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I M AGI NARI OS

Y RE P R E SE N TACI O N E S
D E ESPAÑ A D U R A NT E
EL FR ANQU I S M O
ESTUDIOS REUNIDOS POR
STÉPHANE MICHONNEAU Y XOSÉ M. NÚÑEZ SEIXAS
COLLECTION DE LA CASA DE VELÁZQUEZ
COLLECTION DE LA CASA DE VELÁZQUEZ
VOLUME 142

IMAGINARIOS
Y REPRESENTACIONES
DE ESPAÑA DURANTE
EL FRANQUISMO
ESTUDIOS REUNIDOS POR STÉPHANE MICHONNEAU
Y XOSÉ M. NÚÑEZ SEIXAS

MADRID 2014
Directeur des publications : Michel Bertrand
Responsable du service des publications : Catherine Aubert
Secrétariat d’édition et mise en pages : Sakina Missoum
Couverture : Olivier Delubac
Maquette originale de couverture : Manigua

En cubierta: Manifestación de apoyo a Franco, Madrid, 1 de octubre de 1975 (© EFE/lafototeca.com)

Obra publicada con la participación del Proyecto de Investigación «Imaginarios nacionalistas


e identidad nacional española en el siglo xx», financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación
(HAR2008-06252-C02-01).

ISBN : 978-84-96820-65-6. ISSN : 1132-7340


© Casa de Velázquez 2014 pour la présente édition

Casa de Velázquez, c/ de Paul Guinard, 3. Ciudad Universitaria 28040 Madrid España


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ÍNDICE

Introducción de Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas


Imaginar España durante el franquismo 1

Zira Box
Símbolos eternos de España.
El proceso de institucionalización de la bandera y el himno
en el franquismo 7

Stéphane Michonneau
Ruinas de guerra e imaginario nacional
bajo el franquismo 25

Inmaculada Blasco Herranz


Género y nación durante el franquismo 49

David Marcilhacy
La Hispanidad bajo el franquismo.
El americanismo al servicio de un proyecto nacionalista 73

Gonzalo Álvarez Chillida


Epígono de la Hispanidad.
La españolización de la colonia de Guinea
durante el primer franquismo 103

Xosé M. Núñez Seixas


La región y lo local en el primer franquismo 127
VIII índice

Fernando Molina Aparicio


Afinidades electivas.
Franquismo e identidad vasca, 1936-1970 155

Vicente Sánchez-Biosca
El NO-DO y la eficacia del nacionalismo banal 177

Alejandro Quiroga Fernández de Soto


«Más deporte y menos latín».
Fútbol e identidades nacionales durante el franquismo 197

Silvina Schammah Gesser


Museos, etnología y folclor(ismo)
en el Madrid franquista. Sobre precariedad, rupturas
y continuidades de un proyecto inacabado 221

Bibliografía 243

Índice de nombres 279


introducción

IMAGINAR ESPAÑA DURANTE EL FRANQUISMO

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas


EHEHI-Casa de Velázquez, Madrid – Ludwig-Maximilians-Universität, Múnich

Este libro se sitúa en la encrucijada de dos temas que son objeto de reno-
vada atención historiográfica desde principios del siglo xxi. Por un lado, las
investigaciones sobre el nacionalismo español, en sus variadas formas, desde
el siglo xix, y la conformación de la identidad nacional española en la Edad
Contemporánea, tanto de sus éxitos como de sus limitaciones. Por otro lado,
el creciente interés historiográfico sobre el franquismo, sus dinámicas sociales,
políticas y, no menos importante, culturales y simbólicas.
La historiografía sobre el nacionalismo español, y la identidad nacional
española en general, ha conocido un fuerte resurgir desde los años noventa
del siglo xx, una vez superada la presunción de que el nacionalismo español
no existía, se había diluido desde el franquismo, o simplemente no era equi-
parable tipológicamente a un nacionalismo, sino identificable con una forma
de patriotismo cívico inmune al virus esencialista, y por tanto incuestionable
en su propia y tautológica autosuficiencia. Contra esta presunción tan simple
como extendida, según la cual, además, el nacionalismo español no sería sino
una obsesión de los «otros» nacionalistas, los subestatales, ha reaccionado una
buena parte de historiadores e historiadoras, muchos de ellos provenientes de
la «periferia» y con un bagaje previo de estudio de los nacionalismos subesta-
tales, que habían llegado a la conclusión de que, si faltaba una pieza del puzle
para la comprensión de las identidades nacionales en la España contemporánea,
aquélla era el nacionalismo español. A lo largo de la década de 1990, una serie
de vivos debates intelectuales han animado las aguas de la comunidad científica,
con el objeto de comprender la naturaleza de la articulación de las identidades
nacionales dentro del territorio español desde finales del siglo xix, en parti-
cular la relación, dialéctica pero también interactiva, entre los nacionalismos
subestatales y el nacionalismo español. Para algunos autores, el surgimiento de
los primeros se relacionaba con el reforzamiento del nacionalismo de Estado
a lo largo del siglo xix. Para otros, la fuerza de los nacionalismos «periféricos»
respondía a la debilidad previa del proceso de nacionalización español durante
el siglo xix, lo que habría facilitado que, tras la crisis finisecular de 1898, en
algunas áreas donde se conjugaban intereses políticos y sociales divergentes, el

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 1-6.
2 introducción

peso de una etnicidad diferencial y no asimilada por la acción nacionalizadora


del Estado, y un incipiente proceso de modernización económica, surgiesen
nacionalismos alternativos, que a lo largo del primer tercio del siglo xx incre-
mentarían sus apoyos sociales y pondrían en marcha procesos de construcción
nacional alternativa. Mientras que para algunos los nacionalismos subestatales
surgían como una reacción, para otros emergían como una suerte de conse-
cuencia casi inevitable de las insuficiencias del nacionalismo español1.
Si al principio la discusión se basó en presupuestos teóricos más que
empíricos, y en una visión un tanto lineal y esquemática de los procesos de
nacionalización, cayendo además de forma implícita en el eterno mito de la
«excepcionalidad» hispánica dentro del contexto europeo —de la que la exis-
tencia de nacionalismos subestatales con fuerza creciente hasta 1936 sería un
corolario, que se unía a una industrialización «fracasada» y a un proceso de
modernización política y democratización también fallidos—, desde la primera
década del siglo xx han proliferado los estudios con base empírica. Estos últi-
mos que han abordado temas tan diversos como la construcción intelectual del
discurso nacionalista español desde la revolución liberal, la evolución de las
políticas públicas de nacionalización o el papel de las identidades subestatales
de distinto nivel —local, regional, comarcal— en la articulación de una identi-
dad nacional. La cuestión central de los debates residía ahora en determinar cuál
era el grado de implantación de la identidad nacional en la España contemporá-
nea, qué papel había jugado el Estado para actuar de constructor y difusor de esa
identidad, y cuál había sido la respuesta desde abajo de los diversos agentes de la
sociedad civil a esas iniciativas, así como su capacidad para generar propuestas
identitarias más o menos autónomas. Esas reflexiones llevaron a la historiogra-
fía, española y extranjera, a lanzarse al análisis del que hasta finales de la década
de 1990 había sido el gran protagonista desconocido de la cuestión nacional
en España: el nacionalismo español. La publicación en 2001 del libro de José
Álvarez Junco Mater Dolorosa marcó en ese sentido un claro punto de inflexión.
Y desde una concentración inicial en el período de construcción de la nación
y el nacionalismo liberal, el siglo xix, la mirada de los historiadores se ha ido
desplazando hacia el siglo xx, abordando igualmente nuevos campos temáticos,
al compás de la evolución de los estudios sobre el nacionalismo en particular, y
de la historiografía en general. De un interés primordial por la historia política y
de las ideologías, se pasó a una concentración en los estudios sobre los procesos
de nacionalización desde diversas perspectivas, buscando de entrada el papel del
Estado, y más tarde el de la sociedad civil. Y, finalmente, llegando a la ampliación
de esa perspectiva desde la historia cultural, abordando la construcción de los
imaginarios simbólicos y culturales del nacionalismo español2.

1
Véase, para la evolución del balance historiográfico, X. M. Núñez Seixas, «Los oasis en el
desierto» y F. Molina Aparicio, «Modernidad e identidad nacional».
2
Sin ser exhaustivos, véase para una perspectiva historiográfica S. Jacobson, «“The Head and
Heart of Spain”»; J. Moreno Luzón, «Introducción: el fin de la melancolía»; X. M. Núñez Seixas,
«De impuras naciones»; M. Cabo Villaverde y F. Molina, «An Inconvenient Nation».
imaginar españa durante el franquismo 3

Por un lado, desde la historiografía se ha abierto un nuevo campo de investiga-


ción, ahora fundamentada en análisis empíricos, desde principios de la década de
1990: el franquismo. Se podría pensar que durante los tres lustros anteriores se había
ido asentando la necesaria distancia cronológica para poder volcarse al fin sobre ese
período y proceder a su historización. En realidad, y como ya había ocurrido en
otros casos europeos, la historiografía española cedía a las sirenas de la Historia del
Presente al explorar períodos aún muy recientes y cuyo eco no dejaba de resonar
en la actualidad. Sin duda, las circunstancias de la transición democrática también
influyeron en las modalidades específicas de la mirada curiosa del historiador, en la
medida en que la comunidad historiográfica también pasó a interrogarse sobre las
condiciones en que se había construido la democracia española, la naturaleza polí-
tica e ideológica del régimen, en particular durante su primera y más «fascistizada»
etapa, y los mecanismos de coerción y represión, pero también de construcción de
consentimiento social, que contribuyeron a la longevidad del franquismo.
Combinando en parte ambas preocupaciones temáticas, este libro trata sobre la
construcción de los símbolos y los imaginarios de la nación y la identidad nacional
española durante el franquismo, con atención particular, aunque no exclusiva, a su
primera fase. Como es bien conocido, el surgimiento de los regímenes autoritarios,
fascistas o fascistizados en el período de entreguerras estuvo basado en una hiper-
trofia o una exaltación del nacionalismo, cuando no un nacionalismo palingenésico,
que aspiraba a sintetizar un nuevo principio de la nación. Heredaron motivos y
símbolos preexistentes de los nacionalismos liberales y conservadores que les pre-
cedieron, pero también añadieron elementos nuevos. El nacionalcatolicismo o el
nacionalsocialismo son dos buenos ejemplos. Empero, tratándose de un senti-
miento y un imaginario construido desde los inicios de la Edad Contemporánea,
con varios rasgos que se retrotraen hasta la Edad Moderna, cabe preguntarse por los
elementos que son propiamente específicos en el caso de la relación entre el imagi-
nario nacional(ista) y las dictaduras autoritarias o de derecha.
La respuesta que esta obra intenta aportar es triple.
— En el plano de los contenidos, el franquismo supone una revisión de
un legado que había sido construido con anterioridad, modificándolo y
aportándole nuevas valencias, que ahora fueron, eso sí, sometidas a una
canónica reinterpretación. Es decir, que la nación española, vivida como
una realidad superior e incuestionable, no fue objeto de disputa abierta
en la vida política. No sólo se trataba de la reducción al silencio y a la
clandestinidad de los nacionalismos subestatales, y por tanto del juego de
interinfluencias y oposiciones que se produjeron entre ellos y el españo-
lismo. La nación española deja de ser un objeto de disputa visible entre
interpretaciones monárquicas y republicanas, pues el franquismo, al nacio-
nalizar y adaptar varios de los símbolos de la monarquía y su concepto
de nación, impuso su propia visión de esos símbolos, síntesis en buena
medida de la corriente católica y del ultranacionalismo falangista3.

3
Véase I. Saz Campos, España contra España y Z. Box, España, año cero.
4 introducción

— En segundo lugar, el franquismo explotó de forma consciente, en


consonancia con la concepción fascista de espectáculo, la capacidad
de generar emociones colectivas en la población mediante la organi-
zación de rituales y conmemoraciones masivas, cuyo leitmotiv era ante
todo la exaltación de la nación y del imperio, asociados a la fe católica
y al carisma del Caudillo. Para ello, el franquismo culminó la labor de
modernización de las vías de expresión del imaginario nacionalista,
ampliando sus soportes y vehículos y adaptándolos a las nuevas necesi-
dades de la sociedad de masas, poniendo al servicio del nacionalismo la
radio, la televisión o el cine, contribuyendo además a expandir y codi-
ficar de forma más rápida y eficaz un imaginario cultural más o menos
uniforme y hegemónico para su propio proyecto de nación. No obstante,
al masificar sus modalidades de expresión y al despolitizar —sólo en apa-
riencia— varios de sus contenidos, la Dictadura contribuyó a diluir el
contenido propiamente político de todo nacionalismo, que sólo retornó
con fuerza en los años finales del régimen, pero asociado ahora, bien a la
capacidad reivindicativa y democratizadora de los nacionalismos subes-
tatales, bien a la reacción nostálgica de los defensores del régimen y sus
símbolos, en búsqueda de un futuro para el pasado.
— El franquismo no siempre cultivó esta opción culturalista. Durante
las primeras décadas del régimen predominó una lectura excluyente de la
nación política, combinándose con algunos matices en las modalidades de
construcción cultural que también muestran cómo el franquismo intentó,
dentro de los estrechos límites de su corsé ideológico, modular las identi-
dades colectivas de distinto alcance con vistas a conseguir un mayor apoyo
activo, o al menos un consentimiento social que garantizase su longevidad.
Desde los años sesenta, se impuso el Spain is different en la sociedad de con-
sumo y en los símbolos producidos para ella, contribuyendo a refolclorizar
España de un modo casi caricaturesco para los turistas extranjeros, pero
también a ojos de los propios españoles. Esta fue igualmente una razón
por la que el nacionalismo español, deslegitimadas u olvidadas en el exi-
lio sus variantes democráticas y republicanas, vio reforzadas su asociación
semántica y simbólica con el régimen franquista, así como su reducción a
un tipismo premoderno y, en apariencia, poco atractivo para las genera-
ciones que habrían de protagonizar la transición democrática. Mientras
que florecían los imaginarios nacionales catalán, vasco o gallego, el senti-
miento nacional español se habría convertido en una identidad oculta, si
no vergonzante, para amplios sectores de la población que, sin embargo,
no se sentían otra cosa que españoles. Habría que esperar a comienzos de
la década de 1990 para asistir al resurgimiento con fuerza de un imagina-
rio nacional en parte renovado, relegitimado y que pugnaba por sacudirse
las rémoras y connotaciones de un pasado, cuando no de un estigma, que
asociaba símbolos y mitos nacionales españoles a una connotación auto-
ritaria. No es casual que el interés manifestado por la historiografía por la
imaginar españa durante el franquismo 5

evolución y las manifestaciones del nacionalismo español haya coincidido


con el retorno o, cuando menos, la nueva visibilidad que ha adquirido el
propio españolismo en la vida política del país.

Desde principios del siglo xxi se ha asistido a un proceso de revisión crítica


de los motivos, temas, imágenes y símbolos más característicos del naciona-
lismo español, estableciéndose una mayor distancia crítica con respecto a los
enfoques normativos, fuesen para mostrar adhesión a la identidad nacional
española en combate con los nacionalismos periféricos, fuesen para clasificar
de forma apriorística toda manifestación de españolismo como reaccionaria
o profranquista. Por el contrario, este volumen surge de la corriente crítica
que considera que la historia del nacionalismo español no constituye un relato
lineal, sino que abarca múltiples facetas y fases distintas, en la medida en que
existió no una, sino muy diversas maneras de codificar y expresar la identidad
nacional española, y distintas variantes del nacionalismo que la encarna4. Esta
es la razón por la que esta obra, sin aspirar a ser definitiva, selecciona una serie
de elementos que ilustran realidades políticas y culturales acerca de la cons-
trucción de los imaginarios nacionalistas en el franquismo, y que son facetas
de un fenómeno por fuerza complejo y contradictorio: lugares de memoria,
símbolos, acontecimientos y motivos clave.
Los artículos aquí reunidos no pretenden ofrecer una panorámica exhaustiva
de la diversidad de lugares de memoria, símbolos y elementos del imaginario
nacionalista español durante la época franquista en sentido amplio. Pero sí pue-
den ofrecer una muestra suficientemente representativa. Junto a los que podemos
considerar símbolos clásicos, como la bandera y el himno, cuyo establecimiento y
fijación durante la Guerra Civil y primeros años cuarenta es tratada por Zira Box,
se sitúan elementos igualmente provenientes del período anterior al conflicto de
1936-1939, como la nostalgia y la proyección presentista del imperio ultramarino
perdido, pero recreado a través del discurso y del mito de la Hispanidad, como
bien analiza David Marcilhacy. También, sin embargo, existía un nuevo imperio
de sustitución, aunque reducido: el imperio africano, en particular Guinea Ecua-
torial, que fue objeto de una renovada atención nacionalizadora por parte del
franquismo, que siguió en ello un patrón de asimilación colonial no muy distinto
del empleado por sus vecinos (Francia o Portugal) en sus respectivos imperios
africanos, según analiza Gonzalo Álvarez Chillida.
Los nuevos instrumentos de nacionalización de masas también fueron utili-
zados con profusión por el régimen, fuese en el cine, a través de los Noticiarios
y Documentales o NO-DO, según muestra Vicente Sánchez-Biosca, o fuese en el
deporte de masas, en particular el fútbol, devenido en vehículo de propaganda
de los valores del franquismo, pero también de renacionalización como analiza
Alejandro Quiroga Fernández de Soto. Incluso las ruinas heredadas de la Guerra
Civil, como muestra Stéphane Michonneau, fueron redefinidas como lugares
4
Véase, por ejemplo, I. Saz y F. Archilés (eds.), La nación de los españoles, así como J. Moreno
Luzón y X. M. Núñez Seixas, Ser españoles.
6 introducción

de memoria del sacrificio, advertencia de la victoria de la parte «auténtica» de la


nación contra la «anti-España», y al mismo tiempo como resurrección del con-
junto de la comunidad nacional. Las representaciones discursivas e iconográficas
de género fueron resemantizadas y puestas al servicio de la narrativa nacionalista
del franquismo, según demuestra Inmaculada Blasco Herranz. Y la pluralidad
territorial, empezando por el papel de las identidades subnacionales o subestatales,
jugó igualmente en el lado del franquismo, que las utilizó de forma moderada-
mente proactiva para tratar de fundamentar con una base más orgánica su propio
concepto de nación. En ello, las valencias que adquirió el concepto de región y
la revalorización, en clave folclorista e historiográfica, del ámbito local fueron
igualmente variadas y encerraban algunas de las contradicciones del discurso
franquista. Así lo muestran desde distintas perspectivas en sus contribuciones
tanto Fernando Molina Aparicio, al abordar desde una perspectiva crítica el papel
de la identidad vasca en la construcción del imaginario nacional del franquismo,
como Xosé M. Núñez Seixas, al tratar del uso por parte del régimen de un limi-
tado regionalismo cultural y simbólico, así como Silvina Schammah-Gesser, quien
describe la evolución —o el estancamiento— de la investigación etnográfica y
antropológica durante las décadas posteriores a la Guerra Civil.
Se trata, pues, de un conjunto heterogéneo de artículos, que sin embargo
presentan algunos puntos en común: mostrar las continuidades de fondo entre
varios de los motivos, imaginarios y símbolos del nacionalismo español de pre-
guerra y de la posguerra, pero también las mutaciones y nuevos significados que
a varios de esos símbolos otorgó el franquismo, contemplándolo desde la óptica
de la Historia Cultural de la política en sentido amplio. El imperio, los símbolos
formales, las identidades étnicas, locales y regionales, los mecanismos de nacio-
nalización de masas formales e informales, el género y las ruinas de la guerra
ofrecen así una serie de flashes en una materia que cada vez es más transitada
por la historiografía contemporaneísta. Y que quiere añadir, en tiempos de tri-
bulación y de reafirmación identitaria, una nota de distanciamiento académico
en el debate sobre la nación y las naciones de los españoles.
El presente libro surge como uno de los varios productos del proyecto de
investigación coordinado «Imaginarios nacionalistas e identidad nacional
española en el siglo xx» (HAR 2008-06252-C0201/02), dirigido desde la Uni-
versidade de Santiago de Compostela por Xosé M. Núñez Seixas y desde la
Universidad Complutense de Madrid por Javier Moreno Luzón. Varios de los
textos aquí reunidos fueron discutidos en los coloquios celebrados en Santiago
de Compostela, con la colaboración de la Casa de Velázquez y el Consello da
Cultura Galega, los días 26 y 27 de noviembre de 2009, y en Madrid, con la coo-
peración de la Residencia de Estudiantes, los días 19 y 20 de septiembre de 2011,
y se han beneficiado en buena medida de las críticas y aportaciones de los asis-
tentes. Al interés y buena acogida de la Casa de Velázquez a la propuesta inicial
de publicación se debe igualmente que hoy podamos presentar estos resultados
a la atención de la comunidad científica y del público lector en general.
SÍMBOLOS ETERNOS DE ESPAÑA
el proceso de institucionalización de la bandera
y el himno en el franquismo

Zira Box
Universitat de València

Dando constancia de lo que podía suponer para cualquier observador presen-


ciar las ciudades españolas sublevadas en julio de 1936, el escritor falangista Rafael
García Serrano pormenorizaba el compacto panorama de uniformes y colores
en el que se había convertido el Burgos insurgente. Por las calles de la que sería
la capital de la España franquista durante la guerra, desfilaban entremezcladas
durante el verano de 1936 las camisas azules de los fascistas españoles, las gue-
rreras caqui, las boinas rojas de los requetés carlistas, alguna que otra boina verde
de los pertenecientes al partido monárquico de Renovación Española y hasta
camisas celestes del minoritario grupo de los legionarios del doctor Albiñana1.
Era la España «multiformada», según la expresión utilizada con dudoso humor
por Eugenio d’Ors, una multiformización que describía cómo la España rebelde
levantada en armas contra el Gobierno republicano se militarizaba a través de la
utilización de una heterogénea profusión de símbolos y emblemas2.
En realidad, la disparidad y multiplicidad de las muestras externas iba a ser
una constante a lo largo de las primeras semanas de la guerra. En aquellas ciu-
dades fuertemente movilizadas y, según la expresión de Francisco de Cossío3,
convertidas en hervideros humanos tras el golpe de Estado y el consecuente
comienzo bélico, la sobredosis simbólica y su heterogénea utilización iba a afec-
tar a otros muchos registros. Así, por ejemplo, la diversidad de himnos y cantos,
de banderas, gritos y consignas, o de emblemas y símbolos, iba a impregnar
el compacto espacio público de la España «nacional» que inauguraba el negro
período de la guerra.
A lo largo de los meses siguientes, la caótica efervescencia simbólica del
verano de 1936 fue adquiriendo un cierto orden y sistematización. Una vez que
quedó claro que la guerra sería larga, el Estado campamental franquista —según
lo denominó Ramón Serrano Súñer— inició el proceso de su propia definición,

1
Según afirmaba Rafael García Serrano en La gran esperanza (citado en L. Castro, Capital de
la Cruzada, p. 146).
2
R. Serrano Suñer, Entre Hendaya y Gibraltar, pp. 20-21.
3
La expresión de F. de Cossío pertenece a su prólogo al libro del general A. Sagardía Ramos,
Del Alto Ebro a las fuentes del Llobregat, p. 13.

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 7-23.
8 zira box

estructuración y consolidación en el poder, incluyendo en él la organización y


legislación de su dimensión simbólica4. No obstante, el tiempo terminaría con-
firmando que algunas de las evidencias que habían quedado claras durante las
primeras semanas posteriores al alzamiento militar iban a perpetuarse dentro
del nuevo régimen franquista. Una de ellas era, precisamente, la heterogeneidad
mostrada en lo relativo a los símbolos, una heterogeneidad que, en este caso,
venía dada por la propia disparidad de grupos que coincidían en la cita golpista
del 18 de julio y posterior formación del Movimiento Nacional. Así lo había
señalado con lucidez el monárquico alfonsino José Ignacio Escobar, marqués de
Valdeiglesias, relatando cómo la batalla por los signos y emblemas en los albores
de la lucha había sido la primera manifestación de una discordia que terminaría
siendo endémica en la futura Dictadura: las pugnas por significar positivamente
al Movimiento y posterior régimen político5. De la variedad inicial —una coin-
cidencia de sectores políticos con escasos puntos ideológicos en común, salvo la
determinación de que de derribar al Gobierno del Frente Popular dependía la
salvación de España— se iba a derivar, efectivamente, una característica defini-
toria del franquismo hasta el final: la problemática convivencia interna de sus
llamadas «familias», los enfrentamientos por la determinación política del régi-
men y la capacidad caudillista de imponer el camino por el que, más allá de los
deseos de sus componentes, habría de caminar éste.
El argumento que se desarrolla aquí parte de la constatación anterior para
centrarse en el proceso de institucionalización de dos de los símbolos nacionales
clave —bandera e himno— durante el inicio del régimen franquista. Es decir,
parte de la evidencia de una pluralidad simbólica de telas y cantos pertenecien-
tes a los diferentes grupos políticos que se movilizaban en julio de 1936 para
incidir en el desarrollo de unificación y consecución de un consenso en torno
a la bandera roja y gualda y a la Marcha Granadera. No obstante, la tesis que
estructura estas páginas subraya que, en lugar de conseguir esta aquiescencia de
forma espontánea, la asunción de los emblemas tuvo que forzarse, las estrategias
oficiales debieron destinarse a construir una aprobación en torno a ellos, y el
sentido y la significación que se les asoció necesitó de manipulaciones y ajustes
semánticos. El resultado final fue claro: la bicolor y la Marcha, ambos de vida
longeva y larga tradición, no sólo representarían a la España franquista durante
sus casi cuatro décadas de permanencia en el poder, sino que sobrevivirían a
la muerte del dictador para formar parte de la joven monarquía española. En
cualquier caso, antes de que su oficialización resultase un hecho y se aceptase de
forma general, hubo que superar escollos, reducir dificultades, y hacer frente al
descontento y a los enfrentamientos protagonizados por algunos de los sectores
ideológicos del régimen. Las siguientes páginas están dedicadas a analizar este
proceso de institucionalización de la bandera y del himno durante el inicio del
franquismo y a desgranar los problemas que resultaron inherentes a él.

4
Una visión de conjunto de la construcción simbólica franquista durante el período fundacional
en Z. Box, España, Año Cero. Véase también X. M. Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor!, pp. 320-327.
5
J. I. Escobar y Kirkpatrick, Así empezó, pp. 44-45.
símbolos eternos de españa 9

DE LA HETEROGENEIDAD SIMBÓLICA
A LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LOS SÍMBOLOS NACIONALES

A finales de agosto de 1936, se firmaba desde la Junta de Defensa Nacional


la orden por la que quedaba instaurada, dentro de la zona nacional, la ban-
dera bicolor como nueva bandera de España6. Sellaba la decisión, no sin cierto
malestar, uno de los generales más republicanos de entre los sublevados el 18 de
julio: Miguel Cabanellas, antiguo capitán del ejército republicano, diputado del
lerrouxista Partido Republicano Radical durante el segundo bienio y activo par-
ticipante en el cambio de régimen político de 1931. Para la ritualización de la
reposición de la tela, organizada con apoteósica coreografía en Sevilla el 15 de
agosto de 1936, Franco elegía a otro destacado simpatizante de la forma de
gobierno contra la que se luchaba: Gonzalo Queipo de Llano, general del ejér-
cito del sur y obligado director del orquestal izamiento oficial de la bandera7.
Ciertamente, la fiesta de la reposición resultó grandiosa. Apenas un mes
después del comienzo de la lucha, se reunían en la capital andaluza el ya citado
Queipo junto al responsable de la Legión, el general Millán-Astray, y Francisco
Franco. Aprovechando que la fecha era también la festividad de la Virgen de
los Reyes, la jornada se iniciaba con procesiones y actos religiosos para, a con-
tinuación, asistir a los discursos de los tres militares y al sentido ascenso de la
bandera ante los congregados en la Plaza de San Fernando. Acto seguido, en
un escalofriante momento imposible de describir por pluma alguna —según
lo narraba el diario ABC—, el cardenal Ilundáin bendecía la tela y los tres
generales la besaban8.
La bandera se restablecía y, a lo largo del primer verano en lucha, las diferen-
tes ciudades controladas por los «nacionales» iban a seguir el modelo ritual de
Sevilla. En Salamanca, por ejemplo, la oficialización de la roja y gualda se realizó
el 8 de septiembre en consonancia, otra vez, con la fiesta de la patrona de la ciu-
dad, en este caso la Virgen de la Vega. De nuevo, al igual que había ocurrido en la
ciudad del sur, la íntima imbricación de la dimensión religiosa, militar, política
y patriótica se evidenciaba a través de la combinación de los oficios religiosos
con el oficial izamiento de la bicolor en el Ayuntamiento, acto que presidían el
obispo de la ciudad y las autoridades políticas correspondientes9.
Como se ve, la adopción de la bandera acontecía con adecuada pompa y eficaz
prontitud. La circunstancia así lo exigía y así lo merecía porque lo que, simbólica-
mente, subía al asta dibujado en los colores rojo y amarillo —escribía el periodista
portugués Leopoldo Nunes— no era sólo una bandera, sino que era la propia

6
Decreto no 77, Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional, no 14, 30 de agosto de 1936. Véase
G. Cabanellas, La guerra de los mil días, p. 638.
7
C. de Arce, Los generales de Franco, pp. 221-237.
8
Las crónicas y los discursos de la celebración pueden verse en el ABC [Sevilla] del 16 de agosto de
1936; véase, en particular, «La fiesta de hoy». Una descripción detallada de la ritualización sevillana,
en L. Nunes, La guerra en España, pp. 259-266. Un análisis, en Z. Box, España, año Cero, pp. 286-290.
9
R. Cruz, «Old Symbols, New Meanings», p. 169.
10 zira box

España elevándose hacia lo más alto10. La «bandera añorada» dirigía otra vez los
destinos de la patria, la «bandera entrañable» presidía los caminos por los que se
adentraba el país. Y no se podía sino celebrar con emocionado gozo que España
volviese a ser de nuevo España11. Junto a la grandilocuencia del discurso con el que
se narraban las ceremonias de reposición, el decreto de oficialización de finales de
septiembre incorporaba, también, un eficaz argumento narrativo: la instituciona-
lización de la tela que la Junta de Defensa Nacional llevaba a cabo respondía a un
sentir y a un anhelo popular; respondía al clamor de que se recuperase la verda-
dera bandera de España. La orden no venía, entonces, más que a dar forma legal
a este deseo espontáneo expresado por las masas, a llevar a cabo lo que el pueblo
español levantado en armas pedía con urgencia y ovación.
La fórmula retórica, ciertamente, tenía fuerza argumental; sin embargo, la
realidad distaba de encontrarse reflejada en ella. Y es que bastaba haber presen-
ciado las tumultuosas movilizaciones del comienzo de la guerra para entender
que la España conjurada contra el Gobierno del Frente Popular se lanzaba a
los campos de batalla bajo colores y telas diversas, dando cuenta de la conflic-
tiva diversidad ideológica que confluía en el incipiente Movimiento Nacional y
confirmando la falsedad de que la implantación del símbolo se acometiese por
aclamo popular y voluntario deseo. A diferencia de lo esgrimido oficialmente, el
acuerdo y el consenso en torno a los signos tendría que ser forzado y construido
a base de estrategias discursivas.
Un primer elemento altamente significativo con respecto a la falta de aclamo
popular en la reposición de los emblemas fue la permanencia de la bandera tri-
color durante las semanas previas al retorno de la roja y gualda. De hecho, era
bajo los pliegues de la primera como se movilizaban las unidades del Ejército
participantes en la conspiración, habida cuenta de que el golpe no cuestionaba
la forma de gobierno republicana ni se llevaba a cabo —en esos momentos
iniciales— a favor de régimen político alguno12. La tela oficializada en 1931 per-
manecía, igualmente, en los edificios públicos y en las insignias de los coches
oficiales, y en algunas ciudades importantes, como Cádiz o Córdoba, la roja
y amarilla sólo se izaba en sustitución de la tricolor a finales de agosto, una
vez que su restitución como nueva bandera nacional ya se había decretado13.
Incluso los actos espontáneos dirigidos a reemplazar a la todavía bandera nacio-
nal por la bicolor fueron sofocados por algunos de los principales dirigentes
de la conspiración. Un ejemplo destacado fue Burgos, donde el general Fidel
Dávila, nombrado gobernador militar de la ciudad, se veía obligado a pedir a las
masas congregadas ante el balcón del Gobierno Civil con motivo de la noticia de
la sublevación que retirasen las banderas bicolores que enarbolaban, debido a la
no conveniencia de imponer símbolos tan pronto y con el fin de evitar recelos

10
L. Nunes, La guerra en España.
11
Las expresiones, en «La fiesta de hoy», ABC [Sevilla], 15 de agosto de 1936.
12
G. Cabanellas, La guerra de los mil días, p. 638.
13
F. Franco Salgado-Araujo, Mi vida junto a Franco, pp. 188-189.
símbolos eternos de españa 11

entre algunos de los sectores políticos participantes en el alzamiento14. Al día


siguiente, era nuevamente Dávila quien ordenaba que se retirase la roja y gualda
que unos jóvenes carlistas habían colocado en el balcón del Ayuntamiento, lo
mismo que las bicolores con las que, voluntariamente, se habían engalanado
algunos balcones burgaleses para recibir al general Mola a los pocos días del
fallido golpe15. El argumento que se argüía para adoptar tal decisión era siempre
el mismo: el lucimiento de un símbolo marcadamente monárquico podía ser
interpretado como una forma de coacción y como una apuesta por un determi-
nado tipo de régimen político16.
Un segundo elemento igualmente revelador de la falta de abrazo popular
de la nueva bandera fue, como se sugirió anteriormente, la diversidad de telas
confluyentes en la cita golpista. Sobre esta cuestión, aparte de las enseñas de
uso minoritario —como podían ser las propias de los grupos y asociaciones
católicas, la de la cruz de Santiago blandida por los monárquicos de Renova-
ción Española o la blanca con una cruz negra de la Juventud de Acción Popular
(JAP), entre otras—17, una de las principales fuerzas políticas que aportaba
voluntarios al inicio de la lucha, Falange, movilizaba a sus masas bajo los plie-
gues de la suya: como se sabe, la negra y roja de origen jonsista, incorporada a
Falange tras la fusión de 1934 entre el grupo de Ledesma y el capitaneado por
Primo de Rivera18.
Algunos de los sectores políticos que confluían en el alzamiento de julio lo
hacían portando, por tanto, sus correspondientes símbolos. En esta generali-
zada falta de espontánea exhibición de la bicolor hubo, no obstante, una notable
excepción: la Comunión Tradicionalista. A este respecto, entre las filas de los
voluntarios requetés pudieron verse banderas de tres tipos. En primer lugar,
la tradicional tela blanca con la cruz de Borgoña, o de San Andrés, estampada
en rojo. La Comunión la había adoptado, cumpliendo órdenes de Manuel Fal
Conde, en 1935. Sin embargo, el origen del distintivo se remontaba hasta el
siglo xvi, momento en el que la cruz había sido introducida en España por
Felipe el Hermoso, duque de Borgoña, para ser generalizada como bandera
española durante el reinado de su hijo, Carlos I19. En segundo lugar, y aparte de
la bandera blanca, el carlismo ostentaba enseñas con estampas religiosas, pro-
tagonistas de las guerras del siglo xix y recuperadas en la que se interpretaba ya

14
J. I. Escobar y Kirkpatrick, Así empezó, p. 43.
15
R. Cruz, «Old Symbols, New Meanings», p. 166.
16
E. Vegas Latapié, Los caminos del desengaño, pp. 25 y 32; J. I. Escobar y Kirkpatrick, Así
empezó, pp. 48-49.
17
R. Cruz, En el nombre del pueblo, p. 300; J. M. Peña López y J. L. Alonso González, La
Guerra Civil y sus banderas, pp. 38-40.
18
Una explicación del simbolismo de la bandera falangista, en J. Aparicio López, «Negro y
Rojo», p. 210.
19
La bandera blanca con la cruz de borgoña funcionó como bandera española hasta 1785,
momento en el que Carlos III adoptó los colores rojo y amarillo para que sus barcos de guerra
tuviesen mayor visibilidad en alta mar. Véase J. L. Calvo Pérez y L. Grávalos González,
Banderas de España, p. 58.
12 zira box

como la cuarta cruzada tradicionalista. Tal era el caso de las telas en las que se
exponían reproducciones de Santiago Apóstol, de la Inmaculada Concepción o
del Cristo Crucificado. Finalmente, y tal y como se señaló antes, junto a las otras
banderas sobresalía, también, la bicolor.
En este caso, la utilización entre los carlistas de la bandera roja y amarilla no
era algo anecdótico, sino una necesidad simbólica ineludible. De hecho, como es
bien conocido, la Comunión había mantenido tensas negociaciones al respecto
con el general Mola durante los meses previos al levantamiento, supeditando su
colaboración en él al compromiso del general de eliminar la tricolor y de restau-
rar inmediatamente la roja y gualda en cuanto triunfase la insurrección. Y es que
lo que se había discutido durante la primavera y el inicio del verano de 1936 con
respecto a la reposición de la tela no era una cuestión menor, explicaba Antonio de
Lizarza, jefe de los requetés navarros, al general Mola, sino la necesaria certeza de
si los sacrificios que los requetés estaban dispuestos a hacer iban verdaderamente
a cambiar, o no, los cauces de España. La vuelta inmediata de la bicolor era, ade-
más, una medida de obligada lealtad a las masas carlistas, escribía en una carta
al general el delegado nacional de requetés, José Luis Zamanillo. Porque, aunque
hubiera derecho a pedir a los dirigentes que se sobrepusieran a los símbolos, nunca
se podría hacer entender a las masas otro lenguaje que el simbólico. Y mal podrían
comprender las masas tradicionalistas en la bandera republicana obra de gobierno
que, sobre los intereses puramente materiales, pusiera los altos ideales de la espiri-
tualidad y el honor de España, únicos merecedores del sacrificio de la vida20.
El sentimiento que despertaba entre los carlistas la roja y amarilla no era, como
se puede comprobar, una cuestión secundaria, y si las movilizaciones tradicio-
nalistas se veían coloreadas por la doble tonalidad, destacaba, a este respecto, la
ciudad de Pamplona. En efecto, el denominado por Jaime del Burgo «milagro
navarro»21 había comenzado con la masiva concentración de requetés en la pam-
plonica Plaza del Castillo donde, desde primera hora de la mañana del 19 de julio,
pudieron escucharse canciones patrióticas, vivas a Cristo Rey y se vieron ondear
las bicolores22. Según contaban los relatos oficiales sobre aquellas jornadas, nadie
en la Comunión Tradicionalista parecía dudar que la bandera que había que llevar
victoriosamente a Madrid era la bicolor, por ser la verdadera bandera de España.
El ímpetu por mostrar públicamente la enseña hacía que, a falta de suficiente
tela de color rojo para sustituir el morado de la tricolor, en muchas ocasiones se
arrancase esta franja, viéndose, entonces, banderas nacionales que se quedaban
con sólo dos bandas: una amarilla y otra roja23. Gran parte de las telas ondeaban
estampadas con imágenes religiosas o con escudos provinciales. Sobre esta cues-
tión, destacaron dos modelos de roja y gualda blandidos por los tercios carlistas al
inicio de la contienda. En primer lugar, la que pudo verse en las ya mencionadas

20
A. de Lizarza Iribarren, Memorias de la conspiración, pp. 116-117.
21
J. del Burgo Torres, Requetés en Navarra antes del alzamiento, p. 184.
22
J. Ugarte Tellería, La nueva Covadonga insurgente, pp. 143-163.
23
L. Redondo y J. de Zavala, El requeté, p. 418.
símbolos eternos de españa 13

movilizaciones del 19 de julio en Pamplona, una bicolor en cuyo centro lucía el


Sagrado Corazón de Jesús y que constituyó la primera roja y gualda con la que se
inició la Guerra Civil24. La estampa religiosa suponía un motivo habitual del arse-
nal simbólico tradicionalista, habiéndose sumado a las telas carlistas por orden
del pretendiente al trono, Alfonso Carlos de Borbón, en una orden establecida el
día de la fiesta del Corpus Christi de 193225. En segundo lugar, proliferó la bicolor
dispuesta por la Junta Central de Guerra —la estructura creada en julio de 1936
para facilitar la movilización de los voluntarios tradicionalistas— y repartida a
los diversos tercios de requetés navarros para el combate. En este caso, se trataba
de una bicolor con el escudo monárquico tradicional (constituido por las armas
de Castilla y León, las cadenas de Navarra, las barras de Aragón y coronado por la
Corona Real) al que también se había incorporado el Sagrado Corazón y el tradi-
cional collar de la Orden de Caballería del Toisón de Oro26.
Al margen del ejemplo carlista, como se ha apuntado ya, la bicolor no fue la
protagonista del alzamiento. Tampoco lo fue el que terminaría siendo el himno
oficial franquista, la Marcha Granadera, institucionalizado el 27 de febrero de
193727. Nuevamente, y de forma similar a como había ocurrido con la bandera,
las movilizaciones del 18 de julio no se realizaban al ritmo de la Marcha, sino
siguiendo los compases de una pluralidad de cantos e himnos. En este caso,
las canciones de carácter político, como podían ser el Himno de la Legión o la
traducida del alemán Yo tenía un camarada, se mezclaban con himnos religio-
sos, patrióticos pasodobles y hasta con tradicionales jotas de Aragón. El que
todavía era el himno oficial del país, el republicano Himno de Riego, protagoni-
zaba, asimismo, buena parte de las jornadas de julio28. Todo ello, en cualquier
caso, acompañado por el indudable predominio del falangista Cara al sol, cuyos
acordes impregnaron la mayor parte de las movilizaciones del alzamiento. El
escenario que volvió a resultar una excepción a este respecto fue Navarra por ser
uno de los escasos sitios en los que, desde primera hora de la mañana del 19 de
julio, se proclamó el estado de guerra al concierto de la Marcha Real, asistida por
el himno carlista, el tradicional Oriamendi.
La España que se alzaba frente al Gobierno de la República lo hacía, como se
acaba de apuntar, auxiliada por las notas de una diversidad simbólica de cantos y
ante la ausencia de preponderancia de la Granadera. El decreto de febrero de 1937
venía a imponer, consecuentemente, un himno que en ningún caso había sido
masivamente utilizado. A cambio, el Oriamendi carlista y el Cara al sol falangista,
escuchados —sobre todo este último— de forma mucho más generalizada, que-
daron reconocidos como «cantos nacionales», debiendo todos ellos «en los actos
oficiales que se toquen, ser escuchados en pie como homenaje a la Patria y en

24
Ibid., pp. 206-207.
25
Ibid., pp. 105-107.
26
Un catálogo explicativo de las diversas banderas utilizadas por cada uno de los Tercios de
Requetés de Navarra se puede ver en Í. Pérez de Rada, Navarra en guerra.
27
Publicado en el Boletín Oficial del Estado (BOE), 28 de febrero de 1937.
28
R. Cruz, «Old Symbols, New Meanings», p. 170.
14 zira box

recuerdo a los gloriosos caídos por ella en la Cruzada»29. No obstante, el preám-


bulo de la orden por la que se institucionalizaba la Granadera como himno volvió
a recurrir a argumentos ya conocidos: retomando parte del discurso oficial esgri-
mido a propósito de la bandera, el texto legal de febrero señalaba que aquella
elección simbólica llevada a cabo durante el segundo año de la guerra interpretaba
el sentir popular de los españoles «que se pronunciaban por una España grande,
libre y tradicional». Aparecía, de nuevo, el recurso a la espontaneidad que suponía
el retorno del himno, una espontaneidad que no había existido en los inicios de la
lucha y que, en ningún caso, iba a ser fácil de lograr.
Las dificultades, otra vez, emergían del mismo fondo que en el caso de la
bandera: del hecho de que una parte importante de los grupos políticos que
confluían en la cita golpista contasen con sus propios himnos oficiales. Así ocu-
rría con las dos fuerzas políticas esenciales a la hora de aportar voluntarios y
de movilizar a las masas en el desafío bélico, la Comunión Tradicionalista y
la Falange Española. En el caso de la primera, su himno se remontaba hasta la
batalla de Oriamendi (1837), cuando los carlistas habían vencido al ejército cris-
tino y habían encontrado, como parte del botín, una música militar compuesta
para celebrar la que se esperaba fuese una victoria liberal. Mantenida en manos
tradicionalistas, la partitura terminó convirtiéndose en el himno del carlismo
y quedó bautizada con el nombre de la batalla en la que se había encontrado.
Desde ese momento, el Oriamendi se cantó con diversas letras y versos com-
puestos de forma informal hasta que, en 1908, a raíz de la masiva concentración
carlista organizada en Zumarraga, Ignacio Baleztena, poco después nombrado
presidente de las Juventudes Carlistas de Navarra, propuso que se hiciese una
letra definitiva en castellano, letra con la que se canta el himno desde entonces30.
El carlismo se movilizaba con la cadencia de su propio Oriamendi pero,
en este caso, la imposición de la Marcha Granadera como himno español no
suponía ninguna contrariedad para quienes se encontraban entre las filas del
tradicionalismo. De hecho, uno y otro se habían mezclado sin aparente difi-
cultad durante las movilizaciones de julio y primeras jornadas de la guerra. En
realidad, nada había en el código genético de la Granadera susceptible de inco-
modar al carlismo pues, siendo un antiguo toque militar de origen impreciso, se
había unido a la historia de la monarquía española desde que, en 1770, pasase
a considerarse como «marcha de honor española», lo más parecido a un himno
nacional que podía existir en una época tan temprana31.
Distinta en lo relativo a la aceptación del nuevo himno era la posición
falangista. En este caso, el Cara al sol constituía un elemento esencial e insus-
tituible del arsenal simbólico de los fascistas españoles, una pieza clave ligada
emocionalmente a la propia historia del partido y, en este sentido, difícilmente

29
BOE, 28 de febrero de 1937.
30
B. Gil, Cancionero histórico carlista.
31
C. Serrano, El nacimiento de Carmen, p. 112. La primera mención de la Marcha Granadera
data de 1749, apareciendo a partir de 1762 en las Ordenanzas Generales de Infantería. Véase
B. Lolo, «El himno».
símbolos eternos de españa 15

subordinable a la marcha monárquica. El germen del himno falangista se hallaba


en un encuentro organizado por José Antonio Primo de Rivera en los bajos del
madrileño bar Or-Kompon al que habían acudido los principales nombres de
su corte literaria32. Había sido en el transcurso de aquella mítica noche cuando
se habían concebido de forma colectiva los versos del que sería el himno de
Falange. Siguiendo las directrices marcadas por el Jefe Nacional del partido, la
canción del fascismo español se concibió como un canto optimista y alegre,
como una canción de guerra y amor capaz de reflejar en cada una de sus estrofas
los valores del partido33. El resultado final se convirtió desde su estreno en la seña
principal de la organización. Por un lado, porque, de acuerdo a la más elemental
lógica fascista, Falange valoraba todo aquello que contribuyese a la elaboración
de una estética de la política, todo elemento que ayudase a la movilización y a la
vivencia emocional del cuerpo doctrinal en el que se sostenía. Por otro, porque,
como se ha comprobado a raíz del proceso de su composición, el Cara al sol no
era un himno prescindible: era el fruto del quehacer común, la síntesis musical y
poética de lo que los falangistas defendían y a lo que aspiraban. En este sentido,
asumir que su música pudiese ocupar un lugar inferior a la Marcha, y aceptar
que fuese esta última el himno declarado nacional, no iba a ser un proceso fácil,
tal y como se verá a lo largo de las siguientes páginas.

FORZANDO EL CONSENSO:
LA NATURALIZACIÓN DE LOS SÍMBOLOS NACIONALES

La falta de espontaneidad en la restitución de la bandera y el himno tuvo que


sustituirse con intencionadas acciones y meditados discursos. Una vez que su
oficialización era un hecho, resultaba necesario popularizar los símbolos que se
habían convertido ya en los emblemas nacionales de la España franquista. Los
problemas y retos que había que abordar eran diversos, y uno de ellos, en abso-
luto menor, era la indudable connotación monárquica que ambos contenían.
No ayudaba a este propósito el hecho de que la República hubiese derogado los
emblemas que en ese momento se reponían; de hecho, la existencia de la trico-
lor y del Himno de Riego no hacían sino destacar el carácter monárquico de sus
equivalentes franquistas, la roja y gualda y la Marcha Granadera.
En el Movimiento Nacional confluían, es cierto, sectores monárquicos, pero de
forma minoritaria y dentro de un conglomerado de fuerzas escasamente interesado
en apoyar la Restauración una vez se terminase la guerra. No parecía conveniente,

32
Sobre los detalles concretos de la composición del Cara al sol circularon diferentes versiones
proporcionadas por destacados falangistas: la de Francisco Bravo, la de Agustín de Foxá, la del
marqués de Bolarque, la de Jacinto Miquelarena y la del Maestro Tellería. Básicamente, aquí se
sigue la narración de Agustín de Foxá. Véase F. Ximénez de Sandoval, José Antonio, pp. 397-400.
33
Una descripción del proceso de composición del Cara al sol en A. de Foxá, Madrid, de Corte
a checa, pp. 226-231. Toda la explicación del significado metafórico de cada una de las estrofas del
himno, en Id., Canción de la Falange.
16 zira box

por tanto, oficializar como nacionales unos símbolos fácilmente identificables con
la monarquía y susceptibles de alimentar deseos restauracionistas una vez pasasen
las circunstancias bélicas. A este respecto, como se verá a continuación, se iba a
llevar a cabo una campaña de desmonarquización y naturalización de los símbo-
los destinada a subrayar que ni la bicolor ni la Marcha estaban vinculadas con el
trono, por ser símbolos eterna y naturalmente «españoles».
El objetivo era precisamente éste: argumentar que la bandera y el himno no eran
representaciones de la monarquía, sino que eran, ante todo y por encima de todo,
representaciones de España. Las primeras pistas de que los responsables políticos
trabajaban en esa dirección ya habían sido dadas, aunque hubiese que afinar al
máximo la perspicacia, en las mismas fiestas de la reposición de la enseña, sucedidas
durante el verano de 1936: la elección de Sevilla y de Queipo para dirigir la celebra-
ción oficial de la tela seguramente no fueron casuales. La predilección republicana
del general era notoria y conocida, y Sevilla, al igual que otras zonas de Andalucía,
había sido una de las ciudades insurrectas en las que, durante más tiempo una vez
producido el golpe de julio, se habían podido seguir escuchando los vivas a la Repú-
blica, el Himno de Riego y el lucimiento de la bandera tricolor34. La roja y gualda
volvía a ondear en una de las Españas, pero en un territorio y con un maestro de
ceremonias libres de toda sospecha relativa a la causa monárquica.
La reposición de la bicolor acontecida en Oviedo el 31 de agosto no resultaba
muy distinta a este respecto. En la capital asturiana, otro militar de escasas simpatías
regias, el coronel Aranda, explicaba en el discurso del izamiento de la tela que ni la
bandera bicolor había sido nunca consustancial a la Monarquía —por contar ésta
con sus específicos colores dinásticos— ni la tricolor se podía considerar exclusiva-
mente como el emblema de la República. Bastaba fijarse en el ejemplo de la Primera
República española para corroborar esta interpretación, pues en aquella ocasión se
había mantenido como bandera nacional la roja y gualda, prueba inequívoca de que
no se trataba de un símbolo unido de manera irresoluble a la Corona. Por su parte,
el morado de la tricolor era la tonalidad de Castilla, cuna de la patria única y grande,
y del resurgimiento iniciado el 18 de julio. Consecuentemente —concluía el coro-
nel— eran completamente falsas las relaciones que pretendían sentar correlaciones
entre los colores de la enseña y el tipo de régimen político, porque ni el morado era
republicano ni el rojo y amarillo monárquicos. La bicolor que ese día subía al asta
era, entonces, la enseña españolísima, la única verdaderamente nacional35.
Otro dato significativo sobre la desmonarquización y naturalización de la ban-
dera fue la denominación que se utilizó para nombrarla. Con cuidado de que
nunca se acompañase del adjetivo «monárquica», la tela oficial siempre se tildaba
de «bicolor» o de «roja y gualda»36. Aún más elocuente fue el hecho de que su res-
tauración se realizase un año y medio antes de la constitución y oficialización del
escudo franquista que habría de lucir en ella. Esto supuso que, hasta la implantación

34
J. I. Escobar y Kirkpatrick, Así empezó, p. 44.
35
G. Cabanellas, La guerra de los mil días, pp. 638-639.
36
H. Raguer, La pólvora y el incienso, p. 76.
símbolos eternos de españa 17

de este último en febrero de 1938, la bicolor se exhibiese con el escudo que la


República había establecido al inicio del cambio de régimen. Ciertamente, el dis-
tintivo republicano conservaba buena parte de la heráldica tradicional: en sus
cuatro cuarteles, los distintivos de Castilla, León, Aragón y Navarra, flanqueados
por las columnas de Hércules y el lema del Plus Ultra, introducidos en el escudo
por el Gobierno provisional de 1868 e insertados, también, en el de la Primera
República. La clave estribaba, sin embargo, en la sustitución que se había realizado
en él de la corona real por la corona mural. La roja y amarilla regía el destino de
la España franquista, pero con un escudo inequívocamente republicano. Parecía
expresarse, entonces, el claro mensaje de que aquella bicolor no era la misma que
la que había ondeado en los días del reinado borbónico37. Entre quienes aspira-
ban a trocar en monarquía el país una vez concluyera la guerra, el hecho, claro es,
no pasó desapercibido. Desde las páginas del conservador ABC, se quejaba sobre
esta cuestión J. Roel, tildando a la corona mural de afrancesada, antiheráldica y
antiespañola, un timbre cuyo único destino debía ser el enterrarse para siempre
junto a la nefasta bandera de tres colores. Y es que la contemplación de emblemas
revolucionarios y tan poco españoles sobre los colores de la bandera de la patria
era una amargura —proseguía Roel— para quienes sentían al país como se debía
sentir. Era, entonces, necesario no demorar más la implantación de un verdadero
escudo nacional que sustituyese a aquél ajeno y republicano38.
Algunos textos dedicados al análisis y a la explicación de los símbolos se
emplearon, también, en contribuir a la tarea de desmonarquizar y naturali-
zar los emblemas patrios. Así lo hacía Antonio María de Puelles y Puelles en
su libro Símbolos nacionales de España, en el que retomaba la argumentación
sobre el significado de los colores para volver a incidir en el error histórico que
suponía considerar a la bicolor como bandera exclusivamente monárquica.
Error porque, puestos a asignar vinculaciones entre las tonalidades elegidas y
la monarquía, habría entonces que concluir que el morado de la enseña tricolor
era, mucho antes que republicano, también monárquico, ya que ése había sido el
color elegido por monarcas como Fernando el Católico o Isabel II para diversos
pendones o estandartes durante sus reinados39. Resultaba, por tanto, mucho más
útil entender que la roja y gualda era, simple y llanamente, la bandera española.
Una bandera sin apellidos políticos que proyectaba un mensaje estrictamente
patriótico: el estar formada por los colores sobresalientes de España, los mismos
que habían envuelto los cuerpos de patriotas insignes caídos en heroica misión,
los que habían visto jurar la defensa de su patria a tantas generaciones de espa-
ñoles, los que representaban la esencia de la nacionalidad, la historia de España
y sus tradiciones, sus glorias pasadas y sus sublimes epopeyas, la promesa de su
provenir y la inmortalidad de su futuro40.

37
H. O’Donnell, «La Bandera», p. 357. Como señala este autor, «se optó por una bandera que
podía acoger a todos, sin hacer mención al escudo» (ibid.).
38
J. Roel, «La corona mural», ABC [Sevilla], 22 de abril de 1937.
39
A. M. de Puelles y Puelles, Símbolos nacionales, pp. 105-109.
40
Símbolos de España: librito escolar de lectura, pp. 65-67.
18 zira box

Si de la desvinculación de la bandera de su previo mensaje monárquico


dependía parte de su plausibilidad como nuevo símbolo nacional, la estrategia
franquista con respecto al himno siguió, también, las mismas coordenadas y
objetivos: naturalizarlo como himno español. En este sentido, la denomina-
ción utilizada por el discurso oficial para referirse a él volvió a ser elocuente.
Evitando denominarlo Marcha Real, nombre con el que se le conocía popular-
mente desde la segunda mitad del siglo xix, siempre aparecía bautizado como
Marcha Granadera41. En su trabajo sobre los símbolos patrios ya mencionado,
A. M. de Puelles y Puelles volvía a argumentar el desacierto que implicaba
imbricar el himno con la forma monárquica, pues la marcha, mucho antes que
«real», era un toque militar utilizado para tributar honores a personas de muy
diverso rango político y social42.
Que el himno necesitaba de cierta manipulación simbólica y de algún que
otro refuerzo en su proceso de difusión quedó claro con el encargo que, al inicio
de la guerra, el propio Franco le encomendó a Nemesio Otaño, jesuita vasco
y futuro director del Conservatorio de Madrid a partir de 1939. Teniendo en
cuenta los amplios conocimientos en música militar que tenía el religioso, lo
que se le pedía era que, a través de conferencias y artículos de prensa, publici-
tase las excelencias de la Marcha Granadera. De Otaño se esperaba prudencia y
discreción, que extremase la precaución para que los datos y mensajes sobre el
futuro himno calasen entre las masas, pero sin estridencias. Así, el objetivo era
que la música terminase siendo aceptada de forma espontánea y natural por
amplios sectores de la población poco vinculados, en un primer momento, al
himno. Claro está que en el contenido de las charlas y escritos se debía incidir
en el aspecto militar de la Granadera, en su importancia histórica y en su sin-
gularidad, subrayando en todo momento su naturaleza tradicional y su carácter
marcial, sin que se mencionase su pasado borbónico o vinculación regia43.
Los esfuerzos, como se ve, se realizaban de acuerdo a unas intenciones que
estaban suficientemente claras. Sin embargo, en el caso del himno las cosas no
iban a resultar tan sencillas como en el de la bandera. En primer lugar, porque
desvincular a la Marcha de su carácter monárquico resultaba más complicado
que con la enseña, debido a una diferencia sustancial existente entre los dos
símbolos. Mientras que la bicolor, y ahí estribaba una de las claves, había perma-
necido como bandera oficial durante la Primera República y se había exhibido
entre los círculos republicanos opositores durante las primeras décadas del
siglo xx, la Granadera sí había sido sustituida por el Himno de Riego durante el
Trienio Liberal y las dos experiencias republicanas. En este último caso, resultaba,
entonces, mucho más complejo argumentar que un himno cuya denomina-
ción más conocida era, precisamente, la de Marcha Real, no tenía parentesco
consustancial con la institución monárquica a la que había tradicionalmente

41
Así lo apunta E. Vegas Latapié, Los caminos del desengaño, p. 157.
42
A. M. de Puelles y Puelles, Símbolos nacionales, p. 179.
43
I. Contreras Zubillaga, «El eco de las batallas», pp. 5-6.
símbolos eternos de españa 19

representado44. Un segundo problema a la hora de institucionalizar el canto


nacional se iba a derivar de otra circunstancia: la oposición y resistencia que
éste iba a suscitar dentro del conglomerado de fuerzas franquistas. Como se
verá enseguida, en esta ocasión —y a diferencia de la bandera, cuya instaura-
ción no generó problemas— uno de los grupos principales del Movimiento,
los falangistas, no se iba a dejar arrebatar su propio himno, encabezando una
significativa estrategia de resistencia ante la oficializada como música nacional.

DESACUERDOS EN TORNO A LOS SÍMBOLOS

El resultado del intento realizado por las jerarquías políticas del régimen de
naturalizar los símbolos nacionales y de conformar en torno a ellos un consenso
que no existía al inicio de la guerra tuvo un resultado agridulce. Y es que, si bien es
cierto que, según se señaló con anterioridad, la asunción de la bicolor como ban-
dera de España resultó sencilla, el himno produjo problemas de diversa intensidad
y naturaleza. Uno de ellos residió en sus propias características y en las dificulta-
des implícitas a una música que no había sido compuesta para tal fin. Porque la
Granadera, lejos de haberse ideado como emblema nacional, había sido creada,
a lo largo del siglo xviii, como toque militar y marcha para el ejército español.
De esta peculiaridad se derivaba el que no tuviera letra, un problema en absoluto
baladí para un canto nacional. Y de esta característica se desprendía, también, el
que resultase especialmente difícil componerla, según se podía intuir del escaso
éxito logrado por las diferentes versiones compuestas en diversos momentos de su
historia45. Hasta Nemesio Otaño, encargado, como se apuntó, de publicitar las vir-
tudes de la Marcha, declaraba los excesos musicales del toque militar, unos excesos
que había que suavizar instrumentalmente y completar con una letra que pudiera
ser cantada46. Porque el himno se había oficializado, pero sin proporcionar la par-
titura final con la que debía interpretarse, ni letra con la que debía cantarse. Era,
entonces, cuestión urgente e inaplazable la imposición de una versión definitiva
que zanjase las incertidumbres, concluía Otaño47.
Existían obstáculos que residían en la misma composición de la Granadera,
pero había también trabas que surgían del rechazo frontal que algunos de los
principales grupos políticos integrantes del Movimiento mostraban hacia el

44
B. Lolo, «El himno», p. 415.
45
Ibid., pp. 450 sqq. Los dos intentos notorios y fallidos de componer una letra para el himno
fueron el de Eduardo Marquina y el de José María Pemán, ambos en 1927.
46
N. Otaño, «El Himno Nacional Español».
47
N. Otaño, «El Himno Nacional y la música militar». No obstante, el artículo de Otaño
se acompañaba de alabanzas al carácter militar del himno. Así, el jesuita escribía: «la música
propiamente militar es un elemento psicológico de altísimo valor, dependiendo en gran parte de
ella el espíritu informador guerrero de un pueblo. El espíritu militar, en cuanto significa disciplina,
orden, fuerza organizada y seguridad y defensa de la patria debe promoverse a toda costa, y el
mejor modo de exteriorizarlo y penetrarlo en las almas es por la música».
20 zira box

himno. A este respecto, resultó particularmente conflictiva, según se anunciaba


anteriormente, la posición mantenida por Falange. Básicamente, la postura que
el partido desarrolló ante el himno oficial de la España franquista fue la de resis-
tirse a su imposición. Se trataba de desacatar la legislación vigente, una legislación
que había establecido su obligada escucha, así como la de cualquiera de los reco-
nocidos como «cantos nacionales» —el Cara al sol, el Oriamendi y el Himno de
la Legión—, de pie y en posición de saludo fascista, como acto de «homenaje a
la patria y sus caídos»48. Así lo señaló Dionisio Ridruejo, jefe de la Falange valli-
soletana por aquel entonces, recordando cómo en Valladolid nadie rechistaba:
se negaba el saludo al himno nacional y se permanecía ostentosamente sentado
hasta que le llegase el turno al Cara al sol49. Parece que fue Pilar Primo de Rivera
quien, en buena medida, impulsó esta corriente de hostilidad hacia la Granadera.
Situada ya a la cabeza de la Sección Femenina, la delegada nacional recordaba a las
afiliadas a la organización que Falange Española no debía reconocer como himno
oficial más que el suyo propio, quedando consecuentemente prohibido ponerse
de pie y, por supuesto, saludar a cualquier himno que no fuera el falangista50.
De los actos de desacato a la Marcha daba cuenta la prensa monárquica. Así,
mientras la prensa falangista permitía que de vez en cuando se filtrasen artícu-
los contra el canto nacional —como el artículo «La Marcha Real debe marchar»,
supuestamente publicado en Arriba España a principios de noviembre de 1936—
51
, los medios de difusión de carácter monárquico recogían con indignación las
provocaciones de las que era objeto el himno. El 30 de junio de 1937, por ejemplo,
ABC daba constancia de uno de estos primeros actos, consistente en la denun-
cia cursada por una mujer a propósito de un individuo que había permanecido
sentado durante los acordes del himno. Si el título que rotulaba la crónica de
los hechos era elocuente del mensaje que latía detrás —«Respeto obligatorio al
himno nacional»—, la exhortación con la que terminaba el artículo lo era de la
crítica que, actitudes como la mantenida por Falange, suscitaba entre otros secto-
res del mismo Movimiento. De este modo, el diario aprovechaba el incidente para
pedir a los ciudadanos que no consintieran que en su presencia se permaneciese
sentado mientras sonase la música del himno. Y es que lo ocurrido ese día tenía la
suficiente importancia y gravedad como para verse en la obligación —proseguía
el artículo de ABC— de subrayarlo: todos los españoles debían ser celosísimos
guardianes del notable signo, no dudando en denunciar a quienes se rebelasen
contra las representaciones de un Estado que luchaba por ellos52. A partir de ese

48
BOE, 28 de febrero de 1937. El establecimiento del saludo fascista como saludo oficial se hizo
a través del decreto núm. 262 (BOE, 25 de abril de 1937).
49
D. Ridruejo, Casi unas memorias, p. 77.
50
Citado en J. L. Rodríguez Jiménez, Historia de Falange Española, p. 271. El papel de Pilar
Primo de Rivera en la estrategia de oposición al himno está señalado en R. Serrano Suñer,
Memorias, p. 170. También en E. Vegas Latapié, Los caminos del desengaño, p. 363.
51
J. del Burgo Torres, Conspiración y Guerra Civil, pp. 576-577.
52
ABC [Sevilla], 30 de junio de 1937. Véase también E. Vegas Latapié, Los caminos del desengaño,
p. 363.
símbolos eternos de españa 21

momento, y de forma significativa, las páginas del periódico publicaron con asidua
periodicidad un mensaje titulado «Acatamiento y respeto al himno nacional», en
el que se volvía a alentar a los españoles a que escuchasen debidamente la Marcha
y a que fuesen cuidadosos guardianes ante cualquier posible desobediencia que
desacatase al himno y, por consiguiente, a España53.
Que los actos de trasgresión respondían a un sentir lo suficientemente arraigado
como para prolongarse más allá del primer año de la oficialización de la música
lo dejó claro un nuevo decreto firmado en el verano de 1942. En él, era el propio
Franco quien declaraba la necesidad de recordar que, tanto el himno como los decla-
rados «nacionales» por el Movimiento, debían ser escuchados de pie y en posición
de saludo oficial. Las disposiciones oportunamente proporcionadas en su momento
—febrero de 1937— no habían tenido «la fiel interpretación que la claridad de las
disposiciones exigía» siendo, entonces, forzoso reiterar la obligada «unidad y fiel
interpretación» a este respecto. El que la mencionada nueva orden se publicase un
lustro después de la instauración de la Marcha era suficientemente expresivo de que
la legislación no se cumplía como se había establecido en su momento54.
En cualquier caso, el himno no siempre fue objeto de insumisiones. Los
sectores monárquicos del Movimiento, claro es, celebraron su reposición, inde-
pendientemente del esfuerzo previo encaminado a restarle su mensaje regio e
independientemente, también, de la opción monárquica a la que se adhirieran.
A este propósito, dentro de las filas tradicionalistas, la Granadera sonó sin nin-
guna contradicción junto al carlista Oriamendi, felicitándose de que el himno
que históricamente se había escuchado en los momentos de fervor religioso,
aquél que se había oído en los trances de exaltación patriótica, y el que estaba
unido a las glorias de la brillante historia española, volviese a ser el himno de
España55. Así se había manifestado ya —esta vez sí de forma espontánea— en las
movilizaciones del verano de 1936 acontecidas en territorio mayoritariamente
carlista, como había sido el ejemplo de Navarra. Y así se había celebrado desde
la prensa tradicionalista a partir de la oficialización de la música. El malagueño
Boinas Rojas, por ejemplo, celebraba el decreto de febrero de 1937 aludiendo,
precisamente, al carácter tradicional de la Marcha —en este caso, denominada
siempre Marcha Real— y corroborando que la España de verdad no podía
tener otro himno56. El Diario de Navarra, por su parte, reivindicaba el papel de
Pamplona en los días de julio de 1936, recordando que había sido en la capital
navarra donde el himno se había aireado triunfal para, a continuación, exten-
derse por el resto de la España redimida57.

53
El mensaje se publicó los siguientes días del mes de julio: 2, 4, 6, 11, 21, 29 y 31; y los siguientes
días del mes de agosto: 3, 5, 7, 14, 20, 21, 28 y 29.
54
BOE, 21 de julio de 1942.
55
De este modo se expresaba un telegrama enviado a Franco desde la Diputación Foral de Navarra
el 2 de marzo de 1937 (citado en J. del Burgo Torres, Conspiración y Guerra Civil, pp. 733-734).
56
«La Marcha Real, Himno Nacional», Boinas Rojas, 2 de marzo de 1937.
57
Diario de Navarra, 2 de marzo de 1937 (citado en J. del Burgo Torres, Conspiración y Guerra
Civil, p. 733).
22 zira box

Si la Granadera resultaba concordante con algunos de los himnos pertene-


cientes a los sectores políticos del Movimiento, mucho más generalizable resultó
la compatibilidad simbólica de la bandera. En esta ocasión, no hubo resistencias
frontales, como la mantenida por Falange ante la Marcha, ni ostentosos actos de
insubordinación ante la legislación establecida al respecto, sino una utilización
carente de tensiones de la bicolor junto a las otras posibles telas. Especialmente
elocuente resultó el lucimiento de la roja y gualda al lado de la roja y negra
falangista. Así se había podido ver desde las mismas fiestas de la reposición de
la bandera nacional, en las que algunos monumentos clave de las ciudades en
las que se vivía el acontecimiento, así como determinados edificios y balcones,
habían ejemplificado el lucimiento conjunto de ambas enseñas.
Puede que la razón de esta disparidad de celo falangista a la hora de asumir la
posición subordinada a la que se reducían sus emblemas residiese en la impor-
tancia desigual que para el partido tenían éstos: la tela, no se olvide, había sido
una herencia del primer jonsismo, mientras que el Cara al sol, como se vio en
páginas precedentes, era una composición conjunta que llevaba el sello personal
del desaparecido José Antonio Primo de Rivera. Al final, no cabe duda, uno y
otro terminarían siendo aceptados, pero el proceso de asentamiento de los ele-
gidos como símbolos nacionales franquistas iba a estar atravesado, según se ha
visto aquí, por las dificultades y las luchas políticas subyacentes.

Encontrando más o menos impedimentos, se afirmaba unas líneas más arriba, la


bandera roja y gualda y la Marcha Granadera representaron a la España de Franco
durante sus casi cuatro décadas de existencia. Su longeva pervivencia, y debates
más actuales centrados en su posterior aceptación y adaptabilidad al régimen
democrático, han ensombrecido el interés analítico que late tras su proceso de
institucionalización. El éxito de unos símbolos que aún hoy representan a la nación
difícilmente permite imaginar que durante los breves años de la guerra, unos años
de negociaciones implícitas en los que los diferentes grupos políticos trataron de
definir al régimen que se gestaba, parte de las luchas se dirimieron en torno a ellos.
El objetivo de estas páginas ha sido, precisamente, volver la vista hacia este proceso
de oficialización de los emblemas para tratar de desgranar las dinámicas que
yacieron debajo. A este respecto, una primera idea que se ha sostenido aquí es que
ni la bandera ni el himno fueron espontáneamente adoptados por las masas que
se movilizaban bajo la causa «nacional». Dentro de una heterogeneidad simbólica
que incluía diversos cantos y telas, la bicolor y la Granadera sólo se aceptaron
de forma generalizada una vez que se impusieron las órdenes correspondientes.
No hubo, por tanto, consenso voluntario y espontáneo, sino una estrategia más
o menos premeditada para afianzar los que serían el himno y la bandera de la
España franquista.
Una segunda idea articulada en este texto tiene que ver con las características
de esta estrategia. Según se ha establecido aquí, la habilidad del nuevo régimen
residió en la desmonarquización de unos símbolos de connotaciones induda-
blemente regias para naturalizarlos como los invariables símbolos de España.
símbolos eternos de españa 23

En este caso, no se trataba de un proceso carente de intenciones, sino de una


acción muy concreta dirigida a neutralizar lo que, en un primer momento, pare-
cía un triunfo de los grupos monárquicos del Movimiento. La importancia del
estudio de la oficialización de los emblemas reside justamente ahí: nos permite
entrar desde una puerta poco transitada al interior de la historia política del
franquismo. Es entonces cuando el proceso de instauración de la bandera y del
himno durante la Guerra Civil se revela como escenario de las luchas políticas
que, de un modo u otro, caracterizaron al régimen hasta el final. Lo apuntó el
marqués de Valdeiglesias en la cita que ha abierto este recorrido: la lucha sim-
bólica iba a ser el inicio de una enfermedad crónica con la que la Dictadura
tendría que vivir: los enfrentamientos entre sus sectores ideológicos por definir
políticamente al régimen.
En buena medida, quien protagonizó la pugna frontal por la cuestión de los
símbolos fue el sector falangista. Esa ha sido, también, otra de las líneas argu-
mentales que ha ocupado este texto: la resistencia mostrada por uno de los
principales grupos de la Dictadura a aceptar signos que no sentían como suyos.
La conflictiva heterogeneidad del Movimiento se hace, así, expresiva, y el análisis
propuesto vuelve a resultar un privilegiado ángulo desde el que estudiar parte
de las dinámicas internas del régimen franquista.
RUINAS DE GUERRA E IMAGINARIO NACIONAL
BAJO EL FRANQUISMO

Stéphane Michonneau
EHEHI – Casa de Velázquez

Las ruinas ofrecen al historiador una perspectiva privilegiada para com-


prender la forma en que una sociedad percibe su pasado y lo simboliza. Desde
este punto de vista, no existe diferencia real entre las ruinas que son «obra del
tiempo» y las que son «obra de los hombres», según establecía cuidadosamente
Chateaubriand a principios del siglo xix, pues unas y otras manifiestan una
relación social con el pasado. No obstante, cabe reconocer que ambas presentan
un desajuste y asincronía histórica real al ser consideradas en una perspectiva de
larga duración. En el siglo xix, la afición heredada de la antigüedad y la pasión
romántica por los restos de tiempos pasados supusieron una atención y valora-
ción renovadas de las ruinas «obra del tiempo». Es una historia ya sabida. En el
siglo xx, las ruinas que se imponen en el paisaje son las creadas por el hombre,
principalmente como resultado de conflictos bélicos. De una u otra forma, las
ruinas se han convertido en piezas importantes de la construcción de los imagi-
narios nacionales, de acuerdo con modalidades diferentes según los siglos. En el
siglo xix la ruina se nacionaliza, es decir, se politiza porque se cree que contiene
el secreto de los orígenes de la nación cuya genealogía retrospectiva se intenta
construir apasionadamente. Cuando surgen las ruinas de guerra, en los albores
del siglo xx, su valor político no disminuye, porque representan la presencia
tutelar de generaciones pasadas, una exhortación a las generaciones presentes
para que permanezcan fieles al pasado y combatan el presente. Cuando, a partir
de la década de 1960, las ruinas pierden el contenido estrictamente político del
que las había dotado el siglo xix, no desaparecen del imaginario nacional, sino
que simplemente se inscriben en él de una forma diferente, a través de su con-
sideración como patrimonio. De esta forma, la politización de las ruinas solo
dura un siglo largo, de los años 1830 a los años 1960 aproximadamente, antes de
que el valor patrimonial se imponga definitivamente.
Si en el siglo xix las ruinas son básicamente un marcador de los orígenes
supuestos de la nación, en el siglo xx son ante todo una huella de la guerra, un
testimonio de la infamia y las matanzas que aquélla conlleva. Las ruinas con-
temporáneas como tal nos ayudan a comprender el lugar que ocupan las guerras
en la construcción de los imaginarios colectivos. En Francia, por ejemplo, las

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 25-47.
26 stéphane michonneau

ruinas de la Primera Guerra Mundial ocupan un lugar preferente en la com-


prensión de este acontecimiento como gran trauma nacional, inaugurando así
una rearticulación de las identidades políticas alrededor de los testimonios de
la masacre. España tampoco escapa, evidentemente, a esta recomposición iden-
titaria que tiene lugar alrededor de los lugares sacrificiales. El tratamiento que
el franquismo primero, y la monarquía constitucional después, reservaron a las
ruinas de la Guerra Civil revela a su manera esta fuerza.

RUINAS Y NACIÓN, UNA RELACIÓN ANTIGUA

A principios del siglo xix se elaboró en Roma el canon de lectura de las ruinas
que debía marcar ese siglo. En su Itinerario di Roma e delle sue vicinanze (1838),
Antonio Nibby definía las ruinas como una huella viviente del pasado1. El autor,
al igual que otros contemporáneos, lamentaba que las ruinas quedaran abando-
nadas y deseaba que se conservaran tal y como aparecían, sin imaginar que fuese
posible modificarlas o reconstruir las edificaciones originales. Esta concepción,
que convertía la ruina en un testimonio del pasado, constituyó una ruptura con
el ruinismo en boga en el siglo xviii, que no dudaba en inventar ruinas en los
jardines, o en desplazar o reutilizar elementos ruiniformes en disposiciones
modernas. Siguiendo a Nibby, los viajeros románticos no dejaron de glorificar
las ruinas como marcadores de origen de la nación. En ese contexto, en todos
los lugares de Europa en que estaban presentes, los vestigios antiguos se situaron
en el centro de la noción relativamente inédita del patrimonio, tal y como fue
forjada entre las décadas de 1830 y 1840. La ruina devino en objeto de una labor
sistemática de reconocimiento, clasificación y, a veces, de una política de con-
servación. Todo ello suponía una severa selección en el material en cuestión. Las
ruinas antiguas y medievales recibieron un tratamiento de favor, en la medida
en que estos períodos cronológicos representaban a ojos de los «forjadores de la
nación» el momento de nacimiento o floración de sus patrias. En Cataluña, por
ejemplo, el movimiento artístico e intelectual del Noucentisme estableció una
relación directa entre el nacimiento de la nación catalana y las ruinas fenicias de
Empúries, en el Ampurdán. El fuerte vínculo existente entre ruina y cuna de la
nación no perdió su vigor en el siglo xx, y comprobaremos que el franquismo
supo aprovechar hábilmente este sustrato cultural para convertir las ruinas de
la Guerra Civil en los lugares que expresaban el renacimiento nacional que con
tanto ahínco perseguía.
Como sabemos, la lectura de las ruinas no fue meramente política. El roman-
ticismo desarrolló una percepción estética de los vestigios antiguos que tenía sus
raíces en el siglo vii2. En España, la desamortización eclesiástica y el abandono
de monasterios que supuso se sitúa en el origen de una sensibilidad singular

1
C. Woodward, In Ruins, p. 65.
2
M. Makarius, Ruines.
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 27

hacia las ruinas. Pinturas y grabados como Las ruinas de mi convento de Ferran
Patxot en 1856, las Ruinas del Palacio de Ramón Martí Alsina en 1859 o las Rui-
nas de Lluís Rigalt en 1865 son pruebas fehacientes de ello3. La exaltación de la
Edad Media como punto de partida de la nacionalidad española encontró en el
provincialismo catalán una poderosa expresión, fundando así una forma muy
singular de comprender el pasado de España.
No obstante, las ruinas son un objeto polisémico que no se deja encerrar en
interpretaciones unívocas. En el siglo xix las ruinas también incluían valores
positivos como el del progreso y el higienismo. Así, la representación ilus-
trada de la destrucción de las murallas de Barcelona en 1854, una vez que el
llamamiento de Felip Monlau (¡¡Abajo las murallas!!) sirviera de bandera a
toda una generación liberal, es básicamente positiva. Asimismo, en la Bar-
celona de 1860 la transformación de sectores de muralla ruinosos en arcos
de triunfo efímeros en honor de la reina Isabel II encarnaba el triunfo de los
valores liberal-progresistas4. Más adelante, las representaciones fotográficas
que captaban las mejoras urbanas y la apertura de amplias avenidas, como
la Gran Vía en Madrid en 1910 o la Vía Laietana en Barcelona en 1913, esta-
ban claramente marcadas con valores positivos. La ruina simbolizaba en este
caso el final del estado deplorable de deterioro de la ciudad antigua5. En el
París de Haussmann, durante la década de 1850, los grabados y fotografías de
escombros de la capital contenían también el germen de la esperanza de una
radical renovación urbana6. Las dos sensibilidades ante las ruinas, aparente-
mente contradictorias —una de cariz romántico, llena de respeto y nostalgia
por los tiempos pasados, y otra de orientación progresista, plena de confianza
en el impulso hacia los tiempos modernos— podían coexistir perfectamente,
como ilustra el cuadro La Colegiata de Santa Ana firmado por Ramón Martí
Alsina en 1871.
Para concluir esta breve panorámica, podemos observar que en el siglo xix el
espectáculo de las ruinas, aunque ambiguo, no incitaba por ello a los contem-
poráneos a desear su conservación. Por ejemplo, las numerosísimas ruinas de
guerra generadas por la guerra antinapoleónica o por las guerras carlistas no
fueron objeto de una política de conservación explícita. Si bien en Salamanca o
en Zaragoza perviven testimonios de estos hechos en forma de ruina, su conser-
vación es fortuita o meramente funcional. Por ejemplo, si la Puerta del Carmen,
famoso testimonio del sitio de la ciudad de Zaragoza por las tropas napoleó-
nicas, siguió en pie fue porque cumplía con la función de puerta de acceso a la
ciudad. No fue hasta mucho más tarde cuando los impactos de obuses y balas
alojadas en los muros fueron identificados y esgrimidos por las ciudades como
medallas ganadas en combate.

3
F. Fontbona y M. Jorba (eds.), El romanticisme a Catalunya, p. 193.
4
J. Mestre i Campi, «La vida política a Barcelona», p. 236.
5
O. Bohigas, La construcció de la gran Barcelona.
6
É. Fournier, Paris en ruines.
28 stéphane michonneau

Los albores del siglo xx marcan a este respecto un punto de inflexión, pues las
ruinas catastróficas irrumpieron en el imaginario español. Las ruinas adquirieron
así un sentido nuevo: se convirtieron en una lección edificante que serviría para
subrayar la barbarie del enemigo. La singularidad del caso español a este respecto
reside, quizá, en el carácter precoz de esta lectura moderna de las ruinas. Ya desde
1814 sabemos que, en Zaragoza, el general Palafox organizó una escenografía noc-
turna de la ciudad bombardeada destinada a impresionar al rey Fernando VII.
Según Palafox, la intensidad de la destrucción estaba a la altura de los sentimientos
de fidelidad de los habitantes de la ciudad al rey7. Por tanto, la guerra antinapo-
leónica constituyó una primera manifestación deslumbrante de una sensibilidad
morbosa hacia los paisajes catastróficos. Los grabados de Gálvez y Brambilla, y los
Desastres de la guerra del pintor Francisco de Goya inauguraban así una cultura
visual cuyos avatares a lo largo de todo el siglo xix se extienden hasta las series
de postales de ruinas de la Semana Trágica barcelonesa de 19098. Los testimonios
archivísticos también dan fe de esta naciente sensibilidad ante las ruinas catastró-
ficas, como se puede apreciar en las actas del Ayuntamiento de Girona tras la toma
de la ciudad por las tropas imperiales, o bien en los comentarios que encontramos
en el diario de un testigo del saqueo de San Sebastián en 1813, que convierten las
ruinas de la ciudad portuaria en pruebas del «saqueo horroroso y el tratamiento
más atroz de que hay memoria en la Europa civilizada» (31 de agosto de 1813)9.
No obstante, cabe señalar que estos paisajes catastróficos tienen caracterís-
ticas fáciles de reconocer. Por un lado, las ruinas no dejan de representar la
barbarie del enemigo y el fulcro del renacimiento político de la comunidad. Así,
en 1813, encaramados sobre un montón de ruinas, los vecinos de San Sebastián
juraban la Constitución de Cádiz. La ruina incluía tanto el recuerdo de la des-
trucción como la promesa de reconstrucción. Por otro lado, las ruinas se suelen
representar libres de cadáveres, o bien los restos humanos se colocan eufemísti-
camente en último plano. Eso indica que todavía en el siglo xix el espectáculo
principal que se buscaba en las ruinas era, ante todo, el de la destrucción como
promesa de renacimiento, pero no el de testimonio de masacres y muerte10. Esta
es una diferencia fundamental con la representación de las ruinas en el siglo xx.
No obstante, eso no quiere decir que las ruinas del siglo xix no estén pobladas
por personas: el topos de los civiles huyendo ante la catástrofe recupera la fuerza
que tenía en el siglo xvii en las representaciones de las plagas epidémicas. El
mito del Éxodo o, más todavía, el de Eneas huyendo de la ciudad de Troya en
llamas y llevando a hombros a su anciano padre, es recurrente: lo encontramos,
por ejemplo, en las representaciones gráficas que Francisco de Cidón hace de las
ruinas del frente de Aragón durante la Guerra Civil11 (fig. 1).

7
F. J. Maestrojuán Catalán, Ciudad de vasallos.
8
R. Contento Márquez, Las ruinas de Zaragoza.
9
F. Muñoz Echabegurren, La vida cotidiana en San Sebastián, véase también la entrada del
18 de diciembre de 1813.
10
S. Michonneau, «Belchite, l’invention d’un lieu de mémoire victimaire».
11
F. de Cidón, Pueblos de Aragón devastados.
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 29

Fig. 1. — Francisco de Cidón, Belchite, Acuarela


(F. de Cidón, Pueblos de Aragón devastados por la guerra)

A partir de la década de 1870 las ruinas románticas conocieron una pro-


gresiva inflexión hacia una mayor politización. Las ruinas se convirtieron en
«gloriosas», y pasaron a participar en la elaboración de un discurso nacionalista
cada vez más explícito. En los Juegos Florales celebrados en Girona en 1888, por
ejemplo, las ruinas de la ciudad ampurdanesa cantaban su gloria militar: las rui-
nas «vocean con mudas y elocuentes voces gloria y patriotismo», o se asimilaban
los «monumentos gigantescos a los héroes»12. En 1894, el Diario de Gerona les
confería igualmente una clara significación nacionalista: «Entre aquellas pie-
dras desmoronadas corre siempre el viento murmurando: ¡Patria!». La ruina
se incorporaba a la ola de estatuomanía que recorrió, como es sabido, el final
del siglo xix y el primer tercio del siglo xx. Formaba parte de un amplio reper-
torio simbólico que pretendía reafirmar los valores de la comunidad política
mediante la multiplicación de edificios conmemorativos de todo tipo.

12
E. C. Girbal, «La Nación en deuda con la inmortal Gerona».
30 stéphane michonneau

Esta inversión en política conmemorativa preparaba el terreno para una nueva


sensibilidad ante las ruinas, que el centenario de la guerra antinapoleónica ilus-
traría claramente. En 1808, y por primera vez en España, el uso político de las
ruinas condicionó su conservación y puesta en escena urbana. El Ayuntamiento
de Madrid salvó de la destrucción la Puerta de Monteleón que había presidido el
episodio patriótico del 2 de mayo de 1808 durante el que los oficiales Luis Daoíz
y Pedro Velarde se colocaron a la cabeza de la resistencia contra los ocupantes
franceses. En Zaragoza, el consistorio municipal decidió acondicionar alrededor
de la antigua Puerta del Carmen una imponente plaza circular, que constituye
una conexión entre la ciudad antigua y su prolongación reciente. La puerta, que
perdió la función práctica que había conservado hasta ese momento, se revistió
ahora de un contenido patriótico que la convertía en un altar de la Patria, donde
pasaron a tener lugar numerosas celebraciones políticas13. El franquismo prolon-
garía de forma natural la tradición, en la medida en que pasó a considerar que la
guerra antinapoleónica constituía el patrón de la guerra de España, como com-
bate librado contra el extranjero y el antiespañol, es decir, el «rojo». La Puerta de
Monteleón y la Puerta del Carmen se situaron en la encrucijada de una lectura
nacionalista de las ruinas que buscaba en los vestigios el origen mítico de la nación
—la guerra de la Independencia, en este caso— y la lectura catastrófica de las rui-
nas que inaugura el nuevo siglo: la matanza del 3 de mayo de 1808 y los terribles
bombardeos de Zaragoza por parte de las tropas napoleónicas en 1809.
El vínculo político se vio reforzado por las celebraciones del centenario de
la guerra de la Independencia en 1908. Es bien conocido en otros casos euro-
peos, gracias a las numerosas investigaciones sobre la Primera Guerra Mundial,
que las ruinas fueron objeto de todo tipo de atenciones por parte de los distin-
tos ejércitos: fotografiadas y clasificadas, las ruinas de la guerra permitieron en
Francia orquestar un discurso de propaganda acerca de la barbarie alemana14. Es
igualmente sabido hasta qué punto las ruinas de la catedral de Reims generaron
una polémica internacional que justificó la política de reparaciones impuesta a
Alemania tras 1918. Las ruinas interesaban tanto al soldado como a las tarjetas
postales que circulaban en la retaguardia: el 50% de las fotografías tomadas por
los actores de la guerra tenían como motivo, precisamente, las ruinas. Por tanto,
el paisaje de guerra quedó inscrito en el imaginario durante numerosos decenios,
conformando lo que Dacia Viejo-Rose denomina «heritage-scape»15, es decir, un
paisaje patrimonial para los europeos del Norte. No procede aquí recordar que

13
P. Géal, «L’impossible naissance du panthéon national espagnol». Véase también Id., «Ruines
et politique de mémoire».
14
E. Danchin, Les ruines de guerre et la nation française.
15
D. Viejo-Rose, Reconstructing Spain, p. 12, la noción de Heritage-scape es definida como: «real,
internalized and mental cartographies that each individual and community has of its surrondings». La
autora añade: «In studying the Spanish reconstruction one of the points of interest is how re-interpreted
heritage sites were used as landmarks, coordinates that were meant to serve as guides by which to
interpret the post-war landscape that people moved in while mapping out a newly reformulated
imagined community».
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 31

la Primera Guerra Mundial supuso la eclosión de una nueva sensibilidad ante


las ruinas, que es solo una faceta de una pasión más general hacia los lugares
sacrificiales a lo largo del siglo xx. En la posguerra surgieron múltiples iniciati-
vas para conservar ruinas violentas, de las que la más célebre fue la promovida
por Winston Churchill para convertir la ciudad de Yprès en memorial de las
tropas británicas16. Auguste Perret deseaba conservar en ruinas la catedral de
Reims para que fuese un testimonio de los hechos dramáticos que había vivido.
Este deseo no descansaba tanto en una lectura nacionalista y revanchista por
parte francesa como en la consideración del «valor patético» que emanaba de las
ruinas, marcado por un alto grado de sufrimiento humano17. No es menos sig-
nificativo que ninguno de estos proyectos se llevase a cabo y que la Guerra Civil
española sí constituyese, por el contrario, el gran momento en el que tomaron
forma un número consecuente de iniciativas.
Faltan aún investigaciones específicas que permitan medir con precisión la
influencia que las representaciones forjadas durante la Primera Guerra Mun-
dial ejercieron sobre el imaginario español. Sabemos no obstante que, gracias
a las técnicas de reproducción en la prensa ilustrada de gran tirada, las ruinas
catastróficas se impusieron en la mirada europea y se situaron en el centro de
las representaciones de la guerra, en detrimento por ejemplo de las escenas
de batalla, que con Roger Fenton habían supuesto el nacimiento de la foto-
grafía de guerra durante la guerra de Secesión estadounidense. Este hecho se
explicaba porque las ruinas se habían convertido en una metáfora eficaz de la
violencia de guerra, en particular la ejercida contra la retaguardia y los civiles.
Veinte años más tarde, gracias al triunfo de los procedimientos fotomecánicos,
el lugar de las ruinas de guerra ocupó un lugar central en las representaciones
de la guerra civil española.

