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1.

Introducción: ¿quién necesita


«identidad»?
Stuart Hall

En los últimos años se registró una verdadera explo-


sión discursiva en torno del concepto de «identidad», al
mismo tiempo que se lo sometía a una crítica minuciosa.
¿Cómo se explica este paradójico proceso? ¿Y en qué posi-
ción nos deja en cuanto al concepto? La deconstrucción se
ha realizado en el interior de varias disciplinas, todas
ellas críticas, de una u otra manera, de la noción de una
identidad integral, originaria y unificada. La filosofía
planteó en forma generalizada la crítica del sujeto autó-
nomo situado en el centro de la metafísica occidental pos-
cartesiana. El discurso de un feminismo y una crítica cul-
tural influidos por el psicoanálisis desarrolló la cuestión
de la subjetividad y sus procesos inconscientes de forma-
ción. Un yo incesantemente performativo fue postulado
por variantes celebratorias del posmodernismo. Dentro de
la crítica antiesencialista de las concepciones étnicas, ra-
ciales y nacionales de la identidad cultural y la «política
de la situación» se esbozaron en sus formas más fundadas
algunas aventuradas concepciones teóricas. ¿Qué necesi-
dad hay, entonces, de otro debate más sobre la «identi-
dad»? ¿Quién lo necesita?
Hay dos maneras de responder a esta pregunta. La pri-
mera consiste en señalar un rasgo distintivo de la crítica
deconstructiva a la que fueron sometidos muchos de estos
conceptos esencialistas. A diferencia de las formas de
crítica que apuntan a reemplazar conceptos inadecuados
por otros «más verdaderos» o que aspiran a la producción
de conocimiento positivo, el enfoque deconstructivo some-
te a «borradura» los conceptos clave. Esto indica que ya no
son útiles —«buenos para ayudarnos a pensar»— en su
forma originaria y no reconstruida. Pero como no fueron
superados dialécticamente y no hay otros conceptos ente-

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ramente diferentes que puedan reemplazarlos, no hay
más remedio que seguir pensando con ellos, aunque ahora
sus formas se encuentren destotalizadas o deconstruidas
y no funcionen ya dentro del paradigma en que se genera-
ron en un principio (cf. Hall, 1995). La línea que los tacha
permite, paradójicamente, que se los siga leyendo. Derri-
da describió este enfoque como pensar en el límite, pensar
en el intervalo, una especie de doble escritura. «Por medio
de esta doble escritura desalojada y desalojadora y de-
talladamente estratificada, debemos señalar también el
intervalo entre la inversión, que pone abajo lo que estaba
arriba, y el surgimiento invasor de un nuevo "concepto",
un concepto que ya no puede y nunca podría ser incluido
en el régimen previo» (Derrida, 1981). La identidad es un
concepto de este tipo, que funciona «bajo borradura» en el
intervalo entre inversión y surgimiento; una idea que no
puede pensarse a la vieja usanza, pero sin la cual ciertas
cuestiones clave no pueden pensarse en absoluto.
Un segundo tipo de respuesta nos exige señalar dónde,
y en relación con qué conjunto de problemas, surge la irre-
ductibilidad del concepto de identidad. Creo que en este
caso la respuesta radica en su carácter central para la
cuestión de la agencia y la política. Cuando hablo de polí-
tica me refiero a la significación del significante «identi-
dad» en las formas modernas de movilización política, su
relación axial con una política de la situación, pero tam-
bién a las dificultades e inestabilidades notorias que afec-
taron de manera característica todas las formas contem-
poráneas de «política identitaria». Al decir «agencia» no
expreso deseo alguno de volver a una noción no mediada y
transparente del sujeto o de la identidad como autores
centrados de la práctica social, o de restaurar un enfoque
que «coloca su propio punto de vista en el origen de toda
historicidad, el cual, en síntesis, lleva a una conciencia
trascendental» (Foucault, 1970, pág. xiv). Coincido con
Foucault en que no necesitamos aquí «una teoría del suje-
to cognosciente, sino una teoría de la práctica discursiva».
Creo, sin embargo, que —como lo muestra con claridad la
evolución de la obra de Foucault— este descentramiento
no requiere un abandono o una abolición del «sujeto», sino

