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CAPÍTULO IV y V
CAPÍTULO IV y V
LA ANTIVIDA
Pudo observar que este último se guardaba el dinero de un modo tan apático como el
suyo al dárselo.
de asombro y de miedo. No había sido la insolencia del pedigüeño, puesto que no buscó
gratitud en él ni se había dejado conmover por la piedad; su gesto al darle limosna fue
automático y carente de sentido. Lo que ocurría era que el mendigo se había comportado
como si le diera igual recibir cien dólares que diez centavos, o como si caso de no
encontrar ayuda alguna, le resultara indiferente morir de hambre aquella misma noche.
Los muros de la calle, a su alrededor, reflejaban esa firme y poco natural claridad de un
atardecer de verano, mientras cierto halo anaranjado llenaba los canales de las
intersecciones y velaba las hileras de tejados, cayendo sobre un resto de suelo, cada vez
más estrecho. El calendario surgía en lo alto, destacando insistente entre la neblina, como
En respuesta a muchas cosas que no osaba nombrar, se dijo que se sentía perfectamente y
que aquella noche deseaba hacer algo. No podía admitir que su inquietud procediera del
deseo de experimentar algún placer; no podía admitir que el placer especial anhelado
Había tenido una jornada de intensa actividad, entre palabras fluctuantes, vagas como
algodón, y sin embargo, capaces de conseguir un propósito tan preciso como el de una
La jornada se inició con una pequeña comida en las habitaciones del hotel que ocupaba
cierto legislador argentino, visitante del país; unas cuantas personas de nacionalidades
diferentes habían estado hablando acerca del clima de la Argentina, de su suelo, de sus
Estado popular.
Siguieron a aquello unos cocktails en casa de Orren Boyle, mientras cierto discreto
acerca de los recursos naturales, la metalurgia, la mineralogía, los deberes hacia el vecino
y la riqueza del globo, mencionando asimismo que en el transcurso de tres semanas serían
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A aquello siguió un pequeño cocktail en una habitación particular del bar, decorado igual
que una bodega, en la azotea de cierto rascacielos. Una pequeña reunión sin etiqueta,
ofrecida por él, James Taggart, a los directores de una compañía recién formada: la
Orren Boyle y secretario cierto esbelto, gracioso y movedizo caballero de Chile: el señor
sentía la tentación de llamar señor Cuffy Meigs. Estuvieron hablando de golf, de carreras
que todos lo sabían, que la Corporación para la Amistad y el Progreso entre Países
director» y durante veinte años, todas las propiedades industriales de los Estados
señor Rodrigo González, diplomático representante de Chile. Un año atrás nadie conocía
al señor González, pero durante los seis meses transcurridos desde su llegada a Nueva
York se había hecho famoso por sus reuniones. Sus invitados lo describían como un
negociante progresista. Se comentaba que había perdido sus propiedades cuando Chile,
luego de convertirse en Estado popular, las nacionalizó todas, excepto las pertenecientes a
Argentina. Pero había adoptado una actitud aleccionadora, uniéndose al nuevo régimen y
poniéndose al servicio del país. Su residencia en Nueva York ocupaba un piso entero de
que aquel hombre era impermeable a cualquier clase de sentimiento. Parecía posible herir
con un cuchillo su lacia carne sin provocar dolor alguno. Mostraba cierto lascivo y casi
sexual placer en el modo de restregar los pies contra las ricas alfombras persas, o
acariciar el pulido brazo de un sillón, o fruncir los labios sobre su cigarro. Su esposa, la
señora González, era una mujer pequeña y atractiva, no tan bella como pretendía, pero
con que contaba su esposo, en una época en que se comerciaba no con géneros, sino con
favores. Al observarla entre los invitados, Taggart se divirtió preguntándose qué tratos
habría hecho, qué directrices habría cursado y qué industrias destruido a cambio de unas
cuantas noches que la mayoría de aquellos hombres no tenían motivos para buscar, y que
quizá no lograran tampoco seguir recordando. La fiesta le aburrió; existían sólo media
docena de personas que pudieran interesarle; pero no fue necesario hablar con ellas, sino
tan sólo ser visto y cambiar unas cuantas miradas. Estaban a punto de servir la cena
cuando oyó aquello que más anhelaba escuchar: mientras el humo de su cigarro oscilaba
sobre la media docena de caballeros que se desplazaron hacia su sillón, el señor González
mencionó que, por convenio con el futuro Estado popular de la Argentina, las
propiedades de la «d'Anconia Copper» serían nacionalizadas por el Estado popular de
Todo había ocurrido como Taggart esperó; lo asombroso se produjo cuando, al escuchar
soportar por más tiempo el aburrimiento de la cena, como si otra forma cualquiera de
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motivo que le había impulsado a planear lo logrado aquella noche y que ahora le
Se acordó de que tendría que vender sus acciones de la «d'Anconia Copper», que nunca
Corporación para la Amistad y el Progreso entre Países Vecinos, como había convenido
con sus amigos. Le proporcionarían una fortuna, pero el pensar en ello sólo le ocasionó
Intentó obligarse a una alegría ficticia. Pensó que el dinero fue siempre su motivo
impulsor. ¿No se trataba, acaso, de un motivo normal? ¿De un motivo válido? ¿No era
del dinero tras de lo que todos iban: los Wyatt, los Rearden y los d'Anconia? Movió la
cabeza para librarse de aquellos pensamientos. Le pareció como si sus ideas se deslizaran
por un callejón peligroso y obscuro, el final del cual no debía alcanzar nunca.
Luego pensó, fríamente y con desgana, que el dinero ya no significaba nada para él.
Había derrochado los dólares a centenares en la fiesta ofrecida aquel día en bebidas sin
inesperados, como una conferencia con la Argentina, porque uno de sus invitados deseó
comprobar la exacta veracidad de cierta sucia historia empezada a contar. Obró así
arrastrado por el estímulo del momento, por el pegajoso estupor de saber que resultaba
más fácil pagar que pensar.
—No tiene que preocuparse de nada mientras funcione el plan de Unificación Ferroviaria
Bajo el plan en cuestión una compañía acababa de declararse en quiebra en Dakota del
Norte, abandonando la región al destino de las zonas estériles; el banquero local se había
suicidado, matando antes a su mujer y a sus hijos; un tren de mercancías había sido
suprimido en Tennessee, dejando una fábrica sin transporte, con sólo un día de margen; el
ejecución por un crimen cometido junto con una banda de merodeadores; una estación
había sido cerrada en K ansas, y su jefe, que quiso ser hombre de ciencia, había tenido
que abandonar sus estudios y trabajar como lavaplatos. Entretanto, él, James Taggart,
podía permanecer sentado en un bar particular, pagando el alcohol que ingería Orren
Boyle, los servicios del camarero que limpiaba el traje de aquél, luego de haber vertido la
bebida sobre el mismo, y la alfombra quemada por los cigarrillos de un antiguo alcahuete
él.
temor, sino el saber que, caso de quedar reducido al mismo estado que el mendigo,
actuaría con idéntica indiferencia. Existió un tiempo en el que sintió cierta sensación de
culpabilidad, aunque de forma poco clara, sólo como un leve toque de cólera, al pensar
que era culpable del pecado de avaricia, de aquella misma avaricia que se pasaba el
nunca fue un hipócrita, porque en realidad jamás le había preocupado el dinero. Aquello
abrió ante él un nuevo pasadizo conducente a otro callejón sin salida, cuyo fondo no
«¡Quiero hacer algo esta noche!», se gritó interiormente, aunque sin saber por qué, en
de prisa, tratando de escapar. Su cerebro era un caos en el que en cada esquina se abrían
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seguridad se encogía cada vez más. Pronto no quedarían más que aquellas aberturas sin
salida. Era algo parecido a la escasa claridad en la calle por la que circulaba, mientras la
neblina iba rellenando todos los huecos, «¿Por qué sucede así?», se preguntó presa de
seguridad del pavimento, evitando ver el camino, las esquinas, las distancias, las alturas.
Nunca intentó dirigirse a sitio alguno. Quiso mantenerse libre de todo progreso, libre del
yugo de la línea recta. Nunca pretendió que sus años se fueran acumulando hasta formar
una suma… ¿Por qué había alcanzado un destino no elegido por él, donde no podía
—¡Mire por dónde va, hermano! —gruñó una voz, mientras un codo lo empujaba.
Observó que había chocado con una enorme y maloliente figura, luego de echar a correr
Aminoró la velocidad de sus pasos, reconociendo, aunque a desgana, las calles elegidas
en su huida. Sin querer enterarse, se dio cuenta de que iba hacia su casa, donde estaba su
mujer. También aquello constituía un callejón lleno de niebla. Pero no le quedaba otro
adonde dirigirse.
entrar en su cuarto, comprendió que aquello implicaba un peligro mayor que el que se
hubiera permitido imaginar. No sabía exactamente lo que deseaba. Para él el peligro era
señal de cerrar los ojos, suspender el juicio y seguir una ruta inalterable sobre la premisa
no expresada de que dicho peligro seguiría siendo irreal, gracias a su soberano poder para
no verlo; como una sirena interior que sonara, no como advertencia, sino como para
—Tenía que asistir a un importante banquete, pero cambié de idea y me dije que sería
mejor cenar contigo esta noche —dijo en el tono de quien expresa un cumplido.
irritación ante la serena eficacia con que daba instrucciones a los sirvientes. Y su
enfrentándose a ella a través de una mesa perfectamente puesta, con dos copas de cristal
Su aire equilibrado era lo que más le molestaba. Había dejado de ser una incongruente
anfitriona que aquella habitación tenía derecho a exigir. Llevaba un traje sastre de
brocado granate, que hacía juego con el bronce de su pelo. La severa sencillez de sus
líneas constituía el único ornamento de su persona. Jim hubiera preferido los tintineantes
brazaletes y las hebillas de otros tiempos. Su mirar lo turbaba desde hacía muchos meses.
interrogadores.
—Hoy he cerrado un trato importante —le explicó entre jactancioso y sumiso—. Un trato
Se dio cuenta de que el temor, la admiración y la anhelante curiosidad que había esperado
hubieran sido preferibles a aquella mirada siempre atenta y siempre igual; peor que
acusadora: inquisitiva.
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—¿A qué viene tal pregunta? ¿Por qué sospechas? ¿Por qué empiezas en seguida con tus
insinuaciones?
nada más?
—¡Oh, no seas tan fastidiosa! —exclamó Jim—. Se trata de un negocio tremendo. ¿No es
eso lo que admiras? ¿Los grandes negocios? Pues se trata de algo de alcance mayor que
lo soñado jamás por esos tipos. Han pasado sus vidas amasando su fortuna centavo a
centavo, mientras yo la consigo de una vez. —Chasqueó los dedos—. Así. Es el mejor
—¿Golpe, Jim?
—¡Negocio!
años. Ha sido preciso un gran conocimiento del terreno, mucha habilidad y mucho
se apagó, pero él continuó hablando con gran animación—. Hay que saber tratar a Wesley
y apartar de él las malas influencias, y atraerse el interés de míster Thompson, sin dejarle
Tinky Holloway, y lograr que las personas adecuadas organicen fiestas para Wesley en el
momento preciso, y… pero, dime, Cherryl, ¿es que no hay champaña en esta casa?
—¿Champaña?
—¿No podríamos hacer algo especial esta noche? ¿Celebrar juntos una especie de fiesta?
Tocó el timbre y dio las oportunas órdenes a su manera extraña, desprovista de vida, en
una actitud de meticuloso sometimiento a los deseos de Jim, pero sin expresar ninguno
por su parte.
—No pareces muy impresionada —se quejó él—. Pero, ¿qué sabes tú de negocios? No
—¿Ellos? ¿Quiénes?
—Hemos organizado un sistema gracias al cual yo, Orren y unos cuantos amigos
obtener beneficios personales, sino de un negocio que es a la vez una misión, una misión
digna, en beneficio del público. Al dirigir las propiedades nacionalizadas de los varios
Estados populares de América del Sur enseñaremos a sus obreros nuestras modernas
—preguntó súbitamente con fría y breve risa—. Si quieres ocultar que procedes de un
barrio miserable, deberás mostrarte menos indiferente a la filosofía del bien social.
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Siempre son los pobres los que carecen de instintos humanitarios. Se ha de nacer rico
menor simpatía hacia la filosofía del bienestar. He visto demasiado de todo ello para
comprender qué origina esa clase de pobres que desean algo a cambio de nada. —Él no
contestó y Cherryl añadió de repente, con aire asombrado pero firme, como en
—Bien. Si lo único que te interesa es el dinero —replicó él—, permíteme decirte que este
asunto me proporcionará una gran fortuna. Es lo que tú has admirado siempre, ¿verdad?
La riqueza.
—Depende…
—Creo que terminaré siendo uno de los hombres más ricos del mundo —dijo Jim sin
—¡Pero es que desearía hacerte un regalo! Celebrar esta ocasión, ¿comprendes? Darte lo
que te pase por la mente. Cualquier cosa. Me lo puedo permitir. Quiero demostrarte que
—No.
—No.
—¿Deseas las joyas de la corona del Estado popular de Inglaterra? Podría obtenerlas,
¿sabes? Ese Estado popular lleva mucho tiempo haciendo insinuaciones acerca de las
mismas en el mercado negro. Pero hasta ahora no ha surgido ningún anticuado ricachón
capaz de comprarlas. En cambio, yo sí puedo hacerlo… o mejor dicho, podré luego del
—No.
—Bien. Bien. Lo siento —dijo Jim, sorprendido por su propia pasión—. Sólo deseaba
complacerte —añadió con tristeza—. Pero creo que no lo entiendes. No te das cuenta de
lo importante que soy. No te das cuenta de la clase de hombre con quien te has casado.
—¿Sigues creyendo, como en otros tiempos, que Hank Rearden es un gran hombre?
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La miró por debajo de la frente con mirada fría, mientras sus músculos se arrugaban en
tinieblas sobre el tejado, y luego un leve tintineo cuando un trozo de hielo cayó medio
fundido en el fondo del cubilete de plata que contenía su copa de fruta. Luego, contestó:
—¡Oh, cállate!
Jim guardó silencio sin mirarla. Cuando volvió a posar la mirada en su rostro, vio que
—Igual que tus amigos de Washington, que tampoco contestaron. —Él siguió en
Washington nunca han dicho palabra acerca de ello. No negaron lo que Dagny declaró, ni
explicaron nada, ni trataron de justificarse. Siguieron obrando como si tal cosa. Creo que
confían en que la gente olvide. Algunos lo harán. Pero el resto recordamos bien lo que
dijo y sabemos que tus amigos sintieron temor a contender con ella.
—¿Qué medidas?
—Fue suprimida la emisión de Bertram Scudder, por no considerarla de interés público
—Da por terminado el asunto, y nada más hay que decir de él.
—¿Nada hay que decir de un Gobierno que ejerce chantaje y extorsión sobre la gente?
—No puedes afirmar que no se hizo nada. Ha sido anunciado públicamente. El programa
—Jim, quiero que entiendas esto. Scudder no estaba con ella, sino contigo. Ni siquiera
—¡Oh! ¡No estés ahí sentada con el mismo aire de Eddie Willers!
—Es un maldito imbécil que no tiene ni la menor idea de cómo contender con las
realidades prácticas.
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—¡Desde luego!
—¿Yo? —Jim estalló en una incontenible y colérica risa—. ¡Oh! ¿Por qué no tienes un
poco más de sentido común? ¡Hice lo que pude para arrojar a Scudder a los leones!
Alguien había de ser la víctima. ¿No comprendes que de no haber encontrado a alguien,
Scudder y yo.
—¿Por qué?
—Resulta más favorable a la política nacional que haya sido Scudder. De este modo, no
programa de Scudder; que los programas de Scudder están desacreditados y que Scudder
es un fracasado, un mentiroso, etc. ¿Crees que el público logrará desenredar este lío? Por
otra parte, nadie confió nunca en Bertram Scudder. ¡Oh! No me mires de ese modo.
—¿Y por qué no Dagny? ¿Por qué su discurso no podía merecer ese descrédito?
—Si tanto lo sientes por Bertram Scudder, tendrías que haberle visto esforzarse en que
fuese yo el perjudicado. Lo ha estado procurando durante años y años. ¿Cómo crees que
ha llegado adonde está, sino escalando montones de cadáveres? Se creyó muy poderoso.
Debías haber visto cómo los grandes de la industria se asustaban ante él. Pero esta vez le
sonriendo, comprendió que era aquélla la clase de placer que prefería: la de ser él mismo.
Pensó en ello sumido en un precario y nebuloso estado, sintiéndose flotar más allá del
más temible de los callejones, el que llevaba a la pregunta de lo que era él en realidad.
movimiento de vaivén entre esta última y la de Chick Morrison. Pero ganamos. Tinky
cerró un trato y convino en echar a pique a su cama-rada Bertram, a cambio de unas cosas
que necesitaba de nosotros. ¡Debías haber visto aullar a Bertram! Pero estaba acabado y
lo sabía perfectamente.
Inició una sonrisa, pero la ahogó conforme la neblina se fue aclarando y vio la cara de su
mujer.
—Jim —murmuró Cherryl—, ¿es ésa la clase de… victorias que estás ganando?
—¡Oh! ¡Por lo que más quieras! -gritó él, descargando un puñetazo en la mesa—.
¿Dónde estuviste todos estos años? ¿En qué clase de mundo crees vivir?
reprochar nada! ¡He tenido que tomar las cosas como han venido! ¡Yo no he hecho
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Le asombró ver cómo Cherryl sonreía, con sonrisa de tan feroz y amargo desprecio, que
parecía increíble en una cara tan tranquila y paciente. No miraba a Jim, sino a una imagen
forjada en su interior.
—¿Cómo te atreves a compararme a…? —empezó, pero no terminó la frase, porque ella
no escuchaba.
absurdas.
—Esa fecha para la nacionalización, el dos de septiembre, ¿la has escogido tú mismo? —
preguntó, interesada.
—No. No tengo nada que ver con ello. Es la fecha de una sesión especial en la
—¿Cómo? ¡Oh! En efecto. —Sonrió aliviado ante aquel cambio de tema—. Llevaremos
un año de casados. ¡No parece haber transcurrido tanto tiempo!
dijo que aquel tema tampoco era seguro. Le hubiera gustado que ella no pareciera estar
«'…No hay que asustarse, pero si aprender —pensaba Cherryl—. Es esencial no dejarse
dominar por el miedo y aprender…» Se había repetido con tanta frecuencia aquellas
frases, que semejaban una columna pulimentada y lisa por un peso insoslayable, la
columna que la había sostenido durante aquel año. Intentó repetirlas, pero notó como si
sus manos resbalaran sobre su superficie, como si no pudieran mantener alejado al terror
«Lo que hay que hacer es no asustarse, sino aprender»… en la perpleja soledad de las
primeras semanas de su matrimonio, se había repetido aquellas palabras por vez primera.
No podía comprender la conducta de Jim, sus repentinas cóleras que tanto se asemejaban
cuando le preguntaba algo. Semejantes rasgos no eran posibles en el James Taggart con
quien se había casado. Pero se dijo que no podía condenar sin comprender, que nada
contra la terca certidumbre de saber que algo iba mal y que lo que en realidad sentía era
miedo.
«He de asimilar todo aquello que la esposa de James Taggart debe saber y ha de ser.» Tal
Se dijo que era el único modo de alcanzar las alturas que su esposo le había otorgado en
quisiera confesárselo, decíase también que al final de la larga tarea recuperaría su visión
No pudo comprender la actitud de Jim cuando le habló de sus lecciones. Le era difícil
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No pudo sospechar malicia en su actitud; era demasiado paciente y generoso con sus
nunca le dirigió una palabra de reproche por su ignorancia, su torpeza o por aquellos
súbito sonrojo por su parte le decían que había vuelto a cometer algún error. Él no
demostró nunca turbación; se limitaba a observarla con débil sonrisa. Al regresar a casa,
Sintióse libre para actuar, no según determinadas reglas, sino de acuerdo con sus
inclinaciones; presa de una repentina confianza en que las reglas en cuestión se habían
fundido en costumbre habitual. Sabía que estaba atrayendo la atención, pero, por vez
primera, notó que no era consecuencia del ridículo, sino de la admiración. Aquella gente
buscaba su compañía por méritos propios; era la señora de Taggart y había cesado de
tolerada por consideración a él. Se reía alegremente, percibiendo en los otros amables
indescifrable.
—¿Cómo, Jim? —preguntó ella, perpleja—. Creí que esa fiesta había resultado
magnífica.
—Para ti, sí. Parecías totalmente en tu casa, como si te hallaras en Coney Island. Me
—¿Cómo?
vergonzosa inferioridad.
—Pues no lo comprendo —insistió ella con firmeza. Jim salió del aposento, cerrando de
un portazo.
Cherryl se dijo que en aquella ocasión lo inexplicable no era, como otras veces, un simple
espacio en blanco, sino que ofrecía ciertos resabios de maldad. A partir de aquella noche,
un diminuto pero duro puntito de temor siguió impreso en su ánimo, como un distante
El conocimiento de las cosas no pareció proporcionarle una visión más clara del mundo
de Jim, sino que agrandó más el misterio. No podía comprender que se exigiera de ella
respeto hacia la yerma insensatez de las exposiciones de arte a que asistían los amigos de
Jim, o a las novelas que leían, o a las revistas políticas cuyos artículos discutían. Las
exposiciones donde contemplaba la misma clase de dibujos que podían verse ejecutados
con yeso por cualquier chiquillo en una acera; las novelas encaminadas a demostrar la
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padre se hubiera atrevido a expresar en sus peores momentos de borrachera; las revistas
que propulsaban generalidades cobardes, menos claras y más nauseabundas que las
que consideró un viejo fraudulento de voz meliflua. No podía creer que aquello
representara la cultura hacia la que profesara tanta admiración y que tan ansiosa se sentía
de descubrir. Le pareció haber ascendido a una montaña en cuya cima se levantara una
forma parecida a un castillo, encontrándose con que en realidad no era tal, sino la ruina
—Jim —le dijo cierta vez, luego de una reunión a la que asistieron ciertos hombres
considerados como los directores intelectuales del país—, ese doctor Simón Pritchett es
—Escucha —le respondió él—. ¿Te crees capacitada para juzgar a los filósofos?
—Estoy calificada para juzgar a un charlatán. He visto muchos de ellos para conocerlos
—Por eso es por lo que siempre te he dicho que nunca lograrás superar tu condición. De
—¿Qué filosofía?
En vez de la cólera que había esperado, distinguió un breve destello de burla en sus ojos
consideró posible. ¿Y si Jim no hubiera sido, en realidad, aceptado por ellos? Podía
comprender la inutilidad del doctor Pritchett porque tratábase de una artimaña que le
fuera un inútil en su propio negocio; lo que no lograba concebir era el concepto de Jim
como un inútil, en un asunto en el que no ganaba nada; un inútil gratuito, un inútil sin
ambición; la inutilidad de un jugador de ventaja, o de un rufián, parecían inocentemente
sanas por comparación. No podía concebir los motivos de Jim; le parecía como si el foco
No le era posible recordar por qué proceso, mediante qué acumulación de dolor, primero
tarde como una tensión crónica y creciente causada por el miedo, había empezado a dudar
tienes confianza en mí?» gritado en respuesta a sus primeras e inocentes preguntas, lo que
le hizo comprender que, en efecto, no la tenía. Y eso cuando la duda no había adquirido
aún forma en su mente y esperaba que sus respuestas pudieran devolverle la tranquilidad.
«No me gusta hablar tonterías», era su respuesta cada vez que ella mencionaba el
—¡Oh! ¿De veras? ¿Te has casado con un hombre o con el presidente de un ferrocarril?
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—Preferiría creer que me amas por mí mismo y no por mi ferrocarril —le dijo.
—¡Oh, cielo, Jim! —exclamó Cherryl con voz ahogada—. ¿No irás a pensar que yo…?
