su poder se basaba en la movili
zación de una economía dinámica, pero dispersa, en la cual los pro
pios productores directos no podían establecer una organización so
cial territorialmente extensiva. A eso lo llamamos mercado, y (pese
a Polanyi) muchas veces no reconocemos lo raro que es histórica
mente.
Hay dos características de este nuevo mundo difuso y descentra
lizado que merecen un comentario por separado: la escritura y la
moneda. Ambas cosas nos llevan más allá de los fenicios, aunque el
papel de éstos fue considerable en ambas.
Los imperios de dominación no habían introducido grandes cam
bios en las escrituras cuneiforme y jeroglífica. Entre el 1700 y el
1200 a.C., aproximadamente, pasó a ser convencional el llevar a cabo
la diplomacia y el comercio interregionales en el cuneiforme acadio,
que ya era una escritura «neutral», pues no quedaba ningún Estado
acadio. Pero tras el derrumbamiento de la mayor parte de los impe
rios, no era fácil que existiera un lingua fra n ca entre los diversos
conquistadores, muchos de los cuales no estaban impregnados de la
civilización tradicional, comprendida la acadia. Resultaba útil dispo
ner de una escritura que se limitaba a reproducir sonidos fonética
mente, un a lfa b eto como lo llamamos nosotros, para ir traduciendo
entre tantos idiomas.
Afortunadamente, podemos captar este momento de la historia
universal gracias a las excavaciones en el Levante. Revelan que en
los siglos XIV a X a.C., se empleaban simultáneamente muchas es
crituras y dialectos en las mismas tablillas: por ejemplo, en un ya
cimiento se encuentran escritos en acadio, sumerio, hitita, hurrita,
egipcio y chipriota. Una de esas escrituras era el ugarita, dialecto
cananeo escrito en un cuneiforme alfabético. Era consonántico y
cada carácter reproducía un sonido (pero no las vocales). Al igual
que todo el cuneiforme, estaba escrito en pesadas tablillas de arcilla.
Algo más tarde también en el Levante, otras escrituras, sobre todo
el hebreo y el fenicio (otro idioma cananeo), desarrollaron escrituras
alfabéticas cursivas adecuadas para cualquier soporte, comprendido
el papiro. Después disponemos de ejemplos de escrituras fenicias del
siglo X a.C. de veintidós consonantes (ninguna vocal). Esta escritu
ra se normalizó hacia el siglo IX y se llevó por todo el Mediterráneo.
Poco después del 800 a.C. los griegos la tomaron, le añadieron vo
cales y dejaron el alfabeto para la posteridad.
Permítaseme elegir dos aspectos de esta historia. En primer lugar,
aunque la aparición inicial de la escritura había estado organizada en
gran parte por el Estado, ahora escapaba al Estado. Su desarrollo
ulterior obedeció a la necesidad de traducir entre diferentes pueblos,
especialmente comerciantes. En segundo lugar, aunque constituía un
perfeccionamiento técnico —permitía a los escribas registrar y emitir
mensajes a mayor velocidad y a menor coste—, tuvo consecuencias
de poder. Las técnicas estaban a disposición de quienes tenían menos
recursos que el Estado: comerciantes, aristócratas provinciales, arte
sanos, incluso sacerdotes de aldea. Hubiera hecho falta una enorme
resistencia corporativa de los sacerdotes-escribas estatales para im
pedir esta difusión (de hecho, lo intentaron sin éxito en Babilonia).
McNeill comenta: «La democratización del conocimiento implícita
en las escrituras simplificadas debe contar entre uno de los princi
pales puntos de inflexión de la historia de la civilización» (1963:
147). El término de «democratización» es un tanto exagerado. La
escritura se limitó primero a los asesores técnicos de una élite go
bernante; después se difundió a esa misma élite. El número de ins
cripciones y de textos fenicios que sobreviven es escaso, pero indican
una cultura discursiva y alfabetizada. Lo único que se puede decir
con certidumbre respecto de los fenicios es que eran uno entre varios
grupos —otros eran los arameos y los griegos— cuya estructura
comercial descentralizada aportó el segundo gran avance en la his
toria de la escritura.
Los fenicios también fueron uno de los grupos que progresaron
lentamente en la dirección de la moneda. Tardaron en dar el último
paso. Pero, en algunos sentidos, la historia es muy parecida a la de
la escritura 2.
El sistema más antiguo en las sociedades civilizadas mediante el
cual se podía conferir un valor de cambio a un artículo era el sistema
de pesos, medidas y registros controlados por el Estado central con
un sistema de regadío. Pero el valor era «para una sola vez», con
ferido mediante una sola transacción garantizada por el Estado, no
un medio generalizado de cambio. Los imperios de dominación man
tuvieron este sistema sin modificarlo, y cuando se hundieron, tam
bién lo hizo el sistema. Se conservó en Egipto, Babilonia y Asiría.
Sin embargo, hacía mucho tiempo que existían otros sistemas «mo
netarios», que utilizaban objetos con valores de uso-cambio mixtos
y bastante más generalizados. Entre los más empleados figuraban las
pieles y los cueros, las hachas de batalla, los lingotes de metal y las
herramientas. También se podían utilizar varias veces, sin volverles
a asignar un valor. La llegada del hierro había dado impulso a algu
nos de esos sistemas. Las herramientas de hierro endurecido podían
cortar y estampar el metal a poco coste y con exactitud. La norma
Los orígen es d el p o d er g r ie g o
La polis griega
El hoplita y la p olis
4 Las obras acerca de la falange hoplita son múltiples y polémicas. En esta narra
ción se ha recurrido frecuentemente a Snodgrass, 1968; Anderson, 1970, y Pritchett,
1971, especialmente la parte 1.
O sea, que el secreto del éxito del hoplita no se basó en el ar
mamento, ni tampoco en el soldado en sí. Dependió de una táctica
colectiva que se aprendía a lo largo de una prolongada introducción.
Los jóvenes pasaban tres años de su vida aprendiendo a diario la
instrucción en la táctica de la falange. En la instrucción, y proba
blemente también en combate, el escudo se convirtió en un meca
nismo colectivo de cierre. Cubría el lado izquierdo del hoplita y el
derecho del camarada que llevaba a su izquierda. La interdependen
cia salvaba vidas. Tucídides describió vividamente el temor instintivo
que acompañaba a la táctica de la falange:
A todos los ejércitos les sucede que al entrar en combate se desvían de
preferencia hacia su ala derecha, y unos y otros desbordan con su ala de
recha la izquierda del enemigo en razón de que, por miedo, los soldados
acercan todo lo posible su lado descubierto al escudo del camarada de su
derecha y piensan que la apretado de la formación es la mejor defensa; el
responsable de esto es el cabeza de fila del ala derecha, que desea alejar
siempre del enemigo su parte descubierta, siguiéndole los demás por el mis
mo temor. [Libro V, 71. Tomado de la traducción de Adrados, Ed. Her
nando, 1952],
Esta es la verdadera cualidad excelente, éste es, entre los hombres, el premio
agonal y más hermoso de lograr por un joven. Es un bien común para la
ciudad y el pueblo todo el que un guerrero con las piernas bien abiertas se
mantenga firme en la vanguardia sin cansancio, se olvide enteramente de la
huida vergonzosa, exponiendo su vida y su corazón sufridor, y enardezca
con sus palabras, acercándosele al hombre cercano: éste es el hombre bueno
en la guerra. [Citado en Murray, 1980: 128 y 129. Fragmento 9 D 13-20.
Trad. F. R. Adrados. Barna. Ahua Mater, 1956.]
5 Algunos historiadores militares creen que la espuela tuvo más efectos sobre la
capacidad para golpear hacia abajo con la espada que sobre la carga de caballería
(Barker, 1979).
pío, la dirección militar era de la incumbencia de las aristocracias.
Pero el mando central socavaba la base descentralizada de la aristo
cracia. Cuando existían una realeza y una aristocracia, como ocurría
en Esparta, un estrechamiento de los vínculos entre los reyes, los
nobles y los hoplitas podía llevar a la forma intensa, controlada,
oligárquica pero igualitaria de disciplina que el mundo ha llegado a
calificar sencillamente de «espartana». En otras partes, la centraliza
ción adoptaba una forma diferente: la alianza entre la clase de los
hoplitas y los tiranos, usurpadores despóticos que se hicieron con el
control de varios Estados a partir de mediados del siglo VII a.C.
Pero el tirano no podía institucionalizar su control para introducirlo
en la economía campesina. Su poder se basaba estrictamente en la
dirección en la guerra y en su forma de enfrentar hábilmente a las
facciones entre sí. Cuando desaparecía la tiranía, en general la de
mocracia hoplita estaba firmemente asentada.
Si el poder militar hubiera sido el predominante en la ciudad-Es-
tado, la Esparta militarista habría sido su tipo dominante. Es lo que
cabría aducir respecto de la etapa primera, democrática; digamos
hasta el 500 a.C. aproximadamente. Todos los varones espartanos
adultos eran hoplitas, poseían una superficie igual de tierras (además
de la que heredasen) y tenían derecho a participar en asambleas,
aunque esto coexistía con un cierto grado de oligarquía y de aristo
cracia. El ejército hoplita más eficaz que jamás conoció Grecia uti
lizó su poder en el siglo VI para ayudar a expulsar a los tiranos de
otras ciudades-Estado y establecer una democracia hoplita de tipo
espartano llamada eunom ía. Este término, que significa «buen or
den», combinaba la idea de una firme disciplina colectiva con la de
igualdad.
La combinación de igualdad y control revelaba las limitaciones
de la fuerza combatiente hoplita como forma de organización colec
tiva. Era esencialmente introvertida. Hasta bastante tarde, Esparta
sintió relativamente poco interés por el comercio de ultramar y la
fundación de colonias. La importancia de la moral subrayaba la dis
tinción ente espartanos y forasteros. Sólo se podía sustentar a un
pequeño ejército y sólo se podían conquistar territorios locales. Es
parta trataba a los pueblos que conquistaba como dependientes ser
viles, útiles como auxiliares, pero nunca admitidos como ciudadanos.
La polis plenamente desarrollada del siglo V a.C. tenía un carác
ter abierto del que carecía Esparta. Su prototipo era Atenas, que
combinaba la lealtad de grupo con una mayor apertura, una identi
ficación más amplia tanto con Grecia como con «la humanidad en
general». Ninguna de esas cosas se puede derivar del ejército de
hoplitas, que sólo reforzaba a la pequeña ciudad-Estado. Entonces,
¿a qué se debían esas identidades? Consideremos en primer lugar el
concepto de «Grecia».
... constituye un derecho el que los pobres y el pueblo tengan más poder
que los nobles y los ricos por lo siguiente: porque el pueblo es el que hace
que las naves funcionen y el que rodea de fuerza a la ciudad, y también los
pilotos, y los cómitres, y los comandantes segundos, y los timoneles, y los
constructores de naves: son ellos quienes dan el poder a la ciudad, mucho
más que los hoplitas y los ciudadanos nobles y respetables. [Citado en
Davies, 1978: 116. Trad. O. Guntinas Tuñón. Gredos, 1984.]
7 Cabe hallar una identificación más positiva de los orígenes persas de la filosofía
griega en West, 1971. Pero véase el escepticismo de M omigliano, 1975: 123 a 129.
bufa un papel mayor a la dignidad y hacía hincapié en las leyes
estáticas, en lugar de las dinámicas. La cultura griega carecía de lo
que Weber calificaba de «inquietud racional» que él atribuía al cris
tianismo y especialmente al puritanismo. Otros críticos de la razón
griega van más allá. Por ejemplo, Dodds (1951) aducía que el com
promiso con el racionalismo no se difundió generalmente hasta el
siglo V a.C. y después retrocedió rápidamente frente al resurgimien
to de la magia popular. Esto parece algo extremo. Sin embargo, debe
reconocerse que el concepto de la razón contenía contradicciones.
Dos de las más importantes e ilustrativas eran las que representaban
la clase y la etnicidad. ¿Compartían la razón todas las clases y todos
los pueblos? ¿O se limitaba a los ciudadanos y los griegos?
B ibliografía
A siría
Por otra parte, los anales dicen que en ocasiones los asirios eran
positivamente amables con los babilonios. Les daban «comida y vino,
les vestían con prendas de brillantes colores y les hacían regalos»
(los extractos de los anales proceden de Grayson, 1972, 1976). Tam
bién variaban en su elección de vasallos: a veces gobernadores asi
rios, a veces reyes clientes que gobernaban bajo su soberanía. ¡Si uno
pagaba su tributo y reconocía la dominación asiria, habría muestras
de clemencia! En esas condiciones, los residentes urbanos de Meso-
potamia celebraban muchas veces contar con el orden y la protec
ción de Asiria. Pero si se resistían o se rebelaban:
En cuanto a esos hombres... que conspiraron perversidades contra, mí, les
arranqué las lenguas y les derroté totalmente. A los demás, vivos, los aplasté
con las mismas estatuas de deidades protectoras con las que habían aplastado
a mi propio pueblo Senaquerib, ahora por fin como sacrificio tardío de
enterramiento por el alma de aquél. Sus cadáveres, cortados en pedazos, se
los di para que comieran a los perros, los cerdos, las aves zibu, los buitres,
las aves del cielo y los peces del océano. [Citado en Oates, 1979: 123.]
El Im p erio Persa
2 Las principales fuentes han sido Olmstead, 1948; Bum , 1962; Ghirshman, 1964;
Fry, 1976; N ylander, 1979, y Cook, 1983.
griegas del Asia Menor. En el 539 se rindió Babilonia. El Imperio
Persa quedaba establecido con una extensión aún mayor que el Im
perio Nuevo asirio, y con la mayor jamás conocida en el mundo.
En su apogeo contenía tanto una satrapía india como otra egipcia,
además de todo el Oriente Medio y el Asia Menor. Su anchura de
este a oeste era de más de 3.000 kilómetros; en longitud de norte a
sur, de 1.500. Parece que tenía una superficie de más de cinco mi
llones de kilómetros cuadrados, con una población calculada en unos
35 millones de habitantes (de los cuales entre seis y siete millones
correspondían a la provincia egipcia, densamente poblada). Perma
neció generalmente en paz durante doscientos años bajo la dinastía
de los Aqueménidas, hasta que lo derrotó Alejandro.
Es imprescindible subrayar las enormes dimensiones y la diver
sidad ecológica de este imperio. Ningún otro imperio antiguo pose
yó unas provincias tan diversas ecológicamente. Mesetas, cordilleras,
selvas, desiertos y complejos de regadío desde el sur de Rusia hasta
Mesopotamia, más las costas del Océano Indico, el Golfo Arábigo,
el Mar Rojo, el Mediterráneo y el Mar Negro: una estructura im
perial notable, pero evidentemente caótica. Era imposible mantenerla
unida con los métodos de gobierno relativamente inflexibles asirios,
romanos o incluso acadios. De hecho, había partes que no se halla
ban sino en un sentido muy lato bajo el gobierno persa. Muchas de
las regiones montañosas eran incontrolables, e incluso en los mo
mentos de mayor poderío persa, sólo reconocían el tipo más general
de soberanía. Partes del Asia Central, el sur de Rusia, la India y
Arabia eran prácticamente Estados clientes semiautónomos y no pro
vincias imperiales. La logística de cualquier forma muy centralizada
de régimen era absolutamente insuperable.
Incluso en esos casos, no obstante, los persas exigían una forma
concreta de sumisión. No había más que un rey, el Gran Rey. Al
contrario que los asirios, no toleraban la existencia de reyes clientes,
sólo de vasallos clientes y de gobernadores subordinados. En térmi
nos religiosos, el Gran Rey no era divino, pero sí era el gobernador
ungido por Dios en la Tierra. En la religión persa, eso significaba
ungido por Ahuramazda, y parece que una condición para la tole
rancia religiosa era que las demás religiones también lo ungieran. Por
eso, las reivindicaciones persas en la cumbre eran inequívocas y se
aceptaban formalmente como tales.
En un escalón más bajo de la estructura política, también adver
timos una reivindicación de imperio universal, aunque la infraestruc
tura no siempre pudiera sustentarlo. El sistema de los sátrapas me
recuerda al sistema decimal de los incas, una afirmación clara de que
este imperio pretende ser único y estar centrado en su gobernante.
Darío (521-486 a.C.), yerno de Ciro, dividió todo el imperio en
veinte satrapías, cada una de las cuales era un microcosmos de la
administración del rey. Cada una de ellas combinaba la autoridad
civil con la militar, cobraba tributos y hacía levas militares, y se
encargaba de la seguridad y de la justicia. Cada una de ellas tenía
una cancillería, con escribas en arameo, elamita y babilonio, bajo la
dirección de persas. Además, había departamentos de hacienda y de
manufacturas. La cancillería mantenía correspondencia hacia arriba
con la corte del rey y hacia abajo con las autoridades locales de la
provincia. Además, se intentaba casi siempre aportar una infraestruc
tura imperial mediante la adaptación de todo lo que existía de útil
en el imperio cosmopolita.
Los persas, al igual que los asirios, habían establecido una supre
macía militar inicial. Parece que sus propias tradiciones culturales y
políticas eran débiles. Incluso sus estructuras militares eran fluidas
y, aunque sus victorias eran espectaculares, parecen haberse basado
menos en la fuerza abrumadora o en la técnica militar que en el
oportunismo y en una capacidad desusadamente desarrollada para
dividir a sus enemigos. En este contexto, su falta de tradición y su
oportunismo constituían su fuerza. Su logro ulterior consistió en
gobernar de forma flexible el medio otra vez más cosmópola del
Oriente Medio, dentro del respeto a las tradiciones de los pueblos
conquistados y tomando de ellos todo lo que les pareciese útil. Su
propio arte muestra a los extranjeros dentro del imperio como hom
bres libres y dignos, autorizados a portar armas en presencia del
Gran Rey.
Los extranjeros mismos confirman esa impresión. Es inconfun
dible el agradecimiento a los conquistadores por la clemencia de su
gobierno. Ya he citado a Heródoto en el capítulo 7. La crónica de
Babilonia nos dice: «En el mes de Arahshammu, el tercer día, Ciro
entró en Babilonia, le echaron ramos verdes: el estado de Paz quedó
impuesto en la ciudad. Ciro envió saludos a toda Babilonia» (citado
en Pritchard, 1955: 306). Se privilegió a los judíos como contrapeso
de Babilonia y se les devolvió a su hogar de Israel. La forma del
edicto de Ciro, conservado por Ezra, tiene especial significado:
Así ha dicho Ciro rey de Persia: Jehová, el dios de los cielos, me ha dado
todos los reinos de la tierra y me ha mandado que le edifique casa en
Jerusalén, que está en Judá. Quien haya entre vosotros de su pueblo, sea
Dios con él y suba a Jerusalén, que está en Judá, y edifique la casa a Jehová
Dios de Israel (él es Dios), la cual está en Jerusalén. [Ezra 1: 2 y 3. Biblia,
C. de Val era.]
Los dos Espíritus primeros que se revelaron en la visión como Gemelos son
el Mejor y el Malo en pensamiento y palabra y acto. Y entre esos dos los
sabios escogieron bien, los necios no. [Y] hablaré de lo que el Más Santo
me declaró como la palabra que es mejor obedezcan los mortales... Quienes
me escuchan le rendirán a él [es decir, a Zoroastro] obediencia y alcanzarán
el Bienestar y la Inmortalidad por los actos del Buen Espíritu. [De los Ga-
thas, Yasna 30 y 45: texto citado completo en Moulton, 1913.]
En estas simples doctrinas vemos el núcleo de Jas religiones sal
vacionistas, y de la contradicción que expresan, a lo largo de los dos
mil años siguientes. Un dios, que rige el universo, incorpora la ra
cionalidad que todos los seres humanos están capacitados para des
cubrir. Están capacitados para escoger entre luz o las tinieblas. Si
escogen la luz, logran la inmortalidad y el alivio de los sufrimientos.
Podemos interpretarla como una doctrina potencialmente universal,
ética, radicalmente igualitaria. Parece saltarse todas las divisiones ho
rizontales y verticales; parece estar a disposición de todos los Esta
dos y las clases políticas. No depende de la experta celebración de
un ritual. Por otra parte, incorpora una autoridad, la del profeta
Zoroastro, a quien primero se reveló la verdad y cuya racionalidad
se eleva por encima de la del común de los mortales.
Esta no era la única doctrina dual en el primer milenio a.C. La
religión de las tribus israelitas había ido sufriendo una lenta trans
formación en sentido monoteísta. Jehová se convirtió en el único
Dios y, al oponerse a los cultos rivales de la fertilidad, se convirtió
en un Dios universal relativamente abstracto, el Dios de la verdad.
Aunque los israelitas eran un pueblo escogido, era Dios de todos
los pueblos, sin especial relación con la forma específicamente agra
ria dé vida de los israelitas. Y pese a ser directamente accesible a
todos, se comunicaba especialmente por conducto de profetas. La
similitud de doctrina en el zoroastrismo llega a aspectos concretos
(por ejem p lo , la creencia en ángeles), y es probable que la religión
persa influyera en la evolución del judaismo. Después de todo, los
persas habían devuelto a los judíos a Jerusalén e Israel siguió siendo
un Estado cliente durante mucho tiempo. Quizá hubiera otras reli
giones monoteístas, potencialmente universales y salvacionistas, que
se estaban extendiendo por todo el inmenso espacio ordenado del
Imperio Persa. Pero es más fácil percibir la doctrina que la práctica
o la influencia. La religión de Zoroastro es especialmente enigmática.
¿Se transmitió efectivamente por un sacerdocio mediador, los mis
teriosos Magos? Los Magos existieron, es posible que fueran de ori
gen medo, y parecen haber sido expertos en ritual. Pero no parecen
haber poseído un monopolio religioso, ni mucho menos haber cons
tituido una casta, como sus homólogos indios, los brahmanes. Es
posible que su condición social diferenciada, como sacerdotes o como
tribu, estuviera ya decayendo durante el período de grandeza persa.
¿Se trataba de una religión popular o, lo que es más probable, de
una religión de la nobleza? ¿Fue el monoteísmo en aumento o en
decadencia? ¿Hasta qué punto lo utilizaron Darío y sus sucesores
para apuntalar su gobierno? Es evidente su utilidad para el rey. Tan
to Darío como Jerjes decían que su principal enemigo era la Mentira,
que también era el enemigo de Ahuramazda. Lo más plausible pa
rece ser que el zoroastrismo representara posibilidades de una reli
gión salvacionista auténticamente universal, pero en la práctica el
Gran Rey se lo apropió y lo difundió entre su nobleza como justi
ficación ideológica, y también como explicación intelectual y moral
genuina, del gobierno conjunto del rey y la nobleza. Pero no era el
único tipo de esa ideología. Y las doctrinas que contenía poseían
posibilidades de mayor difusión por encima de las fronteras de clase
y de Estados.
La prueba de fuego del poder persa y su aspecto más documen
tado llegó con los dos grandes enfrentamientos con los griegos. Po
demos empezar por la evaluación que hicieron los griegos de la fuer
za militar de los persas en el primer enfrentamiento: la invasión de
Grecia por Jerjes en el 480 a.C. Naturalmente, a los griegos les
agradaba exagerar mucho los efectivos de sus principales enemigos.