LAS RUINAS DE GUERRA EN EL IMAGINARIO FRANQUISTA

Los trabajos de Vicente Sánchez-Biosca y Nancy Berthier han mostrado hasta


qué punto la fotografía de ruinas calcinadas constituye un topos de la Guerra
Civil18. La fotografía que alimenta la ilusión del realismo aparece como un tes-
timonio y un certificado de autenticidad de las atrocidades perpetradas por el
bando contrario. Es una prueba de cargo contra el enemigo. Sabemos que los
reportajes fotográficos fueron objeto de amplia difusión a través de exposicio-
nes itinerantes, especialmente destinadas a las escuelas, así como de campañas
de prensa, la impresión masiva de postales, etcétera. La representación de las
ruinas permitió el arraigo de una lectura singular de este conflicto como sím-
bolo del sufrimiento de la población civil, mito que, en el caso de la villa vizcaína

16
C. Woodward, Ruins, p. 209.
17
M. Makarius, Ruines, p. 177.
18
N. Berthier y V. Sánchez-Bioca (eds.), Retóricas del miedo.
32 stéphane michonneau

de Guernica, sobrevivió mucho después de que se perpetrasen otras matanzas


de civiles de dimensiones mucho más considerables19. Con la guerra civil espa-
ñola no es exagerado afirmar que las ruinas se convirtieron en una metáfora de
las matanzas de civiles indefensos, convertidos así en víctimas. Por esta razón,
el conflicto se suele asociar a la representación de mujeres desoladas y niños
heridos, es decir, víctimas civiles consideradas como «inocentes» porque no
son combatientes. El discurso de victimización que las ruinas hacen posible y
tangible subraya el sufrimiento, el dolor colectivo y anónimo, lejos de los sufri-
mientos heroicos en los campos de batalla. Las fotografías de casas reventadas,
con su fragilidad, reforzaron una representación intimista y morbosa de la gue-
rra y representaron con eficacia la vulnerabilidad extrema de las poblaciones
civiles ante los bombardeos.
El uso propagandístico de las ruinas durante la Guerra Civil se dio con
pareja intensidad tanto en el campo insurgente como en el republicano. Son
bien conocidas imágenes —algunas de ellas objeto de intensa manipulación
política— como la de los niños de Getafe muertos a consecuencia de los bom-
bardeos de la aviación alemana en octubre de 193620. Es menos conocida la
pasión por las ruinas que el franquismo desarrolló desde muy pronto: las
ruinas fueron en este caso una prueba del peligro «rojo-separatista», de la
obra de destrucción a la que las hordas marxistas no tardarían en someter a
toda España. El enemigo se describía mediante la metonimia como un salvaje
que amenaza el orden social y la civilización. En consecuencia, al igual que
en el bando republicano, las ruinas sirven en este caso para difundir entre la
población de la retaguardia un miedo a los «rojos» que sigue siendo, esen-
cialmente, un miedo a la revolución. Es la conclusión a la que Agustín de
Foxá pretendía llegar en un famoso artículo publicado en la revista falangista
Vértice en 193721. Para comprender la génesis de esta pasión por las ruinas
probablemente no sea necesario recurrir a la influencia que la teoría de las
«ruinas productivas» del arquitecto nazi Albert Speer hubiera podido tener
en España22. Cabría simplemente situarla en su contexto cultural específico,
comprobando hasta qué punto, en la propaganda franquista, la ruina adquirió
un matiz sagrado que no cobraba, evidentemente, en el lado republicano. En
los folletos publicados por el ejército rebelde las ruinas se asociaban sistemá-
ticamente a fotografías de iglesias saqueadas y cuerpos violados y destripados,
en la más pura tradición goyesca23. La ruina era tratada como una metáfora
de la violación y la profanación de los cuerpos y los altares. Mediante estas
imágenes, las ruinas cumplían plenamente con su papel de agente creador de
miedo y violencia en la sociedad española en guerra.

19
N. Berthier, «Guernica o la imagen ausente».
20
R. A. Stradling, Your Children Will Be Next.
21
A. de Foxá, «Arquitectura hermosa de las ruinas».
22
C. Sambricio, «¡Que coman República!». Según este autor, Moreno Torres y Franco aludieron
a las teorías de Speer. Véase también F. Cossío, «Muerte y resurrección».
23
Cuarto avance del informe oficial sobre los asesinatos.
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 33

Por consiguiente, no es extraño que esta percepción sobreviviese a la guerra.


Tras la victoria, los franquistas no dejaron de exaltar las «gloriosas ruinas» de un
modo más heroico que romántico. Zira Box ha mostrado que el tratamiento de
las ruinas por parte del franquismo obedecía a una doble lógica, según los casos.
Para una mayoría de edificios destruidos, la ruina daba lugar a una reconstrucción
idéntica que glorificaba la capacidad refundadora del régimen24. Acostumbraba a
ser el caso de conjuntos como el Alcázar de Toledo25, que fueron reconstruidos o
reinterpretados en un sentido más monumental con el fin de servir de base a una
lectura maquillada del pasado de la nación. Para un número limitado de ruinas,
empero, el régimen optó por conservarlas tal y como estaban. Fue el caso de los
restos del pueblo de Belchite, del monumento del Cerro de los Ángeles, del san-
tuario de Santa María de la Cabeza o bien, en un primer momento, de las ruinas
de la Ciudad Universitaria de Madrid y la villa de Guernica.
En el santuario de Santa María de la Cabeza, donde cayó el capitán de la Guar-
dia Civil Santiago Cortés (Capitán Cortés), se dispuso en medio de las ruinas
una vía crucis que conducía a una cripta donde reposaban los restos del «héroe».
El Cuartel de la Montaña también se conservó en su estado ruinoso, y sobre sus
restos se elevaba un altar en cada aniversario del asedio. También se contempló
un proyecto similar para el edificio del Seminario de Teruel. Entusiasmado ante
la idea, el periodista Eduardo Fuembuena explicaba en septiembre de 1938:
Quiere Teruel que las ruinas del Seminario, testigo mudo de la más
heroica defensa que registra la historia de nuestra guerra, se conserven
en su actual estado como monumento a los héroes que por defender
la ciudad cayeron en todos los reductos. La impresionante grandeza de
estos escombros, cargados de heroísmo y de sangre, será el mejor monu-
mento a Teruel y a sus defensores. Aislada la inmensa mole de escombros
y rodeada de unos jardines donde las flores se renovaran cada día, aque-
llas piedras, tal como las dejó la dinamita, tal como las contemplaron los
últimos defensores, pasarán a ser el devocionario de Aragón, porque no
habrá nadie que al contemplarlas no se sienta agobiado por el drama26.

También cabe distinguir, desde un punto de vista analítico, el caso de estos


edificios destruidos, pero conservados en ese estado por una explícita volun-
tad política, de los innumerables edificios en ruinas que no fueron tocados
después de la guerra por falta de medios económicos para reconstruirlos o, sim-
plemente, para retirar los escombros. Las ruinas violentas se inscribían así de
forma más general en el impulso conmemorativo de la posguerra, que tuvo su

24
Z. Box, España, año cero, pp. 190-196.
25
C. Fernández Vallespín, «Orientaciones sobre la reconstrucción de Toledo». El autor evoca
la posibilidad de conservar el Alcázar en ruinas. En 1943 la Dirección General de Fortificaciones
encargó a Manuel Carrasco Cadenas el estudio de un plan de reconstrucción, pero el Alcázar como
símbolo se reconstruyó con mucha más rapidez.
26
Eduardo Fuembuena, «La ciudad mártir ve renacer la vida entre sus gloriosos escombros», El
Heraldo de Aragón, 9 de septiembre de 1938.
34 stéphane michonneau

principal manifestación en la profusión a gran escala de monumentos a los caí-


dos. No obstante, las ruinas violentas cumplían una función más compleja que
los memoriales en honor de los combatientes. Su conservación tenía el claro
objetivo de revivir diariamente la división entre los campos enfrentados, de per-
petuar simbólicamente el recuerdo de la violencia y la guerra en la sociedad
franquista. Las ruinas preservadas se convertían así en puntos de cristalización
de una voluntad obstinada en no perdonar, en alimentar la imposibilidad de
toda reconciliación nacional. Eran, más que trofeos de guerra, guardianes del
secuestro que el franquismo llevó a cabo sobre la idea de nación española.
El interés por las ruinas por parte del nuevo régimen se tradujo en la publicación
de un gran número de opúsculos, folletos, fotografías e ilustraciones de todo tipo
que fueron objeto de una importante difusión. Desde el inicio de la guerra las ruinas
habían sido objeto de una excepcional revalorización. Luis Bolín, jefe del Servicio
Turístico, organizó en 1938 «rutas nacionales de guerra» que invitaban a los curio-
sos al descubrimiento turístico de los frentes de guerra del Norte y de Andalucía27.
Películas, documentales y extractos de actualidades filmadas glorificaban las ruinas:
recordemos la famosa visita que se organizó a las ruinas de la Ciudad Universitaria
para el conde Galeazzo Ciano, con motivo de la visita del ministro italiano a Madrid.
Tampoco es casual que el primer número de la revista Reconstrucción, que exaltaba
la labor de la Dirección General de Regiones Devastadas, se consagrase enteramente
a la reconstrucción del pueblo aragonés de Belchite, que había sufrido los efectos de
la guerra entre el otoño de 1937 y la primavera de 1938, hasta el punto de que el 80%
de sus edificios habían quedado destruidos28 (fig. 2).
Podemos adelantar algunas hipótesis que dan cuenta de la importancia de las
ruinas para el franquismo. En primer lugar, las ruinas simbolizaban el punto de
partida de un mundo nuevo, porque demostraban a los ojos del régimen que el
mundo antiguo se había desmoronado. Las ruinas, más que cualquier otra cosa,
simbolizaban la ruptura que el régimen trató de instaurar. En segundo lugar, y
aunque resultase contradictorio, las ruinas también simbolizaban una forma de
continuidad con el pasado. En efecto, las ruinas de Belchite o de Toledo son un
canto a la resistencia de un pueblo considerado indomable frente a una invasión
«extranjera». Como Numancia o Sagunto, estas ruinas actualizaban un modelo
de asedio que conectaba la historia de la Guerra Civil con la de tiempos más
remotos29. Por ejemplo, la expresión «Nueva Numancia» fue utilizada por pri-
mera vez por la prensa española el día de la toma de Belchite por el Ejército
Popular de la República, el 7 de septiembre de 1937, del mismo modo que las
expresiones «Alcázar de Honor» o «Alcázar de Adobe» que hacen referencia al
asedio del Alcázar de Toledo, que había tenido lugar un año antes30.

27
S. E. Holguin, «“National Spain Invites You”».
28
Véase el no 1(abril) de la revista Reconstrucción (1940).
29
J. Álvarez Junco, Mater Dolorosa, p. 144.
30
El Heraldo de Aragón, 7 de septiembre de 1937: las llamas «convertían a Belchite en una nueva
Numancia»; o se aludía al «espectáculo de este Alcázar del honor y de la fe que lentamente se iba
convirtiendo en cenizas».
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 35

Fig. 2. — Portada de la revista Reconstrucción, 1(abril), 1940


(© Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Archivo General de la Administración,
Fondo Dirección General de Regiones Devastadas, [IDD (04)082.000, caja F/04275-001])

Las ruinas también permitieron reactivar el mito nacionalista español más


importante del siglo xix, el de la guerra antinapoleónica o de la Independencia31.
En Belchite, por ejemplo, la batalla de 1937 era presentada como un eco de la de
1809. El Ayuntamiento de Zaragoza compró los terrenos de nuevo Belchite, pen-
sando en pagar una deuda secular que, desde 1809, convertía a este pueblo mártir
en la vanguardia de la defensa de Aragón y de su capital32. Por tanto, la rebelión
franquista encontraba su sentido y su justificación como una continuación de la
historia secular de la resistencia del «indomable» pueblo español frente a una inva-
sión foránea. En tercer lugar, y en Belchite especialmente, la ruina devenía en la
expresión de una cultura ruralista y reaccionaria que convertía al campo español
en paradigma de la armonía social, en el extremo opuesto de una ciudad obrera
que se consideraba corruptora de las costumbres y de la política. Finalmente, las
ruinas de Belchite consagraban la villa como mártir y como un antídoto del mito
de Guernica, cuya fama internacional era ya considerable en la década de 1940.

31
S. Michonneau, «Introducción».
32
Archivo Municipal de Belchite (AMB), Actas, 30-ix-1942.
36 stéphane michonneau

Los franquistas vivieron la pasión por las ruinas de forma periódica, mediante la
orquestación de numerosas ceremonias civiles y políticas. En Belchite, por ejemplo,
el aniversario del 6 de septiembre, día en que los habitantes asediados intentaron
romper el cerco republicano, dio lugar en la inmediata posguerra a grandiosas
manifestaciones33. En el Pueblo Viejo se erigió una gran cruz, así como un recor-
datorio a los muertos en el lugar en que se habían inhumado los cadáveres durante
la batalla. En el Cerro de los Ángeles los restos se convirtieron en el decorado de un
espectáculo sin par34. En el cuartel gijonés de Simancas, que había sido escenario de
otro «glorioso» episodio de resistencia por parte de los sublevados, se celebraron
numerosas ceremonias al pie de un monumento a los Caídos situado en las ruinas.
En Segovia se aprovecharon las ruinas de una capilla para construir un cenotafio a
los Caídos de la División Azul, en cuyas paredes se esculpieron los nombres y apelli-
dos de los voluntarios muertos en el frente ruso. Innumerables ceremonias tuvieron
lugar igualmente en el Patio de Carlos V, en el Alcázar de Toledo, la mitad del cual
había sido destruida por la artillería republicana. Al poco de acabar la guerra se
edificó en este mismo lugar un monumento ante el que los visitantes se hacían foto-
grafiar. Finalmente, el primer proyecto de reconstrucción de Guernica preveía una
plaza central ajardinada —el Jardín de la Guerra— donde se conservarían ruinas
de la antigua ciudad. El plan elaborado en 1938 por Ángel Angoso, por encargo del
Servicio Técnico de Falange, no fue respetado por los urbanistas de la Dirección
General de Regiones Devastadas. Es más, las ruinas de la iglesia de San Juan, últimos
restos de la villa mártir, fueron arrasadas en 194135.
El éxito que experimentaron las ruinas como decorados privilegiados de las
conmemoraciones franquistas se explicaba sin duda por razones prácticas: el
monumento es, por así decir, un objeto prêt à l’emploi. Posee la innegable ventaja
de garantizar un impacto emocional y político máximo, con un coste mínimo.
Además, las ruinas supusieron una renovación del repertorio usual hasta entonces,
y bastante pasado de moda en la década de 1940, de monumentos conmemo-
rativos clásicos aderezados con columnas, obeliscos y pedestales. El grandioso
escenario que proporcionaban las ruinas venía a ser idóneo para la orquestación
y escenificación de una política de masas espectacular. Finalmente, las ruinas se
convirtieron en una cantera inagotable que nutría toda una economía de las con-
memoraciones. A Belchite, por ejemplo, llegaron peticiones de piedras y restos
desde distintos rincones de España con el fin de erigir en cada uno de ellos reli-
carios sagrados: «un sillar, una piedra de la columna o restos de la iglesia» solicita
el Ayuntamiento de Burgos en enero de 193936. En el Cerro de los Ángeles, la ins-
titución Frentes y Hospitales propuso «hacer pequeños y emocionados relicarios
de las ruinas del monumento al Sagrado Corazón de Jesús, tan brutalmente des-
truido por los rojos, ya que es totalmente imposible su reparación», con el objetivo

33
Á. Alcalde Fernández, «La “gesta heroica” de Belchite».
34
M. Vincent, «Expiation as Performative Rhetoric». Véase también G. Di Febo, La santa de
la raza, p. 57.
35
D. Viejo-Rose, Reconstructing Spain, pp. 452-454.
36
AMB, Correspondencia, 18-i-1939.
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 37

de que esos relicarios fuesen «entregados a los combatientes, como testimonio


de gratitud y presente de la Fe, en cuya defensa lucharon y vencieron»37. En el
santuario de Santa María de la Cabeza, varias muestras de tierra del lugar, una
vez bendecidas, fueron depositadas en un arca de cerámica adornada con repro-
ducciones artísticas de la Virgen de la Cabeza y de un busto del Capitán Cortés,
para su viaje a Madrid38. Con el objetivo de formar parte del monumento que
tenía intención de dedicar al Jefe del Estado, el Ayuntamiento de Burgos también
solicitó al alcalde de Badajoz que le enviase algunas piedras que pudieran dar tes-
timonio del asedio de la ciudad por las tropas insurgentes39. En el centro de la
Plaza del Ayuntamiento del nuevo Belchite se erigió una columna conmemorativa
extraída de la antigua iglesia parroquial del Pueblo Viejo (fig. 3).

Fig. 3. — Visita oficial de Franco a Belchite (1954). Plaza del Ayuntamiento


con una columna recordatorio de la batalla (© Ministerio de Educación, Cultura
y Deporte. Archivo General de la Administración, Fondo Dirección General de Regiones Devastadas,
[IDD (04)082.000, signatura 33-04253-00015-005])

37
El Heraldo de Aragón, 27 de abril de 1939.
38
Ibid., 12 de octubre de 1939.
39
Ibid., 2 de febrero de 1940.
38 stéphane michonneau

Todos estos ejemplos son prueba de la circulación de los «escombros glorio-


sos», objetos que permitían la extensión del culto a las ruinas, más allá de su
emplazamiento original, y renovaban prácticas anteriores, como el tráfico de
reliquias religiosas.
El número y la variedad de los usos políticos de las ruinas de guerra hicieron
de estas últimas un elemento importante del imaginario de la España franquista.
Así se podía apreciar en un mapa escolar editado en 1940, donde el territorio
nacional aparecía ilustrado con pequeñas imágenes representativas del país. Entre
ellas estaban las ruinas del Alcázar de Toledo, del Cerro de los Ángeles, de Numan-
cia, de Sagunto, y las de Belchite, adosadas a una imagen de la basílica del Pilar
y Agustina de Aragón40. Las ruinas articulaban una red de potentes significados
que constituían a su vez una metáfora del resurgimiento de España después del
desastre. Al pasar por Belchite en marzo de 1938, Orlando, cronista del perió-
dico El Heraldo de Aragón, estimaba que «las ruinas de mi pueblo serán piedras
angulares del soberbio edificio de la nueva España». Igualmente, según afirmaban
los arquitectos de la Dirección General de Regiones Devastadas en 1938: «la idea
primordial del proyecto, aparte [de] la estructura del nuevo pueblo, es recordar la
gloria de la vieja ciudad que fue ejemplo de heroísmo ante el Mundo»41.
Cabe señalar que las ruinas, como todo el aparato memorial franquista, fue-
ron objeto de interpretaciones variadas y a menudo contradictorias por parte
de las diferentes familias que conformaban el bando de los vencedores. El Cerro
de los Ángeles, por ejemplo, era un lugar poderosamente instrumentalizado por
los católicos, que explotaron la consagración de España a Cristo Rey instituida
en 1925 por Alfonso XIII; en cambio, fueron los falangistas y los carlistas quie-
nes se apropiaron de las ruinas de los pueblos aragoneses. Esta convivencia no
dejaba de crear tensiones. Si los primeros fueron los principales defensores del
pueblo de Belchite ante los embates republicanos, había sido el carlista Tercio de
la Virgen de Montserrat el que resistió al asedio de la villa de Codo, situada a dos
kilómetros de allí. Entre los numerosos agentes promotores de memoria que
se movilizaron para alimentar el mito de Belchite fueron perceptibles las ten-
siones existentes entre el municipio, Falange y los militares mayoritariamente
representados por la Hermandad de los Defensores de Belchite. Esta cofradía,
creada sobre el modelo de la del Alcázar de Toledo, era de las pocas asociaciones
autónomas de excombatientes que fueron toleradas por el régimen franquista.
Extremadamente celosa de sus prerrogativas en materia memorialística, intentó
imponer el monopolio de la interpretación del asedio de Belchite a través de una
constante presencia en todas las conmemoraciones. No sorprende que la Her-
mandad fuese la primera en reivindicar la concesión de la Cruz Laureada de San
Fernando, suprema distinción militar del Ejército español, cuyo máximo repre-
sentante es el Jefe del Estado. Franco, que había prometido conceder la Laureada
a los defensores del pueblo aragonés justo después de que se librara la batalla,

40
D. Viejo-Rose, Reconstructing Spain, p. 79.
41
El Heraldo de Aragón, 23 de diciembre de 1938.
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 39

se encontró con que Falange pretendía determinar en exclusiva quiénes debían


ser condecorados. Después de varios enfrentamientos, el Consejo Supremo de
Justicia Militar examinó en julio de 1943 a quién se otorgaría la medalla colec-
tiva, ensanchando el elenco de beneficiarios a civiles y falangistas. Habría que
esperar al 27 de enero de 1944 para que la orden fuese publicada en el Boletín
Oficial de Estado, siete años después de la promesa del dictador. Si este ejemplo
ilustra la lucha interna entre las partes componentes del régimen, también es
cierto, como observa Ismael Saz, que la lucha simbólica que movilizaba discur-
sos y rituales de distintos orígenes ideológicos presentaba en la realidad una
forma híbrida y más compleja de la que sería esperable, pues el sistema político
imponía una suerte de fusión de aquéllos. Y a partir de esa fusión se desplegaron
varias formas de reapropiación simbólica que operaban en competencia42.

MEMORIAS POLÍTICAS Y «MEMORIAS COMUNES»


EN CONSTANTE NEGOCIACIÓN

Las ruinas son, por su propia naturaleza, sede de proyecciones y experiencias


múltiples, o incluso contradictorias. El sentido que revisten procede directa-
mente de los usos variados que de ellas se hace, y que no se reducen a las políticas
de propaganda del régimen.
Veamos, por ejemplo, las fotografías que nos han dejado algunos perio-
distas como Kati Horna o Robert Capa43. El tema de las ruinas es uno de los
lugares comunes de las representaciones de la guerra, y su número certifica la
omnipresencia de los paisajes de destrucción en la España de la posguerra. Es
llamativo comprobar que los reportajes de guerra muestran con frecuencia la
vida cotidiana entre las ruinas: las colas ante los escombros, los niños que jue-
gan a la guerra entre los muros derruidos, las casas destripadas que dejan ver al
transeúnte la intimidad de la vida cotidiana… Estos testimonios significaban,
simplemente, que la experiencia mayoritaria y compartida de la ruina no sólo
es épica o heroica, sino que está hecha en su mayor parte de miserias, privacio-
nes, hambre, muerte y violencia ejercida contra los civiles. Para la población, la
ruina puede tener un valor de refugio cuando ofrece una protección provisional
a las familias que viven en la carretera. Para los propietarios de una casa en rui-
nas, no deja de revestir un valor de uso, que se corresponde con los materiales
que se puedan recuperar de ella, a menudo para venderlos o para reconstruir
una vivienda parecida en otro lugar. De esta forma, en los primeros años de la
posguerra, existió un clara falta de sintonía entre las políticas de la memoria
desplegadas por el régimen triunfante y la memoria popular de las ruinas, hecha
a su vez de recuerdos fragmentados, contradictorios, pero siempre basados en la
extrema diversidad de las experiencias individuales y familiares.

42
I. Saz Campos, España contra España, pp. 161 sqq.
43
R. R. Tranche, «Miedo y terror en el Madrid republicano».
40 stéphane michonneau

En el caso de Belchite, que hemos estudiado de forma más detallada, la imagen


franquista del pasado del pueblo bombardeado correspondía a la experiencia de
una minoría de vecinos que se vieron atrapados en la trampa del asedio y de los
militares. Para los demás, este discurso no tenía sentido. Para las familias que en
septiembre de 1937, tras la toma de la ciudad por los republicanos, habían sido
evacuadas hacia la retaguardia catalana, las ruinas significaban sobre todo una
pérdida irremediable pues, tras la reconquista del pueblo por parte de los fran-
quistas en marzo de 1938, solo las familias que se quedaron pudieron recuperar
los edificios que seguían en pie. Estos habitantes evacuados fueron realojados
por los servicios del Auxilio Social de Falange en un pueblo de ladrillo ubicado
a dos kilómetros del centro, que los ocupantes del Pueblo Viejo denominaron
«Rusia», para así estigmatizar de modo despectivo a los refugiados de la anti-
gua zona republicana. Para los cerca de 1.300 prisioneros del campo de trabajo
que el régimen instaló para explotar esa mano de obra gratuita al servicio de la
reconstrucción, las ruinas significaban tanto una humillación cotidiana como
un sufrimiento renovado. Para las familias que fueron víctimas de la represión
del régimen, y cuyos padres o maridos se encontraban enterrados donde se les
había ejecutado, las ruinas eran una inmensa fosa común en la que era imposi-
ble rendir culto a los muertos.
Las ruinas reflejaban así una multiplicidad de «memorias comunes», según
la terminología acuñada por Marie-Claire Lavabre44, que respondían a una
multiplicidad de traumatismos acumulados. Para unos, las ruinas recordaban
el trauma de los bombardeos; para otros, evocaban el trauma no menor de un
traslado forzoso al pueblo nuevo y el sentimiento de culpabilidad por haber
abandonado el pueblo de los antepasados; y para todos, las ruinas representaban
la imposibilidad de enterrar dignamente a los muertos. No es sorprendente, por
tanto, que más allá de los discursos las ruinas no consiguieran convertirse en el
lugar común y compartido de un relato consensuado sobre la Guerra Civil. De
hecho, los vecinos siempre reaccionaron con el silencio o la indiferencia fingida
frente a las vociferantes manifestaciones políticas de los franquistas. Al silen-
cio respondió también una gestión práctica, por así decirlo, de los recuerdos
del dolor. Los vecinos trabajaron para reutilizar, en el flamante Pueblo Nuevo,
varios elementos del antiguo pueblo en ruinas, bien para neutralizar la carga
emotiva que representaba el espectáculo del pueblo antiguo, bien para restaurar
un vínculo con el pasado que la historia había roto.
Veamos un ejemplo concreto de la importancia de las memorias de la gente
común en la determinación del juego de las políticas de la memoria durante el
franquismo. Es destacable por el hecho de que la práctica social del recuerdo
acaba por distanciarse nítidamente de la política que el régimen piensa impo-
ner. Se trata de la política del duelo por los difuntos. En la posguerra, las
conmemoraciones oficiales tendieron, por un lado, a militarizar a los difuntos
civiles, confundiéndolos con los «Caídos por Dios y por España», y, por otro

44
M. C. Lavabre, «Sociología de la memoria».
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 41

lado, insistieron en excluir cualquier recuerdo o consideración de los caídos del


bando republicano. La gestión colectiva del duelo generó, en consecuencia, una
doble frustración: la de las familias de los civiles, a quienes se negaba el derecho
a sepulturas no militares; y la de las familias de los excombatientes republicanos,
a las que se negaba el derecho a una sepultura. A pesar de las muy diversas cir-
cunstancias que rodeaban cada muerte —civiles sepultados entre los escombros
de un bombardeo, ejecuciones individuales, represiones masivas y acumulacio-
nes de cuerpos en fosas comunes, entierros de soldados en los campos de batalla,
etcétera—, la experiencia de la desterritorialización de la muerte fue común a
muchas familias de luto. En efecto, las circunstancias siempre particulares de las
inhumaciones y la ausencia de sepulturas individuales en la mayoría de los casos
mantuvieron una cruel incertidumbre entre las familias acerca del paradero de
sus deudos. Fue por ello que, al acabar la guerra, muchas familias de caídos en
combate buscaron por todos los medios posibles recuperar los cadáveres de sus
allegados. Eso revelaba la insistencia popular en la privatización de la muerte,
que posiblemente contradecía la preferencia del régimen por elevar panteones
colectivos a sus héroes. Por supuesto, las demandas de exhumación e identifica-
ción de los cuerpos procedía únicamente de los familiares del bando vencedor y
afectaba en su inmensa mayoría a combatientes caídos durante la batalla, pero
no a civiles. Como ha demostrado Stéphane Tison en el caso de la Primera Gue-
rra Mundial45, mientras la muerte de los pobres tendía a ser colectiva, la de las
clases acomodadas apuntaba hacia una temprana individualización del duelo.
En cuanto a la gente humilde, buscó a sus muertos por sus propios medios,
exhumando los cuerpos sin autorización previa del alcalde del municipio
correspondiente. Ante la constatación por parte de las autoridades de que eran
incapaces de luchar contra el fenómeno de las exhumaciones privadas, optaron
por acompañarlo y no por reprimirlo. En muchas ocasiones sancionaron ofi-
cialmente el traslado de los muertos a los cementerios municipales asegurando
a veces unas condiciones ventajosas de concesión perpetua de sepulturas46. No
obstante, también favorecieron la traslación de las conmemoraciones públicas
al cementerio, es decir, a un lugar consagrado al duelo familiar. Una consecuen-
cia adicional de esa decisión fue que la concentración espacial de los cadáveres
en los cementerios públicos no sólo permitió la privatización del duelo, sino
también la normalización social de las condiciones del luto, enmarcando el luto
privado en unas pautas aceptables por la comunidad. Pero esta política impo-
sibilitaba todo proyecto de traslado de los caídos a un único panteón nacional,
como fue el Valle de los Caídos.
El caso de la política del recuerdo a los difuntos ilustra de modo elocuente
la necesaria negociación que tuvo lugar entre la política de la memoria del
franquismo y las «memorias comunes», desarrolladas por los individuos y por
los familiares. Como ha subrayado Jay Winter, los rituales de luto privados

45
S. Tison, Comment sortir de la guerre ?, pp. 97 sqq.
46
AMB, Actas, 15-x-1941.
42 stéphane michonneau

que respondían al duelo de las familias después de la Primera Guerra Mundial


concedieron una mayor importancia —y a veces precedieron— a las cere-
monias conmemorativas de exaltación de los caídos47. Pero Winter también
destaca las dificultades que experimentaron los diversos Estados para poner
orden en la gestión del duelo. En la práctica, las autoridades públicas otor-
garon prioridad al reconocimiento de los derechos de las familias frente a la
imposición de un orden del luto no negociado. Sin embargo, en la España
franquista estas conclusiones deben ser relativizadas en la medida en que el
régimen jamás contempló la eventualidad de una política del duelo hacia los
caídos del bando republicano. El olvido de los muertos del enemigo era una
manera explícita de condenarlos a la damnatio memoriae. Al lado de los Caí-
dos por la Victoria yacían los caídos por nada.

UNA EFICAZ REORGANIZACIÓN SIMBÓLICA

El patchwork simbólico que se deriva de los usos de las ruinas no implica


que estas últimas hayan carecido de eficacia política. Habría que prestar
mucha más atención a las puestas en escena de las ruinas en la España fran-
quista: las inauguraciones de la Sala de los Caídos en el interior del Alcázar
de Toledo —presidida en este caso por el propio Franco en 1939—, del
Cerro de los Ángeles o del Monumento a los Caídos de la División Azul en
una iglesia en ruinas de Segovia, poseían un notable efecto de contraste con
los edificios nuevos que proclamaban el triunfo de la «nueva España». En
Toledo, el nuevo Alcázar incluía en su centro el recuerdo del sacrificio de
Moscardó48. En el Cerro, los dos monumentos se situaban frente a frente. En
Belchite, el pueblo antiguo en ruinas se extiende junto al nuevo en recons-
trucción. Tanto en Belchite como en numerosas poblaciones «adoptadas»
por el Caudillo por su elevado nivel de destrucción, el urbanismo del pueblo
nuevo y reconstruido era un homenaje al triunfo de una sociedad jerarqui-
zada y recatolizada (fig. 4).
La ruina se presenta así como un laboratorio para la reconfiguración del
pasado reciente, cuyo ejemplo puede extenderse después a los casos de ciudades
enteras como Teruel, Toledo e incluso Madrid y Barcelona49. Las ruinas solo
adquieren sentido si se sitúan en estrecha relación con la obra de reconstruc-
ción, que significa desde el punto de vista espacial la oposición entre la España
de ayer y la nueva nación resurgida de sus cenizas. Lo que se convoca no es el
mero recuerdo de la destrucción, sino sus orígenes, su pasado y su futuro. Las
ruinas sitúan inmediatamente al espectador en una secuencia temporal de larga
duración, al tiempo que subraya la fuerza de un nuevo comienzo.

47
J. Winter, Sites of Memory, p. 113.
48
Z. Box, España, año cero, p. 191. Véase también D. Viejo-Rose, Reconstructing Spain, p. 75.
49
J. M. López Gómez, Un modelo de arquitectura y urbanismo, p. 673. Véase también
C. Forcadell Álvarez y A. Sabio Alcutén (dirs.), Paisajes para después de una guerra.
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 43

Fig. 4. — Plano del nuevo Belchite [Reconstrucción, 1(abril), 1940, p. 13]


(© Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Archivo General de la Administración,
Fondo Dirección General de Regiones Devastadas, [IDD (04)082.000, caja F/04275-003]
44 stéphane michonneau

Otro indicio de la eficacia de las ruinas es la centralidad que conceden a la figura


de Franco como personaje clave de la historia de la nación. En el primer número
de Reconstrucción, la revista de la Dirección General de Regiones Devastadas, un
montaje fotográfico elocuente muestra la yuxtaposición del Caudillo, en primer
plano, y una visión de Belchite en ruinas, en segundo plano (fig. 5).

Fig. 5. — Sin título [Reconstrucción, 1(abril), 1940, p. 10]


(© Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Archivo General de la Administración,
Fondo Dirección General de Regiones Devastadas, [IDD (04)082.000, caja F/04275-002)

Frente a este paisaje opresivo, deshabitado e inhóspito, Franco aparece en la


imagen como una figura tutelar en una posición intermedia entre las ruinas y
el espectador. Esta mediación retoma la ubicación que ocupan los santos en las
representaciones tradicionales de las catástrofes del siglo xvii50. Por un lado, el
santo representa la intervención divina que señala con el dedo y muestra la sal-
vación más allá de la maldad representada por las ruinas. Su poder sobrenatural
y los prodigios que realiza son las cualidades más importantes de las imáge-
nes de exvoto: por esta razón el santo es ingrávido, está fuera del marco de la
50
K. Durecht, «Naples, 1656. Un paysage contaminé». Agradezco a la autora haberme permitido
consultar su trabajo antes de su publicación.
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 45

representación de la catástrofe. En este caso, la imagen de Franco se sitúa ante un


boquete en el muro que, como el marco de un cuadro, deja entrever las ruinas. Por
otro lado, la imagen del santo cumple una función apotropaica, manteniendo ale-
jada la plaga por su mera exposición, que sirve en cierta forma de escudo para la
comunidad. El dedo levantado no solo es señal de una elección divina; es también
una advertencia explícita contra los peligros que amenazaban a la comunidad
y la promesa de su aniquilación. Vemos que ese dedo se funde en el horizonte
con los campanarios, milagrosamente conservados, de un Belchite en ruinas: la
torre mudéjar, estilo nacional español por excelencia, y la iglesia de San Martín
de Tours. Al tiempo que la presencia santa garantiza el cumplimiento de una pro-
mesa milagrosa, la reconstrucción del pueblo —anunciada en una cita textual
del discurso que Franco pronunció con ocasión de la «liberación» de Belchite—
encabeza, en uniforme, la lucha contra la plaga de la guerra. Su intercesión nos
permite contemplar el paisaje de las ruinas sin que la desolación y la desespera-
ción que suscitaría este panorama nos puedan afectar directamente. La figura de
Franco cristaliza así las esperanzas y los miedos de la sociedad de la posguerra, y
reconfigura la comunidad nacional alrededor de su persona utilizando elementos
simbólicos inspirados del cristianismo.
La eficacia del uso de las ruinas no radica donde cabría suponer. No obstante,
no se deriva tanto de tradiciones e interpretaciones canónicas como de una serie
de prácticas arraigadas en la vida cotidiana de una población que había pade-
cido las consecuencias directas del conflicto. Las ruinas fueron populares, como
demuestran en Belchite las numerosas visitas recibidas, la curiosidad turística,
la multiplicación de donaciones y suscripciones para acelerar la reconstruc-
ción, e incluso —como hemos señalado— las peticiones de extraer de las ruinas
fragmentos que pudieran servir de reliquia en los altares de la patria. De esta
forma, la ruina creó una especie de empatía con las víctimas de los bombardeos,
una experiencia en la que numerosos civiles podían reconocerse. Más allá de
la leyenda histórica, conformada por la propaganda, existían memorias indivi-
duales, familiares, locales, que conservaban un recuerdo vivo de la destrucción,
las privaciones, las violencias innumerables. Esta dimensión afectiva de la gue-
rra estaba aflorando y necesitaba ser encauzada. Fue precisamente el contacto
entre los usos políticos orquestados por el régimen y las experiencias traumáti-
cas vividas por la población civil lo que garantizó el éxito de las ruinas. De esta
forma, la política de las ruinas sólo fue un éxito en la medida en que respondía al
condicionamiento de las experiencias vividas. Las ruinas fueron eficaces debido
a que enunciaban y construían a su manera el trauma de la guerra.
Por esta razón, la eficacia de las ruinas de la Guerra Civil fue mucho más
allá del mito franquista y su instrumentalización, nacida en 1938 y desplegada
hasta 1962, fecha en que tuvieron lugar varios actos y ceremonias que marcaron
el punto culminante de la explotación política del pueblo antiguo, orquestada
por la Hermandad de los Defensores de Belchite51. Dos años más tarde, cuando

51
Á. Alcalde Fernández, «La “gesta heroica” de Belchite», p. 210.
46 stéphane michonneau

las autoridades franquistas procedieron a refundar la legitimidad del régimen


sobre la celebración de la paz (los XXV Años de Paz), las ruinas de la Guerra
Civil dejaron de representar un interés político y la pasión por ellas se apagó. Las
conmemoraciones de Belchite reunían ya únicamente a un puñado de ancia-
nos excombatientes, incapaces de transmitir a sus hijos el sentido de su gesto.
Las ruinas experimentaron entonces un paulatino proceso de despolitización,
acentuado por el desarrollo económico de España y el éxodo consiguiente de la
población rural. El momento de exaltar la Victoria había quedado atrás.
No obstante, que las ruinas se despolitizasen no significaba que dejasen de
ocupar un lugar crucial en el imaginario nacional español. Por un lado, las rui-
nas abandonadas a su suerte despertaron un interés anticuario y patrimonial. La
historia de esta patrimonialización está todavía por escribir. Remite a un cambio
radical en las sensibilidades sociales y supera ampliamente los usos políticos
del franquismo o los de la transición democrática que, en el momento de la
reconciliación política de los españoles, se vieron afectados e influidos por el
espectáculo de las ruinas que simbolizaban la herida de España. Por otro lado,
aun después de que la marea de la politización de las ruinas entrase en reflujo,
pervivieron una serie de prácticas y memorias individuales y familiares para
ocupar unas ruinas que nunca volverían a hablar.

Según Dacia Viejo-Rose, «una España en ruinas se convirtió en el material


simbólico sobre el que el régimen franquista podía imprimir su imagen de la
nación»52. No obstante, durante el franquismo, la percepción de las ruinas de la
Guerra Civil fue ambigua. Las ruinas violentas fueron a un tiempo ruinas heroicas
que hablaban de la victoria de los nacionales, pero también ruinas sacrificiales
que relataban la variedad de las experiencias comunes de la guerra. Esta doble
naturaleza de las ruinas, en absoluto concordante, explica probablemente el éxito
que tuvieron los proyectos de conservación de las ruinas de guerra tras la Segunda
Guerra Mundial: el pueblo de Oradour-sur-Glane53, la catedral de Coventry, la
Gedächtniskirche («iglesia del recuerdo») en Berlín, San Nicolás en Hamburgo, la
Frauenkirche de Dresde, el pueblo de Kostrzyn en Polonia, las iglesias de Christ
Church Greyfriars y de Saint Duncan al este de Londres, el Ayuntamiento de
Darwin en Australia, la cúpula de Genbaku de Hiroshima o la catedral de Urakami
en Nagasaki, son algunos de los ejemplos más célebres de ruinas renovadas para
servir de armas simbólicas para legitimar empresas de revisión de la historia. Las
ruinas violentas franquistas inauguraron este ciclo ya en 1937.
El discurso irenista que elaboró el franquismo para reconstruir la novela
nacional contrasta con la existencia de memorias comunes desgarradas. En
Belchite, como hemos visto, la revalorización de las ruinas del pueblo anti-
guo tropezó con una sorda resistencia por parte de los vecinos, que mantenían
versiones diferentes de lo que había pasado. Además, las ruinas estaban constan-

52
D. Viejo-Rose, Reconstructing Spain, p. 103.
53
S. B. Farmer, Martyred Village.
ruinas de guerra e imaginario nacional bajo el franquismo 47

temente cargadas de un valor de transmisión que no cambiaba con el tiempo,


pues su espectáculo seguía siendo una forma de conocer la guerra en una moda-
lidad íntima, pero también pacífica. Sin embargo, si la visita de las ruinas hacía
posible que numerosas familias interiorizasen subjetivamente la experiencia
de la guerra, el régimen franquista nunca tuvo el poder de controlar lo que se
transmitía de forma efectiva. De esta manera, entre los usos del pasado y las
«memorias comunes» nunca dejó de existir una cierta distancia, incluso en las
épocas más duras de la Dictadura, que repercutió en una mayor fragilidad de la
empresa de reconstrucción del relato nacional.
Si bien esta distancia revelaba la dificultad que experimentaba el régimen
para imponer «su» relato de la Guerra Civil, no cabe deducir de ello la inefica-
cia de las políticas simbólicas del franquismo54. Pues, como comenta Antoine
Le Blanc55, la conservación de las ruinas siempre resurge en prevención de
un riesgo futuro, el mismo que está en el origen de la destrucción. Las ruinas
dejaron de preocupar a los españoles, alimentando el recuerdo de la Guerra
Civil para protegerse de su posible vuelta, y contribuyendo a legitimar un
régimen que supuestamente salvaba la nación de su autodestrucción y había
preservado la paz civil. El recuerdo de la guerra aparecía sin duda en el hori-
zonte político como una amenaza que alimentaba sabiamente el miedo y que,
finalmente, limitaba el campo de oportunidades políticas. Es la herencia prin-
cipal del régimen franquista haber inculcado y alimentado el miedo obsesivo
al conflicto civil, el mito de una nación española condenada a desgarrarse, que
hay que salvar del abismo contra su voluntad. En suma, actuando como unas
orejeras que imponían no considerar todas las opciones políticas posibles
durante la transición democrática, las ruinas de la Guerra Civil de 1936-1939
siguieron ejerciendo una «violencia cultural» difusa que no ha dejado de tener
peso sobre el imaginario nacional de la España actual56.

54
N. Townson (ed.), España en cambio, pp. ix-xlvi.
55
A. Le Blanc, «La conservation des ruines traumatiques».
56
J. Galtung, «Cultural violence», p. 290, define así la violencia cultural: «By Cultural violence
we mean those aspects of culture, the symbolic shpere of our existence —exemplified by religion and
ideology, language and art, empirical science and formal science (logic mathematics)— that can be
used to justify or legitimize direct or structural violence. Stars, crosses and crescents; flags, anthems and
military parades, the ubiquitous portrait of the Leader, inflammatory speeches and posters— all these
comme to mind».
GÉNERO Y NACIÓN DURANTE EL FRANQUISMO

Inmaculada Blasco Herranz


Universidad de La Laguna

¿Cómo construyó la nación al género durante el franquismo? ¿De qué


manera estuvo presente el género en la configuración de los imaginarios nacio-
nalistas españoles y qué papel tuvo en el proyecto de españolización? Estas
preguntas pretenden poner en relación dos categorías analíticas que hasta hace
poco tiempo no habían sido confrontadas, al menos de una manera explícita
y sistemática, ni para este ni para otros períodos de la historia contemporánea
de España. Se trataría, dicho de otro modo, de comprender el grado de imbri-
cación de discursos de género en la construcción del nacionalismo franquista
y en su proyecto de españolización1. Y, por otro lado, de analizar las formas en
que el nacionalismo estuvo implicado en el diseño de un determinado ideal
de mujer (y también de hombre), que confirió una impronta novedosa al más
tradicional discurso sobre la diferencia sexual. Esto último supone reconocer
que, como ha señalado Inbal Ofer, las «nociones de catolicismo, hipernaciona-
lismo y feminidad trabajaron en compleja red de identificaciones»2.
Las dificultades con las que topa el intento por resolver estos interrogan-
tes son varias. En primer lugar, como ha afirmado Ismael Saz Campos, la
historiografía española no ha mostrado un interés por el componente nacio-
nalista durante el franquismo, y el debate sobre la nacionalización española
se ha planteado como si ésta se desarrollara fundamentalmente en el siglo xix
y las primeras décadas del xx. En cierto modo, se ha dado por supuesto el
nacionalismo español del franquismo, pero escasamente se ha investigado
sus elementos, proyectos y dinámicas3. Con lo cual, apenas encontramos

1
Han abordado explícitamente el análisis de la relación entre género y nación, desde
distintas perspectivas, D. Bussy-Genevois, «Les visages féminins de l’Espagne»; X. Andreu
Miralles, «Retrats de família» y M.-A. Orobon, «El cuerpo de la nación». Véase igualmente
«Género, sexo y nación», dossier coordinado por A. Aguado y M. Yusta. Agradezco a Blanca
Divassón, Ángela Cenarro y Toni Morant la atenta lectura que hicieron del borrador y sus
apreciaciones críticas sobre el mismo, así como a Ferran Archilés su generosa disponibilidad
para proporcionarme referencias bibliográficas e historiográficas para su elaboración.
2
I. Ofer, «A “New” Woman for a “New” Spain», p. 585.
3
I. Saz Campos, España contra España, p. 3. Este desinterés se debe fundamentalmente a que los
estudios del fascismo en general, y del franquismo en particular, no mostraron hasta tiempos muy

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 49-71.
50 inmaculada blasco herranz

estudios históricos que aborden la cuestión del (de los) nacionalismo(s) en


el franquismo, si bien existe toda una tradición de investigación en torno a
un concepto que definió muy bien, en su momento y posteriormente, lo que
se consideraba el núcleo de la ideología nacionalista española del régimen:
el nacionalcatolicismo4. Por otra parte, a esto habría que añadir que ni en el
trabajo de Saz, más reflexivo e inserto en la discusión sobre nacionalismo y
construcción nacional, ni en los clásicos estudios sobre nacionalcatolicismo
se aborda la relación entre proyectos nacionalistas españoles y discursos
de género5. Este silencio, sintomático si tenemos en cuenta la disemina-
ción de imágenes y metáforas de lo femenino para describir la nación, su
pasado y su futuro, es compartido no solo por la investigación española
en torno a la construcción nacional española referida a otros períodos de
la historia contemporánea de España, sino también por los estudios más
generales, e internacionales, acerca del nacionalismo. Podríamos zanjar el
asunto recurriendo a la explicación de que la historiografía general opera
con unos criterios de relevancia que convierten las cuestiones relativas a
las mujeres y al género en marginales y no significativas. No obstante, más
sugerente resulta el argumento desarrollado por Silke Wenk a propósito de
esta ausencia en el trabajo de Benedict Anderson acerca de las «comunida-
des imaginadas», argumento que gira en torno a la idea de que la diferencia
sexual estructura implícitamente el propio discurso historiográfico, dando
como resultado que los historiadores incorporen inconscientemente pre-
sunciones de género que no son sometidas a análisis6. Dicho de otro modo,
el relato histórico ha naturalizado también la diferencia sexual: el orden
moderno de los dos sexos.
Por su parte, la historiografía feminista en España tampoco ha integrado
en sus análisis de manera sistemática el concepto de nación y nacionalismo.
En este caso, el principal inconveniente procede de la fijación de un relato
(y, en ocasiones, de debates alrededor del mismo) sobre la historia de las
mujeres y de la identidad femenina en la época contemporánea que gira
en torno al logro de una ciudadanía plena, y cuyo eje analítico ha sido casi
exclusivamente la atribución sexual (femenina)7. A esta exclusividad en el

recientes atención a la ideología, lo cual parece responder a los marcos teóricos existentes, pues el
nacionalismo es un ingrediente nuclear de la ideología fascista y franquista. A esta reflexión habría
que añadir que en el proyecto fascista también aparece la forja de un hombre nuevo, entendiendo
hombre como sujeto sexuado.
4
Véase A. Botti, Cielo y dinero, y el más reciente A. Quiroga Fernández de Soto, Los orígenes
del nacionalcatolicismo. Véase también W. J. Callahan, La Iglesia Católica en España.
5
Véase al respecto el comentario de X. Andreu Miralles, «Retrats de família», p. 8, nota 13.
6
S. Wenk, «Gendered Representations of the Nation’s». Algo similar podría afirmarse que
sucede con la Mater dolorosa, título del libro de J. Álvarez Junco.
7
Tiene razón, en parte, Xavier Andreu cuando afirma que este hecho se debe a la escasa
influencia del giro cultural, o de la nueva historia cultural, sobre la historiografía feminista
española (X. Andreu, «Retrats de família», p. 8, nota 13). Digo «en parte» porque una
historiografía cultural puede articularse también exclusivamente en torno a una sola categoría
género y nación durante el franquismo 51

manejo de categorías de análisis habría que añadir una comprensión, salvo


excepciones, del género como sinónimo de mujeres y de feminidad (las
construcciones históricas sobre la feminidad), lo cual implica la exclusión
de las concepciones de lo masculino y también de las relaciones que se esta-
blecen entre ambas conceptualizaciones (en el sentido de concepciones de
lo masculino y de lo femenino en interrelación)8. En relación con lo pri-
mero, y para el caso concreto del franquismo, las investigadoras feministas
han prestado atención, en consecuencia, a la centralidad que los discursos
sobre la feminidad tuvieron tanto para la consolidación del régimen como
para (y sobre todo) la configuración (e imposición) de un modelo de mujer
extraordinariamente rígido, cuya contestación tuvo que seguir necesaria-
mente sinuosos y sutiles caminos9. El problema no es tanto que cuando
se trata de investigar a las mujeres otros criterios de identidad, como el
nacional, quedan relegados a un segundo plano o ni siquiera aparecen, sino
que no se atiende a la interrelación entre categorías clasificatorias, es decir,
a cómo en la definición de unas determinadas atribuciones de feminidad
impacta de manera clara la adscripción nacional y los símbolos a través de
los cuales ésta se articula.
Esta contribución pretende abrir cauces de investigación fruto de la puesta
en relación de sendos campos de análisis. No se pretende agotar las posibili-
dades que la combinación de género y nación durante el franquismo ofrecen,
sino sugerir dos líneas de trabajo que abren multitud de puertas. En primer
lugar, se mantiene que el proyecto nacionalista español (y la adscripción que
generó) modeló (con mucha más potencia que otras formas de identidad)
los atributos de género y las definiciones de feminidad y masculinidad de la
época, al menos en los primeros años de existencia del régimen franquista.
Esta aproximación permitirá a su vez elaborar alternativas interpretativas
en el debate en torno a la naturaleza de los discursos sobre la feminidad
durante el primer franquismo. Por otra parte, se sostiene que las atribucio-
nes de género fueron importantes para la consolidación de una determinada
idea de España y del carácter español, en la medida en que facilitaron a los
españoles la construcción de un vínculo concreto e individual, basado en la
emoción, con esa idea abstracta, a través del estereotipo del hombre español
que invocó el franquismo.

analítica (eso sí, definida ahora como resultado no de la posición social sino de asignaciones
culturales).
8
Un fenómeno que no es exclusivo de la historiografía española: J. W. Scott, «Gender: A Useful
Category of Historical Analysis», pp. 28-32. Las excepciones, para España, a la equiparación de
género con mujeres se encuentran en N. Aresti, Masculinidades en tela de juicio; A. I. Simón
Alegre, «Varones en su tiempo».
9
Como botón de muestra, véase C. Molinero, «Mujer, franquismo, fascismo»; G. Di Febo,
«“Nuevo Estado”, nacionalcatolicismo y género»; S. Rodríguez López, El patio de la cárcel;
J. Roca i Girona, De la pureza a la maternidad; A. G. Morcillo, True Catholic Womanhood y el
monográfico «Mujeres en el franquismo».
52 inmaculada blasco herranz

LA NACIÓN HACIENDO EL GÉNERO: NACIONALISMO ESPAÑOL


Y CONCEPCIONES DE FEMINIDAD Y MASCULINIDAD

Uno de los trabajos que intenta relacionar con más acierto género y pro-
yecto nacionalista español es el de Giuliana Di Febo, La santa de la raza, que
tomaremos como punto de partida para formular nuestras hipótesis. El eje
vertebrador de su estudio es que en la operación de elaboración de símbo-
los culturales que llegaron a representar a la nación, concretamente Teresa de
Ávila e Isabel la Católica, se produjo una transformación manipulada de los
rasgos que caracterizaban a ambas mujeres para adaptarlas al modelo de mujer
que el franquismo pretendió imponer (basado en la domesticidad, la obedien-
cia, el silencio, etcétera), de tal manera que devinieron en símbolos simplistas
y uniformes de vocación femenina. La recuperación del Siglo de Oro que llevó
a cabo el proyecto nacionalista español durante el franquismo se tradujo, en
lo referente a la definición de feminidad, no solo en la restauración de las
figuras ilustres del período considerado más glorioso de la historia de España,
sino también de los tratados que fijaron y regularon el papel doméstico de las
mujeres, como La perfecta casada de Fray Luis de León y La formación de la
mujer cristiana de Juan Luis Vives10.
Las principales críticas que se han vertido sobre el trabajo de Giuliana Di
Febo se centran en la matización de que Isabel la Católica y Teresa de Ávila no
siempre fueron presentadas así. I. Ofer y J. Labanyi han demostrado que, desde
las páginas de las revistas de la Sección Femenina de Falange, aquellas figuras
históricas fueron representadas con otros rasgos, que remitían a formas de
entender la feminidad por parte de los discursos nacionalistas franquistas que
no se ajustaban exclusivamente al ideal de domesticidad11. Así, estos personajes
poseían una personalidad más compleja, caracterizada por rasgos de carácter
viril y patrones de activismo destacados, una especie de combinación de trazos
masculinos y femeninos —desde nuestra perspectiva actual— que sería resul-
tado de la combinación de lo viejo y lo nuevo, de virilidad y feminidad, propia
de Falange. Según Ofer, la mujer nacionalsindicalista en sí misma constituyó

10
Para una síntesis de sus contenidos y uso en el contexto franquista, véase A. G. Morcillo,
True Catholic Womanhood, pp. 38-40. Estos libros también son presentados como referentes de
la literatura prescriptiva que se produjo en España acerca de la feminidad normativa durante el
siglo xix (sobre la que se construyó el ideal de domesticidad decimonónica).
11
I. Ofer, «A “New” Woman for a “New” Spain», p. 589; también Id., Señoritas in Blue; J. Labanyi,
«Resemanticising Femenine Surrender». El análisis de A. Morant Ariño, «“Para influir en la vida
del estado futuro”», que explora el terreno tanto del discurso como de las prácticas, puede situarse
igualmente en esta línea interpretativa. La propia Giuliana Di Febo parece admitir la capacidad
del modelo para absorber rasgos y actitudes aparentemente contradictorios (o que lo serían para
una representación simplificada, o formulada desde otros parámetros conceptuales, del ideal de
feminidad durante el franquismo) al afirmar que estos modelo de mujer «inspiran cualidades y
virtudes como la actividad y la contemplación, la obediencia, el valor patriótico y el amor maternal»
(G. Di Febo, «“La Cuna, la Cruz y la Bandera”», p. 232. Para el caso italiano, Victoria de Grazia
definió, hace unas décadas, a la mujer fascista perfecta como un híbrido, pues servía a su familia
pero también era responsable hacia el Estado (véase V. De Grazia, How Fascism Ruled Women).
género y nación durante el franquismo 53

una extraña mezcla de imágenes que ella entiende como irreconciliables: cuidar
de otros / cuidarse a sí misma física e intelectualmente; orgullosa española y
católica, pero sin someterse a los dictados de la Iglesia; buena ama de casa, pero
con ambición y afán de constituirse en ejemplo público…
La pregunta que ha expresado la preocupación de estas y otras historiadoras
de la mujer durante el régimen franquista ha sido la de cómo fue posible que
aquellas mujeres, en concreto las falangistas —aunque se podría incluir a las
militantes católicas en sentido amplio, incluidas las carlistas— adoptaran unas
actitudes que no encajaban en los modelos de feminidad difundidos por el idea-
rio franquista12. La respuesta más habitual ha sido la de entender y explicar la
actuación de las falangistas como fruto de la reinterpretación subjetiva a la que
sometieron, desde su experiencia, dichas normas.
Solo en tiempos más recientes se han ofrecido otras explicaciones que ape-
lan a la relación entre género y nación, pues han presentado estas actuaciones
como un resultado de otras vetas discursivas que igualmente conformaron la
identidad de estas mujeres (fundamentalmente el nacionalismo falangista, pero
también podría hablarse del ultracatolicismo españolista), como lo fue la atri-
bución a las mismas de —y la identificación con— una misión (o misiones)
nacionalista (o socialcatólica). De manera que, como afirma de modo gráfico y
acertado Ángela Cenarro,

[el] discurso de la sumisión y reclusión en el hogar compartía cartel con


el de la nación y también con el de la mujer fuerte que no iba a renunciar
a su promoción profesional13.

O, dicho de otro modo, el discurso de la feminidad franquista fue mucho


más complejo —y contradictorio a nuestros ojos— de lo que habíamos
imaginado hasta ahora.
Este argumento acerca del modo en que la identidad nacional influye sobre
las definiciones de feminidad ha sido manejado para estudiar otros momentos
históricos. La discusión no ha girado tanto acerca de cómo afecta a la defi-
nición vigente de feminidad, en el mundo contemporáneo, la adopción de
ideales patrióticos por parte de las mujeres, sino que más bien ha planteado la
disyuntiva del carácter liberador o no —equiparando por lo general liberación

12
Muy especialmente se ha aplicado al caso de las falangistas. No existen apenas investigaciones
sobre el activismo católico femenino durante el franquismo, si bien se podría afirmar que se produce
una contradicción semejante entre discurso y práctica en las mujeres católicas. Véase al respecto,
I. Blasco Herranz, Organización e intervención pública de las mujeres católicas, pp. 305-447.
13
Ángela Cenarro detecta en el falangismo dos «estrategias» a la hora de enfrentarse a la inclusión
de las mujeres en los proyectos nacionalistas (la de Mercedes Sanz y la de Pilar Primo de Rivera), si
bien ambas coincidieron en que esta entrada tenía que canalizarse «desde arriba» («organizaciones
rígidamente jerarquizadas y férreamente supeditadas al poder militar»). Para profundizar en
estas dos visiones diferenciadas dentro del propio proyecto falangista, y que contribuyeron a una
confrontación no siempre soterrada, véase Á. Cenarro Lagunas, La sonrisa de Falange, pp. 77-80.
54 inmaculada blasco herranz

con acceso al espacio público— del nacionalismo14. La pregunta que subyace


en gran parte de los análisis históricos sobre la participación de las mujeres
en los procesos de construcción nacional es: ¿En qué medida, si la entrega a la
nación debía ser absoluta, constituía una fuente de legitimación para que las
mujeres desafiaran el contenido de los roles asignados —pasividad, domesti-
cidad— y, como afirma Xavier Andreu Miralles para el liberalismo, «una porta
al qüestionament de la mateixa forma d’entendre la relació entre els sexes que
proposava el discurs liberal»? El nacionalismo moderno se ha presentado así
como un discurso ambivalente para las mujeres, dado que libera al tiempo que
atrapa: permite a las mujeres salir a defender la patria bien en el marco de la
política de masas, bien en el de la política elitista liberal (pues necesita movi-
lizarlas para la causa); pero suele hacerlo —aunque no siempre— dentro de
los márgenes de género, e incluso puede contribuir a fortalecer los atributos
de feminidad convencional15.
En el caso del liberalismo, y siguiendo a Xavier Andreu, fue posible negociar
un espacio propio para las mujeres que permitió a algunas participar más o
menos directamente en la vida política, apoyándose en el papel asignado por el
discurso liberal-patriótico, porque: «per sobre de la pròpia i particular família,
devien lleialtat i sacrifici a una altra de superior, la nacional»16. En el caso del
franquismo esta explicación deja de ser plenamente satisfactoria, ya que el régi-
men erigió a la familia en uno de los pilares de la nación, con lo que aquélla se
transformó en uno de los ámbitos a través de los que también podía realizarse
la fidelidad a la nación17. Por lo tanto, en los proyectos nacionalistas durante
el franquismo, la concreción de la misión nacional en las mujeres no significó
exclusivamente un impulso hacia la participación en el espacio público, sino
que también incluía, junto al activismo sociopolítico, el énfasis en la maternidad
como misión asignada a las mujeres en la nueva nación española. Sucedió, como
en otros fascismos, que el impulso nacionalizador de la población femenina y la
politización de la esfera privada se reforzaron mutuamente. De manera que la
aguda separación de esferas que imaginaron los ideólogos (y otros sectores afec-
tos al régimen), e intentaron poner en práctica sus legisladores, poco tenía que
ver, por ejemplo, con el orden sociosexual decimonónico, pues se partía de la
premisa del fuerte vínculo existente entre el deber nacional y el terreno familiar.

14
R. M. Hackler, «Wie Nationalismus das Geschlecht macht».
15
Sugiero explorar una vía explicativa diferente, que apunta a que la identidad femenina
moderna que se conformó en el seno del liberalismo, al ser deudora de las paradojas del mismo, se
fundamentó tanto en la diferencia, que se tradujo en exclusión de la esfera pública y política, como
en el reconocimiento de las mujeres como seres humanos con cualidades similares a los hombres,
lo cual hizo posible las exigencias de inclusión en dicha esfera. Véase al respecto B. Divassón
Mendívil, «El sufragio femenino en España». El nacionalismo moderno, tan profundamente
ligado al liberalismo, funcionó de manera similar sobre la identidad femenina.
16
X. Andreu Miralles, «Retrats de família», p. 16.
17
Sobre las bases católicas (vaticanas) del concepto de familia que manejaron los dirigentes
franquistas y que llegó a calar, con gran naturalidad, en la sociedad española, véase M. Vincent,
«La paz de Franco», pp. 100-101.
género y nación durante el franquismo 55

Esto afectaba, como ha puesto de manifiesto Aurora Morcillo, a la concepción


de la maternidad que fue explícitamente definida no solo como una tarea física y
privada, sino también política, en el sentido de vía de transmisión a la progenie
de un ideario político nacionalista y católico18.
La misión nacionalista de las mujeres se fue definiendo y consolidando paulati-
namente, como la del cuidado de la familia, la educación de los hijos en los valores
patrióticos, etcétera, con lo cual se reforzaba el rol doméstico. En ese camino,

la maternidad real o simbólica (experiencia femenina por antonomasia)


aparecía dotada de un significado nuevo, pues en su nombre las mujeres
hacían una contribución específica al resurgir glorioso del Estado19.

No podía expresarse con mayor precisión esta idea, reproducida hasta la sacie-
dad en las páginas del semanario de la Sección Femenina de Falange, Medina,
durante los años cuarenta del siglo pasado:
La verdadera misión de la mujer es dar hijos a la Patria. Y ésta es, por
lo tanto, su suprema aspiración. Y dentro del nacionalsindicalismo, sigue
siendo más que nunca su misión ser la continuadora de la raza, de los
caminos que abrieron aquellas mujeres que se llamaron Isabel de Castilla
y Teresa de Jesús20.

Habría que precisar que no a todas las maternidades se les asignó la misma
calidad en el marco del proyecto de construcción nacional. Lo que hizo el fran-
quismo fue definir qué era la maternidad: una contribución física y espiritual al
nuevo Estado cuyo corazón era la nación española y católica. Y estableció unos
vínculos muy fuertes entre aquélla y la nación española (entendida como una uni-
dad indivisible fundada en el catolicismo y la tradición, y con vocación imperial,
ya fuera territorial o, con mayor frecuencia, espiritual), así como con el Estado
autoritario. Esta definición se sustentó sobre la exclusión de la nación española de
otras maternidades (y otras feminidades) que fueron consideradas como aberran-
tes —esto es, amenazantes y extrañas— desde el punto de vista de las correctas

18
A. G. Morcillo, True Catholic Womanhood. La centralidad de la familia para el franquismo
ha sido destacada por S. Tavera, «Mujeres en el discurso franquista», especialmente pp. 244-245.
Ángela Cenarro sostiene que las concepciones del fascismo sobre maternidad tienen muchos
puntos en común con las mantenidas por sectores del liberalismo —Marañón por ejemplo—,
dado que el pensamiento fascista se nutrió de la tradición intelectual y discursiva del liberalismo
regeneracionista español, diferente a la del tradicionalismo católico. Habría que investigar,
sin embargo, la hipótesis de que el catolicismo había llegado a compartir ciertas concepciones
«liberales» sobre la maternidad (Á. Cenarro Lagunas, La sonrisa de Falange, pp. 374-396).
19
Ibid., p. 91.
20
Azul, «No hay nada más bello que servir a la Patria», Medina, 69 (12 de julio de 1942). En este
sentido se pusieron en marcha las campañas de exaltación de la maternidad como la llevada a cabo
desde 1940 por el Frente de Juventudes (y no, curiosamente, por la SF) para celebrar el día de la
madre el 8 de diciembre. También la Acción Católica femenina comenzó a celebrar la Semana de la
Madre en 1938, siguiendo el ejemplo de la Acción Católica italiana.
56 inmaculada blasco herranz

atribuciones sexuales y también nacionales. Y se construyó excluyendo a las otras


mujeres, las «rojas», de ese ideal femenino, primero estigmatizándolas para luego
intentar regenerarlas por medio de su limpieza y purificación21.
Se podría afirmar que durante los primeros años del régimen franquista se
ofreció un modelo femenino que, fuertemente resignificado en sus aspectos bási-
cos por la inclusión de las mujeres en el proyecto nacionalista español y por la
coyuntura bélica, incorporaba rasgos tanto de feminidad tradicional (maternidad,
domesticidad) como de activismo público. Dicho modelo contaba con unos pre-
cedentes en la definición de la feminidad y del rol social de las mujeres que había
ido perfilando la derecha católica; una definición que fue reformulada durante los
años de la República y, muy especialmente, de la Guerra Civil. En esa reformula-
ción, la inclusión de las mujeres en el proyecto nacionalista español —que llegó a
concretarse en la defensa de la unidad e integridad nacional frente a un enemigo
interior a través de un enfrentamiento armado— tuvo un papel fundamental,
pues contribuyó a la transformación de la «mujer social», entregada a la regene-
ración social, en «mujer nacional», entregada a la salvación de la patria, ya fuera
en el seno del proyecto imperial de Falange o del recatolizador y tradicionalista22.
Una buena demostración de que el modelo de mujer social que la derecha
católica había ido fabricando desde finales del siglo xix sirvió como funda-
mento para la configuración de la nueva mujer española lo encontramos en
un librito publicado por Mercedes Sanz Bachiller que, dentro de la tradición de
elaboración de manuales escolares, iba dirigido a las niñas23. Al mismo tiempo,

21
Véase R. Vinyes, Irredentas. También I. Abad, «Las dimensiones de la “represión sexuada”»;
M. Joly, «Las violencias sexuadas» y C. Ramblado Minero, «Madres de España / madres de la
anti-España». La identidad nacional se configura en oposición al «otro», al que se le considera
enemigo, amenazante y extraño a la nación. La comunidad nacional solo puede ser imaginada
cuando también se imaginan comunidades extranjeras (véase M. Billig, Banal Nationalism, p. 79).
Teresa Ortega ha señalado cómo, ya durante la Segunda República, el discurso movilizador de
las mujeres de la derecha católica (que puede seguirse a través de las páginas de la revista Ellas.
Semanario de las mujeres españolas, dirigido por José María Pemán) desarrolló el argumento de las
antiespañolas como antimujeres, dentro de un marco más general de combate contra los enemigos
de España (M. T. Ortega López, «¡Cosa de coser… y cantar!», pp. 202-203). A pesar de todos
los estudios realizados, sería necesario situar los orígenes y las transformaciones de este tipo de
retórica a lo largo de la primera mitad del siglo xx.
22
Mientras que para Victoria de Grazia el fascismo italiano nacionalizó a las mujeres tanto o más
de lo que el liberalismo había hecho con los hombres en el siglo xix, en el caso español se puede
observar que durante el período de la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda
República tuvieron lugar procesos que contribuyeron a la nacionalización de las mujeres, aunque
es cierto que la Guerra Civil significó un momento álgido de la misma, pues movilizó esfuerzos
en torno a la nación española entre un número muy amplio, tanto de hombres como de mujeres.
Véase, para la Segunda República, M. T. Ortega López, «¡Cosa de coser… y cantar!»; para la
dictadura de Primo de Rivera, I. Blasco Herranz, Paradojas de la ortodoxia, y R. Arce Pinedo,
Dios, patria y hogar; para la Restauración, I. Blasco Herranz, «“Más poderoso que el amor”» y
Ead., «El movimiento católico».
23
M. Sanz Bachiller, Mujeres de España. Se pueden establecer las comparaciones pertinentes
a partir de las fuentes que ayudan a reconstruir el modelo de mujer social desde comienzos del
siglo xx y que son reproducidas en I. Blasco Herranz, Paradojas de la ortodoxia; Ead., «“Sí, los
género y nación durante el franquismo 57

esta publicación resulta elocuente de cómo una determinada concepción del


patriotismo femenino forjada en la guerra —basada en la participación pública
de las mujeres en el proyecto nacionalista español que impulsó los apoyos socia-
les del bando rebelde— redefinió el contenido de la feminidad normativa.
El libro de Sanz Bachiller es un compendio de rasgos de feminidad ideal (y
de las argumentaciones que los legitiman) que toman cuerpo en figuras histó-
ricas clave de la historia de España, pero, sobre todo, ordenados de tal manera
que el resultado era una conciliación de mujer doméstica y mujer pública, de
feminidad e intelecto, de poder político y maternidad, etcétera. Una combina-
ción de rasgos muy arraigada en el modelo que la derecha había ido creando (y
recreando) a lo largo de la primera mitad del siglo xx: influencia a través de la
educación de los hijos; una fuerte conciencia nacional, que se plasmaba en la
«obstinación» de sus acciones, a menudo persuasivas, para conseguir el objetivo
de la unidad nacional; colaboración constante con el marido y complemento del
mismo; rechazo de la pedantería de las intelectuales —percibida como práctica
que alejaba de la feminidad—, de ahí que el cultivo del intelecto en las mujeres
tuviese que ir acompañado del cuidado consciente de las cualidades femeninas,
como la virtud de la alegría, la naturalidad y la espontaneidad, pero «sin ñoñe-
rías ni infantilismos». Un ejemplo de esta combinación, entre otros muchos que
se citan, es el de Juana de Austria, quien supo «conciliar la piedad y la energía, la
vida prudente y religiosa, con los azares desgastadores de los cargos públicos»24.
Así, las mujeres eran concebidas dentro de un esquema de diferencia sexual
moderna, según el cual constituían un complemento del hombre en todas las
facetas de la vida. Al poseer rasgos diferentes, estaban llamadas a proyectar sus
cualidades femeninas antes circunscritas al ámbito familiar-privado, erigiéndolas
en portadoras de una tarea regeneradora. Esto incluso se extendía a un ámbito del
que habían sido excluidas por definición, la política, porque suavizaban las tensio-
nes, evitaban divisiones y creaban un ambiente de respeto mutuo y convivencia.
No obstante, convive con esta omnipresencia de la diferencia sexual moderna
la existencia de cualidades compartidas, que derivan predominantemente del
fortalecimiento de la adscripción nacional y nacionalista en unos contextos
excepcionales, como lo fueron la guerra y la posguerra. No es casualidad que

hombres se van”», y Ead., «“Más poderoso que el amor”». Acerca de la importancia de los manuales
de Historia de España para la construcción de diferentes visiones sobre la nación española a lo
largo del siglo xx y para la nacionalización de la población, véase C. Boyd, Historia Patria (2000).
24
M. Sanz Bachiller, Mujeres de España, p. 70. Podría argumentarse que lo que llevaba a
Mercedes Sanz Bachiller a defender la necesaria participación de las mujeres en el poder político, a
la altura de 1940, en un contexto poco propicio de «vuelta al hogar», fue precisamente el momento
en el que se estaban definiendo atribuciones de funciones político-sociales y espacios de poder
dentro de la FET y de las JONS. Ángela Cenarro nos invita a contemplar la visión que Mercedes
Sanz Bachiller tenía de las mujeres, si no transgresora, al menos disonante en relación con la
que llegó a erigirse en dominante dentro del régimen, encarnada en la figura de Pilar Primo de
Rivera (Á. Cenarro Laguna, La sonrisa de Falange, pp. 250-252). Se le podría objetar que otras
mujeres, incluida la propia Pilar Primo de Rivera, forjaron su identidad política a partir de rasgos
de feminidad aceptados y defendidos por Mercedes Sanz Bachiller.
58 inmaculada blasco herranz

ocupen un espacio muy amplio en este libro las figuras femeninas que poseen
sentimiento patriótico, «el amor ardiente a la patria», entendido como algo
consustancial al alma de las mujeres españolas pero también «cualidad general
en España»25. Lo que realmente llama la atención es que, si tenemos en cuenta
exclusivamente la retórica de la inexorable separación de género que se impuso
durante el primer franquismo, la expresión de tales sentimientos en ningún
momento se concrete en el ejercicio de la maternidad y que, sin embargo, con-
tenga valores y actitudes muy similares a los asignados a los hombres, como
valentía, activismo, heroísmo, agresividad, manejo de las armas, hasta el punto
de convertir a estas mujeres en exponentes de dicho patriotismo (sin sexos):
Cuando el oficial que conducía la bandera iba a plantarla triunfante
en la muralla, María Pita, que había estado ayudando afanosamente a los
soldados en menesteres auxiliares, vió [sic] caer a sus pies, completamente
exánime, a su marido, y tomando su espada, en un momento de
indignación y de patriotismo, se arrojó arrebatada sobre el abanderado
inglés, y tan certero golpe le dirigió con la espada, que, tras de vacilar
unos segundos, cayó muerto desde la muralla26.
Y es que España siente tan hondo el sentir del deber, tiene tal capacidad
de heroísmo, que aún en los momentos de más difícil empeño, sabe sacar
de las prístinas fuentes de su racial fuerza para no sólo sobreponerse
a las circunstancias por ingratas que sean, sino hacer resaltar, con actos
inenarrables, el valor, la audacia y el desprecio de la propia vida, como si lo
primordial para un español fuera la limpia historia de su nación, madre de
los pueblos. María Pita fue un maravilloso exponente de lo anteriormente
dicho, y queda en la mente de todos como un girón [sic] de gloria27.

De manera similar se ilustra gráficamente, con toda naturalidad, a María Pita


y a Manuela Sancho portando (y usando) armas (figs. 1, 2 y 3), y se retrata a esta
última, como «heroína de los sitios de Zaragoza»,
[como una] mujer del pueblo que en la guerra de la Independencia espa-
ñola contra los franceses participa en los sitios de Zaragoza. En el primero
aporta, con riesgo infinito, sus servicios como proveedora de las tropas
defensoras de la ciudad, y en el segundo, directamente como combatiente
[…] Manuela Sancho, armada de un fusil, peleó con los escasos grupos
que contenían el avance del enemigo, y, demostrando extraordinario
valor, defendió el terreno palmo a palmo28.

25
M. Sanz Bachiller, Mujeres de España, p. 99.
26
Ibid., pp. 72-73.
27
G. Quijano, Mujeres hispánicas, p. 50. Gracián Quijano era el seudónimo de Francisca Cristina
Sáenz de Tejada (1896-1974), poetisa y escritora andaluza, que se hizo muy popular durante el
franquismo. Desde 1944 fue miembro de la Real Academia de Ciencias, Bellas Artes y Nobles Artes
de Córdoba y consejera del Instituto de Estudios Jienenses.
28
M. Sanz Bachiller, Mujeres de España, p. 100. Otras mujeres que habían sido consideradas
«ilustres» en la historia de España durante el período liberal y el republicano fueron drásticamente
excluidas de estas galerías, como lo fue Mariana Pineda. Sin embargo, Mercedes Sanz Bachiller
incluía en su libro a las feministas (que además eran por ello elogiadas) Concepción Gimeno de
Flaquer y Emilia Pardo Bazán.
género y nación durante el franquismo 59

Fig. 1. — Anónimo, María Pita, Dibujo


[M. Sanz Bachiller, Mujeres de España, p. 72] (TDR)

Fig. 2. — Anónimo, Manuela Sancho, Dibujo


[M. Sanz Bachiller, Mujeres de España, p. 100] (TDR)

Fig. 3. — Anónimo, María Pita,


Quien tenga honra, que me siga, Dibujo
[G. Quijano, Mujeres hispánicas, p. 49] (TDR)
60 inmaculada blasco herranz

Por lo tanto, la atribución a las mujeres (y también a los niños) de valores


como valentía, decisión y arrojo, característicos de la «raza hispánica»,
constituyó, junto a la resignificación de la maternidad en clave nacional, una
vía para la nacionalización masiva de las mujeres. Pero esto podía tener efectos
«endurecedores», podríamos decir virilizadores, del carácter femenino, que
operaban especialmente cuando la patria era atacada por elementos extraños:
Y es que en España hasta el sexo «débil» es de acero bien templado,
como las tizonas toledanas, que «se parten, pero no se doblan» ante nin-
gún empuje extraño que pretende mancillar la inmaculada historia del
suelo español29.

En su análisis de la construcción de la mujer falangista, Inbal Ofer interpreta


que estos rasgos asociados a la virilidad —«courage [valor], energy [energía],
forceful personality [entereza], vigor [esfuerzo], determination [tenacidad] and
intelligence [inteligencia]»30— fueron elegidos porque se consideraba que esta-
ban libres de carga de género y que, por tanto, no minaban la feminidad. Mi
interpretación difiere en dos aspectos:
— Primero, esto no solo era aplicable a las mujeres de Falange, sino a
todas las mujeres que participaron activamente en los proyectos naciona-
listas españoles durante el primer franquismo31.
— Segundo, cuando se atribuía a las mujeres esos rasgos adquirían significa-
dos variables. En ocasiones se entendieron como cualidades compartidas por
todos aquellos que pertenecían a la «raza hispana», como hemos visto hasta
ahora, llegando incluso a erigir a algunas mujeres en máximos exponentes de
patriotismo. Otras veces se les asignaba un significado particular (acorde con
la diferencia sexual), que se traducía en una actuación diferenciada. Por ejem-
plo, el heroísmo en las mujeres aparecía ligado a la abnegación implícita en un
alma caritativa y se materializaba en el sostenimiento de la moral de los com-
batientes, en asistir a los heridos o en arriesgar la vida para negociar e influir en
el enemigo, como había hecho la madre María Rafols, quien
se dirigió hacia el campamento del General francés, entre el fuego cru-
zado de ambos ejércitos, y logró, invocando razones espirituales, que
se les permitiese llevar a las monjas todos los víveres necesarios para
el exclusivo sostenimiento de los enfermos (y) alcanzó, en bastantes

29
G. Quijano, Mujeres hispánicas, p. 50 (en referencia a María Pita).
30
I. Ofer, «A “New” Woman for a “New” Spain», p. 592.
31
Y con anterioridad. «La nueva mujer católica de los años treinta pasó a ser la receptora de
atributos hasta entonces ceñidos al sexo masculino. La imagen transmitida por el semanario Ellas
nos presenta a la “verdadera mujer española” como un ser fervorosamente católico, pero también
valiente, heroico, decidido y lleno de vigor, cualidades que la convertía en una mujer al tiempo
incansable y pertrechada con sus insignes virtudes para la lucha contra los valores extranjerizantes
que amenazaban la integridad de los fundamentos de la raza, el patriotismo españolista y el
catolicismo más conservador» (M. T. Ortega López, «¡Cosa de coser… y cantar!», p. 191).
género y nación durante el franquismo 61

ocasiones, la libertad de patriotas españoles distinguidos, que habían


sido prisioneros del enemigo y que sin su intervención hubiesen sido
inmediatamente fusilados32.

Por último, parecía presuponerse que aquellos valores de arrojo, valentía y


acción eran en esencia extraños a la feminidad. En consecuencia, y tirando del
hilo de una vieja estrategia, se advertía del carácter excepcional de su puesta en
juego, pues en realidad se temía que la feminidad pudiera verse cuestionada,
y con ella un orden social armónico. Fray Albino G. Menéndez-Reigada, otro
autor de galerías de mujeres españolas, ponía en boca de Agustina de Aragón
palabras como «nuestra misión es ayudar a los hombres, y cuando la necesidad
lo exige, suplirlos», para después afirmar, haciendo abierta referencia al contexto
inmediato de la Guerra Civil, que:
Agustina de Aragón, como se ve, no era una miliciana ni un soldado
[…] Agustina de Aragón era una mujer y en calidad de mujer ascendió
a la cumbre del heroísmo. Porque era y es la misión de la mujer en toda
sociedad debidamente ordenada: auxiliar a los hombres en las necesidades
ordinarias de la vida, y sólo cuando la necesidad lo imponga, suplirlos33.

La propia Mercedes Sanz Bachiller, narrando la historia de Manuela Sancho,


acompañaba estos valores «viriles» del recordatorio de que, antes que nada, la
heroína de los sitios era una mujer familiar y casera:
La valentía en España no es sólo patrimonio de los hombres. Manuela
Sancho, mujer muy familiar y casera, supo demostrar, como tantas otras,
el arrojo y decisión de la raza hispánica. Los ejércitos extranjeros que a
lo largo de nuestra Historia intentaron invadirnos encontraron siempre
la resistencia unánime de todo el pueblo: hombres, niños y mujeres, que
supieron derrochar heroísmo sin medida34.

Si los proyectos nacionalistas españoles de posguerra impactaron sobre


la reformulación de la feminidad, también la definición de la masculinidad
ideal se vio afectada por ellos35. Empero, aunque disponemos de algunas

32
M. Sanz Bachiller, Mujeres de España, pp. 96-97.
33
A. G. Menéndez-Reigada, Mujeres de España, pp. 144-145. El origen de este libro fue la petición
que hicieron al obispo de Tenerife un grupo de señoras de Acción Católica, para que con las biografías
pudieran amenizar la Asamblea anual y representar en cuadros plásticos vivos algunas de las mujeres
célebres de España. Estos retratos fueron publicados posteriormente en Falange, diario de la tarde de
Las Palmas de Gran Canaria, y tuvieron tanto éxito que se le pidió que continuara la serie. Sobre la
figura de Fray Albino, véase R. A. Guerra Palmero, Ideología y beligerancia.
34
M. Sanz Bachiller, Mujeres de España, p. 101.
35
Soy consciente de que este aspecto de mi análisis puede resultar insatisfactorio si lo
comparamos con el tratamiento de los significados de la feminidad. Ello se debe, en parte, a que se
trata de una primera incursión por mi parte en este ámbito, y a los muy escasos estudios realizados
en España sobre la construcción de la masculinidad (modelo ideal o alternativas al mismo, no
necesariamente resistentes) en este y otros períodos de la historia contemporánea.
62 inmaculada blasco herranz

visiones generales sobre el ideal de masculinidad franquista, contamos con


una escasa bibliografía que explore este tema en profundidad, lo que limita
nuestra indagación acerca de la relación entre identidad nacional española
y masculinidad durante el franquismo. Mientras que Giuliana Di Febo ha
subrayado el papel de la imagen de San Juan de la Cruz a la hora de confi-
gurar el ideal de hombre español como modelo para los jóvenes falangistas
—mitad monje y mitad soldado—, Mary Vincent ha argumentado que la
masculinidad franquista experimentó inicialmente una virilización y exal-
tación a través del dominio del discurso de Falange y la experiencia de la
guerra, para pasar a acomodarse a un modelo de cariz más tradicional cató-
lico (derivado de la influencia del tradicionalismo católico en el discurso
franquista), fundamentado en el papel del hombre dentro de la familia como
eje vertebrador de la nación36. Sin entrar aquí a cuestionar abiertamente
ninguna de estas dos interpretaciones, mi aportación se propone destacar
tres aspectos del ideal de hombre durante el primer franquismo en relación
con la identidad nacional española.
En primer lugar, habría que destacar que, frente al estereotipo masculino
moderno caracterizado por la autorrestricción, el autocontrol y el freno de
las pasiones37, la guerra y el nacionalismo español contribuyeron a subra-
yar cualidades (valor, fe, arrojo, furia, gallardía, ira justa, patriotismo) que,
siempre adjetivadas para exaltarlas en sus extremos, remitían a la pasiones,
a la intuición, a lo visceral, si bien encauzadas por su despliegue hacia la
defensa de la patria y de la fe católica, y contenidas por la rectitud moral y
la obediencia38. Así, Federico Torres, un popular y prolífico autor de textos
escolares —uno de los cauces de expresión y difusión de los valores atribui-
dos a la masculinidad «hegemónica»—, retrataba a Viriato, presentado en

36
Este es el argumento central de Mary Vincent en uno de los pocos trabajos que ofrece un análisis
de las masculinidades en el franquismo (M. Vincent, «La reafirmación de la masculinidad»).
Véase también G. Di Febo, «“La Cuna, la Cruz y la Bandera”», p. 226; Ead., «Modelli di santità
maschili e femminili», así como Ead., «El “Monje guerrero”». Para la permanencia en el tiempo
de los modelos de masculinidad y feminidad que modeló el falangismo, véase A. I. Simón Alegre,
«Discurso de género».
37
Esta caracterización del estereotipo masculino moderno, en G. L. Mosse, La imagen del
hombre.
38
Si, desde finales del siglo xix hasta las primeras décadas del xx, los discursos regeneracionistas
del catolicismo español habían considerado a los hombres como perdidos para la religión,
debido al predominio de las pasiones en su carácter y a las mujeres como sujetos ejecutores de
la regeneración dada la fortaleza de su fe (una fortaleza que las definía como sujetos sexuados),
a partir de la Segunda República —y, quizás, en la década anterior— las mujeres españolas
comienzan a considerarse como objeto de regeneración, mientras se forja un nuevo modelo
de masculinidad (impulsado por el estado dictatorial primorriverista) que recupera la fe como
atributo del hombre español y exalta la defensa incondicional de la nación. Para las mujeres como
regeneradoras de una nación degenerada por los vicios masculinos en el discurso católico, véase
I. Blasco Herranz, «“Sí, los hombres se van”». Elizabeth Munson destaca una argumentación
similar presente en los discursos del regeneracionismo krausista (E. Munson, «Regenerando a
la mujer, regenerando España»).
género y nación durante el franquismo 63

clave de héroe de una pretendida resistencia española frente a la invasión


romana, como poseedor de los siguientes atributos, que eran en realidad las
esencias de la raza española:
Gallardía, furia española, ímpetu y arrojo de los españoles, noble y
caballeroso, justa ira, pecho invencible y generoso que todo lo sacrificó
por la independencia de su Patria39.

No obstante, y en segundo lugar, en el monje-soldado habían de convivir


estas cualidades con la disciplina, el respeto a la jerarquía y la obediencia.
Se había impuesto así una nueva concepción de sujeto masculino, cada vez
más alejada del individuo liberal (sujeto autónomo, libre y con derechos
políticos y civiles), caracterizada por su sujeción-servicio consciente a enti-
dades superiores (sin derechos político-civiles, pero con derechos sociales).
En su referencia a San Ignacio de Loyola, calificado como «siervo de Dios y
un soldado de España», Torres hacía hincapié en este último aspecto sobre
cualquier otro:
Sólo de una palabra necesitó el glorioso santo para fundar su Compa-
ñía: obediencia. Palabra que viene a evidenciar en síntesis la única virtud
que ha de tomar el español para su grandeza: obediencia, que es un modo
de canalizar el genio disperso40.

Por último, el patriotismo exacerbado, llevado al límite del sacrificio


personal, y que contribuyó a modelar una identidad masculina sustentada
sobre las virtudes-pasiones asociadas a la guerra ahora puestas al servicio
incondicional a la nación, convivió con un proceso de espiritualización del
auténtico hombre español, al que también le fueron asignadas cualidades
como la austeridad, la pureza y la sencillez de hábitos. Felipe II, insignia de
la madurez del Imperio español, no destacaba precisamente por su valor y
heroísmo, sino por su
clarísima inteligencia; incansable para el trabajo, tenía una religiosi-
dad honda y sincera, no entibiada jamás. Sus costumbres eran puras y
sencillas, no gustando de los adornos ni de los gastos superfluos en su
palacio […]. Era amantísimo de España y de los españoles41.

