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© Del texto: 2017, Marco Antonio de la Parra

© De las ilustraciones: 2017, Rodrigo López


© De esta edición:
2017, Santillana del Pacífico S.A. Ediciones
Andrés Bello 2299 piso 10, oficinas 1001 y 1002
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ISBN: 978-956-15-3130-7
Nº de registro: 282.596
Impreso en Chile. Printed in Chile.
Tercera edición: septiembre de 2019

Dirección de Arte:
José Crespo y Rosa Marín
Proyecto gráfico:
Marisol Del Burgo, Rubén Chumillas, Rosa Marín y Julia Ortega
Conversión ePub:
Eduardo Cobo

Ilustración de cubierta:
Rodrigo López

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de
recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.
Adaptación:
Marco Antonio de la Parra
Ilustraciones:
Rodrigo López
Índice

Sobre Romeo y Julieta

Personajes

Acto I
Escena 1
Escena 2
Escena 3
Escena 4
Escena 5

Acto II
Escena 1
Escena 2
Escena 3
Escena 4
Escena 5
Escena 6

Acto III
Escena 1
Escena 2
Escena 3
Escena 4
Escena 5

Acto IV
Escena 1
Escena 2
Escena 3
Escena 4

Acto V
Escena 1
Escena 2
Escena 3

Marco Antonio de la Parra. Escritor

Rodrigo López. Ilustrador


Sobre Romeo y Julieta
Prólogo

Los prólogos se escriben al final y se ponen al principio. Algún spoiler dejan


entrever, así que si quieren total sorpresa, léanlo también al terminar.
Si hay una historia de amor de la cual todo el mundo se acuerde, es la de
Romeo y Julieta. Amores desgraciados hay muchos, pero ninguno ha
cobrado esa dimensión conmovedora que tienen los amantes de Verona,
jóvenes adolescentes sumidos en una pasión que parece invencible y a
quienes la desgracia les llega entre malentendidos y enemistades familiares.
La han hecho ballet, película, pintura, telenovela, comedia musical, ópera,
y sigue conociendo versiones más o menos libres. Como esta, cruce de
novela gráfica y narración sencilla y silvestre.
Como en muchas de sus obras, William Shakespeare tomó la idea original
prestada de otro sitio. Esta vez de un doloroso poema de Arthur Brooke
intitulado, ni más ni menos, La trágica historia de Romeo y Julieta. De ese
mismo poema, se sabe que crearon una pieza los dramaturgos Lope de Vega
y Luigi Groto. Shakespeare refrescó el material creando personajes aledaños
a los
jóvenes amantes que permitían incluso el juego tragicómico, como la
Nodriza, Fray Lorenzo y el inolvidable Mercucio, personaje que, alguien
señala por ahí, se podría haber convertido en el protagonista, por lo que fue
necesario que muriera, siendo ese episodio clave en la trama y la desgracia. Y
por supuesto, reescribió líneas que ahora son inmortales.
Escrita en 1591, pertenece a las varias obras “italianas” de Shakespeare,
donde el bardo inglés recorría una Italia que no conocía más que por mapas
inventando una Verona cautivante, activa, como solían ser las ciudades
italianas del Renacimiento, construidas en torno a una piazza, con el gran
movimiento que aprovechaba el buen clima.
Quedan para el recuerdo imperecedero la escena del balcón o la ventana,
donde están algunos de los versos de amor más bellos de la tradición
literaria de Occidente, así como la tristeza de la escena final de la cripta que
deja, como en Hamlet, un reguero de cadáveres.
Nuestro Pablo Neruda hizo una bella traducción, la cual consultamos,
entre varias otras, con el fin de mezclar el verso blanco y la prosa narrativa
en un español de América, para hacer más fácil la entrada a uno de los textos
de amor más conmovedores de la literatura mundial.
Hasta hoy, Verona se puede recorrer con guías turísticos que señalan el
palacio de los Capuletos, la ventana del encuentro entre Romeo y Julieta y la
triste cripta en el cementerio. A pesar de ser ficción, los turistas se
conmueven soñándola real.
Apréndanse sus textos de amor de memoria.

Marco Antonio de la Parra


Septiembre 2017
Julieta, hija única de los Capuleto. Es pretendida por el conde Paris con quien sus padres desean
que se case.

Romeo, pertenece a la casa de los Montesco, enemigos a muerte de los Capuleto. Es un joven
idealista y apasionado.
El señor y la señora Montesco, padres de Romeo y enemigos de los Capuleto.

El señor y la señora Capuleto, padres de Julieta y rivales de los Montesco.

El Príncipe, gobernante de Verona. Encargado de impartir la justicia en la ciudad.


La Nodriza, quien ha criado a Julieta desde que nació.

Fray Lorenzo, consejero de Romeo y Julieta.

Conde Paris, es el pretendiente preferido por los padres de Julieta.


Benvolio, primo y amigo de Romeo.

Mercucio, confidente de Romeo y pariente del Príncipe. Se destaca por su ingenio y su actitud
bromista.

Teobaldo, primo de Julieta. De carácter iracundo, es conocido por su gran habilidad con la
espada.
Escena 1
La pelea se detuvo.
El Príncipe ordenó a los dos señores que se acercaran, tanto Montesco
como Capuleto.
—Ya van tres refriegas callejeras causadas por palabras vanas, Montescos
y Capuletos han perturbado la paz de estas calles sacando viejas armas y un
viejo odio. Esta vez los perdono y pueden irse a casa. Si provocan más
problemas pagarán el ultraje a la paz con sus vidas. Síganme, los señores.
Una vez más, pena de muerte al que se quede.
El Príncipe salió con las autoridades de cada casa.
La señora Montesco enfrentó a Benvolio.
—Sobrino, ¿quién avivó esta antigua discordia?
—Yo no fui; el rabioso Teobaldo entró con espada desafiándome…
—¿Y dónde está Romeo? ¿Lo has visto hoy? ¿No estuvo en la pelea? Me
alegra no haberlo visto.
Benvolio negó con la cabeza.
—Lo vi a su hijo, señora, paseando muy temprano, suspirando…
La madre de Romeo se afligió.
—Muchos lo han visto aumentar el rocío con sus lágrimas y las nubes con
sus suspiros. Se encierra en cuanto cae el sol en su dormitorio, a solas,
huyendo del astro rey…
—Mi noble tía, ¿conoces la causa? —preguntó Benvolio.
La señora Montesco se encogió de hombros.
—Nos evita. No nos contesta ni dice nada. Si supiésemos la causa de su
tristeza, seguro que sabríamos cómo curarla.
En eso vieron al joven y taciturno Romeo entrar a la plaza.
—Ahí viene —dijo Benvolio—. Déjennos a solas, buscaré que se sincere.
La señora Montesco se escondió en el umbral.
—Ojalá tengas suerte —se despidió.
—Buenos días, primo —saludó Benvolio al jovencísimo Romeo.
—¿Es tan joven el día?
—Ya son las doce.
—¡Qué lentas son las horas tristes! ¿Era mi madre la que se alejaba?
—Así es. Dime, Romeo… ¿qué tristeza hace eternas tus horas?
—Me falta lo que las hiciera breves —dijo un lánguido Romeo.
—¿Enamorado? —preguntó Benvolio.
—Sin…
—¿Sin amor?
—Sin el favor de la que amo.
—Sí, el amor tan dulce en apariencia y tan tirano y cruel cuando actúa…
—sentenció Benvolio.
—¿Qué ha ocurrido aquí? Aquí el amor da más guerra que el odio. Siento
este amor que me sienta tan mal.
¿Te ríes?
—No, primo, más bien lloro…
—¿Por qué, buen amigo?
—Por el agobio de tu corazón.
—Así son las transgresiones del amor. Amor es humo tejido de suspiros,
es un relámpago en los ojos, es un mar lleno de lágrimas. Es locura muy
discreta, hiel que ahoga, dulce que preserva… Adiós, mi pariente…
Benvolio lo tomó de un brazo.
—Espera, te acompaño. Dime en serio a quién pretendes.
—¿Habré de decirlo gimiendo? En serio, primo, amo a una mujer…
—Así lo suponía…
—Das en el blanco… Es tan hermosa… Las palabras de afecto no la
asedian… Es muy rica en belleza; su pobreza es que al morir todo se irá con
ella… Es muy hermosa, discreta, discretamente hermosa. Demasiado. Ha
jurado no amar y eso me tiene muerto en vida… Vivo para contar mi
historia…
Benvolio lo abrazó.
—Romeo… olvídala, no pienses más en ella…
—¿Me puedes enseñar cómo olvidarte de pensar?
—Libera a tus ojos, que vean otras bellezas…
—¿Estás loco? ¿Compararla y deslumbrarme más aún con su hermosura?
Adiós, tú no me enseñas a olvidar.
—¿Cómo se llama?
Escena 2

El señor Capuleto recibió al joven conde Paris en sus aposentos.