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una reconceptualización: pensarlo en su nueva posición
desplazada o descentrada dentro del paradigma. Al pare-
cer, la cuestión de la identidad o, mejor, si se prefiere des-
tacar el proceso de sujeción a las prácticas discursivas, y
la política de exclusión que todas esas sujeciones parecen
entrañar, la cuestión de la identificación, se reitera en el
intento de rearticular la relación entre sujetos y prácticas
discursivas.
La identificación resulta ser uno de los conceptos me-
nos comprendidos: casi tan tramposo como «identidad»,
aunque preferible a este; y, sin duda, no constituye ga-
rantía alguna contra las dificultades conceptuales que
han acosado a este último. Su uso implica extraer signifi-
cados tanto del repertorio discursivo como del psicoanalí-
tico, sin limitarse a ninguno de los dos. Este campo se-
mántico es demasiado complejo para desentrañarlo aquí,
pero al menos resulta útil establecer de manera indicativa
su pertinencia para la tarea en cuestión. En el lenguaje
del sentido común, la identificación se construye sobre la
base del reconocimiento de algún origen común o unas ca-
racterísticas compartidas con otra persona o grupo o con
un ideal, y con el vallado natural de la solidaridad y la
lealtad establecidas sobre este fundamento. En contraste
con el «naturalismo» de esta definición, el enfoque discur-
sivo ve la identificación como una construcción, un proce-
so nunca terminado: siempre «en proceso». No está deter-
minado, en el sentido de que siempre es posible «ganarlo»
o «perderlo», sostenerlo o abandonarlo. Aunque no carece
de condiciones determinadas de existencia, que incluyen
los recursos materiales y simbólicos necesarios para sos-
tenerla, la identificación es en definitiva condicional y se
afinca en la contingencia. Una vez consolidada, no cancela
la diferencia. La fusión total que sugiere es, en realidad,
una fantasía de incorporación. (Freud siempre habló de
ella en relación con «consumir al otro», como veremos
dentro de un momento.) La identificación es, entonces, un
proceso de articulación, una sutura, una sobredetermi-
nación y no una subsunción. Siempre hay «demasiada» o
«demasiado poca»: una sobredeterminación o una falta,
pero nunca una proporción adecuada, una totalidad. Co-

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mo todas las prácticas significantes, está sujeta al «juego»
de la différance. Obedece a la lógica del más de uno. Y
puesto que como proceso actúa a través de la diferencia,
entraña un trabajo discursivo, la marcación y ratificación
de límites simbólicos, la producción de «efectos de fronte-
ra». Necesita lo que queda afuera, su exterior constitutivo,
para consolidar el proceso.
De su uso psicoanalítico, el concepto de identificación
hereda un rico legado semántico. Freud lo llama «la pri-
mera expresión de un lazo emocional con otra persona»
(Freud, 1921/1991). En el contexto del complejo de Edipo,
sin embargo, toma las figuras parentales como objetos a la
vez amorosos y de rivalidad, con lo cual instala la ambiva-
lencia en el centro mismo del proceso. «La identificación
es, de hecho, ambivalente desde el comienzo mismo»
(Freud, 1921/1991, pág. 134). En «Duelo y melancolía» no
es lo que nos ata a un objeto existente, sino a una elección
objetal abandonada. En primera instancia, es un «mol-
deado a imagen del otro» que compensa la pérdida de los
placeres libidinales del narcisismo primario. Se funda en
la fantasía, la proyección y la idealización. Su objeto es
con igual probabilidad aquel que se odia como aquel que
se adora; y es devuelto al yo inconsciente con igual fre-
cuencia con que «nos saca de nosotros mismos». Freud ela-
boró la distinción crucial entre «ser» y «tener» al otro con
referencia a la identificación: «Se comporta como un deri-
vado de la primera fase oral de organización de la libido,
en la que el objeto que deseamos se asimila comiéndolo y,
de ese modo, se aniquila como tal» (1921/1991, pág. 135).
«Vistas en su conjunto, las identificaciones —señalan La-
planche y Pontalis (1985)— no son en modo alguno un
sistema relacional coherente. Dentro de una agencia como
el superyó, por ejemplo, coexisten demandas que son di-
versas, conflictivas y desordenadas. De manera similar,
el ideal del yo está compuesto de identificaciones con idea-
les culturales que no son necesariamente armoniosos»
(pág. 208).
No sugiero con ello que todas estas connotaciones de-
ban importarse al por mayor y sin traducción a nuestras
reflexiones en torno de la «identidad», pero las menciono