—No —respondió él con triste y generosa sonrisa—. No creo que te ^ casaras conmigo
claridad que quizá le había dado pie para interpretar mal sus sentimientos, que olvidaba
las amargas decepciones que él debió haber sufrido a manos de mujeres cazadoras de
fortunas, no pudo hacer otra cosa sino mover la cabeza, a la vez que gemía:
—¡Oh, Jim! No es eso lo que he querido decir.
—Pues entonces has de tener fe en mí. El amor es fe, ya lo sabes. ¿No te das cuenta de
que la necesito? Nadie me inspira confianza, sólo tengo enemigos a mi alrededor; estoy
Horas más tarde, sumida en una torturante inquietud, Cherryl paseó por su habitación
pensando en que deseaba desesperadamente creer en él, pero sin aceptar ni una palabra de
sabía lo que él deseaba. No eran halagos, puesto que lo había visto escuchando los
inercia, casi la misma de un adicto a las drogas ante una dosis escasamente adecuada para
provocarle alguna reacción. Pero en ocasiones lo había visto también mirarla, cual si
Percibió un chispazo de vida en sus ojos cada vez que le otorgaba una señal de
admiración. Sin embargo, respondía con un estallido de cólera siempre que mencionaba
algún motivo causante de la misma. Parecía desear que le considerase grande, pero sin
viaje a Washington.
—¡Hola, nena! —exclamó en voz alta, depositando en sus brazos un ramo de lilas—.
¡Han vuelto los días felices! ¡AI ver estas lilas me acordé de ti! ¡La primavera se acerca,
pequeña!
Se sirvió una bebida y paseó por la estancia, hablando con una jovialidad quizá
—¡Sé muy bien lo que planean! —exclamó de improviso, sin transición, y ella lo miró
vivamente, conociendo, por el tono de su voz, que acababa de sufrir una de aquellas
explosiones internas—. ¡No existe en todo el país más que una docena de personas que lo
sepan, pero yo me he enterado! Los chicos lo guardan en secreto hasta que crean llegado
anonadados! ¿He dicho muchos? ¡Diantre! Casi todos los habitantes del país. Afectará a
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—Pues eso… ¡afectándolos! No saben lo que se les viene encima, pero yo sí. Ahí los
—Mejor, desde luego —repuso él, impaciente, como si se tratara de una pregunta
absurda. Su voz pareció perder todo fuego e irse deslizando hacia el tono fraudulento de
quien cumple un deber. —Se trata de un plan para salvar al país, para detener nuestro
—¿Qué plan?
—No puedo revelártelo. Es secreto. Totalmente secreto. No sabes cuánta gente querría
saberlo. No existe ni un solo industrial que no cediera una docena de sus mejores
—Jim —le preguntó ella con cierto tono miedoso revelador de lo que su reciente risa le
Parecía rogarle. Cherryl tuvo la desesperante certeza de que le mentía, pero de que, sin
embargo, su súplica era sincera. Sentía necesidad de tranquilizarla, pero por algo distinto
Se esforzó en sonreír.
—Sí, Jim, desde luego —repuso, preguntándose qué instinto en aquel caos imposible le
había obligado a pronunciar tales palabras como si fuera ella quien tuviera que
tranquilizarlo y no a la inversa.
—Tenía que decírtelo esta noche. Tenía que decírtelo. Quiero que sepas los tremendos
pero no lo comprendes. Es mucho más amplío de lo que imaginas. Crees que dirigir un
ferrocarril consiste sólo en tender rieles de metales extraños y en procurar que los trenes
lleguen a tal o cual lugar a su debido tiempo. Pero no es eso. Semejante cosa la haría
están relacionadas con la política. ¡Política! Decisiones de alcance nacional que afectan a
todo el mundo y nos controlan a todos. Unas palabras en un papel, una directriz, cambian
la vida de cada persona, en cada escondrijo, en cada grieta, en cada cuchitril de la nación.
—Sí, Jim —le respondió, deseando creer que era en efecto un hombre de importancia real
industria, con sus motores y con sus hornos. Pues bien, quedarán inmovilizados, quedarán
nosotros —se apresuró a explicar—, sino para el pueblo. He aquí la diferencia entre
dinero. ¡No nos es necesario! Por eso nos vemos calumniados e incomprendidos por
todos los cazadores de oro que no pueden concebir un motivo espiritual, un ideal o… ¡No
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ejecutar ese plan! ¡De lo contrario, todo caería en pedazos! ¡Hay que hacer algo! ¡Hemos
Sus pupilas tenían ahora una expresión desesperada. No supo si se jactaba de algo o si
he trabajado duro. Mi tarea es más pesada de lo que te imaginas. Se encuentra muy por
hagan lo que hagan, yo puedo deshacerlo. Dejémosles tender una vía; llego yo y la
rompo. ¡Así! —Chasqueó los dedos—. Igual que se rompe una columna vertebral.
—¡No he dicho tal cosa! —gritó—. ¿Qué chantre te ocurre? ¡Yo no he dicho eso!
—Lo siento, Jim —jadeó Cherryl, afectada por sus propias palabras y por el terror que se
pintaba en los ojos de su marido—. Es sólo que no comprendo, pero… pero sé que no
debería irritarte con mis preguntas, cuando estás tan cansado —se esforzaba
Jim abatió los hombros como si se sintiera aliviado. Se acercó a ella y se dejó caer
levantar la cabeza para mirar a Jim le pareció que lo que veía en sus ojos era en parte
agradecimiento y en parte desdén, casi como si, gracias a una desconocida clase de
En los días que siguieron se dijo que era inútil insistir en que todo aquello quedaba fuera
de su alcance, en que su deber era creerle y en que el amor es fe. Sus dudas cobraban
ferrocarril. Se preguntó por qué dicho estado de ánimo seguía creciendo en proporción
directa a sus propias admoniciones, según las cuales la fe era el deber que le debía. Hasta
que en una noche sin sueño comprendió que sus esfuerzos para cumplir aquel deber
consistían en apartarse de cuantos discutieron la tarea de Jim, rehusar una mirada a las
evidencia y toda contradicción. Se quedó perpleja, considerando esta pregunta: ¿De qué
creer tenía como origen su temor a saber, se impuso la tarea de enterarse de todo, con un
sentido de la rectitud más limpio y más tranquilo que el representado por el autoengaño
cuando les formuló unas cuantas preguntas casuales, las gastadas vulgaridades que
desgana a discutir lo que éste hiciera, no le revelaron nada concreto, pero le confirieron la
sensación de haberse enterado de lo peor. Los obreros fueron más explícitos: los
guardagujas, porteros y taquilleros, a los que atrajo hacia conversaciones, al parecer sin
—¿Jim Taggart? ¿Ese mentecato quejumbroso, llorón, que sólo sabe hablar?
tren.
—¿El jefe? ¿Mister Taggart? Habrá usted querido decir Miss Taggart, ¿verdad?
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Fue Eddie Willers quien la puso al corriente de toda la verdad. Supo que conocía a Jim
desde que eran niños y le rogó comer con ella. Cuando ambos se enfrentaron, sentados a
la mesa, cuando observó la anhelante, interrogadora y directa expresión de sus ojos y oyó
pronunciar veredicto alguno ni expresar opinión; sin abusar de sus emociones, ni dar
señal de preocupación por ellas; hablando con la brillante austeridad y el terrible poder de
la línea «John Galt». Le escuchó sin sentir sorpresa, sino algo peor, la falta de la misma,
—Gracias, míster Willers —fue todo cuanto pudo decirle al terminar. Aquella noche
importarle, como si se requiriese alguna acción, pero sin importar que la misma tuviese o
no consecuencias.
No fue cólera lo que sintió al ver a Jim entrar en el cuarto, sino una lóbrega sorpresa, casi
como si la maravillara quién era aquel hombre y por qué resultaba necesario hablar con
él. Lo puso al corriente de lo que sabía, de un modo breve, con voz cansada y floja. Le
pareció como si él la comprendiera desde las primeras frases, como si hubiese esperado
—¿Es ésa tu idea de la gratitud? —gritó Jim—. ¿Es eso lo que sientes luego de cuanto he
hecho por ti? Todo el mundo me advirtió qué sólo cabía esperar grosería y avaricia por
—¿Es ése el amor que sientes hacia mí, ruin hipócrita? ¿Es eso lo que recibo como
—¿Yo?
Los sonidos inarticulados encajaban ahora entre si, pero no podía creer lo que
significaban.
—¿Qué intentas hacer, Jim? —le preguntó con voz incrédula y distante.
—¿No has pensado en mis sentimientos? ¿Imaginaste siquiera lo que podía significar
para mí? ¡Era lo primero que debiste tener en cuenta! Es la primera obligación de una
esposa y de una mujer, sobre todo en la posición que tú ocupas. ¡No existe nada más bajo
Durante un breve instante, Cherryl tuvo la noción del hecho inaudito, consistente en que
víctima. Pero aquella idea no pudo permanecer mucho tiempo en su cerebro. Sintió una
punzada de horror, la convulsión de desechar algo que podía destruirla, una punzada
semejante a haber retrocedido desde el borde mismo de la demencia. Pero cuando dejó
caer la cabeza cerrando los ojos, sólo supo que sentía disgusto, un disgusto terrible por un
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contemplara con el aire incierto, retraído, calculador, de quien observa que su ardid no ha
conseguido los resultados que esperaba. Pero antes de tener tiempo para creerlo, la cara
Cual si expresara sus propias ideas ante un ser racional que no se hallaba allí, pero cuya
—Aquella noche… aquellos titulares… aquella gloria… no eran tuyos… sino de Dagny.
Lo miró inexpresiva, sin reaccionar. Parecía como si nada pudiese ya afectarla, porque
sus palabras postreras estaban pronunciadas. Jim dejó escapar un sonido semejante a un
sollozo:
Ella siguió en pie, apoyada en la pared, igual que en los primeros momentos de la
conversación.
esperanza—. ¡Es tan grande y tan complejo! ¿Cómo iba a contarte cosas relacionadas con
ramificaciones? ¿Cómo podía explicarte los años de trabajo, mis…? ¡Oh! ¿De qué
—Eso es lo que me preguntan todos. Pero nunca creí que tú también lo preguntaras. ¿Por
Cherryl quedó perpleja al darse cuenta, de un modo extraño, de que aquella palabra, que
se suponía ser la más sencilla en el lenguaje humano, la palabra entendida por todos, el
lazo universal entre los hombres, no tuviera significado alguno para ella ni supiera a qué
carece de sentimientos. Pero yo los tengo. ¿Quién se preocupa de ello? Viven pendientes
de sus horarios, de sus trenes y de su dinero. No puedo continuar entre esa gente. Me
siento solo. Siempre anhelé comprensión. Quizá no sea más que un idealista impenitente
—Jim —dijo ella con una extraña nota de severidad en la voz—, durante todo este tiempo
me he esforzado en comprenderte.
Él dejó caer las manos, como si quisiera borrar aquellas palabras, pero no de un modo
—Creí que lo conseguirías. Eres cuanto tengo. Pero quizá la comprensión no sea posible
entre humanos.
—¿Por qué ha de ser imposible? ¿Por qué no me comunicas tus deseos? ¿Por qué no me
ayudas a comprenderte?
Él suspiró.
—Ahí está el problema —repuso—. En todos esos «por qué». Tu constante indagación
del porqué de las cosas. Aquello de que hablo no puede ser transformado en palabras. No
tiene nombre. Ha de ser sentido. O lo sientes o no. No es cosa de la mente, sino del
corazón. ¿No has sentido alguna vez? Sentir sencillamente, sin hacer tantas preguntas.
Con esa gran comprensión que va más allá de nuestras pobres palabras y de nuestros
765
deficientes espíritus… No, creo que no debo perseguir tal cosa. Pero siempre buscaré y
esperaré. Eres mi última esperanza. Eres cuanto tengo. Ella permanecía apoyada en el
—Te necesito —gimió Jim suavemente—. Estoy solo. No eres igual que las demás. Creo
en ti. Confío en ti. ¿Qué es lo que el dinero, la fama, los negocios y la lucha me han
Ella permanecía inmóvil, y la dirección de su mirada, que ahora había descendido hasta
donde Jim se hallaba, fue la única forma de reconocimiento que le otorgó. Todo cuanto
decía sobre sus sufrimientos era mentira; pero, en cambio, su sufrimiento era real. Tenía
ante sí a un hombre destrozado por una continua angustia, que era incapaz de revelar,
pero que quizá aprendiera a conocer. Le debía al menos aquello, se dijo en el tono gris de
quien cumple un deber, en pago a la posición que le otorgó y que tal vez, después de
En los días que siguieron se le hizo extraño notar que estaba convertida en una extraña
para sí misma, una extraña que nada tenía que desear o que buscar. En lugar de un amor
encontrar, seres que combatían por sus objetivos y rehusaban sufrir, sólo le quedaba un
cambio de su vida. Pero ya no le importaba. Había contemplado con anhelo cada vuelta
del camino frente a ella; la pasiva extranjera que ocupaba ahora su lugar se asemejaba a
aquellas gentes refinadas que veía a su alrededor; gentes que afirmaban ser adultas
Pero aquel ser extraño seguía perseguido por el fantasma de si misma y este fantasma
tenía una misión que cumplir. Era preciso comprender las cosas que la habían destruido.
Tenía que saber, y vivía inmersa en un sentido de incesante espera. Tenía que saber, aun
cuando notara que el foco se iba acercando más y más, y que en el momento de llegar a
«¿Qué queréis de mí?», era la pregunta que latía en su cerebro como una clave sin
descifrar. «¿Qué queréis de mi?», gritaba en silencio a las mesas en las que comía, a las
salas donde se celebraba una reunión y a sus noches sin sueño. Lo gritaba a Jim y a
aquellos que parecían compartir el secreto de éste: a Balph Eubank, al doctor Pritchett…
«¿Qué queréis de mi?» No lo preguntaba en voz alta porque sabía que nunca conseguiría
una respuesta. «¿Qué queréis de mí?», se preguntaba con la sensación de estar corriendo,
aunque sin disponer de espacio por donde escapar. «¿Qué queréis de mí?», se preguntaba
mirando aquel largo trecho de tortura que era su matrimonio y que aún no había
Y no pudo ver que estaba sentada a la mesa del comedor, mirando a Jim, a su rostro febril
No supo cuanto tiempo había reinado el silencio entre ambos. La asombró el sonido de su
propia voz al formular aquella pregunta, a la que no había pretendido dar forma. No
esperaba que él la comprendiera; nunca pareció comprender cosas todavía más sencillas.
La dejó perpleja el observar que Jim la miraba con cierto aire zumbón, como si se burlara
Se sintió de nuevo estremecida por la desesperanza, frente a una respuesta a la vez tan
—Te amé en otros tiempos —respondió Cherryl tristemente—, pero no era lo que
deseabas. Te amé por tu valor, por tu ambición, por tu inteligencia, pero nada de esto era
verdad.
Ella no contestó. Le miraba con los ojos muy abiertos, en silenciosa pregunta.
—¡Ser amado por algo! —exclamó Jim con voz chirriante por la burla y por la sensación
de estar hablando rectamente—. ¿De modo que, a tu juicio, el amor es algo así como las
matemáticas, algo que puede cambiarse, pesarse o medirse como una libra de manteca
sobre el mostrador de cualquier tienda? No quiero que se me ame por nada. Quiero que se
me ame por mi mismo; no por lo que haga, o tenga, o diga, o piense. Por mí mismo; no
—Si me amaras no lo preguntarías. —En su voz sonaba una aguda nota de nerviosismo,
como si oscilara peligrosamente entre la cautela y cierto ciego impulso sin objetivo—. No
definirlo todo? ¿Es que no puedes elevarte sobre esas simples definiciones materialistas?
—Sí, Jim, siento —respondió ella en voz baja—, pero procura evitarlo porque… porque
—No, no es eso exactamente. No es miedo a lo que puedas hacerme, sino a lo que eres.
Jim abatió los párpados con la rapidez de quien cierra de golpe una puerta, pero Cherryl
pudo apreciar un destello en sus ojos que, de modo increíble, le pareció terror.
—¡Tú no eres capaz de amar a nadie, buscadora de oro barata! —gritó de pronto en un
tono desprovisto de color, pero ansioso de herir—. SI, he dicho buscadora de oro. Existen
muchas formas de ello, además de la avaricia del dinero y de otras formas peores. Eres
una buscadora de oro del espíritu. No te casaste por mi dinero, pero si por mi inteligencia,
—¡El amor es un motivo en sí mismo! Está por encima de causas y razones. El amor es
ciego, pero tú no serías capaz de sentirlo. Posees el alma mezquina y calculadora de una
tendera que comercia, pero que nunca entrega. El amor es un don, un don libre,
generosidad amar a un hombre por sus virtudes? ¿Qué entregas tú a cambio? Nada. No es
más que un acto de fría justicia pensar que no recibe más que aquello que ha ganado.
Los ojos de Cherryl estaban ahora obscuros, con esa peligrosa intensidad de quien cree
—Tú quieres un amor no merecido —repuso, pero no en tono de quien pregunta, sino de
—Sí, Jim, comprendo. Eso es lo que deseas… lo único que deseas. No dinero ni
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triste y monótonamente, cual si recitara sus propios pensamientos, atenta sólo a prestar su
plena identidad a las palabras en aquel tortuoso caos que vibraba en su interior—. Todos
pero de diferente clase. Dices que soy una buscadora de oro del espíritu porque anhelo
valores. Entonces, vosotros, los predicadores del bienestar… es al espíritu al que deseáis
despojar. Nunca he pensado ni nadie me indicó jamás qué significaba ganarse nada en el
terreno espiritual, pero eso es precisamente lo que deseas. Quieres un amor no merecido.
Quieres una admiración sin base. Quieres una grandeza por la que no hayas trabajado.
Quieres ser como Hank Rearden, sin necesidad de hacer lo que él hizo. Sin la necesidad
Jim gritó:
—¡Cállate!
abismo que ella no podía ni quería nombrar, sabiendo los dos que un paso adelante era
fatal.
—¿Qué crees que estás diciendo? —preguntó Jim en un tono de despectiva cólera, que
—No lo sé… —respondió Cherryl, cansada, bajando la cabeza como si la forma que
parece posible…
Pero tuvo que detenerse porque el mayordomo entró en aquel momento con el
fiesta.
Guardaron silencio, dejando que el recinto se llenara con aquellos sonidos que siglos de
estampido del corcho, el alegre gorgoteo del pálido oro líquido al caer sobre dos amplias
copas que reflejaban la oscilante luz de las velas, el siseo de las burbujas elevándose entre
dos tallos de cristal, casi exigiendo que todo cuanto las rodeaba se elevase también con
Guardaron silencio hasta que el mayordomo se hubo ido. Taggart miraba las burbujas,
sosteniendo su copa entre los dedos lacios. Luego su mano se cerró bruscamente sobre el
—No —repuso.
—i Bebe! —gritó Jim.
—¡No! —insistió Cherryl con voz que parecía una gota de plomo.
Se miraron fijamente unos instantes, mientras la luz jugaba sobre el líquido dorado, sin
—¡ Vete al diablo! —gritó Jim poniéndose en pie, arrojando la copa al suelo y saliendo
Cherryl permaneció sentada sin moverse largo rato; luego se levantó lentamente y
oprimió el timbre.
Se fue a su habitación caminando de un modo tan sereno que no parecía natural; abrió un
armario, sacó un vestido y un par de zapatos, se quitó la bata casera con movimientos
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interior. Se sentía atraída por un solo pensamiento: tenía que salir de aquella casa, salir de
allí aunque fuera sólo por un rato, sólo por la hora siguiente. Luego se hallaría en
***
Los renglones parecían volverse borrosos sobre el papel y, levantando la cabeza, Dagny
Apartó los papeles, pero incapaz de encender la lámpara se permitió tan sólo el alivio de
la inactividad y las tinieblas. Éstas la aislaban de la ciudad, más allá de las ventanas del
El mes anterior se había esfumado sin dejar más rastro que el vacio de un tiempo muerto.
Transcurrió para Dagny en tareas sin plan y sin recompensa, pasando de un asunto
urgente a otro, intentando retrasar el colapso de algún ferrocarril. Aquel mes era un
enorme montón de días, desconectados entre sí, cada uno de los cuales parecía destinado
a evitar un desastre inminente. No fue una suma de resultados, sino una suma de ceros, de
cosas que no habían sucedido, de catástrofes impedidas. No fue testigo de una tarea en
pero no como repentina aparición, sino como constante y oculta presencia que de
que había que combatir con el conocimiento, diciéndose: «De acuerdo, debo aceptar
incluso esto».
Algunas mañanas despertaba al sentir los rayos del sol sobre su cara, pensando en que
tenía que apresurarse hacia la tienda de Hammond y comprar huevos frescos para el
procedente de rechazar la realidad. «Lo sabías —se decía severamente—. Sabías lo que
fastidioso fuera de la cama para enfrentarse a una nueva jornada sin atractivos,
Lo peor de aquella tortura fueron los momentos en que, caminando calle abajo, percibía
de pronto un trazo de color castaño claro, una dorada mata de cabello entre las cabezas de
los transeúntes. Sentía entonces como si la ciudad desapareciera, como si nada, aparte de
la violenta calma de su ser, retrasara el momento en que correría hacia él para abrazarle.
Pero aquel instante se desvanecía a la vista de una cara sin significado y permanecía
inmóvil sin deseos de dar el paso siguiente, sin alientos para seguir generando la energía
de vivir. Había intentado evitar tales momentos. Se hizo incluso el propósito de caminar
con la vista fija en el suelo, pero no lo consiguió. Por una voluntad absolutamente ajena a
la suya sus ojos se levantaban hacia todo cuanto tuviese un tono dorado.
de John y pensando: «Si me observas, quienquiera que seas…» No había por las
proximidades ningún edificio con altura suficiente, pero contemplaba las distantes torres
preguntándose en qué ventana podía tener su puesto de observación; imaginando que por
algún invento suyo a base de rayos y de lentes podría observar todos sus movimientos
desde algún rascacielos situado a una milla de allí. Permanecía sentada a su escritorio,
frente a las ventanas sin cerrar, pensando: «Quisiera saber que me ves, aun cuando yo no
pueda verte».
769
Luego inclinó la cabeza un instante, con aire de triste ironía, riéndose de sí misma, y se
Al abrir pudo ver ante ella la silueta de una joven cuyo rostro le resultó levemente
—¿Me permite que le hable… —vaciló, añadiendo por fin—: Miss Taggart?
La calma poco natural que ofrecía Cherryl le dio la sensación de una desesperada
urgencia. Tuvo la certeza de ello cuando vio el rostro de la joven a la luz de la sala.
—He venido a pagar una deuda —dijo Cherryl con expresión solemne por el esfuerzo de
no permitirse emoción alguna—. Quiero pedir perdón por lo que le dije durante mi boda.
No existe razón por la que deba perdonarme, pero sí debo confesar que ahora comprendo
que insulté a todo cuanto admiro y defendí aquello que desprecio. Sé muy bien que el
admitirlo no arregla nada y que el venir aquí incluso constituye una presunción, puesto
que no hay motivos por los que tenga que escucharme; debido a ello quizá no pueda
siquiera cancelar la deuda; sólo quiero pedir un favor… que me permita aclararle unas
cosas.
vivacidad que parecía una mano tendida hacia la otra, sabiendo que una sonrisa podía dar
—Sé que es usted quien dirige la «Taggart Transcontinental». Que fue usted quien
construyó la línea «John Galt». Que tuvo la inteligencia y el valor de mantener todo
aquello en pie. Supongo que le habrán dicho que me casé con Jim por su dinero… ¿Qué
dependienta no lo hubiera hecho? Pero verá; si me casé con Jim fue porque… creí que él
era usted. Creí que era la «Taggart Transcontinental». Ahora sé que… —vaciló, pero
luego continuó firmemente, como si no quisiera ahorrarse nada —es una especie de
jactancioso oportunista, aunque no puedo comprender de qué clase ni por qué. Cuando
hablé con usted en la boda, creí que defendía la grandeza y atacaba a su enemigo… pero
era a la inversa… ¡Una horrible e increíble inversión de los hechos…! Así que he querido
decirle que sé la verdad… y no lo hago por usted, puesto que no tengo derecho a
Dagny se permitió el primer asomo de sonrisa, aunque ésta no afectara más que muy
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boca, como si entre las dos hubiesen completado una sonrisa única.
revelar el anhelo con que aceptaba aquella invitación, ni demostrar deseo de ayuda, ni
—No existe motivo por el que hayas de preocuparte de mi… No he venido a quejarme
ni… ni a colocar un nuevo fardo sobre tus hombros… Lo que he sufrido no es motivo
—No exiges nada. Pero el hecho de que valores las mismas cosas que yo, te permite
—¿Quieres decir… que si hablas conmigo no es por compasión? ¿No sólo porque
—Lo lamento terriblemente, Cherryl, y me gustaría ayudarte, pero no porque sufras, sino
—Desde luego.