Se ha sugerido (por ejemplo, Hignett, 1963) que ello se debía en
parte a que habían calculado mal el tamaño de la unidad persa básica
al evaluar sus fuerzas. Se dice que si lo reducimos por un factor de
diez, nos acercamos a la verdad. Pero, ¿cómo establecer la verdad,
si tenemos que rechazar las fuentes?
Una forma consiste en examinar las limitaciones logísticas de la
distancia y las provisiones de agua. Por ejemplo, el General Sir Fre-
derick Maurice recorrió una gran parte de la ruta de la invasión de
Jerjes y calculó las cantidades de agua disponibles en los ríos y los
manantiales de la región. Concluyó que la cifra máxima sustentable
sería de 200.000 hombres más 75.000 animales (Maurice, 1930). Son
unas cifras asombrosas, pero siguen constituyendo el máximo teóri
co. De hecho, otras limitaciones de aprovisionamiento no tendrían
por qué reducir mucho esa cifra, dada la facilidad del aprovisiona
miento por mar a lo largo de toda la ruta de la invasión. Heródoto
habla de cuatro años de preparación y de la acumulación de provi
siones a lo largo de la ruta en puertos en manos de gobernadores
clientes locales. No parece haber motivos para no creerlo, de forma
que las provisiones, y en consecuencia las fuerzas, tienen que haber
sido «muy grandes». Por eso algunas autoridades sugieren que los
persas llevaron entre 100.000 y 200.000 hombres al otro lado del
Helesponto, aunque sólo algunos de ellos serían combatientes. Ten
dríamos que añadir las fuerzas navales persas. Los efectivos de ésta
suscitan menos polémica: un máximo de 600 naves y de 100.000
hombres a bordo. Como era una operación combinada terrestre y
marítima, en las condiciones de aprovisionamiento más favorables
posibles, podría haber sido superior a cualquier otra jamás vista o a
cualquiera que hubieran podido movilizar los persas para la acción
en su núcleo territorial.
Sin embargo, los efectivos que se podían lanzar a la batalla de
una sola vez eran inferiores. Los ejércitos helenísticos más tardíos
reclutados en los mismos territorios no superaron los 80.000 com
batientes efectivos. Así, la mayoría de los análisis actuales establecen
un ejército en combate de 50.000 a 80.000 soldados y fuerzas navales
parecidas (véase Burn, 1962: 326 a 332; Hignett, 1963, y Robertson,
1976). Desde el punto de vista griego, eso sigue siendo «enorme»,
pues los griegos no podían reunir sino un ejército de 26.000 hombres
y una flota bastante más pequeña que la persa. El poderío de Persia
y sus posibilidades frente a los griegos seguían siendo inmensos.
Pero los persas perdieron, tanto contra las ciudades-Estado grie
gas como después contra Alejandro. La primera derrota fue impre
vista y el conflicto estuvo muy igualado. Fácilmente podría haber
ocurrido lo contrario y con ello haber cambiado el rumbo de (nues
tra) historia. Pero los persas tenían problemas muy graves. Las de
rrotas revelan muchas cosas acerca del estado de la organización
social en aquella época. Parece haber habido tres razones principales,
dos de las cuales se advirtieron directamente en el campo de batalla,
mientras que la tercera tenía raíces más hondas en la organización
social persa.
La primera y principal razón de la derrota fue la incapacidad de
los persas para concentrar su fuerza de combate tanto como los
griegos. Y, desde luego, la concentración es la clave del poderío
militar. En las Termopilas eran varias veces más numerosos que los
griegos. En Platea y Maratón los superaban por más de dos a uno.
Más adelante, Alejandro podía lanzar al combate a 40.000 hombres
como máximo, y también estaba en una relación de inferioridad de
casi dos a uno. Pero los persas nunca podían desplegar todas sus
tropas a la vez. Aunque lo hubieran hecho, no podrían haber igua
lado la concentración de fuerza de combate de la falange hoplita a
la carga. Los griegos tenían conciencia de su superioridad y trataron
de desplegarla en un terreno relativamente cerrado: el Paso de las
Termopilas era la elección ideal a este respecto. Atribuyeron su vic
toria en parte a que tenían mejores armaduras y armas y en parte a
la fuente de su disciplina y obediencia: el compromiso de unos hom
bres libres con su ciudad-Estado. El famoso epitafio inscrito en las
Termopilas resume su conciencia de ser diferentes de los persas,
llevados a la batalla (así dicen los griegos) a latigazos. Los 300 lace-
demonios (es decir, espartanos) habían recibido órdenes de mantener
la posición. Lo hicieron hasta morir todos ellos:
B ibliografía
1 Las fuentes generales utilizadas han sido Scullard, 1961; Gelzer, 1969; Brunt,
1971a y b; Bruen, 1974; Gabba, 1976; Ogilvie, 1976; Crawford, 1978, y los docu
mentos reunidos por Jones, 1970: volumen 1.
o sobre cualquier otro pueblo latino se aplicarían a un proyecto
diferente: al desarrollo del poder en tierra.
No tenemos ninguna idea real de por qué fue Roma y no alguna
otra ciudad-Estado de Italia la que logró la hegemonía, ni de por
qué los etruscos no lograron mantener su predominio regional. Lo
único discernible es la ideoneidad de determinadas disposiciones ro
manas después de haber completado en gran parte la hegemonía
regional. Lo que fue útil para el aspecto militar del auge de Roma
fue un tipo más flexible de ejército hoplita con apoyo de la caballería
en terreno relativamente abierto. Los estruscos venían copiando for
mas hoplitas desde el 650 a.C., y los romanos los copiaron a ellos.
Las reformas del rey Servio Tulio (probablemente hacia el 550 a.C.)
integraron la infantería pesada con la caballería. Su legión de infan
tería, que quizá tuviera entre 3.000 y 4.000 hombres, organizada en
centurias independientes con escudo y lanza larga, iba acompañada
de 200 ó 300 hombres soldados de caballería, más destacamentos
auxiliares.
La legión apareció entre pequeños agricultores, que estaban me
nos concentrados políticamente y eran menos igualitarios que en la
p olis griega. Probablemente, Roma mezcló una organización tribual
más fuerte con la de la ciudad-Estado. En la sociedad romana más
tardía sobrevivieron tres «dualismos». En primer lugar, el hogar pa
triarcal «privado» siguió desempeñando un papel destacado junto a
la esfera de la comunidad política pública: la distinción entre la res
p u b lica (el Estado) y la res p riva ta (los asuntos privados). Cada es
fera desarrolló después su propio derecho: el civil y el privado. El
derecho privado se aplicaba a las relaciones jurídicas entre familias.
En segundo lugar, junto a las relaciones oficiales de ciudadanía y su
división en órdenes y «clases», sobrevivió un fuerte clientelismo, con
facciones políticas y camarillas. Es plausible hallar el origen de todo
esto en alianzas entre clanes y alianzas cuasi tribuales. En tercer
lugar, existía una dualidad en la estructura política oficial entre el
Senado, que probablemente procediera del papel de los ancianos de
los clanes y las tribus y el pueblo: resumida en el famoso lema de
Roma, SPQR, Senatus P opulusque R om anus (el Senado y el pueblo
de Roma). Estos dualismos distintivamente romanos de tribu y ciu
dad-Estado sugieren la modificación de una federación griega de
p oleis intensas conforme a las exigencias de la expansión por tierra.
La estructura política oficial tenía dos elementos principales. El
primero era el dualismo del Senado frente a las asambleas populares.
Este fue el origen de las «órdenes» senatorial y ecuestre, así como
de las facciones políticas, los Populares y los Meliores (es decir, los
oligarcas), que tuvieron importancia a fines de la república. Esta co
existía con una segunda jerarquía, la de clase en su sentido latino.
Nuestro término «clase» se deriva deL romano classis, una grada
ción de obligaciones para el servicio militar según la riqueza. Los
romanos ulteriores se la atribuyeron a Servio Tulio. En aquella épo
ca, la forma de medir la riqueza sería por ganado vacuno y ovino.
La forma más antigua que nos han transmitido Livio y Cicerón en
el siglo IV. La riqueza se medía por pesos de bronce. La clase más
rica (que pasó a ser la ecuestre) aportaba 18 centurias (cada centuria
estaba formada por 100 hombres) de caballería; la siguiente, 80 cen
turias de hoplitas; la siguiente, 20 centurias de infantería sin cotas
de malla ni escudos; la siguiente, 20 centurias sin grebas; la siguiente,
20 centurias equipadas sólo con lanza y jabalina; la siguiente, 30
centurias con hondas. Se les llamaba assidui, porque facilitaban asis
tencia financiera al Estado. Por debajo estaban los p roletarii, que
sólo podían aportar sus hijos (prole) al Estado y que formaban una
centuria nominal sin obligaciones de servicio militar. Cada centuria
tenía derecho igual de voto en la principal asamblea popular, la co-
m itia centuriata. El sistema confería la ciudadanía conforme a la
propiedad, pero no privaba del voto a ningún varón, ni siquiera a
los proletarios. Desde un principio, la organización colectiva com
binó tanto las relaciones económicas como las militares.
También era un auténtico sistema de «clases» en el sentido so
ciológico (comentado en el capítulo 7). Las clases estaban organiza
das ex ten siva m en te en todo el Estado y eran sim étricas en este res
pecto, aunque el clientelismo introdujo organizaciones «horizonta
les» que debilitaron la lucha vertical de clases. Pero, al igual que en
Grecia, la considerable aportación de fuerzas militares/políticas hacía
que el sistema fuera diferente de los de clases modernos. El éxito de
Roma se basó en fusionar en el Estado la organización militar y la
económica, al vincular la estratificación y la ciudadanía con las ne
cesidades de la guerra terrestre.
El militarismo romano combinó dos elementos que (hasta los
hoplitas griegos) habían sido antagónicos en las sociedades antiguas:
un sentido compartido de «comunidad étnica» y la estratificación
social. La fusión también estaba llena de tensión creativa. Fomentaba
dos tendencias sociales contradictorias. Al contrario que en el caso
griego, donde la infantería pesada era más importante que la caba-
Hería, en Roma existió una evolución simultánea de caballería pesada
e infantería pesada. La infantería ligera, que había sido una función
de las clases inferiores, se asignó a auxiliares de pueblos aliados.
Estos se convirtieron en hoplitas con armaduras pesadas, pero su
equipo lo aportaba el Estado, y no ellos. Sin embargo, la lucha de
clases mantuvo parte de la base social tanto de la infantería pesada
como de la caballería. Los patricios se vieron obligados a admitir a
plebeyos ricos (la gente «del común»), con lo cual se revitalizaron
ellos. Entre tanto, en el 494 los pequeños agricultores hicieron la
primera de las que quizá fueran cinco huelgas militares, negándose
a hacer el servicio militar hasta que se les permitiera elegir a sus
propios tribunos de la plebe, para que intercedieran entre ellos y los
magistrados patricios. La primera gran huelga registrada de la his
toria fue un éxito. Las luchas de clases contribuyeron mucho a la
eficacia militar de la República Romana.
La combinación de formas tribuales y de ciudad-Estado y la
igualdad y la estratificación de los ciudadanos, también permitieron
a los romanos tratar flexible y constructivamente con los pueblos
conquistados y clientes desde Italia. A alguno se les concedió la
ciudadanía, aunque sin derecho de voto (del cual, sin embargo, po
dían disfrutar si emigraban a Roma); a otros se los trató como alia
dos autónomos. El principal objetivo era el de desmantelar las ligas
potencialmente hostiles de Estados. Cada Estado conservaba su pro
pio sistema de clases, lo cual diluía su deseo de organizarse contra
Roma sobre una base popular «nacional». Los aliados federados fue
ron importantes hasta el final de las Guerras Púnicas y aportaban
grandes contingentes de tropas auxiliares, en lugar de impuestos o
tributos. Roma era todavía un imperio «pequeño» de dominación,
no un imperio territorial, que dominaba por conducto de Estados
aliados y clientes y carecía de una penetración territorial directa.
Esas tácticas, la militar y la política, permitieron a Roma llegar,
en el transcurso de varios siglos, a dominar el sur de Italia. Para el
272 a.C., el Estado romano era una federación flexible con un nú
cleo de unos 300.000 ciudadanos, todos ellos teóricamente capaces
de portar armas, que dominaba unos 100.000 kilómetros cuadrados,
con una administración alfabetizada, un censo regular, una consti
tución desarrollada y leyes. Hacia el 290 a.C. aparecieron las pri
meras cecas de moneda. Pero Roma seguía siendo una derivación
provincial del Mediterráneo oriental.
La primera transformación se produjo durante el largo conflicto
con los cartagineses, que bloqueaban la expansión hacia el sur y por
mar. En las Guerras Púnicas, que duraron intermitentemente desde
el 264 hasta el 146, Roma creó una flota y acabó por destruir Car-
tago, apropiándose de todo su imperio territorial y marítimo. La
Segunda Guerra Púnica (208-201) fue épica y decisiva. El momento
crucial llegó después del brillante avance de Aníbal por Italia con
un pequeño ejército, que culminó con su aplastante victoria de Can-
nas, en el 216. En aquel momento, los cartagineses no le enviaron
provisiones para un ataque final contra Roma. La capacidad de sa
crificio romana reveló el militarismo de la estructura social. Durante
un período de unos doscientos años aproximadamente, el 13 por 100
de los ciudadanos estuvo bajo las armas en algún momento y apro
ximadamente la mitad sirvió durante un período de siete años como
mínimo (Hopkins, 1978: 30 a 33). Contra Cartago practicaron una
guerra de desgaste, poniendo cada vez más efectivos en el campo de
batalla, sustituyendo a sus muertos y heridos con más rapidez que
los cartagineses. Lentamente expulsaron a los cartagineses de Italia
y de España. Por el camino, se fueron cobrando venganza de los
pueblos celtas, aliados de Aníbal, porque en general habían sido
enemigos de Roma. Ahora el norte y el oeste estaban abiertos a la
conquista imperial. Después pasaron a Africa y destruyeron el ejér
cito de Aníbal en la batalla de Zama, en el 202. Impusieron unas
condiciones de paz humillantes, comprendido el exilio de Aníbal.
Ahora quedaba abierto el Mediterráneo occidental. Con el tiempo,
se provocó a Cartago para que se rebelara y en el 146 a.C. se la
destruyó. Se arrasó la capital y su biblioteca se donó, simbólicamen
te, al rey bárbaro de Numidia.
No sabemos nada de la versión cartaginesa de los acontecimien
tos. Se suele atribuir la victoria romana a que la cohesión y la lealtad
de los agricultores-soldados ciudadanos eran mayores que las de los
comerciantes oligárquicos y los mercenarios de Cartago, una especie
de repetición de los combates de Grecia contra Persia y Fenicia. No
podemos sino suponer por qué no pudieron los cartagineses reponer
con igual rapidez sus pérdidas de soldados. Puede resultar curiosa
mente indicativo de la diferencia el que cuando nuestra fuente prin
cipal, Polibio, cita las fuerzas militares relativas en la campaña de
Italia, mencione los efectivos del ejército de campaña cartaginés (unos
20.000 hombres), pero cuando da la cifra de todos los romanos y
sus aliados es la de los hombres en condiciones de portar armas
(770.000). Polibio era un griego llevado como rehén a Roma en el
167 a.C. y después criado allí. Simpatizante de Roma, pero cada vez
más preocupado por cómo trataba a Cartago (había asistido a su
destrucción), expuso la visión militarista que tenían los romanos de
su propia sociedad (Momigliano, 1975: 22 a 49). Aunque el tamaño
de los ejércitos de campaña romanos solía ser mayor que el de Aní
bal, no era nada especial: es posible que el de 45.000 hombres de
rrotados en Cannas fuera el mayor, y no equivalía sino a dos terceras
partes de los que movilizaban las monarquías helenísticas del orien
te. Pero la cen tra lid a d de esos ejércitos respecto de la sociedad ro
mana no tenía ningún paralelo. Así, las cifras deformadas de Polibio
tenían un cierto sentido: todos los ciudadanos romanos tenían algo
que ver con el campo de batalla, cosa que no ocurría con todos los
cartagineses.
También merece la pena comentar la facilidad con que los roma
nos adquirieron el poderío marítimo. Polibio lo atribuye al valor de
sus infantes de marina, que compensaban la superioridad marinera
de los cartagineses. La guerra naval no había evolucionado mucho
desde hacía mucho tiempo. Polibio nos dice que los romanos cap
turaron una galera cartaginesa y la copiaron. El equilibrio del poder
había vuelto a la tierra. Una potencia terrestre como Roma podía
hacerse a la mar. Los cartagineses habían intentado adoptar la me
dida opuesta, pasar del poderío marítimo al territorial, y fracasaron
—en términos militares— debido a la inferioridad y a la armadura
ligera de sus principales fuerzas de infantería. En términos econó
micos mantenían supuestamente unido su imperio territorial median
te la institución de la esclavitud en minas y en plantaciones extensi
vas. Eso no habría creado una moral eficaz para la defensa colectiva
de los territorios.
Pero es posible que el aspecto decisivo fuera el político. Los
romanos fueron llegando gradualmente, a trompicones, a la inven
ción de la ciudadanía territorial extensiva. Se confería la ciudadanía
a los aliados leales y se añadía a la ciudadanía intensiva, al estilo
griego, de la propia Roma para producir lo que probablmente ha
constituido el mayor ámbito de compromiso colectivo jamás movili
zado.
De hecho, la invención se volvió contra la propia Grecia. Roma
explotó los conflictos entre las ciudades-Estado y el reino macedó
nico y sometió a ambas partes. El proceso ha provocado controver
sias entre los estudiosos, muchos de los cuales se sienten estupefac
tos porque los romanos no convirtieran desde un principio a Mace-
donia en provincia después de derrotarla en el 168 a.C. Se formula
la pregunta de sí en Roma había dudas acerca del imperialismo (Ba-
dian, 1968; Whittaker, 1978; Harris, 1979).
Pero esto equivale a imponer a una fase anterior de la historia
de Roma conceptos más tardíos y firmemente territoria les del im
perialismo. Como ya hemos visto en capítulos anteriores, los impe
rios previos gobernaban mediante la dominación y con el comple
mento de las élites locales. Eso es lo que habían hecho hasta enton
ces los romanos, aunque ahora avanzaban, medio pragmáticamente
y medio a tropezones, hacia una estructura diferente. Su destrucción
casi total del dominio cartaginés en España, Cerdeña, Sicilia y por
último el norte de Africa, estaba motivada por un ánimo feroz de
venganza por las humillaciones impuestas por Aníbal y sus prede
cesores. Pero esa política no desembocó necesariamente, como había
ocurrido hasta entonces, en la presencia de aliados dominados, sino
de provin cia s, territorios anexionados. Los gobernaban directamente
unos magistrados desganados, respaldados por guarniciones de le
gionarios. Eso creó nuevas oportunidades imperiales, pero también
creó dificultades políticas internas en Roma y entre los aliados. Tam
bién costó dinero hasta que se pudo crear un mecanismo provincial
para extraer impuestos a fin de sustentar a las legiones. Los romanos
tardaron algún tiempo en crear ese mecanismo. Primero tenían que
resolver las dificultades políticas, porque las conquistas habían so
cavado toda la estructura del Estado tradicional.
En primer lugar, las guerras habían debilitado el ejército volun
tario de ciudadanos. Las legiones se habían convertido prácticamente
en profesionales y estaban pagadas (véase Gabba, 1976: 1 a 20). Las
obligaciones del servicio militar, más los combates en Italia, habían
socavado muchas pequeñas explotaciones agrícolas, al hundirlas bajo
las deudas. Los grandes terratenientes adquirieron sus tierras y los
campesinos emigraron a Roma. Allí se vieron forzados a caer en la
clase siguiente de obligación de servicio militar, el proletariado. La
escasez de pequeños agricultores significaba que el proletariado apor
taba soldados, cosa que no había hecho antes. Dentro del propio
ejército, la jerarquía fue intensificándose a medida que la tropa per
día su base autónoma política. O bien el conquistador de España y
el norte de Africa, Escipión «el Africano», o un general algo más
tardío, crearon los ominosos honores y triunfos conferidos al im p e-
rator, el «general», pero después, como es sabido, el «emperador».
En segundo lugar, la estratificación se fue intensificando durante
el siguiente siglo y medio. Los autores romanos ulteriores solían
exagerar el grado de igualdad en la Roma anterior. Plinio nos dice
que cuando se expulsó al último rey, en el 510, a cada persona se le
dio una parcela de siete iu gera (la medida romana de superficie:
aproximadamente 1,75 hectáreas, la superficie que podían labrar dos
bueyes en un día). Eso no bastaría para la subsistencia de una familia
y debe de ser una exageración a la baja. Sin embargo, es probable
que la imagen de la igualdad se basara en la realidad. Pero después,
como resultado del éxito del imperialismo, la riqueza de los parti
culares y las escalas de sueldos del ejército fueron ampliando las
desigualdades. En el siglo I a.C., Craso, que tenía fama de ser el
hombre más rico de su época, disponía de una fortuna de 192 mi
llones de sestercios (HS), aproximadamente lo suficiente para dar de
comer a 400.000 familias durante un año. Otro notable contempo
ráneo calculaba que hacían falta 100.000 HS al año para vivir con
holgura y 600.000 HS para vivir verdaderamente bien. Esos ingresos
son entre 200 y 1.200 veces superiores al nivel de subsistencia de
una familia. En el ejército eran mayores las diferencias. Hacia el
200 a.C., los centuriones se quedaban con el doble del botín que
los soldados rasos, pero en el siglo I, bajo Pompeyo, recibían 20
veces más, y los altos mandos 500 veces más. Las desigualdades de
la soldada iban en aumento, pues los centuriones cobraban cinco
veces más que los soldados a fines de la República y de 16 a 60 veces
más durante el reinado de Augusto (Hopkins, 1978: capítulo 1).
La explicación de esta creciente estratificación es que los benefi
cios del Imperio estaban a disposición de una minoría y no de la
mayoría. En España, los antiguos dominios de los cartagineses con
tenían ricas minas de plata y grandes plantaciones agrícolas trabaja
das por esclavos. Quien controlase el Estado romano podía adquirir
los frutos de la conquista, los nuevos cargos administrativos y sus
beneficios. Los elementos populares de la constitución romana ser
vían para defender al pueblo contra las injusticias arbitrarias. Sin
embargo, los poderes in iciadores y los cargos militares y civiles en
el extranjero estaban concentrados en los dos órdenes superiores, el
de los senadores y el de los caballeros. Por ejemplo, los impuestos
se arrendaban a los publícanos, que en su mayor parte eran miem
bros de la orden ecuestre. Los beneficios del imperio eran enormes
y estaban distribuidos desigualmente.
En tercer lugar, la intensificación de la esclavitud por la conquis
ta produjo dificultades políticas. De hecho, provocó los conflictos
que desembocaron en una solución. Roma había creado enormes
cantidades de esclavos en grandes concentraciones. Esos esclavos eran
capaces de organizarse colectivamente.
En el 135 estalló la primera gran revuelta de esclavos en Sicilia.
