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CAPÍTULO IV

LA ANTIVIDA

James Taggart se metió la mano en el bolsillo de su smoking, sacó un arrugado papel

cualquiera, quizá un billete de cien dólares, y lo depositó en la mano del mendigo.

Pudo observar que este último se guardaba el dinero de un modo tan apático como el

suyo al dárselo.

—Gracias, amigo —dijo desdeñoso, alejándose.

James Taggart permaneció en la acera, preguntándose qué le confería aquella sensación

de asombro y de miedo. No había sido la insolencia del pedigüeño, puesto que no buscó

gratitud en él ni se había dejado conmover por la piedad; su gesto al darle limosna fue

automático y carente de sentido. Lo que ocurría era que el mendigo se había comportado

como si le diera igual recibir cien dólares que diez centavos, o como si caso de no

encontrar ayuda alguna, le resultara indiferente morir de hambre aquella misma noche.

Taggart se estremeció y siguió caminando. Pero aquel estremecimiento sirvió para

eliminar la idea de que la actitud del mendigo era idéntica a la suya.

Los muros de la calle, a su alrededor, reflejaban esa firme y poco natural claridad de un

atardecer de verano, mientras cierto halo anaranjado llenaba los canales de las

intersecciones y velaba las hileras de tejados, cayendo sobre un resto de suelo, cada vez

más estrecho. El calendario surgía en lo alto, destacando insistente entre la neblina, como

la página de un viejo pergamino que proclamara: agosto, 5.

En respuesta a muchas cosas que no osaba nombrar, se dijo que se sentía perfectamente y

que aquella noche deseaba hacer algo. No podía admitir que su inquietud procediera del

deseo de experimentar algún placer; no podía admitir que el placer especial anhelado

fuese el de celebrar alguna cosa, porque le era imposible concretarla.

Había tenido una jornada de intensa actividad, entre palabras fluctuantes, vagas como

algodón, y sin embargo, capaces de conseguir un propósito tan preciso como el de una

máquina sumadora que lo englobara todo. Pero su propósito y la naturaleza de su

satisfacción deberían quedar tan cuidadosamente ocultos a si mismo como lo hablan

quedado a otros, y su repentino deseo de placer constituía un quebrantamiento peligroso a


dicha norma.

La jornada se inició con una pequeña comida en las habitaciones del hotel que ocupaba

cierto legislador argentino, visitante del país; unas cuantas personas de nacionalidades

diferentes habían estado hablando acerca del clima de la Argentina, de su suelo, de sus

recursos naturales, de las necesidades de su población y de las ventajas de adoptar una

actitud progresiva y dinámica respecto al futuro. Se mencionó como brevísimo tópico

dentro de la conversación que, dentro de dos semanas, la Argentina sería declarada

Estado popular.

Siguieron a aquello unos cocktails en casa de Orren Boyle, mientras cierto discreto

caballero, también argentino, permanecía sentado silenciosamente en un rincón, y dos

directivos de Washington y unos cuantos invitados, deposición poco clara, hablaban

acerca de los recursos naturales, la metalurgia, la mineralogía, los deberes hacia el vecino

y la riqueza del globo, mencionando asimismo que en el transcurso de tres semanas serían

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otorgados préstamos de cuatro billones de dólares al Estado popular de la Argentina y al

Estado popular de Chile.

A aquello siguió un pequeño cocktail en una habitación particular del bar, decorado igual

que una bodega, en la azotea de cierto rascacielos. Una pequeña reunión sin etiqueta,

ofrecida por él, James Taggart, a los directores de una compañía recién formada: la

Corporación de la Amistad y el Progreso entre Países Vecinos, de la que era presidente

Orren Boyle y secretario cierto esbelto, gracioso y movedizo caballero de Chile: el señor

Mario Martínez, pero a quien Taggart, luego de establecer determinadas similitudes,

sentía la tentación de llamar señor Cuffy Meigs. Estuvieron hablando de golf, de carreras

de caballos, de canoas, de automóviles y de mujeres. No fue necesario mencionar, puesto

que todos lo sabían, que la Corporación para la Amistad y el Progreso entre Países

Vecinos disponía de un contrato exclusivo para explotar, sobre la base de un «préstamo

director» y durante veinte años, todas las propiedades industriales de los Estados

populares del hemisferio Sur.


El último acontecimiento del día lo constituyó una gran cena y recepción en casa del

señor Rodrigo González, diplomático representante de Chile. Un año atrás nadie conocía

al señor González, pero durante los seis meses transcurridos desde su llegada a Nueva

York se había hecho famoso por sus reuniones. Sus invitados lo describían como un

negociante progresista. Se comentaba que había perdido sus propiedades cuando Chile,

luego de convertirse en Estado popular, las nacionalizó todas, excepto las pertenecientes a

ciudadanos de países retrógrados, no constituidos en Estados populares, como la

Argentina. Pero había adoptado una actitud aleccionadora, uniéndose al nuevo régimen y

poniéndose al servicio del país. Su residencia en Nueva York ocupaba un piso entero de

un hotel de lujo. Tenía un rostro rollizo e inexpresivo y mirada penetrante, de persona

dispuesta a matar. Observándole durante la recepción de aquella noche, Taggart concluyó

que aquel hombre era impermeable a cualquier clase de sentimiento. Parecía posible herir

con un cuchillo su lacia carne sin provocar dolor alguno. Mostraba cierto lascivo y casi

sexual placer en el modo de restregar los pies contra las ricas alfombras persas, o

acariciar el pulido brazo de un sillón, o fruncir los labios sobre su cigarro. Su esposa, la

señora González, era una mujer pequeña y atractiva, no tan bella como pretendía, pero

imbuida de la reputación de hermosa gracias a su frenética energía y a un extraño,

despreocupado, cálido y cínico aplomo que parecía prometerlo todo y absolver a

cualquiera. Se sabía que su sistema particular de intercambio era el elemento principal

con que contaba su esposo, en una época en que se comerciaba no con géneros, sino con

favores. Al observarla entre los invitados, Taggart se divirtió preguntándose qué tratos

habría hecho, qué directrices habría cursado y qué industrias destruido a cambio de unas

cuantas noches que la mayoría de aquellos hombres no tenían motivos para buscar, y que

quizá no lograran tampoco seguir recordando. La fiesta le aburrió; existían sólo media

docena de personas que pudieran interesarle; pero no fue necesario hablar con ellas, sino

tan sólo ser visto y cambiar unas cuantas miradas. Estaban a punto de servir la cena

cuando oyó aquello que más anhelaba escuchar: mientras el humo de su cigarro oscilaba

sobre la media docena de caballeros que se desplazaron hacia su sillón, el señor González

mencionó que, por convenio con el futuro Estado popular de la Argentina, las
propiedades de la «d'Anconia Copper» serían nacionalizadas por el Estado popular de

Chile en menos de un mes: el 2 de septiembre.

Todo había ocurrido como Taggart esperó; lo asombroso se produjo cuando, al escuchar

aquellas palabras, sintió un deseo irreprimible de huir de allí. Se sentía incapaz de

soportar por más tiempo el aburrimiento de la cena, como si otra forma cualquiera de

actividad fuese absolutamente necesaria para completar lo conseguido aquella noche.

Salió a la semiobscuridad veraniega de las calles, sintiéndose a la vez perseguidor y

perseguido. Perseguidor de un placer que nada podía otorgarle, en celebración de un

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sentimiento que no se atrevía a mencionar, y perseguido por el temor a descubrir el

motivo que le había impulsado a planear lo logrado aquella noche y que ahora le

proporcionaba aquel sentimiento de agradecimiento febril.

Se acordó de que tendría que vender sus acciones de la «d'Anconia Copper», que nunca

alcanzaron plenitud luego del hundimiento el año anterior, y comprar bonos de la

Corporación para la Amistad y el Progreso entre Países Vecinos, como había convenido

con sus amigos. Le proporcionarían una fortuna, pero el pensar en ello sólo le ocasionó

aburrimiento. No era lo que deseaba celebrar.

Intentó obligarse a una alegría ficticia. Pensó que el dinero fue siempre su motivo

impulsor. ¿No se trataba, acaso, de un motivo normal? ¿De un motivo válido? ¿No era

del dinero tras de lo que todos iban: los Wyatt, los Rearden y los d'Anconia? Movió la

cabeza para librarse de aquellos pensamientos. Le pareció como si sus ideas se deslizaran

por un callejón peligroso y obscuro, el final del cual no debía alcanzar nunca.

Luego pensó, fríamente y con desgana, que el dinero ya no significaba nada para él.

Había derrochado los dólares a centenares en la fiesta ofrecida aquel día en bebidas sin

terminar, en manjares no consumidos, en propinas que nadie provocó y en caprichos

inesperados, como una conferencia con la Argentina, porque uno de sus invitados deseó

comprobar la exacta veracidad de cierta sucia historia empezada a contar. Obró así

arrastrado por el estímulo del momento, por el pegajoso estupor de saber que resultaba
más fácil pagar que pensar.

—No tiene que preocuparse de nada mientras funcione el plan de Unificación Ferroviaria

—le había dicho Orren Boyle riendo estrepitosamente a causa de la bebida.

Bajo el plan en cuestión una compañía acababa de declararse en quiebra en Dakota del

Norte, abandonando la región al destino de las zonas estériles; el banquero local se había

suicidado, matando antes a su mujer y a sus hijos; un tren de mercancías había sido

suprimido en Tennessee, dejando una fábrica sin transporte, con sólo un día de margen; el

hijo del dueño abandonó la Universidad y se encontraba ahora en la cárcel, esperando su

ejecución por un crimen cometido junto con una banda de merodeadores; una estación

había sido cerrada en K ansas, y su jefe, que quiso ser hombre de ciencia, había tenido

que abandonar sus estudios y trabajar como lavaplatos. Entretanto, él, James Taggart,

podía permanecer sentado en un bar particular, pagando el alcohol que ingería Orren

Boyle, los servicios del camarero que limpiaba el traje de aquél, luego de haber vertido la

bebida sobre el mismo, y la alfombra quemada por los cigarrillos de un antiguo alcahuete

de Chile, que no quería tomarse la molestia de alcanzar un cenicero situado a un metro de

él.

No era su indiferencia hacia el dinero lo que le ocasionaba aquel estremecimiento de

temor, sino el saber que, caso de quedar reducido al mismo estado que el mendigo,

actuaría con idéntica indiferencia. Existió un tiempo en el que sintió cierta sensación de

culpabilidad, aunque de forma poco clara, sólo como un leve toque de cólera, al pensar

que era culpable del pecado de avaricia, de aquella misma avaricia que se pasaba el

tiempo denunciando. Se sentía herido por el frío convencimiento de que, en realidad,

nunca fue un hipócrita, porque en realidad jamás le había preocupado el dinero. Aquello

abrió ante él un nuevo pasadizo conducente a otro callejón sin salida, cuyo fondo no

podía arriesgarse a ver.

«¡Quiero hacer algo esta noche!», se gritó interiormente, aunque sin saber por qué, en

actitud de protesta y de cólera; de protesta contra lo que le obligaba a tales pensamientos;

de cólera contra un universo en el que algún poder malévolo no le permitía encontrar

distracción sin la necesidad de saber previamente qué deseaba y para qué.


«¿Qué pretendes?», le preguntaba una voz enemiga, mientras él caminaba cada vez más

de prisa, tratando de escapar. Su cerebro era un caos en el que en cada esquina se abrían

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callejones envueltos en niebla espesa que ocultaba un abismo, mientras la islita de

seguridad se encogía cada vez más. Pronto no quedarían más que aquellas aberturas sin

salida. Era algo parecido a la escasa claridad en la calle por la que circulaba, mientras la

neblina iba rellenando todos los huecos, «¿Por qué sucede así?», se preguntó presa de

pánico. Había vivido toda su existencia manteniendo la mirada tercamente fija en la

seguridad del pavimento, evitando ver el camino, las esquinas, las distancias, las alturas.

Nunca intentó dirigirse a sitio alguno. Quiso mantenerse libre de todo progreso, libre del

yugo de la línea recta. Nunca pretendió que sus años se fueran acumulando hasta formar

una suma… ¿Por qué había alcanzado un destino no elegido por él, donde no podía

quedarse ni tampoco emprender la retirada?

—¡Mire por dónde va, hermano! —gruñó una voz, mientras un codo lo empujaba.

Observó que había chocado con una enorme y maloliente figura, luego de echar a correr

sin darse cuenta.

Aminoró la velocidad de sus pasos, reconociendo, aunque a desgana, las calles elegidas

en su huida. Sin querer enterarse, se dio cuenta de que iba hacia su casa, donde estaba su

mujer. También aquello constituía un callejón lleno de niebla. Pero no le quedaba otro

adonde dirigirse.

En el momento de ver la figura silenciosa y contenida de Cherryl, cuando se levantó al

entrar en su cuarto, comprendió que aquello implicaba un peligro mayor que el que se

hubiera permitido imaginar. No sabía exactamente lo que deseaba. Para él el peligro era

señal de cerrar los ojos, suspender el juicio y seguir una ruta inalterable sobre la premisa

no expresada de que dicho peligro seguiría siendo irreal, gracias a su soberano poder para

no verlo; como una sirena interior que sonara, no como advertencia, sino como para

atraer la niebla protectora.

—Tenía que asistir a un importante banquete, pero cambié de idea y me dije que sería
mejor cenar contigo esta noche —dijo en el tono de quien expresa un cumplido.

Pero sólo obtuvo un calmoso «Comprendo» como única respuesta.

Le irritaban los modales tranquilos de su esposa y su cara pálida e inexpresiva. Sintió

irritación ante la serena eficacia con que daba instrucciones a los sirvientes. Y su

nerviosismo se recrudeció al encontrarse bajo la luz de los candelabros del comedor,

enfrentándose a ella a través de una mesa perfectamente puesta, con dos copas de cristal

llenas de fruta dentro de cubiletes de plata con hielo.

Su aire equilibrado era lo que más le molestaba. Había dejado de ser una incongruente

nimiedad, empequeñecida por el lujo de aquella residencia diseñada por un artista

famoso, para acabar colocándose a la altura de la misma. Se sentaba a la mesa cual la

anfitriona que aquella habitación tenía derecho a exigir. Llevaba un traje sastre de

brocado granate, que hacía juego con el bronce de su pelo. La severa sencillez de sus

líneas constituía el único ornamento de su persona. Jim hubiera preferido los tintineantes

brazaletes y las hebillas de otros tiempos. Su mirar lo turbaba desde hacía muchos meses.

Aquellos ojos no expresaban cariño ni enemistad, sino que se mostraban vigilantes e

interrogadores.

—Hoy he cerrado un trato importante —le explicó entre jactancioso y sumiso—. Un trato

que incluye al continente entero y a media docena de Gobiernos.

Se dio cuenta de que el temor, la admiración y la anhelante curiosidad que había esperado

en ella y que pertenecían al rostro de aquella pequeña dependienta desaparecida mucho

tiempo atrás, no figuraban ahora en el rostro de su mujer. Incluso el odio o la cólera

hubieran sido preferibles a aquella mirada siempre atenta y siempre igual; peor que

acusadora: inquisitiva.

—¿Qué trato es ése, Jim?

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—¿A qué viene tal pregunta? ¿Por qué sospechas? ¿Por qué empiezas en seguida con tus

insinuaciones?

—Lo siento. No sabía que fuera confidencial. No es preciso que me contestes.


—No es confidencial. —Esperó, pero ella seguía en silencio—. Bien, ¿no piensas decir

nada más?

—No, no —repuso ella simplemente, cual si quisiera complacerlo.

—¿No sientes interés alguno por lo que te explico?

—Creí que no deseabas discutirlo.

—¡Oh, no seas tan fastidiosa! —exclamó Jim—. Se trata de un negocio tremendo. ¿No es

eso lo que admiras? ¿Los grandes negocios? Pues se trata de algo de alcance mayor que

lo soñado jamás por esos tipos. Han pasado sus vidas amasando su fortuna centavo a

centavo, mientras yo la consigo de una vez. —Chasqueó los dedos—. Así. Es el mejor

golpe que se haya dado jamás.

—¿Golpe, Jim?

—¡Negocio!

—¿Y lo has hecho tú? ¿Tú solo?

—¡Desde luego! Ese estúpido de Orren Boyle no hubiera acertado ni en un millón de

años. Ha sido preciso un gran conocimiento del terreno, mucha habilidad y mucho

cálculo. —Distinguió un chispazo de interés en su mirada—. Y psicología. —El chispazo

se apagó, pero él continuó hablando con gran animación—. Hay que saber tratar a Wesley

y apartar de él las malas influencias, y atraerse el interés de míster Thompson, sin dejarle

averiguar demasiadas cosas, y hacer intervenir a Chick Morrison, manteniendo alejado a

Tinky Holloway, y lograr que las personas adecuadas organicen fiestas para Wesley en el

momento preciso, y… pero, dime, Cherryl, ¿es que no hay champaña en esta casa?

—¿Champaña?

—¿No podríamos hacer algo especial esta noche? ¿Celebrar juntos una especie de fiesta?

—Podemos tomar champaña, Jim. Desde luego.

Tocó el timbre y dio las oportunas órdenes a su manera extraña, desprovista de vida, en

una actitud de meticuloso sometimiento a los deseos de Jim, pero sin expresar ninguno

por su parte.

—No pareces muy impresionada —se quejó él—. Pero, ¿qué sabes tú de negocios? No

comprenderías nada de verdadera importancia. Espera hasta el dos de septiembre. Espera


a que ellos lo sepan.

—¿Ellos? ¿Quiénes?

La miró como si hubiera dejado escapar involuntariamente un vocablo peligroso.

—Hemos organizado un sistema gracias al cual yo, Orren y unos cuantos amigos

controlaremos todas las propiedades industriales al sur de la frontera.

—¿Las propiedades de quién?

—Pues… del pueblo. No se trata de un movimiento a la antigua usanza con miras a

obtener beneficios personales, sino de un negocio que es a la vez una misión, una misión

digna, en beneficio del público. Al dirigir las propiedades nacionalizadas de los varios

Estados populares de América del Sur enseñaremos a sus obreros nuestras modernas

técnicas de producción y ayudaremos a los elementos menos privilegiados, que jamás

disfrutaron de una oportunidad…-Se interrumpió bruscamente, aunque ella se hubiera

limitado a permanecer sentada mirándole, sin desviar la vista—. ¿Sabes?

—preguntó súbitamente con fría y breve risa—. Si quieres ocultar que procedes de un

barrio miserable, deberás mostrarte menos indiferente a la filosofía del bien social.

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Siempre son los pobres los que carecen de instintos humanitarios. Se ha de nacer rico

para comprender los más exquisitos sentimientos del altruismo.

—Nunca he intentado ocultar que procedo de un barrio miserable —dijo Cherryl, en el

tono sencillo e impersonal de quien expresa una simple corrección—, y no profeso la

menor simpatía hacia la filosofía del bienestar. He visto demasiado de todo ello para

comprender qué origina esa clase de pobres que desean algo a cambio de nada. —Él no

contestó y Cherryl añadió de repente, con aire asombrado pero firme, como en

confirmación final de una prolongada duda—: Jim, a ti tampoco te preocupa en absoluto.

A ti no te quita el sueño toda esa tontería del bienestar social.

—Bien. Si lo único que te interesa es el dinero —replicó él—, permíteme decirte que este

asunto me proporcionará una gran fortuna. Es lo que tú has admirado siempre, ¿verdad?

La riqueza.
—Depende…

—Creo que terminaré siendo uno de los hombres más ricos del mundo —dijo Jim sin

querer indagar de qué dependía su admiración—. No habrá nada que no pueda

permitirme. Nada. Di algo. Puedo darte lo que quieras. ¡Vamos! Di algo.

—No quiero nada, Jim.

—¡Pero es que desearía hacerte un regalo! Celebrar esta ocasión, ¿comprendes? Darte lo

que te pase por la mente. Cualquier cosa. Me lo puedo permitir. Quiero demostrarte que

estoy en condiciones de hacerlo. Cualquier capricho que se te ocurra.

—No tengo caprichos.

—¡Oh, vamos! ¿Te parece bien un yate?

—No.

—¿Quieres que compre todo el barrio en donde vivías, en Búfalo?

—No.

—¿Deseas las joyas de la corona del Estado popular de Inglaterra? Podría obtenerlas,

¿sabes? Ese Estado popular lleva mucho tiempo haciendo insinuaciones acerca de las

mismas en el mercado negro. Pero hasta ahora no ha surgido ningún anticuado ricachón

capaz de comprarlas. En cambio, yo sí puedo hacerlo… o mejor dicho, podré luego del

dos de septiembre. ¿Las quieres?

—No.

—Entonces, ¿qué diantre anhelas?

—No quiero nada, Jim.

—¡Pues tienes que quererlo! ¡Tienes que desear algo, condenada!

Le miró perpleja y al propio tiempo con gran indiferencia.

—Bien. Bien. Lo siento —dijo Jim, sorprendido por su propia pasión—. Sólo deseaba

complacerte —añadió con tristeza—. Pero creo que no lo entiendes. No te das cuenta de

lo importante que soy. No te das cuenta de la clase de hombre con quien te has casado.

—Intento lograrlo —dijo ella lentamente.

—¿Sigues creyendo, como en otros tiempos, que Hank Rearden es un gran hombre?

—Sí, Jim. Lo creo.


—Pues lo he derrotado. Ahora soy mayor que cualquiera de ellos; mayor que Rearden y

que ese otro amante de mi hermana que…

Se interrumpió, cual si hubiera ido demasiado lejos.

—Jim —preguntó ella con serenidad—, ¿qué va a suceder el dos de septiembre?

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La miró por debajo de la frente con mirada fría, mientras sus músculos se arrugaban en

un asomo de sonrisa, en cínico quebrantamiento de una voluntaria restricción.

—Van a nacionalizar la «d'Anconia Copper».

Escuchó el prolongado y duro ronroneo de un motor, conforme un avión pasaba en las

tinieblas sobre el tejado, y luego un leve tintineo cuando un trozo de hielo cayó medio

fundido en el fondo del cubilete de plata que contenía su copa de fruta. Luego, contestó:

—Era tu amigo, ¿verdad?

—¡Oh, cállate!

Jim guardó silencio sin mirarla. Cuando volvió a posar la mirada en su rostro, vio que

seguía contemplándole. Fue la primera en hablar, con voz extremadamente dura.

—Lo que tu hermana dijo durante aquella emisión fue admirable.

—Sí. Lo sé. Lo sé. Llevas un mes diciéndolo.

—Pero nunca me has contestado.

—¿Qué quieres que te…?

—Igual que tus amigos de Washington, que tampoco contestaron. —Él siguió en

silencio—. Jim, no pienso abandonar el tema. —Siguió callado—. Tus amigos de

Washington nunca han dicho palabra acerca de ello. No negaron lo que Dagny declaró, ni

explicaron nada, ni trataron de justificarse. Siguieron obrando como si tal cosa. Creo que

confían en que la gente olvide. Algunos lo harán. Pero el resto recordamos bien lo que

dijo y sabemos que tus amigos sintieron temor a contender con ella.

—¡No es verdad! Se adoptaron las medidas oportunas; el incidente terminó y no sé por

qué has de sacarlo ahora a relucir.

—¿Qué medidas?
—Fue suprimida la emisión de Bertram Scudder, por no considerarla de interés público

en los tiempos actuales.

—¿Constituye esto una respuesta?

—Da por terminado el asunto, y nada más hay que decir de él.

—¿Nada hay que decir de un Gobierno que ejerce chantaje y extorsión sobre la gente?

—No puedes afirmar que no se hizo nada. Ha sido anunciado públicamente. El programa

de Scudder era nefasto, destructor e indigno.

—Jim, quiero que entiendas esto. Scudder no estaba con ella, sino contigo. Ni siquiera

organizó esa retransmisión. Actuaba por orden de Washington. ¿No es cierto?

—Creí que no te gustaba Bertram Scudder.

—Ni me gustaba ni me gusta, pero…

—Entonces, ¿por qué te preocupa tanto?

—Era inocente, por lo que respecta a tus amigos, ¿no es verdad?

—Preferiría que no te mezclaras en política. Hablas como una estúpida.

—Era inocente, ¿verdad?

—¿Y eso qué importa?

Lo miró abriendo mucho los ojos, con expresión incrédula.

—Ello significa que sólo lo habéis utilizado como figurón.

—¡Oh! ¡No estés ahí sentada con el mismo aire de Eddie Willers!

—¿De veras? ¡Pues me es simpático Eddie Willers! Se trata de un hombre honrado.

—Es un maldito imbécil que no tiene ni la menor idea de cómo contender con las

realidades prácticas.

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—En cambio, tú sí, ¿verdad?

—¡Desde luego!

—Entonces, ¿por qué no ayudaste a Scudder?

—¿Yo? —Jim estalló en una incontenible y colérica risa—. ¡Oh! ¿Por qué no tienes un

poco más de sentido común? ¡Hice lo que pude para arrojar a Scudder a los leones!
Alguien había de ser la víctima. ¿No comprendes que de no haber encontrado a alguien,

hubiese dejado la cabeza en eso?

—¿Tu cabeza? ¿Por qué no la de Dagny, si ella es la equivocada? ¿O acaso no lo era?

—¡Dagny pertenece a una categoría totalmente distinta! El problema se dirimía entre

Scudder y yo.

—¿Por qué?

—Resulta más favorable a la política nacional que haya sido Scudder. De este modo, no

es necesario discutir acerca de lo que mi hermana dijo.

. Si alguien saca a relucir el tema, empezamos a gruñir que fue manifestado en el

programa de Scudder; que los programas de Scudder están desacreditados y que Scudder

es un fracasado, un mentiroso, etc. ¿Crees que el público logrará desenredar este lío? Por

otra parte, nadie confió nunca en Bertram Scudder. ¡Oh! No me mires de ese modo.

¿Hubieras preferido que fuese yo la víctima?

—¿Y por qué no Dagny? ¿Por qué su discurso no podía merecer ese descrédito?

—Si tanto lo sientes por Bertram Scudder, tendrías que haberle visto esforzarse en que

fuese yo el perjudicado. Lo ha estado procurando durante años y años. ¿Cómo crees que

ha llegado adonde está, sino escalando montones de cadáveres? Se creyó muy poderoso.

Debías haber visto cómo los grandes de la industria se asustaban ante él. Pero esta vez le

hemos tomado U delantera. Figuró en la facción equivocada.

Vagamente, a través del placentero torpor de descansar casi tendido en su sillón,

sonriendo, comprendió que era aquélla la clase de placer que prefería: la de ser él mismo.

Pensó en ello sumido en un precario y nebuloso estado, sintiéndose flotar más allá del

más temible de los callejones, el que llevaba a la pregunta de lo que era él en realidad.

—Verás; pertenecía a la facción de Tinky Holloway. Durante algún tiempo hubo un

movimiento de vaivén entre esta última y la de Chick Morrison. Pero ganamos. Tinky

cerró un trato y convino en echar a pique a su cama-rada Bertram, a cambio de unas cosas

que necesitaba de nosotros. ¡Debías haber visto aullar a Bertram! Pero estaba acabado y

lo sabía perfectamente.

Inició una sonrisa, pero la ahogó conforme la neblina se fue aclarando y vio la cara de su
mujer.

—Jim —murmuró Cherryl—, ¿es ésa la clase de… victorias que estás ganando?

—¡Oh! ¡Por lo que más quieras! -gritó él, descargando un puñetazo en la mesa—.

¿Dónde estuviste todos estos años? ¿En qué clase de mundo crees vivir?

El golpe había derribado el vaso de agua y ésta se desparramaba en obscuras manchas

sobre el encaje del mantel.

—Estoy intentando averiguarlo —murmuró Cherryl.

Sus hombros se estremecían y su cara había cobrado un aspecto repentinamente lacio; un

aspecto extraño, avejentado, como si se sintiera fatigada y perdida.

—¡No he podido evitarlo! —estalló él en el silencio reinante—. ¡No se me puede

reprochar nada! ¡He tenido que tomar las cosas como han venido! ¡Yo no he hecho

nuestro mundo actual!

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Le asombró ver cómo Cherryl sonreía, con sonrisa de tan feroz y amargo desprecio, que

parecía increíble en una cara tan tranquila y paciente. No miraba a Jim, sino a una imagen

forjada en su interior.

—Eso es lo que mi padre solía decir cuando se emborrachaba en el bar de la esquina, en

vez de ir en busca de trabajo.

—¿Cómo te atreves a compararme a…? —empezó, pero no terminó la frase, porque ella

no escuchaba.

Cuando volvió a mirarle, sus palabras lo asombraron, por parecerle completamente

absurdas.

—Esa fecha para la nacionalización, el dos de septiembre, ¿la has escogido tú mismo? —

preguntó, interesada.

—No. No tengo nada que ver con ello. Es la fecha de una sesión especial en la

legislatura. ¿Por qué?

—Porque coincide con el aniversario de nuestra boda.

—¿Cómo? ¡Oh! En efecto. —Sonrió aliviado ante aquel cambio de tema—. Llevaremos
un año de casados. ¡No parece haber transcurrido tanto tiempo!

Ella dijo, con voz monótona:

—Al contrario, parece mucho más.

Había desviado de nuevo la mirada y, en medio de una repentina intranquilidad, Jim se

dijo que aquel tema tampoco era seguro. Le hubiera gustado que ella no pareciera estar

contemplando el curso entero de aquel año de casados.

«'…No hay que asustarse, pero si aprender —pensaba Cherryl—. Es esencial no dejarse

dominar por el miedo y aprender…» Se había repetido con tanta frecuencia aquellas

frases, que semejaban una columna pulimentada y lisa por un peso insoslayable, la

columna que la había sostenido durante aquel año. Intentó repetirlas, pero notó como si

sus manos resbalaran sobre su superficie, como si no pudieran mantener alejado al terror

por más tiempo, porque estaba empezando a comprender.

«Lo que hay que hacer es no asustarse, sino aprender»… en la perpleja soledad de las

primeras semanas de su matrimonio, se había repetido aquellas palabras por vez primera.

No podía comprender la conducta de Jim, sus repentinas cóleras que tanto se asemejaban

a raptos de debilidad, o sus respuestas evasivas e incomprensibles, semejantes a cobardía

cuando le preguntaba algo. Semejantes rasgos no eran posibles en el James Taggart con

quien se había casado. Pero se dijo que no podía condenar sin comprender, que nada

sabía de su mundo, y que el grado de su ignorancia coincidía con la escasa comprensión

de las acciones de otros. Aceptó la carga y sufrió el vapuleo de un continuo autorreproche

contra la terca certidumbre de saber que algo iba mal y que lo que en realidad sentía era

miedo.

«He de asimilar todo aquello que la esposa de James Taggart debe saber y ha de ser.» Tal

fue su modo de exponer el problema ante un profesor de etiqueta. Inició su aprendizaje

con la devoción, la disciplina, el empuje de un cadete militar o de una novicia religiosa.

Se dijo que era el único modo de alcanzar las alturas que su esposo le había otorgado en

depósito, de situarse donde él esperaba. Constituía su deber conseguirlo. Y aunque no

quisiera confesárselo, decíase también que al final de la larga tarea recuperaría su visión

de él, el conocimiento que le devolviera al hombre visto durante la noche de su triunfo en


la compañía ferroviaria.

No pudo comprender la actitud de Jim cuando le habló de sus lecciones. Le era difícil

creer que en su carcajada figurase un tono de malicioso desdén.

—¿De qué te ríes, Jim?

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Pero él no quiso explicarlo, como si su desdén no requiriese motivo alguno.

No pudo sospechar malicia en su actitud; era demasiado paciente y generoso con sus

errores. Parecía dispuesto siempre a exhibirla en los mejores salones de la ciudad, y

nunca le dirigió una palabra de reproche por su ignorancia, su torpeza o por aquellos

terribles momentos en que un silencioso intercambio de miradas entre los invitados y un

súbito sonrojo por su parte le decían que había vuelto a cometer algún error. Él no

demostró nunca turbación; se limitaba a observarla con débil sonrisa. Al regresar a casa,

luego de aquellas veladas, parecía afectuoso y alegre. Intentaba facilitarle la tarea, se

decía a menudo, y la gratitud la inclinó a estudiarlo con mayor atención.

Creyó haber conseguido su recompensa la noche en que, tras una imperceptible

transición, se encontró disfrutando por vez primera en una fiesta.

Sintióse libre para actuar, no según determinadas reglas, sino de acuerdo con sus

inclinaciones; presa de una repentina confianza en que las reglas en cuestión se habían

fundido en costumbre habitual. Sabía que estaba atrayendo la atención, pero, por vez

primera, notó que no era consecuencia del ridículo, sino de la admiración. Aquella gente

buscaba su compañía por méritos propios; era la señora de Taggart y había cesado de

vivir como un objeto de caridad, disminuyendo el valor de Jim, siendo penosamente

tolerada por consideración a él. Se reía alegremente, percibiendo en los otros amables

sonrisas de apreciación. Miraba a Jim a través de la estancia, radiante como si le

entregaran un boletín escolar lleno de estupendas notas, rogándole que se sintiese

orgulloso de ella. Él permanecía sentado en un rincón, observándola con mirada

indescifrable.

Durante el regreso a su hogar no despegó la boca.


—No comprendo por qué me arrastro por semejantes fiestas —estalló de improviso,

quitándose la corbata de un tirón en medio de la sala, una vez en su hogar—. ¡Jamás he

sufrido una pérdida de tiempo semejante! ¡Qué aburrimiento y qué vulgaridad!

—¿Cómo, Jim? —preguntó ella, perpleja—. Creí que esa fiesta había resultado

magnífica.

—Para ti, sí. Parecías totalmente en tu casa, como si te hallaras en Coney Island. Me

gustaría que aprendieras a portarte como es debido y a no ridiculizarme en público.

—¿Te he ridiculizado esta noche?

—¡Claro que sí!

—¿Cómo?

—Si no lo comprendes, de nada servirá explicártelo —repuso en el tono de un místico,

convencido de que toda falta de comprensión equivale al reconocimiento de una

vergonzosa inferioridad.

—Pues no lo comprendo —insistió ella con firmeza. Jim salió del aposento, cerrando de

un portazo.

Cherryl se dijo que en aquella ocasión lo inexplicable no era, como otras veces, un simple

espacio en blanco, sino que ofrecía ciertos resabios de maldad. A partir de aquella noche,

un diminuto pero duro puntito de temor siguió impreso en su ánimo, como un distante

foco que avanzara hacia ella por un camino invisible.

El conocimiento de las cosas no pareció proporcionarle una visión más clara del mundo

de Jim, sino que agrandó más el misterio. No podía comprender que se exigiera de ella

respeto hacia la yerma insensatez de las exposiciones de arte a que asistían los amigos de

Jim, o a las novelas que leían, o a las revistas políticas cuyos artículos discutían. Las

exposiciones donde contemplaba la misma clase de dibujos que podían verse ejecutados

con yeso por cualquier chiquillo en una acera; las novelas encaminadas a demostrar la

futilidad de la ciencia, la industria, la civilización y el amor, usando un lenguaje que ni su

759

padre se hubiera atrevido a expresar en sus peores momentos de borrachera; las revistas
que propulsaban generalidades cobardes, menos claras y más nauseabundas que las

pláticas que merecieron su repulsa hacia el predicador de aquella misión de arrabal, al

que consideró un viejo fraudulento de voz meliflua. No podía creer que aquello

representara la cultura hacia la que profesara tanta admiración y que tan ansiosa se sentía

de descubrir. Le pareció haber ascendido a una montaña en cuya cima se levantara una

forma parecida a un castillo, encontrándose con que en realidad no era tal, sino la ruina

desmoronada de un horrible almacén.

—Jim —le dijo cierta vez, luego de una reunión a la que asistieron ciertos hombres

considerados como los directores intelectuales del país—, ese doctor Simón Pritchett es

un viejo asustado y de pocas agallas.

—Escucha —le respondió él—. ¿Te crees capacitada para juzgar a los filósofos?

—Estoy calificada para juzgar a un charlatán. He visto muchos de ellos para conocerlos

en cuanto los tengo delante.

—Por eso es por lo que siempre te he dicho que nunca lograrás superar tu condición. De

haberlo conseguido, sabrías apreciar la filosofía del doctor Pritchett.

—¿Qué filosofía?

—Si no la comprendes, más vale no explicarla.

Pero no quiso dejarle terminar la conversación con su fórmula favorita.

—Jim —insistió—, es un inútil. Él y Balph Eubank y toda su pandilla. Y creo que te

consideran uno más en la misma.

En vez de la cólera que había esperado, distinguió un breve destello de burla en sus ojos

en el momento de enarcar las cejas.

—Eso es lo que tú crees —le respondió.

Experimentó un instante de terror al primer contacto con un concepto que nunca

consideró posible. ¿Y si Jim no hubiera sido, en realidad, aceptado por ellos? Podía

comprender la inutilidad del doctor Pritchett porque tratábase de una artimaña que le

representaba beneficios inmerecidos; podía incluso admitir la posibilidad de que Jim

fuera un inútil en su propio negocio; lo que no lograba concebir era el concepto de Jim

como un inútil, en un asunto en el que no ganaba nada; un inútil gratuito, un inútil sin
ambición; la inutilidad de un jugador de ventaja, o de un rufián, parecían inocentemente

sanas por comparación. No podía concebir los motivos de Jim; le parecía como si el foco

en movimiento se hubiera ido haciendo mayor.