Cherryl no movió la cabeza, pero pareció como si su ánimo se levantara, como sí una
corriente de energía relajara sus facciones prestándoles ese raro aspecto en el que se
—No es ninguna limosna, Cherryl. No tengas miedo de hablar. —Resulta extraño… Eres
y parece tan fácil… Sin embargo, tuve miedo de hablarte. Desde hace mucho tiempo
quise pedir que me perdonaras. Desde que supe la verdad. Llegué hasta la puerta de tu
despacho, pero me quedé en el vestíbulo sin valor para trasponerla… Esta noche no
quería venir. Salí únicamente… para pensar algo y, de pronto, comprendí que quería
verte, que en toda la ciudad era éste el único lugar al que dirigirse y la única cosa que aún
esperaba… Ellos, Jim y sus amigos, aseguran que eres dura, fría y sin sentimientos.
—Así es, Cherryl. Así soy en el sentido que ellos me atribuyen. Pero ¿te han contado
—No. Nunca lo han hecho. Sólo se burlan de mí cuando les pido explicaciones de algo.
771
—Cuando alguien acusa a otro de no tener sentimientos, ello significa que tal persona es
justa. Que se trata de un ser cuyas emociones nunca carecen de base, de alguien que
nunca otorgará sentimientos que el otro no merezca. Significa que «sentir» es ir contra la
razón, contra los valores morales y contra la realidad. Significa… pero ¿qué importa? —
—Se trata… de algo que he intentado con todas mis fuerzas comprender… durante un
—Bien; observa que nunca has escuchado esa acusación en defensa del culpable. Nunca
la has oído pronunciar por una buena persona, refiriéndose a quienes no le hacen justicia.
Pero sí por truhanes refiriéndose a quienes les tratan como tales, a las personas que no
sienten simpatía hacia las maldades que ha cometido ni hacia los dolores que sufre como
cualidad dotada de grandeza humana, ni hacia ninguna persona o acto que merezca
admiración, aprobación o estima. Tales son mis sentimientos. Hay que elegir entre una
cosa u otra. Los que otorgan su simpatía al culpable, no la ofrecen al inocente. Pregúntate
cuál de esas dos personas es la que carece de sentimientos. Entonces comprenderás qué
reacción es la opuesta a la caridad.
—¡Oh, Dios mío!, —gimió—. ¡Si supieras los malos ratos que me ha hecho pasar Jim,
tan sólo porque creo lo mismo que tú! —Levantó la cabeza, estremeciéndose de nuevo
mirada se pintaba el terror—. Dagny —murmuró—. Dagny, les tengo miedo… a Jim y a
los otros… pero no miedo de lo que puedan hacer, porque si fuese así podría eludirlo…
sino miedo como si no existiera lugar por donde huir… miedo de lo que son y… y de que
existan.
Dagny se adelantó rápidamente, sentándose en el brazo del sillón que ella ocupaba y
—Calma, calma —le dijo—. Estás en un error. Nunca debes temer a la gente. Nunca
crees.
—Sí, sí. Siento como si para mí no hubiera una posibilidad de supervivencia mientras
quiero pensar así y no ceso de rechazar tales ideas, pero éstas vuelven una y otra vez y no
tengo adonde escapar… No puedo explicar de qué se trata; no puedo hacerme cargo de
ello. Es un terror que no encuentra apoyo en nada, como si todo el mundo quedara
repentinamente destruido, pero no por una explosión, ya que éstas son algo duro y sólido,
sino por… por una especie de horrible reblandecimiento… como si todo perdiera la
piedra, viéndola ceder como mermelada, y las montañas se escabulleran, y los edificios
cambiaran de forma como nubes, y ello significara el fin del mundo, pero no bajo el
—Cherryl… Cherryl, pobrecilla. Durante siglos, los filósofos han planeado convertir el
los ojos de otros. Atente a los tuyos; sigue firme en tu juicio. Sabes que lo que es, es. Dilo
en voz alta, como la más santa de las plegarías, y no permitas que nadie te hable en
sentido contrario.
772
—Pero… nada existe ya. Jim y sus amigos han desaparecido para mí. No sé lo que miro,
cuando me encuentro entre ellos. No sé lo que oigo, cuando hablan. Nada es auténtico. Se
nos ha dicho que los seres humanos poseen un conocimiento mucho mayor que el de los
animales; pero en estos momentos me siento más ciega que cualquier animal, más ciega y
desamparada. Porque un animal sabe quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos y
cuándo ha de defenderse. Nunca sospecha que un amigo pueda querer cortarle el cuello.
No espera que le digan que el amor es ciego, que la rapiña es un triunfo, que los gangsters
—¿Cómo voy a convivir con la gente? Si nada se mantiene firme no podremos continuar,
¿verdad? Yo sé que las cosas son sólidas, pero ¿y la gente? ¡Dagny! No son nada y lo son
todo; no son seres, sino tan sólo objetos cambiables en constante mutación, desprovistos
—Cherryl, aquello contra lo que has estado luchando constituye el mayor de los
comprendido más cosas que la mayoría de las personas que sufren y mueren, sin saber lo
que las mató. Voy a ayudarte a aclararlo. Se trata de algo enorme, de una dura batalla;
añoranza, como si viera a Dagny desde una gran distancia e intentara acercarse a ella sin
conseguirlo.
—Me gustaría sentir deseos de luchar —respondió suavemente—, pero no lo consigo. Ya
no anhelo vencer. No poseo la fuerza necesaria para efectuar cambio alguno. Verás;
nunca había soñado en una boda como la que hice con Jim. Cuando sucedió, me dije que
la vida era mucho mejor de lo que había esperado. El acostumbrarme ahora a la idea de
que la vida y la gente son más horribles de lo que pude imaginar, y que mi matrimonio no
fue un espléndido milagro, sino una especie de inexpresable maldad hacia la que aún
—¿Cuál?
—Has sufrido terribles vapuleos… quizá peores que yo… peores que ninguno de
—El saber que mi vida es el más alto valor. Y que no puedo cederlo sin lucha.
—Dagny —su voz era un susurro—, eso es… eso es lo que sentía de niña… Eso es lo que
con más claridad recuerdo acerca de mí… ese sentimiento… Nunca lo he perdido, sigue
ahí, siempre estuvo ahí, pero conforme fui creciendo, creí que se trataba de algo que
debía ocultar… Nunca supe atribuirle un nombre; pero ahora, al decirlo tú, comprendo
que es eso lo que fue… Dagny, sentir de ese modo acerca de la propia existencia… ¿es
bueno!
—Cherryl, escúchame con atención: ese sentimiento, con todo cuanto requiere e implica,
773
—Es cierto. Algunas personas quieren destruirlo. Y cuando sepas cuáles son sus motivos,
te habrás enterado del más tenebroso y despreciable y único mal de la tierra, pero te
La sonrisa de Cherryl fue como una leve vibración que se esforzara en mantenerse activa
—Es la primera vez en muchos meses —murmuró —que he sentido… como si aún
Todo irá bien… Déjame acostumbrarme a ti y a las cosas que has dicho. Creo que llegaré
Se puso en pie cual si intentara retener aquel momento de seguridad. Impulsada por una
atemoriza volver.
—No… nada… nada peor que de costumbre. Lo que ocurre es que empecé a ver las cosas
con un poco más de claridad, eso es todo. Me siento bien. He de pensar, pensar mucho
más que en otros tiempos… y luego decidir lo que he de hacer. ¿Puedo…? —vaciló—.
—Desde luego.
—Gracias.
—Lo prometo.
Dagny la vio alejarse por el vestíbulo, hacia el ascensor. Observó la lasitud de sus
hombros y el esfuerzo que hizo para erguirlos de nuevo. Vio su esbelta figura, que
parecía ir a derrumbarse, pero que consiguió mantener firme. Parecía una planta con el
tallo roto, sostenida por una sola fibra que no se quisiera romper, una fibra que a la
siguiente ventolera acabaría por desprenderse.
***
Por la puerta abierta de su estudio, James Taggart había visto a Cherryl cruzar la antesala
y salir del piso. Luego cerró la puerta bruscamente y se sentó con aire lacio a su mesa
escritorio. En la tela de sus pantalones se apreciaban las manchas del champaña vertido y
parecía como si su estado de ánimo constituyera una venganza sobre su mujer y sobre un
cigarrillo, lo partió en dos y lo arrojó asimismo contra una pintura colgada sobre la
chimenea.
Vio un jarro de cristal veneciano, pieza de museo de varios siglos de antigüedad, con un
Lo cogió y lo estrelló contra la pared. Sus restos cayeron al suelo convertidos en una
774
Había comprado aquel jarro por la satisfacción que le producía pensar en los muchos
aficionados que no podían permitirse tal lujo. Ahora experimentó la satisfacción de una
venganza sobre los siglos que le habían dado valor y también el goce de pensar que
existían millones de desesperadas familias, cualquiera de las cuales hubiera podido vivir
Se quitó los zapatos con brusco movimiento y se tendió sobre la mesa, con los pies
colgando.
ánimo. Era el mismo brusco y exigente estallido que hubiera producido él si en aquellos
Escuchó los pasos del mayordomo, prometiéndose el placer de rehusar la visita de quien
anunciar:
—La señora Rearden quiere verle, señor.
Puso los pies en el suelo y, sin ninguna otra concesión a la etiqueta, esperó con leve
sonrisa de atenta curiosidad, sin levantarse hasta un momento después de que Lillian
La recién llegada vestía un traje de noche color vino, imitación de un atavío de viaje
estilo imperio, con una chaquetilla miniatura sujeta a su alta cintura, sobre la larga
extensión de la falda, y un sómbrenlo caído sobre una oreja, con una pluma que se
ritmo, haciendo voltear los pliegues del vestido y agitando la pluma del sombrero. Los
profundo nerviosismo.
El tono impaciente, los perentorios movimientos con los que se sentó, equivalían a una
confesión de su debilidad. Según las reglas del lenguaje no escrito en el que ambos se
expresaban, no era posible presumir exigencia, a menos de buscar un favor sin ofrecer
—¿Por qué no te has quedado en la recepción de los González? —preguntó Lillian sin
que su casual sonrisa hiciera desaparecer el tono irritado de su voz—. Me dejé caer por
allí después de la cena para verte, pero me dijeron que no te sentías bien y que te habías
ido a casa.
Jim cruzó la habitación y tomó un cigarrillo. Sentía placer al caminar con los pies
—No puedo soportarlo —manifestó ella con ligero estremecimiento. Jim la miró
—No puedo soportar al señor González y a esa mujerzuela que tiene por esposa. Me
disgusta que se hayan puesto tan de moda con sus fiestas. No tengo ganas de ir a ningún
sitio. Ya no se conserva el mismo estilo ni el mismo espíritu de antes. Llevo meses sin ir
a casa de Balph Eubank, del doctor Pritchett o de otro cualquiera de ellos. Todos estos
775
—En efecto —admitió él, reflexivo—, existe mucha diferencia. Lo mismo ocurre en el
civilizado; pero Cuffy Meigs es otra cosa. Es… —se interrumpió bruscamente.
—Se trata de una situación perfectamente absurda —dijo ella en el tono de un desafío al
No explicó por qué, pero él sabía lo que pensaba. Siguieron unos momentos de silencio
en los que pareció como si se aferrasen uno a otro para prestarse confianza.
Jim se dijo de pronto, divertido, que Lillian empezaba a dar señales de su verdadera edad.
El subido color borgoña de su vestido no le sentaba muy bien, porque confería a su cutis
cierto tono purpúreo que se concentraba, igual que un crepúsculo, en los menores huecos
Vio que lo estudiaba sonriente. Luego, con voz crispada, acompañada de una sonrisa con
—Lo sé, querido. Eres uno de los hombres más poderosos de Nueva York —y añadió—:
—Lo es.
—Reconozco que estás en posición de obrar como gustes. Por eso quería verte.
—Tenía que venir, porque he creído conveniente no ser vista contigo en público, al tratar
este asunto.
—Desde luego… Sólo que ¿no se trata de una observación anticuada y escasamente
—Querida, estoy a tu disposición. Haré cualquier cosa para serte útil —respondió.
Las reglas del lenguaje que empleaban exigían que cualquier declaración concreta fuera
contestada con una mentira. Se dijo que Lillian sentíase vacilar y experimentó el placer
Notó que ella negligía incluso la perfección de su signo más distintivo: el de la elegancia.
Unos cuantos mechones de pelo le caían desordenados sobre la cara; sus uñas, de un
color que combinaba con el del vestido, mostraban ahora un tono en exceso obscuro,
como de sangre coagulada, que hacía más fácil distinguir el descascarillado de los bordes.
Y en el descote bajo y cuadrado del vestido, allí donde se mostraba la amplia, suave y
cremosa piel, observó el breve brillo de una aguja imperdible sosteniendo el tirante de su
enagua.
—De mi divorcio.
776
—¡Oh…!
refiero. ¡Oh! Le va a costar mucho dinero, pero ha comprado al juez, a los funcionarios, a
los alguaciles, a los que apoyan a éstos y a quienes ayudan a sus ayudantes; a unos
—Comprendo.
—Lo adivino.
—¡Y yo que obré así como un favor hacia ti! —Su voz estaba adoptando un tono
—¡Te juro que no sé quién ha descubierto que fuiste tú! —se apresuró él a exclamar—.
Tan sólo muy pocas personas importantes sabían que la información procedía de ti, y por
—¡Oh! ¡Estoy segura de que nadie lo hizo! Pero él ha tenido inteligencia suficiente como
para adivinarlo.
—Nunca creí que llegara tan lejos. No me figuré que intentara el divorcio. No creí…
—No creíste que la culpa es como una cuerda que se va adelgazando más y más, ¿verdad,
Lillian?
—Ni lo creo.
—¡No quiero que se divorcie de mí! —gritó—. ¡No quiero dejarle libre! ¡No lo permitiré!
—¿Sabes lo que planea? Quiere obtener el divorcio y dejarme sin un céntimo. Nada de
—Y además… es absurdo tener que pensar en ello, pero, ¿de qué voy a vivir? El poco
dinero particular de que dispongo vale muy poco estos días. Consiste principalmente en
acciones de fábricas de los tiempos de mi padre, que cerraron hace tiempo. ¿Qué voy a
hacer?
—Pero, Lillian —le respondió él, inconmovible—, creí que no te importaba el dinero ni
777
asquerosa pobreza! De algo que debería estar prohibido a toda persona civilizada. ¿Me
La miraba con débil sonrisa; por una vez, su cara lacia y envejecida parecía tensarse con
—¡Jim! ¡Tienes que ayudarme! Mi abogado no puede hacer nada. Gasté lo poco que tenía
posibilidades son nulas. No conozco a nadie que pueda auxiliarme en este trance.
Contaba con Bertram Scudder, pero… ya sabes lo que le ha ocurrido. También fue
consecuencia de haber intentado ayudarte. Pero tú conseguiste salir indemne, Jim. Eres la
única persona que me puede sacar de este apuro. Tienes contacto con personajes
encumbrados. Di una palabra a tus amigos para que a su vez insistan cerca de los suyos.
Wesley puede hacerlo. Diles que ordenen la suspensión de ese divorcio. Que lo rechacen.
—No puede ser, Lillian —respondió firmemente—. Me gustaría hacerlo, pero todo mi
Le miraba con las pupilas obscurecidas por una extraña y fría tranquilidad. Al hablar otra
vez, sus labios se contorsionaron con tan malvado desprecio, que él no se atrevió a
identificarlo, sino tan sólo a reconocer que los englobaba a los dos.
Jim no sintió intenciones de disimular; de un modo extraño y por vez primera en aquella
ocasión, la verdad parecía más atractiva, porque, por una vez, servía a su estilo peculiar
de divertirse.
—Sabes que no puede ser —repuso—. Nadie concede favores si no se le ofrece algo a
cambio. Y los precios van subiendo más y más. Las oportunidades aparecen tan
complejas, retorcidas y enmarañadas, que todo el mundo tiene algo que ver con su vecino
y nadie se atreve a moverse por no saber quién se despeñará ni hacia qué lado. Así es que
la gente sólo actúa en el momento preciso, cuando se trata de un caso de vida o muerte…
prácticamente los únicos casos con que se contiende ahora. ¿Qué significa tu vida
particular para esos hombres? ¿Qué interés puede provocarles que quieras retener a tu
pretender que aparten su atención de algún negocio mucho más atractivo. Además, en
estos momentos las personas influyentes no obrarían a ningún precio. Han de tener
—Lo sé, Lillian. Hemos perdido los dos. Y ahora volvemos a perder.
—En efecto —respondió ella con el mismo obscuro desdén de antes. Era precisamente su
desprecio lo que más le complacía. Resultaba un goce extraño, sin base, desconocido, el
de saber que aquella mujer lo estaba contemplando tal como era y que aun así se
—Eres una persona maravillosa, Jim —le dijo. Sus palabras tenían el tono de una
condena, pero aun así quiso que sonaran como un tributo. El placer de Jim se basaba en
saber que vivían en un ambiente en que tal clase de condena representaba un gran valor.
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—Te equivocas acerca de esos ayudantes de carnicero como González —le dijo
bruscamente—. Son muy útiles. ¿Te gustó alguna vez Francisco d'Anconia?
—Bien. ¿Sabes el verdadero propósito del cocktail organizado esta noche por el señor
Le miró unos instantes con las comisuras de los labios ligeramente curvadas en una
sonrisa.
Su voz tenía un tono del que antes careciera; una emoción que él sólo había conseguido
de la gente por medio del fraude, pero que ahora, por vez primera, le era otorgada con
De pronto comprendió que era aquél el objetivo de sus horas inquietas, el placer que
Mientras servía el licor la miró, al otro lado de la sala. Estaba tendida laciamente en su
sillón.
—Déjale que obtenga su divorcio —le dijo—. No será él quien pronuncie la última
palabra, sino ellos, los ayudantes de carnicero: el señor González y Cuffy Meigs.
Lillian no contestó. Tomó la copa con perezoso e indiferente movimiento y bebió, pero
no a la manera de quien realiza un acto social, sino como un bebedor solitario en un bar:
—Te considera un imbécil —repuso—. Cree que la vida es demasiado corta para tener
reprocharse no haberse alejado del palo. Pero aun así sería tu única oportunidad.
descanso fuera un acto desagradable, como si le ofreciera una clase de intimidad que no
—Fue lo primero que noté en él —dijo —cuando nos conocimos: que no tenía miedo.
Parecía seguro de que nadie podía hacerle nada; tan seguro que ni siquiera se molestaba
—Yo lo vi hace dos semanas en una reunión de industriales. Aún tiene el mismo
Ella guardó silencio. Se quitó el sombrero echándolo hacia atrás con el dorso de la mano
interrogación.
—Recuerdo la primera vez que visité sus fundiciones —dijo—. ¡No puedes imaginar lo
que Hank sentía hacia ellas! ¡No puedes suponer la clase de arrogancia intelectual que
hace falta para sentir como si todo cuanto le perteneciera o todo cuanto le tocara quedase
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consagrado por su tacto! Sus fundiciones, su metal, su dinero, su cama, su mujer! —Le
miró mientras un leve brillo perforaba el letárgico vacío de sus pupilas—. Nunca se dio
cuenta de tu existencia ni de la mía. Pero yo soy aún la señora Rearden… al menos
—¡La señora Rearden! —exclamó con desdén—. No sabes lo que esto significó para él.
Ningún señor feudal exigió tal reverencia por el título de esposa suya, ni lo esgrimió
como un símbolo de honor tan alto. ¡De su inflexible, intocable, inviolado e impoluto
esposa de César!
La miró con la expresión ciega de un odio impotente, un odio del que ella se había
—No le gustó que su metal fuera ofrecido para el uso común, permitiendo que cualquiera
—No. No le gustó.
Sus palabras sonaban algo borrosas, como si acusaran el peso de las gotas del licor
ingerido.
—No vayas a decirme que nos ayudaste a conseguir ese certificado de cesión como un
favor hacia mí sin que tú ganaras nada… Sé muy bien por qué lo hiciste.
Posó la mirada en su amplio escote. No era la suave piel lo que atraía su atención, ni
tampoco la parte visible de sus senos, sino el engaño de aquel imperdible situado más allá
—Me gustaría verlo apaleado —confesó—. Quisiera oírle gritar de dolor sólo una vez.
—¿Por qué se cree mejor que el resto de nosotros? Lo mismo que le ocurre a mi hermana.
sirvió otra bebida, sin ofrecerle llenar su vaso de nuevo. Lillian hablaba al espacio,
mirando más allá de su interlocutor.
—Se daba cuenta de mi existencia, aun cuando no pudiera tender rieles, ni erigir puentes
producir su metal, pero sí arrebatárselo. No puedo hacer que las gentes se arrodillen
—¡Cállate! —gritó él, aterrorizado, como si Lillian se acercara en exceso al callejón lleno
Le miró a la cara.
—¿Por qué no te emborrachas? —le espetó poniéndole el vaso todavía lleno ante la boca,
Lillian apretó el vaso con dedos lacios y bebió, vertiéndose el licor por la barbilla, el
pecho y el vestido.
—¡Oh! ¡Diantre, Lillian! Eres una inútil —dijo sin molestarse por sacar el pañuelo,
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Sus dedos se deslizaron bajo el escote del vestido, cerrándose sobre un seno. Su
respiración se entrecortó como atacado de hipo. Entornaba los párpados más y más, pero
pudo percibir cómo la cara de Lillian se echaba hacia atrás, sin resistir, con la boca
hinchada por la repulsión. Cuando quiso besarla sus brazos lo estrecharon obedientes y
Jim levantó la cabeza para mirarla de frente. Descubría los dientes en una sonrisa, pero
miraba más allá de él, como burlándose de una invisible presencia. Aquella sonrisa sin
carne.
La apretó contra sí para disimular su propio estremecimiento. Sus manos realizaban los
sentir como si los latidos de sus arterias fuesen a su contacto risitas despectivas. Los dos
estaban realizando una rutina previsible, una rutina inventada por alguien y que les era
impuesta, pero en tono de burla o de odio, cual una corrompida parodia frente a sus
inventores.
Jim sintió una furia insensata, parte horror y parte placer, el horror de cometer un acto
que nunca se atrevería a confesar ante nadie, el placer de cometerlo en irreverente desafío
parecía gritarle que era sí mismo, que por fin era sí mismo y nadie más.
Guardaban silencio, comprendiendo sus mutuos motivos. Sólo fueron pronunciadas dos
palabras:
pintaba una expresión secreta, la de dos colegas culpables; la furtiva y lasciva expresión
de unos niños que ensucian una limpia pared, llenándola de dibujos de yeso que
Más tarde no le decepcionó saber que lo que había poseído era un cuerpo inanimado, sin
resistencia ni reacción. No era una mujer lo que había deseado poseer. No era un acto con
el que celebrar la viga lo que quiso llevar a cabo, sino un acto con el que celebrar tan sólo
el triunfo de la impotencia.
