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Después de Einstein, Planck y Oppenheimer, nuestro mísero y brillante siglo

prosigue su imparable avance bajo el signo de un genio de las ciencias


naturales: Yan Zabor (1934-1994), el primer fabricante de climas de la
historia. Yan Zabor, cuya biografía tragicómica nos relata Dieter Eisfeld en su
primera novela, está ya desde muy joven dominado por la idea de someter la
“monstruosa naturaleza” a la voluntad humana. Por ello no elige después de
sus estudios de física la tecnología de los genes, ni la física atómica ni la
astronáutica, sino algo al mismo tiempo más sencillo y no por eso menos
espectacular: la meteorología. Modesto en su vida privada, Zabor no conoce
la moderación en su pasión científica: inventa un aparato para manipular el
tiempo atmosférico. La empresa norteamericana Globe de Munich, en la cual
está empleado, le encarga, junto con su equipo, experimentos meteorológicos.
Al principio fracasan, pero en 1992 obtienen los primeros resultados
positivos. Entonces, los hombres de negocios convierten el tiempo en una
mercancía, y los políticos, en un arma. Zabor es obligado a poner su arte a
disposición de la industria turística y de un misteriosos cliente
norteamericano. Mientras la nueva técnica de Zabor triunfa en todas partes, en
la Europa central se desencadenan consecuencias imprevistas que superan a
todas las catástrofes habidas hasta el momento. Una novela para especialistas
en computadoras, moralistas, políticos, químicos, genetistas, ingenieros,
meteorólogos, sociólogos, ecologistas, biólogos, futurólogos… Una gran
novela.

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Dieter Eisfeld

El Genio
ePub r1.0
Titivillus 21.03.2024

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Título original: Das Genie
Dieter Eisfeld, 1986
Traducción: Pilar Giralt Gorina
Ilustraciones: Emil Tröger

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Entre la naturaleza y yo se desarrolla una gran
batalla porque debo mejorar la naturaleza.

SALVADOR DALÍ

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Advertencia

Yan Zabor se distingue de otros grandes naturalistas del siglo XX en que su


obra quedó destruida en el mismo momento en que se hizo visible para todos.
De Albert Einstein perduraron para la humanidad fórmulas y teorías físicas
con las cuales sus sucesores han podido trabajar hasta la época actual. La
fisión nuclear del átomo, conseguida por Otto Hahn en colaboración con
otros, se ha convertido entretanto en la base de una floreciente industria
armamentística. Los inventores de los rayos láser o de la televisión, de los
cohetes lunares y de la influencia genética legaron técnicas descritas con
exactitud para su aprovechamiento ulterior. En cambio, de Zabor sólo quedó
la experiencia de que su grandioso método para la «manipulación discrecional
del tiempo» funcionaba, cualquiera que fuese su fórmula física. El hecho de
que se autodestruyera en el mismo instante, convierte a Zabor en el paradigma
de todos los genios naturalistas de nuestra época. Su experimento ya ha
dejado atrás el destino que probablemente aún espera a los experimentos
atómicos, biológicos, químicos y similares, a saber: el de destruirse a sí
mismo, arrastrando consigo a la humanidad.

Siracusa, abril 1996


D. E.

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La familia Zabor

Yan Zabor nació el 26 de abril de 1934 cerca de los cuarteles de la ciudad


portuaria de Emden, al noroeste de Alemania. La ciudad no había producido
antes que él a ningún hombre de su genialidad, exceptuando tal vez a Menno
Simons, fundador en 1543 de la comunidad mennonita, que se extendería
hasta Rusia y los Estados Unidos y protegería en Holanda al gran filósofo
Baruch Spinoza. Aunque nacido en la Frisia oriental, no sería exacto llamar
frisón oriental a Zabor. Por una parte, su familia tuvo que abandonar Emden a
causa de la guerra en 1941, cuando Zabor acababa de cumplir siete años. Más
adelante volvería algunas veces a su ciudad natal, pero sus estancias serían
sólo de unas pocas horas. Por otra parte, sus padres y los antepasados de éstos
procedían de Austria y de la provincia fronteriza de Brandeburgo. En
realidad, Zabor era más vienés, como su madre, y más berlinés, como su
padre, que frisón oriental. Su vida posterior fue en cierto modo producto de la
herencia de estas dos metrópolis, a las que en el fondo se sentía vinculado.
A pesar de ello, no dejó en toda su vida de considerarse unido a su ciudad
natal, de una forma abstracta, por así decirlo. Conservaba de ella una imagen
clara, alimentada por muy pocos recuerdos ~de la infancia, y en parte irreal,
aunque al mismo tiempo extraordinariamente viva. Coleccionaba toda la
literatura disponible sobre su ciudad y se enfrascaba en la contemplación de
ilustraciones, «como si pudiera volver a encontrarse en ellas». En su
imaginación se formó al cabo de un tiempo una ciudad que no existía pero
que contenía todo lo que Zabor esperaba de ella. También en este aspecto se
revelaba una característica que sería determinante en su vida. Creía que a
partir del siglo XX los seres humanos ya no dependían en realidad de la
naturaleza, sino al contrario, la naturaleza dependía de los seres humanos. Sus
dictados serían anulados, por una u otra razón, por los dictados de los
hombres. De esto se desprende que la realidad auténtica es la realidad de la
imaginación humana y también Emden es hasta cierto punto diferente de lo
que parece, porque Yan Zabor la ve así.

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Nacido y «abandonado a la naturaleza defectuosa», Zabor estaba en el
fondo conforme con todo: con el lugar de su nacimiento, la «elección» de sus
padres y su desarrollo como niño y adolescente. Sólo había una cosa con la
que no podía estar de acuerdo: con el nombre que le habían dado. Del nombre
de pila le disgustaba la rebuscada grafía: «Jan» habría sido más corriente y
«Jann», como se llama el joven amante de la escritora de cabellos blancos,
Marguerite Duras, más original. En cambio Yan, ¿qué significaba? El apellido
Zabor se le antojaba demasiado abstracto, porque con él era imposible evocar
algo vivo o material. Era, por así decirlo, un nombre sin antecedentes
concretos, incluso cuando se jugaba con las letras, cambiando su orden.
Además, sus iniciales correspondían a las dos últimas letras del alfabeto: Y.
Z. ¿Significaba esto algo y, en caso afirmativo, qué? Suspicaz como era,
Zabor adivinaba tras esta casualidad una indicación de su destino: «¿Seré
causante de mi desgracia o de la desgracia ajena?».
Al parecer, su apellido, analizado lingüísticamente, procedía del húngaro.
Se ignora, sin embargo, si su padre tenía un antepasado húngaro. Al final
Zabor inventó un nombre de repuesto que en 1980 se hizo imprimir en broma
en sus tarjetas de visita con el fin de tomar el pelo a ciertas personas. Se llamó
a sí mismo «Iseppo Cantile», nombre que podía convenir a un gondolero
veneciano del siglo XVIII pero no a un investigador naturalista de la Frisia
oriental del siglo XX. «Precisamente porque me faltaba un nombre más
expresivo —se dice que contestó a esto Zabor—, se me escatimó la vida que
le hubiera correspondido (en mi caso, la de un gondolero de Venecia)». Sus
padres, sus mujeres y sus amigos tenían que llamarle de otro modo, es decir,
Jean-Jacques, lo cual interpretaban como una irónica alusión a Rousseau, el
hombre que, a diferencia de Zabor, no predicaba el alejamiento de la
naturaleza, sino el regreso obediente a ella. Sólo una cosa gustaba a Zabor aún
menos que su nombre: ser fotografiado. Apenas existen fotografías suyas y
esto en una época en que todo se plasmaba en imágenes.
Zabor amaba a sus padres y durante toda su vida mantuvo un estrecho
contacto con ellos. El aislamiento en que vivía a causa de su separación de la
naturaleza y de cuantos vivían en comunión con ella, concedió aún más
importancia a sus padres. Su madre, Franziska Schober, y su padre, Michael
Zabor, se conocieron por casualidad en un tranvía de Munich en 1931. Se
apearon de él por separado en la misma parada y ambos echaron de menos sus
paraguas. Subieron de nuevo al tranvía y se encontraron de pronto juntos ante
un banco de madera sobre el que había un único paraguas olvidado. De modo
característico, los dos afirmaron que era el suyo y ninguno se mostró

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dispuesto a ceder. Fuera, llovía a cántaros. Michael Zabor propuso en broma
que, si no querían mojarse, se verían obligados a resguardarse bajo el mismo
paraguas. Debió quedar asombrado cuando Franziska Schober se lo tomó al
pie de la letra.
—Soy —observó más tarde Yan Zabor— la consecuencia de que alguien
pierda en primer lugar su paraguas y después no sepa qué aspecto tenía. La
lluvia, es decir, el tiempo atmosférico, reunió a mis padres y me ayudó a
nacer. No puedo imaginarme nada más consecuente.
Después de un café y «mil cartas», su destino ulterior les condujo en 1932
a una oficina de registro civil de Berlín-Moabit, «a la sombra de los muros del
correccional», como explicó más tarde Michael Zabor a su hijo Yan. Vivieron
un año en Berlín y entonces abandonaron de mala gana la turbulenta capital
del Reich para trasladarse a la ciudad provinciana, más tranquila, de la Frisia
oriental. El día de su llegada a Emden ya pensaban con alegría anticipada en
el día de la partida cuando, por lo menos de acuerdo con sus deseos, volverían
a Berlín o, en su defecto, irían a Viena. También estos planes fracasarían a
causa de la situación política de mediados de siglo, cuando los hombres se
convirtieron en juguete de las dictaduras y las guerras.
La madre, nacida en 1909 en la Domgasse vienesa, cerca de la catedral de
San Esteban, estaba muy vinculada a la dinastía musical de los Strauss. Su
padre, Ferdinand Schober, había estudiado violín y después violoncelo y en su
juventud participó en la gira de conciertos por los Estados Unidos de América
de la orquesta creada en 1844 por Johann Strauss y dirigida después por su
hermano Eduard. Allí se disolvió para siempre, en 1901, y Ferdinand Schober
tuvo que ganarse la vida en diversos teatros de Viena. En el teatro Raimund
acompañó desde 1910, «con resignada desesperación» y durante años, el
Dreimäderlhaus de Berté y Schubert. Entraba en cafés, sobre todo en el Sperl,
y daba lecciones. Compartía el destino de numerosos instrumentalistas que
dominaban demasiado bien su instrumento para elegir una de las llamadas
profesiones burguesas, pero no tan bien como para iniciar una carrera musical
de prestigio. Cuando aún iba a la escuela, el viejo Johann Strauss le llevó a
una de sus operetas y le sentó en una silla entre bastidores para que percibiera
desde muy cerca los tonos, palabras e imágenes. Esta experiencia le dio
ánimos para probar suerte en la música.
Más adelante imitó esta idea de Johann Strauss y llevó consigo al teatro a
su hija Franziska, que tenía seis hermanos. La sentó en un lugar del teatro
mientras su padre tocaba en el foso de la orquesta. Pero esta vez el ejemplo no
cundió. Después de todas las impresiones domésticas, Franziska prefirió

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evitar el escenario y el podio y dedicarse a la enseñanza. En cualquier caso,
no llegaría muy lejos en su carrera, porque la empobrecida república no pudo
ofrecerle ningún puesto docente fijo. Después de trabajar durante el invierno
de 1931-32 en una escuela del término municipal de Josefstadt, volvió en
primavera a encontrarse en la calle junto con otros desempleados y decidió
renunciar para siempre a la pedagogía.
Franziska Schober descubrió en sí misma intereses políticos a los que se
consagró, llena de entusiasmo. Conmovida por escritos sobre la miseria del
proletariado industrial, se afilió a un partido austríaco de los trabajadores en
cuya central vienesa trabajó una temporada como secretaria y autora de un
folleto sobre «Cultura obrera y poder político». En él proponía que los
trabajadores tuvieran su propio teatro, orquesta y editorial. La tendencia de la
época era dejar de lado las instituciones de la cultura burguesa para
sustituirlas por las propias, siguiendo la tesis marxista de que había llegado el
momento para el relevo de la clase dirigente. Franziska era una mujer frágil,
de cabellos negros que llevaba recogidos en un moño alto. Tenía un rostro
«visiblemente terco», como escribiría después Yan Zabor acerca de ella, y era
probable que le sobraran motivos para serlo. No le resultó fácil cambiar el
urbanismo de Viena y después Berlín por el provincianismo de Emden. Sin
embargo, aceptó este rápido cambio de escena por amor a Michael Zabor,
dispuesta en su interior a hacer de nuevo las maletas el día menos pensado.
Su padre, Ferdinand Schober, parece haber llevado dentro de sí mismo
algo de la predisposición que más tarde sería cualidad dominante en Yan
Zabor. Pasaba las horas libres de su profesión de músico intentando
desarrollar un violín que en sonido y posibilidades de ejecución emulara
como mínimo a los célebres instrumentos de Amati, Stradivari o Guarnen.
Consideraba que la evolución del violín era todavía incompleta y
experimentaba con otras formas, otras proporciones, otras medidas, y también
con diversas maderas y lacas. Este trabajo, sin embargo, sólo podía
entusiasmar de verdad en el instante del descubrimiento, pues los
instrumentos terminados sonaban de un modo mediocre e insuficiente.
Schober ya pensaba en lo que medio siglo después realizaría el físico de
Aquisgrán, Dünnwald, a quien Yan Zabor encargaría un violín para su hijo en
1983. Dünnwald registraba los datos físicos decisivos de centenares de
violines tanto de fábrica como de artesanía con ayuda de métodos
electrónicos, para «introducir» después los datos de los instrumentos más
perfeccionados en violines corrientes. No obstante, Ferdinand Schober
renunció, desengañado, al empeño de emular o superar a los grandes violeros

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del pasado. Quemó los instrumentos que había construido y sólo quedó un
violín inacabado que escondió su mujer. Más tarde Yan Zabor colgó la
reliquia en su oficina muniquesa, sobre su mesa de trabajo. De vez en cuando
pensaba también él en cómo podrían construirse violines de óptimas
cualidades sonoras, pero el problema le pareció demasiado insignificante para
enfrascarse en él, pese a estar en la misma trayectoria en que veía su tarea:
conquistar nuevos aspectos de la naturaleza… por la fuerza, en caso
necesario.
El padre de Yan, Michael Zabor, procedía de un ambiente no menos
polifacético. Nacido a principios de siglo en una pequeña localidad de la
provincia de Brandeburgo, creció en el Berlín imperial y después republicano.
Su madre Katharina murió a las pocas semanas de su nacimiento por culpa de
un accidente insólito sobre cuya interpretación no dejaba de especularse en el
seno de la familia. Durante una visita a Berlín la llevaron a un pequeño circo
que había levantado su carpa en Charlottenburg. Conocían su debilidad por
los artistas de toda índole, quizá porque recordaba a los gitanos del bosque de
Turingia con quienes había viajado una temporada. En este pequeño circo
había un equilibrista que invitó al público a dejarse llevar sobre sus hombros
mientras pasaba la maroma. Nadie se ofreció, hasta que Katharina Zabor se
levantó de repente y saltó a la pista ante el asombro de su marido, Richard. El
público aplaudió este alarde de valor y observó muy tenso a Katharina trepar
con el artista hasta la plataforma, donde él se la colocó sobre los hombros.
Encantada, saludó con la mano a la concurrencia mientras el artista avanzaba
con cuidado por la maroma, guardando el equilibro con su larga pértiga. El
público se puso a aplaudir con ritmo, Katharina se balanceaba al compás,
llena de alegría, el trío de la orquesta dio un toque de clarín… y el volatinero
perdió el equilibrio. Un grito agudo y ambos se precipitaron al vacío,
Katharina con tan mala suerte que se desnucó.
Su marido, el abuelo de Yan Zabor, se mudó a Berlín y más tarde, cuando
su hijo Michael estudiaba en el Liceo Francés, a Kiel. Era ingeniero y
trabajaba en un astillero donde se fabricaban armas y máquinas para la
Marina de guerra. Sus inclinaciones pacifistas le indujeron a desarmar la
espoleta de los torpedos en el control final, de modo imperceptible para todos,
a fin de que resultaran inofensivos. Así pues, los torpederos disparaban a los
buques enemigos con armas inservibles. Richard Zabor murió en la calle de
un infarto a los cincuenta y seis años. Yan Zabor, que se le parecía
físicamente, concluyó que había heredado la constitución física de su abuelo y
temió estar en peligro de muerte a partir de los cincuenta años. Y lo estaba, en

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efecto, como el tiempo se encargaría de demostrar, pero por una razón
completamente distinta.
Michael Zabor fue periodista en Berlín una vez terminados sus estudios.
Aprendió en el Vossischen Zeitung y luego se trasladó a Ullstein, donde tuvo
ocasión de obtener una entrevista con el matemático y filósofo inglés
Bertrand Russell. Cuando Russell, con su peculiar sentido del humor, cambió
los papeles de entrevistador y entrevistado y preguntó a Zabor si prefería
hacer carrera como reaccionario o como mártir socialista, Zabor optó por esto
último. Russell observó que cada uno podía elegir su destino y convertirlo en
realidad, siempre que se comportase bien, al menos tendencialmente. Cuando
ofrecieron a Zabor una posición mejor remunerada en el Emdener Zeitung,
partió, «por una temporada», según creía, hacia la Frisia oriental. Como en
Emden sucedían muy pocas cosas, Zabor ayudó a provocar historias que tenía
deseos de escribir. Su periódico no sólo se ocupaba del ayer sino, en cierto
modo, del mañana, es decir, de acontecimientos cuya inminencia Zabor
conocía porque participaría en ellos de forma decisiva. Así intentaba vencer el
aburrimiento inevitable en la pequeña ciudad provinciana.
La verdad es que poco después su vida se vio sometida a una tensión y a
unas presiones que habría preferido no conocer. Los nacionalsocialistas se
habían hecho entretanto con el poder en Alemania y también en Emden la
república de Weimar fue sustituida en enero de 1933 por la dictadura de
Berlín. Los padres de Yan Zabor estaban del lado de los demócratas y no se
avergonzaban de proclamarlo. A finales de 1932 defendió Michael Zabor en
un mitin electoralista de los nacionalsocialistas los tratados de Versalles con
que se había terminado la primera guerra mundial, imponiendo a Alemania
ciertas obligaciones. Un «camisa marrón» se acercó a él, le apuntó con la
pistola y disparó. El arma falló, sin embargo, y Zabor se salvó del lance con
unos cuantos golpes e insultos. Su aspecto era el mismo que Hitler deseaba
ver en sus contemporáneos: rubio, alto y de ojos azules. Parecía tan ario como
judíos los rasgos de la madre de Yan Zabor.
Michael Zabor escribió artículos en contra del inhumano sistema y un día
leyó en un diario el aviso de que el periodista Zabor se exponía a ir a la cárcel
por sus escritos. Aún gozaba de libertad, pero al director de su periódico le
asustaba demasiado jugar con fuego y lo despidió. Michael Zabor se quedó
sin trabajo, pero no tan indefenso como los intelectuales más conocidos de su
tiempo, porque él poseía dotes para el comercio y la artesanía. Además de
llevar la contabilidad de un comerciante de carbón, trabajó en el sector de
metales y en la Navidad de 1933 vendió abetos con notable éxito. Casi todos

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los antifascistas le compraban, aprovechando la esperada ocasión de expresar
su opinión sobre el régimen. Michael Zabor escribió a Walter Benjamin,
exiliado en Niza, que ya en 1932 había tenido ideas suicidas y que conocía a
Zabor de su época de Berlín, una carta para animarle: «Los efectos de la
dictadura sobre literatos como nosotros están remitiendo bastante, sobre todo
si se domina un oficio. Te aconsejo que aprendas ebanistería, sombrerería,
carpintería o lo que sea, y podrás escribir en secreto todo cuanto quieras.
¡Recuerda a Spinoza!». Este consejo llegó demasiado tarde para Benjamin,
que sólo podía vivir de sus publicaciones o arruinarse.
Otro amigo de Michael Zabor quiso ayudarle a huir a los Países Bajos con
su esposa y su hijo recién nacido, Yan. Sin embargo, decidieron quedarse.
Michael Zabor no daba al aquelarre nacionalsocialista más de siete años y
estaba dispuesto a «invernar» durante este período, a pesar de que él y la
madre de Yan eran vigilados constantemente por la policía política, sus cartas,
censuradas y su teléfono, cortado. Les arrestaron varias veces para
interrogarles sobre contactos con políticos o sindicalistas socialdemócratas dé
la clandestinidad y después volvían a soltarles. En 1934 recibieron ambos la
prohibición de trabajar, por lo que se quedaron sin ingresos. En su buzón
encontraban siempre una libra de carne, un cuarto de kilo de té, billetes de
banco u otros regalos de primera necesidad, todo lo cual les permitió
sobrevivir. Temían ser llevados un día a un campo de concentración como
enemigos oficiales del régimen, pues ya tenían de ello un triste ejemplo en la
familia: un cuñado de Michael Zabor era clarinetista en una orquesta
sinfónica del sur de Alemania… y masón militante. Lo último que oyeron de
él fueron unas escalas de clarinete procedentes de un vagón detenido en la
estación de mercancías de una ciudad de Alemania oriental que transportaba
judíos a Auschwitz.
Para la vida de Yan Zabor, lo ocurrido después de su nacimiento no fue
más determinante que los sucesos que lo precedieron en varios meses. Su
madre le llevó en su seno durante la época más peligrosa para ella y su
marido. En las entrañas de su madre hizo los caminos a las comisarías y a las
casas de sus amigos fieles. Pasó hambre con ella, tuvo quizá miedo con ella y
se asustó con ella cada vez que sonaba el timbre de la puerta. Las experiencias
e impresiones de sus padres se grabaron tal vez en él como si de sus propias
experiencias e impresiones se tratara. Desarrolló «un sexto sentido para el
sufrimiento, la injusticia y la impotencia». Su voluntad apasionada y casi
demoníaca de cambiar algo de este mundo (la naturaleza) podría tener aquí
una de sus causas. El terror sufrido por sus padres durante más de doce años

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se le comunicó de forma subterránea y nunca se libró completamente de él; ya
adulto, le acometían una y otra vez temores y miedos que parecían carecer de
fundamento.
Cuando nació Yan Zabor, sus padres comprobaron que la mitad izquierda
de su cuerpo era de constitución más débil que la derecha. Se habría dicho
que estaba corporalmente dividido en dos, como si su parte izquierda y su
parte derecha llevasen una existencia física separada. Signo exterior de esta
característica era la mano izquierda, que sólo tenía tres dedos, y a estos tres
dedos parecían corresponder mano, brazo, hombro y caja torácica, que aunque
estaban tan bien formados y perfeccionados como las partes correspondientes
del lado derecho, eran más delicados y ligeros.
Es posible que esta formación diferente de la mitad derecha e izquierda
del cuerpo «continuara en la cabeza y en el alma», cualquiera que sea el
significado de esta frase. En todo caso, su madre «trajo al mundo lo que
podría llamarse dos mitades humanas que en lo sucesivo se esforzarían por
convertirse en una sola». La idea preferida de Zabor, aunque reconocía su
peligrosidad, era que el mundo consiste en dos partes. «Sólo con un gran
esfuerzo pueden mantenerse juntas y si la naturaleza no corrige este defecto
un día se separarán».
Zabor escribió más tarde sobre sus padres y sobre sí mismo: «Si hay
veinte cualidades típicas de mi padre, de mi madre y de mí, yo he heredado
ocho de mi madre y dos de mi padre, mientras las otras diez son nuevas. Las
dos cualidades heredadas de mi padre pueden ser las determinantes: la terrible
necesidad de ser original y el valor de pensar y actuar más allá de los criterios
de mis coetáneos. Con esta ascendencia, yo no podría en modo alguno ser un
mero consumidor del mundo, sin aportarle nada de importancia. Mi madre me
ha legado el miedo a la soledad, el placer de la estética, la tenacidad para
conseguir lo que imagino y otras cosas. Sin embargo, he preferido estar solo
si así concebía una idea original o un proyecto utópico. El ímpetu paterno ha
superado al materno».

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La guerra y la escuela

La singular insatisfacción de Yan Zabor con la naturaleza, tal como se


presenta ante los hombres, se hizo notar ya durante su infancia. Su madre se
dio cuenta de que no podía soportar los prados en que la hierba crecía torcida
o cruzada. Ante su insistencia, sus padres acabaron comprándole varios tubos
de ensayo de tres milímetros de diámetro. Colocó los tubos encima de sendas
briznas de hierba y hundió el extremo abierto en la tierra. Bajo el cristal, las
briznas de hierba crecían derechas hacia el cielo, verticales y paralelas, lo cual
parecía «más correcto» a Yan. Sus padres vieron en este juego singular un
reflejo de la militarización de la sociedad, que también los niños podían
observar por doquier. Sin embargo, desecharon esta idea por demasiado
simplista. En otra ocasión se sacó un trozo de tiza del bolsillo del pantalón y
trazó con cuidadoso detalle dos líneas paralelas de más de doscientos metros
por el empedrado y una pared de la casa, con el fin de demostrar por dónde
habría debido pasar la única línea de tranvías de Emden. Si se miraban con
atención, se veía que Yan había descrito curvas para limitar la velocidad. De
haberse llevado a cabo su plan, no sólo habrían cambiado de dirección las
vías, sino que habría sido preciso reformar el trazado de la calle y hacer
retroceder unos metros la fachada de una casa. Esta notable tendencia, por
cierto bastante desconsiderada, a corregir algo de las cosas para prestarles un
aspecto más elegante, se fue manifestando cada vez más.
Cuando tuvo que ir a la escuela a los seis años, no eligió el camino
normal, sino uno muy poco corriente. Hasta la primera esquina de la
Geibelstrasse (hoy August-Bebel-Strasse) iba en compañía de su primer
amigo y de su primer «enemigo». Allí les dejaba tomar el camino tradicional
por encima del muro y él corría en zigzag por diversas callejuelas. Como
sigue un avión la señal de radar, seguía el vuelo imaginario de un pájaro y en
un punto determinado no se recataba de pisar el jardín y el huerto de un asilo
de ancianos. El «enemigo» tenía el extraordinario nombre de Elso
Schweinebraten[1] y sólo por este nombre le declaró Yan un día la guerra.
Apenas hubo aprendido a escribir, garabateó en un cartel esta inscripción:

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bajo el nombre de «Elso Schweinebraten», que en seguida tachó, añadió la
frase «Ahora se llama Hansi Vogel». Llevó este cartel a la vista del enemigo
hasta que éste, que al parecer consideraba el nuevo nombre como el mayor
insulto, perdió la paciencia. Era más fuerte que Yan, así que le resultó muy
fácil romper el cartel y moler a palos a Yan. Por lo visto el pequeño Zabor no
podía soportar los defectos y la fealdad del mundo, por lo menos los defectos
y la fealdad que él descubría, y quería transformarlos sin tardanza y para
siempre en algo que le pareciera más tolerable y lógico. Esta visión
egocéntrica del mundo permaneció inmutable desde el principio, así como el
hecho de que los placeres de Zabor debían pagarse con el sufrimiento ajeno.
Tendrían que pasar más de cincuenta años para que este estado iniciado por él
le hiciera imposible la supervivencia.
Leer, escribir y contar fueron fáciles para él y casi siempre hacía un poco
más de Ib que exigían los pedagogos de la clase. En su tiempo libre jugaba en
la calle, corría en patinete y seguía al hombre del carro de mano, que vendía
pescado y granadas. Coleccionaba cascotes de las bombas británicas lanzadas
sobre Emden al principio de la guerra y los intercambiaba con sus
condiscípulos, que admiraban sobre todo los ejemplares puntiagudos y
brillantes y aquellos en que creían ver huellas de sangre. Un día en que un
bombardero británico sobrevoló la calle por la cual Yan paseaba en una
carretilla a su hermano Eduard, cuatro años menor que él, dejó caer a su
hermano y salvó la carretilla. Al ser reprendido por ello, reaccionó con la
frase de que la carretilla había quedado intacta.
La situación de la familia Zabor mejoró un poco cuando el gobierno optó
por recurrir a algunos de sus adversarios para reforzar el ejército. Michael
Zabor fue alistado en la Wehrmacht al inicio de la guerra y enviado a la torre
del ayuntamiento de Emden para que desde allí disparara cañonazos a los
aviones enemigos. Ni él ni sus hombres dieron en el blanco una sola vez y
tras el cese de la alarma reflexionaba siempre sobre si sus fallos eran el mal
humano mayor o menor. Se enfrentaba a la misma pregunta que se hiciera su
padre respecto a los torpedos sin hallar una respuesta satisfactoria.
Después de los primeros ataques aéreos de la segunda guerra mundial.
Emden estaba tan derruido al cabo de un año que el gobierno ordenó la
evacuación de una parte de sus habitantes. Quienes no encontraron otro
refugio por sus propios medios, fueron facturados a Bohemia y Moravia, lo
cual equivalía a salir del lodo para caer en el arroyo. Los padres de Zabor se
acordaron de un pastelero calvo de Gotinga que era pariente lejano suyo y que
les ofreció el desván de su pastelería en el casco antiguo de la ciudad como

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refugio temporal hasta que encontraran otro domicilio. En abril de 1941
Franziska Zabor y sus hijos Yan y Eduard cruzaron de noche la ciudad de
Emden, arrasada por los bombardeos, hacia la estación de la cual salía un tren
especial. Vieron que esta vez las viejas casas de los polders se habían
sumergido en el mar. Niños moribundos colgaban en sus camas entre las
ruinas. Manzanas enteras seguían ardiendo, mientras la gente intentaba salvar
algún objeto o extinguir el fuego con cubos de agua. Los heridos yacían en la
calle, gritaban en vano y morían. Yan se quedaba mirándolos, observando la
escena con los ojos muy abiertos, hasta que su madre tiraba de él. El horror
parecía asustarle y atraerle al mismo tiempo. Los incendios y los escombros
de los edificios derrumbados impidieron que la familia Zabor llegase aquel
día a la estación, por lo que se vieron obligados a pasar otra noche en la
ciudad fantasmagórica. A la Geibelstrasse próxima a los cuarteles no le había
ocurrido nada y al final de la guerra sería una de las pocas calles casi intactas
de la ciudad.
Mientras poco después Michael Zabor era enviado al frente ruso, su mujer
y sus hijos intentaban sobrevivir en Go tinga. Yan, a sus diez años, tuvo que
vestir el uniforme de los muchachos nacionalsocialistas, hacer la instrucción y
aclamar a Hitler. Como vio que todos hacían lo mismo a su alrededor, lo tomó
por algo normal y justo. Tuvo que presenciar la ejecución de un prisionero
polaco que había intentado huir. Como los ejércitos norteamericanos en el
oeste y los de la Unión Soviética en el este se aproximaban al Reich alemán,
el gobierno no sólo recurrió a los más viejos, sino también a los más jóvenes
para que empuñaran un fusil. Bajo la nieve y el frío, esta última reserva juró
defender al ya vencido dictador. Así fue como Yan se convirtió en soldado en
los últimos días de la guerra, en la primavera de 1945, con la orden de detener
el avance de las tropas acorazadas norteamericanas. Tras un entrenamiento de
una semana con el fusil y el lanzagranadas, Yan y sus amigos fueron enviados
a luchar contra las unidades norteamericanas que se acercaban a la ciudad a
través de los bosques. Uno de los amigos cayó muerto de un tiro, otro fue
rozado por una bala. Yan no sufrió herida alguna, se quitó la guerrera del
uniforme y se salvó entre la espesura. A partir de entonces aborreció el
mundo anárquico y destructor de la guerra, como hizo saber durante toda su
vida a quienquiera que encontrase, le preguntara o no su opinión. Era lo
contrario de todo cuanto perseguían sus aspiraciones. La guerra no significaba
ningún progreso sino la devastación de aquella naturaleza con la que el
hombre debe relacionarse de modo constructivo.

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La segunda guerra mundial se había ahogado en sí misma y en sus
cadáveres. Zabor tuvo que dirigirse a la plaza del mercado de Gotinga, entre
una doble fila de jeeps y ametralladoras, para tirar su arma a un montón,
como todos los demás ciudadanos. Su madre le descubrió el mismo día la
hostilidad de sus padres hacia el régimen del nacionalsocialismo. Hasta ahora
le había ocultado la verdad para no poner en peligro a la familia con las
posibles reacciones de Yan. En pocas frases le esbozó una posición política
que en lo sucesivo debía servirle de orientación. Después del regreso de
Michael Zabor a finales de 1945, también él indemne, la familia volvió a
reunirse en una vivienda interior que daba a un patio, feliz de haber
sobrevivido a los doce años más peligrosos de su existencia. El padre volvió a
buscar trabajo como periodista, primero en Emden, en el mismo diario de
antes. Las mismas personas que le habían puesto en la calle volvieron a darle
su antiguo puesto. Un año después pudo trasladarse a Gotinga y escribir por
fin lo que pensaba y sentía desde hacía veinte años.
Para Yan Zabor empezaron otros nueve años de estudio, esta vez en un
instituto de segunda enseñanza orientado hacia las matemáticas y las ciencias
naturales. De nuevo consideró el trabajo escolar cotidiano como una carga de
la que era preciso liberarse con la máxima habilidad posible. Durante la clase
tenía casi siempre la cabeza en otra parte. En una ocasión imaginó que «el
techo se desprendía, permitiéndoles ver el cielo. O bien se asomaría el sol,
caliente e insoportable, o bien estallaría una tormenta y caería una lluvia fría.
El profesor, asustado, interrumpiría la lección de alemán, matemáticas, latín,
biología, religión o cualquier otra asignatura. Todos correrían al sótano para
salvarse, como antes durante los bombardeos. La naturaleza les atacaba, tosca
e impertinente. Ni siquiera los altivos profesores se sustraerían al pánico.
Tanto ellos como sus temerosos alumnos pedirían socorro a gritos, la
devolución del techo desaparecido o cualquier otra cosa que les protegiera de
los desmanes del mundo exterior. ¡O que lo domesticara! La arquitectura
había resultado una protección insuficiente, ya que sólo servía para
determinadas situaciones, como lo demostraba este hecho. Había que desvelar
un misterio: la técnica de la influencia total sobre el tiempo, algo que
contravenía todas las reglas y, sin embargo, guardaba cierta correspondencia
con ellas. Esta técnica otorgaría un poder sobre los demás, un poder benéfico,
sin duda alguna», escribió Zabor en un diario que volvió a abandonar a los
veintiocho años y en el que también anotaba sus descabelladas visiones. Sólo
que ésta encerraba unas ideas que un día se convertirían en realidad. De
momento, no obstante, las olvidó durante unas décadas.

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Zabor no tenía predilección por ninguna materia en particular, pero estaba
extraordinariamente dotado para las matemáticas y el arte. Era mediocre en la
mayoría de disciplinas, y francamente malo en algunas, como la física y el
alemán. Lo que le enseñaban le parecía un poco alejado de su realidad y
demasiado árido para excitar su fantasía. No era un alumno ejemplar como
Heisenberg ni un mal alumno como Einstein, sino simplemente del montón.
Las asignaturas que debía estudiar representaban para él un pasado obsoleto y
nunca el presente ni mucho menos el futuro. Por otra parte, Yan quería saber
lo mismo que los demás, a fin de poder entenderse con ellos. En su opinión,
«sabían mucho, pero no lo esencial», como explicó a un amigo, sin concretar
aún en qué consistía lo esencial.
Por lo demás, prosiguió con intermitencias su «obra de transformación»,
como le gustaba llamarla. Durante una excursión escolar entre dos pueblos, a
pie a través de bosques y campos, se adelantó mucho a los demás y cambió
dos indicadores de modo que señalaran el camino opuesto pero mantuvieran a
la clase describiendo círculos. El profesor no sospechó nada hasta que
pasaron por segunda vez ante el primer indicador. Ahora Yan permanecía en
la retaguardia y asistía en silencio a la discusión del grupo, manifiestamente
confuso. Los profesores se esforzaron por sacar conclusiones pedagógicas de
la curiosa situación, pero su desconcierto era enorme. Yan había
proporcionado un interesante tema de conversación a los excursionistas y en
ello encontró la justificación de su travesura. El mundo había sido cambiado
en un punto minúsculo y era evidente que, pese a la ligera incomodidad, había
ganado en interés. Sintió el deseo de introducir nuevos cambios, sin saber por
el momento en qué consistirían.
… Aunque sus padres, ambos amantes de la música, se lo habían pedido
en repetidas ocasiones, no pertenecía a la orquesta ni al coro de su escuela.
Asistía con sus padres a conciertos en el ayuntamiento, escribió una carta
exaltada a la pianista francesa Monique Haas y coleccionaba discos de la
Symphonie espagnole de Édouard Lalo para comparar entre sí las velocidades
de los diferentes intérpretes. Formuló la teoría de que el prestigio de estos
violinistas era proporcional al tiempo que necesitaban para determinadas
piezas musicales. Jascha Heifetz era el más rápido y gozaba del mayor
prestigio internacional. Su madre insistió en que tomara lecciones de violín.
Una vez por semana aparecía en el piso un ingeniero y violinista húngaro,
Sandor Ferenzcy, que escuchaba con paciencia la ejecución sin talento de
Yan. La madre gozaba de tales momentos mucho más que su hijo, quien tal
vez intuía que sólo ella se beneficiaba de las macabras lecciones. Hasta que

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tuvo diecinueve años y hubo terminado el bachillerato no pudo librarse de
aquella «tortura» que se había prolongado durante ocho años. Regaló el violín
a un gitano que estaba ante la puerta con la pretensión de vender una
alfombra.
La sensibilidad estética de los antepasados vieneses perduraba ciertamente
en Yan, pero no así su artístico don para tocar instrumentos. Por ello el joven
prefería ver y oír cuando el cuarteto Amadeus de Londres, el violinista Ferras
de París o una orquesta de cámara sin director, procedente de Varsovia, daban
un concierto en su ciudad. Yan quería formarse, pero no en este ámbito
musical, que se le antojaba dominado para siempre por los genios de los
siglos XVIII y XIX. Era imposible mejorar a un Bach o a un Mozart, por mucho
que los considerara asimismo poderosas manifestaciones de la naturaleza.
Más tarde caviló sobre la posibilidad de que una máquina electrónica
compusiera música de su estilo, sobre todo las piezas que uno habría deseado
poseer de ellos.
Yan se enamoró por primera vez a los dieciséis años de una condiscípula,
Catherine Beaulieu, sin que ella lo supiera jamás. Iban a la escuela por el
mismo camino y Catherine, que vivía un poco más lejos, pasaba todas las
mañanas ante la ventana de Zabor. Aunque Yan se sentía atraído hacia ella,
siempre procuraba no cruzarse en su camino. Salía de su casa cuando ya había
visto pasar a Catherine y la seguía a prudente distancia. «No sé cómo iniciar
una conversación con ella —anotó en su diario— y no puedo contar con^que
ella la inicie».
Más adelante se obligaría a sí mismo, de un modo insólito y a la vez
matemático, a perder esta timidez con las mujeres. En todo caso, no osó
nunca hablarles de la «naturaleza imperfecta e inmadura», lo cual no tardó en
hacer con los hombres y en sus relaciones profesionales. Con las mujeres
parecía tener la impresión de ser él mismo quien debía cambiar. Quizá fue
éste el motivo que le hizo capitular ante las dificultades de un simple contacto
y defenderse durante mucho tiempo de toda demostración de cariño. Las
muchachas de su época escolar, por el contrario, parecían encontrar atractiva
su excentricidad inconsciente y su original modo de pensar y de comportarse,
pero le ocultaban sus sentimientos, como hacía él con ellas, por lo que Yan no
encontró a ninguna amiga.
En cambio fue amigo durante los nueve años de instituto de dos
muchachos llamados Ulf Radke y Daniel Tisch. El primero era un solitario
como el propio Zabor, interesado en la literatura y dotado de cierto talento
filosófico. Paseaban por los bosques de Gotinga y discutían sobre la

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imperfección, que consideraban un elemento muy importante y revelador del
mundo. Para la inteligencia humana, casi nada parece perfecto y terminado y
que no sea Susceptible de mejora. Se preguntaban si este principio natural
debía permanecer intacto a fin de no poner en peligro el conjunto, o si, por el
contrario, había que modificarlo y corregirlo, por medio del
perfeccionamiento de las cosas, a fin de conservar el todo. ¿Son necesarias las
guerras —rezaba una pregunta concreta— para conservar la raza humana, o
conducen a la humanidad a su destrucción final? Radke se inclinaba por la
primera posición, Zabor, por la segunda. Radke creía ver un sentido detrás de
la imperfección, aunque sea difícil o imposible comprenderlo. Zabor, por su
parte, consideraba el mundo como algo que la humanidad debe abordar
constructivamente, con voluntad de mejorarlo. Nada inacabado debía escapar
a su atención, ninguna oportunidad de desarrollo debía pasarse por alto y toda
imperfección debía ser denunciada públicamente. Las guerras debían ser
eliminadas o eliminarse su necesidad y los científicos no debían contentarse
con reconocer como tales las leyes de la naturaleza, sino cambiar algunas de
ellas. Radke llamaba a Zabor un cómico marxista de las ciencias naturales y
Zabor llamaba a Radke un anacronista perezoso. Cuando fueron un poco
mayores, se emborrachaban de vez en cuando en una taberna mientras
discutían, y abandonaban el local, en el que habían entrado juntos, cada uno
por su lado, para volver a él reconciliados al día siguiente. Radke era
bonachón y flemático y procuraba no perder su flema con nadie, mientras
Zabor rebosaba de ideas fantásticas y tenía una necesidad acuciante de
seguidores.
Otros intereses muy distintos unían a Zabor con el segundo amigo, Daniel
Tisch, cuya ambición era ser cantante, y más concretamente, cantante de
ópera. Soñaba con los grandes teatros y catedrales donde su voz entusiasmaría
al público. En Zabor había encontrado a su primer público, que le escuchaba
dondequiera que fuese: en la calle, en el local, en las murallas. Se encontraban
después de la escuela o de la clase de canto e iban en busca de
acontecimientos musicales. Oían cantatas de Bach acurrucados en el primer
banco de la iglesia, se sentaban en la sala de conciertos a los pies del joven
Fischer-Dieskau o corrían al cine cuatro veces en dos días para ver Un
americano en París de Gerschwin. Entonces les horrorizaba volver a la
banalidad de la vida cotidiana.
Zabor también se dejó contagiar por la idea de ser artista, no importaba de
qué clase. Sin embargo, no albergaba en su interior inquietudes artísticas, ya
fueran musicales, literarias, teatrales u otras. Sentía, eso sí, la necesidad de

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expresarse, pero no sabía en qué dirección hacerlo. Tisch, en cambio, ya había
encontrado su profesión y Zabor no podía sustraerse al entusiasmo bohemio
de su amigo. Ninguno de los dos intuía entonces que «Tisch no llegaría ni a la
Scala de Milán ni al Teatro Cuvilliés, ni siquiera al Teatro Municipal del
cercano Hildesheim, sino que acabaría ganándose la vida en el laboratorio
químico de la fábrica de tintes Hoechst. Allí cantaba en el coro de la fábrica,
más alto que los otros y por ello, inaccesible». Su pasión por el canto
impresionaba más que la calidad de su voz que, singularmente, bastaba para
despertar en Zabor la nostalgia de otra existencia. Un talento que no dudaba
de sí mismo movilizaba a un genio que sólo vivía de dudas.
Un día salieron los tres, Zabor, Tisch y Radke. Había sido un día de
verano muy cálido y esperaron hasta la noche para subir al Hainberg, donde
se emborracharon con latas de cerveza que habían llevado consigo. Antes, sin
embargo, en un estado de semi-embriaguez, dos de ellos predijeron el futuro
al tercero. A Radke le profetizaron que sería periodista con ambiciones de
llegar a político. De hecho, más tarde trabajaría en la revista de Hamburgo
Der Spiegel, aunque en la sección de economía. En cualquier caso, esta
profecía resultó ser la más acertada. De Tisch afirmaron los otros dos que
sería profesor del conservatorio de música, donde enseñaría arte dramático
para estar más rodeado de jovencitas. Había mencionado con exaltado
atolondramiento a Heinrich Muoth, la figura de un cantante en una novela de
Hermann Hesse. Finalmente, los amigos de Zabor le profetizaron que sería
político y llegaría a formar parte del gobierno de Bonn. Cuando observó que
esto era imposible porque no pertenecía a ningún partido, le contestaron que
él fundaría sin duda alguna su propio partido. No era ciertamente negro ni
rojo ni marrón ni azul amarillento, pero tal vez fuese violeta o verde,
significara esto lo que significase. Zabor solo ya era un partido, aunque de
momento careciera de programa. Era evidente que aspiraba a tener poder
sobre los hombres. Si aspiro al poder, dicen que contestó Zabor, será más bien
al poder sobre las cosas. Pero ninguno de ellos podía imaginarse entonces a
qué se refería, ni siquiera el propio Zabor.
Por lo demás, en su clase Yan continuó siendo un solitario. La mayoría de
alumnos le resultaban antipáticos por su superficialidad o rudeza. Al
advertirlo ellos, le rehuyeron, cuando no le hacían la zancadilla o le apartaban
la silla donde iba a sentarse. Le murmuraban al oído respuestas erróneas
cuando Yan no reaccionaba en seguida a una pregunta del profesor o le
invitaban a sus fiestas y las anulaban media hora antes. Quizá le envidiaban
porque era el predilecto del profesor más popular e interesante. Cierto que su

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popularidad tenía un trasfondo macabro: entre 1938 y 1945 había dirigido en
Berlín un reputado colegio nacionalsocialista, bailado con Marlene Dietrich y
hecho política con Goebbels. Después de la guerra desapareció en la
provincia de la Baja Sajonia, pero ahora, mientras enseñaba cálculo
diferencial o geometría, caía en la tentación de alardear de su brillante pasado.
Yan era un oyente muy atento, porque la teatral combinación de inteligencia e
impiedad de hombre de mundo le fascinaba, en contra de su voluntad, por así
decirlo. En la clase, este hombre solía meterle oportunamente en el bolsillo
las soluciones de los problemas que Yan tendría que resolver en el examen
oral. Precisamente fue este profesor el primero en intuir el genio en Yan,
aunque sin saber definirlo. Los padres de Yan se estremecían al oír a su hijo
hablar encomiásticamente de aquel oportunista del nacionalsocialismo. Él
consideraba justa su crítica y se reservaba para sí que «este hombre ha
fortalecido mi conciencia de mí mismo con su forma de hablar conmigo».
En los dos últimos años de instituto, Yan adoptó la técnica de no dejar al
azar sus calificaciones finales. En determinadas clases ponía en marcha una
grabadora que llevaba escondida en una gran cartera y una vez en su casa
escuchaba las explicaciones de los profesores y lo que decían en sus
conversaciones con los alumnos. Recogió los temas preferidos de algunos
pedagogos para escucharlos antes de un examen escrito o una prueba oral. Así
se enteró de sus materias favoritas, de su modo de pensar o de sus
costumbres, lo cual le permitió tratarles con habilidad. Durante el examen
escrito estuvo en contacto telegráfico con sus amigos Radke y Tisch, que se
encontraban en el edificio contiguo. Por medio de un emisor diminuto que
ocultaba en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, les radiaba sus preguntas y
recibía sus respuestas por el receptor que llevaba en el bolsillo derecho. Como
es natural, este sistema de comunicación funcionaba demasiado mal para que
Zabor pudiera sacarle algún rendimiento, pero le hizo sentir que lo había
intentado todo para «neutralizar estos ridículos exámenes». Se burlaba del
alumno que se devanaba los sesos con las fórmulas matemáticas o la
interpretación de una poesía de Stefan George. Yan aborrecía el oportunismo,
sin darse cuenta de que lo estaba practicando. De este modo aprobó en abril
de 1954 el examen final con notas bastante buenas.
En su tesis de licenciatura se lee, entre otras cosas: «Todo cuanto vemos a
nuestro alrededor se halla sólo temporalmente en el estado en que se nos
presenta. Nada es estático, todo es dinámico. La naturaleza es un work in
progress. Hasta ahora se ha desarrollado con lentitud porque debía dar por sí
sola cada uno de sus pasos nuevos, pero desde que existen hombres que han

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aprendido a manejarla, ya sea positiva o negativamente, la evolución se
produce a un ritmo mucho más rápido. Los hombres se saltan las fases
intermedias, que de otro modo habrían requerido tal vez decenas de millares
de años, reduciéndolas a unas pocas décadas. Esto ejerce una influencia
externa sobre la naturaleza, sacudiéndola de su sopor…».

