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Los Monstruos Del Nazismo
Los Monstruos Del Nazismo
1. Nazismo. I. AA.VV.
CDD 940.53
© Leamos, 2023
Conversión a formato digital: Numerikes
Acerca de Monstruos del nazismo
¿Quiénes fueron los personajes que hicieron uno de los capítulos más
oscuros de la Historia? Tras la figura de Hitler se erigieron otros jerarcas
nazis, menos conocidos pero igual de siniestros que su máximo líder. Juntos
ejecutaron uno de los mayores y más horrendos crímenes contra la
Humanidad: el Holocausto.
Goebbels, Hoess, Mengele, Eichmann, Bormann, Göring, Fegelein -el
cuñado de Hitler- y Walter Kutschmann, entre otros, fueron las mentes
detrás del oscuro plan para matar a más de 15 millones de personas. Pero,
entre el sadismo y el horror, se esconden sus verdaderas personalidades,
cómo llegaron a ser hombres de confianza del Führer y los secretos más
atroces.
Monstruos del nazismo recoge textos de plumas magistrales para contar
qué pasaba en el círculo íntimo de Hitler pero también su infancia y sus
amores. Además, los excesos, los experimentos más aberrantes, los secretos
mejor guardados de la Segunda Guerra Mundial y las últimas horas del
régimen en el poder. ¿Cómo fue la huida de nazis prófugos en Sudamérica?
¿Cuál fue la relación de los jerarcas nazis con Perón y la Argentina? En
definitiva, un libro para pensar el poder, sus líderes y su monstruosidad.
Índice
Cubierta
Portada
Créditos
Acerca de Monstruos del nazismo
Retratos de una época oscura
El Holocausto: El mayor y más horrendo crimen de la historia de la
humanidad
Auschwitz, la atroz fábrica de muerte: de los primeros prisioneros
convertidos en Kapos al sadismo de su comandante
A 90 años de la llegada de Hitler al poder: una historia de ambición,
venganza y el anticipo del horror
“La noche de los cuchillos largos”: cuando Hitler ejecutó a sus propios
hombres para consolidar su poder
Hitler privado: los maltratos de su padre, la hermana que ocultó y la
trágica relación incestuosa con su sobrina
Las últimas horas de Hitler: el terror a caer en manos de los rusos y el
caos de sexo y alcohol de sus fanáticos
El suicidio de Hitler y Eva Braun: balas, cianuro, una foto de su madre en
la mano y la “fiebre erótica” del búnker
El diario íntimo de Eva Braun: enamorada de Hitler y amante ignorada,
eligió morir con él en el búnker
Atroces “experimentos”: el médico que inyectaba químicos en los ojos de
los niños y nafta en las venas de los adultos
Mengele, el Arco de la Muerte y otras historias trágicas sobre el fútbol en
los campos de concentración nazis
Mengele, sus escondites, su buena vida en Sudamérica y las “dos
muertes” del sádico médico de Auschwitz
Bormann, el fin del misterio sobre el diabólico secretario de Hitler y el
estremecedor hallazgo de su esqueleto
Rudolf Höss, el nazi que quiso ser cura y terminó en la horca por ser un
asesino de masas
Hermann Göring, el nazi que saqueó a las víctimas del Holocausto para
pagar sus lujos excéntricos
Rudolf Hess, el “niño mimado” de Hitler y la locura detrás del misterio
mejor guardado de la Segunda Guerra
Colgado de un cable atado a una ventana: así murió Rudolf Hess, el
último nazi que sentía fascinación por Hitler
A 80 años del vuelo secreto de Rudolf Hess, el hombre sin alma:
verdades y mitos de uno de los grandes misterios del nazismo
Eichmann en la Argentina, el genocida protegido que nunca buscó
esconderse
El juicio a Eichmann, el arquitecto del Holocausto: cómo buscó justificar
el horror y su noche final antes de la horca
El enigma del cuñado de Hitler: fue ejecutado por orden del Führer o
vivió escondido en Argentina y Brasil
El criminal nazi que encontró en Miramar el periodista Alfredo Serra,
pero nunca atrapaba la justicia argentina
El derrumbe del imperio nazi, el cadáver de Hitler quemado con gasolina
y la rendición incondicional de Alemania
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Retratos de una época oscura
El libro que leerán está escrito en un lenguaje claro y puede ser leído por
cualquier lector interesado, tenga o no una exhaustiva experiencia en la
Historia. Pueden leerlo sin temor a los golpes bajos ni a descripciones
detalladas de asesinatos y torturas que linden lo macabro, no porque no
hayan existido sino porque la información está por sobre el amarillismo.
Aquí no hay una enumeración de batallas que termine por marear al lector
sino que hay una narración de los hechos, focalizando en los protagonistas.
Hitler, Goebbels, Hoess, Mengele, Eichmann, Bormann, Göring, Fegelein,
el cuñado de Hitler, y un menos conocido Walter Kutschmann, quien acabó
sus días relativamente tranquilo en una Miramar soleada en la Argentina.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y hasta la caída de las Torres
Gemelas, la pregunta clave acerca de cómo un puñado de jerarcas nazis
pudo matar a millones de personas le quitaba el sueño a más de uno. Como
si fuera poco, la cuestión no era solo el asesinato de inocentes, mujeres
embarazadas y niños; a ello se agregaba el uso sistemático de la muerte y
haber vuelto mero “objeto de productividad y de recaudación” un cuerpo o
a un cadáver. Mientras los prisioneros pudieran trabajar dentro de los
campos y fueran productivos para los nazis se les permitía vivir. Un
cadáver, a su vez, era una fuente de piezas de oro de su dentadura, de grasa
en su cuerpo -si había-, y también de cabellos. Hasta entonces, el mundo no
había convivido con una civilización que pusiera en marcha un modo
sistemático para enriquecerse con la muerte.
¿Cómo pudo pasar algo así? Muchos de los sobrevivientes de los campos
de concentración acabaron suicidándose al cabo de años o décadas porque
no soportaron el peso de la pregunta. ¿Eran los nazis unos simples
monstruos? ¿Esas personas estaban locas? Y si eran monstruos, ¿por qué la
gente no los detectó a tiempo para detenerlos?
Cien años atrás, en 1923, Adolf Hitler intentó un golpe de Estado para
hacerse con el gobierno de Alemania. Fue a la cárcel y allí escribió su
ideario: Mi lucha. Para cuando salió de prisión se convirtió en la cabeza del
Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, ganó las elecciones y así
arrancó la tragedia. Nadie podría haber vaticinado que tras ese intento
fallido, ese hombre podía desatar la masacre más sanguinaria del siglo XX.
Pero lo hizo. No estaba solo sino apoyado y sostenido por compañeros -o
secuaces, como prefieran llamarlos – y el plan no se forjó en un solo día. El
resultado todos lo conocemos: las infames cámaras de gas del Holocausto
adonde perdieron la vida 6 millones de judíos, y un total de 15 millones de
personas en los campos de concentración. En definitiva, una guerra en la
que se calcula que murieron 55 millones de personas y un continente
partido en dos.
Quienes llevan adelante cada capítulo de este libro poseen una vasta
trayectoria en el oficio de informar. El primer texto pertenece al gran
periodista Adolfo Serra, autor de varios libros -uno de ellos específicamente
sobre el nazismo – y dueño de una carrera dentro del cuarto poder. Cuando
llamamos “cuarto poder” al periodismo, lo hacemos pensando en gente
como él, que puede abrir los ojos a una sociedad. Desafortunadamente,
Serra falleció unos pocos años atrás: el capítulo que él escribe en el libro
fue una nota publicada en Infobae en 2019.
“El Holocausto: el mayor y más horrendo crimen de la historia de la
humanidad” es la cita que usa Alfredo Serra para abrir su artículo.
Comienza con Winston Churchill a la cabeza y termina igual. No en vano.
A lo largo de estos ensayos, el lector se interiorizará en que los crímenes
de nazismo no fueron organizados por ciudadanos comunes sino que se
trató de hombres del poder, políticos y militares, quienes manipularon a la
sociedad con la demagogia o con el terror, para tener a la gente bajo control.
Ni siquiera los kapos (presos que fueron utilizados para realizar trabajos
administrativos dentro de los campos de concentración) eran ciudadanos
comunes obrando según su sadismo particular, y el excelente artículo de
Matías Bauso sobre ellos narra con detalle la historia de los primeros treinta
delincuentes que fueron enviados en marzo del ‘33 a Dachau, el primer
campo de concentración nazi. Estos 30 kapos tuvieron que tatuar los
números, desde el 31 al 758, de los prisioneros políticos que allí se
hallaban. La idea no surgió tras un plebiscito a la población sino que un
político militar o civil de los que estaban en el poder decidió que 30 presos
eran la franja social ideal para someter a otros presos. Bauso da una cabal
idea del horror cuando menciona los partidos de fútbol que se jugaron en
los campos de concentración. Remarco aquí una aclaración de Bauso: los
prisioneros no jugaban al fútbol por solaz y para pasarlo lindo, porque
obviamente estaba prohibido en Auschwitz. Jugaban para hacérselo pasar
lindo a los equipos alemanes. Los equipos de los prisioneros tenían que
jugar poniendo toda su energía y entusiasmo y, si perdían el partido, podían
perder la vida, literalmente. La clase de diversión que tenían en mente los
romanos cuando construyeron sus circos, dos milenios atrás.
I.
II.
III.
El libro que tienen ante sus ojos termina con una nota del periodista Juan
Bautista “Tata” Yofre sobre cómo fue el final de Adolf Hitler. Como
mencioné antes, el libro empieza y termina con Churchill, para muchos un
héroe de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, Yofre planta en el lector
la semillita sobre la probidad de los políticos, que nada tiene que ver con la
fama o la imagen que logran proyectar. Yofre comenta que la Guerra Fría
empezó cuando un teniente coronel soviético, Yurasov, ordenó a sus
soldados que destruyeran todo al entrar en Alemania. Que no dejaran en pie
nada de una fábrica, ni nada -¡ni siquiera un orinal! - que pudieran utilizar
luego los aliados. Mientras esto ocurría, Winston Churchill pensaba llegar
hasta Moscú y tomarla con la Operación Impensable (el plan británico para
atacar la URSS). Tal vez el general estadounidense George Patton también
tuviera su plan, pero no llegó aún hasta nuestros oídos.
