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Monstruos del nazismo

Los personajes más oscuros y siniestros


Monstruos del nazismo: Los personajes más oscuros y
siniestros de la Historia / AA.VV - 1a ed - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Vi-Da Tec, 2023.
Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-799-374-5

1. Nazismo. I. AA.VV.
CDD 940.53

© Leamos, 2023
Conversión a formato digital: Numerikes
Acerca de Monstruos del nazismo

¿Quiénes fueron los personajes que hicieron uno de los capítulos más
oscuros de la Historia? Tras la figura de Hitler se erigieron otros jerarcas
nazis, menos conocidos pero igual de siniestros que su máximo líder. Juntos
ejecutaron uno de los mayores y más horrendos crímenes contra la
Humanidad: el Holocausto.
Goebbels, Hoess, Mengele, Eichmann, Bormann, Göring, Fegelein -el
cuñado de Hitler- y Walter Kutschmann, entre otros, fueron las mentes
detrás del oscuro plan para matar a más de 15 millones de personas. Pero,
entre el sadismo y el horror, se esconden sus verdaderas personalidades,
cómo llegaron a ser hombres de confianza del Führer y los secretos más
atroces.
Monstruos del nazismo recoge textos de plumas magistrales para contar
qué pasaba en el círculo íntimo de Hitler pero también su infancia y sus
amores. Además, los excesos, los experimentos más aberrantes, los secretos
mejor guardados de la Segunda Guerra Mundial y las últimas horas del
régimen en el poder. ¿Cómo fue la huida de nazis prófugos en Sudamérica?
¿Cuál fue la relación de los jerarcas nazis con Perón y la Argentina? En
definitiva, un libro para pensar el poder, sus líderes y su monstruosidad.
Índice

Cubierta
Portada
Créditos
Acerca de Monstruos del nazismo
Retratos de una época oscura
El Holocausto: El mayor y más horrendo crimen de la historia de la
humanidad
Auschwitz, la atroz fábrica de muerte: de los primeros prisioneros
convertidos en Kapos al sadismo de su comandante
A 90 años de la llegada de Hitler al poder: una historia de ambición,
venganza y el anticipo del horror
“La noche de los cuchillos largos”: cuando Hitler ejecutó a sus propios
hombres para consolidar su poder
Hitler privado: los maltratos de su padre, la hermana que ocultó y la
trágica relación incestuosa con su sobrina
Las últimas horas de Hitler: el terror a caer en manos de los rusos y el
caos de sexo y alcohol de sus fanáticos
El suicidio de Hitler y Eva Braun: balas, cianuro, una foto de su madre en
la mano y la “fiebre erótica” del búnker
El diario íntimo de Eva Braun: enamorada de Hitler y amante ignorada,
eligió morir con él en el búnker
Atroces “experimentos”: el médico que inyectaba químicos en los ojos de
los niños y nafta en las venas de los adultos
Mengele, el Arco de la Muerte y otras historias trágicas sobre el fútbol en
los campos de concentración nazis
Mengele, sus escondites, su buena vida en Sudamérica y las “dos
muertes” del sádico médico de Auschwitz
Bormann, el fin del misterio sobre el diabólico secretario de Hitler y el
estremecedor hallazgo de su esqueleto
Rudolf Höss, el nazi que quiso ser cura y terminó en la horca por ser un
asesino de masas
Hermann Göring, el nazi que saqueó a las víctimas del Holocausto para
pagar sus lujos excéntricos
Rudolf Hess, el “niño mimado” de Hitler y la locura detrás del misterio
mejor guardado de la Segunda Guerra
Colgado de un cable atado a una ventana: así murió Rudolf Hess, el
último nazi que sentía fascinación por Hitler
A 80 años del vuelo secreto de Rudolf Hess, el hombre sin alma:
verdades y mitos de uno de los grandes misterios del nazismo
Eichmann en la Argentina, el genocida protegido que nunca buscó
esconderse
El juicio a Eichmann, el arquitecto del Holocausto: cómo buscó justificar
el horror y su noche final antes de la horca
El enigma del cuñado de Hitler: fue ejecutado por orden del Führer o
vivió escondido en Argentina y Brasil
El criminal nazi que encontró en Miramar el periodista Alfredo Serra,
pero nunca atrapaba la justicia argentina
El derrumbe del imperio nazi, el cadáver de Hitler quemado con gasolina
y la rendición incondicional de Alemania
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Retratos de una época oscura

Por Patricia Suárez

El libro que leerán está escrito en un lenguaje claro y puede ser leído por
cualquier lector interesado, tenga o no una exhaustiva experiencia en la
Historia. Pueden leerlo sin temor a los golpes bajos ni a descripciones
detalladas de asesinatos y torturas que linden lo macabro, no porque no
hayan existido sino porque la información está por sobre el amarillismo.
Aquí no hay una enumeración de batallas que termine por marear al lector
sino que hay una narración de los hechos, focalizando en los protagonistas.
Hitler, Goebbels, Hoess, Mengele, Eichmann, Bormann, Göring, Fegelein,
el cuñado de Hitler, y un menos conocido Walter Kutschmann, quien acabó
sus días relativamente tranquilo en una Miramar soleada en la Argentina.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y hasta la caída de las Torres
Gemelas, la pregunta clave acerca de cómo un puñado de jerarcas nazis
pudo matar a millones de personas le quitaba el sueño a más de uno. Como
si fuera poco, la cuestión no era solo el asesinato de inocentes, mujeres
embarazadas y niños; a ello se agregaba el uso sistemático de la muerte y
haber vuelto mero “objeto de productividad y de recaudación” un cuerpo o
a un cadáver. Mientras los prisioneros pudieran trabajar dentro de los
campos y fueran productivos para los nazis se les permitía vivir. Un
cadáver, a su vez, era una fuente de piezas de oro de su dentadura, de grasa
en su cuerpo -si había-, y también de cabellos. Hasta entonces, el mundo no
había convivido con una civilización que pusiera en marcha un modo
sistemático para enriquecerse con la muerte.
¿Cómo pudo pasar algo así? Muchos de los sobrevivientes de los campos
de concentración acabaron suicidándose al cabo de años o décadas porque
no soportaron el peso de la pregunta. ¿Eran los nazis unos simples
monstruos? ¿Esas personas estaban locas? Y si eran monstruos, ¿por qué la
gente no los detectó a tiempo para detenerlos?
Cien años atrás, en 1923, Adolf Hitler intentó un golpe de Estado para
hacerse con el gobierno de Alemania. Fue a la cárcel y allí escribió su
ideario: Mi lucha. Para cuando salió de prisión se convirtió en la cabeza del
Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, ganó las elecciones y así
arrancó la tragedia. Nadie podría haber vaticinado que tras ese intento
fallido, ese hombre podía desatar la masacre más sanguinaria del siglo XX.
Pero lo hizo. No estaba solo sino apoyado y sostenido por compañeros -o
secuaces, como prefieran llamarlos – y el plan no se forjó en un solo día. El
resultado todos lo conocemos: las infames cámaras de gas del Holocausto
adonde perdieron la vida 6 millones de judíos, y un total de 15 millones de
personas en los campos de concentración. En definitiva, una guerra en la
que se calcula que murieron 55 millones de personas y un continente
partido en dos.
Quienes llevan adelante cada capítulo de este libro poseen una vasta
trayectoria en el oficio de informar. El primer texto pertenece al gran
periodista Adolfo Serra, autor de varios libros -uno de ellos específicamente
sobre el nazismo – y dueño de una carrera dentro del cuarto poder. Cuando
llamamos “cuarto poder” al periodismo, lo hacemos pensando en gente
como él, que puede abrir los ojos a una sociedad. Desafortunadamente,
Serra falleció unos pocos años atrás: el capítulo que él escribe en el libro
fue una nota publicada en Infobae en 2019.
“El Holocausto: el mayor y más horrendo crimen de la historia de la
humanidad” es la cita que usa Alfredo Serra para abrir su artículo.
Comienza con Winston Churchill a la cabeza y termina igual. No en vano.
A lo largo de estos ensayos, el lector se interiorizará en que los crímenes
de nazismo no fueron organizados por ciudadanos comunes sino que se
trató de hombres del poder, políticos y militares, quienes manipularon a la
sociedad con la demagogia o con el terror, para tener a la gente bajo control.
Ni siquiera los kapos (presos que fueron utilizados para realizar trabajos
administrativos dentro de los campos de concentración) eran ciudadanos
comunes obrando según su sadismo particular, y el excelente artículo de
Matías Bauso sobre ellos narra con detalle la historia de los primeros treinta
delincuentes que fueron enviados en marzo del ‘33 a Dachau, el primer
campo de concentración nazi. Estos 30 kapos tuvieron que tatuar los
números, desde el 31 al 758, de los prisioneros políticos que allí se
hallaban. La idea no surgió tras un plebiscito a la población sino que un
político militar o civil de los que estaban en el poder decidió que 30 presos
eran la franja social ideal para someter a otros presos. Bauso da una cabal
idea del horror cuando menciona los partidos de fútbol que se jugaron en
los campos de concentración. Remarco aquí una aclaración de Bauso: los
prisioneros no jugaban al fútbol por solaz y para pasarlo lindo, porque
obviamente estaba prohibido en Auschwitz. Jugaban para hacérselo pasar
lindo a los equipos alemanes. Los equipos de los prisioneros tenían que
jugar poniendo toda su energía y entusiasmo y, si perdían el partido, podían
perder la vida, literalmente. La clase de diversión que tenían en mente los
romanos cuando construyeron sus circos, dos milenios atrás.
I.

La vida privada de Adolf Hitler y sus allegados genera curiosidad. Cuando


pensamos que era un demonio queremos conocer a quienes lo rodearon
desde más cerca, porque tal vez allí esté la clave. Alberto Amato y Daniel
Cecchini indagan en la infancia y los amores de Adolf. Cuentan que el
padre le daba azotes y que el mismo Hitler declaró en Mi lucha haberse
hecho un temple de acero contando los azotes en lugar de echarse a llorar,
como cualquier niño. Cinco de sus hermanos murieron en la niñez, y de los
sobrevivientes, Paula y él llegaron a adultos. A Paula no la soportaba y
hasta le pidió que cambiara su apellido; sí, en cambio, sentía inclinación por
su media hermana Ángela a quien nombró ama de llaves de su casa de
descanso “Nido de Águila”.
A tal punto la quería que su hija, Geli –diminutivo de Ángela– se
convirtió en el amor de su tío Adolf, cuando ella contaba 17 años y él, 36.
Hitler no se casó con ella y hay quien dice que ni siquiera tenía relaciones
sexuales con la sobrina, sin embargo la joven permanecía encerrada en su
jaulita de oro en Berlín. Hacia 1931, Geli se pegó un tiro en medio del
pecho con la pistola de su tío. El suicidio se tapó y Adolf no pareció
demasiado atribulado, sobre todo porque un tiempito antes había conocido a
Eva Braun, una adolescente de casi 18 años. Ella fue su compañera e
intentó suicidarse dos veces durante la relación con él. Por cierto, Goebbels,
el ministro de propaganda, había pedido a Hitler que la mantuviera
escondida ya que era mucho mejor mensaje para el pueblo: “El Führer tiene
un solo amor, una sola novia, una sola esposa: Alemania”.
El final de Hitler en el búnker fue la apoteosis de la locura. La
megalomanía y la paranoia le eran propias. La crónica de los últimos días
narrada en este libro desde diferentes puntos de vista pone en primer plano
no sólo la paranoia del Führer, sino la de aquellos encerrados con él. Por
ejemplo, Magda Goebbels, que envenenó a sus seis hijos cuando supo de la
inminente llegada de los rusos.
Hay dos momentos donde sale a luz el mesianismo de Hitler. El primero,
cuando se niega a negociar la rendición y acusa de traidores a todos los que
le piden que lo haga para salvar vidas. El segundo, cuando dentro del
búnker le piden que piense en su sucesor como mandatario de Alemania y
lo comunique por teléfono. El Führer responde con pena que no puede
elegir a nadie para ese cargo que no sea él mismo. Estos dos momentos
bastan para sospechar. No obstante, no nos dejemos llevar por facilismos.
Ni los malos tratos ni los abusos en la infancia ni los amores
desencontrados determinan las acciones criminales de una persona. Me
gustaría recomendar la lectura de un poema de Wylslawa Szymborska,
ganadora del Premio Nobel de Literatura. Se titula Primera fotografía de
Hitler y allí no hay nada más que un bebé hermoso como cualquier otro, un
bebé cuya vida son chupete y biberón y donde no se oyen los aullidos de los
perros ni los pasos del destino.

II.

Que las últimas palabras de Adolf Eichmann antes de ser colgado en la


horca hayan sido: “¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria!”, son
para ponerle los pelos de punta a cualquier argentino. La huída a
Sudamérica de los nazis prófugos fue tomada por criminales de alto y bajo
rango. En este libro se encontrarán con el relato del recorrido de Adolf
Eichmann. Con motivo del 25 de mayo de 1962, un comando israelí que
dijo venir a celebrar los días patrios argentinos se llevó a Eichmann
disfrazado de militar israelí y sujeto por varios agentes del Mossad que lo
hicieron pasar por borracho. Luego fue juzgado y ejecutado en Jerusalén.
El camino de Josef Mengele, “el ángel exterminador”, médico cirujano
que experimentaba con gitanos y con gemelos, también pasó por Buenos
Aires. Vivió durante algún tiempo en el barrio de Florida, bajo el apellido
“Gregor” y, al enterarse del secuestro de su compañero, huyó a Paraguay
primero y a Brasil después. En una playa del Estado de San Pablo tuvo una
muerte “linda”, por llamarla así, respecto de la que él daba a sus víctimas
con el bisturí. Estaba metiéndose en el agua, cuando un ACV lo derribó de
golpe y partió antes de tocar el suelo, sin conocer la agonía.
Muchos de los prófugos nazis habían entrado al país gracias a la
aquiescencia del primer gobierno de Perón. En su capítulo del libro, Alberto
Amato cita: “Una información muy curiosa lo pone en contacto con Perón.
La historia le fue narrada a Uki Goñi por el periodista Tomás Eloy
Martínez, que reporteó en profundidad a Perón en su exilio en España, en
1970. Cuenta Goñi que Tomás Eloy Martínez le reveló que Perón le había
contado que, en los años 50, visitaba la Quinta de Olivos (que era entonces
residencia de fin de semana de los presidentes, la residencia oficial estaba
en la calle Austria, donde hoy se alza la Biblioteca Nacional) un alemán
“especialista en genética”, que solía contarle sus supuestos y raros
experimentos científicos. Aquel hombre había ido a despedirse de Perón
porque un cabañero paraguayo le iba a pagar una fortuna para mejorar su
ganado. “Me mostró -dijo Perón- las fotos de un establo que tenía por allí
cerca del Tigre, donde todas las vacas le parían mellizos”, cuenta Goñi en
La auténtica Odessa. Tomás Eloy, que olía una noticia a la distancia, quiso
saber quién era aquel misterioso alemán. Y Perón: ‘¿Quién sabe…? Era uno
de esos bávaros bien plantados, cultos, orgullosos de su tierra. Espere, si no
me equivoco, se llamaba Gregor. Eso es, el doctor Gregor’”.
También el cuñado de Hitler, esposo de la hermana de Eva Braun, parece
haber desembarcado de un submarino en el puerto de San Julián, Santa
Cruz. Se llamó Hermann Fegelein, y según algunas fuentes podría no haber
sido fusilado por los rusos cuando intentó escapar del búnker -tal la versión
oficial -sino darse a la huida y acabar sus días en San Pablo, Brasil.
Monstruos del nazismo cierra con el caso de Walter Kutschmann, alto
militar de las SS y oficial de la Gestapo, que fue localizado en Miramar,
Argentina, nada menos que por el periodista Alfredo Serra en dos
ocasiones. Una fue para la revista Gente en 1975 y no suscitó mayor
conmoción. La segunda, en 1985, movilizó lo suficiente como para que se
firmara una orden de captura y extradición, aunque la misma no llegó a
ejecutarse: Kutschmann murió días antes en el Hospital Fernández de
Buenos Aires.

III.

El libro que tienen ante sus ojos termina con una nota del periodista Juan
Bautista “Tata” Yofre sobre cómo fue el final de Adolf Hitler. Como
mencioné antes, el libro empieza y termina con Churchill, para muchos un
héroe de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, Yofre planta en el lector
la semillita sobre la probidad de los políticos, que nada tiene que ver con la
fama o la imagen que logran proyectar. Yofre comenta que la Guerra Fría
empezó cuando un teniente coronel soviético, Yurasov, ordenó a sus
soldados que destruyeran todo al entrar en Alemania. Que no dejaran en pie
nada de una fábrica, ni nada -¡ni siquiera un orinal! - que pudieran utilizar
luego los aliados. Mientras esto ocurría, Winston Churchill pensaba llegar
hasta Moscú y tomarla con la Operación Impensable (el plan británico para
atacar la URSS). Tal vez el general estadounidense George Patton también
tuviera su plan, pero no llegó aún hasta nuestros oídos.
El Holocausto: "El mayor y más horrendo
crimen de la historia de la humanidad"

Por Alfredo Serra

“Después de Auschwitz es imposible escribir poesía”.


(Primo Levi, 1919-1987, escritor italiano sobreviviente del más atroz de los campos nazis de
exterminio).

El Holocausto, la Shoá (en hebreo, “Catástrofe”), se acerca a sus 80 años, si


se tiene en cuenta el primer y brutal acto del nazismo: la invasión a Polonia,
el primer día de septiembre de 1939, inicio de la Segunda Guerra Mundial a
partir de las blitzkriegs (guerras relámpago), que no se detendrían hasta que
las fuerzas aliadas empezaron a desvanecer el sueño de Adolf Hitler: un
Tercer Reich dueño del planeta Tierra durante mil años.

Pero la cáscara traslúcida del huevo dejó ver a la serpiente y su furia una
mañana de 1904 en la Escuela de Artes de Viena cuando el alumno Hitler,
de 16 años, hasta entonces un vagabundo sin destino, vio naufragar su
delirio de convertirse en un gran artista…
El profesor, devolviéndole sus dibujos y pinturas, lo sepultó:
–Usted, Herr Hitler, no tiene futuro. Sus figuras carecen vida. Parecen
edificios. Tal vez debería probarse como arquitecto…
La sorna de esas últimas palabras lo cegó de odio.
En adelante, deambuló, aunque era enemigo del alcohol, por cervecerías
de Munich y Berlín, atento a las encendidas discusiones políticas generadas
por la crisis de Alemania, derrotada en la primera gran guerra y condenada
por el Tratado de Versalles a pagar una deuda colosal.

Por fin, el 16 de octubre de 1919, empezó a hablar sobre los enemigos que
acechaban al país –a pesar de ser austríaco, no alemán–, y ante la
indiferencia de los parroquianos, vociferó:
–¡¿Hay alguien que me oiga?!
Silencio en todas las mesas frente a ese joven esmirriado, imberbe, sin
más pelo en la cara que un ridículo bigotito chaplinesco, que empezó
hablando de Lohengrin, Parsifal, el Valhalla, la pureza de la raza
alemana…, y acabó maldiciendo a los judíos:
–¡Se nutren de nuestra sangre y de nuestro trabajo! ¡Son parásitos! ¡Hay
que acabar con ellos! ¡Son el verdadero enemigo!

Muchos, atónitos, abandonaron el local. Pero muchos otros se quedaron.


La mecha estaba encendida…

El 30 de enero de 1933, después de una breve condena a prisión por


encabezar disturbios –lapso que destinó a escribir Mein Kampf (Mi Lucha),
la biblia del nazismo, ascendió a su primer trono: Canciller de Alemania.
Primera puntada de una de las tramas más siniestras de la historia: el
apaleo a los judíos a cargo de los fanáticos de las juventudes hitlerianas, sus
camisas pardas y sus brazaletes con la cruz gamada, el espanto de “La
noche de los cristales rotos” –destrucción de los comercios judíos–, y el
prólogo jurídico del Holocausto: leyes que los apartaron del sistema
educativo, el trabajo, la vida nacional…, y en 1935, las Leyes de
Nüremberg, que los convirtió en apátridas y los envolvió en una nube
canalla: considerarlos una raza…, cuando el realidad son un pueblo, una
cultura y una religión, por otra parte optativa.
Pero los planes de Hitler acerca de ellos no acabaría allí. El 2 de
septiembre, apenas invadida Polonia, el jefe de Seguridad de las SS,
Reinhard Heydrich, puso en marcha en Varsovia el primer gueto judío
urbano. Miles de familias aisladas, sin derechos, y vigiladas por los esbirros
nazis y sus fusiles de gatillo fácil…

La noche de los cristales rotos

En 1940, la misma suerte corrieron los judíos de las naciones ocupadas por
las hordas nazis: Noruega, Dinamarca, Bélgica, Francia, los Países Bajos…,
y un trágico símbolo de la Shoá: apertura de un campo de concentración en
Auschwitz…
Auschwitz fue el mayor centro de exterminio nazista, un millón trescientas mil
personas fueron detenidas ahí.

Pero la máscara aún no había caído del todo. El 20 de enero de 1942, en una
conferencia en Berlín, calle Grossen Wannsee números 56/58, y ante 13
funcionarios de todas las áreas, se “discutió” –un eufemismo– la solución
final de la cuestión judía: es decir, “la aniquilación completa de los judíos
europeos”.
No todos los presentes estuvieron de acuerdo (algunos opusieron vallas
legales), pero la decisión estaba tomada de antemano: tanto, que en el
verano del mismo año, las cámaras de gas de 6 campos de exterminio ya
funcionaban a pleno. El gas Zykclon B, un pesticida que mataba humanos
en pocos minutos, se llevó casi 3 millones de judíos…
Pero el delirante mito de la pureza aria no se conformó sólo con masacrar
judíos. Sufrieron y murieron del mismo modo los gitanos, los homosexuales
y los deformes, venenosas semillas capaces de alterar a los descendientes de
Lohengrin y Parsifal… Y también los negros, los comunistas… ¡y los
Testigos de Jehová!
Si el Mal admite prodigios, la Solución Final fue un ejemplo de diabólica
eficiencia: en pocos meses, 37 campos de exterminio repartidos en media
Europa, con predominio de Alemania, fueron construidos, puestos en
marcha –algunos con nombres imposibles de olvidar: Auschwitz, Sobibór,
Dachau, Flossenburg, Bergen-Belsen, Buchenwald, Treblinka…–, y
terminada la guerra, se calculó que en esas pavorosas barracas habían
muerto 15 millones (hombres, mujeres, niños), de los cuales 6 millones eran
judíos.
En el famoso libro The Holocaust Chronicle (en la Argentina, Crónica
del Holocausto, Ed. El Ateneo), tal vez la obra más completa –mil páginas–
sobre lo que Winston Churchill definió como “El mayor y más horrendo
crimen de la historia de la humanidad”, se lee: “En la gélida mañana del 3
de noviembre de 1943, las SS y sus colaboradores nazis rodearon a los
judíos de Trawniki, Poniatowa y Majdanek, Polonia. Hicieron marchar a
hombres, mujeres y niños hasta unas grandes fosas. Entonces, mientras
atronaban con música unos altavoces para acallar los disparos y los gritos,
fusilaron a 18 mil judíos. Orgullosos del trabajo de aquel día, los sádicos
verdugos denominaron a esa barbaridad, “Enterfest”: el Festival de la
Cosecha”.
Cerrada la farsa de la conferencia sobre la Solución Final, el jefe del
operativo, Hermann Göring, ordenó al SS Reinhard Heydrich la
planificación general de la masacre, y a Adolf Eichman la creación del
sistema de transporte (trenes y camiones) de los judíos hacia los campos de
exterminio.
Pero por sobre ellos, y debajo de Hitler, el bastonero de la muerte fue un
mediocre soldado alemán que había combatido en la primera gran guerra
sin pena ni gloria, pero de ambición y astucia sin límites: Heinrich
Himmler, el híper director del espanto de aquellos campos de la muerte…
Su mente enferma, más la bestialidad de los encargados de las barracas,
creó los fusilamientos masivos y la muerte en las cámaras de gas hacia la
que los prisioneros caminaban desnudos creyendo que serían bañados
después de los eternos viajes en vagones de tren abarrotados, sin ventanas,
sin agua, sin comida…
Mientras, otro criminal con aires de científico –una especie de Doktor
Frankestein–, Joseph Mengele, martirizaba a los prisioneros con sus
experimentos en busca del hombre y la mujer “de raza aria pura” para que
tuvieran relaciones sexuales que darían como fruto perfectos ejemplares
humanos destinados a propagar nazis ideales por el mundo.
Para ello usaba seres vivos y cadáveres. A los últimos, si eran judíos de
ojos azules, les extirpaba esos órganos y los coleccionaba en grandes
frascos.
Según sus esotéricas teorías, la raza perfecta debía salir de la unión de
parejas sin falla física alguna, de modo que creó una serie de instrumentos
para medir las dimensiones de los huesos y otras características. Si alguno
de los conejos de Indias humanos no respondía a los cánones de
perfección…, los desechaba. Serían pasto de balas o de cámaras de gas, y
convertidos en cenizas en los hornos crematorios. En muchos casos, se
obligaba a los prisioneros a cavar sus propias fosas antes de morir
fusilados…
¿Por qué no, si Hitler, en sus discursos, repetía "deteniendo a los judíos
estoy luchando por la obra de Nuestro Señor"?
Desde luego, miles, millones de cadáveres fueron transformados en
próspera industria. Judíos y no judíos. Una vez muertos, y antes de su
destino de fosa o de horno, se les incautaban los zapatos, los infames
uniformes a rayas blancas y grises, y las piezas de oro de sus dientes.
Cuero, tela, metal, llevados a la enésima potencia, llenaban depósitos, y
luego eran reciclados, vendidos, o robados por algunos jerarcas…
Recordó en sus memorias MarieVaillant-Couturier, valiente mujer de la
Resistencia francesa, prisionera en Auschwitz: “Una noche nos despertaron
unos gritos horrorosos. Y al día siguiente supimos por los del
Sonderkommando (unidades de trabajo) que el día anterior se les había
acabado el gas Zyklon B, y arrojaron a los niños, ¡vivos!, a los hornos”.
Un mundo y un tiempo sin esperanza, a pesar de las palabras de la joven
y célebre mártir Ana Frank, muerta a los 16 años en el campo de Bergen-
Belsen: “Nosotros, los judíos, no debemos exteriorizar nuestras emociones,
debemos ser valientes y fuertes, debemos aceptar todos los inconvenientes y
no quejarnos, debemos hacer lo que esté en nuestras manos y confiar en
Dios. En algún momento esta terrible guerra acabará. Con seguridad
volverá el momento en el que otra vez seamos un pueblo, y no solamente
judíos…”.
La escritora judeo-alemana Hannah Arendt (1906-1975), en su libro de
1951 Los orígenes del totalitarismo, acuñó una frase inolvidable y mil
veces analizada, no siempre con lucidez: “la banalidad del mal”.
Recuerda, en relación a la historia de Adolf Eichman, que vivió en un
suburbio de Buenos Aires desde el fin de la guerra hasta el 11 de mayo de
1960 bajo el falso nombre de Ricardo Klememt. Capturado ese día por
agentes israelíes, y juzgado y ahorcado en Jerusalén en 1962, fue un
factótum de la Solución Final: nada menos que el encargado de la red de
transportes de judíos hacia los campos de la muerte.
Y escribió Arendt: “Este criminal nazi no era un fanático antijudío, ni un
genio del mal, ni un loco que sintiera placer por ser responsable de la
muerte de millones de personas. No era estupidez: era una curiosa y
auténtica incapacidad de pensar. Para él, la Solución Final era un trabajo,
una rutina cotidiana con buenos y malos momentos. No lo atormentaron
problemas de conciencia. Su pensamiento fue totalmente absorbido por la
organización y administración que le encomendaron. Estamos ante un
nuevo tipo de maldad: el burócrata terroríficamente normal”.
Como recordó el documentalista ruso Mikhail Room, discípulo del genial
Sergei Einsestein, en su film El fascismo cotidiano, aquellos criminales de
los campos eran como oficinistas. Cumplidas sus ocho horas de trabajo, y
después de matar a miles de seres humanos, volvían a su casa, a su mujer, a
sus hijos, a sus perros, a sus rosas recién regadas, a sus discos de música
alemana, a su apetitosa cena, como cualquier hombre normal: la otra cara
del espanto. Tal vez la peor, la más peligrosa, porque cumple órdenes
diabólicas ordenadas por su jefe, e ignora la diferencia entre el Bien y el
Mal. Una pata herida de su perro lo preocupa más que los miles de seres
humanos a quienes, horas antes, les cerró la puerta de la cámara de gas y
accionó la palanca…
Esa “nightmare”, esa palabra que Borges decía que era aún peor que
“pesadilla”, su traducción correcta, no duró los mil años prometidos por el
führer en su borrachera de sangre: respiró apenas entre 1939 y 1945. Y en
su caso, hasta el 30 de abril del año final, cuando se suicidó con bala y
veneno, igual que Eva Braun, su mujer, en una Berlín en ruinas y en un
búnker alguna vez inexpugnable y al final un castillo de naipes.
Pero un final dentro de ese final probó –y probará por siempre– la
demencia de los mesianismos políticos: Magda, la mujer de Joseph
Goebbels, el todopoderoso ministro de Propaganda del nazismo, antes de
matarse junto a su marido… ¡envenenó a sus seis hijos! para que no
vivieran en una Alemania derrotada.
Sin embargo, como cáscara de cebolla, hubo otro final, narrado por
Simon Wiesenthal en su imprescindible libro Los asesinos están entre
nosotros. Según él, ya liberados los campos de exterminio, habló junto a un
arroyo con uno de los jefes nazis. Con cierto temor, pero confiado, ya que
“era el que mejor me había tratado”.
Y sucedió este diálogo:
–Dígame, Wiesenthal…, si mañana lo llevaran a Nueva York, por
ejemplo, y alguien le preguntara cómo era la vida en el campo de
concentración, ¿qué le diría?
–No sé… Supongo que la verdad.
–No lo intente.
–¿Por qué?
–Porque no le creerían, lo tomarían por loco, y hasta lo internarían en una
clínica.
–No comprendo por qué…
–Porque sólo los que vivimos aquí sabemos lo que pasó. Nadie más, en
todo el mundo, puede imaginarlo…

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 27 de enero de 2019.


Auschwitz, la atroz fábrica de muerte: de los
primeros prisioneros convertidos en Kapos al
sadismo de su comandante

Por Matías Bauso

Eran treinta hombres sin ilusión, fuera de la ley, sentían que sobre ellos caía
una maldición más. Mientras viajaban en ese tren desde Sachsenhausen no
sabían qué les esperaba. Los acompañaban el hambre, la sed y el temor.
Todos tenían antecedentes criminales de gravedad. La urgencia del traslado,
la falta de explicaciones y su pasado oscuro auguraban que lo que venía no
sería fácil ni bueno.
Los recibieron con hostilidad. El lugar estaba alejado de todo. Las
instalaciones parecían haber sufrido el paso de alguna catástrofe natural.
Techos caídos, paredes raídas, puertas arrancadas. El tiempo y el descuido
habían erosionado esos viejos graneros. Las órdenes de los soldados
llegaron en forma de gritos, golpes y empujones. A las pocas horas ya
estaban trabajando. Con pocos materiales trataban de arreglar lo mejor
posible esos barracones inmensos. Ninguno entendía la urgencia. Tampoco
entendían quién podía llegar a vivir ahí más que ellos treinta que se habían
caído del sistema hace tiempo, que eran percibidos (hasta por ellos mismos)
como irrecuperables. Lo descubrieron tres semanas después.
El pesado ruido de una locomotora los hizo dejar sus tareas un momento.
Vieron salir de los vagones a cientos de personas, estragadas por el viaje
desde Tarnow en condiciones inhumanas. Los treinta que estaban mirando,
hombres duros, curtidos, se impresionaron con esas imágenes. Pero al poco
tiempo ese paisaje se volvió tan frecuente que se acostumbraron. Esos
treinta delincuentes comunes, delincuentes profesionales, se dieron cuenta
que con la llegada de los nuevos prisioneros su status se modificaba. Los
oficiales nazis los mandaron a tatuar a los recién llegados. Del número 31 al
758. Auschwitz, la peor fábrica de muerte creada alguna vez por el hombre,
se ponía en marcha.

Prisioneros judíos trasladados desde Holanda a Auschwitz.

El 22 de marzo de 1933 se puso en marcha Dachau, el primer campo de


concentración de la era hitleriana. Adolf Hitler había llegado al poder a
principio de ese año. Apenas un centenar de prisioneros. Presos políticos.
Comunistas de Munich. Conservan sus ropas, su pelo, no son tatuados. Las
instalaciones son deficientes pero el trato aún está dentro de los límites de la
humanidad. Los presos escribían cartas, fumaban cigarrillos que les
compartían algunos de los guardias y se alimentaban con comidas que
cubrían sus necesidades. Quienes los vigilaban eran policías que agradecían
haber sido trasladados a un puesto tan tranquilo. Pocas semanas después
todo cambió. Las SS tomaron a su cargo el campo y las condiciones de
conducta adquirieron una rigidez inusitada.
El 12 de abril de 1933, Erwin Kahn y otros tres dirigentes comunistas
fueron asesinados por la espalda. Los disparos los alcanzaron cuando se
opusieron al maltrato de uno de los guardias. Ellos fueron las primeras
víctimas de Dachau y del sistema concentracionario. En 1945, cuando los
lager sean desmantelados definitivamente y el nazismo derrotado, las
víctimas llegaban a 11 millones.
Siete años después de la apertura de Dachau se pondría en
funcionamiento otro de los tantos campos de concentración que el Tercer
Reich desparramó por todo el territorio que iba ocupando. En un lugar
alejado de poblados, una especie de descampado gigante con unas pocas y
vetustas instalaciones. Auschwitz. Puso a su cargo a Rudolf Höss, un
arribista, un ambicioso que no conocía límites. En poco tiempo las
instalaciones se multiplicarían. Los detenidos empezarían a llegar sin cesar.
Y las muertes a producirse de una manera brutal y cotidiana.
En el momento en que se decidía la localización del nuevo campo de
concentración, alguien propuso de un asentamiento que estaba en las
afueras de Cracovia, a unos 40 kilómetros de la ciudad, que había sido
usado durante la Primera Guerra Mundial para alojar temporalmente a los
trabajadores que iban camino hacia Alemania. Después fue utilizado por el
ejército polaco y en 1939, en medio de la invasión alemana, se alojó por un
breve periodo a un grupo de prisioneros políticos.
Unos meses después, ya en 1940, alguien se acordó de Auschwitz. Luego
de una inspección llevada a cabo por oficiales de la SS, se analizaron una
serie de ventajas y desventajas. Los inconvenientes eran varios: las
instalaciones requerían mucho trabajo para ser puestas en condiciones, eran
demasiado antiguas y estaban abandonadas, en un estado deplorable; las
aguas del subsuelo eran de poca calidad; el sitio estaba muy alejado; la
ubicación entre dos ríos, el Vístula y el Sola, convertía al terreno en víctima
constante de inundaciones.
Sin embargo, los expertos de la SS encontraron también varios puntos a
favor que, finalmente, determinaron que el campo se instalase allí. La
lejanía, mirada desde otro punto de vista, podía transformarse en una virtud;
significaba la posibilidad de alejarse del escrutinio ajeno, ese
distanciamiento permitiría poder actuar sin levantar demasiadas sospechas.
También pesó a favor de la elección final que hubiera algún tipo de
estructura levantada; creyeron que eso se traduciría en menos trabajo para
montar las instalaciones. Otro elemento importante fue la enorme extensión
de tierra con la que contaban por si deseaban ampliarlo. Pero el factor
decisivo, el que provocó la radicación del nuevo campo fue que quedaba
cerca de un centro ferroviario; de esa manera los trenes cargados de
prisioneros llegarían sin mayores dificultades.
Al momento de la creación de Auschwitz, la población de los campos de
concentración nazis ya era superior a 30 mil presos. Por eso salieron a
buscar nuevos lugares. Ese número, unos pocos años después, parecería una
nimiedad. Sólo en Auschwitz fueron asesinadas más de un millón de
personas.
Apenas recibió la noticia de su nuevo nombramiento, el orgullo invadió a
Höss. Era, sin dudas, un ascenso. Pero también un desafío. Montar un
campo de concentración no era tarea para cualquiera. Si a Rudolf Höss,
flamante comandante a cargo de Auschwitz, le hubieran dado a elegir,
habría elegido un terreno pelado, vacío de toda edificación, empezar de
cero. Aquí debía acondicionar barracas abandonadas, graneros deteriorados
y caballerizas con las estructuras en estado de putrefacción. El trabajo de
poner en marcha esas instalaciones derruidas sería mayor.
Pocos días después de recibir el nombramiento llegó a su nuevo destino
laboral. Era el 4 de mayo de 1940. Con él arribaron otros oficiales de bajo
rango. Pidió más colaboradores pero se los negaron. La guerra exigía todos
los recursos posibles. Debía arreglárselas con lo que tenía a mano. Höss
estaba disconforme con su segundo y con el intendente del campo. Pero esa
falta de acuerdo entre ellos, las diferencias, no eran algo casual. Estaban
calculadas en el diseñado imaginado desde la cúpula de Reich. Ese odio,
esa bronca solapada aseguraban una paridad en las voluntades a cargo de la
conducción. De esa manera, unos se controlaban a otros, la desconfianza y
ese equilibrio de diferencias, le aseguraban a sus superiores enterarse de las
cosas importantes; todos estaban dispuestos a traicionar al otro. Y el recelo
mutuo y persistente evitaba que se relajaran. El plan criminal necesitaba
que todos estuviesen alertas.
A fines de 1940, la población de Auschwitz ya era de 8 mil detenidos.
Luego el número crecería exponencialmente. Las instalaciones crecían a
medida que llegaban los trenes repletos.
Auschwitz llegó a tener tres grandes complejos diferenciados y decenas
de campos satélites. Auschwitz I fue este sitio original que terminó siendo
utilizado como la sede administrativa del complejo. Auschwitz II o
Birkenau fue el campo de exterminio. El lugar del que se salía por la
chimenea. Allí estaban las cámaras de gas, los crematorios, la más cruel
fábrica de muerte creada por el hombre en el siglo XX. El tercer sector era
Auschwitz III- Monowitz, un campo de trabajo esclavo con fábricas que se
dedican a suministrar elementos para la guerra.
El 20 de mayo de 1940 llegaron los primeros prisioneros. Tan solo
treinta. Delincuentes comunes, gente de avería que, ante la falta de recursos,
la dirección de campos le enviaba a Höss para que se pusieran a sus
órdenes. La mayoría eran alemanes. Nada nuevo. Era un modelo que
provenía de otros establecimientos.
Esos treinta serían los primeros Kapos, los que siendo prisioneros
sojuzgarían al resto de los prisioneros, los que descargaron su sadismo y
cuota de poder sobre otros de su misma condición. Los Kapos, una
institución que sería vital en Auschwitz, debían mantener la disciplina y
asegurarse de exprimir a los prisioneros a su cargo. Los oficiales nazis les
imponían la obligación de que la gente a su cargo tuviera una determinada
capacidad de trabajo, una productividad. Esa era la exigencia.
Pero no había normas de conducta para ello. Los Kapos tenían vía libre
para sojuzgar, maltratar y hasta matar a los que no fueran productivos (o a
los que no les cayeran en gracia). Son varios los testimonios que afirman
que muchos de ellos terminaron con la vida de prisioneros a patada limpia.
El que no se mostrara duro con sus subordinados sería destituido. Ninguno
que se excediera en su crueldad recibía sanción. Primo Levi en Los
Hundidos y los Salvados categoriza a los Kapos. Señala que los primeros
convocados eran “reos comunes sacados de las cárceles, a quienes la carrera
de esbirros ofrecía una excelente alternativa a la detención”.
Los treinta prisioneros pioneros de Auschwitz ejercieron esa cuota de
autoridad, inestable y aplicada contra alguien infinitamente debilitado, que
les otorgaba el poder nazi en la primera ocasión que tuvieron. El primer
contingente de prisioneros, 728 polacos que arribaron el 14 de junio,
provocaron el ascenso inmediato de esos treinta delincuentes. Casi todos los
recién llegados eran jóvenes acusados de subversión, de llevar adelante
acciones anti alemanas. En minutos la ropa que traían se cubrió de su propia
sangre. El recibimiento fue un buen anticipo de lo que les esperaba.
El lugar crecía a medida de la demanda. El orgullo de Höss era conseguir
que su campo fuera el más grande, el que mejor satisficiera los deseos del
Führer. Al año y medio de su apertura ya era el principal campo de
concentración. Había modificado su fin inicial tal como afirma Nikolaus
Wachsmann en su monumental Una historia de los campos de
concentración nazis: “Hoy, Auschwitz es sinónimo de Holocausto, pero en
sus orígenes se construyó para imponer el dominio alemán sobre Polonia”.
Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, había trabajado antes en
Dachau y en Sachsenhausen. Había realizado el cursus honorum
concentracionario hasta llegar a lo más alto del escalafón. De esas
experiencias previas trajo varias ideas e instituciones que replicó en
Auschwitz. Una de las cosas que quiso copiar de su antiguo trabajo en
Dachau fue el cartel de entraba al campo. Arbeit Macht Frei. El trabajo los
hará libres. No había ironía en el mensaje. Tan sólo cinismo. Tampoco era
una promesa que ya sabían que iban a incumplir; no había sido puesto con
la intención que quienes entraban allí creyeran que si trabajaban duro
podrían llegar a ser liberados. Nada de eso. Era una especie de mensaje que
hoy llamaríamos new age, un llamado al sacrificio personal, al trabajo
incansable como forma de liberación personal. Aunque, posiblemente, no
haya que buscarle demasiado sentido. Y tan sólo se tratara de la ambición
de Höss de copiar el cartel que su antiguo superior había puesto en Dachau.
Höss rebuscó entre el primer cargamento de prisioneros que llegó al
campo provenientes de la cárcel de Tarnow. A esos les tocaría, en jornadas
de trabajo de hasta 20 horas de extensión, montar las instalaciones del
campo y refaccionar las que ya existían. En ese primer contingente encontró
a Jan Liwacz, un herrero de 42 años. Liwacz había sido detenido en octubre
de 1939; en esos meses lo habían paseado por varias cárceles polacas hasta
que lo destinaron a Auschwitz dentro del primer contingente. En los
primeros días tuvo que hacer barandas, rejas y otras estructuras. Hasta que
una tarde, el comandante del campo le encomendó una tarea especial. Debía
confeccionar el cartel de entrada. Liwacz forjó una a una las letras y creó el
soporte. Pero en el momento final quiso dejar su marca en el trabajo, quiso
deslizar un sutil gesto de resistencia. Puso al revés B de Arbeit. Y así
perdura hasta hoy.
Auschwitz inauguró una modalidad. Y fue la de instalar el trabajo
esclavo y agotador desde el inicio de sus operaciones. El modelo fue
copiado por el resto de los lager que se abrían a lo largo del territorio del
Tercer Reich. Todos los prisioneros debían trabajar en la construcción del
campo. Con sus propias manos y esfuerzo debían erigir los lugares que
servirían para su sometimiento y asesinato. Construían los caminos, las
rejas, instalaban los alambres de púas, erigían las barracas en la que
dormían hacinados. Ya desde el principio la alimentación y el abrigo eran
deficientes y la exigencia laboral desmedida. Las muertes se convirtieron en
algo cotidiano, en una posibilidad cierta, en un destino inminente.
Luego de esos treinta delincuentes comunes que arribaron en mayo de
1940, más de un millón cien mil personas fueron destinados a Auschwitz.
Alrededor de un millón de ellos fue asesinado. Judíos, polacos, gitanos,
opositores, comunistas, prisioneros de guerra, homosexuales,
discapacitados.
Fueron casi cinco años de locura asesina, de perfeccionar un método
criminal inédito.
En los últimos meses de guerra el apetito homicida no estaba saciada.
Cientos de miles de húngaros fueron masacrados en esas instalaciones.
Ante la llegada del Ejército Rojo, las autoridades abandonaron el lugar
obligando a todos los detenidos que podían tenerse en pie a partir con ellos
en un peregrinaje demencial que provocó la muerte de decenas de miles.
El 27 de enero de 1945, el ejército soviético ingresó al campo. Sus
soldados no podían creer lo que veían.
Víctor Kemplerer, escritor y filólogo alemán, fue una de las tantas
víctimas del nazismo. Perseguido, perdió su trabajo y su vivienda. Escribió
La Lengua del Tercer Reich, una obra maestra. Sus Diarios muestra esos
años con un nivel de verdad y de perspicacia difícil de alcanzar. Las citas
que se pueden extraer de sus textos son casi infinitas. En una entrada de
noviembre de 1933, muy pocos meses después de que se inaugurara
Dachau, el primer campo de concentración y muchísimo antes de que los
campos de concentración y exterminio integraran un extendido complejo
cuyo fin inmediato era el asesinato de masas, Victor Kemplerer escribió:
“En el futuro, creo, cuando se use el término campo de concentración,
pensaremos en la Alemania de Hitler, sólo en la Alemania de Hitler”.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 20 de mayo 2021


A 90 años de la llegada de Hitler al poder:
una historia de ambición, venganza y el
anticipo del horror

Por Matías Bauso

Hoy se cumplen 90 años del día que cambió la historia contemporánea. Fue
el primer gran paso hacia el horror. El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue
nombrado Canciller. Después de más de una década de búsqueda, el líder
del partido nazi llegaba al poder.
Ya nada volvería a ser igual.
La noche del 30 de enero de 1933 Berlín se llenó de gente. Marchaban
con aire marcial pero en el filo del desborde. Vociferaban y cantaban.
Llevaban antorchas que blandían en el aire y encendían la oscuridad.
Algunos estaban de negro, otros de uniforme. Estaban celebrando la llegada
al poder de su líder. Hitler miraba a la muchedumbre autoiluminada desde
un balcón. Se lo veía satisfecho y feliz. Y decidido. Pero no sólo se trataba
de festejos. Esa masa era un aviso del futuro. Era la manifestación que
profetizaba la llegada del autoritarismo y del horror. De lo que le esperaba a
los alemanes que no pensaran como ellos y al resto del mundo.
A veces los grandes movimientos históricos, aquellos que van a alterar la
vida de millones de personas, que van a marcar las décadas futuras, no son
fruto de una gran preparación, de un movimiento estratégico brillante y del
cálculo sofisticado. En ocasiones lo que más influye es la inconcebible
ambición personal de uno o dos, la vejez de otro, las cuestiones personales,
el egoísmo, el azar, y hasta un mal cálculo: subestimar al demente, creer
que esa locura lo hace débil, en vez de fortalecerlo.

