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Historia de la Química

La química es una de las ciencias más trascendentales a disposición del ser humano. Su historia se
remonta a épocas muy anteriores al concepto mismo de “ciencia”, puesto que el interés de
nuestra especie por comprender de qué está hecha la materia es casi tan antiguo como la
civilización misma. Esto quiere decir que los saberes químicos existían desde la prehistoria, aunque
con otros nombres y organizados de maneras muy diferentes.

De hecho, la primera manifestación química que captó nuestro interés fue la generación del fuego,
hace más de 1.600.000 años. Eso que hoy llamamos combustión, fue estudiada y replicada
posiblemente por nuestros ancestros de la especie Homo erectus.
A partir del momento en que aprendimos a producir el fuego y manejarlo a voluntad, ya sea para
cocinar nuestra comida o, mucho después, para fundir metales, hornear cerámicas y llevar a cabo
otras actividades, un nuevo mundo de transformaciones físicas y químicas estuvo a nuestro
alcance, y con él, un nuevo entendimiento de la naturaleza de las cosas.
Las primeras teorías respecto a la composición de la materia surgieron en la Antigüedad, obra de
filósofos y pensadores cuyas hipótesis se basaban tanto en la observación de la naturaleza, como
en su interpretación mística o religiosa. Su propósito era explicar por qué las distintas sustancias
que conforman el mundo poseen diferentes propiedades y capacidades de transformación,
identificando para ello sus elementos básicos o primarios.
Una de las primeras teorías que intentó dar respuesta a este dilema surgió en la Grecia del siglo V
a. C., obra del filósofo y político Empédocles de Agrigento, quien propuso que debía haber cuatro
elementos básicos (cuatro como las estaciones) de la materia: aire, agua, fuego y tierra, y que las
distintas propiedades de las cosas dependían de la proporción en que estuvieran mezclados.
Esta lógica sirvió para que luego la escuela hipocrática de medicina griega propusiera su teoría de
los cuatro humores que componían el cuerpo humano (sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla).
Por otro lado, el célebre filósofo Aristóteles (384-322 a. C.) luego añadió el éter o quintaesencia
como el elemento puro y primordial que conformaba a las estrellas y los astros del firmamento.
Sin embargo, el más importante precursor de la química en la Antigua Grecia fue el filósofo
Demócrito de Abdera (c. 460-c.370 a.C.), quien propuso por primera vez que la materia estaba
compuesta de partículas mínimas y fundamentales: los átomos (del griego atomón, “indivisible” o
“sin partes”).
Filósofos posteriores tomaron la idea de que el universo se compone de partículas indestructibles,
mientras que diversos pensadores indios de la Antigüedad llegaron a conclusiones semejantes.
Sin embargo, no fue ésa la visión que se impuso durante los siglos venideros, sino la propuesta por
el cristianismo, entre cuyas preocupaciones no estaba la comprensión de la materia, tanto como la
salvación del alma humana. Es decir, que para ella Dios había creado todo lo que existe, y con eso
basta.
Es por ello que el siguiente paso en la historia de la química no debe buscarse en Occidente, sino
en las florecientes naciones árabes, tanto persas como musulmanas, herederas de los saberes
esotéricos de la Antigua Mesopotamia y el Antiguo Egipto. Nos referimos a la alquimia.
La alquimia fue una protodisciplina nacida en el Oriente, antecesora de la química moderna.
Combinando creencias místicas sobre la existencia de la piedra filosofal, capaz de transmutar
ciertos materiales en oro, con la combinación experimental de distintas sustancias, los
alquimistas crearon una buena parte del instrumental que hoy en día empleamos en los
laboratorios químicos.
Así, alquimistas célebres como Al-Kindi (801-873), Al-Biruni (973-1048) o el famoso Ibn Sina o
Avicena (c. 980-1037), aprendieron a fundir, destilar y purificar sustancias. También descubrieron