No le era posible recordar por qué proceso, mediante qué acumulación de dolor, primero

como débiles punzadas de intranquilidad, luego como un azaramiento progresivo y más

tarde como una tensión crónica y creciente causada por el miedo, había empezado a dudar

de la posición de Jim en la compañía ferroviaria. Fue su repentino y colérico «¿Es que no

tienes confianza en mí?» gritado en respuesta a sus primeras e inocentes preguntas, lo que

le hizo comprender que, en efecto, no la tenía. Y eso cuando la duda no había adquirido

aún forma en su mente y esperaba que sus respuestas pudieran devolverle la tranquilidad.

En los arrabales frecuentados en su niñez había aprendido que la gente honrada no se

mostraba nunca susceptible acerca de aquel tema de la confianza.

«No me gusta hablar tonterías», era su respuesta cada vez que ella mencionaba el

ferrocarril. Cierta vez intentó insistir.

—Jim, ya sabes lo que pienso de tu trabajo y cómo te admiro por él.

—¡Oh! ¿De veras? ¿Te has casado con un hombre o con el presidente de un ferrocarril?

—Nunca he pensado en separar ambas cosas.

—Pues no resulta muy halagador para mí.

760

Lo miró estupefacta porque le había parecido que era así.

—Preferiría creer que me amas por mí mismo y no por mi ferrocarril —le dijo.

—¡Oh, cielo, Jim! —exclamó Cherryl con voz ahogada—. ¿No irás a pensar que yo…?

—No —respondió él con triste y generosa sonrisa—. No creo que te ^ casaras conmigo

por mi dinero o por mi posición. Jamás he dudado de ti.

Comprendiendo, en medio de su atolondrada confusión y en su torturado deseo de

claridad que quizá le había dado pie para interpretar mal sus sentimientos, que olvidaba

las amargas decepciones que él debió haber sufrido a manos de mujeres cazadoras de

fortunas, no pudo hacer otra cosa sino mover la cabeza, a la vez que gemía:
—¡Oh, Jim! No es eso lo que he querido decir.

Él se rió por lo bajo, como un niño, y le pasó un brazo por la cintura.

—¿Me amas? —preguntó.

—Sí —susurró ella.

—Pues entonces has de tener fe en mí. El amor es fe, ya lo sabes. ¿No te das cuenta de

que la necesito? Nadie me inspira confianza, sólo tengo enemigos a mi alrededor; estoy

muy solo. ¿No ves que te necesito?

Horas más tarde, sumida en una torturante inquietud, Cherryl paseó por su habitación

pensando en que deseaba desesperadamente creer en él, pero sin aceptar ni una palabra de

todo aquello, aun cuando supiera que era cierto.

En efecto, era cierto, pero no al modo en que él lo pretendía, no de un modo ni con un

significado que ella pudiera comprender. Ciertamente, Jim la necesitaba, pero la

naturaleza de tal necesidad se le escapaba, no obstante sus esfuerzos para definirla. No

sabía lo que él deseaba. No eran halagos, puesto que lo había visto escuchando los

obsequiosos cumplidos de personas carentes de sinceridad con una expresión de resentida

inercia, casi la misma de un adicto a las drogas ante una dosis escasamente adecuada para

provocarle alguna reacción. Pero en ocasiones lo había visto también mirarla, cual si

esperase una inyección reanimadora, y a veces, como si se la estuviera mendigando.

Percibió un chispazo de vida en sus ojos cada vez que le otorgaba una señal de

admiración. Sin embargo, respondía con un estallido de cólera siempre que mencionaba

algún motivo causante de la misma. Parecía desear que le considerase grande, pero sin

otorgar un contenido específico a su grandeza.

No comprendió lo sucedido aquella noche de mediados de abril, cuando él regresó de un

viaje a Washington.

—¡Hola, nena! —exclamó en voz alta, depositando en sus brazos un ramo de lilas—.

¡Han vuelto los días felices! ¡AI ver estas lilas me acordé de ti! ¡La primavera se acerca,

pequeña!

Se sirvió una bebida y paseó por la estancia, hablando con una jovialidad quizá

demasiado despreocupada y atrevida. Había en sus ojos un resplandor febril y su voz


parecía quebrantada por una excitación muy poco natural. Empezó a preguntarse si

estaría excitado o si sufriría una gran depresión.

—¡Sé muy bien lo que planean! —exclamó de improviso, sin transición, y ella lo miró

vivamente, conociendo, por el tono de su voz, que acababa de sufrir una de aquellas

explosiones internas—. ¡No existe en todo el país más que una docena de personas que lo

sepan, pero yo me he enterado! Los chicos lo guardan en secreto hasta que crean llegado

el momento de soltarlo a la nación. ¡Sorprenderán a mucha gente! ¡Muchos se quedarán

anonadados! ¿He dicho muchos? ¡Diantre! Casi todos los habitantes del país. Afectará a

todos y a cada uno de ellos. Fíjate si es importante.

—Afectarlos… ¿de qué modo, Jim?

761

—Pues eso… ¡afectándolos! No saben lo que se les viene encima, pero yo sí. Ahí los

tienes tan tranquilos. —Hizo un ademán, señalando las ventanas iluminadas de k

ciudad—. Trazándose planes, contando su dinero, acariciando a sus hijos o soñando; y no

saben, pero yo sí, que todo va a quedar alterado, detenido, cambiado.

—¿Cambiado en mejor o en peor sentido?

—Mejor, desde luego —repuso él, impaciente, como si se tratara de una pregunta

absurda. Su voz pareció perder todo fuego e irse deslizando hacia el tono fraudulento de

quien cumple un deber. —Se trata de un plan para salvar al país, para detener nuestro

hundimiento económico, para prolongar la calma, para alcanzar estabilidad y seguridad.

—¿Qué plan?

—No puedo revelártelo. Es secreto. Totalmente secreto. No sabes cuánta gente querría

saberlo. No existe ni un solo industrial que no cediera una docena de sus mejores

instalaciones para enterarse de sólo una pequeña parte, pero no lo conseguirán. Ni

siquiera ese Hank Rearden, al que tú tanto admiras.

Se rió por lo bajo, contemplando el futuro.

—Jim —le preguntó ella con cierto tono miedoso revelador de lo que su reciente risa le

había hecho sentir—, ¿por qué aborreces a Hank Rearden?


—¡Yo no lo aborrezco! —Se volvió en redondo hacia ella, con el rostro increíblemente

preocupado casi presa de terror—. Nunca he dicho que le odiara. No te preocupes;

aprobará ese plan, igual que todo el mundo. Es en beneficio común.

Parecía rogarle. Cherryl tuvo la desesperante certeza de que le mentía, pero de que, sin

embargo, su súplica era sincera. Sentía necesidad de tranquilizarla, pero por algo distinto

a lo que estaba diciendo.

Se esforzó en sonreír.

—Sí, Jim, desde luego —repuso, preguntándose qué instinto en aquel caos imposible le

había obligado a pronunciar tales palabras como si fuera ella quien tuviera que

tranquilizarlo y no a la inversa.

La expresión que vio en su cara equivalía a casi una sonrisa de gratitud.

—Tenía que decírtelo esta noche. Tenía que decírtelo. Quiero que sepas los tremendos

problemas a que me enfrento. Siempre hablas de mi trabajo.

pero no lo comprendes. Es mucho más amplío de lo que imaginas. Crees que dirigir un

ferrocarril consiste sólo en tender rieles de metales extraños y en procurar que los trenes

lleguen a tal o cual lugar a su debido tiempo. Pero no es eso. Semejante cosa la haría

cualquiera. El verdadero centro de un ferrocarril se encuentra en Washington. Mis tareas

están relacionadas con la política. ¡Política! Decisiones de alcance nacional que afectan a

todo el mundo y nos controlan a todos. Unas palabras en un papel, una directriz, cambian

la vida de cada persona, en cada escondrijo, en cada grieta, en cada cuchitril de la nación.

—Sí, Jim —le respondió, deseando creer que era en efecto un hombre de importancia real

en aquel misterioso Washington.

—Verás —continuó, paseando por el cuarto—. Tú crees poderosos a esos gigantes de la

industria, con sus motores y con sus hornos. Pues bien, quedarán inmovilizados, quedarán

desnudos. Se les hundirá. Se les…-Observó el modo en que ella lo miraba—. No es para

nosotros —se apresuró a explicar—, sino para el pueblo. He aquí la diferencia entre

negocios y política. No tenemos objetivos egoístas, ni nos impulsan motivos particulares;

no perseguimos el beneficio, ni gastamos nuestras vidas esforzándonos en conseguir

dinero. ¡No nos es necesario! Por eso nos vemos calumniados e incomprendidos por
todos los cazadores de oro que no pueden concebir un motivo espiritual, un ideal o… ¡No

podemos impedirlo! -exclamó súbitamente, volviéndose hacia ella—. ¡Era preciso

762

ejecutar ese plan! ¡De lo contrario, todo caería en pedazos! ¡Hay que hacer algo! ¡Hemos

de impedir que todo siga deteniéndose! ¡No hay más remedio!

Sus pupilas tenían ahora una expresión desesperada. No supo si se jactaba de algo o si

pedía perdón. Si aquello constituía un triunfo o si expresaba terror.

—Jim, ¿no te encuentras bien? Quizá trabajaste demasiado, te sientes exhausto y…

—¡Nunca me he sentido mejor en mi vida! —replicó, volviendo a pasear—. Desde luego,

he trabajado duro. Mi tarea es más pesada de lo que te imaginas. Se encuentra muy por

encima de procedimientos mecánicos como el de Rearden y el de mi hermana. Pero

hagan lo que hagan, yo puedo deshacerlo. Dejémosles tender una vía; llego yo y la

rompo. ¡Así! —Chasqueó los dedos—. Igual que se rompe una columna vertebral.

—¿Es que deseas romper columnas vertebrales? —murmuró ella, 'temblando.

—¡No he dicho tal cosa! —gritó—. ¿Qué chantre te ocurre? ¡Yo no he dicho eso!

—Lo siento, Jim —jadeó Cherryl, afectada por sus propias palabras y por el terror que se

pintaba en los ojos de su marido—. Es sólo que no comprendo, pero… pero sé que no

debería irritarte con mis preguntas, cuando estás tan cansado —se esforzaba

desesperadamente en convencerse de lo que decía—, cuando tienes tantas cosas en la

cabeza… tantas… cosas importantes… que yo no puedo comprender…

Jim abatió los hombros como si se sintiera aliviado. Se acercó a ella y se dejó caer

pesadamente de rodillas, pasándole los brazos por el cuerpo,

—¡Pobre y pequeña ignorante! —le dijo, afectuoso.

Cherryl se mantuvo inmóvil, sintiendo ternura y algo parecido a la piedad. Pero al

levantar la cabeza para mirar a Jim le pareció que lo que veía en sus ojos era en parte

agradecimiento y en parte desdén, casi como si, gracias a una desconocida clase de

sanción, se hubiera absuelto él y se condenara ella.

En los días que siguieron se dijo que era inútil insistir en que todo aquello quedaba fuera
de su alcance, en que su deber era creerle y en que el amor es fe. Sus dudas cobraban

incremento; dudaba de aquel incomprensible trabajo y de la relación de Jim con el

ferrocarril. Se preguntó por qué dicho estado de ánimo seguía creciendo en proporción

directa a sus propias admoniciones, según las cuales la fe era el deber que le debía. Hasta

que en una noche sin sueño comprendió que sus esfuerzos para cumplir aquel deber

consistían en apartarse de cuantos discutieron la tarea de Jim, rehusar una mirada a las

menciones periodísticas de la «Taggart Transcontinental», acorazar su mente contra toda

evidencia y toda contradicción. Se quedó perpleja, considerando esta pregunta: ¿De qué

se trata, entonces? ¿De la fe contra la verdad? Y comprendiendo que parte de su celo en

creer tenía como origen su temor a saber, se impuso la tarea de enterarse de todo, con un

sentido de la rectitud más limpio y más tranquilo que el representado por el autoengaño

que se había impuesto.

No tardó mucho tiempo en averiguarlo. El aire evasivo de los directores de la «Taggart»

cuando les formuló unas cuantas preguntas casuales, las gastadas vulgaridades que

incluían en sus respuestas, la tensión en sus modales al mencionarles al jefe y su evidente

desgana a discutir lo que éste hiciera, no le revelaron nada concreto, pero le confirieron la

sensación de haberse enterado de lo peor. Los obreros fueron más explícitos: los

guardagujas, porteros y taquilleros, a los que atrajo hacia conversaciones, al parecer sin

importancia, en el terminal Taggart y que no la conocían.

—¿Jim Taggart? ¿Ese mentecato quejumbroso, llorón, que sólo sabe hablar?

—¿Jimmy el presidente? Se lo voy a decir: es como un vagabundo que viaja gratis en el

tren.

—¿El jefe? ¿Mister Taggart? Habrá usted querido decir Miss Taggart, ¿verdad?

763

Fue Eddie Willers quien la puso al corriente de toda la verdad. Supo que conocía a Jim

desde que eran niños y le rogó comer con ella. Cuando ambos se enfrentaron, sentados a

la mesa, cuando observó la anhelante, interrogadora y directa expresión de sus ojos y oyó

la sencillez severa y literal de sus palabras, abandonó toda tentativa de instigación


indirecta y le dijo lo que deseaba saber, de un modo breve, impersonal, sin apelar a su

ayuda o a su compasión, sino tan sólo a su total sinceridad. Eddie le respondió de la

misma manera, poniéndole al corriente de la historia, de un modo tranquilo, sin

pronunciar veredicto alguno ni expresar opinión; sin abusar de sus emociones, ni dar

señal de preocupación por ellas; hablando con la brillante austeridad y el terrible poder de

los hechos. Le contó quién dirigía la «Taggart Transcontinental» y también la historia de

la línea «John Galt». Le escuchó sin sentir sorpresa, sino algo peor, la falta de la misma,

como si supiera de antemano todo aquello.

—Gracias, míster Willers —fue todo cuanto pudo decirle al terminar. Aquella noche

esperó el regreso de Jim. El único elemento que suavizaba su indignación y su dolor

residía en la idea de su propio aislamiento, como si todo aquello hubiera dejado de

importarle, como si se requiriese alguna acción, pero sin importar que la misma tuviese o

no consecuencias.

No fue cólera lo que sintió al ver a Jim entrar en el cuarto, sino una lóbrega sorpresa, casi

como si la maravillara quién era aquel hombre y por qué resultaba necesario hablar con

él. Lo puso al corriente de lo que sabía, de un modo breve, con voz cansada y floja. Le

pareció como si él la comprendiera desde las primeras frases, como si hubiese esperado

que aquello sucediera, más tarde o más temprano.

—¿Por qué no me has contado la verdad? —le preguntó.

—¿Es ésa tu idea de la gratitud? —gritó Jim—. ¿Es eso lo que sientes luego de cuanto he

hecho por ti? Todo el mundo me advirtió qué sólo cabía esperar grosería y avaricia por

haber recogido a un gato vagabundo en el sucio arroyo.

Lo miró cual si estuviera emitiendo sonidos inarticulados, carentes de conexión.

—¿Por qué no me contaste la verdad?

—¿Es ése el amor que sientes hacia mí, ruin hipócrita? ¿Es eso lo que recibo como

recompensa por mi fe en ti?

—¿Por qué mentiste? ¿Por qué permitiste pensara lo que pensé?

—¡Deberías avergonzarte! ¡Deberías avergonzarte de mirarme a la cara o de hablarme!

—¿Yo?
Los sonidos inarticulados encajaban ahora entre si, pero no podía creer lo que

significaban.

—¿Qué intentas hacer, Jim? —le preguntó con voz incrédula y distante.

—¿No has pensado en mis sentimientos? ¿Imaginaste siquiera lo que podía significar

para mí? ¡Era lo primero que debiste tener en cuenta! Es la primera obligación de una

esposa y de una mujer, sobre todo en la posición que tú ocupas. ¡No existe nada más bajo

y repugnante que la ingratitud!

Durante un breve instante, Cherryl tuvo la noción del hecho inaudito, consistente en que

un hombre culpable intentara justificarse instigando sentimientos de culpabilidad en su

víctima. Pero aquella idea no pudo permanecer mucho tiempo en su cerebro. Sintió una

punzada de horror, la convulsión de desechar algo que podía destruirla, una punzada

semejante a haber retrocedido desde el borde mismo de la demencia. Pero cuando dejó

caer la cabeza cerrando los ojos, sólo supo que sentía disgusto, un disgusto terrible por un

motivo que no podía identificar.

764

Cuando miró de nuevo a Jim le pareció percibir en él un destello vigilante, cual si la

contemplara con el aire incierto, retraído, calculador, de quien observa que su ardid no ha

conseguido los resultados que esperaba. Pero antes de tener tiempo para creerlo, la cara

de su esposo quedó velada otra vez por un aire de ofensa y de cólera.

Cual si expresara sus propias ideas ante un ser racional que no se hallaba allí, pero cuya

presencia debía dar por descontada, Cherryl dijo:

—Aquella noche… aquellos titulares… aquella gloria… no eran tuyos… sino de Dagny.

—¡Cállate de una vez, maldita mujerzuela!

Lo miró inexpresiva, sin reaccionar. Parecía como si nada pudiese ya afectarla, porque

sus palabras postreras estaban pronunciadas. Jim dejó escapar un sonido semejante a un

sollozo:

—Cherryl, lo siento. No quise decir eso. Lo retiro. No quise…

Ella siguió en pie, apoyada en la pared, igual que en los primeros momentos de la
conversación.

Jim se dejó caer al borde de un sofá, en actitud de total y afligido abandono.

—¿Cómo querías que te lo explicara? —preguntó cual si hubiese perdido toda

esperanza—. ¡Es tan grande y tan complejo! ¿Cómo iba a contarte cosas relacionadas con

un ferrocarril transcontinental, a menos de que conocieras todos sus detalles y

ramificaciones? ¿Cómo podía explicarte los años de trabajo, mis…? ¡Oh! ¿De qué

hubiera servido? Nadie me comprendió jamás. Debería estar ya acostumbrado. Pero te

creí distinta, y esperé una oportunidad.

—Jim, ¿por qué te casaste conmigo? Él se rió tristemente.

—Eso es lo que me preguntan todos. Pero nunca creí que tú también lo preguntaras. ¿Por

qué? Pues porque te amo.

Cherryl quedó perpleja al darse cuenta, de un modo extraño, de que aquella palabra, que

se suponía ser la más sencilla en el lenguaje humano, la palabra entendida por todos, el

lazo universal entre los hombres, no tuviera significado alguno para ella ni supiera a qué

correspondía en la mente de Jim.

—Nadie me ha querido nunca —continuó él—. No hay amor en el mundo. La gente

carece de sentimientos. Pero yo los tengo. ¿Quién se preocupa de ello? Viven pendientes

de sus horarios, de sus trenes y de su dinero. No puedo continuar entre esa gente. Me

siento solo. Siempre anhelé comprensión. Quizá no sea más que un idealista impenitente

que busca lo imposible. Nadie me entenderá jamás.

—Jim —dijo ella con una extraña nota de severidad en la voz—, durante todo este tiempo

me he esforzado en comprenderte.

Él dejó caer las manos, como si quisiera borrar aquellas palabras, pero no de un modo

ofensivo, sino tan sólo triste.

—Creí que lo conseguirías. Eres cuanto tengo. Pero quizá la comprensión no sea posible

entre humanos.

—¿Por qué ha de ser imposible? ¿Por qué no me comunicas tus deseos? ¿Por qué no me

ayudas a comprenderte?

Él suspiró.
—Ahí está el problema —repuso—. En todos esos «por qué». Tu constante indagación

del porqué de las cosas. Aquello de que hablo no puede ser transformado en palabras. No

tiene nombre. Ha de ser sentido. O lo sientes o no. No es cosa de la mente, sino del

corazón. ¿No has sentido alguna vez? Sentir sencillamente, sin hacer tantas preguntas.

¿Me comprendes como a ser humano y no como un objeto científico en un laboratorio?

Con esa gran comprensión que va más allá de nuestras pobres palabras y de nuestros

765

deficientes espíritus… No, creo que no debo perseguir tal cosa. Pero siempre buscaré y

esperaré. Eres mi última esperanza. Eres cuanto tengo. Ella permanecía apoyada en el

muro, sin moverse.

—Te necesito —gimió Jim suavemente—. Estoy solo. No eres igual que las demás. Creo

en ti. Confío en ti. ¿Qué es lo que el dinero, la fama, los negocios y la lucha me han

dado? Eres cuanto tengo…

Ella permanecía inmóvil, y la dirección de su mirada, que ahora había descendido hasta

donde Jim se hallaba, fue la única forma de reconocimiento que le otorgó. Todo cuanto

decía sobre sus sufrimientos era mentira; pero, en cambio, su sufrimiento era real. Tenía

ante sí a un hombre destrozado por una continua angustia, que era incapaz de revelar,

pero que quizá aprendiera a conocer. Le debía al menos aquello, se dijo en el tono gris de

quien cumple un deber, en pago a la posición que le otorgó y que tal vez, después de

todo, fuera lo único que podía darle. Le debía su esfuerzo en comprenderle.

En los días que siguieron se le hizo extraño notar que estaba convertida en una extraña

para sí misma, una extraña que nada tenía que desear o que buscar. En lugar de un amor

alimentado por el fuego brillante de la adoración al héroe, no le quedaba más que la

mordiente mediocridad de la compasión. En vez de los seres que tanto se esforzara en

encontrar, seres que combatían por sus objetivos y rehusaban sufrir, sólo le quedaba un

hombre cuyos sufrimientos constituían la única aspiración a un valor y su única oferta a

cambio de su vida. Pero ya no le importaba. Había contemplado con anhelo cada vuelta

del camino frente a ella; la pasiva extranjera que ocupaba ahora su lugar se asemejaba a
aquellas gentes refinadas que veía a su alrededor; gentes que afirmaban ser adultas

porque no intentaban siquiera pensar o desear.

Pero aquel ser extraño seguía perseguido por el fantasma de si misma y este fantasma

tenía una misión que cumplir. Era preciso comprender las cosas que la habían destruido.

Tenía que saber, y vivía inmersa en un sentido de incesante espera. Tenía que saber, aun

cuando notara que el foco se iba acercando más y más, y que en el momento de llegar a

una comprensión total, las ruedas se lanzarían sobre ella.

«¿Qué queréis de mí?», era la pregunta que latía en su cerebro como una clave sin

descifrar. «¿Qué queréis de mi?», gritaba en silencio a las mesas en las que comía, a las

salas donde se celebraba una reunión y a sus noches sin sueño. Lo gritaba a Jim y a

aquellos que parecían compartir el secreto de éste: a Balph Eubank, al doctor Pritchett…

«¿Qué queréis de mi?» No lo preguntaba en voz alta porque sabía que nunca conseguiría

una respuesta. «¿Qué queréis de mí?», se preguntaba con la sensación de estar corriendo,

aunque sin disponer de espacio por donde escapar. «¿Qué queréis de mí?», se preguntaba

mirando aquel largo trecho de tortura que era su matrimonio y que aún no había

alcanzado a prolongarse un año.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó en voz alta.

Y no pudo ver que estaba sentada a la mesa del comedor, mirando a Jim, a su rostro febril

y a la mancha de agua que se iba secando sobre el tapete.

No supo cuanto tiempo había reinado el silencio entre ambos. La asombró el sonido de su

propia voz al formular aquella pregunta, a la que no había pretendido dar forma. No

esperaba que él la comprendiera; nunca pareció comprender cosas todavía más sencillas.

Sacudió la cabeza, esforzándose en recuperar la realidad.

La dejó perpleja el observar que Jim la miraba con cierto aire zumbón, como si se burlara

de sus opiniones acerca de él.

—Amor —le respondió.

Se sintió de nuevo estremecida por la desesperanza, frente a una respuesta a la vez tan

sencilla y tan privada de significado.


766

—Tú no me amas —añadió acusador. Ella siguió en silencio—. No me amas o no

formularías una pregunta así.

—Te amé en otros tiempos —respondió Cherryl tristemente—, pero no era lo que

deseabas. Te amé por tu valor, por tu ambición, por tu inteligencia, pero nada de esto era

verdad.

El labio inferior de Jim se adelantó un poco, con aire despectivo.

—¡Qué estúpida idea del amor! —exclamó.

—Jim, ¿por qué motivo quieres que te ame?

—¡Qué despreciable actitud de tendera!

Ella no contestó. Le miraba con los ojos muy abiertos, en silenciosa pregunta.

—¡Ser amado por algo! —exclamó Jim con voz chirriante por la burla y por la sensación

de estar hablando rectamente—. ¿De modo que, a tu juicio, el amor es algo así como las

matemáticas, algo que puede cambiarse, pesarse o medirse como una libra de manteca

sobre el mostrador de cualquier tienda? No quiero que se me ame por nada. Quiero que se

me ame por mi mismo; no por lo que haga, o tenga, o diga, o piense. Por mí mismo; no

por mi cuerpo, mi mente, mis palabras, mis obras o mis actos.

—Entonces… ¿qué eres tú?

—Si me amaras no lo preguntarías. —En su voz sonaba una aguda nota de nerviosismo,

como si oscilara peligrosamente entre la cautela y cierto ciego impulso sin objetivo—. No

lo preguntarías. Lo sabrías. Lo sentirías. ¿Por qué estás siempre intentando metodizarlo y

definirlo todo? ¿Es que no puedes elevarte sobre esas simples definiciones materialistas?

¿Es que no sientes… simplemente sientes?

—Sí, Jim, siento —respondió ella en voz baja—, pero procura evitarlo porque… porque

lo que siento es miedo.

—¿De mí? —preguntó él, esperanzado.

—No, no es eso exactamente. No es miedo a lo que puedas hacerme, sino a lo que eres.

Jim abatió los párpados con la rapidez de quien cierra de golpe una puerta, pero Cherryl

pudo apreciar un destello en sus ojos que, de modo increíble, le pareció terror.
—¡Tú no eres capaz de amar a nadie, buscadora de oro barata! —gritó de pronto en un

tono desprovisto de color, pero ansioso de herir—. SI, he dicho buscadora de oro. Existen

muchas formas de ello, además de la avaricia del dinero y de otras formas peores. Eres

una buscadora de oro del espíritu. No te casaste por mi dinero, pero si por mi inteligencia,

mi valentía o cualquier otro valor al que pusiste como precio tu cariño.

—¿Es que crees… que el amor… ha de carecer de motivo?

—¡El amor es un motivo en sí mismo! Está por encima de causas y razones. El amor es

ciego, pero tú no serías capaz de sentirlo. Posees el alma mezquina y calculadora de una

tendera que comercia, pero que nunca entrega. El amor es un don, un don libre,

incondicional y lleno de grandeza, que trasciende y que lo olvida todo. ¿Crees

generosidad amar a un hombre por sus virtudes? ¿Qué entregas tú a cambio? Nada. No es

más que un acto de fría justicia pensar que no recibe más que aquello que ha ganado.

Los ojos de Cherryl estaban ahora obscuros, con esa peligrosa intensidad de quien cree

encontrarse muy cerca de su meta.

—Tú quieres un amor no merecido —repuso, pero no en tono de quien pregunta, sino de

quien pronuncia un veredicto.

—¡Oh! ¡No comprendes!

—Sí, Jim, comprendo. Eso es lo que deseas… lo único que deseas. No dinero ni

beneficios materiales, ni seguridad económica ni ninguna entrega parecida. —Hablaba

767

triste y monótonamente, cual si recitara sus propios pensamientos, atenta sólo a prestar su

plena identidad a las palabras en aquel tortuoso caos que vibraba en su interior—. Todos

vosotros, los predicadores del bienestar, no perseguís el dinero; queréis compensaciones,

pero de diferente clase. Dices que soy una buscadora de oro del espíritu porque anhelo

valores. Entonces, vosotros, los predicadores del bienestar… es al espíritu al que deseáis

despojar. Nunca he pensado ni nadie me indicó jamás qué significaba ganarse nada en el

terreno espiritual, pero eso es precisamente lo que deseas. Quieres un amor no merecido.

Quieres una admiración sin base. Quieres una grandeza por la que no hayas trabajado.
Quieres ser como Hank Rearden, sin necesidad de hacer lo que él hizo. Sin la necesidad

de ser nada. Sin… la necesidad… de existir siquiera.

Jim gritó:

—¡Cállate!

Se miraron presas de terror, sintiendo ambos como si se balancearan al borde de un

abismo que ella no podía ni quería nombrar, sabiendo los dos que un paso adelante era

fatal.

—¿Qué crees que estás diciendo? —preguntó Jim en un tono de despectiva cólera, que

parecía casi benévola al llevarlos de nuevo al seno de lo normal, a la casi plenitud de un

simple altercado familiar—. ¿Qué clase de tema metafísico intentas desarrollar?

—No lo sé… —respondió Cherryl, cansada, bajando la cabeza como si la forma que

hubiese intentado capturar se alejara hasta quedar fuera de su alcance—. No lo sé… No

parece posible…

—Más vale que dejes esos temas…

Pero tuvo que detenerse porque el mayordomo entró en aquel momento con el

resplandeciente cubilete de hielo conteniendo la botella de champaña pedida para la

fiesta.

Guardaron silencio, dejando que el recinto se llenara con aquellos sonidos que siglos de

hombres y de luchas dejaron establecidos como símbolo de un acontecimiento alegre: el

estampido del corcho, el alegre gorgoteo del pálido oro líquido al caer sobre dos amplias

copas que reflejaban la oscilante luz de las velas, el siseo de las burbujas elevándose entre

dos tallos de cristal, casi exigiendo que todo cuanto las rodeaba se elevase también con

una aspiración idéntica.

Guardaron silencio hasta que el mayordomo se hubo ido. Taggart miraba las burbujas,

sosteniendo su copa entre los dedos lacios. Luego su mano se cerró bruscamente sobre el

pie de la copa en un gesto convulso y torpe y la levantó, pero no con delicadeza o

precaución, sino como si esgrimiera un cuchillo de carnicero.

—¡Por Francisco d'Anconia! —dijo. Ella bajó la copa.

—No —repuso.
—i Bebe! —gritó Jim.

—¡No! —insistió Cherryl con voz que parecía una gota de plomo.

Se miraron fijamente unos instantes, mientras la luz jugaba sobre el líquido dorado, sin

llegar a sus caras y a sus ojos.

—¡ Vete al diablo! —gritó Jim poniéndose en pie, arrojando la copa al suelo y saliendo

precipitadamente del comedor.

Cherryl permaneció sentada sin moverse largo rato; luego se levantó lentamente y

oprimió el timbre.

Se fue a su habitación caminando de un modo tan sereno que no parecía natural; abrió un

armario, sacó un vestido y un par de zapatos, se quitó la bata casera con movimientos

precisos, como si su vida dependiera de no alterar cuanto la rodeaba ni lo que había en su

768

interior. Se sentía atraída por un solo pensamiento: tenía que salir de aquella casa, salir de

allí aunque fuera sólo por un rato, sólo por la hora siguiente. Luego se hallaría en

condiciones de enfrentarse a lo que viniera.

***

Los renglones parecían volverse borrosos sobre el papel y, levantando la cabeza, Dagny

observó que era de noche desde hacía un buen rato.

Apartó los papeles, pero incapaz de encender la lámpara se permitió tan sólo el alivio de

la inactividad y las tinieblas. Éstas la aislaban de la ciudad, más allá de las ventanas del

salón. El calendario, en la distancia, marcaba: agosto, 5.

El mes anterior se había esfumado sin dejar más rastro que el vacio de un tiempo muerto.

Transcurrió para Dagny en tareas sin plan y sin recompensa, pasando de un asunto

urgente a otro, intentando retrasar el colapso de algún ferrocarril. Aquel mes era un

enorme montón de días, desconectados entre sí, cada uno de los cuales parecía destinado

a evitar un desastre inminente. No fue una suma de resultados, sino una suma de ceros, de

cosas que no habían sucedido, de catástrofes impedidas. No fue testigo de una tarea en

servicio de la vida, sino de una carrera contra la muerte.


Existieron momentos en que una visión no conjurada, la visión del valle, surgía ante ella,

pero no como repentina aparición, sino como constante y oculta presencia que de

improviso se volviera real e insistente. Se enfrentó a la misma en momentos tranquilos y

ciegos, forcejeando entre una inconmovible decisión y un inconstante dolor, un dolor al

que había que combatir con el conocimiento, diciéndose: «De acuerdo, debo aceptar

incluso esto».

Algunas mañanas despertaba al sentir los rayos del sol sobre su cara, pensando en que

tenía que apresurarse hacia la tienda de Hammond y comprar huevos frescos para el

desayuno; luego, recuperando la conciencia y viendo la neblina de Nueva York al otro

lado de la ventana de su dormitorio, sentía un sobresalto similar a un toque mortal,

procedente de rechazar la realidad. «Lo sabías —se decía severamente—. Sabías lo que

iba a suceder cuando efectuaras tu elección.» Y arrastrando el cuerpo como un peso

fastidioso fuera de la cama para enfrentarse a una nueva jornada sin atractivos,

murmuraba: «De acuerdo. También esto».

Lo peor de aquella tortura fueron los momentos en que, caminando calle abajo, percibía

de pronto un trazo de color castaño claro, una dorada mata de cabello entre las cabezas de

los transeúntes. Sentía entonces como si la ciudad desapareciera, como si nada, aparte de

la violenta calma de su ser, retrasara el momento en que correría hacia él para abrazarle.

Pero aquel instante se desvanecía a la vista de una cara sin significado y permanecía

inmóvil sin deseos de dar el paso siguiente, sin alientos para seguir generando la energía

de vivir. Había intentado evitar tales momentos. Se hizo incluso el propósito de caminar

con la vista fija en el suelo, pero no lo consiguió. Por una voluntad absolutamente ajena a

la suya sus ojos se levantaban hacia todo cuanto tuviese un tono dorado.

Mantuvo levantadas las cortinas de las ventanas de su despacho, recordando la promesa

de John y pensando: «Si me observas, quienquiera que seas…» No había por las

proximidades ningún edificio con altura suficiente, pero contemplaba las distantes torres

preguntándose en qué ventana podía tener su puesto de observación; imaginando que por

algún invento suyo a base de rayos y de lentes podría observar todos sus movimientos

desde algún rascacielos situado a una milla de allí. Permanecía sentada a su escritorio,
frente a las ventanas sin cerrar, pensando: «Quisiera saber que me ves, aun cuando yo no

pueda verte».

769

Recordando aquello se puso en pie y encendió la luz.

Luego inclinó la cabeza un instante, con aire de triste ironía, riéndose de sí misma, y se

preguntó si sus iluminadas ventadas dentro de la negra inmensidad de la urbe

significarían un resplandor que pidiera la ayuda de él… o un faro que siguiera

protegiendo al resto del mundo.

El timbre de la puerta sonó.

Al abrir pudo ver ante ella la silueta de una joven cuyo rostro le resultó levemente

familiar. Tardó un momento en comprender que tenía ante sí a Cherryl Taggart.

Exceptuando un intercambio de saludos en algunos encuentros casuales en los vestíbulos

del edificio Taggart, no habían vuelto a verse desde la boda.

Cherryl tenía el rostro grave y no sonreía.

—¿Me permite que le hable… —vaciló, añadiendo por fin—: Miss Taggart?

—Desde luego —repuso Dagny gravemente—. Pase.

La calma poco natural que ofrecía Cherryl le dio la sensación de una desesperada

urgencia. Tuvo la certeza de ello cuando vio el rostro de la joven a la luz de la sala.

—Siéntate —le dijo, pero Cherryl permaneció en pie.

—He venido a pagar una deuda —dijo Cherryl con expresión solemne por el esfuerzo de

no permitirse emoción alguna—. Quiero pedir perdón por lo que le dije durante mi boda.

No existe razón por la que deba perdonarme, pero sí debo confesar que ahora comprendo

que insulté a todo cuanto admiro y defendí aquello que desprecio. Sé muy bien que el

admitirlo no arregla nada y que el venir aquí incluso constituye una presunción, puesto

que no hay motivos por los que tenga que escucharme; debido a ello quizá no pueda

siquiera cancelar la deuda; sólo quiero pedir un favor… que me permita aclararle unas

cosas.

La emoción de Dagny, su incredulidad, cálida y dolorosa, era el equivalente a la frase:


¡Qué distancia hemos recorrido las dos en menos de un año…! Sin sonreír, con una

vivacidad que parecía una mano tendida hacia la otra, sabiendo que una sonrisa podía dar

al traste con aquel precario equilibrio, respondió:

—Desde luego lo arregla todo y yo deseo escucharlo.

—Sé que es usted quien dirige la «Taggart Transcontinental». Que fue usted quien

construyó la línea «John Galt». Que tuvo la inteligencia y el valor de mantener todo

aquello en pie. Supongo que le habrán dicho que me casé con Jim por su dinero… ¿Qué

dependienta no lo hubiera hecho? Pero verá; si me casé con Jim fue porque… creí que él

era usted. Creí que era la «Taggart Transcontinental». Ahora sé que… —vaciló, pero

luego continuó firmemente, como si no quisiera ahorrarse nada —es una especie de

jactancioso oportunista, aunque no puedo comprender de qué clase ni por qué. Cuando

hablé con usted en la boda, creí que defendía la grandeza y atacaba a su enemigo… pero

era a la inversa… ¡Una horrible e increíble inversión de los hechos…! Así que he querido

decirle que sé la verdad… y no lo hago por usted, puesto que no tengo derecho a

presumir que le importe, sino… por las cosas que amo.

—Desde luego, lo perdono todo —dijo Dagny lentamente.

—Gracias —murmuró Cherryl, volviéndose para partir.

—Siéntate. Movió la cabeza.

—Eso… eso era todo, Miss Taggart.