Las consecuencias de la Primera Guerra Mundial

Después de la Primera Guerra Mundial y del Tratado de Versalles,


Alemania debió atravesar la derrota, la escasez y la humillación. La derrota
tuvo altos costos humanos, económicos y morales. De a poco el país
pareció salir del pozo. En 1925 fue nombrado presidente Paul von
Hindenburg, un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la
población y por el resto de la clase política, casi la única esperanza.
Adolf Hitler ingresó al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán
(NSDAP) al poco tiempo de su creación. Avanzó muy rápido en su
estructura. Se hizo conocer a fuerza de ansias de figuración, su oratoria
vivaz y convincente, y su audacia que alcanzaba muchas veces la categoría
de temeridad. La gente lo seguía. Hablaba en actos públicos y en las
cervecerías. En 1923 encabezó un intento de golpe de estado fallido. Fue
detenido y condenado a prisión. Lo que para otro hubiera significado el
ocaso de su carrera política, para él constituyó un trampolín. El poco tiempo
que pasó en prisión lo utilizó para escribir (y dictar) Mi Lucha.
En 1925 fue amnistiado. A partir de ese momento intentó acercarse al
poder. El Partido nazi era una fracción minoritaria del electorado. Muy
minoritaria. En las elecciones legislativas de 1928 consiguió sólo 12
escaños, obtuvo 800.000 votos. Pero al año siguiente todo cambiaría. El
Crack del 29 arrasó a la clase trabajadora alemana, como a la de otras partes
del mundo. La crisis económica fue feroz. En pocos meses el desempleo se
convirtió en una pandemia. Millones de desocupados tratando de subsistir,
de conseguir de alguna manera el alimento diario para su familia. Ante ese
panorama, la clase política tradicional quedó desautorizada. Los que
ganaron espacio fueron los que encarnaron los discursos radicalizados, los
extremos del arco político, los que prometían medidas enérgicas, cambios
abruptos y que encontraban enemigos tangibles a los que apuntaban y
deseaban destruir: el Partido nazi y el Partido Comunista. Las dos
propuestas multiplicaron por veinte sus votos previos.
El comunismo llegó a tener el 30% del electorado. El partido nazi de la
mano de Hitler creció en forma exponencial. Fue el partido que más votos
sacó en las elecciones legislativas 1932. Llegó al 37% de los votos. Sin
embargo no pudo alcanzar la mayoría necesaria para formar gobierno. Y en
la elección presidencial fue vencido en segunda vuelta por Hindenburg, que
ya anciano con 83 años, no pudo, según deseaba, retirarse: le pidieron que
se presentara porque era el único capaz de frenar a Hitler.

La maquinaria de propaganda nazi

Hitler y Goebbels pusieron en marcha un nuevo sistema proselitista.


Subidos a lo que producía esa oratoria histérica y siempre asertiva, que
eludía los giros formales con los que los políticos se solían expresar y
ahondando en las heridas, en las llagas, de la desesperante situación
económica no sólo utilizaron panfletos y carteles con sus propuestas e
invectivas contra los oponentes. Hitler, gracias al novedoso esquema
diseñado por Goebbels, llegó hasta cada gran ciudad y distrito importante
alemán. Con un avión viajaba a las poblaciones y entraba en contacto
directo con el electorado. Era el único que lo hacía.
El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder
narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los
equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de 1933.
Y aclara que Hitler no tomó el poder, en el sentido de haber forzado las
instituciones, sino que le fueron abiertas las puertas del gobierno. Y él
aprovechó la ocasión.
Los gobiernos alemanes eran muy inestables. Nadie conseguía los apoyos
legislativos necesarios y la situación económica atroz añadía incertidumbre.
Había elecciones cada pocos meses y los gobernantes duraban muy poco en
el poder. Esa insatisfacción fue aprovechada por Hitler que era muy mal
mirado por el resto de la clase política. Si quería acceder a un puesto de
decisión debía tejer algún tipo de alianza. Pero eso parecía, la menos
durante gran parte de 1932, como algo imposible. Él no era partidario al
diálogo y no había ningún contrincante político que lo respetara o que
confiara en él. Pero esa situación varió.
A finales de 1932 Franz von Pappen es desplazado de la cancillería.
Podía tratarse de otra víctima de su tiempo, alguien que no pudo resistir por
las turbulencias de esos días. Pero von Pappen jugaría un papel crucial. Su
reemplazante, y principal causante de su caída, fue Kurt Von Scheilcher. No
se trató de una intriga palaciega más: fue una traición en la que los
sentimientos estuvieron involucrados.
Scheilcher había sido el mentor, el impulsor de la carrera de Von Pappen:
el maestro derrocó al discípulo. A partir de ese momento, Von Pappen –
conocido por ser un maestro de la rosca política, de la intriga: lo llamaban
“El diablo con sombrero de copa”-, cegado por el odio de y el afán de
revancha, de venganza, empezó a confabular para que Scheilcher tuviera el
mismo destino que él. Así se reunió con Hitler y le propuso apoyarlo a
cambio de conservar varios cotos de poder.
Para Von Pappen parecía un plan perfecto. Se ganaba el favor de quien
tenía la base electoral más amplia, el que manejaba un lenguaje público
moderno, y al mismo tiempo ejecutaba su venganza contra su flamante
enemigo. Von Pappen confiaba en su experiencia política y en sus contactos
para ser el poder en las sombras, para ser el que manejara a Hitler una vez
que asumiera. Y, eventualmente, se quedaría más adelante, cuando las aguas
se aquietaran, con el puesto de canciller. O, tal vez, con el de presidente
cuando von Hinderburg muriera. Von Pappen y el resto de los políticos
conservadores fueron contra sus principios, y hasta casi contra su intuición,
empujados por sus errores: el afán de venganza y la subestimación de su
rival, el menosprecio de la ambición insaciable de Hitler.
Mientras esto sucedía, Hitler presionaba. Von Hindenburg evitaba a toda
costa ceder a los radicalizados, pero tampoco podía continuar cambiando de
canciller y de gabinete cada pocos meses. Necesitaban previsibilidad. Y
eso, se creía, sólo podía darse a través de un acuerdo político ante tantas
fuerzas fragmentadas.

Hitler llega al poder

Una reunión del 22 de enero fue decisiva, el último paso. Varios hombres
del presidente decidieron traicionarlo. Se daban vuelta y apoyarían a Hitler.
Von Hindenburg, que hasta ese momento resistía las presiones para permitir
el acceso de Hitler al poder, quedaba solo y casi sin salida. Scheilcher
perdía el poco sustento que le quedaba, sus pies estaba en el aire. Su final
era cuestión de días.
Hindenburg y Hitler en un desfile. El presidente alemán debió aceptar nombrar
canciller a su enemigo político pese a que se resistió durante un largo tiempo
(Photo by Culture Club/Getty Images).

Hitler tenía el camino allanado. Pero debía soportar restricciones. Al no


conseguir llegar al poder sólo con sus votos, por sus propios medios, hacía
que tuviera que aceptar los condicionamientos que le imponían sus socios
ocasionales. Sólo tenía dos ministros que le respondían totalmente (uno de
ellos, Goebbels, sin cartera fija) y se promulgó una ley que determinaba que
el canciller no podía ocupar el cargo de presidente, una manera de proteger
la figura y la influencia de Von Hindenburg y de limitar a Hitler.
Von Hinderburg lo nombró canciller al confirmarse el apoyo de los
conservadores pese a su resistencia. Suele haber un equívoco en la
interpretación o en el recuerdo de estos hechos. Se suele decir que Hitler
llegó al poder a través de los votos. Esto no es estrictamente cierto. Su
partido era el más votado en ese momento pero fue elegido canciller por
von Hinderburg. Pero tampoco accedió a través de un golpe de estado ni
ilegalmente. La manera en que fue nombrado respetaba los preceptos
constitucionales de Alemania. Ya a partir de 1934, a través de leyes que le
daban el poder absoluto y que aniquilaban derechos sociales y a grupos
étnicos, se convirtió en un gobierno autoritario y criminal.
El 30 de enero los partidarios nazis salieron a festejar a las calles.
Marcharon con antorchas, celebrando y hasta atemorizando al resto. Ese fue
el primer aviso de que lo que vendría sería diferente a lo que se había vivido
hasta el momento. Los gobiernos que se sucedían no habían provocado ese
entusiasmo.
En los meses siguientes Hitler les demostró el error que habían cometido.
Aquellas promesas de campaña, que hablaban de grandeza, de recuperar el
territorio perdido en la guerra anterior, de limpieza racial, de regresar a lo
germánico y que se referían a la eliminación de lo distinto, estaba dispuesto
a cumplirlas. El incendio al Reichstag, la Noche de los Cuchillos Largos, la
Ley Habilitante, la eliminación y proscripción de los opositores, las
medidas antisemitas, el desarrollo de las fuerzas paramilitares y su
incorporación a la estructura formal del estado, las leyes arbitrarias que sólo
estaban destinadas a darle más poder.
En menos de un año, Hitler ya estaba asentado en el poder y el Tercer
Reich y la matanza atroz se habían puesto en marcha.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 29 de enero 2023


“La noche de los cuchillos largos”: cuando
Hitler ejecutó a sus propios hombres para
consolidar su poder

Por Daniel Cecchini

“En esa hora yo era responsable de la suerte de la nación alemana, así que
me convertí en el juez supremo del pueblo alemán. Di la orden de disparar a
los cabecillas de esta traición y además di orden de cauterizar la carne cruda
de las úlceras de los pozos envenenados de nuestra vida doméstica para
permitir a la nación conocer que su existencia, la cual depende de su orden
interno y su seguridad, no puede ser amenazada con impunidad por nadie.
Y hacer saber que, en el tiempo venidero, si alguien levanta su mano para
golpear al Estado, la muerte será su premio”.
La voz de Adolf Hitler, canciller del Reich, surgió dura y enérgica de los
aparatos de radio en los hogares alemanes, la noche del 13 de julio de 1934.
Su discurso era un mensaje al Ejército, pero Joseph Goebbels había
decidido retransmitirlo a todo el país.
Trece días después de los hechos –que ocurrieron a ritmo vertiginosa
entre la noche del 30 de junio y el 1° de julio– el líder nazi había decidido
justificar la ejecución de por lo menos 84 hombres, casi todos ligados a su
partido, y la detención de otros cientos con la excusa de un “golpe de
estado”.
Entre los muertos se contaban no pocos líderes, entre ellos el poderoso
jefe de las SA, las tropas de asalto del partido nazi, Ernst Röhm, dos de sus
lugartenientes más reconocidos, dos prestigiosos generales del ejército y
decenas de “camisas pardas” (el uniforme de las SA) que, según el mensaje,
habían intentado desplazarlo.

Adolf Hitler junto a Wilhelm Frick, Joseph Goebbels, Ernst Röhm, Hermann
Göring, Alfredo Rosenberg y Heinrich Himmler (De Izquierda a derecha).

No era cierto, pero a casi nadie –a excepción de las víctimas– le


importaba. Lo ocurrido “la noche de los cuchillos largos”, como quedaría
escrita en la historia, había sido una purga feroz para limpiar los propios
intestinos del poder y catapultar a Hitler a un liderazgo definitivo que ya
nadie se atrevería siquiera a cuestionar.
Röhm, un socio inquietante

Nombrado canciller a fines de enero de 1933, para mediados de 1934 Hitler


estaba lejos de acumular el poder que lo llevaría a ser el líder absoluto de
Alemania en los siguientes diez años. Ya había logrado prohibir a todos los
partidos políticos rivales y llevado al país a un régimen unipartidista
controlado por los nazis, pero le faltaba controlar el ejército, que respondía
al presidente Paul von Hindenburg, un prestigioso mariscal de campo cuya
salud estaba para entonces debilitada.
En ese contexto, Ernst Röhm propuso fusionar –un eufemismo de
subordinar– al Ejército con las SA, que funcionaban ya no solo como grupo
de choque del partido nazi –aunque mantenía cierta autonomía– sino que
tenía la envergadura de una fuerza paramilitar.
Röhm no solo era uno de los iniciadores del Partido Nacionalsocialista
Obrero Alemán (nazi) y había participado en el Putsch de Múnich, el fallido
intento de Hitler de alcanzar el poder por la fuerza en 1923 sino que era
también amigo del führer, al punto de ser el único en su entorno que se
atrevía a tutearlo.
También era uno de los pocos que cuestionaba sus políticas, a las que
llegó a calificar de tibias. Su propuesta de subordinar a las Fuerzas Armadas
a las SA, bajo su mando, le daría un poder enorme. Röhm lo sabía e incluso
lo ponía en palabras, discretamente, con sus allegados: “Si él (refiriéndose a
Hitler) cree que puede estrujarme para sus propios fines eternamente y
algún día echarme a la basura, se equivoca. Las SA pueden ser también un
instrumento para controlar al propio Hitler”, llegó a decir.
Heinrich Himmler veía en la caída de Röhm una posibilidad de
acrecentar su poder. A Reinhard Heydrich, jefe de la SD, el servicio de
inteligencias de las SS, Hitler lo puso al frente de la “Operación Colibrí”:
debía recopilar toda la información que pudiese sobre el jefe de las SA y su
entorno
Unido por años de lucha a Röhm, Hitler se negaba a desplazarlo e incluso
le “toleraba” su homosexualidad confesa, algo que a cualquier otro le
hubiese costado la expulsión de partido. Pero otros líderes nazis, como
Hermann Göring o Heinrich Himmler, comenzaron a conspirar contra él.
Göring lo odiaba desde que se habían conocido, Himmler era en teoría su
subordinado y veía en su desplazamiento una oportunidad para acrecentar
su poder.

Las críticas de Mussolini

Otro que veía con malos ojos a Röhm y el poder que acumulaban las SA era
el ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, el barón Konstantin von
Neurath, por entonces encargado de organizar una reunión cumbre entre
Hitler y Benito Mussolini.
Días antes de la cumbre, le ordenó al embajador alemán en Italia, Ulrich
von Hassel, que le pidiera a Mussolini que, durante la reunión, se
manifestara en contra de las SA. Cuando se encontraron a fines de junio de
1934, Hitler le escuchó decir a su aliado italiano que las fuerzas lideradas
por Röhm “estaban ennegreciendo el buen nombre de Alemania”.
Es posible que por separado ni las críticas de Il Duce ni las de Göring y
Himmler hubieran decidido a Hitler a tomar medidas contra el poderoso
jefe de las “camisas pardas”, pero la confluencia de los dos flancos de
ataque dio el resultado esperado.
La culminación de la maniobra fue un discurso del vicecanciller Franz
von Papen en la Universidad de Marburg, donde advirtió sobre la amenaza
de una “segunda revolución”. Esto llevó a que Hitler se reuniese con el
presidente Hindenburg, quien le exigió que tomase represalias contra
Röhm, advirtiéndole que, de no hacerlo, declararía la ley marcial y
entregaría el poder a las Fuerzas Armadas.
El presidente era el único hombre en Alemania con poder legal para
deponer a Hitler. Para fines de junio, muy presionado, el líder tomó una
decisión. Si antes había tenido dudas, ahora sería brutal.

“Operación Colibrí”

Luego de su encuentro con Hindenburg, Hitler citó a Röhm a una reunión


entre el alto mando del ejército, los jefes de las SA y los de las SS, en la que
el líder de los “camisas pardas” se vio obligado a firmar un documento en el
que reconocía y acataba el poder sobre las SA de las fuerzas armadas
alemanas. Durante la reunión, Hitler hizo saber a los convocados que las
SA se iban a convertir en una fuerza auxiliar del ejército y no al contrario.
Al término de la convocatoria, Röhm aseguró que no acataría esa resolución
y que seguiría impulsando el proyecto de un ejército dirigido por las SA.
El primer paso fue buscarle “trapos sucios” a Röhm y así justificar su
suerte. La maniobra, orquestada por el propio Hitler, se llamó “Operación
Colibrí”, y comenzó con una orden directa a Reinhard Heydrich, jefe de la
SD, el servicio de inteligencias de las SS, para que recopilara toda la
información que pudiese sobre el jefe de las SA y su entorno.
Heydrich hizo falsificar un expediente en donde se sugería que Röhm
había recibido 12 millones de marcos para derrocar a Hitler y se las hizo
enviar a los más importantes jefes de las SS.
Su suerte estaba echada.
La noche de los cuchillos largos

A las 4.30 de la madrugada del 30 de junio de 1934, Hitler y sus


colaboradores más estrechos volaron a Múnich, donde la noche anterior las
SA habían provocado serios disturbios. Desde el aeropuerto fueron
directamente a la sede del Ministerio del Interior de Baviera, donde se
reunieron con los líderes de las SA. Enfurecido, Hitler arrancó las insignias
de la camisa del jefe de la policía de Múnich, por haber fallado en su misión
de mantener el orden en la ciudad. Mientras los “camisas pardas” eran
conducidos a la cárcel, Hitler reunió a numerosos miembros de las SS y de
la policía y fue al Hotel Hanselbauer, donde Röhm y sus seguidores lo
esperaban.
Una vez en el hotel, el propio Hitler arrestó al jefe de las SA, que estaba
custodiado por dos hombres con las pistolas desenfundadas y sin seguro.
Röhm no se resistió. En la revisión de las habitaciones del establecimiento,
las SS encontraron al jefe de las SA de Breslavia, Edmund Heines, en la
cama con un soldado de las SA de 18 años. Los asesinaron allí mismo.
Mientras tanto, las SS arrestaban a un gran número de jefes de las SA
cuando bajaban del tren que habían tomado para acudir a la reunión con
Röhm.
De regreso a Berlín, Goebbels puso en marcha la última fase del plan.
Llamó por teléfono a Göring y le dijo la palabra clave, “Colibri”, para
ordenar la salida de los escuadrones de ejecución en busca de sus víctimas.
El comandante de las SA en Berlín, Karl Ernst, fue ejecutado por participar
en la supuesta conspiración, aunque en ese momento se encontraba pasando
la luna de miel.

La ejecución de Röhm
El líder de los “camisas pardas” fue trasladado desde el hotel a la prisión de
Stadelheim, en Múnich. Hitler dudaba si matarlo o no, en honor a la
amistad de los viejos tiempos. Fue nuevamente su entorno quien lo impulsó
a tomar una decisión. Le dijeron que, aun preso, Röhm conservaría su
prestigio y su influencia, que mientras estuviera vivo sería un peligro. Por
otra parte, si se lo enjuiciaba, la investigación llevaría a sacar a la luz las
maniobras –entre ellas la falsa denuncia pergeñada por Heydrich– que
habían desencadenado la purga de la “Operación Colibrí”.
Finalmente, el 1° de julio, luego de muchas vacilaciones, Hitler ordenó a
Theodor Eicke, comandante del campo de concentración de Dachau, que le
ofreciera a Röhm la posibilidad de suicidarse y que, si se negaba, lo matara.
Esa misma tarde, Eicke y el oficial de las SS Michael Lippert visitaron a
Röhm en su celda y le dieron una pistola cargada son una sola bala. Le
dijeron que tenía diez minutos para suicidarse o que ellos lo matarían.
“Si quiere matarme, que venga Hitler en persona”, les contestó.
Diez minutos más tarde volvieron a la celda y encontraron a Rohm
parado en medio del recinto con el pecho descubierto, en actitud desafiante.
Lippert le disparó a quemarropa.

Un reguero de muertes

La expresión “Noche de los cuchillos largos”-como pasó a la historia- es


anterior a la masacre del 30 de junio y 1° de julio de 1934 y se refiere en
general a cualquier acto de venganza. Su origen podría estar en la matanza
de los hombres de Vortigern por los mercenarios anglos, sajones y jutos del
mito del rey Arturo, que también fue llamada así.Durante la “Operación
Colibrí”, su verdadero nombre en código, murieron por lo menos 85
personas, aunque hay fuentes que calculan el número total de fallecidos en
centenares, mientras que más de mil personas fueron arrestadas. La mayor
parte de los asesinatos los llevaron a cabo las SS, el cuerpo de élite nazi, y
la Gestapo o policía secreta.
La purga –justificada por el líder nazi como respuesta a un intento de
golpe de Estado que nunca existió- consolidó el apoyo del Ejército a Hitler,
y también sometió a la justicia, ya que las cortes alemanas ignoraron cientos
de años de prohibición de las ejecuciones extrajudiciales para demostrar su
adhesión inquebrantable al Reich.
Ya nada detendría a Adolf Hitler en su ascenso hacia el poder absoluto.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 30 de junio 2022


Hitler privado: los maltratos de su padre, la
hermana que ocultó y la trágica relación
incestuosa con su sobrina

Por Daniel Cecchini

“Tomé la decisión de no llorar nunca más cuando mi padre me azotaba.


Unos pocos días después tuve la oportunidad de poner a prueba mi
voluntad. Mi madre, asustada, se escondió detrás de la puerta. En cuanto a
mí, conté silenciosamente los golpes del palo que azotaba mi traste”, le
contó una vez Adolf Hitler, cuando ya estaba en la cima del poder, a su
secretaria personal para explicarle cómo había endurecido su carácter.
Esa resolución que, según su confidencia, tomó a los 13 años marcó
también el final de una infancia en la que se debatió entre la
sobreprotección de su madre, Klara, y los maltratos de su padre, Alois, un
funcionario violento y bebedor al que nunca criticó públicamente, pero por
el que siempre sintió un oscuro rencor.
El futuro führer alemán nació en realidad austríaco el 20 de abril de 1889
en una pequeña aldea cerca de Linz en la provincia de la Alta Austria, no
muy lejos de la frontera alemana, en lo que por entonces era el Imperio
austrohúngaro.
Fue el tercero de los cinco hijos de Alois y Klara, su tercera esposa. De
todos ellos, solamente él y una hermana discapacitada, Paula, llegarían a la
edad adulta.
La familia, de clase media, tenía un buen pasar económico gracias al
empleo del padre, empleado del Servicio Imperial de Aduanas, un hombre
de personalidad dominante que tenía dos rostros: uno amable en la vida
pública y otro violento y autoritario puertas adentro de su casa.

La hermana oculta

Uno de los pocos testimonios directos que existen de la infancia de Adolf


Hitler pertenece a su hermana Paula, que contó que de todos los hermanos
era él quien más desataba la ira de Alois. “Era Adolf, con su obstinación,
quien empujaba a mi padre a la severidad extrema y por eso recibía cada día
una buena paliza”, relató.
Fue una de las pocas veces que Paula contó algo sobre su hermano. Tenía
siete años menos que Adolf, era la menor de todos los hijos de Klara, y
tenía once años cuando Hitler se fue de su casa.
Mientras su hermano ascendía en su carrera política, trabajó como ama
de llaves, secretaria, y también en la limpieza de un hospital militar e
incluso en un dormitorio judío. Nunca se afilió al Partido Nacionalsocialista
Obrero Alemán.
Siempre tuvieron una relación distante y cuando Hitler se encaramó en el
poder, trató de mantenerla alejada de todo con la excusa de su seguridad, e
incluso le sugirió que se cambiara el apellido Hitler por el de Wolf.
A pesar de esa lejanía, durante la Segunda Guerra Mundial, el dictador
nazi se opuso a que se casara con el doctor Erwin Jekelius, oficial del
Tercer Reich. Paula nunca se lo perdonó.
Tras la caída del Tercer Reich, Paula fue arrestada por los
estadounidenses. Cuando la interrogaron, defendió a su hermano e indicó
que no creía que Adolf hubiese tenido participación en el exterminio de
millones de personas.
Al comprobarse que no tuvo ninguna participación con el régimen nazi,
fue puesta en libertad y regresó a Viena. Murió en Hamburgo en 1960.
A diferencia de su vínculo con Paula, Hitler siempre tuvo muy buena
relación con su medio hermana Ángela Raubal, que había crecido lejos de
su padre. Con el tiempo, la nombraría su ama de llaves para que viviera en
su casa con su hija Geli, una adolescente que sería central en la vida
amorosa del Führer.

Geli Baubal, la sobrina de Hitler de quien se enamoró.

La marca en “Mi lucha”


Además de violento, Alois era muy aficionado a la bebida, la cual
potenciaba sus arranques cuando de castigar a sus hijos se trataba. Klara
trataba de mediar y los protegía, pero pocas veces lograba frenarlo.
Salvo ocasionales confidencias a su secretaria, Hitler jamás contó esos
episodios. “Mi padre era un hombre serio, muy buen funcionario”, decía de
él.
Pero según Ian Kershaw, uno de los más exhaustivos biógrafos del líder
nazi, la impresión que le causaban las borracheras de Alois quedó reflejada,
sin nombrar a su padre, en algunos párrafos de Mi lucha, el libro programa
de los nazis.
“Resulta que en dos o tres días se consume en casa el salario de toda la
semana. Se come y se bebe mientras el dinero alcanza, para después de todo
soportar hambre durante los últimos días. […] Pero el caso acaba
siniestramente cuando el padre de familia sigue su camino solo, dando lugar
a que la madre, precisamente por amor a sus hijos, se ponga en contra.
Surgen disputas y escándalos en una medida tal, que cuanto más se aparta el
marido del hogar más se acerca al vicio del alcohol. Se embriaga casi todos
los sábados y entonces la mujer, por espíritu de propia conservación y por la
de sus hijos, tiene que arrebatarle unos pocos céntimos, y esto muchas
veces en el trayecto de la fábrica a la taberna; y así, por fin, el domingo o el
lunes llega el marido a casa, ebrio y brutal, después de haber gastado el
último céntimo, y se suscitan escenas horribles”, escribió.
A pesar del infierno que vivía en su casa, Hitler fue un buen alumno en la
primaria y también en la secundaria hasta que, a los 16 años, decidió
abandonar los estudios. Su madre, la persona a la que más quería en el
mundo, estaba enferma de cáncer y murió un año después.
Sin Klara, no quedó nadie que lo retuviera en su casa. A los 17 años
abandonó el hogar y viajó a Linz con la idea de estudiar pintura, algo que le
gustaba y para lo cual había mostrado cierta habilidad en las clases de la
secundaria.

La guerra, la cárcel y la libertad

De Linz se trasladó a Viena, donde fracasó en el examen de ingreso a la


Academia de Artes. Sin embargo, decidió quedarse en la ciudad y vivir de
lo que ganara pintando y vendiendo acuarelas. También, de tanto en tanto,
recibía ayuda económica de una tía y todavía tenía algo de dinero heredado.
Hitler vivió en Viena entre febrero de 1908 y mayo de 1913. Cuando se
le agotó el dinero, conoció la pobreza, de cuyo ahogo empezó a salir con la
venta de sus acuarelas. Estaba decidido a vivir de “su arte” y se negó
sistemáticamente a trabajar en la administración público, un empleo que le
ofrecieron varias veces algunos familiares.
Al mismo tiempo se empezó a interesar por la política y se vio
influenciado por dos movimientos: el nacionalismo racista alemán del
político pangermano Georg von Schönerer, y el antisemitismo del Karl
Lüger, alcalde de Viena.
El 24 de mayo de 1913 y acompañado de Rudolf Häusler, un compañero
del albergue para hombres donde vivía, se trasladó a Múnich con el objetivo
de estudiar arte allí.
Lo que siguió fue la guerra, donde fue herido, la derrota alemana, su
incorporación al nacionalista Partido Obrero Alemán, que luego se
convertiría en el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, cuyo liderazgo
Hitler no demoró en ejercer.
El intento de golpe de estado de noviembre de 1923, conocido como “el
golpe de la cervecería, el primer intento de los nazis para tomar el poder, lo
llevaría a la cárcel, donde escribió Mi lucha ayudado por Rudolf Hess.
Al salir en libertad, a fines del año siguiente, dispuesto a continuar su
carrera hacia el poder, se contraría con la mujer más importante de su vida,
su sobrina Geli, de 16 años, a quien convertiría en su amante.

“Una maga, una princesa”

Le decían Geli, como diminutivo de Ángela, para diferenciarla de su madre,


la medio hermana de Hitler que, cuando éste salió en libertad, se ocupó de
manejar lo cotidiano de su casa en Múnich.
El “Tío Alf”, como Geli empezó a llamarlo, quedó embelesado por la
belleza de su sobrina, a la que le llevaba veinte años: 36 frente a 16.
“Es una adolescente alta y atractiva, siempre alegre y tan inteligente con
las palabras como su tío. Hasta él difícilmente puede competir con su
ingenio”, escribió sobre ella el hombre de confianza de Hitler, Rudolf Hess.
Pese a la diferencia de edad y el parentesco, el líder nazi no tenía reparos
en pasear con ella por las calles de la ciudad, la llevaba a los cafés y los
bares, y también a las reuniones políticas, para enseñarle “cómo el Tío Alf
hechiza a las masas”.
También le pagaba clases de canto y le aseguraba que algún día
encarnaría a alguna de las heroínas de las óperas de Wagner.
“Estoy tan preocupado por el futuro de Geli que debo velar por ella. Amo
a Geli y podría casarme con ella. Quiero evitar que caiga en manos de
alguien inadecuado”, le confesó Hitler a su fotógrafo personal, Heinrich
Hoffmann para explicarle las razones que lo habían llevado a despedir a su
chofer, Emil Maurice, porque demostraba abiertamente la atracción que
sentía por la chica.
“Geli era una maga, una princesa. Gracias a sus formas naturales,
totalmente libres de coquetería, su mera presencia ponía a todos los
presentes en el mejor de los espíritus. Todos hablaban de ella, sobre todo su
tío, Adolfo Hitler”, escribió Hoffmann.
Cuando Hitler se mudó a un departamento más lujoso, en la
Prinzregentenplatz de Munich, le pidió a su hermanastra Angela que se
hiciera cargo de cuidar su villa Berghof en Berchtesgaden, pero exigió que
Geli se quedara viviendo con él.
Corría 1929 y Geli acababa de cumplir 21 años y estaba estudiando
medicina.

Prisionera de una obsesión

En El ángel de Múnich, el escritor italiano Massimo Massini sostiene que


con el paso del tiempo, la admiración y el afecto que Geli sentía por su “Tío
Alf” se fue apagando, y que dejó de disfrutar de los lujos y cuidados que el
líder nazi le prodigaba hasta sentirse como encerrada en una jaula de oro.
“Geli amó a su tío durante un cierto período de su vida, cuando era una
ingenua muchacha de dieciséis años, fascinada por el carisma y el poder del
famoso político en ascenso. Más adelante, sus sentimientos cambiaron
radicalmente para dar lugar a una sensación de opresión y desesperación
extremas, aunque tal vez no tanto como para motivar un suicidio”, escribió.
Sin embargo, el escritor italiano sostiene que difícilmente hayan llegado
a consumar físicamente la relación. “Hitler amó a Geli profundamente
durante toda su vida, y es cierto que, donde fuera que viviese o trabajase, no
faltaba nunca un retrato de su sobrina, pero no es seguro que hayan llegado
a tener una relación carnal”, dijo en una entrevista.
En cambio, Otto Strasser, rival de Hitler dentro del partido nazi,
aseguraba que Hitler le pedía a Geli “hacer cosas simplemente
repugnantes”, que incluían todo tipo de perversiones sexuales.
Para el biógrafo Ian Kershaw, “fuera activamente sexual o no, el
comportamiento de Hitler hacia Geli tiene todos los rasgos de una fuerte, o
al menos latente, dependencia sexual”.
La situación parece haberse precipitado cuando, tras el alejamiento de su
madre Geli se quedó viviendo sola con el “Tío Alf”.
Para entonces, la chica casi no salía de la casa. Hitler la tenía como una
virtual prisionera.

Suicidio con dudas

El 18 de septiembre de 1931 fue encontrada muerta en su dormitorio con un


disparo de pistola en el pecho. Cerca de su cuerpo estaba el arma, que fue
identificada como perteneciente al “Tío Alf”.
También cerca del cuerpo, en un escritorio, se encontró una carta que
Geli había empezado a escribir. La joven no nombraba al destinatario,
simplemente decía en un texto que se cortaba de manera abrupta: “Cuando
vaya a Viena, espero que muy pronto, conduzcamos a Semmering y...”.
Nada más.
La muerte de Geli no fue investigada y pronto se dictaminó que se trataba
de un suicidio. A nadie le llamó la atención que la carta que se cortaba de
golpe no era el mensaje de una suicida sino todo lo contrario, que encerraba
un proyecto.
Hitler tenía planeado viajar al día siguiente a Hamburgo para participar
de una reunión política y le había exigido a Geli que se quedara en la casa
durante su ausencia. Casi todos los testigos coincidieron en que habían
discutido y que la joven se había encerrado en su dormitorio después de dar
un portazo.
Hablar de suicidio era por lo menos imprudente, salvo que se tratara del
encubrimiento de un asesinato.
Hitler siempre dijo que se trató de un accidente.
Los rumores corrieron y la muerte de la sobrina de Hitler se convirtió en
un escándalo con fuertes repercusiones políticas, que obligó al líder nazi a
publicar una carta en el Müncher Post.
Allí enumeraba desmentidas:
“No es cierto que estaba teniendo peleas una y otra vez con mi sobrina
Ángela Raubal y que tuvimos una pelea sustancial el viernes o en cualquier
momento antes de eso”.
“No es cierto que yo estuviera decididamente en contra de que ella fuera
a Viena. No es cierto que ella se iba a comprometer en Viena o que yo
estuviera en contra de un compromiso”.
“Es cierto que mi sobrina estaba atormentada con la preocupación de que
aún no estaba en condiciones de su aparición pública. Quería ir a Viena para
que un profesor de voz revisara su voz una vez más”.
“No es cierto que salí de mi apartamento el 18 de septiembre después de
una feroz pelea. No había riñas, ni emociones, cuando salí de mi
departamento ese día”.
El misterio alrededor de la muerte de Geli Raubal nunca fue esclarecido.
Un mes más tarde, en una charla confidencial con su amigo Otto
Wagener, Hitler admitió que la extrañaba mucho, pero que se sentía libre sin
ella: “Ahora soy completamente libre, interna y externamente. Ahora
pertenezco solo al pueblo alemán y a mi misión”, le dijo.
Dos años después se haría del poder en Alemania y desataría la guerra
más sangrientas del Siglo XX.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 20 de abril de 2023.


Las últimas horas de Hitler: el terror a caer
en manos de los rusos y el caos de sexo y
alcohol de sus fanáticos

Por Alberto Amato

Aterrado como un conejo, acosado por sus antiguas presas que ahora eran
sus cazadores, sin poder evitar el derrumbe de un imperio que sólo gestó su
imaginación, que apuntaba a destruir gran parte del mundo y que casi tiene
éxito, Adolf Hitler entró hace hoy setenta y siete años a su formidable
búnker amurallado y blindado, que latía en los sótanos de la Cancillería del
III Reich que iba a durar mil años.
Jamás iba a salir vivo de allí. El Ejército Rojo, que empujaba a los
invasores de la URSS hacia Alemania desde enero de 1943, después de la
batalla de Stalingrado, rondaba ya la periferia de Berlín. Los aliados
occidentales, americanos, británicos, franceses, polacos, canadienses,
habían acordado ya ceder a los rusos el “honor” de tomar la ciudad capital
del Reich, la Berlín que había sido ejemplo multicultural de Europa y ahora
estaba en ruinas después de doce años de dominio nazi.
El búnker de Hitler era, en escala, un pequeño barrio berlinés, de treinta
ambientes, sistema de ventilación y paredes de hormigón de tres metros de
ancho, algunas blindadas. Allí viviría lo último de la jerarquía nazi, los que
no habían podido, o no habían querido, escapar del sálvese quien pueda
desatado ante la derrota inminente.

Hitler saluda a los niños a los que obligó a ingresar al ejército nazi.