***
Cherryl abrió la puerta y entró tranquila y casi subrepticiamente, como si esperara no ser
presencia de Dagny, del mundo de esta, la había sostenido durante su camino de regreso,
pero cuando entró en el piso, las paredes parecieron tragársela de nuevo en el aire
sofocante de una trampa. El piso estaba en silencio; una cuña de luz atravesaba la antesala
desde una puerta a medio abrir. Se arrastró maquinalmente hacia la misma. De pronto se
detuvo.
El rayo de luz procedía del estudio de Jim y sobre la franja iluminada de su alfombra
pudo ver un sombrero femenino con una pluma que oscilaba débilmente al viento.
Dio un paso hacia delante. La habitación estaba vacía; distinguió dos vasos sobre una
poder reaccionar, hasta oír el rumor ahogado de voces tras la puerta del dormitorio de
Jim; no podía comprender las palabras, pero sí la calidad de su tono. La voz de Jim
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puerta. La había precipitado allí el ciego pánico de su huida, como si fuera ella la que
tuviera que esconderse, ella quien se viera obligada a escapar a la fealdad de ser
y de esa castidad mental que retrocede ante la visión de un hombre que ostenta la prueba
incontestable de su maldad.
Permaneció en mitad del cuarto, incapaz de comprender qué podía hacer en aquellos
No era cólera, ni celos, ni indignación, sino tan sólo el triste horror de contender con una
cosa grotescamente insensata. Era el saber que ni su matrimonio ni el amor de Jim hacia
aquello y que no valía la pena buscar explicaciones. Siempre había imaginado el mal con
un propósito bien definido, como un medio para alcanzar un fin. Lo que ahora
No supo cuánto tiempo había permanecido sentada de aquel modo. De pronto oyó sus
pasos y sus voces, y luego el ruido de la puerta delantera al cerrarse. Se puso en pie sin
propósito definido, impelida por cierto instinto, cual si se moviera en un vacío en el que
Se encontró con Jim en la antesala. Por un instante se miraron uno a otro, cual si no
—No lo sé.
La miró de frente.
—¿Qué te ocurre?
—Jim, yo… —Forcejeó consigo misma y agitó una mano hacia el dormitorio—. Lo sé
todo.
Su primer acto fue empujarla al estudio y cerrar la puerta, cual si quisiera ocultarse y
ocultarla a ella, aunque sin saber de quién. Una rabia ciega bullía en su mente,
satisfacción.
—¡Desde luego! —exclamó—. ¿Y qué importa? ¿Qué vas a hacer? Le miró estupefacta.
—¡SÍ! ¡Estaba ahí con una mujer! ¡Lo hice porque me pareció oportuno! ¿Crees que vas a
atemorizarme con tus jadeos, tus miradas y tu gimiente virtud? —Hizo chasquear los
dedos—. ¡Me importa un bledo tu opinión! ¡Lo que tú pienses me tiene sin cuidado!
confiriéndole el placer de sentir como si sus palabras fuesen golpes que desfiguraran un
rostro humano—. ¿Crees que me vas a obligar a ocultarme? ¡Estoy harto de fingir en
en su casa! Eso sólo se finge ante los demás. Y a partir de ahora, pequeña idiota, más vale
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No era el rostro de Cherryl el que veía, sino el del hombre al que deseaba, aunque sin
conseguirlo nunca, arrojar el acto de aquella noche. Ella siempre se comportó como
admiradora, defensora y agente de aquel hombre. Se había casado con ella para que ahora
Cherryl dio un paso atrás. Jim sintió un breve latigazo de terror, porque le miraba cual si
estuviera viendo algo que él nunca debía admitir. Con voz muerta, dotada de un
—Supongo que ahora querrás que nos divorciemos, ¿verdad? Pero él soltó una carcajada.
—¡Qué imbécil eres! ¡Sigues con lo mismo! ¡Sigues queriendo que todo sea grande y
crees tan importante? Escucha, insensata; no existe un solo hombre que no duerma con
otra mujer, ni una mujer que no lo sepa. Pero nunca hablan de ello. Estaré con quien
quiera y tú puedes hacer lo mismo, como todas esas mujerzuelas; pero mantén la boca
cerrada.
Percibió la repentina y turbada expresión de unos ojos duros, claros, sin sentimientos,
—Jim, si fuera de la clase de las que obran así, no te habrías casado conmigo.
peligro.
—Porque eras una pobretona, un ser mísero y sin relieve, que jamás hubiera podido
pensar en igualarse a mí. ¡Porque creí que me amabas! ¡Porque creí que sabrías que era tu
deber amarme!
—¡Sin atreverte a preguntar cómo soy! ¡Sin motivo concreto! ¡Sin ponerme en evidencia,
generoso, darte seguridad. Pero, ¿qué seguridad existe en ser amado por las propias
mejor surgirá siempre para derrotarte. Pero yo… deseaba amarte por tus defectos, por tus
sin ocultar nada de tu apestoso y verdadero ser… Todo ser humano es un albañal… pero
desgraciada? ¡Yo solía comprar a otras muchas como tú por el precio de una comida!
Quise hacerte saber, a cada uno de tus pasos y a cada bocado de caviar que tragabas, que
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todo me lo debías a mí. Que no tenías nada, que no eras nada, y que nunca podías esperar
—¿No querías que mejorase? ¿Que me elevara? ¿Me creíste llena de defectos y querías
—¿De qué me hubiera servido que lo merecieras? ¿Que me viese obligado a trabajar para
retenerte, mientras tú comerciabas en cualquier otro lugar, caso de optar por ello?
—¿Deseaste que fuera una limosna… para ambos y procedente también de los dos?
—¡Sí!
—¡Mientes, Jim!
—Esas muchachas a las que solías comprar por el precio de una comida se hubiesen
limosnas, sin intentar nunca elevarse, pero no te habrías casado con ninguna de ellas. Si
lo hiciste conmigo fue por saber que no aceptaba ese estado, ni interior ni exteriormente,
El reflector que desde tanto tiempo avanzaba hacia ella la alcanzó de lleno, haciéndola
gritar cual si hubiera recibido la explosión luminosa del impacto. Se alejó de él presa de
un terror físico.
—¿Qué te sucede? —preguntó Jim, estremecido, sin atreverse a reconocer lo que sus ojos
veían.
Cherryl movió las manos cual si quisiera aferrar algo, haciéndolas oscilar de un lado a
otro. Al responder, sus palabras no dieron un nombre concreto a aquello, pero eran las
Cherryl cayó contra el costado de un sillón, dando con la cabeza en el suelo; pero se
levantó al instante y miró a Jim sin verlo, desprovista de asombro, cual si la realidad
física se limitara a adoptar la forma que había esperado. Una sola gota de sangre, de
Jim permaneció inmóvil y por un instante se miraron uno a otro, como si ninguno de los
Fue ella la primera en hacerlo. Se puso en pie y echó a correr. Salió del cuarto y del piso.
La oyó atravesar el vestíbulo y abrir la puerta de hierro de la escalera de urgencia, sin
Bajó corriendo las escaleras, abriendo puertas en diversos rellanos y corriendo por los
Al cabo de un rato observó que caminaba por la sucia acera de un barrio obscuro. Una
784
anuncio de galletas para soda brillaba en el negro tejado de unos lavaderos. No recordaba
cómo había llegado hasta allí. Su mente parecía actuar de un modo inconexo, como a
ráfagas. Sólo supo que era preciso escapar, pero que la huida se hacía imposible.
alrededor, como quien lanza un grito de auxilio. Hubiera aceptado cualquier trabajo en un
almacén o en aquellos lavaderos, o en una de las míseras tiendas ante las que pasaba.
Pensó que era preciso trabajar y que cuanto más duramente lo hiciera, mayor
verdad de sí misma y cuándo una mentira. Pero cuanto mayor fuera su honradez, mayor
también sería el fraude que se le exigiera sufrir en manos ajenas. Lo había vivido con
arrabales. Pero entonces creyó que se trataba de excepciones, de maldades casuales para
escapar y olvidar. Ahora se daba cuenta de que no era así, de que tal era el código
aceptado por el mundo; un credo de la vida, conocido por todos, pero sin nombre, que se
reía de ella en las pupilas de la gente y en la mirada taimada y culpable que hasta
entonces nunca pudo comprender. Y en el fondo de aquel credo, oculto por el silencio,
agachado a su espera en los sótanos de la ciudad y en los sótanos de las almas, existía
«¿Por qué hacéis esto conmigo?», gritaba interiormente a la obscuridad. «Porque eres
buena», parecía responderle una sonora risotada procedente de los tejados y de los
albañales. «Entonces, no quiero ser buena más tiempo.» «Pero lo serás.» «No tengo por
qué.» «Lo serás.» «No puedo soportarlo.» «Lo soportarás.»
calendario sobre los techos de la ciudad. Era más de medianoche y el calendario decía:
agosto, 6; pero le pareció repentinamente ver esta otra fecha: septiembre, 2, escrita sobre
un vapuleo cada vez más intenso conforme ascendiera uno a uno los escalones, hasta que,
al llegar al intimo, cuando consiguiera poseer una compañía de cobre o una casita sin
hipotecar, le serían arrebatadas por Jim en algún 2 de septiembre, y las vería desaparecer
en pago de las fiestas en las que Jim realizara tratos con sus amigos.
«¡No lo haré!», gritó, dando media vuelta y corriendo en sentido contrario; pero le
agitaba una enorme figura informe, cuya mueca seguía siendo la misma en sus distintos
activista social del departamento de personal del almacén. La mueca parecía decirle: «La
gente como tú seguirá siendo honrada, la gente como tú luchará siempre por prosperar, la
Echó a correr. Al mirar a su alrededor una vez más, vio que caminaba por una calle
tranquila, más allá de los vestíbulos encristalados en los que ardían luces y de las entradas
serenamente en un velo de niebla, con cierto halo tras ellos y unas cuantas luces
encendidas aún, cual una sonrisa de despedida. En otros tiempos constituyeron una
promesa y, desde la mediocridad que la rodeaba, había mirado hacia allá, deseosa de
creer que existían otros hombres. Ahora estaca segura de que eran tumbas, esbeltos
En algún lugar de aquellas difusas torres se encontraría Dagny, pensó; pero Dagny era
una víctima solitaria, librando una batalla perdida. Y acabarla destruida también,
Pensó que no existía lugar adonde ir. «No podré resistir mucho tiempo, ni caminar mucha
quieren de mí; éste es el lugar adonde desean que vaya. Ni viva ni muerta, ni sensata ni
demente; tan sólo un pedazo de carne que grita de miedo para ser moldeado a su gusto
figura humana. «No —pensó—. No todo el mundo es malo… Los hombres suelen ser
como primeras víctimas de sí mismos, pero todos aceptan el credo de Jim y no puedo
contender con ellos. Si les hablara, intentarían otorgarme su buena voluntad; pero
comprenderé qué es lo que consideran bueno y veré la muerte reflejada en sus ojos.»
La acera se había encogido hasta convertirse en una franja quebrada. Vio montones de
basura y cubos en los escalones de casas ruinosas. Más allá del polvoriento resplandor de
Sabía cómo eran las instituciones de tal género y las mujeres que las gobernaban, mujeres
cuya tarea, según ellas, consistía en ayudar al necesitado. Si entraba, pensó, tropezando,
bebida? ¿Las drogas? ¿Estás encinta? ¿Has cometido un robo?» Contestaría: «Carezco de
culpa, soy inocente…» «Lo lamentamos, pero no nos preocupan los conflictos de un
inocente.»
larga calle. Los edificios y el arroyo se mezclaban con el cielo y dos hileras de verdes
luces colgaban del espacio, alejándose hasta una interminable distancia, cual si quisieran
verdosa tenía un tinte sereno, como un camino ilimitado e invitador, abierto al confiado
transeúnte. Luego las luces se volvieron rojas, descendiendo pesadamente al suelo y
peligro inminente. Vio cómo un camión gigantesco pasaba ante ella aplastando con sus
enormes ruedas una capa de brillante pulimento sobre los guijarros de la calle.
Las luces volvieron al verde, indicador de seguridad, pero ella permaneció temblando,
incapaz de moverse. «Todo eso sirve para el movimiento de los cuerpos —pensó—; pero,
¿de qué modo dirigen el tránsito del alma? Han colocado esas señales al revés, el camino
queda libre cuando las luces muestran el color rojo del mal; pero cuando lo cambian por
el verde de la virtud, indicando que se sigue la verdadera senda, se aventura uno hacia
delante y es aplastado por las ruedas. Esas luces invertidas —continuó pensando—
alcanzan a todas partes y rodean una tierra llena de gentes mutiladas y lisiadas, que no
saben lo que las hirió ni por qué, que se arrastran lo mejor que pueden sobre miembros
informes, en jornadas carentes de luz, sin respuesta alguna a ello, exceptuando saber que
incapaz de caminar.»
No eran palabras nacidas en su mente, sino las que hubiera querido pronunciar, de haber
poseído fuerza para encontrarlas. Las que comprendía presa de una especie de súbita
furia, que la hacía descargar puñetazos en fútil horror contra el poste de hierro del
semáforo, a su lado; contra aquel tubo hueco, en cuyo interior el ronco y chirriante
mecanismo continuaba funcionando sin parar. No podía aplastarlo con sus puños, no
podía abatir uno tras otro todos los postes de la calle que se extendían en la distancia, ni
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aplastar tampoco aquel credo en las almas de cuantos hombres encontrara. Ya no podía
tratar con las gentes, ni seguir el mismo camino que ellas; pero, ¿qué les diría puesto que
no tenía palabras con que nombrar las cosas conocidas, ni voz que pudieran escuchar
oídos ajenos? ¿Qué les diría? ¿Cómo llegar a aquellos seres? ¿Dónde estaban los hombres
bruscamente golpeando con los puños un inconmovible poste hasta hacerse daño. Aquella
emoción la hizo estremecer y se alejó tambaleándose. Continuó su camino sin ver nada,
Sus retazos de coordinación le decían, batiendo las palabras contra el suelo, con el mismo
mismo que aquel perro del que había oído hablar… el perro de alguien en un
laboratorio… el perro que luego de haber visto trocados sus estímulos, no podía
distinguir entre el goce y la tortura. Le cambiaron la comida por golpes y los golpes por
comida; sus ojos y oídos le engañaban, su juicio era inútil y su conciencia impotente en
aquel mundo variable y deforme, hasta que abandonó la partida, rehusando comer a
semejante precio o vivir en un mundo así… «¡No! —era la única palabra consciente que
formaba su cerebro—. ¡No! ¡No! No quiero nada con vuestro sistema ni con vuestro
La activista social la vio. Era una mujer cuyo rostro gris y cuyo abrigo también gris se
mezclaban a las casas del distrito. Había observado la presencia de una joven con un
vestido demasiado elegante y caro para aquel vecindario; sin sombrero, ni bolso, con el
una muchacha que avanzaba tambaleándose ciegamente, sin distinguir entre acera y
arroyo. La calle era sólo una estrecha grieta entre las paredes vacías de aquellas
estructuras, pero un rayo de luz caía a través de la niebla impregnada del olor pestilente
Pudo ver un solo ojo cauteloso oculto por un mechón de pelo y luego la cara de un ser
salvaje que había olvidado el sonido de las voces humanas, pero que las escuchaba como
un eco distante, llena de sospecha y aun así casi con esperanza.
sociedad, tuvieran algo que hacer, aparte de dar satisfacción a sus deseos y perseguir el
placer, no estaría ahora deambulando por aquí, borracha como una cualquiera a
semejantes horas… Si cesara de vivir tan sólo para su propia satisfacción, si cesara de
La muchacha exhaló un grito. Y el grito repercutió una y otra vez contra las vacías
paredes de la calle, como en una cámara de tormento. Era un grito de terror animal.
Libertó su brazo, dio un salto atrás y empezó a gritar entre sonidos inarticulados:
Echó a correr como impulsada por una repentina fuerza, la de una criatura que corre para
salvar su vida. Corrió en línea recta por aquella calle que terminaba en el río. Y llevada
787
cerró el camino; pero sin detenerse ante este obstáculo, lo traspuso, hundiéndose en el
espacio.
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CAPÍTULO V
Transcontinental».
Una lenta y fina lluvia había estado cayendo desde la medianoche y no hubo amanecer,
sino tan sólo una luz gris que se fue difundiendo por el mojado espacio. Las brillantes
gotas que pendían de los alambres eran como chispazos que resplandeciesen contra el
yeso de las nubes, el plomo del océano y el acero de los restos del petróleo que
descendían como cerdas por la desolada falda del monte. Aquellos alambres estaban
gastados por más lluvias y más años de los que se habían planeado para ellos; uno se
mantuvo estremeciéndose durante las horas de la mañana bajo el frágil peso de la lluvia;
luego, la última gota fue creciendo en su curva, hasta pender de ella como una cuenta de
cristal, recogiendo el peso de otras muchas; la gota y el alambre cedieron a la vez y sin
ruido, igual que caen las lágrimas; el alambre se rompió y quedó tendido en el suelo, al
expresaran nada concreto, ni trataron de engañarse unos a otros. Sabían que el alambre de
cobre era un lujo en trance de desaparecer, más precioso que el oro o el honor. Sabían que
el almacenista de la división había vendido las existencias del mismo unas semanas atrás
a negociantes desconocidos que llegaron de noche, y que de día no eran tales negociantes,
sino sólo hombres con amigos en Sacramento y en Washington, del mismo modo que el
almacenista recién nombrado tenía un amigo en Nueva York llamado Cuffy Meigs,
acerca del cual nadie hacía preguntas. Sabían que el hombre capaz de asumir la
realizar su tarca, se vería privado de ella en poco tiempo. No podían saber qué resultaba
seguro y qué era peligroso. Los culpables no sufrían castigo, pero si los acusadores. Igual
cuando abrigaran dudas o cuando les amenazara algún peligro. Permanecieron inmóviles,
competentes.
del continente y las diversas capas de directores que se extendían entre él y su objetivo,
urgente. El joven jefe le contó solamente que la línea telefónica estaba interrumpida y que
no tenían alambre para repararla. No dijo nada más, ni explicó por qué había creído
789
perfectamente.
cada división de la «Taggart Transcontinental». Pero igual que en una bancarrota, sólo
—Montana, Eddie. Llama a la línea de Montana, para que transfieran la mitad de sus
existencias de alambre a California. Montana podrá pasarse sin él… durante otra semana.
—Cuando Eddie Willers estaba a punto de protestar añadió—: Petróleo, Eddie. California
es uno de los últimos Estados productores de petróleo del país. No podemos perder la
—¿Alambre de cobre? —preguntó James Taggart, con una extraña mirada que posó en su
rostro y luego en la ciudad, más allá de la ventana—. Dentro de muy poco no tendremos
No le contestó. No había nada especial que ver más allá de la ventana; tan sólo el claro
cielo de un día de verano, la tranquila luz de la tarde sobre los tejados de la ciudad y más
propio despacho, por qué quiso hablar a solas con ella, cosa que antes siempre procuró
—Las cosas empeoran —dijo—. Hay que hacer algo. Parece existir cierto estado de
dislocación y confusión que tiende a una política mal coordinada y sin equilibrio. Se da
una tremenda demanda nacional de transporte, y aun así perdemos dinero. Yo creo…
colgado de la pared del despacho y las arterias rojas desparramadas por el amarillo
y el movimiento de los trenes actuó, efectivamente, como un circuito sanguíneo vivo que
llevara prosperidad y riqueza a todos los rincones adonde alcanzara. Continuaba siendo
tal sistema, pero funcionando en una sola dirección, como cuando existe una herida que
agota los restos de un cuerpo. «Tránsito en una sola dirección —pensó Dagny,
Se acordó del tren número 193. Seis semanas atrás, dicho tren había sido enviado con un
semanas parada esperando aquel material, sino a Sand Creek, Illinois, donde la
Spencer» era una empresa rica, capaz de esperar, mientras que la «Confederated
La gente de Sand Creek, Illinois, había sido colocada bajo la protección del subsidio
nacional, pero no se podía encontrar alimento para ella en los vacíos graneros de la
790
llevar aquella cosecha, aún no plantada, junto con el futuro del pueblo de Nebraska, para
ser consumida por la gente de Illinois. «En esta época de esclarecimiento —había dicho
—En un período de emergencia tan grave como el actual —estaba diciendo James
Taggart, mientras Dagny contemplaba el mapa —es peligroso vernos obligados a aplazar
—¿Cómo dices?
—Recibirás una buena tajada de las rentas de la «Southern Atlantic» cuando a final de
año se haga el reparto… sólo que no quedará nada para el reparto en cuestión.
—¡No es cierto! Lo que ocurre es que los banqueros sabotean el plan. Esos bastardos, que
en otros tiempos solían otorgarnos préstamos sin garantía alguna, excepto nuestro
ferrocarril, rehúsan ahora entregarme unos cuantos miles a corto plazo con el único objeto
de hacer frente a unas nóminas, cuando tengo para ofrecerles en garantía todos los
—¡No podemos evitarlo! —gritó Jim—. ¡No es culpa del plan el que algunas personas
—Jim, ¿era eso lo que querías decirme? En este caso me voy. Tengo mucho que hacer.
—¡No, no, eso no es todo! Creo urgentísimo discutir la situación y llegar a decisiones
que…
Llegó a la conclusión de que la retenía allí con algún propósito indefinido o que acaso
Existía en él una nueva faceta que empezó a observar desde la muerte de Cherryl. Había
acudido corriendo a ella, entrando en el piso sin hacerse anunciar, la noche del día en que
periódicos, relatada por una activista social que presenciara el hecho. «Un suicidio
«¡No ha sido culpa mía! —le gritó cual si fuera el único juez al que tuviese necesidad de
aplacar—. ¡No tengo nada que ver en este asunto! Yo no tengo la culpa.» Temblaba de
terror, pero ella pudo distinguir en su mirar algo que al parecer y de un modo
inconcebible indicaba cierto sentimiento de triunfo. «Sal de aquí, Jim», fue todo cuanto le
dijo.
No le había vuelto a hablar de Cherryl, pero acudía a su despacho con más frecuencia que
antes o la detenía en los vestíbulos para intercambiar retazos de inútil discusión. Tales
sensación, como si a la vez que se aferraba a ella en busca de apoyo y protección contra
un terror inexplicable, sus brazos intentaran envolverla para clavarle un cuchillo por la
espalda.
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—Tengo un gran interés en saber tu opinión —insistió, mientras ella volvía la mirada
hacia otro lado—. Es urgente discutir la situación y… y tú no has dicho nada. —Dagny
sino…
—Es necesario idear una política constructiva —continuó martilleando—. Hacer algo…
órdenes procedían de Cuffy Meigs, único juez en lo relacionado con el bienestar público.