Dagny se permitió el primer asomo de sonrisa, aunque ésta no afectara más que muy

levemente a sus pupilas, en el momento de decir:

—Cherryl, mi nombre es Dagny.

770

La respuesta de Cherryl no constituyó más que un débil y tembloroso movimiento de su

boca, como si entre las dos hubiesen completado una sonrisa única.

—Yo… no sabía si era adecuado…

—Somos hermanas, ¿verdad?

—¡Pero no gracias a Jim! —respondió con un involuntario sobresalto.


—No. Por propia elección. Siéntate, Cherryl. —La joven obedeció, esforzándose en no

revelar el anhelo con que aceptaba aquella invitación, ni demostrar deseo de ayuda, ni

desfallecimiento alguno—. Has pasado unos tiempos muy malos, ¿verdad?

—Sí…, pero no importa… es mi problema… y mi culpa.

—No creí que fuera culpa tuya.

Cherryl no contestó; luego repentina y desesperadamente dijo:

—Mira… lo que menos deseo es la compasión.

—Jim debe haberte dicho… y es cierto… que nunca compadezco a nadie.

—Sí; lo hizo… Pero lo que yo quiero decir…

—Sé lo que quieres decir.

—No existe motivo por el que hayas de preocuparte de mi… No he venido a quejarme

ni… ni a colocar un nuevo fardo sobre tus hombros… Lo que he sufrido no es motivo

para exigir nada de ti.

—No exiges nada. Pero el hecho de que valores las mismas cosas que yo, te permite

exigir algo de mí.

—¿Quieres decir… que si hablas conmigo no es por compasión? ¿No sólo porque

lamentas lo que me ocurre?

—Lo lamento terriblemente, Cherryl, y me gustaría ayudarte, pero no porque sufras, sino

porque no mereces sufrir.

—¿Significa eso que no te mostrarlas amable si vieras en mí debilidad, bajeza o

sumisión? ¿Sólo por aquello que consideras bueno en mi persona?

—Desde luego.

Cherryl no movió la cabeza, pero pareció como si su ánimo se levantara, como sí una

corriente de energía relajara sus facciones prestándoles ese raro aspecto en el que se

combinan el dolor y la dignidad.

—No es ninguna limosna, Cherryl. No tengas miedo de hablar. —Resulta extraño… Eres

la primera persona a quien puedo dirigirme…

y parece tan fácil… Sin embargo, tuve miedo de hablarte. Desde hace mucho tiempo

quise pedir que me perdonaras. Desde que supe la verdad. Llegué hasta la puerta de tu
despacho, pero me quedé en el vestíbulo sin valor para trasponerla… Esta noche no

quería venir. Salí únicamente… para pensar algo y, de pronto, comprendí que quería

verte, que en toda la ciudad era éste el único lugar al que dirigirse y la única cosa que aún

me quedaba por hacer.

—Me alegro de que la hicieras.

—Verás… Dagny —añadió suavemente, como extrañada—. No eres como yo

esperaba… Ellos, Jim y sus amigos, aseguran que eres dura, fría y sin sentimientos.

—Así es, Cherryl. Así soy en el sentido que ellos me atribuyen. Pero ¿te han contado

alguna vez el significado que ellos dan a tales defectos?

—No. Nunca lo han hecho. Sólo se burlan de mí cuando les pido explicaciones de algo.

¿Cuáles son sus ideas sobre ti?

771

—Cuando alguien acusa a otro de no tener sentimientos, ello significa que tal persona es

justa. Que se trata de un ser cuyas emociones nunca carecen de base, de alguien que

nunca otorgará sentimientos que el otro no merezca. Significa que «sentir» es ir contra la

razón, contra los valores morales y contra la realidad. Significa… pero ¿qué importa? —

preguntó observando la anormal intensidad que se pintaba en la mirada de Cherryl.

—Se trata… de algo que he intentado con todas mis fuerzas comprender… durante un

tiempo muy largo…

—Bien; observa que nunca has escuchado esa acusación en defensa del culpable. Nunca

la has oído pronunciar por una buena persona, refiriéndose a quienes no le hacen justicia.

Pero sí por truhanes refiriéndose a quienes les tratan como tales, a las personas que no

sienten simpatía hacia las maldades que ha cometido ni hacia los dolores que sufre como

consecuencia. Eso es lo que yo no siento. Pero quienes lo sienten no aprecian ninguna

cualidad dotada de grandeza humana, ni hacia ninguna persona o acto que merezca

admiración, aprobación o estima. Tales son mis sentimientos. Hay que elegir entre una

cosa u otra. Los que otorgan su simpatía al culpable, no la ofrecen al inocente. Pregúntate

cuál de esas dos personas es la que carece de sentimientos. Entonces comprenderás qué
reacción es la opuesta a la caridad.

—¿Cuál es? —murmuró la joven.

—La justicia, Cherryl.

Cherryl se estremeció, bajando la cabeza.

—¡Oh, Dios mío!, —gimió—. ¡Si supieras los malos ratos que me ha hecho pasar Jim,

tan sólo porque creo lo mismo que tú! —Levantó la cabeza, estremeciéndose de nuevo

como si todo aquello que hubiera intentado dominar la invadiera de improviso; en su

mirada se pintaba el terror—. Dagny —murmuró—. Dagny, les tengo miedo… a Jim y a

los otros… pero no miedo de lo que puedan hacer, porque si fuese así podría eludirlo…

sino miedo como si no existiera lugar por donde huir… miedo de lo que son y… y de que

existan.

Dagny se adelantó rápidamente, sentándose en el brazo del sillón que ella ocupaba y

estrechándola por los hombros para infundirle tranquilidad.

—Calma, calma —le dijo—. Estás en un error. Nunca debes temer a la gente. Nunca

debes creer que su existencia es un reflejo de la tuya… Y eso es precisamente lo que

crees.

—Sí, sí. Siento como si para mí no hubiera una posibilidad de supervivencia mientras

ellos alienten… ni posibilidad, ni sitio, ni un mundo en el que desenvolverme… No

quiero pensar así y no ceso de rechazar tales ideas, pero éstas vuelven una y otra vez y no

tengo adonde escapar… No puedo explicar de qué se trata; no puedo hacerme cargo de

ello. Es un terror que no encuentra apoyo en nada, como si todo el mundo quedara

repentinamente destruido, pero no por una explosión, ya que éstas son algo duro y sólido,

sino por… por una especie de horrible reblandecimiento… como si todo perdiera la

solidez, nada mantuviera su forma y fuese posible introducir el dedo en paredes de

piedra, viéndola ceder como mermelada, y las montañas se escabulleran, y los edificios

cambiaran de forma como nubes, y ello significara el fin del mundo, pero no bajo el

fuego y el azufre, sino convertido en una substancia viscosa.

—Cherryl… Cherryl, pobrecilla. Durante siglos, los filósofos han planeado convertir el

mundo precisamente en eso. Han pretendido destruir la mente de sus habitantes,


haciéndoles creer que es eso lo que ocurre. Pero no has de aceptarlo. No has de ver con

los ojos de otros. Atente a los tuyos; sigue firme en tu juicio. Sabes que lo que es, es. Dilo

en voz alta, como la más santa de las plegarías, y no permitas que nadie te hable en

sentido contrario.

772

—Pero… nada existe ya. Jim y sus amigos han desaparecido para mí. No sé lo que miro,

cuando me encuentro entre ellos. No sé lo que oigo, cuando hablan. Nada es auténtico. Se

trata de una representación fantasmal… y no sé lo que persiguen… ¡Dagny! Siempre se

nos ha dicho que los seres humanos poseen un conocimiento mucho mayor que el de los

animales; pero en estos momentos me siento más ciega que cualquier animal, más ciega y

desamparada. Porque un animal sabe quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos y

cuándo ha de defenderse. Nunca sospecha que un amigo pueda querer cortarle el cuello.

No espera que le digan que el amor es ciego, que la rapiña es un triunfo, que los gangsters

ostentan la categoría de estadistas y que constituye un acto encomiable partir el espinazo

a Hank Rearden. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué estoy diciendo?

—Sé muy bien lo que dices.

—¿Cómo voy a convivir con la gente? Si nada se mantiene firme no podremos continuar,

¿verdad? Yo sé que las cosas son sólidas, pero ¿y la gente? ¡Dagny! No son nada y lo son

todo; no son seres, sino tan sólo objetos cambiables en constante mutación, desprovistos

de forma. Pero he de vivir entre ellos. ¿Cómo lo voy a conseguir?

—Cherryl, aquello contra lo que has estado luchando constituye el mayor de los

problemas de la historia, el que ha ocasionado todos los sufrimientos humanos. Has

comprendido más cosas que la mayoría de las personas que sufren y mueren, sin saber lo

que las mató. Voy a ayudarte a aclararlo. Se trata de algo enorme, de una dura batalla;

pero primero y ante todo, no tengas miedo.

La expresión que se pintaba en la cara de Cherryl era la de una extraña y reflexiva

añoranza, como si viera a Dagny desde una gran distancia e intentara acercarse a ella sin

conseguirlo.
—Me gustaría sentir deseos de luchar —respondió suavemente—, pero no lo consigo. Ya

no anhelo vencer. No poseo la fuerza necesaria para efectuar cambio alguno. Verás;

nunca había soñado en una boda como la que hice con Jim. Cuando sucedió, me dije que

la vida era mucho mejor de lo que había esperado. El acostumbrarme ahora a la idea de

que la vida y la gente son más horribles de lo que pude imaginar, y que mi matrimonio no

fue un espléndido milagro, sino una especie de inexpresable maldad hacia la que aún

siento temor, resulta algo que no puedo obligarme a asimilar.

No logro comprenderlo. —Levantó la mirada hacia ella—. Dagny, ¿cómo lo conseguiste?

¿Cómo te las arreglaste para permanecer incólume?

—Ateniéndome tan sólo a una regla.

—¿Cuál?

—La de no colocar nada… nada por encima del veredicto de mi mente.

—Has sufrido terribles vapuleos… quizá peores que yo… peores que ninguno de

nosotros… ¿Qué te ha mantenido firme mientras los soportabas?

—El saber que mi vida es el más alto valor. Y que no puedo cederlo sin lucha.

Observó una mirada de asombro y de incredulidad en la cara de Cherryl, como si ésta se

esforzara en recuperar una sensación perdida en el largo transcurso de los años.

—Dagny —su voz era un susurro—, eso es… eso es lo que sentía de niña… Eso es lo que

con más claridad recuerdo acerca de mí… ese sentimiento… Nunca lo he perdido, sigue

ahí, siempre estuvo ahí, pero conforme fui creciendo, creí que se trataba de algo que

debía ocultar… Nunca supe atribuirle un nombre; pero ahora, al decirlo tú, comprendo

que es eso lo que fue… Dagny, sentir de ese modo acerca de la propia existencia… ¿es

bueno!

—Cherryl, escúchame con atención: ese sentimiento, con todo cuanto requiere e implica,

es el más alto y noble bien en la tierra.

773

—Te lo pregunto porque… nunca me hubiera atrevido a pensarlo. La gente me ha hecho

siempre creer que se trataba de un pecado… de algo que lamentasen en mí y… y


quisieran destruir.

—Es cierto. Algunas personas quieren destruirlo. Y cuando sepas cuáles son sus motivos,

te habrás enterado del más tenebroso y despreciable y único mal de la tierra, pero te

encontrarás fuera de su alcance.

La sonrisa de Cherryl fue como una leve vibración que se esforzara en mantenerse activa

gracias a un resto de combustible todavía aprovechable.

—Es la primera vez en muchos meses —murmuró —que he sentido… como si aún

disfrutara de una oportunidad. —Vio cómo Dagny la observaba atentamente y añadió—:

Todo irá bien… Déjame acostumbrarme a ti y a las cosas que has dicho. Creo que llegaré

a creer… a creer que es verdad y que Jim no importa.

Se puso en pie cual si intentara retener aquel momento de seguridad. Impulsada por una

repentina e imprevista ansiedad, Dagny dijo bruscamente:

—Cherryl, no quiero que esta noche vuelvas a tu casa.

—¿Por qué? Estoy perfectamente. No tengo miedo alguno en tal sentido. No me

atemoriza volver.

—¿No ha sucedido algo allí, precisamente esta noche?

—No… nada… nada peor que de costumbre. Lo que ocurre es que empecé a ver las cosas

con un poco más de claridad, eso es todo. Me siento bien. He de pensar, pensar mucho

más que en otros tiempos… y luego decidir lo que he de hacer. ¿Puedo…? —vaciló—.

¿Puedo volver a hablar contigo?

—Desde luego.

—Gracias.

—Me… me siento muy agradecida.

—¿Quieres prometerme que volverás?

—Lo prometo.

Dagny la vio alejarse por el vestíbulo, hacia el ascensor. Observó la lasitud de sus

hombros y el esfuerzo que hizo para erguirlos de nuevo. Vio su esbelta figura, que

parecía ir a derrumbarse, pero que consiguió mantener firme. Parecía una planta con el

tallo roto, sostenida por una sola fibra que no se quisiera romper, una fibra que a la
siguiente ventolera acabaría por desprenderse.

***

Por la puerta abierta de su estudio, James Taggart había visto a Cherryl cruzar la antesala

y salir del piso. Luego cerró la puerta bruscamente y se sentó con aire lacio a su mesa

escritorio. En la tela de sus pantalones se apreciaban las manchas del champaña vertido y

parecía como si su estado de ánimo constituyera una venganza sobre su mujer y sobre un

universo que le negaba la fiesta que tanto había deseado.

Al cabo de un rato se puso en pie, se quitó la chaqueta y la arrojó al suelo. Tomó un

cigarrillo, lo partió en dos y lo arrojó asimismo contra una pintura colgada sobre la

chimenea.

Vio un jarro de cristal veneciano, pieza de museo de varios siglos de antigüedad, con un

intrincado sistema de arterias azules y doradas retorciéndose en su transparente cuerpo.

Lo cogió y lo estrelló contra la pared. Sus restos cayeron al suelo convertidos en una

lluvia de cristal tan fino como el de una bombilla.

774

Había comprado aquel jarro por la satisfacción que le producía pensar en los muchos

aficionados que no podían permitirse tal lujo. Ahora experimentó la satisfacción de una

venganza sobre los siglos que le habían dado valor y también el goce de pensar que

existían millones de desesperadas familias, cualquiera de las cuales hubiera podido vivir

durante un año con el valor de aquel jarro.

Se quitó los zapatos con brusco movimiento y se tendió sobre la mesa, con los pies

colgando.

La estridencia del timbre lo sobresaltó. Su sonar parecía de acuerdo con su estado de

ánimo. Era el mismo brusco y exigente estallido que hubiera producido él si en aquellos

momentos apretara el pulsador de una casa cualquiera.

Escuchó los pasos del mayordomo, prometiéndose el placer de rehusar la visita de quien

la solicitara. Luego se oyeron unos golpecitos en la puerta y el mayordomo entró para

anunciar:
—La señora Rearden quiere verle, señor.

—¿Cómo? ¡Oh!… Bien. Quépase.

Puso los pies en el suelo y, sin ninguna otra concesión a la etiqueta, esperó con leve

sonrisa de atenta curiosidad, sin levantarse hasta un momento después de que Lillian

hubiese entrado en la habitación.

La recién llegada vestía un traje de noche color vino, imitación de un atavío de viaje

estilo imperio, con una chaquetilla miniatura sujeta a su alta cintura, sobre la larga

extensión de la falda, y un sómbrenlo caído sobre una oreja, con una pluma que se

curvaba hasta debajo de su mentón. Entró con movimientos bruscos, desprovistos de

ritmo, haciendo voltear los pliegues del vestido y agitando la pluma del sombrero. Los

primeros se ceñían a sus piernas; la segunda rozaba su garganta evidenciando un

profundo nerviosismo.

—Lillian, querida. ¿Debo sentirme halagado, encantado o simplemente estupefacto?

—¡Oh! No exageres. Tenía que verte inmediatamente. Eso es todo.

El tono impaciente, los perentorios movimientos con los que se sentó, equivalían a una

confesión de su debilidad. Según las reglas del lenguaje no escrito en el que ambos se

expresaban, no era posible presumir exigencia, a menos de buscar un favor sin ofrecer

nada a cambio, ni siquiera una amenaza.

—¿Por qué no te has quedado en la recepción de los González? —preguntó Lillian sin

que su casual sonrisa hiciera desaparecer el tono irritado de su voz—. Me dejé caer por

allí después de la cena para verte, pero me dijeron que no te sentías bien y que te habías

ido a casa.

Jim cruzó la habitación y tomó un cigarrillo. Sentía placer al caminar con los pies

descalzos ante la formal elegancia del atavío de Lillian.

—Me aburría —contestó.

—No puedo soportarlo —manifestó ella con ligero estremecimiento. Jim la miró

asombrado porque aquellas palabras tenían un aire involuntario y sincero.

—No puedo soportar al señor González y a esa mujerzuela que tiene por esposa. Me

disgusta que se hayan puesto tan de moda con sus fiestas. No tengo ganas de ir a ningún
sitio. Ya no se conserva el mismo estilo ni el mismo espíritu de antes. Llevo meses sin ir

a casa de Balph Eubank, del doctor Pritchett o de otro cualquiera de ellos. Todos estos

rostros nuevos parecen de ayudantes de carniceros… comparándolos a los de nuestros

antiguos y elegantes amigos.

775

—En efecto —admitió él, reflexivo—, existe mucha diferencia. Lo mismo ocurre en el

ferrocarril. Me entendía perfectamente con Clem Weatherby porque era un hombre

civilizado; pero Cuffy Meigs es otra cosa. Es… —se interrumpió bruscamente.

—Se trata de una situación perfectamente absurda —dijo ella en el tono de un desafío al

espacio—. No pueden evitarlo.

No explicó por qué, pero él sabía lo que pensaba. Siguieron unos momentos de silencio

en los que pareció como si se aferrasen uno a otro para prestarse confianza.

Jim se dijo de pronto, divertido, que Lillian empezaba a dar señales de su verdadera edad.

El subido color borgoña de su vestido no le sentaba muy bien, porque confería a su cutis

cierto tono purpúreo que se concentraba, igual que un crepúsculo, en los menores huecos

de su cara, suavizando la carne hasta prestarle una textura de cansancio y dejadez,

transformando su expresión burlona en otra cuajada de malicia.

Vio que lo estudiaba sonriente. Luego, con voz crispada, acompañada de una sonrisa con

la que pretendió velar algo el insulto, le dijo:

—No te sientes bien, ¿verdad, Jim? Tienes cara de lacayo aburrido.

—Puedo permitirme lo que quiera —respondió él riendo por lo bajo.

—Lo sé, querido. Eres uno de los hombres más poderosos de Nueva York —y añadió—:

Y ello constituye una broma excelente, en nuestros tiempos.

—Lo es.

—Reconozco que estás en posición de obrar como gustes. Por eso quería verte.

Y añadió un pequeño gruñido de alborozo, que diluyera la franqueza dé su declaración.

—Bien —respondió Jim con voz tranquila e indiferente.

—Tenía que venir, porque he creído conveniente no ser vista contigo en público, al tratar
este asunto.

—Una medida muy sensata.

—Creo recordar haberte sido útil en el pasado.

—En el pasado… sí.

—Y estoy segura de contar contigo.

—Desde luego… Sólo que ¿no se trata de una observación anticuada y escasamente

filosófica? ¿Cómo podemos estar seguros de nada?

—Jim —replicó ella en seguida—, ¡tienes que ayudarme!

—Querida, estoy a tu disposición. Haré cualquier cosa para serte útil —respondió.

Las reglas del lenguaje que empleaban exigían que cualquier declaración concreta fuera

contestada con una mentira. Se dijo que Lillian sentíase vacilar y experimentó el placer

de contender con un adversario poco firme.

Notó que ella negligía incluso la perfección de su signo más distintivo: el de la elegancia.

Unos cuantos mechones de pelo le caían desordenados sobre la cara; sus uñas, de un

color que combinaba con el del vestido, mostraban ahora un tono en exceso obscuro,

como de sangre coagulada, que hacía más fácil distinguir el descascarillado de los bordes.

Y en el descote bajo y cuadrado del vestido, allí donde se mostraba la amplia, suave y

cremosa piel, observó el breve brillo de una aguja imperdible sosteniendo el tirante de su

enagua.

—¡Has de impedirlo! —exclamó en el tono beligerante de quien expresa un ruego,

disfrazándolo como orden—. ¡Has de impedirlo!

—Muy bien. ¿De qué se trata?

—De mi divorcio.

776

—¡Oh…!

Sus facciones adquirieron en seguida un tono más interesado.

—Sabes que quiere divorciarse de mí, ¿verdad?

—He oído rumores acerca de ello.


—Todo está dispuesto para el mes que viene. Y cuando digo dispuesto sé a lo que me

refiero. ¡Oh! Le va a costar mucho dinero, pero ha comprado al juez, a los funcionarios, a

los alguaciles, a los que apoyan a éstos y a quienes ayudan a sus ayudantes; a unos

cuantos legisladores y a media docena de administradores. Lleva el proceso legal como

un negocio mas y no me queda el menor resquicio por el que introducirme e impedirlo.

—Comprendo.

—¿Sabes lo que le indujo a solicitar el divorcio?

—Lo adivino.

—¡Y yo que obré así como un favor hacia ti! —Su voz estaba adoptando un tono

nervioso y penetrante—. Te hablé de tu hermana con el fin de hacerte conseguir ese

certificado de cesión destinado a tus amigos y que…

—¡Te juro que no sé quién ha descubierto que fuiste tú! —se apresuró él a exclamar—.

Tan sólo muy pocas personas importantes sabían que la información procedía de ti, y por

otra parte estoy seguro de que nadie se hubiera atrevido a mencionar…

—¡Oh! ¡Estoy segura de que nadie lo hizo! Pero él ha tenido inteligencia suficiente como

para adivinarlo.

—Lo supongo. Bien. De todas formas, tú sabías a lo que te exponías.

—Nunca creí que llegara tan lejos. No me figuré que intentara el divorcio. No creí…

Jim se echó a reír de repente, mirándola con repentina agudeza.

—No creíste que la culpa es como una cuerda que se va adelgazando más y más, ¿verdad,

Lillian?

Lo miró perpleja y luego repuso fríamente:

—Ni lo creo.

—Pues así es, querida… con hombres como tu esposo.

—¡No quiero que se divorcie de mí! —gritó—. ¡No quiero dejarle libre! ¡No lo permitiré!

¡No estoy dispuesta a convertir mi vida en un fracaso!

Se interrumpió de pronto, como si acabara de admitir demasiadas cosas. Él se reía

suavemente, asintiendo con lentos movimientos de cabeza, adoptando un aire inteligente,

casi digno, cual si lo comprendiera todo perfectamente.


—Al fin y al cabo… es mi marido —manifestó ella a la defensiva.

—Sí, Lillian, sí. Lo sé.

—¿Sabes lo que planea? Quiere obtener el divorcio y dejarme sin un céntimo. Nada de

arreglos, ni de subsidios ni de nada. Será él quien pronuncie la última palabra,

¿comprendes? Si lo consigue… ese certificado de cesión no constituirá precisamente una

victoria para mí.

—Sí, querida. Lo sé.

—Y además… es absurdo tener que pensar en ello, pero, ¿de qué voy a vivir? El poco

dinero particular de que dispongo vale muy poco estos días. Consiste principalmente en

acciones de fábricas de los tiempos de mi padre, que cerraron hace tiempo. ¿Qué voy a

hacer?

—Pero, Lillian —le respondió él, inconmovible—, creí que no te importaba el dinero ni

las cosas materiales.

777

—¡No lo comprendes! No hablo de dinero, sino de pobreza. ¡De absoluta, real y

asquerosa pobreza! De algo que debería estar prohibido a toda persona civilizada. ¿Me

imaginas preocupada del alimento y del pago del alquiler?

La miraba con débil sonrisa; por una vez, su cara lacia y envejecida parecía tensarse con

cierto aire de sabiduría. Estaba descubriendo el placer de la percepción total dentro de la

única realidad que podía permitirse.

—¡Jim! ¡Tienes que ayudarme! Mi abogado no puede hacer nada. Gasté lo poco que tenía

con él y en sus investigadores, amigos y empleados. Pero todo cuanto he podido

conseguir fue llegar a la conclusión de que no le es posible ayudarme. Esta tarde su

abogado me entregó su informe final. En el mismo declara tajantemente que mis

posibilidades son nulas. No conozco a nadie que pueda auxiliarme en este trance.

Contaba con Bertram Scudder, pero… ya sabes lo que le ha ocurrido. También fue

consecuencia de haber intentado ayudarte. Pero tú conseguiste salir indemne, Jim. Eres la

única persona que me puede sacar de este apuro. Tienes contacto con personajes
encumbrados. Di una palabra a tus amigos para que a su vez insistan cerca de los suyos.

Wesley puede hacerlo. Diles que ordenen la suspensión de ese divorcio. Que lo rechacen.

Él sacudió lentamente la cabeza, casi compasivo, como un fatigado profesional ante un

aficionado en exceso celoso.

—No puede ser, Lillian —respondió firmemente—. Me gustaría hacerlo, pero todo mi

poder de nada sirve en el caso actual.

Le miraba con las pupilas obscurecidas por una extraña y fría tranquilidad. Al hablar otra

vez, sus labios se contorsionaron con tan malvado desprecio, que él no se atrevió a

identificarlo, sino tan sólo a reconocer que los englobaba a los dos.

—Sé que, si quisieras, podrías hacerlo.

Jim no sintió intenciones de disimular; de un modo extraño y por vez primera en aquella

ocasión, la verdad parecía más atractiva, porque, por una vez, servía a su estilo peculiar

de divertirse.

—Sabes que no puede ser —repuso—. Nadie concede favores si no se le ofrece algo a

cambio. Y los precios van subiendo más y más. Las oportunidades aparecen tan

complejas, retorcidas y enmarañadas, que todo el mundo tiene algo que ver con su vecino

y nadie se atreve a moverse por no saber quién se despeñará ni hacia qué lado. Así es que

la gente sólo actúa en el momento preciso, cuando se trata de un caso de vida o muerte…

prácticamente los únicos casos con que se contiende ahora. ¿Qué significa tu vida

particular para esos hombres? ¿Qué interés puede provocarles que quieras retener a tu

marido? En cuanto a mi actuación personal… nada puedo ofrecerles a cambio de

pretender que aparten su atención de algún negocio mucho más atractivo. Además, en

estos momentos las personas influyentes no obrarían a ningún precio. Han de tener

mucho cuidado con ti marido, porque… precisamente desde la emisión de mi hermana se

encuentra libre de ellos.

—¡Fuiste tú quien rogó que la obligara a hacerlo!

—Lo sé, Lillian. Hemos perdido los dos. Y ahora volvemos a perder.

—En efecto —respondió ella con el mismo obscuro desdén de antes. Era precisamente su

desprecio lo que más le complacía. Resultaba un goce extraño, sin base, desconocido, el
de saber que aquella mujer lo estaba contemplando tal como era y que aun así se

mantenía en su presencia, reclinada en la silla como si le declarase su sumisión.

—Eres una persona maravillosa, Jim —le dijo. Sus palabras tenían el tono de una

condena, pero aun así quiso que sonaran como un tributo. El placer de Jim se basaba en

saber que vivían en un ambiente en que tal clase de condena representaba un gran valor.

778

—Te equivocas acerca de esos ayudantes de carnicero como González —le dijo

bruscamente—. Son muy útiles. ¿Te gustó alguna vez Francisco d'Anconia?

—No puedo soportarlo.

—Bien. ¿Sabes el verdadero propósito del cocktail organizado esta noche por el señor

González? Era el de celebrar el convenio de la nacionalización de la «d'Anconia Copper»

para dentro de un mes.

Le miró unos instantes con las comisuras de los labios ligeramente curvadas en una

sonrisa.

—Era amigo tuyo, ¿verdad?

Su voz tenía un tono del que antes careciera; una emoción que él sólo había conseguido

de la gente por medio del fraude, pero que ahora, por vez primera, le era otorgada con

comprensión total de la naturaleza de su acto: un tono de admiración.

De pronto comprendió que era aquél el objetivo de sus horas inquietas, el placer que

había desesperado encontrar, la celebración que tanto ansiaba.

—Tomemos un trago, Lil —repuso.

Mientras servía el licor la miró, al otro lado de la sala. Estaba tendida laciamente en su

sillón.

—Déjale que obtenga su divorcio —le dijo—. No será él quien pronuncie la última

palabra, sino ellos, los ayudantes de carnicero: el señor González y Cuffy Meigs.

Lillian no contestó. Tomó la copa con perezoso e indiferente movimiento y bebió, pero

no a la manera de quien realiza un acto social, sino como un bebedor solitario en un bar:

por el goce físico del licor.


Jim se sentó en el brazo del diván, demasiado cerca de su visitante, y sorbió la bebida

mirándola a la cara. Al cabo de un rato preguntó:

—¿Qué piensa él de mí?

—Te considera un imbécil —repuso—. Cree que la vida es demasiado corta para tener

necesidad de enterarse de tu existencia.

—Se enteraría si… Se interrumpió.

—¿…si le descargaras un estacazo en la cabeza? No estoy segura. Se limitaría a

reprocharse no haberse alejado del palo. Pero aun así sería tu única oportunidad.

Se movió un poco, arrellanándose todavía mejor, con el estómago saliente, como si el

descanso fuera un acto desagradable, como si le ofreciera una clase de intimidad que no

requiriese actitudes fingidas ni respeto.

—Fue lo primero que noté en él —dijo —cuando nos conocimos: que no tenía miedo.

Parecía seguro de que nadie podía hacerle nada; tan seguro que ni siquiera se molestaba

en identificar sus sentimientos.

—¿Cuánto hace que no lo has visto?

—Tres meses. Desde… desde el certificado de cesión.

—Yo lo vi hace dos semanas en una reunión de industriales. Aún tiene el mismo

aspecto… pero acentuado. Ahora parece como si lo supiera.

—Y añadió—: Has fracasado, Lillian.

Ella guardó silencio. Se quitó el sombrero echándolo hacia atrás con el dorso de la mano

y dejándolo rodar hasta la alfombra, mientras la pluma se curvaba como un signo de

interrogación.

—Recuerdo la primera vez que visité sus fundiciones —dijo—. ¡No puedes imaginar lo

que Hank sentía hacia ellas! ¡No puedes suponer la clase de arrogancia intelectual que

hace falta para sentir como si todo cuanto le perteneciera o todo cuanto le tocara quedase

779

consagrado por su tacto! Sus fundiciones, su metal, su dinero, su cama, su mujer! —Le

miró mientras un leve brillo perforaba el letárgico vacío de sus pupilas—. Nunca se dio
cuenta de tu existencia ni de la mía. Pero yo soy aún la señora Rearden… al menos

durante otro mes.

—Sí —admitió él, mirándola con repentino y nuevo interés.

—¡La señora Rearden! —exclamó con desdén—. No sabes lo que esto significó para él.

Ningún señor feudal exigió tal reverencia por el título de esposa suya, ni lo esgrimió

como un símbolo de honor tan alto. ¡De su inflexible, intocable, inviolado e impoluto

honor! —Movió la mano vagamente indicando la longitud de su tendido cuerpo—. ¡La

esposa de César!

—se rió—. ¿Recuerdas lo que se suponía de ésta? No, no lo recuerdas. Se la consideraba

situada por encima de todo reproche.

La miró con la expresión ciega de un odio impotente, un odio del que ella se había

convertido repentinamente en símbolo, no en objeto.

—No le gustó que su metal fuera ofrecido para el uso común, permitiendo que cualquiera

pudiese fabricarlo también, ¿verdad?

—No. No le gustó.

Sus palabras sonaban algo borrosas, como si acusaran el peso de las gotas del licor

ingerido.

—No vayas a decirme que nos ayudaste a conseguir ese certificado de cesión como un

favor hacia mí sin que tú ganaras nada… Sé muy bien por qué lo hiciste.

—Lo sabías también entonces.

—Desde luego. Y por eso me gustas, Lillian.

Posó la mirada en su amplio escote. No era la suave piel lo que atraía su atención, ni

tampoco la parte visible de sus senos, sino el engaño de aquel imperdible situado más allá

del borde de la tela.

—Me gustaría verlo apaleado —confesó—. Quisiera oírle gritar de dolor sólo una vez.

—No lo conseguirás, Jimmy.

—¿Por qué se cree mejor que el resto de nosotros? Lo mismo que le ocurre a mi hermana.

Lillian se echó a reír. Él se levantó como si lo hubiera abofeteado. Dirigióse al bar y se

sirvió otra bebida, sin ofrecerle llenar su vaso de nuevo. Lillian hablaba al espacio,
mirando más allá de su interlocutor.

—Se daba cuenta de mi existencia, aun cuando no pudiera tender rieles, ni erigir puentes

a la gloria de su metal. No puedo levantar fundiciones, pero si destruirlas. No puedo

producir su metal, pero sí arrebatárselo. No puedo hacer que las gentes se arrodillen

admiradas, pero si obligarlas a humillarse.

—¡Cállate! —gritó él, aterrorizado, como si Lillian se acercara en exceso al callejón lleno

de niebla que debía permanecer invisible.

Le miró a la cara.

—Eres un cobarde, Jim.

—¿Por qué no te emborrachas? —le espetó poniéndole el vaso todavía lleno ante la boca,

cual si quisiera golpearla.

Lillian apretó el vaso con dedos lacios y bebió, vertiéndose el licor por la barbilla, el

pecho y el vestido.

—¡Oh! ¡Diantre, Lillian! Eres una inútil —dijo sin molestarse por sacar el pañuelo,

extendiendo la mano para limpiar el licor con la palma.

780

Sus dedos se deslizaron bajo el escote del vestido, cerrándose sobre un seno. Su

respiración se entrecortó como atacado de hipo. Entornaba los párpados más y más, pero

pudo percibir cómo la cara de Lillian se echaba hacia atrás, sin resistir, con la boca

hinchada por la repulsión. Cuando quiso besarla sus brazos lo estrecharon obedientes y

sus labios respondieron, pero era sólo una presión, no un beso.

Jim levantó la cabeza para mirarla de frente. Descubría los dientes en una sonrisa, pero

miraba más allá de él, como burlándose de una invisible presencia. Aquella sonrisa sin

vida estaba, no obstante, cargada de malicia; como la mueca de un cráneo desprovisto de

carne.

La apretó contra sí para disimular su propio estremecimiento. Sus manos realizaban los

movimientos automáticos de la intimidad y ella aceptaba, pero de un modo que le hizo

sentir como si los latidos de sus arterias fuesen a su contacto risitas despectivas. Los dos
estaban realizando una rutina previsible, una rutina inventada por alguien y que les era

impuesta, pero en tono de burla o de odio, cual una corrompida parodia frente a sus

inventores.

Jim sintió una furia insensata, parte horror y parte placer, el horror de cometer un acto

que nunca se atrevería a confesar ante nadie, el placer de cometerlo en irreverente desafío

hacia quienes no se hubieran atrevido a confesarlo. La parte consciente de su rabia

parecía gritarle que era sí mismo, que por fin era sí mismo y nadie más.

Guardaban silencio, comprendiendo sus mutuos motivos. Sólo fueron pronunciadas dos

palabras:

—Señora Rearden —dijo él.

No se miraron cuando la empujó hacia el dormitorio y la echó sobre la cama, cayendo

sobre su cuerpo como si se tratara de un objeto hinchado y blando. En sus rostros se

pintaba una expresión secreta, la de dos colegas culpables; la furtiva y lasciva expresión

de unos niños que ensucian una limpia pared, llenándola de dibujos de yeso que

pretenden ser símbolos de obscenidad.

Más tarde no le decepcionó saber que lo que había poseído era un cuerpo inanimado, sin

resistencia ni reacción. No era una mujer lo que había deseado poseer. No era un acto con

el que celebrar la viga lo que quiso llevar a cabo, sino un acto con el que celebrar tan sólo

el triunfo de la impotencia.

***

Cherryl abrió la puerta y entró tranquila y casi subrepticiamente, como si esperara no ser

vista o no ver la vivienda que consideraba su hogar. El sentimiento que le ocasionaba la

presencia de Dagny, del mundo de esta, la había sostenido durante su camino de regreso,

pero cuando entró en el piso, las paredes parecieron tragársela de nuevo en el aire

sofocante de una trampa. El piso estaba en silencio; una cuña de luz atravesaba la antesala

desde una puerta a medio abrir. Se arrastró maquinalmente hacia la misma. De pronto se

detuvo.

El rayo de luz procedía del estudio de Jim y sobre la franja iluminada de su alfombra

pudo ver un sombrero femenino con una pluma que oscilaba débilmente al viento.
Dio un paso hacia delante. La habitación estaba vacía; distinguió dos vasos sobre una

mesa y otro en el suelo y un bolso de mujer en un sillón. Permaneció estupefacta, sin

poder reaccionar, hasta oír el rumor ahogado de voces tras la puerta del dormitorio de

Jim; no podía comprender las palabras, pero sí la calidad de su tono. La voz de Jim

sonaba irritada; la de la mujer, desdeñosa.

781

Se encontró, de pronto, en su propio cuarto, esforzándose frenéticamente en cerrar la

puerta. La había precipitado allí el ciego pánico de su huida, como si fuera ella la que

tuviera que esconderse, ella quien se viera obligada a escapar a la fealdad de ser

sorprendida en el acto de verles. Un pánico mezcla de repulsión, de piedad, de turbación

y de esa castidad mental que retrocede ante la visión de un hombre que ostenta la prueba

incontestable de su maldad.