Hitler deliraba. Pero no era estúpido. Sabía que la guerra estaba perdida,
pero insistía ante sus generales en establecer una línea de defensa que
permitiera contraatacar y llevar a los rusos de regreso a Moscú. Para eso
dispuso que todo varón berlinés que pudiera empuñar un arma, prestara
servicio en la defensa de Berlín. Chicos de doce y trece años, ancianos de
setenta y más años, todos recibieron un curso rápido de manejo de la
“Panzerfaust – Puño blindado”, el lanzagranadas antitanque de la
Wehrmacht destinado a frenar el incontenible avance soviético. En Berlín
ya no había más hombres entre esa amplia franja de edades: habían caído en
combate o estaban a punto de caer en el amplio frente oriental y occidental
de la Segunda Guerra.
Hitler quería destruir a Alemania. Primero, para que su país no quedara a
merced de los vencedores. Luego, una conducta habitual entre los
dictadores, porque creía que su patria no merecía seguir con vida, los
alemanes habían traicionado a él y al Reich, sus generales eran
incompetentes o, también traidores: el mundo no merecía un genio como el
suyo.
En el búnker Hitler tenía su dormitorio, su living room, su sala de mapas
y conferencias, su baño privado y un office. En la misma ala tenía su
dormitorio Eva Braun, con un baño semi privado. Braun había decidido unir
su destino al de aquellos derrotados. Del otro lado del pasillo, que albergaba
en uno de sus extremos un salón de conferencias, estaban las oficinas y los
dormitorios de Joseph Goebbels, el fanático ministro de propaganda, de su
mujer, Magda, acaso enamorada en secreto del Führer, y de los seis hijos
del matrimonio, todos con una H como inicial de sus nombres, en honor de
Hitler, todos asesinados por sus padres antes de su propio suicidio.
Goebbels también tenía una oficina, junto a una sala de primeros auxilios y
a la oficina y dormitorios de los médicos. Una puerta unía ese ambiente con
la sala de comunicaciones y con el sistema de ventilación de la fortaleza
subterránea.
Después de su descenso al búnker, Hitler celebró pocas reuniones en el
gran edificio de la Cancillería, blanco de bombardeos y del cañonear de los
soviéticos. Los encuentros con sus generales, a los que echó uno a uno,
transcurrían en la sala de conferencias del búnker. Cada uno de esos
intercambios, que terminaban con un ataque de nervios del Führer,
provocaba el éxodo de algún alto jefe de la Wehrmacht.
Hitler quería pelear la guerra solo. Y ganarla. Y sus generales debieron
haberlo matado allí mismo. Habían intentado asesinar a Hitler cuarenta y
dos veces antes del último gran atentado, el del 20 de julio de 1944, cuando
el conde Klaus von Stauffenberg colocó una poderosa bomba a los pies del
Führer en su famosa “Guarida del Lobo”, en Rastenburg que entonces era
parte de Prusia Oriental.
Aquel intento, un mes y medio después de la invasión en Normandía,
tenía un objetivo: liquidar a Hitler y llegar a un acuerdo con los aliados para
poner fin a la guerra. Se conoció como “Operación Valkiria”, que fue lo
único acertado del operativo: en la mitología germánica, las valkirias eran
las encargadas de conducir al más allá a los guerreros muertos.
El atentado falló, sus inspiradores fueron juzgados y colgados,
Stauffenberg fue fusilado, a Erwin Rommel lo invitaron cordialmente a
suicidarse, y Hitler salió de su guarida con su paranoia agudizada y una
desconfianza jamás aplacada en sus jefes militares.
En ese clima de aislamiento, rencores y delirio, Hitler llegó al decisivo
mes de abril, con los rusos en los bordes de Berlín. Al búnker llegaban cada
vez menos colaboradores, menos estrategas, menos jefes de la Wehrmacht.
El 16 de abril, según uno de los registros que sobrevivió a la guerra, Hitler
salió de su salón de conferencias a las tres de la mañana, hora en que
terminó una reunión iniciada la noche anterior. Se sentó a tomar el té con su
mujer y sus secretarias y, a las cinco, recibió un informe telefónico que le
reveló que el Ejército rojo, al mando del mariscal Georgui Zhukov, había
lanzado una furiosa ofensiva que tenía como destino Berlín. A partir de ese
día, el humor de Hitler se tornó irascible, no dormía por las noches. Los
pocos jefes militares que lo acompañaban le sugirieron replegarse, retirarse
de Berlín, huir, en suma. Hitler se negó. Argumentó que si los rusos
cruzaban el río Oder, una especie de frontera entre Polonia y Alemania, su
imperio estaba perdido.
Su imperio ya estaba perdido. El 19 de abril los rusos ya habían entrado
varios kilómetros en el norte de Berlín. Hitler se quejó de fuertes dolores de
cabeza y los médicos le aplicaron una sangría: la extracción de una
importante cantidad de sangre destinada, decía entonces la ciencia médica,
a tratar diversas enfermedades
Al día siguiente, 20 de abril, Hitler cumplió cincuenta y seis años.
Encabezó entonces su último acto público. En los jardines de la Cancillería,
a los que daba su búnker subterráneo, recibió el saludo y arengó de paso, a
una formación de chicos muy chicos de las Juventudes Hitleristas. Una
filmación recuerda aquel acto. Es patético. Hay más determinación en los
ojos de esas criaturas inmersas en el fanatismo, que en los ojos del propio
Hitler y de los jerarcas que lo acompañan. Hitler está apagado, sombrío,
taciturno; sonríe apenas ante la extrema juventud de sus uniformados, le
tiembla la mano izquierda, herida en el atentado de julio. Esa fue la última
vez que el Führer vio la luz del sol. Por la noche, durante la celebración de
su cumpleaños, sus hombres de confianza lo notaron silencioso y
escurridizo. Arrastraba los pies.
El 22, durante una reunión con sus jefes militares, cada vez más escasos,
los proyectiles rusos, que buscaban hacer blanco en la Cancillería
levantaron un poco de polvo en el búnker, o arrastraron hasta allí el polvo
de los impactos en el exterior. El 23 nota, o admite, que gran parte de sus
colaboradores lo abandonaron, dejaron ya el búnker. Llama entonces a
Heinz Linge, el oficial de las SS que es su ayuda de cámara, jefe de
Protocolo y fidelísimo seguidor, para liberarlo de toda responsabilidad:
puede irse si quiere. Linge, que tiene treinta y dos años, le dice a su Führer
que él se queda allí, hasta el final, pase lo que pase. Hitler le dice entonces
que tiene pensado suicidarse junto a Eva Braun. Y que cuando eso suceda,
él, Linge, debe rociar sus cadáveres con combustible, que además escasea, y
darles fuego: Linge cumplirá con el encargo. Sobrevivió a la guerra y murió
en Hamburgo en 1980.
El viernes 27 de abril ordena al oficial Otto Günsche, que movilice a
ocho mil de sus soldados para tratar de frenar al Ejército Rojo. En sus
últimos días, Hitler se vio confinado a ordenar que se cumplieran sus
órdenes. Günsche es el edecán de Hitler, tiene veintiocho años, pertenece al
Begleitkommando de las SS y es también asistente personal del Führer. Es
un joven oficial también fidelísimo, como Linge, y sincero: le dice a Hitler
que sólo tiene disponibles a dos mil soldados, mal equipados y en peores
condiciones de combate. Hitler enfurece, grita que todos lo han traicionado.
Linge y Günsche, que también sobrevivió a la guerra y murió en Bonn, en
2003, no lo traicionan. Serán testigos del suicidio de Hitler y los encargados
de quemar su cuerpo y el de su mujer.
Mientras Hitler habla con su edecán los rusos sobrepasan el cerco
defensivo de Berlín, trazado según la línea del metro de la ciudad. Hitler
había ordenado abrir las compuertas del río Spree e inundar esos túneles
para detener al Ejército Rojo. Tuvo éxito parcial: murieron muchos
soldados rusos y gran cantidad de alemanes que habían buscado refugio allí
contra los bombardeos.
Ni Berlín, ni Hitler tienen destino. El sábado 28 se entera de la muerte
del dictador italiano Benito Mussolini y de su amante, Clara Petacci, junto a
otros jerarcas fascistas italianos, todos fusilados y colgados por los pies en
lo alto de a viga de una estación de servicio en construcción, en Milán.
Hitler sabe que ese, si no otro peor, será su destino si cae en manos
soviéticas. Las tropas soviéticas están a dos kilómetros del Reichstag. Hitler
destituye entonces al general Félix Steiner, de las Waffen SS, encargado de
la defensa de Berlín y lo reemplaza por su par, Rudolf Holste.
También recibe la noticia de una traición, esta sí, una traición grande e
inesperada: Heinrich Himmler, el sinuoso jefe de las SS, el hombre
encargado impulsar la eficacia de los campos de concentración nazis, aquel
que escribía a su mujer y a sus hijos cartas amorosas en las que deslizaba,
como si nada: “Mañana tengo que visitar Auschwitz”; Himmler, el sucesor
del Führer nombrado por él mismo, busca un acuerdo con los aliados de
rendición negociada.
Si alguien no entiende lo que pasa, es Himmler. Los aliados despiden a
sus emisarios con desprecio: será rendición incondicional o nada. Hitler
estalla de furia, destituye a Himmler, ordena su detención, hace fusilar al
general Hermann Fegelein, enlace de Himmler con el búnker y cuñado de
Eva Braun, porque lo acusa de estar al tanto de los planes de su jefe. En
realidad, no lo fusilan, le disparan por la espalda una ráfaga de
ametralladora cuando sale del búnker al aire libre. Himmler se suicidará en
Salzburgo, la tierra de Mozart, cuatro semanas después de la derrota.
Hanna Reitsch, una célebre aviadora, piloto de pruebas con grado de
capitán, que también sobrevivió a la guerra y murió en Frankfurt en 1979,
recordó en sus memorias aquellas terribles horas del 28 de abril:
Según Reitsch, esa noche, en una escena digna de una opera de Wagner,
Hitler reunió a sus colaboradores más íntimos, los pocos que aún quedaban,
y mantuvo una animada charla sobre cómo pensaba cada uno que era la
mejor manera de suicidarse cuando los soviéticos llegaran a la Cancillería.
Entonces se distribuyeron cápsulas de cianuro para quien eligiera morir
envenenado.
Si el ámbito íntimo de Hitler parecía recoleto, en el interior de la
Cancillería reinaba el caos y la sinrazón; corrían las botellas de alcohol, el
desenfreno y los suicidios masivos de los jerarcas y oficiales de las SS que
se veían en manos de los rusos. En las calles de Berlín, los jovencísimos
soldados nazis pugnaban por perder su virginidad antes de que les llegara la
muerte. Antony Beevor lo describe así en su monumental “Berlín – La
caída – 1945″: . Beevor narra que en la Grossdeutscher Rundfunk, la red
nacional de emisoras regionales, y durante la última semana de abril:
Ya entrada la noche del sábado 28 y las primeras horas del domingo 29,
Hitler redacta su testamento político y personal. Se va a casar con Eva
Braun de inmediato y ordena que, en medio de ese cataclismo de sangre,
cianuro y pólvora, alguien vaya a buscar a un funcionario del registro civil
para que célere la boda. Las cosas hay que hacerlas bien.
Llama a su secretaria, Traudl Junge, y le dicta:
Hitler lega todo lo que tiene al Estado, salvo su colección de pinturas que
destina a que se abra una galería de arte en su ciudad natal, Linz. Parece el
testamento de un filántropo y no el del hombre que desató la más sangrienta
guerra de la historia. Dona varios objetos personales a la madre de Eva
Braun, que sería horas más tarde su suegra, y a los hermanos de su mujer
lega los derechos de su único libro, “Mein Kampf – Mi Lucha”. Luego
dispone su última voluntad:
En la madrugada, Hitler se casa con Eva Braun. Es una ceremonia
celebrada en aquel ambiente donde siempre es de noche, donde no llega la
luz del sol y donde sus habitantes han perdido acaso la noción del tiempo.
Los testigos de la boda son Goebbels y el jefe del partido nazi y secretario
de la Cancillería, Martin Bormann. Hitler se presentó vestido de manera
impecable y se reunió en el pasillo del búnker con Bormann, el matrimonio
Goebbels, las secretarias Junge y Gerda Christian y la cocinera de
confianza, Constance Mancialy. Luego llegó la novia, vestida con un
elegante traje negro de seda.
Todos entraron en la sala de mapas del búnker, donde les esperaba el
sorprendido funcionario del registro civil, Walter Wagner, que no tenía
relación alguna con el músico, pero no deja de simbolizar una sorprendente
coincidencia. La pareja juró ser de ascendencia aria y carecer de
enfermedades hereditarias, como arcaba la ley racial nazi. Se aceptaron
como esposos, firmaron el acta, lo hicieron los testigos y el funcionario
Wagner. Eva Braun casi firma con su apellido de soltera. Pero tachó la B y
firmó como Eva Hitler.
Después de la ceremonia, se unieron al grupo los generales Hans Krebs y
Wilhelm Burgdorf, los últimos generales que quedaron en el búnker.
Llovieron felicitaciones para la pareja, las mujeres besaron en la mejilla a
Eva Hitler que pedía, orgullosa: “Por favor, llámenme señora Hitler”. En
medio de aquella alegría artificial, con los cañonazos rusos que atronaban la
ciudad, con decenas de berlineses que perdían, o habían perdido, su vida, o
sus casas, o sus familias; en medio de aquel disparate tendido como un
manto para no ver la dura realidad, una mujer se mantuvo aparte: la
secretaria de Hitler, Gerda Christie, que no quiso asociarse al festejo. Meses
después le diría a uno de los jueces encargados de preparar el juicio de
Núremberg:
El lunes 30 de abril, el recién casado despertó tarde y asistió a la habitual
reunión de guerra. El general Helmut Weidling le informó que los rusos
estaban a quinientos metros de la cancillería y que un batallón se aprestaba
a asaltar el Reichstag. Era mediodía y la pareja almorzó en silencio un plato
de fideos con salsa de tomate. Eva Hitler pretextó poco apetito para
levantarse de la mesa, salir a los jardines de la Cancillería y ver el sol por
última vez. Después, la pareja decidió encerrarse en el despacho de Hitler.
La última persona en ver vivo a Hitler fue su ayudante, el coronel
Günsche. Diría luego que a las tres y cuarto de la tarde Hitler estaba
apoyado en la mesa de su despacho, frente al retrato de Federico El Grande.
Eva Hitler estaba en el baño, dijo Günsche, porque luego de un instante oyó
el ruido de la cisterna. Frente a las puertas clausuradas del despacho, los
únicos que montaron guardia fueron Günsche y Linge, que tenían una
última tarea que cumplir.
A las tres y media, ambos debatieron si se había oído o no un disparo
porque era difícil distinguir el sonido de un balazo entre el fragor de la
batalla cercana y las paredes amuralladas. Poco antes de las cuatro de la
tarde, ambos oficiales de las SS decidieron entrar. Hitler estaba en su sofá,
con la cabeza apoyada en el respaldo. Tenía un rictus en la boca, en la que
eran detectables restos del fino vidrio de la cápsula de cianuro. También se
veía un agujero en la sien derecha. Se había disparado y todavía surgía
sangre de la herida. Su mano izquierda aferraba el retrato de su madre y la
derecha pendía hacia el suelo, donde había caído la pistola Walther 7.65.
La señora Hitler, que lo había sido por menos de cuarenta horas, estaba
descalza, con las piernas recogidas sobre el sofá, también con pequeños
fragmentos de cristal en la boca. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de
su marido.
El suicidio de Hitler y Eva Braun: balas,
cianuro, una foto de su madre en la mano y la
“fiebre erótica” del búnker

Por Alberto Amato

¿Estaba loco Adolf Hitler los días que precedieron al derrumbe del Tercer
Reich, su sueño imperial que iba a durar mil años, y a su casamiento con
Eva Braun, el 29 de abril de 1945, seguido del suicidio de ambos al día
siguiente? La semana previa a los tres acontecimientos, caída del nazismo,
casamiento y suicidio, celebración y muerte, afecto y destrucción, la
actividad de Hitler fue intensa, disociada y extraña.
Hitler y Eva Braun se casaron y pasaron las últimas horas en el búnker.

En esos días, encerrado en el búnker subterráneo de la Cancillería, Hitler


osciló entre el fervor y la depresión; pensó que la guerra podía ganarse
cuando sobre esa misma Cancillería del Reich caían las bombas del Ejército
Rojo que ya había tomado los arrabales de Berlín; también cayó en la
certeza irremediable que le decía que la guerra estaba perdida; ordenó
contraofensivas imposibles y demandó los informes de aquellas operaciones
militares que jamás se cumplieron; redactó su testamento; decidió que iba a
morir allí, en los sótanos de su imperio y que iba a quitarse la vida; supo
que su mujer iba a unirse a su destino y decidió entonces casarse con ella;
ordenó qué hacer con sus cuerpos, que debían ser quemados hasta que
quedaran de ellos solo cenizas; destituyó a Hermann Göring, a quien había
nombrado su sucesor y heredero, y al poderoso jefe de las SS, Heinrich
Himmler, a quienes acusó de traición; nombró a un nuevo gobierno entre
los escombros; acusó a los gritos de traidores y cobardes a los generales y
mariscales que habían seguido sus órdenes; vio conspiraciones por todas
partes, sobre todo entre quienes eran sus más fieles, todos encerrados en el
búnker y dispuestos a compartir su suerte; aconsejó a algunos de sus
hombres qué hacer para huir de Berlín; supo que el matrimonio Goebbels
había decidido también matarse para no caer prisionero de los soviéticos;
que antes de su suicidio, los Goebbels, matarían a sus seis pequeños hijos,
la mayor de 12 años y lejos de poner alguna objeción a semejante crimen,
regaló a Magda Goebbels, la mujer del jefe de propaganda del nazismo, su
propia insignia dorada del Partido nazi; permitió el reparto de cápsulas de
cianuro a quienes las pidieran, como si se tratara de golosinas en un día de
fiestas; se encerró largas horas en su habitación sin hablar con nadie y con
la mirada clavada en un retrato de Federico El Grande; como temía incluso
que el cianuro del que disponía no fuese efectivo o fuese falso, ordenó
administrarlo a su perra “Blondi”, si había un ejemplo de fidelidad era ella,
y a sus cuatro cachorros. Por fin, se casó en la medianoche del 29 de abril
con Eva Braun y se mató junto a su esposa a las tres y media de la tarde del
día siguiente.
El diario íntimo de Eva Braun: enamorada
de Hitler y amante ignorada, eligió morir con
él en el búnker

Por Alberto Amato

Compartió hasta el final, el suicidio, el destino de Adolf Hitler, destino sin


virtud por otro lado. Su decisión, ni siquiera tuvo la épica de la heroína o el
rasgo del amor, sino el sello de la sumisión y el delirio. Eva Braun no fue la
Julieta shakespereana que, ante la muerte de Romeo, recurre a la daga. Por
el contrario, aceptó siempre ser una figura secundaria en aquel escenario
decadente del nazismo; se conformó con la extraña manera de amar del
Führer, con sus desplantes, sus traiciones, su pasión indescifrable entre el
amor y la muerte.
Ni siquiera tuvo Eva Braun la fascinación del enigma: era una mente
simple y llana en un mundo complejo que le era ajeno, incomprensible y
misterioso. Con dos intentos de suicidio a cuestas, se mató junto a Hitler a
los treinta y tres años porque no tenía otro camino: lo había elegido en su
primera juventud con el alma de un culebrón y no con el estoicismo de los
griegos. Hasta la historia le fue infiel. Se casó con Hitler un día antes de
matarse y pidió a quienes le rodeaban que la llamaran así, “señora de
Hitler”. Pero el futuro la dejó en Eva Braun. Una desdichada.
Eva Braun, la mujer que se enamoró del genocida y murió junto a él en su caída.

Si su corta vida hoy se quita del hombro el polvo de la historia, es porque


nació hace ciento diez años en Múnich, una de las capitales del nazismo, el
6 de febrero de 1912 y como Eva Anna Paula Braun. Era hija de un maestro
de escuela y la hermana del medio de Franziska y de Margarete “Gretl”, que
seguiría sus pasos en una alianza sentimental con la jerarquía nazi. Cuando
tenía nueve años, sus padres se separaron y volvieron a casarse al año
siguiente, por razones económicas, acosados ambos por la catastrófica
economía de la República de Weimar, en la que un sello postal costaba un
millón de marcos, y los alemanes empapelaban sus cuartos con aquellos
papeles inservibles, o los usaban como alimento de las estufas invernales.
Se educó en el liceo católico de Múnich y más tarde en la escuela de
comercio de las Hermanas Inglesas de Simbach am Inn, en Baviera, que es
hoy un centro turístico vecino a Austria. Fue una estudiante más, sin altas
calificaciones, ni bajas, famosa en cambio por su talento para el atletismo,
una actividad que jamás dejó de lado. A los diecisiete años, Eva consiguió
trabajo en el estudio fotográfico de Heinrich Hoffman: era la chica de los
mandados, sólo que Hoffman no era un profesional más, sino el fotógrafo
oficial del Partido nazi. Tuvo la habilidad de aprender algunas de las
virtudes de la profesión y de chica de la limpieza y dependiente pasó a
trabajar como fotógrafa. Fue en ese estudio donde, en 1929, conoció a
Hitler. La leyenda dice que se lo presentaron como “Herr Wolff - “Señor
Lobo”, y que ella no lo reconoció, pese a que por esas fechas Hitler
preparaba su asalto al poder: hacía seis años que había intentado tomar el
poder a través de un golpe de Estado, había ido a parar a la cárcel, había
escrito “Mein Kampf – Mi lucha” y era la cabeza del Partido
Nacionalsocialista Obrero Alemán. La leyenda también dice que ella fue a
comprar cerveza y pastel de carne bávaro para el invitado, pese a que Hitler
era vegetariano y no bebía alcohol, le deseó buen apetito y él quedó
prendado de las piernas de la chica.
Eva era rubia, usaba pelo corto, tenía ojos azules, aspecto nórdico y una
sonrisa siempre lista, casi un ejemplo de la raza aria a la que Hitler quería
perpetuar como dominadora del mundo; pero eludía el compromiso de la
mujer alemana con el ideal nazi: no quería tener hijos, vestía a la moda, se
maquillaba, fumaba, un desafío para la época, le gustaban las fiestas, el
jazz, el champán y los viajes. Todo eso latía detrás de una personalidad
tímida, o de estudiada entereza. No la tenía. Pero la hija de Hoffman y su
marido, Baldur von Sirach, la llamaron una vez “la chica más hermosa de
Múnich”.
A la chica más hermosa de Múnich, que aquel día tenía diecisiete años, le
tuvieron que explicar quién era el señor Wolff a quien le había deseado
buen apetito. “Pero, ¿ni siquiera ves las fotos que tomamos¨? ¿No te diste
cuenta quién es? Es Hitler, nuestro Adolf Hitler”. Tiempo después,
Hoffman admitiría:
Hitler no se portó como un señor reposado. Pese a la diferencia de edad,
él tenía cuarenta, se ofreció a llevarla a su casa en su Mercedes Benz,
invitación que ella eludió, pero de la que tomó nota. Para Hoffman, todo no
iría más allá de una aventura; “Nunca, ni en su voz, ni en una mirada o en
un gesto, Hitler se comportó de manera tal que sugiriera un interés profundo
en ella”. Empezaron a verse más seguido entre 1930 y 1931.
Para entonces, con su carrera política en veloz ascenso, el partido nazi en
las calles para imponer a palos sus ideas con la fuerza de choque de las SA,
los camisas pardas, Hitler estaba envuelto en un escándalo secreto que le
podía costar la carrera: estaba enamorado con locura de su media sobrina,
Geli Raubal. La relación había empezado en 1924, cuando Hitler tenía
treinta y cinco años y Geli dieciséis. Vivían juntos en un departamento de
Múnich, el refugio del Führer cuando no estaba de viaje. Era una relación
tormentosa, cercada por los celos de Hitler y las ansias de independencia de
Geli. ¿Pensó ella en dejarlo? Quiso viajar a Viena y Hitler se lo prohibió. El
18 de septiembre de 1931, Hitler ya conocía a Eva Braun, ambos
discutieron con dureza y Hitler se fue con un portazo del departamento y
encaró un corto viaje hacia el centro de la ciudad. Eso dice la historia
oficial. La muchacha, de 23 años, se pegó un balazo con la pistola de Hitler.
La muerte de Geli Raubal cambió el carácter y la vida del entonces líder
alemán. Hermann Göring, fundador del partido nazi, que sería más tarde
comandante de la fuerza aérea del Reich, dijo que después de la muerte de
Raubal: “Hitler perdió la última gota de humanidad que le quedaba”, que ya
es decir algo. El Führer diría con los años que Geli fue la única mujer que
había amado en su vida.
La que era una relación paralela tornó en unilateral: Eva Braun pasó a ser
la pareja oficial de Hitler, que la mantuvo siempre oculta por una razón de
propaganda, sostenida por el artífice de la publicidad nazi, Joseph
Goebbels. Según esos designios, Hitler tenía un solo amor, una sola novia,
una sola esposa: Alemania. Eva aceptó su papel secundario tal vez con
alegría, pero seguro que con resignación. En 1932 su hermana menor, Gretl,
se unió al estudio del fotógrafo Hoffman.
La relación Hitler-Braun fue complicada. Y, cuando no lo era, alguno de
los dos la complicaba. Los constantes viajes del Führer la hicieron sentir
abandonada, dejada de lado, olvidada. Hitler no era un tipo demostrativo,
para decirlo de modo simple. Casi no hay fotos que muestren algún gesto de
ternura entre ambos, ni siquiera cuando Eva se convirtió en su amante
oficial.
El 10 de agosto de 1932 Eva se pegó un tiro en el pecho con la pistola de
su padre. Falló, o quiso fallar: es más fácil acertar un tiro en el pecho que
errar el blanco. El intento obró como un llamado de atención para Hitler: el
suicidio de Raubal había sido tapado con velocidad y prudencia y sólo
había habido un amago de escándalo. Pero un nuevo suicidio, de otra de las
novias del líder, podía hacer caer las aspiraciones de Hitler, que sólo cinco
meses más tarde se convertiría en canciller del Reich. Como fuere, Hitler
entendió el mensaje enseguida. Tras la recuperación de Eva, y a fines de ese
mismo año, ya eran amantes oficiales.
Cuando Hitler vivía en Múnich, algo que no sucedía muy seguido, ambos
vivían en el departamento de él y, a menudo, como fotógrafa de Hoffman,
Eva podía viajar en el séquito de Hitler. Pero no era una chica feliz. En
1935 inició un diario, o continuó otro del que no han quedado rastros, en el
que muestra su descontento, su soledad, acaso su hastío, su desesperanza y,
de nuevo, sus deseos suicidas. Uno de los fragmentos de ese diario dice: “El
tiempo es delicioso y yo, la amante del hombre más grande de Alemania y
del mundo, tengo que quedarme sentada en casa, mirando por la ventana.
¡Dios mío, si al menos él me respondiera! ¡Una sola palabra, en tres meses
de ausencia! No hay esperanzas, ¿si alguien viniera a ayudarme!”.
Exageraba. En 1935 Braun tomó parte por primera vez de un congreso
del partido nazi, en Núremberg, como parte del equipo del fotógrafo
Hoffman. Allí estaba también la medio hermana de Hitler, Angela Raubal,
la mamá de Geli, la chica que se había matado a los 23 años después de
discutir con Hitler, que era su amante. Angela repudió la presencia en el
congreso de la nueva amante del Führer y, pocos días después, fue
despedida de su puesto: era ama de llaves de la residencia de Berghof, el
famoso “Nido del Águila” alpino de Hitler, cerca de Berchtesgaden. No es
posible saber si la aversión hacia Eva Braun fue la causa de su desgracia,
pero desde ese instante, Eva Braun fue vista como intocable por el entorno
de Hitler.
Otros fragmentos reveladores del diario de Eva Braun, del que
sobrevivieron veintidós páginas, dicen: “11 de Marzo de 1935. Sólo quiero
una cosa. Me gustaría estar gravemente enferma, y no saber nada de él al
menos durante una semana. ¿Por qué no me pasa algo? ¿Por qué tengo que
pasar por todo esto? ¡Si nunca me hubiera fijado en él! Soy muy
desdichada. Saldré y compraré más polvos para el sueño y entraré en un
estado como de medio sueño, y luego no pensaré más en ello (…) 6 de
Marzo de 1935. Se ha ido a Berlín otra vez. Si simplemente no me volviera
loca cuando él me ve tan poco... Después de todo, es obvio que no está
realmente interesado en mí cuando tiene muchas cosas que hacer en política
(…) 28 de Mayo de 1935. Acabo de mandarle la carta crucial. Pregunta:
¿Le dará alguna importancia? Veremos. Si no obtengo una respuesta antes
de esta tarde, tomaré 25 píldoras y gentilmente caeré dormida en el otro
mundo. Me ha dicho frecuentemente que está locamente enamorado de mí,
pero ¿qué significa eso si no he tenido una buena palabra suya en tres
meses?(…)”
Eva tomó las veinticinco pastillas para dormir que, o no tuvieron a bien
matarla, o fue rescatada a tiempo por los médicos. Hitler volvió a captar el
mensaje. En agosto cedió a Eva y a su hermana Gretl un departamento de
tres habitaciones en Múnich. En 1936, Eva empezó a acompañar a Hitler al
“Nido del Águila”: tenía un departamento privado en la cancillería del
Reich en Berlín, diseñada por el arquitecto Albert Speer.
Tal vez Hitler le prestara poca atención a Eva, hay que tener en cuenta
que en esos días el Führer pensaba cómo dominar el mundo, cómo extender
las fronteras del Reich hasta los confines de la URSS, cómo dominar a
Inglaterra, cómo hacer prevalecer la raza aria, pura, por sobre cualquier otra
raza y cómo eliminar a todos los judíos de Europa, unas once millones de
personas. Pese a todo, dijo a su fiel asistente militar Heinz Linge, un joven
SS de treinta y dos años: “Esta mujer vino a mí en un momento en que
todos los demás me dejaban. No puedes creer lo que significó para mí”.
Hitler fue más específico con el joven Linge y le dio a entender cuál era su
futuro soñado: un Reich triunfante y él, el gran alemán, en un tranquilo y
heroico retiro: “La señorita Braun es una chica muy joven, demasiado
joven, para ser la esposa de un hombre de mi posición. Pero es mi chica, y
por eso vivimos de esta manera. Pero un día, cuando deje de dirigir el Reich
y me retire a Linz, a una casa con el servicio justo, me casaré con fraulein
Braun”.
La vida sexual de la pareja es otro de los misterios de su tormentosa
relación. En 1943, ya en plena guerra, Eva fue a ver al arquitecto Speer, con
lágrimas en los ojos. . Eva también vio al médico personal de Hitler,
Theodore Morell que siempre dijo que la sexualidad de Hitler había sido
normal. En su libro “The untold Story of Eva Braun – La historia no
contada de Eva Braun”, Thomas Ludmark, profesor de la Universidad de
Hull, Inglaterra, afirma que Hitler y Eva nunca tuvieron relaciones sexuales
porque ella padecía el “Síndrome Mayer – Rokitansky – Küster – Hauser
(MRKH)”, una afección del sistema reproductivo que deriva en un estrecho,
o corto, canal vaginal que convierte a las relaciones sexuales en
insoportables por lo dolorosas. Afirma Ludmark que Eva fue operada por el
destacado ginecólogo nazi, el doctor Gustav Scholten.
Por el contrario, Heike Görtemaker sostiene en su libro “Eva Braun – una
vida con Hitler”, que la pareja llevó una vida sexual normal; sus amigos y
familiares recordaron que, en 1938, luego de la firma del Pacto de Múnich
por el que Alemania se hizo con una región de Checoslovaquia, un año
antes de la Segunda Guerra, Eva vio una foto del entonces primer ministro
británico Neville Chamberlain sentado en un sofá del piso de Hitler en
Múnich. Sobre esa foto, Eva escribió: “Si supiera lo que ese sofá ha
visto…”
Pese a ser una figura intocable del séquito de Hitler, Eva nunca
incursionó en política, se mantuvo al margen de las decisiones de la guerra
y de la marcha de la economía alemana. Nunca fue miembro del partido
nazi y sus intereses corrían junto al deporte, la música y el cine. Sólo en
1943, cuando la suerte de la guerra se inclinaba del lado aliado, Hitler
impuso serias restricciones económicas en su imperio que empezaba a
descascararse, limitaciones que incluían una posible prohibición de
cosméticos y otros “lujos” destinado a las mujeres. Albert Speer cuenta en
sus memorias que Eva se dirigió a Hitler “muy indignada por lo que
implicaban esas medidas para las mujeres alemanas”. Hitler entonces
instruyó a Speer, que además era ministro de Armamento del Reich, para
que paralizara por un tiempo la producción de cosméticos, en lugar de
ordenar su prohibición total.
Muchas de las imágenes de Hitler el “Nido del Águila”, fueron tomadas
por Braun, que despuntó en aquellos días su vocación por la fotografía y el
cine. Fue una primera dama que jamás ejerció como tal: Hitler se lo
impidió. Sólo en Berghof era respetada, aunque no del todo. El círculo más
íntimo del Führer no hacía comentarios sobre Eva, pero temían que
cualquier desaire los hiciera caer en desgracia. La excepción la ejercían las
mujeres de tres jerarcas nazis: Annelies von Ribbentrop, Emmy Göring y
Magda Goebbels, que la desairaban siempre que podían, y podían siempre,
pese a las protestas de Hitler.
Emmy Göring era en especial muy cruel. Antes de casarse con el
mariscal jefe de la Lutwaffe, Emmy Sonnemann había sido actriz y famosa
y se había convertido en una de las anfitrionas favoritas de Hitler antes de la
guerra. Era a ella a quien se conocía como “la primera dama” del Reich y
era Emmy quien peor trataba a Eva Braun, a quien veía como una arribista.
Magda Goebbels también despreciaba a Eva, pero por otras razones: los
historiadores sospechan que estaba enamorada en secreto de Hitler.
Finalmente, la mujer de Göring dejó de ser invitada al “Nido del Águila”
y Eva nunca le ocultó a su diario íntimo su dolor por saberse una amante
ignorada. Se consolaba con unas fiestas a las que invitaba a jóvenes
oficiales nazis, que la adoraban y le devolvían cierta energía perdida. Por lo
demás, se aburría bastante, cambiaba su vestuario hasta siete veces al día,
según su prima Gertraud Weisker que pasó junto a Eva los últimos meses de
1944, cuando el Reich se derrumbaba.
También se bañaba desnuda en el lago Koenigssee, que era una forma de
honrar los principios nazis de culto al cuerpo. Hitler aborrecía un poco esas
prácticas como aborrecía también el maquillaje de Eva y que fumara.
El final del Reich la sorprendió junto a Hitler. El 3 de junio de 1944,
cuando ya los rusos enfilaban sus tropas hacia Berlín y tres días antes del
desembarco aliado en Normandía, su hermana, Gretl se casó con el general
Hermann Fegelein, que era oficial de enlace entre el equipo íntimo de Hitler
y el jefe de las SS, Heinrich Himmler. La ceremonia permitió presentar a
Eva Braun en actos oficiales, pero como “cuñada de Fegelein”.
En los días finales del nazismo, cuando ya Hitler vivía encerrado en su
búnker de la Cancillería y los rusos habían entrado en los barrios periféricos
de Berlín, Himmler intentó llegar a un acuerdo con los aliados. Furioso,
Hitler hizo fusilar a Fegelein en los jardines de la Cancillería. Ni siquiera
fue un fusilamiento con el rigor de los actos militares: lo ametrallaron por la
espalda el 28 de abril de 1945.
Hitler ya había decidido suicidarse, Eva había decidido seguirlo y los dos
habían decidido casarse. Por alguna razón, en su testamento político Hitler
creyó necesario dejar constancia de que la decisión de morir con él es
exclusiva de Eva. También definió, con crudeza, su relación. Llamó a su
secretaria, Traudl Junge y le dictó: .
El 29 de abril, el búnker de Hitler, la Cancillería y sus terrenos vecinos
son el símbolo de la tragedia. Los cañones soviéticos hacen temblar el
edificio. Las tropas del mariscal Gueorgui Zhukov están a menos de
quinientos metros de la sede del Reich. Al amanecer, Hitler y Eva son
marido y mujer. Ella casi escribe en el acta su apellido de soltera, es la
costumbre. Tacha la primorosa B que había escrito y estampa su nueva
identidad: “Eva Hitler”. Ruega al círculo íntimo que la llamen “Señora
Hitler”. Pero el círculo íntimo debate en esas horas cuál es la mejor manera
de suicidarse, si con cianuro, o con pistola. En el búnker las SS, enfundadas
en los negros uniformes diseño de Hugo Boss, reparten primorosas cápsulas
de fino cristal con el veneno: sólo hay que partir el cristal con los dientes.
En las afueras del búnker, en los jardines de la cancillería, oficiales de las
SS y generales de la Wehrmacht, repletos de alcohol, se vuelan la cabeza o
intentan huir hacia allá, hacia donde suponen que avanzan las tropas
americanas: cualquier cosa antes de caer en manos de los soviéticos. El
orgulloso Reich que iba a durar mil años, que desató la más sangrienta
guerra que recuerde el mundo, se despedaza en una borrachera de veneno,
pólvora y desesperación.
Al día siguiente, Hitler y Eva se suicidan. Antes almuerzan, como no,
unas patéticas pastas con salsa de tomate. Después, cerca de las tres de la
tarde, se encierran en la oficina del Führer. A las puertas quedan dos fieles:
el edecán Linge y el joven oficial de las SS Otto Günsche. Hitler les ordenó
quemar su cadáver y el de Eva en un pozo del jardín de la Cancillería: ni
muerto quiere caer en manos rusas.
Después, él muerde una cápsula de cianuro y se pega un tiro en la cabeza.
Ella no recurre ya a los “polvos para el sueño”, como en 1935. Esta vez va
en serio. Parte con los dientes el cristal de su cianuro y muere con la cabeza
apoyada sobre el hombro de Hitler.
Por fin, todos sus sueños se han cumplido. Y duraron menos de cuarenta
horas.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 6 de febrero de 2022.


Atroces “experimentos”: el médico que
inyectaba químicos en los ojos de los niños y
nafta en las venas de los adultos

Por Alberto Amato

Inyectó distintos químicos en los ojos de miles de chicos porque buscaba


que cambiaran de color y tomaran el azul ario, el color de la perfección de
la raza que iba a dominar al mundo. Usó a miles de seres humanos como
cobayos, a los que descartaba enviándolos a las cámaras de gas de aquella
fábrica industrial de la muerte que fue Auschwitz. Amputó los miembros de
centenares de prisioneros para intentar injertos que terminaron en gangrena
y en la muerte. Sumergió a miles de cautivos judíos, gitanos, soviéticos, en
aguas heladas para probar la resistencia humana al frío, y aportar así alguna
terapia a los pilotos alemanes que eran derribados en las aguas del mar del
Norte. Hirió cuerpos sanos y cubrió las heridas con vidrios, trapos sucios,
excrementos, tierra y aguas podridas para recrear las condiciones del frente
y estudiar la evolución de esas heridas, con la idea de aliviar a los soldados
alemanes heridos. Inyectó en las venas de sus conejos de indias fenoles,
cloroformo, insecticidas, nafta sólo para saber qué pasaba.
Josef Mengele.

El horror de la guerra, casi a modo de descargo, aportó siempre adelantos


científicos y médicos. Pero Josef Mengele era el horror humano que se
aprovechaba de la guerra. Un monstruo honrado como médico antes de la
guerra y desatado como un criminal en los campos nazis. Todo al servicio
del Tercer Reich. John Steinbeck, en su inolvidable Al Este del Paraíso,
define a los tipos como Mengele cuando describe a uno de los personajes de
su novela. Dice que así como hay seres humanos que nacen lisiados físicos,
condición fácilmente detectable, hay otros seres humanos que nacen
“baldados mentales”, condicionados por esa lesión, por esa “amputación
mental” oculta, arcana, indescifrable.
Mengele era un fanático de la genética y tenía obsesión con los gemelos.
Cuando los trenes de judíos deportados llegaban a Auschwitz, y en los
amplios andenes del campo, llamados “El patio de los judíos” se
seleccionaba a quienes iban a vivir y a quienes iban a ser gaseados de
inmediato, por lo general las tres cuartas partes de los prisioneros formadas
por mujeres, embarazadas ancianos y chicos, Mengele paseaba con un silbo
en los labios, acaso una tonada de la lejana Alemania, y pedía: “Gemelos,
gemelos…”. Estaba especialmente interesado en los gemelos idénticos y en
prisioneros con heterocromía, ojos de distinto color. Sus investigaciones
sobre los gemelos estaban destinadas a demostrar la supremacía de la
herencia genética sobre el entorno, reforzar de esa forma la premisa nazi
que proclamaba la superioridad de la raza aria y a generar mayor cantidad
de soldados a futuro para el Reich de Hitler.
Terminó con una epidemia de tifus en el campo de manera drástica:
mandó a las cámaras de gas a mil seiscientos prisioneros de la etnia gitana,
hombres mujeres y chicos, para desinfectar luego el barracón en que
estaban alojados. Hizo lo mismo ante epidemias de escarlatina y otros
males contagiosos. En todos los casos, los infectados eran enviados a las
cámaras de gas. La inoculación del tifus también abarcó los experimentos
de Mengele con los gemelos: inyectaba la bacteria, transmitida por pulgas, a
uno de los gemelos y realizaba luego transfusiones de sangre de uno a otro.
Muchas de sus víctimas morían en las pruebas. Si, en cambio, moría uno de
los dos gemelos, Mengele mataba al otro hermano para realizar estudios
comparativos post mortem. En todos los casos los cuerpos eran
diseccionados. Uno de los ayudantes en aquel horror, Miklós Nyiszli, un
prisionero judío húngaro, relató que una noche Mengele mató
personalmente a catorce gemelos con una inyección de cloroformo directa
al corazón.
También llevó adelante experimentos masivos de esterilización y
castración en hombres y mujeres. Su biógrafo, Gerald Astor, afirmó en
Mengele, el último nazi, que el médico de Auschwitz arrojaba niños vivos
al fuego de los crematorios vecinos de las cámaras de gas. En el juicio que
los tribunales aliados le siguieron en ausencia, nunca lo apresaron, el
médico judío prisionero en Auschwitz, Vexler Jancu describió: “Vi una
mesa de madera. Sobre ella había muestras de ojos. Eran de color amarillo
pálido, hasta el azul claro, verdes y violeta. Los ojos estaban pinchados
como si fuesen mariposas. Creí que yo había muerto y que ya estaba en el
infierno”.
Algo parecido dijo Eli Rosembaum, director de la Oficina de
Investigaciones Especiales del Departamento de Justicia de Estados Unidos:
“Fuimos completamente sobrepasados por su monstruosidad. Lo más
importante es ver que su mente operaba como la de un científico que se
concentraba en sus estudios y experimentaba mientras dejaba de lado sus
sentimientos. No creo que Mengele tuviera remordimientos por lo que
hacía. Pienso que en su mente de científico, justificaba todo lo que hacía”.
Para tranquilidad de Rosembaum, el único hijo de Mengele, Rolf, dijo que
su padre jamás había expresado remordimiento alguno por sus actividades
durante la guerra.
Mengele nunca estuvo solo. En el “Bloque 10″ de Auschwitz, el temido
“pabellón médico”, aquel premiado doctor en medicina hizo lo que se le
antojó con miles de seres humanos junto a otros treinta profesionales, todos
al mando del capitán médico de las SS Eduard Wirths. Mengele sólo fue el
monstruo más famoso, el más sádico también, pero no el único. En aquel
“pabellón médico” se experimentaron en seres humanos las primeras
vacunas contra la malaria y el tifus, desarrolladas por los entonces
principales laboratorios alemanes.
Si hoy la inútil memoria de Mengele regresa del horror, es porque se
cumplen cuarenta y tres años de su muerte, un gesto de Dios, ahogado en
una playa de Brasil después de que lo derrumbara en las aguas un derrame
cerebral, casi un mes antes de cumplir sesenta y ocho años. Murió bajo el
nombre falso de Wolfgang Gerhard, sin haber sido juzgado nunca por sus
crímenes. Fue un hábil fugitivo eterno, protegido, tal vez mimado, por las
autoridades de Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil, donde vivió desde
que huyó de la Europa que estaba tras sus pasos.
Josef Mengele nació en Gunzburgo, Baviera, el 16 de marzo de 1911.
Empezó a estudiar medicina y filosofía en la Universidad de Múnich en
1930, en pleno auge del nazismo. A los veinticuatro años, era doctor en
antropología de esa Universidad y, en enero de 1937 egresó del Instituto de
Biología hereditaria e Higiene Racial de Frankfurt, como asistente de su
mentor y protector, Otmar von Verschuer, que investigaba ya la genética de
los gemelos. Ese mismo año se afilió al partido nazi y, al siguiente, a las SS.
El 28 de julio de 1939 se casó con Irene Schönbein, su hijo Rolf nacería en
1944. En junio de 1940, plena guerra, fue voluntario en el servicio médico
de las SS, destinado a Ucrania en 1941 donde ganó dos Cruz de Hierro, de
segunda y primera clase, y fue herido grave cerda del río Don en el verano
del 42. Incapacitado para servir en el frente. Regresó a Berlín para trabajar
en la Oficina de Raza y Reasentamiento y, junto a Von Verschuer y en el
prestigioso instituto Kaiser Wilheim, en el departamento de Antropología,
Genética Humana y Eugenesia.
A inicios de 1945, ya con los rusos en los talones y camino a Berlín,
Mengele y otros médicos de Auschwitz fueron destinados al campo de
concentración de Gross-Rosen, adonde llevó dos cajas con especímenes u
los registros médicos de sus investigaciones. Los soviéticos liberaron
Auschwitz el 27 de enero y Mengele y los suyos huyeron de Gross-Rosen el
18 de febrero. Empezó entonces la larga y exitosa huida del baldado mental
que ni siquiera imaginó Steinbeck. Terminó prisionero de los americanos
que lo registraron con su nombre real. ¿Quién conocía entonces a Mengele?
Su nombre no figuraba en la lista de los SS buscados y ni siquiera tenía el
tradicional, y ritual, tatuaje en la axila con su número de identificación y su
grupo sanguíneo. Lo liberaron a finales de julio y logró hacerse de un
documento falso a nombre de Fritz Ullman, que luego cambió por Fritz
Hollman.
Pasó cuatro años en Alemania, hasta que los juicios de Núremberg y su
secuela de procesos judiciales lo colocaron en la lista de criminales de
guerra más buscados. Dejó Alemania el 17 de abril de 1949 con una meta
fijada como un paraíso para los nazis fugados: Argentina. Su mujer se negó
a seguirlo. Se divorciaron en 1954. El camino de Mengele a Buenos Aires
fue similar al de Eichmann: una nueva identidad, con la anuencia de la
jerarquía religiosa del norte de Italia, gracias a los buenos oficios del obispo
Alois Hudal, muy cercano al entonces secretario del Papa Pío XII, cardenal
Giovanni Montini quien, con los años, sería Su Santidad Paulo VI. Con su
nueva identidad, falsa pero legal, Mengele obtuvo de Italia una “Carta
d’Identitá”, la número 114, con el nombre de Helmut Gregor. Eichmann
consiguió la suya con el número 131 como Riccardo Klement. Cuatro libros
son indispensables para seguir esa ruta a través del tiempo: La auténtica
Odessa y Perón y los alemanes, de Uki Goñi, el historiador y periodista que
mejor desentramó la fuga de los nazis a la Argentina, Eichmann before
Jerusalem, de Bettina Stangneth, y Ruta de escape, de Philippe Sands.
Mengele se embarcó a Buenos Aires el 25 de mayo de 1949 en el buque
inglés “North King”. Llegó el 22 de junio, se alojó en una pensión de la
calle Paraguay, en Palermo, hasta que fue cobijado por la activa comunidad
nazi argentina, que había plantado una importante red de espionaje
protegida en cierto modo por el gobierno de Juan Perón. Después vivió en
Florida, en la casa del Gerhard Malbranc, gerente del Banco Alemán
Transatlántico y “uno de los testaferros de los dineros nazis girados al país
durante la guerra”, como reveló Jorge Camarasa, otro investigador que
murió en 2015, en su libro El Ángel de la muerte en Sudamérica.
Tan seguro se sintió Mengele en Buenos Aires que empezó a usar su
verdadero nombre, como reveló uno de sus amigos, el empresario Robert
Mertig, titular de la empresa Orbis. En 1956, ya derrocado Perón, el
Juzgado de Primera Instancia en lo Civil número 9 resolvió que Helmut
Gregor y Josef Mengele eran la misma persona, por lo que la Policía
Federal le extendió la cédula 3.940.484. Mengele se dedicó al comercio,
fabricó juguetes, fundó una empresa, Laboratorios Wander y fue socio
mayoritario de la empresa Fadrofarm (Fábrica de Drogas Farmacéuticas).
También fue representante en Sudamérica de la empresa de maquinarias
agrícolas que había sido de su padre. Como agente comercial viajó varias
veces a Paraguay y a Brasil, mientras aprovechaba para establecer contactos
seguros y una eventual, otra más, ruta de escape.
Una información muy curiosa lo pone en contacto con Perón. La historia
le fue narrada a Uki Goñi por el periodista Tomás Eloy Martínez, que
reporteó en profundidad a Perón en su exilio en España, en 1970. Cuenta
Goñi que Tomás Eloy Martínez le reveló que Perón le había contado que, en
los años 50, visitaba la Quinta de Olivos (que era entonces residencia de fin
de semana de los presidentes, la residencia oficial estaba en la calle Austria,
donde hoy se alza la Biblioteca Nacional) un alemán “especialista en
genética”, que solía contarle sus supuestos y raros experimentos científicos.
Aquel hombre había ido a despedirse de Perón porque un cabañero
paraguayo le iba a pagar una fortuna para mejorar su ganado. “Me mostró -
dijo Perón- las fotos de un estable que tenía por allí cerca del Tigre, donde
todas las vacas le parían mellizos”, cuenta Goñi en La auténtica Odessa.
Tomás Eloy, que olía una noticia a la distancia, quiso saber quién era aquel
misterioso alemán. Y Perón: “¿Quién sabe…? Era uno de esos bávaros bien
plantados, cultos, orgullosos de su tierra. Espere, si no me equivoco, se
llamaba Gregor. Eso es, el doctor Gregor”.
Recién en 1985, cuando se reveló que quien había muerto ahogado en
una playa brasileña con el nombre de Wolfgang Gerhard, era Helmut
Gregor que era en realidad Josef Mengele, Martínez supo que Perón le
había dado una pista imposible de rastrear. Es imposible suponer que Perón
no supiese quién era el tal doctor Gregor que lo visitaba.
El 25 de julio de 1958, a las cuatro y media de la tarde, Mengele
finalmente se presentó ante un juez. Pero no lo iban a interrogar sobre sus
crímenes: iban a unirlo en matrimonio con Martha Will, que era su cuñada,
viuda de su hermano menor, Karl Mengele. Antes, la pareja debió
demostrar ella su viudez y él el divorcio de su primera mujer, que no había
querido acompañarlo en su aventura argentina, pero que había jurado a los
aliados que su marido había muerto al final de la guerra, a sabiendas de que
mentía. Los casó el responsable del juzgado civil de Nueva Helvecia,
Uruguay, Pedro Szacelaya, según figura en el acta que Infobae reproduce en
exclusiva. En esos documentos hay un borrón interesante: en un acta
manuscrita que habla del hijo en común con su primera mujer, el empleado
había anotado el nombre real de Mengele: Josef. Fue modificado y
castellanizado a José.
La pareja fue a vivir a Olivos, en Virrey Vértiz 970, no muy lejos de la
quinta presidencial donde Mengele había visitado a Perón. El castillo se
vino abajo en 1959 cuando Alemania pidió a Argentina la extradición del
criminal de guerra nazi que había cometido un yerro de arrogancia: años
antes había viajado a Alemania con su identidad falsa pero legítima, visitó
su pueblo y la empresa de maquinarias de su padre. Todo le mundo lo
conocía y nadie dijo nada. Lo denunció un ex prisionero de Auschwitz que
no había olvidado. Mengele vendió sus acciones de Fadro, rompió con su
mujer y huyó a Paraguay. No obstante volvió ocasionalmente a la
Argentina, pero con ojos en la espalda.
El 11 de mayo de 1960, un comando del Mossad secuestró a metros de su
casa de la calle Garibaldi a Adolf Eichmann. Cuando se conoció la noticia,
Mengele huyó del país para no volver. Tuvo suerte. Y Eichmann lo ayudó.
Los agentes del Mossad intentaron secuestrar también a Mengele y
mantuvieron cautivo varios días a Eichmann en una casa que todavía hoy es
un misterio, pero que probablemente se haya alzado en Castelar. Lo
interrogaron sobre el paradero de Mengele y Eichmann mintió, dijo que no
lo conocía. No era verdad. En su libro Eichmann en la Argentina, Álvaro
Abós afirma que ambos, Eichmann y Mengele, sostuvieron amables
encuentros para hablar de tiempos idos en el restaurante ABC, de indudable
espíritu alemán, de Lavalle y Reconquista. Los agentes del servicio secreto
israelí no creyeron a Eichmann e insistieron. Eichmann aceptó dar un dato,
a cambio de que su familia no fuese afectada por el operativo de su
secuestro. Dio una vieja dirección donde era posible hallar a Mengele. Era
la pensión Jurmann, en 5 de julio 1045, Vicente López, donde había vivido
Mengele pero hacía varios años. Y Eichmann lo sabía. El comando del
Mossad partió de Argentina sólo con Eichmann a bordo del primer avión de
El-Al que había llegado días antes al país, con la delegación diplomática
isrealí a los festejos del Sesquicentenario de la Independencia.
Mengele vivió dos años en Paraguay con una nueva identidad: Peter
Hochbicheler. Después se instaló en Brasil. Allí adoptó la identidad de
Wolfgang Gerhard que era un simpatizante nazi que viajó a Alemania para
llevar adelante un tratamiento médico y allí fue asesinado a golpes. Los
documentos de Gerhard hacían a Mengele catorce años menor, austriaco,
viudo y técnico mecánico.
Su familia sabía quién era y adónde estaba. En 1977 lo visitó en Brasil su
hijo Rolf. Le preguntó sobre los campos de exterminio y Mengele le dijo
que él no había inventado Auschwitz. “No admitió haber hecho algo mal.
No demostró culpa, ni arrepentimiento. Dijo que había cumplido órdenes”.
Con su salud debilitada desde 1972, hipertensión, una afección crónica en el
oído que le producía vértigo, padecía reumatismo y además dormía mal,
con una pistola Walther bajo la almohada, ante el temor de correr el mismo
destino que Eichmann.
La tarde del 7 de febrero de 1979 visitó a sus amigos Wolfram y Liselotte
Bossert en la playa paulista de Bertioga. Confiado se metió al mar para
nadar un rato, lo devastó un derrame cerebral y murió incluso antes de
ahogarse. Nadie lo reconoció y los Bossert, que sí sabían quién era, nada
dijeron.
Seis años después, el 31 de mayo de 1985, gracias a una pista anónima
recibida por la fiscalía de Alemania Occidental, la policía registró la casa de
Hans Sedlmeier, amigo de toda la vida de Mengele y jefe de ventas de la
empresa familiar. La policía halló una agenda con direcciones cifradas,
copas de cartas de Mengele y otra carta en la que los Bossert informaban a
Sedlmeier la muerte del antiguo médico monstruo de Auschwitz. Las
autoridades alemanas se pusieron en contacto con la policía de San Pablo
que localizó a los Bossert, que revelaron dónde estaba enterrado Gerhard-
Mengele.
Los restos fueron exhumados el 6 de junio. Por su dentadura, Mengele
tenía un notorio diastema en los incisivos centrales. Cuatro días después, el
10 de junio, Rolf Mengele confirmó que se trataba del cadáver de su padre
y que la noticia de su muerte se había mantenido en secreto para no
comprometer a quienes lo habían ayudado a ocultarse a lo largo de treinta
años.
En 1992, un examen genético ratificó la identidad de Mengele. La familia
se negó a repatriar sus restos a Alemania y sus huesos, que fueron exhibidos
en público, permanecen almacenados en el Instituto Médico Legal de San
Pablo.
Podrá parecer una paradoja, leve si se tiene en cuenta de quién se habla,
pero los restos de Mengele están a disposición de los estudiantes de
medicina forense.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 7 de febrero de 2022.


