Está en la página 1de 7

FARFÁN RITA VS.

EL PROFESOR HUESO

Antonio Orlando Rodríguez


(Cubano)

“Te odio”, murmuré entredientes, muy bajito, como para que solamente lo escucharan mi
cuaderno, el esfero y si acaso, el pupitre, pero, aunque estaba a tres metros de distancia, se
dio la vuelta y me preguntó con su voz engolada de siempre:
-¿Dijo algo?

-Nada, profesor.

Sonrió satisfecho y continuó escribiendo en el tablero esas fórmulas que nada más él
entiende y que pretende que uno se meta en la cabeza.
Lo nuestro fue odio a primera vista.

El día que empezó el curso, en cuanto lo vi entrar en el aula, largo y flaco, con sus tres
únicos pelos peinados estratégicamente en la cabeza y los pantalones por encima de los
tobillos, supe que lo detestaría con todas las fuerzas de mi corazón. Pero bastó que su mirada
se cruzara con la mía durante un instante para saber, también, que el odio sería recíproco.
Remigio Hueso era una especie de momia caminante, con olor a naftalina, que a cada minuto
sacaba de su bolsillo un enorme reloj y le daba cuerda.

Lo primero que hizo fue soltar un discursito sobre la importancia de la disciplina, el amor a las
ciencias exactas y los trastornos de conducta propios de la pubertad. Mientras hablaba, yo iba
dibujando en mi cuaderno un esqueleto con paraguas y sombrero.
-Joven - exclamó de pronto, interrumpiendo su perorata , -¿me permite ver lo que está
escribiendo?
Intenté cambiar el cuaderno por otro, pero no tuve tiempo. El profesor estuvo a mi lado en
tres zancadas y me lo arrebató. Observó el dibujo con suspicacia y luego me preguntó:
-¿Cuál es su nombre?

-Rita.

-¿Rita qué? – insistió.

-Farfán.

-Far-fán, Ri-ta –dijo mientras me devolvía el cuaderno con una mirada de refinada crueldad-
.Tenga la seguridad de que no lo voy a olvidar.
Y no lo olvidó. A partir de ese momento, se entabló entre nosotros una guerra encarnizada,
sin tregua y letal.
En el grupo se dieron cuenta enseguida.

-El anciano no te pierde ni pie ni pisada –me decía Dani en el recreo-

¿Será que está enamorado de ti?

Y los muchachos soltaron la carcajada.

Remigio Hueso nos contemplaba desde la ventana del salón de profesores, con una sonrisa
sarcástica, como transmitiéndonos un mensaje telepático lleno de amenazas: “Sí , sí, ya sé que
se burlan de mí…Pero recuerden que mañana es el parcial de matemática y el que ríe último,
ríe mejor”.

Seguro que aquella noche no durmió, la pasó con su nariz ganchuda metida entre viejos
libros, buscando un ejercicio tan difícil, tan demoníacamente complicado, que por más que nos
exprimiéramos las neuronas no diéramos con la solución. Y, por supuesto, lo encontró: todos
sacamos mala nota. Pero yo, la peor de todas, porque en una guerra , si se quiere ganar, hay
que saber reconocer la inteligencia del enemigo. Y Remigio Hueso, debo admitirlo era
inteligente, muy inteligente. Todos podrían reírse de sus zapatos de pata de pato, de sus trajes
con manchas de yema de huevo y de los tres pelos del diablo, pero él sabía que no eran
verdaderos enemigos. Su enemiga número uno era yo. Y hacia mí enfilaba sus cañones
matemáticos.
Su sadismo no tenía límites. A cada rato escribía en el tablero una de sus ecuaciones y
lanzaba, con un tonito inocente que a nadie regañaba, una invitación:
-¿Quién viene a resolverlo? ¿No hay voluntarios? Entonces elegiré al azar…
Hacía como si deslizara su dedo por el registro de asistencia y ¡oh casualidad!, el 99,9 % de
las veces se detenía en la F.
-Farfán, Rita, -exclamaba, mientras me tendía la tiza.- Demuéstrenos sus aptitudes para las
matemáticas.
Hueso era un hueso duro de roer:
Sin embargo, no piensen que yo me quedaba cruzada de brazos. Algo sabía de estrategias
militares, de tanto ver los noticieros de televisión. A sus ataques respondía con escaramuzas
que con frecuencia resultaban exitosas.
Al principio traté de echar mano a los trucos de siempre, como ponerle un chicles en la silla o
un renacuajo en el vaso de agua, pero enseguida me di cuenta de que subestimaba a mi
adversario. Hueso nunca bebía el vaso de agua sin mirar su contenido de trasluz y muchísimo
menos se sentaba sin revisar maniáticamente que no hubieratachuelas en la silla.
Tuve que recurrir a técnicas más sofisticadas. Una mañana, por ejemplo, logré convencer a
mi hermano mayor para que me ayudara a poner en práctica una estratagema. Convencer no
es el verbo exacto: compré su ayuda prometiéndole que tendería su cama durante un mes
entero. A las nueve y un minuto de la mañana, irrumpió el portero en el salón en el instante en
que Hueso hablaba muy emocionado de Pitágoras o de otro de esos señores griegos que, a
falta de otra cosa en qué entretenerse, habían inventado las matemáticas.
-¿Qué sucede? –preguntó Hueso, muy angustiado por la interrupción.
-¡Disculpe, doctor, pero acaban de llamar los bomberos para avisar que su casa se está
quemando!
En el aula se armó un alboroto terrible. El viejo agarró su sombrero y el paraguas y salió
corriendo, lívido.
Cuando volvió, media hora después, todos estábamos felices, leyendo revistas y
contándonos chismes.
Entró tieso como una estaca y más amarillo que de costumbre.
-¿Pudieron apagar el fuego? –Preguntó, para congraciarse Alicia, la gorda que se sienta en
la primera fila.
-Nunca hubo fuego –repuso él, rechinando los dientes y a punto de echar humo por las orejas.
Entonces, súbitamente, clavó en mí sus ojos de fiera al acecho. Aunque el plan era perfecto
y sabía que nunca podría probar que todo había sido obra mía, no pude evitar estremecerme
de terror. Y aquella sensación me resultó estimulante.
-Para recuperar el tiempo perdido, mañana traerán resueltos todos los ejercicios que
aparecen en el capítulo siete –dijo, y de nuevo me clavó la mirada, buscando algún indicio de
mi culpabilidad-. ¿Tiene algo que comentar, Farfán, Rita?
-No, profesor,-murmuré, tratando de parecer lo más inocente posible, pero sabiendo que no
lograba engañarlo. Entre nosotros había una especie de código secreto: el sabía que yo sabía
que él sabía.
En el recreo, Gretel vino a preguntarme si lo del incendio había sido idea mía.¡Cómo se te
ocurre!, dije, haciéndome la escandalizada, ¡Ni que yo estuviera loca! Además, no soy tan
cruel. ¡Lo era!