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La carrera

Al día siguiente de aprobar el bachillerato, decidió ser ingeniero. Lo cierto es


que no pensó en ninguna de las especialidades disponibles entonces, como
ingeniería industrial, eléctrica o hidráulica. Aspiraba a ser ejecutor de un
aspecto de la voluntad creadora oculta en la naturaleza, es decir, impulsar el
desarrollo en gran escala del entorno humano. Como en ninguna universidad
se enseñaba algo así, a los dos días le asaltaron dudas sobre la carrera de
ingeniero.
Entonces pensó durante un tiempo en las artes plásticas porque descubrió
en sí mismo fuertes reacciones estéticas. Observó, por ejemplo, un accidente
de coche en el que dos limusinas, casualmente del mismo tipo, chocaron de
frente en una calle de Frankfurt. Lo que más impresionó a Zabor no fue el
accidente en sí ni las heridas sufridas por ambos conductores, sino constatar,
casi estremecido, la diferencia e irregularidad de los desperfectos causados en
los dos vehículos. En uno de ellos, aparte del parachoques, el radiador, los
faros y un lado de la parte delantera, no se había abollado ni destrozado nada.
El otro coche, en cambio, se había acortado medio metro. El capó parecía un
acordeón, la rueda delantera izquierda se había desprendido junto con el
guardabarros retorcido y de alguna parte manaba gasolina. Zabor estuvo a
punto de «correr hacia allí y destruir el primer coche para dejarlo en el mismo
estado que el segundo. No podía soportar que las consecuencias visibles del
choque estuvieran privadas de toda armonía, cuando las condiciones del
accidente habían sido las mismas para ambos vehículos».
Zabor consideraba una afrenta personal la vista de cualquier ley natural
que frustrara su necesidad de belleza. Sin embargo, no conseguiría nada
estudiando una carrera artística, pues sabía que le interesaban cosas más
importantes que las que podían enseñarle en una academia. No quería
aprender a imitar a la naturaleza ni oponerse a ella, sino intervenir en ella y
reformarla a fondo y en esto no podían ayudarle las artes gráficas ni la
escultura ni el arte pop.

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Al final, más o menos por timidez y para tranquilizar a su padre, decidió
estudiar física. En su época de estudiante vivían en Gotinga varios naturalistas
célebres y este hecho pareció influir inconscientemente en Zabor. El Premio
Nobel Otto Hahn residía en una casa de la carretera de Herzberg, en la
ventana de cuyo invernadero ponían un gallo[2] de madera cuando el dueño se
encontraba en casa. Ya no se podía estudiar con él, pero su presencia y sus
actividades políticas bastaban para que la ciudad fuese interesante para los
físicos. Werner Heisenberg, que vivía en la Merkelstrasse, tenía una catedral
en la universidad y era presidente del Departamento de Investigación alemán.
También Carl Friedrich von Weizsácker residía entonces en Gotinga y en
torno a todas estas eminencias pululaba un enjambre de físicos en ciernes
dotados de extraordinario talento.
Dichas eminencias gozaban de un renombre universal y ejercían cierta
influencia sobre la política de la República Federal Alemana. En abril de 1957
apareció el «Manifiesto de Gotinga», firmado por dieciocho investigadores,
casi todos vinculados a la ciudad. En el documento se declaraban contrarios a
la bomba atómica, en abierta confrontación con el gobierno del canciller
Adenauer, que consideraba las armas atómicas como un perfeccionamiento de
la caballería renana. Sin embargo, Zabor no mantenía ningún contacto con los
genios de su especialidad. Muchas veces se cruzaba con Hahn por la calle y,
como éste tenía la costumbre de saludar a todos aquellos con quienes creía
poder establecer alguna relación, acabó concediendo este honor al joven
Zabor. «Y Hahn saludaba con más prontitud que cualquier transeúnte»,
escribió Zabor.
Así pues, se matriculó en la universidad de Gotinga y, ya sin dudas, en la
facultad de física. Se inscribió en los cursos de todos los catedráticos, no sólo
de aquellos cuyos nombres aparecían continuamente en la prensa. Por un
lado, parecía temer su impresionante autoridad y por el otro, su instinto le
decía que con sus intenciones particulares no despertaría su interés. Observó
con descaro: «Todos se apiñan en torno a Weizsacker, Heisenberg y demás
peces gordos. Quizá es esta aglomeración lo que me impide correr a su
encuentro. Al fin y al cabo, las ciencias naturales no requieren ser estudiadas
en serio, ya que al final sólo sirven para la preparación de armas cada vez más
temibles…».
Durante su época de estudios en Gotinga, que se prolongó hasta marzo de
1955, visitó Zabor con mayor frecuencia otras facultades, sobre todo la de
filología germánica. Solía decir que en toda su vida sólo había asistido a un
curso del principio al fin: uno que versaba sobre Lo grotesco en la literatura y

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el arte. Cuando finalizó, el profesor murió en los brazos de una estudiante que
le había exigido demasiado, lo cual no hizo más que aumentar la admiración
de Zabor. La mecánica o la termología, que pertenecían al estudio básico de la
física, le interesaban muy poco. No quería ni podía dedicarse a nada en
concreto y así lo explicaba en su diario: «Temo a todos esos tipos etiquetados
para siempre, al “pedagogo”, al “librero”, al “pastor”, al “detallista”. No
quiero convertirme en uno de ellos, sino continuar abierto hasta la muerte, es
decir, inacabado y sin ninguna clase de sello. ¡Todos esos papeles burgueses
son demasiado estrechos y aburridos para mí! Me gustaría poder hacer hasta
el final algo muy diferente. Decidirse por algo de manera definitiva se me
antoja el inicio de la muerte. Por otra parte, comprendo que debo desarrollar
alguna actividad a fin de ganar dinero, etcétera».
Con estas conclusiones volvía a las aulas de las ciencias naturales, aunque
sólo por poco tiempo, para interesarse a continuación por las clases sobre
derecho penal. También le atraía el agente provocador, la persona que induce
a otra a cometer un acto criminal, sin ensuciarse él las manos ni perjudicar la
propia imagen. «¿Se puede reprochar algo al incitador cuando los incitados
corren tras él?». Sin saberlo, reunió todos los motivos que más tarde
incidirían en su conducta como físico de prestigio. Entretanto, tenía que ganar
dinero durante las vacaciones. En una fábrica de alfombras le hicieron meter y
sacar tornillos de un trozo de madera durante dos semanas para que se
familiarizara con la existencia de un modesto trabajador. Encontró un empleo
de extra en el estudio de la productora cinematográfica de Gotinga, donde
interpretó a un feligrés, un cliente de bar y, lo que encontró odioso, un
estudiante. «Mi papel preferido fue servir un café a la actriz Marina Vlady.
Por desgracia, ella no hablaba ni una palabra de alemán y yo un francés muy
deficiente, por lo que no pude aprovechar la oportunidad». El ambiente
cinematográfico le gustó tanto, sobre todo la posibilidad de convertir la
«naturaleza» de un sucio patio de fábrica en una mezquita o en el Barrio
Latino, que durante varias semanas se propuso seriamente ser director de cine.
«En mi imaginación no excluí por aquel entonces casi ninguna profesión, de
modo que también ésta debía ocurrírseme algún día». El intento de escribir un
guión fracasó en la página trece y volvió a las aulas… para escuchar a los
teólogos. Le divirtió que nunca rezaran juntos, sino que discutieran mucho
entre sí.
Sus padres cambiaron de domicilio y él, que hasta entonces había vivido
con ellos, se decidió durante las vacaciones de verano de 1955 por la
Universidad de Colonia. Había averiguado que Catherine Beaulieu, su primer

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amor, estudiaba allí. La encontró en un aula después de buscarla por todas
partes. No obstante, se pasaron de largo «como Kierkegaard a su antigua
prometida y ella a él». Aunque esta comparación no es exacta y sólo expresa
una ilusión de Zabor, pone de manifiesto su timidez. Tampoco esta vez se
atrevió a confesar su inclinación a Catherine. Zabor vivía en Bickenfeld, al
final de una línea de tranvía. La calle consistía en casas iguales de dos plantas
con jardín delantero y era muy tranquila. Por las noches se sentía abandonado,
inútil y, en cierto modo, feo.
Sentado ante una pequeña mesa, tenía mucho tiempo para dejar volar su
fantasía. Aún ignoraba en qué trabajaría a fin de ganarse la vida. Su visión del
mundo era fragmentaria o ilusa, su estado de ánimo, inseguro y continuaba
sin tener un objetivo concreto. En la universidad vagaba de una clase a otra,
tomaba notas y después las tiraba. Compraba libros de texto que luego ni
siquiera abría. A diferencia de la mayoría de estudiantes, que se preparaban
para los exámenes con un propósito firme, él desperdiciaba tiempo y energías.
Su problema, como reconoció tras una larga reflexión, era que aún no había
sido creado el ambiente adecuado para él. Sentía que había nacido demasiado
pronto, o por lo menos «visto la luz en un momento intempestivo». En la
última moda de sus coetáneos olía sobre todo el tufo del moho futuro. «Me
muevo como en un cementerio, sólo que los muertos que me rodean aún
andan y hablan», escribió en su cuaderno de notas. Reconocía que debía
seleccionar ciertos elementos de su entorno y elegir su profesión a partir de
ellos. Adoptó la frase de Marx de que lo necesario no es interpretar, sino
cambiar las circunstancias, pero él le dio un sentido completamente distinto.
Mientras Marx profundizaba en las cosas para poder seguir mejor sus
intenciones, Zabor quería supeditarlas a su voluntad. No quería desviar, sino
imponer por la fuerza, no reconocer leyes, sino promulgarlas. Sin embargo,
creía estar sobre la pista de una voluntad secreta (y masoquista) de la
naturaleza.
Zabor procuraba aplazar su decisión en la medida de lo posible.
Mentalmente, lo veía todo bastante claro desde que era bachiller, pero en su
vida cotidiana retrocedía ante esta claridad. A principios de 1956 se consagró
por fin nuevamente a la física, en especial a la electrónica, que se le antojaba
lo más apropiado para influir en determinados aspectos de la naturaleza. «Los
filósofos, poetas y fundadores de religiones ya han pasado a la historia.
Ahora, desde hace cien años, para ser más exactos, les toca el turno a los
naturalistas». Ésta fue una de sus últimas entradas en el diario, como si
hubiera perdido el interés por la propia imagen. Había encontrado un tema,

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aparte de sí mismo, hacia el cual dirigiría en lo sucesivo su singular
indecisión.
Se matriculó en un curso de física nuclear y mecánica cuántica y tomó
parte en seminarios sobre física experimental. Absorbió todo lo que podía
absorber un estudiante de física. «Era el primero en entrar en el aula por las
mañanas y el último en abandonar el instituto por las tardes», declaró un
bedel, sin que se sepa si admiraba o se burlaba de Zabor. De vez en cuando
iba a Bonn y asistía a cursos sobre física de las nubes y otros temas
meteorológicos y climáticos. Alguien le había contado que estos cursos de
Bonn eran muy interesantes y, de hecho, se sintió estimulado. En cualquier
caso, compartía la opinión de los profesores de que la meteorología era
crucial para el desarrollo de la tierra y para las condiciones de vida de seres
humanos, animales y plantas. Era una palanca para usar con esta naturaleza
imaginaria, sólo una palanca, ciertamente, pero muy poderosa. Zabor se
sumía en reflexiones fantásticas mientras escuchaba las voces de los
conferenciantes. Una vez más veía desaparecer las paredes del aula y
levantarse el techo: la naturaleza se abría, por así decirlo. La naturaleza le
acosaba, como le habían acosado los aviones británicos al comienzo de la
guerra. Era preciso destruirlos para no ser aniquilado, para darles un sentido
nuevo.
De pronto volvió a perder el interés por esta especialidad y desde finales
de 1956 hasta principios de 1957 se consagró, incitado por el trabajo de Niels
Bohr, a la física atómica. Estudió los informes sobre los bombardeos de
Hiroshima y Nagasaki, los terribles efectos de esta arma y la fascinación que
ejercía sobre políticos y militares, decididos a no renunciar jamás a ella. Los
hombres no habían luchado nunca con tanto ahínco e intensidad como ahora
por la posibilidad de destruirse mutuamente. Zabor resolvió aprovecharse de
esta situación.
Durante su época de estudiante en Gotinga, Colonia y más tarde Munich
no hizo nuevas amistades, salvo dos excepciones. En verano de 1958 conoció
en una fiesta universitaria al futuro abogado Lorenz Otter, con quien más
tarde trabajaría en colaboración. También se sentó a la misma mesa de Zabor
en el salón de baile un tal Alfons Clemens, estudiante de historia. Estos dos
muchachos habían asistido sin pareja, al igual que Zabor, y mientras los
demás bailaban, ellos pasaron el tiempo conversando. A Zabor le gustó la
tesis de Clemens de que el hombre era lo que él hacía de sí mismo. Y también
la naturaleza, completó Zabor, era lo que el hombre hacía de ella. Brindaron
por la sociedad moldeable y por el mundo moldeable en el cual existe.

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Clemens era un hombre ingenioso y expeditivo que al parecer tomaba muy
poco en serio lo que leía sobre el pasado en los libros de historia. También la
historia podía cambiarse a discreción y con posterioridad, ya que nadie sabía
cómo se habían desarrollado realmente los hechos. Cuando Zabor replicó que
esta idea sólo la habría esperado de un estalinista y nunca de un católico
convencido, respondió Clemens con astucia que si Dios le permitía pensar así,
no podía ser del todo errónea. Tambaleándose y cogidos del brazo salieron del
salón aquella noche y Clemens no soltó a su nueva víctima hasta que le hubo
conducido a un burdel. «Allí hay chicas en estado puro, sin los aburridos
preliminares». A Zabor le gustaba el estilo directo de su nuevo amigo y que al
parecer Clemens dispusiera del dinero necesario. Los aspectos lascivos de sus
caracteres se atraían mutuamente y gozaban revelándose el uno al otro el caos
de sus almas. Más tarde Zabor tendría experiencias similares con Lorenz
Otter.
Clemens y Zabor volvieron a encontrarse una y otra vez en los años
siguientes y mientras uno explicaba sus planes como naturalista, el otro
relataba el comienzo de su nueva carrera como político. En su calidad de
miembro de la Unión Cristiano-Social, se presentó a candidato para el
ayuntamiento de Augsburgo y después para la Dieta bávara, con
extraordinario éxito en ambas ocasiones. Zabor le admiraba por la facilidad
con que decía a su auditorio exactamente lo que éste quería oír. Cuando ya
empezaba la campaña para ser elegido diputado, los periodistas descubrieron
que había prestado servicios de espionaje para el Pacto de Varsovia. Zabor se
retiró y no quiso ver ni oír hablar nunca más de semejante «camaleón».
Como, a juicio de Zabor, en Munich había mejores profesores y en
Colonia no dejaba ningún amigo, abandonó esta ciudad durante las
vacaciones veraniegas de 1958 y se matriculó en la Universidad de Munich.
Esta vez, al contrario que en Colonia, residía en un entorno más animado.
Encontró un apartamento en una casa de pisos interiores de Schwabing, donde
Franziska, condesa de Reventlow, viviera dos generaciones antes su vida
exaltadamente desdichada. Después de los estudios elementales y básicos, que
realizó en pocos semestres, llegó el momento de decidirse por alguna
especialidad, lo cual significaba plantearse su futura carrera. Zabor se
enfrentó consigo mismo. El análisis de su futuro indicaba siempre que debía
decidir dos cosas, el auténtico programa de su actividad profesional y el
instrumento para llevar a cabo este programa. El zapatero (o fabricante de
zapatos) tenía que saber tratar la piel, esto era lo primero, mientras lo segundo
requería optar por un determinado estilo de zapato. Objetivo y medios exigían

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ser formulados y, por añadidura, de manera más o menos definitiva. Quien
quisiera dar a la naturaleza su verdadero destino, tenía que definirse ahora y
decir qué deseaba cambiar de ella.
Zabor recorrió Munich a principios de 1959, devanándose los sesos. ¿Qué
quería, en realidad? Nada, descubrió, y deseó que el tiempo se detuviera.
Nada debería moverse hasta que la luz se hiciera en su cerebro. Un atardecer
invernal resolvió buscar un café y no salir de él hasta que hubiera hallado una
respuesta a la atormentadora cuestión del contenido y la instrumentación de
sus actividades futuras. El café cerraría alrededor de medianoche y hasta
entonces debía dar un repaso a la cien mil posibilidades de la vida y decidirse
por una de ellas. Escogió un local de Schwabing próximo a su apartamento y
se acurrucó en el rincón más oscuro. Tenía ante él una copa de vernicello y a
la derecha una vista de la Leopoldstrasse. Todos, transeúntes y parejas, tenían,
al contrario que él, un aire resuelto. Nadie titubeaba al andar, al hablar o al
inclinarse con afecto hacia su pareja. Zabor se sintió repudiado, pero con
plena conciencia de ser él mismo la causa de este repudio.
Como no se le ocurría nada y tenía la sensación de haber muerto hacía
tiempo, abrió un periódico. En la sección económica su mirada se detuvo por
casualidad en las letras IBM. El progreso y el significado casi divino del
ordenador en la conformación de la sociedad humana eran presentados con
gran énfasis. Zabor captó la señal y decidió entrar en inmediato contacto con
ordenadores y sus posibles usos. Ante sus ojos parecía revelarse un
instrumental idóneo para la contestación a la primera pregunta. De momento,
sin embargo, sólo significaba la técnica pura y simple, ya que la segunda
pregunta quedaba sin respuesta: ¿para qué servía la más nueva herramienta
humana? ¿Hacia dónde ir con el automóvil que uno pensaba adquirir? A
Zabor no le interesaba en absoluto la elaboración electrónica de datos para
fines individuales o sociales. No estaba en contra de~ mejorar la suerte del ser
humano, pero su contemporáneo Picasso no pintaba por motivos sociales,
sino por amor al arte. Los artistas eran los modelos secretos de Zabor; por ello
no pensaba en una técnica engagée, sino en una técnica pour la technique y
de este modo se movía en un círculo.
Sin embargo, ¿cuál sería su arte? Recordó las briznas de hierba en los
tubos de ensayo, su examen de bachiller o el antiestético accidente de coche.
Tenía que convertir en profesión lo que él siempre había hecho y deseado: dar
a la naturaleza tradicional, allí donde fuera posible, una dirección nueva e
inteligente. El material con que trabajaría, ayudado por los conocimientos y
métodos físicos más modernos, serían el globo terráqueo y la atmósfera que lo

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envolvía. Nadie hasta la fecha había osado o poseído los medios técnicos para
moldearlo en gran escala de acuerdo con la fantasía humana. Por ejemplo, a
nadie se le había ocurrido la idea de quitar al globo terráqueo su forma de
manzana y darle la de un signo de interrogación. Nadie había aceptado jamás
el reto de suprimir la singular división del día en una parte clara y otra oscura
y obtener un cambio más rápido o bien siete días de claridad seguidos de siete
días de tinieblas. ¿Quién había intentado una distribución más convincente de
los continentes y los mares sobre la superficie terrestre? Nadie. ¿Quién había
aplanado montañas y elevado desiertos? Nadie. Exceptuando algunos casos
sin importancia, la naturaleza se consideraba inalterable. Sólo se reconocía
parcialmente la tremenda atracción de jugar con ella y casi nunca se pensaba
en mejorarla. Los cambios que Zabor quería introducir en la naturaleza
seguían siendo imprecisos, pero estaba seguro de querer realizarlos. El
científico como artista o el artista como científico: en esto veía su profesión
futura. Para ello tenía que dominar las prácticas físicas modernas y buscar un
lugar de trabajo donde le permitieran realizar experimentos con la naturaleza
en la dirección deseada.
Anochecía en la Leopoldstrasse. Zabor fue el último en abandonar el café,
pero con un esbozo de su vida futura en la cabeza. Por un momento se sintió
como un hombre centenario con una ligera duda sobre la propia sensatez. No
obstante, estaba firmemente decidido a consagrarse a la electrónica y al
sistema de ordenadores.
Esto le indujo, en la primavera de 1959, a simultanear sus estudios con un
empleo de medio día en una fábrica de ordenadores programados por encargo.
Se trataba de estática y estadísticas, deducciones y controles de planificación
reticular de la clase más complicada. Al principio Zabor se dejó seducir por el
atractivo del salario, pero con el tiempo le interesaron más las máquinas que
el sueldo. Su carácter instrumental le fascinaba porque le permitía ayudar
mejor a los hombres en diversos aspectos y por encima de sus aptitudes
naturales. Se le ocurrió que esto ya era una especie de corrección de la
naturaleza. Del mismo modo que el automóvil brinda más libertad de
movimiento al hombre que la facilitada por los pies y las piernas y el teléfono
le hace oír más que sus orejas o los aparatos ópticos le permiten ver objetos
demasiado pequeños para sus ojos, el ordenador incrementa, entre otras cosas,
la velocidad del cerebro para calcular y deducir. Se adquieren de modo más
rápido y perfecto muchos conocimientos hasta ahora inasequibles, mejorando
así por este curioso rodeo el rendimiento mental.

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Aquel mismo año se presentó para el doctorado, pues consideraba que ya
había avanzado lo suficiente en sus estudios. En el examen escrito le tocó en
suerte un ensayo sobre la recién desarrollada física del láser, que dominó en
un tiempo muy breve. Más tarde resultó que esta nueva especialidad era de
una importancia extraordinaria para sus trabajos. Por el momento, sin
embargo, sentía la necesidad de volver a archivar lo antes posible todo lo que
había aprendido sobre física, con excepción de las «máquinas pensadoras» y
sus fundamentos físicos.
En el examen oral, que tuvo lugar en febrero de 1§60 en un instituto de
Munich, le preguntaron entre otras cosas qué físico era su modelo.
«Ninguno», respondió, y al ver los rostros pensativos de los profesores, se
explicó. No sentía una inclinación clara hacia la física, como Galileo, Einstein
o Planck, cuyos nuevos descubrimientos habían puesto en tela de juicio el
concepto del mundo predominante hasta entonces. No cabía duda de que aún
hoy era cierta sólo una pequeña fracción de lo que nos imaginamos, por
ejemplo, sobre la teoría de la relatividad, y el proceso de nuevos
conocimientos revolucionarios continuaba. Pero lo que él echaba de menos en
todos los grandes físicos, y por ello no podía considerarlos
incondicionalmente como modelos, era la falta de propuestas para un cambio
razonable de la naturaleza. ¿Acaso no había llegado el momento de crear un
mundo en el cual, dicho sin ambages, las fórmulas de la fisión nuclear no
funcionaran y tampoco fueran posibles, por lo tanto, las devastaciones
originadas por estas fórmulas? ¿En qué dirección evolucionaría la tierra
después de que los físicos hubiesen logrado transformarla parcialmente?
Cuando los examinadores observaron que esto no era asunto de los físicos,
sino de los filósofos o políticos, Zabor meneó enérgicamente la cabeza.
Explicó que el naturalista debía asumir también el papel del filósofo o político
porque ninguno de estos dos entendía nada de la física y sus posibilidades. No
se podía inventar la bomba atómica y después lamentar que fuera construida y
lanzada sobre Hiroshima. Al fin y al cabo, el naturalista era en este siglo el
timonel del mundo y convenía que así fuera. En cualquier caso, él encontraba
insuficiente influir en la naturaleza de forma sólo negativa, con armas
destructoras, y no positivamente, a través de una incidencia creadora en los
elementos. Por esto consideraba interesante a Teller que, como físico, había
participado en el desarrollo de la bomba cíe hidrógeno (y más tarde en un
sistema de defensa del universo) y después ejercido influencia en la política
de los Estados Unidos, aunque él lamentaba que esto también se hubiera
producido sólo con intenciones bélicas.

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Los profesores estaban bastante desconcertados y cuando Zabor lo
advirtió, se apresuró a decir que tal vez le habían formulado una pregunta
demasiado limitada. Él había buscado modelos, pero no tanto en el campo de
la física como en el ámbito de las artes. También era posible convertirse en
naturalista a través de la literatura o las artes plásticas, sobre todo cuando uno
sentía la necesidad de crear algo Sus modelos eran personas como Sartre, el
filósofo y literato francés, o Russell, el matemático y filósofo británico. De
ellos había aprendido que el hombre podía en gran medida conformar su
propio destino. Sartre, por ejemplo, había indicado que el hombre disponía en
cada instante de diversas posibilidades de ocupar su tiempo. Por Russell sabía
que la facultad de decisión humana podía, con la motivación razonable
correspondiente, dirigir la sociedad hacia el bien. Había estudiado las
biografías de estos hombres y adquirido a través de ellas el valor necesario
para una física creadora y quizá también agresiva (en el buen sentido). Con
todo esto los examinadores de Zabor tampoco pudieron aclarar muchas cosas,
pero al final le aprobaron, proveyéndole del tan ansiado diploma.

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Primera actividad profesional

En la primavera de 1960 holgazaneó durante varias semanas, soñando con


«una carrera de genio incomprendido en el Bosque de Hofolding», mientras
leía los anuncios de colocaciones en los diarios supra-regionales. Los
esfuerzos y el agotamiento del estudio, que se manifestaron después del
examen final, fueron remitiendo y, cuando tanto su cuerpo como su alma
estuvieron libres para otras cosas, descubrió un día que se encontraba bastante
solo. Sus padres seguían viviendo en Gotinga y su hermano se había decidido
a hacer carrera en la administración de la Iglesia evangélica. Mantenía con
ellos una buena relación, pero el contacto era demasiado escaso para tener
intereses comunes. Sus condiscípulos de la época estudiantil residían en
diversas partes del país o en el extranjero y su amigo Otter trabajaba en un
bufete de Colonia especializado en divorcios. En Munich no conocía a nadie
con quien mereciera la pena trabar amistad. No pertenecía a ningún partido,
asociación o club y tenía miedo de aburguesarse.
En mayo de 1960 conoció a Jessy Korff, de una manera muy propia de su
carácter exaltado. Anhelaba la compañía femenina y corregir su «delirio
masculino», como él mismo lo llamaba. Puesto que ninguna mujer se
interesaba por él, tendría que tomar la iniciativa y también para esto
desarrolló Zabor una teoría, que consistía más o menos en lo siguiente:
conocer a una mujer, quienquiera que fuese, en algún momento y en alguna
parte, sería una casualidad. Podía afirmar sin lugar a dudas que tal casualidad
se produciría, certo ut, aunque incerto quando, como decían los juristas
romanos. A fin de no tener que esperar un tiempo imprevisible, Zabor
consideró oportuno provocar esa casualidad. Naturalmente (una palabra que
Zabor detestaba y que sustituía por desgraciadamente), había que dejar las
circunstancias al azar, pero sería él quien decidiría el plazo breve en que
habrían de producirse. No de un modo brutal, sino gradual, no con
precipitación, sino con serenidad.
Una tarde cálida se sentó en un banco, frente al ayuntamiento, y observó a
las mujeres que pasaban. Se había propuesto dirigir la palabra a la décima y

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probar suerte con ella. En caso de que no le gustara su aspecto o se mostrara
arisca, la dejaría pasar y se concentraría en la novena de las que pasaran
después de ella. Si tampoco ésta le convenía, elegiría a la octava de las
siguientes, luego a la séptima, a la sexta y así sucesivamente. De este modo
daría ocasión a la «casualidad» de dirigirle, entre cincuenta y cinco mujeres,
hacia la que más le conviniera, en seguida o al cabo de un rato. Zabor opinaba
que este juego tenía también lugar en la vida, aunque no de forma tan
comprimida, o sea en una hora y en el mismo lugar. Sería, por así decirlo, el
extracto de aquel complejo de la existencia humana en que hombres y
mujeres se encontraban, se enamoraban y establecían una relación.
Posteriormente, escribió a su mujer en una carta estos pensamientos teóricos y
lo que ocurrió después. Entre las diez primeras mujeres, su mirada se dejó
cautivar hasta tal punto por la cuarta, que casi decidió olvidarse de las reglas.
Su modo de andar tenía algo que se le antojó atractivamente animal y en el
perfil de su rostro se advertía cierta inteligencia voluptuosa. Zabor la dejó
pasar y esperó a la décima, o la permitida, por así decirlo. Era una muchacha
joven de la Alta Baviera que vestía un traje verde típico de la región y llevaba
de la mano a un niño pequeño. No podía saberse si era un hermano o quizá su
propio hijo. Zabor sintió simpatía por ella y reflexionó sobre si debía
atreverse a dirigirle la palabra. No pudo imaginarse, sin embargo, a su pareja
vestida con traje típico y no se movió. En el segundo «grupo» de transeúntes
femeninas volvió a sentirse atraído por una mujer, que por desgracia no era la
novena, sino la séptima. Le sonrió al pasar, como si hubiera adivinado sus
pensamientos. Zabor estuvo a punto de considerar esta sonrisa una razón para
abordarla, pero como quería permanecer fiel a la casualidad, renunció a ella y
esperó a la novena. Era una hermosa mujer de cuarenta años, que iba del
brazo de dos hombres, un cincuentón y otro que debía rondar los treinta.
Ambos parecían muy pendientes de complacerla y ella daba muestras de
satisfacción.
Zabor se sintió superfluo y empezó a contar de nuevo. Entornó un poco
los ojos para no dejarse atraer por las mujeres que eran tabú según el
reglamento y no los abrió del todo hasta que pasó la octava. Esta mujer le
pareció carente de atractivo, pero cierta timidez en sus movimientos le hizo
levantarse y hablarle. Preguntó por algún monumento de Munich, como si
fuese un forastero. Ella contestó en español que era turista y no podía
ayudarle. Siguió andando y Zabor volvió a su banco, encogiéndose de
hombros. Tenía que estar alerta, porque en el grupo siguiente ya se trataba de
fijarse en la séptima. Iba en una silla de ruedas, empujada por un muchacho, y

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Zabor experimentó la súbita sensación de no estar a la altura de esta situación
creada por él mismo. La mujer de la silla de ruedas debía de tener su misma
edad y en su cara pálida y ojos muy expresivos brillaba una asombrosa alegría
y animación. No fue ella, sino la silla de ruedas, lo que hizo dudar a Zabor,
que permaneció sentado, muy confuso, y casi olvidó iniciar de nuevo la
cuenta. La quinta era una valquiria entrada en años y la cuarta del grupo
siguiente no hizo el menor caso cuando Zabor se dirigió a ella. La abordó, no
porque le gustara, sino porque temía el fracaso de su experimento si no
aprovechaba todas las ocasiones. Esta vez era la tercera, que paseaba con su
marido y dos niños pequeños y empujaba un carrito de la compra. Zabor sabía
que ahora sólo podía enfrentarse con tres mujeres y que debía decidirse por la
segunda o por la última si su idea tenía algún sentido.
A fin de no perder la última oportunidad, perdió la penúltima. Vio por el
rabillo del ojo a una rubia vestida muy a la moda, con sombrilla y un perro
sujeto por una correa, que pasaba muy cerca de él. Intuyó que estaba
acostumbrada a que le dirigieran la palabra, pero Zabor no pudo hacerlo.
Sabía que las reglas del juego que se había autoimpuesto sólo le permitían
probar con otra mujer y que estaba a punto de perderla. Ya no le quedaba
tiempo de contemplarla ni de adivinar por algún rasgo suyo si podría amarla o
si era adecuada para él. Se levantó de repente y le salió al paso.
Cuando Jessy Korff estuvo frente a él, Zabor se presentó, y también ella,
bastante sorprendida, le dijo su nombre. Era una cabeza más baja que él, tenía
una cara pequeña y un cuerpo bonito, ojos maravillosos y daba a Zabor la
impresión de que la conocía desde siempre. Cuando consiguió sin ninguna
dificultad llevarla al café más cercano, resultó que era dos años más joven que
él. Hasta que hubieron pasado varias décadas no recordó Zabor que se trataba
del mismo café donde sus padres se habían guarecido de la lluvia casi treinta
años antes. Sólo había cambiado la pequeña bandera de la puerta de entrada:
ya no era negra, blanca y roja, sino negra, roja y oro. En el café, Zabor detalló
sin rodeos a su acompañante el descabellado método por el que la había
elegido. A Jessy le gustó el happening y decidió al instante permanecer junto
a Zabor.
Jessy trabajaba como diseñadora gráfica, dibujaba carteles y folletos y sus
ingresos casi le bastaban para su manutención. Se mudó al apartamento de
Zabor e insistió en que éste buscara un trabajo como físico. Era importante
que por lo menos él tuviera un empleo fijo y «su espíritu inquieto encontrase
por fin un punto concreto hacia donde dirigirse». Le sugirió una interesante
oferta de Hannover, donde la empresa International Bureau Machines buscaba

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un colaborador para abrir una filial. Zabor se dejó convencer, envió la
solicitud y fue contratado en seguida. Recordó la noche pasada en el local de
Schwabing, cuando se fijó en las letras IBM para elegir entre las mil
posibilidades de la vida. Antes de trasladarse a Hannover, Zabor y Jessy se
casaron el 20 de diciembre de 1960 en un pueblo de las afueras de Munich.
El episodio hannoveriano de su vida sería el más breve y menos
productivo. Desde su casa al borde de los cañaverales se trasladaba Zabor
diariamente al casco antiguo de la ciudad, donde desempeñaba en la empresa
las tareas más áridas y carentes dé fantasía. Zabor no tardó en encontrar su
trabajo aburrido en exceso y Jessy, para quien el ambiente significaba mucho,
consideraba Hannover demasiado frío y falto de alicientes. El tiempo era
uniformemente desapacible y los habitantes vivían absortos en sus asuntos.
Zabor paseaba por los parques de los palacios para poder pensar mejor.
Cuando leyó que uno de sus predecesores, el gran filósofo y matemático G.
W. Leibniz, había sido enterrador como un perro en esta ciudad, creyó notar
todavía en la atmósfera el espíritu de esta insensibilidad. No quería vender
ninguna computadora ni desarrollar ningún programa rutinario, o sea, hacer
del medio, y no del mensaje, el contenido de su vida profesional. No quería
«fabricar martillos, sino dar golpes de martillo», como él lo expresaba. Un
pariente de Jessy, que trabajaba en Suecia como representante de un
consorcio de Alemania Federal, escribió en el momento oportuno,
preguntando a Zabor si le interesaría un empleo en Estocolmo, aunque fuese
por un tiempo limitado. Se trataba de la ampliación de los sistemas de
elaboración de datos para el Ministerio de Defensa sueco. Zabor gritó «sí»
antes de que Jessy hubiera terminado de leer la carta.
La idea de una ocupación semejante continuaba atrayendo mucho a Zabor
al cabo de tres semanas, y Jessy creía que encontraría más trabajo como
dibujante en Estocolmo que en Hannover, de modo que aceptaron y viajaron
en agosto de 1963 a Saltsjo-Boo, un suburbio de Estocolmo en el
archipiélago. Se instalaron en una casita de madera rodeada de pinos y abetos;
Jessy trabajaba en el piso inferior, mientras Zabor se acomodaba en el
superior, desde el cual disfrutaba de una extensa vista de los barcos que
zarpaban hacia el Báltico o navegaban hacia Estocolmo. Colocó ante la
ventana una mesa diminuta, puso encima de ella un montón de papeles y se
dispuso por fin a trazar un plan para su vida profesional futura. Tenía que ser
un pian extraordinario, porque no le atraían en absoluto las carreras vulgares y
corrientes de sus compañeros de profesión. Zabor soñaba con actividades no

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carentes de consecuencias para la sociedad humana… y siempre en sentido
positivo.
Antes, sin embargo, debía ir a la City todas las mañanas a primera hora
para acudir a una oficina de organización del Ministerio de Defensa sueco.
Allí se reunía un grupo internacional de expertos relativamente jóvenes que
tenía la misión de buscar nuevas funciones de la defensa nacional susceptibles
de ser dirigidas por computadoras. Zabor pertenecía a la sección encargada de
averiguar, según el nivel de desarrollo, lo que era o no técnicamente factible.
Los expertos en defensa aportaban semana tras semana nuevas ideas y
proposiciones, describían a los agresores potenciales, analizaban su posible
comportamiento y exponían la capacidad de reacción de Suecia. Zabor se
enfrentó por primera vez con el mundo irracional de la política y con el
desesperado intento de encuadrarla en estructuras racionales. Las discusiones
se centraron al principio en el aspecto político y no llegaron hasta el cabo de
unos meses al ámbito de los problemas técnicos.
Zabor se enteró de que en principio el globo terráqueo se dividía en dos
esferas de influencia, una perteneciente a los Estados Unidos de América y la
otra a la Unión Soviética. El mundo estaba dividido en dos partes y todos los
países más pequeños o más pobres tenían que pronunciarse con más o menos
contundencia en favor de uno u otro lado. El concepto sueco de la libertad y
la democracia no les dejaba otra alternativa que sentirse solidarios con
Occidente. Sin embargo, la inmediata proximidad geográfica de los estados
del Pacto de Varsovia dictaba la conveniencia de no limitarse a confiar en la
protección de los países miembros de la OTAN, sino de hallar una línea y una
estrategia de defensa propias. Esto significaba no depender sólo de Occidente,
ni siquiera en materia de electrónica, sino disponer de un sistema adicional
propio. Los preliminares ya se habían ultimado y ahora se trataba de
transformar mentalmente los últimos progresos de la industria de los
ordenadores y darles una utilidad técnica.
Zabor aprendió por esta época otras cosas sin las cuales no habría sido
posible su trabajo posterior. Se familiarizó con planos y mapas y con los
conceptos de la geografía y la meteorología y estudió la mentalidad de
políticos, burócratas ministeriales y militares. Los cabilderos de la industria,
que se entrometían con bastante descaro, le hicieron ofertas financieras si
introducía a cambio sus productos respectivos. Zabor vislumbró el
funcionamiento de la sociedad burguesa y reconoció que se hallaba todavía
muy lejos de poder intervenir en el juego y ejercer alguna clase de influencia.