Mengele, el Arco de la Muerte y otras
historias trágicas sobre el fútbol en los
campos de concentración nazis

Por Matías Bauso

Apenas bajó del tren, el instinto le indicó que debía mentir su edad.
Sumarse dos años. Así logró sobrevivir el primer día aunque él no se haya
dado cuenta en ese momento. Después los llevaron hacia unas barracas
mugrientas. Los guardias golpeaban con impiedad a los que se retrasaban, a
los que mostraban alguna debilidad. El día era gris, las nubes se apretaban
sobre sus cabezas. El frío agrietaba la cara. No había un prisionero que
tuviera el abrigo suficiente. Ninguno de ellos hablaba. Sólo se escuchaban
sus pasos sobre el piso polvoriento y los gritos atemorizantes de los
guardias nazis y de los kapos. Sin embargo, el joven de 14 años se puso
contento.
Al costado de una de esas construcciones atestadas (y apestadas) vio un
espacio amplio y con algo de césped. Dos arcos de madera, con travesaños
irregulares, en cada extremo. Una cancha de fútbol.
Imre Kertesz, Premio Nobel de Literatura 2002, escribió en Sin Destino,
el libro en el que recrea su experiencia en los campos de concentración: “Se
encontraba en un claro y parecía estar en perfecto estado: con su prado
verde, sus arcos, sus líneas debidamente trazadas, todo bien cuidado y
ordenado. Enseguida nos pusimos a hacer planes: después del trabajo
iríamos a jugar al fútbol”.
Nada de esto fue así. Pero él no podía saberlo, no podía imaginar lo que
se vivía y la manera en que se moría en Auschwitz.
Dos de los elementos de la historia de Kertesz se repiten en otra historia:
mentir sobre la edad y el fútbol. No se trata de una casualidad.
El relato es estremecedor. Lo brindó Joseph Zalman Kleinman hace
sesenta años. Como testigo en el juicio contra Adolf Eichmann en
Jerusalén, Kleinman contó que una tarde, apenas llegados a Auschwitz, los
sacaron a todos a formar en una cancha de fútbol. Mientras hacían una larga
fila, vieron llegar a un hombre flaco, con la cara angulosa y la mirada
penetrante. Era Josef Mengele.
Bajó abruptamente mientras la bicicleta caía a un costado. Fue directo
hacia un joven y le gritó en la cara. “¿Cuántos años tenés? ¿Cuántos años
tenés?”. El chico, temblando, respondió: “18”. Pero no era así. Él sabía que
esa era la respuesta correcta, el número que prolongaría su vida unos días
más. Pero su baja estatura, la cara de nene, el torso esmirriado decían la
verdad. Ese chico no pasaba de los 14 años.
Mengele empezó a dar órdenes frenéticas a sus subalternos. Los soldados
corrían de un lado para el otro. Al poco tiempo todo lo que él había pedido
estaba allí. La fila permanecía inmóvil y en silencio. Esperaban en un
descampado que a sus extremos tenía arcos de fútbol. Era la cancha del
lugar. Mengele caminó hacia uno de los arcos e hizo que todos lo siguieran
prolijamente. Los detenidos se cuidaban de no hacer ruido con sus pisadas
como si eso fuera causal de muerte -allí todo era causal de muerte.
Mengele dio órdenes precisas: de uno de los postes debían clavar una
tabla que quedara paralela al piso. Ese nuevo mojón lo debían atravesar
todos los detenidos. El que pasaba por debajo de la tabla, el que no
superaba esa marca arbitraria que había establecido Mengele era enviado a
las cámaras de gas de inmediato. Esa tarde condenó a cientos a la muerte
por petisos o por menores de edad.
El arco yo no servía para que alguien intentara acertarle desde lejos, para
que alguien buscara un gol, clavarla en un ángulo. Era un instrumento más,
como todos los que los nazis tenían a mano para continuar la matanza. Se
había convertido en el Arco de la Muerte.
Joseph Zalman Kleinman cuenta que él que tenía 14 años y lo aparentaba
quedó inmovilizado. Avanzaba junto a la fila, como un autómata. Su
hermano, por lo bajo, lo instó a hacer algo: “¡No te vas a mover! ¿Te querés
morir?”. Kleinman, sin que los guardias lo vieran, consiguió meter piedritas
dentro de su calzado, debajo del talón. Esperaba ganar altura y llegar al
límite fijado. Con eso, a lo sumo, creció dos centímetros. Seguía pasando
por debajo de la marca del Arco de la Muerte. Antes de que le llegara su
turno, logró escabullirse entre un grupo numeroso que pasaba y así salvó su
vida.
Esta es una de las muchas conexiones que el fútbol tiene con los campos
de concentración. El proyecto No Fue Un Juego integrado por Leonardo
Albajari, Germán Roitbarg, Guillermo Ibarra y Gustavo Asmús se encargó
de recopilar muchas de estas historias y con ellas han organizado muestras,
conferencias, charlas escolares, posteos en las redes sociales y otras
actividades que tiene por fin concientizar sobre la Shoah, mantener la
memoria viva.
El proyecto (@nofueunjuego en las redes sociales) cuenta historias
relacionados con el fútbol y el nazismo y el holocausto, patrocinada por el
Museo del Holocausto de Buenos Aires. Ganó, entre muchos otros, el
premio Julius Hirsch entregado por la Federación Alemana de Fútbol en el
año 2018.
Leonardo Albajari, periodista y productor audiovisual, le cuenta a
Infobae que en Birkenau había una cancha de fútbol que quedaba muy cerca
al sector de los crematorios, a sólo cien metros de ellos, y por el otro lado
era lindera con el llamado “Sector de los Gitanos”. Las cámaras de gas 2 y
3 de Birkenau eran vecinas de esa cancha. En Auschwitz, la cancha era un
espacio situado entre las barrancas 15 y 16 en la que al principio jugaban
prisioneros políticos y polacos.
Sobre el campo de Birkenau y su cancha de fútbol, Tadeusz Borowski, un
sobreviviente, en un texto titulado “La gente caminó”, relata su historia y su
ubicación: “Empezamos a construirlo al principio de la primavera en el
descampado que había detrás de los barracones del hospital. La localización
era excelente. Los gitanos estaban a la izquierda [...], en la parte trasera una
cerca de alambre de púas y detrás la rampa de carga con las vías férreas y el
interminable ir y venir de trenes. Y más allá, los barracones de las mujeres.
A la derecha del campo de fútbol estaban los crematorios [...] Y enfrente,
un pequeño bosque que había que cruzar de camino a las cámaras de gas”.
Había también otros partidos formales entre prisioneros y guardias y
soldados. Pero los prisioneros eran sonderkommandos, aquellos que estaban
destinados a trabajar en las cámaras de gas y los crematorios. Por ende,
estaban mejor alimentados que el resto aunque su régimen no fuera
envidiable fuera de Birkenau.
Otro aspecto de estos partidos es que no sólo había diferencias físicas
debido a cuestiones de salud o de alimentación entre los que disputaban
estos partidos, ya sean los que tenían algo más de organización previa como
los improvisados. En la mayoría de ellos había jugadores que tenían poder
sobre otros. No estamos hablando de meras diferencias jerárquicas. Sino de
un poder de decisión sobre las condiciones de vida de otro y hasta sobre su
sobrevivencia. Porque los prisioneros jugaban con y contra guardias y
kapos. Y muchos de ellos no creían que perder era una posibilidad, mucho
menos si los rivales eran de una raza que ellos consideraban inferior, que
merecía ser exterminada.
Una verdad instalada en el fútbol amateur también regía para los partidos
dentro de ese infierno: el que tiene un buen arquero cuenta con ventaja.
Bronisaw Cynkar, uno de los prisioneros, cuenta en el Museo del
Holocausto, que él sobrevivió por dos motivos: el primero, como todos, fue
porque tuvo suerte; el segundo, era un arquero extraordinario. Y sabemos
que ese es un puesto escaso en talentos. Era muy difícil hacerle un gol. Por
eso eran muchos los que lo querían en sus equipos. A él le daban de comer
mejor que al resto.
En 1942, en tierras ucranianas invadidas por los nazis, el fútbol había
quedado olvidado. Hasta que un panadero descubrió que uno de los
desgreñados postulantes para un puesto que él ofrecía (eran escasas las
ofertas laborales) era una de sus ídolos, el gran Nikolai Trusevych, arquero
del Dynamo de Kiev. Lo contrató de inmediato.
Las charlas diarias sólo versaban sobre fútbol. Así comenzaron a juntar
sobrevivientes que antes de la guerra y la invasión habían jugado al fútbol y
armaron un equipo. A los alemanes les pareció una buena oportunidad.
Seleccionaron algunos soldados y derrotaron con facilidad a los mal
alimentados ucranianos.
Entonces se les ocurrió una idea. Podían hacer una pequeña liga, para
despuntar el vicio y de paso aparentar un clima de normalidad. Cinco
equipos alemanes y el rejuntado desesperanzado de ex futbolistas de la
Europa Oriental que fue bautizado como FC Start. Pero con unas semanas
de entrenamiento, algo mejor comidos, los ucranianos arrasaron con cada
rival. Las goleadas eran continúas y cada vez más abultadas. La última
esperanza era el mejor equipo alemán, el Flakelf, con jugadores bien
alimentados y varios profesionales. Pero, de nuevo, los soviéticos golearon:
5 a 1.
De inmediato organizaron la revancha. Pero, el resultado, a pesar de
algunas irregularidades en el arbitraje y de las presiones para que se dejaran
vencer, fue otra vez favorable al FC Start. Los nazis creían que el fútbol era
un gran arma propagandística, pero el derrotero del FC Start les traía
problemas. Los mostraba vulnerables y elevaba la moral de los invadidos.
Como quedó demostrado que no los podían vencer en la cancha, decidieron
desguazar el equipo. En poco tiempo, todos sus jugadores fueron enviados a
diferentes campos de concentración como castigo a sus habilidades
futbolísticas. Sólo tres lograron sobrevivir (que luego fueron acusados por
el estalinismo de colaboracionistas por haber jugado al fútbol).
Con el tiempo, a ese último encuentro, el día que los alemanes supieron
definitivamente que no iban a poder superar ese fútbol brillante, se lo
conoció como El Partido de la Muerte.
De este episodio surgieron tres films. El menos conocido y más reciente,
de origen ruso, es Match (2012) el que recrea con mayor rigor histórico el
hecho. Otra película inspirada vagamente en ese hecho es Escape a la
Victoria (Victory, 1981), tal vez la que más fama tenga dentro de las
futbolísticas, la película icónica de fútbol, la referencia ineludible. John
Huston, Pelé, Stallone, Ardiles, Bill Conti, Bobby Moore, el polaco Deyna,
Michael Caine, Max von Sydow. La historia toma ribetes más
espectaculares y más optimistas de lo que sucedió en la realidad.
La tercera es un clásico poco frecuentado que se conoció como Match en
el infierno (Ket felido a pokolban, 1962) película húngara de Zoltan Fabri.
Está película, en un ascético blanco y negro, llega al partido final
transitando de manera más pudorosa lugares similares a los de Escape a la
Victoria. El reclutamiento de jugadores exánimes, algún intento de fuga, los
liderazgos naturales. Pero su resolución inevitable, sin final feliz, repleta de
dignidad y dolor en una cancha improvisada en medio de un lager, con piso
de tierra con apenas alguna mata de pasto salvaje como excepción, con los
prisioneros mirando el partido con ojos agónicos y los nazis amenazando
con sus armas, hacen que la película sea inolvidable.
Zoltan Fabri, apenas empieza la historia, deja claro con un travelling que
atraviesa una barraca del campo de concentración, que el ambiente es muy
distinto. Allí hay hambre, trabajos forzados, violencia, enfermedad y mucha
muerte. Casi se puede percibir el hedor. Como celebración por el
cumpleaños de Adolf Hitler los oficiales alemanes deciden hacer un partido
de fútbol entre sus soldados y oficiales medios y un equipo con los
prisioneros. Entre estos hay un jugador que se destacaba hasta que la guerra
detuvo su carrera. Había participado en los Juegos Olímpicos de Berlín 36 y
en el Mundial 38, un húngaro llamado Dio Onodi. A él le piden los oficiales
nazis que organice un equipo.
Los elegidos gozarán de algunos privilegios: mayor ración de comida,
dejar el trabajo forzado y posibilidades de entrenarse para el gran partido.
El capitán debía elegir los jugadores. Recibió centenares de ofrecimientos:
las comodidades eran muy tentadoras. En una escena ejemplar un guardia le
da a elegir entre una horma de queso y una pelota de cuero, de esas con
tiento. Él elige la pelota. La tira hacia arriba, la mantiene en el aire con unos
cortos cabezazos, cuando baja hace jueguito, la pelota pasa firme de un pie
al otro sin tocar el suelo, hasta que la levanta con el muslo y le pega un
derechazo fuerte, vertical, que parece perderse en una nube. Cuando cae,
mata la pelota con su empeine y la protege con su suela. Sus compañeros de
detención miran embelesados, les cambia la cara mientras él despliega su
habilidad. En ese momento, con una sonrisa ladeada, pronuncia la frase
irrefutable: “El fútbol es sagrado”.
Roberto Fontanarrosa, en un libro que recopila algunas de sus viñetas
futboleras al que tituló con esa frase, cuenta en el prólogo que vio Match en
el infierno en un cine de Rosario en un programa triple y así devela el final
del partido, luego de un primer tiempo desfavorable en el que Onodi casi no
participó: “La cuestión es que Dio se enojó, cazó la globa, la puso bajo la
suela ... y andá a cantarle a Gardel. En treinta minutos dio vuelta el partido,
hizo tres pepas y hasta le puso la pelota del gol del triunfo al narigoncito
judío que jugaba de once y que tuvo la mala idea de ir a gritárselo a la
tribuna alemana, adonde estaba la barra brava de los nazis. Los alemanes se
enojaron y no esperaron hasta la pitada final. Ahí no más los cagaron a tiros
a todos, certificando que es muy difícil ganar de visitante”.
Yehuda Bacon, otro sobreviviente de los campos, también cuenta que
jugaban al fútbol en Auschwitz. Los detenidos que tenían entre 12 y 16
años, muy de vez en cuando, podían usar esa cancha que estaba en medio
del campo de concentración. En esos momentos esporádicos disfrutaban y
lograban olvidarse de los sufrimientos.
Es necesario aclarar la excepcionalidad de esos encuentros. En
Auschwitz no estaban contempladas las actividades recreacionales de los
internos. Es más, con el paso del tiempo, eran pocos los que podían darse el
lujo de gastar sus escasas energías en un picado. Bacon, en un informe
excepcional que publicó hace unos años el Diario Marca, despeja una de
las dudas que surgen al escuchar la historia, quien proporcionaba la pelota.
En su caso era el Dr. Klein, un SS que hacía aparecer una pelota algún
domingo para poder jugar él también.
Yehuda Bacon, cada vez que le preguntan por estos partidos
improvisados, aclara con énfasis que se trataban de momentos escasos,
excepcionales: “Por eso no quiero que sólo se diga que en Auschwitz se
jugaba al fútbol. Eso era un infierno. Allí se mataba a las personas. Es
paradójico que en un lugar como ese campo de concentración se disputaran
algunos partidos. Suena raro, incluso es difícil de entender, pero eso sucedió
allí”.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 30 de junio de 2021.


Mengele, sus escondites, su buena vida en
Sudamérica y las “dos muertes” del sádico
médico de Auschwitz

Por Daniel Cecchini

El caso de Josef Mengele es uno de los más extraños en la historia de la


persecución de los criminales de guerra nazis después de la Segunda Guerra
Mundial.
Mientras se lo persiguió, el “Ángel de la Muerte” de Auschwitz apareció
siempre en lo más alto de las listas de los más buscados por Israel,
Alemania Occidental e, incluso, los Estados Unidos. Pero, aun así, durante
tres décadas se movió por Argentina, Paraguay y Brasil, muchas veces
utilizando su propio nombre, casi sin ser molestado y hasta volvió
brevemente a Alemania con un pasaporte gestionado en el consulado
alemán en Buenos Aires para visitar a su mujer y su hijo.
Ahora se sabe que durante todo ese tiempo estuvo en el radar de sus
perseguidores pero, ya fuera por fallas operativas, negligencia, mala suerte,
razones diplomáticas o cuestiones políticas, siempre pudo escapar.
Josef Mengele logró escapar y morir sin ser juzgado por sus crímenes.

Hace apenas cinco años, un agente del Mossad reveló que un equipo
operativo israelí lo localizó en Buenos Aires en 1960, pero que sus
integrantes desistieron de capturarlo para no entorpecer una operación que
consideraban más importante: el secuestro del arquitecto de la “solución
final”, Adolf Eichmann, para sacarlo clandestinamente de la Argentina y
juzgarlo en Israel.
Cuando Josef Mengele murió, como ahora efectivamente se sabe, en
1979 en una playa brasileña, país donde vivía bajo la falsa identidad de un
viejo amigo al que había traicionado, nadie lo supo hasta seis años después,
e incluso entonces pocos creyeron que hubiera muerto o, mejor dicho, que
ese muerto fuera el “Ángel de la Muerte”.
Se necesitaron más años y muchas pruebas para disipar esas dudas y
confirmarlo. También llevó años reconstruir paso a paso sus movimientos
desde su huida de Alemania hasta su muerte en Brasil.
Los “experimentos” del doctor Mengele

Josef Mengele, nacido el 16 de marzo de 1911, tenía 34 años cuando las


tropas del Ejército Rojo tomaron Berlín y pusieron fin a la Segunda Guerra
Mundial en Europa.
Para entonces, había sido trasladado al campo de concentración de Gross-
Rosen, en la Baja Silesia, donde continuaba con los experimentos con
humanos que había iniciado en el campo de exterminio de Auschwitz.
Entre otras muchas atrocidades, enfocó sus pruebas en hermanos
gemelos, en personas cuyos ojos tenían dos colores diferentes y en enanos.
En el caso de los gemelos, la “investigación científica” de Mengele
incluía amputaciones innecesarias de extremidades, inoculaciones
intencionadas con tifus y otras enfermedades a uno de los gemelos y
transfusiones de sangre de un hermano a otro. Muchas de las víctimas
murieron en el transcurso de los procedimientos. Una vez finalizadas las
pruebas, a veces los gemelos eran asesinados y sus cuerpos diseccionados
para hacer “estudios comparativos”
Los experimentos de Mengele con los ojos incluyeron intentos de
cambiar el color del iris a través de la inyección de sustancias químicas y el
asesinato de personas con heterocromía para extraer sus globos oculares y
enviarlos a Berlín para su análisis.
A las personas de talla baja y a las con anomalías físicas les tomaba
mediciones corporales, les extraía sangre y dientes sanos y les administraba
de forma innecesaria drogas y rayos hasta matarlos.
Los que sobrevivían iban a las cámaras de gas.

El escape de Alemania
Mengele escapó de Gross-Rosen disfrazado de oficial del ejército y se
dirigió, con otros oficiales alemanes, hacia el oeste para evitar ser capturado
por las tropas soviéticas.
Los aliados lo detuvieron pero no pudieron identificarlo como lo que
realmente era: un criminal de guerra de las SS porque no tenía tatuado en su
brazo el grupo sanguíneo. Por esa razón fue liberado en julio de 1945 y
obtuvo documentación falsa con el nombre de Fritz Ullman. Más tarde, él
mismo se ocupó de adulterar esos papeles para llamarse Fritz Hollman y
borrar sus rastros.
Para ese momento, Josef Mengele era buscado por los crímenes de guerra
que comenzaban a salir a la luz, mientras que Fritz Hollman trabajaba como
granjero, aunque sentía que el cerco se iba cerrando sobre él.
Se puso en contacto con una red de oficiales de las SS dirigido por Hans-
Ulrich Rudel que estaba organizando rutas de escape. Gracias a ellos llegó a
Génova, donde consiguió un pasaporte con el nombre de Helmut Gregor.
Con esa identidad se embarcó a la Argentina en junio de 1949. Su mujer,
Irene Schönbein, se negó a acompañarlo y se quedó en Alemania con el
único hijo del matrimonio, Rolf.

Un nazi en Buenos Aires

El 20 de junio de 1949 Mengele llegó a Buenos Aires en el vapor North


King y presentó en la oficina de migraciones un pasaporte de la Cruz Roja a
nombre de Helmut Gregor.
En la capital argentina, tuvo su primer domicilio en el Hotel Palermo, en
ese barrio porteño, y luego fue cambiando de vivienda hasta que en 1951 se
mudó a una casa en Arenales 1240, de Florida, propiedad de Gerhard
Malbranc, gerente del Banco Alemán Transatlántico y uno de los testaferros
de los tesoros que los nazis habían sacado de Alemania y los países
ocupados durante la guerra.
En ningún momento pasó necesidades. Como Helmut Gregor obtuvo
parte del paquete accionario de los Laboratorios Wonder, de productos
medicinales.
Pasaba sus días entre Buenos Aires y Bariloche, donde paraba en la casa
de otro médico, Mariano Barilari, que solía reunir allí a otros nazis prófugos
para recordar los viejos tiempos y planificar negocios.
Mengele era un criminal de guerra prófugo pero también un hombre que
sentía nostalgia de su familia. Eso lo llevó a hacer una jugada audaz: en
1953 se presentó en el consulado alemán de Buenos Aires para tramitar un
pasaporte alemán. Se presentó como Josef Mengele y se lo dieron. Nadie
averiguo nada.
Con su verdadera identidad le “compró” las acciones de Laboratorios
Wonder a su falsa identidad de Helmut Gregor, y también adquirió otro
laboratorio, la Fábrica de Drogas Farmacéuticas.
También se presentó con el pasaporte ante la Policía Federal para tramitar
un certificado de buena conducta que le permitió sacar el registro de
conductor.
Ese mismo año volvió a Alemania para visitar a su esposa y convencerla
de radicarse con su hijo en la Argentina. La movida le salió mal, porque
Irene inició los trámites para el divorcio.

Salvado por Eichmann

De regreso a Buenos Aires se dedicó a ampliar sus negocios. Empezó a


viajar a Paraguay para expandir el mercado de sus medicamentos y compró
una parte de otra compañía farmacéutica, Frado Farm.
Seguía moviéndose con total libertad y en 1956 volvió a Europa, esta vez
a Suiza, para pasar unas vacaciones con su hijo Rolf. En esa ocasión
convenció a su cuñada Martha, una hermana de Irene que había enviudado,
para que lo acompañara a la Argentina. Se casó con ella en Nueva Helvecia,
Uruguay, en 1958 y se instalaron en un departamento en Buenos Aires.
Mengele se creía a salvo, pero estuvo a punto de caer.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 16 de marzo de 2023.


Bormann, el fin del misterio sobre el
diabólico secretario de Hitler y el
estremecedor hallazgo de su esqueleto

Por Alberto Amato

Fue una sombra. Astuta, diabólica, poderosa; mano derecha de Adolf Hitler,
su secretario personal, el hombre que le filtraba información y habilitaba
visitas y contactos con el Führer, manejó parte de los fondos del Tercer
Reich que iba a durar mil años, nombró funcionarios, los despidió, organizó
los grandes congresos nazis en Núremberg, fue un maestro de la intriga
política, un osado partícipe de las terribles luchas por el poder que
desataron y padecieron casi todos los nazis de relieve: Joseph Goebbels,
Herman Göring, Heinrich Himmler, Alfred Rosenberg, Robert Ley, Hans
Frank, Albert Speer. Todos pasaron de ser sus camaradas, a ser sus
enemigos.
Y todo lo hizo Martin Bormann desde las sombras. Su nombre no sale a
la luz como el de Himmler, jefe de las SS y responsable de los campos nazis
de la muerte. Ni como el de Göring, jefe de la fuerza aérea alemana, sucesor
de Hitler al que el propio Hitler borró de un plumazo en los días finales de
su imperio de sangre, cuando la derrota era ya inevitable. Bormann era el
poder en las sombras. Y sus actos decisivos en las horas anteriores al
suicidio de Hitler, y las posteriores, cuando Alemania intentaba salvarse de
la destrucción total, quedaron casi inadvertidos para la Historia, hasta que
pudo reconstruirlos.
Martin Bormann aparece en varias fotografías de Hitler, siempre a su lado.

Hasta en su muerte fue Bormann una sombra. Se esfumó, se desvaneció


en el humo de las bombas soviéticas que perforaban Berlín, en el polvo de
los derrumbes, en el desconcierto que reina en toda derrota militar.
Bormann estaba. Y de pronto, no estuvo más. Desde entonces, desde horas
después del suicidio de Hitler en el búnker de la Cancillería, hasta casi tres
décadas después, la sombra fue un fantasma.
Los aliados dieron por hecho que había sobrevivido a la guerra y lo
juzgaron en ausencia en Núremberg. Lo juzgaron y lo condenaron a la
horca. En ese lapso, cincuenta y siete versiones diferentes sobre su
paradero, o avistamiento, o identificación parcial se dieron en sitios tan
disímiles como Moscú, Ciudad del Cabo, Sidney y Bariloche, en Argentina.
Pero Bormann no aparecía.
En 1965, la revista alemana Stern, a través de su periodista Jochen von
Lang, reveló que Bormann estaba muerto y que sus restos habían sido
enterrados cerca de una antigua plaza de exposiciones, vecina a la estación
Lehrter del ferrocarril de Berlín. Era un certero trabajo de investigación
periodística en el que pocos creyeron, como suele suceder.
Debieron pasar siete años más, debió intervenir el azar, el urbanismo, el
desarrollo ferroviario y cloacal para que se supiera cuál había sido el
destino de uno de los nazis más peligrosos y menos conocidos del Reich: el
tipo que lo sabía todo, porque también era confidente de Hitler, había
muerto horas después de su Führer, en un intento desesperado de huir de
Berlín para no caer en manos de los soviéticos y con el anhelo de entregarse
a los americanos. Cuando se vio perdido, mordió una cápsula de cianuro.
El 28 de diciembre de 1972, hace medio siglo, Willi Stein y su ayudante,
Jens Friese, hacían su trabajo de rutina: cavar pozos. El de ese día tenía
como destino habilitar una conexión de agua en Berlín, cerca de la estación
ferroviaria de Lehrter. Alguna certeza, o sospecha, debía flotar en el
ambiente porque Stein y Friese tenían obligación de avisar de inmediato al
ingeniero jefe de la obra si, durante su trabajo, tropezaban con algo extraño:
un hueso, por ejemplo. Tropezaron con algo extraño: era un hueso. Dio con
él, a la una de la tarde de aquel miércoles, la perforadora hidráulica que
manejaba Stein. Con su ayudante y a cuatro manos, dejaron al descubierto
un cráneo y más huesos. Avisaron al ingeniero jefe y a la Central de Policía
de Berlín. Días después, la bolsa que la policía usó para albergar aquellos
huesos llevaba una inscripción: “Cadáver número 24. Presumiblemente:
Bormann Martín”.
¿Quién era ese nazi tan buscado, al que todos imaginaban como un
viejito amable de setenta y dos años, refugiado vaya a saber alguien en cuál
país, bajo un nombre falso y que acaso daba de comer a las palomas de la
plaza, y en cambio estaba muerto desde hacía casi treinta años?
Bormann había nacido en 1900 en el entonces reino de Prusia. En 1918
cortó sus estudios en un Instituto de Comercio Agrícola para ser soldado del
55 Regimiento de Artillería del imperio alemán, que estaba a punto de
perder la Primera Guerra Mundial. No llegó a entrar en combate y fue
desmovilizado en 1919. La caótica República de Weimar y su desastrosa
economía lo encontró miembro de los Freikorps, unos grupos paramilitares
nacionalistas y antisemitas que la emprendían contra los obreros en huelga
y contra la población judía de Alemania.
En 1924 lo condenaron a un año de cárcel por estar involucrado en el
asesinato de Walter Kadow, un maestro de escuela acusado de denunciar a
un nacionalista alemán ante las autoridades francesas de ocupación en el
Rhur. Bormann y un cómplice, Rudolf Hoss, llevaron a Kadow a un bosque,
lo apalearon y lo degollaron. Hoss fue sentenciado a diez años de cárcel y
Bormann a uno. Ambos fueron liberados poco después. Bajo los nazis,
Bormann llegaría a ser quien fue y Hoss sería el comandante del campo de
exterminio de Auschwitz-Birkenau.
Bormann se unió al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP)
y diez años después, en 1937, a las SS, con el número 278.267. Pero una
orden especial de Himmler le otorgó el número 555 para acreditarle el
estado de “Antiguo Combatiente” (Alter Kämpfer). Con Hitler ya canciller
del Reich y los nazis en pleno ascenso, Bormann, que había manejado con
éxito una entidad de seguros del partido, fue asignado como jefe de
Personal de la oficina de Rudolf Hess, el adjunto de Hitler. Creó entonces
una enorme burocracia que le permitió acercarse a la toma de decisiones
hasta que Hitler lo nombró “Reichsleiter”, líder nacional, el cargo más alto
del partido. Saltó así al círculo íntimo de Hitler, que sentía por él una
particular inclinación, y que le confió las renovaciones edilicias de su
residencia privada de Berghof. Hitler le dio también el control de sus
finanzas personales.
El poder de Bormann en el círculo íntimo de Hitler creció durante la
guerra. Y cuando Hess se embarcó en su extraño viaje en solitario a
Inglaterra y fue prisionero de los ingleses, Hitler lo borró de su vida, dio
orden de fusilarlo si regresaba a Alemania, abolió su cargo de Adjunto de
Hitler y nombró a Bormann en su reemplazo, ahora como jefe de la
Cancillería del Partido. Lo convirtió en jefe del partido nazi y lo hizo
partícipe del comité de tres miembros, los otros dos eran Hans Lammers,
jefe de la Cancillería del Reich y Wilhelm Keitel, jefe de la Wehrmacht, del
comité encargado de centralizar el control de la economía de guerra.
Fanático anticristiano, dirigió la campaña nazi contra las grandes Iglesias:
“El Nacionalsocialismo y el Cristianismo son irreconciliables”, declaró en
uno de sus escasos mensajes públicos, y expulsó luego a los miembros del
clero con cargos partidarios en el NSDAP.
Como secretario personal de Hitler manejó las políticas internas del
Reich, Hitler estaba al frente de la guerra, y sostuvo la extrema dureza
contra los judíos alemanes; extendió a todos los territorios del Este
conquistados por el Reich las famosas “Leyes de Núremberg”, de represión,
aislamiento y expulsión de la vida social de la población judía y estableció
como “permanente” la “Solución Final” planeada por la cúpula nazi: la
eliminación física de los judíos de Europa, calculada en once millones de
personas.
Bormann lo escribió con un cinismo aterrador: dijo que en la Gran
Alemania, la “Cuestión Judía ya no puede ser resuelta mediante la
emigración, sino mediante el uso de la fuerza implacable en los campos
especiales del Este”. Los campos de concentración y exterminio. El 1 de
julio de 1943, firmó un decreto que dio poderes absolutos a Adolf
Eichmann, que decidió que la población judía pasaba a jurisdicción de la
Gestapo”.
En dos años, el Reich se derrumbó. Desde enero de 1943, con la derrota
en Stalingrado a manos soviéticas, hasta el desembarco aliado en
Normandía, en junio de 1944, Alemania encaró una lenta y dolorosa
retirada hacia Berlín, impulsada por el Ejército Rojo primero y desde el
Este, y por los aliados desde el Oeste. A las tres y media de la tarde del 30
de abril de 1945, cuando Hitler cerró la puerta de su estudio junto a su
flamante esposa, Eva Braun, dispuestos ambos a matarse, en la puerta
esperaba Martin Bormann. Lo hacía junto a los dos fieles edecanes del
Führer, Otto Günsche y Heinz Linge, que le habían prometido al jefe
supremo incinerar los dos cadáveres para que no cayeran en manos
soviéticas. Luego de diez minutos de espera, Linge pidió a Bormann que lo
siguiera y abrió con cautela la puerta del estudio. Hitler y Eva Braun
estaban sentados en el pequeño sofá, ella desplomada a la izquierda de él:
su cuerpo despedía un reconocible olor a cianuro. La cabeza de Hitler
colgaba inerte: tenía un balazo en la sien derecha. A sus pies había caído su
pistola Walther 7,65.
Fue Bormann el primero en comprender que todo había terminado. Cargó
él mismo el cuerpo de Eva Braun al pasillo del búnker, donde fue tomado
por Erik Kempka, el chofer de Hitler. Günsche, que ya había subido al
jardín de la Cancillería con el cadáver de Hitler, tomó a Braun de manos de
Kempka en las escaleras y lo llevó hasta la tumba leve, excavada apenas en
la tierra, donde serían quemados. De aquel tétrico funeral eran testigos el
general Hans Krebs, último jefe de Estado Mayor general de Hitler, el
general Wilhelm Burgdorf, su ayudante en la Wehrmacht, Joseph Goebbels,
el fanático ministro de propaganda que había sido nombrado canciller de los
retazos llameantes del Reich, y Bormann, que inició de inmediato una
extraña danza política para demorar la noticia de la muerte de Hitler y
negociar, junto a Goebbels, una rendición tal vez ventajosa ante los rusos.
Era imposible, pero Bormann o no lo sabía, o no lo sospechaba, o tenía fe
en su poder de convicción.
Por lo pronto, demoró nueve horas en anunciarle al nuevo jefe de Estado
al que Hitler había nombrado en su testamento, el almirante Karl Dönitz,
que Hitler estaba muerto. En ese lapso, y en las horas por llegar, a Bormann
le faltaba asistir a otro episodio de locura: el asesinato a manos de sus
padres de los seis hijos de Goebbels con su mujer Magda, todos con
nombres que empezaban con hache en honor del Führer, y el suicidio
posterior de la pareja.
A primeras horas de la noche del 1 de mayo, después de sedar a los
chicos, la mayor de doce años y el menor de cuatro, con una inyección de
morfina aplicada por Helmut Kunz, ayudante médico de las SS, el doctor
Ludwig Stumpfegger partió en la boca de cada chico una cápsula de
cianuro. Otra versión afirma que fue la propia Magda Goebbels quien lo
hizo. “Nuestros hijos ya son angelitos”, dijo Goebbels a Bormann y marchó
de inmediato a suicidarse junto a su mujer en el jardín de la Cancillería, no
lejos de donde humeaban aún los restos de Hitler y de Eva Braun.
En el búnker de Hitler mandaban el pánico, el caos y la desdicha. El jefe
de guardia de Hitler y dos de sus principales lugartenientes, el general
Burgdorf, que había intentado pactar con los rusos, Hans Krebs y Franz
Schädle, se mataron para no caer presos de los soviéticos. El resto de los
habitantes de aquella corte patética y sombría, debían decidir si quedarse, o
huir y hacia dónde y por dónde, o matarse. No había muchas más para
elegir. Todos tenían una ventaja: el túnel subterráneo del ferrocarril de
Berlín los llevaba a la estación Friedrichstrasse, unos cien metros al norte
de la Cancillería. El drama estaba en las calles. Al salir al aire libre, los
fugitivos debieron soportar bombas y balas en total desconcierto. Las
secretarias de Hitler, Gerda Christian, Traudl Junge y Else Krüger lograron,
como por milagro, abrirse paso hacia el Oeste, hacia las líneas aliadas. Los
edecanes de Hitler, Günsche y Linge cayeron en manos soviéticas y pasaron
largos años presos en Moscú.
Bormann esperó. Separó a los ocupantes del búnker que querían huir, o
intentarlo, en diferentes grupos y capacidades: era un buen organizador.
Después se sentó hasta que llegó la noche. A las veintidós, minuto más o
menos, vistió un sobretodo oscuro de cuero sobre su uniforme de general de
las SS y con su propio grupo dejó el búnker y se animó por las vías del
túnel subterráneo hacia la Friedrichstrasse. Lo acompañaban, entre otros, el
doctor Stumpfegger, que había ayudado a matar a los hijos de Goebbels,
Artur Axmann, líder de las Juventudes Hitlerianas y el piloto personal de
Hitler, Hans Baur. Bormann llevaba una copia del testamento de Hitler y su
última voluntad.
Cuando salieron a la superficie, en la noche cerrada, intentaron cruzar el
río Spree a la altura del puente Weidendammer, protegidos en su intento de
romper el cerco soviético por un tanque Panzer Tiger. Pero el blindado
resultó destruido por una salva de la artillería soviética: Bormann y
Stumpfegger cayeron al suelo, derrumbados por la onda expansiva.
En un nuevo intento por escapar de los rusos, Bormann, Stumpfegger y
Axmann caminaron a lo largo de la línea del ferrocarril hacia la estación
Lehrter. Por alguna razón, y así lo contó luego, Axmann decidió
abandonarlos y tomar la dirección opuesta, pero se topó con una patrulla
soviética y regresó con sus compañeros, pero sólo vio dos cuerpos tendidos
en un puente cercano a las vías, a los que más tarde identificaría como los
de Bormann y Stumpfegger. Los dio por muertos y esa es la versión que
contó a los aliados. Pero los soviéticos dijeron no haber hallado el cuerpo
de Bormann, que sombra como era, ahora era fantasma.
En 1963, Albert Krumnow, un empleado jubilado de Correos, dijo a la
policía alemana que el 8 de mayo de 1945, el día que terminó la Segunda
Guerra en Europa, los soviéticos le habían ordenado a él y a sus
compañeros enterrar dos cuerpos hallados cerca del puente ferroviario
vecino a la estación Lehrter. Uno, dijo Krumnow, iba vestido con el
uniforme de la Wehrmacht, el otro sólo vestía su ropa interior. Uno de sus
compañeros, de apellido Wagenpholf había encontrado en el segundo
cuerpo una cartilla de médico de las SS que lo identificaba como el doctor
Ludwig Stumpfegger. La cartilla fue a parar a manos del jefe de correos,
que la entregó a los rusos, que la destruyeron.
Fue Wagenpholf quien escribió el 14 de agosto de 1945 a la mujer de
Stumpfegger que su marido estaba “enterrado con los cuerpos de muchos
soldados muertos en los terrenos de la Alpendorf de Berlín, en el número 63
de la Invalidenstrasse”. Esa fue la base de la investigación de 1965 hecha
por la revista Stern. Las autoridades ordenaron excavar allí, donde
coincidían las versiones de Axmann y de Wagenpholf, entre el 20 y el 21 de
julio de 1965, pero no hallaron nada.
El sitio de la primera excavación frustrada quedaba muy cerca, doce
metros, de donde, el 27 de diciembre de 1972, le habían pedido al pocero
Willi Stein y a su ayudante Jens Friese, que avisaran al ingeniero jefe si en
la excavación destinada a la conexión de agua, encontraban algo duro, un
hueso por ejemplo. Cuando ampliaron el pozo después de haber dado con
un cráneo, hallaron un segundo esqueleto humano.
Los forenses encontraron en la dentadura de los dos esqueletos,
fragmentos de cristal, lo que sugirió que habían mordido cápsulas de
cianuro. Los registros dentales reconstruidos por los recuerdos del doctor
Hugo Blaschke, que sirvieron para identificar el cadáver de Hitler, sirvieron
también para identificar el cadáver de Bormann, que presentaba también
daños en la clavícula, semejantes a las lesiones que Bormann había sufrido
en un accidente de equitación en 1939, según confirmaron sus hijos. La
estatura de los dos esqueletos, más la forma del cráneo de Bormann sobre la
que se proyectaron fotografías suyas, confirmaron que los dos cuerpos eran
los del jerarca nazi y del médico de las SS.
A principios de 1973 Alemania ordenó la reconstrucción facial de los dos
esqueletos, que confirmó las identidades: Alemania Occidental declaró
entonces oficialmente muerto a Martin Bormann, aunque impidió a la
familia incinerar los huesos para realizar futuros exámenes forenses si era
necesario.
Lo fue. En 1998, con la técnica del ADN en total desarrollo, Alemania
ordenó una nueva identificación, esta vez genética. Los científicos del
Instituto de Medicina Forense de la Universidad Ludwig Maximilians de
Múnich, compararon el ADN de los huesos de Bormann con una prueba de
sangre de una mujer de ochenta y tres años, nieta de Amalie Vollborn,
hermana de Antonia Vollborn, madre de Bormann. La información genética
coincidió.
El fantasma había dejado de serlo. Los restos de Bormann fueron
incinerados y sus cenizas arrojadas al mar Báltico el 16 de agosto de 1999.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 28 de diciembre de 2022.