Quizá estuvieran implicados nada menos que 200.000 esclavos. Al
cabo de cuatro años de combates, la revuelta quedó aplastada im
placablemente, sin cuartel. Esa crueldad era esencialmente romana,
de forma indiscutible. Pero la esclavitud tenía consecuencias desas
trosas para los ciudadanos romanos más pobres. Tiberio Graco, un
senador destacado, se convirtió en el portavoz de éstos. Tras largos
años de servicio en el extranjero, había vuelto a Italia en el 133 y se
había sentido horrorizado ante la magnitud de la esclavitud y la
decadencia del campesinado libre. Propuso resucitar una antigua ley
sobre la distribución al proletariado de tierras públicas adquiridas
por la conquista. Eso aliviaría sus problemas y aumentaría el número
de propietarios disponibles para el servicio militar. Adujo que nadie
debería poseer más de 500 iu gera de tierras públicas. Eso iba en
contra de los intereses de los ricos, que habían venido adquiriendo
tierras públicas en cantidades mayores.
Tiberio Graco era un político implacable y un gran orador. Uti
lizó la reciente revuelta de los esclavos en un discurso parafraseado
en las G uerras C iviles de Apiano:
Argumentó en contra de la existencia de una multitud de esclavos por ser
inútiles en la guerra y no ser nunca fieles a sus amos y adujo la reciente
calamidad causada a los amos por sus esclavos en Sicilia, donde las exigen
cias de la agricultura habían aumentado mucho el número de aquéllos; re
cordando también la guerra hecha contra ellos por los romanos, que no
fue fácil ni corta, sino prolongada y llena de vicisitudes y peligros. [1913:
I, 9. S.a.]
«Los animales salvajes que recorren Italia», decía, «tienen todos una cueva
o una hura en la que refugiarse, pero los hombres que luchan y mueren por
Italia gozan del aire y de la luz comunes, sí, pero nada más. Sin casa ni
hogar vagabundean con sus mujeres y sus hijos. Y los generales exhortan
con lengua mentirosa a los soldados en sus batallas a defender sepulcros y
santuarios contra el enemigo, pues ni uno de ellos tiene un altar hereditario;
no hay ni uno de tantos romanos, que no luche y muera para sustentar a
otros en la riqueza y el lujo, y aunque se diga que son los dueños del
mundo, no tienen ni un terrón de tierra propio». [1921: 10.]
F r o n t e r a p a r c ia lm e n t e fo r t if ic a d a
J Este cálculo se basa en la hipótesis (formulada por Frank) de que los gastos y
los ingresos personales estaban más o menos equilibrados. El total es la suma de todos
los gastos enumerados por Augusto, divididos por los veinte años que abarca la lista.
lealtad de sus aliados y subordinados militares, no por poderes ins
titucionalizados en la «sociedad civil». Por otra parte, los ingresos
derivados de sus propias fincas y de herencias —que también pro
cedían todo de las fincas de las grandes familias— situaban el poder
en las relaciones de propiedad de la sociedad civil. Lo primero con
fería un poder autónomo, lo segundo entrañaba dependencia respec
to de la sociedad civil.
A patir de la época de Augusto también se advirtió una tensión
en el sistema de recaudación de impuestos. La evaluación de los
impuestos nominalmente era responsabilidad común del emperador
y del Senado, pero ahora los poderes reales del Senado estaban en
decadencia y Augusto y sus sucesores disponían de unos poderes
prácticamente arbitrarios. Sin embargo, su capacidad para recaudar
impuestos era escasa. Los arrendatarios de impuestos (y más tarde los
terratenientes locales y los consejeros de las ciudades) tenían que
recaudar un determinado impuesto total en su zona y ellos mismos
organizaban la evaluación y la recaudación detalladas. Mientras en
tregasen el total que se les había pedido, sus métodos eran cuestión
suya, sometidos sólo a recursos ex p ost fa cto al emperador por acu
saciones de corrupción. Aunque la tributación aumentó, sus méto
dos siguieron siendo los mismos. En la última fase, los poderes ar
bitrarios del emperador fueron en aumento al adquirir el control
total sobre el fiscu s y sus gastos; pero no obtuvo un control mayor
sobre la fu e n te de los ingresos. Era una tensión no resuelta, un
em pate d e p o d e r entre el emperador y el estrato alto. El sistema
funcionó bien en cuanto a entregar una suma relativamente fija año
tras año a un coste mínimo para el presupuesto. Pero al no institu
cionalizar las relaciones arbitrarias n i consultivas entre los niveles
central y local, no se podía ajustar fácilmente al cambio. A partir
del 200 d.C. empezó a desintegrarse bajo las presiones externas.
En su apogeo, pues, el Imperio romano era una estructura espe
cialmente cohesiva. Sus tres principales elementos constituyentes, el
pueblo, la clase alta y el Estado tenían una cierta autonomía. El
pueblo romano, rebajado a una condición de semilibertad y privado
de participación en el Estado, pasó a ser en gran parte provinciano
y quedó controlado por la clase alta local. Sin embargo, las camari
llas de la clase alta o la dirección oficial del Estado también podían
movilizar en ejércitos a los jóvenes más pobres del pueblo, lo cual
tampoco los introducía en instituciones estables de poder. Todo esto
contrastaba mucho con las tradiciones romanas, cuya pérdida se so
lía lamentar, pero que no habían desaparecido totalmente: la ciuda
danía, los derechos ante la ley, la posesión de moneda y una cierta
medida de alfabetización. Todas esas tradiciones daban al pueblo un
cierto poder y una cierta confianza que ahora no dependían del
emperador romano. Veremos en el capítulo siguiente cómo se ejercía
este poder al servicio de otro dios. Los miembros de la clase alta
habían obtenido el control seguro de sus propias localidades, com
prendido el del pueblo residente en ellas, pero estaban privados de
poder colectivo e institucionalizado en el centro. La influencia esta
ble en el centro dependía de la pertenencia a la facción no oficial
acertada, es decir, de convertirse en los am ici (amigos) del empera
dor. Era más el poder que podía obtenerse mediante la violencia de
la guerra civil. Esta podía llevar a la victoria militar, pero no a un
poder seguro e institucionalizado. La élite estatal, en la persona del
emperador y sus ejércitos, era indispensable para los objetivos del
pueblo y de la clase alta, y gozaba de un control indiscutido del
centro. Sus poderes de penetración en el seno de la «sociedad civil»
eran muy superiores a los de la élite de Persia, pero todavía escasos
conforme a criterios modernos. Los propios ejércitos se podían des
integrar, y de hecho se desintegraban, bajo la presión de los enfren
tamientos entre facciones de la clase alta y del provincialismo del
pueblo.
Ninguna de esas relaciones estaba plenamente institucionalizada.
No estaban claros cuáles eran los derechos y los deberes por encima
de los normalmente ejercidos. No existía un marco para hacer frente
a situaciones anormales prolongadas. Era exactamente lo contrario
de la República de hacia el 200 a.C., cuyo éxito se basó en recurrir
a fondo a las reservas del sacrificio común frente al peligro durante
un período muy prolongado. Ese mismo éxito destruyó las institu
ciones del sacrificio común y, en cambio, llevó a la institucionaliza
ción de un empate de poder entre el Estado, la clase alta y el pueblo.
Así, aunque la economía legionaria fusionó la mayor combinación
de organización social intensiva y extensiva hasta entonces, era in
herentemente inflexible, pues no contenía un centro único de legi
timidad para la formulación final de decisiones.
D ecadencia y caída d el Im p erio d e O ccid en te
4 Las principales fuentes empleadas han sido: Jones, 1964; M illar, 1967, 1977;
Vogt, 1967, y Goffart, 1974.
republicanas. Gibbon fue el único que se desvió. Deseaba atribuir
el derrumbamiento a nuevas fuerzas, a presiones del cristianismo (en
especial) y ulteriormente a presiones bárbaras, y por eso advirtió una
aguda divisoria en torno al 200 d.C., con el comienzo de la deca
dencia a partir de entonces. Gibbon tenía razón en esto, aunque sus
motivos no fueran siempre los correctos.
La cohesión de Roma dependía de la integración de la clase go
bernante y de las funciones gemelas de la economía legionaria: de
rrotar a los enemigos de Roma en el campo de batalla y después
institucionalizar un cierto grado de desarrollo económico y de se
guridad. Pocas cosas hicieron tambalearse esta cohesión entre apro
ximadamente el 100 a.C. y el 200 d.C. Este es el período de desa
rrollo de una cultura única de la clase gobernante. El comercio y la
circulación de la moneda permanecieron constantes durante todo
este período. También la defensa de los territorios de Roma, que
quedaron estabilizados en torno al 117 d.C. Nuestro registro polí
tico de esos siglos está dominado por guerras civiles endémicas, pero
no peores que las guerras civiles de fines de la República. Ninguna
de ellas amenazó a la supervivencia de Roma a su nivel existente de
desarrollo económico y de integridad territorial. No se puede hallar
ninguno de los indicadores de la decadencia ulterior antes del reina
do de Marco Aurelio (161-1180 d.C.), durante el cual se produjo el
primer envilecimiento grave de la moneda, se sufrió una grave plaga,
la despoblación de algunas localidades causó preocupación imperial
y las tribus germánicas cruzaron las fronteras en diversas incursio
nes 5. Pero entonces aquellas amenazas pasaron a ser ocasionales y
no persistentes. La mayor parte de los indicadores de la decadencia
se estabilizaron a partir de mediados del siglo III.
Pero una segunda etiqueta poco halagüeña, aplicada a menudo al
período 100 a.C.-200 d.C., tiene cierto peso. Gran parte del Impe
rio Romano tenía un carácter estático después de haber reprimido a
los gracos y a Espartaco y admitido a los aliados en la ciudadanía.
El debate se ha centrado en el estancamiento tecnológico. A veces
variante que consistía en entregar los mercados locales periódicos al control de los
terratenientes.
mánicos, a los cuales se les permito asentarse dentro de las regiones
fronterizas. Una vez más, una amenaza del exterior empeoró la si
tuación. Hacia el 375 los hunos procedentes del Asia Cental destru
yeron el reino ostrogodo del sur de Rusia e hicieron que los pueblos
germánicos ejercieran presión sobre el Imperio. Los pueblos germá
nicos no se proponían hacer incursiones, sino asentarse. En lugar de
combatirlos, Valente permitió entrar a los visigodos. En el 378 éstos
se rebelaron. Valente permitió que su caballería quedara acorralada
contra las murallas de Adrianópolis y él y su ejército fueron des
truidos. No se podían impedir nuevos asentamientos de visigodos,
ostrogodos y otros, y ahora se recurría a ellos para que defendiesen
directamente las fronteras del norte. Una fuerza armada para la cual
no hicieran falta impuestos economizaba dinero, pero en términos
políticos, eso era una retirada hacia el «feudalismo». Para el año 400
todavía existían unidades llamadas legiones, pero en realidad eran
fuerzas regionales que actuaban como guarniciones de fuertes posi
ciones defensivas y que por lo general carecían de la capacidad de
ingeniería necesaria para consolidar las victorias del ejército. El úni
co ejército central de campaña que restaba protegía al emperador.
Había dejado de existir la economía legionaria.
En el interior, el proceso de decadencia se aceleró a partir del
370 aproximadamente. Empezaron a despoblarse las ciudades. En el
campo se dejaron de cultivar las tierras y podemos estar práctica
mente seguros de que mucha gente murió de desnutrición y enfer
medades. Probablemente como reacción a la presión, se produjeron
grandes cambios sociales. En primer lugar, hombres que hasta en
tonces habían sido libres se colocaron como colon i bajo la protección
de los terratenientes locales contra el recaudador imperial de impues
tos. A partir del 400 aproximadamente, aldeas enteras iban pasando
a manos de un patrón. Ahora, el aumento del número de colon i iba
en contra de los intereses del Estado. En segundo lugar, se produjo
una descentralización de la economía, a medida de que los terrate
nientes locales trataban de aumentar su independencia respecto del
poder imperial mediante la autonomía económica de una economía
de latifundio (el oikos). La decadencia del comercio interprovincial
se vio acelerada por las invasiones mismas, a medida que las rutas
de comunicaciones iban haciéndose inseguras. Tanto los terratenien
tes locales como los colon i consideraban que las autoridades impe
riales eran cada vez más explotadoras y juntos crearon una estruc
tura social que se adelantaba al señorío feudal, en la que el trabajo
lo hacían siervos dependientes. Las políticas coercitivas de Diocle
ciano habían dejado abierta la posibilidad de una retirada a la eco
nomía local controlada por señores cuasi feudales. En consecuencia,
en el último siglo de su existencia el Estado romano invirtió su
política con la clase alta; al no poder utilizar la coerción local contra
ella, las autoridades imperiales estaban dispuestas a devolvérsela a la
administración civil. Trataron de alentar a los terratenientes y a los
d ecu rion es a que desempeñaran responsabilidades civiles, en lugar de
eludirlas. Pero ya no tenían incentivos que ofrecer, pues la economía
legionaria se había derrumbado definitivamente. En algunas zonas,
las masas y, en menor medida, las élites locales parecen haber aco
gido complacidas la dominación de los bárbaros.
El principal aspecto discutible de esta descripción es si el de
rrumbamiento tuvo efectivamente unos efectos tan drásticos para el
campesinado. Bernardi (1970: 78 a 80) aduce que los campesinos no
morían; más bien, en alianza con sus señores, evadían los grandes
impuestos. Así, «la organización política se derrumbó, pero no el
marco de la vida rural, las formas de propiedad ni los métodos de
explotación». Finley (1973: 152) también duda que el campesinado
romano pudiera haber estado más duramente reprimido y más ham
briento que los campesinos del Tercer Mundo de hoy, los cuales sin
embargo se reproducen satisfactoriamente. La explicación de Finley
es que la economía del Imperio se basaba «casi totalmente en los
músculos de los hombres» que —a nivel de subsistencia— ya no
tenían nada que contribuir a un «programa de austeridad» que había
persistido a lo largo de doscientos años de ataques bárbaros. Así, el
aumento de las necesidades de consumo del ejército y de la buro
cracia (y también de la Iglesia Cristiana parasitaria: ¡reaparece Gib
bon!) desembocó en la escasez de mano de obra. La discusión se
refiere sólo al calendario exacto del derrumbamiento. El político y
militar se puede fechar con exactitud: en el 476 d.C. se depuso del
trono al último emperador de Occidente, el irónicamente llamado
Rómulo Augústulo. Su conquistador, Odoacro, jefe de un grupo
germánico mixto, no se proclamó emperador, sino rey conforme a
las tradiciones germánicas. Es de suponer que el derrumbamiento
económico fue tanto anterior como posterior a ese acontecimiento.
En este relato de la decadencia y caída he atribuido el papel
precipitador de los acontecimientos a la presión militar de los bár
baros. Esta aumentó considerablemente y, para los romanos, de for
ma imprevista, hacia el 200 d.C., y a partir de entonces sólo dismi-
nuyó durante un período, en torno al 280-330. Sin este cambio de
la geopolítica, no habrían surgido todos los comentarios acerca de
los «fracasos» internos de Roma: en cuanto a establecer la democra
cia, el trabajo libre, la industria, una clase media, o lo que sea. Antes
del 200 d.C., la estructura imperial hacía frente de forma adecuada
a sus dificultades tanto internas como externas, y al hacerlo produjo
el nivel más elevado de poderío colectivo ideológico, económico,
político y militar jamás visto en el mundo, con la posible excepción
de la China de los Han.
Además, como ha aducido Jones (1964: II, 1025 a 1068), es pro
bable que diferentes niveles de presión externa expliquen que el Im
perio de Oriente sobreviviera con su capital en Constantinopla du
rante mil años más. Tras la división administrativa del Imperio, el
de Occidente tenía que defender toda la vulnerable frontera Rhin-
Danubio, salvo los últimos 500 kilómetros. Las fuertes defensas
orientales en esta corta distancia tendían a desviar a los invasores del
norte hacia el oeste. El Imperio de Oriente tenía que defenderse
contra los persas, pero para ello podía recurrir a una sucesión orde
nada de guerras, tratados de paz y actividades diplomáticas. Los
persas adolecían de los mismos problemas de organización y de efec
tivos que los romanos. A los pueblos germánicos no se los podía
regular así. Eran demasiados, en cuanto al número de organizaciones
políticas a las que habían de hacer frente los romanos. No podemos
estar segu ros de este argumento, pues el Oriente también difería en
su estructura social (como reconoce Jones; véase también Anderson,
1974a: 97 a 103). Sin embargo, resulta plausible llegar a la famosa
conclusión de Piganiol: «La civilización romana no murió de muerte
natural: la asesinaron» (1947: 422).
Naturalmente, no podemos dejar las cosas ahí. Como he subra
yado reiteradamente, las presiones externas raras veces son verdade
ramente exteriores. Dos acontecimientos de la presión externa sos
tenida sí parecen ser exteriores a la historia de Roma, es cierto: la
derrota de los partos por los Sasánidas y la presión de los hunos
sobre los godos. Si en estos casos se percibió alguna influencia ro
mana, es de suponer que fue bastante indirecta. Pero el resto de la
presión, especialmente la presión germánica, no era exterior en nin
gún sentido real, pues las influencias romanas eran fuertes y causales.
Roma dio a sus enemigos del norte la organización militar con la
que la asesinaron. Roma les dio gran parte de la técnica económica
que sustentó el asesinato. Y el nivel de desarrollo de Roma dio
también el motivo. Los germanos adaptaron esas influencias para
producir una estructura social capaz de la conquista. No eran ple
namente bárbaros, salvo en la propaganda romana: eran pueblos de
las marcas, semicivilizados.
Así, en la medida en que podamos hablar de «fracaso romano»,
consistió en la incapacidad para responder a lo que la propia Roma
había creado en sus fronteras. Las causas del fracaso fueron internas,
pero hay que vincularlas a la política exterior romana. Había dos
estrategias posibles de poder, la predominantemente militar y la ideo
lógica.
La estrategia militar consistía en someter a los bárbaros de la
forma tradicional, mediante la extensión de las conquistas a toda
Europa, sin detenerse más que ante las estepas rusas. Entonces, los
problemas fronterizos de Roma habrían sido parecidos a los de Chi
na, manejables porque el enfrentamiento habría sido con un número
relativamente reducido de nómadas pastores. Pero esta estretegia pre
suponía algo que Roma no había poseído desde las Guerras Púnicas,
la capacidad de sacrificio militar colectivo por una ciudadanía rela
tivamente igualitaria. No era posible en el 200 d.C. y para que hu
biera sido posible habrían hecho falta cambios profundos y seculares
de la estructura social.
La estrategia ideológica habría consistido en aceptar las fronteras,
pero civilizar a los atacantes, de forma que una posible derrota no
hubiera significado la destrucción total. Esto podría haber adoptado
una forma elitista o democrática: o bien una dinastía germánica po
día haber dirigido el Imperio (o varios Estados romanos civilizados)
o bien los pueblos podrían haberse fusionado. La variante elitista era
la forma en que los chinos habían logrado incorporar a sus conquis
tadores; la variante democrática se expuso como posibilidad, no ex
plotada, por la difusión del cristianismo. Pero Roma nunca había
llevado en serio una cultura fuera de la zona ya pacificada por sus
legiones. También en este caso habría hecho falta una revolución del
pensamiento político. No es sorprendente que no se insistiera en la
variante elitista ni en la democrática. Estilicón y sus vándalos eran
los auténticos defensores de Roma hacia el 400 d.C.: era inconcebi
ble que Estilicón asumiera la púrpura imperial, pero fue desastroso
para Roma que no pudiera hacerlo. Análogamente, fue desastroso
que prácticamente ninguno de los germánicos se convirtiera al cris
tianismo antes de sus conquistas (como se aduce en Brown, 1967).
Una vez más, los motivos son básicamente internos: que Roma no
había elaborado ninguna de esas estrategias entre su élite o su pueblo
propios. El empate a tres bandas que he descrito significaba que la
integración del Estado y de la élite en una clase gobernante civilizada
tenía límites, mientras que el pueblo prácticamente no tenía nada que
ver con las estructuras imperiales. En China, el confucianismo sim
bolizaba la homogeneidad de las élites; en Roma, las posibilidades
de homogeneidad popular las brindaba el cristianismo. Evidentemen
te, esta cuestión nos haría adentrarnos en un análisis más detallado
de las religiones salvacionistas mundiales, esas importantes portado
ras del poder ideológico. De eso se trata en los capítulos siguientes.
De momento, podemos concluir que el fracaso de Roma en cuan
to a hacer frente a un nivel más alto de presión externa tenía sus
raíces en el empate a tres bandas entre la élite estatal, la clase alta y
el pueblo. Para enfrentarse a los semibárbaros de manera belicosa o
pacífica habría hecho falta colmar sus lagunas de poder. Las lagunas
no se colmaron, aunque se hicieron tres tentativas en ese sentido.
Los Severos hicieron un intento fallido, Diocleciano un segundo y
Constantino y los emperadores cristianos un tercero. Pero no parece
que su fracaso fuera inevitable: se vieron abrumados por los acon
tecimientos. De manera que seguimos sin estar seguros de cuáles
eran las plenas potencialidades de este primer imperio territorial, con
su élite ideológicamente cohesiva y su versión de la economía legio
naria de la cooperación obligatoria. Esas formas de poder no vol
vieron a surgir en la región abarcada o influida por el Imperio Ro
mano. Por el contrario, al igual que en el caso del Imperio Persa de
dominación, el desarrollo social se hallaba en aspectos intersticiales
de la estructura social, sobre todo en las fuerzas que generaron al
cristianismo.
B ibliografía
In trod u cción
* He utilizado como fuentes M arrou, 1956: 229 a 313; Jones, 1964: II, cap. 24,
y Bowen, 1972: 167 a 216.
la gramática y la retórica enseñaban las aptitudes verbales utilizadas
en los debates públicos, en la abogacía y en la lectura en compañía.
Stratton (1978: 60 a 102) ha aducido de forma convincente que la
literatura romana era poco más que un enorme sistema de mnemo
tecnia, un medio técnico de almacenar significados y supuestos cul
turales y de recuperarlos mediante las actividades comunitarias de la
lectura y la oratoria.
En el capítulo anterior he hecho hincapié en la ex tensividad de
la civilización romana. El mantener unido ese enorme imperio exigía
una gran inversión en tecnología de las comunidades. La alfabetiza
ción formaba una parte importante de ello. Por eso, los romanos
estaban obsesionados con su idioma y la gramática y el estilo de éste,
y con las vinculaciones de todo ello con la alfabetización y con los
textos históricos relativos al crecimiento del poder romano. De ahí
también su preocupación por la retórica, el arte de la comunicación
y del debate. Eso también guardaba una relación práctica con el
sistema jurídico y con la profesión aristocrática de jurista. Pero, de
todos modos, debemos preguntar por qué esta formación profesio
nal se hacía en retórica, no en el derecho codificado ni en la juris
prudencia (como ocurre en nuestras sociedades). La respuesta se ha
lla en la importancia de una comunicación con escritura, pero mne-
motécnica, para dar una m oral a la clase gobernante del Imperio,
para darle un acceso común al acervo de conocimientos culturales y
reforzar su solidaridad cultural mediante las actividades comunitarias
de lectura y de debate.
De todo esto quedaban excluidas las masas. La participación en
la mayor parte de esas actividades comunitarias era por lo general
adscriptiva, limitada a las órdenes senatorial y ecuestre, a los d ecu
riones y a las demás categorías de alta condición de la sociedad im
perial. Este aspecto de la cultura literaria era exclusivo y útil para
mantener la dominación extensiva de la clase alta. Los terratenientes
absentistas se reunían en contextos cívicos, gobernaban localmente
mediante debates entre ellos, escribían a otras ciudades y especial
mente viajaban entre ellas. Se trataba de una clase gobernante «pri
vada», bastante cerrada a los forasteros gracias a sus prácticas cultu
rales, así como a una política deliberada.