Permaneció en mitad del cuarto, incapaz de comprender qué podía hacer en aquellos

momentos. Luego, sus rodillas cedieron, plegándose blandamente y se encontró sentada

en el suelo, mirando la alfombra y estremeciéndose.

No era cólera, ni celos, ni indignación, sino tan sólo el triste horror de contender con una

cosa grotescamente insensata. Era el saber que ni su matrimonio ni el amor de Jim hacia

ella, ni su insistencia en retenerla, ni su cariño hacia otra mujer, ni su injustificado

adulterio, representaban nada; que no existía ni el menor atisbo de sensatez en todo

aquello y que no valía la pena buscar explicaciones. Siempre había imaginado el mal con

un propósito bien definido, como un medio para alcanzar un fin. Lo que ahora

presenciaba era la maldad en si misma.

No supo cuánto tiempo había permanecido sentada de aquel modo. De pronto oyó sus

pasos y sus voces, y luego el ruido de la puerta delantera al cerrarse. Se puso en pie sin

propósito definido, impelida por cierto instinto, cual si se moviera en un vacío en el que

la honradez no era ya aparente, sin saber de qué otro modo comportarse.

Se encontró con Jim en la antesala. Por un instante se miraron uno a otro, cual si no

acabaran de comprender lo que veían.


—¿Cuándo has vuelto? —preguntó él—. ¿Cuánto tiempo llevas en casa?

—No lo sé.

La miró de frente.

—¿Qué te ocurre?

—Jim, yo… —Forcejeó consigo misma y agitó una mano hacia el dormitorio—. Lo sé

todo.

—¿Qué es lo que sabes?

—Estabas ahí… con una mujer.

Su primer acto fue empujarla al estudio y cerrar la puerta, cual si quisiera ocultarse y

ocultarla a ella, aunque sin saber de quién. Una rabia ciega bullía en su mente,

contendiendo entre escapar y estallar. Y estalló en la sensación de que aquella

despreciable mujer le privaba de su triunfo. Pero no estaba dispuesto a concederle aquella

satisfacción.

—¡Desde luego! —exclamó—. ¿Y qué importa? ¿Qué vas a hacer? Le miró estupefacta.

—¡SÍ! ¡Estaba ahí con una mujer! ¡Lo hice porque me pareció oportuno! ¿Crees que vas a

atemorizarme con tus jadeos, tus miradas y tu gimiente virtud? —Hizo chasquear los

dedos—. ¡Me importa un bledo tu opinión! ¡Lo que tú pienses me tiene sin cuidado!

¡Toma lo o déjalo! —Fue su rostro blanco e indefenso lo que le atrajo, fustigándole,

confiriéndole el placer de sentir como si sus palabras fuesen golpes que desfiguraran un

rostro humano—. ¿Crees que me vas a obligar a ocultarme? ¡Estoy harto de fingir en

beneficio de tu rectitud! ¿Qué diablos crees ser? ¡Careces totalmente de importancia!

¡Obraré a mi antojo y mantendrás la boca cerrada y fingirás en público como todo el

mundo, y cesarás de decirme cómo he de actuar en mi propia morada! ¡Nadie es virtuoso

en su casa! Eso sólo se finge ante los demás. Y a partir de ahora, pequeña idiota, más vale

que adoptes una actitud distinta.

782

No era el rostro de Cherryl el que veía, sino el del hombre al que deseaba, aunque sin

conseguirlo nunca, arrojar el acto de aquella noche. Ella siempre se comportó como
admiradora, defensora y agente de aquel hombre. Se había casado con ella para que ahora

pudiera servir su propósito.

—¿Sabes quién es la mujer con la que estaba? —gritó—. ¡Era…!

—¡No! —exclamó ella—. ¡Jim! ¡No quiero saberlo!

—¡Era la mujer de Rearden! ¡La señora de Hank Rearden!

Cherryl dio un paso atrás. Jim sintió un breve latigazo de terror, porque le miraba cual si

estuviera viendo algo que él nunca debía admitir. Con voz muerta, dotada de un

incongruente sentido común, preguntó:

—Supongo que ahora querrás que nos divorciemos, ¿verdad? Pero él soltó una carcajada.

—¡Qué imbécil eres! ¡Sigues con lo mismo! ¡Sigues queriendo que todo sea grande y

puro! No he pensado en divorciarme y no imagines que permitiré una separación. ¿Lo

crees tan importante? Escucha, insensata; no existe un solo hombre que no duerma con

otra mujer, ni una mujer que no lo sepa. Pero nunca hablan de ello. Estaré con quien

quiera y tú puedes hacer lo mismo, como todas esas mujerzuelas; pero mantén la boca

cerrada.

Percibió la repentina y turbada expresión de unos ojos duros, claros, sin sentimientos,

dotados de una inteligencia casi sobrehumana.

—Jim, si fuera de la clase de las que obran así, no te habrías casado conmigo.

—No. Tienes razón.

—¿Por qué lo hiciste?

Se sintió arrastrado como por un torbellino, en parte aliviado porque el momento de

peligro hubiese transcurrido y en parte desafiando de modo irresistible aquel mismo

peligro.

—Porque eras una pobretona, un ser mísero y sin relieve, que jamás hubiera podido

pensar en igualarse a mí. ¡Porque creí que me amabas! ¡Porque creí que sabrías que era tu

deber amarme!

—¿Tal como eres?

—¡Sin atreverte a preguntar cómo soy! ¡Sin motivo concreto! ¡Sin ponerme en evidencia,

impulsada por tus razonamientos, cual si me hallara en un maldito baile de disfraces,


hasta el final de mis días!

—¿Me amabas… porque no tenía ningún valor?

—¿Creíste alguna vez tenerlo?

—¿Me amabas por no ser nadie?

—¿Qué podías ofrecerme? Pero no tuviste la humildad de reconocerlo. Quise ser

generoso, darte seguridad. Pero, ¿qué seguridad existe en ser amado por las propias

virtudes? La competición queda abierta, como en un mercado de la selva; una persona

mejor surgirá siempre para derrotarte. Pero yo… deseaba amarte por tus defectos, por tus

debilidades, por tu ignorancia, tu torpeza y tu vulgaridad… Podías seguir siendo igual,

sin ocultar nada de tu apestoso y verdadero ser… Todo ser humano es un albañal… pero

hubieras retenido mi amor sin exigirte nada a cambio.

—¿Querías… que aceptara tu amor… como una limosna?

—¿Imaginaste poder merecerlo? ¿Imaginaste merecer alguna vez unirte a mí,

desgraciada? ¡Yo solía comprar a otras muchas como tú por el precio de una comida!

Quise hacerte saber, a cada uno de tus pasos y a cada bocado de caviar que tragabas, que

783

todo me lo debías a mí. Que no tenías nada, que no eras nada, y que nunca podías esperar

una igualdad, un merecimiento o un pago de mis favores.

—Yo… intenté… merecerlo.

—¿Y de qué me hubieras servido, caso de conseguirlo?

—¿No querías que lo hiciera?

—¡Qué imbécil eres!

—¿No querías que mejorase? ¿Que me elevara? ¿Me creíste llena de defectos y querías

que continuara así?

—¿De qué me hubiera servido que lo merecieras? ¿Que me viese obligado a trabajar para

retenerte, mientras tú comerciabas en cualquier otro lugar, caso de optar por ello?

—¿Deseaste que fuera una limosna… para ambos y procedente también de los dos?

¿Pretendiste que fuésemos dos mendigos encadenados uno a otro?


—¡Sí, condenada evangelista! ¡Sí, condenada adoradora de héroes! ¡Sí!. —¿Me escogiste

por qué no valía nada?

—¡Sí!

—¡Mientes, Jim!

Su respuesta fue sólo una mirada cuajada de asombro.

—Esas muchachas a las que solías comprar por el precio de una comida se hubiesen

alegrado al convertir su auténtica personalidad en un guiñapo, hubieran aceptado tus

limosnas, sin intentar nunca elevarse, pero no te habrías casado con ninguna de ellas. Si

lo hiciste conmigo fue por saber que no aceptaba ese estado, ni interior ni exteriormente,

que contendía por mejorar y que seguiría esforzándome en ello.

—¡Sí! —gritó Jim.

El reflector que desde tanto tiempo avanzaba hacia ella la alcanzó de lleno, haciéndola

gritar cual si hubiera recibido la explosión luminosa del impacto. Se alejó de él presa de

un terror físico.

—¿Qué te sucede? —preguntó Jim, estremecido, sin atreverse a reconocer lo que sus ojos

veían.

Cherryl movió las manos cual si quisiera aferrar algo, haciéndolas oscilar de un lado a

otro. Al responder, sus palabras no dieron un nombre concreto a aquello, pero eran las

únicas que pudo articular:

—Eres… un asesino… por el placer de asesinar.

La cosa innominada se estaba aproximando; estremecido de terror, él saltó ciegamente y

le dio una bofetada.

Cherryl cayó contra el costado de un sillón, dando con la cabeza en el suelo; pero se

levantó al instante y miró a Jim sin verlo, desprovista de asombro, cual si la realidad

física se limitara a adoptar la forma que había esperado. Una sola gota de sangre, de

forma ovalada, fue resbalando lentamente desde la comisura de su boca.

Jim permaneció inmóvil y por un instante se miraron uno a otro, como si ninguno de los

dos se atreviera a moverse.

Fue ella la primera en hacerlo. Se puso en pie y echó a correr. Salió del cuarto y del piso.
La oyó atravesar el vestíbulo y abrir la puerta de hierro de la escalera de urgencia, sin

detenerse a llamar el ascensor.

Bajó corriendo las escaleras, abriendo puertas en diversos rellanos y corriendo por los

pasadizos hasta encontrar de nuevo la escalera, verse en el vestíbulo y salir a la calle.

Al cabo de un rato observó que caminaba por la sucia acera de un barrio obscuro. Una

bombilla eléctrica resplandecía en la caverna de una entrada del metro y un iluminado

784

anuncio de galletas para soda brillaba en el negro tejado de unos lavaderos. No recordaba

cómo había llegado hasta allí. Su mente parecía actuar de un modo inconexo, como a

ráfagas. Sólo supo que era preciso escapar, pero que la huida se hacía imposible.

Tenía que escapar de Jim. «Pero, ¿adonde dirigirse?», se preguntó mirando a su

alrededor, como quien lanza un grito de auxilio. Hubiera aceptado cualquier trabajo en un

almacén o en aquellos lavaderos, o en una de las míseras tiendas ante las que pasaba.

Pensó que era preciso trabajar y que cuanto más duramente lo hiciera, mayor

malevolencia arrancaría a las personas que la rodearan y no sabría cuándo esperar la

verdad de sí misma y cuándo una mentira. Pero cuanto mayor fuera su honradez, mayor

también sería el fraude que se le exigiera sufrir en manos ajenas. Lo había vivido con

anterioridad y lo había soportado en el hogar de su familia y en las tiendas de los

arrabales. Pero entonces creyó que se trataba de excepciones, de maldades casuales para

escapar y olvidar. Ahora se daba cuenta de que no era así, de que tal era el código

aceptado por el mundo; un credo de la vida, conocido por todos, pero sin nombre, que se

reía de ella en las pupilas de la gente y en la mirada taimada y culpable que hasta

entonces nunca pudo comprender. Y en el fondo de aquel credo, oculto por el silencio,

agachado a su espera en los sótanos de la ciudad y en los sótanos de las almas, existía

algo con lo que era imposible convivir.

«¿Por qué hacéis esto conmigo?», gritaba interiormente a la obscuridad. «Porque eres

buena», parecía responderle una sonora risotada procedente de los tejados y de los

albañales. «Entonces, no quiero ser buena más tiempo.» «Pero lo serás.» «No tengo por
qué.» «Lo serás.» «No puedo soportarlo.» «Lo soportarás.»

Se estremeció y apresuró el paso. Frente a ella, en la neblinosa distancia, vio de pronto el

calendario sobre los techos de la ciudad. Era más de medianoche y el calendario decía:

agosto, 6; pero le pareció repentinamente ver esta otra fecha: septiembre, 2, escrita sobre

la urbe en letras de sangre. Pensó que si trabajaba, si se esforzaba y se elevaba, recibiría

un vapuleo cada vez más intenso conforme ascendiera uno a uno los escalones, hasta que,

al llegar al intimo, cuando consiguiera poseer una compañía de cobre o una casita sin

hipotecar, le serían arrebatadas por Jim en algún 2 de septiembre, y las vería desaparecer

en pago de las fiestas en las que Jim realizara tratos con sus amigos.

«¡No lo haré!», gritó, dando media vuelta y corriendo en sentido contrario; pero le

pareció que en el negro firmamento, sonriéndole entre el vapor de la lavandería, se

agitaba una enorme figura informe, cuya mueca seguía siendo la misma en sus distintos

rostros. Aquella cara era la de Jim y la de los predicadores de su juventud, y la de la

activista social del departamento de personal del almacén. La mueca parecía decirle: «La

gente como tú seguirá siendo honrada, la gente como tú luchará siempre por prosperar, la

gente como tú trabajará. Podemos sentirnos seguros, mientras tú careces de opción».

Echó a correr. Al mirar a su alrededor una vez más, vio que caminaba por una calle

tranquila, más allá de los vestíbulos encristalados en los que ardían luces y de las entradas

cubiertas de alfombras de lujosos edificios. Observó que cojeaba, le faltaba el tacón de un

zapato; se le había roto en algún lugar mientras corría ciegamente.

En el espacio de una amplia intersección miró los rascacielos en la distancia. Se diluían

serenamente en un velo de niebla, con cierto halo tras ellos y unas cuantas luces

encendidas aún, cual una sonrisa de despedida. En otros tiempos constituyeron una

promesa y, desde la mediocridad que la rodeaba, había mirado hacia allá, deseosa de

creer que existían otros hombres. Ahora estaca segura de que eran tumbas, esbeltos

obeliscos elevados en memoria de seres destruidos precisamente por haberlos creado.

Eran la forma helada de un grito silencioso, proclamando que la recompensa a aquellas

obras no era más que el martirio.


785

En algún lugar de aquellas difusas torres se encontraría Dagny, pensó; pero Dagny era

una víctima solitaria, librando una batalla perdida. Y acabarla destruida también,

hundiéndose en la niebla como los demás.

Pensó que no existía lugar adonde ir. «No podré resistir mucho tiempo, ni caminar mucha

distancia. No puedo trabajar, ni descansar. No puedo rendirme, ni luchar. Esta es lo que

quieren de mí; éste es el lugar adonde desean que vaya. Ni viva ni muerta, ni sensata ni

demente; tan sólo un pedazo de carne que grita de miedo para ser moldeado a su gusto

por unos seres que carecen de forma propia.»

Se hundió en la obscuridad tras una esquina, contrayéndose de miedo ante cualquier

figura humana. «No —pensó—. No todo el mundo es malo… Los hombres suelen ser

como primeras víctimas de sí mismos, pero todos aceptan el credo de Jim y no puedo

contender con ellos. Si les hablara, intentarían otorgarme su buena voluntad; pero

comprenderé qué es lo que consideran bueno y veré la muerte reflejada en sus ojos.»

La acera se había encogido hasta convertirse en una franja quebrada. Vio montones de

basura y cubos en los escalones de casas ruinosas. Más allá del polvoriento resplandor de

un bar, destacaba un letrero iluminado proclamando: «Círculo de Descanso para Jóvenes»

sobre una puerta cerrada.

Sabía cómo eran las instituciones de tal género y las mujeres que las gobernaban, mujeres

cuya tarea, según ellas, consistía en ayudar al necesitado. Si entraba, pensó, tropezando,

si se enfrentaba a ellas y les pedía ayuda, le preguntarían: «¿Cuál es tu culpa? ¿La

bebida? ¿Las drogas? ¿Estás encinta? ¿Has cometido un robo?» Contestaría: «Carezco de

culpa, soy inocente…» «Lo lamentamos, pero no nos preocupan los conflictos de un

inocente.»

Echó a correr y luego se detuvo, recuperando la visión en la esquina de una amplia y

larga calle. Los edificios y el arroyo se mezclaban con el cielo y dos hileras de verdes

luces colgaban del espacio, alejándose hasta una interminable distancia, cual si quisieran

alcanzar ciudades y océanos, países extraños y dar la vuelta a la tierra. La claridad

verdosa tenía un tinte sereno, como un camino ilimitado e invitador, abierto al confiado
transeúnte. Luego las luces se volvieron rojas, descendiendo pesadamente al suelo y

cambiando desde círculos bien definidos a manchas neblinosas, cual si le advirtieran un

peligro inminente. Vio cómo un camión gigantesco pasaba ante ella aplastando con sus

enormes ruedas una capa de brillante pulimento sobre los guijarros de la calle.

Las luces volvieron al verde, indicador de seguridad, pero ella permaneció temblando,

incapaz de moverse. «Todo eso sirve para el movimiento de los cuerpos —pensó—; pero,

¿de qué modo dirigen el tránsito del alma? Han colocado esas señales al revés, el camino

queda libre cuando las luces muestran el color rojo del mal; pero cuando lo cambian por

el verde de la virtud, indicando que se sigue la verdadera senda, se aventura uno hacia

delante y es aplastado por las ruedas. Esas luces invertidas —continuó pensando—

alcanzan a todas partes y rodean una tierra llena de gentes mutiladas y lisiadas, que no

saben lo que las hirió ni por qué, que se arrastran lo mejor que pueden sobre miembros

informes, en jornadas carentes de luz, sin respuesta alguna a ello, exceptuando saber que

el dolor forma la parte principal de su existencia. Y los guardias de tranco de la moralidad

parlotean y tratan de imbuirles la noción de que el hombre, por su propia naturaleza, es

incapaz de caminar.»

No eran palabras nacidas en su mente, sino las que hubiera querido pronunciar, de haber

poseído fuerza para encontrarlas. Las que comprendía presa de una especie de súbita

furia, que la hacía descargar puñetazos en fútil horror contra el poste de hierro del

semáforo, a su lado; contra aquel tubo hueco, en cuyo interior el ronco y chirriante

mecanismo continuaba funcionando sin parar. No podía aplastarlo con sus puños, no

podía abatir uno tras otro todos los postes de la calle que se extendían en la distancia, ni

786

aplastar tampoco aquel credo en las almas de cuantos hombres encontrara. Ya no podía

tratar con las gentes, ni seguir el mismo camino que ellas; pero, ¿qué les diría puesto que

no tenía palabras con que nombrar las cosas conocidas, ni voz que pudieran escuchar

oídos ajenos? ¿Qué les diría? ¿Cómo llegar a aquellos seres? ¿Dónde estaban los hombres

a los que hubiera podido hablar?


Tales palabras no nacían en su mente; eran sólo puñetazos contra el metal. Se vio

bruscamente golpeando con los puños un inconmovible poste hasta hacerse daño. Aquella

emoción la hizo estremecer y se alejó tambaleándose. Continuó su camino sin ver nada,

sintiéndose en un laberinto del que no podía salir.

Sus retazos de coordinación le decían, batiendo las palabras contra el suelo, con el mismo

sonido de sus pasos, que no había salida… ni refugio… ni señales… ni modo de

discriminar la destrucción de la seguridad, ni al enemigo del amigo… Pensó que era lo

mismo que aquel perro del que había oído hablar… el perro de alguien en un

laboratorio… el perro que luego de haber visto trocados sus estímulos, no podía

distinguir entre el goce y la tortura. Le cambiaron la comida por golpes y los golpes por

comida; sus ojos y oídos le engañaban, su juicio era inútil y su conciencia impotente en

aquel mundo variable y deforme, hasta que abandonó la partida, rehusando comer a

semejante precio o vivir en un mundo así… «¡No! —era la única palabra consciente que

formaba su cerebro—. ¡No! ¡No! No quiero nada con vuestro sistema ni con vuestro

mundo, aun cuando este no sea lo último que pronuncie.»

Ocurrió en la hora más obscura de la noche, en un callejón entre cobertizos y almacenes.

La activista social la vio. Era una mujer cuyo rostro gris y cuyo abrigo también gris se

mezclaban a las casas del distrito. Había observado la presencia de una joven con un

vestido demasiado elegante y caro para aquel vecindario; sin sombrero, ni bolso, con el

tacón de un zapato roto, el pelo desgreñado y una contusión en la comisura de la boca;

una muchacha que avanzaba tambaleándose ciegamente, sin distinguir entre acera y

arroyo. La calle era sólo una estrecha grieta entre las paredes vacías de aquellas

estructuras, pero un rayo de luz caía a través de la niebla impregnada del olor pestilente

de agua podrida; un parapeto de piedra daba fin a la calle en el borde de un inmenso

agujero negro, en el que cielo y rio se confundían.

La activista social se acercó a ella y le preguntó severamente:

—¿Le ocurre algo?

Pudo ver un solo ojo cauteloso oculto por un mechón de pelo y luego la cara de un ser

salvaje que había olvidado el sonido de las voces humanas, pero que las escuchaba como
un eco distante, llena de sospecha y aun así casi con esperanza.

La activista social la cogió del brazo.

—¿No le da vergüenza llegar a semejante estado?… Si ustedes, las jóvenes de la buena

sociedad, tuvieran algo que hacer, aparte de dar satisfacción a sus deseos y perseguir el

placer, no estaría ahora deambulando por aquí, borracha como una cualquiera a

semejantes horas… Si cesara de vivir tan sólo para su propia satisfacción, si cesara de

pensar sólo en sí misma y encontrar algo más alto…

La muchacha exhaló un grito. Y el grito repercutió una y otra vez contra las vacías

paredes de la calle, como en una cámara de tormento. Era un grito de terror animal.

Libertó su brazo, dio un salto atrás y empezó a gritar entre sonidos inarticulados:

—|No! |No! ¡No quiero nada con su mundo!

Echó a correr como impulsada por una repentina fuerza, la de una criatura que corre para

salvar su vida. Corrió en línea recta por aquella calle que terminaba en el río. Y llevada

de su propia velocidad, sin interrumpirse, sin un momento de duda, con la plena

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conciencia de actuar en beneficio propio, continuó corriendo hasta que el parapeto le

cerró el camino; pero sin detenerse ante este obstáculo, lo traspuso, hundiéndose en el

espacio.

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CAPÍTULO V

PROTECTORES DE SUS HERMANOS

La mañana del 2 de septiembre un alambre de cobre se quebró en California entre dos

postes, junto a la vía de la línea del Pacífico, perteneciente a la «Taggart

Transcontinental».

Una lenta y fina lluvia había estado cayendo desde la medianoche y no hubo amanecer,

sino tan sólo una luz gris que se fue difundiendo por el mojado espacio. Las brillantes

gotas que pendían de los alambres eran como chispazos que resplandeciesen contra el
yeso de las nubes, el plomo del océano y el acero de los restos del petróleo que

descendían como cerdas por la desolada falda del monte. Aquellos alambres estaban

gastados por más lluvias y más años de los que se habían planeado para ellos; uno se

mantuvo estremeciéndose durante las horas de la mañana bajo el frágil peso de la lluvia;

luego, la última gota fue creciendo en su curva, hasta pender de ella como una cuenta de

cristal, recogiendo el peso de otras muchas; la gota y el alambre cedieron a la vez y sin

ruido, igual que caen las lágrimas; el alambre se rompió y quedó tendido en el suelo, al

tiempo que la gota se desprendía también.

Los empleados de la Central Divisionaria de la «Taggart Transcontinental» evitaron

mirarse unos a otros cuando se descubrió la rotura de la línea.

Expresaron frases penosamente pergeñadas para que, aun refiriéndose al problema, no

expresaran nada concreto, ni trataron de engañarse unos a otros. Sabían que el alambre de

cobre era un lujo en trance de desaparecer, más precioso que el oro o el honor. Sabían que

el almacenista de la división había vendido las existencias del mismo unas semanas atrás

a negociantes desconocidos que llegaron de noche, y que de día no eran tales negociantes,

sino sólo hombres con amigos en Sacramento y en Washington, del mismo modo que el

almacenista recién nombrado tenía un amigo en Nueva York llamado Cuffy Meigs,

acerca del cual nadie hacía preguntas. Sabían que el hombre capaz de asumir la

responsabilidad de ordenar reparaciones e iniciar la acción que llevara al descubrimiento

de que tales reparaciones no podían ser efectuadas, incurriría en la venganza de

desconocidos enemigos; que sus compañeros de trabajo quedarían misteriosamente

silenciosos y no declararían en su favor; que no podría probar nada y que si intentaba

realizar su tarca, se vería privado de ella en poco tiempo. No podían saber qué resultaba

seguro y qué era peligroso. Los culpables no sufrían castigo, pero si los acusadores. Igual

que animales, llegaron a la conclusión de que la inmovilidad sería su única protección

cuando abrigaran dudas o cuando les amenazara algún peligro. Permanecieron inmóviles,

hablando sobre lo adecuado de enviar informes en fechas favorables a las autoridades

competentes.

Un joven jefe salió de la habitación y del edificio refugiándose en la seguridad de la


cabina telefónica en una tienda próxima, y a sus propias expensas, ignorando la extensión

del continente y las diversas capas de directores que se extendían entre él y su objetivo,

telefoneó a Dagny Taggart, en Nueva York.

Ella recibió la llamada en la oficina de su hermano, interrumpiendo una conferencia

urgente. El joven jefe le contó solamente que la línea telefónica estaba interrumpida y que

no tenían alambre para repararla. No dijo nada más, ni explicó por qué había creído

789

necesario llamarla en persona. Ella no formuló preguntas. Había comprendido

perfectamente.

—Gracias —fue cuanto le contestó.

Un fichero de urgencia mantenía reseñados los materiales importantes aún existentes en

cada división de la «Taggart Transcontinental». Pero igual que en una bancarrota, sólo

registraba pérdidas, mientras la rara adición de nuevos materiales se asemejaba a la risa

maliciosa de un atormentador que arrojara migajas a todo un continente muerto de

hambre. Pasó la vista por la carpeta, la cerró, suspiró y dijo:

—Montana, Eddie. Llama a la línea de Montana, para que transfieran la mitad de sus

existencias de alambre a California. Montana podrá pasarse sin él… durante otra semana.

—Cuando Eddie Willers estaba a punto de protestar añadió—: Petróleo, Eddie. California

es uno de los últimos Estados productores de petróleo del país. No podemos perder la

línea del Pacífico.

Dicho esto volvió a su conferencia en el despacho de su hermano.

—¿Alambre de cobre? —preguntó James Taggart, con una extraña mirada que posó en su

rostro y luego en la ciudad, más allá de la ventana—. Dentro de muy poco no tendremos

dificultad alguna con el cobre.

—¿Por qué? —preguntó ella.

No le contestó. No había nada especial que ver más allá de la ventana; tan sólo el claro

cielo de un día de verano, la tranquila luz de la tarde sobre los tejados de la ciudad y más

allá aquella página del calendario que señalaba: septiembre, 2.


Dagny no sabía por qué James había insistido en celebrar aquella conversación en su

propio despacho, por qué quiso hablar a solas con ella, cosa que antes siempre procuró

evitar, ni por qué consultaba una y otra vez su reloj de pulsera.

—Las cosas empeoran —dijo—. Hay que hacer algo. Parece existir cierto estado de

dislocación y confusión que tiende a una política mal coordinada y sin equilibrio. Se da

una tremenda demanda nacional de transporte, y aun así perdemos dinero. Yo creo…

Dagny estaba sentada contemplando el mapa ancestral de la «Taggart Transcontinental»

colgado de la pared del despacho y las arterias rojas desparramadas por el amarillo

continente. En otros tiempos el ferrocarril fue llamado «sistema circulatorio de la nación»

y el movimiento de los trenes actuó, efectivamente, como un circuito sanguíneo vivo que

llevara prosperidad y riqueza a todos los rincones adonde alcanzara. Continuaba siendo

tal sistema, pero funcionando en una sola dirección, como cuando existe una herida que

agota los restos de un cuerpo. «Tránsito en una sola dirección —pensó Dagny,

indiferente—. Tránsito de consumidores.»

Se acordó del tren número 193. Seis semanas atrás, dicho tren había sido enviado con un

cargamento de acero, pero no a Faulkton, Nebraska, donde la «Compañía de

Herramientas y Maquinaria Spencer», la mejor todavía en existencia, llevaba dos

semanas parada esperando aquel material, sino a Sand Creek, Illinois, donde la

«Confederated Machine» debía el equivalente a más de un año, produciendo géneros

defectuosos en plazos imprevisibles. El acero había sido otorgado a la misma gracias a

una directriz en la que se explicaba que la «Compañía de Herramientas y Maquinaria

Spencer» era una empresa rica, capaz de esperar, mientras que la «Confederated

Machine» estaba en bancarrota y no podían permitirse su hundimiento, por constituir la

única fuente de sustento de la comunidad de Sand Creek, Illinois. La «Compañía de

Herramientas» había cerrado un mes atrás.

La «Confederated» hizo lo propio dos semanas después.

La gente de Sand Creek, Illinois, había sido colocada bajo la protección del subsidio

nacional, pero no se podía encontrar alimento para ella en los vacíos graneros de la
790

nación en aquellos frenéticos momentos. La simiente de los granjeros de Nebraska quedó

incautada por orden de la Oficina de Unificación y el tren número 194 se encargó de

llevar aquella cosecha, aún no plantada, junto con el futuro del pueblo de Nebraska, para

ser consumida por la gente de Illinois. «En esta época de esclarecimiento —había dicho

Eugenio Lawson en una emisión radiofónica —hemos llegado finalmente a comprender

que cada uno de nosotros ha de mantener a su hermano.»

—En un período de emergencia tan grave como el actual —estaba diciendo James

Taggart, mientras Dagny contemplaba el mapa —es peligroso vernos obligados a aplazar

pagos y a acumular salarios atrasados en una división cualquiera. Se trata de una

dificultad temporal, pero…

—El Plan de Unificación de los Ferrocarriles no funciona, ¿verdad, Jim?

—preguntó ella riendo por lo bajo.

—¿Cómo dices?

—Recibirás una buena tajada de las rentas de la «Southern Atlantic» cuando a final de

año se haga el reparto… sólo que no quedará nada para el reparto en cuestión.

—¡No es cierto! Lo que ocurre es que los banqueros sabotean el plan. Esos bastardos, que

en otros tiempos solían otorgarnos préstamos sin garantía alguna, excepto nuestro

ferrocarril, rehúsan ahora entregarme unos cuantos miles a corto plazo con el único objeto

de hacer frente a unas nóminas, cuando tengo para ofrecerles en garantía todos los

ferrocarriles del país.

Ella siguió riendo calladamente.

—¡No podemos evitarlo! —gritó Jim—. ¡No es culpa del plan el que algunas personas

rehúsen cargar con su parte de nuestras responsabilidades!

—Jim, ¿era eso lo que querías decirme? En este caso me voy. Tengo mucho que hacer.

Jim posó rápidamente la mirada en su reloj de pulsera.

—¡No, no, eso no es todo! Creo urgentísimo discutir la situación y llegar a decisiones

que…

Ella escuchó indiferente aquella avalancha de vulgaridades, preguntándose cuáles serían


sus motivos. Estaba ganando tiempo, pero, por otra parte, no daba la impresión de ello.

Llegó a la conclusión de que la retenía allí con algún propósito indefinido o que acaso

sólo anhelara su presencia.

Existía en él una nueva faceta que empezó a observar desde la muerte de Cherryl. Había

acudido corriendo a ella, entrando en el piso sin hacerse anunciar, la noche del día en que

el cuerpo de Cherryl fue hallado y la historia de su suicidio apareció en todos los

periódicos, relatada por una activista social que presenciara el hecho. «Un suicidio

inexplicable», proclamaban los periódicos, incapaces de descubrir un motivo cualquiera.

«¡No ha sido culpa mía! —le gritó cual si fuera el único juez al que tuviese necesidad de

aplacar—. ¡No tengo nada que ver en este asunto! Yo no tengo la culpa.» Temblaba de

terror, pero ella pudo distinguir en su mirar algo que al parecer y de un modo

inconcebible indicaba cierto sentimiento de triunfo. «Sal de aquí, Jim», fue todo cuanto le

dijo.

No le había vuelto a hablar de Cherryl, pero acudía a su despacho con más frecuencia que

antes o la detenía en los vestíbulos para intercambiar retazos de inútil discusión. Tales

momentos habían ido englobándose hasta conferir a Dagny una incomprensible

sensación, como si a la vez que se aferraba a ella en busca de apoyo y protección contra

un terror inexplicable, sus brazos intentaran envolverla para clavarle un cuchillo por la

espalda.

791

—Tengo un gran interés en saber tu opinión —insistió, mientras ella volvía la mirada

hacia otro lado—. Es urgente discutir la situación y… y tú no has dicho nada. —Dagny

no se volvió—. No se trata de que no podamos extraer más dinero a los ferrocarriles,

sino…

Volvió bruscamente la cara hacia él, y Jim eludió su mirada.

—Es necesario idear una política constructiva —continuó martilleando—. Hacer algo…

Alguien deberá realizarlo. En tiempos de necesidad…

Comprendió el pensamiento que intentaba eludir, la impresión que quería ocasionarle,


aunque sin desear que la reconociera o discutiera. No era ya posible mantener horarios

fijos, ni cumplir promesas ni observar contratos. Los trenes regulares quedarían

cancelados sin previo aviso y transformados en trenes especiales de urgencia que se

enviarían, mediante órdenes no explicadas a nadie, a insospechados destinos. Y aquellas

órdenes procedían de Cuffy Meigs, único juez en lo relacionado con el bienestar público.

Sabía que muchas fábricas estaban cerrando, algunas con sus máquinas paradas por falta

de materias primas, y otras con los almacenes llenos de géneros que no podían ser

entregados. Sabía que las viejas industrias, los gigantes que construyeron su poder gracias

a un propósito inflexible, proyectado sobre un amplio espacio de tiempo, dejarían de

existir por el azar de un instante, imposible de prever o castigar. Sabía que los mejores de

entre ellos, los dotados de un alcance más largo y de funciones más complejas, se habían

marchado hacia bastante tiempo, y que quienes aún forcejeaban por producir, batallando

salvajemente con el fin de preservar el código de una era en que la producción fue

posible, introducían ahora en sus contratos cierta cláusula vergonzosa para los

descendientes de Nat Taggart: «Si los transportes lo permiten».

Sin embargo, existían hombres —y ella lo sabía —capaces de obtener transporte cuando

lo desearan, gracias a un místico secreto, valiéndose de algún poder que nadie debía

poner en duda o explicar. Eran los hombres cuyos tratos con Cuffy Meigs cobraban ante

el pueblo el valor de un desconocido credo capaz de destruir al observador por el solo

pecado de mirar. Debido a ello la gente mantenía los ojos cerrados, temiendo no la

ignorancia, sino el conocimiento. Sabía que se realizaban tratos dondequiera que aquellos

hombres pudiesen vender un lujo llamado «transporte», término que todos comprendían,

pero que nadie osaba definir. Sabía que eran aquéllos los hombres de los trenes especiales

de urgencia, los hombres capaces de cancelar todo horario y enviar los convoyes a

cualquier lugar del Continente estampando aquel sello gracias al cual se supervisaban

contratos, propiedades, justicia, razón y vidas humanas; el sello declaratorio de que el

«bienestar público» requería la inmediata salvación de un lugar determinado. Eran los

hombres que enviaban trenes en auxilio de los hermanos Smather y de sus uvas de

Atizona; en auxilio de una fábrica de Florida, dedicada a la producción de máquinas para


hacer alfileres; en auxilio de una caballeriza de Kentucky o de la «Associated Steel» de

Orren Boyle.

Aquellos hombres hacían negocios con industriales desesperados, ofreciendo transportar

los géneros inmovilizados en sus almacenes, y caso de no obtener el porcentaje exigido,

optaban por comprar dichos géneros cuando la fábrica los cedía en la venta de quiebra, a

diez centavos por dólar, expidiéndolos en vagones de mercancías, que quedaban

disponibles como por arte de magia, hacia lugares donde traficantes de la misma calaña

estaban ya dispuestos para actuar. Eran los hombres que fisgoneaban por las fábricas,

esperando el último latido de una fundición para lanzarse sobre su equipo, sobre andenes

desolados y sobre vagones cargados de géneros sin entregar. Tratábase de una nueva

especie biológica, del comerciante a la desesperada, que no se atenía a reglas fijas más

que en el breve espacio de finalizar un trato; que no hacía frente a nóminas, ni había de

preocuparse de gastos generales, ni poseía fincas, ni había de organizar equipos, cuyo

único haber e inversión consistía en ese algo conocido con el nombre de «amistad». Eran

792

hombres descritos en los discursos oficiales como «progresivos industriales de nuestra

dinámica era», pero a quienes la gente llamaba «oportunistas». La especie incluía

ejemplares de muy diversa índole: unos se dedicaban al transporte; otros al acero o al

petróleo; algunos eran especialistas en aumento de salarios o en sentencias aplazadas.

Tratábase de seres dinámicos, que iban de un lado a otro del país, mientras los demás

apenas podían moverse; hombres sin entrañas; activos, pero no como animales, sino

como aquello que se mueve y se alimenta sobre la inmovilidad de un cadáver.

Dagny sabía que era posible aportar dinero al negocio de los ferrocarriles y sabía también

quién lo estaba consiguiendo.

Cuffy Meigs vendía trenes, del mismo modo que lo que transportaban los mismos, donde

quiera que pudiese levantar un tinglado incapaz de quedar descubierto. Vendía rieles a

Guatemala o a compañías tranviarias del Canadá, y alambre a fabricantes de gramolas

automáticas, y traviesas para combustible a hoteles de lujo.