Sabía que muchas fábricas estaban cerrando, algunas con sus máquinas paradas por falta
de materias primas, y otras con los almacenes llenos de géneros que no podían ser
entregados. Sabía que las viejas industrias, los gigantes que construyeron su poder gracias
existir por el azar de un instante, imposible de prever o castigar. Sabía que los mejores de
entre ellos, los dotados de un alcance más largo y de funciones más complejas, se habían
marchado hacia bastante tiempo, y que quienes aún forcejeaban por producir, batallando
salvajemente con el fin de preservar el código de una era en que la producción fue
posible, introducían ahora en sus contratos cierta cláusula vergonzosa para los
Sin embargo, existían hombres —y ella lo sabía —capaces de obtener transporte cuando
lo desearan, gracias a un místico secreto, valiéndose de algún poder que nadie debía
poner en duda o explicar. Eran los hombres cuyos tratos con Cuffy Meigs cobraban ante
pecado de mirar. Debido a ello la gente mantenía los ojos cerrados, temiendo no la
ignorancia, sino el conocimiento. Sabía que se realizaban tratos dondequiera que aquellos
hombres pudiesen vender un lujo llamado «transporte», término que todos comprendían,
pero que nadie osaba definir. Sabía que eran aquéllos los hombres de los trenes especiales
de urgencia, los hombres capaces de cancelar todo horario y enviar los convoyes a
cualquier lugar del Continente estampando aquel sello gracias al cual se supervisaban
hombres que enviaban trenes en auxilio de los hermanos Smather y de sus uvas de
Orren Boyle.
optaban por comprar dichos géneros cuando la fábrica los cedía en la venta de quiebra, a
disponibles como por arte de magia, hacia lugares donde traficantes de la misma calaña
estaban ya dispuestos para actuar. Eran los hombres que fisgoneaban por las fábricas,
esperando el último latido de una fundición para lanzarse sobre su equipo, sobre andenes
desolados y sobre vagones cargados de géneros sin entregar. Tratábase de una nueva
especie biológica, del comerciante a la desesperada, que no se atenía a reglas fijas más
que en el breve espacio de finalizar un trato; que no hacía frente a nóminas, ni había de
único haber e inversión consistía en ese algo conocido con el nombre de «amistad». Eran
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Tratábase de seres dinámicos, que iban de un lado a otro del país, mientras los demás
apenas podían moverse; hombres sin entrañas; activos, pero no como animales, sino
Dagny sabía que era posible aportar dinero al negocio de los ferrocarriles y sabía también
Cuffy Meigs vendía trenes, del mismo modo que lo que transportaban los mismos, donde
quiera que pudiese levantar un tinglado incapaz de quedar descubierto. Vendía rieles a
devorada por un tipo u otro de gusanos: los que se atracaban por sí mismos o los que
entregaban su comida a otros. Mientras quedara carne viva como presa, ¿qué importaba el
estómago al que fuese a parar? No existía modo de saber qué devastaciones se habían
llevado a cabo por seres humanitarios y cuáles por gangsters declarados. No era posible
explicar qué actos de saqueo eran instigados por el afán de caridad de los Lawson y
cuáles por la glotonería de Cuffy Meigs. Nadie podía decir qué comunidades quedaban
inmoladas para alimentar a otra comunidad durante una semana más, antes de declararse
el hambre, y cuáles para proveer los yates de los oportunistas. Pero, ¿importaba algo?
Ambos eran iguales en sus hechos, del mismo modo que en espíritu. Ambos sufrían
necesidad y ésta quedaba ahora considerada como único título de propiedad; ambos
modo. No era posible discriminar entre caníbales y víctimas. Las comunidades que
aceptaban como lícito las ropas o el combustible de una ciudad situada al este de ella,
veían a la otra semana confiscados sus graneros con destino a otra ciudad al oeste. El
hombre había conseguido hacer realidad un ideal de siglos y lo practicaba con absoluta
reino, como algo más sagrado que el derecho y la vida. Los hombres se veían empujados
hacia un abismo en el que, gritando que es preciso auxiliar al hermano, cada uno
devoraba a su prójimo y era a su vez devorado por el hermano de aquél. Cada uno
por la espalda. Cada uno se devoraba a sí mismo, mientras gritaba, presa de terror, que un
—¿Qué queja tienen ahora que expresar? —oyó decir mentalmente a Hugh Akston—.
ejecución de todas las ideas sostenidas por los hombres. No habían querido saber que
aquello constituía su anhelo; no quisieron admitir que poseían poder para desear, pero no
para fingir, y habían conseguido su deseo al pie de la letra, hasta el final, manchado de
sangre.
preguntó. ¿Con qué contaban? Quienes otras veces gimieran: «No quiero destruir a los
ricos; tan sólo deseo apoderarme de un poco de su sobrante, para ayudar al pobre. Sólo un
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poco; no se darán cuenta», más tarde proclamaban: «Los ricos pueden soportar ser
estrujados. Ya amasaron suficiente para que les durase tres generaciones», luego gritaron:
«¿Por qué ha de sufrir el pueblo mientras los negociantes poseen reservas para un año?»
Y ahora aullaban: «¿Por qué hemos de morirnos de hambre mientras otros disponen de
—¡Tienes que hacer algo! —exclamó James Taggart. Se volvió hacia él.
—¿Yo?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Averígualo con tu talento especial. Tú eres quien ha de
hacerlo.
—Ni tú tampoco.
—Me refiero a que existen problemas concretos que resolver… Por ejemplo, ¿qué ha
ocurrido con nuestra última asignación de rieles nuevos, desaparecidos del almacén de
Pittsburgh?
—¿Han dejado tus amigos algún medio, método, regla o procedimiento de averiguación?
—Entonces no hables de ello. No seas teórica. Hemos de contender con hechos. Con
hechos tal como se producen actualmente… Hemos de ser realistas e idear un medio
práctico para proteger nuestros suministros bajo las condiciones existentes. No bajo
Dagny se rió por lo bajo. Aquello venía a ser lo mismo que dar forma a lo informe. Tal
era el método dictado por su conciencia. Quería que lo protegiese de Cuffy Meigs sin
reconocer la existencia de éste. Luchar contra la misma sin admitir su realidad, derrotada
—Ya lo sabes.
—¡No sé qué diantre te pasa! No sé lo que te sucede… En los últimos dos meses… desde
—|A eso precisamente me refiero! —se contuvo en seguida, pero no lo suficiente como
para impedir que ella sonriera—. Quería celebrar una conferencia. Deseaba saber tu
—Ya lo conoces.
—Hace tres años dije todo cuanto tenía que decir. Te avisé de a dónde te conduciría el
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—¡Otra vez! ¿De qué sirve teorizar? Estamos en el momento actual, no hace tres años.
Hemos de contender con el presente, no con el pasado. Quizá todo hubiera sido distinto
de seguir tu opinión, pero el caso es que no lo hicimos y que hemos de contender con
—Pues, acéptala.
—¿Cómo dices?
—No pienso ayudarte a pretender… discutiendo contigo, que esa realidad de que hablas
no es como es. Que existe todavía un medio para cambiar las cosas y salvar tu pellejo.
—Bien… —no hubo expresión de cólera en su voz sino tan sólo el tono débil e incierto
del camino y dejad que aquellos que aún podemos, iniciemos la reconstrucción partiendo
de las ruinas.
Era el grito de un hombre dispuesto a morir antes que traicionar sus ideas. Pero procedía
—¡No! —gritó Jim en voz más baja, ronca y normal, descendiendo desde el tono de un
fanático al de un exhausto directivo—. ¡Es imposible! ¡No hay que hablar de ello
siquiera!
—¿Quién lo ha dicho?
—¡No importa! ¡Es así! ¿Por qué has de estar pensando siempre en cosas tan poco
prácticas? ¿Por qué no aceptas la realidad tal como es y haces algo basándote en la
misma? Eres la realista, la que obra, la que mueve y produce, la representante de Nat
podrías salvarnos, podrías hallar un camino para que todo esto funcionara… con sólo
desearlo.
«He aquí —pensó—, la meta final de toda la inútil charla académica que los negociantes
han venido ignorando durante tantos años; el objetivo de todas esas definiciones airadas,
tiranía del alimento, el cobijo y las ropas; que llegaría un día en que Nat Taggart, el
realista, tendría que verse obligado a considerar los deseos de Cuffy Meigs como un
retorcidos, productos de la biblioteca y del aula, que vendían sus revelaciones como
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razón, sus instintos como ciencia, sus anhelos como sabiduría; el objetivo de los salvajes
por el capricho omnipotente del granjero; los que luego procedían a apresar y encadenar a
agua, de su tierra, para arrojarlo sobre una árida roca y ordenarle: «¡Ahora cultiva y
aliméntanos!»
«No —pensó, esperando que Jim preguntara algo—. Sería inútil intentar explicarle de
qué se reía, no podría comprenderlo»; pero no lo preguntó.
Por el contrario, lo vio hundirse aún más y le oyó decir, de un modo terrible, porque sus
Dagny se irguió con los músculos rígidos, cual si se fuera a enfrentar al revólver de un
asesino.
—Dagny —su voz venía a ser el gemido suave, nasal, monótono de un, pordiosero—,
quiero ser presidente de un ferrocarril. Lo deseo de veras. ¿Por qué no he de tener anhelos
igual que tú los tienes? ¿Por qué no se me ha de otorgar el cumplimiento de mis deseos,
igual que tú siempre viste realizados los tuyos? ¿Por qué has de ser feliz, mientras yo
sufro? ¡Oh, sí! El mundo es tuyo; tú posees el cerebro para gobernarlo. Pero entonces,
condenas al fracaso. ¿No poseo el derecho a exigir la forma de felicidad que escoja? ¿No
—¡Tú tienes la culpa de que sufra! ¡Es tu fracaso moral! Soy tu hermano y, en
llevan afirmando así durante siglos. ¿Quién eres tú para contradecirlos? Te sientes
orgullosa de ti misma; te crees buena y pura, pero no puedes ser buena mientras yo me
virtud. Quiero esta clase de mundo, el mundo de hoy. Un mundo que me dé mi parte de
autoridad y me permita sentirme importante. ¡Hazlo por mí! ¡Haz algo! ¿Cómo puedo
saber qué? ¡Es tu problema y tu deber! Tienes el privilegio de la fuerza, pero yo poseo el
comprendes?
Su mirada era idéntica a las manos de un hombre que pende sobre un abismo, aferrándose
frenético al menor resquicio de duda, pero resbalando sobre la limpia y dura roca de su
propio rostro.
—¡Eres un bastardo! —dijo ella con voz tranquila, sin emoción, puesto que las palabras
Le pareció como si le viera hundirse en el abismo, aun cuando no hubiera en su cara nada
No existía razón para sentir más repulsión que la usual, se dijo. Habíase limitado a dar
forma a las cosas predicadas, oídas y aceptadas por doquier; pero aquel credo era
primera. Se preguntó si la gente aceptaba la doctrina del sacrificio, cuando los receptores
para marcharse.
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—¡No! ¡Espera! —gritó Jim poniéndose en pie al tiempo que miraba su reloj de
pulsera—. ¡Ya es la hora! ¡Van a radiar una emisión especial de noticias que quiero que
escuches!
Jim dio vuelta al interruptor de la radio, a la vez que contemplaba a su hermana cara a
cara, de un modo casi insolente. En sus ojos se pintaba el miedo y a la vez una extraña e
impúdica expectación.
—¡Señoras y caballeros! —dijo la voz del locutor de manera brusca, con cierto tono de
Chile!
fruncimiento de cejas, como si algo en las palabras y en la voz no siguiera las normas que
había previsto.
—«Una sesión especial de la legislatura del Estado popular de Chile ha sido convocada
para las diez de esta mañana, con el fin de aprobar una disposición de gran importancia
para los pueblos de Chile, Argentina y otros Estados populares Sudamericanos. Siguiendo
la línea de la clara política del señor Ramírez, el nuevo jefe de Estado chileno que
Copper», abriendo así el camino al Estado popular de la Argentina para que nacionalizara
el resto de las propiedades d'Anconia en todo el mundo. Ello era sabido sólo por unos
cuantos altos personajes de ambas naciones. La medida había sido mantenida en secreto
Copper», cuyo material se estima en varios billones, iba a constituir una magnífica
»A las diez en punto, en el momento exacto en que la maza del presidente daba sobre su
estrado abriendo la sesión, y casi como si dicho golpe lo hubiera puesto todo en
cristales. Procedía del muelle, situado unas cuantas calles más allá. Cuando los
legisladores corrieron a las ventanas, pudieron ver una larga llamarada allí donde antes se
fue leído a la asamblea, mientras fuera sonaban las sirenas de alarma y se escuchaban
gritos. La mañana era gris y lluviosa, con el cielo cubierto de obscuras nubes. La
explosión había roto un transmisor eléctrico y la asamblea hubo de votar a la luz de unas
velas, mientras el rojo resplandor del incendio iluminaba las bóvedas del techo sobre sus
cabezas.
»Más tarde, se recibió una sorpresa todavía más terrible, en el momento en que los
Mientras estaban votando, llegaron noticias de todos los lugares del globo según las
caballeros; en ningún lugar del mundo. En aquel mismo instante, al dar las diez, y por una
»Los obreros de la «d'Anconia» habían recibido su última paga en dinero efectivo a las
nueve de la mañana y a las nueve treinta, habían sido alejados de los lugares donde iba a
efectuarse la explosión. Los almacenes de mineral, las mezcladoras, los laboratorios, las
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oficinas, todo ha quedado demolido. Nada resta de los buques de d'Anconia surtos en los
puertos; los botes salvavidas que transportaban a las tripulaciones es lo único de dichos
barcos que puede verse en el mar. En cuanto a las minas d'Anconia, algunas han quedado
enterradas bajo una avalancha de rocas, mientras otras no merecieron siquiera el ser
voladas. Según informan noticias que van afluyendo, un número sorprendente de dichas
minas habían continuado siendo explotadas, aunque sus vetas quedaran exhaustas hace
años.
solo que estuviese enterado de cómo pudo fraguarse, organizarse y llevarse a cabo tan
superintendentes, han desaparecido. Eran ellos con los que el Estado popular contaba
para realizar la tarea y amoldarse al proceso de reajuste. Los más capacitados, mejor
dicho, los más egoístas, han desaparecido. Informes de diversos Bancos indican que no
queda ninguna cuenta abierta a nombre de d'Anconia. El dinero fue retirado de ellos hasta
el último centavo.
legendaria con una existencia de siglos, ha cesado de existir. En lugar del amanecer
dorado de una nueva era, los Estados populares de Chile y Argentina se enfrentan a un
»No ha podido hallarse pista alguna que conduzca a la localización del señor Francisco
Mientras oía aquello, Dagny pensaba: «Gracias, querido… gracias en nombre del último
de nosotros, aun cuando no escuches mi voz ni te importe escucharla…» No era una
simple frase, sino la silenciosa emoción de una plegaria dirigida al rostro sonriente de un
Luego se dio cuenta de que oprimía la radio, como si un débil latido eléctrico en su
durante unos breves instantes había actuado como transmisora y que ahora llenaba una
Como restos distantes de la explosión y de la ruina, notó un rumor producido por Jim,
entre gemido, grito y gruñido, y luego vio cómo sus hombros se estremecían sobre un
—¡Rodrigo! ¡Usted dijo que era totalmente seguro! ¡Rodrigo! ¡Oh, Dios mío! ¿Se da
cuenta de lo que me va en todo esto? —Luego sonó otro teléfono en el escritorio y su voz
gruñó en otro receptor, mientras su mano seguía aferrada al primero—: ¡Cierre la boca,
En un lugar muy distante, como en el borde mismo de su percepción, pudo ver la clase de
juego que los hombres situados tras aquellos escandalosos teléfonos habían realizado y
perdido. Parecían muy lejanos, como minúsculos bacilos agitándose en el blanco campo
bajo la lente de un microscopio. Se preguntó cómo creyeron que alguien los tomara en
Percibió el resplandor de la explosión en todas las caras a que se enfrentó durante el resto
del día, y en todas aquellas ante las que pasó por la noche en la obscuridad de las calles.
Se dijo que si Francisco había deseado una digna pira funeral para la «d'Anconia
Copper», acababa de conseguirlo. Se hallaba allí, en las calles de Nueva York, la única
ciudad sobre la tierra capaz todavía de entender aquello; en las caras de las gentes, en sus
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murmullos, en aquellos murmullos que estallaban tensos como lenguas de fuego,
mientras los rostros se iluminaban con una expresión a la vez solemne y frenética. Los
diversos tonos de las mismas parecían estremecerse y ondular como bajo la luz de una,
inseguros, expectantes; pero todos reconocían un hecho más importante que una simple
desafío; la amarga risa de las víctimas a punto de perecer, pero que se dan cuenta de que
Lo vio también en la cara de Hank Rearden al encontrarse con él para cenar aquella
noche. Cuando su alta y confiada figura se acercó, la única figura que parecía tranquila en
inesperado. No habló del acontecimiento de aquel día, pero ella supo que era la única
Habían seguido encontrándose siempre que él acudía a la ciudad, pasando alguna breve y
rara noche juntos, con el pretérito aún vivo en ambos; sin futuro en su trabajo y en su
lucha común, pero sabedores de que eran aliados y que extraían ayuda de la propia
mientras estaban sentados a la mesa, que la tensión de una contenida sonrisa alteraba los
músculos de sus mejillas. Comprendió a quién se refería cuando dijo de pronto con voz
templo de la Atlántida.
—Sí. Me dijo: «Te juro por la mujer que amo, que soy tu amigo». Era sincero.
—Lo es.
Él movió la cabeza.
—No tengo derecho a pensar en él. No tengo derecho a aceptar cuanto ha hecho en mi
Hank miró hacia otro lado, en dirección a la ciudad. Se hallaban en uno de los extremos
del recinto, con un cristal como invisible protección contra la amplitud del espacio de las
calles, sesenta pisos más abajo. La ciudad parecía anormalmente lejana, como aplanada
en el estanque de sus estratos más bajos. Unos cuantos bloques más allá, con la torre casi
pequeño y turbador rectángulo, sino cual una enorme pantalla fantasmalmente próxima y
—Los aceros Rearden trabajan ahora a pleno rendimiento —decía él con aire
indiferente—. Han elevado los coeficientes de producción de mis altos hornos… para los
convencido de quebrantar la ley en cinco o seis aspectos que nadie puede aprobar ni
desaprobar; todo cuanto sé es que el gángster del momento me dijo que continuara a toda
probablemente me cerrarán las instalaciones por haber efectuado un trabajo ilegal. Pero
799
Dagny observó las miradas ocasionales y subrepticias que la gente dirigía en su dirección.
Lo había notado antes, desde que se radiara la emisión; desde que los dos habían
empezado a aparecer juntos en público. Pero en vez de las desgracias que temiera, se
acerca de sus propios preceptos morales; temor en la presencia de dos personas que se
atrevían a sentirse seguras de su conducta. Los miraban con ansia y con curiosidad; con
envidia, con respeto, con el temor de ofender normas desconocidas, orgullosamente
justas; algunos parecían excusarse, como si dijeran: «Perdonadnos por estar casados».
—Lo están buscando por todo el mundo —explicó sonriente—. Pero nunca lo
encontrarán. —La sonrisa desapareció de su labios—. Ni tampoco yo. —Su voz volvió a
asumir el tono plano y gris de quien cumple un deber—: Bien. Las fundiciones trabajan,
pero yo no. No hago más que ir de un lado a otro del país, como un animal nocturno,
buscando métodos ilegales con los que adquirir materia prima. Ocultándome,
deslizándome, mintiendo, tan sólo para adquirir unas cuantas toneladas de mineral, de
carbón o de cobre. No han levantado sus restricciones sobre las materias que empleo.
Saben que estoy obteniendo más metal del que me permiten sus índices de producción,
—¿Cansado, Hank?
—Muerto de aburrimiento.
Dagny se dijo que había existido un tiempo en que la mente de Hank, su energía, sus
métodos para contender con la naturaleza; ahora, en cambio, se concentraba en una tarea
igual a la del criminal que pretende ser más astuto que sus congéneres. Preguntóse cuánto
añadió con voz repentinamente viva—: Pronto será totalmente imposible obtener cobre.
Dagny se preguntó durante cuánto tiempo un hombre podría continuar trabajando contra
sí mismo; trabajar cuando su deseo más profundo no era el triunfo, sino el fracaso.
—¿Cómo? ¿Dónde…? —Se detuvo—. Ya comprendo —añadió con voz tensa y baja—.
Sería uno de ellos. Te encontraste con él. Dagny, ¿cómo son esos hombres que…? No.
agentes.
—Conoces a dos.
—Desde luego —dijo con tristeza—. Lo sabía…, pero no quise admitirlo… Era su agente
de recluta, ¿verdad?
800
—Aquella noche…, cuando se atrajeron a Ken Danagger…, creí que no habían mandado
El esfuerzo con el que consiguió conferir rigidez a su cara, vino a ser como el lento y
resistente girar de una llave que cierra un recinto inundado de sol, en el que no le era
—Dagny, ese nuevo riel de que hablamos el mes pasado… no creo estar en condiciones
tan embrollada, que consigo pasar de contrabando unos cuantos miles de toneladas cada
semana, con destino al mercado negro. Creo que lo saben, aunque pretendan que no es
así. No quieren enfadarse conmigo, por ahora. Pero he ido embarcando cuantas toneladas
pude arrebatar, a algunos clientes que lo necesitaban con urgencia. Dagny, el mes pasado
estuve en Minnesota y pude ver lo que sucede allí. La gente se morirá de hambre, pero no
el año que viene, sino este invierno, a menos que unos cuantos de nosotros actuemos sin
Este. Minnesota es nuestro último granero. Han sufrido dos años consecutivos de mala
cosecha, pero tuvieron este otoño una muy buena y habrá que recolectarla. ¿Has podido
echar una ojeada a las condiciones en que se halla la industria de la maquinaria agrícola?
Ninguna de las que existen tiene la importancia suficiente como para mantener en
oportunistas. Debido a ello no han podido colocar demasiado bien su material. Dos
tercios de estas industrias han cerrado y el resto lo hará pronto. Las explotaciones
agrícolas van pereciendo por todo el país, por falta de herramientas. Tenías que haber
visto a los agricultores de Minnesota. Pasan más tiempo arreglando su viejos tractores
que arando los campos. No sé cómo han podido sobrevivir hasta la primavera pasada. No
sé cómo pudieron sembrar el trigo. Pero lo han hecho. —En su cara se pintó una
tarea—. Dagny, han de tener herramientas con las que cosechar. He vendido todo el metal
modo, es decir ¡legalmente y a crédito, pero se les pagará este otoño y lo mismo a mí. ¡Al
permito que esos hombres queden destruidos, mientras los oportunistas se hacen ricos.
Evocaba una escena vista en Minnesota: la silueta de una fábrica abandonada, con la luz
del sol poniente atravesando sin oposición alguna los agujeros de sus ventanas y las
grietas del techo, en el que aún figuraban los restos de este letrero: «Compañía
recolectora Ward».
—Este invierno lo salvaremos —continuó—, pero los saqueadores los devorarán el año
que viene. Sin embargo, hemos de salvarlos este invierno… por eso no podré darte riel, al
menos en un futuro inmediato… y ya no nos queda más que ese futuro inmediato. No sé
de qué sirve alimentar a un país si pierde sus ferrocarriles, pero, ¿de qué sirven los
—De acuerdo, Hank. Subsistiremos con los rieles actuales durante… —Se detuvo.
—¿Durante un mes?
801
Atravesando el silencio, una voz penetrante llegó hasta ellos desde otra mesa. Se
en que se padece tan desesperada carestía de cobre!… ¡No podemos permitirlo! ¡No
—Daría cualquier cosa para enterarme de dónde se encuentra —dijo en voz baja—. Sólo
—No me acercaría a él. El único homenaje que aún puedo prestarle, es el de no solicitar
Guardaron silencio, escuchando las voces a su alrededor, como astillas de pánico que
Dagny no se había dado cuenta de que idéntica presencia parecía ser un huésped invisible
en cada mesa, de que el mismo tema rompía toda tentativa de desviar la conversación. La
gente estaba sentada, no de un modo encogido, pero sí como si aquel recinto les pareciese
fin de pretender que su existencia era todavía civilizada; pero un acto de violencia
primaria acababa de hacer estallar la naturaleza de su mundo y éste quedaba expuesto, sin
permitirles continuar en su ceguera.