El Holocausto: "El mayor y más horrendo
crimen de la historia de la humanidad"
Pero la cáscara traslúcida del huevo dejó ver a la serpiente y su furia una
mañana de 1904 en la Escuela de Artes de Viena cuando el alumno Hitler,
de 16 años, hasta entonces un vagabundo sin destino, vio naufragar su
delirio de convertirse en un gran artista…
El profesor, devolviéndole sus dibujos y pinturas, lo sepultó:
–Usted, Herr Hitler, no tiene futuro. Sus figuras carecen vida. Parecen
edificios. Tal vez debería probarse como arquitecto…
La sorna de esas últimas palabras lo cegó de odio.
En adelante, deambuló, aunque era enemigo del alcohol, por cervecerías
de Munich y Berlín, atento a las encendidas discusiones políticas generadas
por la crisis de Alemania, derrotada en la primera gran guerra y condenada
por el Tratado de Versalles a pagar una deuda colosal.
Por fin, el 16 de octubre de 1919, empezó a hablar sobre los enemigos que
acechaban al país –a pesar de ser austríaco, no alemán–, y ante la
indiferencia de los parroquianos, vociferó:
–¡¿Hay alguien que me oiga?!
Silencio en todas las mesas frente a ese joven esmirriado, imberbe, sin
más pelo en la cara que un ridículo bigotito chaplinesco, que empezó
hablando de Lohengrin, Parsifal, el Valhalla, la pureza de la raza
alemana…, y acabó maldiciendo a los judíos:
–¡Se nutren de nuestra sangre y de nuestro trabajo! ¡Son parásitos! ¡Hay
que acabar con ellos! ¡Son el verdadero enemigo!
En 1940, la misma suerte corrieron los judíos de las naciones ocupadas por
las hordas nazis: Noruega, Dinamarca, Bélgica, Francia, los Países Bajos…,
y un trágico símbolo de la Shoá: apertura de un campo de concentración en
Auschwitz…
Auschwitz fue el mayor centro de exterminio nazista, un millón trescientas mil
personas fueron detenidas ahí.
Pero la máscara aún no había caído del todo. El 20 de enero de 1942, en una
conferencia en Berlín, calle Grossen Wannsee números 56/58, y ante 13
funcionarios de todas las áreas, se “discutió” –un eufemismo– la solución
final de la cuestión judía: es decir, “la aniquilación completa de los judíos
europeos”.
No todos los presentes estuvieron de acuerdo (algunos opusieron vallas
legales), pero la decisión estaba tomada de antemano: tanto, que en el
verano del mismo año, las cámaras de gas de 6 campos de exterminio ya
funcionaban a pleno. El gas Zykclon B, un pesticida que mataba humanos
en pocos minutos, se llevó casi 3 millones de judíos…
Pero el delirante mito de la pureza aria no se conformó sólo con masacrar
judíos. Sufrieron y murieron del mismo modo los gitanos, los homosexuales
y los deformes, venenosas semillas capaces de alterar a los descendientes de
Lohengrin y Parsifal… Y también los negros, los comunistas… ¡y los
Testigos de Jehová!
Si el Mal admite prodigios, la Solución Final fue un ejemplo de diabólica
eficiencia: en pocos meses, 37 campos de exterminio repartidos en media
Europa, con predominio de Alemania, fueron construidos, puestos en
marcha –algunos con nombres imposibles de olvidar: Auschwitz, Sobibór,
Dachau, Flossenburg, Bergen-Belsen, Buchenwald, Treblinka…–, y
terminada la guerra, se calculó que en esas pavorosas barracas habían
muerto 15 millones (hombres, mujeres, niños), de los cuales 6 millones eran
judíos.
En el famoso libro The Holocaust Chronicle (en la Argentina, Crónica
del Holocausto, Ed. El Ateneo), tal vez la obra más completa –mil páginas–
sobre lo que Winston Churchill definió como “El mayor y más horrendo
crimen de la historia de la humanidad”, se lee: “En la gélida mañana del 3
de noviembre de 1943, las SS y sus colaboradores nazis rodearon a los
judíos de Trawniki, Poniatowa y Majdanek, Polonia. Hicieron marchar a
hombres, mujeres y niños hasta unas grandes fosas. Entonces, mientras
atronaban con música unos altavoces para acallar los disparos y los gritos,
fusilaron a 18 mil judíos. Orgullosos del trabajo de aquel día, los sádicos
verdugos denominaron a esa barbaridad, “Enterfest”: el Festival de la
Cosecha”.
Cerrada la farsa de la conferencia sobre la Solución Final, el jefe del
operativo, Hermann Göring, ordenó al SS Reinhard Heydrich la
planificación general de la masacre, y a Adolf Eichman la creación del
sistema de transporte (trenes y camiones) de los judíos hacia los campos de
exterminio.
Pero por sobre ellos, y debajo de Hitler, el bastonero de la muerte fue un
mediocre soldado alemán que había combatido en la primera gran guerra
sin pena ni gloria, pero de ambición y astucia sin límites: Heinrich
Himmler, el híper director del espanto de aquellos campos de la muerte…
Su mente enferma, más la bestialidad de los encargados de las barracas,
creó los fusilamientos masivos y la muerte en las cámaras de gas hacia la
que los prisioneros caminaban desnudos creyendo que serían bañados
después de los eternos viajes en vagones de tren abarrotados, sin ventanas,
sin agua, sin comida…
Mientras, otro criminal con aires de científico –una especie de Doktor
Frankestein–, Joseph Mengele, martirizaba a los prisioneros con sus
experimentos en busca del hombre y la mujer “de raza aria pura” para que
tuvieran relaciones sexuales que darían como fruto perfectos ejemplares
humanos destinados a propagar nazis ideales por el mundo.
Para ello usaba seres vivos y cadáveres. A los últimos, si eran judíos de
ojos azules, les extirpaba esos órganos y los coleccionaba en grandes
frascos.
Según sus esotéricas teorías, la raza perfecta debía salir de la unión de
parejas sin falla física alguna, de modo que creó una serie de instrumentos
para medir las dimensiones de los huesos y otras características. Si alguno
de los conejos de Indias humanos no respondía a los cánones de
perfección…, los desechaba. Serían pasto de balas o de cámaras de gas, y
convertidos en cenizas en los hornos crematorios. En muchos casos, se
obligaba a los prisioneros a cavar sus propias fosas antes de morir
fusilados…
¿Por qué no, si Hitler, en sus discursos, repetía "deteniendo a los judíos
estoy luchando por la obra de Nuestro Señor"?
Desde luego, miles, millones de cadáveres fueron transformados en
próspera industria. Judíos y no judíos. Una vez muertos, y antes de su
destino de fosa o de horno, se les incautaban los zapatos, los infames
uniformes a rayas blancas y grises, y las piezas de oro de sus dientes.
Cuero, tela, metal, llevados a la enésima potencia, llenaban depósitos, y
luego eran reciclados, vendidos, o robados por algunos jerarcas…
Recordó en sus memorias MarieVaillant-Couturier, valiente mujer de la
Resistencia francesa, prisionera en Auschwitz: “Una noche nos despertaron
unos gritos horrorosos. Y al día siguiente supimos por los del
Sonderkommando (unidades de trabajo) que el día anterior se les había
acabado el gas Zyklon B, y arrojaron a los niños, ¡vivos!, a los hornos”.
Un mundo y un tiempo sin esperanza, a pesar de las palabras de la joven
y célebre mártir Ana Frank, muerta a los 16 años en el campo de Bergen-
Belsen: “Nosotros, los judíos, no debemos exteriorizar nuestras emociones,
debemos ser valientes y fuertes, debemos aceptar todos los inconvenientes y
no quejarnos, debemos hacer lo que esté en nuestras manos y confiar en
Dios. En algún momento esta terrible guerra acabará. Con seguridad
volverá el momento en el que otra vez seamos un pueblo, y no solamente
judíos…”.
La escritora judeo-alemana Hannah Arendt (1906-1975), en su libro de
1951 Los orígenes del totalitarismo, acuñó una frase inolvidable y mil
veces analizada, no siempre con lucidez: “la banalidad del mal”.
Recuerda, en relación a la historia de Adolf Eichman, que vivió en un
suburbio de Buenos Aires desde el fin de la guerra hasta el 11 de mayo de
1960 bajo el falso nombre de Ricardo Klememt. Capturado ese día por
agentes israelíes, y juzgado y ahorcado en Jerusalén en 1962, fue un
factótum de la Solución Final: nada menos que el encargado de la red de
transportes de judíos hacia los campos de la muerte.
Y escribió Arendt: “Este criminal nazi no era un fanático antijudío, ni un
genio del mal, ni un loco que sintiera placer por ser responsable de la
muerte de millones de personas. No era estupidez: era una curiosa y
auténtica incapacidad de pensar. Para él, la Solución Final era un trabajo,
una rutina cotidiana con buenos y malos momentos. No lo atormentaron
problemas de conciencia. Su pensamiento fue totalmente absorbido por la
organización y administración que le encomendaron. Estamos ante un
nuevo tipo de maldad: el burócrata terroríficamente normal”.
Como recordó el documentalista ruso Mikhail Room, discípulo del genial
Sergei Einsestein, en su film El fascismo cotidiano, aquellos criminales de
los campos eran como oficinistas. Cumplidas sus ocho horas de trabajo, y
después de matar a miles de seres humanos, volvían a su casa, a su mujer, a
sus hijos, a sus perros, a sus rosas recién regadas, a sus discos de música
alemana, a su apetitosa cena, como cualquier hombre normal: la otra cara
del espanto. Tal vez la peor, la más peligrosa, porque cumple órdenes
diabólicas ordenadas por su jefe, e ignora la diferencia entre el Bien y el
Mal. Una pata herida de su perro lo preocupa más que los miles de seres
humanos a quienes, horas antes, les cerró la puerta de la cámara de gas y
accionó la palanca…
Esa “nightmare”, esa palabra que Borges decía que era aún peor que
“pesadilla”, su traducción correcta, no duró los mil años prometidos por el
führer en su borrachera de sangre: respiró apenas entre 1939 y 1945. Y en
su caso, hasta el 30 de abril del año final, cuando se suicidó con bala y
veneno, igual que Eva Braun, su mujer, en una Berlín en ruinas y en un
búnker alguna vez inexpugnable y al final un castillo de naipes.