Contemplando un mapa, Dagny se preguntó qué importaba la parte del cuerpo que fuera

devorada por un tipo u otro de gusanos: los que se atracaban por sí mismos o los que

entregaban su comida a otros. Mientras quedara carne viva como presa, ¿qué importaba el

estómago al que fuese a parar? No existía modo de saber qué devastaciones se habían

llevado a cabo por seres humanitarios y cuáles por gangsters declarados. No era posible

explicar qué actos de saqueo eran instigados por el afán de caridad de los Lawson y

cuáles por la glotonería de Cuffy Meigs. Nadie podía decir qué comunidades quedaban

inmoladas para alimentar a otra comunidad durante una semana más, antes de declararse

el hambre, y cuáles para proveer los yates de los oportunistas. Pero, ¿importaba algo?

Ambos eran iguales en sus hechos, del mismo modo que en espíritu. Ambos sufrían

necesidad y ésta quedaba ahora considerada como único título de propiedad; ambos

actuaban en estricto acuerdo, dentro de idéntico código moral. Ambos consideraban

perfectamente adecuada la inmolación de hombres y ambos la llevaban a cabo de igual

modo. No era posible discriminar entre caníbales y víctimas. Las comunidades que

aceptaban como lícito las ropas o el combustible de una ciudad situada al este de ella,

veían a la otra semana confiscados sus graneros con destino a otra ciudad al oeste. El

hombre había conseguido hacer realidad un ideal de siglos y lo practicaba con absoluta

perfección. Se debían a la necesidad como a su más alto señor; a la necesidad como a la

circunstancia más urgente; a la necesidad como nivel de valores, como moneda de su

reino, como algo más sagrado que el derecho y la vida. Los hombres se veían empujados

hacia un abismo en el que, gritando que es preciso auxiliar al hermano, cada uno

devoraba a su prójimo y era a su vez devorado por el hermano de aquél. Cada uno

proclamaba la rectitud del honor merecido, preguntándose quién le estaba despellejando

por la espalda. Cada uno se devoraba a sí mismo, mientras gritaba, presa de terror, que un

mal indefinible destruía la tierra.

—¿Qué queja tienen ahora que expresar? —oyó decir mentalmente a Hugh Akston—.

¿Que el universo es irracional? Pero, ¿lo es?

Permanecía sentada mirando el mapa, con expresión indiferente, como si ninguna

emoción, excepto el respeto, le fuera permisible frente al horrible poder de la lógica. En


el caos de un continente en trance de morir, era testigo de la precisa y matemática

ejecución de todas las ideas sostenidas por los hombres. No habían querido saber que

aquello constituía su anhelo; no quisieron admitir que poseían poder para desear, pero no

para fingir, y habían conseguido su deseo al pie de la letra, hasta el final, manchado de

sangre.

¿Qué pensaban ahora los campeones de la necesidad y los libertinos de la compasión?, se

preguntó. ¿Con qué contaban? Quienes otras veces gimieran: «No quiero destruir a los

ricos; tan sólo deseo apoderarme de un poco de su sobrante, para ayudar al pobre. Sólo un

793

poco; no se darán cuenta», más tarde proclamaban: «Los ricos pueden soportar ser

estrujados. Ya amasaron suficiente para que les durase tres generaciones», luego gritaron:

«¿Por qué ha de sufrir el pueblo mientras los negociantes poseen reservas para un año?»

Y ahora aullaban: «¿Por qué hemos de morirnos de hambre mientras otros disponen de

reservas para una semana?» «¿Con qué contaban?», se preguntó.

—¡Tienes que hacer algo! —exclamó James Taggart. Se volvió hacia él.

—¿Yo?

—¡Es tu trabajo! Te pertenece a ti. Es tu deber.

—¿A qué te refieres?

—Hay que actuar, obrar.

—Pero, ¿qué puedo hacer yo?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Averígualo con tu talento especial. Tú eres quien ha de

hacerlo.

Lo miró; la declaración era tan extrañamente clara e incongruentemente desatinada, que

Dagny se puso en pie.

—¿Es eso todo, Jim?

—¡No! ¡Quiero discutir contigo!

—Pues adelante. Todavía no has dicho nada.

—Ni tú tampoco.
—Me refiero a que existen problemas concretos que resolver… Por ejemplo, ¿qué ha

ocurrido con nuestra última asignación de rieles nuevos, desaparecidos del almacén de

Pittsburgh?

—Cuffy Meigs los robó y los vendió.

—¿Podrías demostrarlo? —replicó él a la defensiva.

—¿Han dejado tus amigos algún medio, método, regla o procedimiento de averiguación?

—Entonces no hables de ello. No seas teórica. Hemos de contender con hechos. Con

hechos tal como se producen actualmente… Hemos de ser realistas e idear un medio

práctico para proteger nuestros suministros bajo las condiciones existentes. No bajo

suposiciones carentes de pruebas, que…

Dagny se rió por lo bajo. Aquello venía a ser lo mismo que dar forma a lo informe. Tal

era el método dictado por su conciencia. Quería que lo protegiese de Cuffy Meigs sin

reconocer la existencia de éste. Luchar contra la misma sin admitir su realidad, derrotada

sin perturbar su juego.

—¿Qué es lo que te parece tan chistoso? —preguntó Jim, encolerizado.

—Ya lo sabes.

—¡No sé qué diantre te pasa! No sé lo que te sucede… En los últimos dos meses… desde

que regresaste… ¡Nunca te vi con menos deseos de cooperar!

—¿Cómo, Jim? Durante estos últimos dos meses no he discutido contigo.

—|A eso precisamente me refiero! —se contuvo en seguida, pero no lo suficiente como

para impedir que ella sonriera—. Quería celebrar una conferencia. Deseaba saber tu

parecer sobre la situación.

—Ya lo conoces.

—¡Pero no has pronunciado palabra!

—Hace tres años dije todo cuanto tenía que decir. Te avisé de a dónde te conduciría el

camino que llevabas. Y así ha sucedido.

794

—¡Otra vez! ¿De qué sirve teorizar? Estamos en el momento actual, no hace tres años.
Hemos de contender con el presente, no con el pasado. Quizá todo hubiera sido distinto

de seguir tu opinión, pero el caso es que no lo hicimos y que hemos de contender con

hechos; aceptar la realidad tal como es ahora, hoy.

—Pues, acéptala.

—¿Cómo has dicho?

—Que aceptes tu realidad. Yo me limitaré a acatar órdenes.

—¡Eso no está bien! Pregunto tu opinión…

—Lo que pides es confianza, Jim. Pero no vas a conseguirla.

—¿Cómo dices?

—No pienso ayudarte a pretender… discutiendo contigo, que esa realidad de que hablas

no es como es. Que existe todavía un medio para cambiar las cosas y salvar tu pellejo.

Porque no ocurre así.

—Bien… —no hubo expresión de cólera en su voz sino tan sólo el tono débil e incierto

de un hombre al borde de la abdicación. —Bien…, ¿qué quieres que haga?

—Abandona. —La miró sin comprender—. Abandonad todos; tú y tus amigos de

Washington. Y vuestros saqueadores y toda esa filosofía caníbal. Abandonad; apartaos

del camino y dejad que aquellos que aún podemos, iniciemos la reconstrucción partiendo

de las ruinas.

—¡No! —la palabra había sonado ahora extrañamente explosiva.

Era el grito de un hombre dispuesto a morir antes que traicionar sus ideas. Pero procedía

precisamente de quien había pasado su vida evadiéndolas y actuando con la agresividad

de un criminal. Dagny se preguntó si habría comprendido alguna vez la esencia de dichos

criminales. Y reflexionó un momento sobre la clase de lealtad hacia una actitud

consistente en negar las ideas.

—¡No! —gritó Jim en voz más baja, ronca y normal, descendiendo desde el tono de un

fanático al de un exhausto directivo—. ¡Es imposible! ¡No hay que hablar de ello

siquiera!

—¿Quién lo ha dicho?

—¡No importa! ¡Es así! ¿Por qué has de estar pensando siempre en cosas tan poco
prácticas? ¿Por qué no aceptas la realidad tal como es y haces algo basándote en la

misma? Eres la realista, la que obra, la que mueve y produce, la representante de Nat

Taggart, la persona capaz de conseguir cualquier objetivo que se proponga. Ahora

podrías salvarnos, podrías hallar un camino para que todo esto funcionara… con sólo

desearlo.

Dagny se echó a reír.

«He aquí —pensó—, la meta final de toda la inútil charla académica que los negociantes

han venido ignorando durante tantos años; el objetivo de todas esas definiciones airadas,

de tantas resbaladizas vulgaridades, de tantas abstracciones sin fondo, proclamando que

la obediencia a la realidad objetiva es lo mismo que obedecer al Estado; que no existe

diferencia entre una ley de la naturaleza y la directriz de un burócrata; que un ser

hambriento no es Ubre; que el hombre ha de verse librado durante muchos años de la

tiranía del alimento, el cobijo y las ropas; que llegaría un día en que Nat Taggart, el

realista, tendría que verse obligado a considerar los deseos de Cuffy Meigs como un

hecho de la naturaleza, irrevocable y absoluto como el acero y la gravitación; aceptar el

mundo producto de Meigs como realidad objetiva e inmutable, y luego continuar

produciendo abundancia en dicho mundo.» Tal era el objetivo de aquellos seres

retorcidos, productos de la biblioteca y del aula, que vendían sus revelaciones como

795

razón, sus instintos como ciencia, sus anhelos como sabiduría; el objetivo de los salvajes

sin objetivo ninguno, carentes de absolutos categóricos; representantes de lo relativo, de

la tentativa, de lo probable; los salvajes que al ver a un agricultor recolectar su cosecha, lo

consideraban un fenómeno místico, no relacionado con la ley de la causalidad, y creado

por el capricho omnipotente del granjero; los que luego procedían a apresar y encadenar a

aquel mismo granjero y a privarlo de sus herramientas de trabajo, de sus semillas, de su

agua, de su tierra, para arrojarlo sobre una árida roca y ordenarle: «¡Ahora cultiva y

aliméntanos!»

«No —pensó, esperando que Jim preguntara algo—. Sería inútil intentar explicarle de
qué se reía, no podría comprenderlo»; pero no lo preguntó.

Por el contrario, lo vio hundirse aún más y le oyó decir, de un modo terrible, porque sus

palabras eran absurdas si no comprendía y monstruosas en caso contrario.

—Dagny, soy tu hermano…

Dagny se irguió con los músculos rígidos, cual si se fuera a enfrentar al revólver de un

asesino.

—Dagny —su voz venía a ser el gemido suave, nasal, monótono de un, pordiosero—,

quiero ser presidente de un ferrocarril. Lo deseo de veras. ¿Por qué no he de tener anhelos

igual que tú los tienes? ¿Por qué no se me ha de otorgar el cumplimiento de mis deseos,

igual que tú siempre viste realizados los tuyos? ¿Por qué has de ser feliz, mientras yo

sufro? ¡Oh, sí! El mundo es tuyo; tú posees el cerebro para gobernarlo. Pero entonces,

¿por qué permites el sufrimiento en tu mundo? Proclamas perseguir la dicha y me

condenas al fracaso. ¿No poseo el derecho a exigir la forma de felicidad que escoja? ¿No

es una deuda que tienes contraída conmigo? ¿No soy tu hermano?

Su mirada era como la luz de la linterna de un ratero, buscando en su cara un retazo de

piedad. Pero sólo encontró repulsión.

—¡Tú tienes la culpa de que sufra! ¡Es tu fracaso moral! Soy tu hermano y, en

consecuencia, tienes la responsabilidad de mi persona. Pero no has podido cumplir mis

deseos y en consecuencia eres culpable. Todos los directores morales de la humanidad lo

llevan afirmando así durante siglos. ¿Quién eres tú para contradecirlos? Te sientes

orgullosa de ti misma; te crees buena y pura, pero no puedes ser buena mientras yo me

creo desgraciado. Mi miseria da la medida de tu pecado. Mi alegría es la medida de tu

virtud. Quiero esta clase de mundo, el mundo de hoy. Un mundo que me dé mi parte de

autoridad y me permita sentirme importante. ¡Hazlo por mí! ¡Haz algo! ¿Cómo puedo

saber qué? ¡Es tu problema y tu deber! Tienes el privilegio de la fuerza, pero yo poseo el

derecho de la debilidad. ¡Se trata de un absoluto moral! ¿No lo comprendes? ¿No lo

comprendes?

Su mirada era idéntica a las manos de un hombre que pende sobre un abismo, aferrándose

frenético al menor resquicio de duda, pero resbalando sobre la limpia y dura roca de su
propio rostro.

—¡Eres un bastardo! —dijo ella con voz tranquila, sin emoción, puesto que las palabras

no iban dirigidas a ningún ser humano.

Le pareció como si le viera hundirse en el abismo, aun cuando no hubiera en su cara nada

que ver, excepto la expresión de un truhán cuya artimaña no ha surtido efecto.

No existía razón para sentir más repulsión que la usual, se dijo. Habíase limitado a dar

forma a las cosas predicadas, oídas y aceptadas por doquier; pero aquel credo era

usualmente expuesto en tercera persona, y Jim había tenido el descaro de expresarlo en

primera. Se preguntó si la gente aceptaba la doctrina del sacrificio, cuando los receptores

del mismo no identificaban la naturaleza de sus declaraciones y de sus actos. Se volvió

para marcharse.

796

—¡No! ¡Espera! —gritó Jim poniéndose en pie al tiempo que miraba su reloj de

pulsera—. ¡Ya es la hora! ¡Van a radiar una emisión especial de noticias que quiero que

escuches!

Ella se detuvo, sintiendo curiosidad.

Jim dio vuelta al interruptor de la radio, a la vez que contemplaba a su hermana cara a

cara, de un modo casi insolente. En sus ojos se pintaba el miedo y a la vez una extraña e

impúdica expectación.

—¡Señoras y caballeros! —dijo la voz del locutor de manera brusca, con cierto tono de

pánico—. ¡Acaban de llegar noticias de importantes acontecimientos en Santiago de

Chile!

Vio el movimiento brusco de la cabeza de Jim y la ansiedad que expresaba su

fruncimiento de cejas, como si algo en las palabras y en la voz no siguiera las normas que

había previsto.

—«Una sesión especial de la legislatura del Estado popular de Chile ha sido convocada

para las diez de esta mañana, con el fin de aprobar una disposición de gran importancia

para los pueblos de Chile, Argentina y otros Estados populares Sudamericanos. Siguiendo
la línea de la clara política del señor Ramírez, el nuevo jefe de Estado chileno que

ascendió al poder basándose en el lema moral de que el hombre ha de procurar el sustento

de su hermano, la legislatura iba a nacionalizar las propiedades chilenas de la «d'Anconia

Copper», abriendo así el camino al Estado popular de la Argentina para que nacionalizara

el resto de las propiedades d'Anconia en todo el mundo. Ello era sabido sólo por unos

cuantos altos personajes de ambas naciones. La medida había sido mantenida en secreto

con el fin de evitar debates y oposiciones reaccionarias. La incautación de la «d'Anconia

Copper», cuyo material se estima en varios billones, iba a constituir una magnífica

sorpresa para el país.

»A las diez en punto, en el momento exacto en que la maza del presidente daba sobre su

estrado abriendo la sesión, y casi como si dicho golpe lo hubiera puesto todo en

movimiento, el estallido de una tremenda explosión sacudió la sala, rompiendo los

cristales. Procedía del muelle, situado unas cuantas calles más allá. Cuando los

legisladores corrieron a las ventanas, pudieron ver una larga llamarada allí donde antes se

levantaban las siluetas familiares de los almacenes de mineral de la «d'Anconia Copper».

Los muelles habían quedado hechos añicos.

»El presidente evitó el pánico y mantuvo el orden en la sala. El acto de nacionalización

fue leído a la asamblea, mientras fuera sonaban las sirenas de alarma y se escuchaban

gritos. La mañana era gris y lluviosa, con el cielo cubierto de obscuras nubes. La

explosión había roto un transmisor eléctrico y la asamblea hubo de votar a la luz de unas

velas, mientras el rojo resplandor del incendio iluminaba las bóvedas del techo sobre sus

cabezas.

»Más tarde, se recibió una sorpresa todavía más terrible, en el momento en que los

legisladores se disponían a un breve descanso, antes de anunciar a la nación la buena

noticia de que el pueblo acababa de convertirse en dueño de la «d'Anconia Copper».

Mientras estaban votando, llegaron noticias de todos los lugares del globo según las

cuales no quedaban instalaciones de la «d'Anconia Copper» en ningún lugar. Señoras y

caballeros; en ningún lugar del mundo. En aquel mismo instante, al dar las diez, y por una

infernal y asombrosa sincronización, todas las propiedades de la «d'Anconia Copper»


sobre la faz de la tierra, desde Chile a Siam, a España y a Pottsville, Montana, habían sido

voladas, desapareciendo totalmente.

»Los obreros de la «d'Anconia» habían recibido su última paga en dinero efectivo a las

nueve de la mañana y a las nueve treinta, habían sido alejados de los lugares donde iba a

efectuarse la explosión. Los almacenes de mineral, las mezcladoras, los laboratorios, las

797

oficinas, todo ha quedado demolido. Nada resta de los buques de d'Anconia surtos en los

puertos; los botes salvavidas que transportaban a las tripulaciones es lo único de dichos

barcos que puede verse en el mar. En cuanto a las minas d'Anconia, algunas han quedado

enterradas bajo una avalancha de rocas, mientras otras no merecieron siquiera el ser

voladas. Según informan noticias que van afluyendo, un número sorprendente de dichas

minas habían continuado siendo explotadas, aunque sus vetas quedaran exhaustas hace

años.

»Entre los millares de empleados de d'Anconia, la policía no ha podido encontrar ni a uno

solo que estuviese enterado de cómo pudo fraguarse, organizarse y llevarse a cabo tan

monstruosa conjura. Los directores de mayor importancia, mineralogistas, ingenieros y

superintendentes, han desaparecido. Eran ellos con los que el Estado popular contaba

para realizar la tarea y amoldarse al proceso de reajuste. Los más capacitados, mejor

dicho, los más egoístas, han desaparecido. Informes de diversos Bancos indican que no

queda ninguna cuenta abierta a nombre de d'Anconia. El dinero fue retirado de ellos hasta

el último centavo.

»Señoras y caballeros: la fortuna de d'Anconia, la mayor fortuna de la tierra, una fortuna

legendaria con una existencia de siglos, ha cesado de existir. En lugar del amanecer

dorado de una nueva era, los Estados populares de Chile y Argentina se enfrentan a un

montón de ruinas y a hordas de seres sin empleo.

»No ha podido hallarse pista alguna que conduzca a la localización del señor Francisco

d'Anconia. Ha desaparecido sin dejar rastro, ni siquiera un mensaje de despedida.»

Mientras oía aquello, Dagny pensaba: «Gracias, querido… gracias en nombre del último
de nosotros, aun cuando no escuches mi voz ni te importe escucharla…» No era una

simple frase, sino la silenciosa emoción de una plegaria dirigida al rostro sonriente de un

muchacho al que conociera a los dieciséis años.

Luego se dio cuenta de que oprimía la radio, como si un débil latido eléctrico en su

interior la mantuviera en contacto con la única fuerza viviente en el mundo, de la que

durante unos breves instantes había actuado como transmisora y que ahora llenaba una

habitación donde todo lo demás había muerto.

Como restos distantes de la explosión y de la ruina, notó un rumor producido por Jim,

entre gemido, grito y gruñido, y luego vio cómo sus hombros se estremecían sobre un

teléfono y escuchó su voz desfigurada en el momento de gritar:

—¡Rodrigo! ¡Usted dijo que era totalmente seguro! ¡Rodrigo! ¡Oh, Dios mío! ¿Se da

cuenta de lo que me va en todo esto? —Luego sonó otro teléfono en el escritorio y su voz

gruñó en otro receptor, mientras su mano seguía aferrada al primero—: ¡Cierre la boca,

Orren! ¿Qué piensa hacer? ¡Me importa un pepino, condenado imbécil!

Varias personas entraron corriendo en el despacho; los teléfonos sonaban al unísono y

alternando entre ruegos e interjecciones, Jim no dejaba de gritar:

—¡Póngame con Santiago…! ¡Consiga que Washington me ponga con Santiago!

En un lugar muy distante, como en el borde mismo de su percepción, pudo ver la clase de

juego que los hombres situados tras aquellos escandalosos teléfonos habían realizado y

perdido. Parecían muy lejanos, como minúsculos bacilos agitándose en el blanco campo

bajo la lente de un microscopio. Se preguntó cómo creyeron que alguien los tomara en

serio, mientras un Francisco d'Anconia era posible en la tierra.

Percibió el resplandor de la explosión en todas las caras a que se enfrentó durante el resto

del día, y en todas aquellas ante las que pasó por la noche en la obscuridad de las calles.

Se dijo que si Francisco había deseado una digna pira funeral para la «d'Anconia

Copper», acababa de conseguirlo. Se hallaba allí, en las calles de Nueva York, la única

ciudad sobre la tierra capaz todavía de entender aquello; en las caras de las gentes, en sus

798
murmullos, en aquellos murmullos que estallaban tensos como lenguas de fuego,

mientras los rostros se iluminaban con una expresión a la vez solemne y frenética. Los

diversos tonos de las mismas parecían estremecerse y ondular como bajo la luz de una,

distante llama; unos se mostraban agitados, otros coléricos, la mayoría tranquilos,

inseguros, expectantes; pero todos reconocían un hecho más importante que una simple

catástrofe industrial; todos se daban cuenta de su alcance, aunque nadie quisiera

expresarlo en palabras; en todos se pintaba un toque sonriente, una risa de jovialidad y

desafío; la amarga risa de las víctimas a punto de perecer, pero que se dan cuenta de que

alguien las ha vengado.

Lo vio también en la cara de Hank Rearden al encontrarse con él para cenar aquella

noche. Cuando su alta y confiada figura se acercó, la única figura que parecía tranquila en

el lujoso ambiente de aquel restaurante…, pudo observar la expresión de anhelo que se

esforzaba en combatir, la expresión de un muchacho abierta todavía al encanto de lo

inesperado. No habló del acontecimiento de aquel día, pero ella supo que era la única

imagen que llenaba su mente.

Habían seguido encontrándose siempre que él acudía a la ciudad, pasando alguna breve y

rara noche juntos, con el pretérito aún vivo en ambos; sin futuro en su trabajo y en su

lucha común, pero sabedores de que eran aliados y que extraían ayuda de la propia

existencia del otro.

No quiso mencionar el acontecimiento; no quiso hablar de Francisco, pero ella notó,

mientras estaban sentados a la mesa, que la tensión de una contenida sonrisa alteraba los

músculos de sus mejillas. Comprendió a quién se refería cuando dijo de pronto con voz

blanda y baja, a causa del peso que en ella ejercía la admiración:

—Ha mantenido su promesa, ¿verdad?

—¿Su promesa? —preguntó ella a su vez asombrada, pensando en la inscripción sobre el

templo de la Atlántida.

—Sí. Me dijo: «Te juro por la mujer que amo, que soy tu amigo». Era sincero.

—Lo es.

Él movió la cabeza.
—No tengo derecho a pensar en él. No tengo derecho a aceptar cuanto ha hecho en mi

defensa. Y, sin embargo… —Se interrumpió.

—Así ha ocurrido, Hank. En defensa de todos nosotros…, sobre todo de ti.

Hank miró hacia otro lado, en dirección a la ciudad. Se hallaban en uno de los extremos

del recinto, con un cristal como invisible protección contra la amplitud del espacio de las

calles, sesenta pisos más abajo. La ciudad parecía anormalmente lejana, como aplanada

en el estanque de sus estratos más bajos. Unos cuantos bloques más allá, con la torre casi

invisible en las tinieblas, el calendario se hallaba al nivel de sus rostros, no como un

pequeño y turbador rectángulo, sino cual una enorme pantalla fantasmalmente próxima y

grande, iluminada por el resplandor blanco y mortecino de la luz proyectada a través de

una vacía película; vacía excepto por las letras: septiembre, 2.

—Los aceros Rearden trabajan ahora a pleno rendimiento —decía él con aire

indiferente—. Han elevado los coeficientes de producción de mis altos hornos… para los

cinco minutos próximos. No sé cuántas regulaciones habrán suspendido; no creo que ni

ellos lo sepan. Ya no les preocupa mantener ni una apariencia de legalidad. Estoy

convencido de quebrantar la ley en cinco o seis aspectos que nadie puede aprobar ni

desaprobar; todo cuanto sé es que el gángster del momento me dijo que continuara a toda

marcha. —Se encogió de hombros—. Cuando mañana otro gángster lo suplante,

probablemente me cerrarán las instalaciones por haber efectuado un trabajo ilegal. Pero

799

según el plan vigente en estos segundos, se me ruega extraer mi metal en la cantidad y

con los medios que yo mismo decrete.

Dagny observó las miradas ocasionales y subrepticias que la gente dirigía en su dirección.

Lo había notado antes, desde que se radiara la emisión; desde que los dos habían

empezado a aparecer juntos en público. Pero en vez de las desgracias que temiera, se

respiraba un aire de temerosa incertidumbre en los modales de la gente; incertidumbre

acerca de sus propios preceptos morales; temor en la presencia de dos personas que se

atrevían a sentirse seguras de su conducta. Los miraban con ansia y con curiosidad; con
envidia, con respeto, con el temor de ofender normas desconocidas, orgullosamente

justas; algunos parecían excusarse, como si dijeran: «Perdonadnos por estar casados».

Otros expresaban cierta colérica malicia y unos pocos admiración total.

—Dagny —preguntó él de repente—, ¿crees que está en Nueva York?

—No. He llamado al «Wayne-Falkland» y me han dicho que el alquiler de sus

habitaciones expiró hace un mes, sin haber sido renovado.

—Lo están buscando por todo el mundo —explicó sonriente—. Pero nunca lo

encontrarán. —La sonrisa desapareció de su labios—. Ni tampoco yo. —Su voz volvió a

asumir el tono plano y gris de quien cumple un deber—: Bien. Las fundiciones trabajan,

pero yo no. No hago más que ir de un lado a otro del país, como un animal nocturno,

buscando métodos ilegales con los que adquirir materia prima. Ocultándome,

deslizándome, mintiendo, tan sólo para adquirir unas cuantas toneladas de mineral, de

carbón o de cobre. No han levantado sus restricciones sobre las materias que empleo.

Saben que estoy obteniendo más metal del que me permiten sus índices de producción,

pero no se preocupan. —Y añadió—: Les basta que lo haga yo.

—¿Cansado, Hank?

—Muerto de aburrimiento.

Dagny se dijo que había existido un tiempo en que la mente de Hank, su energía, sus

inagotables recursos,, habían sido empleados en la misión de conseguir siempre mejores

métodos para contender con la naturaleza; ahora, en cambio, se concentraba en una tarea

igual a la del criminal que pretende ser más astuto que sus congéneres. Preguntóse cuánto

tiempo se puede soportar un cambio de tal género.

—Se está haciendo imposible conseguir mineral de hierro —explicó indiferente. Y

añadió con voz repentinamente viva—: Pronto será totalmente imposible obtener cobre.

Hizo una mueca.

Dagny se preguntó durante cuánto tiempo un hombre podría continuar trabajando contra

sí mismo; trabajar cuando su deseo más profundo no era el triunfo, sino el fracaso.

Comprendió la ilación de sus ideas cuando le dijo:

—Nunca te lo he contado, pero tuve un encuentro con Ragnar Danneskjold.


—Me lo contó 61.

—¿Cómo? ¿Dónde…? —Se detuvo—. Ya comprendo —añadió con voz tensa y baja—.

Sería uno de ellos. Te encontraste con él. Dagny, ¿cómo son esos hombres que…? No.

No me contestes. —Y al cabo de unos momentos, añadió—: Conozco, pues, a uno de sus

agentes.

—Conoces a dos.

Su respuesta originó un instante de calma total.

—Desde luego —dijo con tristeza—. Lo sabía…, pero no quise admitirlo… Era su agente

de recluta, ¿verdad?

—Uno de los primeros y de los más eficaces.

800

Él se rió por lo bajo, con aire de amargura y de añoranza.

—Aquella noche…, cuando se atrajeron a Ken Danagger…, creí que no habían mandado

a nadie tras de mí.

El esfuerzo con el que consiguió conferir rigidez a su cara, vino a ser como el lento y

resistente girar de una llave que cierra un recinto inundado de sol, en el que no le era

dable penetrar. Transcurrido un rato, dijo impasible:

—Dagny, ese nuevo riel de que hablamos el mes pasado… no creo estar en condiciones

de entregarlo. No han levantado sus regulaciones sobre mi producción; siguen

controlando mis ventas y disponiendo de mi metal a su antojo. Pero la contabilidad está

tan embrollada, que consigo pasar de contrabando unos cuantos miles de toneladas cada

semana, con destino al mercado negro. Creo que lo saben, aunque pretendan que no es

así. No quieren enfadarse conmigo, por ahora. Pero he ido embarcando cuantas toneladas

pude arrebatar, a algunos clientes que lo necesitaban con urgencia. Dagny, el mes pasado

estuve en Minnesota y pude ver lo que sucede allí. La gente se morirá de hambre, pero no

el año que viene, sino este invierno, a menos que unos cuantos de nosotros actuemos sin

pérdida de tiempo. No quedan reservas de grano en ningún sitio. Luego de hundirse

Nebraska, de arruinarse Oklahoma, de abandonarse Dakota del Norte y de que Kansas


apenas pueda subsistir, no quedará trigo ni para Nueva York, ni para ninguna ciudad del

Este. Minnesota es nuestro último granero. Han sufrido dos años consecutivos de mala

cosecha, pero tuvieron este otoño una muy buena y habrá que recolectarla. ¿Has podido

echar una ojeada a las condiciones en que se halla la industria de la maquinaria agrícola?

Ninguna de las que existen tiene la importancia suficiente como para mantener en

Washington a un grupo de gangsters capaz de ayudarlas o pagar porcentajes a los

oportunistas. Debido a ello no han podido colocar demasiado bien su material. Dos

tercios de estas industrias han cerrado y el resto lo hará pronto. Las explotaciones

agrícolas van pereciendo por todo el país, por falta de herramientas. Tenías que haber

visto a los agricultores de Minnesota. Pasan más tiempo arreglando su viejos tractores

que arando los campos. No sé cómo han podido sobrevivir hasta la primavera pasada. No

sé cómo pudieron sembrar el trigo. Pero lo han hecho. —En su cara se pintó una

expresión intensa, como si contemplara un espectáculo raro y olvidado: la visión de

hombres verdaderos». Dagny comprendió qué motivos lo mantenían sujeto aún a su

tarea—. Dagny, han de tener herramientas con las que cosechar. He vendido todo el metal

que pude a los fabricantes de maquinaria agrícola. A crédito. Y mandaron dicha

maquinaria a Minnesota en cuanto la tuvieron dispuesta. La han vendido del mismo

modo, es decir ¡legalmente y a crédito, pero se les pagará este otoño y lo mismo a mí. ¡Al

diablo la caridad! Ayudamos a los productores… ¡y qué tenaces productores! no a los

sinvergüenzas y aprovechados «consumidores». Damos préstamos, no limosnas.

Ayudamos a la diligencia, no a la necesidad. Que me maten si me desentiendo de ello y

permito que esos hombres queden destruidos, mientras los oportunistas se hacen ricos.

Evocaba una escena vista en Minnesota: la silueta de una fábrica abandonada, con la luz

del sol poniente atravesando sin oposición alguna los agujeros de sus ventanas y las

grietas del techo, en el que aún figuraban los restos de este letrero: «Compañía

recolectora Ward».

—Este invierno lo salvaremos —continuó—, pero los saqueadores los devorarán el año

que viene. Sin embargo, hemos de salvarlos este invierno… por eso no podré darte riel, al

menos en un futuro inmediato… y ya no nos queda más que ese futuro inmediato. No sé
de qué sirve alimentar a un país si pierde sus ferrocarriles, pero, ¿de qué sirven los

ferrocarriles cuando no hay alimentos? ¿De qué sirve?

—De acuerdo, Hank. Subsistiremos con los rieles actuales durante… —Se detuvo.

—¿Durante un mes?

801

—Durante todo el invierno… o al menos así lo espero.

Atravesando el silencio, una voz penetrante llegó hasta ellos desde otra mesa. Se

volvieron, pudiendo ver a un hombre con los modales temblorosos de un gángster

acorralado, a punto de sacar su pistola.

—Es un acto de destrucción antisocial —gruñía a un triste compañero—. ¡Y en una época

en que se padece tan desesperada carestía de cobre!… ¡No podemos permitirlo! ¡No

podemos permitir que eso suceda!

Rearden se volvió bruscamente para mirar a la ciudad.

—Daría cualquier cosa para enterarme de dónde se encuentra —dijo en voz baja—. Sólo

para saber dónde se encuentra, precisamente en este instante.

—¿Qué harías si lo supieras?

Bajó las manos en un gesto de futilidad.

—No me acercaría a él. El único homenaje que aún puedo prestarle, es el de no solicitar

perdón cuando éste no es posible.

Guardaron silencio, escuchando las voces a su alrededor, como astillas de pánico que

chasquearan por doquier en el lujoso ambiente.

Dagny no se había dado cuenta de que idéntica presencia parecía ser un huésped invisible

en cada mesa, de que el mismo tema rompía toda tentativa de desviar la conversación. La

gente estaba sentada, no de un modo encogido, pero sí como si aquel recinto les pareciese

demasiado grande y descubierto; un recinto de cristal, de terciopelo azul, de aluminio, y

de suave iluminación. Parecían haber llegado allí al precio de innumerables evasiones, a

fin de pretender que su existencia era todavía civilizada; pero un acto de violencia

primaria acababa de hacer estallar la naturaleza de su mundo y éste quedaba expuesto, sin
permitirles continuar en su ceguera.

—¿Cómo ha podido? ¿Cómo ha podido hacerlo? —preguntaba una mujer, con petulante

horror—. ¡No tenía derecho a obrar así!

—Ha sido un accidente —dijo un joven con voz estremecida y aspecto de asalariado

público—. Han venido ocurriendo toda una serie de coincidencias, como demuestra

claramente cualquier estadística de probabilidades que se consulte. Es poco patriótico

difundir rumores exagerando el poder de los enemigos del pueblo.

—El bien y el mal están muy bien para conversaciones académicas —manifestó una

mujer, con voz de conferenciante pública y boca de taberna—, pero, ¿cómo puede alguien

tomar en serio sus propias ideas hasta el punto de destruir una fortuna cuando el pueblo la

necesita?

—No lo comprendo —declaró un anciano con estremecida amargura—. Luego de siglos

de esfuerzos para restringir la innata brutalidad del hombre, luego de siglos de enseñar,

de adiestrar, de adoctrinar, basándose en la comprensión y en la humanidad…

La voz asombrada de una mujer se elevó incierta y se arrastró al decir:

—Creí que vivíamos en una era de hermandad…

—Tengo miedo —repetía una joven—. Tengo miedo… ¡Oh, no lo sé…! ¡Pero tengo

miedo!…

«No pudo haberlo hecho…» «Lo hizo…» Pero, ¿por qué?… «Rehúso creerlo…» ¡No es

humano…! «Pero, ¿por qué?… ¡Se trata sólo de un indigno mujeriego…!» «Pero, ¿por

qué?…»

El ahogado grito de una mujer y una señal apenas atisbada, alcanzaron el limite

perceptivo de Dagny de un modo simultáneo, haciéndola volverse hacia la ciudad.

802

El calendario se manejaba gracias a un mecanismo encerrado en un cubículo, tras la

pantalla, desarrollando la misma película año tras otro; proyectando las fechas en firme

rotación con ritmo invariable, cambiándolas en el momento justo de la medianoche. La

rapidez con que Dagny se había vuelto le permitió observar un fenómeno tan inesperado
como si un planeta acabara de revertir su órbita en el cielo: pudo ver la palabras

«septiembre, 2», moviéndose hacia arriba y desapareciendo por el borde del cuadro.

Y a continuación, escritas a través de la enorme página, parando el tiempo como último

mensaje al mundo y a aquel motor del mundo que era Nueva York, vio estas líneas

trazadas a mano, de modo enérgico e irrebatible:

¡Vosotros lo habéis querido, hermanos!

Francisco Domingo Carlos Andrés Sebastián d’Anconia

No pudo comprender qué sorpresa fue mayor, si la visión del mensaje o el sonido de la

risa de Rearden. Éste se había puesto en pie, ofreciéndose a la vista de todos, y estaba

riendo sobre sus gemidos de pánico; riendo cual quien saluda y acepta el regalo que hasta

entonces intentara rechazar; aliviado, triunfante, en entrega total.

***

La noche del 7 de septiembre un alambre de cobre se rompió en Montana, deteniendo el

motor de una grúa junto a un riel de la «Taggart Transcontinental» en las inmediaciones

de la mina de cobre Stanford.

La mina trabajaba en tres turnos, mezclando sus días y sus noches en un solo lapso de

continua lucha por no perder ni un minuto, ni un terrón de mineral que pudiera extraerse a

los escalones de aquella montaña para sumirlo en el desierto industrial de la nación. La

grúa se rompió mientras cargaba un tren; se detuvo bruscamente y permaneció inmóvil

contra el cielo vespertino, entre una hilera de vagones vacíos y montones de mineral

repentinamente inamovibles.