—¿Cómo ha podido? ¿Cómo ha podido hacerlo? —preguntaba una mujer, con petulante
—Ha sido un accidente —dijo un joven con voz estremecida y aspecto de asalariado
público—. Han venido ocurriendo toda una serie de coincidencias, como demuestra
—El bien y el mal están muy bien para conversaciones académicas —manifestó una
mujer, con voz de conferenciante pública y boca de taberna—, pero, ¿cómo puede alguien
tomar en serio sus propias ideas hasta el punto de destruir una fortuna cuando el pueblo la
necesita?
de esfuerzos para restringir la innata brutalidad del hombre, luego de siglos de enseñar,
—Tengo miedo —repetía una joven—. Tengo miedo… ¡Oh, no lo sé…! ¡Pero tengo
miedo!…
«No pudo haberlo hecho…» «Lo hizo…» Pero, ¿por qué?… «Rehúso creerlo…» ¡No es
humano…! «Pero, ¿por qué?… ¡Se trata sólo de un indigno mujeriego…!» «Pero, ¿por
qué?…»
El ahogado grito de una mujer y una señal apenas atisbada, alcanzaron el limite
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pantalla, desarrollando la misma película año tras otro; proyectando las fechas en firme
rapidez con que Dagny se había vuelto le permitió observar un fenómeno tan inesperado
como si un planeta acabara de revertir su órbita en el cielo: pudo ver la palabras
«septiembre, 2», moviéndose hacia arriba y desapareciendo por el borde del cuadro.
mensaje al mundo y a aquel motor del mundo que era Nueva York, vio estas líneas
No pudo comprender qué sorpresa fue mayor, si la visión del mensaje o el sonido de la
risa de Rearden. Éste se había puesto en pie, ofreciéndose a la vista de todos, y estaba
riendo sobre sus gemidos de pánico; riendo cual quien saluda y acepta el regalo que hasta
***
La mina trabajaba en tres turnos, mezclando sus días y sus noches en un solo lapso de
continua lucha por no perder ni un minuto, ni un terrón de mineral que pudiera extraerse a
contra el cielo vespertino, entre una hilera de vagones vacíos y montones de mineral
repentinamente inamovibles.
grúas, los delicados instrumentos y los poderosos focos que iluminaban las hondonadas y
los picachos de la montaña, no existía un simple alambre con el que reparar la grúa. Se
detuvieron como hombres que, en un trasatlántico impulsado por generadores de diez mil
El jefe de la estación, un joven de miembros rápidos y expresión brusca, sacó alambre del
alambre a Montana.
Cuando Dagny recordó aquello a su hermano una vez más, James Taggart empezó a
gritar:
803
—¡Ya lo he hecho! He obtenido para ti prioridad absoluta por lo que respecta al alambre
de cobre. Eres la primera en ser servida y se te otorga un cupo más alto que a nadie. Te he
dado todas las cartas, certificados, documentos y requisitos… ¿qué más quieres?
—¡El alambre!
—¡He hecho lo que he podido! ¡Nadie puede recriminarme nada! Dagny no quiso
en una noticia de la última página. Un impuesto oficial de urgencia había sido aprobado
en California, como auxilio a los parados; representaba el cincuenta por ciento de los
beneficios brutos de cualquier corporación social, aparte de los otros muchos impuestos;
—No se preocupe, míster Rearden —expresó una voz untuosa en un auricular telefónico
inquietarse.
una categoría especialísima, míster Rearden. Quiero hacerle saber que este invierno no
Rearden colgó el teléfono frunciendo el ceño, preocupado, pero no por el problema del
éste género eran normales, sino por el hecho de que los legisladores de Washington
Durante los años de su continuo forcejeo había aprendido que no era difícil contener con
un antagonismo al parecer sin causa, pero que una amabilidad del mismo tipo resultaba
callejón entre las estructuras de los hornos, percibió una figura cabizbaja, en cuya actitud
Desde su traslado a Filadelfia, Rearden no había vuelto a visitar su antigua casa, ni supo
una palabra de su familia, aunque continuara pagando las facturas de ésta. Pero de pronto
y de un modo inexplicable, había visto por dos veces durante las pasadas semanas a
Philip, vagabundeando por las instalaciones, sin motivo aparente. No hubiera podido
las dos cosas eran posibles. No pudo descubrir ninguna clave a sus propósitos, sino sólo
nada!…, pero… mamá está preocupada por ti.» «Mamá puede visitarme siempre que
quiera.» Philip no había contestado, sino que continuó interrogándole de manera muy
poco convincente acerca de su trabajo, su salud y sus negocios; las preguntas tenían un
aire extraño, porque más que referirse a sus negocios parecían tratar de investigar su
estado de ánimo respecto a aquello. Hank lo cortó bruscamente, despidiéndose de él, pero
le quedó un leve e inquietante sentimiento, como si todo el incidente siguiera resultando
inexplicable.
804
La segunda vez, Philip dijo como única explicación: «Sólo queremos saber cómo sigues»,
«¿A quién te refieres?» «Pues… a mamá y a mí. Corremos tiempos difíciles y… mamá
quiere saber qué piensas de todo esto.» «Dile que no lo sé.» Aquellas palabras parecieron
herir a Philip de un modo peculiar, cual si fuese la única respuesta que temía. «Vete de
aquí —le ordenó Rearden, cansado—, y la próxima vez que quieras verme pide una
entrevista y ven a mi despacho. Pero no lo hagas a menos de tener algo que decirme. No
Philip no pidió dicha entrevista. Allí estaba de nuevo, cabizbajo, entre las gigantescas
formas de los hornos, con aire de culpabilidad y de jactancia al mismo tiempo, altivo y
sumiso a la vez.
—¡Tengo algo que decirte! —se apresuró a exclamar en respuesta al irritado fruncimiento
de cejas de Rearden.
—¿Qué más?
—¿Acerca de qué?
Lo dijo con aire provocador, haciéndose un poco atrás. Rearden le miró inexpresivo.
—Henry, quiero trabajo en la fundición. Quiero que me ofrezcas algo que hacer. Necesito
expresar algo concreto con voz entre ofendida y suplicante, como si la necesidad de
justificar esto último le resultara una imposición insoportable—. Quiero ganarme la vida;
—¿Cómo?
—¡Porque lo necesito!
Rearden señaló los rojos chispazos de las llamas que surgían de la negra forma de un
—Yo necesitaba también esos hornos, Philip. Y no fue la necesidad quien me los otorgó.
bruscamente, añadiendo luego, con voz irritada e impaciente—: ¿Qué ocurre? ¿He dicho
—¿Cómo?
—¿Cómo?
805
—¿Es eso lo que…? —empezó Philip con expresión de ofensa, pero dejó la frase sin
terminar.
Philip desvió la mirada; al hablar de nuevo su voz sonó como lanzada al azar, recogiendo
frases desperdigadas.
—Todo el mundo tiene derecho a la vida. ¿Cómo voy a conseguirlo si nadie me da una
oportunidad?
—Yo sí.
—¿Por qué has de preocuparte tanto por esto? No es tu existencia lo que aquí se debate.
Rearden señaló a los hombres iluminados por los neblinosos rayos del alto horno.
—No estoy en situación de discutir contigo, puesto que en estos momentos ocupas una
—¿Cómo?
—¿Crees que soy yo quien ha de tener la boca cerrada porque ocupo una posición
El cuerpo de Philip pareció tensarse un poco más y sus ojos se vidriaron ligeramente
como si temiera el lugar en que se hallaba, como si lamentara la visión del mismo y se
un exorcismo dijo:
—Es imperativo moral, universalmente reconocido en nuestros días y época, que todo
—¿Cómo?
806
—Quise decir…
—Que no es así…¿verdad? Que lo necesitas, pero no puedes crearlo. Que tienes derecho
—Sí.
—¿Y si no lo hago?
—No te comprendo —dijo Philip; su voz sonaba con la irritada perplejidad de quien
recita las fórmulas de un papel bien ensayado, obteniendo como respuesta frases que no
esperaba—. No comprendo por qué no se puede hablar contigo. No entiendo qué teoría
propugnas ni…
estás calificado para entender en cuestiones de principios —dijo—. Deberías dejarlo a los
—¿Cómo qué?
a la cuneta… Cuando todo aparece tan incierto, uno ha de poseer ciertas seguridades…
un punto de apoyo… Quiero decir que en una época así, si algo te sucediera yo no…
—¿Nada de qué?
—¿Cómo he de saberlo?… Pero sólo tengo la asignación que me das… y puedes cambiar
—En efecto.
. —¿Cómo has tardado tantos años en darte cuenta y en empezar a preocuparte? ¿A qué
—Pues a que… has cambiado. Tú… solías tener cierto sentido del deber y de la
Rearden se irguió, estudiándolo en silencio. Había algo peculiar en el modo en que Philip
—Bien. Me gustaría quitarte ese fardo de los hombros, si es que me consideras un fardo
—No me atormenta.
—¿De quién?
807
—Pues… de mamá y de mí… y de la humanidad en general. Pero no voy a apelar al lado
que…
—Mientes, Philip. No es eso lo que te preocupa. Si lo fuera, lo que anhelarías sería dinero
y no trabajo…
—¡No! ¡Quiero un empleo! —Su exclamación fue inmediata, casi frenética—. ¡No
—Repórtate, pobre infeliz. ¿Sabes lo que dices? Philip escupió su respuesta con odio
impotente:
—¿Y tú sí?
—Yo sólo…
—¿Has dicho que quiero comprarte? ¿Por qué habría de intentarlo en vez de darte un
—Se supone… que al menos… tendrás consideración hacia mis sentimientos… pero no
es así.
—¿Hacia los tuyos? ¿Hacia tus sentimientos? —No había malicia en la voz de Philip,
Fue como si un cúmulo de años diera de pronto en la cara a Rearden, expresados en una
del primer tren de la línea «John Galt» y la visión de los ojos de Philip; de aquellos ojos
pálidos, casi líquidos, que representaban lo más bajo de la degradación humana: un dolor
exigiendo que aquel dolor fuese considerado como el mayor de los valores. «Tú nunca
has sufrido», decían acusadores aquellos ojos, mientras él evocaba aquella noche en su
buscando los restos de Dagny. «Tú nunca has sufrido», decían los ojos con arrogante
sumerja en el pantano de la tortura. «Tú nunca has sufrido», proclamaba la muerta luz de
aquellos ojos. «Jamás sentiste nada, porque sólo sufriendo se siente; no existe la alegría;
sólo existe el dolor y la ausencia de aquélla; sólo el dolor y la nada. Yo sí sufro; estoy
mi virtud, mientras tú, el ser íntegro, el que nunca se queja, has de aliviarme del dolor,
cortar tu cuerpo incólume para reparar el mío; cortar tu alma inflexible para impedir que
la mía siga sintiendo. Así conseguiremos el ideal más elevado, el triunfo de la vida: el
cero.» Pero veía la naturaleza de aquellos que durante siglos no habían retrocedido ante
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los predicadores de la aniquilación, veía la naturaleza de los enemigos con los que tuvo
—Philip —dijo—, vete de aquí. —Su voz era como un rayo de sol en un depósito de
enemigo al que no puede honrarse con la propia cólera ni siquiera con el propio horror—.
Y no intentes volver a penetrar en estas fundiciones, porque daré orden a todos los
—Bien, después de todo —dijo Philip en el tono colérico y precavido de quien expresa
una velada amenaza —puedo conseguir que mis amigos me otorguen un empleo aquí y
obligarte a aceptarme.
Rearden, que había dado ya unos pasos para alejarse de él, se detuvo y volvióse a mirarle.
extensión de los altos hornos, con las oscilantes llamaradas y los cargamentos de metal
acero por el poder invisible de bus magnetos, y comprendió que tenía miedo de aquel
guía del hombre que se hallaba ante él. Luego miró la alta y esbelta figura que
permanecía inmóvil, aquella figura de mirada inflexible, cuya visión había sabido
atravesar rocas y llamas para erigir aquel lugar. Y se ‹?W cuenta de cuan fácilmente aquel
hombre al que intentaba forzar a una acción podía hacer que un cubo de metal se vaciara
un segundo antes de lo previsto, o que una grúa dejara su carga a un pie de distancia del
lugar adecuado. Caso de ocurrir así, nada quedaría de él, de Philip el reclamante. Su única
Rearden pensó que eran hombres que adoraban el dolor. Parecía monstruoso y al propio
tiempo extrañamente desprovisto de importancia. No sentía nada hacia ellos. Era igual
que intentar un llamamiento a la emoción en pro de objetos inanimados, hacia los restos
de mineral que descendieran por un monte para aplastarle. Era posible escapar a la
avalancha o levantar muros que la domaran, o ser aplastado, pero lo que no resultaba
sentado en la sala de un tribunal de Filadelfia, veía a los hombres realizar las gestiones
vulgares, mientras iban recitando vagas frases de fraudulenta evidencia y llevaban a cabo
pleno. Había permitido que lo hicieran, él, a quien las leyes no dejaban otro camino para
definidas de un modo objetivo, sino gracias a la arbitraria decisión de un juez con cara
Lillian no se hallaba presente; su abogado hacía algún gesto de vez en cuando, como
quien deja el agua correr por entre sus dedos. Todos conocían cuál iba a ser el veredicto y
el motivo del mismo; ninguna otra razón había existido en años sólo regidos por el
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capricho. Parecían considerar aquello como su justa prerrogativa; actuaban como si los
empleos; como si estos empleos consistieran en presentar las adecuadas fórmulas, sin
responsabilidad para saber qué conseguían con las mismas; como si un tribunal fuese el
único sitio donde las acciones del bien y del mal resultaran absurdas, y ellos, los
encargados de dispensar justicia, fuesen lo suficientemente listos como para saber que la
justicia no existía. Actuaban como salvajes, llevando a cabo un rito ideado para
Los diez años de su matrimonio habían sido auténticos, pensó, pero aquellos hombres
asumían ahora el poder de disponer del mismo, de decidir si podía disfrutar de una
oportunidad de goce en la tierra, o verse condenado a la tortura para el resto de sus días.
Recordó el austero, implacable respeto que había sentido hacia su contrato matrimonial,
hacia todos sus contratos y todas sus obligaciones legales, y vio la clase de legalidad para
prudente y taimada de conspiradores que compartieran una culpabilidad común con él, y
se sintieran mutuamente Ubres de condena moral. Luego, cuando observaron que era el
único en toda la sala que miraba de frente los rostros ajenos, pudo notar cómo el
resentimiento se mostraba cada vez con mayor claridad en sus pupilas. Incrédulo,
amordazada y sin recursos, excepto el soborno, debía creer que aquella farsa pagada con
su dinero era un proceso legal; que los edictos que lo esclavizaban, tenían validez moral;
que era culpable de corromper la integridad de los guardianes de la justicia y que la culpa
era suya, no de ellos. Venía a ser lo mismo que condenar a la víctima de un atraco por
eran los burócratas saqueadores los que debían ser culpados, sino los industriales
encadenados; no aquellos que mendigaban favores legales, sino los que se veían forzados
el remedio siempre fue no la liberación de las víctimas, sino la aplicación de poderes más
amplios en beneficio de quienes se valían de la fuerza para llevar a cabo sus extorsiones.
Pensó que la única culpabilidad de las victimas consistía en haberla aceptado como tal.
Cuando salió de la sala del tribunal a la helada llovizna de aquella tarde gris, le pareció
como si se hubiera divorciado, no sólo de Lillian, sino de toda la sociedad humana que
La cara de su abogado, hombre anciano de la escuela antigua, tenía una expresión que le
—Escuche, Hank —le preguntó como único comentario—. ¿Hay algo que los
—Porque todo esto me ha parecido demasiado sencillo. Existían unos cuantos puntos en
los que esperaba presión e incluso indicaciones especiales. Pero lo han pasado por alto,
superioridad para tratarle a usted benévolamente y dejarle salirse con la suya. ¿Planean
algo nuevo contra sus fundiciones?
—No, que yo sepa —repitió Rearden, asombrándose al oír cómo una voz interior le
Fue aquella misma tarde, en las fundiciones, cuando vio a la «nodriza» correr hacia él;
una figura desmañada y ágil, con cierta mezcla peculiar de brusquedad, torpeza y
decisión.
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—Mister Rearden, quisiera hablar con usted —dijo con aire apocado, pero extrañamente
firme.
—Adelante.
—Deseo preguntarle una cosa —la cara del muchacho aparecía solemne y tensa—. Sé
muy bien que puede usted rechazarlo, pero de todas formas, se lo voy a pedir… y… y si
—Mister Rearden, ¿quiere darme trabajo? —Fue su esfuerzo en aparecer normal lo que
traicionó las jornadas de lucha existente tras de semejante pregunta—. Quiero dejar lo
que ahora hago y trabajar. Trabajar de verdad en la fabricación del acero, del mismo
modo que cierta vez me propuse. Deseo ganar mi sustento. Estoy cansado de ser un
parásito.
Rearden no pudo resistir una sonrisa, a la vez que le recordaba, en tono de quien repite
una cita.
—¿A qué viene ahora usar tales palabras, «No-absoluto»? Cuando no se emplean
Pero observó el desesperado anhelo del muchacho y se detuvo, a la vez que su sonrisa se
desvanecía.
—Lo digo muy de veras, míster Rearden. Sé lo que significa esa palabra y sé también que
es la más adecuada. Estoy cansado de percibir dinero por no hacer nada, excepto
dificultarle la tarea de ganarlo. Sé que todos cuantos trabajan hoy son solamente muñecos
manejados por bastardos como yo, pero… prefiero ser un muñeco si es que no queda otro
remedio. —Su voz se había ido elevando—. Le ruego me perdone, míster Rearden —
pero no vale ni el papel en que está impreso. Sin embargo, creo haber aprendido un poco
acerca de todo esto en los dos años que llevo aquí y si puede usted utilizarme como
barrendero o cualquier otra cosa voy a decir a ésos dónde deben tirar la ayudantía de
cuando usted diga. —Evitó mirar a Rearden, pero no a manera de evasión, sino cual si no
—Porque, considerando el modo en que empecé aquí, aquel en que actué y la delegación
que ostento, si le pido un favor, usted tiene perfecto derecho a darme un puntapié en la
boca.
—Ha aprendido mucho en los dos años que lleva con nosotros.
—No. Yo… —Miró a Rearden, comprendió, desvió las pupilas y dijo secamente—: Sí…
—Escuche, muchacho. Le daría un empleo ahora mismo y, desde luego, mejor que el de
Desde luego, son muchos los que lo hacen, y otros ingresan bajo nombres supuestos y
papeles amañados. Usted lo sabe, y gracias por haber mantenido la boca cerrada. Pero
¿cree que si lo contratara de ese modo, sus amigos de Washington dejarían de enterarse?
811
dijo:
—No había pensado en eso, mister Rearden. Me olvidé de ellos. Pensaba sólo en si usted
—Lo sé.
—Sí. Nada puede hacer por el momento, excepto solicitar de la Oficina de Unificación
permiso para cambiar de tarea. Si quiere intentarlo, apoyaré la petición, pero no creo que
—No. No lo harán.
—Si maniobra usted lo suficiente y dice las mentiras apropiadas, quizá le permitan pasar
—|No! ¡No quiero ir a ningún otro sitio! ¡No quiero salir de aquí! —Permaneció mirando
el invisible vapor de la lluvia sobre la llama de los hornos. Al cabo de un rato, añadió con
calma—: Creo que lo mejor es no hacer nada. Continuar siendo representante de los
saqueadores. Además, si me marchara, sólo Dios sabe qué bastardo le colocarían aquí. —
Se volvió—. Están dispuestos a cualquier cosa, mister Rearden. No sé lo que es, pero se
disponen a atacarle.
—¿Cómo?
—No lo sé. Han estado vigilando todo lo sucedido aquí durante las últimas semanas. Y en
cada deserción han ido introduciendo a tipos de los suyos. Una colección de gente muy
extraña, inútiles que juraría nunca estuvieron en una fundición hasta ahora. He recibido
órdenes de dar empleo a cuántos de ellos fuera posible. No han querido decirme por qué.
No sé lo que están planeando. Intenté sonsacarles, pero se muestran reticentes. Creo que
intentan un golpe.
—Intentaré saber algo más. Haré cuanto pueda para averiguarlo a tiempo. —Se movió
—Gracias, míster Rearden —dijo con voz solemne y baja, alejándose definitivamente.
***
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Transcontinental».
Una corriente de trigo se movía por los caminos, las carreteras, los abandonados rieles de
la comarca, vaciando millares de acres cultivados sobre los frágiles depósitos de las
estaciones. Se movía día y noche; los primeros chorros se convertían en corriente y luego
toser; sobre carretas arrastradas por los enmohecidos esqueletos de caballos muertos de
hambre; sobre carros arrastrados por bueyes; gracias a los nervios y a la última energía de
hombres que llevaban dos años viviendo en un desastre, para obtener la recompensa
triunfante de aquella gigantesca cosecha otoñal; nombres que habían reparado sus
camiones y carros con alambres, con mantas, con cuerdas y con noches sin sueño para
hacerlos resistir el viaje; para llevar el grano y caer deshechos en el lugar de su destino,
vagones de mercancías desde todos los rincones del continente hasta la división de
los vagones como un eco anticipado, rigurosamente planeado, ordenado y previsto, a fin
acumulaban allí cada año; esta vez se esperaban quince mil. El primero de los trenes de
trigo había iniciado la canalización del mismo hacia los hambrientos molinos, luego hacia
las ganaderías y a los estómagos de la nación. Cada tren, cada coche y cada elevador,
Eddie Willers miró el rostro de Dagny mientras ésta examinaba las tarjetas del fichero de
—El terminal —dijo con voz queda, cerrando el fichero—. Telefonea al terminal y diles
No dijo nada tampoco cuando, por la mañana, puso sobre su escritorio un telegrama de la
carestía de cobre, los agentes del gobierno se incautarían de todas las minas del mismo,
Montana.
Permaneció muda cuando James Taggart le anunció que iba a cursar una orden retirando
—No podemos permitirnos dichos vagones por más tiempo —explicó—. Siempre hemos
perdido con los malditos comedores, y cuando no hay comida que servir, cuando los
restaurantes cierran porque no pueden conseguir una libra de carne de caballo, ¿cómo
esperar que los ferrocarriles continúen ese servicio? Por otra parte, ¿por qué diablo hemos
de alimentar a los pasajeros? Ya son lo suficiente afortunados con que les ofrezcamos
transporte. Viajarían en trenes de ganado si fuera necesario. Que cada uno se lleve su
bolsa con la merienda. ¿Qué nos importa? ¡No tienen otros trenes que tomar!
en sirena de alarma que sólo lanzara al aire desesperados anuncios de desastres. «Miss
Taggart, no tenemos alambre de cobre.» «Miss Taggart, faltan clavos, simples clavos.
¿No podría decir a alguien que nos mandara un barril?» «¿No podría encontrar pintura,
813
en el que maduraba una rica cosecha de habas, planeada y organizada por Emma
Chalmers, más conocida como «Kip's-Ma», era una vieja socióloga que estuvo
deambulando por Washington durante años, del mismo modo que otras mujeres de su
edad y de su tipo haraganean por los bares. Por alguna razón que nadie podía definir, la
muerte de su hijo en la catástrofe del túnel le había prestado cierto halo de martirio en la
capital, aumentado por su reciente conversión al budismo. «El haba es una planta mucho
más vigorosa, nutritiva y económica que todos los extravagantes alimentos condicionados
por una dieta despreocupada y ruinosa», había dicho Kip's Ma por la radio. Su voz sonaba
siempre cual si cayera en gotas, pero no de agua, sino de mahonesa. «Las habas son un
excelente substituto del pan, de la carne, de los cereales y del café, y si todos nos
víveres y sería posible alimentar a más gente. El mejor alimento para el mayor número de
y sano, gracias al cual los pueblos de Oriente han venido subsistiendo durante siglos. Es
«Cañería de cobre, Miss Taggart. ¿Sería posible conseguir cañería de cobre en algún
sitio?», imploraban las voces por el teléfono. «Pernos para los rieles, Miss Taggart.»
«Tornillos, Miss Taggart.» «Bombillas, Miss Taggart; no hay una bombilla eléctrica en
ofreciendo representaciones gratuitas a gentes que, con una comida diaria, no disponían
de fuerzas suficientes para arrastrarse hasta el teatro. Se habían otorgado siete millones de
cigarrillos en las tiendas del país. Se vendían linternas, pero no había pilas; se exhibían
producción de aeroplanos fue declarada; «en suspensión temporal». Los viajes aéreos con
«en beneficio del público». Un industrial que viajara para salvar su fábrica no merecía la
«La gente roba pernos y tuercas de nuestras vías, Miss Taggart; lo hacen de noche y
nuestras existencias van disminuyendo. El almacén está vacío. ¿Qué hacemos, Miss
Taggart?»