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para indicar los novedosos repertorios de significados con
los cuales hoy se declina el término. El concepto de identi-
dad aquí desplegado no es, por lo tanto, esencialista, sino
estratégico y posicional. Vale decir que, de manera direc-
tamente contraria a lo que parece ser su carrera semán-
tica preestablecida, este concepto de identidad no señala
ese núcleo estable del yo que, de principio a fin, se desen-
vuelve sin cambios a través de todas las vicisitudes de la
historia; el fragmento del yo que ya es y sigue siendo
siempre «el mismo», idéntico a sí mismo a lo largo del
tiempo. Tampoco es —si trasladamos esta concepción
esencializadora al escenario de la identidad cultural— ese
«yo colectivo o verdadero que se oculta dentro de los mu-
chos otros "yos", más superficiales o artificialmente im-
puestos, que un pueblo con una historia y una ascenden-
cia compartidas tiene en común» (Hall, 1990), y que pue-
den estabilizar, fijar o garantizar una «unicidad» o per-
tenencia cultural sin cambios, subyacente a todas las
otras diferencias superficiales.\E1 concepto acepta que las
identidades nunca se unifican y, en los tiempos de la mo-
dernidad tardía, están cada vez más fragmentadas y frac-
turadas; nunca son singulares, sino construidas de múl-
tiples maneras a través de discursos, prácticas y posi-
ciones diferentes, a menudo cruzados y antagónicos? Es-
tán sujetas a una historización radical, y en un constante
proceso de cambio y transformación. Es preciso que situe-
mos los debates sobre la identidad dentro de todos esos de-
sarrollos y prácticas históricamente específicos que per-
turbaron el carácter relativamente «estable» de muchas
poblaciones y culturas, sobre todo en relación con los pro-
cesos de globalización, que en mi opinión son coextensos
con la modernidad (Hall, 1996) y los procesos de migra-
ción forzada y «libre» convertidos en un fenómeno global
del llamado mundo «poscolonial». Aunque parecen invo-
car un origen en un pasado histórico con el cual continúan
en correspondencia, en realidad las identidades tienen
que ver con las cuestiones referidas al uso de los recursos
de la historia, la lengua y la cultura en el proceso de de-
venir y no de ser; no «quiénes somos» o «de dónde veni-
mos» sino en qué podríamos convertirnos, cómo nos han