39
F. Torres, Genios y místicos, pp. 16-17. Menéndez y Pelayo era «…un gran español, en cuya
alma se daban cita todas las virtudes de la raza: patriotismo hondo, catolicismo sincero y una fe sin
límites en la grandeza de España»; y de Cristóbal Colón se afirmaba: «Hace falta, para conquistar
aquellas tierras y triunfar de aquellos salvajes, un temple a toda prueba, un desprecio absoluto
de la vida, un patriotismo exaltado y, sobre todo, una inquebrantable fe» (ibid., pp. 133 y 64
respectivamente).
40
Añadía Federico Torres más adelante: «Ya solamente tendría Ignacio que utilizar su talismán
precioso: la obediencia, para que prosperara la nueva orden» (F. Torres, Genios y místicos,
pp. 85-86).
41
Ibid., p. 97.
64 inmaculada blasco herranz

EL GÉNERO EN LA NACIÓN:
LA REPRESENTACIÓN DE ESPAÑA A TRAVÉS DEL GÉNERO

Aquí la posición de la masculinidad no era diferente de la de la femini-


dad; ciertas figuras masculinas y femeninas, por ejemplo, se convirtieron
a la vez en símbolos públicos que representaban a la nación. Sin embargo,
las mujeres como símbolos nacionales no representaban normas válidas
de carácter general, como las virtudes que proyectaba la masculinidad,
sino más bien las cualidades maternales de la nación, resaltando sus tra-
diciones e historia42.

Aunque esta afirmación de George Mosse se refiere a un período amplio de


génesis y consolidación del estereotipo de la masculinidad moderna, está guiada
por una lógica tan familiar a nuestro sentido común que no solo parece no nece-
sitar confirmación empírica, sino que, podemos afirmar, ha sido asumida por
la investigación feminista sobre género y nación en la época contemporánea. Es
decir, los hombres simbolizan las normas generales (e históricamente construidas
a partir del consenso) para la nación, y las mujeres las relativas a la tradición,
la historia, la reproducción, etcétera. Esta afirmación, sin embargo, debería ser
fundamentada documentalmente en el marco de contextos históricos específicos,
porque al ser aplicada con carácter explicativo a etapas históricas muy diferentes
acaba por adquirir cierto aire ahistórico (relacionado con el esencialismo de la
subordinación histórica de las mujeres y el esencialismo de la nación), además de
presuponer que existen unas «cualidades maternales de la nación».
Al igual que en otros períodos de la historia contemporánea de España, no
existió durante el franquismo una forma hegemónica y persistente de representar
la nación. Sí se puede constatar que se recurrió con frecuencia, como en otros
momentos históricos, al uso de figuras femeninas como símbolos para imaginar
la nación española43. Estas representaciones, que reflejan y contribuyen a reforzar
la complejidad de contenidos de la feminidad dentro del proyecto nacionalista
español del franquismo (mujeres-viriles y mujeres-madres), no sirvieron exclu-
sivamente para fijar normas de comportamiento femenino o para simbolizar

42
G. L. Mosse, La imagen del hombre, p. 13. Para una crítica, dentro de un cuestionamiento más
amplio de la teoría de las religiones políticas, a la concepción de mujer subyacente en los trabajos
de Mosse sobre la construcción de la masculinidad moderna, véase K. Passmore, «The Genealogy
of Political Religions Theory».
43
Según Danièle Bussy-Genevois, no podía haber una sola representación de la nación fuera
del propio Franco debido a los diferentes componentes del golpe de Estado y a la guerra como
cruzada, que ofreció muchos héroes muertos como símbolos. Siguiendo a esta autora, a lo largo
de los siglos xix y xx, las representaciones de la nación española fueron muy diversas y ninguna
en particular llegó a erigirse como símbolo indiscutible de la nación salvo, quizás, la matrona
romana para el liberalismo (D. Bussy-Genevois, «Les visages féminins de l’Espagne»). Para un
análisis comparado de la centralidad de las metáforas de género, y particularmente de las mujeres,
en las narrativas nacionalistas europeas desde el siglo xviii hasta las dos guerras mundiales, véase
A. M. Banti, L’onore della nazione.
género y nación durante el franquismo 65

aquellos contenidos de la nación menos inmutables. Por el contrario, también


se convirtieron en articuladoras del comportamiento ideal del sujeto masculino
nacional, en la medida en que se les atribuyeron unos rasgos generalmente asig-
nados a la masculinidad moderna, y su función fue la de infundir el sentimiento
patriótico, vertebrador del hombre español. Voy a intentar demostrar ambas cosas.
Para lo primero, volvamos al trabajo de Giuliana Di Febo sobre la configu-
ración y reformulación de símbolos culturales que llegaron a representar a la
nación. Uno de sus grandes aciertos fue señalar que Isabel la Católica y Teresa de
Ávila se convirtieron en símbolos de la nación española, cumpliendo la función
del mito racial español de proteger la raza española como parte de la identi-
dad femenina en calidad de preservadores de la tradición y la moralidad. A esto
habría que añadir que esas mujeres pasaron a convertirse no solo en símbolos
de la nación española, sino también en modelos para todos los españoles, algo
que no deja de ser sorprendente si atendemos a la implacable separación de
esferas, atributos y funciones entre los sexos que implicó el discurso de género
franquista44. No solo fueron modelos exitosos para un sexo, sino para todos los
ciudadanos españoles, pues junto a los rasgos de feminidad ideal se les atribuyó
virtudes requeridas a los hombres, con las que se estaban llenando de conte-
nido los caracteres de un San Ignacio de Loyola o incluso de un Hernán Cortés:
espíritu de sacrificio, templanza, predominio de la razón, actividad incansable y
ejercicio firme del poder.
Esto explica que las dos únicas mujeres que fueron incorporadas al compen-
dio, en este caso dirigido a los niños, de personajes históricos ejemplares de la
historia de España que es Genios y místicos fuesen Isabel la Católica y Teresa
de Ávila. La reina Isabel fue erigida en el personaje central de la historia de la
nación española, pues a ella, y no a un hombre, se le atribuyó a través de sus
acciones, guiadas por las virtudes de la raza hispana, el logro de la máxima aspi-
ración del nacionalismo español franquista: la unidad nacional, tanto territorial
como espiritual, y el inicio del Imperio. Frente al desorden y la desunión terri-
torial legados por su hermano Enrique IV, la «hacedora del Imperio» no solo
aparecía investida de un poder casi divino cuando se trataba de forjar la unidad
peninsular, sino que ejercía el poder con mano firme —a pesar de ser calificada
como la «materna»— y su actividad era imparable:
¡Hágase España!, decía Isabel cuando corría de Segovia a Olmedo, de
Galicia a Granada, deponiendo alcaldes, aunando feudos bajo una sola ley,
suprimiendo estatutos. Atando corto tanto desmán, con mano dura, Isabel
la materna le dio fuerza y trabazón al país, yugo al Estado, gramática al
idioma, Guardia civil a los caminos […] inquisición a los herejes, capitanes
a Italia, Indias al mundo. La España impotente de treinta años antes, por
uno de esos ascensos súbitos, saltos de estrella que son la gracia que nos
quiso dar el Cielo, había ascendido a la máxima altura de la Historia45.

44
F. Torres, Genios y místicos, pp. 56-61 y 91-95.
45
Ibid., p. 58.
66 inmaculada blasco herranz

El antes citado Fray Albino G. Menéndez-Reigada retrataba a Isabel la Cató-


lica como una mujer cuyo ejercicio del poder era implacable, y su justicia
inexorable. En este caso, «la principal forjadora de nuestra unidad y de nues-
tro imperio» destacaba sobre todo como impulsora, primero de la unidad y
armonía social de Castilla, y después de la unidad católica de España. A ella se
le atribuía la creación, como «obra personal suya» y en contra de la opinión de
sus consejeros, del tribunal de la Inquisición46. Para conseguirlo, afirmaba Fray
Albino, Isabel fue ajena a cualquier tipo de misericordia y de piedad, que la dife-
rencia sexual moderna había asignado a las mujeres:
Había que crear España; y para ello, había que hacer reinar la justicia,
porque es ella la que levanta los pueblos. Isabel se sentaba ella misma en
el tribunal para juzgar a los reos. Y no fueron pocos los condenados a
muerte, sin que le temblara la mano en la sentencia. Indultos o amnistías,
los concedía rara vez. Y esto exceptuando siempre el crimen de «herejía».
Su justicia era inexorable y nada ni nadie la podía torcer […] jamás ni por
nada torcía en lo más mínimo la vara de la justicia47.

Por su parte, la representación gráfica que acompaña al relato que Gracián


Quijano hace de Isabel la Católica, a quien describe gobernando con «terquedad
suave y suavidad enérgica», evoca esta idea de justicia implacable: Isabel es una
especie de Arcángel San Gabriel que sostiene la Y del yugo con una mano y…
una espada (no alzada) con la otra. Al fondo se dibuja una carabela (fig. 4).

Fig. 4. — Anónimo, La mujer símbolo, Dibujo


[G. Quijano, Mujeres hispánicas, p. 19, cap. «Isabel I de Castilla»] (TDR)

46
Bussy-Genevois afirma que, a partir de 1933, se produce un renacimiento de la figura de
Isabel la Católica por parte de grupos femeninos de extrema derecha, en calidad de adalid no
del catolicismo sino del antisemitismo, al haber expulsado a los judíos del territorio nacional
(D. Bussy-Genevois, «Les visages féminins de l’Espagne», pp. 34-35).
47
A. G. Menéndez-Reigada, Mujeres de España, pp. 23 y 30.
género y nación durante el franquismo 67

Merece la pena igualmente destacar el retrato que de Teresa de Jesús ofrecía


Fray Albino. Por un lado, la mostraba como modelo ejemplar de uno de los ras-
gos de la raza hispana en clave masculina: la aceptación con gusto de la muerte y
el dolor como paso imprescindible para la consecución del heroísmo.
Soldados de la legión, despreciadores del dolor y de la vida, novios de la
muerte: mirad, mirad donde tenéis vuestra Patrona. Porque ni las batallas
humanas ni las divinas, ni los reinos de la tierra ni el del cielo se con-
quistan, si no se comienza, como Santa Teresa, por tragarse, es decir, por
aceptar con gusto, el dolor, el sacrifico y la muerte, de donde únicamente
nacen todos los heroísmos48.

Pero, además, Teresa era imaginada como un ser eminentemente racional,


del que parece haber sido extraído todo tipo de emociones, un retrato bastante
extraño en la época para una mujer:
Santa Teresa no fué [sic] monja por inclinación […]. La naturaleza no,
la inclinación no, el gusto y el instinto no, no; pero la reflexión, la razón
fría y serena tras la cual se escondía la voz de Dios, la empujaba hacia el
convento […] Santa Teresa fué [sic] monja por pura reflexión y sólo des-
pués de haber contrapesado largamente todos los datos del problema49.

Otra de las conceptualizaciones de la feminidad que con más frecuencia articu-


laron la representación de la nación española fue la maternidad. Un uso que no era
nuevo, pero que se hacía ahora sobre la base de significados inéditos. Funcionó,
por tanto, no solo como modelo femenino, al que las mujeres debían aspirar de
manera natural, sino también como símbolo de la nación con un gran poder evo-
cador (de armonía, paz social y orden jerárquico), que reforzaba a la vez un valor
nacional muy naturalizado: el especial vínculo entre la madre y el hijo50.
Un ejemplo de ello se puede encontrar en la obra de Ernesto Giménez
Caballero, España nuestra. El libro de las juventudes españolas, también pen-
sada como un manual escolar, en este caso para los jóvenes falangistas. En
un tono coloquial y cercano, se dirigía a los niños invitándoles a dibujar el
mapa de España siguiendo las diferentes representaciones por medio de las
que los diferentes pobladores del territorio «peninsular» habían imaginado
qué era España (como llave, como matrona romana, como conejo, etcétera).

48
Ibid., p. 108.
49
Ibid., pp. 108-109. Esta imagen contrasta, por ejemplo, con la visión de la feminidad que había
elaborado José María Pemán en De doce cualidades de la mujer como antiintelectual y con menor
aptitud especulativa que el hombre.
50
A esta cuestión de la relación materno-filial (se entiende, hijos varones) le ha sido otorgado un
valor explicativo relevante dentro de la configuración de las tradiciones nacionales italianas. Véase
L. Passerini, «La mère du héros»; y, desde una perspectiva más antropológica, L. Accati, «Hijos
omnipotentes y madres poderosas». Sobre lo primero, Mary Vincent ha destacado el simbolismo
de España como madre buena de una gran familia, dentro de los intereses del orden esencial de
la sociedad doméstica, fraguado en el seno del enfoque neotomista que impulsó el régimen, en
(M. Vincent, «La paz de Franco», p. 101).
68 inmaculada blasco herranz

Tras considerarlas apropiadas, pero no perfectas, para que los niños repre-
sentaran a España (figs. 5 y 6), proponía la siguiente adivinanza:
¡Adivinad! ¡Adivinad! Y, entre tanto, pintad a España en forma geomé-
trica de pentágono; con forma lineal y dardeante de escudo y águila. Con
forma de animal, de astro, de planta o de rosa, como la vieron los antiguos:
toro, lucero, rosa, serpiente, conejo, agua, palma de mano, llave. Con forma
de virgen o matrona, como ya la viera Roma. Y con forma de Reina Isabel,
como la ven nuestros ojos falangistas, obsesionados de unidad y tradición.
[…]
Adivina, adivinanza,
¿a qué mujer tiene España semejanza?
MADRE.
Iréis a vuestra casa. Y, del álbum familiar, tomad el retrato de vuestra
madre. Recortaréis su perfil. Y esa imagen de madre la pegaréis sobre un
mapita de España, pintado por vosotros […]. En ese mapa de España,
que tendrá el retrato de vuestra madre, pintaréis, por detrás también, la
bandera española, y sobre ella la Cruz de Cristo51.

La representación de España como una madre, una madre prolífica y nutriente


(en el dibujo que acompaña al texto, como puede observarse, aparece una madre
amamantando a su hijo), consciente de su tarea educadora y de su deber para
con el Estado que configuró en el plano legal y simbólico el régimen franquista,
resultó la manera más habitual de despertar en los niños el sentimiento patrió-
tico. Se presuponía que ambos conceptos, patria y madre, activaban emociones
similares: respeto, ternura, admiración y amor incondicional, deseo de defen-
derla hasta la muerte, etcétera.
¡Dios mío!
¡Que mi madre viva siempre y me proteja!
¡Qué mi España se salve y viva siempre!
¡Y yo daré mi vida por España!
¡Porque España es mi madre!
¡España! ¡España mía!
¡Madre mía! ¡Madre!

El símbolo de la madre ayudaba también a establecer en el terreno de lo más


íntimo, incluso corporal, la relación que se mantenía con España, atribuyéndole
una naturalidad sin exhibición, pues mientras
la insignia de Falange debe verla todo el mundo, orgullosa, ostentada en
la camisa, lucida en el uniforme […] la medalla con España y vuestra
madre nadie deberá verla: irá por dentro, pegada a vuestra carne; sintién-
dola vosotros solos; viéndola y defendiéndola vosotros solos52.

51
E. Giménez Caballero, España nuestra, pp. 21-22.
52
Ibid., p. 23.
género y nación durante el franquismo 69

Fig. 5. — Anónimo, España como la Reina Isabel,


Dibujo [E. Giménez Caballero, España nuestra, p. 21] (TDR)

Fig. 6. — Anónimo, España como una medalla


con tu madre, tu bandera y tu cruz
[E. Giménez Caballero, España nuestra, p. 23] (TDR)
70 inmaculada blasco herranz

Reforzaba además rasgos de masculinidad y feminidad. En los niños debía sus-


citar agresión, y en las niñas llanto recatado que provocara vergüenza en el agresor:

Y tú, niño español: si alguien ante ti se ríe o insulta el nombre de


Dios, o de España, o de tu madre, ¡no vaciles! Con tus puños, con tus
dientes y tus pies, arremete contra él. Y si no lo haces, ¡cobarde! Ya no
podrás llevar esa medalla de papel sobre el corazón, ni las flechas en
la camisa.
Y tú, niña española: si alguien ante ti se ríe o insulta el nombre de
Dios, o de tu madre, o de España, ¡no te importe llorar! Llora con
pena, amarga, infinita, callada. Y verás cómo quien ha insultado tu
tesoro se pone pálido, y balbucea, y te intenta hacer una caricia, y se
aleja con la cabeza baja y en silencio, vencido por la fuerza de tu pena
y por el valor de tu gracia53.

Quizá uno de los aspectos más novedosos en el funcionamiento de la


maternidad como símbolo de la nación residía en dar entrada a las madres
normales y corrientes, las madres de carne y hueso, a la madre de cada uno,
frente a otras representaciones de la maternidad más abstractas o cargadas
de significados políticos rechazados por el franquismo, como podía ser la
matrona de la nación liberal o incluso de la monarquía54. Ello fue, en cierto
modo, consecuencia de los efectos «popularizadores» de la Guerra Civil, que
había movilizado a todos los españoles y también españolas cuyos esfuerzos
fueron canalizados hacia la defensa de la nación frente a lo que fue concep-
tualizado, en ambos bandos, como una agresión extranjera a su integridad 55.
No fue casual que, ya en la posguerra, la nación española fuera presentada
por parte de los vencedores —y sobre todo por cierta retórica populista de
Falange— no sólo como el resultado de las gestas de sus dirigentes o perso-
najes más insignes, sino como el fruto del heroísmo de «las muchedumbres».
Dentro de esta categoría se incluía, y así lo hacía Giménez Caballero, a «las
madres», a todas las madres españolas:

La fundación de España es obra de Santos y Héroes. Pero también de


las Muchedumbres españolas que dieron su sangre, su sudor, su ilusión
y su libertad para que en el rosal de España florecieran rosas santas y
heroicas.
Madres.
MUJERES DE ESPAÑA.
Las madres son las mujeres de España que han fundado a España al
fundar sus hijos: los españoles56.

53
Ibid.
54
Por supuesto, la imaginería católica surtió al imaginario nacionalista español con sus múltiples
representaciones de la maternidad a través de las vírgenes, y también lo proveyó de un modelo de
relación madre-hijo muy bien definido.
55
X. M. Núñez Seixas, !Fuera el invasor!
56
E. Giménez Caballero, España nuestra, p. 149.
género y nación durante el franquismo 71

Estas páginas tan solo han perseguido presentar una forma posible de
explorar la compleja relación entre género y nación durante el franquismo.
Para ello, se ha planteado una doble pregunta. Por un lado, cómo afectaron las
apelaciones —y atribuciones— nacionalistas a las definiciones de feminidad
ideal. Por otro, cómo operaron los símbolos construidos en torno a esas
definiciones en la representación —y, por lo tanto, en la construcción— de la
nación. Indagar en estas dos cuestiones ha permitido concluir que la intensidad
y vocación socializadoras del proyecto nacionalizador del franquismo en su
etapa inicial, deudoras de la guerra aunque tuvieran antecedentes en etapas
previas, ejercieron un impacto significativo en la redefinición de la feminidad
ideal elaborada por parte de la derecha española a lo largo del primer tercio
del siglo xx. Los contenidos de dicha feminidad estuvieron sometidos a —y
fueron resultado de— la tensión entre dos polos. Por una parte, el rol materno-
doméstico impulsado por la tendencia a la reorganización de posguerra en clave
de consecución de la paz y de la armonía sociales, si bien las fronteras público-
privado se habían redefinido de tal manera que estos roles adquirían una
relevancia pública-nacional incuestionable. Por otra parte, la fuerte atribución
de valores patrióticos derivada del período bélico. Esto fue posible porque se
había ido formulando y generalizando, al menos dentro de la derecha española,
una concepción de sujeto de nuevo cuño, que sirvió de referente no solo para
la definición de la feminidad, sino también de la masculinidad ideal, dominado
por nociones de jerarquía, obediencia, heroísmo, culto a la muerte, entrega,
sacrificio, etcétera.
Este análisis también ha permitido destacar la centralidad que revistió esta
polifacética definición de feminidad en la representación de la nación y, por
ende, en la configuración del imaginario nacional español. España fue imagi-
nada a través de figuras femeninas de su Historia que se convirtieron en modelo
de la raza, gracias a una suerte de combinación de rasgos maternales y viriles.
La patria también fue imaginada como una madre que se convirtió en símbolo
de una España igualmente eterna, con atributos concretos y deudores preci-
samente de los procesos de nacionalización española insertos en un modelo
político autoritario, pero que la presentaban como una realidad inmutable en el
tiempo y en el espacio. De este modo, no solo sirvió como modelo para futuras
madres sino, destacamos aquí, para que los niños, especialmente los varones,
potenciaran su vínculo emocional con la nación.
LA HISPANIDAD BAJO EL FRANQUISMO
el americanismo al servicio de un proyecto nacionalista

David Marcilhacy
Université Paris-Sorbonne

Desde fines del siglo xix, el nacionalismo español tendió a considerar el


subcontinente americano como una prolongación de la propia identidad
nacional. Como subraya José Luis Abellán1, la idea de América ha constituido
en la historia contemporánea un «síndrome» del pensamiento español. Por
eso el hecho americano aparece inseparable de la reflexión sobre la nación.
Como referencia a unas tierras a la vez distantes y afines en sus rasgos, la
proyección ultramarina le ha ofrecido a España una dimensión univer-
sal. Como soporte de mitificación y nostalgia, ha alimentado el culto de
lo hispánico. A los ideólogos franquistas no les escapó el enorme potencial
propagandístico que contenía el americanismo. La construcción de un ima-
ginario nacionalista ad hoc, que el régimen dictatorial establecido en 1939
puso a su servicio, lejos de hacer tabla rasa del pasado de España, recurrió
a una serie de ideas y corrientes que ya iban gestándose desde hacía varias
décadas. El mito de la Hispanidad, que tuvo un arraigo y duración excep-
cional bajo el franquismo, así nació como un sucedáneo del americanismo
restauracionista, adaptado a las necesidades ideológicas y propagandísticas
del nuevo régimen.
Como veremos, la Hispanidad tuvo una doble función para la Dictadura:
constituyó un potente vector de expansión y de proyección hacia el exte-
rior para un nacionalismo frustrado; paralelamente, fue un ingrediente y
soporte esencial del nacionalcatolicismo, rico en símbolos, imágenes y refe-
rencias múltiples que con el tiempo arraigarían en la conciencia popular. En
este sentido, la Hispanidad —mito y doctrina— puede considerarse como
uno de los más potentes instrumentos de nacionalización y socialización
de la ideología reaccionaria que animaba a la Dictadura. Al estudio de ese
concepto se dedica este capítulo: ¿Cuándo fue ideado? ¿Cómo fue usado por
el franquismo? y ¿cuál fue su evolución durante los casi cuarenta años de
régimen dictatorial?

1
J. L. Abellán y A. Monclús, El pensamiento español contemporáneo, pp. 17-18. Agradezco a
Miguel Rodríguez sus valiosos consejos para la redacción de este artículo.

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 73-102.
74 david marcilhacy

LA GESTACIÓN DEL MITO DE LA HISPANIDAD

El franquismo en cuanto a experiencia nacionalista no puede concebirse como


mero paréntesis en la historia contemporánea española. Al contrario, sus fuentes
de inspiración se remontan a las décadas situadas entre fines del siglo xix y el
primer tercio del siglo xx. Los discursos nacionalistas que entonces se forjaron
y las primeras experiencias de nacionalización de masas llevadas a cabo a raíz
del noventa y ocho anunciaban un modelo que el régimen franquista sistematizó
posteriormente2. El movimiento americanista, que pretendía desarrollar y moder-
nizar España mediante una intensificación de las relaciones con las excolonias de
América, nació en torno al IV Centenario del Descubrimiento de América (1892)
como proyecto de corte liberal y reformista. Sin embargo, los reveses de la política
colonial —tanto en las Antillas y Filipinas como en Marruecos— y la creciente
crisis sociopolítica que pesaba sobre el régimen monárquico contribuyeron a que
creciera la tentación nacionalista entre las élites restauracionistas. Irrumpiendo en
un contexto de redistribución colonial a escala mundial3, la guerra hispano-esta-
dounidense de 1898 concluyó con la pérdida de las últimas colonias del Imperio
español. Como bien resumía Rafael María de Labra, con el Tratado de París «per-
dió España su carácter de nación americana»4. Esta derrota parecía confirmar las
teorías que entonces florecían sobre el retroceso de los pueblos latinos ante unos
pueblos anglosajones en pleno ascenso. Convertido en terreno predilecto de esta
rivalidad de «razas», el continente americano ilustraría el declive de las naciones
hispánicas, incapaces de rivalizar con las potencias del Norte.
En ese contexto, la regeneración nacional imponía que España encontrara
nuevos horizontes de proyección exterior: la conquista territorial en África y la
expansión cultural en Hispanoamérica representaron las dos caras de un ideal
de resurgimiento. Con las muchas asociaciones que habían surgido en su estela,
el hispanoamericanismo lanzó a partir de la década de 1910 una activa cam-
paña para que el país superara los frenos al progreso —educación y reforma— y
emprendiera una ambiciosa política de proyección exterior5. La dictadura de
Primo de Rivera potenció la corriente americanista integrándola de lleno en la
política gubernamental. El general ambicionaba constituir en el escenario inter-
nacional un bloque de naciones hispánicas encabezado por España. Convirtió
así la proyección iberoamericana en un eje central de la política exterior del
régimen, reorganizando en este sentido el Ministerio de Estado en 1926 y auspi-
ciando la Exposición Iberoamericana de Sevilla en 1929.
Bajo la Segunda República, a instancias del nuevo ministro de Estado, el cata-
lán Luis de Zulueta, el americanismo oficial recuperó el planteamiento reformista
y liberal de sus primeros inspiradores. Priorizando una actuación multilateral y

2
I. Saz Campos, España contra España, pp. 48-49.
3
J. M. Jover Zamora, Teoría y práctica de la redistribución colonial.
4
R. M. de Labra, España y América, p. 5.
5
D. Marcilhacy, Raza hispana.
la hispanidad bajo el franquismo 75

en plano de igualdad con las repúblicas hispanoamericanas, el Gobierno Azaña


renunció a los planteamientos dominantes y paternalistas que habían imperado
anteriormente. El americanismo promocionado por la República pasó a ser
sinónimo de paz y cooperación, de progreso y democracia. Sin embargo, con-
tra el posicionamiento oficial, toda una franja de la derecha, fuese republicana o
monárquica, se acogió a una visión mucho más conservadora del americanismo
y profundizó la fractura ideológica que en su seno iba gestándose desde los años
19106. En el período de entreguerras, el reflujo colonial causado por el desastre
colonial de 1898 y las dificultades encontradas en la conquista del protectorado
marroquí contribuyeron a alimentar en España el repunte de un nacionalismo
defensivo que cobró un carácter cada vez más reaccionario. Los políticos e inte-
lectuales que protagonizaron esta evolución gravitaban en torno a distintas
asociaciones americanistas, como la madrileña Unión Ibero-Americana o la Real
Sociedad Colombina de Huelva. En muchas tribunas floreció un discurso reivin-
dicativo donde afloraba cierta nostalgia imperial y un rechazo de las perspectivas
reformistas del americanismo republicano: la Real Academia de la Historia, con
Jerónimo Bécker y Julián Juderías, la ensayística y el periodismo, con los escritores
José María Salaverría, José María Pemán y Eugenio d’Ors, la diplomacia con José
Antonio de Sangróniz y José de Yanguas Messía, las prédicas de eclesiásticos con-
servadores como Juan Bautista Benlloch y Vivó o Luis García Nieto.
La radicalización de este pensamiento se manifestó con el auge de un nuevo
concepto, la Hispanidad, que poco a poco sirvió de base para la construcción de
un auténtico cuerpo de doctrina reaccionaria. El primero en recurrir a este tér-
mino, ya en 1909, había sido Miguel de Unamuno7. En vez del espurio término
«raza», que entonces estaba en boga para designar al conjunto de los pueblos
hispánicos, él prefería emplear un concepto que no pudiera interpretarse equi-
vocadamente como racismo excluyente. Para el polígrafo vasco, heredero del
espíritu noventayochista, la hispanidad era el exponente impresivo de una afi-
nidad cultural, basada en la historia común y la comunidad lingüística forjada a
lo largo de varios siglos. Lejos de cualquier españolismo, esta concepción inclu-
yente de la Hispanidad defendía un principio de fraternidad igualitaria entre las
naciones del mundo hispanohablante y constituía la razón de ser del hispano-
americanismo. No obstante, a mediados de los años 1920, varios intelectuales
reinterpretaron el concepto unamuniano desde una perspectiva tradicionalista
y conservadora. El primero fue Zacarías de Vizcarra, sacerdote vizcaíno afincado
en Buenos Aires, quien propuso en 1926 que se llamara «Día de la Hispanidad»
a la «Fiesta de la Raza», celebrada cada 12 de octubre desde hacía una década8.
Vizcarra consideraba que el término hispanidad —como el de raza— tenía una
doble acepción: una geográfica, como conjunto de los pueblos hispánicos, y otra

6
P. C. González Cuevas, El pensamiento político de la derecha española.
7
M. de Unamuno, «Sobre la argentinidad» e Id., «Hispanidad».
8
F. Gutiérrez Lasanta, Tres cardenales hispánicos, pp. 181 sqq.
76 david marcilhacy

histórica y ética, como conjunto de las cualidades distintivas de estos pueblos9.


Pero el vocablo «raza» no le parecía convenir para expresar el legado espiritual
que para él definía esta comunidad. Recuperando los supuestos menéndez-
pelayistas, según los cuales América era el producto histórico-cultural de la
evangelización española y su independencia el resultado de la secularización
liberal, Vizcarra interpretaba la Hispanidad como un humanismo genuina-
mente español, inspirado por el catolicismo y su aspiración universal.
El escritor vasco Ramiro de Maeztu, quien fue nombrado en 1928 embajador en
Argentina, conoció a Vizcarra en Buenos Aires y conectó con los sectores reaccio-
narios allí radicados. En los años siguientes, Maeztu, muy crítico con la democracia
liberal, recuperó los supuestos de Vizcarra y, desde la revista Acción Española, desa-
rrolló de modo más sistemático una teoría de la Hispanidad que permitiera inspirar
una «reconquista espiritual» de España y América. La publicación en 1934 del ensayo
Defensa de la Hispanidad sintetizaba su interpretación de la Hispanidad como pro-
grama de vertebración nacional a partir de la proyección universal del catolicismo,
ideal que consideraba como esencia de «lo español» (fig. 1)10.

Fig. 1. — Portada de la obra de R. de Maeztu, Defensa de la Hispanidad (© BNE)

9
Zacarías de Vizcarra, «Origen del nombre, concepto y fiesta de la Hispanidad», El Español.
Semanario de la política y del espíritu, 102, 7 de octubre de 1944, pp. 1 y 13.
10
P. C. González Cuevas, «Hispanidad», p. 619.
la hispanidad bajo el franquismo 77

Reivindicando un modelo social basado en los valores y las tradiciones de los


siglos xvi-xvii —jerarquía, honor, lealtad—, el ideal hispánico elaborado por
Maeztu transmitía un carácter claramente nostálgico de un pasado glorioso. Su
teoría de la Hispanidad se acompañaba de una serie de mitos que resucitaban
la grandeza imperial de España: la raza hispana, el caballero cristiano, el genio
nacional, la España misionera, etcétera. Al apelar al idealismo cristiano, repu-
diaba el materialismo liberal y la modernidad racionalista. Subyacía a su lectura
de la historia española un evidente mesianismo católico-imperial, que lo llevaba
a reinterpretar la colonización americana colocándola bajo el único signo de
una evangelización desinteresada.

LA HISPANIDAD EN LA BATALLA PROPAGANDÍSTICA


DE LOS AÑOS TREINTA

La doctrina de la Hispanidad así elaborada sirvió a los sectores más radicales


de la derecha para lanzar su campaña de reconquista del poder, desde postu-
ras tradicionalistas y hasta reaccionarias11. El propio Maeztu fue miembro del
partido monárquico-conservador Renovación Española, fundado en 1933 por
el americanista Antonio Goicoechea y el monárquico José Calvo Sotelo. Exis-
tían entonces en la derecha dos grandes proyectos nacionalistas que, en los años
siguientes, llegaron a articularse, complementarse y enfrentarse12. Uno, que des-
embocó en el falangismo, estaba inspirado por el modelo italiano y representaba
un nacionalismo autoritario de tipo fascista. Se trataba de un ultranacionalismo
de carácter populista, basado en un rechazo radical de la modernidad liberal:
de ahí que apelara al mito de la revolución permanente, nacional y social, y que
pretendiera situarse como modelo alternativo al capitalismo y al marxismo. Uno
de los conceptos claves de esta corriente era la afirmación de la vocación impe-
rial de España como forma de superar la fragmentación que suponía el auge de
los nacionalismos alternativos (señaladamente el catalanismo). Desde el perió-
dico La conquista del Estado (1931), Ramiro Ledesma Ramos desarrolló esta
nueva visión del imperialismo ibérico: dicha voluntad de imperio radicaba en
una empresa exterior que ensanchara las fronteras de la nación13. La revolución
hispánica y el resurgimiento español implicaban una proyección de las energías
nacionales hacia el exterior, un objetivo que tenía una clara perspectiva iberista
e hispanoamericanista14. La Hispanidad en su sentido imperialista se convertía

11
Á. Egido León, «La hispanidad en el pensamiento reaccionario».
12
Este es el planteamiento básico del estudio de I. Saz Campos, España contra España, pp. 53 sqq.
13
R. Ledesma Ramos, Discurso a las juventudes de España (1935).
14
El iberismo, corriente favorable a una integración política de la Península Ibérica, nació en
el siglo xix en sectores republicanos y liberales. Desde la instauración de la República portuguesa
en 1910, la idea de alianza peninsular fue recuperada por intelectuales portugueses y españoles de
la derecha tradicionalista, monárquica y reaccionaria como Sardinha, Raposo, Vázquez de Mella o
Maeztu. Véase D. Marcilhacy, «La péninsule Ibérique et le Mare Nostrum atlantique».
78 david marcilhacy

entonces en un mito revolucionario que debía movilizar a la juventud española.


Otro ideólogo de la derecha autoritaria, Ernesto Giménez Caballero, le otor-
gaba a la vocación imperial el mismo carácter: en su ensayo Genio de España,
publicado en 1932, abogaba por una resurrección nacional que emprendiera
una cruzada católica y universal. El camino así trazado era la «ruta imperial»
que debía seguir España como lo hiciera antaño.
Además de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, surgidas en 1931,
un nuevo partido permitió aglutinar a los ideólogos cercanos al fascismo:
en 1933, José Antonio Primo de Rivera fundó Falange Española, la cual pre-
gonaba un nacionalismo autoritario asociado a un imperialismo ofensivo
basado en el intervencionismo exterior. La «unidad de destino en lo uni-
versal», proclamada en su programa fundacional, se convirtió en la piedra
de toque del nacionalismo falangista: una forma de supernacionalismo que
pretendía superar los menguados nacionalismos regionales y recuperar el
mito de la «España mayor» ya formulado en los años 1920 por escritores
como José María Salaverría o Ramón de Basterra. Desde esta perspectiva, si
bien reservaban para África el proyecto de conquista territorial (a expensas
de Francia), integraban el continente americano en un proyecto de imperio
«espiritual», consistente en crear una nueva esfera de influencia política y
económica para España.
La otra gran corriente que tomó cuerpo durante la Segunda República
estribaba en un nacionalismo católico y tradicionalista, de tipo reaccionario,
cuyos orígenes se remontaban a Marcelino Menéndez y Pelayo. Partiendo del
supuesto de la consustancialidad de lo español y de lo católico, su proyecto
nacionalizador consistía en eliminar lo no católico —la «anti-España»— y
recuperar las instituciones tradicionales (Monarquía, Iglesia, corporacio-
nes). Algunos periódicos tuvieron un papel destacado en la difusión de
esta ideología y en la integración en su seno del mito de la Hispanidad. Al
actualizar los postulados menéndez-pelayistas, la revista americanista Raza
Española (1919-1936), dirigida por la periodista sevillana Blanca de los Ríos,
tempranamente contribuyó a forjar una doctrina reaccionaria impregnada
de catolicismo tradicionalista. Pero el órgano de mayor impacto fue sin
duda la revista doctrinal Acción Española (1931-1936). Varios de sus cola-
boradores pertenecían a la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP),
como Ángel Herrera Oria, director del diario católico El Debate, o el político
tradicionalista Víctor Pradera15.
Un colaborador de peso en esta segunda corriente, el arzobispo de Toledo
y cardenal primado de España, Isidro Gomá, tuvo un papel destacado en la
difusión del mito de la Hispanidad. En 1934, viajó a Buenos Aires para parti-
cipar en el Congreso Eucarístico Internacional. Allí pronunció un resonante
discurso titulado «Apología de la Hispanidad»16. En él declaraba el prelado:

15
R. Morodo, Acción Española.
16
I. Gomá Tomás, «Apología de la Hispanidad».
la hispanidad bajo el franquismo 79

«América es obra nuestra; esta obra es esencialmente de catolicismo. Luego


hay relación de igualdad entre raza o hispanidad y catolicismo», lo cual intro-
ducía varias equivalencias de poderosas consecuencias: América es España,
España es catolicidad, hispanidad es igual a catolicismo17. Esta identificación
entre Occidente y catolicidad y por ende entre España y catolicidad postu-
laba que España tenía la misión sagrada de extender y defender la fe católica
más allá de sus fronteras. Al ensalzar los «excelsos destinos de España en la
historia», desde la Reconquista hasta la evangelización americana, Gomá
desarrollaba una concepción teológica y providencialista de la historia que
—según Lorenzo Delgado— hacía de España un pueblo escogido por Dios
para defender y difundir el catolicismo en el mundo. Mediante la Hispanidad,
España se consideraba pues investida de una misión providencial consistente
en volver a ser la guía espiritual e integradora de la comunidad hispanoameri-
cana mediante el binomio monarquía católica – imperio ecuménico18.
En suma, a lo largo de los años treinta coexistieron estas dos corrientes
—falangista y católico-integrista— que apelaban a una resurrección nacional
a partir de un discurso que alimentaba una nostalgia imperial puesta al día
gracias a la doctrina de la Hispanidad. La insurrección de las derechas contra
el régimen republicano, en julio de 1936, propició su unificación definitiva
con la creación del partido único Falange Española Tradicionalista (FET) y
de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS) por el decreto de abril
de 1937. Como subraya Xosé M. Núñez Seixas19, en ambos bandos el discurso
de guerra recurrió a toda una serie de símbolos y tópicos nacionales suscep-
tibles de galvanizar los espíritus y crear distinciones dicotómicas. En la zona
franquista, la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda de FET y de las
JONS, creada en abril de 1937, pasó a depender del Ministerio del Interior en
febrero de 1938. Este organismo impulsó una clara manipulación del mito de
la Hispanidad con evidente función legitimadora para el bando sublevado20.
Según las directrices emitidas, se había de insistir en el paralelismo entre la
épica del descubrimiento en 1492, que condujo a la conquista y colonización
de América, y el alzamiento militar iniciado en 1936, presentado como nueva
gesta al servicio de la resurrección nacional.
La transmisión de los valores de la España «nacional» originó un ambicioso
despliegue propagandístico. La difusión de carteles provistos de eslóganes
impactantes e imágenes estilizadas permitía transmitir a las masas un mensaje
simplificador capaz de estimular los ánimos. El Servicio de Propaganda no dudó
en recurrir a una visión deformada de la historia española para crear un para-
lelismo entre las conquistas militares de antaño y la «cruzada» nacional lanzada
en nombre de la Cruz y de la España eterna (fig. 2, p. 80).

17
Á. Egido León, «La hispanidad en el pensamiento reaccionario», p. 668
18
L. Delgado Gómez-Escalonilla, Diplomacia franquista y política cultural, pp. 28-29.
19
X. M. Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor!, p. 77.
20
E. González Calleja y F. Limón Nevado, La Hispanidad como instrumento de combate, p. 74.
80 david marcilhacy

Fig. 2. — Cartel «España orientadora espiritual del mundo» (Colección particular).

La insurrección recibió el apoyo de la derecha clerical y reaccionaria que, a tra-


vés del movimiento asociacionista católico (Acción Católica, ACdP, Opus Dei),
había anatematizado la política laicizadora y las leyes anticlericales de la República.
Acorde con el espíritu de «cruzada» de los sublevados, el cardenal Gomá y los obis-
pos españoles defendieron en una carta colectiva de 1937 el alzamiento del bando
nacional. La apelación a reanudar el «verdadero» espíritu de la Hispanidad no sólo
mitigaba la frustración imperial, sino que vertebraba la ansiada campaña de recris-
tianización lanzada en la zona franquista. La reorganización de la Acción Católica
española en 1939 reflejaba bien el espíritu triunfalista y de cristiandad militante en
el que se movía entonces la Iglesia católica21. La ideología reaccionaria vehiculada
por la Hispanidad pasó así a ser un arma política arrojadiza contra la República
laica, secularizadora y liberal, contra la masonería, contra la amenaza marxista y
contra la heterodoxia extranjerizante. Presentaba el alzamiento militar y la causa
rebelde como la defensa de un presunto verdadero fondo nacional, amenazado por
la República. Convertida la Hispanidad en instrumento de combate, la apelación a
Santiago, patrón de España y figura prominente en el panteón hispánico, significaba
ya la necesidad de luchar contra los nuevos herejes: los comunistas, masones, laicos,
liberales, republicanos… tachados todos de «antiespañoles».

21
Comentarios de las nuevas bases.
la hispanidad bajo el franquismo 81

El americanismo sirvió a cada bando para afirmar su propia representación de


la historia y del porvenir de España y para movilizar las opiniones contra el ene-
migo, hasta fuera de las fronteras. De hecho, el enfrentamiento ideológico también
se trasladó a las repúblicas hispanoamericanas, sobre todo las que acogían un gran
número de residentes españoles. Argentina, donde residía una nutrida y potente
colonia española, se convirtió en el epicentro de las campañas de uno y otro bando:
mientras los republicanos se movilizaban en nombre de la libertad y la democra-
cia, los sectores conservadores apelaron a los valores reaccionarios, cobijados por
la Hispanidad. Así, las manifestaciones del 12 de octubre fueron ocasiones para
confrontar estos discursos: en España como en Latinoamérica, los republicanos
liberales se valieron del americanismo para justificar el proceso democratizador y
secularizador emprendido por la Segunda República e inspirado por las regíme-
nes hermanos de América. También les sirvió para agradecer la solidaridad de los
gobiernos y brigadistas americanos que luchaban contra el fascismo22. De cara a
la internacionalización del conflicto, conquistar la opinión hispanoamericana tam-
bién se concibió como un objetivo prioritario en el bando sublevado. Expatriado a
Argentina en 1937-1938, el catedrático Manuel García Morente, recién convertido
a la escuela tomista de teología, publicó allí el ensayo Idea de la Hispanidad que
ilustraba el uso propagandístico que se hizo de este mito en aquel contexto bélico
transplantado en América. Acogiéndose a una concepción mesiánica de la nacio-
nalidad hispánica, la definía como una raza escogida para combatir el ateísmo y
el materialismo encarnados por la república española23. Lejos de dar término a la
propaganda, la victoria de los franquistas en abril de aquel año y el establecimiento
de una férrea dictadura crearon las condiciones para institucionalizar y perennizar
la concepción imperial de España y de su recorrer histórico.

LA HISPANIDAD COMBATIVA DEL PRIMER FRANQUISMO:


EL ESPEJISMO DEL DESTINO UNIVERSAL E IMPERIAL DE ESPAÑA

La Hispanidad constituye una referencia mítica que la dictadura franquista


recuperó y asimiló con mucho provecho: el nuevo régimen asumió el cuerpo de
doctrina de la Hispanidad como una parte esencial de la ideología del Movimiento
Nacional, convirtiéndola en un símbolo de la «nueva España» fascista24. La integra-
ción de América en el relato y el ideal nacional a través de este mito sirvió como
arma política al servicio de la Dictadura, tanto para fines interiores como para fines
exteriores: por un lado, el régimen franquista acudió a la Hispanidad por su valor
proyectivo, como plataforma de penetración hacia el subcontinente americano; por
otro, los ideólogos del franquismo siguieron explotando el potencial nacionalista
que contenía la Hispanidad como vector de propaganda interior.

22
Véanse, por ejemplo, «Fecha memorable» y «La raza inmortal», El Liberal, Madrid, 12 de
diciembre de 1938, p. 1.
23
P. C. González Cuevas, «Hispanidad», p. 620.
24
C. del Arenal, Política exterior, p. 33.
82 david marcilhacy

El primer aspecto fue la asunción, en la inmediata posguerra, de una Hispa-


nidad claramente combativa, basada en la afirmación de la voluntad de imperio
y en un catolicismo militante. El régimen reavivó el imaginario español a partir
de la difusión de los postulados de Ramiro de Maeztu, que asociaban a América
con la genialidad española, los valores religiosos del catolicismo y la nostalgia
del Imperio hispánico. Para el discurso oficial franquista, la idea nuclear de
imperio y más aún la doctrina de la Hispanidad ofrecieron una vía posible de
superación del viejo nacionalismo centrado en una afirmación exclusivista de la
patria española. La vocación imperial comprendía la idea de una España grande,
unida y centralizada por una monarquía absoluta y católica, en la que aquella
gesta de la conquista y colonización protagonizada por hidalgos castellanos se
reeditaba hoy en la cruzada de los vencedores de la guerra contra los enemigos
de España y auguraba, por tanto, un futuro esplendoroso25.
La Hispanidad ofreció así una apertura esperanzadora sobre el exterior y
sobre el futuro, a través de un proyecto de supranacionalidad hispánica26. Desde
la creación de su partido en 1933, los falangistas asumieron una auténtica ambi-
ción imperial27, cuya realización material se limitaba a la colonización de África
y convertía al continente americano en un área de influencia política, econó-
mica y cultural. La aspiración joseantoniana a conseguir un espacio vital para
España transformaba la nostalgia del pasado imperial en voluntad imperialista
futura28. Finalizada la Guerra Civil, los ideólogos falangistas pretendían exten-
der su cruzada para redimir la cultura española en Hispanoamérica, igualmente
amenazada por las corrientes disolventes del liberalismo, del capitalismo y de
la secularización. Según los falangistas, así había de interpretarse la misión
de España que el Caudillo sacaba del testamento de la reina Isabel: «el amor
a los pueblos de América, la integridad del territorio patrio y el espacio vital
para nuestra España»29. Más aún si se considera que Latinoamérica se encon-
traba en riesgo de desnaturalizarse por el efecto del imperialismo materialista
ejercido por su potente vecino del Norte. En esto el falangismo recuperaba la
oposición tradicional entre la corriente idealista y «desinteresada» del hispano-
americanismo y la codicia expansionista del panamericanismo estadounidense,
antagonismo que, desde las producciones de autores modernistas como Rubén
Darío o José Enrique Rodó, había tenido mucha resonancia en Hispanoamérica.
El renacimiento hispánico pasaba por lo tanto por una actuación conjunta de
las reservas de la «Raza». Así los falangistas se emanciparon de la concepción
basada en un universalismo católico de Maeztu, el cual asociaba el imperialismo
a una manifestación de decadencia. Al contrario, esgrimieron la Hispanidad

25
M. García Sebastiani y D. Marcilhacy, «América y la fiesta del 12 de octubre».
26
J. L. Abellán y A. Monclús, El pensamiento español contemporáneo, pp. 17-30.
27
La «voluntad de imperio» figura en el punto 3 del programa de Falange Española (véase Boletín
Oficial del Estado [BOE], Burgos, 20 de abril de 1937, núm. 182, pp. 1033-1034).
28
«El espacio vital de España», ABC [Sevilla], 6 de agosto de 1942, p. 7.
29
Francisco Franco Bahamonde, «En la Escuela Superior de Mandos José Antonio», La
Vanguardia, Barcelona, 27 de agosto de 1942, p. 5.
la hispanidad bajo el franquismo 83

como baza para la futura reorganización fascista de Europa y como expresión


de un nacionalismo expansivo que pretendía contener el panamericanismo30.
Entre ellos, Antonio Tovar, subsecretario de Prensa y Propaganda en 1940-1941,
fue uno de los máximos divulgadores del tema y colaboró con el ministro de
Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Súñer, para defender esta ambición.
Esta orientación fue la que dominó durante los primeros años de la Dicta-
dura, que correspondieron a la primera fase de la Segunda Guerra Mundial31.
Aprovechando el progreso de las fuerzas del Eje y apoyándose en la Delega-
ción Nacional del Servicio Exterior de Falange, Serrano Súñer propició una
interpretación más ofensiva y marcadamente antinorteamericana del hispa-
noamericanismo. Falange exterior se convirtió así en una cabeza de puente
para ampliar el radio de acción fuera del territorio nacional y difundir en las
repúblicas iberoamericanas las bases doctrinales del nuevo régimen. Distin-
tas publicaciones fueron lanzadas allende el Atlántico, como la revista Arriba
España publicada en Buenos Aires, La Habana, La Paz, Panamá, San José de
Costa Rica, etcétera. Como precisa Lorenzo Delgado32, los grupos profranquis-
tas allí radicados se esforzaron por captar los núcleos autóctonos simpatizantes
para hacer del subcontinente americano una forma de «protectorado espiri-
tual». Dicha interferencia en la política interior de las repúblicas americanas
no dejó de suscitar resquemores, por lo que los Gobiernos de México y Cuba
—cercanos a la política exterior estadounidense— acordaron disolver en 1939
los grupos falangistas en sus respectivos países.
Si bien la propaganda de la Hispanidad y la resurrección del ideario ibe-
rista pudieron desembocar en el pacto ibérico celebrado con el Estado Novo
portugués, la reivindicación imperial no dio los resultados esperados en Ibe-
roamérica. Otra fue la suerte de la Hispanidad como vector de propaganda
interior. Paralelamente a su ofensiva internacional, las autoridades franquistas
se valieron entonces de este mito a fines de cohesión interior, como aglutinante
de las distintas familias del régimen. El uso de la Hispanidad como soporte de
propaganda permitió ofrecerles unas señas de identidad comunes a los grupos
que habían apoyado al bando rebelde durante la Guerra Civil. Convertido en
denominador común de la España nacional triunfante, este mito sintetizó las
principales líneas ideológicas heredadas del falangismo, del tradicionalismo y
del conservadurismo reaccionario33. Con el inicio de la Segunda Guerra Mun-
dial y hasta 1953, este concepto fue utilizado como símbolo de resistencia y
sacrificio cristiano, en un período de dificultades económicas y racionamiento,
asociado al aislamiento internacional a partir de 1945. Como señala Ismael
Saz, el franquismo constituyó el más ambicioso programa de nacionalización

30
L. Delgado Gómez-Escalonilla, «De la regeneración intelectual a la legitimación ideológica»,
p. 71.
31
R. Pardo, ¡Con Franco hacia el Imperio!.
32
L. Delgado Gómez-Escalonilla, Imperio de papel, pp. 142-156.
33
M.-A. Barrachina, Propagande et culture dans l’Espagne franquiste, pp. 169 sqq.
84 david marcilhacy

integral de la España del siglo xx34. Para reconquistar la sociedad contra el libe-
ralismo y las demás manifestaciones de la «anti-España», el régimen pretendió
inscribir dichos valores en las conciencias populares.

HACIA UNA «NUEVA ESPAÑA»: LA TAREA DE ADOCTRINAMIENTO


Y NACIONALIZACIÓN DE LAS MASAS

El modelo nacional que se quiso imponer se basó en una concepción estricta


de la «cultura tradicional», de inspiración castellana, católica, rural y, en las
primeras fases del régimen, imperial35. Para los falangistas, la época imperial
no era sólo una fuente inagotable de inspiración, sino que seguía siendo un
modelo viable para orientar la vida política y social contemporánea. El mito
de la Hispanidad ofrecía todo un abanico de imágenes, símbolos, referencias
históricas y conceptos manidos y simplificadores que le sirvieron al régimen
para socializar su ideología y arraigarla en la mentalidad colectiva36. El culto a
los Reyes Católicos, la celebración del descubrimiento del Nuevo Mundo como
obra providencial, la exaltación de los arrojados conquistadores y de la gesta
colonizadora, la apología de la evangelización y expansión de la fe, todo con-
ducía a la adulación de la época imperial y las glorias hispanas. La propaganda
del régimen tenía como objetivo actualizar y popularizar dichos mitos a tra-
vés de lugares de memoria, ceremonias y ritos de todo tipo, una tendencia a la
que participó el nacionalismo banal y su impregnación de la vida cotidiana de
los españoles. Así podemos decir que el despliegue de una activa propaganda
basada en un cuerpo de doctrina complejo, cuyo aglutinante era la Hispanidad,
fue una clave esencial para la duración y supervivencia del régimen dictatorial.
Una de las herramientas privilegiadas por el régimen fue la transmisión de
valores a través de la educación. El proyecto falangista de nacionalizar y españo-
lizar a las masas mediante la escuela tuvo su apogeo entre 1939 y principios de
la década de 1950, cuando la educación pasó a un segundo plano en las priori-
dades gubernamentales37. El período de posguerra fue especialmente activo en
la difusión de la ideología nacionalcatólica entre las jóvenes generaciones. En
septiembre de 1939 se adjudicó el monopolio en la enseñanza superior al Sindi-
cato Español Universitario. Quince meses después se puso en marcha el Frente
de Juventudes para alistar a todos los estudiantes desde la primaria hasta el nivel
superior. La tarea de socialización de los niños y jóvenes, vestidos todos con
uniforme, en los valores joseantonianos no sólo tenía como objetivo infundir
el patriotismo y orgullo nacional, sino la disciplina y el sentido de la jerarquía
propios del modelo castrense.

34
I. Saz Campos, España contra España, p. 48.
35
C. Boyd, Historia Patria (2000), p. 208.
36
E. González Calleja y F. Limón Nevado, La Hispanidad como instrumento de combat, p. 96.
37
C. Boyd, Historia Patria (2000), p. 235.
la hispanidad bajo el franquismo 85

En materia docente, los primeros ministros de Educación, Pedro Sainz Rodrí-


guez (1938-1939) y José Ibáñez Martín (1939-1951), emprendieron una política
educativa impregnada de autoritarismo y tradicionalismo religioso. La Ley de
Educación Primaria de 1945 recordaba la necesidad de ajustar la educación
al dogma y la moral católica. Paralelamente, los falangistas introdujeron en la
escuela una clase de «Formación del Espíritu Nacional», para alumnos de pri-
maria desde 1945 y también de secundaria a partir de 195338. Este curso consistió
en una auténtica inmersión en los valores nacionales y la historia imperial. La
enseñanza de la historia fue precisamente uno de los vectores más eficaces para
adoctrinar a los jóvenes y transmitirles una representación maniquea y revi-
sionista de la epopeya nacional39. Los cursos de historia tenían como objetivo
principal revalorar lo español y combatir las mentiras divulgadas por la leyenda
negra antihispánica40. La historia de España se describía como la lucha de una
colectividad espiritual cuyos máximos hitos eran la Reconquista, la unificación
política bajo los Reyes Católicos y los siglos de gloria imperial. Los libros de texto
y manuales escolares le concedieron un espacio enorme a la divulgación de la
doctrina de la Hispanidad, desde una perspectiva católica y retrógrada. Dichos
libros estaban repletos de láminas que relataban las hazañas de los héroes de la
«Raza Hispana»: las siluetas guerreras de Pelayo y del Cid, los íconos cristianos
del apóstol Santiago, de la Virgen del Pilar y de Santa Teresa de Jesús, las figuras
reales de Recaredo, Isabel la Católica, Carlos V o Felipe II, las efigies de Colón
o famosos conquistadores, etcétera. Asimismo, ocupaban un puesto de honor
los episodios del descubrimiento, colonización y evangelización de América,
interpretados desde la perspectiva de la epopeya y de la misión providencial
encargada a España. La voluntad de inculcar los valores de la «nueva España»
—un catolicismo militante, una renovada vocación imperial, un patriotismo sin
fisuras— pasaba por una presentación simplificadora y emocionante del pasado
español como una serie de hechos heroicos relacionados entre sí que infundie-
ran el orgullo de ser español.
Portadora de una definición mesiánica de la nacionalidad española, la His-
panidad elaborada por Maeztu reivindicaba como destino nacional el liderazgo
cultural y espiritual de los países hispanoamericanos, en aras de su misión histó-
rica de expansión universal de la catolicidad. Esta lectura constituyó un leitmotiv
de los manuales de historia entonces divulgados. El libro de texto Glorias impe-
riales. El imperio de la Hispanidad, publicado en 1940 por Luis Ortiz Muñoz y
distribuido gratuitamente en todos los centros docentes, era un ejemplo para-
digmático. Su portada asociaba en una sola imagen varios de los grandes mitos
de la historia nacional: el caballero cristiano, la vocación imperial representada
por el águila de San Juan, la referencia a América y la evangelización de los
indios y la Monarquía tradicional, representada por El Escorial (fig. 3, p. 86).

38
Ibid., p. 211.
39
Véase E. Maza Zorrilla, Miradas desde la historia, pp. 85-97.
40
Véase la ley sobre la reforma de la Enseñanza Media de 20 de septiembre de 1938, BOE, Burgos,
23 de septiembre de 1938, núm. 85, pp. 1385-1395.
86 david marcilhacy

Fig. 3. — Portada de la obra de L. Ortiz Muñoz, Glorias imperiales


[libro escolar de lecturas históricas] (© BNE)

Otro vector privilegiado para adoctrinar a las masas fue la difusión de los
símbolos nacionales de la «nueva España» franquista41. La bandera rojigualda
sustituyó a la republicana tricolor y, por decreto del 2 de febrero de 1938, se le
añadió en el centro un escudo de evidente lectura imperial: además de las fle-
chas de los Reyes Católicos, incluía el águila de San Juan, heredado de la reina
Isabel. Las referencias a los Reyes Católicos —padrinos del Descubrimiento— no
sólo aparecían en la bandera sino, a través de las letras capitales Y/F y el símbolo
NO8DO (NO-madeja-DO)42, en todos los lugares destacables del espacio público:
pendones, escudos, adornos de edificios oficiales. Asimismo, se divulgó para la
Marcha Granadera (o Marcha Real) una letra propiamente imperial, reedición de
la compuesta en 1928 por José María Pemán. Véanse las dos primeras estrofas:
Gloria a la Patria Viva España,
que supo seguir, alzad los brazos, hijos
sobre el azul del mar del pueblo español,
el caminar del sol. que vuelve a resurgir.

41
A. M. de Puelles y Puelles, Símbolos nacionales.
42
El acrónimo NO8DO aparece en multitud de edificios construidos durante el reinado de los
Reyes Católicos. En la heráldica española, es una abreviación del lema Nomen Domine («en el nombre
de Dios»), o para algunos de «No me ha dejado» en referencia a la fidelidad de la ciudad a Alfonso X.
la hispanidad bajo el franquismo 87

En su campaña de instrumentalización sistemática de la cultura con fines


nacionalistas, el régimen pronto percibió el valor alegórico e ideológico de
la arquitectura, y no dudó en estetizar la política y convertir el arte en pro-
paganda43. Además de nuevas construcciones como el Arco de la Victoria,
erigido en la madrileña Puerta de la Moncloa en 1950-1956, o el Valle de los
Caídos, el régimen fomentó un culto a toda una serie de edificios históri-
cos que, desde su óptica, constituían el testamento fidedigno de las glorias
hispanas y de los valores consagrados por la Dictadura. Las visitas oficiales
del Caudillo o de altos cargos del régimen tenían como objetivo fomen-
tar un culto a la geografía nacional, convertida en «tierra de santos» y en
«Santuario de la Raza». Los edificios religiosos relacionados con la empresa
de Colón o con la proyección americana de la Península tuvieron un papel
relevante: entre ellos, la Capilla Real de Granada, donde están las sepulturas
de Fernando de Aragón e Isabel la Católica. Como recuerda Elena Maza44,
el Ayuntamiento convirtió el lugar en centro de peregrinación nacional,
creando en su seno un museo de exaltación de la Hispanidad, con teso-
ros de carácter artístico-devocional relacionados con el reinado de ambos
monarcas y los inicios de la colonización de América. Dicho museo hasta
fue inaugurado por Eva Perón durante su visita en junio de 1947. Asimismo,
el monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe fue convertido, junto con la
basílica del Pilar, en templo de la Hispanidad45, lo cual no deja de recordar
que otra Virgen guadalupana —la de México— fue proclamada en diciem-
bre de 1945 «Reina de la Hispanidad», después de que Pío XII la bautizase
como «Emperatriz de las Américas»46. La trilogía que constituían la basílica
del Pilar, el monasterio de Guadalupe y el monasterio franciscano de La
Rábida, relacionados todos de lejos o de cerca con la gesta americana, estaba
en sintonía con el nacionalcatolicismo imperante.
El culto a la España imperial era omnipresente, sea a través del águila
de San Juan, sea mediante las columnas de Hércules y la divisa Plus Ultra,
señales de la dilatación del imperio más allá del océano. Otro emblema
relacionado con la Hispanidad era la fiesta del 12 de octubre, que siguió fes-
tejándose en la posguerra. Ya en 1937 el Gobierno de Burgos había anunciado
un futuro calendario de fiestas patrióticas que incluiría la llamada «Fiesta
de la Amistad de los Pueblos Hermanos», en referencia al 12 de octubre47.
La primera celebración del 12 de octubre en la «nueva España» tuvo lugar
en Zaragoza en 1939, Año de la Victoria. Esa elección sirvió para conectar

43
Á. Llorente Hernández, Arte e ideología en el franquismo.
44
E. Maza Zorrilla, Miradas desde la historia, p. 102.
45
Véase, por ejemplo, «Los pilares de la Hispanidad se forjaron en Guadalupe», ABC, 11 de
octubre de 1959, pp. 21-23.
46
El Papa Pío X ya había proclamado, en 1910, a Nuestra Señora de Guadalupe «Patrona de
América Latina».
47
Decreto núm. 253/1937, BOE, Burgos, 13 de marzo de 1937, citado por Z. Box, España, año
cero, p. 212, y Á. Cenarro Lagunas, «Los días de la “Nueva España”», p. 115.
88 david marcilhacy

con la festividad del Pilar y enlazar la Hispanidad con una ciudad que desde
principios del siglo anterior simbolizaba la independencia nacional48. Pri-
mer acto oficial de gran envergadura después del Desfile de la Victoria, la
celebración oficial tuvo una dimensión poco habitual, con la presencia de
unas 50.000 personas49. Presidida por el «Generalísimo», la ceremonia sirvió
para reunir a los representantes de los países hispanoamericanos en torno a
un Franco triunfante, arrodillado ante la imagen del Pilar. Así lo relataba el
agregado de negocios chileno:
Las fiestas de la Hispanidad han tenido en Zaragoza un escenario
incomparable. […] El significado profundo de las fiestas fue la com-
penetración íntima del homenaje a la Raza y la devoción de Nuestra
Señora del Pilar, es decir, el símbolo de la unión cada vez más estrecha
de América y España50.

La devoción a la Virgen del Pilar, «Madre de todas las Españas», fue una
constante de la España franquista, puesto que en diciembre de aquel año el
Caudillo declaró la basílica «Templo Nacional y Santuario de la Raza». Pos-
teriormente, las celebraciones del 12 de octubre no sólo fueron la ocasión
para que Franco dirigiera mensajes de fraternidad a los países hispanoa-
mericanos, sino que le permitieron escenificar su poder en grandes actos
fastuosos en los que las masas quedaban estrechamente encuadradas.
Junto con estas demostraciones patrióticas, símbolos de autoridad y prestigio,
la Dictadura auspició manifestaciones más sutiles para popularizar su peculiar
visión de España. Lo mismo que durante la Guerra Civil, la imagen podía ser de
gran utilidad para sensibilizar a un público amplio. Acorde con el programa de
nacionalización integral se publicó, entre 1938 y 1949, la revista infantil Flechas
y Pelayos que ayudó a transmitir los valores y mitos franquistas, entre ellos la
Hispanidad. Lo refleja el número dedicado a Colón y a la memorable obra del
Descubrimiento, publicado en 194451.
Por su gran potencial de atracción, el cine fue otro instrumento de gran pro-
vecho. En 1938 se creó el Departamento Nacional de Cinematografía, afiliado a
la Dirección General de Propaganda. Fue este departamento el que respaldó el
rodaje de la película Raza, del director José Luis Sáenz de Heredia52. Estrenada
en enero de 1942, patrocinada por el Consejo de la Hispanidad y producida
por la Compañía Española Americana, esta película basada en un argumento
de Jaime de Andrade, seudónimo del propio Franco53, es el arquetipo del uso
propagandístico que se hizo del cine en la posguerra. Empapada del más ran-
cio militarismo y nacionalcatolicismo, narraba el recorrido de una gran familia

48
M.-A. Barrachina, «Fiesta de la raza, Día de la Hispanidad», p. 132.
49
«La Fiesta del Pilar y de la Hispanidad», ABC, 13 de octubre de 1939, pp. 7-10.
50
G. Vergara, Discurso.
51
«Colón», Flechas y Pelayos, Madrid, 267, 10 de enero de 1944.
52
N. Berthier, «Raza, de José Luis Sáenz de Heredia».
53
J. de Andrade, Raza, anecdotario para el guión de una película.
la hispanidad bajo el franquismo 89

vasca, los Churruca, durante la guerra civil española: abriéndose con la muerte
heroica del padre, capitán de navío que luchó contra la marina estadounidense
durante el desastre naval de Cuba en 1898, presentaba el alzamiento nacional
como una resurrección de las energías inmortales de la auténtica España, ame-
nazada por el peligro «rojo».
La imagen filmada fortaleció asimismo el despliegue informativo encar-
gado a los falangistas. Tras una etapa previa durante la Guerra Civil, se
institucionalizó en septiembre de 1942 el «Noticiarios y Documentales»,
cuyo acrónimo «NO-DO» no dejaba de recordar el NO8DO (NO-madeja-
DO) del escudo de armas de Sevilla. De proyección obligatoria en todos los
cines del país, este noticiero sirvió durante todo el franquismo para ofrecer
al público una versión oficial de la actualidad. Además de manipular la infor-
mación —sometida a censura—, la elección de los temas fue un instrumento
de difusión de amplio espectro para los valores franquistas. Según comen-
tan Tranche y Sánchez-Biosca, las secuencias que se refieren a la noción de
Hispanidad, verdadero dogma del nuevo Estado, desplegaron un abanico
inagotable en el NO-DO. Fuese para ensalzar la magna empresa coloniza-
dora y evangelizadora, fuese para subrayar la fraternidad hispanoamericana,
el Noticiario aprovechaba las celebraciones y homenajes que acompasaban
la vida pública de la España franquista: las ceremonias del 12 de octubre
y los festejos del Pilar, los congresos de instituciones hispánicas, las visi-
tas a España de dignatarios americanos, los centenarios relacionados con la
gesta conquistadora…54. Asimismo, la relación de noticias recogidas por el
NO-DO permitía hacer un recorrido por la geografía nacional que ensalzaba
los espacios físicos que encarnaban y simbolizaban la Hispanidad, entre
ellos los llamados «lugares colombinos» y los «santuarios de la Raza»: así
destacaban en los documentales Barcelona, Sevilla, Palos de la Frontera, La
Rábida, Granada, Cádiz, Zaragoza, Guadalupe, Trujillo, etcétera55.
En estos noticieros como en los programas emitidos por Radio Nacio-
nal de España (RNE), creada en enero de 1937, los sectores falangistas que
dominaron el franquismo inicial no escatimaron en medios para arraigar
su concepción imperial del destino de España. Como ilustra el ciclo de con-
ferencias organizadas por la Asociación Cultural Hispanoamericana y que
RNE difundió en 1940 para América56, esta propaganda respaldó asimismo
la proyección de la España franquista hacia el otro lado del Atlántico.

54
Véanse, para el año 1947, la visita de Eva Perón a España o el IV Centenario de la muerte de
Hernán Cortés en Medellín, citados por R. R. Tranche y V. Sánchez-Biosca, NO-DO. El tiempo
de la memoria, pp. 465-467.
55
La relación de noticiarios dedicados a estos temas sería muy larga. Valgan algunos ejemplos:
«1492-1942. Argentina rinde homenaje a la madre patria en el día de la raza» (1943); «Barcelona:
fiestas colombinas. Sesión del Consejo de la Hispanidad» (1943); «España y el mar» (1944);
«Centenario de Hernán Cortés» (1947); «Historia y tradición» (1952); «12 de octubre» (1957); «El
día de América» (1958).
56
Voces de Hispanidad.
90 david marcilhacy

AMÉRICA Y LA HISPANIDAD EN LA DÉCADA DE 1940: NACIONALISMO


EXPANSIVO Y PROYECCIÓN CULTURAL DE LA ESPAÑA FRANQUISTA

Para dotar a su acción exterior de un organismo capaz de enlazar Ibe-


roamérica y la España franquista —representante de la nueva Europa
fascista—, el régimen creó el Consejo de la Hispanidad en noviembre de
1940, con la misión de «velar por el bien e intereses de nuestro espíritu en
el Mundo Hispánico»57. El preámbulo precisaba que no animaba a España
ningún espíritu hegemónico, sino la voluntad de devolver al mundo hispá-
nico su «conciencia unitaria». Esta agencia orientó toda su acción hacia las
repúblicas hispanoamericanas. Además de la reconstrucción de la infraes-
tructura cultural en el extranjero, el Consejo de la Hispanidad tenía como
objetivo servir de portavoz del régimen franquista en América y simbolizaba
la nueva vocación internacional de la «nueva España», convertida —según
rezaba el citado preámbulo— en «representación fiel de esta Europa cabeza
del mundo» en virtud de su «ideal ecuménico». Esta prioridad se explica
no sólo por los imperativos ideológicos del régimen, sino también por un
evidente oportunismo puesto que, en 1940, el régimen franquista ya tenía
relaciones diplomáticas con Argentina, Chile, Cuba, Filipinas y Perú.
Más allá de las declaraciones oficiales, una de las misiones inmediatas
del Consejo era emprender una labor de captación de adhesiones para la
España franquista en Iberoamérica. El contexto era el de una intensa bata-
lla propagandística contra los republicanos exiliados, que tuvo su principal
proyección en Latinoamérica. Tras la acogida dispensada por el México de
Lázaro Cárdenas a los exiliados, se enfrentaron en tierra americana «las
dos Españas» para imponer su legitimidad e interpretación de la identidad
nacional. El régimen franquista coincidía con una parte de las élites hispa-
noamericanas en la conciencia de la necesidad de luchar contra un enemigo
exterior e interior. Algunas clases dirigentes tradicionales recelaban del
progreso del liberalismo nivelador y la democracia de masas —inspirada
en el modelo anglosajón—, así como de las pretensiones neocolonialistas
de los Estados Unidos, pero también de las teorías revolucionarias inspi-
radas en el indigenismo o el comunismo. Contra el modelo uniformizador
y liberal anglosajón, la Hispanidad aparecía a sus ojos como el patrimonio
común de España y América, que cabía defender para preservar el statu quo
sociopolítico en la región. No obstante, si bien nutridos sectores considera-
ron el hispanismo iberoamericano, concebido como retorno a la tradición
hispánica, como una alternativa para consolidar sus intereses y legitimar el
orden socioeconómico vigente, la acendrada propaganda profascista y anti-
norteamericana del Consejo de la Hispanidad también despertó suspicacias.
Además de la proximidad ideológica entre Falange y los fascismos europeos,
las referencias al Imperio, las declaraciones sobre la misión tutelar de España

57
Decreto 11108/1940, BOE, 7 de noviembre de 1940, núm. 312, p. 7649.
la hispanidad bajo el franquismo 91

y los ataques contra el panamericanismo en particular fueron elementos


problemáticos para establecer una relación de confianza con los gobiernos
latinoamericanos.
La evolución de la Segunda Guerra Mundial a partir de 1942, tras la entrada
en ella de los Estados Unidos, condujo a una progresiva marginalización del
Consejo de la Hispanidad y propició una reorientación de la política exterior
franquista, corroborada por el triunfo aliado en 1945. Para asegurar su pervi-
vencia en el orden internacional de posguerra, el régimen dictatorial abandonó
progresivamente su inicial política americanista beligerante y adoptó una
nueva estrategia abanderando la defensa de los valores cristianos y la lucha
contra el comunismo58: dejando de lado las referencias imperiales, acudió a la
Hispanidad universal y católica para subrayar la especificidad del caso espa-
ñol. La ambición imperial falangista de crear con América una confederación
panhispánica encabezada por España ya era una utopía y las autoridades fran-
quistas se centraron en un programa más adaptado a las posibilidades del país.
Este cambio en el panorama internacional reanimó la batalla encubierta entre
dos sectores del régimen —falangistas y católicos—, cuyas propuestas tanto
en política interior como a nivel diplomático no convergían plenamente.
Optando por el pragmatismo, Franco decidió distanciarse de los falangistas en
beneficio de la Iglesia y de la ACdP, uno de cuyos miembros, Alberto Martín
Artajo, sería nombrado nuevo ministro de Asuntos Exteriores.
Uno de los primeros objetivos de la diplomacia franquista fue romper el
cerco que se estrechó sobre España a partir de la condena de las Naciones
Unidas en febrero de 1946 y del consiguiente boicot internacional. En esa
difícil coyuntura, la Argentina peronista se convirtió en el valedor incondi-
cional de la dictadura española para obtener una rehabilitación exterior59.
En octubre de 1946 el Gobierno de Juan Domingo Perón firmó con el de
Franco un acuerdo comercial que permitía a la España franquista comprar
alimentos argentinos gracias a un sistema de crédito rotativo. Dicho acuerdo
fue renovado en abril de 1948, con la firma del Protocolo Franco-Perón.
La benevolencia del dirigente argentino obedecía menos a la eficacia de la
diplomacia española que a cuestiones geopolíticas de mayor calibre. Después
del discurso de Truman ante el congreso estadounidense en 1947, llamando
a constituir un bloque occidental unido contra la amenaza comunista, Perón
afirmó su voluntad de mantener una «tercera posición». Esta actitud deter-
minó que la primera dama argentina, Eva Duarte de Perón, visitara España
en junio de 1947. El fasto y el eco mediático que el régimen franquista le
dio a esta visita tenía un doble objetivo: divulgar fuera de las fronteras este
apoyo exterior y valerse del mismo para la propaganda interior, mediante
una hábil maniobra de explotación del entusiasmo popular generado por la
visita de Evita (fig. 4, p. 92).

58
M. González de Oleaga, El doble juego de la Hispanidad.
59
L. Delgado Gómez-Escalonilla, Diplomacia franquista y política cultural, pp. 131-132.
92 david marcilhacy

Fig. 4. — Portada del diario ABC


dedicada al viaje de Eva Duarte de Perón a España (© ABC)

En ese contexto, la idea de la Hispanidad sufrió un proceso de reformulación


que consistió en sustituir el anterior discurso ofensivo, basado en una retórica
agresiva e imperialista, por un mensaje mucho más moderado y centrado
en planteamientos esencialmente culturales60. Las pretensiones de sujeción
diplomática del mundo hispanoamericano, que dominaron hasta entonces,
dieron el paso a una voluntad más razonable de liderazgo de carácter cultu-
ral. La opción católica representada por la Hispanidad se perfilaba, en palabras
de Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, como el «pararrayos» de la Dictadura
en el panorama internacional para que la comunidad de las naciones suspen-
diera su condena61. La contraofensiva lanzada por los grupos católicos españoles
abanderó una Hispanidad cuyo objetivo no era tanto la propaganda política ni
la voluntad quimérica de restaurar un imperio hispánico, sino la defensa del
mundo hispanófono contra el riesgo de decristianización.
En la segunda mitad de la década de 1940, América se concibió en España como
foco reactivador de una identidad frustrada y como potencial caja de resonancia
para su diplomacia y su afirmación nacional. Esta idea de convertir a España en eje

60
C. del Arenal, Política exterior, p. 38.
61
L. Delgado Gómez-Escalonilla, «De la regeneración intelectual a la legitimación ideológica»,
p. 63.
la hispanidad bajo el franquismo 93

de las comunicaciones con América fue expresada por distintas metáforas. Pedro
Sainz Rodríguez habló de España como «central telefónica de América» y Julián
Marías la calificaba de «Plaza Mayor de Iberoamérica»62. Considerándose como
la potencia tutelar de Hispanoamérica, España se dedicó a salvaguardar el legado
cultural de su estirpe americana ante el riesgo de contagio de valores importados
del extranjero. A raíz de la reorganización del Ministerio de Asuntos Exteriores se
potenció la acción cultural de la Dictadura hacia Iberoamérica. La impregnación
falangista del Consejo de la Hispanidad había vulnerado su capacidad de acción
y conducido a su relegación progresiva. Se le sustituyó por un nuevo organismo,
el Instituto de Cultura Hispánica63, creado el 4 de julio de 1946 en ocasión de la
clausura del XIX Congreso Mundial de Pax Romana, en San Lorenzo de El Esco-
rial. Esta nueva agencia estaba destinada a fomentar las relaciones de fraternidad
hispanoamericanas en el ámbito educativo y cultural.
Uno de sus principales ámbitos de acción fue el fomento de los estudios
superiores y la cooperación universitaria hispanoamericana. A instancias del
Consejo de la Hispanidad y después del Instituto de Cultura Hispánica, se
constituyeron distintos centros de investigación y docencia. En el seno del Con-
sejo Superior de Investigaciones Científicas, creado en 1939 para sustituir a la
Junta para Ampliación de Estudios, nació así el Instituto Gonzalo Fernández
de Oviedo, dedicado a la historia hispanoamericana, que fue encargado a un
viejo americanista, el académico Antonio Ballesteros Beretta. Desde entonces,
las ciudades de Madrid y Sevilla se convirtieron en los dos principales focos del
americanismo académico, constituyéndose en sendas universidades secciones
de Historia de América64. Estas dos universidades también recibieron institutos
especializados destinados a potenciar la investigación americanista: en Sevi-
lla la Escuela de Estudios Hispano-Americanos (en noviembre de 1942) y en
Madrid la cátedra Ramiro de Maeztu65. Otra iniciativa tuvo especial interés en
este ámbito: fue el lanzamiento de los cursos de verano sobre Historia de Amé-
rica, organizados en el histórico monasterio de La Rábida. Lanzados en 1943 por
Vicente Rodríguez Casado, se convirtieron al año siguiente en Universidad de
Verano de La Rábida66, y, por decreto del 31 de enero de 1947, en Universidad
Hispanoamericana de Santa María de La Rábida. Los americanistas de Madrid
y Sevilla, así como el grupo de La Rábida, se convirtieron en los aglutinantes
de la preocupación científica, académica e intelectual por América67. Vincula-
dos al Opus Dei, profesaron una lectura católica integrista de la Hispanidad y

62
J. L. Abellán y A. Monclús, El pensamiento español contemporáneo, p. 21.
63
M. A. Escudero, El Instituto de Cultura Hispánica.
64
Decretos del 10 de noviembre de 1942 y 12 de septiembre de 1945 (véase decretos 10677/1942
y 10033/1945, BOE, 23 de noviembre de 1942, núm. 327, p. 9493 y 17 de octubre de 1945, núm. 290,
pp. 2359-2361).
65
Decreto 638/1947, BOE, 18 de enero de 1947, núm. 18, p. 443.
66
Véanse los decretos del 16 de diciembre de 1943 (véase decreto 85/1944, BOE, 2 de enero de
1944, núm. 2, pp. 55-56).
67
J. L. Abellán y A. Monclús, El pensamiento español contemporáneo, pp. 73-94.
94 david marcilhacy

alimentaron el imperialismo romántico que se había desarrollado en torno a ese


mito. Asimismo sirvieron de puente con las élites intelectuales conservadoras
latinoamericanas, llegando a formar el 12 de octubre de 1949 el llamado «Club
de La Rábida». La importancia otorgada a Hispanoamérica en los estudios uni-
versitarios se manifestó también con la creación de becas de estudio para que
americanos fueran a España. Para alojarlos, se fundaron sendas residencias en
la reconstruida Ciudad Universitaria de Madrid, los colegios mayores signifi-
cativamente bautizados como Nuestra Señora de Guadalupe y Hernán Cortés,
además del sevillano Santa María del Buen Aire.
Fuera de este activismo universitario, consistente en congresos, intercambios
y labor editorial (con las publicaciones Revista de Indias y Cuadernos Hispa-
noamericanos), las demás iniciativas del Instituto de Cultura Hispánica se
produjeron en el ámbito cultural. En abril de 1941 se fundó el Museo de América
para dotar a la capital española de un lugar de exposición para sus ricas colec-
ciones. Como afirmaba el preámbulo, tenía como misión ofrecer al gran público
una presentación de los pueblos autóctonos y de la «gesta heroica» del descu-
brimiento y colonización americana que estuviera libre de las interpretaciones
extranjeras presuntamente desfavorables68. Un síntoma de la intensificación de
la política cultural hacia Iberoamérica fue que Franco inaugurase la Primera
Bienal Hispanoamericana de Arte en Madrid el 12 de octubre de 1951, fecha que
conmemoraba la fiesta de la Hispanidad pero también el V Centenario del Naci-
miento de Isabel la Católica. Organizado por el Instituto de Cultura Hispánica,
este certamen de arte contemporáneo abierto a corrientes no academicistas
representó uno de los primeros signos de aperturismo del régimen69.
Antes de cerrar este capítulo, cabe señalar otro ejemplo, por cierto muy signi-
ficativo de la ofensiva exterior lanzada por el régimen franquista para romper su
aislamiento. A instancias del recién creado Instituto Nacional de Industria, la com-
pañía aérea Iberia fue nacionalizada en 1944. A los dos años, Iberia inauguró la
«línea del Plata» entre Madrid y Buenos Aires, convirtiéndose en la primera aero-
línea que enlazaba Europa con América del Sur. Aquel salto a América permitía
asociar la España franquista con la modernidad70. Cuidadoso de cultivar su imagen,
el régimen aprovechó este lanzamiento y lo presentó como símbolo de un despertar
y resurgimiento de las energías nacionales, en sintonía con las naciones expansivas
más desarrolladas. Gracias ala aerolínea Iberia, parecía renacer la España mítica de
la divisa Plus Ultra, como se había producido en 1926 con el vuelo trasatlántico que
realizó a bordo del hidroavión homónimo el piloto Ramón Franco, hermano del
Caudillo71. Lanzándose ahora a la conquista de América con una línea comercial,
España parecía reanudar la proeza que Colón había realizado antaño, como sugería
un cartel publicitario de la compañía Iberia con fecha de 1950 (fig. 5).

68
Decreto del 19 de abril de 1941 (véase decreto 3984/1941, BOE, 1o de mayo de 1941, núm. 121,
p. 3035).
69
M. Cabañas Bravo, La Primera Bienal Hispanoamericana de Arte.
70
La línea se inauguró en octubre de 1946 (véase ABC, 2 de marzo de 1947, p. 7).
71
D. Marcilhacy, «La Santa María del aire».
la hispanidad bajo el franquismo 95

Fig. 5. — Cartel comercial de Iberia [1950] (© Grupo Iberia)

El proyecto de liderazgo cultural y espiritual ambicionado por España en la


década de 1940 no dio todos los resultados esperados. La creación de agencias
del Instituto de Cultura Hispánica en todas las repúblicas latinoamericanas, que
permanecieron inoperantes, ilustraba las limitaciones inherentes al peso inter-
nacional de España, el cual padecía del aislamiento de la posguerra y de unos
recursos limitados. Si bien la mayoría de las repúblicas iberoamericanas fueron
reconociendo el Gobierno franquista a partir de principios de los años 1950,
algunas —como México, Cuba o Uruguay— mantuvieron una postura intran-
sigente con él, acogiendo en su territorio a no pocos opositores antifranquistas.
Estas realidades encaminaron el régimen a seguir nuevos rumbos.

EL FRANQUISMO A PRUEBA DEL TIEMPO: LA HISPANIDAD DE LOS AÑOS


CINCUENTA Y SESENTA, UN CAMBIANTE VECTOR DE NACIONALIZACIÓN

La larga duración del franquismo se explica por su capacidad de adaptación


a un contexto internacional inestable. En cuarenta años, los parámetros que
debió afrontar la Dictadura fueron particularmente movedizos: la evolución de
la contienda mundial, cuando los aliados suplantaron a las fuerzas del Eje a partir
de 1943, el inicio de la Guerra Fría, las cambiantes aspiraciones del continente
iberoamericano desde los nacionalismos de posguerra hasta la década de 1960
96 david marcilhacy

marcada por el impacto de la revolución castrista… Para capear lo mejor posible


estos desafíos, el régimen tuvo que adaptar su discurso y rediseñar el nacionalismo
que lo sustentaba en función de la relación de fuerzas existente. La Dictadura se
mantuvo porque Franco siempre supo cultivar la ambigüedad y, cuando hacía
falta, dar prueba de pragmatismo. Desde fines de 1945, la propaganda oficial pro-
curó ofrecer una imagen de España alejada del estigma fascista, para convertirla
en portaestandarte de Occidente mediante el catolicismo y un virulento antico-
munismo. El desplazamiento de los falangistas en beneficio de los católicos le
permitió obtener el aval del Vaticano, y en 1953 el régimen firmó sendos acuerdos
con la Santa Sede y sobre todo con los Estados Unidos. Este giro significó el fin de
su anterior aislamiento, con la admisión de la España franquista en la comunidad
internacional, refrendada por su ingreso en la ONU en diciembre de 1955.
A partir de mediados de la década de 1950 el nacionalismo autoritario
inicialmente desplegado por el régimen tendió a perder fuerza y segmentos
cada vez más amplios del mundo de la cultura y de la política empezaron a
distanciarse del mismo72. Asistimos por ende a un cambio de sentido de la
Hispanidad, que cobró paulatinamente un carácter menos agresivo: el tras-
fondo antiliberal, opuesto al panamericanismo y reticente al capitalismo
anglosajón que dominó en el primer franquismo, se diluyó en beneficio de
una concepción más consensual, pacífica y que tendía a una mayor neutrali-
dad ideológica. Esta nueva etapa la anunció el ministro Alberto Martín Artajo
a los diplomáticos latinoamericanos con ocasión de la celebración del 12 de
octubre de 1953 en el Instituto de Cultura Hispánica:
Pasó la era de los Imperios. […] Los Imperios, salvadas ya más o menos
las grandes diferencias políticas entre los Estados, por lo que toca a su
conceptuación internacional, ceden el paso a las comunidades de pueblos
llamados «regionales». […] Se piensa tan sólo en si es llegado el caso de
ajustar un sistema que nos permita concertar, mediante mutuas consul-
tas, una acción común en las cuestiones externas de interés colectivo73.

Esta etapa, entre 1953 y 1966, así vio evolucionar la Hispanidad hacia el
campo semántico de la producción económica y de las realizaciones concre-
tas74. En un momento en que tenían resonancia en Latinoamérica las teorías
tercermundistas, el objetivo de la diplomacia franquista suponía desideologizar
la política iberoamericana para quitarle su carácter meramente propagandístico
y priorizar las relaciones prácticas. Para llevar a bien esta reorientación, Franco
se apoyó en un nuevo sector, los tecnócratas del Opus Dei.
La apuesta por el desarrollismo en la política económica se compaginó
con una nueva orientación diplomática en la que España ambicionó consti-
tuir una Comunidad Hispánica de Naciones capaz de intervenir en los asuntos

72
I. Saz Campos, España contra España, p. 52.
73
A. Martín Artajo, Hacia la comunidad hispánica de naciones, pp. 98-100.
74
A. Minardi, «El franquismo a la luz de sus metáforas», p. 123.
la hispanidad bajo el franquismo 97

internacionales. Este nuevo proyecto de integración supranacional, defendido


por Alberto Martín Artajo y Fernando María Castiella (ministros de Asuntos
Exteriores entre 1945-1957 y 1957-1969), pasaba por un proceso paulatino de
cooperación que superara el estricto plano cultural para abordar los ámbitos
político y económico. Según proclamaba en 1956 el propio ministro Martín
Artajo, dicho proyecto no encubría ninguna ambición imperialista ni intención
dominadora, sino que descansaba en el hecho efectivo e indestructible de una
comunidad espiritual75. Con todo, no desapareció el objetivo de hacer del blo-
que hispánico un baluarte contra el contagio comunista, un riesgo que se hizo
más palpable con el triunfo de la revolución cubana en 1959.
A pesar de todo, se intentó mitigar en los años 1960 la carga ideológica de
la acción exterior española y orientarla hacia la cooperación económica, téc-
nica y científica: el Instituto de Cultura Hispánica suavizó algo el discurso que
había prevalecido hasta entonces y centró su acción en los campos educativo
y cultural76. Mediante la acción cultural del Instituto o la labor diplomática en
organizaciones como la Organización de Estados Americanos (donde España
disponía de un puesto de miembro observador) y los programas de asisten-
cia económica, España desarrolló hacia Iberoamérica una política de prestigio
basada en la cooperación sectorial. Paralelamente a esta apuesta por un ame-
ricanismo práctico, menos ambicioso pero de realizaciones más palpables, la
diplomacia española mantuvo como eje prioritario la integración europea. No
por ello desapareció el mito de la Hispanidad, aunque a partir de entonces fue
utilizado preferentemente para fines de política interior.
Si bien como aspiración política y cultural la Hispanidad resultó un fracaso
relativo a nivel exterior, muy distinta fue su suerte para el escenario interior.
Al igual de lo que se observó en la política exterior, el fondo ideológico que
orientaba la política interior del régimen fue adaptándose a las circunstancias.
Partiendo de unas bases filofascistas —el nacionalsindicalismo— para enca-
minarse hacia un conservadurismo autoritario —el nacionalcatolicismo—, el
régimen encontró en la Hispanidad un mito suficientemente dúctil y adapta-
ble para constituir el hilo conductor de su propaganda interna. Esta evolución
se observó en los cambios que conoció la política nacionalizadora que el régi-
men puso en práctica para construir una sociedad a su imagen y asegurarse
su lealtad. Si bien el recurso a la historia tendió a ceder el paso a otras fuentes
como herramienta de socialización política en las décadas de 1950 y 196077,
el americanismo conservó su carácter vertebrador para el nacionalismo espa-
ñol. Este ideario mantuvo su orientación cristiana, pero sus manifestaciones
perdieron el carácter beligerante e imperialista que había caracterizado la His-
panidad a los inicios de la Dictadura. La suavización del discurso no significó
una completa desideologización de la cultura oficial pero la reorientó hacia el

75
Ibid., pp. v-vii.
76
L. Delgado Gómez-Escalonilla, «La política latinoamericana de España», pp. 147-148.
77
C. Boyd, Historia Patria (2000), p. 237.
98 david marcilhacy

acompañamiento de las nuevas prioridades del Gobierno, la plena integración


en el bloque occidental, la cooperación con las naciones iberoamericanas, el
control de una sociedad que se abría a modelos exteriores a través del con-
sumo y del aflujo de turistas.
La Hispanidad prosiguió en ese período su incrustación en los pliegues de
la cultura española. Este mito llevaba consigo un arsenal de lugares, fechas,
homenajes e imágenes con fuerte carga simbólica que fueron poblando la
literatura, el teatro, el cine, los programas de radio o televisión, los sellos
postales, los productos de consumo, los destinos del turismo interior, etcé-
tera. Por eso puede hablarse de nacionalismo banal, o sea de una presencia
difusa de América o de las imágenes y memoria que se le asocian en las
manifestaciones sociales y culturales de la sociedad: así fue popularizándose
una serie de concepciones, imágenes, tópicos.
Ya subrayamos el uso propagandístico que se hizo del cine con el ejemplo de
la película Raza. Muchas otras producciones de ambientación histórica salieron
a la luz en las décadas siguientes, lo cual indica el interés que tuvo el régimen en
recurrir a la industria del cine para actualizar y popularizar los mitos imperiales,
las glorias hispanas y la gesta colonizadora y evangelizadora. Dichas produc-
ciones intentaban recomponer en el imaginario colectivo la época imperial y
presentar sus páginas más épicas con un código de valores presidido por la cruz
y la espada78. A través de la productora CIFESA por ejemplo, se produjeron bajo
el amparo del Estado toda una serie de largometrajes que recorrían todo el flo-
rilegio épico que podía contener el pasado hispánico. Citemos en particular la
película de Juan de Orduña Alba de América (1951), torpe biografía de Cristóbal
Colón que narraba la proeza del descubridor, desde su encuentro con los Reyes
Católicos hasta la llegada a América, sin olvidar su estancia en La Rábida. Entre
los mayores éxitos, también cabe añadir la película de José María Elorrieta Los
conquistadores del Pacífico (1963), que narra las aventuras del explorador Vasco
Núñez de Balboa. La comparación entre estas dos películas evidencia el proceso
de desideologización y americanización de la cultura observable en los sesenta:
después de servir de soporte para el mito de la cruzada en nombre de la fe,
la empresa americana se convirtió en una fuente inagotable para películas de
aventuras con actores fotogénicos. Por su potencial pintoresco y cautivador, la
épica de la conquista pareció imponerse como temática predilecta de las gran-
des distribuciones. Así, en 1971 el director Julio Coll estrenó La Araucana (La
conquista de Chile), coproducción de España, Chile, Italia y Perú: basada en el
poema épico de Alonso de Ercilla, retrazaba la expedición a Chile de Pedro de
Valdivia, que tuvo que afrontar la enconada resistencia de los indios mapuches.
Al igual que en el cine, la gesta americana de los siglos xv-xvi siguió flore-
ciendo en los tebeos para jóvenes. Valga como ejemplo la serie Hombres Famosos
(Ediciones Toray, 1968-1969), historietas en forma de biografías sobre perso-
najes célebres de la historia mundial, fundamentalmente políticos y militares.