Rudolf Höss, el nazi que quiso ser cura y
terminó en la horca por ser un asesino de
masas

Por Matías Bauso

¿Cómo alguien se convierte en un monstruo? ¿En qué momento se pierde


todo prurito? ¿Cómo Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, el que
dirigió la mayor fábrica de muerte creada por el hombre pudo tener en
algún momento una vocación religiosa, una voluntad por servir y ayudar a
los demás? ¿Se trató sólo de una mentira? ¿O hubo algún desvío en el
camino? Lo cierto es que ese adolescente (que se veía como piadoso) se
convirtió tres décadas después en un asesino de masas.
Rudolf Höss había nacido en 1901. Su padre era estricto y creyente.
Estaba destinado a ingresar al seminario. Sería sacerdote. Así lo había
dispuesto su familia. “Mi vocación parecía trazada de antemano, pues mi
padre había hecho la promesa de que yo entraría en la vida religiosa. Toda
mi educación estaba fundada sobre la realización de ese juramento. Una
atmósfera profundamente religiosa reinaba en mi familia. Mi padre estaba
fanáticamente ligado a la iglesia católica”, escribió Höss en sus memorias,
Yo, comandante de Auschwitz. “Yo me veía como misionero en algún lugar
del África central”, agrega.
El criminal nazi, Rudolf Hoss en una foto familiar.

Höss, muchos años después y ya con un pie en el patíbulo, describe al


joven que fue como alguien muy piadoso, que siempre cumplía con los
deberes religiosos, monaguillo permanente y con una gran fe. Se veía como
alguien consagrado a los demás, con vocación de servicio. A veces al
recorrer las primeras páginas de sus memorias, el lector se siente tentado a
releer esos párrafos intentando encontrar sarcasmo o cinismo en sus
palabras. Pero no, no hay nada de eso.
Según su versión el episodio que torció ese rumbo que parecía inexorable
tuvo lugar cuando tenía 13 años. Que en su escuela, en medio de una pelea,
empujó a otro chico escaleras abajo. El joven se rompió el tobillo en la
caída. Él confesó su culpa ante el cura. Y no contó nada en su casa. Pero el
domingo a la salida de misa, el padre de Höss le dio una paliza a su hijo y lo
castigó severamente. Höss se dio cuenta que el sacerdote había violado el
secreto de confesión. Según él, ese episodio bastó para que su destino se
modificara.
Lo cierto es que al año siguiente su padre murió repentinamente y él,
mintiendo su edad, ingresó en el ejército alemán. La Primera Guerra
Mundial había estallado. Su juventud no obstó a que su actuación fuera
valerosa y recibiera varios reconocimientos. Se desempeñó en regimientos
destinados en Palestina y el norte de África. Cuando a esas tierras lejanas
llegaron noticias del armisticio y de la derrota alemana, junto a varios de
sus compañeros, decidieron no resignarse a ser apresados por los ingleses.
Emprendieron un improbable retorno a su casa que llevó varios meses,
implicó numerosos desvíos -pasaron un tiempo inaudito en Rumania, por
ejemplo- y muchísimos peligros. Todavía no había cumplido 18 años pero
Rudolf Höss ya había sufrido lo suficiente.
En 1923 con uno de los líderes de su grupo, Heinrich Himmler,
ejecutaron un plan para asesinar a un profesor que según ellos había
delatado a un resistente alemán. Höss fue el brazo ejecutor. A esa altura ya
nada quedaba del hombre piadoso que alguna vez entrevió ser en su
juventud. Era implacable, frío y ambicioso. La policía descubrió que fue el
autor. Lo detuvieron, lo juzgaron y lo encontraron culpable de homicidio.
Recibió una pena de 10 años de prisión. Pero en 1928 se benefició de una
amnistía general. A principios de la siguiente década se afilió al partido
nazi. Y con su decisión y obediencia fue ascendiendo en la jerarquía
interna. Himmler, ya muy cercano a Hitler, recordaba viejos tiempos y
valoraba su lealtad. En 1934, y ya siendo miembro activo de las SS, lo
nombraron Blockführer en el Campo de Dachau. Eso significaba que estaba
a cargo de una barraca con varios centenares de detenidos. Allí permaneció
tres años, hasta que fue destinado a Sachsenhausen. Se trató de un ascenso.
Era el segundo en la jerarquía del campo. Tenía poder decisión y lo ejercía.
Un par de años después fue nombrado Comandante de Auschwitz. El
ascenso fue veloz y él estaba dispuesto a no defraudar a sus superiores.
Hizo todo el cursus honorum en la pirámide de los campos de
concentración.
En 1940, siete años después de la apertura de Dachau, el primer campo
de concentración, se pondría en funcionamiento otro de los tantos lagers
que el Tercer Reich desparramó por todo el territorio que iba ocupando. En
un lugar alejado de poblados, una especie de descampado gigante con unas
pocas y vetustas instalaciones. Auschwitz. Puso a su cargo a Rudolf Höss,
un arribista, un ambicioso que no conocía límites. En poco tiempo las
instalaciones se multiplicarían. Los detenidos empezarían a llegar sin cesar.
Y las muertes a producirse de una manera brutal y cotidiana.
Apenas recibió la noticia de su nuevo nombramiento, el orgullo invadió a
Höss. Era, sin dudas, un ascenso. Pero también un desafío. Montar un
campo de concentración no era tarea para cualquiera. Si a Rudolf Höss,
flamante comandante a cargo de Auschwitz, le hubieran dado a elegir,
habría elegido un terreno pelado, vacío de toda edificación, empezar de
cero. Aquí debía acondicionar barracas abandonadas, graneros deteriorados
y caballerizas con las estructuras en estado de putrefacción. El trabajo de
poner en marcha esas instalaciones derruidas sería mayor.
Pocos días después de recibir el nombramiento llegó a su nuevo destino
laboral. Era el 4 de mayo de 1940. Con él arribaron otros oficiales de bajo
rango. Pidió más colaboradores pero se los negaron. La guerra exigía todos
los recursos posibles. Debía arreglárselas con lo que tenía a mano. Höss
estaba disconforme con su segundo y con el intendente del campo. Pero esa
falta de acuerdo entre ellos, las diferencias, no eran algo casual. Estaban
calculadas en el diseñado imaginado desde la cúpula de Reich. Ese odio,
esa bronca solapada aseguraban una paridad en las voluntades a cargo de la
conducción. De esa manera, unos se controlaban a otros, la desconfianza y
ese equilibrio de diferencias, le aseguraban a sus superiores enterarse de las
cosas importantes; todos estaban dispuestos a traicionar al otro. Y el recelo
mutuo y persistente evitaba que se relajaran. El plan criminal necesitaba
que todos estuviesen alertas.
El 20 de mayo de 1940 llegaron los primeros prisioneros. Tan solo
treinta. Delincuentes comunes, gente de avería que, ante la falta de recursos,
la dirección de campos le enviaba a Höss para que se pusieran a sus
órdenes. La mayoría eran alemanes. Nada nuevo. Era un modelo que
provenía de otros establecimientos.
Esos treinta serían los primeros Kapos, los que siendo prisioneros
sojuzgarían al resto de los prisioneros, los que descargaron su sadismo y
cuota de poder sobre otros de su misma condición. Los Kapos, una
institución que sería vital en Auschwitz, debían mantener la disciplina y
asegurarse de exprimir a los prisioneros a su cargo. Los oficiales nazis les
imponían la obligación de que la gente a su cargo tuviera una determinada
capacidad de trabajo, una productividad.
Los treinta prisioneros pioneros de Auschwitz ejercieron esa cuota de
autoridad, inestable y aplicada contra alguien infinitamente debilitado, que
les otorgaba el poder nazi en la primera ocasión que tuvieron. El primer
contingente de prisioneros, 728 polacos que arribaron el 14 de junio,
provocaron el ascenso inmediato de esos treinta delincuentes. Casi todos los
recién llegados eran jóvenes acusados de subversión, de llevar adelante
acciones anti alemanas. En minutos la ropa que traían se cubrió de su propia
sangre. El recibimiento fue un buen anticipo de lo que les esperaba.
El lugar crecía a medida de la demanda. El orgullo de Höss era conseguir
que su campo fuera el más grande, el que mejor satisficiera los deseos del
Führer. Al año y medio de su apertura ya era el principal campo de
concentración. Había modificado su fin inicial tal como afirma Nikolaus
Wachsmann en su monumental Una historia de los campos de
concentración nazis: “Hoy, Auschwitz es sinónimo de Holocausto, pero en
sus orígenes se construyó para imponer el dominio alemán sobre Polonia”.
Contó que su preocupación era conseguir que el campo fuera eficiente y
que no sucedieran las injusticias que él había presenciado en otros. Lo
cierto es que extendió las instalaciones, profundizó el trabajo esclavo (eso
era lo que convertía a Auschwitz en eficaz) y eliminó con velocidad a los
que no eran aptos para esas labores.
Auschwitz pasó a tener tres grandes zonas: el campo de trabajo esclavo,
la parte administrativa y el campo de exterminio, en el que quien entraba
era asesinado en cuestión de horas.
En 1941 lo llamaron desde Berlín y le confiaron confidencialmente que
Hitler había ordenado la Solución Final, el exterminio total de los judíos. Él
lo que hizo fue intentar optimizar los recursos para llevar eso a cabo. Cómo
matar más gente en el menor tiempo posible. Así fue probando diferentes
métodos. Desde los fusilamientos masivos hasta el gas Zyklon B.
La utilización de ese gas fue idea de un subalterno suyo, Karl Fritsz.
Höss tomó la decisión de ponerla en práctica y se vanaglorió de ello.
“Desde que las víctimas morían en las cámaras de gas, la vida en el campo
cambió: ya no teníamos que soportar esos terribles baños de sangre que
provocaban los fusilamientos”, escribió.
A fines de 1943 todo cambió para él. Los Aliados avanzaban, Alemania
se desmoronaba y las denuncias sobre su persona se amontonaban en los
escritorios de los jerarcas nazis. Una de ellas decía que había embarazado a
una de las detenidas, a Eleonore Hodys, y que al enterarse de la situación, la
destinó a un calabozo oscuro y de una estrechez tal que en él sólo se podía
permanecer de pie. Unas semanas después, la mujer había perdido el
embarazo.
Varias de esas historias y sospechas de corrupción hicieron que fuera
corrido de su cargo. Lo destinaron a un puesto administrativo en la
dirección general de campos de concentración. Pero pocos meses después,
pasada la tormenta de alguna interna que lo perjudicó, lo volvieron a
convocar y fue puesto una vez más al frente de Auschwitz. Una tarea
especial y horrorosa le esperaba. Debía liquidar en tiempo récord una carga
(porque eso eran para él las personas que arribaban a su lager) voluminosa.
Le encomendaron exterminar a 450 mil húngaros. La prolijidad, eficacia e
impiedad de Höss volvió a relucir. Se la llamó La Operación Höss. La
matanza fue de tal calibre que los enormes crematorios no alcanzaban.
Otra vez debieron apilar cuerpos en las fosas comunes. “Matar a la gente
no era problema. Podíamos eliminar más o menos a dos mil por hora. Pero
la cremación era más lenta y trabajosa. Ese inconveniente nunca lo pudimos
resolver”.
Él fue también el que ordenó la Marcha de la Muerte. Ante la proximidad
del ejército soviético, dispuso la retirada a pie de decenas de miles de
prisioneros que ya no tenían fuerzas, ni siquiera estaban provistos de abrigo,
que eran un muestrario de enfermedades. Los expuso al frío, al hambre. Los
condenó a una muerte segura y dolorosa. Y aquel que flaqueaba, que
tropezaba y no se podía levantar, ordenó que fuera ultimado de un disparo
para que el ejemplo cundiera.
Mientras tanto, Höss pensaba en cómo fugarse. Sabía que de ser apresado
su futuro sería escaso. Primero se disfrazó de miembro de la Armada de su
país, luego en ciudadano común y finalmente en campesino. Logró estar
prófugo más de un año. Llegó a creer que ya no lo encontrarían.
Se comunicaba cada tanto con su familia. Cuando todo estuviera más
tranquilo ansiaba juntarse con su esposa y sus cinco hijos. Siempre se
vanaglorió de ser un hombre de familia, de dejar los problemas del trabajo
fuera de su casa (aunque su última casa familiar estuviera dentro del
complejo de Auschwitz).
Una tarde una patrulla aliada golpeó a la puerta de su casa familiar.
Preguntó por su paradero. Ni su esposa ni sus hijos respondieron.
Golpearon a los hijos varones y amenazaron con entregárselos a las
autoridades soviéticas, que sin dudas los enviarían a Siberia. La madre
decidió proteger a sus hijos y les brindó el paradero de su esposo.
Rudolf Höss creyó, durante unos largos meses, que saldría impune. Que
el pasado no lo alcanzaría. En el campo, en medio de las labores que había
aprendido dos décadas antes, supuso que el resto de su vida, las siguientes
décadas las pasaría labrando la tierra o en algún lejano país de Sudamérica.
Pero una patrulla de soldados aliados lo despertó una madrugada a los
empujones. El trato no fue amable. Él se hizo el sorprendido. Intentó
pretender que no entendía de qué le estaban hablando. Cuando le
preguntaron cómo se llamaba, respondió con firmeza, con naturalidad:
Franz Lang. Y se señaló las ropas de labriego que tenía puestas. Gritos,
empujones, amenazas.
Hanns Andersen, quien estaba a cargo de la patrulla, lo conminó a que se
quitara el anillo de bodas de su dedo anular. El hombre se negó. El oficial
inglés le dijo que si él no se lo quitaba, no iba a tener ningún prurito en
cortarle el dedo. En la parte interior del anillo de oro estaba grabado su
nombre verdadero, el de su esposa y la fecha del casamiento. Varios
soldados de origen judío de la patrulla empezaron a atacar al flamante
prisionero. Recibió una feroz golpiza que el oficial a cargo detuvo antes de
que las consecuencias fueran peores. Rudolf Höss, el Comandante de
Auschwitz, el Animal de Auschwitz, sería juzgado por un tribunal.
Fue uno de los acusados en los Juicios de Nüremberg. Puso en marcha su
táctica defensiva, la misma que emplearía en el proceso en su contra. Sólo
cumplía órdenes emanadas de los altos mandos. Él con su propias manos
jamás había matado a nadie, sostenía. En un momento uno de los fiscales
dijo que en su campo de concentración habían asesinado a más de tres
millones y medio de personas. Rudolf Höss lo interrumpió, con algo de
indignación, pero sin levantar la voz: “Sólo fueron dos millones y medio. El
resto murió por enfermedades o por el hambre”.
Allí, en Auschwitz, en el lugar en que desplegó sus crímenes, fue
sentenciado a muerte. El 16 de abril de 1947 se cumplió la condena.
Cuatro soldados polacos lo acompañaron hasta la horca. No se escuchaba
ninguna palabra. Höss caminaba entre los soldados. Una chaqueta de fieltro
con los botones mal abrochados morigeraba el frío. Los brazos detrás de la
espalda con las muñecas atadas. La mandíbula apretada, el pelo
prolijamente ordenado, la mirada vacía.
El verdugo actuó con decisión. Le puso una capucha y lo hizo subir al
banquito rústico pero sólido. Mientras el ejecutor manipulaba la soga, un
cura salesiano inició una oración.
Rudolf Höss movía los labios pero su voz era inaudible. Cuando el
verdugo sacó el banquito y se abrió la trampa bajo los pies de Höss (el
estruendo de la madera, un quejido ahogado, el crujido de algo
quebrándose) y su cuerpo quedó colgando inerte, algunos de los presentes
se persignó. Por más asco y odio que ese hombre les provocara, la escena
los impresionó. Contrariamente a lo que habían supuesto, no disfrutan el
momento. Un hombre ha muerto.
Mientras el verdugo iniciaba las tareas para bajar el cadáver -eso también
le corresponde: aunque el condenado ya no pueda verlo, sigue con la
capucha puesta-, el cura, en tono monocorde y sin rastros de dolor en su
voz, lee un responso.
En ese momento alguien se da cuenta de que la horca en la que Höss fue
colgado había sido construida, unos años antes, por orden suya.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 20 de mayo de 2022.


Hermann Göring, el nazi que quiso suceder a
Hitler, fue acusado de traición y se suicidó
antes de ser ejecutado

Por Alberto Amato

Adolf Hitler lo fulminó. Furioso, de un plumazo lo destituyó de todos sus


cargos. Y de todos sus honores. Hermann Göring, mariscal del Reich, mano
derecha de Hitler, jefe de la Luftwaffe, la otrora poderosa fuerza aérea del
nazismo, sucesor de Hitler por designio del propio Führer que le había dado
plena autoridad para actuar en su nombre si él perdía “capacidad de
acción”, se convirtió en un minuto en un pelele, un muñeco casi sin vida y
sin futuro. Hitler lo acusó de alta traición, lo despojó de sus cargos salvo
que renunciara a todos, ordenó a las temidas SS que lo arrestaran en su
residencia de Obersalzberg, lo expulsó del NSDAP, el Partido Nacional
Socialista Obrero Alemán, y lo acusó de “intentar ilegalmente tomar el
control del Estado”. Todo ocurrió, en segundos, el 23 de abril de 1945, hace
setenta y ocho años, cuando el Ejército Rojo se acercaba a Moscú y el
Reich que iba a durar mil años se consumía en su propia hoguera.
Terminaba así una alianza de hierro nacida dos décadas antes, cuando
Hitler se convenció de que él era el salvador de Alemania, cuando la
burguesía alemana perdió su fe en la frágil democracia de la República de
Weimar y cuando el nazismo empezó su lento al principio, veloz después,
ascenso al poder y a la destrucción y cuando Göring se unió al futuro
Führer y ató a él su destino.

Hermann Goering junto a Hitler antes de caer en desgracia.

Había nacido el 12 de enero de 1893 en una familia de la alta burguesía


alemana, padre diplomático del káiser Guillermo, que a los dieciséis años
refugió su infancia descarriada en la Academia Militar de Berlín, donde
egresó con honores. En la Primera Guerra Mundial fue un oficial del
prestigioso regimiento Príncipe Guillermo que dejó de lado las trincheras
para trepar a un avión de guerra porque estaba convencido de que el futuro
de las batallas estaba en el aire.
También estaba convencido de que Alemania había perdido esa guerra
por un feroz complot de marxistas, judíos y republicanos que habían
liquidado la monarquía y el imperio, luego de la derrota, y de que su país
necesitaba un nacionalismo fuerte, duro, capaz de devolver a la nación el
honor perdido y el esplendor del pasado. Cuando el joven Adolf Hitler
aparece en Múnich como un agitador de oratoria brillante, Göring se une a
él con fervor: “Voy a seguir a Hitler en cuerpo y alma”, dice. Y lo hace. En
el intento de golpe de estado conocido como el putsch de la cervecería, una
chambonada de Hitler que le cuesta la cárcel, Göring es herido en la ingle.
Un balazo que pudo cambiar el mundo porque estaba dirigido a Hitler, pero
que cambió para siempre la vida de Göring. Huye de la represión al golpe y
se refugia en Innsbruck donde lo curan y calman sus dolores… con morfina.
Mientras Hitler escribe en la cárcel su plataforma política, “Mein Kampf –
Mi Lucha”, Göring se convierte en morfinómano, viaja por Europa, conoce
a Mussolini, le promete presentarle a Hitler y lucha contra su adicción.
En 1925, en Suecia, es catalogado como un drogadicto peligroso y
violento. Lo envían al asilo de Langbro, donde usan un chaleco de fuerza
mientras dura la abstinencia de morfina. Sale al cabo de un tiempo, pero
regresa para un tratamiento adicional. Las heridas, el estrés, sus excesos en
el vino y las comidas, la morfina y sus tratamientos contra la adicción
modificaron su carácter y su apariencia: tornó a ser más agrio y agresivo; y
su anterior esbeltez derivó en una obesidad difícil de controlar, esparcida
entre abdomen, cadera y muslos.
Al tomar el poder como canciller, en enero de 1933, nombra a Göring
ministro sin cartera, el primer paso de una sociedad que prometía ser
inquebrantable. Göring funda la Gestapo, la policía del Estado, pone al
frente a Heinrich Himmler, estrecha relaciones con el mundo católico y en
el Vaticano visita al cardenal Eugenio Pacelli, futuro papa Pío XII. Viudo de
su primera esposa, se casa con la actriz y bailarina Emmy Sonnemann con
quien tiene una hija, Edda, que nació en 1938.
A menos de un mes del ascenso de Hitler al poder, un incendio destruye
el Reichstag, el parlamento alemán, que presidía Göring: un incendio
fraguado del que Göring se jactó de haber iniciado con sus manos. De allí
en más, el gobierno de Hitler ya es dictadura, Göring fue el cerebro
organizador del rearme alemán, limitado por el Tratado de Versalles que
impedía cualquier esfuerzo de guerra de un país que cifraba en la guerra, y
en la expansión hacia el Este, su futuro que imaginaba brillante. Impulsó y
vio nacer a la Lutwaffe, la fuerza aérea nazi y Hitler lo hace ministro de
Aviación y comandante.
Fue más que eso. Creó el programa de trabajo esclavo que incluyó a
millones de personas en el desarrollo de la industria y el poderío militar del
nazismo. Primero fueron los opositores al régimen, y luego fueron los
prisioneros de guerra y miembros de etnias, religiones y comunidades
juzgadas como “enemigas de la arianización” de Alemania. Göring fue
juzgado y condenado en Núremberg por haber creado el programa de
opresión contra los judíos, obligados a vivir en guetos o a emigrar de
Alemania que de paso confiscaba sus propiedades y sus bienes: Göring se
hizo millonario en los años de la guerra y saqueó museos y colecciones
privadas para apropiarse de obras de arte, muebles y tesoros artísticos y
culturales.
Como hombre de guerra fue un fiasco. Convertido en héroe por los éxitos
militares nazis en los primeros años de la Segunda Guerra, fue derrotado en
la ya legendaria “Batalla de Inglaterra”, en la que sus aviones fueron
diezmados por la Royal Air Force (RAF). El primer ministro británico
Winston Churchill honró a aquellos pilotos británicos con una frase también
de leyenda: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”. No eran tan pocos:
en Londres, no muy lejos del Palacio de Buckingham, un monumento
recuerda a los caídos en aquellos días: son más de cincuenta y cinco mil. El
fracaso de Göring echó por tierra los planes de Hitler de anular el poderío
aéreo británico para invadir luego la isla. Göring fracasó también en
impedir que los aliados bombardearan Alemania. Con su particular estilo
altanero y burlón, había proclamado: “¡Si un avión enemigo vuela sobre
suelo alemán, mi nombre es Meier!”. Pero el 11 de mayo de 1940, cuando
la RAF empezó a bombardear ciudades alemanas, Göring no cambió su
apellido. Tampoco lo hizo el 30 de mayo de 1942 cuando la primera gran
incursión aérea de más de mil bombarderos devastó la ciudad de Colonia.
Su tercer fracaso fue Stalingrado. Cuando los soviéticos dieron vuelta el
sitio nazi a la ciudad, cuando dieron vuelta las ambiciones de Hitler de
conquistar la ciudad que llevaba el nombre de su enemigo y sitiaron a su
vez al ejército del mariscal von Paulus, y cuando de esa forma también
dieron vuelta el curso de la guerra, Göring prometió hacer llegar a las tropas
nazis un mínimo de trescientas toneladas diarias de suministros, municiones
y alimentos. Era un alarde sin sentido. Su Lutwaffe no disponía sino de
apenas mil aviones para el resto de la guerra y Göring no pudo suministrar
más de veinte toneladas diarias de alimentos y municiones a un ejército
sepultado en la nieve rusa. Von Paulus se rindió en enero de 1943 y el
Ejército Rojo inició entonces su marcha imparable hacia Berlín.
Dos años después, cuando los rusos ya rodeaban los barrios periféricos
de la capital del Reich, Hitler festejó su cumpleaños cincuenta y seis en el
búnker de la Cancillería, que sería también su ataúd de concreto. Allí y
entonces admitió que la guerra estaba perdida y desoyó los consejos de su
estado mayor que le sugirió trasladarse a su refugio, el “Nido del Águila”,
en Berchtesgaden: contestó que no podía pretender que sus tropas pelearan
la batalla final por Berlín, si él se ponía a salvo. De ese día son las
conocidas escenas del Hitler que pasa revista en los jardines de la
Cancillería a veinte chicos de las juventudes hitlerianas, acaricia las mejillas
de dos muchachos y luego los manda a morir frente a los tanques rusos.
“¿Son estos chicos toda la defensa de Berlín?”, se preguntó entonces una de
las secretarias del Führer.
Hitler se reunió esa tarde con la jerarquía nazi, al menos con los que
estaban cerca de Berlín. Göring llegó para saludarlo con noticias de
catástrofe: lo único que estaba despejado era una carretera que llevaba al
sur. Si el Führer decidía dejar Berlín... Además de Göring saludaron a Hitler
el almirante Karl Dönitz, el general Wilhelm Keitel, el ministro de Asuntos
Exteriores Joachim von Ribbentrop, el arquitecto del Reich, Albert Speer, el
general Alfred Jodl, el poderoso jefe de las SS Heinrich Himmler y el
artífice del Holocausto, Ernst Kaltenbrunner, entre otros. Muchos de ellos,
los que no se suicidaron, terminarían ejecutados en Núremberg. También
acechaba en las sombras el poderoso Martin Bormann que tenía un plan
maestro: reorganizar el NSDAP y ponerse al frente de la Alemania de
posguerra.
Todos creían que era posible una paz negociada. No era posible. Los
aliados, en especial los soviéticos, querían una rendición incondicional de
Alemania y ajustar cuentas con sus máximos dirigentes. Sólo Hitler estaba
convencido de que él mismo lucharía hasta el final y luego se quitaría la
vida. Por eso reafirmó y convirtió en permanente su testamento político:
Göring era su sucesor y quien ocuparía su lugar si el Führer se veía
incapacitado para actuar. Hitler creía que Göring era el más indicado para
negociar la paz con los aliados.
Göring, en cambio, pensaba otra cosa. Dos meses antes del encuentro en
el búnker de Hitler, había enviado a su mujer y a su hija Edda a un lugar
seguro en las montañas bávaras. En febrero había escrito su testamento. En
marzo había enviado hacia el sur de Berlín cajones colmados de los tesoros
artísticos saqueados a los museos y a los judíos enviados a la muerte en los
campos de concentración y que eran ahora suyos. Había transferido a su
cuenta medio millón de marcos y el resto de sus pertenencias eran
embaladas en ese instante para llevarlas en camiones a su residencia en
Obersalzberg.
Cuando terminó la reunión de la jerarquía nazi, Göring dijo que
necesitaba salir de inmediato de Berlín, esa misma noche del 20 de abril,
para viajar al sur y dirigir desde allí a la Lutwaffe. No era verdad. La
Lutwaffe estaba hecha pedazos, restaban pocos aviones capaces de
despegar, pocos pilotos que pudieran hacerlo y, en el mejor de los casos, ya
no había combustible para hacerlos volar. Göring no fue el único en dejar
Berlín. La mayoría de los jerarcas nazis hicieron lo mismo, hacia el norte, el
sur y el oeste, que del este llegaban los rusos, y por cualquier camino que
estuviese abierto.
El 22 de abril, cando el ejército soviético arrasó el cordón interno de
defensa y entró a los arrabales de Berlín, Hitler dijo que la guerra estaba
perdida. Quienes lo escucharon, lo decía por primera vez, lo vieron pálido
desfalleciente, apático, hundido en su sillón. Ordenó quemar sus archivos
del búnker, dijo a todos que podían marcharse, que él iba a quedarse en
Berlín, que iba a suicidarse junto a su mujer, Eva Braun, dio órdenes para
que incineraran los dos cadáveres y dijo que ya no tenía órdenes para dar a
la Whermacht.
Su jefe de estado mayor, Karl Koller se estremeció: ¿quién iba ahora a
dar las órdenes? Cuando Berlín cayera, porque iba a caer, ¿adónde quedaría
instalado el cuartel general de la Whermacht?, ¿quién iba a negociar un alto
el fuego con los aliados?, ¿quién iba a ordenar el retiro de las tropas? Estas
dudas y el ánimo de Hitler fue lo que Koller informó a Göring: al parecer,
Hitler había renunciado a la jefatura del estado y de la Whermacht. Era hora
de que entrara en vigor la ley que, el 29 de junio de 1941, había nombrado a
Göring sucesor en caso de que Hitler estuviese incapacitado para actuar.
Göring no estaba convencido de reemplazar a Hitler. Lo conocía, sabía
que al día siguiente podía cambiar de idea, estar de mejor ánimo y volver a
la ofensiva. Además, temía a Bormann que era su enemigo declarado y
quien en verdad quería suceder a Hitler una vez que el Führer estuviese
muerto y la paz firmada. Koller convenció entonces a Göring para que
enviara un telegrama a Hitler con una especie de plazo, hasta las diez de la
noche del 23 de abril, para que él se hiciera cargo del Tercer Reich. Göring
aceptó y ese fue su final. Envió a Hitler un conceptuoso telegrama, meloso,
casi servil y redactado con extremo celo. Decía:
“Mein Führer: El General Koller me dio una sesión informativa basada
en comunicaciones suministradas por el Coronel General Jodl y el General
Christian, según la cual Usted refirió ciertas decisiones tomadas en relación
conmigo, y subrayó que en caso de que fuera necesario entrar en
negociaciones, yo estaría en mejor posición que Usted en Berlín. Esa
posibilidad ha sido tan sorprendente y grave para mí que me siento obligado
a asumir que, si no hay respuesta hasta las 22:00 horas, Usted ha perdido su
libertad de acción. Siendo así asumiré que las condiciones de su decisión
han sido satisfechas y tomaré acciones en beneficio de la población y de la
patria. Usted sabe que no puedo expresar con palabras cuáles son mis
sentimientos hacia Usted en estas las horas más difíciles de mi existencia.
Dios lo bendiga a Usted y espero que le permita llegar pronto aquí. Su fiel
servidor Hermann Göring”
Es difícil entrever en esas líneas un asomo de deslealtad. Al principio,
Hitler le restó importancia. Pero Bormann empezó a interpretar el texto a su
manera y a tratar de convencer a Hitler de la traición de su antiguo aliado.
Bormann hizo algo más: aportó otro telegrama de Göring a von Ribbentrop
en el que lo citaba a una reunión inmediata si es que no había antes
instrucciones o novedades desde el búnker de Hitler. Sí que las hubo. El
Führer, de mejor humor que el día anterior, fulminó a Göring a través de un
telegrama redactado por Bormann y lo puso bajo arresto en su residencia, a
la que rodeó de tropas de las SS. Después nombró al almirante Karl Donitz
como presidente del Reich y jefe de lo poco que quedaba de la Wehrmacht.
Seis días después se suicidó junto a su mujer, Eva Braun. Como suele
suceder, las derrotas inminentes impulsan el canibalismo político.
Göring fue liberado de su prisión el 5 de mayo, con la guerra a punto de
terminar de manera oficial, por tropas de la Luftwaffe que no permitieron
que su antiguo jefe siguiera preso, mientras corrían a entregarse a las
fuerzas americanas antes de caer prisioneros de los rusos. El ex mariscal del
Reich hizo lo mismo. El 6 de mayo, dos días antes del final oficial de la
guerra en Europa, lo detuvieron las tropas de la 36ª División de Infantería
estadounidense. Fue a parar al Palace Hotel de Mondorf les Bains, en
Luxemburgo. Los americanos lo sometieron a una dieta estricta y a una
privación total de la morfina, que Göring consumía, entre tres y cuatro
gramos por día, gracias a un derivado suave de la droga, la dihdrocodeína.
Perdió veintisiete de los ciento dieciocho kilos que pesaba al ser detenido y
se declaró no culpable de los graves delitos de los que fue acusado en el
célebre juicio de Núremberg.
Entre esos delitos figuraban conspiración, librar una guerra de agresión,
crímenes de guerra, saqueo, traslado a Alemania de obras de arte y otros
bienes, torturas, asesinato, esclavitud de civiles y prisioneros de guerra,
entre ellos opositores al nazismo, judíos, comunistas, gitanos,
homosexuales y Testigos de Jehová, todos confinados en los campos de
concentración de la Alemania nazi. En su defensa, Göring dijo que había
sido leal a Hitler, lo que era casi verdad, que no sabía nada de los campos
de concentración, lo que era una enorme falsedad, y que había sido un
pacificador y diplomático antes de la guerra y un militar intachable en los
años de conflicto.
Las sentencias contra los jerarcas nazis juzgados en Núremberg se
leyeron el 30 de septiembre de 1946. Göring fue hallado culpable y
condenado a la horca: “Su culpabilidad es única en su enormidad. No hay
registro que revele excusa alguna para este hombre”, dijeron los jueces.
La fecha de ejecución fue fijada para el 16 de octubre de 1946. La noche
anterior, Göring se suicidó en su celda. Aún hoy es un misterio, pero le
habían hecho llegar una píldora de cianuro.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 23 de abril de 2023.


Hermann Göring, el nazi que saqueó a las
víctimas del Holocausto para pagar sus lujos
excéntricos

Por Alberto Amato

Debe haber tenido la certeza de que no iba a ser condenado. Era un héroe de
la Primera Guerra Mundial. La mano derecha de Adolf Hitler desde el
origen del nazismo hasta casi su final. Era un mariscal del Tercer Reich.
Había sido jefe de la fuerza aérea alemana, la Luftwaffe, que tan bien había
combatido bajo los cielos británicos con el ánimo de destruir a aquel
imperio. Nunca había sido nazi, “jamás me interesaron esas bobadas”, había
dicho alguna vez. Su ideología era el combate, había afirmado en otra
oportunidad. Era un guerrero. Sólo eso. Era un guerrero juzgado ahora por
otros guerreros, debió haber pensado, hermanados ahora por el código
común de las trincheras, las balas y la muerte. ¿Quién se atrevería a
condenar al mariscal Hermann Göring, una leyenda de la Segunda Guerra?
Hermann Goering, fichado como traidor para ser condenado en los Juicios de
Nuremberg.

La condena de Núremberg

Se atrevió el tribunal de Núremberg. Fueron los jueces aliados los que


pusieron fin a la megalomanía de Göring. El 1 de octubre de 1946 lo
condenaron a morir en la horca en un plazo de quince días y junto a otros
once jerarcas nazis, acusado de crímenes de guerra, crímenes contra la
humanidad, torturas, asesinato, reducción a la esclavitud de civiles y
militares prisioneros de guerra, robo y saqueos de bienes. Algo debe haber
tambaleado en el interior de aquella compleja personalidad, amante del lujo
y de la buena vida, porque al dejar la sala de audiencias, Göring le dijo al
joven policía militar americano que lo custodiaba: “Bueno, al final de
cuentas, cargo con la pena máxima…”
No lo ahorcaron. Se las ingenió, todavía no se sabe cómo, pero la
intuición dice que a través del soborno, para que alguien, nunca se supo con
exactitud quién, le acercara a su celda una cápsula de cianuro. Esperó hasta
último momento, de nuevo en el pedestal de su imaginación desbocada, un
indulto, un perdón imposible. Pidió entonces morir como un soldado, frente
a un pelotón de fusilamiento, una distinción que los jueces no harían frente
a un criminal de guerra.
La noche del 15 de octubre, horas antes de la ejecución planeada para las
primeras horas del 16, Göring mordió la misteriosa cápsula viajera y eludió
su sentencia. Su cadáver fue mostrado junto a los otros ejecutados para dar
validez a lo que no había existido, el ahorcamiento. Todos los ejecutados
fueron cremados en Ostfriedhof, Múnich, y las cenizas arrojadas al río Isar.
Si algo tuvo el nazismo fue personalidades extrañas, delirantes, sombrías,
con el propio Hitler a la cabeza. Göring no fue la excepción. Pero sus ansias
iban por otro lado: ambicionaba la gloria, el dinero, el arte, el lujo, la vida
rumbosa, la opulencia, la riqueza, la abundancia, la corona de laureles de
los guerreros griegos; había sido un joven soldado esbelto y elegante, para
transformarse en un monstruo obeso y grotesco; la salud del guerrero había
sucumbido a su adicción a la morfina; soñó someter a Gran Bretaña por
destrucción de su Royal Air Force (RAF), pero perdió en 1940 la batalla
decisiva por la conquista de espacio aéreo británico: su Luftwaffe jamás se
recuperó de aquella derrota; pretendió salir airoso de los crímenes del
nazismo contra los judíos y contra el resto de la población europea no judía,
asesinados todos en los campos de concentración que dirigía uno de sus
lugartenientes preferidos, Heinrich Himmler; fundó la Gestapo, la temida
policía secreta nazi, experta en tortura y asesinatos, y avaló por escrito el
exterminio de los judíos: en 1941 autorizó al delfín de Hitler, Reinhard
Heydrich, a presentar un plan de coordinación y cooperación de todas las
organizaciones gubernamentales nazis para implementar “una solución total
de la cuestión judía en los territorios bajo control del Reich”; quiso suceder
a Hitler, que lo degradó, lo destituyó y lo condenó a muerte. En esas botas,
hundidas en el marasmo nazi, se deslizaba Göring que intentó una delirante
alquimia de la belleza con la muerte.
Fue un chico descarriado y mal avenido en una familia disfuncional y
violenta. A los once años el padre lo metió en un internado para que
aprendiera lo duro de la vida. Göring robó un violín, lo vendió y sacó pasaje
de regreso a casa víctima de una enfermedad inexistente. A los dieciséis
entró a la Academia Militar y fue oficial del Regimiento Príncipe Guillermo
durante la Primera Guerra Mundial. Un amigo lo convenció de que el futuro
de las batalles era el aire y Göring se convirtió en piloto; fue herido en
combate, en la cadera; pasó un año convaleciente y volvió a la batalla; lo
imaginaron como sucesor del legendario Manfred von Richtofen, el Barón
Rojo, derribado casi al final de aquella guerra que Alemania iba a perder.
Adhirió con fervor al nacionalismo cerril que siguió al tratado de Versalles
que aseguraba que la gran Alemania imperial, de la que sólo quedaban
escombros, había sido traicionada, una “puñalada en la espalda” asestada
por la banca y la industria en manos de judíos.

El día que Göring conoció a Hitler

En 1921, en Múnich, intentó estudiar Ciencias Políticas. Pero tropezó con


Hitler: quedó deslumbrado por el poder de la palabra, por el verbo
encendido del joven agitador que lideraba el NSDAP (Partido
Nacionalsocialista Obrero Alemán). Le dijo entonces a su mujer: “Voy a
seguir a Hitler en cuerpo y alma”. Su mujer era la baronesa Carin von
Kantzow, con quien se había casado en febrero de 1922. El 8 de noviembre
de 1923, cuando Hitler desencadena un intento de golpe de estado desde
una cervecería de Múnich, Göring marcha junto a él. El intento es un
desastre: los golpistas son baleados por el ejército;: una bala, destinada a
Hitler, da en la ingle de Göring, que ya era jefe de las fuerzas de asalto del
nazismo en ciernes, las SA de las camisas pardas. Lo curan, hacen lo que
pueden, en casa de los Ballin, una familia judía, que lo cobija hasta que
puede escapar con su mujer a Austria. Allí, para calmar sus intensos
dolores, los médicos le recetan morfina y Göring se convierte en un adicto.
Dos años después, distanciado del partido de Hitler, viaja con su esposa a
Suecia para internarse en un hospital psiquiátrico y superar, o intentar
superar, su adicción. Fue la primera de las muchas curas de desintoxicación
a las que se sometió a lo largo de si vida: había cambiado su carácter, su
personalidad y su aspecto físico. Le costó reintegrarse al NSDAP: lo
juzgaban un traidor. Pero en 1928, con el nazismo lanzado a la conquista
del poder, es elegido diputado en el Parlamento alemán, el Reichstag.
Se relaciona con empresarios alemanes, que en parte financian al
NSDAP, como Erhard Milch, un jefe de la empresa de aviación civil
Lufthansa. En 1931 muere su mujer y cuando Hitler llega al poder, en1933,
lo nombra ministro sin cartera del Reich: es ya un hombre poderoso. Funda
la Gestapo y pone al frente de ella a Himmler, mientras viaja al Vaticano
para estrechar relaciones con la Iglesia Católica, en especial con el cardenal
Eugenio Pacelli, futuro Papa Pío XII. En 1935 casa con la actriz Emmy
Sonnemann, con quien tiene a su única hija, Edda, que nació en 1938.
Göring fue el cerebro del rearme alemán, que estaba limitado por el
tratado de Versalles y anulaba casi todo el esfuerzo de guerra del país y las
esperanzas de Hitler de adueñarse del mundo. Fue también el padre de la
Luftwaffe, la fuerza aérea nazi, y se convirtió, Hitler mediante, en ministro
de Aviación del Reich y su comandante.
Las acusaciones de Núremberg lo ubicaron como el creador del programa
de trabajo esclavo que incluyó a millones de judíos, prisioneros de guerra y
enemigos del régimen, en el desarrollo de la industria militar, química y
siderúrgica del nazismo; en nombre de la “arianización” de Alemania y de
Europa, redujo a los judíos, ya expulsados de la vida social alemana, a vivir
en guetos, o los obligó a emigrar de Alemania que confiscaba además sus
propiedades y sus bienes. Ese fue el origen de la fortuna del mariscal
alemán. Solo desde Francia y con destino a Alemania salieron en los años
de la guerra veintiséis mil vagones ferroviarios llenos de obras de arte,
muebles, tesoros artísticos y culturales, todos saqueados. Göring se hizo
millonario en esos años.