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representado y cómo atañe ello al modo como podríamos
representarnos. Las identidades, en consecuencia, se
constituyen dentro de la representación y no fuera de ella.
Se relacionan tanto con la invención de la tradición como
con la tradición misma, y nos obligan a leerla no como una
reiteración incesante sino como «lo mismo que cambia»
(Gilroy, 1994): no el presunto retorno a las raíces sino una
aceptación de nuestros «derroteros».* Surgen de la narra-
tivización del yo, pero la naturaleza necesariamente
ficcional de este proceso no socava en modo alguno su efec-
tividad discursiva, material o política, aun cuando la per-
tenencia, la «sutura en el relato» a través de la cual sur-
gen las identidades resida, en parte, en lo imaginario (así
como en lo simbólico) y, por lo tanto, siempre se construya
en parte en la fantasía o, al menos, dentro de un campo
fantasmático.
Precisamente porque las identidades se construyen
dentro del discurso y no fuera de él, debemos considerar-
las producidas en ámbitos históricos e institucionales es-
pecíficos en el interior de formaciones y prácticas discursi-
vas específicas, mediante estrategias enunciativas especí-
ficas. Por otra parte, emergen en el juego de modalidades
específicas de poder y, por ello, son más un producto de la
marcación de la diferencia y la exclusión que signo de una
unidad idéntica y naturalmente constituida: una «identi-
dad» en su significado tradicional (es decir, una mismidad
omniabarcativa, inconsútil y sin diferenciación interna).
Sobre todo, y en contradicción directa con la forma co-
mo se las evoca constantemente, las identidades se cons-
truyen a través de la diferencia, no al margen de ella. Esto
implica la admisión radicalmente perturbadora de que el
significado «positivo» de cualquier término —y con ello su
«identidad»— sólo puede construirse a través de la re-
lación con el Otro, la relación con lo que él no es, con lo
que justamente le falta, con lo que se ha denominado su
afuera constitutivo (Derrida, 1981; Laclau, 1990; Butler,
1993). A lo largo de sus trayectorias, las identidades pue-

* El autor hace aquí un juego entre las palabras roots, raíces, y rou-
tes, rumbos, caminos, derroteros, que son casi homófonas. {N. del T.)

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den funcionar como puntos de identificación y adhesión
sólo debido a su capacidad de excluir, de omitir, de dejar
«afuera», abyecto. Toda identidad tiene como «margen» un
exceso, algo más. La unidad, la homogeneidad interna
que el término identidad trata como fundacional, no es
una forma natural sino construida de cierre, y toda identi-
dad nombra como su otro necesario, aunque silenciado y
tácito, aquello que le «falta». Laclau (1990) sostiene con vi-
gor y persuasión que «la constitución de una identidad so-
cial es un acto de poder» dado que,

«Si (...) una objetividad logra afirmarse parcialmente, só-


lo lo hace reprimiendo lo que la amenaza. Derrida demos-
tró que la constitución de una identidad siempre se basa
en la exclusión de algo y el establecimiento de una jerar-
quía violenta entre los dos polos resultantes: hombre /
mujer, etc. Lo peculiar del segundo término queda así
reducido a la función de un accidente, en oposición al ca-
rácter esencial del primero. Sucede lo mismo con la rela-
ción negro-blanco, en que el blanco, desde luego, es equi-
valente a "ser humano". "Mujer" y "negro" son entonces
"marcas" (esto es, términos marcados) en contraste con los
términos no marcados de "hombre" y "blanco"» (Laclau,
1990, pág. 33).*

De modo que las «unidades» proclamadas por las identi-


dades se construyen, en realidad, dentro del juego del
poder y la exclusión y son el resultado, no de una totalidad
natural e inevitable o primordial, sino del proceso natura-
lizado y sobredeterminado de «cierre» (Bhabha, 1994;
Hall, 1993).
Si las «identidades» sólo pueden leerse a contrapelo,
vale decir, específicamente no como aquello que fija el jue-
go de la diferencia en un punto de origen y estabilidad,
sino como lo que se construye en o través de la différance y
es constantemente desestabilizado por lo que excluye, ¿có-
mo podemos entender su significado y teorizar su surgi-
miento? En su importante artículo «Diflference, diversity
* «Marcados» debe entenderse aquí no sólo como «señalados», sino
también con el matiz de «sospechosos» o «condenados». (N. del T.)

