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Eduardo Gutierrez, escritor realista (Borges)

Descartada la guerra con España, cabe afirmar que las dos tareas capitales de Buenos
Aires fueron la guerra sin cuartel con el gaucho y la apoteosis literaria del gaucho. Setenta
despiadados años duró esa guerra. La encendieron, en los campos quebrados del Uruguay,
los hombres de Artigas. All the sad variety of Hell, toda la triste variedad del infierno, cabe
en su evolución. Laprida es ultimado en el Pilar y su muerte es oscura; Mariano Acha es
decapitado en Angaco; la cabeza de Rauch pende del arzón de un caballo en las pampas del
sur; Estomba, enloquecido por el desierto, teje y desteje con sus tropas hambrientas un
insensato laberinto de marchas; Lavalle, hastiado, muere en el patio de una casa en Jujuy.
Buenos Aires les concede un bronce, una calle, y los olvida. Buenos Aires prefiere pensar
en un mito cuyo nombre es el gaucho. La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen
lentamente el doble mito de la pampa y el gaucho.
¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en la formación de ese culto? El primer tomo de
la Literatura argentina de Rojas casi no le reconoce otro mérito que el de ser "la
personalidad que eslabona el ciclo épico de Hernández, o sea la tradición de los gauchescos
en verso, con el nuevo ciclo de los gauchos en la novela y el teatro".
Luego denuncia "la superficialidad del modelado, la pobreza del color, la vulgaridad del
movimiento y, sobre todo, la trivialidad del lenguaje" y deplora, en el mismo dialecto
pictórico y pintoresco, "que la cercanía del modelo, y un exceso de realismo en la
perspectiva, unido a la ligereza de la forma, le impidiesen dejarnos en sus vigorosas
crónicas rurales verdaderas novelas, dignas de ese nombre por el argumento y por la
forma". Además, pondera la simpatía de Gutiérrez "por el noble hijo del desierto", saluda
de paso a su hermano Carlos, "un bello espíritu, nutrido y gentil" y anota que "la influencia
del Martín Fierro sobre sus argumentos gauchescos es evidente en el paralelismo de ambas
creaciones".
El último rasgo es, tal vez, injusto. El favor alcanzado por Martín Fierro había indicado
la oportunidad de otros gauchos no menos acosados y cuchilleros. Gutiérrez se encargó de
suministrarlos. Sus novelas, ahora, pueden parecer un infinito juego de variaciones sobre
los dos temas de Hernández "pelea de Martín Fierro con la partida" y "pelea de Martín
Fierro y de un negro". Cuando se publicaron, sin embargo, nadie imaginó que esos temas
fueran privativos de Hernández; todos conocían la pública realidad que los abastecía a los
dos. Además, ciertas peleas de Gutiérrez son admirables. Recuerdo una, creo que la de Juan
Moreira y Leguizamón. Las palabras de Gutiérrez se me han borrado; queda la escena. A
puñaladas pelean dos paisanos en una esquina de una calle en Navarro. Ante los hachazos
del otro, uno de los dos retrocede. Paso a paso, callados, aborreciéndose, pelean toda la
cuadra. En la otra esquina, el primero hace espalda en la pared rosada del almacén. Ahí el
otro, lo mata. Un sargento de la policía provincial ha visto ese duelo. El paisano, desde el
caballo, le ruega que le alcance el facón que se le ha olvidado. El sargento, humilde, tiene
que forcejear para arrancarlo del vientre muerto... Descontada la bravata final, que es como
una rúbrica inútil, ¿no es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No
parece imaginada para el cinematógrafo?
Moreira, sin embargo, no es la novela de Gutiérrez que yo suelo recomendar o
prestar. Prefiero una que es casi desconocida y que debió de desconcertar vagamente a su
honesta clientela de compadritos, tan veneradores del gaucho. Hablo de la sincera biografía
de Guillermo Hoyo, cuchillero que fue de San Nicolás, alias Hormiga Negra. Quienes no se
dejen desalentar por la incivilidad del estilo (que harto merece todas las reprobaciones de
Rojas) percibirán en esa novela el satisfactorio, el no usado, el casi escandaloso sabor de la
veracidad. Es verosímil que le dé valor el contraste con la pompa sentimental de todas las
ulteriores novelas gauchas, sin excluir a las otras de Gutiérrez y al Don Segundo Sombra.
Lo cierto es que de todos los gauchos malos en que nuestras letras abundan, ninguno me
parece tan real como el hosco muchacho atravesado Guillermo Hoyo, que vistea por broma
con su padre y acaba por marcarle una puñalada, que es el orgullo de éste. Moreira, en las
páginas de Gutiérrez, es un lujoso personaje de Byron que dispensa con pareja solemnidad
la muerte y la lágrima; Hormiga Negra es el muchachuelo perverso que empieza por
golpear a una vieja y que la amenaza de muerte "la primera vez que usté se limpie las
manos o el arreador en el cuerpo de su hija, que es cosa mía". Luego se va enviciando en el
crimen, en el gratuito goce físico de matar. En su enconada historia hay capítulos que no
olvidaré: por ejemplo, su pelea con el guapo santafecino Filemón Albornoz, pelea que los
dos casi rehúyen y a la que los empuja su fama.
Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un
alegato: Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe...
A Gutiérrez le basta mostrar un hombre, le basta "darnos la certidumbre de un hombre",
para decirlo con las palabras duraderas de Hamlet. No sé si el "verdadero" Guillermo Hoyo
fue el hombre de viaraza y de puñalada que describe Gutiérrez; sé que el Guillermo Hoyo
de Gutiérrez es verdadero. He interrogado: ¿Qué aporte peculiar el de Gutiérrez en el mito
del gaucho? Acaso puedo contestar: Refutarlo. Eduardo Gutiérrez (cuya mano escribió
treinta y un libros) ha muerto, quizá definitivamente. Ya las obras "del renombrado autor
argentino" ralean en los quioscos de la calle Brasil o de Leandro Alem. Ya no le quedan
otros simulacros de vida que alguna tesis de doctorado o que un artículo como este que
escribo: también, modos de muerte.
Inútil pretender que perdura en el corazón de su pueblo. Acaso su epitafio más firme sea
esta nota marginal de Lugones, que es del año 1911: "...aquel ingenioso Eduardo Gutiérrez,
especie de Ponson du Terrail de nuestro folletín, mordiente como una chaira para sacar filo
de epigrama a lo ridículo, a crédito ilimitado con la jovialidad, musa, entonces, de las
gacetas porteñas; y, en medio de todo, el único novelista nato que haya producido el país, si
bien malgastado por nuestra eterna dilapidación de talento".
Eduardo Gutiérrez, autor de folletines lacrimosos y ensangrentados, dedicó buena parte
de sus años a novelar el gaucho según las exigencias románticas de los compadritos
porteños. Un día, fatigado de esas ficciones, compuso un libro real, el Hormiga Negra. Es,
desde luego, una obra ingrata. Su prosa es de una incomparable trivialidad. La salva un solo
hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida.

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