Pero un final dentro de ese final probó –y probará por siempre– la
demencia de los mesianismos políticos: Magda, la mujer de Joseph
Goebbels, el todopoderoso ministro de Propaganda del nazismo, antes de
matarse junto a su marido… ¡envenenó a sus seis hijos! para que no
vivieran en una Alemania derrotada.
Sin embargo, como cáscara de cebolla, hubo otro final, narrado por
Simon Wiesenthal en su imprescindible libro Los asesinos están entre
nosotros. Según él, ya liberados los campos de exterminio, habló junto a un
arroyo con uno de los jefes nazis. Con cierto temor, pero confiado, ya que
“era el que mejor me había tratado”.
Y sucedió este diálogo:
–Dígame, Wiesenthal…, si mañana lo llevaran a Nueva York, por
ejemplo, y alguien le preguntara cómo era la vida en el campo de
concentración, ¿qué le diría?
–No sé… Supongo que la verdad.
–No lo intente.
–¿Por qué?
–Porque no le creerían, lo tomarían por loco, y hasta lo internarían en una
clínica.
–No comprendo por qué…
–Porque sólo los que vivimos aquí sabemos lo que pasó. Nadie más, en
todo el mundo, puede imaginarlo…
Eran treinta hombres sin ilusión, fuera de la ley, sentían que sobre ellos caía
una maldición más. Mientras viajaban en ese tren desde Sachsenhausen no
sabían qué les esperaba. Los acompañaban el hambre, la sed y el temor.
Todos tenían antecedentes criminales de gravedad. La urgencia del traslado,
la falta de explicaciones y su pasado oscuro auguraban que lo que venía no
sería fácil ni bueno.
Los recibieron con hostilidad. El lugar estaba alejado de todo. Las
instalaciones parecían haber sufrido el paso de alguna catástrofe natural.
Techos caídos, paredes raídas, puertas arrancadas. El tiempo y el descuido
habían erosionado esos viejos graneros. Las órdenes de los soldados
llegaron en forma de gritos, golpes y empujones. A las pocas horas ya
estaban trabajando. Con pocos materiales trataban de arreglar lo mejor
posible esos barracones inmensos. Ninguno entendía la urgencia. Tampoco
entendían quién podía llegar a vivir ahí más que ellos treinta que se habían
caído del sistema hace tiempo, que eran percibidos (hasta por ellos mismos)
como irrecuperables. Lo descubrieron tres semanas después.
El pesado ruido de una locomotora los hizo dejar sus tareas un momento.
Vieron salir de los vagones a cientos de personas, estragadas por el viaje
desde Tarnow en condiciones inhumanas. Los treinta que estaban mirando,
hombres duros, curtidos, se impresionaron con esas imágenes. Pero al poco
tiempo ese paisaje se volvió tan frecuente que se acostumbraron. Esos
treinta delincuentes comunes, delincuentes profesionales, se dieron cuenta
que con la llegada de los nuevos prisioneros su status se modificaba. Los
oficiales nazis los mandaron a tatuar a los recién llegados. Del número 31 al
758. Auschwitz, la peor fábrica de muerte creada alguna vez por el hombre,
se ponía en marcha.
Hoy se cumplen 90 años del día que cambió la historia contemporánea. Fue
el primer gran paso hacia el horror. El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue
nombrado Canciller. Después de más de una década de búsqueda, el líder
del partido nazi llegaba al poder.
Ya nada volvería a ser igual.
La noche del 30 de enero de 1933 Berlín se llenó de gente. Marchaban
con aire marcial pero en el filo del desborde. Vociferaban y cantaban.
Llevaban antorchas que blandían en el aire y encendían la oscuridad.
Algunos estaban de negro, otros de uniforme. Estaban celebrando la llegada
al poder de su líder. Hitler miraba a la muchedumbre autoiluminada desde
un balcón. Se lo veía satisfecho y feliz. Y decidido. Pero no sólo se trataba
de festejos. Esa masa era un aviso del futuro. Era la manifestación que
profetizaba la llegada del autoritarismo y del horror. De lo que le esperaba a
los alemanes que no pensaran como ellos y al resto del mundo.
A veces los grandes movimientos históricos, aquellos que van a alterar la
vida de millones de personas, que van a marcar las décadas futuras, no son
fruto de una gran preparación, de un movimiento estratégico brillante y del
cálculo sofisticado. En ocasiones lo que más influye es la inconcebible
ambición personal de uno o dos, la vejez de otro, las cuestiones personales,
el egoísmo, el azar, y hasta un mal cálculo: subestimar al demente, creer
que esa locura lo hace débil, en vez de fortalecerlo.
Una reunión del 22 de enero fue decisiva, el último paso. Varios hombres
del presidente decidieron traicionarlo. Se daban vuelta y apoyarían a Hitler.
Von Hindenburg, que hasta ese momento resistía las presiones para permitir
el acceso de Hitler al poder, quedaba solo y casi sin salida. Scheilcher
perdía el poco sustento que le quedaba, sus pies estaba en el aire. Su final
era cuestión de días.
Hindenburg y Hitler en un desfile. El presidente alemán debió aceptar nombrar
canciller a su enemigo político pese a que se resistió durante un largo tiempo
(Photo by Culture Club/Getty Images).
“En esa hora yo era responsable de la suerte de la nación alemana, así que
me convertí en el juez supremo del pueblo alemán. Di la orden de disparar a
los cabecillas de esta traición y además di orden de cauterizar la carne cruda
de las úlceras de los pozos envenenados de nuestra vida doméstica para
permitir a la nación conocer que su existencia, la cual depende de su orden
interno y su seguridad, no puede ser amenazada con impunidad por nadie.
Y hacer saber que, en el tiempo venidero, si alguien levanta su mano para
golpear al Estado, la muerte será su premio”.
La voz de Adolf Hitler, canciller del Reich, surgió dura y enérgica de los
aparatos de radio en los hogares alemanes, la noche del 13 de julio de 1934.
Su discurso era un mensaje al Ejército, pero Joseph Goebbels había
decidido retransmitirlo a todo el país.
Trece días después de los hechos –que ocurrieron a ritmo vertiginosa
entre la noche del 30 de junio y el 1° de julio– el líder nazi había decidido
justificar la ejecución de por lo menos 84 hombres, casi todos ligados a su
partido, y la detención de otros cientos con la excusa de un “golpe de
estado”.
Entre los muertos se contaban no pocos líderes, entre ellos el poderoso
jefe de las SA, las tropas de asalto del partido nazi, Ernst Röhm, dos de sus
lugartenientes más reconocidos, dos prestigiosos generales del ejército y
decenas de “camisas pardas” (el uniforme de las SA) que, según el mensaje,
habían intentado desplazarlo.
Adolf Hitler junto a Wilhelm Frick, Joseph Goebbels, Ernst Röhm, Hermann
Göring, Alfredo Rosenberg y Heinrich Himmler (De Izquierda a derecha).
Otro que veía con malos ojos a Röhm y el poder que acumulaban las SA era
el ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, el barón Konstantin von
Neurath, por entonces encargado de organizar una reunión cumbre entre
Hitler y Benito Mussolini.
Días antes de la cumbre, le ordenó al embajador alemán en Italia, Ulrich
von Hassel, que le pidiera a Mussolini que, durante la reunión, se
manifestara en contra de las SA. Cuando se encontraron a fines de junio de
1934, Hitler le escuchó decir a su aliado italiano que las fuerzas lideradas
por Röhm “estaban ennegreciendo el buen nombre de Alemania”.
Es posible que por separado ni las críticas de Il Duce ni las de Göring y
Himmler hubieran decidido a Hitler a tomar medidas contra el poderoso
jefe de las “camisas pardas”, pero la confluencia de los dos flancos de
ataque dio el resultado esperado.
La culminación de la maniobra fue un discurso del vicecanciller Franz
von Papen en la Universidad de Marburg, donde advirtió sobre la amenaza
de una “segunda revolución”. Esto llevó a que Hitler se reuniese con el
presidente Hindenburg, quien le exigió que tomase represalias contra
Röhm, advirtiéndole que, de no hacerlo, declararía la ley marcial y
entregaría el poder a las Fuerzas Armadas.
El presidente era el único hombre en Alemania con poder legal para
deponer a Hitler. Para fines de junio, muy presionado, el líder tomó una
decisión. Si antes había tenido dudas, ahora sería brutal.
“Operación Colibrí”
La ejecución de Röhm
El líder de los “camisas pardas” fue trasladado desde el hotel a la prisión de
Stadelheim, en Múnich. Hitler dudaba si matarlo o no, en honor a la
amistad de los viejos tiempos. Fue nuevamente su entorno quien lo impulsó
a tomar una decisión. Le dijeron que, aun preso, Röhm conservaría su
prestigio y su influencia, que mientras estuviera vivo sería un peligro. Por
otra parte, si se lo enjuiciaba, la investigación llevaría a sacar a la luz las
maniobras –entre ellas la falsa denuncia pergeñada por Heydrich– que
habían desencadenado la purga de la “Operación Colibrí”.
Finalmente, el 1° de julio, luego de muchas vacilaciones, Hitler ordenó a
Theodor Eicke, comandante del campo de concentración de Dachau, que le
ofreciera a Röhm la posibilidad de suicidarse y que, si se negaba, lo matara.
Esa misma tarde, Eicke y el oficial de las SS Michael Lippert visitaron a
Röhm en su celda y le dieron una pistola cargada son una sola bala. Le
dijeron que tenía diez minutos para suicidarse o que ellos lo matarían.
“Si quiere matarme, que venga Hitler en persona”, les contestó.
Diez minutos más tarde volvieron a la celda y encontraron a Rohm
parado en medio del recinto con el pecho descubierto, en actitud desafiante.
Lippert le disparó a quemarropa.