Pero las masas no estaban excluidas de toda la actividad alfabe
tizada. Al igual que ocurría entre los griegos, la cultura letrada no
se ocupaba de mantener el dogma sagrado, sino de reflejar la expe
riencia de la vida real y comentar al respecto. El conocimiento en sí
no estaba limitado, ni tampoco la educación. La enseñanza elemental
estaba muy difundida, incluso en algunas aldeas. Los maestros de
escuela tenían una condición social baja. Según el inapreciable edicto
de Diocleciano, el salario y las tarifas de un maestro de escuela
elemental sugieren que necesitaba tener treinta alumnos por clase
si aspiraba a ganar tanto como un albañil o un carpintero. Esto
indica clases bastante numerosas. También había muchos varones
alfabetizados de orígenes bastante corrientes que alcanzaban un alto
nivel de alfabetización, fuera en esas escuelas o en casa de sus padres.
Estos solían ingresar en el ejército, con la esperanza de utilizar sus
conocimientos para obtener ascensos. Por ejemplo, un recluta naval
egipcio del reino de Augusto escribe a su padre porque desea «rendir
homenaje a tu letra, porque tú me educaste bien y por eso yo espero
ascender rápidamente» (carta citada completa en Jones, 1970: II, 151).
Eso indica que existía la enseñanza doméstica entre parte de la gente
del común, pero no entre la mayoría, puesto que el remitente espera
conseguir ascensos gracias a sus conocimientos de la escritura. Pe-
tronio también nos hace dudar del nivel medio de la escuela, pues
indica que el muchacho que puede leer con facilidad es el primero
en su clase. Muchos, indica, «no habían estudiado geometría ni li
teratura ni ninguna necedad de ese género, sino que se quedaban
muy contentos si sabían leer algo en letras mayúsculas y comprender
fracciones y pesos y medidas» (1930: 59,7; S.a.).
La enseñanza exigía una cierta riqueza, por lo general en moneda
contante y sonante, para pagar al maestro. El albañil o el carpintero
podrían estar en condiciones de pagar un 3 por 100 de sus ingresos
por la enseñanza elemental de un solo hijo, pero el campesino co
rriente quizá no pudiera pagar un 5 por 100 de sus ingresos, que
eran inferiores, y desde luego no en moneda. También hay que du
dar de la capacidad del uno y del otro para educar a dos o más hijos.
En general, la enseñanza elemental habría llevado a lo que indica
Petronio: mayor facilidad, pero no logros culturales. Para eso haría
falta la enseñanza secundaria, pero a esa edad los hijos se convertirán
en mano de obra útil para la familia. Hacía falta ser verdaderamente
rico para mantener a jóvenes inactivos.
O sea, que no tiene sentido hacer una estimación única de la
alfabetización entre los romanos —salvo decir que fue mucho más
alta que en ninguna de las sociedades comentadas hasta ahora, a
excepción de Grecia—, porque variaba mucho. Podemos identificar
tres niveles distintos. En la cúspide, una clase muy alfabetizada, con
conocimientos aritméticos y culturalmente cohesiva, muy dispersa
por todo el Imperio. Su alfabetización constituía una parte impor
tante de su moral de clase gobernante. El segundo nivel estaba for
mado por personas funcionalmente alfabetizadas y con conocimien
tos aritméticos, que no eran miembros de pleno derecho de la cul
tura literaria y que estaban excluidas del gobierno. Podían conver
tirse en miembros de la burocracia, terratenientes, militares y co
merciantes; podían convertirse en maestros elementales; podían ayu
dar a redactar testamentos, peticiones y contratos; probablemente
podían comprender algunos de los conceptos subyacentes en los pro
ductos de la literatura clásica romana y griega, pero probablemente
no los podían leer y quizá no entrasen en contacto habitual con
ellos. La localización y el ámbito de este segundo nivel son materia
de suposición, pero deben de haber sido desiguales. Dependían de
las tradiciones letradas entre los pueblos sometidos (que es proba
blemente como podía transmitirse la educación doméstica). Los grie
gos, los pueblos descendientes de los arameos (especialmente los
judíos) y algunos egipcios estaban desproporcionadamente alfabeti
zados a este segundo nivel. Este también dependía de las ciudades,
en las cuales se valoraba la función de la alfabetización y en las
cuales corría el dinero. En las ciudades, la alfabetización se concen
traba entre los comerciantes y los artesanos, por los mismos moti
vos. Quienes se hallaban en el tercer nivel eran letrados o parcial
mente letrados hasta el nivel mencionado por Petronio: la masa de
la población rural y del proletariado urbano y los hijos segundones
y las hijas de quienes estaban algo por encima de ellos en la escala
social. Estaban totalmente excluidos de la cultura letrada de la Re
pública/el Imperio.
Los niveles tenían localizaciones sociales distintas y existía una
gran disparidad cultural entre la clase gobernante y el resto. Sin
embargo, cabe discernir alguna superposición. A los niveles altos,
ésta se daba en gran medida entre los pueblos más alfabetizados, que
poseían instituciones más democráticas y menos excluyentes. Los
griegos y los judíos de diferentes niveles literarios intercambiaban
mensajes culturales más difusos que la mayor parte de las demás
poblaciones provinciales. La superposición entre los niveles segundo
y tercero estaba más difundida, especialmente entre esos pueblos y
en las ciudades. Además, por muy exclusivo culturalmente que fuera
el nivel superior, las pautas de alfabetización por debajo de él no
podían tener por resultado sino un deseo de mayor acceso al mundo
letrado y culto. Porque la cultura letrada transmitía p od er: cuanto
más acceso se tenía a ella, más control se podía ejercer sobre la vida.
Eso no era sólo una creencia, sino una realidad objetiva, dado que
en el Imperio el poder se basaba en la comunicación letrada y culta.
Si se impedía la participación en la cultura oficial, podían aparecer
contraculturas no oficiales y quizá radicales. En la época moderna,
una gran extensión de la alfabetización por lo general ha resultado
ser un elemento dislocador. Stone (1969) ha señalado que tres gran
des revoluciones modernas, la Guerra Civil inglesa y las revolucio
nes francesas y rusa, ocurrieron cuando aproximadamente la mitad
de la población masculina aprendió a leer. Es improbable que los
niveles de alfabetización fueran tan altos en Roma. Pero las masas
podían participar en la transmisión oral de una información escrita
«radical», siempre que pudieran ayudarles las contraélites.
En los estudios de las redes de comunicación entre pueblos muy
alfabetizados del siglo XX se ha observado una corriente de comu
nicación «a dos niveles». Decatur, Illinois, en el año 1945 d.C. está
a 8.000 kilómetros y dos mil años de distancia de nuestro tema
actual. Pero allí Katz y Lazarsfeld (1955) descubrieron que los me
dios modernos de comunicación de masas tenían pocas consecuen
cias directas en una amplia muestra de mujeres estadounidenses. Por
el contrario, la influencia de esos medios era en gran parte indirecta,
instrumentada por los «líderes de opinión» de la comunidad, que
reinterpretaban los mensajes de esos medios de comunicación antes
de canalizarlos hacia abajo a sus conocidos. Pese a matizaciones y
criticas, la teoría de la corriente a dos niveles se ha mantenido en
investigaciones ulteriores (Katz, 1957; y, como reseña McQuail,
1969: especialmente 52 a 57). Pero el modelo a dos niveles sigue
siendo mucho más pertinente para el contexto romano de una co
municación parcialmente alfabetizada. Cuando en una comunidad de
ese tipo entraba información valiosa en forma escrita, los pocos que
estaban alfabetizados se la podían leer en voz alta a los demás. Más
adelante en este capítulo veremos que, efectivamente, ésa fue la nor
ma entre las comunidades cristianas una vez establecidas éstas, y que
siguió ocurriendo lo mismo a lo largo de la Edad Media.
Pero había pocas probabilidades de que la clase gobernante del
Imperio desempeñara este papel de líder de información, pues tenía
una vida cultural insular y despreciaba a los intelectos de quienes se
hallaban por debajo de ella. En cambio, los alfabetizados del segun
do nivel tenían relaciones de intercambio más igualitarias con los
menos prósperos que ellos, y su mayor alfabetización no estaba di
vidida cualitativamente por la cultura. Eran los transmisores orales
en potencia.
El medio de la escritura reforzó el carácter de los conductos de
comunicaciones. Ya he esbozado la existencia en el Imperio Romano
de otro posible sistema intersticial de comunicaciones, utilizado fun
damentalmente para las interacciones económicas, pero que podía
transmitir la ideología en una corriente a dos niveles; el primero era
el de la transmisión de mensajes entre la gente de las ciudades y el
segundo era el que con el tiempo llegaba a la mayor parte de la
población del Imperio. Estaba respaldado por el medio de la escri
tura, que (al contrario que los aspectos culturales del sistema de
comunicaciones oficial) el Imperio no tenía ningún deseo de limitar
ni restringir. Podemos ahora seguir la huella de la activación de este
sistema a medida que el cristianismo empezó a avanzar entre los
particularismos del Imperio Romano. Como anticipo de mi argu
mento ofrezco la figura 10.1, que representa en forma de diagrama
los dos conductos de información y afirma que el segundo conducto,
el no oficial, pasó a ser el cristiano.
Son conocidas las líneas generales sucesivas del auge del cristia
nismo. Con dos excepciones, su base de clase y su ulterior penetra
ción en el campo, no plantean problemas especiales de análisis. Los
datos sobre esa difusión se hallan en el estudio clásico de Harnack
de 1908, que todavía no tiene rival, y en otros estudios de hace
tiempo (por ejemplo, Glover, 1909: 141 a 166; Latourette, 1938: I,
114 a 160).
Algunos pensaban que Cristo era el Mesías de los judíos. No
fue, ni mucho menos, el primero en afirmar que era'el Mesías, que
era un papel profético (no divino) reconocible en la Palestina rural
de habla aramea, donde inició su actividad. Cabe suponer que se
trataba de un hombre notable y lo que nos cuentan que dijo tenía
mucho sentido. Ofreció la promesa de un orden racional y moral a
una región con problemas políticos cuyos desórdenes pueden haber
llevado también a una crisis económica local. Probablemente se tra
taba de «sufrimientos» en el sentido en el que se describen éstos
convencionalmente. Cristo también ofreció una solución de avenen-
La trascendencia de la ideología
ROMACAPITAL
CIUDADDEANTIOQUIA CIUDADDECARTAGO
(HlPpONA)
Clave
Conductooficial
Fuenes l
-- D ébiles J C o n d u cto s cristian os
Figura 10. 1. E l Im perio R om ano: conductos oficiales y cristianos de comunicación y control (ejemplo de dos provincias).
cía para el dilema helenización/nacionalismo de los judíos y, según
parece, eludió deliberadamente el posible papel de líder nacional con
tra Roma.
Sin embargo, es probable que incluso sus seguidores se sorpren
dieran cuando vieron que el mensaje de Cristo hallaba respuesta
entre los judíos helenizados de las ciudades de Palestina, Cesarea,
Joppa, Damasco e incluso en Antioquía, la tercera ciudad del Impe
rio. Eso quizá alentara su sentimiento de que Cristo había sido di
vino. Entonces probablemente se añadieran a la leyenda los mila
gros, la historia de la Resurrección y otros elementos divinos. En
las ciudades, el proselitismo significaba un mayor compromiso con
los textos escritos y con la lengua griega, que era la de la mayor
parte de los judíos urbanizados. En ese momento, hacia el 45 d.C.,
se convirtió Pablo, un importante saduceo. Su capacidad de organi
zación se dirigió hacia las sinagogas de las ciudades helenísticas del
Oriente Medio. Como los primeros debates en el seno de la frater
nidad se referían en general a la versión griega del Antiguo Testa
mento (la Septuaginta), se abandonaba la base rural de lengua aramea
de Palestina. Los judíos de habla griega, que se dedicaban al comer
cio y a las artesanías en una época de prosperidad, no estaban afec
tados por la pobreza, la opresión ni los sufrimientos. Las enseñanzas
de Cristo, probablemente modificadas, combinaban la filosofía grie
ga con la ética judía en una explicación mejor, más libre y más
liberadora de su forma de vida de lo que era tradicional en el ju
daismo. También atraía a los gentiles, en gran parte griegos, del
mismo medio. El «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que
os maldicen» (Mateo, 5: 44; C. de Valera) era un mensaje dramáti
camente extrovertido.
Así, en cuanto se inició la actividad misionera urbana, surgieron
controversias entre judíos y griegos relativas, en especial, a si era
necesario circuncidar a los cristianos. Según los Hechos de los Após
toles (capítulo 15), Pablo y Bernabé de Chipre, su compañero de
misión, no lo habían exigido y habían creado una fraternidad mixta
judeo-gentil de Antioquía y en otras partes. Algunos «que venían
de Judea» [C. de Valera] (entre los cuales probablemente figuraban
parientes de Jesús) objetaron y se celebró un consejo en Jerusalén
en el cual se supone que triunfaron Pablo y su facción. Se enviaron
emisarios con cartas a las nuevas comunidades, para confirmar su
legitimidad. Una vez reunida la comunidad mixta de Antioquía, se
dio lectura a la carta y ésta se acogió con beneplácito, según dicen
nuestras fuentes paulinas. Al final, la victoria de la facción prorreli-
gión universal fue decisiva. Los «obispos de la circuncisión», atrin
cherados en Jerusalén, probablemente quedaron destruidos cuando
se aplastaron las revueltas judías del 70 y el 133 d.C. Ahora los
textos escritos transmitían mensajes entre las comunidades; se les
daba lectura y se debatían en el seno de cada comunidad. Ei medio
de comunicación a dos niveles pasó a ser predominante. A medida
que las epístolas iban recorriendo las comunidades griegas, su con
tenido se fue haciendo más griego. El desafío de los gnósticos im
puso una filosofía más sincretista al cristianismo. Sin embargo, la
filosofía era para «la gente del común», y no esotérica.
El documento cristiano más antiguo datable después de la época
de los Apóstoles en una larga carta enviada por Clemente de Roma
a los cristianos de Corinto en el decenio del 90 d.C.' Los corintios
se habían dividido en torno a cuestiones de doctrina y organización.
Clemente utilizó los mecanismos retóricos de la literatura clásica
para persuadirlos de que se unieran. El mensaje es sencillo: la coor
dinación disciplinada es necesaria para la unidad del cuerpo de Cris
to, al igual que lo es para la polis, paradla legión romana y para el
propio cuerpo humano. La auténtica comunidad ética no se basa en
una doctrina teológica formal, sino en el «hábito» común, el espíritu
común. Ello implica la humildad ante la autoridad, que según Cle
mente es la parte principal del mensaje de Cristo.
La carta de Clemente tuvo un gran impacto entre los corintios
y durante el siglo siguiente se leía a menudo en sus servicios reli
giosos 6. En el estilo, las alusiones y el argumento de fondo se halla
implícita una afirmación tremenda: los cristianos eran los auténticos
herederos de la virtud cívica de Atenas y de Esparta y de la virtu
militar romana. Eso constituía un llamamiento a los griegos, pero a
su concepción más amplia de sí mismos: no como personas limitadas
por la etnicidad o el idioma, sino como portadoras de la propia
civilización a los seres humanos racionales en general. Ahora se po
día renovar este tercer nivel del logro griego clásico mencionado en
el capítulo 7, dada la distribución estratégica de los griegos por todo
el Imperio.
A mediados del siglo II había comunidades cristianas establecidas
en todas las ciudades de las provincias orientales, muchas en las
Bibliografía
at M edina (1956) e Islam and the Integration o f Society (1961), complementados por
Levy (1957), Chen (1970), Rodinson (1971), H olt y otros (1977), Engineer (1980) y
Gellner (1981).
de todas las religiones conocidas: «No hay más dios que Dios y
Mahoma es su Profeta (o Mensajero)». El repetir esta frase lo con
vierte a uno en musulmán, aunque debe estar apoyado por otros
cuatro Pilares del Islam: pagar el impuesto para la% limosnas, rezar
cinco veces al día, hacer un mes de ayuno y la peregrinación anual.
En vida de Mahoma no se habían cristalizado el credo ni los Pilares.
Los pasajes más antiguos del Corán contenían cinco creencias: la
idea de un Dios bueno y omnisciente; un Día del Juicio Final, ba
sado en la conducta ética de cada hombre; la exigencia de adorar a
Dios; la obligación de actuar éticamente, y en especial de practicar
la generosidad, y el reconocimiento de que Dios había enviado a
Mahoma para advertir del Juicio Final. En vida de Mahoma se aña
dieron dos más: el monoteísmo se hizo explícito, y llegó a creerse
que Dios vindicaría a sus profetas y a los seguidores de éstos contra
sus enemigos.
Este sencillo mensaje comportaba la idea de una comunidad, la
umma, basada en parte en la creencia p e r se, más bien que en el
parentesco. Así, cualquier ser humano podía ingresar en esa comu
nidad universal, igual que cualquiera podía hacerse cristiano. En un
plazo de dos años, este concepto de comunidad demostró su supe
rioridad sobre el concepto de comunidad de las tribus fragmentadas
en una actividad importantísima: el combate cuerpo a cuerpo entre
centenares de hombres. Mahoma impuso una «norma de reciproci
dad»: «Ninguno de vosotros cree verdaderamente hasta que desee
para su hermano lo mismo que desea para sí mismo.» El consenso
normativo se organizó deliberadamente. La moral militar de los cre
yentes era justo lo suficiente para vencer en las primeras batallas
cruciales que imponían sus actividades de bandidaje.
Desde el primerísimo año, el Islam fue y siguió siendo una reli
gión de guerreros. Esto probablemente ayuda a explicar la subordi
nación de la mujer, pese a otros aspectos de universalismo igualitario
de la doctrina islámica. El patriarcado no se tambaleó en el Islam
inicial como había ocurrido en el cristianismo inicial; probablemente
se vio reforzado por la religión.
El principal activo militar del Islam era la moral de su caballería:
guerreros profesionales mantenidos por el impuesto para las limos
nas, en los cuales el celo por el botín era también celo religioso, y
en los cuales la vida disciplinada comportaba la instrucción militar.
La Meca cayó en el 630, Siria en el 636, Irak en el 637, Mesopotamia
en el 641, Egipto en el 642, Irán en el 651, Cartago en el 698, la
región del Indo en la India en el 711 y España también en el 711.
En muchos casos, las fuerzas islámicas derrotaron a ejércitos mejor
equipados gracias a una coordinación y una movilidad superiores, y
no a ataques fanáticos e indiscipinados (que ha sido la imagen cris
tiana de ellas). Las conquistas se produjeron con una rapidez asom
brosa y tuvieron una magnitud sin precedentes. Probablemente, si
el Islam se convirtió en una gran potencia mundial fue únicamente
porque perturbó el equilibrio de las relaciones de poderío militar.
Conquistó las regiones en las que los ejércitos de sus gobernantes
no estaban sostenidos por una moral comparable. Los ejércitos de
Persia eran multirreligiosos y en aquella época la religión con más
creyentes (el zoroastrismo) era la más débil; Bizancio cedió las zonas
del cristianismo menos integradas en su propia ortodoxia emergente:
los territorios de las iglesias siria, armenia y copta; el norte de Africa
se lo disputaban varias iglesias cristianas.
Es lo que ponen de relieve las dos derrotas militares finales: el
fracaso en la conquista de Constantinopla en el 718 y en las derrotas
a manos de Carlos Martel en Tours y Poitiers en el 732. En ambos
casos, los atacantes islámicos se encontraron con sus alter ego s de
fensivos: la moral de fortaleza de la hierática iglesia ortodoxa orien
tal, y el honor y la fe aristocráticos del caballero con armadura
pesada. Las dos situaciones de empate militar y religioso duraron,
respectivamente, setecientos cincuenta y casi mil años. Dentro de
esos límites, Dios estaba de parte del Islam. El Islam pareció barrer
el Oriente Medio y el norte de Africa porque era la verdad: es
posible que Mahoma haya creado un orden social, un cosmos sig
nificativo, mediante un comunidad ética cuya moral militar conquis
taba territorios extensivos.
Después de las dos derrotas frente a Bizancio y los francos, el
imperio se dividió y nunca se volvería a reunir políticamente. Gran
pane de aquella soberbia moral militar se consagraba ahora a luchas
intestinas (aunque la expansión era posible por el oriente, frente a
enemigos más débiles), condición que ha perdurado hasta hoy. El
paralelismo con el cristianismo es evidente.
Las divisiones religiosas también han sido paralelas a las del cris
tianismo. La cuestión ha sido cómo trazar la divisoria entre lo es
piritual y lo profano y si existe una fuente última de autoridad je
rárquica dentro de la fe. Este último debate ha adoptado formas
distintas, porque la burocratización de la autoridad religiosa siempre
ha sido más débil. El Islam nunca ha poseído una organización com
parable a la de la iglesia romana o a la de la bizantina. Su ala más
«autoritaria», la de los shiítas, ha propugnado el gobierno por imams
carismáticos que mantienen la tradición de Mahoma. Y el ala «liber
taria», la de los sunnitas, hace menos hincapié en el individuo (al
igual que ocurre en el protestantismo) que en el consenso de la
comunidad de los creyentes. Pero, al igual que en los cismas del
cristianismo, nunca se ha planteado que ningún grupo importante se
aparte de la religión matriz. La similitud de todas las religiones uni
versales en este respecto es notable. Cualquiera haya sido la fuerza
y la furia de las sectas islámicas, cristianas, budistas, jainistas o hin
dúes ulteriores, tienen menos importancia que las actividades de los
fundadores y sus primeras disciplinas. Las religiones universales han
seguido siendo auténticas ecum enes.
¿Por qué atraía el Islam no sólo a los árabes, sino a casi todos
los pueblos que conquistó? Parte de la respuesta se halla en la de
bilidad de sus rivales, parte en sus propias fuerzas. En el sudeste, el
cristianismo no había logrado integrar su doctrina y su organización
con las necesidades de la zona, y de ahí la organización y la doctrina
separadas de las iglesias armenia, siria y copta, que dependían de
unas fronteras políticas cuya viabilidad era limitada cuando el Orien
te Medio dejó de construir una serie de provincias de tipo romano
o de pequeños reinos. No sustentaba identidades locales/tribuales ni
un sentido mucho más amplio de orden y sociedad. Al principio, el
Islam aportó un nexo entre los dos niveles, pues tenía una especie
de estructura «federal». Sus orígenes y sus unidades constitutivas
eran tribus, y en ese sentido era un auténtico heredero de la religión
de Abraham; pero también era una religión salvacionista universal,
en cuya comunidad podía participar cualquiera. En los primeros años,
a los cristianos o los judíos que ingresaban en la comunidad se los
asignaba a una tribu árabe determinada como «clientes». Pero el
elemento tribual se fue debilitando a medida que la religión se ex
tendía. El Islam podía ofrecer a los burócratas y los comerciantes
del Imperio Persa la participación en una sociedad que había logrado
efectivamente el orden social más amplio al que había aspirado la
dinastía sasánida persa. Esa estructura era flexible y manejable.