Washington para que lo admirasen los turistas, y un superciclotrón para el estudio de los
rayos cósmicos se levantaba en el Instituto Científico del Estado, previéndose que la tarea
«Lo peor de nuestro mundo moderno —había dicho por la radio el doctor Robert Stadler
durante las ceremonias inaugurales del ciclotrón —es que demasiada gente piensa
demasiado. Tal es la causa de todas nuestras dudas y temores. Unos ciudadanos realmente
en la razón. Del mismo modo que el profano deja la medicina a los doctores y la
electrónica a los ingenieros, la gente no calificada para pensar debe dejar las ideas a los
expertos y tener fe en la alta competencia de los mismos. Sólo los expertos pueden
814
«Esta era de miseria es castigo de Dios por el pecado cometido por el hombre al confiar
sólo en su mente —decían las despectivas y triunfantes voces de los místicos de toda
prueba por que pasamos es resultado de la tentativa humana de vivir por la razón. Tal es
el estado a que conduce la reflexión, la lógica y la ciencia. Y no habrá salvación hasta que
el hombre comprenda que su mente mortal es impotente para solucionar sus problemas, y
guerrera casi militar y golpeando una brillante cartera de piel contra sus polainas de cuero
Cuffy Meigs trataba de evitar su presencia. Adoptaba hacia ella una actitud en parte
desdeñosa, cual si considerase a Dagny una idealista poco práctica, y en parte imbuida de
cierto supersticioso temor, cual si la joven poseyera alguna fuerza inaprehensible con la
ferrocarril; pero aun así, como si fuera la única a la que no se atreviera a desafiar. Había
cierto toque de impaciente resentimiento en sus modales hacia Jim, como si fuera deber
de éste contender con su hermana y protegerle a él. Del mismo modo que esperaba verle
prácticas, esperaba también que Jim la mantuviera a raya como si sólo fuese una parte
herida sobre el cielo, la página del calendario colgaba vacía en la distancia. No habían
vuelto a repararlo desde la noche en que Francisco se despidió. Los funcionarios que
corrieron a la torre pararon el mecanismo al tiempo que arrancaban la película del aparato
pegado a la tira de los días, pero nunca se pudo descubrir quién lo hizo, ni quién había
entrado en aquel recinto y cómo, no obstante las tres comisiones que aún seguían
Había dado aviso de que aceptaría todas las llamadas de aquella clase porque dichas
demandas de auxilio constituían su única fuente de información. En una época en que las
voces de los directivos sólo expresaban sonidos destinados a evitar toda comunicación,
las de los innumerables seres sin nombre constituían su último punto de contacto con el
—Miss Taggart, no soy yo quien debe llamarla, pero nadie más lo quiere hacer —dijo la
voz a través del alambre, una voz joven y en exceso tranquila—. Dentro de un par de días
ocurrirá un desastre como nunca se ha visto, y nadie podrá ocultarlo; pero entonces será
—Uno de sus empleados de la división de Minnesota. Dentro de un día o dos más, los
trenes dejarán de circular por aquí, y ya sabe usted lo que ello representa en plena
cosecha, y por cierto la más espléndida que jamás hayamos obtenido. No tenemos
vagones. Este año no nos han mandado los trenes de mercancías con destino a la cosecha.
815
—¿Qué dice usted? —preguntó Dagny, sintiendo como si transcurrieran minutos entre
cada una de las palabras pronunciadas por una voz que, aunque la suya propia, le parecía
desconocida.
—No han sido enviados los vagones. Para estas fechas deberíamos disponer ya de quince
mil. Pero a lo que he podido saber, tan sólo hay ochocientos. Llevo una semana llamando
garajes y salas de baile a lo largo de la vía están atestados de trigo. En los elevadores
Sherman hay una hilera de camiones y de carros de dos millas de longitud esperando en
la carretera. En la estación de Lakewood la plaza está llena desde hace tres noches. Nos
repiten que es sólo un atascamiento temporal, que los vagones van a llegar y que todo
saldrá bien, pero no es así. Ningún tren viene hacia acá. He llamado a todo el mundo y sé
Todos están pensando a quién cargar la culpa cuando la cosecha se pudra en las
estaciones y no en quién va a sacarla de aquí. Quizá nadie pueda. Tal vez ni usted
tampoco. Pero creo que debe saberlo y que alguien debía informarla.
seguir aquí para presenciar lo que venga. No quiero seguir tomando parte en esto. Buena
Cuando tuvo conciencia otra vez del lugar en que se hallaba y se permitió pensar, era
mediodía de la jornada siguiente. De pie en su despacho, sintiéndose cada vez más triste,
pasándose los dedos por un mechón de pelo y apartándolo de su cara, se preguntó por un
instante dónde estaba y qué cosa increíble le había sucedido en las últimas veinte horas.
Sintió horror y comprendió que lo había sentido desde que escuchara las primeras
palabras de aquel hombre por teléfono, sólo que no hubo tiempo para asimilarlo.
No recordaba gran cosa de lo sucedido en las últimas veinte horas, sólo retazos
inconexos, unidos por la única constante que los hacía posibles: las blandas y lacias caras
Desde el instante en que le dijeron que el director del Departamento de Vagones llevaba
ausente de la ciudad una semana, sin haber dejado señas de dónde poder encontrarle,
comprendió que el informe del hombre de Minnesota era cierto. Más tarde hubo de
enfrentarse a las caras de sus ayudantes del Departamento, que no quisieron confirmar el
fichas, llenos de palabras sin conexión con hechos concretos. «¿Se mandaron los vagones
columnas de acuerdo con lo requerido por la Oficina del Coordinador y según las
mercancías a Minnesota?» «Los datos de los meses de agosto y septiembre han sido
y…» «¿Saben ustedes si se han enviado los vagones a Minnesota?» «Por lo que se refiere
Pero nada habla que aprender de los ficheros. Existía en ellos toda clase de datos
cuidadosamente anotados, pero cada uno implicaba cuatro significados distintos, con
816
referencias a otras referencias, y éstas a una referencia final que precisamente faltaba en
la tarjeta. No tardo mucho tiempo en descubrir que los vagones no habían sido enviados a
Minnesota, y que la orden procedía de Cuffy Meigs; pero al principio resultó imposible
habían hecho y por quién para conservar la apariencia de un funcionamiento normal sin
que un solo grito de protesta se elevara de hombres más valerosos que aquéllos. ¿Quién
Durante las horas de aquella noche un pequeño y desesperado equipo al mando de Eddie
ferrocarril que aún siguieran funcionando en todos los confines del mapa, rogándoles
las huellas de alusiones a medio formular. El sendero se acercaba a su fin cuando escuchó
Washington, que sonaba con aire resentido por el auricular telefónico: «Bien. Después de
todo, que el trigo sea o no esencial para el bienestar del país es cuestión de opiniones.
Existen gentes de parecer más progresivo a cuyo entender el haba resulta de mucho más
valor». Hacia mediodía se encontraba en su propia oficina, segura de que los vagones de
mercancías que debían transferirse a Minnesota habían sido enviados a transportar las
La primera noticia acerca del desastre de Minnesota apareció en los periódicos tres días
después. Se decía que los agricultores, luego de esperar en las calles de Lakewood
durante seis días, sin lugar en donde almacenar su trigo y sin trenes para transportarlo,
rumores antipatrióticos.
Mientras los molinos y los mercados de cereales del país lanzaban sus quejas por teléfono
arrastraban como orugas a través del mapa en dirección a Minnesota, el trigo y las
esperanzas del país aguardaban la muerte a lo largo de rieles vacíos, bajo las persistentes
naufragio, un S. O. S. que nadie escuchaba. Había vagones que llevaban cargados meses
transportar otras cosas. «Puede decir a ese ferrocarril…», frase seguida por palabras
S. de Nueva York.
En Minnesota se reunían vagones procedentes de todos los apartaderos, incluidos los del
Mesabi Range y las minas de Paul Larkin, donde estaban esperando un pequeño chorlito
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largo de la vía.
Se cargaba trigo en vagones de pasajeros, sobre los asientos y los soportes, con el fin de
enviarlo donde fuera, de ponerlo en movimiento, aun cuando quedara en la cuneta luego
de una súbita ruptura de algún muelle o en las explosiones de las requemadas cajas de
sebo.
destino concreto, del mismo modo que el paralítico sometido a un ataque se esfuerza,
más ferrocarriles. James Taggart era el autor de su muerte. No había buques en los lagos.
Paul Larkin los había destruido. Tan sólo las vías y una red de abandonadas carreteras.
Los camiones y los carros de los agricultores iniciaron un ciego desplazamiento carretera
adelante, sin mapas, sin gasolina, sin forraje para los caballos, avanzando en dirección
Sur, hacia la visión de inalcanzables molinos harineros esperándoles en algún lugar, sin
idea de las distancias, pero con la convicción de dejar la muerte tras ellos. Avanzando
para desplomarse en los caminos, en las zanjas o caer por las roturas de puentes
corroídos. Un agricultor fue hallado a media milla al sur de los restos de su camión,
muerto en un cuneta, de bruces contra el suelo, llevando aún un saco de trigo a los
hombros. Luego, las nubes cargadas de lluvia se abrieron sobre las praderas de Minnesota
y el agua cubrió el trigo que esperaba en las estaciones; repiqueteó sobre los montones
del mismo desparramados a lo largo de las rutas, como si lavara pepitas de oro que se
hundiesen en el fango.
Los personajes de Washington fueron los últimos en sentirse afectados por el pánico.
Esperaban, no las noticias de Minnesota, sino las relativas al precario equilibrio de sus
estaban dotadas de ilimitado poder. Esperaban, evadiendo toda súplica, declarando: «¡Oh!
¡Es ridículo! No hay por qué preocuparse. Esos Taggart siempre han transportado el trigo
solicitando el empleo del ejército contra los tumultos que no podía dominar, se cursaron
tres directivas en el espacio de dos horas, deteniendo todos los trenes de la nación y
ordenándoles dirigirse a Minnesota. Una orden firmada por Wesley Mouch exigía la
inmediata disposición de los vagones retenidos por el Proyecto Kip's Ma. Pero era ya
demasiado tarde. Los vagones de Ma se hallaban en California, donde las habas hablan
diversas.
En Minnesota los agricultores prendían fuego a sus granjas, demolían los elevadores de
grano y las residencias de los funcionarios, peleaban a lo largo de las vías, unos
violencia sin objetivo, morían en las calles de ciudades ruinosas y en los silenciosos
A partir de entonces sólo se percibió el acre olor del grano pudriéndose en montones a
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La cosecha de habas no llegó a los mercados del país; había sido recogida
***
La noche del 15 de octubre un alambre de cobre se rompió en Nueva York en una torre de
junto a las vías. Los cristales rojos y verdes conservaron su color, pero desprovisto del
brillo de la luz, ofreciendo tan sólo el helado mirar de ojos postizos. En los Límites de la
creciendo su número conforme pasaban los minutos, como la sangre acumulada dentro de
Aquella noche Dagny estaba sentada a la mesa, en un comedor particular del Hotel
Wayne-Falkland. La cera de las velas goteaba sobre las blancas camelias y las hojas de
laurel de la base del candelabro de plata. Unos cálculos aritméticos habían sido trazados a
lápiz sobre el mantel adamascado y una colilla de cigarro nadaba en un aguamanil. Los
seis caballeros vestidos de etiqueta que se enfrentaban a ella alrededor de la mesa eran
Wesley Mouch, Eugene Lawson, el doctor Floyd Ferris, Clem Weatherby, James Taggart
y Cuffy Meigs.
«¿Por qué?», había preguntado cuando Jim le dijo que debería asistir a aquella cena.
«Pues… porque nuestra Junta de directores tiene que reunirse la semana próxima.» «¿Y
¿verdad?» «¿Se hará en esa reunión?» «No es eso exactamente.» «¿Se decidirá durante
dicha cena?» «No puedo decirlo con exactitud, pero… ¿por qué has de ser siempre tan
No preguntó por qué aquellos hombres escogían, para llegar a decisiones cruciales,
reuniones de aquel género, pero era así. Sabía muy bien que, no obstante el pretencioso
comidas y cenas o en bares, y que cuanto más grave fuese el tema a tratar, más
indiferente era el método usado para solucionarlo. La llamaban por vez primera a una de
aquellas sesiones secretas, a ella, la forastera, la enemiga; se dijo que aquello equivalía al
reconocimiento de su necesidad, que tal vez fuera el primer paso hacia su rendición. No
Cuando se sentó a la luz de las velas de aquel comedor, llegó a la conclusión de que no
disfrutaba de posibilidad alguna. No pudo aceptar con calma dicha certidumbre, puesto
que no comprendía su razón; pero aun así, se sintió letárgica y reacia a realizar pesquisa
alguna.
—Creo que estará de acuerdo con nosotros, Miss Taggart, de que no parece existir ya
justificación económica alguna para la existencia regular de una vía férrea en Minnesota,
donde…
—Nadie, ni siquiera Miss Taggart, negará que existen épocas en que se hace necesario
819
intervalos de media hora, presentadas de un modo superficial, mientras los ojos del
orador no se fijaban nunca en ella, se preguntó qué motivo los había impulsado a
convocarla. No era una tentativa para hacerle creer que la estaban consultando, sino algo
mucho peor: la tentativa consistía en engañarse a si mismos al creer que estaba conforme.
Cierta cruel e infantil forma de autoengaño les había impulsado a conferir a la ocasión el
decoroso marco de una cena de gala. Actuaban cual si esperasen obtener de aquellos
objetos lujosos y bellos el poder y el honor de los que tales objetos fueron en otros
tiempos producto y símbolo. Se dijo que ¡›e estaban comportando como los salvajes que
—Es una cena de etiqueta —le había dicho Jim—. Pero no te excedas… quiero decir, no
ostentes un aire demasiado opulento… en estos tiempos los negociantes han de eludir una
sugerir… humildad, les agradaría mucho, ¿sabes? Les haría sentirse grandes.
Lucia un vestido negro, consistente en una simple pieza de tela cruzada sobre los senos y
cayéndole a los pies, con el dulce plegado de una túnica griega. Estaba confeccionado en
seda, una seda tan leve y ligera que podía haber servido para camisón de dormir. El brillo
de la tela, fluctuando a cada movimiento, daba la ilusión de que la luz del recinto era
su cuerpo, envolviéndola en un halo radiante más lujoso que la textura del brocado,
natural que podía permitirse el lujo de una desdeñosa sencillez. Llevaba tan sólo una
joya: un broche de diamantes en el borde del negro escote, que resplandecía a los
chispazo en fuego, dando la sensación no de una gema, sino del latido viviente que se
ocultaba en ella. El broche lanzaba destellos como una condecoración militar, como un
tributo a la riqueza, cual un emblema de honor. No llevaba ningún otro ornamento, sólo
culpabilidad provocada por lo que carece de objetivo. Le parecía haber intentado desafiar
las figuras de cera de un museo. Observó cierto negligente resentimiento en sus miradas y
una furtiva traza de ese obsceno desdén, desprovisto de vida y de sexo, con el que los
—Es una gran responsabilidad —manifestó Eugene Lawson —la de decidir sobre la vida
—Los únicos factores a considerar son los relativos a terrenos cultivados y a cifras de
población —dijo el doctor Ferris con voz precisa, lanzando un anillo de humo hacia el
oeste de las Rocosas, que quedaron aislados por el hundimiento del túnel Taggart, así
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número de cabezas en las dos zonas, es evidente que deberemos abandonar Minnesota
continente.
—Yo no abandonaré el continente —dijo Wesley Mouch, con voz dolorida y terca,
Dagny pensaba en el Mesabi Range, la última gran fuente de mineral de hierro; pensaba
de trigo del país. Y se dijo que el final de Minnesota representaría el de Wisconsin, luego
—Las cifras indican —intervino míster Weatherby con mucha finura —que el
de una han de ser desmantelados para que proporcionen materiales con los que hacer
funcionar la otra.
Observó que Clem Weatherby, su experto técnico en ferrocarriles, era el hombre que
menos influencia ejercía en la reunión, mientras Cuffy Meigs aparecía como personaje
tolerancia ante aquel juego de perder tiempo en discusiones. Hablaba poco, pero al
«¡Cállate de una vez, Jim!», exclamaba. O bien: «¡Tonterías, Wess! No sabe usted lo que
se dice». Observó también que ni Jim ni Moüch parecían ofenderse por semejante tono; al
indiscutible.
producción nacional.
fría y medida voz pudo intervenir en el debate—. En ese caso, permítannos libertad de
acción para salvar los Estados del Este. Es lo único que le queda al país y al mundo. Si
tránsito continental, mientras exista, y que los trenes locales se encarguen del Noroeste.
Pero la «Taggart Transcontinental» debería abandonar todo lo demás, sí, todo, y dedicar
sus recursos, equipos y rieles al tráfico de los Estados del Este. Retrocedamos hasta los
principios del país, pero al menos permítasenos gobernar dicho principio. No circularán
industrias del Este. Dejadnos salvar nuestras industrias. En el Oeste nada queda ya por
salvar. La agricultura puede subsistir durante siglos gracias a la labor manual y a las
carretas de bueyes. Pero si aniquiláis la industria nacional, siglos de esfuerzos no
¿Cómo quieren que nuestras industrias o nuestros ferrocarriles sobrevivan sin acero?
Salvemos lo que queda aún de Minnesota. ¿El país? No hay país que salvar si las
industrias perecen. Se puede sacrificar un brazo o una pierna, pero nunca se salvará el
Pero no sirvió de nada. Lo dijo varias veces con cuantos detalles, estadísticas, cifras y
pruebas pudo acumular en su cansada mente para someterlas a la evasiva atención de los
821
parecía simplemente como si dichos argumentos se hallaran fuera de lugar. Había cierto
tono de oculto énfasis en sus respuestas, cual si le dieran una explicación, pero en un
—Oregón está asolado por pandillas de desertores —explicó Clem Weatherby—. En los
soñoliento el doctor Ferris—. Lo que ahora se conoce como Estado popular de la India ha
—La gente puede pasar con menos suministros materiales y una mayor y férrea disciplina
que imponga privaciones —se apresuró a añadir Eugene Lawson—. Sería bueno para
todos.
—¡Diantre! ¿Es que van a permitir que esta joven les induzca a dejar que los productos
del país más rico del globo se escurran por entre sus dedos? —preguntó Cuflfy Meigs
dicho abandonar Minnesota, pero hay que mantener el sistema transcontinental. Mientras
menos de que se disponga de transporte para las tropas, a menos que los soldados se
momento oportuno para reflexiones. No se pongan nerviosos escuchando toda esa charla.
—A la larga todos habremos muerto —le interrumpió Cuffy Meigs, que había empezado
a pasear de un lado a otro—. ¡No hay que atrincherarse! Todavía queda mucho en
California, Oregón y otros muchos lugares. Lo que he estado pensando es que deberíamos
planear una expansión. Tal como están las cosas, nadie puede detenernos. Todo se ofrece
Dagny comprendió entonces cuál era la respuesta a todo aquello; desentrañó la secreta
ciencia, su jerga histéricamente técnica, sus ciclotones y sus rayos de sonido, aquellos
por la visión de la forma de existencia que los industriales habían barrido. La visión de un
grasiento y antihigiénico raja de la India, cuyos ojos vacuos miran en indolente estupor
por entre gruesos párpados, sin nada que hacer, excepto acariciar preciosas gemas y de
devorado por los parásitos, para reclamarle unos granos de arroz y reclamarlos también a
cientos de millones de criaturas como aquélla, para que los granos se conviertan a su vez
en gemas.
Había pensado que la producción industrial era un valor indiscutible, había creído que el
interés de aquellos hombres por expropiar las fábricas de otro era consecuencia del
había podido concebir, había olvidado junto con los cuentos de la astrología y la alquimia
lo que aquellos hombres albergaban en sus almas secretas y furtivas; algo adquirido no
gracias al pensamiento, sino por medio de ese estiércol sin nombre al que llamaban
instintos y emociones, es decir, que mientras el hombre luche por mantenerse vivo, nunca
producirá cosas de las que el hombre armado de un bastón no pueda apoderarse dejándole
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peor aún que antes. Siempre y cuando millones de seres estén dispuestos a la sumisión,
cuanto más duro sea su trabajo y menor su ganancia, más humilde será la fibra de su
fácilmente, pero quienes viven de cavar la tierra con los dedos, sí. El barón feudal no
necesitó fábricas electrónicas para beber hasta perder el sentido en cubiletes cuajados de
Comprendió lo que querían y hacia qué objetivo los iban conduciendo aquellos
humanitario, se regodeaba ante la perspectiva del hambre general, y que el doctor Ferris,
concebir que seres humanos llegaran a semejante estado; indiferencia porque quienes lo
alcanzaban no podían seguir siendo considerados como tales. Continuaron hablando, pero
—Miss Taggart —dijo una voz cortés, racional, ligeramente ansiosa y levantando
dirección del Terminal Taggart está al teléfono y solicita hablar con usted en seguida.
La alivió mucho poder ponerse en pie y salir de aquella estancia, aun cuando fuera para
enterarse de algún nuevo desastre. La alivió escuchar la voz del ayudante, aun cuando
éste dijera:
funcionan. Hay ocho trenes entrantes y seis salientes detenidos. No podemos moverlos de
los túneles; no encontramos al ingeniero jefe; no podemos localizar la avería en el
circuito; no tenemos alambre de cobre para las reparaciones; no sabemos qué hacer; no…
Se apresuró hacia el ascensor y luego atravesó casi corriendo el suntuoso vestíbulo del
de acción.
Aquellos días los taxis andaban escasos y ninguno acudió en respuesta al silbato del
portero. Echó a andar rápidamente calle abajo, olvidando cómo iba vestida y
preguntándose por qué el contacto del viento parecía tan frío y tan íntimo.
Con la mente fija en el Terminal se quedó extrañada ante la hermosura de una repentina
visión: una esbelta mujer corría hacia ella; la claridad de un farol hacía brillar su cabello
lustroso, sus brazos desnudos, el ondear de una negra capa y la llama de un diamante
sobre el pecho. El largo y vacío corredor de una calle se extendía tras ella, con algunos
rascacielos puntuados por espaciadas luces. Acababa de ver su propio reflejo en el espejo
lateral de una floristería, pero se dio cuenta de ello un instante tarde, permitiéndole
percibir el encanto del contexto total al que imagen y ciudad pertenecían. Luego sintió
una punzada de soledad, de una soledad mucho más amplia que la amplitud de una calle
vacía, y también una punzada de cólera ante el absurdo contraste entre su aspecto y el
Vio cómo un taxi doblaba la esquina. Le hizo seña y entró en él, cerrando la portezuela y
librándose así de un sentimiento que creyó dejar detrás en el vacío de la calle, junto al
comprendió que dicho sentimiento era similar a la expectación sentida en su primer baile
y en aquellas raras ocasiones en que había deseado que la belleza exterior de la existencia
estuviera acorde con su esplendor interno. «¡Vaya momentos para pensar en eso! —se
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dijo burlona—. ¡Ahora no!», gritó interiormente irritada; pero una desolada voz
continuaba preguntándole al compás de las ruedas del taxi: «Tú que creías poder vivir por
tu felicidad, ¿qué conservas de ella? ¿Qué sacas con esa lucha? Dilo con sinceridad: ¿qué
representa todo esto para ti? ¿Te estás convirtiendo acaso en una de esas abyectas
altruistas que ya no poseen respuesta para dicha pregunta…?» «¡Ahora no!», se ordenó
como si allí también un circuito hubiera quedado roto y no circulara ya corriente alguna
cual si no hubiera diferencia entre dejarlos allí o pulsar el conmutador que los pusiera de
nuevo en marcha.
El director del Terminal estaba ausente. No podían encontrar al ingeniero jefe; lo habían
visto dos horas antes, pero luego desapareció. El ayudante había agotado su poder de
señales era un hombre con aspecto de estudiante universitario, de unos treinta años, y que
manifestaba agresivamente:
No se puede averiar. Conocemos muy bien nuestra tarea y sabemos cuidar de ello, pero
No pudo decir si el jefe de horarios, hombre de edad madura con muchos años de
absoluto estancamiento.