Un reguero de muertes
La hermana oculta
Aterrado como un conejo, acosado por sus antiguas presas que ahora eran
sus cazadores, sin poder evitar el derrumbe de un imperio que sólo gestó su
imaginación, que apuntaba a destruir gran parte del mundo y que casi tiene
éxito, Adolf Hitler entró hace hoy setenta y siete años a su formidable
búnker amurallado y blindado, que latía en los sótanos de la Cancillería del
III Reich que iba a durar mil años.
Jamás iba a salir vivo de allí. El Ejército Rojo, que empujaba a los
invasores de la URSS hacia Alemania desde enero de 1943, después de la
batalla de Stalingrado, rondaba ya la periferia de Berlín. Los aliados
occidentales, americanos, británicos, franceses, polacos, canadienses,
habían acordado ya ceder a los rusos el “honor” de tomar la ciudad capital
del Reich, la Berlín que había sido ejemplo multicultural de Europa y ahora
estaba en ruinas después de doce años de dominio nazi.
El búnker de Hitler era, en escala, un pequeño barrio berlinés, de treinta
ambientes, sistema de ventilación y paredes de hormigón de tres metros de
ancho, algunas blindadas. Allí viviría lo último de la jerarquía nazi, los que
no habían podido, o no habían querido, escapar del sálvese quien pueda
desatado ante la derrota inminente.
Hitler saluda a los niños a los que obligó a ingresar al ejército nazi.
Hitler deliraba. Pero no era estúpido. Sabía que la guerra estaba perdida,
pero insistía ante sus generales en establecer una línea de defensa que
permitiera contraatacar y llevar a los rusos de regreso a Moscú. Para eso
dispuso que todo varón berlinés que pudiera empuñar un arma, prestara
servicio en la defensa de Berlín. Chicos de doce y trece años, ancianos de
setenta y más años, todos recibieron un curso rápido de manejo de la
“Panzerfaust – Puño blindado”, el lanzagranadas antitanque de la
Wehrmacht destinado a frenar el incontenible avance soviético. En Berlín
ya no había más hombres entre esa amplia franja de edades: habían caído en
combate o estaban a punto de caer en el amplio frente oriental y occidental
de la Segunda Guerra.
Hitler quería destruir a Alemania. Primero, para que su país no quedara a
merced de los vencedores. Luego, una conducta habitual entre los
dictadores, porque creía que su patria no merecía seguir con vida, los
alemanes habían traicionado a él y al Reich, sus generales eran
incompetentes o, también traidores: el mundo no merecía un genio como el
suyo.
En el búnker Hitler tenía su dormitorio, su living room, su sala de mapas
y conferencias, su baño privado y un office. En la misma ala tenía su
dormitorio Eva Braun, con un baño semi privado. Braun había decidido unir
su destino al de aquellos derrotados. Del otro lado del pasillo, que albergaba
en uno de sus extremos un salón de conferencias, estaban las oficinas y los
dormitorios de Joseph Goebbels, el fanático ministro de propaganda, de su
mujer, Magda, acaso enamorada en secreto del Führer, y de los seis hijos
del matrimonio, todos con una H como inicial de sus nombres, en honor de
Hitler, todos asesinados por sus padres antes de su propio suicidio.
Goebbels también tenía una oficina, junto a una sala de primeros auxilios y
a la oficina y dormitorios de los médicos. Una puerta unía ese ambiente con
la sala de comunicaciones y con el sistema de ventilación de la fortaleza
subterránea.
Después de su descenso al búnker, Hitler celebró pocas reuniones en el
gran edificio de la Cancillería, blanco de bombardeos y del cañonear de los
soviéticos. Los encuentros con sus generales, a los que echó uno a uno,
transcurrían en la sala de conferencias del búnker. Cada uno de esos
intercambios, que terminaban con un ataque de nervios del Führer,
provocaba el éxodo de algún alto jefe de la Wehrmacht.
Hitler quería pelear la guerra solo. Y ganarla. Y sus generales debieron
haberlo matado allí mismo. Habían intentado asesinar a Hitler cuarenta y
dos veces antes del último gran atentado, el del 20 de julio de 1944, cuando
el conde Klaus von Stauffenberg colocó una poderosa bomba a los pies del
Führer en su famosa “Guarida del Lobo”, en Rastenburg que entonces era
parte de Prusia Oriental.
Aquel intento, un mes y medio después de la invasión en Normandía,
tenía un objetivo: liquidar a Hitler y llegar a un acuerdo con los aliados para
poner fin a la guerra. Se conoció como “Operación Valkiria”, que fue lo
único acertado del operativo: en la mitología germánica, las valkirias eran
las encargadas de conducir al más allá a los guerreros muertos.
El atentado falló, sus inspiradores fueron juzgados y colgados,
Stauffenberg fue fusilado, a Erwin Rommel lo invitaron cordialmente a
suicidarse, y Hitler salió de su guarida con su paranoia agudizada y una
desconfianza jamás aplacada en sus jefes militares.
En ese clima de aislamiento, rencores y delirio, Hitler llegó al decisivo
mes de abril, con los rusos en los bordes de Berlín. Al búnker llegaban cada
vez menos colaboradores, menos estrategas, menos jefes de la Wehrmacht.
El 16 de abril, según uno de los registros que sobrevivió a la guerra, Hitler
salió de su salón de conferencias a las tres de la mañana, hora en que
terminó una reunión iniciada la noche anterior. Se sentó a tomar el té con su
mujer y sus secretarias y, a las cinco, recibió un informe telefónico que le
reveló que el Ejército rojo, al mando del mariscal Georgui Zhukov, había
lanzado una furiosa ofensiva que tenía como destino Berlín. A partir de ese
día, el humor de Hitler se tornó irascible, no dormía por las noches. Los
pocos jefes militares que lo acompañaban le sugirieron replegarse, retirarse
de Berlín, huir, en suma. Hitler se negó. Argumentó que si los rusos
cruzaban el río Oder, una especie de frontera entre Polonia y Alemania, su
imperio estaba perdido.
Su imperio ya estaba perdido. El 19 de abril los rusos ya habían entrado
varios kilómetros en el norte de Berlín. Hitler se quejó de fuertes dolores de
cabeza y los médicos le aplicaron una sangría: la extracción de una
importante cantidad de sangre destinada, decía entonces la ciencia médica,
a tratar diversas enfermedades
Al día siguiente, 20 de abril, Hitler cumplió cincuenta y seis años.
Encabezó entonces su último acto público. En los jardines de la Cancillería,
a los que daba su búnker subterráneo, recibió el saludo y arengó de paso, a
una formación de chicos muy chicos de las Juventudes Hitleristas. Una
filmación recuerda aquel acto. Es patético. Hay más determinación en los
ojos de esas criaturas inmersas en el fanatismo, que en los ojos del propio
Hitler y de los jerarcas que lo acompañan. Hitler está apagado, sombrío,
taciturno; sonríe apenas ante la extrema juventud de sus uniformados, le
tiembla la mano izquierda, herida en el atentado de julio. Esa fue la última
vez que el Führer vio la luz del sol. Por la noche, durante la celebración de
su cumpleaños, sus hombres de confianza lo notaron silencioso y
escurridizo. Arrastraba los pies.
El 22, durante una reunión con sus jefes militares, cada vez más escasos,
los proyectiles rusos, que buscaban hacer blanco en la Cancillería
levantaron un poco de polvo en el búnker, o arrastraron hasta allí el polvo
de los impactos en el exterior. El 23 nota, o admite, que gran parte de sus
colaboradores lo abandonaron, dejaron ya el búnker. Llama entonces a
Heinz Linge, el oficial de las SS que es su ayuda de cámara, jefe de
Protocolo y fidelísimo seguidor, para liberarlo de toda responsabilidad:
puede irse si quiere. Linge, que tiene treinta y dos años, le dice a su Führer
que él se queda allí, hasta el final, pase lo que pase. Hitler le dice entonces
que tiene pensado suicidarse junto a Eva Braun. Y que cuando eso suceda,
él, Linge, debe rociar sus cadáveres con combustible, que además escasea, y
darles fuego: Linge cumplirá con el encargo. Sobrevivió a la guerra y murió
en Hamburgo en 1980.
El viernes 27 de abril ordena al oficial Otto Günsche, que movilice a
ocho mil de sus soldados para tratar de frenar al Ejército Rojo. En sus
últimos días, Hitler se vio confinado a ordenar que se cumplieran sus
órdenes. Günsche es el edecán de Hitler, tiene veintiocho años, pertenece al
Begleitkommando de las SS y es también asistente personal del Führer. Es
un joven oficial también fidelísimo, como Linge, y sincero: le dice a Hitler
que sólo tiene disponibles a dos mil soldados, mal equipados y en peores
condiciones de combate. Hitler enfurece, grita que todos lo han traicionado.
Linge y Günsche, que también sobrevivió a la guerra y murió en Bonn, en
2003, no lo traicionan. Serán testigos del suicidio de Hitler y los encargados
de quemar su cuerpo y el de su mujer.
Mientras Hitler habla con su edecán los rusos sobrepasan el cerco
defensivo de Berlín, trazado según la línea del metro de la ciudad. Hitler
había ordenado abrir las compuertas del río Spree e inundar esos túneles
para detener al Ejército Rojo. Tuvo éxito parcial: murieron muchos
soldados rusos y gran cantidad de alemanes que habían buscado refugio allí
contra los bombardeos.
Ni Berlín, ni Hitler tienen destino. El sábado 28 se entera de la muerte
del dictador italiano Benito Mussolini y de su amante, Clara Petacci, junto a
otros jerarcas fascistas italianos, todos fusilados y colgados por los pies en
lo alto de a viga de una estación de servicio en construcción, en Milán.
Hitler sabe que ese, si no otro peor, será su destino si cae en manos
soviéticas. Las tropas soviéticas están a dos kilómetros del Reichstag. Hitler
destituye entonces al general Félix Steiner, de las Waffen SS, encargado de
la defensa de Berlín y lo reemplaza por su par, Rudolf Holste.
También recibe la noticia de una traición, esta sí, una traición grande e
inesperada: Heinrich Himmler, el sinuoso jefe de las SS, el hombre
encargado impulsar la eficacia de los campos de concentración nazis, aquel
que escribía a su mujer y a sus hijos cartas amorosas en las que deslizaba,
como si nada: “Mañana tengo que visitar Auschwitz”; Himmler, el sucesor
del Führer nombrado por él mismo, busca un acuerdo con los aliados de
rendición negociada.