78
E. Maza Zorrilla, Miradas desde la historia, p. 105.
la hispanidad bajo el franquismo 99

De los veinte números que llegaron a publicarse, tres estuvieron dedicados a


grandes nombres del imperio español de América: «La gran aventura de Hernán
Cortés» (no 1), «Fray Junípero Serra, evangelizador de California» (no 8) y «Cris-
tóbal Colón, descubridor de América» (no 11). Así la obra colonial española
quedaba sintetizada en tres cuadros aventajados y sugestivos para un público
joven: la conquista, la evangelización y las exploraciones oceánicas. El sello pos-
tal es otro ejemplo de la multiplicación de referencias americanas: si para el
período 1939-1958 sólo se registra la impresión de un sello con temática ameri-
cana, este motivo se hace muy frecuente entre 1960 y 1975, llegando el recuento
a más de treinta sellos diferentes79. Así, en 1960 se lanzaron series anuales de
sellos programadas para ser emitidas cada 12 de octubre: hasta 1970 se llamaron
«Forjadores de América» y repasaron los personajes célebres del período colo-
nial, y a partir de 1971 se denominaron «Hispanidad» y estuvieron consagradas
a monumentos y ciudades americanas.
De acuerdo con su programa de cooperación iberoamericana, el régimen
acometió una tarea de alto contenido simbólico. Con tal de acompañar sus ambi-
ciones exteriores con una diplomacia de bronce y mármol, lanzó un programa de
edificación de monumentos conmemorativos en la capital. De modo prudente,
los de contenido más problemático fueron circunscritos al Parque del Oeste, sin-
gularmente los dedicados a celebrar la memoria de tres libertadores americanos:
Bolívar, San Martín y Artigas80. Otros encontraron sitio en avenidas y plazas más
céntricas, como el obelisco dedicado a los Héroes del Plus Ultra81, significativa-
mente edificado frente al Cuartel General del Ejército del Aire. Más allá de las
estatuas consagradas a grandes hombres difusores de la ciencia y el arte hispáni-
cos (el explorador Núñez de Balboa, el poeta Rubén Darío o el gramático Andrés
Bello)82, sobresale otro ejemplo tanto por su ubicación como por su simbología.
Denominado «A la Hispanidad», este monumento de roca y aluminio, obra de
Agustín de la Herrán, fue expuesto en el Museo de América para la Fiesta de la
Hispanidad de 197083, siendo luego colocado enfrente del edificio e inaugurado
en junio de 1971 en presencia del príncipe Juan Carlos, junto con el Gobierno y
representantes de varios países iberoamericanos. Se trataba de un monolito coro-
nado por un grupo escultórico alegórico del «encuentro» de dos civilizaciones:
de un tronco de encina surgía un guerrero español a caballo que levantaba a una
mujer india —representación de América— en un abrazo de amor (fig. 6, p. 100).

79
F. Monroy-Avella, Géopolitique de l’Espagne à travers l’iconographie du timbre-poste, pp. 30-42.
80
Las estatuas ecuestres de San Martín (obra de Joseph-Louis Daumas), Bolívar (obra de Emilio
Laíz Campos) y Artigas (copia de la obra de Juan Luis Blanes Linari para Montevideo) fueron
inauguradas en 1961, 1970 y 1975 respectivamente.
81
Homenaje a los aviadores que realizaron el primer vuelo que unió España y América en 1926,
el monumento fue realizado en 1951 por el escultor Rafael Sanz y el arquitecto Luis Gutiérrez Soto.
82
El monumento a Balboa, obra de Enrique Pérez Comendador, fue inaugurado en 1954, a raíz del
VI Congreso de la Unión Postal de las Américas y España. Los dedicados a Darío y Bello, obras de José
Planes y Juan Abascal Fuentes, lo fueron en 1967 y 1972. Sobre el tema de la «latino-estatuomanía»
durante el franquismo, véase D. Rolland et alii, L’Espagne, la France et l’Amérique latine, pp. 460-474.
83
«Monumento a la Hispanidad», ABC, 11 de octubre de 1970, p. 11.
100 david marcilhacy

Fig. 6. — Agustín de la Herrán, Monumento a la Hispanidad, inaugurado en 1971,


Madrid [Memoria gráfica de la emigración española, a través de la revista Carta de España]
(© Ministerio de Trabajo e Inmigración)

El carácter eufemístico de la evocación de la conquista traducía el nuevo


rumbo que el régimen había otorgado a la Hispanidad, convertida ya en instru-
mento de concordia y fraternidad.
Similar tendencia registró la fiesta del 12 de octubre. Para librarse definiti-
vamente de dudosas evocaciones, la fiesta fue rebautizada en 1958 como Día
de la Hispanidad e integró el calendario oficial de la Dictadura. El preámbulo
del decreto que instituía el 12 de octubre quería disociar esta conmemoración
de cualquier pasadismo y otorgarle un sentido de paz y solidaridad, aunque no
dejaba de referirse a las tres virtudes teologales:

No sería justo limitar hoy la conmemoración del descubrimiento al


recuerdo de un pasado incomparablemente grande y bello. […] De aquí
el que debamos entender principalmente este aniversario como una pro-
metedora vertiente hacia el futuro; y la Hispanidad misma como doctrina
de Fe, de Amor y de Esperanza que, asegurando la libertad y la dignidad
del hombre, alcanza con idéntico rigor a España y a todos los pueblos de
la América Hispana84.

84
Decreto del 10 de enero de 1958 (véase decreto 2234/1958, BOE, 8 de febrero de 1958, núm. 34,
pp. 203-204).
la hispanidad bajo el franquismo 101

Desde la década de 1950, además de cobrar un estatus oficial, la conme-


moración del 12 de octubre se convirtió en una fiesta itinerante, que fue
recorriendo, año tras año, las diferentes ciudades que tuvieron algún prota-
gonismo en la gestación del Descubrimiento: Granada, Barcelona, Alcalá de
Henares, Burgos…85. Este recorrido por la geografía española no sólo permitía
mantener en el tiempo el interés por esta fiesta, ofreciéndole marcos diferen-
tes, sino que servía también para articular las identidades a un nivel local,
regional y nacional. Festejado con desfiles, carrozas, danzas típicas de España
y distintos países latinoamericanos, la Fiesta de la Hispanidad así fue aprove-
chada para cimentar a una sociedad española cada vez más atraída por señas
de identidad no compatibles con la cultura oficial.
Este último ejemplo ilustra la singular adaptabilidad de la Hispanidad, vec-
tor de nacionalización durante las distintas etapas del régimen franquista. Este
mito concentraba un haz de significados que, más allá de las evoluciones, con-
formaban el fondo ideológico del régimen: convocaba un patriotismo basado
en el culto al héroe y al soldado, una concepción tradicional de la sociedad,
una obsesión por la unidad de la nación y de la comunidad hispánica, una
visión maniquea de la historia injustamente atacada por sus enemigos, una
visión orgullosa de España como la cabeza de un imperio espiritual o de un
bloque de naciones libres y, por fin, una exaltación de la fe católica como clave
del genio nacional86.

LA HISPANIDAD, UN MITO DÚCTIL ADAPTADO A LAS EVOLUCIONES


DEL RÉGIMEN Y LA SOCIEDAD ESPAÑOLAS

Aunque alcanzó su cénit en la fase inicial hasta 1953, la Hispanidad fue un


mito polivalente, maleable y acomodaticio que supo adaptarse a las evoluciones
culturales e ideológicas del largo período franquista. Como soporte ideológico
y propagandístico, la noción de Hispanidad resultó marcadamente imprecisa
y sufrió sucesivos ajustes para adecuarse al cambiante contexto internacional87.
Ideado por los colaboradores de Acción Española, la Hispanidad se convirtió
desde los años treinta en un programa de vertebración nacional y en un núcleo
polarizador del destino comunitario español88. Paralelamente, la referencia a la
Hispanidad sirvió para sublimar la frustración imperial del nacionalismo español.
Fue matriz de un nacionalismo expansivo que nació como utopía imperialista a
instancias del falangismo y, a partir de 1945, evolucionó hacia un expansionismo
de carácter cultural, basado en el espíritu universalista del catolicismo.

85
M. García Sebastiani y D. Marcilhacy, David, «América y la fiesta del 12 de octubre»,
pp. 385-387.
86
E. González Calleja y F. Limón Nevado, La Hispanidad como instrumento de combate, p. 8.
87
L. Delgado Gómez-Escalonilla, «De la regeneración intelectual a la legitimación ideológica»,
p. 70.
88
P. C. González Cuevas, «Hispanidad», p. 619.
102 david marcilhacy

El concepto de Hispanidad tuvo una excepcional capacidad asimiladora


que le permitió aglutinar y articular valores dispares, que constituían todos
el fondo ideológico del régimen franquista: a lo largo de la Dictadura, fue el
mejor soporte de un culto nacionalista que celebraba juntamente la patria, la
nación, la raza, el imperio y el catolicismo, ingredientes todos del nacionalcato-
licismo89. Como instrumento propagandístico, la Hispanidad con el mito que se
le asoció tuvo un doble papel: por un lado, sirvió en el escenario interior como
soporte de un cuerpo de doctrina destinado a legitimar la Dictadura y cohesio-
nar a las distintas familias del régimen. Paralelamente, su trasfondo ideológico
católico y neoimperialista ofreció al régimen una ambición internacional que
orientó su política exterior. La conjunción de estos dos papeles explica el éxito
y la perdurabilidad de este concepto. También nos demuestra que un concepto
supranacional puede ser nacionalizador.
Aunque fue central en la proyección diplomática del régimen dictatorial, el
proyecto político y cultural de la Hispanidad no dio todos los resultados espe-
rados en el plano de las ambiciones exteriores para la España franquista. En
cambio, como fuente inagotable de imágenes y símbolos, el mito de la Hispani-
dad ayudó potentemente a socializar, e incluso a popularizar, el fondo ideológico
que sustentaba al régimen. A través de la educación, de los noticieros, del cine
y de la radio o de las manifestaciones del nacionalismo banal, constituyó un
instrumento incomparable para la propaganda de la Dictadura. Prueba de su
perdurabilidad y eficacia, se prolongó más allá del régimen que le había dado su
carta de honor, puesto que la democracia restaurada confirmó en 1981 su carác-
ter de símbolo nacional, consagrando el 12 de octubre como «Fiesta Nacional de
España y Día de la Hispanidad»90. Sólo con el paso de los años y ante la inminen-
cia del V Centenario del Descubrimiento de América, el Gobierno socialista de
Felipe González abandonaría el título oficial de la Hispanidad, sin poder encon-
trarle sustituto que tuviese el mismo peso y materia91.

89
Ibid.
90
Real Decreto del 27 de noviembre de 1981 (véase Real Decreto 3217/1981, BOE, 1 de enero de
1982, núm. 1, p. 3).
91
Significativamente, la ley del 7 de octubre de 1987 rebautizó el 12 de octubre como «Fiesta
Nacional», sin otra referencia (véase Ley 18/1987, BOE, 8 de octubre de 1987, núm. 241, p. 30149).
EPÍGONO DE LA HISPANIDAD
la españolización de la colonia de guinea
durante el primer franquismo

Gonzalo Álvarez Chillida


Universidad Complutense de Madrid

Tal es la obra de España.


Seguimos hoy en África colonizando,
al igual que en América,
con los mismos ideales de entonces.
La gran cosecha,
Manuel Hernández Sanjuán
(Hermic Films)

Una de las novedades que aportó el franquismo al régimen de la pequeña


colonia de Guinea fue la omnipresencia de la ideología de la Hispanidad, con-
vertida en doctrina oficial a la hora de justificar la acción colonizadora. Esa
doctrina había sido formulada por Ramiro de Maeztu y constituía la versión
nacionalcatólica del hispanoamericanismo, que se había desarrollado con
fuerza en el primer tercio del siglo xx para propiciar el acercamiento político y
espiritual a las repúblicas hispanoamericanas1.
Entendiendo Guinea como epígono del viejo y glorioso imperio espa-
ñol, que había extendido a una veintena de naciones el espíritu de la
Hispanidad, las autoridades coloniales franquistas reforzaron la política
cristianizadora de los misioneros allí establecidos, lo que contrastaba
con la actitud de los Gobiernos coloniales de la Segunda República. Pero,
como veremos, la política de la Hispanidad en absoluto era incompati-
ble con la jerarquización y segregación racial entre blancos y negros, que
en algunos aspectos se agudizaron durante el primer período del régimen
franquista. Otro cambio que éste aportó fue la omnipresencia de los prin-
cipios y símbolos del llamado Movimiento Nacional en todos los aspectos
de la vida política, a la que quedaron sometidos tanto los colonos como los
funcionarios y los «indígenas»2.
La españolidad de la colonia guineana tenía una doble significación. Por
una parte, la posesión del territorio certificaba la españolidad de la colo-
nia ante el mundo, permitiendo, además, la presencia de una importante

1
I. Sepúlveda Muñoz, El sueño de la Madre Patria; D. Marcilhacy, Raza hispana.
2
Usamos el término «indígena» de la época, cuyo significado se precisa en p. 116.

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 103-125.
104 gonzalo álvarez chillida

comunidad de españoles, sobre todo en la isla de Fernando Poo (hoy Bioko),


que subrayaban ese carácter nacional (4.124 blancos en el censo de 1942).
Por otra, la españolización de la colonia significaba la de sus habitantes indí-
genas, los colonizados, aspecto éste que centrará nuestra atención.
La españolidad de Guinea, sin embargo, fue siempre poco sentida en la
metrópoli. A diferencia del protectorado marroquí, la colonia de Guinea, como
la del Sáhara, atrajo muy poco a la opinión pública española, exceptuando
a una minoría de africanistas y a quienes estaban directamente vinculados
a ella en calidad de administradores, misioneros, comerciantes o explotado-
res de sus recursos agrícolas y forestales. Una razón la encontramos en su
pequeño tamaño (28.000 km2) y su escasa población (170.000 habitantes en
el censo de 1942, lo que suponía 6 habs./km2) debido a su medio natural
selvático y, asimismo, al grave retroceso demográfico que provocó el impacto
colonizador, similar al de las demás colonias subsaharianas3. A diferencia de
Marruecos, Guinea carecía de interés estratégico y su lenta ocupación apenas
costó recursos ni vidas de españoles4.
La colonia estaba habitada fundamentalmente por pueblos del tronco lingüís-
tico bantú, que habían vivido en el bosque de la caza, la pesca, la recolección y la
agricultura itinerante de rozas por fuego, en poblados independientes carentes
de estructuras estatales, y en el interior de la zona continental incluso de jefa-
turas: los llamados bubis en la isla de Fernando Poo (hoy Bioko), los grupos
ndowé y bissió en la costa continental y los fang en el interior. Los habitantes de
la alejada isla de Annobón practicaban un cristianismo sincrético y hablaban un
dialecto portugués fuertemente criollizado5.
Pero en la capital colonial de Santa Isabel vivía un grupo diferente de habi-
tantes de origen africano, que los españoles llamaron fernandinos, llegado con
los británicos en 1827, antes de que los españoles comenzaran a gobernar la
colonia en 1858. Se trataba de criollos (creoles) procedentes de Sierra Leona y
de otros puntos de la costa occidental africana. Muchos de ellos estaban pro-
fundamente occidentalizados, su idioma era el inglés (en la variante criolla
de la zona, el pidgin English) y su religión el protestantismo, aunque ya en el
período franquista muchos se estaban haciendo católicos. Varios eran ricos
comerciantes y terratenientes6.

3
G. Nerín, Guinea Ecuatorial, pp. 75-80; G. Nerín y A. Bosch, El imperio que nunca existió,
pp. 154-165; C. C. Wrigley, «Aspects of Economic History», pp. 135-136; P. U. Mbajekwe,
«Population, Health and Urbanization», pp. 239-248.
4
D. Ndongo-Bidyogo, «Guineanos y españoles en la interacción colonial», pp. 107-113;
M. Liniger-Goumaz, Small is Not Always Beautiful, pp. 14 y 21-22. También J. J. Díaz Matarranz,
De la trata de negros al cultivo del cacao, pp. 243-244. La conquista y ocupación del territorio
continental en G. Nerín, La última selva de España.
5
Colectivo Helio, La encrucijada en Guinea Ecuatorial, pp. 48-56; M. Liniger-Goumaz,
Small is Not Always Beautiful, pp. 8-17; J. Bolekia Boleká, Aproximación a la historia de Guinea
Ecuatorial, pp. 16-65; A. Iyanga Pendi, El Pueblo Ndowé; J. Aranzadi, «Bubis o Bochoboche».
Sobre las lenguas: G. de Granda Gutiérrez, Perfil lingüístico de Guinea Ecuatorial, pp. 30-48.
6
I. K. Sundiata, From Slaving to Neoslavery.
epígono de la hispanidad 105

CARACTERÍSTICAS DEL RÉGIMEN COLONIAL

Desde 1904 los indígenas de la colonia fueron considerados jurídicamente


menores de edad que podían regirse entre ellos en los aspectos civiles por su
propio derecho consuetudinario, bajo la tutela del Patronato de Indígenas que
recogía sus quejas, tenía que dar el visto bueno a sus contratos y les protegía ante
los tribunales coloniales. Pero había una minoría exigua (sesenta y cuatro indi-
viduos en julio de 1944, buena parte de ellos fernandinos) con el estatus jurídico
de emancipados, que se regían en todo por la legislación española. Aunque la
emancipación, concedida por las autoridades, podía ser revocada7.
La suprema autoridad de la colonia era el gobernador general, fuente del
Derecho en el territorio, que desde 1925 dependía de la Dirección General de
Marruecos y Colonias. En el continente había un subgobernador a sus órdenes.
La Guardia Colonial, formada por tropas indígenas con mandos españoles de la
Guardia Civil, extendía la autoridad en los distritos (fig. 1).

Fig. 1. — Desfile de la Guardia Colonial en Santa Isabel, fotograma


de Al pié de las banderas de Manuel Hernández San Juan [Hermic Film, patrocinado
por la Dirección General de Marruecos y Colonias, 1944-1946] (© Pere Ortín)

7
D. Ndongo-Bidyogo, Las tinieblas de tu memoria negra, pp. 115-119. Los 64 emancipados en
Archivo General de la Administración (AGA), África, caja G1799, exp. 3: Patronato de Indígenas,
«Indígenas emancipados plenamente», 22-vii-1944.
106 gonzalo álvarez chillida

En los poblados indígenas había un jefe, nombrado por el gobernador, encar-


gado de recaudar impuestos, reclutar mano de obra, mantener el orden y aplicar
las instrucciones que recibiera. Los asuntos civiles de los indígenas eran resueltos
conforme a su costumbre por los tribunales «de Raza» presididos por los adminis-
tradores de distrito (los jefes de la Guardia Colonial), subordinados a un Tribunal
Superior Indígena en Santa Isabel. Para el resto había tribunales españoles8 (fig. 2).

Fig. 2. — Tribunal de raza, fotograma de Al pié de las banderas


de Manuel Hernández San Juan [Hermic Film, patrocinado por la Dirección General
de Marruecos y Colonias, 1944-1946] (© Pere Ortín)

La economía colonial se basaba en tres grandes productos de exportación: cacao,


café y madera. En Fernando Poo dominaban las plantaciones de cacao explotadas
mediante braceros. Sus dueños eran compañías o colonos españoles, pero tam-
bién algunos extranjeros y fernandinos ricos, entre los que destacaba la familia del
sierraleonés Maximiliano Jones9. La isla era así, en cierta medida, una colonia de
asentamiento para una minoría europea, a cuya cabeza estaban los grandes pro-
pietarios de explotaciones agrícolas y los gerentes de las compañías, dedicadas
también al comercio de importación y exportación. Las condiciones de los braceros
eran duras, los salarios bajos y los contratos muchas veces forzados. Siempre hubo

8
J. M. Cordero Torres, Tratado elemental de derecho colonial español, pp. 70-190; «Sección
legislativa»; D. Ndongo-Bidyogo, «Guineanos y españoles en la interacción colonial», pp. 178-184.
9
I. K. Sundiata, From Slaving to Neoslavery, pp. 111-118.
epígono de la hispanidad 107

escasez de mano de obra. Un escándalo internacional sobre las condiciones de tra-


bajo y el carácter forzado de la recluta en Liberia impidió seguir contratando en ese
país a partir de 1930. Dentro de la colonia los fang del continente constituyeron el
principal vivero de mano de obra, también con reclutas forzadas o semiforzadas que
se realizaban a través de los jefes de poblado y reclutadores al servicio de los grandes
finqueros, en connivencia con los jefes territoriales de la Guardia Colonial. Aunque
desde 1906 el Gobierno colonial regulaba las condiciones laborales y fiscalizaba que
los patronos las respetasen, eran reiterados los incumplimientos en lo relativo a la
jornada laboral (que las autoridades franquistas habían elevado de 8 a 9 horas), las
condiciones del alojamiento, la ración alimenticia, los malos tratos, que incluían el
empleo del látigo y en alguna ocasión llegaba a producir la muerte del bracero, y
la asistencia sanitaria (que el patrono intentaba ahorrar, pues corría de su cuenta).
Como reconocía el gobernador Mariano Alonso en 1942: «Ya se sabe que la legisla-
ción de trabajo no se cumple10». Pero, una vez reclutado, el bracero no podía romper
el contrato antes del plazo; la fuga se castigaba legalmente con trabajos forzados en
régimen penitenciario, en ocasiones en condiciones de hambre extrema. En el conti-
nente las principales fuentes de riqueza eran las explotaciones madereras de la zona
costera, también con braceros, y el café del interior, explotado mayoritariamente en
pequeñas fincas indígenas, que vendían la cosecha a los comerciantes europeos. Este
último modelo de explotación era el más extendido en las demás colonias del África
occidental. En el continente la población blanca era por ello inferior a la de la isla11.
El trabajo de los indígenas en las plantaciones o en las pequeñas explotaciones de
café se sumaba al empleado tradicionalmente en construir sus viviendas y producir
su propio sustento. Había que sumar, además, la prestación personal, trabajo tem-
poral periódico y obligatorio en las obras públicas coloniales (carreteras, edificios
públicos, etcétera), a veces cobrando y otras no. Sin olvidar que los poblados de una
demarcación territorial tenían la obligación práctica de suministrar al puesto de la
Guardia Colonial los alimentos para los jefes españoles y para la tropa indígena. La
colonización supuso así para los indígenas el mantenimiento del trabajo que reali-
zaban anteriormente para subsistir, más enormes cantidades de nuevo trabajo en
las plantaciones, en sus pequeñas fincas de cultivos de exportación y en las obras
públicas. A cambio, obtenían dinero con el que adquirían algunos pocos bienes
occidentales: ropas y telas para vestirse (clotes), ollas y cacerolas, lámparas de petró-
leo con su combustible, machetes, azadas y poco más, a lo que habría que añadir la
educación y la asistencia médica, crecientes aunque aún precarias12.

10
AGA, África, caja G1860, exp. 3: Gobernador a Subgobernador, 15-viii-1942.
11
I. K. Sundiata, From Slaving to Neoslavery, pp. 122-145; D. Ndongo-Bidyogo, «Guineanos
y españoles en la interacción colonial», pp. 130-145; G. Nerín, La última selva de España, pp. 209-
232. El escándalo de Liberia, en I. K. Sundiata, Brothers and Strangers. La pequeña explotación
indígena del África occidental, en C. C. Wrigley, «Aspects of Economic History», pp. 112-113 y
A. Roberts, «The Imperial Mind», pp. 29-31.
12
Abundante documentación sobre la prestación, en AGA, África, cajas G1926 y G1919. R. Perpiñá
Grau, De colonización y economía, pp. 115-117; en pp. 80-83 calculó el gasto monetario medio de las
familias indígenas. El suministro a la Guardia Colonial, en entrevistas del autor de este artículo a Eurika
Bote (20 de marzo de 2011), Luis Iyanga (4 de junio de 2011) y Amancio Nsé (2 de junio de 2011).
108 gonzalo álvarez chillida

GUINEA EN EL IMPERIALISMO ESPAÑOL:


EL DISCURSO DE LA HISPANIDAD

Durante el franquismo muchos discursos subrayaban que la pequeña Gui-


nea española era el último reducto de lo que fue un glorioso imperio católico,
que había engendrado a las repúblicas americanas, hijas de la madre patria. Un
imperio movido por el altruista afán de civilizar y cristianizar a los pueblos y
razas atrasados, cuyo fruto había sido el espíritu común de la Hispanidad, que
reunía a las hijas en torno a su madre. El discurso oficial de la colonización en
Guinea, tanto allí como en la metrópoli, tanto en la prensa como en los docu-
mentos oficiales, en la literatura de los colonos, en los medios misioneros y en
la enseñanza que se daba a los indígenas, era siempre el de la Hispanidad. Los
españoles estaban repitiendo en Guinea la benemérita y cristiana labor que se
hizo anteriormente en América.
Así, por ejemplo, informaba el periódico falangista Ébano sobre la clausura
del curso de enseñanza indígena de 1939:
Llamó mucho la atención el Mapa Mundial, de grandes dimensiones
pintado al óleo por los niños de tercer grado, representativo del Impe-
rio de la Hispanidad durante los siglos xvi y xvii. La finalidad de esta
obra no es otra que la de que con su examen diario, guarden en sus cora-
zones amor a la Patria que con sus sacrificios e ideales ha sabido civilizar
y conquistar la mayor parte del mundo y que hoy tiene para ellos, sus
mejores cariños misioneros.

Ello no obstaba para que, en un mismo discurso, sólo unos cuantos párrafos
antes o después, se presumiera de la rentabilidad de la explotación colonial, cuyo
Gobierno tenía superávit presupuestario y cuya balanza comercial con la metró-
poli era también positiva, suministrándole cacao, café y madera. Un ejemplo lo
encontramos en Rutas de imperio, de José César Banciella, donde se lee que civi-
lizar significa «generosidad, abnegación, desinterés, sacrificio», pero también que
«sinónimo de colonia es el concepto de “brazos baratos”», lo que, sin embargo,
también remitía a la Hispanidad (vista, eso sí, desde otro ángulo), al referirse a
la prestación laboral gratuita impuesta a los indígenas americanos desde las mis-
mas Leyes de Indias. De hecho, todos los colonizadores, misioneros y autoridades
incluidos, sostenían que civilización significaba trabajo. Se trataba, sin duda, de
un justo intercambio: los españoles llevaban a los indígenas los beneficios de la
civilización y éstos respondían entregando los beneficios de su trabajo13.
El gobernador Bonelli lo explicó en 1944, al decir que colonizar implicaba el
derecho del colonizador (superior) a «explotar aquel suelo», el de la colonia, cuyas
riquezas quedaban si no inexplotadas, sin beneficio para nadie, obteniendo de este
modo «ciertas ventajas», junto con «la obligación de educar y civilizar al pueblo

13
«Con toda solemnidad el viernes, el Excelentísimo Sr. Gobernador General, clausuró el curso escolar
1939», Ébano. Semanario de la Guinea Española, 11, 17 de diciembre de 1939, p. 8. J. C. Banciella y
Bárcena, Rutas de imperio, pp. 27 y 256.
epígono de la hispanidad 109

indígena». Beneficio económico a cambio de acción civilizadora. Para la revista


claretiana La Guinea Española, civilizar suponía luchar contra el salvajismo, «una
vida sin controlar, sin sujeción a normas de economía y trabajo» (el tópico de la
holgazanería indígena). Por ello pedía a la autoridad colonial que forzara a los
indígenas al trabajo, bien en sus propias fincas de café o cacao, bien como jorna-
leros o, si no, en la prestación personal: «en la sociedad todo el mundo debe ser
productivo a la colectividad en una u otra forma, estando condenada la vagancia».
El economista Román Perpiñá, que hizo un exhaustivo estudio de la colonia en
1941, no dudó en identificar las dos facetas del hecho colonizador: la «utilización
del indígena», es decir, la explotación de su fuerza de trabajo, y la «valorización
total del indígena», como fin en sí (religión y cultura) y como lógico medio para
aumentar el rendimiento, el cual, a su vez, repercute en beneficio del propio indí-
gena». La mejora educativa, moral, sanitaria y material del africano (la acción
civilizadora) no hacía sino aumentar su rendimiento laboral (la utilidad)14.
El discurso sobre el último reducto del glorioso imperio se alteró brusca-
mente con la derrota de Francia en junio de 1940. Así lo expresaba en marzo de
1941 el ingeniero de minas Juan de Lizaur:
Nuestra pequeña colonia, que de ser pobre resto, como se decía en los
regímenes antiguos de nuestro perdido Imperio Colonial, ha llegado,
en los momentos actuales, a ser floreciente embrión de las colonias que
necesita España para ser poderosa15.

Los afanes imperialistas del dictador, dispuesto a entrar en guerra junto al


Eje a cambio, sobre todo, del Marruecos francés, pero también del Oranesado
argelino, hicieron soñar a los que tenían intereses en la colonia guineana. Fue
especialmente el gobernador Juan Fontán Lobé quien, a partir, sobre todo, de su
interpretación del tratado de El Pardo de 1778, en el que Portugal había cedido
a España parte de sus derechos en la región, reclamó un extenso territorio con-
tinental africano, desde el delta del Níger hasta cabo López, abarcando casi la
mitad oriental de la Nigeria británica, la mitad norte de las francesas Gabón
y Congo, y la antigua colonia alemana de Camerún. Fontán elaboró un dos-
sier con el que acompañó al ministro Serrano Súñer a Berlín en septiembre
de 1940, y que entregó al mismo Caudillo para su entrevista con el Führer en
Hendaya al mes siguiente. Pero las pretensiones de Fontán chocaban con las del
Gobierno alemán, que no sólo deseaba recuperar el gran Camerún obtenido
en 1911, sino también expandirse por la región, a costa incluso de la pequeña
colonia española. Por eso normalmente se excluía el Camerún de las reivindica-
ciones españolas. Por otra parte, los anhelos del Caudillo estaban centrados en
el Magreb, y al ser rechazados por el Führer eludió hablarle del África ecuatorial.

14
J. M. Bonelli y Rubio, El problema de la colonización, pp. 6-8; Ruiaz, «Realidades coloniales», La
Guinea Española. Periódico quincenal, 1023, 1938, pp. 130-132; Id., «Realidades Coloniales (XXII)», La
Guinea Española. Periódico quincenal, 1037, 1938, pp. 238-239; citas en R. Perpiñá, De colonización y
economía, p. 115.
15
J. de Lizaur, Expedición del Museo Nacional de Ciencias Naturales, p. 26.
110 gonzalo álvarez chillida

Sabía además que España carecía de posibilidades militares en Guinea, no ya


para conquistar las colonias vecinas, sino ni siquiera para defender la propia
ante un ataque británico o de la Francia Libre de De Gaulle16.
Pese a todo ello, a partir de junio de 1940 la campaña imperialista de la pro-
paganda del régimen no se olvidó del África ecuatorial. Fontán, que parece que
había elaborado un libro con su material, «Los derechos de España en el África
ecuatorial», que dejó inédito, debió aprovecharlo para su colección de artícu-
los sobre los orígenes de la colonia española, que fue publicando en la revista
África, del Instituto de Estudios Políticos, a partir de 1942, cuando ya había
sido ascendido a director general de Marruecos y Colonias. En el primero de
ellos, del mes de marzo, comenzaba afirmando que quería dar a conocer «lo que
España ha hecho en Guinea, los derechos que tiene a una expansión de sus terri-
torios actuales». Pero, como hemos dicho, la campaña había comenzado con la
derrota de Francia, dos años antes, como se puede ver, por ejemplo en el sema-
nario oficioso Mundo. Revista semanal de política exterior y economía, que entre
julio de 1940 y enero del año siguiente insertó toda una colección de artículos
sobre la colonia guineana, subrayando su importancia económica y los derechos
de España a un territorio mucho mayor, frustrados por Francia e Inglaterra, y
también «por la labor de encrucijada de las logias de Madrid y París». De los
varios libros que se publicaron sobre las reivindicaciones imperiales de España
desde la derrota de Francia hasta que el giro de la contienda mundial frustrara
definitivamente los sueños expansionistas del régimen (desembarco aliado en
Marruecos en noviembre de 1942 y derrota alemana en Stalingrado en febrero
del año siguiente), quizá el más famoso fue Reivindicaciones de España, de José
María de Areilza y Fernando María Castiella, que reiteraba las pretensiones y los
argumentos de Fontán, pero excluyendo el Camerún, que consideraban que vol-
vería a ser alemana. Por otra parte, Areilza y Castiella hablaban muy poco en su
libro de los altruismos civilizadores de la Hispanidad y mucho más del poderío
nacional y de las necesidades económicas de España17.
Desde los inicios del régimen durante la Guerra Civil, los máximos defen-
sores de la expansión imperial habían sido los falangistas, para los que el
expansionismo y la preeminencia internacional de España constituían un
aspecto fundamental de su programa, que el nuevo régimen había recogido
en su lema «Por el Imperio hacia Dios». Pero durante la Segunda Guerra Mun-
dial el sueño de una España internacionalmente poderosa pareció que podía
llegar a partir de la derrota de Francia y Gran Bretaña a manos del Eje. Este
sueño llegó a encandilar al mismísimo dictador y a muchos de sus viejos com-
pañeros de armas africanistas. Aunque mucho menos a los sectores de la vieja
derecha reaccionaria y antiliberal, que habían visto colmadas sus aspiraciones
con la derrota de la república y del movimiento obrero organizado. Católicos

16
G. Nerín y A. Bosch, El imperio que nunca existió, pp. 47-48, 134 y 177-180.
17
Ibid., pp. 39-42; J. Fontán Lobé, «Temas de Guinea», pp. 3-6; «Exploraciones de Don Manuel
Iradier en la Guinea Española durante el siglo xix», Mundo, 28, 17 de noviembre de 1940, pp. 29-30.
J. M. de Areilza y F. M. Castiella, Reivindicaciones de España, pp. 217, 223-226, 260 y 264-266.
epígono de la hispanidad 111

y monárquicos hablaban sobre todo de Hispanidad como imperio espiritual y


de las viejas glorias del Siglo de Oro como modelo para el orden interior, más
que para alentar inciertas aventuras exteriores18.
En todo caso, tras el fin de los sueños imperiales con el inicio de las derrotas
del Eje, el discurso volvió a centrarse, ya para siempre, en la pequeña colonia que
debía ser modélica reproducción del viejo imperio español del Siglo de Oro. En
septiembre de 1944 el gobernador Juan Bonelli comenzaba abordando el tema
del matrimonio indígena con estas palabras: «por el habla y la fe, que son espí-
ritu, y no por las oscuridades protoplásmicas»19.
Como hemos señalado, la doctrina de la Hispanidad, teorizada por Ramiro de
Maeztu durante los años republicanos, era la versión nacionalcatólica del hispa-
noamericanismo. Para el pensador alavés la Hispanidad no estaba constituida por
una raza o una geografía comunes. Lo que unía las repúblicas nacidas de lo que fue
el vasto imperio español (el de Felipe II, pues incluía a Portugal), que tan variadas
tierras y razas abarcaba, era el espíritu de la Hispanidad, constituido «por el habla
y la fe (católica), […] y no por las oscuridades protoplásmicas». Y es que, como
católica, la Hispanidad (como la esencia nacional española), era antirracista, ya
que se basaba en el dogma de la igual capacidad de todos los seres humanos para
la salvación (en el más allá, según sus obras y dentro de la Iglesia, obviamente).
Racista era el imperialismo anglosajón, cuyo espíritu se basaba en la doctrina
calvinista de la predestinación, fundamento de la desigualdad racial. De ahí que
en América y Filipinas se evangelizase a los indígenas y se produjera con ellos el
mestizaje. Sólo cuando en el siglo xviii penetró desde Francia el pensamiento
de la Ilustración, el espíritu que había animado la unidad imperial comenzó a
degradarse, y de ahí la posterior independencia de las viejas colonias. A la altura de
1935 defender la Hispanidad era combatir por la restauración del orden tradicio-
nal católico, contra el liberalismo y contra todas sus derivaciones revolucionarias,
tanto en la España republicana como en América, donde había que vencer tam-
bién al imperialismo económico y racista de los anglosajones Estados Unidos20.
Pero, leyendo detenidamente Defensa de la Hispanidad, descubrimos que la
igualdad de razas, para Maeztu, se circunscribe sólo a la salvación ultraterrena:
«Fuera de esta común capacidad de conversión, no hay ninguna igualdad entre los
hombres». Para Maeztu el orden católico tradicional es jerárquico, desigualitario.
De clases y posiciones sociales, pero también de razas. La blanca es superior a las
demás, pero un blanco puede condenarse y un indio o un negro pueden salvarse.
Ahora bien, el superior, de clase o de raza, debe actuar siempre con los inferiores
mediante «la caridad y la piedad, que todo lo nivelan». De hecho, en su libro,

18
G. Álvarez Chillida, «Nación, tradición e imperio», pp. 1025-1030, e Id., «Ernesto Giménez
Caballero», pp. 281-283. La orientación interior del discurso de la Hispanidad, en E. González
Calleja y F. Limón Nevado, La Hispanidad como instrumento de combate.
19
AGA, África, caja G1803: Gobernador a Director General de Marruecos y Colonias, 8-xi-1944.
20
R. de Maeztu, Defensa de la Hispanidad (1941), pp. 23, 33-43, 53-55, 67-74, 82-83, 92-93, 120-
121, 132-137, 153-154, 169-172, 178-182, 194, 242-243 y 278-279 (cita en p. 83). Ideas similares había
sostenido poco antes en Id., La España misionera.
112 gonzalo álvarez chillida

Maeztu muestra un profundo desprecio respecto a los pueblos no europeos: alerta


de la amenaza de «las muchedumbres de Oriente», tilda a los árabes de «salvajes»
y crueles, a los judíos de exclusivistas y racistas, y a los negros africanos de salvajes
antropófagos, viciosos sexuales y consumidores de narcóticos. Sólo la raza blanca
europea era verdaderamente civilizada, y por ello superior21.
En un comentario de 1933 a Años decisivos de Oswald Spengler, sostenía Maeztu
que para evitar la conjunción de la lucha de clases occidental con la mundial de
razas, alentada también por el comunismo, en el objetivo común de acabar «con
la civilización del mundo blanco», no bastaba con acudir al «cesarismo», como
sostenía el alemán, sino, además, «al ideal católico», siguiendo el modelo del «viejo
Imperio español [que] dio al mundo la vacuna que necesitaba contra el mal de la
lucha de razas»22.
Como Maeztu era plenamente consciente de que la jerarquía racial que los
españoles impusieron en América sobre indios, negros y mestizos seguía en buena
medida vigente en las repúblicas americanas, su discurso se dirigía especialmente
a sus contingentes blancos, que habían continuado la obra de España, «porque
todos están tratando a las razas atrasadas que hay en ellos con la persuasión y la
esperanza de que podrán salvarlas». Después de cuatro siglos de colonización y
evangelización, indios y negros continuaban siendo, pues, «razas atrasadas», lo
que evidencia que, para Maeztu, su atraso era poco menos que perpetuo, incluso
tras la civilización y el bautismo (la hispanización), salvo en su capacidad de
alcanzar el cielo. Este racismo subyacente en el libro de Maeztu hizo que fuera
bien recibido en América entre los sectores más reaccionarios de los blancos crio-
llos, que entendieron bien la llamada del pensador vasco a establecer regímenes
católicos, autoritarios y socialmente reaccionarios, frente a la doble amenaza del
capitalismo norteamericano y del comunismo, pues vieron en él la defensa de su
dominación social sobre las clases populares, fuertemente vinculadas a los consi-
derados racialmente inferiores (indios, negros y mestizos)23.
Esto que podríamos llamar «racismo misionero», que entiendo que está en el
núcleo de la doctrina de la Hispanidad, afirma así la desigualdad de las razas y
la superioridad de la blanca europea sobre las de color, salvo en lo que se refiere
a la capacidad individual de salvación, junto a la defensa de un imperialismo

21
R. de Maeztu, Defensa de la Hispanidad (1941), pp. 104, 79, 83 y 198 los entrecomillados,
consecutivamente; los judíos y los negros salvajes en pp. 211-213 y 135-136 respectivamente.
22
Id., Las letras y la vida, pp. 251-257.
23
Ibid., p. 25. M. Rojas Mix, Los cien nombres de América, pp. 187-199 y 203-208. También
I. Sepúlveda Muñoz, El sueño de la Madre Patria, p. 238. En un discurso de 1932 había extremado
Maeztu, sin embargo, el igualitarismo católico de la Hispanidad al contraponerlo al racismo anglosajón,
llegando a decir que gracias a la unidad moral católica de la Hispanidad, «todos o casi todos los pueblos
hispánicos de América ha(n) tenido alguna vez por gobernantes, por caudillos, por poetas, por directores,
a las razas de color o mestizos» (R. de Maeztu, La España misionera, p. 10). Afirmación que se abstendrá
de repetir en su libro. No obstante, en su discurso comparaba ya el racismo con el clasismo, al afirmar
que entre los protestantes nórdicos las clases altas desprecian a las bajas, y ambas a los demás pueblos,
incluyendo a los latinos [algo que, obviamente, le dolía] (ibid., p. 15). Pero Maeztu no era defensor ni de
la igualdad social, ni de clases ni de razas, y en ambos casos con argumentos muy similares.
epígono de la hispanidad 113

misionero, caritativo, centrado en la civilización-cristianización de los pueblos


inferiores, que lo siguen siendo en el orden social, aunque ya no en el camino de la
redención. En 1940 el periodista católico Manuel Graña expresó de manera per-
fecta este peculiar racismo de la Hispanidad en la revista Signo, de la Juventud de
Acción Católica, al comentar la noticia de la boda de una pareja de indígenas afri-
canos en Lisboa: a la ceremonia habían asistido varios «hombres de raza superior
[…]. Fraternidad, ni igualdad ni tampoco libertad […]. Fraternidad entendida
como caridad […] hacia la raza inferior»24.
La doctrina de la Hispanidad de Maeztu se convirtió en canónica en la «nueva
España» franquista. El afán imperialista de Falange, que incluía alcanzar el lide-
razgo de las naciones hispanas, que hemos visto que no era compartido, en buena
medida, por la derecha reaccionaria, no contradecía en absoluto las imágenes del
vasco. Hasta el ateo Ledesma había reconocido el importante papel desempe-
ñado por el catolicismo en la vieja España imperial. En términos muy similares a
Maeztu, José Antonio Primo de Rivera había señalado:
España fue a América, no por plata, sino a decirles a los indios que
todos eran hermanos, lo mismo los blancos que los negros, todos,
puesto que siglos antes, en otras tierras lejanas, un Mártir había derra-
mado su sangre en el sacrificio para que esa sangre estableciera el amor
y la hermandad entre los hombres de la tierra25.

Y Giménez Caballero había resaltado, igual que Maeztu, que España no había
sido nunca racista, sino «raceadora»26.
Los sueños del imperialismo falangista se frustraron, como vimos, con el
inicio de las derrotas del Eje a partir de finales de 1942, pero la doctrina de la
Hispanidad permaneció. Tres meses antes de la concesión de la independencia
a la colonia guineana, en el simbólico Día de la Hispanidad de 1968, el dicta-
dor español inauguró las emisiones de televisión en el país con un discurso al
pueblo guineano, en el que afirmaba:

España, a través de su Historia, ha sabido siempre entregarse sin


reservas, con amor y con entusiasmo, a las necesidades, a los afanes y
a las ilusiones de aquellos pueblos a los que fue uniendo sus destinos.
Desprovista de prejuicios raciales de ninguna clase, sintiendo
profundamente el precepto cristiano de la igualdad de todos los
hombres, ni España ni los españoles se sintieron nunca ajenos,
indiferentes o superiores a aquellos pueblos con los que convivieron y
a los que incorporaron a la civilización occidental y cristiana.
[…]
Vosotros sabéis que España no es ni ha sido nunca colonialista, sino
civilizadora y creadora de pueblos, que es cosa bien distinta. El colo-
nialismo es la explotación del débil por el fuerte, del ignorante por el

24
Citado en A. Lazo, La Iglesia, la Falange y el fascismo, p. 212.
25
R. Ledesma Ramos, Discurso a las juventudes de España (1939), p. 35.
26
J. A. Primo de Rivera, Obras, p. 154; E. Giménez Caballero, Genio de España, pp. 61 y 113.
114 gonzalo álvarez chillida

avisado; es la utilización injusta de las energías del país dominado para


beneficiarse con ellas el país dominante. La labor civilizadora es, preci-
samente, todo lo contrario; es la ayuda del mejor situado al que lo está
menos, para hacerle avanzar en la búsqueda de su propio destino27.

Los tiempos habían cambiado profundamente desde 1945, sobre todo en el


mundo, y nada mejor que la forzada concesión de la independencia para demos-
trarlo. Por ello Franco ocultaba aspectos esenciales de la doctrina de la Hispanidad,
en especial la muy limitada naturaleza de la igualdad racial. Ocultaba también el
orgullo con el que sus gobernadores habían mostrado las cifras de los beneficios
económicos de la explotación colonial. Casi cinco lustros antes, en diciembre de
1944, el procurador Vivar Téllez pronunciaba ante las Cortes un discurso que, como
el posterior de Franco, apelaba también a la doctrina de la Hispanidad, aunque con
mayor fidelidad a su versión original a la hora de valorar las «razas inferiores»:

El genio colonizador de España tan tendenciosamente discutido con


estulticia y estolidez por la leyenda negra, que se ha puesto de manifiesto
a lo largo de la historia de España, con ejemplos tan incontrovertibles y
apodícticos como el haber conseguido convertir a razas inferiores, de un
nivel mentalmente mínimo, en ejemplares de la más alta cultura cristiana
que pueden medirse con las naciones más progresivas, ha continuado su
ruta magnífica en el gran Continente africano […] España ha ejercido su
misión maternal y civilizadora sobre razas y tribus de tan deficiente materia
humana como los bubis, pamues, bengas, etc., a los cuales recogió com-
pletamente salvajes en un nivel de tan escasas posibilidades que parecía
imposible que pudieran salir jamás de la infancia social. España no ha lle-
vado a Guinea intereses bastardos ni inicua explotación, ni ha tratado de
mantener la degradación de estas razas inferiores para mejor explotarlas
económicamente, sino que, por el contrario, su única preocupación ha sido
elevar las condiciones físicas y morales de los indígenas…28.

LA DOBLE IMAGEN DEL INDÍGENA:


LA ESPAÑOLIZACIÓN (HISPANIZACIÓN) COMO PROCESO

Durante el primer franquismo, huelga decirlo, los Gobiernos metropolitano


y colonial y los colonos de todo tipo, consideraban la colonia plenamente espa-
ñola. En la serie de varias decenas de cortometrajes que realizó entre 1944 y 1946
el cineasta madrileño Manuel Hernández Sanjuan sobre la vida de la colonia
guineana, con su productora Hermic Films, por encargo del director general de
Marruecos y Colonias, el general Díaz de Villegas, uno de ellos, Bajo la lámpara

27
R. Fernández, Guinea. Materia reservada, pp. 507-508.
28
Boletín Oficial de las Cortes Españolas 1943-1945, sesión núm. 77, 29 de diciembre de 1944,
pp. 1665-1666.
epígono de la hispanidad 115

del bosque, refleja la vida de los colonos españoles, totalmente ajena a los traba-
jos duros o fatigosos, pese a los esfuerzos de la voz en v por resaltar unas duras
condiciones de vida y un esfuerzo en el trabajo colonial que las imágenes no son
capaces de ilustrar. Por ello enseguida el locutor pasa a afirmar que «no todo
es esfuerzo», mostrándose a continuación el ocio de los colonos en los bares y
clubes recreativos (de blancos), de tertulia en sus casas coloniales, consumiendo
licores españoles (siempre servidos por indígenas), asistiendo sentados en la
tribuna de los blancos a partidos de fútbol o veladas de boxeo (ambos de indí-
genas), cazando chimpancés (con ayuda de indígenas que acuden a recoger la
presa abatida con sus escopetas), o patos desde cayucos (impulsados por reme-
ros negros). El film refleja bien la vida de los colonos, el modo en que adaptaban
sus costumbres españolas al ambiente tropical de la colonia, y nos revela una
parte de las causas del embrujo africano. Para los colonos su Guinea era, sin
duda, si no la misma España, sí plenamente española29.
Pero el resto de los españoles tenía mucha menor conciencia incluso de la
existencia de la colonia, apenas fugazmente mencionada en las escuelas. En
su discurso de 1932 sobre La España misionera, por ejemplo, al hablar sobre
las misiones españolas del momento, Ramiro de Maeztu citó las de Extremo
Oriente, el Amazonas y el Norte de África, olvidándose de los claretianos y las
concepcionistas de Guinea30.
Si leemos el periódico Ébano, y su antecesor durante la Guerra Civil, Frente
Nacional, descubrimos en primer lugar que la mayor parte de la información
estaba destinada a la evolución de las dos contiendas sucesivas, la española y la
mundial. También informaba sobre los principales acontecimientos de la metró-
poli, resaltando las características del nuevo régimen. El resto se dedicaba a los
actos oficiales de las autoridades coloniales y a la vida local, casi en exclusiva,
de la colonia blanca. Los españoles, militares, funcionarios o colonos, inten-
taban preservar lo más posible sus costumbres metropolitanas (ritmo de vida
cotidiano, gastronomía, diversiones, fiestas, etcétera). Los bailes organizados en
el Casino, el club español más selecto, eran, por ejemplo, motivo de informa-
ción. Los indígenas aparecían escasamente, normalmente en las reseñas de los
actos escolares, así como en alusiones a su participación en las festividades. Pero
la Hispanidad, como hemos visto, era una doctrina destinada a justificar las
políticas que los españoles habían desarrollado con las razas «atrasadas» que
colonizaban. Por lo que en Guinea el indígena negro tenía que adquirir, por
fuerza, un papel fundamental en la colonización31.
Hay que comenzar mencionando los términos empleados para los habitantes
de la colonia y su significado. El orden colonial distinguía oficialmente entre
indígenas y europeos. En el lenguaje coloquial, sin estar por completo ausente,
la palabra negro era poco utilizada. Era bastante frecuente el término «moreno»,

29
La serie, incompleta, en la Filmoteca Española de Madrid. Véase A. Valenciano Mañé y
F. Bayre, «Cuerpos naturales, mentes coloniales».
30
R. de Maeztu, La España misionera, pp. 30-31.
31
Véase, además, J. Ramírez Copeiro del Villar, Objetivo África, pp. 52-136.
116 gonzalo álvarez chillida

usado con cierta condescendencia paternalista. Pero oficialmente se usaba el tér-


mino «indígena», no sólo para los naturales de los territorios de la colonia, sino
para todo africano negro. Los fernandinos, por supuesto, entraban en esta clasi-
ficación, pese a ser originarios de fuera de la colonia. Pero también los braceros
recién inmigrados, por ejemplo de Nigeria. Porque eran indígenas «no sólo los
nacidos en el territorio colonial, sino todos los individuos de raza de color que
[…] residan en la colonia», según establecía un decreto del Gobierno metro-
politano de 1938, que reorganizaba el Patronato de Indígenas32. Ahora bien, los
nacidos en la colonia, si eran blancos, entraban en la categoría de europeos.
Europeos se decía, no españoles. Y ello por dos motivos: había blancos
europeos de otras nacionalidades (alemanes y británicos sobre todo); pero, espe-
cialmente, no se podía contraponer indígenas y españoles, porque los primeros
también lo eran, aunque con un estatus de españolidad diferenciado. La dico-
tomía indígena-europeo significaba realmente la dualidad racial negro-blanco.
La peculiar españolidad de los indígenas derivaba de las imágenes dominantes
que los colonizadores se hacían de ellos. En realidad, una imagen doble compuesta,
por una parte, de lo que el indígena era por sí mismo, por su propia naturaleza, y
por otra, del modelo que la colonización quería hacer de él. La primera imagen se
resume en el concepto de salvajismo. La segunda, en los conceptos casi sinónimos
de civilización y catolicismo, que unidos significaban españolismo, Hispanidad.
La colonia debía suponer así, para los indígenas, un proceso de españolización.
Aunque las imágenes de los indígenas y sus diferentes grupos étnicos variaban
entre unos y otros autores, en general coincidían en que en su estado salvaje vivían
faltos de frenos sociales y morales, sujetos a lo que comúnmente se denomina
«la ley de la selva». No faltaban quienes afirmaban su canibalismo, especialmente
entre los fang, y era muy extendida la imagen de una sexualidad desenfrenada,
«que deja en libertad los más bajos instintos de la carne», al decir del gobernador
Bonelli33. En la serie de cortometrajes de Hermic Films, Balele refleja a la perfec-
ción a este hombre de la selva, ajeno a toda civilización. La película, como muchas
otras, comienza con imágenes de la selva y representa luego un baile tradicional
en el que participa una gran masa de indígenas de ambos sexos, muchos de ellos
medio desnudos, al ritmo crecientemente trepidante de las tumbas y los cánticos
logrado mediante un acelerado montaje de planos. Aquí no hay nada europeo.
Es la imagen del africano salvaje, y el conjunto de imágenes y sonido pueden
recordarnos a las tópicas escenas de bailes y cánticos de los salvajes de las famosas
películas norteamericanas de la serie Tarzán, comenzada en la década anterior. A
diferencia de otros cortos de la serie, que terminan con imágenes de la selva que
arropan algún símbolo de la colonización española, sea la bandera o la cruz, Balele
termina retornando sin más a la selva. Pero las descripciones, ya en los años del
primer franquismo, se centraban mucho más en el indígena colonizado. Otras

32
Decreto de 29 de septiembre de 1938, Boletín Oficial de los Territorios Españoles del Golfo de
Guinea (BOTEGG), 1 de noviembre de 1938, art. 5.
33
G. Nerín, Guinea Ecuatorial, pp. 64-72 y 87-90; R. Sánchez Molina, El pamue imaginado;
AGA, África, caja G1803, exp. 3: Gobernador a Director General de Marruecos y Colonias, 8-ix-1944.
epígono de la hispanidad 117

varias películas de la serie, centradas también en el exotismo de «los hombres


primitivos, sencillos», «figuras de expresión ingenua, llena de encantador primiti-
vismo», reflejan a hombres (y mujeres) más «primitivos» que «salvajes», descritos
con los tópicos del buen salvaje, que en el resto de las películas aparecerá dócil y
presto a la tarea española de la civilización34.
En la imagen del indígena colonizado había divergencias entre quienes los
describían con rasgos inhumanos y animalizados y quienes los veían como
bonachones ingenuos, niños grandes precisados de tutela. Percepciones que
se daban, en ocasiones, en el mismo observador. El profesor de Literatura e
inspector de Enseñanza en la colonia Agustín del Saz, por ejemplo, describía
el cabello de una mujer fang vestida a la europea «como una madriguera de
negras y anilladas culebras», mientras que un indígena que había ido a que-
jarse al gobernador mostraba «una sonrisa de mono y de serpiente», entre otras
muchas imágenes bestializadoras. Lo que no le impedía afirmar, por otra parte:
«El alma indígena es ingenua y sencilla. Su natural es bueno». Ambas imágenes
tenían en común, sin embargo, la escasa capacidad mental del negro35.
Aunque también había divergencias ante la cuantía de esa escasez. Las autori-
dades, muy especialmente las educativas, lo mismo que los misioneros, pensaban
que la inferioridad mental del indígena no le impedía elevarse desde su naturaleza
salvaje hasta alcanzar la civilización católica española. Otros muchos, sin embargo,
especialmente entre los colonos, pensaban que la incapacidad mental del indígena
sólo le facultaba para aprender poco más que el oficio de bracero. Era inútil malgas-
tar demasiados esfuerzos en su formación. Los resultados de los test de inteligencia
pasados en 1940 a niños y jóvenes indígenas y europeos por los doctores Beato Gon-
zález y Villarino Ulloa corroboraban esta pésima imagen de la Capacidad mental del
negro. A los colonos les preocupaba sobre todo tener mano de obra barata y dócil.
La cristianización y españolización de los indígenas les preocupaba bastante menos.
Para ellos Guinea era española porque era su colonia, la de ellos, españoles36.
Las autoridades impulsaron el sistema educativo colonial con el objetivo
de españolizar al indígena, enseñándole el idioma castellano y la Geografía
y la Historia de España, moralizándole y cristianizándole, y orientándole
también al aprendizaje de los oficios manuales y, en el caso de las niñas,
de las tareas domésticas. Los misioneros y las misioneras participaban con

34
Las dos citas son de los documentales dirigidos por Manuel Hernández Sanjuan, Tornado
(1945) y Artesanía pamue (1946), respectivamente.
35
A. del Saz, Guinea Española, pp. 74, 81 y 59.
36
V. Beato González y R. Villarino Ulloa, Capacidad mental del negro. R. Perpiñá Grau,
De colonización y economía, pp. 81 y 146-147, sostiene opiniones similares. Más directo, J. Esteban
Vilaró, Guinea, p. 33, afirma que los indígenas poseen «cerebros pequeñísimos, como hígado
de pulga» e «inteligencias mínimas». Opiniones favorables a la elevación del indígena mediante
la educación en AGA, África, caja G1851: «Memoria del maestro nacional D. Heriberto Ramón
Alvarez García», noviembre de 1940; igualmente, H. R. Álvarez García, «Notas sobre algunos
problemas», pp. 92-95; Ruiaz, «Realidades coloniales (XXIII)», La Guinea Española. Periódico
quincenal, 1038, 1938, pp. 246-247; Quince años de evangelización, p. 142; y en el viejo colono
J. Bravo Carbonell, Anecdotario pamue, pp. 126-127.
118 gonzalo álvarez chillida

sus escuelas en la tarea educadora, y llevaban, obviamente, el peso de la


labor evangelizadora, tanto entre el conjunto de los niños como entre los
adultos, auxiliados, eso sí, por los catequistas indígenas y por la hermanas
oblatas, también indígenas37. La enseñanza laboral era una parte importante
del programa escolar porque, no olvidemos, civilizar significaba también
superar la natural pereza de los indígenas de sexo masculino, pues era un
tópico que la mujer indígena vivía explotada por el hombre. Pero toda esta
enseñanza era meramente básica. Sólo una pequeña minoría podía acce-
der, a partir de 1928, a una enseñanza profesional cualificada en el Instituto
Colonial Indígena, donde se formaba a maestros auxiliares, auxiliares sani-
tarios, administrativos y profesiones similares. Este era el nivel máximo de
formación al que podían aspirar los indígenas, que formaban así una élite.
Élite entre los indígenas, pero subordinada en todo a los blancos, en lo que
suponía una verdadera ley de jerarquía racial, que en no pocas ocasiones se
formulaba explícitamente. En palabras del director general de Marruecos
y Colonias, Juan Fontán, a su sucesor en el Gobierno de Guinea, Mariano
Alonso: «el indígena ve y debe ver en lo sucesivo en todo funcionario
—incluso en todo blanco— una autoridad»38.
Parte importante de la educación consistía en aprender los símbolos y princi-
pios del nuevo régimen: la figura del Caudillo Franco, con su poder omnímodo,
salvador y benéfico; la bandera; el himno nacional, cantado en actos escolares
y fiestas patrióticas con la famosa letra de Pemán; los emblemas de Falange,
incluida la camisa azul que algunos indígenas llevaban en los desfiles, formando
parte de las Juventudes Indígenas dentro del Frente de Juventudes, así como sus
himnos, el Cara al sol o el Montañas nevadas, este último con la sustitución de
sus dos primeras palabras (las del título) por Selvas tropicales, más adaptadas al
entorno geográfico colonial (fig. 3).
En una circular de la Inspección de 26 de marzo de 1938 se recordaba a los
maestros la obligación de que el crucifijo y la foto de Franco (normalmente
acompañada por la del fundador de Falange, sustituido por la Inmaculada
en los colegios de las misiones) presidieran las aulas desde su cabecera, la de
izar y arriar la bandera, cantar los himnos patrióticos del régimen, extremar
la formación religiosa, realizar los rezos preceptivos y enseñar el espíritu de la
España católica e imperial39 (fig. 4).

37
El Reglamento de la Enseñanza de 6 de abril de 1937, BOTEGG, 1 de mayo de 1937, art. 9,
establecía que «La finalidad principal de estas escuelas [de enseñanza primaria elemental]
es la de difundir en todo lo posible el conocimiento de España, de su idioma, costumbres e
instituciones». Sobre las misiones claretianas y concepcionistas, véase T. L. Pujadas, La Iglesia
en la Guinea Ecuatorial; y Quince años de evangelización. Las oblatas, en M. Ensema Nsang, La
herencia de Imelda Makole.
38
Reglamento de la Enseñanza de 6 de abril de 1937, BOTEGG, 1 de mayo de 1937; y Estatuto de
Enseñanza de 6 de agosto de 1943, BOTEGG, 15 de septiembre de 1943. AGA, África, caja G1864,
exp. 12: Director General a Gobernador, 21-v-1943.
39
Circular, BOTEGG, 15 de abril de 1938.
epígono de la hispanidad 119

Fig. 3. — Arriando la bandera en la Guardia Colonial, fotograma de Al pié


de las banderas de Manuel Hernández San Juan [Hermic Film, patrocinado por
la Dirección General de Marruecos y Colonias, 1944-1946] (© Pere Ortín)

Fig. 4. — Aula de colegio de los misioneros, fotograma de Misiones en Guinea


de Manuel Hernández San Juan [Hermic Film, patrocinado por la Dirección General
de Marruecos y Colonias, 1944-1946] (© Pere Ortín)
120 gonzalo álvarez chillida

El éxito de la enseñanza patriótica pudo comprobarlo Román Perpiñá durante


su visita al continente en 1941:
Es de admirar con qué entusiasmo los indígenas chicos y grandes se
cuadran y saludan brazo en alto a los coches o camionetas oficiales […].
Con no menor entusiasmo reciben las visitas en las escuelas, en todas las
cuales entonan espontáneamente (y estentóreamente) todos los himnos
nacionales españoles40.

Todos estos símbolos transcendían, además, del ámbito de la escuela, para


inundar los espacios públicos, especialmente durante las festividades patrió-
ticas. En las casas de los jefes indígenas de las aldeas o «tribus» figuraba, por
ejemplo, la fotografía de Franco41.
La labor españolizadora del régimen colonial franquista hubo de enfrentarse
con un viejo enemigo bien diferente del «salvajismo» indígena. Nos referimos a la
influencia dejada en la colonia por los británicos asentados allí en la primera mitad
del siglo xix: el pidgin English y el cristianismo protestante, mantenido especial-
mente por los fernandinos y por los braceros foráneos, pero presente también en
otros grupos étnicos, como los ndowés de la costa continental, por influjo de las
misiones presbiterianas norteamericanas, asentadas en la zona costera continental
desde mediados del siglo xix. El pidgin English estaba además muy extendido entre
los bubis de Fernando Poo. Las autoridades desarrollaron diversas campañas para
combatir su uso, con escaso éxito. Las misiones protestantes, de origen anglosajón
casi todas, sufrieron durante estos años un fuerte acoso, y se les forzó a cerrar sus
escuelas (hasta que en marzo de 1945 se permitió la apertura de una exclusivamente
para súbditos extranjeros —los hijos de los braceros nigerianos—, sometida a ins-
pección y obligada a impartir al menos cinco horas semanales de castellano). La
enseñanza del catolicismo era obligatoria en las escuelas públicas para todos los
alumnos, al margen de su religión (protestante o animista), desde el Reglamento de
Enseñanza de 1937, y las niñas se adiestraban en las tareas «que la futura madre y
esposa ha de tener dentro de un hogar cristiano». Para poder seguir los estudios tras
la escuela primaria elemental se exigía estar bautizado por la Iglesia católica, y no
pocos protestantes tuvieron que rebautizarse en la adolescencia por este motivo42.

40
R. Perpiñá Grau, De colonización y economía, p. 147.
41
Circular, BOTEGG, 15 de abril de 1938. R. Perpiñá Grau, De colonización y economía, p. 147.
«Ayer celebró la Ciudad de Santa Isabel, la fiesta de la Exaltación con gran entusiasmo», Ébano.
Semanario de la Guinea Española, 3 de octubre de 1943, pp. 1-2. La omnipresencia de los símbolos
e himnos franquistas en entrevistas del autor de este artículo a María Teresa Avoro (1 de julio de
2010), Eurika Bote (20 de marzo de 2011), Ricardo Eló (8 de junio de 2011), Luis Iyanga (4 de junio
de 2011), Amancio Nsé (2 de junio de 2011) y Francisco Zamora (2 de junio de 2011). También
en la novela de inspiración autobiográfica de D. Ndongo-Bidyogo, Las tinieblas de tu memoria
negra. En P. Ortín y V. Pereiró, Mbini, se reproducen muchas de las fotografías realizadas por el
equipo de Hermic Films entre 1944 y 1946, bastantes de las cuales recogen banderas y símbolos
franquistas, retratos del Caudillo e indígenas brazo en alto.
42
Sobre las misiones presbiterianas, véase E. A’Bodjedi, «Los pastores presbiterianos»; sobre
la situación del pidgin English durante la colonia y en la actualidad, G. de Granda Gutiérrez,
epígono de la hispanidad 121

Un capítulo especial en la obra civilizadora era la expansión del catolicismo.


El indígena católico modelo debía serlo también de españolidad. Debía regirse
por el calendario festivo español y venerar a las mismas vírgenes y santos de
la metrópolis, siguiendo similares costumbres festivas, incluyendo las proce-
siones. En la serie de cortometrajes de Hermic Films, ya comentada, si Balele
representaba al hombre de la selva, Una cruz en la selva, como los demás títulos
dedicados a la acción misionera, nos presenta al perfecto indígena civilizado
y españolizado: «Españoles católicos», el fruto de «la obra de España». Las
imágenes nos muestran a los indígenas, vestidos pulcramente a la occidental,
en la procesión de la Virgen del Pilar en el poblado bubi de Zaragoza (actual
Sampaka), también en un bautizo y en misa (fig. 5).

Fig. 5. — Procesión de la Virgen del Pilar en Zaragoza (Sampaka), fotograma de Una


cruz en la selva de Manuel Hernández San Juan [Hermic Film, patrocinado por la Dirección
General de Marruecos y Colonias, 1944-1946] (© Pere Ortín)

Perfil lingüístico de Guinea Ecuatorial, y J. Lipski, «The Spanish Language of Equatorial Guinea»,
así como H. R. Álvarez García, Historia de la acción cultural, pp. 393-394; la obligatoriedad de
la enseñanza católica, en el art. 32 del Reglamento de Enseñanza de 6 de abril de 1937; el «hogar
cristiano« en la base VIII del Estatuto de Enseñanza de 6 de agosto de 1943; la obligatoriedad de
estar bautizado, en el Reglamento de la Escuela Superior Indígena de 3 de enero de 1944, BOTEGG,
15 de enero de 1944, art. 7). Protestantes rebautizados, en entrevistas del autor de este artículo a
Eurika Bote (20 de marzo de 2011), Cecilio Iyanga (4 de junio de 2011), Samuel Ebuka (9 de junio
de 2011) y Luis Iyanga (4 de junio de 2011).
122 gonzalo álvarez chillida

Los únicos protagonistas blancos de la película son los misioneros. Venerados


por los indígenas, con ellos también reza la ley de la jerarquía racial: siempre
caminan delante; los indígenas, hombres o mujeres, les siguen cargando sus
equipajes, o remando en el cayuco que los transporta. Otras veces se ve al clare-
tiano rodeado de indígenas que le besan la mano. El locutor lo describe como
un hombre esforzado que a nada teme, siempre al servicio del «imperio espi-
ritual» de España. Con el mismo mensaje, Misiones de Guinea comienza con
un «balele» (nombre que los españoles dieron a las danzas indígenas), mani-
festación de «la atracción que aún conserva la vida primitiva», para resaltar a
continuación la asombrosa transformación que en ellos operan los claretianos
y las concepcionistas, mediante «una lucha incruenta, pero permanente, contra
las atrasadas costumbres de los pueblos vírgenes».
El buen indígena, católico y español, debía regir también su vida social y
familiar de acuerdo con la moral predicada por la Iglesia. Especialmente en lo
que se refería al matrimonio canónico, único e indisoluble. A este respecto los
misioneros organizaron una verdadera cruzada contra la poligamia indígena,
que consideraban que había que erradicar incluso entre los no bautizados, por
ir contra el derecho natural. Las autoridades coloniales franquistas no llegaron
a prohibirla, pero apoyaron de muchas formas las campañas de los misioneros,
pues compartían con ellos la imagen del buen indígena civilizado, católico y
español. Desde la reforma del Código Civil de 1941 el matrimonio de los indíge-
nas bautizados sólo podía ser el canónico, regulado legalmente por la Iglesia del
mismo modo que el de los españoles. Para animar al bautismo las autoridades
aprobaron una serie de incentivos y de medidas discriminadoras de los no bau-
tizados. Los primeros podían recibir nuevas concesiones de tierras de cultivo y
podían acceder a viviendas sociales hechas de cemento y ladrillo. A los novios
católicos se les concedían préstamos sin intereses para poder pagar el precio
de la novia, común a todos los matrimonios indígenas, que luego iba siendo
condonado al tener hijos. El Instituto Colonial Indígena, llamado desde 1943
Escuela Superior Indígena, quedó restringido a los bautizados, como hemos
dicho, lo mismo que los empleos públicos. Los empleados polígamos fueron
conminados a romper todos sus matrimonios salvo el primero (dejando a sus
hijos como ilegítimos), so pena de ser despedidos, y también se exigió la mono-
gamia a los nuevos jefes de poblado y tribu43.
El buen indígena guineano, rescatado del salvajismo, debía ser pues un buen
católico español. Pero español de segunda categoría, como imponía su insupe-
rable inferioridad racial. Sometido en todo al blanco superior, que siempre era

43
La doctrina misionera sobre el Derecho Natural matrimonial, en M. de Zarco, «Epítome sobre
el Matrimonio ». Las exigencias de monogamia, en las Ordenanzas del Gobierno General de 25 de
abril de 1944, BOTEGG, 1 de mayo de 1944, y de 29 de agosto de 1944, BOTEGG, 15 de septiembre
de 1944, art. 1. Las políticas pro-bautismos en AGA, África, caja G1907, exp. 4: Patronato de
Indígenas, Filial de Bata, 31-xii-1946; Reglamento sobre la propiedad y las concesiones de tierras,
aprobado por el Gobierno metropolitano el 23 de diciembre de 1944, BOTEGG, 3 de enero de
1945, art. 25; G. Nerín, Guinea Ecuatorial, pp. 36-37.
epígono de la hispanidad 123

una autoridad. Y esto se traducía en un régimen de implacable segregación. En


la colonia todo estaba separado entre negros y blancos: barrios, sistema educa-
tivo, sanidad, espacios públicos, trabajos, ocio. Una segregación discriminadora:
los barrios indígenas de las ciudades, siempre periféricos, no podían tener elec-
tricidad; la educación terminaba formando auxiliares. Los trabajos manuales y
el servicio doméstico eran exclusivos de los negros. En las fiestas y el deporte,
indígenas y negros participaban también por separado. En palabras de una
mujer guineoecuatoriana que vivió en el país durante los decenios franquistas:
«Al blanco en Guinea se le respetaba mucho, mucho, mucho». La causa de tanto
respeto era: «por miedo»44.
La única ruptura significativa de la segregación se daba por las noches entre
los hombres blancos y las mujeres negras. Pero las frecuentes relaciones sexuales
entre ellos no hacían sino reforzar la jerarquía racial, pues se daban siempre
fuera de la legalidad matrimonial. Los colonos deseaban trabajo sumiso y barato
de los indígenas, y bastantes también sexo sumiso y barato de las miningas
(mujeres en lengua fang)45.
La pequeña minoría de los emancipados también constituía una transgre-
sión a las estrictas reglas de la segregación, pues podían acudir a muchos de
los espacios públicos reservados a los blancos. La élite fernandina era invitada
a las recepciones del gobernador y a las fiestas del exclusivo Casino, aunque
normalmente asistían a su Club Fernandino. Los hijos de los emancipados
más ricos estudiaban con los hijos de los europeos, siguiendo el sistema edu-
cativo español, y un año después de la Guerra Civil comenzaron a realizar de
nuevo estudios superiores en la península, a costa de sus familias (las becas
se reservaban para europeos varones), como había sucedido bajo los regíme-
nes anteriores. Durante la Segunda República hubo incluso varios alumnos y

44
Sobre la segregación en general, véase G. Nerín, Guinea Ecuatorial, y J. Ramírez Copeiro del
Villar, Objetivo África, pp. 62-93 y 124-133. Según el gobernador, «es norma de la colonización
la separación de europeos e indígenas» (AGA, África, caja G1907: Gobernador a subgobernador,
15-x-1942). Sobre la electricidad exclusiva del barrio blanco, véase AGA, África, caja G1780, exp. 3:
Actas del Consejo de Vecinos de Kogo, 24-iv-1939 y 26-ix-1940. Para la segregación hospitalaria,
véase el Reglamento General de Hospitales de 2 de marzo de 1937, BOTEGG, 15 de marzo de 1937,
disposicione finales: la segregación en las fiestas del 18 de julio de 1944, en Ébano. Semanario de la
Guinea Española, ¿núm.? 00, 9 de julio de 1944; el «miedo» a los blancos, en la entrevista del autor
de este artículo a a Eurika Bote (20 de marzo de 2011). Otros testimonios sobre la segregación
racial, en entrevistas del autor de este artículo a Ricardo Eló (8 de junio de 2011), Javier García San
Millán (8 de junio de 2011), Juan San León (9 de septiembre de 2010) y Luis Iyanga (4 de junio
de 2011). Véase también C. González Echegaray, «La vida cotidiana», p. 163. La mayor parte de
las películas de la productora Hermic Films están llenas de imágenes de negros trabajando como
porteadores de los blancos, remando en los cayucos que los transportan, sacándoles a hombros del
agua, sirviéndoles como criados o camareros, o bien trabajando en las fincas o en las obras públicas
bajo la supervisión de los blancos.
45
G. Nerín, Guinea Ecuatorial; J. Ramírez Copeiro del Villar, Objetivo África, pp. 72 y
132-133. La actitud de las autoridades coloniales ante los funcionarios que mantenían relaciones
sexuales con mujeres indígenas era la de tolerancia siempre que se llevasen con discreción,
sancionándose (sin gravedad) a quienes las mantenían públicamente (AGA, África, caja G1926,
exp. 2: Gobernador Fontán a Subgobernador Cabrera, 3-vii-1939).
124 gonzalo álvarez chillida

alumnas becados en la península. Pero en 1939, después del fin de la contienda,


dos jóvenes hermanos fernandinos fueron expulsados de la península, donde
estudiaban46. Sin embargo, en 1940 dos seminaristas indígenas acudieron a
Zaragoza para ordenarse sacerdotes, acompañados por varios misioneros
claretianos. Pues los papas Benedicto XV y Pío XI habían impulsado la forma-
ción de clero indígena, y en este terreno no se les limitó el acceso al sacerdocio.
Aunque los curas indígenas estaban subordinados a la jerarquía blanca, y más
lo estaban aún las oblatas indígenas con respecto a las monjas europeas, como
se puede ver en las fotografías de la época47.

LA VOZ DE LOS COLONIZADOS: UN ESPAÑOLISMO INSTRUMENTAL

Hay poquísimos documentos escritos por los indígenas no emancipados en


los años iniciales del régimen franquista. De entre ellos, quizá los más interesan-
tes son tres cartas de salutación firmadas (por escrito o con la huella dactilar)
por varias decenas de jefes indígenas del continente, con ocasión de la primera
vista a Bata del nuevo gobernador Mariano Alonso, en junio de 1942. Los tres
documentos consistían en una lista de quejas, agravios y peticiones, varios de
ellos achacables al empeoramiento de algunos aspectos de la situación de los
indígenas con el nuevo régimen franquista, aunque otros más aludían a rea-
lidades mucho más antiguas. La sexta queja del documento firmado por siete
primeros jefes podía servir de resumen de todas ellas: «Solicitamos que haya
justicia entre Indígena y el europeo porque el indígena muchas veces se ha
sufrido una injusticia imponente». Otra de las peticiones de estos jefes era el
aumento de escuelas para que sus hijos pudieran educarse «como españoles»,
argüían. Pero mientras que la carta de los siete jefes argumentaba con princi-
pios que podríamos considerar de derecho natural, al pedir la constitución de
juntas de jefes a los que ninguna autoridad justa debía tener miedo, la firmada
por veintitrés jefes del distrito de Río Benito, en la costa al sur de Bata, acu-
día también en su argumento reivindicativo a la españolidad de los indígenas

46
J. Ramírez Copeiro del Villar, Objetivo África, pp. 79-88. Pese a que el Estatuto de
Enseñanza de 6 de agosto de 1943 reservaba a los europeos la enseñanza de Bachillerato, en el
Reglamento del Patronato Colonial de Enseñanza Media, de 9 de julio de 1944 (BOTEGG, 15 de
julio de 1944) no se excluía a indígenas y mestizos (art. 27), aunque sí de las becas para terminar los
estudios en el madrileño Instituto Ramiro de Maeztu (art. 3). La expulsión de los dos fernandinos,
junto al criterio de acabar con la política republicana de becar a alumnos indígenas para estudiar
en la península, en AGA, África, caja G1926: Gobernador accidental a Fontán, 27-vii-1939; y
contestación, 15-viii-1939. Los becados durante la república, en F. Díaz Roncero, «Los indígenas
de Guinea vienen a estudiar a Madrid», Estampa. Revista Gráfica y Literaria de la Actualidad
Española y Mundial, 18 de agosto de 1934, pp. 9-19 y 38.
47
Las ordenaciones, en Ruiaz, «Mis impresiones», La Guinea Española. Periódico quincenal, 1144,
1940, pp. 274-275. Las directrices de los papas, en C. Coquery-Vidrovitch, «El postulado de la
superioridad blanca», p. 811. Las monjas y las oblatas, en la foto de Quince años de evangelización,
p. 67. El retorno de los fernandinos a la península, en entrevista del autor de este artículo a Trinidad
Morgades Besari (8 de junio de 2011).
epígono de la hispanidad 125

(«ciudadanos españoles», «indígenas españoles» y «nosotros los españoles de


estos territorios») como fundamento de su reclamación de derechos. Incluso
los principios de la colonización proclamados por el régimen franquista, es
decir, el discurso de la Hispanidad, era esgrimido para denunciar su flagrante
incumplimiento. Así aseguraban que el mismo Caudillo acabaría arreglando
las cosas que se estaban haciendo mal (supuestamente) a sus espaldas: «el régi-
men militar, o sea de Franco, arreglará la civilización de esta Colonia». Lo
que les permitía denunciar a «los enviados del mismo Generalísimo Franco el
Caudillo de España» (en una reproducción del antiguo «¡Viva el rey y abajo
los malos ministros!»), quienes, en vez de civilizar, son
la pérdida de esta colonia; […] son completamente al contrario de la
civilización de un país a pesar de la renombre fama de nuestra Madre
España, en los siglos pasados con las demás Colonias o dominios que
aunque no sean de ella hoy día le aclaman día a día.

Argumento reiterado al denunciar los trabajos forzados para las obras


públicas y las condiciones en que se imponían: «La prestación Excmo. Sr.,
arruina todos los poblados indígenas en general y desfama el nombre de la
buena España, por su mal trato a los indígenas»48. Todo ello mostraba hasta
qué punto estaba penetrando entre los indígenas la política de españoliza-
ción franquista (y la de los regímenes anteriores). Lo que no quiere decir que
fuera asumida sinceramente por sus destinatarios. Conocían bien lo que los
colonizadores pedían de ellos, pero había demasiados aspectos que los nativos
consideraban intolerables para poder asumir plenamente la identidad espa-
ñola. Al argumentar sus quejas utilizaban hábilmente los aspectos idealizados
del discurso colonizador y del de la Hispanidad para denunciar una realidad
bien alejada de los mismos.

48
AGA, África, caja G1913, exp. 6: Instancia de siete Jefes Indígenas, 12-vi-1942; Instancia de los
Jefes de Río Benito, 9-vi-1942; y Escrito al Gobernador, 9-vi-1942.
LA REGIÓN Y LO LOCAL EN EL PRIMER FRANQUISMO

Xosé M. Núñez Seixas


Ludwig-Maximilians-Universität, Múnich

Las culturas e identidades subnacionales durante el franquismo acostumbran


a ser vistas como víctimas de una política represiva, cuando no de un ensayo de
«genocidio cultural», y como vehículos de formas de resistencia contra un régimen
que les denegaba todo derecho a la existencia. Aquí abordaremos una perspectiva
complementaria: el papel de las culturas territoriales subnacionales o subestatales
dentro del discurso del franquismo, así como la función instrumental de los discur-
sos territoriales de geometría múltiple (regionalismo, provincialismo, pero también
localismos varios) para la articulación del nacionalismo franquista. Pues esas iden-
tidades también jugaron un papel, con una intensidad y visibilidad variables y
cambiantes, dentro de la propaganda cultural y simbólica del franquismo, al igual
que en el caso del fascismo italiano o del nazismo alemán, de la Francia de Vichy o
del salazarismo1. Las culturas subnacionales fueron contempladas como parte de
un patrimonio cultural sobre el que debía refundarse la nación. La tradición local
fue considerada por muchos franquistas como el depósito más auténtico del pasado
nacional, la reserva del espíritu popular y por tanto base de su regeneración autori-
taria. Y a la reinvención de esa tradición se le otorgaron diferentes significados.
Partimos de dos premisas para intentar acuñar un concepto útil de «regiona-
lismo», que a su vez puede ser aplicado para comprender el lugar de lo local y lo
regional dentro de una dictadura fascista o pseudofascista.
1. — ¿Qué es lo regional, y qué es lo local? No existe un consenso defi-
nitivo acerca de lo primero. Para algunos, las regiones son únicamente
entidades político-administrativas. Toda comunidad territorial desprovista
de ese reconocimiento sería meramente una ethnie en un sentido similar
al acuñado por Anthony Smith2. Empero, esa definición puede ser excesi-
vamente reduccionista. La naturaleza de la región puede ser meramente
etnocultural, poseer unos límites territoriales relativamente imprecisos y
referirse a una esfera de identificación intermedia entre el espacio social

1
Véase una reflexión comparativa en X. M. Núñez Seixas y M. Umbach, «Hijacked Heimats».
Igualmente, X. M. Núñez Seixas, «De gaitas y liras».
2
Véase A. Smith, The Ethnic Origins of Nations.

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 127-154.
128 xosé m. núñez seixas

de la experiencia vivida (lo local) y la comunidad imaginada dotada de


soberanía (la nación). Es un espacio al que se le atribuyen características
comunes, más allá del ámbito de interacción física, no necesariamente de
naturaleza étnica o histórica3. El regionalismo es la cultura y representación
que sostiene y forja, en el espacio público, que un territorio determinado es
una región. Esa afirmación se puede acompañar de una reivindicación de
descentralización política, pero también puede carecer de ella. Desde este
punto de vista, sí es factible hablar de regionalismos franquistas.
2. — En el caso de que un regionalismo reivindique una descentralización
político-administrativa, podemos clasificarlo como un regionalismo político,
o movimiento regionalista. Sin embargo, existen formas de regionalismo o de
afirmación mesoterritorial cuyo principal vehículo de expresión es cultural,
sin que las reivindicaciones políticas ocupen el centro de su agenda, mientras
que preconizan la existencia de una entidad territorial basada en argumentos
de raíz histórica, etnocultural o simplemente «funcional», integrada a su vez
en una narrativa nacional(ista) correspondiente a un territorio de mayor
ámbito. Aquí optamos por la definición de «nacionalismo regional» o regio-
nalizado, adaptado el término acuñado por Anne-Marie Thiesse para el caso
francés4. En el primer caso, el centro de la agenda está ocupado por la reivin-
dicación de alguna forma de autogobierno o de descentralización territorial.
La agenda política y cultural del nacionalismo regionalizado se centra en
afirmar la nación «grande» a través del apoyo y exaltación de los niveles de
identificación local, provincial o regional5.
Las imágenes, discursos y argumentos distintivos (desde la Historia a la domes-
ticación de la Naturaleza, desde la cultura a los idiomas y dialectos o lenguas
vernáculas, desde el folclore hasta la creación de paisajes…) que fueron elabora-
dos para definir esa patria local o terruño, habían sido pensados originariamente
para destacar su contribución peculiar a las glorias nacionales, o su carácter repre-
sentativo de las mejores cualidades del cuerpo de la nación. Mas también eran
susceptibles de generar a medio y largo plazo un potencial conflicto de lealtades
entre sus territorios de referencia y la nación. Pues esas narrativas pueden estar
sujetas a una reinterpretación ulterior por nuevos actores.
El nacionalismo regionalizado podía ser compartido por actores ideológi-
camente diversos dentro del nacionalismo franquista. Y acabó, además, preso
de sus contradicciones. ¿Qué esfera debía cobrar prioridad: la provincia o la
región? ¿Qué era más relevante y más español: lo local como esencia de la patria,
o las antiguas provincias de la monarquía preliberal, cada una con sus distintos
fueros, tradiciones y códigos jurídicos? El recurso a las identidades subnaciona-
les como mecanismo de afirmación de la españolidad, que fue desplegado por

3
Véase R. Petri, «Heimat/Piccole patrie».
4
Véase A.-M. Thiesse, «Centralismo estatal y nacionalismo regionalizado».
5
Para más detalles, véase X. M. Núñez Seixas, «Historiographical Approaches to Sub-National
Identities».
la región y lo local en el primer franquismo 129

el primer franquismo, no funcionó de la misma manera en todos los territorios


de España. Había distintos patrones de tolerancia hacia la diversidad territorial
o regional, que a menudo variaban de una región a otra, aunque la «materia
prima» cultural (por ejemplo, una lengua similar) fuese semejante. Allí donde
existía un sentimiento social extendido de identidad nacional alternativa a
la española, como ocurría sobre todo en parte del País Vasco y en Cataluña,
los discursos sobre lo local y lo regional que fueron emitidos por el régimen
franquista, y de modo más específico por distintos actores dentro de sus filas
—desde instituciones locales al partido único—, estuvieron marcados por el
temor a resucitar un «separatismo» que se sabía vencido, pero no erradicado6.
Las medidas de renacionalización franquista intentaron rebajar la relevan-
cia de algunos elementos diacríticos claves de la etnicidad subestatal, así como
reducir el alcance de la interpretación de la historia regional subordinándola a la
narrativa principal de la Historia nacional española. Aunque se pueden señalar
ciertos paralelismos formales en el uso de algunos símbolos e imágenes —pai-
saje, lugares de memoria, etcétera— por parte de los nacionalismos subestatales
y los regionalismos franquistas, se estableció una nueva frontera en lo relativo a
la interpretación asumible de esos símbolos.