—Querido conde, Montesco está como yo obligado y amenazado de
castigo. Y a esta edad hacer las paces es más difícil que nunca.
—Los dos son honorables y es triste verlos tan enemigos tanto tiempo…
pero, vamos a lo nuestro… ¿qué dices a mi ruego?
El señor Capuleto miró la sonrisa del conde y suspiró antes de hablar.
—Mi hija Julieta es aún inexperta en esta vida, todavía no cumple los
catorce, dejemos que pase un par de años para vestirla de novia.
Paris lo encaró con la misma sonrisa.
—Las hay más jóvenes que ya han sido felices madres.
—También pierden precoces su frescura. Pronto se pierden las que corren
mucho, conde. Ella es mi única esperanza en este mundo. Puedes cortejarla
si quieres porque mi voluntad es la voluntad de ella. A quien elija, recibirá
nuestro apoyo y nuestro beneplácito. Hoy tenemos una fiesta y he invitado a
algunos conocidos, serás
bienvenido… Podrás ver luceros terrestres que a los del cielo cegarían, juzga
entre todas. Es un baile de máscaras…
Hizo sonar las palmas y entró un criado.
—Joven, recorre toda Verona y localiza los nombres que están en este
papel y les dices que serán bienvenidos en mi casa. Incluido el conde aquí
presente.
El joven criado leyó la lista como pudo, pues poco sabía leer y salió a la
plaza pensando cómo hacerlo.
—Me mandan a buscar personas escritas con nombres escritos aquí y no
puedo saber qué nombres ha escrito aquí quien los ha escrito. Tengo que
pedir ayuda a quien tenga buena letra y escribir y leer sepa lo que me han
encargado en este escrito.
En eso ve venir a Benvolio y Romeo.
—Que otra mujer envenene tu mirada y la infección de amor de la
anterior se esfumará, primo —iba diciéndole Benvolio.
El joven criado se les acercó sin distinguir que eran Montesco.
—Buenas tardes, señores… ¿saben leer?
—Yo sé leer mi futuro en mi miseria —suspiró
Romeo.
—Eso lo sabe cualquiera —dijo el criado.
—Sé leer también las letras y el lenguaje. Dame la carta…
Romeo le leyó en voz alta la lista de invitados del señor Capuleto.
"¡Rosalina!", exclamó para sí al leer su nombre en la larga lista.
—Bonita reunión… ¿Dónde han de acudir? —preguntó Romeo.
—Arriba —dijo el criado.
—¿A dónde? ¿A una cena?
—A nuestra casa.
—¿Qué casa?.
—La de mi amo. Y ojo, que mi amo es el rico Capuleto y si no son de la
casa Montesco les ruego que vengan a tomar una copa de vino. Podrán
divertirse. Adiós y gracias que memorizo los nombres que ha leído.
Lo miraron alejarse. Benvolio tomó la palabra.
—Romeo, es nuestra oportunidad. En esta fiesta de los Capuleto cenará
Rosalina, a quien tanto amas, con todas las bellezas de Verona. Compárala
con las que te mostraré y pensarás que tu cisne es tan solo un cuervo.
Rio Romeo.
—¿Más bella que la que amo? El sol no ha visto a nadie igual desde la
creación del mundo. Iré, no para ver lo que prometes, sino a la bella Rosalina
que me hechiza.
Escena 3

La señora Capuleto recorrió su palacio preguntando por su hija Julieta. En


eso se cruzó con la Nodriza.
—Llama a mi hija, Nodriza. ¿Dónde estará?
—Por Dios que la he llamado. Lo juro por mi virginidad de doceañera.
¿Dónde está esa niña?
En eso apareció la joven Julieta, de largos cabellos flotando en el aire.

—Mamá, estoy aquí. ¿Qué quieres?


—Verás… Nodriza, déjanos solas. No, regresa, creo que es mejor que estés
presente y escuches. Tú sabes que mi hija es ya mayor.
—Podría decir su edad exacta, señora, sin error de una hora.
—Aún no ha cumplido los catorce años.
—Apostaría catorce dientes si los tuviera, y tengo apenas cuatro, a que
todavía no los tiene. ¿Cuánto falta para agosto?
—Unos quince días —dijo la señora Capuleto.
—El primero de agosto los cumplirá. Dios le dé su gracia, pues no he
criado niña más bonita. Me conformo con verla un día casada. Nada más
pido.
—De casamiento es precisamente de lo que quiero hablarte, Julieta. Dime,
hija… ¿estás pensando ya en el matrimonio?
Julieta se extrañó de la pregunta.
—Es un honor con el que nunca he soñado, mamá.
—Pues empieza a pensar en ello. Yo ya era tu madre a la edad en que aún
tú eres doncella. Seré breve, el noble Paris quiere hacerte suya.
—Vaya —interrumpió la Nodriza—. Un gran partido. Una flor, una
verdadera flor. No hay otro galán mejor que él en Verona.
Julieta miró extrañada el alborozo de su madre y su Nodriza.
—¿Qué me dices, hija? ¿Podrías llegar a amarlo? Le verás esta noche en
nuestra fiesta. Lee bien en el libro abierto de su rostro, encierra para muchos
un tesoro.
Observa cada uno de sus rasgos y verás cuán armoniosos son. Compartirás
todo cuanto él posee y tú nada pierdes.
La Nodriza rio.

El joven criado entró golpeando la puerta del aposento.


—Señora, han llegado los invitados, la cena está servida, le llaman,
preguntan por la señorita, en la despensa maldicen a la Nodriza y todo con
prisas y a gritos. Yo tengo que volver a la puerta. Les ruego que bajen
enseguida.
—Ya te seguimos, vete —cerró la puerta la Nodriza.
—Julieta, el conde Paris te espera.
—Sí, Julieta, corre, que a días felices seguirán más felices noches —dijo la
Nodriza.
—Arréglate, Julieta, y baja en cuanto estés lista.
Escena 4

En las afueras del Palacio Capuleto, siete enmascarados con antorchas se


acercaban a la puerta.
—¿Qué hacemos? ¿Entramos todos sin más ceremonia? —preguntó uno
de ellos que era Romeo.
Benvolio se levantó la máscara.
—Que piensen lo que quieren de nosotros. Bailamos con sus muchachas y
nos vamos.
—A mí que me den una antorcha —dijo Romeo—. Yo no bailo. Estoy
apagado y sin luz.
Mercucio mostró su rostro, fiel amistad de Romeo y pariente del Príncipe.
—Te vamos a hacer bailar, gentil amigo. Te lo puedo asegurar.
—Ustedes bailarán. Yo estoy por los suelos.
—¿No estabas enamorado? —le preguntó Mercucio, irónico—. Con las
alas de Cupido se llega lejos.
—Me hunde el peso mismo del amor —contestó
Romeo.
Mercucio le hizo cosquillas.
—Eso es porque lo cargas como un peso. El amor es algo tierno.
—¿Tierno el amor? Es rudo, brusco, punzante y hiere como un espino.
—Si el amor es brusco contigo, selo tú también con él.
—Vamos a la fiesta —dijo Mercucio—. Que mi antifaz se ruborice por mí.
Y se calzó su máscara.
Benvolio los interrumpió.
—Amigos, llamemos y entremos y una vez adentro que cada cual baile y
cuide sus piernas.
—Yo con una antorcha, desde la oscuridad tan solo miraré —insistió
Romeo.
Mercucio los apuró.
—Estamos despilfarrando luz en pleno día. Entiéndeme, amigo, el sentido
común es cinco veces mejor que los cinco sentidos.
Romeo negó con la cabeza.
—Entiendo sus ganas de entrar al baile, pero acudir para mí carece de
sentido…
—¿No estará Rosalina? —dijo Benvolio.
Romeo lo hizo callar.
—Anoche soñé un sueño —dijo Romeo.
—También yo —contestó Mercucio.
—¿Cuál fue el tuyo? —inquirió Romeo.
—Que los que sueñan, mienten a menudo.
—Muchas veces dormidos, soñamos la verdad… —suspiró Romeo.
Mercucio sonrió y afirmó su máscara encaramándose en una fuente.
—¡Basta, Mercucio! ¡Hablas sin decir nada! —protestó Romeo.
—Cierto, hablo de sueños que son los hijos de un cerebro ocioso, vanas
fantasías de sustancia tan liviana como el aire, más inconstantes que el
viento…
—El viento nos ha llevado lejos. La cena ha terminado y se hace tarde.
Comienza el baile —dijo Benvolio.
Romeo dejó escapar un suspiro.
—Me temo que es temprano, primo. Presiento que los astros vienen a
anunciarme un terrible destino con esta fiesta de hoy. Y pondrán fin a mi
indeseada y despreciable vida con una muerte inoportuna.
—¿Cómo se te ocurre? —golpeó su espalda Mercucio.
—¡Que quién gobierna mi timón hinche las velas de mi nave! ¡Aquel que es
faro de mi ruta sabrá guiarme! ¡Vamos, caballeros! —trató de animarse
Romeo.
—¡Al baile, primo! ¡Amigos, que redoble el tambor! —gritó Benvolio.
—¡A bailar! —ordenó Mercucio.
Y entraron.
Escena 5

En el salón, el señor Capuleto convocaba al baile. Todos enmascarados.


—Dejen paso, al salón, a bailar, muchachas.
Sonó la música y comenzó el baile.
—Más luz —gritó el señor Capuleto—. Retiren las mesas. Primo Capuleto,
¿eres tú?
—Sí, señor. ¿Quién más podría ser? —se asomó
Teobaldo.
—¡Hace tanto tiempo que no me ponía una máscara!
La música invadía el palacio. Romeo y sus amigos se distribuyeron por el
salón. De pronto apareció Julieta con la máscara a medio sostener. Nadie la
sacaba a bailar. Quizás nadie se atrevía ante su belleza. De pronto sintió la
mano del conde Paris sonriendo bajo su máscara y cubrió también su rostro.
—¿Criado? ¿Quién es aquella joven que adorna la mano de aquel noble
caballero? —preguntó Romeo al verla.
—Lo ignoro señor y estoy muy apurado.
Romeo suspiró.
—Oh, ella enseña a brillar a las antorchas. Se diría que adorna el rostro de
la noche. Tras el baile iré a tocar su mano y que bendiga con su roce así la
mía. ¿He amado alguna vez antes de ahora? Nunca había visto una belleza
igual hasta esta noche.
Levantó la voz sin querer y lo escuchó Teobaldo, el más iracundo de los
jóvenes Capuleto.
—¿Un Montesco? Criado, trae mi espada. ¿Cómo se atreve un villano a
esconderse tras una máscara y venir a burlarse y hacer escarnio en nuestra
fiesta? No es pecado darle muerte en este instante por el honor y sangre de
mi raza.
El señor Capuleto vio al criado que le traía su espada a Teobaldo y se la
arrebató.
—¿Qué pasa, sobrino?
—Tío, aquí hay un Montesco, un enemigo.
—¿Quién?
—Aquel detrás de la columna.
—¿No es el joven Romeo?
—Sí, el infame villano.
El señor Capuleto reflexionó brevemente.
—Cálmate, sobrino, déjalo tranquilo. Por ahora se porta como todo un
caballero. Es un joven virtuoso y educado, dicen. Así que vístete de paciencia
y te ordeno olvidarte de él y cambia ese ceño que no es propio de un baile.
—Me obligas a la máscara.
—Tendrás que hacerlo porque lo mando yo. ¡Y no se hable más!
—Me iré, pero esta intromisión, que ahora parece dulce, traerá amarga
hiel.
Teobaldo se retiró furioso. El baile continuaba.
El señor Capuleto perdió de vista a Romeo, quien se había acercado a
Julieta sacándose ambos las máscaras al verse detrás de las balaustradas de
la escalera.
—¿Puedo tocar tu mano? Si te indigna, será dulce el castigo. Mis labios
borrarán su rudo tacto como dos rosados peregrinos.
Julieta lo contemplaba. Romeo paralizado no podía dejar de mirarla. Hizo
un gesto de alejarse y Julieta
lo detuvo.
—Buen peregrino, hablas de tu mano con tan poca estimación, cuando
actúa con respeto.
—¿No tienen labios los santos?
—Sí, buen peregrino, son para rezar.
Romeo tragó saliva.
—¿Pueden mis labios como las manos rezarte para no desesperar?
Julieta se quedó muda.
—El santo no se mueve, solo en las oraciones —dijo luego.
—Pues no te muevas tú mientras te rezan, así mi pecado se borra con tus
labios.
Se pusieron las máscaras acercando sus bocas en un suave beso.
Julieta sintió el corazón subiéndole a la garganta.
—¿Y ese pecado quedará entre los míos?
Romeo sonrió.