materiales como el alcohol, la sosa cáustica, el vitriolo, el arsénico, el bismuto, el ácido sulfúrico, el
ácido nítrico y muchos otros, especialmente metales y sales, que asociaban a los astros celestes y
a la tradición cabalística y numerológica.
Aunque los alquimistas fueron mal vistos en el Occidente cristiano, sus saberes eventualmente se
filtraron en Europa y fueron rescatados por filósofos y pensadores, especialmente los que se
interesaban por sus experimentos en pos del elixir de la vida eterna o la transformación del plomo
en metales preciosos.
A medida que Occidente renacía alrededor del siglo XV, redescubriendo los saberes de la
antigüedad, una nueva forma de entender la realidad se iba gestando: un pensamiento laico,
racional y escéptico que finalmente dio origen a la idea de ciencia, y que rebautizó la herencia
alquímica como química.
La aparición de textos renacentistas como Novum Lumen Chymicum (“La nueva luz de la química”)
en 1605, del polaco Michel Sedziwoj (1566-1646); Tyrocium Chymicum (“La práctica de la
química”) en 1615, de Jean Beguin (1550-1620); o especialmente Ortus medicinae (“El origen de la
medicina”) en 1648, del holandés Jan Baptist van Helmont (1580-1644), evidencian el cambio de
paradigma entre la alquimia y la química propiamente dicha.
Esta transición acabó de darse formalmente cuando el químico inglés Robert Boyle (1627-1691)
propuso un método experimental propiamente científico en su obra The Sceptical Chymist: or
Chymico-Physical Doubts & Paradoxes (“El químico escéptico: o las dudas y paradojas químico-
físicas”). Por eso se lo considera el primer químico moderno y uno de los fundadores de la
disciplina.
A partir de entonces la química dio sus pasos como ciencia, lo cual trajo numerosas hipótesis y
teorías sucesivas, muchas hoy en día descartadas, como la teoría del flogisto de finales del siglo
XVII. Sin embargo, también se descubrieron los primeros elementos químicos.
Sus primeras descripciones sistemáticas datan de principios del siglo XVIII. Por ejemplo, la Tabla de
las afinidades de E. F. Geoffroy, de 1718, fue precursora de la Tabla periódica de los
elementos que apareció en el siglo XIX, obra del ruso Dmitri Mendeléyev (1834-1907).
Durante el siglo XVIII, se produjeron las investigaciones de los grandes fundadores de la química
moderna, como Georg Brandt (1694-1768), Mijaíl Lomonósov (1711-1765), Antoine Lavoisier
(1743-1794), Henry Cavendish (1731-1810) o el físico Alessandro Volta (1745-1827).
Sus aportes fueron diversos y muy significativos, pero entre ellos destaca el resurgimiento de
la teoría atómica en 1803, gracias a la obra del inglés John Dalton (1766-1844), quien la reformuló
y adaptó al entendimiento de los tiempos modernos. Tan trascendente fue esta aportación, que la
química del siglo XIX estuvo toda dividida entre quienes apoyaron la visión de Dalton, y quienes
no.
Los primeros, sin embargo, continuaron y actualizaron la teoría atómica en los años posteriores,
sentando así las bases para los modelos atómicos contemporáneos surgidos en el siglo XX, y para
el entendimiento que hoy tenemos sobre el funcionamiento de la materia. En ello fue también
fundamental el estudio de la radioactividad, cuyos pioneros fueron Marie Curie (1867-1934) y su
esposo Pierre Curie (1859-1906).
Gracias a estos descubrimientos y a los que en el siglo XX hicieron científicos de la talla de Ernest
Rutherford (1871-1937), Hans Geiger (1882-1945), Niels Bohr (1885-1962), Gilbert W. Lewis (1875-
1946), Erwin Schrödinger (1887-1961) y muchos otros, comenzó la llamada era atómica.
Este nuevo período tuvo sus aciertos (como la energía nuclear) y sus horrores (como la bomba
atómica), inaugurando así un capítulo insospechado de la historia de la química, que le permitió a
la humanidad una comprensión profunda y revolucionaria de la materia, como nunca antes lo
habría siquiera soñado.

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