REGIONES Y FASCISMO ESPAÑOL

Es bien conocido que la oposición al «otro» interior por excelencia del nacio-
nalismo español desde 1900, los nacionalismos subestatales, también fue relevante
en el nacimiento de los primeros núcleos protofascistas y fascistas en España que
se ubicaron en la periferia, sobre todo en Barcelona: la Liga Patriótica Española
(1919), La Traza (1923), o la Peña Ibérica (1926). Hubo además una cierta porosi-
dad de imaginarios culturales, ideas e itinerarios personales entre los nacionalismos
subestatales y el primer fascismo español. Fue el caso de la fascinación por el líder
catalanista radical Francesc Macià y por las condiciones sociopolíticas de la Barce-
lona de los años veinte que sintió el original fascista y vanguardista Ernesto Giménez
Caballero, que lo llevó a asumir y transformar varias de las ideas sobre el imperio
procedentes de Prat de la Riba y sobre todo de Eugenio d’Ors, así como a jugar
con la pluralidad imperial hispánica desde las páginas de La Gaceta Literaria. Esta
revista mostró una cierta apertura hacia las culturas periféricas peninsulares7. En
los primeros núcleos específicamente fascistas que nacieron en Madrid y Castilla a
principios de la década de 1930, desde el grupo La Conquista del Estado liderado

6
Así, por ejemplo, la prensa falangista de Castelló de la Plana podía aceptar el uso del catalán
—siempre definido como valenciano, y usando una grafía no estandarizada— de modo más
generoso que la prensa falangista de Tarragona o Barcelona. En particular, con ocasión de las
festividades locales en honor de santos patronos de los distintos pueblos. Véase por ejemplo «La
encomienda de Fadrell. En la fiesta a su Patrono San Jaime», Mediterráneo, 25 de julio de 1942;
«Conservad vuestras tradiciones», Mediterráneo, 25 de agosto de 1942.
7
E. Ucelay-Da Cal, El imperialismo catalán.
130 xosé m. núñez seixas

por Ramiro Ledesma Ramos hasta las Juntas Castellanas de Acción Hispánica de
Onésimo Redondo, el nacionalismo imperial también fue compatible con algún
tipo de autonomía por la base, no necesariamente de las regiones —el manifiesto
de La Conquista del Estado (febrero de 1931) aludía a una «articulación comarcal»
de España compatible con su afirmación nacional, quizá resabio de la propuesta de
Ortega y Gasset en La redención de las provincias (1931)—, sino de demarcaciones
territoriales a las que se les concediese una autonomía administrativa pero «simé-
trica», en una suerte de poco definido federalismo imperial, siempre en nombre de
«la eficacia del nuevo Estado» y no «de los planidos artificiosos de las regiones»8.
Pero, desde abril de 1931, el catalanismo político de izquierda se convirtió en un
«otro» de primer orden para los minoritarios fascistas españoles. El castellanismo
a ultranza, que combinaba el lamento y el argumento de agravio comparativo por
la postración y el maltrato al que se habría sometido a Castilla, junto con la afir-
mación de la centralidad de esa región en la construcción de España y su imperio,
por ser garantía de independencia y unidad, devino en un elemento fundamental
de la ideología de Onésimo Redondo, y también influyó en Ledesma Ramos9. Para
este último, la patria tenía que ser unitaria, disciplinada, aunque podía admitir for-
mas de descentralización más inocuas (municipal o comarcal), que permitiesen ir
más allá del regionalismo y del separatismo y bucear en las auténticas esencias de la
patria. Así lo defendía también de forma un tanto heterodoxa el jonsista catalán José
María Fontana Tarrats en 1933, advirtiendo contra un españolismo homogeneiza-
dor que sólo haría crecer el separatismo, y proponiendo una «unidad de espíritu y
fervor patriótico en la variedad de necesidades, matices y formas»10.
Las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) fundadas por Ledesma
en octubre de 1931 tuvieron en sus primeros tiempos un cierto componente inte-
lectual periférico —sobre todo gallego, con adalides como Manuel Souto Vilas,
José María Castroviejo o Santiago Montero Díaz, alguno de los cuales había
coqueteado con el galleguismo cultural— y también jugaron con la retórica de
«pluralidad imperial»11. Pero, a la hora de la verdad, primaba la desconfianza hacia
los «separatismos» y los proyectos de autonomía, la apuesta por la férrea uni-
dad centralizada del Estado, la preferencia por la homogeneización lingüística y
una visión conspirativa de los nacionalismos subestatales. Por ello, cabía también
renegar del cultivo de lenguas distintas del castellano más allá de los géneros lite-
rarios menores, pues aquéllas llevaban consigo, en última instancia, la simiente
de la disgregación. Cada provincia y región poseía sus pasados particulares y sus
mitos de origen singulares, enriqueciendo el acervo de la patria, al modo de estilos
peculiares, aportando un «acento propio» a la obra común. Pero ninguno de esos
«acentos» bastaba para convertirse en fundamento de una nación diferente12.

8
Véase I. Saz Campos, España contra España, pp. 123-128, así como J. Aparicio, «Manifiesto
político de “La Conquista del Estado”».
9
Véase, por ejemplo, O. Redondo Ortega, «Castilla en España».
10
J. M. Fontana, «Cómo conseguir la unidad del Estado», p. 68.
11
Sobre Montero Díaz, véase X. M. Núñez Seixas, La sombra del César, pp. 86-99.
12
S. Montero Díaz, «Contra el separatismo».
la región y lo local en el primer franquismo 131

En el núcleo intelectual y político madrileño, mezcla de neo-orteguianos y van-


guardistas, que dio lugar a Falange Española alrededor de José Antonio Primo de
Rivera, se registraban impulsos en el fondo similares a los experimentados por
las JONS, pero progresivamente tamizados por el énfasis joseantoniano en la idea
misional de nación, que se debía colocar por encima de la tierra y los muertos, si
no se quería dar ventaja a los nacionalismos «regionales». Éstos serían hijuelas del
romanticismo, pero difíciles de combatir en el plano sentimental, pues en lo relativo
a los «resortes primarios» de la emotividad, siempre ganaría el más simple, y por
tanto el más cercano. La manera de superar la contradicción era reinventar el con-
cepto de nación, transformándolo en una unidad de destino histórico, «el pueblo
considerado en función de universalidad», y renegar del concepto de nacionalismo,
que no sería más que «el individualismo de los pueblos»13. En varios de los escritos
joseantonianos se insinuaba que cierto grado de variedad, cuyo alcance político-
institucional no se detallaba, era compatible con la idea de nación como proyecto
y misión universal. Pues la diversidad era un hecho innegable, y cabía aceptarla
como condición de existencia de España14. En la práctica, sin embargo, el «anti-
separatismo» también formaba parte de los lemas movilizadores del falangismo
escuadrista y juvenil. La desconfianza hacia los nacionalismos periféricos llevaba
a acentuar un extremo del péndulo: la oposición a cualquier forma de descentra-
lización o regionalismo, que supondría entregar a partidos «separatistas» resortes
de poder y mecanismos legitimadores que únicamente podían tener sentido, y,
aun así, con prudencia, en provincias «sanas»15. Con todo, también hubo diversas
modulaciones discursivas locales, tanto en el caso de Cataluña como de Galicia16.
E, igualmente, algunos casos de derivas o tránsitos biográficos, especialmente fre-
cuentes entre militantes juveniles con identidades lábiles y fascinados por la estética
nacionalista, que llevaban del nacionalismo subestatal a Falange.

UNIDAD EN LA DIVERSIDAD —MA NON TROPPO

El análisis del nacionalismo franquista durante la Guerra Civil, y de sus acti-


tudes hacia la diversidad territorial, descubre la existencia de un cierto nivel
de tensión soterrada entre dos polos, que atraviesa la retórica de regeneración
nacional autoritaria que caracterizaba a la propaganda insurgente. El péndulo
oscilaba, a grandes rasgos, entre dos extremos17.

13
José Antonio Primo de Rivera, «Ensayo sobre el nacionalismo» [abril de 1934], en Id., Obras,
pp. 211-218; Id., «Unidad de destino», Arriba, 21 de marzo de 1935; véase también I. Saz Campos,
España contra España, pp. 140-144.
14
José Antonio Primo de Rivera, «Patria. La gaita y la lira» [11 de enero de 1934], y «Los vascos
y España» [febrero de 1934], en Id., Obras, pp. 111-112 y 179-183 respectivamente.
15
J. M. de Areilza, «En torno a los separatismos regionales».
16
Véase J. M. Thomàs, Feixistes!, pp. 89-90, así como X. M. Núnez Seixas, «De gaitas y liras»,
pp. 297-298.
17
Véase X. M. Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor!, pp. 291-320.
132 xosé m. núñez seixas

Por un lado, se registraba la tendencia a usar imágenes y topoi regionales


como discursos o símbolos movilizadores. El folclore, los bailes y los vestidos
regionales, incluyendo la recopilación del patrimonio local por etnógrafos y
eruditos, entre otros elementos, se convirtieron en objeto de escenificación e
instrumentalización controladas, constituyendo un ingrediente secundario, y en
ocasiones muy visible, de los festivales y conmemoraciones dedicadas a la exal-
tación del concepto de nación española abrigado por los rebeldes. Una nación
que se pretendía sólidamente asentada en la tradición18. Si España era diversa
en sus costumbres, usos lingüísticos, pasados históricos y caracteres colectivos,
y como no era posible fundamentar la unidad española en la raza, al ser el solar
ibérico un crisol de razas y pueblos19, para los tradicionalistas y católicos anti-
liberales en general sólo la fe católica y la monarquía, como ya había augurado
la conversión al catolicismo de los visigodos, aseguraba la continuidad histórica
de la nación, sometida jerárquicamente a Dios20. Por el contrario, aun incorpo-
rando a la tradición nacional el componente religioso, para los falangistas sólo
la voluntad de imperio, la existencia de un destino histórico o «misión» era
capaz de cumplir un papel aglutinador.
Desde el inicio de la Guerra Civil, los teóricos falangistas glosaron de forma
insistente los principios que había dejado esbozados su fundador. El Estado
liberal había provocado el surgimiento de separatismos al carecer de una misión
trascendental con la que unir las tierras de la patria. Pero sólo en la nación, a cuyo
servicio estaba el Estado, tenían cabida las «entidades naturales»: la patria estaba
«al servicio del Imperio», y éste al de Dios. Así se resumía la «misión histórica»
que amalgamaba a las regiones21. Lo que no suponía uniformidad, sino una
suerte de armonía multicolor22. Los «separatismos» no eran sino una negación
de esa misión, además de despreciable apego a la tierra y lo material; la Historia
y el sacrificio de los caídos en la Guerra Civil, procedentes de regiones diver-
sas empezando por «nuestras dos Prusias, Navarra y Castilla», tenían más valor
que la sangre y la voluntad popular23. Falange renegaba del propio concepto de
nacionalismo, por su base materialista propia del liberalismo. Por el contrario,
había que reinterpretar la tradición y al propio Menéndez Pelayo, «regionalista
de todas las regiones», reafirmando en el presente «el sentido imperial de toda

18
C. Ortiz García, «The Uses of Folklore», pp. 479-496.
19
Véase J. Goode, Impurity of Blood; un ejemplo en Lope Mateo, «¿Quiénes y cómo somos los
españoles?», El Español, 5 de febrero de 1944.
20
Véase, por ejemplo, «En la fiesta de la hispanidad. Dios y Patria», La Voz de España, 13 de
octubre de 1936; «La Base de la Unidad Española», La Voz de España, 8 de mayo de 1937, o «Palabras
de un viejo liberal. Los Estatutos», Valencia: semanario órgano de la Junta Carlista de Guerra del
Reino de Valencia, 24 de mayo de 1937.
21
«La unidad de la Patria», Unidad, 25, de octubre de 1937.
22
Martín Almagro, «Dogmas del Imperio. El principio de la unidad de España», Unidad, 10 de
octubre de 1936; S. Pérez Labarta, «Unidad de destino», Unidad, 21 de octubre de 1936.
23
J. V. Puente, «Romance del sirimiri», Unidad, 3 de noviembre de 1937; Juan Beneyto, «Somos
unitarios», Unidad, 10 de julio de 1937.
la región y lo local en el primer franquismo 133

la historia de España»24. Eso suponía también renunciar a establecer jerarquías


entre las regiones, o premiar a unas en detrimento de otras: Falange abjuraba
tanto de «nacionalismos centrífugos» como de «regionalismos centrípetos»25.
A ello se unía la exaltación del 18 de julio como una movilización de los valores
auténticamente españoles, que habían sido conservados en las áreas rurales por el
campesinado y protegidos de su abducción por el virus revolucionario esparcido
desde las ciudades. La auténtica España se hallaba en la provincia y el campo. En
consecuencia, la cultura local y/o regional pasó a ser considerada un sinónimo
de la tradición, así como del «alma» eterna de la nación española, lo que también
incluía su esencia católica26, preservada en un tesoro de costumbres, ritos, can-
tos, poemas y creencias ancestrales que esperaba a ser recopilado. El etnógrafo
y voluntario carlista alcarreño José Sanz y Díaz expresaba en 1937 de un modo
paradigmático la identificación entre folclore y tradición:
Hoy que, afortunadamente, podemos amar ya todo lo nuestro […];
en estas horas en que edificamos el Estado del porvenir sobre los sólidos
cimientos de la Tradición, bueno sería y oportuno hacer relación literaria e
inventario artístico de la costumbrística variada de nuestras regiones y de
cuanto en materia folklórica el tiempo pasado nos legó. Como es sabido,
tres elementos han de integrar principalmente un estudio de tal naturaleza:
costumbres, ritos y creencias. El primer grupo […] ha de incluir las prácti-
cas populares de España; las costumbres tradicionales, patrióticas, locales;
las fiestas consuetudinarias, fijas y movibles, con sus danzas y rondallas;
las ceremonias de tipo racial y religioso, como las romerías, procesiones y
villancicos; los juegos característicos de cada zona, deportivos y de ingenio;
la producción típica del país y los aspectos especiales, definidos, de cada
trabajo. El grupo de ritos presenta, casi siempre, caracteres psicológicos de
tipo religioso […]. Todas estas gentes, al realizar dichos actos, practican sin
saberlo un rito ancestral de tendencia religiosa.
El grupo de las creencias lo constituye en «folk-lore» la fe del individuo, de
la familia, de la región. Así España, que es católica en general, presenta carac-
terísticas diferenciales de región, provincia y aún de simple localidad. […]
Esta rama magníficamente literaria del folk-lore, comprende también las tra-
diciones aldeanas, las leyendas místicas y los cuentos de hondo saber popular.

Sanz y Díaz concluía con un deseo explícito: que el Nuevo Estado fundase una
revista dedicada al estudio del folclore, que también procediese a recuperar «los
cantos y cuentos populares, las leyendas y las tradiciones de cada región, la música
y los cancioneros, las baladas y las supersticiones, las coplas y los giros del len-
guaje […]. En fin, todo cuanto piensa, siente y hace España, la Patria tradicional
y eterna». Un mejor conocimiento de la tradición y el patrimonio español en su
variedad sería, además, un medio conveniente para fomentar el turismo interior

24
«Vasquismo», Unidad, 15 de octubre de 1936.
25
«España, Una», Unidad, 17 de octubre de 1936.
26
Véase Barrachina, Propagande et culture dans l’Espagne franquiste, pp. 215-216; «El cancionero
y sus interpretaciones», Consigna, 44 de septiembre de 1944.
134 xosé m. núñez seixas

y despertar el interés de los extranjeros, así como para reforzar un nuevo sentido
de unidad, al intercambiar mutuamente la variedad y crear así «insensiblemente
fuertes lazos de unión y conocimiento entre todos los españoles»27.
Si el objetivo de las Misiones Pedagógicas o de la Institución Libre de Ense-
ñanza había sido buscar el espíritu popular y el fundamento intrahistórico de la
nación, los etnógrafos franquistas buscaban lo inmóvil, la tradición, los valores
perennes y las jerarquías inveteradas en la costumbre28. Y sus objetos predilectos,
arcaizantes: trajes, danzas, iconos visuales. El periodista aragonés Emilio Alfaro
resumía en 1937 que el vestido regional era una «visión sin par de la España
auténtica, de la España solariega, que de nuevo mostraba sus fragancias reli-
giosamente guardadas en lo íntimo del hogar, en el fondo del arca santa de los
recuerdos familiares»29.
El «conjunto polícromo» de los trajes regionales españoles era una auténtica
expresión de la patria, «tan diversa en su estructura regional», pero cuyo valor
residía en su complementariedad para formar un conjunto: una «sinfonía» que
servía de metáfora de la nación, cuya armonía interna era debida en última ins-
tancia a la mano de Dios.
Sin embargo, en el interés falangista por el folclore se encontraba también
una idea más moderna y difusa: el folclore no sólo debía ser recuperado, sino
modernizado, pues debía trascender su carácter de reliquia local para trans-
formarse en un arma de solidaridad y de imperio mediante su depuración y
codificación. Y, al mismo tiempo, mostrar la realidad de lo popular, no ence-
rrándolo en representaciones arcaicas30. Estas concepciones impregnaron los
debates intelectuales de la élite cultivada de Falange, que se desarrollaron en sus
principales revistas teóricas, e intentaron desarrollar el legado joseantoniano,
que incidía en la armonía entre unidad y diversidad dentro de un proyecto
imperial en el que la diversidad territorial y cultural fuese superada. España no
era sólo geografía: importaba más la comunión de valores, la conciencia de su
pasado histórico y su destino universal31.
Por otro lado, un polo alternativo estuvo determinado por una actitud reactiva.
La guerra había sido, ante todo, una reacción de Castilla a la sedición antisoli-
daria de algunas regiones periféricas desleales, nuevamente sojuzgadas bajo su
férula. Cabía, pues, hacerlas volver al redil y reespañolizarlas con la espada y la
cruz. Pero no sólo Castilla había reaccionado. Otros territorios habían estado a
su lado desde julio de 1936, mandando sus mejores hijos al frente para defender
la auténtica España, tanto contra la rebelión separatista como contra una ciu-
dad perdida por roja e impía, la capital Madrid que debía ser redimida por la

27
J. Sanz y Díaz, «El Folk-lore español», p. 143. De hecho, la revista se fundó algunos años más
tarde, en 1944, con el nombre de Revista de Tradiciones Populares.
28
Véase V. García de Diego, «Tradición popular o folklore».
29
E. Alfaro Lapuerta, «La España auténtica. Exaltación del traje regional», s. p.
30
Nieves de Hoyos Sánchez, «Los temas folklóricos en la Exposición Nacional», El Español, 17 de
julio de 1943.
31
Véase «España no es sólo Geografía», El Español, 14 de noviembre de 1942.
la región y lo local en el primer franquismo 135

provincia. La jerarquía de lealtades que se debía establecer entre esas regiones


era a menudo un motivo de disputa en la prensa insurgente: ¿Quién se había
sacrificado antes y más: Navarra, Galicia, Aragón…? El énfasis en otras par-
tes no castellanas de España y en sus características etnoculturales e históricas
peculiares, empero, corría el peligro de reanimar un fantasma: el separatismo o,
aún peor, el cantonalismo que se suponía que siempre acompañaba a la agita-
ción social. La receptividad de algunos sectores de la derecha católica, y algunos
falangistas, hacia la existencia de las identidades locales y subnacionales, y su
exaltación como medio de recrear la esencia preliberal de España, y por tanto
de la supervivencia de una estructura territorial del Estado que reflejase esas
realidades, siempre se enfrentaría a la preocupación ante la posible resurrección
del fantasma del separatismo. Bien afirmaba el clérigo y filósofo Manuel Gar-
cía Morente que la «nueva España» debería evitar la descentralización política
acompañada de democracia, y asimismo que esa descentralización favoreciese a
unos territorios sobre otros32.
Entre octubre de 1936 y abril de 1937 imperaba cierta incertidumbre en lo
relativo a la estructuración territorial del nuevo Estado español construido en
la zona rebelde. Los tradicionalistas fueron a la guerra proclamando su leal-
tad, entre otros principios, a los fueros navarros, respetando el uso tradicional
y privado del vascuence «español», el no «deformado» por las grafías y usos del
nacionalismo vasco. Hasta mediados de 1937, algunos carlistas —como el perio-
dista, político e historiador Román Oyarzun o el conde de Rodezno— todavía
creían que la «nueva España» se basaría sobre las autarquías regionales y alguna
forma de descentralización basada en el sufragio corporativo, que se retrotraía a
las libertades forales de las que Navarra era santo y seña. Así se esperaba también
atraer a los nacionalistas vascos católicos33.
Pero los primeros diseños de la estructura territorial del Estado franquista
desde mediados de 1937, en particular tras la conquista de Vizcaya, dejaron
pocas dudas. Aunque algunas de las competencias que en materia de Educa-
ción, Obras Públicas y Beneficencia que habían sido acumuladas de manera
excepcional por las Diputaciones de Navarra y Álava fueron respetadas34, toda
posibilidad de restauración de los fueros o «autarquías» regionales como forma
de recrear una España tradicional regionalizada murió cuando Franco abolió los
fueros de Vizcaya y Guipúzcoa, y cuando un año más tarde derogó el Estatuto
de Cataluña. En vano el conde de Rodezno aún apelaba en septiembre de 1937
a la próxima «restauración foral» dentro de la Reconquista de España, advertía
contra cualquier tentación de volver al centralismo liberal, distinguiendo entre
«la Soberanía, que es de la nación, y la autarquía, que es el gobierno para fines

32
M. García Morente, Orígenes del nacionalismo español, p. 26.
33
Véase, por ejemplo, E. del Río, «Fueros a España», La Voz de España, 22 de septiembre de 1936, o
«Manifiesto que dirige a Vizcaya la Junta Carlista del Señorío», La Voz de España, 15 de abril de 1937.
34
Véase F. J. Fresán Cuenca, «Carlistas y falangistas»; Id., «Navarra: Ejemplo y problema».
Véase también J. Ugarte Tellería, «El carlismo en la guerra del 36», pp. 49-87 y J. A. Pérez
Pérez, «Foralidad y autonomía».
136 xosé m. núñez seixas

propios y privativos de las sociedades menores»35. Por el contrario, los falangis-


tas recordaban, cuando las tropas franquistas tomaron Guernica, que la bandera
española ondeaba otra vez sobre el viejo árbol, símbolo de la unión entre Viz-
caya y España, y que el espíritu originario de los fueros, la defensa del pueblo
frente a los oligarcas, sería ahora encarnado por el «nuevo Estado»36. La prensa
de trinchera dirigida a los combatientes reproducía a menudo poemas enviados
por soldados que alababan las bellezas de su región o su pueblo, y cantaban
sobre todo a Navarra, Castilla, Galicia, Oviedo o Aragón, supuestos pilares de
la España insurgente. También se reproducían portadas dedicadas a las virtu-
des estereotipadas de cada una de esas regiones37. Aunque a veces se insinuaba
en esas colaboraciones la petición de un trato de favor o privilegiado hacia las
regiones «leales», en otras se recordaba que los problemas peculiares de cada
una sólo podían resolverse en la armonía del conjunto38.
Los discursos e imaginarios simbólicos sobre lo local y lo regional subsistie-
ron durante el franquismo. Pero las tensiones implícitas en sus formulaciones
también ilustraban sus limitaciones. Las regiones no existirían en absoluto como
unidades político-administrativas. La estructuración territorial del Estado se
basaría en lo sucesivo en las denostadas provincias del liberalismo y sólo algu-
nos resquicios legales permitirían desde fines de los cincuenta la posibilidad
teórica de que dos o más provincias conformasen una mancomunidad. La solu-
ción a los excesos descentralizadores del pasado republicano pasaría por una
potenciación de los referentes culturales e identitarios provinciales o urbanos,
como se puso en práctica en el caso de Barcelona39.
Sin embargo, las regiones no desaparecieron como referente de identificación
espacial en la cultura franquista, sino que fueron constantemente invocadas y
aludidas por la propaganda turística y cultural del régimen, aparecían en los
libros de texto escolares y en las guías de turismo40. El espectro del separatismo
estaba vivo en los ejemplos más triviales. Y la poética de la pluralidad estaba
permanentemente compensada con algún tipo de precaución para prevenir
excesos. Por ejemplo, cuando una serie de bellezas femeninas que representa-
ban a las distintas provincias «liberadas» por el ejército insurgente presidieron
la ceremonia patriótica organizada por la Asociación de la Prensa de Zaragoza
los días 14 y 15 de octubre de 1937, el folleto conmemorativo compendiaba en
sus fotos con traje regional los estereotipos corrientes sobre el carácter «regio-
nal». Las mujeres navarras eran fuertes y portaban una boina roja; las gallegas
eran dulces y melosas. Pero el énfasis en la descripción de algunas provincias en

35
Véase el discurso en El Pensamiento Navarro, 8 de septiembre de 1937, p. 6.
36
«Ante el árbol de Guernica», Unidad, 3 de mayo de 1937.
37
Véase, por ejemplo, José Simón Valdivieso, «Navarra», La Ametralladora, 62, 3 de abril de
1938; Eugenio Suárez, «Patria Chica», La Ametralladora, 55, 13 de febrero de 1938; «Aragón», La
Ametralladora, 59, 13 de marzo de 1938.
38
Por ejemplo, Un Marisco Gallego, «El caso de Galicia», La Ametralladora, 2, 25 de enero de 1937.
39
F. Vilanova, Una burgesia sense ànima, pp. 21-23.
40
M. Hijano del Río y F. Martín Zúñiga, «La construcción de la identidad andaluza percibida».
la región y lo local en el primer franquismo 137

particular descubría también la insistencia en su (ahora) innegable españolidad.


Así, la representante de la provincia de Guipúzcoa era una «cashera de juguete,
dulce y lejana como el eco de un zortzico […]. ¿Cabe prenda mejor de la rein-
corporación de Guipúzcoa a España? […]: nada más vascuence que Manolita
Pagadizábal, y sin embargo, su vascuence, lo entendemos todos».
La representante de Vizcaya no solamente resumía en sus rasgos la tierra vasca,
«tradicional y campesina». También constituía una expresión de su auténtico
carácter español, a pesar de sus «rasgos personales inconfundibles», ya que no se
podía negar «mirándole a los ojos que tiene un alma profundamente española»41.
Por su parte, el locutor del Concurso de sardanistas de Olot en abril de 1943
—pues, aunque la sardana fue prohibida en el centro de Barcelona hasta 1943, sí
fue permitida en otras zonas de Cataluña— afirmaba ante las jerarquías allí reu-
nidas que «el folklorismo es la esencia del pueblo de ayer, de hoy y de siempre»,
y disculpaba las barretinas de los participantes. No serían atuendos separatistas,
sino de la «Cataluña auténtica y verdadera» que se había opuesto a las tropas
napoleónicas. Sólo la modernidad había inoculado el virus separatista:
En Cataluña se habló de separatismo cuando se trocó la barretina por
el mono del proletariado internacional, y se perdieron estas típicas fiestas
para dejar paso a los meetings y a las concupiscencias modernistas42.

La retórica de la guerra de «reconquista» de la periferia rebelde, alentada


además por el nacionalismo cuartelero del ejército, se vio muy reforzada
tras la conquista de Cataluña entre enero y febrero de 193943. Los tonos
defensivos y el lenguaje de conquista al tratar con periferias derrotadas,
pero rebeldes, fueron objeto, sin embargo, de una cierta evolución. Una
cosa eran, en el terreno de las prácticas administrativas y políticas, las pro-
hibiciones del uso del catalán, las sanciones y multas contra su uso y los
frecuentes desplantes de autoridades militares y civiles; y otra, más etérea
y en abierta contradicción, la frecuente apelación retórica por parte de la
intelectualidad falangista a incorporar plenamente a Cataluña dentro de la
comunidad de destino. Así, Raimundo Fernández Cuesta declaraba en julio
de 1939 que unidad no era igual a centralismo; negaba que los falangistas se
fuesen a convertir en «perseguidores de los particularismos de lengua y de
costumbres, porque toda cultura particular puede estar puesta al servicio de
España»; y afirmaba que la historia de rebeldía catalana contra extranjeros
invasores, tanto en la guerra de Sucesión como en la antinapoleónica, así
como su temprana voluntad imperial en el Mediterráneo, eran muestra de su
afán de participar en una unidad de destino44. Y el jefe provincial de FET en
Girona, José Fernández Hernando, insistía en marzo de 1944 en postulados

41
Las dos citas en E. Alfaro Lapuerta, «La España auténtica. Exaltación del traje regional», s. p.
42
«El Festival Folklórico del pasado sábado», ¡¡Arriba España!!, 21 de agosto de 1943.
43
Una recopilación en J. Benet i Morell, L’intent franquista de genocidi cultural, pp. 263-328.
44
Declaraciones recogidas en «Cataluña española», ¡¡Arriba España!!, 15 de julio de 1939.
138 xosé m. núñez seixas

similares: la idea joseantoniana de nación era compatible con los «parti-


cularismos idiomáticos, culturales y jurídico-consuetudinarios» de todos
los pueblos de España, y el pasado imperial de Cataluña en la Edad Media
abonaba su carácter de precursora. Acababa su discurso así: «¡Qué propicia
la lengua catalana para gritar ¡Visca Espanya! y qué grata la castellana para
responder ¡Viva Cataluña!»45. Esas iniciativas tenían un paralelo en la estra-
tegia del gobernador civil de Barcelona, Bartolomé Barba Hernández, entre
diciembre de 1945 y junio de 1947, quien autorizó que volviese a actuar el
Orfeó Català y permitió el uso del catalán en las fiestas de entronización de
la Virgen de Montserrat, razón por la que fue destituido46.
El momento de apoteosis de esta retórica, que coincidió con el desplaza-
miento de los falangistas más radicales de los puestos de mando del partido
único y la progresiva domesticación del falangismo dentro del discurso nacio-
nalcatólico y la fidelidad al Caudillo, tuvo lugar con motivo de la visita del
general Franco al Principado, en conmemoración del tercer aniversario de su
conquista, entre el 25 y el 30 de enero de 1942, jalonado con manifestacio-
nes populares de entusiasmo que despertaron encendidas loas a Cataluña, su
historia milenaria, su vocación imperial y su carácter de Marca Hispánica, y
por tanto de auténtica precursora de la unidad española, en la prensa falan-
gista de Madrid47. Los discursos de Franco en Montserrat, Terrassa, Sabadell,
Girona, Reus y Tarragona no mencionaban en absoluto las peculiaridades
culturales e idiomáticas de Cataluña, y sólo de manera reticente incluyeron
algunas referencias a la contribución catalana a la formación de la unidad
española durante la Edad Media. Únicamente los empresarios catalanes fue-
ron destacados entre sus pares españoles por su «carácter industrioso». No
obstante, la prensa falangista se hizo eco del «significado especial» del hecho
de que Cataluña hubiese dado la bienvenida al Caudillo, lo que expresaría que
la Barcelona separatista, impía y roja, había fenecido48. Al tiempo, recorda-
ban de soslayo que el centralismo liberal, extranjerizante y afrancesado había
constituido uno de los factores disgregadores y adulteradores del destino
nacional de España, lo que había provocado como reacción el separatismo en
algunas minorías. Pero el pueblo catalán, con su recepción al Caudillo, habría
demostrado que Cataluña, de la mano de la restauración católica, había vuelto
al buen camino, y al mismo tiempo que «España no es sólo Madrid», que
las regiones reivindicaban su papel protagonista en la Historia y el presente
español, como complemento de la unidad nacional49.

45
«El Gran Acto de Afirmación Nacional-Sindicalista en nuestra Ciudad», Ampurdán, 29 de
marzo de 1944.
46
M. Marín i Corbera, Història del franquisme, pp. 156-157.
47
Para las opiniones de la intelectualidad falangista, véase I. Saz Campos, España contra España,
pp. 326-335; igualmente, El Caudillo en Cataluña.
48
Ernesto Giménez Caballero, «¡Estos son nuestros poderes!», Arriba, 1 de febrero de 1942.
49
Véase «España no es sólo Madrid», Arriba, 27 de enero de 1942; «Lección de Historia», ¡¡Arriba
España!!, 31 de enero de 1942 (citado por I. Saz Campos, España contra España, p. 334).
la región y lo local en el primer franquismo 139

No obstante, a principios de los años cuarenta, los distintos sectores de Falange


seguían inmersos en su propio y peculiar péndulo patriótico. Pues para otros
órganos falangistas esa variedad en lo imperial también debía acomodarse a un
mismo molde, en una permanente contradicción. Así, el vallisoletano Libertad (29
de enero de 1942) afirmaba que, desde la visita de Franco a Cataluña, «sólo» exis-
tiría una manera de ser español. El centralismo franquista aplicó la fórmula del
Estado liberal, y se basó en un tratamiento simétrico de las provincias, sin arbitrar
instituciones supraprovinciales de ningún tipo. Sin embargo, la simetría no era
absoluta. Álava y Navarra, por ser provincias «fieles», mantuvieron una forma de
Concierto Económico y sus instituciones provinciales experimentaron un nota-
ble refuerzo durante los años de guerra, particularmente en el caso de Navarra
donde, tras 1940, la Diputación hizo uso a menudo, como en Álava, de la deno-
minación «foral» y se consideró sucesora simbólica de las antiguas instituciones
forales. Navarra se había integrado voluntariamente en España en el pasado, y
se mantenía como garante del carácter auténticamente español y tradicional de
sus privilegios. La región también conservó algunas competencias en educación e
instituyó su propio Consejo de Cultura, la Institución Príncipe de Viana. Las islas
del archipiélago canario preservaron igualmente los Cabildos insulares (creados
en 1912), que asumieron funciones propias de una Diputación provincial, aunque
integrados por miembros designados por el Gobierno50.
La identidad local también fue promovida como un complemento eficaz de
la identidad nacional. Empero, sus límites en la tradición española eran proble-
máticos. No solamente había regiones y provincias con capacidad de generar
sentimientos de pertenencia territorial. También existían las comarcas, en la tradi-
ción orteguiana y de las JONS, que fueron objeto de moderada reivindicación por
el falangismo durante la Guerra Civil. Dionisio Ridruejo mostraba predilección
por la comarca, a pesar de haber sido reivindicada por el catalanismo, pues estaba
convencido de que «el orden administrativo territorial español no era el mejor
posible, aunque en muchos sitios la provincialización hubiera ganado carta de
naturaleza». Durante su etapa de jefe provincial en Valladolid, creó «inspectores
comarcales» y una jefatura piloto en Medina de Rioseco. La idea, sin embargo, no
se generalizó51. Y también existían las capitales provinciales, o las ciudades inter-
medias que aspiraban a ese rango, como Cartagena, Torrelavega, Gijón o Vigo.
Aquí emergía el localismo como un poderoso vehículo de exaltación y reforza-
miento del nacionalismo español desde abajo, y que en ocasiones era potenciado
por las instancias municipales del régimen. Por señalar un ejemplo, la festividad
local de la «Reconquista», que conmemoraba la recuperación de la ciudad de Vigo
por las tropas «patriotas» de manos francesas en marzo de 1809, se convertía ahora
en una escenificación apropiada del orgullo local y de la hegemonía del discurso
católico sobre la memoria nacional a través de ese prisma local52.

50
Véase J. Alcaraz Abellán, Instituciones y sociedad en Gran Canaria.
51
D. Ridruejo, Casi unas memorias, pp. 78-79.
52
X. M. Núñez Seixas y A. Iglesias Amorín, «A memoria da guerra da independencia».
140 xosé m. núñez seixas

LENGUAS Y CULTURAS

La «nueva España» que se empezó a construir en la zona sublevada durante la


Guerra Civil también aspiraba a una (re)imposición autoritaria del castellano en la
esfera pública, la Administración y la Enseñanza. Sin embargo, durante el conflicto
bélico afloraron sensibilidades diferenciadas entre los diversos actores que pretendían
configurar el discurso público del nuevo Estado franquista53. Algunos publicistas,
sobre todo los carlistas, abogaron al principio por un cierto reconocimiento de los
idiomas regionales y su pervivencia como lengua auxiliar en la educación primaria,
argumentando que aquéllos siempre habían ido unidos a la tradición católica. Siem-
pre que fuesen las lenguas «auténticas», las que siempre se habían hablado antes de
que los «separatistas» pervirtiesen su gramática y léxico54.
Sin embargo, esos atisbos de tolerancia tenían un contrapeso en la belige-
rancia contra el «separatismo», principal enemigo de la «nueva España», según
destacaba el gobernador civil de Guipúzcoa, el antiguo monárquico José María
Arellano, en enero de 193755. La crítica del uso de las lenguas «regionales» se
generalizó en la retaguardia franquista desde marzo de 1937, cuando la prensa
y las radios falangistas de San Sebastián, Sevilla o Burgos se hicieron eco de
artículos y consignas que insistían en la necesidad de hablar exclusivamente en
castellano en el espacio público y semipúblico, lo que podía incluir las conver-
saciones privadas en los cafés u otros locales56. Las posiciones abiertas a una
limitada pluralidad en lo cultural fueron barridas por el afán por asegurar la
unidad de España sobre sólidas bases: la sangre de los caídos era un tributo
a una nueva unidad que bien podía merecer el precio de los «dialectos» en la
esfera pública y, a veces, en la privada. El canónigo y falangista catalán José Mon-
tagut Roca escribía así que las lenguas no pecaban contra España, pero sí el uso
perverso que se había hecho de ellas. Razón por la que la pluralidad lingüística
era un peligro latente para la unidad de la patria57.
Detrás de varias disposiciones militares contra las lenguas no castellanas
latía el anhelo de erradicar el carácter simbólico «separatista» de algunos usos
idiomáticos. Los idiomas «regionales» podían ser tolerados, con fines propagan-
dísticos e instrumentales, en algunas octavillas y emisiones de radio dirigidas
a la retaguardia republicana de Vizcaya o Cataluña. Y dentro de Falange sub-
sistieron aislados atisbos de tolerancia, sobre todo en relación con Cataluña.
Cuando las tropas franquistas avanzaron por el Principado en enero de 1939, el
Servicio Nacional de Propaganda dirigido por Dionisio Ridruejo, a sugerencia

53
Véase X. M. Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor!, pp. 306-315; igualmente, Id., «La(s) lengua(s)
de la nación», pp. 261-267.
54
«El vascuence español y el vascuence separatista», La Voz de España, 13 de abril de 1937.
55
La Voz de España, 7 de octubre de 1936 y 23 de enero de 1937; Unidad, 27 de abril de 1937. En
semejantes términos, «España Una», Destino, 57, 3 de abril de 1938.
56
A. Escaño Ramírez, «España, de habla española», Unidad, 18 de marzo de 1937.
57
José Montagut Roca, «La pluralidad de lenguas en una nación es un mal evidente, pero
remediable», El Diario Vasco, 6 de agosto de 1938.
la región y lo local en el primer franquismo 141

de los dirigentes falangistas catalanes, tenía preparada diversa propaganda bilin-


güe. En Tarragona y Reus se utilizó en parte el catalán en los primeros actos
propagandísticos de los ocupantes. Pero la propaganda no llegó a repartirse en
Barcelona por la oposición de la autoridad militar y del Ministerio del Interior58.
Por el contrario, se impusieron las representaciones de la conquista de Cataluña
como una reincorporación manu militari a la disciplina cuartelera de la unidad,
y acabó por prevalecer la desconfianza hacia la cultura catalana en cualquier
manifestación. Como escribía el falangista barcelonés Luys Santa Marina, «se
empezó con juegos florales y sardanas, y se ha terminado inmolando juventu-
des en el Ebro. Y esto no puede volver»59. El marco legal de la reimposición del
monolingüismo se caracterizó por una multiplicidad de disposiciones secto-
riales, pero nunca existió una ley general de prohibición del uso de los idiomas
«regionales». La prohibición lingüística consistía preferentemente en un tejido
de sospechas, presiones y temores, amparados en un clima de represión general.
Y estaba alentada por la convicción, según resumía en 1939 otra vez José Monta-
gut, de que una política castellanizadora consecuente, promovida por el Estado
a través del sistema educativo, con la colaboración de la Iglesia y la interdicción
del uso público y culto de las lenguas regionales, lograría a medio plazo «que
una nación, castigada por la coexistencia de varias lenguas, sin perseguirlas ni
ultrajarlas, llegue a comunicarse, gozosa y radiante, […] a través del idioma que
se habla en veinte naciones por nosotros descubiertas»60.
El credo oficial del primer franquismo insistió en que todo idioma diferente
del castellano no era sino un simple dialecto, inadecuado para las funciones de
la vida moderna.
Las lenguas «vernáculas» no siempre eran rebajadas explícitamente a la con-
dición de dialectos. Pero la exclusividad del castellano en la esfera pública las
condenaba de hecho a su desaparición gradual. A pesar de todo, no desaparecie-
ron totalmente de la letra impresa. Incluso durante los años de la Guerra Civil se
permitió, sobre todo allí donde el sentimiento de identidad nacional alternativo se
hallaba poco arraigado, la publicación de algunas obras religiosas, de tono costum-
brista o satírico-campesino, en idiomas vernáculos. Al mismo tiempo, pervivía un
interés erudito, folclorístico y etnográfico por las lenguas y dialectos. Los idiomas
y «dialectos» regionales podían sobrevivir en géneros literarios menores, folclore y
etnografía, sin normas estandarizadas que se alejasen de la idea de «lengua popu-
lar». Así se puso en evidencia, por ejemplo, en la promoción del valenciano con
ocasión de las fallas y los Jocs Florals, autorizados desde julio de 193961.
A partir de 1945 la presión sobre los idiomas «regionales» empezó a relajarse.
Se toleraron más representaciones teatrales en lengua vernácula de teatro infantil
y religioso, así como reediciones más o menos seleccionadas; y el Institut d’Estudis

58
D. Ridruejo, Casi unas memorias, pp. 164 y 168-170.
59
Luys Santa Marina, «España y Cataluña», Solidaridad Nacional, 9 de julio de 1939.
60
José Montagut Roca, «El Estado Nacional frente al problema de la pluralidad de lenguas»,
Solidaridad Nacional, 6 de septiembre de 1939.
61
Véase S. Cortés Carreres, València sota el règim franquista.
142 xosé m. núñez seixas

Catalans pudo organizar algunos cursos de lengua y literatura catalanas, siempre


con poca publicidad. Raimundo Fernández Cuesta, a la sazón ministro de Justicia,
afirmaba en octubre de 1946 que el castellano se había impuesto de forma natu-
ral como lengua de proyección universal sobre los demás idiomas peninsulares;
pero que no había entorpecido «el cultivo y medro de otros idiomas y dialec-
tos regionales», sino que «como ríos confluentes al mismo caudal, servían, a su
vez, de vehículo a la universalización del castellano»62. Sin embargo, la política
lingüística del franquismo mantuvo su objetivo de restituir al castellano al lugar
que consideraba le era natural: el de única lengua culta y oficial. Los métodos
fueron autoritarios y cuarteleros, pero sus argumentos fueron los ya acuñados
con anterioridad a 1931. A lo largo de las décadas de 1950 y 1960 la actitud beli-
gerante contra los idiomas vernáculos se fue matizando. Tanto el catalán como el
gallego y el vascuence pasaron a ser considerados lenguas que formaban parte de
un patrimonio cultural español; y la tolerancia hacia su uso literario y —limita-
damente— público (festivo y conmemorativo) amplió sus márgenes. Con todo,
seguían excluidos de la enseñanza y la administración. Y el régimen vigilaba qué
se publicaba en ellos.
No por ello habían desaparecido las prevenciones. Como recogía el histo-
riador del arte y antiguo diputado derechista Juan de Contreras y López de
Ayala, Marqués de Lozoya, en su discurso en los Juegos Florales de Betanzos
(A Coruña) en 1946, la diversidad era un don que hacía de España «el país más
interesante del mundo, […] el de los contrastes más extraños», tanto en paisajes
como en «razas» y la «música de idiomas distintos: el viril castellano […], la
suave lengua galaica, el éuskaro [sic], que evoca las épocas recias y sencillas en
que la humanidad era niña, el catalán, a la vez rudo y dulce, los riquísimos trajes
populares, las danzas y los cantos». Pero esa diversidad era un don «a la vez mag-
nífico y terrible», pues llevaba a la tensión entre tendencia a la «unidad esencial»
y al «principio de dispersión que espera una ocasión propicia, una debilidad en
el poder público para deshacer la obra secular, esta obra maravillosa de los siglos
que se llama España». El equilibrio entre esas fuerzas contrapuestas no impli-
caba «destruir esta variedad innumerable que es la principal riqueza de nuestra
España», sino mantener un ideal común: la cristiandad y el imperio, siguiendo
el ejemplo de los Reyes Católicos63.

LAS REGIONES Y LAS NARRATIVAS HISTÓRICAS

El canon historiográfico que se impuso en el franquismo fue el nacional-


católico y castellanista, mezcla del legado del tradicionalismo católico, de
algunas interpretaciones de la Generación del 98 y de las aportaciones filoló-
gicas e históricas en clave esencialista de Ramón Menéndez Pidal. Todas ellas,

62
ABC, 18 de octubre de 1946.
63
«De los juegos florales de 1946».
la región y lo local en el primer franquismo 143

en mayor o menor medida, veían en Castilla su historia, sus gentes —algunos


aludirían incluso a una «raza»— y su lengua el hacedor y el núcleo alrededor
del que giraba la unificación política de las tierras de España, en torno a una
monarquía, la fe religiosa y la expansión imperial, además del idioma caste-
llano64. Armados de una concepción de la Historia que la quería hacer más
narrativa, mitológica y menos positivista, capaz de crear un mito soporte de
un relato nacional, a iniciativa de la intelectualidad local burgalesa la jerarquía
de Falange y la Vicesecretaría de Educación Popular promovieron la conme-
moración del Milenario de Castilla en 1943 como gran evento que conjugaba
carácter palingenésico fascista, regionalismo y estética medievalizante al ser-
vicio de la exaltación del papel de Castilla en España y de la continuidad entre
el conde Fernán González y Francisco Franco65.
Sin embargo, ¿cuán castellana era España, tanto en el pasado como en el
presente? ¿Había sido Castilla la precursora, y la más importante reserva de
energías, de la vocación imperial española? Durante el primer franquismo se
asistió así a una moderada proliferación de narrativas territoriales que inten-
taban complementar el canon de la narrativa histórica de la nación. Varias
revistas culturales falangistas, algunos historiadores y cuadros intelectuales
próximos a Falange intentaron mostrar la relevancia y aportación fundamen-
tal de Aragón, Cataluña y otras regiones en la forja de la historia de España.
Esta obsesión, e incluso una cierta apertura hacia las diversas tradiciones pic-
tóricas, paisajísticas, literarias —incluyendo la reproducción, y traducción, de
poemas en catalán y en gallego—, monumentales e históricas de las provincias
y regiones de España, se puede apreciar en el semanario El Español, donde
colaboró buena parte de la intelectualidad falangista de la década de 1940,
así como algunos intelectuales acomodaticios procedentes de otros campos,
incluyendo algún antiguo nacionalista periférico.
En las páginas de El Español se podía apreciar una fidelidad constante,
en los artículos de fondo, a la doctrina unitaria (un Estado, un partido, una
organización territorial férrea y centralizada), combinada con una recrea-
ción de la variedad desde la base. Recreación que mezclaba de forma caótica
referencias regionales, locales y provinciales. Y que veía en la integración
progresiva de todas ellas un símbolo y precedente de lo que había sido la
unificación política de España. También llevó a cabo una apropiación limi-
tada de la retórica catalanista sobre Occitania, el Rosellón y el Mediterráneo,
hispanizando debidamente esas reivindicaciones; e incluso se llegaba a
reclamar la catalanidad de la localidad sarda de Alguer o de la navarridad
de la Baja Navarra francesa, transmutando su carácter vasco en españoli-
dad irredenta66. Una obsesión recurrente era la reivindicación del imperio

64
Una muestra de la apropiación del legado menéndezpidaliano por la cosmovisión
nacionalcatólica en J. M. García Escudero, «El concepto castellano de la unidad de España».
65
G. Alares, «La conmemoración del Milenario de Castilla».
66
E. Toda Oliva, «Alguer, un pueblo catalán en la isla de Cerdeña», El Español, 12 de junio de
1943; Ángel María Pascual, «La Baja Navarra termina en San Pales», El Español, 3 de julio de 1943.
144 xosé m. núñez seixas

catalanoaragonés en el Mediterráneo como primer imperio hispánico y, por


tanto, precursor de la «misión» civilizadora y religiosa en ultramar de la
España unificada. El mediterraneísmo de la tradición catalanoaragonesa se
presentaba ahora como un complemento a la expansión imperial atlántica
de Castilla67. Postulados que fueron defendidos también desde las páginas de
la revista falangista catalana Destino, donde se promovieron nuevas visiones
de la unificación de la Corona de Aragón y el Compromiso de Caspe, la
expansión catalana en el Mediterráneo, o la propia reconquista hacia el sur,
revalorizando figuras como Jaime I el Conquistador68.
También el canon de la literatura española debía ser capaz de incorporar
la pluralidad lingüística. O, al menos, una parte de ella. Algunas figuras de la
literatura catalana y gallega eran igualmente reivindicadas y apropiadas, como
Joan Maragall, Rosalía de Castro o Jacinto Verdaguer, destacando de ellos su
sentido más tradicional y católico, a la par que se daba peso a su producción
en castellano (Rosalía) o al papel de puente intercultural de autores catalanes
que escribieron en castellano, como Juan Boscán o Luis Vives69. Eugenio d’Ors
y su idea imperial fueron presentados como un puente entre un catalanismo
universal y el destino universal para España imaginado por el falangismo70. Y
se recordó incluso la existencia de dialectos como el murciano71. En todo caso,
importaba resaltar el carácter complementario de la cultura castellana de las
figuras reinventadas del canon literario catalán o gallego: el Tirant Lo Blanc,
así, se convertía en anticipo del Quijote, fusionando su seny con el heroísmo
de Amadís de Gaula72. En sucesivos números se consagraron una suerte de
monográficos con distintos artículos dedicados a regiones y ciudades sobre
temas como el mar, las danzas, los estilos pictóricos territoriales, y un largo
etcétera. El modernisme catalán fue reivindicado como una forma peculiar de
cosmopolitismo barcelonés y como un movimiento de renovación estética73.
Sin embargo, el intento, algo más ambicioso, auspiciado por la Diputación de
Barcelona, de reconvertir el Consejo Superior de Investigaciones Científicas
(CSIC) en un Instituto Español de Estudios Mediterráneos que recogiese y

67
Véase, por ejemplo, los artículos de R. Gay de Montellà, «Mediterraneismo y atlantismo» y
Fernando Díaz-Plaja, «La expedición catalanoaragonesa a Oriente», ambos en El Español del 12 de
junio de 1943.
68
Véase P. Cabellos i Mínguez y E. Pérez i Vallverdú, Destino. Política de unidad, pp. 21-23.
69
Véase, por ejemplo, Florentina del Mar, «Cuando los poetas hablan a Dios. El canto de Juan
Maragall», El Español, 20 de mayo de 1944; Félix Ros, «Barcelona en la poesía de Juan Maragall»,
El Español, 6 de febrero de 1943; M. Pérez Terol, «La Barcelona de Rius y Taulet», El Español, 26 de
junio de 1943; Eugenia Serrano, «Rosalía de Castro y Galicia», El Español, 13 de marzo de 1943;
Maximiano García Venero, «Cincuenta años de teatro catalán», El Español, 3 de abril de 1943.
70
Véase L. Armengol, «Eugenio D’Ors y la nueva Cataluña», ¡¡Arriba España!!, 11 de marzo de 1939.
71
Ángel Herrera Bienes, «Murcia y su sol de oro. Semblanza de la estirpe “panocha”», El Español,
5 de febrero de 1944.
72
A. Casas, «Tirante y Amadís», Destino, 438, 8 de agosto de 1942.
73
Véase por ejemplo José Pla, «Los “Quatre Gats” y Pedro Romeu», Destino, 117, 7 de diciembre
de 1940.
la región y lo local en el primer franquismo 145

reorientase el mito catalán del imperio medieval, e incluyese la proyección


de la identidad catalana entre sus postulados, no llegó a ser aprobado por las
jerarquías madrileñas74.
El régimen promovió igualmente un cierto resurgir del cultivo de la historia
local y provincial, que se expresó en primer lugar en el surgimiento de nuevos
institutos de investigación de ámbito provincial, como la Academia Alfonso X el
Sabio en Murcia (1940), el Instituto de Estudios Riojanos (1946), la Institución
Fernando el Católico en Zaragoza (1943) y el Instituto de Estudios Asturianos
en Oviedo (1946), entre muchos otros. La intensidad y el rigor de sus activida-
des variaba de un ejemplo a otro. Pero estaban lejos de constituir únicamente el
refugio de algunos eruditos locales de orientación católica. Pues esas instituciones
obtuvieron también el respaldo de los dirigentes locales de Falange y de los res-
pectivos Gobiernos civiles y Diputaciones. Su labor se orientó de modo general
a descubrir las raíces de la tradición provincial en la Edad Media o la Prehistoria,
y a inventariar las peculiaridades culturales de cada provincia, región o comarca.
La pluralidad de narrativas relativas al pasado local y provincial dotaba así de un
carácter más orgánico a la narrativa principal de la historiografía nacionalista espa-
ñola, mediante la ilustración de sus variadas raíces locales75. Una preocupación
que emergía también en obras como las del historiador tradicionalista Francisco
Elías de Tejada, quien en 1948 defendía la existencia de cinco grandes cuerpos
regionales, grosso modo coincidentes con las áreas lingüísticas de la Península,
que confluían en la tradición común de lo que él denominaba «las Españas»76.
La labor de los institutos provinciales de Historia y Cultura, encuadrados en el
Patronato José María Quadrado del CSIC, no estaba exenta de contradicciones.
Aspiraba a consolidar la conciencia social del pasado provincial, así como a reforzar
el valor del patrimonio cultural de las provincias, aportando así a la «artificial» divi-
sión administrativa de 1834 una nueva base cultural. Sin embargo, desde los primeros
pasos de su actividad, algunas de esas instituciones enarbolaron explícitamente la
bandera de la promoción de la cultura «regional», y por tanto supraprovincial, como
instrumento para vindicar la importancia de la contribución de sus «regiones» y, en
lo posible, provincias y localidades a la tarea de la construcción nacional y el resurgi-
miento de España, debidamente identificada con los valores de los vencedores en la
Guerra Civil. La contribución presente de las distintas regiones a la «nueva España»
católica podría ser reforzada e ilustrada con más prestancia mediante el estudio de
su relevancia en el pasado español. Esa pluralidad de enfoques territoriales también
se dejó notar en el órgano más emblemático del CSIC, la revista Arbor77.

74
Véase W. G[onzález] Oliveros, «El Instituto Español de Estudios Mediterráneos. Motivación
ideológica y política», El Español, 12 de junio de 1943; igualmente, O. Gassol i Bellet, De la
utopia mediterrània a la realitat provincial.
75
Véase M. À. Marín Gelabert, Los historiadores españoles en el franquismo. Algunas
monografías recientes sobre instituciones locales son C. Navajas Zubeldia, El IER, y C. Domper
Lasús, Por Huesca hacia el imperio.
76
Véase F. Elías de Tejada, Las Españas. Formación histórica.
77
Véase S. Prades Plaza, «El pasado de la nación».
146 xosé m. núñez seixas

Por destacar un ejemplo, la ceremonia fundacional de la Institución Fernando


el Católico, celebrada en Zaragoza el 28 de junio de 1943, fue presidida por el
ministro de Educación, el católico y turolense Ibáñez Martín, y a ella asistieron
tanto los dirigentes provinciales de FET como los presidentes de las Diputacio-
nes de las vecinas provincias de Huesca y Teruel78. Todos ellos proclamaron su
deseo de trabajar conjuntamente para promover los intereses de Aragón. En
otras ocasiones, fueron apoyados por el gobernador civil de la vecina provin-
cia de Lleida, sugiriendo la existencia de una estrategia consciente de reagrupar
provincias para crear nuevas lealtades mesoterritoriales, en este caso una suerte
de región del valle del Ebro, proyecto que no dejó de rondar en los propósitos
de algunos planificadores territoriales hasta entrados los años sesenta. Al mismo
tiempo, el diario falangista turolense Lucha insistía en la necesidad de apoyar
la labor cultural de la nueva institución para reconstruir el prestigio y fuerza
regional de Aragón y ponerla así a disposición de la «nueva España», e incidía
en una interpretación «regionalista» del legado joseantoniano, señalando entre
las tareas de las nuevas instituciones provinciales la de forjar una «cadena de
oro que agrupa en un afán común a las dos Diputaciones, a las dos provin-
cias hermanas, de Huesca y Teruel, [que] pregonarán por toda España y por el
mundo, la aportación de Aragón a la unidad española». Como resultado de esa
labor, debería destacarse la «aportación aragonesa al acervo común de la cul-
tura hispana», reforzándose los vínculos de hermandad entre las tres provincias
aragonesas, ya que precisamente esas «relaciones mutuas entre las tres provin-
cias aragonesas» habrían sido debilitadas en el pasado reciente por una «política
nefasta y liberal», y en particular por el predominio en algunas zonas rurales
del anarquismo. La solidaridad regional, como correlato de la restauración de la
gloria imperial de España, estaba sellada por la sangre de los caídos aragoneses
de las tres provincias, ofrendada a la «nueva España»79.
El empeño en destacar la contribución aragonesa a las glorias presentes y
pasadas de la nación española constituyó un rasgo permanente de las activi-
dades desarrolladas por la Institución Fernando el Católico. Lo mismo podría
afirmarse del Instituto Cultural Hispánico de Aragón fundado en 1950, cuyo
objetivo era poner de relieve el papel puntero de la región en la conquista y colo-
nización de América mediante el cultivo de dos mitos regionales por excelencia:
la Virgen del Pilar y el rey Fernando el Católico80. Aunque, en teoría, esta política
cultural y la investigación y divulgación histórica acometida por los institutos
de estudios provinciales aspiraban a reforzar y legitimar históricamente la pro-
vincia, antes que a recordar la región, en la práctica esas instituciones fueron
mucho más «regionalistas» de lo que se les presuponía. La labor de exhumar
dialectos e idiomas fue posteriormente reasumida por los nuevos regionalis-
tas y hasta etnonacionalistas durante los años finales del régimen. Por ejemplo,

78
Véase G. Alares, «La génesis de un proyecto cultural fascista».
79
«Inicia sus tareas la Institución Fernando el Católico», Lucha, 29 de junio de 1943.
80
Véase G. Alares, «Fernandinos y pilaristas»; Id., Diccionario biográfico.
la región y lo local en el primer franquismo 147

el Instituto de Estudios Asturianos llevó a cabo varios trabajos para catalogar


y categorizar el «bable» o asturiano desde un punto de vista filológico y dia-
lectológico. Sus resultados, sin embargo, fueron reinterpretados por los nuevos
«nacionalistas asturianos» de la década de 1970 para otorgarles un significado
distinto: el de fundamentar la existencia de un idioma propio, baste por tanto de
una nacionalidad diferenciada81.

EL REGIONALISMO TRIVIAL DE LOS COROS Y DANZAS

Los certámenes de Coros y Danzas que fueron organizados de modo regu-


lar por las secciones femenina y juvenil del partido único FET-JONS, desde el
primer concurso nacional celebrado entre febrero y junio de 1942 —y que, en
número de veinte, se sucederían de manera periódica hasta 1976, movilizando
en cada edición a varios miles de participantes82—, se convirtieron en un esce-
nario privilegiado para la escenificación de la idea de tradición y de unidad en
la variedad en sentido totalitario83.
El regionalismo de los Coros y Danzas consistía ante todo en conservar
tradiciones, lo realmente cantado y hablado por el pueblo. Recopilar las «can-
ciones antiguas que se conservan por tradición», una tradición supuestamente
«congelada»84. Seguía en eso una cierta impronta institucionista. De hecho,
Ramón Menéndez Pidal actuó de primer asesor de la Sección Femenina en su
labor de recuperación de cantares y coplas, alabando su labor de reunir, «encau-
zar y dirigir» el folclore español85. Pues también se trataba de reinventar esas
identidades locales y regionales, y convertirlas en una expresión de un patrimo-
nio común que debía ser intercambiado y sentido como propio por todos los
españoles, posibilitándoles un sano conocimiento mutuo: «la tradición verda-
dera, la viva, es la que modifica y depura, siempre dentro de un cauce de unidad
de estilo y fidelidad a la raíz lejana»86. Este proceso también estaba guiado por la
interacción de las modalidades de representación cultural y política. Y un común

81
J. Uría González, Cultura oficial e ideología; P. San Martín Antuña, La nación (im)posible,
pp. 64-73 y 237-284.
82
En el II Concurso de 1943 se presentaron 203 grupos corales con 5.075 miembros y 114 grupos
de danza con 1.368 integrantes; en el XIV Concurso de 1959-1960 compitieron 920 coros con
18.556 miembros y 1.572 grupos de danza con 23.378 participantes, aunque el número de
concursantes en los niveles locales era aún mayor. Existían, con todo, claros desequilibrios
territoriales. En el XV Certamen (1962), participaron 153 grupos de la provincia de Barcelona,
por 53 de Madrid y 22 de Albacete (véase E. Casero, La España que bailó con Franco. pp. 54 y 88).
83
B. Martínez del Fresno, «Mujeres, tierra y nación».
84
«A últimos de septiembre se reanudará el Concurso Nacional de Folklore», Lucha, 28 de
agosto de 1943.
85
Véase Canciones y danzas de España, p. 1. Pilar Primo de Rivera reconoció que «recibimos
el consejo inapreciable de Don Ramón Menéndez Pidal, quien nos dijo que buscáramos la
autenticidad por encima de todo» (P. Primo de Rivera, Recuerdos de una vida, p. 239).
86
G. Diego et alii, Diez años de música en España, p. 84.
148 xosé m. núñez seixas

denominador fue la noción de espectáculo, fundamental para el modo en que


el franquismo, al igual que otros regímenes fascistas contemporáneos, moldeó
su imagen pública, como parte de la sensación de un «nuevo comienzo»87. Así
se apreciaba ya en el magno homenaje dispensado por la Sección Femenina al
ejército y a Franco en Medina del Campo en mayo de 193988.
En 1940 María Josefa Hernández Sampelayo, entonces regidora provincial de
Cultura de Madrid, puso en marcha el proyecto de restaurar el folclore regional
español. De esa labor se encargaron las secciones locales de la SF, ayudadas desde
1946 por las llamadas Cátedras Ambulantes. El baile era visto como un ejercicio
físico apropiado para la mujer —hasta 1957 sería una actividad exclusivamente
femenina—, que a su vez era transmisora privilegiada de la tradición, ataviada
con un traje regional repensado de manera «casta», inspirado en la moralidad
católica. Tradición que ponía en escena la variedad y «matizaba la unidad entra-
ñable de las tierras españolas», confiriéndoles carácter orgánico y alejándolas
de cualquier idea de masa informe89. Para conmemorar el primer aniversario
de la victoria, se dispuso que «las muchachas de Sección Femenina cantasen y
bailasen en las plazas de sus pueblos, como sus abuelos, usando además en sus
canciones la lengua originaria de las mismas: catalán, gallego, bable, vascuence,
sayagués o de las altas tierras de Aragón»90. Pilar Primo de Rivera hacía gala de
esa diversidad: «Los catalanes cantaban en catalán; los vascos en vasco; los galle-
gos en gallego, en un reconocimiento de los valores específicos, pero todo ello
sólo en función de España y su irrevocable unidad»91.
Las canciones populares y las danzas también fueron cultivadas por las orga-
nizaciones juveniles del partido único. Veían en ellas un complemento formativo
apropiado para fomentar virtudes militares como la disciplina y el orden, con
sentido tradicional era una «unidad entre las tierras y entre los hombres, conse-
guida en la bella confusión de las músicas de las regiones. Por eso canta para el
pueblo la Sección Femenina»92.

87
R. Griffin, Modernismo y fascismo.
88
El homenaje de la Sección Femenina se escenificó como una entrega simbólica de los frutos
de cada tierra y las labores típicas del artesanado, realizada por afiliadas vestidas con idénticos
uniformes de la Hermandad de la Ciudad y el Campo pero con un pañuelo diferente para cada
región cubriendo su cabeza. Mujeres de toda España se acercaban a la tribuna del «Generalísimo»
y le donaban ofrendas y trabajos artesanales típicos de su región, así como estandartes de su
provincia. Durante la procesión sonaban de fondo canciones populares cuyas letras aludían a
temas de religiosidad popular, trabajos rurales, alimentos, paisajes, etcétera. A mediodía se ofreció
a Franco una comida al aire libre y la tarde se dedicó a ejercicios físicos, bailes rítmicos, juegos,
canciones y bailes regionales, con intervenciones sucesivas de numerosas mujeres vestidas con
trajes típicos, que ejecutaron muiñeiras, danzas vascas de arcos, jotas aragonesas, sardanas, el vito
y las sevillanas de Andalucía, así como el romance balear del Mayorazgo o la isa canaria (véase Y,
17, junio de 1939).
89
«El pueblo en la concepción unitaria de la Falange», El Español, 22 de enero de 1944; «Pueblo
y no masa», El Español, 29 de enero de 1944.
90
Citado por L. Suárez Fernández, Crónica de la Sección Femenina y su tiempo, p. 125.
91
P. Primo de Rivera, Recuerdos de una vida, p. 249.
92
Véase p. 11 del no 1 (1940) de la revista Consigna.
la región y lo local en el primer franquismo 149

La prensa falangista expresó su apoyo entusiasta a los Concursos Nacionales


de Falange celebrados en mayo de 1942, en los que se escenificó la pluralidad de
ritmos y bailes para celebrar una «variedad eternamente Unida, Grande y Libre»,
sancionada por Dios y por el orden social jerárquico que esas canciones y bailes
reflejarían93. Y con ocasión del Primer Concurso Nacional de Bailes Populares
organizado por el Frente de Juventudes entre abril y mayo de 1943, se celebraba
lo que consideraban una manifestación de disciplina colectiva, que combinaba
culto a la tradición y al nuevo concepto de nación. La música popular forjaba
una «unión espiritual», que caracterizaría a una generación marcada por «una
unidad de pensamiento y unidad de acción» ya que «la canción medida hace
medir los impulsos y disciplinar la voluntad, que cada voz, cada individualidad
no es más que un elemento de la armonía total». Precisamente porque el legado
cultural español estaba marcado por la diversidad, la experiencia de la variedad
era un instrumento para enseñar a los falangistas que el amor por la patria era
algo situado por encima de los sentimientos de pertenencia primaria a una tie-
rra, un idioma y una experiencia cotidiana. Sólo la percepción de la diversidad
más allá de su mundo local podía hacer a los nuevos españoles conscientes de la
importancia de la patria como misión, una ruta que «les hace marchar unidos
en una canción»94.
Si España era una e imperial, debía ser capaz de reconciliar en su regazo lo
mejor de sus componentes, condensados en una serie de imágenes y estereoti-
pos que comprendían virtudes «raciales» e implícitamente de género:
Hidalga y recia, como Castilla; tenaz, como Aragón; intrépida, como
Navarra; risueña, como Andalucía; hermosa y bella, como los vergeles y
paisajes de Galicia.

Pilar Primo de Rivera aludía así en enero de 1939 a la unidad de España como
un gran coro de voces variadas, en el que unos aprendían de otros:
Cuando los catalanes sepan cantar las canciones de Castilla, cuando en
Castilla se conozcan también las sardanas y sepan que se toca el chistu,
cuando del cante andaluz se entienda toda la profundidad y toda la filo-
sofía que tiene, en vez de conocerlos a través de los tabladillos zarzueleros;
cuando las canciones de Galicia se conozcan en Levante, cuando se unan
cincuenta o sesenta mil voces para cantar una misma canción, entonces sí
que habremos conseguido la unidad entre los hombres y entre las tierras
de España. […] España estaría incompleta si se compusiera solamente del
Norte o del Mediodía. Por eso son incompletos también los españoles que
sólo se apegan a un pedazo de tierra95.

93
E. F. de Asensi, «Coral de canciones. La riqueza folklórica de España, en el Concurso Nacional
de Falange», Mediterráneo, 31 de mayo de 1942.
94
«Competición nacional de Bailes Populares del Frente de Juventudes», Lucha, 28 de abril de 1943.
95
P. Primo de Rivera, Discursos circulares escritos, pp. 22 y 31 respectivamente. Véase también
K. Richmond, Las mujeres en el fascismo español, pp. 149-150.
150 xosé m. núñez seixas

La recuperación del folclore debía huir además del casticismo, asociado a


gusto populachero, urbano e izquierdista, y denostado como marcador étnico
o como supuesto carácter nacional por los intelectuales falangistas96. Y también
del localismo, por su posible degeneración en particularismo exacerbado97. La
Sección Femenina se apropió de los repertorios populares y los trasladó del
ámbito rural al urbano, y especialmente a los desfiles y conmemoraciones. La
danza tradicional fue teatralizada, feminizada y, sobre todo, rejuvenecida. No
sólo era un interés etnográfico, sino que trataba de depurar selectivamente ese
repertorio tradicional, fijando versiones estandarizadas e implantando una
práctica colectiva de su ejercicio, para encuadrar a la juventud98. Empero, la SF
osciló a menudo entre el deseo de difundir el folclore español en su variedad en
todas las regiones, previa depuración y selección, y el objetivo de refolclorizar
las fiestas y conmemoraciones mediante la popularización de las piezas y can-
ciones más o menos olvidadas99. Con el paso de los años combinó ambas tareas:
las instructoras locales y provinciales buscaban el poso de la tradición; pero la
Regidoría Central de Cultura de la SF, con la ayuda de musicólogos y el dicta-
men de las dirigentes falangistas, seleccionaba aquellas piezas que mejor servían
a los fines propagandísticos del régimen. Sobre todo, las que con más eficacia
simbolizaban la conjunción entre catolicismo y tradición100.

LAS AMBIGÜEDADES DEL «REGIONALISMO» FRANQUISTA

Un factor que distinguía al nacionalismo franquista de otros nacionalismos fas-


cistas contemporáneos era su contradictoria capacidad para promover marcos de
identificación local y regional como variantes complementarias de la identidad
nacional. En parte, esto era una consecuencia del persistente espectro del separa-
tismo, contemplado de modo implícito como un potencial enemigor agazapado
y presto a reaparecer tras cualquier concesión a las culturas e idiomas mesote-
rritoriales, o de cualquier medida de descentralización político-administrativa.
Esas reticencias también tenían algún fundamento. La erudición local o regional,
y la resemantización de las tradiciones y festividades locales, también ofrecie-
ron ámbitos en los que intelectuales, activistas y grupos que habían militado en
los nacionalismos subestatales con anterioridad a 1936-1939, y que habían sido

96
Véase I. Saz Campos, España contra España, pp. 246-248; E. García Luengo, «Hipertrofia del
sainete y envilecimiento de lo castizo», El Español, 10 de marzo de 1943.
97
De hecho, en el I Concurso de Coros y Danzas de 1942, los repertorios musicales de los grupos
de las distintas provincias combinaban piezas tradicionales o autóctonas con otras importadas
desde fandanguillos en Ávila hasta muiñeiras en Barcelona (véase el «Informe del Departamento
de Música de la Sección Femenina», citado por E. Casero, La España que bailó con Franco, p. 101).
98
M. J. Sampelayo, «Labor de la Sección Femenina».
99
Circular de Pilar Primo de Rivera de marzo de 1944, citada por por E. Casero, La España que
bailó con Franco, p. 46.
100
L. Suárez Fernández, Crónica de la Sección Femenina y su tiempo, p. 192.
la región y lo local en el primer franquismo 151

objeto de moderada represión, pudieron redefinir su espacio y modos de actua-


ción en favor de las culturas «regionales». Si en 1939 los franquistas jugaron con la
idea de fomentar el localismo y las identidades provinciales como antídoto frente
al catalanismo, en el caso de la localidad catalana de Vilanova i la Geltrù se ha
señalado que los catalanistas católicos y los conservadores locales se transmutaron
simplemente en entusiastas partidarios de la identidad local, en espera de tiempos
mejores101. En Galicia surgió desde la segunda mitad de los años cuarenta una
cierta dinámica marcada por la colaboración entre, por un lado, algunos activistas
culturales que mantenían en la clandestinidad el galleguismo de preguerra, y que
ejercían de eruditos locales, escritores o publicistas; y, por otro lado, algunos falan-
gistas y carlistas que abogaban por una forma de regionalismo cultural dentro de
los límites tolerados por el régimen, incluyendo historiadores locales, etnógrafos,
periodistas y profesionales liberales.
Algunas trayectorias individuales ilustraban esas ambigüedades, como la del
escritor Álvaro Cunqueiro, antiguo galleguista radical devenido en falangista
desde julio de 1936 y periodista influyente en diarios del Movimiento, pero que
no abandonó su fidelidad a la cultura galaica; o la del etnógrafo e historiador
Xosé Filgueira Valverde, galleguista conservador que tras 1939 se convirtió en
un notable del régimen en Pontevedra102. Ferran Valls Taberner, Ignacio Agustí,
José María Porcioles —quien más tarde se convirtió en alcalde de Barcelona— y
algunos representantes más del catalanismo conservador durante los años treinta
podrían ser ejemplos comparables en Cataluña, junto con el escritor Josep Pla o el
tradicionalista Martí de Riquer. Y algo semejante ocurrió con algunos nacionalis-
tas vascos antes de 1936, como el escritor católico José María de Arteche103.
Un buen ejemplo que ilustra esas ambigüedades hacia la cuestión regional
por parte de algunos representantes de segunda fila del franquismo, intelectua-
les regionales y locales, funcionarios y líderes provinciales de FET podría ser un
ferrolano anónimo que firmaba como Francisco José, muy próximo al general
Carlos Franco Salgado-Araújo, primo y consejero del «Generalísimo». Confe-
saba haber sido un republicano moderado en los años treinta, pero ahora se
definía como un ardiente nacionalista español y ferviente franquista. En diciem-
bre de 1952 dirigió un memorando a un antiguo galleguista católico (Paulino
Pedret) y a un republicano ourensano (Alberto Vilanova) en el que reivindicaba
la tradición regionalista católica, desde el carlista Vázquez de Mella a Alfredo
Brañas, y definía a Galicia como una nacionalidad «en el pasado», que no en
el presente. Las regiones habían sido «unidades de destino» en la Edad Media,
pero no desde el siglo xix. Aunque en Galicia existía un «sentimiento regional
[…] vivo y profundo», declaraba su oposición firme a cualquier forma de des-

101
Véase el memorándum a Pedro Sainz Rodríguez, 11 de septiembre de 1939, citado en B. de
Riquer, «Pròleg», pp. 20-21; también, A. F. Canales Serrano, Las otras derechas.
102
Véase, por ejemplo, X. Filgueira Valverde, Epistolario.
103
M. Marin i Corbera, Josep Maria de Porcioles; Id., «Existí un catalanisme franquista?»;
J. M. de Arteche, Un vasco en la postguerra; M. T. Echenique Elizondo, «Intelectuales vascos de
la posguerra».
152 xosé m. núñez seixas

centralización política, si bien «la unidad española no se opone a la variedad».


Era favorable a la reconstrucción cultural de la identidad gallega, a través de la
promoción de su literatura y las artes. Pero ese sentimiento no debía tener una
traducción política en el presente:
Galicia debe reconstituir su personalidad. Me opongo al presente y si
Dios no dispone otra cosa, me opondré en el porvenir. Tengo de común
con los galleguistas y separatistas de hoy y de mañana, que en el pasado
Galicia puede y debe reconstituir y evocar su personalidad histórica, con
su lengua y literatura, sus monumentos arquitectónicos, sus joyas artísti-
cas y hombres insignes. Si la ciencia es consciencia el ideal es conciencia.
No hay unas ni otro donde no hay memoria.
Sería yo un imbécil como Serrano Súñer si pretendiera negar lo evidente.
Galicia fue también una unidad de destino en lo peninsular. Afirmo que
no es ni será. Pero reconozco que lo ha sido. Vamos, pues, y sólo a efectos
históricos-filosóficos e intelectuales a reconstituir esa personalidad.
¿Qué si se reconstituye la personalidad gallega en el pasado, crearemos
un arsenal de argumentos para justificar la Galicia del presente y del por-
venir? También los quitaré yo para todo lo contrario.

El autor del memorando proponía la creación o reforzamiento de institucio-


nes de ámbito cultural gallego con sede en Santiago de Compostela, y rehusaba
hacer cualquier concesión a los localismos de A Coruña y Vigo. Y concluía espe-
rando que de su colaboración con los que denominaba «leales adversarios»
podría resultar un nuevo resurgimiento de la región104.
Lo local y hasta cierto punto lo regional fueron elementos cruciales para
la comprensión y definición de la nación y su escenificación y representación
durante el franquismo, desde las conmemoraciones y fiestas locales hasta las
exhibiciones folclorísticas, y desde las representaciones pictóricas hasta el perio-
dismo de trinchera de la División Azul. Las consecuencias políticas tangibles
de esa imaginación espacial, sin embargo, permanecieron presas de sus propias
contradicciones. La geometría de esferas de identificación territorial en España
era variada e inestable. La región no existía como entidad político-adminis-
trativa, pero era constantemente invocada en la propaganda del régimen, sus
escuelas y su publicidad turística, los recursos dedicados a la recuperación y
renovación del folclore y la tradición local, etcétera. El centralismo franquista
se basaba igualmente en un tratamiento simétrico de todas las provincias, a las
que reforzó como circunscripción administrativa general y ente local desde la
Ley de Bases del Régimen Local de 1945. Al mismo tiempo, las diputaciones
también sufrieron un vaciamiento progresivo de sus competencias, en benefi-
cio de la Administración periférica del Estado, incrementándose el poder de los
gobernadores civiles y reduciéndose el de las corporaciones locales y provincia-
les. También existían algunas divisiones especiales en ámbitos específicos, que
104
Francisco José, «Al servicio de Galicia y de mis amigos» [memorándum], Ferrol, 12 de diciembre
de 1952 (Biblioteca da Deputación Provincial de Ourense, Fondo Alberto Vilanova).
la región y lo local en el primer franquismo 153

superaban las provincias: además de las Audiencias Territoriales, los Distritos


Universitarios y las Regiones Militares, surgieron Departamentos Marítimos,
Regiones Aéreas, diez Jefaturas Superiores de Policía, Distritos Mineros, y un
largo etcétera. Los cambios permitidos en la legislación básica del franquismo
—como el Estatuto de Gobernadores Civiles de octubre de 1958, que contem-
plaba bajo determinadas circunstancias que se nombrase un gobernador general
para varias provincias; o la Ley Orgánica del Estado de 1967, que recogía en su
artículo 45.2 que «podrán establecerse divisiones territoriales distintas a la pro-
vincia»— no se tradujeron en hechos, en buena parte por las reticencias de las
élites dirigentes del régimen a dar pasos hacia la descentralización.
Las identidades provinciales también presentaban algunos problemas.
Aunque no se asociaban al fantasma del separatismo del mismo modo que
algunas regiones, retenían el pecado original de haber sido creadas por el
Estado liberal decimonónico, de acuerdo con un modelo extranjero. El fran-
quismo permitió que las regiones «históricas» sobreviviesen como marcos
informales de comunicación preferente, favorecidos por la costumbre, el
discurso público y publicado, las referencias culturales o el sistema de ense-
ñanza. Y, pese a que en los manuales escolares de Geografía se ilustraban
a menudo las regiones naturales o físicas de España, no dejaban por ello
de reproducir mapas con las regiones históricas, a menudo aderezadas de
componentes folclorizantes105. Pero este ámbito de comunicación no era
exclusivo, ni siquiera en el nivel cultural y en el de la experiencia cotidiana.
La actitud relativamente abierta hacia el «nacionalismo regionalizado» que
había caracterizado al tradicionalismo, y aun a una parte de la intelligentsia
falangista, se contraponía a otra posición, mucho más escéptica hacia la afir-
mación de la variedad, que se identificaba con el nacionalismo cuartelero de
los militares, reforzado por la experiencia colonial y la propia Guerra Civil,
temeroso de cualquier atisbo de separatismo en las «periferias rebeldes»,
vencidas pero no sometidas. Por ello la tensión entre regionalistas y jaco-
binos dentro del franquismo era más aguda que en la Francia de Vichy o,
incluso, la Italia de Mussolini y el Tercer Reich106.
Empero, el regionalismo cultural era compatible con un nacionalismo de
Estado de signo fascista, autoritario o totalitario. Bajo los regímenes fascistas
de la Europa de entreguerras, incluyendo en esa categoría al régimen franquista
en su primera etapa, coexistían el uso de un imaginario e iconografía subna-
cional con una estructuración territorial centralista (en algunos casos), y con
una apelación altamente emotiva a la nación como comunidad superior y de
destino, marcada por un signo imperial. Como Alon Confino ha sugerido para
Alemania, las metáforas de lo local y lo regional como vehículos de construc-
ción de la nación siguieron aplicándose bajo distintos regímenes políticos107.

105
Véase varios ejemplos en J. García Álvarez, Provincias, regiones y comunidades autónomas,
pp. 369-390.
106
Véase A.-M. Thiesse, Écrire la France, y S. Cavazza, Piccole patrie.
107
A. Confino, Germany as a Culture of Remembrance.
154 xosé m. núñez seixas

El regionalismo podía ser invocado para combatir los peligros de la construc-


ción estatal en su variante napoleónica: liberalismo, jacobinismo, progresismo y
burocratización. Si el fascismo genérico puede ser definido, según autores como
Griffin o Payne, como una forma de «nacionalismo palingenésico»108, situar la
nación en la cumbre de la jerarquía de valores no significaba necesariamente
que aquélla tuviese que ser homogénea desde el punto de vista territorial, polí-
tico-administrativo y cultural. Para los fascistas, tanto en España como en otros
países, la nación era una realidad más revestida de autenticidad que el Estado,
que no se definía por ello en términos idealtípicos y racionales, sino a través de
sus componentes espaciales subalternos, legitimados por la tradición.

108
R. Griffin, The Nature of Fascism.
AFINIDADES ELECTIVAS
franquismo e identidad vasca, 1936-1970

Fernando Molina Aparicio


Euskal Herriko Unibertsitatea

El franquismo constituye, junto con la crisis foral decimonónica, el tiempo histó-


rico por antonomasia del imaginario político vasco*. Es un tiempo que integra dos
franquismos. Uno histórico, más sometido a los dictados de la memoria colectiva
que de la historiografía, pero que trata de interpretarlos a través del método cientí-
fico. El otro es un mito político, un dispositivo narrativo definido por la memoria
del nacionalismo vasco, destinado a definir la identidad de los vascos del presente.
Este franquismo mítico fue concebido en el marco de la oposición política a la
Dictadura de los años sesenta, como un cauce externalizador de los problemas que
aquejaban a ese conglomerado de organizaciones y partidos clandestinos en su dis-
par concepción de la política y la soberanía. Fue creado con el fin de que estos actores
políticos se arrogaran la identificación exclusiva con un ideal abstracto de libertad y
democracia en cuya oposición colocaban a la Dictadura. Así, la consideración de algo
o alguien como «antifranquista» le concedía automáticamente legitimidad como
demócrata, por mucho que el proyecto que reivindicara fuera poco acorde con el de
una democracia liberal o «burguesa», como se decía entonces. La coyuntura política
del tardofranquismo, con el surgimiento de una complementaria oposición armada
representada por Euskadi Ta Askatasuna (ETA) y el rebrote de políticas represivas
estatales respecto de las manifestaciones políticas y de identidad de amplios sectores
de la sociedad vasca, intensificó una consideración del franquismo más proclive al
mito que a la historia, en la que las violencias del presente se vinculaban a las de la
guerra y posguerra, ignorando (si no falseando) las actitudes individuales y colec-
tivas de complacencia, colaboración o abierta identificación local que el régimen
había concitado durante décadas.
La política nacionalizadora adoptada por ETA se encaminó ya en la década de los
setenta, en paralelo, a destruir los lugares de memoria del franquismo histórico y a
aterrorizar o exterminar a sus avalistas residuales en el espacio local, difuminando
un colectivo social en declive ideológico que pasó a desaparecer del espacio público.
* Agradezco la ayuda que en la elaboración de este texto he recibido de Joseba Louzao, Alejandro
Quiroga (quien, además, me ha proporcionado documentación valiosa para su elaboración),
Antonio Míguez y José M. Faraldo. Este texto tiene como marco el proyecto HAR2008-
06252-C02-01, «Imaginarios nacionalistas e identidad nacional española en el siglo xx», así como el
Grupo de Investigación del sistema académico vasco IT-429-10, liderado por Luis Castells (UPV).

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 155-175.
156 fernando molina aparicio

De esa manera, la realidad social fue forzada a adaptarse a los discursos de la opo-
sición antifranquista, que cuestionaban cualquier implicación de la sociedad vasca
en ese régimen. La memoria colectiva de los vascos se adecuó al nuevo ciclo de vio-
lencia y protesta contra la Dictadura, convirtiéndose el franquismo en un mito que
vinculaba los asesinatos del otoño de 1936 en Guipúzcoa con los primeros muertos
de ETA o las redadas masivas de estudiantes y trabajadores de finales de los años
sesenta y los primeros setenta1.
Finalmente, el debate político local de la Transición incrementó esos conte-
nidos míticos, al definir canónicamente los referentes de la memoria colectiva
(como toda memoria, parcial, subjetiva e idealizada). La consideración de los
militantes de ETA como «gudaris de hoy», aquellos que habían recogido el tes-
tigo de los «gudaris de ayer», elaborada discursivamente por Telesforo Monzón,
exdirigente del Partido Nacionalista Vasco (PNV) reubicado como propagandista
mesiánico de Herri Batasuna, también tuvo eco en el propio PNV, cuyo porta-
voz más carismático llegó a calificar a José Miguel Beñarán (más conocido por
su apodo de Argala), dirigente de ETA militar asesinado en 1978, como «uno de
los nuestros». Las referencias al franquismo como fenómeno externo a los vascos
fueron constantes en el discurso del PNV, partido que formó Gobierno en 19802.
El franquismo pasó finalmente, en la década de 1990, a alimentar el metarrelato
definitivo del nacionalismo en el poder: el conflicto vasco. El Pacto de Lizarra,
consignado por las fuerzas abertzales (en adelante este adjetivo será utilizado
como sinónimo de nacionalista vasco) el 12 de septiembre de 1998, sancionó al
respecto que «la sociedad vasca, durante demasiados años, ha venido sufriendo
las consecuencias de un conflicto histórico de naturaleza política no resuelto»3.
Este relato ha invadido el debate local en torno a la memoria histórica, en donde
los muertos por la represión militar en sus diversos ciclos de guerra, posguerra
y declinar del régimen de Franco son colocados como víctimas que sumar a las
generadas por el Estado democrático actual, con el fin de equilibrar los saldos de
la violencia terrorista de signo nacionalista en la España democrática4.
Es, así, común encontrar textos históricos que presentan la autonomía obte-
nida durante la Segunda República como una aspiración general del «pueblo
vasco» por retornar al supuesto estado armónico foral perdido en 1876, en el que
la promoción de «la identidad vasca» volvería a hermanarse con el autogobierno
político. Ello habría sido obstaculizado por la invasión «fascista» comandada
por el general Franco, cuya voluntad de destrucción de «la identidad vasca»

1
P. Aguilar Fernández, «La guerra civil española», p. 137; F. Molina Aparicio, «Intersección
de procesos nacionales».
2
J. M. Benegas (ed.), Recuerdo de Fernando Múgica, pp. 167-168.
3
M. Montero García, «La historia y el nacionalismo», pp. 252-260. El relato histórico del
«conflicto vasco» en F. Molina Aparicio, «El conflicto».
4
Como plantea uno de los libros característicos de esta historiografía partisana: J. Agirre (ed.),
No les bastó Guernica. El lugar del franquismo en la memoria colectiva abertzale en J. A. Pérez y
R. López, «La memoria histórica».
afinidades electivas 157

habría quedado simbolizada en el bombardeo de Guernica5. El patrón cientí-


fico de estas obras es la ausencia de crítica de fuentes, suplida por la exposición
reiterada de documentos; la confusión entre fallecidos en los frentes de guerra o
bombardeos con los «represaliados» de retaguardia; la acumulación de víctimas
«vascas» catalogadas según criterios biológicos y no administrativos, plagios
descarados de trabajos de historiadores profesionales; y una marcada ausencia
de interés comparativo con otros territorios españoles…6.
Todos estos trabajos se insertan en un intento público por gestionar la
memoria del franquismo en el contexto del interés generado por el debate de
la «Memoria Histórica», en el que los nacionalistas vascos, fusilados, exiliados o
silenciados, se convierten en
el paradigma de los vencidos, ya que perdieron la lucha [por la República]
y además perdieron su libertad política y cultural, con la prohibición de
hablar euskera7.

Esta lectura se hace, además, adaptando la represión de posguerra, lejana en el


recuerdo, a la de los últimos años de la Dictadura y la Transición, de la cual existe una
amplia memoria colectiva muy presente en la vida pública. Este relato oficial en el
espacio público vasco, especialmente en el discurso del nacionalismo en el poder, se
ha visto respaldado por estudios internacionales que insisten en presentar la repre-
sión franquista como una política de exterminio del nacionalismo vasco. Y es que a
los «altísimos» índices de asesinatos y encarcelamientos de «vascos» se habría unido
el intento de destrucción de una «cultura milenaria»8. Así, la represión adquiere el
preceptivo tinte «genocida»9. En este texto veremos otra historia del franquismo y
la múltiple identidad vasca que en estos años se promocionó diferente a este mito
reproducido de forma cotidiana y mecánica en los canales públicos del País Vasco.