Los trabajadores del ferrocarril y de la mina se detuvieron también, presos de perplejo

asombro; no obstante la complejidad de su equipo, las perforadoras, los motores, las

grúas, los delicados instrumentos y los poderosos focos que iluminaban las hondonadas y

los picachos de la montaña, no existía un simple alambre con el que reparar la grúa. Se

detuvieron como hombres que, en un trasatlántico impulsado por generadores de diez mil

caballos, se encontraran en trance de muerte por falta de un alfiler.

El jefe de la estación, un joven de miembros rápidos y expresión brusca, sacó alambre del

edificio de la estación, poniendo de nuevo la grúa en movimiento. Pero mientras el


mineral continuaba cayendo en los vagones, las ventanas del edificio aparecieron

iluminadas por la temblorosa claridad de unas velas.

—Minnesota, Eddie —dijo Dagny sombríamente, cerrando el cajón de su fichero

especial—. Di a la División de Minnesota que envíen la mitad de sus existencias de

alambre a Montana.

—Pero ¡cielos, Dagny!… Ten en cuenta que se aproxima la recolección…

—Creo que podrán arreglárselas. No podemos perder ni un solo aprovisionador de cobre.

Cuando Dagny recordó aquello a su hermano una vez más, James Taggart empezó a

gritar:

803

—¡Ya lo he hecho! He obtenido para ti prioridad absoluta por lo que respecta al alambre

de cobre. Eres la primera en ser servida y se te otorga un cupo más alto que a nadie. Te he

dado todas las cartas, certificados, documentos y requisitos… ¿qué más quieres?

—¡El alambre!

—¡He hecho lo que he podido! ¡Nadie puede recriminarme nada! Dagny no quiso

discutir. Sobre su mesa se encontraba el periódico de la tarde, y su mirada se había fijado

en una noticia de la última página. Un impuesto oficial de urgencia había sido aprobado

en California, como auxilio a los parados; representaba el cincuenta por ciento de los

beneficios brutos de cualquier corporación social, aparte de los otros muchos impuestos;

las compañías petrolíferas de California habían cesado de funcionar.

—No se preocupe, míster Rearden —expresó una voz untuosa en un auricular telefónico

de Washington—. Quería solamente darle la seguridad de que no tiene por qué

inquietarse.

—¿De qué? —preguntó Rearden, asombrado.

—De esta confusión transitoria en California. A su debido tiempo lo arreglaremos todo;

ha sido un acto de insurrección ilegal; su gobierno no tiene derecho a imponer impuestos

locales en detrimento de los nacionales; negociaremos inmediatamente un arreglo

equitativo… Pero entretanto, si se ha sentido usted preocupado por rumores poco


patrióticos acerca de las compañías petrolíferas de California, quiero explicarle que la

«Rearden Steel» ha sido colocada en la categoría superior, dentro de las necesidades

esenciales, con derecho primordial al petróleo disponible en cualquier lugar de la nación;

una categoría especialísima, míster Rearden. Quiero hacerle saber que este invierno no

tendrá que preocuparse por el problema del combustible.

Rearden colgó el teléfono frunciendo el ceño, preocupado, pero no por el problema del

combustible y el final de los campos petrolíferos de California, puesto que desastres de

éste género eran normales, sino por el hecho de que los legisladores de Washington

creyeran necesario aplacarle. Aquello le resultaba nuevo y se preguntó qué significaría.

Durante los años de su continuo forcejeo había aprendido que no era difícil contener con

un antagonismo al parecer sin causa, pero que una amabilidad del mismo tipo resultaba

un peligro inminente. El mismo sentimiento volvió a agobiarle cuando, caminando por un

callejón entre las estructuras de los hornos, percibió una figura cabizbaja, en cuya actitud

se combinaban la insolencia y el aire de quien espera de un momento a otro quedar

aniquilado: era su hermano Philip.

Desde su traslado a Filadelfia, Rearden no había vuelto a visitar su antigua casa, ni supo

una palabra de su familia, aunque continuara pagando las facturas de ésta. Pero de pronto

y de un modo inexplicable, había visto por dos veces durante las pasadas semanas a

Philip, vagabundeando por las instalaciones, sin motivo aparente. No hubiera podido

decir si Philip se escabullía para evitarlo o si procuraba llamar su atención; en realidad,

las dos cosas eran posibles. No pudo descubrir ninguna clave a sus propósitos, sino sólo

cierta incomprensible atención hacia él que aquél no había expresado nunca.

La primera vez y en respuesta a su asombrado: «¿Qué haces tú aquí?», Philip contestó

vagamente: «Comprendo que no te guste verme en tu despacho». «¿Qué deseas?» «¡Oh,

nada!…, pero… mamá está preocupada por ti.» «Mamá puede visitarme siempre que

quiera.» Philip no había contestado, sino que continuó interrogándole de manera muy

poco convincente acerca de su trabajo, su salud y sus negocios; las preguntas tenían un

aire extraño, porque más que referirse a sus negocios parecían tratar de investigar su

estado de ánimo respecto a aquello. Hank lo cortó bruscamente, despidiéndose de él, pero
le quedó un leve e inquietante sentimiento, como si todo el incidente siguiera resultando

inexplicable.

804

La segunda vez, Philip dijo como única explicación: «Sólo queremos saber cómo sigues»,

«¿A quién te refieres?» «Pues… a mamá y a mí. Corremos tiempos difíciles y… mamá

quiere saber qué piensas de todo esto.» «Dile que no lo sé.» Aquellas palabras parecieron

herir a Philip de un modo peculiar, cual si fuese la única respuesta que temía. «Vete de

aquí —le ordenó Rearden, cansado—, y la próxima vez que quieras verme pide una

entrevista y ven a mi despacho. Pero no lo hagas a menos de tener algo que decirme. No

es este un lugar en el que discutir sentimientos, ni los míos ni los de nadie».

Philip no pidió dicha entrevista. Allí estaba de nuevo, cabizbajo, entre las gigantescas

formas de los hornos, con aire de culpabilidad y de jactancia al mismo tiempo, altivo y

sumiso a la vez.

—¡Tengo algo que decirte! —se apresuró a exclamar en respuesta al irritado fruncimiento

de cejas de Rearden.

—¿Por qué no viniste a mi despacho?

—Porque en realidad no quieres verme por allí.

—Ni por aquí tampoco.

—Yo sólo… sólo trato de portarme convenientemente y de no robar tu tiempo cuando

estás tan ocupado…, porque estás ocupado, ¿verdad?

—¿Qué más?

—Quería verte en un momento libre para hablar contigo.

—¿Acerca de qué?

—Pues… verás. Necesito trabajo.

Lo dijo con aire provocador, haciéndose un poco atrás. Rearden le miró inexpresivo.

—Henry, quiero trabajo en la fundición. Quiero que me ofrezcas algo que hacer. Necesito

un empleo, necesito ganarme la vida. Estoy cansado de limosnas. —Se afanaba en

expresar algo concreto con voz entre ofendida y suplicante, como si la necesidad de
justificar esto último le resultara una imposición insoportable—. Quiero ganarme la vida;

no pido limosna, sino sólo que me des una oportunidad.

—Esto es una fábrica, Philip, no un garito.

—¿Cómo?

—Que no aceptamos el azar ni lo ofrecemos.

—¡Te estoy pidiendo trabajo!

—¿Y por qué he de dártelo?

—¡Porque lo necesito!

Rearden señaló los rojos chispazos de las llamas que surgían de la negra forma de un

horno, elevándose seguros en el espacio entre un armazón de acero, arcilla y vapor.

—Yo necesitaba también esos hornos, Philip. Y no fue la necesidad quien me los otorgó.

Philip hizo como si no lo hubiera oído.

—Ya sé que oficialmente no se te permite contratar a nadie, pero se trata sólo de un

tecnicismo. Si me admites, mis amigos darán su aprobación, sin ocasionarte molestia

alguna y… —la expresión que se pintaba en la cara de Rearden le obligó a detenerse

bruscamente, añadiendo luego, con voz irritada e impaciente—: ¿Qué ocurre? ¿He dicho

algo que no deba?

—Lo peor es lo que no has dicho.

—¿Cómo?

—Lo que has dejado sin mencionar.

—¿Cómo?

805

—Que de nada puedes servirme.

—¿Es eso lo que…? —empezó Philip con expresión de ofensa, pero dejó la frase sin

terminar.

—Sí —dijo Rearden sonriendo—. Eso es lo que pienso.

Philip desvió la mirada; al hablar de nuevo su voz sonó como lanzada al azar, recogiendo

frases desperdigadas.
—Todo el mundo tiene derecho a la vida. ¿Cómo voy a conseguirlo si nadie me da una

oportunidad?

—¿Cómo conseguí yo la mía?

—No nací propietario de una fundición de acero.

—¿Lo nací yo acaso?

—Puedo hacer las mismas cosas que tú… si me ensenas.

—¿Quién me enseñó a mí?

—¿Por qué repites siempre lo mismo? ¡No hablo de ti!

—Yo sí.

Al cabo de un momento Philip murmuró:

—¿Por qué has de preocuparte tanto por esto? No es tu existencia lo que aquí se debate.

Rearden señaló a los hombres iluminados por los neblinosos rayos del alto horno.

—¿Sabrías hacer lo que hacen ellos?

—No comprendo qué pretendes…

—¿Imaginas lo que sucedería si te pusiera allí y me estropearas el vaciado de un horno?

—¿Qué es más importante? ¿Que tu maldito acero brote o que yo coma?

—¿Cómo vas a comer si el acero no brota? Philip adoptó un aire de reproche.

—No estoy en situación de discutir contigo, puesto que en estos momentos ocupas una

posición superior a la mía.

—Pues entonces, no discutas.

—¿Cómo?

—Cállate de una vez y vete de aquí.

—Pero es que… —se detuvo. Rearden se rió por lo bajo.

—¿Crees que soy yo quien ha de tener la boca cerrada porque ocupo una posición

superior y que debo ceder porque tú no ocupas posición alguna?

—Es un modo muy tosco de expresar un principio moral.

—Pero ése es precisamente tu principio moral, ¿verdad?

—No puede discutirse la moralidad en términos materialistas.

—Estamos discutiendo un empleo en una fundición de acero y, desde luego, se trata de


un lugar completamente materialista.

El cuerpo de Philip pareció tensarse un poco más y sus ojos se vidriaron ligeramente

como si temiera el lugar en que se hallaba, como si lamentara la visión del mismo y se

esforzase en no adaptarse a su realidad. Con el suave y terco gemido de quien pronuncia

un exorcismo dijo:

—Es imperativo moral, universalmente reconocido en nuestros días y época, que todo

hombre tiene derecho al trabajo. —Levantó la voz—. ¡Y yo también lo tengo!

—¿De veras? Pues, adelante. Ejércelo.

—¿Cómo?

806

—Ocupa tu trabajo. Recógelo de entre la maleza en que crees que crece.

—Quise decir…

—Que no es así…¿verdad? Que lo necesitas, pero no puedes crearlo. Que tienes derecho

a un empleo, pero que soy yo quien ha de producirlo para ti.

—Sí.

—¿Y si no lo hago?

Su silencio se fue prolongando segundo tras segundo.

—No te comprendo —dijo Philip; su voz sonaba con la irritada perplejidad de quien

recita las fórmulas de un papel bien ensayado, obteniendo como respuesta frases que no

esperaba—. No comprendo por qué no se puede hablar contigo. No entiendo qué teoría

propugnas ni…

—¡Oh! Sí, lo entiendes.

Cual si rehusara aceptar que sus fórmulas fallasen, Philip exclamó:.

—¿Desde cuándo te inclinas hacia la filosofía abstracta? Eres sólo un negociante y no

estás calificado para entender en cuestiones de principios —dijo—. Deberías dejarlo a los

expertos, que durante siglos han afirmado…

—¡Basta, Philip! ¿Qué llevas entre manos?

—¿Cómo has dicho?


—¿A qué viene esta repentina ambición?

—Verás, en tiempos como…

—¿Cómo qué?

—Verás: cada hombre tiene derecho a un medio de subsistencia, y… a no verse arrojado

a la cuneta… Cuando todo aparece tan incierto, uno ha de poseer ciertas seguridades…

un punto de apoyo… Quiero decir que en una época así, si algo te sucediera yo no…

—¿Qué crees que va a sucederme?.

—¡Oh! ¡No creo nada! —su exclamación resultó extraña e incomprensiblemente

auténtica—. No espero que ocurra nada…

—¿Nada de qué?

—¿Cómo he de saberlo?… Pero sólo tengo la asignación que me das… y puedes cambiar

de opinión en cualquier momento.

—En efecto.

—No tengo nada con qué obligarte.

. —¿Cómo has tardado tantos años en darte cuenta y en empezar a preocuparte? ¿A qué

viene eso ahora?

—Pues a que… has cambiado. Tú… solías tener cierto sentido del deber y de la

responsabilidad moral, pero… lo estás perdiendo, ¿no es así?

Rearden se irguió, estudiándolo en silencio. Había algo peculiar en el modo en que Philip

interrogaba, como si sus preguntas, demasiado casuales y débilmente obstinadas,

constituyeran la llave de su propósito.

—Bien. Me gustaría quitarte ese fardo de los hombros, si es que me consideras un fardo

—dijo bruscamente—. Dame un trabajo y tu conciencia no tendrá que atormentarte más

por culpa mía.

—No me atormenta.

—¡Eso es lo malo! ¡No te preocupas! No te preocupas de ninguno de nosotros, ¿verdad?

—¿De quién?

807
—Pues… de mamá y de mí… y de la humanidad en general. Pero no voy a apelar al lado

bueno de tu alma. Sé que estás dispuesto a anularme cuando te lo propongas, de modo

que…

—Mientes, Philip. No es eso lo que te preocupa. Si lo fuera, lo que anhelarías sería dinero

y no trabajo…

—¡No! ¡Quiero un empleo! —Su exclamación fue inmediata, casi frenética—. ¡No

quieras comprarme con dinero! ¡Deseo trabajar!

—Repórtate, pobre infeliz. ¿Sabes lo que dices? Philip escupió su respuesta con odio

impotente:

—¡No puedes hablarme de ese modo!

—¿Y tú sí?

—Yo sólo…

—¿Has dicho que quiero comprarte? ¿Por qué habría de intentarlo en vez de darte un

puntapié como debí hacer hace años?

—¡Después de todo, eres mi hermano!

—¿Y eso qué significa?

—Se supone que un hermano ha de experimentar determinados sentimientos.

—¿Los sientes tú?

La boca de Philip se hinchó petulante. No contestó. Esperaba. Rearden le dejó esperar.

Por fin, Philip murmuró:

—Se supone… que al menos… tendrás consideración hacia mis sentimientos… pero no

es así.

—¿La tienes tú hacia los míos?

—¿Hacia los tuyos? ¿Hacia tus sentimientos? —No había malicia en la voz de Philip,

sino algo peor: un auténtico e indignado asombro—. Tú no posees sentimientos. Jamás

los has tenido. Jamás has sufrido.

Fue como si un cúmulo de años diera de pronto en la cara a Rearden, expresados en una

sensación y una visión: la sensación exacta de lo que había experimentado en la cabina

del primer tren de la línea «John Galt» y la visión de los ojos de Philip; de aquellos ojos
pálidos, casi líquidos, que representaban lo más bajo de la degradación humana: un dolor

sin reservas dotado de la obscena insolencia de un esqueleto ante un ser viviente,

exigiendo que aquel dolor fuese considerado como el mayor de los valores. «Tú nunca

has sufrido», decían acusadores aquellos ojos, mientras él evocaba aquella noche en su

despacho, cuando sus minas le fueron arrebatadas; el momento en que firmó el

certificado de cesión rindiendo el metal Rearden; aquel mes, dentro de un avión,

buscando los restos de Dagny. «Tú nunca has sufrido», decían los ojos con arrogante

desdén, mientras él recordaba la sensación de orgullosa rectitud con que combatió en

aquellos instantes, rehusando rendirse al dolor; una sensación producto de su amor, su

lealtad y su conocimiento de que la alegría es el objetivo de la existencia y que no debe

tropezarse en ella, sino conseguirla, mientras la traición consiste en permitir que se

sumerja en el pantano de la tortura. «Tú nunca has sufrido», proclamaba la muerta luz de

aquellos ojos. «Jamás sentiste nada, porque sólo sufriendo se siente; no existe la alegría;

sólo existe el dolor y la ausencia de aquélla; sólo el dolor y la nada. Yo sí sufro; estoy

atormentado por el sufrimiento; hecho de un dolor no diluido. En ello reside mi pureza y

mi virtud, mientras tú, el ser íntegro, el que nunca se queja, has de aliviarme del dolor,

cortar tu cuerpo incólume para reparar el mío; cortar tu alma inflexible para impedir que

la mía siga sintiendo. Así conseguiremos el ideal más elevado, el triunfo de la vida: el

cero.» Pero veía la naturaleza de aquellos que durante siglos no habían retrocedido ante

808

los predicadores de la aniquilación, veía la naturaleza de los enemigos con los que tuvo

que luchar durante toda su vida.

—Philip —dijo—, vete de aquí. —Su voz era como un rayo de sol en un depósito de

cadáveres; la voz llana, seca, cotidiana, de un negociante; un sonido sano dirigido a un

enemigo al que no puede honrarse con la propia cólera ni siquiera con el propio horror—.

Y no intentes volver a penetrar en estas fundiciones, porque daré orden a todos los

porteros para que te echen de aquí si lo intentas.

—Bien, después de todo —dijo Philip en el tono colérico y precavido de quien expresa
una velada amenaza —puedo conseguir que mis amigos me otorguen un empleo aquí y

obligarte a aceptarme.

Rearden, que había dado ya unos pasos para alejarse de él, se detuvo y volvióse a mirarle.

Philip captó entonces una repentina revelación que no fue consecuencia de su

pensamiento consciente, sino de cierto obscuro sentimiento; sintió un terror que le

atenazaba la garganta, estremeciéndole hasta las profundidades del estómago. Veía la

extensión de los altos hornos, con las oscilantes llamaradas y los cargamentos de metal

fundido atravesando el espacio pendientes de delicados cables, con pozos de color de

carbón ardiendo y grúas que parecían acercarse a su cabeza, sosteniendo toneladas de

acero por el poder invisible de bus magnetos, y comprendió que tenía miedo de aquel

lugar, miedo de la muerte. Que no se hubiera atrevido a moverse sin la protección y la

guía del hombre que se hallaba ante él. Luego miró la alta y esbelta figura que

permanecía inmóvil, aquella figura de mirada inflexible, cuya visión había sabido

atravesar rocas y llamas para erigir aquel lugar. Y se ‹?W cuenta de cuan fácilmente aquel

hombre al que intentaba forzar a una acción podía hacer que un cubo de metal se vaciara

un segundo antes de lo previsto, o que una grúa dejara su carga a un pie de distancia del

lugar adecuado. Caso de ocurrir así, nada quedaría de él, de Philip el reclamante. Su única

protección se basaba en el hecho de que su mente pensaba en todo aquello. Pero la de

Hank Rearden no vacilaría.

—Más vale que mantengamos relaciones amistosas —propuso.

—Eso aplícatelo a ti —contestó Rearden, alejándose.

Contemplando la imagen de aquellos enemigos a los que nunca pudo comprender,

Rearden pensó que eran hombres que adoraban el dolor. Parecía monstruoso y al propio

tiempo extrañamente desprovisto de importancia. No sentía nada hacia ellos. Era igual

que intentar un llamamiento a la emoción en pro de objetos inanimados, hacia los restos

de mineral que descendieran por un monte para aplastarle. Era posible escapar a la

avalancha o levantar muros que la domaran, o ser aplastado, pero lo que no resultaba

imaginable era sentir cólera, indignación o preocupación hacia los movimientos

insensatos de los no vivientes; o peor aún, pensó, de lo antivivo.


Dicho sentimiento de despreocupación y lejanía permaneció arraigado en él mientras,

sentado en la sala de un tribunal de Filadelfia, veía a los hombres realizar las gestiones

que le garantizarían el divorcio. Les miraba como si se tratase de seres mecánicos y

vulgares, mientras iban recitando vagas frases de fraudulenta evidencia y llevaban a cabo

el intrincado juego de dilatar vocablos que no abarcaran hechos ni tuvieran un significado

pleno. Había permitido que lo hicieran, él, a quien las leyes no dejaban otro camino para

ganar su libertad, ni ningún derecho para establecer hechos concretos y solicitar lo

auténtico; aquella ley que lo entregaba a su destino, no mediante regias objetivas

definidas de un modo objetivo, sino gracias a la arbitraria decisión de un juez con cara

marchita y mirada astuta y vacía.

Lillian no se hallaba presente; su abogado hacía algún gesto de vez en cuando, como

quien deja el agua correr por entre sus dedos. Todos conocían cuál iba a ser el veredicto y

el motivo del mismo; ninguna otra razón había existido en años sólo regidos por el

809

capricho. Parecían considerar aquello como su justa prerrogativa; actuaban como si los

propósitos de aquel juicio no fueran la solución de un caso, sino el justificante de sus

empleos; como si estos empleos consistieran en presentar las adecuadas fórmulas, sin

responsabilidad para saber qué conseguían con las mismas; como si un tribunal fuese el

único sitio donde las acciones del bien y del mal resultaran absurdas, y ellos, los

encargados de dispensar justicia, fuesen lo suficientemente listos como para saber que la

justicia no existía. Actuaban como salvajes, llevando a cabo un rito ideado para

libertarlos de toda realidad objetiva.

Los diez años de su matrimonio habían sido auténticos, pensó, pero aquellos hombres

asumían ahora el poder de disponer del mismo, de decidir si podía disfrutar de una

oportunidad de goce en la tierra, o verse condenado a la tortura para el resto de sus días.

Recordó el austero, implacable respeto que había sentido hacia su contrato matrimonial,

hacia todos sus contratos y todas sus obligaciones legales, y vio la clase de legalidad para

la que su escrupulosa observación iba a servir ahora.


Notó que aquellas marionetas del tribunal habían empezado por mirarle con la actitud

prudente y taimada de conspiradores que compartieran una culpabilidad común con él, y

se sintieran mutuamente Ubres de condena moral. Luego, cuando observaron que era el

único en toda la sala que miraba de frente los rostros ajenos, pudo notar cómo el

resentimiento se mostraba cada vez con mayor claridad en sus pupilas. Incrédulo,

comprendió lo que habían esperado de él; la víctima encadenada, inmovilizada,

amordazada y sin recursos, excepto el soborno, debía creer que aquella farsa pagada con

su dinero era un proceso legal; que los edictos que lo esclavizaban, tenían validez moral;

que era culpable de corromper la integridad de los guardianes de la justicia y que la culpa

era suya, no de ellos. Venía a ser lo mismo que condenar a la víctima de un atraco por

corromper la integridad del malhechor. Luego de generaciones de violencia política, no

eran los burócratas saqueadores los que debían ser culpados, sino los industriales

encadenados; no aquellos que mendigaban favores legales, sino los que se veían forzados

a comprarlos. Y a través de todas aquellas generaciones de cruzados contra la corrupción,

el remedio siempre fue no la liberación de las víctimas, sino la aplicación de poderes más

amplios en beneficio de quienes se valían de la fuerza para llevar a cabo sus extorsiones.

Pensó que la única culpabilidad de las victimas consistía en haberla aceptado como tal.

Cuando salió de la sala del tribunal a la helada llovizna de aquella tarde gris, le pareció

como si se hubiera divorciado, no sólo de Lillian, sino de toda la sociedad humana que

apoyaba procedimientos como los que acababa de presenciar.

La cara de su abogado, hombre anciano de la escuela antigua, tenía una expresión que le

hacía parecer como si anhelara tomar un baño.

—Escuche, Hank —le preguntó como único comentario—. ¿Hay algo que los

saqueadores anhelen conseguir ahora de usted?

—No, que yo sepa. ¿Por qué?

—Porque todo esto me ha parecido demasiado sencillo. Existían unos cuantos puntos en

los que esperaba presión e incluso indicaciones especiales. Pero lo han pasado por alto,

sin aprovechar la ocasión. Viene a ser como si se hubieran cursado órdenes de la

superioridad para tratarle a usted benévolamente y dejarle salirse con la suya. ¿Planean
algo nuevo contra sus fundiciones?

—No, que yo sepa —repitió Rearden, asombrándose al oír cómo una voz interior le

decía: «No me preocupa en absoluto».

Fue aquella misma tarde, en las fundiciones, cuando vio a la «nodriza» correr hacia él;

una figura desmañada y ágil, con cierta mezcla peculiar de brusquedad, torpeza y

decisión.

810

—Mister Rearden, quisiera hablar con usted —dijo con aire apocado, pero extrañamente

firme.

—Adelante.

—Deseo preguntarle una cosa —la cara del muchacho aparecía solemne y tensa—. Sé

muy bien que puede usted rechazarlo, pero de todas formas, se lo voy a pedir… y… y si

le parece presunción, mándeme sencillamente al diablo.

—De acuerdo. Inténtelo.

—Mister Rearden, ¿quiere darme trabajo? —Fue su esfuerzo en aparecer normal lo que

traicionó las jornadas de lucha existente tras de semejante pregunta—. Quiero dejar lo

que ahora hago y trabajar. Trabajar de verdad en la fabricación del acero, del mismo

modo que cierta vez me propuse. Deseo ganar mi sustento. Estoy cansado de ser un

parásito.

Rearden no pudo resistir una sonrisa, a la vez que le recordaba, en tono de quien repite

una cita.

—¿A qué viene ahora usar tales palabras, «No-absoluto»? Cuando no se emplean

vocablos feos, no hay que temer la fealdad y…

Pero observó el desesperado anhelo del muchacho y se detuvo, a la vez que su sonrisa se

desvanecía.

—Lo digo muy de veras, míster Rearden. Sé lo que significa esa palabra y sé también que

es la más adecuada. Estoy cansado de percibir dinero por no hacer nada, excepto

dificultarle la tarea de ganarlo. Sé que todos cuantos trabajan hoy son solamente muñecos
manejados por bastardos como yo, pero… prefiero ser un muñeco si es que no queda otro

remedio. —Su voz se había ido elevando—. Le ruego me perdone, míster Rearden —

añadió secamente mirando a lo lejos. Y al momento incurrió de nuevo en su tono seco y

carente de emoción—. Quiero abandonar a esa pandilla de la Dirección de Distribución.

No sé si voy a serle de mucha utilidad; tengo un diploma universitario en metalurgia,

pero no vale ni el papel en que está impreso. Sin embargo, creo haber aprendido un poco

acerca de todo esto en los dos años que llevo aquí y si puede usted utilizarme como

barrendero o cualquier otra cosa voy a decir a ésos dónde deben tirar la ayudantía de

dirección, y empezaré a trabajar mañana mismo, o la semana que viene, o ahora, o

cuando usted diga. —Evitó mirar a Rearden, pero no a manera de evasión, sino cual si no

tuviese derecho a hacerlo.

—¿Por qué tenía tanto miedo a preguntármelo? —quiso saber Rearden.

El muchacho lo miró con indignado asombro, cual si la respuesta fuese

—Porque, considerando el modo en que empecé aquí, aquel en que actué y la delegación

que ostento, si le pido un favor, usted tiene perfecto derecho a darme un puntapié en la

boca.

—Ha aprendido mucho en los dos años que lleva con nosotros.

—No. Yo… —Miró a Rearden, comprendió, desvió las pupilas y dijo secamente—: Sí…

si es eso a lo que se refiere.

—Escuche, muchacho. Le daría un empleo ahora mismo y, desde luego, mejor que el de

barrendero, si dependiera de mí. Pero ¿se ha olvidado de que existe la Oficina de

Unificación? No tengo derecho a contratarlo, ni usted a abandonar su trabajo actual.

Desde luego, son muchos los que lo hacen, y otros ingresan bajo nombres supuestos y

papeles amañados. Usted lo sabe, y gracias por haber mantenido la boca cerrada. Pero

¿cree que si lo contratara de ese modo, sus amigos de Washington dejarían de enterarse?

El muchacho movió lentamente la cabeza.

811

—¿Cree que si abandona su servicio para convertirse en barrendero, no comprenderían el


motivo?

El muchacho hizo una señal de asentimiento.

—¿Le dejarían salirse con la suya?

Volvió a sacudir la cabeza. Al cabo de un momento y en tono de desamparado asombro,

dijo:

—No había pensado en eso, mister Rearden. Me olvidé de ellos. Pensaba sólo en si usted

me aceptaría o no y lo único que contaba para mí era su decisión.

—Lo sé.

—Y… es lo único que en realidad cuenta.

—Sí, «No-absoluto». En realidad.

Los labios del muchacho se estremecieron repentinamente en una breve crispación

desprovista de alegría, que pretendió ser una sonrisa.

—A lo que veo, estoy más amarrado que cualquiera de esos muñecos…

—Sí. Nada puede hacer por el momento, excepto solicitar de la Oficina de Unificación

permiso para cambiar de tarea. Si quiere intentarlo, apoyaré la petición, pero no creo que

se la cumplimenten. No le dejarán trabajar para mí.

—No. No lo harán.

—Si maniobra usted lo suficiente y dice las mentiras apropiadas, quizá le permitan pasar

a un empleo privado en cualquier otra compañía.

—|No! ¡No quiero ir a ningún otro sitio! ¡No quiero salir de aquí! —Permaneció mirando

el invisible vapor de la lluvia sobre la llama de los hornos. Al cabo de un rato, añadió con

calma—: Creo que lo mejor es no hacer nada. Continuar siendo representante de los

saqueadores. Además, si me marchara, sólo Dios sabe qué bastardo le colocarían aquí. —

Se volvió—. Están dispuestos a cualquier cosa, mister Rearden. No sé lo que es, pero se

disponen a atacarle.

—¿Cómo?

—No lo sé. Han estado vigilando todo lo sucedido aquí durante las últimas semanas. Y en

cada deserción han ido introduciendo a tipos de los suyos. Una colección de gente muy

extraña, inútiles que juraría nunca estuvieron en una fundición hasta ahora. He recibido
órdenes de dar empleo a cuántos de ellos fuera posible. No han querido decirme por qué.

No sé lo que están planeando. Intenté sonsacarles, pero se muestran reticentes. Creo que

ya no confían en mí. A lo mejor estoy perdiendo influencia. Todo cuanto sé es que

intentan un golpe.

—Gracias por advertírmelo.

—Intentaré saber algo más. Haré cuanto pueda para averiguarlo a tiempo. —Se movió

bruscamente y empezó a caminar; pero se detuvo y dijo—: Mister Rearden, si dependiera

sólo de usted, ¿me habría admitido?

—Lo habría hecho en seguida y con agrado.

—Gracias, míster Rearden —dijo con voz solemne y baja, alejándose definitivamente.

Rearden lo miró unos momentos, comprendiendo con conmovedora sonrisa de piedad, lo

que el ex-relativista, el ex-pragmático, el ex-amoral se llevaba como todo consuelo.

***

812

La tarde del 11 de septiembre, un alambre de cobre se rompió en Minnesota, deteniendo

las cintas elevadoras de un granero en cierta pequeña estación de la «Taggart

Transcontinental».

Una corriente de trigo se movía por los caminos, las carreteras, los abandonados rieles de

la comarca, vaciando millares de acres cultivados sobre los frágiles depósitos de las

estaciones. Se movía día y noche; los primeros chorros se convertían en corriente y luego

en río y en torrente, sobre camiones asmáticos cuyos motores tuberculosos no cesaban de

toser; sobre carretas arrastradas por los enmohecidos esqueletos de caballos muertos de

hambre; sobre carros arrastrados por bueyes; gracias a los nervios y a la última energía de

hombres que llevaban dos años viviendo en un desastre, para obtener la recompensa

triunfante de aquella gigantesca cosecha otoñal; nombres que habían reparado sus

camiones y carros con alambres, con mantas, con cuerdas y con noches sin sueño para

hacerlos resistir el viaje; para llevar el grano y caer deshechos en el lugar de su destino,

tras de haber ofrecido a sus propietarios una posibilidad de supervivencia.


Cada año, en aquella época, otro movimiento similar había atravesado el país, arrastrando

vagones de mercancías desde todos los rincones del continente hasta la división de

Minnesota de la «Taggart Transcontinental»; el batir de las ruedas precedía el crujir de

los vagones como un eco anticipado, rigurosamente planeado, ordenado y previsto, a fin

de unirse a la marea general. La división de Minnesota dormitaba todo el año para

recobrar violentamente la vida en las semanas de la cosecha; catorce mil vagones se

acumulaban allí cada año; esta vez se esperaban quince mil. El primero de los trenes de

trigo había iniciado la canalización del mismo hacia los hambrientos molinos, luego hacia

las ganaderías y a los estómagos de la nación. Cada tren, cada coche y cada elevador,

tenían su valor y no podía perderse ni un minuto de tiempo ni una pulgada de espacio.

Eddie Willers miró el rostro de Dagny mientras ésta examinaba las tarjetas del fichero de

emergencia; juzgando por su expresión podía adivinar el contenido de cada una.

—El terminal —dijo con voz queda, cerrando el fichero—. Telefonea al terminal y diles

que manden la mitad de su existencia de alambre a Minnesota.

Eddie obedeció sin pronunciar palabra.

No dijo nada tampoco cuando, por la mañana, puso sobre su escritorio un telegrama de la

oficina «Taggart» en Washington, informándoles de la directriz según la cual, debido a la

carestía de cobre, los agentes del gobierno se incautarían de todas las minas del mismo,

haciéndolas funcionar como patrimonio común.

—Bien —dijo Dagny arrojando el telegrama a la papelera—. Esto significa el fin de

Montana.

Permaneció muda cuando James Taggart le anunció que iba a cursar una orden retirando

los coches-comedor de los trenes «Taggart».

—No podemos permitirnos dichos vagones por más tiempo —explicó—. Siempre hemos

perdido con los malditos comedores, y cuando no hay comida que servir, cuando los

restaurantes cierran porque no pueden conseguir una libra de carne de caballo, ¿cómo

esperar que los ferrocarriles continúen ese servicio? Por otra parte, ¿por qué diablo hemos

de alimentar a los pasajeros? Ya son lo suficiente afortunados con que les ofrezcamos

transporte. Viajarían en trenes de ganado si fuera necesario. Que cada uno se lleve su
bolsa con la merienda. ¿Qué nos importa? ¡No tienen otros trenes que tomar!

El teléfono de su escritorio se había convertido no en voz de una empresa industrial, sino

en sirena de alarma que sólo lanzara al aire desesperados anuncios de desastres. «Miss

Taggart, no tenemos alambre de cobre.» «Miss Taggart, faltan clavos, simples clavos.

¿No podría decir a alguien que nos mandara un barril?» «¿No podría encontrar pintura,

Miss Taggart? Cualquier clase de pintura, a prueba de agua.»

813

Pero treinta millones de dólares procedentes de los subsidios garantizados por

Washington habían sido empleados en el proyecto Soybean, enorme terreno de Louisiana,

en el que maduraba una rica cosecha de habas, planeada y organizada por Emma

Chalmers con el propósito de reacondicionar los hábitos dietéticos de la nación. Emma

Chalmers, más conocida como «Kip's-Ma», era una vieja socióloga que estuvo

deambulando por Washington durante años, del mismo modo que otras mujeres de su

edad y de su tipo haraganean por los bares. Por alguna razón que nadie podía definir, la

muerte de su hijo en la catástrofe del túnel le había prestado cierto halo de martirio en la

capital, aumentado por su reciente conversión al budismo. «El haba es una planta mucho

más vigorosa, nutritiva y económica que todos los extravagantes alimentos condicionados

por una dieta despreocupada y ruinosa», había dicho Kip's Ma por la radio. Su voz sonaba

siempre cual si cayera en gotas, pero no de agua, sino de mahonesa. «Las habas son un

excelente substituto del pan, de la carne, de los cereales y del café, y si todos nos

viéramos obligados a adoptarlas como dieta base, se solucionaría la crisis nacional de

víveres y sería posible alimentar a más gente. El mejor alimento para el mayor número de

gente, ése es mi lema. En tiempos de desesperante necesidad pública, es nuestro deber

sacrificar los gustos lujosos y volver a la prosperidad, adaptándonos a un artículo sencillo

y sano, gracias al cual los pueblos de Oriente han venido subsistiendo durante siglos. Es

mucho lo que debemos aprender de los pueblos de Oriente.»

«Cañería de cobre, Miss Taggart. ¿Sería posible conseguir cañería de cobre en algún

sitio?», imploraban las voces por el teléfono. «Pernos para los rieles, Miss Taggart.»
«Tornillos, Miss Taggart.» «Bombillas, Miss Taggart; no hay una bombilla eléctrica en

doscientas millas a la redonda.»

Pero se gastaban cinco millones de dólares por parte de la Oficina de Acondicionamiento

Moral en subvenciones a la Compañía de ópera del Pueblo, que recorría el país

ofreciendo representaciones gratuitas a gentes que, con una comida diaria, no disponían

de fuerzas suficientes para arrastrarse hasta el teatro. Se habían otorgado siete millones de

dólares a un psicólogo encargado de cierto proyecto para solucionar la crisis mundial,

realizando investigaciones sobre la naturaleza de la fraternidad. Se concedieron diez

millones de dólares al fabricante de un nuevo encendedor electrónico, aunque no hubiera

cigarrillos en las tiendas del país. Se vendían linternas, pero no había pilas; se exhibían

radios, pero se carecía de lámparas; había cámaras cinematográficas, pero no película. La

producción de aeroplanos fue declarada; «en suspensión temporal». Los viajes aéreos con

propósitos particulares quedaron prohibidos y sólo se admitían reservas para misiones

«en beneficio del público». Un industrial que viajara para salvar su fábrica no merecía la

consideración necesaria como para emplear un aeroplano; en cambio, un funcionario

encargado de recaudar impuestos podía hacerlo sin ninguna dificultad.