La superviviencia y la vitalidad de la comunidad islámica, la
um m a, no se debió fundamentalmente a la organización secular una
vez terminadas las conquistas. Los gobernantes reforzaban su con
trol con impuestos y ejército, pero el Islam lo penetraba todo en sus
dominios. Quienes estaban interesados en el comercio deseaban par
ticipar en la religión que aportaba una zona tan enorme de libre
cambio, pero los comerciantes no eran quienes mandaban en el Is
lam. El control, al igual que en las demás religiones universales, era
una parte ideológico. Sin embargo, sus mecanismos son bastante más
complejos que los del cristianismo, pues su estructura federal no ha
incluido una organización eclesiástica autoritaria. Pero en otros res
pectos las infraestructuras de control eran parecidas. El árabe se
convirtió en la lingua fra n ca y en el único medio de alfabetización
para fines del siglo VIII. El control islámico del árabe, y en un marco
más amplio de la educación en general, ha seguido siendo monopo-
lístico hasta el siglo XX en casi todos los países. La traducción del
Corán del árabe a otras lenguas ha seguido estando prohibida por
que se considera que el texto árabe es la palabra de Dios. Al igual
que en el cristianismo, ha habido una cierta divisoria entre el dere
cho sacro y el profano, pero los aspectos controlados por el derecho
religioso, la shariah, han sido más amplios. En la vida familiar en
general, el matrimonio y los derechos sucesorios han estado regidos
por la shariah, administrada por sacerdotes-eruditos (los ulemas),
que en general han sido más receptivos a un concepto del consenso
de la comunidad que a los dictados de los gobernantes seculares.
Probablemente, el ritual también ha aportado más integración que
en el cristianismo: es más intenso (cinco plegarias al día, más los
ayunos colectivos y las peregrinaciones), y cada musulmán sabe que
en el mismo momento en que está rezando él hay millones de per
sonas más que lo están haciendo de la misma manera y en la misma
dirección.
O sea, que ese sentido más amplio de comunidad ha poseído una
infraestructura técnica de idioma, alfabetización, derecho y ritual en
la cual los elementos transmisores primordiales han sido la cultura
y la familia. Un sentimiento difuso y extensivo de comunidad cul
tural, una infraestructura precisa centrada en el monopolio de la
alfabetización, un nivel relativamente alto de penetración de la vida
cotidiana y una cosmología social relativamente débil: la combina
ción no es muy diferente de la del cristianismo.
Bibliografía
R esum en d el a rgu m en to
El poder ideológico
El Papa devora la sangre y el sudor de los pobres. Y los obispos y los curas,
que son ricos, reciben honores y se recrean, se comportan igual... mientras
que San Pedro abandonó a su mujer y sus hijos, sus campos, sus viñedos
y sus posesiones para seguir a Cristo. [P. 333.]
(Pierre Authie, clérigo que sabía leer y escribir, era uno de los
principales cátaros de Ax y murió en la hoguera.)
Al nivel de los analfabetos, un hombre cuenta cómo se había
reunido con un tal Pierre Rauzi para cortar la hierba:
Poder económico
La dinám ica f e u d a l
El crecimiento económico
3 Las cifras de rendim iento del siglo xvm subestiman las mejoras agrícolas de la
época, muchas de las cuales llevaron a que se cultivaran más campos y aumentara la
variedad de los cultivos, y no sólo los rendimientos de los cereales. Véase el capítu
lo 14.
CUADRO 12.1. Relaciones de rendimiento de cultivos en Europa, 1200-1820
Entre la primera mitad del siglo VI y fines del IX, la Europa septentrional
creó o escribió una serie de invenciones que rápidamente se reflejaron en
un nuevo sistema de agricultura. En términos del trabajo de los campesinos,
fue con mucho la época más productiva jamás presenciada en el mundo.
[1963: 277.]
B ibliografía
2 Las principales obras utilizadas en esta sección han sido Poole, 1951; McKisack,
1959; Powicke, 1962; Wolffe, 1971; M iller, 1972, V975; Braun, 1975, y H arris, 1975.
rriendo hasta que Eduardo I estableció grandes derechos aduaneros
en el decenio de 1270 y podía volver a ocurrir todavía más tarde
cuandoquiera que un rey trataba de «vivir por su cuenta», es decir,
sin consultas financieras ni políticas con grupos externos. Enri
que VII fue el último de los reyes de Inglaterra que lo intentó con
éxito, a principios del siglo XVI. Otros monarcas europeos recurrían
de forma más general a sus propios dominios, sobre todo los fran
ceses hasta el siglo XV, los españoles hasta que empezaron a llegar
los metales preciosos en el siglo XVI, y los prusianos hasta fines del
siglo XVIII. La esfera de los ingresos privados tenía un paralelo en
los gastos, donde siempre había una importante partida que era el
coste de la casa del rey. Así, nuestra primera vislumbre real del
carácter de las actividades estatales revela una ausencia de funciones
públicas y un gran elemento privado. El monarca era el mayor mag
nate (prim as in ter p ares) y tenía mayores ingresos y gastos persona
les que otros, y aunque el Estado era autónomo de la «sociedad
civil», tenía poco poder sobre ella.
La segunda fuente en importancia de los ingresos de Enrique II
era su derecho a gozar de las rentas y los diezmos de los obispados
vacantes. Este es un ejemplo de las «prerrogativas feudales» que
poseían todos los príncipes europeos. Revelan una función de pro
tección interna, en este caso limitada a las crisis que afectaban a la
propia clase del soberano. Cuando los obispados quedaban vacantes
o cuando los herederos de los territorios eran menores o mujeres,
su sucesión necesitaba la garantía real. A cambio, el príncipe recibía
el total o parte de las rentas o los diezmos de esas tierras hasta que
el heredero era mayor de edad o se casaba. Una segunda prerrogativa
era la de la sucesión del propio príncipe. Tenía derecho a imponer
un tributo a sus súbditos para cuando se armara caballero a su hijo
mayor y para la boda de su hija mayor. Esas fuentes «feudales» de
ingresos eran comunes a toda Europa (aunque en todas partes eran
polémicos los poderes del monarca sobre los obispados). Eran una
fuente irregular de ingresos, salvo que el príncipe las explotara (por
ejemplo, negándose a dar en casamiento a herederas huérfanas, como
dice la M agna Carta que hacía el Rey Juan). Se derivaban de la
función del rey como p rim u s in ter p ares, aceptado por su propia
clase como árbitro y pacificador en tiempos de incertidumbre.
La tercera fuente se derivaba de la autoridad judicial, tanto las
rentas formales de la justicia («amercements», en el cuadro 13.1)
como los sobornos («multas») por el favor del rey. Los favores eran
muy diversos: anular una decisión judicial, conferir un cargo, orga
nizar un matrimonio, conceder un monopolio de comercio o de
producción, eximir del servicio militar y muchas más cosas. Los
favores y las multas se dispersaban por un sistema de tribunales con
jurisdicción sobre una zona definida territorialmente, el reino de
Inglaterra. Seguía habiendo tres esferas de jurisdicción dudosa: sobre
los asuntos seculares del clero, sobre los delitos menores (en gran
medida de la competencia de los tribunales señoriales y otros tribu
nales autónomos) y sobre los dominios de los vasallos que también
debían lealtad a otro príncipe.
El siglo XII había presenciado un avance considerable en la te
rritorialidad de la justicia, en Inglaterra y en otras partes. Constituyó
la primera fase de edificación del Estado en toda Europa. Las pri
meras instituciones estables del Estado fueron los altos tribunales de
justicia (y las tesorerías, naturalmente). Los primeros funcionarios
fueron los alguaciles y los alguaciles de condado en Inglaterra, los
prebostes en Francia y los ministeriales en Alemania. ¿Por qué?
Strayer (1970: 10 a 32) señala tres factores pertinentes que voy
a ampliar. En primer lugar, la iglesia apoyaba que el Estado tuviera
una función judicial. Cristo sólo había afirmado que instituía una
ecu m en e especializada. Los asuntos seculares se dejaban a las auto
ridades seculares, a quienes la iglesia decía que se debía obediencia.
A partir del 1000 d.C. aproximadamente, toda Europa estaba cris
tianizada y el apoyo papal al Estado se sentía de forma más igual.
En segundo lugar, hacia esa misma fecha cesaron las migraciones
importantes de pueblos, lo cual permitió que se desarrollara entre
las poblaciones locales una sensación de continuidad en el espacio y
en el tiempo. La proximidad territorial y la estabilidad temporal han
constituido históricamente la base para establecer normas sociales y
reglas judiciales. La capacidad de la Cristiandad para establecer una
cierta pacificación normativa translocal había sido el resultado de
una situación muy desusada: la mezcla de pueblos diversos en los
mismos espacios locales, todos ellos no obstante deseosos de adqui
rir la civilización más amplia que poseía la Cristiandad. Si esas po
blaciones se asentaban, se casaban entre sí e interactuaban a lo largo
de, digamos, un siglo, necesitarían reglas y normas más avanzadas
con una base local y territorial. Una parte importante del asenta
miento fue la aparición gradual de los nuevos idiomas territoriales
de Europa. Más adelante describiré la evolución del inglés. Además,
una segunda fase de la estabilización demográfica (no mencionada
por Strayer) fue la conquista de las fronteras internas de Europa.
Poco después del 1150 no quedaban espacios vírgenes apreciables.
La parte occidental del continente estaba ocupada por poblaciones
sedentarias que debían lealtad, aunque sólo fuera temporalmente, a
un Estado u otro. Aunque la iglesia seguía poseyendo poderes nor
mativos, éstos se detenían en las fronteras de los Estados. El frenazo
más espectacular se produjo en el siglo XIV con un cisma papal. Un
papa, en Avignon, contaba con el apoyo de la corona francesa; el
otro, en Roma, dependía del emperador de Alemania y del rey de
Inglaterra. Todos los Estados interesados tenían conciencia de una
contradicción entre su deseo de que la Cristiandad se reunificara y
su interés político en debilitar al papado.
En tercer lugar, Strayer aduce que el Estado secular era el que
mejor podía aportar paz y seguridad a las que «en una era de vio
lencia, casi todos los hombres aspiraban por encima de todo». Eso
elude dos cuestiones. La primera es que en algunas zonas no estaba
claro cu á l Estado aportaría la paz y la seguridad. Había enormes
territorios en disputa, comprendido todo el oeste de Francia, que se
disputaban las coronas inglesa y francesa.
La marcha de la Guerra de los Cien Años es instructiva acerca
de los poderes del Estado. Cuando los franceses comprendieron (des
pués de la batalla de Poitiers) que probablemente perderían las gran
des batallas campales, las evitaron. Cuando se los atacaba, se retira
ban a sus castillos y sus ciudades amuralladas 3. La guerra se con
virtió en una serie de ch eva u ch ées, «cabalgadas», en las que un pe
queño ejército inglés o francés efectuaba una incursión en territorio
enemigo cobrando exacciones, saqueando y matando. Las ch ev a u
ch ées demostraban a los vasallos de la corona opuesta que su actual
señor no podía darles paz y seguridad, y su objetivo era hacer que
le retiraran aquella lealtad. Al final de la guerra, gran parte de Fran
cia habría estado en situación mucho mejor sin ninguna de las dos
coronas, pero esa opción no se presentó. Al final triunfó la versión
francesa de «paz y seguridad». La barrera logística del Canal de La
Mancha impidió a los ingleses apoyar a sus vasallos franceses, bre
tones y gascones regularmente o movilizar las grandes fuerzas per
3 Agincourt (1415) fue la excepción, pero los franceses tenían motivos para pensar
que podían ganar. Enrique V había estado tratando de evitar la batalla debido a la
debilidad de sus tropas. Acerca de la Guerra de los Cien Años, véase Fowler, 1971,
1980, y Lewis, 1986.
manentes necesarias para unos sitios sostenidos. Gradualmente, la
garantía que brindaba la corona francesa de la densa red de costum
bres, derechos y prerrogativas locales fue avanzando paso a paso
hacia el oeste y hacia el sur a partir de su núcleo de la Isla de
Francia. Las incursiones inglesas sólo podían interrumpir aquel avan
ce breve aunque salvajemente. Quizá también entonce? surgieran los
primeros impulsos del «nacionalismo» francés donde zonas nuclea
res de Francia compartían una «comunidad étnica» con el rey francés
y una hostilidad hacia los ingleses. Pero, como concluye Lewis (1968:
59 a 77), eso fue en realidad el resu ltad o de una guerra prolongada
que confirmó que el papel de las dos coronas era más territorial que
dinástico. En todo caso, la «comunidad étnica» se basaba en un
interés común en la estabilidad de las normas judiciales y las cos
tumbres. Donde existían Estados territoriales, por frágiles que pare
ciesen, era difícil desalojarlos de su núcleo. Por lo general, a los
usurpadores y los invasores les fue mal en el período siguiente a las
expansiones normandas, porque ponían en peligro las costumbres
establecidas. Les resultaba más fácil a la Cristiandad y al Islam des
alojarse mutuamente de sus respectivos Estados que modificar el
orden geopolítico de la propia Cristiandad. Sin embargo, la Guerra
de los Cien Años reveló una lenta consolidación de la soberanía
judicial en Estados territoriales más extensos, aunque todavía débi
les, debido en parte a la logística de la guerra.
Pero no había Estados territoriales en todas partes. Desde Flan-
des, pasando por el este de Francia y el oeste de Alemania, hasta
Italia y la costa del Mediterráneo, que seguía siendo cristiana, im
peraban instituciones políticas diferentes. Condes, duques e incluso
reyes, compartían allí el poder con instituciones urbanas, especial
mente comunas y obispados independientes. Y también ésta era una
zona económicamente dinámica. Esto plantea la segunda cuestión
que elude Strayer. No todos los acontecimientos económicos habían
exigido ya la pacificación por el Estado, como sugiere él. Si ahora
la exigían, era como resultado de las nuevas características de la
economía. El desarrollo económico aportó n u eva s necesidades de
pacificación.
Esas necesidades eran más complicadas y fundamentalmente téc
nicas: cómo organizar mercados, cumplir contratos específicos pero
reiterativos, cómo ordenar las ventas de tierras en una sociedad en
la que hasta entonces habían sido raras, cómo garantizar la propie
dad mueble, cómo organizar la obtención de capital. La iglesia no
se había ocupado extensivamente de esas cuestiones: en el Imperio
Romano habían sido de la incumbencia del Estado y del derecho
privado; en la Edad Media no habían sido problemáticas. La iglesia
tenía poca tradición de prestar servicios en esa esfera y, de hecho,
parte de su doctrina no era especialmente útil (por ejemplo, las leyes
sobre la usura). Casi todas esas cuestiones técnicas tenían un ámbito
territorial extensivo y, aunque el Estado no era el único organismo
de poder que podía colmar el vacío (había asociaciones de comer
ciantes y de burgueses que lo hacían, por ejemplo, en Italia y en
Flandes), donde ya existían Estados extensos, su relativa extensivi-
dad era idónea para hacerlo. De ahí que de común acuerdo, sin
oprimir de verdad a nadie, la mayor parte de los Estados más ex
tensos empezaran a desempeñar un papel regulador mayor en los
asuntos económicos, especialmente en cuanto a los derechos de pro
piedad, y se ocuparan estrechamente del crecimiento económico ex
tensivo. Pero eso era en gran medida una reacción: el dinamismo
inicial del desarrollo procedía de otras partes, de las fuerzas descen
tralizadas identificadas en el último capítulo. Si los Estados hubieran
aportado la infraestructura inicial para el desarrollo, sin duda ha
brían tenido más poder del que tuvieron efectivamente, tanto en este
siglo como en los posteriores.
La extensión judicial del Estado no había avanzado demasiado.
La organización de la justicia en este siglo debe contemplarse con
un cierto escepticismo. Durante el reinado de Juan hallamos un caso
bastante trágico en el Fine Roll, que registra que «la esposa de Hugh
de Neville da al señor rey 200 gallinas para que pueda yacer una
noche con su esposo». La entrega de las gallinas se organizó, de
hecho, a tiempo para la Pascua de Resurrección, de modo que po
demos suponer que la dama quedó satisfecha.
Las excentricidades de Juan ofrecen un correctivo a las visiones
modernas de los sistemas judiciales. Enrique II había avanzado la
centralización, la fiabilidad y la «racionalidad formal» del sistema
judicial inglés. Pero a éste se le seguía ordeñando como fuente de
riqueza, y el clientelismo y la corrupción eran inseparables de la
justicia. Los justicias, sheriffs y alguaciles que formaban la plantilla
del mecanismo administrativo provincial no estaban sino escasamen
te controlados por el rey. De la logística del poder autoritario me
ocupo más adelante en este mismo capítulo.
Otros Estados tenían todavía menos control sobre sus agentes
locales y señores que el Estado relativamente unitario inglés con
quistado por los normandos. En otras partes, la mayor parte de las
funciones judiciales no las ejercía el Estado, sino señores y clérigos
locales. Por lo general, el impulso hacia una mayor centralización
procedió de la conquista, como ocurrió en Francia tras la gran ex
pansión de Felipe Augusto (1180-1223) y en España a medida que
se iba arrancando cada provincia al Islam. Para el 1200 había prín
cipes, como los reyes de Inglaterra, Francia y Castilla y el empera
dor de Alemania, que habían conseguido un cierto control judicial
sobre los territorios bajo su soberanía. Pero esto nos lleva a la se
gunda fase de la edificación del Estado, que se inicia en la época de
Enrique II y se revela en los ingresos de éste.
La última fuente del cuadro 13.1 son los tributos representados
por los ta llages y el scutagium . Revela la segunda función pública
del Estado. Además del aspecto de sucesión feudal mencionado an
teriormente, la corona inglesa poseía el derecho de recaudar tributos
con un solo objetivo: «necesidad urgente», lo cual significaba la gue
rra. Esto no cambiaría hasta el decenio de 1530. Los príncipes se
encargaban de la defensa del reino, lo cual implicaba recabar contri
buciones de sus súbditos. Pero cada contribución tendía a obtener
de manera diferente y casuística. Y por lo general los príncipes no
pedían dinero, sino servicios personales: la mesnada feudal. En un
reino conquistado, como Inglaterra, esto se podía organizar sistemá
ticamente: x número de caballeros y soldados proporcionados a la
mesnada para cada superficie y o valor z de tierra tenida en teoría
en nombre del rey.
A lo largo del siglo XII varias tendencias socavaron la eficacia
militar de la mesnada y llevaron a la segunda fase del crecimiento
del poder del Estado. Unos regímenes complejos de sucesión, espe
cialmente la fragmentación de las parcelas, hicieron que la evaluación
de la obligación militar resultara cada vez más difícil. Algunos se
ñores vivían en entornos pacíficos y sus mesnadas eran cada vez más
inútiles desde el punto de vista militar. A fines del siglo XII también
cambió el carácter de la guerra, a medida que el espacio europeo se
iba llenando de Estados organizados: ahora las campañas eran más
largas e implicaban asedios prolongados. En Inglaterra, la mesnada
feudal servía sin sueldo durante dos meses (y sólo treinta días en
tiempo de paz); a partir de entonces, su coste recaía sobre el rey.
Así, a fines del siglo XII los príncipes empezaron a necesitar más
dinero para hacer la guerra, al mismo tiempo que algunos de sus
súbditos estaban menos dispuestos a presentarse en persona. El re
sultado de transacción llevó a expedientes como el scu tagiu m (pago
en lugar de aportar el propio scutum o escudo) y el tallage, impuesto
sobre las ciudades (dado que los grupos urbanos eran menos belico
sos).
El Estado tenía bastante más peso en el sector urbano. La au
sencia de derechos absolutos de propiedad privada significaba que
las transacciones en tierras implicaban unas largas negociaciones se
lladas por una autoridad independiente, en este caso el rey. Como
las ciudades atraían una inmigración considerable durante la expan
sión económica de esos siglos, el rey podía esperar unos ingresos
considerables de las transacciones en tierras realizadas allí. En se
gundo lugar, la función de protección externa del rey tenía una per
tinencia especial para los comerciantes internacionales «extranjeros».
El rey recibía pagos de ellos a cambio de su protección (Lloyd,
1982). Los dos poderes se combinaban para ejercer una regulación
estatal considerable de los gremios de comerciantes en los siglos XIII
y XIV. Veremos que la alianza Estado-ciudad consiguió por ley la
pacificación normativa iniciada por la iglesia.
Fuera del sector urbano, las- actividades económicas de los Esta
dos seguían siendo limitadas. Es cierto que la monarquía inglesa
intentó intermitentemente regular los precios y la calidad de los ali
mentos básicos, aunque lo hacía en colaboración con los señores
locales. Esa regulación se fue haciendo más estricta y se aplicó tam
bién a los salarios, en las circunstancias especiales de fines del si
glo XIV, tras la Peste Negra. En general, sin embargo, el Estado
aportó pocos de los apoyos infraestructurales a la economía que
vimos en los imperios antiguos. Por ejemplo, Inglaterra no poseyó
una moneda uniforme hasta el decenio de 1160, y Francia hasta
1262, y ningún país poseyó pesos y medidas uniformes hasta el si
glo XIX. La cooperación obligatoria había quedado barrida por la
pacificación normativa de la Cristiandad, y el Estado europeo nunca
la recuperó.
Así, el Estado pesaba poco más que los grandes clérigos o mag
nates. Esas primeras contabilidades de ingresos revelan un Estado
pequeño que vivía a costa de la «renta de protección» (Lañe, 1966:
373 a 428). La defensa y la agresión externas, junto con el mante
nimiento del orden público básico, eran las funciones públicas más
importantes con mucho, e incluso éstas estaban parcialmente des
centralizadas. Esta visión sigue siendo coherente con la expuesta en
el último capítulo, de un Estado débil, aunque ya territorializado,
que carecía de poderes monopolistas. Pero para el 1200 había dos
cosas que estaban empezando a amenazar esa forma de gobierno. La
primera era la evolución de una nueva racionalidad militar que fo
mentaba la territorialidad del Estado. La segunda era el problema de
la pacificación entre Estados territoriales. Los grupos que actuaban
en ese espacio —especialmente los comerciantes— se volvían cada
vez más hacia el Estado en busca de protección y, al hacerlo, inten
sificaban el poder de éste. Podemos ver ambas tendencias si cons
truimos una serie cronológica de ingresos totales a partir del 1155.
Ingresos anuales
(en miles de libras esterlinas)
R ein a d o A ños C orrientes C onstantes Indice de precios
5 En relación con los progresos m ilitares, véase Finer, 1975; Howard, 1976: 1 a
19; Verbruggen, 1977. Véanse relatos vividos de las humillaciones sufridas por la
nobleza francesa en Tuchman, 1979.
CUADRO 13.4. Promedios anuales de cuentas de gastos en 1335-1337,
1344-1347 y 1347-1349 (a precios corrientes)
* Las cifras qu e figuran en los presupuestos del Estado raras veces dan un total exacto hasta m e
diados del siglo x ix .
7 Mis principales fuentes sobre el Ducado de Borgoña han sido Cartellieri, 1970;
Vaughan, 1975, y Arm strong, 1980 (esp. el cap. 9). Vaughan también ha escrito una
serie de vividas biografías de los distintos duques. Especialmente buena es la de
Carlos el Temerario (1973).
Incluso su legitimidad dinástica era insuficiente. Aspiraba al título
de rey, pero formalmente debía homenaje por sus tierras occidenta
les a la corona francesa (con la que tenía estrechos lazos de paren
tesco), y por sus tierras orientales al emperador de Alemania. Podían
haberle concedido el título, pero era poco probable que lo hicieran.