Y se volvieron a besar, suavemente.


—Besas como un sabio —dijo Julieta
En eso se acercó la Nodriza. Romeo se cubrió el rostro.
—Julieta, tu madre quiere hablarte.
—Voy —dijo Julieta y subió escalones arriba.
—¿Quién es su madre? —preguntó Romeo enmascarado a la Nodriza.
—¡Vaya pregunta, joven! Su madre es la señora de la casa. Yo le crie a la
hija, con quien hablabas. Te aseguro que quien la consiga se llevará un
tesoro. Me voy que también me llama mi señora.
Los amigos de Romeo se acercaron a él ya decepcionados.
—¡Una Capuleto! Debo la vida a mi enemiga —dijo para sí Romeo.
—Vámonos ya, es hora de partir —dijo Mercucio.
—¿Viste a Rosalina? —preguntó Benvolio.
Romeo no escuchó.
—Para ustedes es hora de partir, para mí es hora de sufrir. Vamos —dijo
el joven Romeo.
El señor Capuleto hizo sonar sus palmas declarando el fin de la fiesta.
—Gracias y buenas noches, caballeros. ¡Traigan más antorchas! Vámonos
a la cama. Se ha hecho tarde en verdad. Yo me retiro. Buenas noches otra
vez.
Julieta abrazó a su Nodriza en el piso de arriba. Le señalaba a los invitados
que iban saliendo.
—Nodriza, ¿quién es ese caballero?
—El heredero del viejo Tiberio.
—¿Y aquel que sale ahora por la puerta?
—Diablos, creo que ese es un tal Petrucio.
—¿Y aquel de allí que no quería bailar? —apuntó a Romeo.
—No lo sé.
—Averigua su nombre. Si es casado, mi tumba será mi lecho nupcial.
La Nodriza carraspeó.
—Si no me equivoco, podría ser Romeo, un Montesco, el hijo único y
único heredero del enemigo de tu padre.
Julieta se fue corriendo a su habitación y se arrojó
sobre su lecho.
—¿Mi único amor nace de mi único odio? Ya es demasiado tarde para
volverme atrás. Prodigio del amor, amar a un enemigo.
La Nodriza entró tras ella.
—¿Qué dices, Julieta? ¿Qué dices?
—¿Yo? Solo unos versos que he aprendido en el baile.
Afuera se sintió la voz de la madre de Julieta llamándola.
—Ya va, ya va —gritó la Nodriza.
Abrazó a Julieta.
—Vamos donde tu madre, ya se han ido todos los
invitados.
Afuera del palacio, Romeo, hechizado por los ojos de Julieta, sufría una
nueva tristeza. Amaba y era amado.
—¿Puedo ir a otra parte cuando mi corazón vive aquí? —se preguntó
cruzando la noche.
Escena 1

En medio de la noche, Mercucio y Benvolio llevaban sus antorchas, felices de


haber burlado a los Capuleto.
—¡Romeo! ¿Dónde está mi primo? —gritaba Benvolio.
—Es tan sensato y sabio que te apuesto que se metió a la cama —rio
Mercucio.
—Lo vi saltar esa tapia. Te lo prometo. Llámale, Mercucio.
—Haré un conjuro. Romeo… ¡caprichoso!, ¡loco!, ¡apasionado!, ¡amante!
Aparece en forma de suspiro, di un solo verso y ya tendré bastante… Grita
¡ay de mí! ¡Rima amor con ruiseñor!
—No te oye.
—No me oye, no contesta, no se agita ni se mueve. Yo te conjuro por tu
bella Rosalina, por su alta frente y sus ojos brillantes, por sus labios de
escarlata, por sus finos pies, sus muslos firmes para que aquí te aparezcas…
—Si te escucha, se enojará… —dijo Benvolio ante las burlas de Mercucio.
—¿Enojarse? Jamás. Mi invocación es justa y decente. En el nombre de
Rosalina, te conjuro que aparezcas…
—Se habrá escondido entre esos árboles… Al amor ciego le viene bien la
oscuridad.
—Un amor ciego nunca da en el blanco, querido
Benvolio…
Mercucio dio unos saltos para mirar sobre el muro. Cansado de llamar a
Romeo miró a Benvolio y gritó hacia los árboles.
Escena 2

Se alejaron por la calle. Romeo, que había escuchado todo, salió de la


penumbra.
—Se ríen del dolor los que no han sido heridos…
Rosalina. ¿Cuál Rosalina? Aquella por quien tanto suspiré no es nada
comparada con… Julieta…
Una luz se encendió en el balcón.
—¿Qué luz asoma a esa ventana? Es Oriente y Julieta es el sol. Sal sol y
mata a la envidiosa luna, pálida de tristeza cuando te ve más bella que toda
su luz llena.
Julieta se asomó al balcón al escuchar la voz de Romeo.
Romeo sonrió.
—¡Mi amor! ¡Ojalá ella lo supiese! Habla y no puedo oírla. ¿Qué hago? Soy
atrevido, no es a mí quien hablan sus ojos. Son las dos estrellas más bellas
del cielo, relucen tanto que las aves creerán que es de día. Ah, si yo fuera el
guante de esa mano en que apoya su mejilla.
Julieta no lo escuchó claramente y siguió ensimismada.
—Habla, Julieta, habla de nuevo ángel mío, refulges en lo alto tan
gloriosa… —susurró para sí mismo Romeo.
—Romeo, Romeo… ¿por qué has de ser Romeo? Niega a tus padres,
rechaza tu nombre o, si no quieres, júrame tu amor y yo renunciaré a ser
Capuleto.
Romeo calló, no sabía si escucharla o responderle.
—No es otro que tu nombre mi enemigo, Romeo —siguió Julieta
susurrando hacia la oscuridad desde el balcón—. Tú eres tú mismo. ¿Qué
importa ser Montesco? ¡Sé otro nombre! ¿Qué vale un nombre? Lo que
llaman rosa con otro nombre mantendría el perfume. Y si Romeo no se
llamase así, ¿no sería la misma perfección con otro título? Romeo, rechaza
tu nombre que no forma parte de ti y a cambio de ese nombre tómame a mí,
todo mi ser.
Romeo se decidió a contestarle. Saltó el muro y se escondió entre los
árboles bajo el balcón.
—Tomo tu palabra, Julieta. Llámame “amor” y será un nuevo bautismo.
No volveré jamás a ser Romeo.
—¿Quién eres? ¿Quién me perturba? —se asustó Julieta.
—Con mi nombre no sabría decirte quién soy. Mi nombre, mi querida, lo
odio yo mismo porque es el de tus enemigos. Si fuera palabra escrita, la
rompería.
—Aún no he oído cien palabras tuyas y ya conozco tu voz. ¿No eres Romeo
y también Montesco?
—No, hermosa dama, si eso no te gusta.
—¿Cómo has entrado? Dime también para qué. Estos muros son altos y
peligrosos y este lugar tu muerte segura si te descubre aquí mi familia.
Romeo sintió que lo dominaba el corazón.
—Con las delicadas alas del amor salté esa tapia. No me detendrán tus
caballeros con sus espadas ni sus escudos.
—Si te viesen acá, te matarían.
—Julieta, tus ojos son más peligrosos que veinte de sus puñales. Sé dulce
conmigo y estaré a salvo.
—Por nada desearía que te vieran.
—Si no me amas, mejor es que me vean. Prefiero que me maten con su
odio a agonizar sin tu amor.
Julieta lo miró con atención, iluminado por la luna.
—¿Quién te mostró el camino hasta este balcón?
—El amor me ha hecho llegar. El pone los consejos, yo los ojos.
—La máscara de la noche cubre mi rubor. Quisiera decirte ¡basta de
halagos! Gentil Romeo, si me amas, dilo en serio; si me crees presa fácil,
frunciré el ceño, te diré que no y seré cruel solo para que me sigas
cortejando. Te amo tanto, Montesco, que quizás no me entiendas, pero
confía en mí, seré más fiel que las que fingen timidez. Debí tal vez haber sido
más cauta, lo confieso; te ruego, amor, seas benevolente y no atribuyas a
falta de pudor lo que de la oscura noche ha surgido.
Romeo sonrió entre la penumbra del jardín. Dichoso la escuchaba.
—Señora mía, te juro por la sagrada luna…
—No jures por la inconstante luna que cambia cada mes su órbita, no vaya
a ser tu amor tan caprichoso.
—¿Por qué he de jurar entonces?
—No jures nada, o si quieres jurar, hazlo por ti que eres el dios que adoro
y yo te creeré.
—Si el amor sagrado de mi corazón…
—No jures… Aunque siento alegría al verte, no quisiera hacer tratos esta
noche. Todo es tan brusco
y repentino… Buenas noches, amor, buenas noches: este amor tierno será
una hermosa flor cuando nos reencontremos. Buenas noches. Vete, que
duerman tu corazón y el mío plácidamente.
—¿Así me dejas? ¿Tan insatisfecho?
—¿Qué otra satisfacción pretendías hoy?
Romeo sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y el corazón le latía al
galope.
—Intercambiarnos promesas de amor entre tú y yo —susurró.
—Te di la mía sin que la rogases y ahora quisiera no habértela entregado.
—¿Por qué retirarías la promesa? ¿Por qué?
Julieta sonrió. Romeo sintió que su sonrisa brillaba entre la oscuridad.
—Para ser generosa y ofrecértela dos veces. Ya tengo lo que anhelo. Mi
corazón es ancho como el mar y mi amor igual de profundo. Cuanto más
doy, más tengo, pues el mar y mi amor son infinitos.
Escuchó el llamado de la Nodriza.
—Oigo ruido en la casa… ¡adiós, mi amor!... Ya voy, Nodriza… Ámame,
Montesco. Pero… espera un momento que ahora vuelvo.
Entró Julieta. Romeo suspiró.
—¡Bendita, bendita noche! Me temo que como es de noche, no sea más
que un sueño, demasiado dulce para ser verdad.
Julieta volvió al balcón.
—Tres palabras, querido Romeo, y buenas noches esta vez. Si el amor que
me muestras es honorable y tu propósito el matrimonio, dile mañana a
quien te enviaré dónde cumplir el rito y a qué hora y yo pondré cuanto poseo
a tus pies y te seguiré, amor mío, mi dueño, por todo el mundo para toda la
vida.
La Nodriza llamó a Julieta.
—¡Ya voy, Nodriza! Romeo, si no son buenas tus intenciones, déjame con
mi pena y no persistas. Mañana te envío a alguien…
—Te juro por mi alma…
—¡Mil veces buenas noches tengas!
Julieta desapareció yendo al llamado de su Nodriza. La luz de su cuarto se
extinguió.
—Mil veces lo peor si se va tu luz —dijo para sí
Romeo.
Se alejaba cuando regresó Julieta.
—¿Romeo? —Lo buscó en el jardín—. ¡No tener voz de halconero para
hacer regresar aquel halcón! Mi voz cautiva no le alcanza… Quedaría ronca
de tanto repetir: ¡Romeo! ¡Romeo!
Romeo sonrió. Lo llamaban.
—¿Amor?
—¿A qué hora te envío un mensaje?
—Como a las nueve…
—Así lo haré —dijo Julieta—. Son como veinte años hasta entonces. Ya ni
me recuerdo por qué te llamaba.
—Deja que me quede hasta que te acuerdes…
Julieta sonrió.
—Me olvidaré para que te quedes y recordar cuánto amo tu compañía.
—Me quedaré para que no te acuerdes y yo olvide cualquier otro hogar.
—Te asfixiarían mis caricias. Te mataría con excesos. Qué dulce
despedida… Diría buenas noches hasta que amanezca.
Julieta se despidió esta vez definitivamente. Tanto le cuesta despedirse a
los enamorados…
Romeo sintió la felicidad naciendo en su alma.
—Julieta… que haya paz en tus ojos y en tu pecho. Fuera yo la paz de tu
sueño… Iré a ver a Fray Lorenzo para pedirle ayuda y contarle mi dicha.
Saltó la tapia y huyó.
Escena 3