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and differentiation», Avtar Brah (1992, pág. 143) formula
una significativa serie de preguntas planteadas por estas
nuevas maneras de conceptualizar la identidad:

«Pese a Fanón, todavía deben emprenderse muchos tra-


bajos sobre el tema de la constitución del "otro" racializa-
do en el dominio psíquico. ¿Cómo debe analizarse la subje-
tividad poscolonial racializada y de género? El hecho de
que el psicoanálisis privilegie la "diferencia sexual" y la
primera infancia, ¿limita su valor explicativo en lo concer-
niente a ayudarnos a comprender las dimensiones psíqui-
cas de fenómenos sociales como el racismo? ¿Cómo se ar-
ticulan el "orden simbólico" y el orden social en la forma-
ción del sujeto? En otras palabras, ¿cómo debe teorizarse
el vínculo entre la realidad social y la realidad psíquica?»
(1992, pág. 142).

Lo que sigue es un intento de empezar a responder esta


decisiva pero perturbadora serie de preguntas.
En algunos trabajos recientes sobre este tópico, me he
apropiado del término identidad de una forma que, sin
duda, no es compartida por muchos y tal vez no sea bien
entendida. Uso «identidad» para referirme al punto de en-
cuentro, el punto de sutura entre, por un lado, los discur-
sos y prácticas que intentan «interpelarnos», hablarnos o
ponernos en nuestro lugar como sujetos sociales de discur-
sos particulares y, por otro, los procesos que producen sub-
jetividades, que nos construyen como sujetos susceptibles
de «decirse». De tal modo, las identidades son puntos de
adhesión temporaria a las posiciones subjetivas que nos
construyen las prácticas discursivas (véase Hall, 1995).
Son el resultado de una articulación o «encadenamiento»
exitoso del sujeto en el flujo del discurso, lo que Stephen
Heath llamó «una intersección» en su artículo pionero
«Suture» (1981, pág. 106). «Una teoría de la ideología no
debe iniciarse con el sujeto sino como una descripción de
los efectos de sutura, la efectuación del enlace del sujeto
con estructuras de sentido». Las identidades son, por así
decirlo, las posiciones que el sujeto está obligado a tomar,
a la vez que siempre «sabe» (en este punto nos traiciona el

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lenguaje de la conciencia) que son representaciones, que
la representación siempre se construye a través de una
«falta», una división, desde el lugar del Otro, y por eso
nunca puede ser adecuada —idéntica— a los procesos
subjetivos investidos en ellas. La idea de que una sutura
eficaz del sujeto a una posición subjetiva requiere no sólo
que aquel sea «convocado», sino que resulte investido en
la posición, significa que la sutura debe pensarse como
una articulación y no como un proceso unilateral, y esto, a
su vez, pone firmemente la identificación, si no las identi-
dades, en la agenda teórica.
Las referencias al término que describe la convocatoria
hecha al sujeto por el discurso —la interpelación— nos re-
cuerdan que este debate tiene una prehistoria significati-
va e inconclusa en los argumentos suscitados por el ar-
tículo de Althusser «La ideología y los aparatos ideológicos
de Estado» (1971). Este artículo introdujo la noción de
interpelación y la estructura especular de la ideología en
un intento de eludir el economicismo y reduccionismo de
la teoría marxista clásica de la ideología, y de reunir en un
único marco explicativo tanto la función materialista de
esta en la reproducción de las relaciones sociales de pro-
ducción (marxismo) como (por medio de los elementos to-
mados de Lacan) su función simbólica en la constitución
de los sujetos. En su reciente análisis de este debate, Mi-
chele Barrett hizo mucho para demostrar «la naturaleza
profundamente dividida y contradictoria del argumento
que Althusser empezaba a plantear» (Barrett, 1991, pág.
96; véase también Hall, 1985, pág. 102: «En ese artículo,
los dos aspectos del difícil problema de la ideología queda-
ron fracturados, y desde entonces se asignaron a polos di-
ferentes»). No obstante, el ensayo sobre los aparatos,
como ha llegado a conocérselo, resultó ser un momento
muy significativo, aunque no exitoso, del debate. Jacque-
line Rose, por ejemplo, sostuvo en Sexuality in the Field of
Vision (1986) que «la cuestión de la identidad —cómo se
constituye y mantiene— es por lo tanto el tópico central
por medio del cual el psicoanálisis entra en el campo
político».

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