Estaba en la cuerda floja. Había unido a los dos grupos princi
pales (las ciudades y la nobleza) del pasillo central europeo amena
zado por las pretensiones de dos Estados territoriales, Francia y
Alemania. Ni los grupos internos ni los Estados rivales querían que
Borgoña fuera un tercer Estado importante, pero todos esos grupos
eran mutuamente antagónicos y se podían explotar sus rivalidades.
El duque hacía aquellos equilibrios con gran destreza, aunque in
evitablemente se ponía del lado de la nobleza y no de las ciudades.
La corte borgoñona fascinó las mentes tanto de los contemporá
neos como de los sucesores. Su «brillantez» provoca la admiración
general. Su celebración de la caballería atraía extraordinariamente a
un mundo europeo en el que estaban en decadencia las infraestruc
turas auténticas de la caballería (la mesnada feudal, el señorío, la
Cristiandad transcendental). Su Orden del Toisón de Oro, que com
binaba símbolos de pureza y valor del Antiguo Testamento y del
Nuevo, así como de los clásicos, era la condecoración más preciada
de Europa. Sus duques, como revelan sus apodos, eran los gober
nantes más elogiados de su época. Más adelante, el ritual de la corte
borgoñona se convirtió en el modelo para los rituales del absolutis
mo europeo, aunque el proceso hubo que hacerlo estático. Porque
el ritual borgoñón representaba m ovim ien to , y no centralización te
rritorial: las jo y eu ses en trées, desfiles ceremoniales de los duques al
llegar a sus ciudades; los torneos, durante los cuales los campos se
decoraban magníficamente, aunque de forma pasajera; la búsqueda
del Vellocino de Oro por Jasón. Y dependía de una nobleza libre,
que se presentaba voluntariamente y con dignidad personal ante su
señor.
Para el siglo XV, un Estado feudal de ese tipo tropezaba con
dificultades logísticas. La guerra exigía la adopción de disposiciones
permanentes en materia fiscal y de efectivos militares, y un cuerpo
disciplinado de aristócratas, pequeños nobles, burgueses y mercena
rios que aportaran normalmente esos recursos a su gobernante. Las
clases gobernantes borgoñonas eran demasiado libres para que se
pudiera confiar totalmente en ellas. La riqueza del corredor lo com
pensaba algo, pero la lealtad de las ciudades era incierta y la con
ciencia de clase de los propios duques no contribuía a atraérsela.
A Felipe el Temerario le gustaba pasar por una alfombra en la que
estaban representados los jefes de una rebelión de las ciudades de
Flandes: pisar las efigies de los plebeyos que habían osado desafiarlo.
Las fuerzas y las debilidades borgoñonas se revelaron en el campo
de batalla. Y en él la mesnada feudal, incluso endurecida por mer
cenarios y por la artillería más avanzada de Europa, ya no poseía
ventajas sobre ejércitos menos centrados en los caballeros. Al igual
que en todos los Estados feudales, pero no en los Estados territo
riales centralizados, era mucho lo que dependía de las cualidades
personales y de los accidentes sucesorios.
Las dificultades se combinaron repentinamente en 1475-1477 y
causaron la desaparición rápida del ducado. La temeridad del duque
Carlos se convirtió en necedad. Al tratar de acelerar la consolidación
territorial de sus tierras orientales, se enfrentó con demasiados ene
migos a la vez. Se lanzó en inferioridad numérica contra la temible
falange de picas de las ciudades suizas. Lo abigarrado que era su
ducado estaba perfectamente representado en sus fuerzas en las dos
últimas batallas: un núcleo de caballeros borgoñones con armaduras
pesadas; infantería flamenca de dudosa lealtad (la mayor parte toda
vía estaba desplazándose hacia el sur en el momento de la batalla) y
mercenarios extranjeros que aconsejaron la retirada (como hacían a
menudo los mercenarios sensatos). La batalla final de Nancy fue una
derrota total cuando los caballeros borgoñones no lograron quebran
tar la falange de picas. El duque Carlos huyó, quizá ya gravemente
herido. Trató de galopar por un arroyo y perdió el caballo. Tamba
leante con su armadura pesada, era un blanco fácil. Alguien le partió
el cráneo, probablemente con un hacha. Dos días después se sacó a
rastras de un arroyo embarrado su cadáver desnudo, sin sus elegan
tes atavíos, sin su armadura ni sus joyas y parcialmente devorado
por los lobos. Identificado por la longitud de sus uñas y por viejas
heridas, era una imagen terrible del final del feudalismo.
Sin un heredero varón, el ducado se desmembró rápidamente, en
una imagen invertida de su propio crecimiento. El emperador de
Alemania, Maximiliano de Habsburgo, «aliado» de Carlos, se llevó
a su hija como esposa. Sus tierras se fueron sometiendo una por una
a los monarcas Habsburgo o Valois.
En el siglo siguiente las tierras borgoñonas seguían formando una
parte clave de otro Estado en cierta medida dinástico y territorial
mente descentralizado, el Imperio Habsburgo de Carlos V y Feli
pe II. Pero incluso esos regímenes habían desarrollado en cada uno
de sus núcleos —Austria, Nápoles, España y Flandes— muchos de
los requisitos del Estado «moderno», concentrado y centrado terri
torialmente. Como observa Braudel (1973: 701 a 703), para media
dos del siglo XVI lo que importaba era la concentración territorial
de recursos. Los recursos más vastos, pero más dispersos, de los
Habsburgo no podían desplegarse en una concentración fiscal-mili
tar igual a la de un reino de tamaño intermedio con un núcleo fértil
y dócil, como Francia. Desde ambos extremos, los Estados conver
gían hacia ese modelo. Al igual que los dominios de los Habsburgo
se desintegraron en España, Austria y los Países Bajos, las ciudades
suizas formaron una confederación más estrecha. En Alemania e
Italia el proceso llevó mucho más tiempo, pero el modelo era evi
dente. Veamos por qué.
8 Las principales fuentes .a este respecto han sido Paré y otros, 1933; Rashdall,
1936, y M urray, 1978.
control a través del espacio al número cada vez mayor de personas
alfabetizadas (Cipolla, 1969: 43 a 61; Clanchy, 1981). La capacidad
de los sistemas antiguos de comunicación se vio superada por pri
mera vez a fines del siglo XIII y principios del XIV por una revolu
ción técnica: la sustitución del pergamino por el papel. Innis (1950:
140 a 172) lo ha descrito agudamente. Como dice él, el pergamino
es duradero, pero caro. En consecuencia, es adecuado por las orga
nizaciones de poder que hacen hincapié en el tiempo, la autoridad
y la jerarquía, como la iglesia. El papel, al ser ligero, barato y de-
sechable, favorece el poder difuso y descentralizado. Al igual que la
mayor parte de las invenciones ulteriores que se comentarán dentro
de un momento, el papel no era originario de Europa. Se venía
importando del Islam desde hacía varios siglos. Pero cuando se es
tablecieron papeleras en Europa —la primera conocida ya funciona
ba en 1276— se pudo explotar la baratura potencial del papel. Pro-
liferaron los escribanos, los libros y el comercio de libros. Las gafas
se inventaron en la Toscana en el decenio de 1280, y en dos decenios
se difundieron por toda Europa. Incluso el volumen de la corres
pondencia papal era tres veces superior en el siglo XIV a lo que había
sido en el XIII (Murray, 1978: 299 y 300). El uso de escritos como
instrucciones a los agentes de la corona inglesa se multiplicó. Así,
entre junio de 1333 y noviembre de 1334, el sheriff de Bedfordshire
y Buckinghamshire recibió 2.000. Ello desarrolló simultáneamente la
burocracia del rey y la de los sheriffs locales (Mills y Jenkinon,
1928). También se multiplicaron las copias de libros. Los Viajes de
Sir John Mandeville, escritos en 1316, han sobrevivido en más de
200 ejemplares (había uno en la pequeña biblioteca del desgraciado
hereje Menocchio, a quien encontramos en el capítulo 12). Algo que
indica el estado lingüístico transicional de Europa, donde las lenguas
territoriales vernáculas estaban sustituyendo gradualmente al latín,
es que 73 ejemplares están en alemán y neerlandés, 37 en francés,
40 en inglés y 50 en latín (Braudel, 1973: 296).
Por otra parte, y hasta que se inventó la imprenta, la alfabetiza
ción y la posesión de libros estaban limitadas a los relativamente
ricos y urbanizados y a la iglesia. Se dispone de estimaciones esta
dísticas de alfabetización para períodos ligeramente posteriores, aun
que sabemos que fue en aumento a lo largo de la Edad Media en
Inglaterra. Cressy (1981) ha medido la alfabetización por la capaci
dad para firmar con el propio nombre las declaraciones ante los
tribunales locales, como está registrado en la diócesis de Norwich
en el decenio de 1530. Mientras que en esos años todo el clero, todos
los profesionales y casi todos los pequeños nobles sabían firmar,
sólo un tercio de los agricultores libres, una cuarta parte de los
comerciantes y artesanos y aproximadamente el 5 por 100 de los
campesinos sabían firmar. Le Roy Ladurie (1966: 345 a 347) halló
niveles igual de bajos en el Languedoc rural desde el decenio de 1570
hasta el de 1590: sólo el 3 por 100 de los jornaleros agrícolas y el 10
por 100 de los campesinos más ricos sabían firmar. El no especialista
podría dudar de si firmar el propio nombre es una buena medida de
la «alfabetización». Pero los historiadores aducen que puede utili
zarse como medida de la capacidad de leer, más un mínimo de la
de escribir. La lectura, y no la escritura, era el conocimiento más
apreciado y más difundido. No se ganaba nada con aprender a fir
mar el nombre de uno antes de aprender a leer, y no había ningún
gran incentivo para aprender a escribir, salvo que la posición con
creta de poder que tuviera uno lo exigiera. A fines de la Edad Media,
el leer y escribir eran todavía actividades relativamente «públicas».
Los documentos importantes, como la Magna Carta, se exhibían en
público y se leían en voz alta a las asambleas locales. Los documen
tos, los testamentos y las cuentas se escuchaban; todavía tenemos
supervivencias de la cultura de «la palabra oída», por ejemplo, la
«auditoría» de cuentas, o la frase «no había oído hablar de él»
(Clanchy, 1981). La alfabetización seguía siendo, paradójicamente,
en gran medida oral y limitada a los escenarios del poder público,
sobre todo la iglesia, el Estado y el comercio.
A fines del siglo XIV se produjo un caso clave que reforzó esos
límites. John Wycliffe pertenecía a la larga tradición de los defenso
res radicales de la salvación universal individual sin mediación sa
cerdotal: «Pues cada hombre que se condene, se condenará por su
propia culpa, y cada hombre que se salve se salvará por sus propios
méritos.» Inició el movimiento lolardista, que tradujo la Biblia al
inglés y difundió la literatura vernácula por conducto de una «red
alternativa de comunicaciones» de artesanos, agricultores libres y
maestros de escuelas locales. La jerarquía eclesiástica persuadió al
gobierno de que aquello era una herejía. A eso siguió la persecución
y una rebelión reprimida. Sin embargo, todavía sobreviven 175 ejem
plares manuscritos de la Biblia de Wycliffe en vernácula. Y el lolar-
dismo sobrevivió en las tinieblas de la historia.
Esto confirmaba las restricciones de clase y de sexo (pocas mu
jeres sabían leer y todavía menos escribir) de la alfabetización pú
blica. Sin embargo, dentro de esos límites, la alfabetización se fue
generalizando a lo largo de la Baja Edad Media, difundiéndose mu
cho entre los grupos sociales dominantes. La lengua vernácula na
cional los iba integrando, empezando a reforzar una moral de clase
centralizada territorialmente, que era una alternativa viable a las re
des tradicionales, de moral de clase no territorial, tipificada por el
Ducado de Borgoña.
Si pasamos de la comunicación simbólica a la comunicación de
objetos, vemos que los sistemas de transporte se desarrollaron de
manera más fragmentaria. Por tierra, en todo el período no se cons
truyó nada igual a los caminos y los acueductos romanos, de forma
que la velocidad de las comunicaciones por tierra no mejoró. Por
mar, en el Mediterráneo se había iniciado muy pronto una lenta serie
de perfeccionamientos de los barcos antiguos, que continuó a lo
largo de todo el período, con una aportación constante y creciente
del norte y del Atlántico. La brújula magnética llegó de China a
fines del siglo XII; el gobernalle de codaste se descubrió (indepen
dientemente de la ¿ívención china mucho más antigua) en el norte
en el siglo XIII. Estos y otros progresos aumentaron el tonelaje de
los barcos, les permitieron navegar durante parte del invierno y me
joraron la navegación de cabotaje. Pero el adelanto verdaderamente
revolucionario de la arboladura cruzada y la navegación oceánica no
se produjo hasta después, a mediados del siglo XV.
Paremos el reloj en el punto en que los relojes pasaron a formar
parte de la vida civilizada, a principios del siglo XV, y veamos hasta
dónde había avanzado la logística del poder extensivo. Al principio
lo que vemos no nos impresiona. El control y las comunicaciones a
distancia eran del mismo orden general que en la época romana. Por
ejemplo, la logística de la movilidad militar era más o menos la
misma que a lo largo de la mayor parte de la historia antigua. Los
ejércitos seguían pudiéndose desplazar durante tres días sin aprovi
sionarse y durante unos nueve si no necesitaban transportar agua.
Había perfeccionamientos concretos. Se podían transmitir más men
sajes escritos y había más gente que pudiera leerlos (aunque no es
cribirlos); existían rutas de navegación de bajura más fiables y rápi
das y la comunicación entre las clases se había facilitado gracias a la
identidad cristiana común y a que las lenguas cada vez más comunes
en cada zona «nacional». Pero del lado negativo, probablemente el
transporte por tierra no había mejorado, y las vías de comunicación
a distancia verdaderamente larga estaban parcialmente bloqueadas
por las fronteras estatales, los peajes, disposiciones comerciales un
tanto casuísticas y la incertidumbre acerca de las relaciones entre la
iglesia y el Estado. Las recuperaciones y las innovaciones extensivas
seguían estando compartidas entre varios organismos de poder su
puestos y rivales.
Pero esta combinación de elementos positivos y negativos tendía
a facilitar el control sobre un terreno concreto: el Estado «nacional»
emergente. Después de todo, la comparación con Roma es inopor
tuna si lo que estamos estudiando es el control político. El Estado
del siglo XIV en Inglaterra aspiraba al control sobre una zona de
sólo un poco más de la vigésima parte del Imperio Romano. Si bien
sus infraestructuras técnicas eran más o menos comparables con las
romanas, los poderes de coordinación que podía ejercer eran apro
ximadamente veinte veces mayores que los de Roma. En particular,
su capacidad de llegar hasta las provincias era mucho más segura.
En el siglo XII los sheriffs y otros agentes provinciales estaban obli
gados a llevar sus cuentas a Westminster dos veces al año. En los
siglos XIII y XIV, al ir progresando el Exchequer, se redujo a una
sola visita, que duraba unas dos semanas cada condado; pero ahora
el escrutinio al que se sometían esas cuentas era más profundo. Tal
coordinación física habría sido imposible para los romanos, salvo en
el marco de cada provincia. En 1322 se invirtió el proceso, cuando
el Exchequer con todos sus archivos se trasladó a York. El que en
ese viaje se tardara trece días para recorrer 300 kilómetros suele
interpretarse como un indicio de lo malas que eran las comunicacio
nes (Jewell, 1972: 26). El que simplemente se hiciese, y siguiera
haciéndose regularmente en los dos siglos siguientes, indica el vigor
del control estatal. Conforme a criterios romanos, los sheriffs ingle
ses sufrían un diluvio de instrucciones y peticiones escritas, estaban
asediados por comisiones investigadoras y encerrados en una rutina
de presentación regular de informes 9. Tanto los caminos como los
ríos y la navegación de bajura, la alfabetización y la disponibilidad
de material para los ejércitos eran apropiados para la penetración
rutinaria de una superficie territorial tan limitada.
Naturalmente, las facultades oficiales del propio Estado eran mu
cho menores en la Inglaterra de la Alta Edad Media. Ningún rey
creía en serio, ni fomentaba la creencia, que fuera divino ni que sólo
su palabra fuera ley, como habían creído muchos emperadores. Nin
Francis Bacon escribía al final del siglo XVI que tres invenciones
habían «cambiado toda la faz y el estado de las cosas en todo el
mundo»: la pólvora, la imprenta y la brújula. No podemos polemi
zar con el espíritu de la observación, aunque podríamos modificar
sus detalles 10. Las baterías de artillería, la imprenta de tipos móviles
y una combinación de técnicas de navegación oceánica y barcos de
arboladura cruzada cambiaron, efectivamente, la faz extensiva del
poder en todo el mundo. Probablemente todas recibieron su impulso
inicial de Oriente (aunque es posible que la imprenta se redescubrie
ra por separado en Europa), pero fue su gran difusión, y no su
invención, lo que constituyó la contribución europea a la historia
mundial del poder.
La artillería fue la primera y la que con más lentitud se fue
haciendo eficaz. En uso en 1326, ni las baterías ni las armas indivi
duales fueron un arma decisiva en tierra hasta después de que Car
los VIII de Francia invadiera Italia en 1494, y el primer apogeo de
la artillería naval fue algo posterior. La «revolución en la navega
10 Respecto de las tres invenciones, véase Cipolla, 1965; W hite, 1972: 161 a 168,
y Braudel, 1973: 285 a 308.
ción» que llevó a la navegación de altura en lugar de a la bajura,
duró la mayor parte del siglo XV. La imprenta de tipos móviles fue
relativamente rápida. Fechada en 1440-1450, en el 1500 había pro
ducido 20 millones de libros (para una población europea de 70
millones de habitantes).
La coincidencia cronológica de su período de despegue,
1450-1500, es asombrosa. También lo es su vínculo con las dos es
tructuras emergentes de poder de la sociedad europea, el capitalismo
y el Estado nacional. El impulso conexo aportado por las dos parece
haber sido decisivo en Europa e inexistente en Asia. El dinamismo
capitalista era evidente en los avances de la navegación, así como en
el valor al servicio de la codicia que llevó a los buques al incógnito
océano. La imprenta, bajo el patrocinio de los grandes prestamistas,
era un negocio capitalista lucrativo orientado hacia el mercado des
centralizado de masas. Las fábricas de artillería, de propiedad priva
da, fueron la primera industria pesada del mundo. Pero la depen
dencia del capital respecto del Estado nacional era evidente en dos
de los casos. Los navegantes encontraron financiación, concesión de
licencias y protección estatales primero en Portugal y España, y
después en Holanda, Inglaterra y Francia. La artillería estaba casi
totalmente al servicio de los Estados, y su fabricación también estaba
autorizada y protegida por los Estados. Ahora los navegantes, los
artilleros y otros trabajadores especializados tenían que saber leer y
escribir, y se crearon escuelas en las que la enseñanza se impartía en
la lengua vernácula nacional (Cipolla, 1969: 49). Al principio, la
imprenta estuvo al servicio del Dios más tradicional del cristianimo.
Hasta mediados del siglo XVI, la mayor parte de los libros eran
religiosos y estaban en latín. Hasta entonces no empezó a imponerse
la lengua vernácula nacional, de forma que la imprenta también re
forzaría las fronteras de los Estados nacionales, poniendo fin a la
viabilidad pública de las lenguas transnacionales que eran el latín y
el francés y de los dialectos de las diversas regiones de cada Estado
importante.
El efecto de las tres invenciones se reserva para el próximo ca
pítulo. Pero al llegar al final de éste, resumen su tema: a medida que
el dinamismo inicial de la Europa feudal se hacía más extensivo, el
capitalismo y el Estado nacional formaron una alianza flexible, pero
coordinada y concentrada, que al cabo de poco tiempo se intensifi
caría y conquistaría tanto el cielo como la tierra.
Bibliografía
Ingresos anuales
(en miles de libras esterlinas)
Reinado Años Corrientes Constantes Indice de precios
Nota: Estas cifras son directam ente com parables con las citadas en el cuadro 13.2. Véanse detalles
sobre todas las fuentes y los cálculos en M ann, 1980.
Fuentes: Ingresos: 1502-1505, D ietz,. 1964a, corregidos por W olffe, 1971; 1559-1602, D ietz, 1923;
1604-1640, D ietz, 1928; 1660-1668, Chandam an, 1975. Indice de precios: Phelps-Brow n y H op-
kins, 1956.
4 Las causas de este aumento no están claras. Gran parte de la plata que llegaba
a España del Nuevo Mundo —factor que contribuyó a ello— se contrabandeaba, y
en consecuencia no se pueden seguir sus desplazamientos (Outhwaite, 1969).
niobras irrepetibles: expropiación de la iglesia, envilecimiento de la
moneda, venta de tierras de realengo, empréstitos por doquier. Bajo
Enrique VIII ocurrió una novedad importante y permanente: los
impuestos en tiempo de paz. A partir de 1530 aproximadamente no
cabe suponer que los impuestos tuvieran por causa el estallido de
una guerra (Elton, 1975), aunque los permisos para concesiones de
impuestos seguían estando dedicados casi totalmente a aliviar la in
flación y atender a los gastos militares.
Es posible que esos años señalen un importante cambio. En 1534
el preámbulo de la autorización parlamentaria para conceder im
puestos menciona por primera vez los beneficios civiles generales del
gobierno del rey. Esto parece referirse en gran medida a las necesi
dades de la pacificación en Irlanda y a las fortificaciones y obras
portuarias. Sin embargo, Schofield lo considera «revolucionario»,
porque el lenguaje parlamentario empieza a estar sembrado de refe
rencias bastante generales a «la grandeza y la beneficencia» del rey
(1963: 24 a 30). ¿Qué ocurría con las «funciones civiles» del Estado
Tudor y Estuardo? ¿Estaban ampliándose? Esto plantea el tema del
tercer innovador, el aumento de la función coordinadora del Estado
hasta el punto en que el Estado nacional se convierte en una unidad
orgánica.
Si observamos meramente las finanzas, no es discernible un
aumento de las funciones civiles en el siglo XVI. Los gastos de la casa
aumentaron en un 500 por 100 entre el reinado de Enrique VII y
los últimos años de Isabel (Dietz, 1932), aproximadamente igual que
la subida de los precios. Ningún otro gasto no militar aumentó tan
to. Pero con Jacobo I se produjo un cambio. Sus gastos civiles se
elevaron por encima del nivel de Isabel en un momento de deflación
de los precios.
En los últimos cinco años (1598 a 1603) del reinado de Isabel los
gastos anuales medios se situaron en torno a 524.000 libras, de cuyo
total los gastos militares representaban el 75 por 100. Jacobo I hizo
la paz con todas las potencias extranjeras y redujo sus gastos mili
tares (en gran medida para guarniciones en Irlanda) a un 30 por 100
de su presupuesto. Durante el período de 1603 a 1608 su promedio
de gastos anuales fue de unas 420.000 libras, de modo que los gastos
civiles habían subido en un 25 por 100 (Dietz: 1964: II, 111 a 113;
explicado en Mann, 1980, con la adición de nuevos cálculos). Dietz
(1928) revela tres factores que contribuyeron a este aumento. En
primer lugar, al contrario que Isabel, Jacobo I estaba casado y tenía
hijos y, en consecuencia, los gastos de su casa eran mayores. En
segundo lugar, era pródigo, como afirmaban sus adversarios; ¡el gas
tar 15.593 libras en la cuna de la reina Ana demostraba prodigali
dad! Pero esa «prodigalidad» se fundía con un tercer factor de gastos
que estaba empezando a ser inherente en todos los Estados: las re
compensas a los nobles que desempeñaban cargos. Jacobo compra
ba la lealtad y el servicio de sus magnates en parte porque se sentía
inseguro como extranjero escocés en el trono. Pero el «sistema del
reparto» se hizo común en toda Europa, incluso bajo reyes presun
tamente más fuertes que Jacobo. El coste del reparto no era extraor
dinario, y se quedaba empequeñecido ante los gastos militares. Pero
su significado era mayor que su coste, pues anunciaba una extensión
de las funciones del Estado.