Fray Lorenzo, con su cesta, recorría el jardín que rodeaba la iglesia


recogiendo hierbas.
—He de llenar la canasta de hierbas venenosas y de mágicas flores de
precioso y sanador jugo. Virtud mal encaminada, cayendo en exceso puede
volverse un vicio y el vicio regulado ennoblecer a un hombre con acciones.
¡Cuán grandes son los dones, plantas, yerbas, minerales! En el cáliz interno
de esta pequeña flor residen a la vez veneno y medicina…
—Buenos días, padre —entró Romeo, acezando, ojeroso pero feliz.
—Bendito seas… ¿Madrugas? Algo te pasó, pues dormir mal es propio de
viejos, pero no de los jóvenes a cuyos ojos el sueño siempre rinde. Tu
temprana visita me hace sospechar que algún misterio te desordena el
espíritu. Si no es así y creo que acierto, Romeo no ha dormido esta noche en
su cama.
—Así es, Fray Lorenzo, pero mi descanso ha sido dulce.
—¡Dios te perdone! ¿Has estado con Rosalina?
—No, ya he olvidado ese nombre y sus amarguras.
—Así me gusta. ¿Dónde estuviste metido?
Romeo miró hacia todos lados buscando si había alguien que pudiera
escuchar su confesión.
—Lo diré sin rogar. Estuve en una fiesta, con mis enemigos donde por uno
de ellos herido fui y a quien yo también herí del mismo modo. Nuestro
remedio está en tus manos y medicinas. No hay odio alguno, padre,
intercedo por mi propio enemigo y por mí mismo.
Fray Lorenzo se detuvo y dejó su canasta en el suelo. Cruzado de brazos le
preguntó.
Romeo hizo una pausa.
—Has de saber que el corazón he puesto en la hija del rico Capuleto.
—¿Cómo? ¡Explícame ese milagro extraño!
—Yo le di mi amor y ella me dio el suyo. Todo ya está unido entre
nosotros, excepto el matrimonio que tú has de bendecir. Solo te ruego que
nos cases hoy mismo.
Fray Lorenzo se persignó.
—¡Qué lío es este! ¿Has olvidado ya a tu Rosalina a quien tanto querías?
¿No te debías a ella tanto como ella a ti? El amor de los jóvenes no habita el
corazón sino los ojos.
—No, no, no era así…
—Cuan cierto es el refrán: pobre de la mujer si el hombre es tan débil…
—No aprobabas mi amor por Rosalina…
—Por tu loca pasión, no por tu amor…
—Querías enterrarlo…
—No en una tumba, metiendo uno para sacar otro…
—La que amo ahora me corresponde gracia por gracia y amor por amor. La
otra nunca.
Fray Lorenzo sacudió la cabeza.
—¡Jóvenes! Ven veleidoso, ven aquí. Te voy a ayudar por un solo motivo:
esta alianza podría traer felicidad convirtiendo vuestro odio familiar en
amor puro.
—Vamos, que tengo prisa. Adiós.
—¡Despacio y sabiamente! ¡Que el que corre se tropieza!
Romeo salió corriendo mientras calculaba que ya eran casi las nueve.
Escena 4

Benvolio y Mercucio bostezaban buscando a Romeo.


—¿Dónde diablos se esconde nuestro pariente? ¿No fue a casa anoche? —
preguntaba Mercucio.
—No, no estuvo ahí, me lo ha dicho su paje.
—Esa pálida Rosalina y su duro corazón lo torturarán hasta volverse
loco…
—Me preocupa más que Teobaldo, pariente de Capuleto, le ha enviado
una carta a casa de su padre.
—Un duelo, por mi vida —dijo Mercucio acariciando la empuñadura de su
espada.
—Romeo tendrá que responder —dijo Benvolio.
—Cualquiera que sepa escribir puede dar respuesta. Pobre Romeo, ya está
muerto, apuñalado por los ojos negros de su blanca pasión. ¿Ese es el
hombre que va a enfrentarse con el furibundo espadachín que es el rabioso
Teobaldo?
—Ahí viene Romeo —exclamó interrumpiéndolo Benvolio.
Romeo apareció al otro lado de la plaza.
—Más escurridizo que un pescado. Señor Romeo, tenga usted muy buenos
días. Te desapareciste anoche…
—Buenos días a ambos. ¿Qué dicen que les hice?
—No fuiste cortés al despedirte —siguió burlón Mercucio—. Y somos tus
parientes.
—Perdón, amigos, pero mi asunto era importante… Y me obligaba a dejar
de lado toda cortesía… No estaba para reverencias…
—Has dado en el clavo —dijo Mercucio.
—No lo molestes —intentó detenerlo Benvolio.
—Una manera de hablar muy poco cortés, Mercucio.
—Claro, si soy yo la plena flor y nata de la cortesía. Haz de árbitro,
Benvolio, mi ingenio desfallece. Vaya, Romeo, ahora eres sociable… El amor
babeante te tenía como un tonto con la lengua colgando…
—No lo molestes, para —dijo Benvolio.
En eso entró la Nodriza y su criado.
—Vaya —exclamó Romeo —¡Viento en las velas!
Mercucio rio.
—¡Y en la popa una camisa y un calzón!
—¡Pedro! ¡Mi abanico! —pidió la Nodriza.
—Eso, tápale la cara que por lo menos con el abanico se ve mejor, pues no
se ve —se burló Mercucio.
—Buenos días, caballeros —dijo la Nodriza.
—Dios nos dé buenas tardes, gentil dama.
—¿Ya es por la tarde? —preguntó azorada la Nodriza.
—Ya lo creo, la manecilla de la esfera ya roza el mediodía —siguió
embromándola Mercucio apuntando al reloj de la torre de la plaza.
—¡Fuera de aquí, muchacho! ¿Qué clase de hombre eres tú?
Romeo intervino.
—Uno que Dios ha creado para que él mismo se perdiera.
La Nodriza se abanicó antes de continuar.
—Estimados caballeros… ¿pueden ayudarme? Necesito saber dónde
encontrar al joven Romeo.
—Soy yo mismo —dijo Romeo—. Aunque no seré tan joven cuando me
encuentren. A falta de otro peor, soy el más joven de ese nombre.
—Dices bien, joven. Si eres el que busco, le tengo que decir algo aparte.
—¿Dice bien? —intervino el impertinente Mercucio—
¿Lo peor está bien? ¡Un conejo! —gritó.
—¿Un qué? —dijeron todos.
—Un conejo, un conejo, un conejo —siguió bromeando Mercucio
fingiendo que perseguía a un animal cantando detrás de la Nodriza. Rio,
aunque los otros no rieran.
—Romeo —dijo el bromista— ¿Irás a casa de tu padre? Vamos a cenar allí.
—Ya voy, ya voy…
—Pues bien, nos retiramos —dijo Mercucio.
Hizo una burlona y excesiva reverencia a la Nodriza besando su mano y
salió seguido por Benvolio.
—Adiós, señora, adiós, adiós, adiós, mi señora —se alejó cantando.

La Nodriza quedó con Romeo y el criado.