«La gente roba pernos y tuercas de nuestras vías, Miss Taggart; lo hacen de noche y

nuestras existencias van disminuyendo. El almacén está vacío. ¿Qué hacemos, Miss

Taggart?»

Pero un televisor de metro y medio, en supercolor, se colocaba en el parque popular de

Washington para que lo admirasen los turistas, y un superciclotrón para el estudio de los

rayos cósmicos se levantaba en el Instituto Científico del Estado, previéndose que la tarea

se prolongaría diez años.

«Lo peor de nuestro mundo moderno —había dicho por la radio el doctor Robert Stadler

durante las ceremonias inaugurales del ciclotrón —es que demasiada gente piensa

demasiado. Tal es la causa de todas nuestras dudas y temores. Unos ciudadanos realmente

ilustrados abandonarían la superficiosa adoración de la lógica y esa anticuada confianza

en la razón. Del mismo modo que el profano deja la medicina a los doctores y la

electrónica a los ingenieros, la gente no calificada para pensar debe dejar las ideas a los
expertos y tener fe en la alta competencia de los mismos. Sólo los expertos pueden

814

comprender los descubrimientos de la ciencia moderna, demostrativos de que el

pensamiento es una ilusión y la mente un mito.»

«Esta era de miseria es castigo de Dios por el pecado cometido por el hombre al confiar

sólo en su mente —decían las despectivas y triunfantes voces de los místicos de toda

secta, en las esquinas, bajo tiendas empapadas de lluvia o en templos ruinosos—. La

prueba por que pasamos es resultado de la tentativa humana de vivir por la razón. Tal es

el estado a que conduce la reflexión, la lógica y la ciencia. Y no habrá salvación hasta que

el hombre comprenda que su mente mortal es impotente para solucionar sus problemas, y

vuelva a la fe; fe en Dios y fe en una más alta autoridad.»

Y tropezándose con Dagny diariamente, se encontraba el producto final de todo aquello,

el heredero y receptor: Cuffy Meigs, el hombre inasequible al pensamiento. Cuffy Meigs

caminaba a zancadas por los despachos de la «Taggart Transcontinental», luciendo una

guerrera casi militar y golpeando una brillante cartera de piel contra sus polainas de cuero

lustroso. Llevaba una pistola en un bolsillo y una pata de conejo en el otro.

Cuffy Meigs trataba de evitar su presencia. Adoptaba hacia ella una actitud en parte

desdeñosa, cual si considerase a Dagny una idealista poco práctica, y en parte imbuida de

cierto supersticioso temor, cual si la joven poseyera alguna fuerza inaprehensible con la

que prefería no contender. Actuaba como si su presencia no figurase en su idea de un

ferrocarril; pero aun así, como si fuera la única a la que no se atreviera a desafiar. Había

cierto toque de impaciente resentimiento en sus modales hacia Jim, como si fuera deber

de éste contender con su hermana y protegerle a él. Del mismo modo que esperaba verle

mantener el ferrocarril en estado de funcionamiento, dejándole libre para actividades más

prácticas, esperaba también que Jim la mantuviera a raya como si sólo fuese una parte

más del equipo.

Al otro lado de la ventana de su despacho, como un pedazo de esparadrapo pegado en una

herida sobre el cielo, la página del calendario colgaba vacía en la distancia. No habían
vuelto a repararlo desde la noche en que Francisco se despidió. Los funcionarios que

corrieron a la torre pararon el mecanismo al tiempo que arrancaban la película del aparato

proyector. Habían encontrado el minúsculo cuadrilátero con el mensaje de Francisco

pegado a la tira de los días, pero nunca se pudo descubrir quién lo hizo, ni quién había

entrado en aquel recinto y cómo, no obstante las tres comisiones que aún seguían

investigando el caso. Esperando el resultado de sus esfuerzos, la página seguía en blanco,

suspendida sobre la ciudad, y así se hallaba la tarde del 14 de septiembre cuando el

teléfono sonó en el despacho de Dagny.

—Un hombre de Minnesota —anunció la voz de su secretaria.

Había dado aviso de que aceptaría todas las llamadas de aquella clase porque dichas

demandas de auxilio constituían su única fuente de información. En una época en que las

voces de los directivos sólo expresaban sonidos destinados a evitar toda comunicación,

las de los innumerables seres sin nombre constituían su último punto de contacto con el

sistema; el último chispazo de razón y de torturada honradez, brillando brevemente a

través de las millas de rieles «Taggart».

—Miss Taggart, no soy yo quien debe llamarla, pero nadie más lo quiere hacer —dijo la

voz a través del alambre, una voz joven y en exceso tranquila—. Dentro de un par de días

ocurrirá un desastre como nunca se ha visto, y nadie podrá ocultarlo; pero entonces será

demasiado tarde, e incluso lo sea quizá ya ahora.

—¿Qué sucede? ¿Quién es usted?

—Uno de sus empleados de la división de Minnesota. Dentro de un día o dos más, los

trenes dejarán de circular por aquí, y ya sabe usted lo que ello representa en plena

cosecha, y por cierto la más espléndida que jamás hayamos obtenido. No tenemos

vagones. Este año no nos han mandado los trenes de mercancías con destino a la cosecha.

815

—¿Qué dice usted? —preguntó Dagny, sintiendo como si transcurrieran minutos entre

cada una de las palabras pronunciadas por una voz que, aunque la suya propia, le parecía

desconocida.
—No han sido enviados los vagones. Para estas fechas deberíamos disponer ya de quince

mil. Pero a lo que he podido saber, tan sólo hay ochocientos. Llevo una semana llamando

a la central de la División. Me dicen que no me preocupe. La última vez añadieron que no

me metiera en lo que no me importa. Todos los cobertizos, silos, elevadores, almacenes,

garajes y salas de baile a lo largo de la vía están atestados de trigo. En los elevadores

Sherman hay una hilera de camiones y de carros de dos millas de longitud esperando en

la carretera. En la estación de Lakewood la plaza está llena desde hace tres noches. Nos

repiten que es sólo un atascamiento temporal, que los vagones van a llegar y que todo

saldrá bien, pero no es así. Ningún tren viene hacia acá. He llamado a todo el mundo y sé

lo que sucede por el modo en que me contestaron. Lo saben, pero no se atreven a

admitirlo. Tienen miedo; miedo de moverse, de hablar, de contestar o de preguntar.

Todos están pensando a quién cargar la culpa cuando la cosecha se pudra en las

estaciones y no en quién va a sacarla de aquí. Quizá nadie pueda. Tal vez ni usted

tampoco. Pero creo que debe saberlo y que alguien debía informarla.

—Yo… —hizo un esfuerzo para respirar—. Comprendo… ¿quién es usted?

—El nombre no importa. Cuando cuelgue, me habré convertido en desertor. No quiero

seguir aquí para presenciar lo que venga. No quiero seguir tomando parte en esto. Buena

suerte, Miss Taggart.

Escuchó el chasquido del auricular.

—Gracias —dijo con el alambre ya sin vida.

Cuando tuvo conciencia otra vez del lugar en que se hallaba y se permitió pensar, era

mediodía de la jornada siguiente. De pie en su despacho, sintiéndose cada vez más triste,

pasándose los dedos por un mechón de pelo y apartándolo de su cara, se preguntó por un

instante dónde estaba y qué cosa increíble le había sucedido en las últimas veinte horas.

Sintió horror y comprendió que lo había sentido desde que escuchara las primeras

palabras de aquel hombre por teléfono, sólo que no hubo tiempo para asimilarlo.

No recordaba gran cosa de lo sucedido en las últimas veinte horas, sólo retazos

inconexos, unidos por la única constante que los hacía posibles: las blandas y lacias caras

de quienes luchaban por ocultar ante si mismos su conocimiento de la respuesta a las


preguntas que ella formulaba.

Desde el instante en que le dijeron que el director del Departamento de Vagones llevaba

ausente de la ciudad una semana, sin haber dejado señas de dónde poder encontrarle,

comprendió que el informe del hombre de Minnesota era cierto. Más tarde hubo de

enfrentarse a las caras de sus ayudantes del Departamento, que no quisieron confirmar el

informe ni tampoco negarlo; pero que le mostraban papeles, órdenes, formularios y

fichas, llenos de palabras sin conexión con hechos concretos. «¿Se mandaron los vagones

de mercancías a Minnesota?» «El impreso 357 W ha quedado lleno en todas sus

columnas de acuerdo con lo requerido por la Oficina del Coordinador y según las

instrucciones del interventor y de la directriz 11-493.» «¿Se mandaron los vagones de

mercancías a Minnesota?» «Los datos de los meses de agosto y septiembre han sido

facilitados por…» «¿Se mandaron los vagones de mercancías a Minnesota?» «Mis

ficheros indican la localización de vagones de mercancías por Estado, fecha, clasificación

y…» «¿Saben ustedes si se han enviado los vagones a Minnesota?» «Por lo que se refiere

al movimiento interestatal de vagones de mercancías, tendrá usted que recurrir al fichero

de míster Benson ya…»

Pero nada habla que aprender de los ficheros. Existía en ellos toda clase de datos

cuidadosamente anotados, pero cada uno implicaba cuatro significados distintos, con

816

referencias a otras referencias, y éstas a una referencia final que precisamente faltaba en

la tarjeta. No tardo mucho tiempo en descubrir que los vagones no habían sido enviados a

Minnesota, y que la orden procedía de Cuffy Meigs; pero al principio resultó imposible

averiguar quién la había cumplimentado, quién interrumpió el tránsito, qué gestiones se

habían hecho y por quién para conservar la apariencia de un funcionamiento normal sin

que un solo grito de protesta se elevara de hombres más valerosos que aquéllos. ¿Quién

había falsificado los informes y dónde estaban en realidad los vagones?

Durante las horas de aquella noche un pequeño y desesperado equipo al mando de Eddie

Willers llamaba a todos los puntos de la División, a cada depósito, derivación o


apartadero de la «Taggart Transcontinental» para que cuantos vagones de mercancías

siguieran disponibles fuesen descargados a toda prisa y enviados inmediatamente a

Minnesota. Entretanto, y mientras seguían llamando a los depósitos, estaciones y jefes de

ferrocarril que aún siguieran funcionando en todos los confines del mapa, rogándoles

enviasen vagones a Minnesota, Dagny realizaba la tarea de investigar en aquellos rostros,

algunos nublados por la cobardía, el paradero de los vagones desaparecidos.

Importunó a los directores de ferrocarril, a los ricos armadores y a los funcionarios de

Washington yendo de un lado a otro en automóvil o utilizando teléfono o telégrafo tras

las huellas de alusiones a medio formular. El sendero se acercaba a su fin cuando escuchó

la voz meliflua de la encargada de Relaciones Públicas en cierto despacho de

Washington, que sonaba con aire resentido por el auricular telefónico: «Bien. Después de

todo, que el trigo sea o no esencial para el bienestar del país es cuestión de opiniones.

Existen gentes de parecer más progresivo a cuyo entender el haba resulta de mucho más

valor». Hacia mediodía se encontraba en su propia oficina, segura de que los vagones de

mercancías que debían transferirse a Minnesota habían sido enviados a transportar las

habas de los pantanos de Louisiana, cultivadas según el Proyecto Kip's Ma.

La primera noticia acerca del desastre de Minnesota apareció en los periódicos tres días

después. Se decía que los agricultores, luego de esperar en las calles de Lakewood

durante seis días, sin lugar en donde almacenar su trigo y sin trenes para transportarlo,

habían demolido el Palacio de Justicia, la residencia del alcalde y la estación ferroviaria.

Luego las noticias se suspendieron bruscamente y los periódicos guardaron silencio. A

continuación empezaron a publicar consejos instando a la gente a no dar crédito a los

rumores antipatrióticos.

Mientras los molinos y los mercados de cereales del país lanzaban sus quejas por teléfono

y telégrafo, enviando ruegos a Nueva York y delegaciones a Washington; mientras

hileras de vagones de mercancías reunidos en todos los rincones del continente se

arrastraban como orugas a través del mapa en dirección a Minnesota, el trigo y las

esperanzas del país aguardaban la muerte a lo largo de rieles vacíos, bajo las persistentes

luces verdes que daban paso libre a trenes inexistentes.


En los tableros de comunicación de la «Taggart Transcontinental» un pequeño equipo

continuaba solicitando vagones, repitiendo, como la tripulación de un buque en trance de

naufragio, un S. O. S. que nadie escuchaba. Había vagones que llevaban cargados meses

enteros en los cercados de compañías propiedad de amigos de personajes influyentes,

quienes ignoraban las frenéticas demandas para descargarlos y dejarlos en disposición de

transportar otras cosas. «Puede decir a ese ferrocarril…», frase seguida por palabras

intraducibies, fue el mensaje de los hermanos Smather, de Arizona, en respuesta al S. O.

S. de Nueva York.

En Minnesota se reunían vagones procedentes de todos los apartaderos, incluidos los del

Mesabi Range y las minas de Paul Larkin, donde estaban esperando un pequeño chorlito

de hierro. Se cargaba trigo en vagones de mineral, en vagones de carbón, en vagones

817

acondicionados de cualquier manera, que iban desparramando un leve rastro de oro a lo

largo de la vía.

Se cargaba trigo en vagones de pasajeros, sobre los asientos y los soportes, con el fin de

enviarlo donde fuera, de ponerlo en movimiento, aun cuando quedara en la cuneta luego

de una súbita ruptura de algún muelle o en las explosiones de las requemadas cajas de

sebo.

Todo el mundo se esforzaba en establecer el movimiento; el movimiento como tal, sin

destino concreto, del mismo modo que el paralítico sometido a un ataque se esfuerza,

rígido, frenético e incrédulo, en olvidar que el movimiento le resulta imposible. No había

más ferrocarriles. James Taggart era el autor de su muerte. No había buques en los lagos.

Paul Larkin los había destruido. Tan sólo las vías y una red de abandonadas carreteras.

Los camiones y los carros de los agricultores iniciaron un ciego desplazamiento carretera

adelante, sin mapas, sin gasolina, sin forraje para los caballos, avanzando en dirección

Sur, hacia la visión de inalcanzables molinos harineros esperándoles en algún lugar, sin

idea de las distancias, pero con la convicción de dejar la muerte tras ellos. Avanzando

para desplomarse en los caminos, en las zanjas o caer por las roturas de puentes
corroídos. Un agricultor fue hallado a media milla al sur de los restos de su camión,

muerto en un cuneta, de bruces contra el suelo, llevando aún un saco de trigo a los

hombros. Luego, las nubes cargadas de lluvia se abrieron sobre las praderas de Minnesota

y el agua cubrió el trigo que esperaba en las estaciones; repiqueteó sobre los montones

del mismo desparramados a lo largo de las rutas, como si lavara pepitas de oro que se

hundiesen en el fango.

Los personajes de Washington fueron los últimos en sentirse afectados por el pánico.

Esperaban, no las noticias de Minnesota, sino las relativas al precario equilibrio de sus

amistades y de sus compromisos. Sopesaban, no el destino de aquella cosecha, sino el

resultado aún desconocido de imprevisibles emociones en mentes que, aunque torpes,

estaban dotadas de ilimitado poder. Esperaban, evadiendo toda súplica, declarando: «¡Oh!

¡Es ridículo! No hay por qué preocuparse. Esos Taggart siempre han transportado el trigo

según lo previsto. Ya encontrarán modo de hacerlo ahora también».

Cuando el jefe ejecutivo de Minnesota envió a Washington una demanda de socorro,

solicitando el empleo del ejército contra los tumultos que no podía dominar, se cursaron

tres directivas en el espacio de dos horas, deteniendo todos los trenes de la nación y

ordenándoles dirigirse a Minnesota. Una orden firmada por Wesley Mouch exigía la

inmediata disposición de los vagones retenidos por el Proyecto Kip's Ma. Pero era ya

demasiado tarde. Los vagones de Ma se hallaban en California, donde las habas hablan

sido enviadas a una organización progresiva, compuesta de sociólogos que predicaban el

culto a la austeridad oriental y de negociantes que antiguamente figuraban en pandillas

diversas.

En Minnesota los agricultores prendían fuego a sus granjas, demolían los elevadores de

grano y las residencias de los funcionarios, peleaban a lo largo de las vías, unos

pretendiendo levantarlas y otros defendiéndolas a costa de su vida, y en medio de aquella

violencia sin objetivo, morían en las calles de ciudades ruinosas y en los silenciosos

barrancos de una noche sin meta final.

A partir de entonces sólo se percibió el acre olor del grano pudriéndose en montones a

medio consumir. Columnas de humo se levantaban en las praderas, permaneciendo fijas


en el aire, sobre ennegrecidas ruinas, y en un despacho de Pennsylvania, Hank Rearden,

sentado en su escritorio, repasaba una lista de hombres hundidos en la bancarrota: eran

los fabricantes de maquinaria agrícola a quienes nadie pagaba y que, en consecuencia,

tampoco podían pagarle a él.

818

La cosecha de habas no llegó a los mercados del país; había sido recogida

prematuramente, se había enmohecido y no se hallaba en condiciones para el consumo.

***

La noche del 15 de octubre un alambre de cobre se rompió en Nueva York en una torre de

control subterráneo del Terminal Taggart, apagando las luces de señales.

Aquella simple rotura de un alambre produjo un cortocircuito en el sistema de tráfico y

las señales de movimiento o de peligro desaparecieron de los tableros de control y de

junto a las vías. Los cristales rojos y verdes conservaron su color, pero desprovisto del

brillo de la luz, ofreciendo tan sólo el helado mirar de ojos postizos. En los Límites de la

ciudad montones de trenes se reunieron a la entrada de los túneles del Terminal,

creciendo su número conforme pasaban los minutos, como la sangre acumulada dentro de

una vena, imposibilitada de correr hacia las cámaras del corazón.

Aquella noche Dagny estaba sentada a la mesa, en un comedor particular del Hotel

Wayne-Falkland. La cera de las velas goteaba sobre las blancas camelias y las hojas de

laurel de la base del candelabro de plata. Unos cálculos aritméticos habían sido trazados a

lápiz sobre el mantel adamascado y una colilla de cigarro nadaba en un aguamanil. Los

seis caballeros vestidos de etiqueta que se enfrentaban a ella alrededor de la mesa eran

Wesley Mouch, Eugene Lawson, el doctor Floyd Ferris, Clem Weatherby, James Taggart

y Cuffy Meigs.

«¿Por qué?», había preguntado cuando Jim le dijo que debería asistir a aquella cena.

«Pues… porque nuestra Junta de directores tiene que reunirse la semana próxima.» «¿Y

qué más?» «A ti te interesa lo que va a decidirse acerca de nuestra línea de Minnesota,

¿verdad?» «¿Se hará en esa reunión?» «No es eso exactamente.» «¿Se decidirá durante
dicha cena?» «No puedo decirlo con exactitud, pero… ¿por qué has de ser siempre tan

exigente? En la actualidad nada resulta concreto. Además, insistieron mucho en que

vayas.» «¿Por qué?» «¿No te parece suficiente?»

No preguntó por qué aquellos hombres escogían, para llegar a decisiones cruciales,

reuniones de aquel género, pero era así. Sabía muy bien que, no obstante el pretencioso

andamiaje y el parloteo de sus reuniones de comité y de sus debates en masa, las

decisiones se tomaban por anticipado de un modo furtivo y sin ceremonias, durante

comidas y cenas o en bares, y que cuanto más grave fuese el tema a tratar, más

indiferente era el método usado para solucionarlo. La llamaban por vez primera a una de

aquellas sesiones secretas, a ella, la forastera, la enemiga; se dijo que aquello equivalía al

reconocimiento de su necesidad, que tal vez fuera el primer paso hacia su rendición. No

podía desaprovechar una oportunidad semejante.

Cuando se sentó a la luz de las velas de aquel comedor, llegó a la conclusión de que no

disfrutaba de posibilidad alguna. No pudo aceptar con calma dicha certidumbre, puesto

que no comprendía su razón; pero aun así, se sintió letárgica y reacia a realizar pesquisa

alguna.

—Creo que estará de acuerdo con nosotros, Miss Taggart, de que no parece existir ya

justificación económica alguna para la existencia regular de una vía férrea en Minnesota,

donde…

—Y estoy seguro de que incluso Miss Taggart conviene en la necesidad de establecer

ciertas restricciones temporales que parecen indicadas hasta…

—Nadie, ni siquiera Miss Taggart, negará que existen épocas en que se hace necesario

sacrificar las partes en beneficio del todo…

819

Conforme escuchaba las menciones de su nombre, vertidas en la conversación a

intervalos de media hora, presentadas de un modo superficial, mientras los ojos del

orador no se fijaban nunca en ella, se preguntó qué motivo los había impulsado a

convocarla. No era una tentativa para hacerle creer que la estaban consultando, sino algo
mucho peor: la tentativa consistía en engañarse a si mismos al creer que estaba conforme.

Formulaban sus preguntas por separado y la interrumpían antes de que hubiera

completado la primera frase de una respuesta. Parecían desear su aprobación, sin

necesidad de saber a ciencia cierta si aprobaba o no.

Cierta cruel e infantil forma de autoengaño les había impulsado a conferir a la ocasión el

decoroso marco de una cena de gala. Actuaban cual si esperasen obtener de aquellos

objetos lujosos y bellos el poder y el honor de los que tales objetos fueron en otros

tiempos producto y símbolo. Se dijo que ¡›e estaban comportando como los salvajes que

devoran el cadáver de un adversario con la esperanza de conseguir su fuerza y su virtud.

Lamentó ir vestida de aquel modo.

—Es una cena de etiqueta —le había dicho Jim—. Pero no te excedas… quiero decir, no

ostentes un aire demasiado opulento… en estos tiempos los negociantes han de eludir una

apariencia arrogante… No es que hayas de ir de cualquier modo, pero si te limitaras a

sugerir… humildad, les agradaría mucho, ¿sabes? Les haría sentirse grandes.

—¿De veras? —había preguntado Dagny, alejándose.

Lucia un vestido negro, consistente en una simple pieza de tela cruzada sobre los senos y

cayéndole a los pies, con el dulce plegado de una túnica griega. Estaba confeccionado en

seda, una seda tan leve y ligera que podía haber servido para camisón de dormir. El brillo

de la tela, fluctuando a cada movimiento, daba la ilusión de que la luz del recinto era

propiedad particular de Dagny, mostrándose sensible y obediente a cada movimiento de

su cuerpo, envolviéndola en un halo radiante más lujoso que la textura del brocado,

poniendo de relieve la fragilidad de su figura y confiriéndole un aire de elegancia tan

natural que podía permitirse el lujo de una desdeñosa sencillez. Llevaba tan sólo una

joya: un broche de diamantes en el borde del negro escote, que resplandecía a los

imperceptibles movimientos de su respiración, como un transformador que convirtiera un

chispazo en fuego, dando la sensación no de una gema, sino del latido viviente que se

ocultaba en ella. El broche lanzaba destellos como una condecoración militar, como un

tributo a la riqueza, cual un emblema de honor. No llevaba ningún otro ornamento, sólo

la caída de la capa de terciopelo negro, más arrogante y ostentosamente patricia que un


arco formado con sables.

Al mirar a aquellos hombres lamentó ir vestida así. Notó la turbadora sensación de

culpabilidad provocada por lo que carece de objetivo. Le parecía haber intentado desafiar

las figuras de cera de un museo. Observó cierto negligente resentimiento en sus miradas y

una furtiva traza de ese obsceno desdén, desprovisto de vida y de sexo, con el que los

hombres contemplan el cartel anunciador de un espectáculo frívolo.

—Es una gran responsabilidad —manifestó Eugene Lawson —la de decidir sobre la vida

o la muerte de miles de personas y sacrificarlas en caso necesario, pero hemos de tener

valor para ello.

Sus blandos labios parecieron torcerse en una sonrisa.

—Los únicos factores a considerar son los relativos a terrenos cultivados y a cifras de

población —dijo el doctor Ferris con voz precisa, lanzando un anillo de humo hacia el

techo—. Como no es posible mantener a un tiempo la línea de Minnesota y el tráfico

transcontinental de ese ferrocarril, la elección estriba entre Minnesota y los Estados al

oeste de las Rocosas, que quedaron aislados por el hundimiento del túnel Taggart, así

como el de los vecinos Estados de Montana, Idaho y Oregón, lo que significa

prácticamente todo el Noroeste. Cuando se computen la extensión de las tierras y el

820

número de cabezas en las dos zonas, es evidente que deberemos abandonar Minnesota

antes que desistir de nuestras líneas de comunicaciones en la tercera parte de un

continente.

—Yo no abandonaré el continente —dijo Wesley Mouch, con voz dolorida y terca,

mirando su copa de helado.

Dagny pensaba en el Mesabi Range, la última gran fuente de mineral de hierro; pensaba

en los granjeros de Minnesota o en lo que quedaba de ellos, y en los mejores productores

de trigo del país. Y se dijo que el final de Minnesota representaría el de Wisconsin, luego

el de Michigan y más tarde el de Illinois… Le parecía contemplar el rojo respirar de las

fábricas desvaneciéndose en todo el Este industrial, en las vacías millas de planicie, en


los pastos agostados y en los abandonados ranchos.

—Las cifras indican —intervino míster Weatherby con mucha finura —que el

funcionamiento continuado en ambas zonas se ha hecho imposible. Los rieles y el equipo

de una han de ser desmantelados para que proporcionen materiales con los que hacer

funcionar la otra.

Observó que Clem Weatherby, su experto técnico en ferrocarriles, era el hombre que

menos influencia ejercía en la reunión, mientras Cuffy Meigs aparecía como personaje

principal. Estaba sentado de cualquier modo en su sillón, con un aire de protectora

tolerancia ante aquel juego de perder tiempo en discusiones. Hablaba poco, pero al

hacerlo su voz sonaba restallante y decisiva, acompañada de una mueca desdeñosa.

«¡Cállate de una vez, Jim!», exclamaba. O bien: «¡Tonterías, Wess! No sabe usted lo que

se dice». Observó también que ni Jim ni Moüch parecían ofenderse por semejante tono; al

contrarío, acogían con agrado la autoridad de su postura y lo aceptaban como jefe

indiscutible.

—Hemos de ser prácticos —replicó el doctor Ferris—. Hemos de ser científicos.

—Necesito la economía del país en general —repetía Wesley Mouch—. Necesito la

producción nacional.

—¿Habla usted de economía? ¿Habla de producción? —preguntó Dagny cuando con su

fría y medida voz pudo intervenir en el debate—. En ese caso, permítannos libertad de

acción para salvar los Estados del Este. Es lo único que le queda al país y al mundo. Si

nos dejan salvarlos, disfrutaremos de una posibilidad para reconstruir el resto. De lo

contrarío es el final. Permítannos que la «Atlantic Southern» se haga cargo de nuestro

tránsito continental, mientras exista, y que los trenes locales se encarguen del Noroeste.

Pero la «Taggart Transcontinental» debería abandonar todo lo demás, sí, todo, y dedicar

sus recursos, equipos y rieles al tráfico de los Estados del Este. Retrocedamos hasta los

principios del país, pero al menos permítasenos gobernar dicho principio. No circularán

trenes nuestros al oeste de Missouri y nos convertiremos en ferrocarril local: el de las

industrias del Este. Dejadnos salvar nuestras industrias. En el Oeste nada queda ya por

salvar. La agricultura puede subsistir durante siglos gracias a la labor manual y a las
carretas de bueyes. Pero si aniquiláis la industria nacional, siglos de esfuerzos no

conseguirán reconstruirla ni reunir los elementos necesarios para empezar de nuevo.

¿Cómo quieren que nuestras industrias o nuestros ferrocarriles sobrevivan sin acero?

¿Cómo quieren que se produzca acero si se corta el suministro de mineral de hierro?

Salvemos lo que queda aún de Minnesota. ¿El país? No hay país que salvar si las

industrias perecen. Se puede sacrificar un brazo o una pierna, pero nunca se salvará el

cuerpo sacrificando el corazón o el cerebro. Salvemos nuestras industrias. Salvemos

Minnesota. Salvemos la costa oriental.

Pero no sirvió de nada. Lo dijo varias veces con cuantos detalles, estadísticas, cifras y

pruebas pudo acumular en su cansada mente para someterlas a la evasiva atención de los

demás. Pero no sirvió de nada. Ni refutaban sus argumentos ni convenían en ellos;

821

parecía simplemente como si dichos argumentos se hallaran fuera de lugar. Había cierto

tono de oculto énfasis en sus respuestas, cual si le dieran una explicación, pero en un

código de cuya clave careciera.

—Hay conflicto en California —manifestó Wesley Mouch, alicaído—. Sus legisladores

han venido operando con mucha arrogancia. Se habla de secesión.

—Oregón está asolado por pandillas de desertores —explicó Clem Weatherby—. En los

últimos tres meses han asesinado a dos recaudadores de contribuciones.

—La importancia de la industria en una civilización se ha exagerado mucho —manifestó

soñoliento el doctor Ferris—. Lo que ahora se conoce como Estado popular de la India ha

venido existiendo durante siglos sin desarrollo industrial de ningún género.

—La gente puede pasar con menos suministros materiales y una mayor y férrea disciplina

que imponga privaciones —se apresuró a añadir Eugene Lawson—. Sería bueno para

todos.

—¡Diantre! ¿Es que van a permitir que esta joven les induzca a dejar que los productos

del país más rico del globo se escurran por entre sus dedos? —preguntó Cuflfy Meigs

poniéndose bruscamente en pie—. i Vaya momento oportuno para abandonar todo un


continente! ¿Y a cambio de qué? ¡Por un minúsculo Estado, agotado por completo! He

dicho abandonar Minnesota, pero hay que mantener el sistema transcontinental. Mientras

se provocan tumultos y motines por doquier, no es posible mantener a la gente a raya, a

menos de que se disponga de transporte para las tropas, a menos que los soldados se

encuentren a pocos días de viaje de cualquier lugar del continente. No es éste un

momento oportuno para reflexiones. No se pongan nerviosos escuchando toda esa charla.

Tienen al país en el bolsillo y hay que conservarlo ahí.

—A la larga… —empezó Mouch con aire inquieto.

—A la larga todos habremos muerto —le interrumpió Cuffy Meigs, que había empezado

a pasear de un lado a otro—. ¡No hay que atrincherarse! Todavía queda mucho en

California, Oregón y otros muchos lugares. Lo que he estado pensando es que deberíamos

planear una expansión. Tal como están las cosas, nadie puede detenernos. Todo se ofrece

a nuestras manos. Méjico, incluso tal vez Canadá. Es cosa segura.

Dagny comprendió entonces cuál era la respuesta a todo aquello; desentrañó la secreta

premisa que se ocultaba tras de sus palabras. No obstante su ruidosa devoción a la

ciencia, su jerga histéricamente técnica, sus ciclotones y sus rayos de sonido, aquellos

hombres se sentían impulsados, no por la línea distante de un horizonte industrial, sino

por la visión de la forma de existencia que los industriales habían barrido. La visión de un

grasiento y antihigiénico raja de la India, cuyos ojos vacuos miran en indolente estupor

por entre gruesos párpados, sin nada que hacer, excepto acariciar preciosas gemas y de

vez en cuando hundir un cuchillo en el cuerpo de un ser hambriento, embrutecido,

devorado por los parásitos, para reclamarle unos granos de arroz y reclamarlos también a

cientos de millones de criaturas como aquélla, para que los granos se conviertan a su vez

en gemas.

Había pensado que la producción industrial era un valor indiscutible, había creído que el

interés de aquellos hombres por expropiar las fábricas de otro era consecuencia del

reconocimiento de dicho valor. Como un ser producto de la revolución industrial, no

había podido concebir, había olvidado junto con los cuentos de la astrología y la alquimia

lo que aquellos hombres albergaban en sus almas secretas y furtivas; algo adquirido no
gracias al pensamiento, sino por medio de ese estiércol sin nombre al que llamaban

instintos y emociones, es decir, que mientras el hombre luche por mantenerse vivo, nunca

producirá cosas de las que el hombre armado de un bastón no pueda apoderarse dejándole

822

peor aún que antes. Siempre y cuando millones de seres estén dispuestos a la sumisión,

cuanto más duro sea su trabajo y menor su ganancia, más humilde será la fibra de su

espíritu. Quienes viven empujando palancas en un tablero eléctrico, no se dejan gobernar

fácilmente, pero quienes viven de cavar la tierra con los dedos, sí. El barón feudal no

necesitó fábricas electrónicas para beber hasta perder el sentido en cubiletes cuajados de

piedras preciosas, ni tampoco los rajáes del Estado popular de la India.

Comprendió lo que querían y hacia qué objetivo los iban conduciendo aquellos

«instintos» que ellos tachaban de irresponsables. Comprendió que Eugene Lawson, el

humanitario, se regodeaba ante la perspectiva del hambre general, y que el doctor Ferris,

el científico, soñaba en el día en que los hombres volvieran al arado manual.

La incredulidad y la indiferencia fueron su única reacción: incredulidad porque no podía

concebir que seres humanos llegaran a semejante estado; indiferencia porque quienes lo

alcanzaban no podían seguir siendo considerados como tales. Continuaron hablando, pero

ella no podía ya intervenir en aquella discusión ni escuchar. Se sorprendió al notar que su

único deseo era el de volver a casa y dormir.

—Miss Taggart —dijo una voz cortés, racional, ligeramente ansiosa y levantando

bruscamente la cabeza pudo ver la correcta figura de un camarero—, el ayudante de

dirección del Terminal Taggart está al teléfono y solicita hablar con usted en seguida.

Dice que es algo muy urgente.

La alivió mucho poder ponerse en pie y salir de aquella estancia, aun cuando fuera para

enterarse de algún nuevo desastre. La alivió escuchar la voz del ayudante, aun cuando

éste dijera:

—El sistema de intercomunicación se ha averiado, Miss Taggart. Las señales no

funcionan. Hay ocho trenes entrantes y seis salientes detenidos. No podemos moverlos de
los túneles; no encontramos al ingeniero jefe; no podemos localizar la avería en el

circuito; no tenemos alambre de cobre para las reparaciones; no sabemos qué hacer; no…

—Llegaré en seguida —dijo colgando el receptor.

Se apresuró hacia el ascensor y luego atravesó casi corriendo el suntuoso vestíbulo del

Wayne-Falkland, sintiendo cómo volvía a la vida ante el requerimiento de una posibilidad

de acción.

Aquellos días los taxis andaban escasos y ninguno acudió en respuesta al silbato del

portero. Echó a andar rápidamente calle abajo, olvidando cómo iba vestida y

preguntándose por qué el contacto del viento parecía tan frío y tan íntimo.

Con la mente fija en el Terminal se quedó extrañada ante la hermosura de una repentina

visión: una esbelta mujer corría hacia ella; la claridad de un farol hacía brillar su cabello

lustroso, sus brazos desnudos, el ondear de una negra capa y la llama de un diamante

sobre el pecho. El largo y vacío corredor de una calle se extendía tras ella, con algunos

rascacielos puntuados por espaciadas luces. Acababa de ver su propio reflejo en el espejo

lateral de una floristería, pero se dio cuenta de ello un instante tarde, permitiéndole

percibir el encanto del contexto total al que imagen y ciudad pertenecían. Luego sintió

una punzada de soledad, de una soledad mucho más amplia que la amplitud de una calle

vacía, y también una punzada de cólera ante el absurdo contraste entre su aspecto y el

ambiente de aquella noche y de aquella época.

Vio cómo un taxi doblaba la esquina. Le hizo seña y entró en él, cerrando la portezuela y

librándose así de un sentimiento que creyó dejar detrás en el vacío de la calle, junto al

escaparate de la florista. Pero en burla de sí misma, amarga y evocadoramente,

comprendió que dicho sentimiento era similar a la expectación sentida en su primer baile

y en aquellas raras ocasiones en que había deseado que la belleza exterior de la existencia

estuviera acorde con su esplendor interno. «¡Vaya momentos para pensar en eso! —se

823

dijo burlona—. ¡Ahora no!», gritó interiormente irritada; pero una desolada voz

continuaba preguntándole al compás de las ruedas del taxi: «Tú que creías poder vivir por
tu felicidad, ¿qué conservas de ella? ¿Qué sacas con esa lucha? Dilo con sinceridad: ¿qué

representa todo esto para ti? ¿Te estás convirtiendo acaso en una de esas abyectas

altruistas que ya no poseen respuesta para dicha pregunta…?» «¡Ahora no!», se ordenó

conforme la iluminada entrada del Terminal Taggart aparecía en el rectángulo del

parabrisas del taxi.

Los hombres que ocupaban la oficina de dirección le parecieron señales extinguidas,

como si allí también un circuito hubiera quedado roto y no circulara ya corriente alguna

capaz de ponerlos en movimiento. La miraron con una especie de inanimada pasividad,

cual si no hubiera diferencia entre dejarlos allí o pulsar el conmutador que los pusiera de

nuevo en marcha.

El director del Terminal estaba ausente. No podían encontrar al ingeniero jefe; lo habían

visto dos horas antes, pero luego desapareció. El ayudante había agotado su poder de

iniciativa al ofrecerse para llamarla. Los demás no aportaron nada. El ingeniero de

señales era un hombre con aspecto de estudiante universitario, de unos treinta años, y que

manifestaba agresivamente:

—¡Esto no había ocurrido nunca, Miss Taggart! El intercomunicador no se averió jamás.

No se puede averiar. Conocemos muy bien nuestra tarea y sabemos cuidar de ello, pero

no si se rompe cuando no debe hacerlo.