Si alguien no entiende lo que pasa, es Himmler. Los aliados despiden a
sus emisarios con desprecio: será rendición incondicional o nada. Hitler
estalla de furia, destituye a Himmler, ordena su detención, hace fusilar al
general Hermann Fegelein, enlace de Himmler con el búnker y cuñado de
Eva Braun, porque lo acusa de estar al tanto de los planes de su jefe. En
realidad, no lo fusilan, le disparan por la espalda una ráfaga de
ametralladora cuando sale del búnker al aire libre. Himmler se suicidará en
Salzburgo, la tierra de Mozart, cuatro semanas después de la derrota.
Hanna Reitsch, una célebre aviadora, piloto de pruebas con grado de
capitán, que también sobrevivió a la guerra y murió en Frankfurt en 1979,
recordó en sus memorias aquellas terribles horas del 28 de abril:
Según Reitsch, esa noche, en una escena digna de una opera de Wagner,
Hitler reunió a sus colaboradores más íntimos, los pocos que aún quedaban,
y mantuvo una animada charla sobre cómo pensaba cada uno que era la
mejor manera de suicidarse cuando los soviéticos llegaran a la Cancillería.
Entonces se distribuyeron cápsulas de cianuro para quien eligiera morir
envenenado.
Si el ámbito íntimo de Hitler parecía recoleto, en el interior de la
Cancillería reinaba el caos y la sinrazón; corrían las botellas de alcohol, el
desenfreno y los suicidios masivos de los jerarcas y oficiales de las SS que
se veían en manos de los rusos. En las calles de Berlín, los jovencísimos
soldados nazis pugnaban por perder su virginidad antes de que les llegara la
muerte. Antony Beevor lo describe así en su monumental “Berlín – La
caída – 1945″: . Beevor narra que en la Grossdeutscher Rundfunk, la red
nacional de emisoras regionales, y durante la última semana de abril:
Ya entrada la noche del sábado 28 y las primeras horas del domingo 29,
Hitler redacta su testamento político y personal. Se va a casar con Eva
Braun de inmediato y ordena que, en medio de ese cataclismo de sangre,
cianuro y pólvora, alguien vaya a buscar a un funcionario del registro civil
para que célere la boda. Las cosas hay que hacerlas bien.
Llama a su secretaria, Traudl Junge, y le dicta:
Hitler lega todo lo que tiene al Estado, salvo su colección de pinturas que
destina a que se abra una galería de arte en su ciudad natal, Linz. Parece el
testamento de un filántropo y no el del hombre que desató la más sangrienta
guerra de la historia. Dona varios objetos personales a la madre de Eva
Braun, que sería horas más tarde su suegra, y a los hermanos de su mujer
lega los derechos de su único libro, “Mein Kampf – Mi Lucha”. Luego
dispone su última voluntad:
En la madrugada, Hitler se casa con Eva Braun. Es una ceremonia
celebrada en aquel ambiente donde siempre es de noche, donde no llega la
luz del sol y donde sus habitantes han perdido acaso la noción del tiempo.
Los testigos de la boda son Goebbels y el jefe del partido nazi y secretario
de la Cancillería, Martin Bormann. Hitler se presentó vestido de manera
impecable y se reunió en el pasillo del búnker con Bormann, el matrimonio
Goebbels, las secretarias Junge y Gerda Christian y la cocinera de
confianza, Constance Mancialy. Luego llegó la novia, vestida con un
elegante traje negro de seda.
Todos entraron en la sala de mapas del búnker, donde les esperaba el
sorprendido funcionario del registro civil, Walter Wagner, que no tenía
relación alguna con el músico, pero no deja de simbolizar una sorprendente
coincidencia. La pareja juró ser de ascendencia aria y carecer de
enfermedades hereditarias, como arcaba la ley racial nazi. Se aceptaron
como esposos, firmaron el acta, lo hicieron los testigos y el funcionario
Wagner. Eva Braun casi firma con su apellido de soltera. Pero tachó la B y
firmó como Eva Hitler.
Después de la ceremonia, se unieron al grupo los generales Hans Krebs y
Wilhelm Burgdorf, los últimos generales que quedaron en el búnker.
Llovieron felicitaciones para la pareja, las mujeres besaron en la mejilla a
Eva Hitler que pedía, orgullosa: “Por favor, llámenme señora Hitler”. En
medio de aquella alegría artificial, con los cañonazos rusos que atronaban la
ciudad, con decenas de berlineses que perdían, o habían perdido, su vida, o
sus casas, o sus familias; en medio de aquel disparate tendido como un
manto para no ver la dura realidad, una mujer se mantuvo aparte: la
secretaria de Hitler, Gerda Christie, que no quiso asociarse al festejo. Meses
después le diría a uno de los jueces encargados de preparar el juicio de
Núremberg:
El lunes 30 de abril, el recién casado despertó tarde y asistió a la habitual
reunión de guerra. El general Helmut Weidling le informó que los rusos
estaban a quinientos metros de la cancillería y que un batallón se aprestaba
a asaltar el Reichstag. Era mediodía y la pareja almorzó en silencio un plato
de fideos con salsa de tomate. Eva Hitler pretextó poco apetito para
levantarse de la mesa, salir a los jardines de la Cancillería y ver el sol por
última vez. Después, la pareja decidió encerrarse en el despacho de Hitler.
La última persona en ver vivo a Hitler fue su ayudante, el coronel
Günsche. Diría luego que a las tres y cuarto de la tarde Hitler estaba
apoyado en la mesa de su despacho, frente al retrato de Federico El Grande.
Eva Hitler estaba en el baño, dijo Günsche, porque luego de un instante oyó
el ruido de la cisterna. Frente a las puertas clausuradas del despacho, los
únicos que montaron guardia fueron Günsche y Linge, que tenían una
última tarea que cumplir.
A las tres y media, ambos debatieron si se había oído o no un disparo
porque era difícil distinguir el sonido de un balazo entre el fragor de la
batalla cercana y las paredes amuralladas. Poco antes de las cuatro de la
tarde, ambos oficiales de las SS decidieron entrar. Hitler estaba en su sofá,
con la cabeza apoyada en el respaldo. Tenía un rictus en la boca, en la que
eran detectables restos del fino vidrio de la cápsula de cianuro. También se
veía un agujero en la sien derecha. Se había disparado y todavía surgía
sangre de la herida. Su mano izquierda aferraba el retrato de su madre y la
derecha pendía hacia el suelo, donde había caído la pistola Walther 7.65.
La señora Hitler, que lo había sido por menos de cuarenta horas, estaba
descalza, con las piernas recogidas sobre el sofá, también con pequeños
fragmentos de cristal en la boca. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de
su marido.
El suicidio de Hitler y Eva Braun: balas,
cianuro, una foto de su madre en la mano y la
“fiebre erótica” del búnker
¿Estaba loco Adolf Hitler los días que precedieron al derrumbe del Tercer
Reich, su sueño imperial que iba a durar mil años, y a su casamiento con
Eva Braun, el 29 de abril de 1945, seguido del suicidio de ambos al día
siguiente? La semana previa a los tres acontecimientos, caída del nazismo,
casamiento y suicidio, celebración y muerte, afecto y destrucción, la
actividad de Hitler fue intensa, disociada y extraña.
Hitler y Eva Braun se casaron y pasaron las últimas horas en el búnker.
Apenas bajó del tren, el instinto le indicó que debía mentir su edad.
Sumarse dos años. Así logró sobrevivir el primer día aunque él no se haya
dado cuenta en ese momento. Después los llevaron hacia unas barracas
mugrientas. Los guardias golpeaban con impiedad a los que se retrasaban, a
los que mostraban alguna debilidad. El día era gris, las nubes se apretaban
sobre sus cabezas. El frío agrietaba la cara. No había un prisionero que
tuviera el abrigo suficiente. Ninguno de ellos hablaba. Sólo se escuchaban
sus pasos sobre el piso polvoriento y los gritos atemorizantes de los
guardias nazis y de los kapos. Sin embargo, el joven de 14 años se puso
contento.
Al costado de una de esas construcciones atestadas (y apestadas) vio un
espacio amplio y con algo de césped. Dos arcos de madera, con travesaños
irregulares, en cada extremo. Una cancha de fútbol.
Imre Kertesz, Premio Nobel de Literatura 2002, escribió en Sin Destino,
el libro en el que recrea su experiencia en los campos de concentración: “Se
encontraba en un claro y parecía estar en perfecto estado: con su prado
verde, sus arcos, sus líneas debidamente trazadas, todo bien cuidado y
ordenado. Enseguida nos pusimos a hacer planes: después del trabajo
iríamos a jugar al fútbol”.
Nada de esto fue así. Pero él no podía saberlo, no podía imaginar lo que
se vivía y la manera en que se moría en Auschwitz.
Dos de los elementos de la historia de Kertesz se repiten en otra historia:
mentir sobre la edad y el fútbol. No se trata de una casualidad.
El relato es estremecedor. Lo brindó Joseph Zalman Kleinman hace
sesenta años. Como testigo en el juicio contra Adolf Eichmann en
Jerusalén, Kleinman contó que una tarde, apenas llegados a Auschwitz, los
sacaron a todos a formar en una cancha de fútbol. Mientras hacían una larga
fila, vieron llegar a un hombre flaco, con la cara angulosa y la mirada
penetrante. Era Josef Mengele.
Bajó abruptamente mientras la bicicleta caía a un costado. Fue directo
hacia un joven y le gritó en la cara. “¿Cuántos años tenés? ¿Cuántos años
tenés?”. El chico, temblando, respondió: “18”. Pero no era así. Él sabía que
esa era la respuesta correcta, el número que prolongaría su vida unos días
más. Pero su baja estatura, la cara de nene, el torso esmirriado decían la
verdad. Ese chico no pasaba de los 14 años.
Mengele empezó a dar órdenes frenéticas a sus subalternos. Los soldados
corrían de un lado para el otro. Al poco tiempo todo lo que él había pedido
estaba allí. La fila permanecía inmóvil y en silencio. Esperaban en un
descampado que a sus extremos tenía arcos de fútbol. Era la cancha del
lugar. Mengele caminó hacia uno de los arcos e hizo que todos lo siguieran
prolijamente. Los detenidos se cuidaban de no hacer ruido con sus pisadas
como si eso fuera causal de muerte -allí todo era causal de muerte.