—Romeo, joven señor, ¿quién es ese descarado deslenguado?
—Un caballero a quien le gusta oírse a sí mismo, de esos que hablan en un
minuto lo que otros hablan en un mes.
—¡Bellaco insolente! ¡Me dejó tan irritada, tan molesta! Señor Romeo,
solo dos palabras. Como le decía, mi joven señora me ha pedido que lo
busque; lo que ha pedido que le diga, me lo callo. La dama es joven, si juega
con ella es un doble juego, sería feo hacerle mal a una dama y un
comportamiento muy vulgar.
—Nodriza, encomiéndame a tu ama y señora. Te prometo que…
—Se lo diré, se lo diré… qué feliz va a estar…
Romeo la detuvo.
—¿Qué le vas a decir si no me dejas hablar?
—Perdón —dijo la Nodriza—. Es el entusiasmo ante su promesa…
Romeo la miró acercándose para que el criado no escuchase.
—Dile que se las arregle para ir esta tarde a confesarse con Fray Lorenzo.
Que allí, escucha bien, será confesada y casada. Toma esto por tus molestias.
—No, señor, joven Romeo, ni un penique… ¿Esta tarde? —dijo la Nodriza,
guardándose el dinero—. Muy bien, allí estará…
—Y es más, mi paje te traerá de aquí a una hora una escalera de cuerdas
que me llevará a lo más alto de mi alegría y me guiará en la noche secreta. Sé
fiel y te recompensaré. Ve con Dios y encomiéndame a tu ama.
—¿Vuestro paje es confiable? “Lo secreto entre dos es malo de guardar”.
—Más noble que el acero.
La Nodriza partía cuando volvió a susurrarle a Romeo.
—Señor, hay un noble en la ciudad, un tal conde Paris,
dispuesto al abordaje, pero ella, buen alma, preferiría ver a un sapo, a un
sapo de verdad que verlo a él. Yo le digo que le conviene más, pero se pone
pálida y molesta.
—Encomiéndame a tu señora.
—Sí, un millar de veces. Perdón, señor, por esta lengua mía.
—Adiós —dijo Romeo y se alejó.
La Nodriza llamó a su criado. Le pasó el abanico y le dijo que se apresurara,
que ella iba detrás de él.
Escena 5

Mientras, Julieta se daba vueltas inquieta en su recámara.


—Prometió volver en media hora. Quizás no lo ha encontrado. Los
recados del amor deberían volar mucho más rápido que la luz cuando
ahuyenta las tinieblas. Han pasado tres largas horas… y aún no ha
regresado. Los viejos son como los muertos, pesados como el plomo, torpes,
lentos, lívidos…
En eso entró jadeando la Nodriza.
—Ya estás aquí… ¿Qué pasó? ¿Lo has visto? ¿Por qué esa cara de tristeza?
—Déjame respirar, estoy cansada, qué caminata. Ay, mis pobres huesos.
—Por favor, habla… ¿Tus noticias son buenas o son malas? Di solo eso.
La Nodriza recuperó el aliento.
—Te diré que has elegido muy tontamente, no sabes elegir a un hombre.
¿Romeo? Ese ni hablar, aunque tenga mejor cara y cuerpo que muchos
hombres. No es el más cortés, pero parece tierno como un cordero. Tú a lo
tuyo, muchacha, quién soy yo para opinar. Y pórtate bien… ¿Has comido?
—¿Qué dice de nuestra boda? ¿Qué te ha dicho?
La Nodriza se llevó las manos a la cabeza.
—¡Qué dolor! ¡Y la espalda! Te vas a arrepentir de haberme enviado a la
muerte, trotando sin parar.
—Lo lamento —dijo impaciente Julieta—, ¿pero qué dice mi amor?
—Tu amor dice… ¿dónde está tu madre?
—¿Mi madre? ¿Y por qué? Está dentro… Cuéntame, cuéntame…
—Qué enredo. En adelante haz tú misma tus encargos. ¿Te dejarán ir hoy
a confesarte?
—Pues sí…
La Nodriza se calmó.
—Pues ve corriendo a la celda del fraile donde un marido espera hacerte
esposa. ¡La sangre del deseo corre por tus mejillas! Corre a la iglesia que yo
iré a buscar una escalera de cuerda con la que tu amor trepará hasta tu nido.
Sudo por tu goce, pero el incendio será en tu pecho toda la noche.
—¡Corro tras mi fortuna! ¡Adiós, buena Nodriza!
Escena 6

En la capilla esperaban Fray Lorenzo y Romeo.


—¡Que Dios bendiga este sagrado rito y no nos colme luego de pesares!
—Amén, amén. Jamás se extinguirá esta alegría
—dijo Romeo—. Tú une nuestras manos con tus santas palabras y que la
muerte lo destruya todo: me basta con poder llamarla mía.
—Querido Romeo, los placeres violentos tienen finales violentos. Muere
en pleno fervor como el fuego y la pólvora. Un amor moderado siempre es
más duradero. Quien se apresura llega tarde, tan tarde como quien va
despacio.
Julieta empujó la puerta cerrándola tras de sí.
—Aquí viene la dama —dijo el fraile.
—Muy buenas tardes, padre confesor.
—Romeo te dará las gracias por los dos.
Romeo abrazó a Julieta en un beso largo y dulce.
—Y las que sobran, yo se las devuelvo —dijo ella alargando el beso.
Fray Lorenzo carraspeó.
—Vengan, vengan conmigo y abreviemos. Con la venia de los dos, no los
puedo dejar solos hasta que los una la iglesia y haga de dos uno. Síganme.
Romeo y Julieta se tomaron de la mano y siguieron al fraile.
Escena 1

El calor se dejaba caer sobre la plaza de Florencia. Mercucio y Benvolio con


sus pajes entraron a ella.
Benvolio, renuente, pidió a Mercucio que se retiraran.
—Vámonos, Mercucio, te lo ruego. Hace mucho calor y si nos topamos con
los Capuleto seguro que pelearemos porque el calor hace hervir febril la
sangre.
—Tú sí que tienes el temperamento más acalorado de toda Italia. Si
hubiese dos como tú, pronto no quedaría ninguno, porque se matarían
mutuamente. Te has llegado a pelear con un hombre solo porque tosió en la
calle y despertó a tu perro, que dormía al sol. ¿No reñiste una vez con un
sastre por haberse puesto la chaqueta nueva antes de Pascua? ¿O con aquel
que se ató los zapatos nuevos con cordones viejos?
—Mercucio, si yo fuera tan pendenciero como tú, los derechos de mi
simple vida podrían comprarse por el precio de una hora y cuarto.
—¿Tu simple vida? El simple eres tú.
En eso vieron entrar a Teobaldo seguido por Petrucio y otros Capuleto.
Benvolio se estremeció.
—Aquí vienen… Te lo dije…
—No me importa nada —declaró Mercucio.
Teobaldo los detuvo.
El Príncipe no prestó atención a sus ruegos.
—Benvolio, ¿quién empezó esta riña? —preguntó.
—Teobaldo, señor. Romeo trató de que no pelearan, pero Teobaldo se
enredó con Mercucio y le lanzó una estocada hacia el pecho. Romeo gritó
que se detuvieran poniéndose entre los dos, pero, bajo el brazo de Romeo,
Teobaldo asestó un malévolo golpe que le quitó la vida a Mercucio. Romeo
ahora ya solo pensaba en la venganza y antes que pudiera yo separarlos, ya
Teobaldo había muerto y Romeo escapado. Esta es la verdad o que muera
Benvolio.
La señora Capuleto saltó, furibunda.
—¡Este es pariente de los Montesco! Romeo mató a Teobaldo. Haz
justicia. ¡Muera Romeo!
El Príncipe meditó.
—Romeo mató a Teobaldo, pero este a Mercucio primero. ¿Quién paga el
precio de tan noble sangre?
El señor Montesco rogó.
—Romeo no será, era su amigo. Su culpa ha sido hacer lo que habría hecho
la ley: matar a Teobaldo.
El Príncipe sentenció con premura.
—Por este acto, este agravio a Verona, lo exiliamos. Que se marche Romeo
o morirá si se le encuentra. No he de escuchar más excusas ni ruegos, ni
plegarias ni lágrimas repararán estos abusos. Asesina el perdón si al asesino
perdona. Ahora, retiren el cadáver y a sus casas que me cansa vuestra
violencia insana.
Escena 2

Julieta esperaba ansiosa las noticias de Romeo.


—Ven, noche, amor, tú, día de la noche. Dulce noche, ven y entrégame a
Romeo y cuando yo me muera, córtalo en estrellitas y el cielo lucirá tan bello
que todo el mundo se enamorará de la noche y olvidará el sol de fuego.
Vio entrar a la Nodriza con la escala de cuerdas.
—Ahí está mi ama. Solo oír “Romeo” en cualquier boca es poesía celestial.
¿Has traído las cuerdas?
La Nodriza demudada las arrojó a los pies de la cama de Julieta.
—¿Qué te pasa, ama? ¿Por qué esa cara?
La Nodriza rompió en llanto.
—Maldito día. Ha muerto, ha muerto, ha muerto. Estamos perdidas. Lo
han matado y está muerto.
—¿Tan maligno es el destino?
—Romeo, Romeo, Romeo. ¿Quién iba a imaginarlo? ¡Tu Romeo!
—¿Qué pasó? Si está muerto di sí y si no, di no, breves sonidos traerán mi
dicha o mi dolor.
La Nodriza lloraba y lloraba. Casi no se le entendía lo que hablaba.
—Vi la herida en su esforzado pecho. Un cadáver sangriento y lamentable,
blanco como la cera, con la sangre coagulada en su pechera. Me desmayé al
verlo.
Julieta se quebró.
—Rómpete, corazón ya destrozado. Vuelve a la tierra vil y ocupa junto a
Romeo un pesado féretro.
La Nodriza no hacía caso y seguía llorando.
—Teobaldo, Teobaldo, buen amigo… que yo haya de sobrevivir para verte
morir…
Julieta no entendía nada.
—¿Muerto Romeo? ¿Teobaldo asesinado? ¿Mi primo querido y mi amado
dueño?
La Nodriza se recuperó limpiando sus lágrimas.
—Teobaldo ha muerto, Romeo está exiliado. Romeo lo mató y fue enviado
al exilio. Fue así, por desgracia fue así. Todos los hombres son unos
engañosos y unos embusteros. ¡Que la vergüenza caiga sobre Romeo!
Julieta no sabía qué pensar ante tales noticias. ¿Mentira? ¿Verdad
infernal?
—Él no ha nacido para la vergüenza. La vergüenza se avergüenza de
posarse en su rostro.
—¿Vas a hablar bien de quien mató a tu primo?
—¿Voy a hablar mal de mi esposo? ¿Pobre amor mío, quién te defenderá si
yo, esposa de tres horas, ya mancillo tu nombre? Mi esposo vive, no lo mató
Teobaldo. Teobaldo ha muerto y él quería matarlo. Y si esto me consuela,
¿por qué lloro? Esa palabra, este “exiliado”, mata diez mil Teobaldos.
Teobaldo, Romeo, Julieta, todos han muerto. Nodriza… ¿dónde están mis
padres?
—Junto al cadáver, llorando y gimiendo. ¿Te acompaño donde ellos?
—¿Lavan sus heridas con lágrimas? Esconde esa escala de cuerdas. Iba a
ser sendero hasta mi cama, moriré doncella y enviudada. Ven, Nodriza, que
la muerte, y no Romeo, me tome en el lecho.
—No, señora. Quédate en tu alcoba. Traeré como pueda a Romeo para que
te consuele. Yo sé dónde puede esconderse. Vendrá esta noche. Voy a
buscarle a la celda del fraile.
Julieta se sacó el anillo y se lo pasó a la Nodriza.
—Búscalo y dale este anillo. Dile que me venga a decir su último adiós.
La Nodriza salió haciendo una breve reverencia y Julieta se dejó caer
llorosa sobre su cama, revuelto su corazón por encontrados sentimientos.
Escena 3

En la celda del fraile, Romeo entró apocado.