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De vez en cuando cedía nuevamente a la idea de llevar un diario, pero en
seguida volvía a interrumpirlo. Entre las escasas entradas se encuentran las
siguientes: «En Estocolmo aproveché sobre todo el tiempo aprendiendo cosas
nuevas. Así averigüé que sólo se puede comprender e influenciar la
burocracia ministerial conociendo sus reglas de juego internas. Se orienta por
sí misma. Por ejemplo, hay que darle tiempo para que ponga en marcha sus
complicados mecanismos de decisión. Nadie es responsable de todo, sino
cada uno de una parte. ¿Quién es, pues, el Estado? Nadie. Cuando en la
colaboración cotidiana se necesita la buena disposición de los subordinados,
no hay que dirigirse nunca a los superiores. Las ideas nuevas son siempre
sospechosas para la burocracia mientras no tiene la sensación de haberlas
concebido ella misma. Los funcionarios no son más insensatos y maliciosos
que otras personas, es sólo que su entorno administrativo les obliga a menudo
a conducirse de un modo que los hace parecer insensatos y maliciosos.
Cuando uno está dispuesto a reconocerles una moral más elevada y una vida
llena de abnegación, se lleva uno maravillosamente con ellos». Sobre los
militares, Zabor observó: «Se les puede vender todo, siempre que sirva para
halagar su vanidad castrense y sus ambiciones personales de poder. Quien
quiere propagar inventos revolucionarios, necesitando para ello la ayuda del
Estado, tiene que dirigirse primero a los militares, que sacan las conclusiones
más disparatadas: en realidad, por singular que parezca, no hay nada a lo cual
no pueda atribuirse una motivación militar. La guerra es el padre y la defensa
nacional la madre de todas las cosas».
A fin de poder satisfacer las exigencias de sus superiores, Zabor tuvo que
estudiar de manera intensiva la tercera generación de ordenadores. Ahora los
tubos electrónicos habían sido sustituidos por circuitos integrados y
miniaturizados. Conexiones microscópicas elevaban considerablemente la
velocidad de cálculo de los aparatos. Determinadas máquinas podían ya
realizar más de dieciséis millones de cálculos por segundo. Los programas
eran compatibles dentro de los diversos sistemas y al hardware se le había
añadido una pantalla, aparatos para gráficas, lectores de textos, aparatos
telefónicos y muchos otros. El manejo también había alcanzado un nivel muy
alto de automatización. Centrales de datos podían comunicar sus
informaciones a ordenadores emplazados a cualquier distancia mediante la
red telefónica y recibir de éstos el resultado de sus cálculos. Así estaban las
cosas cuando Zabor empezó a trabajar en Estocolmo.
Formaba parte de su trabajo visitar a los representantes de estas máquinas
mágicas, IBM, REMINGTON RAND, NCR, BULL, HONEYWELL, SIEMENS y otras, y

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estudiar sus ventajas e inconvenientes. El Ministerio de Defensa esperaba sus
informes y los de sus colegas para sacar conclusiones aplicables a
determinadas medidas defensivas. Como supo más tarde, su opinión apenas
era tenida en cuenta. Al parecer, las gestiones de expertos imparciales servían
sobre todo para disimular el hecho de que en última instancia se entraría en
contacto con los propios productores y se haría la elección de acuerdo con
otros criterios. Ellos tenían poco que ver con el asunto, que era
primordialmente una cuestión de política y negocio.
Zabor aprendió, gracias al uso de los ordenadores, que éstos eran
imprescindibles para ejercer una influencia real sobre la naturaleza, tal como
él la imaginaba. Reconoció que en Hannover los había menospreciado y
corrigió este error de apreciación. Cualquiera que fuese la índole de su futuro
trabajo, tendría que ver con el rápido procesamiento de cantidades masivas de
datos. Tanto si se trataba de difundir noticias por todo el mundo como de
realizar cálculos de probabilidad, simular situaciones técnicas con sus
innumerables factores o planificar proyectos teniendo en cuenta su
dependencia de las diversas fuerzas implicadas, sólo el ordenador podía hacer
posible la tarea. Era el instrumento clave para el dominio de hechos
complejos, sobre todo cuando debían resolverse con la máxima rapidez. Por
esta razón, Zabor se propuso permanecer profesionalmente en contacto con
este instrumento. Quienquiera que lo dominase, podía emprender tareas
revolucionarias u ofrecerse a realizarlas para personas interesadas. Sin este
moderno instrumento de trabajo, los planes más interesantes no pasarían
nunca del papel sobre el que habían sido trazados. Zabor se imaginó a sí
mismo como un futuro general ocupado en reclutar tropas, aunque de
momento no supiera para qué o contra quién las emplearía.
A la vista del ligero caos que le rodeaba, decidió introducir por lo menos
algo de orden en su vida y fijarse una meta. Cuando anochecía, se retiraba a
su habitación, encendía la lámpara y se sentaba ante su «plan de vida». Al
levantar la mirada, veía deslizarse ante él los enormes buques.
Zabor seguía ignorando a dónde quería ir a parar con su «incomprensible
anhelo» de un entorno humano diferente. Las ideas sobre un desarrollo
ulterior de la naturaleza le asaltaban en tropel… pero en seguida dejaba de
confiar en ellas. Rompía el papel en que las había anotado y hacía lo propio
con los siguientes. «La papelera es el requisito más importante de mi vida
actual», escribió a Otter. Pasó semanas enteras anotando y dibujando, en un
afán de cambiar la proporción de las masas continentales y las superficies
marítimas de Europa. El trabajo para la defensa nacional sueca le había hecho

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comprender que la situación geográfica podía atizar el espíritu luchador de los
Estados. Tal vez serviría a la causa de la paz que todos los países se
convirtieran en islas separadas entre sí por canales, pequeños mares o
estrechos. Venecia había sido un buen ejemplo de ello durante casi mil años.
O tal vez sería más importante lo contrario, o sea, hacer que desaparecieran
las aguas divisorias de modo que se pudiera ir a pie de Dublin a Londres y de
allí a Leningrado o Catania. Entonces volvió a parecerle superflua esta idea al
pensar en los aviones y cohetes aunque, curiosamente, los suecos continuaban
temiendo los ataques procedentes del mar.
En 1964 Zabor estudió la cuestión de si sería posible aumentar a capricho
la luz nocturna. En vista de que la luz de innumerables estrellas era
insuficiente por sí misma, quizá podrían encontrarse posibilidades técnicas de
incrementarla artificialmente. ¿Aportaba la oscuridad de la noche más
ventajas que inconvenientes a los hombres? ¿No sería aconsejable hacer
posible la variación y poder decidir de vez en cuando el grado de claridad que
se prefería? ¿Por qué aceptar sin más lo que se encontraba después del
nacimiento?
A Zabor le gustaba sentarse en los cálidos atardeceres de verano en la
escalinata del palacio y contemplar la ciudad a sus pies, sus calles, puentes y
transeúntes, sus ruidosos coches y sus millares de luces. La vida podía
continuar tal como ahora la percibía, o cambiar totalmente. Los periódicos
hablaban de las personas que habían alcanzado el éxito, de aquellos que
habían querido una carrera y la ejercían. ¿Escribirían alguna vez sobre Yan
Zabor, treinta y un años, un físico sin ninguna distinción? Jessy le había
contado que en Munich había corrido por la ciudad durante una hora cuando
supo que su primer cartel estaba colgado en alguna parte. Contempló su obra
como si se tratara de un trabajo ajeno y la admiró. Sin embargo, este gozo
sólo podía sentirse una vez, la primera; después el aliciente tenía que ser
mayor para que produjese algún efecto.
A Zabor no le agradaba esta ambición peligrosa que hace desconsiderado
al individuo, primero para consigo mismo y luego para con los demás.
«Existía, no obstante, y se abría camino a pesar de todos los obstáculos hacia
el centro mismo de la conciencia. Si conseguía ahuyentarla, era sólo
temporalmente, pues siempre volvía a aparecer. ¿Qué quiero y para qué lo
quiero?». ¿No habían ambicionado también John D. Rockefeller y Francisco
de Asís una carrera, uno con ayuda de la riqueza y el otro con la de la
pobreza? ¿Acaso el egocentrismo de Einstein no había producido su famosa
fórmula? ¿Qué había inducido a Igor Strawinsky a componer Le sacre du

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printems y otras cosas, sino el afán de prestigio? Al talento hay que añadirle
algo que impulse al individuo a sacarle partido. ¿No era la necesidad de
ascender (cualquiera que fuese el significado de esta palabra) una expresión
de fértil vitalidad? Sin embargo, ¿fértil para quién, sino para la sociedad o al
menos para el individuo en ascenso? Zabor se propuso dar rienda suelta a su
ambición, no para sí mismo, sino para algo extraordinario. «¡Cambiaré la
naturaleza, tanto si ello me hace famoso como si me sume en el olvido!».

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Planes y proyectos

Por primera vez sintió algo parecido a la ambición, no de una carrera


corriente, sino de una especie de inmortalidad. Zabor tuvo que reírse al
experimentar «como naturalista semejantes veleidades sin sentido». Sabía que
eso llamado vulgarmente inmortalidad presupone ante todo la supervivencia
de la especie humana, de la cual muchos dudaban, entre ellos el propio Zabor,
que escribió a un amigo: «Desde que los hombres, gracias a su desconcertante
habilidad, han logrado hacerse con los instrumentos por medio de los cuates
pueden eliminar para siempre a su especie, temen ahora lo peor. Y con razón,
a mi modo de ver. Saben demasiado bien que cada arma inventada en el curso
de este milenio ha acabado esgrimiéndose contra el propio hombre. A la vista
de todas las experiencias anteriores me parece extremadamente improbable
que este furor ciego se frene ante las armas ABC (atómicas, biológicas y
químicas). Y ahora nos hallamos ante el cuadro siguiente: basta un cuchillo
para matar a un hombre. Una ametralladora mata a docenas, una bomba
explosiva, a centenares. Pero un arma nuclear destruye a millones de seres,
hace parcialmente inhabitable la superficie terrestre y pone en serio peligro a
los homínidos».
¿Quién admiraría en lo sucesivo las obras geniales de los hombres de la
segunda mitad del siglo XX? Zabor sabía también que el logro, singular y
único, que permanecería grabado en la conciencia de las generaciones futuras
tendría que ser inolvidable y, sobre todo, constructivo y representar un nexo
humano que inspirase confianza a todas las generaciones. Zabor ignoraba
cómo podría llevar a cabo este logro único, pero sabía muy bien que era su
gran anhelo. Ocultó esta ambición a su entorno inmediato, y ni siquiera Jessy
advirtió nada de su permanente inquietud. Ante su ventana sueca, con la
mirada fija en el ya inmortal archipiélago, urdía sus descabelladas fantasías.
Zabor descubrió en sus cavilaciones que no era, por descontado, el
naturalista, sino un cierto Adán, quien gobernaba sus instintos. Quizá era el
temor de sí mismo lo que le había inducido a cuestionar a la naturaleza. En
todo caso, la transformación de una ley natural le parecía indefendible

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mientras careciese de sentido, un sentido que los hombres considerasen como
tal porque correspondiera a sus requerimientos, como la necesidad de vivir sin
temor, la curiosidad de saber si también se puede poner en tela de juicio lo
establecido o el anhelo de disminuir el número y la dolorosa presión de todas
las posibles dependencias. Zabor no comprendía por qué debíamos
conformamos con determinadas situaciones «naturales» amenazadoras. «La
naturaleza espera ser liberada de sí misma», anotó en su plan de vida, aunque
al final tachó la frase y le añadió un signo de interrogación. Se asustó del
propio valor, aunque varios años más tarde esta frase se convirtiera para él en
algo cotidiano. En su estudio de Estocolmo colgó una copia del cuadro de
Meret Oppenheim titulado La vieja serpiente Naturaleza, que muestra una
cabeza blanca de serpiente en un saco de carbón negro.
Zabor fue despertado de sus sueños en la primavera de 1966 cuando nació
su primer y único hijo, un varón al que Jessy puso el nombre de Ingmar, sin
confesar que se lo había inspirado el excéntrico director de cine sueco Ingmar
Bergmann, cuyas obras psicológicas la «arrebataban». Le veía a menudo por
la calle o en un concierto y hacía lo que podía para llamar su atención. La
carrera de las mujeres se rige por otras reglas que la de los hombres, hecho
que Zabor no entendía y en cambio Jessy comprendía muy bien. Mientras
Zabor se encontraba a sí mismo como padre y empujaba el cochecito de su
hijo por la Kungsgatan o por Skansen, Jessy hallaba de pronto aburrida su
vida con él. A través de una amiga había conocido al redactor jefe de una
revista femenina sueca, Sture Hoglund, para quien trabajaba como dibujante,
además de realizar los borradores tipográficos de un diario partidista que se
proyectaba desde hacía años. Zabor la encontraba fuera de casa con
frecuencia cada vez mayor y, según la costumbre sueca, debía atender al niño
y a las tareas domésticas, lo cual hacía con cierta desgana que se traducía en
violentas discusiones con Jessy; ésta le acusaba de haberse convertido en un
soñador cuyas fantasías le impedían ver la vida real y citó la Apología de un
loco, de Strindberg, como si el escritor sólo hubiera pensado en Zabor al
describir su matrimonio. Jessy y Zabor solían reconciliarse con rapidez, pero
al cabo de unos meses el sentimiento se fue haciendo precario. Mientras él
reflexionaba sobre su plan de vida, Jessy intentaba llevar a la práctica el suyo.
Más tarde dijo de ella Zabor que le había aceptado sobre todo por su
disparatado método de elección, y ahora fue otra vez víctima de su pasión por
las situaciones extravagantes. La admiración comercial del redactor jefe Sture
Hoglund por los dibujos de la señora Zabor se había transformado en
afectuosa inclinación hacia su creadora y un día la sorprendió con un Rolls

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Royce alquilado en el que la llevó a la torre de televisión de Skansen, donde
había reservado por dos horas todo el comedor del restaurante del último piso
para cenar a solas con Jessy y poner Estocolmo «a sus pies». Una orquesta de
jazz tocó para ellos viejas composiciones de Nueva Orleans y el redactor
manifestó que no quería vivir más sin Jessy. Había ordenado que dejaran
abierta una ventana del restaurante, una medida excepcional, y colocaran ante
ella una silla. Jessy aceptó la proposición y abandonó con su hijo la casa de
madera del archipiélago para mudarse a la vivienda de su nuevo compañero.
Zabor consideró esta historia indigna para todos los implicados, pero no pudo
hacer ningún reproche al periodista, que se había limitado a copiarle. Unos
años antes Zabor había estado muy orgulloso de su idea de someterse al azar,
y ahora veía que otros también optaban por este método. Se sintió muy
deprimido y experimentó el súbito deseo de abandonar inmediatamente el
país y regresar a Alemania Occidental.
Así se separaron Jessy y Zabor, sin saber que no se trataba de una
separación definitiva. Zabor podría haber seguido trabajando en Estocolmo
porque el proyecto, como suele pasar con los asuntos de la administración, se
alargaba más de la cuenta. Sin embargo, empezó a estudiar los anuncios de
los diarios germano-occidentales en busca de un nuevo empleo, que, en
primer lugar, tenía que ser interesante y, en segundo, ofrecer un punto de
partida favorable para su plan de vida.
Pero, ¿qué era su plan de vida? Lo que hasta hoy había considerado una
ocupación teórica que sólo dominaría después de una meditación intensa, se
convirtió ahora en un problema práctico. Antes, sin embargo, de haber intuido
con claridad un futuro posible, se vio empujado desde el exterior hacia «el
escenario siguiente». Cerró la carpeta que contenía su «plan de vida» y
decidió en un instante aceptar, si era necesario, un trabajo cualquiera en una
empresa de ordenadores. Abrigaba la esperanza de encontrar así por
casualidad un campo desde el que pudiera influir en las leyes de la naturaleza.
Siempre cabía la posibilidad de que entrase un cliente deseoso de proveer
todos los rincones de su solar de corriente eléctrica procedente de la
atmósfera y solicitara también la instalación de un mecanismo electrónico que
ahuyentara para siempre la lluvia del susodicho terreno. Zabor tenía otras
ideas similares y no podía por menos de sonreír ante el entusiasmo que su
ingenuidad podía inspirarle.
Encontró la colocación deseada en Colonia, donde trabajó de 1967 a 1971
en una pequeña empresa que pertenecía a un consorcio germano-occidental.
Su vida transcurría entre tres polos: su profesión, sus elucubraciones teóricas

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sobre el desarrollo ulterior de la naturaleza, que intentaba en vano asociar con
su actividad profesional, y una vida privada sumamente confusa. Zabor
ordenó pronto los dos primeros, mientras su vida de soltero y compañero de
diversas mujeres transcurrió durante mucho tiempo de un modo caótico.
Nuevamente trabajaba en una oficina situada al borde del centro
comercial, no lejos del lugar donde el semicírculo de calles del cinturón
meridional se acerca otra vez al Rin. Desde su mesa de trabajo en la cuarta
planta disfrutaba de una vista maravillosa de la ciudad, el río y los puentes.
Trabajaba en colaboración con un científico que había estudiado sociología y
germanística y era un fanático de la sombría literatura del expresionismo. Se
llamaba D. Nele, pero Zabor leía su nombre al revés y le llamaba «señor
Elend».[3] Zabor y Nele habían recibido el encargo de romperse la cabeza
averiguando los fines y deseos de la sociedad burguesa que debían satisfacer
los ordenadores de su firma. Era, por así decirlo, el reflejo de la función que
había desempeñado en Estocolmo. Allí se formulaban los fines y se buscaban
los medios para alcanzarlos, mientras en Colonia el medio estaba disponible y
se buscaban los fines que lo harían rentable. ¿Con qué software se podía ser
útil a comerciantes, artesanos, universidades, municipios, la Lufthansa, la
firma de automóviles Renault o los bajos fondos? El sociólogo era
responsable de la demanda de programas y Zabor de su realización
correspondiente mediante las máquinas.
Idearon toda clase de usos, desarrollaron un proyecto tras otro, los
desecharon y combinaron programas para nuevos conceptos. Hicieron
encuestas entre los clientes potenciales a fin de conocer sus deseos y
controlarse a sí mismos. Nele poseía cierto talento para enfrentar a firmas del
mismo ramo. Mencionaba como de paso que (supuestos) competidores habían
confiado su contabilidad a los procesadores de datos electrónicos,
adelantando así a sus rivales. A continuación repetía el mismo cuento a la
competencia. De este modo creó un clima de inseguridad en el cual Zabor y él
trabajaban muy bien y conseguían importantes informaciones. Poco a poco
fueron obteniendo una imagen realista del mercado, a veces creada por ellos
mismos. Zabor se acordó de su padre, que como periodista iniciaba de vez en
cuando sus noticias. Nele y Zabor dejaban el resto a los vendedores de su
empresa, que llevaban sus ordenadores a las firmas y luego «olvidaban»
recogerlos una vez pasado el período de prueba. Zabor comprobaba las
posibilidades técnicas de los deseos respectivos o estudiaba las capacidades
técnicas de las máquinas recién fabricadas. Esto le permitió hacer varios

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descubrimientos interesantes, que fueron patentados y que más tarde
significaron dinero.
Nele, bajo la influencia de los expresionistas, acabó dejándose inducir al
suicidio e, imitando a otro modelo, el de Robert Schumann, se lanzó al Rin en
agosto de 1968 desde un puente de Düsseldorf, muriendo ahogado. En su
mesa escritorio de la oficina dejó su «testamento intelectual», que Zabor
encontró por casualidad y tiró en seguida a la papelera. Sólo contenía cinco
palabras: «¡Muerte a toda la técnica!».
Zabor añadió a las suyas las funciones de Nele y se hizo cargo de una
nueva sección llamada «Departamento central para la venta de ordenadores»
que tenía carácter independiente. Empezó a sistematizar lo que hasta ahora
Nele y él habían hecho más o menos intuitiva y casualmente. Eligió a tres
colaboradores para los tres campos de acción más importantes, «Bases
técnicas», «Bases económicas» y «Métodos de venta», y les encargó un
inventario de todos los clientes, primero los de la región de Colonia y después
los de la región del Ruhr, que en general sólo estaban interesados en una
calculadora. Por último desarrolló una red artificial de «Oferta posible» y
«Demanda posible» y la colocó, con ampuloso gesto, como era su costumbre,
sobre toda la república. Tras este procedimiento, los representantes se
dispusieron a esperar que picaran los peces. El éxito fue parcial porque la
mayoría de veces se les adelantaban los competidores japoneses y se
quedaban con todo el botín.
Estos fracasos fueron la causa de que Zabor viajara en 1969 una semana a
Estados Unidos para estudiar los conceptos de venta de la IBM y otras
empresas internacionales. Posiblemente fue con la idea de ofrecerse a una de
ellas, si se presentaba una ocasión oportuna, pero el caso es que siguió siendo
colaborador del consorcio alemán occidental. Al cabo de un año le
aumentaron el sueldo y su fama de hábil tecnócrata se incrementó. Escribía
artículos para el Rheinischer Merkur, la Sonntagsblatt y otros diarios
conservadores sobre el sentido y el contrasentido de las máquinas
electrónicas. Uno de estos artículos fue a parar al Libération, entonces editado
por Sartre, donde fue en seguida tildado por uno de los redactores no
entendidos en la materia de «demasiado técnico». Zabor escribió una larga
carta al aclamado pensador residente en París, declarándose existencialista y
partidario de la filosofía de Sartre, pero no recibió de él ninguna contestación.
Esta máquina infernal, decía la réplica del Libération, convierte a las
personas en superfluas en algunos aspectos bien definidos y anula facultades
y habilidades que antes conferían dignidad al ser humano. El ordenador gana

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humanidad en la misma medida en que el hombre la pierde, pero el primero
puede renunciar a ella, mientras que el hombre no. Y a la inversa, el usuario
de la máquina adquiere las cualidades de ésta, de modo que ambos acaban
pareciéndose hasta cierto punto. Zabor meneó la cabeza ante esta
interpretación, o así lo contó un colega, y después prendió fuego al artículo
con una cerilla. No todos los que le vieron hacerlo se sintieron a gusto.
Como ya le había ocurrido a menudo en su vida, Zabor se cansó pronto de
su trabajo, siendo dominado por el hastío. Le pesaba la rutina cotidiana, la
repetición de pensamientos y actos, sobre todo cuando disminuyó la
necesidad de ideas teóricas y se incrementó la de la habilidad comercial. La
semana laboral tenía un horario fijo. Una semana era como todas las otras y
un día, exactamente igual que los otros. Muchas veces corría de un lado a otro
de su oficina como un animal enjaulado. Se decía a sí mismo que muchos
podían hacer el trabajo que él desempeñaba y, sin embargo, ¿quién de ellos
intuía como él que este mundo de física burguesa y técnica insignificante
tenía los días contados? ¿Quién conocía la escasa importancia de estos
banales campos de aplicación en comparación con el destino ulterior del ser
humano? Se sentía «horriblemente superfluo en este almacén que necesita
corriente eléctrica para contar las uvas pasas». Un día cogió una hoja de
papel, la sujetó a la pared y empezó, como ya había hecho antes, a elaborar
programas fantásticos.
Durante sus cavilaciones vespertinas estudió una temporada las relaciones
sociales de la sociedad europea. Leyó el Contrat social de Jean-Jacques
Rousseau, tratados sociológicos de Alfred Weber y también la Política de
Aristóteles. Una noche, después de reflexionar sobre las causas y los métodos
de la democracia, concibió una idea fascinante que indujo a Zabor a pensar
que su misión era brindar a la sociedad humana nuevas reglas de juego
políticas para el tercer milenio. Telefoneó en plena noche a su amigo Otter y
le expuso sus pensamientos después de que Otter pusiera en marcha una
grabadora. Al día siguiente, Otter resumió el mensaje así:
«Yan preguntó si no sería acertado emprender el desarrollo ulterior de la
antigua democracia con ayuda del ordenador, sin la mediación de los
representantes elegidos por el pueblo y bajo el gobierno directo de éste. Un
ejemplo de semejante proceso son las ciudades europeas que ya con
anterioridad fueron pioneras de las libertades burguesas. Las ciudades son un
excelente campo de experimentación donde poner a prueba los métodos
políticos que, a fin de cuentas, estaban pensados para la ciudad. En las
ciudades surgían además iniciativas de los ciudadanos deseosos de discutir y

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colaborar, sin exigir el derecho de la decisión definitiva. En opinión de Yan,
había argumentos históricos y político-morales para una cuarta constitución
europea de las ciudades, que por una parte sería la consecuencia lógica de tres
milenios de historia municipal europea. Hasta la fecha había habido en
Europa tres clases dominantes de constitución ciudadana: la griega (descrita
por Aristóteles en su Política), la medieval y por último la de la época
moderna, que se remonta a la baronía del Imperio de Stein (1808). Todas las
estructuras muestran la misma tendencia: conceder más influencia al
individuo sobre su distrito municipal. Así pues, la masa anónima y en un
principio sin autoridad de los ciudadanos ha hecho cierta carrera en el curso
de la historia. El ciudadano del montón no era visto siquiera como ser
humano en la Atenas de la antigüedad. En la Edad Media era un ser humano,
pero un ciudadano sólo a medias, es decir, un hombre con determinados
derechos políticos. En la época moderna ha sido aceptado plenamente no sólo
como persona, sino también como ciudadano. Puede elegir a los
representantes de su ciudad. Por consiguiente, si esta tónica continúa en el
futuro, casi se podría decir que el próximo paso sería entronizar al propio
ciudadano como gobernador de la comunidad.
»El principio político-moral formulado por Yan se refiere a los
inconvenientes de las condiciones urbanas en las ciudades del siglo XX, que se
diferencian de sus antecesoras principalmente en tres aspectos. El primero es
la gran expansión de las ciudades contemporáneas, consecuencia de la
explosión demográfica de la población terrestre. El segundo es la evolución
del mundo hacia un dominio de la técnica, que tanto significa para Yan. Los
descubrimientos de las ciencias naturales destruyen las estructuras urbanas
antiguas para adecuar sus formas y su desarrollo a un modelo tecnocrático
generalizado. Cuando el ser humano se convierte en su propio Dios, todos
reivindican el derecho a discutir y participar en las decisiones. De la
masificación de las grandes ciudades resulta por último un notable
crecimiento de las tareas públicas. Por consiguiente: la nueva situación
histórica plantea la cuestión de si aún se puede continuar haciendo justicia a
las ciudades con la estructura de la época de Biedermeier.
»Con objeto de llevar a la práctica la idea de que el ciudadano no sea sólo
su propio amo, sino también colaborador en la gestión pública de su ciudad,
es necesario encontrar métodos prácticos y como se trata de organizar decenas
o centenares de miles de opiniones, proposiciones y votos, sólo el ordenador
puede aportar ayuda. Así llegó Yan a su propio tema, que otro día me
explicará con más detalle…».

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Sin embargo, a Zabor no sólo le parecía imperfecto el entorno político,
sino también, por ejemplo, las obras de difuntos geniales. Después de su
muerte ya no es posible el perfeccionamiento o la terminación de sus
creaciones, porque, ¿quién podría sustituirles? En cambio, el ordenador… ¿no
podría continuar una pieza en el espíritu de Mozart? De él no existe, por
ejemplo, ningún concierto para violoncelo y orquesta. ¿Significa esto que los
violoncelistas y el público han de renunciar para siempre a semejante
composición? Honoré de Balzac no escribió ninguna novela policíaca
moderna ni Marcel Proust una comedia. ¿Significa esto que nunca leeremos
ni veremos en el teatro algo parecido? Canaletto no pintó su autorretrato y
Palladio no diseñó nunca el centro de una ciudad de millones de habitantes.
¿Debemos limitarnos a soñar con ellos ahora… o existe un truco técnico para
que el espíritu de los grandes siga trabajando para nosotros? Zabor pensaba,
por lo tanto, en las máquinas electrónicas, que debían ser preparadas para
estos fines. Se cargan con los datos característicos del genio, se producen
millones y más millones de variantes y se examinan; entre todas se encontrará
la deseada composición o imagen, idéntica al espíritu original. Una será el
concierto para violoncelo que Mozart no compuso, y otra, el tan anhelado
plan urbanístico de Palladio para el Kröpcke de Hannover.
No obstante, Zabor desechó todos estos proyectos como logros a los que
muy pocos hombres prestarían atención. Recordó además que ni los políticos
ni los historiadores del arte poseían los conocimientos de física de los
naturalistas. Su propio campo no era la política social ni el arte, sino la
sustancia material de nuestro entorno y en él debía encontrar la aplicación
concreta que buscaba para su fantasía abstracta. Además de la actividad
profesional, que cada vez satisfacía menos a Zabor pero que le aseguraba la
manutención diaria, continuaba dedicándose a lo que vagamente reconocía
como su vocación. Intentó analizar con más exactitud la singular sensación de
descontento que le inspiraba el entorno natural en su actual estado. En última
instancia, todo era naturaleza, pero todo no podía ser el objeto de sus
intenciones y por ello trató de clasificar el fenómeno en grupos en los cuales
los seres humanos, sus sentimientos, pensamientos y deseos servían siempre
de punto de referencia.
Una naturaleza que permite que el hombre la destruya es una naturaleza
débil. Si fuera más fuerte, el hombre no habría podido erigirse parcialmente
en su amo. También los seres humanos eran un elemento de la naturaleza,
todavía lo son, pero con la limitación de que han logrado desarrollar ciertos
rasgos contra ella; y la naturaleza que permite que alguien se alce contra ella

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con éxito no merece otra cosa que ser domeñada. «Tenemos, de hecho, la
posibilidad de formarla y moldearla a nuestro gusto. En algunas cosas hemos
demostrado ser la potencia más fuerte, sin habérnoslo propuesto por
anticipado. Se puede ver también de otro modo: la fiera humana, una vez
fuera de la jaula, se apodera de todo cuanto está a su alcance». Aun así, había
que ser considerado con la naturaleza y sólo cambiar en ella lo que ya
contiene. Mi arte consiste, se decía Zabor, en conocer estos aspectos,
desarrollarlos y dirigirlos hacia un fin determinado por mí.
Le atraía muy poco sumarse a las lamentables injerencias humanas en el
aire, el suelo, las aguas, el silencio y otras cosas. La llamada protección del
medio ambiente, que se había puesto de moda en los años setenta, no le
parecía un campo de actividades realmente efectivo. Para él, el hecho de que
los residuos industriales y los gases de escape de los coches contaminaran el
aire tenía causas tanto humanas como naturales. ¿Por qué era la naturaleza
incapaz de eliminar sus propias sustancias, aunque el hombre aumentara su
nivel de concentración? ¿Era esto un fallo humano o de la naturaleza?
¿Debían los hombres cambiar su comportamiento o la naturaleza sus
cualidades? ¿Por qué no soporta el organismo humano el ruido producido por
una u otra máquina? La protección del medio ambiente de aquellos años
partió de la idea de que el entorno natural debía permanecer o ser devuelto al
estado en que se había encontrado durante siglos y milenios y en el cual el ser
humano había podido vivir y desarrollarse. Zabor calificaba esta actitud de
«histerismo del status quo». Él, por el contrario, mantenía la tesis de que la
naturaleza debía ser perfeccionada, es decir, fortalecida de acuerdo con la
imaginación humana. Con ello también se solucionarían de paso los
problemas de la protección ambiental. Reconocía, sin embargo, que esto no
sólo significaba experimentar con los recursos naturales, sino «con el propio
ser humano».
Para conocer a Jessy, Zabor había tenido que emplear un sistema muy
refinado, que al parecer servía para un propósito objetivo: el de obligar a
actuar a la casualidad. Lo cierto, no obstante, es que le ayudó a olvidar su
timidez. Entretanto había adquirido experiencia, por lo que no le resultó
difícil trabar amistad en Colonia con diversas mujeres, de cada una de las
cuales le atraía un determinado rasgo o cualidad. «K. es inteligente y una
dialogadora nata, incluso en temas tan poco corrientes como la física. O. se
deja llevar por una fantasía irrefrenable en todo lo concerniente a la actividad
sensual. Y S. es de una dulzura arcaica, como de la remota época griega, a la
que tampoco puedo resistirme». Sin embargo, ninguna poseyó un conjunto de

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cualidades y talentos hasta que conoció a Annabella Crowland, una inglesa
que trabajaba en Colonia como reportera gráfica. Estaba separada de un
diplomático británico y no tenía hijos. Mujer muy resuelta, puso fin a la
confusión y se instaló con Zabor en enero de 1972 en una vivienda del
cinturón verde. Zabor y A., como él la llamaba, estaban muy contentos de
haberse conocido. Durante cierto tiempo, Zabor olvidó todos sus planes y sólo
aspiró a que este estado de dulce vaciedad durase lo más posible.
Descuidó sus deberes profesionales, pero no sólo por esta causa. La
banalidad y limitación de su trabajo le aburrían cada vez más. Sostenía en su
oficina largas conversaciones telefónicas con amigos y conocidos para matar
el tiempo. También leía en el periódico las secciones que no le interesaban en
absoluto, todo lo cual era un indicio de que no desempeñaba el trabajo
adecuado. Le faltaban alicientes intelectuales de la clase que él necesitaba y,
sobre todo, la posibilidad de emprender algo revolucionario. Los clientes con
quienes se relacionaba no entendían nada de sus originales ideas; más bien las
encontraban ridículas e incluso sospechosas. Como es fácil de comprender, el
ordenador no servía para ninguno de estos dos supuestos. «Nadie compra
mercancías al bufón de la industria electrónica», como se autodenominaba
Zabor en sus momentos de resignación.

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El Globe de Munich

Era evidente que se acercaba de nuevo el fin de un período de su vida, y esta


vez en un plazo muy corto. Lo insinuó cautelosamente a Annabella para saber
si querría trasladarse con él a otra ciudad. Pasearon a lo largo del cinturón
verde, que ahora en primavera exhibía sus primeros colores, y consideraron el
destino hacia el que querían dirigirse. Annabella se encontraba
extraordinariamente bien en este lugar y por su parte no veía ningún motivo
para cambiar nada, pero, «con un profundo suspiro», accedió al traslado, fuera
el que fuese. Zabor se animó y empezó al instante a buscar un nuevo campo
de actividades. Sabía que esta vez tenía que ser un empleo dotado de ciertas
atribuciones y que ofreciera la oportunidad de llevar a cabo diversos
experimentos. Había cumplido treinta y ocho años y pasaba mucho tiempo
dedicado a trabajos que ahora le parecían estériles. No se había aproximado
más a su pasión de controlar a la naturaleza en un grado decisivo. Muchas
veces sufría al pensar que ya había fracasado antes de dar siquiera los pasos
esenciales.
Después de una búsqueda de ocho semanas tuvo que reconocer que esta
vez tampoco sería fácil encontrar un trabajo que respondiera a sus deseos. Los
empleos que se ofrecían en la prensa no eran en absoluto adecuados para sus
fines y cuando cedió a un impulso y se presentó en las firmas seleccionadas
para solicitar ciertos puestos vacantes, sólo obtuvo respuestas negativas. Tan
difícil parecía, que llegó a temer que buscaba una colocación inexistente y se
preparó, con desgana y un poco desmoralizado, para una larga espera.
Annabella, que tenía menos prisa que él para abandonar Colonia, gozó en
secreto del retraso, que le permitía continuar su serie fotográfica de casas de
la zona de saneamiento de Colonia, mientras Zabor corría, resignado, tras ella,
acarreando el equipo fotográfico y el trípode.
En el verano de 1972, Zabor temió haber llegado al fin de sus
posibilidades profesionales. Continuaría durante veinticinco años más
elaborando programas de ordenador para uso doméstico, comerciantes,
hoteleros o, con el tiempo, robots padres de familia. En esta oficina donde le

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había introducido la casualidad envejecería y se tornaría indiferente a todo.
Pensó en máximas del capitalismo tardío, como la de que un hombre ya no
rebasaría nunca lo alcanzado a los cuarenta años de edad. Tal vez se había
equivocado en algo de su vida pasada y caído con atolondramiento en la
trampa de ideas insensatas e inmaduras en lugar de atenerse estrictamente a
las reglas de su profesión. Sus compañeros de facultad, según las noticias que
tenía de ellos, habían llegado relativamente lejos: director de una compañía de
seguros, promotor de boxeadores famosos, tenista y escritor con pretensiones
internacionales, jefe de negociado, actriz del teatro berlinés…, nada
comparable a un modesto empleado de una empresa electrónica. Ya se había
olvidado de los que tenían profesiones más humildes. Antes, Zabor solía
ridiculizar a los protagonistas de la heroica vida burguesa, pero ahora, de
repente, se le antojaban envidiables.
Zabor no se hacía ilusiones en lo referente a sí mismo y sus veleidades
geniales. Se veía como un saltador de longitud que se traza una meta
demasiado lejana y a causa de ello tropieza y ni siquiera alcanza los metros
que habría saltado sin esfuerzo. El hombre que retrocede ante sí mismo llama
la atención de quienes le rodean. Annabella fue la primera en observar que su
compañero se volvía más silencioso, se ensimismaba de manera directa y
exagerada y quedaba como absorto. El director de su empresa, un hombre
comprensivo, censuraba la falta de concentración en el trabajo y la indolencia
que tanto él como los colegas observaban en Zabor. Un hombre que estaba a
punto de explotar de excitación interna parecía como apagado a los ojos de
los demás, que no podían adivinar sus frustraciones. El rendimiento que se
esperaba de Zabor era formulado cada vez más a menudo y con palabras más
bruscas. Zabor se molestó y empezó a beber todos los días hacia las cinco de
la tarde, aunque nunca tanto como para perder el dominio de sí mismo. No
podía verse en el espejo sin volver inmediatamente la cabeza. Se veía como
«un fracasado, un hombre acabado que sólo tenía una idea fija», como
escribió a Otter. Le sorprendía que Annabella continuase a su lado y se
esforzara por animarle. En la primavera de 1973 su jefe le dio a entender que
estaban descontentos de él y que debía considerarse despedido.
Cuatro días después, la dignidad pisoteada de Zabor se recuperó
súbitamente al recibir una carta de la firma Globe, de Munich. Detrás de este
nombre, que hace pensar en el teatro donde Shakespeare actuó y escribió, se
ocultaba un consorcio norteamericano con una filial europea en Munich.
Zabor se asombró mucho al leer que «uno de nuestros académicos del
Instituto Tecnológico de Massachusetts nos hizo fijar en usted. De sus

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publicaciones se desprende que le interesaría colaborar en el desarrollo de
usos no convencionales de los ordenadores. Nosotros nos hemos
especializado, con la participación de científicos de diversas disciplinas, en la
búsqueda de nuevas y sorprendentes posibilidades del empleo de ordenadores
en Estados Unidos y Europa, y ello obliga a conceder una importancia
predominante a los experimentos y a los adelantos técnicos en general, es
decir, a la tecnología del futuro. Vendemos los resultados de nuestros trabajos
y de nuestras investigaciones a las empresas fabricantes, siempre que no
hagamos uso de ellos nosotros mismos. Nos permitimos invitarle a una
conversación sin compromiso…».
Zabor respiró con alivio: se trataba de una oferta hecha a su medida y
viajó inmediatamente a Munich. Se alegró en seguida de ver de nuevo la
ciudad donde había estudiado y acariciado tantos sueños. Su interlocutor era
un norteamericano, Gordon Gohlke, también llamado «Go-Go» por sus
colaboradores a causa de su dinamismo. Era copropietario y director
comercial de la filial europea del consorcio. Explicó a Zabor sin ambages que
su firma quería sin duda ganar dinero hoy, pero con proyectos del mañana.
Zabor descubrió en la aguja de corbata de Gohlke la inscripción Let the future
pay, una confesión de doble filo, por así decirlo. Resultó que las esperanzas
mutuas se complementaban a las mil maravillas. Ofrecieron a Zabor un
sueldo que casi doblaba al recibido hasta la fecha, aunque es de suponer que
se habría agarrado a esta tabla por una remuneración menor. Al día siguiente,
3 de mayo de 1973, Zabor lo hizo todo a la vez: firmó el contrato con el
Globe, envió una carta de dimisión a su firma de Colonia y se dedicó a buscar
una vivienda. Después de hacer en un coche con chófer «unos trescientos
cincuenta kilómetros» por Munich, se vio al atardecer dueño de una casa
nueva en Perlach, que alquiló por un año, a fin de darse tiempo para encontrar
casa propia. Poco antes de medianoche entró en una taberna próxima a la
catedral y telefoneó a Annabella. Se sentía como si acabara de nacer, fuerte y
emprendedor. «Mi actividad cerebral se despertó de la invernación y se fue
abriendo de hora en hora como el capullo de un agave. Sé que es una
comparación muy cursi, pero también la más acertada». Annabella se dejó
ahora cautivar por las nuevas posibilidades y comenzó sin pérdida de tiempo
a clasificar las cosas de su apartamento en dos grupos: las que llevaría
consigo y las que tiraría a la basura. Annabella y Zabor volvieron a hablar
varias veces por teléfono aquella noche, contentos de iniciar algo nuevo.
Zabor obedeció gustoso el consejo de Gohlke de poner los pies sobre la mesa
de trabajo diariamente, y por lo menos una hora, para reflexionar.