Mengele dio órdenes precisas: de uno de los postes debían clavar una
tabla que quedara paralela al piso. Ese nuevo mojón lo debían atravesar
todos los detenidos. El que pasaba por debajo de la tabla, el que no
superaba esa marca arbitraria que había establecido Mengele era enviado a
las cámaras de gas de inmediato. Esa tarde condenó a cientos a la muerte
por petisos o por menores de edad.
El arco yo no servía para que alguien intentara acertarle desde lejos, para
que alguien buscara un gol, clavarla en un ángulo. Era un instrumento más,
como todos los que los nazis tenían a mano para continuar la matanza. Se
había convertido en el Arco de la Muerte.
Joseph Zalman Kleinman cuenta que él que tenía 14 años y lo aparentaba
quedó inmovilizado. Avanzaba junto a la fila, como un autómata. Su
hermano, por lo bajo, lo instó a hacer algo: “¡No te vas a mover! ¿Te querés
morir?”. Kleinman, sin que los guardias lo vieran, consiguió meter piedritas
dentro de su calzado, debajo del talón. Esperaba ganar altura y llegar al
límite fijado. Con eso, a lo sumo, creció dos centímetros. Seguía pasando
por debajo de la marca del Arco de la Muerte. Antes de que le llegara su
turno, logró escabullirse entre un grupo numeroso que pasaba y así salvó su
vida.
Esta es una de las muchas conexiones que el fútbol tiene con los campos
de concentración. El proyecto No Fue Un Juego integrado por Leonardo
Albajari, Germán Roitbarg, Guillermo Ibarra y Gustavo Asmús se encargó
de recopilar muchas de estas historias y con ellas han organizado muestras,
conferencias, charlas escolares, posteos en las redes sociales y otras
actividades que tiene por fin concientizar sobre la Shoah, mantener la
memoria viva.
El proyecto (@nofueunjuego en las redes sociales) cuenta historias
relacionados con el fútbol y el nazismo y el holocausto, patrocinada por el
Museo del Holocausto de Buenos Aires. Ganó, entre muchos otros, el
premio Julius Hirsch entregado por la Federación Alemana de Fútbol en el
año 2018.
Leonardo Albajari, periodista y productor audiovisual, le cuenta a
Infobae que en Birkenau había una cancha de fútbol que quedaba muy cerca
al sector de los crematorios, a sólo cien metros de ellos, y por el otro lado
era lindera con el llamado “Sector de los Gitanos”. Las cámaras de gas 2 y
3 de Birkenau eran vecinas de esa cancha. En Auschwitz, la cancha era un
espacio situado entre las barrancas 15 y 16 en la que al principio jugaban
prisioneros políticos y polacos.
Sobre el campo de Birkenau y su cancha de fútbol, Tadeusz Borowski, un
sobreviviente, en un texto titulado “La gente caminó”, relata su historia y su
ubicación: “Empezamos a construirlo al principio de la primavera en el
descampado que había detrás de los barracones del hospital. La localización
era excelente. Los gitanos estaban a la izquierda [...], en la parte trasera una
cerca de alambre de púas y detrás la rampa de carga con las vías férreas y el
interminable ir y venir de trenes. Y más allá, los barracones de las mujeres.
A la derecha del campo de fútbol estaban los crematorios [...] Y enfrente,
un pequeño bosque que había que cruzar de camino a las cámaras de gas”.
Había también otros partidos formales entre prisioneros y guardias y
soldados. Pero los prisioneros eran sonderkommandos, aquellos que estaban
destinados a trabajar en las cámaras de gas y los crematorios. Por ende,
estaban mejor alimentados que el resto aunque su régimen no fuera
envidiable fuera de Birkenau.
Otro aspecto de estos partidos es que no sólo había diferencias físicas
debido a cuestiones de salud o de alimentación entre los que disputaban
estos partidos, ya sean los que tenían algo más de organización previa como
los improvisados. En la mayoría de ellos había jugadores que tenían poder
sobre otros. No estamos hablando de meras diferencias jerárquicas. Sino de
un poder de decisión sobre las condiciones de vida de otro y hasta sobre su
sobrevivencia. Porque los prisioneros jugaban con y contra guardias y
kapos. Y muchos de ellos no creían que perder era una posibilidad, mucho
menos si los rivales eran de una raza que ellos consideraban inferior, que
merecía ser exterminada.
Una verdad instalada en el fútbol amateur también regía para los partidos
dentro de ese infierno: el que tiene un buen arquero cuenta con ventaja.
Bronisaw Cynkar, uno de los prisioneros, cuenta en el Museo del
Holocausto, que él sobrevivió por dos motivos: el primero, como todos, fue
porque tuvo suerte; el segundo, era un arquero extraordinario. Y sabemos
que ese es un puesto escaso en talentos. Era muy difícil hacerle un gol. Por
eso eran muchos los que lo querían en sus equipos. A él le daban de comer
mejor que al resto.
En 1942, en tierras ucranianas invadidas por los nazis, el fútbol había
quedado olvidado. Hasta que un panadero descubrió que uno de los
desgreñados postulantes para un puesto que él ofrecía (eran escasas las
ofertas laborales) era una de sus ídolos, el gran Nikolai Trusevych, arquero
del Dynamo de Kiev. Lo contrató de inmediato.
Las charlas diarias sólo versaban sobre fútbol. Así comenzaron a juntar
sobrevivientes que antes de la guerra y la invasión habían jugado al fútbol y
armaron un equipo. A los alemanes les pareció una buena oportunidad.
Seleccionaron algunos soldados y derrotaron con facilidad a los mal
alimentados ucranianos.
Entonces se les ocurrió una idea. Podían hacer una pequeña liga, para
despuntar el vicio y de paso aparentar un clima de normalidad. Cinco
equipos alemanes y el rejuntado desesperanzado de ex futbolistas de la
Europa Oriental que fue bautizado como FC Start. Pero con unas semanas
de entrenamiento, algo mejor comidos, los ucranianos arrasaron con cada
rival. Las goleadas eran continúas y cada vez más abultadas. La última
esperanza era el mejor equipo alemán, el Flakelf, con jugadores bien
alimentados y varios profesionales. Pero, de nuevo, los soviéticos golearon:
5 a 1.
De inmediato organizaron la revancha. Pero, el resultado, a pesar de
algunas irregularidades en el arbitraje y de las presiones para que se dejaran
vencer, fue otra vez favorable al FC Start. Los nazis creían que el fútbol era
un gran arma propagandística, pero el derrotero del FC Start les traía
problemas. Los mostraba vulnerables y elevaba la moral de los invadidos.
Como quedó demostrado que no los podían vencer en la cancha, decidieron
desguazar el equipo. En poco tiempo, todos sus jugadores fueron enviados a
diferentes campos de concentración como castigo a sus habilidades
futbolísticas. Sólo tres lograron sobrevivir (que luego fueron acusados por
el estalinismo de colaboracionistas por haber jugado al fútbol).
Con el tiempo, a ese último encuentro, el día que los alemanes supieron
definitivamente que no iban a poder superar ese fútbol brillante, se lo
conoció como El Partido de la Muerte.
De este episodio surgieron tres films. El menos conocido y más reciente,
de origen ruso, es Match (2012) el que recrea con mayor rigor histórico el
hecho. Otra película inspirada vagamente en ese hecho es Escape a la
Victoria (Victory, 1981), tal vez la que más fama tenga dentro de las
futbolísticas, la película icónica de fútbol, la referencia ineludible. John
Huston, Pelé, Stallone, Ardiles, Bill Conti, Bobby Moore, el polaco Deyna,
Michael Caine, Max von Sydow. La historia toma ribetes más
espectaculares y más optimistas de lo que sucedió en la realidad.
La tercera es un clásico poco frecuentado que se conoció como Match en
el infierno (Ket felido a pokolban, 1962) película húngara de Zoltan Fabri.
Está película, en un ascético blanco y negro, llega al partido final
transitando de manera más pudorosa lugares similares a los de Escape a la
Victoria. El reclutamiento de jugadores exánimes, algún intento de fuga, los
liderazgos naturales. Pero su resolución inevitable, sin final feliz, repleta de
dignidad y dolor en una cancha improvisada en medio de un lager, con piso
de tierra con apenas alguna mata de pasto salvaje como excepción, con los
prisioneros mirando el partido con ojos agónicos y los nazis amenazando
con sus armas, hacen que la película sea inolvidable.
Zoltan Fabri, apenas empieza la historia, deja claro con un travelling que
atraviesa una barraca del campo de concentración, que el ambiente es muy
distinto. Allí hay hambre, trabajos forzados, violencia, enfermedad y mucha
muerte. Casi se puede percibir el hedor. Como celebración por el
cumpleaños de Adolf Hitler los oficiales alemanes deciden hacer un partido
de fútbol entre sus soldados y oficiales medios y un equipo con los
prisioneros. Entre estos hay un jugador que se destacaba hasta que la guerra
detuvo su carrera. Había participado en los Juegos Olímpicos de Berlín 36 y
en el Mundial 38, un húngaro llamado Dio Onodi. A él le piden los oficiales
nazis que organice un equipo.
Los elegidos gozarán de algunos privilegios: mayor ración de comida,
dejar el trabajo forzado y posibilidades de entrenarse para el gran partido.
El capitán debía elegir los jugadores. Recibió centenares de ofrecimientos:
las comodidades eran muy tentadoras. En una escena ejemplar un guardia le
da a elegir entre una horma de queso y una pelota de cuero, de esas con
tiento. Él elige la pelota. La tira hacia arriba, la mantiene en el aire con unos
cortos cabezazos, cuando baja hace jueguito, la pelota pasa firme de un pie
al otro sin tocar el suelo, hasta que la levanta con el muslo y le pega un
derechazo fuerte, vertical, que parece perderse en una nube. Cuando cae,
mata la pelota con su empeine y la protege con su suela. Sus compañeros de
detención miran embelesados, les cambia la cara mientras él despliega su
habilidad. En ese momento, con una sonrisa ladeada, pronuncia la frase
irrefutable: “El fútbol es sagrado”.