—Entra no más, te has casado con el infortunio —le dijo el fraile.
—¿Hay noticias? ¿Qué sentencia dictó el Príncipe? ¿El Juicio Final?
—Algo más leve: el destierro.
—¿Destierro? ¡Di muerte! ¡Exilio! Nada peor…
—Solo estás desterrado de Verona, paciencia, el mundo es ancho. Es casi
una gracia.
—Más allá de Verona no existe el mundo para mí. Es tormento y no
gracia. El cielo está donde vive Julieta. Y no puedo estar donde ella. ¿Dices
que el destierro no es la muerte? Me destrozas. ¿No tendrás un veneno, un
cuchillo afilado, nada para una muerte súbita? ¿Nada?

—Ya veo que los locos no tienen oídos.


—¿Por qué no, si los sabios no tienen ojos?
En eso golpearon la puerta.
—Escóndete, Romeo, que eres buscado en esta ciudad.
Romeo se metió bajo la cama de la celda del fraile.
—¿Quién golpea así?
—La Nodriza de la señora Julieta. Ábreme y te cuento.
Abrió la puerta y entró la Nodriza, siempre ansiosa, mirando a todos
lados.
—Santo fraile, dime, ¿está aquí Romeo, el señor de mi ama?
—Por ahí está en el suelo embriagado de lágrimas
—le señaló el cuerpo de Romeo.
—Pues está exactamente igual que mi señora. Gimiendo y sollozando sin
parar.
—Ven, levántate. Compórtate como un hombre —clamó el fraile.
—¡Nodriza! —dijo Romeo levantándose—. ¿Qué cuentas de Julieta? ¿No
pensará que soy un asesino? ¿Qué dice mi secreta esposa de nuestro amor
truncado?
—Solo llora, llama a Teobaldo, llama a su Romeo y vuelve a llorar
postrada.
—Es como si mi nombre la matase, lo mismo que mi mano mató a su
primo.
Romeo, angustiado, sacó su daga e intentó cortarse la muñeca, pero entre
Fray Lorenzo y la Nodriza lo
detuvieron.
—Detén esa mano desesperada. Julieta vive —lo reprendió el fraile—. Y
tú haciéndote daño. Por su amor morías hace poco. Teobaldo iba a matarte y
lo has matado tú. ¿Te matarás tú ahora? ¿Darías muerte al amor que creíste
honrar? Creí que tu ánimo era más fuerte. Quien así obra puede encontrar
un mal fin. Tienes suerte y no la ves. La ley acusadora te condena solo al
destierro: en eso tienes suerte. Ve a buscar a tu amor como acordamos, trepa
a su recámara y dale consuelo; pero vete antes que la guardia haga su
recorrido que ya no podrías huir a Mantua, tu destino. Quédate en Mantua
hasta que encuentre el modo de revelar tu boda, reconciliar a los parientes,
pedir perdón y volver con júbilo cien mil veces mayor que todos tus
lamentos al marcharte. Hazme caso, impulsivo, nervioso, enamorado.
—¿Le digo a mi señora que ya vas? —preguntó la
Nodriza.
—Por supuesto. Aunque ella me repruebe.
—Ah, me rogó que te diera este anillo —lo sacó de su delantal—.
Apresúrate que se está haciendo tarde. Adiós.
—Vuelven a renacer mis esperanzas…
Romeo sonrió mirando el anillo de Julieta. Se despidió de la Nodriza
mientras el fraile le daba instrucciones.
—Huye, antes del alba. Vete a Mantua. Buscaré a tu paje y él irá con las
nuevas de cuanto ocurra que te favorezca. O a un fraile amigo. Buenas
noches.
Romeo sonrió pensando en su futura noche con
Julieta.
—Buenas noches, Fray Lorenzo.
Escena 4

El matrimonio de los viejos Capuleto dejó entrar al conde Paris al salón.


—Es tarde ya y Julieta no bajará esta noche.
—No te preocupes, señor Capuleto, la aflicción no se presta a hablar de
amor. Señores Capuleto, encomiéndenme a vuestra hija.
—Lo haremos por la mañana bien temprano, ahora se ha recluido con su
pena. Yo comprometo formalmente la mano de mi hija. Creo que hará todo
cuánto se le ordene. Esposa, ve a verla antes de acostarte y dile cuánto la
ama el noble Paris, mi hijo. ¿Puedo llamarlo así? Dile que este mismo
miércoles… ¿Qué día es hoy?
—Lunes, señor —le dijo Paris.
—El miércoles tal vez sea muy pronto. Que sea el jueves. Dile pues, esposa
mía, que el jueves se casará con este noble conde. ¿Demasiado rápido? No
haremos mucha fiesta… apenas unos amigos… La muerte de Teobaldo es
muy reciente. ¿Qué opinan de este jueves?
—Ojalá fuese jueves mañana —suspiró Paris.
—Pues bien, pueden marcharse. Que sea el jueves. Esposa, anda a ver a
Julieta. Es tan tarde que pronto diremos que es temprano. Buenas noches.
Escena 5

Romeo y Julieta retozaban sobre el lecho. Romeo de pronto sintió la alondra


del alba en el jardín.
—¿Quieres marcharte ya? Aún no es de día —dijo
Julieta.
—Tengo que irme, mi amor. Debo irme y vivir, o aquí esperar la muerte.
—Quédate un poco más, aún es temprano.
—No, cuanta más luz, más negra es nuestra pena. Ven, ven muerte, yo te
saludo. Hablemos, amor mío, que el día duerme aún.
—No, no duerme —dijo Julieta.—Es la alondra que nos separa. Vete ya,
vete. Ligera, se aproxima la luz.
Golpeó la puerta la Nodriza inquieta.
—¿Qué pasa?
—Señora… tu madre se dirige hacia acá…
—Por donde entra la luz huye mi vida —dijo Julieta.
—Adiós, amor. Otro beso y desciendo.
Romeo comenzó a bajar por la escala de cuerdas colgada del balcón.
—¿Así te vas, amor, marido, amigo? Hazme saber de ti a todas horas
porque un minuto sin ti se me antoja un día.
—¡Adiós! No dejaré pasar ocasión de enviarte noticias mías, amor.
—¿Crees que volveremos a encontrarnos?
—Estoy seguro, sí, y lo que ahora sufrimos será dulce recuerdo en los días
por venir.
—Mi alma presiente tantos males… Me parece verte allá, en el fondo de
una tumba… ¿Estás pálido?
—La pena nos desangra. Un último beso, mi amor. Adiós, adiós, adiós.
—Gira tu rueda, fortuna, y devuélveme pronto a mi Romeo —se dijo
Julieta.
Romeo bajó perdiéndose en el jardín. Huía a Mantua.
Entró en la alcoba la señora Capuleto.
—¿Aún no te has acostado, hija? ¿La noche ya se ha ido y desvelada?
—¿A esta hora, madre, en pie? ¿Por qué causa estás aquí?
—¿Cómo estás, Julieta?
—No estoy bien, mamá.
—Aún estás llorando por tu primo.
—Quizás…
—No llores tanto por su muerte, llora porque el villano aquel sigue vivo.
—¿Qué villano, mamá?
—Aquel Romeo.
Julieta disimuló el espanto.
—Sí, mamá, y quisiera vengar a mi primo.
—Nos vengaremos, sí: no te preocupes. Enviaré a Mantua a alguien con
una pócima para que Romeo se reúna con Teobaldo.
—Muerto está… mi corazón… por mi buen primo… Si encuentras el
veneno, yo puedo llevarlo…
—Tú encuentra la manera y yo quien lo haga… pero he de darte también
alegres nuevas, hija mía
—¿De qué se trata?
La madre sonrió.
—Tienes un padre diligente. Para sacarte de tu tristeza ha preparado un
alegre día de bodas que ni tú esperas ni yo sospechaba…
—¿Qué día es ese? —se sobresaltó Julieta.
—Hija, el próximo jueves, muy temprano, el joven y gallardo Paris hará de
ti su afortunada esposa en la iglesia de San Pedro.
—Mamá, qué extraña prisa de casarme antes que el marido me corteje.
Dile a papá que no pienso casarme y cuando lo haga será con Romeo, a quien
sabes que odio, antes que con Paris… ¡Eso llamas buenas noticias!
—He ahí a tu padre. Díselo tú misma y ya veremos cómo se lo toma.
Entró el señor Capuleto.
—¿Aún llorando? ¿Te dijo mamá mi voluntad?
—Sí, se lo dije, mas no acepta. ¡Que la muy tonta se case con su tumba! —
exclamó su madre.
El padre se molestó.
—Vamos a ver, esposa, más lento. ¿Qué dices? ¿No aceptas? ¿No está
orgullosa, doña malcriada? Prepárate bien para acudir este jueves con el
noble Paris a San Pedro o yo te llevaré allí a rastras…
Julieta se postró de hinojos.
—Papá, te lo pido de rodillas, escúchame con calma, por favor.
El padre estaba furioso.