" Bean (1973: 212) afirma que en el período medieval los Estados gastaban menos
del 1 por 100 de la renta nacional en la guerra, más del 2 por 100 en el siglo XVI y
del 6 al 12 por 100 en el siglo XVII. Sin duda esto es erróneo. Para que fuera cierto,
la renta nacional tendría que haber ido bajando en los siglos XVI y xvn, hipótesis
que es imposible.
caudadas eran globales, impuestas sobre la riqueza neta de las pro
pias comunidades locales y cobradas en un período muy breve de
tiempo. Schofield ha demostrado que las sumas asignadas por el
Parlamento se pagaban invariablemente. Las sumas exigidas por el
Estado Tudor deben de haber sido una proporción muy pequeña de
los recursos nacionales. En términos de sus funciones que exigían
recursos, el Estado Tudor y el Estuardo iniciales eran típicos de la
Baja Edad Media. A su principal actividad tradicional de hacer la
guerra habían añadido un mecanismo administrativo y fiscal más
regular que, sin embargo, seguía sirviendo para fines militares. In
cluso cuando el tamaño del Estado empezó a crecer enormemente,
bajo la C om m on w ea lth y después bajo los últimos Estuardos, lo
siguió haciendo a lo largo de las vías consagradas desde hacía siglos.
Si hablamos de una revolución Tudor en el gobierno (por hacernos
eco de la obra clásica de Elton), estamos describiendo una organi
zación social y administrativa de recursos existentes, de una concen
tración de redes sociales al nivel del Estado territorial.
Si bien esta conclusión es válida para Inglaterra, podríamos no
obstante dudar de su aplicabilidad a otros países en que los Estados
tenían m a y o res dimensiones. Eso planteó el problema del «absolu
tismo». El comentario de éste nos llevará más allá de la fecha de 1688.
Al igual que ocurre con los tipos ideales que han surgido de
casos históricos concretos, el concepto del absolutismo nos puede
llevar en dos direcciones. ¿Nos interesa más la evolución del abso
lutismo como tipo ideal, capaz de extensión a otros casos, o desea
mos describir y distinguir unos regímenes europeos concretos? Yo
me ocupo de estos últimos. ¿Pueden los componentes del tipo ideal
distinguir entre dos formas, en apariencia diferentes, de regímenes
en Europa desde el siglo XV hasta el XV III: por una parte las mo
narquías «constitucionales» y repúblicas, sobre todo Inglaterra y Ho
landa, y, por la otra parte, las «monarquías absolutas» como Austria,
Francia, Prusia, Rusia, España, Suecia y el Reino de las Dos Sicilias?
Empecemos por el tipo ideal. El absolutismo tenía dos componentes
principales:
1. El m on arca es la única fu e n te hum ana d e la ley, aunque
como está sometido a la ley divina, existe algún derecho residual de
rebelión si transgrede el «derecho natural». En el absolutismo no
existen instituciones representativas.
Al final del período medieval, todos los monarcas euroeos go
bernaban con el asentimiento de pequeñas asambleas no oficiales,
pero representativas, privilegiadas por la ley. En muchos países, esas
asambleas quedaron suprimidas en el período siguiente. Las asam
bleas se reunieron por última o penúltima vez en Aragón en 1592,
en Francia en 1614, en los Países Bajos españoles en 1632 y en
Nápoles en 1642 (Lousse, 1964: 46 y 47). Los regímenes que las
sustituyeron son los llamados absolutistas, hasta que reaparecieron
las asambleas representativas a fines del siglo XVIII. Ese criterio se
para a las «monarquías constitucionales» («el rey con el Parlamen
to»), como Inglaterra y Holanda, de la mayor parte de los regímenes
«absolutistas» continentales.
2. El monarca, go b iern a con la a yuda d e una burocracia y un
ejército p erm a n en tes, p rofesion a les y d ep en d ien tes. Los oficiales mi
litares y los funcionarios civiles no tienen un poder ni una condición
social autónomos considerables, salvo los que le confiere su cargo.
Tradicionalmente, el rey había gobernado y había hecho la gue
rra con la ayuda de magnates que disponían de considerables recur
sos independientes en tierras, capital, fuerza militar e instituciones
eclesiásticas. En 1544 se pidió a los funcionarios de la posesión de
la corona española de Milán que cedieran a la corona una parte de
su riqueza, como exigía tradicionalmente el juramento de sus cargos.
Pero se negaron, basándose en que los ingresos de sus cargos eran
una recompensa necesaria por servicios prestados, y no de un regalo
de la corona. Esto, según Chabod (1964: 37) es un ejemplo preciso
de la aparición de un nuevo concepto «burocrático» y absolutista de
los cargos del Estado. Desde el punto de vista militar, una conse
cuencia del cambio es un «ejército permanente» que —además de ser
necesario para la defensa del reino— se puede utilizar para reprimir
las disidencias internas y para intensificar el poder del monarca sobre
la «sociedad civil».
12 En consecuencia, esas cifras no son comparables con las de los cuadros 13.2 y
14.1, que exponen precios corrientes y precios constantes a su nivel de 1451-1475.
Por motivos técnicos explicados en Mann (1980), he estimado el índice de precios al
promedio del año en que se efectuaron los gastos y los dos años anteriores (con
anterioridad se ha establecido un promedio del índice de precios a lo largo de dece
nios enteros).
Guerra Guerra Gucrrj Gueru Gucrrj Gucmj Gucrrj
1695................ ......... 102 4,9 4,8 0,6 0,6 0,8 0,8 6,2 6,1
1700................ ......... 114 1,3 1,1 1,3 1,1 0,7 0,6 3,2 2,8
1705................ ......... 87 4,1 4,7 1,0 1,2 0,7 0,8 5,9 6,8
* Enere 1770 y 1801 las partidas detalladas no llegan al cocal indicado por una diferencia de unas 500.000 libras. La fuence no señala ningún mocivo de esco.
* Las cifras de 1785 corresponden a un siscema presupuestario m uy idiosincrácico.
‘ Las figuras correspondientes a 1800 no escán complecas.
F uentes: Micchell y Deane, 1962; Mitchell y Jones, 1971.
683
en un 1500 por 100 (¡y el incremento a precios corrientes fue del
3.500 por 100!). Es sin duda la tasa más rápida de aumento que
hemos advertido en ningún siglo. Suponemos que los gastos del
Estado también han aumentado en proporción al ingreso nacional
bruto. En 1688, si utilizamos los cálculos de Deane y Colé (1967)
basados en la cuenta contemporánea de Gregory King de la riqueza
nacional, podemos estimar que los gastos del Estado comprendían
aproximadamente el 8 por 100 del ingreso nacional bruto (véase el
método del cálculo de Deane, 1955); para 1811 había subido al 27
por 100. Aunque estas cifras no son muy fiables, la magnitud de la
diferencia es impresionante.
Pero la tendencia al alza no es constante. El total se dispara
repentinamente seis veces. No es sorprendente que todos menos uno
de esos saltos ocurran al principio de una guerra y los seis se deben
fundamentalmente a un aumento de los gastos militares. Además, la
amortización de la deuda, utilizada exclusivamente para financiar las
necesidades militares, aumenta hacia el final de cada guerra y se
mantiene en los primeros años de paz. La pauta es magníficamente
regular: poco después del final de las seis guerras, la línea en alza
de amortización de la deuda se cruza con la línea militar que des
ciende y la excede por un margen mayor cada vez. Eso tiene el
efecto de reducir el impacto de la guerra. Si se observa año tras año,
el aumento mayor de los gastos totales a precios corrientes sobre el
año anterior era de sólo el 50 por 100 (tanto en 1710-1711 como en
1793-1794), lo cual es muy inferior al 200-1.000 por 100 que veíamos
imperar al comienzo de las guerras hasta Enrique VIII. Y ahora en
la paz son en gran medida los gafttos militares (y especialmente los
navales) y la amortización de la deuda los que mantienen el nivel
relativo. ¡Había llegado en el pleno sentido del término un «estado
permanente de guerra»! Los gastos civiles son notablemente cons
tantes y reducidos. Su máximo es del 23 por 100 en un año dado
(en 1725, al cabo de un decenio de paz) a lo largo de todo el período.
Durante las guerras napoleónicas aparece una nueva tendencia, sin
embargo. Desde 1805, aproximadamente, los gastos civiles, que ha
bían permanecido estáticos a lo largo del siglo anterior, empezaron
a subir. Dejo esto para el volumen siguiente. El estado de guerra
permanente también significa que después de cada guerra los gastos
del Estado no vuelven a caer al nivel de la preguerra, ni siquiera en
términos reales. A mediados del siglo el poeta Cowper lo expresaba
en un sencillo pareado:
La guerra es una carga para el Estado
Y la paz no hace nada por aliviar los pagos
Estas cifras confirman todas y cada una de las hipótesis formu
ladas respecto de siglos anteriores sobre la base de datos menos
completos. Las finanzas del Estado estaban dominadas por las gue
rras exteriores. A medida que la guerra creaba fuerzas más profesio
nales y más permanentes, también iba creciendo el Estado, tanto en
volumen general como (probablemente) en términos de su volumen
en proporción a su «sociedad civil». Cada nueva guerra llevaba en
dos fases al crecimiento del Estado: un impacto inicial en los gastos
militares y un impacto retrasado en la amortización de la deuda.
Todavía las funciones de este Estado —recuérdese que se trata de
un Estado «constitucional»— son abrumadoramente militares. Las
demás funciones van dimanando en gran medida de las guerras 13.
Esas tendencias no eran peculiares de Gran Bretaña. Veamos unas
cifras un tanto aproximadas respecto de otros países. En primer lu
gar, Austria, respecto de la que se dispone de cifras a partir de 1795
(véase el cuadro 14.4). Como Austria era una potencia terrestre, sus
gastos militares se consagraban casi totalmente al ejército (mientras
que más de la mitad de los británicos eran navales). Esas cifras re
velan un predominio parecido de los gastos militares, aunque en
menor grado que en Gran Bretaña, especialmente en tiempo de paz
(1817). La fuerza militar de Austria era relativamente más moviliza
da que fiscal, y se deriva en mayor medida de las levas conscriptas.
Estas se desbandaban en tiempos de paz, de forma que las fluctua
ciones de los porcentajes eran mayores que en Gran Bretaña.
En el cuadro 14.5 figuran datos disponibles respecto del mismo
período en los Estados Unidos. En el volumen II me ocupo de
forma más sistemática de las cifras estadounidenses. Pero una adver
tencia: los Estados Unidos son un sistema fed era l. Para tener una
visión más completa del (de los) «Estado(s)» americano(s) habríamos
de tener también en cuenta las finanzas de los Estados componentes.
Pero, por desgracia, no se dispone de los datos pertinentes sobre
15 Existe una excepción a esto. A fines del siglo XVUI, la Ley de Pobres, finan
ciada localmente (y que no aparece en estas cifras), pero que cabe argumentar era una
función del Estado, costaba grandes sumas, aunque esas sumas son insignificantes en
comparación con los gastos m ilitares. Si añadimos su coste a los gastos civiles, su
total combinado no supera el 20 por 100 del nuevo total general. Si añadimos además
todos los gastos de las administraciones locales (disponibles a partir de 1803), el total
sigue siendo inferior al 20 por 100 hasta 1820. Véanse detalles en el volumen II.
CUADRO 14.4. Gastos estatales d e Austria, 1795-1817 (en p o rcen ta je)
G astos to ta les
a p recio s
co rrien tes
A m ortiz ación (en m illon es
A ños M ilitares d e la d eu d a C iviles d e flo r in e s)
1795“........ 71 12 17 133,3
1800......... 67 22 11 143,9
1805........ 63 25 12 102,7
1810........ 69 20 11 76,1
1815*........ 75 4r 21 121,2
1817......... 53 8 38 98,8
*----------------
u Las cifras de Beer son un canco incom pletas respecco del período de 1795 a 1810. En 1795 he
supuesto que las sum as que faltan corresponden a los gastos civiles, y en 1800-1810, a la am or
tización de la deuda. Es la interpretación más obvia. C om o Beer siem p re nos da tanto los gascos
m ilicares com o los cotales, no cabe duda de que los porcentajes m ilitares son exaccos.
b Beer desglosa los gascos «ordinario s» respecto de 1815 y 1817, pero no los gascos tócales (que
fueron de 132,9 y de 122,1 m illones de florines, respeccivamente).
c Los considerables subsidios ingleses en el período de 1814 a 1817 m antuvieron baja la deuda
del Estado. Sin ello s, los gastos relacionados con las accividades m ilitares conscituirían una pro
porción más elevada y los gastos civiles una proporción más baja.
F u en te: Beer, 1877.
G astos to ta les
a p recio s
co rrien tes E fectiv o s d e
A m ortiz a ción (en m iles las fu e rz a s
A ño M ilitares* d e la d eu d a C iviles d e d ó la res) a rm a d a s
a C om prende los pagos a los antiguos com batientes (véase en el volumen II un análisis de esta
im portante p artida).
b Las cifras de gastos son un prom edio del período de 1789 a 1791, tal como figura en la fuente.
c C ifra correspondiente a 1789.
d C ifra correspondiente a 1801.
Prácticamente todas las historias de Prusia hacen hincapié en el
militarismo de su régimen con un bonito aforismo, por ejemplo:
«No fue Prusia la que hizo el ejército, sino el ejército el que hizo a
Prusia» (Dorn, 1963: 90). Efectivamente, el Estado prusiano era el
más militarista de la Europa del siglo XVIII. Pero no lo era en virtud
del carácter de sus actividades estatales (que eran idénticas a las de
otros Estados), sino más bien en virtud de la d im en sión de su mili
tarismo (porque Prusia destinaba una parte mayor de sus recursos
al ejército). En >761 el ejército prusiano representaba el 4,4 por 100
de su población, frente a la cifra francesa del 1,2 por 100 (Dorn,
1963: 94). A fines del siglo XVII Prusia soportaba el doble de im
puestos que Francia, que tenía diez veces más de impuestos que
Inglaterra (Finer, 1975: 128, 140), aunque esas cifras se basan en
suposiciones acerca de la renta nacional. Podemos fechar el desarro
llo del mecanismo administrativo prusiano, aunque no podamos
cuantificar exactamente sus finanzas. Los principales elementos cons
tituyentes del absolutismo prusiano establecido por Federico el Gran
de —el ejército permanece en sí, el sistema fiscal convenido con los
Ju n k ers en 1653, la evolución de las intendencias militares— cons
tituían una respuesta al peligro sueco en la Guerra de los Treinta
Años. El paso siguiente fue la aparición del G eneralk riegsk om m isa-
riat en el decenio de 1670. Ello permitió al Estado llegar hasta las
localidades en busca de impuestos, suministros y personal, y entre
mezcló la administración militar con la civil y la de la policía. Tam
bién eso fue una respuesta a las campañas suecas (cf. Rosenberg,
1958; Anderson, 1974; Braun, 1975: 268 a 276; Hintze, 1975: 269
a 301).
Los Estados ruso y austríaco se desarrollaron, aunque en menor
medida, en respuesta a las mismas amenazas exteriores. Polonia no
reaccionó a la dominación sueca y dejó de existir. Como concluye
Anderson:
CUADRO 14.6. E stimaciones d e renta nacional, com ercio ex terior y pob la
ción, 1700-1801, Inglaterra y Gales y Gran B retaña
T ota l d e co m e r cio
ex terio r, es d ecir,
im p o rta cio n es m ás
R en ta n a cio n a l ex p ort. n a cio n a les P ob la ción
(en m illon es (en m illo n es (en m illon es
d e lib ra s) d e lib ra s) d e h a b ita n tes)
B ibliografía
A mediados del siglo XII Europa estaba formada por una fede
ración múltiple y acéfala de aldeas, señoríos y pequeños Estados,
muy vinculados todos ellos por la pacificación normativa de la Cris
tiandad. Ya era la civilización más inventiva en la agricultura desde
principios de la Edad del Hierro. Sin embargo, su dinamismo estaba
enterrado en el interior de redes intensivas de poder local. En tér
minos extensivos y geopolíticos y militares Europa todavía no era
poderosa y el mundo exterior no tenía mucha conciencia de ella.
Para 1815 el dinamismo se había extendido explosivamente por el
mundo y era evidente que esta civilización concreta era la más po
derosa, tanto intensiva como extensivamente, que se había visto en
el mundo. En los tres últimos capítulos se ha descrito y tratado de
explicar esta prolongada marcha hacia el poder. Se ha aducido que
la dinámica agrícola inicial en un marco de pacificación normativa
se enganchó a tres redes de poder más extensivas: 1) el capitalismo;
2) el Estado orgánico moderno, y 3) una civilización multiestatal
competitiva y regulada diplomáticamente en la cual estaba incrusta
do el Estado.
La dinámica, al contrario que la Revolución Industrial en la que
culminó, no fue repentina, discontinua ni cualitativa. Fue un proceso
muy largo, acumulativo y a veces inconstante, pero sin embargo un
proceso más bien que un acontecimiento, que duró seis, siete o in
cluso ocho siglos. En los tres últimos capítulos he tratado de expre
sar sobre todo la continuidad esencial de la dinámica, desde unos
principios que no podemos fechar (pues están oscurecidos por la
Edad de las Tinieblas de los registros) y después por una fase cla
ramente reconocible hacia 1150-1200, que continúa hasta 1760 y las
vísperas de la Revolución Industrial.
Esto revela inmediatamente que algunas explicaciones populares
basadas en factores de esa dinámica son sumamente limitadas. No se
debió fundamentalmente a la ciudad europea del siglo X II, ni a las
luchas de los siglos XIII y XIV entre campesinos y señores, ni a los
métodos contables capitalistas del siglo X IV, ni al Renacimiento de
los siglos XIV y XV, ni a la revolución en la navegación del siglo XV,
ni a las revoluciones científicas de los siglos XV a XVII, ni al protes
tantismo del siglo XVI, ni al puritanismo del siglo XVII, ni a la agri
cultura capitalista inglesa de los siglos XVII y X V III... y podría con
tinuar la lista. Todos y cada uno de esos elementos son insuficientes
como explicación general del milagro europeo por una razón: em
piezan dem asiado ta rd e en la historia.
De hecho, algunos de los más grandes teóricos sociales —Marx,
Sombart, Pirenne, Weber— han concentrado una parte importante
de sus esfuerzos en aspectos relativamente menores o tardíos de todo
el proceso y a menudo sus seguidores han ampliado esa tendencia.
Por ejemplo, en el caso de Weber ha ocurrido una concentración
ulterior extraordinaria en el papel del protestantismo y el puritanis
mo, aunque se trata de contribuciones menores y tardías. Pero el
propio Weber destacaba el carácter muy general y prolongado de lo
que él calificaba de «proceso de racionalización», y también implicó
que en gran medida el puritanismo repetía el mensaje cristiano inicial
de salvación radical y racional. En esos respectos, se acercaba mucho
más a la verdad, al percibir un proceso histórico muy amplio y
calificar su unidad esencial de «inquietud racional». De hecho, esa
cualidad caracteriza todas las explicaciones basadas en un solo factor
que se acaba de mencionar. Pero, si todos son parecidos, lo que
queremos saber es la causa subyacente de su unidad.
Hay una cosa que parece estar clara: si hubo una unidad y una
causa, deben de haber existido ya para el momento en que se ini
ciaron los acontecimientos que se acaban de enumerar. ¿Cuáles fue
ron? Quizá debiéramos preguntar primero qué metodología utilizar
para llegar a una solución. Hay dos métodos en competencia.
El primero es el método comparativo, practicado extensivamente
por sociólogos, politólogos y economistas. En este caso, se trata de
encontrar similitudes y diferencias sistemáticas entre Europa, donde
se dio un milagro, y otras civilizaciones, inicialmente similares en
determinados respectos, donde no se dio. Ese fue el método emplea
do clásicamente por Weber en sus estudios comparados sobre reli
giones. Tal como lo interpreta Parsons (1968: cap. 25), Weber su
puestamente demostró que mientras en términos económicos y po
líticos China (y quizá la India) estaba igual de bien situada para
establecer el capitalismo, iba por detrás en espíritu religioso. El pu
ritanismo en particular y el cristianismo en general fueron las causas
decisivas, dice Parsons. Sin embargo, es dudoso que Weber se pro
pusiera realmente una explicación tan burda. Es mucho más proba
ble que tuviera conciencia de lo que voy a decir a continuación.
Veamos explicaciones más modernas de por qué en China no se
dio un milagro comparable. Deberíamos observar en primer lugar
que algunos sinólogos rechazan la comparación en sí por conside
rarla falsa. La China imperial, dicen, sí que tuvo por lo menos un
período de desarrollo social y económico prolongado, en la dinastía
Sung del norte, hacia el 1000-1100 d.C. Fue un «semimilagro», abor
tado al final, pero quizá repetible con un resultado diferente en al
gún período histórico ulterior, si a China se la hubiera dejado avan
zar por su cuenta. Pero la mayor parte de los sinólogos consideran
que China había institucionalizado el estancamiento y los «ciclos
dinásticos» imperiales, en lugar del dinamismo, para el 1200 aproxi
madamente. Por desgracia, dan por lo menos cuatro explicaciones
distintas y plausibles: 1) la ecología y la economía de células repe
tidas incesantemente de cultivo del arroz obstaculizó la división del
trabajo, el intercambio de mercaderías a grandes distancias y el de
sarrollo de ciudades autónomas. 2) El Estado despótico imperial re
primió el cambio social, especialmente al prohibir el libre cambio y
establecer impuestos excesivos sobre la corriente visible de merca
derías. 3) La hegemonía geopolítica del Estado imperial significaba
que no había una competencia multiestatal, de forma que no se per
mitió la entrada de fuerzas dinámicas en los territorios chinos. 4) El
espíritu de la cultura y la religión chinas (según Weber) hicieron
hincapié desde muy temprano en las virtudes del orden, el confor
mismo y la tradición (véanse críticas en Elvin, 1973, y Hall, 1985).
Todas esas explicaciones son plausibles. Es probable que todas
las fuerzas que se identifican en ellas interviniesen y se interrelacio-
naran y que la causalidad fuera sumamente compleja. El problema
es que se han sugerido cuatro fuerzas contribuyentes plausibles y
que Europa es diferente de todas ellas. La ecología de Europa no
estaba dominada por el arroz y era muy variada; sus Estados eran
débiles; era una civilización multiestatal y su religión y su cultura
expresaban el espíritu de la inquietud racional. No tenemos medios
de saber por comparación cuál de esas fuerzas, sola o combinada
con otras, estableció la diferencia crucial, porque no podemos va
riarlas.