Roberto Fontanarrosa, en un libro que recopila algunas de sus viñetas
futboleras al que tituló con esa frase, cuenta en el prólogo que vio Match en
el infierno en un cine de Rosario en un programa triple y así devela el final
del partido, luego de un primer tiempo desfavorable en el que Onodi casi no
participó: “La cuestión es que Dio se enojó, cazó la globa, la puso bajo la
suela ... y andá a cantarle a Gardel. En treinta minutos dio vuelta el partido,
hizo tres pepas y hasta le puso la pelota del gol del triunfo al narigoncito
judío que jugaba de once y que tuvo la mala idea de ir a gritárselo a la
tribuna alemana, adonde estaba la barra brava de los nazis. Los alemanes se
enojaron y no esperaron hasta la pitada final. Ahí no más los cagaron a tiros
a todos, certificando que es muy difícil ganar de visitante”.
Yehuda Bacon, otro sobreviviente de los campos, también cuenta que
jugaban al fútbol en Auschwitz. Los detenidos que tenían entre 12 y 16
años, muy de vez en cuando, podían usar esa cancha que estaba en medio
del campo de concentración. En esos momentos esporádicos disfrutaban y
lograban olvidarse de los sufrimientos.
Es necesario aclarar la excepcionalidad de esos encuentros. En
Auschwitz no estaban contempladas las actividades recreacionales de los
internos. Es más, con el paso del tiempo, eran pocos los que podían darse el
lujo de gastar sus escasas energías en un picado. Bacon, en un informe
excepcional que publicó hace unos años el Diario Marca, despeja una de
las dudas que surgen al escuchar la historia, quien proporcionaba la pelota.
En su caso era el Dr. Klein, un SS que hacía aparecer una pelota algún
domingo para poder jugar él también.
Yehuda Bacon, cada vez que le preguntan por estos partidos
improvisados, aclara con énfasis que se trataban de momentos escasos,
excepcionales: “Por eso no quiero que sólo se diga que en Auschwitz se
jugaba al fútbol. Eso era un infierno. Allí se mataba a las personas. Es
paradójico que en un lugar como ese campo de concentración se disputaran
algunos partidos. Suena raro, incluso es difícil de entender, pero eso sucedió
allí”.
Hace apenas cinco años, un agente del Mossad reveló que un equipo
operativo israelí lo localizó en Buenos Aires en 1960, pero que sus
integrantes desistieron de capturarlo para no entorpecer una operación que
consideraban más importante: el secuestro del arquitecto de la “solución
final”, Adolf Eichmann, para sacarlo clandestinamente de la Argentina y
juzgarlo en Israel.
Cuando Josef Mengele murió, como ahora efectivamente se sabe, en
1979 en una playa brasileña, país donde vivía bajo la falsa identidad de un
viejo amigo al que había traicionado, nadie lo supo hasta seis años después,
e incluso entonces pocos creyeron que hubiera muerto o, mejor dicho, que
ese muerto fuera el “Ángel de la Muerte”.
Se necesitaron más años y muchas pruebas para disipar esas dudas y
confirmarlo. También llevó años reconstruir paso a paso sus movimientos
desde su huida de Alemania hasta su muerte en Brasil.
Los “experimentos” del doctor Mengele
El escape de Alemania
Mengele escapó de Gross-Rosen disfrazado de oficial del ejército y se
dirigió, con otros oficiales alemanes, hacia el oeste para evitar ser capturado
por las tropas soviéticas.
Los aliados lo detuvieron pero no pudieron identificarlo como lo que
realmente era: un criminal de guerra de las SS porque no tenía tatuado en su
brazo el grupo sanguíneo. Por esa razón fue liberado en julio de 1945 y
obtuvo documentación falsa con el nombre de Fritz Ullman. Más tarde, él
mismo se ocupó de adulterar esos papeles para llamarse Fritz Hollman y
borrar sus rastros.
Para ese momento, Josef Mengele era buscado por los crímenes de guerra
que comenzaban a salir a la luz, mientras que Fritz Hollman trabajaba como
granjero, aunque sentía que el cerco se iba cerrando sobre él.
Se puso en contacto con una red de oficiales de las SS dirigido por Hans-
Ulrich Rudel que estaba organizando rutas de escape. Gracias a ellos llegó a
Génova, donde consiguió un pasaporte con el nombre de Helmut Gregor.
Con esa identidad se embarcó a la Argentina en junio de 1949. Su mujer,
Irene Schönbein, se negó a acompañarlo y se quedó en Alemania con el
único hijo del matrimonio, Rolf.
Fue una sombra. Astuta, diabólica, poderosa; mano derecha de Adolf Hitler,
su secretario personal, el hombre que le filtraba información y habilitaba
visitas y contactos con el Führer, manejó parte de los fondos del Tercer
Reich que iba a durar mil años, nombró funcionarios, los despidió, organizó
los grandes congresos nazis en Núremberg, fue un maestro de la intriga
política, un osado partícipe de las terribles luchas por el poder que
desataron y padecieron casi todos los nazis de relieve: Joseph Goebbels,
Herman Göring, Heinrich Himmler, Alfred Rosenberg, Robert Ley, Hans
Frank, Albert Speer. Todos pasaron de ser sus camaradas, a ser sus
enemigos.
Y todo lo hizo Martin Bormann desde las sombras. Su nombre no sale a
la luz como el de Himmler, jefe de las SS y responsable de los campos nazis
de la muerte. Ni como el de Göring, jefe de la fuerza aérea alemana, sucesor
de Hitler al que el propio Hitler borró de un plumazo en los días finales de
su imperio de sangre, cuando la derrota era ya inevitable. Bormann era el
poder en las sombras. Y sus actos decisivos en las horas anteriores al
suicidio de Hitler, y las posteriores, cuando Alemania intentaba salvarse de
la destrucción total, quedaron casi inadvertidos para la Historia, hasta que
pudo reconstruirlos.
Martin Bormann aparece en varias fotografías de Hitler, siempre a su lado.
Debe haber tenido la certeza de que no iba a ser condenado. Era un héroe de
la Primera Guerra Mundial. La mano derecha de Adolf Hitler desde el
origen del nazismo hasta casi su final. Era un mariscal del Tercer Reich.
Había sido jefe de la fuerza aérea alemana, la Luftwaffe, que tan bien había
combatido bajo los cielos británicos con el ánimo de destruir a aquel
imperio. Nunca había sido nazi, “jamás me interesaron esas bobadas”, había
dicho alguna vez. Su ideología era el combate, había afirmado en otra
oportunidad. Era un guerrero. Sólo eso. Era un guerrero juzgado ahora por
otros guerreros, debió haber pensado, hermanados ahora por el código
común de las trincheras, las balas y la muerte. ¿Quién se atrevería a
condenar al mariscal Hermann Göring, una leyenda de la Segunda Guerra?
Hermann Goering, fichado como traidor para ser condenado en los Juicios de
Nuremberg.
La condena de Núremberg
Göring, el excéntrico
Había sido una personalidad disparatada ya en los años 30. Hizo construir
un pabellón de caza, Carinhall, en honor de su esposa muerta, en los que
mantuvo, crió y mostró a cachorros de león prestados por el zoo de Berlín.
Allí llevó en 1934 el ataúd de su mujer para instalarlo en una bóveda del
pabellón que lucía una colección de obras de arte que habían sido robadas
de colecciones privadas y museos desde el inicio de la Segunda Guerra, en
1939. Se interesó en la organización encargada de adueñarse de obras de
arte, bienes culturales, bibliotecas y museos judíos en todo el continente.
Esa institución cimentada en la muerte, era dirigida por Alfred Rosenberg,
que sería ahorcado en Núremberg en 1946, y tenía sede en París, una ciudad
que hipnotizaba a Göring, que la visitaba con frecuencia para inspeccionar
lo robado y seleccionar lo que sería enviado a su casa en Carinhall.
Era, a su modo y en los años de esplendor del nazismo, un tipo
extravagante. Le gustaba la ropa llamativa, la oficial y la de andar por casa.
Su uniforme de mariscal del Reich incluía un bastón con joyas incrustadas.
El famoso piloto Hans-Ulrich Rudel, un as de los temibles aviones de
guerra Stuka, recordó a quien quisiera oírlo que había visto a Göring un par
de veces vestido con trajes extravagantes. Una vez, con un traje de caza
medieval, mientras practicaba tiro con arco y flecha junto a su médico
personal. La segunda vez, con una toga roja atada a su cuerpo voluminoso
con un broche dorado, mientras enarbolaba una enorme pipa. Rudel
sobrevivió a la guerra, llegó a la Argentina, vivió en Villa Carlos Paz,
Córdoba, y en 1948 fue uno de los impulsores de la fabricación del primer
avión argentino a reacción, Pulqui II, que Juan Perón esgrimió como uno de
sus éxitos industriales y militares.
En una ocasión en la que Göring se presentó vestido con un largo abrigo
de piel, despertó en el ministro de Asuntos Exteriores italiano, el conde
Gian Galeazzo-Ciano, yerno de Benito Mussolini, un comentario tan
impiadoso como contundente: “Se parece a lo que usa para la ópera una
puta de alto rango”. Tal vez fuese una coincidencia, pero a Göring le
gustaba la ópera y fomentó de alguna forma su divulgación más allá de los
casi obligados excesos de la ópera wagneriana que tanto gustaban a Hitler, o
decía Hitler que tanto le gustaban.
Eran famosas las fiestas que Göring daba en su mansión en Carinhall,
fiestas en las que el mariscal cambiaba dos y hasta tres veces de vestuario,
en especial las que organizaba para celebrar su cumpleaños. El ministro de
Armamento del Reich, Albert Speer, que salvó su vida en Núremberg a
cambio de una condena de diez años de cárcel, recordó que los invitados
obsequiaban regalos carísimos al mariscal: desde lingotes de oro hasta
cigarros holandeses. En 1944, y con cierta maledicencia, Speer le hizo un
regalo que Göring no pudo rechazar: un gran busto de mármol de Adolf
Hitler. Cuatro años antes, para su cumpleaños cuarenta y siete, Göring nació
hace ciento treinta años, el 12 de enero de 1893, el italiano Ciano le había
obsequiado una condecoración ansiada por el mariscal: el Collar de la
Anunciación, que el Göring recibió con abundantes lágrimas de emoción.