La Nodriza se interpuso.
—Hace mal en hablarle así, señor.
—Tú no te metas. Esto me vuelve loco. ¡A la horca con ella! ¡Rebelde!
¡Libertina! He intentado casarla bien y me responde “lo siento no me caso”,
“perdón”. Piénsalo bien, no estoy para bromas. El jueves está cerca, te
conviene. Si me haces caso, te entregaré al conde. Si no, cuélgate, mendiga
en la calle, pasa hambre y muérete, juro no reconocerte… ni te asistirá
ninguno de los míos.
Salió dando un portazo.
Julieta rompió a llorar.
—Mamá, no me rechaces. Retrasa esa boda solo un mes o una semana… Si
no, hagan mi cama en el sepulcro de Teobaldo…
—No me hables, hija irrespetuosa e ingrata, hemos terminado.
Y la vio salir.
—¿Nodriza, qué hago ahora? Mi esposo está en la tierra y en el cielo mi fe.
Consuélame, Nodriza.
—Bien, yo nada más te digo que Romeo está exiliado y es probable que no
vuelva más. Lo mejor es casarte con el conde. Es todo un caballero. A su lado,
Romeo es un muchacho. Créeme, este Paris te conviene más que el anterior,
porque, si no es mejor, el otro está ya muerto o como si lo estuviese: no
puedes hacer uso de él.
—¿Hablas de corazón? —le preguntó molesta Julieta.
—Con toda el alma o si no, que me muera.
—Amén.
—¿Qué?
—Ve a decirle a mi madre que me he ido a ver al fraile para que me
absuelva del pecado de ofender a mi padre.
La Nodriza sonrió y salió de prisa. Ya amanecía rotundamente.
—¡Maldita vieja! ¡Demonio! ¡Bruja! Vete, consejera, mi corazón y tú son
dos extraños. Me acercaré a pedir consejo al fraile; si todo falla, sabré tener
el poder de morir.
Y salió rabiosa camino de la iglesia.
Escena 1

En la iglesia, el conde Paris visitaba a Fray Lorenzo.


—¿Este jueves? —dijo el fraile—. Apenas queda tiempo.
—Mi padre Capuleto así lo ha decidido y no seré yo quien estorbe su prisa.
—Y dices que ignoras lo que ella siente. No es modo de proceder, no me
gusta.
El conde carraspeó.
—No para de llorar por Teobaldo, no he podido hablarle de mi amor. Su
padre cree peligroso que se deje vencer por el sufrimiento. Por eso
sabiamente acelera el matrimonio para que, feliz, cese su torrente de
lágrimas. Por eso la prisa.
En eso entró Julieta.
—Mire, conde, ahí viene la dama.
Paris hizo una reverencia.
—¡Mi señora y futura esposa, bienvenida!
—Eso sería, si casarme pudiera —masculló Julieta.
—Este “sería” será este próximo jueves, amor.
—Lo que ha de ser, será.
—Eso es muy cierto —intervino el fraile.
—¿Vienes a confesarte con el padre? —preguntó Paris.
—Si le contesto, me confieso con usted, conde.
—No le niegues al fraile lo mucho que me amas.
—Si lo hago así, será de más valor dicho a su espalda que a la cara.
—Pobrecilla… ¡Cómo han surcado las lágrimas tu bello rostro!
—No hay ofensa en la verdad y cuanto digo, lo digo cara a cara.
—Tu rostro es el mío y lo has calumniado.
—¿Padre? ¿Estás ahora libre o prefieres que vuelva tras la misa de la
tarde?
El fraile miró primero a Paris antes que contestarle a Julieta.
—Apenada hija, ahora tengo tiempo. Señor conde, hemos de estar un rato
a solas.
Hizo una nueva reverencia el conde.
—No estorbaré la devoción. Julieta, el jueves al alba iré a despertarte.
Adiós, pues. Acepta un casto beso.
Paris salió y el fraile cerró la puerta tras él.
—Conozco bien, Julieta, tu dolor. Supera las fuerzas de mi inteligencia.
Dicen que te casas el jueves, sin retraso, con el conde.
—No me cuentes qué dicen si no me explicas cómo he de evitarlo.
Contesta de prisa, pues deseo morir si en lo que dices no hallo alguna
solución y será una daga la única salida.

—Detente, se me ocurre cierta idea que exige cierta desesperación como


desesperada es nuestra causa. Si te atreves, yo tengo el remedio.
—Pídeme lo que quieras: que salte de una torre, que me oculte en nidos de
alimañas, que a un oso furioso me encadene, que me cubra con la osamenta
rota de los muertos o que me lance en una tumba recién hecha. Lo que me ha
hecho temblar de solo oírlo lo sabré ejecutar sin vacilar: seré la esposa sin
mancha de mi amor.
—Vamos con el plan entonces. Vete a casa y di con una sonrisa que
aceptas la boda con Paris. Mañana ya es miércoles, procura estar a solas por
la noche. Que la Nodriza no duerma en tu alcoba. Toma este frasco y una vez
en la cama bébete el licor destilado que contiene: advertirás que corre por
tus venas un humor frío y soporífero; el pulso demorará su marcha natural y
cesará, te pondrás fría como muerta y así estarás por cuarenta y dos horas
en esa forma idéntica a la muerte y al despertar creerás que ha sido un sueño
dulce. Cuando venga tu prometido por la mañana te encontrará muerta. Te
llevarán con tus mejores galas, en un ataúd descubierto, al panteón familiar.
Yo escribiré a Romeo contando nuestro plan y él volverá hasta aquí y esa
misma noche te llevará consigo a Mantua.
—¡Lo haré! ¡Lo haré! Y no me hables de miedo.
—Enviaré a Mantua un fraile enseguida con una carta para tu amor.
—El amor me dará fuerza y la fuerza ayuda. Adiós, querido padre.
Julieta, entusiasmada, salió llevando el bebedizo.
Escena 2

El señor Capuleto mandó llamar a su criado con una lista de invitados.


—¿Señor?
—Invita a las personas de esta lista. ¿Sabes leer?
—Sí, señor. Lo que no entienda alguien me lo hará
entender.
El criado salió.
Luego llamó a la Nodriza.
—¿Ha ido mi hija a ver a Fray Lorenzo?
—Sí, así es.
—Ojalá encuentre el modo de ayudarla. ¡Qué hija tan testaruda y
malcriada!
Apareció Julieta en la puerta.
—Aquí llega, feliz de confesarse.
—¿Qué tal, hija terca? ¿Dónde estabas?
Julieta se arrodilló.
—Me manda Fray Lorenzo que me postre y que te pida perdón, papá, por
un gran pecado de desobediencia. Perdón te pido humildemente. Seré más
dócil de aquí en adelante.
El señor Capuleto sonrió satisfecho.
—Así es como debe ser. Nodriza, llama al conde y que le den la noticia,
mañana mismo atamos este nudo. Válgame Dios, esta ciudad está muy en
deuda con este santo fraile.
—Nodriza… ¿me acompañas a mi alcoba para ayudarme a escoger lo más
apropiado para mi matrimonio?
La señora Capuleto, que escuchaba, interrumpió.
—Hasta el jueves hay tiempo de sobra, hija.
El señor Capuleto intervino.
—Ve con ella, hija, y mañana, a la iglesia.
Salieron Julieta y la Nodriza.
—Nos va a faltar el tiempo para tanto.
El señor Capuleto calmó a su esposa.
—Yo me ocupo, todo irá bien, te lo aseguro. Ve con nuestra hija, ayúdala a
vestirse. Hoy no dormiré, déjame solo. Por una vez haré de ama de casa. Yo
mismo buscaré al conde para prepararlo para mañana. ¡Me siento tan ágil
desde que se ha calmado la rebeldía de mi hija y ha sentado cabeza la
obstinada!
Escena 3

Julieta quedó a solas después de prometer portarse como debía. Pidió a la


Nodriza que se retirara y se despidió de su madre diciendo que iba rezar por
sus pecados.
—Solo Dios sabe cuándo volveremos a vernos —dijo para sí—. Yo sola
tengo que representar esta escena tan amarga.
Tomó el frasco que le había entregado Fray Lorenzo.
—¿Y si esta poción no me hiciese efecto? ¿Me tendré que casar en la
mañana? No, esto lo impedirá. ¿Y si el astuto fraile me hubiera entregado un
veneno fatal para matarme, temiendo que la boda lo deshonre a él por
haberme casado con Romeo? ¿Y si me despierto en la tumba antes que
Romeo pueda salvarme? ¿Y si me ahogo en la tumba? ¿Y si me vuelvo loca al
despertar encerrada entre los muertos de mi familia, viendo a Teobaldo en
su mortaja? Quieto, Teobaldo, estoy viendo a tu fantasma buscando
venganza. Romeo, Romeo, por tu amor bebo este filtro.
Bebió de un solo trago la poción que le había entregado el fraile y cerró los
ojos asaltada por el más poderoso sueño jamás vivido.
Escena 4