Entonces, ¿podemos reunir otros casos de civilizaciones que po
seen combinaciones diversas de esas fuerzas a fin de obtener la am
plitud adecuada en nuestra variable crucial? Por desgracia, no. Vea
mos por un momento un caso adicional obvio: la civilización islá
mica. ¿Por qué no ocurrió allí el milagro? Las obras sobre esta cues
tión son igual de complejas y de polémicas. Y, naturalmente, tienden
a ocuparse de diferentes configuraciones de fuerzas. Un rasgo dis
tintivo del Islam ha sido el tribualismo; otro, que el fundamentalis-
mo religioso se repite siempre con fuerza, por lo general a partir de
una base tribual y desértica. Así, una de las explicaciones más plau
sibles del estancamiento del Islam es la de Aben Jaldún y Ernest
Gellner: hubo un combate cíclico interminable entre habitantes de
ciudades/comerciantes/estudiosos/Estados, por una parte, y, por la
otra, las gentes de las tribus rurales/profetas. Ninguno de esos gru
pos ha logrado mantener una dirección constante de desarrollo social
(véase Gellner, 1981). Pero, ¿en qué otras civilizaciones podemos
variar esa configuración? Es única del Islam. Hay más fuerzas y
configuraciones pertinentes de fuerzas que casos. Europa, China, la
India, el Japón, el Islam... ¿no hay más casos en los que se pueda
formular la pregunta general de forma pertinente? Como cada uno
de ellos difiere en muchos respectos de todos los demás, no hay
posibilidad de utilizar el método comparado de la forma que Parsons
atribuye a Weber.
De hecho, existe otra dificultad. Ninguno de esos casos fue au
tónomo. El Islam estuvo en contacto con todos ellos y las influen
cias se transmitían constantemente de los unos a los otros. El Islam
y Europa se combatieron ásperamente y durante mucho tiempo, y
no sólo se influyeron mucho mutuamente, sino que además dejaron
que una cierta parte de la historia mundial se decidiera por la fortuna
de la guerra. Veamos el agudo y malévolo comentario de Gellner
sobre todo el debate acerca del milagro europeo:
Me gustaría imaginar lo que habría ocurrido si los árabes hubieran triunfado
en Poitiers y hubieran seguido adelante e islamizado Europa. Sin duda es
taríamos todos admirando La Etica Ja reyita y e l Espíritu d el Capitalismo,
de Ibn Weber, que demostraría de forma concluyente cómo la única forma
de que surgieran el espíritu racional moderno y su expresión en los negocios
y en la organización burocrática era como consecuencia del puritanismo
neojareyita en el norte de Europa. En particular, la obra demostraría cómo
la racionalidad económica y de organización moderna no podría haber sur
gido jamás si Europa hubiera seguido siendo cristiana, dada la inveterada
tendencia de esa fe a una visión del mundo barroca, manipuladora, plagada
de clientelismo, cuasi animista y desordenada. [1981: 7.]
El p a p el d e las cu atro fu e n te s d el p o d er
¿No existen pautas de las idas y las venidas? Creo que hay al
gunas pautas parciales que hemos discernido. Empiezo con el pro
ceso más general y más histórico mundial. Después estudio las pau
tas que intervienen en él. Por el camino voy eliminando otros mo
delos posibles que a menudo forman parte de teorías sociales.
Un p ro ceso histórico m undial
A ccidentes históricos
B ibliografía
Absolutismo, 646-7, 669-79, 719. Arios, 239, 257, 261-2, 267, 497-52,
A ccidente, histórico, 181, 329, 562.
708-12, 714-7, 745-7, 758-9. Aristocracia, v éa se Señores, aristó
Agricultura aluvial, 19, 35, 114-21, cratas y nobles.
121-7, 155, 160-1, 175, 178-9, Aristóteles, 5, 287, 302, 311, 319,
185-90, 194, 203, 225, 255. 321, 330.
definición, 121-2. Arqueros, v éa se Artillería.
Akadio, imperio, 117, 140, 150, 154, Artesanos, 124, 127, 172, 187, 228,
195, 199-229, 232, 236, 245-6, 249, 282, 445-7, 449-52, 459-60, 717.
281, 334, 344, 748, 750-1. Artillería, 80, 197-8, 263, 294, 304,
Aldeas, 69, 74, 84, 99, 108-9, 126, 337, 396, 536, 604, 629-30, 639,
148, 263, 270, 347, 499-500, 508-9, 676, 747.
559-60, 574, 708, 713. Asiría, 117, 126, 184, 206-9, 221,
Alejandro Magno, 205-9, 279, 327, 229, 233, 237, 246, 266, 268-70,
331, 335, 344, 351, 355-6, 372, 274, 279, 283, 290, 293, 308,
715, 746. 334-57, 385, 729, 741, 743-4, 748,
América Andina, 40, 116-7, 182-5, 750.
251, 254, 289, 738. Atenas, 287, 296, 302-7, 312-3, 316,
Aparición intersticial, 33-8, 45, 52, 318, 320, 324-5, 329, 330, 455,
273, 277, 342, 422, 458, 516-7, 753.
520, 589, 708, 729, 742, 755-8. Autoridad, 22, 63, 66, 74, 81, 86, 95,
Arameos, 232, 282-3, 342, 345, 354, 97, 100-10.
452. Aztecas, véa se Mesoamérica.
Babilonia, 117, 200, 206, 214-6, 221, Cazadores-recolectores, 59, 62, 63,
223, 229, 231, 232-3, 245-6, 266, 70-4, 80, 83, 125, 131, 138, 187.
268, 272, 282, 295, 338, 341-5. Ciclos malthusianos, 76, 85, 104,
Bárbaros, 131, 243, 265, 310-4, 327, 173, 228.
376, 396, 409-12, 421-2, 426, 438, Ciencia, 115, 138-9, 172-3, 236, 268,
468, 476-81, 489, 499, 534, 556-7, 270, 307-10, 321, 406-8, 502-8,
559, 576, 570. 536-7, 654, 704.
Bizancio, 420, 474, 475, 490-2, 523, Ciudad-Estado, 67, 80, 104, 127,
542, 543. 139-42, 149-55, 180, 189, 195-9,
Budismo, 431, 487, 488, 504-8, 208, 217, 218, 223, 228, 232, 269,
515-27, 564. 278, 280, 283, 285, 343-4, 360-3,
Burocracia, 145, 146, 147, 215, 232, 741, 744-5.
280, 384-5, 392-3, 413, 536, 555-6, Ciudadanía, 227, 291, 302-7, 317-24,
591, 670. 362-72, 376-7, 379, 384, 404, 426,
437.
Caballería, 80, 197-8, 232, 242, 270, Ciudades, urbanización, 39, 69, 70,
294-5, 304, 330, 337-40, 361-3, 115, 116, 122, 127, 133-4, 140-1,
396-7, 491, 554, 556, 604-5, 608, 150-1, 161, 162, 169-70, 174, 177,
737, 347. 179, 188, 208, 279, 280, 324-5,
Campesinado, 270-1, 284-93, 301, 374, 378-9, 446, 452-6, 459-60,
302,321,324,335-9,361,366-70, 534, 536, 555, 562-3, 598, 618,
375-83, 415-9, 422, 446, 478, 619, 649, 655, 706-7, 712-3.
498-9, 510, 553, 580-3, 705, 708, Ciudades, v éa se Urbanización y ciu
709-10, 712, 717, 721, 741. dades.
Capitalismo y modo capitalista de C ivilización, 79, 101, 421, 438,
producción, 34, 36, 47, 82, 391-8, 475-81, 520, 729.
564-6, 579-85, 609, 630, 634-97, definición, 65, 114-5.
705, 711, 717-25. orígenes de la, 19, 35, 44, 64-7,
definición, 531-2. 103-4, 114-55, 159-90.
Cargos, 214, 251-3, 257, 306, 319, Clan, v éa se Linaje.
340, 361, 384-5, 468, 488, 646-8, Clase gobernante, 46, 95, 114, 243,
670-4, 678. 249, 315, 330-1, 370, 374, 384-9,
Carros (de combate), 172, 197-8, 421-5, 535, 660, 729, 742-4.
232, 240, 261-9, 287, 295, 498. cultura y la, 164, 213, 215, 235-8,
Cartago, 279-80, 313, 330, 360, 246, 321, 528,334, 340-1, 347-9,
364-6, 370, 374, 423, 491. 356, 359, 386-8, 406, 430, 437,
Casitas, los, 199, 233, 239-40, 244, 444, 447-51, 488, 545-7, 578.
245, 246, 248, 264, 266, 272, 336. Clases, y lucha de clases, 23, 24, 27,
Casta, 286, 494-5, 523-4. 33, 36, 60, 95, 96, 119, 129, 154,
definición, 496-8. 161, 173, 227, 278, 302, 310,
Jati, 497, 509, 510, 516. 314-24, 328, 361-2, 376, 377, 378,
Varna, 497, 499-503, 508, 509, 379, 383, 387, 459-60, 516, 518,
510. 540, 545-53, 579-83, 613-4, 652,
Castillos, véa se Fortificaciones. 721-6, 730, 733, 734, 740-5, 750.
Indice analítico 763
467 Jam es Tobin: Acum ulación de ac 494 Albert Soboul: Los sans-culottes.
tivos y actividad económ ica M ovim iento popular y gobierno re
volucionario
468 Bruno S. Fray: Para una política
económica democrática 495 Juan G in é s de Sepúlveda: Historia
del Nuevo M undo
469 Ludwik Fleck: La gé n e sis y el des
arrollo de un hecho científico 496 Ludw ig W lttgensteln: Observacio
nes sobre los fundamentos de la
470 Harold Dem setz: La competencia matemática
471 Teresa Sa n Rom án (compilación): 497 Juan J. Linz: La quiebra de las de
Entre la m arginación y el racismo m ocracias
472 A la n Baker: Breve introducción a 498 Ptolomeo: Las hipótesis de los pla
la teoría de números netas
473 Jean-Paul Sartre: Escritos políti 499 Jo sé A ntonio Maravall: Velázquez
cos, 1 y el espíritu de la modernidad
474 Robert Axelrod: La evolución de 500 El libro de M arco Polo. Anotado
la cooperación por Cristóbal C oló n y ve rsió n de
475 Henry Kam en: La sociedad euro Rodrigo Santaella. Edición de Juan
pea, 1500-1700 Gil
476 Otto Póggeler: El cam ino del pen 501 Manuel Pérez Ledesm a: El obrero
sar de Heidegger consciente
477 G. W. F. Hegel: Lecciones sobre 502 Ibn Battuta: A través del islam
filosofía de la religión, 2 503 Jayant Narlikar: Fenómenos violen
478 H. A. John Green: La teoría del to s en el universo
consumidor
504 Libro de Aleixandre. Estudio y edi
479, 480 G eorg Sim m el: Sociología ción de F rancisco M a rc o s M a rín
481 N ico lá s O rtega Cantero: Geografía 505 Sadi Carnot: Reflexiones sobre la
y cultura potencia motriz del fuego
482 Geza Alfdldy: H istoria social de 506 Rafael Cruz: El Partido Com unista
Roma de España en la Segunda Repú
483 Jean-Paul Sartre: Escritos políti blica
cos, 2
507 Jam es Noxon: La evolución de la
484 Louls Dum ont: En sayos sobre el filosofía de Hume
Individualismo
508 A lo n so de Sandoval: Un tratado so
485 Jayant Narlikar: La estructura del bre la esclavitud
universo
509 Giordano Bruno: La cena de las
486 Jorge Lozano: El discurso histórico cenizas
487 C a rlo s C astilla del Pino: Cuarenta
aitos de psiquiatría 510 Peter Laslett: El mundo que he
m os perdido, explorado de nuevo
488 Paul P res ton: La destrucción de la
democracia en España 511. 512 Isa a c Newton: Principios ma
tem áticos de la filosofía natural
489 Galileo Galilei: Carta a Cristina de
Lo re na y otros textos sobre cien 513 V. I. Arnold: Teoría de catástrofes
cia y religión 514 Paul Madden: Concavidad y opti
490 Vi Ifredo Pareto: Escritos socioló mización en microeconomía
gico s
515 Jean-Paul Sartre: Escritos políti
491 Gary Becker: Tratado sobre la fa cos, 3
milia
516 Léon W alras: Elem entos de econo
492 C oncepción de C astro: El pan de m ía política pura
Madrid
517 David A n isi: Tiempo y técnica
493 M ijail Bajtin: La cultura popular en
la Edad M edia y en el Renaci 518 G. W. F. Hegel: Lecciones sobre
miento filosofía de la religión, 3
519 El Inca Garcilaso: La Florida 544 Francisco de Solano y otros: Pro
ceso histórico al conquistador
520 Genoveva G arcía Q ueipo de Llano:
Los Intelectuales y la dictadura de 545 C a rlo s C astilla del Pino (com pila
Primo de Rivera ción): El discurso de la mentira
521 C a rlo s Castrodeza: Ortodoxia dar 546 W. V. Quine: Las rafees de la re
viniana y progreso biológico ferencia
522 C llve Orton: M atem áticas para ar- 547 Patrick Sup pes: Estudios de filo
arquaóiogos sofía y m ótodología de la ciencia
523 Isaiah Berlín: Cuatro ensayos so 548 John Shore: El algoritmo sachar
bre la libertad tarte y otros antídotos contra la
ansiedad que provoca al ordena
524 A la sta lr Rae: Ffsica cuántica, ¿ilu dor
sión o realidad?
Ferdinand Tünnies: Hobbes
525 N le ls Bohr: La teoría atómica y ia Vida y doctrina
descripción de la naturaleza
550 Ronald G rim sley: La filosofía de
526 Rafael Rubio de Urqula y otros: Rousseau
La herencia de Keynes
551 Isaiah Berlin: Karl M arx
527 C ari G. Hempel: Fundamentos de
la formación de conceptos en cien 552 Francls Galton: Herencia y euge
cia em pírica nesia
528 Javier Herrero: Los orígenes del 553, 554 E. M . Radl: Historia de las
pensamiento reaccionario español teorías biológicas, 1 y 2
529 Robert E. Lucas, Jr.: M odelos de 555 M anuel Selles, Jo sé Luis Peset y
ciclos económ icos Antonio Lafuente (Compilación):
Carlo s III y la ciencia de la ilus
530 Leandro Prados de la Escosura:
tración
De imperio a nación
C recim iento y atraso económico 556 Josefina Gómez Mendoza. N icolás
en España (1780-1930) O rtega Cantero y otros: Viajeros
y paisajes
531 Helena Béjar: El ámbito Intimo
557 Victoria C am p s: Etica, retórica y
532 Ernest Gellner: Naciones y nacio
política
nalism o
558 W illiam L. Langer: Enciclopedia de
533 Jo sé Ferrater M ora: El ser y la
Historia Universal. 1. Prehistoria a
muerte
Historia Antigua
534 Javier Varela: Jovellanos
559 Konrad Lorenz: La acción de la na
535 Juan López M o rilla s: Racionalismo turaleza y el destino del hombre
pragmático
560 Fray Bernardino de Sahagún: H is
536 Hanna Arendt: Sobre la revolución toria general de las c o sa s de Nue
va España, 1
537 Earl J. Hamllton: Guerra y precios
en España, 1651-1800 561 Fray Bernardino de Sahagún: H is
toria general da las c o sa s de Nue
538 C h arle s S. Peirce: Escritos lógicos va España, 2
539 Helm ut Frisch: Teorías de la in 562 Paul Hazard: La c risis de ia con
flación ciencia europea
540 Diana T. M e ye rs: Los derechos
563 W ilhelm Dilthey: Teoría da las con
Inalienables
cepciones del mundo
541 C a rlo s A. Floria y C é sa r A. García
Belsunce: Historia política de la 564 Jam es W. Friedman: Teoría del oli-
Argentina contemporánea, 1880- gopolio
1983 565 Francis Bacon: El avance del saber
542 Benjamín Franklln: Experimentos y 566, 567 Giovanni Sartorl: Teoría de la
observaciones sobre electricidad democracia
1. El debate contemporáneo
543 M e rc e d e s Allendesalazar O laso:
Spinoza: Filosofía, pasiones y po 568 Richard P. Feynman: Electrodiná
lítica mica cuántica
569 John Sullivan: El nacionalism o vas \S93/ Rafael M uñoz de Bustillo (compi-
co radical (1959-1986) — lación): C r is is y futuro del estado
de bienestar
570 Quentin Skin ne r (com pilación): El
retorno de la gran teoría en las 594 Julián M a ría s: Generaciones y
ciencias humanas constelaciones
571 Ad am Przew orski: Capitalism o y 595 Manuel M o re n o A lon so: La gene
socialdem ocracia ración española de 1808
572 John L. A u stin : Ensayos filosóficos 596 Juan Gil: M ito s y utopías del des
cubrimiento
573 G e o rge s Duby y G u y Lardreau: 3. El Dorado
Diálogo sobre la historia
597 Francisco Tom ás y Valiente: C ódi
574 Helm ut G. Koenígsberger: La prác go s y constituciones (1808-1978)
tica del Imperio
598 Sam uel Bow les. David M . Gordon,
575 G. W . F. Hegel: La diferencia en Tom as E. W e issko p f: La economía
tre el sistem a de filosofía de del despilfarro
Flchte y el de Schelllng
599 Daniel R. Headrick: Los instrumen
576 M artin Heidegger: Conceptos fun tos del imperio
damentales
600 Joaquín Rom ero-Maura: La rosa de
577 Juan Gil: M ito s y Utopías dei des fuego
cubrimiento, 1 601 D. P. O 'B rie n . Los econom istas
578 Lloyd G. Reynolds: El crecimiento clásicos
económ ico en el tercer mundo ^ 6 0 2 J W illia m Langer: Enciclopedia de
' — S Historia Universal
579 Julián A. Pitt-Rivers: Un pueblo de 3. Edad Moderna
la sierra: Grazalema
603 Fernando García de Cortázar y José
580 Bernal Dfaz del Castillo: Historia M a ría Lorenzo Espinosa: Historia
verdadera de la conquista de Nue dei mundo actual (1945-1989)
va España
604 M iguel Artola: Los afrancesados
581 Giordano Bruno: Expulsión de la
bestia triunfante 605 Bronislaw Gerem ek: La piedad y ia
horca
582 Thom as Hobbes: Leviatán
606 Paolo R o ssi: Francia Bacon: de la
583 W illiam L. Langer: Enciclopedia de
magia a la ciencia
Historia Universal
2. La Edad M edia 607 Am artya Sen: Sobre ética y eco
nomía
584 S. Bow le s. D. M . Gordon y T. E.
W e lssk op f: La econom ía del des 608 Robert N. Bellah. y otros: Hábitos
pilfarro del corazón
585 Juan Gil: M ito s y utopías del des 609 |. Bernard Cohén: El nacimiento
cubrimiento, 2 de una nueva física
586 Alberto Elena: A hombros de gi 610 Noam C hom sky: El conocimiento
gantes del lenguaje. Su naturaleza, origen
y uso
587 Rodrigo Jim énez de Rada: Histo
ria de ios hechos de España 611 Jean Dieudonne: En honor del e s
píritu humano. Las matemáticas,
588 Louis Dumont: La civilización india hoy
y nosotros
612 M a rio Bunge: Mente y sociedad
589 Em ilio Lamo de Esp in osa: Delitos
sin víctim a 613 John Losee: Filosofía de ia ciencia
e investigación histórica
590 C a rlo s Rodríguez Braun: La cues
tión colonial y la economía clásica 614 Arnaldo M o m iglian o y otros: El
conflicto entre el paganism o y el
591 Irving S. Shapiro: La tercera revo cristianism o en el sig lo IV
lución americana
615 Enrique Ballestero: Economía so
592 Roger C ollins: Los vascos cial y em presas cooperativas
616 M a x Delbrück: Mente y materia 639 Manuel Santaella López: Opinión
pública e Imagen política en Ma-
617 Juan C. García-Berm ejo: Aproxi quiavelo
mación,. probabilidad y relaciones
de confianza 640 Pietro Redondi: Galileo herético
618 Francés Lannon: Privilegio, perse
641 Stéphane D eligeorges, Ed.: El mun
cución y profecía
do cuántico
619 C a rlo s C astilla del Pino: Teoría
del personaje M 5 4 £ )m . J. Plore y C. F. Sabel: La se-
------gunda ruptura industrial
620 Sh lo m o Ben-Am i: Los orígenes de
la Segunda República: anatomía de 643 I. Prigogine e I. Stengers: Entre el
una transición tiempo y la eternidad
621 Anton io Regalado García: El labe ( 6 M ) W illiam L. Langer: Enciclopedia de
rinto de la razón: Ortega y Hei- — Historia Universal
degger 5. De la 1.* a la 2.* Guerra Mundial
(l 622 ))'W illiamL. Langer: Enciclopedia de
645 Enrique Ballestero: Estudios de
H istoria Universal
4. S ig lo X IX mercado. Una introducción a la
mercadotecnia
623 Barrlngton M oore, Jr.: Autoridad
y desigualdad bajo el capitalismo 646 Saim Sam bursky: El mundo físico
y el socialism o: EE.UU., U R S S y a finales de la Antigüedad
China
647 Klaus Offe: Las contradicciones del
624 Pierre Vldal-Naquet: Ensayos de Estado de Bienestar
historiografía
625 D onald N. M c C Io sk e y : La retórica 648 David M organ: Los mongoles
de la economía 649 Víctor F. W e lsskop f: La física en
626 H einz Heim soeth: Los se is grandes el siglo X X
te m as de la m etafísica occidental
650 Luis Vega Reñón: La trama de la
627 A n g e lo Panebianco: M odelos de demostración
partido
651 John King Fairbank: Historia de
628 Jo sé Alcin a Franch (compilación): China. S ig lo s X IX y XX
Indianism o e indigenismo
652 Em ilio García Gómez: Las Jarehas
629 R icardo Gullón: Direcciones del romances de la serie árabe en su
M odernism o marco
630 S a im Sam b ursky: El mundo físico 653 P. M . Harman: Energía, fuerza y
de lo s griegos
materia
631 L e w is Pyenson: El joven Einstein
654 M anuel Rodríguez: El descubrimien
632 Jack Goody: La lógica de la escri to del Marañón
tura y la organización de la s o 655 Anthony Sandford: La mente del
ciedad hombre
633 Brian V ick e rs (com pilación): M en 656 Giordano Bruno: Cébala del caballo
talidades ocultas y científicas en Pegaso
el Renacimiento
A n d ré s Barrera González: C asa, 657 E. L. Jones: El m ilagro europeo
634
herencia y fam ilia en la Cataluña 658 José Hierro S. Pescador: Significa
rural do y verdad
A n th on y G lddens, Jonathan Tum er 659 G e o rge s Duby: El amor en la Edad
y otros: La teoría social, hoy M edia y otros ensayos
636 D avid Goodm an: Poder y penuria 661 J. S. Bell: Lo decible y lo indecible
637 Roberth Hertz: La muerte y la en mecánica cuántica
m ano derecha
662 F. Tom ás y Valiente y otros: El
638 C a rolyn Boyd: La política pretorla- sexo barroco y otras transgresio
na en el reinado da A lfonso X III nes p re moda m a s
gg 3 R. D escartes: El tratado del hom 666 M ichael Mann: Las fuentes del
bre poder social
664 Peter Burke: La cultura popular en 667 Brlan M c G u in n e ss: Wittgenstein
la Edad Moderna
665 Pedro Trinidad Fernández: La de 668 Jean-Pierre Luminet: Agujeros ne
fensa de la sociedad gros