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Cuando estuvo instalado en Munich el 1 de junio de 1973, no le
representó ningún esfuerzo poner los pies sobre la mesa dos o cuatro horas
para reflexionar. En julio realizó su segundo y breve viaje a Estados Unidos
para presentarse en la central neoyorquina del Globe y ser iniciado en algunos
secretos de la empresa. Después se ocupó intensivamente en algunos
proyectos nuevos para los que le dieron carta blanca. «Hago lo mismo que
Josef Haydn —escribió a sus padres—: por las mañanas me entrego a la
inspiración, con la esperanza de que se me ocurra algo, y por las tardes
empiezo a formar, con las ideas que se han presentado, un proyecto que puede
darnos dinero».
Durante los dos primeros años consiguió varias cosas notables que ahora
ya son patrimonio público y que le aproximaron a su genialidad posterior, sin
alcanzar su categoría. Otros físicos de empresas competidoras realizaron
también trabajos similares. Zabor pensaba entonces demasiado en la máquina
electrónica y en sus prestaciones y limitaciones y la miraba demasiado poco
desde la perspectiva de la «naturaleza subdesarrollada», su tema preferido.
Ideó uno tras otro un sistema para archivar literatura jurídica como sentencias
judiciales, informes o tratados, un método para regar y abonar en las dosis
adecuadas y en el momento oportuno las tierras de explotación agrícola y otro
para almacenar todos los datos sobre exámenes en escuelas e institutos
(bachillerato, doctorado, oposiciones). Los dos primeros proyectos fueron
solicitados por instituciones privadas, mientras el motivo de la tercera idea
procedía de una universidad árabe.
Cada una de estas invenciones tenía una vinculación personal. Zabor se
sentía muchas veces como un escritor o un pintor cuyos libros u obras se
deben a la iniciativa de otra persona, un amigo o una amante. La musa de
Zabor era en este caso Lorenz Otter, que entretanto se había convertido en un
prestigioso abogado. Ya había asesorado en cuestiones jurídicas a la firma de
Zabor en Colonia, aunque nunca en su bufete o en las oficinas de la empresa,
pues prefería mantener las conversaciones de negocios en restaurantes y
bares. Insistía en comer y beber mientras trabajaba. El muchacho bajo y
enclenque se había transformado en un hombre corpulento. «De haber tenido
dotes musicales, habría sido un Michael Bellmann renano». Sus interlocutores
aceptaban sus métodos de trabajo porque no podían sustraerse a su simpatía y
sobre todo porque les convenía su astucia en la representación de sus
intereses.
Otter solía quejarse a Zabor de la jungla impenetrable de párrafos y
decisiones jurídicas con que tenía que enfrentarse un abogado germano-

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occidental. Describía de un modo conmovedor el tiempo de su vida que debía
sacrificar sólo para encontrar el papel en que estaba impreso lo que él quería y
necesitaba y al hablar hacía muecas imitando a un náufrago o interpretaba el
papel de Josef K. en El proceso, de Franz Kafka, que por lo visto era su papel
predilecto, hasta que Zabor le prometió idear algo. Cuando ya se había
instalado en Munich, recordó esta promesa y volvió a dedicarse a la
computación de literatura jurídica. Durante las especulaciones internas de la
firma sobre la rentabilidad de semejante proyecto, resultó que algunos
competidores ya habían empezado a elaborar un sistema para la compilación
de datos jurídicos con ayuda de la electrónica. Sólo por esto ya no podían
permitirse tirar a la papelera las insinuaciones de Otter, así que Zabor recibió
el encargo de iniciar el trabajo lo antes posible.
En diciembre de 1974 Zabor partió de viaje con Otter para elaborar la
estructura básica de una computación de la literatura correspondiente.
Eligieron la Venecia invernal, donde fueron de restaurante en restaurante con
una carpeta llena de notas y apuntes bajo el brazo. Zabor tenía que esforzarse
mucho para hacer trabajar a su amigo, que disfrutaba de esta vida a costa del
Globe. Las callejuelas y los canales de Venecia estaban bastante desiertos e
«incluso en la plaza de San Marcos se puede esperar una hora en la escalinata
sin que pase ni un alma». Otter describió a Zabor el modo de pensar y el
material que estaba a disposición de un letrado, las necesidades de las
diversas profesiones jurídicas y las exigencias de teoría y práctica en torno a
los datos correspondientes. Zabor pasó todos estos detalles técnicos al
programador y juntos prepararon una lista de términos cuya confección
requeriría meses para quedar terminada a medias. Durante el día compartían,
según la exagerada frase de Otter, «el vino y por la noche, de vez en cuando, a
cierta italiana». Por lo visto había hechizado a Otter, quien por ella se habría
quedado mucho más tiempo en Venecia. Zabor, sin embargo, inquieto
después de la tarea, le arrastró de nuevo a Munich a las dos semanas. El
Globe inició en seguida contactos con cargos y asociaciones públicos a fin de
encontrar patrocinadores respetables para el proyecto.
Zabor se animó en Italia para su proyecto siguiente, que atañía sobre todo
a la agricultura de los países sudamericanos, africanos y del sudeste asiático.
En el verano de 1976 emprendió con Annabella un viaje en coche a Sicilia.
Habían alquilado un apartamento en la caótica capital provinciana de Catania,
desde donde realizaron excursiones hacia diversos lugares de la tórrida isla.
Dos de estas excursiones tendrían más tarde consecuencias en su vida y en la
de millones de sus semejantes. En la plaza central de Siracusa llamó la

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atención de Zabor un palacio vacío, situado frente a la catedral, cuya
impresionante fachada y arquitectura en general tenían un gran encanto.
Subió con Annabella la ancha escalinata del palazzo, pasearon por varios
salones suntuosos y abandonados y contemplaron desde las ventanas sin
cristales el óvalo de la plaza. Le agradó extraordinariamente esta estructura
deshabitada y pensó que no le importaría nada pasar el resto de su vida en esta
casa y en esta ciudad.
—En realidad, aquí no necesitaría a nadie —dijo a Annabella—, salvo, en
todo caso, a una mujer como tú, que fuera mi cordón umbilical con el mundo.
Si deseara hablar con mis amigos, utilizaría el teléfono. Gracias a los medios
electrónicos, estaría en contacto con los sucesos que me interesan. Compraría
el vino a aquel comerciante de la esquina y aparte de esto sólo necesitaría
papel y máquina de escribir para formular las ideas que darán a la naturaleza
una dimensión que jamás ha tenido. Luego las enviaría por correo a los
grandes hombres de negocios del hemisferio occidental y la televisión me
mostraría los cambios paulatinos que se irían operando en el globo terráqueo.
Annabella no le contradijo, le llamó el Robinson de los ordenadores y le
condujo dulcemente hasta la calle, observando que en tal caso tendría que
buscarse a otra. Huiría a Siracusa, pensó Zabor, cuando la vida en Europa
central se tornara insoportable.
Unos días después viajaron a Enna, la ciudad situada en el centro de la
isla, en una altiplanicie. Desde allí arriba imaginó Zabor que podía abarcar a
simple vista Sicilia en todas las direcciones. Un automóvil de Alemania
Federal entre vehículos sicilianos era todavía una rareza aquí y como debían
circular muy despacio a causa del denso tráfico, los transeúntes les seguían y
las mismas caras aparecieron también en el lugar donde Zabor aparcó el
coche. Apenas él y Annabella se hubieron apeado, dos policías se acercaron
saludando y, como algo muy natural, permanecieron allí para vigilar el
automóvil. Después de un paseo por la ciudad de aspecto casi africano, entre
palmeras, por delante de dos iglesias y a lo largo del camino de ronda de la
altiplanicie, se sentaron en una sencilla trattoria. Sólo estaba libre una mesa
larga, en cuyo extremo se sentaron sus perseguidores. Annabella hablaba el
suficiente italiano para poder interpelar a un hombre calvo.
Resultó ser un campesino pobre. Para alegría de Zabor, se quejó «de la
maldita naturaleza de esta mísera isla en la que sólo se encuentran bien los
gangsters». Con ello se refería ante todo al suelo estéril, cuya sequedad e
improductividad ofrecía muy pocas posibilidades a los campesinos. La tierra
siciliana carece de agua durante la mayor parte del año y siempre le faltan

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determinados componentes químicos sin los cuales no pueden desarrollarse
importantes cereales, verduras y frutas. Cierto era que estos campos habían
alimentado a los sicilianos durante siglos, pero con más escasez que
abundancia y muchas veces incluso los campesinos autóctonos se sentían
dominados por un violento afán de cambio, parecido al de Zabor, como el de
excavar hasta treinta centímetros de tierra y hundirla toda en el mar. Para
sustituirla querían los ubérrimos campos de Europa central, de los que
contaban cosas asombrosas los temporeros que volvían a Sicilia. Preferían,
sobre todo las comarcas del norte de Frankfurt y sur de Stuttgart, cuyas
tierras, regadas, soportarían el sol y el Etna por lo menos durante una o dos
generaciones y darían mejores frutos.
—¿Qué culpa tengo yo —exclamó el campesino— de no haber nacido en
Toscana, sino aquí? ¿Por qué no fue mi padre un rico comerciante de Milán
en vez de un pobre mafioso de Palermo a quien sus amigos acabaron matando
a tiros? —Estaba desconsolado y a Zabor le fascinaban sus problemas. Intentó
calmarle, pero siguió escuchándole con atención. ¿Por qué era Zabor, inquirió
el campesino, el que venía del paraíso de Alemania Occidental a ver a los
pobres de Sicilia y no al revés, que el siciliano fuera el más feliz?
Por un lado existían posibilidades políticas de paliar esta deficiencia,
escribió Zabor a Gohlke, y por otro, las naturalistas. Las primeras habían
fracasado siempre y ahora les tocaba el turno a las segundas. Más tarde fue
Zabor con el campesino a la cripta del pueblecito de Savoca, donde siete
notables del siglo XVIII, muy bien conservados gracias al aire seco, colgaban
de las paredes o se apoyaban en ellas. Zabor pensó que el último trabajo de
corrección de la naturaleza sería vencer a la muerte humana… o al menos el
temor a la muerte.
Tras este encuentro desarrolló Zabor en su país la idea de regar y abonar
enormes superficies con ayuda de ordenadores, siempre en la medida y en el
momento adecuados. Teóricamente, tenía que ser posible hacer que todas las
tierras fuesen uniformemente óptimas. Las sustancias ausentes serían
suministradas por la química, almacenadas en silos y esparcidas por los
campos de acuerdo con las necesidades reveladas por un análisis preliminar.
También el agua debería ser transportada a los campos de cultivo mediante
bombas dirigidas electrónicamente. En alguna parte de Sicilia, tal vez en
Enna, habría una pequeña caja que contendría el cuadro de distribución
central del Globe, cuyo impulso pondría en marcha la alimentación del suelo,
exactamente dosificada. Pero esto no ocurriría sólo en Sicilia, sino en todas
las tierras estériles del mundo. El Globe encargó a un grupo de trabajo el

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perfeccionamiento técnico y económico de este proyecto con el fin de
venderlo a los países del tercer mundo.
La empresa se puso en contacto con los ministerios competentes de los
países africanos y sudamericanos. Zabor tuvo ocasión en 1979 de presentar su
proyecto a los gobiernos de Zaire y Brasil, encontrando una aprobación
entusiasta hasta que se mencionó la financiación. Se le insinuó a este respecto
que el Globe podía aportar el dinero, lo cual no significaría seguramente
ningún esfuerzo para ellos. A continuación, Zabor y el director financiero del
consorcio negociaron en Bonn con el Ministerio de Asuntos Exteriores y el
Ministerio para Ayuda a los Países en Desarrollo, de los cuales se solicitó la
aportación por lo menos de una parte de los gastos en el marco del Programa
de Ayuda al Desarrollo. Tampoco aquí se pronunció nadie contra el proyecto,
pero nadie se mostró decidido a apoyarlo. La burocracia ministerial prometió
efectuar por lo menos una prueba en un paisaje seleccionado. Zabor tuvo la
impresión de que «nuestra innovación técnica es un número demasiado
original para la capacidad intelectual de nuestros interlocutores. Primero
pusieron en duda que las tierras mejorasen hasta un punto económicamente
interesante y exigieron más informes. Al parecer los funcionarios querían
convencerse a sí mismos de que no incidirían seriamente en los intereses de
los fabricantes de productos alimenticios de todo el mundo. Los países
hambrientos que aprenden a abastecerse a sí mismos son clientes perdidos
para ellos».
No obstante, Zabor continuó trabajando en su proyecto y pudo conseguir
que se iniciara un intento a largo plazo en un campo árido de Sicilia. Cada
año le presentaban informes sobre los análisis del suelo y los éxitos de
crecimiento y se congratulaba de que la situación mejorase realmente. El
campesino siciliano que en un principio le había transmitido sus quejas
formaba parte del pequeño equipo de técnicos y peritos agrónomos que
llevaba a cabo el experimento. De vez en cuando recibía también pequeños
encargos de Tanzania, Etiopía y Perú, que debían ser costeados por el Globe.
En todo lo referente a la organización de proyectos semejantes, Zabor
aprendió algo decisivo para su obra posterior.

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La experiencia de la ventana

Los cinco años siguientes trajeron nuevas ideas y pruebas experimentales,


trabajos de investigación y pequeñas publicaciones sobre los resultados
conseguidos, pero Zabor no estaba satisfecho de sí mismo. Continuaba sin
hacer el gran descubrimiento… hasta que en 1985, poco antes de que
cumpliera cincuenta y un años, el destino le deparó aquella experiencia para
la cual se había estado preparando toda su vida sin saberlo. El 12 de marzo
fue un día lluvioso, melancólico, de tonos violetas y grises. Según los
meteorólogos, hacía demasiado frío para la estación. Las nubes eran casi
negras y pasaban, agitadas, por encima de los tejados de Munich como si la
ciudad no estuviera al borde de los Alpes, sino en medio del mar del Norte.
Lo más fastidioso para todos era la lluvia incesante. El escenario hizo pensar
a Zabor en una tormenta que no conseguía descargar mediante relámpagos y
truenos. El tiempo era insólitamente teatral e insoportable.
Zabor se apoyó en la pared de la antesala de su oficina y miró hacia fuera.
Las secretarias se habían ido y tampoco se veía ni rastro de los otros
colaboradores del Globe. Estaba solo y de repente se fijó en que sólo podía
observar la incipiente tormenta a través de la mitad derecha de la ventana,
porque la izquierda estaba tapada por un cartel de las Filipinas que mostraba
una playa árida y seca, una costa rocosa al fondo, palmeras inclinadas y un
mar tranquilo, ribeteado de espuma. Lo había traído consigo hacía tiempo
después de una visita a una de las islas. El cielo y el agua eran de un azul
maravilloso y una calma bienhechora reinaba sobre todo el paisaje. Zabor vio
en la ventana o a través de la ventana los dos tiempos juntos: el sombrío y el
resplandeciente, la humedad y la sequedad, el frío y el calor, los nubarrones
oscuros y el aire etéreo, el gris negro y el azul, el infierno y el cielo, la nada y
el ser.
Estaba fuera de sí. Experimentó una profunda nostalgia del mundo de la
mitad izquierda de la ventana y se atemorizó hasta lo más hondo de su alma
ante la amenaza de la mitad derecha. Se preguntó quién le había condenado a
padecer la variante desagradable que reinaba en esta ciudad. Se preguntó

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también por qué los seres humanos aceptaban esta dictadura de fuerzas
imaginarias y no configuraban ellos mismos el tiempo. Miró fijamente hacia
la ventana y se sintió solo con ella, aislado de la ciudad y del espacio que la
contenía. El tiempo de la izquierda y el de la derecha se fundieron en un
rostro que le observaba y le hacía sentir humillación. Tenía la sensación de
que su deber era luchar contra este rostro para someterlo a la voluntad
humana. A los pocos segundos había pasado todo y Zabor pensó que había
sufrido un ligero mareo.
Persistió, sin embargo, la idea de proporcionar a los seres humanos el
tiempo deseado. Zabor reconoció en seguida que con ello había elegido una
de las claves más importantes para la dominación de la naturaleza. «El clima
—escribió aquella misma noche— es una de las influencias más decisivas de
la vida humana, ya que dirige más o menos todos los factores de la vida
cotidiana. Según las condiciones climáticas da la tierra frutos abundantes y
variados. Animales y plantas pueden vivir bien, lo cual asegura la
alimentación del hombre. El clima decide entre riqueza y pobreza, entre
bienestar y malestar. Hay climas necesarios y saludables para el cuerpo y el
alma humanos y climas que los ponen enfermos. La vivienda y la ropa de los
seres humanos dependen directamente de la clase de clima. Pueblos y
ciudades, su planificación y su construcción se ven extraordinariamente
favorecidos o perjudicados por el clima. El sol y el calor continuados
permiten constracciones muy diferentes de las impuestas por la oscuridad y el
frío. La comunicación humana es más alegre en una ciudad donde se pueda
vivir al aire libre que en aquella donde los habitantes deben permanecer entre
cuatro paredes. Mientras las condiciones de vida son más o menos igualmente
buenas en el este y el oeste, a las mitades septentrional y meridional de la
Tierra corresponden quizá algunos motivos para la guerra. Quien vive bien es
en general menos agresivo que aquel a quien le van mal las cosas. El clima
decide tanto sobre la estética de un paisaje como sobre la división de nuestros
días, la población de la superficie terrestre y el rendimiento laboral humano.
Fomenta o atrofia cualidades, capacidades y actitudes humanas. En una
palabra: somos marionetas que pendemos de los hilos del clima. Si queremos
mejorar el mundo o, mejor dicho, las condiciones de vida humanas, tenemos
que aprender a dominar el clima, pero sólo con que al principio sepamos
dirigirlo, ya lograremos en primer lugar elevar la naturaleza a un nivel más
alto, y en segundo, ayudamos a nosotros mismos. El caos cede el paso a una
organización planeada en la cual no sólo resulta más satisfactoria la eficacia
general, sino también la belleza de la situación climática».

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Después de su experiencia de la ventana, Zabor se encontró en un estado
de insensata bienaventuranza, según sus propias palabras. Él sería el hombre
que solucionaría innumerables problemas humanos dirigiendo su trasfondo
climático. Hasta el cabo dé unos días no fue consciente de que se trataba de
una tarea técnicamente insoluble. Por el momento, sin, embargo, se dejó
embriagar por las fantásticas asociaciones que le sugería este tema. Le ocurrió
lo mismo que a Proust o Lutero después de sus visiones: había vislumbrado
otro mundo.
Al principio, Zabor mantuvo su visión en secreto ante la empresa. Quería
informarse primero sobre meteorología hasta estar en situación de entenderse
con cualquier experto. Pero ante todo debía trabajar en la solución del
problema, tan insólitamente complicado, de influir con éxito en la atmósfera
mucho más allá de las posibilidades meteorológicas. Sólo esto sería su
auténtica aportación científica. Hasta que la dominara teóricamente, no podía
hablar con el Globe de experimentos prácticos. Sabía que era un problema
físico de primera categoría y tal vez de física nuclear y radiactiva. Sin
embargo, podía ser también algo completamente distinto. Era «de una
dificultad digna de Einstein y si el azar no acude en mi ayuda, estoy perdido
sin remedio».
Mientras continuaba su actividad en el Globe como si nada hubiera
sucedido, dedicaba el tiempo libre a su «plan centenario». Aunque estaba
lleno de dudas acerca del éxito real de esta especie de influencia sobre la
naturaleza, una cosa le hizo feliz desde el principio. Por fin sabía hacia dónde
encauzaría su vida, «en esta época millonaria en posibilidades», para darle un
sentido duradero. Con esta tarea elegida más o menos libremente, ascendería
o caería, como individuo y miembro de la sociedad, pero en todo caso tendría
una meta durante años e incluso decenios. Sintió de pronto que su vida en
general era un proceso apasionante desencadenado por su conciencia. Poco a
poco se fue familiarizando con uno u otro rodeo, con la inercia y el
sufrimiento, con los pequeños éxitos y los grandes fracasos. En secreto
comparaba una y otra vez su experiencia de la ventana con la revelación de
Martín Lutero, que indujo a éste a abandonar la Iglesia católica y desarrollar
una doctrina más pura, o con el sabor de la magdalena, el bollo que animó a
Marcel Proust a dedicar toda su vida de escritor a la búsqueda del tiempo
perdido. Recordó el accidente de Pascal, que viajaba en un carruaje cuyos
caballos se asustaron y saltaron al Sena por encima de la barandilla del Pont
de Neuilly. ¡Vaya impulso!

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Zabor sintió que su antigua timidez desaparecía y que estaba más seguro
de sí mismo y más confiado. Annabella fue la primera en darse cuenta de ello,
aunque de una forma que le gustó muy poco. Zabor le dedicaba menos
atención de la habitual y se retiraba con más frecuencia que antes a su estudio
privado. El ritmo cotidiano al que estaba acostumbrada, sobre todo porque
correspondía a sus gustos, se interrumpió. Insinuó sus quejas a Zabor, que las
desestimó «con una sonrisa leve y significativa». De vez en cuando invadía a
Annabella la sensación de ser innecesaria. Zabor se iba a un café o al
restaurante de la estación, mantenía los ojos cerrados en el cine (durante la
proyección de una película del lejano Oeste) o soñaba durante un partido de
fútbol en el estadio Olympia.
En el otoño de 1985 fue invitado por una sociedad científica a pronunciar
una conferencia en Viena. Amaba a esta ciudad más que a cualquier otra por
su «importancia en el pasado y en el presente». En los edificios podía leerse la
historia encerrada en ellos y en las salas, museos y cafés encontraba uno,
igual que antes, a las inteligencias más preclaras del modernismo
internacional. Todos lo sabían y sólo ellos, los admirados, ignoraban la
energía que comunicaban a la ciudad. Entre otras cosas, Zabor habló en su
conferencia del famoso llamamiento del jefe Seattle de la tribu Duwamish en
1855 en Washington. Aunque se ha discutido mucho sobre las palabras
exactas de Seattle, todas las versiones contienen su apremiante exhortación a
dejar a la naturaleza lo más intacta posible. «Porque, como sabemos, la tierra
no pertenece al hombre, sino el hombre a la tierra. El hombre no creó el tejido
de la vida; en ella no es más que una fibra. Todo lo que hagáis al tejido, os lo
hacéis a vosotros mismos».
Zabor observó que, aunque lo deseáramos, esta exigencia de Seattle ya no
puede cumplirse. El afán de actividad humano ya ha lesionado tanto a la
naturaleza en diversos aspectos, que sólo nos queda la solución de avanzar
por medio de sustitutivos artificiales. Los bosques talados, los mares
biológicamente muertos, la contaminación del aire en las ciudades ya no
podían ser corregidos solamente por la naturaleza y, por lo tanto, el hombre se
veía obligado a crear, con ayuda de las sustancias que habían dañado los
suelos, el agua y el aire, nuevos suelos, aguas y aire dotados de vida. Puesto
que ya se había empezado a usar la química, no quedaba otro remedio que
seguir con ella. Sólo que sus efectos debían perfeccionarse de tal modo que
pudieran reemplazar a los efectos naturales ya inviables. Después de haber
entrado en el ámbito de la influencia técnica sobre la naturaleza y quedar
descontentos de las consecuencias, era preciso seguir adelante y no

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retroceder. El ser humano ya no podía confiar en una naturaleza que se dejaba
dominar por él. La naturaleza quería ser dirigida por nosotros. Con esto
provocó Zabor numerosas réplicas y considerable indignación, pero él se
limitó a encogerse de hombros. Su conferencia suscitó una discusión
apasionada que estuvo a punto de degenerar en una batalla campal. Muy
pocos se atrevieron a apoyar las tesis de Zabor y entre ellos se encontraban
sobre todo los oyentes que más le desagradaban por su aspecto. Llevaban
botas que recordaban a los fascistas, un corte de pelo que podía haberse
inspirado en los monjes budistas y otras insignias de sociedades autoritarias.
Zabor intuyó la clase de personas que podía movilizar con su obra, y
comprendió que tendría que aceptarlas también a ellas.
Había colgado detrás de su mesa del Globe, como un recordatorio de su
origen y de su nuevo interés, la representación gráfica de un chiste de la Frisia
oriental. Dos frisones observan desde un dique cómo flota por el mar del
Norte una gorra estilo príncipe Enrique. Ante la mirada preocupada de uno,
dice el otro que se trata del viejo Jansen, quien, como todo el mundo sabe,
siega incluso con mal tiempo.

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Problemas particulares y la meteorología

Cuando Zabor entró en su casa de Gauting una tarde del mes de noviembre de
aquel año, se encontró de pronto ante su esposa Jessy y su hijo Ingmar, que
entretanto había cumplido la mayoría de edad. Jessy, pálida y agotada,
hablaba a la silenciosa Annabella y se esforzaba por ganar su simpatía. En el
recibidor había algunas maletas y las pertenencias más importantes de ambos.
Zabor se enteró de que Jessy había sido abandonada por Hoglund, el
periodista. En su desamparo, perdida su habitual seguridad, se acordó de su
primer protector. Tenía más de cuarenta años y carecía de amistades en
Suecia a las que poder recurrir. Este intento de aproximación no era menos
original que el anterior en el que Jessy había participado, pero existía la
diferencia de que esta vez era ella la persona que tomaba la iniciativa.
Sin embargo, la señora de la casa no estaba dispuesta a acoger a Jessy.
Ambas mujeres se volvieron hacia Zabor en busca de ayuda, cada una con la
esperanza de ser apoyada por él. Ante semejante confusión, Zabor se encerró
con Ingmar en su estudio, dejando solas a las mujeres. Mientras escuchaba a
su hijo hablar de Estocolmo, «aguzaba el oído, asustado, para captar algo de
lo que se decía en la sala de estar, donde se hallaban ambas sentadas frente a
frente. Tuve la impresión, sin embargo, de que pasaban horas en silencio,
como dos gatos que se acechan mutuamente, y me sentí bastante angustiado».
Durante la noche repasó sus sentimientos, se preguntó cuál de las dos
significaba más para él y encontró motivos suficientes para amarlas a ambas.
Jessy no cejó en sus ruegos y permaneció varias semanas en la casa con su
hijo, a la espera de encontrar una vivienda adecuada en las proximidades.
Como dejó de recibir los pagos de Suecia, Zabor tuvo que atender a la
manutención de madre e hijo. Annabella, incapaz de avenirse a esta situación,
hizo un día las maletas y amenazó con marcharse. Zabor consiguió disuadirla
de ello y convencerla del sincero afecto que le profesaba. Fueron los tres al
cine a ver Les enfants du paradis, de Marcel Carné, y volvieron a casa en
silencio.

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Así oscilaba Zabor entre Annabella y Jessy, esforzándose por evitar una
catástrofe. Como no podía elegir, procuraba estar a disposición de ambas. En
la primavera de 1986 tuvo la impresión de que las dos mujeres gozaban de
aquella situación, pese a todos los gestos de desagrado. Zabor descuidó su
trabajo durante semanas, volvió a pasear por su oficina como un animal
enjaulado y llegó incluso a sufrir depresiones. Entonces fue él quien amenazó
con renunciar a las dos mujeres en aras de su pasión profesional. En seguida
corrieron a consolarle, hasta que depuso su actitud. «Me siento tan ridículo
como Truffaldino en El servidor de dos amos, de Goldoni». Con una mueca
de resignación, aceptó el papel de amante doble que nunca había querido «y
para el cual no estoy dotado», pero que ya no podía soslayar. Al final, para su
tranquilidad interior, vivió con Annabella y Jessy como con una sola mujer.
Leyó en secreto en una biografía de Bertolt Brecht que éste, durante su época
danesa, había vivido al mismo tiempo con tres mujeres. Zabor tuvo que
constatar que todos los implicados en esta situación la preferían, por muy
deficiente que fuera, a cualquier otra medida.
Jessy buscó de nuevo trabajo como dibujante y logró recibir con
regularidad pequeños encargos del ayuntamiento de Munich para prospectos,
folletos y publicaciones similares. No podía vivir sólo de ellos, pero aportaba
algo a la economía doméstica de la familia, que ahora constaba de cuatro
miembros. Annabella se tranquilizó, trabó amistad con su rival y permitió que
Zabor las encontrara de vez en cuando a ambas en la cama. Él se sentía
incómodo, pero era incapaz de sustraerse a la fascinación de este «fenómeno
natural, que realmente no podía mejorarse», como comentaba con bastante
mal gusto. Las mujeres, a quienes había enfrentado sin quererlo durante un
período de varios meses, se aliaron inconscientemente contra él, dirigiendo su
conducta, que era la de ellas, hacia ocurrencias siempre nuevas ad absurdum.
Los estudios físicos de Zabor se centraban en la cuestión de si existe un
denominador común para todas las cosas susceptibles de influir en el tiempo.
Había comprendido con claridad que su tarea consistía en hacer trabajar
simultáneamente a miles de puntos en un cubo determinado de la atmósfera
para lograr que algo se moviera. Había que crear o eliminar ciertas sustancias
y dar a las creadas unas reglas de comportamiento precisas. Lo único seguro
era que semejante influencia masiva sólo podía dirigirse por medio de un
ordenador (o de varios). Pero, ¿qué era exactamente lo que debía dirigirse?
Zabor se volvió hacia la meteorología, asistió a cursos en la Universidad
de Munich, sentado a sus cincuenta y dos años entre muchachos de veinte, y
se enfrascó en las obras fundamentales. Durante un año entero aprovechó

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cualquier ocasión para informarse sobre el estado de esta ciencia. Lo primero
que constató fue que «un hombre culto de nuestra época es capaz de aprender
aproximadamente en un año los conceptos básicos, modos de pensar y
técnicas de otro ramo del saber». Se preguntó en broma si no aprovecharía
mejor su vida aprendiendo treinta profesiones… sin ejercer ninguna. Se le
antojó muy tentador enfrentarse todos los días con algo realmente nuevo y
muchas veces inquietante y convertirse en un sabio polifacético del siglo XX,
pero pensó que tal diversidad de facetas le impediría por falta de tiempo
dedicarse a alguna actividad útil para la sociedad humana. Cuanto más
satisfaciera su ávida curiosidad, tanto menor sería su utilidad social y la
sociedad acabaría desechándole como a un estrafalario.
En cuanto a la meteorología, aprendió pronto que aún no estaba lo
bastante desarrollada para solucionar realmente a fondo su problema de la
estimulación del clima o del tiempo antropógeno. Los métodos para influir en
el tiempo eran todavía muy limitados en los años ochenta, muy complicados y
costosos y ofrecían pocas garantías de éxito.
Lo mismo ocurría con los experimentos o teorías para cambiar los climas
a gran escala. A Zabor le interesaba influir en el tiempo cotidiano en
superficies de diez mil kilómetros cuadrados y sobre todo en unidades de
menor extensión. Además, no sólo quería influir en el frío y el calor, sino
también en la lluvia y la sequía, la radiación solar y las condiciones del viento
según su dirección y fuerza, y esto durante varios días. Por último, pretendía
desmentir el hecho de que la cantidad total de precipitaciones en el globo
terráqueo es constante y que una intervención en cualquier punto sólo tiene
como consecuencia una nueva distribución de las precipitaciones. Soñaba con
dirigir la evaporación conjunta de todos los mares de acuerdo con sus
exigencias. Para todo esto, los meteorólogos ofrecían ideas valiosas, pero
ningún método capaz de funcionar. Tenía que encontrarlo él mismo… y lo
encontró. Los conocimientos adquiridos en la universidad y por medio de los
libros ya no podían seguir ayudándole. De haber sido así, sus antecesores ya
habrían realizado lo que Zabor buscaba con tanto apasionamiento.
Como primera medida, eligió la adecuada extensión de superficie o
unidad espacial en cuyo «tiempo» quería influir. En los mapas de la
República Federal de Alemania y países limítrofes que sobrevivieron a Zabor
y a la catástrofe en los cajones de filiales no europeas del Globe, puede
distinguirse una especie de retículo que al parecer había colocado sobre la
Europa central. La longitud lateral de cada segmento era de unos cincuenta
kilómetros, con desvíos inevitables en torno a las metrópolis, las ciudades de

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la cuenca del Ruhr o París. Las unidades de tiempo atmosférico abarcaban por
lo tanto un promedio de dos mil quinientos kilómetros cuadrados. Esta
medida, repasada y mejorada una y otra vez, ya no seguía al parecer puntos de
vista internos de la meteorología, sino que correspondía a otras expectativas
de la sociedad humana.
El «interés por un tiempo común», concepto que a Zabor le gustaba usar,
está en relación con la convivencia de las personas en una región habitada,
que puede contener ciudades o pueblos y permite, en cualquier caso, ser
definida sociológicamente. Los habitantes de esta región se mantienen unidos
a través de su interés común por determinadas cuestiones públicas. Zabor
sumó a los factores ya disponibles, como la red de carreteras, la simbiosis de
viviendas y lugares de trabajo, la estructura económica y otros, el del tiempo
atmosférico. Si predomina la opinión de que debe hacer buen tiempo en París,
no puede llover en Versalles ni en la Gare du Nord, y cuando la llanura de
Lüneburg necesita lluvia, no puede reinar el tiempo seco muy cerca de
Hamburgo, Bremen o Hannover.
Cuando Zabor hubo limitado espacialmente su tiempo, estudió la cuestión
de cómo estimular físicamente la atmósfera para conseguir los efectos
deseados. ¿Cómo se llevaban nubes a un cielo azul en el que hasta el polvo
cósmico parecía haber desaparecido? ¿Cómo crear escarcha en un suelo
cálido? ¿Cómo influir en los vientos y la evaporación? Zabor se concentró y
empezó a reflexionar. Lo que la naturaleza movía desde hacía millones de
años, también debía poderlo mover el hombre (incluso contra ella). Tenía que
haber unos parámetros, sencillos en el fondo, desde los cuales pudiera
dirigirse todo, y pensó que se encontrarían en la física atómica. Era preciso
cambiar las materias especializadas en las programaciones correspondientes.
Estos trabajos teóricos, que se prolongaron más o menos desde el año 1986 al
año 1988, estaban descritos en un diario de casi mil páginas,
matemáticamente y con dibujos. Zabor escribió a un amigo de Estocolmo
sobre «mi Biblia del tiempo, con la que me rompo, lenta pero seguramente, la
cabeza».
Sin embargo, también se perdió este diario, que debía contener las
explicaciones finales de su invento. Zabor lo guardaba en una caja fuerte de
su oficina de Munich, que ardió con la ciudad en la catástrofe de 1994. En
realidad, una supuesta copia de esta obra fue descubierta en Nueva York en
1995, pero un estudio más detallado reveló que se trataba de la falsificación
de dos periodistas del New York Herald Tribune. Como estos periodistas
perjudicaron sensiblemente a varias personas, fueron condenados por fraude a

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sendas penas de cárcel. Así pues, todos los biógrafos de Zabor se ven
obligados a especular cuando quieren presentar su teoría del tiempo, tarea que
aún es más difícil cuando no se dominan los más recientes conceptos de la
física. Einstein fue también durante muchos años el único que entendía su
fórmula y podía reconocerla como acertada. Müchos científicos tuvieron que
experimentar largos años para poder seguir el hilo de sus ideas. Lo mismo
ocurrió en el caso de Zabor, con la infortunada diferencia de que su fórmula
se perdió y hasta la fecha no ha podido ser descubierta de nuevo.
Sólo sabemos que acabó resolviendo el problema del tiempo con ayuda de
un descubrimiento genial, pero ignoramos en qué consistió exactamente tal
descubrimiento. En el caos que se extendió por toda la Europa central,
quedaron también destruidas las instalaciones electrónicas centrales, que en
última instancia fueron las causantes del caos. Al igual que Zabor, han
trabajado y trabajan hoy en día otros científicos desde hace muchos años,
sobre todo en Estados Unidos, en la Unión Soviética y en Japón, en un
método para lograr una influencia total sobre el tiempo. No obstante, a
diferencia de Zabor, no han alcanzado todavía aquella fase en la que es
posible realizar determinadas fórmulas, es decir, pasar de la teoría a la
práctica. Todos investigan —en secreto, por así decirlo, y en esto imitan a
Zabor—, renunciando a la publicación de los resultados de sus trabajos en
revistas científicas. Por ello los biógrafos de Zabor se enfrentan con la
dificultad de ignorarlo casi todo sobre sus métodos físicos por un lado y de no
obtener ninguna respuesta de los demás científicos por el otro. Tal es el
motivo de que la presentación de este hecho físico tenga que limitarse a
aquellos datos superficiales sobre los que existen informaciones fidedignas de
la época muniquesa de Zabor.

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Trabajo y fracasos

Cuando Zabor dio por terminada la fase de la re--flexión teórica, que le causó
muchos esfuerzos y desengaños pero también gratificaciones, se confió por
primera vez a otra persona. En septiembre de 1988 insinuó a Annabella que
creía haber hecho un descubrimiento extraordinario. Era por entonces muy
cauto en todas sus expresiones porque había adquirido sus conocimientos de
forma independiente y no en un equipo de científicos oficialmente encargados
de llevar a cabo una tarea. Con ello chocaba, por lo tanto, con los métodos de
trabajo de su época y esto sólo ya hacía parecer sospechosas sus afirmaciones.
En ningún momento estuvo completamente seguro de su trabajo, de que no
contuviera algún error fatal que diera al traste con todos sus esfuerzos.
Annabella, absorta en una revista ilustrada, apenas le escuchó, pero su actitud
de querer contar algo, silenciando a la vez otra cosa, despertó al fin su
curiosidad. Era una mañana de domingo y estaban en la terraza posterior de
su casa, esperando que saliera el sol, todavía oculto tras la neblina. Annabella
tenía el propósito de fotografiar los últimos capullos minuto por minuto
durante toda la mañana, a fin de captar los cambios. Zabor garabateaba, como
de costumbre, en una hoja de papel pequeños cálculos matemáticos «que
nadie podía descifrar excepto él».
Según recordó más tarde Annabella, Zabor le pidió que imaginara un
deseo que ningún ser humano desde Adán y Eva había pedido a otro y que
siguiera imaginando que él podía satisfacer este deseo, lo cual tampoco había
sido posible hasta ahora y no precisamente porque a nadie se le hubiera
ocurrido. ¿Podía adivinar de qué deseo se trataba? Aún más que lo singular de
su pregunta, impresionó a Annabella la seriedad de Zabor al formularla. Solía
ocultar intenciones difíciles detrás de frases dichas a la ligera, porque tenía
tendencia a darse importancia a sí mismo, pero esta vez parecía estar
totalmente convencido de haber dicho algo cierto. Como es natural,
Annabella no tenía la menor idea de qué deseo podía ser el que nadie había
pedido nunca a otra persona y que nadie había podido satisfacer. Contestó a
Zabor que en principio le parecía asombroso que en el caso de un físico

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moderno no se tratara de algo destructivo, por lo cual sólo se le ocurría el
insensato deseo de hacer explotar el globo terráqueo, porque precisamente
esto no lo había deseado nadie. Pero, ¿algo positivo? Zabor asintió y ayudó a
Annabella preguntándole qué esperaba en aquel momento. Al sol, respondió
ella… y Zabor rectificó: con más exactitud, a que se dispersara la niebla.
¿Qué le parecería si este suceso pudiera acelerarse o fuera posible impedir
del todo que en semejante mañana flotara la niebla sobre Munich? Annabella
contestó que no le importaba nada que los hombres no tuvieran poder sobre el
tiempo y que preferiría eliminar la influencia humana y dejar las riendas a la
naturaleza, aunque tal cosa supusiera considerables incomodidades. Zabor le
sonrió con timidez y calló, reflexionando al parecer con gran intensidad sobre
esta respuesta. Ignoraba en cualquier caso que Annabella había adivinado
hacía mucho tiempo lo que le mantenía ocupado día y noche, pero como
temía en secreto el resultado positivo de sus esfuerzos, ni siquiera se había
atrevido a hablarle del tema. Esperaba que fracasara y se volviera hacia otros
objetivos, pues a ella le habría parecido más sensato, por ejemplo, que la
fisión nuclear no se hubiera inventado nunca. Sufría al pensar estas cosas
porque era consciente de que Zabor quedaría destrozado si no conseguía
«destruir» a la naturaleza. Su lucha parecía ser a vida o muerte y ella se daba
cuenta de este hecho, a pesar de que Zabor rara vez le comunicaba sus
pensamientos. Sus temores, sin embargo, no le dejaban otra elección que
hablar con él de cualquier cosa menos de lo que preocupaba realmente a
ambos.
En la primavera de 1989 llegó el momento en que Zabor debía pasar de
las reflexiones teóricas a los experimentos prácticos si quería desarrollar un
método realmente factible. Sabía que este paso sería el comienzo de un
proyecto millonario y que necesitaría ante todo la ayuda de técnicos
seleccionados. Debía, por consiguiente, desvelar su secreto y, por, cierto, a
varias personas, la primera de las cuales era Gohlke, como director comercial
del Globe.
A fin de dar un marco a esta conversación, que despertaría el instinto de
pionero de Gohlke, Zabor le invitó al comedor privado de un restaurante de
lujo. Allí se sentaron frente a frente, a puerta cerrada y surtidos de las bebidas
predilectas de Gohlke. Zabor expuso su plan de forma gradual, atascándose y
titubeando una y otra vez. Comenzó pidiendo a Gohlke que al principio no
hablara más que de los aspectos técnicos de la proposición; de los económicos
y políticos ya hablarían más adelante. Gohlke reaccionó con curiosidad y
complacencia y Zabor le fue revelando poco a poco todos los secretos de la

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estimulación permanente del tiempo. Este intercambio de ideas, mantenido en
un murmullo, concluyó a las tres de la madrugada. Gohlke estaba lo bastante
iniciado en innovaciones técnicas como para poder juzgar y valorar la obra de
Zabor. Le felicitó y le aconsejó ponerse inmediatamente en contacto con el
registro de patentes y no mencionar el tema a nadie más. Gohlke se
comprometió a meditar en las próximas semanas sobre el modo de financiar y
realizar los experimentos técnicos de Zabor. Veía claramente que esto sería
una tremenda carga financiera para el Globe, sin que pudiera preverse si con
semejante proyecto podrían ganar dinero alguna vez. No obstante, era lo
bastante ambicioso para aceptar por sí mismo, si hacía falta, semejantes
proyectos a largo plazo. Cuando Zabor y Gohlke salieron a la calle, se
tuteaban y se habían prometido seguir juntos hasta el fin en este proyecto. De
hecho, cumplieron su promesa, aunque con consecuencias notablemente
distintas de las previstas aquella noche en Munich.
Como primera medida, Gohlke negoció la instalación en la filial
muniquesa del Globe de la técnica imprescindible para influir en el cuadrado
atmosférico de esta ciudad. En el ático del alto edificio se acondicionó una
habitación vacía, que fue puesta a disposición de Zabor. La empresa le
autorizó para abandonar de momento sus actividades anteriores a fin de poder
dedicarse a su experimento.
Tras una semana de reflexión decidió Gohlke solicitar de la central del
Globe en Nueva York los medios financieros necesarios. Para ello escribió
Zabor un largo informe que reflejaba sus intenciones sin descubrir la idea
física determinante. Del informe, que se conserva en el archivo del Globe, se
desprenden una vez más los motivos de Zabor para su proyecto de
investigación y el efecto que pretendía alcanzar. De nuevo explicó que, como
indicaban todas las experiencias, los hombres dominarían también los últimos
campos libres de la influencia sobre la naturaleza (por ejemplo, la
manipulación genética, la unión de cerebros humanos y animales, la
investigación del espacio o el tiempo artificial). Nadie podía permitirse no
hacer lo que ya era técnicamente posible. Él creía haber encontrado un
método físico hasta ahora desconocido para influir en los factores climáticos.
Puesto que nada de esto podía realizarse sin la ayuda de máquinas
procesadoras de datos, el Globe aventajaría a sus competidores al aceptar y
llevar adelante el proyecto. Zabor mencionó una cantidad de veinticinco
millones de dólares para las inversiones preliminares. Su objetivo era probar
que su método funcionaba, es decir, que era capaz de cambiar a capricho el
clima de la región de Munich. Era consciente de que podía fracasar, pero sólo