ENTRE JAUNGOIKOA Y LAS CORTES: 1931-1936

A la altura de 1900 la nacionalización del catolicismo vasco fue interceptada


por las posiciones laicistas y anticlericales del Partido Socialista Obrero Español
(PSOE) y de los partidos republicanos. El campesinado vasco vivía por entonces

5
C. J. Watson, Basque Nationalism and Political Violence, p. 173; R. P. Clark, The Basques, p. 21;
A. D’Orsi, Guernica, p. 17.
6
S. de Pablo, «La Guerra Civil en el País Vasco»; Id., «Silencio roto (sólo en parte)», p. 397; Id.,
«Historiografía: estado de la cuestión», pp. 47-49; F. Espinosa, «Sobre la represión franquista»,
pp. 61-65; M. Prats, La cuestión de la «Memoria Histórica», pp. 19-35.
7
Ibid., pp. 25-27, la cita en esta última página.
8
X. Irujo, «Introduction to a Political History», p. 49; D. Muro, Ethnicity and Violence, pp. 92-93.
9
C. J. Watson, Basque Nationalism and Political Violence, p. 174. Llama la atención que esta
tesis que victimiza a los nacionalistas por encima del resto de represaliados vascos, cuya identidad
se difumina, la mantenga. P. Preston, El holocausto español, pp. 565-579, pese a que maneja un
conocimiento bibliográfico mastodóntico de la violencia franquista en el conjunto de España.
158 fernando molina aparicio

un intenso proceso de politización dotado de una apreciable dimensión patrió-


tica, cuyo canal no era el Estado liberal, sino dos fuerzas políticas con una notable
sintonía cultural, que se disputaban la hegemonía política en ese mundo: el tradi-
cionalismo, dividido entre integristas y carlistas, y el nacionalismo vasco10.
Los cambios en actitudes sociales, festivas, sexuales y laborales que habían
tenido lugar a lo largo del último tercio del siglo pasado comenzaron a afectar
al campo vasco y generaron una reacción violenta entre los católicos más extre-
mistas. Herman Lebovics ha calificado la disputa entre laicistas y católicos en la
Francia del primer tercio del siglo xx como una «guerra por la identidad cul-
tural», en la que la derecha católica y su «nacionalismo integral» establecieron
un atractivo discurso centrado en la recuperación de los valores y tradiciones
de la «verdadera Francia»11. Este discurso político recurría a un lenguaje patrió-
tico esencialista y reivindicaba la autenticidad católica de la nación que, una vez
recobrada, sería la garantía de una identidad nacional en la que la «pequeña
patria» actuaba como marco de expresión de la «patria grande». Esta tesis es
exportable al caso vasco-español y permite entender el conflicto de identidades
colectivas de ese tiempo, en el que tradicionalistas, monárquicos y nacionalis-
tas vascos pugnaban entre sí como valedores esenciales de la «verdadera Euskal
Herria (o, como también se denominaba, Vasconia)». Sólo se diferenciaban en
la lectura nacional de esa pugna. Y es que mientras unos buscaban convertir el
País Vasco en una «nueva Covadonga» insurgente que iniciara la «reconquista»
de España, los otros buscaban separar definitivamente «Euzkadi» de una España
«impía» que caminaba por la senda del «ateísmo»12.
La llegada de la República fue vivida por el catolicismo vasco, consiguientemente,
bajo el prisma del castigo divino. El debate autonómico que inmediatamente se
abrió puede verse como un primer ejemplo de esta comunidad de referentes
identitarios entre católicos. La identidad vasca que se tipificó en ese proyecto de
autogobierno que, por primera vez, contemplaba un horizonte territorial no pro-
vincial tenía como fundamento cultural el regionalismo decimonónico de matriz
foral y simpatías tradicionalistas, comunicado a través de diversos componentes.
Uno de ellos era el romanticismo historicista, que establecía una consideración
ancestral del pueblo vasco como sujeto político. Otro, muy vinculado a éste, pues
interactuaba con su estética étnica, era el ruralismo, reflejado en la exaltación de
los tipos campesinos como símbolo de lo vasco, especialmente de la lengua.
El proyecto autonómico de unidad católica entró en crisis a fines de 1932,
cuando el tacticismo de los nacionalistas respecto de la autonomía entró en
conflicto con la posición confrontacional de tradicionalistas, monárquicos o
republicanos conservadores. Se generó un distanciamiento político entre ambos
extremos católicos, fuertemente condicionado por el debate político entre dos

10
J. Louzao Villar, Soldados de la fe.
11
H. Lebovics, True France.
12
F. Molina Aparicio, «De la Historia a la Memoria», pp. 174-181; Id., «La autonomía de la
política»; J. Louzao Villar, Soldados de la fe, pp. 65-66; Id., «La Virgen y la salvación de España»,
pp. 197-203; Id., «¿Una misma fe para dos naciones?».
afinidades electivas 159

vertientes de un mismo bloque cultural que pugnaban, de la mano de naciona-


lismos alternativos, por arrastrar hacia sí a una misma comunidad de votantes.
Pero este distanciamiento fue político, no cultural.
Este es el contexto en que deben colocarse las investigaciones de José
Miguel de Barandiarán, intelectual (y, no por casualidad, sacerdote) que
destacó por su habilidad para introducir esta representación tópica de la
identidad vasca común a todos los católicos en proyectos científicos de gran
envergadura, tanto en el terreno etnográfico como en el prehistórico. Sus
campañas arqueológicas alimentaron un relato del pasado hecho a medida
de la identidad tópica de la comunidad católica. Los vascos aparecían como
una comunidad de identidad uniforme desde el Paleolítico. El cristianismo
simplemente habría terminado de fijar su «humanismo» característico, con
el que aludía a la dimensión trascendental y monoteísta de los hábitos y
costumbres de este pueblo ancestral. Sobre ese humanismo «precristiano» se
habría edificado la «familia» como eje de la vida social y medio natural del
vasco, simbolizada en la casa solar. La «conciencia de grupo étnico» remitía
a la época paleolítica, y en ella tenía un papel central la lengua, las artes
populares y los modos de vida campesinos13.
El fenómeno de las apariciones marianas de Ezquioga fue la guinda de un
contexto histórico de desorientación política que incentivó el refugio defensivo
de todos los sectores católicos vascos en una concepción confrontacional de la
identidad vasca. Ello se vio beneficiado, además, por el furioso españolismo
anticlerical de republicanos y socialistas, que convirtió el debate en torno a la
identidad territorial en una continuación del que habían generado las guerras
civiles decimonónicas, una pugna entre el campo (la barbarie) y la ciudad (la
civilización), entre los «cavernícolas» y los ciudadanos, entre el «Gibraltar vati-
canista» y la República. Las fuerzas que respaldaban a esta última manifestaron
una escasa sensibilidad a los componentes tópicos de la identidad vasca y ello
alentó su contemplación extranjerizante tanto por parte de nacionalistas vascos
como de derechas españolistas14.
Los discursos nacionalistas tienden a incorporar una «estructura triádica» de
reminiscencias bíblicas, consistente en la exaltación de tres momentos de la vida de
la nación: una edad de oro correspondiente a un pasado idealizado, un presente de
decadencia patria y un futuro de regeneración nacional15. La identidad vasca inser-
tada en el debate público de la Segunda República fue concebida, así, desde esta

13
J. Perea, El modelo de Iglesia subyacente, pp. 1245-1254.
14
F. Molina Aparicio, «El vasco o el eterno separatista»; Id., «La autonomía de la política»;
J. Louzao Villar, «¿Una misma fe para dos naciones?».
15
Esta estructura es utilizada por A. Quiroga Fernández de Soto, «Hermanos de sangre»,
con el fin de explicar el marco social que favoreció los préstamos culturales de matriz racista entre
los nacionalismos católicos ibéricos. Se inspira en M. Levinger y P. Franklyn-Lytle, «Myth and
Mobilization». El papel esencial de esta estructura retórica en el nacionalismo vasco extremista
ha sido subrayado por J. Casquete, En el nombre de Euskal Herria, pp. 53-54, quien se inspira en
R. Girardet, Mythes et mythologies politiques.
160 fernando molina aparicio

estructura narrativa de matriz religiosa en la que una Arcadia (foral) feliz se veía
contrastada con un presente apocalíptico con el fin de incentivar la movilización
política en pos de un horizonte de recuperación de los valores patrios perdidos.
Este patrimonio cultural común fue autónomo de la pugna política entre
nacionalistas vascos y españolistas, y sirvió para unir ambos movimientos
socio-políticos en torno a una misma representación de la identidad territorial.
Una identidad colocada en oposición a un conglomerado de culturas políticas
que sólo convergían en un común ideal republicano, bien de forma tacticista
(como antesala de la revolución obrera) o bien finalista, de signo liberal o socia-
lista. Este conglomerado abarcaba federalistas ubicados en Acción Nacionalista
Vasca o los pequeños partidos republicanos liberales, que compartían una parte
del imaginario romántico vasco de los católicos por ser común a la tradición
liberal decimonónica, pero que rechazaban el catolicismo como elemento esen-
cial de la identidad territorial; también a facciones republicanas que incidían en
representaciones más provincialistas que regionalistas, en las que la identidad
romántica constituía poco menos que una vaga referencia con que afianzar un
republicanismo cívico de inspiración fuerista. Finalmente, este conglomerado
incorporaba opciones políticas más netamente obreras que prescindían, en su
versión anarquista o socialista, de casi cualquier referente activo de signo regio-
nal. Sólo la incipiente facción comunista había practicado una amplia absorción
de referentes identitarios de signo etno-nacionalista, en buena medida como
recurso de confrontación con el activo españolismo de los socialistas16.

EL «HOLOCAUSTO» VASCO

Entre 1933 y 1936 tuvo lugar una pugna política de gran intensidad entre los
nacionalismos que articulaban el bloque católico por el monopolio de la iden-
tidad vasca. El golpe de Estado del 18 de julio terminó por ventilar de forma
violenta este debate tanto como la guerra cultural que tenía como marco. La
insurrección militar actuó como la coyuntura de oportunidad política perfecta
para el despliegue del proyecto homogeneizador nacionalcatólico de tradicio-
nalistas y otras ramas católicas españolistas, mientras la cúpula del PNV decidió
sacar partido de la posibilidad de obtener el ansiado Estatuto de Autonomía
y, así, afianzar institucionalmente su gestión política de la identidad vasca.
Comenzó entonces una enconada disputa en torno a ésta entre el Gobierno
de Euzkadi radicado en Bilbao y el nuevo Estado nacionalista de Burgos, que
colocó buena parte de su industria propagandística en San Sebastián una vez la
ciudad fue tomada en el otoño de 1936.
Los esfuerzos propagandísticos de los dos contendientes católicos por negar
la condición de vasco del adversario fueron notorios. Así, si el Gobierno Vasco
se arrogaba la defensa de esta identidad como su principal fin institucional,
16
A. Rivera Blanco, Señas de identidad, pp. 91-134 y 170-218; F. Molina Aparicio, «La autonomía
de la política».
afinidades electivas 161

en contraposición a la invasión «fascista española», la propaganda rebelde


insistió en negar la condición vasca al PNV en tanto que defensor de una
república de «bolcheviques» y «marxistas», contraria a las «esencias católicas»
vasco-españolas. La propaganda del nuevo Estado recurrió con intensidad al
epíteto «rojo-separatismo» para banalizar el complejo universo de identida-
des e ideologías políticas que sostuvo la causa de la República y enajenar todas
ellas de la identidad vasca. El catolicismo de este tercio de vascos «hipnoti-
zados» por la jefatura del PNV convirtió su apuesta por la República en una
«tragedia espiritual» de notables proporciones por cuanto cuestionaba el mito
fundador de la insurrección militar, la Reconquista católica tan arraigada en
la cultura política del País Vasco17. El contenido expiatorio de este discurso
confrontacional dejaba abierta, sin embargo, la puerta a una «conversión» de
estos católicos «descarriados», cosa que no se persiguió respecto de los demás
republicanos, banalizados en sus diversas y, a menudo, conflictivas identi-
dades políticas (liberales, comunistas, socialistas, anarquistas) en la común
condición de «rojos»18.
Esta dispar consideración de unos enemigos respecto de otros ha sido un
tanto minusvalorada y muchos historiadores han asimilado con demasiada
simpleza el recurso al epíteto del «rojo-separatismo» como indicador de una
estigmatización paritaria entre las dos comunidades políticas que este eng-
lobaba. Algo que los actuales estudios sobre la Guerra Civil en el País Vasco
cuestionan. Si uno parte de estos estudios y se olvida del partisanismo historio-
gráfico que tanto contamina el discurso académico, local lo que se desprende
es que el nacionalismo vasco magnificó a sus propios caídos, especialmente los
asesinados por el «terror caliente» del otoño de 1936. Y que para ello no dudó
en apropiarse de sucesos de gran impronta simbólica, caso del bombardeo de
Guernica, el Decreto-Ley de 23 de junio de 1937 que abolía el régimen de Con-
cierto en Vizcaya y Guipúzcoa —si bien no introducía la famosa caracterización
de «provincias traidoras»— o la represión de expresiones públicas y topóni-
mos en lengua vasca, pese a que ésta careciera de diseño institucional y fuera
el producto de ordenanzas y bandos locales. Todo ello con el fin de incidir en
la narrativa maestra del Gobierno Vasco: la concepción de la guerra como una
«invasión española» destinada a combatir las aspiraciones independentistas de
la mayoría de los vascos19.

17
La primera cita en A. Merry del Val, Spanish Basques and Separatism, pp. 40-41; la segunda
en R. García de Castro, La tragedia espiritual de Vizcaya, p. 15; el arraigo de la figura narrativa de
la Reconquista en J. Louzao Villar, Soldados de la fe, pp. 66 y 128-129.
18
La propaganda franquista armó una réplica exacta de las manifestaciones favorables al
arrepentimiento de los católicos rebeldes que practicó el nacionalismo vasco, lo cual da idea de las
afinidades identitarias y discursivas entre ambos bandos (X. M. Núñez Seixas, «Los nacionalistas
vascos», pp. 588-589). La dificultad del «perdón» a los «impíos rojos» y el poco interés en su
«conversión» en G. Gómez Bravo y J. Marco, La obra del miedo, pp. 269-291.
19
Los acontecimientos que he enumerado son objeto de análisis monográfico en las siguientes
obras: S. de Pablo, «La lingua basca»; X. M. Núñez Seixas, «Los nacionalistas vascos», pp. 585-
588; J. A. Pérez Pérez, «Foralidad y autonomía», pp. 285-292.
162 fernando molina aparicio

Esta apropiación era natural en la medida en que el discurso político abert-


zale descansaba desde su nacimiento en una identificación total y exclusivista
con la causa del pueblo vasco, lo que le llevaba a asimilar como propio el
bombardeo de su capital simbólica o la reprobación oficial de sus territorios
históricos o su lengua singular. Estos tres acontecimientos ayudaron al nacio-
nalismo vasco a reproducir el canon narrativo característico del conjunto de
la derecha católica vasca, pero que después de la Guerra Civil sólo pudo ser
lógicamente exhibido por su parte derrotada. Se trata del ya aludido relato de
la edad de oro perdida (fueros en el pasado, autonomía en el presente) y el
presente de decadencia (represión de guerra y posguerra) que anunciaba un
futuro de regeneración.
Y es que la Guerra Civil había desequilibrado el debate público de la identidad
vasca al conciliar una comunidad republicana considerada tradicionalmente
como «antivasca» con la abertzale, dejando un exiguo tercio sociológico de
católicos tradicionalistas o independientes (de ascendente monárquico o falan-
gista, normalmente) como gestores de la «tradición vasca» exaltada por el
discurso oficial del «nuevo Estado». Este tercio se agrupaba mediante uno de
los varios nacionalismos españoles que confluyeron en el discurso rebelde, de
signo propiamente tradicionalista y católico, que debía compartir espacio con
otros nacionalismos más centralistas, militaristas o castellanistas (o navarristas).
Todos descansaban en una banalización de la identidad vasca, identificada con
la causa separatista, contrapuesta al papel cohesionador que conferían a otras
regiones como Castilla o Navarra20.
La patrimonialización de la represión política en suelo vasco practicada
por el PNV fue posible no porque la comunidad que este partido articulaba
fuera la más represaliada, más bien por lo contrario. Los datos acerca de la
represión rebelde durante y después de la guerra reflejan cómo las políticas de
represión y depuración más sustanciales afectaron con mucha mayor entidad
a «rojos» que a «separatistas». La acción represiva sobre los primeros persiguió
su «exterminio» cultural y, en tanto que tal, el fin de una tradición patriótica
secular como era la República; la ejercida sobre los segundos persiguió, sim-
plemente, su adaptación con mayor o menor fervor a una tradición política
que les era propia. La violencia incorporada a las políticas de nacionaliza-
ción franquista persiguió un objetivo muy diferente en unos que en otros: en
unos tuvo como fin la destrucción, en otros, simplemente, esa «conversión» y
arrepentimiento a que se había referido la propaganda insurgente al tratar la
«tragedia espiritual de Vizcaya»21.

20
X. M. Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor!, pp. 277 y 281; la diversidad de nacionalismos
franquistas en I. Saz Campos, España contra España; su segmento militarista en Jensen, Irrational
Triumph.
21
I. Saz Campos, España contra España, pp. 157-158; A. F. Canales Serrano, Las otras derechas,
p. 237. Datos actualizados sobre los variables niveles de violencia en unos y en otros, en P. Barruso,
Violencia política y represión, pp. 217-407; J. Gómez Calvo, Matar, purgar, sanar; F. Espinosa,
«Sobre la represión franquista», pp. 72-73.
afinidades electivas 163

El resultado fue un desmantelamiento de la República en el País Vasco y, con


ella, de su complejo universo de identidades colectivas e ideologías políticas,
cuya relación con la pretendida identidad vasca «objetiva» había sido siempre
problemática. Así lo sugiere una reciente indagación biográfica que refleja la
destrucción emocional interna de las familias republicanas, abocadas al exilio
exterior o interior, a una supervivencia difícil bajo el estigma de su condición
«roja», así como al silencio público y privado de los traumas de la guerra y la
derrota22. No fue ése el caso del nacionalismo vasco. Esta comunidad pudo
aprovechar los canales institucionales del nuevo Estado para asegurar su repro-
ducción, especialmente los de la Iglesia. Asociaciones parroquiales, de padres
de familia o deportivas, organizaciones de la Acción Católica, cofradías locales,
etcétera, le permitieron renovarse generacionalmente, alentando un recuerdo
resentido en el espacio íntimo, en donde el nuevo Estado apenas intervino23.
El dispar destino experimentado por un ilustre «rojo» como Julián
Zugazagoitia Mendieta, ministro del Gobierno de Negrín y director de El
Socialista, detenido por la Gestapo en Francia, entregado al Gobierno de
Franco y ejecutado en tiempo récord, y el de un ilustre «separatista» como
Luis Arana Goiri, cofundador e ideólogo maestro del PNV, reincorporado
desde el exilio a la vida local de Santurce un año antes del fusilamiento de
Zugazagoitia, hasta su plácido fallecimiento una década después, es un buen
reflejo de la diversidad de trato dado por los vencedores a las dos comuni-
dades políticas que se habían identificado con la causa republicana. En esta
diferencia de trato reside la clave narrativa de la memoria compartida anti-
franquista que se difundió durante la Dictadura. Y es que esta fue elaborada
por aquellos que mantuvieron, merced a la benevolencia con que fueron
tratados, su condición de comunidad, lo que tuvo como consecuencia, pre-
cisamente, el poder elaborar un recuerdo compartido e intergeneracional.
Es por ello lógico que no sólo se arrogaran el mayor sufrimiento, sino que
llegaran a hacer suyo el ajeno, computando como propio el de las otras fac-
ciones republicanas literalmente destruidas. Sin embargo, otra es la paradoja
central que encierran estas diversas y contrapuestas experiencias comuni-
tarias (y, en tanto que tal, identitarias) de la guerra y la posguerra. Y es
que la política nacionalizadora que el nuevo Estado aplicó con saña, des-
mantelando el entramado institucional de la República (jurídico, educativo,
político, asociativo, sindical), exterminando una porción de sus simpatizan-
tes, encarcelando a otra y «recatolizando» a la restante, lo único que hizo fue
reforzar la identidad tópica que unía a católicos vencedores y vencidos y, con
ello, los mimbres culturales de la futura «regeneración» de la nación vasca.
El régimen de Franco «purificó» esta identidad, consumando su conversión
en «la» de todos los vascos…

22
J. Juaristi y M. Pino, A cambio del olvido. La misma dimensión privada de la violencia
franquista ha sido subrayada por M. Sánchez Mosquera, Del miedo genético a la protesta.
23
C. J. Watson, Basque Nationalism and Political Violence, pp. 174-176; X. M. Núñez Seixas,
«Sobre memoria, minorías nacionales y nacionalismos sin Estado», pp. 450-452.
164 fernando molina aparicio

AFINIDADES ELECTIVAS

Como ya se ha dicho, durante la Guerra Civil tuvo lugar un debate sobre la


identidad territorial en el País Vasco. Este debate no fue entre dos nacionalismos
unitarios posicionados en cada bando en conflicto. No existía unidad alguna
entre el republicanismo español en materia patriótica, y el propio nacionalismo
vasco actuó de forma autónoma respecto del discurso y práctica nacionalista de
la Segunda República. Pero tampoco la hubo en el bando rebelde. El naciona-
lismo fue la condición esencial del movimiento militar y civil sublevado contra
la República24. Sin embargo, más que una cultura política común a todos sus
componentes, lo que hubo fue una serie de referentes unitarios transversales,
articulados en torno a la defensa de la religión y a un difuso anhelo de contra-
rrevolución. Más allá de eso, la consideración de los componentes y símbolos de
la nación fue muy dispar entre sus diversas familias.
El franquismo ha encerrado en su falsa rotundidad como epíteto histórico
una improbable unidad entre lo que fueron diversos grupos sociales y familias
políticas unidos por una cultura política etno-católica y, fundamentalmente,
por los lazos de sangre que genera toda guerra: una memoria de martirio y
victoria, un repertorio consensuados de símbolos y mitos de la sangre derra-
mada, un enemigo banalizado en la identidad del «rojo», con mayor o menor
aditamento «separatista»… Probablemente estas diversas familias se hubieran
despedazado, en caso de derrota, con tanta fruición como lo hicieron las repu-
blicanas en el exilio. Pero ganaron, y la victoria fue el principal lazo de unidad
entre posicionamientos políticos diferentes, si no claramente divergentes, tam-
bién en su dimensión patriótica.
La patrimonialización de la identidad vasca no fue un objetivo al que aspira-
ran todos los nacionalismos implicados en la insurrección militar, únicamente
fue reivindicada explícitamente por el tradicionalista. Este nacionalismo se
vio obligado a compartir la gestión de las «políticas de la victoria» con otro
que tenía una relación mucho más conflictiva con las identidades regionales,
especialmente con aquellas que habían servido a la causa republicana. Este
nacionalismo, falangista o católico-monárquico, se fundamentaba en una
consideración etno-castellana de la nación, una cierta desconsideración de la
pluralidad regional y sus señas de identidad (lenguas y tradiciones particulares)
y la exigencia de subordinación de la diversidad cultural al centralismo político.
Fue este nacionalismo el que, ya en la guerra, alimentó bandos y proclamas des-
preciativos respecto del euskera y proclives a una caracterización de dos de las
tres provincias vascas como «poco españolas»25.
Sin embargo, este nacionalismo cohabitó con otro tradicionalista que ali-
mentó una parte importante del imaginario político y simbólico del nuevo
Estado, desde el calendario conmemorativo (Fiesta de los Mártires de la

24
X. M. Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor!, pp. 180-181.
25
Ibid., pp. 281-284 y 306-320.
afinidades electivas 165

Tradición) hasta su semántica política, caso de la consideración foral de los


derechos colectivos (Fuero del Trabajo, Fuero de los Españoles)26. Este diseño
político, fuertemente infiltrado por los principales referentes organicistas,
tradicionalistas y corporativistas que alimentaban la consideración tópica
del autogobierno foral vasco, subyacía en aquella afirmación de Salvador de
Madariaga de que «el régimen actual franquista que padece España es más
vasco que castellano»27. Tal es el diseño institucional que permitió encajar la
identidad vasca disputada durante la Guerra Civil en el nuevo Estado y, con
ella, al sector católico del bando perdedor.
La apropiación institucional del imaginario de «la» identidad vasca durante
la posguerra empezó por la patrimonialización de sus señas más «objetivas»
en el espacio público. Las conmemoraciones y celebraciones populares, tanto
aquellas vinculadas al calendario festivo ritual como las dirigidas a honrar
visitas ilustres, exhibieron con amplitud la estética etno-rural que tradiciona-
listas y nacionalistas vascos habían compartido y celebrado. Tanto las visitas
circunstanciales de Francisco Franco como sus periódicas estancias estivales en
San Sebastián fueron dotadas de todo tipo de aditamentos folclóricos —desde
el Agur Jaunak hasta el zortziko de bienvenida— destinados a ensalzar ante el
«Generalísimo» la identidad supuestamente objetiva de los vascos28.
Por lo demás, el repertorio católico de movilización y conmemoración cons-
tituyó el más importante canal de expresión de esta identidad en clave patriótica.
Son varios los científicos sociales que han defendido la marginalidad de estas
tierras respecto del consenso con la Dictadura, pintándolas como un territorio
sometido a un código de guerra que impedía la manifestación del disenso, pero
en el que la mayoría de la población se posicionaba en contra de la Dictadura.
Esta tesis se sustenta en una minusvaloración del elemento religioso subyacente
en muchos de los canales nacionalizadores de esos años, muy propia de una
generación que vivió una experiencia secularizadora un tanto traumática (por
no hablar de una excesiva integración de la memoria nacionalista en el análisis
científico del pasado)29.
Lo cierto es que la memoria local de la Guerra Civil animó el calendario
conmemorativo local, y que el ceremonial patriótico de impronta nacionalca-
tólica interactuó fluidamente con esos mitos y memorias locales, alentando un
ritual de marcado acento fúnebre destinado a «conmemorar la muerte» con
el fin de «recordar la historia»30. Celebraciones eclesiales, misas de campaña,

26
C. Calvo, «La fiesta pública durante el franquismo», p. 175; J. Montero Díaz, El Estado
carlista, pp. 518-519; G. Di Febo, «El modelo beligerante del nacionalcatolicismo franquista».
27
Salvador de Madariaga, De la angustia a la libertad (1977), pp. 342 y 522, citado en L. Castells
y J. Gracia, «La nación española en la perspectiva vasca», p. 988.
28
J. Walton, «General Franco at the Seaside» (agradezco al autor el haberme facilitado esta
ponencia inédita); J. M. Sada, Franco en San Sebastián.
29
Los exponentes clásicos de esta lectura de los hechos son A. Pérez Agote, La reproducción del
nacionalismo y A. Gurruchaga, El código nacionalista vasco.
30
P. Rújula, «Conmemorar la muerte, recordar la historia».
166 fernando molina aparicio

procesiones, congresos eucarísticos, rituales de desagravio, rogativas, vía crucis,


traslados de figuras religiosas mutiladas, jornadas de desagravio y purificación
de edificios afectados por la guerra o la «maldad roja»… Todo este repertorio
movilizador fue religioso y, en igual medida, político y patriótico, y sirvió para
consolidar la legitimidad del nuevo Estado y de su nacionalismo fundacional.
Todo ello se afianzó en una memoria que convertía la «cruzada» en mito fun-
dador e interactuaba con la identidad y las tradiciones locales, convirtiendo las
ruinas de los templos destruidos en lugares de memoria y marcos privilegiados
de las movilizaciones patrióticas31.
Todo este ceremonial penitencial fue el que dominó la movilización patriótica
de los años cuarenta y principios de los cincuenta, y a través de él se difundió el
imaginario de la identidad vasca. En él se fundó buena parte de la normalidad
con que el régimen ejerció el poder en tierra vasca hasta finales de la década de
1960. En eso y en la entusiasta participación de muchos católicos vencidos en el
horizonte de expectativas abierto por la victoria en forma de atractiva oferta de
iniciativas empresariales libres de las «molestas» reclamaciones de los trabaja-
dores. En las décadas de 1940 y 1950 tuvo lugar un enriquecimiento masivo del
pequeño y mediano empresariado en las tres provincias, una parte importante
del mismo de tradición abertzale. Los pequeños talleres familiares se convirtie-
ron en lucrativas empresas con decenas (si no cientos) de trabajadores, muchas
dedicadas a servicios auxiliares a las grandes empresas navales, metalúrgicas o
siderúrgicas de la margen izquierda del Nervión, o a las algodoneras, mecánicas
o de armamento, afincadas en los valles guipuzcoanos. El dirigente del PNV
Xabier de Landaburu, en su alegato patriótico dirigido a los hijos de las familias
nacionalistas, dejó constancia de su amargura ante un comportamiento social
en el que el disenso de muchos vencidos terminaba tornándose en consenso
mediante su participación activa en los réditos económicos y sociales de las
«políticas de la victoria»32.
Por lo demás, a la estética vasquista que se confirió al repertorio nacional-
católico de acción colectiva se sumó una narrativa conciliadora de lo vasco
y lo español representada por ensayos históricos y políticos que centraron el
discurso del nuevo españolismo vasco. Tal fue el caso de Zacarías de Vizcarra,
inventor, junto con Ramiro de Maeztu, de la Hispanidad como horizonte espiri-
tual del nuevo relato católico de la nación, que plasmó gráficamente en su libro
Vasconia españolísima (1939). En él incidía en los viejos tópicos regionalistas del
amor de los vascos a España, además de ampararse en el comportamiento de
provincias como Navarra o Álava en la guerra pasada, a lo que añadía los márti-
res donostiarras y vizcaínos masacrados en la «Euzkadi roja»33.

31
F. Molina, «Intersección de procesos nacionales», pp. 66-71.
32
Francisco Javier de Landaburu, La causa del Pueblo Vasco (1956), citado en J. M. Garmendia
y M. González Portilla, «Crecimiento económico», p. 195. Este «consenso pasivo» de la
comunidad nacionalista vasca respecto del régimen, también en J. Sullivan, ETA and Basque
Nationalism, p. 28.
33
Z. de Vizcarra y Arana, Vasconia españolísima.
afinidades electivas 167

Más interés aún hubo por mostrar cómo, también en los tiempos más recien-
tes, los vascos y, más concretamente, los vizcaínos (los más sospechosos de
debilidad «nacional» por haber albergado el Gobierno Vasco) habían mostrado
su españolismo en el debate político contemporáneo. Tal fue el sentido que
animó obras como Política nacional en Vizcaya, de Javier de Ybarra, de expresivo
título. En su prólogo, Rafael Sánchez Mazas llegó a sostener que:
En dos combates se crearon las dos legiones decisivas: la militar, en
Africa,y la civil en Vizcaya. Vizcaya fué como la Africa espiritual y política
para los cadetes espirituales y políticos de una España reconquistada34.

El discurso público acerca de los vascos fue, pues, recurrente en la reivindi-


cación de su patriotismo, mostrándose sumamente afectado por la «tragedia
espiritual» ocurrida, que había entrado en conflicto con las esencias de la «autén-
tica» tradición vasca35. Este fue el relato estrella de la década de 1940, en que aún
estaba fresco el estigma de las «provincias traidoras», si bien se iba disolviendo
al compás de los lucrativos negocios a que se referiría Landaburu. Un relato que
debe enmarcarse en un contexto de revalorización de lo regional en el nacio-
nalismo oficial o, más concretamente, en uno de esos nacionalismos, aquél que
más había exaltado lo regional como «arma de guerra y depósito de la tradi-
ción» de la «nación en armas» levantada contra la República36.
En este nacionalismo, lo regional (lo navarro, lo vascongado, unas veces
fundidos y otras separados) actuaba como una cualidad constitutiva de lo
nacional. Es el hilo narrativo que se encuentra en Francisco Elías de Tejada,
quien concebía cinco grandes cuerpos regionales constituidos cada uno en
«afluente histórico» de «la tradición común de las Españas». Y el más impor-
tante de todos era «Euskalerría» pues «todo el sentido de lo vasco y toda su
especialidad respecto a los demás pueblos españoles se explican con arreglo a
[su] primitivismo». La antigüedad racial de unos «hombres membrudos, de
grandes fuerzas físicas; raza campesina y marinera, a la que sólo desde hace
muy pocos años va acercándose el urbanismo de las grandes poblaciones»,
constituía, como en el tópico romántico del siglo xix, el mejor símbolo de la
perpetuación biológica de la nación37.
Y esa antigüedad quedaba reflejada en el carácter campesino mayoritario
en este pueblo, que convertía a los vascos en los españoles más «sanos en
cuerpo y espíritu» en palabras de Elías de Tejada, por cuanto permanecían
alejados de la cultura «corrupta» urbana e industrial desde ese Magdaleniense

34
Citado en L. Castells y J. Gracia, «La nación española en la perspectiva vasca», p. 988. De
corte narrativo similar es F. Igartua y Landecho, La tradición y el progreso vizcaíno.
35
R. Sierra Bustamante, Euzkadi. De Sabino Arana a José Antonio Aguirre; M. García Venero,
Historia del nacionalismo vasco; P. P. Altabella Gracia, El catolicismo de los nacionalistas vascos.
36
X. M. Núñez Seixas, ¡Fuera el invasor!, pp. 284-291; J. Ugarte Tellería, La nueva Covadonga
insurgente, pp. 350-369.
37
F. Elías de Tejada, Las Españas. Formación histórica, pp. 104 y 107.
168 fernando molina aparicio

en que los había datado José Miguel de Barandiarán. El campesinado había


sido imaginado desde el siglo xix por la Europa conservadora como un
peculiar colectivo que mantenía, en su distancia de la sociedad industrial, la
pureza de la nacionalidad. Y el nuevo nacionalismo biológico de la derecha
extremista europea seguía abrigando la más alta consideración patriótica de
este tipo humano, siempre contrapuesto al habitante de la ciudad38.
Este discurso acerca de lo vasco, pese a pertenecer a un único segmento del
nacionalismo oficial, fue sorprendentemente consonante con las prácticas de
violencia contra los vencidos ejercidas por los sublevados. Algo poco sorpren-
dente, pues la matriz cultural de esta consideración de lo vasco descansaba en
un nacionalismo permeado de componentes biologistas e higienistas que habían
alimentado el proyecto depurador de la «anti-España»39. No puede sorprender
que más de dos tercios de los vascos ejecutados en esas provincias provinieran
de esos espacios exógenos a «lo vasco», de esas ciudades fabriles en donde se
había orquestado la «tragedia espiritual» vasca40.

LA CONSAGRACIÓN DE LA «IDENTIDAD VASCA»

La contemplación idealizada de lo vasco en el discurso nacionalista del


franquismo adquirió rango institucional gracias a la labor de promoción eru-
dita generada por las instituciones locales encuadradas en el Patronato José
María Quadrado de Estudios e Investigaciones Locales del CSIC. Estas institu-
ciones promovían una actividad científica de marcado acento particularista.
Su objetivo era dotar a la historia local de un marco institucional de actua-
ción, con soportes económicos y logísticos. Su resultado práctico fue reforzar
un relato de la nación que integraba los particularismos locales en la línea
de lo apuntado por Elías de Tejada41. Hubo, de hecho, instituciones locales
«regeneradas» por impulso de este Patronato, como fue el caso de la Junta
de Cultura de Vizcaya en 1943, que perdió el apelativo de «vasca» que había
tenido desde su fundación en 1918 por la Sociedad de Estudios Vascos; o el de
la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País (RSVAP) en 1948. Se trataba
de instituciones que reflejaban la heterogeneidad cultural del «franquismo»
y que se entregaron a la labor de ubicar «la identidad vasca» en el proyecto e
imaginario político de la Dictadura42.

38
J.-P. Jessenne, Les campagnes françaises, pp. 32-35; A.-M. Thiesse, La création des identités
nationales, pp. 159-160 ; R. Vinen, Europa en fragmentos, p. 175.
39
M. Richards, A Time of Silence, pp. 26-66; A. Quiroga Fernández de Soto, «Hermanos de
sangre».
40
De forma similar a lo ocurrido en Galicia. Véase Miguez Macho, «La destrucción de la
ciudadanía». Una perspectiva más general, muy sugerente, en G. Alares, «Ruralismo, fascismo y
regeneración», pp. 138-141.
41
M. À. Marín Gelabert, Los historiadores españoles en el franquismo.
42
G. Passamar, Historiografía e ideología en la posguerra española, pp. 22-89.
afinidades electivas 169

En ellas encontramos un pilar institucional fundamental del nacionalismo


franquista en tierras vascas. No es extraño que el mismo José María de Areilza
que había amparado la represión violenta tras la caída de Bilbao, exaltando la
obligación de los vencedores de depurar el «cuerpo nacional» de unos «rojos»
concebidos como «elementos patógenos», promoviera, a través de la Diputación
de Vizcaya, la reactivación de Euskaltzaindia, la Academia de la Lengua Vasca.
Y que esto ocurriera en fecha tan temprana como 1941, cuando aún, según el
relato canónico oficial que todavía impera, el euskera se encontraba en trance
de desaparición. O que diez años después del fin de la guerra en suelo vasco, la
RSVAP comenzara a publicar un suplemento literario en euskera. El euskera y la
arqueología constituyeron, de hecho, los dos referentes (interdependientes) de
investigación de estos organismos eruditos, pues ambos remitían a ese pasado
milenario que daba lustre a la consideración biológica de la nacionalidad.
En 1952 la Junta de Cultura de Vizcaya organizó una velada necrológica en
recuerdo de la vida y obra de Resurrección María de Azkue, que había fallecido
un año antes, con la participación de personajes como Ignacio de Urquijo y
Olano, conde de Urquijo, promotor de la nueva RSVAP, y fundador del Instituto
Vascongado de Cultura Hispánica en 1942, o Antonio Tovar, catedrático y rector
de la Universidad de Salamanca, antiguo propagandista del nacionalismo falan-
gista e impulsor de los estudios lingüísticos sobre la lengua vasca43. Estos años
de posguerra fueron los que conocieron, al amparo de este marco institucio-
nal erudito, los primeros trabajos de Julio Caro Baroja sobre «el pueblo vasco»,
empeñados en modernizar la tesis primordialista de su mentor, José Miguel de
Barandiarán. Caro Baroja sometía la identidad vasca a una secuenciación cíclica,
mucho más histórica que la que había propuesto su mentor, si bien mantenía,
a la par, la tesis de unas «regularidades culturales» reflejadas en la comunidad
de hábitos y prácticas campesinas que permitían hablar de un «pueblo vasco»
desde el tiempo de la romanización44.
El mismo año en que se celebró la velada en honor de Resurrección María de
Azkue, una comitiva en representación de la RSVAP y la Sociedad de Ciencias
Naturales Aranzadi —otro bastión de esta red institucional local, fundado en
1947— visitó en su residencia vasco-francesa al propio José Miguel de Baran-
diarán con el propósito de convencerle de que regresara a Guipúzcoa y trabajara
en los proyectos arqueológicos promovidos por estas instituciones vinculadas
al CSIC. En 1957 José Miguel de Barandiarán retomó su actividad arqueoló-
gica y etnológica en tierras vasco-españolas y comenzó una exitosa actividad
pública, con conferencias como la dedicada al hombre prehistórico en el País
Vasco en Bilbao, que contó «con asistencia de autoridades y gran público», o el

43
Resulta algo más que anecdótica esta consonancia entre una determinada concepción
organicista y católica de la nación y el empeño erudito en torno a la lengua vasca. Creo que como
mejor se puede comprender ésta es si se considera como paliativo erudito destinado a promover
«terapia de la nación enferma» que practicaron los historiadores del régimen (C. Boyd, Historia
Patria [1997], pp. 232-272).
44
F. Molina Aparicio, «El intelectual en el laberinto», pp. 160-161.
170 fernando molina aparicio

ciclo de lecciones sobre Problemas prehistóricos y étnicos del País Vasco al que
fue invitado en la Universidad Central por el director del Museo Arqueológico
Nacional, Martín Almagro, en 195845.
La dimensión pública de los trabajos de los historiadores, paleontólogos,
etnólogos y lingüistas que colaboraron con estas instituciones, así como la ade-
cuación de sus análisis científicos al relato oficial católico de la identidad vasca,
mide la intensidad con que una determinada concepción canónica del pueblo
vasco fue banalizada en la posguerra como objeto de consumo patriótico46. Y es
que «la» identidad vasca no fue un producto de consumo exclusivo de élites aca-
démicas e intelectuales. Por el contrario, su éxito entre ellas fue reflejo del que
también encontraba entre estratos sociales más vastos. El relato de la identidad
de los vascos, más o menos pasado por un tamiz científico, tuvo tanto o más
éxito fuera del espacio académico, entre esa mesocracia que progresó al compás
de la política clientelar de la Dictadura y que revalidó el País Vasco como destino
turístico exótico. El papel tractor de este turismo que había tenido la dinastía
borbónica fue recuperado por la familia Franco-Polo, que visitó San Sebastián
hasta en 35 ocasiones entre 1939 y 1973, convirtiéndola de nuevo en la capital
estival del Estado y en la sede de una clase media ociosa que imitaba las maneras
de los grupos dirigentes mientras intentaba medrar en ellos47.
Lo que esta mesocracia esperaba encontrar en estas tierras exóticas era lo mismo
que había esperado encontrar la isabelina o la alfonsina: la «utopía de la España
conservadora», una «tierra de paisajes verdes y costumbres patriarcales muy
adecuada para pasar el verano», en la que encontrar las figuras tópicas del roman-
ticismo vasco del siglo xix reformuladas por la cultura católica del siglo xx48.
Los seres humanos, alimañas envidiosas poseídas del espíritu de la des-
trucción, han ido a lo largo de muchos siglos arruinando la única y más
hermosa herencia que nos quedó del Edén perdido: y así se ve a lo largo
de toda la geografía nacional.

Así apuntaba un folleto turístico dirigido a los veraneantes de los años


cincuenta que acudieran a la costa vasca. La observación informa de una
excepción a esta degradación de la España eterna: el País Vasco. Esta tierra
seguía en comunión con el (conservador) tiempo del Edén, con la natura-
leza salvaje y con los misterios de la raza hispana primigenia. La permanencia
del paisaje primordial era reflejo de la permanencia de los rasgos originarios
de la identidad nacional, especialmente del más sustantivo, la religión: «Todo

45
A. Manterola y G. Arregi, Vida y obra de D. José Miguel de Barandiarán, pp. 60 y 69-77.
46
Si, como apunta J. V. Wertsch, «Consuming Nationalism», p. 470, «los instrumentos culturales
siempre reflejan el espacio sociocultural en que vivimos y actuamos», la hipótesis que aquí se
propone es que la identidad vasca, hoy día hegemónica, es un producto cultural incomprensible si
no se incorpora el «espacio sociocultural» del franquismo, tiempo en que fue manufacturada con
destino a que fuera consumida a amplia escala popular.
47
J. M. Sada, Franco en San Sebastián; J. Walton, «General Franco at the Seaside».
48
J. Juaristi, El bucle melancólico, p. 44.
afinidades electivas 171

habla de Dios en cualquier lugar del País Vasco». La guía turística no abstraía
el paisaje industrial, la «selva de chimeneas y edificios cuadrados», pero lo
que realmente le interesaba mostrar al turista era aquel otro que guardaba la
estética de la nación primordial:
Zona de extensas pomaradas y de caseríos de anchos aleros, donde se
oye un vascuence dulce y melancólico y donde todavía el agrio silbido del
chistu no ha sido ahogado por el altavoz plebeyo.

Este era el marco natural de «una milenaria raza de ignorado origen, cuyo
estudio fascina a los etnólogos y filólogos de todas las nacionalidades». La per-
manencia de esta raza particular se ligaba a la geografía campesina en que su
idioma se reproducía. Es allí donde, según estas guías de viaje, pueden con-
templarse los rasgos físicos sobresalientes de esos individuos «sanos de carne
como de espíritu» a que se había referido Elías de Tejada. La manifestación de
esta «raza fósil» tenía lugar, además de en la lengua y los tipos campesinos, en
el propio paisaje rural, en las casas cuyos escudos heráldicos daban prueba de
la nobleza originaria (es decir, de la pureza biológica) de sus habitantes, en la
música y tradiciones folclóricas y, de entre ellas, en los deportes rurales, dado
que, como insistía otra guía contemporánea, «gozan los vascos de una disposi-
ción natural para toda clase de deportes»49.
Estas idealizaciones formaban parte de la cultura de la España católica que
el régimen de Franco había convertido en única fuente de representación de
la nación. Hace treinta años que Stanley Payne indicó cómo el «nuevo Estado»
produjo «por lo menos durante un decenio, la más notable restauración tradi-
cionalista, religiosa y cultural que se haya visto en el siglo xx en cualquier país
europeo»50. Y la exaltación de la identidad vasca formó parte de ese proceso
de resacralización de la vida pública. Si esta identidad tópica había sido rein-
ventada por los segmentos liberales y obreros de la Segunda República como
un enemigo secular de la democracia, era natural que un Estado cuya cultura
política se fundaba en la confrontación con esa tradición liberal mimara dichos
tópicos y banalizaciones etno-románticas51.
La tipificación del «buen vasco» y su patrón racial distintivo realizada por
José Miguel de Barandiarán o Elías de Tejada fue, así, trivializada en guías turís-
ticas o, de forma aún más explícita, en la cultura popular, a través de personajes
de tebeo como Pacho Dinamita, boxeador inspirado en el Big Ben Bolt de Elliot
Caplin y John Cullen Murphy, pero también en la figura icónica de Paulino
Uzcudun. Este boxeador guipuzcoano, conocido internacionalmente como The
Basque Bull o The Basque Woodchopper, se había convertido en un icono castizo
del deporte español de los años veinte, y había hecho «honor» a dicha imagen

49
El País Vasco; guía turística. Folklore, paisaje, monumentos, s. p.; Guía Turística del País Vasco,
pp. 61, 65 y 67.
50
S. G. Payne, El catolicismo español, p. 217.
51
F. Molina Aparicio, «El vasco o el eterno separatista», pp. 302-315.
172 fernando molina aparicio

enrolándose en los tercios de requetés que combatieron en la Guerra Civil y par-


ticipando en un novelesco intento de rescate de José Antonio Primo de Rivera,
lo que revalidó su consideración de «símbolo de la brava raza española»52.
Pacho Dinamita respondía, punto por punto, a la descripción racial y esté-
tica que las guías de viajes hacían del «vasco» como representante icónico de la
identidad primordial de España, la misma que el nacionalismo español primo-
rriverista y luego franquista habían simbolizado en la figura de Uzcudun. La
editorial que publicó sus aventuras pertenecía a Manuel Gago García, creador
de otro icono patriótico de la cultura popular de la época: El guerrero del antifaz.
El entorno idílico de la Vasconia rural, representada en el Asteasu natal del
indómito Pacho (aldeíta guipuzcoana similar al Régil donde había nacido
Uzcudun), su plácido universo social, religioso, euskaldun y campesino, sería
también evocado de igual manera tópica por la cinematografía de la época. Un
icono de masas como era Joselito, aparecía en La vida nueva de Pedrito Andía
de Rafael Gil (1964) caracterizado como uno de esos restos fósiles de la España
primordial, ataviado de txapela, faja y alpargata, conduciendo un carro y can-
tando en euskera, entre paisajes y tipos humanos que habían sido ya tipificados
en películas como Zalacaín el aventurero (1954), en donde puede contemplarse
otro aluvión de coros y danzas similares a los que incorporaban las autoridades
locales en las celebraciones patrióticas de esos años.
Por añadidura, esa «disposición natural [del vasco] para toda clase de depor-
tes» a que se refería una guía turística quedaría reflejada, además de en el boxeo
(que reprodujo muchos de estos tópicos a propósito de la figura de José Manuel
Urtain a finales de los sesenta y principios de los setenta), en uno de los iconos del
deporte rey de esos años: el Athletic Club de Bilbao. Este equipo fue el mejor reflejo
de la ubicuidad patriótica de la «identidad vasca» manufacturada como objeto
tópico de consumo popular en estas décadas. Sus componentes etnorrománti-
cos le permitieron moverse con naturalidad de un extremo al otro de la nación,
del españolismo más recalcitrante, reflejado en su propio símbolo deportivo —el
león— al vasquismo abertzale que adoptaría en los inicios de la transición demo-
crática, gracias al sustrato cultural común que unía a franquistas con abertzales.
El Athletic que comenzó a ganar copas y ligas en la temporada 1940-1941
fue al régimen en el deporte lo que Santa Teresa le fue en el santoral: el símbolo
de «la raza». Los mismos discursos falangistas insistieron en estos años en la
consideración de este equipo como «la encarnación de los valores masculinos
hispánicos: virilidad, ímpetu y furia»53. A finales de esa década, la delantera de
la selección española estaba formada casi por completo por jugadores que mili-
taban en este equipo (Basora, Venancio, Zarra, Panizo y Gaínza), y fue uno de
éstos, Zarra, el que logró el mítico tanto contra la «Pérfida Albión» en el Mundial

52
M. Vitoria Ortiz, Paulino Uzkudun, pp. 41-43 y 53-55; el entrecomillado lo tomo de las
declaraciones de Juan Osés en Noticias de Guipúzcoa, 11 de abril de 2011 y Diario Vasco, 16 de abril
de 2011.
53
Véase el artículo de A. Quiroga Fernández de Soto, «“Más deporte y menos latín”. Fútbol e
identidades nacionales durante el franquismo», en este mismo volumen, pp. 197-219.
afinidades electivas 173

de Brasil de 195054. El porte estético-racial de estos jugadores y de su equipo


simbolizaba la misma entraña de la españolidad que se había simbolizado a
través de Paulino Uzcudun años antes. Eran los tiempos de «los cinco magní-
ficos» (Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo, Gaínza), glosados en los noticiarios,
los documentales y los artículos de la prensa deportiva de masas convertidos en
iconos populares a través de los cromos y recortables infantiles, las fotografías
y la cartelística deportiva. Estas figuras icónicas reproducían la identidad vasca
en la cultura popular y facilitaban su consumo mediante canales de comunica-
ción oficiales que incorporaban discursos falangistas y tradicionalistas, es decir
que sintetizaban dos nacionalismos dispares en su tratamiento de esta identidad
durante la Guerra Civil. Los seguidores y las peñas del Athletic se repartieron, ya
en los años sesenta, por toda España, mientras la simpatía por su juego elegante
y su porte racial —el equipo sólo aceptaba jugadores nacidos en el País Vasco o
Navarra— se manifestó de forma general en todo el país. Y en esta simpatía algo
debía de haber de empatía entre las clases populares y un discurso nacionalista
de tradición cultural decimonónica que exaltaba con insistencia los referentes
biológicos y raciales simbolizados por este equipo…

La identidad vasca durante el franquismo no fue nunca cuestionada en lo que


parecía ser su fundamento cultural último como etnicidad. En tanto que tal,
constituía una identidad inventada, si bien a esas alturas de siglo esta invención
había calado de tal forma que era percibida como una realidad no sólo por los
ciudadanos de estos territorios, sino por el conjunto de los españoles que creían
poder discernir los rasgos culturales que eran propios de «los vascos». A definir
esos rasgos se dedicaron intelectuales y académicos, mientras la cultura popular
se encargó de banalizarlos. Como es clásico en toda etnicidad, estos rasgos no
eran objetivos, sino que simplemente eran seleccionados con el fin de delimitar
una «frontera de identidad», una separación entre el «nosotros» y el «ellos»55.
Todo estudio de una etnicidad —y lo presentado en este artículo no es sino
esto mismo en un contexto histórico dado— debe abordar, en último término,
cómo ciertos conceptos de tradición, historia, estética o morfología grupal, son
incorporados a la política e instrumentalizados políticamente56.

54
Su figura se convirtió en un icono del fútbol español y su matriz «racial», de la que era
connotativa su oriundez vasca, que siempre salía a relucir en la exaltación de su figura. Uno de
sus partidos en ese Mundial de Brasil, el disputado con Chile y que dio paso al mítico encuentro
con Inglaterra, inspiró incluso un romance literario: Pedro de Miranda, «Romance de las botas de
Zarra en el España-Chile en Río de Janeiro» (1950), recogido en J. García Candau, Épica y lírica
del fútbol, pp. 172-173.
55
La condición instrumental de la etnicidad en G. De Vos, «Ethnic Pluralism», p. 24; y K. Neils
Conzen et alii, «The invention of Ethnicity», pp. 6-9.
56
Todo grupo étnico está definido por el culto a una serie de mitos, símbolos e imágenes que le
proporcionan cohesión y reflejan su supuesta continuidad de pertenencia, cifrada en una serie de
caracteres culturales y biológicos (J. Hutchintson y A. D. Smith, «Introduction», pp. 3 y 5; G. De
Vos, «Ethnic Pluralism», p. 24). Estos elementos tienen como fin delimitar una frontera que es la
que realmente confiere sentido a la identidad étnica, como señaló F. Barth, «Introduction».
174 fernando molina aparicio

Esta politización fue culminada durante el franquismo mediante un naciona-


lismo católico que incorporó la identidad tópica vasca sin aparentes problemas
gracias al sustrato cultural común que en torno a él reunió a vencedores y ven-
cidos: catolicismo tradicionalista, autoritarismo incivil, romanticismo étnico,
masculinismo y racismo…57. La construcción de la identidad vasca en el fran-
quismo, como refleja el símbolo que mejor supo materializarla en el espacio
público, el Athletic Club de Bilbao, confirma que la Dictadura promovió la
inserción de las identidades locales y regionales en el relato legitimador del
nuevo Estado, de igual manera que hicieron los regímenes nazi o fascista58.
Existió, por lo tanto, una dimensión regionalista en el nacionalismo fran-
quista, en la que el culto de lo local fue concebido como canal de exaltación de
la nación. En este culto intervenían desde instituciones eruditas hasta deportes
de masas. La apropiación del repertorio de identidad vasca por el nacionalismo
franquista no fue tanto un «secuestro» (por aludir al concepto propuesto por
Xosé M. Núñez Seixas y Maiken Umbach59) cuanto una «tutela legal» practicada
por unos parientes en el marco de una misma familia política.
Esta apropiación fue exitosa en la medida en que contó con un «franquismo
vasco» en que sustentarse, es decir, en la medida en que las familias políticas
que habían respaldado el golpe de Estado en esos territorios se mantuvieron y
reprodujeron generacionalmente. El recuerdo colectivo de la Guerra Civil en
clave de martirio, la celebración de la Victoria en clave sagrada, la conversión del
ceremonial católico en canal de identificación cotidiana con la nación estatal,
funcionaron como mecanismos de interconexión entre lo vasco y lo español
mientras el falangismo y el tradicionalismo pervivieron como culturas políti-
cas atractivas socialmente. Sin embargo, eso empezó a cambiar en la década de
1960, cuando una nueva generación de nacionalistas vascos comenzó a rebe-
larse con la actitud contemporizadora de sus mayores hacia la Dictadura. Y esa
rebelión fue contestada de forma débil en el espacio público vasco, dado que
el catolicismo político franquista había comenzado un proceso de descompo-
sición en el marco de la secularización de la sociedad vasca. En ese contexto, la
movilización pública contra el régimen no encontró, en su argumento acerca de
la condición exógena del mismo, el contrapeso de un movimiento interno de
respaldo, que se encontraba en acusado declive generacional60.
En 1968, el diario El Correo Español subrayaba en un editorial la condición
«esencialmente vasc[a]» de la Dictadura:
Vascas fueron las dos principales provincias que se alzaron contra la
República […]; vascos fueron los preparadores del Movimiento Nacional
(Maeztu, Goicoechea, Sangróniz, etc.) y si contemplamos el nomenclátor

57
A. Quiroga Fernández de Soto, «Hermanos de sangre».
58
X. M. Núñez Seixas y M. Umbach, «Hijacked Heimats», pp. 302 y 307-308; S. Cavazza,
Piccole patrie.
59
X. M. Núñez Seixas y M. Umbach, «Hijacked Heimats».
60
F. Molina Aparicio, «De la Historia a la Memoria», pp. 191-196.
afinidades electivas 175

de políticos que nos han gobernado desde aquellas fechas, observamos una
interminable lista de nombres vascos (Bilbao, Castiella, Careaga, Arístegui,
Bengoa, etc.), de donde puede deducirse que si los vascos estamos oprimi-
dos quienes nos oprimen son tan vascos como nosotros mismos61.

Esta protesta de españolismo local sonaba ya a retórica defensiva respecto


del discurso en progresión de un nuevo nacionalismo vasco de impronta
marxista e independentista, bien recibido en su representación de la iden-
tidad vasca (sustancialmente idéntica a la franquista) por el conjunto de la
oposición política a la Dictadura.
Las virtualidades de la memoria colectiva hacían que los mismos vascos que
habían contribuido a dar tono y sustancia al nuevo régimen carecieran, a la
altura de 1970, de una cultura política que les reivindicara, promoviera estatuas
en su nombre y fomentara rituales conmemorativos en su honor. La memoria
de los franquistas muertos comenzó a ser gestionada por unos vivos que no se
sentían identificados con su pasada lealtad nacional, que procedieron a silen-
ciarla o abstraerla para dar forma a un nuevo mito más acorde con la nueva
cultura nacional hegemónica: el del franquismo exógeno al pueblo vasco. La
misma identidad vasca que el régimen se había preocupado en exaltar y cuidar
recorría en estos años, de la mano de sus símbolos tradicionales (el paisaje y la
cultura rural, el deporte y la cinematografía), el camino inverso y se acercaba
al nacionalismo vasco. En pleno contexto de secularización, el catolicismo dejó
de actuar como canal de conciliación entre una identidad local estereotipada
y la nación estatal identificada con un proyecto totalitario. Su vacío fue relle-
nado por nuevas ideologías como el marxismo, interconectado con un nuevo
nacionalismo vasco secularizado. En el año 1970, la solidaridad de numerosos
colectivos antifranquistas de dentro y fuera del País Vasco hacia los militantes de
ETA sometidos a juicio sumarísimo en el Tribunal Militar de Burgos generó una
primera oleada de indignación popular y movilizaciones en distintos lugares de
España contra el «pueblo vasco» o «los vascos», promovidas desde las institu-
ciones oficiales. Los «vascos» volvían a convertirse, como treinta años antes, en
«enemigo interior» de la nación y pasaban a engrosar la nómina del «contuber-
nio judeo-masónico-comunista» que maquinaba contra ésta62.

61
Citado en L. Castells y J. Gracia, «La nación española en la perspectiva vasca», p. 991, nota 119.
62
F. Molina Aparicio, «De la Historia a la Memoria», p. 317.
EL NO-DO Y LA EFICACIA DEL NACIONALISMO BANAL

Vicente Sánchez-Biosca
Universitat de València

Por su carácter de masas, su espíritu integrador de otros espectáculos


(musicales, teatrales), sus modalidades sociales de consumo (familia, pareja,
soledad, círculos de amigos), su alcance interclasista (burguesía, clase media,
pueblo) e intergeneracional, el cine fue durante las dos primeras décadas del
franquismo la forma de ocio y distracción más importante en España hasta
que la televisión, sin desbancarlo, capitalizó a mediados de los sesenta la
cultura de masas1.
En realidad, ni siquiera el ascenso imparable de la pequeña pantalla durante
el desarrollismo logró reemplazar la significación social del cine en sus diversos
formatos: estrenos más o menos lujosos de superproducciones, circulación en
salas de reestreno, largo recorrido por cines de barrio y pueblos. Bien entrado
el desarrollismo, el star system y las formas de entretenimiento se combinarían
con las modalidades de consumo hogareño y electrodoméstico (telefilmes,
teatro, programas infantiles, musicales, culturales, etcétera).
En este sentido, las características narrativas del cine, la identificación con
las estrellas y la apertura de un ámbito de libertad imaginaria impensable
en la realidad hicieron de este medio una de las más poderosas maquina-
rias de nacionalización. La imbricación entre sueños y realidad, la búsqueda
de exutorios fantasiosos que historiadores como Annette Kuhn analizaron
con ayuda de fuentes orales y clubs de fans para la Gran Bretaña de los
años treinta y cuarenta, se manifestaron en nuestro país con una década de
retraso y todavía no han sido debidamente estudiados, sobre todo si tenemos
en cuenta el clima de privaciones, el aislamiento internacional y la autarquía
cultural del español medio2.

1
Televisión Española comenzó a emitir con regularidad el 28 de octubre de 1956, pero no
fue hasta la era Fraga Iribarne y, concretamente, la inauguración de los estudios de Prado del
Rey el 18 de julio de 1964 (año de la campaña «XXV Años de Paz») cuando la pequeña pantalla
despegó, ampliando su programación y añadiendo, el 15 de noviembre de 1966, la Segunda
Cadena conocida como el UHF. Véase J. Barroso y R. R. Tranche (coords.), Televisión en
España 1956-1996.
2
A. Kuhn, «Me he acordado de eso toda mi vida», pp. 72-87.

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 177-195.
178 vicente sánchez-biosca

FUERTE EN SU DEBILIDAD

Con todo, este estatuto privilegiado del cinematógrafo durante el fran-


quismo debe ser comprendido con mayor precisión. En pleno fragor de la
Guerra Civil, cuando los organismos de propaganda se formaron y las grandes
decisiones hubieron de ser tomadas, el franquismo optó por dejar en manos
de la iniciativa privada la cinematografía de ficción, si bien le impuso una
procelosa red de censura (guiones, seguimiento del rodaje, filme concluido),
clasificación (categorías de las que dependía el porcentaje de subvención) y
prebendas derivadas de lo anterior (permisos de importación de películas
extranjeras y, más tarde, doblajes) que permitía filtrar y controlar los pro-
ductos3. En contrapartida, el Estado se reservó para sí lo que juzgaba más
comprometido: la imagen documental, incluida la información, de modo
que en fecha tan temprana como abril de 1938, el Informe de constitución del
Departamento Nacional de Cinematografía, redactado por Manuel Augusto
García Viñolas y Antonio de Obregón ya hacía explícita esta distinción4. Los
términos «formación» e «información» describirían en la literatura inicial del
régimen esos dos ámbitos de la imagen y esos dos proyectos de intervención.
Y esta premisa expresada en el fragor de la batalla fue corroborada en 1942
cuando el franquismo gestó el organismo más longevo de su historia desti-
nado a la producción de noticiarios y documentales, a saber: el NO-DO.
Una vez conquistada la victoria y desechadas por poco prudentes las velei-
dades más combativas de los sectores de choque de Falange, el franquismo
puso en pie un noticiario oficial que se presentaba en pie de igualdad con la
producción de noticias del resto del mundo, con la particularidad de que fue
el Estado, y sólo él, el que se atribuyó esa prerrogativa. Desde enero de 1943
hasta casi la muerte del dictador, todas las salas cinematográficas del territorio
español hubieron de proyectar un noticiario de una decena de minutos de
duración. Una disposición de la Vicesecretaría de Educación Popular, de 17 de
diciembre de 19425, había otorgado a la entidad NO-DO el monopolio de la
producción y exhibición de noticiarios, a lo que se añadía la obligatoriedad
de su difusión en todas las salas de cine del territorio nacional, cualquiera que
fuese su condición. Casi treinta y tres años más tarde, cuando los noticiarios
mundiales no eran sino un vago recuerdo, una tardía Orden del Ministerio de
Información y Turismo de 22 de agosto de 1975 suprimía, en vísperas de la
muerte de Franco, tal privilegio6.

3
Véase el texto clásico de R. Gubern, «Notas para una historia de la Censura Cinematográfica»;
también A. Vallés Copeiro del Villar, Historia de la política de fomento.
4
Véase R. R. Tranche y V. Sánchez-Biosca, El pasado es el destino, pp. 465-471.
5
La creación del organismo tuvo lugar, por acuerdo de la Vicesecretaría de Educación Popular
de FET y de las JONS, el 29 de septiembre de 1942.
6
El organismo NO-DO dio a luz en 1945 una serie monográfica de documentales de una duración
semejante al noticiario que llevó por título Imágenes y del que se habían realizado 1.228 capítulos
hasta su desaparición en 1968 (véase R. R. Tranche y V. Sánchez-Biosca, El tiempo y la memoria).
el no-do y la eficacia del nacionalismo banal 179

De este modo, las noticias del mundo, las imágenes del régimen, la familiaridad
con los dirigentes políticos y los personajes célebres, así como el conocimiento del
universo circundante, fueron mediatizados y garantizados por el NO-DO casi con
exclusividad hasta principios de los sesenta. La imagen de la nación difundida por
este organismo oficial dirigido por gentes de confianza del régimen, pero menos
señalados que los dirigentes de la radio o la Prensa del Movimiento, alcanzó a los
españoles de las ciudades y de los pueblos, en salas de estreno y cines de barrio, a
los ancianos y a los niños, a los afectos y a los desafectos, por medio de esta breve
descarga de diez minutos que acompañaba inexorablemente su visita a las salas
oscuras. Sus cabeceras presididas por el escudo imperial, la música del maestro
Manuel Parada que anunciaba su comienzo y su final, las voces de sus locutores
(Ignacio Mateo, Matías Prats…), los harto limitados bucles sonoros y aclama-
ciones de rigor de que disponía su archivo (aplausos, ¡Franco, Franco, Franco!,
sonido de cascos de caballos, sirenas, etcétera), los rasgos de estilo (leitmotiv musi-
cales por géneros, intertítulos, grafía, dibujos…) que acompañaban a los distintos
géneros que lo componían (catástrofes, actualidad nacional, sucesos, curiosida-
des, reflejos del mundo, fiesta nacional, deportes…) fueron identificados de modo
automático por millones de espectadores, con independencia de sus convicciones
o su apatía ideológica, edad, condición social, estilo de vida o profesión, como
signos inequívocos de pertenencia a una comunidad nacional: señas de identidad
de lo español que la inercia se encargó de prolongar. En este sentido, su penuria
acentuó la impresión de machacona repetición. Las imágenes gestadas, filmadas,
montadas y sonorizadas por el NO-DO se convirtieron, por su exclusividad e
insistencia, en el único o casi el único arsenal audiovisual disponible en los años
cuarenta, cincuenta y parte de los sesenta, de modo que no sólo los españoles que
lo vieron, sino también aquéllos que desean sumergirse en el consumo audio-
visual de aquellos años se tropiezan fatalmente con su inevitable enciclopedia,
coherente por añadidura en su factura, sus directrices y su difusión.
Por otra parte, la escasez de copias disponibles y la compleja red de circuitos de
distribución establecidos produjeron una extraña situación: a los cines del sector
periférico de la zona Centro, por ejemplo, el Noticiario llegaba con un retraso de
cincuenta semanas, es decir, prácticamente un año. Y retrasos de varios meses eran
en todo caso habituales. Así lo reconocía el subdirector del organismo, Alberto
Reig nada menos que en 1954: las 72 copias de la edición A y las otras tantas
de la B llegaban tan tardíamente a ciertos pueblecitos y salas que adquirían una
paradójica actualidad al representar los acontecimientos… del año anterior7. Más
allá de la ironía, este hecho, conocido por sus artífices y considerado en su factura,
revela que el consumo del NO-DO tenía más de reconocimiento ritual que de
información de actualidad por mucho que comentaristas y redactores ligados a la
casa se empeñaran en ensalzar el dinamismo periodístico del ente8.

7
A. Serrano, «El NO-DO y los exhibidores», p. 9.
8
Alfredo Marqueríe, dramaturgo, crítico y sobre todo prolífico redactor de noticias para el
NO-DO, encabezaría esta actitud reivindicativa desde las páginas de las revistas Primer plano,
Cámara, entre otras, pero no estaría solo en el empeño.
180 vicente sánchez-biosca

UNA LENGUA FRANCA DEL RÉGIMEN

Ahora bien: ¿Qué nos ofrece el Noticiario NO-DO? ¿Cuál es su estructura,


sus géneros informativos, su lenguaje, sus protagonistas? Y ¿en qué medida sus
ingredientes pueden considerarse una manera de forjar «españoles», es decir, en
contribuir a la creación y difusión de imágenes, relatos o fragmentos de relatos
reconocibles compartidos? La pregunta no es ociosa, pues un noticiario se carac-
teriza en cuanto género por un cierto cosmopolitismo, una variedad temática,
una combinación armónica entre información nacional e internacional, y a la
postre entre lo que se dio en llamar noticias hard y noticias soft, como catástro-
fes, curiosidades, modas o atracciones que aligeran la tensión de la actualidad.
Desde su primera codificación a mediados de la década de 1910, los llamados
newsreels tenían más de uso espectacular de imágenes que de información, más
de magacines, si se nos permite el anacronismo, que de diarios de prensa. Su ace-
lerado ritmo, su barrido por acontecimientos mundiales, su carencia de detalles
y la estandarización del tiempo dedicado a cada unidad son fenómenos decisi-
vos9. La cuestión radica, pues, en decidir qué rasgos «nacionales» del NO-DO nos
autorizan a postular que el organismo fue un instrumento de socialización y una
máquina de nacionalización, incluso cuando difundía para la masa del público
rasgos, relatos o imágenes que ya habían sido divulgados por medios más puntua-
les (radio y prensa) o por otras instituciones de mayor responsabilidad formativa,
como la escuela, el Ejército, la Iglesia o las organizaciones de encuadramiento
—Sindicatos, Frente de Juventudes, Sección Femenina…
La mayor robustez del noticiario procede paradójicamente de su pobreza, la
menor de su modesta autorrestricción. El NO-DO comenzó editando un solo
número que se vio incrementado, a los pocos meses (a partir del no 20), con un
segundo de duración similar. Esta cadencia sólo se vio alterada por el añadido de
una tercera edición en sus momentos de máximo esplendor (entre 1960 y 1967). Así
pues, con apenas veinte minutos semanales para concentrar la información mun-
dial de toda una semana que debía, por lo demás, ser susceptible de interesar a todo
tipo de público, el NO-DO se comportó de modo sumamente elusivo respecto a
la política. No sólo evitó los conflictos interiores, ni siquiera se limitó a poner en
escena el «apolicitismo» formal del régimen (la aversión franquista hacia la política),
sino que acentuó todavía más esta indiferencia haciéndola extensiva a la realidad
inmediata. En otros términos, el NO-DO apostó por imágenes «no fechadas», que
pudieran igualmente haber sucedido un día, el siguiente o acaso un mes más tarde,
postergando los acontecimientos de datación precisa a un segundo plano. Inaugura-
ciones, actos conmemorativos, presentación de cartas credenciales, desfiles, misas…
compusieron un retablo del régimen que se concertaban caprichosamente con par-
tidos de fútbol, corridas de toros o curiosidades procedentes de cualquier parte del
globo con cuyos departamentos de actualidades mantenía intercambio de materia-
les el Noticiario. En este contexto, y con alguna notable excepción, los cambios de

9
Véase el texto canónico de R. Fielding, The American Newsreel.
el no-do y la eficacia del nacionalismo banal 181

Gobierno, las crisis mundiales ligadas al comunismo (Corea, Berlín, Cuba, Praga,
Vietnam…) representan un «aire de época» sumamente elocuente en lugar de
noticias dotadas de detalles concretos. Esta indolencia política inmediata refuerza,
precisamente, su función como instrumento socializador de marcas nacionales, que
rebosan sin ser excesivamente visibles.
El segundo potencial del NO-DO radica, decíamos, en su medido autocontrol.
A diferencia de la prensa y, en parte, la radio (que había centralizado la infor-
mación en los «Diarios Hablados» de Radio Nacional de España), el Noticiario
se veía en la obligación de barrer una actualidad ya mermada por el género al
que pertenecía. Conscientes de ello, sus artífices convirtieron las limitaciones en
virtudes y esquivaron los temas espinosos que en la prensa podían dar lugar a
matices e, incluso, a polémicas. Comportándose con tal precaución, el NO-DO
pone imágenes y sonidos al «estándar» del franquismo, escenificando su «len-
gua franca», a saber: aquello en lo que las distintas familias del régimen (Iglesia,
partido, excombatientes, carlistas, Ejército, etcétera) podían convenir sin aristas
ni desavenencias. Esta huida del matiz le confiere un insospechado vigor, ya que
presenta lo incontrovertible del régimen, sus signos, sus símbolos, sus músicas,
sus gritos, sus uniformes, sus actos rituales, hasta el punto de hacer de ello una
suerte de cotidianeidad para el espectador medio.

HUELLAS EN EL TIEMPO Y EL ESPACIO

Decíamos que lo sorprendente del NO-DO es su resistencia a la actuali-


dad. Extraño síntoma en un instrumento de Estado creado precisamente para
gestionar y dirigir la información, esta intemporalidad le llevó prácticamente
a sustituir la movilización por la desmovilización, la euforia por el consenti-
miento o, mejor, el asentimiento, y a desplegar un universo de personajes,
símbolos, lugares y efemérides que, desprovistos de tiempo y novedad, refren-
dan lo eterno, lo inmutable de España, en detrimento de lo contingente; en otros
términos, prodigan aquello que en el presente de España revela el ser eterno de
la nación. El NO-DO elude así los pormenores de la vida política, pero festeja
siempre el orgullo nacional que surge de ella y se asocia a sus actores. Por esta
razón, sería útil examinar cómo se manifiesta esta inclinación a lo intemporal
cuando no hay más remedio que encarar el calendario (el ciclo del año, la dia-
léctica entre lo nuevo y lo repetitivo). E igualmente explicar cómo se plasma
esta vocación en el espacio (la suspensión de la historia ante lugares cargados de
emoción y de símbolos, donde el pasado se viste con el ropaje de la eternidad).
A través del tiempo y del espacio, España se manifiesta como una epifanía, en su
puridad, sin contingencias, en su ser desnudo.
En ambos casos, encuentra el espectador un hogar reconocible, una retó-
rica verbal y unos sonidos familiares, unos actores reiterados, trasunto de
otros más antiguos y genuinos. La escasa movilidad, el lento cambio, no
hacen sino reafirmar el poder nacionalizador del Noticiario. Atendamos,
pues, sintéticamente a esos dos ámbitos: un tiempo que se desvaneció en
182 vicente sánchez-biosca

ceremonia, ciclo al filo del eterno retorno, y un espacio entendido como


sucesión de lugares de memoria en los que el «ser español» se autocelebra y
se extasía. Si esto sucedía con los más enérgicos gestos del presente, ¿qué no
habría de acontecer con los deportes, los desfiles de moda, las demostracio-
nes folclóricas y las festividades locales?
El tiempo de España que refleja el Noticiario consiste en una tensión en
la que uno de los polos (el singular) se pliega y cede definitivamente al otro
(el cíclico). El año se dispone como una sucesión de ceremonias repetidas
sin apenas variación: parte de tales ceremonias proceden del calendario de
la «cruzada» (el primero de abril o la Victoria, el 18 de julio o el Alzamiento
Nacional10, el 20 de noviembre o el duelo nacional…), si bien la proximi-
dad se va difuminando y esclerotizando con el transcurso de los años; otra
porción nace de los ritos que el nuevo régimen recoge de la tradición «his-
pánica y magnífica», transforma o asienta (el 12 de octubre, el 1 de mayo…);
otras, por último, se originan en el calendario litúrgico, previa inyección del
«espíritu nacional»11. Cabría decir que el NO-DO aletarga las noticias como si
anduviera preso de una cronología conmemorativa de vastas proporciones y
acepciones: liturgia de un régimen ceremonial, liturgia de Falange como par-
tido (o de sus símbolos), liturgia de la Iglesia católica… A resultas de ello, los
años se escanden en cortes transversales donde los mismos actores, los mismos
escenarios, los mismos símbolos y las mismas palabras celebran algo idéntico:
el reforzamiento del vínculo nacional merced a pequeños gestos cuya energía
irá lenta pero inexorablemente erosionándose de pura repetición. Con todo, la
dialéctica resulta inevitable: el tiempo, aunque llamado a evacuarse, no puede
por menos que manifestarse, porque la fotografía y el cine llevan impreso su
sello (vestuarios, construcciones, automóviles, estilos de cámara…). Sea como
fuere, sorprende la voluntad de ralentizar o incluso congelar su irrupción,
haciendo que lo diferente suene a idéntico. Y en esa identidad está precisa-
mente recogido aquello que se postula como espíritu de la nación.
No es otra la función de los espacios. Un noticiario en cuya naturaleza está
recorrer el país entero, mostrar la diversidad y aproximar los mundos posibles
al reducido ámbito de referencia del espectador, crea esquemas de redundancia
y de repetición, de modo que actos semejantes (misas de campaña, alocuciones
de dirigentes, entrega de fajines, condecoraciones o títulos de propiedad) tor-
nan similares en función lugares físicamente distintos. Por añadidura, también
aquéllos por los que el régimen siente una adherencia especial retornarán una
y otra vez a sus imágenes: los lugares de memoria. Ya procedan de la guerra
fundacional del franquismo, ya del pasado glorioso de la nación, el NO-DO
contribuirá a extender su familiaridad al conjunto de los españoles.

10
Aun cuando, más tarde, la significación del 18 de julio se complicaría más con la idea de
exaltación del trabajo, las recepciones en el palacio de La Granja y las compulsivas inauguraciones.
11
Véase un estudio de este calendario oficial en Z. Box, «El calendario festivo franquista». Sería
muy interesante añadir el imaginario festivo menos oficial en el franquismo para atisbar otras
dimensiones de más larga duración.
el no-do y la eficacia del nacionalismo banal 183

A fin de percibir con mayor precisión la función de estos dos circuitos (tem-


poral y espacial) como encarnaciones de la nación, comenzaremos por analizar
el ejemplo del tratamiento de la Semana Santa, donde el «ser español» podría
pasar desapercibido en una lectura de elemental orientación ideológica del
calendario: en su aparente irrelevancia, en su tono, fotografía, ritmo, música,
visión del folclore y escansión temporal, España pasa en las noticias que tratan de
este período litúrgico a recogerse en una catolicidad que se siente consustancial
separándose del resto del mundo. En lo que se refiere al espacio, estudiaremos
una serie compuesta por tres lugares de memoria que, inasequibles al desaliento,
poblarán la vida del NO-DO: el Alcázar de Toledo, el monasterio de San Lorenzo
de El Escorial y el Valle de los Caídos en Cuelgamuros.

SEMANA SANTA: ESPAÑA Y SUS MUDAS

El NO-DO consagró sus mejores esfuerzos a cubrir dos períodos festivos del
año a los que concedió amplio alcance nacional: Navidad y Semana Santa. Nin-
guno de ellos figura en los estudios sobre el calendario franquista oficial, ya que
su importancia no está ligada a una enérgica imposición. El clima de distensión
de las vacaciones navideñas, su espíritu familiar, retórica infantil y el ingenuo
anhelo de paz universal, se prestaban a que el Noticiario se explayase en una esce-
nografía de cuño melodramático y un estilo verbal sentimentaloide; en cambio, su
anhelo de universalidad le restaba componente nacionalizador. Por el contrario, la
Semana Santa, pese a su escasa duración en el tiempo, aunaba la devoción popu-
lar, el arte de los imagineros y el recogimiento religioso en una coyuntura de luto y
oración. Tal condensación de valores se vio incrementada por los recursos propios
de la imagen cinematográfica: el ritmo de marcha fúnebre de las procesiones, los
contraluces acusados sobre las figuras de la Pasión en la oscura noche, el grave, y
a veces atronador, redoble de los tambores. Diríase que, en las proximidades de la
Semana Santa, el ser español se acendra, la esencia se corporeiza, la tonalidad se
entenebrece, el movimiento se ralentiza y el silencio reinante apenas es rasgado
por el hiriente canto de una saeta. Las coordenadas temporales se extravían y la
realidad se desdibuja. Un lenguaje, una tonalidad visual, un ritmo y, sobre todo,
un cierre hermético respecto al entorno: como si el español se reencontrara con-
sigo mismo en la serenidad doliente de la celebración. Esto sucederá año tras año
olvidando las contingencias políticas, sociales o laborales, que resultan imperti-
nentes. El Noticiario hará algo más: presentar sus cuadros de la festividad como
un mosaico de la Pasión compuesto por las distintas regiones de España que, en
sus diferencias de expresión, componen una única devoción. Ésta no se presenta
como impuesta por jerarquía ninguna, sino que parece emerger del pueblo llano,
con su simplicidad emocionante, su naturalidad consustancial. Y en estos minirre-
portajes se desdibuja la distinción entre ciudades y aldeas, como si el hermetismo
recorriera una España entera bien escenografiada: objetos, vestuario, itinerario
narrativo… El presente se torna irreconocible bajo el manto y, al margen de las
contingencias del tiempo, la esencia española se impone incuestionable.
184 vicente sánchez-biosca

En su año inaugural, 1943, el NO-DO extiende la celebración a lo largo de


cuatro semanas (nos 15, 16, 17 y 18). Son los números que siguen al cuarto aniver-
sario de la victoria y la coincidencia de motivos duros y motivos blandos ayuda
a percibir la diferencia de dramatismo. La primera noticia del no 15 se detiene
en la población de Elche, célebre por sus palmerales, para cubrir el Domingo
de Ramos; acto seguido, «Lorca: artesanía religiosa» expone el principio caro al
franquismo de la artesanía como expresión genuina del arte popular. «Fervor y
tradición religiosa en España» es el título genérico del no 16 e incluye un tríp-
tico que se presenta casi como un viaje a la entraña española: Madrid, Zamora,
Huesca. Mientras que en la capital de la posguerra algunos signos de la «cru-
zada» son difíciles de enmascarar (brazos en alto, presencia del Ejército, ondear
de banderas), estos rasgos se diluyen en ciudades de provincias como Zamora
o Huesca. Es de nuevo Zamora el escenario de la noticia de la semana siguiente
dedicada al Domingo de Resurrección (no 17), clímax de felicidad donde la
alegría cristiana regresa al pueblo tras la penitencia de los días anteriores. Tres
semanas, pues, precisa el NO-DO para recorrer un trayecto narrativo que nace
en el Domingo de Ramos y concluye con la Pascua de Resurrección; una carga
informativa sin dudas excesiva para un país necesitado de información.
Sin embargo, lo más llamativo todavía está por venir. Cuando la Semana Santa
ya se ha perdido en el calendario, el no 18 presenta una verdadera explosión
intemporal en forma de reportaje etnográfico en torno a las modalidades que
toma la conmemoración en distintos lugares de la geografía nacional: «Semana
Santa en España» reza su título. Ahora bien ¿qué es España en este discurso? Los
cinco apartados de que consta lo explicitan. «Hervor de fe y, al mismo tiempo,
floración espléndida del arte religioso sin igual en el mundo [entona el narra-
dor] es la Semana Santa en las diversas provincias españolas». «Por las calles de
la romancesca y legendaria ciudad de Zamora…», de resabios medievales, cuna
de leyendas y romances. Murcia, el siguiente escenario, comparece en virtud
de las tallas de sus imagineros; Cartagena le sigue con su piedad al paso del
Prendimiento; Granada, por su parte, se recorta contra su sierra, destacando
la belleza simbólica de La Alhambra, y Sevilla clausura el viaje «con místico
broche», «expresión de religiosidad y de arte de nuestra patria». En sus calles,
el silencio de la noche es rasgado por una voz femenina que entona una saeta.
El retablo que componen estas noticias, sus imágenes y su locución, parece
arrancado de cuajo respecto a la actualidad de 1943, hasta el punto de que ni
siquiera las coordenadas de época son perceptibles. Es más, el reportaje irrumpe
cuando las noticias ya han cubierto la actualidad12. En este fresco queda expuesta
de forma ideal una imagen de España. En primer lugar, la encarnación de la honda
expresión del pueblo español, de su acendrada fe y su recogimiento; en segundo
lugar, la modulación del sentimiento en la forma propia de cada región, de modo
que Castilla y Andalucía encarnarían los extremos de ese diapasón hispano (la

12
Añádase a lo dicho que los cines de segunda y tercera categoría, los circuitos periféricos de las
provincias, consumirían estas noticias varias semanas o meses más tarde, cuando la Semana Santa ya no
tuviera eco de presente alguno, pero sí, en contrapartida, resonancia de una supuesta esencia española.
el no-do y la eficacia del nacionalismo banal 185

sobriedad medieval en el primer caso, el desgarro barroco en el segundo); en ter-


cer lugar, la convicción de que el auténtico arte popular (a diferencia del elitista e
individual) se origina en este clima místico y que nada lo representa mejor que la
artesanía y, en su sublime y genial expresión, la obra de los imagineros.
Estos principios pervivirán en el Noticiario al hilo de los años con muy ligeras
variantes y una sintomática impermeabilidad al paso del tiempo: cada rincón de
España, cada cofradía, tiene una manera peculiar de manifestar su fe, y si ésta es
irrepetible e irreductible, no lo será en detrimento de la comunión en la fe de toda
España. El NO-DO recorrerá la geografía nacional en busca de idiosincrasias loca-
les, costumbres, que, sin embargo, no sólo no contradicen, sino que refuerzan una
honda, inmutable y consustancial religiosidad en la que resuenan los acordes de las
tesis de Menéndez y Pelayo sobre la identificación entre España y catolicismo. En
este sentido, el tratamiento de la Semana Santa ofrecido por el Noticiario y refren-
dado en varios capítulos monográficos de la serie semanal Imágenes13, nos aporta
un síntoma para comprender ese amasijo de trascendencia, Volksgeist y «naciona-
lismo banal» sobre el que se construye el ser español propuesto por el franquismo
(folclore, fiestas, danzas, artesanía, sentimiento religioso…) y que tendrá sus ramifi-
caciones en los Coros y Danzas de la Sección Femenina y otras manifestaciones del
culto a lo popular en la España franquista. El populismo nace en este caso de haber
reconocido sin asomo de duda el genuino espíritu popular español.
La inmovilización de la entraña española que postulaba el franquismo jamás
se vio mejor representada que en estos cuadros que desafiaban el calendario. A
pesar de todo, las fisuras por las que se cuela el presente habían de ensancharse
cuando los vientos del desarrollismo, de los modernos medios de comunica-
ción y el turismo fueron sobreimponiendo a lo anterior una nueva forma de
orgullo nacional. Sin necesidad de entrar en contradicción con el postulado de
la esencia fervorosa de España, modernos síntomas se compaginarán con los
anteriores, como demuestra el no 1059, correspondiente a la Semana Santa del
año 1963, cuyas palabras iniciales son:
Atraído por los programas de Semana Santa, en Málaga se concentra el
turismo internacional. El sol, que ha dado su nombre a la famosa costa,
aunque sólo a ratos, cumple con su obligación. Este año no se ha mos-
trado demasiado fiel a la hora de los cultos externos conmemorativos de
la Pasión y muerte de Cristo. Pero Málaga, que ha puesto siempre tanto
celo en sus desfiles procesionales, vuelve a ver por sus calles el paso de
hermandades y cofradías que escoltan a Cristos y vírgenes bajo un cielo
plomizo y amenazante.

13
Valgan como ejemplo, «Días santos en Andalucía» (Imágenes, no 224, 1948) donde se oye
esta locución: «…camino del Sacromonte, se interna por las tortuosas calles de los típicos parajes
granadinos, rodeada por los broncitos rostros de los gitanos…». O también Tres viernes santos»
(Imágenes, no 1060, 1965), donde el tipismo de la tierra se suma al alma de los imagineros: «Las
imágenes del prendimiento, flagelación, la caída y el huerto de los olivos, de Salzillo, son las
expresiones más hermosas de la imaginería española que tiene en Murcia aromas de frutas frescas
y belleza de fina y elegante talla». Y así sucesivamente.
186 vicente sánchez-biosca

Es posible que el sol no diera la cara en esas festividades de 1963, pero no ofrece
duda que la costa española podía ya exhibirse en su condición de lugar codi-
ciado por los extranjeros de vacaciones y la catarata de matrículas de vehículos
procedentes de todas las latitudes lo refrenda, a la vez que apunta una repentina
desacralización del tono. Las procesiones de Semana Santa se han transformado
en una atracción turística sin por ello perder nada de su intensidad y en este filo,
en esta duplicidad de españolidades, se balancearán los años sesenta. No es casual
que cuando la noche se abate sobre la ciudad, el clima de recogimiento piadoso se
imponga para concluir el reportaje en la misma vena que antaño.
Es, con todo, ésta una sintomática expresión de la España bicéfala de los años
sesenta: de la playa en la que se solaza el turismo al «vía crucis» al que se entrega la
población española, bajo la mirada curiosa ya que no ferviente de los visitantes, no
hay más que un paso. Y ese paso es precisamente el que nos convierte, a los espa-
ñoles, en objeto de turismo: nuestra fe, nuestro arte sentido; en suma, la España
eterna. Lo que aquí describimos como escisión lógica será, por contra, tratado por
el Noticiario como un perfecto acoplamiento. Por ello, los utilitarios, los embotella-
mientos en las carreteras, la artesanía pastelera, el recreo y el esparcimiento, entre
otros fenómenos dispares, revelan el progresivo aligeramiento del dramatismo casi
hermético que rodeaba la Pasión en las dos décadas precedentes. Significativamente,
cuando el NO-DO introduce su famosa página en color, concederá a las festividades
de Semana Santa su privilegio, como sucede desde 1969 hasta 1977 en nada menos
que 19 reportajes; signo de que el exotismo podía ser atractivo para los visitantes,
pero también fuente de altivez nacional. Ahora bien, las palabras tienen su peso y el
lastre de la retórica de los cuarenta y cincuenta dejaría su impronta en los ecos del
desgarro contrarreformista y barroco mucho más allá de lo que la coherencia exige.
El 4 de abril de 1977, el reportaje del no 1784 A entonaba por vez postrera su voz para
amalgamar imaginerías nacionales sabrosas:
De la soleá vibrante y profunda […] a la saeta, dolorida y vibrante
también, que todos sabemos nace del corazón; del corazón de un pueblo
arrodillado ante el paso de un Cristo […]; del piropo, duendecillo pagano
de la copla, al suspiro leve y retomado de la letanía. De la soleá a la saeta,
de la copla al suspiro, al llanto hondo de la devoción callada.

Lo pagano reconduce, más que niega, una devoción que permanece incó-
lume, si no en los hechos y las imágenes, sí al menos en las palabras. Y éstas no
se pronuncian por azar.

LUGARES DE MEMORIA: LO VIEJO Y LO NUEVO

Las cámaras del NO-DO se pasearon por todo lo largo y ancho de la geografía
nacional en busca de signos de identidad, aun cuando éstos anduvieran ocul-
tos tras la apariencia de noticias de actualidad. Era una elocuente exploración
de lo nuevo (el hecho base para la noticia) para reconfortarse en lo familiar
el no-do y la eficacia del nacionalismo banal 187

(el reconocimiento). En estos viajes hubo lugares circunstanciales, esporádicos,


ocasionales, pero un visionado atento evidencia que los artífices del NO-DO
sintieron una adherencia especial hacia ciertos espacios de resonancias míticas;
lugares en los que se celebraba un encuentro de la nación consigo misma, con su
líder o los delegados de éste, con la historia legendaria de sus héroes de antaño,
con las instituciones que sustentaban el nuevo Estado. Estos lugares de memoria
fueron grandes escenarios que se repetían sin cesar como si renovaran el vínculo
sagrado de la nación: en parte, porque el régimen los convirtió en litúrgicos, en
parte también porque el NO-DO encontró la manera de socializarlos, tornarlos
familiares en unos tiempos en los que la cultura del viaje y la movilidad de la
población era muy limitada. Las cámaras de los operadores cinematográficos
obraban, así, el milagro de hacerlos presentes y recurrentes y lo que había sido
reunión de unos pocos pasaba, merced a la caja de resonancia que fue el Noti-
ciario, a convertirse en sede del espíritu nacional.
La primera edición del NO-DO contiene una breve noticia titulada «Toledo».
No es la belleza artística de la ciudad lo que reclama el interés precoz del espec-
tador, sino un ceremonial de entrega de despachos por parte de Franco a los
nuevos oficiales del Ejército español. No obstante, el escenario no es banal y el
curtido locutor lo hace explícito:
S. E. el Jefe del Estado llega a las gloriosas ruinas del alcázar toledano
[…]. A la sombra de la cruz, ante el altar de los caídos, se celebra una
misa. El ministro del Ejército, general José Asensio, dirige una vibrante
alocución a los nuevos oficiales antes de serles entregados los despachos e
impuestos los fajines (no 1, 1943).