A mediados de curso conseguí darle otro golpe demoledor. Esa vez conté con la ayuda de la
novia de mi hermano, una chica simpatiquísima, bonita y cosa que nunca he podido
comprender, amante de las matemáticas. Con su ayuda estudié las horribles ecuaciones todo
un fin de semana.
Me quemé las pestañas, no acepte invitaciones al cine, ni a tomar helado y todo el tiempo
estuve, como una auténtica nerd, resolviendo montañas de problemas y ejercicios.”Llévenla al
psiquiatra”, decía mi hermano menor, “está loca”.
Pero no, no lo estaba.
El lunes, a primera hora, Hueso entró al aula puntualmente y sin mirarnos siquiera escribió
un montón de números en el tablero.
“Farfán, Rita”, llamó, pero antes de que empezara a pronunciar la F ya yo estaba de pie y
caminando hacia él. Le quité la tiza de la mano y ante su mirada atónita y la incredulidad de
todos mis compañeros, ¡resolví la ecuación! ¡Yo, Farfán ,Rita! La contesté sin titubear, lo que
me hizo preguntarme, en el fondo de mi alma, si verdaderamente yo sería tan bruta para las
matemáticas.
Hueso se quedó sin habla. Tragó en seco, revisó de nuevo la operación para encontrar algún
detalle incorrecto y al no hallar nada para reclamar, se limitó a indicarme, con un ademán, que
regresara a mi puesto.
Me sentía en las nubes, supongo que como se siente un futbolista cuando su equipo gana 5
a 0. Aquel día, el viejo estuvo todo el tiempo abatido, como desconcertado y aunque resulte
difícil de creer, pienso que sentí un poco de lástima por él.
Fue por esos días que enfermó el tío abuelo Lito y lo llevaron al hospital. No pudieron hacer
nada por él. Murió a las pocas horas. Me asusté cuando mi madre rompió a llorar como una
niña y buscó protección en mis brazos. Nunca sospeché que el tío Lito fuera tan importante
para ella. Aunque era el único pariente que le quedaba vivo –además de mi papá, mis
hermanos y yo, claro está- , sólo lo visitaba algunos domingos y a veces a regañadientes,
como con fastidio.
A la funeraria fuimos cuatro gatos, como era de esperar. Mis padres, mi hermano mayor y su
novia, la señora que se ocupaba de cocinarles al tío Lito y de limpiarle el apartamento y yo.
A medianoche mamá quiso que me fuera a acostar.”Llévatela en el carro”, le pidió a mi
hermano, que estaba medio dormido.
-Me quedo -dije- . No tengo ni pizca de sueño.
Pero después de que mi hermano y la novia se fueron , empecé a cabecear.
-¿Lo ves? –dijo mi padre-. Eres una terca. Podrías estar hace rato en tu cama.