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el experimento concreto demostraría si el tiempo artificial era posible o sólo
una idea fija.
Gohlke añadió que Zabor era un científico serio y excepcional como
pocos. No cabía duda de que el proyecto ofrecía riesgos financieros y quizá
también técnicos para el Globe, pero su éxito prometía una imagen
sensacional. Sólo podía recomendar que no se opusieran a este campo de la
dominación de la naturaleza.
Zabor y Gohlke quedaron perplejos cuando la central del Globe reaccionó
con bastante reserva. Gohlke leyó a Zabor la respuesta el 15 de mayo de 1989
en su propia oficina. Después de un minuto de desaliento que sintieron
ambos, aunque por diferentes razones, analizó Gohlke la negativa de Nueva
York y descubrió que, dejando aparte las objeciones insignificantes, se
concentraba en un solo punto. ¿No podía servir aquello para otra cosa? La
central del Globe echaba de menos, naturalmente, una referencia a la
explotación económica del proyecto presentado. En una palabra: aparte de la
utilidad científica, de la cual el Globe no dudaba en absoluto, ¿se podía ganar
dinero con él o por lo menos recuperar la cantidad invertida?
Cuando Gohlke miró con expectación a su interlocutor, éste meneó la
cabeza. Se trataba de dominar el tiempo, y al principio sólo de un intento de
poner a prueba un método determinado. Si tenía éxito, los seres humanos no
dependerían tanto del tiempo, al menos en teoría. Podrían determinar el
tiempo y elegir la temperatura, la humedad, la radiación solar o los vientos
deseados. Esto constituiría sin duda un notable progreso humano que hablaba
por sí mismo. En cuanto a la cuestión de qué instituciones privadas o públicas
se aprovecharían de tan sorprendente oportunidad, Zabor no podía contestarla.
Gohlke, sin embargo, insistió en que debían nombrar al Globe a alguien
formalmente interesado, y como aún no existía, sería preciso buscarlo entre
los clientes en potencia.
Este problema condujo a algunas preguntas delicadas. ¿A quién
«pertenecía» realmente el tiempo? Es evidente que las cuestiones climáticas
son tan poco privadas como los mares o las riquezas del subsuelo. El tiempo
es un factor social, económico e incluso militar, en caso de resultar posible
enviar al país enemigo un tiempo desapacible en extremo o de efectos
catastróficos. No obstante, ¿quién tenía derecho a decidir el tiempo que debía
imperar en una región determinada? ¿Es éste un caso de derecho político, de
derecho internacional o de ambos a la vez? ¿Contra qué derecho se atenta al
provocar sobre Munich un tiempo artificial que anule los sucesos climáticos
previstos? Por otra parte: ¿no regulan los hombres parcialmente el tiempo

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desde el comienzo de la industrialización al calentar la atmósfera de las
ciudades, enviar al aire todas las sustancias químicas posibles, cambiar la
situación tradicional de mares y ríos, hacer explotar bombas de hidrógeno,
etcétera?
Tampoco estas preguntas podían contestarse en seguida y tanto Zabor
como Gohlke optaron por la solución intermedia. No podía perjudicar a nadie
nombrar a la central neoyorquina la República Federal de Alemania como
primer interesado. Con objeto de dar más peso a esta afirmación, el Globe
escribió al ministerio competente, el de Investigación, solicitando apoyo para
un proyecto de investigación sobre el tiempo. Zabor viajó a Bonn en junio y
conferenció con funcionarios del ministerio. Esta vez tuvo que hablar de sus
planes a personas desconocidas, lo cual le resultó extraordinariamente difícil.
A fin de no revelar su secreto, improvisó un programa para influir en las
nubes y provocar o impedir la lluvia. Tuvo suerte: sus vagas ideas parecieron
más plausibles a los funcionarios del ministerio de lo que les habría parecido
su verdadero y revolucionario proyecto. Los convenció con este engaño,
precisamente porque así tuvieron la impresión de pisar terreno conocido. Le
prometieron una subvención de su presupuesto para el próximo año, ya que el
proyecto debía ser aprobado por el derecho presupuestario, es decir, por los
gremios del Parlamento. A Zabor le bastó tener en la mano unos días después
un acta que recogía el resultado de la conversación y la buena disposición del
ministerio.
Respiró cuando a finales del año 1989 su proyecto era tan bien visto en el
Globe y en Bonn, que pudo iniciar los trabajos experimentales. Se sintió más
feliz que nunca y lo hizo saber a todo el mundo. Annabella le encontró por
esta época más relajado y amable que antes y ella reaccionó exteriorizando
sus sentimientos. Zabor y Annabella gozaban casi todas las tardes de un
pequeño happening, como ellos lo llamaban. Iban al café, al cine, a un museo
o de paseo por el Jardín Inglés antes de que oscureciera. Muchas veces no
volvían a su casa y se alojaban en un hotel, como si estuvieran realizando un
gran viaje.
Zabor decidió al fin que había llegado el momento de un happening más
importante y de un viaje auténtico. Eligieron Trieste y a continuación un
crucero de dos semanas por el Mediterráneo hasta Marsella, recalando en
Génova, Menton y Niza y volviendo al punto de partida. Por las mañanas
navegarían y por las tardes buscarían alojamiento, trabajarían y leerían un
poco y por la noche disfrutarían del nuevo ambiente. Zabor puso en una
maleta Pensamientos nocturnos de un físico clásico, de McCormmach, y

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Annabella se llevó literatura femenina. Ambos se propusieron leer primero los
libros del otro para discutirlos después. Partieron muy alegres en la primavera
de 1990, sin intuir las consecuencias de su viaje.
Las primeras noticias que Jessy recibió de ellos procedían de Noli. Dante
había mencionado esta pequeña ciudad episcopal en su Divina Comedia y
Noli había conservado algo de su encanto medieval. Annabella había estado
en la ciudad dieciocho años antes, enamorándose de un cameriere de su
misma edad. Descubrió que éste continuaba sirviendo espressos en el mismo
restaurante de entonces… pero su deslumbrante héroe se había convertido en
un hombre gordo y desabrido. Tuvo un desengaño y Zabor aprovechó la
oportunidad para probar con él su adquirido salero bávaro. Invitaron al
inocente a comer en su propio restaurante, lo cual se le antojó extraño pero lo
aceptó por cortesía. Se enteraron asombrados de que había trabajado varios
años en Munich y perdido allí su aspecto italiano y sus finos modales. «No
puedes imaginarte —escribió Annabella a Jessy— lo pequeño que se volvió
de repente el gran Yan». Aquella noche celebraba Noli su tradicional fiesta
episcopal de las velas, que Zabor interpretó como un intento medieval de
ahuyentar el mal tiempo. «No era capaz de pensar en otra cosa que en
situaciones meteorológicas, lo cual desarrolló sin duda en él una fantasía
inagotable».
A la mañana siguiente continuaron su recorrido en coche, excitados y
satisfechos. Zabor era un automovilista apasionado. Le encantaba visitar
todos los puntos de la ciudad por el camino más corto. Annabella pensaba que
«este vicio es sumamente insensato y enfermizo», pero él lo conservó toda la
vida.
Zabor prefería la marca francesa Citroën a todas las demás, con excepción
de un Alfa Romeo que condujo durante medio año. En el curso de diez años
poseyó desde el pequeño 2 CV y el «Pato» hasta los grandes coches con
sistemas hidroneumáticos. De vez en cuando, en accesos de modestia, volvía
a los coches pequeños. Le habría gustado poseer tres tipos a la vez: el más
pequeño (con boxer refrigerado por aire), por su atractivo, uno mediano (con
motor Diésel), por su movilidad en la ciudad, y el más potente (con
turbomotor), por su comodidad incluso en recorridos muy largos. De niño
jugaba casi siempre con coches y en su edad adulta se sentía a veces más a
gusto en un vehículo que en su casa. Zabor tenía para ello una explicación
interesante: «Entre los hombres de la segunda mitad del siglo XX predomina la
impresión de que es preciso huir alguna vez, no importa por qué ni a dónde.
La necesidad o la inclinación a huir es tal vez el fenómeno más característico

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de la sociedad en la cual he nacido. Esta necesidad exige disponer siempre de
un vehículo lleno de combustible que esté cerca, listo para partir y lo bastante
rápido para poder ir muy lejos en una hora. Para los ricos es el avión, para los
menos acomodados, el automóvil o la bicicleta. No hay un solo lugar en este
continente donde uno pueda sentirse realmente seguro. Por esto la persona
que se queda sin coche se siente un prisionero en potencia. En todo caso, se
ha perdido la confianza de estar protegido de la destructividad humana en
cualquier lugar donde uno se encuentre. En el automóvil, que es de por sí
origen de los mayores peligros, se siente uno casi a salvo, debido a su
movilidad». Quizá no se le ocurrió pensar que la huida también podía ser
necesaria allí donde fracasara un tiempo atmosférico provocado por medios
artificiales.
Pasaron de largo Saint-Tropez, que Annabella y Zabor consideraron sucio
y anacrónico, y se dirigieron al antiguo pueblo de Grimaud, donde buscaron
alojamiento. Desde las ruinas del castillo podía verse abajo el nuevo Port
Grimaud y el mar. Caracterizaba al lugar el intento de copiar la sólida
arquitectura del siglo XVIII con los banales medios del siglo XX. En la
penumbra del atardecer se sentaron en un restaurante al aire libre, bajo un
peñasco, contemplaron el azul uniforme del agua y del cielo y guardaron
silencio. En un momento dado dijo Annabella que si Zabor le confiaba los
pensamientos que le absorbían, ella le revelaría los suyos. Como escribió
Annabella a Munich, la respuesta de Zabor fue sumamente prosaica. Estaba
imaginando que el clima noruego se trasladaba a esta costa y lo cambiaba
todo en el curso de pocos años. Las palmeras desaparecían, así como las
mimosas amarillas, las langostas y las tortugas de los bosques de olivos. Se
cerraría una villa tras otra y sus propietarios sólo volverían durante unos
pocos días al año. Las playas de arena se cubrirían de nieve durante meses y
el mar acabaría helándose en la orilla. Los cactos, flores y arbustos olorosos
serían reemplazados por una hierba resistente al frío invernal. El frío
sustituiría al calor, la humedad a la sequía… ¡y los noruegos a los franceses!
Entre Niza y Marsella podrían ganarse la vida muy pocas personas y el resto
de la población tendría que emigrar al norte de Francia.
Annabella sólo pudo contestar a estas fantasías que Zabor llamaba
«sueños» con una mueca de enojo. Zabor le prometió que si alguna vez podía
influir en el tiempo, no cambiaría nada en la Côte d’Azür, sino que más bien
conjuraría en algún lugar de Europa una segunda Costa Azul para inducir por
lo menos a una parte del turismo a evitar la auténtica. Cuando a su vez
preguntó a Annabella sobre sus pensamientos, ésta vaciló y dijo al fin que

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sólo hablaría si él se tapaba las orejas. Así oyó Zabor que ella deseaba un hijo
suyo. Zabor observó que un hijo «sueco» y una hija «francesa» se avendrían
de maravilla. Se quedaron un día más de lo previsto y entonces prosiguieron
viaje hacia Marsella.
Cuando subían al atardecer del 14 de mayo de 1990 la larga escalera para
peatones de la estación central de Marsella, se encontraron de repente en
medio de un tiroteo entre argelinos rivales. Zabor se tiró al suelo y bajó
rodando algunos peldaños. Annabella, por su parte, que se hallaba junto a la
barandilla, volvió la parte superior del cuerpo y paró una bala que le destrozó
los pulmones. Se desplomó con un grito espantoso y cuando Zabor llegó hasta
ella, ya estaba rodeada de gente. Zabor era incapaz de hacer nada que tuviera
sentido. Un hombre llamó a una pareja de policías, que se llevaron a
Annabella y Zabor a un hospital. Un médico certificó lo que Zabor ya había
comprendido: Annabella estaba muerta.
Un representante del consulado de Alemania Federal se cuidó del traslado
de la difunta a Munich, mientras Zabor atravesaba Francia en su propio
coche. Evitó la Costa Azul con un largo rodeo para que no le recordara nada y
buscó una ruta por el centro de Francia. Se sentía como aniquilado, no podía
comprender lo ocurrido ni imaginar con claridad los próximos días. Cuando
llegó a Langres, encaramado en una altiplanicie rocosa, estaba tan exhausto
que no pudo continuar el viaje y se quedó dos días en un hotel, de donde salió
para pasear por las murallas de la ciudad, absorto en sus sombríos
pensamientos.
El sufrimiento por la muerte fortuita de su compañera sembró la confusión
en su mente. La naturaleza podía ser previsible en parte, pero no siempre, y en
muchas ocasiones ni siquiera cuando hacía falta que lo fuera. Tal vez la
fantasía humana era demasiado pobre para poder competir con la fantasía de
la naturaleza. Con el instrumental de la comprensión humana no podía
encontrarse ningún sentido a la muerte de Annabella ni al modo como se
había producido. Si Annabella hubiera estado en aquel escalón un segundo
antes o después, no habría sucedido nada. ¿Cómo, sin embargo, podría
haberse evitado que estuviera allí en el segundo fatal? Solamente,' decía la
respuesta, reconociendo a tiempo el peligro y su momento exacto. Pero,
¿cómo adquirir este conocimiento previo? En este punto Zabor se sentía
derrotado junto con todos sus semejantes.
¿Y aquel ridículo tiempo atmosférico? Cuando se pudiera influir en él, ¿se
reservaría la naturaleza también en esto una puerta trasera para volver a
destruirlo todo? ¿Por qué se interesaba precisamente por el clima y el tiempo?

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Zabor dudó dé improviso de su misión, que ahora llamó también un gran
desvarío. «¿Quién —leyó en el libro de McCormmach— sigue prestando
atención en este matadero de Europa a la reserva, la discreción, el equilibrio,
el orden, la claridad y la tradición?». Zabor descubrió de repente que no era
cristiano ni mahometano ni seguidor de ninguna otra doctrina y que esto
ocasiona sufrimientos mientras no se consigue desarrollar una religión propia.
El individuo que quiere mejorar la naturaleza ya no puede dejarse consolar
por ella, ni descansar ni confiar en ella. Tiene que buscarse una nueva
envoltura que le brinde seguridad. Tal como están las cosas, debe construir
esta envoltura con sus propios medios y aprender con esfuerzo a descansar en
sí mismo. «Ésta es la última esperanza del hombre contemporáneo… Tanto si
quiere como si no, tiene que llevar a cabo esta tarea».
No obstante, Zabor se sentía abrumado sin remedio por semejante
exigencia. Al atardecer del 16 de mayo de 1990, sentado en el café de la
Cremaillière, tomó después de cada sorbo de vino una pastilla para dormir
que había encontrado entre los utensilios de Annabella. «Fue su último acto
de amor por mí», afirmó más tarde. Quería morir y, como ella, a la vista de
todos. En cualquier caso, la naturaleza, fuera lo que fuese, ya no tendría que
temer nada de él. Con una sola excepción y, como había sabido dos días
antes, una excepción decisiva. Ya no sería ella, sino él mismo, quien
determinaría el momento de su muerte. Sin embargo, Zabor no consiguió
«burlar a la naturaleza y desbaratar su plan preconcebido». Cuando se
desplomó lentamente ante la mesa del café, le llevaron a un hospital. La caja
que estaba junto a la botella de vino dio la indicación salvadora al médico,
que sometió a Zabor a un lavado de estómago.
En cuanto recobró el conocimiento y reflexionó en su lecho de enfermo
sobre su situación, se dio cuenta de que la estéril indignación por la muerte de
su compañera había cedido el paso a una tristeza liberadora que le permitió
pensar de nuevo, meditar sobre sus próximos pasos y tomar decisiones.
Explicó más tarde que luchó para no perderse de nuevo buscando el sentido,
como había ocurrido en Francia. Haría lo que le dictaran sus ideas en la
medida en que se lo permitiera la naturaleza. Lucharía contra ella tanto como
le fuera posible y esto seguía significando para él arrancar a la naturaleza el
monopolio del tiempo atmosférico, como significaba para otros romper el
vínculo del hombre con el planeta Tierra o manipular la arbitraria herencia de
cualidades. Indicaría con suavidad a quien opinase que el hombre debía
volver a la naturaleza que ésta ya, estaba demasiado devastada para que se

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pudiera volver a ella. Zabor quería convencer al fin por instinto de que actuar
era lo más oportuno.

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La máquina meteorológica

Zabor regresó en junio en 1990 a su «agenda», como llamaba a la gran sala


bajo el tejado de la filial muniquesa del Globe. Trabajaba en una «fórmula del
tiempo», un concepto que le recordaba la «fórmula del mundo» de
Heisenberg. «Pero yo soy mucho más modesto que él», observó. La fórmula
del tiempo contendría todos los elementos a tener en cuenta en la
manipulación del mismo. Empezaba a trabajar casi a diario a las siete de la
mañana y raramente abandonaba el edificio antes dejas once de la noche. La
combinación de miles de factores, que pocas veces armonizaban y casi
siempre estaban en pugna o por lo menos se contradecían, era el eje central de
su tarea. En esto no podía ayudarle nadie y la literatura sobre física a la que
podía recurrir no llenaba siquiera su portafolios.
Sus colegas no estaban nada convencidos de que Zabor alcanzara el éxito.
En una época en que los científicos trabajaban sólo en equipo y en
colaboración interdisciplinaria, el método de Zabor debía de parecerles
anacrónico. En cualquier caso, toda la experiencia moderna indicaba que
fracasaría. Gohlke tenía que realizar grandes esfuerzos para acallar a los
críticos, que calificaban sin rodeos a Zabor de chiflado. Gohlke aparecía a
menudo en la agencia con una botella de su whisky preferido bajo la chaqueta
para interesarse por los progresos del proyecto de Zabor. Éste reaccionaba a
las presiones periódicas con ironía y mal humor, y aseguraba a Gohlke que se
trataba, sin duda alguna, «del trabajo de toda una vida, con un final abierto».
Temía acabar quedando en ridículo y trabajaba encarnizadamente.
Insinuó a Gohlke que era preciso pensar a la europea y no a la americana,
si querían comprenderle. Gohlke conocía poco la triste historia de las ciencias
naturales europeas y, además, era comerciante. A pesar de ello, los
sentimientos que abrigaba hacia este físico tan consagrado a su tarea le
inducían una y otra vez a retirarse con una expresión indefinible y a dejarle
hacer. De vuelta en su oficina, los técnicos de la firma le acosaban para que
no pusiera más dinero a disposición del experimento de Zabor. Había
problemas más prácticos que prometían éxitos mayores. Gohlke les daba la

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razón, pero una especie de sentimentalismo le impedía sacar a Zabor de su
mundo meteorológico para devolverle a su antiguo puesto.
Pasó el año 1990 sin que la empresa tuviera otras noticias de Zabor que la
de que continuaba sentado ante su mesa, realizando cálculos fantásticos. El
último día del año asistió con Jessy y su hijo a una representación de El
hacedor de lluvia, de Nash. No pudo, sin embargo, sacar nada en claro de la
obra, ni climatológica ni literariamente. Un hombre de orejas perforadas logra
convencer a los granjeros de Texas de que su voluntad es suficiente para que
llueva. Zabor comprobó que la obra no contenía ningún argumento ni truco
que le sirviera a él para reforzar su posición en el desconfiado Globe. En
cambio, a Jessy le gustó la pieza «porque al menos ha conseguido que Yan
tuviera de repente tiempo para dedicamos una tarde».
A fines de enero de 1991 creyó Zabor haber desarrollado una teoría que
podía hacer posible su proyecto. Se sintió muy feliz, pero también inseguro.
Le habría gustado enseñar sus apuntes a otro físico para obtener un control
crítico, pero ninguno de los colegas que conocía le merecían la confianza
suficiente para encargarles el necesario repaso y los colegas de quienes se
fiaba eran inaccesibles para él. Zabor lamentó de repente no ser profesor del
Instituto de Tecnología de Massachusetts o de otra institución prestigiosa. Era
de suponer que allí habría podido realizar un intercambio de ideas, como
mínimo a su propio nivel. Recordó con cierta melancolía los tiempos en que
linos pocos naturalistas importantes formaban una especie de familia. Se
conocían, se Reunían, discutían entre sí, se apoyaban mutuamente y
colaboraban de forma constructiva. Lo científico y lo privado se alternaban de
una manera muy agradable. Lo que fuera el salón del siglo XIX para políticos
y literatos, significaba el Instituto de Física o la Academia de Copenhague,
Gotinga y otros lugares para los físicos del siglo XX. Hacía poco que Zabor
había leído en el libro de McCormmach sobre los naturalistas de principios de
siglo: «En la técnica y en la vida comercial, los hombres trabajan unos contra
otros; en el arte trabajan de lado y en la ciencia y sólo en la ciencia existe la
colaboración seria en un espíritu de armonía y no de conflicto, en una paridad
altruista y no en egoísta aislamiento». Esto había cambiado radicalmente y las
clases y salones, los institutos y academias del estilo antiguo habían
desaparecido. Ahora todo se desarrollaba en el plano mencionado por
McCormmach en primer lugar, el de la vida comercial.
En una sociedad atómica en la cual todos podían ser cualquier cosa y
llegar a conocer a todo el mundo, al menos teóricamente, un hombre como
Zabor era condenado al principio a la soledad y más tarde la realidad no

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correspondía a las promesas en la mayoría de los casos. «La soledad es el
precio del pluralismo». Nadie sabía realmente nada de Zabor y su proyecto,
algo tal vez no infrecuente tratándose de un científico para quien el siglo era
la unidad de tiempo más pequeña en la que estaba acostumbrado a pensar. No
conocía a nadie con quien pudiera hablar en serio sobre su plan. Sus
interlocutores cotidianos eran técnicos y tecnócratas que esperaban convertir
por fin su invento en aparatos electrónicos. Luego había los comerciantes, que
aspiraban a convertir el producto de estos aparatos en una mercancía y quizá
en último término había en alguna parte oficiales que querían hacer de la
mercancía un arma ofensiva. Zabor había despertado expectativas y ahora «le
cebaban con dinero a fin de que pusiera huevos para el Globe».
Aunque había llegado a cierta conclusión con sus apuntes sobre la fórmula
del tiempo, dudó varias semanas antes de comunicárselas a su empresa. Con
objeto de estudiar más tarde sus notas con total imparcialidad, las abandonó
en primavera de 1991 y se dedicó exclusivamente a asuntos particulares.
Jessy le invitó a cenar una noche en un restaurante de moda, por supuesto,
para «hacerle una proposición». Decía en la misma carta que en esta época
matriarcal la mujer no debía esperar la iniciativa de los hombres, sino tomarla
ella misma. Su iniciativa consistía en proponer a Zabor la reanudación de su
vida en común como pareja. Zabor titubeó porque ya se había acostumbrado
un poco a vivir solo. Bastante absorto en su proyecto, no echaba de menos
nada. Además, seguía viva en él la pasión por Annabella, «mi grand amour».
Y por último, no quería arrastrar a Jessy a un fracaso de sus descabellados
planes y ser abandonado otra vez por ella a causa de su falta de éxitos.
No obstante, Jessy le recordó sus primeros meses y años en común, que
habían sido ricos en experiencias y diversiones. Al final Zabor se dejó
conquistar de nuevo y puso en manos de Jessy el aspecto práctico de este
cambio de vida. Ella vació su piso y se instaló en la casa de Gauting,
firmemente decidida a no abandonarla más. Esta reconciliación en sus
intermitentes relaciones tuvo como consecuencia que Ingmar apareciese más
a menudo en casa de su padre. Jugaban los tres a cartas y discutían la
situación política del momento con lo cual se puso de manifiesto que Zabor
votaba por las opciones de izquierda y su hijo por las de la derecha. Jessy y
Zabor se dejaron convencer por él y asistieron a conciertos, sobre todo a
aquellos en que él tocaba como violinista. Había adoptado la tradición
materna de Viena y estudiaba música en Berna y Londres desde hacía varios
años.

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En la agencia, donde Zabor debía seguir dando la impresión de que hacía
trabajar sin descanso a su genialidad, escribía cartas a amigos casi olvidados,
leía en secreto biografías de Stendhal, Haydn y Rembrandt y hacía otras cosas
que «aireasen su cerebro después de tanto galimatías físico y matemático». Le
gustaba esta distracción y le costaba volver a sus trabajos para influir en el
tiempo. Al final, sin embargo, no pudo aplazar más el momento de hablar
sobre su programa.
El 12 de marzo de 1991 se armó de valor y puso su proyecto sobre la
mesa de Gohlke, con la observación de que podía manipular cualquier clase
de tiempo atmosférico. El director comercial entendió tan poco del contenido
«que ni siquiera se habría fijado si le hubiera presentado el texto y los
números al revés». Zabor le explicó que este documento contenía las
instrucciones para la construcción y el funcionamiento de una máquina
electrónica que permitiría efectuar determinados cambios en el tiempo. Ahora
ya creía saber lo que podía hacerse con ella. Gohlke le felicitó por este
resultado, aunque sin demasiado entusiasmo, ya que todo aquel asunto se le
antojaba ya un poco inquietante. Disimuló su perplejidad con una botella de
champaña que Zabor y él vaciaron como tantas otras veces en situaciones
críticas.
Decidieron asignar a Zabor tres técnicos que construirían y montarían
bajo su dirección los aparatos necesarios con los elementos de hardware del
Globe. El equipo técnico sería instalado igualmente en el ático para enviar
desde allí la radiación a las capas atmosféricas decisivas para el tiempo. Zabor
propuso retirarse a trabajar con los técnicos para su instrucción teórica y pasar
con ellos unos dos meses en el sur del Tirol. Al final de la conversación
Gohlke, tan entusiasmado como preocupado, exigió la promesa de que Zabor
interrumpiría inmediatamente el proyecto si preveía su peligro o in viabilidad.
«Aparte de él, todos me considerarían un aventurero, me dijo Gohlke con voz
emocionada, y yo le compadecí». También Zabor creía a veces estar
persiguiendo un fantasma, pero a diferencia de los otros, no se lo decía a
nadie y se negaba a renunciar a su pasión de preparar una derrota de la
naturaleza en un punto estratégicamente importante.
Tras el retiro en Tscherms, al sur de Tirol, que convirtió en cierto modo a
los nuevos colaboradores de Zabor, doctores Rittel, Faber y Kukuk, en
seguidores de su doctrina, se inició la construcción de la máquina. Zabor la
llamaba la «máquina meteorológica» o, abreviado, Máquina M. Casi todos los
detalles importantes de la vida de Zabor y de sus trabajos pueden
reconstruirse con bastante exactitud, pero no así las características y el

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sistema de funcionamiento de esta Máquina M. Como al final se destruyó a sí
misma y los planos de construcción o descripciones de su funcionamiento ya
no existen, es imposible imaginar cómo era. Los técnicos que la construyeron
y trabajaron con ella tampoco sobrevivieron a su destrucción o hacía tiempo
que ya habían dejado de trabajar para el Globe. Esta Máquina M. no era más
misteriosa que cualquier otra máquina puesta en el mundo por un solo
individuo antes de que otro pudiera imitarla. Para establecer una
comparación, con ella ocurrió lo mismo que hubiera acontecido si Hahn
hubiera volado por los aires con la mesa de madera sobre la que logró la
fisión del átomo.
Todos los intentos de reconstruir posteriormente la destrozada Máquina
M. fueron infructuosos. Ninguna de sus copias movió jamás una sola nube en
el cielo ni, por supuesto, provocó una tormenta de nieve en California. Tanto
el gobierno norteamericano como el soviético enviaron después de 1995
expediciones a las regiones asoladas de Europa central y en particular a la
región de Munich para encontrar alguna explicación. Pero el peligro de estos
intentos, realizados a temperaturas tórridas insoportables, no permitió
quedarse a nadie. Sin embargo, las fotografías tomadas por satélite revelan la
inexistencia de escombros u otros restos visibles del edificio del Globe, por lo
que no puede sacarse conclusión alguna sobre el invento de Zabor. Es
probable que algún día vuelva a ser desarrollado por un científico de la misma
mentalidad de Zabor, pero hasta entonces ni siquiera las especulaciones son
válidas, ya que tampoco sus biógrafos poseían los conocimientos de física de
los años ochenta y noventa. Lo que Zabor hizo construir entonces sigue
siendo un enigma que todavía no es posible descifrar. El hecho de que Zabor
y sus tres colaboradores más importantes se negaran entonces a hacer
públicos los detalles físicos determinantes de la Máquina M. se debe a la
ambición de su inventor y a los temores del Globe de ser aventajados por la
competencia. De las actas de la empresa se desprende que todos los
colaboradores del proyecto fueron amenazados con penas de cárcel en caso de
que facilitaran cualquier clase de información. Esto incluía también la
publicación en revistas científicas. Teniendo en cuenta las elevadas
inversiones y el riesgo inherente al proyecto, el Globe no podía actuar de otro
modo.
De Gohlke, que sobrevivió al desastre del año 1994, tampoco se puede
obtener ninguna información sobre la Máquina M. Al parecer su cerebro no
pudo resistir la tensión provocada por los horribles acontecimientos. En plena
catástrofe, fue internado en 1994 en una clínica psiquiátrica norteamericana,

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víctima de grave confusión mental. Los esfuerzos para obtener de él
informaciones coherentes sobre el método de trabajo de Zabor resultaron
inútiles. Un diario publicó una breve nota respecto de que cualquier cambio
de tiempo despertaba en él un pánico que le inducía a coger un azadón para
cavarse un agujero en la tierra. Es incapaz de recordar nada y sus evocaciones
lúcidas y las reacciones que éstas despiertan en su conducta no son lo bastante
claras para su correcta interpretación.
Se sabe que la construcción de la Máquina M. inventada por Zabor se
llevó a feliz término alrededor del 1 de mayo de 1991. Zabor escribió por
aquellas fechas a Jessy, que pasaba unos días en Viena, una carta notable.
«Puedes felicitarme, así como a todo el equipo, por haber realizado algo fuera
de lo corriente. La verdad es que estamos bastante cansados, como Nietzsche
después de escribir su Zarathustra o Galileo después de sus diversos
interrogatorios y procesos. ¡No me consideres vanidoso por poner estos
ejemplos! Piensa que quien logre dominar al tiempo, podrá hacer mucho bien
en esta tierra. La dependencia humana de la naturaleza tradicional, es decir,
defectuosa, es un mal que una vez llegados a este punto ya no necesitamos
aceptar. Espero que me comprendas un poco. Para la mayoría de seres
humanos, que sólo están acostumbrados a consumir el mundo tal como está,
nuestro invento no será más que un nuevo atractivo, pero algunos entenderán
que significa otro salto en la evolución. No es menos importante que otros
grandes descubrimientos físicos desde Newton y, sin embargo, es más fácil de
defender, moralmente hablando. Permite adaptar el tiempo atmosférico a las
necesidades y esperanzas humanas, o sea, hacer algo constructivo. Por lo
menos, yo no toleraré otra cosa».
Zabor estaba de un humor excelente y como debía expresarlo de un modo
u otro, se concedió una semana de vacaciones y fue a reunirse con Jessy en
Viena. La sorprendió durmiendo en un hotel de Nussdorf, allí donde termina
la ciudad y comienza el vino. Su hijo tocaba aquella semana como solista en
el concierto de una orquesta de cámara, el poco conocido concierto para
violín de Kabalevsky (1948). A Zabor le gustaban sobre todo los
melancólicos pasajes de la segunda frase, que Ingmar tocaba con una
intensidad extraordinaria. Jessy y Zabor tuvieron por un momento la
sensación de no haberse separado nunca y de formar una familia indisoluble.
Al finalizar el concierto fueron con Ingmar y el director al cercano Café
Schwarzenberg y celebraron tres cosas: la música, la reconciliación y la
«máquina infernal» de Zabor, como la llamaba Jessy. Bajo la niebla nocturna

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de la Ringstrasse, Zabor, que había bebido demasiado, citó unos versos de
Paul Éluard:

Nunca había soñado con una noche tan hermosa.


Las mujeres del parque quieren besarme.
Soportes del cielo, abrazan los árboles inmóviles.
Con fuerza a la sombra que los mantiene rectos.

En las proximidades de la iglesia votiva lograron meter a Zabor en el


último tranvía.
En aquel momento ignoraba que en el hotel había un telegrama de
Gohlke. El doctor Rittel, sin consultar a Gohlke y contra todos los acuerdos,
había informado a la central neoyorquina del Globe la terminación de la
Máquina M., en parte por orgullo y en parte por afán de hacer carrera.
Inmediatamente había aparecido en Munich una delegación de tres directores
americanos para examinar el artefacto. Zabor tuvo que volver sin perder un
minuto, por un lado para explicar su obra y por otro para disuadir a la
delegación, que había propuesto a Gohlke transportar la Máquina M. a
Estados Unidos, con o sin Zabor, para probarla allí en un instituto
Universitario. Por lo visto pretendían echar un vistazo a los secretos de Zabor
para independizarse de él. Gohlke no sabía con exactitud si esto sería del
agrado de Zabor o causaría el fracaso del proyecto, así que entretuvo a la
delegación con visitas a locales nocturnos hasta la llegada de Zabor a Munich.
A su regreso Zabor se enfrentó con varias discusiones desagradables sobre
el derecho de propiedad de su máquina. La delegación neoyorquina manifestó
que el proyecto había sido financiado hasta ahora por el Globe, por lo que la
empresa podía decidir sobre su futuro. Zabor, tras algunas consultas con su
amigo Otter de Colonia, insistió sobre su propiedad intelectual. A esto los
americanos le replicaron sonrientes que no pondrían más medios financieros a
su disposición. Zabor se levantó de un salto y abandonó la sala de
conferencias muy desengañado, pero Gohlke corrió tras él y procuró calmarle,
proponiéndole un compromiso no menos arriesgado que todos los anteriores y
de acuerdo con el cual Zabor podría realizar experimentos hasta fin de año,
fecha en que la Máquina M. sería enviada a Estados Unidos. Gohlke esperaba
que para entonces Zabor ya habría conseguido por lo menos una vez influir en
el tiempo con su aparato y entonces estaría en situación de negarse a las
exigencias americanas. Aunque de mala gana, Zabor cedió, siempre con el
miedo de fracasar y ser tildado de estafador.

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Así pues, a la excursión de placer vienesa siguió una larga depresión,
causada también porque se sentía postergado por su colaborador el doctor
Rittel. Insistió en que fuese apartado del proyecto, pero Gohlke, pensando en
la central de Nueva York, le disuadió de dar semejante paso. La delegación
americana se marchó y los trabajos del proyecto fueron reanudados.
Los juristas del Globe no sabían contestar a las ocasionales preguntas de
Zabor respecto a quién pertenecía el tiempo de Munich o bien el tiempo en
general. ¿Contra qué derechos se atentaba cuando se cambiaba drásticamente
el tiempo? Los perplejos jurisconsultos aconsejaron a Zabor que, ante todo,
hiciera lo que se proponía en secreto. Nadie sabía si el propietario de un solar
era también propietario de la nube que pasa por encima. ¿Se viola alguna
norma de la protección del medio ambiente al alejar la lluvia en favor del sol
o al revés, al sol en favor de la lluvia? Tanto los aspectos de derecho privado
como de derecho público del problema eran todavía insolubles entonces.
Quien manipulaba las aguas subterráneas necesitaba una autorización estatal y
quien asolaba el paisaje era multado o castigado de otra forma. La
contaminación del aire con gases tóxicos o la adición de venenos al agua
potable estaban controladas y eran, en caso necesario, objeto de sanciones.
Sin embargo, no figuraba en ningún ordenamiento jurídico un artículo que
tratara de la manipulación del tiempo, lo cual no había sido necesario
mientras no hubo nadie que tuviera el poder suficiente para hacer llover,
relampaguear, nevar o simplemente brillar el sol.
La idea de Zabor tropezó, pues, asombrosamente, con una laguna en «el
sistema jurídico de la Alemania Federal, extenso y extendiéndose cada día
más como un cáncer». Este hecho causó una inseguridad todavía mayor en la
filial muniquesa del Globe y Gohlke estuvo a punto de hacer desistir a Zabor
de su proyecto o de gestionar la garantía de un profesor renombrado de una
universidad federal de que la manipulación del tiempo no ofrecía ningún
peligro legal. Antes, sin embargo, de que se decidiera por una cosa o por otra,
la fascinación de la idea de Zabor prevaleció una vez más y cedió,
«suspirando, a nuestro destino».
Zabor fue quien menos se dejó afectar por la inseguridad jurídica, sobre
todo porque podía decirse a sí mismo que aquello no era asunto suyo. De
todos modos, quiso enterarse de cómo había que actuar en caso de entrar en
conflicto con el Estado. Recordó sus experiencias de Estocolmo con los
militares y que su intercesión hacía posibles cosas que no siempre eran
correctas. Quizá algún día habría que recurrir a ellos, aunque esto se le
antojaba como un pacto con el demonio. Desde la muerte de Annabella, sin

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embargo, se había vuelto un poco más despreocupado e irreflexivo tanto
consigo mismo como con los demás. La muerte, que también para él era
segura, justificaría lo que fuera necesario justificar.
De momento, las dificultades técnicas superaban a todas las otras. Zabor
había clavado en la pared de detrás de su mesa el famoso cartel de su
experiencia de la ventana. «Es mi mascota, mi tótem o mi oratorio, lo que más
me guste en un momento dado». Pasaba horas mirando fijamente la playa
inundada de sol para decidir cuándo se atrevería a realizar la primera tentativa
de estimulación del tiempo. Entretanto ya se habían instalado en la agencia
todos los elementos de hardware y los técnicos habían reiterado varias veces
que el aparato estaba en condiciones de funcionar. Zabor revisó la Máquina
M. todos los días hasta el otoño de 1991, buscando un defecto de instalación o
un error básico en la construcción. Jessy le reprochó que cada día llegaba más
tarde a casa, hasta que Zabor acabó optando por dormir en la agencia.
Su hijo tenía que luchar contra un tremendo nerviosismo cada vez que
salía a escena con su violín y Zabor llegó a creer en una especie de herencia
retroactiva o trascendental, pues él también empezó a ponerse de pronto muy
nervioso cuando debía pulsar un conmutador determinado. Cuando caminaba
por el edificio del Globe, creía descubrir dudas o por lo menos un ligero
escepticismo en las miradas de los demás. ¿Acaso no esperaban una prueba de
lo que él había afirmado durante años, que podía «cambiar el tiempo
atmosférico»? ¿No se advertía en ellos un indicio de la maligna satisfacción
con que reaccionarían ante el fracaso del proyecto? En todo caso, Gohlke
hablaba con los colaboradores de todo lo imaginable menos de este tema en
particular. Zabor le llevó consigo a un bar de la Leopoldstrasse porque sabía
que el alcohol soltaría la lengua del jefe de la empresa, y quería averiguar qué
pensaban de él. Su interlocutor, sin embargo, habló durante horas de los
éxitos futbolísticos del Bayem Munich o sobre sus amigos socialdemócratas
de Bonn, que le hacían tanto más la rosca cuanto más entusiasmado se
mostraba él por los cristiano-sociales de Baviera. A Zabor le pareció incluso
que su jefe ya no bebía y que había hecho una seña al barman para que sólo le
sirviera agua mineral teñida con un colorante. No pudo averiguar nada y el
nerviosismo ante su primera «aparición como artista del tiempo» aumentó
considerablemente.
Un domingo lluvioso se paseó en tomo al edificio del Globe, miró hacia
su ventana y sostuvo una lucha consigo mismo sobre la posibilidad de entrar a
hurtadillas y poner en marcha cierto programa de ordenador. Nadie sabría si
iba a ocurrir algo en la atmósfera ni, en caso afirmativo, en qué consistiría el

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cambio. No obstante, temía más su propia desaprobación que la ajena… así
que tampoco sucedió nada aquel domingo. Zabor retrocedía de miedo ante la
hora de la verdad, y este miedo le impulsó de repente, el 15 de octubre de
1991, a comunicar al Globe que rescindía su contrato laboral. Dejó el papel
sobre la mesa de Gohlke, quien lo encontró allí a la mañana siguiente.
Se ignoran las razones aducidas por Zabor para esta decisión; el caso es
que se despidió en el momento en que el Globe esperaba que se produjera el
gran acontecimiento. Gohlke pasó de la cólera a la consternación y citó a
Zabor telefónicamente en su despacho. Un genio, declaró con el patetismo de
su arte empresarial americano, no podía dimitir, ni siquiera aunque no fuese
un genio. Pidió a Zabor que imaginara a un tal Bach escribiendo una carta a
su amo de Köthen o Leipzig comunicándole su decisión de no componer más
en lo sucesivo. ¡Qué ridiculez! «No fue el hecho de que me presionara —
escribió más tarde Zabor—, sino de que lo hiciera con semejantes ejemplos lo
que venció mi resistencia. Antes tenía la sensación de que, si llevaba a la
práctica mi idea fija, sería la desgracia del Globe. Después de la conversación,
sin embargo, quedé convencido de que la desgracia para el Globe sería que yo
no tuviera el valor de poner en funcionamiento la Máquina M.».
Llevó a Gohlke a su casa, Jessy le preparó una exquisita cena y decidieron
realizar el primer intento el 1 de noviembre de 1991. Como Gohlke se
persuadió a sí mismo de que Jessy era la clave del difícil mundo interior del
hacedor del tiempo, fue marcadamente amable con ella y la citó a escondidas
de Zabor para la tarde del día siguiente.