Dos meses más tarde, Ceremonias falangistas (no 11, 1943) sitúa en el monas-
terio de El Escorial la imposición de medallas de la vieja guardia a las centurias
vallisoletanas de las JONS. Ambos actos son, en rigor, casi irrelevantes desde el
punto de vista de la actualidad. Sin embargo, la elección de los lugares, los pro-
tagonistas, las instituciones implicadas y el cariz del evento rebosan de sentido.
El primero de ellos es convocado en virtud del vigor visual de unas ruinas que
permanecían obscenamente visibles desde septiembre de 1936 y que testimonia-
ban de la violencia del asedio republicano y de la heroica defensa nacional. En
ellas se enaltecía la presencia del líder, Franco, formado en su Escuela, así como del
Ejército y la Iglesia que se maridaban en sendas ceremonias. Un lugar de memoria
de la resistencia franquista (la sostenida por el coronel Moscardó durante tres
meses), una imagen poderosa (las ruinas que se yerguen cual cicatrices en un
cuerpo martirizado), un aspecto ceremonial… y un lugar que no cesará de impo-
nerse a los ojos del público del Noticiario: homenajes, recordatorios, misas… El
no 298 B (1948) añade una clave a ese relato: su protagonista es el general José
Moscardó y la ciudad que le concede la Medalla de Oro no es Toledo, sino la dis-
tante Tarifa. La condecoración responde al espejismo histórico que quiso ver en
el Moscardó, que sacrifica a su hijo por la patria, una reencarnación sin mácula
del legendario Guzmán el Bueno que, defendiendo con denuedo la villa gaditana,
188 vicente sánchez-biosca

habría arrojado su propio puñal a los sitiadores para que acabasen con la vida de
su hijo, según reza la leyenda. El Alcázar de Toledo se convertía así en un escenario
habitado por leyendas y héroes aureolados por el halo del mito: El Cid Campeador,
su primer alcaide, Carlos V, a cuya memoria estaba consagrado el patio central, la
estatua hoy abatida por los bombardeos rojos, la guerra de la Independencia, pues
los invasores napoleónicos lo incendiaron, la Academia de Infantería del Ejército
de Tierra español en la que estudió el propio Franco y, como clímax, la gesta de
Moscardó en el verano de 1936 que fue coronada con la primera victoria simbó-
lica de Franco. No en vano, a la muerte de Moscardó, los dos reportajes (no 694 A
y B, 1956) que revivirán con intensidad la hazaña otorgarán más protagonismo a
las reverberaciones del lugar que al mismo héroe.
Sea como fuere, el Alcázar de Toledo no se limitará a un papel en ceremonias
internas, sino que se exhibirá arrogante ante el mundo y así será incorporado a
los circuitos diplomáticos, turísticos, incluso de divertimiento, que las autorida-
des prescriben para el territorio nacional. La primera cobertura que se ocupó de
estos viajeros señalados fue la espectacular dedicada a Evita Perón, que visitó el
monumento legendario en las apreturas de la posguerra mundial y siendo objeto
del agasajo por parte de toda la cúpula del Estado (no 233 A, 1947). Con menor
espectacularidad, fueron conducidos al recinto en años sucesivos el regente de Irak
(no 489 A, 1952), el secretario de comercio de Estados Unidos (no 518 A, 1952), el rey
de Marruecos Mohamed V (no 693 A, 1956) o los reyes de Irán (no 752 B, 1957), por
citar sólo algunos ejemplos rescatados por el Noticiario. Durante los años sesenta,
con el aumento exponencial de las relaciones diplomáticas y el auge del turismo,
el Alcázar entró por la puerta grande de las atracciones para extranjeros, de modo
que compartiría estrellato con toda naturalidad con las soleadas playas de la costa
mediterránea. De un cierto eclipse en la mentalidad (o en el inconsciente) de los
dirigentes del Noticiario habla el curioso hecho de que los Reyes de España, don
Juan Carlos y doña Sofía, al protagonizar un largo itinerario por la provincia de
Toledo a finales del año 1976 (no 1767 A), ignoraran tan relevante monumento o,
cuando menos, que el NO-DO omitiera su visita; signo de que la asociación del
edificio al franquismo resultaba a esas alturas demasiado evidente y probablemente
inconveniente para los tiempos que se anunciaban en ese momento.
En todo caso, el Alcázar de Toledo formó parte de un grupo selecto de lugares
de memoria. Si el peñón toledano comparecía a la cita de la nación por su calidad
simbólica castrense aliñada con leyendas de la historia pasada, el monasterio de
El Escorial gozaba de una tradición propia, gloriosa en su origen y reverberante
también para otras ideologías (véase, sin ir más lejos, la consideración en que lo
tuvo José Ortega y Gasset). Panteón de reyes, monumento que conmemora la
batalla de San Quintín, recuerdo de Felipe II y el espíritu de la Contrarreforma
y el Imperio, el Noticiario lo asocia prioritariamente al dolor por la pérdida del
fundador de Falange José Antonio Primo de Rivera, cuyos ceremoniales fueron
puntualmente recogidos en sus imágenes hasta que el cuerpo del fundador fuera
trasladado, en 1959, al Valle de los Caídos. En el NO-DO, El Escorial aparece fil-
mado en tonalidades oscuras que connotan el duelo, pues cada 20 de noviembre el
partido y el Estado habían de celebrar el ritual por el líder desaparecido. Desde el
el no-do y la eficacia del nacionalismo banal 189

no 51 (1943) en que un largo reportaje retoma imágenes del traslado de los restos
desde Alicante (1939), para concluir con el ceremonial cristiano, hasta 1959, fecha
del nuevo traslado de restos, El Escorial retornará bajo esta lúgubre faz, presentán-
dose como una síntesis entre el recuerdo glorioso de otras épocas y la institución
falangista que las representa hoy, siempre bajo la égida del Jefe Nacional, Francisco
Franco. Ahora bien, éste es el estilo que corresponde a la basílica; por el contrario,
el exterior es filmado sistemáticamente en escorzo a fin de enfatizar la grandeza
impoluta de su silueta y su estilo herreriano que tanto inspiró algunas construc-
ciones de la posguerra, como el famoso Ministerio del Aire en Madrid.
Si los lugares de memoria que acabamos de considerar habían sido restituidos,
aprovechados y magnificados por el franquismo, la obra que el régimen emprendió
poco después de la guerra en Cuelgamuros, el Valle de los Caídos, fue una auténtica
creación ex nihilo fantaseada por su líder y hecha realidad con enorme esfuerzo14. La
obra fue concebida como una conjunción arquitectónica de los espacios ceremonia-
les y simbólicos del régimen (basílica y cripta para el culto y los caídos, explanada
para la concentración de masas, centro de estudios para difundir la doctrina del
Movimiento y monasterio para la devoción y el culto de los monjes) y llegó con casi
dos décadas de retraso, lo que hizo escasamente útiles algunos ámbitos (el arengario
y el centro de estudios). Sin embargo, el NO-DO no hubo de aguardar a 1959 para
dedicarle su atención. El no 204 A (1946) refiere el estado de las obras y da cuenta de
la inspección realizada por Franco para verificar personalmente el progreso de las
mismas; así sucederá en diversas ocasiones (no 256 B, 1947; no 458 B, 1951…), antes
de su inauguración oficial. Es ésta precisamente la que despierta al noticiario del
letargo. El no 848 A (1959) se ocupa de los actos de la inauguración, en un reportaje
titulado «XX Aniversario de la Victoria», que tiene lugar en presencia de los jerarcas
del régimen. Lo llamativo es que la grandiosidad del valle y la monumentalidad
de la cruz converge con una significativa mejora de las técnicas de filmación que
permiten verter una mirada espectacular para regalar los atónitos ojos de los espa-
ñoles acostumbrados a rodajes modestos: cámaras ubicadas en helicópteros que
sobrevuelan el valle, majestuosas tomas de la grandeza del monumento ofrecen una
impactante visión en una coyuntura en la que la televisión estaba lejos de penetrar
en los hogares. Los cinco años que median entre esta despampanante inauguración
y los festejos de la campaña «XXV Años de Paz» (1964) rebosarán de imágenes del
Valle de los Caídos: visitantes célebres, actos militantes de Falange, ceremonias de
significación religiosa y, desde noviembre de 1959, los rituales conmemorativos de
José Antonio Primo de Rivera. Se combina así una doble mitología: la propia de
un régimen agresivo que celebra su victoria con todos los utensilios ceremoniales
(misas, arengas, culto a los muertos…) y la de la desenvoltura turística que lleva a
todo visitante, diplomático o deportista extranjero, a un circuito convencional por
lugares de memoria. El punto de no retorno será un reportaje fechado el primero
de abril de 1964 (no 1109 B) que abre los actos conmemorativos de la paz: Franco
y Carmen Polo son cumplimentados en el exterior por las autoridades militares.

14
Véase, respecto al proceso de realización de las obras, D. Méndez, El Valle de los Caídos.
190 vicente sánchez-biosca

Este broche entre orden político y militar da paso, en el interior, a un universo sacro
templado por el órgano: en la basílica, Franco besa el «lígnum crucis» y recibe el
agua bendita que le ofrecen el cardenal primado y el abad de la basílica. Bajo palio
cuyos varales portan los monjes benedictinos, la pareja es conducida al sitial del
Evangelio. Este díptico resume los usos simbólicos que el Noticiario concederá al
lugar, completados con el periódico recordatorio del culto al caído de honor, José
Antonio Primo de Rivera.
Decíamos que este monumento llegó tarde, que su función fascista tuvo escaso
empleo y poca función, y que por sus piedras circularon, sin demasiado emba-
razo, algunos invitados del período de la liberalización. Sabroso es el caso del
canciller Adenauer, responsable de la desnazificación alemana, que visitaba sin
empacho el monumento en 1967 (no 1260 B). Más elocuente de la falta de espíritu
de la contradicción fue la visita de los jugadores de baloncesto del TSK de Moscú,
precisamente, quienes combinaron el escenario fascista con las delicias taurinas
(no 1163 A, 1965). A partir de 1965, el Valle de los Caídos se había incorporado
a esa doxa del orgullo nacional que aunaba el recuerdo del origen del régimen
en algunos ceremoniales tensos y el presente desdramatizado del turismo monu-
mental. Un síntoma bien elocuente de las formas de ser español que manejaba este
instrumento de la propaganda del régimen que fue el NO-DO.
En suma, esos tres lugares de memoria recorrieron profusamente el Noticia-
rio. Eran lugares «de España», es decir, que en ellos no se festejaba lo singular de
una región o de una institución, sino lo que constituía, en el sentir del régimen,
la España imaginada, a saber: una España que procedía de la Reconquista, que
se extendió con el Imperio y se dio el ser católico, lo confirmó radicalmente
contra la Reforma, luchó contra los invasores a los que acabó por expulsar defi-
nitivamente con el triunfo de 1939, y para enterrar a sus mejores héroes había
construido el mausoleo que iba a desafiar al tiempo y al olvido. Entre estos luga-
res circuló el abanico simbólico del régimen: banderas, misas, yugos y flechas,
tedeums, uniformes militares, camisas azules, boinas rojas…; por ellos discurrió
el dolor por la pérdida y el énfasis heroico. Pero sobre todo esos tres espacios
fueron vistos y reconocidos hasta la saciedad por los españoles de a pie: niños,
mujeres, ancianos y jóvenes, parejas y familias… Y los veían a menudo formando
una cadena en la que un eslabón retroalimentaba a los que le precedían. Un
rumor de fondo, unas imágenes sordas, unas voces exaltadas… debieron quedar
indeleblemente inscritos en la mente de aquellos españoles que no pudieron
soñar en visitarlos durante los años cuarenta y cincuenta y, probablemente al
hacerlo durante la década de los sesenta, les quedó un regusto de déjà vu.

EN TORNO A SU JEFE: LA FAMILIA ESPAÑOLA

En la «casa» donde se fabricaba el Noticiario, los operarios tenían la costumbre


de llamar a Franco el «galán del NO-DO». Y, ciertamente, si algo perduró sin decai-
miento entre enero de 1943 y noviembre de 1975 fue su presencia. El primer número
del Noticiario se abría con una declaración de intenciones: el nuevo instrumento
el no-do y la eficacia del nacionalismo banal 191

audiovisual se presentaba a sus espectadores prometiendo eficacia profesional, rapi-


dez informativa y rigor en la redacción, el montaje, la sonorización y la distribución
de su producto. Con todo, su plano inicial se ubicaba a las puertas del palacio de El
Pardo, donde un lujoso travelling (cuando menos, para la época) atravesaba la verja
flanqueada por representantes del ejército. En su interior, una mesa de trabajo, un
crucifijo, un tapiz de fondo y un hombre leyendo sobre el escritorio, con su uni-
forme que lucía la Cruz Laureada de San Fernando en el pecho. Las palabras del
narrador no dejaban duda respecto a su valor de vértice:
En el palacio de El Pardo, como en otro tiempo en su cuartel general, el
Jefe del Estado español, Caudillo victorioso de nuestra guerra y de nues-
tra paz, reconstrucción y trabajo, se consagra a la tarea de regir y gobernar
a nuestro pueblo. Siguiendo el ejemplo de Franco, todos los españoles
tenemos el deber de imitarle.

Si hay una constancia en el Noticiario que se sobrepone a los cambios y muta-


ciones ésta es Franco. Figura incontrovertible, sus mudas constituyen las distintas
formas de reconocimiento nacional en la medida en que el líder asume el vestua-
rio simbólico de cada una de las élites de la que es a su vez jefe: su uniforme de
Generalísimo para los desfiles y festividades militares, el de almirante para las con-
tadas ocasiones de gala, la camisa azul y boina roja con que se persona en los actos
del partido, de los sindicatos o los ceremoniales de luto por José Antonio Primo de
Rivera, el de paisano para inauguraciones, comparecencias ante las masas y demás
actos propios del desarrollismo, amén del contexto familiar15.
Ahora bien, desde el punto de vista de la nacionalización, nada es tan signifi-
cativo como la imagen de Franco en su condición de español corriente, aunque,
eso sí, el primero en su rango. Una imagen que se contrapone a los excesos épicos
cantados por Ernesto Giménez Caballero, Federico de Urrutia, Manuel Machado,
pintados por José Aguiar García, Fernando Álvarez de Sotomayor, o esculpidos
por José Capuz o Moisés de Huerta, cuyo carácter hiperbólico rayaba en la inve-
rosimilitud. Un hombre que viste con su traje civil dedica sus horas a gobernar a
un pueblo aparentemente difícil pero que él conoce bien, un hombre aficionado a
la caza y a la pesca, amante de sus nietos y cineasta amateur en las playas solitarias
de su Galicia natal. Era un Franco «desideologizado», en cuyo trasfondo la voz del
narrador, en una inflexión, una palabra o el relato de un ceremonial concreto, evo-
caba la guerra, para pasar con celeridad a celebrar su encarnación de una nación
laboriosa en vías de crecimiento. Fue al filo de 1950 cuando esta imagen comenzó
a forjarse en el NO-DO16, y lo hizo en varias direcciones: el no 380 B (1950) lo ensa-
yaba como objeto de revistas del corazón a raíz de la ceremonia nupcial de su hija
con el marqués de Villaverde; pocos meses más tarde tenía lugar su segundo acto

15
Un estudio de las diferentes formas simbólicas de Franco en soportes y épocas a su vez
diferentes puede consultarse en Materiales para una iconografía de Francisco Franco, no 42-43[1]
(1996) de la revista Archivos de la Filmoteca.
16
Ya el Noticiario Español producido durante la guerra posee apuntes marginales de ello: una
llamativa noticia en su no 16 (1939) en la que Auxilio Social regalaba a Carmencita un cachorro de león.
192 vicente sánchez-biosca

con el bautizo de la primogénita del matrimonio (no 427 A, 1951). Estos apuntes
cristalizaron en los años siguientes. «En el palacio de El Pardo» (no 567 B, 1953)
labra la faz humana del estadista aprovechando unas declaraciones a la prensa
norteamericana. Acto seguido, Franco aparece jugando ensimismado con sus nie-
tos y, en un tercer apartado, comenta algunos de los óleos que pintó, mientras el
narrador menciona la coincidencia entre su afición y la del presidente norteame-
ricano, Eisenhower. La idea de que el timón de la nación, dedique su tiempo libre a
actividades lúdicas y de entretenimiento, así como una vida familiar activa, debió
de sentirse como una manera de hacer descender el héroe a la tierra y crear seme-
janzas con el pueblo. El período vacacional era idóneo para la tarea: Franco en
Galicia (609 A), Franco en la intimidad (610 B), ambos en 1954. En el segundo, la
playa coruñesa de Bastiagueiro o el jardín del pazo de Meirás sirven de escenario
para entronizar la nueva metáfora: la «tranquila vida del Generalísimo en su con-
dición de hombre de hogar […] modelo y ejemplo en la gran familia española».
Metáfora de una nación nueva, la familia ya no aparece escindida como antaño,
sino apacible y serena, encarnada por alguien que no es militar ni ideólogo, sino
padre, abuelo y, junto a ello, estadista.
No nos llamemos a engaño: la imagen de Franco que aquí se va abriendo
camino no desmintió jamás las otras. Sin embargo, la nación ya no se repre-
sentaba sólo ni principalmente en un ejército dispuesto a la batalla, vigilante,
sino en una familia cuya cabeza debía dirigir, inaugurando plantas, centrales
y viviendas, mas también entregado al deporte o a un merecido descanso. Dos
expresiones oídas durante los años sesenta quizá nos eximan de la casuística:
el no 1022 C (1962), de nuevo en la playa de Bastiagueiro, limita la imagen del
Jefe a la del «abuelo con sus nietos», subrayando su afición a la fotografía y
al cine, con cuya cámara registra los juegos infantiles, de manera que «fami-
lia» y «abuelo» habrán sustituido sintomáticamente a los términos «esposo» y
«padre»; por otra parte, en el éxtasis del estrellato civil de Franco que fue 1964, la
narración de José Luis Sáenz de Heredia mencionaba, al concluir su hagiografía
Franco, ese hombre, que la caza era la «pólvora descafeinada para quien la tomó
mucho tiempo pura»17. Nada como la campaña de los XXV Años de Paz: con-
sumó la humanización de Franco, su familiaridad como símbolo de la nación,
por encima de himnos, banderas y gritos de rigor. Este Franco era descrito así:
Un hombre entero, de vida rectilínea soldada a una razón de ser, que siem-
pre acaba teniendo razón; un hombre sinceramente humano que nunca ha
jugado a ser un semidiós; que no conoce la palabra «cansancio» y que es
como pedía José Antonio para el dirigente «inasequible al desaliento»; un
hombre anclado en su firmeza de servicio, que recibe las mejores compensa-
ciones a su trabajo, de los minutos que él exprime al tiempo para dedicarlos
a los suyos y a sus aficiones más entrañables […] el mar […], la lectura en el
reducto veraniego del pazo de Meirás […] la caza […] y la pintura18.

17
J. M. Sánchez-Silva y J. L. Sáenz de Heredia, Franco… ese hombre, p. 154.
18
Ibid., p. 154.
el no-do y la eficacia del nacionalismo banal 193

Desde entonces hasta su desaparición sumaria del Noticiario apenas después


de su muerte, Franco fue avejentándose con esa imagen y, si bien es cierto que
no dejó de apelar a los sectores que le conferían legitimidad y fuerza (ejército,
partido, sindicatos, excombatientes…), no lo es menos que las nuevas imágenes
triunfaron hasta el punto de que las últimas que el NO-DO publicó consistían
en reportajes acerca de la belleza del paraje español. Su fotógrafo oficial, Ramón
Saiz de la Hoya, firmaba Vacaciones del Caudillo (1634 A, 1974) en color, donde
los contraluces ante un bucólico rincón español escamoteaban deliberadamente
una figura inconsistente y filmada desde la lejanía. Franco, sosteniendo una caña
de pescar con dificultad y escoltado a escasa distancia por la policía, se fundía
con el paisaje… y desaparecía. En un reportaje incluido en el no 1650 A (agosto
de 1974), la cámara registraba al Jefe del Estado tras una enfermedad y demos-
traba su incapacidad para apresar al anciano. Al filo de la muerte, en agosto de
1975, su presencia a bordo del yate Azor era incluso evitada por la cámara.
Con anterioridad a esta denodada pugna contra la desaparición, hubo una
leyenda que se transmitió de boca en boca y tomó visos de verdad indiscutible:
el NO-DO era una sucesión de imágenes de Franco inaugurando pantanos. Esta
descripción aunaba un icono del Noticiario (la presencia obsesiva de Franco) y
un tópico del desarrollismo (las presas y los saltos de agua). Un repaso atento
de los números del Noticiario revela que tales inauguraciones no fueron tan
numerosas, pero el recuerdo socializado o la fantasía popular había captado
acertadamente el clima desdramatizado, protocolario, de desarrollismo tedioso
según el cual el Jefe del Estado se colocaba simbólicamente a la cabeza de algo
superior a una idea política o a un combate militar: el bienestar, el confort y la
modernización. Que se tratara de pantanos o de plantas de hospital, de cen-
tros de investigación, de viviendas de protección oficial o de condecoraciones a
familias prolíficas resultaba irrelevante. El público veía el Noticiario como una
forma monótona19, y repetitiva de presencias, un desfile de sombras vagamente
reconocibles e intercambiables… todas salvo una, la del Jefe del Estado. Y éste,
anciano y cada vez más inactivo, encarnaba una nación que, sin embargo, no
estaba fatigada, sino que en él florecía día a día y traducía a un lenguaje de época
el orgullo de ser español en el mundo.

LA BANALIDAD Y SUS LÍMITES

A lo largo del franquismo, al que sobrevivió incluso en algunos años20, el


NO-DO fue un poderoso instrumento de nacionalización. En realidad, lo fue
como efecto de su renuncia a comportarse como una maquinaria activa de

19
Aclárese, no obstante, que esta leyenda data de los sesenta y en su imagen de lentitud pesa la
comparación con el creciente dinamismo televisivo.
20
El NO-DO desapareció definitivamente en mayo de 1981, si bien sus últimos años fueron un
lento fenecer sostenido por cuestiones administrativas. Más lejos que nunca de la actualidad, de
periodicidad quincenal durante los dos últimos años y edición en color, sus temas eran monográficos.
194 vicente sánchez-biosca

propaganda y agitación: lejos de los tiempos de la movilización falangista, que


habían coincidido con las veleidades ideológicas del Departamento Nacional de
Cinematografía, el NO-DO encarnó el espíritu asertivo, de asentimiento o con-
sentimiento por el que apostó el franquismo cuando el enemigo estaba derrotado
o exiliado y el contexto internacional no estimulaba a aventuras. Por su inercia y
escasa capacidad de intervención sobre la realidad directa, contribuyó con mayor
profundidad a difundir y asentar entre la población toda una serie de aspectos
simbólicos de la vida española que se convirtieron en hogareños, insoslayables y
carentes de contenido singular. En esa función cercana a la liturgia debe hallarse
su impacto socializador para un proyecto nacionalista como el franquista. La
repetición cíclica, la escansión del tiempo, la reiteración de los actores principales,
todo contribuyó a que el público se reconociera, lo aprobara o no, en esos signos.
En un interesante texto que levantó polémica, pero tuvo la virtud de llamar
la atención sobre los aspectos más rutinarios del nacionalismo, Michael Billig
apuntaba a lo no dicho del nacionalismo, sus costumbres y lugares comunes en
los países de supuesto cosmopolitismo y en la era de la globalización21. Se refería
a Occidente y a nuestros tiempos, es decir, a las naciones consolidadas en las que
los signos cotidianos permanecían imperceptibles o pasaban desapercibidos. Es
muy posible que esta tesis pueda aplicarse también a otros casos diferentes a los
de las democracias. Tal sería el caso del franquismo en algunas de sus formas
más rutinarias y poco exaltadas, de las que es signo inequívoco el NO-DO. No se
trata de postular que el Noticiario despreciara una dirección fuerte y un nacio-
nalismo enérgico en algunos aspectos (los desfiles, el culto a los caídos, incluso
las campañas propagandísticas, como la de rechazo a la ONU en diciembre de
1946 o los referéndums nacionales, especialmente el de 1947…), sino de llamar
la atención sobre zonas más oscuras, inertes, de nacionalismo donde la banali-
dad se impuso de forma eficaz e interesada. Un rito de jueves por la tarde o de
ociosos domingos, el sonido en una tarde de asueto, a los ocho, diez o doce años,
de unos compases que retrasaban y anunciaban al mismo tiempo la proyección
del filme elegido, una voz repetida hasta la saciedad, un equipo de fútbol de
pulquérrimo blanco o un hombrecito de paisano tomando fotos o filmando sin
oficio en una playa solitaria… todo esto formaría parte de un «orgullo pere-
zoso de la nación», una identidad de hamaca que resultaba tan poco dramática
como reconocidamente española. Gracias a su apatía hacia la actualidad y su
progresiva renuncia a la movilización, el NO-DO reprodujo con una fidelidad
involuntaria, pero inestimable, una parte sustancial de la mitología franquista,
tanto en sus lugares comunes como en su ritmo, en su dejadez respecto a la agi-
tación y en su querencia hacia ciertos actores, lugares y acontecimientos.
La renuncia a la actualidad, los códigos del formato noticiario, la experiencia a
contrario de la excitación inicial y el contexto espinoso internacional hicieron su
labor. De ahí que los expedientes de censura del NO-DO arrojen un elocuente vacío
de comentarios que podría asimilarse a un silencio ensordecedor: el refrendo. Mas

21
M. Billig, Banal nationalism.
el no-do y la eficacia del nacionalismo banal 195

el historiador debe afrontar el oxímoron como una reliquia: los silencios hablan,
los vacíos están (en la mente, el sentir o la psicología social) rebosantes… pero no
de intensidad. No, al menos, necesaria ni únicamente. Como dijimos más arriba,
el mínimo común denominador del régimen, desprovisto de aristas y conflictos,
se hallaba en las palabras, la dicción, las metáforas, las elusiones y elisiones del
NO-DO. Y, en realidad, fue lo más duradero y a lo que los distintos directores
del organismo manifestaron mayor fidelidad. ¿No es acaso sorprendente, para la
ortodoxia ideológica, que Manuel Augusto García Viñolas, jefe del Departamento
Nacional de Cinematografía desde 1938 hasta 1941 y figura omnipresente en los
años totalitarios, reapareciera como emisario lustroso en la era de los paradores
nacionales, la televisión y la moda yeyé del «Spain is different» acuñado por Fraga?
Y bien, a su regreso de una larga estancia en Brasil, el antiguo poeta legionario y
falangista tomó el pulso del desarrollismo sin despeinarse.
Ni duda cabe de que el Noticiario, a lo largo de casi cuatro décadas en las que
participó de este nacionalismo banal, ejerció una tarea mucho más intensa de la
que se ha considerado en estas páginas. Los deportes y la lengua constituyeron
acaso sus dos puntales, todavía necesitados de un estudio de conjunto. Entre los
primeros, el fútbol desempeñó un papel decisivo y sería interesante recorrer,
tras los estereotipos que definen los principales equipos de primera división, la
correspondencia con valores regionales que auspiciaba el régimen, tanto en el
uso de la adjetivación, como, con algo más de profundidad, en los tópicos. Por lo
que respecta a la lengua, el uso de un estándar lingüístico fue tarea decisiva para
la configuración nacional. Nadie encarna mejor este texto que la dicción «tan
española» del cordobés Matías Prats, vivero de retórica e icono del Noticiario.
Pero este estudio deberá ser dejado para un futuro próximo.
«MÁS DEPORTE Y MENOS LATÍN»
fútbol e identidades nacionales durante el franquismo

Alejandro Quiroga Fernández de Soto


Universidad de Alcalá de Henares

El presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF), Benito Pico,


debió respirar tranquilo cuando el árbitro pitó el final del partido entre España
y la Unión Soviética. Era el 21 de junio de 1964, la selección española se acababa
de proclamar campeona de Europa de fútbol en el Estadio Santiago Bernabéu y
Francisco Franco iba a tener un momento de gloria saludando a los vencedores
ante millones de espectadores que habían seguido la final por televisión1. Lo cierto
es que Benito Pico había pasado unos días horribles antes del partido. El dictador
no había confirmado su asistencia al encuentro hasta el último momento y el
ministro secretario general del Movimiento, José Solís, le había dejado bien claro
a Pico que tenía que hacer lo imposible para que España ganara la final: no podían
permitir que el Caudillo pasara por la humillación de tener que entregar la Copa
de Europa a los soviéticos. La presión para el presidente de la Federación fue en
aumento según se acercaba la fecha de la final. Uno de los directivos falangistas de
la RFEF llegó a proponer echar droga en la bebida de los jugadores soviéticos unas
horas antes del partido, para asegurar así la victoria española. Sin embargo, Pico
rechazó en última instancia el plan de envenenamiento colectivo. Si se descubría
que los españoles habían drogado a los soviéticos para ganar el partido, el escán-
dalo internacional iba a ser mayúsculo2.
Francisco Franco, por su parte, estaba exultante con la victoria de la selec-
ción española. En una reunión con su jefe de la Secretaría Militar el día después
del partido, el dictador se mostró mucho más animado que de costumbre. El
Caudillo se felicitó por lo mucho que había apoyado el público a la selección
española y a él mismo:
Conmigo, la enorme concurrencia que acudió al Santiago Bernabéu no
pudo estar más cariñosa con sus repetidas ovaciones. Nuestra unidad y
patriotismo se puso en evidencia ante millones y millones de personas que
por televisión veían el grandioso partido en muchos países del mundo3.

1
ABC, 26 de junio de 1964.
2
C. Fernández, El fútbol durante la Guerra Civil y el franquismo, pp. 185-186.
3
F. Franco Salgado-Araujo, Mis conversaciones privadas, p. 563.

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 197-219.
198 alejandro quiroga fernández de soto

Esa misma tarde, Franco recibió a los jugadores españoles en el palacio de


El Pardo. Cuatro días después, la Delegación Nacional de Educación Física y
Deportes otorgaba al presidente de la RFEF, al seleccionador y a los jugadores de
la selección campeona de Europa varias medallas al mérito deportivo4.
Más allá de la necesidad del dictador de sentirse alabado en público, aunque
fuera en ambientes prefabricados para la ocasión, la organización, retransmi-
sión y celebración de la fase final de la Eurocopa de 1964 nos dice mucho del
interés que el franquismo tuvo por el deporte rey. La Dictadura fue el primer
régimen en España en utilizar de un modo planificado y sistemático el fútbol
como herramienta de nacionalización de masas. La apropiación dictatorial de
los éxitos de la selección y de los clubes españoles en competiciones internacio-
nales, el uso coordinado de todos los medios de comunicación para transmitir a
través del balompié una narrativa franquista de la nación española y el empeño
por proyectar en el extranjero la imagen de una España unida, ordenada y feliz
bajo la batuta del dictador, fueron los elementos que definieron el uso del fútbol
por parte del régimen.
En los últimos años ha cobrado fuerza en la historiografía la idea de la nación
como narración. Esta interpretación considera la nación como un conjunto de
metáforas e imágenes que se producen y reproducen en el ámbito discursivo.
Este conjunto de metáforas e imágenes se fue configurando desde finales del
siglo xviii en distintas narrativas maestras que elaboraron un pasado nacional
para distintos territorios y comunidades políticas en todo el mundo5. En Europa
los historiadores ilustrados fueron los primeros en crear una narrativa nacio-
nal moderna que posteriormente fue reelaborada y propagada por periodistas,
políticos y profesores a lo largo del n de la nación se transmitieron funda-
mentalmente a través de libros de texto, prensa y novelas, encontrando en las
escuelas, los ateneos y los hogares su espacio natural. Pero desde principios del
siglo xx, a medida que los deportes fueron ganando espacio en la nueva socie-
dad de masas, el fútbol también sirvió como elemento transmisor de narrativas
nacionales maestras en todo el mundo.
El fútbol desempeñó un papel clave en la formación de un lenguaje, de unos
mitos y de un relato vinculado a las naciones6. Con los partidos internacionales
surgió la idea de que los equipos tenían un estilo «nacional» de juego, que, de
alguna manera, reflejaba la identidad de la gente del país al que representaban.
Con el tiempo, la asociación entre las características de las selecciones de fútbol
y unas identidades nacionales determinadas se perpetuó a base de reproducir
una narración en la que se enfatizaba un estilo «típico» de juego del país y se
aludía reiteradamente a un conjunto mítico de jugadores legendarios. Así, los
grandes equipos y los héroes futbolísticos del pasado se fueron asociando a
una serie de características nacionales que se presentaba dentro de una narra-

4
ABC, 26 de junio de 1964.
5
S. Berger, «The Power of National Pasts».
6
G. Armstrong y R. Giulianotti, «Football in the Making»; R. Giulianotti, Football.
A Sociology of the Global Game, pp. 23-35; F. León Solís, Negotiating Spain and Catalonia, p. 140.
«más deporte y menos latín» 199

tiva patriótica, con la que se apelaba al sentido de pertenencia colectiva7. Los


partidos y los equipos pasaron a interpretarse en virtud de las características
nacionales «intrínsecas» que se suponía tenían que tener las selecciones por la
muy peregrina razón de que las había tenido en el pasado. En el caso de España,
la selección de fútbol que participó en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920
y el mito de la furia entonces creado se convirtieron en los referentes para expli-
car, no sólo como debían jugar los equipos españoles para adecuarse a su propio
estilo patrio original, sino las características nacionales de los españoles.
Como veremos en las siguientes páginas, el franquismo mantuvo el mito de la
furia como elemento importante de su narrativa, pero también incorporó nuevos
elementos en su discurso nacionalista. A lo largo del siglo xx, el deporte sirvió
tanto para reafirmar identidades consolidadas socialmente, como para ayudar
en la creación de nuevas identidades sociales; tanto para dar expresión a ciertos
valores sociales oficializados, como para crear espacios de protesta para grupos
opositores8. En el caso de las identidades nacionales en España durante la dic-
tadura franquista, el fútbol sirvió de medio para promocionar un españolismo
ultraderechista oficial, así como para la expansión de una plétora de identidades
antifranquistas, en ocasiones ligadas al catalanismo y al nacionalismo vasco.
En este artículo pretendemos revisar algunos postulados de la historiografía
sobre las identidades nacionales y el fútbol durante el franquismo. En primer
lugar, se pone en tela de juicio la idea de que el nacionalismo franquista pre-
tendió aniquilar todo vestigio de identidades regionales durante los primeros
años de la Dictadura9. El estudio del fútbol durante la década de los cuarenta
nos muestra que el fascismo español, como el alemán y el italiano, dejó un espa-
cio cultural para la existencia de la región, siempre y cuando ésta se concibiera
como completamente subordinada a la nación.
En segundo término, aquí se cuestiona la idea de que el mensaje naciona-
lista franquista fue disminuyendo en intensidad en las últimas décadas de la
Dictadura, a la vez que aumentaban los nacionalismos catalanes y vascos en los
campos del FC Barcelona y del Athletic Club de Bilbao respectivamente10. Si
bien es cierto que las estridencias franquistas sobre la raza española decayeron
considerablemente en los sesenta y setenta, esto no significó que se diera una
especie de «juego de suma cero», en el que la disminución del nacionalismo
español estuvo directamente relacionada con el aumento de los nacionalismos
catalán y vasco. Si algo hizo el régimen durante el tardofranquismo fue inten-
sificar su utilización del fútbol para transmitir su peculiar idea de la identidad
española. Y lo hizo, además, potenciando la televisión como herramienta de
adoctrinamiento social. Otra cosa distinta fue la eficacia que esa narrativa fran-
quista tuvo a la hora de calar en la sociedad española.

7
L. Crolley y D. Hand, Football, Europe and the Press, p. 11.
8
J. MacClancy, «Sports, Identity and Ethnicity», pp. 3-7.
9
Como han defendido J. Benet i Morell, L’intent franquista de genocidi cultural; J. M. Solé i
Sabaté, La repressió franquista a Catalunya; y, con matices, D. Conversi, The Basques, pp. 81 y 111.
10
Como se sugiere en R. Llopis Goig, «Identity, Nation-State and Football in Spain», p. 57.
200 alejandro quiroga fernández de soto

El artículo está dividido cronológicamente en dos partes. La primera estudia


el uso del fútbol por parte del franquismo en los años cuarenta y cincuenta. La
segunda analiza la continuidad del discurso españolista del régimen y el resurgir del
catalanismo y el vasquismo en los campos del fútbol durante el tardofranquismo.

LAS PRIMERAS DÉCADAS DEL FRANQUISMO

Al igual que la Alemania nazi y la Italia fascista, el franquismo usó el fút-


bol como herramienta de adoctrinamiento nacionalista. En el caso español, los
instrumentos propagandísticos e institucionales iniciales se fueron creando ya
durante la Guerra Civil. En diciembre de 1938 se publicó en San Sebastián el
primer número del periódico deportivo Marca. En éste se incluía una entrevista
con el general José Moscardó Ituarte, presidente del Comité Olímpico Español
franquista y jefe de la Delegación Nacional de Deporte, una institución creada
por los rebeldes para promover una juventud sana siguiendo los modelos fascis-
tas. El periódico, además, daba cuenta en su primer número de un partido jugado
entre la selección española (franquista) y la Real Sociedad de San Sebastián11.
El hecho de que los «nacionales» destinaran recursos a formar una selección
nacional de fútbol en plena Guerra Civil nos indica que los rebeldes tuvieron
muy claro, desde el principio, que querían hacer un uso propagandístico del
fútbol con fines políticos. Para los franquistas, el balompié había sido durante
la Segunda República una «orgía roja de las más pequeñas pasiones regionales»,
en la que «casi todo el mundo era separatista», incluyendo el seguidor del Real
Madrid, que en la mayoría de los casos era «un bizcaitarra en Madrid; es decir
un localista, un retrasado mental frente a los límites nacionales»12.
Francisco Franco otorgó a los falangistas el control de la Delegación Nacional de
Deporte y su jefatura al general Moscardó, un hombre obeso con poco interés por
las actividades físicas. Los planes iniciales de Moscardó suponían una subordinación
total de las actividades deportivas al nuevo Estado franquista, daban prioridad a la
gimnasia para mejorar la «raza» y anunciaban la introducción de una ficha biológica
obligatoria para controlar el desarrollo físico de todos los españoles13. El fútbol tam-
bién se vio afectado: Moscardó cambió la camiseta roja tradicional de la selección
española por una azul y convirtió el saludo fascista y el Cara al sol en obligatorios en
los campos de juego14. A principios de los años cuarenta el régimen ya buscaba clara-
mente transformar los estadios de fútbol en una especie de «iglesias patrióticas», en
las que la «nueva España» y sus valores pudieran ser celebrados en masa15.

11
Marca, 1, 21 de diciembre de 1938.
12
Las palabras de Jacinto Miquelarena, antiguo director del periódico deportivo peneuvista
Excelsior, en Á. Bahamonde Magro, El Real Madrid en la historia de España, p. 185.
13
Marca, 1, 21 de diciembre de 1938.
14
T. González Aja, «La política deportiva en España», p. 183.
15
J. Hargreaves, Freedom for Catalonia?, p. 9; A. de la Viuda-Serrano y T. González Aja,
«Héroes de papel», pp. 52-54.
«más deporte y menos latín» 201

Fig. 1. — Jugadores del Valencia CF y del Español saludando en la final de la Copa del
Generalísmo de Fútbol, Estadio de Chamartín, 30 de junio de 1941 (© EFE/lafototeca.com)

Lo primero que debemos tener en cuenta es que el franquismo utilizó el fútbol


como medio de nacionalización de masas en una sociedad con profundos déficits
educativos y eminentemente rural16. Se trataba, además, de una sociedad a la que
la Dictadura mantuvo aterrorizada con medidas represivas brutales y un control
asfixiante de los medios de comunicación17. En este marco, los partidos de la selec-
ción se utilizaron para remarcar el vínculo entre la Dictadura y la nación española,
además de ser un vehículo de exaltación fascista internacional. El franquismo orga-
nizó encuentros amistosos con Portugal, Suiza, la Francia de Vichy, Alemania e Italia
durante la Segunda Guerra Mundial. El partido entre Alemania y España jugado en
el Estadio Olímpico de Berlín en 1942 fue un buen ejemplo. Las autoridades nazis
orlaron la avenida olímpica por donde fueron entrando los 100.000 espectadores
con miles de insignias españolas, alemanas e italianas (el árbitro era transalpino),
dieron banderitas rojigualdas y falangistas a los miembros de la División Azul y a los
obreros españoles que trabajaban en Berlín y tocaron los himnos con todo el público
en pie, brazo en alto, dando vivas a Hitler. La selección española quiso honrar en la
ceremonia a la División Azul y le entregó en el círculo central un
banderín al laureado teniente coronel Zamalloa como testimonio del
cariño y admiración que todos los deportistas españoles sienten por sus
hermanos que luchan en Rusia18.

16
C. Molinero, La captación de las masas, pp. 212-214.
17
F. Sevillano Calero, «Del “público” al “pueblo” por la propaganda», pp. 136-137; G. Gómez
Bravo y J. Marco, La obra del miedo, pp. 315-334.
18
ABC, 14 de abril de 1942.
202 alejandro quiroga fernández de soto

Como señaló Hans von Tschammer und Osten, director de la Oficina de


Deportes del Reich, el partido escenificaba en un terreno de juego «la hermosa
y fiel amistad entre los dos pueblos que se hallan unidos en el combate contra el
enemigo mundial en los campos de batalla de Rusia»19.
La imposición franquista del nuevo simbolismo fascista fue de la mano con la
erradicación de todo aquello considerado nacionalista subestatal o, en el voca-
bulario de la época, separatista. Para llevar a cabo esta «limpieza» en el fútbol
español, se colocó a falangistas en las juntas directivas de los clubes de Primera
División y se declaró el castellano como única lengua oficial20. En ocasiones el
celo depurador de los franquistas alcanzó el absurdo. Algunos equipos fueron
obligados a españolizar sus nombres y traducir la parte inglesa de éstos, de tal
modo que el Athletic Club de Bilbao y el Sporting de Gijón se convirtieron en
Atlético y Deportivo respectivamente21. Los censores franquistas también se
aplicaron a la hora de pulir de extranjerismos las crónicas de los partidos en
prensa, cebándose en particular con los anglicismos como «corner», «amateur»
o «match»22. Y toda esta «limpieza lingüística» tuvo lugar al mismo tiempo que
los franquistas imponían el saludo romano en los campos de fútbol, una cos-
tumbre que difícilmente se podía calificar de genuinamente española.
No cabe duda de que el discurso del primer franquismo fue rabiosamente
nacionalista, pero a menudo se pasa por alto que este españolismo de corte
fascista no llevó consigo la completa erradicación del concepto de región.
En el deporte, como en la música popular, en las guías turísticas y en la
literatura, podemos encontrar algunos matices regionales en el concepto de
nación franquista de los años cuarenta. Por ejemplo, la Volta Ciclista a Cata-
lunya, suspendida en 1937 y 1938 por la Guerra Civil, se volvió a celebrar
ya en 1939, si bien el nombre oficial de la competición fue traducido al
castellano. En el fútbol, los equipos regionales, que habían surgido durante
la Restauración, no desaparecieron con el franquismo. Así, el 17 de marzo
de 1941 las selecciones de Castilla y Cataluña se enfrentaron en el Estadio
de Chamartín, en lo que supuso el primer partido entre ambos equipos tras
la Guerra Civil23. Al año siguiente, las mismas selecciones regionales juga-
ron otro encuentro amistoso en Barcelona, con victoria catalana por 4 a 3,
el mismo día que la selección española derrotaba a Francia en Sevilla
por 4 a 024. El diario barcelonés El Mundo Deportivo se mostró emocionado
con la victoria de «nuestro combinado regional». y habló de «una jornada
completa en el ambiente catalán» debido a los triunfos de España ante
Francia y de Cataluña ante Castilla. No sólo el fútbol catalán era compatible

19
Ibid.
20
D. Shaw, «The Politics of “Fútbol”», p. 188.
21
C. Santacana Torres, «Espejo de un régimen», p. 219.
22
A. de la Viuda-Serrano, «Deporte, censura y represión bajo el franquismo», pp. 316-317.
23
Marca, 18 de marzo de 1941. Para la selección catalana de fútbol, véase A. Closa, Selecció
Catalana de Fútbol y J. M. Raduà, Història de totes les seleccions.
24
ABC, 17 de marzo de 1942.
«más deporte y menos latín» 203

con el español, sino que «en los dos se presiente la época gloriosa, magnífica
de un renacimiento que está al llegar»25. El renacimiento del fútbol nacional
iba de la mano del regional.
Por otra parte, durante el primer franquismo tampoco desaparecieron las
selecciones de ciudades, y se organizaron partidos amistosos con equipos de
aquellos países que habían ayudado a Franco a ganar la Guerra Civil. Por ejem-
plo, en enero de 1941, un combinado de la ciudad de Barcelona se enfrentó
a una selección de Stuttgart en el campo de Les Corts, estadio que, con todo,
mantuvo su nombre en catalán durante la dictadura franquista26.
El franquismo también hizo un esfuerzo por presentar lo vasco como esencia
del carácter español. Ya en enero de 1939, Marca publicó un reportaje especial
sobre deportes vascos, en el que se prestaba especial atención a los pulsolaris27.
El periódico franquista también incluía una entrevista con José Irigoyen, un
afamado remontista cuyo hijo de 16 años se había presentado voluntario para
luchar con los «nacionales». En un claro intento por apropiarse de un deporte
que los jelkides más tradicionalistas habían presentado como auténticamente
vasco, Marca describía el juego de pelota como «genuinamente español»28. Lo
vasco, además, era la esencia del fútbol español. Según Ricardo Zamora, el legen-
dario portero catalán que se había sumado a los rebeldes en la Guerra Civil, los
principales rasgos de la selección española eran vascos29. Fuerza, entusiasmo,
energía, virilidad y un juego basado en pases largos eran todas auténticas carac-
terísticas vascas que se habían convertido en españolas debido al alto número
de norteños que jugaban en el combinado nacional. Y en este proceso de posi-
cionamiento de lo vasco como esencia de lo español, Marca describía al Athletic
Club de Bilbao como el club español más glorioso de la historia, a la vez que
denunciaba el «despojo» de sus mejores jugadores, «con el fin de que por los
campos del mundo —empezando por los de la URSS— la república de euskadi
(así, en minúscula) muerta al tiempo de nacer, acreditara su pujanza deportiva».
En lo que cabe interpretar como una metáfora para la «resurrección» de España
que planeaban los franquistas, el diario deportivo presentaba el Bilbao como
el modelo a seguir para reconstruir los clubes en todo el país tras el período
republicano: «Que cunda su ejemplo para que el resurgir del fútbol español sea
inmediato al término victorioso de nuestra Cruzada»30.
En cierto sentido esta identificación de lo vasco como esencia de lo español
era una continuación de los viejos postulados carlistas del siglo xix. Según los
tradicionalistas, el catolicismo y los fueros eran los factores definitorios de la

25
El Mundo Deportivo, 16 de marzo de 1942.
26
Marca, 14 de enero de 1941.
27
«Costumbres vascas. Fuerza y deporte», Marca, 18 de enero de 1939.
28
Marca, 3 de enero de 1939. La conversión de la pelota en «deporte nacional vasco» por parte
del sector más reaccionario de los abertzales en J. Díaz Noci, «Los nacionalistas van al fútbol»,
pp. 9-12.
29
Marca, 18 de enero de 1939.
30
Marca, 3 de enero de 1939.
204 alejandro quiroga fernández de soto

verdadera España, mientras que el laicismo y el liberalismo eran ideas ajenas


a la nación. Este concepto de patria fue ganando adeptos entre los reacciona-
rios en la Tercera Guerra Carlista (1872-1876) y resurgió con fuerza durante
la guerra de 1936 en el País Vasco y Navarra31. Sin embargo, tras la última
contienda civil, la idea de que el País Vasco era la quintaesencia de la nación
española también empezó a ser compartida por algunos falangistas. El partido
fascista contempló en el Athletic Club de Bilbao una encarnación de los valo-
res masculinos hispánicos de virilidad, ímpetu y furia32. El equipo vasco pasó a
representar la furia española y pronto se ganó el favor del régimen franquista,
al ser el único equipo de la élite que alineaba sólo a jugadores españoles33. La
política del Athletic, consistente en fichar exclusivamente jugadores vascos y
navarros, fue reinterpretada por los falangistas como un modo de mantener la
pureza española del equipo.
Como en el caso de la Alemania nazi y la Italia fascista, la España franquista
utilizó de un modo moderado las identidades regionales, para intentar intro-
ducir un elemento de populismo en el régimen y atraerse cierto apoyo social34.
Los fascismos concibieron las regiones como espacios culturales totalmente
subordinados a las naciones y los distintos movimientos «separatistas» fueron
brutalmente reprimidos, pero eso no quería decir que Hitler, Mussolini y Franco
buscaran de un modo activo destruir todo tipo de identidad regional. En Ale-
mania, Italia y España, las identidades múltiples, que combinaban sentimientos
de vínculo afectivo con el municipio, la región y la nación, fueron instrumenta-
lizadas con la intención de fomentar el amor por la «patria grande» y el fútbol
se consideró como un buen vehículo para tal fin35.
El franquismo incorporó desde un inicio el mito de la furia a su narrativa de
la nación española. Como en las décadas de los veinte y los treinta, la furia era
la representación de la bravura y el coraje de los españoles, pero la Dictadura
también inventó nuevas características nacionales que se vinculaban al estilo de
juego de la selección y por extensión a los españoles36. Para el periodista depor-
tivo Fielpeña (seudónimo de Juan Peñafiel Alcázar), España jugaba un fútbol
latino en el que la improvisación era su cualidad más destacada. Las genialida-
des individuales estaban muy por encima del trabajo en equipo:

31
F. Molina Aparicio, La tierra del martirio español, pp. 129-135; J. Ugarte Tellería, La
nueva Covadonga insurgente.
32
J. Díaz Noci, «Los nacionalistas van al fútbol», p. 8.
33
Fielpeña, Los 60 partidos, pp. 37-38; E. Castro-Ramos, «Loyalties, commodity and fandom»,
p. 703; J. C. Castillo, «Play Fresh, Play Local», p. 30.
34
X. M. Núñez Seixas y M. Umbach, «Hijacked Heimats»; Cavazza, «El culto de la pequeña
patria», pp. 107-119.
35
S. Martin, Football and Fascism, pp. 209-214; W. Pyta, «German Football: a Cultural
History», pp. 5-9.
36
Las menciones a la furia se pueden encontrar en todos los partidos que jugó España entre 1941
y 1942 en Marca, 14 de enero, 18 de marzo y 30 de diciembre de 1941; Mundo Deportivo, 16 de
marzo y 17 de abril de 1942, y ABC, 17 de marzo y 14 y 21 de abril de 1942.
«más deporte y menos latín» 205

Las grandes victorias españolas habrán de conseguirse en tardes ins-


piradas de sus componentes y, sobre todo, formidables actuaciones
individuales […]. El conjunto a la manera centroeuropea no ha existido
nunca. Y aunque esto nos ponga, evidentemente, en condiciones infe-
riores, hay que admitirlo como característica racial37.

Curiosamente, Eduardo Teus, el hombre elegido por el general Moscardó


como seleccionador nacional en 1941, compartía la visión de Fielpeña sobre
la improvisación y el individualismo como factores genéticos fundamentales
de los españoles. Según Teus, España no debía jugar como un equipo porque
nunca había «existido» como tal, sino que debía apostar por «la improvisación
y el individualismo de nuestra raza» para ganar los partidos38. En la misma línea
argumental, Juan Deportista, un famoso cronista futbolístico de ABC, escribía
en 1941 que la fórmula hispana no había cambiado mucho desde «los Juegos
Olímpicos de Amberes donde se fundió el crisol», pero si la mayoría de las selec-
ciones españolas no habían estado a la altura de la de 1920 era precisamente
porque habían adolecido de «estrellas» individuales que las mantuvieran en lo
más alto del fútbol mundial39. En una Europa dominada por los nazis y en una
España donde Falange alcanzaba sus máximas cuotas de poder, el régimen fran-
quista fue creando una imagen quijotesca e individualista del futbolista español,
que vino a complementar las cualidades de nobleza y vehemencia que la prensa
ya asociaba al mito de la furia en los años anteriores a la Guerra Civil.
La caída del Tercer Reich redujo el peso de los falangistas en los gabinetes
franquistas, y el régimen llevó a cabo una serie de cambios «cosméticos» con la
intención de desvincularse de sus antiguos aliados germanos e italianos. Como
parte de esta operación de «desfascistización», el saludo fascista dejó de ser ofi-
cial en septiembre de 1945 y la selección española abandonó el color azul en
su camiseta para volver a vestir de rojo en 1947. Ahora bien, a pesar de algunas
modificaciones posbélicas, el papel directivo de Falange se mantuvo íntegra-
mente en el ámbito del deporte, y el franquismo siguió utilizando el fútbol para
adoctrinar a los españoles40. Los periodistas franquistas presentaron constante-
mente los éxitos deportivos hispanos como propios del régimen. Este vínculo
entre las victorias deportivas y la Dictadura se llevó a cabo en un momento en
el que el fútbol fue ganando una mayor relevancia social debido al aumento
de audiencias que los medios de comunicación alcanzaron progresivamente
en esos años. En las décadas de 1940 y 1950, la prensa comenzaba a hablar de
los encuentros internacionales unas dos semanas antes de los partidos, para
luego recoger una gran cantidad de información el día del evento y en las jor-
nadas posteriores al enfrentamiento. Además, los partidos internacionales eran

37
Fielpeña, Los 60 partidos, pp. 185-186.
38
Eduardo Teus, «Prólogo» a Fielpeña, Los 60 partidos, pp. 9-10.
39
ABC, 17 de marzo de 1941.
40
C. Santacana Torres, El Barça y el franquismo, p. 215.
206 alejandro quiroga fernández de soto

radiados, lo que le permitía al régimen llegar a millones de personas en bares,


cafeterías y hogares. Por último, el NO-DO incluyó reportajes sobre los parti-
dos de la selección, llevando de este modo la narrativa de equipo nacional y el
mensaje franquista a miles de espectadores en cines de todo el país. Con esta
combinación de prensa escrita, radio y NO-DO la Dictadura podía mantener
un partido de fútbol (y la narrativa nacionalista que conllevaba) durante sema-
nas en la mente de los españoles. La secuencia que suponía leer sobre el partido
con anterioridad, escuchar el encuentro en la radio, volver a leer en la prensa
sobre el enfrentamiento una vez disputado éste y verlo posteriormente en el
cine tuvo un efecto acumulativo que hizo que el mensaje oficial aumentara su
impacto entre los españoles.
Este fenómeno, que podemos denominar «proceso de acumulación de
medios nacionalizadores», hizo que los individuos tuvieran cada vez más refe-
rentes de la nación franquista, tanto en los espacios públicos (la cafetería donde
escuchaban la radio o el cine donde veían el NO-DO) como en los privados
(el salón de sus casas donde leían la prensa y oían los transistores). La parti-
cipación del combinado nacional en el Mundial de Brasil de 1950 es un buen
ejemplo de cómo funcionaba este proceso acumulativo y de cómo el régimen
franquista se apropió de los éxitos de la selección española. Tras ganar a Chile
(2-0) y a los EEUU (3-1), los españoles derrotaron a Inglaterra gracias a un
gol de Telmo Zarra, lo que les dio el pase a la liguilla de los cuatro mejores.
La prensa inglesa y la española se habían encargado de caldear el ambiente los
días anteriores al encuentro, con alusiones a la piratería de Francis Drake y a la
decadencia colonial británica respectivamente41. El partido fue retransmitido
por radio y el gol de Zarra inmortalizado por el periodista Matías Prats42. Los
días que siguieron al partido los periódicos hablaron del encuentro en términos
épicos y, durante meses, las imágenes de la victoria fueron proyectadas en todos
los cines de España como parte de un programa del NO-DO43. A diferencia de
lo ocurrido durante la Restauración y la dictadura de Primo de Rivera, el fran-
quismo presentó como un todo a la selección, la Dictadura y la nación española.
Las declaraciones de Armando Muñoz Calero, presidente de la RFEF, contra
aquellos periodistas que habían osado cuestionar las posibilidades de una victo-
ria hispana son más que significativas:
[Nuestro jugadores] por tener tal fe y estar empapados del actual
sentido patriótico español han sabido estar por encima de todos esos
envidiosos. Y solamente han pensado en que existe una España con el
mejor Caudillo del mundo44.

41
El Alcázar, 4 de julio de 1950.
42
No existe copia de la retransmisión radiofónica original. Pero, debido a su fama, Matías Prats
decidió recrearla años después en los estudios de Radio Nacional de España (la recreación en
<http://fonotecaderadio.com/html/matiasprats.html> [consultado el: 30/01/2014]).
43
El resumen del partido con las imágenes utilizadas en el NO-DO en <http://www.youtube.
com/watch?v=AJMbwqg-ILY&NR=1> [consultado el: 30/01/2014]).
44
Marca, 3 de julio de 1950.
«más deporte y menos latín» 207

El «mejor Caudillo del mundo» decidió unirse a una fiesta que consideraba
suya y mandó un telegrama al equipo español que fue reproducido en todos los
periódicos del país:
Al Capitán y jugadores del equipo español. Río de Janeiro. Al terminar
retransmisión por la que seguí emocionante encuentro y brillantísimo
triunfo, envío mi entusiasta felicitación por vuestra técnica y coraje en
defensa de nuestros colores.
¡Arriba España!
Generalísimo Francisco Franco45.

Más allá de la apropiación franquista de los éxitos de la selección española,


conviene destacar que el mito de la furia se mantuvo como elemento central en
la narrativa de la Dictadura en los años cincuenta. Durante el Mundial del Brasil
la prensa habló de una combinación de la vieja furia y de «un impresionante
alarde de técnica y conjunto», a la hora de explicar la victoria frente a Inglate-
rra46. Como en los años cuarenta, la furia se complementó con otros calificativos
para explicar los resultados de la selección. No obstante, en último término,
era ésta la que acompañaba a los españoles de un modo casi natural. Dicho
en las palabras del siempre expresivo Muñoz Calero: «Además de una técnica
depurada, [los jugadores] han demostrado que nuestra vieja furia es decisiva en
encuentros tan trascendentales como el de hoy»47.
El mito de la furia también estuvo presente cuando el régimen franquista
empezó a vincularse a las victorias europeas del Real Madrid en los cincuenta.
Cuando el equipo blanco se proclamó campeón de Europa por primera vez en
junio de 1956 en París, Agustín Pujol, presidente de la Federación Catalana de
Fútbol, declaró que el Real Madrid había triunfado debido a «la más depurada
técnica, unida a las tradicionales características del fútbol español: el coraje
y la furia»48. La Dictadura utilizó las victorias europeas del Real Madrid para
intentar reducir su aislamiento internacional, mientras que el club blanco se
beneficiaba de las simpatías que despertaban en el régimen. A partir de media-
dos de la década de los cincuenta el Real Madrid se convirtió en una especie de
embajador no oficial de España y, por extensión, del franquismo, algo de lo que
directivos, técnicos y jugadores eran plenamente conscientes49.
Sin embargo, algunos periodistas de la época supieron hilar fino y disociar
el orgullo de representar al franquismo y el de ser «embajadores» de España.
En palabras del famoso comentarista deportivo Gilera (Enrique Gil de la
Vega), el «Real Madrid estaba orgulloso de mejorar la imagen de España en
general más que la de Franco»50. La frase es significativa porque denota una

45
El Alcázar, 3 de julio de 1950.
46
Marca, 3 de julio de 1950.
47
El Alcázar, 3 de julio de 1950.
48
ABC, 14 de junio de 1956.
49
V. Duke y L. Crolley, Football, Nationality and the State, pp. 35-36.
50
Citado en D. Shaw, Fútbol y franquismo, p. 58.
208 alejandro quiroga fernández de soto

separación consciente entre la nación española y la Dictadura, en un momento


en el que ésta se presentaba continuamente como aquella y en un tiempo en
el que muchos europeos asociaban a España con Franco. Además, las victorias
del Real Madrid permitieron a muchos españoles, que normalmente veían al
Gobierno de su país como atrasado en comparación con Europa Occidental,
viajar por el continente con la cabeza alta51. Este orgullo futbolístico denota que
muchos aficionados eran capaces de diferenciar entre el régimen político, al cual
consideraban subdesarrollado, y los trofeos del Real Madrid, que les producían
emociones y alegrías en tanto en cuanto eran victorias españolas. La patria
deportiva podía distinguirse de la nación política oficial.

TARDOFRANQUISMO

La década de los sesenta y la primera mitad de la de los setenta fue un


período en el que el fútbol sirvió de catalizador de los nacionalismos catalán
y vasco. Como señalamos, este mismo período se ha presentado en ocasio-
nes como un tiempo en el que disminuyó el uso del fútbol para transmitir el
mensaje nacionalista oficial a medida que crecieron identidades alternativas
en los campos del FC Barcelona y del Athletic Club de Bilbao. Sin embargo, es
dudoso que el nacionalismo franquista estuviera en declive durante la década
de 1960. La Dictadura siguió utilizando los medios de comunicación de un
modo implacable para transmitir su mensaje patriótico y el fútbol continuó
siendo el vehículo favorito del régimen para tal fin. Además, el proceso de
nacionalización se hizo mucho más efectivo debido a la expansión de la tele-
visión. La pequeña pantalla vino a contribuir de un modo determinante al
«proceso de acumulación de medios nacionalizadores» que mencionamos con
anterioridad. A la secuencia por la cual un individuo leía sobre la previa de
un partido, lo escuchaba en la radio, leía la narración del enfrentamiento en
la prensa y lo revivía visualmente en el NO-DO, se le vino a añadir la retrans-
misión televisiva de los encuentros. La televisión no sólo aumentó el proceso
de acumulación de medios, sino que multiplicó las audiencias potenciales del
discurso franquista y su narrativa sobre España y las características nacionales
de los españoles. Además, la retransmisión de partidos por la pequeña pan-
talla tuvo un efecto colateral por el que los periódicos pasaron a incluir más
páginas de fútbol, lo cual no hizo más que incrementar la importancia social
de este deporte52. De un modo complementario, a mediados de los sesenta, los
diarios deportivos españoles tenían ya tiradas que les colocaban a la cabeza de
la prensa nacional de información general53.

51
Ibid. pp. 57-58.
52
L. Crolley y D. Hand, Football, Europe and the Press, p. 3.
53
Además, en los diarios de información general, la sección de deportes era la más leída con un
40%, frente al 13% que seguían las noticias del extranjero y de España (C. Fernández, El fútbol
durante la Guerra Civil y el franquismo, pp. 14 y 242).
«más deporte y menos latín» 209

Un buen ejemplo del uso de la televisión como herramienta propagandís-


tica patriótica lo encontramos en la Eurocopa de fútbol de 1964. La fase final
del torneo (semifinales y final) se jugó en España, y la Dictadura se mostró
plenamente consciente del potencial de la televisión retransmitiendo los par-
tidos en directo por Eurovisión e Intervisión para llegar al mayor número de
espectadores. Según Marca, lo más significativo de la victoria de la selección
en el torneo había sido que «millones y millones de españoles» lo habían
podido seguir por televisión54. Para El Alcázar, el triunfo era global, porque
más de 200 millones de espectadores habían visto el partido en directo55.
Para el dictador, lo importante era que la pequeña pantalla había mostrado
la «unidad y patriotismo» de los españoles «en muchos países del mundo»56.
Televisión Española (TVE) retransmitió de nuevo el España-URSS, el lunes
29 de junio de 1964, para permitir a los aficionados «revivir el sensacional
triunfo del fútbol español» 8 días después57.
Desde un punto de vista político, el franquismo no cambió en la década
de 1960 su manera de entender el uso del fútbol y continuó apropiándose de
la selección española. Tras presenciar en el Bernabéu la final contra la Unión
Soviética, Francisco Franco recibió a la selección nacional al día siguiente en el
palacio de El Pardo, en un claro intento de vincular a su dictadura con el éxito
español. La prensa del régimen presentó la victoria como una celebración de la
unidad nacional, como una fiesta en la «que nada ni nadie español se excluía»,
una fiesta en la que participaban «desde el primer español —y ya ustedes saben
quién es— hasta el último». Ahora bien, se trataba de una celebración de la
unidad nacional que dejaba fuera a aquellos españoles que perdieron la Gue-
rra Civil. José Antonio Elola-Olaso, delegado nacional de Educación Física y
Deportes, le recordó a todo el mundo que la victoria se producía cuando esta-
ban «celebrando los XXV Años de Paz». José Villalonga, el entrenador español,
también quiso vincular el título al dictador:
Y porque la victoria ha sido justa, nos es más grato ofrecerle la victoria
a Su Excelencia el Jefe del Estado, que ha sido testigo de excepción de
cómo estos muchachos han luchado por ella58.

El diario ABC no dejó lugar a dudas:


Al cabo de 25 años de paz, detrás de cada aplauso sonaba un auténtico
y elocuente respaldo al espíritu del 18 de julio. En este cuarto de siglo,
diríase que nunca había rayado más alto la intencionada y entusiasta
adhesión popular el Estado nacido de la victoria sobre el comunismo

54
Marca, 22 de junio de 1964.
55
El Alcázar, 23 de junio de 1964.
56
F. Franco Salgado-Araujo, Mis conversaciones privadas, p. 563.
57
ABC, 26 de junio de 1964.
58
Todas las citas en Marca, 24 de junio de 1964.
210 alejandro quiroga fernández de soto

y sus compañeros de viaje […] España es un pueblo cada día más orde-
nado, maduro y coherente, que marcha solidario por los caminos reales
del desarrollo económico, social e institucional59.

Las celebraciones de la victoria y los comentarios de los dirigentes deporti-


vos y la prensa franquista nos muestran que el régimen estuvo lejos de intentar
potenciar el fútbol como una manera de «despolitizar» a la sociedad española
en la década de los sesenta, como se ha sugerido en alguna ocasión60. De hecho,
a medida que el país crecía económicamente, el franquismo se fue presentando
como el artífice único, no sólo de ese enriquecimiento material, sino también
del deportivo. Unos días después de la final de la Eurocopa de 1964, un editorial
de Marca explicaba que el triunfo ante los soviéticos y otros éxitos deportivos
españoles eran el resultado directo de las políticas deportivas de la Dictadura.
José Antonio Elola-Olaso dirigía estas políticas como delegado nacional de
Deportes, pero, nos explicaba el editorial, siempre seguía «las consignas del Jefe
del Estado»61. El dictador era la mente que estaba detrás de todo el proyecto
cuyo objetivo último era «el engrandecimiento de España»62. Es más, al régi-
men no le importaba reconocer públicamente que el uso del deporte era un
excelente modo de nacionalizar masas, ya que servía para «galvanizar nuestro
orgullo nacional» y «mover nuestra sensibilidad patriótica»63.
El mito de la furia española estuvo más presente que nunca en la Eurocopa de
1964. La victoria ante los soviéticos se explicó debido a la fuerza, las agallas y la
bravura de los ibéricos. «En la segunda española, con la “furia” de la selección no
se podía escapar el triunfo», publicó Marca. En el pasado hubo partidos donde
se había «jugado muy bien, de tiralíneas […] pero la selección no tenía genio
y perdía». En 1964, los españoles «ganan los partidos por genio, por genio son
eurocampeones». El mensaje, aparte de tautológico, era inequívoco: la selección
tenía que ser fiel al espíritu nacional para ganar. El presidente de la RFEF, Benito
Pico, lo resumió con las siguientes palabras: «Me ha gustado el partido porque
España supo vencer a la española, con mucho coraje y con mucha resistencia».
La victoria de 1964 sirvió para renovar el contenido del mito de la furia. El
acento se puso en el coraje y las agallas, dejando de lado la técnica y la sofistica-
ción. En una España que atravesaba un rapidísimo período de modernización
económica, la Dictadura recurría al fomento de los estereotipos españoles más
vinculados con lo visceral y lo irracional.

59
ABC, 23 de junio de 1964.
60
D. Shaw, «The Politics of “Fútbol”», defiende que el franquismo usó el fútbol, entre otras cosas,
para alejar a los trabajadores de la política. Se trataría de despolitizar a la sociedad española a base de
promocionar lo que Raymond Carr definió como una «cultura de la evasión», es decir, de canalizar las
energías de las masas con el deporte, para minimizar las movilizaciones políticas contra el franquismo.
61
Marca, 25 de junio de 1964.
62
Ibid. Una argumentación parecida, vinculando la victoria en la Eurocopa con «la política del
Estado», en ABC, 23 de junio de 1964.
63
Marca, 25 de junio de 1964.
«más deporte y menos latín» 211

Comparaciones con la «gesta» de Amberes se convirtieron en moneda común


tras el partido con los soviéticos, lo que nos da buena muestra de hasta qué
punto la furia siguió ocupando un lugar principal en el panteón de los mitos
nacionales españoles durante el franquismo. En sus crónicas los periodistas
describieron cómo los jugadores de 1964 subían «a rematar los córneres como
Belauste» en las Olimpiadas de 1920 y hablaron del gol de Marcelino como una
«jugada que habrá puesto lágrimas de emoción y de consuelo en los ojos de
aquellos que estuvieron en Amberes». De un modo un tanto profético, el entre-
nador de España, José Villalonga declaró:
Si hasta ahora se ha citado siempre la gesta de Amberes […] me parece
que lo conseguido hoy por estos muchachos puede tener vigencia de
ejemplaridad quizá para los otros cuarenta y cuatro años próximos.

La victoria servía, además, para renovar el mito a nivel generacional, ya que


enardecía «el alma de las jóvenes levas a las que sólo de oídas llegó el clamor de
dorados triunfos de la “Furia”»64.

Fig. 2. — El capitán de la Selección española, Ferran Olivella levanta la Copa de Europa


de Naciones, Estadio Santiago Bernabéu, 21 de junio de 1964. El partido se disputó
en el Santiago Bernabéu donde España derrotó por 2 a 1 a la Unión Soviética
en presencia de Francisco Franco (© Zarkhijo / MARCA)

64
Todas las citas en Marca, 22 de junio de 1964.
212 alejandro quiroga fernández de soto

Durante la segunda mitad de la década de los sesenta y los primeros años


de los setenta, la Dictadura siguió haciendo un uso político del deporte. La
programación en TVE de los mejores partidos de la selección española (o reco-
pilaciones de sus goles) todos los treinta de abril y Primero de Mayo se convirtió
en marca de la casa franquista. En un grosero intento de contrarrestar las movi-
lizaciones de protesta obrera en el Día del Trabajo, la Dictadura ofrecía nostalgia
patriótica futbolera, a menudo acompañada de una corrida de toros65. Como
los resultados futbolísticos de la selección y de los clubes no fueron muy exito-
sos en este período, el régimen no tuvo mayor empacho en apropiarse de otros
deportes para proyectar su narrativa nacionalista. Así, los triunfos tenísticos de
Manolo Santana, el subcampeonato europeo de baloncesto de 1973, la victoria
de Luis Ocaña en el Tour de ese mismo año o el triunfo de Manuel Orantes en
el Open de Estados Unidos. En 1975, por citar algunos ejemplos, sirvieron a la
Dictadura para seguir hablando de la grandeza nacional española y reproducir
una narrativa de nación política que incluía el «Una, Grande y Libre», junto con
una narrativa de nación cultural que definía a los españoles como pasionales,
quijotescos, toreros y envidiados por los extranjeros66.
Ahora bien, esta continuidad en el discurso españolista del régimen no fue óbice
para que los nacionalismos catalán y vasco resurgieran en los campos del FC Bar-
celona, del Athletic Club de Bilbao y, en menor medida, de la Real Sociedad en esos
mismos años. Los procesos de inmigración acelerados de las décadas de 1960 y 1970
produjeron unas profundas transformaciones sociales en el País Vasco y Cataluña.
En ambos lugares se creó una nueva subcultura de oposición al franquismo, que de
un modo paulatino fue extendiéndose por el ámbito privado y, con mayores difi-
cultades, por la esfera pública. Desde finales de los sesenta, asociaciones culturales
y colegios de primaria promovieron el uso del catalán y del euskera, a la vez que
asociaciones de vecinos, de excursionistas, de montañeros y de deportistas, junto
con algunos grupos eclesiásticos, se convirtieron en los vehículos de difusión por
excelencia de las ideologías de los nacionalismos subestatales67.
Los clubes de fútbol se mostraron muy eficaces a la hora de transmitir identida-
des nacionales contrahegemónicas. La revista Barça había empezado a introducir
de modo paulatino el catalán desde finales de los cincuenta, pero la llegada del
exfalangista Enric Llaudet a la presidencia en 1961 supuso un impulso deter-
minante para el uso de la lengua vernácula en la publicación oficial del club.
Desde principios de la década de 1970 algunos de los directivos del FC Barcelona

65
Julián García Candau, El País Semanal, 27 de febrero de 1977.
66
Las palabras del embajador español en Nueva York, comparando a Jimmy Connors con
un toro, que Manuel Orantes había sabido templar en la final del Open de EEUU, en AS, 10 de
septiembre de 1975. Las «hazañas» de los españoles en el Eurobasket contra la URSS en ABC, 5 de
octubre de 1973. La «apoteosis del ciclismo español» con la victoria de Ocaña en ABC, 24 de julio
de 1973. Para la «furia española» adueñándose del Tour, véase La Vanguardia, 10 de julio de 1974.
La imposición por parte de Franco de la Encomienda de número de la Orden de Isabel la Católica
a Manolo Santana en La Vanguardia, 21 de julio de 1966.
67
X. M. Núñez Seixas y M. Umbach, «Hijacked Heimats»; A. Pérez-Agote, The Social Roots of
Basque Nationalism; H. Johnston, Tales of Nationalism.
«más deporte y menos latín» 213

estuvieron ligados al catalanismo político68, y repolitizaron el club siguiendo esos


postulados. Así, en la temporada 1971-1972 el FC Barcelona se sumó a la campaña
por el uso del catalán en las escuelas. La temporada siguiente el club comenzó a
hacer los anuncios por megafonía en catalán, e hizo ondear la senyera en el Camp
Nou. En 1975, unos meses antes de la muerte de Franco, el FC Barcelona declaró
el catalán lengua oficial del club. Esta «catalanización» oficial del FC Barcelona fue
la consecuencia, más que el origen, de un proceso social por el cual el club se había
convertido desde finales de los sesenta en un símbolo de la identidad catalana y
del antifranquismo. Cuando en 1968 Narcís Carreras definió a la entidad como
«més que un club», estaba haciendo referencia precisamente al hecho de que el
FC Barcelona trascendía lo deportivo y alcanzaba una dimensión social que otros
equipos no tenían. En 1971 el periodista Luis Bonet también daba cuenta de la
identificación popular entre el FC Barcelona y la identidad catalana:
Fue el periodista y escritor M. Vázquez Montalbán […] quien escri-
bió en cierta ocasión que el Barcelona es una institución tan arraigada en
Cataluña como pueden serlo el Omnium Cultural, el monasterio de Mont-
serrat, el Institut d’Estudis Catalans o l’Orfeó Gracienc. Conclusión esta no
por ligeramente iconoclasta menos indubitable. Para una gran mayoría de
catalanes ser socio del «Barça» o mero simpatizante del club es poco menos
que un acto de amor a Cataluña. Porque ya se sabe que la sentimentalidad
—incluso la regional— aflora de muy diversas e insospechadas maneras69.

En el mismo artículo, Bonet recordaba que el cantaor flamenco Niño de Baena


había grabado recientemente una canción homenaje titulada Club de Fútbol
Barcelona y que Manuel Vázquez Montalbán había escrito la letra de un tema lla-
mado Barça, Barça, que iba a ser interpretado por la famosa cantante Guillermina
Motta. Además, Vázquez Montalbán había colaborado en la elaboración de un
guión para la película de Antonio Ribas también titulada Barça, Barça70. El alto
número de obras culturales vinculadas al FC Barcelona nos da buena cuenta de
la importancia social del club en Cataluña. No cabe duda de que el FC Barcelona
actuó como catalizador y vehículo de una identidad catalana, a veces catalanista
y a menudo antifranquista. Sin embargo, esta identidad asociada al FC Barcelona
no implicaba necesariamente un sentimiento antiespañol. El mero hecho de que
muchos de los que se sumaban a la exaltación del Barça en la literatura, el cine y
la música, así como muchos de sus seguidores, fueran catalanes castellanohablan-
tes, algunos nacidos fuera de Cataluña, nos muestra una diferenciación implícita
entre una nación española política, representada por el franquismo, y la nación
española entendida en términos culturales. Dicho de otro modo, que Manolo
Escobar fuera el autor de éxitos tan patrióticos como ¡Y viva España! no se veía
como algo contradictorio con su declarado amor por el FC Barcelona.

68
J. Burns, Barça: la pasión de un pueblo, pp. 254-261 y 280-283; C. Santacana Torres, El
Barça y el franquismo.
69
ABC, 1 de junio de 1971.
70
Ibid.
214 alejandro quiroga fernández de soto

Si hacemos caso a las encuestas, la existencia de dobles identidades en toda


España al final del franquismo parece incuestionable. En Cataluña un 53% de los
encuestados se consideraba tanto español como catalán, mientras que en el País
Vasco el 60% de la población declaraba tener identidades vascas y españolas a la
par71. Teniendo estos datos en cuenta, no es difícil deducir que el Athletic Club
de Bilbao también funcionó como vehículo para trasmitir identidades diversas:
vasca, antifranquista y nacionalista vasca, pero no siempre antiespañola. En las
últimas décadas del franquismo se crearon peñas del Athletic por toda España.
El conjunto de San Mamés se ganó una imagen de equipo de clase obrera y su
política de no pagar grandes sueldos a sus jugadores le granjeó muchas simpatías
entre los trabajadores de fuera de Vizcaya72. Su fomento de la cantera también le
supuso al Bilbao la admiración de muchos españoles fuera del País Vasco, no por-
que aquello ayudara a mantener una supuesta «pureza» vasca en el equipo, sino
porque se veía como una dedicada inversión del club en los jóvenes de la zona, que
contrastaba con los fichajes millonarios de otros equipos. En Vizcaya, la política
de cantera fue defendida en los últimos años del franquismo por la gran mayoría
de los aficionados y tanto «abertzales» como no «abertzales» se identificaron con
el Athletic. Durante la Transición, en una sociedad cada vez más violenta y frag-
mentada, el Athletic sirvió de punto de unión, más que de división, entre quienes
defendían postulados nacionalistas vascos y los que se oponían a ellos73.
Esto no quiere decir que diversos grupos «abertzales» se abstuvieran de utilizar
el Bilbao y, posteriormente, la Real Sociedad como instrumento de nacionalización.
Como en el caso del FC Barcelona, varios nacionalistas vascos formaron parte de
las juntas directivas del Athletic y de la Real Sociedad desde principios de los años
setenta74. En 1972 el presidente de la Real, José Luis Orbegozo comenzó a imprimir
las entradas y el material del club en castellano y en euskera, y animó públicamente
a sus jugadores a que aprendieran vascuence. Sin embargo, la recuperación de
símbolos nacionalistas llevó más tiempo en el País Vasco que en Cataluña. Desde
mediados de la década de 1960, algunos aficionados exhibieron ikurriñas en las gra-
das de San Mamés, pero la bandera permaneció legalmente prohibida hasta 1977.
Los jugadores del Athletic, encabezados por el legendario portero de la selección
española José Ángel Iribar, también jugaron un papel destacado en la identificación
del club con el nacionalismo vasco. En octubre de 1975 Iribar convenció a sus com-
pañeros para que luciesen un brazalete negro en protesta por el fusilamiento de dos
miembros de ETA y tres del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP).
Si bien Iribar declaró que el gesto era para conmemorar el aniversario del falleci-
miento de Luis Albert, un exjugador y directivo del Bilbao, todo el mundo sabía
que los brazaletes eran una protesta contra la brutalidad de la dictadura franquista.
A esta protesta siguieron una serie de gestos reivindicativos. En diciembre de 1976

71
S. Balfour y A. Quiroga Fernández de Soto, España reinventada, pp. 275-276.
72
J. MacClancy, «Nationalism at Play», p. 186.
73
J. C. Castillo, «Play Fresh, Play Local», pp. 685-687.
74
J. Díaz Noci, «Los nacionalistas van al fútbol», p. 5.
«más deporte y menos latín» 215

Iribar puso de acuerdo a los jugadores del Athletic y de la Real Sociedad para que
entraran al campo con una ikurriña en un partido de Liga. El 18 de mayo de 1977,
en el partido de vuelta de la final de la Copa de la Unión de Federaciones de Fútbol
Europeas, el portero del Athletic saltó al terreno de juego mostrando una ikurriña
mientras miles de aficionados gritaban «presoak kalera!» («¡presos a la calle!»). Y el
8 de agosto de 1977, meses después de que la ikurriña fuera legalizada, el presidente
del Athletic izó la bicrucífera en San Mamés, como parte de una ceremonia en la
que los jugadores del Bilbao hicieron entrada en el campo al son de música popular
vasca y acompañados por los bailes de unos dantzaris75. Como en Cataluña, en los
primeros años de la década de los setenta el franquismo perdió claramente la batalla
de los símbolos nacionales en el País Vasco.

Fig. 3. — El jugador del FC Barcelona Johan Cruyff porta el brazalete de capitán


con los colores de la senyera. La primera vez que llevó en el brazo esos colores fue
el 1 de febrero de 1976, en un encuentro con el Athletic de Bilbao (© L’Équipe/Cordon Press)

No fue la única derrota del franquismo. Los casi cuarenta años de fusión
impuesta entre la idea de España y la versión oficial franquista de nación, junto
con el desprestigio moral, cultural y político de la Dictadura entre las genera-
ciones más jóvenes, afectaron de manera especial al sentimiento nacional en
todo el país. El descrédito fue tal que, al comienzo de la Transición, la identifi-
cación de las élites políticas y culturales con ese ente colectivo llamado España
se mostró terriblemente problemático76. Aun así, el desprestigio de la nación
española tuvo sus límites. Del mismo modo que muchos catalanes y vascos
desarrollaron unas identidades antifranquistas que no supusieron un senti-
miento antiespañol, parece que muchos españoles desarrollaron un vínculo

75
J. MacClancy, «Nationalism at Play», pp. 192-193.
76
A. Quiroga Fernández de Soto, «Coyunturas críticas», p. 23.
216 alejandro quiroga fernández de soto

sentimental con la nación española que no conllevaba una aceptación del fran-
quismo. Un ejemplo lo encontramos en la final de la Copa de Europa entre el
Real Madrid CF y el FK Partizan de Belgrado, jugada en Bruselas en 1966. Al
Estadio Heysel acudieron algunos de los aficionados madridistas con banderas
españolas republicanas77. El gesto dejaba bien a las claras que se respaldaba al
equipo blanco por ser un conjunto español, pero que se trataba de un apoyo
abiertamente antifranquista.
En España era muy arriesgado realizar este tipo de gestos en público, pero
sí se podía, en privado, desarrollar un sentimiento de afinidad deportiva hacia
la nación española que no conllevaba asumir postulados franquistas. De la
misma manera que muchos argentinos supieron distinguir entre la alegría
que les supuso que La Albiceleste ganara el Mundial en 1978 y la manipula-
ción política que la dictadura militar hizo de ello, los españoles diferenciaron
entre la nación deportiva y el nacionalismo oficial78. En una sociedad donde
se produjo una disonancia entre gran parte de los mensajes oficiales y las
experiencias cotidianas de muchos españoles, la influencia persuasiva de la
propaganda franquista a la hora de conseguir adhesión al régimen fue limi-
tada. Pese a que la mayor parte de la población se informaba con la radio y
la televisión franquistas, también supo desarrollar, en los últimos años de la
Dictadura, actitudes políticas democráticas y antiautoritarias completamente
contrarias a la propaganda oficial79. Muchos españoles se acostumbraron a
diferenciar entre la propaganda oficial y una información que estuviera más
acorde con su realidad cotidiana, como bien explicaba la revista deportiva
Don Balón en su primer editorial:
Pensamos que podemos informar con la seriedad y honestidad que
requiere el lector español, ese lector al que incluso en el deporte a veces
se le da gato por liebre, aunque ya está lo suficientemente maduro para
saber diferenciar el gato de la liebre, pese a que algunos continúen, erre
que erre, pensando que en deporte estamos a un nivel subdesarrollado80.

Durante el tardofranquismo se creó una cultura política antiautoritaria


que puso en tela de juicio a la Dictadura, pero no por ello el régimen dejó
de creer en el fútbol como herramienta de nacionalización. En fecha tan
tardía como julio de 1975, José Solís, el mismo ministro secretario gene-
ral del Movimiento que en la víspera del España-URSS de 1964 se había
reunido con el presidente de la RFEF para dejarle bien claro que los sovié-
ticos no podían ganar la Eurocopa, insistía en el carácter nacionalizador del
deporte. Solís, un hombre rechoncho y sonriente, se presentó en la Asam-
blea de la Federación y lanzó un discurso en el que abogó por aumentar las

77
ABC, 12 de mayo de 1966.
78
Para el caso argentino, véase J. Arbena, «Generals and Goles»; A. Scher, La patria deportista.
79
F. Sevillano Calero, Ecos de papel, pp. 36 y 210-211.
80
Don Balón, no 1, 7 de octubre de 1975, p. 5.
«más deporte y menos latín» 217

horas dedicadas al deporte en la escuela, aunque «fuera a costa de dar menos


latín». Para el ministro del Movimiento, España necesitaba popularizar el
fútbol base, crear campos por todos los rincones del país y animar a sus
jóvenes a practicar varios deportes, porque «así también se hace Patria»81.
Pero a la altura de 1975, los deseos de los hombres del Movimiento por forjar
una juventud sana y patriótica encontraron muy poco eco entre los españoles82.
En una sociedad profundamente transformada por los cambios económicos y
tremendamente escéptica con los mensajes oficiales, los intentos nacionalizado-
res de los dirigentes franquistas durante los setenta cayeron en saco roto. Falange
era incapaz desde hacía tiempo de movilizar de un modo efectivo a los españo-
les, e incluso aquellos grupos sociales que se habían mostrado en los sesenta a
favor de mantener el statu quo, en particular los trabajadores no cualificados de
más edad y las trabajadoras de menores ingresos comenzaron a demandar una
liberalización política y justicia social tras la crisis económica de 1973. No obs-
tante, tampoco conviene olvidar que la corriente dentro de la sociedad española
que demandaba más libertad y un cambio de régimen sólo llegó a ser mayorita-
ria tras la muerte del dictador. Todavía en los últimos años del régimen muchos
españoles entendían que la Dictadura les otorgaba cierta paz social y seguridad
económica, lo que consideraban más importante que las libertades democrá-
ticas83. Además, estudios recientes han señalado que el franquismo pudo tener
bastante éxito en su transmisión una identidad española a través del fútbol,
precisamente porque este tipo de «nacionalismo banal» no tenía implicaciones
políticas tan evidentes como otros ámbitos donde la Dictadura también trans-
mitía su mensaje oficial, con lo que fue más fácilmente adoptado por diferentes
sectores de la sociedad84. Esta aceptación pasiva del régimen nos puede ayudar a
entender por qué el franquismo, pese a su carácter represivo y su miseria moral,
tuvo cierto éxito al trasmitir su idea de España.
No deja de ser significativo que un día después de que Solís pronunciara su
discurso sobre el deporte y el latín en la asamblea de la RFEF se estrenara la
película Furia española de Francesc Betriu. Siguiendo una tradición humorís-
tica «amarga, ácida, españolísima», el film contaba la historia de un emigrante
andaluz en Barcelona que dividía sus aficiones entre los prostíbulos y el fútbol85.
Como declarara Betriu al Correo Catalán la trama era
típica de aquí: los inmigrantes más o menos integrados y el papel que
juega el «Barça» como representante del exponente máximo de inte-
gración en Cataluña86.

81
ABC, 11 de julio de 1975.
82
J. C. Manrique, «Juventud, deporte y falangismo», pp. 271-272.
83
A. Cazorla Sánchez, Fear and Progress, pp. 176-178 y 198-200.
84
J. Sanz Hoya, «De la azul a la “la roja”», p. 428; C. Fuertes Muñoz, «La nación vivida», p. 293.
85
ABC, 4 de diciembre de 1975.
86
S. Sendra Crespo, «“Furia española” y el cine maldito», <http://www.ojosdepapel.com/
Article.aspx?article=1465> [consultado el: 31/01/2014].
218 alejandro quiroga fernández de soto

Pero a la Dictadura Furia española le pareció inaceptable, la película no pasó la


censura y estuvo retenida seis meses por no ajustarse al guión presentado. Cuando
el Festival de Cannes pidió a las autoridades franquistas que le facilitasen la cinta,
el Ministerio de Información y Turismo negó su existencia para no reconocer que
la había secuestrado. Más de treinta críticos firmaron entonces un comunicado
pidiendo la liberación de Furia española. Un año después de ser realizada, la película
recibió el visto bueno para su proyección, pero completamente mutilada, tras sufrir
más de veinte cortes por parte de los censores. Cuando Furia española se estrenó
finalmente en el teatro Olympia de Valencia, el 11 de julio de 1975, un grupo ultra-
derechista mostró su oposición con un aviso de bomba que obligó a desalojar el
cine. Cuatro meses más tarde la película ya se vendía por su polémica: «¡Por fin…
vía libre a Furia española! Ahora sabrá usted por qué tuvo problemas de censura»87.
Todo aquello tenía un gran carácter simbólico. Si Furia española nos hablaba
de una sociedad dinámica donde el fútbol se utilizaba como mecanismo de
integración de inmigrantes, fenómeno de alienación de masas y sublimador de
frustraciones sexuales, la propia historia del filme, con sus múltiples cortes, su
censura, su secuestro y la negación de su existencia por parte de las autorida-
des franquistas, nos mostraba una dictadura incapaz de modificar sus actitudes
políticas represivas en consonancia con las transformaciones sociales y cultu-
rales del país. En este marco, el régimen se especializó en perseguir, censurar y
negar las identidades alternativas, pero se mostró mucho más inoperante a la
hora de transmitir eficazmente su idea de España.