Un dato aparte: en enero de 1944, Ciano fue fusilado por la espalda, como
los traidores, por orden de su yerno, Benito Mussolini: no fue por haber
condecorado a Göring, ni por decir del mariscal que se vestía como una
puta de la ópera, paro tal vez ninguno de los dos hechos hayan contribuido
mucho a su ilusoria salvación.
Göring decía de sí mismo, tal vez inducido por la morfina a la que sólo
pudo dejar de lado cuando fue apresado por los aliados, que él era “el
último hombre del Renacimiento”. Como aquellos, tenía un estandarte
personal como Mariscal del Reich, Reichsmarschall: un campo azul claro
con un águila alemana dorada que aferraba en sus garras una corona bajo
dos bastones cubiertos por una cruz esvástica. El reverso del estandarte
mostraba la Gran Cruz de Hierro encerrada por una corona de flores entre
cuatro águilas de la Luftwaffe. En las ceremonias públicas, cargaba el
estandarte el abanderado personal de Göring.
Aquel mundo de enloquecida ensoñación, ópera y hornos crematorios,
obras de arte y cámaras de gas, se derrumbó cuando la derrota alemana fue
inevitable. Con los rusos en los barrios periféricos y vecinos a la Cancillería
del Reich y al búnker de Hitler, el Führer festejó el 20 de abril su último
cumpleaños, el cincuenta y seis, en medio de una fiesta patética, decadente
y trágica en la que se repartieron, como caramelos y en bandeja, cápsulas de
cianuro. Hitler admitió entonces que la guerra estaba perdida y anunció que
pensaba suicidarse. También dijo que Göring, a quien había nombrado su
sucesor, estaría en mejores condiciones de negociar la paz. Para los aliados,
la paz no era negociable: exigían la rendición incondicional de Alemania.
Un avión nazi como el que pilotéo Rudolf Hess rumbo a Escocia, donde fue
detenido.
Su brutal historia
Adolf Eichmann fue uno de los criminales nazis que se ocultó en Argentina.
Jaque al genocida
Piedra libre
El primero en descubrir la verdadera identidad de Richard Klement fue un
judío sobreviviente del campo de concentración de Dachau llamado Lothar
Hermann. Lothar llegó junto a dos de sus hermanos en 1938. Sus padres y
los restantes seis hijos perecieron en los centros de exterminio nazis.
Fue mera casualidad el enterarse que uno de los amigos de su hija Silvya
de 14 años se llamaba Klaus Eichmann. Sin importarle la pertenencia de
Silvya a la comunidad judía, Klaus le exhibió fotos de su padre vistiendo el
uniforme de la SS.
Lothar investigó a la familia del amigo de su hija y no tardó en concluir
que se trataba de uno de los criminales de guerra más buscados del mundo.
Sin perder el tiempo, le escribió al fiscal general de Frankfurt, Fritz Bauer,
que un tiempo antes había dictado una orden de captura internacional contra
Eichmann. Pero nadie pareció escuchar a aquel judío superviviente de la
barbarie nazi.
En total, Lothar envió 26 cartas a Alemania e Israel para pedir que se
detenga a Eichmann, pero nunca obtuvo una respuesta. La captura del
prófugo en Argentina lo llevó a reclamar la recompensa que ofrecía Israel
por información que permitiera su captura y recién pudo cobrarla en 1974.
Apenas pudo usar los 10.000 dólares que recibió para luchar contra el
cáncer terminal que lo había arrinconado.
Las cartas de Lothar reflejaban una verdad que contradice la idea de que
Eichmann era un experto en esconderse. Sus cuatro hijos concurrían al
Colegio Alemán con el apellido verdadero y lo usaban en público sin
inconvenientes. Resultaba raro que aquello sucediera si sus padres habían
tomado alguna precaución mínima para no ser detectados. Un apellido
famoso en un colegio de la comunidad era como colgarse un cartel para ser
hallados con mayor facilidad por los cazadores de nazis. En realidad, en
todo momento fue suficiente con seguir a algún nazi prominente para hallar
a Eichmann en alguno de los encuentros que reunía a la lacra de los
prófugos de guerra.
“La ejecución será a medianoche”, le dijo Arye Nir, jefe del sistema
carcelario israelí. En el funcionario colisionaban sensaciones antagónicas.
El asco (y hasta el odio) que el personaje le generaba y la pena e impresión
que le causaba informarle a un hombre que moriría en las siguientes horas.
Eran las siete de la tarde del 31 de mayo de 1962. El prisionero esperaba
una noticia sobre su sentencia a muerte en la horca: había pedido clemencia.
Cuando vio a Nir en la puerta de su celda, supo que el presidente había
denegado el último recurso.
Adolf Eichmann recibió la noticia con sobriedad. Apenas una serie de
pestañeos rápidos denotaron el impacto. Y el movimiento de los labios
finitos hacia una costado de la cara. Pero para él todo estaba terminando y
ya no le quedaban cartas por jugar: iba a morir esa noche.
Durante el juicio el genocida estuvo protegido en una caja de cristal.
La historia fue tomada oficialmente como cierta por los aliados, pero sus
servicios de inteligencia no dejaron de buscarlo. Igual que a Hitler y a su
segundo, Martin Bormann.
Nadie sabía decir dónde estaba el cadáver de Fegelein y esa ejecución
podía ser parte de una maniobra para escapar y evitar que lo persiguieran.
No tenían pruebas materiales de su muerte.
Décadas más tarde, el periodista brasileño Marcelo Netto encaró una
investigación sobre un grupo de alemanes de evidentes simpatías nazis que
fueron obligados a abandonar una colonia que habían fundado en Paraná y
se instalaron en un barrio ubicado a unos 20 kilómetros del centro de San
Pablo.
En eso estaba cuando creyó cruzarse con el hombre al que todos
consideraban muerto. Fegelein había envejecido, pero sus rasgos –que
Netto conocía bien, como los de muchos otros líderes nazis profugados–
eran los mismos.
Fue un encuentro fugaz –cambiaron unas palabras y el hombre
prácticamente huyó– que disparó un trabajo de años para demostrar que el
cuñado de Hitler vivió durante décadas, primero en la Argentina y después
en Brasil, bajo las sucesivas identidades de Hans Ruppel, Otto Pantz y
Hermann Volkert Ramsauer.
Un nazi convencido
principio, hasta que fue herido por un francotirador en diciembre de 1943. Para entonces era jefe del
¿Muerto o vivo?
Menos de un año después las tropas soviéticas combatían con las alemanas
disputándose calle por calle de Berlín. El Tercer Reich se derrumbaba. A
espaldas de Hitler, Himmler intentó negociar con los aliados
norteamericanos e ingleses una paz por separado que pusiera a Alemania a
salvo del Ejército Rojo.
La versión oficial asegura que Fegelein participó de esa maniobra y que,
descubierto, fue detenido y ejecutado por orden de Hitler entre el 28 y el 29
de abril de 1945. El encargado de matarlo –siempre según esa versión– fue
el ayudante del jefe de la escolta personal del Führer, Johann Rattenhuber.
Sin embargo, dos altos oficiales nazis contaron otra cosa. Según Heiz
Linge y Otto Günsche, Hitler castigó a Fegelein enviándolo a pelear en la
unidad de combate de las SS que comandaba Günsche, donde “lucharía
para probar su lealtad”. Günsche relató que cuando Bormann le transmitió
la orden quedó anonadado. El castigo a los desertores –dictado por el propio
Hitler cuatro días antes– era la horca y la exhibición del cadáver con un
letrero que decía: “¡Colgado por no cumplir las órdenes del Führer!”.
Günsche le dijo a Bormann que no ejecutaría esa orden hasta haber
hablado personalmente con el propio Hitler. Según su relato, el Führer lo
recibió en presencia de Eva Braun, que lloraba desconsoladamente y pedía
clemencia para su cuñado. Finalmente Hitler, contó Günsche, “me ordenó
que se degrade a Fegelein y que sea entregado a un tribunal presidido por
Mohnke”.
El mayor general Wilhelm Mohnke aseguró a los Aliados que ese juicio
nunca se realizó y que, por lo tanto, no dio la orden de matar a Fegelein.
Contó que cuando lo llevaron a su presencia, el cuñado de Hitler estaba
fuera de sus cabales, lloraba, vomitaba y gritaba que él solo recibía órdenes
de Himmler. En un momento, recordó, llegó a sacar su miembro y orinó en
la sala.
Mohnke consultó el Código Militar y comprobó que ningún oficial podía
ser sometido a Consejo de Guerra si no se hallaba en plenitud de sus
facultades físicas y psíquicas, por lo que decidió que Fegelein no podía ser
juzgado y lo devolvió a la custodia de las SS.
“Nunca más volví a saber de él”, dijo.
Y el cadáver de Hermann Fegelein –si es que el hombre era realmente
cadáver– nunca apareció.
Un submarino en la Patagonia
El dato era bueno. Tanto es así que la editorial, la más poderosa del
momento, mandó de inmediato a la ciudad balnearia a su mejor periodista y
a su mejor fotógrafo. Luego sería cuestión de oficio, paciencia y, como
siempre, algo de suerte. Tenían que buscar un Mercedez Benz añoso y gris.
Menos de dos horas después, lo vieron pasar y detenerse frente a su puesto
de guardia. Ricardo Alfieri (h), el fotógrafo, gatilló su máquina varias
veces. Primero la patente del auto. Luego, la figura de ese hombre canoso
con camisa a cuadros que caminaba con decisión y gesto agrio. Alfredo
Serra, el periodista, se le acercó a pocos metros y gritó (también se podría
utilizar gatilló acá): ¡Kutschmann!
El sesentón se dio vuelta abruptamente. Su cara se agrietó, fue como si
una sombra, una nube negra lo envolviera. Supo que lo habían descubierto.
“Olmo, Pedro Olmo me llamo”, dijo impostando firmeza. Serra replicó:
“No mienta, usted es Kutschmann, el nazi”. El hombre se apresuró a entrar
al lugar.
Kutschmann, oculto en Miramar, provincia de Buenos Aires.