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Los experimentos de Munich

Al día siguiente por la mañana convocó Zabor a sus técnicos y les anunció
que tenía la intención de realizar el primer experimento dentro de pocos días.
Ellos asintieron, visiblemente aliviados de que el proyecto siguiera adelante,
pese a lo confuso de la situación. El día 1 de noviembre, además de hacer sus
propias observaciones visuales, solicitaron un análisis detallado del tiempo al
observatorio meteorológico del aeropuerto de Munich. Aquel día coincidieron
totalmente las apariencias con el análisis de los expertos: llovía a cántaros y,
además, desde hacía unas treinta horas. Zabor consideró oportuno elegir
aquella estimulación física que condujera sin demora a una menor densidad
de las nubes y a su dispersión. Cargaron el ordenador con el programa
correspondiente y pusieron en marcha la Máquina M.
Zabor y sus colaboradores pasaron ante las ventanas las horas de aquella
mañana, observando el cielo de Munich. A Zabor se le ocurrió pensar que
desde Galileo no habían cambiado muchas cosas. También él fue en su época
el único observador profesional de los efectos producidos por sus
experimentos físicos y los siguió con una tensión no menor que la del Globe
ante los cambios atmosféricos. Hasta las teorías atómicas de Bohr, todo
empezaba con una suposición teórica que debía ser corroborada o refutada por
la práctica. Y en este caso la práctica significaba el control a través de los
sentidos humanos. Cuando los colegas de Zabor amenazaron con
impacientarse al llegar el mediodía, porque en el cielo no pasaba nada, los
llamó a su agencia y les explicó que la Máquina M. provocaría en la sustancia
física de la atmósfera inferior una reacción en cadena cuyos efectos no serían
perceptibles hasta algunas horas después. Además, el cambio se produciría
casi a hurtadillas, intensificándose minuto a minuto de manera casi invisible.
El grupo se dispersó y se fue a comer, prolongando después la sobremesa
porque la excitación les impedía dedicarse a cualquier otro trabajo.
Ocultaron a Zabor que la central neoyorquina del Globe había establecido
una conexión directa con Gohlke a fin de saber inmediatamente por él si el
primer experimento había tenido éxito. Por este motivo Gohlke permaneció

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todo el día ante su mesa, lleno de esperanza y atormentado a la vez por ideas
de un posible fracaso. Imaginaba que el Globe, en su desconocimiento y
exceso de celo, querría adelantar inmediatamente a la prensa económica las
primeras informaciones (con el titular: «El Globe, primer Hacedor del Tiempo
de la historia mundial»). El Globe pensaba seguramente en la Bolsa, donde
muchas veces se hace más caso de las opiniones que de los hechos. Gohlke,
por el contrario, habría querido desviar la atención de las teorías aún no
probadas de su colaborador Zabor y consideraba que sería muy penoso para la
firma y su prestigio que el invento individual de Zabor acabase fracasando.
¿Quién podía saber si Zabor era realmente una excepción como Planck,
Heisenberg o Teller o solamente un físico exaltado con complejo de
superioridad?
Según las notas del Globe de Nueva York, Gohlke recibió las esperadas
noticias de Zabor a las dieciséis horas cuarenta y dos minutos. Consistían en
la escueta observación de que por desgracia no se había advertido ningún
cambio en el cielo de Munich dentro del plazo calculado. Antes de que
Gohlke, indignado y atónito, pudiese preguntar las razones, Zabor ya había
colgado el teléfono. Gohlke, con gran presencia de ánimo, llamó a Nueva
York para comunicar que a última hora habían aplazado unos días el primer
experimento para que los efectos pudieran percibirse con mayor claridad. El
tiempo en Munich era demasiado anodino para poder apreciar de modo
contundente la influencia de la Máquina M. ¿Acaso no se habían conocido
decisiones semejantes en los lanzamientos al espacio, concretamente en la
misma rampa de Cabo Cañaveral? Por suerte, en la central del Globe no
sospecharon nada.
Zabor, deprimido, volvió a su casa bajo la lluvia que había querido
suprimir unas horas antes. El primer experimento sólo había conseguido
incrementar las dudas de sus colaboradores sobre la seriedad de su proyecto.
Jessy, que no podía compartir su pasión por convertirse en amo del tiempo
atmosférico, intentó distraerle y a instancias suyas fueron al circo Barum, con
cuyo director, un domador de fieras, Zabor había jugado a fútbol por las calles
en su época de colegial. Con objeto de no defraudar a Jessy, Zabor se
concentró en la pista del circo. Sus pensamientos, sin embargo, giraban
continuamente en torno a los defectos ocultos de su proyecto. Cuando
aparecieron los obligatorios funámbulos, recordó en seguida la temeridad de
su abuela berlinesa. Dos minutos en la cuerda floja… y la peligrosa sensación
de ingravidez había bastado para acabar con su existencia. Zabor halló de
improviso una analogía entre la conducta de su abuela y la suya propia, que

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consistía en el singular anhelo de echarse en brazos de lo imposible para
encontrar en él la felicidad. ¿No resultaría también mortal en su caso
semejante aventura? A la naturaleza le encantaba destruir a quien ponía sus
leyes en entredicho o intentaba sustituirlas por las propias. No obstante,
¿podía hacerlo con un contrincante más fuerte o más astuto, capaz de caminar
por la cuerda floja, burlando a la gravedad?
Su inquietud le condujo de nuevo a la agencia después del espectáculo
circense. Encendió las lámparas, volvió a poner sobre la mesa las mil páginas
de sus apuntes y procedió a buscar un posible error u otra causa del fracaso
del primer experimento. Continuó esta búsqueda durante tres días, aunque sin
resultado positivo. Con el primer experimento había querido frenar y hacer
desaparecer del cielo un clásico tiempo lluvioso. Tal vez habría que intentar
lo contrario, cambiar un tiempo seco por otro de lluvia. Por otra parte, le
pareció necesario ocultar al principio a la empresa y a Gohlke incluso la fecha
de semejantes pruebas, a fin de no estar continuamente expuesto a su presión
moral. Habló con sus técnicos, los cuales le juraron guardar silencio aunque
sólo fuera en interés propio… De este modo hizo Zabor acopio de valor para
un segundo experimento.
Tuvieron que esperar varios días a que la constelación apropiada
apareciera sobre el cielo de Munich. El 17 de noviembre amaneció con un
cielo asombrosamente azul, al menos alrededor de mediodía, con unas nubes
ligeras deslizándose pausadas sobre la ciudad resplandeciente de sol. Nadie
habría dicho que era un día de noviembre; recordaba más bien el principio de
octubre. Las temperaturas eran suaves y la presión atmosférica se mantenía en
niveles medianos. Había que cambiar la sustancia físico-química de este
tiempo indudablemente espléndido, de modo que el aire se cargara de
innumerables gotitas acuosas que al final cayeran en forma de lluvia densa. El
efecto se conseguiría al término de unas seis horas y en una extensión que
abarcara por lo menos el centro comercial de la ciudad. Zabor dio la señal de
poner en funcionamiento la Máquina M. exactamente a las doce del mediodía.
Mientras la máquina funcionaba, tomó asiento ante su ventana de la
agencia y se puso a observar el cielo. Aunque no pudiera verse el cambio a
simple vista, ya que tenía lugar en los núcleos atómicos de una determinada
capa de aire, el resultado tenía que hacerse apreciable a los sentidos en un
momento dado y en alguna forma de tiempo atmosférico. Tenía que ser
visible, tangible y experimentable. Sin embargo, ni a las trece ni a las catorce
horas se produjo el menor cambio, y alrededor de las quince el cielo estuvo
incluso totalmente libre de nubes durante un rato, para volver hacia las

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dieciséis a la misma imagen del mediodía. Zabor había calculado que los
efectos deseados, si se producían, se presentarían de manera progresiva. La
transformación de la materia tendría lugar paso a paso y con la misma lentitud
se iría dejando notar el nuevo tiempo. No pudo observar nada de esto hasta
que poco antes de las diecisiete horas sucedió algo imprevisto. De repente, el
cielo se oscureció sin que se presentara el correspondiente cuadro nuboso y
comenzó a caer una densísima cortina de nieve. Como en pleno invierno,
hasta las dieciocho horas se abatieron sobre la ciudad espesas capas de nieve,
cayendo desde el cielo azul, cubriendo las calles y difundiendo un frío tan
intenso, que la nieve no se derritió sobre los adoquines helados del arroyo. En
cuestión de minutos el tiempo veraniego desapareció… con una precisión
aterradora.
Zabor se sintió a la vez fascinado y confuso ante esta reacción imprevista
del tiempo estimulado. Se aseguró una vez más, consultando a Faber, de que
la Máquina M. no estaba programada para esto, sino para un tiempo lluvioso
normal. En cualquier caso, se había producido un efecto, aunque no el
apetecido. Zabor convocó a sus colaboradores a la agencia, cerró las puertas y
discutió con ellos este primer éxito, tan singular en su desarrollo. Todos se
sentían un poco inquietos ante el fenómeno que habían provocado.
Zabor se consideró ratificado en sus principios y sus colaboradores
tuvieron que admitir que había hecho un descubrimiento teórico con ciertas
posibilidades prácticas, lo cual cambió instantáneamente su actitud hacia él y
le facilitó mucho en lo sucesivo imponerles sus criterios. Convinieron con él
en silenciar el experimento y preparar el siguiente paso. No hablarían de
ningún experimento hasta conseguir uno realmente logrado. De todos modos,
el mecanismo temporal y espacial había funcionado, pero el programático
había actuado de forma independiente, por lo que acordaron buscar los
defectos en esta dirección.
Como se puso de manifiesto a la mañana siguiente, era punto menos que
imposible guardar el secreto, al menos en lo que respectaba al Globe. Gohlke
recibió a Zabor con un fajo de periódicos suprarregionales que informaban en
primera plana sobre el insólito fenómeno atmosférico. Hacían toda clase de
especulaciones, menos la acertada. Los meteorólogos entrevistados habían
declarado que un tiempo tan loco no se había producido en ninguna parte
durante los últimos ciento cincuenta años y lo más probable era que no se
hubiera producido nunca. Escapaba a todas las explicaciones e
interpretaciones posibles. Una nevada repentina bajo temperaturas cálidas,
esta mezcla singular de verano e invierno, tenía que suscitar especulaciones

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que oscilaban entre las pruebas nucleares y las averías en vuelos espaciales.
Había sucedido algo de lo que nadie podía ni debía hacer caso omiso. Los
habitantes de Munich estaban incluso muy alarmados. Aunque la nieve ya se
había derretido, el gobierno calificó el suceso de «catastrófico en el ámbito de
las ciencias naturales». Una de las consecuencias fue una reunión
extraordinaria en el Ministerio del Interior bávaro, con asistencia de expertos.
Zabor ya había oído todo esto por radio, de modo que estaba preparado para
las preguntas de Gohlke.
El director comercial le miró largo rato en silencio y preguntó al fin si
podía felicitarle. Zabor titubeó un poco y luego asintió, observando que la
máquina había funcionado en parte. A Gohlke se le quitó un gran peso de
encima porque ahora ya podía comunicar al Globe que los trabajos de Zabor
debían ser tomados en serio. Sin embargo, sintió a la vez un nuevo peso,
relacionado con la cuestión de si era realmente lícito cargar con la
responsabilidad de la estimulación del tiempo. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si
otro error del mecanismo convertía a la ciudad de Munich en un iceberg a
setenta grados centígrados bajo cero? ¿Qué ocurriría si la naturaleza no
remediaba o no podía remediar con prontitud una situación como la de la
víspera? Zabor se apresuró a tranquilizar a su jefe. En cualquier caso, la
Máquina M. había podido «detener» a la naturaleza en el momento decisivo.
Según todos los conocimientos teóricos (reforzados por las extraordinarias
facultades de Zabor), no siempre podría sustraerse de forma tan arbitraria a la
voluntad humana. Gohlke exhaló su suspiro americano, pero resolvió de
nuevo dejar que Zabor continuase trabajando y no informar tampoco esta vez
a la central de Nueva York, aunque ordenó reunir todo el material disponible
sobre el fenómeno de las diecisiete horas. Se despidió de Zabor con la
observación de que no permitiera ningún otro error. El próximo experimento
meteorológico tenía que ser un éxito completo si no querían que el proyecto
se convirtiera en un tema demasiado arriesgado para el Globe.
Entre los iniciados del enigmático «shock frío», como calificaron el
suceso los expertos, figuraba también Jessy, a quien asustó mucho la
participación en él de Zabor, a pesar de que acababa de leer una biografía de
Madame de Staël y se había identificado con esta mujer luchadora. A partir de
entonces se sintió llamada a desviar la ambición de Zabor en una dirección
que se le antojaba menos alarmante. Jessy no estaba dispuesta a representar el
papel sumiso adoptado por las mujeres de los grandes físicos del siglo XX. Si
hubieran impedido que sus maridos ocultaran a sus semejantes sus inventos
parcialmente monstruosos, la historia habría evolucionado de una forma

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menos sangrienta. Así pues, Jessy se citó en secreto con Gohlke en un
espacioso restaurante del casco antiguo, donde eran los únicos comensales.
Explicó a Gohlke que no le hacían ninguna gracia los planes
meteorológicos ulteriores de Zabor porque su marido perseguía sus objetivos
con demasiado fanatismo. Preguntó si el Globe no disponía de otra ocupación
para Zabor que le robase menos tiempo para su vida privada. Gohlke quedó
atónito y observó que Zabor era el único colaborador que había buscado y
más o menos determinado la índole de su propio trabajo. El Globe no había
influido nunca tan poco en ninguno de sus colaboradores ni restringido menos
sus libertades. Al principio se sentían escépticos, pero ahora estaban
convencidos de haber ganado con él a un naturalista genial cuya carrera ya no
podía detenerse. Gohlke creía que era el propio Zabor el fenómeno natural
hacia el que enfocaba toda su lucha y en el fondo el único con el cual se ponía
de acuerdo. Todos lo sabían menos Zabor. Este «proceso interior» iba
acompañado en todo caso de conocimientos extraordinarios que no debían
escatimarse a la sociedad. Jessy replicó que las personas egocéntricas como él
habían causado a la humanidad durante los últimos cien años más desgracias
que venturas y que esto la preocupaba mucho. Rogó una vez más a Gohlke
que renunciara al tema de la influencia artificial sobre el tiempo y no pusiera
más medios a disposición de Zabor. Gohlke, sin embargo, se obstinó en la
opinión de que se debía dejar trabajar libremente a los naturalistas, sin tener
en cuenta las consecuencias sociales de sus actividades.
Cuando Jessy vio que el heroico papel elegido por ella no encontraba
ningún eco, lo abandonó y disfrutó charlando con Gohlke sobre la moda y las
relaciones de éste con Yves Saint-Laurent, a quien había vendido ordenadores
personales del Globe. Cuando Gohlke le propuso en voz baja una nueva cita,
no para hablar de Zabor, sino de ellos dos, Jessy asintió con la cabeza,
animada. Gohlke estaba destinado a ser el tercer hombre de su vida, aunque
entretanto había aprendido a no renunciar al antecesor.
Zabor y su equipo iniciaron entre enero y octubre de 1992 una serie de
experimentos. Los resultados no fueron precisamente satisfactorios, entre
otras causas porque factores ya dominados volvieron a escapar a su control.
Cuando en julio de 1992 pusieron en marcha un determinado tiempo
tormentoso, se produjo con precisión, pero no sobre Munich, sino entre
Salzburgo y Viena. Algo parecido ocurrió con bancos de niebla que habían
programado para septiembre del mismo año en su ciudad. Munich se vio
envuelto, efectivamente, en una niebla de calidad londinense, pero con un día
de retraso. Así pues, no sólo daban preocupaciones a Zabor los llamados

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componentes del programa, sino los componentes espaciales y temporales.
Aún no se había producido ningún caso en que el plan y la realidad no
discreparan en algún aspecto.
De forma paralela, la ingenua opinión pública seguía discutiendo sobre el
«shock frío» de noviembre de 1991 y «otros fenómenos meteorológicos
irregulares de los últimos tiempos», como escribía el Süddeutsche Zeitung.
Zabor pasaba diariamente hasta dieciséis horas en la agencia y muchas veces
pernoctaba allí cuando un problema le atormentaba de manera especial. Por
este motivo no podía llamarle la atención, ni por casualidad, la relación
existente entre Jessy y Gohlke. Este último sentía a veces remordimientos de
conciencia, como cuando escribió a Jessy con su sobrio estilo: «No sé si está
bien dejar que Z. se entrene solo, como artista solitario entre bastidores,
únicamente para que nosotros podamos presentarle un día como atracción al
asombrado público». Jessy, en cambio, había superado desde hacía mucho
tiempo la fascinación del progreso científico y acalló sus escrúpulos
diciéndose que el trabajo de Zabor era «inocente» de por sí y en todo caso no
perdería su inocencia más que a través de aquellos que lo explotaran. Ya no se
sentía llamada a echarse en sus brazos porque entretanto había sido cautivada
por las originales artes publicitarias de Gohlke.

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Agosto en Noviembre

En otoño, por fin, se produciría con éxito el resultado anhelado por Zabor
durante tantos años. A principios de noviembre de 1992 el tiempo era en
Munich extraordinariamente frío y húmedo y una capa de nubes que no
parecía moverse de su sitio desde hacía semanas oscurecía un día tras otro la
ciudad. El estado de ánimo de los habitantes era tenso y deprimido y preferían
no salir de sus casas. Zabor recordó que siempre había querido dar ante todo
un sentido social a la estimulación del tiempo. Su aspiración era mejorar la
situación objetiva y subjetiva de los seres humanos. Por este motivo programó
la Máquina M. para que la luz natural del sol volviera a brillar de nuevo con
calor sensiblemente incrementado, lo cual significaba más o menos el intento
de instaurar en el nublado y frío noviembre un agosto radiante de sol y calor.
Aparte de las dificultades de rutina, semejante programa implicaba diversas
complicaciones. No sólo significaba «dominar» el tiempo atmosférico natural.
Prescindiendo de las condiciones climáticas del espacio muniqués, debidas a
su situación geográfica, era necesario crear un tiempo absolutamente
artificial, como si la ciudad se encontrara en Sudamérica o en un invernadero
de cristal. Sólo un programa que ofreciera semejante contraste lograría
convencer y aportar algo a la humanidad.
Zabor apenas durmió en las dos noches que precedieron a este
extraordinario experimento. También los nervios de los colaboradores del
Globe iniciados en el secreto se hallaban tan castigados por los fracasos o los
éxitos a medias de los últimos meses, que sólo un éxito rotundo podía
regenerarlos. De algún modo tendría que quedar demostrado por fin que el
método de Zabor para «educar a la naturaleza» funcionaba de verdad. Gohlke
le había comunicado en confianza «que en la central neoyorquina del Globe
casi nadie creía en la chapucería del tiempo», como llamaban al proyecto en
tono peyorativo, y ya planeaban recurrir a otros profetas para apoyar, entre
otras, la necia idea de viajes a la Luna o a Marte con fines turísticos. Zabor
sabía, por lo tanto, que la oportunidad que le habían brindado no duraría
eternamente.

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Al poco rato de entrar en funcionamiento la Máquina M., el cielo se
despejó de forma indiscutible. Las nubes se dispersaron como obedeciendo a
un proceso natural, dejando paso libre al sol de noviembre. El sol secó los
tejados, las calles y los parques y fue adquiriendo una fuerza que ya no era
propia del mes de noviembre. Los muniqueses miraron con incredulidad el
repentino azul mediterráneo del cielo. Apagaron las calefacciones, se
animaron a salir a la calle, se despojaron de los abrigos y se sentaron en
bancos y terrazas para exponer sus rostros al sol. Abrieron de par en par las
ventanas de las casas para dejar entrar el imprevisto calor. En el Jardín Inglés
y en las orillas del Isar aparecieron las primeras parejas sobre el césped, entre
ellas Jessy y Gohlke, que querían seguir al aire libre el nuevo experimento.
Ante este «sensacional regalo de la naturaleza», como escribió un diario
vespertino, la ciudad respiró de alivio. A las quince horas la temperatura
alcanzaba sólo los cuatro grados centígrados, a las diecisiete, diecinueve
grados centígrados y hacia las veinte horas, casi veinticuatro grados a la
sombra. La intensiva radiación solar continuó singularmente cuando el sol ya
se había ocultado tras el horizonte. Zabor había indicado a sus colaboradores
que hicieran funcionar el experimento durante setenta y dos horas; después
volverían a dejar la atmósfera al tiempo natural.
A las dieciséis horas los físicos aún dudaban del éxito, pero a las
diecisiete aparecieron entre ellos los primeros signos de optimismo. A las
dieciocho, cuando también empezó a hacer mucho calor en la agencia, Zabor
envió a buscar champán. Sus colaboradores, entusiasmados, se dieron
palmadas en los hombros, se sonrieron con alborozo y corrieron muy
excitados hacia las ventanas para contemplar con sus propios ojos el cambio
espectacular que se había operado en la ciudad. ¡Sabían que lo habían
conseguido! Ahora, en los momentos de júbilo y emoción, su agotamiento se
hizo patente y se desplomaron en sus sillones. Zabor aprovechó la pausa para
agradecerles su inteligente aportación y el tesón de sus esfuerzos. Le
aplaudieron cuando dijo que habían hecho más felices a un millón de
personas en un aspecto muy importante. Durante tres días, si todo iba bien, les
devolverían el verano. En todo caso, la responsabilidad del tiempo artificial
era suya, tanto en lo positivo como en lo negativo, y por ello deseaba
reflexionar una vez más sobre si podían revelar el secreto a la opinión
pública.
Zabor ignoraba que en el piso inferior Gohlke estaba al teléfono,
informando con entusiasmo a sus jefes de Nueva York. Intuía la vacilación de
Zabor y quería comunicar hechos. La noticia llegaba con la anticipación

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suficiente para salir en las ediciones matutinas de los periódicos americanos y
en los telediarios de la mañana. Sin que Zabor lo supiera, el Globe difundió su
genialidad por todo el mundo bajo el titular: «El Globe sabe cómo instaurar el
tiempo deseado en cualquier punto del globo». En el curso de aquel día, las
acciones de la empresa subieron en un cuarenta por ciento. Hacía años que la
Bolsa de Nueva York no presenciaba un alza semejante en el plazo de pocas
horas y a causa de un invento científico. En los medios bursátiles se calculó
después que sólo este «empujón» del primer día representó para el Globe la
recuperación de los dólares invertidos hasta entonces en el proyecto. Las
agencias telegrafiaron la noticia a Europa, donde acaparó los titulares de los
medios informativos a la mañana siguiente de iniciado el cambio atmosférico
en Munich.
Zabor se había acostado temprano la víspera, después de brindar con Jessy
por su éxito con una copa de vino. Había esquivado a propósito a Gohlke para
meditar por la noche sobre su actuación futura. ¿Qué ocurriría en lo sucesivo
con su invento? Esta pregunta implicaba un sinnúmero de otras preguntas
para las que Zabor quería encontrar respuestas antes de hacerlo público.
Estaba firmemente decidido a continuar siendo el dueño de la influencia
artificial sobre el tiempo. Quería evitar que este nuevo progreso técnico se
convirtiera (como había ocurrido a menudo en el siglo XX) en juguete de
técnicos, comerciantes, políticos y militares. Por este motivo era preciso
informar a la opinión pública con extrema cautela y de forma gradual a lo
largo de un período dilatado, revelando pequeños detalles cada vez. Quería
despojar de sensacionalismo a la cuestión y hacer hincapié en el contexto
serio, científico y humano. A Zabor no le importaba nada un «show
norteamericano» y mucho, en cambio, convertir de forma duradera a la
humanidad en reguladora del clima y del tiempo atmosférico. Sin embargo,
cuando vio a la mañana siguiente el primer periódico, comprendió en seguida
que su invento ya se había independizado y empezado a escapar de su
influencia directa. El hombre que acababa de recobrar su equilibrio cayó de
nuevo en una depresión sin precedentes.
«El clima de Munich dirigido por el Globe de Nueva York» o «Liberados
de la tiranía de las estaciones», rezaban los titulares de primera plana de los
periódicos. Zabor leyó que los científicos del Globe estaban en situación de
instaurar toda clase de tiempo atmosférico y que esta posibilidad se practicaba
en Munich desde hacía meses. Un diario de la prensa amarilla animaba a sus
lectores a pronunciarse sobre si preferían conservar el tiempo veraniego
artificial o volver al clima propio de noviembre. Los periodistas compitieron

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entre sí en la presentación de la nueva técnica del tiempo, que comparaban
con la fisión del núcleo de uranio y otros famosos inventos científicos. Zabor
estaba consternado ante la comercialización de su secreto y el hecho de que
nadie pensara en preguntar su opinión. Gran parte de la humanidad había
sufrido un sobresalto en el curso de pocas horas y se sintió peligrosamente
amenazado por la presión que esto representaría para él. Cuando parecía
haber logrado dominar a su gran adversaria, la naturaleza, «surgió ante mí la
horda humana como un nuevo contrincante».
Zabor habló por teléfono con Gohlke y le reprochó violentamente la
indiscreción del Globe. Todo estaba aún muy poco maduro para echar las
campanas al vuelo. Pero Gohlke se sentía demasiado eufórico por haber
podido ofrecer al fin a su empresa algo concreto para prestar oídos a cualquier
crítica. Cuando Zabor le propuso dejar por lo menos su nombre personal al
margen del asunto y atribuirlo todo a un trabajo anónimo de colaboradores del
Globe, Gohlke tuvo que confesar que ya era demasiado tarde para ello.
Rebosante de orgullo, el Globe había nombrado a Zabor como el hombre
cuyo genio había sido reconocido por la empresa antes que por nadie. El
mercado necesitaba a sus héroes, trató en vano de explicar Gohlke al
trastornado inventor.

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El tiempo como mercancía

Así fue como todos se echaron sobre Zabor «como sobre un asado capaz de
alimentar a muchos». De la larga serie de personas que durante las semanas y
los meses siguientes se dedicaron a asediarle, los periodistas fueron los
primeros. Sin haberle visto nunca, se apresuraron a calificarle de segundo
Einstein. «Olvidan —comentó Zabor con ironía impotente— que no sé tocar
el violín». Numerosos periodistas deseaban entrevistarle, pero él se negó.
Temía comprometerse en sus declaraciones, aludiendo a cosas de las que no
podía estar seguro. Además, no pensaba confiar su secreto «a nadie que no
fuera de la oficina de patentes», ni siquiera a revistas científicas. No tenía la
menor ambición en relación con sus colegas… y en cambio mucha en
relación con la naturaleza anónima. Zabor era un solitario, y como anti-
Rousseau estaba asombrosamente más cerca de una figura del siglo XVIII que
del siglo XX. En cualquier caso, no se hallaba dispuesto a exhibirse ante la
sociedad.
Por lo demás, ya no existía ninguna asociación privada de hombres de
ciencia a la que pudiera confiarse.
Un persistente equipo de la televisión norteamericana se instaló durante
varios días en el pasillo de la agencia con la esperanza de captar algunas
imágenes interesantes. Vieron muy pocas cosas, sin embargo, y
absolutamente nada que pudiera interesar a los medios de comunicación.
Cuando, en vez de Zabor, entrevistaron a su jefe Gohlke, más predispuesto a
hablar que él, constataron que no se habían enterado de nada esencial y en
cambio habían sido explotados por el Globe para fines publicitarios. Así fue
como Zabor se granjeó entre los periodistas la fama de ser tímido y arrogante,
inaccesible y huraño. Algunos reporteros y periodistas especializados,
molestos por su desdén, pusieron en duda que Zabor hubiese inventado algo
de importancia y resolvieron no escribir más sobre él en lo sucesivo, siempre,
naturalmente, que la competencia dejara también de mencionarle.
Zabor soportó todo esto con ecuanimidad y se alegró de haberse quitado
de encima a los medios de comunicación con este método tan anticuado. Sólo

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Jessy le hizo leves reproches porque le habría gustado ser conocida por el
público y sentirse un poco mimada por él e insinuó a Zabor que a este
respecto Gohlke le parecía mucho más hombre de mundo. No obstante, Zabor
insistió en que a él sólo le interesaba lo que hacía referencia a la dominación
de la naturaleza y que no quería interpretar el papel de «bufón científico de la
sociedad democrática».
Tomó un poco más en serio una citación de la Fiscalía de Munich a un
interrogatorio fijado para unos días antes de la Navidad de 1992. Zabor se
acordó de su amigo Otter de Colonia, el abogado, y se hizo acompañar por él
a la vista. El fiscal notificó a ambos que había abierto una investigación
relacionada con la influencia sobre el tiempo atmosférico auspiciada por el
Globe. No quería afirmar que hasta ahora hubiese alguien culpable de delito,
pero era plausible que el experimento de noviembre hubiera influido
desfavorablemente sobre el entorno en el sentido más amplio, causando daños
al paisaje, las aguas y la agricultura. Si esto quedaba demostrado, podrían
estar ante una violación de las medidas protectoras del medio ambiente. Por
otra parte, la influencia artificial sobre el tiempo era algo totalmente nuevo,
por lo que el Ministerio Público quería obtener una imagen detallada de los
hechos. Cabía dentro de lo posible que se tratara de una cuestión jurídica que
aún no había sido prevista y no estaba cubierta por ninguna reglamentación,
exigiendo, por consiguiente, la intervención del Estado.
Otter y Zabor habían acordado que el primero dialogaría con el fiscal y
Zabor guardaría silencio. Otter se limitó a explicar que nadie había sufrido
daño alguno y que por lo tanto el Globe no había violado ninguna ley.
Además, nadie podía tener la pretensión de ser dueño de una determinada
constelación meteorológica, por lo que influir sobre el tiempo no podía violar
ningún derecho. El fiscal replicó que podía darse el caso de que alguien
destruyera las cosechas anuales de cereales, fruta y patatas con ayuda de un
tiempo manipulado. ¿Qué ocurriría entonces? Otter se encogió de hombros,
porque este caso no se había producido nunca, ni por culpa de Zabor ni de
ningún otro. Un poco de calor en noviembre sólo causaba alegría a la
humanidad, observó, satisfecho, el abogado, y por otra parte el Globe ya
había suspendido el experimento.
Las dos partes se separaron en un estado de ánimo extraordinariamente
incómodo. El fiscal veía en la influencia sobre el tiempo un arma aún no
prohibida contra personas y cosas, cuyo uso debía ser reglamentado. A Zabor,
en cambio, le preocupaba haber inventado un instrumento para cuyo uso
sensato los hombres no estaban tal vez capacitados. Sólo Qtter había olvidado

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ya los problemas a la salida de la Fiscalía y llevó a Zabor al bar más próximo
para celebrar la victoria con un pequeño bocadillo y un gran whisky.

El tercer grupo que asedió de repente a Zabor fueron las universidades e


instituciones científicas. Para los representantes de la ciencia, ante todo de la
meteorología, la física y la química, era muy desconcertante que el empleado
de una empresa de ordenadores, un intruso, por lo tanto, en el mundo
científico, hubiera hecho el invento del siglo. Esto recordaba fatalmente a otro
intruso, Einstein, que había elaborado su revolucionaria fórmula como
empleado de la oficina de patentes de Berna. En casos semejantes era
costumbre conceder cuanto antes a los protagonistas honores académicos o
darles una cátedra en una universidad para convertirles en uno de los suyos.
Cuando alguno se pronunciaba contra el monopolio de los catedráticos,
acusándoles de apropiarse de los grandes descubrimientos, no era castigado,
sino «canonizado». Una sociedad puede rechazar a un artista rebelde hasta
que está muerto y su obra adquiere un olor más agradable. Con un naturalista,
sin embargo, no ocurre lo mismo, porque los atractivos económicos o
político-militares de su invento le convierten inmediatamente en un mimado
de la sociedad.
Zabor recibió cartas de París y de Stanford en las que se le ofrecían
cátedras inmediatas en facultades técnicas. La Universidad de Londres le
nombró doctor honoris causa y la Academia de las Artes de Moscú le brindó
una cátedra como profesor invitado durante un año. La sociedad de
meteorología le propuso una conferencia especial en su próximo congreso en
la isla de Sylt y una asociación de galardonados con el Premio Nobel le invitó
a su próxima reunión en la isla de Lindau en el Lago de Constanza. Zabor se
llevó a su casa estas y otras invitaciones similares, las extendió en el suelo del
cuarto de estar y pidió a Jessy que lanzase una piedra a la habitación con los
ojos vendados. La piedra caería sobre una de las cartas, cuya invitación
decidió aceptar. A Zabor le encantaban estas decisiones dejadas al azar, como
la que había determinado su primer encuentro con Jessy. No obstante, Jessy
lanzó la piedra con tanta torpeza, que fue a aterrizar dentro de la papelera.
Zabor aprovechó la ocasión para agradecer a todos los remitentes su
atención y generosidad, añadiendo que le concedieran unos meses de
reflexión, ya que antes quería terminar en Munich su proyecto aún no
perfeccionado. De hecho, Zabor tenía la sensación de que tal vez le alababan
demasiado pronto. Faltaba mucho todavía para perfeccionar el dominio de

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todas las posibles situaciones meteorológicas, que él consideraba necesario.
Temía que sin su dedicación diaria, el proyecto acabaría fracasando.
Demasiadas cuestiones, no sólo de índole técnica, sino también jurídica,
social y moral, quedaban aún por contestar. De las respuestas dependería si la
domesticación de la naturaleza podía triunfar en todos los terrenos y de modo
rotundo. Zabor quería terminar su obra con toda corrección y después formar
discípulos que pudieran seguir trabajando sin él.
En febrero de 1993 recibió la visita de tres representantes del Ministerio
de Defensa de Bonn, uno de los cuales vestía de uniforme. Hacía tiempo que
contaba con ella y había preparado varios argumentos sobre los que quería
basarse para dejar bien patente la falta de interés militar de su Máquina M.
Sin embargo, no estaba completamente seguro de si debía mantener alejados a
los militares o aliarse con ellos. Por un lado, sabía por la historia de las
ciencias naturales del siglo XX que la responsabilidad del inventor no acaba
con la culminación de su labor científica. El paso del tiempo había
demostrado que la sociedad se complace en abusar de cualquier invento
técnico, siempre que sirva para objetivos bélicos. Zabor no era de las personas
que se retiran con gesto distinguido después de ser condecorados y su obra
patentada. Quería hacerlo mejor que muchos de sus antecesores, a quienes
consideraba irresponsables en este respecto. Por otra parte, las mismas
experiencias enseñaban que con frecuencia era el interés de los militares lo
que más contribuía a la realización de una idea científica importante. Por
ejemplo, en 1985 el Ministerio de Defensa estadounidense dedicó noventa y
ocho mil millones de marcos a los proyectos de investigación de las técnicas
de ordenadores y microelectrónica. La aportación de medios, en especial para
la preparación de iniciativas de defensa estratégica, había conducido a una
serie de descubrimientos físico-técnicos que de otro modo no habrían podido
realizarse.
Sin embargo, Zabor no estaba dispuesto a permitir, aunque fuera para
promocionar la obra de su vida, que la influencia sobre el tiempo se
convirtiera en una nueva arma secreta. No quería desentenderse de su invento
ni dejar que se transformara en un medio de terror. Tenía que ser un
instrumento con cuya ayuda pudieran mejorarse las condiciones de vida de la
humanidad. La influencia sobre el tiempo debía ser un beneficio para la
humanidad y no permanecer en la conciencia de sus coetáneos como un
instrumento de tortura militar. Por ello explicó a los tres caballeros de Bonn
que rechazaba, agradecido, su «vacilante oferta» de apoyarle en determinadas
circunstancias. No podía imaginar que Alemania Federal o Europa Occidental

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pudieran defenderse de un agresor en potencia con ayuda del tiempo
atmosférico. Al parecer, los tres caballeros no opinaban lo mismo. Como era
de esperar, después de esta conversación tenían una cita con Gohlke.
Este último, aunque mucho más accesible, tuvo que admitir que aparte de
Zabor nadie estaba aún en situación, ni siquiera en el Globe, de llevar el
invento a la práctica, ni de resumirlo teóricamente. Se trataba todavía de una
mercancía intelectual, inseparablemente unida al cerebro de un solo hombre,
el físico diplomado Yan Zabor. Gohlke añadió que esto cambiaría cuando el
método zaboriano hubiera sido probado y utilizado en la práctica. Incluso
Zabor necesitaba cada vez más colaboradores para poder realizar sus planes,
de modo que se vería obligado a traspasarles sus conocimientos. Gohlke
prometió a sus visitantes tenerles al corriente de todo y avisarles en cuanto
llegara este momento. Pocos días después recibió Gohlke del Ministerio de
Defensa de Bonn un contrato de asesoramiento, muy bien dotado, que se
apresuró a firmar. Naturalmente, no mencionó el asunto a Zabor, cuya
posición contraria al empleo de su idea con fines militares conocía por sus
conversaciones con Jessy. De este modo, sin saberlo, se encontró Zabor
prácticamente aislado. Incluso la persona que seguía estando más cerca de él,
Jessy, contribuyó a ello con gran ligereza.
Después de los militares llegaron los competidores del Globe para hacer a
Zabor ofertas notablemente generosas. La International Bureau Machines,
Siemens, firmas japonesas y otras solicitaron sus servicios, oficialmente, con
corteses borradores de contrato, y extraoficialmente, con ofrecimientos que
tenían en cuenta su carácter singular y sus debilidades. Una firma japonesa le
envió a la agencia en abril de 1993 a una mujer que no sólo guardaba un
parecido asombroso con la infortunada Annabella, sino que además se
presentó en su despacho precisamente el día en que se cumplía el primer
aniversario del tiroteo de Marsella… un capricho realmente notable de la
casualidad. Zabor sufrió un sobresalto, pero se repuso en seguida. La mujer le
alargó un escrito de Hiroshima y le rogó que lo leyera, a ser posible, delante
de ella, para poder así aclararle algún punto, si era necesario. Zabor titubeó
porque la visita se le antojó una imposición, pero su curiosidad fue más fuerte
y estudió la oferta. La empresa le ofrecía un instituto propio, todo el dinero
que hiciera falta para perfeccionar su invento y seis meses de vacaciones
anuales, además de un sueldo cuyo importe podía fijar él mismo. Su único
compromiso consistía en ceder a la empresa la explotación económica de su
invento, en la cual Zabor tendría una participación de un diez por ciento.

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Su visitante le explicó que en ninguna parte encontraría más comprensión
y generosidad que en Hiroshima. A la empresa le interesaba sobre todo hacer
justicia a sus intenciones y necesidades personales y tratarle con todo el
cariño a que era acreedor un artista de la meteorología. Se tendrían en cuenta
sus deseos más privados y se procuraría rodearle de un ambiente donde
pudiera practicar su filosofía individual. Zabor estaba muy asombrado y, aún
más que por la carta, empezó a interesarse por su elocuente portadora. La
simpatía que le inspiraba no sólo aumentó por el contenido positivo del
mensaje, sino por otras cosas. Invitó a Natalie Gutmann a comer en una
bodega restaurante de la City.
Después de seguir hablando allí una hora más del tema, confió por fin a
Zabor que era una pintora y psicóloga frustrada. Tras los estudios de
psicología, que le habían decepcionado por sus seudoverdades, había viajado
a Japón para estudiar los métodos del arte pictórico de Extremo Oriente.
Tampoco esto había dado ningún fruto ya que, por desgracia, su voluntad de
pintar había sido más fuerte que sus dotes artísticas. En Tokio entró por
casualidad al servicio de una empresa electrónica que estaba a punto de abrir
una filial en Düsseldorf. En esta filial se ocupaba ahora principalmente de la
human acquisition, es decir, de la contratación de inventores significativos en
el sentido más amplio. Zabor decidió aquella misma tarde rechazar todas las
ofertas de las empresas, incluyendo la «verdaderamente paradisíaca» de la
firma de Hiroshima, y perseverar en el Globe. Sólo le parecía interesante la
amistad con Natalie, de quien por lo visto se había enamorado y que más
adelante sería su tercera compañera. Al principio, sin embargo, volvieron
ambos a sus respectivos puestos de trabajo. Mantenían a diario largas
conversaciones telefónicas durante las cuales descubrieron y se manifestaron
su inclinación mutua. «De momento es un matrimonio por teléfono», escribió
Zabor a Otter, quien opinó secamente que esta clase de relaciones eran, según
todas las experiencias, las más duraderas.
Entre las cartas dirigidas al Globe en este período había también algunas
escritas por personas interesadas en un tiempo determinado. Una cooperativa
de viñadores y fruteros del sur del Tirol preguntaba si la empresa podría
prestar ayuda en caso de que los primeros calores llegasen con retraso en
abril. Habitantes de cuencas fluviales querían saber si era posible detener
artificialmente las lluvias en su región durante la época del deshielo para que
los ríos pudieran absorber las masas de agua de las montañas y se evitaran así
las inundaciones anuales. Una clase escolar pedía sol para junio en un
determinado pueblo del Sauerland donde se proponía pasar una semana de

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estudios. Aficionados al vuelo sin motor del Rhon y bañistas de las islas de la
Frisia oriental, los directores del carnaval de Colonia y monitores de esquí de
Sils María estaban dispuestos a hacer encargos meteorológicos al Globe. Para
el día de elecciones al Parlamento bávaro en otoño, la Unión Cristiano-Social
en el poder prefería el buen tiempo, mientras que los socialdemócratas en la
oposición deseaban una lluvia persistente, granizada y frío intenso. Cada
partido pensaba inclinar así a su favor la participación electoral. Un visitante
francés preguntó si no era posible, al menos por un día, provocar en París una
ola de calor tan agobiante, que todos los parisienses se vieran obligados a
abandonar su ciudad, que de este modo volvería a ser una urbe sin tráfico
rodado. Quelle idée! El artista de envoltorios Christo quería saber si se podían
interceptar los rayos de sol sobre el centro de Roma por medio de una cortina
a fin de sumir a la ciudad del Vaticano en una profunda sombra. Y de una
manera reiterada pedían los agricultores una puntual mejoría del tiempo que
variaba sensiblemente según la clase de sus cultivos.
El Globe recibió estas y muchas otras cartas serías, ridículas o necias,
pero no contestó ninguna. Zabor no tenía la menor intención de convertir el
tiempo en una mercancía y además aún no se sentía técnicamente seguro del
todo. En sus cavilaciones nocturnas había llegado a la conclusión de que la
estimulación artificial del tiempo no podía ser un artículo de la libre economía
de mercado, sino en todo caso un instrumento de previsión social dirigido por
el Estado. Sus interlocutores no debían ser comerciantes ávidos de lucro, sino
gobiernos responsables, si es que los había.
Gohlke también se mostraba reservado, aunque por razones
diametralmente opuestas. La posibilidad de influir en el tiempo tenía que
limitarse a muy pocos casos y cobrarse a un precio muy elevado. Quería
evitar toda inquietud entre la población y por ello le pareció más acertado que
el Globe sólo pusiera sus servicios a disposición de unos cuantos clientes
seleccionados (y de gran solvencia). Gohlke estaba totalmente a favor de
trabajar para clientes particulares, pero con cierta discreción. Opinaba que
nadie, a excepción del cliente, necesitaba saber que era el Globe quien había
puesto en escena en un área determinada una lluvia bienhechora en vez del
natural tiempo seco. Gohlke temía que el Estado se arrogara la competencia
en este campo de la influencia sobre el tiempo, como había hecho con las
aguas o con el paisaje, privando así al Globe de lo que sería probablemente el
negocio del siglo. La verdad era que Gohlke ignoraba cómo funcionaría todo.
Tanto él como Zabor habían subestimado el sentido comercial de la
central del consorcio en Nueva York, que en mayo de 1993 envió un

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representante a la filial de Munich que se presentó como agente o, con más
exactitud y muy a la moda, como «agente meteorológico». Los jefes del
Globe le habían recomendado con gran efusión, añadiendo que tenía carta
blanca en la cuestión de contratos. El agente meteorológico abrió en presencia
de Zabor y Gohlke una cartera que contenía una serie de encargos para la
influencia artificial sobre el tiempo. El primero de ellos era la oferta de un
cliente que inspiró cierto pavor a Zabor. La Unión Turística Internacional
había desarrollado la idea de instaurar todos los años de abril a octubre un
clima mediterráneo entre Kiel y Travemünde y entre Sylt y Borkum. Se había
pensado para ello en el tiempo de Amalfi y Sorrento o de Capri e Ischia. En
primer plano de esta grandiosa revalorización de la costa alemana del mar
Báltico y el mar del Norte, que hasta la fecha recordaba más bien veranos
lluviosos y aguas frías, estaba prevista la compra y construcción de hoteles,
pensiones y casas de verano en gran escala. Este proyecto aspiraba a atraer de
nuevo hacia su propio país a gran parte de los turistas de Alemania Occidental
que viajaban a la Costa Azul, a la Riviera, al Adriático y a las islas griegas. La
atención de los viajeros británicos y escandinavos también debía ser atraída
hacia las costas alemanas. Además, la Unión Turística no sólo quería
participar en el negocio como intermediaria de viajes y reservas hoteleras,
sino también como propietaria de los mejores hoteles y pensiones. La clave
para este golpe verdaderamente único estaba en el Globe y en particular, en
Zabor, de quien se esperaba la aportación del factor fundamental: el climático.
La Unión Turística pedía una discreción absoluta, ya que la compra de
hoteles, pensiones y casas de veraneo les resultaría tanto más barata cuanto
menos conocido fuera el hecho de que el tiempo atmosférico de las costas iba
a convertirse bruscamente en un clima propio del Mediterráneo. Palmeras en
la playa de Timmendorf, cactos e higueras en Borkum y una temperatura
constante del agua de mar en torno a los veinticinco grados centígrados
prometían un cambio radical en las costumbres vacacionales de los alemanes
occidentales y europeos de los países situados más al norte. «Haga sus
reservas para el verano más fiable y soleado del mundo», rezaría el eslogan
propangandístico ya preparado. El agente meteorológico alargó a Zabor un
proyecto de cartel que éste apartó con las yemas de los dedos.
Gohlke estaba entusiasmado ante la dimensión financiera de semejante
encargo, mientras Zabor guardaba un malhumorado silencio. El agente
meteorológico tenía en la cartera otros clientes menos importantes cuyos
deseos particulares expuso con la misma elocuencia. Zabor dejó que Gohlke
negociara sin su intervención para no hacer él de nuevo el papel de

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aguafiestas. Gohlke acordó con el agente meteorológico que el Globe
estudiaría el aspecto técnico de los proyectos deseados y contestaría por
escrito en un plazo máximo de cuatro semanas, especificando también el
precio de cada encargo. El agente meteorológico aclaró una vez más que la
central de Nueva York le había dado más o menos su aprobación y que ahora
sólo se trataba de solucionar los detalles técnicos y comerciales. Con una
sonrisa seca, se despidió de sus interlocutores, no sin observar antes que
quedaban invitados a las primeras vacaciones mediterráneas de Gromitz. En
su eufórico estado de ánimo, Gohlke dijo a Zabor que el Globe consideraba lo
más natural doblar inmediatamente el sueldo de su magnífico colaborador.
Zabor, sin embargo, tampoco reaccionó ante estas palabras, por lo que Gohlke
optó por escabullirse de puntillas y dejarle solo.
El 30 de mayo de 1993 murió el padre de Zabor. Entre sus pertenencias de
Gotinga encontró éste textos todavía inéditos de los cuales se llevó algunos
consigo, pegados en su cuaderno de notas. Michael Zabor había escrito lo
siguiente «El sentido de nuestro siglo estriba en la multiplicidad de las cosas
materiales e inmateriales. El empeño universal es conceder a los individuos
anónimos de la masa de miles de millones aquellos derechos que hasta ahora
sólo correspondían a monarcas, magnates del petróleo, cardenales, dictadores
y otros protagonistas de la sociedad. Es imposible dar a esta idea la dimensión
suficiente para poder comprender su importancia, ya que atañe a la política, la
educación, los medios informativos, el arte, el sexo y otros mil aspectos de la
vida humana. Si he comprendido bien a mi hijo Yan, atañe asimismo al
tiempo atmosférico: no sólo los ricos podrán tomar el sol bajo el cielo de
enero, sino, en principio, todos.
»Es un hecho que el Gobierno del Estado, elegido y controlado por
tribunales, ha tenido que renunciar a una parte de su influencia política sobre
sus millones de súbditos. Cada uno de los ministros puede ser cesado o
demandado judicialmente, algo inconcebible en otros tiempos. Antes sólo se
atribuía a los príncipes, a su corte y a algunos ricos una existencia policroma
y erótica… hoy se atribuye a todo el mundo. Nadie debe renunciar a la
libertad sexual que le ofrece la sociedad humana. La posibilidad de que todos
tengan por lo menos derecho a una educación y formación básicas, tanto si lo
hacen valer como no, contrasta con los privilegios que muy pocos disfrutaban
en los siglos pasados. Ahorrar una pequeña fortuna o alcanzar por lo menos
cierto bienestar es hoy posible para muchos, mientras antes lo conseguía una
casta reducidísima. Actualmente, todos tienen acceso a las artes plásticas, en
museos, en la calle, en los medios, mientras antes permanecían ocultas en los

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salones de los poderosos. La información está al alcance de cualquiera que
pueda digerirla, mientras sus antepasados eran mantenidos en la ignorancia.
Es cierto que en Europa existen todavía príncipes, magnates del petróleo,
cardenales y dictadores con sus privilegios, pero el llamado pueblo ha ganado
un terreno increíble.
»La sociedad europea está a punto de “democratizar” numerosos
fenómenos humanos, por lo cual se entiende ponerlos al alcance de todos. Es
posible que no llegue a los niveles artísticos, intelectuales o emocionales de
sus predecesoras y que no produzca en las artes a ningún Shakespeare,
Rembrandt o Mozart. Hoy en día es casi todo mediocre, precisamente porque
se trata de convertir por lo menos esta mediocridad en el estándar del mayor
número posible de individuos. Éste es el auténtico secreto del siglo XX:
conceder cada vez a más personas los derechos, anhelos y aspectos agradables
de la existencia. Y para realizarlo, se necesita entre otras cosas al ordenador,
que ha sido inventado oportunamente para llevar a cabo los trabajos en masa
de esta nueva época».
Zabor se quedó con este documento porque era lo único que, a su juicio,
parecía reconocerle y comprenderle correctamente y hasta cierto punto.