Luego de escuchar tomó el teléfono sin pronunciar palabra y ordenó a la centralilla que la
por sólo veinticuatro horas? Sí… De acuerdo… Métalo en un avión y mándelo hacia acá
lo antes posible. Dígale que le pagaremos tres mil dólares… Sí, por un solo día… Sí, tan
cuanto sea preciso para que suba a ese avión, pero mándemelo en el primero que salga de
Colgó y se puso a hablar rápidamente a los hombres situados ante ella para no percibir el
silencio del recinto y del terminal, en el que no batía ninguna rueda, ni para escuchar las
amargas palabras que aquel silencio parecía repetir: «Ni un solo ser inteligente en la
«Taggart Transcontinental…»
línea del Hudson, con orden de retirar todo el alambre de cobre de luces, señales,
teléfonos; de todo cuanto pertenezca a la compañía. Y que esté aquí por la mañana.
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línea.
—¿Cómo?
La siguieron mientras caminaba veloz por los andenes, pasando ante los grupos de
viajeros situados junto a trenes inmóviles. Descendió un estrecho pasadizo, cruzó unos
rieles ante señales cegadas y conmutadores rígidos, sin nada más que el ruido de sus
sandalias de seda resonando en las grandes bóvedas de los túneles de la «Taggart
Transcontinental», mientras los tablones crujían bajo los pasos más lentos de los hombres
que iban tras ella, levantando ahogados ecos. Se dirigió al cubo de cristal iluminado de la
torre A, que colgaba en las tinieblas como una corona sin cuerpo, la corona de un
bruscamente: «Sí, señora», pero volvía a estar inclinado sobre sus mapas para cuando los
más humillante de cálculos que hubiera debido realizar en su larga carrera. Dagny
comprendió cuan plenamente la entendía, a juzgar por la única mirada que le dirigió, una
—Primero hay que obrar y luego sentir —dijo Dagny, aun cuando él no hiciera ningún
comentario.
Su habitación, en la parte superior de una torre subterránea, era como una galería de
cristal, dominando lo que antes fuera la corriente de tranco más rápida, rica y ordenada
del mundo. Había sido adiestrado para controlar el curso de más de noventa trenes por
hora y vigilarlos cuando rodaban seguros por entre una red de rieles y de agujas hacia
dentro o hacia fuera del terminal, bajo sus paredes de cristal, dirigidos por el toque de sus
dedos. Ahora, por vez primera, contemplaba la vacía obscuridad de un canal seco.
A través de la puerta abierta del cuarto de reíais pudo ver a los hombres de la torre
tristemente inactivos, los hombres cuya tarea nunca había permitido, hasta entonces, un
momento de descanso, en pie junto a las largas hileras que parecían pliegues verticales de
de interruptores prepararan una ruta elegida y docenas de señales la iluminaran, sin error
posible, sin posibilidad del mismo, sin contradicción. Una enorme complejidad de ideas
curso de un tren, para que centenares de ellos pudieran circular seguramente, para que
milímetros unas de otras, sin más protección que una idea: la del hombre que inventó
aquellos hombres creían que la contracción muscular de una mano era lo único requerido
para mover el tránsito. Ahora permanecían ociosos y en los grandes tableros frente al
director de la torre las luces rojas y verdes, que habían resplandecido anunciando el paso
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de los trenes a una distancia de muchas millas, estaban convertidas en cuentas de cristal
semejantes a aquellas por las que otra pandilla de salvajes habían vendido la isla de
Manhattan.
—Llame a sus obreros —dijo al ayudante—. A los obreros de sección, a los guardavías, a
en seguida.
—¿Aquí?
—Sí, aquí —contestó Dagny señalando los rieles— Llame también a los guardagujas.
Telefonee a su almacén, dígales que traigan cuantos faroles tengan disponibles; cualquier
—Venga, apresúrese.
—Sí, señora.
—Sí, hermano. ¿Por qué se sorprende tanto? —le contestó—. El hombre es sólo
señales no se efectuaban gracias al acero y al alambre, sino con hombres que sostenían
faroles. Hombres que operaban como soportes de un farol. Han defendido tal idea durante
mucho tiempo. Pues bien, ahora van a verla convertida en realidad. ¡Oh! ¿Creían que sus
herramientas determinarían sus ideas? Sucede todo lo contrarío y ahora van a ver qué
—A mano.
—A mano.
—¿Cómo?
—¿Cómo?
—Por órdenes escritas, como en los viejos tiempos. —Señaló al director de la torre—.
Está trabajando en un plan para mover los trenes, determinando las vías a utilizar.
Redactará una orden para cada señal y para cada aguja. Elegirá a unos cuantos hombres
para que sirvan de mensajeros y éstos se encargarán de llevar las órdenes a cada puesto.
Se necesitarán horas para hacer lo que antes ocupaba tan sólo minutos, pero lograremos
que los trenes que esperan entren en el terminal y salgan de nuevo al exterior.
—Y todo el día de mañana hasta que el ingeniero les indique cómo hay que reparar el
interconmutador.
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—En los contratos sindicales no se cita una contingencia así. Los encargados de los
quedado sin corriente e intentara gobernar un ferrocarril transcontinental con sólo sus
manos. Miró hacia la enorme y silenciosa obscuridad del subterráneo y sintió una
punzada de ardiente humillación al comprobar que había descendido a tan bajo nivel que
sería necesario colocar faroles humanos en los túneles, del mismo modo que estatuas
Apenas podía distinguir los rostros de los hombres cuando se reunieron ante ella.
aquel lóbrego recinto azulado, con las bombillas de los muros a su espalda y manchas de
luz cayéndoles sobre los hombros desde las ventanas de la torre. Observó los grasientos
atavíos, los cuerpos musculosos y lacios, los brazos caídos de aquellos seres vaciados por
el esfuerzo constante y sin recompensa por un trabajo para el que no se requerían ideas.
Eran las heces del ferrocarril: los jóvenes sin posibilidades de elevarse y los viejos que ni
—Las órdenes que van ustedes a recibir proceden de mí —dijo Dagny, elevándose sobre
ellos en los escalones de hierro y hablando con impresionante claridad—. Los hombres
que las cursarán actúan bajo mis instrucciones. El sistema de intercomunicación está
Observó que algunos la miraban de un modo peculiar, con cierto velado resentimiento y
una insolente curiosidad que la hizo de pronto, consciente de ser mujer. Cayó entonces en
la cuenta del atavío que llevaba y se dijo que debía parecer absurdo. Luego, bajo el
repentino aguijonazo de un violento impulso que tanto era desafío como lealtad al
significado total de aquel momento, se echó la capa hacia atrás y permaneció bajo la
cruda luz y las mohosas columnas, como una figura en una recepción de gala,
negra y de aquel diamante que lanzaba destellos como una condecoración militar.
—El director de la torre situará a los guardagujas en sus puestos. Seleccionará a los
encargados de hacer señales a los trenes por medio de faroles y a los que deberán
Se esforzaba en ahogar un tono más amargo, que parecía repetirle: «Para eso es para lo
"Taggart Transcontinental"…».
Se detuvo. Fueron sus ojos y su cabello lo que vio en primer lugar, aquellos ojos
que parecían reflejar la claridad del sol en la penumbra del subterráneo. Había visto a
John Galt entre aquella cuadrilla de gentes sin cerebro; John Galt vistiendo un mono
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grasiento y una camisa arremangada; observó su modo etéreo de mantenerse en pie, con
la cara elevada y los ojos fijos en ella cual si en muchas ocasiones pretéritas hubiera sido
Era la voz suave del director de la torre que se hallaba a su lado, con un papel en la mano.
percepción más aguda que hubiese experimentado jamás. Sólo que no sabía cuánto duró,
ni dónde se encontraba ni por qué. Había podido ver el rostro de John Galt; había
implacable serenidad que siempre fue tan suya y que aún retenía en el momento de
reconocer lo sucedido y de admitir que aquel momento era excesivo, incluso para él.
percibiera ni un sonido; continuó hablando como bajo una orden hipnótica recibida una
eternidad antes, sabiendo sólo que el cumplimiento de dicha orden era una forma de
sentido y el rostro) de Galt el objetivo único; la visión de su cara le producía una fuerte
presión en la base de su garganta que la obligaba a hablar. Le parecía tan natural que se
procediera de su presencia, sino de la de los demás sobre los rieles de un ferrocarril al que
pertenecía y los demás no. Rememoraba aquellos momentos a bordo de un tren en que, al
sumergirse éste en los túneles, sentía una repentina y solemne tensión, como si aquel
existencia física para cumplir su propósito. Había sentido una súbita esperanza, como si
excitación, como si una promesa sin nombre la esperase bajo el cielo. Era natural que se
encontrara allí; él había sido el significado y la promesa. Ya no veía sus ropas ni el nivel
al que el ferrocarril lo había reducido. Veía tan sólo la tortura de los meses en que se
meses le habían costado; las únicas palabras que escuchaba eran las que parecían
director de la torre se adelantaba para añadir algo, mirando la lista que llevaba en la
obscuridad de los túneles abandonados. «Me seguirás», pensó, sintiendo cual si aquella
voluntad para lograr algo que sabía fuera de su alcance. Sin embargo, estaba segura de
que lo lograría y por propia voluntad… O mejor dicho, no por su voluntad, sino por la
total justicia de aquellos instantes. «Me seguirás.» No era un ruego, ni una súplica, ni una
comprensión y todos los conocimientos adquiridos a través de los años. «Me seguirás, si
sensación de exultante seguridad que no era esperanza ni fe, sino un acto de adoración
Se apresuraba por entre los restos de rieles abandonados a lo largo de obscuros corredores
que zigzagueaban por entre el granito. La voz del director se fue esfumando tras de ella.
Luego notó el latir de sus arterias y como un ritmo que respondiera a aquél percibió
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el silencio y la moción de la ciudad se combinaba con los latidos de su cuerpo. Muy lejos,
tras ella, escuchó rumor de pasos. Pero no miró hacia atrás, sino que apresuró su caminar.
Pasó ante la puerta de hierro que guardaba todavía los restos del motor, pero no se
de los acontecimientos sucedidos en los últimos dos años. Un collar de luces azules se
perdía en las tinieblas, sobre manchas de brillante granito, sobre sacos terreros rotos, que
dejaban caer su contenido en los rieles, sobre oxidados montones de metal. Al oír los
pasos cada vez más cercanos se detuvo para mirar hacia atrás.
Vio un resplandor azul brillar débilmente en los mechones de pelo de Galt y percibió la
pálida silueta de su cara y las obscuras cuencas de sus ojos. La cara desapareció, pero el
rumor de sus pasos le sirvió de nexo hasta la siguiente luz azul, que cruzó la línea de sus
ojos, aquellos ojos fijos en la distancia. Sintió la seguridad de que había permanecido en
Percibía el latido de la ciudad sobre ellos. En otros tiempos pensó que aquellos túneles
eran las raíces de la urbe y de todo movimiento que llegara hasta el cielo; pero ambos,
John Galt y ella, constituían el poder viviente dentro de las mismas, el comienzo de todo
Se echó la capa hacia atrás y permaneció desafiadoramente erecta, como cuando él la vio
en los escalones de la torre, como cuando la vio por vez primera, diez años atrás, allí
mismo, bajo el suelo. Escuchaba las palabras de su confesión, pero no como tales, sino a
través de aquel latir que hacía tan difícil la respiración: «Me pareciste como un símbolo
de lujo, perteneciente al lugar que era tu fuente: parecías devolver el gusto a la vida y a
primer hombre que había declarado que ambas cosas eran inseparables…»
ciega inconsciencia. Vio su cara al detenerse junto a ella; observó su tranquilidad, exenta
de asombro, su intensidad y la alegría de sus ojos verde obscuro; comprendió lo que veía
en ellos y observó la firme dureza de sus labios; luego notó su boca en la suya y percibió
la forma de la misma, tanto en calidad de tal como de líquido que le llenara todo el
No tuvo conciencia de nada sino de las sensaciones de su cuerpo, porque éste había
adquirido el repentino poder de ponerla en contacto con sus más complejos valores por
percepción directa. Del mismo modo que sus ojos tenían el poder de convertir longitud de
onda en visión, del mismo modo que sus oídos poseían el poder de transformar
que había provocado todos los actos de su vida en una percepción inmediata y sensorial.
No era la presión de una mano la que la hacía temblar, sino la suma de su significado; el
saber que era su mano la que se movía como si su carne le perteneciera; que dicho
movimiento era la firma de aceptación, estampada bajo la totalidad del conjunto que
formaba su ser. Tratábase tan sólo de una sensación de placer físico, pero contenía toda
su adoración hacia él, hacia todo lo que constituía su persona y su vida, desde la noche de
la reunión de obreros en una fábrica de Wisconsin hasta la Atlántida de aquel valle oculto
en las Montañas Rocosas y la triunfante burla de los ojos verdes dotados de superlativa
misma y el saberse elegida como espejo de él, saber que era su cuerpo el que le daba la
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ademán, pero sólo tuvo la sensación del movimiento de su mano sobre su seno.
Le quitó la capa y sintió la ligereza del propio cuerpo entre el círculo de sus brazos, como
si su persona fuera sólo una herramienta capaz de hacerle percibir la triunfante sensación
alcanzar el límite de su capacidad de sentimiento. Sin embargo, lo que sentía era como un
grito de impaciente demanda al que no podía dar nombre, pero que poseía la misma
egoísmo.
Le echó la cabeza atrás unos instantes para mirarla a los ojos y para dejarle ver los suyos,
hacerle comprender el pleno significado de sus acciones mutuas, cual si dirigiera el foco
después.
tendida sobre los sacos rotos. Vio el prolongado y tenso resplandor de sus medias y notó
la boca de Galt apretada contra su tobillo, elevándose luego en torturado movimiento por
la línea de la pierna, cual si quisiera poseer su forma entera por medio de sus labios;
suyos. Luego los posó en su cuello, en movimiento que liberaba y unía su cuerpo en un
único estallido de placer. No tuvo noción de nada más, excepto del movimiento del
cuerpo de John y del afán que le impulsaba más y más, cual si ella no fuese ya una
persona, sino sólo una sensación de interminable anhelo de lo imposible. Pero luego
comprendió que sí era posible y jadeó y permaneció inmóvil, sabedora de que nada más
podía ya desear.
granito. Le vio estirado sobre el montón de sacos, con el cuerpo fluido y relajado; vio la
negra cuña de su capa echada sobre los rieles, a sus pies; en la bóveda brillaban gotas de
humedad que descendían lentamente hasta meterse en invisibles grietas como las luces de
un tránsito distante. Al hablar, la voz de John sonó cual si continuara tranquilamente una
frase que respondiese a las preguntas de su mente, cual si no tuviera nada que ocultarle y
cual si sólo le debiera el acto de desnudar su alma tan simplemente como hubiera
desnudado su cuerpo.
—…así es como te he estado esperando durante diez años… desde aquí, bajo tierra, bajo
tus pies… sabiendo cada uno de tus movimientos en la oficina, en la parte superior del
edificio, pero sin verte nunca, nunca lo suficiente… Diez años de noche, pasados
esperando verte fugazmente aquí, en los andenes, cuando subías a un tren… Cada vez
rampa, anhelando que no andaras tan de prisa… Era una cosa tan personal tu modo de
andar, que lo hubiera distinguido en cualquier parte. Tu andar y tus piernas… siempre
eran tus piernas lo que veía primero, apresurándose rampa abajo, pasando ante mí cuando
levantaba la mirada desde un obscuro lugar interior… Creo que hubiera podido moldear
una escultura de tus piernas. Las conocía, no a través de mis ojos, sino cual si las palpara
mientras te veía pasar… cuando volvía a mi trabajo… cuando regresaba a casa antes del
amanecer para las tres horas de sueño de que nunca podía disfrutar…
—Te amo —dijo ella con voz pausada y casi átona, excepto cierto frágil tono juvenil.
Él cerró los ojos cual si dejara al sonido viajar a través de los años, tras de ellos…
—Diez años, Dagny… excepto cierta vez en que viví unas cuantas semanas teniéndote
escenario particular que yo podía contemplar a mis anchas… y así lo hice horas enteras
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—¿Fuiste tú?
—¿Me viste?
—Vi tu sombra… en la calle… paseando de un lado a otro… cual si lucharas… cual si…
verte derrumbada sobre tu escritorio, al verte hundida bajo el peso que soportabas.
—John, aquella noche era en ti en quien estaba pensando… sólo que no sabía…
—…He pensado en ti toda mi vida, en todo cuanto hice y en todo cuanto anhelé.
—Lo sé…
—No.
—Fue…
Se interrumpió.
—¿Duro? Sí. Pero sólo los primeros días. La noche siguiente… ¿Quieres que te cuente lo
—Sí.
—Yo no había visto nunca a Hank Rearden en persona, sólo en los retratos que
publicaban los periódicos. Sabía que se encontraba en Nueva York, en una conferencia de
grandes industriales. Quise conocerle. Me situé a la entrada del hotel en que iba a
allá todo estaba a obscuras, de modo que pude situarme para ver sin ser visto; por los
refugiamos junto a la pared del edificio. Podían distinguirse perfectamente los miembros
de la conferencia conforme iban llegando con sólo fijarse en su atavío y sus modales:
trajes ostentosos y una actitud de imperiosa timidez, como si intentaran simular que eran
lo que parecían en aquellos momentos. Los chóferes detenían los automóviles y unos
de pronto, lo vi. Llevaba un impermeable muy caro y un sombrero con el ala bajada sobre
los ojos. Caminaba veloz con ese aplomo que sólo puede ser adquirido como lo ha
el leve resplandor de su sonrisa bajo el ala del sombrero, una sonrisa confiada, impaciente
y un poco divertida. Entonces por un instante pensé como nunca había hecho hasta
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entonces; pensé de igual modo que muchos de quienes destrozan su vida. Vi el momento
pude ver lo que hubiera podido lograr si tal mundo existiera, y sentí un desesperado
anhelo. Él era la imagen de todo cuanto yo debí haber sido… y poseía todo cuanto
consideraba mío… Pero fue sólo un instante. Volví a ver la escena con todo su contenido
exacto y con todo su significado verdadero; comprendí el precio que pagaba por aquella
entender lo que yo ya había entendido y me dije que el mundo que su presencia sugería
no estaba formado aún. Volví a verlo simplemente por lo que era: símbolo de batalla,
héroe sin recompensa a quien yo tenía que vengar y libertar. Entonces… entonces acepté
lo aprendido acerca de ti y de él. Vi que nada variaba; que debí esperarlo y que todo
hay que luchar contra el dolor y eliminarlo y no aceptarlo nunca como parte integrante
del alma, como herida permanente en la propia noción de la existencia. No lo sientas por
—Has sido ferroviario vulgar —suspiró ella —aquí… ¡aquí!… durante doce años…
—Sí.
—Desde que…
—La noche en que me viste por vez primera… trabajabas aquí, ¿verdad?
—Sí. Y la mañana en que ofreciste trabajar para mí como cocinera, yo no era más que un
obrero de los tuyos, disfrutando de permiso. ¿Te das cuenta ahora de por qué me eché a
—John…
—Estuve aquí durante todos esos años —continuó John —al alcance de tu mano, dentro
de tu propio reino, observando tu lucha, tu soledad, tu anhelo; viéndote librar esa batalla
que creías en mi favor, una batalla en la que apoyabas a mis enemigos y aceptabas una
derrota interminable. Me encontraba aquí, oculto no más que por un error de tu visión,
del mismo modo que la Atlántida queda oculta a los hombres por una simple ilusión
óptica. Me hallaba aquí esperando el día en que vieras, en que supieras que, según el
código del mundo al que apoyabas, todas las cosas a las que das valor debían ser
relegadas al más obscuro fondo de un subterráneo y que era ahí donde debías buscarlas.
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Yo seguía esperándote. Te amo, Dagny. Te amo más que a mi vida, yo que he enseñado a
los hombres cómo hay que amarla. También les he enseñado a no esperar nunca cosas por
las que no se paga. Lo que he hecho esta noche lo hice con pleno conocimiento de que
—¡No!
—¡Oh, sí! Sabes que me has destruido para siempre, que he quebrantado la decisión
adoptada en otros tiempos, pero lo hice a conciencia, sabiendo lo que significa. Obré así,
no en ciega sumisión a este momento, sino con plena visión de sus consecuencias y
era nuestro, amor mío; nos lo hemos ganado. Pero tú no estás dispuesta a abandonar tu
mundo y unirte a mí. No es preciso que me lo digas; lo sé, y como he optado por tomar lo
que deseaba antes de que fuese mío totalmente, tendré que pagar por ello. No sé cómo* ni
cuándo. Sólo sé que si cedo ante un enemigo, tendré que soportar las consecuencias. —
quien hablo y que me ha conducido a estos instantes; pero eres en realidad un oponente,
en el camino que sigues, aunque tú no lo veas, pero yo sí. Mis enemigos reales no
constituyen peligro; en cambio tú sí, porque eres la única que puede conducirlos hasta mí.
Jamás hubieran tenido inteligencia suficiente para averiguar mi identidad, pero con tu
ayuda lo conseguirán.
—¡No!
—No es que hayas de hacerlo con intención. Eres libre para cambiar de ruta, pero
carecía de poder para cambiar tu decisión. Sólo disponía del de considerar el precio y
decidir si era posible pagarlo. Pude nacerlo. Mi vida es mía y puedo gastarla o emplearla
como quiera. Y tú eres… —como si su ademán continuara aquella frase, la levantó sobre
el brazo y la besó en la boca, mientras ella dejaba el cuerpo lacio y sumiso; llevaba el
pelo desgreñado y echó la cabeza hacia atrás, sostenida sólo por la presión de sus
labios—. Tú eres la única recompensa de que pude disfrutar y que he elegido adquirir. Te
espíritu.
sonreír y preguntar.
—¿Quieres que me una a ti y me ponga a la tarea? ¿Te gustaría que reparase el sistema
—¡No!
Él se echó a reír.
—¿Y tú?
—Estoy convencida de que se van hundiendo y de que venceré. Puedo soportarlo un poco
más.
—Desde luego; aún falta algún tiempo, pero no para que venzas, sino para que aprendas.
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—Me quedaré aquí en mi trabajo —dijo—. Pero no intentes verme. Tendrás que soportar
dónde estoy, deseándome como yo te desearé a ti, pero sin que jamás te acerques. No me
busques en este lugar ni vengas a mi casa. Nadie ha de vernos juntos. Y cuando llegues al
final, cuando estés dispuesta a marcharte, no me lo digas; limítate a pintar con tinta el
signo del dólar en el pedestal de la estatua de Nat Taggart… el lugar al que pertenece… y
Pero cuando John se volvía para partir, un estremecimiento repentino le agitó el cuerpo,
como quien despierta de improviso, o como quien sufre una última convulsión vital,
—¿Dónde vas?
—Voy a convertirme en poste y sujetar un farol hasta que amanezca… la única tarea que
Lo cogió del brazo para retenerle, para seguirle ciegamente, abandonando todo cuanto no
—¡John!
—No —dijo.
Luego le volvió a tomar la mano y se la llevó a los labios. La presión de los mismos
constituyó una declaración más apasionada que cualquier otra que hubiese podido
confesar. En seguida se alejó por entre los rieles, y Dagny le pareció que tanto éstos como
ruedas hizo retemblar las paredes del edificio, como el súbito latido de un corazón que
su inmutable luz daba de lleno sobre un desierto espacio de mármol. Algunas ajadas
mendigo estaba sentado con aire de pasiva resignación, como un pájaro sin lugar a dónde
Cayó sobre los escalones del pedestal, como otro resto de naufragio, arrebujándose en la
capa cubierta de polvo, y permaneció inmóvil, con la cabeza sobre un brazo, sin poder
Le pareció tan sólo ver una figura con un brazo levantado, sosteniendo una luz; algunas
veces semejaba la estatua de la libertad y otras no era más que un hombre con el pelo
brillante como un rayo de sol, sosteniendo una linterna contra el cielo de medianoche, un
compasión—. Ya nada puede hacerse… ¿De qué sirve? ¿Quién es John Galt?
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