Sus fracasos militares

Como jefe de la Luftwaffe, fue bastante chapucero. Revistió sus derrotas


con la épica de la falsa heroicidad. Tres grandes fracasos lo condenaron:
perder la Batalla de Inglaterra frente a la RAF, impedir que los aliados
bombardearan Alemania y socorrer a las tropas del mariscal von Paulus,
que estaban a punto de ser derrotadas en Stalingrado. En los tres casos
prometió la victoria y disfrazó la catástrofe. Todo en solo tres años.
Con su estilo arrogante y despectivo, dijo en nombre del Reich: “Si un
avión enemigo vuela sobre suelo alemán, me llamaré Meier”, un apellido
común en Alemania. El 11 de mayo de 1940, cuando la RAF coronó su
victoria en Gran Bretaña con un bombardeo a ciudades alemanas, Göring
siguió siendo Göring; y tampoco cambió su nombre cuando el 30 de mayo
de 1942 la primera gran incursión aliada contra Alemania, más de mil
aviones bombarderos, devastó la ciudad de Colonia.
Otra de sus bravatas le aseguró a Hitler la entrega de al menos trescientas
toneladas diarias de municiones y alimentos al Sexto Ejército de von
Paulus, sometido a una paliza de los rusos que habían dado vuelta el cerco
de Stalingrado. Göring no tenía más de mil aviones para el resto de la
guerra. Pero Hitler se tomó la promesa en serio y ordenó a von Paulus que
resistiera, y además contraatacara, hasta la victoria o la muerte. Von Paulus
se rindió y la guerra se dio vuelta.
Esos fracasos, la suerte de la guerra que ponía a Alemania al borde de la
derrota y la descomposición del nazismo en retirada, lo hicieron alejarse
cada vez más de sus asuntos militares y políticos, como si eso hubiese sido
posible. Se dedicó entonces a su fortuna. Se había aprovechado del saqueo a
los museos de Europa en los países dominados por los nazis, o de las obras
robadas a las familias judías enviadas a la muerte en los campos de
exterminio. Göring y saqueo nazi era sinónimos.
Su nombre está citado ciento treinta y cinco veces en la lista de la Unidad
de Investigación de Saqueo de Arte que armó la inteligencia militar
estadounidense entre 1945 y 1946, y que fue desclasificada recién en 1997.
Aceptó pagos siderales para permitir que otros saquearan propiedades
judías. Fue sobornado por industriales alemanes a los que favoreció cuando
fue director del Plan Cuatrienal del Reich; también cobró una fortuna por
entregar armas a los republicanos durante la Guerra Civil Española a través
de una empresa instalada en Grecia, sin que le importara demasiado que
Hitler y Alemania apoyaran a las fuerzas del bando nacional que lideraba
Francisco Franco. Göring no tenía bandera.

Göring, el excéntrico

Había sido una personalidad disparatada ya en los años 30. Hizo construir
un pabellón de caza, Carinhall, en honor de su esposa muerta, en los que
mantuvo, crió y mostró a cachorros de león prestados por el zoo de Berlín.
Allí llevó en 1934 el ataúd de su mujer para instalarlo en una bóveda del
pabellón que lucía una colección de obras de arte que habían sido robadas
de colecciones privadas y museos desde el inicio de la Segunda Guerra, en
1939. Se interesó en la organización encargada de adueñarse de obras de
arte, bienes culturales, bibliotecas y museos judíos en todo el continente.
Esa institución cimentada en la muerte, era dirigida por Alfred Rosenberg,
que sería ahorcado en Núremberg en 1946, y tenía sede en París, una ciudad
que hipnotizaba a Göring, que la visitaba con frecuencia para inspeccionar
lo robado y seleccionar lo que sería enviado a su casa en Carinhall.
Era, a su modo y en los años de esplendor del nazismo, un tipo
extravagante. Le gustaba la ropa llamativa, la oficial y la de andar por casa.
Su uniforme de mariscal del Reich incluía un bastón con joyas incrustadas.
El famoso piloto Hans-Ulrich Rudel, un as de los temibles aviones de
guerra Stuka, recordó a quien quisiera oírlo que había visto a Göring un par
de veces vestido con trajes extravagantes. Una vez, con un traje de caza
medieval, mientras practicaba tiro con arco y flecha junto a su médico
personal. La segunda vez, con una toga roja atada a su cuerpo voluminoso
con un broche dorado, mientras enarbolaba una enorme pipa. Rudel
sobrevivió a la guerra, llegó a la Argentina, vivió en Villa Carlos Paz,
Córdoba, y en 1948 fue uno de los impulsores de la fabricación del primer
avión argentino a reacción, Pulqui II, que Juan Perón esgrimió como uno de
sus éxitos industriales y militares.
En una ocasión en la que Göring se presentó vestido con un largo abrigo
de piel, despertó en el ministro de Asuntos Exteriores italiano, el conde
Gian Galeazzo-Ciano, yerno de Benito Mussolini, un comentario tan
impiadoso como contundente: “Se parece a lo que usa para la ópera una
puta de alto rango”. Tal vez fuese una coincidencia, pero a Göring le
gustaba la ópera y fomentó de alguna forma su divulgación más allá de los
casi obligados excesos de la ópera wagneriana que tanto gustaban a Hitler, o
decía Hitler que tanto le gustaban.
Eran famosas las fiestas que Göring daba en su mansión en Carinhall,
fiestas en las que el mariscal cambiaba dos y hasta tres veces de vestuario,
en especial las que organizaba para celebrar su cumpleaños. El ministro de
Armamento del Reich, Albert Speer, que salvó su vida en Núremberg a
cambio de una condena de diez años de cárcel, recordó que los invitados
obsequiaban regalos carísimos al mariscal: desde lingotes de oro hasta
cigarros holandeses. En 1944, y con cierta maledicencia, Speer le hizo un
regalo que Göring no pudo rechazar: un gran busto de mármol de Adolf
Hitler. Cuatro años antes, para su cumpleaños cuarenta y siete, Göring nació
hace ciento treinta años, el 12 de enero de 1893, el italiano Ciano le había
obsequiado una condecoración ansiada por el mariscal: el Collar de la
Anunciación, que el Göring recibió con abundantes lágrimas de emoción.
Un dato aparte: en enero de 1944, Ciano fue fusilado por la espalda, como
los traidores, por orden de su yerno, Benito Mussolini: no fue por haber
condecorado a Göring, ni por decir del mariscal que se vestía como una
puta de la ópera, paro tal vez ninguno de los dos hechos hayan contribuido
mucho a su ilusoria salvación.
Göring decía de sí mismo, tal vez inducido por la morfina a la que sólo
pudo dejar de lado cuando fue apresado por los aliados, que él era “el
último hombre del Renacimiento”. Como aquellos, tenía un estandarte
personal como Mariscal del Reich, Reichsmarschall: un campo azul claro
con un águila alemana dorada que aferraba en sus garras una corona bajo
dos bastones cubiertos por una cruz esvástica. El reverso del estandarte
mostraba la Gran Cruz de Hierro encerrada por una corona de flores entre
cuatro águilas de la Luftwaffe. En las ceremonias públicas, cargaba el
estandarte el abanderado personal de Göring.
Aquel mundo de enloquecida ensoñación, ópera y hornos crematorios,
obras de arte y cámaras de gas, se derrumbó cuando la derrota alemana fue
inevitable. Con los rusos en los barrios periféricos y vecinos a la Cancillería
del Reich y al búnker de Hitler, el Führer festejó el 20 de abril su último
cumpleaños, el cincuenta y seis, en medio de una fiesta patética, decadente
y trágica en la que se repartieron, como caramelos y en bandeja, cápsulas de
cianuro. Hitler admitió entonces que la guerra estaba perdida y anunció que
pensaba suicidarse. También dijo que Göring, a quien había nombrado su
sucesor, estaría en mejores condiciones de negociar la paz. Para los aliados,
la paz no era negociable: exigían la rendición incondicional de Alemania.

El final del nazismo

Göring también creía en la paz sin rendición incondicional. Confiaba en los


aliados y, como muchos otros jerarcas nazis, no quería caer en manos rusas.
Quería pactar con los enviados del general Dwight Eisenhower desde una
posición más poderosa. Envió entonces un telegrama a Hitler, conceptuoso
y meloso, en el que pedía su autorización para convertirse él mismo en el
nuevo Führer alemán. Fue su perdición. Hitler lo fulminó. Lo destituyó de
todos sus cargos por alta traición, ordenó a las SS que lo arrestaran, lo
expulsó del NSDAP, anuló el decreto que lo nombraba sucesor y lo acusó
de “intentar ilegalmente tomar el control del Estado”. No estuvo nunca
escrito, pero a Göring le aguardaba un destino de paredón. Y lo entendió de
inmediato.
Así, por descarte, llegó el almirante Karl Dönitz a ser presidente del
Reich y jefe de lo que quedaba de la Wehrmacht, que eran escombros.
Hitler se suicidó cuatro días después, Göring fue liberado de su arresto por
sus hombres de la Luftwaffe, que también era escombros, y buscó
entregarse al ejército americano: lo detuvieron el 6 de mayo, cerca de
Radstadt, las tropas de la 36ª División de Infantería estadounidense.
Los americanos lo encerraron en el Palace Hotel Mondorf les Bains,
Luxemburgo, un centro temporal de detención de prisioneros de guerra. En
esos días, Göring consumía entre tres y cuatro gramos de dihidrocodeína,
un derivado suave de la morfina. Le impusieron una dieta estricta, le
quitaron la droga y así perdió veintisiete de los ciento dieciocho kilos que
pesaba antes de su detención. Se declaró no culpable de todos los cargos
reunidos en cuatro grandes acusaciones: conspiración, librar una guerra de
agresión, crímenes de guerra como el saqueo, traslado a Alemania de obras
de arte y otros bienes, crímenes contra la humanidad como el asesinato de
opositores políticos, torturas, asesinato y esclavitud de civiles y prisioneros
de guerra, que la acusación cuantificó en víctimas judías, a los que habrían
de agregarse luego opositores al nazismo, homosexuales, comunistas,
gitanos, Testigos de Jehová, asesinados todos en los campos nazis de
exterminio.
Cuando ejerció su defensa, Göring dijo que había sido leal a Hitler, que
no sabía nada de los campos de concentración que estaban bajo el control
de Himmler, a quien él mismo había designado, y a quien culpó sin
remordimientos porque se había suicidado. Se presentó como un
pacificador y diplomático antes de la guerra, y como un militar intachable
durante esos años terribles.
Era parte de su estrategia, pero también fruto de su ensoñación criminal,
de su espíritu guerrero que iba a ser, debía ser, honrado por los vencedores.
En cambio, escuchó sorprendido, tal vez decepcionado, la frase final de la
sentencia que lo condenaba a la horca: “Su culpabilidad es única en su
enormidad. No hay registro que revele excusa alguna para este hombre”.
¿Cómo llegó la cápsula de cianuro a manos de Göring?

Dos teorías alimentaron las siempre bienvenidas conjeturas de la


conspiración. La primera reveló que el teniente americano Jack G. Wheelis,
un ex jugador de fútbol americano de Texas Tech, que servía como vigilante
en el juicio de Núremberg, recuperó las cápsulas de cianuro que le habían
confiscado a Göring en el momento de su detención y que se guardaban
entre sus efectos personales, y las entregó al prisionero. Y que habría
recibido en pago, y de manos de Göring, un reloj de oro y una cigarrera,
también de oro. Wheelis murió muy joven, a los 41 años, en 1954. Sus
papeles personales forman parte de los treinta y dos volúmenes de “Juicio
de los principales criminales de guerra ante el Tribunal Militar
Internacional”, el registro oficial de los juicios de Núremberg. Esos papeles
incluyen la correspondencia personal de Wheelis y algunas postales que el
joven teniente envió a Göring a su celda.
La segunda teoría es más moderna. En 2005, Herbert Lee Stivers, que
tenía entonces 78 años y en 1946 era un joven soldado de diecinueve,
reveló a Los Angeles Times que fue él quien le dio el cianuro a Göring, sin
saberlo acaso. Y que lo hizo para impresionar a una chica alemana. Stivers,
que pertenecía al Regimiento 26 de la Primera División de Infantería, era el
encargado de escoltar a los prisioneros dentro y fuera del Tribunal. Había
conseguido el autógrafo de varios jerarcas nazis y se los había mostrado a
una chica, Mona, que lo había abordado por la calle. Stivers contó que, días
más tarde, Mona le presentó a dos hombres que dijeron llamarse Erich y
Mathias, que le dijeron que Göring estaba muy enfermo y que precisaba
unos medicamentos, negados por las autoridades. Le entregaron entonces
una estilográfica en la que había escondidos dos mensajes y un
medicamento para que hiciera llegar todo al condenado. Stivers dice que lo
hizo y que luego del suicidio de Göring, asoció ese episodio a la cápsula de
cianuro que llegó a sus manos custodiado como estaba como prisionero de
máxima seguridad.
Su muerte no tuvo la épica que el líder nazi debe haber soñado para sí
como amo de mundo, o como sucesor de Hitler, o como figura entrañable
de una nueva Alemania victoriosa, a lo sumo, como el héroe indiscutido de
una Alemania derrotada. No tuvo siquiera el raro privilegio de morir
fusilado.
Había armado su vida de ensueño, repleta de mentiras y medias verdades,
para ocultar lo que en verdad era: uno de los peores dirigentes nazis que
gozaba por igual del arte y de la muerte.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 12 de enero de 2023


Rudolf Hess, el “niño mimado” de Hitler y la
locura detrás del misterio mejor guardado de
la Segunda Guerra

Por Alberto Amato

Fue un disparate. Y provocó, hace ochenta y un años, lo que provocan los


disparates: en la superficie, un escándalo; en las entrañas, un terremoto que
resquebraja los cimientos. Privó el escándalo por sobre las raíces
resquebrajadas del Tercer Reich que ya no volvió a ser el mismo. Adolf
Hitler, tampoco.
El 10 de mayo de 1941, Rudolf Hess, lugarteniente del Führer, una
especie de Führer suplente, que había sido niño mimado del nazismo y
había secundado a Hitler desde sus violentos pininos en la política alemana
en los años veinte del siglo pasado, se trepó a un avión, piloteó en la noche
hasta Escocia, se lanzó en paracaídas y, cuando lo detuvieron, dijo que
llevaba a Inglaterra un acuerdo de paz entre el Reich y el Reino Unido para,
juntas las dos naciones, acabar con la Unión Soviética y reinar ambas en
Europa. Lo metieron preso y jamás volvió a ver la luz del sol en libertad.
Pero el episodio es uno de los más curiosos, secretos y controvertidos de la
Segunda Guerra Mundial.
Rudolf Hess sentado junto a Hitler, un lugar privilegiado entre los militares
nazis.

Hess había nacido en Alejandría, que era entonces dominio británico, el


26 de abril de 1894. Fue un héroe de la Primera Guerra Mundial, como
soldado del Séptimo Regimiento de Artillería de Campo de Baviera y
batalló contra los británicos en el Somme y en Ypres, dos trincheras épicas
de aquella guerra, en las que ganó una Cruz de Hierro. Fue herido en julio y
agosto de 1917, primero en el brazo y luego en el pecho; convaleciente
todavía, se inscribió en las bases aéreas de Oberschleissheim y Lechfeld
para ser piloto, pero la guerra terminó antes de que entrara en combate.
Los británicos se habían quedado con la pequeña fortuna familiar
amasada en Egipto y Hess se unió en Alemania a la Sociedad Thule, un
grupo antisemita de derecha y a los Freikorps, una organización paramilitar
en la entonces República de Weimar, una experiencia socialista que terminó
en desastre. Estudió Historia y Ciencias Económicas en la Universidad de
Múnich y aprendió geopolítica de labios del ex general Karl Haushofer, que
impulsaba el concepto de “espacio vital” para justificar las ambiciones
alemanas de conquistar por la fuerza un territorio ubicado en la Europa del
este. Hitler haría de ese concepto uno de los pilares del NSDAP, Partido
Nacional Socialista Obrero Alemán. Hess diría de sí mismo, años después,
que Egipto lo había hecho nacionalista, la Primera Guerra lo había hecho
socialista y Múnich lo había hecho antisemita.
Hess conoció a Hitler en 1920, cuando lo escuchó hablar en Múnich.
Quedó encandilado, fascinado, seducido por su personalidad, y se unió de
inmediato al NSDAP como miembro número dieciséis del partido. Participó
del famoso “putsch” de la cervecería con el que Hitler y los suyos quisieron
dar un golpe de Estado en Alemania. Los dos fueron a parar a la cárcel y la
relación entre Hitler y Hess tornó a ser íntima. En la prisión de Landsberg
Hitler redactó su plataforma política vertida en Mein Kampf (Mi lucha), que
fue transcrita por Hess, que también aportó sus propias ideas antisemitas a
la que sería la columna vertebral ideológica del nazismo.
Hitler lo hizo su secretario privado en 1925 y su asistente personal en
julio de 1929, lanzado ya a la toma del poder. Hess lo acompañó por todo el
país en sus actos y discursos de campaña, mejoró la oratoria y la
gestualidad de Hitler y se volvió su amigo y confidente. Algunos
historiadores sugieren una atracción homosexual entre ambos, al menos
velada. En diciembre de 1932 Hess fue nombrado comisionado político del
NSDAP y con Hitler ya en el poder fue su lugarteniente y hombre de
confianza, el único que podía verlo en cualquier momento del día sin cita
previa. En 1935 Hess firmó, junto con el Führer, las infames leyes raciales
de Núremberg.
No era cualquier nazi el que huyó a Inglaterra en 1941. Sólo que en siete
u ocho años, todo había cambiado bastante para Hess. En 1941 había sido
relegado del círculo íntimo de Hitler, que enfrentaba entre sí a las
principales figuras del Reich por los favores del jefe: Herman Göring,
Heinrich Himmler, Joseph Goebbels y Martin Borman estaban enfrascados
en una guerra personal por el dominio de los resortes del Reich y por la
suerte de Alemania en la Segunda Guerra.
Göring, por ejemplo, que al inicio de la guerra había sido considerado un
héroe por las acciones de su fuerza aérea, la Lutwaffe, había perdido parte
de su prestigio cuando no pudo doblegar la feroz resistencia aérea de la
Royal Air Force en la Batalla de Inglaterra. Himmler estaba detrás de los
servicios de inteligencia y de la poderosa y temida policía del Estado,
Gestapo, enfrentado a Göring, que tenía su propio servicio de
informaciones en Baviera. Todos miraban con recelo a Goebbels, que no
confiaba en nadie y armaba, con la paciencia de un entomólogo, carpetas de
antecedentes de sus enemigos en el Gobierno. El Reich triunfante, se
deshacía en duras peleas internas.
Hess había quedado al margen no sólo de esas internas, sino de los
favores de Hitler, que mantenía su amistad y lo mantenía también en el
cargo de lugarteniente. Pero su influencia era nula. Existían sospechas,
fundadas, de que Hess se inclinaba con lentitud a la demencia. Se había
volcado al esoterismo, a los designios del péndulo sobre la realidad, a lo
que los astros decían de la guerra a través del horóscopo y a la posibilidad
de mover objetos y condicionar voluntades a través de la energía mental. Si
Hess estaba chiflado es algo que no se sabrá nunca del todo porque fue esa,
la locura, la excusa que Hess le dijo a Hitler que exhibiera si su plan de paz
con Inglaterra fracasaba. Y fue esa, la locura, la razón que Hitler esgrimió
para borrar del mapa alemán la figura de Hess después del fracaso de su
misión de paz.
Para contribuir a la confusión, el historiador británico Peter Padfield
reveló en su libro Hess, Hitler and Churchill: The Real Turning Point of the
Second World War A Secret History (Hess, Hitler y Churchill, el momento
decisivo de la Segunda Guerra Mundial Una historia secreta), que Hess
voló a Escocia con un tratado de paz diseñado por el propio Hitler, y con su
anuencia, en el que el Führer ofrecía al primer ministro británico retirarse
de Europa a cambio de que Gran Bretaña se declarara neutral cuando
Alemania invadiera Rusia. “El viaje de Hess no fue un complot del
lugarteniente de Hitler, sino un tratado de paz completamente desarrollado.
Fue rechazado por Churchill porque tiraba abajo sus esfuerzos de lograr que
Estados Unidos entrara de lleno en la guerra”, dijo Padfield al diario The
Economist. Si es cierta la teoría de Padfield, se derrumba el mito del viaje
loco de Hess para ofrecer la paz a Churchill, que por ahora es la historia
oficial.
Fue la decisión de Hitler de invadir la Unión Soviética lo que lo cambió
todo. Hess, que había quedado al margen del debate y la decisión, pensó
que era una locura; que Alemania, con dos frentes de combate abiertos al
mismo tiempo, estaba condenada a la derrota. Göring pensó exactamente lo
mismo, pero decidió adular a Hitler. Hess decidió hacer algo. Y lo hizo. No
sólo para evitar la derrota que preveía, sino para recuperar su prestigio que
Hitler había desdeñado. Si su misión tenía éxito, Hess volvería a ser quien
había sido. Ni siquiera contempló la posibilidad de que los británicos lo
apresaran.
La tarde del sábado 10 de mayo de 1941, Hess, que se había despedido
horas antes de su mujer, Ilse, y de su hijo, Wolf Rüdiger, a quienes les
aseguró que regresaría el lunes por la noche, llegó en su Mercedes a la
fábrica de aviones Messerschmitt, vecina a Ausburgo. Allí se cambió de
ropa, se enfundó en un taje de piloto, forrado de piel, y se calzó una
chaqueta de capitán de la Lutwaffe. Poco antes de las seis de una tarde
soleada de primavera, su avión Messerschmitt 110 despegó con Hess como
único piloto. Poco después de las once de la noche, después de cruzar
Alemania, el Mar del Norte y las tierras bajas de Escocia, cerca de Glasgow,
y ya casi sin combustible, Hess abrió la carlinga del avión, se arrojó al
vacío en paracaídas, se lastimó el tobillo en la maniobra y cayó en una
granja, para asombro de sus habitantes.
Escocia, y Glasgow, no era una elección casual. Cerca vivía Douglas
Douglas-Hamilton, décimo catorce duque de Hamilton, un noble escocés,
piloto de treinta y ocho años, a quien Hess dijo haber conocido en los
Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Pensó que el duque podría abrirle las
puertas del 10 de Downing Street para hablar con Churchill. Hamilton negó
siempre haber conocido a Hess, aunque sí estuvo en Berlín y en los juegos
aquel año.
El primero en llegar a Hess, que también se había lastimado una pierna al
tocar tierra porque, entre otras cosas, era la primera vez en su vida que
saltaba en paracaídas, fue el granjero Donald McLean. Lo vio luchar contra
el viento para desprenderse del arnés, vio también que el misterioso
paracaidista estaba desarmado y le preguntó si era alemán o inglés. Hess le
dijo que era alemán, que era el capitán Alfred Horn y que tenía que entregar
un importante mensaje al duque de Hamilton.
Para entonces también había llegado a la granja un hombre mayor que
Hess y que McLean, William Craig, que decidió ir a pedir ayuda que. Por
otro lado, estaba a punto de llegar. La defensa aérea había detectado el
vuelo solitario del Messerschmitt alemán, había seguido su ruta y los
observadores aéreos habían visto abrirse el paracaídas de Hess, de manera
que la Home Guard, una milicia de voluntarios locales, llegó para llevarse
al extraño viajero.
Hess había llegado rengueando y con McLean hasta la casa donde el
granjero vivía con su mujer y su madre. Allí, fiel a la costumbre inglesa, le
ofrecieron una taza de té que Hess rechazó: pidió un vaso con agua. Antes
que actuaran los voluntarios de la Home Guard, llegó a la granja ya
convertida en celebridad, el comandante Graham Donald, oficial del Royal
Observer Corps, que había seguido el curso del avión de Hess hasta que
desapareció su señal en los radares: el Messerschmitt se había estrellado
cerca del aterrizaje de Hess y sus restos se exhiben hoy en el Museo
Imperial de Guerra, de Londres.
Hitler enfureció cuando supo del vuelo de Hess. Su lugarteniente le había
dejado una carta: “Mi Führer, cuando reciba esta carta, estaré en
Inglaterra...Y si este plan termina con un fracaso ni usted ni Alemania
tendrán que padecerlo: siempre les será posible declinar toda
responsabilidad. Dígase simplemente que he perdido la razón”
Donald había reconocido a Hess. O había creído reconocer a Hess. Le
costó trabajo creer que fuese el segundo Führer del Tercer Reich, pero sí
estaba seguro que el prisionero no era quien decía ser. Así que habló por
teléfono con el duque de Douglas. El duque ya había sido informado del
regalito que le había caído del cielo y que el regalito quería hablar con él.
Pero no sospechó la verdadera identidad del viajero hasta que Donald se lo
dijo. Aun así, no estuvo dispuesto a abandonar su casa a esas horas de la
noche. Recién fue a hablar con el prisionero a las once de la mañana del
domingo 11 de mayo. La conversación entre ambos no llegó a nada, pero el
duque supo que el prisionero era Hess. A últimas horas del día voló al sur
para informar en persona a Churchill.
A esa hora Churchill estaba en plena cena en Ditchley Park, Oxfordshire,
una residencia imponente del siglo XVIII que el primer ministro usaba a
menudo como cuartel general de fin de semana. Londres había sido víctima
la noche anterior de un feroz bombardeo alemán y el primer ministro
intentaba averiguar la magnitud de los daños y, si era posible, distraerse de
las umbrías noticias de la capital del reino: tenía pensado ver esa noche,
junto a sus invitados, Los hermanos Marx en el Oeste. Fue entonces que
llegó el duque de Hamilton, a quien Churchill conocía muy bien. Lo recibió
con una broma: “Bueno, venga y cuéntenos esa extraña historia suya”. Pero
Hamilton, serio como una tumba, le dio que se trataba de una historia que
debía relatarle en privado.
Todos los invitados de Churchill se retiraron a un salón vecino y sólo
quedaron Hamilton, el primer ministro y el Secretario de Estado del Aire,
sir Archibald Sinclair. Hamilton contó su historia. Dijo que el prisionero era
Hess, que le constaba pero que, de todas maneras, había que esperar el parte
oficial, después de la medianoche. Y Churchill salió con una de las suyas:
“Bueno, sea Hess o no sea Hess, yo voy a ver a los hermanos Marx”.
Era Hess. Lo tomaron prisionero y lo enviaron al castillo de Buchanan
primero y a la Torre de Londres luego, sin hacer caso a las pretensiones del
número dos del nazismo de entrevistarse con el primer ministro británico.
Churchill afirma en sus memorias que nunca dio crédito alguno a aquella
aventura de Hess, que suponía que el alemán tenía sus facultades mentales
un poco achispadas, si no voladas del todo, y que su intento tenía como
finalidad volver a recuperar los favores de Hitler.
Al otro lado del mar, en Alemania, la furia de Hitler no tenía límites. La
primera noticia que tuvo sobre la desaparición de Hess fue a media mañana
del domingo 11. En la fortaleza de Berghof, el famoso “nido del águila”,
Hitler recibió a Karl-Heinz Pintsch, ayudante de Hess. Llevaba en la mano
una carta personal que Hess le había dejado para que la entregara, en mano,
al Führer. La carta decía: “Mi Führer, cuando reciba esta carta, estaré en
Inglaterra”, y luego detallaba el plan que había pergeñado y que no se había
animado a revelar a Hitler. Y agregaba: “Y si este plan, que, lo admito, no
presenta sino una débil posibilidad de éxito, termina con un fracaso y la
suerte me es adversa, ni usted ni Alemania tendrán que padecerlo: siempre
les será posible declinar toda responsabilidad. Dígase simplemente que he
perdido la razón”.
Hitler leyó la carta y palideció y convocó a gritos a Borman, a Göring y a
von Ribbentropp. Göring, que estaba en su castillo vecino a Múnich, llegó
sobre la tarde para escuchar a Hitler expresar, en voz alta, su esperanza de
que Hess se hubiese estrellado con su avión. También llamó a Goebbels que
ese día anotó en su diario: “Qué espectáculo para el mundo: la persona que
ocupa el segundo puesto después del Führer, víctima de un trastorno
mental”. Esa fue la excusa: Hess había enloquecido. Cuando al día
siguiente, en Berghof, le mostraron a Goebbels la carta de Hess, dijo que se
trataba de “un caos mental descabellado, una ingenuidad de colegial, llena
de ocultismo mal enfocado. Un caso absolutamente patológico”
Pero el daño estaba hecho, el Partido nazi estaba envuelto en el
desprestigio, el descontento popular aumentó en los meses que siguieron al
escándalo Hess, quedaron expuestas las feroces internas que sacudían al
gobierno de Hitler, se desataron una serie de rumores sobre casos de
corrupción y los nazis intocables dejaron de serlo. Goebbels, taciturno, lo
plasmó en una frase: “Es como un horrible sueño. El partido tendrá que
meditar esto durante mucho tiempo”. Ni Hitler se salvaba del desastre. El
humor popular imaginaba a Hess por fin ante Churchill. Con su peor gesto
de bulldog al acecho, el británico le decía: “¿Así que vos sos el loco…?” Y
Hess: “No, sólo soy su segundo”.
Rudolf Hess permaneció prisionero de los británicos hasta 1945.
Churchill dio órdenes para que fuese bien tratado, aunque no se le permitió
leer diarios ni escuchar radio. Lo rodearon siempre tres oficiales de
inteligencia y ciento cincuenta soldados. Dos psiquiatras, Henry Dicks y
John Rawling Rees, que trataron a Hess, diagnosticaron que, aunque no
estaba loco, era “mentalmente inestable”, con tendencia a la hipocondría y a
la paranoia.
El 16 de junio de 1942 se desprendió de sus guardias y saltó por la
baranda de una escalera: su intento suicida falló, cayó sobre el piso de
piedra y se fracturó el fémur izquierdo. El 4 de febrero de 1945 intentó
suicidarse de nuevo: se apuñaló con un cuchillo de pan: la herida, leve,
precisó dos puntos de sutura.
El 10 de octubre de 1945 fue enviado a Núremberg para ser juzgado. Lo
hallaron culpable de crímenes contra la paz, planificación y preparación de
una guerra de agresión, conspiración con otros líderes alemanes para
cometer crímenes. No lo hallaron culpable de crímenes de guerra y
crímenes contra la humanidad. Lo condenaron a cadena perpetua y fue
trasladado a la prisión militar de Spandau, en Berlín, el 18 de julio de 1947.
Nunca salió de detrás de esos muros. Jamás habló. Nunca reveló cuál
había sido su plan, sus intenciones, sus objetivos; si Hitler sabía o no de
todos ellos; si el plan de paz con Gran Bretaña había siso una idea de él o
del Führer; no escribió memorias, no concedió entrevistas: calló para
siempre.
En la prisión de Spandau estuvo custodiado, junto a otros seis jerarcas
nazis, por tropas de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y la URSS. Fue
el preso número 7. Dispuso de cuatro hojas de papel al mes para escribir
cartas. No podía hablar con el resto de los presos sin permiso y todos salían
al aire libre una hora al día, distanciados nueve metros uno de otro. Los
visitantes disponían de media hora al mes para conversar, pero Hess
prohibió a su familia que lo visitara hasta diciembre de 1969, cuando una
úlcera perforada lo llevó al Hospital Militar Británico de Berlín Oeste. Allí
volvió a verlo su hijo Wolf Rüdiger, que tenía ya treinta y dos años y su
mujer, Ilse, de sesenta y nueve: no se habían visto desde la mañana del
sábado 10 de marzo de 1941, cuando Hess se despidió de ellos y les
prometió regresar el lunes. A partir de entonces, permitió visitas de sus
familiares, en especial la de su nuera, Andrea.
En Núremberg había fingido amnesia; ahora, en Spandau, gritaba por las
noches por supuestos dolores de estómago, Y se quejó porque la comida,
afirmaba, estaba envenenada y había regresado la amnesia. Nunca lo
consideraron lo suficientemente enfermo como para derivarlo a un hospital
psiquiátrico.
Sus compañeros de prisión Konstantin von Neurah, Walther Funk y Erich
Raeder, fueron liberados por un estado precario de salud; el almirante Karl
Dönitz, Baldur von Schirach y Albert Speer, el arquitecto del Reich,
cumplieron sus condenas: Dönitz salió en 1956 y von Schirach y Speer en
1966. Hess quedó como único prisionero de Spandau.
En 1977 intentó suicidarse. En los años 80 las condiciones mejoraron un
poco: pudo moverse con mayor libertad alrededor del bloque de celdas,
pudo elegir qué hacer sin seguir un programa determinado de acción y optar
por la televisión, la lectura o la jardinería. Instalaron un ascensor, en 1980
Hess tenía 86 años, para que pudiese acceder al patio de la cárcel con más
facilidad. A esa altura era uno de los pocos recuerdos vivientes de la
barbarie nazi.
El 17 de agosto de 1987, en una especie de casa de verano instalada en el
jardín de la prisión y usada como sala de lectura, Hess tomó el cable de
extensión de una lámpara, la colgó sobre el pestillo de una ventana y se
colgó. El comunicado de las cuatro potencias dictaminó suicidio. Una nota
en el bolsillo, en la que agradecía a su familia todo cuanto habían hecho por
él parecía avalar el dictamen.
El 17 de agosto de 1987, en una especie de casa de verano instalada en el
jardín de la prisión y usada como sala de lectura, Hess tomó el cable de
extensión de una lámpara, la colgó sobre el pestillo de una ventana y se
colgó
Fue enterrado en secreto pero su familia logró luego que fuese enterrado
en Wunsiedel, en 1988. Ilse, su mujer, fue sepultada junto a él en 1995. Su
abogado pensó siempre que Hess era demasiado viejo y frágil para
suicidarse. El hijo de Hess, Wolf, dijo que a su padre lo habían asesinado
los británicos para evitar que revelara información sobre la conducta
británica durante la guerra. Hess jamás habló de la guerra durante su
cautiverio. El historiador Peter Padfield, el mismo que habla de un plan de
Hitler que llevaba Hess en su viaje a Escocia, sostuvo que la supuesta carta
de suicidio había sido escrita por Hess en 1969, cuando lo internaron por la
úlcera perforada.
Wunsiedel, la ciudad que cobijaba los restos de Hess, fue lugar de
peregrinación de los grupos neonazis, hasta que el consejo parroquial
decidió no extender más arrendamiento del solar donde estaba su tumba.
Con el consentimiento familiar, los restos de Hess fueron incinerados y las
cenizas echadas al mar por la familia. La lápida que coronaba su tumba, fue
destruida. El epitafio decía “Ich hab’s gewagt”: Me atreví”.
La prisión de Spandau fue demolida en 1987, el mismo año de la muerte
de Hess. Fue para evitar que la convirtieran en un santuario nazi.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 12 de mayo 2023.


Colgado de un cable atado a una ventana: así
murió Rudolf Hess, el último nazi que sentía
fascinación por Hitler

Por Alberto Amato

Hacía ya tantos años que era el único huésped de aquella fortaleza


convertida en prisión, la cárcel de Spandau, en Berlín Occidental; hacía ya
tanto tiempo que aquel anciano que había encarnado el espíritu de la
barbarie nazi, se había marchitado como una hoja en otoño; hacía ya tanto
que su nombre, Rudolf Hess, había caído casi sin regreso en el pozo del
olvido; tardaba tanto la muerte en llevárselo, con una piedad inexplicable
que él no había tenido jamás para sus víctimas, que aquella cárcel de piedra
había aflojado sus cimientos, había aceitado sus rejas, se había convertido
en un hogar para el anciano nazi.
Rudolf Hess en su época de apogeo, antes del vuelo a Escocia.

Primero, en 1981, colocaron un ascensor para que a sus ochenta y seis


años pudiera acceder al patio con mayor facilidad a sus paseos diarios, esa
diaria certificación de que el sol salía cada mañana y que aún corría aire
puro. En 1982 y dada su salud, designaron un equipo de enfermeros
permanentes para su atención. Después, instalaron en el jardín de la
fortaleza una especie de casa, basta y ruda, pero indispensable para que los
veranos feroces fuesen un poco más apacible que la celda; luego, las
autoridades de los países aliados, Estados Unidos, Gran Bretaña, la URSS,
Francia y Canadá, que ocupaban el mando de la prisión en forma periódica,
convirtieron aquella “casa de verano” en un salón de lectura, para que el
viejo prisionero pasara allí más tiempo que tras las rejas: en 1987 llevaba en
Spandau cuarenta y un años, la mayor parte de ellos como preso en soledad.
Dejó una breve nota para su familia, en el interior de uno de sus bolsillos,
en la que agradecía todo cuanto habían hecho por él en su largo encierro.
Las potencias aliadas ratificaron, en un comunicado dado un mes después,
que la muerte de Rudolf Hess había sido un suicidio. Las dudas, suicidio o
asesinato, subsistieron muchos años y, como suele ocurrir en estos y en
otros muchos casos, la persistencia de la duda sacraliza la confusión. De
eso, Hess sabía mucho: había hecho de la duda una conducta permanente a
lo largo de su extraña vida.

Quién fue en realidad Rudolf Hess, mano derecha de Adolf


Hitler

Había nacido en Alejandría, en el Egipto bajo dominio británico, el 26 de


abril de 1894. Su padre era un comerciante próspero de Baviera, que lo
envió entre 1900 y 1908 a un internado cerca de Bonn. Esas cosas forjan
una personalidad. Hess demostró interés por la ciencia y las matemáticas,
pero el padre lo impulsó a estudiar comercio en Suiza: lo quería como parte
activa de su empresa, Hess & Co.
La Primera Guerra Mundial se llevó todo por delante. Hess se alistó en el
Séptimo Regimiento de Artillería de Baviera, luchó contra los británicos en
batalla legendarias, como la del Somme y la de Ypres; fue transferido a la
infantería, ganó una Cruz de Hierra, fue herido tres veces en combate,
alcanzó el grado de suboficial mayor, peleó en Verdún, fue herido de nuevo
y casi pierde la vida, pasó varios meses en hospitales y pidió recibir
adiestramiento como piloto, que recibió entre marzo y junio de 1918: en
octubre lo destinaron a un escuadrón bávaro de biplanos Fokker D.VII,
donde lo sorprendió el final de la guerra, en noviembre, y la derrota
alemana.
Vivió la desastrosa experiencia socialista de la República de Weimar y
participó de batallas callejeras entre grupos de derecha, como los Freikorps
y grupos de izquierda que luchaban por el control del Estado bávaro.
Dirigió un grupo antisemita que repartía panfletos en Múnich. Era un joven
de veinticinco años sin destino casi, hasta que se decidió a estudiar Historia
y Ciencias Económicas en la Universidad de esa ciudad. Su profesor de
geopolítica, Karl Haushofer, un ex general del ejército, lo instruyó en el
concepto de Lebensraum, o “espacio vital”, que sostenía la idea de que
Alemania debería conquistar por la fuerza parte de Europa Oriental. En una
de las pocas definiciones que dio sobre su vida, Hess dijo que Egipto lo
había hecho nacionalista, la guerra lo había hecho socialista y Múnich lo
había convertido en antisemita.
En 1920 vio y escuchó hablar por primera vez a Adolf Hitler: quedó
fascinado por su oratoria, su personalidad y sus ideas. Compartía con aquel
agitador austríaco la teoría que afirmaba que Alemania había perdido la
guerra no a causa de su fracaso militar, sino herida por una “puñalada por la
espalda” dada por una conspiración de judíos y bolcheviques. Hess se unión
de inmediato al NSDAP, como miembro número dieciséis, y ató su destino
al de Hitler. Le salvó la vida, y casi pierde la suya, el 4 de noviembre de
1921, cuando una bomba colocada por un grupo marxista casi mata a los
líderes del NSDAP durante un acto partidario.
En el intento de golpe de Estado, conocido como el “putsch de la
cervecería”, el 8 de noviembre de 1923, Hess estuvo codo a codo con Hitler
en las calles de Múnich. Terminó, como Hitler, detenido y sentenciado a
dieciocho meses de prisión. Hitler fue condenado a cinco años de cárcel.
Fue en la prisión de Landsberg donde Hitler empezó a escribir sus jóvenes
memorias, que fueron un manifiesto político, conocido como “Mein
Kampf” – “Mi lucha”, que dictó a Hess, que también colaboró en la
redacción: su agresivo mensaje antisemita y la certeza de que sólo por la
fuerza, y a expensas de Rusia, Alemania conseguiría el vital territorio
europeo imprescindible para su expansión, fue la base política del NSDAP.
El drama de la Segunda Guerra Mundial ya estaba escrito y anticipado
desde 1925. Hess acompañó a Hitler en sus giras políticas por todo el país,
se convirtió en amigo y confidente, era una de las pocas personas que
podían ver al Führer sin cita y, en diciembre de 1932, fue nombrado
comisionado central del NSDAP.
Cuando Hitler se convirtió en canciller del Reich primero, y en dictador
después, Hess fue nombrado su lugarteniente y ministro sin cartera del
Tercer Reich. Fue responsable de Asuntos Exteriores, de Finanzas, de Salud
y Educación y de Asuntos Jurídicos. Fue redactor de los principales
decretos de Hitler y los firmó junto al Führer. Era el principal orador en las
celebraciones anuales de Núremberg que recordaban el nacimiento del
nazismo; fue delegado de Hitler en negociaciones con los industriales y
banqueros más poderosos.
Fue la oficina de Hess la que redactó las leyes de Núremberg de 1935,
leyes raciales que prohibieron el matrimonio entre alemanes no judíos y
judíos, privaron de su ciudadanía a los no arios y apartaron a los judíos de
la vida social, política y cultural de Alemania. Hess hizo una excepción a su
rigurosa e infranqueable política antisemita: eximió de cumplir con esas
leyes a su antiguo profesor de geopolítica, Karl Haushofer, casado con una
mujer que era “mitad judía”.
No se preocupó por construir poder, ni por hacerse de una pandilla de
seguidores, algo tan común en los populismos: su lealtad era con Hitler.
¿Cómo era Hess? Vivía obsesionado por su salud; bordeaba, y a veces
invadía, la hipocondría: consultaba infinidad de médicos y “afines”, brujos
y curanderos, porque estaba muy interesado en la clarividencia, la
astrología y lo oculto. Llevaba una lista, y la mostró a sus captores
británicos, con sus males relacionados con los riñones, el colon, la vesícula
biliar, los intestinos y el corazón; era vegetariano, no fumaba y no bebía; a
sus encuentros gastronómicos con el Führer llevaba su propia comida, a la
que calificaba como “biológicamente dinámica”, como Hitler no aprobaba
esa manía: Hess dejó de comer con él. Lejos de ser un hombre de acción tal
como ordenaban los códigos arios, los de las SS, o los de la Whermacht,
Hess estaba interesado por la música, le gustaba leer, prefería emplear su
tiempo libre en largas caminatas con su esposa Ilse, con quien se había
casado en diciembre de 1927 y con quien tenían un hijo, Wolf, que nació en
1937. También gustaba del senderismo, o de escalar montañas. “La señorita
Hess”. Algunos historiadores creen entrever entre Hitler y su mano derecha,
una relación homosexual acaso platónica, reprimida en todo caso, o
suprimida.
Ya lanzada la Segunda Guerra, con la Alemania exitosa que arrasaba
Europa, hacia el Este, pero buscaba someter primero a Gran Bretaña, Hess
perdió el predicamento que tenía ante Hitler: era un guerrero para los
tiempos de paz, y ahora hacían falta otros líderes. Su lugar junto a Hitler fue
ocupado por Hermann Göring, por Martin Bormann, por Heinrich Himmler.
Hess, que sabía que Hitler planeaba invadir la URSS de , pensó, tal vez
con acierto, que Alemania no podía ganar una guerra abierta en dos frentes,
el europeo y el soviético. Y, según la historia oficial, Winston Churchill.
Pero Hess había consultado con Albrecht Haushofer, hijo de su antiguo
profesor, quien vio con buenos ojos la intempestiva visita de Hess a Gran
Bretaña, porque iba a ser intempestiva. Incluso Albrecht dio a Hess el
nombre del aviador Douglas Douglas-Hamilton, duque de Hamilton, para
que lo contactara una vez en Inglaterra. En septiembre de 1940, Hess le
escribió al duque una carta que fue interceptada por el espionaje inglés y
que Hamilton no vio hasta junio de 1941, cuando ya Hess era prisionero del
rey.
El 10 de mayo de 1941, a las seis menos cuarto de la tarde, Hess despegó
desde el campo de aviación de Augsburgo-Haunstettem a bordo y como
único piloto y pasajero, de un Messerschmitt 110. Vestía un traje de vuelo
de cuero con insignias de capitán, algo de dinero británico en los bolsillos,
artículos de tocador, una linterna, un mapa, gráficos, veintiocho
medicamentos diferentes, varios remedios homeopáticos y unas tabletas de
dextrosa para prevenir la fatiga.
El viaje fue una odisea y Hess mostró su pericia de piloto: llegó a volar a
quince metros de altura para no ser detectado por los radares británicos.
Igual fue perseguido por dos cazas Spitfire de la RAF que lo escoltaron
hasta que, a las once y cinco de la noche, casi sin combustible y sobre suelo
escocés, donde vivía el duque, Hess trepó a mil ochocientos metros y saltó
en paracaídas. El avión se estrelló diecinueve kilómetros más adelante y sus
restos son hoy trofeo y curiosidad en el Museo de la Guerra, de Londres.
Con el pie herido, se lo lastimó al salir del avión o al caer a tierra, Hess fue
atendido por un granjero y cayó de inmediato en manos británicas. Dijo ser
el capitán Horn, pero su cara era demasiado conocida como para engañar a
alguien.
Al día siguiente, a las once de la mañana, en Berghof, la residencia de
verano de Hitler, el asistente de Hess, Karlheinz Pintsch, puso en manos del
Führer una carta de puño y letra de Hess que le informaba: “Mi Führer,
cuando reciba esta carta, estaré en Inglaterra”. En las líneas siguientes le
detallaba su plan, que no se había animado a presentarle antes a Hitler y
terminaba: “Y si este plan, que, lo admito, no presenta sino una débil
posibilidad de éxito, termina con un fracaso y la suerte me es adversa, ni
usted ni Alemania tendrán que padecerlo: siempre les será posible declinar
toda responsabilidad. Dígase simplemente que he perdido la razón”.
Hitler armó un tremendo escándalo. Convocó a gritos a Bormann, a
Göring, a von Ribbentrop, que era su ministro de asuntos exteriores, y a
Goebbels. Sospechó que había un intento de golpe contra él. Cuando se
convenció de lo contrario, temió que cuando la noticia se difundiera en el
mundo, sus aliados le retiraran el apoyo: ¿qué era eso de intentar una paz
por separado con el archirrival británico? Así que llamó a Benito Mussolini
para asegurarle lo contrario. Después escuchó los lamentos de Göring: decir
que Hess estaba loco era admitir que Hitler había confiado el Reich a un
demente. Goebbels anotó esa noche en su diario: “Es como un horrible
sueño. El partido tendrá que meditar esto durante mucho tiempo”. El lugar
de Hess fue ocupado por Bormann, que sumó más poder. El Reich había
cambiado para siempre.
¿Fue una locura de Hess? ¿Fue un intento desesperado, personal para
recuperar los favores de Hitler y, político, para que Alemania no combatiera
en dos frentes? El entonces periodista americano Hubert Renfro
Knickerbocker, que conocía a Hitler y a Hess, especuló que Hitler había
enviado a su mano derecha a entregar un mensaje que informaba a
Churchill sobre la inminencia de la invasión a la URSS, le ofrecía una paz
negociada y hasta una alianza anti bolchevique. No era una teoría
descabellada. Stalin pensaba lo mismo, incluso decía que el viaje de Hess
había sido planeado por los británicos. Y así se lo dijo a Churchill en 1945,
entre los cuchicheos de los tres grandes en Yalta. El británico reiteró que
Gran Bretaña nunca supo nada ni del viaje, ni del plan que podría haber
llevado Hess. En su libro “The Grand Alliance – La gran alianza”, parte de
sus memorias sobre la Segunda Guerra Mundial, Churchill escribió: “Vino a
nosotros por su propia voluntad y, aunque sin autoridad, tenía un poco la
calidad de un enviado”.
El secreto mejor guardado de la Segunda Guerra. Hess estuvo preso en
Gran Bretaña hasta el 10 de octubre de 1945, cuando fue enviado a
Núremberg para ser juzgado junto a los famosos veintitrés jerarcas nazis
responsables de crímenes contra la humanidad y violación de las leyes
internacionales que rigen la guerra.
Cuando llegó a Núremberg, pesaba sesenta y cinco kilos y estaba sin
apetito. Enseguida empezó a decir que padecía amnesia, lo que fue tomado
como una estrategia para evitar la pena de muerte. Lo examinó el psiquiatra
jefe de Núremberg, Douglas Kelley, del ejército estadounidense; opinó que
el acusado
Los fiscales intentaron demostrar, no era muy difícil, que Hess era
consciente y estaba de acuerdo con los planes de Hitler de llevar adelante
una guerra de agresión que violaba el derecho internacional; que había
firmado las leyes raciales de Núremberg y una orden que incorporaba los
territorios polacos conquistados al Reich, y que su viaje a Escocia, seis
semanas antes de la invasión nazi a la URSS, era un indicio serio de su
deseo de mantener a Gran Bretaña fuera de la guerra.
Finalmente, fue condenado a cadena perpetua junto a otros seis jefes
nazis. El resto de los acusados fueron condenados a muerte y ejecutados. El
juez soviético, el mayor general Iona Nikítchenko votó en disidencia con la
condena dada a Hess: dijo que la sentencia de muerte estaba justificada.
Hess entró en la prisión de Spandau el 18 de julio de 1947. Jamás salió
de allí. Nunca habló. Nunca reveló cuáles habían sido sus reales intenciones
y objetivos; nunca dijo si Hitler sabía de su viaje; si el plan de paz con Gran
Bretaña había sido una idea suya o del Führer; no escribió sus memorias, no
dio entrevistas. Se convirtió en una tumba viviente.
En la cárcel fue el preso número siete. Sus camaradas de cautiverio
ganaron la libertad poco a poco: Konstantin von Neurah, Walther Funk y
Erich Raeder, fueron liberados por razones de salud; el almirante Karl
Dönitz, Baldur von Schirach y Albert Speer, el arquitecto del Reich,
cumplieron sus condenas: Dönitz salió en 1956 y von Schirach y Speer en
1966. Hess quedó como único habitante de la gigantesca prisión en la que
los aliados gastaban cerca de ochocientos mil dólares mensuales para
mantenerlo preso. Prohibió a su familia visitarlo.
Recién en diciembre de 1969, cuando una úlcera perforada lo llevó al
Hospital Militar Británico de Berlín Oeste, volvió a reencontrase con su
mujer y con su hijo, que ahora tenía treinta y dos años y al que había dejado
cuando tenía cuatro, para viajar a Escocia.
Tenía pesadillas en las noches que intentaba alejar con fieros aullidos,
podía pasar semanas en silencio. Nunca lo hallaron tan enfermo como para
derivarlo a un hospital psiquiátrico.
Así fue su vida hasta el día en que, hace treinta y cinco años, el preso
número siete entró en la “casa de verano” de Spandau, quitó del enchufe el
cable extensor de una lámpara y lo ató con firmeza al pestillo de una
ventana.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 17 de agosto de 2023.