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La ley meteorológica del Bundestag

De nuevo contempló Zabor cómo su invento se independizaba, sustrayéndose


una vez más a su control en un aspecto insignificante pero decisivo. Al
principio fue el aspecto técnico el que necesitó la contribución a su obra de
otras personas y él permitió que intervinieran, aunque de forma muy modesta.
Ahora era el aspecto económico el que empezaba a anidar en su trabajo como
un gusano en una manzana. Todo lo cual sólo era funesto porque cada uno
quería utilizar el tiempo para una cosa diferente. A Zabor sólo le importaba,
como antes y de una forma muy clara, la naturaleza, mientras a los nuevos
clientes sólo les interesaba, también de forma muy clara, el provecho
material. Zabor quería obligar a la naturaleza a orientar su comportamiento,
por lo menos en un aspecto muy concreto, hacia categorías humanas. Los
comerciantes querían supeditar el comportamiento de la naturaleza a sus
puntos de vista económicos. Como cualquier monocultura, de índole material
o inmaterial, la del dinero era también menos constructiva que destructiva.
Zabor se dio cuenta en seguida de que el destino ulterior de su invento
dependía de quién resultara ser el más fuerte: los comerciantes o él. Ambas
intenciones sólo podían coincidir en casos excepcionales, como por ejemplo,
en la agricultura. Esperaba poder causarles serias dificultades gracias a la
circunstancia de que le necesitaban como científico. Al fin y al cabo, sólo él
(y nadie más) producía la mercancía con que querían negociar.
Zabor habló con Jessy en junio de 1993 de su problema a la vez viejo y
nuevo. Tuvo que soportar desde el principio que ella se pusiera abiertamente
del lado del businessman Gohlke. Zabor tenía incluso la impresión de que
«estaba en cierto modo contenta de poder discutir conmigo sobre algo
concreto. Me abandonó, lamentado después su decisión y vuelto a vivir
conmigo, etcétera. Es una mujer incapaz de decidirse y un hombre que ha
adoptado hace tiempo una decisión debe antojársele sospechoso». A Jessy le
desagradaba que Zabor hubiese rechazado la oferta financiera del agente
meteorológico o, por lo menos, que no la hubiera aceptado, como sabía por
Gohlke. Gran número de personas, dentro y fuera del Globe, vivían de lo que

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Zabor hacía o deshacía. Según Jessy, estas personas (entre las que se incluía
ella) esperaban de él que permitiese dar una utilidad práctica a sus sueños
teóricos. ¿Por qué se piensa y se sufre si no para disfrutar de una vida más
agradable?
Sin embargo, estas argumentaciones eran demasiado superficiales para
Zabor, por lo que ambos enmudecieron durante bastante rato aquella tarde de
junio. Después Jessy hizo las maletas y se mudó al piso de Gohlke, que
entonces ocupaba como soltero un espacioso ático en el casco antiguo de
Munich, y lo hizo de modo tan súbito como cuando abandonara a Zabor hacía
mucho tiempo para mudarse a casa del periodista sueco. Gohlke se sintió
incómodo una temporada en presencia de su colaborador, pero cuando
advirtió que Zabor se lo tomaba con tranquilidad, olvidó sus escrúpulos.
Zabor escribió «que Jessy veía en ello mejores perspectivas de futuro y,
posiblemente, con razón». Sabía que prefería los hombres extrovertidos a los
introvertidos y más ahora que se encontraba sin pareja, de modo que era
totalmente lógico que renunciara al meditabundo y siempre inseguro Zabor y
se sintiera atraída por Gohlke, práctico y siempre seguro de sí mismo, Zabor
ya conocía ahora la psicología de su conducta: cuando se hartara de Gohlke,
volvería a su lado. Pero esta vez él no la admitiría.
Por muy sereno que pudiera parecer, en su interior se sentía traicionado y
un poco superfluo. Para todas las «funciones humanas que puedo desempeñar,
existe un especialista capaz de sustituirme. En honor a la verdad, no me
necesitan ni para el amor, ni siquiera para la meteorología, ni para la ciencia,
ni para el empleo práctico de mi invento. Por doquier se apretujan y
abalanzan los parásitos hacia aquello que más o menos he construido yo
solo». Zabor había empezado a escribir un diario por tercera vez en su vida.
Al cabo de varias semanas de sostener un diálogo escrito consigo mismo,
adoptó la decisión de vivir con Natalie. Le había conquistado su carácter
dulce y pensativo. Con el trato se habían ido desvaneciendo las similitudes
que al principio creyó descubrir entre Natalie y Annabella y Natalie adquirió
para él un rostro propio y una personalidad propia. Él había aprendido
entretanto a portarse con mayor delicadeza. En julio de 1993 fueron en coche
a la costa oriental de Inglaterra, hasta el Firth of Forth, al norte de Edimburgo,
y volvieron por la costa occidental. Por el camino, Zabor lamentó no llevar
consigo la Máquina M. en el maletero para crear con su ayuda una racha de
buen tiempo, ya que llovió casi todos los días, con suavidad y persistencia,
hasta darles la impresión de haberse convertido poco a poco también ellos en
suaves gotas de agua. Natalie se distraía con un libro sobre los grandes

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pintores de la época moderna, mientras Zabor, previsor, trabajaba en una
presentación de su invento. Le dominaba el temor de no poder permanecer
mucho más tiempo en el anonimato científico sin ser relegado a un rincón y
pensó que tal vez resultaría más beneficioso para su invento gozar de la
protección de las instituciones académicas. Escribió este artículo, que sin
duda era detallado y exacto pero que nunca llegó a publicarse.
A su regreso, Natalie dejó su piso de Düsseldorf y se mudó a casa de
Zabor. La empresa japonesa donde trabajaba aceptó que desempeñara su
actividad desde Munich, por complicado que esto pudiera ser en parte para
ella. Aunque no había ganado a Zabor para la empresa, de acuerdo con el
encargo recibido, sino que había sido Zabor quien la había ganado como
compañera, sus jefes se mostraron comprensivos. Tal vez aún esperaban
poder captar mediante este rodeo a Zabor, cuyo trabajo valoraban
extraordinariamente. «¿Por qué no podría una empresa japonesa tener tanto
éxito en política matrimonial como lo tuvieron los príncipes europeos durante
siglos?», escribió Natalie a Zabor.
Para Zabor, a estas tres semanas bastante felices sucedió un período de
disputas que oscilaron entre desagradables y existenciales. De todos modos, el
tira y afloja ya empezaba a serle familiar y consiguió soportarlo. Gohlke le
llamó a su despacho el 28 de agosto de 1993, cerró la puerta y se puso muy
serio. Explicó a Zabor que el Globe, tanto el de Nueva York como el de
Munich, estaba decidido a aceptar la oferta de la Unión Turística e influir, de
acuerdo con sus deseos, en el tiempo de la costa báltica y del mar del Norte y
ordenó a Zabor que repasara el proyecto, lo preparase técnicamente y le
comunicase los gastos previsibles. Zabor replicó que consideraba desacertado
el proyecto e incompatible con sus propósitos. Quería intervenir en el
fenómeno del tiempo, sobre esto no cabía duda, porque era sencillamente
subdesarrollado, pero sólo en los lugares donde un cambio de tiempo fuera
realmente necesario para la evolución humana. Dar al mar del Norte y al
Báltico un clima mediterráneo era tan descabellado como convertir manzanas
en peras a fuerza de injertos. Por mucho que el tiempo de la costa necesitara
ser mejorado en ciertos puntos, no debían arrebatarle su propio carácter. Esto
comportaría, por ejemplo, una gran confusión en la estructura agrícola de las
comarcas limítrofes, poniendo en peligro tanto la producción lechera de
Dinamarca como la pesca del arenque en el mar del Norte o el cultivo de
árboles frutales al oeste del Elba. Era una equivocación cambiar el tiempo a
gusto de un solo cliente, desatendiendo todo lo demás. De este modo no se
conseguiría «educar» a la naturaleza, sino estropearla. Gohlke calificó estos

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argumentos de rebuscados y añadió que, por otra parte, el Globe no había
recibido ningún encargo de los agricultores daneses ni de los fruteros de la
«vieja tierra» ni de los pescadores de arenques, sino de la Unión Turística.
Los campesinos ya se espabilarían, sustituyendo las vacas lecheras por
ganado provenzal, las manzanas y peras por vino andaluz y los arenques por
sardinas en aceite, rió Gohlke. Los seres humanos habían reaccionado
siempre de manera constructiva a la evolución natural, ¿por qué no también a
la evolución conseguida de modo artificial?
Zabor se quedó sin habla ante esta frívola apreciación, pero no lo dejó
traslucir y echó mano de su segundo argumento. Consideraba antisocial que
un individuo o una empresa privada decidiera el tiempo de una determinada
región sólo porque podía ofrecer más dinero que otros. Su invento era para
todos o para nadie, lo cual impedía convertirlo en un artículo de mercado. Por
ello sólo concebía poner la influencia sobre el tiempo en manos de una
institución que estuviera al servicio de la humanidad. Si a la fuerza había que
divinizar a alguien en esta cuestión, no podían ser los comerciantes de una
ridícula empresa turística. La naturaleza era un patrimonio demasiado valioso
para abandonarlo en manos privadas, aunque por desgracia hubiera ocurrido
así en el caso de la energía atómica y la explotación de los recursos. Gohlke
replicó que la primera bomba atómica no había sido lanzada por un señor
Miller cualquiera, sino por el gobierno estadounidense. Los políticos, por lo
tanto, no eran en absoluto más de fiar que los comerciantes. Y en cualquier
caso, Zabor era colaborador del Globe, de modo que estaba obligado, en
primer lugar, a guardar el secreto y, en segundo, a obedecer ciertas
instrucciones y una de ellas era en este momento aceptar el encargo de la
Unión Turística y realizarlo sin meter mucho ruido.
Zabor explicó, excitado, que no era culpa suya haber realizado su invento
en las oficinas del Globe y no en cualquier institución estatal. Como
descubridor de nuevos conocimientos científicos, se reservaba en todo caso el
derecho de decidir su posterior empleo. Gohlke también se enardeció
extraordinariamente y gritó que sólo el dinero del Globe había facilitado a
Zabor la oportunidad de solucionar el problema de la influencia
meteorológica. Ninguna autoridad estatal (salvo tal vez los militares) habría
hecho gala de tan angélica paciencia e impavidez ante el riesgo, ni creído en
Zabor como el Globe había demostrado creer en él. Por añadidura, gracias al
contrato laboral, el Globe tenía participación en todas las patentes solicitadas
por Zabor mientras trabajaba para el Globe y no podía disponer de ellas sin su
aprobación.

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Esto fue demasiado para Zabor, que salió del despacho diciendo que
abandonaría su puesto, que no volvería a trabajar para el tiempo, ni aquí ni en
ningún otro sitio, y que destruiría todos los apuntes relativos a su invento.
Sólo así podría evitar una catástrofe. Entonces el Globe tendría que volver a
concebir el invento para poder explotarlo. Gohlke abrió hecho una furia la
puerta ya cerrada y siguió a Zabor por las escaleras hasta la calle por donde el
otro había echado a correr. Le encontró en una estación de metro, y Gohlke
tuvo el tiempo justo para meterse en el coche donde Zabor se había refugiado.
Allí Gohlke habló a Zabor con «mucha suavidad», proponiéndole la
elaboración de un informe jurídico sobre todas las cuestiones surgidas. Que
los abogados decidieran si la proposición del Globe era factible o si Zabor
tenía razón en sus objeciones. De este modo se ablandaron mutuamente hasta
que ambos reconocieron que se necesitaban el uno al otro, aunque por
caminos muy retorcidos, lo cual no gustaba a ninguno de los dos, pero era
inevitable. Zabor acabó cediendo, aun en contra de su voluntad.
Se confió el asunto a un bufete de abogados de Frankfurt que representaba
habitualmente al Globe. Los letrados elaboraron el ahora famoso «Informe
sobre derechos meteorológicos» que más tarde fue encontrado en los archivos
de la Universidad de París. Por un lado reconocían los autores la posibilidad
legal de influir en principio en el tiempo y expresamente según el «método
Zabor». El informe enumeraba muchos otros casos en los cuales la
manipulación humana ya había cambiado el tiempo: residuos de empresas
industriales y gases de coches, carburantes gaseosos en envases vaporizadores
y pruebas nucleares, para citar sólo unos ejemplos. Por otro lado, los juristas
recomendaron al gobierno federal de Bonn la promulgación de una ley que
tuviera en cuenta todas las dudas. Ya se había producido la situación en que
debía de considerarse el tiempo como una parte de aquel medio ambiente que
no podía abandonarse a cualquier arbitrariedad humana. La ley debería
regular quién podía cambiar artificialmente el tiempo y dentro de qué límites.
Así pues, los peritos daban la razón tanto al Globe como a Zabor, pero al
mismo tiempo sugerían la necesidad de una sanción legal que aportara
seguridad.
Zabor aceptó en el acto y con alegría esta proposición de aguardar una ley
antes de realizar experimentos ulteriores. Esperaba de ella una ratificación de
su idea de que «sólo el Estado podía controlar el tiempo». Además, todo
aplazamiento le parecía bien, ya que estaba siempre ocupado en el
perfeccionamiento de la Máquina M. Gohlke se alegró menos, porque tenía
que frenar una vez más su impaciencia de muchos años y hacer que este

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nuevo obstáculo sonara plausible a la central de Nueva York. Él casi se habría
lanzado de cabeza contra él, porque sus jefes creían que sólo su ineptitud
impedía que por fin se ganase dinero con el tiempo atmosférico. Sin embargo,
el informe de los abogados, traducido inmediatamente al inglés y enviado a
Nueva York, le salvó una vez más. A pesar de todo, en lo sucesivo se mostró
irascible, dormía mal y perdió toda su jovialidad americana. Le sorprendían
muchas veces inmóvil durante horas ante la ventana, observando las nubes.
Seguía reflexionando sobre si no sería mejor poner en un avión a Zabor,
sus colaboradores y su Máquina M. e instalarlos en Nueva York, pero la
propia central neoyorquina desechaba todavía esta idea y por otra parte
Gohlke aún esperaba un ascenso en su carrera si se realizaba con éxito un
experimento meteorológico bajo su dirección. Y, sobre todo, Zabor se había
negado en redondo, al ser interrogado con cautela sobre la cuestión, a trabajar
en un país que no fuera la República Federal. Aparte de los derechos
contractuales concedidos a su genio por el Globe, éste debía tratarle además
con sumo cuidado: Zabor, que aportaba el trabajo intelectual, era todavía un
riesgo para la empresa. Gohlke procuraba en secreto que otros colaboradores
aprendiesen a dominar el arte de Zabor; ellos no tenían los escrúpulos del
inventor, ya que sólo pasaban a hacerse cargo de algo que ya estaba
inventado. Zabor y Gohlke se evitaron mutuamente durante los meses en que
la burocracia ministerial de Bonn elaboró un proyecto de ley, que quedó
terminado a finales de 1993.
Al Ministerio del Interior de Bonn habían llegado de todas partes ciertas
noticias acerca de singulares fenómenos atmosféricos en la región de Munich.
La fiscalía general competente presentó un informe vago en el que se
insinuaba que, al parecer, algunos físicos habían conseguido lo que hasta
ahora parecía imposible: cambiar el tiempo a gusto de cualquiera. El informe
concluía con la indicación de que este fenómeno tenía lugar en un espacio
libre, no infringiendo, por consiguiente, ningún derecho público ni penal.
Esto último no significaba que un factor semejante no necesitara ser
reglamentado, pero la cuestión era que en la historia de la humanidad nadie
había podido aún influir arbitrariamente sobre el tiempo. Por ello se ponía
sobre aviso al gobierno federal, antes de que esta nueva posibilidad técnica
pudiera causar daños o desencadenar una catástrofe.
Como el tiempo atmosférico no había sido considerado hasta ahora por el
ministerio como un tema administrativo o político, no existía ningún
funcionario competente para esta cuestión. Las intervenciones de la fiscalía
general vagaron, pues, durante una temporada por oficinas y archivos, así

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como una pequeña misiva dirigida al gobierno federal por un diputado de la
Alta Baviera, quien aprovechaba la oportunidad para reclamar la atención
hacia su persona y formular dos preguntas: «¿Considera admisible el gobierno
federal que una empresa privada experimente a su capricho con el tiempo
atmosférico de Munich? ¿Está permitido en esta ciudad alterar por medios
artificiales el ritmo natural de las estaciones hasta el punto de que nieve en
verano y aparezcan flores en invierno?». El secretario de Estado se interesó
por estas inquietantes preguntas y declaró en el Bundestag que los sucesos de
Munich se debían al parecer a nuevos inventos técnicos que en su momento
habían sido examinados por el gobierno federal, el cual se había puesto en
contacto con la empresa en cuestión y solicitado un informe completo sobre
los aspectos científicos y comerciales de los sucesos ya mencionados.
A pesar de ello, en el Ministerio del Interior no se vio ninguna necesidad
urgente de reglamentar el asunto, hasta que de repente, en el verano de 1993,
el propio ministro exigió un rápido proyecto de ley, añadiendo que por
razones políticas era mejor no oponerse de un modo rotundo a los deseos de
influir artificialmente en el tiempo, y sólo prever cierto derecho de control por
parte del Estado. El ministro había hablado en una recepción del Ministerio de
Asuntos Exteriores con el embajador norteamericano en Bonn, cuyo cuñado
tenía casualmente una participación del veintidós por ciento en el Globe de
Nueva York. Antes de que el cuñado hiciera llegar a manos del ministro del
Interior un cheque de cuantía desconocida para su partido, el ministro ya
había iniciado el proyecto de ley. Estaba convencido de que un compromiso
empresarial mejoraría en su favor la situación climática de la República
Federal de Alemania.
Ya en el propio Ministerio se hizo patente la polaridad de conceptos que
se extendería hasta el Bundestag. Los funcionarios, a quienes no gustaba el
tema, informaron a la oposición, representada por los socialdemócratas,
quienes formaron inmediatamente una comisión de trabajo, «Derecho
meteorológico», ante la cual fue requerido Zabor en octubre de 1993. Los
políticos de la oposición se mostraron escépticos ante una «privatización del
tiempo», como ellos lo llamaban, y esta actitud no cambió en absoluto cuando
recibieron de Nueva York el cheque obligatorio, que aceptaron, es cierto, pero
que no hizo más que incrementar su suspicacia.
Zabor recalcó en su declaración en Bonn que sin duda la naturaleza había
sido puesta a disposición de los seres humanos como un elemento o material
de juego y que por esto él había considerado oportuno hacer posible la
incidencia técnica en el tiempo atmosférico. Era evidente, sin embargo, que

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no se podía emprender todo lo técnicamente posible y que se debían fijar
límites claros para distinguir entre lo constructivo y lo destructivo. Como en
esto, por desgracia, la técnica era de por sí ilimitada, se imponía buscar
restricciones de otra índole. Para él siempre sería tabú hacer del tiempo un
medio publicitario en manos de empresarios desaprensivos. Sólo al Estado, o
a una institución controlada por el Estado, como, por ejemplo, un Ministerio
Federal de Meteorología, podía confiarse el instrumental técnico.
Zabor vivió la experiencia de no ser contradicho por nadie. Los
socialdemócratas redactaron un proyecto de ley propio que castigaba la
influencia artificial sobre el tiempo a través de un agente privado. Sólo al
Estado competía juzgar sobre la conveniencia social de un cambio artificial
del tiempo. Sólo él podía evitar el desastre que se produciría si dos o más
«hacedores de tiempo» intentaban desencadenar tiempos contradictorios en
una región determinada. Zabor se sintió extraordinariamente satisfecho y
estuvo a punto de afiliarse a este partido, pero Natalie le disuadió de su
impulso indicándole que ninguno de sus grandes predecesores había estado
ligado a ningún partido político.
Los conceptos opuestos del partido del gobierno y de la oposición sobre la
cuestión de la ley meteorológica se enfrentaron duramente por primera vez
ante la comisión del Ministerio del Interior del Bundestag. Resultó que el
invento de Zabor había acertado exactamente el punto en que se separaban las
ideologías conservadora y socialista. ¿A quién debía pertenecer el globo
terráqueo, a unos cuantos poderosos o a los innumerables indefensos? Zabor
comprobó por los periódicos y la televisión la verdad de su idea original de
que es posible dominar a la sociedad humana por medio del tiempo. Aun
antes de provocar en gran escala humedad o sequía artificial, calor o frío
artificial, bonanza o tormentas artificiales, el tiempo ya se convertía en el
tema político dominante. Al principio no importaba nada lo que podía hacerse
con él; sólo se discutía apasionadamente el derecho de poder manipularlo.
Después de haber cometido durante siglos, comentaba el Spiegel, el error
de dividir la superficie de la tierra en fincas a repartir entre unos pocos, sólo
se podía pedir que no volviera a caerse con el tiempo atmosférico en tan
trágica equivocación. Nadie era menos indicado que funcionarios indiferentes
o políticos corrompidos, replicaba el Frankfurter Allgemeine Zeitung, para
decidir cuándo debía nevar en las grandes ciudades y qué paisaje debía ser
favorecido por los rayos solares. Las iglesias cristianas lamentaban que se
interviniera una vez más en la creación divina. Si se leía bien la Biblia, tal
cosa sólo podría permitirse si se formaba una junta federal de meteorología en

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la que obispos evangélicos y cardenales católicos tuvieran voz y voto en la
decisión final. Después de esta declaración, los sindicatos expresaron a su vez
interés por pertenecer a la junta y a ellos se sumó el colegio de médicos, la
asociación de campesinos y otras. Zabor no sabía si reír o llorar mientras
observaba cómo se repartían los frutos aún no recogidos de su genio… y entre
quién. Las empresas que hasta ahora habían intentado en vano llegar a un
acuerdo con el Globe enviaron inmediatamente a sus cabilderos a convencer a
los partidos del gobierno. En Francia y en Inglaterra se seguía el proceso con
cierta fascinación, pero también con el temor de que los alemanes hicieran de
todo ello una nueva arma para la guerra.
Cuando Zabor entró en su agencia en noviembre de 1993, encontró la
puerta principal forzada y los armarios metálicos donde se guardaba la
documentación técnica, como métodos de ensayo, textos de ordenador,
protocolos de los experimentos y documentos similares, revueltos de arriba
abajo. Por suerte, en aquella época guardaba en su casa de Gauting lo que él
llamaba su «Biblia», la descripción definitiva de su invento. Seguramente
habría sido robada junto con las otras cosas que ahora faltaban. Los ladrones
habían llegado al amanecer y disparado contra un portero para entrar en la
planta baja de la agencia, hecho este último que explicaba ciertas cosas. Al
parecer habían actuado conforme a un plan, por lo que era de suponer que
tenían el encargo de apoderarse de determinados papeles con los cuales
pudiera reconstruirse el secreto de Zabor. Toda la operación había sido una
mezcla de espionaje, asesinato impremeditado y robo con escalo, como
declaró sagazmente el fiscal.
La policía y los funcionarios del servicio de contraespionaje al que se
recurrió, conocían muchas teorías pero casi ningún hecho sobre los autores y
sus jefes. Los propios ladrones parecían entender muy poco de los papeles
que les caían en las manos, según indicó una comparación de lo robado con lo
que quedó atrás; daba la impresión de haber sido una elección bastante
caprichosa. Sólo la prensa amarilla sabía con exactitud qué servicios secretos
de países árabes habían descubierto el tiempo como nuevo instrumento de
terror y decidido adueñarse a toda costa del método desarrollado por el Globe.
Hasta la fecha no se ha esclarecido quién realizó la tentativa de hacerse por la
fuerza con las fórmulas del tiempo.
Durante los incómodos días que duró la investigación, Zabor se vio un
poco arrinconado por la aglomeración reinante en la agencia, lo cual volvió a
reforzar su sensación de ser cada día un poco más superfluo. Sólo le llamaron
de nuevo para un interrogatorio cuando la comisión investigadora quiso saber

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si con el material robado podían obtenerse conocimientos concluyentes.
Explicó que esto era imposible sin poseer una base científica más precisa.
«No sólo las revoluciones —escribió Zabor a su hermano—, sino también las
novedades de las ciencias naturales, devoran a sus hijos. ¡Qué horrorizado
estaba Einstein cuando al final fue lanzada la bomba atómica!
Lo que el mundo puede necesitar, el mundo lo hace suyo, con violencia si
es necesario». Se propuso garantizar como fuera un empleo realmente sensato
de la técnica del tiempo, aunque ya no estaba nada seguro de poder
conseguirlo.
Como los cristianodemócratas, en coalición con los liberales, tenían la
mayoría en la comisión, fue aprobado el proyecto de ley, en contra del voto
de los socialdemócratas. Con esto ya podía adivinarse en qué sentido se
decidiría el Bundestag. Los pasajes esenciales del proyecto contenían
exactamente lo que Zabor había temido. La ley concedía a todos el derecho a
manipular el tiempo. A fin de evitar abusos, que se enumeraban con detalle, y
la introducción de otros proyectos, sería preciso solicitar la autorización del
nuevo Ministerio Federal de Meteorología.
Cuando Zabor se enteró de la resolución de la comisión del Ministerio del
Interior, estuvo a punto de retirarse de una vez para siempre del «negocio» y
no volver a poner su arte a disposición de nadie. ¿Podría semejante sacrificio
evitar las desgraciadas consecuencias que ahora se iniciaban? No lograba
comprender que fuera el propio Estado quien dejaba en manos privadas el
campo de la manipulación del tiempo. Reflexionó todo un día, pero al final
vio que ya era demasiado tarde para una negativa efectiva.
Le dolía mucho reconocer que había debido detenerse antes. Mientras
tanto, sus colaboradores del Globe habían aprendido a manejar muy bien la
Máquina M. Aunque no hubiesen comprendido toda la base físico-química de
la fórmula del tiempo, sólo era una cuestión de meses o años que la mente de
otro Zabor llegase a dominarla.
Recordó el informe de Newton sobre su invento del cálculo diferencial
(sus Fluxiones) en el año 1669 y que a su publicación en 1704 Leibniz había
desarrollado un sistema igual que presentó a la Academia en 1671. Esta
duplicidad no era ninguna excepción en las ciencias, sino más bien la regla.
Lo cierto era, sin embargo, que Zabor había dedicado toda su vida a
domesticar la naturaleza en un aspecto en que aún no había sido domada.
¿Debía renegar, en el momento en que casi había logrado su objetivo, de toda
su contribución, como si no existiera? ¿Acaso había roto y negado Einstein su
nefasta teoría de la relatividad o callado Hahn la fisión del núcleo de uranio

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para evitar futuros abusos? ¿Había guardado en secreto sus conocimientos
algún naturalista o boicoteado su empleo, aunque ello significara su
derrumbamiento psíquico? ¿Acaso era asunto suyo, de Zabor, que sus clientes
potenciales sembraran la confusión en el globo terráqueo para conseguir este
o aquel tiempo atmosférico?
Zabor pensó con intensidad en cuáles podían ser los peores efectos de la
manipulación más errónea del tiempo y llegó una vez más a la conclusión de
que una equivocación no podía tener efectos demasiado devastadores porque
siempre era posible interrumpir el proceso artificial y dejar nuevamente el
campo libre a la acción de la naturaleza. Aunque ésta pudiera ser a veces
hostil e indeseable, los siglos habían demostrado que no era imposible vivir
con ella. Esta idea consoló a Zabor… y no le consoló, porque significaba en
definitiva que en ciertas circunstancias la naturaleza era más de fiar que los
hombres, a pesar de toda su inteligencia. Rechazó, sin embargo, esta idea
fatalista y se contentó con no ver ningún peligro que no pudiera ser conjurado
si se intervenía a tiempo.
Como sus grandes predecesores de la tísica, también él dejó la decisión
sobre el empleo de su invento a los políticos, comerciantes y, al final, incluso
a los militares. Resolvió repartir el trabajo y la responsabilidad, aunque
todavía no estaba claro si la otra parte aceptaría este arreglo. Se encerró en sí
mismo, por así decirlo, y volvió a pasar largas jornadas en la agencia.
«Science as usual», escribió con sarcasmo a una revista femenina que quería
saber de algunas personas importantes cómo pasaban un día determinado. Se
concentró en mejorar la fórmula del tiempo, en perfeccionar la Máquina M.,
en corregir inexactitudes y en incrementar la efectividad de todo el conjunto.

Mientras trabajaba, descubrió una ley de reacción física, el llamado síndrome


de Zabor, que mandó convertir inmediatamente en hardware por sus físicos.
Con ella podía destruirse o instaurarse puntualmente cualquier tiempo en un
radio de unos doce mil kilómetros, sin interferir en las capas que se
encontraran entre estos puntos y la Máquina M. Este descubrimiento
resultaría ser la más funesta de todas las prestaciones intelectuales de Zabor.
El propio Zabor tuvo la sensación, en estos meses entre diciembre de 1993 y
febrero de 1994, de haber regresado al año 1986, cuando trabajaba por
primera vez en una teoría para controlar el tiempo. Se sentía tan bien como
entonces, tanto más cuanto que se trataba de un campo de acción en el que
nadie podía opinar. De vez en cuando constataba, resignado, que en la política

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y en la economía se continuaba luchando por la posesión de su fórmula del
tiempo.

Natalie le mantenía al corriente de todo, aunque prefería ocultarle las noticias


desagradables, pero nada interesaba ya en especial a Zabor. El día en que
cumplió sesenta años, el 26 de abril de 1994, el Bundestag aprobó, tras una
acalorada discusión y una tercera lectura, la ley del tiempo. La oposición
anunció que haría revisar la concordancia de algunos pasajes con la ley
orgánica por el Tribunal Federal de Garantías Constitucionales. No obstante,
la opinión pública sólo veía la sensación de que se pudiera comprar el tiempo
bajo determinadas condiciones, entre las cuales el dinero sería sin duda la más
importante. Resultaba evidente que estaba abrumada, en el doble sentido de la
palabra, por este nuevo «adelanto técnico».
A la mañana siguiente apareció Gohlke en la agencia, relajado y
emprendedor, y alargó a Zabor una lista de los encargos recibidos. Todo era
urgente, recalcó Gohlke, ya que no podía descartarse que otras empresas
encontraran un método de influir en el tiempo o por lo menos simularan
haberlo encontrado. Ahora que al menos en la República Federal Alemana se
podía proceder con libertad, lo mejor sería complacer primero los deseos de la
Unión Turística, que ya había solicitado autorización estatal y no tardaría en
obtenerla, teniendo en cuenta que no existían reparos legales. Los habitantes
de las costas del mar del Norte y del mar Báltico no tenían por qué ser
consultados ni siquiera informados. En cualquier caso, no cabía duda de que
se sentirían más felices porque, ¿quién no prefería el suave clima
mediterráneo a las rudas inclemencias de las costas alemanas?
Zabor calló y volvió a su trabajo. Sufría por tener que obedecer a un
hombre en una cuestión a la que este hombre jamás habría tenido acceso de
no ser por él. «Tengo la impresión de haberme convertido en el servidor de
una idea científica de la cual soy el padre», confió en un murmullo a un
periodista de la radio que acababa de pedirle en vano una entrevista. Este día
Zabor abandonó la agencia hacia las doce y llamó a Natalie al anochecer
desde un bar. Cuando ella acudió, asustada, él le explicó que había leído en la
autobiografía del director cinematográfico español Buñuel sobre el carácter
bienhechor de los bares. Había querido comprobarlo y tenía que dar a Buñuel
toda la razón, siempre que uno no se abstuviera de hacer un uso generoso de
las bebidas que allí se ofrecían.

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Natalie le llevó en el coche a casa, donde yació con total apatía en su
estudio durante los cinco días en que no remitió la fiebre. Natalie llamó al hijo
de Zabor, recién llegado de una gira de conciertos por España. Puso para su
padre varios discos comprados en Barcelona de los que el son de la sardana
gustó especialmente a Zabor. Natalie se alegró de verle recuperar los ánimos
y le instó a utilizar al Globe para perfeccionar sus conocimientos científicos,
del mismo modo que el Globe le utilizaba a él para hacer dinero con los
destellos de su inteligencia. Natalie poseía la fuerza de carácter que a Zabor le
faltaba y éste se había acostumbrado a ver en ella un punto de apoyo.