El franquismo fue el primer régimen político en utilizar el fútbol de un modo


consciente y constante como herramienta de nacionalización de masas. En los
primeros años de la Dictadura, el franquismo actualizó el viejo mito de la furia
incorporándolo a su narrativa de la nación española, a la vez que convertía los cam-
pos de fútbol en una suerte de «iglesias» donde celebrar sus rituales patrióticos. En
la «nueva España», los falangistas controlaron la Delegación Nacional de Deporte,
desde donde promovieron un nacionalismo fundamentalmente fascista y abierta-
mente antinacionalista subestatal. Ahora bien, si analizamos el mundo del fútbol de
cerca podemos ver que en los años de la inmediata posguerra las identidades duales
(regionales y nacionales) coexistieron dentro del franquismo. Como en el caso de
la música popular, los bailes, las guía de viajes o la literatura, se puede percibir en el
fútbol franquista cierta pervivencia de lo regional, por ejemplo en los partidos entre
las selecciones de Castilla y Cataluña jugados a principios de los años cuarenta. De
un modo complementario, lo vasco fue presentado a menudo como el componente
crucial, como la esencia original del carácter español. Conviene, por tanto, revisar la
idea de que el franquismo intentó imponer un nacionalismo que buscaba la erradi-
cación de las identidades regionales. El fascismo español, como el alemán, dejó un
espacio cultural a la región, siempre y cuando ésta se concibiera como una entidad
completamente subordinada a la nación.

87
ABC, 30 de noviembre de 1975.
«más deporte y menos latín» 219

Los usos políticos y nacionalizadores del fútbol estuvieron estrechamente


vinculados con los avances mediáticos. En la década de 1960, la propagación
de la televisión multiplicó el alcance del fútbol en todo el mundo. La dicta-
dura franquista se percató desde el principio del efecto acumulativo que tenía
la televisión a la hora de propagar su mensaje nacionalista y, lejos de intentar
potenciar el fútbol como una manera de despolitizar a la sociedad española,
mantuvo su discurso patriótico abrogándose los éxitos de los deportista espa-
ñoles. En los años sesenta y setenta el crecimiento del nacionalismo catalán y del
vasco, ligado al FC Barcelona y al Athletic Club de Bilbao, no puede entenderse
como un «juego de suma cero» en el que el aumento de estos últimos signi-
ficó la disminución del españolismo franquista, ya que la Dictadura realizó un
esfuerzo mediático tremendo por presentar las victorias españolas como suyas.
Otra cosa distinta, y bastante más difícil de calibrar, es ver hasta qué punto caló
el mensaje oficial franquista en los últimos años de la Dictadura. Algunas fuentes
nos indican que los aficionados eran capaces de sentirse emocionalmente vincula-
dos a la selección española (y al Real Madrid) y, a la vez, oponerse políticamente al
franquismo. Del mismo modo, no todo el sentimiento en favor del FC Barcelona
y del Athletic puede interpretarse como un apoyo a los nacionalismos subesta-
tales. La mayoría de los seguidores del Barça y del Bilbao exhibieron identidades
duales que combinaban lo español y lo catalán o lo vasco sin mayor contrariedad.
Además, como en el caso de los seguidores de la selección que se oponían a la Dic-
tadura, los aficionados supieron diferenciar entre las connotaciones más políticas
de esa identidad nacional española, vinculadas al franquismo, y los rasgos de corte
cultural de esa identidad, relacionados con el fútbol.
Con todo, conviene tener en cuenta que no todos los españoles se volvieron
antifranquistas en los últimos años de la Dictadura. El franquismo mantuvo
un importante grado de apoyo popular, pasivo si se quiere, pero apoyo a fin de
cuentas, hasta la misma muerte del dictador. Y este respaldo nos puede ayudar
a comprender por qué algunas de las connotaciones culturales asociadas con la
nación española, que se promocionaron con el fútbol durante la Dictadura, sobre-
vivieron en el período democrático. Si la narrativa de nación política franquista
(de «Una, Grande y Libre») acabó por parecer desfasada víctima de su propio ana-
cronismo, la narrativa de nación cultural (la de la pasión, la furia, el quijotismo y
la envidiada del extranjero) iba a tener un recorrido bastante más largo.
MUSEOS, ETNOLOGÍA Y FOLCLOR(ISMO)
EN EL MADRID FRANQUISTA
sobre precariedad, rupturas y continuidades
de un proyecto inacabado

Silvina Schammah Gesser


Universidad Hebrea de Jerusalén

El presente estudio aborda las tensiones y rivalidades entre la Antropología


Física, la Etnología y la Arqueología, el rol de museos y principales institucio-
nes relacionadas con dichas disciplinas en el Madrid de la posguerra, así como
también el desplazamiento de élites que conllevó la contienda y que determinó,
en buena medida, la involución de dichos campos de estudio. Un último apar-
tado examina la banalización de lo «autóctono» como una de las consecuencias
centrales que resultan del folclor(ismo) promovido y tolerado por el régimen
franquista. Desde una perspectiva más general, el estudio trae a debate no solo
la precariedad, sino también las rupturas y continuidades que condicionaron
la díada ciencias humanas – franquismo hasta bien entrados los años sesenta.
El desarrollo de los museos públicos en España, a partir de la segunda mitad
del siglo xix y primeras décadas del xx, se da con mayor retraso que en el resto de
la Europa occidental. Si bien están enmarcados en el discurso modernizador del
Estado-Nación, y de su política colonial, los museos en la Península carecen de
una visión global para preservar el patrimonio artístico, cultural y científico. El
desinterés y la falta de sensibilidad por parte de la administración y los políticos
los somete a una excesiva legislación ad hoc, a improvisaciones y personalis-
mos. Asolados por los vaivenes políticos, los museos experimentan momentos
de desarrollo bajo gobiernos progresistas, seguidos por abruptos cambios de
rumbo en períodos de dominio conservador y reaccionario, lo que da lugar a
que proyectos prometedores queden sin continuidad, en especial, a finales de
1860, durante el Sexenio Revolucionario y la Primera República (1868-1874), y
a lo largo de los primeros años de la Segunda República (1931-1934)1.
El auge de los museos públicos que hizo posible al Estado moderno mono-
polizar, simbólica y materialmente, el poder de «exhibir» y «narrar», tuvo poca
repercusión en la España de la Restauración2. Y si bien el Madrid de fines del

1
Un estudio pormenorizado sobre museos en España, en M. Bolaños, Historia de los museos
en España; sobre la dinámica de proyectos museales y cambios políticos, véase M. D. Jiménez-
Blanco, Arte y Estado.
2
Sobre museos y la construcción de la nación: D. Boswell y J. Evans (eds.), Representing the
Nation y T. Bennett, The Birth of the Museum.

Stéphane Michonneau y Xosé M. Núñez Seixas (eds.), Imaginarios y representaciones de España


durante el franquismo, Collection de la Casa de Velázquez (142), Madrid, 2014, pp. 221-241.
222 silvina schammah gesser

siglo xix contaba ya con entidades como el Museo del Prado y la Academia de
Bellas Artes de San Fernando, y más tarde daba sus primeros pasos el Museo
de Arte Contemporáneo, la capital no había desarrollado aún ni la infraestruc-
tura ni el habitus museístico existente en otras metrópolis europeas como París,
Londres, Viena o Berlín3. Ya entrado el siglo xx, los museos españoles serán dura-
mente criticados por una de las figuras más progresistas de la cultura madrileña
del primer tercio del siglo xx, Ramón Gómez de la Serna, quien los caracte-
rizó de tenebrosos mausoleos que «sentenciaban la exhibición de los objetos al
más largo infierno, haciéndolos demasiado duraderos, opresivos y autoritarios».
Para él, eran los museos arqueológicos
atiborrados de clasificaciones inocuas, de seriedad oscurantista y obce-
cación, los más repudiados ya que sus piezas, siempre fuera de contexto,
perdían su sentido y su poder de comunicación, cementando una histori-
cidad artificial y decadente4.

Más allá de lo caricaturesco, la crítica de Gómez de la Serna delataba la


precariedad que más tarde heredará el entramado museal en general, y el
antropológico-etnológico en particular, en el primer Madrid franquista. Una
precariedad que para entonces estaba condicionada no sólo por las rupturas que
trajo aparejada la Guerra Civil, sino también por las continuidades que presen-
taron disciplinas como la Antropología Física, la Etnología y la Arqueología, en
contraste con la revitalización del folclor(ismo) bajo la Dictadura.
En su aspiración por nacionalizar las masas y desarrollar instrumentos de
adoctrinamiento y propaganda, el nacionalsocialismo, el fascismo italiano y el
totalitarismo soviético concibieron el estudio científico del folclore y la etnología
como elementos claves para legitimar «lo auténtico» y recrear sus cosmovi-
siones5. Por el contrario, en el caso del franquismo el folclore, monopolizado
por las instancias políticas, tuvo un desarrollo más amateur que científico, y la
Etnología, con escasa representación académico-institucional, entró en cons-
tante declive. Mayor atención recibieron la Prehistoria y la Arqueología, si bien,
a diferencia de la Italia fascista y la Alemania nazi, la obsesión franquista por
resaltar la Edad Moderna, es decir el período de apogeo de los Reyes Católicos y
los Austrias, terminará por fomentar un desarrollo limitado6.
La regulación y recristianización del conocimiento que instituye el Consejo
Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la depuración de la investi-
gación y de sus profesionales que impulsa el régimen contribuyeron a reciclar
las corrientes difusionistas e historicistas del siglo xix, y aún vigentes durante

3
Véanse D. K. van Keuren, «Cabinets and Culture»; H. G. Penny, «Fashioning Local Identities»;
Id., Objects of Culture; B. Kirshenblatt-Gimblett, Destination Culture.
4
R. Gómez de la Serna, El Rastro, pp. 81-82. Sobre estética de los museos arqueológicos, véase
M. Shanks y C. Tilley, Re-Constructing Archaeology, pp. 68-100.
5
Véase H. Lixfel y J. R. Dow, Folklore and Fascism; J. R. Dow y H. Lixfeld (trads. y eds.), The
Nazification of an Academic Discipline; F. J. Miller, Folklore for Stalin.
6
Véase M. Díaz-Andreu, «Arqueología y dictaduras».
museos, etnología y folclor(ismo) en el madrid franquista 223

la Segunda República. No obstante, a diferencia de estos períodos, en el fran-


quismo, las disciplinas se deslindan totalmente de los avances en el exterior.
Asimismo, la explotación del folclore para usos políticos e ideológicos evidencia
políticas muy dispares y carentes de innovación. La obsesiva búsqueda de datos
y su recopilación sin propuesta científica alguna; la compilación de textos popu-
lares y la recreación de entornos rurales que idealizan la figura del campesino
como esencia metonímica del «pueblo»; así como el intento de tipificar la cul-
tura popular en su diversidad formal, regional y local, pero silenciando aspectos
sociales, políticos y económicos, es el modelo fomentado por el régimen7.
Partiendo de este escenario, el presente estudio aborda las tensiones y riva-
lidades entre la Antropología Física, la Etnología y la Arqueología como telón
de fondo para comprender la precariedad, las rupturas y las continuidades
que condicionaron la díada ciencias humanas – franquismo en la posguerra.
Segundo, analiza las principales instituciones relacionadas con dichas discipli-
nas en el Madrid de la Dictadura. Y, tercero, examina el cambio de élites que
conllevó la contienda y que determinó, en buena medida, la involución de los
campos de estudio mencionados. Un último apartado examina la banalización
de lo «autóctono» como una de las consecuencias centrales que resultan del
folclor(ismo) promovido y tolerado por el régimen.

ANTROPOLOGÍA FÍSICA, ARQUEOLOGÍA


Y ETNOLOGÍA AMATEUR: TRAYECTORIAS CIRCULARES

La falta de una clara distinción entre la Antropología Física, la Arqueología y la


Prehistoria, así como el marcado carácter amateur de la Etnología y las frecuentes
transferencias de cátedras en las que estas disciplinas pasaban de una facultad a
otra, eran viejos problemas que no nacieron con el franquismo. Desde sus princi-
pios en el último cuarto del siglo xix, la Antropología española tuvo un claro tinte
interdisciplinario que abarcó tanto el estudio de los fenotipos como las expre-
siones anatómicas, morfológicas, psicológicas, sociológicas y arqueológicas de
la conducta humana, configurándose a partir de dos vertientes: la Antropología
Física, de carácter científico y practicada por los estudiosos de la Medicina; y la
Etnológica, de sesgo más amateur8. La alma mater de la Antropología Física fue el
médico liberal Pedro González de Velasco, quien creó la Sociedad Antropológica
Española en 1864 en Madrid. En diálogo con los debates internacionales contem-
poráneos sobre la Anatomía Comparada, Velasco concibió la Antropología Física
como un instrumento científico que permitiría comprender mejor el origen
de la Humanidad y sus diferentes razas. No obstante, la Restauración significó

7
C. Ortiz García, «Folklore y franquismo»; Ead., «The Uses of Folklore»; J. Gracia y M. Á. Ruiz
Carnicer, La España de Franco, p. 67.
8
La extensa nómina de la agenda de investigación que propone la Revista de Antropología de la
Sociedad Antropológica Española en su primer número (1 de enero de 1874), con más de cincuenta
páginas que abarcan desde de la psicología a la botánica, revela una visión por exceso integradora.
224 silvina schammah gesser

un fuerte revés para el desarrollo de los estudios antropológicos en España. La


expulsión de las cátedras krausistas del ámbito universitario y la creación de la
Institución Libre de Enseñanza como marco no oficial de investigación, sumados
a la muerte de Velasco en 1882 y al exilio de estudiosos republicanos, llevaron
al cierre de la Sociedad Antropológica Española. Lo sucedido ponía de mani-
fiesto la precariedad del sistema científico español, basado fundamentalmente
en el trabajo de investigadores individuales y en el mecenazgo. No sorprende
que, bajo tales circunstancias, la Antropología Física fuese cediendo terreno a la
Etnología aficionada. Ésta última, al reivindicar la relación entre ciencia y reli-
gión, y al fomentar una indagación de tipo filosófica-religiosa sobre el origen de
la Humanidad, se hizo más accesible y popular entre aquellos que, sin poseer una
preparación científica sólida, se sintieron capaces de incursionar en dicho campo.
El Estado de la Restauración intuyó el potencial de la Etnología para auspiciar
proyectos que justificasen el sostenimiento de misiones coloniales. Las grandes
exposiciones celebradas en Madrid sobre las Islas Filipinas en 1887, y la dedicada
a la tribu ashanti (Ghana) en 1897 en Barcelona, ofrecían una nueva forma de
espectáculo a través de representaciones «étnico-culturales» que, lejos de cues-
tionar el statu quo colonial, se exaltaban las tradiciones castizas y la conexión
entre catolicismo e imperialismo9.
En la década de 1890 la Etnología y los objetivos de la Antropología Física que
había fomentado Velasco se conjugaron en la figura del granadino Federico Olóriz
y Aguilera, quien ocupó el palacete en el que había funcionado el museo antro-
pológico de Velasco, y que ahora unía su contenido con los fondos del Museo
de Historia Natural de Madrid. Olóriz se abocó a investigar la conformación
antropológica del «tipo español». La obsesión por desvelar el factor étnico en las
formaciones nacionales, y su validación a través de la medición y comparación de
las formas y estructuras de restos humanos como base de la argumentación cien-
tífica, era la respuesta hispana a las teorías evolucionistas en boga en Europa, que
tendían a relegar la configuración étnica de la Península a un papel secundario. En
ese contexto Olóriz creaba su «índice cefálico», cuyo fin era demostrar que la larga
historia de mezcla racial gestada en la Península Ibérica era el resultado de una
raza físicamente diferente. La verificación de su tesis posicionaría a España, una
de las naciones más antiguas, en la vanguardia racial de Europa. Su propuesta tuvo
una excelente recepción en la Filología española. Pensadores como Menéndez
Pelayo vieron en la obra de Olóriz la confirmación de las visiones integristas de la
historia de España10. Asumiendo que la teoría de la fusión ofrecía una perspectiva
netamente española de la ciencia, Menéndez Pelayo celebró las raíces raciales del
tipo español desde lo biológico, argumento que consideró complementario a su
propia visión del catolicismo como el gran aglutinador de los distintos grupos
raciales de la Península. Siguiendo la línea de Olóriz, el zoólogo Manuel Antón y

9
Véase el Catálogo de la Exposición general de las Islas Filipinas. Una visión general de las muestras
en P. Romero de Tejada, «La situación de la etnología en los museos españoles», pp. 455-456,
T. Bennett, «The Exhibitionary Complex».
10
J. Goode, Impurity of Blood, pp. 50-65.
museos, etnología y folclor(ismo) en el madrid franquista 225

Ferrándiz ahondó en los conceptos de «fusión» y «mezcla de razas» que presentó


como piedra angular que explicaba la conformación del tipo español. Según él, la
especificidad ibérica, única en su fusión desde el punto de vista físico, religioso y
cultural, otorgaba un papel diferencial a la Antropología española en relación al
resto de las ciencias humanas europeas11.
El interés por desvelar los agentes catalizadores de la fusión racial, tanto en
clave nacional como en su vertiente regional, continuaron en las primeras déca-
das del siglo xx. Luis de Hoyos Sainz y Telesforo de Aranzadi, ambos discípulos
de Antón, desempeñaron un rol central en la polémica. El primero, interesado
en la Prehistoria y en el estudio morfológico de restos humanos, estableció
una clasificación racial de los grupos que habitaron la Península mediante un
método comparativo que tenía por objeto hallar paralelismos entre los «pre-
históricos de antaño» y los «primitivos» contemporáneos. Al asumir que en la
cultura popular existían vestigios que posibilitaban su interpretación prehistó-
rica, Hoyos trasladó el primitivismo cultural del mundo prehistórico al campo
del folclore12. Su comparación de lo popular como primitivo con lo primigenio
le permitió «rastrear» la pervivencia de los tipos morfológicos en la población
hispana, desde sus ancestrales orígenes hasta el presente. Su objetivo era desa-
rrollar un diagrama de la evolución experimentada por las estirpes nacionales,
cuya evolución podría ser reconstituida a base de los datos del hombre contem-
poráneo en su distribución antropométrica regional y a partir de la información
obtenida de restos arqueológicos. El hecho de que Hoyos mantuviese el enfo-
que evolucionista de la Antropología del siglo xix y principios del xx hasta
ya pasados los años cuarenta, y que trabajase con supuestos que habían sido
ampliamente superados, no impidió que su teoría sobre la existencia de un sus-
trato hispano originario y exento de aportes exógenos (como podrían ser los
de origen árabe y/o judío) contase con una muy popular recepción13. Rica en
matices, tal postura le permitiría no sólo colaborar con el nacionalismo español
de la Segunda República, a través del proyecto del Museo del Pueblo (1934),
sino también con el nacionalcatolicismo de la dictadura franquista.

11
A partir de sus investigaciones etnológicas sobre las diferentes poblaciones en el Marruecos
español (1883) y su posterior estancia en Francia, Manuel Antón entró en el debate sobre la raza
que se disputaban la antropología francesa, defensora de la poligénesis, y la alemana, que defendía la
monogénesis. Esta problemática tuvo un marco idóneo en su cátedra de Antropología en el Museo
de Historia Natural de Madrid, creada en 1885, en la que desarrolló una visión aún más integrista de
la historia de España. Véase C. Ortíz García, «De los cráneos a las piedras», pp. 278-280; J. Goode,
Impurity of Blood, pp. 65-75. Más allá de su validez científica, el auge del discurso antropológico en
España terminó por infiltrarse en los debates después asociados con el regeneracionismo como es el
caso de Pío Baroja, Ramiro de Maeztu o Miguel de Unamuno, quienes extrapolarán de la etnología
y de la jerga antropológica varias metáforas biológicas y cientificistas para abordar problemáticas
sociales y culturales. Un estudio sistemático en S. Juliá, «Retóricas de muerte y resurrección»,
pp. 164-166. Un estudio muy pormenorizado de Unamuno en J. Juaristi, El bucle melancólico.
12
Véase C. Ortíz García, Luis de Hoyos Sainz; Á. Goicoetxea Marcaida, Telesforo de Aranzadi;
J. Azcona, «Notas para una historia de la antropología vasca» y D. Conversi, The Basques, pp. 198-199.
13
Véase L. de Hoyos Sainz y T. de Aranzadi, Unidades y constantes de la crania hispánica; L. de
Hoyos Sainz, «La Antropología. Métodos y problemas»; J. Goode, Impurity of Blood, pp. 91-117.
226 silvina schammah gesser

Telesforo de Aranzadi, catedrático de Antropología de la Universidad de


Barcelona y miembro de la Sociedad de Estudios Vascos, buscó desarro-
llar un método analítico-métrico que permitiese descifrar la arquitectura
cráneo-facial vasca, determinar su antigüedad y codificar su carácter dife-
rencial en el presente. Sus estudios tuvieron un punto de inflexión en 1936
a raíz de su hallazgo en Itziar del cráneo vasco más antiguo jamás descu-
bierto. Hallazgo que reavivó, en los albores de la guerra, el debate sobre
el pasado prehistórico de la raza vasca. Aranzadi atribuía una importancia
fundamental a los diferentes componentes culturales en la formación de las
naciones, en detrimento de una supuesta unidad española que consideraba
un producto artificial y creado por el Estado. Sus investigaciones sobre la
continuidad étnica de la población en el País Vasco le permitieron desarro-
llar una concepción de la raza pirenaica occidental, que, ajena a cualquier
tipo de mestizaje, confirmaba la existencia de una raza vasca14.
De forma paralela, la Arqueología, la Prehistoria y la Etnología catalanas
también ofrecían un marco propicio para desvelar la etnogénesis catalana. Al
reformular los debates ya planteados por Almirall i Llozer o Prat de la Riba,
el noucentisme vio en la Antropología un campo propicio que, al incursionar
en los orígenes de «la etnia» y «la raza», permitiría afianzar la personalidad
histórica, jurídica e identitaria del pueblo catalán15.
Si el Institut d’Estudis Catalans (1907) se concentró en la tradición oral
como plasmación de la identidad catalana, y propuestas editoriales como
la Biblioteca Folklórica Catalana mostraban el punto en el que el habla
popular y la dialectología reforzaban el discurso nacionalista, el Seminari
de Prehistòria de Pere Bosch i Gimpera sobre la configuración histórica
de las primeras etnias se convirtió en un motor de la «Escuela Catalana de
Arqueología»16. Más aún, la creación de la cátedra de Antropología Física
en la Universidad de Barcelona en 1920 y la inauguración de la Associació
Catalana d’Antropologia, Etnologia i Prehistòria dos años más tarde legiti-
marían en el plano académico la búsqueda del origen de la Psicología étnica
y cultural de Cataluña17.

14
Véase J. Azcona, «Notas para una historia de la antropología vasca».
15
La propuesta noucentista tenía un fondo pan-racial que enmarcaba la presencia de grupos
raciales autóctonos catalanes y las diferencias dialectales, lo que permitiría analizar las posibles
variaciones raciales entre unas y otras comarcas catalanas (véase L. Calvo Calvo, «Prehistoria,
etnología y sociedad»).
16
Pronto convertido en centro de investigación, el Seminario atrajo a discípulos como Luis Pericot,
que desarrollará los estudios sobre la cultura pirenaica y José de Calasanz Serra-Rafols quien trabajará
sobre el neolítico francés (véase L. Calvo Calvo, Historia de la antropología en Cataluña).
17
Fue Tomás Carreras i Artau quien desarrolló el concepto de psicología étnica desde su
cátedra de Ética en la Universidad de Barcelona. Influido por las teorías de Wilhelm M. Wundt
sobre la Völkerpsychologie y las argumentaciones de Lévy-Bruhl sobre mentalidad primitiva,
Artau creó el Arxiu d’Etnografia i Folklore de Catalunya, con el objeto de estudiar el patrimonio
tradicional y popular y establecer las características etno-psicológicas de los catalanes (véase
L. Calvo Calvo, El «Arxiu d’Etnografia i Folklore de Catalunya»).
museos, etnología y folclor(ismo) en el madrid franquista 227

EL PUEBLO: LA RECUPERACIÓN DEL «ESLABÓN PERDIDO»

Si la dictadura primorriverista se caracterizó por tenaces intentos de


nacionalización desde arriba, fue la intelectualidad liberal y de izquierdas
que inicialmente lideró la Segunda República la que alentó y articuló un dis-
curso cultural de raíces españolas, que hizo hincapié en el reconocimiento
de la tradición popular del pueblo y sus diversidades regionales. Con no
pocos tintes metafísicos y románticos, la izquierda republicana, igualmente
presa de la búsqueda por recuperar la «dignidad nacional», vio en el ser
histórico del «pueblo» y en su diversidad regional el «eslabón perdido» de
la compleja Historia española18. Todo ello traería aparejadas repercusiones
epistemológicas y políticas por igual.
El paisaje se convirtió en la materialización de las esencias nacionales y el
excursionismo, en la modalidad pionera del turismo cultural que permitió a
muchos institucionistas conocer la tradición popular de la España profunda.
Si los estudios filológicos de Ramón Menéndez Pidal, y la revaloración del
romancero por parte de poetas como Federico García Lorca y Rafael Alberti,
buscaron desvelar el «alma colectiva de lo popular», la Etnología se deslindó
de su origen colonial y de sus raíces biologicistas y raciales para redefinirse
como la ciencia que estudiaba los valores culturales y los problemas sociales.
Este renovado interés por los estudios etnográficos, así como por los museos
de artes y tradiciones populares, resultó en un profuso intercambio entre
ciencia, compromiso político y vanguardias artístico-intelectuales que final-
mente se plasmó, al principio de la Segunda República, en la creación del
Patronato de las Misiones Pedagógicas, concebido por Manuel Bartolomé
Cossío19. El Patronato, junto con las bibliotecas ambulantes y la Junta de
Intercambio de Libros, entre otras iniciativas, reivindicaban el derecho de
todos los ciudadanos españoles, especialmente los residentes en poblaciones
rurales, a beneficiarse de la educación pública. Inspirados por sus colegas
franceses y las innovaciones llevadas a cabo por el museo etnográfico del
Trocadéro en París, a cargo de Georges H. Rivière, los etnólogos españoles
de los años treinta idearon el museo como un nuevo centro educativo que
haría efectivo el derecho a la instrucción pública20.

18
Véase A. Quiroga Fernández de Soto, Making Spaniards, y S. E. Holguín, Creating Spaniards,
respectivamente.
19
Véase E. Afinoguénova, «Leisure and Agrarian Reform».
20
Según su decreto fundacional, el museo tenía por objetivo: «cumplir con la deuda cultural
y política contraída por la República con el pueblo español y recoger las obras, actividades y
datos del saber, del sentir y actuar de la masa anónima popular, perdurable y sostenedora,
a través del tiempo, de la estirpe y tradición nacionales, en sus variadas manifestaciones
regionales y locales en que la raza y el pueblo, como elemento espiritual y físico, han ido
formando nuestra personalidad étnica cultural» (decreto fundacional 25/1935, Anales del
Museo del Pueblo Español, p. 5, reproducido en A. Barañano y M. Cátedra, «La representación
del poder y el poder de la representación», p. 231). Para el caso francés, véase M. Segalen,
«Anthropology at Home and in the Museum».
228 silvina schammah gesser

El punto álgido de tal planteamiento fue la aprobación gubernativa en 1934


para la creación del Museo del Pueblo Español, concebido como un nuevo museo
etnográfico y un moderno centro de investigación, con importantes asignacio-
nes económicas, personal técnico y laboratorios. Su supervisión estuvo a cargo
de Luis de Hoyos Sainz, a quien se le encomendó formar sus colecciones. Más
allá del paternalismo cultural, el interés nacionalista por las costumbres popu-
lares e hispánicas de la propuesta republicana apostó por recrear la «identidad»
y «el saber de las raíces de lo colectivo» como adhesivo para «crear españoles»,
con su transparente significado, después de la supuesta declaración de Manuel
Azaña de que España había dejado de ser católica21.
La creciente radicalización de la escena política a lo largo de 1934 y el esta-
llido de la rebelión en julio de 1936 abortaron la realización del proyecto. Tras
la Guerra Civil las políticas museísticas del franquismo retomaron la propuesta,
revirtiendo, no obstante, el tinte progresista y educador que habían adquirido
la Etnología y la Antropología Cultural en los primeros años de la Segunda
República. El retroceso de los estudios etnológicos en la posguerra inicialmente
contrastó con un aparente dinamismo en el campo de la Arqueología, si bien la
evolución de esta última fue asaz compleja y puso en evidencia tanto rupturas
como continuidades con los períodos anteriores22. Más allá del impacto en la
infraestructura institucional que provocó la Guerra Civil (cambio de protago-
nistas y de distribución del poder; drástico retroceso científico en el desarrollo
de la teoría y distorsión del pasado prehistórico para servir al nuevo régimen),
los trabajos que ya estaban en curso en el campo de la Arqueología, la poca teoría
existente y los objetivos de las investigaciones no sufrieron un cambio radical23.
La excepción fue el desmantelamiento y transformación de todas las institucio-
nes regionales y de las legislaciones de carácter subestatal, una vez finalizada la
guerra, principalmente en Cataluña. Las implicaciones de su dispersión en la
posguerra son aún hoy objeto de polémica24.

21
Véase S. E. Holguín, Creating Spaniards.
22
Véase C. Ortiz García, «De los cráneos a las piedras»; M. Díaz-Andreu, «Archaeology and
Nationalism in Spain», y A. Gilman, «Recent trends in the Archaeology of the Iberian Peninsula»,
sobre el impacto que tuvo la Guerra Civil en el desarrollo de la arqueología en general y en Cataluña
en particular.
23
Véanse los diversos estudios de F. Gracia Alonso, «La depuración del personal»; Id.,
«Bosch-Gimpera, rector de l’Autònoma»; Id., La arqueología durante el primer franquismo e Id.,
Pere Bosch Gimpera.
24
Díaz-Andreu cuestiona el impacto diferencial de la arqueología en Cataluña y sostiene que el
hecho de que en esa región no se publicasen revistas especializadas, como las memorias de la Junta
Superior de Excavaciones y Antigüedades o las del Archivo Español de Arte y Arqueología, hace que
la institucionalización de la Escuela Catalana de Arqueología apareciera como «deficiente». Véase
su reciente análisis en M. Díaz-Andreu et alii (coords.), Diccionario histórico de la arqueología en
España, p. 36. Una visión totalmente contrapuesta en F. Gracia Alonso, La arqueología durante el
primer franquismo, donde se describe lo que significó el desmantelamiento, por un lado, y el intento
de continuar, por el otro, con proyectos iniciados por miembros de la Escuela Catalana, después
de la partida de Bosh i Gimpera, lo que obviamente demuestra el alto rado de institucionalización
que ésta alcanzó.
museos, etnología y folclor(ismo) en el madrid franquista 229

DE LAS INICIATIVAS PIONERAS


A LAS ENTIDADES CASI FANTASMALES DEL FRANQUISMO

El control político e ideológico de la ciencia y la investigación, sumado a la


destrucción del sistema científico que en las humanidades había impulsado la
Junta para la Ampliación de Estudios (JAE); y la depuración de las universida-
des de Madrid y Barcelona, constituyó una ruptura nefasta para la evolución
intelectual en España25. La nueva Comisión de Cultura y Enseñanza, bajo la pre-
sidencia de uno de los mayores ideólogos del nacional catolicismo, José María
Pemán, y la vicepresidencia del falangista Enrique Suñer, marcó el carácter
represor del nuevo sistema educativo. Ratificado por el decreto que creaba al
CSIC, el ministro de Educación Nacional José Ibáñez Martín señaló como metas
«cortar tentáculos, sepultar el espíritu de la ILE y aniquilar la JAE»26.
El marcado carácter católico de la Etnología y la Antropología Física, ahora al
servicio de la idea de imperio, se vio reflejado en el entramado institucional frag-
mentario y desarticulado que el régimen estableció en el Madrid de la primera
posguerra. El Instituto Bernardino de Sahagún, creado por decreto del Ministe-
rio de Educación en septiembre de 1941, bajo la órbita del CSIC, se convirtió en
el principal centro oficial de investigación antropológica y etnológica. Funcionó
hasta 1962, en el mismo edificio que, a partir de 1941, pasaba a ser el Museo Nacio-
nal de Etnología y que no era otro que el antiguo palacete del doctor Velasco27.
Entre 1941 y 1944 el Instituto tuvo como director a José Pérez de Barradas,
quien reunió bajo su mando a los demás centros e instituciones estatales de
investigación etnológica y antropológica activos en Madrid, es decir, el Museo
Etnológico Nacional, el Museo del Pueblo Español y la cátedra de Antropología
de la Facultad de Ciencias, a la que Barradas accedió en 1941. La concentra-
ción de cargos y de poder se convirtió en su talón de Aquiles, y en el de las
mismas disciplinas. Víctima de sus propios condicionantes políticos e ideoló-
gicos, Barradas cercenó la actividad de las instituciones a su cargo. Al fomentar
la Antropobiología como un área de estudio capaz de aportar conocimientos a
la depuración y mejora de la «estirpe racial» y a la eliminación de los factores
degenerativos, Barradas «descuidó» sistemáticamente la Etnología. De hecho,
en los primeros años siguió las pautas investigadoras de las todavía triunfan-
tes Alemania nazi e Italia fascista, pautas que, con la derrota de las fuerzas del
Eje, pasaron a ser en muchos casos cínicamente deploradas por el mundo occi-
dental28. Junto al continuo declive que experimentaba el Instituto Bernardino

25
Véase L. E. Otero Carvajal, «La destrucción de la ciencia en España».
26
Esto no impidió que un tercio de los antiguos becados de la JAE, muchos de ellos falangistas,
pasen a ser miembros de los nuevos organismos del régimen (véase N. Sesma Landrín, «Importando
el Nuevo Orden», p. 252).
27
Véase L. Á. Sánchez Gómez, «La antropología al servicio del Estado».
28
Véase, al respecto, la colección de artículos sobre la eugenesia en el contexto europeo durante
y después de la Segunda Guerra Mundial reunidos en el no 24-2 (1999) de la revista Scandinavian
Journal of History.
230 silvina schammah gesser

Sahagún, el nuevo Centro de Estudios de Etnología Peninsular, creado en 1947


bajo la supervisión del CSIC, fue igualmente deficitario e incapaz de realizar
trabajo en equipo, cerrando sus puertas en 1962.
Paralelamente, la reapertura en 1941 del Museo Nacional de Etnología, sur-
gido del otrora denominado Museo de Antropología, Etnografía y Prehistoria
activo hasta 1936, pronto iba a poner de manifiesto hasta qué punto aquella
iniciativa pionera de Velasco se iba a transformar en una entidad casi fantasmal
durante el franquismo29. De hecho, el cambio de nombre no fue más que una
pantalla de humo, dado que la investigación etnológica de la entidad iba a ser
nula, en beneficio del lastre antropológico-físico que ya era irreversible y hege-
mónico en el Instituto Bernardino Sahagún.
El nuevo énfasis «imperial» del Museo de Antropología, Etnografía y Prehisto-
ria se centró en la apología de la unidad de la patria, la raza y la cultura española,
en la que se exaltó la presencia de los pueblos colonizados por España como
testimonio de su grandeza y su universal misión exploradora, evangelizadora y
civilizadora30. No obstante la grandilocuente retórica que acompañó a la reaper-
tura de la institución, diversos testimonios destacan el empobrecimiento científico
y presupuestario, el deterioro físico del edificio, la escasez de espacios disponibles
para exponer y almacenar las colecciones y la falta de procedimientos etnográfi-
cos adecuados. Del carácter rancio e intrascendente que transmitían las vitrinas
seriadas del nuevo-viejo Museo de Etnología, y del escaso interés que inspiraron
sus colecciones, leemos en las notas que nos ofrece el historiador y crítico de arte
Juan Antonio Gaya Nuño en su Historia y guía de los museos de España de 1955. El
libro, de más de 900 páginas, dedica menos de cuatro al Museo Etnológico en las
que, a modo de receta de anticuario, se enumeran piezas y objetos cuyo arreglo y
disposición parecerían materializar la necrofilia que Ramón Gómez de la Serna ya
había atribuido a tales recintos en 191531.
¿En qué medida difiere la reapertura de este museo con lo que será el esta-
blecimiento del Museo del Pueblo Español, iniciativa abortada con el inicio de
la Guerra Civil? Bajo la tutela del CSIC, el recientemente creado Instituto de
España, que reemplazó a la JAE institucionista, tomó a su cargo la reactivación
del Museo del Pueblo Español. Pérez de Barradas perpetuó, como director, la

29
Tras la muerte de Velasco, los fondos de su museo fueron adquiridos por el Estado y
se fusionaron con parte de las colecciones del Museo de Ciencias Naturales. En 1910, por real
decreto, ambas colecciones fueron la base del nuevo Museo Nacional de Antropología, Etnografía
y Prehistoria. Sus directores fueron M. Antón y Ferrándiz (1910-1929) y Francisco de las Barras de
Aragón (1929-1936).Véase M. A. Porrás, «Manuel Antón y Ferrándiz».
30
En un manuscrito del proyecto del museo, Barradas aboga por «fomentar el orgullo de ser
español por el conocimiento y divulgación de nuestro Imperio, estimular el espíritu aventurero
y el afán de viajar de nuestra juventud […] y lograr el reconocimiento de muchos países
—especialmente de los americanos— que gracias a los navegantes, conquistadores, colonizadores
y misioneros españoles, han sido incorporados al mundo civilizado» (citado en P. Romero de
Tejada, Un templo a la ciencia, p. 22).
31
Véase J. A. Gaya Nuño, Historia y guía de los museos en España, pp. 351-354.
museos, etnología y folclor(ismo) en el madrid franquista 231

dependencia de la Antropología Física con respecto a la Prehistoria32, en detri-


mento de la Etnología. Problemas de administración y presupuesto, así como
un discontinuo, por no decir nulo, contacto con el público visitante, hicieron
del museo un ente inerte. Julio Caro Baroja, quien en 1944 asumió su dirección,
pronto vio frustrados sus intentos de convertirlo en un centro de trabajo diná-
mico, dotado de perspectivas analíticas y metodología rigurosa. Desentendido
del boom oficialista que fomentaba la apoteosis de las ferias de campo y las cele-
braciones patrióticas, las danzas y las muestras de artesanía, como una especie
de criptociencia de la cultura popular carente de rigor científico, Caro Baroja
dimitió en 1954, dejando al museo «en estado fetal»33. Su sucesora fue Nieves de
Hoyos Sancho, hija de Luis de Hoyos Sainz, cuya labor mantuvo una línea afín
a la inercia oficial.

CAMBIOS DE GUARDIA: INVOLUCIÓN,


OBSECUENCIA Y MARGINALIDAD

El recambio de élites que trajo aparejado la Guerra Civil provocó una mar-
cada involución en las Humanidades y en las Ciencias Sociales. Como ya se ha
demostrado, el retroceso que sufrió la Etnología en el Madrid de la posguerra
fue, en parte, consecuencia del nuevo papel hegemónico desempeñado por José
Pérez de Barradas. A su labor se sumó la gestión de Julio Martínez Santa-Olalla.
Ambos actuaron, de distintas maneras, como portavoces del régimen. A su vez,
investigadores como Luis de Hoyos Sainz, quien había sido partícipe de la pro-
yección de la Etnología durante la Segunda República, sumaron su conocimiento
a los designios del poder, lo que resultó en un protagonismo coadyuvante a los
intereses del franquismo34. De modo paralelo, la pérdida que significó el exilio
de estudiosos como Pere Bosch i Gimpera, arqueólogo, etnólogo, gestor cul-
tural e investigador de renombre internacional, junto a la marginalidad, tanto
impuesta como auto impuesta, de etnólogos como Julio Caro Baroja, quien
realizaría su labor fuera del entramado académico franquista, profundizaron
la parálisis que sufrieron las Humanidades hasta bien entrados los años sesenta.
Ciertamente, el desarrollo de la Etnología y el folclore, así como de la Arqueo-
logía, en la España totalitaria de la inmediata posguerra, se encontraba en clara
desventaja en términos de infraestructura, recursos y personal especializado, res-
pecto de la Alemania nazi y la Rusia soviética de entreguerras. Dichas disciplinas
alcanzaron un desarrollo significativo en las políticas puestas en práctica durante
el período cumbre de la labor de nacionalización autoritaria de ambos regímenes.
El Tercer Reich integró muchas de las ideas y orientaciones que habían figurado en

32
Véase C. Esteva Fabregat, «La etnología española y sus problemas».
33
J. Caro Baroja, Tecnología popular española, pp. 9-10.
34
Véase L. de Hoyos Saínz, «Raciología prehistórica española» y C. Ortiz García, Luis de Hoyos
Sainz, p. 282, así como F. Gracia Alonso, «La depuración del personal»; Id., «Bosch-Gimpera, rector
de l’Autònoma».
232 silvina schammah gesser

la agenda de investigación del folclore antes de 1933. En el caso alemán, a excep-


ción de los más racistas y de tendencia genetista, varios investigadores importantes
continuaron con su labor intelectual, al margen de las atrocidades científicas e
ideológicas que se fomentaban desde el poder, lo que permitió, en cierta medida,
una «labor ininterrumpida» con los períodos anteriores35.
En ese sentido se podría sostener que, en el caso español, la falta de una base
sólida en el ámbito de estas disciplinas seguramente disminuyó la posibilidad de
capitalizarlas para los propios designios del régimen. En otras palabras, lo que
no había existido no podía ser reaprovechado. Aun así, el posterior desarrollo o,
mejor dicho, la involución que experimentaron las disciplinas en cuestión en el
Madrid franquista, iba a responder no sólo a la mala administración, la censura
y a las líneas de actuación que impuso el régimen, sino también a los persona-
lismos oportunistas y a la falta de ética científica de varios protagonistas clave,
como José Pérez de Barradas, Julio Martínez Santa-Olalla y Luis de Hoyos Sainz,
quienes se desentendieron de sus propias credenciales profesionales.
José Pérez de Barradas había sido discípulo del prestigioso arqueólogo ale-
mán Hugo Obermaier, el primer titular de la cátedra de Historia Primitiva del
Hombre en la Universidad de Madrid durante la década de 192036. Doctor en
Ciencias Naturales, vicepresidente de la Sociedad Española de Antropología,
Etnología y Prehistoria, así como director por oposición del Servicio de Infor-
maciones Prehistóricas del Ayuntamiento de Madrid, la Guerra Civil lo había
sorprendido en Colombia en pleno viaje de trabajo. Barradas regresó en 1939,
una vez finalizada la contienda. Depositario de la confianza política y científica
por parte del régimen, asumió cargos importantes y adoptó un lenguaje media-
tizado por el discurso nazi y fascista que, si bien se desentendía de la persecución
racial, fusionó ciencia y fascismo, más allá de la gestión político-administrativa
propiamente dicha. Su controversia con el antropólogo español Juan Comas,
americanista en el exilio, a raíz de las reseñas que éste hizo de sus libros Manual
de Antropología (1946) y Los mestizos de América (1948), es expresiva de la preca-
riedad de sus postulados «científicos», no sólo respecto a España, sino también
en relación a América, su campo de «especialidad».
Bajo la rúbrica «Raciología o Antropología descriptiva», con que el Manual
presentaba los diversos tipos raciales, Pérez de Barradas argumentó que el mes-
tizaje era la causa de la degeneración de las razas. Y en su libro sobre el mestizaje
en América, en el que se asumía la inferioridad insalvable del indígena —antigua-
mente dado al alcohol, perezoso y tendiente al consumo de estupefacientes—, el
autor alertaba sobre los peligros inherentes a la exaltación del indio, sujeto malea-
ble y de fácil cooptación por socialistas, comunistas, y movimientos indigenistas
antiespañolistas, como era, según Pérez de Barradas, el partido dirigido por el
peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, que los reclutaba para su lucha de clases.

35
Véase H. Bausinger, Volkskunde ou l’ethnologie allemande, pp. 67-68.
36
En esos años Barradas estuvo a cargo del nuevo Servicio de Investigaciones Prehistóricas,
de la publicación del Anuario de Prehistoria Madrileña y del Boletín del Museo Prehistórico (véase
E. de Carrera Hontana y A. Martín Flores, «Las instituciones»).
museos, etnología y folclor(ismo) en el madrid franquista 233

En sus críticas, Comas descalificó su argumento, que tildó de meramente polí-


tico aunque disfrazado de Antropología Física para justificar el Estado unitario
franquista, y expuso su confusión conceptual entre herencia genética y eugenesia.
Más aún, Comas denunció su uso de estereotipos y su falta de comprensión del
pasado indígena, lo que desprestigió la obra de Pérez de Barradas en los ámbitos
internacionales37. Los ecos de la polémica, sumados al revés que sufrieron las teo-
rías eugenésicas tras la derrota de la Alemania nazi, obligaron a Pérez de Barradas
a desdibujar el contenido racista de sus argumentos, que desentonaban fuera de
España. Para reposicionarse, Barradas tomó elementos aislados de corrientes filosó-
ficas como el existencialismo, con resultados aberrantes como el que afirmaba que
«la antropología filosófica fracasaba si se desentendía de la antropología teológica»38.
Al igual que Pérez de Barradas en el campo etnológico, Julio Martínez Santa-
Olalla acaparó posiciones de poder en el área de la Arqueología39. Fervoroso camisa
vieja de Falange, de familia de militares, feroz anticomunista y entusiasta germa-
nófilo, Santa-Olalla estudió cuatro años en Alemania, adentrándose en la escuela
de Gustaf Kossinna40. Y al igual que Pérez de Barradas también fue discípulo de
Hugo Obermaier, a cuya cátedra se incorporó como ayudante al regresar a España
en 1931. Su trabajo de sistematización de la arqueología visigoda en la Península
se dio en conjunción con la germanización de la Prehistoria de la Europa Nórdica
y Central por parte de los principales ideólogos nazis, Alfred Rosenberg y Hans
Reinerth, en el marco de las organizaciones que se orientaban a legitimar cientí-
ficamente el nazismo como el Amt Rosenberg, el organismo de vigilancia cultural,
dentro del partido nazi, dirigido por Alfred Rosenberg; el Germanen-Erbe, la revista
pseudo científica, encargada de difundir las teorías arqueológicas promovidas por
el nazismo, y la Ahnenerbe, la Sociedad para la Investigación y Enseñanza de la
Herencia Ancestral Alemana41. El patronazgo profesional de Obermaier, bajo cuya
dirección había escrito su tesis doctoral, sus contactos con el mundo académico ale-
mán y una ambición falangista sin frenos le permitieron hacerse con la cátedra de
Historia Primitiva del Hombre de la Universidad de Madrid, que ocupaba el propio
Obermaier, una vez finalizada la Guerra Civil. Con su nombramiento, y su desem-
peño del cargo entre 1939 y 1954, la cátedra sumió un enfoque histórico-cultural
e imperial que ya nada tenía que ver con la veta científico-natural que la había
caracterizado bajo la coordinación de Obermaier.

37
Barradas seguía las posturas del padre Constantino Bayle, asesor del Consejo Superior de
Misiones entre 1940 a 1953 y especialista sobre la época colonial, cuya publicación, El protector
de Indios (1945) criticaba la labor de Bartolomé de las Casas en favor de la mejora del trato a los
indígenas (véase J. J. R. Vallarías Robles, «La antropología americanista española», pp. 243-246).
38
J. Pérez de Barradas, «Antropología y Etnología», p. 12.
39
Véase F. Gracia Alonso, La arqueología durante el primer franquismo; Id., Pere Bosch Gimpera.
40
Kossina había desarrollado la teoría de los círculos culturales, o Kulturkreise, que postulaba
que la región étnica está basada en la cultura material excavada en un yacimiento arqueológico
determinado. Su teoría sirvió para justificar arqueológicamente la anexión por Alemania de
Polonia y Checoslovaquia.
41
Las relaciones culturales entre España y Alemania, en M. Janué i Miret, «Un instrumento de los
intereses nacionalsocialistas», e Id., «La cultura como instrumento de la influencia alemana en España».
234 silvina schammah gesser

Nombrado director de la Comisaría General de Excavaciones Arqueológicas


(1939-1956), el equivalente al Archaeologisches Institut des Deutschen Reiches,
Santa-Olalla pudo autorizar y repartir subvenciones, canalizar fondos en bene-
ficio de sus propios proyectos y trabajar con personas sin formación en tareas
de extracción42. Sumamente fascistizada, la institución fomentó bajo su direc-
ción lo «panceltista» como sinónimo de indoeuropeo-ario-celta, en detrimento
de lo íbero, visión que desarrolló en su Esquema paleontológico de la Península
Hispánica (1946). Su interpretación aria de la Prehistoria de España, a partir del
difusionismo, argüía que habían sido los celtas los que habían llevado su cul-
tura a España, contrarrestando el aporte de los íberos que, según él, no existían
ni como raza ni como cultura43. Su comportamiento, como enfant terrible del
régimen, le causó problemas no sólo con el Ministerio de Educación Nacional
y con la Dirección General de Bellas Artes, sino también con la coordinación y
la Secretaría General del CSIC, a cargo de José María Albareda Herrera, miem-
bro del Opus Dei. No obstante, Santa-Olalla fue director vitalicio del Instituto
Arqueológico Municipal de Madrid, creado en 1953, cargo que mantuvo hasta
su muerte. Su fracaso profesional, que abarcó desde graves deficiencias teóricas
y metodológicas a la falsificación de investigaciones, condujo a la concepción
de la Arqueología representada por Santa-Ollala a una crisis que, entre 1954 y
1955, profundizó su involución44.
Frente a las muy cuestionables gestiones de Pérez de Barradas y de Martínez
Santa-Ollala, la trayectoria antes y después de la Guerra Civil de Luis de Hoyos
Sainz nos obliga a considerar las presiones que llevaron a no pocos investi-
gadores a acomodar sus principios científicos e intelectuales a las directrices
dominantes para poder adaptarse al régimen franquista y sobrevivir dentro de
él. Sólo así es posible explicar el fuerte tinte ideológico que impregna el dis-
curso de asunción de Hoyos como nuevo miembro de la Academia de Ciencia
Española en 1943 y su consiguiente labor «científica». Mimetizado con el pen-
samiento de Menéndez Pelayo, las teorías de Menéndez Pidal y los estudios
de Ramón y Cajal, Hoyos argumentó que la historia de España había sido el
resultado de una evolución etnológica y cultural de la nación, en tanto que los
regionalismos no eran sino meros rastros arcaicos que daban testimonio del
desarrollo de los pueblos45. No obstante la insolvencia de su reconstrucción
científica respecto a la sucesión de los grupos humanos que habitaron España,
Hoyos proseguiría en la búsqueda y medición de cráneos en yacimientos
arqueológicos aún inexplorados, con el objeto de identificar los distintos tipos
regionales. Aún en los años cincuenta su enfoque etnológico seguiría defi-
niendo el mapa regional de España según una supuesta composición biológica
de las raíces antropológicas del hispanismo.

42
M. Díaz-Andreu, «La Comisaría General de Excavaciones Arqueológicas (1939-1955)».
43
La reivindicación de la cultura ibérica, a finales de 1940, lleva a la fundación del Instituto de
Estudios Ibéricos y de Etnología Valenciana en 1958.
44
Véase G. Ruiz Zapatero, «La distorsión totalitaria».
45
L. de Hoyos Sainz, «Raciología prehistórica española».
museos, etnología y folclor(ismo) en el madrid franquista 235

El quehacer «científico» de Pérez de Barradas, Martínez Santa-Olalla y Hoyos,


como apuntalamiento del discurso unitario franquista, constituye sin duda el
reverso del paradigma pluralista que había tenido hasta el fin de la Guerra Civil su
mayor epicentro en Cataluña, bajo el liderazgo intelectual de Pere Bosch i Gimpera.
Arqueólogo, etnólogo, gestor cultural e investigador de renombre internacional,
la labor de Bosch i Gimpera había tenido un impacto sin precedentes. Como decano
de la Facultad de Filosofía y Letras, a partir de la Segunda República, como director
del Museo Arqueológico de Barcelona, entidad que había ayudado a crear, desde
1932, y como rector de la Universidad de Barcelona (ahora denominada Universi-
dad Autónoma) desde 1933 hasta su exilio en 1939, será Bosh i Gimpera, prototipo
del intelectual comprometido con la República, una figura idónea para elaborar una
de las mejores síntesis del paradigma pluralista46. Ésta se plasmó en la hoy famosa
conferencia de apertura del curso académico 1937-1938 de la Universidad de Valen-
cia47, en la que Bosch i Gimpera presentó una revisión del concepto mismo de
España. Frente a lo que juzgaba como entelequia sin fundamento científico —en
otras palabras—, el fracaso de la explicación ortodoxa de la historia de España que la
dotaba de una «misión consustancial a su esencia, fuese ésta la misión en América, la
defensa de la unidad religiosa, o la realización de España por Castilla y por la monar-
quía», Bosch i Gimpera resaltaba la unidad geográfica de la Península, la analogía de
sus elementos étnicos, la relación entre sus Estados y sus pueblos, los acontecimien-
tos vividos en común y la participación de unos y otros en la formación de ciertos
valores culturales compartidos. En definitiva, para el prehistoriador catalán, era la
tesis pluralista la que, en plena contienda, podía ofrecer un enfoque «científico» de
la problemática de España, cuyo origen, recalcaba, residía en la complejidad inicial
de la España primitiva. Sólo el estudio de esa complejidad podía echar luz a las ver-
daderas tradiciones autóctonas de la Península.
Si bien hoy es fácil discernir en aquella propuesta una percepción organicista,
psicologista y evolucionista de la sociedad, no cabe duda de que Bosch i Gimpera
proponía el estudio de la historia de España desde una perspectiva mucho más crí-
tica, reflexiva y democrática, abordaje que se vio drásticamente interrumpido con el
exilio48. Frente al vacío intelectual y científico que significó la partida de cientos de
intelectuales y científicos al final de la contienda, la fecunda labor investigadora en
el campo de la Etnología que realizaría Julio Caro Baroja puede verse como un oasis
intelectual en el árido desierto del Madrid franquista. De clara orientación liberal y
proclive al federalismo, Caro Baroja tenía más en común con el paradigma plurina-
cional de Bosch i Gimpera que con las propuestas unitarias y pseudocientíficas que
pregonaban Barradas, Santa-Olalla y Hoyos, de quienes Caro Baroja se distanció.

46
Sobre su identificación con el catalanismo federalista, su desempeño como consejero de Justicia de
la Generalitat de Cataluña en representación de su partido, Acció Catalana Republicana desde 1937 y
su activismo en la resistencia cultural como forma de lucha contra el fascismo durante la Guerra Civil,
véanse los documentados trabajos de F. Gracia Alonso, La arqueología durante el primer franquismo,
e Id., Pere Bosch Gimpera, así como la valoración de J. M. Quesada López, «Pedro Bosch-Gimpera ».
47
Reproducida en P. Ruiz Torres (ed.), Discursos sobre la historia, pp. 341-370.
48
Ibid., pp. 360-367.
236 silvina schammah gesser

Perteneciente a una de las familias más renombradas del País Vasco, Caro
Baroja, alumno de Hugo Obermaier y estudiante de Ramón Menéndez Pidal,
se había formado como prehistoriador y etnólogo con los antropólogos vascos
Telesforo de Aranzadi y José Miguel de Barandiarán, así como con el folclorista
y lingüista Resurrección María de Azkue. Si bien fue ayudante de cátedra de
Historia Antigua y Dialectología y, como hemos visto, director del Museo del
Pueblo Español entre 1944 y 1953, Caro Baroja se consolidó como un intelectual
académico independiente, que desarrolló sus investigaciones fuera de los linea-
mientos del régimen49. Fue fundador, junto a Nieves de Hoyos y Víctor García
de Diego, de la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, creada en 1944
con una clara vertiente filológica más que antropológica, ya que la revista había
tenido su origen en la colección Archivo de Tradiciones Populares, editada por la
Sección de Filología del Centro de Estudios Históricos que tenía por eje la His-
toria de la lengua, la épica y el romancero.
No obstante, a través de trabajos como Los pueblos de España (1946), «La
investigación histórica y los métodos de etnología» (1955) o «La ciudad y el
campo, o una discusión sobre viejos lugares comunes» (1959), Caro Baroja
desarrolló unos métodos de estudio etnológico que fusionó con un marcado
interés por la Historia Social como disciplina crítica y compleja. Su escepti-
cismo frente a los paradigmas globalizadores, su interés por la microhistoria
y su constante preocupación por abordar las tensiones étnicas en España
desde la Historia y la Antropología Cultural se tradujeron en sus estudios
sobre las minorías oprimidas, fuesen éstas moriscos, judíos, criptojudíos o
brujas, de por sí temáticas totalmente opuestas a las prioridades del régi-
men50. Asimismo, su visión crítica y demitificada del pueblo vasco, así como
su persistente interés en examinar la variabilidad y versatilidad de las iden-
tidades étnicas, es decir, los modos en que éstas cambian, se desdibujan, se
refuerzan y se transforman, lo llevaron a discrepar de modo radical con el
vascoiberismo que pregonaba Menéndez Pidal. La tesis de Caro Baroja sobre
la inexistencia de un «carácter nacional español», general y permanente, sos-
tiene que la variedad de pueblos que poblaron la Península Ibérica dio lugar
a la incorporación irregular y heterogénea de diversas herencias: la ibérica,
la hispanorromana, la visigótica y la islámica. Diferentes y variables en can-
tidad y calidad, y dispersas en las distintas partes de la Península, todas ellas
resultaron en una irregular distribución de influencias culturales, confor-
mando precisamente una identidad multiforme que debería, no obstante,
esperar al final del franquismo para aparecer en su ya clásico ensayo sobre El
mito de carácter nacional, publicado en 197851.

49
Véase F. Maraña, Julio Caro Baroja; J. Agirreazkuenaga, «Julio Caro Baroja».
50
Véanse, a modo de ejemplo, sus estudios sobre Los moriscos del Reino de Granada; Las brujas
y su mundo; La sociedad criptojudía en la corte de Felipe IV; Los judíos en la España moderna y
contemporánea.
51
Véase F. Castilla Urbano, «Julio Caro Baroja y el análisis del carácter nacional».
museos, etnología y folclor(ismo) en el madrid franquista 237

FOLCLOR(ISMO) COMO ETNOGRAFÍA

Desde los primeros movimientos nacionalistas de la era romántica, el folclore,


entendido como expresión del (re)descubrimiento de la cultura nativa, se retroali-
mentó de nociones esencialistas inherentes al concepto de autenticidad. En el contexto
alemán de finales del siglo xix, la búsqueda de la autenticidad y la recuperación del
folclore se convirtieron en un imperativo emocional y moral, lo que probablemente
convertía al Volkskunde alemán en la versión más antigua de los estudios folclóricos.
Pero, más allá del contexto político en el que se desarrollase la práctica disciplinaria
del folclore, el carácter constructivo y contingente de la autenticidad hace del folclore,
y de su intento por recrear una nostalgia por lo homogéneo, el enemigo implacable de
las tradiciones «impuras». De la misma manera, el folclore se opone a la desmitifica-
ción, a la destradicionalización y al desencanto que la modernización trae aparejados.
Enfrentado a ellos, el folclore, que defiende la falacia de la pureza cultural cuando
la mezcla y lo híbrido es la norma, apela a la «autenticidad cultural» para solventar
acepciones esencialistas en los debates sobre conceptos imponderables como «raza»,
«origen étnico» o «destino histórico»52. Frente a ellos, los que detentan el estudio del
folclore como su métier definen al folclorismo como una suerte de folclore «falso»,
«impuro» o «de segunda mano». Sea como fuere, la polémica folclore versus folclo-
rismo hace que olvidemos que la pregunta clave no reside en qué es la autenticidad,
sino quién la invoca, de qué manera y con qué propósitos.
La manipulación ideológica del folclore y su instrumentalización política
bajo el franquismo estuvo inicialmente condicionada por el nivel de desarrollo
y el grado de sistematización que éste alcanzó en épocas anteriores. El contacto
aparentemente directo, inmediato y emocional de los contenidos de la «tradi-
ción popular», recreada o inventada, como facilitadores de la sobrevaloración
del perfil de una comunidad determinada, hicieron de la popularización, la
adaptación y el uso banal del folclore, es decir del folclorismo, una forma privi-
legiada de mediación y divulgación por parte de los propagandistas del régimen.
Haciendo gala de sus dotes como cartelista y copywriter, el intelectual
fascista y vanguardista Ernesto Giménez Caballero desarrolló métodos peda-
gógicos y manuales de consignas. En España nuestra. El libro de las juventudes
españolas, dirigido a maestros, madres y niños, Giménez Caballero redujo a
símbolos, imágenes, rimas y lemas fácilmente reconocibles la complejidad
de la Península y de su fisonomía, convirtiendo en verdades eternas y pri-
mordiales lo histórico-social, y transformando en marcadores de identidad
desde la religión y los rituales a la culinaria y los juegos de esparcimiento53.

52
Véase R. Bendix, In Search of Authenticity, pp. 3-24.
53
Véase, a modo ilustrativo, caracterizaciones tales como: «España, limpia y desnuda aparece como
un escudo en el que se puede dibujar el águila de San Juan, símbolo del Movimiento» (E. Giménez
Caballero, España nuestra, pp. 15-16); o, en relación al mapa de la Península, que para Giménez
Caballero asemeja: «una piel de toro desollada y extendida sobre el mar, cual la había visto el Padre
Mariana: España como un cuero de buey tendido con los cuernos en los Pirineos, hundidos en
Francia, y su silueta toma forma de cruz que recuerda al Cristo de Velázquez» (ibid., p. 16).
238 silvina schammah gesser

Para ideólogos de gusto barroco como José María Pemán, la lírica y la épica
tradicionales, las fiestas religiosas de la Semana Santa y el Corpus Christi, ofre-
cieron una iconografía y una carga sentimental óptimas para rentabilizar una
serie de tópicos que el franquismo tomó prestados del pensamiento católico
conservador español.
Asimismo, y bajo la tutela de la Sección Femenina de Falange, los bailes, dan-
zas e indumentaria de la «España profunda» recibieron un tratamiento similar.
Si bien el suplemento de la revista Consigna del 15 de junio de 1942 reafirmaba
oficialmente la tarea de la Sección Femenina de recuperar el folclore regional,
esta actividad ya existía desde la Guerra Civil54. No obstante, su repercusión ten-
drá un punto álgido a finales de los años cuarenta en una serie de exhibiciones
nacionales, como fue el majestuoso recibimiento que se le ofreció a Eva Perón
en junio de 1947 en Madrid55. En el homenaje, las cincuenta provincias espa-
ñolas desfilaron en la Plaza Mayor, y la primera dama argentina fue obsequiada
con un traje típico de cada una de las provincias, seleccionado y confeccionado
especialmente para su visita.
Más de veinte años después, el lema de la Sección Femenina sería rememo-
rado por la delegada nacional María Josefa Sampelayo. Para ella,
no había nada más auténtico que las canciones y las danzas del pueblo
para desentrañar, salvar y revitalizar lo auténticamente español y edificar
el futuro de la Patria.

En el Primer Congreso Nacional de Artes y Costumbres Populares, la dele-


gada resumiría en clave de «epopeya» y «rescate», el trabajo realizado:

En la España del año 1936, estas manifestaciones folklóricas habían


prácticamente desaparecido […]. Quedaban acá una fiesta, allí una
romería […] los trajes eran una reliquia en los viejos arcones; el tam-
boril y la flauta, la vihuela y el chistu, cedían su voz a la voz impersonal
de la radio […]. El gran acierto de la Sección Femenina fue el saber
ver y el saber valorar aquel tesoro inmenso y todavía recuperable […].
Se empezó por las canciones de la vendimia, de la trilla, de la ronda
de cuna. Era como si la España misma recuperara su propia voz […].
Había que recorrerse palmo a palmo, todas las tierras de España. Bus-
car en los arcones, en las memorias de los viejos, en los archivos de los
Ayuntamientos y las iglesias; había que mantener y revitalizar las agru-
paciones existentes […] había que depurar56.

54
El folclore fue introducido en la Universidad en 1943 bajo el epígrafe de «Tradiciones
populares», bajo supervisión del CSIC, que cercenó la actividad de la Sociedad Española de
Antropología, Etnología y Prehistoria, eje de la investigación en las décadas de 1920 y 1930.
55
Véanse el catálogo y el DVD que acompañaron la exhibición Evita y los trajes del pueblo
español, realizada en 2011 en el Museo de Arte Español Enrique Larreta de Buenos Aires.
56
Véase E. Casero, La España que bailó con Franco.
museos, etnología y folclor(ismo) en el madrid franquista 239

Al reafirmar la necesidad de «que cada provincia conociese su propio fol-


clore y que España entera aprendiese a conocerse y amarse en su diversidad»,
Sampelayo se vanagloriaba de haber archivado unas 1.500 canciones y más de
600 danzas, trajes típicos e instrumentos musicales de los más apartados rincones
del país, además de contar con la movilización de más de 75.000 participantes.
Sea como fuese, la implementación y gestión de los referentes populares por
parte del régimen franquista hacían posible la subsistencia de «lo regional» en el
imaginario nacionalista57.
A diferencia del distanciamiento científico, la tecnicidad y abstracción que
podían caracterizar a la Etnología y la Antropología como disciplinas cien-
tíficas (pensemos, salvando diferencias, en la retórica densa y barroca de los
textos de Hoyos Sainz, por defecto, o en las sutilezas del entramado argumen-
tal de Caro Baroja), se encontraba la explotación de la cultura expresiva del
folclore, que resultó en una clara banalización de lo «autóctono» que permitió
un uso selectivo y perverso, cargado de emotividad.

La marginalización de la Etnología a lo largo del franquismo hizo que España


quedase fuera del auge que experimentó la Antropología Social en Inglaterra,
la Antropología Estructuralista en Francia y la Antropología Cultural en los
Estados Unidos en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La
marginalización se agravó, a su vez, por la falta de recursos y la ausencia de
estructuras oficiales y de profesionales con educación especializada. Su irregular
desarrollo institucional, supervisado por el CSIC, así como su subordinación
a otras disciplinas, tanto la Antropología Física, la Arqueología y la Prehistoria
como la Filología y la Historia, acentuaron el continuismo del historicismo
hipotético, poco fundamentado y basado en construcciones culturalistas sobre
los orígenes que fueron insuficientes para ofrecer una explicación sólida de las
formas de vida de las poblaciones antiguas que habitaron la Península, en tanto
que el estudio del folclore de ámbito local y amateur se mantuvo alejado de
los medios universitarios. Fue a partir de 1968, con la creación de la primera
agregaduría de Etnología, destinada a Claudio Esteva Fabregat quien tres años
más tarde tuvo acceso a la cátedra de Antropología Cultural de la Universidad
de Barcelona, cuando se comenzaron a instaurar los primeros núcleos de la
Antropología Sociocultural58.
La situación del ámbito museístico no fue mucho más prometedora. Ideal-
mente, los museos, al decir del crítico Tony Bennett, proveen sistemas de
legitimación del pasado y sutiles modos de «vigilancia cultural», en los que
el rol del Estado aparece como patrocinador y coordinador de programas
culturales. A través de ellos, el Estado intenta modelar la conducta del indi-
viduo, apelando a sus intereses, deseos, aspiraciones y creencias59. En el caso

57
Véase el dossier «La construcción de la identidad regional», X. M. Núñez Seixas (ed.).
58
C. Esteve Fabregat, «La etnología española y sus problemas».
59
T. Bennett, «Culture and Governmentality».
240 silvina schammah gesser

de los museos del Madrid franquista aquí analizados, podemos constatar que
éstos «no» constituyeron un factor clave como agentes de transmisión cultu-
ral «ni» contribuyeron de modo significativo a la conformación de narrativas
históricas que ayudasen a difundir fuertes imaginarios nacionales o claros y
determinados rasgos identitarios en las primeras décadas del régimen fran-
quista. Basándonos en los materiales aquí analizados, podemos concluir que el
régimen demostró, en más de una oportunidad, una total incapacidad, cuando
no ineptitud, para llevar a cabo una política museística coherente con sus pro-
pias prioridades. Ello, desde luego, no excluyó que, de modo simultáneo, la
canalización del folclore como «cantera inagotable de recursos»60 sirviese al
franquismo como forma de adoctrinamiento y cooptación de adherentes y
de voluntades. Más aún, el folclore sirvió también para magnificar y estilizar
la imagen del régimen con fines diplomáticos y propagandísticos, como en el
caso del orquestado recibimiento de Eva Perón en Madrid, o en las ya muy
consabidas actuaciones de los grupos de Coros y Danzas en las embajadas
españolas en el exterior.
No obstante, la dictadura franquista no supo, no pudo o, simplemente, no
tuvo una necesidad apremiante de instrumentalizar el potencial inherente
a la etnología en general, y al ámbito museístico en particular, para incor-
porar a sus súbditos a/[¿en?] los designios y quehaceres del Estado. En su
fase final, en plena etapa desarrollista de la España de los años sesenta, la
nueva política turística no tuvo impacto alguno en la concepción del ámbito
museístico y etnográfico, que se mantuvo indiferente frente a la degradación
del entorno rural, los efectos de la industrialización y al éxodo migratorio
del campo a la ciudad que marcaron aquella década. A diferencia del caso
francés, que percibió en la cultura material —artes y costumbres popula-
res, objetos, prácticas e imágenes de una determinada comarca— las señas
de identidad y la base de una «memoria» campesina que evolucionaba y se
transformaba, la mayoría de los museos españoles no dieron expresión a los
cambios irreversibles que sufría la sociedad rural española. Por el contrario,
las medidas «neo-regeneracionistas», que sí trajeron aparejadas una revisión
del valor turístico, económico y geopolítico del patrimonio histórico y cultu-
ral, siguieron fomentando la concepción y actividad de los museos y espacios
de exposición como depositarios «estáticos» de un pasado idealizado, agrario
y nacional que todavía legitimaba la acumulación y preservación de la cultura
material y del patrimonio folclórico. El hecho de que el Museo Nacional de
Etnología, con su edificio y colecciones, pasase a formar parte de la Dirección
General de Bellas Artes y fuese declarado Monumento Histórico-Artístico,
no conllevó más que un mero cambio de estatus. Ni siquiera el mismísimo
Museo del Prado fue objeto de revisión y renovación61. Hubo que esperar a

60
M. J. Sampelayo, «Labor de la Sección Femenina».
61
Un abordaje crítico en M. Bouquet (ed.), Academic Anthropology and the Museum; M. Segalen,
«Anthropology at Home and in the Museum». Para España, véase P. Romero de Tejada, «La situación
de la etnología en los museos españoles»; también M. Bolaños, Historia de los museos en España. Sobre
museos, etnología y folclor(ismo) en el madrid franquista 241

la llegada de la democracia y a la Ley del Patrimonio Histórico Español de


1985, propiciada por el ministro Javier Solana, para que se reestructurasen las
políticas museísticas y se consagrase el museo como un centro de investiga-
ción y divulgación, homologando su organización y funcionamiento con los
principios museológicos actualizados62.

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ÍNDICE DE NOMBRES

Abascal Fuentes, Juan: 99 (n. 82) Bécker y González, Jerónimo: 75


Abellán, José Luis: 73 Belauste (apodo de José María Belausteguigoitia
Adenauer, Konrad: 190 Landaluce): 211
Aguiar García, José: 191 Bello López, Andrés: 99
Agustí Peypoch, Ignacio: 151 Beñarán Ordeñana, José Miguel (más conocido
Albareda Herrera, José María: 234 por su apodo Argala): 156
Alberti Merello, Rafael: 227 Benedicto XV: 124
Albiñana Sanz, José María: 7 Benlloch y Vivó, Juan Bautista: 75
Alfaro Lapuerta, Emilio: 134 Betriu i Cabeceran, Francesc: 217
Alfonso X: 86 (n. 42) Blanes Linari, Juan Luis: 99 (n. 80)
Almagro Basch, Martín: 170 Bolívar, Simón: 99
Almirall i Llozer, Valentí: 226 Bonelli y Rubio, Juan: 108, 111, 116
Alonso Alonso, Mariano: 107, 118, 124 Bonet, Luis: 213
Álvarez de Sotomayor, Fernando: 191 Borbón y Austria-Este, Alfonso Carlos Fernando José
Andrade, Jaime de (seudónimo): véase Franco Baha- Juan Pío de (duque de San Jaime y de Anjou): 13
monde, Francisco Boscán Almogávar, Juan: 144
Andreu Miralles, Xavier: 54 Bosch-Gimpera, Pere: 226, 231, 235
Angoso, Ángel: 36 Brambilla, Fernando: 28
Antón y Ferrándiz, Manuel: 230 (n. 29) Brañas Menéndez, Alfredo: 151
Aragón, Agustina de (Agustina Raimunda María Sara- Burgo Torres, Jaime del: 12
gossa y Domènech): 38, 61
Arana Goiri, Luis: 163 Cabanellas Ferrer, Miguel: 9
Aranda Mata, Antonio: 16 Calvo Sotelo, José: 77
Arellano Igea, José María: 140 Capa (seudónimo de Endre Ernö Friedmann, llamado
Arteche y Osante, José María de: 151 Robert): 39
Artigas Arnal, José Gervasio: 99 Caplin, Elliot: 171
Asensio Torrado, José: 187 Capuz Mamano, José: 191
Azaña Díaz, Manuel: 75, 228 Cárdenas del Río, Lázaro: 90
Azkue Aberasturi, Resurrección María de: 169, 236 Careaga de la Hormaza, Plácido: 175
Carlos I: 11, 36, 85, 188
Baleztena Azcárate, Ignacio: 14 Caro Baroja, Julio: 169, 231, 235-236, 239
Ballesteros Beretta, Antonio: 93 Carrasco Cadenas, Manuel: 33 (n. 25)
Banciella y Bárcena, José César: 108 Carreras i Artau, Tomás: 226 (n. 17)
Barandiarán y Ayerbe, José Miguel de: 236 Carreras i Guiteras, Narcís de: 213
Barba Hernández, Bartolomé: 138 Casas, Bartolomé de las: 233 (n. 37)
Baroja, Pío: 225 (n. 11) Castiella y Maíz, Fernando María: 97, 110, 175
Basora (Estanislau Basora i Brunet): 172 Castro de Murguía, Rosalía: 144
Basterra y Zabala, Ramón de: 78 Castroviejo y Blanco Cicerón, José María: 130
Becerro de Bengoa, Ricardo: 175 Chateaubriand, François-René: 25
278 índice de nombres

Churchill, Winston (Winston Leonard Spencer- Fraga Iribarne, Manuel: 177 (n. 1), 195
Churchill): 31 Franco Bahamonde
Ciano, Galeazzo: 34 Francisco: 4, 9, 18, 21-22, 38, 42, 44-45, 64, 82,
Cid Campeador (Rodrigo Díaz de Vivar): 85, 188 87-88, 91, 94, 96, 109, 114, 118, 120, 125, 135, 138-
Cidón Navarro, Francisco de: 28-29 139, 143, 148, 151, 156, 163, 165, 171, 178-179,
Coll i Claramunt, Julio: 98 187-193, 197-198, 203-204, 206-209, 211-213
Colón, Cristóbal: 63 (n. 39), 85, 87-88, 94, 98-99 Ramón: 94
Comas Camps, Juan: 232-233 Franco Salgado-Araújo, Carlos: 151
Confino, Alon: 153 Fray Luis de León: 52
Contreras y López de Ayala, Juan de (más cono- Fuembuena Comín, Eduardo: 33
cido como el Marqués de Lozoya): 142
Cortés, Hernán: 65, 89 (n. 54), 94, 99 Gago García, Manuel: 172
Cortés González, Santiago (capitán Cortés): 33, 37 Gaínza Vicandi, Agustín (más conocido como
Cossío, Manuel Bartolomé: 227 Piru Gaínza): 172-173
Cossío Martínez-Fortún, Francisco de: 7 Gálvez, Juan: 28
Cullen Murphy, John: 171 García de Diego, Víctor: 236
Cunqueiro Mora, Álvaro: 151 García Lorca, Federico: 227
García Morente, Manuel: 81, 135
Daoíz y Torres, Luis: 30 García Nieto, Luis: 75
Darío, Rubén (seudónimo de Félix Rubén García García Serrano, Rafael: 7
Sarmiento): 82, 99 García Viñolas, Manuel Augusto: 178, 195
Daumas, Joseph-Louis: 99 (n. 80) Gaulle, Charles de: 110
Dávila y Arrondo Gil y Arija, Fidel: 10, 11 Gaya Nuño, Juan Antonio: 230
Delgado Gómez-Escalonilla, Lorenzo: 79, 83, 92 Gil Álvarez, Rafael: 172
Díaz de Villegas, José: 114 Gilera (seudónimo de Enrique Gil de la Vega): 207
Di Febo, Giuliana: 52, 62, 65 Giménez Caballero, Ernesto: 67, 70, 78, 113, 129,
Domínguez Arévalo, Tomás (conde de Rodezno): 135 191, 237
Don Pelayo: 85 Gimeno de Flaquer, Concepción: 58 (n. 28)
Drake, Francis: 206 Goicoechea Cosculluela, Antonio: 77, 174
Gomá y Tomás, Isidro: 78-80
Eisenhower, Dwight David: 192 Gómez de la Serna, Ramón: 222, 230
Elías de Tejada y Spínola, Francisco: 145, 167-168, 171 González de Velasco, Pedro: 223-224, 229, 230
Elola-Olaso, José Antonio: 209-210 Gómez Zamalloa y Quirce, Mariano: 201
Elorrieta de Lacy, José Maía: 98 González Márquez, Felipe: 102
Eneas: 28 Goya y Lucientes, Francisco de: 28
Enrique IV: 65 Graña González, Manuel: 113
Ercilla y Zúñiga, Alonso de: 98 Griffin, Roger: 154
Escobar Kirpatrick, José Ignacio (IV marqués de Gutiérrez Soto, Luis: 99 (n. 81)
Valdeiglesias): 8 Guzmán el Bueno (sobrenombre de Alfonso Pérez
Esteva Fabregat, Claudi: 239 de Guzmán): 187
Evita (María Eva Duarte de Perón, conocida como
Eva Perón): 87, 89 (n. 54), 91-92, 188, 238 Haussmann, Georges-Eugène: 27
Haya de la Torre, Víctor Raúl: 232
Fal Conde, Manuel: 11 Hernández Sampelayo, María Josefa: 148, 238-239
Felipe II: 63, 85, 111, 188 Hernández Sanjuán, Manuel: 103, 114
Felipe el Hermoso: 11 Herrán Gascón, Agustín de la: 99-100
Fenton, Roger: 31 Herrera Oria, Ángel: 78
Fernán González (conde): 143 Hitler, Adolf: 109, 201, 204
Fernández Cuesta, Raimundo: 137, 142 Horna, Kati: 39
Fernández Hernando, José: 137 Hoyos Sainz, Luis de: 225, 228, 231-232, 234-235, 239
Fernando VII: 28 Hoyos Sánchez, Nieves de: 231, 236
Fernando el Católico: 84-87, 98, 142, 146, 222 Huerta y Ayuso, Moisés de: 191
Filgueira Valverde, Xosé: 151
Fontán Lobé, Juan: 109-110, 118 Ibáñez Martín, José: 85, 146, 229
Fontana Tarrats, José María: 130 Ibar Azpiazu, José Manuel (más conocido como
Foxá Torroba, Agustín de: 15 (n. 32), 32 Urtain): 172
índice de nombres 279

Ignacio de Loyola, San (Íñigo López de Loyola): Martínez Santa-Olalla, Julio: 231-235
63, 65 Mateo Martín, Ignacio: 179
Ilundain y Esteban, Eustaquio: 9 Menéndez Pidal, Ramón: 142, 147, 227, 234, 236
Iríbar Kortajarena, José Ángel: 214-215 Menéndez-Reigada, Fray Albino G.: 61, 66
Irigoyen, José: 203 Menéndez y Pelayo, Marcelino: 63 (n. 39), 78, 132,
Iriondo Aurtenetxea, Rafael (más conocido como 185, 224, 234
Iriondo): 173 Millán-Astray y Terreros, José: 9
Isabel I la Católica: 52, 55, 65-66, 68-69, 82, 85-87, 94 Mohamed V: 188
Isabel II: 17, 27 Mola Vidal, Emilio: 11-12
Monlau y Roca, Pedro Felipe: 27
Jaime I el Conquistador: 144 Montagut Roca, José: 140-141
Jimmy Connors (James Scott Connors): 212 (n. 66) Montero Díaz, Santiago: 130
Jones, Maximiliano: 106 Monzón y Ortiz de Urruela, Telesforo de: 156
Joselito (sobrenombre de José Jiménez Fernández): Morcillo, Aurora G.: 55
172 Moreno Luzón, Javier: 6
Juan Carlos I: 99, 188 Moscardó Ituarte, José: 42, 187-188, 200, 205
Juan de la Cruz, San (Juan de Yepes Álvarez): 62 Mosse, George L.: 64
Juan Deportista (seudónimo de Alberto Martín Motta i Cardona, Guillermina: 213
Fernández): 205 Muñoz Calero, Armando: 206-207
Juderías y Loyot, Julián: 75 Mussolini, Benito: 153, 204

Kossinna, Gustaf: 233 Negrín López, Juan: 163


Kuhn, Annette: 177 Nibby, Anthony: 26
Niño de Baena: 213
Labanyi, Jo: 52 Nunes, Leopoldo: 9
Labra Cadrana, Rafael María de: 74 Núñez de Balboa, Vasco: 98-99
Laíz Campos, Emilio: 99 (n. 80)
Landaburu Fernández de Betoño, Xabier de: 166-167 Obermaier Grad, Hugo: 232-233, 236
Lavabre, Marie-Claire: 40 Obregón y Chorot, Antonio de: 178
Le Blanc, Antoine: 47 Ocaña Pernía, Jesús Luis: 212
Lebovics, Herman: 158 Ofer, Inbal: 49, 52, 60
Ledesma Ramos, Ramiro: 11, 77, 113, 130 Olóriz y Aguilera, Federico: 224
Lévy-Bruhl, Lucien: 226 (n. 17) Orantes Corral, Manuel: 212
Lizarza Iribarren, Antonio de: 12 Orbegozo Balzola, José Luis: 214
Lizaur y Roldán, Juan de: 109 Orduña y Fernández-Shaw, Juan: 98
Llaudet Ponsa, Enric: 212 Ors Rovira, Eugenio d’: 7, 75, 129, 144
López Panizo, José Luis (más conocido como Panizo): Ortega y Gasset, José: 130, 188
172-173 Ortiz Muñoz, Luis: 85-86
Otaño y Eguino, José María: 18-19
Machado Ruiz, Manuel: 191 Oyarzun Iñarra, Román: 135
Macià i Llussà, Francesc: 129
Madariaga y Rojo, Salvador de: 165 Pagadizábal, Manuela: 137
Maeztu y Whitney, Ramiro de: 76-77, 82, 85, 93, Palafox y Melci, José: 28
103, 111-113, 115, 124 (n. 46), 166, 174, 225 (n. 11) Parada de la Puente, Manuel: 179
Manolo Escobar (Manuel García Escobar): 213 Pardo Bazán, Emilia: 58 (n. 28)
Maragall i Gorina, Joan: 144 Patxot y Ferrer, Ferran: 27
Mariana, Juan de: 237 Pedret Casado, Paulino: 151
Marías Aguilera, Julián: 93 Pemán y Pemartín, José María: 19 (n. 45), 56 (n. 21),
Marqueríe Mompin, Alfredo: 179 (n. 8) 75, 86, 118, 229, 238
Marquina Angulo, Eduardo: 19 Peret, Auguste: 31
Martí Alsina, Ramón: 27 Pérez Comendador, Enrique: 99 (n. 82)
Martín Artajo, Alberto: 91, 96-97 Pérez de Barradas, José: 229-235
Martínez-Bordiú, Cristóbal (X marqués de Villa- Pericot García, Luis: 226 (n. 16)
verde): 191 Perón, Juan Domingo: 91
Martínez Cao, Marcelino (más conocido como Perpiñá Grau, Román: 109, 120
Marcelino): 211 Pico, Benito: 197, 210
280 índice de nombres

Pineda Muñoz, Mariana de: 58 (n. 28) Sanz y Díaz, José: 133
Pío X: 87 (n. 46) Sardinha, António (António Maria de Sousa Sar-
Pío XI: 124 dinha): 77 (n. 14)
Pío XII: 87 Saz Campos, Ismael: 39, 49-50, 83
Pita, María (María Mayor Fernández de Cámara y Saz Sánchez, Agustín del: 117
Pita): 58-59, 60 (n. 29) Serra Ferrer, Fray Junípero: 99
Pla i Casadevall, Josep: 151 Serrano Suñer, Ramón: 7, 83, 109, 152
Planes Peñalver, José: 99 (n. 82) Serra-Rafols, José de C.: 226 (n. 16)
Polo y Martínez-Valdés, Carmen: 189 Smith, Anthony: 127
Porcioles Colomer, José María: 151 Sofía (reina de España): 188
Prat de la Riba, Enric: 129, 226 Solana de Madariaga, Francisco Javier: 241
Prats Cañete, Matías: 179, 195, 206 (n. 42) Solís Ruiz, José: 197, 216-217
Primo de Rivera y Sáenz de Heredia Souto Vilas, Manuel: 130
José Antonio: 11, 15, 22, 78, 113, 131, 172, 188- Speer, Albert: 32
191, 206 Spengler, Oswald: 112
Pilar: 20, 53 (n. 13), 57 (n. 24), 147 (n. 85), Suñer Ordoñez, Enrique: 229
148-149
Puelles y Puelles, Antonio María de: 17-18 Teresa de Ávila, Santa (Teresa de Cepeda y Ahumada,
Pujol, Agustí: 207 más conocida como Santa Teresa de Jesús): 52, 55,
65, 67, 85, 172
Queipo de Llano, Gonzalo: 9, 16 Teus López-Navarro, Eduardo: 205
Quijano, Gracián (seudónimo de Francisca Cristina Thiesse, Anne-Marie: 128
Sáez de Tejada y Ortí): 66 Tison, Stéphane: 41
Torres Yagües, Federico: 62-63
Rafols Bruna, María: 60 Tovar Llorente, Antonio: 83, 169
Ramón y Cajal, Santiago: 234 Tranche, Rafael R.: 89
Raposo, José Hipólito: 77 (n. 14) Truman, Harry S.: 91
Recaredo: 85 Tschammer und Osten, Hans von: 202
Redondo Ortega, Onésimo: 130
Reig Gozalbes, Alberto: 179 Umbach, Maiken: 169
Reinerth, Hans: 233 Unamuno, Miguel de: 225 (n. 11)
Ribas i Piera, Antoni: 213 Urquijo Olano, Ignacio de (más conocido como el
Ridruejo Jiménez, Dionisio: 20, 139-140 Conde de Urquijo): 169
Rigalt y Farriols, Lluís: 27 Urrutia, Federico de: 191
Ríos y Nostench, Blanca de los: 78 Uzcudun Eizmendi, Paulino: 171-173
Riquer i Morera, Martí de: 151
Rivière, Georges H.: 227 Valdivia, Pedro de: 98
Rodó Piñeyro, José Enrique Camilo: 82 Valls Taberner, Ferran: 151
Rodríguez Casado, Vicente: 93 Vázquez de Mella y Fanjul, Juan: 77 (n. 14), 151
Rosenberg, Alfred: 233 Vázquez Montalbán, Manuel: 213
Velarde y Santillán, Pedro: 30
Sáenz de Heredia, José Luis: 88, 192 Velázquez (Diego Rodríguez de Silva y Velázquez):
Sáez de Tejada y Ortí, Francisca C.: 58 237 (n. 53)
Sainz Rodríguez, Pedro: 85, 93 Venancio (Venancio Pérez García): 172-173
Saiz de la Hoya, Ramón: 193 Verdaguer i Santaló, Jacint: 144
Salaverría Ipenza, José María: 75, 78 Viejo Rose, Dacia: 30, 46
Salzillo y Alcaraz, Francisco: 185 (n. 13) Vilanova Rodríguez, Alberto: 151
San Martín y Matorras, José Francisco de: 99 Villalonga Llorente, José: 209, 211
Sánchez Mazas, Rafael: 167 Villarino, Ramón: 117
Sancho y Bonafonte, Manuela: 58-59, 61 Vincent, Mary: 62, 67 (n. 50)
Sangróniz y Castro, José Antonio de: 75, 174 Vives, Juan Luis: 52, 144
Santa Marina, Luys: 141 Vizcarra y Arana, Zacarías de: 75-76, 166
Santana Martínez, Manuel: 212
Santiago (apóstol): 12, 80, 85 Wenk, Silke: 50
Sanz Bachiller, Mercedes: 56-59, 61 Winter, Jay: 41-42
Sanz Rodríguez, Rafael: 99 (n. 81) Wundt, Wilhelm M.: 226 (n. 17)
índice de nombres 281

Yanguas Messía, José de: 75 Zarraonandia Montoya, Telmo (más conocido


como Zarra): 172-173
Zamanillo y González-Camino, José Luis: 12 Zugazagoitia Mendieta, Julián: 163
Zamora Martínez, Ricardo: 203 Zulueta y Escolano, Luis de: 74
Ce cent quarante-deuxième volume
de la Collection de la Casa de Velázquez
a été imprimé et broché en mai 2014
par Grafo, S. A. à Basauri.
Dépôt légal : M-11243-2014.
Imprimé en Espagne - Printed in Spain -
Impreso en España

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