A 80 años del vuelo secreto de Rudolf Hess, el
hombre sin alma: verdades y mitos de uno de
los grandes misterios del nazismo

Por Matías Bauso

Faltan minutos para que termine el 10 de mayo de 1941. La noche cerrada y


quieta en esos campos escoceses se altera por un estruendo. Después, las
llamas. Los habitantes del lugar atraídos por esa súbita y gigante hoguera se
acercan corriendo al lugar. Algo cayó del cielo. Como son tiempos de
guerra, a nadie le sorprende que se trate de un avión.

Un avión nazi como el que pilotéo Rudolf Hess rumbo a Escocia, donde fue
detenido.

El primero en llegar es David MacLean, un agricultor que vive a unos


cien metros. Mientras corre, piensa la suerte que tuvo: su casa se salvó por
poco. El fuego ilumina a un hombre tirado en el césped, enredado en un
paracaídas. Está conmocionado. En la caída se golpeó la cabeza y se
lastimó un tobillo.
“Apenas abrí los ojos, no entendía bien lo que pasaba. Tardé en darme
cuenta que estaba en Escocia. Un hombre me ayudó. En la mirada de los
otros había compasión y algo de lástima pero yo estaba bien”, dijo ese
hombre tiempo después.
MacLean ayudó al paracaidista. Caminaba con dificultad. Pero se
recompuso, y con cierta solemnidad, se presentó: “Soy el Capitán Alfred
Horn. Necesito hablar de manera urgente con Lord Hamilton”.
En poco tiempo llegaron policías y autoridades militares y pusieron bajo
custodia al alemán caído del cielo. Esa misma noche, Lord Hamilton fue
avisado de la visita. No conocía a ningún Horn. Sin embargo, a primera
hora del día siguiente se encontró con él.
A esa altura los que custodiaban al aviador transmitieron sus sospechas a
Lord Hamilton. Le pidieron que estuviera atento, que ese hombre podía ser
alguien de importancia en el Tercer Reich, que podía estar ocultando su
verdadera identidad.
Pero no se necesitó ni de la atención ni de la perspicacia de Lord
Hamilton. Apenas entró a la sala, el alemán se puso de pie, estiró su mano y
dijo: “Soy Rudolf Hess. Vengo en misión humanitaria. Traigo una propuesta
de paz del Führer”.
Ese vuelo, del que hoy se cumplen 80 años, constituye uno de los grandes
misterios de la Segunda Guerra. Es, también, uno de los varios eventos del
nazismo que sigue generando mitos, versiones y teorías conspirativas. ¿Por
qué el tercero en la línea sucesoria del Tercer Reich fue a proponer
personalmente un pacto de paz? ¿Fue una iniciativa personal? ¿Sabía Adolf
Hitler del viaje? ¿Él lo envió? ¿Simuló Hess su amnesia y su locura durante
más de cuatro décadas? Los interrogantes podrían continuar. Hace décadas
que los historiadores intentan desentrañar el misterio. La incertidumbre
rodea la cuestión.
Rudolf Hess nació en Alejandría, en Egipto. En su juventud estudió en
Bonn. Luego se alistó como voluntario y combatió en la Primera Guerra
Mundial. Lo hizo con valentía y en múltiples escenarios. Fue herido varias
veces pero siempre volvió al campo de batalla. En los últimos años de la
contienda, se convirtió en aviador; participó de varias misiones riesgosas.
Fue condecorado por su valor. Luego, como a muchos otros alemanes, en
especial los que habían combatido y los que arrastraban traumas de guerra,
lo impulsaba la rabia y el resentimiento ante la posición de sojuzgamiento
en la quedó Alemania tras la derrota.
A principios de la década del 20, ya metido en política, en grupos
extremos que pedían soluciones drásticas, se cruzó con Hitler. Fue
hechizado por su oratoria, por el mensaje contundente, por las certezas que
el otro disparaba cada vez que hablaba. En 1923, participó junto a Hitler en
el frustrado intento de golpe de estado que llevó a ambos a prisión. Allí
ofició de amanuense de Hitler. Gran parte del infame Mi Lucha le fue
dictado a él, quien con prolija caligrafía pasaba al papel las elucubraciones
de su amigo mientras las horas se arrastraban en la celda.
Acompañó a Hitler en su ascenso al poder. Ocupó distintos puestos,
dirigió varios ministerios y siempre fue su hombre de confianza. Fue el
número 2 del Partido nazi; dirigía mitines, impulsaba leyes como las de
Nuremberg, base normativa de la política racista. Pertenecía al círculo
íntimo de Hitler.
Sin embargo desde el comienzo de la guerra, había sido desplazado. Eran
otros los que eran escuchados con atención por el Führer, otros los que
lograban filtrar sus ideas. Göering, Martin Bormann, Himmler, Albert
Speer, los jefes de las Fuerzas Armadas. Hess sufría este desplazamiento.
La expansión nazi por Europa era voraz. En esos días se estaba por lanzar
la Operación Barbarossa, la invasión nazi a la Unión Soviética. Tamaña
decisión requería que toda la atención estuviera puesta allí. Se sospecha que
ese fue el motivo que impulsó a Hess en su misión. Creyó que de esa
manera recuperaría el lugar perdido en la corte del Führer. Si Alemania no
tenía que preocuparse por el frente con Inglaterra y se avocaba en
exclusividad a los soviéticos, sus posibilidades de triunfo eran mucho
mayores.
Con el tiempo se supo que Hess preparó su avión durante meses. Hizo
que le realizaran varias modificaciones a un Messersmchitt BF-110. Lo
aprovisionó con medicinas, alimentos, abrigo y diversos elementos para la
navegación y para su probable estadía en Gran Bretaña. Desde que el
nazismo llegó al poder, Hess había vuelto a pilotear aviones, reflotó esa
vieja afición. Hacía vuelos privados, participaba de exhibiciones y hasta
compitió en torneos bajo la protección de un seudónimo. Hitler le prohibió
volver a subirse a un avión; consideraba que la actividad era demasiado
riesgosa para alguien tan encumbrado en la jerarquía nazi.
Pero esta vez se trataba de algo más que una desobediencia. La cuestión
tomaba otro cariz.
Sigue generando debate el hecho de que la Luffwaffe no se diera cuenta
de la ausencia en tierra del Massersmchitt BF-110, ni de su presencia en el
aire. Circunstancias poco probables para la época. Despegó de Augsburgo
cuando empezaba a anochecer. Durante el día ninguno de sus colaboradores
lo había visto alterado; hasta se había hecho tiempo para merendar con su
familia.
Ya de noche atravesó el Mar del Norte y se dirigió hacia Escocia. Allí lo
captaron los radares. Aviones ingleses salieron tras él pero Hess logró
evadirlos. Voló a muy baja altura mucha parte del trayecto. El combustible
de la nave se iba consumiendo. Entre la necesidad de cambiar
constantemente la ruta para esquivar al enemigo y la falta de apoyo en
tierra, la travesía parecía complicada. Sin embargo, Hess nunca se
desorientó. Su plan era aterrizar en una pequeña pista que tenía Lord
Hamilton en su propiedad, pero no pudo encontrarle en la oscuridad. Ya sin
combustible volvió a tomar altura para poder lanzarse en paracaídas.
Cuando logró abrir la cabina, desatar el cinturón de seguridad, su pie se
enredó y se lastimó el tobillo. De todas maneras logró saltar. Su paracaídas
se abrió sin problemas. Cuando hizo contacto en tierra, mientras el avión
sin control se estrellaba a unas decenas de metros entre unos pastizales, por
el mal estado de su tobillo, golpeó la cabeza y perdió por unos momentos el
conocimiento.
Muchos años después en uno de los pocos contactos que tuvo con su hijo,
Rudolf Hess le confesó a su hijo que ese viaje en avión y su capacidad para
sortearlo pese a las circunstancias era uno de los mayores orgullos de su
vida.
A la mañana siguiente fueron a buscar al noble inglés que dijo no
conocer a ningún capitán Horn. Lord Hamilton, al ver al prisionero, lo
identificó de inmediato: se habían conocido en los Juegos Olímpicos de
Berlín del 36.
Después de dos horas de charla, Churchill le pidió un respiro a Lord
Hamilton porque quería ver una película de los Hermanos Marx. Lo que se
decidió esa noche fue que debían determinar sin que quedaran dudas la
identidad del prisionero, y luego rechazar cualquiera de sus ofertas (Getty)
Hess le reveló su identidad y el motivo de su peculiar visita. Le dijo que
Alemania quería alcanzar un acuerdo de paz. El Duque de Hamilton se negó
al diálogo, dijo que todo ese asunto excedía sus posibilidades y alcance y se
retiró. No mentía. El Duque, un anciano en ese entonces, no tenía ya
demasiada injerencia en la vida pública inglesa. La pregunta, que no tiene
una respuesta unívoca, es por qué Hess consideró que él era el interlocutor
válido.
Al noble británico le costó contactar a Winston Churchill. Cada paso de
la cadena para llegar hasta él mostraba la incredulidad que generaba la
historia. Hamilton viajó en dos aviones hasta llegar a la casa de campo en la
que Churchill pasaba el fin de semana. “A ver, cuénteme de este extraño
asunto suyo”, le dijo. Después de dos horas de charla, Churchill pidió un
respiro porque quería ver una película de los Hermanos Marx.
Lo que se decidió esa noche fue que debían determinar sin que quedaran
dudas la identidad del prisionero, y luego rechazar cualquiera de sus ofertas.
No podía ser otra cosa que un engaño.
Lo que Hess proponía era que Alemania se comprometía a no atacar a los
ingleses y respetar sus colonias en el mundo, mientras que los alemanes
recuperaban los territorios perdidos en la Primera Guerra Mundial y tenían
vía libre en el resto de Europa, en especial en la parte oriental. Los
británicos sabían que de aceptar esto sólo ganarían un tiempo de paz, pero
que en unos años los nazis irían de nuevo contra ellos.
Las versiones sobre la reacción de Hitler al enterarse del vuelo de Hess
difieren según quien sea el narrador. Pero todos coinciden en que Hitler
informó que terminara como terminara la cuestión, aún si se llegaba a una
acuerdo con Churchill, a Hess le esperaba la pena de muerte. Debía ser
ejecutado apenas lo vieran
¿Por qué Hess se animó a tanto y además eligió a Lord Hamilton como
interlocutor? La teoría más sólida al respecto sostiene que todo se trató de
un gran engaño de los servicios secretos ingleses que convencieron al
alemán de que el noble sería el puente hacia Churchill (los soviéticos
estaban convencidos de que así había sido). La ingeniería del fraude incluyó
astrología, videntes y argumentos poco racionales pero a los cuales Hess era
permeable (Goebbels utilizó estas inclinaciones de Hess para
desprestigiarlo ante la opinión pública una vez que se conoció en Alemania
su paseo inglés). El pensamiento mágico se impuso a las razones
geopolíticas.
Los ingleses detuvieron a Hess y lo recluyeron. Pasó por varias cárceles y
terminó confinado en la Torre de Londres hasta que luego de la guerra fue
enviado a Nuremberg para su juzgamiento como criminal de guerra. Hess
no fue escuchado por los ingleses y fue negado por los alemanes.
Cuando la noticia se dio a conocer al mundo provocó un lógico impacto.
En especial en Alemania. Las versiones sobre la reacción de Hitler al
enterarse difieren según quien sea el narrador.
Albert Speer sostiene esa mañana cuando recibió la carta, que Hess le
había dejado a su secretario personal para que fuera entrega en mano y en la
que contaba lo sucedido, Hitler pegó un grito agudo, casi animal,
desaforado. Otros afirmaron que la actividad del Führer fue más frenética
que lo habitual pero que no hizo comentarios al respecto. Están los que
afirman que empezó a tratar destempladamente al resto, haciendo recaer su
ira sobre los colaboradores más cercanos, gritando su enojo por la traición
de su (ex) hombre de confianza. También están los que cuentan que nada
varió en el semblante de Hitler cuando le acercaron el papel con la noticia,
como si la hubiera estado esperando.
Lo único en lo que todas las fuentes coinciden es que Hitler informó que
terminara como terminara la cuestión, aún si se llegaba a una acuerdo con
Churchill, a Hess le esperaba la pena de muerte. Debía ser ejecutado apenas
lo vieran. En ese mismo momento lo exoneró de todos los cargos oficiales
que detentaba y lo degradó. Para Hitler era la peor traición que había
sufrido en su vida pública. Durante unos días estuvo paranoico, creyendo
que ese movimiento podía ser el inicio de un golpe de estado contra él.
Lo que sí se sabe con certeza es la reacción de Rudolf. Y no sólo en los
momentos de su detención sino a lo largo de los 46 años que le quedaban de
vida. Impasible, su regla fue el silencio. Se convirtió en el rey de la
desmemoria. Vivió casi medio siglo en una nube de amnesia y silencio.
El comandante inglés Sheppard escribió sobre Hess en un informe del 21
de mayo de 1941, una decena de días después de su detención: “A veces he
dudado del equilibrio mental de él. Es astuto y egocéntrico. Tiene muy mal
genio y hay que ir con pies de plomo si lo queremos engañar. Su carácter
refleja crueldad, brutalidad, falsedad, engreimiento y arrogancia; también
algo de cobardía. Creo que se ha quedado sin alma”.
Los interrogadores, especialistas en la cuestión, campeones olímpicos en
aprovechar ocasiones, en esperar su momento, en filtrarse en los resquicios
de la debilidad de sus oponentes, no podían con él. Los hacía perder
fácilmente la paciencia. En cada charla, cientos de ellas, en cada
interrogatorio, cientos de ellos, las preguntas y las estrategias de
acercamiento variaban pero las respuestas eran inmutables. “No lo sé”, “No
lo recuerdo” “¿No me diga?”. Rudolf Hess siempre respondía lo mismo.
Nadie le creía.
Convencidos de que estaba actuando, lo presionaban y ponían en juego
todas las técnicas de interrogación y seducción conocidas pero ninguna dio
resultado. En Nuremberg lo carearon con otros jerarcas caídos en desgracia.
Pero nadie logró que hablara ni que demostrara atisbo de recuerdo alguno.
Hess se convirtió en el hombre sin memoria.
Muchos nunca le creyeron. Sostenían que todo era una gran puesta en
escena. De haber sido así -una posibilidad- se trató de la actuación más
convincente y, especialmente, más prolongada de la historia. 46 años de
mente en blanco, 46 años de sostener el personaje. Nadie supo bien nunca
cuál era el estado mental de Hess. Logró despistarlos a todos. ¿Estaba
completamente loco? ¿Era un eximio simulador? ¿O alternaba periodos
lúcidos con ataques maníacos?.
En Nuremberg fue condenado a cadena perpetua. El haber estado fuera
del juego desde 1941 lo salvó de la horca. Estuvo recluido en Spandau el
resto de su vida. Fue el último prisionero. Durante años la de Spandau fue
una cárcel, a cargo de cuatro países diferentes, de un solo prisionero. Murió
el 17 de agosto de 1987. Tenía 93 años.
Pasados ochenta años, ese vuelo nocturno con destino a Escocia, sigue
siendo uno de los grandes misterios de la Segunda Guerra Mundial. A veces
las motivaciones de los hombres son más sencillas y mezquinas de lo que se
está dispuesto a aceptar. Mucho más si se trata de las de hombres sin alma.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 10 de mayo de 2021.


Eichmann en la Argentina, el genocida
protegido que nunca buscó esconderse

Ignacio Montes de Oca

Suele creerse que el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann vivió en


Argentina hostigado por el riesgo de ser detectado. Sin embargo, la verdad
es un poco diferente. Tanto el criminal de guerra como su familia pasaron
años sin tomar precauciones e incluso tuvieron actividades políticas y
contacto público con grupos y personajes del universo nazi.

Su brutal historia

Adolf Eichmann fue el máximo burócrata detrás de la “solución final”, que


era el eufemismo usado para describir la deportación y aniquilamiento de
más de 25 millones de seres humanos en los campos de concentración
nazis. El criminal de guerra organizó con especial eficiencia el
confinamiento y muerte de seis millones de judíos raptados en toda la
Europa dominada por el Tercer Reich.
Hannah Arendt lo describió como “un oscuro burócrata” cuyo amor por
la eficiencia y militancia ideológica obturó cualquier duda a la hora de
organizar una masacre a escala industrial. Comenzó a militar en el nazismo
desde joven. Por su fanatismo y eficiencia, había sido asignado en 1933 a la
oficina de asuntos judíos del Servicio de Seguridad dirigido por Heinrich
Himmler. Allí se le encargó la organización logística del exterminio de los
ciudadanos judíos en Alemania, responsabilidad que luego abarcaría a los
miembros de esa colectividad en todos los territorios ocupados por el III
Reich.
Al finalizar la guerra supo que era uno de los hombres más buscados de
Europa. Fue capturado por las tropas estadounidenses, pero logró pasar
desapercibido gracias a los documentos falsos a nombre de Otto Eckmann.
Tras escapar del campo de detención se escondió en varios sitios de
Alemania. Obtuvo una nueva identidad como Richard Klement el 2 de junio
de 1948 en la ciudad de Termeno en el norte de Italia.
El 14 de junio de 1950, el Consulado Argentino en Génova le otorgó
todos los permisos necesarios para viajar. Tres días más tarde, Eichmann
embarcaba en el buque Giovanna C rumbo a Buenos Aires.
Apenas llegó a Buenos Aires el 15 de julio siguiente, consiguió trabajo y
lo hizo con su verdadero nombre. No era para menos, ya que su primer
empleo fue en la empresa CAPRI, una de las más beneficiadas por contratos
de obra pública durante el período peronista y cuyo dueño era Carlos
Fuldner. En esa empresa realizó estudios hidrológicos en Tucumán para un
proyecto de construcción de una represa.
Fuldner era un argentino germano que había prestado servicio en las SS
alemanas y luego pasó a ser enlace entre la dictadura militar Argentina y el
Tercer Reich. Cuando finalizó la guerra en Europa, fue contratado por el
gobierno peronista para que armara una red clandestina destinada a rescatar
a decenas de figuras del nazismo que eran buscados para ser juzgados por
crímenes de guerra. Tras encaminar su tarea, Fuldner se dedicó a hacer
fortuna como contratista estatal. Una de las obras públicas en la ciudad de
Tucumán fue el primer trabajo de Eichmann a poco de llegar a la Argentina.
Puede decirse que Fuldner contrató a muchos prófugos nazis. Pero no
menos cierto es que en el caso de Eichmann, además de encargarse de darle
empleo, se tomó la molestia de alquilarle un departamento para que se
instalara apenas llegó a la Argentina.

Adolf Eichmann fue uno de los criminales nazis que se ocultó en Argentina.

Un tiempo después, Eichmann consiguió otro trabajo en Buenos Aires y


decidió instalarse con su familia en San Fernando, en el norte del
conurbano. Su nuevo empleo fue en la sede local de la empresa Mercedes
Benz, que en ese momento era regenteada por Jorge Antonio, el empresario
más cercano al presidente Juan Domingo Perón. El criminal de guerra fue
contratado como electricista y escaló hasta ocupar un cargo de inspector en
la línea de producción de automóviles. En todo momento, Eichmann figuró
con su verdadero nombre, al igual que decenas de otros prófugos
reclamados por países europeos por crímenes de lesa humanidad.
Los archivos de inteligencia de posguerra desclasificados por EEUU
indican que se tenía constancia de todas las actividades de Fudlner y de la
presencia de nazis en la fábrica Mercedes Benz, de manera que es
embarazoso sostener que se ignoraba que le había dado trabajo a uno de los
prófugos más buscados del momento.

Jaque al genocida

La imagen de Adolf Eichmann caminando entre las sombras para que no se


descubriera su verdadera identidad vuelve a contradecirse con los hechos
históricos. Lejos de la imagen de un personaje gris que buscaba la
clandestinidad, su vida social hacia presagiar su localización y posterior
captura.
El criminal de guerra mantuvo en todo momento contacto con otros
prófugos alemanes, lo cual contradecía la imagen de un ciudadano que vivía
escondido y tratando de pasar desapercibido. Por el contrario, en una fecha
tan temprana como el año 1956 se asoció con otro delincuente de su calaña,
el ex oficial SS Franz Pfeiffer, para crear una empresa dedicada a la cría de
conejos. El negocio no prosperó y Pfeiffer buscó refugio en Chile, en donde
creó el Partido Nacional Socialista Obrero Chileno. Eichmann también
incursionó en otros negocios en los que no se cuidaba de entrar en contacto
con el público, como fueron los fallidos intentos para montar un taller
mecánico y una lavandería.
Además de juntarse con otros prófugos en reuniones de la comunidad
alemana en la zona norte de Buenos Aires, Eichmann solía tener una
actividad hasta hoy poco conocida. De tanto en tanto, viajaba hasta la casa
de la familia Pilsel para jugar al ajedrez. James Pilsel, el anfitrión, era un
antiguo oficial ustasha, nombre que recibían las escuadras nazis que
sembraron el terror en los Balcanes durante la Segunda Guerra Mundial.
En la casa de los Pilsel, Eichmann pasaba largas horas jugando al ajedrez
con Ante Pavelic, que aún era conocido como el “Poglavnik” o caudillo
croata.
Pavelic dirigió un gobierno títere nazi entre 1941 y 1945 que fue
responsable del asesinato de un millón de personas, incluyendo la
aniquilación del 94% de los judíos croatas y la muerte de 600.000 eslavos,
gitanos y miembros de minorías en el complejo de la muerte de Jasenovac.
Escapó a la Argentina en donde creó el único régimen nazi en el exilio y
durante años fue objeto de una estricta vigilancia por parte de los servicios
secretos extranjeros y de una celosa custodia por parte de la Policía Federal,
con la que trabajó como asesor en los días iniciales de su vida en Argentina.
Ni antes ni durante la guerra existen puntos de contacto entre Eichmann y
el régimen de Pavelic. Aquellas visitas llaman la atención de parte de un
hombre que cultivaba el bajo perfil durante su residencia en Argentina y
que de ese modo se exponía a ser detectado cuando visitaba a tan
prominentes miembros del fascismo en el exilio.
Mientras tanto, la justicia alemana y luego la de Israel, cursaron por lo
menos veinte pedidos de información sobre el paradero de Adolf Eichmann
a los diferentes gobiernos que ocuparon el poder en Argentina desde la
llegada del criminal de guerra. Siempre se repitió la misma respuesta: “No
se tienen constancias de la presencia de Adolf Eichmann en nuestro
territorio”.

Piedra libre
El primero en descubrir la verdadera identidad de Richard Klement fue un
judío sobreviviente del campo de concentración de Dachau llamado Lothar
Hermann. Lothar llegó junto a dos de sus hermanos en 1938. Sus padres y
los restantes seis hijos perecieron en los centros de exterminio nazis.
Fue mera casualidad el enterarse que uno de los amigos de su hija Silvya
de 14 años se llamaba Klaus Eichmann. Sin importarle la pertenencia de
Silvya a la comunidad judía, Klaus le exhibió fotos de su padre vistiendo el
uniforme de la SS.
Lothar investigó a la familia del amigo de su hija y no tardó en concluir
que se trataba de uno de los criminales de guerra más buscados del mundo.
Sin perder el tiempo, le escribió al fiscal general de Frankfurt, Fritz Bauer,
que un tiempo antes había dictado una orden de captura internacional contra
Eichmann. Pero nadie pareció escuchar a aquel judío superviviente de la
barbarie nazi.
En total, Lothar envió 26 cartas a Alemania e Israel para pedir que se
detenga a Eichmann, pero nunca obtuvo una respuesta. La captura del
prófugo en Argentina lo llevó a reclamar la recompensa que ofrecía Israel
por información que permitiera su captura y recién pudo cobrarla en 1974.
Apenas pudo usar los 10.000 dólares que recibió para luchar contra el
cáncer terminal que lo había arrinconado.
Las cartas de Lothar reflejaban una verdad que contradice la idea de que
Eichmann era un experto en esconderse. Sus cuatro hijos concurrían al
Colegio Alemán con el apellido verdadero y lo usaban en público sin
inconvenientes. Resultaba raro que aquello sucediera si sus padres habían
tomado alguna precaución mínima para no ser detectados. Un apellido
famoso en un colegio de la comunidad era como colgarse un cartel para ser
hallados con mayor facilidad por los cazadores de nazis. En realidad, en
todo momento fue suficiente con seguir a algún nazi prominente para hallar
a Eichmann en alguno de los encuentros que reunía a la lacra de los
prófugos de guerra.

Rapto y furia nacionalista

Eichmann fue capturado por un comando mixto de israelíes y argentinos


que trabajaron durante meses para planificar la captura y salida del país del
genocida. El 11 de mayo de 1960 por la noche lo emboscaron cuando
llegaba a su casa en la calle Garibaldi y lo llevaron a un sitio seguro en
donde fue interrogado por primera vez para confirmar que se trataba de la
persona que buscaban.
Las primeras horas luego del secuestro fueron puro nerviosismo para la
familia Eichmann. Klaus, el mayor de los hijos, buscó la ayuda de Carlos
Fuldner. En los días siguientes, cientos de alemanes y nazis prófugos de
otras nacionalidades desaparecieron de los lugares que frecuentaban.
Alguien avisó que corrían un grave riesgo.
Tras verificar que habían atrapado a uno de los mayores criminales de
guerra prófugos que quedaban con vida, los captores de Eichmann le
administraron drogas y lo hicieron pasar por la aduana del aeropuerto de
Ezeiza como uno de los miembros de la tripulación de un avión de la línea
aérea israelí que sufría de una descompensación grave.
Apenas tocó tierra el avión que lo transportaba, comenzó el proceso de
juzgamiento en el que se exhibieron pruebas contundentes de su
participación en la organización de la masacre de millones de seres
humanos en nombre de las ideas de Hitler.
El gobierno del presidente Arturo Frondizi protestó enérgicamente al
saberse del secuestro y evasión hacia Israel, por lo que consideraba una
afrenta insoportable contra la soberanía nacional. Sin embargo, tras tanta
furia, se escondían años de notificaciones sobre la presencia de Eichmann
en Argentina y constantes obstrucciones de las autoridades locales a los
pedidos de extradición que llegaban para que entregara al organizador de la
“solución final”.
Pero la furia presidencial era un mar de calma frente a la reacción de los
grupos nacionalistas locales y en particular de los más antisemitas, que
veían en Eichmann un héroe y en su captura un motivo adicional para sacar
a pasear su judeofobia.
Mientras era juzgado Eichmann en Israel, las huestes del fascismo criollo
mostraron la potencia de su descontento. El mayor peso de la protesta lo
cargó el grupo Tacuara, una organización de jóvenes admiradores del
fascismo que no renegaban de su odio a los judíos. Entre el día en que se
conoció la captura de Eichmann y la fecha en que se le dictó veredicto, se
cometieron por lo menos 35 ataques contra sinagogas y colegios judíos.
Esos mismos grupos organizaron guardias frente al domicilio de la
familia Eichmann en la calle Garibaldi y la vistieron con banderas
argentinas e insignias nazis con la esvástica.
Miembros de la organización salieron a hacer pintadas que decían
“Mueran los judíos, viva Eichmann”, “queremos a Eichmann de vuelta” o la
vieja consigna de la Alianza Libertadora Nacionalista: “haga Patria, mate
un judío”.
Tacuara hizo demostraciones durante meses y se preparó para una
represalia. Su red de contactos con oficiales de la Fuerza Aérea le permitió
entrar en contacto con Willem Sassen, un colaboracionista holandés
condenado en su país natal por haber integrado las SS flamencas y por
haber asistido en la deportación de miles de judíos de su país. Sassen estuvo
reunido en muchas oportunidades con Eichmann en Argentina e incluso lo
entrevistó para un intento de autobiografía que salió publicada parcialmente
en la revista norteamericana Life antes de su captura. Se sabía que Sassen
estaba refugiado en Argentina y era obvio que por lo tanto el genocida
estaba viviendo en nuestro país. Todos sabían dónde estaba Eichmann,
menos los gobiernos argentinos que negaban haberlo cobijado.
En los días posteriores a la captura de Eichmann, Horacio Bonfatti, uno
de los tenientes de Tacuara, se encargó de esconder a Sassen ante la
eventualidad que se hubieran planificado más secuestros.
La cercanía de Sassen con Eichmann fue la excusa de Tacuara para
organizar un intento de secuestro del embajador israleí en Argentina. La
idea era capturarlo y canjearlo por Eichmann. El plan avanzó hasta el punto
en que Sassen entendió que era una tarea imposible, pese a los reclamos de
Alberto Ezcurra Uriburu y Joe Baxter, los líderes de Tacuara que insistieron
en llevar adelante el ataque.
Tacuara era apenas una parte del archipiélago de organizaciones nazis
argentinas de aquella época. En una de ellas, el Partido Nacional Socialista
Argentino, militaban dos de los hijos de Eichmann. En efecto, y
nuevamente en contra de la idea que la familia vivía discretamente, los dos
hijos del genocida, Klaus y Horst Adolf Eichmann, mantenían una nutrida
agenda política dentro de una agrupación que se destacaba por sus
actividades y discurso antisemita y por su reivindicación de las políticas del
Tercer Reich.
Fundada a inicios de la década del sesenta, la agrupación fue liderada por
los hermanos Eichmann por más de un lustro. Entre sus actividades se
recuerda la verba anti judía, los campamentos de entrenamiento de corte
militar y las arengas pro nazis. En junio de 1964, Adolf Eichmann hijo dio
una conferencia de prensa ataviado con su previsible camisa parda,
correajes militares, botas y un brazalete nazi. Fue para reconocer su
filiación política cercana a Tacuara y volver a protestar por el destino de su
padre en Israel.
En aquellos días, todo el nacionalismo se unió en un grito para clamar
por la suerte del organizador de la “solución final”. Incluso el obispo
porteño Antonio Caggiano al opinar sobre su captura, dijo que: “había
llegado a nuestra patria en busca de perdón y olvido y no importa como se
llame, Ricardo Clement o Adolf Eichmann; nuestra obligación de cristianos
es perdonar lo que hizo…”.
Cuando Ante Pavelic fue herido por los disparos de un montenegrino en
abril de 1957 y su presencia en Argentina se convirtió en motivo de
escándalo por la anterior negativa de los gobiernos argentinos a admitir su
presencia en nuestro territorio, un grupo de jóvenes de ultra derecha montó
guardia frente a su casa para prevenir su arresto. Entre ellos, había una
mezcla de jóvenes hijos de ustashas, integrantes de Tacuara y del Partido
Nacional Socialista Argentino, la agrupación en la que se integraban los
hijos de Eichmann. Eran los mismos que unos años más tarde iban a montar
una nueva guardia frente a la casa de la calle Garibaldi en San Fernando.
Quedaba claro que Pavelic y Eichmann no sólo habían pasado largas
tardes dedicados al ajedrez. También habían sido compañeros políticos en el
exilio. Y que además, ninguno de los dos había jugado a las escondidas.

Justicia y represalia cobarde

El acto final de la historia de Eichamnn ocurrió el 31 de mayo de 1962,


cuando se cumplió la sentencia a muerte que le dictó el tribunal que lo
juzgó por sus crímenes. Fue ahorcado en la ciudad de Ramla. Sus palabras
al conocer su condena fueron “Larga vida a Alemania. Larga vida a Austria.
Larga vida a Argentina. Estos son los países con los que más me identifico
y nunca los voy a olvidar”.
En Argentina, el drama tuvo un epílogo dramático. El 21 de julio de ese
mismo año la joven judía de 19 años Graciela Sirota fue secuestrada por un
comando, que la raptó en plena calle y la metió a la fuerza dentro de un
auto. Durante algunas horas, los atacantes la torturaron con golpes y con
cigarrillos que fueron apagados con sadismo en diferentes partes de su
cuerpo. Antes de dejarla abandonada en una calle, le grabaron una esvástica
en un pecho con una navaja.
El secuestro nunca fue explicado por la Policía, que informalmente
intentó justificar el acto por la militancia de la joven en una agrupación
comunista. Con el tiempo, cobró fuerza una versión diferente: el padre de
Sirota había participado de la acción de secuestro de Eichmann. Alguien
dentro de los grupos furiosos por la reciente muerte del genocida en Israel
había decidido una represalia tan tardía como cobarde.
Ya casi no quedan rostros de la vida de Eichmann en Argentina. La casa
de la calle Garibaldi es hoy un depósito sin ninguna pretensión política. Los
hijos del genocida se perdieron en la historia y la mayor parte de su
descendencia repudió las decisiones y acciones del hombre que armó que
nutrió de millones de almas al sistema de exterminio nazi.
Sin embargo, Eichmann no debe ser olvidado. Pero tampoco debe ser
recordado como un ser tímido que vivía escapando del escrutinio público.
El genocida nunca se escondió, sino que vivió por años arropado en los
pliegues de una sociedad a la que no le molestaba el sonido de su apellido
real ni los ecos sangrientos que traía consigo.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 11 de octubre 2018


El juicio a Eichmann, el arquitecto del
Holocausto: cómo buscó justificar el horror y
su noche final antes de la horca

Por Matías Bauso

“La ejecución será a medianoche”, le dijo Arye Nir, jefe del sistema
carcelario israelí. En el funcionario colisionaban sensaciones antagónicas.
El asco (y hasta el odio) que el personaje le generaba y la pena e impresión
que le causaba informarle a un hombre que moriría en las siguientes horas.
Eran las siete de la tarde del 31 de mayo de 1962. El prisionero esperaba
una noticia sobre su sentencia a muerte en la horca: había pedido clemencia.
Cuando vio a Nir en la puerta de su celda, supo que el presidente había
denegado el último recurso.
Adolf Eichmann recibió la noticia con sobriedad. Apenas una serie de
pestañeos rápidos denotaron el impacto. Y el movimiento de los labios
finitos hacia una costado de la cara. Pero para él todo estaba terminando y
ya no le quedaban cartas por jugar: iba a morir esa noche.
Durante el juicio el genocida estuvo protegido en una caja de cristal.