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El triunfo de la técnica

Zabor había cobrado nuevos ánimos porque a pesar de todo tenía la esperanza
de poder salvar a su obra del triste destino de los grandes inventos físicos de
los últimos cien años: ser empleados para fines destructivos. Aunque sus
conocimientos de historia y últimamente la lectura de los Pensamientos
nocturnos, de McCormmach, le habían puesto sobre aviso, no intuía lo que le
esperaba. Al principio de su vida había conocido en su ciudad natal de Emden
el régimen implacable de los nazis; la segunda guerra mundial y sus efectos
devastadores para su ciudad. Zabor quería dedicar toda su vida a evitar que
«una naturaleza que enfrenta a los hombres entre sí» pudiera seguir actuando
sin cortapisas. No obstante, fue exactamente esto lo que provocó, aunque en
un escenario insólito. Cambió, pues, en el curso de su vida el papel de
víctima, que a su juicio le había correspondido desde 1939, por el papel de
ejecutor, y lo hizo con toda su presunta inocencia. Al final de su vida le
esperaba otra destrucción, que superó a todas las anteriores y para la cual él
mismo había preparado todos los condicionamientos. Así se cerró el funesto
círculo al que por lo visto estaba condenado irremediablemente un naturalista
de esta época.
Empezó con la visita a la filial de Munich del Globe en marzo de 1994 de
un hombre misterioso que trató exclusivamente con Gohlke. Time Magazine
comparó unos años más tarde su aparición con la de aquel personaje vestido
de negro que en 1791 encargara a Mozart una misa de difuntos. Una
comparación muy romántica, pero inadmisible, que se debe a la nostalgia
americana de introducir en la historia de Estados Unidos sucesos culturales
significativos de formato europeo. El visitante, por lo que ha traslucido hasta
hoy, era en efecto un norteamericano. Gohlke le describió como un graduado
de Harvard en filosofía y literatura, inteligente e ingenioso… nada más. Su
rostro debía ser como una cortina; era imposible saber qué pensamientos lo
animaban. Hacía propaganda de la «guerra invisible» y la derrota gradual
cuyo origen y evolución no causan ningún trauma al vencido. Prefería las
batallas, cuando eran inevitables, sin heridos ni muertos. Lo que le fascinaba

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del tiempo artificial era que con él se poseía por fin un arma que sólo causaba
daños pasajeros. Podía prolongarse para poner nerviosas a las personas sin
que nadie tuviera que morir o caer herido de gravedad y sin que ciudades y
paisajes quedaran destruidos o estropeados para siempre. Con un tiempo
adverso se podía presionar al enemigo hasta su rendición. El enemigo, por
supuesto, intentaría evitar el tiempo artificial o contrarrestarlo con otro más
llevadero, pero esto requería que dispusiera de los medios técnicos necesarios.
Tal como estaban las cosas, sólo Occidente poseía el secreto de la
manipulación del tiempo.
Cuando Gohlke interrogó a su visitante sobre sus intenciones, se enteró de
que se trataba de un encargo secreto. Se solicitaba un experimento: someter a
la República Democrática Alemana a una lluvia efectiva y constante hasta que
las instalaciones militares quedaran inservibles. La tierra debía ser inundada
por una capa de agua que lo cubriera todo y no permitiera mover un tanque,
preparar el lanzamiento de cohetes o despegar un avión. Esta especie de
diluvio debía asimismo anegar los campos, destruir las cosechas y hacer
imposible el tráfico rodado. El país, ante semejante catástrofe de la
naturaleza, estaría exclusivamente ocupado en asegurarse la supervivencia, de
modo que no habría lugar para cuestiones militares. Se esperaba también que
la URSS retirase de allí sus tropas con toda rapidez, antes de que la lluvia
pudiera arrastrarlas consigo. Todo esto debía suceder con el máximo sigilo, de
manera que todo el mundo atribuyese el desastre al clima natural, cuando en
realidad había sido iniciado por el hombre. En resumen, la RDA tenía que
sufrir daños militares y económicos tan cuantiosos, que no volviera a
representar ningún peligro durante muchos años. La solidaridad de los
Estados del bloque oriental ya se encargaría de que nadie tuviera que pasar
hambre o padecer cualquier privación grave. Si este experimento resultaba
convincente, se reflexionaría sobre si podía repetirse y, de ser así, dónde.
Gohlke respondió que consultaría con sus técnicos sobre si esta
manipulación del tiempo era factible, cuándo y a qué precio. El visitante
anunció una exposición por escrito de las pretensiones exactas del cliente.
Cuando Gohlke puso a Zabor al corriente de este encargo, a éste se le cortó la
respiración. Escribió en una carta a Otter lo primero que le vino a la mente en
aquel momento crítico: «Sentí deseos de cubrir la filial muniquesa del Globe,
exactamente sobre nuestro tejado, con un tiempo especial que la sometiera a
un calor asfixiante o la convirtiera en un bloque de hielo. Sentí incluso cierto
placer ante la idea de exponerme también yo a un tiempo tan letal, para
terminar con el tema de una vez por todas». Sin embargo, silenció sus

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pensamientos y expresó a Gohlke una serie de escrúpulos. ¿Era realmente
necesario influir en la política internacional precisamente con ayuda del
tiempo? ¿Acaso no era una acción bélica de la peor clase llevar a un país a la
desesperación por medio de un tiempo extremo? ¿Cómo podía prestarse el
Globe a causar daños a un país de una forma tan alevosa? ¿No podían ganar
dinero con cosas más pacíficas, como un «maquillaje climático» para las
costas alemanas? Lo que se presentaba como un experimento era en el fondo
una declaración de guerra.
Por lo que aún hoy puede colegirse, Gohlke contestó con evasivas. Al
parecer explicó que el Globe no hacía nada que contraviniera la ley de
Alemania Federal. Por otra parte, la responsabilidad era del cliente (ya fuera
privado o público), del cual cabía esperar que se había asesorado también
sobre derecho internacional. Añadió que Occidente no había empleado nunca
contra el Este ninguno de sus adelantos técnicos, sobre todo durante la fase de
desarrollo de la bomba atómica, y no se le podía reprochar que esta vez
mostrara menos comedimiento y exhibiera una muestra de su poder (de un
modo relativamente humanitario). Él, Gohlke, era al fin y al cabo americano
y, por añadidura, comerciante.
Como de paso, Gohlke insinuó que la central del Globe, además de otras
instituciones norteamericanas que no especificó, propondrían a Zabor como
candidato al Premio Nobel de física. Zabor sonrió ante esta especie de
recompensa bienintencionada y no hizo ningún comentario. Alguna vez había
pensado en cómo reaccionaría si se le concedía un honor semejante. Su
intención era rechazarlo y por la misma razón en la que Sartre había basado
su negativa: no convertirse en una institución y ser por ello enterrado en vida.
Le repugnó la idea de estar tanto más cerca de una distinción pública cuando
menos encomiable era el uso que iba a hacer de su método. Pero Gohlke no
cejó en su empeño y Zabor se sintió casi vencido cuando le oyó observar que
si él, Zabor, no quería participar personalmente en el misterioso encargo, sus
colaboradores sabrían sin duda cumplirlo sin ayuda.
De hecho, para un experimento semejante él era bastante superfluo y hasta
cierto punto había procurado intensamente que así fuera. Sin embargo, a fin
de salvaguardar la propia dignidad, no le quedaba otro remedio que participar
en el proyecto. Se justificó ante sí mismo diciéndose que le interesaba
aprovechar este encargo para probar nuevos experimentos científicos. El
científico apasionado casi nunca se defiende al saber que la sociedad le
explota; se consagra todavía más a su ciencia. Quizá esta actitud se deba a que
no se puede ser dos cosas a la vez: un comerciante politizado y un

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investigador que busca la verdad. Zabor lo sabía y se comparaba con Konrad
Zuse, creador de la primera computadora electromagnética. Con todo, Zuse la
instaló en su propia empresa, que fabricaba calculadoras, y en cualquier caso
no estaba en situación económica ni técnica de seguir el ritmo de la
evolución, que determinaban personas muy ajenas a él. Vendió su negocio y
vivió de contratos de asesoramiento y de la venta de acuarelas pintadas por él
mismo.
Todo lo que siguió fue tan rápido como inesperado. El invento de Zabor
sería utilizado contra los seres humanos aun antes de que alguien se hubiera
aprovechado de él. Durante el verano de 1994 se hicieron los preparativos
para los dos grandes proyectos: el original cambio de tiempo en las costas y el
experimento de provocar un tiempo lluvioso permanente sobre la RDA. Para
el proyecto de las costas, el Globe había hecho construir una nueva Máquina
M. y procedido a su instalación entre Lüneburg y Hamburgo. La RDA sería
«servida» por la máquina de Munich. Aunque el «Proyecto Amalfi», como se
llamaba en privado al proyecto costero, habría podido hacerse público a causa
de la aquiescencia del Ministerio Federal de Meteorología, tanto la Unión
Turística como el Globe evitaron dar cualquier información. Cierto temor,
llamado por Zabor «remordimientos de conciencia», hizo que ambas partes
prefirieran trabajar con la máxima discreción. Temían la protesta de los
habitantes de la costa. El ataque meteorológico contra la RDA, llamado
interiormente «Proyecto del Agua», se inició asimismo con el mayor secreto.
El 1 de junio de 1994, Zabor se puso a trabajar junto con sus colegas.
Aquel día reinaba en la República Democrática Alemana un tiempo
francamente seco y soleado, sin viento y con escasa humedad en el aire. Las
previsiones de los observatorios meteorológicos anunciaban el mantenimiento
del buen tiempo durante dos semanas más, lo cual facilitó a Zabor la tarea de
determinar el sentido de sus manipulaciones. En cualquier caso, como esta
vez no era suficiente asomarse a la ventana para estar informado, encargó a
un empleado que siguiera las noticias meteorológicas de Berlín oriental por
radio y en el monitor. Confiar a un hombre de confianza de Leipzig o Dresden
la tarea de comunicar sus observaciones por teléfono les pareció demasiado
peligroso. Por otra parte, intentaban proceder con tanto rigor, que Berlín
quedara fuera de su radio de acción, lo cual consiguieron sólo parcialmente.
En su fuero interno, Zabor había decidido interrumpir el experimento si
degeneraba en un peligro excesivo para la población. Hasta aquí su
conciencia podía sancionar el encargo, pero se negaba a ir más lejos. Estaba

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resuelto, si era necesario, a denunciar públicamente al Globe en caso de que
insistieran en continuar la estimulación del tiempo más allá de este límite.
Al día siguiente por la mañana, el observador irrumpió en la agencia con
la noticia de que en la RDA se habían iniciado unas intensas lluvias. De
manera imprevista y muy rápida, se había producido una concentración de
nubes en una franja oeste-este; solamente en el extremo noroeste, en Berlín y
en el extremo sudeste del país no había cambiado nada. Esto significaba para
Zabor que la Máquina M. había «dado en el blanco» con bastante exactitud y
que ya empezaban a aparecer los efectos apetecidos al cabo de unas
veinticuatro horas de espera. Gohlke transmitía inmediatamente cada noticia a
su enlace de Frankfurt con la Agency. «Me siento como Wemher von Braun
cuando envió a Gran Bretaña el primer cohete desde Swinemünde —anotó
Zabor en su abandonado diario—, pero éste es el único paralelismo entre este
hombre, a quien repudio, y yo».
Los locutores de los estudios de radio y televisión de la RDA no dejaron
entrever la alarma que debía haber cundido entre los meteorólogos de su país
ante este violento cambio de tiempo. Junto con la noticia de las lluvias
anunciaron un fuerte descenso de las temperaturas y vientos muy frescos. Se
ignora el ambiente interno de los medios informativos, pero el caso es que la
República Democrática Alemana formaba, en un «mar» de buen tiempo que
abarcaba desde Estocolmo a Nápoles y desde Burdeos a Frankfurt an der
Oder, una pequeña isla de furiosos temporales de lluvia.
Zabor se hizo enviar los datos meteorológicos de Berlín oriental. El 4 de
junio las temperaturas habían descendido hasta casi cinco grados centígrados
y las precipitaciones eran ya las más copiosas del año. En las noticias
aparecieron por primera vez indicios de dificultades en las proximidades de
los ríos, como el Elba, que empezaba a desbordarse, o en las ciudades, cuyas
alcantarillas ya no podían contener tales cantidades de agua. También algunas
carreteras estaban «temporalmente», como se dijo, intransitables y los campos
de cereales se encontraban totalmente inundados en muchos lugares. Los
meteorólogos de los medios informativos no revelaron a los oyentes y
telespectadores nada de su enorme sorpresa e inquietud. Dieron explicaciones
que indicaron a Zabor la perplejidad absoluta en que estaban sumidos.
Entretanto, las tormentas se sucedían y las lluvias llegaron a interrumpir el
tráfico de trenes y aviones. En algunas partes del país se declaró el estado de
emergencia.
El 6 de junio Zabor fue sorprendido por una delegación de congresistas
norteamericanos que pertenecían a la Comisión de Asuntos Exteriores y

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deseaban seguir desde Munich la efectividad de aquella «guerra del tiempo»,
como ellos la llamaban, desencadenada por un agente desconocido y sobre la
cual la central neoyorquina del Globe les había informado confidencialmente.
Zabor improvisó una conferencia en el rascacielos Arabella en la cual
describió su método en términos generales y mencionó algunas de sus
posibilidades, pero también su peligrosidad para las condiciones de la
atmósfera. A la singular pregunta de un diputado sobre cuándo podría
descubrirse su invento en otros países, lo cual lo invalidaría como amenaza,
Zabor explicó que tal circunstancia podría producirse en cualquier momento.
Entonces los políticos expresaron la opinión de que era preciso emplear esta
«arma ofensiva» inmediatamente y a escala mundial, mientras nadie pudiera
defenderse de ella.
Tenían además preparadas algunas proposiciones concretas, todas las
cuales se reducían a amenazar a determinados Estados enemigos con un
tiempo adverso o a atraerlos con un tiempo ventajoso para ellos. A los países
del sudeste asiático, anegados por las lluvias tropicales, se les ofrecería un
tiempo seco si renunciaban al comunismo y adoptaban formas de democracia
occidental. A algunos Estados sudamericanos demasiado secos se les
ofrecerían lluvias en cuanto hubiesen aceptado determinadas exigencias de
Estados Unidos. La Unión Soviética sería amenazada con una devastación
climática si no se retiraba finalmente de la Europa oriental y devolvía la
autonomía a los Estados ocupados del Pacto de Varsovia. Zabor cortó en seco
estos planes, que le asustaron mucho. Declaró sin ambages que no contaran
con su ayuda para ninguno de ellos. El control del tiempo era para él un acto
encaminado a liberar al ser humano de la dependencia de la naturaleza y no
un instrumento militar de la política mundial. Los diputados sonrieron con
indulgencia y observaron que esto debía dejárselo a ellos, del mismo modo
que ellos no le discutirían su papel científico. Se separaron con cierta
desconfianza mutua.
Mientras los políticos volaban de regreso a Estados Unidos, en la agencia
se multiplicaban los informes catastróficos sobre el país vecino. No quedaba
apenas una ciudad cuyas calles no se hubieran convertido en ríos y canales.
Decenas de miles de familias tuvieron que abandonar sus viviendas de la
planta baja y buscarse alojamientos en pisos más altos. Leipzig recordaba un
poco a Venecia y su tráfico urbano consistía casi exclusivamente en botes.
Las naciones vecinas organizaron medidas de socorro para atender a la
alimentación y la producción de energía. Excepción hecha de algunas
personas ahogadas, nadie había sufrido todavía serios daños, pero el constante

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descenso de la temperatura y la imposibilidad de obtener con la rapidez
suficiente combustible para las viviendas daban a la situación un cariz
extremadamente peligroso. Mientras tanto, los meteorólogos de la RDA se
habían dirigido a colegas de otros países para recibir una explicación del
fenómeno y averiguar cuándo tendría fin. La perplejidad, sin embargo, era
internacional y aparte del pequeño equipo del Globe muniqués, nadie sabía
cuándo terminaría aquel desastre.
Zabor ya casi no dormía por las noches y el 8 de junio resolvió preparar el
final de toda aquella pesadilla.
Cogió su coche y fue a la agencia, irrumpió en el despacho de Gohlke y le
gritó con voz temblorosa su exigencia de poner fin de una vez por todas al
«Proyecto del Agua». Su valor científico era muy escaso y él no quería
prestarse a ninguna operación militar. Gohlke notó el desprecio que le
demostraba Zabor y lo atribuyó más a motivos personales que profesionales.
Cuando Zabor le anunció que ahora desconectaría la Máquina M., Gohlke se
interpuso entre él y la puerta. Zabor intentó apartarle hacia un lado, pero
Gohlke era más atlético y le impidió salir. Trató nuevamente de ablandarle y
convencerle de que la responsabilidad no era suya, sino del Globe, pero Zabor
no se dejó disuadir, gritó a Gohlke que no contribuiría a la desgracia de la
humanidad y se abalanzó sobre su contrincante. Una secretaria que vio la
pelea de los dos hombres, informó por teléfono a dos empleados del Globe.
Gohlke, fuera de sí, golpeó a Zabor en el pecho y le dijo a gritos que estaba
despedido. Sí, se marcharía, vociferó Zabor, pero no antes de haber sellado la
máquina. Llamaron a la puerta y entraron dos empleados. Gohlke y Zabor
estaban frente a frente, mudos y rígidos. El primero ordenó a sus
colaboradores que no permitieran entrar en la agencia a Zabor y éste salió del
edificio del Globe, pálido, trastornado y sin saber que al día siguiente
volverían a llamarle. Su equipo exigiría su regreso a Gohlke, porque sin
Zabor se sentía abrumado por una carga excesiva.
Entretanto, también se había puesto en marcha el «Proyecto Amalfi»,
aunque de modo muy paulatino para someter a examen la nueva máquina.
Como el tiempo de la costa era espléndido, los efectos no se dejaron sentir
hasta más tarde. Sobre la República Democrática Alemana seguía lloviendo
sin interrupción, y no podía vislumbrarse el más pequeño claro. Las
temperaturas se mantenían constantes a cinco grados centígrados. Los
habitantes, empapado^ y tiritando de frío, empezaron a protestar con fuerza
en algunas ciudades porque el suministro de electricidad y el abastecimiento
de víveres se interrumpieron parcialmente. El gobierno de Berlín oriental

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reclamó la ayuda del ejército, que por su parte tenía que luchar como todo el
mundo con las mismas dificultades. Cundió cierta desesperación, porque
nadie sabía cuándo cambiaría este tiempo devastador, tan impropio de la
estación, ni siquiera si cambiaría alguna vez. Surgieron rumores sobre el
empleo de nuevas armas en otros lugares del globo terráqueo. La gente sabía
por instinto que estaba viviendo algo que no tenía precedentes. Empezaron a
alarmarse y el gobierno se esforzó por atribuir a causas naturales la insólita
situación, calificándola de pasajera.

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La destrucción de la Europa Central

Lo que parecía inquietante a casi todos porque presentaba indicios de la


tercera y definitiva guerra mundial, secretamente tan temida, podía ser
explicado por los científicos del Globe de un modo casi racional. Sin
embargo, al margen, sucedió algo nuevo y mucho más temible para lo cual ni
el propio Zabor disponía de ninguna explicación. Pocas horas después de su
furiosa y característica discusión con Gohlke, el aire de Munich empezó a
vibrar… y no sólo allí, sino también sobre todas las regiones de la República
Federal y de los países limítrofes. Era como si el aire fuese cortado en
partículas de un segundo de duración, frenado y dejado nuevamente en
libertad. Parecida a la gigantesca cruz de Malta que divide en la cámara
cinematográfica las señales luminosas, una fuerza actuaba sobre la atmósfera
y la atomizaba en miles de millones de partes.
Para los cien millones de personas que tuvieron que sufrirlo, este
fenómeno fue muy desagradable. Lo sintieron en la piel y en la respiración y
lo percibieron con la vista como un centelleo vertiginoso. A la mañana
siguiente de la riña entre Zabor y Gohlke informaron de ello los periódicos y
también de que los meteorólogos y físicos consultados ~no sabían cómo
explicarlo. El equipo del Globe, que por orden de Gohlke tenía que trabajar
sin Zabor, se enteró por fuentes de la República Democrática Alemana de que
allí se había observado asimismo algo parecido.
El doctor Rittel fue el primero en saber que había otra noticia muy
diferente y no menos electrizante. Se anunció por radio que, paralelamente a
este fenómeno del aire, la terrible lluvia había comenzado a remitir en la
RDA. Del cielo continuaba cayendo agua, pero en cantidades indudablemente
menores. Al mismo tiempo el aire volvió a calentarse y hacia el mediodía del
9 de junio los medios informativos ya hablaban de doce grados centígrados y
más. El doctor Rittel, que volvía a ser la persona más próxima a Zabor y se
sentía obligado a pensar y obrar en su misma línea, sintió una enorme
perplejidad. Mientras la Máquina M. seguía programada para la lluvia, se
enteró por la radio de que los efectos disminuían de hora en hora. Esto y el

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fenómeno del aire dividido en partículas le impulsaron a ir, por la tarde de
este mismo día, al encuentro de Gohlke.
No se sabe nada de la conversación… aparte de que Gohlke llamó a Zabor
por teléfono, se disculpó y le pidió que fuera inmediatamente a la agencia.
Natalie imploró a Zabor que no lo hiciera si quería seguir siendo fiel a sí
mismo; ocurriera lo que ocurriese, sería un error y se lo imputarían a él. No
obstante, Zabor, que había vivido en su jardín el fenómeno del aire y que
llevaba consigo en todo momento una radio portátil a fin de seguir las noticias
de la RDA, no atendió a razones. Se hizo llevar al Globe en taxi, estudió allí
las informaciones de sus colaboradores y volvió en silencio a su despacho. Al
atardecer de este día que pasaría a la historia ya no cabía la menor duda de
que la Máquina M., por los motivos que fuera, ya no estaba en situación de
mantener el «bombardeo» de lluvia sobre la RDA. Las emisoras de radio y
televisión de Berlín Este anunciaron poco después de medianoche que había
dejado de llover. Zabor se resignó.
Quedaba el fenómeno de la vibración del aire acusado el 10 de junio en
todas las partes de Europa central.
Hoy los expertos se inclinan por la sorprendente interpretación de que con
toda probabilidad no sólo Zabor sino también científicos anónimos de los
Estados comunistas, habían desarrollado un método de estimulación del
tiempo. De nuevo parece confirmarse la regla de la duplicidad de sucesos —
que a su vez conduce a la división del mundo en dos partes— protagonizada
en esta ocasión por Zabor. Se supone que los hacedores del tiempo del bloque
oriental se proponían construir en el Harz un observatorio meteorológico
dotado asimismo de dirección electromagnética. Probablemente no contaban
con tantos medios como Zabor y era de suponer que perseguían fines
totalmente distintos pero, en cualquier caso, existen muchos indicios de que
estaban en situación de «matar», o como se llame, un temporal de lluvias. Tal
vez Zabor no había sido el primero en descubrir el secreto de «hacer el
tiempo» y es posible que tampoco fuera el único. Lo cierto es que sus colegas
del Este, quienesquiera que fuesen, no escaparon tampoco de la catástrofe
natural correspondiente.
Después de que cesaran las lluvias en la RDA, ni los experimentos físicos
realizados en la atmósfera mediante la Máquina M. en Munich ni los llevados
a cabo mediante los aparatos instalados en el Harz, fueron suspendidos.
El equipo que rodeaba a Zabor quería volver a demostrar que su método,
cuyo funcionamiento había sido excelente durante más de una semana, podía
continuar alcanzando los efectos deseados. Sus enemigos del otro lado de la

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frontera querían evitar seguramente nuevos diluvios y también ellos dejaron
conectadas sus máquinas del tiempo. Los documentos de estos últimos días
son extraordinariamente escasos porque casi todos resultaron destruidos en el
desastre subsiguiente. El biógrafo se ve obligado a regirse por ciertas
especulaciones: lo que hasta principios del mes de junio había evolucionado
de tal o cual manera, tenía que seguir, por lógica, la misma evolución. Sin
embargo, esta interpolación puede ser errónea en parte y por ello es preciso
admitir que puede tratarse sólo de una tesis.
En cualquier caso, lo ocurrido después del 15 de junio no fue ninguna
tesis. Es difícil resumirlo mejor de como lo hizo el New York Times un año
después: «La filial muniquesa de la firma norteamericana Globe influyó en el
tiempo del centro de Europa durante varias semanas de una forma realmente
sensacional. Lo que la humanidad no había conseguido jamás se convirtió en
realidad: el sol brilló por decreto, llovió en la cantidad ordenada, los vientos
soplaron al gusto del consumidor y las temperaturas subieron o
descendieron… ya no porque así lo quería la naturaleza, sino porque lo
querían algunas personas.
»Estas técnicas fueron dominadas a la perfección en su detalle, pero no así
el fenómeno del tiempo en su conjunto. Quedó demostrado una vez más que
quien es capaz de domesticar una parte de la naturaleza no es ni con mucho
dueño de su totalidad. Al realizar en junio de 1994 algo que no estaba previsto
en los planes de la naturaleza, dichos planes quedaron anulados.
»Esto significó en este caso concreto que el espacio en torno al globo
terráqueo resultó cañado. Su composición y eficacia quedaron perjudicadas,
sobre todo la estratosfera o ionosfera, que debió de sufrir graves daños cuya
consecuencia fue que los rayos solares llegaban a la tierra más directamente y
menos filtrados que antes. Los expertos hablan hoy de un “agujero” en la
atmósfera, aunque pequeño, sobre el centro exacto de Europa. Este cambio
fatídico operado entre la capa protectora y la atmósfera se debió seguramente
a las radiaciones de los aparatos con que se manipuló el tiempo. El sol llegaba
a paisajes y ciudades más directa e intensamente que nunca, ocasionando un
calentamiento local. Se alcanzaron temperaturas jamás medidas en el suelo.
La influencia electromagnética de Zabor provocó al parecer fenómenos de
resonancia que originaron un desequilibrio en las capas altas. El resultado es
conocido: Alemania, partes de Dinamarca, Inglaterra, Holanda, Bélgica,
Luxemburgo, Francia, Suiza, Austria, Checoslovaquia y Polonia ardieron. La
Europa central, la parte más importante del Occidente cristiano, ya no existe.

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Lo que había quedado de la primera y segunda guerras mundiales fue
eliminado por este experimento científico. Sólo Italia tuvo suerte…».
Zabor registró en sus apuntes personales del 11 de junio en Munich una
temperatura de treinta y dos grados centígrados. Por las informaciones
recibidas de la parte oriental de Alemania pudo constatar que allí ocurría lo
mismo. Mientras la Máquina M. tenía que provocar lluvias entre el Harz
oriental y Dresden, en el centro de Europa las temperaturas aumentaban
diariamente un grado centígrado. Cuando Gohlke se enteró de que el encargo
norteamericano ya no podía cumplirse, por los motivos que fuera
(inexplicables para él), y de que por otro lado se producían hechos climáticos
que ni siquiera Zabor sabía explicarse, organizó en la agencia un servicio de
vigilancia permanente. Se reunían a primera hora de la mañana y no se iban
hasta el anochecer, atónitos ante la realidad de que el control del tiempo se
escurría de entre las manos del equipo de manera cada vez más inequívoca.
Al final también Gohlke reconoció que ya había pasado el momento de
preocuparse por aplacar a los clientes defraudados. Ordenó desconectar la
Máquina M. de Munich y el aparato del Heide para consagrarse a la
observación de los cambios atmosféricos. El 18 de junio los termómetros
marcaron en Munich treinta y nueve grados centígrados a la sombra y en las
otras ciudades alemanas sucedía lo mismo. Sólo Estocolmo, París,
Edimburgo, Moscú, Madrid, Milán y otras ciudades más alejadas no
informaban de ninguna anormalidad. Al parecer, un inquietante proceso se
desarrollaba en un círculo cuyos límites las dejaban fuera. El calor sólo fue
temporalmente bien acogido en la damnificada RDA, porque aceleró la
evaporación de las grandes masas de agua.
El 19 de junio el termómetro subió hasta cuarenta grados centígrados, se
inmovilizó durante tres días y alcanzó cuarenta y un grados el día 22. A partir
de entonces fue subiendo continua e implacablemente, como todos tuvieron
ocasión de comprobar, y con «un ritmo de estremecedora exactitud». El sol se
abatía desde un cielo casi desprovisto de nubes sobre los países mencionados,
de un modo sin precedentes en la memoria humana. Al principio parecía
tratarse de un verano anticipado, aunque con temperaturas mucho más
elevadas de lo normal. Pronto, sin embargo, hasta los profanos comprendieron
que ocurría algo demencial y empezó a cundir el miedo.
Ardieron los primeros bosques, la intensa evaporación del agua secó
paulatinamente los manantiales y el caudal de los ríos empezó a disminuir. En
las ciudades de las regiones soleadas el aire era abrasador y sus habitantes
sólo podían permanecer en los espacios sombreados. Las calles se fueron

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vaciando poco a poco y los automóviles desaparecieran. A los lugares de
trabajo acudían a diario menos personas porque no había medios de
trasladarse hasta ellos. El transporte y la venta de víveres se interrumpieran, el
agua de los grifos era cada día más escasa, hasta que empezó a faltar, primero
durante minutos y después durante horas. Una ciudad tras otra dio la alarma
de nivel catastrófico, sin poder defenderse de las consecuencias de las
temperaturas en aumento. Los líquidos inflamables ardían, envolviendo en
llamas casas y calles enteras. Los bomberos y unidades del ejército federal
padecían demasiado los efectos del calor para ser capaces de prestar ayuda.
Centenares de miles de personas enfermaron, murieron las primeras y el
hedor de los cadáveres invadió las ciudades. Se luchaba por doquier para
obtener agua potable, a veces con armas. Grupos de personas desesperadas se
atacaban y mataban entre sí. Los cerebros se resecaron.
El 25 de junio, la temperatura de la zona condenada a muerte había
llegado a los cuarenta y cinco grados centígrados. Una semana antes se
derrumbó también en el Globe el último vestigio de confianza en la propia
capacidad y ya nadie dudó de que habían puesto en marcha algo espantoso.
Zabor, sentado ante su ventana, apático y trastornado, miraba con fijeza el
increíble azul del cielo. Gohlke corría como un loco por el edificio,
telefoneaba a todo el mundo y buscaba una medida contra el incendio
inminente. Cuando preguntó a Zabor si este pavoroso resultado podía ser una
consecuencia de la Máquina M., éste respondió que no existía ninguna otra
explicación. Era probable que hubiesen abierto un «agujero» en la atmósfera,
dañando las capas protectoras, que dejaban así de ofrecer toda resistencia a la
luz solar. Después de esto ya no tuvieron ocasión de hablar más porque los
dos estaban demasiado ocupados en salvar su vida.
Los gobiernos de los países afectados quedaron atónitos, como todo el
mundo, ante esta caótica reacción del tiempo. Como no habían podido
prepararse, no estaban a la altura de la situación. A mediados de junio,
Gohlke fue citado a comparecer en Bonn, donde se había formado de la noche
a la mañana una comisión de representantes de diversos ministerios para
tomar medidas contra el calor y organizar la protección de los ciudadanos en
una acción inmediata. A ningún burócrata se le ocurrió buscar el origen de los
sucesos de Munich en los osados experimentos del Globe sino que, por el
contrario, encargaron precisamente a esta empresa, con la observación de que
el dinero no importaba nada, la creación de un tiempo más fresco por medio
de la Máquina M.

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Gohlke, que había entrado en la sala de sesiones del Ministerio del
Interior lleno de sentimientos angustiosos, no pudo comprender esta absurda
lógica. Había esperado más bien ser detenido que recibir una nueva muestra
de confianza. Con un gesto de impotencia, escuchó las esperanzas de la
comisión gubernamental y regresó en tren a Munich. Por el camino vio
estaciones ferroviarias en llamas y pueblos abandonados. Las vías, ablandadas
por el calor, detuvieron al tren y los viajeros se vieron obligados a continuar
en autobús. El autobús quedó atascado en un tramo de asfalto derretido y tuvo
que ser reemplazado por otro vehículo. El viaje de Bonn a Munich se
prolongó como si vivieran en la Edad Media y Gohlke tuvo la sensación de
que en el transcurso de pocas semanas cuatro siglos de civilización europea
habían vuelto a sus orígenes. Europa central parecía inmersa en la zona más
cálida del ecuador y la vida en general era tan penosa como si en efecto
estuviera situada allí.
Cuando Gohlke llegó por fin a su empresa, exigió a Zabor que pusiera de
nuevo en funcionamiento la Máquina M. e intentara contrarrestar la
catástrofe. A Zabor le costó muchos esfuerzos persuadir a sus desesperados
colaboradores para que se avinieran a ello. Habían perdido la fe en sus
capacidades y no estaban precisamente bien dispuestos hacia Zabor. Al final
elaboraron un programa destinado a crear sólo en el área de Munich unas
horas de humedad y frescor. Representaba, por así decirlo, la mínima medida
posible, tanto en contenido como en espacio y en tiempo. Concentraron la
energía climática del aparato en un único punto. Hasta ahora, los efectos de
semejante experimento se habrían hecho notar en un plazo de dos horas como
máximo. Esta vez, sin embargo, no sucedió nada… al contrario, las
temperaturas de la ciudad habían aumentado a las seis horas de iniciar el
experimento en 0,8 grados centígrados y la humedad del aire había vuelto a
disminuir. Podía ser que la Máquina M. todavía funcionase y pudiese
mantener dentro de ciertos límites la subida de temperatura y la pérdida de
humedad, pero también en esta ocasión hubo que capitular ante fuerzas más
poderosas. Zabor se dio definitivamente por vencido, interrumpió el
experimento y se negó a hablar con nadie. Sus colaboradores abandonaron el
Globe, convencidos de haber ocasionado con su intervención en los últimos
meses un cataclismo de proporciones sobrehumanas. Ya sólo se aferraban a la
idea de salvarse sin dejar rastro.
Gohlke habló otra vez por teléfono con los últimos funcionarios de
servicio en el Ministerio del Interior de Bonn y les comunicó que era
técnicamente imposible para el Globe influir en el calor. Entretanto el

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gobierno había pedido a varios Estados que acogieran a los damnificados
alemanes que por doquier formaban caravanas en un intento de evadirse a los
países vecinos. Sin embargo, la mayoría no llegaban muy lejos, porque
chocaban entre sí incluso en las autopistas más anchas y allí permanecían,
expuestos al calor. Los alemanes del sur buscaban su salvación en el norte, los
alemanes del norte en el sur, los alemanes del oeste en el este y los alemanes
del este en el oeste de Alemania. En las regiones damnificadas de los países
limítrofes la situación era similar, de modo que el centro de Europa parecía
una superficie cubierta por el éxodo mayor y más insensato de la historia. La
catástrofe alcanzó unas proporciones que ya hacían pensar seriamente en el
fin de todos los homínidos. En cambio, los habitantes de los otros continentes
seguían vivos y contemplaban el espectáculo europeo en sus aparatos de
televisión.
Entretanto, las temperaturas centroeuropeas habían rebasado los cincuenta
grados centígrados y seguían subiendo, pero se ignora qué cotas alcanzaron
después. Los numerosos incendios se fueron uniendo, formando poco a poco
conflagraciones cada vez mayores que llegaron a abarcar todas las zonas
afectadas. Al parecer el «agujero» de la atmósfera dejó de agrandarse, porque
se había estabilizado, pero debajo de él Europa se hizo inhabitable. Bajo la
constante radiación solar, los paisajes se convirtieron en desiertos, las ruinas
quemadas de las ciudades se transformaron en montones de polvo y las aguas
se fueron evaporando hasta desaparecer. Se estima que murieron quemados o
de otro modo unos sesenta y cinco millones de personas, tal vez más. El resto
consiguió sobrevivir.
Los países que acogen a los fugitivos sufren también lo suyo bajo esta
oleada de millones de personas sin hogar. Temen, además, que la abertura de
la atmósfera se ensanche, haciendo tambalear el precario equilibrio y
exponiendo al sol superficies de Europa cada vez mayores. En tal caso
también arderían en la mortífera hoguera el oeste de Francia y las Islas
Británicas, España, Italia, Noruega y la Unión Soviética. Hasta ahora parece
que se salvan de este destino. En otros continentes se observan fenómenos
climáticos pasajeros que hacen temer una alteración global del sistema, como
apuntan muchos científicos. No existe, sin embargo, a este respecto ninguna
seguridad convincente. Tampoco sabe nadie si el eje del «agujero» se
desplaza en alguna dirección, posiblemente incluso lejos del globo terráqueo.
Así continúan existiendo los supervivientes, con la angustia que los muertos
ya han dejado a sus espaldas.

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Gohlke consiguió llegar a Estados Unidos en uno de los últimos aviones.
A fin de abrirse camino hasta la cabina tuvo que derribar a varias personas,
apartar a puntapiés a algunos niños y tirar a un ciego por la escalerilla.
También Zabor huyó de su «creación», después de haber reconocido que sería
físicamente destruido por ella. De hecho, Natalie y él se salvaron del infierno
en el último momento. Del mismo modo que sus colegas no fueron nunca
víctimas de la física atómica descubierta y convertida en armas por ellos,
también se salvó Zabor de los pavorosos efectos de la estimulación del
tiempo. Sin embargo, a diferencia de ellos, no tardaría mucho tiempo en ser
más consecuente con la relación entre lo destructivo y lo constructivo de su
obra: el mérito y la culpa.
En la última semana de junio conducía su coche con Natalie y los efectos
más imprescindibles por el Brennero, hacia Italia, sin saber al principio hacia
dónde se dirigiría. Por el camino se acordó de Sicilia y volvió a pensar en
Siracusa y en el palazzo vacío frente a la catedral. Ya había deseado una vez
establecerse allí, en un extremo de la civilización europea, para filosofar sobre
la relación de la naturaleza con el hombre y concebir sus proyectos. Tal vez
sería posible ahora convertir en realidad esta idea. Habría que encontrar al
propietario del edificio, alquilarle varias habitaciones y acondicionarlas para
poder vivir en ellas. ¿No le brindaría esto asimismo la oportunidad de fundar
allí un instituto de meteorología teórica para sus intenciones, con científicos
de diversos países?
Mientras Zabor se dirigía al sur por la Autostrada del Sole, huyendo del
sol, su mente ya elaboraba planes nuevos y menos peligrosos en sustitución
de los antiguos, que habían resultado letales para la vida. A lo que no
renunciaría nunca, resumió para sus adentros, era a la lucha contra la
naturaleza. Una vez más decidió escabullirse de la catástrofe para poder
consagrarse de nuevo a sus ideas originales. ¿Acaso no estaban todos los
progresos vinculados a horribles torturas, no sólo en la política, sino también
en las ciencias naturales? A fin de lograr ventajas para millones de seres
humanos, otros tantos tenían que sufrir los inconvenientes. Zabor no creía, sin
embargo, que la suma de todo el afán de vivir humano permaneciese
constante. Sus planes debían ser legitimados por un éxito definitivo que
condujera a los seres humanos a un nivel más alto de humanidad. ¿No era
indispensable para la consecución de este último éxito intentar una vez más la
creación de nuevos climas para el globo terráqueo?
En Reggio di Calabria, Zabor cruzó el estrecho y, ya en Sicilia, se dirigió
a Siracusa, donde al principio se alojó con Natalie en un hotel. El matemático

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griego Arquímedes también había vivido en esta ciudad basta que fue
asesinado y el poeta alemán Heyse había venido a Siracusa con el único
propósito de morir aquí. Siracusa era para Zabor las antípodas del ruinoso
Emden y tal vez fuera esto lo que le había atraído hasta esta ciudad.
En cualquier caso, su intención de alquilar el palacio vacío no llegó a
realizarse. El propietario, un traficante de armas bastante peculiar, no se avino
a ello en absoluto. No había adquirido el palacio, construido tras el histórico
terremoto de 1693, para entregarlo a un alemán desconocido. Zabor y él
mantuvieron largas conversaciones sobre el auge y la decadencia de ciudades
y Estados, y sobre las leyes naturales que podían ser su causa. Así pues,
Natalie y Zabor continuaron viviendo en su pequeño hotel, paseando por la
ciudad en ruinas y siguiendo las aterradoras noticias sobre los
acontecimientos en Europa central. Zabor sufría al saber lo que había iniciado
contra su voluntad.
El calor había alcanzado en el centro de Europa unos niveles que ya no
podían medirse. Los vientos llevaban muchas veces un aliento sofocante hacia
el este o hacia el norte, según su dirección, y más regiones de la Rusia
occidental y de los países escandinavos tuvieron que ser evacuadas. Satélites
de reconocimiento tomaban fotografías en las que ya no aparecía otra cosa
que superficies totalmente aplanadas y atomizadas. Los espectrogramas sólo
recogían residuos quemados. En Japón, una conferencia internacional
convocada en agosto de 1995 con asombrosa celeridad, trató de la
interpretación de los acontecimientos y tomó medidas preventivas para todos
los países no afectados. Zabor reconoció que todo había concluido para él
desde que el nombre del Globe quedara desprestigiado en todo el mundo.
El 3 de septiembre de 1994 escribió en Siracusa una carta dirigida al
presidente de los Estados Unidos en Washington y al secretario general del
KPDSU en Moscú. La llamó el «Testamento de Siracusa» y en ella decía,
entre otras cosas: «Los diez grados de la desgracia son los siguientes y
muchos grandes naturalistas del siglo XX los padecen:

1. Ser ambicioso y, desgraciadamente, dotado.


2. Estudiar precisamente una profesión tecnológica que más tarde
ocasione estragos increíbles.
3. No contentarse con los conocimientos teóricos adquiridos, sino
empeñarse en llevarlos a la práctica.
4. Iniciar a otros técnicos porque son necesarios para la realización del
proyecto y depender en cierto modo de ellos.
5. Inventar algo que realmente funcione.

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6. Y que inmediatamente se convierta en una mercancía que atraiga como
lobos a los comerciantes.
7. Permitir que no sólo la codicia económica, sino también la ambición
militar derribe las últimas barreras morales.
8. Carecer de cualquier posibilidad jurídica o fáctica para detener el
abuso del invento tecnológico.
9. No encontrar a nadie que se sienta responsable de los efectos
destructores.
10. No poder evitar la catástrofe.

Hasta el punto dos o tres fui quizá todavía dueño de la situación. Después
me faltó la sensibilidad filosófica para reconocer el abismo al que me he
precipitado junto con otros. Este siglo, que a mí me parece de mal gusto,
corrompido y aficionado a jugar con los extremos, nos arrastra de este modo
al vacío. Lo abandono voluntariamente. Yan Zabor».
El traficante de armas del palazzo apetecido había regalado a Zabor como
compensación un pequeño revólver. Zabor se lo puso en el bolsillo, se dirigió
al palazzo y se mató de un tiro. Natalie le enterró en una tumba anónima en
un cementerio del nordeste de Sicilia.

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Contemporáneos sobre Zabor

«El hecho de que fuera un profeta y a la vez un técnico capaz de convertir las
profecías en realidad, resultó fatídico para él y para muchos otros».

Francis McIntosh,
comentarista de la radio australiana (1994)

«Aunque Zabor no era un meteorólogo, casi consiguió hacer de la influencia


sobre el tiempo, hasta ahora una artesanía bastante primitiva, un arte
fascinante. Sin embargo, la naturaleza, a la que pretendía dominar por
completo, se le escabulló de las manos, demostrando una vez más ser la más
fuerte y vengándose de los hombres. En una época en que los pueblos temen
la destrucción por las armas atómicas, la desgracia les llegó desde un flanco
muy diferente del que suponían. Por otra parte, es interesante ver que también
aquí el dinero, léase la codicia humana, fue una de las causas de la catástrofe
natural».

Carl Feuerstein, Vierta (1995)

«En el fondo, Zabor sólo quería una cosa: la celebridad. Como todos los que
caen en esta funesta trampa, no tardó en hacer un descubrimiento terrible para
él: Dios distribuyó más o menos la fama hace mucho tiempo. La historia ya
está llena de mujeres y hombres célebres. Quien quiere llamar la atención con
sus vistosas obras, tiene que hacer algo extraordinario y, por desgracia, parece
ser que esto se consigue más bien con lo destructivo y demoníaco que con la
humildad cristiana. El camino de Zabor estaba, pues, trazado. Alcanzó una
celebridad pasajera, pero sólo al precio fatal del pecado».

Cardenal Boccini, Roma (1995)

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«Como todos los grandes físicos, desde Galileo a Einstein, Zabor también era
en última instancia un autodidacta. Lo realmente nuevo y original de su
invento surgió sólo de su curiosidad y fantasía. Naturalmente, era importante
saber que los conocimientos generales de la meteorología no eran apropiados
para conjurar el tiempo artificial. Era además indispensable estar versado en
los conocimientos actuales de la física y ciencias afines. La Idea fulminante,
sin embargo, no podía prestarla la meteorología ni la física general o
especializada. Alguien debía descubrirla en sí mismo y el hecho de que fuera
Zabor sólo se debió a la casualidad… o a un capricho de la naturaleza, uno de
los caprichos de los que Zabor quería privarla».

Salahattin Demirkan,
física, Ankara (1996)

«Este maldito Zabor tendría que haber sido fulminado a tiempo por uno de los
rayos que sabía conjurar de la nada».

Eugeri François, Secretario General de la ONU,


Nueva York (1994)

«Después de la catástrofe centroeuropea sigue siendo válido: el hombre que


ha caído en un pantano con ayuda de la técnica, sólo puede salir de él con
ayuda de la técnica (o, más exactamente, de una supertécnica). Esto lo supo
antes que otros el físico alemán Yan Zabor, quien intentó demostrar con el
tiempo que semejante afirmación no tiene nada de demoníaco, sino que, por
el contrarío, puede realizarse con alegría. Fracasó, es cierto, pero el problema
continúa existiendo y no hay otra solución que la representada por Zabor».

Ernestine Clement,
historiadora, Burdeos (1996)

«Zabor era un hombre modesto y afable, ajeno a todo lo extremado y


excéntrico. Su rostro tenía el ascetismo de un auténtico monje, su talante era
reflexivo y su voz, suave y atrayente. Nunca tuvo conciencia de que
determinadas mujeres, sobre todo las intelectuales, se sentían atraídas hacia

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él. Quien no le conocía, podía tomarle por un profesor de religión sin trabajo.
Por muy paradójico que pueda parecer, la física era lo que menos le
interesaba en el fondo. Era un artista de la filosofía aplicada, si es que existe
tal cosa. Le gustaba interferir en los fenómenos de la naturaleza porque creía
poder mejorar con ello la situación humana. Jamás quiso hacer daño a nadie;
por el contrario, su intención era ayudarnos a todos. Si hubiera sabido las
consecuencias de su invento, se habría quitado la vida antes de sus trágicos
experimentos».

Lorenz Otter, abogado, Brasilia (1994)

«En una conversación con él hice la observación de que no todo lo


técnicamente factible tenía que ser realizado. Zabor replicó que sí, porque
sólo después de su realización puede concluirse el sentido o la falta de sentido
de lo técnicamente posible. En tal caso, respondí, habría que probar las más
nuevas armas atómicas o bioquímicas. Exactamente, fue la respuesta de
Zabor. Sólo así reconocería la humanidad —por desgracia, fanática— el
carácter suicida de su producción. Que el momento de la revelación sea el
momento de la muerte… es una antigua fatalidad humana. Después de esta
respuesta, Zabor continuó siendo un enigma para mí».

Natalie Gutmann, Roma (1996)

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DIETER EISFELD (Emden, Baja Sajonia, 1934 - Hannover, 2018) fue un
abogado, urbanista, autor de no ficción y escritor alemán.
Comenzó a estudiar derecho, sociología y literatura en la universidad de
Göttingen y en la de Colonia tras terminar el bachillerato.
Desde mediados de los años 70, Eisfeld trabajó en Hannover como jefe de la
oficina de administración de edificios, y de 1988 a 1996 supervisó los trabajos
preparatorios de la Exposición Universal 2000, de la que se le considera uno
de los padres. Entre otras cosas, proyectó la urbanización Kronsberg que se
construiría en el Kronsberg. Sin embargo, no pudo lograr su objetivo de una
“Expo de un tipo completamente nuevo” que estableciera estándares
ecológicos mundiales.
Desde 1986 escribió obras de no ficción y novelas. Se dio a conocer en
Alemania sobre todo con publicaciones sobre la sociedad urbana moderna y,
más tarde, con la novela Das Loch (El agujero), la que el hannoveriano por
elección “puso un monumento a la capital de Baja Sajonia” A principios de la
década de 1990, Eisfeld vivía en la Gartenhofsiedlung, en el barrio de
Marienwerder de Hannover.

Página 147
Notas

Página 148
[1] Guisado de cerdo. (N. del T.) <<

Página 149
[2] Hahn significa gallo en alemán. (N. del T.) <<

Página 150
[3] Elend equivale a desgracia. (N. del T.) <<

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