Para no verle el gusto de verme dormida me levanté y empecé a caminar por la funeraria.
Había varios salones, casi todos muy concurridos. La gente iba y venía como fantasmas,
hablando en susurros. Me llamó la atención una habitación en la que solamente estaba una
persona sentada al lado de un féretro con muchas flores encima. Era un viejo y tenía la cabeza
calva hundida en el techo.
“No puede ser”, alcancé a pensar, antes de que Hueso levantara la cabeza y en sus labios se
dibujara una semisonrisa de incredulidad y de hastío. Debí tener un tornillo flojo en ese
momento, porque en lugar de desaparecer, me senté a su lado. Durante un rato, no se cuánto,
los dos nos balanceamos suavemente en los sillones.
-¿Qué hace aquí , Farfán, Rita’?- preguntó por fin, con una voz mecánica, como de robot.

-Se me murió un tío abuelo –dije, y me percaté de que, por primera vez desde que lo conocía,
sus tres pelos no estaban perfectamente peinados, estirados paralelamente a lo largo de la
calva. Uno de ellos, el del centro, estaba torcido y se había atravesado, de forma
perpendicular, encima del último, formando un ángulo de 90°. Casi tuve ganas de estirarlo y
colocarlo en su lugar, para restablecer el equilibrio geométrico de siempre, pero me contuve y
lo que hice fue preguntarle:
-¿Y usted, qué hace aquí ?
Por toda respuesta señaló, con un movimiento del mentón, el ataúd.
-Mi esposa me -dijo y su sillón dejó de mecerse.
-¿Llevaba mucho tiempo enferma?
-Cuatro años.
-¿Tenían hijos?. Dijo que no con un gesto y al terminar el movimiento de, la cabeza quedó
tirada sobre su hombro, como si el cuello, cansado, se negara a sostenerla por más tiempo. De
pronto descubrí que tenía mucha curiosidad por saber sobre la vida de Hueso y su esposa.
Pero no hice más preguntas por temor a parecer indiscreta.

De repente, sin cambiar de posición, casi sin mover los labios, con una misma voz inodora,
incolora e insabora, comentó:
-Tengo una buena noticia para usted, Farfán, Rita. Me acogí a la jubilación. A partir de la
semana próxima tendrán otro profesor.
-Me quedé sin saber qué contestar. No iba a ser tan hipócrita de decirle que lo sentía mucho.
Aunque tal vez y por algún motivo que no lograba explicarme, la información tampoco me
alegraba especialmente. Era inesperada y me pareció una especie de rendición.

-Sufrió mucho –añadió-. Tenía dolores terribles y sólo se tranquilizaba cuando me sentaba a
su lado y le tomaba de la mano. Empezaba a hablarle de las cosas del colegio, de las clases,
de ustedes, especialmente de usted, Farfán, Rita y escuchándome se olvidaba del dolor. Todos
los días salía corriendo del colegio para la casa, porque sabía que ella estaba esperándome y
necesitaba de mí. Esas horas de clase eran una verdadera tortura .
-Para mí también- me atreví a comentar, pero me parece que no me oyó. Estaba asombrada
al pensar que la muerta me conocía, por sus cuentos, mientras yo nunca, hasta hacía tres
minutos, había oído hablar de ella. ¿Qué cosa le contaría de mí?
-Estuvimos casados más de cuarenta años y creo que fuimos muy felices. Ahora…

Dejó la frase en suspenso. Me pregunté si iba a decir una cursilería tipo “Ahora nadie
necesita de mí”, “Ahora mi vida no tiene sentido” o algo por el estilo, como sacado de una
telenovela. Nunca lo supe. ¿Sería capaz Hueso de decir una frase así? ¿Verían las telenovelas
de la noche él y su esposa, sentados frente al televisor, tomados de la mano? ¿Él le cocinaría?
¿En qué barrio vivirían? ¿Tendrían perro? ¿Un gato tal vez? ¿Y muchas fotos de cuando eran
jóvenes, guardadas en una caja de ponqué?

De pronto descubrí que Hueso era un desconocido. Habíamos estado juntos ocho horas a la
semana, durante un montón de meses y no sabía nada sobre él , salvo que desayunaba
huevos fritos, que no tenía hijos y que su esposa acababa de morir. Lo había odiado
concienzudamente y como suele ocurrir en las guerras, el odio no me había dejado tiempo para
enterarme de quien era mi enemigo.

En ese momento entró mi padre, buscándome: “Rita”, dijo en voz baja y grave, como si
estuviera de más allí, como si fuera un estorbo para el duelo de Remigio Hueso.
Me levante y antes de irme, miré a los ojos al profesor. Creo que ni se dio cuenta.
-¿Conoces a ese señor? –me preguntó mi padre cuando caminábamos por el corredor.
-No –le dije, sin saber si le estaba diciendo una mentira o no.

Me senté junto a mi madre y escondí la cara en su regazo. Empezó a acariciarme el pelo.


La semana que viene empieza otro profesor de matemáticas –le conté.
-Qué bueno a ver si con ésete entiendes mejor

También podría gustarte