Se utilizó un sistema simultáneo de traducción que nunca antes había


sido usado, y en uno de los vértices de la sala de audiencias se erigió una
jaula de cristal. Desde allí Eichmann asistió a su juicio, protegido por las
cuatro paredes de vidrio blindado.
Las palabras de apertura de las sesiones, pronunciadas por el fiscal
Hausner, establecían de modo contundente el tono del proceso: “En el sitio
en que me encuentro hoy ante ustedes, jueces de Israel, para demandar
contra Adolf Eichmann, no me encuentro solo; conmigo se levantan, aquí,
en este momento, seis millones de demandantes. Pero ellos no tienen la
posibilidad de comparecer en persona, de apuntar hacia la cabina de vidrio
un índice vengador y gritar, dirigiéndose a aquel que está sentado en su
interior: Yo acuso. (…) Por eso seré yo su portavoz, y en su nombre
levantaré este acta de acusación terrible”.
Indiferente, el criminal nazi escuchó los quince cargos que le imputaban,
y cada una de las declaraciones de los testigos, sin mirarlos siquiera una
vez, absorto en sus pensamientos o rebuscando entre sus papeles alguna
respuesta fatua y poco convincente.
Siempre con los auriculares puestos, cada uno de los estremecedores
relatos de los sobrevivientes, sin expresar emoción alguna. Como si el cubo
de cristal lo separara, ya no de posibles agresiones, de algún impulsivo
adepto a la ley del talión, sino de la realidad. Y esto quedó en evidencia, en
el momento en que el interrogado fue él.
El genocida feroz resultó ser débil, sin ningún brillo intelectual, de una
lógica gris y confusa. Un ser mediocre. Hannah Arendt observándolo en la
sala de audiencias desarrolló el concepto de la Banalidad del Mal. Un
hombre que podría estar sentado en la mesa de al lado en un bar o que no
llamaría la atención si se lo cruzara por la calle. Un hombre que estuvo
sentado en muchos bares argentinos, tomando muchos cafés, durante
demasiados años.
En esa sala no sólo se estaba juzgando a Eichmann. El gobierno israelí
aprovecharía la ocasión para exponer al mundo una versión definitiva del
exterminio perpetrado por los nazis contra el pueblo judío.
Así lo entendió también el Premio Nobel Elie Wiesel: “El juicio casi tuvo
mayor importancia en el terreno de la educación que en el de la justicia. Era
importante que la juventud judía supiera lo que había pasado, de dónde
veníamos. Y eso es lo que logró el juicio a Eichmann en Israel y en el
mundo”.
Sin embargo, los jueces no se sometieron a las presiones políticas y
nunca perdieron de vista el objetivo principal del proceso: establecer la
posible culpabilidad del acusado y la medida de esa culpabilidad.
Eichmann, gracias a la intervención de sus juzgadores, pudo ejercer
plenamente su legítimo derecho de defensa. Tanto él como su defensor, el
Dr. Servatius, se expresaron con absoluta libertad en la Corte.
Frecuentemente, el presidente del jurado puso freno a los excesos del fiscal
o corrigió defectos de traducción de los dichos de los testigos.
Eichmann esgrimió, hasta el hartazgo, sus ejes defensivos básicos. Él
obedecía órdenes. Nada más. Por otro lado, sostenía, sus actos no podían
ser juzgados por otro país, por ningún país: sus actos habían sido actos de
Estado. Sólo se encargo de llevar a cabo, y con una extremada eficacia,
aquello que era ley en su país, en la Alemania de la que Eichmann era
funcionario. Allí, la palabra del Führer era ley, no sólo para Eichmann.
Desde su lugar en la estructura burocrática nazi, Adolf Eichmann
organizó, sucesivamente, la expulsión de los judíos de Alemania, su
deportación de los territorios ocupados por las nazis y el traslado de
millones de judíos a los campos de exterminio.
Además fue el anfitrión de 15 altos funcionarios nazis en la llamada
Conferencia de Wansee. Allí, con Eichmann, como secretario, labrando las
actas de la reunión, dejando constancia para la posteridad, se decidió
establecer “La Solución Final”.
Fueron asesinatos de masas: por las víctimas. Por el gran número de
asesinos, también. Y Eichmann, entre los asesinos, ocupaba un lugar de
importancia. Era él quien los enviaba a la muerte.
Diariamente partían trenes a los campos de exterminio con 2.500 o 3.000
judíos hacinados en los vagones de carga. No solo se ocupaba de los trenes.
En el juicio se aportaron como pruebas circulares y órdenes emitidas por
Eichmann y su oficina obligando a las autoridades locales de cada territorio
para que los judíos de diferentes nacionalidades fueran objeto inmediato de
las “medidas necesarias”.
Eichmann conocía el destino que les esperaba a los pasajeros de sus
trenes. Hay registros de sus múltiples visitas a Auschwitz y otros campos.
El 31 de julio de 1941, Heydrich lo convocó a su oficina y le dijo: “El
Führer ha ordenado el exterminio físico de los judíos”.
Durante el juicio Eichmann pretendió evitar su responsabilidad: sostuvo
que sólo fue un pequeño engranaje de una gran máquina.
También afirmó que si él hubiera abandonado su puesto, otro lo hubiera
ocupado. Esto podría ser cierto, pero de ningún modo lo exculpa por sus
actos. Además de haberse demostrado que él era un dador de órdenes, no
sólo un receptor, lo que oculta ese argumento es que lo que Eichmann
intentaba decir era que siendo todos los culpables, nadie es culpable. O
acaso, nada más que los máximos jerarcas nazis (que para esa época ya
estaban muertos). Así desdeña la responsabilidad personal, la posibilidad de
elegir libremente que Eichmann ejerció.
En la sentencia los jueces estimaron que “estaba probado fuera de toda
duda que el reo había actuado sobre la base de una identificación total con
las órdenes y una voluntad encarnizada de realizar los objetivos
criminales”.
Fue condenado a morir en la horca.
Adolf Eichmann apeló la decisión pero la Corte Suprema de Israel
confirmó la sentencia.
Ahora regresemos a la celda en esa noche del 31 de mayo de 1962.
El arquitecto del Holocausto ya sabía que esa era su noche final. El
funcionario Ayre Nir se lo había comunicado. Antes de irse, el jefe
carcelario le informó que cumplirían con una tradición, que podía pedir lo
que quisiera para disfrutar antes de la ejecución. La última voluntad.
Eichmann preguntó si podía ser más de una cosa. Y sin esperar respuesta
pidió: birome, papel, cigarrillos y una botella de vino blanco. A los diez
minutos las cuatro cosas estaban en su celda.
Se sirvió una copa mientras se puso a escribir una carta dirigida a su
esposa y a sus hijos. Cuando estaba terminando la misiva y ya iba por la
mitad de la botella, ingresó a su celda William Hull, un pastor protestante
canadiense que hacía unas semanas visitaba al detenido con asiduidad. Hull
quiso que el condenado se confesara. Eichmann se negó.
“El infierno no existe. Yo no pequé. Estoy en paz con Dios. No hice
nada. No tengo remordimientos”, le respondió Eichmann según cuenta Hull
en sus memorias. Después de conversar unos quince minutos, el religioso se
levantó de su asiento algo frustrado; no había conseguido el arrepentimiento
de Eichmann, el que él pensaba que salvaría su alma. Mientras se
despedían, el alemán le dijo: “No esté triste. Yo no lo estoy”.
Al retirarse el religioso, Adolf Eichmann volvió a sentarse a escribir en
su angosta mesa de trabajo. Poco después de poner el punto final a la carta,
dos guardias y Nir entraron a la celda. El condenado se puso de pie y pidió
que le permitieran rezar un breve momento. Caminó hasta un rincón y un
minuto después, dijo: “Estoy preparado”.
Le ataron las manos a la espalda y escoltado por los guardias y
acompañado por Hull abandonó su celda. La dejó ordenada: la cama
tendida, el cigarrillo apagado, un par de libros apilados, la carta en un lugar
visible. Caminó por el pasillo con paso firme y la cabeza levantada. El
pasillo de la muerte.
La sala de la ejecución debió ser improvisada. Era la primera ejecución
judicial desde que se había declarado el Estado de Israel. Una tarima de
madera y una soga colgando de un parante de hierro. Había poco testigos.
Uno de ellos era Rafi Eitan, que había participado del secuestro en Buenos
Aires y luego en Jerusalén lo había interrogado varias veces sobre el
funcionamiento y las características de las SS. El condenado lo miró y con
la voz temblando y los ojos rebalsando de ira le dijo: “Espero con todo mi
corazón que usted me siga pronto”.
Los dos guardias ataron los pies de Eichmann con firmeza y lo pararon
sobre la plataforma. Él rechazó la capucha que le ofrecieron. Luego
pusieron la soga alrededor de su cuello.
En la calle las tropas custodiaban la prisión para evitar un posible ataque.
Eichmann dijo sus últimas palabras: “Dentro de muy poco, caballeros,
volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva
Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! ¡Nunca las olvidaré!”.
Con la actitud teatral, con las palabras premeditadas, Eichmann pretendió
con ese final dignificar su vida pero el intento fue estéril desde el inicio. Su
vida estuvo cubierta de infamia.
Arye Nir gritó: “Preparados”. Un silencio helado se instaló en la sala.
Eichmann cimbreó en su sitio. “Ya”. La trampa se abrió a los pies del
condenado. Un latigazo, un ruido seco y otra vez el silencio. El cuerpo de
Adolf Eichmann se mecía pendularmente. El médico comprobó la muerte.
El comandante tuvo que ordenar a los guardias que descolgaran el
cuerpo. Nadie quería hacerse cargo. Cuando lo levantaban, el cadáver
expulsó el resto de aire que contenía. Ese movimiento mecánico, súbito e
impensado aterró a los guardias.
Lo colocaron en una camilla, lo taparon de pies a cabeza con mantas y lo
trasladaron hasta una camioneta que esperaba en el patio. Luego escoltado
por varios carros militares, el vehículo se dirigió hacia un descampado en el
que el estado israelí había mandado a instalar un horno para la ocasión: en
Israel no se cremaban los cuerpos. Nir y el religioso Hull acompañaron el
procedimiento. La operación, tal vez por la falta de práctica, tuvo
complicaciones y llevó un buen tiempo.
Algunas horas después, un operario le entregó una discreta urna al
comandante que otra vez junto al religioso subió a la camioneta. De allí
fueron al puerto. Ellos dos y otro oficial subieron a una pequeña
embarcación. Navegaron por unos minutos hasta que Nir, mientras el
reverendo Hull elevaba una plegaria, abrió la urna y arrojó las cenizas
contra una de las olas.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 11 de abril de 2023.


El enigma del cuñado de Hitler: fue ejecutado
por orden del Führer o vivió escondido en
Argentina y Brasil

Por Daniel Cecchini

La versión histórica oficial sostiene que el general de división de las


Waffen-SS Hermann Fegelein, cuñado de Adolf Hitler, fue ejecutado entre
la noche del 28 y la madrugada del 29 de abril de 1945 en Berlín, por orden
directa del propio Führer, acusado de deserción.
Hombre de confianza del Reichsführer Heinrich Himmler, días antes de
su muerte había participado de las negociaciones secretas de éste para
conseguir una paz por separado con los aliados occidentales, pero con la
destitución de su jefe quedó pegado a esa maniobra y desató la ira de Hitler.
Para salvarse –siempre según esa versión– Fegelein salió
subrepticiamente del búnker del Führer la tarde del 27 de abril y se ocultó
en una casa que creía segura para preparar su fuga hacia Suecia. Lo
encontraron a la tarde siguiente, vestido de civil y con una valija repleta de
oro y dinero, y lo llevaron a la Cancillería.
Allí, pese a los ruegos de Eva Braun por la vida del marido de su
hermana Gerlt, Hitler dio la orden de matarlo. Fegelein, de 38 años, fue
ejecutado esa misma noche, horas antes de que el líder nazi y Eva Braun se
suicidaran.

Hermann Fegelein y su esposa Margaret Braun.

La historia fue tomada oficialmente como cierta por los aliados, pero sus
servicios de inteligencia no dejaron de buscarlo. Igual que a Hitler y a su
segundo, Martin Bormann.
Nadie sabía decir dónde estaba el cadáver de Fegelein y esa ejecución
podía ser parte de una maniobra para escapar y evitar que lo persiguieran.
No tenían pruebas materiales de su muerte.
Décadas más tarde, el periodista brasileño Marcelo Netto encaró una
investigación sobre un grupo de alemanes de evidentes simpatías nazis que
fueron obligados a abandonar una colonia que habían fundado en Paraná y
se instalaron en un barrio ubicado a unos 20 kilómetros del centro de San
Pablo.
En eso estaba cuando creyó cruzarse con el hombre al que todos
consideraban muerto. Fegelein había envejecido, pero sus rasgos –que
Netto conocía bien, como los de muchos otros líderes nazis profugados–
eran los mismos.
Fue un encuentro fugaz –cambiaron unas palabras y el hombre
prácticamente huyó– que disparó un trabajo de años para demostrar que el
cuñado de Hitler vivió durante décadas, primero en la Argentina y después
en Brasil, bajo las sucesivas identidades de Hans Ruppel, Otto Pantz y
Hermann Volkert Ramsauer.

Un nazi convencido

Hans Georg Otto Hermann Fegelein nació en octubre de 1906 en Ansbach y


desde su juventud fue un nacionalsocialista ferviente. Se unió en 1930 a las
SA –la fuerza de choque de Hitler– y en 1931 al Partido nazi. Era el afiliado
N° 1.200.258 y en las Waffen-SS, a las que se sumó el 15 de mayo de 1933,
tenía la ficha 66.680.
Alto, rubio, de ojos claros, respondía a todos los parámetros físicos del
“ario puro”, lo que llamó la atención de Himmler, que en 1936 lo nombró
Director de la Escuela de Equitación de Munich.
Con el comienzo de la guerra fue enviado a Polonia con parte del Primer
Batallón de Caballería de la Tercera División de las SS y destinado en
Varsovia, donde participó en el asesinato de 1770 judíos polacos.
Fue parte de la Operación Barbarroja –la invasión a la Unión Soviética– desde el

principio, hasta que fue herido por un francotirador en diciembre de 1943. Para entonces era jefe del

Regimiento de Caballería de la División SS Florian Geyer. Fue nuevamente herido en 1944 en la

batalla de Jarkov y Himmler le envió un avión para trasladarlo a Berlín.

El jefe de las SS tenía grandes planes para el ario Fegelein: lo nombró su


ayudante personal y le encargó las tareas de enlace con Adolf Hitler. Se
convirtió en el nexo entre los dos hombres más poderosos del Tercer Reich
y lo ascendieron a general de división de las SS para que estuviera a la
altura de la función.

El cuñado del Führer

Instalado en Berlín, Fegelein se entregó con entusiasmo a sus nuevas


funciones, entre las que se encontraban las de presentar personalmente a
Hitler los partes de Himmler. Nuevamente, su aspecto de “ario puro” y su
simpatía le abrieron puertas. El dictador lo acogió en su entorno y lo invitó
a tomar el té en la intimidad. Así conoció a Eva Braun y, gracias a ella,
avanzó varios escalones en la estructura del poder del Tercer Reich.
Hitler estaba encantado con Fegelein y se lo hizo saber a Himmler: “Nos
ha enviado usted a un hombre que está a nuestra altura”, le dijo. Eva Braun
también fue seducida por su aspecto y su conversación, tanto que decidió
presentárselo a su hermana menor, Margarete “Gretl” Braun. Al mes de
conocerse estaban comprometidos.
Gretl y Fegelein se casaron en Obersalzberg el 3 de junio de 1944 con
Hitler como invitado principal. Los nombres de los padrinos de la boda no
dejan dudas de la posición que había alcanzado el rubio general de las SS:
Heinrich Himmler y Martin Bormann.
Luego del frustrado atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944, en el
que el propio Fegelein resultó levemente herido, recibió las espadas de las
hojas de roble de la Cruz de Caballero.

¿Muerto o vivo?

Menos de un año después las tropas soviéticas combatían con las alemanas
disputándose calle por calle de Berlín. El Tercer Reich se derrumbaba. A
espaldas de Hitler, Himmler intentó negociar con los aliados
norteamericanos e ingleses una paz por separado que pusiera a Alemania a
salvo del Ejército Rojo.
La versión oficial asegura que Fegelein participó de esa maniobra y que,
descubierto, fue detenido y ejecutado por orden de Hitler entre el 28 y el 29
de abril de 1945. El encargado de matarlo –siempre según esa versión– fue
el ayudante del jefe de la escolta personal del Führer, Johann Rattenhuber.
Sin embargo, dos altos oficiales nazis contaron otra cosa. Según Heiz
Linge y Otto Günsche, Hitler castigó a Fegelein enviándolo a pelear en la
unidad de combate de las SS que comandaba Günsche, donde “lucharía
para probar su lealtad”. Günsche relató que cuando Bormann le transmitió
la orden quedó anonadado. El castigo a los desertores –dictado por el propio
Hitler cuatro días antes– era la horca y la exhibición del cadáver con un
letrero que decía: “¡Colgado por no cumplir las órdenes del Führer!”.
Günsche le dijo a Bormann que no ejecutaría esa orden hasta haber
hablado personalmente con el propio Hitler. Según su relato, el Führer lo
recibió en presencia de Eva Braun, que lloraba desconsoladamente y pedía
clemencia para su cuñado. Finalmente Hitler, contó Günsche, “me ordenó
que se degrade a Fegelein y que sea entregado a un tribunal presidido por
Mohnke”.
El mayor general Wilhelm Mohnke aseguró a los Aliados que ese juicio
nunca se realizó y que, por lo tanto, no dio la orden de matar a Fegelein.
Contó que cuando lo llevaron a su presencia, el cuñado de Hitler estaba
fuera de sus cabales, lloraba, vomitaba y gritaba que él solo recibía órdenes
de Himmler. En un momento, recordó, llegó a sacar su miembro y orinó en
la sala.
Mohnke consultó el Código Militar y comprobó que ningún oficial podía
ser sometido a Consejo de Guerra si no se hallaba en plenitud de sus
facultades físicas y psíquicas, por lo que decidió que Fegelein no podía ser
juzgado y lo devolvió a la custodia de las SS.
“Nunca más volví a saber de él”, dijo.
Y el cadáver de Hermann Fegelein –si es que el hombre era realmente
cadáver– nunca apareció.

Un submarino en la Patagonia

En octubre de 1945, Walter Werner Hirschfeld, ex oficial alemán de las SS


que colaboraba con la contrainteligencia americana, Interrogó a Hans
Fegelein, padre del supuestamente fusilado cuñado de Hitler.
Por entonces, los aliados no estaban seguros de que el Führer se hubiera
suicidado y ya corrían las versiones de que podría haberse refugiado en
Sudamérica. Algunos de esos rumores decían que había huido con Fegelein.
El general estadounidense Lucius Clay aseguraba que aún buscaban al
Führer, Eva Braun, Hermann Fegelein, Martin Bormann y a otro alto
funcionario nazi cuyo nombre no fue revelado. Según la historia oficial,
todos estaban muertos.
“Estoy seguro de que mi hijo Hermann está vivo porque me envió un
mensajero después de la capitulación. No te dejes engañar por la
propaganda. Los verdaderos hombres de las SS que tienen órdenes de hacer
estas declaraciones. Me escribió: ‘No se preocupen por mí, les llegarán más
mensajes míos aunque demoren un tiempo’. Miren a la Argentina”, contestó
el padre de Fegelein cuando le preguntaron por Hermann.
Unos meses antes, en julio, un cable de la Embajada norteamericana en
Buenos Aires había informado a Washington:
“Llegada de submarinos alemanes a las costas de Argentina. Circulan
varios rumores en Buenos Aires referidos a la llegada del submarino U-530
antes de su rendición. Una fuente de credibilidad desconocida asegura que
el 28 de junio un submarino emergió en Puerto San Julián, territorio de la
provincia de Santa Cruz, del que descendieron dos personas sin identificar,
uno sería un alto oficial y la otra una muy importante persona”.
La inteligencia norteamericana no descartó que una de esas personas
fuera Hermann Fegelein.

Un encuentro en San Pablo

La versión oficial sobre la ejecución de Fegelein se mantuvo incólume


durante décadas, hasta que, a principios de este siglo, el periodista brasileño
Marcelo Netto se cruzó con una pareja de ancianos en la feria callejera en
Cidade Dutra, en San Paulo y creyó reconocer en el hombre los rasgos
envejecidos del cuñado de Hitler.
Casi sin pensarlo, se dirigió a ellos y les habló en alemán. Le mujer se
presentó como Fanny y el anciano contestó:
-Mi nombre es Hermann. ¿Hablás alemán? Eso es muy bueno. Pero
nunca te he visto por aquí. ¿Sos nuevo en el vecindario?
-Sí, me acabo de mudar aquí – respondió el periodista
-Es bueno ver que los jóvenes brasileños como vos quieren aprender
alemán y están interesados en Alemania. Quién sabe, tal vez la próxima vez
podamos organizar un almuerzo en mi casa… -empezó a decir el anciano
cuando de pronto y sin dar explicaciones, la mujer lo tomó del brazo y se lo
llevó sin siquiera saludar. Mientras se alejaban, se dieron vuelta varias
veces para ver si los seguían.
Marcelo Netto no los siguió. Volvió a su casa y revisó su archivo
fotográfico: el hombre se parecía mucho a Hermann Fegelein, el cuñado de
Hitler.
Rastros en Argentina y Brasil

Netto no volvió a ver al supuesto Fegelein, pero inició una investigación


que le llevaría casi quince años buscando rastros de su presencia en Brasil.
Empezó casi a ciegas y fue encontrando pistas que lo convencieron cada
vez más de que ese anciano era el cuñado de Hitler a quien todos creían
muerto desde 1945.
Buscó en migraciones y tuvo suerte. Encontró fotografías del alemán
inmigrante en distintos documentos y las hizo comparar por un perito con
las del joven Fegelein. “Los resultados obtenidos permiten concluir que en
realidad se trata de la misma persona. Se estima, aproximadamente, una
certeza en este sentido de alrededor del 90%, o incluso mayor”, dictaminó
el experto brasileño Eduardo Zocchi.
También hizo comparar las firmas de esos documentos con la letra del
joven Fegelein en documentos alemanes. “Todo indica que las firmas
venían de la misma mano. Aunque los elementos formales de nuestra
escritura sufran varios cambios a lo largo del tiempo y podamos intentar
modificar nuestra escritura individual, la genética gráfica se conserva a lo
largo de la vida”, le dijo el perito calígrafo Osvaldo Negrini Neto al
examinar el material obtenido por Netto.
Esos documentos también probaron que el supuesto Fegelein había
llegado en 1964 a Brasil desde la Argentina, donde vivió con documentos
que lo identificaban como Hans Ruppel. Netto se puso en contacto entonces
con el argentino Jorge Pedro Bordón, que investigaba las fugas de los nazis
a Sudamérica.
El argentino estaba en contacto con un sobrino nieto de Hans Ruppel,
Juan Pablo, que le dio más fotografías y un dato revelador: su tío abuelo se
jactaba de tener una pistola que le había regalado el propio Adolf Hitler.
Así Netto pudo comprobar –y lo publicó en la revista brasileña Carta
Capital– que en su paso por la Argentina y Brasil, Hans Georg Otto
Hermann Fegelein había utilizado tres identidades con la particularidad: “El
cuñado de Hitler nunca se abstuvo de conservar al menos parte de su
verdadero nombre: Hans Ruppel era Fegelein, Otto Pantz era Fegelein,
Hermann Volkert Ramsauer, el hombre de la feria, era Fegelein”, sostiene el
periodista.
De acuerdo con un certificado de defunción firmado por los médicos
Herberto y Ernst Oltrogge –también alemanes–, el anciano identificado
como Hermann Volkert Ramsauer murió en su casa de San Pablo a las dos y
media de la tarde del 2 de octubre de 2008, a consecuencia de un cáncer de
colon.
Sus restos fueron cremados, de modo que es imposible realizar un
examen de ADN que demuestre de manera definitiva que el anciano de la
feria era realmente el cuñado de Adolf Hitler, Hermann Fegelein.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 7 de mayo de 2022.


El criminal nazi que encontró en Miramar el
periodista Alfredo Serra, pero nunca
atrapaba la justicia argentina

Por Matías Bauso

El dato era bueno. Tanto es así que la editorial, la más poderosa del
momento, mandó de inmediato a la ciudad balnearia a su mejor periodista y
a su mejor fotógrafo. Luego sería cuestión de oficio, paciencia y, como
siempre, algo de suerte. Tenían que buscar un Mercedez Benz añoso y gris.
Menos de dos horas después, lo vieron pasar y detenerse frente a su puesto
de guardia. Ricardo Alfieri (h), el fotógrafo, gatilló su máquina varias
veces. Primero la patente del auto. Luego, la figura de ese hombre canoso
con camisa a cuadros que caminaba con decisión y gesto agrio. Alfredo
Serra, el periodista, se le acercó a pocos metros y gritó (también se podría
utilizar gatilló acá): ¡Kutschmann!
El sesentón se dio vuelta abruptamente. Su cara se agrietó, fue como si
una sombra, una nube negra lo envolviera. Supo que lo habían descubierto.
“Olmo, Pedro Olmo me llamo”, dijo impostando firmeza. Serra replicó:
“No mienta, usted es Kutschmann, el nazi”. El hombre se apresuró a entrar
al lugar.
Kutschmann, oculto en Miramar, provincia de Buenos Aires.

Walter Kutschmann fue un criminal de guerra nazi. Miembro de las SS se


desempeñó en territorios polacos. Allí fue responsable de varias matanzas.
Se le atribuyen más de 2000 muertes de judíos polacos. En otro episodio
ordenó fusilar a decenas de profesores universitarios y sus familiares por
oponerse al régimen. En 1944 fue trasladado a Francia. En París juntó a su
jefe participó de la Operación Modellhut, una maniobra en la que los nazis
se valieron de Coco Chanel para intentar llegar a un acuerdo con las fuerzas
inglesas (los historiadores todavía discuten el papel de la modista francesa:
mediadora, pacifista, colaboracionista o nazi rampante). Cuando el
derrumbe alemán fue inevitable, Kutschmann no regresó a su tierra. Supuso
que en Alemania todo sería peor para él. Huyó hacia España. Sabía que
dentro de las escasas posibilidades que tenía a mano esa se presentaba como
la más viable; descontaba la colaboración (cobertura) de Franco. Y
manejaba los rudimentos del idioma; había combatido junto a los
franquistas en 1937.
En España tuvo una estadía fugaz en un campo de refugiados.
Fugado o ayudado a escapar, tomó una nueva identidad que lo
acompañaría hasta su captura final. A partir de ese momento sería Pedro
Ricardo Olmo, un sacerdote español que se desplazaba en sotana y todo.
Justificaba su pronunciación errática y metálica con una historia inventada
de décadas misionando en la campiña suiza. Tomó la identidad y los
documentos de un sacerdote republicano asesinado tiempo antes. No se
sabe bien cuál fue su actividad en territorio español en esos años. No hay
demasiadas huellas de sus pasos. La presión internacional provocó que
Franco no pudiera proteger más a los criminales nazis fugados. La
organización Odessa sacó a muchos de sus miembros a través del puerto de
Vigo, una de las vías de escape principales (aunque a veces menospreciada
por la historiografía) de la Ruta de las Ratas. Kutschmann asumió su papel
a la perfección. A lo largo del viaje en el barco Monte Ambotto fue el Padre
Olmo, tal como indicaban su hábito y sus documentos españoles.
El 16 de enero de 1948 llegó a Argentina. Su rastro se pierde brevemente
hasta que aparece trabajando en la empresa Osram. Allí fue un oficinista
adusto, poco comunicativo, que fue ascendiendo hasta convertirse en
ejecutivo de la firma alemana. Llegó a ocupar el puesto de jefe de compras
de la firma.
Desde 1967, Simon Wiesenthal denunció ante tribunales alemanes la
presencia de Kutchsmann en el país. Pero la historia fue la de siempre. Al
no haber tratado de extradición entre los países, todas las actuaciones
judiciales y los movimientos diplomáticos oficiales se perdían en la desidia
de las autoridades argentinas.
En 1975, Wiesenthal volvió a la carga. Tuvo nuevos datos e identificó
con claridad que Olmo, el ejecutivo de Osram era Walter Kutschmann, el
criminal de guerra nazi. Como la vía judicial y diplomática estaba
estancada, utilizó a la prensa. Difundió sus hallazgos en los medios con el
fin de poner en movimiento al gobierno democrático argentino. Cercado,
Kutschmann volvió a escapar. No fue más a su trabajo. Las autoridades de
Osram se mostraron sorprendidas y pretendían haber sido estafados en su
buena fe. Aunque luego por declaraciones del mismo Kutschmann se supo
que la empresa lo indemnizó por su años de trabajo apenas apareció la
noticia en los diarios. Los vecinos contaban lo mismo que en otra decena de
casos de criminales nazis integrados a la vida argentina. Que eran buena
gente, algo parcos, que no se metían con nadie, que eran poco
comunicativos. Cuando parecía que su hora había llegado, Kutschmann se
esfumó.
Unas semanas después, alguien pidió hablar con Alfredo Serra. Era un
hombre trajeado, serio, que se acercó a la redacción de la Revista Gente un
viernes por la tarde. Ofreció información a cambio de dinero. Serra le dijo
que no estaba autorizado por los directores a ninguna erogación. “Un peso;
ese es el valor”, dijo el hombre, solicitando nada más lo que valía un viaje
en colectivo. Exigió también un recibo oficial. Ahí le habló de Miramar y
del Mercedes Benz gris con un cuarto de siglo de antigüedad, el único que
había en la zona.
Que fuera Serra el elegido no era casualidad. Era uno de los mejores
periodistas del momento y una de sus especialidades era la de perseguir y
encontrar nazis. Unos años antes, por ejemplo, lo había hecho con Klaus
Barbie en Bolivia. La revista en la que trabajaba, Gente, era la más vendida
del momento: cientos de miles de ejemplares semanales. Era un tiempo en
que era verosímil que un periodista hallara a un criminal nazi que la policía
había perdido y hasta lograra extraerle alguna declaración.
En Miramar, luego de la guardia breve y del encuentro, Kutschmann
habló con Serra:
–Usted, usted es el hombre que destruyó mi vida con las dos notas que
publicó…
–Perdón. No destruí su vida. Escribí una historia, igual que otros
periodistas.
–Sí. Pero usted usó las palabras de un modo… especial.
–No. En todo caso, las palabras fueron dictadas por Simón Wiesenthal, y
por usted mismo.
–¡Claro! Ustedes publican todo lo que dice ese señor. Todas sus mentiras.
Todos los ardides que usa para conseguir dinero.
–Kutschmann, pasé seis meses de mi vida buscándolo, y ahora le pido
una entrevista. Le doy una chance. Si no es un criminal de guerra,
defiéndase.
–No puedo hablar. Recién en marzo estaré en condiciones de asumir mi
defensa.
–Para mí, marzo es la eternidad.
–Todavía me faltan pruebas, y mis asesores legales no quieren que haga
declaraciones hasta que las tenga.
–Entonces tendré que usar otra vez la versión de Wiesenthal, pero
reforzada, porque ahora tengo sus fotos, su dirección, y la chapa de su auto.
–Haga lo que quiera. Pero si publica algo, me entrega a mis asesinos.
–¿Usted cree que sus asesinos, si existen, ignoran su paradero? No sea
ingenuo. Si lo encontré yo, un periodista, más fácil les será a los que
quieren matarlo.
–De cualquier manera, soy un hombre muerto. Cada día que pasa espero
a mis asesinos.
El diálogo siguió unos minutos más en el mismo tono. Kutschmann
acusando al periodista por haber perdido su trabajo, pidiendo que piense en
sus hijos. Hasta intervino, Geralda, su esposa. Kutschmann no negó sus
crímenes, sólo justificó su conducta bajo el rótulo de “acciones de guerra”.
La nota con sus respectivas fotos en las que se veía al hombre de 61 años
con nitidez, con su pelo blanco, el bigote espeso, los anteojos de armazón
pesado y su camisa a cuadros se publicó en el siguiente número de la revista
y provocó un gran impacto. Pero nada pasó. Las autoridades argentinas
adujeron que el acusado era muy lábil, un escapista virtuoso que burlaba sus
esfuerzos. El gobierno de Isabel Perón no emitió comunicados oficiales al
respecto.
Kutschmann, una vez más, se había esfumado. Se conocía su imagen,
donde residía, sus pasos anteriores, la integración de su familia y hasta
había sido localizado por un periodista; pero para los investigadores
oficiales era un prófugo de una habilidad extraordinaria, habilidad que
parece compartía con otros criminales nazis.
En el último verano del Proceso, con los militares tratando de manejar la
transición democrática para que sus crímenes quedaran impunes, unos
periodistas del flamante diario Tiempo Argentino destinados a cubrir la
temporada veraniega, ante nuevos rumores de su presencia en la Costa
Atlántica dedicaron un par de días a rastrearlo. Otra vez, lo encontraron en
pocas horas. Vecinos, garagistas y empleados de rotiserías conocían al
matrimonio y sabían de sus crímenes pendientes. “¿El nazi? Vive en aquel
edificio”, señalaban con naturalidad. Sólo tuvieron que montar una guardia
discreta. De ese momento es la fotografía en la que se lo ve a Kutschmann,
asomando su cara, detrás de una entornada y sólida puerta de madera de su
departamento. Tiempo Argentino no publicó la nota de los periodistas Bec y
Tonnelier, pero ellos lograron difundirla junto a las fotos a través de una
agencia de noticias. Al día siguiente la imagen fue tapa de muchos de los
matutinos nacionales. Otra vez, Kutschmann se le escurrió a la laxa justicia
nacional.
Pero el largo escape terminó el 15 de noviembre de 1985 hace 35 años.
Cuatro agentes de Interpol rodearon al hombre de 71 años en la localidad de
Florida en la Provincia de Buenos Aires. Los pocos vecinos que vieron la
escena se sorprendieron cuando los hombres armados se abalanzaron sobre
el anciano que paseaba su perro.
“Soy Pedro Olmo. Ustedes están confundidos”, dijo. Menos de un minuto
después comprendió que esta vez sí se había terminado su fuga. “Soy quien
buscan. No me voy a resistir. Ahora sí terminó todo”, dicen que dijo.
Y no fue una cuestión de suerte. El azar no tuvo nada que ver. El regreso
democrático también terminó con la impunidad de estos criminales de
guerra que utilizaron durante décadas -con gobiernos de distinta legitimidad
y diferente signo político- a Argentina como apacible guarida. En pocas
horas y tras negociaciones entre Alemania, el Centro Simon Wiesenthal y el
gobierno argentino, el presidente Alfonsín firmó la orden de captura
internacional y la extradición. Medio día después, los agentes de Interpol lo
detuvieron.
La voluntad política de los mandatarios argentinos por primera vez desde
el fin de la Segunda Guerra Mundial era la de poner a disposición de las
jurisdicciones pertinentes a los criminales de guerra. Un cambio de rumbo
contundente.
Después fue el tiempo de los trámites, de las presentaciones judiciales,
los recursos de apelación que le sirvieron a la defensa para demorar el
traslado. Mientras se preparaba la extradición, Walter Kutschmann fue
internado por un problema coronario.
Murió en el Hospital Fernández, el 30 de agosto de 1986, sin llegar a ser
extraditado.
* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 14 de noviembre de 2020.
El derrumbe del imperio nazi, el cadáver de
Hitler quemado con gasolina y la rendición
incondicional de Alemania

Por Juan Bautista Tata Yofre

Hace setenta y siete años se derrumbaba definitivamente el imperio nazi.


No se desplomó de un día para otro, rápidamente, para beneficio de la raza
humana. Desde aquel 1° de septiembre de 1939, el mundo que soñaba
Adolf Hitler que iba a durar 1.000 años colapsó en un lustro, llevándose la
vida de cincuenta millones de seres humanos.Oficialmente, el final del
Tercer Reich fue el 8 de mayo de 1945, pero el final tuvo varios capítulos.
Una lenta y terrible agonía envolvió a todos los países envueltos en esa gran
guerra mundial. Ciudades destrozadas, reliquias que desaparecieron para
siempre, acompañadas por intensos padecimientos y terribles angustias. Al
grito de “¡El odio es nuestra oración, la venganza nuestra contraseña!”, de
Baldur von Schirach, ex jefe de las juventudes nazis y líder del distrito de
Viena, caía bajo el fuego de cientos de cañones rusos a mitad de abril.
Austria, que había visto nacer a Hitler, ya estaba en manos aliadas.
Unos pocos días más tarde de esta derrota (19 de abril) se desmoronaba
la defensa alemana en las colinas de Seelow y el general Gotthard Heinrici,
jefe máximo del Grupo de Ejércitos Vístula de la Wehrmacht, tuvo que
retroceder a pesar de la férrea negativa de Hitler. Ahora quedaba libre la
ruta a Berlín y la capital del efímero Tercer Reich estaba a tan sólo setenta
kilómetros y los tanques T-34 rusos continuaban avanzando acompañados
por la infantería.
Como un simple pañuelo, el imperio se encogía día a día, por los golpes
estratégicos de los mariscales soviéticos Gueorgui Zhúkov e Iván Konev.
Era una mala noticia, un pésimo regalo, para el Führer en su cumpleaños
número 56.
El 20, en su último natalicio, Hitler se levantó tarde, luego su camarero
Heinz Linge le administró unas gotas de cocaína en su ojo derecho, almorzó
con Eva Braun y sus secretarias, y salió de su búnker, acompañado de
Arthur Axmann, para felicitar a un grupo de chicos, entre 14 y 16 años, de
la Hitlerjugend (Juventud Hitleriana) y condecorarlos con una Cruz de
Hierro por su valor en combate.
Según las imágenes de los noticieros de la época, el jefe alemán era tan
solo una sombra de lo que había sido no mucho tiempo antes. Caminaba
encorvado, arrastraba un pie y su mano izquierda, llevada hacia atrás, no
dejaba de temblar. Ya no había sonrisas, su piel lucía gris, y prácticamente
no hablaba. Tan solo dijo que Alemania “triunfaría inevitablemente”. Era un
despojo que mandaba a combatir niños ante los carros enemigos con un
Panzerfaust.
Seguidamente, según un informe sobre esos días realizado para el
Mariscal Stalin, Hitler se dirigió al salón de música de la Cancillería y
saludó a los presentes con cierto desgano, sin ninguna emoción. Allí
estaban Himmler, Bormann, Fegelin, Morell. Luego recibió a las
delegaciones, entre los que se destacaban, el Mariscal Keitel, Göring,
Dönitz, Jodl. Posteriormente volvió a su lúgubre y maloliente refugio bajo
tierra y saludó a varios de los presentes.
Le quedaban diez días de vida pero no dejaba de hablar de la terrible
derrota que sufrirían los rusos en Berlín. En esa ocasión, el Führer vio el
cielo por última vez. El mismo día, en secreto, el general de las Waffen SS
Karl Wolf realizó sus primeras gestiones para rendir las tropas en Italia sin
condiciones ante el Mariscal Harold Alexander, pero desde Suiza,
inicialmente, Dulles rechazó los contactos y, con el visto bueno de Stalin,
recién se rendirían el 29 de abril.
El 21 de abril, a las 9.40 de la mañana, Hitler salió de su habitación con
premura, sin afeitar. Entre otros lo esperaban el general Wilhelm Burgdorf
(el militar que le daría al Mariscal Erwin von Rommel la pastilla de cianuro
para que se suicide) y su ayudante personal el SS-Untersturmführer Otto
Günsche.
-¿Qué sucede? ¿Qué son esos disparos? ¿De dónde vienen?, preguntó
agitado.
Burgdorf le dijo que los cañones pesados rusos estaban disparando desde
Zossen contra el centro de Berlín. Casi sin voz, comentó:
-¿Tan cerca están ya los rusos?
El mismo día, a la caída de la tarde, a través de la Hermann-Göring-
Strasse, varios colaboradores y oficiales dejaron el búnker en camiones
hacia el aeropuerto de Gatow. Se subieron a los empujones a los aviones
que se dirigía al Obersalzberg. Acompañando cajones de objetos personales
del Führer y documentos militares secretos, iban, entre muchos, Albert
Bormann (su ayudante personal y hermano de Martín); contralmirante von
Puttkammer, su adjunto naval; Hugo Blaschke (su dentista), secretarias y
taquígrafos.
Como el cañoneo ruso no cesaba, Günsche decidió que varias
prominentes figuras del círculo nazi se trasladaran al búnker. Allí fueron,
entre otros, Martin Bormann, jefe de la cancillería del Partido nazi, el SS-
Gruppenführer Hermann Fegelin (su concuñado, fusilado días más tarde por
intentar huir), su piloto Hans Baur y su secretaria Traudl Junge.
En esas horas, el Mariscal Walter Model (subordinado del Mariscal Gerd
von Rundest en la contraofensiva de las Ardenas) se encaminó hacia un
bosque en las cercanías de Ratingen y se pegó un tiro. ¿El motivo? Quería
morir como un soldado, porque “un mariscal de campo no se rinde”, luego
de disolver (licenciado) a su Ejército B para evitar una masacre y no
rendirlo a los aliados en el “Festung” del Ruhr.
El 22 de abril, cerca del mediodía, se realizó la breve sesión informativa
con su Estado Mayor en la que se recuerda la explosión temperamental de
Hitler tras enterarse que los rusos iban rompiendo, hora tras hora, las líneas
de defensa alemanas. Se incorporó, apoyó sus manos sobre la mesa, rompió
los lápices de colores con los que marcaba sus mapas imaginando
movimientos de tropas que ya no existían, y con los ojos enfurecidos
exclamó: “¡Algo así no se ha visto nunca! ¡En estas circunstancias no puedo
seguir ejerciendo el mando! ¡La guerra está perdida! ¡Pero si ustedes,
señores míos, creen que voy a abandonar Berlín, están muy equivocados!
¡Antes prefiero meterme una bala en la cabeza!”. Luego, se dio media
vuelta, dejó el lugar, y pidió hablar con Joseph Goebbels, su ministro de
Propaganda, a quien le pidió que se mudara con su esposa e hijos al búnker,
antes de que todo acabara.
Tras pasar el mal momento, entre el grupo de altos jefes oficiales
comenzó a circular la fantasía de la llegada del ejército del general Walther
Wenck que los liberaría. Nada más contrario: Wenck -y su colega general
Busse- con el 9° Ejército cruzarían el río Elba para rendirse a los
norteamericanos y salvar a 25 mil soldados y 250.000 civiles. Al enterarse,
Hitler los mandó fusilar, pero la sentencia no pudo ser llevada a cabo.
Luego circuló otra fantasía: preparar el “bastión alpino” para resistir la
ocupación aliada. Nada se hizo realidad y hasta el maloliente Theodor
Morell, el médico privado del jefe alemán, lo abandonaba, luego de
sollozarle para que lo dejara partir. No era el primero ni sería el último. Con
argumentos distintos se alejaron del búnker el jefe de la Fuerza Aérea,
Hermann Göring; el jefe de las SS, Heinrich Himmler y el Ministro de
Producción y Guerra, Albert Speer. Todo olía a defección, a traición.
Dentro del refugio cada hora que pasaba venía acompañada de una mala
noticia. El 29 de abril, a través de los medios informativos, Hitler se enteró
de que su amigo y aliado italiano Benito Mussolini había sido fusilado y
colgado con su amante cabeza abajo en la Piazza Loreto de Milán. Mientras
todo se derrumbaba a su alrededor, el Führer, entre rayos y centellas
culpaba a los demás de la guerra, para no hacerse cargo de su gran
responsabilidad, mandó a buscar a un oficial de bajo rango. Fuera del
búnker encontraron a Walter Wagner quien, en presencia de altos
representantes del imperio que se extinguía, a las cuatro de la tarde, lo casó
con Eva Braun. Luego, tras una corta fiesta, se dedicó a dictar su
testamento.
Ya no quedaba nada. Siendo las 15.30 del 30 de abril de 1945, Hitler
tomó su pistola Walther, introdujo el cañón en la boca y disparó. A su lado
yacía Eva Braun muerta con una cápsula de cianuro. Instantes más tarde
Günsche anunciaba: “¡El Führer ha muerto!”. Seguidamente los cuerpos
fueron subidos al jardín de la Cancillería por sus asistentes de las SS y
Bormann, depositados en un hueco, y rociados con gasolina. Cuando todo
ardía y los proyectiles de mortero rusos caían en las cercanías, los pocos
testigos, tras un saludo, se refugiaron en el búnker.
El almirante Karl Dönitz, instalado en Plön en esos momentos, era el
sucesor designado por el mismo Hitler y todos querían hablar con él.
Himmler se ofreció como su segundo, asegurando que era el único garante
del orden. El ex Ministro Joachim Ribbentrop habló por teléfono con el
sucesor del Führer y este le dijo: “¡Piense en un sucesor!”. Luego de un
poco más de una hora, el titular de Relaciones Exteriores, se presentó en el
cuartel para decir: “He dado muchas vueltas a este problema, y sólo puedo
proponer a un hombre capaz de desempeñar el cargo. Yo mismo”. Bormann
ni llegó a verlo porque cayó en las calles de Berlín, con una copia del
testamento de Hitler. Los generales Krebs y Burgdorf se suicidaron para no
caer en mano de los rusos. Goebbels y su esposa se suicidaron a la salida
del búnker tras envenenar a sus seis hijos. Horas más tarde Walter Hewel, el
enlace con Ribbentrop, seguiría el mismo camino.
Entre el 1° y 2 de mayo, el general Helmuth Wiedling, comandante de la
defensa de Berlín, capitula su guarnición sin condiciones ante el Mariscal
Zhukov. Tras unos días de negociaciones -que permitieron que soldados y
civiles huyeran de las hordas rusas-, el 7 de mayo, en la ciudad francesa de
Reims, el general Alfred Jodl firmará la rendición incondicional de todas
las tropas alemanas. Entre otros, participaron de la ceremonia el general
Iván Susloparov, el estadounidense Carl Spaatz, el británico general
Morgan y sir James Robb. En nombre de Alemania lo hicieron Jodl y el
almirante Hans von Friedeburg. El primero moriría colgado en Nüremberg.
El jefe naval se suicidó el 23 de mayo de 1945.
Sin embargo, Iosif Stalin revocó la orden de su delegado y hace una
nueva ceremonia en Karlshortt, Berlín, el 8 de mayo de 1945. El jefe
soviético quería que fuera el Mariscal Keitel, comandante de las Fuerzas
Armadas, quien firmara la rendición y así se hizo. También sugirió que no
firmara el representante francés, pero el general De Lattre estampó su firma.
Los términos de la rendición entraron en vigencia 12 horas más tarde por
pedido de Keitel, para que las órdenes del cese de hostilidades lleguen a
efectivizarse. De allí que los rusos festejan el 9 de mayo.
La Segunda Guerra Mundial había llegado a su fin. Poco tiempo después,
cuando se cerró el Telón de Acero soviético en el Este europeo, comenzó la
Guerra Fría. En realidad ya había comenzado antes: mientras se realizaba el
acto en Karlshortt, en otro barrio de Berlín, a pocos kilómetros de ahí, el
teniente coronel Vladimir Yurasov, encargado de trasladar las fábricas de
cemento a la Unión Soviética, era aleccionado por el Secretario de
Problemas Económicos: “¡Llévenselo todo del sector occidental de Berlín.
¿Entendido? ¿Todo! Si no pueden llevárselo, destrúyanlo. Pero no dejen
nada para los aliados. ¡Ni máquinas, ni camas, ni siquiera un orinal!”.
Y Winston Churchill imaginaba llegar hasta Moscú con la Operación
Impensable. El general norteamericano George Patton no pensó algo muy
distinto.

* Este artículo fue publicado originalmente en Infobae el 8 de mayo de 2022.


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