No pudo decir si el jefe de horarios, hombre de edad madura con muchos años de

ferroviario tras.de sí, seguía conservando su inteligencia o si meses de represión de la

misma habían terminado por ahogarla, confinándole a la zona de seguridad de un

absoluto estancamiento.

—No sabemos qué hacer, Miss Taggart.

—No sabemos a quién llamar, ni qué permiso solicitar.

—No existen reglas para un caso como éste.

—No existen disposiciones ni se sabe quién ha de trazarlas.

Luego de escuchar tomó el teléfono sin pronunciar palabra y ordenó a la centralilla que la

pusieran con el vicepresidente de la «Atlantic Southern», en Chicago, que si era necesario

lo llamaran a su casa y lo sacaran incluso de la cama.


—¿George? Dagny Taggart —dijo cuando la voz de su competidor sonó en el auricular—

. ¿Quiere prestarme el ingeniero de señales de su terminal de Chicago, Charles Murray,

por sólo veinticuatro horas? Sí… De acuerdo… Métalo en un avión y mándelo hacia acá

lo antes posible. Dígale que le pagaremos tres mil dólares… Sí, por un solo día… Sí, tan

mal como eso… Le pagaré en efectivo, de mi propio bolsillo, si es necesario. Pagaré

cuanto sea preciso para que suba a ese avión, pero mándemelo en el primero que salga de

Chicago… No, George, ni uno; ni un ser inteligente queda ya en la «Taggart

Transcontinental»… Sí, me procuraré todos los papeles, exenciones, excepciones y

permisos de urgencia… Gracias, George. Hasta otro rato.

Colgó y se puso a hablar rápidamente a los hombres situados ante ella para no percibir el

silencio del recinto y del terminal, en el que no batía ninguna rueda, ni para escuchar las

amargas palabras que aquel silencio parecía repetir: «Ni un solo ser inteligente en la

«Taggart Transcontinental…»

—Preparen inmediatamente un tren de socorro y un equipo —ordenó—. Envíenlos a la

línea del Hudson, con orden de retirar todo el alambre de cobre de luces, señales,

teléfonos; de todo cuanto pertenezca a la compañía. Y que esté aquí por la mañana.

824

—Pero, Miss Taggart, el servicio de la línea Hudson ha quedado suspendido sólo

temporalmente y la Oficina de Unificación ha rehusado el permiso para desmantelar la

línea.

—Yo soy la responsable.

—¿Cómo vamos a mandar el tren de socorro si no existen señales?

—Las habrá dentro de media hora.

—¿Cómo?

—¡Vamos! —respondió levantándose.

La siguieron mientras caminaba veloz por los andenes, pasando ante los grupos de

viajeros situados junto a trenes inmóviles. Descendió un estrecho pasadizo, cruzó unos

rieles ante señales cegadas y conmutadores rígidos, sin nada más que el ruido de sus
sandalias de seda resonando en las grandes bóvedas de los túneles de la «Taggart

Transcontinental», mientras los tablones crujían bajo los pasos más lentos de los hombres

que iban tras ella, levantando ahogados ecos. Se dirigió al cubo de cristal iluminado de la

torre A, que colgaba en las tinieblas como una corona sin cuerpo, la corona de un

soberano desposeído sobre un reino de rieles vacío.

El director de la torre era un hombre demasiado experto y amante de su trabajo para

poder ocultar de manera completa el peligroso peso de su inteligencia. A partir de sus

primeras palabras comprendió lo que Dagny deseaba y se limitó a responder

bruscamente: «Sí, señora», pero volvía a estar inclinado sobre sus mapas para cuando los

otros acudieron por la escalera de hierro; se hallaba sumergido en su trabajo, en la tarea

más humillante de cálculos que hubiera debido realizar en su larga carrera. Dagny

comprendió cuan plenamente la entendía, a juzgar por la única mirada que le dirigió, una

mirada de indignación y de paciencia, acorde con la emoción que percibiera en su cara.

—Primero hay que obrar y luego sentir —dijo Dagny, aun cuando él no hiciera ningún

comentario.

—Sí, señora —contestó fríamente.

Su habitación, en la parte superior de una torre subterránea, era como una galería de

cristal, dominando lo que antes fuera la corriente de tranco más rápida, rica y ordenada

del mundo. Había sido adiestrado para controlar el curso de más de noventa trenes por

hora y vigilarlos cuando rodaban seguros por entre una red de rieles y de agujas hacia

dentro o hacia fuera del terminal, bajo sus paredes de cristal, dirigidos por el toque de sus

dedos. Ahora, por vez primera, contemplaba la vacía obscuridad de un canal seco.

A través de la puerta abierta del cuarto de reíais pudo ver a los hombres de la torre

tristemente inactivos, los hombres cuya tarea nunca había permitido, hasta entonces, un

momento de descanso, en pie junto a las largas hileras que parecían pliegues verticales de

cobre, como estanterías de libros o acaso como monumento a la inteligencia humana. Al

apretar una de aquellas minúsculas palancas, miles de circuitos eléctricos entraban en

acción, estableciendo millares de contactos e interrumpiendo otros; haciendo que docenas

de interruptores prepararan una ruta elegida y docenas de señales la iluminaran, sin error
posible, sin posibilidad del mismo, sin contradicción. Una enorme complejidad de ideas

se condensaba en el simple movimiento de una mano humana, para iniciar y continuar el

curso de un tren, para que centenares de ellos pudieran circular seguramente, para que

millares de toneladas de metal y de vidas humanas circularan en veloces franjas, a

milímetros unas de otras, sin más protección que una idea: la del hombre que inventó

aquellas palancas. Pero al mirar a su ingeniero de señales, Dagny comprendió que

aquellos hombres creían que la contracción muscular de una mano era lo único requerido

para mover el tránsito. Ahora permanecían ociosos y en los grandes tableros frente al

director de la torre las luces rojas y verdes, que habían resplandecido anunciando el paso

825

de los trenes a una distancia de muchas millas, estaban convertidas en cuentas de cristal

semejantes a aquellas por las que otra pandilla de salvajes habían vendido la isla de

Manhattan.

—Llame a sus obreros —dijo al ayudante—. A los obreros de sección, a los guardavías, a

los limpiamáquinas, a todos cuantos se hallen actualmente en el terminal, y hágalos venir

en seguida.

—¿Aquí?

—Sí, aquí —contestó Dagny señalando los rieles— Llame también a los guardagujas.

Telefonee a su almacén, dígales que traigan cuantos faroles tengan disponibles; cualquier

clase de ellos: faroles de maquinista, linternas sordas, lo que sea.

—¿Linternas, Miss Taggart?

—Venga, apresúrese.

—Sí, señora.

—¿Qué vamos a hacer, Miss Taggart? —preguntó el jefe de horarios.

—Moveremos esos trenes por un sistema manual.

—¿Manual? —preguntó el ingeniero de señales.

—Sí, hermano. ¿Por qué se sorprende tanto? —le contestó—. El hombre es sólo

músculos, ¿verdad? Vamos a retroceder, a retroceder a los tiempos en que no había


sistemas de intercomunicación, ni semáforos, ni electricidad, a los tiempos en que las

señales no se efectuaban gracias al acero y al alambre, sino con hombres que sostenían

faroles. Hombres que operaban como soportes de un farol. Han defendido tal idea durante

mucho tiempo. Pues bien, ahora van a verla convertida en realidad. ¡Oh! ¿Creían que sus

herramientas determinarían sus ideas? Sucede todo lo contrarío y ahora van a ver qué

clase de herramientas han sido producidas por tales ideas.

Pero incluso el retroceder significaba un acto de inteligencia. Observó la paradoja de su

propia posición al ver el letargo pintado en las caras de quienes la rodeaban.

—¿Cómo manipularemos los cambios, Miss Taggart?

—A mano.

—¿Y las señales?

—A mano.

—¿Cómo?

—Colocando un hombre con un farol en cada poste.

—Su luz no tendrá alcance suficiente.

—Usaremos vías alternas.

—¿Cómo sabrán los hombres hacia qué lado han de cambiar?

—Por órdenes escritas.

—¿Cómo?

—Por órdenes escritas, como en los viejos tiempos. —Señaló al director de la torre—.

Está trabajando en un plan para mover los trenes, determinando las vías a utilizar.

Redactará una orden para cada señal y para cada aguja. Elegirá a unos cuantos hombres

para que sirvan de mensajeros y éstos se encargarán de llevar las órdenes a cada puesto.

Se necesitarán horas para hacer lo que antes ocupaba tan sólo minutos, pero lograremos

que los trenes que esperan entren en el terminal y salgan de nuevo al exterior.

—¿Tendremos que trabajar en ello toda la noche?

—Y todo el día de mañana hasta que el ingeniero les indique cómo hay que reparar el

interconmutador.
826

—En los contratos sindicales no se cita una contingencia así. Los encargados de los

faroles armarán escándalo y el sindicato protestará.

—En tal caso, que vengan a verme.

—La Oficina de Unificación protestará también.

—Yo seré responsable.

—Bien; no quiero que se me castigue por haber dado órdenes…

—Yo seré quien las dé.

Saltó al andén desde la escalera de hierro que colgaba a un costado de la torre,

esforzándose en mantener el dominio de sí misma. Por un momento le pareció como si

también ella fuera un instrumento de precisión, de complicada tecnología, que se hubiera

quedado sin corriente e intentara gobernar un ferrocarril transcontinental con sólo sus

manos. Miró hacia la enorme y silenciosa obscuridad del subterráneo y sintió una

punzada de ardiente humillación al comprobar que había descendido a tan bajo nivel que

sería necesario colocar faroles humanos en los túneles, del mismo modo que estatuas

conmemorativas de su triste final.

Apenas podía distinguir los rostros de los hombres cuando se reunieron ante ella.

Acudieron en corriente silenciosa, por la obscuridad, y permanecieron sin moverse en

aquel lóbrego recinto azulado, con las bombillas de los muros a su espalda y manchas de

luz cayéndoles sobre los hombros desde las ventanas de la torre. Observó los grasientos

atavíos, los cuerpos musculosos y lacios, los brazos caídos de aquellos seres vaciados por

el esfuerzo constante y sin recompensa por un trabajo para el que no se requerían ideas.

Eran las heces del ferrocarril: los jóvenes sin posibilidades de elevarse y los viejos que ni

siquiera desearon buscarlas. Permanecieron en silencio, pero no con la aprensiva

curiosidad propia de obreros, sino con la pesada indiferencia de convictos.

—Las órdenes que van ustedes a recibir proceden de mí —dijo Dagny, elevándose sobre

ellos en los escalones de hierro y hablando con impresionante claridad—. Los hombres

que las cursarán actúan bajo mis instrucciones. El sistema de intercomunicación está

averiado. Lo reemplazaremos con trabajo humano y los servicios ferroviarios se


reanudarán inmediatamente.

Observó que algunos la miraban de un modo peculiar, con cierto velado resentimiento y

una insolente curiosidad que la hizo de pronto, consciente de ser mujer. Cayó entonces en

la cuenta del atavío que llevaba y se dijo que debía parecer absurdo. Luego, bajo el

repentino aguijonazo de un violento impulso que tanto era desafío como lealtad al

significado total de aquel momento, se echó la capa hacia atrás y permaneció bajo la

cruda luz y las mohosas columnas, como una figura en una recepción de gala,

orgullosamente rígida, mostrando el lujo de sus brazos desnudos, de la reluciente seda

negra y de aquel diamante que lanzaba destellos como una condecoración militar.

—El director de la torre situará a los guardagujas en sus puestos. Seleccionará a los

encargados de hacer señales a los trenes por medio de faroles y a los que deberán

transmitir sus órdenes. Los trenes…

Se esforzaba en ahogar un tono más amargo, que parecía repetirle: «Para eso es para lo

que sirven estos hombres, y aún resulta dudoso. Ya no quedan inteligencias en la

"Taggart Transcontinental"…».

—Los trenes continuarán entrando y saliendo por el terminal. Permanecerán ustedes en

sus puestos hasta…

Se detuvo. Fueron sus ojos y su cabello lo que vio en primer lugar, aquellos ojos

implacablemente perceptivos; los mechones de pelo de un tinte entre dorado y cobrizo,

que parecían reflejar la claridad del sol en la penumbra del subterráneo. Había visto a

John Galt entre aquella cuadrilla de gentes sin cerebro; John Galt vistiendo un mono

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grasiento y una camisa arremangada; observó su modo etéreo de mantenerse en pie, con

la cara elevada y los ojos fijos en ella cual si en muchas ocasiones pretéritas hubiera sido

testigo de un momento así. —¿Qué ocurre, Miss Taggart?

Era la voz suave del director de la torre que se hallaba a su lado, con un papel en la mano.

Le resultó extraño emerger de un período de inconsciencia, que a la vez constituyó el de

percepción más aguda que hubiese experimentado jamás. Sólo que no sabía cuánto duró,
ni dónde se encontraba ni por qué. Había podido ver el rostro de John Galt; había

observado en la forma de su boca, en los planos de su cara, el destello de aquella

implacable serenidad que siempre fue tan suya y que aún retenía en el momento de

reconocer lo sucedido y de admitir que aquel momento era excesivo, incluso para él.

Continuó hablando porque quienes la rodeaban parecían escuchar, aunque ella no

percibiera ni un sonido; continuó hablando como bajo una orden hipnótica recibida una

eternidad antes, sabiendo sólo que el cumplimiento de dicha orden era una forma de

desafío contra él. Pero no conocía ni oía sus propias palabras.

Le pareció encontrarse en medio de un radiante silencio en el que la visión fuera su único

sentido y el rostro) de Galt el objetivo único; la visión de su cara le producía una fuerte

presión en la base de su garganta que la obligaba a hablar. Le parecía tan natural que se

encontrara allí, tan insoportablemente sencillo, que notó como si la impresión no

procediera de su presencia, sino de la de los demás sobre los rieles de un ferrocarril al que

pertenecía y los demás no. Rememoraba aquellos momentos a bordo de un tren en que, al

sumergirse éste en los túneles, sentía una repentina y solemne tensión, como si aquel

lugar le mostrara, en desnuda simplicidad, la esencia de su ferrocarril y de su vida, la

unión de la conciencia y la materia, la helada forma del ingenio humano transformado en

existencia física para cumplir su propósito. Había sentido una súbita esperanza, como si

aquel lugar retuviera el significado de todos sus valores y un sentimiento de secreta

excitación, como si una promesa sin nombre la esperase bajo el cielo. Era natural que se

encontrara allí; él había sido el significado y la promesa. Ya no veía sus ropas ni el nivel

al que el ferrocarril lo había reducido. Veía tan sólo la tortura de los meses en que se

mantuvo fuera de su alcance; observaba en su rostro la confesión de lo que aquellos

meses le habían costado; las únicas palabras que escuchaba eran las que parecían

dirigidas a él: «Ésta es la recompensa de todos mis días». Y como si él le contestara: «Y

de todos los míos».

Comprendió que había terminado de hablar a aquellos desconocidos al observar que el

director de la torre se adelantaba para añadir algo, mirando la lista que llevaba en la

mano. Arrastrada por un sentimiento de absoluta certeza bajó la escalera y soslayando a


la muchedumbre empezó a caminar, pero no hacia los andenes ni a la salida, sino hacia la

obscuridad de los túneles abandonados. «Me seguirás», pensó, sintiendo cual si aquella

idea no se expresara en palabras, sino en la tensión de sus músculos, la tensión de su

voluntad para lograr algo que sabía fuera de su alcance. Sin embargo, estaba segura de

que lo lograría y por propia voluntad… O mejor dicho, no por su voluntad, sino por la

total justicia de aquellos instantes. «Me seguirás.» No era un ruego, ni una súplica, ni una

demanda, sino la tranquila exposición de un hecho, que englobaba todo su poder de

comprensión y todos los conocimientos adquiridos a través de los años. «Me seguirás, si

es que somos lo que somos tú y yo; si vivimos, si el mundo existe, si conoces el

significado de este instante y consigues no dejarlo escapar como otros hicieron

lanzándose a la insensatez de lo no deseado y de lo no alcanzado. Me seguirás.» Notó una

sensación de exultante seguridad que no era esperanza ni fe, sino un acto de adoración

hacia la lógica de la existencia.

Se apresuraba por entre los restos de rieles abandonados a lo largo de obscuros corredores

que zigzagueaban por entre el granito. La voz del director se fue esfumando tras de ella.

Luego notó el latir de sus arterias y como un ritmo que respondiera a aquél percibió

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también otro latido: el de la ciudad sobre su cabeza. El movimiento de su sangre llenaba

el silencio y la moción de la ciudad se combinaba con los latidos de su cuerpo. Muy lejos,

tras ella, escuchó rumor de pasos. Pero no miró hacia atrás, sino que apresuró su caminar.

Pasó ante la puerta de hierro que guardaba todavía los restos del motor, pero no se

detuvo. Un débil estremecimiento fue su respuesta a la repentina percepción de la lógica

de los acontecimientos sucedidos en los últimos dos años. Un collar de luces azules se

perdía en las tinieblas, sobre manchas de brillante granito, sobre sacos terreros rotos, que

dejaban caer su contenido en los rieles, sobre oxidados montones de metal. Al oír los

pasos cada vez más cercanos se detuvo para mirar hacia atrás.

Vio un resplandor azul brillar débilmente en los mechones de pelo de Galt y percibió la

pálida silueta de su cara y las obscuras cuencas de sus ojos. La cara desapareció, pero el
rumor de sus pasos le sirvió de nexo hasta la siguiente luz azul, que cruzó la línea de sus

ojos, aquellos ojos fijos en la distancia. Sintió la seguridad de que había permanecido en

la línea visual de los mismos desde el momento en que la vio en la torre.

Percibía el latido de la ciudad sobre ellos. En otros tiempos pensó que aquellos túneles

eran las raíces de la urbe y de todo movimiento que llegara hasta el cielo; pero ambos,

John Galt y ella, constituían el poder viviente dentro de las mismas, el comienzo de todo

su objetivo y el significado. Se dijo que también él escuchaba el latir de la ciudad como si

fueran los latidos de su cuerpo.

Se echó la capa hacia atrás y permaneció desafiadoramente erecta, como cuando él la vio

en los escalones de la torre, como cuando la vio por vez primera, diez años atrás, allí

mismo, bajo el suelo. Escuchaba las palabras de su confesión, pero no como tales, sino a

través de aquel latir que hacía tan difícil la respiración: «Me pareciste como un símbolo

de lujo, perteneciente al lugar que era tu fuente: parecías devolver el gusto a la vida y a

sus legítimos dueños… tenías un aspecto de energía y de entereza a la vez… y yo era el

primer hombre que había declarado que ambas cosas eran inseparables…»

La siguiente sucesión de momentos fue como una serie de resplandores en trechos de

ciega inconsciencia. Vio su cara al detenerse junto a ella; observó su tranquilidad, exenta

de asombro, su intensidad y la alegría de sus ojos verde obscuro; comprendió lo que veía

en ellos y observó la firme dureza de sus labios; luego notó su boca en la suya y percibió

la forma de la misma, tanto en calidad de tal como de líquido que le llenara todo el

cuerpo. El movimiento de sus labios al descender por la línea de la garganta dejó un

rastro de rasguños, mientras el resplandor de su broche de diamantes destacaba contra el

cobre tembloroso de su cabello.

No tuvo conciencia de nada sino de las sensaciones de su cuerpo, porque éste había

adquirido el repentino poder de ponerla en contacto con sus más complejos valores por

percepción directa. Del mismo modo que sus ojos tenían el poder de convertir longitud de

onda en visión, del mismo modo que sus oídos poseían el poder de transformar

vibraciones en sonido, así su cuerpo poseía ahora la facultad de transformar la energía

que había provocado todos los actos de su vida en una percepción inmediata y sensorial.
No era la presión de una mano la que la hacía temblar, sino la suma de su significado; el

saber que era su mano la que se movía como si su carne le perteneciera; que dicho

movimiento era la firma de aceptación, estampada bajo la totalidad del conjunto que

formaba su ser. Tratábase tan sólo de una sensación de placer físico, pero contenía toda

su adoración hacia él, hacia todo lo que constituía su persona y su vida, desde la noche de

la reunión de obreros en una fábrica de Wisconsin hasta la Atlántida de aquel valle oculto

en las Montañas Rocosas y la triunfante burla de los ojos verdes dotados de superlativa

inteligencia sobre la figura de un obrero al pie de la torre. Contenía su orgullo hacia sí

misma y el saberse elegida como espejo de él, saber que era su cuerpo el que le daba la

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suma de su existencia y el de él la suma de la suya. Todo esto quedaba contenido en aquel

ademán, pero sólo tuvo la sensación del movimiento de su mano sobre su seno.

Le quitó la capa y sintió la ligereza del propio cuerpo entre el círculo de sus brazos, como

si su persona fuera sólo una herramienta capaz de hacerle percibir la triunfante sensación

de sí misma y a la vez su yo constituyera una herramienta para su percepción de él. Creyó

alcanzar el límite de su capacidad de sentimiento. Sin embargo, lo que sentía era como un

grito de impaciente demanda al que no podía dar nombre, pero que poseía la misma

cualidad de ambición que todo el curso de su vida, el mismo inextinguible y radiante

egoísmo.

Le echó la cabeza atrás unos instantes para mirarla a los ojos y para dejarle ver los suyos,

hacerle comprender el pleno significado de sus acciones mutuas, cual si dirigiera el foco

de su conciencia sobre ambos en un momento de intimidad mayor que el que vendría

después.

Dagny notó el contacto de la arpillera dándole en la piel de los hombros y se encontró

tendida sobre los sacos rotos. Vio el prolongado y tenso resplandor de sus medias y notó

la boca de Galt apretada contra su tobillo, elevándose luego en torturado movimiento por

la línea de la pierna, cual si quisiera poseer su forma entera por medio de sus labios;

luego sus dientes se hundieron en la carne de su brazo; notó el codo presionando su


cabeza y su boca mordiéndole los labios con una presión más agresiva y dolorosa que los

suyos. Luego los posó en su cuello, en movimiento que liberaba y unía su cuerpo en un

único estallido de placer. No tuvo noción de nada más, excepto del movimiento del

cuerpo de John y del afán que le impulsaba más y más, cual si ella no fuese ya una

persona, sino sólo una sensación de interminable anhelo de lo imposible. Pero luego

comprendió que sí era posible y jadeó y permaneció inmóvil, sabedora de que nada más

podía ya desear.

John estaba tendido de espaldas junto a ella, contemplando la obscuridad de la bóveda de

granito. Le vio estirado sobre el montón de sacos, con el cuerpo fluido y relajado; vio la

negra cuña de su capa echada sobre los rieles, a sus pies; en la bóveda brillaban gotas de

humedad que descendían lentamente hasta meterse en invisibles grietas como las luces de

un tránsito distante. Al hablar, la voz de John sonó cual si continuara tranquilamente una

frase que respondiese a las preguntas de su mente, cual si no tuviera nada que ocultarle y

cual si sólo le debiera el acto de desnudar su alma tan simplemente como hubiera

desnudado su cuerpo.

—…así es como te he estado esperando durante diez años… desde aquí, bajo tierra, bajo

tus pies… sabiendo cada uno de tus movimientos en la oficina, en la parte superior del

edificio, pero sin verte nunca, nunca lo suficiente… Diez años de noche, pasados

esperando verte fugazmente aquí, en los andenes, cuando subías a un tren… Cada vez

que llegaba la orden de enganchar tu vagón, yo lo sabía y esperaba verte descender la

rampa, anhelando que no andaras tan de prisa… Era una cosa tan personal tu modo de

andar, que lo hubiera distinguido en cualquier parte. Tu andar y tus piernas… siempre

eran tus piernas lo que veía primero, apresurándose rampa abajo, pasando ante mí cuando

levantaba la mirada desde un obscuro lugar interior… Creo que hubiera podido moldear

una escultura de tus piernas. Las conocía, no a través de mis ojos, sino cual si las palpara

mientras te veía pasar… cuando volvía a mi trabajo… cuando regresaba a casa antes del

amanecer para las tres horas de sueño de que nunca podía disfrutar…

—Te amo —dijo ella con voz pausada y casi átona, excepto cierto frágil tono juvenil.

Él cerró los ojos cual si dejara al sonido viajar a través de los años, tras de ellos…
—Diez años, Dagny… excepto cierta vez en que viví unas cuantas semanas teniéndote

ante mi vista, a mi alcance, sin apresurarte, tranquila como en un escenario iluminado, un

escenario particular que yo podía contemplar a mis anchas… y así lo hice horas enteras

830

durante muchas noches… gracias a la iluminada ventana de un despacho que se llamaba

la línea «John Galt»… Cierta vez…

Ella exhaló un sonido entrecortado.

—¿Fuiste tú?

—¿Me viste?

—Vi tu sombra… en la calle… paseando de un lado a otro… cual si lucharas… cual si…

Se interrumpió. No quiso añadir: «Como si te sintieras torturado».

—Fui yo —dijo él quedamente—. Aquella noche quería entrar a enfrentarme a ti, a

hablarte… Fue la noche en que más me acerqué al quebrantamiento de mi promesa, al

verte derrumbada sobre tu escritorio, al verte hundida bajo el peso que soportabas.

—John, aquella noche era en ti en quien estaba pensando… sólo que no sabía…

—En cambio, yo sí estaba enterado.

—…He pensado en ti toda mi vida, en todo cuanto hice y en todo cuanto anhelé.

—Lo sé…

—John, lo más difícil no fue dejarte en el valle… sino…

—¿Pronunciar tus palabras por radio el día en que volviste?

—¡Sí! ¿Estabas escuchando?

—Desde luego. Y me alegro de que lo hicieras. Fue magnífico. Además… yo lo sabía.

—¿Sabias… lo de Hank Rearden?

—Antes de verte en el valle*

—Cuando lo supiste… ¿respondió a lo que esperabas?

—No.

—Fue…

Se interrumpió.
—¿Duro? Sí. Pero sólo los primeros días. La noche siguiente… ¿Quieres que te cuente lo

que hice la noche después de saberlo?

—Sí.

—Yo no había visto nunca a Hank Rearden en persona, sólo en los retratos que

publicaban los periódicos. Sabía que se encontraba en Nueva York, en una conferencia de

grandes industriales. Quise conocerle. Me situé a la entrada del hotel en que iba a

celebrarse la conferencia. Bajo la marquesina brillaban deslumbradoras luces, pero más

allá todo estaba a obscuras, de modo que pude situarme para ver sin ser visto; por los

alrededores deambulaban unos cuantos vagabundos y caía un poco de lluvia. Nos

refugiamos junto a la pared del edificio. Podían distinguirse perfectamente los miembros

de la conferencia conforme iban llegando con sólo fijarse en su atavío y sus modales:

trajes ostentosos y una actitud de imperiosa timidez, como si intentaran simular que eran

lo que parecían en aquellos momentos. Los chóferes detenían los automóviles y unos

cuantos informadores trataban de conseguir una pregunta, mientras los curiosos se

esforzaban en escuchar. Aquellos industriales me parecieron hombres cansados,

avejentados, fláccidos, imbuidos por el frenético esfuerzo de ocultar su incertidumbre. Y

de pronto, lo vi. Llevaba un impermeable muy caro y un sombrero con el ala bajada sobre

los ojos. Caminaba veloz con ese aplomo que sólo puede ser adquirido como lo ha

adquirido él. Algunos de sus colegas lo abrumaron a preguntas; aquellos magnates de la

industria se portaban como simples curiosos a su alrededor. Pude verle brevemente,

mientras mantenía la mano en la portezuela del automóvil y levantaba la cabeza; percibí

el leve resplandor de su sonrisa bajo el ala del sombrero, una sonrisa confiada, impaciente

y un poco divertida. Entonces por un instante pensé como nunca había hecho hasta

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entonces; pensé de igual modo que muchos de quienes destrozan su vida. Vi el momento

libre de su contenido; vi el mundo tal como él lo presentaba, cual si encajase con su

personalidad o cual si fuera su símbolo; vi un mundo de prosperidad, de energía libre de

esclavitud, de progreso sin obstáculos, a través de años en los que se obtendría la


recompensa adecuada. En pie bajo la lluvia y entre una muchedumbre de tipos ociosos,

pude ver lo que hubiera podido lograr si tal mundo existiera, y sentí un desesperado

anhelo. Él era la imagen de todo cuanto yo debí haber sido… y poseía todo cuanto

consideraba mío… Pero fue sólo un instante. Volví a ver la escena con todo su contenido

exacto y con todo su significado verdadero; comprendí el precio que pagaba por aquella

brillantez, la tortura que estaba soportando en perplejo silencio, contendiendo para

entender lo que yo ya había entendido y me dije que el mundo que su presencia sugería

no estaba formado aún. Volví a verlo simplemente por lo que era: símbolo de batalla,

héroe sin recompensa a quien yo tenía que vengar y libertar. Entonces… entonces acepté

lo aprendido acerca de ti y de él. Vi que nada variaba; que debí esperarlo y que todo

estaba como debía estar. Escuchó su débil gemido, y se rió dulcemente.

—Dagny, no es que yo no sufra; es que conozco la importancia del sufrimiento y sé que

hay que luchar contra el dolor y eliminarlo y no aceptarlo nunca como parte integrante

del alma, como herida permanente en la propia noción de la existencia. No lo sientas por

mí. Fue entonces cuando emprendí el camino verdadero.

Dagny volvió la cabeza, mirándolo en silencio, y él sonrió, incorporándose sobre un codo

para contemplar su rostro mientras permanecía inmóvil.

—Has sido ferroviario vulgar —suspiró ella —aquí… ¡aquí!… durante doce años…

—Sí.

—Desde que…

—Desde que me marché de la «Twentieth Century».

—La noche en que me viste por vez primera… trabajabas aquí, ¿verdad?

—Sí. Y la mañana en que ofreciste trabajar para mí como cocinera, yo no era más que un

obrero de los tuyos, disfrutando de permiso. ¿Te das cuenta ahora de por qué me eché a

reír de aquel modo?

Ella lo miraba a la cara; su sonrisa expresaba dolor; la de él, simple alegría.

—John…

—Dilo. Pero dilo todo.

—Estuviste aquí… durante tantos años…


—Sí.

—…durante tantos años… mientras el ferrocarril perecía… mientras yo buscaba hombres

inteligentes… mientras me esforzaba en retener cualquier retazo que pudiera hallar…

—…mientras recorrías el país buscando al inventor de ese motor, mientras dabas de

comer a James Taggart y a Wesley Mouch, mientras conferías a tu mejor triunfo el

nombre del enemigo que querías destruir.

Dagny cerró los ojos.

—Estuve aquí durante todos esos años —continuó John —al alcance de tu mano, dentro

de tu propio reino, observando tu lucha, tu soledad, tu anhelo; viéndote librar esa batalla

que creías en mi favor, una batalla en la que apoyabas a mis enemigos y aceptabas una

derrota interminable. Me encontraba aquí, oculto no más que por un error de tu visión,

del mismo modo que la Atlántida queda oculta a los hombres por una simple ilusión

óptica. Me hallaba aquí esperando el día en que vieras, en que supieras que, según el

código del mundo al que apoyabas, todas las cosas a las que das valor debían ser

relegadas al más obscuro fondo de un subterráneo y que era ahí donde debías buscarlas.

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Yo seguía esperándote. Te amo, Dagny. Te amo más que a mi vida, yo que he enseñado a

los hombres cómo hay que amarla. También les he enseñado a no esperar nunca cosas por

las que no se paga. Lo que he hecho esta noche lo hice con pleno conocimiento de que

pagaré por ello y de que mi vida pudiera ser el precio.

—¡No!

Él sonrió, haciendo una señal de asentimiento.

—¡Oh, sí! Sabes que me has destruido para siempre, que he quebrantado la decisión

adoptada en otros tiempos, pero lo hice a conciencia, sabiendo lo que significa. Obré así,

no en ciega sumisión a este momento, sino con plena visión de sus consecuencias y

absoluta voluntad de soportarlas. No podía permitir que este momento se desperdiciara;

era nuestro, amor mío; nos lo hemos ganado. Pero tú no estás dispuesta a abandonar tu

mundo y unirte a mí. No es preciso que me lo digas; lo sé, y como he optado por tomar lo
que deseaba antes de que fuese mío totalmente, tendré que pagar por ello. No sé cómo* ni

cuándo. Sólo sé que si cedo ante un enemigo, tendré que soportar las consecuencias. —

Sonrió en respuesta a la expresión de su rostro—. No, Dagny; no eres tú el enemigo de

quien hablo y que me ha conducido a estos instantes; pero eres en realidad un oponente,

en el camino que sigues, aunque tú no lo veas, pero yo sí. Mis enemigos reales no

constituyen peligro; en cambio tú sí, porque eres la única que puede conducirlos hasta mí.

Jamás hubieran tenido inteligencia suficiente para averiguar mi identidad, pero con tu

ayuda lo conseguirán.

—¡No!

—No es que hayas de hacerlo con intención. Eres libre para cambiar de ruta, pero

mientras la sigas, no podrás escapar a su lógica. No te preocupes; la elección ha sido mía

y he aceptado sus riesgos. Siempre obro como un comerciante, Dagny. Te deseaba y

carecía de poder para cambiar tu decisión. Sólo disponía del de considerar el precio y

decidir si era posible pagarlo. Pude nacerlo. Mi vida es mía y puedo gastarla o emplearla

como quiera. Y tú eres… —como si su ademán continuara aquella frase, la levantó sobre

el brazo y la besó en la boca, mientras ella dejaba el cuerpo lacio y sumiso; llevaba el

pelo desgreñado y echó la cabeza hacia atrás, sostenida sólo por la presión de sus

labios—. Tú eres la única recompensa de que pude disfrutar y que he elegido adquirir. Te

deseaba y si mi vida es el precio, estoy dispuesto a pagarlo. Mi vida…, pero no mi

espíritu.

Se pintó de improviso un destello de dureza en su mirar, en el momento de sentarse,

sonreír y preguntar.

—¿Quieres que me una a ti y me ponga a la tarea? ¿Te gustaría que reparase el sistema

intercomunicador en el plazo de una hora?

—¡No!

Aquel grito sonó en respuesta a la aparición en su mente de una repentina imagen, la de

aquellos hombres en el comedor particular del hotel «Wayne-Falkland».

Él se echó a reír.

—¿Por qué no?


—No quiero verte trabajar como siervo suyo.

—¿Y tú?

—Estoy convencida de que se van hundiendo y de que venceré. Puedo soportarlo un poco

más.

—Desde luego; aún falta algún tiempo, pero no para que venzas, sino para que aprendas.

—¡No puedo abandonar esto! —exclamó desesperada.

—No, todavía no —reconoció él con calma.

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Se puso en píe y ella hizo lo propio, obediente, incapaz de hablar.

—Me quedaré aquí en mi trabajo —dijo—. Pero no intentes verme. Tendrás que soportar

lo mismo que yo he soportado y he querido evitarte; tendrás que proseguir sabiendo

dónde estoy, deseándome como yo te desearé a ti, pero sin que jamás te acerques. No me

busques en este lugar ni vengas a mi casa. Nadie ha de vernos juntos. Y cuando llegues al

final, cuando estés dispuesta a marcharte, no me lo digas; limítate a pintar con tinta el

signo del dólar en el pedestal de la estatua de Nat Taggart… el lugar al que pertenece… y

luego vete a casa y espera. Acudiré en tu busca en veinticuatro horas.

Ella inclinó la cabeza en silenciosa aceptación.

Pero cuando John se volvía para partir, un estremecimiento repentino le agitó el cuerpo,

como quien despierta de improviso, o como quien sufre una última convulsión vital,

terminando en un grito involuntario:

—¿Dónde vas?

—Voy a convertirme en poste y sujetar un farol hasta que amanezca… la única tarea que

tu mundo me confía y la única que conseguirá de mí.

Lo cogió del brazo para retenerle, para seguirle ciegamente, abandonando todo cuanto no

fuera la visión de su rostro.

—¡John!

Él la cogió de la muñeca, le retorció la mano y la apartó de sí.

—No —dijo.
Luego le volvió a tomar la mano y se la llevó a los labios. La presión de los mismos

constituyó una declaración más apasionada que cualquier otra que hubiese podido

confesar. En seguida se alejó por entre los rieles, y Dagny le pareció que tanto éstos como

la figura la abandonaban a la vez.

Cuando salió, tambaleándose, al terminal, el primer estremecimiento provocado por unas

ruedas hizo retemblar las paredes del edificio, como el súbito latido de un corazón que

hubiese dejado de funcionar. El templo de Nathaniel Taggart estaba silencioso y vacio y

su inmutable luz daba de lleno sobre un desierto espacio de mármol. Algunas ajadas

figuras caminaban por allí, como perdidas en su resplandeciente inmensidad. En los

escalones del pedestal, bajo la estatua de la austera y enérgica figura, un harapiento

mendigo estaba sentado con aire de pasiva resignación, como un pájaro sin lugar a dónde

ir, posado sobre cualquier saliente.

Cayó sobre los escalones del pedestal, como otro resto de naufragio, arrebujándose en la

capa cubierta de polvo, y permaneció inmóvil, con la cabeza sobre un brazo, sin poder

llorar, ni sentir, ni moverse.

Le pareció tan sólo ver una figura con un brazo levantado, sosteniendo una luz; algunas

veces semejaba la estatua de la libertad y otras no era más que un hombre con el pelo

brillante como un rayo de sol, sosteniendo una linterna contra el cielo de medianoche, un

farol rojo que detenía el movimiento del mundo.

—No se lo tome tan a pecho, señora —dijo el vagabundo, en tono de fatigosa

compasión—. Ya nada puede hacerse… ¿De qué sirve? ¿Quién es John Galt?

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