Temprano, de madrugada, comenzaron las labores en el palacio Capuleto


para la boda de Paris con Julieta. Corrían todos de un lado para otro por los
preparativos.
La madre de Julieta llamó a la Nodriza.
—Anda, despierta a Julieta y que se arregle. De prisa, que el novio ya está
aquí.
La Nodriza corrió hacia la alcoba de Julieta descubriéndola tirada sobre la
cama. Creyéndola dormida la sacudió.
—¡Julieta! Duermes como un tronco. ¡Señora! ¡Dormilona! ¡Corazón!
¡Vamos, novia! ¿Ni una palabra? ¡Cómo te aprovechas! Tú, duerme a pierna
suelta como para una semana que, esta noche, el conde Paris no descansará
para que no descanses. ¡Dios me perdone!
Rio de su broma y siguió sacudiéndola inútilmente.
—¡Qué sueño tan profundo! ¿Te dormiste vestida? Tendré que
despertarla. ¡Señora!
Abrió las cortinas para que le diera el sol en el rostro de Julieta.
La zamarreó con fuerza. Descubrió que no tenía aliento ni pulso y se
horrorizó.
—¡Socorro! ¡Mi señora está muerta! ¡Julieta está muerta!
Entró corriendo ante los gritos la madre de Julieta.
—¿Qué pasa?
—Mire, señora, que día tan aciago…
La señora Capuleto abrazó a su hija creyéndola muerta.
—¡Vida mía, abre los ojos! ¡Despierta, cielo, o moriré contigo! ¡Ayuda!
¡Ayuda! Pidan ayuda…
En eso entró sin saber nada el padre de Julieta, el señor Capuleto.
—Traigan a Julieta —dijo—. Ya está aquí el feliz novio…
—¡Ha muerto nuestra hija, ha muerto! —lloraba la madre.
—¡Está muerta! —lloraba también la Nodriza.
El padre abrazó a su hija.
—Ha escapado la vida de sus labios. Está fría. Ya no hay sangre en sus
venas. La muerte ha convertido en pura escarcha lo que era la más dulce flor.
Entraron el noble Paris y Fray Lorenzo.
—Amigos, la muerte me la quita, me acongoja, me ata la lengua y no me
deja hablar.
—¿Qué pasó? —preguntó Paris—. ¿Está la novia lista para irnos?
Fray Lorenzo fingió sorpresa y horror.
El padre de Julieta lloraba, desgarrado.
—Para irse sí, pero para no volver jamás. Ahí está, flor desflorada por la
muerte. La muerte ya es mi yerno, mi heredero, se ha casado con mi hija.
Moriré dejándoselo todo, todo es suyo.
Paris no entendía nada. La señora Capuleto aullaba de dolor.
—¡Maldito día! ¡Jamás una hora tan terrible!
La Nodriza se unía a los lamentos.
—¡Día lamentable y doloroso, el más triste de cuantos he vivido!
Paris explotó en rabia y angustia.
—¡Burlado, divorciado, herido, muerto! Muerte, me has engañado y me
has vencido. No hay vida, sino amor en muerte.
Fray Lorenzo trató de calmar los ánimos.
—Nada arreglan todos estos lamentos. El remedio para el dolor no habita
en el llanto. Julieta ahora es cosa del cielo. Está en la vida eterna. Sequen sus
lágrimas, cúbranla de romero y llévenla al templo con su mejor traje.
El señor Capuleto estaba furioso de dolor.
—¡Pobres preparativos de la fiesta! Las guirnaldas adornan ahora un
cadáver, la boda se convierte en funeral. Haremos lo que nos pides, Fray
Lorenzo.
—Que todos se dispongan a acompañar los restos a la tumba. Por algún
mal que hemos hecho nos castiga el cielo; no provoquemos a su voluntad
suprema. Es el designio del cielo.
Fray Lorenzo los vio salir de la habitación.
Escena 1

Romeo despertaba algo inquieto en Mantua.


—Si he de creer en los sueños aduladores, mis sueños presagian buenas
nuevas. He soñado que mi amor me encontraba muerto… ¡qué extraño que
los muertos sueñen! Y sus besos me daban vida y yo resucitaba y era el rey
del mundo.
Miró por la ventana de su habitación la veloz llegada de su criado Baltasar
galopando.
—¡Noticias de Verona!
Corrió escaleras abajo.
Baltasar lo miró con seriedad.
—¿Te ha dado alguna carta Fray Lorenzo? ¿Cómo está mi señora? ¿Y mis
padres? ¿Y mi Julieta? Nada puede estar mal si ella está bien.
Baltasar respiró hondo antes de hablarle.
—Si es así, ella está bien, nada está mal. Su cuerpo duerme dentro del
sepulcro de los Capuleto y su espíritu inmortal vive con los ángeles. Vi con
estos ojos cómo la enterraban en la cripta y acudí enseguida a Mantua.
Perdona las noticias.
—¿Es verdad eso que me cuentas? Toma papel y tinta y alquílame un
caballo. Partimos hoy mismo.
—Romeo, ten paciencia, de verte temo una desgracia.
—¿No te dio ninguna carta el fraile?
—Nada —dijo Baltasar.
—Trae una montura. Vete y vuelve pronto.
Baltasar salió a buscar un animal.
Romeo se quedó cavilando.
—Julieta, hoy mismo yaceré contigo. Ya veré el modo. Hay un boticario
harapiento que vive por aquí. El pobre desgraciado me venderá el veneno.
Ahí lo veo. ¡Boticario!
El pobre hombre, cargando frascos y pócimas, escuchó el llamado desde su
carromato.
—¿Quién me llama?
Romeo saltó por la ventana hacia él.
—Necesito un veneno que quien lo tome, de vivir hastiado caiga muerto
con la rapidez de la pólvora y la violencia de un cañonazo.
—Tengo drogas así, pero en Mantua la ley castiga con la muerte a quien
las venda.
—Olvida tu pobreza, rebélate y acepta esto —dijo Romeo y le pasó
cuarenta ducados.
—Lo acepta la pobreza, no el deseo.
El boticario sacó de entre sus bolsas una pequeña botella con un bebedizo.
—Mezcla esto con un líquido cualquiera y tómalo. Vencería la fuerza de
veinte hombres de un solo sorbo. Morirás de inmediato.
—Ahí tienes el oro, peor veneno que trae más muertes al mundo por
codicia que este pobre filtro prohibido. Adiós, pobre boticario. Compra
comida y engorda. Ven conmigo, licor, que no veneno. Tengo lo que necesito
para estar junto a mi amada. En la tumba de Julieta, allí te beberé.
Escena 2

Fray Lorenzo estaba en su celda cuando sintió que lo llamaba Fray Juan.
—Bienvenido, Fray Juan —lo hizo pasar—. ¿Qué te ha dicho Romeo?
—Nada. No pudimos llegar. Nos detuvieron. Los guardias creyeron que
veníamos de una casa infectada por la peste y no nos dejaron entrar en
Mantua.
—¿Y la carta a Romeo?
—No la pude entregar. La tengo aquí.
—Desesperada situación. Destino adverso. Si esa carta no llega a su
dueño, puede causar un grave daño. Consígueme una barra de hierro. Tengo
que ir al panteón de los Capuleto. Búscala, pronto…
Salió Fray Juan. Fray Lorenzo se tomaba la cabeza a dos manos.
—Dentro de tres horas despertará Julieta y va a angustiarse cuando sepa
que Romeo no tiene la menor idea de lo sucedido. Le escribiré de nuevo a
Mantua y ocultaré a Julieta en mi celda hasta que él venga. ¡Pobre cadáver
viviente, encerrada en una tumba con los muertos!
Escena 3

El conde Paris entró con su paje al cementerio buscando el panteón de los


Capuleto. Llevaba flores, agua perfumada y una antorcha.
—Llévate la antorcha, chico, y sal. No quiero que me vean. Dame las flores
y vigila si viene alguien.
El paje se movió hacia la puerta del sepulcro asustado de cruzar el
cementerio, mientras Paris esparcía flores en la puerta de la tumba.
—Cada noche vendré para rociarte con agua perfumada o con mis
lágrimas.
—Alguien se acerca, conde.
—¿Quién me interrumpe en mi rito de llanto y flores? Ocúltame, noche.
Emergieron de la oscuridad con una antorcha Romeo y Baltasar con un
azadón y una palanca.
—Dame las herramientas. Toma esta carta y entrégala a mi padre. No
importa qué veas ni qué oigas, no me interrumpas ni me detengas. ¿Por qué
desciendo a este lugar de muerte? Para ver a mi señora, pero también para
rescatar algo valioso que me urge. El anillo que nos une. Márchate ya. A esta
hora mis instintos son feroces.
—Me voy, señor, no te molestaré más.
Romeo sacó una bolsa con todo el dinero que llevaba.
—Toma esto y vete. Es tuyo. Vive y prospera.
Baltasar no entendía nada.
—Más vale que me esconda —se dijo—. Temo por sus actos.
Romeo empezó a forcejear para abrir la tumba.
Paris lo distinguió reconociéndolo.
Baltasar se adelantó.
—Romeo me entregó esta carta.
El Príncipe leyó el relato de Romeo, su compra al boticario y cómo creyó a
Julieta muerta.
—Esta carta avala al fraile. ¡Montesco! ¡Capuleto! ¡Cómo castiga el cielo
vuestra enemistad! Yo también he perdido dos parientes, a Mercucio y a
Paris. El castigo ha caído sobre todos.
El señor Capuleto estiró su mano al señor Montesco, ambos demudados
de dolor.
—Dame la mano, hermano Montesco. Va en la mía la dote de mi hija, no
puedo pedir ni dar nada más.
—Yo sí puedo y debo darte más: levantaré una estatua en oro puro de la
leal y fiel Julieta.
—Y yo a Romeo erigiré otra igual como expiación de nuestra cruel
enemistad.
Se abrazaron compartiendo sus desgracias.
La luz de la mañana entró tímida al panteón
El Príncipe pidió a todos que salieran.
—Paz lúgubre trae el nuevo día —sentenció—. Unos serán perdonados,
otros tendrán su castigo. Pero jamás hubo historia tan penosa como esta de
Julieta y de
Romeo.
Y el sol salió, más triste que nunca.
Marco Antonio de la Parra.
Escritor
Autor chileno nacido en 1952. Comparte la profesión literaria con el
ejercicio de la psiquiatría y la docencia. Es un reconocido dramaturgo, y ha
cultivado también el ensayo y la narrativa breve.
Ha obtenido el Premio Max, de España, a la figura teatral de
Hispanoamérica, el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura en la
categoría Teatro, y la Beca Guggenheim. Actualmente es Director Artístico
del Teatro de la Universidad Finis Terrae.
En Loqueleo ha publicado, además, los libros El año de la ballena (The White
Ravens 2002), El cuaderno de Mayra, El año que nos volvimos todos un poco
locos y, junto a Rodrigo López, Hamlet.
Rodrigo López.
Ilustrador
Nació en Santiago, en 1979. Es ilustrador profesional. Ha colaborado en las
publicaciones Blanco Experimental, Zombies en La Moneda, Historietas del
Sótano, Mandanga y Taco de Ojo, entre otras para Chile, Argentina, España y
México. En el año 2012 fue galardonado con el premio a “Mejor Dibujante”
en el festival FIC Santiago. En 2013 publicó el libro La mano izquierda en
Chile y Argentina. En 2016, Celeste Buenaventura: La leyenda de la Quintrala y
en 2017, Mañana se reirán de otro. En Loqueleo ha publicado, junto con
Marco Antonio de la Parra, Hamlet y Macbeth, y con Andrés Kalawski, Una
fiesta.
Aquí acaba este libro
escrito, ilustrado, diseñado, editado, impreso
por personas que aman los libros.
Aquí acaba este libro que tú has leído,
el libro que ya eres.

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